U.1. Ciclo Vital Familiar
U.1. Ciclo Vital Familiar
U.1. Ciclo Vital Familiar
Jay Haley (1980) describe que, a diferencia del resto de especies animales, la especie humana es la
única en la que existen parientes políticos. Esto lo lleva a afirmar que la involucración de la familia
extensa hace que el matrimonio no sea solamente la unión de dos personas, sino la conjunción de
dos familias que ejercen su influencia, creando una compleja red de subsistemas. Estas nociones
remiten a un concepto relevante que sirve de marco referencial teórico a los fines del trabajo
pericial, el del “ciclo vital de la familia” (CVF).
Como introducción al tema es preciso señalar que este concepto ha sido pensado para las familias
nucleares biparentales, heteroparentales e “intactas”, es decir aquellas que no son atravesadas por el
divorcio, la temprana viudez o el rematrimonio, ni integradas por personas del mismo sexo, dando
cuenta de las etapas que transcurre una familia desde su formación hasta su disolución por la
muerte de ambos miembros de la pareja. La enunciación de diferentes etapas tampoco marca una
prescripción evolutiva para quienes conforman un grupo familiar. De hecho, en la actualidad
muchas parejas conviven recién tras el nacimiento del primer hijo; o aun así, mantienen la
convivencia con sus respectivos grupos de origen, tal el caso de los progenitores adolescentes.
En mérito de las limitaciones que presenta esta categoría conceptual, Torrado (2012) hace
referencia a la categoría “trayectorias de vida”, puesto que ésta incluye otras formas de convivencia
más allá de la familia nuclear intacta. Sobre esta categoría nos detendremos más adelante.
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Son diversos los autores que abordan el ciclo vital familiar y son también distintas las etapas que
cada uno de esos autores describe en dicho ciclo. Haremos una síntesis que integre los diversos
aportes, intentando dar cuenta, someramente, de las características y crisis de cada etapa del ciclo
vital. Para ello retomaremos los aportes de diversos autores que abordaron el concepto “ciclo vital
familiar”: Haley (1980); Quintero Velázquez (1998); Arriagada (2007); Schiavoni (2003), Torrado
(2012), a los que sumaremos aportes personales surgidos de la práctica profesional. El objetivo es
caracterizar cada uno de los períodos y sus etapas, comprendiendo que los momentos de transición
entre uno y otro período constituyen instancias de crisis –entendida ésta en su doble lectura de
peligro y oportunidad-, resultando esos momentos de interface la oportunidad para la emergencia
de conflictos que deberán ser enfrentados y resueltos. Como es posible advertir, cada etapa que se
abandona enfrenta a los sujetos a abandonar lo conocido y hacer frente a lo nuevo, con la
incertidumbre que ello suele generar. Se trata de una verdadera “mudanza” que impone una mayor
exigencia adaptativa -en la que los miembros de la familia pueden sentirse desinstrumentados para
resolver sus problemas tal como lo venían haciendo- y cuyos resultados habrán de depender de la
capacidad de los miembros de la familia para afrontar los cambios.
Una primera clasificación del ciclo vital familiar lo divide en tres períodos, definidos alrededor del
nacimiento, desarrollo y salida de los hijos. Estos tres períodos son: pre-filial; filial y post-filial.
1) Período pre-filial: este período está conformado por la etapa de conocimiento y formación
de la pareja; el inicio de la convivencia con o sin matrimonio, hasta el nacimiento del primer hijo/a.
Se trata de un momento de constitución de la vida familiar en la que la pareja es en general joven y
sin hijos.
La conformación de una pareja representa para sus miembros una instancia de separación de sus
respectivas familias de origen; este destete de los hijos/as se completa cuando el joven deja el hogar
de sus progenitores. Esta tarea será posible sólo en la medida en que los progenitores contribuyan a
la salida exogámica, tarea que no siempre es lograda satisfactoriamente. Afortunadamente, ya no es
tan habitual que se conformen matrimonios como alternativa para salir del hogar de origen. Pero no
menos riesgosa puede resultar la permanencia endogámica como forma evitativa de un proyecto de
vida autónomo del de los progenitores.
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El inicio de la vida convivencial presupone un desafío para la pareja e implica un compromiso,
aunque el mismo no adopte el carácter eterno e indisoluble que pesaba sobre la unión matrimonial
en la primera parte del siglo XX. No obstante, la pareja debe establecer numerosos acuerdos que
contribuyan a esta asociación de personas. Deberán asumir el desafío de conformar un vínculo que
no surge de la suma de uno más uno, ni se constituye merced al otro/a bajo la ilusoria y letal
fantasía de completarse mutuamente. El mito de “la media naranja” sólo ha contribuido a crear
relaciones dependientes en las que el otro/a es investido omnipotentemente para realizar una tarea
imposible.
