Dandismo y Asesinato

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Dandismo y asesinato estético en la novela

Ensayo de un crimen, de Rodolfo Usigli

“El Negro”

(ensayo literario)
1

Contenido
Resumen de este ensayo ……………………… 5

Capítulo 1 (Introducción): Usigli y Ensayo de un crimen:


origen de la novela criminal en México …………… 6

1.1 Rodolfo Usigli …………………………………… 7

1.2 Ensayo de un crimen ……………………………… 9

1.3 Sinopsis de la novela ……………………………… 11

Capítulo 2: Andanzas del género policial …………………… 16

2.1 Un poco de historia ……………………………… 17

2.2 Ensayo de un crimen desde los conceptos


de Raymond Chandler ……………………………… 21

2.2.a) Del jarrón veneciano al callejón ……………… 22

2.2.b) La palabra sin máscara ………………………… 23

2.2.c) Literatura de quién y para quién ……………… 24

2.3 ¿Qué clase de novela es Ensayo de un crimen? … 25

2.4 Un cotejo de S. S. Van Dine ……………………… 41

Capítulo 3: Filosofía del texto ……………………………… 50

3.1 Humano superior / inferior ………………………… 51

3.2 Moralidad en la novela …………………………… 55

Capítulo 4: Crimen estético y asesinato serial


en Ensayo de un crimen ……………………………… 64

4.1 El crimen artístico ………………………………… 65


2

4.2 La mente criminal de Roberto de la Cruz ………… 67

4.3 Asesinato serial …………………………………… 75

Capítulo 5: Novela de un cierto dandy ……………………… 87

5.1 El dandy: origen y características ………………… 88

5.2 El dandy ante la filosofía del hombre superior …… 94

5.3 Esteticismo y dandismo …………………………… 100

5.4 Una ejemplificación: La soga,

de Alfred Hitchcock …………………………………… 106

Capítulo 6: Roberto-Archibaldo de la Cruz,


dandis del siglo XX ………………………………… 112

6.1 Roberto-Archibaldo …………………………… 113

6.2 El dandy por fuera ………………………………… 114

6.3 Ensayo de doble inmersión:

Roberto-Archibaldo sin máscaras …………………… 119

Conclusiones ………………………………………………… 132

Bilbiografía: ………………………………………………… 140


3

A RU, uno de los principales pioneros y pilares de la cultura


mexicana en el último siglo del primer milenio.
4

Resumen de este ensayo

Luego de repasar someramente la historia de la narrativa policial, en estas páginas se hace

examen de una novela significativa de este género en México, Ensayo de un crimen, de Rodolfo

Usigli.

Son dos aspectos principales los aquí analizados: el dandismo del protagonista, ligado a su

visión del mundo y de las personas, y el tema del asesinato “estético” en la novela estudiada.

Ambos aspectos están relacionados en la historia literaria, desde la influencia de Thomas de

Quincey —con su Del asesinato considerado como una de las bellas artes— y las actitudes

rebeldes de artistas como Charles Baudelaire u Óscar Wilde, expresadas parcialmente en sus

vestimentas de cuidadoso buen gusto.

El crimen estético y el refinamiento del vestido —como parte de un “buen gusto” que tiñe

juicios y prejuicios del protagonista sobre el mundo y las personas— enmarcan una historia

ficcional perfectamente organizada que inaugura un género en la novelística mexicana. A través

de esa narración, encontramos implicaciones de tipo social e ideológico que agregan interés a

una hermosa obra literaria porque comprendemos los modos de pensar y existir de unos

capitalinos mexicanos ficticios (reflejo indudable de los reales) ubicados en la era

postrevolucionaria y en vísperas de la segunda guerra mundial. Una conciencia en formación,


5

pues, influida en parte por la creciente popularidad de la llamada “novela negra” originada en

Estados Unidos durante las primeras décadas del siglo veinte, y entre cuyos fundadores más

importantes se cuentan Dashiel Hammett y Raymond Chandler.

Se estudian aquí, por tanto, origen e historia del dandismo tanto como nacimiento y desarrollo

de la novela policial. Procedemos luego al intento de reconocer el influjo de estos desarrollos en

la construcción de los personajes que pueblan Ensayo de un crimen, así como algunas de sus

implicaciones estéticas, ideológicas y sociales.


6

Capítulo 1 (Introducción)

Usigli y Ensayo de un crimen: origen de la novela criminal en México


7

1.1 Rodolfo Usigli

Este importantísimo dramaturgo, poeta, ensayista y novelista nació en la ciudad de México el 17

de noviembre de 1905 y murió ahí mismo el 18 de junio de 1979, a los 74 años de edad. Su

padre, Alberto Usigli, era italiano y su madre, Carlota Wainer, polaca; no obtuvo títulos

académicos y su formación intelectual se debió en mayor medida a su propio esfuerzo

autodidacta. Se le considera, generalmente, el padre del teatro mexicano moderno.1 Sin duda, de

entre los autores de su tiempo creativo incipiente (que es el tiempo de los Contemporáneos,

aunque Usigli nunca se consideró parte de ese grupo), él fue tanto el mayor dramaturgo

―indiscutible― como el mejor novelista. Los intentos narrativos de Gilberto Owen (Novela

como nube) y Xavier Villaurrutia (Reina de corazones), sin carecer de indudables méritos,

quedaron en eso: intentos que jamás conquistaron el gusto del gran público ni el entusiasmo de

la crítica. Ellos fueron más poetas y ensayistas, aunque también hicieron incursiones en

dramaturgia, periodismo y, como hemos dicho, unas pocas novelas que no alcanzaron

trascendencia.

Se casó el autor de Ensayo de un crimen,2 en 1940, con Josefina Martínez, a quien él

bautizó como Josette Simó. El matrimonio duraría menos de un lustro. Pasados sus cuarenta

años, contraj osegundas nupcias con una mujer bella y menuda, Argentina Casas Olloqui, a

quien agradecemos datos y anécdotas invaluables sobre el artista por su libro autobiográfico, Mi

vida con Rodolfo Usigli (2001).

1
Existe una sucinta y puntual información sobre la vida y obra de Usigli en la página web de Cenart y CITRU “Lo
que yo soy es Teatro. A cien años del natalicio de Rodolfo Usigli 1905-2005” [en línea]:
http://www.cenart.gob.mx/centros/citru/html/archivos/expo_usigli/expo.htm
2
Tuvimos en cuenta, para este trabajo, la primera edición en Lecturas Mexicanas 39, Segunda Serie, de Ensayo de un
crimen (Secretaría de Educación Pública, 1986, 304 pp.).
8

Usigli escribió, principalmente, teatro, y su dramaturgia es una de las más

representativas del siglo XX mexicano. Muchas de sus piezas dramáticas tienen tal renombre

que es difícil encontrar persona del ámbito teatral o literario que no conozca por su título, al

menos, El gesticulador, pieza para demagogos en tres actos; la trilogía Corona de sombra

(1943); Corona de fuego (1960); y Corona de luz (1964). Estas obras tratan, en el mismo orden,

sobre el Segundo Imperio mexicano y sus protagonistas, Maximiliano y Carlota; sobre el último

día del caudillo azteca, Cuauhtémoc; y sobre la aparición de la Virgen Guadalupe. Es ajeno a

este trabajo hacer un recuento completo de sus obras, que sólo en dramaturgia suman cientos de

páginas y puestas en escena, además de que han merecido innumerables comentarios críticos y

premios.

Incursionó también en poesía; en este género publicó dos libros: Conversación

desesperada (1938) y Tiempo y memoria en conversación desesperada (poesía, 1923-1974). No

faltó entre su producción la escritura de ensayos, sobre todo con reflexiones acerca de su

actividad principal: México en el teatro (1932), Caminos del teatro en México (1933), Anatomía

del teatro (1939) e Itinerario del autor dramático (1940) son algunos de sus títulos.

En su juventud temprana se aventuró a redactar un par de novelas, que luego destruyó.

Tenía cerca de cuarenta años cuando decidió componer Ensayo de un crimen, objeto de esta

reflexión. Antes, será bueno anotar que aún intentó otra novela, de cuya culminación Octavio

Paz le disuadió; y hubo otra más: Obliteración,3 un texto que en edición de autor tuvo un tiraje

3
“En 1973 Usigli publicó un segundo relato, Obliteración, con 22 láminas de la pintora Sofía Bassi, en una edición
de mil ejemplares firmados por el autor y la artista plástica. No consta al calce el nombre de la editorial y el colofón
informa que se imprimió en la ciudad de Aguascalientes, en el registro aparecen las iniciales de R. U. y su dirección
de ciudad de México: Roma 32, departamento 37, México 6, D. F.; así es que debe ser considerada edición de autor”.
Guillermo Schmidhuber de la Mora, “Rodolfo Usigli, ensayista, poeta, narrador y dramaturgo” [en línea]: artículo
alojado en el sitio Cervantes Virtual:
http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/00368404200271351010046/ p0000001.htm
9

mínimo (mil ejemplares) y por lo tanto es prácticamente inencontrable. La encuadernación es

elegante y contiene una veintena de láminas pintadas por la surrealista Sofía Bassi. Más de un

biógrafo se olvida de esta veta narrativa en Usigli, que si no dio frutos más abundantes se debió

a la absoluta pasión por la escritura y acción dramáticas a las que dedicó su vida artística.

1.2 Ensayo de un crimen

Ensayo de un crimen salió a luz en 1944 y algunos críticos la consideran la primera novela

policiaca en México. Carlos Rojas, por ejemplo, dice de ella que es “…una compleja novela

psicológica que inauguró el género policiaco en México…”4 Sin embargo, como lo recuerda

Ilán Stavans, hay diversas opiniones en cuanto al género de esta obra: María Elvira Bermúdez la

encuentra ajena a la novela de detectives, donde el principal problema es descubrir al asesino.

Stavans, en cambio, asegura que el argumento más fuerte contra esta opinión es la presencia del

ex inspector Herrera, cuya aparición es “un recordatorio de la justicia y el orden que persiguen

al protagonista” (1997).5

Publicada en 1944, Ensayo… constituye una gama de novedades para la literatura

mexicana del siglo XX. En el terreno estético, fue la manifestación más destacada, en nuestro

país, de las tendencias iniciadas en Inglaterra durante el siglo anterior, escritas en torno a la

solución de un crimen y amenizadas con tratamientos lúdicos; había en ellos prevalencia de la

arquitectura narrativa sobre las cuestiones psicológicas o sociales del texto. Los críticos han

reconocido influencias notorias en esta obra. En efecto, Sobre el asesinato considerado como

una de las bellas artes (Thomas de Quincey),6 Crimen y castigo (Dostoievski), La decadencia

4
En “Ciudadano del teatro” [en línea]: http://www.literaturainba.com/escritores/bio_rodolfo_usigli.htm
5
Del original: “…a reminder of the justice and order which haunt the protagonist.” (Traducción nuestra). Véase
Stavans (1997), pp. 80-82, 92 y 93.
6
Revisamos, de esta obra, tres ediciones: 1877, 1999 y 2006 (la primera en inglés y las siguientes en español).
10

de la mentira y El crimen de Lord Arturo Saville (Óscar Wilde, 2004 y 2000, respectivamente),

más otras creaciones de autores menos conocidos, son presencias que, mediante un mínimo

cotejo, pueden advertirse en Ensayo... Ilán Stavans7 nos hace notar la referencia patente de

Crimen y castigo (1997). Podríamos agregar esa pequeña narración de Wilde, titulada El crimen

de Lord Arturo Saville, pues guarda cierto parecido, en algunas situaciones, con el texto que

venimos comentando. Se trata de una noveleta, acaso un relato de apenas cincuenta páginas (en

mi edición suman 49), publicada por vez primera en 1887. A grandes rasgos, se trata de un

hombre predestinado, según dictamen de un quiromántico, a cometer un asesinato. Lord Arturo

estaba en fechas cercanas a su boda y, por lo tanto, sufría el temor de que la víctima de su

inevitable crimen pudiera ser la próxima desposada. La solución que se le ocurrió al

supersticioso caballero fue, sencillamente, cumplir su destino antes del matrimonio y así salvar

a su amada, pues, pensaba el personaje, “¿Qué felicidad podría haber para ellos, cuando podría

ser llamado a cualquier hora a realizar la pavorosa profecía escrita en su mano? ¿Qué manera de

vida sería la suya mientras la fatalidad aún tuviera este espantoso suceso en la balanza? El

matrimonio debía ser diferido a toda costa” (p. 30).8

Las similitudes de la mencionada obra con Ensayo... son varias, entre ellas esta

inquietud del personaje en vísperas de su boda. Roberto de la Cruz, en la novela mexicana, sabe

que deberá cometer un asesinato antes, pero no por una premonición sino porque él está

determinado a “ser un gran criminal o un santo” y su inclinación más bien prefiere lo primero.

Otra, es cierta vocación de paseante citadino (“vagabundeos de calle en calle”, se nos dice que

7
“…aunque el autor era un admirador confeso de George Bernard Shaw, la inspiración para Ensayo de un crimen le
vino de Crimen y castigo, de Dostoievski, y de Thomas De Quincey, especialmente en Del asesinato considerado
como una de las bellas artes”. Stavans, op. cit., p. 81.
8
A lo largo del presente escrito, aludiremos a Ensayo de un crimen mediante cita textual y mención de la página
donde se encuentra el fragmento, siempre en la edición de Lecturas Mexicanas que empleamos como fuente.
11

practica Lord Arturo Saville en su escenario londinense), contemplador y cronista de espacios

urbanos, compartida por ambos protagonistas. Una coincidencia no menor es el contexto de

elegancia en que se desplazan ambos. Sin embargo, me parece principal coincidencia un toque

de frustración que comparten estos refinados asesinos: Lord Arturo cree haber dado muerte a su

víctima y, sorpresivamente, descubre que no fue el causante, sino que su anciana tía (a quien

eligió entre una lista de amistades) murió por causas naturales; dos víctimas de Roberto de la

Cruz, igualmente, fallecen a manos de otro personaje y no como producto de la planeación que

Roberto elaboró minuciosamente.

Sabemos que Usigli vivió un periodo de fuerte interés por la novela policial, como

atestiguaremos más adelante, pero sus biógrafos, en ocasiones, omiten esta faceta del escritor.

Las piezas de este género, mayormente escritas en inglés, irrumpieron con tal fuerza y profusión

desde Estados Unidos e Inglaterra hacia el resto del mundo, que no imaginamos que Usigli

conociera unos cuantos textos de ese corpus. No obstante, toda vez que De Quincey ha sido

considerado el punto de partida para esta variante genérica, esto es, aquella donde el crimen se

comete per se o porque “es una forma de arte”, o bien, se narra con espíritu lúdico, plagado de

humor, podemos concederle a la obra de este autor inglés primacía como trasfondo modélico de

Ensayo... Será en los límites, sin embargo, que el examen crítico del texto irá revelando a lo

largo de sus próximos capítulos.

1.3 Sinopsis de la novela

Roberto de la Cruz es un hombre cuya edad puede imaginarse, a juzgar por las primeras páginas

de Ensayo… de entre unos treinta y cinco y cuarenta años, en un momento de su vida en que no

tiene ya a sus progenitores ni, según advertimos en la historia, familiar cercano alguno. Vive, en

consecuencia, solitario y heredero de una pequeña fortuna que él se encargó de gastar


12

prontamente. Sin embargo, su habilidad y buena suerte en el juego le permiten vivir y cumplirse

algunos gustos finos, especialmente en cuestión de vestimenta, decoración y diversiones.

En su infancia, Roberto fue testigo de un asesinato que alguien cometió sin mediar otra

causa que el capricho y, casi en el mismo instante, el niño escuchó un cilindro musical que

repetía una pieza musical: El príncipe rojo.9 Tales circunstancias coincidentes marcaron la

psique del niño quien, en ciertos momentos de su vida, manifestaba una aspiración fantasiosa:

convertirse algún día en un santo, o bien, en un gran criminal. Esta idea lo perseguiría como

obsesión patológica durante su existencia. En cierta ocasión, el personaje entra en un bazar

donde escucha la melodía de una cajita musical: es El príncipe rojo. Sus notas provocan una

reacción extraña en él, consistente en una sensación de intenso calor y una especie de

desprendimiento, como si su cabeza flotara sobre el cuerpo; en ese trance, Roberto se descubre

un asesino potencial: cualquier persona cercana hubiera podido sufrir las consecuencias de su

impulso incontrolable. Compra la caja musical y ya en su casa, al hacerla funcionar, recuerda la

conexión de esa melodía con aquel acontecimiento terrible de su niñez.

La obsesión criminal tenía, sin embargo, ciertos matices complejos. En primer lugar, el

personaje desarrolló una justificación racional para su impulso asesino: deseaba matar, pero

bajo la circunstancia de que no hubiese un motivo para ello. Ese crimen “gratuito”, además,

debería darle a él los correspondientes créditos y notoriedad como ejecutor. Es decir, un

ejecutor anónimo, pero reconocido como se aplaudiría al autor desconocido de una obra

artística. En segundo lugar, desarrolló antipatía por cierta clase de personas a quienes

9
En la página del manuscrito está el título “Los Patinadores”, tachado, antes de “El Príncipe Rojo”. Es un dato
notable, sobre todo si se toma en cuenta que Argentina Casas, la esposa y biógrafa de Usigli, afirma que el autor de la
melodía mencionada en la novela, El Príncipe Rojo no era Emile Waldteufel, como lo identifica el autor, sino “de un
compositor mexicano que se llamaba Enrique Martínez” (2001, p. 163). Por mi parte, me fue fácil encontrar el título
“Los Patinadores”, vals de Waldteufel, pero hasta hoy no he hallado referencia a “El Príncipe Rojo”, lo cual me hace
pensar que el autor se decidió por una pieza ficticia.
13

consideraba inútiles, sin distinción: simuladores, homosexuales. Por cierto, dos de sus víctimas

fueron, y no parece casualidad, homosexuales.

Entre los frustrados intentos (asesinatos platónicos, los llama con acierto Stavans) que

Roberto de la Cruz eligió para consumar su sueño, apareció en primer lugar Patricia Terrazas,

una mujer con detalles ridículos en su personalidad: sueños de grandeza, mal gusto en el vestido

y, dato importante para la moral del protagonista, inclinaciones lésbicas. “Equívoca”, como

llama De la Cruz a los homosexuales, es la risible mujer. Si a esto añadimos su propensión a la

calumnia y el acoso sexual, tenemos completo un cuadro negativo. En la personalidad, vestido,

aspiraciones y comportamiento social encontraremos, además, aspectos clave de cierto humor,

quizás involuntario, manejado en el texto.

La siguiente “víctima” resulta ser otro equívoco, que lo es en muchos sentidos: se finge

extranjero e imposta la voz para mejor aparentarlo; compró un título nobiliario para hacerse

llamar Conde de Schwartzemberg y colecciona objetos de valor entre los que abundan las

falsificaciones y baratijas. Y, desde luego, también se viste mal, tiene una apariencia

desagradable y es homosexual.

En el tercero y culminante momento criminal, cuando Roberto de la Cruz se ve

impelido, fuera de control, a matar a una mujer porque escucha la fatídica melodía que lo liga

con el trauma infantil (El príncipe rojo, reproducida porque ella accionó la famosa cajita

musical), por fin logra su intento. Sólo en apariencia, sin embargo, pues la mujer a quien mata

en la penumbra de una sala resulta ser su propia esposa y no la amiga de Roberto. Ambas

víctimas, la falsa y la que realmente muere, en armonía con cierta ideología más o menos velada

de la novela, están marcadas por pecados sexuales que de cierto modo justifican su destino fatal.

Los tres casos de asesinato resultan intentos fallidos pues, en el primero, Roberto arriba

a la casa de Patricia Terrazas cuando acaba de ser muerta por un ladrón vil; en el segundo,
14

nuestro personaje se supone triunfante porque abandona el cuerpo inerte del conde, suponiendo

que le arrancó la vida de un golpe en la nuca, pero en realidad este despierta y aún recibe la

visita de un conocido, quien acaba por matarlo luego de una discusión; en el tercer crimen, el

protagonista imagina que dio fin a su amiga Lavinia pero la verdad es que degüella a Carlota, su

mujer. Los tres casos resultan sendos golpes de amargo humor en que las reflexiones del

protagonista y del narrador adquieren una pátina de oscura ironía, como si el destino estuviese

determinado a jugarle horribles bromas a Roberto de la Cruz, por momentos especie de clown

trágico.

Los errores de este inventario hacen vivir peripecias intensas al fallido asesino: ingresa

en la cárcel porque se inculpa (pues su sueño es figurar como un gran criminal) por la muerte de

Patricia Terrazas; sufre cuando los diarios informan que la muerte del conde Schwartzemberg

fue a causa de un incendio y no por la acción de su planeadísimo golpe, y entonces se ve

privado de sus créditos como asesino gratuito; al final de muchas otras situaciones tensas, se ve

confinado a un manicomio, pues nadie le cree cuando se confiesa culpable de matar a Carlota y,

además, expone largamente su teoría del crimen artístico (a la manera de un “conocedor del

crimen” surgido entre las páginas de De Quincey) mediante el cual deseaba coronar de gloria su

existencia. Lo acompaña en este final su amigo, el ex inspector Herrera, quien a lo largo del

relato se comporta como una especie de sombra y conciencia de Roberto. Parece, este atípico ex

policía (pero común en la tradición del género: al margen de la ley aunque no exactamente en

contra de ella), la única persona que comprende a De la Cruz y también parece, en ocasiones,

compartir su idea de que algunas personas tienen la propensión a ser asesinadas.

Ensayo de un crimen constituye, más allá de sus virtudes literarias, un documento

histórico por la profusa mención de antros, lugares y calles de la Ciudad de México, además de

personajes de la época, disimulados algunos bajo nombres distintos de los reales. Igualmente
15

notable es la omisión de asuntos candentes en los años cercanos a su publicación (1944), como

lo hace notar Ilán Stavans (1997, p. 81): México atraviesa por una de sus crisis económicas y

vive el contexto de la segunda guerra mundial, mientras el protagonista de la novela y el resto

de los personajes parecen ajenos a ello casi en todo momento.


16

Capítulo 2
Andanzas del género policial
17

2.1 Un poco de historia

La novela de tema criminal o policiaco cuyo primer antecesor, dicen muchos, es Edgar Alan

Poe, tuvo sus manifestaciones principales en Inglaterra y Estados Unidos. Su evolución

posterior sigue teniendo en esos dos países la sede más importante. La crítica reconoce, en

general y a grandes rasgos, los subgéneros “novela policial clásica” y “novela negra” como dos

de sus derivados. Esta última vertiente se originó en los años veinte, en Estados Unidos, con la

publicación de relatos y novelas por entregas (folletines en los diarios), especialmente en

formatos de gran tiraje y papel barato. Tales fueron las pulp magazines, llamadas así

precisamente por el tipo de papel empleado en su impresión. Una de las revistas especializadas

que más renombre alcanzaron en esa primera época del género, fue la revista Black Mask. Este

título, más el empleado en Francia para las producciones literarias de la serie noir,

contribuyeron a que en el mundo de habla hispana se reconociera como novela negra a toda una

corriente de literatura policiaca con características que la hermanan con sus modelos

norteamericanos. Para una mayor claridad, permítaseme citar palabras de Otto Penzler, tomadas

de su prólogo a The black lizard big book of pulps (2007, p. xi):

Like Jazz, the hard-boiled private detective is entirely an American invention, and it was given

life in the pages of pulp magazines. Pulp now is a nearly generic term, frequently misused to

indicate hack work of inferior literary achievement. While that often may be accurate, pulp was

not intended to describe literary excellence or lack thereof, but was derived from the word

pulpwood, which is the very cheap paper that was used to produce popular magazines. These, in

turn, were the offspring of “dime novels,” mainly magazine-sized mystery, Western, and

adventure novels produced for young or unsophisticated readers.


18

[Como el jazz, el detective hard-boiled es enteramente una invención estadounidense, y le fue

dada vida en las páginas de las revistas pulp. Pulp es ahora casi un término genérico,

frecuentemente mal usado para indicar un trabajo de inferior calidad literaria. En tanto que eso

puede ser exacto, el término pulp no intentaba describir excelencia literaria o la falta de ella, sino

que era derivado de la palabra pulpwood [pulpa de madera], que era el papel más barato, usado

para producir revistas populares. Estas, a la vez, eran descendientes de las “novelas de a dime”

(diez centavos de dólar), en su mayoría relatos de misterio, westerns y novelas de aventura en

tamaño de revista producidos para lectores jóvenes e insofisticados.] (Traducción nuestra)

En México, podemos rastrear la producción de novelas del género desde 1942, cuando

el catalán Enrique F. Gual publicó El crimen de la obsidiana; en 1945 saldría de las prensas El

caso de los Leventheris y, en 1946, Asesinato en la plaza. Otras dos novelas aparecerían en los

años siguientes. Vicente Francisco Torres, en Muertos de papel (2003: 22), comenta:

Me parece que los libros de Gual sólo tienen un modesto valor literario, pero es preciso

destacar que tanto en sus novelas como en las de Rafael Bernal y los cuentos de Pepe Martínez

de la Vega, adquieren carta de ciudadanía los personajes calcados de tipología popular que

deambulan por las narraciones policiales mexicanas: porteros, taxistas, sargentos taimados,

vendedores, borrachines…

Latinoamérica tuvo sus primeros representantes de esta narrativa en Argentina, desde

1932, y uno de sus precursores célebres fue Jorge Luis Borges (2008), quien junto a Adolfo

Bioy Casares escribió el libro de relatos Seis problemas para don Isidro Parodi,10 en 1942. No

es propósito de estas páginas abundar en la historia detallada de la novela policial, por lo tanto

10
La obra fue publicada originalmente en 1942 bajo el pseudónimo común de H. Bustos Domeq.
19

remitimos a los textos de información general que consultamos, en inglés y en español,

anotados en la bibliografía al final de este ensayo. Los principales serían el mencionado

Muertos de papel, de Vicente Torres (ed. cit.); Antihéroes, de Ilán Stavans (ed. cit.); Los mitos

de la novela criminal, de Salvador Vázquez de Parga (1981); La novela negra. Historia de la

aplicación del realismo crítico a la novela policiaca norteamericana, de Javier Coma (2001); y

The black lizard big book of pulps, editado por Otto Penzler.

Debemos a la pluma de Rodolfo Usigli la primera novela policiaca escrita por un

mexicano, en 1944. No sólo es la primera en sentido cronológico, sino que su narrativa está en

concordancia con el tono de la escrita por esos años en Latinoamérica y es una digna

prolongación de este importante fenómeno literario. Es decir, como literatura influida por la

época de oro de los pulps (entre las décadas de los 20 a los 40), Ensayo de un crimen se alza

como una obra bien construida, de prosa impecable e indudable amenidad. Si la precisión

genérica es importante, habremos de inscribir a esta obra en el corpus de la llamada novela

negra. Los comentaristas de la narración policial, por cierto, consideran que las mejores obras

policiales se defienden en el universo de la literatura más allá de límites genéricos. El texto de

Usigli forma parte de la mejor tradición literaria mexicana, como sucede con su dramaturgia,

aunque sin duda es en esta última actividad donde “el caballero Usigli” goza del mayor

reconocimiento, tanto por la calidad como por la profusión de las obras que produjo.

Poco tiempo después de publicado Ensayo de un crimen, aparecieron en nuestro país

autores de relato policial, entre quienes destaca Antonio Helú (1900-1972). Este hombre fundó,

en 1946, la revista Selecciones Policiacas y de Misterio, donde encontraron sitio textos de

Rafael Bernal, María Elvira Bermúdez, el mismo Helú y los nombres consagrados del relato

policial norteamericano e inglés. Escribió, además, un libro de textos breves, La obligación de


20

asesinar (1957),11 cuyo personaje, Máximo Roldán, es el protagonista recurrente. Además de

ser uno de los primeros autores del género en México, Helú fue su primer gran impulsor por

medio de la mencionada revista y las traducciones que allí imprimió. Su interés por esta

narrativa es temprana: escribía cuentos policiales desde 1929, según informa Vicente Torres

(2003, p. 44), aunque no dice si publicó en ese tiempo algún texto. Antonio Helú, finalmente,

alcanzó cierta proyección internacional cuando Ellery Queen incluyó La obligación de asesinar,

en el Queen’s Quorum, “como una de las —en aquel momento—110 colecciones de cuentos

policiacos de mayor importancia en la historia del género” (Torres: 2003, p. 44). No extraña que

en sus primeras ediciones, este libro apareciera con un prólogo entusiasta de Xavier

Villaurrutia.

Hubo de pasar mucho tiempo desde que, en 1944, Usigli publicara Ensayo de un

crimen, para que los lectores mexicanos de esta narrativa volvieran a disfrutar una novela

importante. Esta fue El complot mongol, de Rafael Bernal (2007), en 1969, pero no recibió una

difusión inmediata, por diversas razones; quizá la principal sea que Bernal estuvo ausente del

país ese y varios años subsiguientes. De acuerdo con Vicente Francisco Torres, “Rafael Bernal

fue el primer autor de lengua castellana que publicó un cuento en Selecciones Policiacas y de

Misterio: ‘La muerte poética’ (t. V, enero de 1947). Al año siguiente, en la misma revista,

aparecería ‘La muerte madrugadora’ […] (Torres, 2003: 21 y 33). Ensayo de un crimen y El

complot mongol son consideradas por la crítica como las más importantes novelas de aquellos

momentos inaugurales, por su calidad y sus virtudes literarias, y valen una dedicación particular

cada una de ellas. Ambas han sido comentadas ampliamente y dieron la voz de arranque a la

novela negra en México.

11
La primera edición de estos relatos corrió a cargo de la Editorial Novaro, en 1957.
21

No es, sin embargo, propósito de esta escritura presentar otra historia de la novela

criminal o policial, pues ya existen los textos básicos, algunos casi exhaustivos, acerca del

género en el mundo hispanohablante y en nuestro país. Baste pues, por el momento, lo anotado

hasta aquí para tener una idea general del origen y el recorrido que esta literatura hizo durante

sus primeros años. La influencia anglosajona ocurrió en fechas tempranas pero su difusión, que

hoy alcanza dimensiones de fenómeno amplísimo en México y el mundo, se instaló con cierta

lentitud.

Veamos ahora, brevemente, cómo ubicar en ese movimiento a Ensayo de un crimen,

siguiendo a algunos autores que escribieron ciertas premisas teóricas sobre el género policial.

2.2 Ensayo de un crimen desde los conceptos de Raymond Chandler

En un conocido texto reflexivo de Chandler, titulado “El simple arte de matar” (quizá parodia

de Murder for pleasure, de Haycraft [1983: 158-177]), el narrador norteamericano hace una

comparación entre los textos de lo que hoy conocemos como la novela enigma, representada

sobre todo por las obras de Arthur Conan Doyle, Agatha Christie, G. K. Chesterton —quizá los

nombres más conocidos entre los lectores mexicanos— y la llamada “Edad de Oro de la ficción

detectivesca”, que comienza después de la primera guerra mundial y dura, según Howard

Haycraft (en Murder for pleasure), más o menos hasta 1930. Según Chandler, en “El simple

arte de matar” (en Allen y Chacko, 1974: 387-399) “para todos los fines prácticos [esa Edad de

Oro] todavía existe”. Recordemos que escribía estas líneas en diciembre de 1944 (cf. Penzler,

2007: 133). Hoy se considera de modo general que la edad dorada del relato criminal abarca las

décadas de los años 20 a los 40.

