3.4 Rene Girard El Saber Bíblico Sobre La Violencia

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René Girard

Veo a Satán caer


como el relámpago
Traducción de Francisco Díez del Corral

EDITORIAL ANAGRAMA
BARCELONA
Titulo de la edición original·
Je vois Satan tomber comme l'éclair
© &l.itions Grasset & Fasquelle
París, 1999

Publicado con la ayuda del Ministerio ftands


de Cultura-Cmtro Nacional del Libro

Diseño de f4 colección:
Julio Vivas
Ilustración: .La conversión de San Pablo., foto © Nimatallah I Artephot

© EDITORIAL ANAGRAMA, S. A., 2002


Pedró de la Creu, 58
08034 Barcelona

ISBN: 84-339-6169-1
Depósito Legal: B. 3799-2002

Printed in Spain

Liberduplex, S. L., Constitució, 19,08014 Barcelona


íNDICE

Introducción. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
Primera parte
EL SABER BíBLICO SOBRE LA VIOLENCIA
1. Es preciso que llegue el escándalo . . . . . . . . . . . . 23
II. El ciclo de la violencia mimética ............ 37
111. Satán ................................. 53
Segunda parte
LA SOLUCIÓN AL ENIGMA DE LOS MITOS
IV. El horrible milagro de Apolonio de Tiana 73
V. Mitología........................ . . . . .. 89
VI. Sacrificio .............................. 101
VII. El asesinato fundador . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 115
VIII. Potestades y principados .................. 131
Tercera parte
EL TRIUNFO DE LA CRUZ
IX. Singularidad de la Biblia .................. 141
X. Singularidad de los Evangelios. . . . . . . . . . . . .. 161
XI. El triunfo de la Cruz ..................... 179
XII. Chivo expiatorio ........................ 199
XIII. La moderna preocupación por las víctimas . . . .. 209
XIV. La doble herencia de Nietzsche ............. 221
Conclusión. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 235
Primera parte

El saber bíblico sobre la violencia


1. ES PRECISO QUE LLEGUE EL ESCÁNDALO

Un análisis atento de la Biblia y los Evangelios muestra


la existencia en ellos de una concepción original y desconoci-
da del deseo y sus conflictos. Para percibir su antigüedad po-
demos remontarnos al relato de la caída en el Génesis,l o a la
segunda mitad del decálogo, toda ella dedicada a la prohibi-
ción de la violencia contra el prójimo.
Los mandamientos sexto, séptimo, octavo y noveno son
tan sencillos como breves. Prohíben las violencias más graves
según su orden de gravedad:

No matarás.
N o adulterarás. N o hurtarás.
No depondrás contra tu prójimo testimonio falso.

El décimo y último mandamiento destaca respecto de


los anteriores por su longitud y su objeto: en lugar de prohi-
bir una acción, prohíbe un deseo:

1. Raymund Schwager, Brauchen wir ~inen SüntÚnbock, Kose!, Munich,


1978, pág. 89; Jean-Miche! Oughourlian, Un mime nommé désir, Grasset, París,
págs. 38-44.

23
No codiciarás la casa de tu prójimo; no codiciarás su
mujer, ni su siervo, ni su criada, ni su toro, ni su asno, ni
nada de lo que a tu prójimo pertenece.
(Éxodo 20, 17)

Sin ser completamente erróneas, algunas traducciones de


la Biblia conducen al lector por una falsa pista. En principio,
el verbo «codiciar» sugiere que se trata aquí de un deseo fue-
ra de lo común, un deseo perverso, reservado a los pecadores
impenitentes. Pero el término hebreo traducido por ((codi-
ciar» significa, sencillamente, ((desean>. Con él se designa el
deseo de Eva por el fruto prohibido, el deseo que condujo al
pecado original. La idea de que el decálogo dedique su man-
damiento supremo, el más largo de todos, a la prohibición
de un deseo marginal, reservado a una minoría, es difícil-
mente creíble. El décimo mandamiento tiene que referirse a
un deseo común a todos los hombres, al deseo por antono-
masIa.
Pero si el decálogo prohíbe incluso el deseo más corrien-
te, ¿no merece el reproche que el mundo moderno hace de
forma casi unánime a las prohibiciones religiosas? ¿No refleja
el décimo mandamiento esa comezón gratuita de prohibir,
ese odio irracional por la libertad que los pensadores moder-
nos atribuyen a lo religioso en general y a la tradición judeo-
cristiana en particular?
Antes de condenar las prohibiciones como (cinútilmente
represivas», antes de repetir extasiados el lema que los
«acontecimientos de mayo del 68» hicieron famoso, ((prohi-
bido prohibir», conviene preguntarse sobre las implicaciones
del deseo definido en el décimo mandamiento, el deseo de
los bienes del prójimo. Si ese deseo es el más común de to-
dos, ¿qué ocurriría si, en lugar de prohibirse, se tolerara e
incluso alentara? Pues que habría una guerra perpetua en el
seno de todos los grupos humanos, de todos los subgrupos,

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de todas las familias. Se abriría de par en par la puerta a la
famosa pesadilla de Thomas Hobbes: la guerra de todos con-
tra todos.
Para aceptar que las prohibiciones culturales son inúti-
les, como repiten sin reflexionar demasiado los demagogos
de la modernidad, hay que adherirse al más radical indivi-
dualismo, el que presupone la autonomía total de los indi-
viduos, es decir, la autonomla de sus deseos. Dicho de otra
forma, hay que creer que los hombres se muestran natural-
mente inclinados a no desear los bienes del prójimo.
Pero basta con mirar a dos niños o dos adultos que se
disputan cualquier fruslería para comprender que ese postu-
lado es falso. Es el postulado opuesto, el único realista, el que
sustenta el décimo mandamiento del decálogo. Si los indivi-
duos se muestran naturalmente inclinados a desear lo que el
prójimo posee, o, incluso, tan sólo desea, en el interior de los
grupos humanos ha de existir una tendencia muy fuerte a los
conflictos de rivalidad. Y si esa tendencia no se viera contra-
rrestada, amenazaría de modo permanente la armonía de to-
das las comunidades, e incluso su supervivencia.
Los deseos emulativos son tanto más temibles porque
tienden a reforzarse recíprocamente. Se rigen por el princi-
pio de la escalada y la puja. Se trata de un fenómeno tan tri-
vial, tan conocido por todos, tan contrario a la idea que te-
nemos de nosotros mismos, tan humillante, por tanto, que
preferimos alejarlo de nuestra conciencia y hacer como si no
existiera, por más que sepamos muy bien que existe. Esta in-
diferencia ante lo real constituye un lujo que las pequeñas
sociedades arcaicas no podían permitirse.
El legislador que prohíbe el deseo de los bienes del próji-
mo se esfuerza por resolver el problema número uno de toda
comunidad humana: la violencia interna.

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Al leer el décimo mandamiento, se tiene la impresión de
estar asistiendo al proceso intelectual de su elaboración. Para
impedir a los hombres que luchen entre sí, el legislador in-
tenta primero prohibirles todos los objetos que sin cesar se
están disputando, y decide para ello confeccionar su lista.
Pero enseguida cae en la cuenta de que esos objetos son de-
masiado numerosos: es imposible enumerarlos todos. En vis-
ta de lo cual se detiene en su camino, renuncia a hacer hinca-
pié en los objetos, que cambian constantemente, y se vuelve
hacia aquello, o más bien hacia aquel, que siempre está pre-
sente: el prójimo, el vecino, el ser de quien, sin duda, se desea
todo lo que es suyo.
Si los objetos que deseamos pertenecen siempre al próji-
mo, es éste, evidentemente, quien los hace deseables. Así
pues, al formular la prohibición, el prójimo deberá suplantar
a los objetos, y, en efecto, los suplanta en el último tramo de
la frase, que prohíbe no objetos enumerados uno a uno, sino
todo lo que es del prójimo.
Aun sin definirlo explícitamente, lo que el décimo man-
damiento esboza es una «revolución copernicana» en la inte-
ligencia del deseo. Creemos que el deseo es objetivo o subje-
tivo, pero, en realidad, depende de otro que da valor a los
objetos: el tercero más próximo, el prójimo. De modo que,
para mantener la paz entre los hombres, hay que definir lo
prohibido en función de este temible hecho probado: el pró-
jimo es el modelo de nuestros deseos. Eso es lo que llamo
deseo mimético.

El deseo mimético no siempre es conflictivo, pero suele


serlo, y ello por razones que el décimo mandamiento hace
evidentes. El objeto que deseo, siguiendo el modelo de mi
prójimo, éste quiere conservarlo, reservarlo para su propio
uso, lo que significa que no se lo dejará arrebatar sin luchar.

26
Asi contrarrestado mi deseo, en lugar de desplazarse enton-
ces.hacia otro objeto, nueve de cada diez veces persistirá y se
reforzará imitando más que nunca el deseo de su modelo.
La oposición exaspera el deseo, sobre todo, cuando pro-
cede de quien lo inspira. Y si al principio no procede de él,
pronto lo hará, puesto que si la imitación del deseo del próji-
mo crea la rivalidad, ésta, a su vez, origina la imitación.
La aparición de un rival parece confirmar lo bien funda-
do del deseo, el valor inmenso del objeto deseado. La imita-
ción se refuerza en el seno de la hostilidad, aunque los rivales
hagan todo lo que puedan por ocultar a los otros, y a si mis-
mos, la causa de ese reforzamiento.
Lo contrario es también verdad. Al imitar su deseo, doy
a mi rival la impresión de que no le faltan buenas razones
para desear lo que desea, para poseer lo que posee, con lo
que la intensidad de su deseo se duplica.
Como regla general, la posesión tranquila debilita el de-
seo. Al dar a mi modelo un rival, en algún modo le restituyo
el deseo que me presta. Doy un modelo a mi propio modelo,
yel espectáculo de mi deseo refuerza el suyo justo en el mo-
mento en que, al oponérseme, refuerza el mio. Ese hombre
cuya esposa deseo, por ejemplo, quizás hada tiempo que ha-
bia dejado de desearla. Su deseo estaba muerto, yal contacto
con el mio, que está vivo, ha resucitado ...
La naturaleza mimética del deseo explica el mal funcio-
namiento habitual de las relaciones humanas. Nuestras cien-
cias sociales deberían considerar un fenómeno que hay que
calificar de normal mientras que, al contrario, se obstinan en
estimar la discordia como algo accidental, tan imprevisible,
por consiguiente, que es imposible tenerla en cuenta en el
estudio de la cultura.
No sólo nos mostramos ciegos ante las rivalidades mi-
méticas en nuestro mundo, sino que las ensalzamos cada vez
que celebramos la pujanza de nuestros deseos. Nos congratu-