La convivencia de pareja supone, también, fijar límites con las familias de origen, estableciendo su
propio territorio, con independencia de la influencia parental, al tiempo que los progenitores
deberán aprender nuevos modos de vincularse con sus hijos/as toda vez que su involucración en los
asuntos de la nueva pareja puede ser motivo de desavenencias, mientras que la nueva pareja tendrá
que conservar al mismo tiempo la involucración emocional con sus familias de origen.
2) Período filial: integra la etapa del nacimiento de los hijos, o expansión, desde el primer
hasta el último nacimiento, así como el ingreso de los hijos/as a la escuela.
En esta etapa, es frecuente que uno de los progenitores se alíe sistemáticamente con un hijo en
contra del otro/a progenitor, con el consecuente efecto negativo para el desarrollo de los hijos/as. El
hijo/a se convierte en ocasiones en una metáfora a ser descifrada. Hemos podido observar en la
práctica profesional cómo los hijos/as presentan diversos síntomas que dan cuenta de las
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dificultades en el vínculo conyugal. No es infrecuente que cuando los progenitores asumen sus
conflictos, aquellos síntomas cesan.
El ingreso a la escuela –que cada vez ocurre de manera más temprana- representa otro momento de
crisis. La escuela constituye para los progenitores y para sus hijos/as una verdadera separación, con
todas las posibilidades que ello representa. No es azaroso que se la considere una instancia de
socialización secundaria, en virtud del destacado papel que ella desempeña en el proceso de
desarrollo de los niños y niñas. De allí que la complementariedad o suplementariedad en que es
desarrollada esa relación tiene efectos en el desarrollo de los niños/as.
La adolescencia de los hijos/as confronta a los progenitores con sus propias adolescencias,
deviniendo de ese proceso relaciones conflictivas o maduras en los vínculos parento-filiales, según
sea el modo de resolver esa crisis. Muchos progenitores exigen de sus hijos/as aquello que ellos/as
no pudieron lograr o aquello a lo que se vieron obligados/as, mostrando dificultad para adaptarse a
los cambios que importa el crecimiento de los hijos/as, adaptación que constituye una de las
características de las familias integradas. Se trata de un momento crítico que también hace
necesaria la adopción de decisiones firmes, muchas veces contraria al deseo de los hijos/as, sin
pretender mantener relaciones simétricas que pueden dificultar seriamente el proceso de exogamia
familiar.
El crecimiento de los hijos e hijas significa para los progenitores un mayor grado de autonomía, del
que podrán disfrutar en tanto hayan sido capaces de fortalecer su vínculo conyugal, más allá de las
tareas parentales compartidas. De allí que este período pueda ser de mayor libertad para la pareja o
de mayor soledad, puesto que la pareja se encuentra a solas.
Cuando la pareja conyugal ha centrado su tarea fuertemente en la parentalidad, en este período del
pasaje de los hijos e hijas de la niñez a la juventud, pueden sobrevenir graves tensiones. Los
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conflictos y disputas que habían permanecido silenciados pueden reaparecer con vigor, razón por la
cual es frecuente que el divorcio sobrevenga en este momento del ciclo vital.
En este período intermedio se profundiza la relación matrimonial y se amplían y refuerzan los lazos
con la familia extensa y con los amigos/as. La pareja ha atravesado muchos conflictos y ha
elaborado tal vez modos de interacción rígidos y repetitivos, por lo que pueden sobrevenir
tensiones que lleven al divorcio.
4) "Destete” de los padres. Período de salida de los hijos/as del hogar familiar. Ha sido
también llamado “fisión”.1 Es un período denominado de reducción y ocurre desde la primera a la
última partida de un hijo/a. Se trata de un momento de egreso y consecuente “destete” de los
hijos/as, quienes van asumiendo posiciones más simétricas con sus progenitores. Este período de
destete será responsabilidad central para los progenitores, quienes tienen tanto la capacidad para
soltar a sus hijos/as, así como para mantenerlos aferrados/as perpetuamente en la organización
familiar. El “destete de los padres” (Haley, 1980) es una etapa en la que hijos/as y progenitores
deben independizarse mutuamente. El destete es mucho más dificultoso cuando son los
progenitores quienes no lo asumen e incluso estimulan. Producir esa separación es posible en la
medida en que los progenitores inviten amorosamente a los hijos/as a la exogamia y también se
ofrezcan para producir esa ruptura de la idealización parental, tan propia de la adolescencia.
