La Brillantez de Turgot
La Brillantez de Turgot
La Brillantez de Turgot
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El hombre
Hay una costumbre en los torneos de ajedrez de otorgar
premios a la “brillantez” para victorias especialmente
resplandecientes. Las partidas “brillantes” son breves,
lúcidas y devastadoras y en ellas el maestro encuentra
innovadoramente caminos hacia nuevas verdades y
combinaciones en la disciplina. Si fuéramos a otorgar un
premio a la “brillantez” en la historia del pensamiento
económico, seguramente iría a Anne Robert Jacques
Turgot, barón de l’Aulne (1727–1781). Su carrera en la
economía fue breve pero brillante y notable en todos sus
aspectos.
Turgot tuvo una centelleante carrera como estudiante, obteniendo premios en el Seminario de
Saint-Sulpice y luego en la gran facultad de teología de la Universidad de París, la Sorbona.
Como hijo menos de una familia distinguida pero no rica, se esperaba que Turgot ingresara en
la Iglesia, camino preferido para el progreso de alguien en esa posición en la Francia del siglo
XVIII. Pero aunque se convirtió en abad, Turgot decidió por el contrario seguir la tradición
familiar y unirse a la burocracia real. En ella fue magistrado, maestro de requerimientos,
intendant y finalmente, como hemos visto, un efímero y controvertido ministro de finanzas (o
“controlador general”) en un intento heroico, pero condenado al fracaso, de eliminar las
restricciones estatales a la economía de mercado en una virtual revolución desde arriba.
Turgot no solo era un administrador ocupado, sino que sus intereses intelectuales eran
asimismo de amplio espectro y la mayoría de su tiempo libre lo empleaba en leer y escribir, no
de economía, sino de historia, literatura, filología y ciencias naturales. Sus contribuciones a la
economía fueron breves, aisladas y escritas con precipitación, 12 obras para un total de solo 188
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páginas. Su obra más larga y famosa “Reflexiones sobre la formación y distribución de la
riqueza” (1766) comprende solo 53 páginas. La brevedad solo subraya la gran contribución a la
economía hecha por este hombre notable.
Los historiadores suelen englobar a Turgot entre los fisiócratas y a tratarle como simplemente
un discípulo fisiócrata en el gobierno, aunque también se le considera como un mero
compañero de viaje de la fisiocracia fruto de un deseo estético de evitar verse atrapado en el
sectarismo. Nada de esto hace justicia a Turgot. Fue un compañero de viaje en buena parte
porque compartía con los fisiócratas una devoción por el libre comercio y el laissez faire. No era
un sectario porque era un genio único y los fisiócratas apenas lo fueron. Su comprensión de la
teoría económica fue inmensamente mayor que la de ésos y su tratamiento de materias como
el capital y el interés apenas ha sido sobrepasado hasta hoy.
Por tanto resulta lógica que Turgot desarrollara sus opiniones de laissez faire más
completamente en una de sus primeras obras, la “Elegía a Gournay” (1979), un homenaje
realizado cuando murió el joven marqués tras una larga enfermedad.[1]
Turgot dejaba claro que, para Gournay, la red de detalladas regulaciones mercantilistas de la
industria no era simplemente un error intelectual, sino un verdadero sistema de cartelización
coactiva y privilegios especiales concedidos por el estado. Turgot hablaba de
innumerables estatutos, dictados por el espíritu del monopolio, cuyo único propósito era desanimar la
industria, concentrar el comercio en manos de una poca gente multiplicando las formalidades y las
cargas, sujetando a la industria a aprendizajes y especializaciones de diez años en algunos trabajos que
pueden aprenderse en diez días, excluyendo a quienes no sean hijos de maestros o a los nacidos fuera de
ciertas clases y prohibiendo el trabajo de mujeres en la fabricación de telas.
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Para Turgot, la libertad e comercio nacional y exterior derivaba también de los enormes
beneficios mutuos del libre intercambio. Todas las restricciones “olvidan que no hay
transacciones comerciales que puedan ser otra cosa que recíprocas” y que es absurdo tratar de
vender todo a extranjeros sin comprarles nada a cambio. Turgot continúa luego, el su “Elegía”,
apuntando algo pre-hayekiano acerca de los usos de un indispensable conocimiento particular
por parte de los actores y empresarios individuales en el mercado libre. Estos participantes
comprometidos sobre el terreno en el proceso de mercado conocen mucho más acerca de sus
situaciones que los intelectuales alejados de la refriega.
No hay necesidad de demostrar que cada individuo es el único juez competente del uso más
ventajoso de de sus tierras y su trabajo. Solamente él tiene el conocimiento concreto sin el cual
el hombre más ilustrado solo podría discutir a ciegas. Aprende mediante intentos repetidos, por
sus éxitos, por sus fracasos y adquiere un sentimiento sobre él que es mucho más ingenioso
que el conocimiento teórico del observador indiferente porque está estimulado por el deseo.
Al proceder a un análisis más detallado del proceso de mercado, Turgot apunta que el propio
interés es el principal impulsor de ese proceso y que, como había apuntado Gournay, el interés
individual en el mercado libre debe coincidir siempre con el interés general. El comprador
seleccionará al vendedor que le dé el mejor precio por el producto más apropiado y el vendedor
venderá su mejor mercancía al precio competitivo más bajo. Las restricciones públicas y los
privilegios especiales, por otro lado, impulsan a los consumidores comprar productos peores a
precios altos.
Turgot concluye que “la libertad general de comprar y vender es por tanto (…) el único medio de
asegurar, por un lado, al vendedor un precio suficiente como para estimular la producción y,
por otro, al consumidor la mejor mercancía al precio más bajo”. Turgot concluía que el gobierno
debería limitarse estrictamente a proteger a los individuos frente las “grandes injusticias” y a la
nación frente a las invasiones. “El gobierno debería proteger siempre la libertad natural del
comprador para comprar y del vendedor para vender”.
Turgot concedía que es posible que haya a veces en el libre mercado, un “mercader que engañe
y un consumidor engañado”. Pero entonces el mercado proporciona sus propios remedios: “el
consumidor engañado aprenderá por experiencia y dejará de frecuentar al mercader que
engaña, que caerá en el descrédito y por tanto será castigado por sus fraudes”.
De hecho, Turgot ridiculizaba los intentos de los gobiernos de asegurarse contra el fraude o el
daño a los consumidores. En una refutación profética de los Ralph Nader de todas las épocas,
Turgot destacaba en un pasaje notable las numerosas falacias de la supuesta protección del
estado:
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Esperar que el gobierno impida que se produzca nunca dicho fraude sería como querer que proporcionara
almohadones para todos los niños que se pudieran caer. Suponer que sería posible, mediante regulación,
que todas las malas artes de este tipo es sacrificar a una perfección quimérica todo el progreso de la
industria, es restringir la imaginación de los artesanos a los estrechos límites de lo familiar, es prohibirles
todo nuevo experimento. (…)
Significa olvidar que la ejecución de estas regulaciones se encarga siempre a hombres que pueden tener
más interés en el fraude o en estar en connivencia con el fraude ya que el fraude que podrían cometer
estaría cubierto de alguna manera por el sello de la autoridad pública y por la confianza que este sello
inspira a los consumidores.
Turgot añadía que todas esas regulaciones e inspecciones “siempre implican gastos y que esos
gastos son siempre un impuesto sobre las mercancías y como consecuencia un sobrecoste al
consumidor local y algo que desanima al comprador en el extranjero”.
Así que, con injusticia evidente, el comercio, y por consiguiente la nación, se ven gravados con una
pesada carga para ahorrar a un poco gente ociosa el problema de informarse o hacer investigaciones para
evitar verse engañados. Suponer que todos los consumidores son tontos y que todos los comerciantes y
fabricantes engañan tiene el efecto de autorizarles a hacerlo y de degradar a todos los miembros
trabajadores de la comunidad.
Turgot continúa de nuevo con el tema “hayekiano” del mayor conocimiento de los actores
concretos en el mercado. Toda la doctrina del laissez faire de Gournay, apunta, se basa en la
completa imposibilidad de dirigir, mediante reglas invariables e inspección continua, una multitud de
transacciones que solo por su inmensidad no podrían conocerse completamente y que, además, dependen
continuamente de una multitud de circunstancias siempre cambiantes que no pueden gestionarse o
siquiera predecirse.
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Encyclopédie, Turgot había citado a Gournay alabando los mercados libres internos de Holanda.