27
lamos de ser portadores de un deseo que posee la capacidad
de «expansión de las cosas infinitas», pero no vemos, en
cambio, lo que esa infinitud oculta: la idolatría por el próji-
mo, forzosamente asociada a la idolatría por nosotros mis-
mos, pero que hace muy malas migas con ella.
Los inextricables conflictos que resultan de nuestra do-
ble idolatría constituyen la fuente principal de la violencia
humana. Estamos tanto más abocados a sentir por nuestro
prójimo una adoración que se transforme en odio cuanto
más desesperadamente nos adoramos a nosotros mismos,
cuanto más «individualistas» nos creemos. De ahí el famoso
mandamiento del Levítico, para cortar por lo sano con todo
esto: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo»; es decir, lo
amarás ni más ni menos que a ti mismo.
La rivalidad de los deseos no sólo tiende a exasperarse,
sino que, al hacerlo, se expande por los alrededores, se trans-
mite a unos terceros tan ávidos de falsa infinitud como noso-
tros. La fuente principal de la violencia entre los hombres
es la rivalidad mimética. No es accidental, pero tampoco es
fruto de un «instinto de agresión» o de una «pulsión agre-
Siva».
Las rivalidades miméticas pueden acabar resultando tan
intensas que los rivales se desacrediten recíprocamente, se
arrebaten sus posesiones, seduzcan a sus respectivas esposas
y, llegado el caso, no retrocedan ni ante el aSesinato.
Acabo otra vez de mencionar, como el lector habrá ob-
servado, aunque esta vez en el orden inverso al del decálogo,
las cuatro grandes violencias prohibidas por los cuatro man-
damientos que preceden al décimo, y que ya he citado al
principio de este capítulo.
Si el decálogo dedica su último mandamiento a prohibir
el deseo de los bienes del prójimo, es porque reconoce en él,
lúcidamente, al responsable de las violencias prohibidas en
los cuatro mandamientos anteriores.

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Si no se desearan los bienes del prójimo, nadie sería
nunca culpable de homicidio, ni de adulterio, ni de robo, ni
de falso testimonio. Si se respetara el décimo mandamiento,
los cuatro anteriores serían superfluos.
En lugar de comenzar por la causa y continuar por las
consecuencias, como se haría en una exposición filosófica, el
decálogo sigue el orden inverso. Se previene primero frente a
lo que más prisa corre: para alejar la violencia, prohíbe las
acciones violentas. Y se vuelve a continuación hacia la causa,
y descubre que es el deseo inspirado por el prójimo. Y lo
prohíbe a su vez, aunque sólo puede hacerlo en la medida en
que los objetos deseados son legalmente poseídos por uno de
los dos rivales. Pues no puede desalentar todas las rivalidades
del deseo.

Si se analizan las prohibiciones de las sociedades arcaicas


a la luz del décimo mandamiento, se comprueba que, sin lle-
gar a ser tan lúcidas como éste, se esfuerzan asimismo por
prohibir el deseo mimético y sus rivalidades.
Las prohibiciones aparentemente más arbitrarias no son
fruto de ninguna neurosis, ni de resentimiento alguno de
viejos gruñones, sólo deseosos de impedir a los jóvenes que
se diviertan. En principio, las prohibiciones no tienen nada
de caprichoso ni de mezquino, se basan en una intuición se-
mejante a la del decálogo, pero sujeta a todo tipo de confu-
siones.
Muchas de las leyes arcaicas, sobre todo en África, con-
denan a muerte a todos los mellizos que nacen en la comuni-
dad, o sólo a uno de cada par. U na regla absurda, sin duda,
pero que no prueba en absoluto la «verdad del relativismo
cultural». Las culturas que no toleran los mellizos confunden
su semejanza natural, de orden biológico, con los efectos «in-
diferenciado res» de las rivalidades mimética. Cuanto más se

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exasperan esas rivalidades, más intercambiables resultan, en
el seno de la oposición mimética, los papeles de modelo, de
obstáculo y de imitador.
En suma, paradójicamente, cuanto más se envenena su
antagonismo, más se asemejan los antagonistas. Éstos se opo-
nen entre sí de modo tanto más implacable cuanto más borra-
das quedan por su oposición las diferencias reales que antes
los separaban. Por más que la envidia, los celos y el odio ha-
gan uniforme a quienes se oponen, en nuestro mundo se re-
húsa pensar en esas pasiones en función de las semejanzas e
identidades que constantemente engendran. Sólo hay pala-
bras para la falaz celebración de las diferencias -esa celebra-
ción que hace hoy más estragos que nunca en nuestras socie-
dades-, y no porque las diferencias reales aumenten sino
porque desaparecen.

La revolución que anuncia y prepara el décimo manda-


miento se consuma plenamente en los Evangelios. Si Jesús no
habla nunca en términos de prohibiciones y, en cambio, lo
hace siempre en términos de modelos e imitación, es porque
llega hasta el fondo de la lección del décimo mandamiento. Y
cuando nos recomienda que lo imitemos, no es por narcisis-
mo, sino para alejarnos de las rivalidades miméticas.
¿En qué debe centrarse, exactamente, la imitación de Je-
sucristo? No en su manera de ser o en sus hábitos personales:
nunca en los Evangelios se dice esto. Tampoco Jesús pro-
pone una regla de vida ascética en el sentido de Tomás de
Kempis y su célebre Imitación de Cristo, por muy admirable
que esta obra sea. Lo que Jesús nos invita a imitar es su pro-
pio deseo, el impulso que lo lleva a él, a Jesús, hacia el fin que
se ha fijado: parecerse lo más posible a Dios Padre.
La invitación a imitar el deseo de Jesús puede parecer
paradójica puesto que Jesús no pretende poseer un deseo

30
propio, un deseo específicamente «suyO». Contrariamente a
lo que nosotros pretendemos, no pretende ((ser él mismo»,
no se vanagloria de «obedecer sólo a su propio deseo». Su
objetivo es llegar a ser la imagen perfecta de Dios. Y por eso
dedica todas sus fuerzas a imitar a ese Padre. Y al invitarnos
a imitarlo nos invita a imitar su :propia imitación.
Una invitación que, lejos de ser paradójica, es más razo-
nable que la de nuestros modernos gurús, que nos invitan a
hacer lo contrario de lo que ellos hacen o, al menos, preten-
den hacer. Cada uno de ellos pide, en efecto, a sus discípulos
que imiten en él al gran hombre que no imita a nadie. Por el
contrario, jesús nos invita a hacer lo que él hace, a que nos
convirtamos, exactamente como él, en imitadores de Dios
Padre.
¿Por qué jesús considera al Padre y a sí mismo los mejo-
res modelos para todos los hombres? Porque ni el Padre ni el
Hijo desean con avidez, con egoísmo. Dios ((hace que el sol
se levante sobre los malos y los buenos». Da sin escatimar,
sin señalar diferencia alguna entre los hombres. Deja que las
malas hierbas crezcan en compañía de las buenas hasta el
momento de la cosecha. Si imitamos el desinterés divino,
nunca se cerrará sobre nosotros la trampa de las rivalidades
miméticas. De ahí que jesús diga también: ((Pedid y se os
dará... »
Cuando jesús afirma que no sólo no abole la Ley, sino
que la lleva a su culminación, formula una consecuencia ló-
gica de su enseñanza. La finalidad de la Ley es la paz entre
los hombres. jesús no desprecia nunca la Ley, ni siquiera
cuando reviste la forma de prohibición. A diferencia de los
pensadores modernos, sabe perfectamente que, para impedir
los conflictos, hay que comenzar por las prohibiciones.
Sin embargo, el inconveniente de las prohibiciones es
que no desempeñan su papel de manera satisfactoria. Su ca-
rácter sobre todo negativo, como Pablo comprendió muy

31
bien, aviva forzosamente en nosotros la tendencia mimética
a la transgresión. La mejor manera de prevenir la violencia
consiste no en prohibir objetos, o incluso el deseo de emula-
ción, como hace el décimo mandamiento, sino en propor-
cionar a los hombres un modelo que, en lugar de arrastrarlos
a las rivalidades miméticas, los proteja de ellas.
A menudo creemos imitar al verdadero Dios y, en reali-
dad, sólo imitamos a falsos modelos de autonomía e invul-
nerabilidad. Y, en lugar de hacernos autónomos e invulnera-
bles, nos entregamos, por el contrario, a las rivalidades, de
imposible expiación. Lo que para nosotros diviniza a esos
modelos es su triunfo en rivalidades miméticas cuya violen-
cia nos oculta su insignificancia.
Lejos de surgir en un universo exento de imitación, el
mandamiento de imitar a Jesús se dirige a seres penetrados
de mimetismo. Los no cristianos se imaginan que, para con-
vertirse, tendrían que renunciar a una autonomía que todos
los hombres poseen de manera natural, una autonomía de la
que Jesús quisiera privarlos. En realidad, en cuanto empeza-
mos a imitar a Jesús, descubrimos que, desde siempre, he-
mos sido imitadores. Nuestra aspiración a la autonomía nos
ha llevado a arrodillarnos ante seres que, incluso si no son
peores que nosotros, no por eso dejan de ser malos modelos
puesto que no podemos imitarlos sin caer con ellos en la
trampa de las rivalidades inextricables.
Al imitar a nuestros modelos de poder y prestigio, a la
autonomía, esa autonomía que siempre creemos que por fin
vamos a conquistar, no es más que un reflejo de las ilusiones
proyectadas por la admiración que nos inspiran tanto menos
consciente de su mimetismo cuanto más mimética es. Cuan-
to más «orgullosos» y «egoístas» somos, más sojuzgados esta-
mos por los modelos que nos aplastan.

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Aunque el gran responsable de las violencias que nos
abruman sea el mimetismo del deseo humano, no hay que
deducir de ello que el deseo mimético es en sí mismo malo.
Si nuestros deseos no fueran miméticos, estarían fijados para
siempre en objetos predeterminados, constituirían una for-
ma particular del instinto. Como vacas en un prado, los
hombres no podrían cambiar de deseo nunca. Sin deseo mi-
mético, no puede haber humanidad. El deseo mimético es,
intrínsecamente, bueno.
El hombre es una" criatura que ha perdido parte de su
instinto animal a cambio de obtener eso que se llama deseo.
Saciadas sus necesidades naturales, los hombres desean in-
tensamente, pero sin saber con certeza qué, pues carecen de
un instinto que los guíe. No tienen deseo propio. Lo propio
del deseo es que no sea propio. Para desear verdaderamente,
tenemos que recurrir a los hombres que nos rodean, tenemos
que recibir prestados sus deseos.
Un préstamo éste que suele hacerse sin que ni el presta-
mista ni el prestatario se den cuenta de ello. No es sólo el de-
seo lo que uno recibe de aquellos a quienes ha tomado como
modelos, sino multitud de comportamientos, actitudes, sa-
beres, prejuicios, preferencias, etcétera, en el seno de los cua-
les el préstamo de mayores consecuencias, el deseo, pasa a
menudo inadvertido.
La única cultura verdaderamente nuestra no es aquella
en la que hemos nacido, sino aquella cuyos modelos imita-
mos a esa edad en la que tenemos una capacidad de asimila-
ción mimética máxima. Si su deseo no fuera mimético, si los
niños no eligieran como modelo, por fuerza, a los seres hu-
manos que los rodean, la humanidad no tendría lenguaje ni
cultura. Si el deseo no fuera mimético, no estaríamos abier-
tos ni a lo humano ni a lo divino. De ahí que, necesariamen-
te, sea en este último ámbito donde nuestra incertidumbre
es mayor y más intensa nuestra necesidad de modelos.