5) El período de reducción completa se conforma desde la salida del último hijo hasta el
primer deceso de un cónyuge. La salida del hogar parental abre la etapa de “nido vacío”, que al
mismo tiempo promueve la incorporación de nuevos/as miembros en la familia: yernos, nueras y
nietos/as, por lo que la familia se reconfigura, habilitando el surgimiento de nuevas generaciones.
Una vez más, esta etapa será vivida de uno u otro modo, según sea la modalidad en que la pareja
haya encarado su proyecto de pareja. Este período marca importantes redefiniciones ya que
coincide con la pérdida de los propios progenitores y el duelo consecuente. El bienestar de esta
etapa dependerá de la capacidad que los miembros de la pareja hayan tenido para equilibrar la
parentalidad y la conyugalidad. Para quienes trabajamos en esta temática, es importante distinguir
1
El término “fisión” significa escisión, rotura, separación. En Biología se utiliza para dar cuenta del proceso de
división celular
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las nociones de conyugalidad (en tanto vínculo contractual y transitorio) y parentalidad (vínculo
orgánico, irrevocable, incondicional). Esta diferencia habrá de ser sustantiva cuando nos hallamos
frente a lo que se denomina “divorcio destructivo”. Cuando la pareja quedó sumida casi
exclusivamente al ejercicio de la función parental, resulta difícil suponer que este momento de
encuentro a solas pueda devenir satisfactorio. En efecto, no son pocas las parejas que se divorcian
en este momento del ciclo vital, cuando advierten que no existen proyectos compartidos más allá de
la crianza de los hijos/as.
Este período también incluye el retiro de la vida activa. Se trata de un período de reemplazo
generacional. La jubilación constituye un momento de redefinición, momento que devendrá más o
menos conflictivo en función del lugar que el rol laboral haya ocupado en el proyecto vital da cada
integrante de la pareja, de allí que sea vivido con una verdadera liberación o, en ocasiones, como
una notoria pérdida. La pareja tendrá más tiempo para compartir lo cotidiano.
La vejez de los progenitores implica un período de reemplazo no sólo de índole generacional sino
también, en ocasiones, de funciones al interior de las familias. Los progenitores envejecidos tal vez
requieran de mayores atenciones o cuidados, e incluso de la asistencia económica de sus hijos/as,
circunstancia que también puede generar crisis para unos/as y otros/as puesto que se pone en juego
la capacidad de autonomía de los sujetos.
6) Este período de disolución -también llamado período terminal- se extiende desde el primer
deceso de un cónyuge hasta el deceso del cónyuge sobreviviente. La muerte de uno/a de los
cónyuges también representa un momento de profundo cambio para el cónyuge sobreviviente,
quien en ocasiones puede explorar nuevas formas de sociabilidad hasta entonces desconocidas.
Desde una perspectiva más amplia –y no constreñida a la aplicación del CVF a la familia intacta-,
importa conocer en el análisis del CVF, el ciclo vital individual en que se encuentran los miembros
de la pareja conyugal, así como la etapa del ciclo vital de la pareja. Imaginemos la dinámica
intrafamiliar de un grupo en que una mujer de 40 años de edad convive con dos hijos adolescentes,
al tiempo que mantiene una nueva relación de pareja convivencial con un joven de 22 años de edad.
Los ciclos individuales de los miembros de la pareja resultan disímiles, mientras que el ciclo vital
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de la pareja marca el momento inicial de la convivencia, al tiempo que a nivel familiar se transita el
período intermedio. Todas estas cuestiones tendrán que ser consideradas al momento del análisis de
la situación familiar.
Señalamos al inicio de este tema que para saldar las limitaciones que presenta el concepto ciclo
vital familiar se ha propuesto el concepto de trayectorias de vida. En efecto, Torrado (2012) señala
que este concepto incluye todas las categorías que deja de lado el concepto de CVF, incluyendo la
posibilidad de experimentar en trayectoria individual de los miembros de una generación, todos los
acontecimientos que excluye el concepto clásico. Ellos son: celibato definitivo; cohabitación;
ruptura del primer vínculo; reincidencia; uniones sin hijos; familias monoparentales; familias
ensambladas, incluyéndose en la categoría todos los acontecimientos estadísticamente
significativos.