Mientras que otras naciones habían confinado el comercio a las ferias el tiempos y lugares
limitados, “En Holanda no hay ferias en absoluto, sino todo el ámbito del Estado y todo el año
son, por decirlo así, una feria continua, porque el comercio en el país se siempre y en todas
partes igualmente floreciente”.
Los últimos escritos de Turgot sobre economía fueron como intendant en Limoges, en los años
anteriores a convertirse en contrôleur général en 1774. Reflejan su implicación en una lucha a
favor del libre comercio dentro de la burocracia real. En su última obra, la “Carta al Abad Terray
[el controlador general] sobre la marca de los hierros” (1773), Turgot arremete vigorosamente
contra el sistema de aranceles proteccionistas como una guerra contra todos los que usan el
privilegio estatal de monopolio como arma a costa de los consumidores:
De hecho creo que los maestros del hierro, que solo saben de su propio hierro, imaginan que ganarían
más si tuviesen menos competidores. No hay mercader al que no le gustara ser el único vendedor de su
producto. No hay rama del comercio en que los dedicados a ella nos busquen eliminar la competencia y
no encuentre algunos sofismas para hacer creer a la gente que interesa al estado impedir al menos la
competencia exterior, que representan más fácilmente como el enemigo del comercio nacional. Si les
escucháramos, y les hemos escuchado demasiado a menudo, todas las amas del comercio estarían
infectadas por este tipo de monopolio. Estos idiotas no ven que este mismo monopolio que practican, no
contra extranjeros, como habrían hecho creer al gobierno, sino contra sus propios conciudadanos,
consumidores del producto, se vuelve contra ellos por parte de estos conciudadanos, que son a su vez
vendedores, en todas las demás ramas del comercio donde los primeros a su vez se convierten en
compradores.
De hecho Turgot, anticipándose a Bastiat tres cuartos de siglo antes, llama a este sistema una
“guerra de opresión recíproca, en la que el gobierno da su autoridad al todos contra todos”, en
resumen un “equilibrio de molestia e injusticia entre todos los tipos de industrias” en el que
todos pierden. Concluye que “sean cuales sean los sofismas que se recojan por el propio interés
de unos pocos mercaderes, la verdad es que todas las ramas del comercio tendrían que se
libres, igualmente libres y completamente libres”.[2]
Turgot estaba cerca de los fisiócratas, no solo al defender la libertad de comercio, sino asimismo
en reclamar un impuesto único sobre el “producto neto” de la tierra. Incluso más que en el caso
de los fisiócratas, uno tiene la impresión con Turgot de que su pasión real era librarse de los
agobiantes impuestos en todos los demás aspectos de la vida, en lugar de imponerlos a los
terrenos agrícolas. Las opiniones de Turgot respecto de los impuestos se desarrollaron más,
aunque aún así de forma breve en su “Plan para un estudio sobre los impuestos en general”
(1763), un esquema de un ensayo inacabado que había empezado a escribir como intendant en
Limoges para el contrôleur général. Turgot afirmaba que los impuestos en los pueblos se
trasladaban a la agricultura y demostraba cómo los impuestos dificultaban el comercio y cómo
los impuestos urbanos distorsionaban la ubicación de los pueblos y llevaban a la evasión ilegal
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de tasas. Además, los monopolios privilegiados aumentaban seriamente los precios y
estimulaban el contrabando. Los impuestos al capital destruían el ahorro acumulado y
obstaculizaban la industria.
La elocuencia de Turgot se limitó a burlarse de los malos impuestos en lugar de desarrollar las
supuestas virtudes del impuesto a los terrenos. El resumen de Turgot del sistema impositivo era
duro y mordaz: “Parece que las finanzas públicas, como un monstruo avaricioso, han estado al
acecho de toda la riqueza del pueblo”.
Pero fue mucho más lejos que sus predecesores en la precisión y claridad de su análisis.
También ve que los valores subjetivos de los bienes (su “valor de estimación” para los
consumidores) cambiará rápidamente en el mercado y hay al menos una pista en su explicación
de que se daba cuenta de que este valor subjetivo es estrictamente ordinal y no sujeto a
medición (y por tanto a la mayoría de los procedimientos matemáticos).
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Turgot empieza su análisis desde el mismo principio: un hombre aislado, un objeto de
valoración.
Consideremos a este hombre como ejerciendo sus habilidades solo sobre un único objeto: lo buscará, lo
evitará o lo tratará con indiferencia. En el primer caso, indudablemente tendrá un motivo para buscar este
objeto: lo juzgará apropiado para disfrutarlo, lo encontrará bueno y esta bondad relativa, hablando en
general, podría llamarse valor y no sería susceptible de medición.
Si el mismo hombre puede elegir entre varios objetos apropiados para su uso, será capaz de elegir uno u
otro, encontrar que prefiere una naranja a una castaña, una piel para evitar el frío a una prenda de
algodón; considerará que uno vale más que otro, por consiguiente decidirá tomar las cosas que prefiera y
dejar las demás.
Para obtener la satisfacción de estos deseos, el hombre solo tiene una cada vez más limitada cantidad de
fuerzas y recursos. Cada objeto concreto de disfrute le cuesta problemas, privaciones, trabajo y, como
mínimo, tiempo. Es este uso de sus recursos aplicado a la búsqueda de cada objeto lo que proporciona la
compensación de su disfrute y constituye, por así decirlo, el coste de la cosa.
Aunque hay un desgraciado aroma a “coste real” en el tratamiento del coste de Turgot y llama al
coste de producción su “valor fundamental”, llega en general a una versión rudimentaria de la
posterior opinión “austriaca” de que todos los costes son realmente “costes de oportunidad”,
sacrificios renunciando a una cierta cantidad de recursos que se habrían producido en otro
lugar.
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Así que el actor de Turgot (en este caso, uno aislado) considera y evalúa los objetos basándose
en la significación que tienen para él. Primero Turgot dice que su significación, o utilidad, es la
importancia de su gasto de “tiempo y trabajo”, pero luego trata a este concepto como
equivalente a la oportunidad productiva perdida, como “la proporción de sus recursos, que
puede utilizar para adquirir un objeto valorado sin sacrificar así la búsqueda de otros objetos de
importancia igual o mayor”.
Una ve analizadas las acciones de Robinsón, Turgot incorpora a Viernes, es decir, supone ahora
dos hombres ve cómo se desarrollaría el intercambio. Aquí, en un análisis perspicaz, desarrolla
la teoría “austriaca” de un intercambio aislado de dos personas, prácticamente como habría
llegado Carl Menger un siglo después. Primero tiene dos salvajes en una isla desierta, cada uno
con sus bienes valiosos en su poder, pero siendo los bienes apropiados para distintos deseos.
Un hombre tiene un exceso de peces, el otro de pieles y el resultado sería que cada uno
intercambia parte de su exceso por el del otro, de forma que ambas partes en el intercambio se
benefician. Se ha desarrollado el comercio o intercambio.
Turgot cambia luego las condiciones de su ejemplo y supone que los dos bienes son el grano y
la madera y que cada producto podría por tanto almacenarse para futuras necesidades, de
forma que cada uno no estaría automáticamente ansioso por deshacerse de su exceso. Cada
hombre sopesaría así la “estima” relativa para él de los dos productos y sopesaría
apropiadamente el posible intercambio. Cada uno ajustará sus ofertas y demandas hasta que
las dos partes acuerden un precio al que ambos hombres valoren lo que obtienen a cambio más
de lo que entregan. Ambas partes se beneficiarán así del intercambio. Como dice con lucidez
Turgot:
Esta superioridad del valor estimado atribuida por el adquirente a la cosa que adquiere sobre la cosa que
entrega es esencial para el intercambio pues es su único motivo. Cada uno permanecería como estaba, si
no encontrara un interés, un beneficio personal, en el intercambio, si internamente no considerara que lo
que recibe vale más de lo que entrega.
Desgraciadamente, luego Turgot se sale del camino del valor subjetivo añadiendo,
innecesariamente, que los términos de intercambio alcanzados mediante este proceso de
negociación tendrían un “valor igual de intercambio”, ya que de otra forma la persona menos
dispuesta al intercambio “forzaría a la otra a acercarse más a su precio con una mejor oferta”.
No está claro qué quiere decir aquí Turgot al decir que “cada uno da un valor igual para recibir
un valor igual”: quizá haya aquí una idea incipiente de que el precio al que se llega mediante
negociación estaría a medio camino entre las escalas de valores de ambos.
