Linz. Los Peligros Del Presidencialismo
Linz. Los Peligros Del Presidencialismo
Linz. Los Peligros Del Presidencialismo
Política Comparada
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Resumen:
El postulado de este ensayo es que el desempeño histórico superior de las democracias
parlamentarias no es accidental . Una comparación cuidadosa entre parlamentarismo y
presidencialismo en cuanto tales lleva a la conclusión que, en balance, el primero es más
conducente hacia democracias estables que el último . La conclusión se aplica especial-
mente a naciones con profundas divisiones políticas y numerosos partidos políticos; para
tales países, el parlamentarismo generalmente ofrece una mejor esperanza para preservar la
democracia .
Abstract:
The premise of this essay is that the superior historical performance of the parliamentary
democracies is not accidental . A careful comparison between parliamentarism and presi-
dentialism as such leads to the conclusion that, on balance, the former is more conductive
to stable democracies than the latter . The conclusion applies especially to nations with
deep political divisions and numerous political parties, for such countries, parliamentarism
generally offers a better hope to preserve democracy .
* Profesor de Ciencia Política y Social de la Universidad de Yale . Este artículo fue publicado originalmente
en inglés en la revista Journal of Democracy, Vol .1, Nº 1, 1990, pp . 51-69 y en español en el libro Formas de
gobierno: relaciones ejecutivo-parlamento, Comisión Andina de Juristas, Lima, Perú, 1993 . La inclusión de este
texto en esta edición tiene la autorización del autor y de la Comisión Andina de Juristas .
M
ientras más naciones en el mundo van en dirección a la democracia, el interés
en formas y arreglos constitucionales alternativos se ha extendido más allá de
los círculos académicos . En países tan disímiles como Chile, Corea del Sur,
Brasil, Turquía y Argentina, los gestores de políticas y expertos constitucionalistas han de-
batido vigorosamente los méritos relativos de los diferentes tipos de regímenes democráti-
cos . Algunos países han cambiado de Constituciones parlamentaristas a presidencialistas,
como es el caso de Sri Lanka . De otro lado, los latinoamericanos en particular se han mos-
trado gratamente impresionados por la exitosa transición del autoritarismo a la democracia
en España ocurrida en la década de 1970, y a la cual contribuyó grandemente la forma
parlamentaria de gobierno elegida por ese país .
12 Tampoco es el caso español el único en que el parlamentarismo ha dado pruebas de su
valor . En realidad, la vasta mayoría de democracias estables en el mundo actual la cons-
tituyen regímenes parlamentarios, en los cuales el poder ejecutivo es designado por una
mayoría legislativa y depende de ella para su supervivencia .
Por el contrario, la única democracia presidencial con una larga historia de continuidad
constitucional es la de los Estados Unidos . Las constituciones finlandesa y francesa son hí-
bridos antes que verdaderos sistemas parlamentarios, y aún no podemos pronunciarnos en
relación al caso de la Quinta República Francesa . Aparte de los Estados Unidos, Chile ha
logrado un gobierno presidencial de continuidad constitucional que no ha sido perturbada
por un siglo y medio, pero la democracia chilena se quebró en la década de 1970 .
Desde luego, los regímenes parlamentarios pueden también ser inestables, especialmen-
te bajo condiciones de agudos conflictos étnicos, como atestigua la reciente historia africa-
na . Sin embargo, las experiencias de la India y de algunos países angloparlantes del Caribe
muestran que aún en sociedades bastante divididas, las crisis parlamentarias periódicas no
necesitan llegar a convertirse en crisis del régimen en su conjunto, y que la expulsión de
un primer ministro y su gabinete no necesariamente significan el fin de la democracia en
sí misma .
El postulado de este ensayo es que el desempeño histórico superior de las democra-
cias parlamentarias no es accidental . Una comparación cuidadosa entre parlamentarismo
y presidencialismo en cuanto tales lleva a la conclusión que, en balance, el primero es más
conducente hacia democracias estables que el último . La conclusión se aplica especial-
mente a naciones con profundas divisiones políticas y numerosos partidos políticos; para
tales países, el parlamentarismo generalmente ofrece una mejor esperanza para preservar la
democracia .
Pero lo que es más notable es que en un sistema presidencial, los legisladores –espe-
cialmente cuando representan a partidos disciplinados y cohesionados que ofrecen claras
alternativas ideológicas y políticas– pueden también reclamar legitimidad democrática .