Hasta hace relativamente pocos años, hablar del divorcio era adentrarse en un tema tabú. En la
Argentina, una fuerte tendencia conservadora hacía la “vista gorda” a la realidad de miles de
nuevas familias impedidas de legitimar jurídicamente sus uniones en razón de un régimen legal que
no permitía la disolución del vínculo matrimonial. Resultaba paradojal que el mismo sistema
jurídico que promovía la defensa de la integridad de la familia, desamparara a tantos ciudadanos/as
necesitados/as de un régimen más equitativo de protección social. Como suele ocurrir, un contexto
político signado por el autoritarismo militar propiciaba el paradigma de la familia unida y destacaba
el valor de las "familias legalmente constituidas", relegando a una posición inferior a quienes se
apartaran de la norma.
Desde la práctica profesional, algunos/as trabajadores/as sociales no han estado ajenos a esta
realidad y en ocasiones se han reforzado tales soportes ideológicos, calificando a las familias de
acuerdo a la estructura legal de la unión de la pareja, llegando a valorar como "ilegal" (cuando la
ley no lo ha hecho) las uniones de hecho, sin atender a otras razones más que al estereotipo y el
prejuicio. Aun hoy es posible advertir la calificación de “legal” o “legítimo” (términos que se
utilizan en forma indistinta, cuando no lo son) cuando se alude a las uniones matrimoniales, rótulo
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que ubicaría en el extremo contrario a quienes no se han constituido como parejas bajo las normas
jurídicas.
El divorcio como fenómeno social no ha hecho sino cuestionar lo que en verdad pocos/as dudan, y
quizá por eso logró imponerse en nuestra legislación y en nuestra cotidianidad. Las estadísticas dan
cuenta de que el matrimonio ya no es "para toda la vida", aunque los pretendientes así se lo
propongan como anhelo cuando deciden casarse. Otro ha sido el destino que la sociedad y las
familias han ido preparando para las parejas, y hoy resultan muy distintas las ideas de obediencia,
poder y responsabilidad que imperan en las personas, así como diferentes han sido los roles y
funciones dentro de una familia a lo largo del siglo veinte y en el trayecto del nuevo siglo.
Luego de haber desarrollado las etapas del ciclo vital familiar, son muchos los autores que
sostienen que si el 50 % de los matrimonios no llegan intactos a la adolescencia de sus hijos ello
significa que se trata de un episodio regular y hasta esperable en la vida de las familias.
Elizabeth Jelin (1994) destaca que los valores modernos de autonomía personal, la libre elección de
la pareja sobre la base del amor romántico, la incorporación de las mujeres a la fuerza de trabajo, su
autonomía económica, conforman situaciones propias de procesos socioculturales complejos que,
ligados al proceso de individuación, deben ser analizados al considerar el aumento de los divorcios
y separaciones.
El Derecho ha sostenido que los hechos siempre preceden a las leyes, las que se sancionan como un
modo de otorgar legitimidad o no a aquellos; al mismo tiempo, la ley así estimula nuevas
conductas. Es por ello que el divorcio no ha hecho sino reconocer la existencia de profundas
transformaciones en la estructura y organización familiar, intentando brindar un marco de
protección jurídica a todos los ciudadanos. Hoy no resulta un dato a ser silenciado la condición de
separado/a como pudo serlo no tantos años atrás, y ello también es posible porque el divorcio ha
ido formando parte -nos guste o no- del ciclo vital de la familia. Los datos censales de Estados
Unidos señalan que a fines del siglo XX los matrimonios terminaron en divorcio cuatro veces más
que en 1970. Entre el 40 y el 50 por ciento de los matrimonios terminarán en divorcio y sólo el 34
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por ciento de los niños nacidos en los últimos tres años del siglo XX llegarán a los dieciocho años
viviendo con sus dos progenitores.
Un estudio realizado en junio de 2015 en la Ciudad de Buenos Aires describe que durante los años
cercanos a la sanción de la ley de divorcio, Ley 23.515 aprobada en 1987, se produjo una
importante cantidad de divorcios que se inscribieron en el Registro Civil de la Ciudad de Buenos
Aires, (más de 40.000 divorcios en el trienio 1987-1989). Posteriormente, la tasa bruta de divorcios
(cociente entre el número de divorcios ocurridos y registrados durante un año y la población a
mitad de ese año) mostró una tendencia al descenso y se estabilizó en valores cercanos al 2 por mil,
con mínimas oscilaciones. Sin embargo, la relación entre divorcios y matrimonios, desde mediados
de la década de los noventa, muestra un incremento sostenido que se explica por el descenso de la
cantidad de matrimonios, mientras el número de divorcios permanece entre los 6000 y los 7000 por
año. Si bien el número de divorcios ha descendido de casi 8000 en 1990 a 5500 en 2014, la relación
divorcios-matrimonios se mantiene en virtud de que los matrimonios siguen su tendencia
descendente: de 22.000 en 1990 a 11.000 en 2014. Como los matrimonios siguen su tendencia
descendente, en la actualidad, en la Ciudad se registra un divorcio por cada dos nuevos
matrimonios.