Pues bien, el ejercicio de comparación citado arriba no es la parte central de “El simple

arte de matar” sino más bien consiste en una serie de inferencias que interesa destacar en los
22

tres incisos siguientes, sobre todo porque de esa precisión depende cómo ubiquemos la novela

de Rodolfo Usigli.

2.2.a) Del jarrón veneciano al callejón

Hay en el universo de la novela policial clásica una clara intención de divertir, como primer

propósito. Por ende, ahí un crimen se ve suavizado, minimizado por los toques de humor con

que suelen aderezarse las historias pero, en primer lugar, porque lo importante es el ejercicio

mental, el ingenio del detective que con su destreza deductiva lo resuelve todo. Difícilmente

encontraremos un regodeo, por parte del narrador, en la ejecución de un crimen sangriento, pues

este ocurre fuera de escena (es natural que así sea, además, porque se procura al lector la tensión

de una incertidumbre). Además, suele haber cierta elegancia escénica, cierto entorno

aristocrático, o por lo menos de clase media alta.12 Esto era meramente intencional, propiciado

por el público al que se dirigía este tipo de obras, y no necesariamente por la extracción social de

los autores. Ocurre al contrario en el entorno de la novela negra. Unas palabras de Raymond

Chandler servirán para ilustrar lo dicho (Allen and Chacko, 1974, p. 396).

Aunque [los autores ingleses de novela policial clásica] escribían sobre duques y jarrones

venecianos, los conocían tan poco, por propia experiencia, como lo que conoce el personaje

adinerado de Hollywood sobre los modernistas franceses que cuelgan sobre las paredes de su

castillo de Bel-Air o sobre el semiantiguo Chippendale, antes banco de remendón, que usa como

mesita para el café. Hammet extrajo el crimen del jarrón veneciano y lo depositó en el callejón;

no tiene por qué permanecer allí para siempre, pero fue buena idea empezar por alejarlo todo lo

12
Me refiero al marco social en que se desenvuelven los detectives de la novela policial clásica (llámense Sherlock
Holmes, Henry Poirot o el Padre Brown).
23

posible de la idea de una Emily Post acerca de cómo roe un ala de pollo la debutante bien

educada (traducción nuestra).

2.2.b) La palabra sin máscara

Otro aspecto que distancia a la novela policial clásica del género negro es, sin duda, el lenguaje

empleado en la narración. Dice Chandler que hacía tiempo (en los años 20) se llevaba a cabo un

desenmascaramiento, tanto del lenguaje como en el material de la literatura de ficción.

Seguramente se refería al universo literario de habla inglesa. Sin embargo, “Dashiel Hammet

aplicó ese desenmascaramiento al relato detectivesco”. En efecto, en la novela negra tienen voz

personajes de toda calaña, además de que el relato es más directo por necesidad temática y por

el público a que va dirigida esta clase de textos. Dashiel Hammet es mencionado en estos dos

puntos porque es uno de los pioneros de la novela negra y posiblemente quien le dio

características que luego habrían de mantenerse vigentes a lo largo toda la historia del género.

No fue sencillo el cambio ni atraer el gusto lector a las nuevas formas narrativas pues, según

Chandler, había una “gruesa costra de elegancia inglesa y de pseudoelegancia norteamericana”

en la forma clásica del relato detectivesco que dificultaba la aceptación general inmediata y la

posterior puesta en marcha del nuevo estilo. Sin embargo, además de las observaciones de

Chandler conviene advertir que el folletín, las dime novels y en general toda la producción

identificada como mystery ha sido, desde su origen, literatura popular con tirajes a millares y

ventas de gran escala. En ello ha jugado un papel de primera importancia el lenguaje directo, sin

rebuscamientos ni cultismos y a veces plagado de argot callejero, empleado por los personajes y

narradores dentro de esas páginas. Valdría la pena, en el espacio pertinente, ocuparnos de las

implicaciones ideológicas que la elección de tal lenguaje acarrea.


24

2.2.c) Literatura de quién y para quién

Inevitablemente debemos referirnos al tema de la recepción: los narratarios (ideales) de la

novela detectivesca clásica tienen una sensibilidad impregnada de cierto refinamiento, a quienes

Raymond Chandler trata con poca delicadeza, pues dice que estos lectores “prefieren sus

asesinos perfumados de magnolia y no les preocupa que se les recuerde que el asesinato es un

acto de infinita crueldad, aunque los que lo cometen tengan a veces el aspecto de jóvenes de la

buena sociedad, profesores universitarios o encantadoras mujeres maternales, de cabello

suavemente encanecido”. Esto es un asunto nodal para diferenciar la novela policial clásica

(“relato detectivesco formal”, lo llama Chandler) de la novela negra: la primera trivializa el

crimen; la segunda nos recuerda que “el asesinato es un acto de infinita crueldad”. Lo hace por

medio de un estilo de escritura y una visión del mundo que le es particular: un mundo donde

quienes representan la justicia pueden tener menos principios y dignidad moral que los

infractores, “un mundo en el que un juez con una bodega repleta de bebidas de contrabando

puede enviar a la cárcel a un hombre por tener una botella de un litro en el bolsillo” (Allen and

Chacko, 1974: 397-398). Las implicaciones de este fenómeno van más allá de la diferenciación

genérica, pues constituyen una realidad que pone en la mesa de discusiones los valores estéticos

que en la literatura han de considerarse válidos o superiores. Tendríamos que hacer una revisión

de la estética a la luz de conceptos sociológicos actuales, como los contenidos en Las reglas del

arte y La distinción: criterio y bases sociales del gusto, de Pierre Bourdieu (2002a y 2002b),

entre otros trabajos que se preguntan el porqué y cómo las preferencias estéticas se imponen

como un discurso enunciado desde cierta posición de poder.13 Y vayamos, finalmente, al

13
Leemos en P. Bourdieu (2002b, p. 27): “Reconocer que toda obra legítima tiende en realidad a imponer las normas
de su propia percepción, y que define tácitamente como único legítimo el modo de percepción que establece cierta
disposición y cierta competencia, no es constituir en esencia un modo de percepción particular, sucumbiendo así a la
ilusión que fundamenta el reconocimiento de la legitimidad artística, sino hacer constar el hecho de que todos los
25

principio: el punto de vista de la enunciación. Si los lectores de la novela negra son “personas

con una actitud aguda y agresiva hacia la vida”, que “no tenían miedo del lado peor de las

cosas” porque, precisamente, “vivían de ese lado”, entonces, ¿quién les ofrece el discurso que

sintonice con esa actitud?

Aunque hay varios otros puntos de comparación, tomemos los tres incisos de arriba para

cotejar sus valores con las características de Ensayo… y así conseguiremos reconocer, en parte,

la clase de novela producida por Usigli. Después haremos, con mayor brevedad quizás, un

cotejo similar, sirviéndonos de las “Veinte reglas para escribir relatos policiacos”, escritas en

1928 por S. S. Van Dine.

2.3 ¿Qué clase de novela es Ensayo de un crimen?

2.3.1) Si bien, según Raymond Chandler, Dashiell Hammett trasladó el relato policial “Del

jarrón veneciano al callejón”, sus palabras son, al paso del tiempo, expresión de la enorme

variedad de posibles escenarios en que se desarrolla esta narrativa. Lo mismo que ocurre, claro

está, con la literatura en general. Es decir, que una historia transcurra en el callejón o en un

palacio, en el bajo mundo del hampa o en los laberintos de las oficinas gubernamentales no es

determinante para considerar un texto como novela policial clásica o novela negra. Ahora lo

entendemos sin mayor dificultad: se trata más bien de un tono de contar y de una visión del

mundo; es cuestión de un tratamiento particular del asunto narrado, en general un crimen, lo que

ubica a la narrativa de uno u otro lado: novela enigma o novela negra. El espacio narrado, en

este caso la manera particular de mirar ese espacio por parte del narrador, y la manera de existir

en ese espacio por parte de los personajes, darán el ambiente, el rumbo y el tono a la historia.

agentes, lo quieran o no, tengan o no tengan los medios de acomodarse a ello, se encuentran objetivamente medidos
con estas normas”.
26

Ensayo de un crimen transcurre en la ciudad de México de las primeras décadas

posrevolucionarias. Ha terminado la primera guerra mundial y el país se encuentra en una etapa

de ajuste social. Las ideas políticas de mayor influencia en Europa (socialismo, fascismo,

incluso el concepto de eugenesia que se desarrolló en Estados Unidos y alimentó ideologías

racistas y segregacionistas tanto en Europa como en América) ejercen su influjo entre los

intelectuales mexicanos (Gonález Herrera, 2008: 58-59).14 La novela que aquí estudiamos no se

ocupa explícitamente de esas marcas históricas pero las refleja, las permite atisbar en alusiones

aquí y allá, casi siempre despreocupadas, por parte de Roberto de la Cruz, el protagonista. Sin

embargo, en la relativa (o aparente) indiferencia del personaje ante la vida social de su país y su

ciudad leemos el desencanto del mismo frente a las instituciones y frente a las personas en

general. Los encuentros con la policía develan la pobre opinión que le merecen los funcionarios

de la justicia. Pero también hay una mirada desdeñosa hacia la humanidad en general.

Habita, Roberto de la Cruz, una casa de clase media-alta durante su niñez, evocada en

ocasionales remembranzas: “Brevemente le pareció aspirar el olor de la vieja sala de familia, en

su ciudad provinciana, amueblada con una sillería francesa tapizada de terciopelo azul con

pasamanería dorada, donde él leía las Rimas de Bécquer mientras su madre hacía labor y su

hermanita tocaba el piano y su padre los contemplaba a todos en silencio.” (p. 12).

En el presente de la narración, el personaje ha heredado parte de la fortuna familiar,

pero su afición al juego y quizás su indisciplina en cuestiones económicas lo dejaron con una

14
“La palabra eugenesia fue ideada por el científico inglés Francis Galton en 1883, con la premisa de que el
conocimiento de las leyes de la herencia podía usarse para lograr mejoras importantes en la reproducción y desarrollo
de las razas. Puesto en otras palabras, la eugenesia dio cobijo a un movimiento para mejorar la raza humana y,
particularmente, para preservar la pureza de algunos de sus integrantes […] El nuevo evolucionismo que desató la
aparición de El origen de las especies de Charles Darwin en 1865 fue una poderosa avenida de influencias sobre lo
que después sería conocido como la eugenesia, la cual reconoce como su texto fundador al Hereditary Genious, del
propio Galton, que apareció en 1869”.
27

moderada suma, apenas lo suficiente para seguir apostando en las cartas. Su habilidad lo

mantiene al día y, ocasionalmente, en buena posición. De cualquier modo, vive en un estado de

añoranza en cuanto al vestido y los ornamentos domésticos, pues está rodeado de antiguallas

que él considera de buen gusto, como el hombre culto y tocado por cierta nostalgia aristocrática

que es. Sigue procurándose algunas comodidades y lujos, aunque en los modestos niveles que

su presupuesto le puede permitir:

…Las paredes estaban pintadas de negro y en una de ellas se deshilachaba pacientemente una

vieja casulla. El olor penetrante de las maderas perfumadas de los escasos muebles —copias del

Renacimiento Italiano— lo hizo reaccionar un poco. Se puso la blanca y suave camisa; se anudó

luego la corbata Croydon Knit, color vino, y al ponerse el chaleco y el saco cruzado, el tacto de

la vicuña lo hizo pensar que se trataba de su último traje gris de tela inglesa. Se encogió de

hombros, tomó un sombrero gris suave, marca Christy, y salió de la habitación después de echar

una última mirada a su cama desecha [sic], de la que colgaba hasta el suelo la colcha de seda de

Damasco adornada con galón dorado —otra antigüedad moderna— (p. 12).15

Decidimos citar el párrafo entero porque así podemos constatar dos cosas importantes:

una parte de la escenografía en esta novela se mantiene “en el jarrón veneciano”, que

mencionaba Chandler, y sin embargo no es una novela fabricada al modo de los textos clásicos

ingleses. El mismo Chandler dijo que Hammet depositó el relato policial en el callejón, pero no

tenía que permanecer allí para siempre: la novela de Usigli es una muestra de ello y su

personaje vacila entre el callejeo curioso frente al crecimiento urbano (es, pues, un flâneur) y el

mundo turbio de algunas “amistades” del bajo mundo que cultiva, no con ánimo bohemio, sino

15
Todas las citas de Ensayo de un crimen están tomadas de la edición de Lecturas mexicanas (SEP, 1986) y por ello
solo indicamos la página de donde fue tomado el fragmento.
28

en busca de sus víctimas apropiadas. La otra cosa importante que podemos constatar en el

fragmento citado es cómo va siendo construido el personaje, cómo va siendo develada su

personalidad desde muy temprano en la narración: en pocas palabras, se nos va ofreciendo el

perfil de un dandy, un hombre preocupado por su apariencia personal, su perfecta vestimenta y,

especialmente, su sentimiento de superioridad. Entre las características del dandy sobresale,

históricamente, su percepción de los otros como inferiores a sí mismo. La mirada de un

personaje como este suele colocarse por encima de los demás; las descripciones que hace

Roberto de la Cruz de personas, objetos, decoraciones y arquitectura sirven para exhibir su

conocimiento y buen gusto pero también, en buena medida, sirven para marcar la inferioridad

de quienes no son como él —y casi nadie está a su altura— ni conocen o entienden suficiente el

mundo como para juzgar los valores estéticos de la arquitectura, del vestido y el arreglo

personal. En un capítulo posterior analizaremos con mayor detenimiento al protagonista en su

peculiar dandismo.

En lugar del callejón, el bajo mundo, el prostíbulo o el ghetto, los escenarios propicios

para el crimen son, en la novela de Usigli, en primera instancia, la arquitectura que logra

capturar De la Cruz en sus paseos. Descripciones cargadas, también, de ideología y apreciación

estética. Por ejemplo el castillo de Chapultepec, construido por Maximiliano bajo la inspiración

de “la ambiciosa y admirable Carlota”. El castillo “tenía proporciones —tenía ritmo— tenía

calidad.” (p. 13) En cambio, “el hemiciclo de Juárez le parecía de pésimo gusto” (p. 14).

Los personajes —también parte del escenario— que van apareciendo en la narración

reciben significativos juicios de parte, no sólo del protagonista, sino incluso del narrador, que

guía nuestra recepción de lo narrado. Primero aparece, entre quienes reciben denotaciones más

crueles, Patricia Terrazas:


29

La señorita Terrazas tendió la mano a Roberto de la Cruz, que instintivamente la tocó apenas.

Era una mujer más bien alta, cargada de pieles y sortijas y collares y pulseras. Roberto de la Cruz

pensó: “No le falta más que la mano del molcajete”. Podría tener cuarenta años, quizás cuarenta

y cinco, aunque un examen más detenido producía el vértigo de lo insondable, y se sentía como

si, bajo el pancake que le cubría la cara, Patricia Terrazas hubiera tenido mil años (p. 26).

Es de notarse que la idea del pancake no es del personaje, sino de la voz narrativa,

impersonal en todo momento y, sin embargo, fuertemente afín a nuestro protagonista.

Encontramos además, en este breve fragmento, muestra suficiente de lo que no es legítimo (de

buen gusto) en el arreglo personal. Por simple contraste podría deducirse lo que sí es válido en

el vestido y los adornos: la elegancia sobria, pulcra, de la persona culta y de auténtica finura. El

opuesto de Patricia Terrazas no es un personaje femenino (por decir, la señora Cervantes, madre

de quien sería la esposa de Roberto y epítome de las buenas maneras y decencia). No: el

opuesto de toda manifestación de torpeza y falsa corrección de porte y vestimenta era, ni más ni

menos, Roberto de la Cruz, paseante dandy de la capital mexicana. Y, por añadidura, aspirante a

“criminal artístico”. La técnica narrativa de Usigli, para reforzar los argumentos del texto

—para conducir o manipular nuestras emociones y percepciones durante la lectura— consiste

en pronunciar los juicios morales y estéticos desde una voz impersonal, venida desde el cielo

omnisapiente del narrador invisible, que nos da la información a cuentagotas y con quien, sin

más remedio, nos identificamos como lectores. Y no tenemos alternativa, porque esa voz

narradora es nuestra única guía en ese universo inquietante donde en lugar de un héroe nos

presentan a un asesino y nos hacen convivir en su intimidad.

Podríamos seguir comentando las descripciones de, sobre todo, los personajes

antagonistas y encontraríamos siempre esa oposición entre lo bello según Roberto de la Cruz
30

contra lo grosero, la falsa aristocracia, la inmoderación en todos los habitantes “de calidad

inferior” que “están absurdamente de más en el mundo” (p. 143) y ambitan Ensayo de un

crimen. Volveremos a ello en el capítulo donde se trata el tema del dandismo.

2.3.2) Desenmascaramiento por la palabra. El texto de Chandler (“The simple art of murder”)

apunta hacia una idea del realismo en la ficción literaria. Para él, la literatura intentó ser realista

de uno u otro modo a lo largo de toda su historia. En el tiempo que le tocó vivir advirtió que

…hacía tiempo que se llevaba a cabo un desenmascaramiento más o menos revolucionario, tanto

en el lenguaje como en el material de la literatura de ficción […] Hammett aplicó ese

desenmascaramiento al relato detectivesco, y éste, debido a su gruesa costra de elegancia inglesa

y pseudoelegancia norteamericana, fue muy difícil de poner en movimiento Allen y Chacko,

1974: 395).

Chandler continúa su disertación y dice, entre otras cuestiones, que Hammett escribía

sobre aquello de lo que tenía conocimiento e información de primera mano (aunque algunos

hechos los inventó, como hacen todos los escritores). “...tenía una base en la realidad; estaba

compuesta de cosas reales”. Prosigue asegurando que los autores ingleses de novela de

detectives conocían escasamente los temas de su escritura, por ejemplo los jarrones venecianos

y los caballeros nobles de sus historias. Cierto que el autor de Cosecha roja sabía cómo era y

qué hacía realmente un detective, puesto que él había tenido ese oficio antes de ocuparse de la

escritura. Las innovaciones de Hammet iban más lejos, sin embargo, pues “devolvió el asesinato

al tipo de personas que lo cometen por algún motivo, y no por el solo hecho de proporcionar

algún cadáver […] Describió a esas personas en el papel tales como son”.
31

Hizo algo más, de primera importancia en la vida histórica de la narrativa criminal:

“...que resultase divertido escribir novelas de detectives, y no un agotador encadenamiento de

claves insignificantes”. Es decir, el enigma, el problema cuya resolución exigía la capacidad

deductiva de un cerebro dotado, dejó de ser el asunto único en torno al cual se construía el

relato y, además, muchas veces el humor es una constante de la historia.

Ya hemos dicho, páginas antes, que una virtud del género negro es su capacidad para

quitarle trivialidad a un hecho de sangre, mostrándolo en su crudeza. En lugar de “misterios

perfumados”, recrea para nosotros “un acto de infinita crueldad”. En esta característica,

también, emerge el realismo a que se refiere Chandler cuando habla del desenmascaramiento de

las palabras. Pero, sin lugar a dudas, la prosa del mismo Raymond Chandler es una muestra de

realidad en la ficción (¿hablamos acaso de verosimilitud?) a que se refiere en El simple arte de

matar. Veamos un pasaje de Adiós muñeca, donde se describe a un hombre:

Al fondo, en la penumbra, había una recepción y detrás asomaba la calva de un hombre que tenía

los ojos cerrados y las manos morenas abandonadas sobre el mostrador. Estaba amodorrado, o lo

parecía. Llevaba una corbata que quizás la estrenase hacia 1880, anchísima, con un pedrusco

verde de adorno del tamaño de una manzana. Su blanda papada se derramaba sobre la corbata en

armoniosos pliegues, y también tenían pliegues sus manos que reposaban, sosegadas y pulcras,

luciendo unas uñas clientes de la manicura, con las lúnulas grises sobre un fondo rosado

(Chandler, 1990: 20).

Aunque no sería fácil captarlo del todo en un fragmento tan breve, lo que intento

mostrar aquí es tanto la precisión en el detalle como la humanización del personaje, cuyo

carácter percibimos desde las primeras descripciones, las que lo hacen entrar en escena. Pronto

llena el plató de nuestra imaginación una personalidad, una persona compleja y definida, casi
32

tangible gracias al cuidado del narrador. La obra de Chandler abunda en demostraciones de esta

índole y en ello reside en parte la calidad notoria de su literatura.

Ahora bien, hasta qué punto la obra de Rodolfo Usigli tiene afinidades o no con esta

manera realista, cruda y divertida de contar que caracteriza a gran parte de la novela negra, es

algo que veremos a continuación. Sin embargo, conviene recordar que no existen los géneros

puros y que desde luego habrá matices en el estilo, en las gradaciones de realismo, crueldad y

humor, esas intensidades del discurso que estaban ausentes o francamente atenuadas en la

novela policial inglesa.

Empecemos por la diferencia: contra la costumbre de la novela negra, cuyo lenguaje

suele semejar el habla de la calle y del mundo informal de los criminales y sus perseguidores

(muchas veces tan parecidos, a pesar de su lugar opuesto en la jerarquía social), Ensayo de un

crimen está construido con una prosa cuidada, cuyo español corresponde más bien a la

Academia, al lenguaje de un hombre culto y de ninguna manera al hampa ni a la jerga de los

agentes del orden, con o sin uniforme. Quien haya tenido un roce o encuentro con algún cuerpo

policiaco mexicano (o de cualquier otro país), sea cual fuera la causa, lo sabe; un policía no

dice: “...Pero los crímenes son como los libros: unos los escriben a tiempo y otros los copian.

Usted quería ser un gran criminal como otros quieren ser grandes escritores o grandes policías,

y se quedan en la aproximación. Yo también estoy en su caso. No he podido ser un gran

detective” (p. 301).

En sus descripciones de la ciudad y de los interiores, en la caracterización de personajes

y en las crónicas, memorias, reflexiones que pueblan su novela, Usigli emplea un lenguaje

pulido, gramaticalmente exacto y de un léxico que podríamos llamar “propio” en el campo de


33

las normas general y culta del idioma español.16 Tal vez lo único que esto significa es que no

aparecen palabras de argot del bajo mundo, de los barrios pobres o del caló del Distrito Federal.

Está ausente en la intención de Usigli toda imitación de lenguaje rudo, inculto, como es

frecuente que lo haya en los pulps de la narrativa negra norteamericana.

Según mi opinión, esto se debe a la formación personal del escritor y a ambiente la

peculiar formación del canon artístico en México. La literatura española de todos los tiempos ha

oscilado siempre en dos bandos: uno, popular y capaz de llegar a extremos procaces;

considérese, para ofrecer un ejemplo lejano, La lozana andaluza (ca. 1528), de Fancisco

Delicado (y, desde luego, toda la picaresca). Otro, creyente de la superioridad que hay en las

letras de cierto decoro. La épica medieval, por ejemplo, se adornó con las complicaciones del

verso rimado y competía en dignidad con las letras cultas (el mester de clerecía) a pesar del

metro irregular de, por ejemplo, El poema del Cid. Don Quijote adornaba su discurso con giros

retóricos y con los elementos de la novela caballeril, dando verdaderas lecciones al simple y

menos informado Sancho. El Siglo de Oro nos dio un teatro popular de cuidado manejo

idiomático y la picaresca del viejo y del nuevo mundos se sirvieron en ocasiones de la jerga

vulgar como materia constructiva. De la mitad del siglo XX en adelante sí se encuentran

muestras, al menos en México, de textos cuyo lenguaje imita con mayor o menor suerte el habla

16
Me atengo, en lo relacionado con los conceptos de “norma general” y “norma culta” del lenguaje, a las sencillas y
precisas explicaciones de don Antonio Alcalá en su librito El concepto de corrección y prestigio lingüísticos (1984),
de donde extraigo este fragmento apenas elemental: “Mientras la norma vulgar o norma baja cambia con mucha
facilidad las formas de expresión, la norma culta cuida la permanencia de los significados en los mismos
significantes. Esto le da estabilidad, lo que a su vez permite el estudio lento y sistemático de la lengua y una mayor
posibilidad de comunicación, por lo menos, numéricamente hablando.” (p. 45). Esta oposición entre norma baja (que
sirve como vehículo de comunicación a un número limitado de hablantes, por ejemplo en un barrio o una región
serrana determinada) y norma culta (el idioma que puede ser entendido por habitantes de amplias zonas geográficas y
que es empleado principalmente por escritores y comunicadores), aunque no deja de ser problemática, goza de
consenso y nos sirve como herramienta de trabajo.
34

popular y son aceptados como literatura, con independencia del juicio que merezcan por parte

de la crítica. Entre ellos Chin-Chin el teporocho (Ramírez, 1972), Las aventuras de Eddy Tenis

Boy (Villegas, 2006) y Pasito tun tun (Rubio, 2006) son sólo algunos ejemplos, en diversos

registros, de lo que venimos diciendo.17 Usigli, por su parte, y con él los escritores del grupo

más influyente en la escritura artística mexicana —me refiero a los Contemporáneos—,

eligieron el camino de la expresión pulcra, el lenguaje culto de quien ha tenido lecturas y viajes.

¿Ocurre, pues, de algún modo, ese desenmascaramiento por medio del lenguaje y los

materiales, mencionado por Raymond Chandler, en la obra de Usigli? Sólo nos puede responder

la novela misma, en determinados pasajes, por lo que habremos de volver otra vez sobre

fragmentos del texto. Anticipadamente diré que en el discurso narrativo de Ensayo... hablan

varias voces de Roberto de la Cruz (o de Rodolfo Usigli). Una de ellas es la nostalgia

aristocrática, manifestada en los segmentos, abundantes, donde se comentan con filo crítico los

monumentos nacionales, la arquitectura de ciertos edificios, el buen o mal gusto en el vestir de

los personajes; hay asimismo descripción de joyas, objetos,18 perfumes y modales como signos

de buen gusto, esto es, el gusto aristocrático, aunque no se lo mencione con ese nombre. En esa

crítica del vestido y los modales, así como en el retrato detallado de los personajes a quienes se

17
Hemos de hacer algunas precisiones: De los tres libros mencionados, el primero es ajeno al género policiaco; su
lenguaje es, en todas las páginas, imitación o calco del habla popular característica del barrio de Tepito, en la capital
mexicana. El segundo, Pasito tun tun, recrea la narcoviolencia mexicana desde la experiencia viva en que se vio
envuelto su autor; los personajes hablan ahí tal como los escuchó Guillermo Rubio, según ha declarado en el prólogo
y entrevistas, en su medio real (esto es, el texto intenta recrear el mundo de un narcotraficante); en el tercero, lo que
tenemos es parodia humorística de la novela detectivesca, y algunos de los diálogos y monólogos recrean un habla
coloquial. Esta vertiente humorística y paródica de la narrativa policiaca tiene por fundador, en México, a Pepe
Martínez de la Vega, como nos lo hace ver Vicente Torres en la cuarta de forros de Las aventuras de Eddy Tenis Boy,
además de la información que nos proporciona al respecto en Muertos de papel (2003).
18
Un ejemplo: en la página 177 de Ensayo..., leemos: “Al dejar el libro sobre la mesa, Roberto de la Cruz vio en ella
un magnífico puñal en su vaina de viejo cordobán. La empuñadura era una cruz de zafiros y rubíes, y la pieza era
indudablemente florentina”.
35

ridiculiza en la novela, hay un evidente “desenmascaramiento” de ciertas costumbres, se pone

en tela de juicio el criterio estético pero, sobre todo, la superioridad aparente de personajes

cuyos modelos de carne y hueso podríamos encontrar sin mucho esfuerzo en la vida cotidiana.

La relación de Roberto de la Cruz con otras figuras del texto no tiene como único fin

presentarnos caricaturas humanas, sino que constituye, sin lugar a dudas, crítica social. Él

aborrece, sobre todo, la falsedad: la falsa aristocracia de Patricia Terrazas, vulgar hasta el

exceso; la falsa “nobleza” del Conde Schwartzemberg, que ni era conde ni tenía tal apellido; la

falsa justicia mexicana, tan miope que primero condena y ejecuta, que emplear inteligencia y

recursos criminológicos para llegar a la solución en un caso de asesinato. Así ocurrió, por

ejemplo, con José Asturias, ejecutado por el vergonzoso método de “ley fuga”, virtual y

“secreta” pena de muerte mexicana que aún muchos connacionales recuerdan. Después de su

ejecución, se descubrió que él no había matado a Patricia Terrazas.

Pero hay otros momentos discursivos en que la novela, o mejor dicho, uno de sus

registros (una de sus voces), se asoma a la realidad social y la comenta de modo tácito; tal

ocurre con la dignificación de Lavinia, la casi amante, amiga y, finalmente, víctima imaginaria

de Roberto.19 En cierta ocasión, estaban Roberto y su amiga conversando en la calle y fueron

vistos, casualmente, por la señora de Cervantes, la distinguida amiga de Roberto que sería, más

adelante, su suegra. La señora Cervantes tuvo la cortesía de halagar la belleza de Lavinia e

invitarla a una próxima fiesta en honor de su hija Carlota, que estaba por casarse con el rival de

Roberto, Felipe Inclán. Lavinia, que tenía “una historia absolutamente vulgar” (p. 138) y

además era algo ignorante y no exactamente distinguida, respondió sobre esa invitación, estando

a solas con Roberto, lo siguiente: “—¡Ni loca! La mejor manera de pagarle su invitación es no

yendo. Así cumplimos las dos”. Y es que esta mujer bella pero sin clase era bien consciente de

19
Dato curioso: una hija de Rodolfo Usigli recibió por nombre, precisamente, Lavinia (Casas, 2001: 167).
36

su inferioridad ante la otra dama, si nos atenemos a su propio comentario: “—¡Qué guapa

señora! ¡Y qué distinguida! Es la primera persona decente que me invita a una fiesta.

¡Pobrecita!” Lavinia, además, tenía cierta timidez en la sonrisa que “es la aguja en el pajar, la

perla en el estercolero, y que sólo se encuentra intacta en algunas mujeres perdidas” (p. 137). En

resumen, la escena es un retrato de los valores sociales vigentes en la época y presente en la

ideología del personaje.

Entre diversos ejemplos a lo largo de la obra, llama la atención este pasaje que

transcribimos del primer capítulo:

Como siempre, había mucha gente acumulada en la puerta del Sanborn’s, y niñas bien que

cruzaban desde el templo de San Francisco para ir a desayunar chismes en la protestante casa de

los azulejos, sin ver jamás el fresco pintado por Orozco. Saludó al paso a dos o tres personas.

Las indias vendedoras de tejidos discutían con los turistas.

—Guan peso.

—Oh, nou, fifty centavos.

Era como siempre. México invadido por extraños; pero ahora se invertían los papeles: el

conquistador turista era el conquistado.

De igual tenor será este pequeño episodio, correspondiente al capítulo en que De la

Cruz estuvo en prisión por primera vez:

—Es una cuerda para las Islas Marías.

Roberto de la Cruz se volvió con sobresalto. Detrás de él estaba uno de los presos de distinción,

acusado de haber substraído una gran suma del Banco del Estado. Miraba el espectáculo con
37

cierta estúpida satisfacción: la de sentirse a salvo de aquella contingencia, y añadió con tono de

superioridad:

—Pobres diablos.

