Facultades Metaconstitucionales-Serrano Migallon
Facultades Metaconstitucionales-Serrano Migallon
Facultades Metaconstitucionales-Serrano Migallon
ESTUDIOS 33
NÚMERO
JURÍDICOS
ESTUDIOS 33 JURÍDICOS
NÚMERO
Facultades metaconstitucionales
del Poder Ejecutivo en México
FERNANDO SERRANO MIGALLÓN
FACULTAD DE DERECHO
Introducción
U
na vez terminado el periodo armado de la Revolución Mexi-
cana, la sociedad y la política en este país emprendieron
un proceso de estabilización y crecimiento que se extendió
durante más de setenta años. Diversas circunstancias incidieron para
que, a lo largo de los años, el presidente de la República ocupara espa-
cios de poder cada vez más grandes y efectivos. Relacionado con esta
concentración de poder, las diversas fuerzas públicas, los poderes y las
agrupaciones de base y de Estado, coincidieron en afianzar el poder
presidencial en torno al cual orbitaban. Todo esto incluyó la formación
de facultades que si bien no se encontraban en la Constitución, eran
respaldadas o avaladas por todos los actores políticos y ejercidas por
el titular del Ejecutivo, al grado de que existía una idea generalizada
y compartida tanto del derecho del Ejecutivo para ejercerlas, como
del deber de respeto que los actores políticos debían a dichas atribu-
ciones; en resumen, el sentimiento generalizado de legitimidad de las
mismas. Esto es, se formó un grupo de facultades metaconstitucionales
con efectividad real.
Sin embargo, al comenzar el proceso de alternancia en el poder
en las elecciones legislativas de 1997 y principalmente en las federales
de julio de 2000, las facultades metaconstitucionales entraron en un
proceso de revisión cuando no en una aniquilación automática. Años
de prácticas políticas, antiguos equilibrios de poderes y un lenguaje
político hondamente arraigado, han implicado desajustes en el siste-
ma político y generado propuestas que no parecen haber concretado
del todo. Resulta interesante conocer el proceso derogatorio de las
facultades metaconstitucionales, las prácticas e instituciones que
las sustituyeron y los vacíos en ejercicio del poder en aquellos extremos
en donde no se han establecido nuevas instituciones.
Este trabajo expone en los siguientes apartados la gestación, el de-
sarrollo y el decaimiento —hasta su casi extinción— de las facultades
metaconstitucionales características del presidencialismo mexicano. Se
destaca no obstante que, dada la naturaleza política y cultural de tales
atribuciones, la ausencia de una regulación completa del régimen de
partidos políticos en México y la dispersión del poder producto del
desmembramiento del antiguo régimen; existe la posibilidad de que
los vacíos dejados por las facultades metaconstitucionales del Poder
Ejecutivo, sean ocupados nuevamente por prácticas metajurídicas de
corte autoritario. De esta forma, algunas de las facultades metacons-
titucionales del presidente que generalmente se consideran extintas
pueden reactivar nuevamente su vigencia, si bien no con las mismas
características que en el pasado, sí con cierta efectividad principalmen-
te al interior de la vida partidista. Ello podría reeditar ciertas prácticas
autoritarias del viejo presidencialismo y retrasar o detener el joven
proceso de transición democrática que vive la sociedad mexicana. La
solución está en alcanzar niveles razonables de gobernabilidad demo-
crática, a partir no de la imposición, sino de la negociación política
en un gobierno dividido, donde el presidente sea más un factor de
equilibrio que de control.
Aspectos históricos
4
de 1917 y que se ha mantenido hasta nuestros días, con escasas pero
significativas reformas, como la de 1928, que amplió el periodo presi-
dencial de cuatro a seis años, la de 1933, que prohibió expresamente
y de manera absoluta la reelección presidencial, o bien la de 1951
que permitió al Congreso delegar en el Ejecutivo ciertas atribuciones
legislativas en materia económica y de comercio exterior.
A la par de esa historia constitucional, la Presidencia de la Repúbli-
ca acumuló un arsenal de facultades que no estando explícitas en el
texto constitucional, por décadas formaron parte del contexto cultural
y político de nuestro país. Entre estas atribuciones, denominadas por
la doctrina como “facultades metaconstitucionales”,1 destacan aque-
llas que otorgaban de facto al presidente de la República la jefatura
principal del partido en el gobierno (el PNR-PRM-PRI); la atribución para
designar a su sucesor en la presidencia; las facultades de designación y
remoción de los gobernadores de los Estados; y el control político de
los poderes públicos, a través, principalmente, de la “aprobación”
de las personas que integraban las legislaturas y la judicatura federal.
Tales facultades metaconstitucionales le permitieron al presidente
en turno controlar no sólo al gobierno y a la administración públi-
ca, sino también a los poderes legislativo y judicial y a los gobiernos
estatales.2
El control del presidente de la República sobre los otros poderes
federales y sobre los gobiernos locales (que no dudaron en reprodu-
cir este modelo autoritario en su ámbito) modificó en los hechos el
sistema presidencial previsto en la Constitución y degeneró en un
modelo de presidencialismo autoritario de tal envergadura que no
dudaron en llamar “dictadura perfecta” o “presidencia imperial”.
La clave para entender la gestación y la evolución de las facultades
metaconstitucionales está en comprender la dinámica que el sistema
político mexicano mantuvo por más de siete décadas.
Al término de la Revolución Mexicana de 1910 la sociedad es-
taba sumida en un proceso de confusión y ruptura institucional. El
vacío de poder y la crisis institucional dieron lugar a varios años de
1
Cfr. Carpizo, Jorge, El presidencialismo mexicano, 18 ed., Siglo XXI, México, 2004.
2
Cfr. Weldon, Jeffrey, “The Political Sources of Presidencialismo in Mexico” en Scott
Mainwaring y Matthew S. Shugart (eds.), Presidentialism and Democracy in Latin America,
Nueva York, Cambridge University Press, 1997, pp. 225-258.