Este derecho resulta más obvio cuando una mayoría del legislativo representa una opción
política opuesta a la del presidente . Bajo tales circunstancias, ¿quién tiene más derecho para
hablar en nombre del pueblo: el presidente o la mayoría parlamentaria que se opone a sus
políticas? Dado que el poder de ambos se deriva del voto popular, en competencia libre
entre políticas bien definidas, siempre es posible que se produzca un conflicto, y a veces
éste puede erupcionar dramáticamente . No existe principio democrático sobre la base del
cual pueda resolverse el conflicto, y es posible que los mecanismos que la Constitución po-
14 dría proporcionar resulten demasiado complicados y áridamente legalistas para tener gran
valor a la vista del electorado . Por ello, no es accidental que a menudo las Fuerzas Armadas
hayan estado tentadas de intervenir en tales situaciones como un poder de mediación en
el pasado . Se podría argumentar que los Estados Unidos han superado exitosamente tales
conflictos ¨normales¨, y así restarles importancia . Excede el campo de este ensayo el expli-
car cómo las instituciones y prácticas políticas estadounidenses han logrado este cometido,
pero es digno de señalar que algo tiene que ver con ello el carácter originalmente difuso de
los partidos políticos estadounidenses (el mismo que, irónicamente, exaspera a muchos po-
litólogos de ese país y los lleva a reclamar partidos políticos responsables e ideológicamente
disciplinados) . Desafortunadamente, el caso estadounidense parece ser una excepción; el
desarrollo de partidos políticos modernos, particularmente en países social e ideológica-
mente polarizados, generalmente exacerba los conflictos entre el Legislativo y el Ejecutivo,
en lugar de moderarlos .
La segunda figura destacada de los sistemas presidencialistas –el período relativamente
fijo del presidente en el cargo– tampoco está exenta de desventajas . Secciona el proceso
político en períodos discontinuos y rígidamente demarcados, que no dejan espacio para los
continuos reajustes que los sucesos pueden demandar . La duración del mandato presidencial
se convierte en un factor determinante en los cálculos de todos los actores políticos, hecho
que, como veremos, está cargado de importantes consecuencias . Consideremos, por ejem-
plo, las estipulaciones para la sucesión en caso de muerte o incapacidad del presidente: en al-
gunos casos, el sucesor automático puede haber sido elegido por separado y representar una
orientación política distinta a la del presidente; en otros casos, puede haber sido impuesto
por el presidente como su compañero de campaña sin considerar su capacidad de ejercer el
poder ejecutivo o de mantener el apoyo popular . La historia brasileña nos brinda ejemplos
de la primera situación mientras que, en Argentina, la sucesión de María Estela Martínez de
Perón a su esposo ilustra la segunda . Una paradoja del gobierno presidencial es que a la vez
que lleva a la personalización del poder, sus mecanismos legales pueden también conducir
–en caso de una repentina sucesión durante el período de gobierno– al ascenso de alguien a
quien el proceso electoral ordinario nunca hubiera convertido en jefe de Estado .
Elecciones de suma-cero
más votos . Son más comunes las disposiciones de desempate que establecen una confronta-
ción entre los dos principales candidatos, con las posibilidades de polarización que han sido
mencionadas . Una de las consecuencias posibles de confrontación entre dos candidatos en
sistemas multipartidarios, es la probabilidad de que se formen coaliciones amplias (ya sea
en maniobras de desempate o pre-electorales), en las cuales los partidos de los extremos ga-
nen una indebida influencia . Si un número significativo de votantes se identifica con tales
partidos, uno o más de ellos pueden plausiblemente reclamar la representación del bloque
electoral decisivo en una próxima confrontación y en consecuencia formular demandas . A
menos que un candidato fuerte del centro reúna apoyo general contra los extremos, una
elección presidencial puede fragmentar y polarizar al electorado .
18 En países donde la preponderancia de los votantes es centrista, acuerda la exclusión de
los extremistas, y espera que tanto los candidatos de derecha como de izquierda difieran
sólo dentro de un consenso mayor y moderado, la divisibilidad latente en competencias
presidenciales deja de ser un problema serio . Con un electorado abrumadoramente mode-
rado, es improbable que gane quien quiera que establezca alianzas o asuma posiciones que
parezcan inclinadas hacia los extremos, como para su desilusión descubrieron tanto Barry
Goldwater como George McGovern . Pero las sociedades acosadas por graves problemas
sociales y económicos, divididas alrededor de recientes regímenes autoritarios que una vez
disfrutaron de significativo apoyo popular, y en las cuales los partidos extremistas bien
disciplinados tienen considerable atractivo electoral, no se ajustan al modelo presentado
por los Estados Unidos . En una sociedad polarizada con un electorado volátil y elecciones
de una sola vuelta, ningún candidato serio puede darse el lujo de ignorar a partidos con los
cuales de otra manera jamás hubiera colaborado .