Veamos, por último, este momento en que nuestro protagonista, en un pasaje más bien

melodramático de la novela, hace algo aparentemente tranquilizador de su conciencia. Para no

hacer una cita extensa, resumiré: José Asturias fue el hombre acusado de asesinar a Patricia

Terrazas, debido al testimonio del mismo Roberto, quien lo había visto salir de casa de la

occisa. Por intrincadas casualidades lo reconoció en la penitenciaría, cuando ambos estaban

presos. Gracias a esa denuncia, Asturias recibió el innoble tratamiento de la ley fuga. Antes de

morir (pues ya anticipaba su suerte), escribió una carta a Roberto, asegurándole su inocencia y

perdonando a su delator porque, decía la carta, “usted tuvo que decir que me había visto para

poder salvarse y no le guardo rencor”. En la carta pide también que cierto dinero, sesenta pesos

ganados con trabajos en la penitenciaría, sea recogido por Roberto: “A usted le ruego ahora que

los recoja y que si es necesario complete lo que falte para comprarle un radio a mi madrecita...”

De la Cruz estuvo a punto de llorar y mandó el radio más quinientos pesos a la anciana (216-

217).

De los casos arriba citados, más otros dispersos en el texto, inferimos que el lenguaje y

los materiales desenmascaradores (como dice Chandler), es decir, los elementos de realismo y

crítica social, si existen en nuestra novela, no se manifiestan por un lenguaje crudo, de la calle,

como en la novela negra norteamericana de la época. Sin embargo, sí hay mirada crítica y

posición ideológica frente a las clases pudientes, frente al sistema de justicia, la desigualdad

social e, incluso, frente a la presencia norteamericana en México. Esos rasgos, sólo en

apariencia aislados en el decurso del texto, lo separan de la novela policial clásica, de cuño
38

inglés, y lo acercan al género cuyo modelo es la novela negra norteamericana. Además,

convierten a Ensayo de un crimen en una obra clave para conocer las inquietudes ideológicas y

estéticas del autor, así como las convenciones sociales imperantes en el tiempo histórico de la

narración y la actitud de “el caballero Usigli” ante ellas.

2.3.3) A quién se dirige, de quién procede la literatura policial del género negro. Veamos

finalmente algunas cuestiones relativas al punto de vista del narrador y su posible narratario, es

decir, el tema de la recepción. Como seguimos con los preceptos chandlerianos, que tomamos

prestados para reconocer si estamos ante una novela del género negro, recordemos que el

norteamericano escribía para la gente que no temía al lado violento de la vida (Allen y Chacko,

1974: 396):

Él escribió al principio (y casi hasta el final) para gente con una aguda, agresiva actitud ante la

vida. Ellos no tenían miedo al lado ingrato de las cosas: ellos vivían allí. La violencia no los

desmayaba: la tenían allí mismo, calle abajo [traducción nuestra].

Precisamente esa violencia era la que disgustaba a Borges cuando veía la evolución del

género policiaco. Pero ahí está la clave de la diferencia: el público al que se refiere Chandler en

el pasaje citado está formado por gente de la calle, ahí en el lado en que la muerte es el pan de

cada día. Ellos, más otros que no se asustan con esa realidad agresiva del relato. El relato de

realismo crudo y lenguaje agresivo que se difundió en los pulps, en Black Mask y otras

publicaciones, con todo y ser un producto de alto consumo (y bajo precio), fue campo propicio

para la expresión de grandes artistas, entre los que sin duda estuvieron Hammett y Chandler.

Además, es una literatura que incursiona en temáticas previamente soslayadas por la vertiente

inglesa: corrupción judicial, moral, dilución de las fronteras entre “buenos” y “malos”. Quizás
39

la novela negra reveló cierto maniqueísmo involuntario en el modelo inglés. Quizás el punto de

vista del narrador —la posición social y el medio en que se desenvuelven, por ejemplo,

Sherlock Holmes, Monsieur Poirot o el Padre Brown— es necesariamente ajeno a la calle y sus

riesgos. El mundo perfumado o suntuario de esas narraciones tiene entre sus encantos la

omisión de la naturaleza humana cabal, con sus fealdades físicas y morales. En ese sentido, me

parece, el género negro presenta una visión integral del mundo y de la vida; es natural que haya

resultado ingrato a ciertas sensibilidades. Así debió molestar (supongo), en su momento, esa

otra forma de realismo que fue el movimiento naturalista, encabezado por Émile Zola.

Ensayo de un crimen es una obra inserta, en primera instancia, en la tradición literaria

mexicana. Su lenguaje y materiales, sus preocupaciones y modos estéticos se apoyan sobre la

narrativa producida hasta esa época. ¿Cómo es esa tradición prosística, a grandes rasgos? Si

consideramos la herencia española, recordaremos que el Siglo de Oro estuvo entre las

influencias más poderosas, en la naciente identidad mexicana, con manifestaciones tan notables

como Carlos de Sigüenza y Góngora, su prima Sor Juana Inés de la Cruz y, muy cercano a ellos,

el dramaturgo Juan Ruiz de Alarcón. A la sombra de estos gigantes floreció una literatura de

inevitable cuño preciosista, barroco y erudito. Para el mundo intelectual novohispano, esos

fueron modelos señeros de lo que podía llamarse, con dignidad, literatura.

Claro que antes estuvieron las Cartas de relación, de Cortés, las crónicas de Indias y los

Diarios de Colón, aunados a los esfuerzos conquistadores por medio de la palabra: el teatro

evangelizador, en primer término. La gran importancia de la palabra escrita, impuesta a un

pueblo cuya tradición comunicativa era fundamentalmente oral, explica en buena medida el

poder y la autoridad sobrehumana que las letras representaron desde un comienzo en las

nacientes sociedades americanas, acabado el periodo de civilizaciones nativas. José Miguel

Oviedo (2001, I: 74-75) lo ilustra con aguda precisión en su obra:


40

La noción de autoridad, en sus dos sentidos de sujeto del poder y de productor de textos, es

esencial para entender la figura del conquistador-cronista o del funcionario-testigo, y explica la

forma inextricable en que se mezclan la política imperial, las necesidades de la historia y la

urgencia narrativa en estos años […] La conquista fue un acontecimiento histórico que se

desplegó en una vasta constelación de actos verbales y manifestaciones textuales. La crónica está

entre las primeras.

Contrasta con lo anterior la indudable presencia del romancero español, que vino a

integrarse a la cultura popular, en el caso de México, principalmente en la expresión cantada del

corrido, de profundo arraigo y valor social. Al contrario de Argentina, donde una forma poética

y un lenguaje de fácil acceso a la sensibilidad del pueblo sencillo pudo florecer y convertirse en

verdadero himno popular —me refiero, desde luego, al Martín Fierro—, en México la forma

métrica romanceada se quedó en el medio “inculto”, en su mayor profusión. No deja de haber,

claro está, muestras de arte menor20 en la obra de grandes poetas, pero sin duda el prestigio

mayor lo tiene, de Sor Juana a Octavio Paz, el endecasílabo. Una cantidad de los poemas

mexicanos más importantes así lo atestiguan: El “Primero sueño” (Sor Juana), “Muerte sin fin”

(José Gorostiza), “Canto a un dios mineral” (Jorge Cuesta), “Piedra de sol” (Octavio Paz) y

algunos otros grandes textos fueron compuestos con base endecasilábica, cuando no

exclusivamente en ese metro.

Por la historia del pensamiento y las letras hispanoamericanas transcurren

acontecimientos como la influencia educativa de los jesuitas, el influjo de la Ilustración, las

filosofías que dieron perfil al mundo: todo ello formó parte de la literatura, de manera más o

20
Esto es, los versos comprendidos “entre las dos y las ocho sílabas” (Quilis, 2004: 55), como los romances,
romancillos, villancicos, endechas, letrillas, liras, odas y muchas otras formas, generalmente populares.
41

menos directa. De esa erudición intelectual, de ese prestigio y de esa idea de lo estético-literario

proceden las formas canónicas de la narrativa mexicana. Si nos ceñimos a la primera mitad del

siglo veinte, específicamente al tiempo y el medio que rodearon a Rodolfo Usigli durante su

formación como escritor, es obligado considerar la existencia de figuras como Salvador Novo,

Xavier Villaurrutia y el grupo de los Contemporáneos: la prosa más perfecta, la poesía de

mayores alturas se producía entre esos autores, algunos de los cuales eran, además, verdaderos

dandis de la intelectualidad mexicana.

A los consumidores de esa literatura de tradición refinada (o, por decir lo menos,

canónica) se dirige la narrativa de Usigli, como la mayor parte de las letras “de calidad” en este

país. Sus narratarios deben ser, además de conocedores del arte literario, lectores de espíritu

crítico. Es decir, Usigli no escribe su novela encerrado en una torre de marfil, como no lo hizo

con su dramaturgia, cuyos temas y tratamientos fueron duras críticas políticas o polémicos

enfoques de la historia. Ensayo… contribuye, de manera especial, a que México ingrese en uno

de los movimientos literarios más importantes del siglo XX, y cuya importancia parece resurgir

e incrementarse en los primeros años del siglo XXI. Por su origen, es decir, el modelo

norteamericano que dio vida a la novela negra, Ensayo de un crimen corresponde a este género

(o subgénero, si se prefiere llamarlo así). Por su lenguaje, se inscribe en la tradición de prosa

estéticamente cuidada que constituye el canon literario mexicano.

2.4 Un cotejo de S. S. Van Dine

Creador de un personaje famoso en el universo detectivesco, llamado Philo Vance, Van Dine

escribió, además de una abundante obra narrativa, sus “Veinte reglas para escribir relatos
42

policiacos”.21 El credo de Van Dine (su verdadero nombre fue Willard Huntington Wright)

apareció por primera vez en la American Magazine, en septiembre de 1928. Estos preceptos (si

se pueden llamar así) sobre los deberes del autor de narrativa policiaca tienen interés para una

de las tesis que necesariamente presuponemos al trabajar Ensayo de un crimen como

perteneciente al género policial, más inclinado hacia la vertiente negra. Quizás el cotejo de estas

reglas con la obra de Usigli nos lleve a matizar la ubicación del texto y a la constatación de que

no hay, a fin de cuentas, géneros puros. Menos aun cuando se trata de una obra bien escrita, con

preocupaciones que exceden la simple imitación de un modelo.

Para no transcribir en extenso el artículo de Van Dine, resumiremos sus postulados para

hacer de inmediato el comentario comparativo con la novela de Usigli. Muy pronto, después de

su publicación, se hizo notoria la debilidad que el tiempo le habría de conferir, pues el género

sufrió transformaciones que ponen en tela de juicio algunos de los puntos expuestos por el

novelista en su momento. Vamos, pues, a la transcripción resumida de las “veinte reglas”:

El relato policiaco es una especie de juego intelectual […] para escribir historias policiacas hay

unas leyes muy definidas, quizás no escritas, pero obligatorias. […] A saber:

El lector ha de tener iguales oportunidades que el detective para resolver el misterio. Todas las

pistas deben ser completamente mostradas y descritas.

No se debe hacer caer al lector en ninguna trampa o despiste que no sean las legítimamente

puestas por el criminal al propio detective.

No debe haber intriga amorosa […]

21
Entre muchos sitios donde pueden encontrarse estas reglas, proporciono esta dirección de la blogósfera:
http://telaranadehielo.blogspot.com/2007/09/reglas-de-la-novela-policaca-ss-van.html
43

Ni el detective, ni ninguno de los investigadores oficiales, podrá nunca revelarse como culpable

[…]

El culpable debe ser determinado por deducción lógica, no por accidente, coincidencia, o

confesión sin motivos […]

La novela policiaca debe tener un detective, y un detective no es un detective hasta que detecta

algo. Su función es reunir pistas que deben conducir hasta la persona que hizo el trabajo sucio en

el primer capítulo […]

En una novela policiaca tiene que haber un cadáver, y cuanto más muerto esté el cadáver, mejor

[…]

El problema del crimen debe ser resuelto con medios estrictamente racionales.

No debe haber más que un detective, esto es, un protagonista de la deducción, un deus ex

machina […]

El culpable debe ser una persona que ha formado parte más o menos importante de la historia

[…]

Un sirviente no debe ser escogido por el autor como culpable […]

Debe haber un solo culpable, sin importar el número de crímenes que se cometan […]

Las sociedades secretas, mafias, et al., no tienen sitio en una historia policial. Un asesinato

fascinante y realmente hermoso es arruinado irremediablemente por cualquier culpabilidad

compartida […]

El método del asesinato, y los medios para detectarlo, deben ser racionales y científicos. Esto es,

la seudociencia y los instrumentos puramente imaginativos y especulativos no han de ser

tolerados en el roman policier […]

La verdad debe estar continuamente a la vista, para que la astucia del lector pueda llegar a

detectarla […]
44

Una novela policiaca no debe contener largos pasajes descriptivos, ni profusión de adornos

literarios, ni trabajados análisis de caracteres, ni preocupaciones “atmosféricas” […] debe haber

las descripciones y dibujo de personajes justos para darle a la novela una verosimilitud.

Un delincuente profesional nunca debe cargar con la culpa en una novela policiaca […] Un

crimen realmente fascinante es el cometido por un sacerdote o un caballero famoso por sus actos

de caridad.

En una novela policiaca, el crimen no debe resultar nunca un accidente o un suicidio […] Los

móviles de todos los crímenes en las novelas policiacas deben ser personales. Los complots

internacionales y las políticas de guerra pertenecen a una categoría diferente de ficción —a las

historias de espionaje, por ejemplo—.

Y (para darle a mi credo unas puntualizaciones finales) incluyo una lista de algunos trucos en los

que ningún escritor de historias policiacas que se precie se permitirá caer […]: a) Determinar la

identidad del culpable comparando la colilla dejada en el lugar del crimen con la marca fumada

por un sospechoso. b) La falsa sesión espiritista para asustar al culpable y forzar su confesión. c)

Falsas huellas dactilares. d) La coartada de la figura simulada. e) El perro que no ladra y con ello

revela el hecho de que el asesino es familiar. f) La acusación final contra un gemelo o un

pariente que se parece exactamente a la persona sospechosa, pero inocente. g) La jeringa

hipodérmica con droga somnífera. h) El crimen en una habitación cerrada por dentro. i) El test de

asociación de palabras para descubrir al culpable. j) La carta en clave que es desentrañada por el

detective.

Estas reglas “obligatorias” se verán cumplidas, por lo menos parcialmente, en algunas

novelas clásicas del género, en su modelo inglés. Sería cuestión de examinar punto por punto

para ver si es aplicable todo el formulario, íntegro, a más de un relato policial. No es nuestro

cometido. Es fácil darse cuenta de que las reglas dejan fuera muchísimas posibilidades que en la

vida práctica del género policial se han presentado. Por lo pronto, llama la atención la mirada
45

lúdica hacia el crimen (literario, se entiende) como hecho artístico. Así lo dice la introducción a

estas “reglas”: “El relato policiaco es una especie de juego intelectual...” Y, en el punto 13: “Un

asesinato fascinante y realmente hermoso...”. Como juego intelectual entiende Borges la gracia,

o una de las gracias, del relato policial. Ir más allá, es decir, entrar en la violencia y el

“realismo” de lo sexual y lo sanguinario es anular el género policiaco, según el maestro

argentino. La idea de asesinato como acto “bello”, es decir, como acto estético, procede de

Thomas de Quincey, según hemos visto. La mayor parte de los puntos de este formulario son

aplicables a la novela de detección, esto es, la novela enigma, también llamada novela

problema. Van Dine está diciendo: “he aquí cómo se define el género clásico de narrativa

detectivesca”. ¿Se aplica su credo a la novela de Usigli?

De los puntos 1 y 2 (lamento que este método de examen obligue al vaivén arriba y abajo

por las líneas del texto) podemos prescindir, porque el asunto de Ensayo... tiene escasa relación

con un misterio que debe resoolvese: su trama es un viaje con el criminal, casi desde el interior

de su conciencia, por los caminos que lo llevan a su sangriento destino. El punto 3, que estipula

una especie de ascetismo sexual del protagonista, no se ve cumplido aquí, pues Roberto de la

Cruz busca la compañía de las mujeres bellas, casi como trámite social de conveniencia, pero

también con una idea definida del “buen gusto”, de cierto refinamiento aristocrático y cierta

repulsión ante la vulgaridad femenina. Esta vulgaridad consiste, como inferimos del discurso

narrativo, en ignorancia, escaso roce con la sociedad rica, pobreza económica. Aún con algunos

toques de gracia natural, de sencilla elegancia, una mujer no se salva de la mediocridad que le

confiere su origen, como el claro caso de Lavinia, verdadera frontera moral para el complejo

personaje principal de la novela. Si cometemos el arbitrio de buscar un vínculo de este

personaje con la vida personal de Rodolfo Usigli, encontraremos la curiosa coincidencia de que

el maestro puso ese nombre a su hija: Lavinia. Quizás no sea tan arbitrario establecer paralelos
46

entre la obra y su autor porque Vicente Torres (2003: 30), cita un texto muy revelador de Usigli,

en donde expresa su autoconciencia como “un ser de selección”, socialmente aislado, que solo

podrá acercarse a los hombres mediante “un gran crimen o una obra gigantesca”: se trata de un

discurso muy similar al de Roberto de la Cruz, quien se comprende obligado a un destino

extremo: entre la criminalidad y la santidad.

Los puntos 5 y 6 reafirman la necesidad de un trabajo deductivo a cargo de un detective

que llega al meollo de un crimen y soluciona el enigma reuniendo las pistas que sigue

usualmente un investigador. Ensayo… es, en definitiva, otra cosa, pues no seguimos los

laberintos lógicos de un policía o un private eye;22 no hay, de hecho, misterio que solucionar,

sino una convivencia con el criminal esteta y perturbado mental que, a fuerza de pensar y sentir

con él a lo largo de sus vicisitudes, se vuelve nuestro amigo y nos duele la desgracia especial

que debe soportar, aunque no compartamos esa convicción de que alguna gente “debe morir

porque está de más en el mundo”.

El punto 7 prescribe la necesidad de un cadáver en la historia para poder considerarla

dentro del género policial. Bien, Ensayo… ofrece, por lo menos, tres, el último de los cuales nos

duele más por su cercanía con el protagonista y porque no adolecía de la “vulgaridad” que hubo

en los anteriores personajes asesinados.

22
Esta afirmación es una verdad relativa: el asunto central de la trama gira en torno a Roberto de la Cruz, de quien no
tenemos necesidad de sospechar, pero su vida transcurre un poco al margen de asesinatos que alguien está
investigando y, en algún momento, habrá de aclarar: el private eye es Vicente Herrera, quien también vigila los
movimientos de nuestro protagonista, aunque a veces parece justificar sus inclinaciones violentas.
47

El 8, el 9 y el 12 otra vez presuponen un modelo clásico de detección, pero el 10 ordena

que el culpable sea un personaje importante en la trama del relato. Ensayo cumple con creces: el

héroe es también el criminal, es decir, tenemos la historia de un antihéroe.23

De los puntos restantes, importa el 15, porque, en efecto, la verdad (o la parte que nos

interesa de ella), es conocida desde el principio: sabemos quién es el asesino principal o al

menos pretende ser, desde las primeras páginas, el gran criminal de la historia. Y el 16 resulta

especialmente crítico, pues Usigli hace pasajes descriptivos medianamente largos sin hacer con

ello traición del género. En realidad, si damos valor a las opiniones de Jorge Luis Borges (2005:

452) sobre la novela policial, para quien es injustificada la extensión que alarga un tema simple

mediante el artificio de hacer una novela, Ensayo… podría pasar por novela costumbrista:

He sospechado siempre que determinados géneros literarios comportan un error esencial. Uno de

esos géneros es la fábula […] Otro género que raras veces me parece justificado es la novela

policial. En ella me incomodan la extensión y los inevitables ripios. Toda novela policial consta

de un problema simplísimo, cuya perfecta exposición oral cabe en cinco minutos y que el

novelista —perversamente— demora hasta que pasen trescientas páginas.24

Agrega el argentino que si las razones de ese alargamiento no son comerciales (“la

necesidad de llenar el volumen”), estaremos ante otro tipo de novela, no policial, sino “una

variedad de la novela de caracteres o de costumbres”. Algo de novela de costumbres puede

tener Ensayo de un crimen, pero no seríamos precisos dándole ese carácter puesto que, a fin de

23
El punto 11 es solamente accesorio, pero el 13 ha sido negado en por lo menos un caso mexicano: El complot
mongol, de Rafael Bernal, que funciona aceptablemente como novela negra, sin importar que se vean implicados, en
la historia, problemas de política nacional y de aparente espionaje internacional.
24
El artículo citado es “Dos novelas policiales” (loc. cit.).
48

cuentas, el tema que funciona como eje del texto es el crimen, y no un crimen particular, sino la

obsesión del protagonista por llevarlo a cabo de la manera más “gratuita” y estética posible.

Podríamos aplicar a esta novela lo que dice el mismo Borges, líneas adelante, en su ensayo:

“…que si hay un agrado especial en la perplejidad y el asombro, lo hay también en seguir la

evolución de un proceso previsto” (idem). Los pasajes descriptivos, el recorrido que hace

nuestro protagonista por los barrios y antros de la ciudad de México,25 cierto, desplazan la

ubicación genérica de esta novela, porque no se queda en una simple ficción “de consumo”,

sino que aspira al prestigio de la gran literatura mexicana —y lo consigue.

En pocas palabras, Ensayo... no es “la odisea de una investigación”, como

correspondería a un texto del género “intelectual” como lo llama Borges, o “policial clásico”,

como es frecuente que llame la crítica a los relatos y novelas que siguen el modelo inglés hasta

nuestros días. Tampoco podríamos afirmar que se trata de una novela negra en toda la pureza

del género. Ni es fácil definir con exactitud inequívoca al género negro. Ensayo de un crimen es

una novela de transición, más cargada hacia la corriente representada en sus inicios por Dashiell

Hammett y Raymond Chandler. Tomaré prestadas algunas palabras del Dr. Ricardo Vigueras

(2010), conocedor y entusiasta del género policial, para resumirlo: la obra de Usigli está “[…]

ubicada como una obra de transición entre la novela tradicional inglesa y la novela negra. De la

primera toma los escenarios, los caracteres, las costumbres, la clase social que dibuja; de la

25
Comenta el Dr. Vicente Torres (2003: 31): “A Ensayo de un crimen se le ha reconocido como un testimonio de la
vida social de México a finales de los treinta y comienzos de los cuarenta del siglo XX […] Sin embargo, a pesar de
que se ha puesto énfasis en lugares distinguidos como la terraza del Hotel Reforma, Lady Baltimore, El Patio,
Samborns de Madero […], no se ha destacado que Usigli también registra lugares menos chics, como un bar gay de
Santa María la Redonda (el Club de los Locos, de la Plaza de Garibaldi, para ser exactos), algún sitio semiclandestino
de Correo Mayor en donde se bebía anís y se fumaba en naghileh y, fundamentalmente, el cabaret Leda, de Doctor
Vértiz 118 (más tarde bautizado como Club de los Artistas)...”
49

segunda acepta tomar al asesino como centro de la trama, la introspección psicológica, la

inexistencia de un detective protagonista...”

Aún podríamos aludir, en aras de esta indagatoria sobre el género de Ensayo..., a las

palabras del más prolífico productor de novela policial en México, Paco Ignacio Taibo II, a

quien se atribuye la siguiente definición, que tomamos de la librería virtual Negra y

Criminal.com:

Una novela negra es aquella que tiene en su corazón un hecho criminal y que genera una

investigación. Lo que ocurre es que una buena novela negra investiga algo más que quién mató o

quién cometió el delito, investiga la sociedad en la que los hechos se producen. Empieza

contando un crimen, y termina contando cómo es esa sociedad (Salado, 2000).

¿Acaso necesitamos más palabras para reconocer la compleja combinatoria que en

nuestros días asocia diversos géneros y estilos en el universo de la literatura policial e, incluso,

de otras literaturas o corrientes? Ensayo de un crimen, desde esta simple perspectiva ofrecida

por un indudable experto en el tema, es una novela negra.


50

Capítulo 3
Filosofía del texto
51

3.1 Humano superior / inferior

El Dr. Ricardo Vigueras (2010) ha comentado aspectos presentes en la novela negra y que sin

duda aparecen de manera importante en la narración de Usigli. Uno de ellos es la argumentación

moral acerca del bien y el mal: el personaje ficcional Roberto de la Cruz manifiesta un desdén

por cierta clase de personas, como hemos visto, por su falsedad, fealdad y mediocridad. De la

Cruz enjuicia a los personajes que observa, hace una clasificación (¿una taxonomía humana?) y

decide quién tiene clase, quién es vulgar, quién está de más en el mundo. Así, la esnob y

escandalosa Patricia Terrazas, el “seboso” conde Schuartzemberg son tan desagradables, tan

ajenos a su gusto, que decide practicar en ellos su vocación criminal, pero también reprueba

otras personas que casualmente ve en sus recorridos por la ciudad. En la novela, que tiene

pasajes de indudable carga ideológica, no sólo De la Cruz hace juicios morales: el ex inspector

Herrera, detective que investiga en la sombra y casi en total silencio, dice que la gente puede

morir porque ese era su destino. Escuchemos sus palabras, en una conversación con nuestro

protagonista:

[…] Va a parecerle cursi esto que le voy a decir: toda la gente tiene un objeto y un destino.

Vemos a un hombre comercial con éxito, y parece que ése es su objeto; tiene una gran tienda, su

trabajo lo relaciona con todo México, goza atendiendo a sus clientes. Pero, ¿cuál es su verdadero

objeto en la vida?

Mojó su cigarro y lo encendió.

—Puede ser una mujer, la suya o cualquiera otra. Puede ser su hijo, puede ser su madre

quien lo hace trabajar así; pero algo o alguien es su objeto. En el mundo no hay nada

desinteresado, nada gratuito.

Roberto de la Cruz sonrió para sí, tan imperceptiblemente que le molestó verse

descubierto de nuevo.
52

—Aunque se sonría usted, amigo. Y, para seguir con mi ejemplo, ese señor de la tienda

puede ser casado, adorar a sus hijos, amar su negocio. Y parece que para eso nació, que ése es su

destino. Una noche se equivoca de calle o de gente, le dan una puñalada o un tiro, y la gente

piensa que es absurdo. Pero, en realidad, ése era su destino (pp. 46-47).

Líneas abajo, esa visión fatalista es aplicada a la anticipación (o, en términos retóricos,

prolepsis) sobre el destino de la primera persona que habrá de fallecer en la trama. Nuevamente,

es Herrera quien toma la palabra: “Por eso le aconsejo que evite a Patricia Terrazas. Está

marcada, es una persona que acabará mal y que aun después de acabar, seguirá molestando a

todo el mundo”. Esta figura femenina es quien recibe el peor enjuiciamiento moral de todos los

personajes que pueblan el relato. Presume, quizás falsamente, de sus amoríos con un ex rey de

España; daña con sus habladurías a la persona “más fina” de esta narración: la señora de

Cervantes; se rodea de amistades de mala reputación; y, pecado mayor en la moralidad de esta

novela, es homosexual.

Pero los juicios del protagonista no son de ninguna manera simples: De la Cruz parece

contradictorio cuando reivindica a Lavinia con algunos comentarios que ya citamos páginas

arriba. Y, al principio de la novela, cuando parece simpatizar con las indígenas que comercian

con un norteamericano. Igual sucede con alguno de los presidiarios que conoce cuando es

encarcelado por su fingida culpabilidad en la muerte de Patricia Terrazas. Resultaría complejo,

pues, el establecimiento de sus códigos morales, aunque sí puede intentarse un esbozo: De la

Cruz procede de un mundo aristocrático o pudiente venido a menos, quizás por efecto de la

revolución. Su gusto estético y sus preferencias sociales indican en todo momento un apego a

las exquisiteces del pasado familiar.


53

Una característica de la aristocracia mexicana que durante la revolución de 1910 perdió

sus privilegios o parte de sus posesiones, especialmente grandísimas extensiones de tierra

(haciendas), fue un natural desprecio por la nueva burguesía, a la que consideraban indigna,

advenediza y sin la distinción de la riqueza heredada desde muchas generaciones atrás. Pero

también ocurrió un fenómeno de integración paulatina: una parte de los terratenientes que, a

causa de las crisis económicas en el agro, vieron disminuidos sus ingresos, se asociaron y

emparentaron con industriales, propietarios de minas, comerciantes y altos personajes de la

clase política. Como explica Margarita Carbó (1996: 26):

[…] el régimen porfirista representó un compromiso transitorio entre los terratenientes

tradicionales con poderosos resabios feudales y la burguesía, estimulada por las posibilidades de

exportación y las facilidades que el Estado fue otorgando a la industria, a la minería y a los

servicios. La supervivencia de poderes locales y corporativos, como los de gran número de

caciques por una parte y los de la Iglesia católica por otra, fue elemento complementario de este

compromiso entre grupos de fuerza que el Estado arbitraba y procuraba equilibrar.

La decadencia de la clase formada por los propietarios de haciendas también tuvo como

causa la improductividad agrícola de grandes extensiones (millones de hectáreas en algunos

casos). A la vez, este ocio territorial impedía el desarrollo de otras formas de producción, que

podían haber florecido en donde obtenían pasivamente su pienso los ganados de engorda y

lanar, principalmente. Como lo informa el Dr. Víctor Orozco (2007: 241), en su relación de las

formas de tenencia de la tierra en Chihuahua durante el siglo XIX:

Lo que evidencia es el resultado de una centenaria acumulación de trabajo para beneficio de una

minúscula elite y, a la vez, un tapón para que otras relaciones de producción y de posesión de la
54

tierra más progresivas se abrieran paso. Así seguirá durante todo el siglo xix hasta que la

revolución iniciada en 1910 acabe por fragmentarla.

A donde vamos con este pequeño recuento histórico es a rastrear (o intentarlo) el origen

de la diferencia entre “clases” de personas, vale decir, la distinción entre personas superiores

(aristócratas) e inferiores (gente empobrecida, inculta, sin gusto estético). El modo en que esa

diferencia se impuso en México tiene consecuencias directas en la preceptiva moral de la

sociedad. Lo diré directo y breve: no es aparente que haya gente superior y gente inferior, sino

una realidad. Las clases inferiores alcanzaron su degradación humana mediante siglos de

sometimiento, servilismo, alimentación escasa y nula formación espiritual (la doctrina cristiana

sólo reforzaba la actitud obediente y resignada del pueblo). Leamos de nuevo unas palabras de

Margarita Carbó (1996: 26-27):

En su novela Los pies descalzos, Luis Enrique Erro describe así la vida de los peones acasillados

en una hacienda en la que él vivió:

“En gran contraste con el casco [de la hacienda], la ‘cuadrilla’ era miserable, sus casas parecían

improvisadas y estaban construidas con los más increíbles e inadecuados materiales […] Cada

casa era un solo cuarto en el cual dormía, naturalmente en el suelo, toda la familia, y dentro de la

cual se cocinaba la mayor parte del año. Era una parte importante del miserable salario. Los

peones, sus mujeres y sus niños estaban llenos de piojos, vestidos de sucios harapos, comidos

por las fiebres”.

