Mita Marco - La Bruja y El Escocés Hermanos Sinclair 02

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Copyrigh © 2023 Mita Marco

Portada: Mita Marco


Corrección: Amparo Tárrega
Maquetación: Mita Marco
Primera edición: mayo de 2023
Título: La bruja y el escocés

Reservados todos los derechos.

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de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.
(Art. 270 y siguientes del Código Penal).

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la
imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o
muertas, establecimientos de negocios, hechos o situaciones sin pura coincidencia.
Nadie en Escocia puede escapar del pasado.
Está en todos lados, rondando como un fantasma.

Proverbio escocés
Índice

UNO
DOS
TRES
CUATRO
CINCO
SEIS
SIETE
OCHO
NUEVE
DIEZ
ONCE
DOCE
TRECE
CATORCE
QUINCE
DIECISÉIS
DIECISIETE
DIECIOCHO
DIECINUEVE
VEINTE
VEINTIUNO
VEINTIDÓS
VEINTITRÉS
VEINTICUATRO
VEINTICINCO
VEINTISÉIS
VEINTISIETE
EPÍLOGO
Escucha la música que ha inspirado el libro en la Playlist de Spotify:
#HermanosSinclair

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UNO

Castillo Sinclair, Escocia, año 1463

El sol brillaba con toda su fuerza en lo alto del cielo y la temperatura era
extrañamente agradable para estar en pleno mes de febrero. Ni siquiera la
densa bruma proveniente del mar, que cubría por completo el poblado de
Wick cada mañana, había hecho acto de presencia.
Se escuchaba el graznido de las gaviotas por doquier, las aguas estaban
tranquilas y transparentes, los niños jugaban en las calles y los aldeanos se
vestían con sus mejores ropajes para la ocasión.
Esa misma tarde, se celebraría una gran fiesta a la que todos estaban
invitados y eso significaba comida abundante y buen vino para los
asistentes.
Se habían decretado tres días festivos en los que solo habría hueco para
las celebraciones, y todo el mundo estaba ansioso por que empezara la
diversión.
El castillo Sinclair lucía imponente, repleto de flores frescas, sus
mejores tapices colgados de las paredes y las ricas alfombras desplegadas
en todas las estancias.
El gran salón era un hervidero de criadas que se afanaban por dejar todo
listo para cuando el banquete comenzara, eso sí, guiadas en todo momento
por Beth, la antigua señora, que no dejaba ni el más mínimo de los detalles
al azar.
—Bonnie, esas flores no pueden estar junto a la puerta o nuestros
invitados tropezarán con ellas.
—Sí, mi señora.
—Y quiero que la mesa sea pulida y encerada antes de mediodía. ¿Le
habéis sacado brillo a la vajilla?
—Martha está haciéndolo en estos momentos.
—¿Todavía no ha terminado? ¡Santos, esa muchacha es más lenta que
una vaca vieja! ¡Voy ahora mismo a ordenarle que se apresure o el tiempo
se nos echará encima!
—¡Madre! ¡Madre! ¡Debemos irnos o se nos hará tarde! ¡Ya oigo
repiquetear las campanas de la capilla!
La dulce voz de Phemie interrumpió los planes de Beth. Su hija mediana
caminaba hacia ella con un recatado vestido color melocotón y el cabello
rubio recogido en un tenso moño que dejaba al descubierto sus delicadas
facciones.
—Phemie, querida, hoy me va a ser imposible ir a misa. Hay demasiado
trabajo por hacer en el castillo.
—Pero el párroco…
—Pídele que disculpe mi ausencia, estoy segura de que lo comprenderá.
—¿Y Mai?
—Tu hermana, aquí mismo en… —Beth paró de hablar y puso los
brazos en jarras buscando a su alrededor—. Estaba aquí hace un momento,
pero a saber por dónde andará ahora. Esa jovencita es imprevisible.
—Voy a buscarla a su alcoba.
Phemie dejó atrás el salón y subió con elegancia y finura por las
escaleras, saludando cortésmente a cada criada con la que se cruzaba en el
camino.
Se notaba el nerviosismo en cada habitante del castillo, pero era
comprensible, porque el acontecimiento que se celebraría esa misma tarde
era de vital importancia para el clan, y tanto ella como Mai estaban ansiosas
por asistir a aquella fiesta multitudinaria. Sería tan divertido…
Al llegar a la planta superior, cruzó el largo pasillo que llevaba a los
dormitorios y pudo apreciar que, incluso allí, su madre había mandado
poner flores.
—Pero ¿qué…? —Ya sabía dónde estaba Mai.
Su hermana, con la oreja pegada a una de las puertas, se tapaba la boca
mientras la sonrisa no se borraba de sus labios—. ¡Pequeña descarada!
¿Acaso no sabes que no es correcto espiar a nadie?