Una elección de dos vueltas puede evitar algunos de esos problemas, pues la ronda pre-
liminar muestra a los partidos extremistas los límites de sus fuerzas y permite a los dos
principales candidatos considerar qué alianzas hacer para obtener el triunfo . Ello reduce el
grado de incertidumbre y promueve decisiones más racionales de parte, tanto de los votantes
como de los candidatos . En efecto, el sistema presidencial puede de esta manera reproducir
las negociaciones que ¨forman un gobierno¨ en los regímenes parlamentarios . Pero persiste
el potencial de polarización, lo mismo que la dificultad de aislar a las facciones extremistas
que desagradan intensamente a una porción significativa de los votantes y las élites .
El ejemplo español
Para ilustrar el análisis anterior, consideremos el caso de España en 1977, año de la primera
elección libre tras la muerte de Francisco Franco . Las elecciones parlamentarias realiza-
das ese año permitieron a Adolfo Suárez, primer ministro de transición, permanecer en
el cargo . Su moderada Unión del Centro Democrático (UCD) emergió como el partido
mayoritario, con el 34 .9% de los votos y con 167 escaños, en una legislatura compuesta
por 350 miembros . El partido Socialista (PSOE), liderado por Felipe González, obtuvo el
29 .4% de los votos y 118 escaños, seguido por el Partido Comunista (PCE) con el 9 .3%
de los votos y 20 escaños, y la derechista Alianza Popular (AP), liderada por Manuel Fraga,
con el 8 .4% de los votos y 16 escaños .
Tales resultados muestran que si en lugar de elecciones parlamentarias, se hubiera reali-
zado una elección presidencial, ninguno de los partidos hubiera tenido más de una plurali-
dad . Los candidatos hubieran sido forzados a formar coaliciones para tener la oportunidad
de ganar en una primera o segunda ronda . Sin embargo, antes de la elección no había 19
registro real de la distribución de las preferencias de electorado . En una atmósfera incierta
como ésta, hubiera resultado difícil formar coaliciones . Ciertamente, los competidores de
primera línea se hubieran visto forzados a construir coaliciones vencedoras innecesariamen-
te grandes .
Suponiendo que la oposición democrática a Franco se hubiera unido tras un candidato
único como Felipe González, (algo que en esos momentos estaba lejos de ser cierto), y da-
das tanto las expectativas como la fuerza de los comunistas y del diez por ciento del electo-
rado que realmente representaban, González, nunca hubiera sido capaz de competir como
independiente tal como lo hizo por un escaño en el parlamento . Una mentalidad de frente
popular hubiera dominado la campaña y probablemente sumergido las distintas identida-
des que los diferentes partidos –desde los extremistas de izquierda hasta los democristianos,
y los partidos regionales moderados en el centro– habían podido mantener en la mayoría
de los distritos . El problema hubiera sido aún más agudo para los centroderechistas que ha-
bían apoyado reformas, especialmente la reforma pactada que de hecho puso fin al régimen
autoritario . De ningún modo es cierto que Adolfo Suárez, a pesar de la gran popularidad
que obtuvo durante el proceso de transición, pudiera o hubiera unido a todos los que se
ubicaban a la derecha del Partido Socialista . A esas alturas, muchos democristianos, inclui-
dos los que luego competirían por la lista del UCD en 1979, no hubieran estado dispuestos
a abandonar a las alianzas políticas que habían establecido durante los años de oposición a
Franco; por otro lado, hubiera sido difícil para Suárez aparecer con el apoyo de la derechista
AP, dado que parecería representar la alternativa ¨continuista¨ (es decir, el franquismo) . Por
su parte, AP probablemente no hubiera apoyado a un candidato como Suárez, quien había
favorecido la legalización del Partido Comunista .