Esa situación que se describe en una novela, es sin embargo reflejo de una realidad que

difícilmente ignoramos. Esa clase de humanos degradados es producto directo de la riqueza y

comodidad de unos cuantos. ¿Qué puede resultar de un estado de inequidad extrema que se
55

mantiene generación tras generación, durante siglos? No les falta razón a esos pocos cuando ven

a los miserables como inferiores: así los hicieron ellos, como en una especie perversa de

involuntario experimento genético.

Fuera de consideraciones ideológicas, interesa comprobar que, como en las grandes

novelas de la historia, Ensayo de un crimen permite un examen que excede el hecho literario.

Sus aristas remiten a las expresiones humanas de la política, la moral y la psicología. Los

valores humanos, en pocas palabras.

Las reflexiones de que nos haremos cargo páginas adelante tendrán en cuenta las

premisas que acabamos de esbozar, en relación con la actitud de los personajes, especialmente

nuestro protagonista, hacia los representantes de distintos círculos sociales que ambientan el

universo de la novela. Debemos anticipar, sin embargo, que no haremos un ensayo sociológico

del texto, ni es nuestro propósito hacer sociocrítica.

3.2 Moralidad en la novela

Aparte de las razones histórico-sociales que sustentan las ideas de superioridad e inferioridad

humanas, hay otro problema de tipo moral en la trama de nuestro texto analizado. Es el

problema del bien y el mal, inserto en la cuestión que anima todo el relato y que determina que

un hombre pueda decidir sobre la continuación o el fin de otras existencias. Un hombre

ficcional, cierto. Existencias ficticias, también. Pero esta ficción es universo-espejo, porque

pretende situarse en una realidad reconocible por los lectores: la ciudad de México, los espacios

concretos donde la gente pasea, juega, come, bebe café, se divierte, cumple condenas

carcelarias. La inferioridad de los representantes oficiales del orden (policía y funcionarios

judiciales) frente a personajes de clase media (el ex inspector Valentín Herrera, la concurrencia

de jugadores en casa de “el gordo Asuara”) es herencia del género policial: desde el perspicaz
56

detective Dupin, pasando por Sherlock Holmes, el Padre Brown, Hércules Poirot y, en México,

el Máximo Roldán de Antonio Helú, todos estos detectives y muchos otros tuvieron en poca

estima la eficacia policiaca y son encarnación de inteligencias o ingenios que triunfan sobre los

agentes oficiales del orden. Intelectos superiores que proceden de las clases instruidas. No son,

sin embargo, tan ricos que puedan vivir sin trabajar y por eso se dedican a investigar crímenes

como detectives particulares. He ahí la fuente de los hombres superiores del mundo novelístico

del género policiaco, los héroes que se codean con el bajo mundo y rescatan de ahí valores

como la justicia, cierto conocimiento del hombre y, a su modo, la verdad.

¿Desde qué criterio es permisible convertir el asesinato en juego? ¿Cómo es que

aceptamos que matar puede ser una obra de arte? El autor de un texto cuyo tema es un crimen

(aquí hay varios) y cuyo protagonista (héroe o antihéroe) es el asesino, necesariamente se

plantea estos problemas. Las reacciones del público lector han sido diversas: si se tratara de una

novela “de consumo”, esto es, una historieta que se exhibe en un puesto de periódicos, sin

mayores pretensiones literarias, nadie tendría una crítica. Sin embargo, la novela negra ha sido

rechazada y su pertinencia como literatura ha sido puesta en tela de juicio por grandes críticos,

Borges entre ellos. La violencia que dibujan estas historias es lo que mueve a rechazo.

Escritores igualmente grandes han celebrado y defendido la novela negra. Algunas mayores

plumas se han dedicado a producirla. Pero no es nueva la fascinación que los relatos crueles,

misteriosos, sanguinarios han ejercido sobre públicos lectores de todo tiempo y lugar. Como se

recuerda en varias partes de este trabajo, los textos religiosos suelen contener pasajes de gran

violencia y lo mismo encontraremos en leyendas vernáculas, mitologías y hasta en cuentos

tradicionalmente leídos a los niños.


57

En un escrito de Raymond Chandler se infiere un concepto poderoso y convincente:26 la

novela policiaca tradicional trivializa el crimen, lo vuelve un acontecimiento sin la mayor

importancia y se construye la trama en torno al esfuerzo intelectual de la detección: ¿quién lo

hizo?, ¿cómo lo hizo?, ¿por qué lo hizo? Al margen queda un cadáver de cuya muerte se dirán

pocos detalles, quizás un poco en broma. La novela policial suele verse aderezada con un tono

de más o menos sutil humorismo. En cambio, el género negro presenta en toda su crudeza el

hecho criminal. ¿De qué lado, entonces, puede inclinarse el fiel de la balanza moral? Algunos

pensarán que es más propio, saludable para el espíritu, negar el horror de la muerte, el asesinato

y la corrupción. Otros dirán que ocultarlo equivale a cierta aceptación pasiva, una ignorancia

consciente que no permite preguntarnos por qué ocurren los crímenes, cuáles son sus causas

profundas.

Pero el problema va más allá: De Quincey, en El asesinato considerado como una de

las bellas artes, juega con el lector, ríe del escándalo que provoca cuando propone que el

asesinato puede considerarse una obra de arte: su propuesta es lúdica, no moral. Esboza una

literatura que se lea como se escucha una broma de humor negro y, en consecuencia, no tiene

preocupaciones morales respecto a su texto: es amoral, como han dicho con plena razón sus

críticos (y veremos una referencia a esto, líneas abajo).

La justificación del asesinato en literatura se ha presentado, también, desde un ángulo

opuesto a este. Antonio Gramsci (1981: 16) comenta un libro de relatos del alemán Hans Frank,

El derecho y la injusticia. Dice que los autores alemanes podrían entender esa obra como “la

restauración de un orden natural sobre las ruinas de un orden artificioso […]: El hombre es

infeliz y malo mientras está encadenado por la ley, la costumbre, las ideas recibidas. Hay que

26
El multicitado Murder for pleasure.
58

liberarlo para salvarlo. La virtud creadora de la destrucción se ha convertido en un artículo de

fe”. Y, líneas adelante, comenta otros casos:

2] Leonhard Frank, La razón: el héroe asesina a su ex-profesor, porque éste le desfiguró el alma:

el autor sostiene la inocencia del asesino.

3] Franz Werfel: en una novela sostiene que no es culpable el asesino, sino la víctima: no hay en

él nada de Quincey: es un acto moral. Un padre, general imperioso y brutal, destruye la vida del

hijo haciendo de éste un soldado sin vocación: ¿no comete un delito de lesa humanidad? Debe

ser inmolado como doblemente usurpador: como jefe y como padre.

Nace así el motivo del parricidio y su apología, la absolución de Orestes, no en nombre

de la piedad por la culpa trágica, sino en razón de un imperativo categórico, de un monstruoso

postulado moral.

Es casi evidente que el comentario de Gramsci derivará en una reflexión sobre Freud y

el complejo de Edipo, pero lo importante, en el tema que tratamos ahora, es cómo la

justificación de un crimen dentro de la literatura puede ser tan semejante y opuesta a la vez:

Gramsci cita ejemplos donde el crimen es monstruoso porque se apoya en la moral. A muchos

títulos de la novela folletinesca, como el pulp fiction norteamericano, poca falta les hace una

justificación: los crímenes ocurren porque hay una ficción donde alguien es un matón. Igual de

amorales pueden ser los asesinos de Thomas de Quincey. ¿Cuál de estos asesinos es peor?

Debemos volver a poner los pies en tierra y recordar que estamos ante el mundo de la mentira

que es la literatura: los personajes no son personas, sino representaciones. En mi opinión

(cercana a la de Chandler) el humor de la novela policiaca tradicional vuelve ligero un crimen

de sangre. La novela negra le agrega detalles y crudeza al hecho violento pero sigue siendo una

violencia inventada. En toda narrativa, las implicaciones morales endurecen la violencia


59

ejercida por los personajes porque las juzgamos como juzgaríamos a una persona real. El texto

amoral de De Quincey produjo escándalo en su tiempo, pero ahora causa menos conmoción que

una película de horror. En cambio, la última novela de García Márquez (2004), Memoria de mis

putas tristes, provocó ira y críticas, precisamente por sus implicaciones morales cuando se le

quiso juzgar desde esa perspectiva. A los críticos no les importó que las “inmoralidades” fueran

cometidas por un pervertido de papel (¿era realmente un pervertido?) a quien debería

endosársele toda la responsabilidad del asunto: se atacaba el libro como si fuera una promoción

de la pederastia por parte del autor. J. M. Coetzee (2006), Premio Nobel de Literatura 2003,

escribió un artículo, hace años, donde analiza esta obra de García Márquez.

Pero el objetivo de Memoria de mis putas tristes es valiente: defender el deseo de un anciano por una

joven menor, es decir, defender la pedofilia o, al menos, demostrar que la pedofilia no tiene por qué

ser un callejón sin salida para el amante ni el amado. La estrategia conceptual que emplea para

lograrlo consiste en derribar el muro entre la pasión erótica y la pasión de la veneración como las que

se manifiestan en los cultos a la Virgen, tan importantes en el sur de Europa y Latinoamérica, con su

fuerte sustrato arcaico, precristiano en el primer caso y precolombino en el segundo. (Como deja claro

la descripción que hace de ella su enamorado, Delgadina tiene algo de la ferocidad de una diosa

virgen arcaica: “La nariz altiva, las cejas encontradas, los labios intensos... un tierno toro de lidia”.)

Cuando aceptamos la continuidad entre la pasión del deseo sexual y la de la veneración, lo que

comienza siendo “mal” deseo, como el que lleva a la práctica Florentino Ariza con su pupila,

puede transformarse, sin alterar su esencia, en deseo “bueno” como el que siente el amante de

Delgadina, hasta el punto de que constituye el germen de su nueva vida. En otras palabras,

Memoria de mis putas tristes resulta comprensible, sobre todo, como complemento a El amor en

los tiempos del cólera, un anexo en el que [quien] ha violado la confianza de la virgen niña pasa

a ser su fiel adorador.


60

Debo aclarar que Coetzee, quien ha sido llamado “filósofo moral”, no dedica su artículo

a consideraciones éticas o morales sobre la obra del colombiano. Sin embargo esta frase: “…el

objetivo de Memoria de mis putas tristes […] es defender […] la pedofilia […]” cae con una

fuerza que trasciende el ámbito literario.

Hay quienes se preguntan si la literatura debe llevar sobre sus hombros esa

responsabilidad de cuidar la moral, de enseñar a la sociedad cómo debe comportarse y, sobre

todo, dónde están los límites entre el bien y el mal en el ejercicio literario. La pregunta es

pertinente en la medida en que tanto ambos conceptos, opuestos como sus límites, tienen mucho

de artificial, cultural y temporal. Fuera de planteamientos relativistas, pocos estudiosos de la

ética y la moral ignoran el hecho: lo que ahora es bueno y malo, en otros tiempos lo fue de

manera distinta o a veces opuesta. La idea misma de niñez ha sufrido transformaciones a través

de los siglos y un ejemplo de ello es la participación en el mercado de trabajo, en el mercado

sexual y en el mercado bélico de personas muy jóvenes: 12, 14, 18 años. En estos tiempos ellos

se cuentan entre los niños, pero parece no importar a quienes obtienen algún beneficio de esas

criaturas. Es decir, puede que una novela sea criticada desde un punto de vista moral, pero la

realidad es aun más cruda y no hay muchos intelectuales dedicados a criticarla y a tratar de

cambiarla.

Las discusiones respecto a la función de la literatura (presentadas en términos generales

como una elección entre la moral y la libertad) no tendrán fin. Debo confesar que me inclino

hacia el lado de la libertad y la amoralidad de las obras artísticas en general, aunque no negaré

que soy afectado por las mismas inquietudes de quienes preferirían erradicar la libertad excesiva

y la violencia de las páginas ficcionales. Pero, si algún caso hiciéramos de los espíritus

alarmados por una novela, un poema, entonces deberíamos borrar casi todas las tragedias
61

griegas, fragmentos de la Biblia y otros libros de la tradición sacra en muchas culturas; la parte

más intensa de Shakespeare, del Renacimiento, del Medioevo satírico… me pregunto si

quedaría en pie algo digno de llamarse literatura. Un funcionario del conservadurismo mexicano

deseaba la desaparición de Aura, por ejemplo, y seguramente detestaba muchos otros textos

clásicos.

En un sitio virtual dedicado a la literatura infantil y juvenil (imaginaria.com.ar) se

encuentra, a mi parecer, la clave de esta polémica perpetua, gracias al artículo de Marcela

Carranza, licenciada en Letras y miembro del CEDILIJ (Centro de Investigación y Difusión de

Literatura Infantil y Juvenil) en Argentina.27 En su precisa y bien documentada reflexión dice,

entre otras cosas: “Utilizar la literatura para la transmisión de un mensaje (no importa de qué

tinte ideológico estemos hablando), no sería otra cosa que valerse de un instrumento sofisticado

para convencer al lector acerca de una verdad dada”. Desde su óptica, toda la “educación en

valores” de las instituciones educativas (fuertemente apoyada por las empresas editoriales) tiene

un claro fin: es “una evidente estrategia de mercado. La moral y los libros reunidos como

estrategia de marketing”.

La estudiosa toma como referencia y epígrafe un fragmento de “El prefacio”, con que

Óscar Wilde (2003: 1-2) abre El retrato de Dorian Gray: “Un libro no es, en modo alguno,

moral o inmoral. Los libros están bien o mal escritos. Eso es todo”. Pero interesa, para esta

discusión, agregar otros conceptos que aparecen líneas abajo en el mencionado prefacio:

No artist has ethical sympathies. An ethical sympathy in an artist is an unpardonable mannerism

of style.

27
http://www.imaginaria.com.ar/18/1/literatura-y-valores.htm#notas (Consulta: 3 de marzo, 2009).
62

No artist is ever morbid. The artist can express everything. Thought and language are to the artist

instruments of an art.

Vice and virtue are to the artist materials for an art.

It is the spectator, and no life, that art really mirrors.

When critics disagree the artist is in accord with himself.

All art is quite useless.

[Ningún artista tiene inclinaciones éticas. Una inclinación ética en un artista es un imperdonable

amaneramiento de estilo.

Ningún artista es jamás morboso. El artista puede expresarlo todo. Pensamiento y lenguaje son,

para el artista, instrumentos de un arte.

Vicio y virtud son para el artista materiales para un arte.

Es el espectador, realmente, y no la vida, lo que el arte refleja.

Cuando los críticos difieren el artista está de acuerdo consigo mismo.

Todo arte es enteramente inútil] (traducción nuestra).

Seguramente haciéndose eco de las ideas de Wilde, Marcela Carranza cierra su artículo

con estas palabras:

La literatura es peligrosa porque actúa sobre los lectores justamente en sentido contrario

que cualquier modalidad de transmisión de un “deber ser” consensuado socialmente. La

literatura es búsqueda y descubrimiento de significados, y no reproducción pasiva de verdades

digeridas por otros. Como el juego, como el arte en general, la literatura es gratuita, inútil,

indomesticable.
63

Por mi parte puedo decir, con plena convicción, que los lectores pueden desear, preferir

y esperar lo bueno como componente de la literatura. Sin embargo, esa expectativa no hace

obligatorio que toda escritura relate cosas buenas (o lo considerado por los lectores como tal) o

que las historias narradas tiendan siempre a “lo bueno” (faltaría definirlo). Absurdo pensar que

los personajes todos fueran bondadosos, pacíficos y célibes (pues para algunos lectores el sexo

explícito es una forma de violencia). Ni la Biblia, el Corán y otros libros sagrados quedarían

incólumes. Tendríamos una literatura sin conflictos: una no-literatura.

Los problemas de índole moral que pueden surgir durante la lectura Ensayo de un

crimen formarían parte, entonces, de las reacciones personales de quien lee y se resuelven

ficcionalmente, como los conflictos mismos del relato. La calidad y virtudes literarias del texto

son las que importan para el arte y la calidad estética. Y, particularmente, a nosotros, en la tarea

que nos echamos a cuestas de hacer una lectura reflexiva de cierta novela en particular.

Además, en una discusión semejante interviene el tema de la libertad, otra cuestión

relacionada con la moral. La censura irreflexiva de cualquier manifestación artística es un

atentado contra libertades elementales. Las expresiones irreflexivas de cualquier tipo también

pueden considerarse, quizás, atentados contra el bienestar de la humanidad: es una discusión

abierta de manera permanente. Y, aspecto no menos importante, muchas reflexiones lúdicas y

paródicas acerca de la violencia tienen como efecto la crítica velada o expresa de la vileza

humana que lleva a los extremos de matar y ensañarse unos contra otros. Con frecuencia,

también, el arte violento es una crítica del poder abusivo.


64

Capítulo 4
Crimen estético y asesinato serial en Ensayo de un crimen
65

4.1 El crimen artístico

De entre las muchas cartas firmadas por Jack el Destripador entre septiembre y octubre de 1888,

tomamos los siguientes pasajes:

Querido Jefe, desde hace días oigo que la policía me ha capturado, pero en

realidad todavía no me han encontrado. No soporto a cierto tipo de mujeres y no dejaré

de destriparlas hasta que haya terminado con ellas. El último es un magnífico trabajo, a

la dama en cuestión no le dio tiempo a gritar. Me gusta mi trabajo y estoy ansioso de

empezar de nuevo, pronto tendrá noticias mías y de mi gracioso jueguecito...

Firmado: Jack el Destripador

La expresión “desde el infierno” aparece en la única carta que se atribuye realmente al

destripador. Fue dirigida a George Lusk, presidente del Comité de Vigilancia de Whitechapel.

Llevaba matasellos del 15 de octubre y fue recibida al día siguiente, el 16 de octubre de 1888

(Rumbelow, 1976: 109-113):

Desde el infierno. Señor Lusk.

Señor, le envío la mitad de un riñón que tomé de una mujer y que he

conservado para usted, la otra parte la freí y me la comí, estaba muy rico. Puedo

enviarle el cuchillo ensangrentado con que se extrajo, si sólo espera usted un poco.

Firmado: Atrápeme cuando pueda, señor Lusk 28

28
Traducción nuestra. Nótese la cercanía de fechas entre las muertes causadas por ese criminal jamás atrapado (1888)
y la obra del también británico Thomas de Quincey, On murder, considered as one of the fine arts (1877). Un
moralista podría, quizá, imaginar al asesino inspirado por la extravaganza de De Quincey.
66

En un fascinante volumen que dedica más de 620 páginas al tema de aquellos crueles

asesinatos (siete femicidios), Alan Moore y Eddie Campbell (2001: 296) recrean en diálogo

ilustrado una más de las misivas, en el momento en que es entregada al inspector Abberline:

Cuando le di la pista, querido jefe, no bromeaba. Mañana oirá hablar del trabajo

suculento de Jacky. Esta vez han sido dos... La primera se me escapó un poco, y no

pude acabarla bien. No tuve tiempo de cortarle las orejas para la policía. Gracias por

guardar la última carta hasta que me pusiera de nuevo en marcha. Jack el Destripador.

Con independencia de la veracidad que pueda atribuirse a la autoría de estas líneas, es

notorio el componente hedonista (“me gusta mucho mi trabajo”; “estaba muy rico”) asociado al

crimen (o a cierta clase de asesinos). Hay también, en las pocas líneas del mítico Jack,

conceptos estéticos o cercanos a la estética: “es un magnífico trabajo”; “mi gracioso

jueguecito”. La macabra ocurrencia de enviar medio riñón al policía y prometer el cuchillo

ensangrentado para un momento posterior habla de una valoración estética, expresada entre

líneas: el asesino se siente orgulloso de su obra y pretende compartir ese placer con el señor

Lusk, o bien, reír a sus costillas. El método de los asesinatos, que funciona como una firma del

matón, también podría ser manifestación de un pretendido valor artístico del acto.

Aquí transitaremos brevemente el mundo y la mente de los asesinos seriales para

relacionarlo con Roberto de la Cruz, personaje que cumple con algunas características de esa

tipología criminológica. Sin embargo, considero pertinente desechar toda ilusión de que el

novelista del género negro sea un conocedor o un visionario en materia de asesinos seriales,

pues las teorías que animan la ciencia criminológica son muchas y no hay una dirección unívoca

en ellas. Nada más lejano que el consenso de los investigadores en cuanto a las motivaciones y
67

el perfil de alguien que mata a más de dos personas con características semejantes. Un literato

no puede presentar o proponer una teoría del asesinato en serie. El escritor se valdrá, si mucho,

de una hipótesis entre mil imaginables. Su cometido es entretener al lector, no convencerlo de

verdad alguna. Además, como ha dicho Umberto Eco (1997: 92), “los mundos narrativos son

parásitos del mundo real”.

4.2 La mente criminal de Roberto de la Cruz

Según Hilda Marchiori (2002: 3), una persona que mata lo hace porque tiene frustraciones y

tensiones no resueltas, cuyo inicio pudo ser el impacto de un suceso vivido o presenciado en la

primera infancia del individuo:

La conducta delictiva está motivada especialmente por las innumerables frustraciones a

sus necesidades internas y externas que debió soportar el individuo, tales como la carencia real

de afecto [...] La conducta delictiva posee una finalidad, que es, indudablemente, la de resolver

las tensiones producidas [...] Es una experiencia con otros seres humanos; y es evidente que

nuestra conducta actual frente a objetos presentes está en gran proporción influida o

condicionada por las experiencias anteriores.

Sin embargo, las opiniones de psiquiatras y criminólogos varían en torno al asunto.

Algunos dirán que todos los humanos tenemos el germen del odio y la violencia en muestras

mentes;29 como Begonia Siles y David Abrahamsen (1976). Este dirá, en un capítulo de su libro

29
Así opina Begonia Siles Ojeda, profesora de narrativa audiovisual en la Universidad Cardenal Herrera-CEU
Valencia, España, “Todo análisis de violencia (sea hacia otros o hacia uno mismo. sea real o representada) fracasará
si no se tiene en cuenta un aspecto característico de lo humano: la agresividad, el odio, la muerte que nos habitan. Lo
demás son buenas palabras”. “Del altar al tanatorio. Adulaciones y vejaciones al cuerpo femenino”. Zer. Revista de
68

La mente asesina: “A decir verdad, el impulso del homicidio existe en todos nosotros; en todos

existen dimensiones de confusión o enfermedad que emergen de nuestro pasado” (p. 3). Más

adelante, reafirma: “El homicidio surge de la intensidad de los deseos de muerte que conviven

con nuestras emociones al servicio de la vida, del mismo modo que el amor y el odio conviven

dentro de nosotros” (p. 15).

Como lector, uno podría sentirse confundido por la aparente facilidad con que Roberto

de la Cruz decidía terminar con la vida de alguien, apoyándose en argumentos que se resumen

en la idea de que sus víctimas “estaban de más sobre el mundo”. El juicio moral-estético que

hace el protagonista de sus probables futuros blancos de ataque consiste en todo un análisis de

personalidad. Parcial, fundamentado a veces en la sola apariencia y casi siempre en las

costumbres e historia sexuales de las personas, sus juicios no ahondan en la complejidad del

personaje así demeritado. Pero, en una novela, ¿cómo podría ocurrir esa presentación integral de

un carácter? Si el narrador tuviera interés en ello, ofrecería detalles y aspectos polivalentes del

humano ficcional retratado, y no solo aquellos rasgos que proyectan el valor, positivo o

negativo, desde la superficie del personaje según las necesidades del discurso narrativo. En

pocas palabras, un personaje verosímil debería, a mi ver, representar un tejido de ideología,

prejuicios, apariencia y comportamiento que hagan al lector sentir que ahí late una persona. De

otro modo, tendríamos una especie de maniqueísmo narrativo, si se puede hablar en esos

términos de un texto literario. Pero estas víctimas del criminal son muertos de papel, figuras

precisas que la ficción va colocando como dianas de flechas justificadas. El arte de matar, en

esta ficción donde el humor es casi un ausente (y ello la vuelve una novela negra bastante

peculiar), consiste en la elección adecuada de las víctimas. No sólo es el asesino quien

estudios de comunicación, no. 15 [en línea: http://www.ehu.es/zer/zer15/articulo_8.htm] (Consultado el 16 de marzo


de 2009, a través de Dialnet.com)
69

encuentra argumentos a favor de tamaña supresión de seres “inferiores”, sino también el oscuro

detective que sirve de moderador y cerebro pensante en la historia, quien, respecto a la muerte

del conde Schwartzemberg, comenta: “Es un caso muy bonito el del conde”. Y, luego de

explicarle a De la Cruz que él no había matado al “hombre de sebo”, sino Luisito, el mismo

asesino de Patricia Terrazas, remata con este discurso de simpatía por los empeños de Roberto:

—Voy a decirle lo que pienso sobre su caso, amigo. Se habló en los periódicos de una

música que le traía recuerdos de la infancia. Yo creo que no eran no más recuerdos tristes, sino

de algo que usted vio de chico, que lo impresionó y que le fue formando el deseo de matar. De

matar para hacer justicia, o de matar por un sentido de imitación. Se dan casos. […] Un día le

volvió esa idea, y cuando conoció usted a Patricia quiso ponerla en práctica, o quizás la misma

Patricia se la despertó. Valía la pena, no era hacerle daño a nadie […] (pp. 299-300).

Hay que considerar que Valentín Herrera no conocía la historia del hecho traumático

sucedido en la infancia de Roberto de la Cruz y, en cambio, el lector de la novela sí lo sabe. El

arte de matar se combina aquí con el arte del descubrimiento, la develación científica o intuitiva

del misterio que envuelve a un crimen (o varios, como en este caso). El discurso del ex

inspector es una prueba de su sagacidad e inteligencia, capaz de penetrar la mente del asesino

con una exactitud que sorprende, sobre todo, al mismo Roberto. El arte del detective consiste

también en la elección o taxonomía de las personas, como lo prueba la frase final de la cita: “no

era hacerle daño a nadie”. Luego, la misma Patricia no era nadie. Un sujeto puesto allí para

practicar la experiencia del asesinato; la materia prima perfecta para fabricar una escena de

muerte y así producir el arte o, mejor dicho, el ensayo de un crimen. Sí, porque a fin de cuentas

Roberto se queda en la aproximación, en el ensayo, porque siempre llega otro que se le


70

adelanta, debido a que las víctimas son eso, personas con vocación o perfil de víctimas, como lo

argumentan algunos teóricos de la criminología y lo prueba el hecho de que exista una rama en

esta disciplina llamada precisamente así: victimología. Lo dice así el ex inspector Herrera:

“Alrededor de todo crimen hay siempre muchos interesados […] El conde Schwartzemberg era

otro de ésos, un tipo que andaba por ahí diciendo: Matadme”. El tercer crimen de Roberto fue

sangriento y eficaz, es decir, aquí no falló porque sí dio muerte a Carlota Cervantes. Sin

embargo, sí falló, porque, en primer lugar, su cuerpo actuó sin control ni voluntad, llevado por

el arrebato que le producía la melodía de la caja musical: El príncipe rojo sonaba acompañando

a los bailarines del ingenioso artefacto, activado por la curiosidad de Carlota, y Roberto entró en

el trance que tal música le producía. Así fue que mató a su mujer, en un acto doblemente fallido

porque, además, él creyó, al cobrar conciencia de su acción, haber dado muerte a su amiga

Lavinia.

El arte de estos asesinatos consiste también en una especie de justicia poética

—de acuerdo con la ideología que destila el texto— pues Carlota era también una persona

“marcada” por la muerte, como lo explica también el detective Valentín Herrera (p. 300):

El tercer caso parece diferente, y, sin embargo, la esposa de usted tenía algo especial,

dentro de su distinción y su belleza, que hacía pensar en una muerte así. Tuve esa impresión muy

clara el día que se casó usted. Además, yo supe algo, algo que pesqué un día que ella estaba en

un café del Hipódromo con Pedro Varona. Oí el nombre de usted y me puse a escuchar la

conversación. Estuve a punto de prevenirlo cuando le fui a hablar de los corales […] mire, aun

en este caso, había lo mismo: si no la mata usted, la mata Varona o se mata ella. Estaba marcada

también.
71

Nuestra opinión es que la estética de la muerte que pretenden ofrecer tanto De Quincey

como Usigli se reduce a una idea de arte implícito en el hecho mismo de matar. Aderezado con

irónico humor en el primero, teñido de moralidad y taxonomía humana en el segundo. Lo cierto

es que, en la vida real, los asesinos que reinciden suelen dejar “firma”, obran con un estilo

particular, disponen objetos y cuerpos, eligen y preparan el escenario. Los asesinos seriales

“organizados” eligen con tiempo a sus víctimas, las llevan a un lugar determinado y practican

en ellas rituales que generalmente producen, en estos psicópatas, intenso placer. Las minucias

del crimen real, especialmente cuando lo comete un psicópata, son de tal modo sanguinarios que

no resultaría de buen gusto su descripción en textos literarios. Es algo que excede la mera

libertad autoral (no existe libertad sin límites).

Explícitamente, el narrador de Ensayo revela el impulso “artístico” del protagonista, en

su evaluación de los “treinta” pasos imaginados para llevar a cabo la supresión del “hombre de

sebo”:

Comprendió de pronto ese miedo del estreno que sienten los actores, algunos incluso

diariamente, antes de entrar en escena y que los franceses llaman trac. Era un involuntario

estremecimiento de artista. Pensó también que no hay que sobreensayar, y después de repasar

someramente su plan, se entregó a dormir (192).

Los recursos de esta prosa, es notorio, aluden al teatro, que fue la pasión y ocupación

fundamental de Rodolfo Usigli. Su descripción de los asesinatos tenía mucho de partitura

teatral de acciones.30 Quizás por ello le importó poco que otro matón se le adelantase con la

30
He tomado esta expresión de Hadi Kurich, actor y director artístico del Teatro de la resistencia, Yugoslavia (1983-
1992)–España (1992-2007). Este hombre, exiliado en España porque él y su familia se negaron a participar en la
guerra de odio que tanto dañó a su patria, tuvo a su cargo el montaje de algunas obras de teatro áureo en México, con
72

Terrazas: lo importante era fingir, aparentar que fue él quien le dio fin, por ello fue a la policía y

se entregó como culpable. En el caso del conde, sin embargo, creyó haberle dado muerte y

confió por un tiempo en la eficacia de su acción. Cuando comprendió que no había sido así, que

otra persona había entrado en la casa del Schwartzemberg y provocado un incendio, ya era tarde

para sentir una verdadera preocupación por ello.

Uno de los homicidios narrados en Del asesinato... guarda cierta similitud con la novela

de Usigli: la planeación del crimen, paso a paso. Leemos el camino ideado por los hermanos

M’Kean para robar el dinero que una familia inglesa custodiaba en “una posada campestre, a

unos pocos kilómetros de Manchester” (De Quincey, 2006: 135):

En la casa que se proponían asaltar vivían cuatro personas: 1) el dueño [...]; 2) la mujer

del dueño; 3) una joven criada; 4) un niño de doce o catorce años. El peligro era que las cuatro

personas se encontrasen en lugares distintos de la casa —que tenía dos salidas— y una lograse

escapar [...] Por último, decidieron dejarse guiar por las circunstancias en cuanto a la manera de

poner en ejecución el plan [...] El esbozo quedó decidido y comprendía, por lo menos, un

asesinato; por lo demás, sus acciones demostraron que querían lograr su propósito derramando

tan poca sangre como les fuera posible.

