La Leyenda Del Jinete Sin Cabeza
La Leyenda Del Jinete Sin Cabeza
La Leyenda Del Jinete Sin Cabeza
Sin Cabeza
Washington Irving
EPILOGO
En un tranquilo valle del estado de Nueva York, Sleepy Hollow, circulan todo tipo
de creencias e historias de fantasmas. La más popular es la leyenda del Jinete sin
Cabeza, terrorífico espectro de un soldado cuya cabeza fue arrancada por una
bala de cañón. Ichabod Crane, respetado maestro de la comunidad que lucha por
el amor de la bella Katrina, tendrá la oportunidad de constatar la veracidad de esa
leyenda.
LA LEYENDA DE SLEEPY HOLLOW
En el seno de uno de esos espaciosos recodos que forma el río Hudson en su tramo
oriental, y que los antiguos navegantes holandeses llamaban Tappaan Zee, donde
los marinos prudentemente recogían sus velas e imploraban el apoyo de San
Nicolás, se encuentra un pequeño pueblo rural, en el que se celebran ferias con
frecuencia. Algunos la llaman Greensburgh, pero la mayoría la conoce más
propiamente por Tarry Town. Se dice que le dieron este nombre las amas de casa
de la región vecina, debido a la inveterada propensión de sus maridos a pasar el
tiempo en la taberna de la villa durante los días de mercado.[1] Como quiera que sea,
yo no aseguro este hecho, sino que simplemente me limito a hacerlo constar para
ser exacto y veraz. No muy lejos de esta villa, quizá a unos tres kilómetros, se
encuentra un vallecito situado entre altas colinas, que es uno de los lugares más
tranquilos del mundo. Corre por él un arroyo, cuyo murmullo es suficiente para
adormecer al que lo escucha; el canto de los pájaros es casi el único sonido que
rompe aquella tranquilidad uniforme. Recuerdo, cuando era todavía joven, mi
primera excursión de caza en un bosque de nogales que da sombra a uno de los
lados del valle. Había iniciado la caminata al mediodía, cuando todo está tranquilo,
tanto que me asustaban los disparos de mi propia escopeta que interrumpían la
tranquilidad del sábado y que el eco reproducía. Si quisiera encontrar un refugio
a donde dirigirme para huir del mundo y de sus distracciones, y pasar en
ensoñaciones el resto de una agitada vida, no conozco lugar más indicado que este
pequeño valle.
Es notable que esa propensión por las visiones no se limita a las personas nacidas
en el valle, sino que se apodera inconscientemente de cualquiera que resida allí
durante algún tiempo. Por muy despierto que se haya estado antes de llegar a
aquella región, es seguro que en poco tiempo estará sometido al embrujo del aire
y se volverá más imaginativo, empezará a soñar y a ver apariciones.
Menciono este pacífico lugar con todas las alabanzas posibles, pues es en estos
pequeños y retirados valles —que se encuentran aquí y allá en todo el Estado de
Nueva York— donde la población, las costumbres y las formas permanecen fijas,
mientras que la gran corriente de inmigración y progreso, que tan incesantes
cambios está produciendo en otras partes de este inquieto país, pasa inadvertida.
Esos valles son como los pequeños remansos de aguas tranquilas que bordean un
rápido río; donde es posible ver las burbujas y las hojas que flotan en la quietud
del agua, imperturbables ante la rapidez de la corriente que pasa de largo. Aunque
han pasado muchos años desde que atravesé las sombras de Sleepy Hollow, me
pregunto si no encontraría todavía los mismos árboles y las mismas familias
vegetando en su protegido refugio.
Sin embargo, no quisiera que el lector se imaginara que Crane era uno de esos
crueles directores de escuela que se complacen en el suplicio de sus alumnos; por
el contrario, administraba justicia con discreción, más que con severidad, evitando
cargar los hombros de los débiles y echándola sobre los de los fuertes. Perdonaba
a los flojos muchachos que temblaban al menor movimiento de la vara; pero las
exigencias de la justicia se satisfacían suministrando una doble porción a algún
chiquillo holandés obstinado, que se indignaba y se endurecía bajo el castigo. Crane
decía que esto era «cumplir con su deber para con los padres», y nunca infligió una
pena sin tener la seguridad, consoladora para sus alumnos, de que el niño «lo
recordaría y se lo agradecería durante toda la vida».
