Mita Marco - La Bruja y El Escocés Hermanos Sinclair 02
Mita Marco - La Bruja y El Escocés Hermanos Sinclair 02
Mita Marco - La Bruja y El Escocés Hermanos Sinclair 02
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la
imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o
muertas, establecimientos de negocios, hechos o situaciones sin pura coincidencia.
Nadie en Escocia puede escapar del pasado.
Está en todos lados, rondando como un fantasma.
Proverbio escocés
Índice
UNO
DOS
TRES
CUATRO
CINCO
SEIS
SIETE
OCHO
NUEVE
DIEZ
ONCE
DOCE
TRECE
CATORCE
QUINCE
DIECISÉIS
DIECISIETE
DIECIOCHO
DIECINUEVE
VEINTE
VEINTIUNO
VEINTIDÓS
VEINTITRÉS
VEINTICUATRO
VEINTICINCO
VEINTISÉIS
VEINTISIETE
EPÍLOGO
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El sol brillaba con toda su fuerza en lo alto del cielo y la temperatura era
extrañamente agradable para estar en pleno mes de febrero. Ni siquiera la
densa bruma proveniente del mar, que cubría por completo el poblado de
Wick cada mañana, había hecho acto de presencia.
Se escuchaba el graznido de las gaviotas por doquier, las aguas estaban
tranquilas y transparentes, los niños jugaban en las calles y los aldeanos se
vestían con sus mejores ropajes para la ocasión.
Esa misma tarde, se celebraría una gran fiesta a la que todos estaban
invitados y eso significaba comida abundante y buen vino para los
asistentes.
Se habían decretado tres días festivos en los que solo habría hueco para
las celebraciones, y todo el mundo estaba ansioso por que empezara la
diversión.
El castillo Sinclair lucía imponente, repleto de flores frescas, sus
mejores tapices colgados de las paredes y las ricas alfombras desplegadas
en todas las estancias.
El gran salón era un hervidero de criadas que se afanaban por dejar todo
listo para cuando el banquete comenzara, eso sí, guiadas en todo momento
por Beth, la antigua señora, que no dejaba ni el más mínimo de los detalles
al azar.
—Bonnie, esas flores no pueden estar junto a la puerta o nuestros
invitados tropezarán con ellas.
—Sí, mi señora.
—Y quiero que la mesa sea pulida y encerada antes de mediodía. ¿Le
habéis sacado brillo a la vajilla?
—Martha está haciéndolo en estos momentos.
—¿Todavía no ha terminado? ¡Santos, esa muchacha es más lenta que
una vaca vieja! ¡Voy ahora mismo a ordenarle que se apresure o el tiempo
se nos echará encima!
—¡Madre! ¡Madre! ¡Debemos irnos o se nos hará tarde! ¡Ya oigo
repiquetear las campanas de la capilla!
La dulce voz de Phemie interrumpió los planes de Beth. Su hija mediana
caminaba hacia ella con un recatado vestido color melocotón y el cabello
rubio recogido en un tenso moño que dejaba al descubierto sus delicadas
facciones.
—Phemie, querida, hoy me va a ser imposible ir a misa. Hay demasiado
trabajo por hacer en el castillo.
—Pero el párroco…
—Pídele que disculpe mi ausencia, estoy segura de que lo comprenderá.
—¿Y Mai?
—Tu hermana, aquí mismo en… —Beth paró de hablar y puso los
brazos en jarras buscando a su alrededor—. Estaba aquí hace un momento,
pero a saber por dónde andará ahora. Esa jovencita es imprevisible.
—Voy a buscarla a su alcoba.
Phemie dejó atrás el salón y subió con elegancia y finura por las
escaleras, saludando cortésmente a cada criada con la que se cruzaba en el
camino.
Se notaba el nerviosismo en cada habitante del castillo, pero era
comprensible, porque el acontecimiento que se celebraría esa misma tarde
era de vital importancia para el clan, y tanto ella como Mai estaban ansiosas
por asistir a aquella fiesta multitudinaria. Sería tan divertido…
Al llegar a la planta superior, cruzó el largo pasillo que llevaba a los
dormitorios y pudo apreciar que, incluso allí, su madre había mandado
poner flores.
—Pero ¿qué…? —Ya sabía dónde estaba Mai.
Su hermana, con la oreja pegada a una de las puertas, se tapaba la boca
mientras la sonrisa no se borraba de sus labios—. ¡Pequeña descarada!
¿Acaso no sabes que no es correcto espiar a nadie?
—¡Shhh! ¡Calla, Phemie, que no escucho!
—¡Y todavía no te has peinado! ¡Vamos a llegar tarde a misa!
—Esto es mucho más interesante que el sermón del párroco.
—¡Oh, Mai, tienes catorce años! ¡Es hora de que madures un poco!
¡Madre se desposó con padre a tu edad! ¡Una dama no debe andar
husmeando en los aposentos de nadie!
—Pero yo no voy a casarme, hermana. Voy a luchar con los guerreros
Sinclair para defender a Escocia de los ingleses.
—¡Deja de decir sandeces y vámonos, la misa ya habrá comenzado!
—¡Un minuto! ¡Solo un minuto! Quiero saber qué está pasando ahí
dentro.
—¿En la alcoba de Bearnard?
—Se oyen risas y aplausos.
—¿Aplausos? —Phemie pegó la oreja también a la puerta y prestó
atención a los ruidos provenientes del interior—. Es la voz de Eara.
—¿Estará bailando y por eso Bearnard aplaude?
—Es posible. El otro día, le oí decir a uno de los guerreros que Eara se
mueve muy bien en la alcoba.
—¡Escucha, escucha, Phemie, ahora los aplausos se oyen más fuertes y
rápidos!
—Santos, sí que tiene que bailar bien para que Bearnard la aplauda
tanto.
Ambas jóvenes continuaron en silencio intentando adivinar qué pasaba
ahí dentro, pero jamás se habrían imaginado la realidad.
Al otro lado de la puerta, Bearnard agarró por ambos brazos a Eara y la
aplastó contra una de las paredes de su dormitorio mientras embestía contra
ella a una velocidad imposible.
¡Plaf, plaf, plaf, plaf, plaf…!
Los senos de su amante brincaban por la fuerza de sus movimientos.
Bearnard se metió uno en la boca y lo succionó desesperado.
Durante un segundo, tuvo que apoyar una mano en la pared porque todo
le daba vueltas, pero ni aun así dejó de fornicar con ella.
No quería pensar y la mejor forma de conseguir que su cabeza lo dejara
en paz era con el sexo.
Los gemidos de Eara se escuchaban por todo el dormitorio y lo
encendían todavía más.
Sin dejar de penetrarla, cogió su copa de vino, que descansaba sobre una
cómoda que tenía a su lado, y le dio un gran trago, logrando que el rojizo
líquido se derramase por su cuello y su pecho. Cerró los ojos, preso de un
gran mareo. Cuando volvió a abrirlos y miró a Eara, la vio doble.
—Mi laird, no debes beber tanto. Hoy es un día importante.
—Es un día como otro cualquiera y haré lo que me plazca, mujer —
respondió él con un gruñido y arrastrando las palabras debido al alcohol.
—Tus invitados…
—Mis invitados mantendrán la boca cerrada.
Cogió a Eara por las mejillas y la besó con intensidad, dejándole el
regusto del vino que acababa de beber. Trastabilló un poco debido a la
borrachera y fue bajando hacia el suelo para recostarse sobre él. Sería
mucho más seguro que seguir de pie.
Colocó a su amante bajo su cuerpo y allí siguió embistiendo a toda
velocidad.
Varios minutos más tarde, el orgasmo le hizo contener un gemido y
descansó todo su peso en ella, con la respiración muy acelerada y la
sensación de que su alcoba daba vueltas sin cesar.
—Oh, pesas demasiado. —Eara lo empujó un poco para que se quitase
de encima, pero él no movió ni un músculo—. Bearnard, me lastimas. —Lo
zarandeó para que la bruma de la borrachera le permitiera moverse, pero ni
aun así él hizo ningún movimiento—. ¿Bearnard? ¡Bearnard!
Cuando le giró la cara, se dio cuenta de que estaba inconsciente.
Demasiado alcohol. Tras varios intentos y toda su fuerza, pudo quitárselo
de encima.
Sentada en el suelo, totalmente desnuda, contempló al laird de los
Sinclair desvanecido bocabajo. Su magnífico cuerpo estaba a la vista y Eara
se recreó en su trasero. Era un hombre tan fuerte y gallardo que cualquier
mujer se sentiría feliz de tenerlo en su cama y entre sus piernas, pero él la
había elegido a ella y no pensaba dejarlo escapar.
Bearnard Sinclair era el más bello espécimen masculino que hubiera
conocido nunca. Tenía un rostro cuadrado y armonioso de ojos azules como
el cielo. Su nariz patricia poseía un toque aguileño que no hacía más que
acentuar su masculinidad y el cabello castaño rojizo enmarcaba su cara y
rozaba sus hombros. Era tan apuesto que en más de una ocasión llegó a las
manos con alguna de las criadas para defender lo que era suyo. Ese hombre
le pertenecía y no pensaba dejar que nadie se lo robase.
Bajó la mirada por su anatomía y suspiró de puro placer. Bearnard, a
pesar de su fiereza, era un amante considerado al que le encantaba hacer
disfrutar a las mujeres. Era amable, educado, algo tosco a veces y muy
generoso. Desde que comenzaron sus encuentros sexuales, Eara contaba ya
con más de veinte vestidos preciosos, cortesía del laird.
Tras un suspiro, se levantó del suelo y lo agarró por los brazos para
intentar arrastrarlo hacia el lecho.
Estaba totalmente desfallecido y en el suelo cogería frío.
Tiró con todas sus fuerzas una y otra vez, pero ni con esas pudo moverlo
ni un centímetro. Pesaba demasiado.
—¡Maldición, Bearnard!
Si quería moverlo, necesitaría ayuda, ella sola era incapaz.
Se cubrió con su vestido, sin atar las cintas del corpiño, y corrió hacia la
puerta para pedir ayuda.
Nada más abrir, el grito de Phemie y Mai, que todavía seguían espiando,
la sobresaltó.
Las hermanas de Bearnard cayeron al suelo despedidas, mirándola como
si acabase de descubrirlas haciendo algo muy malo.
—¿Qué hacéis vosotras dos aquí?
—¡Nada! —corearon ambas levantándose a toda prisa.
—Necesito ayuda con vuestro hermano.
—¿Qué le pasa?
—Ha bebido y no puedo llevarlo a la cama.
—¿Qué eran todos esos aplausos? —saltó Mai sin aguantar la
curiosidad.
—¡Shhh! —La empujó Phemie para que cerrase el pico y miró de nuevo
a Eara—. Nosotras podemos ayudar.
—¡No! ¡Ni se os ocurra entrar! Bearnard no está en buenas condiciones
y sois demasiado jóvenes.
—Entonces, ¿qué hacemos?
—Llamad a alguno de sus hombres para que lo levante del suelo.
—Creo que Elliot y Claire llegaron anoche al castillo para asistir a la
fiesta —recordó Mai de repente—. Él podrá ayudar a Bearnard.
Dejaron a Eara en la puerta de los aposentos del laird y corrieron hacia
la alcoba de su otro hermano.
Traquearon insistentes y no fue sino un par de minutos más tarde que la
puerta se abrió.
Por ella apareció Claire, su cuñada, quien todavía vestía con su camisola
de dormir y se acariciaba su abultado vientre de embarazada.
Al reconocerlas, se le iluminó el rostro. Desde el primer día en que se
conocieron, la relación entre ellas fue maravillosa.
—¡Mai, Phemie! Pero qué agradable sorpresa, anoche llegamos tan
tarde al castillo que no tuve ocasión de saludaros.
Las jovencitas abrazaron a Claire y pasaron sus manos por su barriga.
—¿Cómo está nuestro sobrino?
—¡O sobrina! —saltó Mai.
—Cada día más pesado. Termino los días agotada.
—¿Se encuentra aquí nuestro hermano?
—¿Elliot? Sí.
—Lo necesitamos urgentemente.
—¡Muy urgente! —añadió Phemie.
—¿Qué ocurre?
De repente, unos brazos rodearon por detrás a Claire.
—Mujer, ¿qué menester te mantiene fuera de mi cama?
Elliot apareció ante ellas vestido únicamente con una sábana alrededor
de su cintura. Claire enrojeció y le dio un par de golpecitos en los brazos
para hacerle entender que no estaban solos.
Cuando vio a sus hermanas, se cubrió un poco más con las sábanas.
—¿Qué hacéis vosotras aquí? ¿No tendríais que estar en misa?
—Han venido a buscarte.
—¿Para qué?
—Bearnard te necesita —dijo Mai tirando de su mano.
—¿Qué le pasa?
—Está ebrio e inconsciente en su alcoba. Eara está con él.
—¿Ebrio e inconsciente? Ha elegido el mejor día para dar el
espectáculo. ¡Pardiez, Bearnard! —Dio media vuelta para vestirse a toda
prisa. Cuando regresó junto a su mujer y sus hermanas, las hizo entrar a su
dormitorio—. Quedaos aquí con Claire y no se os ocurra moveros hasta que
yo venga.
—¡Queremos ayudar! —exclamó Mai rebelándose.
—Unas jovencitas no deben ver a un caballero en tan malas
condiciones.
—¡No es la primera vez que os vemos ebrios!
—¡Mai, obedece!
Ella se cruzó de brazos enfurruñada, pero Elliot apenas prestó atención,
pues salió de la alcoba y cerró tras de sí para asegurarse de que ninguna de
sus hermanas lo seguía.
Lo último que necesitaba era que la voz corriera y los invitados, que
presumiblemente ya habrían comenzado a llegar al castillo, supieran que el
laird de los Sinclair era un descerebrado alcornoque por haberse
emborrachado ese preciso y maldito día.
Descubrió a su amante en la puerta de la alcoba de Bearnard y, cuando
llegó a su lado, ella suspiró más tranquila.
—No he podido levantarlo y necesitaba ayuda.
—¿Cuánto ha bebido?
—Lleva toda la noche haciéndolo.
—¿Por qué lo has dejado beber tanto? —preguntó furioso.
—Mi señor, cuando el laird quiere hacer algo, nadie puede detenerlo.
¿Crees que me hubiera hecho caso?
—No, maldición, no obedece a nadie. —Chasqueó la lengua y
contempló a Bearnard completamente desnudo, tirado en el suelo—.
Retírate, ya me ocupo yo de él. ¡Y no hables con nadie sobre esto!
Eara se marchó algo enfurruñada y, cuando Elliot se quedó a solas con
su hermano, resopló y se pasó una mano por los ojos.
Incluso a él le iba a costar levantarlo. Bearnard no era ligero, que
digamos. Para levantarlo y trasladarlo al lecho, necesitaría al menos la
ayuda de otro hombre.
Así que cogió la palangana con la que su hermano se aseaba a diario,
que descansaba en uno de los rincones de la habitación, y volcó todo el
contenido sobre su cabeza.
De repente, Bearnard se incorporó dando un grito furioso y, cuando
enfocó los ojos en Elliot, todavía veía doble.
—¡¿Puede saberse qué diablos haces?!
—Despertar a un estúpido ebrio.
—¡Elliot, el agua está congelada!
—Es justo lo que necesitas.
—Tienes suerte de que seas mi hermano, porque podría matarte por
esto.
—¿¡En tu estado!? No podrías matar ni a un tierno gorrión.
—No oses reírte y márchate de mi alcoba.
—No, hasta que me digas qué diablos tienes en la cabeza para hacer lo
que has hecho.
—Solo he bebido un poco. —Se levantó del suelo, intentando no
trastabillar demasiado, y comenzó a vestirse—. Necesitaba dejar de pensar.
—Es muy difícil que un poco de alcohol te haya hecho esto. Te conozco.
—Bueno, puede que haya bebido más de la cuenta, pero ¿qué más da?
—A tus invitados no creo que les guste verte así.
—Mientras cumpla con mi deber, nada dirán al respecto.
—Desprendes olor a vino rancio, tienes los ojos inyectados en sangre,
no te mantienes de pie sin tambalearte…
—Estaré bien cuando llegue la hora.
—Tampoco creo que a tu futura esposa le agrade verte así cuando entre
en la iglesia.
Bearnard apretó los labios y tomó asiento en un sillón orejero situado
frente al fuego del hogar.
—Lo que esa indeseable piense de mí me es indiferente.
—Aceptaste casarte con ella, le debes un mínimo de cortesía, hermano.
—Ya sabes por qué acepté. Perry Sutherland nos tiene agarrados por las
pelotas. Cuando rompiste tu compromiso con Alpina para casarte con
Claire, amenazó con romper nuestra alianza.
—Pudiste haberte negado.
—Mi deber es proteger al clan y, si para ello debo casarme con la
solterona de su hija mayor, lo haré.
—Isobel Sutherland es mucho peor que eso, Bearnard. Tomar como
esposa a una simple solterona de veinticuatro años no sería tan malo. Pero
ella…
—No me lo recuerdes.
—¿Acaso no te acuerdas de la última vez que la vimos? Era una niña
fea, con la cara repleta de sarpullidos rojos, con un carácter muy
desagradable y con el cabello igual que un nido de pájaros.
—¡He dicho que no me lo recuerdes!
—¡Es que quiero que enmiendes tu error antes de que sea demasiado
tarde, hermano! ¡No te cases con ella, estás a tiempo de romper ese
compromiso!
—No lo estoy, los Sutherland deben de estar llegando al castillo.
—Les diremos que se vayan.
—No, Elliot. Di mi palabra y cumpliré con ella.
—¡Es una bruja, Bearnard! ¡Corren rumores horribles sobre su persona,
dicen que adora a Satán! ¡Estuvo prometida dos veces y en las dos
consiguió con sus conjuros mágicos espantar a sus prometidos! ¡Despierta
el miedo de todos los aldeanos con los que se cruza!
—Hablas como Mai.
—En esta ocasión, me temo que nuestra hermana tiene razón. ¿Por qué
iba a querer una mujer encerrarse en su castillo y no relacionarse con el
resto del mundo?
—No lo sé. —Ni lo sabía ni quería saberlo. Todo lo relacionado con
Isobel Sutherland le daba grima. Elliot estaba en lo cierto: las brujas cuanto
más lejos mejor. No quería tener nada que ver con ella, pues ese matrimonio
solo le traería problemas. Perry Sutherland había ganado esa vez, había
conseguido quitarse de encima a su peor hija, a la que nadie quería cerca. Y
si su padre no la quería, él menos. Ni siquiera quiso abrir el retrato que le
mandó de su prometida. No quiso horrorizarse por su fealdad, ni que su
imagen embrujase el castillo. Ordenó que quemaran dicho cuadro con funda
incluida, porque en su hogar no había cabida para esa diabólica mujer.
—Bearnard, suspendamos ese enlace. Mereces una mujer que esté a tu
altura, una dama hermosa de buen corazón a la que ames con toda tu alma.
—Tengo a Eara.
—Eara es tu amante y no la amas.
—¿Qué más da?
—Hermano…
—¡Voy a casarme, Elliot! Voy a casarme con Isobel Sutherland y,
cuando la celebración se acabe, la mandaré de regreso a su demoníaco
castillo y no volveré a verla jamás.
DOS
El castillo Sinclair apareció ante sus ojos como una gran mole de piedra
apostada en un precioso acantilado. Era imponente, enorme como ninguna
otra fortaleza que hubiera visto antes. Una cárcel de la que le sería
imposible escapar.
Las gaviotas volaban en lo alto de las torres, las banderas de su clan y de
los Sinclair se izaban por doquier, anunciando a bombo y platillo el gran
acontecimiento que iba a llevarse a cabo entre ambos clanes.
Incluso dentro del carruaje podía escuchar el sonido de las olas
chocando contra la falda pedregosa de la montaña, y los gritos.
Gritos por doquier, abucheos, insultos…
Sus ojos buscaron a Alpina, intentando hallar un poco de serenidad, pero
incluso su hermana estaba nerviosa.
—¿Me insultan a mí? ¿Todo ese escándalo es por mi llegada?
—No te conocen, hermana, nunca te has dejado ver con nosotros. Eres
una completa desconocida para toda esta gente y los rumores de brujería
que hay alrededor de tu persona no ayudan.