El análisis de los divorcios según el estado civil anterior al matrimonio que se disuelve permite
apreciar que, para ambos sexos, en su mayoría era solteros; es decir, disuelven su primera unión
legal. Un aspecto que se destaca es que en los varones la cantidad de “reincidentes” (viudos y
divorciados) es más alto que en las mujeres: 536 y 363, respectivamente, lo que da cuenta de una
diferencia notoria en favor de los hombres que contraen nuevas nupcias.
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En los varones, a partir de los 45 años el número de divorciados de primera unión (solteros)
disminuye llegando a un mínimo luego de los 54 años. Por su parte, los divorciados reincidentes
aumentan con la edad. En las mujeres, el número de divorciadas de primera unión (solteras) se
reduce desde los 40 años, pero también lo hace el de las divorciadas reincidentes desde los 55 años.
La edad promedio al momento del divorcio para el varón es 47 años y 44 años para la mujer.
La duración del matrimonio que se disuelve indica que en su mayoría superan los 9 años de
convivencia y que es bajo el número de matrimonios que se divorció antes de los 5 años. Del total
de divorcios analizados en el período, el 30% ocurre antes de los 10 años de matrimonio, mientras
que el 61% del total ocurre antes de los 20 años de matrimonio. Estas cifras nos permiten concluir
que en más de la mitad de los casos, los hijos/as llegarán a una edad cercana a los 18 años con sus
progenitores divorciados.
Por último, cuando se considera el estado civil anterior al matrimonio que se disuelve de ambos
cónyuges en forma conjunta se advierte que en la mayoría de los casos para ambos era su primera
unión, siguiéndoles en importancia, pero con valores muy inferiores, las siguientes combinaciones:
divorciado-soltera, soltero-divorciada y divorciado-divorciada. De estas tres variantes, la primera
casi duplica a las siguientes, dato que también ratifica la mayor tendencia de los hombres a contraer
nuevas nupcias.
Pero ocurre que muchas veces el divorcio -que concebido como crisis accidental de la organización
familiar y del proceso vital no debe suponer patología-, se convierte en un episodio que
compromete gravemente la salud bio-psico-social de los miembros de la familia. El divorcio como
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crisis puede aportar a los miembros de la familia elementos enriquecedores y constituir un acto de
aprendizaje del que aquéllos pueden salir muchas veces fortalecidos y otras, sin signos evidentes de
conflicto que puedan atribuirse específicamente a ese episodio. Se trata de divorcios logrados en los
que los progenitores son capaces de percibir las necesidades de sus hijos/as y priorizar su bienestar,
adoptando medidas complementarias en el ejercicio de la co-parentalidad.
El divorcio, como proceso que se inicia antes de la llegada a los estrados judiciales, ha sido
descripto en sus distintas instancias. Acerca de este proceso, Florence Kaslow (1991) describe tres
etapas, correspondiendo a cada una de ellas distintos estadios. La primera etapa, de pre-divorcio, es
un período de deliberación y desesperanza; la segunda etapa, durante el divorcio, corresponde a los
trámites legales; y la última, del post-divorcio, es la etapa de recuperación del equilibrio. El pre-
divorcio corresponde al estadio de divorcio emocional; durante el divorcio pertenece al estadio de
divorcio legal, divorcio económico, divorcio co-parental y problemas de tenencia. Finalmente, el
post-divorcio se corresponde con el divorcio social, el divorcio religioso y el divorcio psicológico.
Cabría distinguir las diferencias entre el divorcio emocional y el divorcio psicológico, toda vez que
es frecuente que en el ámbito forense se utilice la primera de las denominaciones para aludir a la
elaboración psicológica del proceso de divorcio. Para Kaslow, en cambio, el divorcio emocional
corresponde a la primera etapa del proceso y los sentimientos propios de la misma son la
desilusión, insatisfacción, alienación, ansiedad y escepticismo. El divorcio psicológico, en tanto,
está ubicado como último estadio del proceso; es la terminación del divorcio psíquico y los
sentimientos dominantes son la aceptación, autoconfianza, energía, autoestima, plenitud,
independencia y autonomía. Es la etapa de reformulación de la identidad y búsqueda de un nuevo
amor.
