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Constitucionalismo 19

CONSTITUCIONALISMO*

CONSTITUTIONALISM

GUSTAVO ZAGREBELSKY
Università degli Studi di Torino

Fecha de recepción: 15-5-12


Fecha de aceptación: 30-7-12

Resumen: El constitucionalismo, como proceso histórico, ha sufrido diversas transfor-


maciones, que permiten comprender su significado actual. Así, hay que hacer
referencia a la cuestión social y la expansión espacial. El futuro del constitucio-
nalismo va a depender de cómo desarrolle instituciones capaces de trascender el
presente, instituciones a largo plazo. Así, podrán asegurarse los derechos de las
generaciones futuras, a través de un discurso en el que se reconozca la impor-
tancia, junto a los derechos, de los deberes.

Abstract: Constitutionalism as a historical process, has undergone several transformations,


which allow to understand its current meaning. So, we must refer to the social
question and geographical expansion. The future of constitutionalism will depend
on the development of institutions capable of transcending the present, long-term
institutions. So, we will be able to ensure the rights of future generations, through
a discourse that recognizes the importance, together with rights, of duties.

Palabras clave: constitucionalismo, generaciones futuras, deberes


Keywords: constitutionalism, future generations, duties

1. EL CONSTITUCIONALISMO MODERNO
El constitucionalismo contiene un ideal político atemporal. Pero es tam-
bién, en su núcleo originario, una experiencia circunscrita a una fase precisa


Traducción de Francisco Javier Ansuátegui (Instituto de Derechos Humanos Bartolomé
de las Casas. Departamento de Derecho Internacional Público, Eclesiástico y Filosofía del
Derecho. Universidad Carlos III de Madrid).

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y superada de nuestra historia política. Como historia, el constitucionalismo


ha muerto; como idea, por el contrario, está vivo. Más bien, “constitucionalis-
mo” es quizás la palabra que sintetiza de manera más comprensiva, aunque
como orientación general, muchos o quizás todos los ideales político-consti-
tucionales del presente y del futuro, en una dimensión espacial y temporal
cada vez más amplia.
En el título del argumento que me dispongo a tratar aparece la expresión
“constitucionalismo moderno”, una expresión que, no sé si intencionadamen-
te, recuerda la contraposición entre el constitucionalismo de los antiguos y el de
los modernos, de la que trata el célebre escrito de Charles H. McIlwain de 1940,
al que se refiere el clásico trabajo de Nicola Matteucci de 1976, Organizzazione
del potere e libertà. Storia del costituzionalismo moderno. La expresión, a su vez,
reenvía no sólo por asonancia sino por parentesco conceptual, al celebérri-
mo Discours de la liberté des Anciens comparée à celle des Modernes de Benjamin
Constant. El constitucionalismo como doctrina ciertamente no ha nacido de
repente, como si fuera un relámpago, sino que hunde sus raíces en la historia
de la constitución inglesa, idealizada en Francia en el Setecientos, por ejem-
plo por Montesquieu y De Lolme. No obstante, hay un general consenso al
respecto, es precisamente Constant el noble padre de la que consideramos
la versión moderna de aquella doctrina, distinta no sólo de la antigua, sino
también de la contemporánea y de la futura, si bien se aún usará este término
en relación a cualquier cosa que justifique su empleo. Nosotros venimos de
allí, pero ciertamente no por una simple reiteración de los orígenes. Nuestro
constitucionalismo ya no es más el de entonces1.
Para expresar la distancia que nos separa de Constant, basta esta ob-
servación. El constitucionalismo de la Restauración fue y ha sido teorizado
como la reacción al ’94 en nombre de los principios del ’89, sintetizados por
el artículo 16 de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano: sin
garantía de derechos y sin separación de poderes, no hay constitución. De
manera resumida: el gobierno moderado contra el arbitrio jacobino o, si se
quiere, la constitución inglesa contra la Revolución francesa, Montesquieu
contra Rousseau, por utilizar aquella que, para la filología del pensamiento,
ciertamente es una simplificación y que, sin embargo, indica una contrapo-
sición que ha tenido un largo recorrido en la clasificación y en la orientación
de los ideales políticos de fondo de la primera mitad del Ochocientos. Los
1
Vid. A. PACE, Le sfide del costituzionalismo del XXI secolo (2003) en Id., I limiti del pote-
re, Jovene, Napoli, 2008, pp. 1 y ss.

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principios de constitucionalismo de aquella época son los de la constitución


liberal: gobierno de la razón o de los “principios” contra la dictadura de las
pasiones; representación política mediante la separación de poderes; legali-
dad y garantía de las libertades, tribunales independientes, libertad de pren-
sa y de la opinión pública, habeas corpus; cosas todas ellas que representan
elementos consolidados del constitucionalismo de nuestro tiempo. Pero la
Revolución en Francia, que en un primer momento se había dirigido contra
los privilegios del Antiguo Régimen –esta es la interpretación de Constant y
de los “doctrinarios” de su época– había superado el límite, de donde debía
derivarse necesariamente –como de hecho se derivó– una reacción terrible,
no pudiendo no operar también en aquel caso la universal ley histórica del
péndulo, una ley que ya encontramos descrita en Platón –“Todo exceso suele
comportar una gran transformación en sentido opuesto: tanto en las estacio-
nes, como en las plantas y en los cuerpos y también en grado sumo, en las
constituciones”2– y que Constant había investigado, ya en 1797, en la época
del Directorio, en el escrito sobre Des réactions politiques.
¿En qué, para Constant y, en general, para el constitucionalismo de su
tiempo, el límite había sido superado por la Revolución? En el asalto a la pro-
piedad. Este es el núcleo político-social del constitucionalismo de los primeros
tiempos: una forma de gobierno en la que los derechos de propiedad fueran
asegurados, como núcleo indiscutible de la vida común, organizada política-
mente de manera tal para impedir toda concentración de poder –monárquico
o popular, no importa– que pudiera atentar contra tales derechos. En la fór-
mula política del constitucionalismo de entonces –la monarquía representa-
tivo-censitaria– consistía el juste milieu fijado en las Cartas constitucionales de
entonces. “Todo lo que está en la Carta, nada más que lo que está en la Carta”
era la fórmula del equilibrio no sólo entre principio monárquico y principio re-
presentativo, sino también y sobre todo entre propietarios y trabajadores; una
fórmula que habría querido cristalizar la historia y que, como todas las cris-
talizaciones, habría sido desbordada por los acontecimientos revolucionarios,
como ocurrió en Francia, o disuelta en una visión abierta a nuevos equilibrios,
como sucedió en el Piamonte estatutario y liberal y luego en el Reino de Italia
de los primeros decenios, según una evolución moderada pero dinámica (es
decir incluida en las posibilidades de la “monarquía dualista”, como fue seña-
lado y auspiciado, desde el principio, en el célebre artículo de Cavour del 10 de
marzo de 1848 en Il Risorgimento, titulado “Critiche allo Statuto”).
2
PLATÓN, República, 563e, 564a.

