Destinada A Ser Tu Esclava - D. C. Lopez

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DESTINADA A SER TU ESCLAVA

D.C. LÓPEZ

SEÑOR R
COPYRIGHT

DESTINADA A SER TU ESCLAVA


© edición septiembre 2021
© D.C. LÓPEZ
Portada: © https://stock.adobe.com/es/
Diseño Portada y maquetación: Kelly Dreams
Queda totalmente prohibida la preproducción total o parcial de esta obra por
cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico, mecánico, alquiler o
cualquier otra forma de cesión de la obra sin la previa autorización y por escrito
del propietario y titular del copyright.

SEÑOR R
A ti, lector/a, por darle una oportunidad a esta obra… ¡Mil gracias! ¡Espero no
te defraude!

SEÑOR R
SINOPSIS

Diana no pertenecía a aquel lugar, ni siquiera estaba segura de cómo era posible
que hubiese viajado del S.XXI al S.XV, pero cuando cae en las manos de un
mercader sin escrúpulos y es vendida como esclava al señor feudal del castillo,
descubrirá que lo que creía un mal sueño podría convertirse en la más excitante
de las realidades.

Lord Julen Braine es un hombre con un magnetismo arrollador, el sueño


húmedo de cualquier mujer y pronto descubrirá que él no es solo su carcelero,
sino su amo y señor… uno dispuesto a dominarla y hacerla sucumbir.

¿Encontrará ella la manera de volver a su época o quedará para siempre atada a


su dominio?

SEÑOR R
ÍNDICE

COPYRIGHT
SINOPSIS
ÍNDICE
PARTE I
PARTE II
PARTE III
PARTE IV
PARTE V
PARTE VI
PARTE VII
PARTE VIII
PARTE IX
PARTE X
PARTE XI
PARTE XII
PARTE XIII
PARTE XIV
PARTE XV
PARTE XVI
PARTE XVII
PARTE XVIII
PARTE XIX
PARTE XX
PARTE XXI
PARTE XXII
PARTE XXIII
PARTE XXIV
PARTE XXV
PARTE XXVI
PARTE XXVII
PARTE XXVIII
PARTE XXIX
SEÑOR R
PARTE XXX
PARTE XXXI
PARTE XXXII
PARTE XXXIII
PARTE XXXIV

SEÑOR R
PARTE I

«Esto no me puede estar pasando a mí», se dijo Diana mientras miraba con
horror como la jaula con ruedas de madera en la que se encontraba encerrada
cruzaba con paso inestable el polvoriento patio de armas de aquél imponente
castillo. Era la primera vez que ella veía uno en todo su esplendor, con sus
centinelas apostados en la alta e intimidante muralla que bordeaba todo el
perímetro de la grisácea fortaleza, y con tantos aldeanos y campesinos yendo de
un lado para otro. No se parecía en nada a los castillos que ella había visitado en
sus frecuentes viajes, donde el edificio carecía de vida y solo era frecuentado
por turistas ávidos por conocer un poco más del pasado.
Y ahora ella, para su sorpresa, se encontraba en el siglo XIV viviéndolo en sus
propias carnes mientras anochecía, sin saber cómo regresar a su época, al siglo
XXI, ni cómo había llegado hasta allí.
Al menos, eso había deducido ella tras la breve conversación que había
mantenido con una de las mujeres que le acompañaba en aquél extraño viaje. Le
había preguntado a dicha muchacha de no más de quince años en qué año
estaban, y aunque esta en un principio pareció sorprendida ante tal pregunta, no
dudó en responderle. Empero, lo más extraño de todo no fue la respuesta que
esta le dio, sino que, además de ser extrañamente eso cierto, ella además había
entendido perfectamente su lenguaje. ¿Cómo podía ser eso posible si, en el
transcurso de los años, el idioma, tanto de un país como de otro, había mutado
con el paso del tiempo? Si había viajado de una época a otra sin saber cómo ni
por qué razón, ¿por qué no iba a poder entenderla también? Ya le estaban
pasando últimamente tantas cosas extrañas que todo le parecía posible a esas
alturas; con una sacudida de su embotada cabeza, despejó esas dudas y dejó de
pensar en ello.
En ese momento, un viento gélido sopló en su dirección y ella no pudo evitar
estremecerse al sentir el frío que comenzaba a calarle los huesos. Estaba helada,
el camisón que vestía era tan fino que hasta se transparentaba bastante, dejando
ver más de lo que ella quería mostrar. Intentó soltarse de las ataduras que
apresaban sus muñecas a la espalda, pero no consiguió nada más que hacerse
daño. La soga con la que aquel bastardo la había maniatado era muy gruesa y se
clavaba en su piel sin piedad alguna. Finalmente, desistió del intento por
SEÑOR R
liberarse y aceptó a regañadientes su nueva condición: ahora era una cautiva
con un futuro incierto.
Suspiró con resignación mientras se decía que al menos el tortuoso viaje al fin
había acabado y que dentro de poco estaría dentro de aquellos muros de piedra,
resguardada del clima otoñal. Por lo menos, Diana esperaba que así fuera, que
estuviera mucho mejor tras esas paredes, aunque había muchas posibilidades de
que fuera todo lo contrario, de que allí dentro le reparase un destino aún peor
del que hasta ahora había tenido. Pues desde que despertó en aquél desconocido
bosque horas atrás, todo había ido a mal, cuesta arriba. No solamente había
viajado en el tiempo, sino que además había sido secuestrada por un mercante
de esclavos y ahora mismo iba a ser vendida al mejor postor.
«¿Cómo había llegado hasta ese punto?», eso se preguntaba la muchacha una y
otra vez, mientras uno de los secuaces del mercante en cuestión, la obligaba a
salir de la jaula sin delicadeza alguna.
Lo último que recordaba antes de encontrarse en esa lamentable situación era
que se había quedado dormida mientras leía un viejo libro rescatado del desván
de su nueva vivienda. Hacía solamente un par de días que se había mudado a la
vieja mansión que había adquirido por muy poco dinero. Dicho edificio estaba
en muy mal estado y necesitaba urgentemente una reforma y ella, aprovechando
que trabajaba en una inmobiliaria y tenía contactos en el mundo de la
construcción, decidió hacerse con ella y poquito a poco ir reformándola hasta
devolverle toda su gloria y esplendor. Pues sin dudas, aquella casa en su día
debió de ser hermosa. Por eso, nada más terminar las obras, decidió mudarse
allí, y nada más instalarse, se puso a explorarla para ver qué cosas deberían ser
desechadas y que otras merecían la pena ser conservadas; y así fue como dio
con un grueso libro con apariencia extraña y bastante destartalado. Desde que le
echó el ojo encima, se dijo que tenía que leerlo lo antes posible, y a la segunda
noche de estar allí decidió que era el momento adecuado para hacerlo. Por eso,
tomó el libro con la tapadera de cuero envejecido y cuarteado entre sus manos,
y comenzó con la lectura.
Lo más curioso de todo era que Diana apenas recordaba el contenido de este.
Tenía la certeza de que trataba sobre la Edad Media, de inmensos castillos con
sus caballeros de brillante armadura montados sobre hermosos corceles negros
custodiándolos, de damiselas en apuros rogando por ser rescatadas, y poco más.
En tres palabras, «Cuentos de princesas», pero la realidad era que lo que ella
estaba experimentando ahora mismo nada tenía que ver con preciosas historias
de princesas ni con finales felices. Ella se encontraba atrapada en una pesadilla
donde en breve sería vendida, a saber para qué ni quién sería en adelante su
nuevo dueño; otro escalofrío le recorrió la columna vertebral desde la nuca
hasta los dedos de los pies, nada más pensar en ello.
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SEÑOR R
PARTE II

Sus desnudos pies pisaron la húmeda tierra de aquel recinto cuando la obligaron
a bajar del carromato en el que se hallaba encerrada, provocándole que se
estremeciera de nuevo y que su estómago, de manera incontrolada, sufriera una
inesperada convulsión; todos sus nervios se encontraban allí concentrados y
ahora le estaban jugando una mala pasada. Y cada vez que la arrastraban más
cerca hacia el interior de la desconocida fortaleza, más fuertes e intensos eran
los dolores. Estaba muy nerviosa, asustada, congelada y encima, los soldados
que custodiaban la entrada no paraban de mirarla con lujuria.
Lentamente, bajó su mirada y comprobó con horror como su blanquecino
camisón, debido a la humedad del ambiente, se había adherido a sus pechos
desnudos, revelando sus pezones color chocolate erguidos por el frío.
Inevitablemente, se ruborizó violentamente y no tuvo valor suficiente para
volver alzar la cabeza y mirar de frente; así que, optó por mirar el suelo y
continuar con la silenciosa marcha cabizbaja.
Obligó a sus piernas temblorosas a que se movieran y la condujera junto al resto
de prisioneros que encabezaban la fila. Los murmullos de voces que estos
emitían y que apenas eran audibles, le hicieron entender que todos ellos serían
subastados posiblemente como Djarias. Aquella revelación la dejó perpleja. No
es que supiera mucho sobre la época medieval, pero algo sí sabía ya que
siempre le había llamado mucho la atención todo lo relacionado con eso, y por
ello se había documentado un poco. Y para su desgracia, sabía que una
«Djaria», era una esclava concubina, lo que significaba... ¡Que iba a ser
vendida como una esclava sexual!
«¿Seguro que había oído y entendido bien?», se preguntó, esperando que no
fuera así, pues la sola idea de perder posiblemente la virginidad a manos de un
desconocido, le repugnaba. Lamentablemente, sabía en el fondo que así sería si
no lograba escapar de ese cruel destino... Buscaría la manera de librarse. Ahora
mismo su vida había dado un giro inesperado de ciento ochenta grados, todo lo
que conocía y era normal en su día a día ahora era completamente diferente.
Estaba atrapada en otro mundo, por llamarlo de alguna manera, con gente que
tenía otras costumbres, otras culturas y otros conocimientos... ¿Podría ella
adaptarse al nuevo cambio? Por la cuenta que le traía, no le quedaba otro
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remedio.
Dio un nuevo suspiro, pero esta vez de desesperación. El tiempo seguía
transcurriendo, la caminata cada vez se iba acortando y llegando a su fin, y su
nuevo destino estaba a la vuelta de la esquina. Así que, Diana decidió que, si
esa era la vida que ahora le tocaba vivir, tendría que entenderla y saber más
sobre ese entorno para lograr sobrevivir en el mismo. Por ello, con ojos ávidos,
estudió todo lo que le rodeaba.
Estaba andando, formando una fila india compuesta por un grupo numeroso de
al menos veinte personas, casi todas ellas eran mujeres y jóvenes como ella
misma, mientras recorría un pasillo estrecho. Este estaba apenas iluminado con
varias antorchas encendidas dispuestas a cada lado con una separación de dos
metros aproximadamente. Las paredes eran grises y el suelo de piedra pulida
estaba cubierto por una espesa capa polvorienta.
Alzó la vista y se fijó en sus compañeros, todos ellos, por sus ropas rasgadas y
viejas, parecían pobres y humildes aldeanos. A ella debieron confundirla con
una también, pues apenas llevaba ropa puesta y esta, distaba mucho de parecer
una prenda de lujo. Al pensar en ello, no pudo evitar desviar de nuevo su
azulada mirada hacia su camisón semitransparente y recordar lo tan expuesto
que estaba su cuerpo ante un puñado de desconocidos. Inevitablemente, volvió
a sentir como otra ola de calor teñía de rojo sus pecosas mejillas otra vez.
—Vos, la del cabello color fuego —dijo una voz masculina sacándola de sus
pensamientos; la marcha se había detenido y ella casi se da de bruces con la
quinceañera que iba delante suya, ya que había estado tan concentrada en sus
generosos pechos casi expuestos, que no se había percatado de la inesperada
parada—. Sois la mejor mercancía que dispongo en estos momentos, y por ello,
seréis expuesta en último lugar —continuó diciendo el hombre que sostenía un
látigo y la contemplaba con una mirada amenazante, dirigiéndose a ella—.
Apuesto a mi mejor semental a que, los caballeros que están ahí dentro
esperando, ofrecerán mucho por vos en la subasta.

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PARTE III

Un temblor violento la sacudió de golpe, provocando que sus piernas flaquearan


hasta tal punto que estas amenazaron con doblarse por la mitad. Todo su cuerpo
parecía un flan y no era para menos, aquél mal nacido acababa de confirmarle
lo que sospechaba, que iba a ser vendida... Y la idea de que luego, su amo, la
utilizase como una herramienta sexual, le provocaba náuseas. «¿Y si el hombre
sin escrúpulos que osara en comprarme además resulta ser un horripilante,
seboso y feo individuo?», se preguntó Diana con temor, a la vez que controlaba
una arcada.
Una vez más, los nervios se habían asentado en la boca de su estómago,
haciéndola gemir de dolor. Tenía las manos sudorosas, el pulso le latía con
frenesís y su corazón bombeaba a tal velocidad que, por un momento, Diana
pensó que se le iba a salir del pecho. Y la cosa se puso peor cuando dicho
individuo abrió la puerta que se encontraba al final del pasillo y se perdió tras
esta, dejándola entreabierta.
Diana se mordió el labio inferior mientras esperaba a ver qué pasaba, aunque
estaba asustada no podía evitar sentir curiosidad. Dio un respingo cuando el
hombre del látigo, que se hacía llamar Sir Ian por lo que pudo deducir tras oír
cómo sus hombres le llamaban, entró de nuevo poco después y comenzó a dar
órdenes a diestro y siniestro.
Los otros cuatro hombres armados también con látigos y espadas, que
trabajaban para él, obedecieron sus mandatos. Tenían que dividir al grupo
donde ella era integrante, en grupos de cinco personas. Lógicamente, como Ian,
el jefe, había dispuesto, ella formó parte del último grupo que sería expuesto esa
noche.
La puerta de madera robusta fue abierta una vez más e Ian, junto con uno de
sus hombres y el primer grupo de cinco prisioneros, la atravesaron en silencio.
Y de nuevo, la habían dejado mal cerrada.
En la posición en la que se encontraba, que era justamente la más alejada, Diana
no pudo ver qué había tras esta, pero sí pudo escuchar las diversas voces que
allí resonaban, todas ellas masculinas. Y por la cantidad de diferentes tonos, la
joven dedujo que allí debían de haber más de diez personas por lo menos, y
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todos ellos, por lo que parecía, estaban de muy buen humor por las risas y
carcajadas que profesaban de manera tan abierta. Entre todas ellas, reconoció la
de Ian, que se hacía oír a la fuerza alzando la voz. El hombre estaba haciendo su
papel de vendedor, explicando las cualidades de su mercancía humana. Luego,
se oyó unas telas siendo rasgadas, precedidas por unos gritos femeninos
ahogados. A Diana se le puso la piel de gallina al oírlos.
«¿Qué pasaba allí adentro?», se preguntó la joven intentando ver algo, pero le
fue imposible. Cuando dio un paso hacia delante para estar más cerca y así
procurar ver si veía algo, el fornido hombre que se hacía cargo de ella y de su
grupo, la agarró de sus cabellos pelirrojos frenándola en seco y obligándola a
que volviera a su lugar.
—Plebeya inmunda, no quisiera verme obligado a golpearos —le dijo, aún sin
soltarle el pelo—. Vos sois muy bella y de seguro pagarán mucho por vuestra
persona. No sería conveniente magullaros y desfigurar tan hermoso rostro. —Se
acercó más a su cara, rozándole la mejilla con la suya propia, mientras le
susurraba—. Pero si me veo obligado, no dudaré en azotaros.
Y tras esas palabras amenazantes, el hombre robusto de casi un metro ochenta,
sacó la lengua y lamió su sonrojada mejilla antes de soltarle la melena y alejarse
de ella. Sus otros compañeros, que observaban la escena, rieron abiertamente. Y
Diana pasó de sentir miedo y curiosidad, a sentir rabia e ira. Gustosamente
molería a patadas a todos esos patanes, eran unos cretinos y se merecían que le
hicieran eso y mucho más.
La puerta abriéndose de nuevo la sacó de sus pensamientos. Ian entraba esta vez
acompañado solamente de su empleado. Las prisioneras, puesto que el primer
grupo estaba formado únicamente por mujeres, ya no los acompañaban.
No se demoró mucho allí con el resto, pues tomó al segundo grupo y los obligó
a que siguieran los mismos pasos que habían seguido el primero de ellos. Esta
vez, entre los cinco prisioneros, había dos chicos de constitución delgada, los
únicos hombres cautivos.
Eso le dio en qué pensar... «Si todos ellos iban a ser vendidos como esclavos
sexuales... ¿Para qué querían a esos hombres los hombres de ahí adentro?
Quizás para darles otra utilidad, o lo mismo había también mujeres allí
adentro dispuestas a comprar... Incluso cabía la posibilidad de que alguno de
ellos comprara uno para luego regalárselo a su esposa como un juguetito... ¡O
hasta podía ser que a alguno de esos desgraciados fueran homosexuales y los
quisieran para su uso personal!».
La puerta abriéndose de nuevo y repitiéndose otra vez la misma operación, la
hizo interrumpir su diatriba y concentrarse otra vez en lo que le rodeaba; ahora
solamente quedaba su grupo por ser expuesto. Ya se encontraban muy cerca de
la dichosa puerta, así que las voces y apuestas se oían más fuertes y con más
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claridad.
Echó una mirada al guardián que la custodiaba, el mismo que la había
amenazado, y comprobó que estaba distraído sobándole los pechos a una de sus
compañeras. Viendo la oportunidad que se le presentaba, la aprovechó y se
acercó más a la puerta con disimulo y observó lo que había tras esta.

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PARTE IV

Ante ella se alzó un gran salón medieval, con la mayoría de las paredes de
piedras cubiertas con pieles de animales, cuadros pintados en telas y armas
típicas de aquella época, tales como arcos, ballestas y hachas entre otras. Del
alto techo colgaban varios candelabros con las velas encendidas, que, junto con
las antorchas dispuestas en las paredes, iluminaban el lugar. Y aunque el lugar
desprendía un mal olor debido a la falta de higiene típica de aquella época, no le
restaba belleza al lugar.
La estancia estaba como dividida en dos partes, a un lado se encontraba una
larga mesa en forma de U, donde varios caballeros, al menos una docena de
ellos, estaban sentados en bastas sillas bebiendo y comiendo mientras
observaban la escena; y en el otro extremo opuesto, la sala estaba
completamente despejada de mobiliario alguno y era justamente donde Ian y
sus rehenes estaban siendo expuestos para la posterior venta.
Diana los observó, vio como Ian rasgaba las ropas de las mujeres que trajo
consigo por la parte delantera y las dejaba prácticamente desnudas y totalmente
expuestas para que aquel puñado de bárbaros con poder pudieran valorar mejor
la mercancía. Aquella visión tan terrorífica, hizo que Diana abriera los ojos de
manera desmesurada y mirara el numerito con horror. Estaba totalmente
escandalizada, no era lo mismo saber que sería vendía como esclava sexual para
el disfrute de algún desconocido pervertido que, a su vez también, una tuviera
que estar así de expuesta delante de tantos ojos lujuriosos y ávidos de sexo.
¡Aquello era como el mismísimo infierno!
Sin poder evitarlo, una arcada hizo acto de presencia, robándole un gemido y
delatando así su posición de mirona. Aquello no le pasó desapercibido al
guardián que debería custodiarla, en vez de estar con la cabeza hundida entre
los senos de aquella pobre mujer. Por ello, el hombre se separó de la fuente de
su distracción, y se acercó de nuevo a ella con semblante serio.
—Ratita, no desesperéis —dijo—. Pronto podréis ver en toda su plenitud lo
que hay tras esa puerta. Así que, regresad a vuestro sitio y esperad ahí hasta que
os llegue la hora —le ordenó, mientras la miraba con una mirada amenazante y
regresaba de nuevo a su entretenimiento preferido; una vez más, aquel
hombretón de espaldas anchas y llena de cicatrices se deleitó con los generosos
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pechos que tanto le habían llamado la atención anteriormente.
Diana le obedeció con mucho gusto y sin rechistar. Lo que había visto al otro
lado de esa puerta no era algo que le agradara, ¡ni mucho menos! Por eso
agradeció aquella orden que cumplió a rajatabla.
Pronto comenzaron a escucharse las voces masculinas de aquellos que
apostaban ávidamente. Cada vez estas se elevaban más hasta tal extremo que
parecía que todos los allí presentes estaban hablando a gritos.
Por lo que pudo deducir Diana, tras escuchar y lograr entender parte de lo que
decían, la mayoría de los apostantes querían a la misma esclava. Por ello, las
apuestas eran cada vez más elevadas, hasta tal punto que ofrecían una gran
fortuna por aquella mujer que estuviera en ese momento subastándose.
—Ya sabía yo que la perra quinceañera daría mucho juego —oyó que le decía
uno de aquellos bastardos que le acompañaba a otro de sus colegas—. Pero,
seguro, que la pelirroja dará más de que hablar, ya lo verás —añadió mientras la
miraba sonrientemente.
Aquello era repugnante, aquellos malditos bien posicionados se estaban dejando
la piel por conseguir hacerse con aquella niña.
«¡Qué horror!», pensó Diana angustiada y asqueada con toda esa situación.
Entonces recordó que, en aquella época, las mujeres se casaban a esa temprana
edad, bien jovencísimas, y que era lo normal allí... Pero, aun así, a ella le costó
una barbaridad asimilarlo.
No le dio tiempo a pensar mucho más en ello, pues pronto la puerta fue abierta
una vez más por Ian, que ahora la miraba con una amplia sonrisa en los labios.
—Vamos, señoritas, es vuestro turno —dijo con ironía, tratándolas con respeto
y obviando a caso hecho el insultarlas como debería hacer ya que era la manera
acostumbrada allí de tratar a los de la baja posición social, mientras se ladeaba a
un lado y dejaba el hueco de la puerta despejado para que pudieran pasar.
La marcha comenzó a moverse en silencio, y Diana, a la que habían dejado en
último lugar en la fila, hizo todo lo posible por mantenerse en pie y no
desplomarse como su cuerpo le exigía. Sentía las piernas tan flojas como
gelatina y temía que en cualquier momento estas cedieran y se cayera de
rodillas. Estaba temblorosa, muy nerviosa, asustada y angustiada. ¡Ya incluso
apenas sentía la presión que las cuerdas ejercían en sus muñecas, de lo tan
concentrada que estaba en lo que estaba a punto de ocurrir!
Avanzó como pudo hasta situarse en el lugar que le indicaron y fue entonces
cuando se atrevió a alzar la vista y observar todo lo que le rodeaba en total
silencio. Por ello, mientras Ian comenzaba con su diatriba de siempre y exponía
una a una a sus acompañantes, Diana aprovechó para estudiar a los allí
presentes. Cualquiera de ellos podría ser su posterior amo, dueño de su vida, el
que abusaría de ella cómo, cuándo y dónde quisiera... Por lo tanto, lo mejor
SEÑOR R
sería saber a quién o quiénes se enfrentaba.
Comprobó que la mayoría de ellos eran jóvenes y apuestos nobles, bien
vestidos, y seguramente, de un alto rango cada uno de ellos. Excepto un par de
ellos que eran demasiados robustos, con prominentes barrigas y cabellos
desliñados. Y por lo que pudo comprobar, estaban bebidos y no soltaban sus
jarras de vino ni, ¡aunque se les fuera la vida en ello!
«Por favor, señor, te lo suplico, si no puedo salir de esta, al menos haz que me
compre un hombre en condiciones», suplicó Diana en silencio, rezándole a Dios
porque ninguno de aquellos dos borrachos centraran su atención en ella. Cruzó
los dedos detrás de la espalda, esperando tener suerte esta vez, mientras sentía
más de una docena de ojos clavándose en ella, excepto los de un apuesto
hombre de melena morena que hablaba de manera distraída con su acompañante
sin prestarle atención alguna a la exposición de mercancía que allí se estaba
realizando.

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PARTE V

Lord Braine estaba hastiado, cansado de todo aquello. Siempre se veía obligado
a realizar reuniones como aquella, ¡no había mes que no se organizara una! Y
no es que no le gustaran las subastas, pues en las mismas más de una vez se
había hecho con alguna hembra con la que entretenerse un poco, pero es que, al
final, uno a todo se acababa cansando. Pero no le quedaba otra, tenía que
hacerlo y punto, era su deber como el señor del castillo.
A él le tocaba, entre otras tantas obligaciones, facilitarle el suministro de
esclavos y sirvientes a los suyos, sus súbditos. Y esta era la mejor manera de
hacerlo, y la que garantizaba un buen servicio, pues Ian tenía buena mano y
siempre conseguía lo mejor del mercado.
Pero hoy no estaba interesado en hacerse con una nueva plantilla, ya todos los
puestos que se requerían en su morada estaban ocupados y no estaba a falta de
personal. Incluso tenía esperándole a la vuelta de la esquina un harén de media
docena de mujeres siempre dispuestas para satisfacerle.
Por eso, hizo caso omiso a lo que pasaba al otro extremo de su amplio salón y
continuó hablando animadamente con su mejor amigo, Sir William. Ambos
estaban enfrascados en una conversación muy interesante, los dos estaban
barajando la posibilidad de renovar la caballería con nuevos sementales, pues la
mayoría de los caballos estaban ya con la edad bien avanzada y eso les restaba
velocidad y eficacia. Era hora de jubilarlos.
—... Eso mismo le dije a Sir Adrián, que solamente le pagaría el importe que
exigía si en el lote incluía un semental negro de pura sangre —le estaba
comentando a su amigo mientras la subasta seguía en marcha—. Exige
bastantes monedas de oro por la docena de caballos que le he pedido, creo que
es justa la oferta que le ofrecí, ¿no crees, mi buen amigo?
Este andaba distraído mirando la subasta con gran atención y no respondió al
instante, hasta que se dio cuenta de que su señor estaba esperando respuesta
alguna.
—Perdone, mi señor, ¿me decíais algo? —preguntó avergonzado por su
despiste, pero es que, le había llamado mucho la atención aquel grupo de
esclavas que estaban siendo expuestas en ese momento, pues había una en
particular tan perfecta, que destacaba entre todas y no pasaba para nada
SEÑOR R
desapercibida con aquellos cabellos tan llamativos.
—Os preguntaba, Sir William, si os parecía buen trato el que le ofrecí al
mercante de caballos —le aclaró el hombre con paciencia.
—Mi señor, vos como siempre tenéis toda la razón —afirmó el caballero de
melena rubia—. Más yo hubiera exigido más todavía, milord —añadió Sir
William—. Quizás debierais...
El griterío eufórico y masivo que procesaban sus hombres en ese momento
llenó la instancia, haciendo imposible continuar con la conversación. Todos los
allí presentes, menos ellos dos, se habían levantado de las sillas y apostaban una
descomunal fortuna por la esclava que en esos momentos se estaba rifando.
Aquello desconcertó a Julen, «¿cómo sería esa hembra que tenía a todos sus
hombres enloquecidos?» se preguntó el Lord de aquellas tierras escocesas,
mientras se ponía también en pie y se hacía un hueco para poder mirar mejor.

***
Cuando Diana sintió cómo Ian desgarraba su camisón y exponía sus generosos
pechos al descubierto, retuvo su respiración y se quedó en blanco, sin saber qué
hacer o cómo actuar. Estaba de pie, en medio de un gran salón repleto de
desconocidos pervertidos, medio desnuda y con las manos atadas a su espalda.
Y cuando Ian, aquel hombre moreno y delgado se acercó a ella de manera
peligrosa, sosteniendo una daga entre sus manos en vez del látigo, Diana
tembló. Lo miró fijamente a los ojos, temiéndose lo peor.
—Observar queridos caballeros, ¡qué belleza de mujer! —decía el vendedor
mientras deslizaba con destreza la afilada arma por sus pechos en dirección
descendiente, deteniéndose brevemente en la cima de sus oscuros pezones
erguidos—. Toda aseada. —Hizo una pequeña pausa para abrirle la boca y
mostrar al expectante público su hilera de dientes blancos y perfectos—, sana...
—añadió mientras lo hacía y luego continuó recorriendo su cuerpo con la daga,
deslizándola por su plano abdomen—. Y con un cuerpo sublime. —Acto
seguido, agarró el borde de sus braguitas blancas y las desgarró con la daga
llevando mucho cuidado de no dañarla—. Como os decía, esta pelirroja es sin
dudas una buena pieza... Apetecible, ¿no creen, señores?
Todos los presentes se alzaron a la vez, demostrando su conformidad, mientras
apostaban hasta sus camisas de lino por hacerse con ella. No había hombre
alguno allí presente que no quisiera hacerse con ella.
Pero Diana era ajena a todo eso, estaba tan conmocionada que apenas era
consciente de lo que pasaba a su alrededor. Solo sabía que estaba
completamente desnuda y que tenía que hacer lo que estuviera en sus manos
para cubrir su entrepierna. Por ello, se curvó todo lo que pudo y cruzó las
SEÑOR R
piernas, en un inútil intento por taparse.
Sabía que tenía que resignarse y aguantar todo lo que viniera después, le gustara
o no; ya habría tiempo luego para buscar una salida y huir de allí. Así que, dejó
que sus pulmones expulsaran el aire contenido y volvió a respirar con
normalidad, sabedora de que seguía siendo el centro de atención. Y por las
elevadas apuestas que se ofrecían, dedujo que, ella, como mujer, era muy
apetecible para aquellos sedientos machos. Todos la ansiaban con intensidad.
Los oídos le zumbaban de tal manera que apenas oía lo que aquellos brutos
gritaban, solo llegó a oír lo que Ian decía en voz alta, una vez que el ambiente
parecía un pelín más calmado.
—Sir Connor es el que más ha ofrecido por ella hasta el momento, si nadie
ofrece más, la chica será suya —explicó mientras le daba las espaldas y miraba
al público expectante—. ¿En serio nadie da más por esta deliciosa hembra?
—Yo ofrezco el doble —dijo una voz exigente, acostumbrada a dar órdenes.

SEÑOR R
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PARTE VI

Sin poder evitarlo, Diana buscó la fuente de aquella masculina voz, y pronto la
encontró. Pertenecía a un apuesto espécimen de hombre, con espaldas y
hombros anchos, constitución atlética, rasgos bien marcados en aquél precioso
rostro de mandíbula cuadrada y con una melena negra azabache tan larga que le
rozaba los hombros. No pudo comprobar de qué color eran sus ojos ya que
había bastante distancia entre ellos. Pero, aun así, lo poco que podía ver de él
desde su posición, le gustaba, de ahí que ansiara verlo más de cerca para poder
deleitarse con su belleza salvaje.
Nada más pensar en eso, se sintió culpable. ¿Cómo podía parecerle atractivo un
hombre que se dedicaba a comprar a mujeres?
El silencio que se hizo tras las palabras dichas por aquél imponente hombre
hizo que Diana despertara de su ensoñación y que prestara más atención a lo
que estaba pasando allí, a su alrededor.
Se notaba que aquél que había ofrecido más que nadie por ella, era una persona
importante allí, pues nadie debatió con él, ni siquiera hubo queja alguna... Nada,
todos lo miraban con respeto mientras volvían a sus asientos.
Y ella, no pudo más que quedarse quieta, esperando a ver qué le reparaba el
destino a continuación.

***
Realmente lord Braine no daba crédito a lo que sus ojos veían. Había una ninfa
del amor delante suya, a escasos metros, totalmente desnuda y expuesta ante
todos para ser valorada y vendida. No le extrañaba que sus hombres se sintieran
tan eufóricos ante tal aparición, ¡él mismo estaba que no cabía en sí! Su reciente
erección era prueba de ello.
No podía permitir que una hembra así se le escapara de las manos y cayera en
las de Sir Connor, un hombre seboso y con severos problemas con el alcohol, ni
en las manos de cualquier otro hombre. Esa mujer despampanante, de cabellos
rojos, debería ser suya, ¡y lo antes posible!
Dio un paso hacia delante para hacerse notar y dijo:
—Yo ofrezco el doble. —Nada más decir esas cuatro palabras, todos los allí
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presentes guardaron silencio y volvieron a tomar asiento.
Y no fue el único cambio que se produjo allí, pues la chica en cuestión pasó de
estar ruborizada a más no poder, a estar interesada en él. Y Julen estaba
encantado con la idea de que ella lo estudiara con interés, pues a él le gustaba
hacer lo mismo con ella.
—Mi señor, la moza es toda suya —declaró Ian, mientras se acercaba a la
muchacha y le desataba de sus ataduras.
—Bien, en ese caso, cubridla. No es de mi agrado exponer ante nadie lo que es
mío —aseguró con dureza, mientras se daba la vuelta y daba la orden a uno de
sus sirvientes de que se la llevara a sus aposentos a la vez que le extendía una
bolsa repleta de monedas de oro para que este hiciera el pago por ella.
Y, sin más, salió de la estancia y se fue al patio de armas a tomar un poco el aíre
fresco. Necesitaba calmarse, estaba en tal punto de ebullición que estuvo a un
palmo de haberla hecha suya allí mismo, delante de todos.
Su buen amigo Sir William, le siguió de cerca.
***
Al fin habían liberado sus dolorosas y entumecidas muñecas. Con mucho mimo
y cuidado, se las masajeó, para que la sangre volviera a circular con libertad por
aquella zona condolida. Pero, cuando oyó la potente voz de aquel hombre que,
desde ese instante, pasaba a ser su amo, se olvidó de ellas.
—Bien, en ese caso, cubridla. No es de mi agrado exponer ante nadie lo que es
mío —exigió el que parecía ser el señor del castillo, instantes antes de
intercambiar un par de palabras con un hombre mayor, posiblemente un
sirviente dedujo la chica por sus vestimentas, y desaparecer de allí.
E Ian, sumiso, obedeció y dio la orden a uno de sus hombres para que trajera
una manta con qué cubrirla, mientras cobraba a manos de aquél anciano el
importe que habían acordado por ella.
Pocos minutos después, Diana estaba cubierta con aquella tela rústica y
áspera que arañaba su sensible piel, mientras era conducida a otra parte de la
fortaleza, por aquél sirviente de avanzada edad.