El arte de Ensayo de un crimen reside en la maestría con que su autor nos lleva a sentir

compasión, quizás simpatía, por el asesino. De la Cruz es un artista del asesinato porque, en

la Compañía de Teatro Clásico Español de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. En una conferencia ofrecida
en la mencionada institución (circa 2000), explicaba que, para él, el movimiento dramático consistía en,
precisamente, una partitura de acciones. No conozco registro documentado de la conferencia y, por añadidura, el
artista se dirigió al público desde su mesa de ponente, sin un solo papel sobre ella, con un dominio pleno del tema y
del espacio. Hay información sobre Teatro de la resistencia y Hadi Kurich en el sitio web: http://www.
teatrodelaresistencia.com/hadi-kurich.htm
73

primer lugar, sus crímenes son gratuitos, es decir, no tienen los motivos vulgares del homicidio

común y corriente: dinero, celos, odio. En segundo lugar, sus asesinatos son planificados y,

quizás, en esta planificación reside su mayor placer. Hemos de decir que algunos asesinos

seriales tienen esta manía de la planificación. Les importa a tal grado que matan rápido a sus

víctimas o incluso las dejan vivas porque el interés principal ya ha sido alcanzado. En tercer

lugar, el artista Roberto de la Cruz desea lo que muchos artistas: reconocimiento público y

prestigio como asesino. Desde su temprana juventud pensaba en dos perspectivas vitales: ser un

gran criminal o ser un santo. Lo dice él mismo: “el origen de todo esto, lo que me dio la idea, lo

que me hizo sentir así… es toda mi vida”. En efecto, la realización de ese sueño sangriento era

una determinación orgánica, existencial: artística.

Pero los asesinos retratados por el autor de Confesiones de un inglés comedor de opio,

sin la sofisticación del dandy Roberto de la Cruz, son admirados por “una tendencia universal a

examinar los asesinatos, incendios y otros desastres desde el punto de vista estético” (De

Quincey, 2006: 7). Se refiere el inglés, jocosamente, a la frecuencia con que los grandes artistas

(menciona a Shakespeare, Coleridge y Milton, por ejemplo) se regodean en la recreación de

grandes crímenes. Esto es, Del asesinato considerado como una de las bellas artes tiene como

protagonistas a los miembros de la “Sociedad de Conocedores del Asesinato”. En cambio,

Ensayo de un crimen (y buena parte de las obras conocidas como novela negra), toma a los

homicidas y a sus perseguidores como materia prima narrativa: he aquí una diferencia

importante, que modifica el punto de vista de los hechos narrados.

La distancia que con su metodología establece De Quincey entre “los críticos” del acto

criminal y los hechos mismos, permite toda suerte de ironías, bromas y exageraciones. Aunque,

ya en el Postscriptum, como es sabido, el autor se dedica a la relación directa de asesinatos que

fueron cometidos realmente, en hechos contemporáneos del autor. Hemos de anotar que esta
74

parte del texto ingresa en un género distinto al de los dos artículos de la primera sección: el

llamado true crime, que tiene también sus propias variantes, pues algunos libros narran con

apego a la verdad, digamos periodística o histórica, mientras otros aderezan los hechos con

recursos de la literatura. Un ejemplo muy conocido de este segundo modo sería In cold blood,

de Truman Capote. Muestra del primer caso es, por ejemplo, The hate factory, de G. Hirliman

(2005), cuyo subtítulo destaca de manera suficiente la diferencia entre los dos estilos: Recuento

de primera mano del motín ocurrido en 1980 en la Penitenciaría de Nuevo México. Se informa

en la portada, además, que el libro está basado en entrevistas con el interno W. G. Stone (él fue

uno de quienes protagonizaron el motín y sobrevivió por la suerte de que, debido a que estaba

inconsciente y malherido, los demás reos lo creyeron muerto).

Los asesinatos que nos cuenta De Quincey en el Postscriptum podrían corresponder

más a la vertiente de A sangre fría, pero en Truman Capote hay una seriedad objetiva que lo

distancia del escritor inglés. The hate factory, sencillamente, queda lejos de ambos textos por su

violencia verbal y su anecdotario sangriento y oscuro. De Quincey está en el otro extremo del

mirador: ironía y humor negro son sus ingredientes básicos, más algunos destellos de chiste

franco; por citar un par de ejemplos, recordemos el subtítulo con que comienza el “Primer

artículo”: Advertencia de un hombre morbosamente virtuoso. Unas líneas adelante, leemos

comentarios acerca de la denominación del grupo al que se dirigen las conferencias de esta

primera parte: “En vista de sus tendencias le convendría el nombre Sociedad para la promoción

del Asesinato, pero aplicándose un delicado εὐφηµισµός [eufemismo] se llama Sociedad de

Conocedores del Asesinato” (p. 13). Todo el primer párrafo participa del tono sardónico y

burlón que caracteriza al texto.


75

4.3 Asesinato serial

No obstante lo anterior, hay razones psicológicas, en el discurso del protagonista, para su visión

somera y juicio lapidario de quienes reciben su dictamen mortal. Roberto de la Cruz necesita

verlos de esa manera. Aunque no hay espacio entre estas páginas para intentar un psicoanálisis

de los principales personajes que habitan Ensayo de un crimen, sí es necesario abordar, así sea

brevemente, el tema de la psicopatología que aqueja a Roberto de la Cruz. Será a partir de una

inmersión en la mente del protagonista como comprenderemos por qué las víctimas parecen

caricaturas un tanto acartonadas, sin más detalle que sus deleznables defectos de carácter: es así

como los ve el criminal, quien necesita una justificación para matar y racionaliza la inferioridad

de esos desafortunados. Justificación, además, que disfraza motivaciones ocultas para el asesino

mismo, perdidas en la lejanía de su infancia: un acontecimiento traumático —como aparece en

la narración— y escaso afecto en los años cruciales de la primera infancia —no explícito en la

novela, pero fácilmente inferible—. Me apoyo, para estas afirmaciones, en los comentarios de

David Abrahamsen (1976: 17). En un capítulo titulado “Elementos del homicida”, el connotado

psiquiatra propone esta premisa, que tal vez no será difícil de aceptar en nuestros días: “El

homicidio, a pesar de nuestra resistencia a admitirlo, es parte de nuestra humanidad y tiene su

raíz en emociones humanas. Es este aspecto frágil y cruel de nuestra conducta el que hace a

muchos de nosotros más capaces de matar de lo que imaginamos”. Luego habla de tres

elementos psicológicos que, entrelazados, pueden inclinar nuestra mente al homicidio:

frustración, temor y depresión. Sin embargo, no es suficiente un impulso “claramente definido”

de matar, es decir, no es ahí donde se origina la realización concreta del crimen, sino que ese

momento “puede ser desencadenado por conflictos internos de grave intensidad”. Agrega el

psiquiatra este aserto conclusivo: “Suponer que los actos homicidas tienen su origen

principalmente en los deseos de muerte y en la agresividad homicida de la persona


76

prácticamente convertiría en asesino a cada uno de nosotros”. Los conceptos de este científico

son útiles, en nuestro caso, para advertir las dificultades que encierra todo intento clasificatorio

del crimen, además de abrir un poco nuestra percepción sobre el carácter del protagonista que

venimos analizando, asesino complejo como lo sería cualquiera de la vida real.

Luego, De la Cruz ve en sus víctimas solo aquellos aspectos que le sirven para

disimular los verdaderos motivos de sus impulsos destructivos bajo la bruma de una evaluación

negativa, maniquea y necesariamente parcial de esas frágiles entidades: seres equívocos, falsos,

prescindibles y de malos gustos. Nocivos, pues, aunque no produzcan mucho mayor daño que el

afeamiento del mundo según lo quiere Roberto.

Hay dos detalles en la novela que los lectores podemos atribuir a descuido autoral o,

con más probabilidad, a errores editoriales. El primero es la mención de un objeto, observado

por De la Cruz en casa de Patricia Terrazas, descrito a veces como un “león chino”; el otro

aparece en dos listas de “pasos a seguir” mediante las cuales el asesino planifica sus dos

crímenes conscientes, que Roberto pretende cometer a voluntad, y sin embargo terminan en

intentos fallidos: la falsa aristócrata Patricia Terrazas y el falso conde Schwartzemberg. Sin

embargo, esos aparentes descuidos prefiguran una suerte de dislexia que puede asociarse a al

perfil criminal del personaje. Lo dice D. Abrahamsem en un pasaje de su citada obra: “Existe

una suerte de interesante correlación entre la necesidad de ejercer violencia y los errores

verbales y ortográficos” (p. 37). ¿Era la intención de Usigli mostrar la confusión propia de una

mente criminal? ¿Conocía esta particularidad mencionada por Abrahamsem? El experto

norteamericano escribió su texto más de veinte años después de aparecer Ensayo de un crimen,

e incluso lo anota como hipótesis, más que afirmación. Nosotros no podemos sino dejarlo como
77

apunte y conjetura cuya pertinencia durará tanto como tarde en aparecer una explicación

mejor.31

La primera lista mental del protagonista es la que precisa los pasos del crimen, como

una partitura de acciones, desde la llegada a casa de Patricia Terrazas (pp. 59-60). Son

veintiocho momentos que, por la omisión inexplicable de los número veintidós y veintitrés,

terminan en el treinta:

Veintiuno. Bajaría la escalera. Era difícil que se marcaran huellas en la madera semidespintada.

En todo caso, arrastraría un poco los pies.

Veinticuatro [sic]. Empujaría con el codo la puerta del desván y tiraría en él su duplicado de la

llave.

Y sigue así hasta el treinta. Por este signo: [sic], uno puede suponer que el manuscrito

del autor estaba así y el editor se desliga de la posible errata, atribuyéndola al autor. Otra lectura

probable es que el autor haya colocado el signo ahí para dar a entender que el personaje saltó

inconscientemente del veintiuno al veinticuatro, y no tenemos mayor explicación del equívoco.

En el primer caso, se desmiente la idea que tienen algunos comentaristas en el sentido de que

hay descuido editorial. De hecho, con el signo allí, el revisor debió notar, sin duda, la secuencia

31
Transcribo aquí parte del capítulo de Abrahamsem (1976: 17), para dar una idea del contexto en que fue escrita la
cita: “Hice este descubrimiento en Noruega, hace unos treinta años, al realizar una investigación psiquiátrica de
personas acusadas de delitos violentos, entre los cuales se incluía el homicidio. Al revisar los trabajos escolares de
estos criminales, me sorprendió advertir que, en varios casos, sus expedientes académicos eran muy satisfactorios, a
excepción de las bajas calificaciones que habían obtenido en ortografía. En aquel tiempo no comprendí totalmente la
importancia de este descubrimiento, pero, a medida que fui examinando mayor número de casos, pude comprobar
que las faltas de ortografía, si bien no se presentaban en todos los criminales violentos, ocurrían con elevada
frecuencia, no sólo entre los adultos, sino también entre los delincuentes juveniles propensos a la comisión de delitos
violentos”.
78

interrumpida. En el segundo caso, que parece el más plausible, Usigli permite que ese desliz

ayude a construir el perfil mental del asesino: su conciencia es confusa debido a esa faceta del

“error verbal y ortográfico” que menciona Abrahamsem. Además, el neurótico experimenta una

tensión interna extrema poco antes de la crisis en que cae cuando escucha la melodía que toca

su caja musical, el vals que lo liga con aquel acontecimiento traumático de su niñez, El príncipe

rojo. Esa crisis repentina que puede llevar a De la Cruz al homicidio, corresponde al arrebato

sufrido por algunos psicópatas antes y durante el momento de sus crímenes. Abrahamsem lo

llama ‘abreacción’,32 y es más o menos lo que ocurre a nuestro asesino en la menos pensada de

sus acciones mortales, como también en varios momentos de la obra, cuando siente que la

cabeza, envuelta en fuego, se le desprende del cuerpo.

Podría imaginarse, quizás, que en la omisión mental de los movimientos veintidós y

veintitrés reside la causa del fracaso en el asesinato de Patricia, pero no tendría sustento la

conjetura, puesto que la mujer estaba muerta, golpeada por alguien más, precisamente con el

pisapapeles, cuando Roberto ingresó a la casa.

En otras dos secuencias mentales, capítulos adelante, el asesino parece dueño del

control, pues no suprime uno de los pasos. La primera secuencia consiste en doce puntos en que

se relatan las acciones para dar muerte a Schwartzemberg (el conde ocre y seboso) y huir sin ser

descubierto. Sin embargo, cambió de idea porque para Roberto era primordial evitar que el

conde supiera quién le asestaría el golpe (con un “saco de munición”, para no derramar sangre).

“Escribe” mentalmente una nueva lista, con las líneas generales, para organizar mejor su plan:

32
S. v. abreacción (abreaction) Liberación emocional condicionada por la revitalización mental, o el paso a un nivel
consciente mediante un proceso de catarsis, de una experiencia dolorosa reprimida. V. también CATARSIS.

(Diccionario de medicina Océano Mosby. Barcelona: Océano [1994]). Roberto de la Cruz libera la experiencia
dolorosa del asesinato que presenció cuando era niño. Abrahamsem dice que, en momentos así, una persona es capaz
de reaccionar con gran violencia.
79

Reducido a sus línea esenciales, el problema era:

a) Matar al conde en su “muladar” sin que pudiera ver a su agresor, o

b) Salir de los sótanos logrando que el conde indemne aún, permaneciera en ellos.

c) Conseguir que las dos puertas de la escalera fueran cerradas.

d) Concentrar la atención del conde en la puerta del sótano.

Nuevamente vemos una continuidad coherente. Sin embargo, debido a que Roberto

decide elaborar un plan detallado y acorde con las anteriores líneas esenciales, enumera otros

“treinta” movimientos, que en realidad son veintinueve: vuelve a saltarse un paso, y en esta

ocasión también aparece el signo del editor (o del autor): [sic]. El hecho de que ocurra dos veces

en el libro, aleja la posibilidad de que se trate de una errata editorial y nos acerca a lo apuntado

por nosotros como hipótesis: el autor introdujo estos errores a propósito, para dar un toque más

de insania mental a su protagonista.

Planificados de manera consciente, como fueron los movimientos de sus dos primeros

crímenes (circunstancialmente fallidos); con la simetría del número treinta repetido; pensados

de tal modo que la disposición de los cuerpos y objetos encajara en un esquema previsto y

bosquejado, tenemos la certeza de que Usigli pretendía (y consiguió) construir el asesinato

estético. Homenaje tácito a Thomas de Quincey quien, en Del asesinato considerado como una

de las bellas artes, se regodea en los detalles de las muertes causadas por varios asesinos

seriales, quienes mataban por obtener dinero, cierto, pero cuyo deleite (de los asesinos y de

quien hace el relato) yacía en el crimen mismo y su planificación.33 Entre los placeres que un

33
La segunda parte de la mencionada obra, titulada “Post Scriptum de 1854”, recrea los crímenes reales cometidos,
en hechos separados, por Williams y los hermanos M’Kean.
80

asesino puede experimentar en el acto de matar, como dejamos anotado páginas arriba, está el

de la planificación. Lo dice de esta manera Vronsky (2004: 100):

The organized offender plans his murders and his escape carefully. He thinks through his crimes,

often for weeks, months, and even years, before acting. He evolves his fantasy gradually and is

aware of his growing compulsion to act his murderous desire. He scrupulously targets his

victims and stalks them for as long as necessary. He gains control over them at the crime

scene…

[El agresor organizado planea cuidadosamente sus asesinatos y escapes. Él piensa sus crímenes,

con frecuencia, durante semanas, meses e incluso años antes de actuar. Desarrolla gradualmente

su fantasía y está al tanto de su compulsión creciente por realizar su deseo criminal.

Escrupulosamente señala a sus víctimas y las persigue cuanto sea necesario. Logra el control

sobre ellas en la escena del crimen…] (traducción nuestra).

Nuestro criminal es de ese tipo, entonces: un asesino serial “organizado”. La

clasificación empleada por Vronsky es la misma con que el FBI ordena sus bases de datos sobre

serial killers. El anterior párrafo parece un retrato de Roberto de la Cruz en su lenta persecución

y acechanza de las víctimas. A Patricia Terrazas, por ejemplo, la visita con frecuencia mientras

va figurando el acto terrible: observa el espacio de la sala donde asestará el golpe a su víctima;

ubica con precisión el objeto que le servirá para tal efecto (el pisapapeles de forma indecisa:

león unas veces; otras, un dragón).34 No le importa que se sospeche de amoríos entre ellos

34
Esta “indecisión” puede no serlo tanto: entre las representaciones chinas de dragones, hay una con forma muy
parecida al león. Se trata de ‘Suanni’, uno de los nueve “dragones hijos”. Está relacionado con el humo, el fuego y los
fuegos artificiales. Suele colocársele como guardián de entradas principales (en Ciudad Juárez, encontramos un
suanni a la entrada del restaurant Lai Wah Yen).
81

(aunque le horroriza la sola idea). Al falso conde Schwartzemberg también lo hace entrar en

confianza, consigue ser invitado a los lugares íntimos de la casa (el sótano donde se guardan las

colecciones de objetos y joyas). También de esta relación es posible que sus conocidos comunes

tengan la sospecha de un asunto sexual entre ellos, pero igualmente domina el horror ante la

sola perspectiva.

Este repudio al contacto, a la intimidad sexual con cada uno de estos personajes, lleva a

Roberto hasta la repugnancia. Su actitud es indicio de una sexualidad reprimida que se resuelve,

paradójicamente, mediante la cercanía con estos deleznables “equívocos”, llevada hasta la

frontera del amor (las víctimas abrigan verdaderas esperanzas de hacerse amantes de Roberto)

y, finalmente, mediante la muerte, que es un acto extremo de posesión del otro, un ejercicio de

poder agudamente concentrado en la víctima. El asesino se acerca a sus víctimas para acabar

con ellas, y en ese acercamiento que dura lo que una cuidadosa seducción, el psicópata se

convierte en dominante, en quien tiene el poder porque es superior y porque representa el

hechizo de la sospechada muerte y, como parte de ello, se eleva como el supremo objeto del

deseo. ¿Qué mayor poder existe que el de ser deseado, el deseado? El interés del asesino sobre

su víctima es, también, un interés intenso, es como un acto de amor porque De la Cruz, a fin de

cuentas, no parece conocer otra forma de amar. ¿Qué ama Roberto de la Cruz? Ama (y teme) la

melodía encerrada en su caja musical, el único tesoro material que parece importarle. Y ese

amor es un cauce marcado siempre por la muerte.

El asesino vive, entonces, una lucha interna de lo más compleja. Visita a Patricia

Terrazas y permite con repugnancia su cercanía, sus roces. En esa explícita repugnancia se

manifiesta la inferioridad en que la ubica junto a él. Recordemos, por ejemplo, esta escena

donde él visita a la mujer y ésta comienza mostrándole los retratos de esos reyes de España con

quienes dice haber tenido intimidades:


82

—Aquí lo tiene usted —exclamó en tanto que él pasaba la vista por sobre la abrumada mesa de

centro—. ¡Aquí tiene usted a mi rey! […]

—Y allá está ella —continuó Patricia Terrazas haciendo ondular con ruido de baratijas un brazo

hacia el retrato del otro extremo, sin moverse de su lugar, sin volver la cabeza casi—. Allí está la

reina, la pobre reina. ¡Qué tragedia, llamarse Victoria y sufrir una derrota tan amarga!

Sonaba como un disco rayado. Roberto de la Cruz sintió un desagrado profundo.

—Supongo que no me llamó usted para presentarme con sus reyes —dijo sin curarse de suavizar

el tono. […]

La mujer se volvió lentamente. Tendió la mano hasta encontrar apoyo en el brazo de Roberto de

la Cruz, lo oprimió y se dirigió entonces hacia el vis-a-vis luido, que estaba situado entre las dos

ventanas. Allí volvió a oprimirle el brazo para indicarle que se sentara.

Roberto de la Cruz decidió para sus adentros que se encontraba en la posición más ridícula de su

vida, sentado en aquel mueble absurdo y delicioso. Delicioso para sentarse lado a lado con una

muchacha hermosa y virgen, absurdo para sentarse lado a lado con Patricia Terrazas (p. 49).

Podemos fácil atestiguar cómo el narrador se funde con el personaje, pues da la

impresión de compartir el pensamiento y las sensaciones de Roberto. Acudimos entonces a un

fragmento de la novela donde predomina la visión figural (del personaje), según las

explicaciones teóricas de Luz Aurora Pimentel (1998: 22-23). Hace falta un pequeño paréntesis

para entrar someramente en sus conceptos, sobre todo porque la noción de esa tendencia figural

del discurso en la novela nos aclara la dimensión ideológica, el punto de vista que parecería

sustentar. Veamos, pues, un intento de síntesis de lo que dice Pimentel: al hacer, esta autora,

distinción entre “dos principios de selección de la información narrativa, uno cuantitativo

(espacio, tiempo y personajes), el otro cualitativo (las limitaciones espaciotemporales,


83

cognitivas, perceptuales, ideológicas, éticas y estilísticas a las que se somete toda la

información narrativa)”, se refiere a dos filtros de que se vale un autor en la selección de los

elementos narrativos. La interrelación entre lo cuantitativo y lo cualitativo (perspectiva o punto

de vista sobre el mundo) produce un “juego de perspectivas que puede oscilar entre una visión

más ‘objetiva’ […], autoral, o bien una visión figural, es decir, dependiente de las limitaciones

inherentes a la visión subjetiva de un personaje”.

Intento enseguida simplificar para que sea más clara, si acaso, mi propuesta: Ensayo de

un crimen es mayormente figural, pues el punto de vista dominante es el del personaje. Su

ideología, su manera de ver el mundo y las relaciones humanas son apoyadas, aunque no

determinadas, por la voz narrativa. Si, en cambio, fuese el narrador quien guiara al lector en la

evaluación de las acciones criminales y las palabras del protagonista, si fungiera como juez

moral del personaje, tendríamos una visión autoral. Desde luego, no faltarían argumentos en el

sentido contrario: estaríamos ante una visión autoral en la medida que el personaje acaba

derrotado por su patología mientras el narrador nos cuenta el triunfo de la justicia en voz del ex

inspector Herrera. Este fue el artífice de tal triunfo, en parte ayudado involuntariamente por De

la Cruz, quien con sus pasos llevó a este detective escurridizo hacia varios asesinos “vulgares”,

especialmente hacia el homosexual. Lo vemos en este diálogo entre el detective y el asesino,

recluido ahora en un manicomio (p. 299):

Los policías levantaron el cuerpo y lo sacaron del edificio.

—¿No lo reconoce? —preguntó el ex inspector Herrera—. Usted fue, en realidad, quien me puso

sobre la pista definitiva.

—¿Quién es?

—¿Se le ha olvidado la historia aquella del camafeo?


84

—¿Luisito?

[…]

—Es un demonio, como buen representativo de la jotería.

Más adelante, cuando Herrera se retiraba de esa entrevista (p. 302):

Se dirigió hacia la puerta mientras Roberto de la Cruz permanecía sentado, mirando la faja de sol

que iluminaba el suelo, sintiendo que despertaba al fin, con una resignación sin manos y sin voz,

a la conciencia de su fracaso.

[…]

Su visitante había abierto la puerta. Desde el umbral se volvió con una sonrisa.

—Aquella chica, Lavinia, se libró ya del tipo; lo encerramos. Lo sabe todo, pero no tiene miedo,

quiere venir a visitarlo. Yo se la traeré.

Roberto de la Cruz no respondió. Un instante después el ex inspector Herrera había salido.

Es posible una lectura, entonces, que suponga una tendencia más bien autoral en la

novela de Usigli, pero habría necesidad de argumentarlo. Nuestra hipótesis parte de la creencia

en una simpatía del narrador (y su alter ego, Valentín Herrera), por la ideología que justifica los

crímenes (o sus aproximaciones) de Roberto de la Cruz. Dice Herrera a su amigo, en la visita al

manicomio (p. 301): “—¡Qué loco va usted a estar, hombre! Sin embargo, vale más que se

quede aquí por un tiempo. Esto es mejor que la Peni o que las Islas. Pero los crímenes son como

los libros: unos los escriben a tiempo y otros los copian. Usted quería ser un gran criminal como

otros quieren ser grandes escritores o grandes policías, y se quedan en la aproximación. Yo

también estoy en su caso. No he podido ser un gran detective”. Esto resulta cierto en el análisis
85

de Herrera como carácter ficcional: su función, en términos de private eye, queda marginada por

las vicisitudes de Roberto, protagonista y centro de la novela.

Y es que el impulso homicida de este peculiar hombre tenía como base todo un

programa de vida, un edificio moral, como lo confiesa a Herrera (p. 301): “[…] Si le digo el

origen de todo esto, lo que me dio la idea, lo que me hizo sentir así… es toda mi vida.” Como el

lector, a estas alturas, sabe a lo que se refiere el personaje, Usigli pone una respuesta escueta en

el ex inspector: “—Guarde usted su secreto”. Esa idea, eso vital que daba “razón” a las manos

letales de Roberto, era en primer término su deseo de trascender la mediocridad, para cuyo

efecto encontraba sólo en las dos posibilidades extremas de la santidad o la criminalidad; en

segundo lugar, estaba su punto de vista sobre las personas, el desprecio hacia los “inferiores”.

Ambos rasgos estaban dominados por su percepción de sí mismo como hombre superior,

inscrita su conciencia de manera orgánica al grado de vestirse, hablar y conducirse como un

verdadero dandy. Los criminólogos insisten en la sexualidad como elemento frecuente en los

actos de violencia. Un problema de carácter sexual evidente o, en ocasiones, velado e

inconsciente. Así sería, si creemos tales teorías, la violencia de Roberto: motivada por una

represión sexual que se oculta a simple vista pero, quizás, se manifiesta en su rechazo radical de

los homosexuales y en su violencia esencial, que puede ser metódica y puede ocurrir al influjo

de un arrebato en que desaparece el control de su voluntad. Mas no olvidemos que en cuestión

de dominio sexual (la violación, por ejemplo), es más importante el ejercicio del poder que la

sexualidad misma.
86

Capítulo 5
Novela de un cierto dandy
87

5.1 El dandy: origen y características

El encabezado de este capítulo: “Novela de un cierto dandy”, pudiera parecer un tanto

caprichoso o lúdico, tomando en cuenta que nos enfrentamos a un reporte de investigación

literaria, un texto académico. Por el contrario, la intención es abordar con la mayor precisión el

carácter de un personaje que se nos va revelando complejo: simpático y chocante a la vez frente

al lector; aristocrático y defensor de los indígenas; vestido como burgués y crítico del sistema

sustentado por la burguesía; amante seductor y misógino; santo y criminal… flaneur y dandy.

En este apartado nos dedicaremos al análisis de esa faceta elegante en Roberto de la Cruz y las

razones de su persistencia, a pesar de su inestable fortuna y nula relación con personas

verdaderamente poderosas, verdaderamente importantes y ricas del universo narrado.35

La elegancia peculiar del protagonista, su predilección por cierta clase de personas y su

desdén por otras, así como su reflexión juiciosa frente a edificios y monumentos del México

posrevolucionario (las primeras cuatro décadas del siglo XX): todo ello y más detalles

conforman su “dandismo”. Más importante aún, ese dandismo, ese tedio y desencanto frente a

la sociedad del tiempo narrado está en la base de su impulso criminal, lo explica y es parte de su

justificación.

En efecto, la vida social de este personaje, a quien difícilmente podremos calificar de

matón vulgar, transcurre entre profesionistas (licenciados), políticos y ex policías de oscura

historia y pasatiempos disipados (el club de póker del “gordo” Asuara). Sin duda estamos ante

el problema de una definición: ¿qué es un dandy? ¿En qué medio se desenvuelve? Comencemos

35
Pero aquí ya estaríamos determinando la naturaleza del dandy, mientras que éste es un concepto movedizo, que fue
transformándose durante la historia. Si hablásemos tan solo del “bello” Brummell y el tiempo de la Regencia en
Inglaterra (1800-1830), entonces podríamos hablar de un dandy cercano a los príncipes y a las damas nobles (aunque
crítico de sus vestidos). No sería exacto generalizar al dandy —según lo aplicamos al personaje Roberto de la Cruz—
como una calca de su modelo fundador.
88

con el origen de la palabra. Según leemos en un ilustrador libro de Ellen Moers (1978: 11), “Por

lo menos tan temprano como la década de 1770, la palabra estaba siendo cantada a lo largo y

ancho de las colonias americanas en la frase Yankee Doodle Dandy”. Se refiere a unas coplillas

cantadas por los soldados ingleses durante la guerra de independencia de Estados Unidos. Y

continúa la autora:

Las estancias [stanzas] más antiguas de ‘Yankee Doodle’ tienen que ver directamente con los

orígenes del dandismo. La más popular (que se podría remontar hasta la guerra de franceses e

indios pero más probablemente datan de los [mil setecientos] sesentas) fue escrita por un inglés

para burlarse de la apariencia de las tropas americanas:

Yankee Doodle came to town, [Yanky Garabato vino al pueblo,

Riding on a pony, Montado en un potrillo,

Stuck a feather in his hat Una pluma clavada en el sombrero

And called it Macaroni! y lo llamaba Macarroni!]

[traducción nuestra]

La soldadesca colonial vestía ‘variopintos, desajustados e incompletos’

uniformes; los macarronis eran aquel círculo de afectados, extrañamente vestidos

londinenses cosmopolitas que pueden ser identificados como los más cercanos

ancestros de los dandis de la Regencia […] La referencia a los macarronis

probablemente pone un límite a la antigüedad del verso, pues el famoso Club Macarroni

no fue fundado sino hasta 1764.36

36
Aunque no podemos dedicar estas páginas a una profundización acerca del epíteto ‘macarroni’, conviene apuntar
algunos esbozos para quien deseara ir más allá en la búsqueda: el investigador Rictor Norton, autor de algunos títulos
89

En el coro de esa canción había este vocablo que sonaba, dice Moers (1978:12), como

un sinsentido patriótico para los oídos de aquellos norteamericanos:

Yankee Doodle keep it up, [Yanky Garabato, avante,

Yankee Doodle Dandy, Yanky Garabato Dandy,

Mind the music and the step observa música y paso

And with the girls be handy. y con la chicas sé fácil].

Y es que, como afirma Julie Fourie, citando a Alison Lurie (The language of clothes,

1981), las modas adoptadas por los estadounidenses trataban de seguir a las de Inglaterra,

aunque con sus reservas, como es usual en las provincias. Se refiere, claro está, al tiempo en que

América fue una provincia de los británicos. Continúa Julie Fourie: “Toda la letra del Yankee

Doodle, una de las más apreciadas canciones patrióticas de América, es una broma a expensas

de los colonos” (traducción nuestra).