—¡Shhh! ¡Calla, Phemie, que no escucho!
—¡Y todavía no te has peinado! ¡Vamos a llegar tarde a misa!
—Esto es mucho más interesante que el sermón del párroco.
—¡Oh, Mai, tienes catorce años! ¡Es hora de que madures un poco!
¡Madre se desposó con padre a tu edad! ¡Una dama no debe andar
husmeando en los aposentos de nadie!
—Pero yo no voy a casarme, hermana. Voy a luchar con los guerreros
Sinclair para defender a Escocia de los ingleses.
—¡Deja de decir sandeces y vámonos, la misa ya habrá comenzado!
—¡Un minuto! ¡Solo un minuto! Quiero saber qué está pasando ahí
dentro.
—¿En la alcoba de Bearnard?
—Se oyen risas y aplausos.
—¿Aplausos? —Phemie pegó la oreja también a la puerta y prestó
atención a los ruidos provenientes del interior—. Es la voz de Eara.
—¿Estará bailando y por eso Bearnard aplaude?
—Es posible. El otro día, le oí decir a uno de los guerreros que Eara se
mueve muy bien en la alcoba.
—¡Escucha, escucha, Phemie, ahora los aplausos se oyen más fuertes y
rápidos!
—Santos, sí que tiene que bailar bien para que Bearnard la aplauda
tanto.
Ambas jóvenes continuaron en silencio intentando adivinar qué pasaba
ahí dentro, pero jamás se habrían imaginado la realidad.
Al otro lado de la puerta, Bearnard agarró por ambos brazos a Eara y la
aplastó contra una de las paredes de su dormitorio mientras embestía contra
ella a una velocidad imposible.
¡Plaf, plaf, plaf, plaf, plaf…!
Los senos de su amante brincaban por la fuerza de sus movimientos.
Bearnard se metió uno en la boca y lo succionó desesperado.
Durante un segundo, tuvo que apoyar una mano en la pared porque todo
le daba vueltas, pero ni aun así dejó de fornicar con ella.
No quería pensar y la mejor forma de conseguir que su cabeza lo dejara
en paz era con el sexo.
Los gemidos de Eara se escuchaban por todo el dormitorio y lo
encendían todavía más.
Sin dejar de penetrarla, cogió su copa de vino, que descansaba sobre una
cómoda que tenía a su lado, y le dio un gran trago, logrando que el rojizo
líquido se derramase por su cuello y su pecho. Cerró los ojos, preso de un
gran mareo. Cuando volvió a abrirlos y miró a Eara, la vio doble.
—Mi laird, no debes beber tanto. Hoy es un día importante.
—Es un día como otro cualquiera y haré lo que me plazca, mujer —
respondió él con un gruñido y arrastrando las palabras debido al alcohol.
—Tus invitados…
—Mis invitados mantendrán la boca cerrada.
Cogió a Eara por las mejillas y la besó con intensidad, dejándole el
regusto del vino que acababa de beber. Trastabilló un poco debido a la
borrachera y fue bajando hacia el suelo para recostarse sobre él. Sería
mucho más seguro que seguir de pie.
Colocó a su amante bajo su cuerpo y allí siguió embistiendo a toda
velocidad.
Varios minutos más tarde, el orgasmo le hizo contener un gemido y
descansó todo su peso en ella, con la respiración muy acelerada y la
sensación de que su alcoba daba vueltas sin cesar.
—Oh, pesas demasiado. —Eara lo empujó un poco para que se quitase
de encima, pero él no movió ni un músculo—. Bearnard, me lastimas. —Lo
zarandeó para que la bruma de la borrachera le permitiera moverse, pero ni
aun así él hizo ningún movimiento—. ¿Bearnard? ¡Bearnard!
Cuando le giró la cara, se dio cuenta de que estaba inconsciente.
Demasiado alcohol. Tras varios intentos y toda su fuerza, pudo quitárselo
de encima.
Sentada en el suelo, totalmente desnuda, contempló al laird de los
Sinclair desvanecido bocabajo. Su magnífico cuerpo estaba a la vista y Eara
se recreó en su trasero. Era un hombre tan fuerte y gallardo que cualquier
mujer se sentiría feliz de tenerlo en su cama y entre sus piernas, pero él la
había elegido a ella y no pensaba dejarlo escapar.
Bearnard Sinclair era el más bello espécimen masculino que hubiera
conocido nunca. Tenía un rostro cuadrado y armonioso de ojos azules como
el cielo. Su nariz patricia poseía un toque aguileño que no hacía más que
acentuar su masculinidad y el cabello castaño rojizo enmarcaba su cara y
rozaba sus hombros. Era tan apuesto que en más de una ocasión llegó a las
manos con alguna de las criadas para defender lo que era suyo. Ese hombre
le pertenecía y no pensaba dejar que nadie se lo robase.
Bajó la mirada por su anatomía y suspiró de puro placer. Bearnard, a
pesar de su fiereza, era un amante considerado al que le encantaba hacer