33
El deseo mimético nos hace escapar de la animalidad. Es
responsable de lo mejor y lo peor que tenemos, de lo que nos
sitúa por debajo de los animales tanto como de lo que nos ele-
va por encima de ellos. Nuestras interminables discordias
son el precio de nuestra libertad.

Cabría objetar que, si la rivalidad mimética desempeña


un papel esencial en los Evangelios, ¿cómo es que Jesús no
nos previene contra ella? En realidad, sí nos previene, pero
no lo sabemos. Cuando dice que se opone a nuestras ilusio-
nes, no le entendemos. Las palabras griegas que designan la
rivalidad mimética y sus consecuencias son el sustantivo
skdndalon y el verbo skandalizein. En los Evangelios sinópti-
cos Jesús dedica al escándalo una enseñanza tan notable por
su longitud como por su intensidad.
Como el término hebreo que traduce la versión griega de
los Setenta, «escándalo» no significa uno de esos obstáculos
corrientes que pueden evitarse sin apenas esfuerzo tras haber
tropezado con ellos por primera vez, sino un obstáctilo para-
dójico que resulta casi imposible de evitar; en efecto, cuanto
más rechazo suscita en nosotros, más nos atrae. Cuanto mas
afectado está el escandalizado por el hecho que ha suscitado
su escándalo, con más ardor vuelve a escandalizarse.
Para comprender este extraño fenómeno, basta con reco-
nocer en lo que acabo de describir el comportamiento de los
rivales miméticos, que, al prohibirse mutuamente el objeto
que codician, refuerzan cada vez más su doble deseo. Al si-
tuarse ambos de manera sistemática frente al otro para esca-
par así de su inexorable rivalidad, vuelven siempre a chocar
con el fascinante obstáculo que para los dos representa su
oponente.
Con los escándalos ocurre lo mismo que con la falsa in-
finitud de las rivalidades miméticas. Segregan en cantidades

34
crecientes envidia, celos, resentimiento, odio, todas las toxi-
nas más nocivas, y nocivas no sólo para los antagonistas ini-
ciales, sino para todos aquellos que se dejen fascinar por la
intensidad de los deseos emulativos.
En la escalada de los escándalos, cada represalia suscita
otra nueva, más violenta que la anterior. Así, si no ocurre
nada que la detenga, la espiral desemboca necesariamente en
las venganzas encadenadas, fusión perfecta de violencia y mi-
metismo.
La palabra griega skandalizein procede de un verbo que
significa «cojear». ¿Qué'parece un cojo? Un individuo que si-
gue como a su sombra a un obstáculo invisible con el que no
deja de tropezar.
«¡Desgraciado quien trae el escándalo!» Jesús reserva su
advertencia más solemne a los adultos que arrastran a los ni-
ños a la cárcel infernal del escándalo. Cuanto más inocente y
confiada es la imitación, más fácil resulta escandalizar, y más
culpable es quien lo hace.
Los escándalos son tan temibles que, para ponernos en
guardia contra ellos, Jesús recurre a un estilo hiperbólico poco
habitual en él: ((Si tu mano, o tu pie, te hace caer, córtalo [... ]
y si tu ojo te hace caer, arráncalo [... ])) (Mateo 18, 8-9).
Los freudianos dan una explicación puramente sintomá-
tica de la palabra escándalo. Su prejuicio hostil les impide re-
conocer en esa idea la definición auténtica de lo que llaman
((repetición compulsiva)).
Para hacer a la Biblia psicoanalíticamente correcta, los
traductores modernos, al parecer más intimidados por Freud
que por el Espíritu Santo, se esfuerzan por eliminar todos los
términos censurados por el dogmatismo contemporáneo, y
sustituyen por sosos eufemismos esa admirable ((piedra de es-
cándalo)), por ejemplo, de nuestras antiguas Biblias, la única
traducción que captura la dimensión repetitiva y ((adictiva))
de los escándalos.

3S
Jesús no se extrañaría al ver que se desconoce su ense-
ñanza. No se hace ninguna ilusión sobre la forma en que su
mensaje será recibido. A la gloria procedente de Dios, invisi-
ble en este bajo mundo, la mayoría prefiere la gloria que
procede de los hombres, la que multiplica a su paso los es-
cándalos y que consiste en triunfar en las luchas de rivalida-
des miméticas tan a menudo organizadas por los poderes de
este mundo, militares, políticos, económicos, deportivos, se-
xuales, artísticos, intelectuales... e incluso religiosos.
La frase «es preciso que llegue el escdndalo» no tiene nada
que ver ni con la fatalidad antigua ni con el «determinismo
científico» moderno. Aunque de manera individual los hom-
bres no estén fatalmente condenados a las rivalidades mimé-
ticas, las comunidades, por el gran número de individuos que
contienen, no pueden escapar de ellas. Desde el momento en
que se produce el primer escándalo, éste crea otros, con el re-
sultado de crisis miméticas que constantemente se extienden y
se agravan.

36
11. EL CICLO DE LA VIOLENCIA MIMÉTICA

Aún favorable a Jesús en el momento de su entrada en


Jerusalén, la masa se vuelve súbitamente contra él, y su hos-
tilidad se hace tan contagiosa que se propaga a los más diver-
sos individuos. En los tres primeros Evangelios, sobre todo,
en los relatos de la Pasión predomina la uniformidad de las
reacciones de los testigos, es decir, la omnipotencia de lo co-
lectivo, o dicho de otra forma, la actitud mimética.
Toda la temática de los Evangelios conduce a la Pasíón.
y los escándalos desempefían en ellos un papel demasiado
importante para escapar a esa ley de convergencia hacia la
crucifIxión. Tiene, pues, que haber una relación entre esas
dos formas de mimetismo violento, por ajenas que a primera
vista parezcan entre sí.
Pedro constituye el ejemplo más espectacular del conta-
gio mimético. Su amor por Jesús, tan sincero como profun-
do, es indiscutible. Y, sin embargo, una vez se halla el apóstol
en un medio hostil a Jesús, es incapaz de no imitar su hostili-
dad. Y si el primero de sus discípulos, la roca sobre la cual se
edifIcará la Iglesia, sucumbe a la presi6n colectiva, ¿cómo es-
perar que en torno a Pedro la humanidad media resista?
Para anunciar que Pedro renegará de él, Jesús se refIere
expresamente al papel desempefíado por el escándalo --es de-

37
cir, el mimetismo conflictivo- en la existencia del apóstol.
Los Evangelios lo muestran como una marioneta accionada
por su propio mimetismo, incapaz de resistir las sucesivas
presiones que en cada momento se ejercen sobre él.
Quienes buscan las causas de su triple abjuración sólo en
su «temperamento», o en su «psicología», toman, me parece,
un camino equivocado. No ven nada en ese episodio que so-
brepase al individuo Pedro. Y les parece posible, por lo tanto,
realizar un «retrato» del apóstol. Al atribuirle un «tempera-
mento especialmente influenciable», o mediante otras fórmu-
las semejantes, destruyen la ejemplaridad del acontecimiento
y minimizan su alcance.
Al sucumbir a un mimetismo del que ninguno de los
testigos de la Pasión escapa, Pedro no se diferencia de sus ve-
cinos en el sentido en que toda explicación psicológica dis-
tingue a quien es objeto de ella.
El recurso a esta clase de explicación no es tan inocente
como parece. Si se rechaza la interpretación mimética y se
intenta explicar ese momento en que Pedro flaquea por cau-
sas puramente individuales, se intenta demostrar, aunque de
forma, sin duda, inconsciente, que, en su lugar, uno habría
reaccionado de manera diferente, no habría renegado de
Jesús.
Se trata de una versión más antigua de esa misma ma-
niobra que Jesús reprocha a los fariseos cuando los ve alzar
tumbas a los profetas que sus padres han asesinado. Tras las
espectaculares demostraciones de piedad por las víctimas de
nuestros predecesores a menudo se oculta una voluntad de
justificarse a sus expensas. «Si hubiéramos vivido en tiempo
de nuestros padres», piensan los fariseos, «no nos habríamos
unido a ellos para verter la sangre de los profetas.»
Los hijos repiten los crímenes de sus padres precisamen-
te porque se creen superiores a ellos desde el punto de vista
moral. Esta falsa diferencia es la base de la ilusión mimética

38
del individualismo moderno, de la resistencia hasta el paro-
xismo a la concepción mimética repetitiva, de las relaciones
en,tre los hombres. Y es esta resistencia, paradójicamente, la
causa de la repetición.

Pilato se ve también dominado por el mimetismo. Le


gustaría salvar a Jesús. Si los Evangelios insisten en esa prefe-
rencia, no es para sugerir que los romanos sean superiores a
los judíos, ni para hacer un distingo de buenos o malos entre
los perseguidores de Jesús. Es para subrayar la paradoja de
un poder soberano que, por temor a enfrentarse con la masa,
se pierde, en cierta medida, en ella, y pone así de manifiesto,
una vez más, la omnipotencia del mimetismo.
Lo que motiva a Pilato para entregar a Jesús es el miedo
a una revuelta. Da prueba, se dice, de «habilidad política».
Seguramente. Pero ¿por qué la habilidad política ha de con-
sistir casi siempre en abandonarse al mimetismo colectivo?
Ni siquiera los dos ladrones crucificados junto a Jesús
constituyen una excepción al mimetismo universal. También
ellos imitan a la masa: vociferan siguiendo su ejemplo. Los
seres más humillados y más despreciados se comportan de la
misma manera que los príncipes de este mundo. Hacen leña
del árbol caído. Cuanto más abatido y degradado está al-
guien, más ardientemente desea contribuir al abatimiento y
la degradación de los demás.
En suma, desde una visión antropológica, la Cruz repre-
senta el momento en que los mil conflictos miméticos, los
mil escándalos que entrechocaban violentamente durante la
crisis, se ponen de acuerdo contra un solo individuo: Jesús.
Al mimetismo que divide, descompone y fragmenta las co-
munidades sucede entonces un mimetismo que agrupa a to-
dos los escandalizados contra una víctima única promovida
al papel de escándalo universal.