SEÑOR R
PARTE VII

Cuando Julen notó la presencia de alguien que le estaba siguiendo, y que esa
persona en concreto se encontraba a pocos metros, paró en seco a la misma vez
que se giraba y blandía su espada en alto, la cual siempre llevaba consigo
colgada en su cinturón de cuero.
En esos tiempos de guerra, había que ir siempre en guardia, pendiente de
cualquier ataque sorpresa, si es que uno quería seguir con vida durante algún
tiempo más.
Pronto volvió a dejar su arma en su lugar, cuando descubrió que la silueta que
se hallaba entre las sombras pertenecía a su fiel amigo Sir William Gilmor, que
lo seguía sigilosamente, como de costumbre.
—¿En qué puedo ayudarle, buen amigo? —le preguntó a la vez que le pasaba
uno de sus bronceados brazos por los hombros, a modo de saludo, en el
momento en el que lo tuvo justo a su lado. Acto seguido, ambos retomaron de
nuevo la marcha, rumbo hacia el exterior, atravesando el corredor débilmente
iluminado que los llevaría directamente hasta el patio de armas.
—Mi señor... —comenzó a decir, pero el hombre hizo una pequeña pausa para
poder meditar mejor. No tenía claro si hacía bien o no en decirle a su lord lo
que quería comentarle—. ¿Sois consciente, milord, del revuelo que causará el
tener una mujer así en estos lares?
Julen detuvo el paso, y se le quedó mirando fijamente. Sabía que su amigo tenía
razón, que una mujer así de atractiva y llamativa, podría causar alguna que otra
trifulca entre sus hombres, sobre todo en su ejército de guerreros bárbaros. Pero
Julen sabía perfectamente qué era lo que tenía que hacer para que, a ojos de los
demás, se quedara bien claro y sin duda alguna de que, «esa mujer de cabellos
rojos», era de su propiedad y que le pertenecía exclusivamente a él. Y esa
misma noche pensaba hacerlo. Dejaría su huella sobre ella.
—Sir William, os preocupáis siempre por todo —le reprendió amablemente. Y
luego, para tranquilizarlo en cierta manera, añadió—: Esta moza será diferente a
las otras que componen mi harén, a esta la marcaré como mía y no habrá
hombre alguno en la faz de la tierra que ose a tocarla. Nadie, excepto yo.
Era sabedor de que sus palabras habían sonado más a una amenaza que, a una
SEÑOR R
promesa, por eso, no le extrañó nada que Sir William optara por dejar ese tema
de lado cambiándolo por otro, retomando el que tenían a medias mientras se
ponían en movimiento de nuevo.
—Entonces, mi señor, ¿creéis que Sir Adrián aceptará su oferta...?
***

En silencio, Diana siguió al hombre por aquél largo y estrecho pasillo,


guardando las distancias entre ellos. Este, tampoco decía nada, andaba
concentrado en sus pasos y sin siquiera girarse a comprobar si ella le estaba
siguiendo o no.
Por lo visto, el anciano sabía o suponía, que ella era lo suficientemente
inteligente como para no separarse de él y desobedecer así la orden del señor
del castillo. Pues, si ella tomaba la decisión de intentar huir, sola, en un lugar
desconocido, sin saber dónde ir ni los peligros que podría encontrarse en su
huida, acabaría teniendo, posiblemente, un futuro peor que el que le esperaba en
breve. Porque, pensándolo fríamente y con la mente despejada, tampoco era tan
malo tener un hombre como aquél impresionante morenazo en su cama, ¿no?
Aunque nunca había tenido relaciones sexuales con uno, no era tonta y sabía
que el sexo podría llegar a ser maravilloso... Todas sus amigas hablaban muy
bien sobre ese tema, así que, quizás no fuera tan mala idea dejarse seducir por
un hombre así... Diana movió la cabeza para apartar aquellos pensamientos
calenturientos de su mente. Tenía que centrarse y no olvidar que estaba allí a la
fuerza y que no conocía aquél que pagó por ella una gran fortuna para luego
hacer lo que le viniera en gana con su persona. Ella no era de nadie, solo se
pertenecía a sí misma. Así que, se centró en todo lo que le rodeaba a ver si
encontraba alguna ruta de escape para cuando se le presentase la ocasión.
El sonido de risas femeninas y muy sensuales, la hizo dejar de pensar en sus
futuros planes y centrarse en lo que le rodeaba; ambos continuaban transitando
por aquél corredor que parecía no tener fin. Y al parecer, un poco más adelante,
en la puerta de roble que ya podía divisar a lo lejos desde la distancia en la que
se encontraban, habían reunidas varias mujeres. Dedujo que eran muchas por
los diferentes tonos de sonrisas y voces melodiosas que hasta sus oídos
llegaban.
Diana no sabía si se trataban de sirvientas que estaban de limpieza, o si era,
quizás, en el caso de que estuviera casado el señor del lugar y ahora amo suyo,
su esposa reunida allí, en aquella habitación, junto con sus damas de compañía.
Por esa razón, cuando pasó justamente por delante de dicha puerta que, por
cierto, estaba abierta, Diana se asomó, no pudiendo controlar su curiosidad. Y
esta, quedó sorprendida con lo que allí halló, pues no esperaba encontrarse con
SEÑOR R
una estancia ocupada por seis bellas mujeres, de entre veinte y veinticinco años,
todas ellas hablando y riendo entre sí alegremente.
Pero lo que más le impactó y la dejó con la boca abierta fue la manera en la que
estas iban vestidas, pues sus esbeltos cuerpos únicamente lucían unas simples
túnicas de diferentes colores cada una. Aunque todas ellas tenían algo en
común, pues estaban hechas con alguna tela semitransparente, dejando poco, o
nada, a la imaginación. Así fue como supo que únicamente llevaban encima
puesta esa prenda tan sexy.
Las chicas en cuestión enmudecieron al verlos allí, parados en el vano de la
puerta. Dejaron sus quehaceres y se pusieron todas ellas dispuestas una al lado
de la otra, mientras esperaban expectantes a ver si el sirviente había ido allí para
ordenar algo o no.
Y mientras se formaba todo aquel revuelo, Diana estudió el dormitorio con ojo
crítico. La verdad era que no había mucho que ver, pues en la estancia, aunque
era muy amplia, apenas había mobiliario alguno. Lo que más destacaba del
lugar eran las tres camas grandes que había en un extremo de la pared grisácea,
todas ellas separadas por pequeños muebles rústicos que hacían de mesillas de
noche. Al otro extremo del cuarto se encontraba una fila de arcones de madera,
todos ellos colocados unos al lado del otro. Y en la pared de al lado había una
larga mesa repleta de utensilios femeninos, con sus seis taburetes y un espejo
tan ancho como la mesa misma. Y ya, por último, en el tabique de enfrente, se
encontraban tres tapices pintados en varios colores, todos ellos representando
diferentes poses de un caballero montado a caballo. De vez en cuando estas se
movían, ya que estas hacían el papel de cortinas, pues las mismas tapaban las
rendijas que hacían de ventanas. Y cuando había algo de corriente, el viento las
mecía.
—Son sus nuevas compañeras —comenzó a explicarle su acompañante
masculino, hablando por primera vez en todo ese tiempo e interrumpiendo su
análisis—, las otras amantes del Lord Braine —aclaró, antes de hacerles a las
muchachas una reverencia a modo de saludo llevando mucho cuidado de no
quemarse con la antorcha que sostenía. Cuando estas respondieron al gesto con
una leve inclinación de sus cabezas, el hombre cerró la puerta y volvió a centrar
su atención en ella—. Seguidme, casi hemos llegado.
Diana se quedó por un momento desconcertada, asimilando lo que acaba de oír,
y siendo consciente de que la cosa se le ponía por momentos más complicadas.
Pero, aun así, con entereza, se irguió todo lo que pudo y volvió a emprender la
marcha, dispuesta a seguir con su nueva vida y enfrentarla de cara. Ya tendría
tiempo más adelante para pensar en todo aquello y buscar una solución al
embrollo en el que se encontraba atrapada. Con paso firme, lo siguió de nuevo.
No tuvo que andar mucho más, pues, por lo visto, el lugar de destino al que le
SEÑOR R
habían ordenado ir era la habitación contigua a la que acababan de dejar atrás.
Dedujo eso porque el hombre que la custodiaba se había detenido justamente
ante la siguiente puerta con la que se toparon. Y este, sin perder más el tiempo,
con decisión y sin vacilar, la abrió para que ella pudiera entrar.
Diana quedó horrorizada cuando vio lo que había tras esa robusta y sólida
puerta, ya que, ante ella, se alzaba como una especie de sala de tortura, ideal
para los amantes del sadomasoquismo. Ahora sí que estaba segura de que tenía
que salir de allí, costase lo que costase.
—Pero... —logró gesticular—. ¿Qué lugar es este?, ¿adónde me habéis traído?
Más no obtuvo respuesta alguna. La puerta se había cerrado tras de sí, y ya lo
único que se oía en el lugar era su agitada respiración y el ruido que hacía el
cerrojo al ser echado.

SEÑOR R
PARTE VIII

Como pudo, Diana controló el temor que comenzaba a dominarla,


concentrándose en todos sus sentidos. Cerró los ojos, obligó a su respiración a
estabilizarse de nuevo, tomó aire por la nariz y lentamente lo fue expulsando.
Sacudió las manos varias veces para que la sangre circulara bien por todas sus
extremidades y ya, por último, agudizó los oídos, intentando escuchar más allá
del zumbido que palpitaba en los mismos.
Poco a poco, consiguió relajarse, tanto física, como mentalmente. Se había
repetido una y otra vez que, si no lograba salir de allí, que tampoco estaría tan
mal bajo el dominio de su atractivo e inesperado amo. Aquello no debía de ser
tan horroroso, que muchas mujeres disfrutaban del masoquismo, de ser
doblegadas y azotadas con delicadeza. Si todas ellas eran capaces de soportar
cualquier tipo de tortura sexual, seguro que ella también podría... Además, ¿no
había ella soñado más de una vez con algo así?, ¿que un hombre la sometiera, y
la hiciera suya a base de golpearla placenteramente, sin llegar al dolor extremo?
En ese momento, Diana cayó en la cuenta de que, había que tener mucho
cuidado con lo que uno deseaba, pues cabía la posibilidad, de que dichos
anhelos pudieran ser hechos realidad. O si no, ¡que se lo dijeran a ella!
Algo más calmada, Diana se dijo: «A ver, recapitulemos: primero, he viajado
en el tiempo sin saber cómo, luego he sido secuestrada por un mercante de
esclavos sexuales, y, ya por último, he ido a parar a manos de un hombre que
le va la dominación sexual... ¿me dejo algo en el tintero?, ¡ah, sí!, para colmo,
estoy aquí atrapada, sin saber cómo salir de esta y regresar de nuevo a mi vida
monótona de antes» bufó con resignación, consciente de que así, lamentándose
de su mala fortuna, no llegaba a ningún lado. Lo que tenía que hacer era
averiguar cómo había logrado trasladarse de un siglo a otro, e intentar invertir el
hechizo o lo que fuera que le había puesto en esa tesitura.
Pero no sabía por dónde empezar, y tampoco es que fuese el momento
adecuado para pensar en ello, pues primero tenía que calmarse del todo y
centrarse en el presente. Por ello, volvió a respirar con suavidad, consiguiendo
que sus músculos se relajaran. Ahora que estaba un poco más animada y
concienciada, levantó los párpados y estudió mejor su entorno.
SEÑOR R
Dicha estancia era también muy amplia, pero ella apenas era consciente de que
allí había una enorme cama en un extremo del dormitorio, o un enorme baúl de
madera oscura... ¡Ni siquiera reparó en el pequeño mueble que hacía de mesilla
de noche! Pues ella solo tenía ojos para analizar el resto del contenido... Su
mirada embobada observaba con detenimiento las largas y gruesas cadenas que
colgaban del alto techo. Al final de estas había grilletes de diferente grosor, para
distintos tamaños de muñecas, supuso. Cuando ya las había memorizado a
fuego lento en su celebro, se atrevió a mirar más allá.
Junto a una de las paredes había una larga mesa repleta con utensilios creados
expresamente para dominar e infligir dolor. Todos y cada uno de ellos
colocados de manera ordenada, uno al lado del otro.
Diana se acercó un poco más para poder ver mejor y comprobó, muy a su pesar,
que lo que había sobre el mueble eran nada más ni nada menos, que varios
látigos, fustas de cuero y falos de diferentes tamaños y grosor todos ellos, así
también como otros juguetitos con formas extrañas que ella desconocía... ¡Ni
tampoco quería ni imaginarse para qué servían!, ¡y mucho menos saberlo o
probarlo en sus carnes!
Una vez que ya había analizado la parte más espeluznante del lugar, Diana, un
poco más familiarizada con su entorno y su actual situación, se animó a seguir
estudiando lo que le rodeaba.
Entonces fue cuando reparó en el resto del mobiliario, en la cama con gruesas
cuerdas atadas y colgando de los cuatro postes de madera, en la mesilla con un
candelabro cargado de velas encendidas, en las pieles y telas que adornaban las
paredes de piedra a modo de cuadros junto con varias antorchas prendidas... E
incluso en el precioso baúl que descansaba junto a la chimenea prendida.
Clavó su mirada allí, y decidió que sí estaba en fase de exploración, debería
también inspeccionar aquel mueble. Por eso, con paso decidido y sin soltar la
irritante manta que descansaba sobre sus desnudos hombros, se acercó hasta
allí.
Sentía curiosidad por el tipo de vestuario que utilizaría un hombre de aquella
época, y ella, que además de valiente y psicológicamente muy fuerte, era
también muy curiosa... A veces, demasiado.
Y justo cuando estaba enfrente del mismo, a punto de abrirlo, el cerrojo de la
puerta del dormitorio chirrió con violencia.
Alguien estaba a punto de entrar, y Diana, totalmente petrificada y olvidándose
incluso de respirar, solo era capaz de hacer que su joven corazón bombeara a
toda velocidad.

SEÑOR R
SEÑOR R
PARTE IX

Nada más conversar con su buen amigo Sir William y despedirse de él, Julen se
fue en busca del curtidor del castillo, para que este, con ayuda del peletero, le
preparase un encargo que necesitaba antes del amanecer.
No tardó en dar con el hombre de no más de cuarenta años que estaba haciendo
sus quehaceres. Le indicó detalladamente lo que necesitaba con tanta premura y
le pagó una buena suma por ello.
El curtidor, que se llamaba Adam, no perdió tiempo alguno en ordenarle a su
joven ayudante que contactara con el peletero del pueblo y lo trajera sin demora
alguna. El muchacho corrió despavorido a cumplir con su recado, pues sabía
que cuando el señor exigía un encargo, había que cumplirlo a rajatabla
incluyendo el plazo de tiempo exigido.
Mientras, Lord Braine, que observaba la escena en silencio, sonrió
satisfactoriamente a la vez que su mente evocaba la imagen de su nueva
adquisición luciendo el resultado de su peculiar encargo. Nada más
conmemorar la imagen divina de aquella hembra tan apetecible, sin vestimenta
alguna, completamente a su merced y sometida a él, su miembro palpitó.
Acomodó como pudo su reciente erección debajo de su tartán de cuadros rojos
y verdes, y, acto seguido, se despidió de Adam, dejando al hombre trabajando
con el grueso trozo de piel negra que había rescatado del almacén.
Anduvo todo lo firme que su endurecido miembro le permitió, mientras se
dirigía a la cocina a realizar un nuevo pedido, pero esta vez, a sus sirvientas que
allí se reunían cuando no estaban realizando tarea alguna. En cuanto hizo acto
de presencia en la estancia, toda la servidumbre que había allí reunida alrededor
de la mesa, donde tenían servida la cena para ellos, se pusieron en pie. Después
de saludarlo cómo procedía, este ordenó lo que necesitaba, y sin más, salió de
allí para reunirse de nuevo con Sir Adrián.
El mercante de caballos lo esperaba en el gran salón para zanjar de una vez por
todas el trato que llevaban entre manos. Y aunque Julen estaba deseando
olvidarse de todo, de la renovación de su caballería, de sus obligaciones, y
dirigirse a sus aposentos donde le esperaba la fuente de sus deseos, fue racional
e hizo las cosas cómo tenían que ser. Primero despacharía a Sir Adrián, y luego
sería libre para disfrutar del placer carnal entre los brazos de su nueva esclava.
SEÑOR R
Con esa determinación en mente, y habiendo cumplido con su propósito, se
dirigió directamente a negociar con Sir Adrián.

***
Diana, que estuvo a punto de desmayarse por la presión que sentía con tantas
emociones vividas en tan poco lapsus de tiempo, respiró algo más tranquila
cuando al abrirse del todo la puerta, tras esta aparecieron varias sirvientas
cargadas, la mayoría de ellas, con baldes de agua caliente; menos un par de
ellas que traían, la primera, una bandeja con alimentos, y la otra, una jarra de
vino y un vaso de barro.
Más luego, dos sirvientes corpulentos entraron tras las mujeres, cargando con
una especie de bañera de madera tratada y bronce. La dejaron junto a la
chimenea, que ahora comenzaba a arder con más ímpetu gracias a una de
aquellas silenciosas criadas que la había avivado, y salieron de allí dejando a las
mujeres con sus tareas encomendadas.
Mientras, Diana observaba todo lo que se desarrollaba allí con expectación, no
perdiendo detalle alguno de cómo le preparaban el baño y la cena. Esta se
encontraba dispuesta sobre la mesilla de noche, al lado del candelabro donde las
llamas de las velas que sostenía danzaban ajenas a todo lo que se desarrollaba
alrededor.
—Mi lady, el señor Lord Braine ha ordenado que cene mientras le preparamos
el baño —dijo una de ellas, la más joven que tendría más o menos su edad,
veinte años.
¿Miladi? Se suponía que era una esclava y la estaba tratando con cortesía y
respeto… ¡qué cosas!
—No tengo apetito —confesó, no siendo cierto del todo, ya que no había
comido nada en todo el día. Pero, debido a los nervios sufridos durante las
últimas horas tenía el estómago comprimido y fijo que no le cabría nada. Ni un
mísero bocado.
La muchacha la miró apenada, más no paró en su empeño.
—No lo entendéis, mi lady, lo que exige el señor no es una sugerencia, es una
orden que hay que cumplir —afirmó mientras la agarraba del brazo y la guiaba
hasta donde se encontraba esperando su cena.
Como Diana se encontraba agotada, sin ganas de discutir ni nada, obedeció e
intentó comer algo de lo que le habían traído. Apenas reconocía la mayoría de
aquellos platos cocinados, por ello, se decantó por un poco de fruta, mientras la
joven criada que le había hablado ayudaba a sus compañeras a terminar de
llenar la bañera.
Poco después, Diana estaba sumergida bajo el agua, aclarándose el pelo con la
SEÑOR R
ayuda de las sirvientas. Ella hubiera preferido haberse bañado sola, pero
aquellas tercas mujeres no le dieron el gusto y hasta que no terminaron de
lavarla, secarla e incluso peinar su larga melena rojiza, no se marcharon.
Y ahora, la recién aseada Diana, se encontraba totalmente desnuda, delante del
hogar para no enfriarse y sin saber qué hacer o cómo escapar.
Hasta que sus ojos se posaron sobre aquella enorme cama... Un lecho que la
llamaba a gritos, prometiéndole cobijo y comodidad... Y, Diana, tremendamente
cansada, no se resistió más a la tentación y se dejó llevar por el impulso que la
hizo meterse en aquella mullida cama de paja y taparse con aquellas cálidas
mantas y pieles; ya habría tiempo después para pensar cómo librarse de lo que
le venía encima.
Al poco tiempo, y con esos pensamientos en mente, el peso de un intenso día
lleno de emociones cayó como pesadas losas sobre sus hombros, llevándola al
país de los sueños.

SEÑOR R
SEÑOR R
PARTE X

Al fin se había librado de Sir Adrián, y encima, había conseguido salirse con la
suya.
Con una sonrisa victoriosa pintada en su rostro cincelado y de facciones
masculinas, Julen fue directamente a sus aposentos, impaciente por volver a ver
a la joven de cabellos rojos que tanto lo tenía obsesionado esas últimas horas.
No entendía ese extraño comportamiento en él, jamás había tenido el impulso
de estar con una mujer hasta ese punto. Nunca hubo hembra alguna que
estuviera en sus pensamientos más de dos minutos seguidos, y mucho menos,
mantenerlo con aquél intenso nivel de excitación tan nuevo para él.
Él, como el señor del castillo y teniendo a su disposición al menos media
docena de hermosas mujeres, jamás había tenido problemas para desfogarse en
cuanto sentía la imperiosa necesidad de fornicar. Normalmente, solo se excitaba
cuando alguna de ellas se presentaba ante él, con aquellas túnicas hechas
expresamente para seducirlo, pero nunca lo hacía cuando las evocaba en su
mente, excepto con esta hembra que acababa de conocer... «Quizás es por la
novedad», se dijo Julen, «a todo el mundo le atrae las cosas nuevas» volvió a
decirse, intentado encontrar explicación alguna a su extraña obsesión. «Sea la
razón que sea, esta noche la haré mía y seguro que, después de probarla y
dejar mi huella en ella y hartarme de su sabor, terminará esta fijación que
siento», se dijo en un intento de convencerse así mismo.
Y con esa reflexión en mente, alcanzó la puerta que lo llevaría ante la causa de
sus quebraderos de cabeza.
La abrió sin preocuparse si la misma hacía mucho ruido o no a esas horas de la
noche y entró, encontrándose el dormitorio tal cual lo había dejado la última
vez que estuvo allí, exceptuando la chimenea débilmente encendida y la mujer
que dormía plácidamente en su lecho.
Se acercó a ella para comprobar si estaba equivocado o no, y corroboró que,
efectivamente, aquella preciosidad de piel lechosa y rostro en forma de corazón
se encontraba entre los brazos de Morfeo.
Por un momento no supo qué hacer, si despertarla o dejarla descansar hasta que
amaneciera. Pero lo que sí tenía claro era que tenía sus testículos tan pesados y
SEÑOR R
deseosos de ser descargados que explotarían si no hacía algo con ellos.
Podría despertarla y hacerla suya en ese instante, sin demora alguna. Pero, en el
estado de excitación en el que se encontraba en esos momentos, dudaba que
durara mucho y quería que, el primer encuentro de ambos fuera mágico, sin
prisas y así poder deleitarse con ella tranquilamente.
Por ello, decidió esperar y se conformó con acariciar su rostro con ternura,
retirándole un revoltoso mechón de pelo rojo que se empecinaba en cubrirle los
párpados. El tacto de su piel contra su mano fue sublime, suave, cálido... Y lo
dejó con ganas de más.
Pero había tomado una decisión, así que, con resignación, se incorporó de
nuevo y se alejó de ella en dirección al hogar. Removió las ascuas y las cenizas
y reavivó de nuevo el fuego. Luego, se acercó a la mesa donde descansaban sus
juguetitos y cogió una de las tantas fustas que allí se encontraba y con las
mismas, salió del dormitorio procurando no hacer mucho ruido.
Se detuvo delante de la puerta contigua y la abrió con decisión, encontrándose
con sus mujeres totalmente desnudas esperándole con los brazos abiertos y él,
no se hizo de rogar.
Se aproximó lentamente a ellas, que estaban ya colocándose en sus posiciones,
de rodillas y con sus traseros en pompa, mientras él se iba despojando de sus
ropas.
Las seis mujeres estaban sobre una misma cama, una al lado de la otra
ofreciendo su retaguardia, deseosas de ser azotadas y folladas por el señor del
castillo.

SEÑOR R
PARTE XI

Muy suavemente, sin hacer mucho ruido, Diana exhaló el aire que tenía
reprimido. Y al fin, después de varios intensos minutos, cuando el hombre ya se
había marchado pudo respirar con tranquilidad, aunque su corazón seguía
latiendo de manera descontrolada.
Por un momento creyó que se le caería el mundo encima cuando oyó abrirse la
puerta, dando paso a ese tal Lord Braine. Lo llamó así en su mente, recordando
cómo la criada que la obligó a cenar lo había nombrado.
Aunque el cansancio había logrado dormirla, su subconsciencia seguía en
alerta, pendiente de cualquier posible peligro. Por ello, se despertó nada más oír
el sonido del cerrojo al ser manipulado. La sensación de desorientación inicial
que la embargó apenas duró unos segundos, pues enseguida fue consciente de
dónde estaba y quién era seguramente el que ahora ocupaba el mismo
habitáculo que ella... Y eso hizo que se tensara involuntariamente.
Y por ello, para evitar enfrentarlo, decidió fingir que seguía dormida; y le salió
bien la jugada. Aunque, cuando él se le acercó y le retiró un mechón de pelo del
rostro, pensó durante un segundo que acabaría dándose cuenta de su falsa, pero
gracias a Dios, no fue así.
Aun así, no podía negar que llegó a creer que la cosa se le iba a complicar más,
pues si ese hombre, ahora su dueño, hubiera decidido acostarse a dormir junto a
ella en vez de haber tomado la decisión de marcharse, se hubiera encontrado
atrapada sin salida... ¿Cómo hubiera podido luego ella conciliar de nuevo el
sueño? Seguramente, al final hubiera acabado delatándose sin querer. Y una vez
que él descubriera que estaba despierta, ¿Qué hubiera pasado entonces? ¿La
encadenaría con algunas de esas cadenas colgantes? ¿La azotaría una vez
doblegada a su merced…? Y luego ¿qué?, ¿la violaría también? ¿Le robaría la
virginidad sin su consentimiento, y, además, sin delicadeza alguna?
Nada más hacerse esas preguntas, Diana tembló de miedo y fue consciente de
que, lamentablemente, no había asimilado del todo su nueva condición como
ella creía y que debería hacer lo que su instinto de supervivencia le había
dictado: huir de allí.
Por ende, decidió que era hora de actuar, ¡y rápido! Tenía que aprovechar que
su raptor estaba ausente y que no había echado el cerrojo para salir de allí,
SEÑOR R
aunque el futuro que pudiera encontrar lejos de esas paredes fuera aún peor.
También cabía la posibilidad que lejos de allí las cosas fueran a mejor. Todo era
posible.
Era consciente de que, yéndose de allí, jamás sabría si Lord Braine hubiera
podido ayudarla a regresar a su época o no... Igualmente, dudaba que pudiera.
Por eso, no quiso arriesgarse y prefirió escapar.
Con mucha destreza, e intentando hacer el menor ruido posible de lo que fue
capaz, fue descalza hasta el arcón y tomó prestada una camisa masculina de
lino. Después de ponérsela, esquivó las cadenas que interferían en su camino y
abrió con sumo cuidado la puerta, dispuesta a salir de allí en busca de la libertad
que tanto ansiaba. Pero esta, aun llevando mucho cuidado, chirrió un poco.
Nada más oír la puerta quejarse, Diana sintió como su corazón palpitaba
desbocado una vez más, mientras se le secaba la garganta. Sin embargo, aun así,
Diana siguió en su empeño y continuó con su frenética huida.
No sabía a dónde iría ni cómo lograría salir de allí, pero lo que sí tenía claro era
que, si no lo intentaba, nunca lo averiguaría. Y con esa determinación echó a
correr en la misma dirección por donde la habían traído horas atrás, rezando
porque esta vez la suerte sí la acompañara.
Nada más pasar por delante de la puerta contigua, que estaba entreabierta, no
pudo evitar sentir curiosidad y detenerse en seco. Mas luego su mirada, de
manera involuntaria, se centró allí, siendo inevitable ver el panorama que allí se
desarrollaba.
Ese tal Lord Braine, con su cuerpo de infarto, de espaldas anchas y trasero
prieto, estaba totalmente desnudo, de espaldas a la puerta y sosteniendo una
fusta. Con esta golpeaba los traseros de sus amantes, las cuales, en vez de gritar
de dolor gemían de placer, mientras que con la otra mano libre el hombre
acariciaba sus nalgas enrojecidas.
«¿Cómo podría gustarle eso a esas mujeres? ¿Realmente era una experiencia
satisfactoria eso de que te azotaran?», se preguntó Diana segundos antes de
que el hombre intuyera que lo estaban observando y girara su cabeza por
encima del hombro.
«¡Mierda!», exclamó para sus adentros. La había pillado espiándolo.
Y como alma que lleva al diablo, Diana echó a correr sin demora alguna, siendo
consciente de su grave error... Un error que le podría costar caro. Demasiado,
seguramente, más de lo que su mente podría llegar a imaginar.
***
Totalmente perplejo, y sin dar crédito a lo que sus ojos verdosos veían, Julen se
quedó petrificado un largo minuto, mirando en dirección a la puerta mal
SEÑOR R
cerrada, mientras asimilaba lo que acababa de ver, y olvidaba lo que estaba
haciendo.
«¿Ha sido una visión? ¿Estoy tan obsesionado con ella que hasta creo verla?»,
se preguntó un incrédulo Julen, mientras se alejaba de sus chicas y regresaba a
sus aposentos para comprobar si sus ojos le habían jugado una mala pasada o
no. ¡Y cuál fue su desilusión, cuando se encontró con la cama desecha y sin
nadie descansando en ella!
Con rabia y totalmente frustrado por el engaño, Lord Braine regresó al otro
dormitorio dejando en el olvido a sus insatisfechas amantes, que lo miraban con
extrañeza, para recoger sus ropas, ponérselas y salir pitando de allí en busca de
aquella diablesa de cabellos del color de la sangre.
Mientras, su mente trabajaba a mil por hora ideando la mejor manera de
castigarla cuando la atrapara, para hacerle ver que él era el que mandaba allí y
que nada ni nadie se le escapaba de las manos así porque sí.
Y con esos pensamientos Julen se deslizó por el pasillo tenuemente iluminado,
agudizando la vista y sus oídos. Tenía que encontrarla, y ya no era por el hecho
de que ansiaba tenerla sometida y a su merced para gozarla, sino también por el
bien de la muchacha.
Una mujer semidesnuda, bella, y con un cuerpo por el que más de uno mataría,
deambulando por esos lares sola acabaría siendo carne fresca para los buitres de
sus hombres.
Y que Dios la ayudara si caía en manos de alguno de ellos, pues seguro que
harían barbaridades con ella, sin importarles siquiera compartirla unos con
otros... Lo que él hacía en la intimidad con sus mujeres no era nada comparado
con lo que harían sus súbditos o soldados... Sobre todo, Sir Connor, que era el
más peligroso de todos. Más de una vez tuvo problemas con este último, al que
le encantaba meterse bajo las faldas de sus sirvientas sin su consentimiento,
como más de uno de sus hombres tenía como costumbre hacer.

SEÑOR R
SEÑOR R
PARTE XII

No sabía qué dirección tomar, ni si iba por buen camino. Era muy posible que
no lograra dar con la puerta principal, e incluso que esta estuviera atestada de
soldados haciendo la guardia. Pero, aun así, Diana no perdió la esperanza de
acabar, de una manera u otra, bien parada. Ya bastante mala suerte había tenido
a lo largo de ese intenso y endemoniado día, era casi imposible que las cosas se
complicasen más todavía, al menos, eso quería creer ella.
Por ello, continuó con su alocada carrera, conteniendo la respiración para así no
oler el rancio olor que emanaba dicha estancia debido a la falta de higiene en el
lugar. De vez en cuando miraba por encima de su hombro, para ver si el señor
del castillo o alguna otra persona la estaban persiguiendo. No podía garantizar
si escuchaba las pisadas de alguien más aparte de las suyas propias, aunque las
mismas apenas eran audibles al ir descalza, ya que sus oídos zumbaban con
tanta sangre circulando por sus venas debido a la excitación que la embargaba.
Cuando alcanzó el gran salón, que milagrosamente logró encontrar después de
haberse tropezado por el camino con varias bifurcaciones, suspiró aliviada,
aunque aún no había logrado salir de esa, sabía que estaba más cerca de la
salida.
Un ruido procedente del otro lado de la estancia, la hizo detenerse en el acto y
esconderse entre las sombras, detrás de un traje de armadura que adornaba el
salón. Mantuvo a duras penas controlada la respiración, mientras buscaba con la
mirada la fuente de aquel sonido. Más no la halló, en cambio, sí vio otro pasillo
paralelo al que ella había estado transitando.
Cuando creyó estar fuera de peligro, se deslizó con destreza hacia aquel pasillo
para explorarlo y ver si así lograba de una vez por todas salir de allí.
Dicho corredor estaba casi con la misma escasez de iluminación que el anterior
que dejaba atrás, aunque a malas penas estaba un poco más en penumbras, y
tenía mucho más polvo, y con alguna que otra tela de araña. Se notaba que por
allí se transitaba con menos frecuencia.
«Mejor para mí», se dijo Diana mientras lo recorría con sigilo, «eso quiere
decir que por aquí apenas pasa gente, por lo tanto, tardarán más en dar
conmigo, y eso me dará más tiempo para escapar», reflexionó mientras
alcanzaba el pie de unas polvorientas escaleras.
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Se detuvo delante del primer escalón, debatiendo si era aconsejable continuar
con esa ruta, o si debiera regresar de nuevo al salón y buscar el corredor que la
llevara a la puerta principal. Pero un nuevo ruido a sus espaldas, procedente del
salón que acababa de dejar atrás, fue el detonador suficiente para que
reaccionara y se pusiera de nuevo en marcha y olvidara eso de cambiar la ruta
de escape.
Subió los peldaños de dos en dos, y resollando por el esfuerzo, alcanzó el
último de ellos. Arriba del todo solo había una puerta, y esta, estaba cerrada.
«¡Maldición!, ¿y ahora qué?», se preguntó Diana mientras maldecía por su
mala fortuna. No sabía qué hacer ahora, estaba atrapada y sin escapatoria, hasta
que se le ocurrió probar suerte a ver si la puerta estaba con el cerrojo sin echar o
no.
Y... ¡Bingo!, la manivela giró entre sus manos sin resistencia alguna y Diana
pudo entrar. Y lo hizo, la atravesó con decisión, aún sin saber qué era lo que
podría encontrar al otro lado de la puerta.
Al principio no logró ver nada, pues la estancia estaba totalmente a oscuras, por
ello, volvió a salir, cogió la primera antorcha que tenía más a mano y regresó de
nuevo al interior de aquella desconocida habitación.
Una vez que pudo ver el lugar, respiró tranquila, pues no había nadie allí.
Además, aquel sitio parecía a primera vista como una especie de biblioteca y
aquello la reconfortó. Por ello, con tranquilidad, estudió el lugar.
Comprobó, que las altas paredes estaban repletas de estanterías, todas ellas
cargadas con manuscritos y pergaminos correctamente enrollados y colocados
unos encima del otro. Siguió con su exploración y vio que en un lado de la
pared que le quedaba a la izquierda, había una larga mesa llena de papeles, con
varias plumas y tinteros, un porta velas y otros utensilios destinados para
escribir y tomar nota.
Y justo en la pared contraria, la que se encontraba a su derecha, había otra
mesa. Pero esta estaba repleta de tarros de barro, varios puñados de ramas de
diferentes arbustos y plantas, y lo que parecía ser restos de distintos animales
disecados.
Diana miró con asco las patas de conejo y pollo que había allí encima, entre
otros restos orgánicos que ella no lograba identificar.
Después de analizar detalladamente lo que le rodeaba, Diana llegó a la
conclusión de que aquel lugar, más que una biblioteca, parecía el centro de
trabajo de un hechicero. Nada más pensar en ello, un escalofrío le recorrió la
columna vertebral, desde la nuca hasta sus fríos dedos de los pies.
Y el hecho de oír unas pisadas subiendo las escaleras, no hicieron sino
empeorar las cosas, pues ahora, además de encontrarse en ese estado, también
estaba petrificada sin saber qué hacer. Hasta que la puerta se abrió
SEÑOR R
estrepitosamente tras ella, lanzándola al suelo de rodillas.