Excluyendo la posibilidad de que el candidato derechista hubiera sido Fraga (quien
después devino en el líder aceptado de la oposición), Suárez aun habría recibido fuertes
presiones para mantener a lo largo de su campaña la posición distintiva de una alternativa
bable que las campañas presidenciales resulten ser peligrosamente divisorias . El problema es
que en países atrapados en la ardorosa experiencia de establecer y consolidar la democracia,
rara vez se presentan circunstancias tan felices . Estas ciertamente no existen cuando hay un
sistema multipartidario polarizado que incluye partidos situados en los extremos .
Dado que nos hemos centrado mayormente en las implicancias del presidencialismo para
el proceso electoral, podría observarse razonablemente que mientras una cosa es la elección,
otra distinta es el período que el triunfador permanece en el cargo: una vez que ha ganado, 21
¿no puede dedicarse a sanar las heridas infligidas durante la campaña y restaurar la unidad de
la nación? ¿no puede ofrecer a sus vencidos oponentes –y no a los elementos extremistas de
su propia coalición– un papel en su administración y de esta manera convertirse en el presi-
dente de todo un pueblo? Desde luego que tales políticas son posibles, pero tienen que de-
pender de la personalidad y estilo político del nuevo presidente y, en menor medida, de sus
principales opositores . Antes de la elección nadie puede asegurar que el nuevo titular tomará
medidas conciliatorias; ciertamente, el proceso de la movilización política de una campaña
plebiscitaria no es conducente a tal giro de los acontecimientos . El nuevo presidente debe
considerar si los gestos diseñados para conciliar con sus recientes oponentes pueden debili-
tarlo excesivamente, especialmente si se arriesga a provocar que sus aliados más extremos lo
abandonen por completo . También existe la posibilidad de que la oposición rehúse corres-
ponder a su magnanimidad, causando así que toda la estrategia resulte contraproducente .
El rechazo de una rama de olivo públicamente proferido podría endurecer las posiciones
de ambas partes y conducir a un mayor antagonismo y polarización, antes que a reducirlo .
Algunos de los más notables efectos del presidencialismo sobre el estilo de las políticas
resulta de las características del cargo presidencial en sí mismo . Entre las características
no solo están los grandes poderes asociados con la presidencia, sino también los límites
impuestos por ella, particularmente los que requieren cooperación del poder legislativo,
un requisito que deviene de la mayor importancia cuando dicho poder está dominado por
oponentes del partido presidencial . Sin embargo, sobre todas las cosas están las restriccio-
nes de tiempo que un período determinado o número posible de períodos impone sobre el
titular . El cargo presidencial es por naturaleza bidimensional y, en cierto sentido, ambiguo:
de un lado, el presidente es la cabeza del Estado y el representante de toda la nación; de otro
lado, sostiene una opción política claramente partidaria . Si se mantiene a la cabeza de una
coalición multipartidaria, incluso puede representar una opción dentro de otra al lidiar con
otros miembros de la alianza electoral ganadora .
El presidente puede encontrar difícil combinar su papel como cabeza de lo que Bage-
hot llama aspecto ¨deferencial¨ o simbólico del gobierno (un papel que Bagehot pensaba
la monarquía británica jugaba a la perfección y que, en Constituciones parlamentarias
republicanas, ha sido llenada exitosamente por presidentes como Sandro Pertini de Italia
y Theodor Heuss de Alemania Occidental), con el aspecto de jefe efectivo del ejecutivo y
líder partidario luchando por promover su partido y su programa . No es siempre fácil ser
simultáneamente el presidente, digamos, de todos los chilenos y de los trabajadores; es
difícil ser a la vez el elegante y cortés señor de La Moneda (residencia oficial del presidente
chileno) y el orador demagógico de los mítines masivos en el estadio de fútbol . Es probable
que muchos votantes y élites claves piensen que jugar el segundo papel signifique traicio-
22 nar al primero, ¿no debería el presidente, como cabeza del Estado, ubicarse al menos de
cierta manera por encima del partido de modo que pueda ser el símbolo de la nación y la
estabilidad de su gobierno? Un sistema presidencialista, como opuesto a una monarquía
constitucional o a una república con un Premier y un jefe de Estado, no permite una dife-
renciación tan nítida de papeles .