39
Los Evangelios se esfuerzan por atraer nuestra atención
sobre la prodigiosa fuerza de ese mimetismo, pero inútil-
mente, tanto en el caso de los cristianos como en el de sus
adversarios. En efecto, ahora me doy cuenta de que es en
este punto donde la resistencia a los análisis propuestos por
Raymund Schwager1 y por mí resulta más fuerte. Cuando
James Alison, en The Joy oi Being Wrong,2 califica de ((tras-
cendental» la antropología mimética, lo que esa calificación
sugiere es la dificultad en que todos nos encontramos de per-
cibir algo que sin embargo está ya revelado en los Evange-
lios.
¿Tendríamos que rechazar esa antropología mimética en
nombre de cierta teología? ¿Habría acaso que entender la
unión de todos contra Jesús como obra de Dios Padre, quien,
a semejanza de las divinidades de la ¡liada, moviliza a los
hombres contra su hijo para cobrar de éste el rescate que
aquéllos no pueden pagar? Esta interpretación es contraria al
espíritu y a la letra de los Evangelios.
Nada hay en los Evangelios capaz de sugerir que Dios sea
la causa de ese agrupamiento contra Jesús. Basta el mimetis-
mo. Los responsables de la Pasión son los propios hombres,
incapaces de resistir el violento contagio que a todos afecta
cuando el apasionamiento mimético está a su alcance, o más
bien cuando ellos están al alcance de ese apasionamiento mi-
mético. Y para explicarlo no es necesario echar mano de lo
sobrenatural. La transformación de ese todos contra todos que
desintegra a las comunidades en un todos contra uno que las
reagrupa y reunifica no se limita sólo al caso de Jesús. No tar-
daremos en ver otros ejemplos.

1. Op. cit.
2. Crossroad, Nueva York, 1998.

40
Para comprender por qué y cómo el mimetismo que di-
vide y fragmenta las comunidades muda súbitamente en un
mimetismo que las reagrupa y las reunifica contra una vícti-
ma única, hay que analizar de qué manera evolucionan los
conflictos miméticos. Más allá de cierto umbral de frustra-
ción, los antagonistas no se contentan ya con los objetos que
se disputan. Mutuamente exasperados por el obstáculo vivo,
el escándalo, que cada uno representa entonces para los de-
"más, los dobles miméticos olvidan el objeto de su discordia y
se vuelven, rabiosos, unos contra otros. Cada uno de ellos se
encarniza con su rival mimético.
Pero esta clase de rivalidad no destruye la reciprocidad
de las relaciones humanas, sino, al contrario, la hace más
perfecta que nunca; por supuesto, en la esfera de las represa-
lias, no en lo referente a los tratos pacíficos. Cuanto más de-
sean diferenciarse los antagonistas, más idénticos resultan.
La identidad se realiza en el odio de lo idéntico. Es éste el
momento paroxístico que encarnan los mellizos o los herma-
nos enemigos de la mitología, como Rómulo o Remo. Yo lo
llamo el enfrentamiento de los dobles.
y si al principio los antagonistas ocupan posiciones fijas
en el interior de conflictos cuyo encarnizamiento asegura su
estabilidad, cuanto más se obstinan, más los va transforman-
do el proceso de los escándalos en una masa de seres inter-
cambiables. Los impulsos miméticos, al no encontrar ya en
esta masa homogénea obstáculo alguno, se propagan a toda
velocidad. Evolución que, a su vez, favorece los cambios sú-
bitos de opinión y, por ende, los cambios de rivalidad más
extraños, así como las alianzas más inesperadas.
Al principio, los escándalos parecen rígidos, inmutable-
mente centrados en el mismo antagonista, separados a per-
petuidad entre sí por el odio recíproco. Sin embargo, en los
estadios avanzados del proceso, hay sustituciones y cambios
de antagonistas. Los escándalos se vuelven «oportunistas». Se

41
dejan fascinar fácilmente por otro escándalo cuya fuerza de
atracción mimética es superior a la suya. En suma, los escan-
dalizados se alejan de su adversario inicial, del que parecían
inseparables, para adoptar el escándalo de sus vecinos.
El número y prestigio de los escandalizados determina la
fuerza de atracción de los escándalos. Los pequefios escánda-
los tienden a fundirse con los grandes, y éstos, a su vez, se
contaminan mutuamente hasta que los más fuertes absorben
a los más débiles. Se establece así una competencia mimética
de escándalos, que prosigue hasta que el más polarizador se
queda solo en la escena. Es el momento en que toda la socie-
dad se moviliza contra un solo individuo.
En la Pasión ese individuo es Jesús. Lo cual explica por
qué recurre al vocabulario del escándalo para nombrarse a sí
mismo como víctima de todos y para nombrar a cuantos se
polarizan contra él. Clama: «Felices aquellos para quienes no
soy causa de escándalo.» A todo lo largo de la historia cristia-
na hay una tendencia de los propios cristianos a tomar a Je-
sús como escándalo de recambio, una tendencia a perderse y
fundirse en la masa de los perseguidores. De ahí que, para
Pablo, la Cruz sea el escándalo por excelencia. Obsérvese, en
este sentido, el simbolismo de la cruz tradicional, que con
sus dos maderos atravesados hace visible la contradicción in-
terna del escándalo.
Los propios discípulos no constituyen una excepción a
esta ley común. Cuando Jesús se convierte en el escándalo
universal, todos ellos se ven influidos, en grados diversos,
por la hostilidad universal. Y de ahí que, poco antes de la Pa-
sión, Jesús, con el vocabulario del escándalo, les haga una
advertencia especial para alertados contra los momentos de
flaqueza que les esperan, quizá para suavizar sus remordi-
mientos llegado el instante en que comprendan la cobardía
de su mimetismo individual y colectivo: «Para todos vosotros
seré motivo de escándalo.»

42
Frase que no significa, simplemente, que los discípulos
vayan a sentirse confundidos y afligidos por la Pasión. Cuan-
do Jesús dice algo que parece trivial, hay que desconfiar.
Aquí, como en otros lugares, debemos dar a la palabra ((es-
cándalo» su significado más profundo, que remite a lo mimé-
tico. Jesús avisa a sus discípulos de que, en mayor o menor
medida, todos sucumbirán al contagio que se ha apoderado
de la masa, que todos participarán en cierta medida en la Pa-
sión det lado de tos perseguidores.
Los escándalos entre individuos son como pequeños ria-
chuelos que desembocan en los grandes ríos de la violencia
colectiva. Cabe entonces hablar de un apasionamiento mimé-
tico que agrupa en un único haz, contra la misma víctima,
todos los escándalos antes independientes entre sí. Como un
enjambre de abejas alrededor de su reina, los escándalos con-
fluyen contra la víctima única y la acorralan.
La fuerza que suelda entre sí los escándalos es un mime-
tismo redoblado. Aunque pueda parecer que la palabra es-
cdndato se aplica a cosas muy diferentes, en realidad se trata
siempre de diferentes momentos de un único proceso mimé-
tico, o de ese proceso en su totalidad.
Cuanto más asfixiantes resultan los escándalos persona-
les, más ganas tienen los escandalizados de ahogarlos en un
nuevo y gran escándalo. Algo que puede observarse muy
bien en las pasiones llamadas políticas, o en ese frenesí del
escándalo que se ha apoderado del mundo hoy globalizado.
Cuando un escándalo muy atractivo está a su alcance, los es-
candalizados se ven irresistiblemente tentados de ((aprove-
charse» de él y gravitar a su alrededor.
La condensación de todos los escándalos separados en
un escándalo único constituye el paroxismo de un proceso
que comienza con el deseo mimético y sus rivalidades. Al
multiplicarse, éstas suscitan una crisis mimética, la violencia
de todos contra todos, que acabará por aniquilar a la comuni-

43
dad si, al final, no se transforma de manera espontánea, au-
tomáticamente, en un todos contra uno gracias al cual se re-
hace la unidad.

La víctima de un apasionamiento mimético es elegida


por el propio mimetismo, y sustituye a todas las demás vícti-
mas que la masa hubiera podido elegir de haber sucedido las
cosas de otra forma. Las sustituciones ocurren espontánea-
mente, de forma invisible, a favor -del ruido y la furia que por
todas partes se propaga. (En el caso de Jesús, y más adelante
volveremos sobre esto, intervienen otros factores que nos im-
piden considerarlo una víctima del azar, en el sentido en que-
lo son la mayor parte de las víctimas de su misma clase.)
Pilato es un juez demasiado experimentado para no dar-
se cuenta del papel de las sustituciones en el caso que se le
pide que juzgue. Los Evangelios, por otra parte, comprenden
su punto de vista y hacen que lo compartamos en el famoso
episodio de Barrabás. El escrúpulo romano por la legalidad
aconseja a Pilato no entregar a Jesús o, dicho de otra forma,
no ceder ante la masa. Pero sabe también que ésta no va a
calmarse sin víctima. De ahí que le brinde una compensa-
ción: hacer morir a Barrabás a cambio de Jesús.
Desde el punto de vista de Pilato, Barrabás tiene la ven-
taja de estar ya legalmente condenado. Su ejecución no cons-
tituye infracción alguna de la legalidad. La principal preo-
cupación de Pilato no es impedir la muerte de un inocente,
sino impedir, en la medida de lo posible, unos desórdenes
que podrían perjudicar su reputación como administrador en
las altas esferas imperiales. El hecho de que la masa rechace la
sustitución por Barrabás no significa, en absoluto, que los
Evangelios acusen al pueblo judío, en su conjunto, de un
odio inmisericorde hacia Jesús. Durante mucho tiempo favo-
rable a Jesús, vacilante después, la masa no da muestras de

44
una decidida hostilidad hasta el momento paroxístico de la
Pasión, una diversidad de actitudes muy característica, por lo
demás, de las masas miméticas. Una vez establecida la unani-
midad, la masa se encarniza con la víctima que ya ha conde-
nado sin necesidad de proceso, y se niega a canjearla por otra.
La hora de las sustituciones ha pasado, y suena entonces la de
la violencia unánime. Y Pilato lo comprende. Por eso, cuan-
do ve que la masa rechaza a Barrabás, inmediatamente le en-
trega a Jesús.

