Introduccion A La Antropologia - German Soprano Roxana Boixados

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Tradiciones intelectuales y teorías


antropológicas clásicas

Objetivos
Que los alumnos logren:

•• Comprender la génesis de la antropología como disciplina científica en el


contexto del proceso de conformación de estados imperiales y nacionales
del siglo XIX y primera mitad del siglo XX.
•• Reconocer problemas, conceptos y objetivos clave del conocimiento antro-
pológico de acuerdo con las perspectivas de escuelas relevantes del perío-
do: evolucionismo y difusionismo, funcionalismo y estructural funcionalis-
mo, particularismo histórico, estructuralismo y neomarxismo.
•• Tomar conocimiento de los modelos explicativos de la disciplina, sus alcan-
ces y límites (métodos comparativo, genealógico y el trabajo de campo
etnográfico).

1.1. Surgimiento, formación y consolidación de la


reflexión antropológica como disciplina
En la introducción hemos señalado que el ser humano se ha caracterizado
por desarrollar diversas interpretaciones acerca de sí mismo, de la sociedad
y del mundo que lo rodea, sobre el sentido que tiene la vida en común, su
identidad, etc. Así, en cada sociedad será posible encontrar uno o más mode-
los de interpretación que actúan como marco de referencia para la vida social La cultura es uno de los campos
más significativos en la investi-
y orientan las conductas de sus miembros. Estos modelos importan valores
gación antropológica. Ha recibi-
social e históricamente construidos, normas, conductas y formas de vida con- do distintas conceptualizaciones
sensuadas entre sus miembros, pautas de organización de las actividades según corrientes y escuelas que
económicas, sociales, políticas, creencias religiosas e ideologías que dan se irán analizando a lo largo de
esta carpeta.
sentido al devenir del tiempo y del hombre, entre otros aspectos dinámicos, y
en conjunto suelen ser reconocidos como expresiones creativas de la cultura
de una sociedad o de un pueblo.
Del mismo modo, las sociedades han elaborado modelos culturales por
medio de los cuales conceptualizaron su relación con los “otros”, se trate de
comunidades vecinas o de pueblos más próximos o lejanos. Las caracterís-
ticas de estos modelos con frecuencia se hacen visibles toda vez que dos o
más sociedades entran en contacto entre sí. Un recorrido por la historia nos
muestra un sinnúmero de ejemplos de situaciones dinámicas –movilidad y
contacto–, relacionados con procesos migratorios, viajes de exploración, inter-

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cambios comerciales o con proyectos de algunos pueblos de expansión y con-


quista (Laplantine, 1993).

1.1.1. Antecedentes lejanos


En la Grecia del período clásico, Heródoto (nacido en Halicarnaso en 484 a. C.)
realizó un viaje prolongado en el que recorrió Egipto, Fenicia y Libia, llegando
probablemente hasta Babilonia. De regreso, redactó una extensa obra, Los
nueve libros de la Historia, en donde relató sus experiencias con los pueblos
“bárbaros” –”extranjeros”, en griego–. A través de detalladas descripciones
registró costumbres, tradiciones y creencias religiosas de distintos pueblos y
se preocupó por narrar sus respectivas historias. Heródoto mostró asombro y
curiosidad por todo aquello que le era desconocido o que contrastaba con la
cultura griega. En muchos tramos de su obra estableció comparaciones entre
instituciones y costumbres griegas con las de otros pueblos haciendo notar
que las propias eran siempre mejores. Por ejemplo, en su descripción sobre
los escitas –en el cuarto de sus libros, “Melpómene”– retrató a un pueblo
considerado poco o nada civilizado en relación con los griegos. A partir de imá-
genes semejantes, el término “bárbaro” comenzó a adquirir una connotación
distinta, asociada a características más “primitivas” o menos “civilizadas”.
Esta carga valorativa expresa señales claras de “etnocentrismo”, que, sin
embargo, no le impidió a Heródoto reconocer y admirar algunos aspectos de
las culturas orientales, en particular la de los egipcios.

Los nueve libros de la Historia

WW <http://es.wikisource.org/wiki/Los_nueve_libros_de_la_Historia>

CC
Fueron los griegos de los siglos VII y VI a. C. los que inventaron el concepto de
bárbaro. En su origen, fue empleado para significar simplemente “extranjero” y
era aplicado a pueblos tales como los egipcios, a los que los griegos respeta-
ban. Pero a partir del siglo IV, bárbaro se convirtió en una palabra utilizada tan
solo para referirse a los pueblos o individuos considerados mental o cultural-
mente inferiores. En términos generales, los autores griegos aplicaron el califi-
cativo bárbaro de un modo indiscriminado a aquellos pueblos principalmente
asiáticos, cuya escasa familiarización con la cultura griega los distinguía de
ellos, activamente comprometidos en la formulación de la civilización helénica
clásica. El término se impregnó muy pronto de un acusado etnocentrismo
(Bestard y Contreras, 1987: 54-55).

LEER CON ATENCIÓN

Etnocentrismo es un término que se aplica a toda conceptualización

LL sobre la diversidad cultural que implique juicios de valor por compa-


ración a la propia cultura. Suele enfatizar las diferencias entre lo “pro-
pio”, considerado como modelo de referencia y lo “extraño”, gene-
ralmente evaluado de manera negativa. Es un concepto fundante de
la disciplina antropológica que se desarrolla a lo largo de esta unidad.

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Heródoto es considerado “el padre de la historia” porque fue el primer autor


que mostró una preocupación por reconstruir el pasado de las sociedades
que estaba conociendo. Consultó tanto fuentes históricas de la época como a
testigos protagonistas de algunos hechos, procurando acercarse a la verdad,
si bien en muchas ocasiones los registros históricos se combinan con relatos
míticos. Pero su profundo interés por comprender culturas diferentes a la pro-
pia lo configura como uno de los precursores del pensamiento antropológico.
Heródoto representa la conciencia de la cultura griega como civilización, con-
frontada con la alteridad y la diversidad de formas de vida de otros pueblos.
La cultura griega elaboró la primera antítesis conocida en Occidente entre
“civilización” y “barbarie”. Esta conceptualización dualista fue circulando como
parte de un legado que atravesó el desarrollo de la culturas latina y bizantina
Heródoto de Halicarnaso,
hasta llegar a la Edad Media. En esta etapa, a partir del siglo XI, Europa expe- historiador y geógrafo griego
rimentó un proceso sostenido de expansión de sus fronteras bajo un doble (484 - 425 a. C).
impulso: por un lado, la religión, ya que el cristianismo buscaba ampliar los
dominios de su fe a través de la conversión de los pueblos que consideraba
infieles. En este marco, las Cruzadas a Medio Oriente, expediciones militares
solventadas por la nobleza y la Iglesia Católica –y compuesta por cientos de
soldados y campesinos–, tenían por objetivo recuperar la ciudad de Jerusalén
en poder de los musulmanes. Con ellos, a quienes llamaron “infieles”, se con-
frontaron, combatieron y pactaron a lo largo de varios siglos. Por otro lado, la
extensión de las redes de comercio fue otro factor decisivo en la medida en
que el Lejano Oriente contaba con productos y bienes manufacturados muy
valorados por los europeos. En este contexto, las expediciones de los geno-
veses y venecianos fueron pioneras al abrir caminos hasta llegar a territorio
mongol y a la corte del Gran Khan. Entre ellas, la más conocida es la de Marco
Polo, quien relató algunas experiencias de este viaje y de su estancia en la
corte del Khan en El libro de las maravillas, una de las lecturas predilectas de
Cristóbal Colón.