Cuando terminaban las clases, Crane era, incluso, el compañero de juegos de los
muchachos mayores; y en algunas tardes acompañaba a sus casas a los más
pequeños que se distinguían por tener hermanas bonitas o por ser sus madres
reputadas cocineras. Le convenía estar en buenas relaciones con sus alumnos. El
salario que obtenía de la escuela era escaso, tanto que difícilmente hubiera
bastado para proporcionarle el pan de cada día, pues tenía gran apetito y, aunque
flaco, tenía la capacidad de expansión de una boa. Para ayudarlo a mantenerse, de
acuerdo con la costumbre de aquellas regiones, los padres de sus alumnos le
proporcionaban casa y comida. Vivía una semana en casa de cada uno de ellos,
recorriendo así toda la vecindad, llevando sus efectos personales atados en un
pañuelo de algodón.
Para que esta carga no fuera muy onerosa para los bolsillos de sus rústicos
patrones, que se inclinaban a considerar a la escuela como una carga gravosa y que
tenían a los maestros por simples zánganos, Crane se valía de diferentes
procedimientos a fin de hacerse útil y agradable. En algunas ocasiones ayudaba a
los granjeros en los trabajos menos difíciles: formar las parvas, llevar los caballos
al abrevadero, arrear las vacas a las tierras de pastoreo y cortar leña para el
hogar. Dejaba de lado toda la dignidad y arrogancia con los que gobernaba en su
pequeño reino escolar, y se volvía maravillosamente gentil. Agradaba a las madres,
acariciando a los chiquillos, particularmente a los más pequeños, y como el león,
que de puro magnánimo se hizo amigo de la oveja, se pasaba las horas enteras con
un niño en las rodillas, mientras mecía con el pie la cuna de otro.
Además de sus otras actividades, era el maestro de canto del pueblo y ganaba sus
buenos chelines instruyendo a la gente joven en la entonación de salmos.
Aposentarse los domingos en el coro de la iglesia, acompañado por un grupo de
cantores elegidos, era fuente de no poco orgullo para él, que creía llevarse las
palmas a los ojos del párroco por ser el mejor entre todos esos cantores. Cierto
es que su voz se elevaba muy por encima de la del resto de la congregación. En
aquella iglesia todavía se oyen los domingos vibraciones que alcanzan a más de un
kilómetro de distancia, y que muchos tienen por descendientes legítimos de la
nariz de Crane. Mediante estos diversos e ingeniosos procedimientos, aquel
notable pedagogo se las arreglaba para vivir bastante bien; y todos los que no
entendían nada del trabajo intelectual creían que su vida era maravillosamente
fácil.
Pero bastante caro le costaba el placer de sentarse bien abrigado al lado del
fuego, en una habitación en la que ningún fantasma se atrevería a presentarse,
pues debía pagarlo con los terrores de su vuelta a casa. ¡Qué terribles formas y
sombras se cruzaban en su camino, a la luz tenue y espectral de una noche de
nevada! ¡Con qué ansiedad observaba el más débil rayo de luz proveniente de alguna
ventana distante! ¡Cuántas veces un arbusto cubierto de nieve le pareció un
fantasma que, vestido con una sábana, se cruzaba en su camino! ¡Cuántas veces
tembló de espanto al oír el ruido que hacían sus propias pisadas sobre la tierra
helada! Temía darse vuelta, no fuera a encontrarse con algún horrible monstruo.
¡Cuántas veces se sentía próximo a desmayarse al confundir el ruido de alguna
ráfaga de viento entre las ramas de los árboles, con el jinete sin cabeza!
Todo esto, sin embargo, no era más que el terror de la noche, fantasmas de la
mente que se deslizan en la oscuridad; y aunque había visto muchos espectros en
su vida y más de una vez se había sentido poseído por el mismo Satanás en
diferentes formas durante sus paseos nocturnos, todo terminaba con la llegada
del día. Habría tenido una vida feliz a pesar del diablo y de sus malas obras, si no
se hubiera cruzado en su camino un ser que causa más preocupaciones a los
hombres mortales que los aparecidos, los espíritus y todas las brujas juntas: una
mujer.
Entre los alumnos de música que se reunían una tarde por semana para aprender
el canto de los salmos, se encontraba Katrina Van Tassel, hija única de un rico
labrador holandés. Era una floreciente joven de 18 años, regordeta, de piel rosada
como los duraznos de la huerta de su padre, apreciada por todos no solo por su
belleza, sino por las expectativas de la riqueza que habría de heredar algún día.
Además, era algo coqueta, lo que podía percibirse incluso en su vestuario, que
mezclaba muy apropiadamente lo antiguo y lo moderno como para hacer resaltar
sus encantos. Llevaba joyas de oro puro, que había traído de Saardam su
tatarabuela, el tentador chaleco de los antiguos tiempos y una falda tan
provocadoramente corta, que permitía ver el más bello tobillo y pie de toda la
región.