La palabra dandy, como la usamos en nuestros días, evoca al hombre bien vestido de la

ciudad y, cito de nuevo a Ellen Moers (1978: 11, 26), “Dandy deriva de la jerga del periodo de

Brummell: los primeros años del siglo diecinueve”. La definición que me pareció más precisa es

una cita que transcribe esta autora, tomándola de Mrs. Catherine Gore (Cecile: or, The

sobre homosexualidad en la literatura y en la historia, especialmente en la cultura británica, ofrece el estado de la


cuestión sobre el tema. Resumimos: macaronies o maccaronies se llamaba a las personas afectadas en su arreglo
personal. Con frecuencia, tenía una connotación homofóbica. No hay certeza histórica de un club llamado Macaroni,
sino que se trataba, más bien, de una ubicación metafórica. Macaroni se llamaba también a un sombrero tricornio de
pequeñas dimensiones que solía ponerse sobre un peinado muy alto. El vocablo está asociado a la pasta italiana
(conocida en México por el nombre ‘macarrón’) porque ciertos personajes pedían ese platillo en los restaurantes y,
debido a ello, se les consideraba “personas viajadas”, como una manera de afectación y refinamiento. Los ensayos
donde Norton aborda la cuestión de manera seria y documentada se encuentran, además de en algunos libros y
artículos, en su página de internet encabezada así: The Macaroni Club. Homosexual Scandals in 1772.
http://www.rictornorton.co.uk/eighteen/macaroni.htm
90

adventures of a coxcomb): “[the dandy was] a nobody, who had made himself somebody, and

gave the law to everybody” (“el dandy era un don nadie que se volvió alguien y fue ley para

todo el mundo”). ¿No es exactamente el caso de Roberto de la Cruz, aparente aristócrata venido

a menos, adornado con la petulancia de quien sabe qué corbata usar y de qué marca, qué

cigarrillos van con su dignidad de conocedor del buen gusto? Ahora, el circunstancial hecho de

que su momento de gloria social quedara en el pasado y su fortuna económica disuelta quién

sabe dónde, no obstruye la grandeza de alguien, si nos atenemos a Nietzsche (1996: 57):

“Hombres superiores / ¡Digno de loor es quien asciende! / ¡Mas quien desde las alturas

desciende / Se halla incluso por encima del loor, / Pues es de lo alto, superior!”

La ley que el dandy dio a todo mundo es la de la moda, pero no la moda general que

copian todos, sino el vestido preciso, el equilibrio perfecto entre la mayor elegancia y la menor

ostentación: unos cuantos tienen el refinamiento exacto (buen gusto) y el tiempo requerido para

dedicarlo al arreglo del vestido y la apariencia. También son pocos los que pueden entrar en el

círculo donde ese vestido intachable puede (y debe) lucirse. En el caso del dandy por

antonomasia y fundador del dandismo, George Bryan Brummell (Inglaterra, 1778-1840), los

lugares donde se lucía para que otros aprendieran sobre cómo vestirse y cómo actuar en

sociedad, fueron la corte del príncipe de Gales, hijo de George III. El príncipe mismo era un

dandy y eligió como uno de sus allegados, por lo menos durante cierto tiempo, al llamado beau

Brummell, de quien aprendía parte de sus secretos del buen vestir. Entre las leyendas que se

cuentan del “bello” Brummell destaca la que lo supone acicalándose por largas horas antes de

salir de casa. Se levantaba temprano pero no salía sino después de mediodía, pues era

importante lucir perfectamente vestido; hasta el último pliegue de la ropa debía estar en su

lugar. Su criado tenía que emplear, algunas veces, varias horas tan solo para dejar bien

dispuesto el gran trozo de tela que el galán usaba en el cuello.


91

La literatura sobre el tema suele coincidir en la mención de los más destacados dandis

de la historia (en general ubicados en los siglos XIX y XX): Brummell, Bulwer y Disraeli en

Inglaterra, sin olvidar a Óscar Wilde; Barbey D’Aurevilly y Baudelaire en Francia. Y, desde

luego, no falta la confusión que ayuda a crear mitos en torno a estos personajes. Se dice, por

ejemplo, de Wilde (1854-1900):

[…] Combinó sus estudios universitarios con viajes (en 1877 visitó Italia y Grecia), al tiempo

que publicaba en varios periódicos y revistas sus primeros poemas, que fueron reunidos en 1881

en Poemas. Al año siguiente emprendió un viaje a Estados Unidos, donde ofreció una serie de

conferencias sobre su teoría acerca de la filosofía estética, que defendía la idea del “arte por el

arte” y en la cual sentaba las bases de lo que posteriormente dio en llamarse dandismo.37

Curiosa idea, si recordamos que la Regencia inglesa abarcó de 1800 a 1830, y la vida de

George Bryan Brummell, el dandy por antonomasia, transcurrió de 1778 a 1840. Lo cierto es

que, en efecto, Wilde fue de cierto modo un dandy.

Siempre ha sido, éste, una figura de ambigüedades, por lo menos desde el siglo XVIII.

Lo vemos, por ejemplo, en los diccionarios. El Webster’s American Dictionary propone las

siguientes acepciones:

dan•dy (dan΄dē) n. 1 a man who is vey fussy about his clothes and looks 2 [Informal] something

that is very good…

37
“Wilde, Óscar”. En Diccionario de biografías (con CD-ROM). España: Grupo Editorial Océano, ca. 2000.
92

Ya vemos, en la primera acepción, connotaciones negativas: “very fussy”,

excesivamente preocupado por el detalle en el vestido y la apariencia. Sólo en un sentido

informal se toma la palabra dandy como atributo de perfección.

El Merriam-Webster Online Dictionary guarda, en su definición de dandy, poca

diferencia con lo anterior:

1: a man who gives exaggerated attention to personal appearence

2: something excellent in its class

Etymology: probably short for jack-a-dandy, from ‘jack + a (of) + dandy’ (origin unknown)

Date: circa 1780

[1: un hombre que presta excesiva atención a su apariencia personal. 2: algo excelente en su

clase. Etimología: probable abreviatura de jack-a-dandy, de ‘jack + a (de) + dandy’ (palabra de

origen desconocido). Fecha: circa 1780] [Traducción nuestra].

Nuevamente, exageración en el cuidado de la apariencia. Y, sin embargo, el dandy de

finales del XVIII y principios del XIX era respetado y admirado por su precisión y sobriedad en

el traje: era la medida exacta de elegancia, que otros intentaban imitar. Los dandis modélicos,

desde el bello Brummell, tenían además otras características comunes. Durante la Regencia del

príncipe George, el dandy era un hombre de sobresaliente ingenio (wit), sin el cual no podía

llamarse tal. No era, pues, un animal ridículo que paseaba su florida elegancia por las calles

(con sus excepciones, como el caso del “Macaroni Club”, como se llamaba a los que pecaban de

afectación excesiva). Por lo menos, en los círculos aristocráticos donde se movía —la corte, los

clubes londinenses— el dandy era quien dictaba la moda en ropa y maneras, es decir, en la

conducta general.
93

Como veremos algunas líneas adelante, es posible relacionar, con sus reservas, la idea

del dandy como “hombre superior” con el concepto nietzscheano de superhombre.

5.2 El dandy ante la filosofía del hombre superior

Si buscamos la mayor calidad del dandy, manifiesta en su desdén por los demás y en su prédica

mediante el ejemplo (pues su apariencia, por sí misma, forma escuela de modales y del buen

vestir), en filosofías como la del superhombre de Nietzsche (2005), quizás encontremos un

apoyo conceptual, un soporte ideloógico, si acaso hiciera falta, a su actitud.

Como intento de sustentar lo anterior, proponemos lo siguiente: en la parte primera de

Así habló Zaratustra (Ibídem: 29-31), el enigmático profeta pronuncia el dicurso de “Las tres

metamorfosis”, es decir, las transformaciones del espíritu en su avance hacia el superhombre:

“Yo les indicaré las tres transformaciones del espíritu: el espíritu se convierte primero en un

camello, el camello se vuelve león, y finalmente el león se vuelve niño”.

En síntesis, el camello representa la disposición y el vigor del espíritu, que se apresura a

llevar su carga una vez que la recibe.

La segunda metamorfosis, o conversión del camello en león, ocurre cuando el espíritu

“se lanza a conquistar su libertad como si cazara su presa, y a ser el amo de su propio desierto”.

Aquí, la libertad del espíritu se realiza en la voluntad que deniega, que lucha contra un dragón

poderoso llamado “Debes”, y su grito de lucha contra el dragón es “¡Quiero!” El triunfo del

león es posible porque “la conquista de la libertad es un santo ‘no’ frente al deber”.

La tercera metamorfosis consiste en el nuevo principio, un “echar a andar inicial”, por

eso el león se transforma en niño. Por tanto, aquí trabaja la voluntad de crear: “En el juego de

crear, hermanos —dice Zarathustra—, se necesita expresar el santo ‘sí’, pues el espíritu quiere
94

ahora hacer su propia voluntad, y al retirarse del mundo, conquista su propio mundo”. Este fue

el discurso de Zarathustra, pronunciado “en la ciudad que llaman La Vaca Multicolor”.

Para contrastar nuestra lectura con otra interpretación y, de paso, complementar su

sentido, citamos este breve fragmento que puede encontrarse en el Diccionario Herder de

Filosofía en CD ROM (1996):

“Nietzsche, Friedrich HIST. (1844-1900)”

El último hombre, el superhombre y el nihilismo

[…] El proceso de generación del superhombre es el que expone Nietzsche en la metáfora de las

tres transformaciones: el camello, que toma sobre sí la pesada carga de la moral invertida, se

transforma en león, que critica la moral del deber-ser, para transformarse a su vez en un niño,

creador espontáneo de su propio juego. Los nuevos valores no son conmensurables con los

establecidos ni con ningún criterio externo a ellos mismos, pues ellos son precisamente la nueva

norma.

Quizás no resulte ocioso recordar el parenteso de estas ideas con el pensamiento de

Schopenhauer quien, en La libertad (1996: 19), desarrolla el concepto de conciencia en

términos, precisamente, de voluntad:

¿Cuál es el contenido de la conciencia? O ¿cómo y en qué forma se revela inmediatamente a sí

como el yo que somos?

Contestación: Como el yo de un ser queriente. En efecto, cada cual de nosotros, por poco que

observe su propia conciencia, no tardará en enterarse de que el objeto de esa facultad es

invariablemente la voluntad de su persona.


95

¿Qué relación tiene el dandy con estos conceptos, además de la medida en que

participamos todos de emociones y actos que son todos voluntad?

El dandy como camello, por ejemplo, lleva la carga de presiones y altibajos de la vida

social a la que se opone e impone a la vez (Brummell, en algún momento, sufrió la suspensión

del favor y compañía del príncipe regente). Un dandy debía presentarse como tal a donde quiera

que fuese, y eso suponía dedicar largas horas del día al aseo y al vestido. Tales eran sus cargas,

además del costo económico de las ropas, las fiestas y comidas que, por ejemplo, los dandis

londinenses más poderosos acostumbraban ofrecer.

El dandy puede ser el león de Zarathustra por su independencia, por ser “el amo de su

propio desierto” —solitario incorregible—, porque su único deber se realiza en sí mismo, en su

“pequeño mundo de moda, ingenio, elegancia e irresponsabilidad” y emplea la fuerza de su

voluntad en favor de los personales intereses (Moers, 1978: 68). Es también un conquistador de

admiraciones y servidores.

La tercera metamorfosis (y creo que los tres estados conviven simultáneamente en el

dandy), nos remite al carácter fundacional y creador de éste, quien dicta modas y modales y,

quizás con Brummell, inventa la elegancia como actitud, como una forma de vivir en la cúspide

social. Además, la exacerbada importancia en algo tan superficial como el vestido, el orgullo

que de manera deliberada descansa en lo aparente, algo tiene de arrebato infantil. No olvidamos,

dicho sea de paso, el valor contestatario del dandismo: ante la decadencia de un mundo sin

garantía de permanencia, ante la depreciación del artista frente a los ojos del capitalismo, la

actitud moderna se expresa en varias direcciones, una de las cuales consiste en la figura del

dandi. Otra, distinta pero también intensa, será la actitud bohemia.

Dicho lo anterior, no podremos negar nuestra inocua intención de un ejercicio un tanto

naïve o quizás caprichoso que será útil, por lo menos, para descartar por débil esa posible
96

ligazón de la superioridad autoasumida del dandy con la idea nietzscheana del superhombre. En

todo caso, está presente la conciencia concentrada en el yo y cuyo objeto es “la voluntad de su

persona”, como leímos en Schopenhauer con un examen de cuya ligereza ojalá seamos

dispensados.

En última instancia, el dandy es orgulloso como el águila y astuto como la serpiente, los

animales elegidos por Zarathustra como sus guías, al final del “Prólogo de Zarathustra”. Y el

hombre nuevo es un inventor, un artista y un filósofo en quien importan el goce, la conquista y

la apariencia, pues

El hombre “noble”, a quien Nietzsche se propone reconstruir y afirmar, es precisamente el

creador de los valores y el fermento de toda innovación: “Vivir es inventar”. El hombre bueno

vive de las cosas antiguas; el hombre noble quiere cosas nuevas y una nueva virtud.

[…] Todo es ilusión, pero sólo el arte sabe que él mismo no es más que ilusión. Penetra a mayor

profundidad en las cosas que cualquier otro fenómeno humano; constituye el lenguaje mismo de

las apariencias (Bayer, 2000: 340-342).

El superhombre (Übermensch), sería un hombre que, en el futuro, se elevase sobre las

limitaciones de la moral ordinaria, culpable y cristiana. Parece que lo que tenía en mente con su

“voluntad de poder” era algo “más parecido a la autoafirmación, y no necesariamente el uso de

poder para oprimir a otros”.38

La Encyclopædia Britannica comenta de manera interesante una posible lectura de esta

filosofía:

38
S.v. ethics. En Encyclopædia Britannica. Consultado el 16 de mayo de 2009, de Encyclopædia Britannica Online:
http//www.britannica.com/EBchecked/topic/194023/ethics
97

De hecho, Nietzsche era casi tan desdeñoso (contemptuous) del racismo pangermánico y el

antisemitismo como lo era de la ética del judaísmo y el cristianismo […] Sin embargo, debe ser

dicho que Nietzsche se dejó abierto a sí mismo para aquellos que quisieron su imprimatur

filosófico para los crímenes contra la humanidad. Su creencia en la importancia del Übermensch

lo hizo hablar de la gente ordinaria como “el rebaño” que realmente no importaba […] La

cuestión es que el Übermensch está por encima de los estándares morales: “El ser humano

distinguido se siente a sí mismo como determinante de valor; él no necesita ser ratificado; él

juzga ‘que lo que es dañino para mí es dañino como tal’; él sabe que él es el algo que da valor a

los objetos; él crea valores” [traducción nuestra].39

La acusación es grave: Nietzsche —o su pensamiento— ¿tiene tal apertura o vaguedad

que puede ser utilizado para justificar crímenes de lesa humanidad? Aunque el propósito de esta

investigación no es elevar crítica filosófica o política alguna, creemos que muchos textos de

influencia universal (como es la obra de Nietzsche), pueden interpretarse caprichosamente, y en

ello no hay ninguna novedad. En la Biblia, por citar algún ejemplo, pueden encontrarse razones

para sustentar actitudes antisemíticas, por ejemplo, y la historia da suficientes pruebas de que

hubo alguna vez intereses a favor de semejantes interpretaciones. Mejor es, en mi opinión, citar

directamente los textos del filósofo donde se refiere a la calidad superior e inferior de la especie

humana, más relacionada con la “buena” o “mala” conciencia, con la desaparición del

sentimiento de culpa y, en general, con la (falsa) moral cristiana y moderna. El vitalismo de

Nietzsche llega a tal extremo que, en La gaya ciencia, ante la frase final de Sócrates en la

Apología, profiere esta indignada elegía:

39
Ídem.
98

—lo cierto es que en esos momentos algo le desató la lengua y dijo: “Oh, Critón, le debo un

gallo a Asclepio”, exclama: “¡Parece mentira! ¡Un hombre como él, que había vivido

alegremente y a la vista de todo el mundo como un soldado— era un pesimista! ¡Había puesto

buena cara a la vida y ocultado su juicio definitivo, su más íntimo sentir a lo largo de su vida!

¡Sócrates, Sócrates sufrió de la vida! ¡Y por eso se vengó —con esa palabra velada, pavorosa,

pía y blasfema! (Nietzsche, 1996: §340).

El gallo es la ofrenda de Sócrates al dios de la medicina en agradecimiento por curarlo

de la vida, como si fuese una enfermedad de la que deseaba librarse. Nietzsche amaba la vida y

sus potencias, de modo que no podía entender ni perdonar la actitud del griego.

Esto es, en la filosofía de Nietzsche, indisociable de su actividad como artista y de sus

ideas estéticas, parece haber esa autoconciencia de hombre superior que anima la voluntad de

los grandes elegantes (también artistas muchos de ellos) del mundo, merecedores de la categoría

dandy. Estos eran (o son, en caso de que la especie siga vigente) superiores por su actitud, por

su voluntad superior y su desdén frente a la élite social a la que pretenden impresionar.

Desde luego, la idea de superioridad e inferioridad humanas como naturaleza, es decir,

como valor intrínseco y nato no es ninguna novedad. Aristóteles habla en su Política, por

ejemplo, de las condiciones contrarias esclavo-señor como algo que no es fortuito ni debido al

azar de la circunstancia, sino que: “Uno es señor, no porque sepa mandar, sino porque tiene

cierta naturaleza; y por distinciones semejantes es uno esclavo o libre” (Polít. I, ii). Y elabora

todo un argumento en defensa de esa idea contra algunos de sus contemporáneos que ven la

esclavitud como efecto de, simplemente, el ejercicio de la violencia. Precisamente en ese tiempo

(como en otros momentos de toda la historia humana), solían servir como esclavos algunos

prisioneros de guerra. Pero, replica el Estagirita:


99

El interés de la parte es el del todo; el interés del cuerpo es el del alma; el esclavo es una parte

del señor, es como una parte viva de su cuerpo, aunque separada. Y así, entre el dueño y el

esclavo, cuando es la naturaleza la que los ha hecho tales, existe un interés común, una recíproca

benevolencia; sucediendo todo lo contrario, cuando la ley y la fuerza por sí solas han hecho al

uno señor y al otro esclavo (Ídem).

5.3 Esteticismo y dandismo

Creemos que, si alguna corriente filosófica o de pensamiento tiene verdaderos y estrechos nexos

con lo que representa el dandismo y con su época de mayor auge (finales del siglo XVIII y

principios del XIX), esto sería el esteticismo inglés. Wilde (1854-1900) fue uno de su

promotores y practicantes más entusiastas. Aunque los años de actividad artística y ensayística

de Óscar Wilde se ubican en la segunda mitad del siglo XIX, el esteticismo tiene raíces tan

tempranas como el pensamiento de Kant, por su influencia sobre las ideas del arte como

actividad desinteresada y, sobre todo, ajena a preceptos morales o a una utilidad.

De particular importancia es la filosofía estética que promovió el autor de El retrato de

Dorian Gray con varios artistas de su tiempo: nos referimos al esteticismo (aestheticism), ligado

al concepto de arte por el arte, que acuñó el filósofo francés Victor Cousin. A su vez, estas

teorías se alimentaron en parte del legado estético de Kant, como apreciaremos en esta breve

síntesis de su pensamiento:

Lo bello se opone a lo agradable y a lo bueno, puesto que estos dos se hallan sometidos a la

facultad de desear; carecen, así, del desinterés de la obra estética. Lo bello se opone también a lo

útil y a lo perfecto, o sea, a la finalidad objetiva externa en cuanto a lo útil e interna en cuanto a

lo perfecto (Bayer, 2000: 209-210).


100

Aunque no sería justo olvidar que esta idea del arte por sí mismo fue rechazada por el

más grande poeta francés del siglo XIX:

Victor Hugo siempre pensó que el arte era expresión de la sociedad. Consideró, pues, que el arte,

según los periodos, es sobre todo expresión del liberalismo, en seguida de la democracia y,

finalmente, después de 1850, del socialismo. Esta concepción lo obligó a rechazar la teoría del

arte por el arte y a adoptar la del arte por la utilidad, utilidad social con miras a enseñar y a

mejorar (Ibídem, 275).

[…] La finalidad del arte, según Victor Cousin, es producir la idea y el sentimiento de lo bello, y de

elevar a través de ello al alma hacia la belleza ideal que es Dios (Ídem).

Arte por el arte es un concepto que puede apoyarse en una lectura de, por ejemplo, el

§16 de Crítica del juicio, donde Kant (1985) explica: “El juicio de gusto, mediante el cual un

objeto es declarado bello, bajo la condición de un concepto determinado, no es puro”. Esto

significa que, si juzgamos un objeto por lo que tiene de bello, sin presuponer lo que el objeto

debe ser como tal en sus funciones y naturaleza, estamos juzgando su belleza libre y, por tanto,

nuestro juicio es puro o estético. Si, en cambio, juzgamos un objeto por las características que

como tal objeto debe tener, por su perfección como tal, entonces nuestro juicio no es libre, sino

adherente, utilitario en mayor o menor grado.

Groseramente interpretado por nuestra inhabilidad, y sólo con afán de sintetizar,

ofrecemos un ejemplo posible (ya que Immanuel Kant no es pródigo en ejemplos): digamos que

apreciar un caballo por su fuerza, por su cualidad de “pura sangre”, su alzada, musculatura o

color de piel, esa apreciación será un juicio adherente o utilitario. Si, en cambio, admiramos al

animal simplemente por su belleza como maravilla de la forma y el porte, y esa belleza nos
101

conmueve, estamos haciendo un juicio libre, puro o estético, según la terminología que la

traducción a la mano propone del texto kantiano.

Pero, en justicia, debemos valernos de una voz experta para contar con su dirección

autorizada en la comprensión de las ideas estéticas del gran filósofo alemán:

Para resumir lo que es el juicio del gusto y la actitud estética según la naturaleza de lo bello,

podemos distinguir cuatro puntos de vista en las categorías:

El primer momento es la cualidad. El gusto es la facultad de juzgar un objeto o un modo de

representación por la satisfacción o el desagrado de una forma enteramente desinteresada. Se

llama bello al objeto de esa satisfacción. Volvemos a hallar aquí el criterio del desinterés de la

actitud estética.

El segundo momento es la cantidad. Es bello todo aquello que gusta universalmente, sin

concepto […]

El tercer momento es la finalidad, la relación. La belleza es la forma de la finalidad de un objeto

en tanto es percibida sin la representación de un fin […]

El cuarto momento es la modalidad. Es bello lo que es reconocido sin concepto como objeto de

una satisfacción necesaria. Aquí tenemos no solo lo universalizable de hecho, sino de derecho, es

decir, lo necesario: lo normativo y lo apodíctico.

[…] Lo bello se opone a lo agradable y a lo bueno, puesto que estos dos se hallan sometidos a la

facultad de desear; carecen, así, del desinterés de la contemplación estética. Lo bello se opone

también a lo útil y a lo perfecto, o sea a la finalidad objetiva externa en cuanto a lo útil e interna

en cuanto a lo perfecto […] (Bayer, 2000: 209-210).

Volvemos a la Enciclopedia Británica, para valernos de otra noción autorizada sobre

este movimiento artístico inglés llamado Esteticismo:


102

[Idea principal]: movimiento tardío del arte europeo centrado en la doctrina de que el arte existe

a causa de su sola belleza y no necesita servir a un propósito político, didáctico ni otro ninguno.

El movimiento comenzó como reacción contra las filosofías utilitarias prevalecientes y lo que

era percibido como la fealdad y el filisteísmo de la era industrial. Sus cimientos filosóficos

fueron echados en el siglo XIX por Immanuel Kant, quien postuló la autonomía de los estándares

estéticos, colocándolos aparte de consideraciones de moralidad, utilidad o placer. Esta idea fue

ampliada por J. W. von Goethe, J. L. Tieck y otros en Alemania, y por Samuel Taylor Coleridge

y Thomas Carlyle en Inglaterra. Fue popularizada en Francia por Madame de Staël, Théophile

Gautier y el filósofo Victor Cousin, quien acuñó la frase l’art pour l’art (“el arte por el arte”) en

1818 [traducción nuestra].40

El dandy es alguien que pretende hacer de su vida arte. Algunos de los más notables

dandis de la historia, no es casual, también eran artistas, casi siempre escritores. La vida estética

que habían elegido tenía relación con un ambiente de tedio causado por factores históricos,

filosóficos o sociales. Como dice Ellen Moers (1978:17): “El dandy practicó su primera,

impecable genuflexión en la inquieta atmósfera de cambiantes perspectivas y valores náufragos

que siguieron a la revolución francesa” (traducción nuestra). Ese ambiente de cambios y, sobre

todo, de valores que desaparecen, de ennui,41 es propio de la época. Ya hemos hablado de los

dandis ingleses. La elegancia de estos se impuso como paradigma del buen vestir en toda

Europa y uno de los artistas influidos por semejante moda fue el francés Charles Baudelaire, de

quien dice su biógrafo, el español González Ruano (1958: 77-78): “Ambientado el dandismo de

40
S.v. Aestheticism, En Encyclopædia Britannica. Consultado el 21 de mayo de 2009, de Encyclopædia Britannica
Online: http//www.britannica.com/EBchecked/topic/7474/Aestheticism
41
S.v. “ennui n. una sensación de gran aburrimiento y cansancio de todas las cosas”. Webster’s American
Dictionary. USA: Smithmark Publishers, 1999 [traducción nuestra].
103

Baudelaire en los momentos sociales en que se produce, se ve con claridad que nace como

resultante de la desorientación de una época. Es difícil encontrar momentos más específicos de

tambaleo, de indeseable caos”. Ese caos y ese hundimiento de valores en que

[…] se persigue encarnizadamente a los bonapartistas y se veneran las cenizas de Bonaparte […]

la monarquía ridícula de Luis Felipe, un rey gordo con zapatillas y gorro de lana extraído de las

barricadas, indigna a todo espíritu medianamente fino. El triunfo de aquel reinado de lo

mediocre, la exaltación grotesca de lo burgués, influye, más de lo que parece, en la formación de

la rebeldía, que es el dandismo, alzada contra la elegancia fácil y adquirida, contra la bonhomie

insoportable de la época, contra las galas de los nuevos ricos y la democracia cobarde que ni se

atreve siquiera a ser republicana.

[…] Baudelaire acepta y aun persigue todas las afectaciones como auténticas virtudes, en tanto

que lo natural es para él abominable y vil; pero, en todo, hay ese gesto desinteresado por lo

vulgar, por aquello que el burgués desea y el mediocre ama. Yo veo en este dandismo un acento

precursor de la deshumanización. A Baudelaire y los dandis se les subió el corazón a la cabeza

antes que a nuestros contemporáneos filósofos germanizados.

Sus trajes tienen la importancia, la calidad, de cuadros que requieren un estudio preciso y

precioso, un verdadero culto esteticista.

Que el dandismo tuvo una relación indisoluble, orgánica con el esteticismo (o arte por

el arte), lo prueban las palabras de William Jesse, biógrafo de Brummell, dirigidas en su libro a

la “comunidad de utilitaristas”: ahí afirma que el gran dandy tenía las cualidades suficientes

para hacerlo “aceptable, interesante y ornamental, pero ninguna que tendiera, en el más remoto

grado, a volverlo útil” (Moers, 1978: 244-245).


104

Y las opiniones de Usigli, por lo menos en el tiempo que escribió Voces (entre 1932 y

1933), nos dan idea de su actitud ante el placer de los lujos:

La elegancia consuela de muchas cosas en la vida. El consuelo está en la elegancia mejor que en

las religiones, porque la elegancia diafaniza y aligera en tanto que las religiones deprimen y

humillan.

No que la humildad a que nos condenan las religiones no sea grande; pero no está al alcance de

todas las fortunas —de todas las pobrezas— ser San Francisco de Asís. Ahora, que la humildad

es condición de las masas y la elegancia condición personal, y que entre una falsa elegancia y

una falsa humildad la primera es imperdonable y odiosa, en tanto que la segunda es sólo

mediocre y estúpida (Usigli, 1967: 33-35).

Más adelante, en el mismo texto, continúan sus evocaciones de un ambiente suntuoso

tras la lectura de El retrato de Dorian Gray: “...de halagar este instinto de perfumes y de pausas,

de joyas raras y de telas pesadas y suaves, ligeras y ricas”. Cierra estas reflexiones con una

vuelta a su realidad: “Mi cuarto real era pequeño y desnudo: una cama estrecha de hierro —un

catre—; un librero, una mesa, una silla […] Todas estas visiones de lujo corresponden a una

fuga, son parte de una fuga sistemática. Lo sé ahora”. Pero no estaba, la valoración humana de

Usigli, sólo en el ambiente y los objetos de la riqueza material. A lo largo de sus pensamientos

—máximas, los llama— en Voces descubrimos una personalidad conformada por el gusto de la

decencia y los buenos modales; una admiración intensa por las personas inteligentes, sobre todo

las de talento artístico; una idea, en fin, de la gente como naturalmente desigual, dividida sobre

todo entre la genialidad y la vulgaridad, aunque no como absolutos: “La vulgaridad es preciosa:

es el centro de resistencia de la vida. Hay que tenerla de vez en cuando, por lo menos para no
105

morir. Los genios son eso: mitad potencia creadora, alta inteligencia, y mitad vulgaridad”

(Ibídem: 45).

5.4 Una ejemplificación: La soga, de Alfred Hitchcock

En este particular trabajo del maestro inglés del suspenso cinematográfico, confluyen los temas

que han dado pretexto al presente ejercicio de acercamiento a la única novela de Rodolfo Usigli:

1) la estética relacionada con el crimen; 2) la figura del dandy, manifestada en el vestir y en el

gusto refinado de los protagonistas; 3) y, por último, la “superioridad” de unos hombres sobre

otros, que permite construir una justificación del asesinato. Estos elementos, o mejor dicho,

estos tres complejos factores se aúnan para ofrecernos una pieza maestra de la cinematografía

mundial, del tiempo en que las cintas de filmación duraban justos diez minutos de rodaje

continuo.

Ingrid Bergman estaba por terminar un contrato en dos películas y no estaba disponible

para participar en el reparto de Atormentada, donde su gran admirador deseaba incluirla...

Así que Hitchcock y Bernstein decidieron esperar e intentar en el ínterin una rápida versión

cinematográfica de la obra de 1929 de Patrick Hamilton Rope, que les había impresionado en su

estreno en el West End. Esto, pensó Hitchcock, le daría la oportunidad de producir rápida y

económicamente, y con un nuevo sistema: en tomas ininterrumpidas de diez minutos, de tal

modo que los ochenta minutos de acción de la obra, sincronizados con el tiempo real, fueran

presentados también en ochenta minutos de tiempo cinematográfico (Spoto, 2004: 267-268).

Pero nuestro análisis va dirigido a otros asuntos. El poder, por ejemplo, de unos

hombres sobre otros, ejercido en la vida real tanto como en la literatura ficcional por quienes
106

matan. El pretexto suele ser ése: el criminal necesita afirmar en lo íntimo su valía, su ego que,

quizás en la región del inconsciente, fue en algún momento perturbado por un hecho

sobrecogedor. Estamos hablando desde luego de un tipo específico de asesino, que los hay de

todas clases y que matan por los motivos más disímiles. El arte, en especial la literatura y el

cine, representan casos de ligera crueldad, si los comparamos con el mundo del asesinato no

ficticio. Es importante no pasar por alto esa particularidad: lo que concierne al arte es el

producto estético; entretener, hacer poesía utilizando cualquier tema o motivo, incluso los

hechos de sangre, pero con la moderación que exige la resistencia humana, en general muy

sensible ante el horror de las heridas y la muerte. El llamado género snuff, por ejemplo, no

tendría tantos adeptos como han conseguido hasta el momento la novela negra y el cine noir. En

la película que analizaremos, está presente esa sensación íntima de omnipotencia que unos

ponen como justificación para segar vidas.