5
enfrentamientos entre caudillos que se resolvieron la mayoría de las
veces por la vía de la lucha armada o el asesinato. A la caída del
régimen porfirista el poder quedó fragmentado entre distintos
actores políticos. Diferentes caciques y caudillos regionales, múltiples
partidos políticos, organizaciones obreras y campesinas, y diversas
facciones revolucionarias buscaban su posicionamiento político.3
En esas circunstancias, el movimiento constitucionalista encabezado
por Venustiano Carranza buscó y consiguió concentrar nuevamente
el poder en la institución presidencial. La creencia en la necesidad
de una presidencia fuerte fue impulsada por autores como Emilio
Rabasa, quien en su libro La Constitución y la dictadura publicado
en 1912 sostuvo que la presidencia casi dictatorial del presidente Juárez y
posteriormente la dictadura del general Porfirio Díaz respondieron
principalmente a la falta de un diseño constitucional adecuado, pues
la Constitución de 1857 otorgaba facultades excesivas al Poder Le-
gislativo, el cual había mostrado una “tendencia agresiva e invasora”
contra el Ejecutivo, por lo que éste “previendo la amenaza” absorbió
al Poder Legislativo creando la dictadura.
En consecuencia, los constitucionalistas del 1917 buscaron crear
una institución presidencial fuerte, para que estando en posibilidades
de gobernar libremente no se interpusieran los intereses contrarios del
Congreso y en consecuencia no se volviera a recurrir a la dictadura ni
a la perpetuidad en la silla presidencial. En palabras de Rabasa:
3
Cfr. Crespo, José Antonio, “Del absolutismo presidencial al presidencialismo
débil”, en Alberto Aziz Nassif y Jorge Alonso Sánchez (coords.) Globalización, poderes y
seguridad nacional. El Estado mexicano: herencias y cambios, México, CIESAS-Miguél Ángel
Porrúa, 2005, pp. 147 y ss.
4
Rabasa, Emilio, La Constitución y la dictadura. Estudio sobre la organización política
de México, 9ª ed., Porrúa, 2002, p. 114.
6
Por lo tanto la Constitución de 1917 consagró el sistema presiden-
cial que hasta el momento y con pocas pero significativas modifica-
ciones rige en la actualidad. Sin embargo, el diseño constitucional no
impidió nuevamente la concentración excesiva del poder en la figura
del presidente de la República, fundamentalmente a partir de la acu-
mulación de las denominadas facultades metaconstitucionales.
El proceso de concentración de tales facultades, que tuvo su primer
impulso con la instauración del régimen presidencial, se gestó en los
años siguientes a la adopción del texto constitucional, principalmente
con la conformación, en 1929, del Partido Nacional Revolucionario
(PNR, 1929-38)5 y con la definición del modelo de sucesión presidencial
conocido con el desafortunado pero revelador término del “dedazo”
o con la figura del “tapado” en referencia al candidato presidencial
seleccionado por el propio presidente para sustituirlo en el mando.
De esta forma, el régimen autoritario mexicano se construyó sobre
dos pilares: la hegemonía de un solo partido político y la concentración
del poder en la Presidencia de la República, incluyendo el liderazgo del
presidente en el partido oficial.6 Así, durante décadas el PRI monopolizó
el acceso a los cargos de elección y a los puestos administrativos tanto
en el Gobierno Federal, como en los Estados y en los municipios. El
Ejecutivo Federal, por su parte, como líder de facto del partido hege-
mónico, tenía el control de los órganos constitucionales y el diseño
de las políticas públicas.7 Si bien la Constitución de 1917 estableció
un régimen democrático y un sistema político con clara división de
poderes, en la práctica todo el sistema respondía a la voluntad del
presidente en turno.
Equilibrios políticos
5
Posteriormente, Partido de la Revolución Mexicana (PRM 1938-46), y finalmente,
Partido Revolucionario Institucional (PRI).
6
Cfr. Cosío Villegas, Daniel, El sistema político mexicano: las posibilidades del cambio,
México, Joaquín Mortiz, 1972.
7
Nacif, Benito, “Las relaciones entre los poderes ejecutivo y legislativo en México tras
el fin del presidencialismo”, Política y gobierno, vol. XI, núm. 1, 1 semestre de 2004, p. 9.
7
en México un Poder Legislativo independiente y el Poder Judicial
se encontraba subordinado en los hechos a la voluntad del Poder
Ejecutivo.8
El equilibrio político no dependía del sistema de pesos y contra-
pesos que establece la Constitución y que caracteriza el modelo de
sistema de división de poderes republicano, sino de aspectos políticos y
culturales. El presidencialismo mexicano promovió y cultivó un modelo
autoritario de sociedad. La cultura del autoritarismo paternalista en
donde el presidente todo podía, todo sabía y, principalmente, todo
imponía, fue por décadas el rasgo característico del Sistema Político
Mexicano. El “estilo personal de gobernar” fue el factor decisorio al
momento de establecer los equilibrios políticos necesarios para llevar
a cabo un cambio legislativo o el diseño de determinadas políticas
públicas.9 Ejemplos claros del control presidencial y del sello personal
de cada sexenio fueron —independientemente de su pertinencia y
eficacia— la expropiación de la industria petrolera de 1938 por el
presidente Cárdenas; la nacionalización bancaria de 1982 por el presi-
dente López Portillo o el viraje neoliberal comenzado por el gobierno
de Miguel de la Madrid (1982-1988) y culminado por el presidente
Carlos Salinas (1988-1994).
En consecuencia, los equilibrios políticos dependían de la voluntad
presidencial y no del contrapeso o control de los otros poderes cons-
tituidos. La falta de transparencia en la organización y calificación de
las elecciones contribuyó al mantenimiento de las facultades metacons-
titucionales. La organización de las elecciones estaba prácticamente
controlada por el presidente a través del Secretario de Gobernación,
quien presidió, primero la antigua Comisión Federal Electoral, creada
originalmente en 1946, y posteriormente el Consejo General del Insti-
tuto Federal Electoral creado en 1990, hasta 1996, fecha de su completa
“ciudadanización”. De la misma forma, la calificación de los resultados
electorales estaba en manos del partido oficial, pues controlaba con su
mayoría los colegios electorales integrados por las mismas autoridades
electas, los cuales también calificaban en última instancia la elección
8
Cfr. González Casanova, Pablo, La democracia en México, México, Era, 1967 y Cossío,
José Ramón, Cambio social y cambio jurídico, México, Miguel Ángel Porrúa, 2001.