SEÑOR R
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PARTE XIII

El dolor que sintió cuando sus rodillas impactaron contra el duro suelo, no fue
nada comparado con el que sintió al caer de bruces en el mismo. Alguien se
había lanzado sobre ella y ahora la tenía sometida bajo su cuerpo pesado, y por
lo que parecía ser, no tenía intenciones de quitarse de encima.
Diana intentó liberarse, se retorció bajo aquella presión, pero no logró nada más
que hacerse daño. La arenilla del suelo se le clavaba en la mejilla,
magullándosela. Los pechos y las costillas le dolían por tener que soportar tanto
peso, y encima, apenas podía respirar bien.
Estaba asustada, no sabía qué pasaría ahora, ni cómo saldría de esa, y para
colmo, sentía algo duro entre sus nalgas y dudaba de que se tratara de un arma...
Y debido a su constante intento por librarse del hombre que la tenía en esa
situación, no hacía más que restregarse contra aquella erección, haciendo,
inconscientemente, que su agresor se excitara más.
Su respiración era más agitada que la de ella, prácticamente jadeaba. Y sus
manos traviesas no hacían más que acariciarle los costados, rozando en varias
ocasiones, y adrede, con los contornos de sus pechos. Su mejilla rasposa por la
falta de afeitado se rozaba con la de Diana, irritándola con tal grotesco gesto,
mientras su aliento caliente y con olor a vino se entremezclaba con la de ella.
—¡Suélteme, canalla! —gritó desesperada, cuando después de un par de
minutos en esa posición, no consiguió liberarse—. ¡No me toque, hijo de
puta! —volvió a chillar, pero sin obtener resultado alguno.
«¿Cómo podría ser tan bruto ese tal Lord Braine?, ¿no se daba cuenta de que
en esa postura apenas podía respirar y que era a su vez muy dolorosa e
incómoda?», se preguntó una incrédula Diana, que seguía luchando por
liberarse. Había colocado las palmas de las manos en el suelo, para impulsarse
hacia arriba y ver si así lograba desestabilizarlo y quitárselo de encima, pero
apenas logró alzarse del piso un milímetro.
«A él le gusta impartir dolor» se dijo con ironía. «¿Le gustará recibirlo
también?», se preguntó Diana con una sonrisa en los labios mientras llevaba a
cabo el plan que se le acababa de ocurrir.
—¡Perra! —ladró el hombre, nada más recibir el impacto de la nuca de la
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muchacha contra sus labios partiéndole uno de ellos, con una voz tan ronca por
la excitación, que en un principio a Diana le costó entenderle y le sonó extraña.
Este se echó mano a la boca para detener la pequeña hemorragia, mientras que
con la otra la agarraba de los pelos con fuerza y sin delicadeza alguna, y tiraba
de éstos—. ¿Os gusta jugar duro?, ¿eh? —le susurró al oído, una vez le había
obligado a que alzara la cabeza del suelo para alcanzar así mejor su oído—. ¡Yo
os daré con dureza, pequeña zorra!
Y acto seguido, le soltó de golpe la melena, provocando que la cabeza de la
joven se impactara contra el suelo debido a la gravedad. La frente de Diana
amortiguó el golpe, y ella no pudo más que chillar de dolor. Sabía que le saldría
un chichón allí, pero aquello era el menor de sus problemas, pues el hombre,
nada más soltarla, bajó su enorme mano masculina hasta la altura de sus caderas
con intenciones de ir más allá.
En ese mismo instante, Diana estaba a punto de entrar en estado de shock,
completamente rígida y con un fuerte e insoportable dolor de cabeza. Sabía que
ya no tenía escapatoria alguna, que en cuestión de minutos sería violada por el
señor del castillo, y que luego podría incluso acabar muerta. «¿Qué tan
enfadado podría estar Lord Braine después de que ella intentara escapar y,
encima luego le golpeara con la cabeza en la boca lastimándole?», se preguntó
Diana en un intento por distraerse y no ser consciente de como el hombre le
levantaba la camisa y dejaba totalmente expuesto su trasero desnudo; iban a
desflorarla y de la peor manera… Siendo obligada.
—¡Déjeme! —exigió, más no obtuvo respuesta alguna, ni consiguió que su
agresor le obedeciera—, por favor, deje que me marche —suplicó esta vez con
apenas un hilo de voz, cansada y frustrada de verse en ese estado de impotencia.
Mientras el hombre le masajeaba una de sus blanquecinas nalgas con una de sus
manos y la ignoraba adrede, a la vez que intentaba liberar su miembro del
confinamiento que eran sus ropas con la otra, Diana pensaba incrédula en su
actual situación. Con su estúpida decisión de intentar escapar había conseguido
cabrear a su raptor, acabar tirada en el sucio suelo de aquél extraño lugar y a
punto de ser forzada. Ella que tanto temía el encuentro entre ellos dos, uno que
sabía que sería inevitable si no lograba escapar, va y se encuentra con que ahora
se acabaría llevando a cabo y de la peor manera posible… Estando ella boca
abajo, en una posición incómoda y ¡sin siquiera poder mirarle a la cara! Al
menos, en el lecho del dormitorio, encadenada o no, seguro que hubiera estado
más cómoda, pensó mientras intentaba tener la mente ocupada en otra cosa que
no fuese el tener al hombre posicionado entre sus piernas. El muy cabrón había
logrado separárselas utilizando una de las suyas, que era sin duda, más fuerte y
robusta.
—Desde que os eché el ojo encima en la subasta —comenzó a decirle mientras
SEÑOR R
colocaba su endurecido pene delante de su sexo—, juré que os haría mía —
confesó con la voz cargada de deseo—. Y te advierto, pequeña ratita, que soy
un hombre de palabra.
Segundos después, notó cómo la punta resbaladiza de la cabeza del miembro
masculino tanteaba su entrada, intentando hacerse hueco para entrar. En ese
momento se quedó sin respiración, rezando por que al menos el dolor de la
intromisión fuera medianamente soportable.
—Por favor, por favor —le suplicó de nuevo—, hágalo con delicadeza, solo le
pido eso, y prometo no resistirme.
Pero él no le respondió siquiera, se limitó a sujetarle las caderas con ambas
manos mientras se preparaba para el primer empujón. Y durante esas milésimas
de segundos, Diana creyó oír unos ruidos similares a unas pisadas, pero no
estaba totalmente segura ya que se encontraba en tal estado de estupor que no
sabía si habían sido imaginaciones suyas o no.
Y justo cuando empezó a notar cómo el miembro presionaba y comenzaba a
introducirse dolorosamente en su prieto sexo, algo extraño pasó de
repente, pues el hombre se detuvo a medio camino de la penetración y el peso
que ejercía encima de ella desapareció, dejándole con una sensación de frío a
sus espaldas.

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PARTE XIV

Nada más escuchar el primer grito femenino que rompió el silencio de la noche,
Julen se puso en tensión, con la mandíbula firmemente apretada, y las manos
cerradas en puños hasta tal punto que los nudillos se le pusieron blancos.
Giró sobre sus talones y salió del amplio salón, tomando el corredor que lo
llevaría a la torre del curandero. Según su intuición, el grito de dolor y
desesperación que se había filtrado por sus oídos había provenido desde allí.
Subió los peldaños de dos en dos, mientras seguía escuchando aquella voz que
no paraba de suplicar una y otra vez que la dejasen en paz. No la reconoció, por
eso estaba seguro de que aquella mujer que pedía clemencia no era miembro de
su servicio. Y eso solo podía significar una cosa: su nueva adquisición estaba en
peligro.
Y justo cuando llegó hasta el último escalón y pudo ver lo que ocurría más allá
de la puerta, que estaba totalmente abierta, sintió cómo la ira y la rabia se
apoderaban de él. «¿Cómo se atrevía Sir Connor a tocar lo que es mío! ¡Y,
además, sin mi permiso?» se preguntó un incrédulo Lord Braine, mientras se
lanzaba sobre aquel hombre seboso que osaba degustar lo que era de su
propiedad antes que él.
Lo agarró por la parte de atrás de la sucia camisa de lino que todavía llevaba
puesta, y tiró hasta lograr alzar al pesado hombre, quitándolo de encima de
aquella pequeña muchachita.
Este, que estaba desnudo de cintura para abajo y con una notable erección, dio
patadas a diestro y siniestro intentando golpear al individuo que había
interferido en su cometido, sin saber que se trataba de su señor.
—¡Diablos, Sir Connor! —rugió Lord Braine, desde las espaldas del hombre,
mientras intentaba que este no lo golpeara con la cabeza o con cualquiera de sus
miembros enloquecidos— ¡Deteneos! O me veré obligado a apalearos.
Tras oír esa amenaza, Sir Connor reconoció la voz de Julen y, acto seguido,
detuvo su ataque.
—Se puede saber, Sir Connor, ¿qué hacíais con mi esclava? —preguntó el
recién llegado una vez notó que su súbdito había dejado de resistirse.
—Perdonadme, señor —comenzó a decir este cuando al fin Julen aflojó su
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agarre y lo obligó a girarse para poder encararlo de frente—, no sabía que esta
mujerzuela era también miembro de vuestro preciado harén. No volverá a
ocurrir, mi señor.
—Ya lo creo que así será —le advirtió mientras lo soltaba. Su mirada iba desde
el aturdido Sir Connor hacia la mujer, que ahora se encontraba sentada en el
suelo, en la pared de enfrente, mientras se sujetaba las rodillas y los miraba con
fijeza.
Fue entonces cuando fue consciente de la gravedad de la situación. Su cabeza
había comenzado a atar cabos… Sir Connor, todo dispuesto y medio desnudo;
la chica, prácticamente expuesta y sometida bajo aquel cuerpo robusto… Todo
indicaba que, si hubiera llegado a tardar un minuto más, aquella mujer de
mirada penetrante habría acabado violada… ¡Si es que ese bastardo no lo había
hecho ya!
Volvió a dirigir su intensa y furiosa mirada sobre Sir Connor y, en una zancada,
lo tuvo de nuevo de frente. Lo tomó de la pechera mientras este lo miraba con
temor, y lo levantó un palmo del suelo.
—Decidme, escoria —lo insultó esta vez—, ¿la habéis mancillado?
Por un momento, el hombre no supo qué decir, y eso solo le sirvió para que
Lord Braine se enfadara más. Este, totalmente fuera de sí creyendo que con ese
silencio afirmaba el peor de sus temores, le atizó un puñetazo en la cara con tal
fuerza, que Sir Connor fue lanzado de culo al piso.
—Señor, señor, ¡deteneos! —comenzó a suplicar, mientras se sujetaba con
ambas manos la nariz rota que no paraba de sangrar—. No llegué a penetrarla,
vos llegasteis a tiempo. Os lo prometo.
Julen, tras oír esa confesión, clavó la mirada en la pelirroja que lo observaba
todo en silencio, abrazada a sus piernas.
—Vuestro nombre —le dijo seriamente—. Exijo saber vuestro nombre,
chiquilla.
Diana se quedó en silencio durante unos segundos, sin saber qué responderle.
Aún estaba asimilando todo lo que había ocurrido en los últimos minutos.
Acaba de descubrir que no era Lord Braine quien estaba intentando abusar de
ella. Empero, aun así, aunque no había sido su atacante, le seguía teniendo
mucho respeto, pues acababa de ver su faceta de hombre enfurecido. Estúpida
sería si no se lo tuviese. Por ello, decidió responderle:
—Diana —logró gesticular cuando vio que se impacientaba esperando una
respuesta.
—Bien, Diana —repitió su nombre de tal manera que parecía que lo estaba
saboreando con la lengua—. ¿Llegó a violaros al final? —le preguntó mientras
señalaba al asustadizo hombre con una inclinación de su morena cabeza. Este la
miraba suplicante mientras un tic nervioso hacía que se le moviera la pequeña y
SEÑOR R
vieja cicatriz que le cruzaba el pómulo derecho de su sucio rostro.
Diana no supo qué decir en un principio. Si decía la verdad, aquel bastardo
solamente recibiría un pequeño castigo y pronto estaría de nuevo en libertad. Y
había muchas posibilidades de que lo volviera intentar cuando encontrara la
ocasión. Además, también era muy posible que, si Lord Braine pensaba que ella
había sido «utilizada» por otro hombre, este ya no se interesara por ella y la
dejara marchar… Aunque era consciente de que, si alguna vez, de alguna
forma, descubría que le había mentido, tomase represalias… Tomó una
decisión, aun a expensas de quedar como una mentirosa.
Desviando la mirada, y clavándola en los dedos de sus pies desnudos, mintió:
—Sí —fue su única respuesta.
Julen no necesitó que dijera nada más. Encaró al hombre, que intentaba salir a
hurtadillas de allí, descargando en él toda su rabia contenida.
Lo molió a palos ante la horrorizada mirada de la muchacha, la cual estuvo a
punto de decir que había mentido, más se calló por miedo a la reacción de Julen
al saber que lo había engañado una vez más.
En cuanto la guardia se presentó allí, alarmada por los gritos y los golpes, Lord
Braine dejó de golpear al inconsciente hombre y lo depositó en el suelo. Con la
respiración agitada, ordenó a sus hombres que se llevaran a Diana de nuevo a
sus aposentos, pero que esta vez la dejaran encadenada hasta su llegada.
Luego, con la ayuda de uno de sus soldados, tomó a Sir Connor de los brazos y,
juntos, lo llevaron a los calabozos.
Mientras, Diana era guiada de nuevo a la misma habitación donde, casi una
hora atrás, había estado durmiendo plácidamente.
Uno de los soldados que la custodiaba, nada más ingresar en la estancia y sin
decir palabra alguna, se acercó a las cadenas que colgaban del techo. Con un
gesto de la mano, ordenó a uno de sus compañeros que la alcanzara hasta él. Y
en cuanto la tuvo al lado, agarró uno de sus brazos y la obligó a estirarlo. Con la
otra mano libre, el hombre colocó uno de los grilletes sobre su muñeca y repitió
la misma operación con el otro brazo.
Cuando hubo acabado de maniatarla con aquellas frías y gruesas cadenas, salió
de la habitación junto con el resto de sus compañeros, dejándola solamente
acompañada del ruido que hacían las cadenas al chocar unas con otras.
«¿Y ahora qué?» se preguntó Diana, intentando encontrar una posición
cómoda, cosa complicada ya que estaba de pie dándole la espalda a la puerta, y
sujeta con cadenas tan cortas que no podía sentarse ni doblar las rodillas
siquiera.
No tardó mucho en conocer la respuesta. Al poco tiempo, Lord Braine se
presentó allí.
Diana notó en la nuca cómo el hombre clavaba su mirada en ella. Luego,
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escuchó el sonido que producía ropa cayendo al suelo y, a continuación, unas
pisadas. Poco después, lo tenía delante, completamente desnudo.
Apartó la mirada de aquel enorme miembro que comenzaba a crecer y la subió.
Se centró en el paño húmedo con el que el hombre se limpiaba
concienzudamente la sangre que le había salpicado en el pecho y en los brazos.
Durante todo el tiempo que duró el lavado, Julen no dejó de mirarla de manera
intensa, memorizando a fuego lento la visión de aquella hermosa mujer en esa
pose. La camisa blanca que, por cierto, era suya, estaba adherida a su esbelto
cuerpo, delineando el contorno de sus curvas. Las piernas largas y bien
moldeadas quedaban al descubierto, mostrando unos deliciosos muslos
cremosos bastante apetecibles. Sus brazos, ligeramente flexionados, estaban
sujetos por encima de su preciosa cabeza, y sus ojos azulados, lo miraban
desafiantes.
Sin dudas, iba a disfrutar con su tarea de domesticarla.
—Chiquilla —comenzó a decirle, una vez que se había deshecho del trapo, el
cual había lanzado al suelo—, ¿veis lo que habéis logrado huyendo de mí? —le
preguntó mientras cogía un taburete de madera y lo ponía al lado de la pared
contigua—. No habéis sido buena, Diana, y ahora me veré obligado a castigaros
por ello.
Acto seguido, se acercó a ella con determinación y la liberó de las cadenas que
la mantenían cautiva.
Y aunque ahora Diana se sentía libre de ataduras, sabía que lo peor estaba por
llegar… «¿Cómo pensaba Lord Braine castigarme?» se preguntó en silencio,
más su mente quedó completamente en blanco cuando este le cogió de la mano
y la guio hasta el taburete. Tomó asiento y a ella la colocó entre sus piernas
flexionadas.
Lentamente, comenzó a levantarle la camisa hasta la altura de las caderas,
deslizando sus amplias manos cálidas, por sus suaves piernas… Y ella no pudo
más que contener la respiración, consciente de que, en pocos segundos, sus
genitales y trasero estarían completamente a la vista… Y a su merced.

SEÑOR R
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PARTE XV

En cuanto Lord Braine tanteó la piel expuesta de su trasero, Diana sintió un


helado escalofrío que le recorría la columna vertebral y le provocaba, a su vez,
que la piel se le erizase. Más cuando el hombre la obligó a inclinarse, de tal
manera que quedó recostada sobre sus piernas, creyó morirse al verse sometida
en esa posición tan vergonzosa; estaba echada sobre sus fuertes rodillas, con las
nalgas totalmente desnudas a su disposición, a punto de caramelo para ser
azotada si así el hombre lo desease.
Y así fue, pues acto seguido, Julen comenzó a darle azotes con la palma de la
mano abierta. Cualquiera habría pensado que ella era una niña pequeña
castigada por haber hecho alguna travesura, con la diferencia de que ella ya era
mayorcita, y los golpes recibidos no eran una mera advertencia. Lord Braine le
estaba dejando claro que estaba realmente enfadado con ella y que pensaba
enseñarla a base de golpes.
Los manotazos se repetían sin que a la pobre Diana le diera tiempo a pensar
siquiera en lo que estaba pasando. Solo era consciente del dolor y el cosquilleo
incómodo que sentía en la zona enrojecida donde aquel imponente hombre le
estaba golpeando.
Y parecía que disfrutaba con ello, pues Diana, entre la confusión del momento y
la neblina de dolor en la que estaba envuelta, fue consciente de la dura erección
que se presionaba contra sus costillas, lo que delataba, así, el alto nivel de
excitación en el que se encontraba el señor del castillo.
Aquello dejó perpleja a Diana, «¿Cómo podía este bastardo disfrutar viendo
sufrir a una mujer?» se preguntó mientras se armaba de valor e intentaba
incorporarse y romper así aquella estúpida sesión de dolor.
—¡Déjeme en paz! —exigió, mientras continuaba retorciéndose entre el fuerte
agarre de aquel insensible hombre—. ¡No tenéis derecho a ponerme una mano
encima! —gritó de nuevo, mientras resoplaba agitadamente en un vano intento
por apartar un mechón de pelo de su boca, que tanto se empecinaba en quedarse
allí adherido.
Una sonora carcajada nacida desde las profundidades de la garganta de Julen
retumbó en la estancia. Realmente, al hombre le hacía mucha gracia el
comentario que aquella pertinente chiquilla acababa de decir.
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—¡Soy vuestro Amo y tengo todo el derecho del mundo para hacer con vos lo
que me venga en gana! —le advirtió, mientras ejercía más fuerza sobre sus
pequeñas muñecas, las cuales tenía sujetas detrás de la espalda. Mientras,
continuaba azotándola con la otra mano.
A Diana se le saltaron las lágrimas, apenas podía aguantar el dolor que le estaba
infligiendo, pero, aun así, continuó:
—¡No soy de vuestra propiedad, aunque hayáis pagado una gran suma por
mí! —le contestó entre sollozos, sin parar de retorcerse—. Y tampoco fui nunca
propiedad de Sir Ian, así que la venta ha sido ilegal —sentenció, consiguiendo
que Lord Braine detuviera el castigo.
Pero él solo se detuvo el tiempo justo para poder inclinarse y susurrarle al oído:
—Me da igual cómo habéis llegado a caer a mis manos —le aseguró con voz
ronca—, lo único que me interesa es que ahora mismo sois mía y que pienso
hacer con vos lo que me plazca.
Y antes de que ella pudiera refutar o decir cualquier otra cosa en su defensa,
Lord Braine retomó de nuevo toda su atención sobre aquel trasero femenino que
tanto le gustaba. Pero esta vez, no lo azotó, sino que comenzó a masajearlo. La
mujer tenía aquella zona enrojecida y con varias marcas de su mano tatuadas en
ella, y se sentía muy caliente al tacto. Aquello no hizo más que aumentar su
excitación a niveles tan extremos que, perdiendo el control, no pudo más que ir
directo a la fuente de su deseo.
Lentamente, mientras Diana volvía a ponerse rígida por el cambio en la manera
de actuar del hombre, Julen deslizó uno de sus largos dedos por la hendidura del
sexo rasurado, deleitándose con la calidez que aquella sensible zona emanaba.
—Decidme, Diana —comenzó a decirle mientras le separaba con sus
hambrientos dedos los suaves pliegues carnosos para tener así mejor acceso al
húmedo y codiciado interior—, ¿por qué no tenéis vello en vuestros genitales?
Diana, que contenía la respiración, y con el corazón acelerado a más no poder,
no se molestó ni en responderle. Le daba igual que él no supiera que la mayoría
de las mujeres de su época iban prácticamente depiladas por completo. Solo
quería que todo terminara lo antes posible, porque, aunque las caricias de aquel
hombre se sentían demasiado placenteras, no eran bien recibidas. Quizás, si
ambos se hubieran conocido en otras circunstancias, ella no hubiera dudado en
dejarse seducir, pero no era el caso. Estaba allí en contra de su voluntad, siendo
castigada por algo que no había provocado.
Mas su mente quedó en blanco cuando uno de los largos y gruesos dedos de
aquél desconocido, se introdujo en su sexo sin ser invitado. Y cuando lo oyó
gemir de placer, despertó de su estupor y giró su cabeza para mirarlo fijamente
a los ojos. En ese momento los tenía cerrados, pero cuando los abrió y los clavó
en los suyos con ese brillo verdoso tan intenso que delataban la pasión
SEÑOR R
contenida, Diana supo que lo tenía todo perdido. Por más que le dijera, le
suplicara o hiciera, ese hombre no iba a detenerse. Lord Braine estaba
totalmente decidido a poseerla.
Mientras, Julen se decía mentalmente que tenía que eliminar las huellas que Sir
Connor hubiera podido dejar en ella. Tenían que ser sustituidas por las suyas,
para que ella conociera el verdadero placer carnal que él podía ofrecerle, y no
solo el dolor que le habían infligido minutos atrás. No quería que se llevara
únicamente el recuerdo de una violación justo la primera noche en su nuevo
hogar... Le daría algo más y mejor para recordar.
—¿No pensáis responder? —preguntó con la voz tan ronca, que apenas se le
entendía, mientras volvía a penetrarla con el dedo. A continuación, lo sacó
lentamente y le restregó la humedad de su interior por el exterior de su sexo
para así lubricarlo—. Veo que hoy vos no habéis tenido castigo suficiente y que
continuáis sin saber quién es el que manda aquí...
—No... yo... No es eso, yo... —comenzó a balbucear, temiendo que de nuevo la
golpeara.
—Shhh —la mandó a callar, mientras la ayudaba a incorporarse y la obligaba a
sentarse encima de sus piernas abiertas—, no digáis nada más, mi lady, en
cuanto deje mi huella en vos, os daréis cuenta de que es cierto lo que os digo,
que me pertenecéis...
Y antes de que Diana supiera siquiera qué significaban esas palabras, notó
cómo el hombre que la mantenía sujeta por las caderas, la obligaba a agacharse
para ser empalada por aquel hinchado y enorme miembro. Y en el mismo
instante en el que notó cómo se hacía paso entre su tierna carne, Diana,
desesperada, decidió que tenía que jugar su última carta si quería salir de allí
con su virginidad intacta.
—Por favor, mi señor —comenzó a decirle, consciente de la manera en la que
se había dirigido a él—. ¡Otra violación no! ¡No lo soportaría!
Aquellas palabras hicieron mella en Julen, quien se detuvo en el acto por un
segundo, recordando, una vez más, lo que le había pasado a ella poco tiempo
atrás. Pero su pene parecía tener vida propia, porque, antes de que se diera
cuenta, estaba de nuevo intentando hacerse paso por aquel estrecho canal.
Y Diana, aprovechando su pequeña vacilación, continuó suplicándole entre
lágrimas que la dejara en paz. No sabía si al final lograría que él se detuviera,
pero suplicar y hacerle sentir compasión por ella era lo único que le quedaba
por hacer para evitar ser violada...

SEÑOR R
PARTE XVI

Escucharla llorar de esa manera tan desconsolada y suplicando clemencia fue el


detonador necesario para sentir un bajón, y que su pene, antes erguido y listo
para dar guerra, quedara flácido de repente. Él, el amo y señor del castillo, que
siempre había conseguido todo lo que se había propuesto sin casi esfuerzo
alguno, se encontró ante un dilema: seguir con lo que se había propuesto hacer
o ceder y dejase llevar por ese impulso que le hizo detenerse y esperar hasta que
ella estuviera lista para recibirle.
Él jamás había tenido la necesidad de obligar a una mujer para que esta tuviera
sexo con él. Nunca. Todas las mujeres que habían pasado por su lecho lo habían
hecho gustosas y deseosas de complacerlo. Sus propias amantes, que
componían su harén, estaban encantadas de ejercer el papel que representan en
su vida, pues siendo parte de esta tenían muchas ventajas. Eran mimadas, bien
cuidadas, tratadas con respeto y no como simples esclavas; tenían todo lo que
les hacían falta y sus únicas obligaciones eran tenerlo satisfecho cuando él las
fuera a buscar. Todo un lujo para una mujer de ese estatus social.
Pero aquella mujer de cabellos color fuego se empecinaba en no querer nada
con él. Renegaba de su papel como amante suyo e incluso quiso huir y alejarse
de su lado y de sus tierras. El porqué, era un misterio que Lord Braine intentaría
descubrir cuando se le presentase la ocasión. Pero ahora no era el momento para
pensar en ello, pues en ese instante se encontraba entre la espada y la pared, y
tenía que decidir qué decisión tomar. Y pronto.
Aunque fue una dura elección para Julen, ya que le tenía ganas desde que clavó
por primera vez la mirada en ella, supo cuál era la mejor opción para los dos.
Con toda la fuerza de voluntad de la que fue capaz de reunir, Lord Braine aupó
a la muchacha, alejándola de su impaciente miembro y de su regazo, para luego
él ponerse también en pie.
—Está bien, chiquilla —comenzó a decirle mientras observaba cómo ella se
limpiaba las lágrimas con el dorso de una de sus diminutas manos—, esta vez
seré benevolente con vos —le aclaró mientras se acercaba a ella y le retiraba un
mechón cobrizo y húmedo de su empapado rostro, y se lo ponía detrás de la
oreja—. Pero la próxima vez, no creo que tengáis tanta suerte... —Hizo una
pequeña pausa para asegurarse de que ella lo estaba escuchando entre tantos
SEÑOR R
hipidos, antes de seguir con su aviso—: Dudo que vuelva a ser capaz de
controlarme.
Y aquellas palabras no fueron una amenaza, pues eran más bien una
advertencia, ya que Julen no estaba seguro de ser capaz de detenerse una vez
más si volvía a tenerla ante él en esa tesitura. Su autocontrol tenía un límite, y
uno muy corto, y más tratándose de ella. El porqué, él no lo sabía, solo era
consciente de que la necesitaba en su cama, en su vida, junto a él... Y el resto,
sobraba.
Tras decir aquello, Julen se alejó de ella y se fue directo hacia la cama, que aún
continuaba desecha, y se acostó de lado en ella dándole la espalda.
Mientras, Diana mira atónita lo que acaba de ocurrir; había conseguido su
objetivo, al menos, se había salido con la suya esa noche. No sabía si al día
siguiente tendría la misma suerte, pero, aun así, con esa incertidumbre
rondándola, ella tenía claro que seguiría luchando por conseguir su propósito y
evitar un encuentro sexual con aquel hombre tan complejo para ella o con
cualquier otro.
Lo cierto era, que Diana quedó realmente sorprendida con su cambio de
comportamiento, de parecer un hombre insensible que solo pensaba en sí
mismo, a ser comprensivo y ceder a sus deseos de dejarla en paz, decía mucho a
su favor.
Quizás no fuera tan ogro como ella pensaba, pero, aun así, seguía sin interesarle
familiarizar con él. Su único objetivo ahora mismo era descubrir cómo regresar
de nuevo a su época. Y eso pensaba hacer en cuanto tuviera ocasión de salir de
aquella habitación. Se había fijado un objetivo, y nada ni nadie iba a lograr que
cambiara de parecer.
—¿Vais a quedaros toda la noche ahí plantada? —preguntó Lord Braine,
interrumpiendo sus pensamientos—. Yo no os lo aconsejaría —le advirtió, sin
siquiera girarse para mirarla—. Además, esta noche no os voy a tocar —le dijo,
manteniendo la misma postura en la cama—. Os lo prometo.
Diana, sin responderle, se acomodó mejor la camisa de lino sobre su agotado y
esbelto cuerpo, y con la barbilla alzada, se acercó al lecho. Rápidamente, retiró
las mantas, se subió a la cama, se acostó sobre ella y se tapó hasta el cuello. En
todo momento se mantuvo lo más alejada posible de él, hasta que el sueño la
venció y al fin, dejó que sus músculos se relajasen.
Julen, durante todo ese corto tiempo, estuvo conteniendo una carcajada y se
conformó con mantener una amplia sonrisa dibujada en el rostro. Le hacía
gracia ver el comportamiento de aquella chiquilla... Realmente actuaba de
manera extraña, demasiada recatada, tímida y cohibida. Era la primera mujer
que conocía que actuase así, y eso no hizo más que aumentar su obsesión e
interés por ella.
SEÑOR R
Por ello, se propuso conocerla un poco mejor y saber la razón por la que
actuaba así. Pero ahora era la hora de descansar, pues al día siguiente tenía
mucho trabajo pendiente; tenía que domar a una salvaje diablesa pelirroja.

***

Pocas horas después, cuando llegó el alba, llamaron a la puerta.


Para entonces, Julen estaba ya levantado y terminando de vestirse en completo
silencio, para no despertar a la mujer que continuaba dormida profundamente
en su mullido lecho. Y antes de que volvieran a golpear la puerta el hombre se
apresuró hacia ella para abrirla, temiendo que despertaran a la fuente de su
extraña obsesión. Nada más hacerlo, ante él, apareció Adam, el curtidor. Este
traía consigo el pedido que él mismo le había encargado el atardecer anterior,
cumpliendo así con el plazo de entrega acordado.
Después de darle las gracias y despedirse de su empleado, Lord Braine se
acercó a la cama, y con mucho sigilo para evitar despertarla, se lo colocó en el
cuello. En todo el proceso, el hombre mantuvo una sonrisa dibujada en los
labios, y cuando se marchó para afrontar sus quehaceres diarios, aún sonreía.
No mucho después, Diana se despertó. Y una vez que comprobó que se
encontraba sola en el dormitorio, se animó a desperezarse estirando los brazos
por encima de su cabeza, para luego darse cuenta de que tenía algo presionando
levemente su garganta.
Instintivamente, se echó mano al cuello y comprobó con desagrado que le
habían puesto una especie de collar de cuero, y que de este colgaba sujeta una
fina cadena... Como si de una perra se tratase...