Muy a propósito para ilustrar el asunto, nos gustaría ofrecer un fragmento de este libro

dedicado al examen de los asesinos en serie, de Katherine Ramsland (2006: 22):

Algunos asesinos han dicho que tomar una vida humana los hace sentir como Dios, con poder

sobre la vida y la muerte, mientras que el agresor ocasional se ha identificado a sí mismo con

Cristo. En algunos casos, un asesino simplemente sufre desdén por un tipo específico de

personas y cree su deber religioso limpiar al mundo de ellas. La fuerza impulsora detrás de tales

asesinatos es la necesidad de ejercer control, y está ceñida por la creencia del criminal de que es

alguien especial, de alguna superior manera. Generalmente, esos criminales son narcisistas o

psicópatas [traducción nuestra].

Se habla de una superioridad que debe, generalmente, ser exhibida para otros o

reconocida por otros. Implica, algunas veces, que el asesino tiene un cuidado extremo en su
107

vestimenta, que se rodea de objetos exquisitos y viste de manera no solo impecable, sino

elegante.

Hagamos una brevísima sinopsis de La soga, para relacionarla con los conceptos que

venimos tratando: ésta fue la primera película en Technicolor dirigida por Alfred Hitchcock.

También fue la primera, nos informa Donald Spoto,42 que Hitchcock produjo íntegramente. El

libreto es una adaptación de la obra teatral, “Rope’s end”, de Patrick Hamilton, “cuya acción

sucede íntegramente en un ático de Manhattan en tiempo real. La historia está levemente basada

en el asesinato real cometido por dos estudiantes de la Universidad de Chicago...”43 Vayamos a

la trama:

Un par de jóvenes varones universitarios, Brandon y Phillip, aparentemente amantes

homosexuales (Hitchcock es sutil en esos temas), asesinan a su compañero David Kentley,

ahorcándolo con una cuerda —de ahí el título de la obra, Rope—. Lo hacen para probar lo que

suponen las teorías de Nietzsche, respecto del poco valor que para los hombres “superiores”

tiene la moral convencional. Es decir, porque ellos son “superiores” y David es “inferior”.

Cometieron este crimen en el departamento que comparten, en la sala, donde hay por cierto un

gran arcón destinado a guardar libros. Esconden allí el cadáver de David y la cuerda

—instrumento asesino— queda mitad fuera, mitad adentro del arcón, es decir, con gran peligro

de ser vista por los invitados.

Para hacer más intenso el desafío, previamente invitaron a varias personas a quienes

ofrecen una fiesta, cuyo motivo explican con cierta vaguedad: se trataba de despedir a Phillip,

quien saldría de viaje al otro día. La verdadera causa es el deseo de experimentar ese peligro de

42
Op. cit., p. 273: “Su primer film enteramente bajo el control de Hitchcock como productor...” Spoto escribió la
obra más completa sobre la vida y la carrera del director inglés.
43
Para ampliar esta información, sugiero visitar el blogspot Moonfleet, sitio mantenido por Jeremy Fox: http://www.
moonfleet.blogspot.com/2005/05/joyas-del-cine-la-soga-de-alfred.html
108

casi exhibir a su víctima en mitad de un grupo especialmente elegido con macabro humor: la

novia, los padres y los amigos del muerto. Además, estarían Rupert, el profesor de casi todos los

varones jóvenes del grupo y la empleada doméstica de Brandon y Phillip.

Entre estos jóvenes que se estrenan en el oficio de matar (“arte”, lo llama Brandon),

surge un conflicto y a lo largo de los 80 minutos de acción se incrementa progresivamente:

Phillip, el más inseguro, débil y asustadizo de ambos, está cada vez más nervioso y convencido

de que no debieron cometer el asesinato, y mucho menos haber organizado esa fiesta. Durante

la reunión, Brandon juega con la cuerda en sus manos mientras su tímido amigo se altera a

extremos que hacen peligrar el secreto. El padre de David Kentley (el joven asesinado), se

preocupa cada vez más porque esperaba ver a su hijo ahí, pues era uno de los invitados y no

tenía por costumbre la impuntualidad. Llama por teléfono a su casa, donde su mujer (quien no

pudo acudir con él y pidió a una hermana de ella servir de compañía al señor Kentley) le

informa que David no ha regresado ni llamado a casa. El señor Kentley decide ir a buscarlo y

Brandon, quien ha regalado a este hombre algunos libros, ata el obsequio precisamente con la

cuerda asesina, imprimiendo un toque de humor negro y cinismo al personaje más maligno de la

trama. Todos los demás personajes abandonan la casa también en ese momento, excepto los

jóvenes que ahí viven.

Antes, el profesor Rupert empezó a sospechar y a formular preguntas capciosas a los

muchachos, poniendo más nervioso a Phillip. En los diálogos que se suscitan en torno al tema

del asesinato como un arte, de la diferencia de valor entre unos humanos y otros, hay menciones

a la teoría del superhombre nietzscheano. Brandon dice comulgar esta idea y el señor Kentley

replica que Hitler también (éste, por cierto, había muerto tres años antes de rodarse la película,

fechada en 1948). Rupert, antes de marcharse con el grupo, había pedido su sombrero, pero la

empleada le dio por equivocación uno ajeno. Rupert vio el forro interior, donde el espectador
109

podía ver estas iniciales: “DK”. Obviamente, era el sombrero de David Kentley. Así que, unos

minutos después de ausentarse, volvió con el pretexto falso de haber olvidado su cigarrera. Un

tenso intercambio de palabras y amenazas y, por fin, hace confesar a los chicos la terrible

verdad, luego de lo cual confesará él, por su parte, sentirse avergonzado porque durante sus

clases en la universidad fue capaz de apoyar y defender las ideas que, llevadas hasta sus últimas

consecuencias, producen tan horrendo resultado. Finalmente, abre la ventana del apartamento y

hace unos disparos de pistola al aire, para que los vecinos escuchen y hagan venir a la policía.

Los personajes visten con elegancia notoria, especialmente los protagonistas, es decir,

los criminales. Son un par de dandis con buen gusto para muchas cosas, cultos, ingeniosos, con

talento artístico (Phillip toca el piano y Brandon tiene una inteligencia diabólica). Durante las

conversaciones privadas de estos dos “estetas de la muerte” se habla de la necesidad de acabar

con todos los davides del mundo. Con esto se hace alusión, probablemente, al David bíblico,

quien era un hombre débil enfrentado a un gigante poderoso, Goliat. Como sabemos, David

venció convirtiéndose así en un símbolo de esperanza y redención para los débiles. Aunque el

episodio pertenece al Antiguo Testamento, este pastor que luego se convertiría en rey judío

ejemplifica a la perfección el espíritu cristiano, orientado a la aceptación del sufrimiento y la

debilidad como valores que ayudarán a obtener la vida eterna en el más allá (“Bienaventurados

los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”; “Bienaventurados los que

lloran, porque ellos recibirán consolación”; etcétera).44

Sin duda, las palabras de Katherine Ramsland, transcritas páginas arriba, se ven

plenamente refrendadas en la pieza magistral de Hitchcock, especialmente en el aspecto del

narcisismo, patente hasta un grado chocante en el personaje Brandon, y es uno de los más claros

aciertos de esta película. Aunque Brandon, en sus discursos, no se compara a sí mismo con

44
Nuevo Testamento. Mateo 5:1-4 y ss.
110

Cristo ni se dice un dios, sí profesa un explícito desdén por los demás y justifica el asesinato

con el argumento de “una moral superior”, enunciado desde la altura, desde luego, de su propia

infalibilidad. De cierto modo, es un dios junto a los demás, a quienes pretende burlar con la

fiesta para demostrar a su amigo Phillip, y en buena medida a sí mismo, la infinita diferencia de

valor entre los individuos.

En pocas palabras, La soga reúne con magistral eficacia los temas que nuestra

aproximación intenta reconocer en el desarrollo de Ensayo de un crimen: asesinato estético

(influencia de Thomas De Quincey), idea del hombre superior, relacionada con F. Nietzsche en

la película a través del dandismo y el intelecto.


111

Capítulo 6
Roberto-Archibaldo de la Cruz, dandis del siglo XX
112

6.1 Roberto-Archibaldo

Roberto de la Cruz ayudó al nacimiento de Archibaldo de la Cruz, su gemelo aberrante. Empleo

el adjetivo solo en el sentido que implica desviación respecto del modelo. Sin embargo, en este

caso, ambos personajes (el literario y el cinematográfico), son modélicos: Archibaldo de la Cruz

es un carácter cuya construcción, en cierto modo, enmienda o parodia —puesto que no imita

con fidelidad— al De la Cruz de papel. El criminal encerrado en las páginas de Ensayo de un

crimen, a su vez, se erige como un original en plenitud, capaz de enfrentar la verdad de su

complejidad a la más tímida copia que representa el ceramista-don Juan-criminal frustrado de

celuloide: a fin de cuentas Roberto sí alcanzó su cometido sangriento, mientras Archi abandonó

la liza a favor de un final poco digno del cine noir. Es más: precisamente por eso no es una

película del género negro. Pero las defensas de uno y otro antihéroes como el mejor —el

arquetipo— de ese personaje idóneo que armaron entre Buñuel y Usigli, personaje nimbado por

la audacia de saltar las trancas morales y encarar el horror de un asesinato, puede no tener fin.

Archi nació gracias a Roberto, pero Roberto se volvió más visible gracias a la imagen surgida

de su infiel espejo. En ambos personajes se verifica el sueño, que solemos considerar necio, si

no imposible, de la variación hipotética: “¿y cómo hubiera sido si...?” O, como se enuncia con

poética brevedad en el idioma inglés: “what if...?”

Ambos personajes son elegantes caballeros del siglo XX. Un tipo distinto de dandy cada

cual, por cierto. Más tradicional el De la Cruz literario, asiduo de garitos (de uno solo, el del

gordo Asuara, como eran miembros de un club los dandis europeos del siglo anterior). Más

visual y adornado Archibaldo, con su bastón y esas maneras refinadas que solo podía encarnar

un actor como Ernesto Alonso.

Estos son dandis del siglo XX, encantadores y crueles a la vez, como se dice de los

asesinos en serie. No era así Thomas de Quincey, dandy decimonónico, quien era un hombre
113

elegante de su tiempo, mas no lo fueron de ningún modo sus matones (en Del asesinato

considerado como una de las bellas artes), más bien de aspecto vulgar, aunque fueran

magistrales ejecutantes. No: nuestros dandis son criminales más de convicción que de acciones.

Además, no se dedican a relatar crímenes bellamente ejecutados: ellos viven la condición del

asesino y por eso sus novelas se acercan más al género negro que De Quincey, cuyo narrador

sólo ofrecía relatos recogidos en periódicos de su tiempo. Aquí tenemos, en cambio, crónicas

“de primera mano”, al menos en la versión cinematrográfica, pues Archi le cuenta a la policía y

a un psicólogo sus “homicidios”. También lo hace Roberto de la Cruz, quien confiesa a la

policía —mintiendo deliberadamente— haber dado muerte a la insufrible Patricia Terrazas. En

este capítulo nos ocuparemos de variados aspectos en que coinciden o difieren entre sí los dos

gemelos bizarros (en el sentido inglés de bizarre: muy peculiar o inusual, grotesco; inesperado,

increíble, fantástico).45

6.2 El dandy por fuera

Una de las premisas del dandy es ésta: “parecer es ser”. Como dice Wilde (2003: 24) en El

retrato de Dorian Gray:

A veces la gente afirma que la Belleza es sólo superficial. Puede ser. Pero al menos no es tan

superficial como el Pensamiento lo es. Para mí, la Belleza es la maravilla de las maravillas. Sólo

la gente superficial es la que no juzga por las apariencias. El verdadero misterio del mundo es lo

visible, no lo invisible… Sí, señor Gray, los dioses han sido generosos con usted. Pero lo que los

dioses dan pronto lo quitan [traducción nuestra].

45
El Webster’s American Dictionary lo consigna así, s.v. bizarre... adj. 1 very odd or unusual; grotesque [bizarre
clothes] 2 unexpected and unbelievable; fantastic; [a bizarre sequence of events]
114

En efecto, Roberto y Archibaldo de la Cruz fueron hábiles en la creación de sus

respectivas apariencias. Roberto, para acicalarse, toma su tiempo y elige con cuidado la corbata

de marca (Croydon Knit) que vaya bien con la camisa (blanca y suave). Elige, en su primera

salida, un sombrero “gris suave, marca Christy”; se aplica un fino perfume y enciende

cigarrillos “Luckies”. En su cama hay “una colcha de seda de Damasco, adornada con galón

dorado” (Usigli, 1986: 12).

Además de su apariencia intachable y la cuidadosa selección de sus amistades, Roberto

era un flâneur, un paseante que todo lo observa y comenta en sus adentros, juzgando, claro está,

las apariencias. Ya en un capítulo anterior mencionamos el disgusto de Roberto de la Cruz por

la fealdad del hemiciclo a Juárez. Disfrutaba, en contraste, las fuentes y araucarias de la

Alameda. También le agradaba el edificio del Banco Nacional, único que dejaría en pie si se

cumpliera su sueño de echar abajo construcciones para formar una sola avenida entre

Venustiano Carranza y 16 de Septiembre, a la que llamaría “vía de las Capuchinas”. Este

nombre le parecía más romántico que el del general revolucionario. En los nombres, para él,

también reside la estética de las cosas y las personas, desde luego. Por ejemplo, es claro que su

único amor en la novela tuviera por nombre Carlota Cervantes. Evoca un pasado aristocrático,

para México, que se frustró con la derrota de Maximiliano. Patricia Terrazas, por su parte,

implica una contradicción entre el nombre y la persona: es una falsa patricia, pretendida e

imposible aristócrata. Roberto es un nombre que procede del germano y significa “aquel que

brilla por su fama”,46 mientras que Lavinia (significa “la que pinta”) es el nombre de la hija del

rey Latino que, en la Eneida,47 termina casándose con Eneas; una característica relevante es su

46
A falta de una fuente más confiable, encontré en la red varios sitios donde la definición era coincidente. La que me
pareció más fidedigna y completa está en esta dirección: http://www.euroresidentes.com/ significado-nombre/r/
roberto.htm
47
Cf. Virgilio, Eneida VI 764; VII 72, 314, 359; XI 479; XII 17, 64, 80, 194, 605, 937.
115

mudez, pues en el poema no pronuncia una palabra.48 Lavinia, la de Ensayo de un crimen, es

relativamente muda, pues tan sólo acepta el ofrecimiento económico y sin amor de Roberto: un

departamento amueblado, con la renta de un año pagada. A ella le importaba el hombre, desde

luego, pues “parecía haberse interesado auténticamente en él” (p. 136), pero sólo permitió que

una lágrima, en silencio, resbalara por su mejilla.49 Para colmo, el interés inicial de Roberto por

Lavinia obedecía a que ésta era una imagen “que reflejaba imperfectamente a la señora de

Cervantes… una especie de aproximación cuya posesión lo había torturado siempre con su

mediocridad, a la vez que lo habría encadenado definitivamente a la imagen que trataba de

borrar” (p. 141). Apariencia, parecidos, falsedad de los fantasmas especulares. Lavinia le

interesaba por su semejanza con la señora de Cervantes, verdadero objeto de su deseo

(idealizado y, por ello mismo, inalcanzable). También su interés por Carlota obedecía al enorme

parecido con la madre, y aquí entraríamos a consideraciones sobre el complejo de Edipo en

Roberto de la Cruz, si no fuese porque ello nos enviaría lejos de los temas que aquí tratamos de

indagar.

Vayamos con el enigmático Archibaldo de la Cruz (personificado por Ernesto Alonso),

millonario seductor que se dedica a fabricar objetos de cerámica —quizás como simple

divertimento: él mismo confiesa que es sólo un aficionado—. Gracias a la “visualidad” del cine,

y a que Luis Buñuel es un director que sabe narrar con imágenes, llama nuestra atención el

aspecto de “Archi”. Éste usa, además de sombrero (ignoramos de qué marca) y un traje

intachable, dos elementos más bien antiguos, con lo que el personaje está muy cerca de ser más

un esnob que un dandy: bastón y capa. Sin embargo, el personaje está de tal modo trabajado que

destila “clase”: es refinado, propio, sereno, ingenioso. Lo corroboran momentos como aquel en

48
Roberto “la prefería en cierto modo cuando callaba, aunque su voz era rica y agradable” (p. 138).
49
“Una lágrima redonda, brillante, perfecta, resbaló por la mejilla de la mujer” (p. 140).
116

que dice a la monja algo sobre la debilidad del poder (2ª escena: Archibaldo en una cama de

hospital); igualmente destaca su ingenio cuando inventa la travesura de vestir a un maniquí,

cuyo modelo fue la misma Lavinia, y desarrollar todo un juego erótico que se prolongó por

varios minutos. También el afeitado del rostro es perfecto, y los modales al hablar y moverse en

público son, digamos, propios de su nivel social y refinado gusto.

Antes de seguir y para ponernos a tono, transcribimos aquí una pequeña sinopsis de la

película Ensayo de un crimen. La vida criminal de Archibaldo de la Cruz:

Archibaldo de la Cruz (Ernesto Alonso) ha visto en su infancia morir a su institutriz (Leonor

Llausás), alcanzada por una bala perdida, mientras se oía un vals en una cajita de música. Ya

adulto, por el recuerdo asociativo entre muerte y erotismo, cree que su verdadera vocación es la

de asesino, pero sus previstas víctimas, como una monja (Chabela Durán) y una coqueta (Rita

Macedo), mueren por azar o a manos de otro personaje. Novio de Carlota (Ariadna Welter) y

celoso de ella, Archibaldo piensa matarla después de la boda, pero se le adelanta el amante

despechado de la muchacha, Alejandro (Rodolfo Landa). Archibaldo, fascinado por Lavinia

(Miroslava), no logra asesinarla y debe contentarse con quemarla “en efigie”. Pese a sus

fracasos, sigue considerándose un asesino y se entrega a la policía, pero ésta lo desengaña y lo

deja libre. Archibaldo arroja la cajita de música al Lago de Chapultepec, encuentra a Lavinia y se

alejan los dos tomados del brazo (De la Colina y Pérez Turrent, 1986: 107).

El refinamiento de Archibaldo está relacionado con obsesiones y manías. En su

infancia, por ejemplo, se ponía ropa y zapatos de su madre. Un arraigado fetichismo con la ropa

interior femenina lo acompaña hasta sus años de madurez (en el presente ficcional, diegético, de

la película), pues juega con las prendas del maniquí que reproduce a Lavinia. Además, propone

a ésta la travesura de intercambiar vestidos, incluidos sostén y calzón, con la muñeca. La manía
117

más importante de Archibaldo es la de emplear para afeitarse, marcadas con el nombre de cada

día, una distinta navaja libre cada mañana (de las que hoy conocemos como “navaja de

barbero”, porque prácticamente no la usa nadie sino los barberos). Unas cuantas veces el

espectador las puede ver y, por momentos, reconocerlas como potenciales armas con las que

Archi terminará con la vida de alguien. Una monja, que huye ante la amenaza de este maniaco,

cae por el cubo de un ascensor averiado que, por desgracia para ella, tenía la puerta abierta. Es

la navaja que en la novela de Usigli descubrimos desde las primeras páginas y que tendrá una

función determinante en el desenlace, pues con ella Roberto de la Cruz comete su único crimen,

aunque lo hace en un estado casi inconsciente y sin darse cuenta de quién era la víctima. La

navaja de afeitar es un puente que une a las dos obras, película y libro, a la vez que forma parte

de las grandes diferencias entre ambas, en parte porque Roberto sólo tiene una, mientras Archi

se da el lujo de poseer siete. En esta película, como en otras, Buñuel otorga una gran

importancia a lo visual: hay, por ejemplo, un interesante juego con la cámara cuando, en su

visita al taller de Archibaldo, Lavinia (Miroslava Stern) intercambia papeles con el maniquí. De

pronto creemos que la cámara enfoca las piernas de éste y, en realidad, son las de Lavinia.50

En un momento anterior, cuando ambos personajes se encuentran en algún salón, donde

ella, que trabaja como guía de turistas, se dedica a conversar con dos supuestos

norteamericanos, una mujer y un varón, vemos a éste tocado por una gorra de beisbolista cuya

visera es absurdamente grande. Buñuel retoma aquí el aspecto ridículo con que Usigli retrata a

los norteamericanos en la novela, pero la nota de la gorra es exagerada, es una nota surrealista.

50
Asunto aparte, y siguiendo con las impresiones visuales que ofrece La vida criminal de Archibaldo de la Cruz, es
digna de atención la triste nota del destino que siguió a Miroslava Stern: en la película vemos el maniquí arder y por
momentos saltar y retorcerse como si se tratase de una persona quemándose viva. Pues bien, la actriz se suicidó y en
una carta póstuma pedía ser incinerada. Coincidencia más bien lamentable, por la juventud de la artista y por su,
hasta entonces, exitosa carrera, cuya culminación fue precisamente esta película, última donde apareció.
118

Hacemos esta relación porque es el mundo que ven los ojos del dandy Archibaldo de la Cruz,

mundo en que pasea su elegancia y que contrasta poderosamente con el buen gusto que lo

caracteriza.

Por añadidura, el antihéroe de Buñuel vive en una mansión, lo que también es un rasgo

casi contradictorio con su condición de dandy (condición que nosotros le hemos adjudicado): es

un burgués. Pero, entonces, ¿cómo es que trabaja en un taller de cerámica? Bien que sea su

propio taller, aun así tenemos a un extraño artesano-millonario cuya residencia es muy grande

para suponerle un solo sirviente. Es un rico excéntrico, quizás menos rico de lo que aparenta y,

en ese caso, sí es pertinente entender su caracterización como la de un dandy.

Para alguien como Archibaldo de la Cruz, la belleza es “la maravilla de las maravillas”,

como decía Wilde, y no lo desmiente la belleza con que se rodea: Carlota Cervantes

(interpretada por una bellísima Ariadne Welter) y hasta la monja a la que provoca la muerte

(aunque la policía no lo cree así, a pesar de su confesión). Además, Archi “es un gourmet

erótico que calcula su relación con las mujeres” (De la Colina y Turrent, 1986: 110) y no se

complica con sufrimientos de amor.

6.3 Ensayo de doble inmersión: Roberto-Archibaldo sin máscaras

a) De la Cruz, el del cine

Hemos hecho un breve esbozo externo de este par de criminales que son el mismo pero bien

distintos. Quizás las diferencias sean mayores si hacemos un intento de explorar su psicología

como simples lectores capaces de interesarnos en el alma de un personaje. Si no fuera de ese

modo, si pasáramos deprisa y sin advertir las maquinaciones mentales, las posibilidades

emotivas de nuestros héroes —o antihéroes—, obtendríamos menor placer en la lectura.

Archibaldo, durante la narración de su vida ante la monja que lo atiende en un sanatorio, y


119

recordando el placer morboso que sintió en su niñez al ver asesinada a la institutriz, revela el

complejo tejido de razones que lo impulsan a matar: “Es muy humana la debilidad de sentirse

poderoso”, dice. Esta confesión inaugura una paradoja que estará en el fondo de sus acciones a

lo largo de toda la trama, esto es, el asesinato y también la seducción que suele acompañarle en

su caso, son actos de poder que encierran una esencial debilidad. ¿Cómo es esto? El hombre,

simplemente, no puede controlar su impulso criminal porque ha desarrollado una parafilia: su

creencia, cuando era niño, de que por simple voluntad podía matar a quien fuera, asociado al

placer visual de la institutriz con las piernas descubiertas y manchadas de sangre, lo

condicionaron a buscar el placer más intenso por medios que le evoquen ese momento. La

intervención de un instrumento mágico —la cajita musical— es otro componente de esa

parafilia y forma parte del ritual que da sentido a su poder imaginado. Por eso, cuando

encuentra la caja después de haberle perdido el rastro durante muchos años, revive

irremisiblemente su perversión. El poder de Archibaldo, entonces, no es sino manifestación de

un problema de salud, una enfermedad, y por eso llama a la sensación de poder “una debilidad

humana”. Y, en general, ¿acaso el deseo de obtener y ejercer poder no es una de las debilidades

más perniciosas de la humanidad?

Cuando la monja del sanatorio (quien acabará siendo su única víctima, aunque de

manera indirecta) replica que Archi es en realidad un hombre bueno a quien le gusta hacerse

pasar por malo, él contesta: “Estoy muy lejos de ser un santo”. Me parece que lo importante de

la respuesta está en el gesto sonriente del personaje al responder: no ser un santo es lo que más

desea, es decir, aprecia como una virtud su condición de pretendido asesino. Ya se siente

asesino desde niño, pues vive convencido de que él acabó con la vida de su joven maestra.

Pero no acaban ahí las debilidades de Archibaldo. Las mujeres con que se relaciona, sin

excepción, son infieles. El gran conquistador, el impecable dandy es, y aquí se refrenda la
120

paradoja de que hablamos arriba, un perdedor, en el sentido de impotente para atraer el amor de

una mujer. Incluso su primer proyecto criminal en la película, Patricia Terrazas, a quien odia y a

la vez persigue por una inexplicable atracción, se da el lujo de jugar con él, como juega con el

atribulado marido.

Archibaldo confiesa a un amigo, cuando hablan sobre Patricia, “me encantaría

asesinarla”. Sin embargo, acontecimientos inesperados frustran sus planes y la mujer muere

misteriosamente a manos de un desconocido. El crimen jamás se aclara porque no importa: se

trataba de revelar el fracaso de Archibaldo en su misión de matón justiciero. Lo he llamado

justiciero porque, igual a su contraparte literaria, Archibaldo encuentra en esta mujer esa clase

de personas que son más perjudiciales estando sobre el mundo que tres metros bajo tierra. Así

que en esta figura, graciosamente interpretada por Rita Macedo, tenemos una fiel coincidencia

del espíritu, del tono que anima a la Patricia Terrazas de Usigli.

De otra “debilidad” de Archi hablamos ya, párrafos arriba. Se trata de su obsesión por la

ropa femenina, especialmente la interior (en las primeras escenas de Ensayo, la maestra saca de

su escondite —el clóset— al niño, ataviado con sombrero, tacones y lo que parece una faja o

ligueros de la madre). Sobre esta escena peculiar, comenta Víctor Fuentes (Fuentes, V., 1989:

88):

Nos dice Buñuel que el trasvestismo fetichista fue un rasgo infantil suyo y que de niño le gustaba

ponerse la ropa de su madre […]51 En La vida criminal de Archibaldo de la Cruz, encontramos

al niño Archibaldito metido en el ropero de la mamá, poniéndose los zapatos de tacón. Del

mismo modo, los padres de esta película —y tantas parejas matrimoniales o martirmoniales de

su cine, en las que hay una marcada diferencia de edad entre el hombre y la mujer— parecen

51
Seguramente, Víctor Fuentes está recordando pasajes de la obra autobiográfica de Luis Buñuel, Mi último suspiro,
publicada por Plaza y Janés en 1982.
121

evocar a los propios padres de Buñuel. Igualmente la fijación edípica de este niño, y el de Una

mujer sin amor, parecen aludir al cariño de Buñuel por su madre. Y en varias de estas películas

encontramos referencias a su propia biografía. La casa de Él, por poner otro ejemplo, estaba

inspirada en la que se construyó su padre en Calanda.

En la extensa entrevista que De la Colina y Turrent hacen a Buñuel, éste comenta el

travestismo de Archi en su niñez:

J. de la C.: Algunos críticos ven en Archibaldo cierta homosexualidad.

BUÑUEL: Podría ser un homosexual sin saberlo, y por eso querría matar a las mujeres, pero yo no

lo veo así. Si de niño se pone las ropas de su madre, eso es fetichismo, tal vez edipismo. Don

Jaime, de Viridiana, también se pone ropas femeninas, pero es para evocar, o “invocar”, más

intensamente a su difunta mujer. Hay que distinguir entre el trasvestimo homosexual y el

trasvestimo fetichista, aunque acaso existen conjuntamente en algunas personas.

Esto recuerda otros personajes fetichistas de Buñuel, como en Él, película estrenada en

1952, donde tanto el cura como el conflictivo protagonista padecen una irresistible atracción

erótica por los pies. Lavinia, cuando visita el taller de cerámica de Archibaldo, parece divertida

mostrando parte de sus encantos, específicamente las piernas, al desesperado seductor que,

también ahí, se ve frustrado en su propósito asesino cuando llegan los turistas a quienes la chica

ha citado para, desde luego, burlarse un poco de su afanado conquistador.

Para colmo, la futura esposa de Archibaldo, Carlota Cervantes, que parece la más

refinada, pura, ideal de las mujeres, también es, desde el punto de vista de las aspiraciones de

Archi, una mujer impura, pues tiene un amante, miente al futuro marido sobre el asunto y, por si

fuera poco, sólo desea casarse con él para aliviar sus problemas económicos. En esto actúa de
122

acuerdo con la Señora de Cervantes, de modo que no hay una mujer confiable en toda la

película (tal vez lo era la monja, pero muere demasiado pronto para averiguarlo). Incluso la

madre de Archibaldo es de un carácter superficial y fríamente burgués, pues recibe con desdén

las noticias de la naciente revolución mexicana y se expresa con desprecio de los rebeldes

alzados: a ella sólo importan, según parece en su breve intervención, sus comodidades.