9
Cosío Villegas, Daniel, El estilo personal de gobernar, México, Joaquín Mortiz,
1974.
8
presidencial. Tal sistema de autocalificación legislativa dejaba intactas
las facultades metaconstitucionales del presidente e intocables los re-
sultados electorales. Tanto la desaparición de los Colegios Electorales
de Diputados y Senadores del Congreso de la Unión en 1993, como la
creación, primero del Tribunal de lo Contencioso Electoral en 1986,
y después del Tribunal Federal Electoral en 1990, no serían sino los
antecedentes de la instauración de un modelo de heterocalificación
electoral pleno previsto en la reforma de 1996.10
Asimismo, la ausencia de un régimen claro de partidos políticos y
la inexistencia de procedimientos democráticos, para la selección de
sus candidatos otorgaba el control de la vida interna de los partidos
a los actores políticos y, en el partido oficial, en última instancia a la
voluntad presidencial.
10
Cfr. Patiño Camarena, Javier, Nuevo Derecho Electoral Mexicano, 8ª ed., México,
UNAM-IIJ, 2006.
11
Woldenberg, José, La construcción de la democracia, México, Plaza y Janés, 2002, p. 21.
12
Cfr. Tulchin, Joseph y Selee, Andrew (eds.), Mexico’s Politics and Society in Transi-
tion, Lynne Rienner Publishers, 2003.
9
En el ámbito normativo fue la reforma electoral de 1977, dentro
de la denominada “Reforma Política” (consecuencia de las movili-
zaciones sociales y las tensiones políticas acumuladas en las décadas
anteriores), la que trajo, entre otros aspectos, la “constitucionalización”
de los partidos políticos, el reconocimiento de la oposición política,
fundamentalmente de los grupos de izquierda, mediante la figura del
“registro condicionado” y principalmente, la apertura a una mayor
participación parlamentaria a partir de la adopción de la figura de la
representación proporcional en la Cámara de Diputados. Otras refor-
mas legales vendrían durante los años siguientes en materia electoral,
principalmente en 1986, 1989-1990, 1993, 1994 y 1996.
En otros ámbitos de la regulación jurídica, la década de los noventa
traería reformas importantes que si bien, en ese momento, no sirvieron
(ni se propusieron) para limitar las facultades metaconstitucionales
de la presidencia, al paso de los años contribuirían a definir un nuevo
diseño en la ingeniería constitucional de nuestro país que ha tenido
consecuencias innegables en el cambio de la cultura política. La
creación de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos por el
presidente Carlos Salinas, que adquirió rango constitucional en 1992,
incorporó a la narrativa constitucional y al discurso político un tema
central que había estado presente en la retórica gubernamental en el
ámbito de las relaciones exteriores pero marcadamente ausente
en el ámbito de la política interna. Posteriormente, la reforma de 1994
del entonces presidente Ernesto Zedillo al Poder Judicial constituyó un
viraje importante en la construcción de una judicatura independien-
te; asimismo, la reforma electoral de 1996 trajo consigo la completa
ciudadanización del Instituto Federal Electoral (como organismo
autónomo encargado de organizar las elecciones), incorporó el Tri-
bunal Electoral al Poder Judicial de la Federación y creó diferentes
mecanismos de control de la legalidad y la constitucionalidad de los
actos y resoluciones electorales. Todo ello contribuyó significativamen-
te al avance en la construcción de un diseño institucional garante de
la transparencia, la legalidad y la constitucionalidad de las elecciones
federales, locales y municipales.
El proceso de democratización del país y la conformación de un
verdadero sistema de partidos más competitivo empieza a gestarse
en el proceso electoral de 1988. La conformación de la denominada
10
“Corriente Democrática” al interior del partido oficial, opuesta al
mecanismo de selección del candidato presidencial, fue el primer
cuestionamiento efectivo de las facultades metaconstitucionales del
presidente. Tal afrenta se castigó con la expulsión de los miembros
de la corriente de las filas del PRI y motivó la conformación del Frente
Democrático Nacional, a través de alianza con diferentes partidos de
izquierda, encabezada por Cuauhtémoc Cárdenas como candidato
a la Presidencia de la República por el PARM. Las elecciones de 1988
fueron seriamente cuestionadas y si bien no alteraron el sistema presi-
dencialista, si marcaron el inicio de un debilitamiento de las facultades
metaconstitucionales del presidente.
Con la conformación del Partido de la Revolución Democrática
(PRD), el sistema de partidos en México se hizo más competitivo y junto
con el PAN se empezó a modificar la geografía electoral en todo el país;
dominando estos tres partidos, PRI, PAN y PRD, el escenario electoral
hasta el momento; pese al intento de diferentes agrupaciones políticas
y al incremento en el número de partidos políticos con registro, el
tripartidismo es el dato característico del actual sistema de partidos
en México.
En las elecciones de 1988, el avance de la oposición en cargos de
elección popular siguió siendo limitado y junto con pocas gubernaturas
estatales, sólo alcanzó un número reducido de curules sin poder des-
plazar la abrumadora mayoría parlamentaria del PRI.13 Como recuerda
José Antonio Crespo, durante el gobierno de Carlos Salinas de Gortari
(1988-1994), el Ejecutivo logró manipular según sus intereses a los
13
En la elección de 1989 el PRI mantuvo todas las gubernaturas con excepción de
Baja California que ganó el PAN. En 1991, después de las llamadas “concertacesiones”
el PRI cedió la gubernatura de Guanajuato a Acción Nacional. En 1992, el PAN ganó la
elección en Chihuahua y en 1995, mantiene Baja Californa y gana Jalisco y Guanajuato.
