Todo Cabe en Un Concepto Sabiendolo Acom
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En el pasado era la música un valioso bien, se podía aprender si se canjeaba por dinero, se ganaba con
oficio de aprendiz, aunque también se daba por amistad y por supuesto se robaba. A cualquier músico
bueno le desagradaban “los que paraban oreja”, que se desentendían del baile y estaban memorizando;
por eso lo mejor era adornar, llenar de floreos la línea melódica y tratar de confundir al bandido que
después andaría reproduciendo el éxito en otros lugares, y lo que es peor, cobrando por ello.
No hay ejecutante de Tierra Caliente que no hable de la música como si fuera hermosa plata,
todos “pidieron de dao” sones, canciones y valses, más de alguno se “robó” piezas que sólo tocaban los
viejos maestros, y ya en confianza, cuentan como compraron alguna joya del repertorio que los
caracteriza. Uno que otro fue engañado, pagó por una pequeña frase musical y nunca le dieron el
complemento, otros siguieron a sus maestros por sierras agrestes, ríos crecidos y planes calientes para
que les “dieran música”. Nunca en papel, siempre de oído y de vista, hasta tener que tocar, un
repertorio básico compartido por la tradición y otro jaloeado con los discípulos de un maestro, que con
el tiempo y la habilidad se convertía en uno propio. Tocar con un estilo, un sello característico, es signo
de maestría que no cualquier músico tradicional posee.
Al mediar el siglo pasado llegaron la radio y las grabaciones fonográficas a las diferentes
regiones del país. Lo hicieron con pausas, pero con una expansión continua, hasta alcanzar los lugares
más recónditos de nuestra geografía sonora. Los medios mecánicos de reproducción sonora
comenzaron a desplazar a los músicos tradicionales en un lento y al parecer, irreversible proceso de
suplantación. Por cinco centavos la gente podía escuchar en un tocadiscos a Pedro Infante acompañado
del Mariachi Tapatío de José Marmolejo, los mejores de su tiempo, y no pagar los 5 o 10 pesos que le
costaba una canción tocada por los músicos locales.
Otros fenómenos vendrían aparejados con la llegada de los medios masivos de incomunicación
que desalentarían la reproducción cultural y musical en casi todas las regiones del país.
El gusto musical comenzó a manipularse de manera más eficiente por el cine, el radio y los
acetatos, de tal manera que la riqueza de formas musicales, instrumentaciones y géneros, musicales,
líricos y coreográficos que existían en el territorio mexicano sucumbió ante la “unidad nacional”.
LA “MÚSICA MEXICANA”
quedó definida por el “mariachi” (con trompeta) y la “canción ranchera”, prototipos re-creados en la
capital de la república por los empresarios y los políticos de la posrevolución nacidos en el Bajío, con
ello, las demás expresiones populares quedaron al margen de “lo nacional”.1 Aunque se hicieron
algunas películas, producciones fonográficas y programas radiales sobre otras regiones neoculturales
del país como la Huasteca, el Sotavento, e incluso la Tierra Caliente, el charro cantor y la china
poblana estaban en el primer plano para las cadenas de radiodifusión (convertidas después en
televisoras) y en los oídos de los productores fonográficos.
1
Pérez Montfort, Ricardo, “Una región inventada desde el centro. La consolidación del cuadro estereotípico nacional, 1921-
1937”, en Estampas de nacionalismo popular mexicano: diez ensayos sobre cultura popular y nacionalismo, México,
CIESAS/ CIDHEM, 2003, pp. 121-148.
Aunque México había recibido de buena gana durante el siglo XIX manifestaciones musicales
creadas fuera de nuestras fronteras, como el vals, la polka, o la habanera, pronto los había incorporado
al patrimonio sonoro mediante recreaciones locales. Incluso música del siglo XX, como el fox, el bip
bop, el twist, el danzón, la conga, el chachachá, y el mambo tuvieron su ámbito de ingerencia y de
aceptación, fundamentalmente urbana.