disfrutar a las mujeres. Era amable, educado, algo tosco a veces y muy
generoso. Desde que comenzaron sus encuentros sexuales, Eara contaba ya
con más de veinte vestidos preciosos, cortesía del laird.
Tras un suspiro, se levantó del suelo y lo agarró por los brazos para
intentar arrastrarlo hacia el lecho.
Estaba totalmente desfallecido y en el suelo cogería frío.
Tiró con todas sus fuerzas una y otra vez, pero ni con esas pudo moverlo
ni un centímetro. Pesaba demasiado.
—¡Maldición, Bearnard!
Si quería moverlo, necesitaría ayuda, ella sola era incapaz.
Se cubrió con su vestido, sin atar las cintas del corpiño, y corrió hacia la
puerta para pedir ayuda.
Nada más abrir, el grito de Phemie y Mai, que todavía seguían espiando,
la sobresaltó.
Las hermanas de Bearnard cayeron al suelo despedidas, mirándola como
si acabase de descubrirlas haciendo algo muy malo.
—¿Qué hacéis vosotras dos aquí?
—¡Nada! —corearon ambas levantándose a toda prisa.
—Necesito ayuda con vuestro hermano.
—¿Qué le pasa?
—Ha bebido y no puedo llevarlo a la cama.
—¿Qué eran todos esos aplausos? —saltó Mai sin aguantar la
curiosidad.
—¡Shhh! —La empujó Phemie para que cerrase el pico y miró de nuevo
a Eara—. Nosotras podemos ayudar.
—¡No! ¡Ni se os ocurra entrar! Bearnard no está en buenas condiciones
y sois demasiado jóvenes.
—Entonces, ¿qué hacemos?
—Llamad a alguno de sus hombres para que lo levante del suelo.
—Creo que Elliot y Claire llegaron anoche al castillo para asistir a la
fiesta —recordó Mai de repente—. Él podrá ayudar a Bearnard.
Dejaron a Eara en la puerta de los aposentos del laird y corrieron hacia
la alcoba de su otro hermano.
Traquearon insistentes y no fue sino un par de minutos más tarde que la
puerta se abrió.
Por ella apareció Claire, su cuñada, quien todavía vestía con su camisola
de dormir y se acariciaba su abultado vientre de embarazada.
Al reconocerlas, se le iluminó el rostro. Desde el primer día en que se
conocieron, la relación entre ellas fue maravillosa.
—¡Mai, Phemie! Pero qué agradable sorpresa, anoche llegamos tan
tarde al castillo que no tuve ocasión de saludaros.
Las jovencitas abrazaron a Claire y pasaron sus manos por su barriga.
—¿Cómo está nuestro sobrino?
—¡O sobrina! —saltó Mai.
—Cada día más pesado. Termino los días agotada.
—¿Se encuentra aquí nuestro hermano?
—¿Elliot? Sí.
—Lo necesitamos urgentemente.
—¡Muy urgente! —añadió Phemie.
—¿Qué ocurre?
De repente, unos brazos rodearon por detrás a Claire.
—Mujer, ¿qué menester te mantiene fuera de mi cama?
Elliot apareció ante ellas vestido únicamente con una sábana alrededor
de su cintura. Claire enrojeció y le dio un par de golpecitos en los brazos
para hacerle entender que no estaban solos.
Cuando vio a sus hermanas, se cubrió un poco más con las sábanas.
—¿Qué hacéis vosotras aquí? ¿No tendríais que estar en misa?
—Han venido a buscarte.
—¿Para qué?
—Bearnard te necesita —dijo Mai tirando de su mano.
—¿Qué le pasa?
—Está ebrio e inconsciente en su alcoba. Eara está con él.
—¿Ebrio e inconsciente? Ha elegido el mejor día para dar el
espectáculo. ¡Pardiez, Bearnard! —Dio media vuelta para vestirse a toda
prisa. Cuando regresó junto a su mujer y sus hermanas, las hizo entrar a su
dormitorio—. Quedaos aquí con Claire y no se os ocurra moveros hasta que
yo venga.
—¡Queremos ayudar! —exclamó Mai rebelándose.
—Unas jovencitas no deben ver a un caballero en tan malas
condiciones.
—¡No es la primera vez que os vemos ebrios!
—¡Mai, obedece!
Ella se cruzó de brazos enfurruñada, pero Elliot apenas prestó atención,
pues salió de la alcoba y cerró tras de sí para asegurarse de que ninguna de
sus hermanas lo seguía.
Lo último que necesitaba era que la voz corriera y los invitados, que
presumiblemente ya habrían comenzado a llegar al castillo, supieran que el
laird de los Sinclair era un descerebrado alcornoque por haberse
emborrachado ese preciso y maldito día.
Descubrió a su amante en la puerta de la alcoba de Bearnard y, cuando
llegó a su lado, ella suspiró más tranquila.
—No he podido levantarlo y necesitaba ayuda.
—¿Cuánto ha bebido?
—Lleva toda la noche haciéndolo.
—¿Por qué lo has dejado beber tanto? —preguntó furioso.
—Mi señor, cuando el laird quiere hacer algo, nadie puede detenerlo.
¿Crees que me hubiera hecho caso?
—No, maldición, no obedece a nadie. —Chasqueó la lengua y
contempló a Bearnard completamente desnudo, tirado en el suelo—.