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El punto central, al que todo está conectado y respecto al cual se pue-


den medir las transformaciones del constitucionalismo, desde el de entonces
hasta el de hoy, es la concepción de la sociedad; entonces, una concepción
en términos duales, de una parte los propietarios y de la otra los no-propie-
tarios, los proletarios en la terminología marxista, pero que para Constant y
para sus contemporáneos, eran simplemente los trabajadores. Kant3 había
precisado la división: son propietarios también aquellos que venden un opus
propio –los artífices, los artistas y los artesanos–; no lo son los operaii, que
trabajan poniéndose al servicio de un patrón, aun admitiendo que “es difícil
determinar los requisitos para pretender la condición de hombre dueño de sí
mismo (sui iuris)”.
De todos modos, la dificultad práctica no elimina la esencial diferencia
entre quien vive de sus propiedades y quien vive vendiéndose a sí mismo
en cuanto trabajador, los primeros en condiciones de libertad, los segundos
en condición servil: ésta era la visión de fondo, considerada natural, incluso
“de derecho natural”, una visión que hunde sus raíces en la noche de los
tiempos. Para que se pueda tener libertad respecto a algunos, se debe ser el
siervo de otros. Sin lo segundo no puede existir la primera. El trabajo era por
tanto concebido como alternativo a la propiedad: alternativo en el sentido
de que el reconocimiento de los derechos políticos a los trabajadores habría
constituido la gran amenaza al derecho de propiedad, por tanto a la libertad,
allí donde, solamente, ella podía residir. De aquí, el sufragio restringido, y
por tanto el rechazo de la idea de ciudadanía general. Y no por razones con-
tingentes, es decir, por la momentánea y remediable condición de ignorancia
y de indigencia de las clases trabajadoras, sino por razones estructurales, de
supervivencia de la libertad. El constitucionalismo, como doctrina política,
nace por tanto con esta marca clasista que lo opone a la democracia radical, à
la Rousseau, que sueña la libertad de todos en una especie de estado de natu-
raleza que se re-instaura con el contrato social, cuyo fin es una forma política
que restituya a cada uno la libertad originaria que ha cedido a todos los otros
(“obedecer al poder de todos, permaneciendo libre: la cuadratura del círculo
de la utopía roussoniana; más bien [Du contrat social, libro III, cap. IV] son
las necesidades prácticas de “la administración ordinaria” del gobierno las
que hacen necesario que el poder se concentre en el “menor número” de los

3
I. KANT, Sopra il detto comune: “Questo può essere giusto in teoria, ma non vale per la pra-
tica” (1793), in Scritti politici e di filosofia della storia e del diritto, a cura di N. Bobbio, L. Firpo, V.
Mathieu, Utet, Torino, 1956, p. 260.

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que componen “las magistraturas”); y lo opone, por otro lado, a la sociología


marxista que asume la sociedad dividida entre propietarios y trabajadores
pero, al contrario del constitucionalismo originario, no por razones natura-
les, sino como resultado de relaciones de producción históricamente deter-
minadas, que la historia y las fuerzas que operan en ella como “parteras”
pronto condenarían.

2. EL PROCESO DE GENERALIZACIÓN

El constitucionalismo de los orígenes ha completado un largo camino


que llega hasta nosotros. Si no lo hubiera hecho, lo consideraríamos sola-
mente una antigualla, y no por el contrario una fuerza ideal que aún alimen-
ta las aspiraciones políticas de los pueblos. Para comprender cuán largo ha
sido el camino ideal que se ha transitado hasta ahora, basta abrir, sólo como
ejemplo, nuestra Constitución en su primer artículo: “Italia es una república
democrática basada en el trabajo”. Aquél que, al comienzo de la historia, era
criterio de exclusión de los derechos políticos –ser trabajador y no propieta-
rio– se convierte hoy en el título de inclusión. Un vuelco completo; la sanción
formal del desenlace de un largo proceso histórico de emancipación política
que debe ser interpretado no en sentido clasista, invertido respecto al senti-
do del constitucionalismo originario, sino en el sentido de una consecución
de un proceso histórico. La condición de “trabajador”, entendida no en sen-
tido clasista (sobre esto los Trabajos preparatorios son clarísimos), sino en el
sentido del art. 4 de la Constitución, como “actividad o función que concu-
rra al progreso material o espiritual de la sociedad”, es aquella que incluye
de la forma más comprensiva a todos aquellos que conviven en sociedad, a
condición de que no sean parásitos o especuladores sobre el trabajo de los
otros; aquellos que, en otros términos, forman sociedad y no, simplemente,
se aprovechan de la sociedad.
¿Qué ha ocurrido entre aquel lejano inicio del consitucionalismo y este
punto de llegada? Se ha producido el ascenso de las masas populares, es de-
cir del mundo del trabajo, a la vida política y a sus instituciones. Ha tenido
lugar, en una palabra, la difusión de la democracia y por tanto la “generali-
zación” de los derechos políticos como condición formal del vivir “constitu-
cionalmente”. Nunca subrayaremos suficientemente la importancia de este
movimiento histórico y el carácter verdaderamente epocal de su logro final:
la democracia como administración de todos, por parte de todos. Desde la