Ichabod Crane tenía un corazón blando y veleidoso hacia el bello sexo. No es de
extrañar que muy pronto se decidiera por un bocado tan tentador, especialmente
después de haber visitado la mansión paterna. El viejo Baltus Van Tassel era el
más perfecto ejemplar de granjero próspero, contento con el mundo y consigo
mismo. Es verdad que su mirada o sus pensamientos rara vez iban más allá de las
fronteras de su propia granja, pero dentro de ella todo era confortable, alegre y
bien arreglado. Estaba satisfecho, pero no orgulloso, de su riqueza y se
vanagloriaba más de su generosa abundancia que del estilo en el que vivía. Su granja
estaba situada a orillas del río Hudson, en uno de esos rincones verdes, protegidos
y fértiles en los cuales gustan tanto de hacer sus nidos los granjeros holandeses.
Daba sombra a la casa un árbol de gran tamaño, al pie del cual brotaba una fuente
del agua más clara y fresca, la que luego de formar un estanque, se deslizaba entre
los pastos hasta un arroyito cercano. Cerca de la vivienda se encontraba un gran
galpón, que podría haber servido de capilla, y que parecía estallar de tan repleto
que estaba con los tesoros que producía la tierra. Allí se oía de la mañana a la
noche, el ruido de los instrumentos de labranza; cantaban sin interrupción los
pájaros; filas de palomas se entregaban al disfrute de tomar sol en el tejado,
algunas de ellas miraban con un ojo hacia arriba como vigilando el clima, otras
escondían la cabeza entre las alas o entre las plumas de la pechuga, y otras se
cortejaban, emitiendo los gritos propios de su raza e hinchando el pecho. Los
cerdos, bien alimentados y con sus pieles brillosas, gruñían reposadamente, sin
moverse, en la tranquilidad y abundancia de sus chiqueros, de donde salían, de
cuando en cuando, piaras de lechones, para tomar un poco de aire fresco. Un
numeroso escuadrón de blancos gansos nadaba en un estanque adyacente,
arrastrando detrás de sí su numerosa prole. Los pavos recorrían en procesión la
granja. Ante la puerta del depósito hacía guardia el valiente gallo, ese modelo de
esposo, de soldado y de caballero, batiendo sus relucientes alas y cacareando todo
su orgullo y la alegría de su corazón. Algunas veces se dedicaba a escarbar la
tierra, llamando entonces generosamente a su siempre hambrienta familia para
que compartiera el riquísimo bocado que acababa de descubrir.
Mientras la imaginación de Ichabod se deleitaba con todas estas cosas, sus ojos
verdes recorrían los ricos pastos, las abundantes plantaciones de trigo, centeno y
maíz y la huerta llena de árboles frutales que rodeaba la casa de Van Tassel. Su
corazón ardía por la joven que había de heredar todo aquello, imaginándose lo fácil
que sería transformarlo en dinero contante y sonante, que podría invertir en
inmensas extensiones de tierras vírgenes y palacios de tejas en otras soledades.
Su fantasía lo llevaba tan lejos que lo daba todo por hecho, y ya se veía con la bella
Katrina y una tropa de chiquillos, en una carreta, cargada con toda clase de
utensilios domésticos, las pavas y las cacerolas colgando a los costados, y él
galopando tranquilo al lado, montando una yegua a la que seguía un potrillo, rumbo
a Kentucky, Tennessee, o Dios sabe adonde.
Ganaba todas las carreras y riñas de gallos; y con el ascendiente que presta la
fortaleza física en la vida rural, era el juez indiscutido de todos los conflictos.
Entonces echaba su sombrero hacia un lado y daba su opinión con un aire que no
admitía broma o réplica. Siempre estaba dispuesto para peleas o para fiestas, pero
todas sus acciones tenían más de traviesas que de malvadas. A pesar de su rudeza,
poseía en el fondo un carácter bromista. Tenía tres o cuatro compañeros, amigos
suyos, que lo tomaban como modelo y a la cabeza de los cuales recorría la región,
presentándose en todo lugar donde se prometiera diversión o riña. En tiempo frío
se lo distinguía por su gorro de piel, rematado en una orgullosa cola de zorro;
cuando la gente, reunida por cualquier motivo, distinguía a la distancia esta bien
conocida cresta cabalgando en medio de su escuadra de jinetes, se preparaban
para una tormenta. Algunas veces se oía a su pandilla a medianoche, pasando a
caballo a lo largo de las granjas, gritando y aullando como una tropa de cosacos del
Don; las mujeres de edad, arrancadas al sueño por aquel barullo, escuchaban el
desordenado ruido hasta que se perdía en la lejanía, y exclamaban entonces: «¡Ah!
Ahí van Brom Bones y su banda». Los vecinos lo consideraban con una mezcla de
terror, admiración y buena voluntad; y en cuanto ocurría alguna pelea u otro
desorden en la vecindad, sacudían la cabeza y culpaban a Brom Bones por lo que
fuese.