—¡Nada les he hecho!
—Son gentes muy supersticiosas, temerosas de Dios y de sus misterios.
Te ven como a una amenaza, como si tu presencia fuera un mal augurio. A
las brujas se las quema, no se las casa con un laird. Pero pronto
comprenderán que están equivocados, Isobel. Cuando te conozcan, lo
sabrán, es cuestión de tiempo.
Alpina le colocó el velo sobre la cabeza y la cubrió con él por completo,
tapando su rostro magullado por los golpes de su padre.
La puerta de la calesa se abrió de repente y por ella apareció Perry
Sutherland, alargando la mano para ayudarla a bajar, sin embargo, Isobel no
aceptó su ayuda, sino que se incorporó ella sola y bajó como buenamente
pudo.
—Muchacha, no se te ocurra volver a hacerme un desplante en público
o…
—¡Isobel, hermana!
La voz de Pherson interrumpió a su padre.
Al ver su hermoso y amoroso rostro, se puso a temblar. Su hermano era
la única persona en el mundo en quien confiaba plenamente, y tenerlo
consigo en ese momento le dio confianza.
—Todos te esperan en la capilla.
—¿Allí también van a abuchearme?
Pherson miró a su alrededor, amenazador, y los gritos de odio cesaron de
repente. Cogió a su hermana por el brazo y la guio hasta la capilla, donde
los invitados aguardaban a la novia.
—Pherson, prométeme que no vas a dejarme sola.
—Estaré a tu lado en todo momento.
—No quiero hacerlo.
—Lo sé.
—¡Odio a padre por esto, odio a toda esta gente!
—Los Sinclair son buenas personas.
—Claro, por eso me reciben entre insultos. Por eso, el hermano menor
de mi prometido plantó a Alpina para casarse con una sassenach, ¿verdad?
Esos actos no los cometen las buenas personas.
—Querida, estás temblando.
—Pherson, si me amas, si eres un buen hermano, me sacarás de aquí.
—No me pidas eso, te lo ruego, tengo las manos atadas.
—¡Sácame de aquí!
—Haré algo mejor, te acompañaré hasta el altar. No soltaré tu mano en
ningún momento y, cuando por fin esto acabe, verás que no ha sido tan
malo.
Isobel quiso resistirse, sin embargo, se dio cuenta de que habían entrado
a la capilla y todo el mundo se había vuelto a mirarla. Todos.
Desde el matrimonio acomodado en la última fila, sus parientes,
personas a las que no había visto en su vida, el párroco y… un hombre que
permanecía de pie a su lado.
Mientras caminaba hacia el altar guiada por Pherson, sus ojos se
posaron en él con más atención.
Era muy alto y fornido. Tenía el cabello largo de un color castaño rojizo
precioso. Su rostro era cuadrado, sus ojos de un azul similar al de los lagos
de las Highlands y la nariz ligeramente aguileña.
Era muy apuesto, tanto que sintió que sus latidos se aceleraban de
repente.
Vestía con un rico kilt con los colores de los Sinclair, una camisa blanca
impoluta, el manto sobre los hombros y una boina coronando su cabeza.
Por un momento, Isobel se quedó sin palabras, pero los movimientos de
Pherson a su lado la sacaron de su ensimismamiento.
—¿Quién…? Quién es él?
—¿A quién te refieres?
—A ese que está al lado del párroco, ¿es…?
—Oh…, ese, mi querida Issy, es tu futuro esposo.
Al escuchar dicha afirmación, frenó sus pasos de repente. ¿Ese era
Bearnard Sinclair? ¿Ese apuesto caballero era el hombre con el que iba a
desposarse?
Si bien era cierto que se habían visto una vez siendo niños y que Alpina
le había comentado en varias ocasiones que los hermanos Sinclair eran
hermosos, el caballero que tenía delante distaba mucho de ser simplemente
eso. Desprendía fuerza, elegancia, autoridad. Tenía un rostro bello, lo
reconocía, pero lo más característico de la cara de Bearnard Sinclair no era
la belleza en sí, sino la expresión retadora y… altiva que se leía en sus ojos.
De hecho, la observaba como si lo aburriera, como si tenerla delante
vestida de novia, caminando hacia el altar, fuera una completa pérdida de
tiempo, como si aquel enlace le gustase todavía menos que a ella.
Pherson tiró de nuevo de su brazo e Isobel continuó caminando sin
quitarle la vista de encima, pues gracias al velo que le cubría el rostro podía
observar a su antojo sin que nadie se percatase de ello.
Quizás por eso se dio cuenta de que Bearnard Sinclair no estaba tan
recto como parecía en un primer momento. Distinguió a su lado a otro
hombre muy parecido a él, pero con el cabello todavía más rojizo, que
sujetaba su hombro con firmeza, dándole estabilidad.
Pero estabilidad, ¿por qué?
Pues porque su futuro marido estaba completamente borracho, y de eso
se dio cuenta la siguiente vez que lo miró, cuando solo los separaban varios
metros.
Parecía pelear por mantener erguida la cabeza, y esos ojos azules, que
tan hermosos le habían parecido en un principio, estaban neblinosos y rojos
cual tomates maduros.
El laird de los Sinclair aborrecía aquella unión y había decidido beberse
todas las barricas de vino de sus bodegas para hacer más llevadero aquel
amargo enlace.
TRES
No fue una ceremonia larga, incluso el párroco se dio cuenta de que el
novio no iba a ser capaz de permanecer tanto tiempo en pie.
Elliot tuvo que sostenerlo durante toda la boda, incluso le pellizcó
cuando tardó más de la cuenta en repetir el juramento que lo uniría para
siempre con la hija de Perry Sutherland.
No fue una boda emotiva ni bonita, y la mitad de los invitados no estaba
de acuerdo con aquella unión.
Poco después, Beth guio a los invitados al gran salón, donde servirían
un abundante banquete en honor a los novios.
No faltaron el vino, el whisky, el venado, ni los haggis de cordero. Todo
estaba delicioso, los juglares cantaban y bailaban amenizando la fiesta. Los
brindis y los gritos de los Sutherland se repetían una y otra vez, pero
ninguno de los novios quiso celebrarlo con los demás.
Sentados uno al lado del otro, más rectos que palos, apenas probaron
bocado. No obstante, Bearnard continuó bebiendo.
Isobel, escondida bajo su tupido velo de novia, miraba de reojo a su
esposo, con el que todavía no había cruzado ni una mísera palabra.
Bearnard iba recostándose más y más en la silla, y como siguiera bebiendo
de esa forma, no duraría despierto ni una hora. Aunque… eso tampoco era
malo. Si terminaba desmallándose por el alcohol, no le exigiría cumplir con
sus deberes conyugales. Así que con disimulo iba rellenando su copa
cuando ésta estaba casi vacía, asegurándose de que nunca le faltase para
beber.
En varias ocasiones, su padre intentó acercarse a ella con su mejor cara,
pues parecía arrepentido de lo ocurrido en Thurso, pero no se dignó a
contestarle. Por su culpa, su vida sería miserable y tendría que quedarse en
un lugar donde todo el mundo la odiaba. Solo había que ver cómo la
miraban los miembros del clan Sinclair. Era una mezcla entre asco y
hostilidad.
—Todavía no he brindado con el laird y su nueva esposa. —El hombre
que sostuvo a Bearnard en la iglesia apareció ante ellos con una copa en las
manos. Apoyó los codos sobre la mesa y le sonrió con tirantez, como si
aquello tampoco fuera de su agrado—. Nadie nos ha presentado. En la
iglesia estaba demasiado ocupado.
—Sí, sujetándolo para que no se le notase la embriaguez —contestó ella
mordaz, con la voz todavía ronca.
—Es una pena, al final no pudimos convencerlo para que suspendiera la
boda. Me temo que esta equivocación va a pesarle de por vida.
—Nos pesará a ambos. Nada me habría complacido más que no estar
aquí en este momento.
—No lo dudo, señora, pues a partir de ahora tus días serán demasiado
ociosos, los Sinclair no permitimos tener calderos para hacer hechizos
diabólicos.
—Puedo hacer conjuros sin necesidad de calderos —comentó Isobel
imitando su chulería.
El desconocido entrecerró los ojos y la contempló como si fuera escoria.
—No deberías aceptar tan a la ligera tus dotes de bruja. Muchas mujeres
han sido quemadas por mucho menos que eso.
—Soy la hija de Perry Sutherland, no se atreverán a tocar ni un solo pelo
de mi cabeza.
—Ahora eres una Sinclair, aunque a nadie nos guste tenerte en el clan,
así que… te aconsejo no jugar con fuego.
—¡Ruego que te marches ahora mismo! Como has dicho hace unos
instantes, nadie nos ha presentado.
—Para tu información, cuñada, soy Elliot Sinclair, y no voy a permitir
que hagas daño a nadie de mi familia.
Isobel levantó la cabeza al escuchar su nombre.
—¿Elliot Sinclair? ¿El mismo rufián que faltó a su palabra y abandonó a
mi pobre hermana cuando celebrabais vuestro compromiso? Ya veo qué
clase de hombres hay en vuestro clan.
—¡No voy a consentir ni una falta de respeto por tu parte, mujer!
—No he sido yo la que ha venido atacando y acusándome de brujería.
—Lo has reconocido hace un momento, ¿ahora vas a negarlo?
—¿Para qué? Si a todos os place pensar eso de mí, no seré yo la que lo
niegue.
—Voy a estar vigilando cada uno de tus pasos, Isobel Sutherland, y
cuando encuentre…
—¡Vigila mejor a tu laird y no a mí! Acaba de perder la consciencia.
Elliot giró la cabeza hacia su hermano y se dio cuenta de que tenía
razón. Bearnard yacía recostado en la mesa con la cara manchada con la
melosa salsa del capón.
—¡Malditos santos! —La fulminó con sus bonitos ojos azules, muy
parecidos a los de Bearnard, y llamó a varios parientes para que lo ayudasen
a llevarlo fuera para que le diera el aire.
Eara gimió desesperada cuando el laird la penetró con más fuerza. Sus
cuerpos desnudos, perlados en sudor, se movían al ritmo de las embestidas
y los gritos de placer de ella se escuchaban por toda la planta superior,
logrando que las criadas, que pasaban por allí de camino a limpiar los
demás aposentos, enrojeciesen y riesen entre ellas.
Con uno de sus turgentes pechos en la boca, Bearnard la aplastó en el
lecho y aumentó el ritmo, notando que el clímax estaba a punto de barrerlo
con su fuerza.
—¡Oh, mi laird, más, más! —gimió en su oído.
Él soltó un gruñido gutural y, varias penetraciones después, el orgasmo
lo hizo frenar en seco, sacar su pene del interior de su amante y vaciarse
sobre las sábanas.
Una vez pasó el placer, Bearnard se recostó mirando al techo, con la
respiración alterada, mientras Eara lo abrazaba y besaba en el cuello.
Le gustaba yacer con ella. Era una mujer muy pasional y experimentada.
Sabía qué hacer para darle placer. Llevaban fornicando juntos más de tres
años, y aunque no la amaba, no había encontrado a otra fémina mejor con la
que compartir su cama.
Cerró los ojos y se relajó. En un rato, sus deberes con el clan lo tendrían
ocupado la mayor parte del día. Sin embargo, todavía era pronto y podía
recrearse en el lecho.
Mientras continuaba tumbado, todavía desnudo, una imagen apareció de
repente en su mente.
La imagen de una mujer.
Una preciosa aldeana de cabello de plata y ojos violeta que lo
amenazaba con una hoz y lo echaba de las tierras de su señora.
Bearnard sonrió al acordarse de ella.
Había transcurrido casi una semana desde que la descubrió trabajando
en las tierras del castillo de Thurso y su recuerdo no lo dejaba en paz. El
hermoso rostro de aquella mujer paseaba por su mente como si tuviera todo
el derecho a hacerlo.
No se enfadó con ella por haberlo tratado de forma hostil, pues estaba
seguro de que esa joven seguía las órdenes de la bruja de su esposa, al igual
que el resto de campesinos.
No entendía cómo esa criatura celestial podía vivir tranquila y en paz en
la propiedad de Isobel Sutherland. Cualquier persona temerosa de Dios
habría salido huyendo de las fauces de aquella malvada mujer.
Recordó sus labios gruesos y rojos, su fino cuello, sus ojos furiosos.
Rememoró su cimbreante cuerpecillo de hada, la forma en la que enarcaba
las cejas, sus manos pequeñas y blancas.
¡Santos, lo que hubiera dado por poseerla! ¡Por tener a esa beldad
desnuda en su cama, por enredar sus dedos en su sedoso cabello y hundirse
en la calidez de su vagina una y otra vez!
Sintió que su pene volvía a erguirse, y lo hacía con tal fuerza que
cualquiera diría que cinco minutos antes había estado fornicando con su
amante.
Bajó una mano y se envolvió el miembro con el puño, acariciándolo
mientras el rostro de la campesina lo atormentaba sin parar.
—Mi laird, ¿todavía tienes ganas de más? —Eara, que acababa de
percatarse de lo duro que estaba su pene, descendió por su cuerpo hasta que
sus labios lo rozaron—. Es la primera vez que deseas placer dos veces en
tan poco tiempo. Y me gusta.
Se introdujo su miembro viril en la boca y lo lamió.
Bearnard apretó los labios y se dejó llevar, con la piel erizada y el rostro
del ángel de ojos violeta en la memoria. No tardó ni dos minutos en volver
a experimentar otro orgasmo, pero esta vez su fuerza e intensidad lo pilló
desprevenido.
Rugió en voz alta, se quedó inmóvil sobre el lecho, con el cuerpo tan
relajado como nunca, una sonrisa perenne en los labios y la imagen de la
campesina más preciosa que había visto jamás todavía en la mente. Tan
maravillado estaba por lo que acababa de suceder que no se percató de la
mala cara de Eara, la cual se quedó sin su doble ración de sexo por la
rapidez con la que Bearnard había llegado al clímax.
Se despidió de su amante poco después y se vistió a toda prisa para
comenzar con sus obligaciones.
Elliot y tres parientes más lo esperaban en las caballerizas, pues esa
mañana tenía una reunión muy importante con Perry Sutherland para la
compra de cereal.
Sus despensas estaban vacías. El clan era cada vez más numeroso y sus
tierras no daban abasto para producir suficiente trigo, así que no le quedaba
más remedio que negociar con el indeseable de su suegro. Lo conocía a la
perfección y sabía que querría aprovecharse de la situación de
vulnerabilidad en la que encontraban, y eso lo enfadaba, pues no les
quedaba más remedio que aceptar sus demandas, por muy injustas que
fueran.
Las negociaciones fueron lentas y pasaron toda la mañana discutiendo
los precios abusivos que su suegro le pedía.
Ya de vuelta, Bearnard cabalgaba en silencio al lado de su hermano.
Ninguno de ellos abrió la boca desde que se marcharon de la casa de Perry,
pero en sus semblantes se leía la furia.
—¡Malditos santos, algún día le sacaré el corazón a ese cerdo
Sutherland! —exclamó Elliot sin poder aguantar más el enfado—. Hemos
pagado demasiado por la cantidad de grano que va a darnos.
—No tenemos otra salida, hermano. O se lo compramos a Perry o nos
quedamos sin trigo en dos semanas.
—¡Sois familia y aliados! ¡Por simple cortesía tendría que haber bajado
el precio!
—Cuando hay dinero de por medio, la cortesía no existe, ni los aliados.
—¡Para haber pagado tanto dinero, parece que no te importa! ¡Llevas
sonriendo desde que salimos de Wick esta mañana!
—Me importa, y si por mí fuera, mi querido suegro yacería sin cuello en
su cochino castillo.
—Pero sonríes de igual modo.
—Encontraremos grano a mejor precio, mañana haré enviar misivas a
los clanes del sur.
Elliot frunció el ceño y no contestó. Se limitó a observar a su hermano
mayor. Le parecía muy raro que el laird no estuviera tan alterado como él y
sus parientes, daba la sensación que su cabeza estaba absorta en otros
menesteres.
—¿Qué diantres te sucede hoy? ¿Te espera Eara en tu alcoba para
rendiros al fornicio toda la tarde y no puedes pensar en otra cosa?
—¿Eara? ¿Por qué lo preguntas?
—Hermano, te conozco, y esa sonrisa de zorro crapuloso solo puede
significar una cosa. Además, no has permitido que los caballos descansen ni
una vez tras nuestra marcha. Debes de estar deseoso de llegar a Wick y
meterte bajo las faldas de tu amante.
—Mi destino no es Wick. Cuando lleguemos al segundo meandro del río
Thurso, tomaré el camino contrario al vuestro.
—¿Necesitarás compañía?
—No, esto puedo hacerlo yo solo.
—¿Adónde te diriges?
—Al castillo de Thurso.
—¿Al cast…? —Elliot entrecerró los ojos—. ¿Qué se te ha perdido a ti
en ese lugar? ¿Vas a retorcerle el cuello a la bruja de una vez por todas?
Bearnard soltó una carcajada.
—Esa sería una muy buena razón para ir a ese lugar, pero mi propósito
es más placentero, hermano.
—¿Eso significa que vas a ver a otra mujer?
—Eso significa que voy a ver a la mujer más hermosa de Escocia.
—¿Desde cuándo conoces a las gentes del castillo? Tú mismo dijiste en
la cacería que nunca habías estado allí.
—Precisamente ese día la descubrí.
—¿Quién es?
—Una campesina. La encontré trabajando en las tierras y desde
entonces no he dejado de pensar en ella. Su imagen me atormenta cada
minuto.
—¿Tan bella es?
—Elliot, es un ángel. Tiene unos cabellos del color de la plata, ojos
violeta y un cuerpo hecho para el pecado.
—Vive en la propiedad de la bruja, yo sería cuidadoso.
—Es una simple criada, hermano. Su hostilidad hacia mí es fruto de la
lealtad a su señora.
—¿Fue hostil?
A pesar de recordar cómo la joven se comportó con él, Bearnard volvió
a sonreír.
—Nada tan grave que no se pueda solucionar. Quiero a esa beldad en mi
cama, la deseo desde que mis ojos la descubrieron, llevo pensando en ella
toda una semana y, si tengo que llevármela a rastras al castillo para tenerla,
lo haré. Y, ¡santos! ¡Acabo de darme cuenta de que ni siquiera sé su
nombre!
—Pues si es tan bella como dices, tu dama sin nombre ya tendrá un
hombre calentando su cama.
—¿Desde cuándo el matrimonio es un impedimento? Si quiero poseerla,
lo haré. Es cuestión de tiempo. Soy un tipo paciente, lograré derribar el
muro de rabia que ha construido contra mi persona y todas sus demás
objeciones. Esta mañana, al despertar, decidí ir a por ella, y cuando
Bearnard Sinclair quiere algo, lo consigue.
Isobel salió al jardín como un resorte y lo cruzó corriendo con una gran
sonrisa en los labios. Acababa de recibir una misiva y su contenido no
podría hacerla más feliz.
Vestida con otro de sus vestidos de faena, el delantal y un pañuelo en la
cabeza, había dejado por un momento el trabajo en el campo cuando una de
las criadas la avisó de la llegada de aquella carta, pero no debía demorarse
mucho en continuar con su labor, pues en unas horas anochecería y el
tiempo se les estaba echando encima para la siembra.
—¡¿Eduard?! —gritó a viva voz—. ¡Eduard! ¡¿Dónde te has metido,
maldición?!
Fue de un lado para otro hasta que de repente lo vio.
Su sirviente se encontraba sumido en la tarea de adecentar el jardín, y no
había escuchado su llamada.
Era un joven moreno de rostro amigable y hermoso, con cabellos
aleonados de color castaño y un cuerpo espigado pero fuerte.
Era amable, leal y un gran orador, que los divertía a todos con sus
cuentos y leyendas inventadas sobre las gentes de Escocia.
Llevaba trabajando allí desde el principio y, después de tanto tiempo, lo
consideraba de su familia. De hecho, en el castillo de Thurso, todos sus
moradores se trataban con confianza y cariño, pues para Isobel aquellas
personas eran importantes. Les hablaba como a iguales, a pesar de que
todos siguieran obedeciendo cada una de sus decisiones, ya que era la
señora.