1.1.2. La experiencia americana


Si bien Europa y sus reinos contaban con una sostenida experiencia de rela-
ciones con otros estados, imperios y pueblos, y con la diversidad cultural,
ninguna alcanzó las dimensiones e implicaciones del llamado “Descubrimiento
de América”, ocurrido en el año 1492 del calendario cristiano.
Al principio, Colón supuso que había llegado a tierras de las Indias, a
Cipango y Catay –reinos de Japón y China en el Lejano Oriente– y con esa
expectativa reconoció a los pobladores de las islas caribeñas. Le sorprendió
su desnudez, la generosidad con que los recibieron, la ausencia de armas de
fuego y de moneda, y el poco interés que manifestaron por los metales que
los europeos consideraban “preciosos” (oro y plata). Las formas de organiza-
ción económica y política le parecieron muy simples e incluso supuso que “no
conocían ninguna secta ni idolatría”, es decir, que no tenían religión. Esta ima-
gen idealizada de los pobladores caribeños –llamados luego arawakos– que
parecían vivir en “estado de naturaleza” en un medio similar al paraíso retra-
tado en la Biblia, fue configurando el antecedente directo de la conceptualiza-
ción del nativo americano como “buen salvaje”. Sin embargo, la belicosidad
de otros pueblos insulares, llamados por sus vecinos “caribes” o “canibas”,
favoreció la construcción de otra imagen del nativo americano, de caracterís-

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ticas opuestas. Las prácticas antropofágicas los asimilaron –a los ojos de los
españoles– a seres “salvajes” o “bestias” (Arrow, 1992).

LECTURA RECOMENDADA

RR
Todorov, T. (2003) [1982], La conquista de América, El problema del otro, Madrid,
Siglo XXI.

Poco tiempo después, ya con la certeza de haber descubierto un “nuevo


mundo”, se planteó para los españoles el problema de cómo definir jurídi-
camente a la población nativa a la que llamaron genéricamente “indios”.
Filósofos, teólogos y juristas discutieron el estatus de los nativos, interrogán-
dose si albergaban alma, si contaban con capacidad racional, si podían ser
evangelizados. En 1512, las Leyes de Burgos estatuyeron la condición humana
del “indio” americano y su condición de vasallos de la Coroña española.
Esta decisión política impedía la Pero más allá de las leyes, las imágenes polarizadas del “buen salvaje” o
esclavitud de los “indios”, si bien de “bestias” sirvieron para elaborar argumentos tanto a favor de la servidum-
en ciertas situaciones –como la
bre –que implicaba su inferiorización y justificaba la violencia contra ellos–
resistencia al dominio, la cauti-
vidad en la guerra o la negativa como de la libertad tutelada por parte de la Iglesia Católica y la Corona. En
a aceptar la evangelización–, las esta línea de pensamiento, el sacerdote Bartolomé de Las Casas sostenía
excepciones estaban legalmente que los nativos no eran “bárbaros por naturaleza” –un estado definitivo, no
justificadas.
sujeto a cambios– sino que afirmando su condición racional vivían bajo nor-
mas sociales, políticas y económicas diferentes a las de los españoles. A tra-
vés de la cristianización y de la educación de los nativos –considerados como
menores de edad que necesitaban protección– podrían asimilar los rasgos y
valores de la sociedad hispano católica y ser integrados a ella. De Las Casas
defendió la unidad de la especie humana –ya que para él Dios había creado a
todos los hombres con el mismo raciocinio– y todos, mediante la evangeliza-
ción, podían alcanzar el estado de civilización.
El concepto de civilización –de
herencia grecolatina– incluía una
serie de características, como la
vida urbana, la economía basa- En 1550, la Corona española convocó a dos representantes de la Iglesia, Juan Ginés de
da en la agricultura y el comercio, Sepúlveda y Bartolomé de Las Casas a debatir en la ciudad de Valladolid acerca de la con-
la organización política articulada quista y de la conversión de los nativos. Ambos eran sacerdotes dominicos pero tenían
con el control de un territorio, la ideas opuestas con relación a cómo debían implementarse las políticas de dominación de
presencia de propiedad privada, el los “indios”. Para De Las Casas, obispo de Chiapas y testigo de las crueldades y arbitra-
progresivo desarrollo tecnológico
y la presencia de artes literarias
riedades cometidas por los españoles tanto en las Antillas como en México, los nativos
y plásticas (Bestard y Contreras, debían ser tutelados y protegidos de los abusos que los vecinos españoles cometían contra
1987:57). ellos por la Corona y la Iglesia. En cambio, Sepúlveda sostenía que los nativos eran “por
naturaleza” inferiores a los españoles, por lo que estos tenían derecho a beneficiarse de su
trabajo. El pensamiento de Sepúlveda se ejemplifica en esta breve cita, que corresponde
a su obra Democrates Alter (1544-45):

CC
Con perfecto derecho los españoles imperan sobre estos bárbaros del Nuevo
Mundo e islas adyacentes, los cuales en prudencia, ingenio, virtud y humani-
dad son tan inferiores a los españoles como los niños a los adultos y las muje-
res a los varones, habiendo entre ellos tanta diferencia como la que va de gen-

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tes fieras y crueles a gentes clementísimas, de los pródigos e intemperantes a


los continentes y templados y estoy por decir que de monos a hombres (cita
tomada de Arrom, 1992).