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antigüedad –al contrario del sentir común hoy imperante– la democracia,


que sus artífices consideran el “régimen de todos”, ha debido enfrentarse a
la acusación de ser el régimen del demos, es decir de la parte de la sociedad
compuesta por aquellos que viven de su propio trabajo, podríamos decir el
régimen de los no propietarios, identificados así: “agricultores, artesanos,
marineros, trabajadores, comerciantes”4, parte de la sociedad contrapuesta
a la de los nobles, esto es de los ricos, que no necesitan trabajar para vivir.
También Pericles, en el discurso sobre la constitución ateniense que incluye
el epitafio por los primeros muertos de la Guerra del Peloponeso, habla de
democracia como del gobierno que “se califica no respecto a los pocos, sino
a la mayoría”, es decir no respecto a todos. El orgullo de Atenas –por el que
él podía decir que “nosotros no copiamos a nadie; más bien somos nosotros
los que constituimos un modelo para los otros”– no era tanto la democracia,
como la isonomia, es decir la igualdad en el acceso a los cargos públicos, “en
virtud del mérito”; radicaba por tanto en el carácter aristocrático del gobier-
no, es decir un gobierno abierto a todos los que tenían méritos5. Aristóteles,
que despreciaba la democracia y apreciaba la politeia, coherentemente llega-
ba a afirmar que sería democracia también el régimen del menor número en
el caso de que, bien improbablemente, los pobres fueran menos numerosos
que los ricos: “Pero la razón nos dice sobradamente que la dominación de
la minoría y de la mayoría son cosas completamente accidentales, ésta en
las oligarquías, aquélla en las democracias; porque los ricos constituyen en
todas partes la minoría, como los pobres constituyen dondequiera la mayo-
ría (…). Lo que distingue esencialmente la democracia de la oligarquía es la
pobreza y la riqueza; y dondequiera que el poder está en manos de los ricos,
sean mayoría o minoría, es una oligarquía; y dondequiera que esté en las de
los pobres, es una demagogia. Pero no es menos cierto, repito, que general-
mente los ricos están en minoría y los pobres en mayoría” 6. Es comprensible,
entonces, el juicio negativo, incluso la condena, que por siglos ha pesado so-
bre la democracia, en cuanto régimen violento, donde habría reinado la ley
de la envidia y del engaño de los muchos pobres frente a los pocos electos.
Hablando de democracia, que hoy finalmente definimos como el régi-
men de todos, no se debería olvidar que, históricamente, ha sido el santo y
seña de los excluidos que implicaba la pretensión de acceder a la vida políti-

4
ARISTÓTELES, Política 1291b
5
TUCÍDIDES, La guerra del Peloponeso, II, 37.
6
ARISTÓTELES, Política, 1279b.

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ca, no como fin en sí misma sino para el propio ascenso social, es decir para
participar en el ámbito de los derechos “de todos”. No lo deberían olvidar
sobre todo las víctimas de los modernos procesos de exclusión social, cuan-
do se abandonan a la indiferencia frente a la democracia e incluso creen que
les conviene confiar su propia suerte en manos de cualquier oligarca, convir-
tiéndose en una masa a la que se puede utilizar y secundando así las siempre
amenazantes tendencias demagógicas del poder.
La generalización de la democracia no ha sido un fin en sí: la universa-
lización del sufragio, que es el fenómeno más claro del progreso de la de-
mocracia, tampoco. El fin de la participación política ha resultado ser, y es,
la apertura del Estado y su transformación de autoridad garante del orden
social basado en la estructural “gran división” que venía del Ochocientos,
a instrumento de contestación de dicha estructuración. En síntesis, podría-
mos decir que entre el punto de partida de entonces y el de llegada de hoy,
se ha producido la progresiva incorporación de la “cuestión social” en las
estructuras del Estado, sobre todo en las estructuras políticas, incorporación
que naturalmente repercutió en las estructuras administrativas, cargadas
de competencias, cada vez mayores, de naturaleza no sólo autoritativa sino,
como se dice, “prestacional”, a la vista de la mejora de las condiciones ma-
teriales y espirituales de la parte de la población que está en la base de la
estructura social. Que la vía de la superación de la gran división esté jalona-
da por dramáticos conflictos políticos y sociales, y que se hayan causado y
soportado grandes sufrimientos, es algo que no necesita ser recordado. Pero
el movimiento no se habría podido detener con la pura y simple restauración
del pasado. Así, hasta los regímenes totalitarios del Novecientos, que preten-
dían invertir el camino de la democracia, han asumido a su manera, como
elemento de la propia ideología y de la propia acción, el rescate social de las
masas de desheredados, si bien en visiones organicistas, donde no había sitio
para derechos y libertades, sino sólo para deberes y funciones.
El constitucionalismo ha registrado este camino y ha incorporado las
conquistas, de acuerdo con su tradición, como derechos y no simplemente
como simples cesiones de hecho o como concesiones a la presión social siem-
pre revocables, una vez transformadas las relaciones de fuerza. En cuanto
derechos de la persona humana, producto de su dignidad (una palabra y
un concepto que ocupa el centro del constitucionalismo actual sólo tras la
tragedia del fascismo y del nazismo), el constitucionalismo ha protegido a
las aspiraciones de liberación social del chantaje político frente al que habían

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debido ceder en la época de los totalitarismos. En esta sede, es incluso supe-


fluo hacer un elenco de los derechos que son hijos de la generalización. En
breve: los derechos del trabajo frente a los titulares del derecho de empresa,
del derecho de huelga al de contratación colectiva; en general, los denomi-
nados derechos sociales, conectados a la sanidad, a la enseñanza y a la pre-
visión social en todas sus formas. Un capítulo aparte merecerían luego los
derechos necesarios para promover la efectiva paridad entre los seres huma-
nos cuando una parte de ellos sufren atávicas discriminaciones, como ocurre
con el componente femenino de la sociedad, respecto al masculino, mientras
otras discriminaciones sociales han sido afrontadas, en el camino del mismo
proceso de generalización. Si se quisiera tener una idea más completa de la
dimensión de este proceso, bastaría con consultar las declaraciones que for-
man parte de todas las constituciones tras la Segunda Guerra Mundial, con
fórmulas que ciertamente se prestan a aplicaciones no coincidentes en las
diferentes condiciones históricas y culturales, pero que por otra parte cierta-
mente expresan una orientación general.
Para concluir este punto, se puede decir que el segundo constituciona-
lismo ha comportado grandes innovaciones, en relación con el número y la
calidad de los derechos, con sus titulares, con su función promocional de
la igualdad entre los seres humanos, y con el Estado y sus competencias.
Grandes cambios que, no obstante, no contradicen, sino que profundizan y
extienden el originario y esencial significado del constitucionalismo, el ser
un conjunto de técnicas para tutelar contra los arbitrios e injusticias, demos-
trando así su carácter de ideología, o ideal, capaz de resumir en sí el desarro-
llo histórico de la libertad y de la justicia en las relaciones sociales.