Quizá las consecuencias más importantes de la relación directa existente entre un pre-
sidente y el electorado están en el sentimiento que el primero pueda tener de haber sido el
único representante elegido por todo el pueblo, y el riesgo correspondiente de que tenderá
a fusionar a sus partidarios con ¨el pueblo¨ como conjunto . Es probable que el componente
plebiscitario implícito en la autoridad presidencial haga los obstáculos, y la oposición que
encuentre le parezca particularmente incómoda . En su frustración, puede sentirse tentado
a definir sus políticas como reflejo de la voluntad popular, y a considerar las de sus opo-
nentes como los designios egoístas de estrechos intereses . Esta identificación del líder con
el pueblo promueve un cierto populismo que puede constituir una fuente de fuerza . Sin
embargo, también puede llevar a desconocer los límites del mandato que incluso una ma-
yoría –para no decir nada de una mera pluralidad– puede reclamar como justificación para
la promulgación de sus propuestas . No es de desdeñar la oscura posibilidad de que luzca
directamente hacia la oposición su fría indiferencia, falta de respeto, o incluso hostilidad .
A diferencia del presidente cuasi-olímpico, el primer ministro es normalmente un
miembro del Parlamento quien, incluso cuando está sentado en la banca del gobierno, con-
tinúa siendo parte de un cuerpo mayor . En cierto momento debe encontrarse con los otros
legisladores en gruesos términos de igualdad, como lo hace regularmente el primer ministro
británico durante el tradicional período de interpelación en la Cámara de los Comunes . Si
encabeza la coalición o gobierno de minoría o si su partido comanda sólo una débil mayo-
ría de los escaños, entonces no puede permitirse diferir mucho de la opinión parlamentaria .
En contraste, un presidente encabeza un brazo independiente del gobierno y se encuentra
en miembros de la legislatura en sus propios términos . En regímenes presidencialistas, es
especialmente incierto el lugar de los líderes de oposición, quienes incluso pueden carecer
de cargo público y que en cualquier caso sólo tienen el status cuasi-oficial del que gozan los
líderes de oposición en Gran Bretaña, por ejemplo .
En regímenes presidencialistas, la falta de un monarca o un ¨presidente de la República¨
que pueda actuar simbólicamente como un poder moderador, priva al sistema de flexibilidad
y de mecanismos para limitar el poder . Una figura generalmente neutral puede proporcionar
un ancla moral en una crisis o actuar como moderador entre el premier y sus oponentes,
que pueden no ser sólo sus contendores parlamentarios, sino también líderes militares . Un
régimen parlamentario tiene un vocero o miembro que preside el parlamento que puede ejer-
cer cierta influencia de contención sobre los antagonistas del parlamento, incluido el propio
primer ministro, quien después de todo es un miembro de la Cámara que preside el vocero . 23
para desacreditar a sus adversarios; así, la rivalidad institucional puede asumir el carácter
de lucha social y política potencialmente explosiva . Las tensiones institucionales que en
algunas sociedades pueden ser pacíficamente zanjadas a través de la negociación o por vías
legales, pueden en otras tierras menos felices buscar su solución en las calles .
El tema de la estabilidad
de su propio poder, o incluso donde el titular escoge a su propia esposa . Nada en el sistema
presidencial garantiza que los votantes o líderes políticos del país hubieran elegido al Vice-
presidente para manejar los poderes que estaban deseosos a dar al anterior presidente . De
esta manera, la continuidad que parece asegurar la institución de la sucesión vicepresiden-
cial automática demostraría ser más aparente que la real . Queda la obvia posibilidad de un
gobierno guardián de reemplazo hasta que tengan lugar nuevas elecciones, de preferencia
lo más pronto posible . Sin embargo, parece muy improbable que la severa crisis que podría
haber requerido la sucesión proporcionaría también un momento auspicioso para una nue-
va elección presidencial .
27
El factor tiempo
La democracia es, por definición, un gobierno pro tempore, un régimen en el cual el electo-
rado puede, a intervalos regulares, tomar cuentas a sus gobernantes e imponer un cambio .
El tiempo limitado que se permite transcurrir entre las elecciones es probablemente la
mayor garantía contra el poder arrogante y la última esperanza para quienes están en mi-
noría . Sin embargo, su desventaja es que constriñe la capacidad de un gobierno de cumplir
las promesas que formuló para poder ser elegido . Si tales promesas eran de largo alcance,
incluyendo programas de cambio social trascendentales, la mayoría puede sentirse defrau-
dada de su realización por el limitado período en el cargo impuesto sobre su líder elegido .
De otro lado, el poder de un presidente es a la vez tan concentrado y tan extensivo que
parece inseguro no controlarlo limitando el número de veces que cualquier presidente pue-
de ser reelegido . Tales disposiciones pueden ser frustrantes, especialmente si el titular es en
extremo ambicioso; a menudo ha resultado atractiva la perspectiva de cambiar la regla en
nombre de la continuidad .