SEÑOR R
PARTE XVII

«Pero ¡¿qué se habrá creído este cretino, que soy su mascota acaso?!», bufó
en silencio Diana mientras se incorporaba en la cama e intentaba arrancarse
aquel trozo de piel que le oprimía levemente la garganta. Más no pudo hacer tal
cosa, ya que el collar de cuero estaba firmemente cerrado con un pequeño
candado, uno de tan poco tamaño, que era apenas visible.
Forcejeó con el mismo, intentando abrirlo, pero tampoco tuvo éxito. Así que,
Diana, cabreada con todo, en especial con Lord Braine, se levantó de un brinco
dispuesta a buscarlo y explicarle un par de cositas... Él sería el amo del castillo,
el dueño de todo aquello que le rodeaba, pero, aunque hubiera pagado por ella
una fortuna, no dejaba de ser un desconocido con ideas equivocadas. Ella no era
de nadie, ¡y se lo iba a demostrar y dejar bien claro!
Y con esa determinación en mente, se dirigió a la puerta, esperando encontrarla
abierta para poder ir en su búsqueda. Pero justo cuando pasaba por al lado de
las cadenas que empezaba a conocer de sobra, muy a su pesar, para ir hacia la
salida, se acordó del atuendo de ropa que vestía en esos momentos. Agachó su
vista y se dio un repaso rápido, solo para comprobar que la tela de la camisa
blanca que llevaba puesta estaba completamente arrugada.
Frunció el ceño pensando que no estaba en condiciones para salir y que alguien
la viera así, y mientras se planteaba la idea de ir hacia el baúl a por otra, la
puerta se abrió ante sus narices, cómo si Dios Todopoderoso hubiera leído sus
pensamientos.
Se trataba de la misma sirvienta que tan amablemente la obligó la otra vez a
comer algo. Una joven rubia de pequeña y delgada complexión. Pero en esta
ocasión no traía compañía alguna, venía sola y con un vestido entre las manos,
uno de color celeste al igual que los ojos de Diana, y unas sandalias de cuero.
—Miladi, el señor Lord Braine ha exigido que os pongáis este vestido y que
vayáis a desayunar —le informó mientras cerraba la puerta con llave tras de sí
al entrar, y se dirigía a la cama con paso seguro. Depositó la prenda sobre la
misma, dejó las sandalias en el suelo, y se giró para mirarla de frente
—. Permitidme que os ayude con la tarea.
Antes de que Diana pudiera objetar o decir algo al respecto, la joven sirvienta
estaba ya al lado suyo sujetándole el bajo de la camisa y tirando de la misma
SEÑOR R
hacia arriba para quitársela. A los pocos segundos, Diana se quedó de nuevo
totalmente desnuda tal como la había traído su madre al mundo veinte años
atrás. Y fue entonces cuando la muchacha fue consciente de que, en las últimas
veinticuatro horas de su vida había estado en muchísimas ocasiones así, en
cueros y expuesta ante un puñado numeroso de espectadores desconocidos,
tanto masculinos como femeninos... Eso se estaba volviendo una costumbre que
no le gustaba nada en absoluto.
Apenas le dio tiempo a pasar frío siquiera, pues la criada notando su
incomodidad, le puso el vestido sin perder tiempo alguno. Era de talle bajo con
pliegues en la parte delantera y por la parte trasera, y con mangas cerradas y
abombadas. Diana se lo agradeció en silencio, harta de estar de nuevo tan
expuesta, más luego cayó en la cuenta de un detalle importante.
—Perdone... —comenzó a balbucear, sin saber cómo llamarla.
Como si le hubiera leído la mente, la sirvienta de cabello claro le dijo:
—Miladi, podéis llamarme Rose. —Tras estas palabras, le dedicó una pequeña
y genuina sonrisa.
—Bien, Rose —le dijo ella manteniéndole la mirada y respondiéndole a la
sonrisa también—, lamento deciros que creo que os habéis olvidado de traerme
más prendas... —Rose frunció el ceño y la miró con extrañeza, sin saber a qué
se estaba refiriendo—, prendas íntimas, ya sabes... —Diana señaló lo obvio por
encima de la tela de su nuevo ropaje, o sea, sus intimidades, esperando que se
diera cuenta de que no le había traído ropa interior, ¡ni siquiera unas miserables
braguitas!
Enseguida Rose entendió lo que ella le estaba diciendo, y sin borrar su sonrisa
del rostro, le aclaró:
—Miladi...
—Por favor, llamadme Diana, si no os importa —la interrumpió mientras se
calzaba.
—Bien, Lady Diana —corrigió la sirvienta mientras la guiaba hacia el mismo
taburete donde horas atrás Lord Braine le había azotado, entre otras cosas, para
que tomara asiento. Una vez estuvo Diana sentada, comenzó a peinarla con un
cepillo de madera que había sacado del bolsillo de su pulcro delantal—. El
señor Lord Braine pidió expresamente que solo se vistiera con ese vestido, sin
nada más, como el resto de sus mujeres. —Y después de hacer una pequeña
pausa, añadió antes de terminar de cepillar su larga cabellera rojiza—: Creo que
el señor lo prefiere así para tener mejor acceso a...
Y dejó la frase sin terminar. Tampoco era que hiciera falta añadir algo más,
pues Diana la había entendido perfectamente. Lo que pasaba, era que Rose, y el
resto del personal de aquel lugar incluido el señorito, no sabían que ella no iba a
permitir que alguien tuviera acceso a esa zona tan privada. ¡Poca utilidad le
SEÑOR R
iban a dar al hecho de que fuera con su sexo libre de ropa!
Pensar en sus genitales desnudos le hizo recordar lo vivido la madrugada
anterior. Inconscientemente, se llevó una vez más las manos al cuello tocando
el collar de cuero que ahora adornaba su esbelta garganta, y recordando lo poco
que le gustaba lucirlo a la fuerza sin su consentimiento.
—¿Puedo preguntaros algo? —preguntó la criada al verle hacer ese gesto,
mientras se colocaba de nuevo delante de ella a la vez que se guardaba el
cepillo en el mismo bolsillo desgastado donde lo había sacado minutos antes.
—Adelante, Rose, pregunta —respondió la pelirroja, mientras de manera
distraída sus dedos jugaban con la cadena enroscándola una y otra vez entre
ellos.
—¿Qué tipo de joya es esa? —Realmente la jovencita miraba extrañada el
collar mientras formulaba la pregunta.
—¿Es la primera vez que veis algo así? —preguntó Diana incrédula, y cuando
Rose afirmó con un gesto de su rubia cabeza, le hizo a continuación una nueva
pregunta—: ¿Las otras «amantes» de Lord Braine no lucen un collar similar? —
La mera mención de tal palabra, amantes, hizo que se le erizara la piel.
—No, Lady Diana, jamás vi algo parecido —confesó, mientras se puso en
marcha en dirección hacia la puerta, dando por zanjado el tema—. Será mejor
que nos vayamos ya, el desayuno hace rato que le espera.
Y con las mismas abrió la puerta y se apartó para que ella saliera también y la
siguiera.
Durante el trayecto al salón principal, donde le esperaba una gran variedad de
alimentos para empezar con energías el largo día, estuvieron en completo
silencio.
No tardaron en llegar, y cuando lo hicieron, Diana se encontró con que no
desayunaría sola... Seis hermosas mujeres ataviadas con vestidos provocativos
como el suyo, se encontraban allí sentadas alrededor de la gran mesa, mientras
todas ellas la miraban fijamente sin expresión alguna en sus rostros.

SEÑOR R
PARTE XVIII

Diana, con un rostro levemente ruborizado por verse una vez más el centro de
atención, desvió la mirada y la clavó en la larga mesa que estaba colmada de
bandejas y platos con dulces, fruta variada, pan y jarras de cerveza. En ese
momento, involuntariamente, su estómago rugió impaciente, deseoso de ser
llenado con esos ricos manjares que tan bien olían.
El ruido de una silla al ser arrastrada, la hizo centrarse una vez más en lo que la
rodeaba.
Rose había apartado una de ellas para que ella tomara asiento, y así hizo sin
bacilar. Acto seguido la criada la ayudó, empujando el respaldo del asiento, a
que se hiciera hacia adelante y alcanzar así el borde de la mesa de roble.
Una vez acomodada en su lugar correspondiente, Diana se volvió hacia ella
antes de que esta saliera del salón a seguir con sus tareas domésticas, y le agarró
un momento de la muñeca con suavidad. La miró a los ojos antes de hablar:
—Rose... —la llamó con una voz tan baja, que solo la aludida pudo escucharla
—. ¿No desayunará el señor con nosotras? —Estaba impaciente por verle y
exigirle que le explicara de una vez por todas a qué había venido eso de ponerle
una argolla en el cuello.
—Lady Diana, Lord Braine hace ya más de una hora que desayunó —le explicó
mirándola de manera extraña, como si no comprendiera la razón por la que ella
preguntaba algo así si era lo más lógico—. El señor siempre desayuna con sus
hombres antes de comenzar con el entrenamiento matutino.
Diana, algo defraudada con la respuesta, la soltó de su agarre y se centró en
comer algo antes de que su hambriento estómago rugiera de nuevo dejándola en
evidencia. Mientras, la criada salió de la estancia pensando que aquella
muchacha tan bella, era realmente rara.
—Así que... ¿Vos sois la causante de que nuestro señor nos abandonara anoche
cuando estábamos dispuestas para darle placer? —preguntó una de aquellas
jóvenes mujeres que la acompañaba en la mesa justo cuando se habían quedado
las siete a solas, una morenaza con el pelo ondulado y ojos negros como el
carbón, y Diana comenzaba a comer algo de fruta.
Antes de responderle que se podía meter al señor del castillo donde le cupiese,
cosa que suponía que ya había hecho en más de una ocasión, otra de ellas se le
SEÑOR R
adelantó:
—¡¿Cómo os atrevisteis a privarnos de su atención?! —dijo la que era la más
bajita de todas ellas con indignación—. Llevamos más de cinco años siendo sus
amantes, complaciéndole cada vez que su señoría ha considerado que éramos
dignas de sus atenciones, ¡para que ahora vengáis vos y lo monopolicéis!
—¡Eso digo yo!, ¡¿cómo habéis sido capaz?! —preguntó la única moza rubia
del grupo, alzando la voz y poniéndose roja como un tomate—. ¡Julen es
nuestro! —afirmó con fervor, a la vez que clavaba su mirada en el objeto
extraño que adornaba sobre la elegante garganta de Diana—. ¿Y esto qué es? —
preguntó, jalando de la cadena cuando logró hacerse con ella—. ¿Un nuevo
juguetito del se...?
—¡Un momento! —exclamó una incrédula Diana, que no daba crédito a lo que
sus oídos oían, interrumpiendo la diatriba de la rubia que estaba sentada al lado
suyo, mientras la obligaba a que soltara la cadena—. Esto que llevo en el cuello
no es de vuestra incumbencia, ¡Por mí os lo regalaría y mandaría hacer cinco
más para el resto! —le dijo desafiante, con la barbilla alzada y mirando a las
demás de una en una. Ninguna dijo nada—. Y sobre... Julen —lo llamó esta vez
por su nombre de pila, siendo consciente de que acaba de descubrir cómo se
llamaba—, digamos que tampoco estoy interesada en él.
Se había establecido un total silencio en la estancia mientras ella hablaba, pero
no era nada comparado con él que se produjo cuando guardó silencio y se
centró de nuevo en comerse el racimo de uva que tenía delante. Era tan
incómodo que no pudo evitar romperlo.
—Y si no queréis que Lord Braine me ponga las manos encima de nuevo,
¡mantenedlo ocupado y satisfecho! —sentenció, dejando claro que,
efectivamente, las atenciones de Julen hacia su persona no eran bien recibidas.
De nuevo se centró en comer, ignorando la compañía femenina que había
quedado muda tras ver explotar su genio. Si ellas se pensaban que la nueva
«adquisición» del señor era una chica que se asustaba fácilmente, acababan de
descubrir que no era así, y que dicha pelirroja de belleza extraordinaria sabía
sacar las uñas cuando hacía falta.
Minutos después, la normalidad regresó al lugar. Las chicas conversaron entre
sí evitando mirar a Diana e ignorándola a adrede, mientras continuaban con su
desayuno. Solamente una de ellas se mantuvo en total silencio, sin apenas
probar bocado alguno, ya que estaba concentrada en taladrarla con la mirada...
Y aunque Diana se había percatado de ello, hizo caso omiso y actuó como si
nada, pero por dentro se pregunta por qué aquella morenaza de ojos negros
desconfiaba tanto de su palabra.
Hasta que la presión de aquella mirada maliciosa e intensa se hizo insoportable.
No aguantando más, y con el estómago ya lleno y empachado de tanto comer
SEÑOR R
aquél sabroso bizcocho, Diana se puso en pie dispuesta a salir a explorar el
castillo. Tenía que conocer cómo era su nuevo hogar, por si alguna vez volvía
tener la oportunidad de escapar saber a dónde ir. Además, había un espécimen
de hombre de melena color azabache y ojos verdes al que tenía que ver para
cantarle las cuarenta... ¡Y lo antes posible!
Con esa determinación en mente, se apartó de la mesa sabiendo que ya se
encargaría la servidumbre de recogerla, y se puso en marcha.
Tomó el primer pasillo que se encontró por el camino. Pero antes de salir
completamente del salón, se paró en el comienzo del corredor y echó un último
vistazo al grupo de chicas que seguían comiendo, ignorándola todavía. No
podía negar que las seis eran muy guapas, todas ellas delgadas y bastante
sensuales. Cuatro de ellas eran morenas, y las otras dos eran, una rubia y con
muy mala leche, y la otra de cabello castaño y con pinta de ser muy tímida pues
en ningún momento dijo nada en toda la velada. Diana apostó todo lo que
llevaba encima a que, de todas ellas, esa muchachita tan prudente, era la más
noble.
Mas no se molestó en pensar más en ello, era hora de ponerse de nuevo en
marcha y buscar el paradero dónde se encontraría Julen entrenando con sus
hombres. Ese lugar sin dudas debía de ser el patio de armas. Por ello, obligó a
que sus piernas se pusieran en funcionamiento sin demora alguna. Sujetó el bajo
de sus faldas y comenzó a caminar a paso ligero, impaciente por llegar hasta su
objetivo.
***
—¡Esta vez estuvo cerca, milord! —Exclamó el mastodonte de casi dos metros
cuando casi le da una estocada a Julen con su espada de madera— ¿Qué es lo
que os tiene tan distraído, mi señor?
Aunque sabía de sobra la razón de su desconcentración, Julen se abstuvo de
responderle y siguió esquivando a duras penas las estocadas que venían hacia él
desde todos los ángulos posibles. Sir Dante era el mejor luchador y espadachín
de todos sus hombres, incluida su guardia personal, por ello procuraba practicar
con él todos los días.
—Será que no para de pensar en la nueva moza que se ha buscado para que le
caliente la cama —exclamó uno de ellos con sorna, a modo de broma para
chinchar a su señor que estaba a punto de errar en cualquier momento—. He
oído por ahí, que es una belleza descomunal —afirmó elocuentemente—. Estoy
ansioso por gozarla también, una vez que se canse de ella y se digne a
compartirla como hace de vez en cuando con sus otras mujeres.
Lord Braine apretó la mandíbula con fuerza tras oír sus palabras, y arremetió
SEÑOR R
contra su oponente con tal energía, que este perdió el equilibrio y cayó de culo
al suelo polvoriento.
—¡Ey, Henry!, ¡mantened la bocaza cerrada! —Exclamó este desde el piso,
mientras se ponía de nuevo en pie y en posición de lucha—. ¿No os dais cuenta
de que, si lo enfurecéis, vuelve a ser un guerrero invencible?
Aquello era cierto, mientras no estuviera pensando en las largas piernas de su
cautiva, en la calidez que emanaba su prieto interior, o en cualquier cosa que
tuviera que ver con ella y su delicioso cuerpo, era un contrincante difícil de
vencer.
Y así se lo demostró una vez más a sus hombres que miraban expectantes la
lucha que mantenían los dos, a excepción de aquellos que libraban sus propias
batallas a pocos metros de ellos, cuando con un ágil movimiento de su espada
desarmó a su rival.
Dante se mantuvo inmóvil mientras su señor apoyaba la punta de la espada de
madera sobre su nuez. Más luego este desvió la mirada de los ojos de Julen,
para mirar por encima de sus hombros. Al igual que habían hecho los demás, el
mastodonte ancló la mirada hacia la entrada del patio de armas.
Lord Braine, al notar que sus hombres dejaban el entrenamiento y miraban
embobados en la misma dirección, se giró sobre sí mismo para darse la vuelta...
Y toparse con la llameante mirada azulada de Diana clavada en él.

SEÑOR R
SEÑOR R
PARTE XIX

La visión de aquella diosa del amor, con los brazos en jarras apoyados en sus
caderas, y mirándole fijamente con tanta intensidad que por un momento Lord
Braine creyó que lo fulminaría ahí mismo, no hizo más que aumentar la
admiración que sentía por ella.
Estaba realmente preciosa, con su rostro levemente sonrojado por el enojo, con
el cabello suelto emitiendo destellos rojizos cada vez que los rayos del sol se
reflejaban a la vez que la suave brisa los mecía, y con aquel vestido ceñido que
realzaba el contorno de sus curvas y mostraban por el acentuado escote gran
parte de sus hermosos pechos. Realmente hermosa. Y solo de pensar que debajo
de esas faldas no vestía nada más, y que lo que ocultaba ahí era de su
propiedad, su miembro palpitó impaciente y de manera dolorosa.
Con un rápido movimiento, se acomodó lo mejor que pudo aquella reciente
erección que lo mantenía duro, y volvió a centrarse en ella.
Diana, a la que no le pasó desapercibido aquél descarado movimiento, se
sonrojó más todavía si cabe, a la vez que las dudas acudían a ella. Quizás no
había sido tan buena idea la de ir en su búsqueda y enfrentarse a él ante todos
aquellos hombres que destilaban tanta testosterona a la vez. Tenía que haber
esperado a encontrárselo de nuevo en persona, en otras circunstancias más
íntimas, se dijo, pero ya era tarde para dar marcha atrás; había llegado el
momento de demostrarle que no era la sumisa que él esperaba que fuera.
—¡Vos! —explotó tras los intensos minutos que transcurrieron desde que Julen
había reparado en su presencia donde había reinado el silencio—, ¡¿cómo os
atrevéis a ponerme esto!? —Preguntó, señalando con un dedo acusador el collar
de cuero que lucía en contra de su voluntad en su esbelto cuello—. ¿Acaso
creéis que soy vuestra mascota o algo por el estilo? —añadió con semblante
serio mientras esperaba una respuesta.
Y esta, no se hizo de rogar.
—Lady Diana, ¿de nuevo os he de decir que soy vuestro amo y señor, y que
puedo hacer con vos lo que me plazca? —le preguntó tranquilamente sin
alterarse ante el numerito que acababa de montar la esclava, mientras
comenzaba a caminar en su dirección con parsimonia—. Creí que anoche os
dejé bien claro quién es el que manda aquí —añadió mientras sonreía con ironía
SEÑOR R
—. Pero por lo que veo, no fui lo suficientemente claro, y por ello, me veré
obligado a explicároslo de nuevo.
Y nada más decir eso, a Diana se le paró el corazón en seco temiendo que le
azotara de nuevo, y en esta ocasión, delante de todos esos hombres para más
inri. Seguro que estos disfrutarían ante tal bochornosa escenita, pensó ahora
más enojada, además de nerviosa. Pero se dijo que no debería mostrar debilidad
alguna, y por ello, alzó la barbilla y lo miró desafiante mientras este continuaba
acortando la distancia que los separaba.
—No será necesario que me recordéis nada, señor —refutó con voz cortante—.
Solo sentía curiosidad, pues como hace un momento he podido comprobar,
ninguna de sus «otras mujeres» —recalcó esto último para darle más énfasis—,
llevan algo similar a lo que a mí me habéis puesto, y eso me ha dejado
desconcertada...
—Quizás no os considere igual que a mis «otras mujeres» —apuntó él, dando
el último paso que lo dejaría a solo un metro de donde ella se encontraba
plantada de pie, con aquel aire tan desafiante—. Quizás vos seáis distinta para
mí...
Aquellas palabras no hicieron más que confundirla en mayor grado. «¿Qué
quería decir con eso?, acaso... ¿Era mejor ser considerada de manera distinta
a las demás?, aquello era buena señal, ¿o no?». Eran muchas las preguntas que
en esos momentos se acumulaban en su cabecita, pero no se atrevía a
plantearlas por miedo a no gustarle las respuestas, por ello, guardó silencio y
esperó a ver qué pasaba a continuación.
—¡Y no es de extrañar, señor!, ¡menuda hembra! —Exclamó Sir Henry, a la
vez que también se acercaba a Diana para explorarla mejor, mientras se lamía
los labios anticipando un posible encuentro con ella algún día. Y esperaba que
ese día fuera más pronto que tarde—. En cuanto os canséis de ella, mi señor, me
gustaría ser el primero en la lista para gozarla también.
Mientras Diana miraba a ese tal Sir Henry incrédula ante tales palabras, el resto
de los hombres allí presentes comenzaron a hablar casi al mismo tiempo. Y lo
peor de todo era, que todos ellos pedían lo mismo: ser los primeros en hacerse
con ella cuando Lord Braine se hartara de su persona. Un escalofrío húmedo le
recorrió la espina dorsal provocando que transpirara por la espalda, haciendo
que la tela azulada de su nuevo vestido se pegara incómodamente a dicha zona,
tras pensar en esa posibilidad.
—¡Silencio! —exigió Julen con voz autoritaria, haciendo callar de inmediato a
sus hombres, que seguían alterados. Más luego, antes de dirigirse de nuevo a
ellos, se centró otra vez en ella—. ¿Realmente queréis saber la razón por la que
vos lucís tal artilugio y las otras mujeres no? —preguntó mientras clavaba su
mirada del color del musgo en sus cristalinos ojos azules.
SEÑOR R
Diana estaba tan nerviosa, que creyó que le temblaría la voz si se atrevía a decir
algo. Y no era su intención mostrarse débil, así que, optó por afirmar con un
movimiento de cabeza para que su voz no la delatase.
—Bien, miladi, vos lleváis eso que os adorna vuestra bella garganta para que
todos sepan que me pertenecéis, y que sois especial para mí —confesó
abiertamente, mientras deslizaba su cálida mirada hacia el elegante cuello de la
muchacha—. Esto —comenzó a decirle mientras deslizaba sus dedos por la
suave superficie de cuero, a la vez que le seguía manteniendo la mirada—, es
nada más ni nada menos, que una especie de insignia que os identificará como
propiedad exclusivamente mía y de nadie más —le aclaró.
Y mientras ella asimilaba esas palabras y lo miraba incrédula y sin saber si eso
la beneficiaría en algo, Julen se giró rompiendo el intenso duelo de miradas que
mantenían para dirigirse a sus hombres con semblante serio.
—Ya lo habéis oído, caballeros —habló en voz alta, para que todos pudieran
escucharle bien—. Esta bella moza es absolutamente de mi propiedad, y aquél
que ose en ponerle un dedo encima, será severamente castigado. —Todos
asintieron en silencio, siendo conscientes de la magnitud de sus palabras, pues
todos ellos conocían perfectamente a su señor y sabían que no era para nada
aconsejable enfurecerlo. De hecho, más de uno de ellos habían presenciado el
lamentable estado en el que había quedado Sir Connor, y sabían que estaba
hablando en serio y no bromeaba.
Y para demostrar lo posesivo que era para con ella, tiró de la cadena que
descansaba entre sus dedos juguetones provocando que el bello rostro femenino
y ruborizado quedara a escasos centímetros del suyo, para luego besarla con
fiereza ante aquel público masculino que miraba la escena con envidia.
Sus labios aplastaron con bastante presión los de ella, a la vez que su lengua
intentó hacerse paso entre los labios cerrados de la sorprendida mujer. Pero
esta, toda obstinada, no le concedió acceso alguno. Mantuvo los labios
firmemente cerrados. Justo cuando él se separó para mirarla de manera
amenazante para que comprendiera que no era inteligente desafiarle, una
diminuta mano impactó contra su mejilla recién afeitada. En un acto reflejó, de
manera veloz se echó mano a la zona que ahora cosquilleaba por el impacto,
mientras la miraba atónito.
Más su intensa mirada no reflejaba la misma intensidad de asombro, que la que
mostraba los ojos de la muchacha, que sin creerse todavía de lo que había sido
capaz de hacer, se tapó la boca para amortiguar un grito ahogado. Instantes
después, salió corriendo de allí intentando poner distancia entre los dos, ante su
mirada incrédula.

SEÑOR R
PARTE XX

No dejó de correr a toda velocidad, hasta que comenzaron a dolerle los pies al
no estar estos acostumbrados a llevar ese tipo de calzado, obligándola, por lo
tanto, a detenerse. Aprovechó que lo hacía para recuperarse un poco y poder así
respirar mejor ya que se había quedado sin resuello alguno. Tomó todo el aire
que sus pulmones fueron capaz de absorber, y luego lo expulsó a la vez que
intentaba calmarse.
Tenía el corazón tan acelerado, que los latidos de este rezumbaban en sus oídos
dificultándole la audición. No sabía si la estaban siguiendo o no, pero lo que sí
tenía claro era que tenía que encontrar un escondite seguro donde ocultarse
hasta que la tormenta pasara. Por ello, cojeando, se puso en movimiento una
vez más y atravesó el laberinto de pasadizos que se encontró por el camino. De
vez en cuando se tropezaba con algún que otro sirviente, pero estos
simplemente se les quedaban mirando sin comprender por qué iba con tanta
prisa, y luego, sin más, seguían con lo suyo mientras ella continuaba corriendo
de manera despavorida.
En su loca carrera por huir de Lord Braine, Diana apuró el paso todo lo que
pudo, y continuó corriendo sin saber hacia dónde se dirigía. De lo único que se
preocupaba era de mirar de vez en cuando por encima del hombro para ver si le
estaba o estaban siguiendo o no, hasta que chocó con algo duro que le hizo
pararse en seco y perder momentáneamente el equilibrio. Si no llega a ser por
unas fuertes manos que la sujetaron justo a tiempo, habría caído de culo sobre el
piso de juncos. Y con la misma velocidad con que la agarraron, fue liberada.
Una vez recuperada del impacto y de la impresión, Diana se armó de valor para
alzar la vista y mirar al causante que había interrumpido su huida.
Un hombre con apariencia oscura y mirada penetrante, de esas que eran capaces
de producir escalofríos, la estudiaba detenidamente con los brazos cruzados.
—Lo siento, no os vi —logró decir mientras intentaba esquivarlo y continuar
con la fuga, pero este se desplazó lo suficiente como para ponerse de nuevo
delante de ella e impedirle así el paso—. Perdonad, caballero, estáis
interrumpiendo mi paseo. Si no os importa, quisiera que me dejarais pasar —le
dijo, y tras esas palabras intentó rodearlo por el otro lado, pero de nuevo el
desconocido se interpuso en su camino.
SEÑOR R
Aquello fue la gota que colmó el vaso. Diana estaba realmente ofuscada, ya no
solo por el hecho de que le estaba haciendo perder un tiempo preciado, sino que
también estaba dando lugar a que la acabaran apresando por su culpa.
Con los ojos entrecerrados, los brazos en jarras y con una mueca de enfado en
su lindo rostro, Diana lo estudió con detenimiento. Fue entonces cuando se dio
cuenta de que no iba vestido igual que los demás, pues este en vez de llevar
puesta aquella ridícula falda escocesa, vestía con calzas y jubón. Y aquello la
desconcertó... «¿Quién diablos era ese hombre?», se preguntó mentalmente
mientras observaba embobada como el misterioso desconocido alzaba una ceja
y sonreía con una sonrisa ladeada.
—Miladi, a mí no me parece que estéis dando un paseo —habló por primera
vez con una voz aterciopelada—, más bien dais la impresión de que estáis
huyendo de alguien... ¿quizás de Lord Braine? —inquirió sin dejar de sonreír.
—¿Quién sois vos? —preguntó ella a su vez, sin responderle ni afirmarle nada.
—¿Acaso importa? —le respondió él con otra pregunta, logrando así que ella se
impacientara más todavía.
—Tenéis razón, no me importa quién sois vos, lo único que quiero es que os
apartéis y me dejéis seguir con mi camino —confesó ella, agarrando de nuevo
el bajo de su falda para emprender otra vez la marcha.
Como había previsto, y era de esperar, el desconocido volvió a interceptarla.
—¡No tan rápido, miladi! —Habló de nuevo con aquella hipnotizante voz
— Aún no me habéis dicho por qué razón estáis huyendo.
Bien, si respondiéndole conseguía que la dejara en paz, eso haría.
—Está bien, caballero, os he de confesar que una vez más, tenéis razón... Estoy
intentando escapar de las garras de Lord Braine —confesó con voz cortante
— ¿Satisfecho? —Él simplemente amplió más todavía su sonrisa en respuesta
—. Así que, si no os supone mucha molestia, os suplico que os apartéis y me
dejéis pasar.
Este, como un autómata, se apartó, habiendo satisfecho su curiosidad.
Y Diana, con paso firme y con la barbilla alzada, se puso de nuevo en marcha.
No había ni dado dos pasos cuando el desconocido la sujetó de la muñeca,
obligándola a que se detuviera en el acto una vez más.
—Id de nuevo a la torre, a mi centro de trabajo —le dijo con voz seria—. Allí
no os encontrarán.
Nada más decirle eso, la soltó y continuó con su camino, en dirección contraria
a la que ella llevaba.
Mientras, Diana lo miraba incrédula, sin moverse del lugar en el que se
encontraba parada de pie como si la hubieran clavado allí, sin saber a qué había
venido eso y si debería confiar en él o no. Además, ¿cómo supo que ella ya
había estado allí?
SEÑOR R
—Girad en el primer pasillo que os encontréis a vuestra izquierda —habló de
nuevo, pero esta vez, sin girarse a mirarla ni detenerse siquiera—, en cuanto
veáis las escaleras, las reconoceréis de inmediato. Solo tenéis que subirlas, y
cómo no, encontraréis una vez más la puerta sin cerrar con llave —le informó
mientras continuaba alejándose, con aquellos andares felinos y seguros de sí
mismo—. Sois libre de darle uso a la estancia mientras yo esté ausente.
Y aunque Diana se preguntó con extrañeza cómo aquel hombre tenía constancia
de que ella ya había estado allí alguna vez, no pudo preguntárselo, ya que este
giró en la siguiente esquina perdiéndole así de vista y dejándola confusa.
¿Quién era?, ¿por qué vestía de manera diferente?, ¿por qué la estaba
ayudando? Si es que realmente estaba haciendo tal cosa y el consejo que le
había dado era por su bien... Cosa que Diana dudaba, ya que no se fiaba ni de su
propia sombra. Empero, aun así, hizo lo que este le dijo y se dirigió de nuevo al
mismo lugar donde la noche anterior casi fue ultrajada.
***
Que sus hombres se rieran de él de esa manera tan descarada, llenando el patio
de sonoras carcajadas, no ayudaba para nada a que su rabia se apaciguara.
Le había pillado de manera tan desprevenida su reacción, que tardó lo suyo en
ser consciente de lo que aquella diablesa pelirroja le había hecho. «¡¿Cómo se
había atrevido abofetearlo, a él, al señor de aquellas extensas y fértiles
tierras?!» se preguntó un incrédulo Julen, mientras la observaba salir pitando
de allí. Estuvo a punto de ir tras ella y darle el escarmiento que se merecía por
su osadía, pero era sabedor de que, si le ponía las manos encima, acabaría
estrangulándola. Y eso no podía permitírselo, aún tenía que enterrarse
profundamente en ella y conocer la gloria que sentiría al hacerlo, al tener su
protuberancia hinchada de deseo hundida deliciosamente en su interior, antes de
que desapareciera de su vida. Cosa que, de momento, no quería que sucediera,
no después de que hacía tan poco tiempo que la había encontrado. Aunque esa
decisión lo llevara a la ruina.
No sabía hasta cuánto aguantaría su paciencia para con ella, pues todo lo que
tenía que ver con su persona, lo desconcertaba y lo dejaba sin saber cómo
actuar; con ella, se sentía otro hombre, distinto, diferente... Siempre excitado,
obsesionado con su belleza, descuidando sus asuntos... Alguien a quien ni él
mismo reconocía, y eso lo dejaba confuso.
Dejó de pensar en ello y giró en redondo sobre el lugar donde estaba plantado
como un estúpido. Les dedicó a sus hombres tal feroz mirada, que todos ellos
guardaron silencio y dejaron de reírse a su costa en cuestión de pocos segundos.
Con el ego todavía pisoteado, y con ganas de matar al primero que se le cruzara
SEÑOR R
en su camino, se acercó a un tonel de madera repleto de agua que había allí
dispuesto para que sus hombres y él se refrescaran después de un duro
entrenamiento, y sin vacilar, hundió su morena cabeza en las profundas y frías
aguas. Necesitaba despejar la mente y aclarar las ideas. Tenía que pensar en una
estrategia para hacerla entender que debía de ser obediente, sumisa y vivir
exclusivamente pendiente para complacerle... Al igual que hacían sus otras
mujeres.
Lord Braine rio interiormente con esa última conclusión. Era gracioso que él
pensara que ella debiera de comportarse como las otras, cuando él mismo le
había dicho que no la consideraba como una igual. Patético, la verdad, todo
aquel asunto era realmente patético.
En cuanto sacó su húmeda cabeza del tonel, sintió como le caían sobre los
hombros varios chorros de agua que se habían escurridos por los mechones de
su larga melena. Nada más incorporarse, deslumbró a su buen amigo Sir
William a su lado.
—Señor, lamento recordaros que ya os avisé de que una mujer así, de ese
calibre, solo os traería problemas —le comentó, guardando una distancia
prudente entre ellos por si acaso Julen arremetía contra él tras decir esas
palabras cargadas de verdades.
—Sir William... —comenzó a decirle con voz amenazante— ¡Guardad
silencio! —ordenó, mientras se ponía en marcha dispuesto a salir de allí lo antes
posible, y así no escuchar a sus hombres riéndose de manera disimulada
mientras murmullaban entre ellos.
Pronto alcanzó la cocina. Necesitaba beberse al menos tres jarras de cerveza, a
ver si así, de esa manera, lograba olvidar por un tiempo a la causante del mayor
quebradero de cabeza que había conocido en sus treinta y cinco años de
existencia.