3. EL PROCESO DE EXPANSIÓN EN EL ESPACIO

Caídos los regímenes totalitarios del últimos siglo, la ardiente memoria


de aquellas nefastas experiencias, que habían surgido dentro de los Estados
nacionales, pero habían difundido su violencia por el mundo entero, ha
promovido una transformación en la concepción de los derechos humanos,
un cambio cuya importancia no puede ser exagerada. Leamos, como signo
de la transformación, la primera proposición de la Declaración Universal de
los Derechos Humanos, aprobada por la Asamblea General de las Naciones
Unidas el 10 de diciembre de 1948: “Considerado que el reconocimiento de
la dignidad inherente a todos los miembros de la familia humana, y de sus

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derechos, iguales e inalienables, constituye el fundamento de la libertad, de


la justicia y de la paz en el mundo...”. “Dignidad”, “miembros de la fami-
lia humana”, “derechos, iguales e inalienables”, “libertad, justicia, paz en
el mundo”: los derechos humanos superan los confines de los Estados na-
cionales. Por primera vez en la historia, escapan de la mano dispensadora
de las soberanías estatales. Este paso crucial en la historia de la civilización
encontraba ciertamente sus bases filosóficas en el universalismo cristiano y
en el cosmopolitismo de las Luces. Pero nadie había dudado que, cualquiera
que fuera su fundamento –político, natural o racional–, el “gobierno de los
derechos”, por así decirlo, permaneciera en la esfera de los diversos ordena-
mientos jurídicos estatales. Fundamentación universalista y estatalidad par-
ticularista convivían.
Desde entonces ya no es así y, si ha hecho falta tiempo y aún se necesitará
más para sacar las consecuencias prácticas de este giro, desde entonces era
claro que un Derecho constitucional de la humanidad comenzaba a dar sus
primeros pasos. Para los constitucionalistas, se ha tratado de un cambio de
paradigma en sus estudios. El Derecho público –principalmente el Derecho
constitucional– originariamente ha sido el más estatalista de los Derechos
surgiendo en el núcleo interno y celosamente custodiado por la soberanía.
Ahora, el Derecho constitucional es quizás, entre todos los “Derechos inter-
nos”, el más abierto a la supranacionalidad, al menos en lo que respecta al
capítulo de los derechos. Las constituciones nacionales constituyen piezas de
un mosaico que forma un cuadro de carácter universalista, que lo nutren y
del que se alimentan. Un constitucionalismo nacional, limitado por los con-
fines de las soberanías de los Estados soberanos, ya no tendría sentido de
manera que los estudios se orientan cada vez más en sentido supranacional.
Las razones del –por así decirlo– “Estado constitucional cerrado”, ya se han
superado. Ciertamente, algo similar, aunque no idéntico, ya ocurría desde
el inicio. El constitucionalismo, ya desde los orígenes, ha sido un movimien-
to principalmente no político sino ideal que proclamaba ideales universa-
les, que iban realizándose en las políticas nacionales. Quien eche un vistazo,
aun rápido, por ejemplo a la momumental Storia del Parlamento subalpino, ini-
ziatore dell’Unità d’Italia, dettata da Angelo Brofferio per mandato di Sua Maestà
il Re d’Italia7, se encontrará citas cotidianas, en los trabajos del Parlamento
Subalpino, de los exempla ofrecidos por los regímenes constitucionales con-
temporáneos (Francia, Bélgica y sobre todo Inglaterra). Pero esto lo conside-
7
Eugenio Belzini ed., Milano, 1865 y ss.

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raremos “comparatismo”. Hoy, es otra cosa, lo podemos definir como univer-


salismo constitucional, que implica conciencia del valor también universal
de nuestras particulares experiencias nacionales y, en sentido inverso, con-
ciencia del valor también particular de las experiencias universales. La vida y
la seguridad, la dignidad de los seres humanos, la igualdad y la no discrimi-
nación, la prohibición de la tortura y de los tratos inhumanos y degradantes,
la protección de las minorías, los derechos de libertad clásicos, los derechos
civiles sociales, políticos y culturales, la protección de la vida privada indivi-
dual y familiar, la participación de todo individuo en el gobierno de su país:
éstos son, más o menos, los contenidos del actual universalismo constitucio-
nal, a los que –deseablemente– se añadirá pronto la prohibición de la pena de
muerte. Estos contenidos y las definiciones relativas están por su naturaleza
orientados a la validez general, independientemente de los límites de las rea-
lidades estatales. De hecho, toda violación de estos derechos, en cualquier
parte del mundo, es capaz de tener resonancias en cualquier otra parte.
A esta dilatación en el espacio de los principios del constitucionalismo
actual, ha contribuido de manera especial el Derecho internacional, a tra-
vés de declaraciones, tratados globales y regionales y jurisprudencias de
Tribunales supranacionales e internacionales, que concurren a la realización
de lo que se ha denominado, desde el punto de vista del Derecho interno,
“supra-constitucionalidad”, y desde el punto de vista de un ordenamiento
jurídico global, “Derecho constitucional internacional”, algo que, en pers-
pectiva, por largo que pueda ser el camino, debería extenderse a los pueblos
de toda la tierra por su misma lógica interna.
Lo que aquí debería subrayarse de manera particular, es que esta espec-
tacular expansión del constitucionalismo de nuestro tiempo no hubiera sido
posible si no se sostuviera a partir de las realidades constitucionales nacio-
nales: cartas, jurisprudencias y doctrinas constitucionales. Sin este humus
común de ilustración y de culturas, que, aún en la diferencia de las tradicio-
nes, ha aproximado las concepciones constitucionales de la vida política y
social, ni la supra-constitucionalidad ni el “Derecho constitucional interna-
cional” serían posibles. Leamos el primer punto del Preámbulo del Estatuto
del Tribunal Penal Internacional de 17 de julio de 1998, un documento altamen-
te representativo de la evolución actual del constitucionalismo que afecta a
una de las referencias de la soberanía estatal: el monopolio de la jurisdicción
penal. Nos encontramos con la conciencia expresa de “que todos los pueblos
están unidos por estrechos lazos y sus culturas configuran un patrimonio

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común y observando con preocupación que este delicado mosaico puede rom-
perse en cualquier momento”. ¿No es éste un explícito reconocimiento –en
relación a las más graves violaciones de derechos humanos: los crímenes de
genocidio, contra la humanidad, de guerra y de agresión– de la existencia de
una general interdependencia de las partes concretas y de la exigencia que
en todas las piezas del mosaico, para utilizar la expresión del Preámbulo, el
mismo standard de respeto de los derechos humanos sea garantizado, como
mínimo común denominador de civilización jurídica? No todos los Estados
aceptan esta jurisdicción, en particular los Estados más potentes, los poten-
ciales vencedores en caso de conflicto y de comisión de delitos en los que el
Tribunal es competente. Al constitucionalismo de nuestro tiempo le afecta
esta ausencia de unanimidad, y sobre la justicia penal internacional conti-
núa pesando la acusación de ser “justicia de vencedores”. El camino, en al-
gunos aspectos, apenas se ha iniciado, pero el hecho mismo de que exista
esta acusación significa que la aspiración es la remoción de las causas que la
justifican.