Sin embargo Turgot tiene toda la razón al apuntar que el acto de intercambio aumenta la
riqueza de ambas partes del intercambio. Luego introduce la competencia entre dos
vendedores para cada uno de los productos y muestra cómo la competencia afecta a las escalas
de valores de los participantes.
Como había apuntado Turgot unos años antes en su obra más importante, “Reflexiones sobre la
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formación y distribución de la riqueza”,[4] el proceso de negociación, en el cada parte quiere
obtener tanto como pueda y entregar a cambio tan poco como sea posible, genera una
tendencia hacia un precio uniforme de cada producto respecto del otro. El precio de cualquier
bien variará de acuerdo con la urgencia de la necesidad entre los participantes. No hay un
“precio real” al que tienda o deba tender el mercado.
Si el mismo hombre que, en su propio terreno, cultiva estos distintos artículos y los usa para atender a
sus propios deseos, también se viera forzado a realizar por sí mismo todas las operaciones inmediatas, es
seguro que tendrá muy poco éxito. La mayor parte de estas operaciones requieren cuidado, atención y una
larga experiencia, por lo que solo pueden adquirirse trabajando continuamente y con una gran cantidad de
materiales.
consiga curtir un solo cuero, solo necesita un par de zapatos: ¿qué hará con el resto? ¿Matará un buey
para hacer este par de zapatos? (…) Lo mismo puede decirse respecto de todos los demás deseos del
hombre, que, si se redujeran a su propio campo y a su propio trabajo, desperdiciarían mucho tiempo y
problemas para estar muy mal equipados en todos los aspectos y también cultivarían muy malamente sus
tierras.
A pesar de que se suponía que solo la tierra sería productiva, Turgot en realidad concedía que
los recursos naturales deben ser transformados por el trabajo humano y que el trabajo debe
aparecer en cada etapa del proceso de producción, Aquí Turgot ha desarrollado los rudimentos
de la teoría austriaca crucial de que la producción toma tiempo y de que pasa a través de varias
etapas, cada una de las cuales toma tiempo y de que por tanto las clases básicas de factores de
producción con tierra, trabajo y tiempo.
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Una de las contribuciones más notable de Turgot a la economía, cuyo significado se perdió hasta
el siglo XX, fue su desarrollo brillante y casi sobre la marcha de la ley de los retornos
decrecientes o, como podría describirse, la ley de las proporciones variables. Esta perla apareció
en un concurso que había inspirado para que realizara la Real Sociedad Agrícola de Limoges
para premiar ensayos sobre impuestos indirectos. La insatisfacción con el ensayo fisiocrático
ganador de Guérineau de Saint-Péravy le llevó a desarrollar sus propias ideas en “Observaciones
sobre un escrito de Saint-Péravy” (1767).
Aquí Turgot va al corazón del error fisiocrático, en el Tableau, de suponer una proporción fija de
los distintos gastos de las diferentes clases de personas. Pero Turgot apunta que estas
proporciones son variables, como las proporciones de los factores físicos en la producción. No
hay proporciones constantes de factore en agricultura, por ejemplo, porque las proporciones
varían de acuerdo con el conocimiento de los agricultores, el valor del suelo, las técnicas
utilizadas en la producción y la naturaleza del terreno y las condiciones climáticas.
Desarrollando más este tema, Turgot declaraba que, “incluso aplicado el mismo campo, [el
producto] no es proporcional [a las aportaciones de factores] y nunca puede suponerse que el
doble las aportaciones produzca el doble del producto”. No solo son variables las proporciones
de los factores respecto del producto, sino que a partir de un punto “todo gasto posterior sería
inútil y esos aumentos incluso pueden ser perjudiciales. En este caso, las aportaciones
aumentarían sin aumentar el producto. Hay por tanto un punto máximo de producción que es
imposible superar”.
Además, después de sobrepasar el punto máximo, es “más que probable que a medida que se
aumentan gradualmente las aportaciones pasan este punto hasta no retornar nada, cada
aumenta sea cada vez menos productivo”. Por otro lado, si el agricultor reduce los factores
desde el punto de producción máxima, se encontrarían los mismos cambios en la proporción.
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que Turgot Desarrolló casi completamente la teoría austriaca del capital y el interés un siglo
antes de que fuera expuesta en su forma definitiva por Eugen von Böhm-Bawerk.
La teoría del capital de Turgot encontró eco apropiado en los economistas clásicos británicos,
así como en los austriacos. Así, en sus grandes “Reflexiones” Turgot apuntaba que la riqueza se
acumula por medio de la producción anual no consumida y ahorrada. Los ahorros se acumulan
en forma de dinero y luego se invierten en distintos tipos de bienes de capital, Además, como
apuntaba Turgot, los “empresarios capitalistas” deben antes acumular capital ahorrado para
“adelantar” el pago a los trabajadores mientras se está fabricando el producto. En agricultura, el
empresario capitalista debe ahorrar fondos para pagar trabajadores, comprar ganado, pagar
edificios y equipos, etc., hasta que se recoge la cosecha y se vende y puede recuperar lo
adelantado. Y lo mismos pasa en todos los campos de la producción.
Algo de esto fue recogido por Adam Smith y los posteriores clásicos británicos. Pero no
recogieron dos puntos vitales. Uno era que el capitalista de Turgot era asimismo un capitalista-
empresario. No solo adelantaba ahorros a los trabajadores y otros factores de producción:
también, como apuntó por primera vez Cantillon, asumía los riesgos de la incertidumbre en el
mercado. A la teoría del empresario de Cantillon del empresario como alguien que asume
permanente riesgos frente a la incertidumbre, equilibrando así las condiciones del mercado, le
faltaba un elemento clave: un análisis del capital y darse cuenta de que las principal fuerza
motriz de la economía de mercado no es cualquier empresario, sino el empresario capitalista, el
hombre que combina ambas funciones.[5] Aún así, el memorable logro de Turgot de desarrollar
la teoría del empresario capitalista ha sido, como apuntaba el Profesor Hoselitz,
“completamente ignorada” hasta el siglo XX.[6]
quien esperará a la venta de la piel para recuperar no solo lo adelantado, sino asimismo un beneficio
suficiente para compensarle lo que le hubiera costado en dinero si lo hubiera dedicado a la compra de
una propiedad y, además, los salarios debidos a su trabajo y cuidados e incluso a su habilidad.
En este pasaje, Turgot anticipaba el concepto austriaco del coste de oportunidad y apuntaba
que el capitalista tenderá a ganar sus salarios imputados y la oportunidad que el capitalista
sacrificó por no invertir su dinero en otra cosa. En resumen, los beneficios contables del
capitalista tenderán a un equilibro a largo plazo más los salarios imputados a su propio trabajo y
habilidad. En agricultura, manufacturas o cualquier otro campo de producción, hay dos clases
básicas de productores en la sociedad: los empresarios, propietarios de capital “que lo invierten
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de forma rentable por adelantado en la gente que trabaja”, y los trabajadores o “meros
artesanos, que no tienen otra propiedad que sus brazos, que adelantan solo su trabajo diario y
no reciben otro beneficio que sus salarios”.
En este punto, Turgot incorpora un germen de idea valiosa del Tableau fisiocrático: que el capital
invertido debe continuar retornando un beneficio constante a través de una circulación
continua de los gastos, o si no se producirán dislocaciones en la producción. Integrando sus
análisis del dinero y del capital, Turgot apuntaba luego que antes del desarrollo del oro o la
plata como dinero, el ámbito del emprendimiento, la fabricación o el comercio habían estado
muy limitados. Pues para desarrollar la división del trabajo y las etapas de producción es
necesario acumular grandes sumas de capital y realizar intercambios extensos, nada de lo cual
es posible sin dinero.
Al ver que las “aportaciones” de los ahorros a los factores de producción son una clave para la
inversión y que este proceso solo se desarrolla en una economía monetaria, Turgot procedió
luego con un punto “austriaco” crucial: como el dinero y las aportaciones de capital son
indispensables en todas las empresas, los trabajadores están por tanto dispuestos a pagar a los
capitalistas un descuento de la producción por el servicio de que se les pague dinero adelantado
de los ingresos futuros. En resumen, el retorno de interés sobre la inversión (lo que el sueco
“austriaco” Knut Wicksell llamaría más de un siglo más tarde el “tipo natural de interés”) es el
pago por los trabajadores a los capitalistas por la función de adelantarles dinero actual de forma
que no tengan que esperar años para recibirlo. Como decía Turgot en sus “Reflexiones”:
Como los capitales son el fundamento indispensable de todas las empresas lucrativas, (…) quienes, con
su industria y amor al trabajo, no tengan capitales o no tengan los suficientes para la empresa en la que
pretenden embarcarse, no les cuesta decidirse a entregar a los propietarios de dicho capital o dinero que
estén dispuestos a confiárselo, una porción de los beneficios que esperan obtener por encima de los
retornos de sus aportaciones.