Los argumentos asimilacionistas y los que justificaban diversas formas de ser-


vidumbre pervivieron durante todo el período colonial. Sin duda, el “descubri-
miento”, conquista y colonización de América constituyó –para los españoles y
los europeos– una experiencia reveladora de la enorme diversidad de pueblos
y culturas hasta el momento desconocida para ellos. Estas asombrosas “alte-
ridades” fueron clasificadas de acuerdo con modelos elaborados a partir de
contactos previos. Así, algunos pueblos fueron percibidos como “civilizados”
–por constituir formaciones estatales como los incas, mayas y aztecas– y
otros como “bárbaros”, “infieles” o “salvajes”, términos que les aplicaron en
general a las sociedades de economías cazadoras-recolectoras. Esta dicoto-
mía caracteriza el pensamiento occidental sobre la alteridad y será tarea de la
antropología moderna poner en duda el valor de este tipo de clasificaciones.

Las sociedades americanas según el imaginario del ilustrador Theódor

WW De Bry.
<http://www.infoamerica.org/museo/expo_bry/bry000.htm>

A lo largo de los siglos XVI, XVII y XVIII, las crónicas y relatos de viajes al
Nuevo Mundo inspiraron las reflexiones de muchos intelectuales, humanistas,
teólogos y filósofos acerca del hombre, la sociedad y la cultura. Por ejemplo,
Michel de Montaigne (1533-1592) fue un humanista pionero en desarrollar
ideas críticas sobre su propia cultura; en su ensayo “De los caníbales”, afirmó Montaigne conocía varias obras
que relataban las experiencias
de descubrimiento y de conquis-
ta de América, llegando incluso

CC
Creo que nada hay de bárbaro ni de salvaje en esas naciones (…) lo que ocu-
a tomar contacto con nativos
rre es que cada cual llama barbarie a lo que es ajeno a sus costumbres. Como tupíes que habían sido llevados
no tenemos otro punto de mira para distinguir la verdad y la razón que el ejem- a la corte francesa como “mues-
plo e idea de las opiniones y usos del país en que vivimos, a nuestro juicio en tra” (Laburthe-Tolra y Warnier,
1998:20).
él tienen su asiento la perfecta religión, el gobierno más cumplido y el más
irreprochable uso de todas las cosas” (Montaigne, [1595] 1980:15).

Esta crítica a lo que hoy llamamos etnocentrismo está acompañada de una


noción relativista en torno a la cultura. En el mismo ensayo, el autor desarrolla Estas conceptualizaciones se
varios argumentos para dar sentido a las prácticas antropofágicas de algunos amplían y problematizan en la
pueblos americanos. Unidad 2 y también en el texto
de Adam Kuper (1996), El pri-
mate elegido, capítulo I, Madrid,
Crítica.
1.1.3. Las alteridades entre el iluminismo y el colonialismo
Los nativos americanos continuaron formando parte de un imaginario en el
que representaban una hipotética “infancia” de la humanidad para muchos
intelectuales del siglo XVIII. Jean Jacques Rousseau (1712-1778), uno de los

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principales autores del movimiento ilustrado francés, sostuvo una concepción


del hombre como ser que vivía en estado de inocencia en un medio natural.
Para Rousseau –al igual que para Montaigne, mucho antes– este “hombre en
estado natural” semejante al “buen salvaje” era libre y “feliz”. Vivía de manera
independiente de las ataduras que las instituciones sociales y políticas pro-
gresivamente le fueron imponiendo. El pasaje de un “estado de naturaleza”
a un “estado social” –al que el hombre había llegado por libre voluntad de
asociarse para superar los condicionamientos que le imponía la naturaleza–
era comprendido como una suerte de degeneración. Se trata de una crítica a
su propia sociedad dominada por la desigualdad, la injusticia y por las leyes
que –según este autor– amparaban las arbitrariedades de los poderosos.
El saber producido durante el período de la Ilustración centró la atención en
el hombre y en sus relaciones sociales, económicas y políticas, combinando
la reflexión filosófica con la observación empírica, desvinculándose del pen-
samiento religioso. El hombre fue concebido en su dimensión universal regis-
trándose a la vez la variabilidad sociocultural que planteó interrogantes acerca
de los mecanismos de cambio, del progreso y del curso de la historia natural.
Al plantearse por vez primera al hombre como objeto de estudio, los inte-
lectuales de este período sentaron las bases del conocimiento antropológi-
co; nuevos conceptos e ideas formaron parte de un ámbito de discusión que
cristalizó en asociaciones como la Sociedad de los Observadores del Hombre
(1799-1805), creada en Francia. Esta Sociedad se propuso desarrollar estu-
dios de tipo comparativo que comprendían tanto el estudio de la constitución
física del hombre –lo que luego será la antropología física–, como sus cos-
tumbres, su carácter (psicología) y su cultura, en todas las latitudes y tiempos
históricos (Laplantine, 1993).
El siglo XVIII también se caracteriza por una intensa actividad vinculada a
viajes y expediciones por los mares del sur. Sociedades y culturas de las islas
del Pacífico y de Australia comenzaban a ser “descubiertas” por exploradores
británicos y franceses. Estos viajes de carácter político-militar y científico-natu-
ralista reunieron considerable información geográfica y cartográfica –esencial
para ampliar posteriormente rutas comerciales–, botánica y zoológica –recolec-
tando muestras de especies desconocidas–, e igualmente describieron socie-
dades y culturas exóticas que encontraban a su paso. Estos relatos tuvieron
una amplia circulación en un público ávido por conocer novedades y pronto
dieron lugar a la literatura de viaje como género.

PARA AMPLIAR

Entre otras obras, tuvieron mucho éxito las ediciones de los viajes del

AA capitán James Cook a las islas del Pacífico, que contaban con mapas
e ilustraciones y en donde participaron naturalistas y astrónomos.
Véase el sitio <http://www.amarre.com/html/historias/lobos/cook.php>

De este modo, se difundieron conocimientos sobre la diversidad cultural, com-


plejizando y diversificando el imaginario de la alteridad sociocultural construido
a partir del “descubrimiento” de América.

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Este impulso de los viajes de reconocimiento y exploración, en los que islas


y porciones de continentes eran reclamados como dominios de potencias euro-
peas en crecimiento –especialmente Gran Bretaña y Francia–, se vinculan con
procesos económicos, políticos y sociales complejos que se desarrollaron a lo
largo del siglo XIX. En este siglo, las sociedades europeas se transformaron a
partir de una creciente industrialización, el avance tecnológico y el desarrollo
expansivo del capitalismo.
En lo político, los países europeos se constituyeron en Estados nación y
lideraron proyectos de expansión que compitieron por el dominio de diferentes
partes del mundo en las que encontraban insumos, materias primas y fuerza
de trabajo para desarrollar sus propias economías: Gran Bretaña, Francia, los
Países Bajos y Estados Unidos, seguidos más tarde por Alemania, Bélgica e
Italia. África, Asia y Oceanía se convirtieron en escenarios de nuevos “descu-
brimientos” y también en territorios en disputa.
Nuevos viajes de exploración fueron financiados con el fin de proveer infor-
mación acerca de los recursos naturales y humanos existentes en el interior
de los continentes, entre los que se destacan los impulsados por la Royal
Geographical Society de Londres. La creciente y sostenida expansión de
Occidente sobre estos continentes y sobre las sociedades y culturas que los
poblaban constituyó una etapa en la formación de Estados de características
imperiales. Los lazos y formas de dominación política y económica que vincu-
laron los centros de poder con sus dominios –a veces directos y otros indirec-
tos– se conocen como “colonialismo”.