En 1996 Acción Nacional ya controlaba cuatro Estados y en 1997 gana Nuevo León y
Querétaro. Ese mismo año el PRD gana la primera elección en el Distrito Federal, y en
1998 el PRD gana Zacatecas y Tlaxcala, en coalición con el Partido del Trabajo (PT) y el
Partido Verde Ecologista de México (PVEM), respectivamente. En 1999 el PRD triunfa en
Baja California Sur, en coalición con el PT. En ese mismo año una coalición entre el PAN
y el PRD, junto con otros partidos gana Nayarit y suman once las entidades federativas
gobernadas por gobiernos de oposición. Las elecciones posteriores sumarían más triun-
fos y cambiarían aún más la geografía electoral. Cfr. Espinoza Valle, Víctor Alejandro
(coord.), Alternancia y transición política ¿cómo gobierna la oposición en México?, México,
El Colegio de la Frontera Norte-Plaza y Valdés, 2000.
11
gobernadores electos bajo las siglas del PRI, removiendo a más de la
mitad de ellos, muchas veces para colmar la protesta de la oposición
panista o perredista que incrementaba en intensidad. Sin embargo,
las elecciones de 1988 aceleraron el desmantelamiento del partido
hegemónico, uno de los pilares del sistema político mexicano hasta
ese momento, y modificaron el equilibrio de las fuerzas políticas en el
Congreso de la Unión, limitando el poder presidencial en el proceso
legislativo y en el diseño de ciertas políticas públicas.14
En la elección de 1988 el PRI mantuvo la Presidencia y la mayoría en
la Cámara de Senadores pero perdió la mayoría calificada en la Cámara
de Diputados, y con ello se inició un proceso de pérdida de control
del proceso legislativo y del mecanismo de reforma constitucional. No
fue sino hasta la elección intermedia de 1997, posterior a la reforma
electoral de 1996, cuando el PRI perdió por primera vez la mayoría
absoluta en la Cámara de Diputados y la calificada en el Senado; así
como la primera elección del jefe de Gobierno del Distrito Federal.
En este sentido, las elecciones federales de 1997, fueron un claro
avance hacia la conformación de un sistema de partidos más competiti-
vo, cuyos antecedentes legislativos los encontramos ya en 1963 con los
“Diputados de Partido” y posteriormente, con la importante reforma
política de 1977 que incorporó la representación proporcional, pero
cuyos resultados en la práctica no se manifestaron de forma efectiva
sino sólo a raíz de la elección de 1988 y los comicios posteriores.
La elección federal de 1997 puso fin al “gobierno unificado” e
inauguró la era del sistema presidencial con “gobierno dividido”.
Por primera vez en la historia de México, el Congreso de la Unión
funcionó sin el control absoluto del partido oficial. En consecuen-
cia, como señala Crespo, “la relación entre los poderes legislativo y
ejecutivo cambió significativamente; la oposición, en bloque, cobró
mayor fuerza que nunca y logró, entre otras cosas, controlar la mesa
directiva así como la mayoría de las comisiones parlamentarias” y por
primera vez en décadas se rechazaron iniciativas enviadas por el poder
ejecutivo al Congreso.15 La desaparición de la hegemonía del PRI y del
14
Crespo, José Antonio, “Del absolutismo presidencial al presidencialismo débil”,
op. cit.
15
Crespo, J., Ibíd. p. 157.
12
gobierno unificado fueron el inicio del debilitamiento del sistema de
presidencialismo autoritario en México.
13
Funcionamiento de las facultades metaconstitucionales
16
Cfr. Cárdenas, Jaime, Transición política y reforma constitucional en México, México,
UNAM-IIJ, 1994; Garrido, Luis Javier, El partido de la revolución institucionalizada. La forma-
ción del nuevo Estado en México (1928-1945), México, Siglo XXI, 1982.
17
Cfr. Cosío Villegas, Daniel, El sistema político mexicano: las posibilidades del cambio
op. cit.
14
Federal: la duración sexenal del poder presidencial. El presidente sería
el tlatoani, el jerarca absoluto, pero sólo lo sería por seis años.
A partir de ese momento el funcionamiento de las facultades me-
taconstitucionales se limitó al periodo presidencial. Durante ese lapso
el presidente tenía el control último del partido oficial (PRI), lo que
suponía en primer lugar, el control de la mayoría en ambas cámaras del
Congreso de la Unión y en periodos preelectorales, la última palabra
en la selección de los candidatos a diputados federales y senadores.
En segundo lugar, el presidente seleccionaba y removía a los gober-
nadores de los estados gobernados por el PRI y en tercero, imponía su
decisión en la selección del candidato del PRI en el momento de la
sucesión presidencial.
Sobre el procedimiento empleado por los diferentes presidentes
durante el periodo previo al 2000 en la selección de candidaturas, exis-
ten diferentes testimonios y diversas especulaciones. Para efecto de este
trabajo, es suficiente considerar que si bien el Ejecutivo generalmente
escuchaba diferentes opiniones y procuraba atender los intereses
de los diferentes sectores del PRI, él tenía la última palabra.18
Dentro de todas las facultades metaconstitucionales del presidencia-
lismo mexicano el control de la sucesión presidencial constituyó una
de las más importantes. La facultad de seleccionar al candidato que
habría de sustituirlo y la falta de procedimientos claros y transparentes
para la elección interna de candidatos a cargos de elección popular
en los partidos políticos, dieron al presidente en turno un poder de
facto muy efectivo para controlar a los posibles aspirantes y mantener
la disciplina partidista.
En su conocido ensayo La sucesión presidencial, Daniel Cosío Villegas
recuerda las diferentes etapas de dicho procedimiento. La selección
del candidato tenía, en general, dos etapas, una oculta y otra pública.
En la oculta, que servía al presidente entre otras cosas para definir
lealtades y garantizar prebendas, dominaba la figura del “Tapado” y el
misterio que rodeaba su selección. La segunda etapa se iniciaba con
la proclamación del candidato, con el “destape” oficial por las estruc-
18
Para una revisión de algunos testimonios sobre el procedimiento de sucesión
véase: Castañeda, Jorge, La herencia. Arqueología de la sucesión presidencial en México,
México, Alfaguara, 1999.