Este personaje teatral eligió a Katrina como objeto de sus galanterías, y aunque
sus escarceos amorosos tenían la suavidad y gentileza de las caricias de un oso, se
decía que ella no lo había despreciado completamente. Lo cierto es que sus avances
eran la señal para que sus rivales se retirasen, puesto que estos no sentían ninguna
inclinación por entrometerse en los amores de un león; tanto es así que cuando
observaban el caballo de Brom Bones atado en el terreno de Van Tassel, signo
seguro de que él se encontraba allí cortejándola, todos los otros admiradores de
Katrina pasaban de largo desilusionados y se dirigían a dar batalla en otros
cuarteles.
Este era el formidable rival con el cual tenía que habérselas Ichabod; examinando
la situación desde todos los puntos de vista, un hombre más fuerte que él hubiera
retrocedido; otro más sabio hubiera perdido toda esperanza. Afortunadamente,
su naturaleza era una extraña mezcla de flexibilidad y perseverancia en forma y
espíritu; aunque se doblaba, nunca se rompía; aunque se inclinaba ante la más leve
presión, en cuanto esta desaparecía, se erguía otra vez, levantando su cabeza tan
altiva como antes.
Invadir abiertamente el campo rival hubiera sido una locura, pues al igual que
Aquiles, aquel otro apasionado amante, Ichabod no era hombre que tolerara
desengaños amorosos. En consecuencia, llevó a cabo sus avances de una manera
suave e insinuante. Pretextando sus clases de canto, visitó con frecuencia la
granja, sin tener nada que temer de la engorrosa intervención de los padres, que
tan a menudo se convierte en un obstáculo en el camino de los amantes. Balt Van
Tassel era un alma indulgente; amaba a su hija más que a su pipa, y como hombre
razonable y padre excelente, la dejaba hacer lo que quisiera. Su notable mujer
estaba demasiado ocupada con la casa y el cuidado del gallinero, pues, como ella
misma observaba muy sabiamente, los patos y los gansos son tontos y hay que
vigilarlos, mientras que las muchachas pueden cuidarse a sí mismas. Mientras esta
diligente mujer daba vueltas por la casa o trabajaba en la rueca, el honesto Balt
fumaba su pipa, observando los movimientos del pequeño guerrero de madera que,
con una espada en cada mano, peleaba valientemente contra el viento desde la
veleta que coronaba el depósito. Entretanto, Ichabod seguía cortejando a su hija,
al lado de la fuente bajo el olmo, o paseando al atardecer, esa hora tan favorable
para la elocuencia de los amantes.
Confieso no saber cómo se enamora y cómo se gana el corazón de las mujeres. Para
mí han sido siempre objeto de enigma y de admiración. Algunas parecen tener solo
un punto débil, mientras que otras parecen tener millares de avenidas, por lo que
pueden ser conquistadas de mil maneras distintas. Es un gran triunfo ganar a una
de las primeras, pero una mejor demostración de poder es mantener la posesión
de una de las segundas, pues un hombre debe defender toda puerta y toda ventana
de su fortaleza. Quien gane mil corazones comunes tiene derecho a obtener cierto
renombre, pero quien mantiene el dominio indiscutible sobre el corazón de una
coqueta es un héroe. No ocurrió así con el temible Brom Bones; su interés declinó
visiblemente en cuanto Ichabod hizo sus primeros avances. En las noches de los
domingos, ya no se observaba a su caballo atado en las tierras de Van Balten; y un
odio mortal fue gradualmente instalándose entre él y el preceptor de Sleepy
Hollow.
Brom, que a su manera era rudo y pendenciero, hubiera preferido llevar las cosas
hasta la guerra abierta, planteado sus pretensiones a la dama y arreglado aquel
asunto como los caballeros errantes de antaño, por un simple combate entre los
dos. Pero Ichabod era demasiado consciente de la superioridad de su adversario
para aceptar ese procedimiento. Había oído una amenaza de Bones, según la cual
iba «a doblar al maestro en dos y lo iba a meter en el cajón de algún armario de la
escuela» y era demasiado precavido como para darle la oportunidad de cumplir con
su amenaza. Había algo en extremo provocador en este sistema aparentemente
pacífico; no le quedaba a Brom otro recurso más que proceder con la rusticidad de
su naturaleza y hacer a su rival objeto de toda clase de bromas. Ichabod se
convirtió en la víctima de la caprichosa persecución de Bones y sus amigos. Estos
invadieron sus hasta entonces pacíficos dominios y disolvieron una clase de canto,
tapando desde afuera la chimenea. A pesar de sus formidables cerrojos y
precauciones, entraron una noche en su escuela y pusieron todo patas para arriba,
por lo cual, a la mañana siguiente, el pobre maestro empezó a creer que todas las
brujas de los alrededores se habían reunido allí. Pero lo que era aún más molesto:
Brom no desperdiciaba oportunidad de ponerlo en ridículo delante de la elegida de
su corazón. Trajo un perro, verdadero campeón de los sinvergüenzas entre los de
su raza, al que había enseñado a aullar de la manera más afrentosa, y lo presentó
como rival de Ichabod en la enseñanza de los salmos.