Aún si un presidente tiene moderadas ambiciones, la conciencia del límite temporal a
él mismo y al programa al que su nombre está vinculado no puede dejar de afectar su estilo
político . La ansiedad sobre discontinuidades en las políticas y el carácter de sus posibles
sucesores anima lo que Albert Hirschman ha llamado ¨el deseo de vouloir conclure¨ . Este
exagerado sentido de la urgencia por parte del presidente puede llevar a iniciativas políticas
mal concebidas, tentativas abiertamente improvisadas, odios injustificados a la oposición
legal, y una multitud de otros males . Es probable que un presidente desesperado por cons-
truir su Brasilia o por implementar su programa de nacionalización o reforma agraria antes
de convertirse en inelegible para un nuevo período, gaste dinero torpemente o se arriesgue
a polarizar el país por conseguir que sus planes se hagan realidad . Un primer ministro que
puede esperar que su partido o coalición de gobierno gane la próxima rueda de elecciones,
está relativamente libre de tales presiones . Se ha dado el caso de primeros ministros que han
permanecido en el cargo tras el curso de varias legislaturas sin crear miedo alguno de dar
lugar a dictaduras, porque siempre estuvo abierta la posibilidad de cambiar de gobierno sin
recurrir a medios inconstitucionales .
El período determinado en el cargo y el límite sobre la reelección son instituciones de
incuestionable valor en las constituciones presidencialistas, pero suponen que el sistema
político debe producir un líder capaz y popular cada cuatro años y, a la vez, que cualquier
¨capital político¨ que el presidente saliente pueda haber acumulado no puede durar más
allá del término de su período .
Todos los líderes políticos deberían preocuparse acerca de las ambiciones de los líderes
28 de segundo rango, a veces a causa de sus maniobras por ocupar posiciones en el orden de
sucesión, y otras a causa de sus intrigas . La fecha fijada y definida de sucesión que una
Constitución presidencialista establece sólo puede exacerbar las preocupaciones del titular
sobre este punto . Añádase a esto el deseo de continuidad y no se requerirá de gran lógica
para predecir que el presidente probablemente elegirá como su lugarteniente y presunto
sucesor a alguien que demuestre ser sumiso, antes que a un líder por derecho propio .
La inevitable sucesión también crea una distintiva clase de tensión entre el ex-presiden-
te y su sucesor . El nuevo hombre puede sentirse llevado a afirmar su independencia y distin-
guirse de su predecesor, aun cuando ambos pertenezcan al mismo partido . Por su parte, el
anterior presidente, habiendo conocido el singular honor y sentido de poder que viene con
el cargo, encontrará siempre difícil acostumbrarse a estar fuera del poder para siempre, sin
posibilidades de volver aun si el nuevo titular fracasa miserablemente . Los partidos y coali-
ciones pueden dividirse públicamente a causa de tales antagonismos y frustraciones . Estas
también pueden conducir a intrigas, como cuando un presidente aun prominente trabaja
tras bambalinas para influenciar sobre la próxima sucesión, o para socavar las políticas del
titular o el liderazgo del partido .
Por supuesto, problemas similares también pueden surgir en sistemas parlamentarios
cuando un líder prominente se ve a sí mismo fuera del cargo pero ansioso por volver . Pero,
por un número de razones, los regímenes parlamentarios pueden mitigar más fácilmen-
te tales dificultades . La aguda necesidad de preservar la unidad del partido, la deferencia
acordada a prominentes figuras del partido y la aguda conciencia del nuevo Premier de
que necesita la ayuda de su predecesor, aun si este último no forma parte del gobierno y
del partido, todo ello contribuye a mantener la concordia . Los líderes del mismo partido
pueden alternarse como premieres; cada uno de ellos sabe que el otro puede ser llamado
para reemplazarlo en cualquier momento y que las confrontaciones pueden ser costosas
para ambos, de modo que comparten el poder . Una lógica similar se aplica a las relaciones
entre líderes de partidos opuestos o de coaliciones parlamentarias .
Este análisis de las poco prometedoras implicancias del presidencialismo para la democracia
no significa que no existan democracias presidencialistas que sean estables; por el contrario,
la democracia más estable del mundo –los Estados Unidos de América– tiene una Cons-
Juan J . Linz
Mayo, 2013