15
turas formales del PRI y concluía con la victoria electoral, después de
un maniatado proceso electivo.19
Si bien existen diferentes opiniones respecto del mecanismo casi
hereditario de sucesión presidencial, en el sentido de cuáles serían los
criterios predominantes al momento de tomar la decisión, lo cierto y
lo importante es que la decisión final recaía en el presidente, indepen-
dientemente de las razones que cada cual tuvo en su momento para
seleccionar a su sucesor. En este sentido, el control del partido oficial
y la disciplina partidista eran elementos indispensables para el buen
funcionamiento de las facultades metaconstitucionales. Asimismo,
el control del PRI en el Congreso de la Unión, en las gubernaturas y
legislaturas locales garantizaban la centralización del poder en manos
del presidente.
19
Cosío Villegas, Daniel, La sucesión presidencial, México, Joaquín Mortiz, 1975.
20
Weldon, Jeffrey, “The Political Sources of Presidencialismo in Mexico”, op. cit., p. 227.
16
La cuestión de la disciplina partidista como elemento de cohesión de
la política nacional fue fundamental si se considera que el origen
de la legitimidad del presidente de la República no reposaba en su
carisma personal o únicamente en su autoridad legal. Si bien existieron
momentos de claro “liderazgo político” en las primeras presidencias
post-revolucionarias, como las de Madero, Carranza, Obregón, Calles
y Cárdenas y en ese sentido, la legitimidad constitucional se vio res-
paldada por un evidente poder carismático, en el sentido de Weber,
lo cierto es que no fue el carisma la principal fuente de legitimidad
de los siguientes mandatarios, ni lo único que mantuvo en el poder a
los anteriores, tres de los cuales fueron asesinados. En general, desde
Ávila Camacho hasta Ernesto Zedillo, los presidentes no contaron con
una legitimidad del tipo carismático y salvo algunas excepciones como
las de López Mateos, López Portillo o Carlos Salinas, que ejercieron
un claro liderazgo político, los demás ejercieron su autoridad legal
acompañados de una legitimidad de carácter tradicional, basada en
una presupuesta “tradición revolucionaria” de obediencia al presidente
por parte del partido oficial.
Contrariamente a lo que pudiera pensarse en este sentido, los
presidentes de México no requerían poseer cualidades excepcionales
o personalidades arrolladoras, bastaba ser el seleccionado, el “destapa-
do”, para que todas las estructuras burocráticas del partido se pusieran
a su servicio, bastaba sentarse en la silla presidencial para estar en
posibilidad de ejercer el mando absoluto. La disciplina partidista en
consecuencia, vendría por añadidura siempre que existieran razones
suficientes basadas en el poder o en la tradición.
En este sentido, la disciplina partidista se basó principalmente en la
interacción de tres factores: a) un liderazgo centralizado en la figura del
presidente y reconocido como tal; b) un sistema de integración de listas
cerradas para la selección de candidaturas a cargos de elección popular;
y c) la falta de incentivos para actuar de manera independiente por
parte de los legisladores (la ausencia, por ejemplo, de reelección
legislativa) y la dependencia casi absoluta de la carrera política en las
manos del partido y de su “jefe nato”.21 La pertenencia a la “familia
revolucionaria” era indispensable. Como en un gran retrato, los po-
21
Ibid. 246.
17
líticos habrían de permanecer inmóviles junto al primer mandatario,
“quien se mueve no sale en la foto” fue por años el dicho popular que
caracterizó al pragmatismo político mexicano.
Todo ello fue posible también debido a que durante el tiempo del
presidencialismo mexicano no existieron formas efectivas de control o
limitación del poder presidencial. El equilibrio que los otros poderes
hubieran podido tener de haber ejercido plenamente sus facultades
constitucionales era prácticamente inexistente; la oposición partidista
tenía una participación muy limitada en la arena política y la sociedad
civil, no contaba con la organización necesaria ni con los cauces legales
que pudieran darle cabida en el concierto del poder político.
22
Cfr. Merino, Mauricio, La transición votada. Crítica a la interpretación del cambio
político en México, México, Fondo de Cultura Económica, 2003.
23
Meyer, Lorenzo, “Entre el pluralismo y la dispersión. La difícil tarea de institu-
cionalizar la democracia mexicana” en González Pedrero, Enrique (coord.) México:
transiciones múltiples, gobernabilidad y Estado nacional, México, INAP-FCE, 2003, p. 67.
18
El debilitamiento de la figura presidencial, el desarrollo de eleccio-
nes transparentes y la esperanza depositada en la alternancia partidista
en la presidencia hicieron renacer el espíritu de legalidad: el presidente
no tendría más atribuciones metaconstitucionales y no las tendría por
diferentes razones institucionales, personales y de cultura política. La
“sana distancia” entre el gobierno y el partido oficial, publicitada por
el presidente Zedillo, se convertiría en autonomía plena del partido en el
nuevo gobierno de Vicente Fox. La sociedad reclamaba nuevas maneras
en la forma de gobernar y nuevos equilibrios en los poderes.
A pesar de las promesas puestas en el proceso de transición, la alter-
nancia, si bien desplazó al partido hegemónico, no supuso la transfor-
mación de la clase política ni la ruptura con el viejo régimen. Hizo falta
entonces, como hace falta ahora, un nuevo diseño institucional de la
mano de un proceso de reforma del Estado que llene los vacíos gene-
rados por el desmantelamiento de las facultades metaconstitucionales
del presidente. En este sentido, como lo expresa Lorenzo Meyer, la
victoria de la oposición en México en el 2000 puede ser interpretada
como el momento en que la sociedad creada a lo largo del siglo XX por
la vía de un partido de Estado maduró, al punto de hacer innecesario
y disfuncional el instrumento político inicial de poder —ese partido
de Estado— y en cambio demandó que el poder empezara a ser aco-
tado y controlado de manera institucional; en otras palabras, que se
subordinara a las exigencias de un Estado de derecho. Sin embargo,
conforme se desarrollaron los acontecimientos a partir del 2 de julio
de 2000, queda más claro que la alternancia democrática de partidos
en el poder, por sí misma, no resuelve el problema de combinar plu-
ralismo político con orden y eficacia. Por ello, al cambio democrático
debe seguirle la reforma del Estado; esto es, la adecuación del aparato
institucional heredado de la época autoritaria, a los nuevos requeri-
mientos de una democracia moderna.24
24
Ibid. p. 71.