El nacionalismo revolucionario motivó el estudio serio de las músicas regionales y su difusión
mediante dos instrumentos: los profesores de las misiones culturales e investigadores que desde el
centro del país y mediante viajes de estudio registraban una tradición. Así, el estudio de nuestras
tradiciones musicales comenzó en los años 20’s con una serie de estudiosos del folclor como Higinio
Vázquez Santa María, Rubén M. Campos, Gerónimo Baqueiro Foster, Francisco Domínguez y Vicente
T. Mendoza.2 Estos pioneros investigadores dejaron una copiosa bibliografía y numerosas
transcripciones musicales.
La tradición de intercambio musical por medio de la compra, la donación y el robo en la Tierra
Caliente, se transformó y se mantuvo con el inicio del registro fonográfico. Todo comenzó en 1908,
cuando el Mariachi Coculense de don Justo Villa grabó en unos cilindros de cera para las casas Edison,
Columbia y Víctor una serie de sones que corrían por el Occidente de México.3 Ahí aparecieron por
primera vez piezas como “Las Olas” y “El arriero” robados, perdón, registrados 30 años después por el
dúo dinámico de Fuentes y Vargas del “El Mariachi Vargas de Tecalitlán Inc.”, quienes se agenciaron
gran parte del repertorio tradicional al realizar “arreglos” a música centenaria, tocada por músicos de 8
estados. No será menuda tarea saber que tanto desarreglo tuvieron,, dejaremos a los etnomusicólogos
hacer las composturas.
A mediados de los años 50 surge una nueva generación de musicólogos que tenían ya la
“facilidad” técnica de las grabaciones de campo, como Herietta Yurchenco, Thomas Standford y José
Raúl Hellmer, que si bien no tuvieron la producción bibliográfica de sus antecesores, mediante el
registro fonográfico y la edición de discos en acetato hicieron accesible, dentro y fuera de México,
escuchar géneros musicales, instrumentos y músicos que vivían en regiones apartadas del país.4
Una década después hay un regreso sui generis a la música de México y desde una perspectiva
diferente. Se trata de una reacción a la homogeneización mediática que los medios de comunicación
quieren hacer a nivel mundial, usando para ello un tipo de rock & roll. Primero en Estados Unidos y
Europa, posteriormente en América Latina, se creó un movimiento de rechazo a la estandarización
consumista de la música popular carente de sentido. Se abogó por un regreso a lo que ellos llamaban
LA MÚSICA FOLCLÓRICA
para nutrirse de su fuerza; pero, paradójicamente, tal movimiento se convertirá con los años en un
atractivo mercado para la música comercial.
Esta corriente musical que vuelve los oídos a la música vernácula, al folclor, quedó constreñida
en México por el epíteto de Canto Nuevo, tomada la idea y el nombre de la Nou canço catalana. Era
evidente que el movimiento europeo tenía su origen en un movimiento norteamericano, retorno similar
al que proponía Woodi Guthrie en la música popular norteamericana, quien abrevaba de la folk music y
el blues, movimiento que llegó a la cúspide con Bob Dylan.5
2
Un ejemplar ejemplo puede ser Vicente T. Mendoza, quién escribió decenas de libros y centenares de artículos, véase:
Moedano, Gabriel, La vida y la obra de Vicente T. Mendoza (1894-1964), México, SEP, 1976. Chapa Bezanilla, Ma. De los
Ángeles, Catálogo de la obra musical del maestro Vicente T. Mendoza, México, UNAM, 1994.
3
Dordelly Núñez, Hiram, Cancionero del Cuarteto Coculense. Sones Abajeños, México, CENIDIM/Gobierno de Jalisco,
2004, incluye CD.
4
Un ejemplo de la generación de los 50 es Henrietta, Yurchenco, La vuelta al mundo en 80 años, México, CDI, 2003.
5
Iñigo, José María y Joaquín Díaz, Música pop, música folk, Barcelona, Planeta, 1975.