El joven criado alzó la cabeza cuando notó un movimiento a su lado, fue
entonces cuando la vio.
—¡Eduard! —No estaba acostumbrada a correr, así que le costó unos
segundos poder articular la siguiente frase—. ¡Ha llegado!
—¿Qué ha llegado?
—¡Su carta, Eduard! ¡Él va a venir!
—¡¿Pherson?!
—¡Acabo de leer el mensaje, en ella mi hermano me informa de que sus
obligaciones con padre han terminado y puede quedarse una temporada en
nuestra compañía! —Le entregó la misiva para que él mismo lo
comprobara.
—¡Oh, Issy, querida, pero si no sé leer!
—¡Santos, es cierto! —Se rio—. ¡Es por la emoción! ¡En unos días
Pherson estará aquí, Eduard!
—Rezo al cielo para que sea antes.
Se abrazaron, contentos por su regreso. Cada uno por un motivo
diferente.
Isobel, porque tenía muchísimas ganas de ver a su hermano, pues los
unía una relación maravillosa. Alpina, Pherson y ella eran muy diferentes
entre sí, pero el afecto que se profesaban era irrompible.
Por otro lado, la razón de la alegría de Eduard era muy distinta, pues la
relación que lo unía a Pherson Sutherland se basaba en el amor romántico,
un sentimiento que había surgido entre ellos hacía varios años y que
ninguno pudo frenar.
Al principio, a Isobel le fue difícil aceptar que su hermano fuera un
desviado, ya que las personas con esa condición eran repudiadas por la
sociedad. Sin embargo, con el tiempo, al verlo tan feliz en brazos de
Eduard, supo que no había nada de malo en ello.
Se convirtió en su tapadera, en su salvación, pues todos imaginaban que
las largas temporadas que el futuro laird de los Sutherland pasaba en el
castillo de Thurso, junto a su hermana mayor, eran meramente para hacerle
compañía. Y no para verse con su amado.
Debían ser muy cuidadosos, si su padre llegaba a enterarse de cuáles
eran los gustos íntimos de su hijo, las consecuencias serían fatales para
Pherson.
—¡Léeme la carta, por favor! ¿Dice algo sobre mí? —le preguntó con
ojos brillantes.
—Querido, sabes que sería una temeridad hacer algo así. Pero… —
Sonrió pillina—. En una de las esquinas, ha escrito vuestras iniciales.
—¡Oh, Issy, soy tan feliz…! —La abrazó y besó su frente—. El corazón
me late fuerte dentro del pecho por la emoción. Es muy duro estar
separados tanto tiempo.
—Entonces, amigo mío, sé paciente, pronto lo tendremos aquí. —Se
sonrieron—. Y ahora, a seguir. Todavía quedan unas horas de luz,
aprovechemos.
Isobel dejó a Eduard en el jardín, en el mismo lugar donde lo había
encontrado, y tomó el camino empedrado rodeado de setos que llevaba al
prado, donde los demás campesinos seguían con sus labores. Desde la
distancia, se podía apreciar el gran progreso que habían logrado ese día. A
lo sumo, en no más de dos jornadas empezarían con el cultivo.
Cuando estaba a punto de salir del jardín, algo cogió su mano y tiró de
ella hacia uno de los setos, chocando de golpe contra un pecho ancho y
musculoso que emanaba un agradable olor a hombre y a jabón.
En un primer momento, no supo cómo reaccionar, pues aquello la había
pillado tan de sorpresa que tuvo que apoyarse en él para no caer al suelo de
bruces. Sin embargo, cuando alzó el rostro y reconoció al hombre que la
tenía sujeta, el corazón le bombeó en el pecho como loco por la impresión.
—Hola, Issy —susurró Bearnard Sinclair con su mejor sonrisa de
canalla.
¡Santos!
¡¿Qué hacía él allí otra vez?! ¡No podía creer lo que estaba viendo! ¿Es
que acaso pretendía volverla loca? ¿Qué clase de broma macabra era esa?
Se zarandeó con furia para que le soltase la muñeca y le golpeó en el
pecho al tiempo que tomaba distancia.
Si la pasada semana, cuando lo descubrió en sus tierras, estuvo a punto
de atravesar su pecho con la hoz, en esa ocasión su enfado no era menor.
¡¿Cómo se había atrevido a volver?!
¡Bearnard Sinclair era un monstruo, un bellaco de la peor calaña al que
aborrecía con todo su ser!
Había estado todos esos días obligándose a no pensar en él, a obviar que
su abominable esposo había tenido la horrible idea de entrar en sus tierras
sin permiso, como si nada hubiera pasado, obsequiándola con una estúpida
y preciosa sonrisa de galán.
—¡¿Cómo osas regresar?! ¡¿Quién te has creído que eres para tocarme
siquiera?!
—He venido a verte, Issy.
—¡No me llames así!
—¿Por qué? ¿Acaso no es tu nombre? ¿No lo ha pronunciado también el
mequetrefe ese con el que te has abrazado hace unos segundos?
—¡Eduard no es ningún mequetrefe, tú sí! —Dio un paso hacia atrás y
alzó la barbilla, dejando claro que no le tenía miedo, que ella también era
fuerte y orgullosa—. ¡Y no tienes ningún derecho a estar aquí!
—Quizás no, pero correré el riesgo.
—¡Si no te vas ahora mismo, gritaré y vendrán a ayudarme! ¡Vendrán a
protegerme de ti!
—¿Protegerte de mí? ¿Por qué?
—¡Has venido a hacerme daño!
—Mujer, ¡¿de dónde sacas eso?! —exclamó confuso. Era la primera vez
que no entendía la forma de comportarse de una mujer y no le gustaba. Para
Bearnard, las féminas eran seres fáciles de llevar, sin complicaciones. Si
querías congraciarte con ellas, solo tenías que ser amable y regalarles un par
de vestidos. Pero esa bella joven no hacía más que desconcertarlo—. ¡Jamás
te haría daño, señora!
—Ya, ¿y se supone que tengo que creerte?
—¿Por qué no ibas a hacerlo?
—¿Quieres que haga una lista con todos tus desplantes?
—Pero ¿qué desplantes? —No entendía nada. Bearnard se pasó una
mano por su largo cabello y clavó sus ojos en el rostro de ella—. Si he
cometido ese terrible acto contra tu persona, ruego que me disculpes porque
jamás fue mi intención. No estoy aquí para discutir ni pelear.
—¿Y cuál es el motivo?
—Tú.
—¿Yo…?
—Llevo sin dejar de pensar en ti desde que nos encontramos la pasada
semana. Tu rostro me acompaña desde que abro los ojos en la mañana hasta
que los cierro por las noches.
Isobel se quedó de piedra, sin saber cómo actuar, y lo contempló con
desconfianza. No sabía qué estaba tramando su marido, ni por qué había
cambiado tanto su forma de actuar con ella desde la boda, pero tenía claro
que no pensaba caer en su trampa.
Era un hombre gallardo y agraciado, estaba segura de que la mayoría de
mujeres aceptarían sus lisonjas con rubor en las mejillas, sintiéndose
especiales, pero ella no, no después de la forma en la que la trató.
—¿Me darás una oportunidad, Issy?
—No —respondió cortante. La ponía nerviosa, no se fiaba de él, no le
gustaba cómo sonaba Issy en sus labios. Era demasiado íntimo, solo las
personas que convivían con ellas la llamaban de esa forma—. Puedes
marcharte, mi laird.
—¿Por qué eres tan dura conmigo, mujer?
—¡A ti no te gustan las brujas!
—¡Por supuesto que no! ¡A nadie le gustan! ¡Pero por suerte, ante mí no
veo a ninguna, sino a la joven más bella con la que me he cruzado nunca!
¡Déjame conocerte!
—¡No!
—¿Cómo te hiciste esa cicatriz? Debió de dolerte bastante.
—¡No es de tu incumbencia!
—Algún día me lo contarás.
—¡Fuera de estas tierras, Bearnard Sinclair! —exclamó alzando la voz,
tan nerviosa por su presencia que no quería ni mirarlo a la cara. Su sonrisa
le aceleraba los latidos.
—Puedo darte todo cuanto me pidas —dijo con voz suave—. Tu
compañía a cambio de vestidos, joyas, lo que quieras. ¡Te deseo, Issy!
—¡¿Estás intentando comprar mi cuerpo con vestidos y joyas?!
—A la mayoría de mujeres les gustan.
—¡Oh, santos! ¡Ni se te ocurra volver a insultarme o te arrancaré la piel
a tiras!
—Te daré una casa.
—¡Ya tengo una casa!
—En propiedad. Serás la señora, tendrás criadas, lujos y… no volverás a
trabajar en el campo.
—¡Me gusta trabajar en el campo! ¡Y prefiero deslomarme de sol a sol
antes de coger ni uno solo de tus infames regalos! —Apretó los puños a
cada lado de su cuerpo y lo encaró con la misma furia que la vez anterior—.
¡Regresa a tu castillo, mi laird! ¡Nada tienes que hacer en Thurso, porque
como vuelvas a aparecer por aquí, yo…!
—¡Issy! ¡Issy!
La voz de uno de sus criados la interrumpió.
Era George, un amable anciano que había estado al servicio de los
Sutherland desde antes de su nacimiento.
Corría hacia ellos con el rostro desencajado y lágrimas en los ojos. Su
cojera hacía todavía más agónico su avance.
—¿Qué ocurre, George? ¿Qué ha pasado?
—¡Ayuda, por el amor de Dios! ¡Iver y Marge han caído al río y no
puedo sacarlos! ¡Mi esposa estaba lavando la ropa cuando el niño ha
perdido el equilibrio y ha caído al agua! ¡Marge ha intentado ayudarlo, pero
ha acabado hundiéndose también!
—¡No! ¡Vayamos, debemos ser raudos! —exclamó Isobel, echando a
correr hacia el río.
—¡Oh, Issy, he intentado rescatarlos, pero mis piernas no me responden
como antes!
—¡Has hecho bien pidiendo ayuda!
—¿En qué parte del río han caído? —se entrometió Bearnard, que corría
a su lado sin importarle que ella lo hubiese vuelto a echar de la propiedad
de malas maneras.
—Cerca de aquí, justo donde las aguas se vuelven bravas.
—¡Los sacaré!
Apretó el paso y los adelantó a ambos, llegando primero al lugar que el
viejo criado les había indicado.
Sin perder tiempo, corrió por la orilla del río hasta que vio a las dos
personas agarradas a una piedra en mitad del fuerte caudal, gritando y
pidiendo ayuda. Se quitó el manto, lo tiró al suelo y se zambulló de un
salto. Llegó hasta ellos con rapidez, como si estuviera acostumbrado a
nadar a contracorriente a diario.
El primero en recibir su ayuda fue el niño, al que dejó en la orilla junto a
Isobel y George, para ir después a por la anciana.
Cuando ambos estuvieron a salvo, Bearnard se dejó caer en el suelo, se
sentó en la húmeda hierba y cerró los ojos, cansado por el esfuerzo,
intentando recuperar el aliento, mientras escuchaba el llanto de alivio de
George y del pequeño Iver, que todavía estaba muerto de miedo.
—¡Oh, mi vida, te has lastimado la pierna! —exclamó Marge al darse
cuenta de que su nieto sangraba.
—Vayamos a tu casa, yo le curaré la herida —se ofreció Isobel,
intentando tranquilizar a la mujer. En su voz se percibía también el
nerviosismo.
—Señor… —Al comprender que se dirigían a él, Bearnard levantó la
cabeza y se encontró con el rostro amable de George—. Mi esposa y mi
nieto siguen con vida gracias a usted. Siempre estaremos en deuda con…
—No me debéis nada.
—Al menos, acompáñenos a casa, allí podrá secar su ropa frente al
fuego del hogar. No vamos a permitir que coja un resfriado después de lo
que ha hecho —añadió solícito.
Bearnard alzó la cabeza y se quedó mirando a Isobel, que lo
contemplaba con seriedad, esperando su contestación como si apenas le
importase la respuesta.
—Está bien, acepto esa chimenea. —Los dientes comenzaban a
castañetearle, el sol estaba empezando a esconderse en el cielo y las
temperaturas a caer. Si regresaba al castillo Sinclair mojado, enfermaría.
Caminó tras ellos por un estrecho sendero que conducía de vuelta al
castillo. Desde su posición, tenía una visión privilegiada de la espalda de
Isobel, quien llevaba al niño en brazos y lo cubría con su delantal para
protegerlo del frío.
No volvió la cabeza para mirarlo ni una vez, continuó caminando hacia
el castillo como si tras ella no hubiera nadie, pues su presencia la molestaba
sobremanera.
La cabaña donde vivían George, Marge y el pequeño Iver estaba muy
cerca del castillo, y no era la única. A su alrededor había decenas de casas
en las que presumiblemente vivirían los siervos de la bruja, incluida su
dama de los ojos violeta. Se preguntó cuál de ellas sería su hogar.
Al entrar en aquella humilde casa, se dio cuenta de que por dentro no
tenía nada de humilde, de hecho, no conocía a ningún aldeano Sinclair que
viviera en tan buenas condiciones como esa gente.
Tenían una gran chimenea donde hacer las comidas, dos habitaciones
con bastantes comodidades y pieles para cubrirse en las frías noches. El
techo no era de paja, sino de piedra, y tenían una letrina propia. ¡Inaudito!
Ni siquiera en los castillos había letrinas privadas. Si la bruja de su esposa
cuidaba tan bien a sus campesinos y criados, podía entender a la perfección
que esas gentes defendieran sus tierras con tanto fervor.
George, Marge y el niño entraron en sus aposentos para cambiarse de
ropa. En el salón, quedaron él, que todavía temblaba de frío, e Isobel, que
tomó distancia y continuó ignorándolo mientras miraba por una de las
ventanas.
—Avivaré el fuego y pondremos su ropa a secar —dijo el anciano nada
más salir de la alcoba—. Mi esposa le hará un caldo para que entre en calor.
—Gracias.
—No, mi laird, soy yo el agradecido. Sin su ayuda, mi pobre mujer y mi
nieto no hubieran corrido esta buena suerte.
—¡Issy! —la voz desesperada de Marge la hizo reaccionar—. Iver sigue
sangrando.
Entre las dos tumbaron al niño en un jergón situado cerca del fuego para
examinar la herida.
Parecía profunda, como si se la hubiera producido alguna rama.
—Marge, voy a necesitar agua tibia, hojas de agrimonia, manzanilla y
unos paños limpios —dijo Isobel tomando el mando—. ¿Tienes
adormidera?
—Me temo que no.
—Luego traeré un poco, pero solo debes dársela si le duele mucho.
Bearnard la miraba maravillado. Aquella joven conocía el arte de la
sanación y esas personas confiaban en ella la vida de su pequeño nieto.
Lavó con cuidado la pierna del niño, le acarició la mejilla y le sonrió
para infundirle tranquilidad. Esa dama era increíble, y ahora más que nunca
deseaba tenerla para sí. Su hermosura competía con su sabiduría, era algo
que no había visto en las mujeres con las que solía yacer. No le interesaban
los lujos, las joyas…
—Señor. —George volvió a llamar su atención—. Mi esposa le ha
dejado ropa limpia para que se cambie mientras la suya se seca. Está en
nuestra alcoba.
El anciano lo acompañó a sus aposentos y cerró la puerta para darle
intimidad.
No se lo pensó dos veces a la hora de desnudarse y ponérselos, pues
necesitaba entrar en calor.
No eran de su talla, de hecho, le estaban pequeños en todos los sentidos,
pues George era un hombre bastante enjuto, pero de todas formas agradecía
su amabilidad.
Cuando salió con aquella ropa, Isobel contuvo una carcajada. Sus
pantorrillas asomaban bajo la tela de los pantalones y la camisa apenas le
cerraba en el pecho. Parecía a punto de estallar bajo sus músculos. Ver a un
laird vestido de esa guisa era extraño.
—¿Mi apariencia te divierte, mujer? —preguntó enfurruñado.
—Es posible. El dios Sinclair todopoderoso ha descendido entre los
mortales.
—Deja de reírte.
—No.
Bearnard se hizo el agraviado, pero en el fondo disfrutaba de su sonrisa.
Era la primera vez que la veía tan relajada. Su rostro se iluminaba, sus ojos
se tornaban más brillantes, sus labios muy apetecibles.
—No soy un dios, solo un simple hombre.
—Actúas como si lo fueras, mi laird, como si todo el mundo tuviera que
besar el suelo que pisan tus pies.
—Si me dieras la oportunidad de conocerme…
—¡Oh, pero te conozco! —lo interrumpió Isobel con bravuconería—.
Conozco a los grandes señores como tú. He vivido muchos años con uno, y
no me impresiona, no hay en eso nada atrayente para mí. Cualquiera puede
ser interesante cuando tiene poder, pero, ¡ah!, ¿qué pasa con esa divinidad
cuando se la despoja de todo, cuando solo queda una persona corriente?
¡Entonces se demuestra su verdadera valía!
—¡Yo te lo demostraré!
—Te lo vuelvo a repetir: ¡no me interesa, gracias! —Isobel terminó de
cubrir la herida del niño y le dio un beso en la frente antes de incorporarse
del suelo—. Marge, debo irme a casa, si Iver empeora, llámame.
Bearnard se levantó raudo de su asiento y la siguió por el salón:
—Yo también debo irme, todavía me queda un buen trecho hasta mi
hogar.
—¡No vas a irte con su ropa, tienes la tuya secando al fuego! —exclamó
Isobel contrariada.
—Mañana se la devolveré.
—¡Ni lo sueñes! ¡No se te ocurrirá regresar!
—Regresaré todas las veces que sea necesario, señora. Regresaré hasta
que tu corazón se ablande y aceptes mi proposición.
—¿Cuál proposición?
—Ser mía.
—¡Entonces, morirás esperando, mi laird! ¡Se te agradece de corazón el
acto heroico del río, pero no recibirás de mi parte más que eso!
—No adelantes acontecimientos, Issy, porque eso está por verse.
SEIS
En el gran salón del castillo Sinclair, las fuentes de comida eran repartidas
por cada mesa para que nadie se quedase sin el tan esperado manjar. Tanto
parientes como guerreros comían entre risotadas y gritos, derramando el
vino y celebrando que las cacerías primaverales estuvieran siendo tan
abundantes, ya que eso se reflejaba en las raciones.
Aquella nueva estación era la antesala a los meses más animados del
año. Los aldeanos paseaban por las calles, nuevos comerciantes llegaban a
Wick todas las semanas y decenas de actividades se planeaban en el castillo
para el divertimento de sus moradores.
Sentados alrededor de la mesa del laird, los hermanos Sinclair,
acompañados por Claire y Beth, charlaban y reían de las historias que unos
y otros se animaban a relatar, que no eran pocas, aunque el tema que estaba
en boca de todos era los escándalos de Mary de Guelders, la reina consorte,
tras la muerte de su esposo.
—Esa mujer desvergonzada debería renunciar al trono —dijo Elliot tras
darle un bocado a su capón.
—Esposo, dudo mucho que su marido no haya protagonizado
escándalos semejantes —dijo Claire en desacuerdo.
—El rey Jacobo II fue un hombre temeroso de Dios.
—Que tuvo al menos tres amantes conocidas, querido —se inmiscuyó
su madre apoyando a su nuera.
—¡Era un hombre, no es lo mismo!
—¡Oh, vaya, Elliot Sinclair! ¿Ser un hombre os exime de la fidelidad?
Al ver la mala cara de su mujer, Elliot sonrió con pillería y le dio un
beso en los labios, para ablandarla.
—No estoy hablando de mí, pequeña sassenach. Si el rey hubiera tenido
a una esposa como la mía, no habría girado la cabeza ni para dar los buenos
días a otras damas.
—Hermano, como sigas enfadando a mi cuñada, dormirás en las cuadras
—se burló Bearnard.
—¡Oh, pues yo creo que este es un tema muy aburrido! —saltó Mai
cruzándose de brazos—. No hay nada de malo en que una mujer viuda
busque compañía.
—¡Santos, Mai! ¡Para hacer eso debería estar casada! —exclamó
Phemie horrorizada.