Al año siguiente, en sus brillantes comentarios sobre el trabajo de Saint-Péravy, Turgot extendía
su análisis de los ahorros y el capital para establecer un excelente anticipo de la ley de Say.
Turgot rechazaba los miedos pre-keynesianos de los fisiócratas de que el dinero que no se
gastara en consumo no “fluiría” fuera de un estrecho círculo y por tanto dañaría la economía.
Como consecuencia, los fisiócratas tendían a oponerse a los ahorros por sí mismos. Sin
embargo, Turgot apuntaba que las aportaciones de capital eran vitales en todas las empresas y
¿de dónde podrían venir las aportaciones, si no es del ahorro?
También apuntaba que no supone ninguna diferencia si esos ahorros los proporcionan los
propietarios de tierras o los empresarios. Para que los ahorros empresariales sean
suficientemente grandes como para acumular capital y expandir la producción, los beneficios
han de ser mayores que la cantidad requerida para reproducir el gasto empresarial actual (es
decir, reemplazar inventario, bienes de capital, etc., a medida que se retiran o agotan).
Turgot continúa apuntando que los fisiócratas suponen sin pruebas que los ahorros
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simplemente quedan fuera de circulación y rebajan los precios. Por el contrario, el dinero
volverá a la circulación, los ahorros se usarán inmediatamente para comprar terrenos, para
invertirlos como aportaciones a los trabajadores y otros factores o para ser prestados con
intereses. Todos estos usos de los ahorros devuelven el dinero al flujo circular. Por ejemplo, las
aportaciones de capital vuelven a la circulación para los pagos de los equipos, edificios, materias
primas o salarios. La compra de terrenos transfiere dinero al vendedor del terreno, que a su vez
o bien compra algo con el dinero, paga sus deudas o vuelve a prestar la cantidad: en cualquier
caso, el dinero vuelve rápidamente a la circulación.
Turgot se dedica luego a un análisis similar de flujos de gasto si los préstamos se prestan con un
interés. Si los consumidores piden prestado el dinero, los piden para gastarlo y así el dinero
gastado vuelve a la circulación. Si pide prestado para pagar deudas o comprar terrenos, ocurre
lo mismo. Y si los empresarios piden prestado el dinero, se empleará en aportaciones e
inversión y de nuevo volverá a la circulación.
Por tanto, el dinero ahorrado no se pierde: vuelve a la circulación. Además, el valor de los
ahorros invertidos en capital es mucho mayor que lo acumulado al atesorarlo, así que el dinero
tenderá a volver rápidamente a la circulación. Además, apuntaba Turgot. Incluso si el aumento
en los ahorros realmente eliminara una pequeña cantidad de la circulación durante un tiempo
considerable, el precio inferior de lo producido compensará más que de sobra al empresario
por el aumento en las aportaciones y la consiguiente mayor producción y la rebaja en el coste
de producción. Aquí Turgot tiene el germen del muy posterior análisis de Mises-Hayek de cómo
el ahorro estrecha pero alarga la estructura de producción.
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Aunque habrá una tendencia en el mercado a igualar los tipos de interés de los préstamos y los
retornos de intereses en las inversiones, los préstamos tienden a ser una forma menos
arriesgada de canalizar los ahorros. Así que la inversión en empresas arriesgadas solo se hará si
los empresarios esperan que su beneficio sea mayor que el tipo de interés de los préstamos.
Turgot también apuntaba que los bonos públicos tienden a ser la inversión menos arriesgada,
así que producirán el rendimiento de intereses más bajo. Continúa declarando que la
“verdadera maldad” de la deuda pública es que presenta ventajas para los acreedores públicos
pero canaliza sus ahorros a usos “estériles” e improductivos y mantiene un alto tipo de interés
en la competencia con los usos productivos (o, como decimos ahora, la deuda pública “expulsa”
los usos privados productivos de los ahorros).
Avanzando en un análisis de la naturaleza y el uso del préstamo con interés, Turgot, se dedicó a
una crítica dura e incisiva de las leyes de usura, que los fisiócratas seguían tratando de
defender.
Un préstamo, apuntaba Turgot, “es un contrato recíproco, libre entre las dos partes, que hacen
solo porque les resulta ventajoso”. Así que por tanto un préstamo es ipso facto ventajoso para
ambos, el prestamista y el prestatario. Turgot se lanzaba en pos del argumento decisivo:
“¿Entonces bajo qué principio puede considerarse un delito en un contrato ventajoso para
ambas partes, con el que ambas partes están satisfechas y que indudablemente no daña a
nadie?” No hay explotación en cobrar intereses igual que no la hay en la venta de ningún
producto. Atacar a un prestamista por “aprovecharse” de la necesidad de dinero del prestatario
reclamándole intereses “es tan absurdo como argumento como decir que un panadero que
pide dinero por el pan que vende, se aprovecha de la necesidad de pan del comprador”.
Es verdad, dice Turgot a la rama anti-usura de los escolásticos, que el dinero como una “masa de
metal” es estéril y no produce nada, pero el dinero empleado con éxito en empresas genera un
beneficio o invertido en terrenos genera ganancias. El prestamista renuncia, durante el plazo
del préstamo, no solo a la posesión del metal, sino asimismo al beneficio que podría haber
obtenido por la inversión: el “beneficio o renta que habría sido capaz de procurarse con él y el
interés que el indemnizaba por su pérdida no pueden considerarse como injustos”. Así Turgot
integra su análisis y justificación del interés con una visión generalizada de costes de
oportunidad, de rentas perdidas por prestar el dinero. Y sobre todo Turgot declara entonces
que hay un derecho de propiedad del prestamista, un punto crucial que no debe olvidarse. Un
prestamista tiene
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el derecho a solicitar un interés por su préstamo sencillamente porque el dinero es de su propiedad. Como
es de su propiedad es libre de quedárselo (…), luego si lo presta, puede dar al préstamo las condiciones
que le parezcan oportunas. En esto, no daña al prestatario, ya que este último acuerda las condiciones y
no tiene derecho de ningún tipo sobre la suma prestada.
Respecto el pasaje bíblico de San Lucas que había sido utilizado durante siglos para denunciar el
interés, el pasaje que pedía que se prestara sin ganancias, Turgot apuntaba que este consejo
era sencillamente un precepto de cridad, una “acción laudable inspirada por la generosidad” y
no un requisito de justicia. Los opositores a la usura, explicaba Turgot, nunca llegaron a una
postura coherente de tratar de obligar a todos a prestar sus ahorros sin intereses.
En una de sus últimas contribuciones, la altamente influyente “Memoria sobre los préstamos
con interés” (1770), Turgot desarrollaba su crítica de las leyes de usura, amplificando al mismo
tiempo su notable teoría del interés.[7] Apuntaba que las leyes de usura no se aplican
rigurosamente, llevando a extensos mercados negros en los préstamos. Pero permanece el
estigma de la usura, junto con una omnipresente falta de honradez y de respeto por la ley. Aún
así, de vez en cuando, las leyes de usura se aplican esporádica e impredeciblemente, con
sanciones severas.
Más importante es que Turgot, en la “Memoria sobre los préstamos con interés”, se centrara en
el problema crucial del interés: ¿por qué los prestatarios están dispuestos a pagar la prima del
interés por el uso del dinero? Los opositores a la usura, apuntaba, sostienen que el prestamista,
al solicitar que se devuelva más que el principal, está recibiendo un valor en exceso del valor del
préstamo y que este exceso es de alguna manera profundamente inmoral. Pero Turgot llega al
punto crucial: “Es verdad que al devolver el principal, el prestatario devuelve exactamente el
mismo peso del metal que el prestamista le había dado”. Pero añade, ¿por qué debería ser el
peso del metal monetario la consideración esencial y no el “valor y utilidad que tiene para
prestamista y prestatario”?