Así siguieron las cosas por un tiempo, sin producirse ningún choque material entre
ambas potencias beligerantes. En una bella tarde de otoño, Ichabod, bastante
pensativo, estaba sentado en su trono, una silla alta en el estrado, desde cuyas
alturas vigilaba todos los negocios de su pequeño imperio literario. Tenía en la mano
una férula, símbolo de su poder dictatorial. La vara con la que se administraba
justicia reposaba detrás del trono, desde donde era una amenazadora advertencia
para los pecadores. Sobre la mesa se veían numerosos artículos de contrabando y
armas prohibidas, secuestradas a los chicos: manzanas a medio morder, hondas,
trompos, jaulas para moscas, y toda una colección de gallos de pelea, bellamente
cortados en papel. Aparentemente, hacía poco que se había administrado algún
terrible acto de justicia, pues todos los escolares parecían estar sumergidos en
sus libros, o susurraban secretos entre ellos sin perder de vista al maestro; el
zumbido sordo que reinaba en el aula, como el de una colmena de abejas, fue
interrumpido súbitamente por la aparición de un negro, vestido con pantalones y
chaqueta de lino, y con su cabeza coronada con los restos de un sombrero redondo,
como el casco de Mercurio; montaba un potro harapiento, salvaje y medio roto, al
que manejaba con una soga que hacía las veces de rienda. Llegó a la puerta de la
escuela con una invitación a Ichabod para asistir a una fiesta que se celebraría
aquella noche en casa de Mynheer Van Tassel. Después de haber entregado su
mensaje con ese aire de importancia, y esfuerzo en el lenguaje que los negros son
proclives a usar en esa clase de tareas triviales, cruzó el arroyo y se lo vio dirigirse
hacia el extremo del valle, henchido de la importancia y urgencia de su misión.
Todo era ahora prisa y tumulto en el aula. Crane instó a los alumnos a que se
apurasen con sus lecciones, sin detenerse en tonterías. Los más rápidos se
saltearon la mitad con impunidad; los remisos recibieron, de cuando en cuando,
unos golpes en la espalda, para que se apresuraran o pudiesen terminar de leer una
palabra larga. Se dejaron a un lado los libros, sin guardarlos en los cajones, se
volcaron los tinteros, los bancos quedaron patas para arriba, y el alumnado quedó
en libertad una hora antes del tiempo usual. Todos los diablos encerrados en ella
salieron aullando y haciendo ruido, alegres por su temprana emancipación.
Ichabod era una figura digna de tal corcel. Montaba con estribos cortos, lo que
levantaba sus rodillas; sacaba los codos hacia afuera como un saltamontes; llevaba
el látigo perpendicularmente, como un cetro; cuando el caballo se movía, el
movimiento de sus brazos recordaba las alas de un ave. Un mechón de pelo le caía
sobre la cima de su nariz, pues así se podía llamar a su estrecha frente. Los
faldones de su levita flotaban al aire, compitiendo con la cola del caballo. Tal era
el aspecto que ofrecían jinete y cabalgadura, cuando salieron de los campos de Van
Ripper: juntos formaban una extraña figura, pocas veces vista a la luz del día.
Era, como ya lo he hecho notar, una bella tarde de otoño: el cielo estaba claro y
sereno y la naturaleza llevaba aquel ropaje rico y áureo que siempre asociamos con
la idea de la abundancia. El bosque se había teñido de un color amarillo y pardo;
algunos árboles menos resistentes, a los que ya habían herido los crudos fríos,
mostraban una intensa coloración: anaranjada, púrpura y escarlata. Empezaban a
aparecer bandadas de patos silvestres. Las ardillas podían escucharse en todo el
bosque, de árbol en árbol y de arbusto en arbusto. Los pájaros armaban sus
banquetes de despedida, jugando y cantando, maravillados con la profusión y
variedad que los rodeaba. Se podía ver a los honestos zorzales gorjeando
quejumbrosos, a los mirlos volando en oscuras bandadas, a los pájaros carpinteros
trinando, con sus pechos negros, sus doradas alas y sus crestas carmesí, a las
charas azules con su alegres tapados celestes y su ropa interior blanca, gritando
y charlando, balanceándose de aquí para allá e intentando estar en buenos términos
con cada integrante de aquella orquesta. Mientras Ichabod proseguía lentamente
su camino, con sus ojos siempre atentos a cada señal de abundancia culinaria,
recorría con la imaginación todos los atrayentes tesoros propios de la estación.