—Todavía eres demasiado joven para entender esos menesteres, cariño
—dijo su madre con una sonrisa bondadosa.
—¡Si Dios nos hizo a su imagen y semejanza, no veo dónde están las
diferencias entre sexos!
—¡Mira que eres terca! —resopló Phemie.
—¡La diferencia, hermana, es que Dios es hombre!
—¡Puf! —Mai puso los ojos en blanco—. Sigo pensando que esta
conversación es muy aburrida.
—¡Bearnard! ¿Por qué no nos relatas de nuevo cómo fue la primera vez
que visteis a Isobel Sutherland cuando erais niños? —saltó Phemie entre
aplausos.
—No quiero hablar de esa bruja.
—¡Pero si lo habéis contado muchas veces!
—¡Yo lo haré! —saltó Elliot divertido. Rodeó a Phemie por los hombros
y le guiñó un ojo—. Fue en un día sombrío y con truenos en el cielo.
—¡Este tema tampoco me gusta! —dijo Mai con miedo en los ojos.
Desde lo ocurrido con su cuñada, cada vez que se pronunciaba su nombre,
se ponía a temblar.
—Todavía éramos unos niños. Bearnard tenía doce años y yo siete —
continuó Elliot—. Padre y Perry Sutherland acababan de firmar la paz entre
ambos clanes y se organizó un banquete en las tierras de los Sutherland para
celebrarlo.
—Madre, ¿tú también estabas?
—Por supuesto, ¿quién creéis que llevó a vuestro padre a rastras tras
beberse media bodega de vino con Perry Sutherland? —Rio.
—A los niños se nos dejó a cargo de las amas de cría. ¿Lo recuerdas,
Bearnard?
—Por desgracia.
—Allí estábamos los hijos de todos los parientes nobles y…, por aquel
entonces, la única hija de Perry, pues Pherson y Alpina todavía no habían
nacido.
—¿Cómo era?
—Solo la vimos una vez, porque su madre se la llevó enseguida, pero
Isobel Sutherland era la niña de tres años más horrible con la que nos
cruzamos jamás. El cabello le cubría los ojos, parecía un nido de gaviotas
hambrientas, rubio y enredado. Y su cara… —Elliot hizo una pausa
dramática para crear todavía más expectación. Phemie lo miraba anonadada
—. Lo poco que se veía de su cara estaba cubierto de sarpullidos rojos por
doquier. ¡Era asqueroso!
—¿Ya era una bruja entonces? ¿Hizo algún conjuro?
—No, pero su fealdad quedó patente. Nunca más volvimos a verla, sus
padres la escondían para que las gentes no vieran su abominable rostro. Y…
según cuentan por ahí, tras descubrirla haciendo maleficios, Perry
Sutherland la recluyó en el castillo de Thurso para siempre, decidido a
salvar a sus parientes de las malas artes de su primogénita.
—¡Es horrible!
—¿Cómo pudiste casarte con ella, Bearnard? —preguntó Mai con ojos
temerosos—. Odio recordar que esa mujer es mi cuñada.
—Era mi obligación. Yo tampoco estoy feliz, pero tuve que hacerlo.
—A todos nos repugna que así sea —dijo Claire, cogiendo la mano de
su pequeña cuñada—. Sin embargo, Bearnard ya se ocupó de ella, así que
no debes de temer por nada. Isobel Sutherland no volverá al castillo
Sinclair, ni a molestarte. Estamos a salvo.
El camino de vuelta a Wick fue tan tenso que ni siquiera el hermano del
laird abrió la boca para decir una palabra. El único sonido que perturbaba el
silencio del bosque era el de los cascos de sus caballos al pisar la tierra.
Sentada delante de Bearnard, Isobel imaginaba mil y una formas de
escapar y regresar a Thurso. Aquello era un mal sueño y se sentía tonta por
haber permitido un acercamiento entre ambos.
No podía creer que su marido no hubiera sabido en todo ese tiempo
quién era ella. La verdad era como un jarro de agua helada calándola hasta
los huesos y el malestar de su estómago cada vez más intenso, pues la
ilusión de todos esos días había sido una mentira.
Era una necia que había caído rendida en los galanteos de su marido,
cuando él creía que se trataba de una bella campesina. Pero, en realidad,
Bearnard seguía odiando todo lo relacionado con su nombre y para él,
Isobel Sutherland seguía siendo esa bruja malvada con la que se había visto
obligado a unirse en matrimonio.
Pero, si tanto la odiaba, ¿por qué se la llevaba con él? ¿Por qué deseaba
encerrarla de nuevo en su detestable castillo con toda esa gente que no hizo
más que insultarla y mirarla con asco?
No estaba preparada para volver a soportar sus desprecios. ¡No quería
hacerlo! No conviviría con más personas como Elliot Sinclair, con esos
aires de superioridad.
—En unos minutos llegaremos a Wick —le susurró Bearnard en el oído,
haciéndole dar un pequeño brinco por la sorpresa—. Todos se asombrarán
por tu llegada, pues nadie la espera.
—Wick es repugnante, lo aborrezco.
—Eso lo dices porque no lo conoces, ni conoces a sus moradores.
—¡Conozco lo suficiente como para saber que no me gusta!
—Cambiarás de opinión.
—¿Y si no lo hago? ¿También se me obligará, mi laird?
—Aquí nadie va a obligarte a nada.
—¡Resulta que ya lo estás haciendo! ¡Quiero volver a Thurso, mi hogar
es ese!
—Tu lugar está junto a tu marido, Issy.
—¡Mi marido es un patán, sigo pensándolo!
—¡Señora, controlarás tu lengua!
—Oh, ahora sí que reaccionas, ¿eh, Bearnard Sinclair? —Se rio con
tirantez—. Cuando creías que mis insultos iban dirigidos a otra persona, te
hacían gracia.
—¡¿Y yo qué iba a saber?!
—¡Claro, porque ni te preocupaste en conocer a tu esposa! Las únicas
cosas que sabes sobre mí son rumores.
—Estoy dispuesto a conocerte ahora.
—¡Pero yo no! ¡No quiero tener nada que ver contigo!
—¿Tú nunca te equivocas, mujer?
—¡Cientos de veces, pero al menos me preocupo en conocer a las
personas antes de juzgarlas! No obstante, parece ser que tus gentes y tu
familia actuáis del mismo modo, así que no me extraña que su laird sea
igual de insensible.
—¡Esposa, será mejor que me hables como es debido!
—¿Es una amenaza?
—¡Sí, maldición!
—Entonces, haremos algo: mientras nadie me falte al respeto, yo haré lo
mismo. —Lo miró de reojo, enfadada—. Pero ya te aviso que esta tregua va
a ser la más corta que jamás se haya hecho, pues los Sinclair volverán a
despreciarme.
—¡Yo no lo permitiré!
—¡Claro, como si pudiera confiar en ti! ¡Mi propio marido proclama a
los cuatro vientos que Isobel Sutherland es una bruja monstruosa!
—¡Terminemos con este tema, maldición!
—¿No te agrada escuchar la verdad?
—¡Mujer, te ordeno que cierres el pico!
—Acabas de decir que no se me ordenaría nada, esposo. ¿Ya has roto tu
primera promesa?
Bearnard gruñó y rodeó a Isobel por la cintura, apretándola todo lo
posible a su pecho. Acercó la boca a su oreja:
—Señora, soy un hombre razonable y bastante paciente, pero no voy a
tolerar ni una falta de respeto más. No comiences una guerra que no puedes
ganar.
A pesar de lo enfadada que estaba, no volvió a abrir la boca y centró de
nuevo su atención en el camino. No era tonta, había tratado con otros
hombres como Bearnard Sinclair y sabía que seguir provocándolo solo le
traería disgustos. El propio Perry Sutherland era un buen ejemplo, pues, a
pesar de ser su propio padre, no dudó en castigarla y golpearla cuando se
negó a obedecer.
Tal y como había anunciado Bearnard, el poblado de Wick apareció ante
sus ojos poco después y la mueca de disgusto de Isobel se fue pronunciando
cada vez más.
A su paso, los aldeanos dejaban sus quehaceres para saludar al laird y a
su hermano y, cómo no, contemplaban con interés a la mujer que iba con
ellos.
No hubo insultos ni malas caras, solo curiosidad, pues nadie relacionaba
a esa bella joven con la bruja.
Al cruzar la pasarela que llevaba al patio de armas del castillo Sinclair,
un gran agobio la invadió por los recuerdos vividos en aquel lugar. A pesar
de no haber sido muchos, todos eran horribles. Se sentía como si estuviera
entrando en una cárcel, una jaula bella pero opresiva, donde solo habría
cabida para el dolor y los agravios hacia su persona.
Bearnard dirigió el equino hasta las caballerizas, donde un joven mozo
de cuadra cuidaría de que nada le faltase. Bajó de un salto al suelo y,
cuando fue a ayudar a Isobel, ella rechazó sus brazos de manera brusca y lo
hizo ella misma.
—Solo quería ser galante, Issy.
Ni siquiera se dignó en contestarle, sino que se cruzó de brazos y lo
ignoró a conciencia, mientras esperaba a que acabase de sacar sus
pertenencias de las alforjas.
Salieron de las caballerizas y cruzaron el jardín en dirección al castillo.
Mientras lo hacían, a Isobel le faltaba la respiración. Hasta ahora, nadie la
había mirado mal, pues no sabían quién era, pero en cuanto supieran su
nombre…
Apretó los puños a cada lado del cuerpo y se obligó a no echar a correr.
Nunca había sido una cobarde y esas personas no le daban miedo, aunque
pudieran herirla con sus comentarios.
Subieron los escalones que conducían a la entrada y, cuando estaban a
punto de cruzar la robusta puerta de madera, notó que Bearnard le ofrecía
su brazo.
A regañadientes, lo aceptó. Aunque no le gustaba admitirlo, necesitaba
un punto de apoyo para que sus piernas temblorosas pudieran seguir
sosteniéndola el tiempo que tuviera que pasar con los Sinclair.
Fingiendo seguridad y orgullo, Isobel irguió la espalda y caminó como
toda una dama al lado del laird, bajo la atenta mirada de varias criadas que
pululaban por allí colocando los cubiertos para la comida.
Al fondo, cuatro mujeres charlaban relajadas junto a la chimenea, entre
risas y conversaciones cariñosas. Isobel reconoció a una. A la jovencita
pelirroja que entró en sus aposentos cuando se estaba dando un baño. Mai,
si su memoria no fallaba.
Al descubrirlos, las cuatro mujeres centraron su atención en ella,
curiosas.
El hermano del laird se adelantó y abrazó a una hermosa morena que
estaba en estado de buena esperanza. Debía faltar poco para el
alumbramiento, pues su barriga se notaba ya muy abultada.
—Ella es Claire, mi cuñada —le susurró Bearnard al oído.
—Pues qué lástima, no debe de ser fácil soportar a un tipo como tu
hermano.
—En realidad, Elliot adora a su esposa y la consiente en todo.
—Me resulta imposible de creer.
—Mmm… —Bearnard, ceñudo, continuó la marcha hacia su familia—.
Serás amable, Issy, ¿me has oído?
—Seré tan amable como ellas lo sean conmigo.
De repente, Mai y otra jovencita de cabellos rubios y rostro angelical
comenzaron a correr en su dirección, curiosas y divertidas por la nueva
invitada que tenían en el castillo.
—¡Niñas, las damas no corren como jovenzuelos! —las reprendió la
cuarta dama, caminando tras ellas. También tenía el cabello rubio, el rostro
maduro y un porte distinguido. Era la madre de los hermanos Sinclair: lady
Beth. Recordaba vagamente haberla visto en alguna ocasión cuando todavía
era una niña.
—¡Oh, madre, nunca tenemos visitas interesantes! ¡Y ella es tan
hermosa…! ¡No seas dura con nosotras! —exclamó Mai sonriéndole con
simpatía.
—Esta no es una visita agradable —comentó Elliot con sorna.
—¡Elliot! —se escandalizó su madre.
—Hermano…, cuida tus palabras. —Bearnard dio un suave apretón en
el brazo de Isobel para que se relajase, al darse cuenta de que estaba rígida.
—Es un placer tenerla en el castillo, señora. Mi nombre es Phemie, soy
la hermana mediana del laird.
—Y yo Mai. Y conmigo se divertirá mucho más que con ella.
—Mai, esto no es un torneo —añadió su madre poniendo los ojos en
blanco. Adelantó a las jovencitas y cogió la mano libre de Isobel, amable—.
Me llamo Beth, y no tengas en cuenta la poca educación de mis hijos. Sabe
Dios que mi esposo y yo hicimos todo lo que estuvo en nuestra mano para
meterlos en vereda.
—Oh, ¿en vereda? ¡Madre, no somos unas cabras! —se quejó Phemie.
—Pues aprended a recibir a nuestros invitados como se merecen. —Beth
volvió a sonreírle a Isobel y esta se relajó un poco. Esa mujer parecía una
buena persona, quizás con ella podría llevarse medianamente bien—. Y,
bueno, querida, ya que ninguno de mis hijos va a presentarte, me gustaría
saber tu nombre.
—En realidad, ya nos conocemos. Soy Isobel —contestó con una suave
sonrisa en los labios—. Isobel Sutherland.
Tras sus palabras, se hizo el silencio.
Las caras de las cuatro mujeres cambiaron de repente y el miedo
apareció en ellas. Incluso Beth, retrocedió y tomó distancia, rodeando con
los brazos a sus hijas, protegiéndolas.
—Pero… Isobel Sutherland es…
—¡No es cierto! —exclamó Phemie con una mano en el corazón—. ¡No
puedes ser ella! ¡No eres fea ni deforme! ¡Bearnard, tú nos aseguraste que
no volvería a…!
—Es mi mujer y su lugar está en el castillo Sinclair.
—¡Pero es una bruja, hermano! —gritó Mai, escondiéndose detrás de
Beth—. Quiso convertir mi rostro en el de un monstruo. Y ella… —La
señaló acusadora—. ¡Su cara no es la misma! ¡La ha cambiado con sus
poderes diabólicos!
Isobel apretó los labios y fulminó con la mirada a toda aquella gente. No
habían tardado ni tres segundos en volver a acusarla.
Alzó la cabeza y adoptó una postura altiva y orgullosa. Se alegraba de
llevar el fabuloso vestido que Pherson le había regalado, le daba más
seguridad que su sencillo atuendo de campesina, y esa gente estaba
dispuesta a pisotear su dignidad.
Los Sinclair eran unas personas horribles, no erraba en sus opiniones.
—Mi cara ha cambiado, en eso te doy la razón, niña —contestó con
bravuconería—. ¡Pero al menos a las brujas se nos enseña a ser educadas y
no entrar en alcobas ajenas sin permiso!
—¡Oh, Dios! —exclamó Beth escandalizada.
—¡Isobel! —dijo Bearnard acusador.
—¡¿Debo quedarme callada cuando se me insulta?!
—¡Llévatela de aquí, Bearnard! —le pidió Phemie muy asustada—. El
Señor nos castigará si vive una sierva de Satán en nuestro hogar.
—¡Hermana, cuida lo que dices de mi esposa!
—¡Phemie tiene razón! —la secundó Mai—. ¡Solo hay que mirarla!
¡Lleva la marca del demonio en la cara!
De forma mecánica, Isobel se llevó la mano a su cicatriz y unas intensas
ganas de llorar se apoderaron de ella, pero no lo hizo. No les daría el placer
de verla caer.
—Mai, la próxima vez que digas algo así, te colgaré de los pulgares y te
expondré en medio del poblado para que todo el mundo te vea.
—¡¿Qué te ocurre, Bearnard?! ¡¿Qué embrujo ha echado sobre ti para
que mi hermano me hable de esa forma?!
—¡Basta, Mai! —se metió Beth por medio, intentando actuar como una
persona cabal y una buena anfitriona, aunque desconfiara de Isobel
Sutherland al igual que sus dos hijas—. Compórtate.
—Respetaréis a mi esposa, pues este también es su hogar. Nos
equivocamos con ella y la juzgamos antes de conocerla. Pero eso va a
cambiar, porque vivirá con nosotros de ahora en adelante. —El laird se los
quedó mirando a todos con el ceño fruncido y un gesto de advertencia en el
rostro, no iba a permitir que nadie desobedeciera sus órdenes. Cuando
estuvo seguro de que su familia había comprendido sus exigencias, señaló
hacia las mesas, donde las criadas terminaban de colocar las fuentes con
comida—. Y ahora, sentémonos y comamos para celebrar el regreso de
Isobel.
Isobel regresó a sus aposentos tras pasar un buen rato ayudando a Senga, y
cada vez que recordaba todo lo que le había contado sobre esa tal Eara una
ardiente rabia aprisionaba su pecho.
¡Era la amante de su esposo! ¡O examante! ¡¿Qué más daba?! ¡Bearnard
había permitido que ella siguiera viviendo en el castillo! ¡Era una total falta
de respeto hacia su persona!
Tomó asiento sobre la cama y dio varios golpes con los puños en ella.
¡Se sentía tonta!
¡Qué divertido tenía que ser para los Sinclair verlas a ambas juntas,
viviendo bajo el mismo techo! ¡Sería la comidilla, el hazmerreír!
¡No tenía bastante con lo de bruja, que encima les había dado la excusa
perfecta para llamarla cornuda!
¡Maldito Bearnard y malditos todos!
Escondió la cabeza entre los brazos e imaginó a su esposo besando a su
amante de la misma forma que lo hacía con ella. Lo vio tocándola,
susurrándole palabras dulces en el oído, prometiéndole una vida fácil a su
lado. Lo imaginó regalándole su preciosa sonrisa, desnudándola, lamiendo
su cuello. Sintió que la respiración le faltaba, que un gran nudo se instalaba
en su pecho, que su estómago giraba y giraba, y el malestar se hizo
insoportable.
—¡No, no, no! ¡No debería importarte! ¡Te vas a ir, te vas a ir, te vas a ir
de este castillo y Bearnard dejará de existir! ¡Él no es nadie, te da igual! ¡Te
dan igual sus palabras, sus promesas! ¡Tú solo eres la bruja, la malvada, a la
que todos odian! ¡No quieres esto, eres feliz en Thurso! ¡Eres la bruja! —
Alzó la cabeza y se quedó mirando hacia la pared de enfrente mientras se
dibujaba una mueca iracunda en sus labios—. La bruja.
Se levantó de la cama y, tras meditarlo varios segundos, una sonrisa
vengativa curvó su boca, pues acababa de ocurrírsele una gran idea para
volver locos a los malditos Sinclair.
—Y como soy la bruja, actuaré como una bruja.
De repente, fue hacia la puerta de la alcoba y salió al pasillo en busca de
alguien. A lo lejos, vio a una criada que limpiaba a conciencia un pequeño
mueble sobre el que descansaba un precioso jarrón repleto de flores.
—¡Eh, muchacha! ¡Eh, ven aquí!
La sirvienta, al reconocerla, se quedó helada por el miedo y agarró muy
fuerte el trapo de lino con el que quitaba el polvo.
Creyó verla temblar, creyó que los ojos se le llenaban de lágrimas y,
cuando comenzó a caminar en su dirección, las piernas le temblaban.
—¿S… Sí, señora?
—Necesito que me traigas algo.
—¿Qué… qué quiere?
—Cuarenta velas blancas, tres negras y un caldero de cobre. —Isobel
reprimió una carcajada, pues tras la boda también pidió dichas velas y se
armó un gran revuelo. ¿No querían una bruja? ¡Pues la tendrían!
—¿Velas? —Los ojos casi se le salieron de las órbitas—. Pero…
usted… no…
—¿Acaso no has escuchado lo que te he dicho?
—Sí, pero…
—¡Cuarenta velas blancas, tres negras y un caldero! —alzó la voz para
que todos la escucharan—. ¡Y que sea rápido!
—En las cocinas no me van a dar un caldero porque…
—¡¿Crees que me importa?! ¡Diles que tu señora lo exige! ¡Vamos,
corre! ¡¿A qué esperas, muchacha?!
—¡¿Qué está pasando aquí?!
La voz de Bearnard interrumpió sus gritos.
Cuando apareció el laird, la criada se echó a llorar y se escondió tras él,
muerta de miedo.