19
ña de forma independiente y el Congreso de la Unión ya no depende
de la voluntad presidencial a partir de la existencia de un gobierno
dividido. Además, existen instituciones autónomas que antes no exis-
tían o estaban completamente subordinadas al presidente. El Banco
de México, el Instituto Federal Electoral, la Comisión Nacional de los
Derechos Humanos, el Instituto Federal de Acceso a la Información
Pública, son instituciones que limitan las posibilidades de una vuelta
al presidencialismo autoritario. Asimismo, el Tribunal Electoral del
Poder Judicial de la Federación, junto con el IFE, ha jugado un papel
importante en la transparencia de los procesos electorales, en el control
del financiamiento de los partidos políticos, así como en la garantía de
los derechos político electorales de los ciudadanos y de los militantes
de los partidos políticos. Este último aspecto es de gran relevancia
para efecto de garantizar la democracia y transparencia interna en los
procesos de selección de los candidatos a cargos de elección popular
que hagan imposible la vuelta a métodos antidemocráticos.25
Todo ello nos lleva a suponer que el resurgimiento de una pre-
sidencia imperial como se vivió en México por más de setenta años
parece muy poco probable o prácticamente imposible. Sin embargo,
ello no supone hablar de una vigencia plena del Estado de Derecho o
de la existencia de una gobernabilidad razonablemente democrática.
La transición política en México sigue siendo un proceso inacabado y
las elecciones de 2006 serán una prueba de la fragilidad o la fortaleza
de sus instituciones y del nivel de la cultura democrática de los ciuda-
danos, pero principalmente de la clase política.
Las elecciones de 2006 serán un verdadero barómetro de la de-
mocracia político-electoral y una veleta para indicar hacia donde se
orientan los vientos políticos. El escenario de las siguientes elecciones
no es ciertamente estable. El sistema de partidos, si bien ha mantenido
un equilibrio precario con el modelo tripartidista actual, no autoriza
asegurar que existan consensos claros sobre el rumbo que requiere
tomar el país.
La transición política de México es, como recuerda Mauricio Me-
rino, una transición votada, no una transición pactada entre las élites
25
Sobre este tema véase: Castillo, Leonel, Los derechos de la militancia partidista y la
jurisdicción, México, TEPJF, 2004.
20
del poder. Los acuerdos entre todas las fracciones parlamentarias o los
principales partidos han sido muy limitados. En este sentido —como
señala el mismo Merino—, “no hubo un pacto fundacional que abriera
la puerta a la democratización, ni un conflicto de origen que obligara
a los actores políticos a celebrar acuerdos decisivos. Lo que hubo
fue un proceso gradual de pequeñas negociaciones, paso a paso,
limitadas al terreno electoral”.26 Por ello los cambios principales han
ocurrido en el terreno electoral. No ha habido tampoco una ruptura
con el régimen anterior, una nueva institucionalidad o una crisis
de legitimidad que haya obligado al anterior partido hegemónico a
abandonar la plaza definitivamente, a su desintegración o desaparición
total. Los esfuerzos por alcanzar acuerdos han sido escasos y los que
se han alcanzado han sido sospechosos, como la votación unánime y
relámpago en la Cámara de Diputados de la iniciativa sobre la nueva
Ley Federal de Radio y Televisión y Ley Federal de Telecomunicaciones.
Vivimos un proceso de transición a la democracia lento, fragmentado,
retardado y difícil.27
En materia de derechos fundamentales, si bien se han dado pasos
significativos en la ratificación de diferentes e importantes tratados
internacionales en la materia, y se ha reconocido la competencia de
diferentes mecanismos de supervisión internacionales, existen todavía
serios problemas en el orden interno. Así, por ejemplo, los esfuerzos por
resolver seriamente los crímenes del pasado, los “feminicidios” de Ciu-
dad Juárez, los ataques contra periodistas, las situaciones en los centros
penitenciarios y el problema de la inseguridad pública y el narcotráfico,
son sólo algunos de los temas pendientes en la agenda nacional.
Asimismo, en cuestiones específicas sobre la reforma del Estado y
otros temas estratégicos no se han alcanzado acuerdos sustanciales.
El gobierno dividido inaugurado en la elección de 1997 y reafirma-
do en la Elección Federal de 2000 generó, a partir de este último
año principalmente, problemas prácticos inéditos en nuestro país y
ciertamente el gobierno de la alternancia no supo como manejarlos.
26
Merino, Mauricio, La transición votada. Crítica a la interpretación del cambio político
en México, op. cit., p. 17.
27
Cfr. Schatz, Sara, Elites, Masses, and the Struggle for Democracy in Mexico. A Culturalist
Approach, Praeger Publishers, 2000.
21
Iniciativas tempranas enviadas por el Ejecutivo al Congreso de la
Unión, sin un adecuado proceso de negociación previo, como por
ejemplo la reforma en materia indígena, derivaron en una reforma
constitucional ineficaz que no tuvo ni el impacto político, ni el efecto
jurídico deseado por los principales actores involucrados ni por el
propio discurso gubernamental.
Los problemas de gobernabilidad y la falta de acuerdos políticos
entre el Ejecutivo y el Congreso generados por la existencia de un
gobierno dividido, entre otros aspectos, ha llevado a cuestionar se-
riamente el diseño constitucional del sistema presidencial. La lucha
por el proceso legislativo se ha hecho evidente en este sexenio que
culmina. El poder de veto del presidente, único instrumento eficaz
que la Constitución le confiere para controlar el proceso legislativo
y los posibles excesos del Congreso, ha resurgido en el gobierno del
presidente Fox como una herramienta de presión y en ocasiones de
censura del parlamento. En consecuencia, la falta de una estrategia
de negociación clara por parte del Ejecutivo con los diferentes gru-
pos parlamentarios, incluyendo el suyo, ha motivado la crítica de los
legisladores hacia la figura del veto presidencial, natural en muchas
democracias, y ha derivado en nuevas confrontaciones entre los ac-
tores políticos.