Retírate, ya me ocupo yo de él. ¡Y no hables con nadie sobre esto!
Eara se marchó algo enfurruñada y, cuando Elliot se quedó a solas con
su hermano, resopló y se pasó una mano por los ojos.
Incluso a él le iba a costar levantarlo. Bearnard no era ligero, que
digamos. Para levantarlo y trasladarlo al lecho, necesitaría al menos la
ayuda de otro hombre.
Así que cogió la palangana con la que su hermano se aseaba a diario,
que descansaba en uno de los rincones de la habitación, y volcó todo el
contenido sobre su cabeza.
De repente, Bearnard se incorporó dando un grito furioso y, cuando
enfocó los ojos en Elliot, todavía veía doble.
—¡¿Puede saberse qué diablos haces?!
—Despertar a un estúpido ebrio.
—¡Elliot, el agua está congelada!
—Es justo lo que necesitas.
—Tienes suerte de que seas mi hermano, porque podría matarte por
esto.
—¿¡En tu estado!? No podrías matar ni a un tierno gorrión.
—No oses reírte y márchate de mi alcoba.
—No, hasta que me digas qué diablos tienes en la cabeza para hacer lo
que has hecho.
—Solo he bebido un poco. —Se levantó del suelo, intentando no
trastabillar demasiado, y comenzó a vestirse—. Necesitaba dejar de pensar.
—Es muy difícil que un poco de alcohol te haya hecho esto. Te conozco.
—Bueno, puede que haya bebido más de la cuenta, pero ¿qué más da?
—A tus invitados no creo que les guste verte así.
—Mientras cumpla con mi deber, nada dirán al respecto.
—Desprendes olor a vino rancio, tienes los ojos inyectados en sangre,
no te mantienes de pie sin tambalearte…
—Estaré bien cuando llegue la hora.
—Tampoco creo que a tu futura esposa le agrade verte así cuando entre
en la iglesia.
Bearnard apretó los labios y tomó asiento en un sillón orejero situado
frente al fuego del hogar.
—Lo que esa indeseable piense de mí me es indiferente.
—Aceptaste casarte con ella, le debes un mínimo de cortesía, hermano.
—Ya sabes por qué acepté. Perry Sutherland nos tiene agarrados por las
pelotas. Cuando rompiste tu compromiso con Alpina para casarte con
Claire, amenazó con romper nuestra alianza.
—Pudiste haberte negado.
—Mi deber es proteger al clan y, si para ello debo casarme con la
solterona de su hija mayor, lo haré.
—Isobel Sutherland es mucho peor que eso, Bearnard. Tomar como
esposa a una simple solterona de veinticuatro años no sería tan malo. Pero
ella…
—No me lo recuerdes.
—¿Acaso no te acuerdas de la última vez que la vimos? Era una niña
fea, con la cara repleta de sarpullidos rojos, con un carácter muy
desagradable y con el cabello igual que un nido de pájaros.
—¡He dicho que no me lo recuerdes!
—¡Es que quiero que enmiendes tu error antes de que sea demasiado
tarde, hermano! ¡No te cases con ella, estás a tiempo de romper ese
compromiso!
—No lo estoy, los Sutherland deben de estar llegando al castillo.
—Les diremos que se vayan.
—No, Elliot. Di mi palabra y cumpliré con ella.
—¡Es una bruja, Bearnard! ¡Corren rumores horribles sobre su persona,
dicen que adora a Satán! ¡Estuvo prometida dos veces y en las dos
consiguió con sus conjuros mágicos espantar a sus prometidos! ¡Despierta
el miedo de todos los aldeanos con los que se cruza!
—Hablas como Mai.
—En esta ocasión, me temo que nuestra hermana tiene razón. ¿Por qué
iba a querer una mujer encerrarse en su castillo y no relacionarse con el
resto del mundo?
—No lo sé. —Ni lo sabía ni quería saberlo. Todo lo relacionado con
Isobel Sutherland le daba grima. Elliot estaba en lo cierto: las brujas cuanto
más lejos mejor. No quería tener nada que ver con ella, pues ese matrimonio
solo le traería problemas. Perry Sutherland había ganado esa vez, había
conseguido quitarse de encima a su peor hija, a la que nadie quería cerca. Y
si su padre no la quería, él menos. Ni siquiera quiso abrir el retrato que le
mandó de su prometida. No quiso horrorizarse por su fealdad, ni que su
imagen embrujase el castillo. Ordenó que quemaran dicho cuadro con funda
incluida, porque en su hogar no había cabida para esa diabólica mujer.
—Bearnard, suspendamos ese enlace. Mereces una mujer que esté a tu
altura, una dama hermosa de buen corazón a la que ames con toda tu alma.
—Tengo a Eara.
—Eara es tu amante y no la amas.
—¿Qué más da?
—Hermano…
—¡Voy a casarme, Elliot! Voy a casarme con Isobel Sutherland y,
cuando la celebración se acabe, la mandaré de regreso a su demoníaco
castillo y no volveré a verla jamás.
DOS