Reconocer lo que tiene de corriente, de trivial incluso, la


crucifIxión permite comprender una de las cuestiones pro-
pias de la fIgura de Jesús, la de la semejanza entre su muer-
te y las persecuciones sufridas por muchos profetas anterio-
res a él.
Todavía en nuestros días abundan los que piensan que,
si los Evangelios equiparan la muene de Jesús a la de los pro-
fetas, es con objeto de estigmatizar exclusivamente al pueblo
judío. Algo que ya pensaba, por supuesto, el antisemitismo
medieval, en cuanto basado, como todo antisemitismo cris-
tiano, en la incapacidad de comprender la verdadera natura-
leza e infInita ejemplaridad de la Pasión. Error que hace mil
años, en una época en que la influencia cristiana no había
penetrado tan profundamente en nuestro mundo, resultaba
más excusable que hoy.
La interpretación antisemita desconoce la intención real de
los Evangelios. Lo que explica el odio de las masas hacia los se-
res excepcional'~$, como Jesús y los profetas, no es la penenen-
cia étnica o religiosa, sino, evidentemente, el mimetismo.
Los Evangelios sugieren que en todas las comunidades, y
no sólo en la judía, existe un proceso mimético de rechazo
cuyas víctimas preferidas son los profetas, como ocurre en al-
guna medida con todos los seres excepcionales, esos indivi-

45
duos que, por diversas rarones, no son como los demás. Las
víctimas pueden ser lisiados, inválidos, indigentes miembros
de pueblos o razas considerados inferiores, o retrasados men-
tales, pero también grandes reformadores religiosos, como
Jesús o los profetas judíos, o, en nuestros días, destacados ar-
tistas o pensadores. Todos los pueblos tienden a rechazar,
con diversos pretextos, a quienes no encajan en su concep-
ción de lo normal y corriente.
Si comparamos la Pasión con los relatos de las violencias
sufridas por los profetas, comprobaremos que en todos los
casos, en efecto, se trata de violencias bien directamente co-
lectivas, bien de inspiración colectiva. La semejanza sefialada
por Jesús es de lo más real y no puede limitarse a las violen-
cias descritas en la Biblia, como no tardaremos en ver. El
mismo tipo de víctimas aparece en los mitos.
Así pues, hay que interpretar de forma muy concreta la
frase de Jesús sobre la analogía entre su propia muerte y las
de los profetas. Para confirmar la interpretación realista que
propongo, hay que comparar la Pasión no sólo con las vio-
lencias contra los profetas judíos narradas en el Antiguo Tes-
tamento, sino también con las que relatan los Evangelios al
referirse a la ejecución de quien éstos consideran el ((último
de los profetas», Juan Bautista.

Para ((verifican> la doctrina de Jesús, y puesto que Juan


Bautista es un profeta, su muerte violenta deberá asemejarse a
la muerte violenta del Nazareno. Lo que significa que debería-
mos encontrar también, en el caso del Bautista, el apasiona-
miento mimético y los demás rasgos esenciales de la Pasión.
Y, efectivamente, los encontramos. No es difícil observar que
todos esos rasgos aparecen en los dos Evangelios que contie-
nen el relato de la muerte de Juan Bautista, los más antiguos,
los de Marcos y Mateo.

46
Como en la crucifixión, el asesinato de Juan Bautista no
es directamente colectivo, sino de inspiración colectiva. En
ambos casos hay una autoridad, la única que puede decretar la
muerte y que, al final, la decreta, pese a su deseo personal de
librar a la víctima de ella: Pilato y Herodes, respectivamente.
En ambos casos, si la autoridad renuncia a su deseo y ordena
en último extremo la ejecución de la víctima, lo hace por ra-
zones miméticas, para no enfrentarse con una multitud vio-
lenta. Del mismo modo que Pilato no se atreve a enfrentarse
con la masa que exige la crucifixión, Herodes no osa enfren-
tarse con sus invitados, que le piden la cabeza de Juan.
. ambos casos el desenlace
En .
es resultado de una crisis
mimética. En el episodio del profeta, la crisis del matrimonio
de Herodes con Herodías. Juan reprocha a Herodes la ilegali-
dad de su boda con la mujer de su hermano. Herodías quiere
vengarse, pero Herodes protege al Bautista. Para forzar su de-
cisión, la esposa amotina contra su enemigo a la muchedum-
bre de invitados al gran banquete de aniversario de su esposo.
Para azuzar el mimetismo de ese tropel y transformarlo
en sanguinaria jauría, Herodías recurre a ese arte considera-
do por los griegos como el más mimético de todos, el más
idóneo para movilizar contra la víctima a los participantes en
un sacrificio: la danza. Herodías hace bailar a su propia hija,
quien, inducida por su madre, pide como premio a su actua-
ción la cabeza de Juan, petición apoyada unánimemente por
los invitados.
Las semejanzas entre este relato y la Pasión resultan no-
tables, sin que quepa hablar aquí de nada parecido a un «pla-
gio». Ninguno de los dos textos es ((copia» del otro. Sus deta-
lles son muy diferentes. Es su mimetismo interno lo que los
hace semejantes, un mimetismo representado en ambos ca-
sos con idéntica fuerza y originalidad.
Por tanto, en el plano antropológico, la Pasión es más tí-
pica que única: ejemplariza el gran tema de la antropología

47
evangélica, el mecanismo victimario que apacigua a las co-
munidades humanas y, al menos provisionalmente, restable-
ce su tranquilidad.

Tanto en la muerte de Juan Bautista como en la de J e-


sús, los Evangelios nos muestran un proceso cíclico de desor-
den y de restablecimiento del orden que culmina y concluye
en un mecanismo de unanimidad victhnaria. Empleo la pa-
labra ((mecanismo» para sefialar la naturaleza automática del
proceso y de sus resultados, así como la incomprensión e in-
cluso la inconsciencia de quienes participan en él.
Un mecanismo también detectable en ciertos textos bí-
blicos. Los más interesantes, desde el punto de vista del pro-
ceso victimario, son aquellos que los propios Evangelios
comparan con la vida y la muerte de Jesús, los que nos cuen-
tan la vida y la muerte del personaje llamado el Servidor de
Yahveh o Servidor Sufriente.
El Servidor es un gran profeta del que se habla en la se-
gunda parte del Libro de !saías, que se inicia en el capítulo
40, generalmente atribuida a un autor distinto del de la pri-
mera, el Segundo Isaías o Deutero-Isaías. Los pasajes que re-
memoran la vida y la muerte de este profeta ditleren lo sufi-
ciente de los que los rodean para que puedan agruparse en
cuatro fragmentos separados que evocan cuatro grandes poe-
mas, los Cantos del Servidor de Yahveh. Aunque el principio
del capítulo 40 no forma parte de esos cantos, por diferentes
razones, pienso que debería ser incorporado a ellos:

Oigo que se grita: «En el desierto despejad


el camino de Yahveh,
enderezad en la estepa
una calzada para nuestro Dios.
Todo valle sea alzado

48
y toda montafia y colina sean rebajadas,
y lo quebrado se convierta en terreno llano
y los cerros en vega.
Entonces la gloria de Yahveh se manifestará,
y toda criatura la verá a una,
pues la boca de Yahveh ha hablado.»
(Isaías 40, 3-5)

Para los exegetas modernos, este nivelamiento, esta uni-


versal allanación, aludiría a la construcción de un camino
para Ciro, el rey de Persia, el monarca que permitió a los ju-
díos volver a Jerusalén.
Una explicación, ciertamente, razonable, pero un poco
simple. El texto habla de allanación, eso está claro, pero no
chatamente. Lo convierte en un asunto tan grandioso que li-
mitar su alcance a la construcción de un camino, por amplio
que sea, para el más grande de todos los reyes, me parece un
poco mezquino, demasiado pobre.
U no de los temas del Segundo Isaías es el fin del exilio
babilónico felizmente concluido por el famoso edicto de
Ciro. Pero hay otros temas que se entrelazan con el del re-
torno, en especial los referentes al Servidor de Yahveh que
acabo de mencionar.
Más que a trabajos emprendidos con un fin determina-
do, el citado texto nos lleva a pensar en una erosión geológi-
ca y habría que considerarlo, creo, una representación imagi-
nada de esas crisis miméticas cuyo rasgo esencial, ya lo
hemos visto, es la desaparición de las diferencias, la transfor-
mación de los individuos en dobles cuyo perpetuo enfrenta-
miento destruye la cultura. Nuestro texto equipara ese pro-
ceso al allanamiento de las montañas y al rellenado de los
valles en una región montañosa. Así como las rocas se trans-
forman en arena, así también el pueblo se transforma en una
masa amorfa incapaz de oír al que grita que se despeje un ca-

49
mino en el desierto y siempre dispuesta, en cambio, a recor-
tar las alturas y a cegar de arena las profundidades, permane-
ciendo así en la superficie de todas las cosas, rechazando así
toda grandeza y verdad.
Por inquietante que resulte ese alisado de las diferencias,
esa inmensa victoria de lo superficial y lo uniforme, su invo-
cación por parte del profeta se debe a la contrapartida ex-
traordinariamente positiva que, sin embargo, prepara, una
decisiva epifanía de Yahveh:

Entonces la gloria de Yahveh se manifestará y to-


da criatura la verá a una, pues la boca de Yahveh ha ha-
blado.

Epifanía que es aquí profetizada. Y que se realiza, sin lu-


gar a dudas, doce capítulos después, en el asesinato colectivo
que pone fin a la crisis, el asesinato del Servidor Sufriente.
Pese a su bondad y amor a los hombres, el Servidor no es
amado por sus hermanos, y en el cuarto y último canto su-
cumbe a manos de una masa histérica unida contra él, vícti-
ma de un verdadero linchamiento.
Para comprender cabalmente el Segundo Isaías, creo que
hay que trazar un gran arco desde la nivelación inicial, la
violenta indiferenciación, hasta el relato de la muerte a mano
airada del Servidor, en los capítulos 5~ y 53. Un arco de círcu-
lo, en suma, que enlace la descripción de la crisis mimética
con su más importante consecuencia: el linchamiento del
Servidor Sufriente. Asesinato colectivo del gran profeta re-
chazado por el pueblo, esa muerte es el equivalente de la Pa-
sión en los Evangelios. Y, como en éstos, el asesinato del
profeta por la multitud y la revelación de Yahveh se confun-
den en un único acontecimiento.
U na vez captada la estructura de la crisis y la del lincha-
miento colectivo del Segundo Isaías, se comprende también

50
que el conjunto, como en el caso de la vida y muerte de Je-
sús en los Evangelios, constituye lo que podría llamarse, me
parece, un ciclo mimético. Tarde o temprano, la proliferación
inicial de escándalos desemboca en una crisis aguda que, en
su paroxismo, desencadena la violencia unánime contra la
víctima única, la víctima seleccionada al final por toda la co-
munidad. Un acontecimiento que restablece el orden anti-
guo o establece uno nuevo a su vez destinado, un día u otro,
a entrar también en crisis, y así sucesivamente.
Como en todos los ciclos miméticos, el conjunto consti-
tuye una epifanía divina, una manifestación de Yahveh. En el
Segundo !saías dicho ciclo aparece representado con todo el
característico esplendor de los grandes textos proféticos. Como
todos los ciclos miméticos, se asemeja a los anteriores y a los
siguientes por su dinamismo y su estructura fundamental. Al
mismo tiempo, por supuesto, implica numerosos rasgos que
sólo a él pertenecen y cuya enumeración no es necesaria.
El hecho de que en los cuatro Evangelios volvamos a en-
contrar la descripción de la crisis mimética, la descripción
del Segundo !saías que líneas más arriba he citado, y que
constituye lo esencial de la profecía de Juan Bautista sobre
Jesús, prueba que se trata, en efecto, de la misma secuencia
que aparece en la vida y muerte de éste, según los cuatro
evangelistas. Recordar a los hombres ese capítulo de Isaías,
hacerles pensar en esa descripción de la crisis y en ese anun-
cio de una epifanía divina, es lo mismo que profetizar a Je-
sús, es anunciar que la vida y la muerte de Jesús serán seme-
jantes a la vida y la muerte del profeta de antaño. Es aludir a
lo que he llamado un nuevo ciclo mimético, una nueva
erupción de desorden coronada por la violencia unánime del
todos contra uno mimético.
Juan Bautista se identifica con el que grita que se abra
un camino en el desierto, y su anuncio profético se resume
por entero en la cita del capítulo 40 de !saías. Lo que el pro-

51
feta entiende por profetizar puede resumirse como sigue:
«Una vez más nos encontramos ante una gran crisis, la cual
se resolverá con el asesinato colectivo de un nuevo enviado
de Dios, Jesús. Una muerte violenta que será ocasión para
Yahveh de una nueva y suprema revelación.»