Algunos estudiantes y viajeros mexicanos habían conocido en Paris, a fines de los 50’s, en el
circuito de café cantantes, a argentinos, chilenos y otros latinoamericanos; junto con ellos comenzaron
a formar el repertorio básico de la música latinoamericana. Se trataba de unos cuantos géneros por país,
seleccionados por la nostalgia, que por razones obvias se tocaban con guitarra y con la impericia
musical del aficionado.6
El “cancionero latinoamericano” llegó a México con los viajeros que habían estado en Europa,
y por otro lado, con los numerosos exiliados de América del sur que llegaron al instaurarse en los
regímenes militares en sus países. La fiebre de la música latinoamericana no trajo consigo una
inmediata revaloración de la música tradicional mexicana; por el contrario, el Canto Nuevo giró en
torno a la Nueva trova cubana y la música “folclorica” latinoamericana. Así, muchos grupos
“folclóricos”, formados por aficionados a la música, la mayoría por estudiantes e “intelectuales”,
comenzaron a apropiarse de la música tradicional de México y de los espacios que deberían ocupar los
verdaderos músicos tradicionales.
Aunque se desvirtuaron las intensiones, la generación “folclorista” atrajo de nuevo la atención a
LA MÚSICA TRADICIONAL
de México; llamada así para distinguir aquella que era creada por músicos tradicionales en zonas
rurales en las diferentes regiones del país, de aquella que recreaban los “folcloristas” en las zonas
urbanas. El renovado interés por la música de las regiones de México atrajo a una tercera generación de
investigadores que vieron el fenómeno sociocultural de distinta manera. Algunos de ellos continuaron
con la idea de tener una visión panorámica de la realidad musical mexicana; aunque por primera vez, se
pensó en realizar de manera sistemática grabaciones de campo por regiones y su divulgación en discos;
tal como lo hicieron Irene Vázquez Valle, Arturo Warman, Beno Lieberman, Enrique Ramírez de
Arellano y Eduardo Llerenas. Los tres últimos incluso han creado sellos fonográficos independientes
especializados en música tradicional de México, del Caribe y del Mundo.7
Otros, en cambio, se centraron en una región, y emprendieron análisis de la música desde una
perspectiva amplia, usando para ello la historia social y la antropología, además de las herramientas de
la musicología y los análisis literarios; pues ven a la música de las regiones de México como fenómeno
social que refleja relaciones sociales y económicas de un alcance mayor. Esta nueva visión de la labor
de la etnomusicología y de las investigaciones sobre la música tradicional de México fue propuesta por
Antonio García de León y Ricardo Pérez Montfort, quienes se han centrado en estudiar el sur de
Veracruz y el son jarocho como expresión cultural de la región.8
Lo anterior nos lleva a reflexionar sobre lo “tradicional” en la música, lo “auténtico”, en un
momento en el cual ya hay casi 100 años de injerencia “occidental” con sus criterios estéticos en la
música popular mexicana, los cuales fueron normando al músico tradicional. El productor, el arreglista,
el ingeniero de sonido fueron cambiando las normas para tocar los viejos repertorios mediante dos
formas coercitivas: el dinero y el conocimiento de la música occidental comercial. Los músicos se
fueron ciñendo a esos criterios si querían grabar, es decir, recibir los beneficios económicos y la
“satisfacción” de haber grabado un disco. Las primeras grabaciones de música tradicional fueron
limpiadas, limadas, bañadas y un largo etc., de manera que no ofendieran el “buen gusto” y el oído de
la culta audiencia. Escuchemos la música de “arrastre” de los Salgado y encontraremos exquisiteses
6
Arana, Federico, La música dizque folclórica ¿Canto nuevo, estúpido o racista?, “Una historia sarcástica de la invasión
folcloroide en México”, México, Editorial Posada, 1976. Tiene una buena reconstrucción de cómo se gestó el fenómeno de
la “música folclórica” y es bastante crítico al respecto.
7
Son el núcleo de personas que hicieron posible la serie de discos de la Fonoteca del INAH, Testimonio musical de México,
que comenzó en 1970 y que lleva más de cuarenta títulos hasta la fecha. Fundadores de Discos Corason.