Al darse cuenta de que su esposo la miraba con ojos acusadores, Isobel
alzó la cabeza y sonrió con orgullo, cruzándose de brazos y encarándolo sin
el mínimo temor.
—¡¿Qué son todos estos gritos?!
—¡Tu criada no me quiere obedecer!
—¡No, yo…! Es que ella, señor… Ella… —farfulló la otra.
—Issy…, ¿qué ha pasado?
—¡Ya te lo he dicho!
—Mi laird, que…. quería velas y un caldero, y…
Bearnard la fulminó con sus bonitos ojos azules cuando escuchó las
palabras de su sirvienta.
—¡¿Que has pedido qué?!
—¡Velas y un caldero!
—¡Malditos santos, mujer! ¡¿Qué demonios pasa contigo?!
—No lo sé, ¿qué pasa? —preguntó Isobel sonriente.
Él apretó los labios y dio un paso en su dirección para darle un
escarmiento, sin embargo, recordó que no estaban solos:
—Orla, puedes seguir con tus quehaceres, yo me ocuparé de esto.
La criada echó a correr y desapareció escaleras abajo, dejándolos
completamente solos en medio del pasillo. Pero ni aun así la mirada
retadora de Isobel desapareció de su rostro, de hecho, su boca se curvó
todavía más en una sonrisa tensa.
—¿Te parece divertido?
—¿Debería parecérmelo?
—¡No juegues conmigo, Issy! ¡Este comportamiento tiene que acabar!
—¿Cuál comportamiento, mi laird? Nada he hecho, salvo pedir algunas
cosas que necesito.
—¡Basta! —tronó fuera de sus casillas—. ¡Vas a explicarme ahora
mismo qué significa todo esto!
—Creo que no. —Isobel soltó una carcajada mirándolo de arriba abajo y
dio media vuelta, dejándolo plantado en la puerta de su alcoba. Pero su
esposo no permitió su marcha, sino que fue hasta ella y la cogió por la
muñeca para atraerla hacia su cuerpo—. ¡Suéltame ahora mismo, Bearnard!
—¡Te soltaré cuando te expliques!
—¡No es de tu incumbencia!
—¡Soy tu marido!
—¡¿Y eso es relevante?!
—¡Isobel! —La zarandeó con fuerza, clavando los dedos en los
hombros de ella. La escuchó chillar de dolor e intentar zafarse—. ¡Vas a
hablar, maldita sea! ¡Vas a decirme qué demonios te propones!
—¡Me haces daño, odioso bruto!
—¡Esposa, te lo volveré a preguntar una sola vez!
—¡¿Y qué harás si no contesto?! ¡¿Me quemarás en la hoguera?!
—¡Issy! —Volvió a zarandearla con fuerza—. ¡Eres mi mujer y como
tal te comportarás!
—¡No soy nada tuyo, mi laird! ¡Si quieres exigirle algo a alguien, que
sea a Eara!
—¡¿Eara?! ¡¿Qué demonios…?!
—¡Exígele a ella, Bearnard, y déjame en paz! ¡Ve con tu amante y
fornica todo lo que gustes, pero a mí olvídame, porque jamás voy a
consentir que vuelvas a tocarme!
—¡¿Todo esto es por Eara?!
—¡No voy a vivir bajo el mismo techo que ella! ¡¿Te ha gustado
humillarme, mi laird?! ¡¿Te parece divertido convertirme en la comidilla
del castillo?!
—¡¿Quién te ha hablado de ella?!
—¿Y eso qué más da? ¡Me niego a ser la cornuda! ¡Por encima de mi
cadáver!
—¡No digas estupideces, mujer! ¡¿Quién diablos te ha metido eso en la
cabeza?!
—¡¿También insultas mi inteligencia?! ¡Nadie me ha tenido que meter
nada en la cabeza pues yo sé pensar por mí misma!
—¡Desde que llegaste al castillo Sinclair no he tocado a Eara!
—¡Sí, claro! ¿Tengo que creer más tus mentiras?
—¡¿Cuándo te he mentido yo?!
—¡Me dijiste que no había nadie más, Bearnard! —le tembló la voz una
milésima de segundo—. ¡Me lo dijiste en Thurso! ¡Me aseguraste que solo
me deseabas a mí!
—¡Y es cierto! ¡Desde que te vi, no he pensado en ninguna otra!
—¡Pero fornicabas con tu amante!
—¡Soy un hombre, Isobel! ¡Y los hombres tenemos necesidades!
—¡Oh, vaya, pues todo arreglado!
—¡Issy, Issy, escúchame! —Tiró de su mano para que se acercara a él,
pero se resistió—. Eres la única a la que deseo. Desde que te descubrí,
pienso en ti a todas horas.
—Incluso en los brazos de tu amante, ¿verdad?
—¡Pues sí! ¡Es a ti a quien veía!
—¡Bearnard, suéltame! ¡Puedes hacer lo que te plazca porque voy a
irme de aquí!
—¡No te vas a ningún lado! ¡¿Me oyes?! —La cogió por la barbilla y le
alzó la cabeza—. Eara es pasado y tú mi futuro.
—¿Y por qué sigue en el castillo?
—No lo sé, no se me ocurrió que esto podría suceder. Llevo sin verla
desde que llegaste.
—¡Y la mantienes por si yo no te doy lo que necesitas!
—¡¿Quieres que se vaya?! ¡Dime que eso es lo que quieres, y lo haré!
¡Si tanto te molesta su presencia, esta misma tarde la mandaré fuera de
aquí!
Isobel estuvo a punto de exigirle que lo hiciera, sin embargo, pensó en
Senga y en su cómodo trabajo siendo su criada. Por su culpa, volvería a las
cocinas, a un lugar que la muchacha odiaba. ¿Quién era ella para fastidiarle
la vida?
Pensó en las habladurías de la gente, en que la verían como a un
monstruo, sería la malvada esposa rencorosa que echaba a una de los suyos
por puro placer. Después de todo, la amante de su marido llevaba en el
hogar de los Sinclair desde hacía bastantes años y era querida por el clan.
La única intrusa era ella. La indeseable bruja.
Una espesa desdicha se instaló en sus labios.
—No seré yo quien la eche. Esa es tu decisión. —Isobel intentó soltarse
del agarre de su marido, pero él no se lo permitió—. Suéltame, Bearnard,
quiero regresar a mis aposentos.
—Llevo desde ayer deseando verte, mujer. No me prives tan pronto de
tu compañía. —Sonrió algo más calmado—. Además, quiero que me
expliques por qué te has enfadado tanto.
—¡¿De verdad no te has enterado?!
—Sí, ya sé lo que has dicho, pero ahora quiero la verdad.
Isobel enarcó las cejas.
—Y según tú, ¿cuál es esa verdad?
—Que estabas celosa y has querido llamar mi atención.
—¡Por Dios, pero será posible! ¡¿Para qué iba a querer llamar tu
atención?! —Apartó la cara pues el sonrojo la coloreó casi hasta el
nacimiento del cabello. Se había puesto tan celosa que había perdido del
todo los modales—. ¡No… No me importa lo que hagas, mi laird!
—¡Oh, sí que lo hace, mi dulce ángel! —Le robó un suave beso de los
labios—. Y me agrada que así sea, porque demuestras tu interés en mí.
—¡Basta! —Su marido comenzó a darle rápidos besos en la comisura de
los labios, en las mejillas, en el cuello, y finalmente Isobel tuvo que reír—.
¡Basta, Bearnard!
—Por fin sonríes. —Enmarcó sus mejillas con ambas manos y le dio
otro beso, pero esta vez fue uno más largo, intenso y pasional, que logró
que las piernas de Isobel se aflojasen—. ¿Qué mujer podría competir contra
ti, Issy?
—Muchas.
—¡Nadie! ¡Eres la única que hace que mi sangre hierva! ¡La que
permanece en mi mente todo el día y toda la noche! —La besó una vez más
y jadeó al notar las manos de ella apoyándose en su pecho—. Prométeme
que confiarás en mí, que no volverás a hacer algo así sin antes conversar
conmigo. —Isobel bajó la mirada al suelo y él la cogió de nuevo por las
mejillas para que lo mirase a los ojos—. Esposa, promételo.
—Está bien.
—Eso no es una promesa.
—Te lo prometo.
Él volvió a sonreír y capturó sus labios en otro beso pasional al que
Isobel respondió de buena gana.
Al separarse, Bearnard juntó sus frentes, notando que, si seguían con
esos juegos, no podría refrenar su deseo por ella. Era muy duro tenerla tan
cerca y no poder satisfacer sus ganas de desnudarla en su cama y galopar
entre sus piernas toda la noche.
—Y ahora, mi bello ángel, es la hora de bajar a cenar. Todos nos deben
de estar esperando.
—¡No, yo… no tengo hambre! Prefiero quedarme en mis aposentos. —
Intentó zafarse de nuevo de sus brazos, nerviosa. No quería comer con los
Sinclair ni tener nada que ver con ellos—. Estoy cansada, quiero tumbarme
en el lecho y…
—¡Llevas dos días sin probar bocado, señora! ¡Ayer te encerraste bajo
llave a pesar de mis exigencias, pero no voy a volver a permitirlo! ¡Eres la
señora de mi hogar y, como tal, debes bajar y comer con los demás!
Cuando los primeros rayos del sol entraron a través del ventanal de su
alcoba, Isobel se puso en pie para asearse como cada mañana.
Tomó un poco de agua de la palangana que descansaba junto al lecho y
se lavó la cara, el cuello y las manos. La cabeza le daba vueltas, pues
apenas había podido pegar ojo. Los recuerdos de sus besos con Bearnard y
la pasión compartida revoloteaban por su mente y la tuvieron en vela hasta
altas horas de la noche. El ardor de su bajo vientre se resistió a marcharse.
Se llevó una mano al corazón al notar que sus latidos se aceleraban con
los simples recuerdos de su marido.
Secó su cara con un trapo de lino y se miró en el espejo, donde su reflejo
le reveló unas suaves ojeras por las horas de sueño que le faltaban. Sin
embargo, la sonrisa con la que había amanecido eclipsaba todo lo demás.
Un repentino sonido a su espalda la sobresaltó.
La puerta que comunicaba con la habitación contigua acababa de abrirse
y por ella apareció de nuevo Bearnard, totalmente vestido y con una boina
sobre la cabeza.
¡Santos, qué apuesto era!
Su esposo se dirigió hacia ella con paso firme y cuando estuvo enfrente
le robó un intenso beso.
—Buen día, Issy. Qué hermosa estás por la mañana.
—¿Va a convertirse en una costumbre entrar a mis aposentos sin previo
aviso?
—Eso espero. —La sonrisa lobuna de él la hizo reír—. He venido a
despedirme. Debo partir para supervisar cómo avanza la reconstrucción de
las granjas que quemaron.
—¿Varias granjas arrasadas? Pensaba que solo había sido una.
—Me temo que ha habido más. Están habiendo incursiones en nuestras
tierras y todavía no hemos capturado a los culpables.
—Hace años que las incursiones dejaron de producirse entre clanes.
—Lo sé, por eso me resulta tan extraño. Los Sinclair no estamos en
guerra, no tenemos enemigos.
—Es horrible, pobres gentes.
—Encontraremos a los culpables y pagarán por ello.
—Suerte, mi laird.
—Pero antes de marcharme, tengo algo que comunicarte. —Bearnard
dio un fuerte silbido y entró en la alcoba una sirvienta cargada con dos
grandes bultos, que dejó sobre el lecho. La reconoció al instante, era la
misma joven a la que el pasado día le pidió las velas, y esta la miraba con
un miedo atroz—. De ahora en adelante, Orla será la encargada de ayudarte
con tu aseo personal y de acicalarte cada día. A ella habrás de llamar para
cualquier cosa que desees.
Isobel vio a la criada temblar de miedo y se sintió culpable por ello.
Había sido muy descortés con esa muchacha sin tener ella culpa de nada.
Bearnard se despidió de ella robándole otro beso, sin importarle que
hubiera alguien delante, y cuando se quedó a solas con la criada, Isobel
tardó varios segundos en volver a recuperarse del sonrojo.
Se acercó al lecho curiosa, pues no sabía qué acababa de dejar sobre él,
pero al hacerlo la pobre jovencita jadeó y se apartó rápido, muerta de
miedo.
—No voy a hacerte nada, Orla. Ayer… no me comporté bien contigo,
estaba enfadada. —La criada seguía temblando—. ¿Qué hay en esos bultos?
—Ves… vestidos, señora.
—¿Para mí? —Isobel quitó las telas que los cubrían y, cuando los vio, la
sonrisa apareció de nuevo en el rostro—. ¡Oh, santos, son divinos!
Su esposo acababa de obsequiarle con dos finos atuendos en colores
vivos, repletos de bordados en plata y de una lana tan suave como no la
había tenido nunca. Ni siquiera el vestido que Pherson le regaló era tan
bonito como esos.
—¡Son tan exquisitos que no sabría cuál ponerme! —Rio encantada y
miró a la criada, que continuaba agazapada en un rincón alejado—. ¿Cuál te
pondrías tú, Orla?
—Los… los dos son preciosos, señora.
—Oh, pero debe de haber uno que te agrade más.
—El azul. El… azul me gusta.
—Pues ese me pondré hoy. —Le sonrió—. ¿Me ayudarás a vestirme?
—Si usted quiere…
Orla la vistió sin que el temblor de sus manos desapareciera en ningún
momento y, a la hora de peinarla, seguía tan nerviosa que no lograba
hacerle un peinado decente. Finalmente, Isobel se compadeció de ella y le
permitió marcharse.
Acomodó su cabello ella misma como buenamente pudo y salió de sus
aposentos para dirigirse al gran salón, donde estarían sirviendo el desayuno.
No le apetecía tener que enfrentarse sola a los Sinclair, pero no volvería a
esconderse de ellos, no era ninguna cobarde y estaba dispuesta a afrontar
cualquier situación.
Todas las miradas fueron hacia su persona cuando entró, pero nadie se
molestó en saludarla.
Tomó asiento en la mesa donde solía comer con su esposo y bebió un
poco de leche tibia con la cabeza gacha. No obstante, un movimiento la
hizo reaccionar.
Era lady Beth que, con toda la serenidad que la caracterizaba, se
aposentó a su lado y la saludó con un suave asentimiento de cabeza. La
madre de Bearnard no habló con ella en todo el tiempo que duró el
desayuno, pero antes de marcharse, llamó su atención:
—Que pases un buen día, querida Isobel.
—Lo… Lo mismo digo, señora.
—Eres la viva imagen de tu madre. Ella era una buena persona.
Y tras esas simples palabras, se marchó para continuar con sus
quehaceres.
Varios días después, al alba, Isobel tomó asiento en uno de los bancos de
la capilla, como había venido haciendo cada mañana.
Llevaba una semana viviendo en el castillo Sinclair y todavía no había
asistido a ninguna misa. En su lugar, prefería acudir cuando estaba vacía
para encontrar paz y solitud, e incluso lo hacía varias veces al día.
Allí podía pensar con tranquilidad sobre todo lo que estaba sucediendo
en su vida, que no era poco.
Su esposo acababa de salir de caza junto a varios de sus parientes y no
volvería hasta la noche.
Al imaginar el rostro de Bearnard, una incontrolable sonrisa apareció en
sus labios. A pesar de que las cosas entre ambos apenas habían cambiado, el
revuelo que notaba en su pecho cada vez que lo tenía delante era cada vez
más fuerte.
Se veían en cada comida, cada vez que él podía escaparse de sus
obligaciones y cada noche.
Isobel suspiró al recordar dichos encuentros.
Después de la cena, su esposo se colaba en su alcoba y, tras alguna
conversación intrascendente, acababan besándose como posesos. Algunas
veces de pie, otras sobre el lecho, hasta que la pasión de él se volvía
incontrolable y se veía obligado a retirarse dolorido y frustrado a su propia
habitación. Y ella… ¡Oh, Dios! Ella experimentaba lo mismo, pues cuando
se quedaba a solas, el burbujeo de su sexo era tan intenso que se pasaba
varias horas alterada, incapaz de conciliar el sueño y deseando que los
besos no hubieran acabado tan pronto. Imaginaba las manos de Bearnard
recorriendo su cuerpo, anhelando sus caricias.
Después de pasar un largo rato en el más absoluto silencio, Isobel se
levantó del banco y se dirigió a la salida de la capilla. Sin embargo, al
girarse, vio que la hermana mediana de su esposo estaba orando unos
bancos más atrás.
Phemie abrió los ojos cuando notó el movimiento y observó a su cuñada
con seriedad, pero sin mostrar ningún signo de temor. Por el contrario,
volvió a cerrar los ojos y prosiguió con su rezo como si nadie más hubiera
allí.
Una vez fuera de la capilla, Isobel recorrió el camino que la separaba del
castillo y se dirigió hacia sus aposentos. Sin embargo, al llegar al salón,
tuvo que frenar el paso porque dos personas estaban hablando con mala
cara justo en frente de la puerta.
Eran Elliot y Mai, que parecían contrariados por algo que no lograba
comprender todavía:
—Hermano, ¿qué hace ella aquí?
—No lo sé.
—A esa mujer no se la ha perdido nada en nuestro hogar, y menos
después de los problemas que causó con Claire.
—Es problemática por naturaleza, como toda su familia.
—¿Quién es su acompañante? —volvió a preguntar Mai agudizando la
vista—. Parece ese gigante que te derrotó en el torneo que se celebró en
vuestro compromiso.
—Mmm… Ese malnacido tuvo suerte de pillarme desprevenido.
—¡Claro, desprevenido porque estabas mirando a Claire! —se carcajeó
la pequeña del clan.
Isobel levantó la vista, curiosa, y cuando reconoció a la persona en
cuestión, el corazón comenzó a latirle desesperado en el pecho.
—¡¿Alpina?! ¡Alpina, hermana!
—¡Isobel!
Corrió hacia ella todo lo que sus piernas le permitieron, ya que estaba a
una distancia considerable conversando con la madre de los hermanos
Sinclair.
Se abrazaron riendo y dieron varias vueltas, felices de volver verse.
Su hermana menor estaba preciosa y la felicidad de verla de nuevo le
hizo derramar algunas lágrimas. Se quedaron mirándose ambas con unas
sonrisas espléndidas en los labios.
—¡Santos, hermana, pero qué sorpresa más agradable!
—¡Y tanto que lo es, querida Issy!
—¡Pero ¿qué haces aquí?! ¿Qué te trae por Wick?
—¡He venido para entregaros personalmente la invitación de mi enlace
con Alastair Mackay! Padre no ha podido venir, pues ha tenido que
solventar un pequeño problema que ha surgido en nuestras tierras.
—¿Y cuándo es el feliz acontecimiento?
—Dentro de una semana, en el hogar de mi prometido, en el castillo
Varrich.
—¡Cuánto me alegro, hermana, se te ve feliz!
—¡Y tanto que lo estoy!
—Querida, prima. —Una grave voz interrumpió su conversación—.
¿Para mí no hay saludo?
Isobel se quedó helada nada más oír sus primeras palabras. Al levantar
la vista, se encontró con John Sutherland, uno de sus primos paternos con el
que se criaron desde niñas.
No había cambiado nada, a pesar de los años que llevaban sin verse.
Seguía siendo igual de apuesto, sus ojos conservaban ese verde manzana
que tanto le agradaba en el pasado, el cabello rubio como los rayos del sol y
su cuerpo fuerte y musculoso, tan alto como pocos que conocía.
Un desagradable nerviosismo la recorrió entera y todavía lo hizo más
cuando vio su sonrisa canalla y galán.
—Primo… —lo saludó con tensión.
—Me agrada volver a verte, Issy. Desde que te marchaste de Golspie,
nuestros caminos no se han vuelto a cruzar.
—John ha sido muy amable al ofrecerse a acompañarme a Wick —
añadió Alpina sonriéndole a su primo con ternura.
—Sigues conservando esa belleza tan arrebatadora, prima —la halagó
John haciendo una leve reverencia.
Isobel apretó los labios y cogió la mano de su hermana, obviando sus
palabras.
—Alpina, ¿podemos hablar en privado?
—Oh, claro. —Volvió a sonreírle a John—. Vuelvo enseguida, primo.
Isobel tiró de su mano a toda prisa y no dejó de hacerlo hasta que
estuvieron a salvo de cualquier mirada en el jardín del castillo.