Imaginó por todas partes una gran cosecha de manzanas: algunas colgando
opulentas de los árboles, otras ya en cestos, listas para ser enviadas al mercado,
otras amontonándose para la prensa de sidra. Más allá vio extensos campos de
maíz cuyas doradas espigas sobresalían entre el follaje y debajo de las cuales
asomaban zapallos amarillos, con sus redondas barrigas al sol prometiendo
exquisiteces para el paladar. Pasó luego por fragantes trigales, y respiró más allá
el aroma de una colmena, ante lo cual se le anticipó el desayuno, bien provisto de
manteca y miel por la delicada mano de Katrina van Tassel.
Ichabod llegó al castillo de Heer Van Tassel, a la caída de la tarde. Estaba ya lleno
de la flor y nata de las regiones adyacentes. Los viejos granjeros, una raza parca
de rostros ajados por el sol, vestían levitas y pantalones tejidos a mano, medias
azules y grandes zapatos. Sus mujeres llevaban cofias, jubones cortos, faldas que
ellas mismas habían confeccionado, y bolsillos multicolores por fuera. Jóvenes
regordetas vestían de una manera tan anticuada como sus madres, excepto por
algún sombrero de paja, una cinta o un vestido blanco, signos de influencia urbana.
Los muchachos usaban levitas, con hileras de brillantes botones de bronce, y los
cabellos atados en la nuca, siguiendo la moda de entonces.
Brom Bones era el héroe de la fiesta, a la que había llegado en su caballo favorito,
Atrevido, una criatura que, como él, estaba llena de malas artes y de brío, y que
nadie sino él podía manejar. Prefería siempre los caballos viciosos, aficionados a
toda clase de mañas, sobre los cuales el jinete se encuentra en constante riesgo
de romperse los huesos, pues era de opinión que un caballo bien domado y dócil es
indigno de un verdadero hombre.
El viejo Baltus Van Tassel se movía entre sus huéspedes con una cara dilatada por
la satisfacción y el buen humor, redonda y alegre como la luna llena.
Cuando terminó el baile, Ichabod se acercó al grupo de los más sabios, que junto
con Van Tassel, fumaban en el porche, charlando sobre tiempos pasados y contando
largas historias sobre la guerra.
Esta región, en la época de la que estoy hablando, era uno de esos lugares
favorecidos por la historia, con abundancia de crónicas y de grandes hombres. Las
líneas británicas y norteamericanas habían pasado muy cerca de ella durante la
guerra, por lo que había sido escenario de saqueos y se había infectado con
refugiados, cowboys y toda clase de jinetes fronterizos. Había transcurrido el
tiempo necesario para que cada narrador de historias pudiera aderezarlas con un
poco de fantasía y, amparado por la neblina del recuerdo, convertirse incluso en el
héroe del relato.
Pero todo esto no era nada en comparación con los relatos de espíritus y
aparecidos que se contaron después. La región es muy rica en tesoros legendarios
de esta clase. Los cuentos locales y las supersticiones florecen mejor en estos
lugares apartados, lejos del ruido del mundo, en los que viven poblaciones hace
largo tiempo asentadas. Pero ese mismo folklore desaparece bajo las pisadas de la
población de nuestras ciudades. Además, en la mayoría de nuestros pueblos no se
alienta de ningún modo la actividad de los espíritus, pues apenas han tenido tiempo
de echar un buen sueño y darse vuelta en sus tumbas cuando sus amigos
sobrevivientes se alejan de la región, de forma que cuando aquellos se dedican a
rondar de noche, no les queda ningún amigo a quien visitar. Tal vez esta sea la
razón por la cual tan rara vez oímos hablar de aparecidos, excepto en las colonias
holandesas establecidas hace mucho tiempo.
Brom Bones de inmediato contó otra historia igualmente fantástica, en la que pintó
las magníficas dotes hípicas del jinete. Afirmó que al volver una noche de la
cercana villa de Sing-Sing, se encontró con este caballero nocturno, que se ofreció
a correr una carrera con él, por un vaso de ponche, y que la hubiera ganado, pues
Atrevido, su caballo, le llevaba ya varios cuerpos de ventaja al espectro equino
sobre el que montaba el fantasma, de no ser porque al llegar al puente de la iglesia
el soldado de Hesse desapareció en un mar de fuego.
Todos estos relatos, contados en ese tono bajo con el que las personas hablan en
la penumbra, así como el aspecto de los oyentes, a los que solo iluminaba algún
destello casual de las pipas, impresionaron profundamente la mente de Ichabod.