Castillo de Thurso, Thurso East

El rostro mofletudo de Perry Sutherland destilaba ira mientras aporreaba la


gruesa puerta de madera que mantenía a su hija mayor a salvo en la
seguridad de su alcoba.
Llevaba allí más de una hora, intentando sin éxito que su primogénita
cediera ni un poco. De hecho, ni siquiera le había dado la oportunidad de
verla pues, nada más escuchar el sonido de la calesa de su padre acercarse a
su hogar, Isobel se había encerrado en su dormitorio y se negaba a obedecer
sus órdenes.
—¡No puedes esconderte ahí dentro por mucho tiempo, Isobel! ¡Sal
ahora mismo!
No recibió respuesta, de hecho, su hija no se había dignado a contestar
ni una sola vez, y eso había enfurecido todavía más al laird de los
Sutherland. Perry no era conocido precisamente por su buen humor y
paciencia, de hecho, todos los miembros de su clan se cuidaban mucho de
hacer algo que no le gustase, porque las consecuencias podrían ser
horribles. Sin embargo, a ella parecía no preocuparle en absoluto, ya que
seguía con su desplante.
—¡Isobel, no voy a repetirlo más! ¡Abre la puerta, tu futuro esposo te
espera!
—¡Cásate tú con él! —gritó por fin desde dentro. Su voz sonó grave y
muy furiosa, como si odiase aquella situación y a su padre por igual.
—¡Harás lo que te he ordenado, muchacha descarada! ¡Acatarás tu
deber con el clan!
—¡Nuestro clan ni se acuerda de que existo!
—¡Isobel, no te atrevas a hablarme como si fuera un simple aldeano!
¡Me debes respeto como laird y como tu progenitor! ¡Yo te permití vivir
aquí sola, te he complacido en tu capricho de ser independiente! ¡Te
entregué el castillo de Thurso y a varios de mis criados!
—¡Este castillo es mío por derecho, es herencia de madre, no tienes
nada que ver, mi laird!
—¡Maldita muchacha descarada! ¡Abre la puerta ahora mismo!
—¡No!
—¡Isobel, maldición! —chilló fuera de sus casillas, dándole fuertes
golpes a la madera, haciéndola temblar—. ¡Aceptaste este matrimonio,
ahora no puedes echarte atrás!
—¡Se me obligó a aceptar!
—¡Todo nuestro clan está en el castillo de tu prometido esperando a la
novia! ¡Bearnard Sinclair aguarda deseoso a su futura mujer!
—¡Nos vimos una vez siendo niños! ¿Cómo va a esperarme deseoso si
ni siquiera me conoce?
—¡Pero me conoce a mí! Cualquiera estaría encantado de unirse a
nuestro clan, y los Sinclair son nuestros mejores aliados, no podemos
permitirnos perder una alianza de ese calibre.
—¡Buscad a otra a la que sacrificar!
—¡Tienes veinticuatro años, muchacha, eres una solterona y, si no te
desposas ahora, morirás sola en este castillo!
—¡Y es lo que deseo! ¡No quiero trato alguno con los hombres, no
quiero marcharme de aquí! ¡Este es mi hogar!
—¡Maldita la hora en la que tuve una hija tan desobediente! —gritó
poniéndose rojo por la ira—. ¡Como no salgas ahora mismo, tiraré la puerta
abajo, Isobel, y cuando te coja, no seré tan benévolo contigo, muchacha del
demonio!
—Padre. —A su lado, su hija menor, que había estado en silencio
contemplando la escena, apoyó una mano en su hombro.
Era una joven muy hermosa, rubia de ojos azules como el cielo y un
temperamento tan fuerte como el suyo, aunque también algo caprichosa,
pero obediente llegado el momento, y eso agradaba mucho a Perry.
Alpina Sutherland le pidió tranquilidad con la mirada y permiso para ser
ella la que hablase con su terca hermana. Cuando Perry asintió, la joven se
colocó frente a la puerta y suspiró antes de hablar:
—Hermana —su voz sonó serena—. Comprendo tu hostilidad, pero ya
no hay tiempo para echarse atrás. Esta boda debe celebrarse.
—¡Que se celebre, pero la novia no seré yo!
—¡Es un gran hombre, Issy! ¡Conozco a Bearnard Sinclair, su conducta
y sus actos son intachables!
—¿Y por qué no te desposas tú con él, si tan buen marido crees que
será?
—¡¿Yo?! —gritó Alpina airada—. ¡Por si no lo recuerdas, el malnacido
de su hermano rompió nuestro compromiso para casarse con una sucia
sassenach que no tenía dónde caerse muerta!
—Una familia modélica, por lo que veo —se burló la otra.
—Pero Bearnard no es como Elliot, hermana. Es el laird, es un hombre
íntegro que cumple con su palabra. Es amable, es apuesto, es bondadoso,
es…
—¡¿Y qué hace un hombre con todas sus virtudes sin una esposa?!
—Es viudo.
—¡Pues seguirá siéndolo, porque no voy a casarme con él!
—¡Oh, Issy, ya basta!
—¡Buscad a otra!