SEÑOR R
PARTE XXI

No tardó mucho en dar con las escaleras que la llevarían hasta la habitación de
la torre. Las subió de dos en dos, y al poco tiempo, llegó hasta el final de estas.
Ante ella apareció la única puerta que había allí arriba, y en una zancada, la
alcanzó. Sin vacilar, la abrió sin resistencia alguna, tal cual como le había
advertido aquel hombre desconocido de ojos negros que la encontraría, sin
cerrar con llave.
Ingresó en el lugar, con antorcha en mano ya que, las rendijas que hacían de
ventanas apenas dejaban que los cálidos rayos del sol se filtraran, y debido a
ello la estancia estaba débilmente iluminada. Nada más entrar, cerró la puerta
tras de sí.
Escaneó una vez más todo lo que la rodeaba, pero esta vez, con más calma. Ya
no tenía miedo de ser descubierta pues, por alguna extraña razón, creía en la
palabra de aquél morenazo que afirmaba elocuentemente que allí estaría segura.
No sabía por qué creía en eso, pero algo le indicaba que hacía bien en confiar en
él. ¡Esperaba no estar equivocada!
Mientras esperaba a que el tiempo pasase hasta que supiera qué hacer con su
vida, se puso a merodear estudiando con ojo crítico todo lo que encontró en su
camino. Olisqueó las hierbas y plantas que había sobre la mesa de roble,
toqueteó las muestras orgánicas que encontró envasados en diferentes frascos, e
incluso ojeó los apuntes que habían escritos en un pergamino que descansaba
encima de la otra mesa. Pero no entendía nada, ni lo que ponía ni lo que
significaban todas esas cosas, nada, así que dejó de prestarle atención a todo
aquello.
Aburrida y sin saber qué hacer, se puso a husmear lo que había en la estantería
repleta de pergaminos enrollados, a ver si encontraba algo interesante que le
hiciera pasar el tiempo de manera más amena.
Tras poco más de una hora encerrada allí, mirando esto y lo otro, al fin dio con
algo que le llamó la atención. Se trataba de un libro, o al menos eso pensó que
sería puesto que estaba en la estantería más alta y desde su posición no podía
verlo bien. Decidió que sería mejor subirse a una silla, verlo más de cerca y así
salir de dudas, pues sentía curiosidad por saber qué hacía un libro allí si no
había ningún otro más en el lugar.
Y eso hizo, arrastró la pesada silla que había delante de la mesa que hacía de
SEÑOR R
escritorio, y una vez que la puso en frente de la estantería, se subió en ella.
Aun con esa, tuvo que estirarse todo lo que su cuerpo dio de sí, para poder
alcanzarlo. Nada más lo tuvo en su poder, sopló sobre la portada de este para
quitarle la gruesa capa de polvo. Y en cuanto la misma quedó limpia, siendo
entonces visible, Diana sintió que se mareaba de la impresión... Pues sin darse
cuenta, había encontrado el mismo libro que había estado leyendo antes de
quedarse dormida y despertar en otra época. En esa en la que se hallaba
atrapada.
***
Ya llevaba más de tres jarras ingeridas y parecía que su estómago no podría
soportar un trago más. Sin embargo, aun así, Julen, decidido a beber hasta
quedar inconsciente, alzó una vez más la jarra de barro que contenía también
cerveza, y se la bebió de golpe apenas haciendo un descanso para poder
respirar. Casi se atraganta con el líquido, hecho que no le importó ni un
poquito.
Después de casi dos horas bebiendo, todavía no había conseguido olvidarla. La
muy puñetera se le había grabado en la mente a fuego lento, hostigándole una y
otra vez, y no había manera alguna de quitársela del pensamiento. ¿Por qué huía
de él? Acaso, ¿había perdido su encanto con las mujeres y ya no era tan
atractivo como sus amantes decían que era? ¿Quizás sentía repugnancia al
verle?, ¿tan repelente le parecía? Todas estas preguntas rondaban en su mente, y
no encontraba respuesta alguna, hasta que el alcohol comenzó a hacer el efecto
deseado y sus inquietudes quedaron en el cajón del olvido.
Dejó la jarra apoyada sobre el borde de la mesa, creyendo que la dejaba
firmemente sobre ella, consiguiendo así que la pieza de barro perdiera el
equilibrio y cayera al suelo impactando sobre este. Enseguida, una de las
criadas que estaba allí atendiéndole en silencio, se agachó y comenzó a recoger
con mucho mimo los pedacitos esparcidos por el piso.
Desde ese ángulo, Julen tenía una muy buena vista de sus voluminosos pechos
que casi se salían del vestido. Era tan pronunciado el escote, que apenas
ocultaban las aureolas de los oscuros pezones. Un latigazo de deseo nacido
desde sus entrañas le recordó que llevaba casi dos días en abstinencia, sin catar
a una mujer. Algo muy inusual en él. Bastante. Demasiado para su paz mental y
carnal.
Realmente no deseaba en concreto a esa moza lozana, que trabajaba en silencio
y con sumo cuidado de no herirse con los afilados trozos astillados, pero puesto
que no podía en esos momentos tirarse a la verdadera fuente de su excitación,
decidió apagar su fuego con ella.
SEÑOR R
En esos momentos, donde por sus venas corría más alcohol que sangre, su
raciocinio era totalmente nulo y, por ende, era su miembro el que cobraba todo
el control de su persona.
—Venid aquí, preciosa —la llamó con voz pastosa e inestable debido a su más
que evidente estado de embriaguez—, atended a este pobre desdichado a quien
nadie quiere —se quejó como un niño pequeño, mientras le tendía una mano.
La sirvienta de casi treinta años no dudó en complacer a su señor y aceptó la
amplia mano que le tendía. Y cuando fue a darse cuenta, estaba sentada sobre
su regazo, notando la dura erección de su amo bajo sus nalgas mientras este
devoraba sus pechos prácticamente expuestos para su disfrute.
***

Cuando al fin logró recuperarse del impacto que le supuso descubrir ese
hallazgo, Diana bajó de la silla y se sentó en ella. Puso el libro en su regazo y lo
abrió. Lo estudió durante un buen rato, y después de ojearlo una y otra vez, se
dijo que sí, que efectivamente era el mismo libro que ella había tenido en sus
manos no mucho tiempo atrás.
Estaba prácticamente igual, ni más nuevo ni más viejo, era una réplica exacta y
eso no hizo más que dejarla más desconcertada todavía.
Después de pensarlo mucho, llegó a la conclusión de que ese libro tenía mucho
que ver con lo que le estaba pasando a ella. Sin duda alguna, era el causante de
que viajara en el tiempo. Ahora tocaba descubrir cómo invertir el hechizo y
regresar a su época. Por eso, lo leyó en voz alta, luego en voz baja, a ver si
conseguía que el dichoso tomo obrara su magia... Pero tras varios minutos
intentando que sucediera algo, no consiguió nada.
Frustrada y sin saber qué hacer, decidió ir en busca del dueño de ese lugar tan
extraño para pedirle explicaciones. Seguramente, ese hombre de apariencia tan
misteriosa sabría cómo ayudarla. Y con esa determinación tomada, y olvidando
la razón por la que estaba allí escondida, salió en su búsqueda con el libro
debajo del brazo.
Mientras andaba por aquella enorme fortaleza sin saber con certeza dónde se
encontraba y hacia dónde iba, se tropezó con Rose. La muchacha iba cargada
con una cesta de mimbre repleta de panecillos. El olor del pan recién hecho
inundó sus fosas nasales, recordándole que ya faltaba poco para la hora de
comer y que estaba hambrienta.
A Rose no le pasó desapercibido la manera en la que ella estaba mirando la
mercancía que transportaba hasta el salón. Su mirada ávida la delataba.
Interrumpió la marcha hacia el salón donde se estaba comenzando a preparar la
mesa para que, en breve, el señor del castillo y sus mujeres comiesen, con
SEÑOR R
intención de ofrecerle pan a la chica.
—Lady Diana, tomad un panecillo mientras esperáis a que esté la comida
servida —le sugirió la moza mientras le acercaba la cesta para que tomara uno.
En cuanto la joven aceptó su ofrecimiento y le dio las gracias, Rose le dedicó
una genuina sonrisa y continuó con lo suyo.
Diana no tardó en comenzar a devorar ese pequeño manjar, mientras
reanudaba la búsqueda y se decía mentalmente que estaba más hambrienta de lo
que pensaba.
Solamente le quedaba el último mordisco por comer, cuando encontró lo que
parecía ser la cocina. Nada más darse cuenta de que había encontrado aquel
santuario, sonrió feliz pensando que allí encontraría algo más con lo que llenar
su estómago. Pretendía estar saciada antes de continuar con el objetivo que se
había propuesto, ya que no tenía pensamiento alguno de reunirse para comer
con aquellas seis lobas y, mucho menos, con Lord Braine.
Pero pronto su sonrisa cayó al suelo en picado, al igual que el libro que sostenía
entre sus manos, cuando al otro lado de la enorme estancia se encontró a Julen
sentado en una silla, devorando con avaricia unos enormes pechos.
Tal fue el grito ahogado el que se le escapó de entre los labios, junto con el
sonido del libro al impactar contra el piso, que ambos ruidos lograron captar de
inmediato la atención del hombre sobre su persona. Y este, en cuanto la vio allí
plantada mirándolo con los ojos abiertos como platos, apartó a la criada sin
delicadeza alguna, y se puso en pie.
Diana quedó totalmente petrificada cuando lo vio levantarse y dirigirse hacia
ella con paso inestable. Aunque se tambaleaba de vez en cuando, el hombre no
llegó a tropezar ni una sola vez. Y cada vez estaba más cerca. Peligrosamente
cerca.
A Diana no le quedó otra que huir una vez más, como últimamente venía siendo
una costumbre en ella. Sin embargo, no llegó muy lejos ya que, nada más dar
dos pasos hacia la misma puerta por donde instantes antes había entrado, Lord
Braine se abalanzó sobre ella acorralándola contra la pared.
—¡Salid todos de aquí! —exigió con voz ronca debido al alcohol ingerido,
mientras se aseguraba de que Diana no pudiera escapar de su presa—. ¡Ahora
mismo!
No hizo falta decir nada más, pues en cuestión de dos minutos la cocina fue
evacuada completamente cuando todos los sirvientes salieron escopetados de
allí, dejando a Diana sola y a merced suyo… de su dueño.

SEÑOR R
SEÑOR R
PARTE XXII

En cuanto salió de la cocina la última de las criadas que estaba allí trabajando
en esos instantes, Lord Braine prestó de nuevo toda su atención en Diana, que
temblaba contra su cuerpo musculoso mientras evitaba mirarlo a la cara a toda
costa.
La chica todavía estaba algo avergonzada por el bofetón que le había arreado
unas pocas horas atrás, pues ella nunca había hecho tal cosa así antes. Cierto era
que jamás se había encontrado en esa tesitura, o sea, en una situación similar a
la vivida esa mañana en el patio de armas. Era consciente de que él tenía
razones de sobra para estar enfadado con ella. Al igual que ella también las
suyas. Su impulsivo comportamiento se debía a que no estaba acostumbrada a
pertenecerle a alguien, y, mucho menos de esa manera tan posesiva con la que
actuaba siempre Julen hacia su persona. Solo con ella era así.
Comprendía que él se creyera con todo el derecho del mundo para comportarse
con ella de esa forma, ya que era lo que se acostumbraba en esa época, y más
después de haberla comprado. Empero eso no desquitaba que ella se sintiera
utilizada, como un objeto sexual, como un juguetito más de su amplia
colección... Pues no pertenecía a ese tiempo y, por lo tanto, tenía otra visión de
la vida.
Pero ¿cómo hacérselo ver? ¿Cómo hacerle entender que ella no había sido
educada igual que las otras mujeres que él conocía? Seguro que en esos
instantes sería misión imposible hablar siquiera con él, pues parecía estar
bastante ebrio. Al menos, eso supuso al olerle el aliento apestando a alcohol.
Cuando la sujetó del mentón obligándola a que levantara la cabeza para que lo
pudiese mirar de frente, le llegó el tufo.
—Chiquilla, ¿qué me habéis hecho? —le preguntó, mientras la miraba con los
ojos vidriosos e inyectados en sangre a causa de la bebida, y le soltaba la
barbilla—. ¿Qué hechizo habéis obrado en mí para mantenerme tan
obsesionado con vos?
Diana no respondió, pues no sabía qué decir. Solo quería desaparecer de allí y
así no sentir en su pecho el calor que desprendía el torso de Julen al presionarse
contra el suyo, pues aquél simple acercamiento le estaba demostrando a Diana
cuán traicionero era su cuerpo. La leve humedad que se estaba instalando entre
sus piernas, era una fiel prueba de ello. Todas aquellas sensaciones eran nuevas
SEÑOR R
para ella, pero no podía negar que le gustaba sentir aquella opresión en la parte
baja de su vientre, ni ese cosquilleo de miles mariposas revoloteando allí
dentro.
—Sois una bruja, miladi —la acusó, mientras comenzaba a mover de manera
ascendente las manos que tenía apoyadas sobre las caderas femeninas bien
delineadas, hasta depositarlas justo sobre el erguido busto, causando que la piel
de Diana se erizara bajo su tacto—. No hay otra explicación a esta locura que
siento por vos.
Para demostrarle que sus palabras eran ciertas, se inclinó sobre ella para
capturar sus labios, a la vez que comenzaba a sobarle los pechos por encima de
la tela del vestido azul sopesando su peso y tamaño. Aquello provocó que la
temperatura entre ambos subiera unos cuantos grados.
Aunque una vez más Diana quiso resistirse y no verse sometida nuevamente
bajo su hipnótico dominio, no encontró la fuerza de voluntad suficiente para
llevarlo a cabo. De hecho, sin darse cuenta siquiera, se encontró separando los
labios, dejándole total acceso a su boca sedienta.
Julen, a pesar del estado de embriaguez en el que se hallaba, no desaprovechó la
invitación e invadió la cavidad húmeda con la lengua, barriendo todo a su paso
y derrumbando así las barreras que Diana había intentado levantar entre los dos
desde que se conocieron.
Jugó con su lengua, entrelazándola con la suya de tal manera, que parecían
fundirse las dos y pasar a ser una sola. Su sabor era exquisito, igual que toda
ella. Nada más pensar en lo sabrosa que le parecía su saliva, su miembro palpitó
anticipando la gloria que sentiría en su boca al degustar también su esencia
íntima, confiado en que la misma tendría un sabor sublime, como el mejor
manjar que pudiera existir.
—Deliciosa... —confesó entre sus labios con voz ronca, sin parar de besarla
—. Me muero por probaros entera, lady Diana... —añadió entre susurros,
mientras seguía bebiendo de sus labios.
Pero ella apenas lo escuchaba, estaba tan centrada en la sensación que le
producía tener la dura erección de Julen presionando contra su vientre, que solo
era consciente de lo bien que se sentía entre sus brazos. Esas nuevas
sensaciones que experimentaba por primera vez le confirmaban que, a pesar de
todo, lo deseaba.
Su mente se negaba a creer tal cosa, pero su cuerpo le decía otra bien distinta.
Por mucho que pensara que aquello no estaba bien, que ella realmente no sentía
nada por él que no fuese odio por haber aparecido en su vida de esa manera
forzosa, no dejó de corresponder al apasionado beso que le estaba dando,
mientras seguía humedeciéndose de manera inevitable. Lo cierto era que,
quisiera o no, estaba disfrutándolo sobremanera. No podía negarlo. A pesar de
SEÑOR R
que Julen desprendía un sabor mayoritariamente a cerveza, el fuerte sabor no
logró echarla para atrás... Todo lo contrario, le era más adictivo todavía.
Aunque por su cabeza no paraban de desfilar imágenes dolorosas de Julen
fornicando con sus otras mujeres o sobándole los pechos a cualquiera de las
dispuestas sirvientas, Diana no puedo evitar arquear la espalda en un
provocativo ángulo. De esa manera, estaba dándole un mejor acceso a Julen
sobre sus pechos, que estaban ya listos para ser degustados.
Estaba envuelta en tal neblina de deseo, mezclada con pasión y lujuria, que solo
era consciente de lo bien que se sentía el tener la habilidosa lengua de Julen
lamiendo unos de sus pezones recién liberados. Y este, cuando hubo terminado
de saborearlo a conciencia, prestó la misma atención al otro que esperaba
ansioso a que también fuera devorado.
Una vez que ambos endurecidos pezones fueron lamidos y chupados con
maestría por la habilidosa boca de Julen, este pasó a mordisquearlos, ejerciendo
la presión justa para crear placer y dolor al mismo tiempo, robándole así un
gemido placentero a la pobre Diana que no hacía más que derretirse bajo sus
caricias. No estaba cien por cien en forma, ya que el exceso de alcohol hacía
que no se centrase todo lo que quisiera, pero aun así no dejaba de ser un buen
amante ansioso por complacer y ser complacido.
Sin dejar de jugar con las endurecidas cimas de color chocolate de la muchacha,
Lord Braine procedió a deslizar una de sus expertas manos en dirección
descendente, hasta alcanzar el bajo del vestido. Tiró del mismo hacia arriba,
arrastrando la tela por encima de las piernas suaves de la mujer, dejando al
descubierto la fuente de su deseo, que se encontraba totalmente empapado y
listo para su disfrute.
Ahora sí que dejó de prestarle atención a los sabrosos pechos que tanto le
gustaban, dejándolos todos brillantes y bien lubricados gracias a su saliva, para
poder centrarse únicamente en aquel sexo rasurado que lo llamaba a gritos.
—Toda lista para mi toque mágico —susurró mientras la miraba con tal
intensidad, que parecía que se la estaba comiendo con los ojos. Y así era,
porque la visión de aquella Diosa creada para dar placer a un hombre y
ofreciéndose a él sin resistencia alguna, le abría el apetito como si hubiera
estado toda una semana sin comer absolutamente nada.
Ante la atenta mirada de Diana, una velada por la espiral de sensaciones que en
esos intensos momentos la invadían bajo su embrujo, Julen se puso de rodillas
en el suelo. Depositó ambas manos sobre los tiernos y blanquecinos muslos de
la mujer, ejerciendo la presión suficiente como para obligarla a separarlos,
dejándole así mejor acceso a ese lugar tan codiciado por cualquier hombre...
Sobre todo, para él.
Nada más visualizar aquel sexo tan hermoso y listo para su gozo, Julen gimió
SEÑOR R
dolorosamente, ansioso por probarlo. Y cuando con ambas manos separó los
húmedos pétalos para dejar al descubierto el pequeño botón oculto e hinchado
que allí se hallaba enterrado, jadeó tras gruñir. Creyó que iba a morirse allí
mismo, en ese instante, si no lo cataba ya. Eso hizo, dejó que su ávida lengua se
deslizara lentamente por toda esa íntima zona, engullendo todos los jugos
cremosos y sabrosos que encontró en su camino. A continuación, la hundió una
y otra vez en aquél apretado orificio, repitiendo la operación varias veces más.
A pesar de que sus testículos estaban pesados y duros como dos rocas, se
contuvo diciéndose que primero tenía que aplacar su apetito. Por ello, continuó
ingiriendo a lametazos aquella esencia tan adictiva. Cuando acabara, se hundiría
profundamente en ella y los vaciaría completamente, llenándola con su semilla
caliente.
Mientras tanto, Diana enterraba sus dedos entre la melena oscura de Julen,
aferrándose fuertemente a los mechones de pelo de este, como si se le fuera la
vida en ello. Al mismo tiempo, se mordió el labio inferior para evitar así que se
le escapara otro gemido, pues no deseaba delatar a cualquiera que transitara
cerca de allí, lo que ambos amantes estaban haciendo. Pero sentir como la
experta lengua del hombre se introducía y enterraba una y otra vez en su
interior con certeras embestidas, no hacía que le fuese tarea fácil... En absoluto.
En el preciso momento en el que Lord Braine aceleró el ritmo, Diana, a pesar de
que el collar de cuero le dificultaba la libertad de movimientos, no pudo evitar
estremecerse y retorcerse como una serpiente. Frotaba su espalda contra la dura
y rústica pared, arañándosela en el proceso. Sin embargo, apenas era consciente
del dolor que se estaba autoinfligiendo con ese descuidado gesto, pues solo
existía para ella en esos segundos, el placer grandioso que, el señor del castillo
estaba profesándole, utilizando únicamente la boca.
El orgasmo no tardó en llegar y explotar dentro de su interior como si fuegos
artificiales se tratase, haciéndola gozar con tanta intensidad, que no le importó
gritar de placer ni que cualquiera pudiera escucharla.
En cuanto se hubo recuperado del mayor gozo que había experimentado alguna
vez en su corta vida, y los espasmos del orgasmo desaparecieron, comenzó a ser
consciente de lo que acaba de hacer... Y de que seguía teniendo a Lord Braine
con la cabeza enterrada entre sus piernas.
Igualmente, no le dio tiempo a pensar en nada más, si lo que había hecho estaba
bien o mal, si hacía lo correcto en entregarle la virginidad a ese imponente
hombre o no, pues de manera estrepitosa, la puerta fue abierta,
interrumpiéndoles a ambos.

SEÑOR R
PARTE XXIII

Ambos dieron un brinco por la inesperada visita, ya que acaban de ser


descubiertos en una pose algo comprometedora. Mientras Diana daba un
pequeño gritito debido al susto, a la vez que se bajaba la falda del vestido, Julen
perdía el equilibrio debido a su precario estado, cayéndose hacia atrás y
depositando sus posaderas en el duro suelo.
Diana, aprovechando la confusión del momento, decidió que era hora de salir
de allí y huir de todo aquello... De Lord Braine y su magnetismo, de aquel
hermoso castillo tan extraño para ella, de toda esa gente que desconocía, y de
ella misma... Sobre todo, de ella misma, pues acababa de descubrir que, a
manos de Julen, era una mujer vulnerable y manejable, y no podía permitir tal
cosa. No podía continuar bajo su embrujo, porque sabía que tarde o temprano,
se dejaría seducir por aquél grandullón de ojos verdes y lengua habilidosa, y
acabaría, seguramente, locamente enamorada de él. Eso no le convenía. Y
mucho menos si pensaba volver a su época, donde le esperaba su hogar, su
familia, su trabajo, su vida... Por ello, no era aconsejable echar raíces allí, y
mucho menos encapricharse de Julen, pues luego le costaría horrores olvidarlo,
y como mujer sensata no quería ser lastimada. Tampoco se podía quedar
atrapada en esa época, junto a él, pues por muy fuerte y liberal que fuese su
personalidad, no podría soportar la idea de compartirlo con otras mujeres. Y
mucho menos después de haber pasado por su lecho, habiendo sido él
probablemente, el que le hubiera hecho mujer. Por eso, era mucho mejor evitar
que eso, precisamente, sucediera; tenía que alejarse de él y no permitir que
volviera a tocarla, a seducirla, a camelarla... por mucho que le hubiera gustado
sus caricias.
Sí, Diana reconocía que era una cobarde por negarse la oportunidad de poder
llegar a conocer el amor verdadero. Pues se temía que podría albergar alguna
vez tal sentimiento, ya que, cada vez que conocía alguna faceta nueva suya, este
más le sorprendía… y de manera gratificante. Pero prefirió anteponer la lógica
que el pálpito que le dictaba el corazón. Por eso, salió de allí tras recoger el
libro del suelo, sin mirar atrás.
A poca distancia se encontraba Julen algo desorientado. Este intentaba
incorporarse con la ayuda del mozo de cuadra que había ido hasta allí
acompañado de Romina, la morenaza de ojos negros que pertenecía a su harén,
SEÑOR R
ya que, debido a la caída se había mareado un poco, y le costaba coordinar los
movimientos.
Cuando lo logró, ya era demasiado tarde, Diana había salido sin mediar palabra
alguna. Había atravesado la puerta que había al otro lado de la cocina y que
daba a un pequeño jardín. Este estaba dividido en dos partes por un estrecho
sendero de tierra y piedras que iba directamente a los establos... Y también,
hacia la puerta principal de su fortaleza.
—Señor, lamento haberos interrumpido, no era mi intención—comenzó a
excusarse el mozo, un muchacho enclenque de constitución delgada y piel
excesivamente morena debido a una prolongada exposición al sol, mientras
sacudía con nerviosismo el polvo que mancillaba las ropas de su señor tras la
caída—. La razón que me ha llevado hasta vos es la llegada de vuestros nuevos
caballos. Venía para manteneros informado, y también para preguntaros, mi
señor, si los acomodábamos en la antigua o en la nueva caballeriza. Tengo
entendido que esta última no está aún lista...
—¡Guardad silencio! —Explotó Julen—. ¡Y quitadme de una vez por todas las
manos de encima! —añadió, mientras golpeaba las manos del mozo que
seguían recorriendo con torpeza sus vestimentas, para que este dejara de
sacudírselas—. Ahora mismo no me importa en absoluto los caballos, ni los
nuevos establos, ni nada por el estilo —confesó, mientras de manera
tambaleante, se disponía a ir tras Diana como hizo en primera noche que esta
llegó allí, a sus tierras—. Solo quiero de vuelta a mi mujer.
Sin añadir nada más, se dispuso a seguirla, ignorando a la pareja que lo miraba
con extrañeza... La que más, Romina, que estaba que echaba chispas de rabia
por los ojos. Aunque ella estaba acostumbrada a compartirlo con otras mujeres,
porque no le quedaba otra, se negaba rotundamente a perderlo para siempre.
Sabía que su amo estaba demasiado «encariñado» con la nueva adquisición, y
eso no presagiaba nada bueno. Sobre todo, para ella. Algo le decía a Romina
que, para Julen, esa extraña mujer pelirroja no era un simple encaprichamiento,
sino que se estaba enamorando de su persona. Si estaba en lo cierto, seguro que
acabaría olvidándose de ella y de sus compañeras. ¡Y eso no podía permitirlo!,
tenía que hacer algo para evitar que Lord Braine recuperara de nuevo a la fuente
de su obsesión, la que sería posiblemente la causante de que el amo las
abandonara.
Sin pensárselo dos veces, aprovechó que Julen les había dado las espaldas, para
arremeter contra él y tirarlo al piso. Sus intenciones eran dejarlo caos durante
un lapsus de tiempo, y lo consiguió, pues nada más caer Lord Braine hacia
adelante se golpeó la sien contra la esquina de la mesa, perdiendo así el
conocimiento por completo.
—Pero, miladi, ¡¿qué habéis hecho?! —preguntó el estupefacto mozo de cuadra
SEÑOR R
con los ojos abiertos de par en par, mientras se lanzaba de rodillas al suelo y
comprobaba que su señor todavía respiraba—. ¡Menos mal que aún sigue con
vida!, aunque su respiración es irregular, su pulso late estable —le informó
mientras suspiraba de alivio y se ponía en pie de un salto.
—¡Oh, Andrew!, ¡callad un momento y dejadme pensar! —dijo cortante
Romina, a la vez que su mirada oscura como una noche cerrada sin luna,
escaneaba la estancia. Detuvo su inspección en la otra punta de la mesa, donde
a veces Julen se sentaba a beber cuando el cuerpo se lo pedía, para comprobar
con placer que, efectivamente, como suponía, su señor había estado allí
bebiendo esa misma mañana. Y, bastante por lo que pudo apreciar
—. Ayudadme a llevarlo hasta allí —Señaló con el dedo dicho lugar—. Vamos
a sentarlo de nuevo, y cuando despierte, el amo creerá que perdió el
conocimiento debido a la ingesta excesiva de alcohol —planificó—. Y si
tenemos suerte, no recordará nada de esto —añadió también en un susurro,
mientras se agachaba y posaba sus diminutas manos debajo de las axilas del
inconsciente y pesado hombre.
Andrew se le quedó mirando por un momento detenidamente, sopesando si
hacía bien en ayudarla y encubrirla o no, más luego decidió obedecerla y
hacerle caso, ya que consideró que era lo mejor que podían hacer en esos
momentos. Y tenían que darse bastante prisa, antes de que alguien entrara en la
cocina y los descubrieran en medio de esa estampa, de esa guisa.
Con esa determinación tomada, se inclinó también sobre el cuerpo de su señor,
y lo agarró de las piernas. Juntos, dejaron a Julen sentado en la misma silla que
minutos atrás este había estado usando. Lo dejaron con medio cuerpo echado
hacia delante, descansando sobre la mesa, donde aún estaban apoyadas las
jarras vacías que este probablemente había ingerido.

***
A paso ligero, pero sin correr para no tropezar con las piedras con las que se iba
encontrando por el camino, Diana se aventuró a un destino incierto. Tenía la
esperanza de encontrar una escapatoria a todo lo que le estaba atormentando.
Cuando divisó a lo lejos la caballeriza repleta de caballos, sonrió para sus
adentros, sabiendo que ante ella se le presentaba una buena oportunidad para
escapar que no debía desaprovechar; al fin iba a poder poner en práctica las
escasas clases de equitación que había dado el año pasado por puro capricho.
Y mientras se dirigía hacia allí, escuchó un ruido estridente que le hizo
detenerse en seco, girarse, y mirar en la dirección de la procedencia de dicho
sonido para comprobar qué había sido el causante de este. Se trataba del portón
que daba acceso al exterior, el mismo que ella había cruzado estando enjaulada
SEÑOR R
en el carromato del maldito de Sir Ian cuando llegó allí el día anterior, que lo
estaban abriendo en ese preciso momento.
Una vez las puertas abiertas, varios hombres la atravesaron arrastrando consigo
varios caballos, a cuál de ellos más hermoso, sin reparar en ella.
Ella también en un principio ignoró a todos los transeúntes con los que se fue
encontrando a su paso, y que se dirigían hacia la misma dirección que ella,
hasta que se le ocurrió una idea. Con valentía, se acercó al primer mozo con el
que se topó entre tanto barullo. Con coquetería, le pidió amablemente que le
acompañara a un rincón más aislado, fuera de miradas curiosas. Este, creyendo
que la muchacha quería «algo» con él, pues eso era lo que esta le había dado a
entender con sus descaradas insinuaciones, agarró bien fuerte las riendas del
caballo de color canela que llevaba consigo, y fue tras ella sin rechistar.
En cuanto estuvieron en un lugar más íntimo, el mozo, que tenía un grave
problema de acné y que apenas aparentaba tener la mayoría de edad, ató al
semental al poste más cercano. Una vez hubo terminado de atarlo, se abalanzó
sobre ella provocando que se le cayera el libro de entre las manos. A su vez, la
arrinconó contra la dura y fría pared de piedra de la muralla.
Y cuando Diana se vino a dar cuenta, tenía la cara del muchacho hundida en el
pronunciado escote de su vestido. Pero antes de que este llegara a más, levantó
la pierna con fuerza para darle un fuerte rodillazo en todas sus partes nobles,
consiguiendo que el pobre muchacho se doblara en dos debido al dolor y que
cayera de rodillas al suelo. Mientras se retorcía en el piso y maldecía con la voz
algo afónica, la joven tomó de regreso el libro, se lo metió debajo del vestido
para que quedara entre este y su vientre plano, y se fue directamente como alma
que lleva al diablo hacia el corcel, que observaba la escena con indiferencia,
para posteriormente desatarlo.
Tras subirse sobre la silla de montar de color negro, sujetó con fuerzas las
riendas, y espoleó al animal en el costado para que emprendiera la marcha. Y a
galope se hizo paso entre la muchedumbre, que se apartaban con temor al verla
venir tan lanzada, hasta cruzar el portón.
Por miedo de que alguien diera la voz de alarma y fueran tras ella, Diana obligó
a su montura a que galopara con más brío, solventando todos los obstáculos que
se encontraron por el camino, hasta adentrarse en el bosque que lindaba con las
tierras del castillo.
El animal corrió despavorido, tal como le estaba indicando su jinete. Estuvo
esquivando las ramas y los troncos caídos que interferían en su camino
entorpeciéndole la carrera, hasta que metió una de sus fuertes patas en un
agujero, perdiendo así el equilibrio. Fue tan brusco e inesperado el frenazo que
tuvo que pegar, que Diana salió lanzada por los aires unos metros hacia delante,
cayendo con fuerza contra el duro suelo, y golpeándose la cabeza con una
SEÑOR R
piedra a causa de la caída.
Su pierna derecha tampoco acabó bien parada. No obstante, Diana apenas era
consciente del lacerante dolor que sentía en la piel desgarrada de su miembro
inferior lastimado, pues pronto todo se volvió oscuro como una noche cerrada
sin luna. Milésimas de segundos después, reinó un gran silencio a su alrededor,
mientras caía en los brazos de la inconsciencia.

SEÑOR R
SEÑOR R
PARTE XXIV

Una semana después...