LECTURA RECOMENDADA

RR
Hobsbawm, E. (2010) [1987], La era del Imperio, 1875-1914, Barcelona, Crítica.
Menéndez, E. (1969), “Colonialismo, neocolonialismo, racismo”, Revista Índice, Año
2, N° 6.

La expansión colonialista, que se intensificó a partir de la segunda mitad del


siglo XIX, puso en contacto a Occidente con distintas culturas, mucha de ellas
aún desconocidas para ellos; los fines e intereses económicos y políticos fue-
ron marcando el ritmo de los avances sobre territorios y culturas.
En este contexto comienza a configurarse un proceso de disciplinamiento
del saber que se estaba produciendo acerca de las sociedades que Europa
consideraba “exóticas”. Se hacía preciso generar un discurso y una explica-
ción sólida que diera fundamento a las diferencias socioculturales y que legi-
timara, desde la cientificidad que las sociedades modernas europeas esta-
ban construyendo, las nuevas relaciones de dominación y poder. Como parte
de este proceso, la antropología formalizó su existencia como “ciencia” y, de
acuerdo con los cánones del momento, se dotó de un objeto y de un método.
La filosofía positivista dominante en este período sostenía que el único
conocimiento válido era el obtenido a partir del análisis de los hechos empí-
ricos, que debían ser verificados por medio de la experiencia. El método
científico más adecuado para explicar la causalidad de los fenómenos bajo
estudio era el de las ciencias físico naturales, el más desarrollado hasta el

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momento, que permitía postular leyes de alcance general y universal. Autores


como Augusto Comte y John Stuart Mill aportaron al afianzamiento de la filo-
sofía positivista, y el primero de ellos aplicó estas directrices al estudio de la
sociedad contemporánea, sentando las bases de la sociología como discipli-
na científica.
Si la sociología tenía por objeto el estudio de las sociedades modernas
occidentales –la comprensión de los fenómenos sociales, su estructura y diná-
mica de cambio–, a la antropología le fue reservado el estudio de las socie-
dades no occidentales, llamadas “exóticas”, “salvajes” o primitivas, aquellas
que el avance del colonialismo había puesto en primer plano. Las razones de
las diferencias en materia de costumbres, organización sociopolítica y econó-
mica, religión –cultura en sentido amplio– e incluso a nivel somático –en las
características físicas de los habitantes de estos pueblos– en relación con las
sociedades europeas debían ser explicitadas. Como veremos más adelante,
la primera teoría en la que se apoyó la antropología para producir conocimien-
tos fue la teoría evolucionista.

1.1.4. La alteridad como problema antropológico


Aunque la antropología cuenta con un sinnúmero de autores que aportaron
su saber constituyendo los antecedentes de esta “ciencia del hombre”, la
disciplina se construyó como tal de manera progresiva, en el último cuarto
del siglo XIX, cuando comenzó a impartirse en cátedras universitarias de Gran
Bretaña, Francia, Alemania y Estados Unidos. Estos países fueron los centros
de formación universitaria de las primeras generaciones de antropólogos
profesionales que comenzaron a proyectar programas de desarrollo para la
disciplina, estableciendo especialidades y ámbitos de incumbencia. Desde el
comienzo, sus intereses fueron amplios: estudios sobre religión y mitología,
estructuras y formas de organización social y de parentesco, instituciones
económicas y políticas, costumbres y rituales, folklore, cultura material, estu-
dios de antropología física, entre otros, aplicados a las sociedades llamadas
“primitivas”, no occidentales. Se trataba de sociedades cuyas dimensiones
eran relativamente pequeñas, estables y poco afectadas por la influencia
de los occidentales. Aunque el antropólogo recortara un tema –la magia, el
parentesco, etc.–, el análisis suponía integrarlo a la totalidad sociocultural de
la que formaba parte (holismo) para comprenderlo.

CC
El dato dimensional tiene una consecuencia importante ya que permite al an-
tropólogo realizar por sí solo una investigación que en otros contextos sociales
debería ser interdisciplinaria: el antropólogo siente y define fácilmente la enti-
dad social y cultural como una totalidad integrada. Otro punto esencial: el an-
tropólogo estudia sociedades y culturas que le son ajenas (Mercier, 1977:15).

Si bien en una primera etapa la antropología analizaba la información con-


tenida en relatos e informes de viajeros, naturalistas, misioneros y adminis-
tradores coloniales, desde comienzos del siglo XIX se fue imponiendo como
rasgo distintivo el traslado y la convivencia prolongada del investigador en la
sociedad que se proponía estudiar, como única vía válida para comprender

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su cultura. El contacto prolongado con la alteridad cultural permitía, al menos


como supuesto en esta etapa fundacional, comprender la perspectiva de los
“nativos”. El trabajo de campo etnográfico, cuyas características, límites y
alcances se analizarán más adelante, se convirtió en el método predominante
de la disciplina.
A lo largo de su historia, la antropología fue dando a conocer diferentes teo-
rías e interpretaciones sobre los fenómenos sociales y culturales y formando
escuelas o corrientes que pueden ser agrupadas –al menos en una primera
etapa– según las llamadas “tradiciones nacionales” (Laplantine, 1993).
La escuela británica desarrolló investigaciones pioneras justamente
allí donde la expansión imperial había establecido sus colonias: en África,
Australia y las islas del Pacífico. Sus preocupaciones se orientaron a compren-
der la diversidad de formas de organización y estructuras sociales y políticas,
conocer sus leyes y normas, analizar las características de sus instituciones
tomando como unidad de análisis a la sociedad.
La escuela alemana, de tradición romántica, propició el estudio de los orí-
genes de los “pueblos exóticos” y el carácter de la cultura germánica a través
de la creación de museos que estimularon las investigaciones sobre el folklo-
re, la lingüística y la cultura material.
La escuela norteamericana centró principalmente su atención en los llama-
dos “pueblos nativos” en su propio país –si bien también desarrolló investiga-
ciones en islas del Pacífico– y abordó el análisis de la cultura como problemá-
tica prioritaria. La escuela francesa, de desarrollo un poco posterior –a partir
del siglo XX– priorizó el estudio de las representaciones, la religión, las creen-
cias, los mitos y los esquemas de pensamiento o mentalidades.
Estas escuelas y los autores que las representan propusieron diferentes
teorías o modelos explicativos para dar cuenta de fenómenos sociocultura-
les semejantes. Se trata de puntos de vista diversos que entraron en deba-
te generando campos de crítica al interior de la disciplina y que en conjunto
coadyuvaron a la reformulación y ampliación del campo de estudios y de las
técnicas y métodos de trabajo.