Pagó generosamente en la misma moneda narrando grandes fragmentos de su autor
predilecto, Cotton Mather, agregando varios hechos fantásticos ocurridos en su
estado natal, Connecticut y las terribles visiones que había observado durante sus
paseos nocturnos por Sleepy Hollow.
Todas las historias de aparecidos y de espíritus que había oído aquella tarde se
agolpaban ahora en su memoria. La noche se hacía más y más oscura; las estrellas
parecían hundirse más profundamente en el cielo, y a veces las nubes las ocultaban
a su vista. Nunca se había sentido tan solo y acobardado. Además, se acercaba al
mismísimo lugar en el cual habían ocurrido tantas escenas de aparecidos. En el
centro del camino se levantaba un árbol enorme que se destacaba como un gigante
entre los otros árboles, y que era una especie de punto de referencia. Sus ramas
eran retorcidas y fantásticas, lo suficientemente grandes como para formar el
tronco de un árbol corriente, y se inclinaban hacia la tierra, para elevarse
nuevamente en el aire. Estaba relacionado con la trágica historia del desdichado
André, que fue tomado prisionero muy cerca de ese árbol. Se lo conocía como el
árbol del mayor André. La gente común le profesaba una mezcla de respeto y
superstición, en parte por empatía con la persona cuyo nombre llevaba, y, en parte,
por las historias de extrañas visiones y terribles lamentaciones que se contaban
acerca de él.
Cuando Ichabod se acercó a este árbol terrible, empezó a silbar; le pareció que
alguien respondía, pero era solo el viento que soplaba entre las ramas secas.
Cuando se acercó más, creyó ver algo blanco que colgaba del árbol: se detuvo y
cesó de silbar; mirando con más atención comprobó que ahí era donde el rayo había
alcanzado al árbol, dejando al descubierto la madera blanca. De repente oyó un
gemido. Le castañetearon los dientes y sus rodillas chocaron violentamente contra
la montura: era apenas el ruido de una rama grande frotándose con otra a causa
de la brisa. Pasó el árbol sin riesgo, pero nuevos peligros lo esperaban.
Al pobre maestro se le pusieron los pelos de punta. ¿Qué debía hacer? Era
demasiado tarde para dar la vuelta y huir, y además, ¿qué posibilidad había de
escapar de un fantasma, si es que era tal cosa, que podría cabalgar en las alas del
viento? Haciendo acopio de todo su valor, preguntó con voz temblorosa: «¿Quién
es usted?». Nadie le respondió. Repitió su pregunta con voz aún más alterada.
Tampoco recibió ninguna respuesta. Aporreó en los costados al viejo Pólvora y,
cerrando los ojos, empezó a cantar un salmo con involuntario fervor. Justo en ese
momento, la cosa terrorífica se colocó de un salto en el medio del camino. Aunque
la noche era oscura, podía distinguirse algo de la forma del desconocido. Parecía
ser un gigantesco jinete, montado en un caballo negro de no menores dimensiones.
No se presentó ni saludó, sino que se mantuvo solitario al costado del camino,
trotando al lado de Pólvora, que había dejado atrás ya su miedo y sus mañas.
Ichabod, que no tenía mucha confianza en aquel extraño compañero nocturno y que
se acordaba de la aventura de Brom Bones con el jinete sin cabeza, espoleó a su
caballo, con la esperanza de dejarlo atrás. Pero el extraño también apuró el ritmo,
por lo que se encontró a la par. Ichabod aminoró la marcha hasta ir al paso,
pensando en quedarse atrás, pero el otro hizo lo mismo. El corazón se le quería
salir por la boca; intentó proseguir cantando el salmo que había empezado, pero su
lengua reseca estaba pegada al paladar y no pudo pronunciar una palabra. Había
algo en el opresivo y terco silencio de aquel pertinaz compañero que era misterioso
y enloquecedor. Pronto quedó explicado. Cuando el camino empezó a ascender, la
figura de su acompañante se destacó sobre el cielo más claro: era un gigante.
Ichabod se quedó aterrorizado al observar que no tenía cabeza, pero su horror
llegó al máximo cuando se percató de que la cabeza, que debía estar sobre los
hombros, se encontraba sobre la silla, delante del jinete: su miedo llegó a la
desesperación. Cayó sobre Pólvora un diluvio de golpes y de espoleos, en la
esperanza de dejar atrás a su compañero. Pero el espectro avanzó a la misma
velocidad. Corrían sacando chispas del suelo. La levita de Ichabod volaba por el
aire, mientras este, con el cuerpo largo y flaco inclinado sobre la cabeza del
caballo, trataba de huir a todo galope.