4. EL NEO-CONSTITUCIONALISMO

La universalización de los principios del constitucionalismo no ha deja-


do de influir, en un lento aumento de la conciencia de sus implicaciones, en la
noción misma de constitucionalismo. Se habla hoy de “neoconstitucionalis-
mo”, un movimiento de ideas aún en un estado fluido, que no ha producido
una doctrina consolidada y reconocida, pero que posee ciertamente algunos
rasgos distintivos bien reconocibles. El neoconstitucionalismo aspira a pre-
sentarse como una visión del constitucionalismo adecuada a los caracteres
del “Estado constitucional” moderno.
Ante todo, constata la naturaleza particular de las constituciones de
nuestro tiempo, por las que campean principios de carácter universal, enun-
ciados necesariamente con fórmulas no sólo de contenido genérico, sino
también abiertas a la acción de “relleno” que corresponde a los intérpretes.
Pensemos en las cláusulas que se refieren a la dignidad humana, la igualdad,
la libertad, la justicia. Estos conceptos no son definidos, ni podrían serlo, en
abstracto. Reenvían a historias y tradiciones jurídicas, como el habeas corpus;
o a corrientes filosóficas y religiosas, como la dignidad humana; o bien a vi-
siones del mundo, como la libertad, la igualdad y la justicia. Así, los concep-
tos consitucionales acaban remitiéndonos a concepciones de conceptos que el

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Derecho constitucional positivo no proporciona, ni puede proporcionar. En


el Derecho constitucional del Estado constitucional moderno domina tam-
bién el super-principio de razonabilidad del Derecho, presente, bajo diver-
sas denominaciones, en todas las jurisprudencias constitucionales estatales e
internacionales. Nada está menos pre-determinado que este principio; nada
es más dependiente de presupuestos conceptuales anteriores al Derecho
positivo.
A través del reenvío a concepciones indeterminadas a priori de los con-
ceptos constitucionales que, a su vez, dependen de visiones del bonum et ae-
quum, o también sólo de lo razonable, la jurisprudencia “se moraliza”, de
acuerdo con la expresión de Jürgen Habermas. El positivismo jurídico, apli-
cado a la Constitución –esto es, la idea de que todo el Derecho está en la
Constitución y que todo lo que no está, no existe– se encuentra con dificulta-
des para comprender esta evidente novedad. Y a menudo prefiere cerrar los
ojos para no tener que admitir lo que no cabe en sus expectativas. Sobre todo,
se escandaliza, no sólo porque observa riesgos para la certeza del Derecho,
sino también porque la moralización del Derecho abriría la puerta a la en-
trada en la jurisprudencia de un renovado iusnaturalismo, bestia negra de
cualquier positivista que se precie. Los neo-constitucionalistas, sin embar-
go, pueden replicar que no se trata de Derecho natural, cualquiera que sea
la concepción de éste. Se trata, por el contrario, de “Derecho constitucional
cultural”, una noción distinta, fruto de diferentes aportaciones entre las que
pueden tener cabida, en tanto que tolerantes respecto a otras posiciones, vi-
siones inspiradas también, aunque no sólo, en el Derecho natural. La cultura
constitucional es el humus fecundo del constitucionalismo de nuestro tiem-
po: universalista la una, universalista el otro.
El neo-constitucionalismo es consciente, también, de la circunstancia de
que los principios constitucionales como los señalados carecen de supuesto
de hecho. Sólo pueden ser precisados en relación con los casos concretos. En
abstracto, sólo son posibles paráfrasis, por otra parte genéricas, de las fór-
mulas constitucionales. Sólo en concreto y bajo la fuerza de lo concreto, los
principios asumen un aspecto práctico. Las jurisprudencias constitucionales
resultan así caracterizadas en un sentido casuístico. Ello, ciertamente, las re-
lativiza pero, por otra parte, les permite una articulada y fecunda relación
con otras jurisprudencias que afrontan casos análogos, contribuyendo a la
formación de aquel contexto cultural del que se ha hablado. Intercambios,
estudios, inspiraciones y referencias entrecruzadas circulan naturalmente,

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sin que sean previstas por ningún texto vinculante, venciendo progresiva-
mente las resistencias que aún permanecen, aunque en retroceso, en ciertas
jurisprudencias “chovinistas” de países que se consideran portadores de
identidades constitucionales nacionales fuertes.

5. LA ISLA DE PASCUA

El constitucionalismo se encuentra hoy frente al desafío, que es una ne-


cesidad vital, de atender a otra dimensión, hasta ahora ignorada: el tiempo.
Para introducir este argumento con una digresión, tomo prestada del libro
del arqueólogo-antropólogo Jared Diamond, de título Collapse. How Societies
Choose to Fail or Succeed (2004)8, la historia de Pascua, la isla polinesia situada
a 3.700 kilómetros al este de las costas de Chile, descubierta por los europeos
en 1722, famosa por los 397 megalitos, uno de los cuales alcanza un peso de
270 toneladas, que representan gigantescos y enigmáticos troncos humanos,
coronados por cilindros de piedra de color rojo. Pascua, cuando los seres hu-
manos pusieron el pie a finales del primer milenio, era una tierra fértil, cu-
bierta de bosques, rica en productos de la tierra, del mar y del aire, que llegó
a albergar a miles de personas, divididas en doce clanes que convivían pací-
ficamente. Cuando llegaron los primeros navegantes europeos, encontraron
una tierra desolada, como aún hoy se presenta: completamente desforesta-
da, con un terreno ruinoso e infecundo, donde sobrevivían pocos centenares
de personas. En 1864, cuando los comerciantes europeos desembarcaron allí,
el número se había reducido a 111 individuos, desnutridos, genéticamente
degradados. ¿Qué había pasado y cómo había podido ocurrir? ¿Hay relación
entre las grandes e inquietantes cabezas de piedra y la extrema desolación
que las rodea? El enigma de Pascua, tal y como ha sido resuelto por los estu-
diosos, es una grandiosa y amenazadora apología sobre cómo las sociedades
pueden destruir por sí mismas su propio futuro a causa del gigantismo y la
improvisación. La primera causa del colapso habría sido la deforestación,
por tanto la desaparición de los principales recursos naturales en los que se
basaba la vida en la isla. El bosque hospedaba pájaros permanentes y atraía
aves de paso; suministraba la madera para las canoas empleadas para la pes-
ca en aguas profundas; defendía la integridad del territorio cultivado frente
a las devastaciones de las tempestades tropicales. Poco a poco, los alimentos
8
Hay traducción castellana: Colapso. Por qué unas sociedades perduran y otras desapare-
cen, trad. de R. García Pérez, Debate, 2005.