En los siguientes apartados se tratarán las principales ideas y corrientes


de pensamiento antropológicas asociadas a las escuelas nacionales y a la
formación y consolidación del campo disciplinario: un recorrido hacia sus orí-
genes y hacia las inquietudes fundantes localizables en las primeras etapas
de la estructuración de un saber, a la vez diverso y de alcances universales.
Indagaremos sobre el inicio de la antropología, de qué problemáticas se ocu-
paba y cómo trabajaron los antropólogos hasta mediados del siglo XX. En las
unidades que siguen avanzaremos en el desarrollo problemático y crítico de
la disciplina, reformulando estas mismas preguntas y sus respuestas para
proyectarlas al presente.

Antropología y Etnología: términos, conceptos y definiciones.

Según refieren algunas tradiciones, el término “antropología” –que significa en grie-


go “ciencia” o “conocimiento” del hombre– fue utilizado en la antigüedad clásica por
Artistóteles (Mercier, 1977:5). En un sentido amplio que se desprende de la traducción
literal, parecería comprender el estudio de todas las dimensiones del desarrollo humano
(todo lo que el hombre hace o todo lo que hace al hombre); sin embargo, sabemos que las

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aplicaciones que se registran en la práctica muestran alcances más restringidos. Hay quie-
nes han atribuido al naturalista François Péron la inclusión del término en el título de una
de sus obras: Observations sur l´anthropologie o L´Histoire naturelle de l´homme, de 1800,
dando a entender la condición natural del hombre en tanto especie. Y en efecto, en los
orígenes de varias tradiciones, el término “antropología” estuvo estrechamente asociado a
las características somáticas de los grupos humanos. Tanto en Alemania, como en Estados
Unidos y luego en Francia, a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, la antropo-
logía designaba el estudio del hombre en este sentido, aunque no de manera excluyente.
En Gran Bretaña, la antropología designó desde el comienzo el campo de investigaciones
que asociaba al hombre con la sociedad y que recortaba su objeto en las llamadas “socie-
dades primitivas”. La primera cátedra de antropología se inauguró en 1908, en Liverpool
(Inglaterra) y llevó el nombre de uno de los pioneros de la disciplina: James Frazer.
Muchas veces, los autores usaron de manera intercambiable los términos antropolo-
gía y etnología. De nuevo la etimología nos orienta sobre su sentido inicial: “ethnos” en
griego significa “pueblo”; la etnología se refiere al estudio sistemático y comparativo de los
“pueblos” que eran diferentes al propio, comenzando por los “primitivos” o “salvajes”. En
Estados Unidos, este uso simultáneo de los términos fue bastante corriente hasta que se fue
imponiendo y generalizando “antropología”, en este caso un saber orientado cada vez más
hacia la cultura, creación e inventiva del hombre. En Francia, durante décadas, el término
“etnología” dominó la clasificación del saber sobre otros pueblos, hasta que Claude Lévi-
Strauss propuso emplear la palabra “antropología” para impulsar el desarrollo de la disciplina
hacia un saber totalizador y universal, y también para unificar el diálogo con las tradiciones
británicas y norteamericanas.

1.2. Evolucionismo y difusionismo


Dos grandes tradiciones intelectuales, expresiones de corrientes diversas al
interior de cada una, orientaron la producción de conocimientos antropológicos
durante la segunda mitad del siglo XIX, teniendo por centros institucionales y
de conocimiento los Estados Unidos, Gran Bretaña y Alemania-Austria. Se trata
del evolucionismo y el difusionismo. Y aunque sus presupuestos teóricos, enfo-
ques, métodos y resultados sustantivos fueron abiertamente cuestionados
por perspectivas antropológicas innovadoras desarrolladas en Gran Bretaña,
Estados Unidos y Francia desde principios del siglo XX (nos referiremos a ellas
en los siguientes apartados), sus puntos de vista encontraron a lo largo del
siglo pasado y en el presente algunos antropólogos que actualizaron su pro-
grama y, por sobre todo, han dominado hasta el día de hoy concepciones de
sentido común sobre la evolución de la humanidad y la difusión de la cultura.
A grandes rasgos, el evolucionismo sostiene que las sociedades o cultu-
ras humanas se han desarrollado de modo progresivo desde formas más sim-
ples o elementales hacia formas más sofisticadas o complejas, si bien –como
veremos– en él coexisten concepciones diferentes acerca de las causas que
determinan ese movimiento, la caracterización de las secuencias temporales
que comprende y la determinación de las instituciones sociales que deben
tomarse como referencia para definir estadios evolutivos.
En términos generales, en la historia de la humanidad, sus cultores pre-
suponen la afirmación de una tendencia de tipo unilineal (según la cual todas
las sociedades deberían atravesar por etapas evolutivas semejantes), o bien
multilineal (que reconoce divergencias en el despliegue de esos estadios evo-
lutivos, las cuales explican las singularidades que puede presentar la historia

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Conceptos, campos y problemas en la


antropología

Objetivos
•• Recuperar y sistematizar nociones y problemas clásicos planteados en
la unidad anterior: alteridad/etnocentrismo, universalismo/relativismo,
sociedad/cultura.
•• Definir los principales temas, categorías y enfoques correspondientes
al desarrollo de la antropología del parentesco, política, económica y
simbólica.

2.1. Conceptos centrales en la disciplina


Antes de abordar los principales campos problemáticos de la antropología,
conviene recuperar algunos de los pares conceptuales que, anunciados como
temas en la unidad anterior, van adquiriendo densidad a medida que se desa-
rrollan las teorías antropológicas. Presentados aquí permiten articular una
relación entre las corrientes teóricas clásicas y los campos de especialización
(parentesco, organización social, política, económica y simbólica) que son los
temas centrales de esta unidad.