8
García de León Griego, Antonio, El mar de los deseos. El Caribe hipano musical. Historia y contrapunto, México, Siglo
XXI/ Estado de Quintana Roo /UNESCO, 2002.
que estamos lejos de estamos lejos de escuchar en un verdadero fandango en la Tierra Caliente que
sigue el curso del Balsas.
Al cambiar los criterios con la llegada de los etnomusicólogos norteamericanos en los años 50,
con la creación de los mexicanos (en los 70) y el boom de la música “folclórica” latinoamericana
primero, y la world music después, se buscó una “originalidad” ficticia; pues la radio ya llegaba a la
mayoría de los rincones del país, y muchos músicos “tradicionales” aprendieron mediante discos,
escuchando la radio e incluso valiéndose de la grabadora. Nuevos y viejos músicos fueron grabados in
situ, pero sin tomar en cuenta los contextos de ese momento.
Los discos con grabaciones de campo que recrearon de manera romántica los “escenarios
naturales” en los cuales se interpreta, escucha y baila la música tradicional trajeron aire fresco, una idea
más aproximada de lo que pudo ser el modelo tradicional antes de los registros sonoros; sin embargo,
han generado en los nuevos productores de música tradicional la “necesidad” de buscar lo “nuevo”, de
desechar lo ya grabado (aún cuando sólo existan los registros sonoros de los años 40’s), tal búsqueda ha
creado el fenómeno de la “música tradicional” que evita caer en los excesos de su antecesora “la
música folklórica” y por ende, ha creado las copias y el plagio in situ.
El concepto “folclor” es tan incluyente y diverso que juntos caben en él: Mono blanco, el
marichi Vargas, Juan Reynoso, Rafael Ramírez, los folkloristas, los Rayos de Ocumicho, y un largo etc.
hasta Otzomatli. Sin hablar del caso de los norteamericanos que hacen “música mexicana” como Juan
Gelman o David Tobin; o el de mexicanos que tienen raíces tradicionales y hacen música “universal”
como Santanana, el hijo de un mariachi. Al fin, como dijo Bob Marley, music is music.
En aquellos lejanos tiempos de los pioneros de los estudios sobre música tradicional la grabación era
desconocida y cuando se hizo posible, implicaba tanto costo que sólo algunas instituciones de
investigación podían hacerla. Por otro lado, la música de las regiones no interesaba a nadie, y era
impensable como mercado. Incluso en los años 70, la grabación en cintas magnéticas se realizaba sobre
todo por los usuarios de ese suntuoso bien que migraban a las ciudades; así, cada año regresaban a la
fiesta del pueblo y, grabadora en mano, se llevaban con ellos los sonidos contra la nostalgia.
Aunque las producciones fonográficas de música tradicional comenzaron en los años 70, se
trataba de discos difíciles de conseguir, destinados a un mercado urbano y para públicos con un nivel
educativo mayor al del común.
Es a fines de los años 80 que comienzan a producirse acetatos y cintas en pequeñas empresas
regionales, ahora si destinados al consumo regional y con públicos más amplios. Es a mediados de la
década siguiente cuando reciben un impulso mayor, con la llegada de los discos compactos y el
abaratamiento de la producción masiva; pues si bien, antes se tenían que maquilar los discos en la
ciudad de México, Guadalajara o Monterrey, a partir de entonces, cada casa productora pudo editar ella
misma sus discos.
Esta apertura de los mercados regionales a las producciones locales, generalmente con un
espacio a la música tradicional de la región, corrió en el mismo sentido con el surgimiento a nivel
global del fenómeno de la World Music, y la apertura de ciertos mercados nacionales y mundiales a
tipos de música muy locales, o bien, a fusiones entre la música pop y la tradicional, que ya se había
intentado 20 años antes.