Finalmente llegaron al camino que va a Sleepy Hollow. Pero Pólvora, que parecía
poseído por el mismo demonio, en lugar de seguir por allí, se desvió y se dirigió
hacia la izquierda, bajando la colina. Este camino atraviesa un valle pedregoso, que
durante un trecho de casi medio kilómetro está rodeado de árboles, al cabo del
cual cruza el puente famoso de la historia del aparecido. Más allá se levanta la
pequeña colina, sobre la que se encuentra la iglesia de blancos muros.
Se rastreó el río, pero no pudo encontrarse el cuerpo del maestro. Hans van
Ripper, como albacea testamentario, examinó el atado que contenía sus efectos
personales. Consistían en dos camisas y media, dos bufandas, un par o dos de
medias de lana, un par de trajes viejos de corderoy, una hoja de afeitar oxidada,
un libro de salmos lleno de marcas, y un silbato roto que utilizaba en sus clases de
canto. En cuanto a los muebles y libros de la escuela, pertenecían a la comunidad,
excepto la Historia de la brujería, de Cotton Mather, un almanaque de Nueva
Inglaterra y un libro de sueños y adivinación, entre cuyas hojas se encontraba un
papel que contenía una poco feliz tentativa de escribir unos versos en honor de la
heredera de Van Tassel. Hans van Ripper arrojó a las llamas aquellos libros junto
con el ensayo poético. Desde aquella fecha se decidió a no mandar más sus hijos a
la escuela, alegando que no había visto nunca que el leer o escribir condujera a algo
bueno. Si el maestro poseía algún dinero —había cobrado su sueldo uno o dos días
antes— debía de tenerlo consigo cuando desapareció.
Cierto es que un viejo granjero que estuvo en Nueva York varios años después, y
por el cual se conoce esta historia, contó al volver que Ichabod Crane vivía y que
había abandonado el valle, en parte por miedo al fantasma y a Hans van Ripper, y,
en parte, mortificado por el súbito rechazo de la heredera. Agregaba que se había
trasladado a una parte distante del país, que había seguido enseñando e iniciado el
estudio de la jurisprudencia, combinando ambas cosas, hasta que recibió su título
de abogado; que se había dedicado después a la política y al periodismo y que
finalmente había ingresado en la magistratura. Brom Bones, poco después de la
desaparición de su rival, condujo triunfal a la rozagante Katrina al altar. Algunos
observaron que cuando se contaba la historia de Crane, Brom Bones estallaba en
carcajadas al oír mencionar el asunto de la calabaza, lo que inducía a muchos a
pensar que sabía más de lo que decía.
Sin embargo, las viejas, que son los mejores jueces en estos asuntos, afirman
hasta el día de hoy que Ichabod Crane desapareció por medios sobrenaturales, y
es la historia favorita de las noches de invierno. El puente se convirtió más que
nunca en el objeto de un terror supersticioso, y esa puede ser la razón por la cual
se cambió la traza del camino, de forma de poder llegar a la iglesia sin pasar por
él. La escuela fue abandonada y pronto empezó a decaer; se murmuraba que
aparecía por allí el espíritu del infortunado maestro, y más de un campesino camino
a casa en una tranquila noche de verano, creía oír su voz a la distancia entonando
un melancólico salmo, en la tranquila soledad de Sleepy Hollow.
POST SCRIPTUM
Encontrado entre los manuscritos del señor Knickerbocker
El que había contado este relato y que se disponía a llevar a los labios un vaso de
vino para refrescarse después del esfuerzo cumplido, miró al otro con un aire de
infinita cortesía y, colocando lentamente el vaso sobre la mesa, explicó que el
cuento tendía a demostrar de la manera más lógica lo siguiente: No existe ninguna
situación en la vida que no tenga sus ventajas y sus alegrías, siempre que seamos
capaces de aguantar una broma.
Ergo, que es una suerte que un maestro de escuela reciba una negativa al pedir la
mano de una heredera holandesa, puesto que así se le abre el camino para más
elevadas actividades.
El cauto caballero enarcó diez veces las cejas ante esta explicación, quedando muy
extrañado de la racionalidad del silogismo. Creí observar que el narrador de esta
historia lo miraba con aires de triunfo. Finalmente, el caballero dijo que todo eso
estaba muy bien, pero que creía que el relato era bastante extravagante y que
había uno o dos puntos sobre los cuales tenía sus dudas.
«En confianza —replicó el que había contado la historia—, en lo que a eso respecta,
yo mismo no creo ni la mitad».
[5] El Tappan Zee es un ensanche natural del río Hudson, que llega a tener unos
5 kilómetros en su parte más ancha, donde forma una especie de lago. Se
encuentra en el sudeste del estado de New York, 16 km al norte de Manhattan.