2.1.1. Alteridad y etnocentrismo


Según hemos visto, la pregunta por el otro ha constituido siempre una reflexión
históricamente contextuada. El siglo XIX dio lugar a un “encuentro de culturas”
–múltiple, complejo y de gran intensidad– distinto a cualquier otro anterior: la
cultura occidental se expandió en unas pocas décadas por vastas regiones
de África, Asia y Oceanía interviniendo o imponiéndose sobre un conjunto muy
diverso de sociedades y culturas. Las reflexiones y las imágenes construidas
sobre la alteridad se nutrieron más que nunca de la presencia de otras cul-
turas distantes y exóticas, que aparecen en informes de guerra, relatos de
viajeros, en los periódicos, en la literatura, en las exhibiciones de museos,
etc. En ese contexto surge la pregunta antropológica moderna que inscribe a
la otredad cultural como un problema de conocimiento en el marco de una dis-
ciplina científica. La pregunta antropológica, distinta de los interrogantes que
otras disciplinas han formulado sobre el hombre o la humanidad, se orienta a
explicitar, comprender y reflexionar sobre el contacto entre culturas.
La noción de alteridad no refiere a una simple sensación de extrañeza o
solo al reconocimiento de algo que es diferente y ajeno. Hablar de “alteridad”

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involucra siempre la relación de ese “otro” con un determinado “nosotros”, y


en ese ejercicio de reflexión sobre el encuentro cultural se aborda la diferen-
cia tanto como la similitud.

CC
Alteridad no es, pues, cualquier clase de lo extraño y ajeno, y esto es así por-
que no se refiere de modo general y mucho menos abstracto a algo diferente,
sino siempre a otros (…). Se dirige hacia aquellos, que le parecen tan simila-
res al ser propio, que toda diversidad observable puede ser comparada con lo
acostumbrado, y que sin embargo son tan distintos que la comparación se
vuelve reto teórico y práctico. (Krotz, 1994: 8-9).

Esa experiencia de extrañamiento frente a algo que nos resulta ajeno –creen-
cias, costumbres, rituales, tecnologías, etc.– va de la mano con el recono-
cimiento de lo que consideramos propio. El viaje es el lugar por excelencia
Geertz (2005a) [1966] observa en donde la presencia de la otredad pone sobre relieve el carácter relativo y
que en Java los nativos dicen que
socialmente construido de nuestros propios modos de vida, que en la expe-
“ser humano es ser javanés”; es
decir, el reconocerse humano se riencia cotidiana tomamos como ‘naturales’. En ese ejercicio de comparación
realiza de forma particular. El “ser se vislumbran las similitudes en las diferencias y viceversa, y el “nosotros”
javanés” y, en consecuencia, el “ser se vuelve también objeto de reflexión.
humano” supone comportarse con
arreglo a un complejo sistema Como en parte ya hemos visto, la antropología no siempre ha pensado,
de etiqueta, respirar a través de explorado e interpretado a la otredad en los mismos términos. La noción de
determinadas técnicas, comer y “sociedades primitivas” y, asociado a ella, dicotomías tales como “primitivo/
hablar de una forma singular, entre
civilizado”, actualmente no serían bien recibidas en un texto que se pretenda
otros rasgos. La antropología ha
aportado muchos ejemplos en los antropológico. Pero en el siglo XIX y todavía –aun con otros matices– en las
que los nombres que identifican escuelas nacionales posteriores, esos eran los modos a través de los cuales
a pueblos o culturas se traducen los antropólogos hacían referencia a la otredad cultural que constituía su obje-
desde sus respectivos idiomas
to de estudio. Esta manera de conceptualizar sociedades y culturas diferentes
como “hombres” o “nosotros”.
a las de occidente, y en particular ajenas al mundo europeo, estaba basada
en criterios etnocéntricos, en tanto aquello que era definido con el carácter
de “primitivo” se entendía que estaba desposeído de los bienes materiales,
logros científicos y avances espirituales que –ante la mirada occidental– carac-
terizaban a la “civilización”.
El etnocentrismo implica un rechazo y una valoración del otro a partir de
lo que es considerado “normal” en la propia sociedad; es decir, se aborda
la diversidad cultural en los términos, valores y normas de la propia cultura.
Todas las sociedades son etnocéntricas. No hay manera de aproximarse a
otras formas de vida sino a través de aquellas que resultan conocidas para
el sujeto. Es casi universal el hecho de que las sociedades definen la “huma-
Clifford Geertz en 1999 nidad” como propia del grupo, mientras que fuera de sus límites lingüísticos,
culturales, etc., los seres vivientes –humanos– no necesariamente revisten
dentro de esa misma categoría.
A lo largo de la historia de la humanidad, el etnocentrismo ha alcanzado
niveles de rechazo, violencia y aun destrucción, cuando el dominio de una
sociedad o cultura sobre otras se impone a través del genocidio o el etnoci-
dio. Pero en lo que respecta al interés antropológico por captar la alteridad, el
etnocentrismo es condición necesaria para emprender el ejercicio etnográfico
que supone aproximarse y entablar diálogo con sujetos portadores de otras
culturas. Es la instancia de toma de conciencia de lo desconocido y de que
solo es posible tornarlo familiar reconociendo los propios lentes culturales.

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Estar dispuestos a rever nuestros conceptos, prenociones y prejuicios es lo


que entonces permite reducir esa primera experiencia etnocéntrica. La antro-
pología se interroga, reflexiona y vuelve conscientes estos procesos que pro-
curan reducir las distancias culturales.

2.1.2. Universalismo y relativismo


Desde el surgimiento de la disciplina, los primeros antropólogos se han ocu-
pado en establecer la existencia de la unidad psicobiológica del hombre.
Sabemos que el Hombre es uno: todos los individuos comparten el mismo
origen biológico y todos nacen con las mismas estructuras físicas y mentales.
Pero como contraparte de esa unidad y universalidad del género humano,
vemos por doquier que las sociedades cuentan con costumbres y creencias
muy diversas. Baste pensar en un hecho tan simple –al menos, en aparien-
cia– como es la alimentación, para descubrir allí múltiples formas en que los
alimentos son elegidos, procesados y consumidos; más aún, los mismos
productos pueden ser considerados alimentos dentro de una sociedad y no
serlo en otras.

John Monaghan (Monaghan y Just, 2006 [2000]) comenta que mientras estaba haciendo
trabajo de campo entre los mixtecos de Oaxaca, no pudo rehusarse al gesto de cortesía de
sus amigos nativos y se vio obligado a ingerir un trozo de colmena con miel y larvas. La
contrapartida se registra un año después, cuando oficiando él de anfitrión les dio a comer
sopa de cebollas, sabiendo la repulsión que este alimento causaría en sus invitados. Estos
se demoraron en empezar a comer, derramaron parte de la sopa en el suelo y terminaron
por decirle que las cebollas ingeridas en demasía volvían “estúpido” al comensal. La cebo-
lla era para él un alimento pero no lo eran los insectos; y a la inversa, los mixtecos saborea-
ban gustosamente las larvas pero clasificaban a la cebolla bajo el rótulo de “condimento”.