Su corazón seguía acelerado, pero ya no se debía a la emoción del
reencuentro.
—Hermana, ¿has venido con él a solas?
—¿Te preocupa mi honor? —Alpina extrañada enarcó las cejas—. ¡Issy,
por todos los santos, es solo John!
—No quiero que vuelvas a Golspie sin compañía.
—¿Pero por qué?
—Tú hazme caso, hermana, hazlo por una vez en la vida.
—Te preocupas demasiado, querida. Alastair conoce a John y sabe la
estrecha relación que siempre nos ha unido a él. Mi prometido nada dirá al
respecto. Mi honra seguirá intacta. Hemos vivido juntos desde que éramos
niños, somos como hermanos. Para mí, John es tan hermano como lo sois
Pherson y tú. Y creo que para ti será de igual modo.
—Sí, pero…
—¡Está bien, está bien! No debes preocuparte. Para tu información te
diré que hemos venido en el carruaje con padre y él mismo será el
encargado de llevarnos de vuelta a casa.
Isobel asintió algo más tranquila y tomó asiento en uno de los bancos, al
lado de una jardinera repleta de rosas.
Su hermana lo hizo a su lado y le tomó la mano, algo pensativa.
—¿Y tú, cómo estás, hermana?
—Bien.
—¿Estás segura? Pherson me contó lo que ese maldito Sinclair te hizo.
Me dijo que te sacó de Thurso a la fuerza.
—En realidad no fue para tanto. Bearnard no me hizo daño.
—¡Pero es injusto después de cómo te trató! ¡Después de cómo esos
malnacidos Sinclair nos han tratado! —Alpina apretó los labios—. Te juro,
Issy, que si yo fuera un hombre…, los retaría a un duelo a muerte.
—Sí, claro. Eso lo dices por tu excelente manejo de la espada, ¿verdad?
—¡Lo digo porque merecen un castigo! —De repente, sonrió—. Pero
todo se andará, hermana. Puedes estar segura de que esos horribles brutos
tendrán su merecido. Dios pone a cada cual en su lugar, y con ellos
sucederá precisamente eso.
—¿Sabes? Creo que todos no son tan malos como parecen, al menos
Bearnard no lo es. Tenías razón cuando me hablaste de él antes de la boda,
es un buen hombre y…
—¡Pero te ha sacado de tu hogar después de insultarte y despreciarte!
¡La poca estima que le tenía al laird de los Sinclair se ha esfumado!
—Pues a mí me está ocurriendo todo lo contrario, hermana. Algo está
sucediendo en mi interior. La figura de mi esposo ya no me parece tan
horrible ni abominable como antes. De hecho, Bearnard… me agrada, y
mucho, y yo le agrado a él de igual forma, pero no sé si podré llegar a ser
esa esposa que busca en mí. Estoy confusa, Alpina.
DIECISIETE
El siguiente lunes, nada más despuntar el sol en el cielo, tres calesas con
sus respectivos caballos ensillados aparcaron en la puerta del castillo, pues
debían partir hacia Tongue para asistir al enlace de su hermana con el hijo
mediano de Donald Mackay.
Estarían en las tierras de los Mackay dos días y una noche, por lo que el
futuro suegro de Alpina los había invitado a pernoctar en el castillo Varrich
como los ilustres huéspedes que eran.
Cuando las criadas terminaron de subir todo el equipaje, Orla avisó a
Isobel de que se le ordenaba reunirse con los demás.
Nada más poner un pie en el exterior, se encontró con Bearnard, que
daba órdenes a los jinetes y a sus lacayos antes de comenzar la marcha.
—¡Isobel! ¡Isobel! —Phemie levantó la voz para llamar su atención. La
hermana de su esposo se encontraba junto a su madre y su hermana, que
aguardaban a que todo estuviera listo para poder tomar asiento en la calesa
—. ¿Vendrás con nosotras? Hay sitio de sobra en nuestra calesa.
—Oh, Phemie, querida, ella debe ir con Bearnard, como corresponde —
contestó su madre con voz conciliadora.
—Con nosotras se divertiría más, ¿verdad, Mai? ¡Mai, estoy hablando
contigo!
La pelirroja no se dignó ni en responder, puso los ojos en blanco y luego
les dio la espalda. Por nada del mundo quería que su cuñada las
acompañase.
—En otra ocasión será —dijo Isobel forzando una sonrisa—. Quizás a la
vuelta podamos ir juntas.
—¡Se lo diremos a mi hermano, seguro que no pone objeciones! ¡A
Bearnard no le agrada ir en calesa, prefiere galopar libre!
—¡Oh, mirad, ya vienen Elliot y Claire! —anunció Beth.
Isobel contempló acercarse al hermano de su marido y a su mujer,
ambos con una gran sonrisa en los labios, pero a paso lento, pues ella
apenas podía moverse de lo pesada que estaba su barriga.
—Ya estoy cansada y acabo de levantarme del lecho, temo que voy a
pasarme toda la celebración sentada.
—Cuando no puedas andar, yo te alzaré, amor mío —dijo Elliot,
tomándola en brazos de repente, haciendo reír a carcajadas a todos.
Le resultaba tan raro verlo relajado y sonriente… Con ella siempre era
desagradable, y desde lo de la cabeza de jabalí, la ignoraba.
—Vayamos subiendo a los carruajes, es hora de partir —anunció
Bearnard colocándose a su lado—. El viaje es largo y me temo que los
caminos están enfangados por la lluvia.
Se apartó un poco, pues no le agradaba tenerlo tan cerca. Dio media
vuelta y se dirigió hacia una de las calesas.
—Esa no es la nuestra, esposa. —Isobel se cruzó de brazos—. Allí
montará mi hermano con Claire y en esa mi madre y mis hermanas.
—Yo iré con ellas.
—¿Por qué?
—Me agrada mucho más su compañía.
—Irás conmigo.
—¡Tú prefieres ir a caballo y yo prefiero tenerte lejos! ¡Los dos
ganamos!
—¡Sube de una maldita vez, mujer!
—¡¿Qué más te da dónde lo haga?! ¡De todas formas, no vamos a tener
una linda conversación, ni nada que se le parezca!
—¡Isobel…! ¡O montas en nuestra calesa o te llevaré a rastras!
Ella lo fulminó con sus bellos ojos violetas y pasó por su lado hecha un
basilisco, en dirección al dichoso carruaje.
El camino hacia Tongue fue tan tenso que en ningún momento pudo
relajar el cuerpo.
Sentada frente a Bearnard, no despegó la mirada del paisaje ni una vez,
pues eso significaba mirarlo a él, y prefería ser torturada a volver a sentirse
tonta por esas estúpidas emociones que despertaba en su corazón.
El silencio era sepulcral, tanto que, de vez en cuando, necesitaba hacer
ruido con los pies para asegurarse de que sus oídos funcionaban
correctamente.
Pararon varias veces a lo largo del camino para poder estirar las piernas
y, cada vez que lo hacían, aprovechaba para tomar distancia y alejarse de
Bearnard todo lo posible.
Cuando solo les quedaban unas millas para llegar al castillo Varich,
escuchó suspirar a su esposo y no le quedó más remedio que mirarlo. Él
tenía los ojos clavados en su rostro y ese simple gesto aceleró sus latidos.
—¿Hasta cuándo va a durar esto, Issy?
—¿A qué te refieres, mi laird? —preguntó de mala gana con voz
aburrida.
—A tu silencio.
—¿Te molesta?
—¡Sí, maldición, me molesta!
—Pues es una pena, es lo máximo que vas a obtener de mí de ahora en
adelante, esposo.
—¡Mi deber es saber quién altera la paz de mi castillo, Isobel!
—¡Y como siempre, la culpable soy yo!
—¡¿Quién más haría algo así?!
—¡Claro, solo tu esposa es tan malvada!
—¡No he dicho eso, mujer, no pongas palabras en mi boca que…!
—¡No hace falta que lo digas, me lo demostraste sobradamente!
—¡Quizás erré en mis formas, lo reconozco!
—Eso no cambia nada, Bearnard, porque siempre seré yo la culpable.
¡Pase lo que pase en tu maldito hogar, todos me señalarán a mí y tú
acabarás dudando y condenándome!
Él se llevó una mano a los ojos y los frotó, agobiado. La miró con pesar
y echó el cuerpo hacia adelante para hablarle más cerca.
—Te pido perdón.
—¡Y yo no lo acepto!
—¡Isobel!
—¡Los actos tienen consecuencias y tú decidiste crucificarme sin darme
el beneficio de la duda! ¡Todos lo hicisteis!
—¡Y me arrepentí nada más abandonar tus aposentos, mujer! ¡Esta
situación es muy complicada para mí, nunca antes había ocurrido nada
parecido!
—Bien, tu situación es complicada y me pides disculpas. ¿Quieres mi
perdón? ¡Pues ya lo tienes! —Apretó los labios y lo miró con dolor—. Y
ahora, déjame vivir en paz.
El castillo Varrich estaba situado sobre una gran roca de los acantilados
que separaban la tierra del océano de forma abrupta. Tenía unas hermosas
vistas al pequeño poblado de Tongue y a las montañas Ben Loyal y Ben
Hope.
Aquella enorme mole de piedra constaba de dos pisos. En el primero se
encontraban la armería y las caballerizas, que ocupaban gran parte del
espacio. El clan se encontraba sumido en varias guerras, por lo que
necesitaban mucho espacio para almacenar munición y armas.
Al bajar de la calesa, Isobel se quedó mirando la gran construcción y
sonrió por todas las leyendas que corrían en torno a ella.
Según le dijo su padre cuando todavía era una niña, aquella hermosa
fortaleza estaba construida sobre un antiguo fuerte nórdico y se rumoreaba
que las almas de sus antiguos moradores vagaban por él.
Cuando todos hubieron salido de las calesas, descubrieron a Donald
Mackay esperándolos en la puerta de su hogar, junto a cuatro de sus hijos
varones y su joven esposa.
—¡Bearnard Sinclair, por san Gervasio! ¡Qué alegría volver a verte por
mis tierras!
—Mackay… —lo saludó estrechando su mano—. Comparto tu alegría,
y te agradezco el permitir que pernoctemos en tu hogar.
—Prácticamente somos de la familia. Tu esposa y la futura mujer de mi
hijo Alastair son hermanas, es lo mínimo que podía hacer. —El laird de los
Mackay se giró hacia Isobel, que aguardaba en silencio al lado de su esposo
—. ¡Oh, pero qué ven mis ojos, Isobel Sutherland! ¡Te has convertido en
una hermosa mujer! ¡La última vez que nos vimos, eras una jovencita de
nueve años!
—Lo recuerdo, mi laird.
—Debo informarte de que los Sutherland ya están acomodados en mi
hogar. Alpina no ha consentido que ninguna de mis criadas la ayudara a
vestirse, pues guarda ese honor para su hermana mayor.
—Entonces, deseo que se me conduzca hasta su alcoba, si es usted tan
amable. Estoy deseosa por empezar con esa feliz tarea.
—¡Desde luego, querida! —Se giró levemente a su derecha—. ¡Gladys,
esposa! Acompaña a Isobel con su hermana.
Antes de marcharse junto a la mujer de Donald, Isobel miró de soslayo a
Bearnard, quien aguardaba con el semblante serio. Se despidió con un
cordial asentimiento de cabeza y él hizo lo mismo. Ninguno de los dos
deseaba ser la comidilla por su nula relación. Las apariencias en esos
eventos, donde los clanes se reunían en cordial armonía, eran importantes.
El jardín del castillo Varrich era precioso y desde su parte más alta podía
verse el mar brillando bajo la luz de la luna.
Mientras caminaba por un pequeño sendero que conducía a unas
jardineras repletas de rosas, Isobel se limpió las lágrimas rebeldes que
mojaban su rostro por el agobio vivido momentos antes en el gran salón.
Necesitaba aire fresco, salir de aquel ambiente cargado y agobiante,
alejarse de ellos, de él.
No había estado bien, acababa de actuar como una lunática, todos
habrían pensado que estaba loca, que algo no funcionaba en su cabeza, pero
la verdad era mucho más complicada que todo eso.
Apoyó la espalda en el tronco de un coqueto abedul y se abrazó a sí
misma, pues la noche era bastante fresca y no había cogido nada con lo que
cubrirse.
Poco a poco, su respiración se ralentizó y las lágrimas terminaron
secándose en sus mejillas.
Cerró los ojos buscando paz y la figura de su marido apareció en su
mente. Hiciera lo que hiciese, Bearnard siempre estaba ahí, su imagen la
acompañaba a donde quiera que fuese, y no le gustaba tenerlo tan presente
porque frustraba sus planes de odiarlo. ¡Sí, los frustraba, maldición!
¡Porque lo que ella quería era todo lo contrario! ¡Quería estar a su lado,
sentirse plenamente su esposa, que se colase en sus aposentos y la
despertase con tiernos besos cada mañana! ¡Lo deseaba todo con él! Estaba
cansada de ignorarlo, porque hacerlo le hacía daño. Lo imaginó
acariciándola y, como siempre sucedía, su piel se erizó y una fuerte
agitación removió todo su ser.
No fue sino unos minutos después cuando abrió los ojos y lo primero
que vio fue a un hombre frente a ella. La noche ocultaba su rostro con sus
tenebrosas sombras, pero él comenzó a acercarse y, cuando lo reconoció, ya
fue demasiado tarde.
—¡John! ¿Qué diablos haces aquí?
—Me alegro de que al final hayas aceptado pasear conmigo, prima. Ya
te dije que estos jardines eran magníficos.
—¡Yo no he aceptado nada, haz el favor de marcharte!
—Oh, querida Issy, no me prives tan pronto de tu compañía. Llevamos
muchos años sin vernos.
—¡Porque yo así lo decidí!
John Sutherland la agarró de uno de sus brazos y tiró de su cuerpo para
acercarla a sí.
—¿Es que ya no te acuerdas de lo bien que nos llevábamos?
—¡Estoy casada, John!
—Tu esposo es un mentecato que jamás te hará sentir como yo.
—¡Te equivocas! ¡Y suéltame ahora mismo o gritaré!
—Ambos sabemos que no lo harás —comentó con seguridad—. Más te
vale no hacerlo o… ya sabes…
—¡Eres un desgraciado, eres una rata nauseabunda y crapulosa! —Tiró
de su brazo para intentar soltarse, pero no lo consiguió. La mirada seria de
su primo le hizo temer lo peor, pues no era la primera vez que esto sucedía
—. ¡John, ten piedad! ¡Esto no está bien, tú no eres así, primo! ¡No deseo
esto, jamás te hice ningún mal!
—Pero querida, lo que hicimos juntos no es nada perverso ni malo. —
Rio—. Los hombres y las mujeres lo hacen para procrear, y es posible que
esta noche te preñe para que des a luz a mi bastardo en el mismo castillo
Sinclair. ¿Qué te parece, hermosa Issy?
—¡No, no me tocarás! ¡Basta, suéltame!
Isobel peleó contra él e intentó pegarle, arañarle, hacerle daño para que
la dejara libre, pero John era mucho más fuerte y logró inmovilizarla contra
el árbol en el que estaba apoyada.
Ella luchó, lo insultó, gritó y lloró de terror cuando notó sus labios sobre
su boca.
—¡Oh, pequeña perra, cuánto he añorado tu hermoso cuerpo! Hoy no
será tan dulce para mí como la primera, porque ya te desvirgué. —Se acercó
a su oído y susurró con voz cortante—: Confiésame la verdad, Issy, te gustó
más fornicar conmigo que con tu marido. Yo sé que sí, y también sé que el
cagalindes de tu esposo te habrá poseído como una liebre desesperada.
¿Quién en su sano juicio desperdiciaría una belleza semejante?
—¡Déjame libre, John, te lo ruego!
—No me condenarás, querida prima. —Alargó la mano hasta la falda y
la levantó, dejando a la vista sus lozanas piernas—. Soy un hombre y tu
cuerpo libidinoso me provoca. Si esto sucede, solo es culpa tuya por haber
estado alejada de mí tantos años.
John apretó la muñeca de Isobel, haciéndola llorar de dolor, mientras
que con la otra mano pellizcaba sus muslos.
Ella gritó e intentó zafarse mientras las lágrimas emborronaban todo su
campo de visión, sin embargo, de repente, John se quedó muy quieto y los
ojos fueron abriéndosele más y más al sentir que algo atravesaba su pecho.
Una mano lo cogió por el hombro, lanzándolo hacia atrás, y cuando
estuvo a varios metros de Isobel, se escuchó el silbido de una espada y su
cabeza cayó despedida a varios metros de su cuerpo.
Bearnard dio un grito furioso y pateó el cuerpo sin vida de John
Sutherland mientras su esposa caía al suelo aliviada, pero sin poder parar de
llorar.
—¡Santo Dios! ¡¿Qué demonios has hecho?! —La voz iracunda de
Perry Sutherland tronó a su espalda. El laird de los Sutherland corrió hacia
ellos y se quedó mirando la horrible escena que tenía delante—. ¡Bearnard
Sinclair, has matado a mi sobrino!
—¡Y espero que se esté quemando en el infierno!
—¡Esto es un ultraje, una traición, somos aliados!
—¡Tu querido sobrino quería hacerle daño a mi esposa y yo he vengado
su honor! —rugió con los ojos brillantes por el fuego de la ira—. ¡Si tienes
algún problema al respecto, podemos solucionarlo en un duelo! ¡Si tengo
que matar a dos Sutherland en una noche, así será!
—¡Hermano, ¿qué ha pasado?! —lo interrogó Elliot, que acababa de
llegar junto al padre de Isobel.
—¡Oh, santos, mi pobre John! —se lamentó Perry, arrodillándose junto
a su sobrino, acongojado. Pero de repente, sus ojos fueron hasta Isobel, que
lloraba temblorosa contra el árbol, y la rabia se borró de su rostro, pues
parecía totalmente rota y derrotada—. Hija, ¿qué ha pasado? ¡Hija mía,
¿qué te ha hecho?!
Bearnard enfundó su espada y caminó hacia su esposa para asegurarse
de que nada le hubiera ocurrido. Se agachó a su lado y alzó su rostro, la
miró a los ojos. En los de su mujer había miedo, desdicha y… fragilidad.
—¿Estás bien? —Ella asintió moviendo la cabeza sin parar y volvió a
taparse la cara con ambas manos para llorar de forma nerviosa. Bearnard la
rodeó por la cintura y por las piernas y la alzó en peso.
Isobel no luchó contra él, sino que se dejó transportar y escondió la cara
en su pecho, buscando la seguridad de su cuerpo. Con él nada malo podría
pasarle.
—Para nosotros, se acabó la celebración. Me llevo a mi mujer a nuestros
aposentos. Disculpadnos con los demás.
Donald Mackay, como buen anfitrión que era, los acomodó en alcobas
separadas pero contiguas, igual que en el castillo Sinclair. Era común que
los matrimonios no compartieran lecho y prefiriesen dormir cómodamente
por separado.
Bearnard, con su esposa todavía en brazos, atravesó su propia alcoba y
abrió la puerta de la que ocuparía Isobel esa noche.
Con cuidado, la dejó sobre el lecho y ella se hizo un ovillo al verse libre.
Temblaba tanto que por un instante dudó de si cubrirla con las sábanas.
—¿Te ha hecho daño? —Se acuclilló a su lado—. ¿Te ha causado
alguna herida?
—No.
—¿Quieres que te traigan una infusión de hierbas?
—Estoy bien —respondió mientras otras lágrimas recorrían su mejilla
—. Se me pasará.
—Issy… —Alzó la mano y acarició su brazo—. Si me hubieras dicho
que fue John… Si lo hubiera sabido… —Él resopló y apoyó la cabeza en el
lecho, cerrando los ojos con mucha fuerza, culpándose de no haberse dado
cuenta mucho antes—. No quiero que volvamos a pelear. He sido un necio
contigo y pagué mi frustración contra tu persona. —La miró de nuevo—.
Isobel, sé que tú no pusiste la cabeza de jabalí en el pasillo, lo supe desde el
primer momento.
—¿Y por qué me acusaste?