¿No puede esta pérdida en valor “compensarse por la garantía de un aumento en la suma
proporcional al plazo? Turgot concluía que “esta compensación es precisamente el tipo de
interés”. Añadía que lo que tenía que compararse en una transacción de un préstamo no es el
valor del dinero prestado respecto de la suma de dinero devuelto, sino el “valor de la promesa
de una suma de dinero comparada con el valor del dinero ahora disponible”. Pues un préstamo
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es precisamente la transferencia de una suma de dinero a cambio de la promesa actual de una
suma de dinero en el futuro. De ahí que un tipo máximo de interés impuesto por ley prive
prácticamente de crédito a todas las empresas de riesgo.
Como si esto no fuera suficiente como contribución a la economía, Turgot también fue pionero
de un análisis sofisticado de la interrelación entre el tipo de interés y la “teoría cuantitativa” del
dinero. Hay poca conexión, apuntaba, entre el valor de la divisa en términos de precios y el tipo
de interés. La oferta de dinero puede ser abundante y por tanto el valor del dinero bajo en
términos de productos, pero el tipo de interés puede ser al tiempo muy alto. Tal vez siguiendo
un modelo similar de David Hume, Turgot se pregunta qué ocurriría si la cantidad de moneda de
plata en un país se doblara súbitamente y si ese aumento se distribuyera mágicamente en
proporciones iguales a cada persona. En concreto, Turgot nos pide que supongamos que hay un
millón de onzas de moneda de plata en existencia en un país y “que se introduce en el país, de
una forma u otra, un segundo millón de onzas de plata y que este aumento se distribuye en
todas las bolsas en la misma proporción que el primer millón, así que quien antes tenía dos
onzas ahora tiene cuatro”.
Luego Turgot explica que los precios aumentarán, tal vez doblándose, y que por tanto caerá el
valor de la plata en términos de productos. Pero añade que en modo alguno se deduce que el
tipo de interés caiga, si las proporciones de gasto de la gente permanecen iguales, “si todo el
dinero se lleva al mercado y se emplea en los gastos actuales de quienes lo poseen”.[9] En
nuevo dinero no se prestará, ya que solo el dinero ahorrado se presta e invierte.
De hecho, Turgot apunta que. Dependiendo de cómo se vean afectadas las proporciones de
gasto-ahorro, un aumento en la cantidad de dinero podría aumentar los tipos de interés.
Supongamos, dice, que toda la gente rica decide gastar sus rentas en beneficios anuales en
consumo y gastar su capital de forma pródiga. El mayor gasto en consumo aumentará los
precios de los bienes de consumo y al haber mucho menos dinero para prestar o gastar en
inversión, los tipos de interés aumentarán con los precios. En resumen, el gasto se acelerará y
los precios aumentarán, mientras que al mismo tiempo, aumentarán las tasas de preferencia
temporal, la gente gastará más y ahorrará menos y los tipos de interés aumentarán.
Así que Turgot, está un siglo por delante de su tiempo en desarrollar la sofisticada relación
austriaca entre lo que Mises llamaría la “relación monetaria” (la relación entre la oferta y la
demanda de dinero, que determina los precios o el nivel de precios) y las tasas de preferencia
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temporal, que determinan la proporción gasto-ahorro y el tipo de interés. También aquí estaba
el inicio es los rudimentos de la teoría austriaca del ciclo económico, de la relación entre la
expansión de la oferta monetaria y el tipo de interés.
En su artículo inacabado del diccionario sobre “Valor y dinero”, Turgot desarrolla más su teoría
monetaria. A partir de su conocimiento de la lingüística, declara que el dinero es un tipo de
lenguaje, que da forma a varias cosas convencionales en un “término o patrón común”. El
término común de todas las divisas es el valor común, o los precios, de los objetos que tratan de
medir. Sin embargo, estas “mediciones” difícilmente son perfectas, reconoce Turgot, ya que los
valores del oro y la plata siempre varían en relación con los productos así como entre sí.
Todas las monedas están hechas del mismo material, principalmente oro y plata, y difieren solo
en las unidades de divisa. Y todas estas unidades son reducibles entre sí, como otras medidas
de longitud o volumen, mediante expresiones de peso en casa divisa estándar. Hay dos tipos de
dinero, apunta Turgot, el dinero real (monedas, pizas de metal marcadas con inscripciones) y el
dinero ficticio, que sirve como unidad de cuenta o numéraire. Cuando las unidades de dinero
real se definen en términos de unidades de cuenta, las distintas unidades se ligan entonces
entre sí a pesos concretos de oro o plata.
Turgot demuestra que los problemas aparecen porque las monedas reales en el mundo no son
solo de un metal sino de dos: oro y plata. Los valores relativos del oro y la plata en el mercado
variarán entonces de acuerdo con la abundancia y la relativa escasez del oro y la plata en las
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distintas naciones.
Influencia
Uno de los ejemplos sorprendentes de injusticia en la historiografía del pensamiento económico
es el tratamiento dado al brillante análisis del capital y el interés de Turgot por parte del gran
fundador de la teoría austriaca del capital y el interés, Eugen von Böhm-Bawerk. En la década de
1880, Böhm-Bawerk buscaba, en su primer volumen de su Capital e interés, aclarar el camino
para su propia teoría del interés estudiando y demoliendo previas teorías en competencia. Por
desgracia, en lugar de reconocer a Turgot como su predecesor y pionero de la teoría austriaca,
Böhm-Bawerk rechazaba bruscamente al francés como un mero ingenuo teórico fisiócrata de la
productividad del terreno (o “fructificación”).
La injusticia con Turgot se acreciente mucho más por recientes informaciones de Böhm-Bawerk,
en su primera evaluación de la teoría del interés de Turgot en un trabajo seminal aún inédito en
1876, revela la enorme influencia de las opiniones de Turgot en su pensamiento desarrollado
posteriormente. Quizá debamos concluir que, en este caso, como en otros, la necesidad de
Böhm-Bawerk de reclamar originalidad y demoler a todos sus predecesores era prioritaria por
encima de los requisitos de verdad y justicia.[10]
No es exagerado decir que a la economía analítica le costó un siglo llegar a donde podría haber llegado
en veinte años tras la publicación del tratado de Turgot y que su contenido se hubiera entendido y
asimilado correctamente por una profesión alerta.[11]
Fue en el francés y autodeclarado smithiano J.B. Say en quien Turgot tuvo la mayor influencia,
especialmente en la teoría utilitaria subjetiva del valor, y hasta cierto punto en la teoría del
capital y del interés. Say fue el genuino heredero de la tradición francesa del laissez faire,
protoaustriaca del siglo XVIII. Por desgracia, sus citas de Turgot rebajan su influencia y sus
reverencias a Smith eran muy exageradas, reflejando probablemente tanto la reticencia
postrevolucionaria característica de Say a identificarse mucho con la monarquía pro-absolutista
como con los fisiócratas pro-agricultura, con quienes desgraciadamente se había incluido a
Turgot a los ojos de los franceses más cultos. De ahí el acudir ritualmente a Smith.
En la tradición escolástica tardía franco-italiana, Galiani explicaba el valor de los bienes como
una valoración subjetiva de los consumidores. El valor no es intrínseco, apuntaba, sino “una
especie de relación entre la posesión de un bien y la de otro en la mente humana”. El hombre
siempre compara la valoración de un bien con la de otro e intercambia un bien por otro para
aumentar el nivel de sus satisfacciones. La cantidad demandada de un bien es inversa a su
precio y la utilidad de cada bien está en relación inversa con su oferta. Atento a la ley de la
utilidad decreciente ante el aumento de la oferta, Galiani, como sus predecesores, se detiene
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ante el concepto marginal, pero en cualquier caso es capaz de resolver la “paradoja del valor”: la
opinión de que el valor de uso es distinto del valor de precio o intercambio porque el pan o el
agua, bienes muy usados por el hombre, son muy baratos en el mercado, mientras que
fruslerías como los diamantes son muy caras.
Así, Galiani escribe, con gran sutileza y perspicacia y con su estilo usual:
Es evidente que el aire y el agua, que son muy útiles para la vida humana, no tienen valor porque no son
escasos. Por otro lado, un saco de arena de las costas de Japón sería una cosa extremadamente rara y aún
así, salvo que tenga una verdadera utilidad, no tiene valor.