Alpina dio media vuelta enfadándose tanto como estaba Perry y se cruzó
de brazos al llegar a su lado.
—¡No debiste haberle permitido vivir aquí sin tu supervisión, padre!
¡Isobel es ingobernable, cree que puede hacer lo que le venga en gana! ¡La
gente habla de ella! ¡He escuchado decir barbaridades sobre su persona, la
tildan de bruja! —Escuchó la risa ahogada de su hermana a través de la
puerta—. ¡Y a ella le hace gracia! ¡La acusan de adorar a Satán, y mi
hermana se ríe! ¡Cualquier día, la quemarán en la hoguera si nadie pone fin
a esos rumores! ¡Debe reconducir su vida y estar bajo la protección de…!
—¡Yo sé protegerme sin necesidad de ningún hombre!
—¡Se acabó! —gritó su padre sin poder aguantar más la rabia—. ¡Se ha
terminado la negociación! ¡He intentado hacer esto por las buenas, Isobel,
hacerte entrar en razón y llevarte al castillo Sinclair, conservando tu
orgullo! ¡Pero si has decidido actuar de esta manera, yo haré lo propio! ¡Si
tienes que llegar a tu boda maniatada, así será, pero hoy se va a celebrar ese
enlace!
—¡Prefiero arrojarme por el balcón, gracias!
—¡Oh, maldita muchacha! —Perry Sutherland comenzó a caminar de
nuevo hacia la puerta con ojos asesinos y los puños apretados. La poca
paciencia con la que contaba acababa de esfumarse como la niebla de la
mañana.
Levantó un brazo y dos de sus guerreros fueron hacia la puerta cargando
dos hachas, con las que comenzaron a golpearla, astillándola hasta
romperla.
Cuando la puerta cayó al suelo, Perry entró en los aposentos de su hija
con el rostro desencajado. Alpina iba tras él.
Encontró a su hija en el otro extremo de su dormitorio, apoyada contra
la pared, mirándolo con ojos cautos, preparada para salir corriendo.
El laird de los Sutherlands se quedó quieto varios segundos, porque la
habitación de su primogénita estaba iluminada con decenas de velas. Velas
por doquier, dando un aspecto extrañamente inquietante al ambiente.
Además, el olor a cera y a… algo que se quemaba dentro de una vasija
inundaba sus fosas nasales.
—¿Qué diablos es todo esto?
—Soy una bruja, padre. ¿No lo recuerdas?
—¡Una descarada es lo que eres! —Caminó hacia ella furibundo—.
¡Apaga todas esas velas y monta en el carruaje!
—N… No.
—¡Isobel! —La agarró por la muñeca y tiró de ella—. ¡Vendrás con
nosotros y aceptarás a Bearnard Sinclair delante del párroco y de ambos
clanes!
—¡Quiero quedarme en mi hogar!
—¡¿Haciendo qué, brujerías?!
—¡Y pociones mágicas en mi caldero! —añadió mordaz.
Perry alzó una mano y la abofeteó, logrando que esta perdiera el
equilibrio y tuviera que apoyarse en la pared para no caer al suelo.
Isobel se calmó el dolor de la mejilla y miró a su padre con ojos
incrédulos, pues nunca antes la había golpeado.
—¡Hermana, obedece, por san Gervasio! —suplicó Alpina.
—¡No deseo esta boda!
—¡Yo tampoco deseo una hija tan problemática, solterona y descarada
como tú, que hace conjuros mágicos y prefiere vivir separada de su clan
como una extraña!
—¡Padre! —exclamó de nuevo Alpina, horrorizada por el camino que
estaba tomando aquella situación.
—¡Entonces, solo tienes que renegar de mí, mi laird!
—¡Y lo haré en cuanto te cases con Bearnard Sinclair, maldición! ¡Una
criatura tan diabólica como tú no merece llevar mi apellido!
—¡Quizás, esta criatura diabólica es la que no desea tu odioso apellido!
—¡Bastarda hiriente, maldita mocosa! —Perry Sutherland cogió a Isobel
por el cuello y apretó fuerte, apresándola contra la pared—. ¡Tú no eres hija
mía! ¡Es imposible que mi simiente haya podido dar un fruto podrido como
lo eres tú! —De repente, le asestó un duro golpe en la mejilla tirándola al
suelo, medio mareada. Pero no se quedó ahí, Perry se arrojó sobre ella y,
colocándose encima, continuó ahogándola con ambas manos mientras
Isobel luchaba por respirar.
—¡Padre, por el amor de Dios! —gritó Alpina muerta de miedo, tirando
de él para que soltase a su hermana—. ¡La vas a matar!
—¡Es lo que se merece!
—¡Padre, piedad, es tu hija! ¡Es tu hija!
Perry la soltó de inmediato y se quitó de encima, siendo consciente de
repente de lo que había estado a punto de hacer.
Contempló a Isobel tirada en el suelo, inconsciente, mientras su otra
hija, con lágrimas en los ojos, se aseguraba de que su hermana seguía
respirando.
Dio media vuelta, muy alterado, y les ordenó a sus guerreros que la
llevasen a la calesa.