La creación de un mercado para la música tradicional hizo que algunos de los investigadores
tornaran su labor en algo más lucrativo. Algunos sellos nacionales como Pentagrama y Discos
Corason aprovecharon la coyuntura para reeditar música grabada en campo en el pasado sin pagar
regalías a los músicos, pues los suponían muertos, con lo cual posibilitaron un despegue económico
que les permitió brincar al mercado mundial al lado de casas productoras internacionales como
Putumayo.
Un caso paradigmático es el que ocurre con el antiguo conjunto de arpa grande de Zicuirán,
grabado a mediados de los años 70 por Eduardo Llerenas y Enrique Ramírez de Arellano, quienes
editaron el disco compacto La polvadera, con Antioco Garibay y su conjunto de Arpa Grande, de los
cuales viven todavía don Leandro Corona Bedolla, violinista de 99 años, José Jiménez, violinista de
87, y don Isaías Corona, tamboreador de 86 años, todos en activo. Esa grabación, realizada en un
primer momento como “preservación” del patrimonio cultural de México se ha convertido en una
rentable producción musical, de la cual sus intérpretes no han recibido beneficio económico alguno, a
pesar de ser los verdaderos preservadores de la tradición.9
El mismo malestar se evidencia en varios de los músicos que aún viven (y de los familiares de
los difuntos) que aparecen en el disco compacto El ratón, quienes con disgusto se ven y escuchan en
una producción realizada hace casi 30 años y por la cual no han recibido regalías.10
Ese comportamiento mercenario de algunos investigadores transformados en “productores” ha
incrementado la natural desconfianza hacia los que preguntan sobre la música tradicional, o aquellos
que quieren aprender a tocarla; pero sobre todo, ha influido en la manera en que se percibe a “la música
tradicional”.
Los músicos tradicionales caen en el juego de los “etnomusicólogos” y “productores musicales”
ávidos de encontrar música tradicional no “grabada” con anterioridad. Necesitan “novedades” sacadas
de la “tradición pura”; entonces, el músico tradicional comienza a inventar, modifica viejos sones. Los
sones consisten en 2 ó 3 partes, por ello, fácilmente se pueden mezclar frases de otros sones, luego
adornarlas con los elementos tradicionales para crear un nuevo son.
Existen varios puntos que ayudan a éste proceso de “creación”, reelaboración, e invención de
tradiciones:
1).- Un músico tradicional estudia una serie de normas en una región del espectro musical,
luego cambia de región (generalmente una vecina) y comienza a incorporar frases musicales, estrofas y
versos a la nueva región. Claro, con anterioridad existen repertorios compartidos; pero como éstos no
son idénticos cabe la posibilidad de ir incorporando paulatinamente piezas completas que no
pertenecían a la tradición local; posteriormente, cuando ya no hay adaptaciones (en ritmo, melodía o
lírica) comienzan las “recomposiciones”.
El mismo fenómeno puede existir dentro de una región musical en sus puntos extremos, en
donde incluso varía la instrumentación. Tal es el caso de Beto Pineda, músico residente en el Plan de
Apatzingán, quien aprendió a tocar el violín con los Valdez (músicos de Purechucho) de los cuales es
pariente, tal vez lejano. Al cambiar de residencia, e ir de Huetamo a Apatzingán, aprendió las nuevas
formas musicales y una vez aceptado entre los poseedores de la tradición local, adaptó algunos versos
de las “Indias” tocadas en el Balsas como gustos del valle (aunque alguna vez las hubo, según nos
cuenta don Leandro Corona).
9
Antioco Garibay y su conjunto de Arpa Grande, La polvadera, México, Discos Corason, 1999, CO142.
10
Varios conjuntos de Arpa, El ratón. Sones de arpa grande, México, Discos Corason, 2004, CO165.
sí el peso del prestigio y la autoridad que invalidan los alegatos sobre la “propiedad” (preservación,
memoria o mnemotécnia musical). Los músicos “buenos” mandan a un tercero a grabar en reproductos,
en papel pautado o en la memoria, o incluso, acuden ellos mismos, ayudados del doble discurso de la
validación y el reconocimiento del músico desconocido por la leyenda para obtener música vieja
“nueva” que dar al etnomusicólogo y mantener el interés de éste sobre sí.