Luego Galiani expone la supuesta paradoja del valor, citando al escritor italiano del siglo XVII
Bernardo Davanzati. Davanzati lamenta que “Un becerro viviente es más noble que un becerro
de oro, pero ¡cuán menor es su precio!” mientras “otros dicen: ‘Una libra de pan es más útil que
una libra de oro’”. Luego Galiani echa abajo brillantemente esta doctrina:
Esta conclusión es errónea y absurda. Se basa en olvidar el hecho de que “útil” y “menos útil” son
conceptos relativos, que dependen de las circunstancias concretas. Si alguien quiere pan u oro, el pan sin
duda le es más útil. Esto está de acuerdo con los hechos de la vida, porque nadie abandonaría el pan,
tomaría el oro y moriría de hambre. La gente que excava en busca de oro nunca olvida comer y dormir.
Pero alguien que haya comido hasta hartarse considerará el pan como el menos útil de los bienes. Querrá
entonces satisfacer otras necesidades. Esto es para demostrar que los metales precisos son compañeros
del lujo, es decir, de un estatus en el que las necesidades elementales están cubiertas. Davanzati mantiene
que un solo huevo, con el precio de medio grano de oro, habría tenido el valor de evitar que el Conde
Ugolino muriera de hambre en su décimo día en prisión: un valor que supera a todo el oro del mundo.
Pero esto equivoca torpemente el precio pagado por una persona sin temor a morir de hambre sin el
huevo y las necesidades del Conde Ugolino. ¿Cómo puede estar seguro Davanzati de que el Conde no
habría pagado 1.000 granos de oro por el huevo? Davanzati evidentemente ha cometido aquí un error y,
aunque no es consciente de ello, sus posteriores apuntes indican que lo sabe bien. Dice: qué cosa tan
horrible es una rata. Pero cuando Casilino estaba bajo asedio, los precios subieron tanto que una rata
alcanzó los 200florines, y este precio no era caro porque el vendedor murió de hambre y el comprador
pudo salvarse.
El profesor Einaudi nos informa de que en 1945 “esta era la clásica sección que se leía siempre
en los seminarios italianos cuando había que dar un ejemplo del principio de la utilidad
decreciente”. Además de ejemplificar este principio esencial, el pasaje anterior demuestra
asimismo cómo la gente, saciada de pan, se dirige al consumo o uso de otros bienes antes
olvidados.[12]
Además de adoptar una postura subjetivista, “pre-austriaca”, a la utilidad y el valor de los bienes,
Galiani también utilizaba la misma aproximación hacia el interés en los préstamos, diseñando al
menos los rudimentos de la teoría de la preferencia temporal del interés en pasajes que
influyeron en Turgot. Así, Galiani escribía:
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De esto derivan el tipo de cambio y el tipo de interés (hermano y hermana). El primero iguala el dinero
presente y el distante espacialmente. Opera con la ayuda de un agio aparente, que (…) iguala el valor
real de uno con el de otro, siendo reducido uno a causa de la menor oportunidad o el mayor riesgo. El
interés iguala el dinero presente y el futuro. Aquí el efecto del tiempo es el mismo que el de la distancia
espacial en el caso del tipo de cambio. La base de ambos contratos es la igualdad del valor real.
Galiani define a un préstamo como “la entrega de un bien, con la provisión de que se devolverá
un bien equivalente, y no más”. Pero contrariamente a la tradición de siglos de los escritores
anti-“usura” que partían de la misma premisa para denunciar todo interés en los préstamos
como ilegítimo, Galiani apunta lo que posteriormente sería una idea fundamental de la Escuela
Austriaca: un bien, en este caso un “equivalente”, no ha de describirse por sus propiedades o
similitudes físicas, sino más bien por su valor subjetivo en las mentes de los actores individuales.
Así, Galiani escribe que quienes definen convencionalmente los bienes como “peso o similitud
de forma” se centran en los objetos físicos en cada intercambio (como en las unidades dinero).
Pero, añade, quienes adoptan esas definiciones “entienden poco las actividades humanas”.
Reitera, por el contrario, que el valor no es una característica objetiva inherente en los bienes,
sino más bien es “la relación de los bienes con nuestras necesidades”. Pero entonces: “Los
bienes son equivalentes cuando proporcionan igual conveniencia a la persona con referencia a
la cual se consideran como equivalentes”.
Otra prefiguración de la postura austriaca es son los indicios de Galiani hacia una teoría de la
distribución, que no se asumió hasta que Böhm-Bawerk, probablemente independientemente,
llegó a un análisis similar, pero mucho más completo un siglo y medio después. Pues Galiani
sugería en su Della Moneta que no eran los costes laborales los que determinan el valor, sino al
contrario: es el valor el que determina los costes laborales. O, más en concreto, que la utilidad
de los productos y la escasez de los distintos tipo de mano de obra son los que determinan los
precios del trabajo en el mercado. Aunque empieza su explicación declarando que en el sentido
de energía humana “es la única fuente de valor”, se apresura a apuntar que los talentos
humanos varían mucho, así que el precio de la mano de obra variará. Así que:
Creo que el valor de los talentos humanos esta determinado de la misma manera que el de las cosas
inanimadas y que está regulado por los mismos principios de escasez y utilidad combinados. Los
hombres naces dotados por la Providencia con aptitudes para distintas labores, pero en distintos grados
de escasez. (…) Por tanto no es solamente la utilidad la que gobierna los precios: pues Dios hace que los
hombres de desarrollan las labores de más utilidad nazcan en gran número y así su valor no pueda ser
grande, siendo éstos, por decirlo así, el pan y el vino de los hombres; pero los intelectuales y filósofos, a
los que puede llamárseles las perlas entre los talentos, obtienen merecidamente un precio muy alto.
Galiani era sin duda excesivamente optimista acerca del “precio muy alto” que debería
corresponder a intelectuales y filósofos en el mercado, habiendo sobrevalorado su propio
ejemplo brillante de bienes escasos, como los “sacos de arena de las costas de Japón”, que,
aunque raros, pueden tener poca o ninguna utilidad o valor en las mentes de los consumidores.
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Sobre la teoría del dinero apropiado, el abad Galiani abrió el camino para el análisis austriaco de
Menger-Mises del origen del dinero al demostrar que el dinero (el medio de intercambio) debe
originarse en el mercado como un metal útil y que no puede seleccionarse de novo, como una
convención por algún tipo de contrario social. En un vigoroso ataque al dinero como convención
que pudiera aplicarse a cualquier explicación de contrato social del origen del estado, Galiani se
burlaba de
quienes insisten en que todos los hombres llegaron una vez a un acuerdo, haciendo un contrato previendo
el uso, como dinero, de metales inútiles por sí mismos, atribuyendo así valor a ellos. ¿Dónde tuvieron
lugar estos convenios para toda la humanidad y dónde se cerraron los acuerdos? ¿En qué siglo? ¿En qué
lugar? ¿Quiénes fueron los diputados que ayudaron a españoles y chinos, a los godos y los africanos a
realizar un acuerdo tan duradero que a lo largo de muchos siglos pasados la opinión nunca ha cambiado?
Galiani apuntaba que el tipo de metal que sería elegido en el mercado tendría que ser
aceptable universalmente y por tanto tendría que ser altamente valioso como producto no
monetario, fácil de transportar, duradero, uniforme en calidad, fácilmente reconocible y
calculable y difícil de falsificar. Más sabio que Smith y Ricardo posteriormente, Galiani advertía
que el dinero no debería considerarse como idealmente una medida invariable de valor, pues el
valor de una unidad de cuenta varía necesariamente a medida que cambia el poder adquisitivo
de la moneda y por tanto no puede existir una unidad de cuenta invariable. Como dice Galiani
con su típica mordacidad: “Finalmente, este concepto del dinero estable es un sueño, una
manía. Cada nueva y más rica mina que se descubre cambia inmediatamente todas la medidas,
sin mostrar un efecto en ellas salvo cambiar el precio de los bienes medidos”.
Galiani dejaba claro a lo largo de Della Moneta que todo su análisis se incluía en el marco
conceptual del derecho natural. Las leyes naturales, explicaba, tienen una validez universal en
asuntos económicos igual que las leyes de la gravedad o de los fluidos. Como las leyes físicas, las
leyes económicas solo pueden violarse por tu cuenta y riesgo: cualquier acción que desafíe el
orden de la naturaleza sin duda fracasará.
El abad probaba esto citando un caso hipotético. Supongamos que un país musulmán se
convierta repentinamente al cristianismo. La ingesta de vino, anteriormente prohibida, ahora se
convierte en legal y su precio aumenta a causa de la pequeña cantidad disponible en el país. Los
mercaderes traerán vino al país y entrarán en juego nuevos fabricantes de vino, hasta que los
beneficios derivados del vino vuelvan al nivel normal de equilibrio, “como cuando se hacen olas
en un recipiente de agua, después del movimiento confuso e irregular, el agua vuelve a su nivel
original”.