Mujeres con trajes típicos mixtecos. Oaxaca, México

LECTURA OBLIGATORIA

Kuper, A. (1996), “Prefacio y capítulo I: ¿Todos darwinistas hoy?”,

OO en El primate elegido, Crítica, Madrid.

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Lo cierto es que el hombre es la única especie que ha desarrollado modos de


vida tan diferentes. Esa diversidad puede registrarse a lo largo de la historia
de una misma sociedad, entre culturas diferentes o aun dentro de un mismo
grupo. Si bien las preguntas, las teorías y las técnicas no siempre fueron las
mismas, la antropología desde su surgimiento reflexionó sobre las formas
diversas de la existencia humana. La tensión entre lo universal y lo particular
ha recorrido la producción y los debates en antropología, y es constitutiva de
la disciplina. En el siglo XIX, las diferentes culturas fueron entendidas como
expresión de los distintos grados evolutivos de una misma y única cultura; y
bajo esa forma, se entendía que el salvaje y el primitivo en algún momento
podrían alcanzar el mismo desarrollo cultural en que se encontraba Europa. La
teoría evolucionista permitía organizar la diversidad cultural bajo una misma
línea de progreso. El Hombre en última instancia era uno y todos los individuos
compartían la unidad psicobiológica propia del género humano. Volviendo al
concepto de alteridad, se trataba en este caso de encontrar la similitud en
las diferencias.
Posteriormente, la antropología, corriéndose de esa mirada etnocéntrica,
comenzó a preocuparse por entender y analizar cada cultura en sus propios tér-
minos. Esta mirada, que ha sido señalada con el título de relativismo cultural,
procura no imponer valores y criterios externos que responden a la sociedad
de la cual el investigador es parte; y postula que el sentido de toda creen-
cia, práctica o artefacto cultural solo puede ser comprendido en su contexto
de uso. Bajo esa perspectiva, Malinowski mostró las características singula-
res que asumían en las Trobriands la economía, el intercambio y la noción de
poder y riqueza, entre otros aspectos de ese entramado cultural particular. Y
en esa misma época, Margaret Mead postuló que en Samoa la adolescencia
no era un período de conflictos, represiones y sufrimiento sino una etapa que
las jóvenes atravesaban de manera alegre y apacible.

PARA REFLEXIONAR

En extremo, el relativismo cultural supondría la inconmensurabilidad

PP de las culturas; es decir, la imposibilidad de entender unas a partir


de otras. Esta observación abre desde ya múltiples preguntas. En el
plano epistemológico cabe interrogarse cómo sería posible una cien-
cia –la antropología– que necesariamente parte de conceptos que no
han sido formulados en las sociedades que el investigador explora,
y a través de ellos se dispone a comprender otros lenguajes y otras
categorías.
En el plano moral, si adoptamos una posición relativista, ¿cómo
debiéramos comportarnos frente a otras costumbres que desde nues-
tras normas morales resultan condenables? En términos políticos, el
relativismo cultural ha servido para justificar, entre otros hechos, la
existencia de la pobreza y el atraso económico de otras sociedades.

Vemos que, igualmente, aun aquellas miradas de corte relativista centradas


en las diferencias culturales no dejan de lado la reflexión, o conllevan determi-
nados presupuestos, en torno al carácter universal del hombre. B. Malinowski

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(1984 [1944]) sostuvo que el hombre tiene en toda la extensión del planeta
las mismas necesidades, y las culturas constituyen formas particulares de
responder a esos imperativos. Lévi-Strauss (1980 [1968]) destacó la riqueza
de las descripciones etnográficas de Malinowski, pero le criticó su perspectiva
sobre el carácter universal de las funciones a las que responden las institu-
ciones sociales. Para este autor lo interesante y lo importante es justamente
la variabilidad de las costumbres:

CC
Pero la simple proclamación de la igualdad natural entre todos los hombres, y
de la fraternidad que debe unirlos sin distinción de raza o de cultura, tiene algo
de engañoso para el espíritu, porque descuida una diversidad de hecho que se
impone a la observación y de la que no basta con decir que no afecta al fondo
del problema para estar teórica y prácticamente autorizado para hacer como si
no existiera (Lévi-Strauss 2004 [1952]: 310).

De todas formas, más allá de esta defensa de la diversidad –que reviste en


Lévi-Strauss también el valor de programa político–, en la elaboración de su
antropología estructural el autor sostuvo la existencia del espíritu humano, uni-
versal, constante y ahistórico, del cual las diferentes culturas son expresión.
Bajo otra perspectiva, Clifford Geertz sostiene que lo que nos hace huma-
nos, aquello que nos iguala por oposición a otras especies animales, es pre-
cisamente la diversidad de nuestros modos de vida. Al respecto, nos plantea
el interrogante sobre por qué buscar “la esencia” del hombre en los rasgos
universales en vez de hacerlo en sus diferencias. Frente a esta mirada –‘en
búsqueda de similitudes’– que considera prejuiciosa, lo que afirma es “no que
no se puedan hacer generalizaciones sobre el hombre como hombre, salvo
que este es un animal sumamente variado” (2005a: 48). La cultura no es
vista entonces como algo que se agrega a una naturaleza universal y constan-
te preexistente, sino que la cultura –en su carácter de diversidad– es consti-
tutiva del hombre.
Estos debates no están saldados. La antropología en cuanto disciplina
científica procura formular interpretaciones con cierto grado de generalidad en
donde sea posible contener o hacer dialogar culturas y sociedades diversas.
El problema es que esa búsqueda más amplia y universal entra en constante
tensión con el propio enfoque etnográfico que nos conduce todo el tiempo a
tratar de aproximarnos a las perspectivas nativas –singulares y locales–; y en
ese proceso las formulaciones más universales se relativizan.