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con nuevos papeles y relaciones y un nuevo estilo de vida. La etapa de estabilidad es de
reafirmación de las relaciones personales y estabilidad de la organización familiar y de las pautas
sobre “visitas” y alimentos. Para estas autoras, que evaluaron a sesenta familias a lo largo de quince
años a partir de la separación, el divorcio es más que el fracaso de un matrimonio; es también una
segunda oportunidad y la posibilidad esperanzada de reconstruir una vida. Buena parte de ese
importante estudio prospectivo se orientó a conocer los efectos del divorcio sobre los hijos,
llegando a importantes conclusiones. Así, han señalado que los niños/as más pequeños/as tienden a
interpretar el divorcio de sus progenitores en términos de abandono y se enfadan con ellos (aunque
oculten su enojo para cuidarlos o para no ser castigados) por quebrantar las leyes no escritas de la
paternidad que prescriben sacrificarse por los hijos/as. Sólo un diez por ciento de esos niños/as tuvo
un adulto que les hablara durante el divorcio, explicándoles sus alcances, y gran cantidad de ellos
experimentan culpa por el divorcio y sienten el deber de recomponer el matrimonio. Esa culpa es la
resultante de pensar que ellos/as mismos/as provocaron el divorcio y viene acompañada de un
pensamiento omnipotente que es creer que si se separaron pueden reconciliarse, aun cuando alguno
de los progenitores -o ambos- vuelva a casarse (ya que en tal caso, podrían también divorciarse). La
culpa que los niños/as experimentan los libera de la vivencia de impotencia de estar a merced de la
voluntad y decisión de sus progenitores. Conflictos de lealtad y traición se presentan en los hijos/as
cuando dudan de tomar partido por uno de los progenitores o cuando efectivamente lo hacen,
instalándose en ellos/as un dilema difícil de resolución.
Desde mi práctica profesional he podido observar que esta fantasía que muchos niños experimentan
-ser abandonados- puede estar acompañada de un discurso materno o paterno destinado a reforzar
la idea del abandono. De hecho, es común escuchar la expresión "nos abandonó", con la que se
distorsiona el alcance de una separación o un divorcio, incorporando en un mismo plano a
cónyuges e hijos y asignando a ese alejamiento un carácter definitivo que en esencia no tiene,
puesto que no se trata de un divorcio entre un progenitor/a y sus hijos/as sino entre dos cónyuges.
Conyugalidad y parentalidad quedan unidas e indiscriminadas, pudiendo provocar serias
perturbaciones en la vida anímica de progenitores e hijos/as. En los niños/as, el estigma del
abandono puede perdurar mucho tiempo, aunque exista una favorable disposición del progenitor no
conviviente a mantener el contacto con ellos/as.
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Los estudios de Wallerstein y Blakeslee permitieron concluir que si bien los niños/as en edad pre-
escolar pueden sufrir síntomas dramáticos en el divorcio (insomnio, temor al abandono y soledad),
luego se adaptan mejor que sus hermanos/as mayores a la realidad del divorcio. Ello es así puesto
que estos niños/as guardan menos recuerdos de la familia intacta, menos recuerdos de la separación
y menos nostalgia por lo perdido. La fantasía de los niños/as de no ser alimentados y bien cuidados
se asienta en la vivencia de pérdida de apoyo y protección, de derrumbe de la estructura familiar y
en la falta de noción precisa del tiempo.
Otro de los aportes de estas autoras ha sido el intentar una comprensión del fenómeno de
abdicación de la función parental luego del divorcio, aun en aquellos casos en que se había
observado un favorable desempeño paterno. Es frecuente observar en nuestra práctica profesional
la presencia de padres -varones- que luego del divorcio se van alejando progresivamente de sus
hijos/as hasta llegar en algunos casos a la total desvinculación de aquéllos. Wallerstein y Blakeslee
afirman que la disminución de la capacidad de ser padres/madres es en ocasiones la resultante de
percibir a los hijos/as como el testimonio viviente del fracaso matrimonial; de allí que pueda surgir
la fantasía de abandonarlos/as, quizá en un intento -desesperado y fallido, por cierto- de "resolver"
la cuestión. Agregan que para muchos hombres, la esposa y los hijos, así como la capacidad de
fundar un hogar, son fuente de amor, elogios y autoestima y que el divorcio echa por tierra o
dificulta esa posibilidad, provocando en algunos casos el alejamiento y la abdicación parental.