—¡No lo sé! ¡Oh, santos…, sí lo sé! ¡Estaba enfadado contigo, lo estaba
porque te negaste a revelarme el nombre de tu agresor! ¡Sentí que no
confiabas en mí, que no querías que te protegiera! ¡Eres mi esposa! ¡No
quiero que nuestra relación sea distante! ¡Y es posible que con mis actos
haya conseguido lo contrario y no me perdones jamás! Pero sé que eres
inocente y encontraré al culpable. Pagará las consecuencias de sus actos. —
Bearnard esperó su contestación, pero esta no llegó. Isobel se quedó en
silencio, mirándolo a los ojos con lágrimas en los suyos—. ¿De verdad no
deseas una infusión para tranquilizarte?
—No.
—Está bien, pues te dejaré tranquila. —Se levantó de su lado y dio unos
pasos en dirección a sus aposentos—. Si necesitas algo, estaré justo tras esta
puerta.
—¡Bearnard! —Ella se incorporó en el lecho, quedando sentada, y lo
contempló con súplica—. ¿Quieres… quieres saber quién… hizo correr el
rumor de que soy una bruja? No te vayas todavía, por favor.
—Fue John, no hace falta que…
—No, no fue él. —Vio que su marido regresaba a su lado y tomaba
asiento en el lecho frente a ella—. John hizo muchas cosas malas, pero no
es el culpable de tal hazaña. La… culpable soy yo.
—¡¿Tú?! Pero, Issy… ¿Cómo…?
—Yo hice correr el rumor de la brujería sobre mi persona.
—No lo entiendo, ¡¿por qué?!
Ella suspiró y tomó aire, pues nunca había hablado de aquello con nadie.
Era un secreto que hasta ese momento pensó que se llevaría a la tumba.
—Cuando era una niña, el hermano de mi padre murió y su único hijo
quedó a su cargo. Yo tenía cinco años cuando eso ocurrió, y John tres.
Crecimos siendo inseparables: jugábamos siempre juntos, comíamos juntos,
dormíamos juntos... —Se encogió de hombros—. Y así fue hasta que
cumplí los once. Mi cuerpo empezó a transformarse y mis actitudes
infantiles también. John y yo seguíamos igual, pero con los años nuestra
relación comenzó a cambiar. Empecé a verlo con otros ojos. Me enamoré de
él y él de mí. —Bearnard apretó los labios, pues no le agradaba que Isobel
aceptase que había amado a otro, pero, aun así, la dejó continuar—:
Comenzaron los galanteos, las sonrisas, los juegos de miradas. Era tierno,
hablador, respetuoso. En alguna ocasión me dijo que pensaba pedirle mi
mano a padre, y cuando al fin se atrevió, solo hubo negativas. Perry
Sutherland tenía otros planes para ambos. John pasó un tiempo encolerizado
con el mundo. Dejó de hablar conmigo, de buscarme, ni siquiera me
miraba. Hasta que una tarde, como si nada hubiera pasado, me invitó a dar
un paseo por las orillas del lago Fleet. Los dos solos. Yo acepté, claro. Lo
amaba y deseaba su compañía. —Sonrió triste—. Nunca debí de haberlo
hecho. Antes de llegar, cuando atravesábamos un pequeño bosque
colindante, comenzó a besarme. Pero no eran besos dulces ni amorosos,
eran coléricos, dolorosos. Me… dijo que no iba a permitir que nadie más
que él me poseyera, que era suya, y que no dejaría que otro hombre me
tocase, que me marcaría a fuego si hacía falta. Él… me forzó. —Apretó los
labios y aguantó las ganas de volver a echarse a llorar por aquellos horribles
recuerdos—. Me hizo cosas horribles, me hizo daño, me pegó cuando
intenté resistirme y sacó su daga. —Isobel se llevó una mano a su cicatriz,
el temblor regresó a su cuerpo—. Me hirió, me hizo un corte desde la frente
a la mejilla porque de esa forma estaría marcada de por vida y siempre sería
de su propiedad. Así, cada vez que me mirase al espejo, recordaría que era
suya.
—¡Hijo de una cochina fulana! —rugió Bearnard al verla llorar. La
rodeó por los hombros y la abrazó con fuerza besando su frente,
asegurándose de que jamás volvería a dejar que ella sufriera por nadie—.
¡Tendría que haberlo matado antes! ¡Ese cerdo rubio no merece haber
respirado el mismo aire que tú! ¡Yo…! ¡Yo…! —La cogió por las mejillas
para que lo mirase a los ojos—. ¡Issy, ¿por qué no dijiste nada?! ¡Tu padre
podría haberte ayudado, tu hermano! ¡No estabas sola, maldición!
—John me amenazó para que no lo hiciera. Me advirtió que, si me
atrevía a contar algo de lo sucedido, Alpina correría la misma suerte que la
yo. ¡Y no podía dejar que le hiciera daño, Bearnard! —sollozó desesperada
—. ¡No podía dejar que mi hermana sufriera el mismo infierno que yo!
Tuve que decirles a todos que mi cicatriz fue fruto de mi torpeza, que había
caído contra un canto afilado, mientras contemplaba a un John sonriente y
confiado porque sabía que nadie se enteraría de su pecado.
—¡Oh, Dios! —Volvió a abrazarla.
—A partir de entonces, cada vez que me cruzaba con mi primo, el
miedo me paralizaba. No podía vivir si lo sabía en la misma sala que yo.
Apenas comía, no salía de mis aposentos. Hasta que recordé que mi difunta
madre me había dejado en herencia el castillo de Thurso. Ese lugar fue mi
salvación. —Tragó saliva y sonrió levemente—. Convencí a mi padre para
que me permitiese vivir allí. No fue fácil, y solo aceptó cuando consentí
comprometerme con el primogénito del clan MacLean. ¡Lo hice porque no
tenía más salida que esa! ¡Pero no podía dejar que ningún hombre me
tocase! ¡Nunca más! ¡Tener a un caballero cerca se convirtió en un suplicio,
Bearnard! Entonces decidí que mi única salida era lograr que él rompiera
nuestro compromiso. Y lo que hice fue asustarlo. Hacerle creer que era una
bruja malvada y peligrosa. Lo mismo ocurrió con el segundo hombre al que
me prometió mi padre. ¿Quién en su sano juicio desea casarse con una
adoradora de Satán?
—Cielos, Issy…
—Pero creo que los asusté tanto que el falso rumor corrió demasiado, y
todos comenzaron a verme como a esa bruja que fingí ser. —Apoyó la
cabeza sobre el pecho de su marido—. Mi padre acabó rindiéndose y me
dejó en paz. No comprendía por qué los dos caballeros con los que había
estado prometida terminaron anulando su compromiso. Creo que hubo un
tiempo que se rindió conmigo, y ese tiempo me ayudó a recomponerme.
Pero… mi suerte cambió cuando Elliot Sinclair rompió la promesa de
casarse con mi hermana. Mi padre quería una alianza fuera como fuese.
—Y me alegro de que la consiguiera.
—Pero Bearnard, ¿cómo puedes decir algo así? Nuestro matrimonio
dista mucho de ser dichoso. —Ella lo miró a los ojos, confusa—. No he
sido una buena esposa, no he hecho más que poner trabas y…
—La diferencia es que ahora ya sé por qué lo hiciste, Issy, y también sé
que no voy a rendirme contigo tan fácilmente. ¡Él ya no está, no puede
hacerte daño, y yo no voy a permitir que nadie más te cause ningún mal,
porque mataré a quien lo intente siquiera!
Isobel sonrió tímidamente ante sus palabras. Lo creía, lo creía con todo
su ser porque le había demostrado con cada uno de sus actos que no era
como John.
Bearnard era bueno, leal y tierno con ella. Era todo lo que cualquier
dama podría desear en un hombre. Y su corazón latía fuerte dentro de su
pecho por todas las emociones que sentía por él.
Como movida por una fuerza sobrenatural, acercó sus labios a los de su
marido y lo besó con desesperación y anhelo. Con todas las ganas que
llevaba aguantando desde que discutieron.
Bearnard respondió de inmediato abandonándose contra su boca,
acercándola hacia su cuerpo para poder sentirla cerca de él.
—Esposo… —susurró Isobel sin separar sus labios—. No te rindas
conmigo, te lo ruego, porque mi corazón te ha elegido y desea que me
quede a tu lado.
—Así será, mi bello ángel.
—Quiero intentarlo una vez más. Quiero que me muestres cómo es un
matrimonio de verdad. Si es contigo, lo intentaré las veces que sean
necesarias. Puedo soportar el dolor y… lo que…
—¡Isobel…, aguarda! ¡Entre un hombre y su mujer no debe existir ese
dolor del que hablas! ¡Solo los cobardes dañan a una dama! Y yo quiero
demostrarte que no debes temer, pues los únicos sentimientos que
colapsarán tus sentidos en nuestro lecho matrimonial serán el amor y el
placer.
Ahora fue él quien juntó sus labios, y lo hizo con tanta pasión que
ambos dejaron de pensar al instante. Solo eran conscientes de sus lenguas,
que jugueteaban contra la del otro, que les proporcionaban tanto gozo como
las suaves caricias que sus manos se prodigaban.
Bearnard la rodeó por la cintura y la recostó sobre la mullida cama,
colocándose entre sus piernas, y supo que el deseo por esa mujer acabaría
engulléndolo.
Besó su cuello, maravillándose como siempre de su finura y suavidad, y
su boca fue adentrándose en el escote de su vestido, donde sus cremosos
senos aguardaban escondidos debajo de la tela a recibir las merecidas
atenciones.
Soltó su corpiño con maestría y lo lanzó al suelo, para después dejar
libres sus pechos.
Tenía un busto precioso, lleno, turgente, blanco y cremoso. Los lamió a
placer, introduciéndose sus pezones en la boca, mordisqueándolos,
absorbiéndolos, haciéndola gemir con los ojos cerrados al dejarse embargar
por el placer.
—Oh, mujer, no me canso de probar tu piel, tu sabor es dulce, es
adictivo, es… todo lo que siempre he soñado.
Bearnard fue soltando los botones de su vestido poco a poco,
descubriendo con cada uno otra suave porción de su cuerpo, dándose cuenta
de que su mujer era perfecta al completo.
Cuando el vestido estuvo del todo suelto, se lo sacó de un tirón y quedó
completamente desnuda ante él, pero el temor regresó a sus ojos e Isobel se
cubrió con ambas manos, insegura.
—Aguarda, Bearnard… Yo…
—Shhh… —Besó sus labios para tranquilizarla—. Confía en mí. Sé que
puede ser incómodo al principio, pero te gustará. —Mordisqueó su
mandíbula—. Haremos una cosa. Tú me desnudarás a mí, así ambos
estaremos en igualdad de condiciones, ¿de acuerdo?
Ella sonrió levemente, pues la idea de ser la que le quitase la ropa, la
atraía sobremanera.
—¿Puedo tocarte?
—Estoy deseoso de que lo hagas. Soy tuyo, Issy, y tú eres mía. Puedes
hacer con mi cuerpo lo que gustes. Prueba, indaga, acaricia donde quieras.
Isobel rio nerviosa por aquel nuevo reto. Lo contempló tumbarse sobre
el lecho a su lado, en una actitud relajada y pasiva, mientras ella lo miraba
de arriba abajo, sin saber por dónde empezar.
Tenía el vello de punta por la excitación, su esposo era tan gallardo y
hermoso que estaba deseosa por empezar.
Se humedeció los labios y apoyó una de sus manos sobre su blanca
camisa. El pecho de Bearnard subía y bajaba al ritmo de su respiración, sin
embargo, aumentó de velocidad cuando ella comenzó a soltarle los botones
para dejar su fuerte torso al aire.
Con su ayuda, la prenda acabó tirada en el suelo junto a la ropa de
Isobel, pero ella no le dio importancia, pues toda su atención estaba en él.
Era magnífico. A pesar de no ser la primera vez que lo veía sin camisa, las
sensaciones eran todavía más potentes que las primeras veces, pues ahora
sabía que podía tocarlo a su antojo. Y eso hizo.
Imitó a Bearnard y besó su cuello con timidez, notando que él echaba la
cabeza hacia atrás para facilitarle la tarea. Mientras tanto, sus manos se
paseaban por su estómago, maravillándose con cada músculo, con la
suavidad de su piel.
Sus labios bajaron por su torso y lo escuchó gemir, agarrándose a las
sábanas mientras la contemplaba con los ojos entornados, maravillado de la
visión del cuerpo de Isobel desnudo besando su pecho.
Cuando ella llevó la lengua a su estómago, se dio cuenta de que algo le
impedía el avance: el kilt.
Miró dubitativa a su esposo y, cuando este asintió, sus manos
comenzaron a soltar la última prenda que lo cubría.
Al dejar esa porción de piel al descubierto, Isobel contuvo el aliento al
mirar de frente su pene. Estaba tan erguido, duro y grueso que por un
instante sintió miedo.
—Es tuyo, Issy. Te pertenece, como las demás partes de mi anatomía.
—¿Te… dará placer si lo beso también?
—Oh, ya lo creo, mujer. Solo de pensar en tus labios sobre mi miembro,
tiemblo de gozo.
Ella se mordió el labio inferior mientras acercaba su boca a la
masculinidad. Sin saber cómo proceder, la acarició con su nariz y acabó
rozándola con la boca, recorriéndola desde su base a la punta.
Bearnard jadeó rápido y alargó los brazos para apoyarlos en su cabeza.
Y eso a Isobel le dio alas, pues le encantaba verlo reaccionar de esa forma a
su roce. Se sentía poderosa, se sentía hermosa y deseada.
A pesar de no saber muy bien cómo darle placer, se dejó llevar por la
intuición y lamió la punta, dándose cuenta de que estaba húmeda.
Se introdujo un poco el pene en la boca y Bearnard emitió un gruñido
gutural, por lo que continuó haciéndolo más y más.
—Issy, santos, esposa…, ¿qué clase de tortura es esta? Me siento volar.
Una de sus manos se paseó por su fina espalda hasta que alcanzaron su
trasero. Pellizcó suavemente su cremosa piel y fue introduciéndose entre
sus piernas hasta que sus dedos encontraron su clítoris.
Isobel, con su pene todavía en la boca, jadeó al notar cómo frotaba sus
delicados pliegues y aumentó el ritmo de la felación por pura necesidad.
No era la primera vez que su marido acariciaba su vagina y sabía el
placer que eso podría proporcionarle. Y deseaba volver a sentirlo.
Los gemidos de ambos llenaron el silencio de la alcoba y las caricias se
tornaron más frenéticas cada vez.
Isobel cerró los ojos con fuerza y se preparó para el estallido de placer,
pues estaba a punto de caer en su intensidad, sin embargo, Bearnard frenó
de golpe y la necesidad se dibujó en su rostro.
—Bearnard, no… ¡Sigue, no te detengas!
—Seguiremos, pequeño ángel, pero cuando esté dentro de ti.
Ella tragó saliva al comprender a lo que se refería y asintió, dispuesta a
volver a pasar por aquello.
—¿Ahora me poseerás? ¿Me… inmovilizarás y…?
—No, no será así. —Abarcó sus mejillas y la besó intensamente para
que ella se volviese a relajar—. Tú serás la que me posea, Issy.
—¿Yo? Pero ¿cómo?
—Eres una increíble amazona, esposa. Móntame. Marca el ritmo, elige
cómo quieres que suceda.
—¿Puedo hacer eso?
—Puedes hacer lo que te plazca conmigo. —Sonrió contra su boca—.
No te inmovilizaré, no te tocaré a menos que tú me lo pidas. Frenarás
cuando lo desees, te apartarás de mí si así lo sientes, nadie te mantendrá
sujeta.
Volvió a besarla y ella respondió ansiosa de hacer eso que le sugería.
Poco a poco, se colocó a horcajadas sobre su pelvis, sin despegar sus
labios, sin dejar de tocarse, sintiendo que la necesidad por el otro era
incesante.
El calor de su sexo era delirante, necesitaba de nuevo las manos de
Bearnard en ella, quería que frotara esa parte tan sensible, la que la hacía
arder. Pero como él no movió sus manos, fue la propia Isobel la que se frotó
contra su cuerpo buscando el alivio que necesitaba.
Su vagina friccionaba contra el pene de él y ambos se volvieron locos de
gozo. La temperatura en la habitación parecía haber subido tantos grados
que ninguno notaba el frío, sino todo lo contrario, sus pieles quemaban,
ardían, sudaban.
—Bearnard…, por favor…, más…
—Hazlo, Issy, solo tú puedes hacerlo.
—Pero ¿cómo?
—Introduce mi masculinidad dentro de ti.
Ella agarró su pene de inmediato, pues la pasión era tan fuerte que
apenas había cabida para la razón. Sin saber muy bien dónde colocarlo,
miró a Bearnard dubitativa, así que él la ayudó a lograrlo.
Sus sexos se comenzaron a fusionar en uno y los gemidos salieron
despedidos de sus labios al sentir la fricción.
Una vez dentro, Isobel sonrió maravillada, pues no había habido dolor
alguno, sino un placer indescriptible que la empujaba a continuar con
aquello.
—Cabalga sobre mí, pequeño ángel. Cabalga y llévanos al cielo.
Y eso hizo.
Comenzó a mecer su cuerpo sobre Bearnard, a subir y bajar lentamente
con un movimiento hipnótico de caderas, apoyando la palma de las manos
sobre su torso, echando la cabeza hacia atrás por el placer y sonriendo al
escuchar los susurros desesperados de él.
La velocidad fue aumentando paulatinamente y los gemidos de Isobel se
convirtieron en gritos.
—¡Bearnard, oh, Bearnard!
—¿Mmm…?
—Tócame, necesito que me toques, ¡Bearnard, acaríciame!
No tardó ni medio segundo en hacerlo, porque lo estaba deseando.
Issy parecía una reina picta sobre él, una poderosa guerrera que lo volvía
loco y le estaba proporcionando el mayor gozo de su vida.
Mientras cabalgaba sobre su cuerpo, sus senos botaban arriba y abajo,
así que los acarició a conciencia, pellizcando sus pezones y logrando que
ella estallase de pleno en un poderoso orgasmo que la hizo caer sobre él
mientras le arañaba el pecho.
Al verla fuera de control, él mismo se abandonó al placer, abrazándola
fuerte, maravillado con lo que acababa de ocurrir, dejándose transportar
más tarde hacia la más absoluta paz con Isobel todavía unida a su cuerpo.
VEINTIUNO
Los siguientes dos días las cosas no mejoraron entre ellos. Bearnard la
ignoraba cada vez que sus caminos se cruzaban, y por las noches seguía sin
aparecer por el dormitorio.
Las tareas de reconstrucción del poblado los mantenían a todos
atareados desde el alba hasta el anochecer, pues incluso las mujeres del
castillo participaban con la confección de mantas y ropa para los aldeanos
que las necesitasen. Toda ayuda era poca para esa pobre gente, y algunos
clanes aliados de su esposo se sumaron a la reconstrucción, como los
Sutherland.
Su padre envió decenas de artesanos de Golspie para levantar nuevas
casas y colaborar en lo que hiciera falta.
Cuando todos se juntaban en el gran salón a la hora de las comidas, los
Sinclair conversaban del progreso en la reconstrucción del poblado y de la
guerra recientemente declarada a los Mackay. Ningún miembro del clan
estaba dispuesto a dejar pasar una afrenta semejante de quienes creían que
eran aliados, ya que cuando Donald Mackay fue informado de las horribles
acciones de su hijo, no las condenó, sino que se posicionó de su lado.
Declararon a todo miembro de ese clan persona non grata en sus tierras,
lo que significaba que cualquier Mackay que pusiera un pie en territorio
Sinclair sería tratado como enemigo y podría ser ejecutado en el acto sin
preguntar siquiera.
Comenzaron unas salvajes incursiones en Tongue y alrededores del
castillo Varrich, llegando incluso a quemar poblados enteros para arrear
todo el ganado posible. La vigilancia en sus tierras se multiplicó y se
estableció un estricto toque de queda tras la puesta de sol. Las mujeres
dejaron de tener libertad para salir a pasear sin la compañía de un hombre
que pudiera protegerlas.
El sexto día tras el comienzo de la guerra, Isobel se reunió en el gran
salón con los demás poco antes de que sirvieran la cena.