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comenzaron a escasear y la dieta se redujo, primero, a pollos y pequeños mo-


luscos y, después, a ratas y a hierbas. La falta de los recursos vitales básicos,
como ocurre siempre, alimentó las rivalidades y la guerra entre los clanes. En
la general carencia de alimentos, se llegó al último estadio, la antropofagia.
¿Y las cabezas de piedra? Pareciera que hubieran tenido algo de importancia.
Con el paso del tiempo y en concurrencia con las guerras entre los clanes, de
ser pequeñas al principio, se volvieron cada vez más imponentes. La más
alta, seis veces un hombre normal (Paro, la que vemos en las fotografías),
es también la construida en último lugar, cuando la catástrofe amenazaba.
Motus in fine velocior. Eran un símbolo de potencia tecnológica –la tecnología
de entonces–, que podía concurrir a menudo en la lucha por la supremacía
política. Pero para extraerlas de la cantera, transportarlas y levantarlas –un
trabajo, para aquella sociedad en aquel lugar y en aquel tiempo, monstruo-
so– eran necesarios troncos de árboles altos y fibras leñosas para fabricar so-
gas. Al final, la isla se desertificó y, paralelamente, se levantaron estatuas
cada vez más altas; luego, en la guerra general de todos contra todos, fueron
derribadas y hechas pedazos en su mayor parte. Cuando todo terminó, los
supervivientes pensaron en una forma de escapar de aquel infierno que ellos
mismos habían creado con sus manos. Pero la madera para construir sus bar-
cas –su salvación– ya había sido utilizada para las cabezas de piedra.
Pascua es una admonición. No habla sólo de polinesios de hace un mi-
lenio. Habla de nosotros: de explotación despreocupada de los recursos,
con efectos funestos sobre las generaciones futuras por venir. “El aisla-
miento de los isleños de Pascua –escribe Diamond– seguramente explica
también por qué me ha parecido que su derrumbamiento, más que el de
cualquier otra sociedad preindustrial, obsesiona a mis lectores y alumnos.
Los paralelismos entre la isla de Pascua y el mundo moderno en su conjun-
to son escalofriantemente obvios. Gracias a la globalización, al comercio
internacional, a los vuelos en avión y a Internet, hoy día todos los países de
la Tierra comparten recursos y se afectan mutuamente, exactamente igual
que lo hicieron la docena de clanes de Pascua. La isla polinesia de Pascua
estaba tan aislada en el océano Pacífico como la Tierra lo está hoy día en el
espacio. Cuando los habitantes de la isla de Pascua se vieron en dificulta-
des no había ningún lugar al que pudieran huir ni al que pudieran recurrir
en busca de ayuda; tampoco nosotros, los modernos terrícolas, podemos
recurrir a ningún otro lugar si se agudizan nuestros problemas. Ésas son
las razones por las que la gente ve en el derrumbamiento de la sociedad de

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la isla de Pascua una metáfora, el peor escenario posible, de lo que puede


estar deparándonos el futuro”9.

6. LA ÚLTIMA BATALLA DEL CONSTITUCIONALISMO

Por tanto, ¿qué ocurrió en la Isla de Pascua? ¿Cómo podemos condensar


en una sola frase su parábola? Para satisfacer apetitos de hoy, no se tienen
en cuentas las necesidades de mañana. Cada generación se ha comportado
como si fuese la última, tratando los recursos de los que disponía como sus
propiedades exclusivas, utilizándolos y abusando de ellos. El lema de aque-
lla gente habría podido ser el de Thomas Jefferson: “The earth belongs always
to the living generation” pero entendido en un sentido opuesto al originario.
Jefferson quería liberar a los posteriores (es decir a su misma generación)
de cualquier deuda respecto a los predecesores para fundar la república; los
habitantes de Pascua querían actuar libres de toda deuda frente a sus suceso-
res, para devorar la res publicae.
¿El constitucionalismo puede ignorar cuestiones de este tipo? Si su míni-
mo núcleo esencial y su razón de ser son –según la síntesis de John Rawls– la
protección del derecho de todos al igual respeto, la respuesta, claramente, es
no, no puede ignorarlas. Hasta nuestra época no había razón para afrontar-
las. Cada generación comparecía en la escena de la historia en un ambiente
natural y humano que, si bien no había sido mejorado por los padres, tam-
poco había sido empeorado. El constitucionalismo no ha tenido hasta ahora
razones para ocuparse de las prevaricaciones intergeneracionales. Pero hoy
tiene muchas razones, y dramáticas. ¿Por qué razón el círculo de los “todos”
que tienen el derecho al igual respeto debería limitarse a los vivos y no com-
prender también a los nasciturus? Basta plantear la pregunta para responder
que no hay razón alguna: los hombres de hoy y de mañana tienen el mismo
derecho al igual respeto, porque igual es su dignidad. El lema de Thomas
Jefferson debería, en las condiciones de vida de hoy, sonar así: “La tierra per-
tenece a los hoy vivos, tanto cuanto pertenece a los aún no vivos”. Así, el vín-
culo entre generaciones y los deberes respectivos cambian de dirección: du-
rante siglos, los hijos se han considerado deudores frente a los padres; hoy,
los padres deben sentirse deudores frente a los hijos y a los hijos de los hijos.