La última debilidad de Archibaldo es su capitulación: las confesiones al psicólogo y a la

policía, quienes no lo han creído culpable de las muertes que Archibaldo se atribuye, han

funcionado como una terapia: ellos lo absolvieron y lo convencieron de su inocencia. En el

parque, un día, está a punto de matar a un insecto con su bastón, pero acaba enterneciéndose y

solo lo acaricia sin hacerle daño: está curado. Lleva en una bolsa la caja musical y, luego de una

aparente vacilación, arroja el icónico objeto al agua, donde se hunde lentamente. Poco después,

cuando se reencuentra casualmente con Lavinia y descubre que ella ha quedado libre para

amarlo, comienza a caminar a su lado y arroja también el bastón, como algo inservible. Mi

lectura de estas acciones tan cargadas de simbolismo es la siguiente: el aspirante a criminal es

vencido, y ahí hay una derrota, un sueño roto. Sin embargo, mueren con ese sueño las anteriores

debilidades de Archibaldo, pues ha comprendido la causa de sus obsesiones y, ante el

descubrimiento de que no es culpable, gana plena libertad y recobra su capacidad de amar y ser

amado (esto suena un tanto cursi, pero recordemos que la película es, aun con la impronta de

Buñuel, una obra comercial).52 Ya no necesita, el personaje, de un transporte mágico para

acceder al placer y a su objeto del deseo, que sigue siendo la mujer. Durante su declaración a

Carlota Cervantes, por cierto, decía que aspiraba a ser salvado por la pureza de una mujer. El

52
Como nos lo hace ver Víctor Fuentes (en Buñuel: cine y literatura): “El grueso de las películas mexicanas de
Buñuel lo constituyen las que denomina de ‘alimenticias’, hechas para poder comer él y su familia. Pero claro que
supeditado al principio surrealista que hace suyo: aquello de que la necesidad de comer nunca excusa la prostitución
del arte”. Entre esta clase de películas, Fuentes incluye Ensayo de un crimen.
123

bastón simbolizaba no solamente la elegancia del dandy, sino un apoyo artificial, como persona

débil que en el fondo fue desde su infancia, agobiado por la obsesión de culpa y las pulsiones

resultantes de acontecimientos traumáticos; ahora, ya sin la tara de sus complejos (gracias,

recordemos, a la terapia confesional), el bastón era innecesario. Además, este objeto bien puede

evocar el cetro de mando, es un símbolo de poder y superioridad —el poder que siente el

asesino al disponer de una vida humana—, pero Archibaldo ya no es esa clase de hombre: ahora

es un hombre común, salvado al fin por la fuerza mágica de la mirada introspectiva. El

psicoanálisis. El Nietzsche de La genealogía de la moral, quizás, apreciaría el hecho de que

Archi se liberó de esa carga que nos impone la moral cristiana: el sentimiento de culpa.53 No

para erigirse en el superhombre, pero quizás bajo la benéfica influencia del Yo ideal, el

superyó.54

53
Afirma Nietzsche: “La historia nos enseña que la conciencia de tener deudas con la divinidad no se extinguió ni
siquiera tras el ocaso de la forma organizativa de la ‘comunidad’ basada en el parentesco de sangre; de igual manera
que la humanidad ha heredado los conceptos ‘bueno’ y ‘malo’ de la aristocracia de estirpe (junto con la básica
tendencia psicológica de ésta a establecer jerarquías), así ha recibido también con la herencia de las divinidades de la
estirpe y de la tribu, la herencia del peso de deudas no pagadas todavía y del deseo de reintegrarlas […] El
advenimiento del Dios cristiano, que es el Dios máximo a que hasta ahora se ha llegado, ha hecho, por esto,
manifestarse también en la tierra el maximum del sentimiento de culpa” (La genealogía de la moral, ed. cit., p. 116).
54
Algo distinto al punto de vista nietzscheano es el de Freud, según lectura del Diccionario Herder de filosofía
(véase Bibliografía para los datos referenciales): “En el psicoanálisis de Freud, el totemismo juega un papel relevante
y, en Tótem y tabú, describe la supuesta situación de la Humanidad en estado de horda primitiva, en una época en que
se había cometido un crimen en la figura del padre de la horda. La responsabilidad colectiva sería, según él, una de
las bases de la sociedad y el origen de la religión y la moral en forma de sentimiento de culpa y necesidad de
expiación. El totemismo, asociado a la prohibición de comer el tótem, aparece, según Freud, como símbolo de la
prohibición de matar al padre y, consiguientemente, como prohibición de tener relaciones sexuales con la madre. En
suma, aparece como la base del tabú del incesto y como represión del complejo de Edipo. De esta manera, estaría en
la base de la exogamia y sería el fundamento de la sociedad” (s.v. “tótem-totemismo. ANTROP.”).
124

b) De la Cruz, asesino de papel 55

Roberto de la Cruz, por fuera, es un hombre en la primera madurez, bello, elegante en su

vestido. Es consciente de su belleza, tal vez demasiado, como revela el narrador de Ensayo:

Mientras se examinaba en el espejo no pudo reprimir una sonrisa. No estaba tan mal para su

edad. Las canas, ya numerosas, de sus sienes contrastaban agradablemente con su rostro todavía

joven —sus labios eran especialmente juveniles, frescos, y la línea de su mentón suave, quizáss

demasiado suave para un hombre—. Sólo sus ojos no lo satisfacían. Eran unos ojos que siempre

le habían dado la impresión de pertenecer a otra persona. Unos ojos dorados y ajenos (p. 11).

Como buen dandy, pues, tiene un acentuado narcisismo. Ya hemos visto también cierto

impulso edípico manifiesto en la atracción que sobre él ejerce la señora de Cervantes. Ella es la

mujer ideal y, por lo que nos permite saber la novela, es la más “pura” de cuantas aparecen en

torno a la vida de Roberto, la única de quien no se conoce algún “desliz” (excepto el ocasionado

por el “chantaje” de un amante obstinado —eso sí, extranjero y bien parecido—),56 pero se

suicido al día siguiente de estar, por única vez, en brazos de la escultural señora. Dice el

inspector Herrera, al tiempo que entrega un legajo con informes solicitados por “el hombre de

los ojos dorados”: “…la señora de C… es una de esas pocas mujeres ante quienes puede

descubrirse un hombre honrado”. Y continúa la voz narradora: “Roberto de la Cruz apuró el

resto de su coñac para disimular la sensación de enorme alivio que experimentaba” (p. 132). La

55
Con este título aludimos, es claro, a Muertos de papel, de Vicente Francisco Torres, quien a su vez se inspiró para
dicho título en un libro escrito por Jorge Lafforgue y Jorge B. Rivera, Asesinos de papel. Ensayos sobre narrativa
policial. Buenos Aires: Colihue, 1996 [Signos y Cultura].
56
“Aquel hombre —dice la señora de Cervantes a Roberto, ya cercanos al desenlace de la novela— era extranjero,
ofrecía toda la novedad que había faltado siempre en mi vida; era muy guapo además, y me enamoré de él...—” (p.
290).
125

figura más radicalmente opuesta a esta diosa intocable, en el relato, no puede ser otra sino

Patricia Cervantes. Pues bien, así sea en clave negativa, esta dama ruidosa era un objeto del

deseo para Roberto: procuraba estar cerca de ella para conocerla y documentar su crítica o,

mejor dicho, para alimentar su desprecio por la mujer y hacer más creíble para sí la necesidad

de asesinarla. No sólo él: la novela toda destila una noción de la gente prescindible.57 Por

momentos le repugnaba la idea de un posible encuentro sexual entre ambos pero, él siempre lo

supo, no faltó mucho para que ocurriera, porque con tal de cumplir su propósito (matarla),

quizás —permitámonos la conjetura— hubiera llegado a tener sexo con ella. Pues esta dama,

también, es una mujer mayor, una representación de la madre “edípica”. Grotesca, ciertamente,

como grotescas son las presencias humanas que De la Cruz detesta: el “conde”

Schwartzemberg; “Luisito”, el homosexual amigo (y verdugo) común de Patricia y el conde.

Pero volvamos a la pureza de la señora de Cervantes: ¿por qué solicitó Roberto

informes sobre ella? No tenía más datos sobre posibles “desvíos” en la conducta de esa dama

que las nada fidedignas declaraciones de Patricia Terrazas en relación con una inventada

seducción lésbica de la señora hacia ella. Ilustraremos lo dicho con esta conversación entre

Patricia y Roberto, en un lugar de la capital mexicana llamado “Lady Baltimore”:

57
Su vocación íntima de llegar a ser un gran criminal era, confusamente, un impulso estético asociado con la idea de
que es necesario acabar con cierto tipo de personas, como lo confirma esta reflexión generada durante su visita a un
restaurante, donde observa a una familia formada por un papá gordo, una madre gritona y una niña chillona: “Esta
familia se prestaba para ser asesinada, bromeó para sí, y con uno de estos saltos peculiares a su imaginación, anticipó
los encabezados de la primera plana de la segunda sección de los diarios: ‘Nuevo Romero Carrasco Asesina a Toda
una Familia en Elegante Restaurante.’ Sonrió con burla de sí mismo mientras prendía otro cigarrillo. Ah, pero el
motivo. El motivo sería muy diferente: él mataría por estética, para acabar con los papás gordos, con las niñas
malcriadas y con las esposas irascibles”. Es decir, De la Cruz inventa una estética negativa, que opera mediante la
eliminación de lo feo (no sólo en el aspecto visible), en lugar de la creación de lo bello. Llevar esta idea hasta sus
últimas consecuencias tendría efectos devastadores, pero nuestro antihéroe no es un fascista. No lo es por sus
inclinaciones ideológicas (lo vemos simpatizando en la cárcel con un pintor-intelectual que se nos antoja más bien
socialista: Manuel Rodríguez Lozano, quien aparece en el capítulo 6d de Ensayo).
126

—¿Ve usted qué mujer? —preguntó Patricia Terrazas—. Es viejísima, me lleva muchos años.

—Es muy bella —dijo él sintiéndose agredido sin saber por qué.

—Eso sí no hay manera de quitárselo —repuso ella—. Pero su dinero le ha costado. Es

encantadora. Es una lástima.

Roberto de la Cruz dio un largo sorbo de té para no preguntar qué cosa era una lástima. Ella

siguió de frente.

—¡Con un marido tan bueno! ¿Sabe usted por qué no quiso sentarse? Tuvimos un incidente

desagradable una vez. La pobre, sabe usted, me hizo el amor.

Roberto de la Cruz estuvo a punto de atragantarse.

—Lesbiana, sí, ¡la pobre! Yo sentí una cosa tal que no puede [sic]58 contenerme, se lo dije todo a

su marido. El infeliz estaba ciego, enamorado como un tonto o como un dios. Ella le hizo creer

que al contrario, que yo era la que…

Rió muy alto y destemplado... (p. 40).

He aquí otra fisura en la personalidad superior de Roberto: dudó, aunque fuera por un

momento, de la honorabilidad de su diosa. Esta duda, estos celos, denotan una inseguridad que

derrumbaría muy pronto la imagen potente de nuestro dandy, que nos fuimos formando hasta

este punto de la lectura. Por suerte, este desliz tuvo como función que nosotros, lectores

atrapados en la trama, tuviéramos la imagen pulcra de esta casi hierática y bella matrona. No

obstante, este tipo de dubitaciones constituyen una debilidad asociada al machismo. Haber

creído esa calumnia, sin embargo, implica que sus oídos no eran del todo sordos a las palabras

de la Terrazas.

58
Errata en la edición de Lecturas Mexicanas: debería decir ‘pude’ en lugar de ‘puede’.
127

En la novela siempre se menciona a la señora de Cervantes con su apellido de viuda, sin

más, como muchas señoras actuales de clase alta (y algunas de clase media y baja) que se hacen

llamar con el apellido del marido. Es, pues, un signo de la posición social de esta, llamémosla

así, diosa59 del casillero imaginario en que De la Cruz coloca a las personas, clasificándolas.

Esta diosa es una mezcla de Afrodita, por su indudable atractivo sexual (que llevó al suicidio a

un hombre y provocó la permanente envidia de su propia hija, Carlota), y la etérea Hestia.

Como sabemos, la primera es la deidad del amor sensual, amante de dioses y mortales, de

belleza irresistible y, de vez en cuando, promiscua. Dice de ella don Ángel María Garibay

(1989: 14-17):

[…] Nace entre las espumas del mar y va en una gran concha a dar a las playas de la isla de

Citera. Le pareció muy pequeña y se fue hacia el Peloponeso y de paso se estuvo en Pafos, en

Chipre. Donde ella pisaba brotaban hierbas, plantas y flores […] En todas las versiones va

acompañada al nacer de palomas y gorriones, aves que le están consagradas, tal vez por su

fertilidad y salacidad […] Es curiosa la leyenda (vid. Ares), que nos cuenta que una noche

cuando Efesto [esposo de la diosa] dormía en una casa de Ares de la Tracia, vino Helio y le dijo

cómo Ares y Afrodita lo engañaban. Al momento se levantó Efesto del lecho y fue a urdir una

dura malla de hierro o de bronce, muy bien tejida y dura, y llegó con ella a la sala en que yacían

los dos amantes en dulce unión. Habló Efesto invitando a Afrodita para ir a otra región. Ella se

negó. Entró el marido y los encarceló en la red. Luego llamó a los dioses para que se divirtieran

con el espectáculo. Vinieron los dioses a ver, pero las diosas quedaron en su sitio, por pudibunda

pena.

59
No es exageración nuestra la de divinizar a la señora de Cervantes. El día en que la conoció, sabemos por voz del
narrador sus pensamientos: “Ante la mesa había una mujer alta, elegante, de cabellos blancos y cutis fresco, sin una
alhaja, sin una gota de pintura, fuera de los labios, llena de chic natural, que se movía como las diosas de Virgilio”
(Ensayo, p. 39).
128

La divertida historia continúa, en el estilo peculiar del sacerdote Garibay, pero con lo

citado basta para dar una idea del carácter de Afrodita. En cuanto a Hestia, tomamos de

Apolodoro60 la información de que fue la primogénita del terrible dios Cronos, quien había

recibido la profecía de su futuro destronamiento por un descendiente; como previsión, devoraba

a sus hijos en cuanto nacían. No obstante, Rea, esposa de Cronos, salvó al niño Zeus entregando

una roca envuelta en pañales al padre, quien tragó el envoltorio sin más. Zeus, al crecer,

consiguió un bebedizo que obligó al padre a vomitar: primero fue depuesta la piedra y luego

todos los hijos que había devorado. En los Himnos homéricos se la invoca de esta manera: “Oh,

Hestía, tú en las excelsas mansiones de los dioses inmortales y de los hombres que andan por la

tierra alcanzaste una morada eterna, honor antiguo. Tienes esta recompensa y honor, pues sin ti

no hay banquetes para los mortales: que en ninguno deja de comenzarse libando el vino dulce

como la miel a Hestía en primero y último lugar”.61 Garibay, por su parte, amplía la

caracterización de la diosa (1989: 139-140):

El hogar es el centro de todos los pueblos antiguos. No era tan fácil como hoy encender el fuego

y conservarlo. Como una personificación de la mujer que guarda y conserva el fuego aparece

Hestía […] En el fondo es una personificación de la Madre Tierra, que con su calor mantiene la

vida y da los frutos que produjo la fecundación de la lluvia. Su carácter de castidad, raro en los

mitos griegos y en otros muchos, es como una indicación de la santidad de la tierra que, a pesar

de tantas inmundicias que en ella caen, es fuente de purificación para el mundo […]

60
Apolodoro, Biblioteca I, 5.
61
Himnos homéricos XXIX: A Hestia, 1-7.
129

Por las virtudes arriba anotadas, me parece pertinente sugerir que la señora de Cervantes

parece una combinación de atributos tomados de ambas diosas. En cuanto a la hija, Carlota o “la

Nena Cervantes”, como prefería ser llamada, corresponde más claramente a la diosa del amor

sensual, incluso por un toque de “salacidad”, como dice de Venus don Ángel María Garibay.

Por si cupiera aún alguna duda, en la página 214 de Ensayo leemos: “Se jugó fuerte. El

señor Cervantes se distraía con frecuencia. La señora, en cambio, jugaba como una estatua

iluminada apenas por el fuego del azar”. En pocos pasajes de la novela se permite Usigli un

lenguaje tan poético. Pero en muchas partes, eso es de notarse, hay una estrecha identificación

de la voz narradora con el protagonista. El punto es de tal interés, que podría hacerse un estudio

amplio sobre el tema.

Podríamos seguir con las debilidades de este fascinante personaje, alargando

artificialmente un tema que, con los ejemplos tomados de la narración, quedan suficientemente

mostrados. Cerremos con otro rasgo que, en opinión nuestra, puede ser debilidad y virtud a la

vez: cierta generosidad, el desprendimiento de este hombre cuyo capital desciende como lago

desecándose. Un momento filantrópico de Roberto acontece cuando, en su cita a almorzar con

Patricia Terrazas, una mesera, nerviosa con el trato despótico de aquella, derrama líquido sobre

el vestido de la falsa aristócrata:

—Perdón, señorita, por fortuna sólo es un poco de agua. Hizo ademán de enjugarla con una

servilleta.

—¡No me toque usted! Acabará de estropearme el traje. Mire, váyase y que venga otra menos

estúpida que usted. ¡Váyase!

La muchacha dirigió una mirada de súplica a Roberto de la Cruz. Él aprovechó un momento en

que Patricia Terrazas saludaba a alguien con aquel alboroto de pulseras y con los mismos
130

chillidos con que había ofendido antes a la meserita, para deslizar un billete de cinco pesos en la

mano de ésta y para dirigirle una mirada llena de excusas. La meserita se alejó llorando...

Si tomamos en cuenta que antes vieron en la mesa de al lado una propina de cincuenta

centavos, considerada mísera incluso por Patricia, cinco pesos vendrían a ser un regalo de

mesurada generosidad (p. 38). Pero un acto altruista, sin duda. Otro caso es el departamento

amueblado que Roberto dejó a Lavinia, con el pago anticipado de un año de renta, comentado

páginas arriba, en la primera sección de este capítulo. El más enternecedor de los momentos en

que la mano de este asesino fue también liberal y bondadosa, fue cuando envió quinientos pesos

a la madre de José Asturias, el reo falsamente acusado por el asesinato de la Terrazas, y quien

fue ejecutado por las autoridades carcelarias mediante la oprobiosa “ley fuga” (pp. 211-217).

Todas estas características construyen a un Roberto de la Cruz distinto de su gemelo

cinematográfico y, lejos de minimizar el valor literario, tanto del hombre ficticio como del libro,

dan cuenta de la rica, prácticamente inagotable complejidad de esta novela de dandis del siglo

XX, asesinos peculiares cuya importancia es creciente en las tradiciones de la escritura artística

y la pantalla grande mexicanas.


131

Conclusiones
132

Me place incluir estas reflexiones con que concluyo “Dandismo y asesinato estético en Ensayo

de un crimen, de Rodolfo Usigli”, algunas palabras de Harold Bloom (2003: 14):

Según he llegado a entenderlo, la crítica literaria no debería ser teórica, sino empírica y

pragmática. Los críticos que considero mis maestros —en particular, Samuel Johnson y William

Hazlitt— practican su arte a fin de hacer delicadamente explícito lo que en un libro hay de

implícito.

Qué mejor si he conseguido, por momentos, una aproximación como la que sugiere el

crítico norteamericano. Si solo hemos desempolvado lo dicho antes por otros o, acaso peor, solo

hicimos ver lo obvio, el esfuerzo quedará en intento. Peor aun si los excesos interpretativos, las

digresiones, llevaron el estudio por caminos apartados de sus temas, de lo implícitamente

valioso. Si, por el contrario, comentando las relaciones de Ensayo de un crimen con una obra

ilustre como la de Thomas de Quincey hacemos delicadamente explícito lo que hay de implícito

en la novela que intentamos estudiar en el presente trabajo, tendremos algún mérito.

La intención, pues, fue mostrar los valores literarios y estéticos de Ensayo de un crimen

a través de algunos, entre muchos otros, aspectos dignos de examen. El tiempo disponible y

otras circunstancias permitieron un tratamiento de los capítulos que muy bien puede —y

debiera— trabajarse en amplitud y profundidad para que el texto íntegro haga justicia a la obra

y a su autor. El desaparecido maestro Usigli merece un empeño algo más esforzado. Haría falta,

por ejemplo, hablar un poco más del sitio de Ensayo en la tradición mexicana de novela negra.

Más lectura comparativa de narrativa nacional y estudios críticos. También se impone ampliar

el tema del dandismo y la supremacía de unos frente a otros, en el ámbito extenso de la

literatura mexicana. Además, deberá complementarse con mayor información el aspecto


133

psicológico del crimen, es decir, los criminales en la literatura (y no sólo en el género negro)

comparados con Roberto de la Cruz.

Por estas y más razones declaro, procurando ser honesto, que las páginas anteriores son

un desarrollo en camino de construirse de modo más íntegro.

Aunque este trabajo no es filológico, me asalta la inquietud de que es urgente establecer

el texto definitivo, toda vez que en algunos pasajes pareciera haber extraños saltos en las

numeraciones que De la Cruz emplea como planificación “paso a paso” de sus crímenes. Esto

implica un cotejo minucioso de las ediciones disponibles con el original manuscrito, si lo hay.

Localizar ese manuscrito será la primera parte de esa tarea.62

Por otra parte, he cuidado que la estructura sea coherente, cada capítulo debidamente

cerrado y la información presentada según las exigencias académicas, además de legible,

interesante y pertinente.

Creo que toda investigación lleva la impronta del gusto personal, los intereses vitales

del estudioso como lector. El placer de leer una historia policiaca es uno de estos intereses; no

hay que olvidar que en la apreciación estética interviene el gusto, el placer, como factor sine

qua non. Encontrar qué cosa valiosa me dice la novela de Usigli, cómo conecta con mis

preocupaciones hondas sobre la misión de un hombre en la tierra —porque esto forma parte de

62
Ya cercano el cierre de esta investigación, y como resultado de varios intentos por conocer el paradero del
manuscrito, recibimos la noticia: una versión de Ensayo de un crimen, escrita de puño y letra por don Rodolfo Usigli,
se encuentra junto a otras miles de páginas autógrafas en The Walter Havighurst Special Collections, Miami
University Libraries, en la ciudad de Oxford, Ohio. Abrigo la esperanza de que se trate de el manuscrito y no sólo
una versión de entre varias. Tengo la impresión de que la mayor parte de ese material está inclasificado. Gracias a la
amabilidad de la encargada de Special Collections, Janet Stuckey, obtuvimos fotocopia de las primeras veinte
páginas. En la tarea de localizar este material tuve el apoyo imprescindible de los expertos bibliotecarios de la
Universidad Autónoma de Ciudad Juárez —mi universidad—, Juanita Martínez, Mario Flores Olvera y quizá más
personas de esas que siempre están ayudando desde el anonimato a que las cosas puedan realizarse. Ellos lograron mi
contacto con Janet Stuckey, y además pusieron a mi disposición el apartado postal de la Biblioteca Central en El
Paso, Texas, a donde me fueron enviadas las copias. Nunca podré agradecer su apoyo en la medida de lo que vale.
134

mis intereses—, sobre la vida y la muerte: he aquí uno de los rumbos que la subjetividad ha

impuesto a la investigación literaria. Traigo de nuevo a colación las palabras de Harold Bloom

(Ibídem: 18-19):

En definitiva, leemos —algo en lo que concuerdan Bacon, Johnson y Emerson— para fortalecer

nuestra personalidad y averiguar cuáles son nuestros auténticos intereses. Este proceso de

maduración y aprendizaje nos hace sentir placer, y ello es la causa de que los moralistas sociales,

de Platón a nuestros actuales puritanos de campus, siempre hayan reprobado los valores

estéticos. Sin duda, los placeres de la lectura son más egoístas que sociales. Uno no puede

mejorar de manera directa la vida de nadie leyendo mejor o más profundamente. No puedo

menos que sentirme escéptico ante la tradicional esperanza social que da por sentado que el

crecimiento de la imaginación individual ha de conllevar inevitablemente una mayor

preocupación por los demás, y pongo en cuarentena toda argumentación que relacione los

placeres de la lectura personal con el bien común.

Independiente de nuestra mayor o menor adhesión a las ideas de Bloom

—siempre polémicas— nos es fácil admitir la posible maduración y el crecimiento personales

como efecto de una lectura bien seleccionada, sopesando y reflexionando aspectos del texto que

conectan indisolublemente con la vida.

Un personaje como Roberto de la Cruz —y su variante especular, igual y distinto:

Archibaldo— nos hacen (individualmente a cada lector) valorar y repensar los avatares de la

niñez. En su caso, estos avatares no se limitan de ningún modo al momento en que presenció un

asesinato. Su precoz distanciamiento del amor (pronto alejó de sí a su amiga de la escuela

primaria), su temprana urgencia de trascender (¿acaso porque se consideraba mínimo, sin

valor?), la incierta relación del niño con sus padres y el resto de la familia: todo ello son
135

factores formativos de la personalidad. Pero incluso el crimen del que fue testigo es un mundo:

con el anciano muerto vemos morir a todos los inocentes arrancados de esta vida por la

irracionalidad de la guerra —¿estaré contradiciendo a Bloom? No importa: él propone realizar

una lectura personal—. El militar que lleva de la mano al niño Roberto de la Cruz en ese

momento crucial es de un bando indeterminado; puede ser “federal” o revolucionario.

Representa, de idéntico modo, la violencia irracional de la guerra. Aquel balazo anuló también

el sonido del organillo que reproducía el viejo vals. Lo silenció para siempre, aún cuando en ese

momento seguimos escuchándolo: aquella detonación es una metáfora del modo en que dejamos

atrás un pasado quizás idílico —el pasado de una provincia pintoresca, con cilindreros

amenizando la vida de las calles, hombres y mujeres del campo ataviados de manera peculiar,

etcétera—. El sonido continúa, pero es una deformación monstruosa, producto y causa de más

violencias. Y es un paso ritual —brutal, en este caso— de la infancia a la adultez.

En la vida de Roberto de la Cruz se entrecruzan (séame permitido el juego de palabras)

la difícil infancia marcada por los cambios sociales que causó la revolución; asimismo, una

serie de ideas políticas y estéticas llevadas a sus consecuencias últimas —especie de reductio ad

absurdum a la manera de Hitchcock en La soga—; y un proyecto de vida condicionado por esas

ideas. Es, como parece indicarnos el final de la novela, un proyecto fracasado, por lo menos

desde el punto de vista de la sociedad que condenó al asesino a la reclusión en un manicomio,

cuando él se sabía cuerdo. Incluso su mayor simpatizante, el ex inspector Herrera, lo dice:

—¡Qué loco va usted a estar, hombre! Sin embargo, vale más que se quede aquí por un tiempo.

Esto es mejor que la Peni o las Islas. Pero los crímenes son como los libros: unos los escriben a

tiempo y otros los copian. Usted quería ser un gran criminal como otros quieren ser grandes
136

escritores o grandes policías y se quedan en la aproximación. Yo también estoy en su caso. No

he podido ser un gran detective (p. 301).

El subrayado de esa frase, y se quedan en la aproximación, es nuestra y obedece a la

percepción de que encierra una ironía. Herrera, según trataré de argumentar, dice una doble

mentira: en primer término, es un gran detective que descubre y atrapa a los infractores de un

orden en que no cree del todo; los informes, suele repetir Herrera, le llegan sin saber cómo.

¿Debemos aceptar que el azar le favorece, que opera como un sistema de ocurrencias

inesperadas cuyo desenlace le favorece? Herrera, según lo que apreciamos en la novela, es un

sabueso con talento y metodología bastante eficaz, aunque la narración se detenga escasamente

en el detalle de sus pesquisas.

La segunda mentira es que Roberto se quedó en aproximación del gran criminal que

soñaba ser: la muerte de Carlota no sólo fue espectacular, horrenda y hasta justificada de

acuerdo con la escala de valores que el protagonista construye a lo largo de su discurso en la

novela. Además, aun cuando no fue el autor de los otros dos asesinatos (Patricia y el conde), vio

desaparecer con ambas víctimas a un par de seres deleznables a quienes él deseaba suprimir. En

el primer caso hasta gozó por un tiempo su tan codiciada fama de asesino “gratuito”, fama que

él pareció disfrutar mientras las consecuencias no le fueron en extremo adversas. Pero su gran

crimen fue el homicidio de Carlota. Cuando la había dejado sin vida en la casa y él huyó para

burlar a la policía, abrigaba la convicción de haber, por fin, realizado su “obra de arte gratuita”.

Lo sabemos cuando, en los interrogatorios policiacos, el Inspector le pide confesar el motivo

pasional de su acción atroz:


137

—¿Va usted a darme la razón por fin?

No, no iba a dársela. Con una voz a duras penas mesurada le explicó quién era. Él no era un

asesino pasional. Relató de un modo conciso, pero impresionante, el deseo de toda su vida:

cometer un crimen gratuito. Habló de su estética del crimen, hasta agotar el tema, y terminó

jurando que no había sabido que mataba a su mujer y que, en cambio, había creído cometer,

matando a Lavinia, de quien habló en detalle, un crimen de una perfecta, de una absoluta

gratuidad (p. 293).

Fuesen Lavinia o Carlota las víctimas, el crimen seguía siendo gratuito, pues a pesar de

lo que supusieran las autoridades o lo que dijera la prensa, él no sufría celos por su esposa:

quizá este si era un crimen inmotivado. No podemos, sin embargo, pasar por alto cierta

contradicción en el modo de pensar de Roberto, quien anteriormente deseó matar a personajes

ridículos, verdaderas caricaturas humanas, como esa mujer tan enjoyada que “sólo le faltaba

colgarse la piedra del metate” (Patricia Terrazas), o “el hombre de sebo” (el conde

Schwartzemberg): Lavinia y Carlota no eran de esa clase de gente, a pesar del origen humilde

en la primera y el hecho de estar “marcada” la segunda, debido a su tormentosa vida

sentimental. Sin embargo, cualquiera de ellas, especialmente Carlota Cervantes, resultaba una

víctima de mayor calidad, es decir, más acorde con la dignidad de nuestro “dandy” asesino.

Intento probar con esto el triunfo, o por lo menos negar el total fracaso del protagonista. Por

añadidura, en estos últimos blancos de ataque del criminal faltaba aquella razón más bien

temperamental que lo impulsaba a la acción contra los anteriores: deseaba asesinar a Patricia y

al conde porque, sencillamente, le eran insoportables. Y casi desdigo, así, las palabras del

narrador en la página final de la novela: “[…] Roberto de la Cruz permanecía sentado, mirando

la faja de sol que iluminaba el suelo, sintiendo que despertaba al fin, con una resignación sin

manos y sin voz, a la conciencia del fracaso. Sonrió amargamente”. Sí, tal vez la conciencia del
138

ahora confinado (aunque no penalmente consignado) le hacía percibir su situación, claramente

adversa, como un fracaso, pero de algo no tendremos duda: su sueño de gran criminal había sido

colmado.

Toda la complejidad, hasta hora inagotada, de esta enigmática novela permite una

lectura intensa y renovados descubrimientos. Merece la pena su estudio y debe considerarse su

consagración como novela pionera y como una de las obras más acabadas en la novelística

mexicana del siglo XX.

FIN
139

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el 19 de mayo de 1955) — Dirección: Luis Buñuel — Guión: Luis Buñuel y Eduardo
Ugarte, basados en la novela Ensayo de un crimen, de Rodolfo Usigli — Producción:
Alfonso Patiño Gómez; productor ejecutivo: Roberto Figueroa; jefe de producción:
Armando Espinosa — Fotografía: Agustín Jiménez — Música: Jorge Pérez H. —
Edición: Jorge Bustos y Luis Buñuel (sin crédito) — Intérpretes: Ernesto Alonso,
Miroslava Stern, Rita Macedo, Andrea Palma, Ariadna Welter — Duración: 89
minutos.

• La soga (Rope, 1948) — Dirección: Alfred Hitchcock — Guión: Arthur Laurents —


Adaptación: Hume Cronyn, basado en el drama homónimo de Patrick Hamilton —
Producción: Alfred Hitchcock y Sidney Bernstein — Fotografía: Joseph Valentine —
Música: Francis Poulenc y Leo F. Forbstein — Montaje: William H. Ziegler —
Reparto: John Dall (Brandon Shaw), Farley Granger (Phillip), Dick Hogan (David
Kentley), James Stewart (Rupert Cadell) — Duración: 80 minutos.

• Pacto siniestro (Strangers in a train, 1951) — Dirección: Alfred Hitchcock — Guión:


Raymond Chandler y Czenzi Ormonde —Adaptación: Whitfield Cook, basado en la
novela homónima de Patricia Highsmith — Productores: Barbara Keon y Alfred
Hitchcock (este último no acreditado) — Fotografía: Robert Burks — Música: Dimitri
148

Tiomkin — Edición: William H. Ziegler — Intérpretes: Farley Granger (Guy Haines),


Robert Walker (Bruno Anthony) Ruth Roman (Ana Morton), Leo G. Carroll (senador
Morton), Patricia Hitchcock (Barbara Morton) — Duración: 101 minutos.

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cine-la-soga-de-alfred.html (consultado el 27 de mayo de 2009).

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