Un dato que permite comprender la dimensión que adquiere el divorcio para muchos/as de quienes
lo transitan lo brinda el hecho de saber que el divorcio y la separación conforman, luego de la
muerte de la pareja, los acontecimientos vitales más estresantes en la vida de las personas. Esta
información surge del Inventario de acontecimientos vitales estresantes de Holmes-Rahe; se trata
de una lista de 43 acontecimientos estresantes en la vida que pueden contribuir a que las personas
desarrollen una enfermedad. Así comprendido se vuelve más verosímil la idea de acompañar a las
familias en este proceso, que muchas veces es transitado sin orientación o asistencia.
Kyle Pruett (2001) señala que después del divorcio, los progenitores se sienten más inseguros
acerca de cómo vincularse y conducirse con sus hijos/as y agrega que muchos hombres decentes se
ven enredados entre la necesidad de mantenerse cerca de ellos/as y su deseo de huir de la vergüenza
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de un matrimonio fallido. Para Pruett, las circunstancias económicas y emocionales y el grado de
apoyo o falta de apoyo por parte de amigos y familiares pueden reforzar o debilitar la decisión del
padre y el compromiso con su hijo/a.
Es preciso comprender la noción de proceso que está implícita en el divorcio, puesto que ello
permite al trabajador/a social adecuar su lectura interpretativa a las posibilidades y perspectivas que
cada etapa supone para los miembros de la pareja y también para los hijos/as. Como proceso, el
divorcio implica un tránsito complejo que parte muchas veces de la negación de los conflictos y se
dirige hacia una elaboración y reorganización del proyecto vital de sus participantes.
En alusión a dicho recorrido, Carlos Díaz Usandivaras (1986) hace referencia a siete etapas en el
proceso de divorcio:
1. Pre-ruptura: se inicia poco antes del divorcio, cuando se empieza a evaluar el divorcio como
algo necesario. Se suelen encontrar esfuerzos por evitar este desenlace. Es frecuente la inclusión de
los hijos en la problemática de la pareja, ya sea utilizándolos como aliados o razones para
continuar. Un problema fundamental en esta etapa es la evaluación de la continuidad del
matrimonio, si puede llegar a convertirse en divorcio destructivo o atentar contra la salud mental de
algún miembro de la familia.
2. Ruptura: se acepta la incapacidad de resolver los conflictos maritales para seguir con la
relación (no siempre es compartida). Es fundamental el reconocimiento de la inestabilidad que
provoca el divorcio. Es poco frecuente que se acepte la responsabilidad en él, en muchas
oportunidades se culpa al otro/a o a un tercero/a por la falta de cariño sin examinar sus propias
responsabilidades en los problemas maritales, cuando en realidad no hay víctimas ni victimarios, ni
culpables o inocentes. En esta etapa se necesita que ambos discriminen las funciones parentales de
las maritales. Se presentan los arreglos legales sobre los hijos/as y bienes a repartir; la madre suele
renunciar a los bienes y quedarse con sus hijos/as y el padre viceversa.
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y la primacía de las funciones nutritivas (contención emocional) por sobre las normativas
(imposición de límites) pudiendo llevar a graves perturbaciones. Es muy importante que ambos
reestablezcan las relaciones sociales y sexuales. Otra complicación en esta etapa es la vuelta a la
familia de origen, principalmente cuando se necesita asistencia económica, pudiendo limitar la
autoridad e intimidad.
4. Arreglo de pareja: una vez lograda la estabilización, aparece la posibilidad de volver a hacer
un matrimonio. A pesar de que el foco está puesto en los hijos/as, no deben ser ellos/as quienes
opinen y autoricen estas decisiones. Cada miembro de la pareja debe tener en cuenta que se une a
otro/a con una historia determinada y un contexto que no se va a poder evitar.
6. Familia reconstruida estabilizada: esto sucede cuando se han acordado las reglas familiares,
hay una estructura clara y la familia se ha estabilizado. Pueden aparecer hijos/as de la nueva pareja.
Esta aparición puede acarrear la sobreprotección de los hijos/as anteriores por miedo al abandono.