9
J. DIAMOND, Colapso. Por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen, cit. p. 101.

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Pascua era un microcosmos. Su desastre puede ser visto casi como una
experiencia “in vitro”, referida a una sustracción, un hurto, incluso una ex-
torsión de los bienes ambientales. Pero no sólo de éstos. Los hurtos se pueden
referir a todo tipo de recursos vitales. Ciertamente, de manera principal, los
recursos naturales, las materias primas y las fuentes energéticas de la Tierra,
nunca como hoy empobrecida hasta la explotación intensiva al servicio de
la producción en gran número de productos destinados al consumo inme-
diato. Pero también los recursos financieros, cuando tienen una anticipada
y ficticia existencia debido a políticas de endeudamiento a largo plazo, cuyo
peso cae sobre la riqueza y el bienestar de quien, viniendo luego, no ha podi-
do disfrutar de aquellos recursos, ni podrá disfrutar puesto que ya han sido
consumidos. En fin, los recursos de la materia viva, sometidos a manipula-
ciones del más diverso género, que reducen la biodiversidad, exponen a ries-
go de extinción especies vegetales y animales y llegan a afectar a la existencia
del ser humano, prometiéndole el más monstruoso de todos los dones, la
inmortalidad.
Lo que aúna todas estas operaciones es la separación en el tiempo de los
beneficios –anticipados– respecto a los costes –postergados–: la felicidad, el
bienestar, el poder de las generaciones actuales al precio de la infelicidad,
el malestar, la impotencia, hasta la extinción o la imposibilidad de venir al
mundo, de las futuras.
La ruptura de la contextualidad temporal constituye un desafío que no
puede dejar indiferentes ni a la moral, ni al Derecho. Éstos ya no valen sola-
mente en un “presente común”10. El “prójimo” del que aquellas normas, has-
ta ahora, se han ocupado siempre (“ama al prójimo como a ti mismo”; “no
hagas a los otros lo que no quieras que te hagan a ti”, “no matar”, “no robar”,
etc.) se ha convertido en un sujeto abstracto que, cuando sea concreto, no
habrá podido levantar su voz en el momento en que tengan lugar acciones
dañosas para él. Esta ruptura de la contemporaneidad es hoy uno de los pro-
blemas, o quizás el problema, del que depende el futuro de la humanidad.
En términos jurídicos, la cuestión que se le plantea al constitucionalismo
es la siguiente: desde el comienzo (recordemos el art. 16 de la Déclaration), su
noción clave ha sido el derecho subjetivo, que se contrapone de diferentes
maneras al poder arbitrario. Pero el derecho subjetivo presupone un titular
presente. “Derechos de las generaciones futuras” es una de aquellas expre-
siones impropias que empleamos para esconder la verdad: las generaciones
10
H. JONAS, Frontiere della vita, frontiere della tecnica, il Mulino, Bologna, 2011, p. 131.

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futuras, precisamente porque futuras, no tienen ningún derecho de reclamar


frente a las generaciones anteriores. Todo el mal que les puede ser hecho,
hasta la privación de las mínimas condiciones vitales, en realidad no es una
violación de algún “derecho” suyo en sentido jurídico. Cuando comiencen a
existir, sus predecesoras, a su vez, habrán desaparecido de la faz de la tierra,
y no podrán ser llevadas a juicio. Los sucesores podrán intentar el reconoci-
miento o resentimiento, pero en todo caso tendrán que compadecerse o la-
mentarse de meros e irreparables “hechos consumados”.
Es necesario ser consciente de que la categoría del derecho subjetivo, en
todas sus variantes de significado (derechos de, frente a, negativos, positi-
vos, de prestación, etc.), es inutilizable en todas aquellas ocasiones en las que
se ha roto la unidad de tiempo. Es por el contrario la categoría del deber la
que nos puede ayudar. Las generaciones futuras no tienen derechos de recla-
mación frente a las precedentes, pero éstas tienen deberes frente a ellas; exac-
tamente la condición de la madre, respecto al niño cuando aún lo lleva en su
vientre. El constitucionalismo de los derechos, sin renunciar a su aspiración
central de estar al servicio de la resistencia frente al arbitrio, debe descubrir
los deberes, no simplemente en cuanto reflejos, es decir en cuanto contra-
parte de los derechos, sino como posiciones jurídicas autónomas que tienen
vida propia, sin presuponer la existencia (actual) de las correspondientes si-
tuaciones de ventaja y de los relativos titulares. En definitiva, allí donde se
ha roto la unidad de tiempo, los deberes “priment” sobre los derechos, de
acuerdo con el célebre incipit de la última, anticipadora y sobre todo visiona-
ria reflexión de Simone Weil: «La notion d’obligation prime celle de droit, qui lui
est subordonnée et relative. Un droit n’est pas efficace par lui-même, mais seulement
par l’obligation à laquelle il correspond. […] L’objet de l’obligation, dans le domain
des choses humaines, est toujours l’être humain comme tel. Il y a obligation envers
tout être humain, du seul fait qu’il est un être humain». El texto citado se encuen-
tra en L’enracinement, un texto de 194311 que tiene como subtítulo Prélude à
une déclaration des devoirs envers l’être humain.
Existe, en efecto, un movimiento pro-deberes, que nace ya al tiempo de
los acontecimientos de la Revolución en Francia, como contrapartida de la
Déclaration des droits (proyecto de una Déclaration des devoirs de l’homme et
du citoyen del 23 Germinal del Año III; Déclaration des droits et des devoirs de
l’homme et du citoyen del 5 Fructidor del Año III). En aquel momento se trata-
ba de definir el perfil moral del «bon citoyen» y del «homme de bien», respecto
11
Gallimard, Paris, 1949, pp. 6-7

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a la sociedad del momento. La atención al tiempo futuro de la humanidad


vendrá después, de diversos ambientes, masones o católicos reaccionarios,
en ocasiones movidos por ambiguos propósitos. Pero no necesariamente:
el Interaction Council, por iniciativa de Hans Küng y Helmuth Schmidt, en
1977, promovió una iniciativa en favor de una Declaración universal de las
responsabilidades del hombre, de inspiración gandhiana, dirigida al Secretario
General de Naciones Unidas y a los gobiernos de todo el mundo, en la que
la atención a los problemas intergeneracionales está en el centro del docu-
mento. Y no puedo dejar de recordar que, en los últimos años de su vida,
Norberto Bobbio solía interrumpir con cierta rudeza a quien le hablara de su
célebre L’età dei diritti (1990): «Sería necesario escribir L’età dei doveri”.