Tal es el caso de Juan Reynoso, quién varias veces “reconoció” la valía de Rafael Ramírez (+),
enviando a su hijo Neyo (quién puede transcribir música a la pauta) para que le “enseñe”, con lo cual,
el maestro sorprende a sus discípulos gringos, quienes entran al juego, tal vez de manera inocente (?),
se muestran sorprendidos por la capacidad mnemotécnica del músico. Los norteamericanos evitan
comprobar sus afirmaciones y no salen de Altamirano; el panorama cambiaría por completo si
solamente cruzaran el río en un camión, pues están a una hora de Huetamo, entonces podrían constatar
versiones diferentes sobre el origen, preservación, nombre y anécdotas de sones de éste lado del Balsas.
Grabar sones viejos que ya han sido registrados desde los años 50 por los Salgado, adjudicándoselos a
sus maestros: Isaías Salmerón, Juan Bartolo Tavira, etc; pero que pertenecen al repertorio tradicional.
B) Los músicos tradicionales recrean sones escuchados en la radio y en los medios de registro
acústico, los modifican por adición, supresión, aliteración, etc. de frases musicales. Por supuesto, no
debemos olvidar que se trata (o puede tratar) de una tradición común, que es válida la apropiación, etc;
sin embargo, el problema comienza cuando el músico se dice “autor”, pues es necesario adentrarnos a
la manera en que los criterios de autoría han cambiado: desde el simple registro ante Derechos de Autor
de sones tradicionales del viejo repertorio antes que otros músicos que no tuvieron la suerte de ser
grabados o “descubiertos” por los productores; hasta el “reconocimiento” de autoría a un maestro
convertido en leyenda (v.g. Juan Bartolo) y asumir el modesto papel de “preservador”; con ello, música
de un evidente origen colonial aparece como “compuesta” a fines de siglo XIX y principios del 20.
Don anónimo y D. P. Parecen causar escozor sobretodo a los productores, quienes desean tener para sí
las regalías por Derechos de Autor.
3).- Músicos tradicionales con ciertos conocimientos musicales o con poder económico hacen
“arreglos” a sones viejos y registrando la autoría. El viejo son queda “irreconocible” con variantes en la
lírica, instrumentación y arreglos musicales, así que las versiones viejas no pueden competir con las
nuevas, creadas pensando en los medios masivos y la venta a los migrantes.
Tal es el caso del Mariachi Vargas, quienes por unas cervezas, según memoria de los músicos
de Apatzingán, consiguieron el son de La caballada para grabarlo.
En la actualidad, personas de ése y otros “mariachis” hacen recorridos por la Tierra Caliente
para sustraer música con un método muy sencillo, buscan a un músico tradicional, entre más viejo y
pobre mejor, lo invitan a tomar y tocan con él, “dándole el gusto” de alternar con un “mariachi
profesional”; poco a poco sale la música no conocida y comienzan a grabar, escribir, o bien a
memorizar lo que les interesa. Tiempo después, el músico de Tierra Caliente ve que “su son”, ése que
la paciencia y la tradición le encomendaron guardar en su memoria, aparece “arreglado” por “alguien”
y cantado por Vicente Fernández:
“Quién tuviera la dicha que tiene el gallo…”
Una versión transformada de “La gallina”, que le permite al músico famoso ganar discos de oro, o
cuando menos, ¡snif! ¡snif! conformarse con las regalías.11
Debido a todo lo anterior, la traducción y puesta al día que músicos populares locales han hecho
de su tradición ha sido ignorada por los estudiosos, no nos referimos sólo a las letras de los “narco
corridos”; también a la recreación de música vieja con instrumentos modernos (guitarras eléctricas,
11
Ochoa Serrano, Alvaro, “De tierras abajo a tierra adentro”, en Memorias del 2º Congreso de la Sociedad Mexicana de
Musicología, Morelia, Instituto Michoacano de Cultura /SMM, 1985, pp. 38-52. Trae al final varias transcripciones del son
“La gallina”, la primera realizada por Raúl C. Guerrero en En los motines del Oro. Expedición etnográfica y lingüística,
México, INAH, 1946.