52
III. SATÁN

Para confirmar la presencia en los Evangelios de lo que


he denominado ((ciclo mimético», hay que tener en cuenta
una noción, o más bien un personaje, que es desdeñado en
nuestros días, incluso por los cristianos. Los Evangelios si-
nópticos lo designan por su nombre hebreo, Satán. El Evan-
gelio de Juan le da un nombre griego, el Diablo.
En la época en que, guiados por el teólogo alemán Ru-
dolf Bultmann, todos los teólogos a la última se dedicaban a
((desmitologizan> desenfrenadamente las Escrituras, éstos ni
siquiera se dignaban incluir al Príncipe de este mundo en su
programa. Hasta ese honor le negaban. A pesar del conside-
rable papel que desempeña en los Evangelios, el cristianismo
moderno apenas lo tiene en cuenta.
Si se estudian las propuestas evangélicas sobre Satán a la
luz de nuestros análisis, se observa que no merecen el olvido
en que han caído.
Como Jesús, Satán quiere que lo imiten, aunque no de
la misma manera ni por las mismas razones. En primer lu-
gar, quiere seducir. El Satán seductor es el único Satán que
el mundo moderno se digna recordar, por supuesto, para
bromear sobre él.
Satán también se propone como modelo para nuestros

53
deseos, y, evidentemente, resulta más fácil de imitar que Cris-
to, puesto que nos aconseja que nos dejemos llevar por todas
nuestras inclinaciones, despreciando la moral y sus prohibi-
ciones.
Al escuchar a este muy amable y muy moderno profesor,
en principio uno se siente muy liberado. Pero esa impresión
dura poco, ya que, si le escuchamos, no tardaremos en ser
privados de todo aquello que protege del mimetismo con-
flictivo. Así, en lugar de avisarnos sobre las trampas que nos
aguardan, Satán nos hace caer en ellas. Aplaude la idea de
que las prohibiciones no sirven para nada y que su transgre-
sión no implica peligro alguno.
El camino al que Satán nos lanza es ancho y fácil, la
gran autopista de la crisis mimética. Mas hete aquí que, de
pronto, entre nosotros y el objeto de nuestro deseo surge un
obstáculo inesperado y, misterio entre los misterios, cuando
pensábamos haberlo dejado muy atrás, ese mismo Satán, o
uno de sus secuaces, nos corta el camino.
Es la primera de sus numerosas metamorfosis: el seductor
inicial se transforma rápidamente en un repelente adversario,
un obstáculo más serio que todas las prohibiciones aún no
transgredidas. El secreto de esta desagradable metamorfosis
es fácil de descubrir: el segundo Satán no es otra cosa que la
conversión del modelo mimético en obstáculo y en rival,
la génesis de los escándalos.
Puesto que desea lo mismo que nos empuja a desear,
nuestro modelo se opone a nuestro deseo. Así pues, más allá
de las transgresiones se alza un obstáculo más coriáceo que
todas las prohibiciones, aunque al principio oculto bajo la
protección que éstas procuran mientras son respetadas.
No soy yo solo quien equipara a Satán con los escánda-
los. Lo hace el propio Jesús en un apóstrofe vehemente a Pe-
dro: ((Pasa detrás de mí, Satán, pues tú eres para mí un es-
cándalo.»

54
Pedro es objeto de esta regafíina por haber reaccionado
negativamente al primer anuncio de la Pasión. Decepciona-
do por lo que considera excesiva resignación por parte de Je-
sús, se esfuerza en insuflarle su propio deseo, su propia am-
bición mundana. En suma, Pedro invita a Jesús a que lo
tome por modelo de su deseo. Si Jesús se alejara de su Padre
para seguir a Pedro, Pedro y el propio Jesús no tardarían en
caer en la rivalidad mimética y la aventura del Reino de Dios
se hundiría en irrisorias querellas.
Pedro se convierte aquí en sembrador de escándalos, en
el Satán que aleja a los hombres de Dios en beneficio de los
modelos de rivalidad. Satán siembra los escándalos y recoge
las tempestades de las crisis miméticas. Es la ocasión para él
de mostrar lo que es capaz de hacer. Las grandes crisis des-
embocan en el verdadero misterio de Satán, en su más extra-
fío poder, el de autoexpulsarse y traer de nuevo el orden a las
comunidades humanas.
El texto esencial sobre la expulsión satánica de Satán es
la respuesta de Jesús a quienes lo acusan de expulsar a Satán
por mediación de Belcebú, el príncipe de los demonios:

«¿Cómo puede Satdn expulsar a Satdn? Si un reino se di-


vide contra sí mismo, no puede mantenerse en pie; y si una
casa se divide contra sí misma, no podrá sostenerse; y si el
Adversario se alzó contra sí mismo y se dividió, no puede
sostenerse, sino que está tocando a su fin.»
(Marcos 3, 24-26)

Acusar a un exorcista rival de expulsar a los demonios por


medio de Satán debía de ser en esa época una acusación tri-
vial. Muchos debían de hacerlo maquinalmente. Jesús quiere
que se reflexione sobre sus implicaciones. Si es cierto que Sa-
tán expulsa a Satán, ¿cómo puede ser, cómo es posible proe-
za tal?

55
Lejos de negar la realidad de la autoexpulsión satánica,
ese texto la afirma. La prueba de que Satán posee ese po-
der es, precisamente, la afirmación, a menudo repetida, de
que está llegando a su fin. La inmediata caída de Satán, pro-
fetizada por Cristo, se funde así con el fin de su poder de au-
toexpulsión
Tanto en Mateo con en Marcos, en lugar de sustituir el
segundo Satán por un pronombre y decir «¿Cómo puede Sa-
tán expulsarse a sí mismo?», Jesús repite el nombre, Satán:
«¿Cómo puede Satdn expulsar a Satdn?» La proposición inte-
rrogativa de Marcos se transforma en una proposición con-
dicional, pero la fórmula no cambia: «[ ... ] y si el Satán se
alzó contra Satán [... ]»
La repetición de la palabra Satán es más elocuente de lo
que sería su sustitución por un pronombre, sin duda. Pero
lo que la inspira no es el gusto por el lenguaje elegante, sino
el deseo de subrayar la paradoja fundamental de Satán. Es
un principio de orden tanto como de desorden.
El Satán expulsado es el que fomenta y exaspera las riva-
lidades miméticas hasta el punto de transformar la comuni-
dad en una hoguera de escándalos. Y el Satán que expulsa es
esa misma hoguera una vez alcanzado el punto de incandes-
cencia suficiente para desencadenar el mecanismo victima-
rio. Para impedir la destrucción de su reino, Satán hace de
su propio desorden, en el momento de su paroxismo, un
medio de expulsarse a sí mismo.
y es ese poder extraordinario lo que lo convierte en Prín-
cipe de este mundo. Si no pudiera proteger su dominio de los
intentos que amenazan con aniquilarlo, y que son esencial-
mente los suyos, no merecería ese título de Príncipe que los
Evangelios le conceden, y no a la ligera. Si fuera puramente
destructor, hace ya tiempo que Satán habría perdido su im-
perio. Para comprender lo que lo hace dueño de todos los rei-
nos de este mundo, hay que tomar al pie de la letra lo que

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dice Jesús, a saber: que el desorden expulsa al desorden, o, di-
cho de otra forma, que Satán expulsa realmente a Satán. Y
mediante esa proeza nada corriente ha conseguido hacerse in-
dispensable y que su poder continúe siendo muy grande.
¿Cómo comprender esta idea? Volvamos al momento en
que la comunidad escindida, en el paroxismo del proceso
mimético, rehace su unidad contra una víctima única que se
convierte en escándalo supremo porque todo el mundo, mi-
méticamente, la considera culpable.
Satán es el mimetismo que convence a la comunidad en-
tera, de forma unánime, de que esa culpabilidad es real. Ya
ese arte de convencer debe uno de sus nombres más anti-
guos, más tradicionales, el de Acusador del héroe en el Libro
de Job. Acusador ante Dios y, más aún, ante el pueblo. Con
la transformación de una comunidad diferenciada en una
masa histérica, Satán crea los mitos. Representa el principio
de acusación sistemática que surge del mimetismo exaspera-
do por los escándalos. Una vez que la infortunada víctima ha
quedado aislada, privada de defensores, nada puede ya prote-
gerla de la masa desenfrenada. Todo el mundo puede encar-
nizarse con ella sin temor a represalia alguna.
Aunque la víctima única parezca quizá poca cosa para
los apetitos de violencia que convergen sobre ella, en ese ins-
tante la comunidad sólo aspira a su destrucción. Así pues,
esa víctima sustituye efectivamente a quienes poco antes se
oponían entre sí en mil escándalos diseminados aquí y allá, y
ahora se unen contra ese blanco único.
Como en la comunidad nadie tiene ya más enemigo que
esa víctima, tras su rechazo, expulsión y aniquilación la mul-
titud, privada de enemigo, se siente liberada. Sólo quedaba
uno, y se han librado de él. Al menos provisionalmente, esa
comunidad no experimenta ya odio ni resentimiento alguno
respecto a nadie, se siente purificada de todas sus tensiones,
escisiones y fragmentaciones.