Esta acción equilibradora del mercado, que Galiani demuestra que también se aplica al dinero,
se ve aún más potenciada, de forma maravillosa por el interés propio, la avaricia y la búsqueda
del beneficio.
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Y este equilibrio ajusta maravillosamente la correcta abundancia de comodidades de la vida y el
bienestar en la tierra, aunque no deriva de la prudencia o virtud ahúman sino del vil estímulo del sórdido
beneficio: Habiendo la Providencia concebido el orden de todo por su infinito amor a los hombres, de
forma que nuestras viles pasiones a menudo, a nuestro pesar, ordenan para la ventaja de todos.
El proceso económico, concluía Galiani, estaba guiado por una “Mano Suprema” (¡indicios de la
“mano invisible” de Smith de una generación posterior!).
La institución del dinero, permite de hecho a todos “vivir juntos”, ser interdependientes entre sí,
aún beneficiándose grandemente en su búsqueda de sus fines individuales. Como dice
elocuentemente Galiani:
Veo, y todos pueden ver ahora, que el comercio, y el dinero que lo mueve, desde el estado miserable de
naturaleza que todos piensan para sí mismos, nos han llevado al estado muy feliz de vida en común, en la
que todos piensan y trabajan para todos: y en este estado no solo por el principio de la virtud y la piedad
(que son insuficientes para ocuparse de naciones enteras), sino que nos ganamos nuestra vida para el fin
de nuestro propio interés y bienestar.
El análisis de Galiani está alimentado por un análisis comparativo original y profundo que
consiste en ver, mentalmente, lo que ocurre en los distintos sistemas sociales. Así apuntaba
que, para evitar las incomodidades del trueque, la gente podría intentar “vivir juntos”
literalmente, en comunidades, como hacen monasterios y conventos, pero esto difícilmente
resulta viable para naciones enteras. En una sociedad más grande, podría haber un sistema en
el que todos produzcan los bienes que deseen y luego los depositen en un almacén público de
donde todos puedan tomar de las existencias comunes. (Galiani podría haberlo expresado así:
“de cada uno de acurdo con su capacidad, a cada uno de acuerdo con su necesidad”). Pero el
sistema se derrumbaría porque la gente perezosa trataría de vivir a costa de explotar a los que
trabajaran duro, que a su vez trabajarían menos. El almacén público podría, por otro lado, dar a
los fabricantes “recibos” que intercambiarían después por otros bienes a precios relativos
fijados por el príncipe, pero un problema es que el príncipe bien podría inflar imprimiendo un
número excesivo de dichos recibos. Así que los metales son el único dinero viable.
En sus cartas privadas, Galiani revela muy francamente la razón subyacente de su posterior
conservadurismo, adhesión al status quo, cínico maquiavelismo y crítica de cualquier disrupción
liberal o de laissez faire del estado existente de cosas. Atacando la idea de preocuparse acerca
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del bienestar de alguien salvo del suyo, Galiani escribe: “¡El diablo elige su propio barrio!” y que
“Todo sinsentido y perturbación deriva del hecho de que todos están ocupados suplicando por
la causa de otro y nadie por la suya”. Escribía que estaba satisfecho con el gobierno existente en
Francia porque le resultaba francamente útil hacerlo: en concreto, no quería perder su lujosa
renta de 15.000 libras.
Por supuesto, Galiani encontraba conveniente confinar su maquiavelismo a las cartas privadas
mientras pretendía un moralismo en sus escritos públicos.[13] Así en su Della Moneta, tanto en
la edición original como en la segunda de 1780, Galiani denunciaba amargamente la institución
de la esclavitud: “No hay nada que ma parezca más monstruoso que ver a seres humanos como
nosotros, vilipendiados, esclavizados y tratados como animales”. Pero su postura era muy
distinta en una carta escrita en 1772:
Creo que deberíamos continuar comprando negros mientras se vendan, salvo que consigamos dejarles
vivir en América. (…) El único comercio rentable es intercambiar los golpes que un da por las rupias que
recolecta. Es el comercio del más fuerte.[14]
Otro teórico utilitarista italiano, en este caso un analista del intercambio, fue el muy influyente
napolitano abate Antonio Genovesi (1712-1769). Genovesi había nacido en Salerno y se ordenó
sacerdote en 1739. Al principio profesor de ética y filosofía moral en la Universidad de Nápoles.
Genovesi cambió sus intereses y se convirtió en profesor de economía y comercio, en lo que fue
un notable profesor. En sus bastante deslavazadas Lezione de economía civile (Lecciones de
economía civil) de 1765, el erudito Genovesi adoptaba una postura moderada de libre comercio.
Lo que es más importante es que apuntaba la esencial doble desigualdad del valor que implica
cualquier intercambio. En cada intercambio, decía que cada parte desea más el objeto que
adquiere que el que entrega. Lo superfluo se entrega a cambio de lo necesario. De ahí que el
beneficio mutuo esté necesariamente presente en cualquier intercambio.
El último aliento de teoría de la utilidad subjetiva en el siglo XVIII fue establecido brillantemente
por el filósofo francés Étienne Bonnot de Condillac, abad de Mureaux (1715-1780). Condillac, un
importante filósofo sensacionalista-empirista, era el hermano menor del escritor comunista
Gabriel Bonnot de Mably e hijo del Vizconde de Mably, que fue secretario del parlamento de
Grenoble. Después de educarse en un seminario teológico en París, Condillac se dedicó a la
filosofía, publicando varios trabajos filosóficos en las décadas de 1740 y 1750.
En 1758, Condillac fue a Italia como tutor del hijo del duque Fernando de Parma. Allí se estimuló
su interés por la economía al conocer al político favorable a la economía de libre comercio Tillot,
secretario de estado del duque. Al mismo tiempo, Condillac conoció la obra de Galiani y otros
teóricos italianos del valor subjetivo. Después de una década como tutor del futuro duque,
Condillac escribió un Curso de estudios en 16 tomos que había preparado para su pupilo.
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Cuando Condillac regresó a París a finales de la década de 1760, el interés por el comercio, la
economía política y la fisiocracia estaba en su apogeo y Condillac, siempre a favor del libre
comercio desde sus propios fundamentos subjetivistas muy distintos de los fisiócratas, se vio
estimulado a escribir su última obra, Le commerce et le gouvernement considérés relativement l’un
à l’autre (El comercio y el gobierno considerados en su relación recíproca), publicada en 1776, solo
un mes antes que La riqueza de las naciones .
Como dijo Condillac: “Es verdad que podría vender algo que quiera, pero no lo haría salvo para
conseguir algo que quiera aún más, es evidente que consideraba el primero como inútil para mí
en comparación con el que he adquirido”. Así que se trata de superabundancia relativa y no
absoluta. Y esta serie de intercambios de lo superfluo por lo escaso aumenta grandemente la
productividad global de la economía de mercado. Condillac apunta:
La superabundancia de los cultivadores forma la base del comercio (…) los cultivadores procuran la cosa
que tiene más valor para ellos, mientras que entregan una que tiene valor para otros. Si no pudieran
realizar intercambios, su superabundancia permanecería en sus manos y no tendría ningún valor para
ellos. De hecho el grano superabundante que tengo en mi granero y que no puedo intercambiar no es más
riqueza para mí que el grano que aún no haya producido de la tierra. De ahí que el año que viene plante
menos.
Asimismo Condillac refutó la doctrina clásica y preclásica típica, dominante desde Aristóteles, de
que el hecho de que un bien se intercambie por otro debe significar que los dos bienes son de
“igual valor”. Condillac rebatía claramente este punto, una refutación que se perdió de
inmediato durante 100 años: “Es falso que en los intercambios un dé igual valor por igual valor.
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Por el contrario, cada uno de los contratantes siempre entrega un valor menos por uno mayor”.
Como la utilidad y la demanda del consumidor determinan el valor, la gente tenderá a recibir
rentas de la producción en el mismo grado que satisfacen a los consumidores en el proceso de
producción. Por tanto, como resume Hutchinson: “la gente podría esperar recibir en renta lo
que podrían esperar recibir de la venta de dichos agentes productivos como han ordenado. (…)
El pago estaba regulado en los mercados por compradores y vendedores y dependía de la
productividad y la utilidad esperada de lo que se producía”.[18] Como la mayor inteligencia y
habilidad tienen una oferta más escasa, tenderán a ordenar un precio o salario mayor en el
mercado.