El camino hasta el poblado de Wick fue tormentoso y muy tenso.


Isobel despertó con la mejilla derecha hinchada, casi sin voz, además de
un dolor en el cuello muy fuerte y los dedos de su padre marcados en su
piel.
A su lado, Alpina le cogía la mano y se la apretaba para darle fuerzas,
pues desde que despertó no había parado de llorar en silencio.
No fue hasta que Perry abandonó la calesa y prosiguió el viaje a caballo
con los demás hombres que las hermanas se relajaron un poco.
Cuando fue a girar la cabeza para agradecerle a Alpina su apoyo, un
intenso dolor la hizo gemir. Apenas podía moverlo.
—Debes jurarme que nunca más vas a hacer algo así. No vuelvas a
provocarlo, Issy —le susurró.
—Es… —Se llevó una mano a la garganta, pues la voz apenas le salía
—. Ese hombre ya no es mi padre.
—¡Shhh, si viene y te oye…!
—¿Qué más va a hacerme?
—¡Júramelo, hermana! Cásate con Bearnard Sinclair y no lo hagas
enfadar más.
—Debería arrancarle el corazón y hervirlo junto con dos pieles de sapo
verrugoso.
—¡Isobel!
Ella se limpió otra lágrima y maldijo al hombre que le había dado la
vida. ¿Cómo era posible que su madre, una persona tan bondadosa y
amable, se hubiera enamorado de semejante monstruo?
—Me casaré con él, pero nunca actuaré como una esposa. Si el laird de
los Sinclair busca una mujer dócil y sumisa, esa no seré yo. Me han sacado
de mi hogar, me casan a la fuerza y tengo que dejar el castillo de Thurso
abandonado a su suerte.
—Tus criados seguirán manteniéndolo y cultivando sus tierras. Si te
comportas bien, tu esposo te permitirá visitarlo a menudo. ¡Bearnard es
bueno, hermana! ¡Él no es como Elliot, ni como padre!
Isobel bajó la vista al suelo y se limpió otra lágrima. Al final, tendría
que casarse y nada podría hacer para impedirlo.
El dolor agudo en su mejilla y cuello era insoportable, y su voz sonaba
ronca y débil.
—¿Dónde está Pherson? ¿Por qué no ha venido?
—Nuestro hermano tuvo que acudir al castillo Sinclair con nuestros
parientes por orden de padre. Nos espera allí. —Alpina apartó las gruesas
cortinas y miró afuera, dándose cuenta de que en realidad quedaba muy
poco para llegar a Wick.
—¡Santos, deberías llevar puesto ya tu vestido de novia!
—Cuando me vean magullada, todos sabrán que me han obligado a
casarme con su laird.
—No te quites el velo en toda la celebración.
—Pero voy a hacerlo. Quiero que sepan desde el primer momento que a
mí nadie me va a domar, que no voy a ser la esposa sumisa que todos
pretenden que sea sin pelear antes.
—¡Acabarás logrando que te maten, hermana! ¡¿Eso es lo que quieres?!
—¡Lo que quiero es regresar a mi hogar!
—¡Pero eso es imposible! ¡Así que intenta mantenerte lejos de cualquier
disputa! ¡Ponte el velo y no te lo quites hasta que estés en el lecho conyugal
con tu esposo!
—¡En el lecho, ¿qué?!
—¡Oh, Issy, eres la mayor! ¡No pretenderás que te explique lo que…!
—¡Sé perfectamente qué pasa ahí, y es… asqueroso! ¡Ese bastardo no
va a tocarme!
—Tenéis que consumar el matrimonio.
—¡Me clavaré un cuchillo en el pecho si me pone una mano encima,
hermana! ¡O mejor, se lo clavaré a él!
—¡Si me aprecias, no harás nada de eso!
—¿Qué tiene que ver tu aprecio con Bearnard Sinclair?
—Con él, nada, pero si le haces daño, tu vida correrá peligro, y si te
matan, jamás te lo perdonaré. ¡No vas a dejarme sola, Isobel Sutherland!
¿Me oyes? —Isobel suspiró y asintió finalmente. Después de todo, el amor
que sentía por sus hermanos era más fuerte que todo lo demás. Se
sacrificaría y aceptaría al laird de los Sinclair, pero no por exigencia de su
padre o por el clan, lo haría por Pherson y Alpina.