Hemos podido observar largamente que luego de la separación, el/la ex cónyuge muchas veces deja
de ser llamado por su nombre; ya no es Gabriela, Roberto, Marta o Sebastián, sino “mi ex”, como si
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se intentara despersonalizarlo o se lo alejara emocionalmente al no asignársele no sólo un nombre
sino tampoco un rol. Es habitual que el/la ex cónyuge sea llamado con apelativos extraños, siempre
peyorativos (“el finado”, “la loca”, “aquél o aquélla”, “el/la que te dije”, “el muerto vivo”, “la
señora”, “el otro”, “el/la innombrable”), situación que en algunas oportunidades trasciende a los
hijos, quienes participan así y sin desearlo, de un proceso de descalificación que contribuye a
desacreditar, también, al progenitor/a que agravia. Ello es así ya que lo que el niño/a aprende es que
si el padre o la madre hablan mal del otro progenitor/a, él/ella también podrá hacerlo. Y si sus
comentarios no merecen reprobación, luego dirigirá sus palabras ofensivas hacia el progenitor/a
ofensor, de quien hasta entonces parecía su aliado/a.
Una de las tareas de la evaluación pericial es establecer si el divorcio representa en cada caso una
crisis accidental del ciclo vital (es decir un hecho no esperado, pero posible) o un divorcio
destructivo. En el primer caso advertimos una interrupción del ciclo vital de la familia, que produce
en el sistema familiar la clase de desequilibrio profundo que siempre se asocia con cambios,
aumentos, pérdidas. En el divorcio destructivo, por el contrario, se mantiene la lucha al servicio de
continuar unidos a través de la pelea y al servicio de mantener congelada una estructura del pasado
(Glasserman, 1992).
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Falta absoluta de reconocimiento de alguna
responsabilidad.
Búsqueda de culpables y “cómplices”.
En estos divorcios destructivos, los hijos/as pueden ser utilizados para cumplir roles diversos,
ajenos a su posición en el grupo familiar y que los ubica en carácter de objeto post-conyugal:
mensajero, aliado, espía, verdugo, juez, representante, amigo, protector, testigo, cobrador, abogado,
cónyuge, comando.
Los principios a considerar en el tratamiento del divorcio difícil, según Isaacs, Montalvo y
Abelsohn (1988) son cuatro:
• Centrar los esfuerzos de ambos padres para reorganizar las relaciones recíprocas y con los
hijos/as.
• Dar prioridad al bienestar de los hijos/as.
• Tratar las realidades del divorcio: trabajar con subsistemas (padre-madre; padre-hijos;
madre-hijos; hermanos; etc.), respetando las fronteras que provoca el divorcio y
considerando que es posible trabajar con la familia como una "unidad dividida".
• Controlar los encuentros de progenitores hostiles entre sí.
Dichos autores sostienen que la premisa en el tratamiento del divorcio difícil es que la función de la
familia de brindar socialización y protección se puede mantener a pesar de la reorganización
familiar, y que es posible adoptar conductas reparadoras. Desde esta óptica, el pronóstico de un
grupo familiar puede formularse considerando cuál es la capacidad de los/as progenitores para
hacer frente a los cambios.
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- Evaluar los “enganches malignos”, generalmente entre los miembros de la pareja conyugal,
que tienden a mantenerse unidos a través de la pelea.
- Entrevistar a la totalidad de miembros del grupo familiar, incluyendo a abuelos/as si
conviven con los niños/as.
- Reforzar las potencialidades de los progenitores que les permita comprender aquellas
capacidades conservadas para reorientar la vida familiar.
- Detectar situaciones de vulnerabilidad, principalmente en los niños/as.
- Tener cuidado con derivaciones masivas a tratamiento psicológico. Es necesario recordar
que no todas las familias accederán a esta recomendación y que la misma debe surgir de una
evaluación a cargo de especialistas en Psicología.
- Ayudar a los/as progenitores a conservar o recuperar su competencia parental.
- Tomar conciencia de los efectos negativos sobre los niños/as de la disputa conyugal, en
razón de la mayor vulnerabilidad de éstos/as y su menor capacidad para reaccionar y
recuperarse del stress.
- Co-responsabilizar a los/as progenitores por el estado de sus hijos/as.
- Mejorar su relación como progenitores.
- Percibir la diferencia entre conyugalidad y parentalidad.
- Establecer una alianza superior con los progenitores cuando éstos se encuentran
preocupados por sus hijos/as.
- Contrarrestar la impresión de incompetencia de los progenitores a través del reconocimiento
de los méritos.
- Incentivar el cambio de la situación actual valiéndose en la disposición de medios que los
progenitores tienen para ayudar a sus hijos/as.
- Detectar las señales de alarma en niños/as y adolescentes.
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