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Los perseguidores ignoran que su súbita concordia, como
su anterior discordia, es producto del mimetismo. Piensan
que se enfrentan con un ser peligroso, maléfico, alguien de
quien la comunidad tiene que librarse. Nada más sincero que
su odio.
Así pues, el todos contra uno mimético o mecanismo victi-
mario tiene la asombrosa, espectacular propiedad, por lo de-
más 16gicamente explicable, de traer de nuevo la calma a una
comunidad momentos antes tan perturbada que nada pare-
cía capaz de apaciguarla.
Entender ese mecanismo como algo propio de Satán sig-
nifica entender que la f6rmula de Jesús: «Satán expulsa a Sa-
tán», tiene un sentido preciso y racionalmente explicable. Lo
que esa f6rmula define es la eficacia del mecanismo victima-
rio. Ya ese mecanismo alude el gran sacerdote Caifás cuan-
do dice: ((Mejor es que muera un solo hombre a que todo el
pueblo perezca.»
Los cuatro relatos de la crucif1Xi6n nos hacen, por tanto,
asistir al desarrollo de un mecanismo victimario. La secuen-
cia, como he dicho, se asemeja a los innumerables fenóme-
nos análogos puestos en escena por Satán.
La prueba de que la Cruz y el mecanismo de Satán son lo
mismo nos la aporta el propio Jesús al decir estas palabras jus-
to antes de su prendimiento: «La hora de Satdn ha llegado."
Frase que no hay que entender como una fórmula retórica,
como una manera pintoresca de señalar el carácter reprensible
de lo que los hombres van a hacer con Jesús. Como todas las
demás frases evangélicas sobre Satán, ésta tiene también un
sentido preciso e incluso casi «técnico». Es una de las frases
que en la crucifixión designan un mecanismo victimario.
La crucifixión es uno de esos momentos en que Satán
restaura y consolida su poder sobre los hombres. El paso del
((todos contra todos» al dodos contra uno mimético», al
aplacar la cólera de la masa aportando de nuevo la tranquili-

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dad indispensable para la supervivencia de toda comunidad
humana, permite al Príncipe de este mundo prevenir la des-
trucción total de su reino.
Satán puede, por tanto, restaurar el suficiente orden en
el mundo para prevenir la destrucción total de su bien sin te-
ner que privarse durante demasiado tiempo de su pasatiem-
po favorito: sembrar el desorden, la violencia y el infortunio
entre sus súbditos.
y aunque la muerte de Jesús deshaga el cálculo satánico,
en lo inmediato, por razones que no tardaremos en ver, tiene
los efectos previstos por quien la ha provocado. En los Evan-
gelios puede comprobarse que ejerce sobre la multitud ese
efecto tranquilizador que Pilato, como Satán, espera de ella.
Lo que puede apreciarse desde el punto de vista de esa pax
romana cuyo guardián es Pilato. El procurador temía una re-
vuelta que, gracias a la crucifixión, no estalla.
El suplicio transforma a la masa amenazadora en un pú-
blico de teatro antiguo o de cine moderno, tan seducido por
el sangriento espectáculo como nuestros contemporáneos
por los horrores hollywoodianos. U na vez saciados de esa
violencia que Aristóteles califica de catdrtica, sea real o ima-
ginaria, los espectadores vuelven apaciblemente a su casa
para dormir en ella el sueño de los justos.
La palabra catarsis designa, en primer lugar, la «purifica-
ción» que procura la sangre derramada en los sacrificios ri-
tuales. Sacrificios que constituyen la deliberada repetición,
enseguida lo veremos, del proceso descrito en la Pasión, es
decir, del mecanismo satánico. Yel debate que brinda oca-
sión a Jesús de preguntarse sobre la expulsión satánica de Sa-
tán tiene, sin duda, el sentido de un exorcismo.
Los Evangelios nos hacen comprender que las comuni-
dades humanas están sujetas a desórdenes que se repiten pe-
riódicamente y que, cuando se cumplen ciertas condiciones,
pueden resolverse por fenómenos de masas en que éstas obran

S9
de modo undnime. Esta unanimidad se halla enraizada en el
deseo mimético y en los escándalos que una y otra vez deterio-
ran las comunidades.
El ciclo mimético comienza con el deseo y las rivalidades,
continúa con la multiplicación de escándalos y la crisis mi-
mética y concluye con un mecanismo victimario, que consti-
tuye la respuesta a la pregunta hecha por Jesús: «¿Cómo pue-
de Satán expulsar a Satán?))
Ciertas leyendas medievales y cuentos tradicionales con-
tienen ecos de la concepción evangélica de Satán. Aparece en
esos relatos un hombre amable, generoso, siempre dispuesto
a colmar de venturas a los humano a cambio, al parecer, de
muy poca cosa. Su única petición es que se le reserve un
alma, nada más que un alma. A veces exige la de la hija del
rey, pero, generalmente, no le importa cuál sea. El primero
que llega vale tanto para él como la más bella de las princesas.
Su exigencia parece modesta, casi ínfima, comparada
con los beneficios que promete, pero ocurre que el misterio-
so caballero la considera irrenunciable. Si no es satisfecha,
todas las venturas ofrecidas por el generoso bienhechor des-
aparecen al instante, y él con ellas. El caballero no es otro
que Satán, naturalmente, y, para ponerlo en fuga, basta con
no ceder a su chantaje. Hay aquí una alusión bastante clara a
la omnipotencia del mecanismo victimario en las sociedades
paganas y su perpetuación en formas veladas, a menudo ate-
nuadas en las sociedades cristianas.

Todo esto puede entenderse como una antropología del


deseo mimético, de las crisis de él resultantes y de los fenó-
menos de masas que ponen fin a esas crisis e inician un nue-
vo ciclo mimético. Antropología que encontramos de nuevo
en el Evangelio de Juan, donde, como más arriba he sefiala-
do, Satán es sustituido por el Diablo.

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En uno de los discursos que atribuye a Jesús, Juan inter-
cala una pequefia disertación de una quincena de versículos
en la que volvemos a encontrar todo lo que habíamos anali-
zado en los Evangelios sinópticos, pero de manera tan elípti-
ca y abreviada que suscita aún más incomprensión que las
propuestas de esos Evangelios. Con todo, a pesar de las dife-
rencias de vocabulario, que le dan un aspecto más duro, la
doctrina de Juan es la misma que la de los sinópticos.
El texto de Juan es a menudo condenado por nuestros
contemporáneos, que lo consideran supersticioso yvindicati-
vo. Define una vez más, sin miramientos, desde luego, pero
sin hostilidad, las consecuencias para los hombres del mime-
tismo conflictivo.
En su exposición, Jesús dialoga con gentes que se consi-
deran todavía discípulos suyos, pero que no tardarán en
abandonarlo en vista de que no entienden su ensefianza. En
definitiva, y un poco como les ocurre a algunos de nuestros
contemporáneos, los primeros oyentes de Jesús están ya es-
candalizados:

((Si Dios fuera vuestro padre, me amaríais a mí, pues


yo salí y he venido de Dios, pues no he venido por mi
cuenta, sino que él me envió. ¿Por qué no reconocéis mi
lenguaje? Porque no podéis aceptar mi doctrina. Vosotros
sois hijos de vuestro padre, que es el Diablo, y queréis ha-
cer los deseos de vuestro padre. Él era homicida desde el
principio y no se mantuvo en la verdad, porque no existe
verdad en él. Siempre que profiere la mentira comunica lo
propio suyo, porque es mentiroso y padre de la mentira.»
Ouan 8, 42-44)

A quienes se definen como sus discípulos, Jesús les asegu-


ra que su padre no es ni Abraham ni Dios, como ellos afir-
man, sino el Diablo. La razón de este juicio es clara. Si esas

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gentes tienen al Diablo como padre, es porque quieren cum-
plir sus deseos, y no los de Dios. Toman al Diablo como mo-
delo de sus deseos.
El deseo del que habla Jesús se basa, pues, bien en la
imitación del Diablo, bien en la imitación de Dios. Se trata
aquí, sin duda, del deseo mimético, en el sentido que antes
le hemos dado. La noción de Padre se confunde, una vez
más, con ese modelo indispensable para el deseo humano,
que, a falta de un objeto propio, no puede prescindir de él.
Dios y Satán son los dos «archimodelos» cuya oposición
corresponde a la ya descrita antes: oposición entre los modelos
que nunca se convierten para sus discípulos en obstáculos ni
rivales -puesto que tales discípulos no desean nada de manera
ávida y competitiva- y los modelos .cuya avidez repercute de
manera inmediata en sus imitadores y los transforma en obs-
táculos diabólicos. Así pues, los primeros versículos de nuestro
texto constituyen una definición explícitamente mimética del
deseo y las opciones que de él resultan para la humanidad.
Si los modelos que los hombres eligen no los orientan,
a través de Cristo, en la buena dirección, la no conflictiva, a
más o menos largo plazo quedan expuestos a la indiferencia-
ción violenta y al mecanismo de la víctima única. Tal es lo
que el Diablo representa en el texto de Juan. Los hijos del
Diablo son los seres que se dejan prender en el círculo del
deseo de rivalidad y que, sin saberlo, se convierten en jugue-
tes de esa violencia mimética. Como todas las víctimas de ese
proceso, «no saben lo que están haciendo» (Lucas 23,34).
Si no imitamos a Jesús, nuestros modelos se convierten
para nosotros en esos obstáculos vivos en que nosotros nos
convertimos para ellos. Descendemos juntos la espiral infer-
nal que lleva a las crisis miméticas generalizadas y, así, al to-
dos contra uno mimético. Una consecuencia inexorable que
explica lo que inmediatamente viene a continuación, la re-
pentina alusión al asesinato colectivo:

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«Él [el diablo] era homicida desde el principio.»