La luz matutina del alba que se filtraba por la ventana desprovista del oscuro
tapiz que habitualmente la tapaba y hacía de cortina, anunciaba la llegada de un
nuevo día, el quinto día desde que Lady Diana hubiera sido hallada inconsciente
en el bosque.
Habían sido los peores cinco días que Julen había vivido en sus más de treinta y
cinco años de vida, al menos, que él recordase. Aún tenía en su memoria, como
grabado a fuego lento, el día en la que la encontró tirada en el suelo con una
herida abierta y supurante en la pierna derecha. Aunque la muchacha había
estado sumergida en un profundo sueño debido a la elevada fiebre que la
infección le había causado, gemía de dolor, pero de manera casi inaudible. Fue
así como lograron dar con ella.
Estaba toda cubierta de barro, semiculta entre varios matorrales, y en una
posición bastante incómoda. Nada más verla así de frágil, como si fuera una
muñequita de porcelana rota, a Julen se le encogió el corazón. Sin prestar
atención a lo que le aconsejaban sus hombres, de que era mejor no moverla
estando en tal estado, se agachó y la tomó entre sus fuertes brazos para luego
estrecharla contra su pecho mientras daba la vuelta y regresaba a pie hasta el
castillo. No se fiaba de llevarla montada en su montura, por si el trote y el
movimiento del animal, la dañaban más aún.
Con esa determinación, y con semblante serio, uno que aún reflejaba la
preocupación que le había embargado desde que recordó la desaparición de la
joven, y que todavía le acompañaba, se puso en marcha. Uno de sus hombres se
encargó de las riendas del semental con el que había cabalgado hasta allí,
mientras retomaban la caminata de regreso por donde mismo habían venido.
Mientras avanzaban en silencio por aquél tortuoso camino lleno de ramas,
piedras, hojas secas y barro causado gracias al rocío de la mañana, Julen no
hacía más que maldecirse así mismo por no haber ido en su búsqueda antes, y,
por lo tanto, no haber sido capaz de haberla encontrado más temprano. El
motivo de su tardanza se debía al tiempo que había tardado en recuperarse de la
pequeña amnesia que había padecido tras la borrachera cogida la misma
SEÑOR R
mañana en la que Lady Diana había desaparecido. La chica, de nuevo, había
huido, alejándose de él y de todo lo que representaba.
Jamás la ingesta excesiva de alcohol lo había dejado tan niquelado hasta tal
punto de que estuvo casi un día entero con un fuerte dolor de cabeza y sin
recordar nada de lo ocurrido en los últimos días de su existencia. No fue hasta
dos días después de haber sucumbido al encanto del alcohol, sin saber cierto
porqué razón había hecho tal cosa, cuando los recuerdos comenzaron a
golpearle. Los mismos le habían invadido la mente con fugaces escenas, en un
principio, sin sentido alguno. En cada una de ellas, había aparecido una bella
dama de cabellos rojos como la sangre, que lo enfrentaba con una mirada tan
intensa que parecía desprender fuego por las pupilas. Evocarla en sus
pensamientos había servido para recordarla, reconocerla… El resto de lo que
había olvidado también había acudido a él de golpe, abrumándolo, y
ayudándole a recordarlo todo, la subasta, la adquisición por su parte de la
preciosa muchacha, y todo lo demás; incluso la caliente escena que habían
compartido juntos en la cocina.
Sin embargo, después de haberla visto arder entre las llamas de la pasión tras
haber conseguido que explotara de placer utilizando solamente su hambrienta
lengua, todo se le había hecho confuso en sus pensamientos, no recordando
nada más a partir de ahí.
Todo eso había ocurrido esa misma madrugada, y desde ese instante, en el que
había recordado la existencia de Diana, se había estado reprochando a sí mismo
el haberse encerrado en sus aposentos sin querer hablar con nadie hasta que se
encontrara mejor, el día que despertó de la borrachera... Si hubiera hablado con
alguno de sus sirvientes en cuanto se hubo despejado del todo del
embotamiento, o con su buen amigo Sir William, posiblemente, la habría
recordado antes, y, por ende, de inmediato hubiera comenzado con su búsqueda.
Lo hubiera hecho a las veinticuatro horas de su fuga, no dos días después como
había ocurrido. Sin embargo, había sido un estúpido. Avergonzado por haber
estado caos por una simple cogorza, una que había logrado hasta que olvidara lo
que había cenado la noche anterior, había optado por encerrarse en su alcoba
hasta estar recuperado.
Ahora todo eso importaba bien poco, lo que realmente consideraba prioritario
en esos momentos, tras varios días de vigilia, era que Lady Diana se repusiera
del todo. Porque, aunque había mejorado notablemente en el tiempo que había
estado en reposo absoluto en su cama, el lugar que él consideraba que le
pertenecía a ella desde que apareció en su vida, no se había recuperado del todo
de las altas fiebres. Estas la hacían delirar y hablar sobre cosas extrañas que
jamás había escuchado antes... «¡¿Qué demonios era un coche?», se preguntó
Julen mientras seguía contemplando el cielo raso tras el hueco en la pared que
SEÑOR R
hacía de ventana.
—Señor... —la voz melosa de Rose, lo sacó de golpe de sus pensamientos. Se
giró de manera abrupta y la enfrentó con los ojos entrecerrados esperando que
siguiera hablando—, lady Diana...
Nada más oír el nombre de su amada, Julen se puso en tensión, temiéndose lo
peor. Y mientras urgía a la criada a que hablara de una vez por todas sin tantas
pausas, rezaba en silencio porque aquella muchachita que tanto se había
volcado a cuidar de Diana, y tanto parecía apreciarla, trajera noticias buenas.
—Decidme de una vez muchacha lo que tengáis que decirme, no me tengáis
más tiempo en ascuas. —Casi suplicó, con voz neutra, ocultando su temor.
—No os preocupéis, mi lord, pues os traigo buenas noticias... —comenzó a
decirle—, Lady Diana ha despertado, y ha exigido hablar con vos, aunque
continua algo débil...
Una vez más, no la dejó terminar, y como un rayo, echó a correr por el corredor
que lo llevaría hasta sus aposentos. Entró sin llamar, y el corazón le latió
estrepitosamente de júbilo cuando se la encontró medio incorporada en la cama,
con los ojos totalmente abiertos y mirándole fijamente a él.
¿Qué pasaría ahora?, ¿estaría ella enfadada con él por haberla acorralado en la
cocina, estando bajo los efectos de alcohol, el último día que estuvieron juntos?
¿Le guardaba rencor alguno por ello? Julen no sabía qué pensar, ni en qué
estado de ánimo se encontraba la convaleciente, pero de lo que sí estaba
totalmente seguro era de que lo descubriría en breve.
—Dejadnos a solas —exigió, sin dejar de mirar fijamente a la mujer que tan
preocupado lo había mantenido durante esos interminables días, que le
parecieron una eternidad, mientras el curandero del castillo y una de sus
mujeres, la más bondadosa de todas ellas, salían en silencio del lugar.
Tras oírse cerrar la puerta, una vez que estos habían abandonado la estancia,
reinó un incómodo silencio alrededor de ellos, dando la impresión de estar el
lugar vacío, sin que hubiera allí dos personas respirando agitadamente, y
batiéndose en un duelo de miradas.

SEÑOR R
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PARTE XXV

—Diana... —susurró con apenas un hilo de voz, mientras dudaba si acercarse


más a ella o continuar en la posición en la que se encontraba parado, a unos dos
metros de la cama, manteniendo así una distancia prudencial entre los dos. Se
decidió al final por no moverse de allí ni un solo milímetro: No quería volver
asustarla, ya bastante había estado huyendo de él, como para darle más
motivos para que lo repitiera—. ¿Qué tal os encontráis hoy?
La joven pelirroja, que en ningún momento dejó de sostenerle la mirada, no
sabía qué decir. Estaba agradecida porque gracias a él aún seguía con vida. Y
por lo que le habían contado Rose, el extraño y misterioso curandero que se
presentó como Sir Gerald, y la dulce y atenta amante de Lord Braine, lady
Emily, Julen había estado prácticamente, en todo momento, a su lado. No había
más que mirarle para darse cuenta de que el hombre había descuidado su propia
persona por atenderla a ella. Estaba un poco más delgado, con una incipiente
barba de varios días sin afeitar, que le hacía más atractivo si cabe, y con unos
surcos grisáceos como ojeras debajo de esos hermosos ojazos verdosos.
—Miladi, ¿os encontráis indispuesta? —preguntó esta vez con voz cargada de
preocupación, en vista de que no le respondía. Simplemente, le observaba en
silencio con aquella belleza tan intensa, que ni la enfermedad recién superada
había logrado estropear ni dejar secuelas—. ¿Queréis de regreso a Sir Gerald?
Diana negó con la cabeza, aún sin saber qué decir. Le debía mucho a ese
hombre, y no sabía cómo agradecérselo. Primero la compró, evitando así que
cayera en manos de cualquier otro hombre sin escrúpulos. Luego, la rescató de
las garras de Sir Connor, y aunque aquello desencadenó en una sesión de
azotainas, al final él fue benevolente dejándola ir sin haber abusado de ella. Y si
a todo esto le sumamos que la última vez que estuvieron juntos le hizo gozar y
conocer lo que era un orgasmo, ya no hacía falta añadir nada más... ¡Y ahora iba
y la salvaba de una muerte segura!
Nada más recordar lo mal que lo había pasado, mientras se mantenía consciente
a ratos durante esos dos interminables días en los que se había encontrado sola,
a la intemperie, indefensa, a merced de las inclemencias del tiempo y a
expensas de ser atacada por algún animal peligroso, un ataque de angustia se
apoderó de ella.
Había sido la peor experiencia de su vida, más incluso que el día que viajó en el
SEÑOR R
tiempo para acabar expuesta y vendida como esclava, sexual, nada más ni nada
menos. Menos mal que tuvo suerte, dentro de lo que cabe, y el buen tiempo la
acompañó haciendo soportable las bajas temperaturas de la noche. Sin embargo,
se hallaba malherida, y el dolor de la profunda herida de la pierna derecha, a la
altura del muslo, hizo de aquellas horas en las que estuvo consciente tras
reponerse del trauma en la cabeza, un infierno. Hasta que, debido al cansancio,
falta de alimento y agua, y a la fiebre provocada por la infección, cayó de nuevo
en un profundo sueño, evitando así que siguiera sufriendo.
Una pequeña punzada de dolor en el muslo, le recordó que la herida aún seguía
siendo reciente, y que todavía no estaba curada del todo. Apartó las pieles que
la cubrían en un acto reflejo, para mirársela. Una pequeña línea rosada,
mancillaba su piel. Seguro que le quedaría por siempre una cicatriz como
recuerdo, pensó con fastidio.
Un suave jadeo, que sonó más como un gruñido, hizo que Diana reaccionara y
recordara que no estaba sola en el dormitorio. Lord Braine estaba todavía allí
plantado, mirándola esta vez con lujuria en vez del mohín preocupado que,
escasos segundos antes, su rostro reflejaba.
Siguió la trayectoria de su mirada, y fue cuando fue consciente de que, al
subirse el camisón, había dejado una gran parte de sus largas piernas, al
descubierto.
—Muchacha, si no queréis que acabe ahora mismo con lo que empezamos el
otro día en la cocina, será mejor que os cubráis —le advirtió con voz profunda,
mientras continuaba analizando con deleite las cremosas y blanquecinas piernas
de Diana.
Ella abrió la boca para decir algo, pero luego, como si se hubiera arrepentido de
lo que iba a decir, la cerró de golpe. Fue el único movimiento que hizo, porque
por lo demás, ni se inmutó, sino que continuó recostada en la cama, con el
camisón remangado casi por las caderas en un amasijo de pliegues y arrugas. Si
así lo deseara, con un pequeño movimiento de sus nalgas haría que la tela
terminara subiendo del todo, mostrando así su tesoro oculto libre de ropa
interior.
¿Qué hacer?, ¿provocarlo? No sabía si era eso realmente lo que quería. De lo
que sí estaba completamente segura era que, aquel macho dominante, le atraía
como la luz a las polillas. El hombre le ponía en tal estado de excitación con su
sola presencia, que estaba segura de que, si la deleitaba con una caricia, aunque
fuese una fugaz, tendría otro orgasmo. Casi se corre nada más recordar su
primera vez, provocado gracias a él. Pero, aunque Julen la hiciera sentir como
una perra en celo con una simple mirada lasciva, no estaba segura de si hacía
bien en ir a más. Luego, tras su entrega absoluta no podría soportar estar sin él
ni compartirlo con otras, cosa que era más probable alguna vez pasase.
SEÑOR R
«¡Al infierno!», se dijo con fastidio. Ya bastante había sufrido desde su llegada
a esa época, ¡se merecía disfrutar! Luego, ya habría tiempo para lamentaciones,
se dijo no muy convencida del todo... Además, él se lo merecía y se lo había
ganado con creces, ¿no? Pensó, aunque sabía que, si daba el gran paso, no lo
haría por esa única razón.
A pesar de sus miedos y dudas, se armó de valor. Primero, le sonrió con
picardía. Después, se deslizó suavemente hacia abajo, provocando que,
finalmente, el camisón subiera hasta su cintura. La decisión estaba tomada,
Lord Braine sería el primero.
Julen no necesitó invitación alguna más que esa. Con aquel gesto, Diana había
firmado su sentencia... Ahora él iba a reclamar lo que era suyo desde que pagó
por ella.
—Pequeña bruja, esta vez no habrá marcha atrás. —Y con esa sutil amenaza,
Julen comenzó a desnudarse en silencio ante la atenta mirada de Diana, al
mismo tiempo que contemplaba la nueva zona expuesta para su deleite.

SEÑOR R
PARTE XXVI

Estaba completamente seguro de que, jamás, por muchos años más que viviera,
lograría olvidar la imagen de Diana medio desnuda en su cama. Era la cosa más
sublime que había visto nunca... Y eso que su vida sexual había sido y era muy,
pero que muy activa.
Sin apartar sus verdosos ojos de los de ella, Julen terminó de desvestirse. Con
andares felinos, como si fuera un depredador a punto de lanzarse sobre su presa,
se acercó hasta el lecho. Su miembro dolorosamente erecto, apuntaba hacia
Diana como si tuviera vida propia y supiera que ella era su objetivo, y no se
equivocaba.
Un débil jadeo se escapó de entre los labios entreabiertos de la joven, que lo
miraba expectante, mientras un nudo de nervios por la anticipación se formaba
en su vientre. Estaba muy nerviosa, pues además de estar a punto de dar el gran
paso, había que sumarle el hecho que, a este futuro amante en particular, le iba
la dominación sexual. Y la aproximación de aquel hombre de anchas espaldas,
no ayudaba para nada a relajarse.
Cuando Julen se sentó en el borde de la cama, al lado suyo, Diana no pudo
evitar temblar. Tampoco la descarga eléctrica que nació de sus entrañas y
descendió hasta su sexo, humedeciéndoselo. Aún recordaba a la perfección, lo
que se sentía al tener la lengua de su señor enterrada profundamente allí, en su
interior.
Parecía como si Lord Braine le hubiera leído la mente, porque antes de que ella
lo viera venir, el hombre se le echó literalmente encima, quedando el rostro a la
altura de su vientre. La miró con tan intensidad, que creyó que la fundiría allí
mismo de un momento a otro.
Ella lo miró a su vez sin decir nada, esperando a que él diera el primer paso.
Eso hizo, pues lentamente, como a cámara lenta, Julen se agachó lo suficiente
como para lamer la cima de uno de sus pechos por encima del camisón. Ese
ardiente gesto consiguió robarle un nuevo gemido. Tal gesto hizo que el
hombre sonriera con suficiencia, mientras cambiaba de pecho, y prestaba los
mismos cuidados al otro botón.
Sentir la lengua habilidosa de Lord Braine torturando sus ahora endurecidos
pezones, no hizo sino provocar que su sexo se lubricara más todavía; si seguía a
ese ritmo, no tardaría en empapar la tela que cubría el colchón de la cama.
SEÑOR R
Julen adoraba sentirla retorcerse de placer bajo su toque mágico, mientras él
amamantaba aquellos dos globos carnosos. Deseando sentirlos por completo,
sin nada interfiriendo entre su boca y la apetecible piel que anhelaba, agarró el
bajo del camisón y tiró hacia arriba, logrando sacárselo de encima y dejándola,
por lo tanto, completamente desnuda.
Un escalofrío sacudió a la muchacha, cuando quedó como la había traído al
mundo su madre. Sentir la cercanía de Julen, que ahora miraba con admiración
sus pechos expuestos, hizo que se impacientara y quisiera más.
—Por favor... —comenzó a suplicarle—. Os necesito...
Él en respuesta, se abalanzó sobre su busto, como un niño hambriento ansioso
por mamar. Y eso hizo, se amamantó hasta saciarse, lamiendo, chupando y
mordisqueando sin parar ni dar tregua alguna, hasta lograr dejar los dos botones
bien enhiestos, rojos e hinchados; Justo como a él le gustaban.
En todo momento, Diana estuvo gimiendo sin control alguno, mientras se
aferraba a él agarrándole varios mechones morenos con los puños. Tenía que
reconocer, que eso de que tuviera el pelo largo, tenía sus ventajas. Con la
espalda arqueada en un ángulo perfecto para que Julen pudiera alcanzar sin
problema alguno sus senos, Diana suplicó de nuevo:
—Julen... —lo llamó con voz suplicante—. Necesito sentiros dentro de mí... —
rogó, mientras Julen continuaba torturándola con su boca. Ahora estaba
lamiéndole el vientre, e iba en dirección descendiente.
—Tranquila, chiquilla, todo a su debido tiempo —comentó con voz ronca por la
excitación.
Nada más hablar, reanudó lo que estaba haciendo, pero en vez de ir hacia abajo,
cambió de idea y subió, subió, y capturó los labios de la muchacha, con los
suyos propios.
Sentir los labios de Julen devorándola la hizo enloquecer del todo. Soltó el
agarre que ejercía en la melena masculina para acariciar la musculosa espalda
del hombre, mientras correspondía al beso con la misma pasión.
Sus lenguas se entrelazaron una y otra vez, bailando una danza sensual que los
volvió locos a los dos provocando que el miembro de Julen lloriquease, ansioso
porque le prestaran un poquito de atención. Y el sentir ahora el monte de Venus
rozándose contra él, frotándose con frenesí, no hizo sino ansiarla con más
ferocidad.
Lo que hizo que Julen perdiera completamente el control, fue el notar a Diana
moviéndose bajo su cuerpo, restregando su sexo contra el suyo. La muy astuta
le había depositado sus pequeñas manos en el trasero, para atraerlo más hacia su
apetecible cuerpo, provocando que fuera más perceptible el roce entre ambos
genitales; aquello lo llevó a la locura.
En un arrebato de pasión, rompió el beso para posicionarse entre sus piernas,
SEÑOR R
llevando mucho cuidado de no rozarse con la herida, listo para empotrarla.
Estaba impaciente, había pasado muchos días desde la última vez que estuvo
sumergido en una mujer… O en varias, teniendo en cuenta que él siempre se lo
montaba a lo grande con todas las mujeres que tenía a su disposición, pero
ninguna lo ponía tan caliente como ella. Con impaciencia, agarró su pene con
una de sus manos, y lo guio hasta la abertura. El glande comenzó a hacer
presión en la entrada. Todo sucedía a cámara lenta, y por un momento, ambos
olvidaron incluso hasta de respirar; era el momento crucial. Solo hacía falta un
pequeño movimiento de caderas por parte suya, para hundirse hasta el fondo en
ella, y acabar los dos completamente unidos.
Alzó la mirada y la clavó en la de ella. Quería ver su expresión cuando al fin se
enterrase en su interior y la marcara como suya. Diana le sostuvo la mirada,
sabiendo que, en pocos segundos, sería unida en cuerpo y alma a ese hombre;
Ya no había marcha atrás.
Justo cuando la embistió con fuerza, enterrándose profundamente en su interior,
Diana chilló de dolor y se estremeció bajo su cuerpo. Julen la miró atónito,
sorprendido ante la revelación que acababa de descubrir... ¿Cómo era posible
que una mujer de esa edad adulta, tan apetecible, fuera virgen a esas alturas?
¿Dónde se había criado para haber pasado desapercibida por algún hombre
tanto tiempo? Era demasiado extraño que algo así fuera posible. Y… otra
pregunta inquietante... ¿Le mintió entonces cuando le dijo que Sir Connor la
había violado? Antes de que pudiera expresar sus dudas para obtener respuesta,
se oyeron gritos alarmantes procedentes el pasillo. A continuación, alguien
llamó a la puerta, golpeándola con insistencia con los nudillos.
—Señor... —oyó como lo llamaba uno de los sirvientes—. Lamento la
interrupción, pero debo hablar con vos. Es urgente —añadió.
Gruñendo por la interrupción, Julen salió del acogedor interior de la jadeante
muchacha, dejando un enorme vacío en el cuerpo de esta, quien a su vez lo
miraba con timidez, sin saber qué decirle. Hacía escasos segundos estaba
completamente llena, y ahora solamente sentía un gran vacío. Se cubrió con las
pieles que tenía a sus pies, mientras todavía sentía un palpitante dolor en los
genitales y rememoraba en su mente, los últimos intensos minutos vividos...
¡Ya no era virgen!
—¡Maldición! —Maldijo Lord Braine en alto, mientras comenzaba a vestirse
sin ganas algunas—. ¿Qué Diablos pasa hoy? —Preguntó con rabia
—. Descubro que me habéis mentido, Lady Diana... Y ahora van y nos
interrumpen —confirmó—, de nuevo —añadió.
Giró sobre sus talones para mirar de nuevo a la mujer, que continuaba
dulcemente ruborizada tras el pequeño encuentro que habían tenido, para
decirle:
SEÑOR R
—Ahora vuelvo —su voz aún sonaba ronca—. No os mováis de aquí —le
ordenó mientras terminaba de vestirse y le señalaba con un dedo acusador
—. No tardaré en estar de regreso —le indicó—, y aparte de conversar largo y
tendido con vos, continuaremos por donde lo hemos dejado.
Y sin más, salió del dormitorio, cerrando la puerta tras de sí. A pesar de estar la
puerta cerrada, Diana pudo escuchar lo que aquél sirviente tenía que decirle a su
señor con tanta presura.
—Señor —oyó cómo le decía—, no sabemos cómo, pero Sir Connor ha logrado
escapar de las mazmorras...

SEÑOR R
PARTE XXVII

Con andares apresurados, Lord Braine bajó los peldaños que daban a las
mazmorras seguido de su fiel sirviente, que intentaba igualarle el paso,
lográndolo a muy duras penas; Julen daba tan largas zancadas, que era muy
difícil seguirle el ritmo.
Pronto alcanzó la que había sido, hasta hacía poco, el alojamiento fortuito de Sir
Connor. Se encontró la puerta de hierro forjado abierta de par en par. Varios de
sus hombres estaban allí reunidos, con semblantes serios, esperando órdenes.
Los cuatro que se dedicaban a custodiar esa parte del castillo, se encontraban de
una forma extraña tumbados por el suelo, como si estuvieran durmiendo.
—¿Están vivos? —preguntó, muy preocupados por ellos, temiendo que
hubieran sido asesinados.
—Mi señor, eso creemos —aclaró el soldado de no más de treinta años, que se
encontraba de cuclillas al lado de ellos; la luz de las antorchas se reflejaba en su
acentuada calvicie—. Aunque tienen el pulso débil, todavía respiran —
confirmó. Acto seguido, tomó del suelo una jarra de Aguamiel y se la llevó a la
nariz. Tras arrugarla y poner cara de asco, dijo—: Creo que le han echado algún
tipo de brebaje para adormecerlos, mi señor.
Julen tomó la jarra que el hombre le ofrecía y lo imitó, olió el contenido de la
misma y corroboró que las sospechas del guerrero eran ciertas. Luego se acercó
a la puerta de la celda y comprobó que la cerradura no había sido forzada.
—Decidme, ¿alguno sabéis dónde se encuentran las llaves? —preguntó, sin
dirigirse a nadie en particular, mientras inspeccionaba el diminuto interior del
cuartucho, no hallando nada fuera de lugar.
—Aquí tenéis, mi señor. Las encontramos tiradas en el suelo, junto a la
entrada —aclaró uno de ellos, entregándoselas sin añadir nada más.
Lord Braine las tomó y también las examinó. Dedujo que estaban todas y que
no faltaba ninguna. Alzó la vista y comprobó que el resto de las celdas se
encontraban cerradas, incluso la única que estaba ocupada, además de la de Sir
Connor.
Con paso decidido, atravesó el pasillo hasta llegar allí. Para su sorpresa, seguía
así. Eso confirmaba lo que sospechaba, que no había sido una fuga masiva, sino
que habían liberado a Sir Connor adrede.
—Decidme, preso, ¿sabéis la identidad del aliado que ha liberado a vuestro
SEÑOR R
compañero de mazmorras? —El aludido, que se trataba de un ladronzuelo que
llevaba un mes encarcelado, simplemente se encogió de hombros—. Si me dais
información de utilidad, os prometo el indulto, y mandaré que os liberen.
Los ojos negros del muchacho, que apenas rozaba la veintena de edad, se
iluminaron ante la posibilidad de ser libre. Aunque no le quedaba muchos
meses de condena por haber cometido varios hurtos, la espera se le estaba
haciendo eternamente mortal y ansiaba con desesperación, salir de aquel
infierno.
—Mi señor, una mujer envuelta con una túnica marrón y con el rostro cubierto,
se presentó con una jarra en mano —Julen asintió con la cabeza, luego hizo un
gesto con la mano, incitándole a que continuara—. Estuvo hablando con los
carceleros, pero no pude entender qué les decía, ya que, con la boca tapada,
apenas se le entendía. —Se acercó un poco más a la puerta de hierro y apoyó
sus sucias manos en los barrotes de esta—. Nada más ofrecerles la bebida, se
marchó.
—¿Eso es todo? —Preguntó Lord Braine incrédulo—. Con esta escasa
información que habéis aportado, no me basta para convencerme de dejaros ir...
—Esperad, mi señor —habló el joven preso, cuando lo vio girarse con
intenciones de marcharse—. Todavía no he terminado —afirmó. Cuando
comprobó que el amo de la fortaleza le prestaba de nuevo atención, prosiguió
—: Varios minutos después, cuando sus hombres cayeron en un profundo sueño
tras la ingesta, volvió a parecer de entre las sombras. —Le miró fijamente a los
ojos—. Creo que no llegó a irse, como ellos pensaron.
—¿Y por qué no os liberaron a vos también? —preguntó intrigado.
—No lo sé, mi señor. Le rogué que lo hiciera, lo reconozco, pero me ignoró.
—Entonces, decidme, ¿esa mujer fue quien tomó las llaves y liberó al otro
preso?
—Así es, mi señor.
—¿Y no sabéis su identidad?, ¿su color de pelo o cualquier otro rasgo
identificativo?
—Lo siento, mi lord. Ya os he dicho que iba totalmente cubierta desde la
coronilla hasta los pies.
No muy satisfecho con la información que había logrado descubrir, Julen no le
quedó otra que liberarlo, tal como le había prometido. Si se tratase de un
asesino o un delincuente peligroso, ni loco haría tal cosa, pero como no era el
caso, no le importó dejar en libertad a un ladronzuelo del tres al cuarto.
—Soltadle —exigió, con voz autoritaria, tras alejarse de la celda y encaminarse
hacia la entrada. Le lanzó las llaves al soldado que tenía más a mano—. Se ha
ganado la libertad. Pero mantenedlo bien vigilado, por si osara a cometer un
nuevo delito.
SEÑOR R
—¿Y qué hacemos con el tema de la fuga de Sir Connor, mi lord? —preguntó el
mismo hombre que le había entregado el juego de llaves minutos atrás.
—Quiero que mandéis a reunir a todos los hombres en el patio. Los dividiremos
en tres grupos. Uno de ellos se encargará de custodiar el castillo. Otro se
dedicará a buscar dentro de los muros y de la fortaleza al fugitivo. Y el tercer
grupo, me acompañará a rastrear el bosque y el linde de este, en su búsqueda.
—A la orden, mi señor —dijeron todos al unísono.
—Con su permiso, Lord Braine, voy a reunirlos a todos —dijo uno de ellos.
Tras el asentimiento de cabeza de su señor, salió pitando a cumplir su mandato.
—¿Y qué hacemos con ellos, mi lord? —preguntó el soldado que seguía
agazapado, junto con los cuatro carceleros sedados.
—Acomodarlos en los catres de las celdas, para que descansen hasta que se les
pase el efecto de la droga. —Luego se centró en el subordinado que todavía
sostenía el juego de llaves tras haber liberado al otro preso—. Vos, quedaos con
él —dijo señalando con la cabeza al medio calvo que seguía en cuclillas, junto
con los cuerpos inertes—. Los dos os quedaréis ocupando el lugar de estos
cuatro inútiles; custodiando las mazmorras. —Esto último lo dijo
refunfuñando.
Si esos cuatro cabezas huecas no hubieran aceptado la bebida de aquella
misteriosa mujer traidora, ahora mismo no estaría en medio de una persecución,
sino enterrado entre las cálidas y suaves piernas de Diana.
—Sí señor, como mandéis —aceptaron los dos a la vez, mientras cumplían su
orden de llevar a arrastras a los drogados, hasta los camastros ahora libres de
presos.
Habiéndolo dejado todo claro, Julen salió como un torbellino, igual cómo había
llegado. Se fue directo al patio de armas, seguido del resto de los hombres que
lo habían estado acompañando ahí abajo.
Comprobó, para su placer, que casi todos sus guerreros y soldados, con armas
en mano, ya estaban allí reunidos. Y cinco minutos después, no faltaba ni uno
de ellos.
Hizo el reparto de grupos y tras su señal, cada uno de ellos se fueron a realizar
su cometido; Lord Braine y el grupo de hombres que había seleccionado, se
fueron directamente a las cuadras para tomar los caballos y comenzar la caza
humana.
***
Con las pieles subidas hasta el cuello, rozándole la barbilla, Diana esperó
expectante a que Julen regresase o, en su defecto, mandara a alguien a traerle
noticias; se había quedado realmente preocupada, así como insatisfecha y
SEÑOR R
frustrada.
¡Para una vez que se rinde al deseo y cede a la pasión, van y los interrumpen!
Ahora, para colmo, cuando Lord Braine regresase, tendría que lidiar con él y
con su enfado... Porque fijo que estará muy cabreado con ella por haberle
mentido la otra noche. No debió de haberle dicho que había sido violada,
cuando así no había sido, aunque había estado a punto de serlo. Pero entonces le
pareció una buena idea... Ahora no le parecía así.
¿Qué haría al respecto? ¿La amordazaría y la azotaría como la otra vez? Pensar
en esa posibilidad le hizo recordar aquel momento. Lo pasó realmente mal
recibiendo sus nalgadas una y otra vez. No es que le hubiera dolido en exceso
sus azotes, para nada, pero aquello la hizo sentirse humillada. No se había
merecido tal trato, ni tal humillación. Y para colmo, cuando la acarició de esa
manera tan íntima, ¡lo disfrutó! Entonces se sintió todavía más avergonzada
consigo misma, así como más enfadada con todo: con su inesperada y
desagradable situación, con la manera que estaba siendo tratada, con los
sentimientos contradictorios que la embargaban entonces... Con todo.
Y ahora, en cambio, deseaba quedarse allí, con Julen. Quería volver a sentir sus
labios pegados a los suyos, sus manos acariciando su piel, su imponente
miembro enterrado en sus húmedas profundidades... Aunque eso no desquitaba
que quisiera averiguar cómo regresar a su época. Quería respuestas... Luego
vería si decidía regresar allí o quedarse aquí... Eso dependía de si Julen estaba
dispuesto a deshacerse de sus otras mujeres para quedarse únicamente con ella.
Diana suspiró, y justo en ese momento, llamaron a la puerta. Como le pilló tan
de sorpresa, pegó un brinco en la cama.
—¿Sí? —logró preguntar.
Mientras esperaba a que respondieran desde el otro lado, se puso en pie con
mucho cuidado de no lastimarse más todavía la pierna malherida, y fue hacia la
parte del dormitorio donde había ido a parar su camisón blanco; el que llevaba
puesto antes de que Lord Braine se lo quitara.
—Vengo a traeros noticias del señor —respondió una voz femenina.
—Podéis pasar —dijo Diana al fin, tras haber cubierto el cuerpo con la prenda
blanquecina.
Tal como había permitido, la puerta se abrió lo suficiente como para dejar pasar
a una persona. Pero no fue solamente una la que entró, si no tres: Una mujer
cubierta con un manto marrón y dos hombres robustos con los rostros
semicultos gracias a unas capuchas que llevaban cubriéndoles las cabezas, que
transportaban un gigante baúl de madera.
—¿Pero...? —no le dio tiempo a decir nada más, pues la mujer se lanzó sobre
ella, tirándola hacia tras sobre la cama que estaba a sus espaldas, mientras le
cubría la boca con una mano para silenciarla.
SEÑOR R
—¡Estaos quieta y en silencio, zorra! —ordenó la mujer, que forcejeaba con
ella, intentando inmovilizarla también.
Diana se quedó durante un segundo completamente estática cuando descubrió la
identidad de la mujer al reconocerle la voz, pero dejó de pensar en ello cuando
sintió que unas manos muchos más grandes y fuertes, le sujetaban los abrazos,
apartándoselos del cuerpo de su agresora. Esta seguía todavía encima de ella
tapándole la boca.
Con una sonrisa de suficiencia, la diabólica mujer, que ahora tenía el rostro
descubierto tras el pequeño forcejeo, le dijo a uno de los hombres que la
acompañaba:
—Sir Connor, sujetadle la cabeza y cerradle la nariz.
Antes de que Diana supiera siquiera qué pretendían hacer aquella panda de
lunáticos, la mujer extrajo una pequeña botellita de cristal de un bolsillo oculto
de aquella áspera prenda. La destapó con la intención de obligarla a beber el
contenido.
Como estaba comenzando a asfixiarse, muy a su pesar, no pudo evitar boquear,
facilitándole a Romina su objetivo.
Así fue, la mujer derramó el contenido de la botellita dentro de la boca de
Diana. Esta, que casi se atraganta, no le quedó otra que tragárselo todo.
—Si no fuera porque Sir Connor os quiere viva para gozar de vos, os hubiera
suministrado un potente veneno, en vez de un sedante —dijo la mujer con la
voz cargada de rencor.
Diana, que hasta entonces había estado soportando estoicamente el lacerante
dolor de su pierna, y la había estado mirando con una mezcla de rabia y horror,
comenzó a parpadear. La luz mortecina del dormitorio comenzaba a molestarle.
Todo le daba vueltas. Se estaba mareando, así como también empezaba a
sentirse lánguida, como si sus extremidades le pesasen. A lo lejos escuchó
voces que decían:
—Usad las cuerdas para maniatarla y amordazarla, tal como planeamos. —Era
la mujer la que daba las órdenes—. Daros prisa, necesitamos meterla en el baúl
y transportarla así hasta el carruaje, antes de que nos descubran.