batería y sintetizadores); o a la música compuesta por ellos, pero siguiendo los cánones tradicionales,
los cuales han sido ignorados conscientemente o por desconocimiento en algunos casos. En el otro
extremo estarían los músicos que tienen vínculos familiares y han recibido instrucción y formación
universitaria (ya como etnomusicólogos o como antropólogos) quienes luego de “rescatar las formas
tradicionales de ejecución” se vinculan con otras raíces musicales, incluso extranjeras (sin la carga
xenofóbica del término) y producen híbridos que pretenden trascender la nueva música “tradicional”
para intelectuales, y lo digo con todo el asombro y gusto por el grupo de nuevo son jarocho Mono
blanco.
La conducta egoísta seguida por músicos “profesionales” y casas editoras de música sin
escrúpulos fue reproducida y extendida hasta el presente por disqueras regionales, quienes para evitar
pleitos por las paternidades no muy claras de la música tradicional, prefieren ver si se puede registrar la
autoría para el intérprete. Un claro ejemplo es el disco Sones michoacanos, en él, junto al nombre de
las piezas, aparecen entre comillas los “autores”, y se sugiere, sin sustento claro, que la “La peineta”,
“La morenita”, “Coplas a mi morena”, y “El brinco” son de ciertas personas; sin embargo, es de todos
sabido que tales sones, con sus respectivas letras, son interpretados por músicos tradicionales desde
hace mucho tiempo a lo largo de la Costa del Pacífico.12 Las “composiciones” de ese disco aparecen en
compilaciones folclóricas elaboradas antes de que nacieran los intérpretes, e incluso se tocan fuera del
país, pues forman parte del patrimonio musical en tránsito de Chile a California, y va de vuelta, que ya
tiene sus buenos cuatro siglos.
12
Sones Michoacanos, “Los Reales de Michoacán, de Puruarán, y Los Hermanos Gaspar de Las Cruces”, Uruapan,
Alborada Records, CDIM2065, 1999.
13
Conjunto de Arpa Alma de Apatzingán de Juan Pérez Morfin, Nuevos sones del valle de Apatzingán. Autor Manuel Pérez
Morfin, Uruapan, Alborada Records, 2005, CDAR 3123.
¿Qué podemos hacer? La música que consumen los públicos de los medios masivos es
desechable por temporadas, siempre de reciente elaboración; por el contrario, la música tradicional se
prueba durante décadas para quedar en el gusto y la identidad de las personas. Ambas músicas
parecieran mutuamente excluyentes, sin embargo, el éxito comercial de “Los Jubilados de Cuba”, de
las fusiones de la música tradicional celta con el rock, y en general, de la World Music nos revelan que
no es así.
Es necesario hacer reformas a la ley que permitan, como sucede con las denominaciones de
origen de productos, registrar en conjunto patrimonios culturales no tangibles, como los repertorios
musicales, dancísticos y líricos presentes en el complejo de la música tradicional mexicana. Si el
registro individual nos ha despojado de parte del patrimonio, tales registros colectivos apoyados en
rigurosos estudios de conjunto nos permitirían recuperar aquello que se ha usufructuado
individualmente; así, al registrar a la música, el baile y la lírica tradicional de la Tierra Caliente como
Patrimonio Cultural No Tangible de México podremos recuperar sones como La negra, El arriero, Las
olas, La morena, La gallina y El brinco; pero también, podremos utilizar las regalías que éstos generan
para preservarlos mediante la inversión en investigación, pero sobretodo para la difusión entre las
nuevas generaciones.
De nada sirve fortalecer a la música tradicional mediante discos, manuales, libros y medios de
comunicación si no llega de manera efectiva, y sobretodo, afectiva a los niños, a las nuevas
generaciones; de lo contrario, la música tradicional no tendrá futuro.