Así que no fue una gran exageración cuando, casi un siglo después, el economista británico
Henry Dunning Macleod expresó su entusiasmo por su redescubrimiento del entonces olvidado
Condillac. Macleod apuntaba que Condillac sacó de sus ideas una ferviente devoción por un
completo libre comercio y un ataque, mucho más consistente que el de su contemporáneo
Adam Smith, contra todas las formas de intervención pública en la economía. Macleod
apuntaba el explicación de Condillac de las “maliciosas consecuencias producidas por todas las
violaciones y ataques” al principio de los mercados libres:
Son las guerras, aduanas, impuestos a la industria, empresas privilegiadas y exclusivas, impuestos al
consumo, intervenciones en la divisa, préstamos públicos, papel moneda, leyes acerca de la exportación e
importación del grano, leyes acerca de la circulación interna del grano, trucos de monopolistas.
fue el primero que proclamó, por lo que sabemos, la doctrina de que en el comercio ganan ambas partes:
la vieja doctrina sancionada por Montaigne, Bacon y muchos otros era que una parte gana y la otra
pierde. Esta locura perniciosa fue la causa de muchas guerras sangrientas. Así que los fisiócratas
mantenían que en el intercambio los valores son iguales. Pero Condillac estableció la verdadera doctrina
de que en el comercio ambas partes gana. Y demuestra realmente que toda la dinámica comercial deriva
de estas desigualdades del valor.
Así golpea también en la raíz de muchas de las teorías prevalentes del valor, que se basaban en el trabajo:
dice que la gente paga por las cosas porque las valora y no la valora porque las paga, como se supone
comúnmente- es exactamente la doctrina del Dr. [Arzobispo Richard] Whately, cuando dice que la gente
se zambulle a por perlas porque tienen un precio alto y no tienen un alto precio porque la gente se
zambulla a por ellas (…) que no es el trabajo la causa del valor, sino el valor el que atrae el trabajo.
Macleod termina su explicación con una floritura retórica. Advirtiendo que las obras clásicas de
Condillac y Smith se publicaron el mismo año, contrataba la “celebridad universal” de Smith con
el olvido de Condillac, pero luego advierte que el mundo está redescubriendo a Condillac y
aprendiendo la superioridad de su concepción de la economía respecto de la de Smith. Y
además, Macleod escribía no sin justificación que “la bella claridad y simplicidad” de Condillac
contrastan notablemente con “las increíbles confusiones y contradicciones de Adam Smith”. Sin
embargo, “al final se le hará justicia”.[19] Sin embargo, si compramos la hipertrofia de la
celebración del bicentenario de Smith con la inexistencia del de Condillac, no podríamos
apresurarnos a concluir que la historia haya ya juzgado correctamente.
[1] La “Elegía” fue preparada por Turgot en pocos días como material para el elegista oficial de
Gounay, el escritor Jean François Marmontel. Marmontel simplemente tomó extractos del
ensayo de Turgot y los publicó como la elegía oficial.
[2] Mientras argumentaba a favor del libre comercio en el hierro en esta carta, Turgot anticipaba
la gran doctrina “ricardiana” de la ventaja comparativa, en la que cada región se concentra en
fabricar los productos que puede hacer eficientemente respecto de otras regiones.
[3] Aunque el artículo incompleto permaneció inédito durante décadas, fue escrito para un
diccionario de comercio inconcluso que iba a editar el viejo amigo de Turgot y codíscípulo de
Gournay, el abad André Morellet (1727-1819). Morellet publicó un avance del nuevo diccionario
el mismo año, un avance que repetía muy aproximadamente el modelo de Turgot de un
intercambio aislado. Además, se sabe que este avance estuvo en poder de Adam Smith.
[4] Las “Reflexiones” (1766), notablemente, fueron “garabateadas” aprisa para explicar a dos
estudiantes chinos en París preguntas que Turgot pensaba hacerles acerca de la economía
china. ¡Pocas veces una obra tan importante ha derivado de una cusa tan trivial!
[5] En un revelador trabajo reciente sobre la historia de la teoría del empresario, los profesores
Hebert y Link examinan el problema de si solo es empresario un capitalista o si los son todos,
incluyendo a los trabajadores sin capital. Se considera a Turgot como abandonando el concepto
de empresario más amplio de Cantillon. Pero aquí lo importante es que el empresario capitalista
es la fuerza motriz de la economía de mercado y que al centrarse por primera vez en esta figura
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enormemente importante, Turgot realizaba un enorme paso adelante. Y podemos alabar este
logro, incluso aunque también sea cierto que Turgot olvidara las áreas más amplias y menos
importantes de la empresarialidad. Ver Robert F. Hebert and Albert N. Link, The Entrepreneur.
Mainstream Views and Radical Critiques (Nueva York: Praeger, 1982), pp. 14-29 y passim.
[6] Bert F. Hoselitz, “The Early History of Entrepreneurial Theory”, en J. Spengler y W. Allen (eds),
Essays in Economic Thought (Chicago: Rand McNally and Co., 1960), p. 257.
[7] La memoria de Turgot fue aplaudido en la notable Defensa de la usura de Bentham y fue
reimpresa junto con el ensayo de Bentham en sus traducciones al francés y el español a finales
de la década de 1820.
[8] Como dice Turgot: “un capital es el equivalente de una renta igual a una proporción fija de
ese capital e inversamente, una renta anual representa un capital igual a la cantidad de esa
renta repetido una cierta cantidad de veces, según el interés esté a un tipo superior o inferior”.
[9] Aunque el modelo de Hume-Turgot es muy útil para aislar y aclarar distinciones entre nivel
de precios es interés y en destacar el impacto de un cambio en la cantidad de dinero, sigue
siendo un paso atrás respecto de sofisticado análisis del proceso de Cantillon.
[10] El trabajo, escrito para el seminario de Karl Knies en Heidelberg, fue presentado al
austriaco F.A. von Hayek por la viuda de Böhm-Bawerk en 1922-23. Ver P.D. Groenewegen (ed.)
The Economics of A.R.J. Turgot (La Haya: Martinus Nijhoff, 1977), pp. xxix–xxx. Sobre el rechazo de
Turgot por Böhm-Bawerk, ver Eugen von Böhm-Bawerk, Capital and Interest (South Holland, Ill.:
Libertarian Press, 1959), I, pp. 39-45. [Publicado en España en Valor, capital, interés por Unión
Editorial]. Para la defensa del austriaco estadounidense de Turgot frente a Böhm-Bawerk, ver
Frank A. Fetter, Capital, Interest, and Rent: Essays in the Theory of Distribution, ed. by M. Rothbard
(Kansas City: Sheed Andrews and McMeel, 1977), pp. 24-26. Para más sobre el tratamiento de la
teoría del interés de Turgot por los economistas, ver Groenewegen “A Reinterpretation of
Turgot’s Theory of Capital and Interest”, Economic Journal, 81 (Junio de 1971), pp. 327-328, 333,
339-340. Para Schumpeter sobre el mal tratamiento de Turgot por Böhm-Bawerk, ver J.A.
Schumpeter, History of Economic Analysis (Nueva York: Oxford University Press, 1954), p. 332n.
[Publicado en España como Historia del análisis económico (Barcelona: Ariel, 1996)]. Sobre la
controversia Marshall-Wicksell-Cassel sobre el tratamiento de Böhm-Bawerk de la teoría del
interés de Turgot, ver Peter D. Groenewegen, “Turgot’s Place in the History of Economic
Thought: A Bicentenary Estimate”, History of Political Economy, 15 (Invierno de 1983), pp. 611-615.
[12] “Einaudi on Galiani”, en H.W. Spiegel (ed.), The Development of Economic Thought (Nueva
York: John Wiley & Sons, 1952), pp. 77-78.
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[14] Ver Joseph Rossi, The Abbé Galiani in France (Nueva York: Publications of the Institute of
French Studies, 1930), pp. 47-48.
[15] Oswald St Clair, A Key to Ricardo (Nueva York: A.M. Kelley, 1965), p. 293.
[16] Ver Emil Kauder, “Genesis of the Marginal Utility theory”, Economic Journal (Sept. 1953), p,
647.
[17] T. Hutchison, Before Adam Smith: The Emergence of Political Economy, 1662–1776 (Oxford:
Basil Blackwell, 1988), p. 326.
[19] Henry Dunning Macleod, A Dictionary of Political Economy (Londres, 1863), 1, pp. 534-535.
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