SEÑOR R
SEÑOR R
PARTE XXVIII

Cuando todavía estaba Julen y sus hombres en las mazmorras viendo a ver qué
había pasado con el aviso ese de la fuga de Sir Connor, Romina y sus dos
secuaces, que iban cargando el baúl de madera con una inconsciente Diana
dentro, salían de la construcción por una puerta lateral de uso exclusivo para la
servidumbre.
—Llevad cuidado, no hagáis demasiado ruido. Si nos descubren, podemos
darnos por muertos —les avisó la morenaza, mientras iba abriendo la
cooperativa con una palmatoria en mano y con paso decidido.
Con toda la discreción que lograron reunir, los tres cruzaron el jardín que estaba
por la parte de atrás del castillo, en dirección a la pequeña puerta de servicio
que había semiculta en el muro. Pronto la alcanzaron. Sir Connor y el villano
que había sido contratado por Romina el día anterior, dejaron apoyado en el
césped húmedo por la escarcha de la noche, el baúl pesado que transportaban.
Luego, entre ambos retiraron a rastras los cuerpos de los dos soldados
inconscientes que, supuestamente, eran los tenían que estar custodiando dicha
entrada. Empero, como previamente la mujer los había drogado con una mezcla
de Aguamiel y una gran cantidad de láudano, al igual que hiciera minutos antes
con los cuatro carceleros, no pudieron cumplir con su cometido.
Una vez despejada la entrada, Romina dejó el candil en el suelo, se acercó a la
puerta, y con la llave que le había substraído a uno de ellos cuando una hora
atrás se les había cercado y ofrecido la bebida, la abrió con un suave giro de
muñeca.
Fue la primera en salir, y en cuanto lo hizo, vio para su disfrute como el
carromato de madera de dos caballos que le había encargado al delincuente que
había contratado y llevaba consigo como ayudante, se encontraba estacionado a
un lado del muro tal como pidió que se hiciera. De momento, todo estaba
saliendo como lo había planeado. Sonrío para sí misma.
—Aquí tenéis por vuestro servicio —le dijo al individuo en cuestión cuando
este llegó a su altura, un tipo barrigudo, con una barba grasienta y dientes
podridos, mientras le tendía un saco con monedas de oro; había vendido varias
joyas suyas, que Julen le había regalado en varias ocasiones, para poder pagarle
a ese villano por sus servicios—. Vos podéis daros por retribuido, Sir
Connor. —Esta vez se dirigió al otro hombre, que se había quedado
SEÑOR R
observándolos—. Habéis obtenido vuestra libertad gracias a mi magistral plan,
así como a la muchacha como pago. Creo que con eso es más que suficiente
retribución. —Se quitó la túnica que llevaba puesta para ocultar su identidad y
con ella cubrió la que era ahora la prisión de madera de Diana, para que dicho
arcón no fuera visible. Antes de retirarse, añadió—: Yo me conformo con
librarme de esta mosquita muerta.
—Gracias, miladi, ha sido todo un placer trabajar para vos. —El barbudo hizo
una especie de reverencia, mientras sonreía mostrando su horrible dentadura;
mejor dicho, la falta de ella—. Cuando volváis a requerir mis servicios, ya
sabéis dónde podéis encontrarme.
Sí, en el peor burdel que existiese. Patético.
—Para mí también lo ha sido —confesó Sir Connor, con una enorme sonrisa en
sus labios gruesos. Estaba deseando encontrarse en un lugar seguro, para poder
gozar de su ansiada recompensa—. Y más que lo será en cuanto pueda posar
mis manos sobre la muchacha...
No hizo falta que dijera nada más. Sus acompañantes ya sabían de sobra a qué
se refería. Y ninguno se compadecían de ella… les era indiferente.
Dando el tema por zanjado, Romina eliminó la poca distancia que la separaba
de la puerta por la que habían salido minutos atrás, y la atravesó otra vez en el
más absoluto silencio. Luego, con un golpe seco, la cerró. Se quedó apoyada en
ella, con las manos aferradas en los barrotes de hierro, mientras observaba
como el carromato se alejaba, adentrándose en el bosque y perdiéndose en el
amparo de los árboles.
«Al fin Lord Braine volverá a ser mío... Prefiero compartirlo con mis cinco
compañeras de siempre, que con la acaparadora bruja de cabellos rojizos»
***

Azuzó a su semental para que aumentara la velocidad del galope, para acortar el
margen de tiempo que había entre el momento de la fuga de Sir Connor, al
instante en el que él se puso a buscarle. Según sus cálculos, le llevaba más de
media hora de ventaja.
Gracias a la luz de la luna, la noche no era cerrada y por eso había bastante
visibilidad, facilitándole las cosas a él y a sus hombres.
Después de estar más de tres horas peinando el bosque y sus alrededores, un
frustrado Lord Braine, dio la orden de regresar de nuevo al castillo; a la mañana
siguiente, bien temprano, podrían reanudar de nuevo la búsqueda del fugitivo.
En cuanto alcanzó la puerta levadiza de la entrada, frunció el ceño al ver varios
de sus hombres, entre ellos algunos sirvientes, esperándole con semblantes
serios cargados de preocupación.
SEÑOR R
—¿Qué ocurre?, ¿Sir Connor ha sido por fin apresado de nuevo? —preguntó
nada más detener a su montura en cuanto los cascos de esta pisaron la tierra del
patio.
Todos se quedaron mirándole en silencio. Ninguno se atrevía a darle la mala
noticia que tanto les preocupaban. Sabían que se iba a poner como una furia...
Más de lo que estaba ya tras haber regresado con las manos vacías.
—Buen amigo, lamento informaros de un inoportuno y desafortunado
suceso. —Fue su fiel amigo Sir William el que al final se armó de valor y habló
—. Lady Diana... Ha desaparecido también.
El corazón de Julen se detuvo unas milésimas de segundos. Su respiración
quedó atascada en la garganta. La bilis pulsaba por salir del estómago y la
sangre comenzó a hervirle por las venas.
—¡¿Qué?! —logró preguntar una vez recuperado del impacto tras tal
demoledora noticia—. Pero... ¿Cómo?, ¿dónde está? ¿Cómo ha podido salir de
la fortaleza sin ser descubierta?
Sabía que había perdido los estribos, que estaba gritando y que no paraba de
lanzar una pregunta tras otra, sin esperar primero las respuestas... Pero es que
estaba tan alterado, y, aunque le costase reconocerlo, tan asustado, que no pudo
evitar actuar de ese modo.
—Señor, creemos que ha sido raptada justo cuando vos estabais investigando en
las mazmorras la fuga del prisionero —dijo interviniendo el sirviente de más
edad de la plantilla, que era el mayordomo; el mismo que se había encargado de
Diana cuando fue comprada—. Creemos que en otro momento no ha podido ser,
ya que una vez que vos disteis la orden de rastrear el castillo, este ha estado en
estricta vigilancia... Y hasta que no se registró sus aposentos, no descubrimos la
desaparición de la esclava.
—Pero... ¿Cómo lograron entonces sacarla fuera de estos muros? —preguntó de
nuevo, bastante intrigado y ansioso por encontrar respuestas.
—Mi lord, estamos seguros de que debieron escapar por la vieja puerta de
servicio que lleva tiempo en desuso. —En esta ocasión, habló Sir Henry, otro
buen amigo suyo—. Acompañadme, os lo mostraré.
Con las mismas, se giró y fue en aquella dirección. Julen desmontó y lo siguió
en silencio. Cuando llegaron, se encontraron a dos de sus mozos de cuadra, allí,
vigilándola.
—¿Qué hacéis vosotros aquí? —preguntó Julen, todo extrañado—. ¿Dónde
están los guardias que deberían estar ocupando vuestro lugar?
—Mi señor, hace como cosa de un par de horas o así, los encontramos en el
mismo estado en el que estaban los carceleros de las mazmorras —explicó uno
de ellos—. Ahora mismo están en sus respectivas habitaciones, ya conscientes,
pero con mareos y angustias.
SEÑOR R
Julen comprendió entonces todo lo ocurrido. Aquellos subordinados habían
sido también drogados. Y Sir Connor, con la misteriosa mujer —por no
llamarla bruja—, que lo estaba ayudando, se habían escapado por allí con Lady
Diana de acompañante. Recordarla hizo que sintiera una punzada de dolor en el
pecho.
—Bien, me temo que la cacería no ha llegado a su fin, como pensaba —
reconoció. Luego les dijo a los mozos—: Que un par de hombres, de los que me
acompañaban, os sustituya. Mientras tanto, id los dos a atender a los exhaustos
caballos y preparad los que están descansados. La partida comienza de
nuevo —avisó.
Luego se fue directo a la cocina, se preparó varios fardos con provisiones de
alimentos y bebida. También tomó un par de mantas, que enrolló, por si en
algún momento se veían en la necesidad de acampar; no sabía cuántos días le
podía llevar dar con el paradero de Diana y de sus captores.
Salió de la estancia y se fue a las caballerizas. Cuando llegó allí, depositó su
carga en las alforjas del caballo que le habían preparado, y tras reunir a una
decena de hombres, todos ellos también listos para pasar bastante tiempo fuera
del hogar, se pusieron en marcha, reanudando la caza, de nuevo.

SEÑOR R
PARTE XXIX

—Decidme... ¿Cómo he de dirigirme a vos? —preguntó sir Connor, mientras


azuzaba a los dos caballos para que no disminuyeran el ritmo de sus cabalgadas.
—Mack —respondió el hombre, mientras se amasaba la barba distraídamente
—. ¿Qué pensáis hacer con la dama? —preguntó al cabo de un rato.
Sir Connor no respondió de inmediato. Todavía estaba cavilando sobre eso.
Tenía que sopesar las opciones, y estas, eran bien escasas y ninguna le
convencía del todo. Regresar a sus tierras estaba más que descartado ya que de
seguro que su señor Lord Braine sería el primer sitio donde iría a buscarle.
Podría intentar que alguno de sus pocos fieles amigos y compañeros de armas,
le echara una mano. Quizás podrían prestarle alguna propiedad en desuso y que
estuviera alejada del castillo, para usarlo de escondite hasta que las aguas se
calmaran... Sin embargo, dudaba de que fueran capaces de hacer algo así de
arriesgado, y menos, por él. Todos temían enfrentarse a la ira de su señor, y no
era para menos. El Lord imponía sobremanera.
Recordó la paliza que recibió a manos de este varios días atrás, por culpa de la
mujerzuela que ahora mismo estaba en su poder. Jamás se había sentido tan
humillado como aquella noche. Y ahora, la causante de todos sus problemas iba
a pagar por ello. La cuestión era saber dónde exactamente podría llevar a cabo
los maléficos planes que tenía para con ella.
—Si os soy sincero, Mack, no lo tengo todavía claro...
El barbudo se giró para mirar al robusto hombre que manejaba con soltura las
riendas del carromato, mientras continuaban atravesando el bosque en
penumbras.
—Os puedo ofrecer mi ayuda, si a cambio, compartimos a la muchacha —dijo
Mack, sin apartar la mirada de su acompañante. Este, desvió la vista del camino
empedrado por el que estaban circulando, y la clavó en la de él.
—¿Cómo podríais vos ayudarme? —preguntó picado por la curiosidad.
—Dándolos asilo, por supuesto —argumentó el otro—. O bien podéis veniros a
mi humilde morada que, aunque no es gran cosa, tiene techo donde guarecerse y
una chimenea con la que calentarse. El problema es, que como no está muy
alejada del pueblo y tengo vecinos, los gritos de la mujer podrían delatarnos...
—¿Cuál es la otra opción que me ofrecéis? —A sir Connor le estaba interesando
bastante aquella conversación, de ahí que le interrumpiera.
SEÑOR R
—Podría mostraros una cueva oculta, de la que nadie tiene constancia alguna
sobre su existencia, donde podéis esconderos con ella. —De nuevo, se amasó
otra vez la barba—. Yo iría a visitaros a los dos de vez en cuando. —Sonrió
mostrando sus horribles dientes, antes de añadir—: Os llevaría suministros y
todo lo que os hiciera falta, a cambio vos me la prestaréis por una hora cada vez
que fuera a visitaros. ¿Qué os parece?
Después de pensárselo un poco, sir Connor aceptó. No tenía en mente compartir
la mujer con nadie, pero no pensaba decírselo a aquel pobre diablo. Se
aprovecharía de lo que este tenía para ofrecerle, luego... Luego se lo quitaría de
en medio.
—Muy bien, en ese caso, vayamos primero a mi cabaña a por algunos artículos
imprescindibles para poder vivir en un lugar así de inhóspito —propuso Mack,
al que se le hacía la boca agua con la sola idea de tener a una mujer a su merced
para cada vez que él quisiera desfogarse, sin la necesidad de tener que pagar los
servicios de una furcia para tal fin.
Tras recibir las indicaciones de Mack, sin Connor puso rumbo hacia la
dirección que acababa de indicarle su compañero de fechorías, ansioso por
poder ya alojarse de una vez por todas y poder reclamar al fin su ansiado
premio.
***
Tanto su semental, como él y los otros jinetes, estaban exhaustos. Habían estado
toda la noche cabalgando sin parar ni para descansar si quiera. Ya el sol
despuntaba en el horizonte y todavía no habían dado con el paradero de sir
Connor ni el de Lady Diana.
No obstante, no por ello había perdido la esperanza de localizarlos. Sabía que
tarde o temprano darían con alguna señal, algún indicio que le llevara hasta
ellos era solo cuestión de esperar. Aunque el tiempo corría en su contra... ¿Qué
sería capaz de hacer el que fuera uno de sus fieles hombres, con su mujer ahora
que la tenía en su poder? No quería ni pensar en ello. Se negaba rotundamente.
Porque si empezaba a pensar que tal vez la había violado ya o que tenía
intenciones de hacerlo, como en un principio quiso hacerle a la joven la primera
noche que pasó en el castillo, se volvería loco y entonces, no se centraría en el
rastreo. No podía permitirse ningún tipo de distracción.
—Señor... —lo llamó uno de sus hombres en cuanto se le puso a la par—. ¿No
creéis que es aconsejable hacer una pequeña parada para que las monturas
descansen? Si seguimos a este ritmo, mi lord, las vamos a reventar...
Julen exhaló un suspiro de resignación. No le convenía perder ni tan solo un
segundo, pero su hombre tenía toda la razón; yendo a pie seguro que no
SEÑOR R
llegarían muy lejos. Los caballos les eran imprescindibles.
—Está bien. Dad la voz al resto de la expedición de que haremos una parada de
dos horas para comer algo y descansar —ordenó.
Lo vio alejarse, directo a donde los demás cabalgaban no muy lejos de su
posición. Fue testigo de cómo el hombre les dio la orden que acababa de
encomendarle él. Acto seguido, todos comenzaron a reducir la velocidad del
trote; Julen hizo lo mismo.
A unos cien metros de distancia, divisaron un claro rodeado de árboles, con un
arroyo al lado. Era el lugar perfecto para hacer una pequeña parada, por eso, se
dirigieron directamente hacia allí. Dejaron primero que los caballos bebiesen
agua del riachuelo, y luego, los dejaron atados en los troncos de los árboles más
cercanos a donde ellos pensaban pernoctar.
Uno de los hombres se encargó de darles de comer, otro de recoger ramitas y
troncos. Un tercero procedió a encender una pequeña hoguera en cuanto el
segundo regresó cargado con la leña. El resto se encargó de preparar la comida
que iban a tomar antes de echarse un rato a descansar.
Julen tras ingerir algo de alimento, poca cosa porque había perdido el apetito,
pero lo suficiente para recargar algo las energías, se encargó de la guardia
mientras los demás dormían un rato. Aunque se sentía cansado, soñoliento y le
pesaban los párpados, así como sentía un enorme peso sobre los hombros, no
podía conciliar el sueño por mucho que lo intentase. Por eso, decidió quedarse
él vigilando el improvisado campamento.
Mientras veía los minutos pasar, se puso a pensar en todo lo relacionado con la
fuga de sir Connor y el secuestro de lady Diana. Ahora más que nunca estaba
seguro de que alguien de la fortaleza había ayudado al preso. Por lo tanto, dicha
persona era cómplice y también culpable. Se dijo mentalmente que, cuando
conociera su identidad, le haría pagar por ello.
¿Quién podría odiarlo tanto como para traicionarle así? ¿A quién le beneficiaba
la marcha de ese par? Espera. Un momento. A nadie le importaba lo que
pudiera pasarle a sir Connor. No era una persona muy querida ni apreciada. El
hombre había acumulado más enemigos que amigos. El o la que lo había
liberado, seguro que lo había hecho para otro fin... ¡Claro! Para quitar a Diana
de en medio... Sí, eso es. A quién querían fuera del castillo era a ella. ¿Pero
quién querría eso? Solamente se le ocurría un grupo de personas que podrían
verse amenazadas por la presencia de su nueva conquista: sus mujeres. Fijo que
tenían celos y envidia de Diana, tras ver lo obsesionado que estaba él por ella...
¿Tan obvio era sus sentimientos para con ella? Por lo visto, así era. La cuestión
era ahora saber cuáles de ellas había sido la traidora.
Fue justo pensar en eso, cuando comenzó a recordar vagamente un detalle que
había quedado en el olvido, la imagen difusa y distorsionada del mozo de
SEÑOR R
cuadras y de Romina interrumpiendo en la cocina la mañana en la que le dio por
beber como un cosaco. ¡Joder! ¡¿Cómo no se había dado cuenta antes?! Esa
bruja era, sin dudas, la culpable. Estaba segurísimo. Ella disponía de la
suficiente libertad en el castillo como para salir y entrar cuando quisiera. Tenía
en su poder objetos de valor con los que negociar en el caso de que fuese
necesario. También tenía acceso a la torre del curandero, donde podría haber
sustraído el láudano con el que drogó a sus hombres... Sí, no había duda.
Romina era la traidora.
—¡En pie! —gritó, alterando a sus hombres que como unas flechas se
levantaron de un brinco con sus espadas en mano, listos para luchar si fuera
necesario—. Nos regresamos al castillo ahora mismo —les anunció,
sorprendiéndoles a todos con su enérgico y rotundo mandato.
Aunque todavía faltaba casi media hora para que se terminara el plazo
establecido para el descanso, por orden suyo lo dieron por finalizado. Todos se
dispusieron a levantar el campamento para emprender el regreso lo antes
posible.
Pocos minutos después, Julen estaba de nuevo montado en su semental
deshaciendo el recorrido realizado hasta ahora, con la intención de interrogar a
Romina en cuanto sus pies pisaran la fortaleza. ¡Y pobre de la mujer como se le
ocurriera negarse a colaborar!

SEÑOR R
PARTE XXX

Con un tremendo dolor de cabeza, uno que amenazaba con acabar haciéndosela
explotar, Diana, que acababa de despertar tras varias horas de sueño inducido,
intentó acomodarse lo mejor posible en aquél incómodo baúl en el que se
encontraba encerrada. Sus músculos comenzaron a quejarse, cuando empezó a
moverse todo lo que el reducido espacio le permitía. Estaba asustada, helada de
frío y hambrienta. La incertidumbre por no saber qué estaba pasando con ella,
ni cómo se iba a librar de esa, la estaba matando.
El traqueteo del carromato no ayudaba a que estuviera más cómoda, pues cada
bache o irregularidad que pisaba las ruedas de madera, hacían eco dentro de su
improvisada jaula. Aunque más que enjaulada, parecía que estuviera enterrada
en vida. Con un escalofrió estremecedor, Diana decidió dejar de pensar en
entierros y ataúdes, pues aquellos pensamientos negativos no la ayudarían en
absoluto. Lo que debía hacer era concentrarse lo máximo posible en todo lo que
pasase a su al rededor.
Cuando solamente llevaba cinco minutos despierta, notó cómo el carromato se
detenía. Escuchó a los caballos relinchar. Percibió también que alguien, o varias
personas, se bajaban del vehículo. Luego oyó varios pasos cerca de donde ella
se encontraba y finalmente, tras creer oír palabras lejanas, se hizo el silencio.
Poco después, escuchó como daban de beber a los caballos, seguido de más
voces inteligibles para ella. Finalmente, tras más de diez minutos así, escuchó
pasos que se acercaban, con más voces. Esta vez, más claras.
—Dejo las mantas y las provisiones de alimentos, aquí detrás, ocultos debajo de
la túnica de Romina. No obstante, esta botellita de ron, la llevaré en la mano. —
Hizo una pequeña pausa. Diana supuso que el que hablaba estaría seguramente
sonriendo, a la vez que le enseñaba a su acompañante la botella en cuestión
—. Así podremos darle algún que otro trago mientras retomamos el viaje.
—Los caballos ya han comido y bebido, así que, si no tenéis nada más que
recoger de vuestro hogar, pongámonos otra vez en marcha. —A Diana se le
erizaron los vellos de la piel, tras reconocer la voz de Sir Connor.
—He preparado suministros suficientes como para que tengáis los dos lo
necesario, al menos, para pasar un par de días sin faltas —convino el que, sin
dudas, era el ayudante de fechorías de su secuestrador.
SEÑOR R
—Bien, Marck, en ese caso, subid. Emprendemos el viaje ya.
Poco tiempo después, Diana notó como el carro se ponía otra vez en
movimiento. Por lo visto, no se iban a quedar en el lugar ese en el que se habían
detenido. Se iban a otro sitio. ¿Dónde?, ¿por qué razón? Hasta que no llegara al
lugar de destino, no lo sabría.
Los minutos se sucedían, hasta que se detuvieron de nuevo. Diana no supo
con ciencia cierta, cuánto tiempo había transcurrido. Calculó a ojo, que había
sido como una media hora aproximadamente. En cuanto volvió a notar que los
hombres se aupaban del carromato, se puso tensa. El corazón comenzó a
bombear con más fuerza, su pulso de disparató y la sensación de opresión en el
pecho, aumentó. Pero aun con esas, pudo escuchar el sonido que producía el
agua al caer a gran altura. Acaso... ¿Estaban cerca de una cascada?
—¿Qué os parece el lugar? —preguntó el tal Marck ese, que debía de estar
cerca de donde ella se encontraba encerrada. O si no, con el ruido del agua, no
hubiera podido escucharle bien—. Como os dije, aquí estaréis ocultos y seguros.
Nadie conoce la cueva oculta tras la cascada que ahora os voy a mostrar.
—Cuando vea el interior, os diré —respondió Sir Connor—. Ahora,
descarguemos la carga y vayamos a descansar. —Se le notaba en la voz el
cansancio—. Estoy hecho trizas tras tan largo viaje.
En cuestión de un minuto, la puerta del arcón se abrió de golpe. Una luz
cegadora, le dio de lleno a Diana en los ojos; se trataba del sol diurno. Tuvo que
cerrarlos unos instantes para no acabar con la vista dañada. Unas enormes
manazas, sujetándola de los hombros, le hicieron abrirlos de nuevo. Sin
embargo, esta vez pestañeó varias veces para acostumbrarse al cambio.
—Mirad, Marck, nuestra invitada está ya despierta. —La mirada sarcástica y
cínica de Sir Connor, se clavó en la asustadiza de Diana. Luego, la ayudó a
incorporarse—. Pensaba dormir un rato antes de gozarla, pero acabo de cambiar
de idea... —confesó tras haberla estudiado minuciosamente con su mirada
lasciva.
En el instante en el que una ráfaga de aire sopló en dirección de Diana, esta,
tras temblar violentamente, recordó que solamente llevaba puesto un camisón
blanco casi transparente, sin ropa interior debajo; ahora comprendía por qué
razón su carcelero había cambiado de planes al verla.
—En pie, es hora de irnos —ordenó el hombre, mientras la ayudaba a que
saliera del baúl y bajara del carro.
Mientras Sir Connor la maniataba utilizando su propio cinturón, el tal Marck
ese metía dentro del ahora vacío baúl, todo lo que había recogido de la casa,
además de incluir la túnica de Romina.
Llevando el arcón arrastras, Marck encabezó la marcha. Detrás iba Sir
Connor, llevando consigo a una asustadiza y congelada Diana. Esta, que iba en
SEÑOR R
silencio como sus acompañantes y cojeando, observaba todo lo que le rodeaba,
sin perder detalle alguno. Descubrió que el desconocido que iba enfilando la
fila, estaba algo ebrio. Por lo visto, había cumplido su palabra y le había dado
buena cuenta a la botella de ron que había cogido de su casa, durante el camino
hasta allí. Estando descalza y padeciendo en sus pies las consecuencias de ir así,
se giró para mirar por encima del hombro. Vio que los caballos habían sido
atados a unos árboles, lo suficientemente cerca del río, para que pudieran beber
agua cuando quisieran. Estaban pastando, ajenos al calvario que la habían
obligado a ella a padecer ese miserable par con la ayuda de la víbora de
Romina.
Volvió a centrarse en el camino. Estaban acercándose al pie de la montaña
donde nacía la cascada. En cuanto llegaron a esta, Diana vislumbró una
pequeña pasarela que había oculta tras la cortina de agua.
—Por aquí, seguidme y llevad cuidado de no resbalaros —indicó Marck, que
estaba jadeando tras el esfuerzo que le suponía cargar el baúl.
—Caminad —la incitó Sir Connor, cuando retomaron la marcha tras una
breve pausa.
Los tres continuaron con la caminata en silencio. Se acercaron a la cascada,
con mucho cuidado, y pegando sus espaldas contra la pared rocosa, comenzaron
a cruzar aquella especie de pasarela. A los veinte metros o así, alcanzaron una
cavidad profunda que había en la montaña, en el mismo corazón de la cascada.
Se detuvieron un momento en la entrada, en una especie de repisa lo
suficientemente ancha como para que los tres pudieran estar ahí parados sin
peligro de caer al vacío. Entonces, Marck abrió el arcón y extrajo de allí varias
velas, un trozo de madera seca de unos treinta centímetros de largo y un poco
de yesca. Le hizo al trozo de madera una muesca. Con las virutas hizo fricción.
Las mismas se fueron calentando cada vez más hasta que se produjo la
combustión. En cuanto se creó una brasa, puso la yesca sobre ella y sopló
logrando su ignición. Con el fuego que acababa de crear, encendió un par de
velas; una la llevó él y la otra Sir Connor.
—En marcha —dijo Sir Connor a Diana, mientras tiraba de nuevo de ella.
Los tres se adentraron en el interior de la cueva, que no tenía más de diez
metros cuadrados de profundidad. Estaba fría, con el ambiente cargado de
humedad, sucia, y en penumbras ya que la cortina de agua apenas dejaba que
los rayos del sol la traspasaran para iluminar el lugar; había varias botellas de
alcohol esparcidas por el suelo, así como restos de una hoguera en el centro,
entre otros desperdicios.
—Poned un poco de orden en el lugar, muchacha —le ordenó su
secuestrador tras liberarle las manos, mientras Marck comenzaba a sacar del
baúl todo el contenido que había dentro. Segundos después, Sir Connor se puso
SEÑOR R
a ayudarle.
—Voy a traer un poco de leña para encender una hoguera, que aquí sin una,
no se puede estar —convino Mark, dejándolos a los dos a solas.
Diana continuó con lo suyo, ignorando el ligero pinchazo que palpitaba en su
muslo condolido mientras seguía amontonando cerca de la entrada todas las
botellas y trozos de harapos sucios y húmedos, que iba recogiendo. No pensaba
detenerse hasta que no dejara la cueva en condiciones. Mientras tanto, Sir
Connor había estado haciendo cerca de donde se haría la hoguera, una
improvisada cama con las mantas que se habían traído de la casa de Marck.
Exactamente en ese momento, se encontraba apilando todos los enseres en un
rincón de la cueva, en la parte más profunda.
Acababan los dos de organizar todo eso, cuando apareció Marck portando
varios troncos de madera y ramitas. Con estas, y con la ayuda del fuego de una
de las velas, el hombre encendió una fogata. En cuanto esta cobró vida, se sentó
al lado de esta, sobre el improvisado lecho.
Sir Connor, con varios trozos de queso en mano, una barra de pan casero y
una botella de vino, hizo lo mismo.
—Venid aquí, mujer, y sentaros a comer algo. —Ella le obedeció en silencio,
ya que no tenía otra alternativa. Cuando el hombre la tuvo a su lado, y con una
sonrisa maléfica, añadió—: No quiero que enferméis y moráis de frío o de
inanición. Tengo muchos planes para vos, y en todos ellos, os necesitaré sana
para llevarlos a cabo —Acto seguido, se tocó el paquete por encima de sus
roídos y sucios pantalones, a la vez que se relamía los labios y su mirada se
clavaba fijamente en los pechos de la joven; debido al frío, sus oscuros pezones
estaban erizados—. Marck, ¿dónde habéis dejado la botella de ron que llevabais
en vuestras manos durante todo el trayecto hasta aquí? —dijo con la voz algo
ronca, sin apartar la mirada del cuerpo de la muchacha.
El barbudo lo miró durante un momento con el ceño fruncido, antes de
exclamar:
—¡Oh, vaya! Lo he dejado olvidada en el carromato —Se dio una pequeña
palmada en la frente—. Descuidad, que ahora mismo voy a por ella. —Luego,
tras reírse mostrando una vez más su horrible dentadura, añadió—: Tenemos
que festejar lo de hoy, ¿eh, amigo? —Dijo refiriéndose a su puesta en libertad
gracias a él y a Romina, así como el trato entre los dos donde la moneda de
cambio eran los servicios de la cautiva— ¡Y qué mejor manera de hacerlo que
con una buena bebida!
Nada más decir eso, se puso en pie, dispuesto a salir de nuevo de la cueva para
ir en busca del preciado licor. Y mientras hacía eso, Sir Connor se encontraba
dándole a Diana una onza de pan y un trozo de queso.
—No os mováis de aquí —le ordenó un par de minutos después, mientras se
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ponía en pie—. Obedeced y no me causéis problemas —le advirtió. Luego, se
alejó de ella y salió de la cueva.
Diana aprovechó que estaba sola, para tomar la túnica que había quedado
olvidada encima del arcón y ponérsela para entrar mejor en calor y cubrir con
ella su media desnudez. Aunque tenía el estómago revuelto a causa de los
nervios, estaba hambrienta. Además, si quería escaparse de allí, tenía que
acumular fuerzas e ir lo mejor alimentada posible. Estando debilitada, no iría
muy lejos, concluyó. Por esas razones, precedió a engullir lo poco que le habían
dado para comer.
Acababa de tragar el último trozo de pan, tras haber devorado ya el pequeño
trozo de queso, cuando escuchó una serie de golpes seguidos de gritos. Aquello
hizo que la sangre se le helara en las venas y sintiera náuseas; si no lograba
controlar las arcadas, acabaría vomitando lo poco que había ingerido.
Al cabo de unos minutos, que para Diana se le antojaron horas, y tras un ruido
similar al que se producía cuando algo pesado caía al agua, Sir Connor apareció
por la entrada. Iba algo magullado, con salpicaduras de sangre en la camisa de
lino antaño blanca, y con la botella de ron rota en una de sus manos. La misma
la arrojó junto a la basura que había acumulado Diana tras su tarea de limpieza.
Antes de acercarse a ella y continuar con lo que estaba haciendo antes de ir a
deshacerse de Marck, el hombre tiró al vacío todos esos despojos con los pies
enfundados en unas resistentes botas de cuero.
Una vez despejada la entrada, y sin nadie que los interrumpiese, Sir Connor se
acercó a Diana, con una mirada oscura en los ojos.
—Al fin solos, vos y yo —susurró, mientras seguía con su mirada clavada en
ella y se le acercaba con lentitud.