7. INSTITUCIONES A LARGO PLAZO

Tenemos que reconocer que este cambio de paradigma ve el constitucio-


nalismo completamente inadecuado, incluso hostil. En nombre de los dere-
chos, no de los deberes, lleva luchando desde hace dos siglos. Los deberes
han sido y son aún hoy lema de los regímenes autoritarios y de los totalita-
rios. Esto debemos recordarlo como admonición, si bien sí hay una diferen-
cia, y es evidente, entre los deberes de obediencia a la autoridad y al Estado
y los deberes de responsabilidad frente a los seres humanos, presentes y fu-
turos. Sin embargo, la cuestión es compleja y las soluciones son resbaladizas.
Se trata de construir una mentalidad, una cultura, y de ella extraer referen-
cias para comportamientos adecuados, incluso aunque no haya que atender
a proclamaciones jurídicas formales.
Ante todo, las normas que reconocen derechos y facultades deberían ser
interpretadas, en todas las ocasiones en que se prevean consecuencias poten-
cialmente perjudiciales para la condición de aquellos que están por venir, en
una perspectiva objetiva, en base a la máxima: la tierra pertenece tanto a los
vivos como a los no vivos aún; los derechos de los primeros están condicio-
nados al mismo valor también para los segundos. Lo que –no se puede dejar
de reconocer– comporta posibles restricciones a los derechos en sentido sub-
jetivo. Los derechos, en los casos referidos antes, deben ser entendidos como
bienes o instituciones a largo plazo. Para extenderlos al futuro, puede ser
necesario reducir su relevancia en el presente. Ya conocemos situaciones de
este tipo, en las que entra en juego el considerado “principio de precaución”,
vigente, en base a normas de Derecho nacional, europeo e internacional,

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por ejemplo en materia ambiental, energética y sanitaria. Aquí, hablando de


constitucionalismo, se dice que aquel principio debería ser asumido como
elemento conformador de todo el modo de concebir el Derecho constitucio-
nal. El Derecho constitucional de hoy debe ser un “derecho pronóstico”, que
mira hacia delante, hasta donde, en cada momento, las previsiones científi-
cas permiten dirigir la mirada.
Así entendido, el principio de precaución deviene el criterio, adecuado a
los tiempos tecnológicos que vivimos, para entender dos de los tres venera-
dos principios de justicia, neminen laedere e suum cuique tribuere: el “ninguno”
y el “cada uno” debe abarcar ya a los seres humanos de hoy y de mañana. Y
así también para el tercero, honeste vivere: la vida de los vivos hoy no es ho-
nesta (en el sentido de onera) si descuida la vida de los vivos mañana. ¿Qué
fin tendrán, entonces, los derechos de los vivos? Deben alinearse, relativizar-
se, y a veces subordinarse a los derechos de los aún no vivos. Ya en este pun-
to dudamos, cuando menos un poco perplejos, frente a estas perspectivas.
Sabemos qué ideología antiliberal y qué tentación de poder pueden alimen-
tarse de esta inversión, cuando se pide sacrificar el concreto bien presente al
hipotético bien futuro.
Pero hay más. El juicio pronóstico no es un juicio político; es un juicio
técnico-científico. Ahora, además de la dificultad quizás insuperable –dada la
ubicuidad social de la ciencia y de la técnica, unidas por la economía, que se
impulsan recíprocamente– de identificar científicos y técnicos realmente inde-
pendientes de los intereses inmediatos a someter a verificación (es un aspecto
del considerado “conflicto de intereses”, que es en realidad una conmixtión
impropia de intereses), la perspectiva que aparece es la tutela tecnocrática de
la política. Es una perspectiva realista, no sólo en los casos excepcionales en los
que tiene lugar una catástrofe ecológica, económica y financiera o biológica y
la política se autosuspende y, para superar las dificultades, se confía, si no a la
República de los filósofos, al menos a la República de los sabios. Pero la cues-
tión no se refiere sólo y principalmente a los momentos excepcionales, porque
es precisamente en la normalidad donde deberían valer las condiciones que
puedan prevenir el surgimiento de situaciones excepcionales. Pues bien, la po-
lítica, tanto en su versión democrática como en sus degeneraciones populistas
y demagógicas, se encarna en instituciones a (y no para) corto plazo. Las deci-
siones deben estar en sintonía con el interés prevalente que la sociedad, tal y
como más o menos autónoma y verídicamente lo representa por sí misma, y es
poco probable que, en la consideración de tal interés, irrumpan con el peso que

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merecerían anhelos y preocupaciones por la fortuna de sociedades diferentes,


hipotéticas, lejanas en el tiempo. La política debe rendir cuentas frente a este
interés momentáneo. Los momentos electorales son aquellos de rendición de
cuentas con vencimiento a corto plazo. Las revelaciones demoscópicas, a su
vez, reducen los tiempos, anulándolos. La miopía de la democracia, que coin-
cide con su tendencia a ser cigarra es un grave problema, cuando sería necesa-
ria la virtud de la presbicia.
Nos detenemos aquí. Estamos en el reino de las contradicciones. El cons-
titucionalismo, en el cuadro de antaño, era el mundo de los derechos, pero
ahora el mundo necesita los deberes. El constitucionalismos ha producido
demo-cracia, pero hoy la democracia muestra poder ser un régimen de sa-
queo de los recursos, para los vivos y para los que han de venir. Por esto, se
recurre a momentos y elementos de naturaleza científico-tecnocrática, pero
la razón del saqueo está precisamente en el desarrollo de la técnica sin otro
fin que ella misma. Entonces, la técnica, para ser benéfica, debería poder ser
a su vez controlada. Pero, ¿por quién? ¿Por la democracia, que es precisa-
mente la que lo necesita?
Deberes y tecnocracia dan miedo, está claro. Pero son necesarios preci-
samente a la luz de las premisas y de las promesas del constitucionalismo,
desde el momento en que no se lo entiende como un mero egoísmo de los vi-
vos. Las contradicciones son intrínsecas ¿Serán destructivas? No lo sabemos.
Lo que sabemos es que exigen una tarea que no es fácil, sobre un terreno in-
cierto donde hay mucho que pensar y construir, por parte de todos aquellos
que, en la reflexión y en la práctica, refiriéndose a los valores permanentes
del constitucionalismo, intentan actuar “constitucionalistamente”. El consti-
tucionalismo ha tenido una historia. La cuestión es si tendrá una historia. La
tendrá en tanto consiga incorporar en la democracia, sin anularla o humillar-
la, la dimensión científica de las decisiones políticas. Éste, me parece, es el
último desafío del constitucionalismo, su última metamorfosis.

GUSTAVO ZAGREBELSKY
Facoltà di Giurisprudenza
Università degli Studi di Torino
Via S. Octavio, 54
10124 Torino (Italia)
e-mail: [email protected]

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