Tomó asiento en la mesa, donde siempre había comido con su esposo, y
suspiró al darse cuenta de que esa sería otra noche en la que él no pensaba
presentarse. Desde su gran pelea, Bearnard había dejado de comer con los
demás.
Cuando levantó la mirada, vio a Phemie y Claire sonriéndole. Ellas nada
sabían del secreto que había estado guardando sobre las incursiones de los
Mackay. De hecho, nadie parecía saber de su traición, pues los Sinclair
actuaban con ella de la misma forma de siempre. No había malas miradas ni
reproches.
A pesar de lo mal que había manejado esa situación y del enfado de
Bearnard, él seguía protegiéndola.
Las criadas sirvieron las bandejas repletas de liebre asada y todos
comieron en paz. Sin embargo, un movimiento a su lado hizo que Isobel
girase la cabeza.
Su marido acababa de tomar asiento en su silla, en el más absoluto
silencio, sin mirarla en ningún momento, y se dispuso a comer.
¡Era su oportunidad!
¡Él estaba a su lado! ¡Tenía que hablarle, volver a pedirle perdón!
¡Santos, lo amaba tanto que aquella situación la estaba destrozando!
¡Y, oh, Dios, estaba tan guapo!
De reojo, contempló su perfil serio, sus ojos azules fijos en el plato de
comida, su cabello largo, sus manos…
Los latidos de su corazón acababan de desbocarse por la sola presencia
de su esposo, porque no sabía cómo volver a acercarse a él.
—Bearnard —dijo con toda la serenidad de la que fue capaz, acercando
un poco su cuerpo. Pero él ni la miró, alzó la cabeza y fijó sus furiosos ojos
en sus parientes, mientras levantaba su copa para dar un trago al vino—.
Bearnard, por favor, mírame. Esposo… —Al ver que la ignoraba, Isobel
aguantó las ganas de volver a llorar. Apoyó su mano sobre la de su marido y
continuó insistiendo—: ¿Cuándo regresarás a nuestra alcoba? Añoro tu
compañía. Bearnard, te lo ruego, háblame. Di algo, por san Gervasio.
Finalmente, él clavó la mirada en ella, pero lo que vio Isobel en sus ojos
no le gustó. Parecían vacíos, no había calidez ni ese deseo que siempre
mostraba hacia ella.
El laird apartó su mano de la de su mujer con un gesto brusco y se
levantó de su asiento antes de acabar con su cena. Se marchó del gran salón
con andares elegantes y orgullosos, despidiéndose con un movimiento de
cabeza de sus parientes y dejándola a ella con un dolor desesperante en el
pecho.
Isobel apenas comió lo que restó de banquete. Con la mirada perdida en
el vacío, contuvo las lágrimas como pudo, deseando que todos se
marchasen para poder quedarse sola y derrumbarse sin testigos.
No fue sino una hora más tarde, que el gran salón quedó completamente
vacío, y las criadas comenzaron a retirarse a sus alcobas para descansar
hasta el siguiente día.
Una vez sola, apoyó la mejilla sobre la mesa de madera y lloró
amargamente hasta que no le quedaron lágrimas. Cuando iba a levantarse
para encerrarse en sus aposentos, la bella figura de una mujer se acercó a
ella y tomó asiento en la silla que horas antes había ocupado su marido.
Al reconocerla, su expresión cambió de repente y el dolor dio paso al
orgullo, irguiendo su espalda, proyectando una imagen de entereza que no
sentía en absoluto.
—¿Qué hace la señora del castillo tan sola? —La sonrisa maliciosa de
Eara la hizo arrepentirse mil veces por no haberle pedido a Bearnard que
echara a su antigua amante—. ¿No tendrías que estar dormida en tu lecho
como una buena esposa?
—No tengo sueño. Dormiré cuando me plazca.
—Oh, claro, claro, querida. ¿Cómo no? —Se carcajeó—. Nadie soy yo
para decidir sobre ti.
—¿Qué pretendes, Eara? ¿Qué quieres de mí?
—¿A qué viene esa pregunta? Solo me ha placido acompañarte un rato
en tu soledad. Parecías tan triste.
—Esta guerra nos tiene tristes a todos.
Eara le dio un suave codazo mientras la sonrisa se elevaba en los labios.
—Pero ambas sabemos que ese menester no es el causante de tu
desdicha.
—¿Qué sabrás tú?
—Yo sé mucho más de lo que imaginas, querida. No menosprecies a un
bello gatito cuando no sabes lo largas que son sus uñas.
—¿Y eso qué significa?
—Que estoy enterada de que las cosas con tu esposo no van bien.
Isobel entrecerró los ojos y dio una palmada sobre la mesa, cansándose
de su inadecuada palabrería.
—¡Lo que ocurra entre mi esposo y yo no es de tu incumbencia! ¡No
hablarás de esos temas o mandaré que te castiguen!
—¿Cómo vas a castigarme si es tu propio esposo el que me ha puesto al
corriente?
—¡¿Bearnard?!
—Oh, sí, el mismo. —Le guiñó un ojo—. Y también sé que lleva seis
noches sin visitar vuestros aposentos.
—¿También te lo ha dicho él?
—¡No! —Rio palmeando su mano condescendiente—. No ha hecho
falta que Bearnard me diga nada, pues lleva compartiendo mi cama desde
entonces.
—¡Eso… es una patraña! —exclamó Isobel, notando que si no se
apoyaba en la mesa perdería el equilibrio.
—¿Cómo puedo saberlo si no? Piensa un poco, querida, sé que esa
cabecita hermosa sirve más que para lucir bellos peinados. Tu esposo
comparte mi cama desde hace varias noches, Isobel, y va a seguir
haciéndolo porque se ha dado cuenta de que nunca debió haberme
cambiado por ti.
—¿Esas fueron sus palabras? —preguntó con frialdad.
—Letra por letra.
—No puede ser cierto. Él no haría… eso.
—¿Estás segura, querida? Porque puedo afirmar que es capaz de eso y
más. Lo conozco desde hace muchos años, conozco su forma de actuar, y sé
que, aunque encuentre la diversión en otras mujeres, siempre acabará
regresando a mí.
—¡Nada le ata a tu persona!
—Te corregiré una vez más: nada le ataba a mi persona. Ahora es muy
diferente, Isobel Sutherland. —Acarició su estómago liso y sonrió sin
reparos—. Estoy encinta.
—¡No, Eara, no mientas más! —Se levantó de la silla con un nudo en la
garganta imposible de soportar—. ¡No lo estás!
—¡Voy a tener un hijo de Bearnard! ¡Tu esposo ha vuelto a mí, si es que
alguna dejó de estar a mi lado, pues todo el tiempo que has permanecido en
el castillo, he seguido recibiendo sus visitas a mi alcoba! —Al ver a Isobel
respirar con dificultad, la amante del laird continuó con su ataque—: ¡Él ya
no quiere tener nada que ver contigo! ¡No volverá a dormir a tu lado pues
ahora es mucho más feliz y voy a darle a su primer hijo! ¡Acabarás relegada
en una de las torres del castillo como la bruja que todo el mundo sabe que
eres, serás el hazmerreír de los Sinclair, criarás a mis bastardos y lo harás
con una sonrisa en los labios, mansa y obediente, pues Bearnard así lo
querrá!
Isobel vio cómo las lágrimas escapaban de sus ojos y caían rebeldes por
sus mejillas, a pesar de que ninguno de los dos merecía su tristeza.
Dio varios pasos hacia atrás, con los ojos clavados en Eara, observando
su rostro sereno y sonriente mientras ella se consumía de dolor y rabia por
dentro.
Sin poder aguantar un sollozo, echó a correr hacia las escaleras,
pensando en su marido, en su traición, en que su amante le daría un hijo.
Se encerró en los aposentos del laird y gritó a pleno pulmón, con la voz
desgarrada, cogiendo entre sus dedos lo primero que encontró sobre la
mesilla y lanzándolo contra la chimenea. Cuando vio el sporran de su
esposo entre las llamas, no sintió remordimientos ni arrepentimiento, pues
el dolor no la dejaba pensar.
Solo sentía la presión que ahogaba su pecho, que oprimía sus pulmones,
que no la dejaba respirar.
Apoyada contra una de las paredes, se dejó caer al suelo, con la
respiración muy rápida y costosa. La ansiedad la hizo asustarse por si moría
asfixiada. Se hizo un ovillo sobre la alfombra y cerró los ojos intentando
recuperar el control sobre su cuerpo.
Así estuvo tantas horas que perdió la noción del tiempo. Las lágrimas se
secaron sobre sus mejillas y sus ojos sin emoción permanecían fijos en las
llamas del hogar.
Bearnard había vuelto con su amante. ¡No, todavía peor, nunca había
dejado de fornicar con ella mientras a ella le prometía fidelidad! ¡Él, que
hinchaba su pecho hablando de lealtad, que la había ignorado y rechazado
por su equivocación!
—Va a tener un hijo con Eara —susurró con voz helada, comenzando a
reaccionar e incorporándose del suelo—. Va a tener un hijo con su amante.
¡Un hijo! ¡Quiere convertirme en el ama de cría de sus bastardos! ¡Maldito
cagalindes, casquivano, crapuloso, mangurrián, petimetre! ¡¿Quién te has
pensado que eres, Bearnard Sinclair?! Sobre mi cadáver soportaré
semejante insulto! —Caminó furibunda hasta el lecho y arrancó las sábanas
que lo cubrían, tirándolas también dentro de la chimenea—. ¡¿Vas a
compartir nuestra alcoba con tu amante?! ¡Pues comprarás sábanas nuevas,
porque esa arpía no yacerá en las mismas que yo! —Con una mueca terrible
en los labios, abrió el gran armario de su esposo, cogió sus ropajes y estos
se quemaron junto a lo demás. Sus zapatos, sus mantos con el tartán de los
Sinclair… Cuando ya no hubo nada en el armario de su esposo, abrió el ala
destinada a sus propios ropajes. Contempló los preciosos vestidos que
Bearnard le había regalado y estos ardieron junto al resto. Eara no se
pondría su ropa—. ¡Espero que seas feliz con ella, Bearnard Sinclair!
¡Deseo que tu vida sea dichosa y llena de amor, pues yo no estaré en ella!
¡Maldito seas tú y la fulana de tu amante! ¡Maldito! —Isobel alzó la mano y
miró una última vez el anillo que él le regaló el día de su boda antes de
quitárselo, pues este también acabó en la chimenea con los restos
calcinados de todo lo que acababa de arrojar.
La rabia no la dejaba pensar, actuaba por ella y se llevaba el dolor.
Sin perder ni un segundo, abrió el cajón de la mesilla y sacó una hoja y
una pluma para escribir unas palabras antes de su huida, pues no tenía
intención de permanecer en ese lugar ni un instante más.
Regresaba a su hogar, de donde nunca tuvo que haber salido. Ensillaría
ella misma a Jezabel, se saltaría el toque de queda, burlaría la vigilancia de
los alrededores y volvería a Thurso, donde nada ni nadie podría volver a
hacerle daño.
VEINTICINCO
Bearnard:
Isobel
Bearnard dejó caer la carta al suelo y dio un paso atrás, notando que
todo comenzaba a dar vueltas a su alrededor.
¿Qué diablos significaba eso? ¿Qué maldita locura había poseído a su
mujer para abandonarlo de esa forma?
Le deseaba felicidad con Eara. ¡Con Eara! ¡¿Tan poco le importaba que
lo empujaba hacia los brazos de su examante?! ¿Eso es lo que pretendía
Isobel? ¡¿Que regresara con la otra y actuase como si nada hubiera pasado?!
¡¿Que obligara a su cerebro a borrarla de su mente de la noche a la
mañana?!
—¿Me ha abandonado?
Isobel había huido de él porque no lo amaba. Sus palabras de amor
habían sido fruto de una confusión y no deseaba seguir en su compañía.
¡No lo amaba, no lo amaba! ¡Malditos todos y maldita esa mala mujer!
¿Y ahora qué debía hacer? ¿Ir a por ella y obligarla a que regresase a su
lado aun sabiendo que nunca podría quererlo? ¿Traerla a rastras al castillo
Sinclair y soportar su odio el resto de sus días?
¡No era feliz a su lado! ¡Por más que él se esforzó por complacerla, en
proporcionarle cariño y pasión, Isobel Sutherland acababa de demostrarle
que su corazón era frío como el hielo!
Bearnard se pasó una mano por el cabello y cerró muy fuerte los ojos,
notando que el escozor de su pecho se hacía insoportable.
Se había enamorado de su esposa. Él sí que hubiera luchado por ella, por
un futuro en común. Lo habría hecho contra viento y marea.
—Me ha abandonado porque no me ama —repitió destrozado—. Se ha
ido. Se ha ido en plena noche y…
¿En plena noche?
¡¿Esa descerebrada había abandonado el castillo en plena guerra contra
los Mackay sin pensar en los peligros que su vida podría correr?!
Bearnard salió de sus aposentos y se dirigió a las caballerizas como
alma perseguida por el diablo. Tenía que encontrarla. ¿Y si los Mackay le
hacían daño? ¿Y si la confundían con un hombre y la mataban?
Ante esa posibilidad, jadeó asustado y alcanzó su caballo. Sin embargo,
antes de montar, la voz intranquila de uno de sus hombres lo distrajo.
—¡Mi laird! ¡Ha ocurrido algo en el bosque, mi laird! ¡Su esposa!
A Bearnard casi se le paró el corazón.
—¡¿Qué pasa, Graham?! ¡¿Qué ha ocurrido con Isobel?! ¡Vamos, habla!
—Nuestros hombres la interceptaron hace un rato cabalgando sobre su
yegua en dirección a Thurso East.
—¡¿Dónde está?!
—En el castillo de Thurso. Su mujer nos ordenó dejarla proseguir, pues
aseguró tener su beneplácito para hacerlo. ¿Debemos ir en su busca y traerla
de vuelta, mi laird?
¡Sí, sí, maldición! ¡Quería ir a por ella, retenerla a su lado aunque fuera
a la fuerza!
¡La amaba! ¡Se había enamorado de su mujer como un tonto!
Y ella lo había dejado.
¡Lo había dejado tirado como a un perro faldero! ¡Lo empujaba hacia su
amante, le importaban tan poco sus sentimientos que se había marchado sin
mirar atrás!
Pero no demostraría su dolor. ¡Jamás! Si Isobel había decidido largarse,
no correría tras ella como un jovenzuelo desesperado por su amor, aunque
en el fondo ese fuera su deseo.
¡Era el laird, maldita sea! ¡Y como jefe de su clan, no daría ese penoso
ejemplo!
—Mi esposa se quedará en el castillo de Thurso —anunció con voz de
mando intentando sonar sereno—. Sus palabras eran ciertas, tiene mi
permiso para marcharse. Puedes retirarte a descansar por hoy, Graham.
Pasaron dos semanas y la guerra contra los Mackay se recrudeció por orden
de Bearnard.
Los Sinclair arrasaban los poblados enemigos día tras día, dejando a su
paso destrucción y miedo. No quedaba una granja en pie, un corral con
animales, casas a las que regresar.
La tarde del decimonoveno día sin Isobel, los guerreros regresaron
triunfantes a Wick arrastrando a sus espaldas un buen botín, ya que se
llevaron consigo a más de cien cabezas de ganado arreado, tras ver arder las
casas de los granjeros a los que pertenecían.
Bearnard, cubierto de sangre y con una expresión temible en los labios,
empujó la puerta de entrada al castillo y caminó por el gran salón
directamente hacia una solitaria jarra de vino colocada sobre la mesa.
Sirvió aquel rosado líquido en una copa, sin importarle que terminase
derramándose sobre la mesa y se lo tomó de un solo trago.
La copa vacía acabó estrellada contra el suelo, provocando un grito
sorprendido de unas criadas que se escuchó a varios metros de distancia.
Pero a él no le importó en absoluto. Apoyó ambas manos sobre la tibia
madera de la mesa y cerró los ojos con fuerza, reflejando su desdicha en el
rostro.
—Hijo. —La voz de Beth a su espalda lo hizo volver a incorporarse.
Cuando encaró a su madre, el semblante de ella denotaba inquietud—. Hijo
mío, me preocupas. No descansas por las noches, tu rostro está demacrado y
tu forma de comportarte ha cambiado. Debes reposar, Bearnard. Tu salud va
a resentirse si…
—¡Estamos en guerra, madre!
—¡Tu padre también libró varias guerras en su juventud, y no acudía a
cada batalla!
—¡Soy el laird y mi obligación es acompañar y liderar a mis guerreros!
—He oído las habladurías de los guerreros en cuanto a tu persona.
¡Dicen que eres demasiado temerario en los ataques! ¡Bearnard, acabarán
matándote si sigues cometiendo tales imprudencias!
—Si mi destino es la muerte, caminaré gustoso hacia ella.
—¡No puedes estar hablando en serio! ¡Hijo mío, debes reaccionar! —
exclamó Beth desesperada—. ¡La vida no acaba por el abandono de tu
esposa!
—¡No la nombrarás! ¡Yo no tengo esposa! ¡No quiero volver a escuchar
su maldito nombre jamás! ¡Ella no existe, no es nadie para mí!
—¡Oh, querido, no me grites de ese modo! ¡Comprenderás mi
confusión! ¡No entiendo los motivos de Isobel para marcharse, nadie los
entiende, todo estaba bien y…!
—¡Esa dama no tiene corazón, es una arpía con hielo en el alma! —
exclamó con el rostro dolorido, y le dio un fuerte puñetazo a la mesa, donde
la jarra de vino casi llegó a volcarse—. ¡Lejos de mí es donde debe estar,
porque a su lado fui un necio, un estúpido iluso que creyó conseguir su
amor! ¡Un débil de mente que acabó enamorado de su mujer, y eso es
imperdonable!
—¡No, no, Bearnard! ¡Eso no es cierto! ¡Nada hay de malo en amar a
una esposa!
—A ella sí, porque Isobel Sutherland no ha hecho más que causar
problemas e infligir dolor.
—Eso no es cierto. Todos la queríamos, acabamos queriéndola como a
una más de la familia. ¡Eres su marido, tienes todo el derecho de ir en su
busca y obligarla a que viva en tu hogar!
—No tengo la menor intención de ir a buscarla, madre. Ella no me ama.
Esa mujer no ama a nadie, y no voy a perder más tiempo lamentándome por
su partida. Mi deber es centrarme en la guerra, así que no me pidas que deje
a mis hombres.
—¡Pero querido, el cuerpo necesita al menos unas horas de reposo al día
y tú apenas duermes!
—¿Y qué más da?
—¡Bearnard, por san Gervasio!
—¡Bearnard, hermano! —La voz de Elliot se coló en la conversación.
Acababa de entrar al salón y lo cruzaba corriendo hacia ellos con un papel
enrollado en la mano—. ¡Hemos recibido una misiva de los Mackay!
Le entregó el papel y Bearnard lo leyó atentamente, sin cambiar ni un
ápice la expresión de su rostro.
—Nos piden una tregua para que sus aldeanos pueden comenzar las
reconstrucciones.
—¿Una tregua? ¡Oh, gracias a Dios! —exclamó Beth con una débil
sonrisa en los labios.
—¡No la tendrán!
—¡Hermano! ¡Pero ¿qué dices?!
—¡Hijo, debemos ser caritativos con esas pobres gentes que nada tienen
que ver con Alastair y el laird!
Bearnard apretó los labios sin estar de acuerdo con ellos. ¿Cómo iba a
darles una tregua? ¡Esos malditos Mackay eran los responsables de la
última discusión que tuvo con Isobel! ¡Los culpaba por ello!
—No hay tregua. Quiero una rendición.
—¡Hermano, piensa bien lo que haces! ¡Nuestros hombres también
están agotados! ¡No podrán seguir mucho más si sus cuerpos no se
recuperan!
El laird les dio la espalda y maldijo en voz baja. ¿Una tregua? ¡Pero si
luchar era lo único que mantenía su mente alejada de ella! ¡Era la forma que
tenía de no ver su rostro! Sin embargo, y aunque no le gustase reconocerlo,
Elliot y su madre tenían razón. Sus hombres precisaban de ese merecido
descanso.
—Dos semanas. Ni un día más.
Un año después
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