Si el lector no capta el ciclo mimético, tampoco com-


prenderá el sentido de esas palabras. Le parecerá que entre
esa frase y las anteriores se produce una ruptura arbitraria,
inexplicable. Cuando, en realidad, la sucesión temática es
perfectamente lógica: corresponde a las etapas del ciclo mi-
mético.
Si Juan atribuye el todos contra uno mimético al Dia-
blo, es porque le imputa ya el deseo responsable de los es-
cándalos. También podría atribuírselo a los hombres, y, a
veces, lo hace.
El texto de Juan constituye una nueva definición, ultra-
rrápida, pero completa, del ciclo mimético. En nosotros y a
nuestro alrededor proliferan los escándalos y, más tarde o
más temprano, nos arrastran al apasionamiento mimético y
al mecanismo victimario. Hacen de nosotros, sin que lo se-
pamos, cómplices de asesinatos unánimes, y tanto más nos
engafia el Diablo cuanto menos advertimos nuestra compli-
cidad. Y es que esa complicidad no tiene conciencia de sí
misma. Nos creemos virtuosamente ajenos a toda violencia.
De cuando en cuando, los hombres llegan hasta el fin en
el cumplimiento de los deseos de su padre y recaen en el to-
dos contra uno mimético. En el momento en que Jesús pro-
nuncia las palabras que hemos comentado, el mecanismo
que en otro tiempo movilizó a los cainitas contra Abel y,
desde entonces, en millares de ocasiones, a las masas contra
sus víctimas, está a punto de reproducirse contra él.
Inmediatamente después de esas declaraciones funda-
mentales, el citado texto afirma que el Diablo (mo se mantu-
vo en la verdad». Lo que lo convierte en nuestro príncipe o
nuestro ((padre» es la falsa acusación, la injusta condena de
una víctima inocente. Acusación y condena que no se basan
en nada real, en nada objetivo, pero que no por ello dejan de

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lograr, en virtud del contagio violento, un crédito unánime.
En la Biblia el sentido primero de Satán, recordémoslo, es el
sentido del Libro de Job, el de acusador público, el de fiscal
en un tribunal.
El Diablo tiene forzosamente que mentir, puesto que si
los perseguidores descubrieran la verdad, es decir, la inocen-
cia de su víctima, no podrían ya descargarse a sus expensas
de la violencia que se ha apoderado de ellos. El mecanismo
victimario sólo puede funcionar gracias a la ignorancia de
quienes hacen que funcione. Se creen poseedores de la ver-
dad, cuando, realmente, son presas de la mentira.
La «condición propia» del Diablo, aquella de la que ex-
trae sus mentiras, es el mimetismo violento, algo que no tie-
ne nada de sustancial. En efecto, el Diablo no tiene una na-
turaleza estable, carece absolutamente de ser. Para darse una
apariencia de ser necesita parasitar a las criaturas de Dios. Es
todo él mimético, lo que es tanto como decir inexistente.
El Diablo es el padre de la mentira o, en ciertos manus-
critos, el padre de los «mentirosos», puesto que sus violencias
tramposas repercuten de generación en generación en las
culturas humanas, tributarias así todas ellas de algún asesina-
to fundador o de los ritos que lo reproducen.
El texto de Juan escandaliza a quienes no son capaces de
captar la alternativa que supone, como no la captaban tam-
poco los primeros interlocutores de Jesús. y mucha gente
que cree ser fiel a Jesús no deja, sin embargo, de dirigir a los
Evangelios superficiales amonestaciones, mostrando de esta
forma que siguen sometidos a las rivalidades miméticas y sus
violentas pujas. Cuando no se comprende el carácter inevita-
ble de la elección entre esos dos archimodelos, Dios y el Dia-
blo, se ha elegido ya este último, el mimetismo conflictivo.
Las virtuosas indignaciones modernas frente al Evange-
lio de Juan carecen de sentido. Jesús dice la verdad a sus in-
terlocutores: han elegido el deseo emulativo y, a lago plazo,

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las consecuencias serán desastrosas. El hecho de que Jesús se
dirija a judíos es mucho menos importante de lo que se ima-
ginan quienes sólo tienen una idea en la cabeza: convencer
del antisemitismo de los Evangelios. La paternidad diabólica,
en el sentido que le da Jesús, no puede ser patrimonio de un
pueblo determinado.
Tras definir miméticamente el deseo, el texto de Juan
nos da una definición fulgurante de sus consecuencias: el ase-
sinato satánico. La impresión de maldad que produce ese tex-
to es producto de la incomprensión de su contenido, que nos
hace imaginar una serie de insultos gratuitos. Es un efecto de
nuestra ignorancia, a menudo entreverada de hostilidad pre-
concebida respecto al mensaje evangélico. Es una proyección
de nuestro propio resentimiento contra el cristianismo. Más
allá de los interlocutores inmediatos de Jesús, que, inevitable-
mente, son judíos, el destinatario de su mensaje, como siem-
pre en los Evangelios, es la humanidad entera.

Tanto el Satán de los Evangelios sinópticos como el Dia-


blo del Evangelio de Juan encarnan el mimetismo conflictivo,
mecanismo victimario incluido. Puede tratarse de la totalidad
del proceso o de una sola de sus etapas. Para los exegetas mo-
dernos, ciegos ante el ciclo mimético, la palabra Satán parece
significar tantas cosas, que, en realidad, no significa nada.
Pero se trata de una impresión engañosa. Si se retoman una a
una las propuestas que he analizado anteriormente, y si se
compara el Satán de los sinópticos con el Diablo de Juan, se
ve enseguida la coherencia de esa doctrina y que el paso de un
vocabulario a otro no la afecta en absoluto.
Lejos de ser demasiado absurdo para merecer nuestra
atención, el tema evangélico contiene un saber sin parangón
sobre las relaciones entre los hombres y las sociedades resul-
tantes de esas relaciones. Todo lo que he dicho sobre Satán

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concuerda perfectamente con lo que el análisis anterior de
los escándalos nos había permitido formular.
Cuando el desorden provocado por Satán resulta dema-
siado grande, al igual que ocurre con el escándalo, el propio
Satán se convierte de alguna manera en su antídoto, pues
suscita el apasionamiento mimético y el todos contra uno re-
conciliador, con lo que la calma vuelve a la comunidad.
La gran parábola de los vendimiadores homicidas pre-
senta con claridad el ciclo mimético o satánico. Cada vez
que el propietario de la viña envía un mensajero a los vendi-
miadores, desencadena una crisis que éstos resuelven ponién-
dose de acuerdo contra el mensajero, unánimemente expul-
sado. Este acuerdo unánime es el apasionamiento mimético.
Cada expulsión violenta es el cumplimiento de un ciclo mi-
mético. El último mensajero es el Hijo, expulsado y asesina-
do de la misma forma que todos los enviados anteriores.
U na parábola que confirma la definición de la crucifi-
xión que anteriormente he dado. El suplicio de Jesús es un
ejemplo, entre muchos otros, del mecanismo victimario. Lo
que convierte al ciclo mimético de Jesús en único no es la
violencia, sino la identidad de la víctima, el hecho de ser
Hijo de Dios. Pero aunque desde el punto de vista de nues-
tra redención, por supuesto, sea eso lo esencial, desdeñar en
demasía el fundamento antropológico de la Pasión menosca-
ba la verdadera teología de la Encarnación, que necesita de la
antropología evangélica para fundamentarse.
Las nociones de ciclo mimético y mecanismo victimario
dan un contenido concreto a una idea de Simone Weil se-
gún la cual, antes incluso de ser una «teoría de Dios», una teo-
logía, los Evangelios son una «teoría del hombre», una antro-
pologia.
Puesto que el desencadenamiento del mecanismo victi-
mario es inseparable de la culminación del desorden, el Sa-
tán que expulsa y restablece el orden es perfectamente idén-

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tico al Satán que fomenta el desorden: la fórmula de Jesús
«Satán expulsa a Satán)) es insustituible.
El recurso supremo del Príncipe de este mundo, su pri-
mer y principal juego de manos, tal vez el único, es ese todos
contra uno mimético o mecanismo victimario, la unanimidad
mimética que, en el paroxismo del desorden, restablece el or-
den en las comunidades humanas.
Gracias a ese juego de manos -que hasta la revelación
judaica y cristiana ha permanecido siempre oculto y, hasta
cierto punto, sigue estándolo en el interior mismo de la reve-
lación-, las comunidades humanas deben a Satán el muy re-
lativo orden de que gozan. Lo que significa que están siem-
pre en deuda con él y no pueden liberarse por sus propios
medios.
Satán imita el mismo modelo que Jesús, es decir, Dios,
pero con un espíritu de arrogancia y rivalidad por el poder.
Ha logrado perpetuar su reino, durante la mayor parte de la
historia humana, gracias a la contemporización de Dios: la
misión de Jesús, enviado de Dios, señala el principio del fin
de esa contemporización. El reino de Satán corresponde a
esa parte de la historia humana que se extiende detrás de
Cristo, la cual está totalmente gobernada por el mecanismo
victimario y las falsas divinidades.
La concepción mimética de Satán permite al Nuevo
Testamento conferir al mal un papel a la medida de su im-
portancia sin darle el peso ontológico que haría de este per-
sonaje una especie de dios del mal. Satán no sólo es incapaz
de crear nada por sus propios medios, sino que no tiene
otra forma de perpetuarse que parasitando el ser creado por
Dios, imitándolo de manera celosa, grotesca, perversa; justo
lo contrario de la imitación recta y dócil de Jesús. Satán es
imitador, repito, en el sentido competitivo del término. Su
remo es una caricatura del de Dios. Satán es el mono de
Dios.

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Afirmar que Satán no es, negarle el ser, como hace la teo-
logía cristiana, es decir, entre otras cosas, que el cristianismo
no nos obliga a ver en él a «un ser que realmente exista». La
interpretación que reconoce en Satán el mimetismo conflic-
tivo permite por primera vez no minimizar al Príncipe de
este mundo sin tener para ello que dotarlo de un ser personal
que la teología tradicional, con raz6n, le niega.
En los Evangelios los fenómenos miméticos y victima-
rios pueden organizarse a partir de dos nociones diferentes:
la primera, un principio impersonal, el escándalo; la segun-
da, a través de ese personaje misterioso al que Juan llama el
Diablo y los Evangelios sinópticos, Satán.
Como ya hemos visto, en los Evangelios sinópticos hay
una disertación de Jesús sobre el escándalo, pero ninguna so-
bre Satán. Mientras que en Juan, al contrario, no aparece
ninguna disertación sobre el escándalo, pero sí una sobre el
Diablo -la que acabo de analizar.
Aunque el escándalo y Satán sean básicamente una mis-
ma cosa, entre ambos pueden, sin embargo, observarse dos
diferencias importantes. El peso principal de las dos nocio-
nes se distribuye de manera diferente. En el escándalo se su-
braya, sobre todo, el proceso conflictivo en sus comienzos,
las relaciones entre los individuos, y no tanto los fenómenos
colectivos, aunque éstos, como hemos visto, no dejen tam-
bién de estar presentes. Se perfila, sí, el ciclo mimético, pero
no de forma tan clara como en el caso del Satán de los si-
nópticos y del Diablo de Juan. Aunque sugerido, el mecanis-
mo victimario no acaba de definirse.
Pienso que no podría llegarse realmente a una explicación
plena del mecanismo victimario y de la significación antropo-
lógica de la Cruz partiendo únicamente del escándalo. Aun-
que eso sea 10 que hace Pablo al definir la Cruz como el escán-
dalo por excelencia. Pero sin recurrir al ciclo mimético para
interpretarlo, esa definición resulta parcialmente ininteligible.

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Al contrario, con la expulsión satánica de Satán el ciclo
mimético queda verdaderamente concluso y el proceso se cie-
rra: el mecanismo victimario resulta definido de manera ex-
plícita.
Pero ¿por qué Satán no se presenta como un principio
impersonal, a la manera de los escándalos? Porque designa la
consecuencia principal de los mecanismos victimarios, la
aparición de una falsa trascendencia y de numerosas divini-
dades que la representan. Satán es siempre alguien. He aquí
lo que los capítulos siguientes nos harán comprender.

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