SEÑOR R
SEÑOR R
PARTE XXXI

Para humillarla por su traición, en vez de llevarla a la sala de torturas que tenía
en las mazmorras junto a las celdas, Julen prefirió ejecutar su interrogatorio en
su propia habitación. Quería que Romina, su examante a partir de ahora, viviera
la peor experiencia desagradable de su vida, justo donde antes había gozado
tantas veces.
—Os lo repito por última vez, Romina, ¿qué habéis hecho Sir Connor y vos con
Lady Diana? —la pregunta expresada con voz autoritaria y helada fue
acompañada con un nuevo latigazo sobre la enrojecida espalda de la mujer.
—Jamás os diré nada —señaló ella, entre sollozos y alaridos de dolor. No era lo
mismo ser azotada en plan juego sexual, a manos de su amado y señor, que
serlo a modo de castigo, donde los latigazos eran muchísimos más rudos,
dañinos y dolorosos.
—Respuesta incorrecta —bramó Julen furioso, dándole un nuevo latigazo.
Esta vez no se contuvo y dejó que la punta de cuero del látigo mordiera la
sensible piel de su cautiva, rasgándola y provocándole un corte lacerante
—. Probad con otra —le sugirió, tras secarse con el dorso de la mano, el sudor
que impregnaba su frente.
Romina gritó de dolor, cuando sintió ese último golpe. Había sido el peor.
Podía sentir como la sangre se le escurría por su más que dolorida espalda. Esta
vez, Lord Braine no había tenido piedad a la hora de golpearla.
—Yo... yo... —jadeó, estremeciéndose violentamente, parte por su llantera y
parte por el miedo que se estaba apoderando inevitablemente de ella.
Cuando, media hora atrás, lo vio llegar con aquel semblante tan serio y con los
ojos echando chispas de rabia, se sintió morir. Y cuando la sujetó con violencia
de los hombros, la zarandeó y le exigió que confesara su traición, deseó que la
tierra se abriera y se la tragara. Pero, le desgarró la túnica y la dejó
completamente desnuda, estando un puñado de sus hombres presentes, y la
llevó a rastras a sus aposentos, una mezcla de deseo, incertidumbre y miedo se
apoderaron de ella. Por un momento, creyó que la castigaría violándola o algo
así, cosa que, ella disfrutaría como una loca y no lo hubiera considerado un
abuso, sin embargo, cuando lo que hizo fue maniatarla con desdén con las
cadenas, como tantas otras veces había hecho, pero para divertirse y disfrutar un
rato, se quedó perpleja sin saber qué pensar sobre todo eso.
SEÑOR R
Ahora, en cambio, el deseo, la incertidumbre, la esperanza de ser violada,
habían desaparecido para dar lugar al miedo, a la desesperación y al dolor. En
esos instantes se encontraba de pie, con las piernas temblorosas, con los brazos
alzados y encadenados, mientras varios pares de ojos masculinos contemplaban
en silencio como era torturada por el hombre que ella tanto había amado... Y
por el que había llegado a cometer una locura con tal de tenerlo a su lado.
—Yo... Si os lo digo, iréis a por ella y a mí me dejaréis de lado, y...
—Romina, no seáis tan ilusa. Vaya a por ella o no, la traiga o la deje en libertad,
no cambiará el hecho de que vos seáis desde este instante repudiada para
siempre. Jamás volveréis a estar conmigo, ni en mis tierras ni bajo mi cuidado.
En cuanto decidisteis arrebatármela, sentenciasteis vuestra propia expulsión.
—¡No! —Gritó ella desesperada—. ¡No podéis hacerme eso! ¡Sin vos no podré
vivir! —Se retorció en sus ataduras, mientras su sollozo cobraba de nuevo vida,
pero con más intensidad.
—Habéroslo pensado antes de traicionarme, Romina —convino él. Luego, la
bordeó y se puso delante de ella, todavía con el látigo manchado de sangre en la
mano—. Tenéis dos opciones. Si colaboráis, os dejaré ir con vuestras
pertenencias, además de algo de dinero para que podáis subsistir hasta que
encontréis a alguien que quiera hacerse cargo de vos. Con vuestra belleza y
picardía, no os costará mucho trabajo en conseguirlo. —Alzó la mano y sujetó
el mentón de la mujer para que sus ojos vidriosos miraran con atención los
suyos—. No obstante, si decidís seguir callada haciendo que pierda los estribos,
lo único que conseguiréis es, o bien salir del castillo dentro de una caja de pino
después de haber sido torturada con violencia hasta la muerte, o, con suerte,
saldréis de mis tierras malheridas, con una mano delante y otra atrás, sin nada
de valor en vuestro poder... Vos decidís qué destino sufriréis. —Aunque ella lo
miraba con odio, como si le estuviera desafiando, él no se inmutó, y continuó
mirándola con intensidad y fiereza.
Al ver que ella no respondía ni reaccionaba a su ultimátum, se puso de nuevo
detrás de ella, y dejó que su arma alargada volviera a producirle un nuevo corte
en aquella espalda que se llenaba de heridas y sangre por momentos.
Así estuvo varios minutos, azotándola sin piedad, hasta que Romina no pudo
aguantarlo más y balbuceó al borde del desmayo:
—¡Parad, mi señor! ¡Deteneos, por favor! —pidió con la voz estrangulada—. Os
lo contaré todo, os lo prometo —susurró segundos después. Luego, cuando notó
que Lord Braine detenía los golpes, suspiró entre hipidos.
A continuación, una vez que había recuperado el control de su respiración,
procedió a contárselo todo. Estaba deseando que la dejara ir. Ya no podía
aguantar más su furia, su rechazo, ni el dolor, tanto mental como físico, que
estaba provocándole.
SEÑOR R
Tras su confesión, Julen la liberó. En cuanto las cadenas gruesas y frías dejaron
de sujetar su exhausto y dolorido cuerpo, se desplomó de rodillas sobre el suelo.
Uno de los hombres del señor del castillo, dio un paso hacia delante como si
tuviera la intención de ayudarla, pero en cambio se detuvo abruptamente.
Romina se imaginó que Lord Braine le habría dedicado tal mirada asesina, que
el guerrero debió de decidir que era más prudente estarse quieto.
—Si tantas prisas tenéis por ayudarla —comenzó a decir Julen al soldado en
cuestión—, os recomiendo que mejor vayáis en busca de mis otras mujeres para
que se encarguen de ella. Las quiero aquí a todas, ahora mismo. —El guerrero
asintió y salió a buscar a las otras cinco mujeres. Tras verlo partir, Julen dirigió
su mirada a otro de sus hombres, y le dijo—: Traedme de la cocina cualquier
cosa para almorzar, en nada estaré partiendo de nuevo. —Después miró al resto
y les ordenó—. Vosotros, id a descansar, pero antes reunid a otro grupo de al
menos una docena de guerreros, para que me acompañen. Decirles a estos que
se preparen para la expedición y que tengan listos los caballos que están
descansados. Los otros, dejarlos que descansen, y procurad que no les falten ni
agua ni paja. —Todos asistieron y salieron dispuestos a cumplir con su
mandato.
Mientras tanto, Julen, fatigado, y con las energías bastante mermadas, se acercó
a la jofaina que había sobre una de las mesitas de noche de la estancia. Con el
agua que había allí, y con la ayuda de un paño, comenzó a limpiarse el sudor
mezclado con la sangre de Romina del torso y de los brazos.
Acababa de terminar de acicalarse y de ponerse una camisa blanquecina limpia
de lino, cuando el incauto soldado, apareció con sus mujeres. Todas ellas
exclamaron de sorpresa, y horror, cuando vieron a Romina maltratada con la
espalda destrozada, completamente desnuda tirada en el suelo de rodillas y con
la vista vidriosa y triste, fija en el suelo.
—Escuchadme —exigió, para hacerlas callar y le prestaran atención—. A partir
de hoy prescindiré de vuestros servicios como concubinas. —Unas
exclamaciones de sorpresas, así como murmullos por lo bajini, inundaron la
alcoba tras sus palabras—. Sois libres de marcharos de mis tierras, como lo hará
en breve Romina, o de quedaros como sirvientas bajo mi cuidado y cargo.
Vosotras decidís qué hacer. —Antes de que ninguna dijera nada, añadió
—: Tenéis quince minutos para que toméis tal decisión, el tiempo que
dispondréis de curar las heridas de vuestra excompañera, antes de que ella y yo,
abandonemos el castillo. De vosotras depende, si queréis acompañarnos o no...
Justo decir eso, y aparecer uno de sus hombres, con algo de comida para él.
Tomó de sus manos la onza de pan, el trozo de queso, la manzana y la jarra de
aguamiel, que le traía. Se sentó en la cama y comenzó a devorarlo todo,
mientras observaba en silencio, como Romina estaba siendo atendida por las
SEÑOR R
otras mujeres: unas cuantas sirvientas, por orden de Sir William, quien había
estado observando todo lo acontecido en el dormitorio sin decir ni mu, habían
aparecido cargadas con paños húmedos y un bol con ungüento para tratar las
heridas de Romina.
Mientras se las limpiaban y le aplicaban dicha cataplasma, Julen comía en
silencio. Alzó la vista cuando vio a lady Emily, la más bondadosa y prudente de
todas ellas, salir de la habitación. Instantes después, apareció con algunas
prendas. Se las dio a la herida, y con la ayuda de las demás, la vistieron con
sumo cuidado de no lastimarla más. Él dejó de prestarles atención y se centró en
su fiel amigo Sir William. Le dio la orden de que le diera a Romina y a las
mujeres que decidieran irse en libertad, una bolsa con monedas de oro y algo
para comer para el viaje, y que se fuera a descansar.
—Esta vez no os obedeceré amigo. —Julen lo miró incrédulo, con una de sus
cejas alzada—. Trasmitiré la petición a otro compañero. Yo pienso irme con
vos, mi señor —confesó.
—Estáis tan exhausto como yo, buen amigo. Mejor quedaros a descansar...
—Discrepo, mi señor. Quiero acompañaros. Si vos sois capaz de aguantar una
nueva expedición, yo también.
Lord Braine no se lo discutió. ¿Para qué? Sabía que no le haría cambiar de
opinión. Podía impedírselo, sí. También podía obligarle a que cumpliera con su
mandato, ya que él era la ley allí, pero no lo hizo. En cambio, dejó que le
acompañase. Era un buen hombre, un buen soldado, fiel y comprensivo. Le
vendría bien su compañía.
—Está bien, preparaos pues, emprendemos la búsqueda en breve. Disponéis de
diez minutos.
Ya bastante tiempo había malgastado con Romina. Había llegado la hora de ir
al rescate de su amada Diana. Sí, su amada. Ya no tenía dudas de sus
sentimientos hacia esa mujer tan misteriosa y cautivadora que le había robado el
corazón, cuando semanas atrás, fue expuesta a manos de Ian.

SEÑOR R
SEÑOR R
PARTE XXXII

Incrédula, su mirada no perdió detalle alguno del avance de su raptor. Sir


Connor, con andares tranquilos, se le fue acercando poquito a poco, hasta
quedarse ante ella; su enorme cuerpo se cernía sobre el suyo, mucho más
pequeño y delicado. Estando sentada, mientras él la miraba de pie, desde arriba,
se sentía más pequeña e indefensa, que nunca.
—Sois hermosa, miladi, no me extraña que lady Romina quisiese deshaceros
de vos, sois una gran amenaza para ella —reconoció—. Ahora, levantad,
tenemos que terminar lo que hace tiempo atrás dejamos a medias...
Diana sintió un violento estremecimiento apoderándose de ella. Ya no
solamente era por el hecho de recordar lo ocurrido semanas atrás, cuando
despertó en esa época y casi fue violada por ese energúmeno, sino también por
el hecho de acabar siendo de nuevo, el centro de atención de ese bastardo que
pensaba tomarla a la fuerza. Inconscientemente, metió sus manos dentro de la
túnica, abrazándose a sí misma para darse un poco de consuelo. Estando así, fue
como se dio cuenta, tras palparlo, que Romina había guardado en un bolsillo
oculto la botellita con droga que había utilizado para reducirla. Encogida bajo la
hambrienta y lujuriosa mirada de Sir Connor, y con una brizna de esperanza
latiendo en su pecho, susurró:
—Esto... Sir Connor... ¿No creéis que sea mejor que antes de tal menester,
comamos algo previamente? —Puso cara de exhausta y de tener bastante
hambre, antes de añadir—: No sé vos, pero yo estoy famélica y sin fuerzas...
Sir Connor la miró con interés. No sabía si la mujer estaba tramando algo o
no, pero lo cierto era que él se encontraba igual; si quería gozarla con saña, lo
mejor sería recopilar fuerzas, y un buen mendrugo y una generosa porción de
queso, ¡le ayudarían y le harían mucho bien!
—Está bien, id a por más vino, y no tardéis mucho en volved de regreso a
sentaros aquí junto a mí, muchacha —convino, mientras tomaba asiento a su
lado. Antes de dejarla marchar para que fuera a realizar su encargo, posó la
mano derecha sobre su muslo izquierdo—. En cuanto haya comido algo y haya
recuperado un poco las fuerzas, pienso dejaros tan satisfecha, que tardaréis días
en poder volver a cabalgar un caballo —dicho esto, apartó la mano mientras le
sonreía con malicia, para luego comenzar a comer en silencio.
La mujer no tardó en ponerse en pie y alejarse para ir hasta el fondo de la
SEÑOR R
cueva, donde minutos atrás, Sir Connor había guardado los víveres. En cuanto
los alcanzó, se puso de rodillas para tomar entre sus temblorosas manos, la
botella de vino. Con mucha maña para que su raptor no se diera cuenta de lo
que estaba haciendo a escondidas, sacó la botellita de cristal con la droga que
había elaborado Romina, y tras destaparla, la vertió en la bebida rojiza.
Cuando terminó, se puso en pie y se acercó de nuevo al hombre, que ya
había dado buena cuenta a su comida. Sin decirle nada, ni siquiera un
mísero «Gracias», le arrebató de las manos la botella de vino y sin cortarse un
pelo, comenzó a beber de ella con avaricia. En todo ese tiempo, Diana se
mantuvo sentada lo más lejos posible de él, esperando a que la droga
comenzase a ejercer su efecto; no tuvo que esperar mucho, en menos de cinco
minutos el grandullón había caído de lado, laxo.
Diana miró con cautela el largo y robusto cuerpo del hombre tendido en el
suelo. Se fijó en que su respiración se había vuelto superficial y que tenía los
ojos cerrados. Tardó un par de minutos en darse cuenta de que su plan había
funcionado. Ahora, siendo consciente de la situación, se puso nerviosa sin saber
qué hacer. Escaneó el lugar, en busca de alguna pista. Finalmente, se fijó en la
camisa roída y sucia, de Sir Connor. Una bombilla se encendió en ese momento
en su mente.
Se puso de rodillas a su lado. Agarró la prenda por ambos lados y tiró fuerte
hasta desgarrarla; no le costó demasiado esfuerzo, puesto que la misma estaba
ya en malas condiciones. Hizo tirones con dicha tela, y con los mismos, ató los
pies y las manos del hombre.
Una vez hubo terminado de atarlo, se quedó de pie, observándolo, sin saber
qué paso dar ahora... ¿Qué hacer con él? Tarde o temprano, se acabaría
despertando... ¿Sería mejor deshacerse definitivamente de él? O, en cambio, ¿lo
mejor era dejarlo allí tirado a su suerte y huir?
Estaba pensando en todo eso cuando las pisadas que anunciaban la llegada
de alguien la sacaron de sus pensamientos. Asustada, tomó la botella de vino,
golpeó el culo de la misma contra el suelo, y una vez rota, la aferró con fuerza;
tenía intenciones de usarla como un arma contra aquél que osara en amenazarla.
Contuvo la respiración mientras las pisadas se escuchaban esta vez más
cerca. Al fin una silueta asomó, por un lado, cerca de la entrada a la cueva, y se
mostró ante ella. Por un momento, Diana creyó que se trataba de Julen, que
había venido a su rescate, pero cuando el recién llegado apartó la capucha de la
túnica que vestía sobre sus ropas y dejó al descubierto la cabeza, la mujer se dio
cuenta de que estaba tremendamente equivocada; ante ella, se encontraba el
hechicero, Sir Gerald.
***
SEÑOR R
Al fin Julen sabía la dirección exacta donde vivía Marck, el secuaz que
Romina había contratado por un puñado de monedas, para que le ayudara a
deshacerse de Diana. Después de haber estado cabalgando más de una hora, él y
sus hombres, habían alcanzado el poblado que Marck solía frecuentar cuando
buscaba mujeres dispuestas y algo de diversión. Tras preguntar por él, supieron
dónde vivía el hombre. Ahora, una vez satisfecha su curiosidad, se dirigían
rumbo a dicha dirección.
Iba cabalgando distraído, notando como los párpados le pesaban horrores
debido al cansancio y a la falta de sueño, cuando a su mente le dio por recordar
su salida del castillo. Tras él y su séquito, marcharon Romina con dos de las que
fueron sus compañeras, aquellas que decidieron irse también y abandonar el
castillo. Habían decidido acompañarla. Las tres se largaron con un pequeño
saco de monedas de oro en una mano y con una talega repleta de ropa en la otra.
No sabía qué sería de sus vidas, ni dónde se dirigían, pero tampoco era algo que
le importase; a él, lo único que le interesaba y deseaba, era no tener que verlas
nunca más.
Las otras tres mujeres restantes, que hasta hacía poco habían formado parte
de su harén, decidieron quedarse. Dos de ellas, las que también eran morenas
como Romina, y Emily, que era la más humilde y buena, prefirieron no irse por
diversas razones. Las dos primeras, que resultaba ser que estaban enamoradas
de dos de sus guardias, se ofrecieron a trabajar como sirvientas en lo que se
ofreciese para estar al lado de estos, de sus amados. Lady Emily, a la que no la
ataba ningún hombre a sus dominios, se ofreció para trabajar como dama de
compañía de Diana cuando esta regresara; a él le pareció bien, pues sabía que
las dos mujeres se llevaban de maravilla y congeniaban a la perfección.
Además, a Diana le vendría bien tener una amiga cerca, para que no se sintiera
sola cada vez que él se tuviera que marchar para cumplir con sus menesteres.
—Señor, mirad allí —le llamó uno de sus hombres, el que iba en cabeza,
sacándolo de sus pensamientos y trayéndolo de vuelta al presente.
Levantó su cabeza morena al frente, y clavó sus ojos verdosos en la dirección
que señalaba el hombre; a menos de un kilómetro se encontraba las
inmediaciones de un pequeño poblado. Eso era señal de que ya casi habían
llegado a su destino.
Espoleó al caballo en el que cabalgaba con brío, para que este aumentara la
velocidad del trote; estaba deseando calmar su desasosiego, que tanto le oprimía
el pecho y la garganta. Eran tantas las ganas las que tenía de poner punto final a
todo ese amargo asunto, que estaba al borde de un colapso. El ser consciente de
las penurias que podría estar pasando su amada, lo carcomía por dentro.
Sacudiendo la cabeza para no pensar en eso, ya que solamente hacía que
SEÑOR R
empeorase su estado de ánimo y aumentase su preocupación, así como la rabia
e ira que le roían las entrañas, Lord Braine decidió centrarse en lo que
realmente importaba: idear un plan de ataque en cuanto dieran con la vivienda
de Marck.
Empezó a dar órdenes a diestro y siniestro, mientras se acercaba con su buen
amigo Sir William a la par, al poblado.
—Seis de vosotros rodearéis la vivienda —decía gritando, con la voz
entrecortada y agitada por el esfuerzo de ir cabalgando casi a galope—. El resto,
entraréis a la fuerza por todos los puntos accesibles: ventanas, puertas... —
informó, alzando más todavía la voz para hacerse oír—. Yo entraré por la puerta
principal y vos, mi querido Sir William, iréis detrás de mí vigilando mis
espaldas.
Sir William asintió con la cabeza, sin decir nada; sobraban las palabras.
Pronto alcanzaron la cabaña, después de haber callejeado por un par de
angostos caminos. Desmontaron en silencio, mientras cada uno se posicionaba
y cumplían con su cometido; Julen, con la mirada fija en el carromato que se
encontraba arrumbado a un lado, el mismo que, supuestamente, habían utilizado
los dos malhechores para huir con una inconsciente Diana, se armó de valor y
sin dudarlo más centró su atención en la entrada, y arremetió con el hombro
contra la puerta de madera.
Un quejumbroso quejido se produjo cuando la puerta, que se había astillado
ante tal brutal acto, se abrió tras su arremetida. Sin perder tiempo, entró
corriendo al interior de la vivienda, para luego detener su avance en seco;
encontrarse a la fuente de su preocupación sentada tranquilamente acompañada
de Sir Gerald, le había dejado paralizado.

SEÑOR R
PARTE XXXIII

No le había dado tiempo a Lady Diana a asimilar siquiera que la puerta había
sido abierta a la fuerza con un tremendo sonido, cuando el causante ya se
encontraba de pie con espada en mano tras haberla desenvainado y semblante
sombrío en el umbral de la puerta de la cocina, donde ella y Sir Gerald estaban
sentados alrededor de una precaria mesa de madera. Por esa razón, no le dio
tiempo a reaccionar hasta que no lo tuvo ante ella, con esa mirada enigmática
que cautivaba y, a su vez, aterrorizaba a partes iguales.
—¡Julen! —exclamó sorprendida la mujer a la vez que daba un pequeño
respingo en su asiento.
—Lady Diana... —susurró él con el ceño fruncido—. Sir Gerald... —añadió,
dirigiendo esta vez la atención en el hechicero que continuaba sentado,
impasible, sin alterarse ni inmutarse, en la silla. Solamente hizo una inclinación
de cabeza a modo de saludo, cuando él le había nombrado—. ¿Dónde se
encuentran Sir Connor y Marck? —preguntó un segundo después mientras su
mirada escaneaba el lugar en busca de esos dos rufianes.
Instantes después de acabar de formular la pregunta, cuando todavía no había
terminado de memorizar cada detalle que le rodeaba, sus hombres hicieron acto
de presencia. Todos ellos se detuvieron ante él y negaron con la cabeza, señal
de que no habían hallado nada fuera de lo normal y que la vivienda se
encontraba despejada. Lord Braine en respuesta, les hizo también otro gesto con
la cabeza señalándoles la puerta para que salieran y esperasen fuera; él tenía
asuntos pendientes y privados que resolver allí dentro.
—Tomad asiento, mi señor —le aconsejó Sir William sobre su hombro. Se
había mantenido al margen detrás suyo. Cuando quedaron los cuatro solos en
aquella pequeña y mugrienta cocina, añadió—: Creo que aquí la parejita, tiene
mucho qué contarnos...
¡Demasiado!
—¿Y bien? ¿Qué está ocurriendo aquí? —preguntó con un tono de voz, que
no daba lugar a réplicas.
***
Diana, quien todavía no se había acostumbrado a que la tratasen como Lady, se
SEÑOR R
mordió el labio inferior, sin saber cómo comenzar su relato... ¡Tenía tanto que
contarle! Por un lado, tenía que contarle cómo se había desarrollado su
secuestro. Por otro, tenía que relatarle cómo, con la ayuda de Sir Gerald, había
logrado deshacerse de Sir Connor, luego de que este quitara de en medio a
Marck.
El hechicero, nada más irrumpir en la caverna y decirle que venía con
intenciones de ayudarla, le había dado a beber al hombre que se encontraba
medio grogui tirado en el piso, un brebaje que, según dijo, le haría olvidar su
pasado sumergiéndole en un estado de amnesia permanente. Ella jamás hubiera
creído que algo así pudiera ser posible, pero si había viajado en el tiempo, ¿por
qué no iba a poder serlo? Entonces, se había limitado a no realizar preguntas y
dejó hacer al hombre. Luego, cuando habían resuelto lo de Sir Connor, salieron
de la cueva oculta tras la cascada, y subieron en el carromato que sus
secuestradores habían dejado aparcado no muy lejos.
Fue durante el camino hacia la casa de Marck, cuando Sir Gerald le contó por
qué sabía dónde éste vivía y cómo había dado con el paradero donde ella se
encontraba retenida; y la respuesta la dejó estupefacta: una visión nocturna le
había mostrado al brujo lo que este tenía que hacer.
Diana, tras la confesión del hechicero, se había quedado sin saber qué pensar,
pues todo le parecía muy extraño, muy irreal... Ya no solo era posible que una
persona del siglo XXI fuera a parar al siglo XV, que encima esta supiera
entender el lenguaje utilizado en esa época, que existiera una pócima que hacía
que el que la ingiriera perdiera la memoria para siempre, que brujos tuvieran
visiones reales, sino que también encima, existía un libro mágico cuya función
era la de reunir las almas que estaban predestinadas a estar juntas para que estas
se complementasen.
Sí, existía un libro así, el mismo que ella había encontrado semanas atrás en el
ático de la mansión que recién había adquirido, que resultaba ser el mismo que
Sir Gerald tenía en su poder en la torre del castillo. Un libro sabio que sabía que
su alma gemela, la que la complementaría colmándola de felicidad, se
encontraba en otro siglo diferente. Por eso, había obrado su magia y la había
llevado hasta allí para que ambas almas se encontrasen... Esa revelación le
estaba demostrando que ella, desde que nació, estaba destinada a ser la esclava
de Julen; el amo y señor de su corazón.
—... Por esa razón, ella ha llegado hasta aquí —estaba diciendo Sir Gerald, tras
apoyar la mano derecha sobre el hombro izquierdo de Diana, sacándola así de
su ensimismamiento. Sumergida en sus pensamientos, no se había percatado de
la explicación del hechicero.—. Para estar con vos, mi señor —concluyó el
curandero.
Julen lo miró incrédulo, al igual que lo estaba haciendo su buen amigo Sir
SEÑOR R
William, sin saber qué opinar sobre la rocambolesca historia que acababa de
narrarle el hombre que tan fiel le había estado sirviendo durante muchos años;
era descendiente de brujos, pues todos sus antepasados se habían dedicado a la
hechicería y a las artes curativas.
—Sir Gerald, me estáis diciendo que, Lady Diana, ¿es mi alma gemela y que
ha venido del futuro para que ambos estemos juntos? —preguntó con la voz
algo tomada tras carraspear y tras asimilarlo todo.
El hechicero asintió. Sir William miró a su amigo, sin saber qué decir. Julen,
tras mantenerle la mirada a este, se centró en Diana. Diana, bajo el escrutinio de
Lord Braine, se sintió cohibida, extraña, deseada... excitada.
—Bien, en ese caso, estamos tardando en regresar al castillo —dijo al fin Julen,
rompiendo el incómodo silencio que se había reinado en el lugar—. Tengo una
preciosa media alma a la que reclamar y a la que hacer mía —aseguró en cuanto
se puso en pie. Se acercó a Lady Diana, y se inclinó lo justo para poder
susurrarle—: Y pienso hacerlo en mi cama... Que es donde ahora pertenecéis —
le mordisqueó el lóbulo de la oreja, jugando con este, y luego se detuvo para
poder decirle con apenas un hilo de voz—: Solo tú querida, ya no habrá ninguna
mujer más...
A Lady Diana se le erizaron los vellos de la piel, además de sentir mil
mariposas revoloteando en el interior del vientre. Una extraña, pero ya conocida
opresión en la entrepierna, la invadió; ya el collar de cuero que se ceñía a su
garganta como un anillo al dedo, y la fina cadena que colgaba de la misma, no
le pesaban en absoluto. Ahora lo lucía con orgullo. Quería que todos supieran
que ella era solo y exclusivamente suya, de él. Y él, de ella... Solamente de ella.
Lord Braine la ayudó a ponerse en pie tras tenderle una mano, y cuando lo hubo
hecho, la estrechó contra su musculoso pecho. Sin darle tiempo a que pensara
en algo o reaccionara, se apoderó de su boca, reclamándola, marcándola.

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PARTE XXXIV

Las caderas de Lord Braine se alzaron una vez más para luego volver a bajar
con fuerza, enterrándose de nuevo en la tierna, prieta, blanda y húmeda carne de
su amada Lady Diana. La misma acogió con impaciencia su larga y gruesa
verga, ansiosa por continuar sintiéndose llena gracias a ella.
Lady Diana se arqueaba con cada arremetida, mientras que de sus labios
hinchados debido a los numerosos besos que habían compartido, salían gemidos
alternados con profundos jadeos. Se aferró con más fuerza a los anchos y
sudorosos hombros de su amante, dejando que su hambrienta vagina siguiera
acogiendo en su interior, el implacable miembro que tan profundamente se
enterraba en ella.
La respiración agitada de Julen se mezclaba con la suya propia. Sus pieles ahora
húmedas por el esfuerzo se tocaban, se rozaban, se fundían la una con la otra
como si de un solo ser se tratase. El calor los estaba envolviendo a los dos, que
se encontraban con los cuerpos ardiendo de pasión, mientras se entregaban el
uno al otro en cuerpo y alma.
Julen, que no apartaba su intensa y verdosa mirada del rostro de su mujer, no
bajó el ritmo de sus acometidas. Continuó bombeando una y otra vez, mientras
que, con una de las manos, la que no estaba utilizando para apoyarse y así no
dejar caer todo el peso sobre Lady Diana, masajeaba y acariciaba con destreza
el prieto y fruncido clítoris.
Aquello estaba llevando a la locura a Lady Diana que, siendo asediada con tanta
maestría por parte de su amado, no podía hacer otra cosa que retorcerse de
placer. A la par se arqueaba una y otra vez cada vez que Julen salía de ella, para
salir a su encuentro, mientras también resoplaba entre gemidos.
Los mismos se mezclaban a su vez, con los que emitía un entregado Lord
Braine, que no tenía otra cosa en mente que en poseer hasta la saciedad a la
pelirroja que, en su día, le había robado la cordura y el corazón.
Caderas hacia abajo, hasta el fondo, hasta chocar con las paredes del útero
femenino; caderas hacia arriba, alejándose lo justo para coger impulso y poder
así enterrarse profundamente de nuevo. Mano juguetona acariciando,
pellizcando, torturando el brote endurecido que asomaba entre los pliegues
suaves y húmedos de la vagina de la joven. Pechos que se chocaban el uno
contra el otro; uno plano y duro, y otro voluminoso y blando coronados por dos
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pezones erectos. Respiraciones agitadas entremezclándose la una con la otra,
mientras cada boca se bebía el aliento, el aire, el jadeo y el gemido del otro.
Así estuvieron lo que les pareció entonces una eternidad, fundiéndose ambos
cuerpos hambrientos por ser devorados por el contrario una y otra vez, hasta
que las horas de falta de descanso comenzaron a hacer mella en los amantes,
sobre todo en el exhausto Lord Braine, quien no había descansado todavía, ni si
quiera ahora que ya había recuperado a su chica; en cuanto abandonaron la
destartalada choza de Marck, ambos montados en el mismo semental, se fueron
directamente hacia el castillo, ansiosos por reclamarse el uno al otro. Durante el
trayecto, Julen le había puesto al día y le había contado lo ocurrido con Romina.
Lady Diana no pudo más que suspirar de alivio sabiendo que ahora, la amenaza
que impedía que pudiese ser feliz junto a su amado, había desaparecido.
Bajando el ritmo de las embestidas Julen cambió de táctica. El primer cambio
que hizo fue desviar la intensa mirada que tenía anclada en el rostro sonrojado
de la muchacha, para inclinarse lo justo como para poder saborear las dos cimas
inhiestas que tan deseosas estaban de que les prestaran atención.
La mujer no pudo evitar gritar su placer a los cuatro vientos, aunque se había
propuesto hacer el menor ruido posible, pues eran tantas las emociones y los
sentimientos los que la estaban embargando en esos momentos, y más tras
sentir la habilidosa lengua de Julen lamer y chupar sus pezones, unos que
fueron mordisqueados sin contemplación alguna, que no pudo contenerse.
¡Aquel dolor que le producía los dientes del hombre era sublime!
Ahora, tras Julen realizar el segundo cambio, que consistía en retirarse y
acomodarla a cuatro patas sobre la amplia cama, no pudo evitar jadear al verse
en esa nueva postura, desconocía por ella. Sentir como el hombre se acomodaba
detrás de ella, agarraba toda su cabellera con una sola mano en un puño, junto
con la cadena del collar que ahora lucía con tanto orgullo, y ponía la otra a un
lado de sus caderas, no hizo sino aumentar las ganas de gritar a viva voz; a esas
alturas poco le importaba que el resto de los habitantes del castillo se enterasen
de lo que ambos estaban haciendo.
Y en cuanto sintió como el dueño de su corazón, así como de su persona, la
penetraba de una sola estocada desde atrás provocando que la pelvis masculina
chocara con un ruido sordo contra sus nalgas, volvió a gritar, así como a jadear
y gemir, toda complacida al sentirse nuevamente llena.
—Muchacha, son tantas las ganas las que os tengo, que no puedo ser fino y
delicado con vos. Lamento ser tan duro, y más siendo prácticamente vuestra
primera vez, pero son tantas las ansias que tengo por marcaros como mía, que
me es imposible bajar el ritmo —confesó Lord Braine, con la voz ronca y
entrecortada—. Os prometo, Lady Diana, tomaros la próxima vez, con más
calma. Ahora, dejadme amaros con todo mí ser… —A continuación, tiró de la
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melena rojiza para hacerle elevar la cabeza y poder así lamerle, besuquearle y
mordisquearle la mejilla expuesta.
—¡Oh, mi señor! Tomadme cómo os parezca bien. Soy vuestra, os pertenezco.
Desde que nací, fui destinada a ser vuestra esclava, nacida para disfrutar de
vuestro amor y para daros el mío, además de placer —respondió ella, que ya
había asumido que su lugar estaba ahí, junto a ese imponente hombre, que tan
sumida en la felicidad la tenía.
Ya no le importaba no poder regresar nunca más a su época; total, tampoco
había mucho allí de valor que pudiera echar de menos. Tampoco le importaba
tener como pareja a un hombre dominante, posesivo, autoritario y con
tendencias sexuales algo... rudas... De hecho, eso de sentir el lacerante tirón en
la melena gracias al puño de Julen, así como el sentirse apresada gracias al
collar que con fuerza se aferraba en su cuello cuya cadena estaba siendo tensada
por Lord Braine, le gustaba mucho e incluso la ponía todavía más cachonda; sin
dudas, un poco de «dolor» del suave, en un acto sexual tan impregnado de
placer, le daba un toque diferente, más impactante, intenso... Sí, eso del sado en
pequeñas dosis era ahora sin dudas, lo suyo.
Dejó de pensar en todo eso, cuando la masculina mano de su señor dejó de
aferrarse a su cadera izquierda, para acabar tocando una vez más su ahora
anhelante clítoris. Y cuando la sintió allí, dándole la atención deseada a esa
parte en especial de su anatomía, Lady Diana estalló en un potente orgasmo,
que proclamó a los cuatro vientos.
En seguida Lord Braine, la siguió. Fue escuchar a su querida estallar de placer y
sentir un delicioso tirón en los testículos, lo que le llevó a soltar el agarre sobre
la melena femenina para azotar con pasión contenida una de las nalgas. Más
luego, cuando sintió las paredes internas a las que golpeaba constantemente con
sus embestidas, contraerse, ciñéndose más todavía sobre la superficie
aterciopelada de su sexo, explotó él también en un tremendo éxtasis, que lo dejó
exhausto, satisfecho y adormilado.
Se dejó caer casi a plomo sobre la espalda de la chica. Luego, una vez que
ambos quedaron tendidos sobre la cama, rodó hasta ponerse de lado tras ella. La
agarró de la cintura y la atrajo contra su pecho sudado mientras, con una mano
masajeaba el lado del trasero enrojecido tras sus apasionados azotes, y con la
otra le apartaba el pelo y la cadena hacia un lado dejando libre uno de los
suaves hombros femeninos, para después depositar allí un tierno beso que lo
decía todo sin palabras.
—Mía. Sois mía, Lady Diana, para siempre...
Lady Diana asintió con una enorme sonrisa en los labios, sintiéndose en casa,
mientras acariciaba distraídamente los brazos masculinos que la envolvían
desde atrás.
SEÑOR R
—Sí, para siempre —afirmó ella.

FIN

SEÑOR R

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