De cualquier manera, no obstante el poder de veto presidencial, el
control del proceso legislativo está hoy más que nunca en las Cámaras
del Congreso de la Unión y particularmente en el funcionamiento de
las comisiones parlamentarias. De ahí también que comience a exi-
girse, con razón, cierta transparencia en las negociaciones políticas y
en los lobbies parlamentarios de los diferentes sectores interesados en
los cambios legislativos. Las dudas sobre las influencias de grupos de
poder en temas como la reglamentación del tabaco o las telecomuni-
caciones son sólo dos ejemplos de ello. En un futuro este tema tendrá
necesariamente que discutirse en aras de transparentar lo más posible
estos espacios propios del procedimiento legislativo, que antes cubría
el velo del presidencialismo, pero que ahora parece están en un vacío
legal, a la merced de las coyunturas y acuerdos políticos.
Hoy más que nunca el diseño del marco jurídico y de las políticas
públicas depende de la capacidad de negociación del Ejecutivo con
los partidos políticos, particularmente con los de oposición o algunos de
22
ellos. Como recuerda Benito Nacif, en la actualidad es el Congreso de la
Unión y no el Ejecutivo el que controla el cambio político en nuestro
país.28 El poder de veto del presidente es sólo un mecanismo último
que debe usarse con moderación y prudencia, pero principalmente
como factor de negociación. El México de la transición requiere dejar
atrás definitivamente las prácticas autoritarias y comenzar de manera
efectiva los tiempos de la negociación política.
28
Nacif, B., “Las relaciones entre los poderes ejecutivo y legislativo en México tras
el fin del presidencialismo”, op, cit., p. 11.
29
Sobre estos temas véase entre otros: AA.VV., Hacia una nueva constitucionalidad,
México, UNAM-IIJ, 2000; Cárdenas, Jaime, Transición política y reforma constitucional en
México, México, UNAM-IIJ, 1994; Carpizo, Jorge, “México: ¿Sistema presidencial o parla-
mentario?” en Revista Latinoamericana de Derecho, año I, núm. 1, enero-junio, 2004, pp.
1-37; Rentaría Díaz, Adrián, “Notas para un análisis de la Constitución. El presidencial-
ismo entre las reformas y una nueva constitución” en Revista de la Facultad de Derecho,
UNAM, tomo LI, 2001, núm. 236, pp. 194-239; Valadés, Diego, El gobierno de gabinete, 2ª
ed., México, UNAM-IIJ, 2005.
23
constitución, y tampoco nos parece probable ni deseable la vuelta a
un gobierno unificado en el estado actual del proceso de transición.
El propio sistema electoral mixto en la integración de ambas cámaras
del Congreso de la Unión propicia la pluralidad política por lo que
la existencia de un gobierno dividido es muy posible que subsista
en la siguiente elección. Esta es otra prueba importante del proceso
electoral del 2006.
La democracia no existe sin la posibilidad de un diálogo plural y
abierto. La negociación como herramienta indispensable de la prác-
tica política debe ser la característica del nuevo escenario político.
Ello supone no solamente la alternancia en el poder sino también la
transformación de las maneras autoritarias y populistas en estrategias
de negociación y búsqueda de consensos. La prudencia y la tolerancia
deben dominar el quehacer político, conjugarse con un gobierno
efectivo y con un ejercicio de la autoridad firme, bajo un diseño cons-
titucional que garantice el control del poder (público y privado) y la
salvaguarda de los derechos fundamentales.
La vuelta a un gobierno unificado si bien podría garantizar cierta
gobernabilidad, a través nuevamente del control del Congreso por el
Ejecutivo, lo cierto es que no fomentaría la negociación ni la construc-
ción de consensos. El reto principal de la elección de 2006 es llegar
a un escenario de conciliación política dentro de los límites que el
Estado constitucional permite, independientemente del partido que
obtenga la presidencia y la mayoría en el Congreso.
El escenario actual es ciertamente poco alentador. Los candidatos
de los tres principales partidos políticos se han mostrado poco propen-
sos a la negociación, y han basado su estrategia de campaña más en la
descalificación del adversario que en la presentación de propuestas y
el diseño de programas de gobierno. Las prácticas antidemocráticas
no han sido la excepción, y en los tres casos la influencia del candidato
en el partido y en las respectivas fracciones parlamentarias ha sido evi-
dente. Por poner sólo un ejemplo, el diseño de las listas de candidatos
por el principio de representación proporcional parece estar ahora a
disposición de los nuevos caudillos, y sirve hoy como ayer para fomentar
la disciplina partidista. Los actuales candidatos a la Presidencia de la
República por los tres principales partidos, han demostrado tener un
cierto control metajurídico en el proceso de conformación de las listas
24
de candidatos por el principio de representación proporcional y se
han llegado a dar cambios en el sentido de la votación parlamentaria
a raíz de “sugerencias” de algunos candidatos presidenciales. En este
sentido, si bien el presidente de la República no ejerce las antiguas
facultades metaconstitucionales en la dirección del partido oficial,
puesto que de hecho el presidente Fox no sólo no tiene el control de
su partido, sino que carece de su apoyo total, sí existen ciertas actitu-
des de los actuales candidatos presidenciales de los tres principales
partidos políticos que demuestran que han ejercido y ejercen fuerte
influencia en las actividades de su partido y que nada garantiza que
no la utilicen al momento de alcanzar la presidencia.
Si bien todo ello puede responder a factores de coyuntura política,
propia de los tiempos electorales, es preciso apuntarlo y señalarlo pues
no existen garantías suficientes de ¿cuál será la reacción de los conten-
dientes ante el resultado de la elección? y ¿cuál será el comportamiento
del nuevo presidente frente a su partido? y, más importante aún, ¿cuál
será su estrategia frente a los partidos de oposición?