2.1.3. Sociedad y cultura


Los antropólogos apelamos a los términos sociedad y cultura de manera muy
diversa, en particular el último de ellos. Utilizamos esos conceptos informados
por determinadas perspectivas teóricas, a veces de manera más restringida y
en otras ocasiones de forma más genérica y laxa. Pero compartimos la visión
de que cualquiera sea el contenido que demos a cada uno de ellos, ambos
están ligados con una cierta concepción de hombre y de las características
que definen nuestra humanidad. El hombre, a diferencia del resto de las espe-
cies de la naturaleza, es un ser que vive en sociedad y cuyos modos de vida

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124

están regidos en gran medida por costumbres e instituciones que él mismo


crea y transmite por vía del aprendizaje. Reconocer esa singularidad de la
existencia es solo un comienzo para explorar y tratar de entender la dinámica
y los motivos de nuestras formas de agrupación social y la diversidad de las
costumbres vinculadas a ellas.
Si bien no podemos registrar el momento histórico en que el hombre rea-
liza el pasaje del estado de naturaleza al de sociedad, por cuanto el hombre
siempre ha vivido en sociedad, sí podemos reflexionar sobre qué significados
damos a este último término en oposición al primero. Los primeros antropólo-
gos veían en el parentesco de sangre la base a partir de la cual se desarrolla-
ron los primigenios vínculos de sociabilidad, y establecían allí una solución de
continuidad entre el carácter natural y animal del hombre y el posterior desen-
volvimiento de la sociedad. Sin embargo, formulaciones posteriores mostra-
ron que la lealtad y la pertenencia a un grupo podía tener sus fundamentos en
diferentes principios. La ampliación de los estudios etnográficos daban cuenta
de que el territorio, la reciprocidad, el parentesco, entre otros, operan en diver-
sos grados cohesionando a las sociedades y persuadiendo la integración de
los individuos en ellas. En ese sentido, Kuper observa que “no existe ningu-
na constitución sencilla, natural, universal y primigenia de la sociedad huma-
na, al igual que no existe un motivo único para la sociabilidad” (1996: 225).
La convivencia como miembros de una sociedad implica que nuestros com-
portamientos, los roles que asumimos y las relaciones que establecemos con
otros individuos están gobernados por un determinado conjunto de reglas que
incorporamos al nacer. En sociedades ajenas a la propia, los antropólogos se
han enfrentado siempre al problema de desentrañar los modos en los cuales
otros hombres organizan sus actividades, procuran su subsistencia, distribu-
yen el trabajo, acomodan sus conductas a normas jurídicas no escritas, etc.
La aproximación a un grupo social que desconocemos puede devolvernos en
principio una imagen caótica del mismo, pero allí reside la tarea del antropó-
logo… en poder descubrir las reglas que lo gobiernan. La tradición británica,
concibiendo las sociedades como organismos biológicos, ha puesto el énfasis
en tratar de explicar cómo funcionan y cómo persisten a lo largo del tiempo.
Sin soslayar la diversidad de los modos en que los seres humanos se han
organizado a lo largo de la historia, es también importante destacar que en
todos los casos –y en este punto la antropología se distancia ya de sus pri-
meras formulaciones–, las relaciones que establecen los hombres como parte
de una sociedad suponen una redefinición de los vínculos sanguíneos y gené-
ticamente dados a través de la herencia biológica. Nada hay en la naturale-
za que nos obligue a vivir en familias monógamas, a comportarnos de ciertas
maneras hacia quienes consideramos nuestros “padres” y “hermanos”, a no
casarnos con determinados individuos que llamamos “parientes”, entre otras
normas que rigen nuestra vida social –tal como veremos en el tema siguiente.
Esa constitución del hombre como un ser que a pesar de su herencia bioló-
gica no puede ser pensado fuera del orden social, se vincula con otro concepto
clave de la antropología: el de cultura. Este es un término realmente problemá-
tico para los propios antropólogos, quienes se desmarcan del uso cotidiano
que reviste esta categoría y discuten a qué hace referencia en cuanto concep-
to teórico. Definir qué es cultura constituye un ejercicio complejo y pretender
la existencia de una noción única de dicho término es por demás imposible.
En antropología existe, por un lado, un uso más bien general del concepto
de cultura vinculado a aquello que nos define como seres humanos en oposi-

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ción a la idea de naturaleza. El hombre construye sus propios medios de sub-


sistencia, se comporta de formas muy diversas, tiene la capacidad de elaborar
ideas abstractas y comunicarlas por medios simbólicos, entre otros elemen-
tos que quedan comprendidos dentro del concepto de cultura, en oposición a
aquellas capacidades universales heredadas por vía genética. No obstante, la
misma evolución biológica del hombre se vio condicionada por el desarrollo de
la cultura y, en la práctica, todo aquello que somos está ya mediado por ella.
Por otro lado, a la par de esa noción más amplia de cultura, también usamos
ese concepto para referirnos a la variabilidad cultural, que supone la existen-
cia de costumbres, creencias y modos de vivir particulares que han sido el
centro de la atención de la antropología.

2.2. Antropología del parentesco y la organización social


Tal como fue señalado en la unidad anterior, los estudios sobre parentesco
y organización social predominaron durante décadas en la construcción de la
disciplina antropológica. Las investigaciones se concentraron en la diversidad
de formas de organización basadas en el parentesco que caracterizaban a
las sociedades llamadas “primitivas” ­–como clanes, linajes, tribus– y en los
diferentes sistemas de reconocimiento de los vínculos de parentesco y de
clasificación de los términos que se empleaban para designarlos. Igualmente,
la antropología reparó en las distintas formas de organización familiar, en los
tipos de matrimonios y en las maneras en que estas integraban unidades
sociales más complejas.
Al producirse la “crisis” de la antropología a mediados del siglo pasado,
muchos autores desviaron su atención hacia las sociedades occidentales,
donde la modernidad y el desarrollo del capitalismo parecían poner a prueba
a instituciones consideradas hasta ese momento como universales: la fami-
lia y el parentesco. En las grandes ciudades, las formas de vida “moderna”
parecían situar a la familia en relación con el ámbito doméstico limitando el
alcance e importancia de las relaciones de parentesco. Sin embargo, lejos
de confirmar ciertos augurios de extinción de la familia, las investigaciones
cuestionaron los modelos imperantes y ofrecieron una nueva casuística para
reflexionar sobre el carácter universal de la familia y el parentesco en las for-
maciones socioculturales contemporáneas. Finalmente, en las últimas déca-
das, los avances en las tecnologías reproductivas, las nuevas leyes de adop-
ción, la legalización de los matrimonios entre personas del mismo sexo y otros
cambios significativos vuelven a poner en evidencia que la familia y las relacio-
nes de parentesco se redefinen sobre la base de hechos, decisiones y elec-
ciones en el presente, pero asociadas a la historia y a la cultura de cada país
y región. En conjunto, estos marcos de referencia encuadran las constantes
reelaboraciones en torno a las identidades personales, familiares, colectivas,
étnicas y hasta nacionales.

2.2.1. Parentesco: principales tradiciones


El parentesco suele estar vinculado, en primera instancia, a una serie de
procesos biológicos que remiten a la experiencia humana: la concepción y la
procreación, la crianza de los hijos –que requieren largos años de instrucción
para ser completamente autónomos y maduros–, la experiencia del cuerpo y

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