En el diseño del cambio político que México requiere es necesario
que concurran no sólo la mayoría en el Congreso, sino también la
voluntad del presidente. El escenario posible es doble dependiendo
de la existencia de un gobierno unificado o dividido. Si nuevamente
tenemos un gobierno dividido el reto principal del siguiente presidente
será la negociación política con las fuerzas de oposición. Si volvemos
a un modelo de gobierno unificado, mucho dependerá de la actitud
política del presidente, pero dadas las condiciones actuales y los pro-
tagonistas existe el riesgo de que el control del cambio político vuelva
a las manos del presidente, y con ello vuelvan también las prácticas
autoritarias y resurjan algunas de las facultades metaconstitucionales
que paralizaron el avance democrático en nuestro país.
La alternativa es que la sociedad presione para que independien-
temente del candidato que llegue a la presidencia y cualesquiera que
sean las condiciones del gobierno (unificado o dividido) se garantice
el ejercicio de un gobierno responsable y conciliador, capaz no sólo de
continuar con el proceso de transición a la democracia, sino también
de garantizar la gobernabilidad democrática y la estabilidad política.
Existe un discurso político muy arraigado en el autoritarismo y en el
populismo de todo tipo. En consecuencia, los cambios no vendrán
25
solamente de la voluntad presidencial, suponer eso implica otorgar
nuevamente al presidente un voto de confianza (que hasta el momen-
to no han sabido cumplir ni aprovechar en beneficio de la sociedad
en su conjunto), y generar con ello un escenario propicio para el
resurgimiento de ciertas facultades metaconstitucionales indeseables
en la actualidad.
Comentario final
30
Cfr. Häberle, Peter, El Estado constitucional, México, UNAM-IIJ, 2001.
26
influencia política sobre el partido en el poder, el resurgimiento de
dichas facultades metaconstitucionales parece imposible mientras
exista un gobierno dividido.
Por ello, la elección de 2006 es una prueba fundamental. Como
lo recuerda Enrique Krauze, en julio de 2006, por primera vez en su
historia contemporánea, México tendrá la oportunidad de consolidar
su régimen democrático. Si luego de los comicios de 1911, Madero
hubiera logrado disipar la atmósfera envenenada que caracterizó su
gobierno fugaz la historia democrática de México sería muy diferente.
A esa primera y temprana experiencia democrática siguieron episodios
cruentos que derivaron en la construcción de un régimen de presiden-
cialismo autoritario. Por ello se afirma que “nuestros periodos demo-
cráticos duran poco, conducen a zonas de turbulencia e inestabilidad,
y terminan por desembocar en dictaduras o embozadas.”31
El proceso de democratización en México no es un producto ex-
clusivo de las transformaciones en la clase política y de los reacomodos
del poder. La cultura democrática en México, si bien sigue siendo
precaria, empieza a expresarse de forma socialmente organizada.
Sin embargo, mientras no exista una verdadera cultura democrática
en la sociedad y al interior de los partidos políticos, el autoritarismo
presidencial no está descartado y el riesgo de volver a ser testigos del
ejercicio excesivo de las facultades metaconstitucionales está presente,
aunque ciertamente lejano.
Como bien apunta Lorenzo Meyer, en una situación como la
mexicana, donde no hay ningún antecedente de una experiencia
prolongada de democracia política formal, siempre existe el peligro
de que un mal manejo del delicado proceso de desmantelamiento
del autoritarismo y construcción del pluralismo, pueda llevar a que
la división de poderes y la descentralización se transformen en algo
descontrolado y dañino, en una incapacidad de las instituciones para
manejar el proceso, y en que éste desemboque en un quiebre de
estructuras, dispersión del poder y parálisis, que en última instancia
sólo beneficia a los nostálgicos del autoritarismo.32
31
Krauze, Enrique, “Refrendar la democracia”, Letras Libres, octubre 2005, año
v55, número 82, pp. 14-20.
32
Meyer, Lorenzo, “Entre el pluralismo y la dispersión. La difícil tarea de institu-
cionalizar la democracia mexicana”, op. cit., p. 67.
27
La primera señal de la transformación de la cultura de la clase
política será que, independientemente del partido que gane la pre-
sidencia, los perdedores acepten la derrota y todos, el presidente, su
partido y los partidos de oposición, estén en disposición de conciliar
y negociar acuerdos que permitan la consolidación de una reforma
del Estado efectiva y consensada.
El papel de la sociedad civil organizada, de la comunidad cientí-
fica y académica, de los medios de comunicación, de los organismos
autónomos y de los demás poderes públicos y privados será promover,
construir y defender los valores básicos de todo Estado constitucional y
fomentar una nueva cultura democrática basada en la pluralidad, en la
tolerancia y hacer del discurso político un instrumento de negociación
más que una herramienta para el control o la concordia.
Ciertamente, puede reconocerse que las presidencias “fuertes”,
dotadas de facultades metaconstitucionales, se explican en el contexto
latinoamericano por su función histórica en la consolidación de los
estados del continente que, una vez conquistada la independencia,
sufrieron la zozobra de las confrontaciones intestinas. El cambio en la
cultura política que se avizora en la actualidad es distinto, y se orienta
a la conquista de la gobernabilidad y la institucionalidad de la vida
política a través de los cauces democráticos.
La fortaleza institucional de las naciones latinoamericanas, en este
sentido, debe reposar sobre la capacidad de ofrecer a la sociedad civil
alternativas suficientes para canalizar sus inquietudes y aspiraciones.
Ya no es, pues, una institucionalidad que gira en torno a un individuo,
sino que nace del universo de los actores políticos.
Pretender revertir este proceso y reeditar las presidencias omnímo-
das sería, al contrario, un factor generador de fricciones y tensiones.
De ello acusan testimonio las dificultades por las que atraviesan algunas
presidencias latinoamericanas próximas al mesianismo, en donde el
afán por reafirmar la autoridad del Ejecutivo representa un riesgo a
la gobernabilidad democrática.
28
Facultades metaconstitucionales del Poder Eje-
cutivo en México, editado por la Facultad
de Derecho, se terminó de imprimir en
noviembre de 2006, en los talleres de Es-
tampa Artes Gráficas, S.A. de C.V. México,
D. F. Para su composición se utilizaron tipos
Baskerville. Los interiores se imprimieron
en papel cultural de 90 grs. La edición consta
de 1000 ejemplares.