El castillo Sinclair apareció ante sus ojos como una gran mole de piedra
apostada en un precioso acantilado. Era imponente, enorme como ninguna
otra fortaleza que hubiera visto antes. Una cárcel de la que le sería
imposible escapar.
Las gaviotas volaban en lo alto de las torres, las banderas de su clan y de
los Sinclair se izaban por doquier, anunciando a bombo y platillo el gran
acontecimiento que iba a llevarse a cabo entre ambos clanes.
Incluso dentro del carruaje podía escuchar el sonido de las olas
chocando contra la falda pedregosa de la montaña, y los gritos.
Gritos por doquier, abucheos, insultos…
Sus ojos buscaron a Alpina, intentando hallar un poco de serenidad, pero
incluso su hermana estaba nerviosa.
—¿Me insultan a mí? ¿Todo ese escándalo es por mi llegada?
—No te conocen, hermana, nunca te has dejado ver con nosotros. Eres
una completa desconocida para toda esta gente y los rumores de brujería
que hay alrededor de tu persona no ayudan.
—¡Nada les he hecho!
—Son gentes muy supersticiosas, temerosas de Dios y de sus misterios.
Te ven como a una amenaza, como si tu presencia fuera un mal augurio. A
las brujas se las quema, no se las casa con un laird. Pero pronto
comprenderán que están equivocados, Isobel. Cuando te conozcan, lo
sabrán, es cuestión de tiempo.
Alpina le colocó el velo sobre la cabeza y la cubrió con él por completo,
tapando su rostro magullado por los golpes de su padre.
La puerta de la calesa se abrió de repente y por ella apareció Perry
Sutherland, alargando la mano para ayudarla a bajar, sin embargo, Isobel no
aceptó su ayuda, sino que se incorporó ella sola y bajó como buenamente
pudo.
—Muchacha, no se te ocurra volver a hacerme un desplante en público
o…
—¡Isobel, hermana!
La voz de Pherson interrumpió a su padre.
Al ver su hermoso y amoroso rostro, se puso a temblar. Su hermano era
la única persona en el mundo en quien confiaba plenamente, y tenerlo
consigo en ese momento le dio confianza.
—Todos te esperan en la capilla.
—¿Allí también van a abuchearme?
Pherson miró a su alrededor, amenazador, y los gritos de odio cesaron de
repente. Cogió a su hermana por el brazo y la guio hasta la capilla, donde
los invitados aguardaban a la novia.
—Pherson, prométeme que no vas a dejarme sola.
—Estaré a tu lado en todo momento.
—No quiero hacerlo.
—Lo sé.
—¡Odio a padre por esto, odio a toda esta gente!
—Los Sinclair son buenas personas.
—Claro, por eso me reciben entre insultos. Por eso, el hermano menor
de mi prometido plantó a Alpina para casarse con una sassenach, ¿verdad?
Esos actos no los cometen las buenas personas.
—Querida, estás temblando.
—Pherson, si me amas, si eres un buen hermano, me sacarás de aquí.
—No me pidas eso, te lo ruego, tengo las manos atadas.
—¡Sácame de aquí!
—Haré algo mejor, te acompañaré hasta el altar. No soltaré tu mano en
ningún momento y, cuando por fin esto acabe, verás que no ha sido tan
malo.
Isobel quiso resistirse, sin embargo, se dio cuenta de que habían entrado
a la capilla y todo el mundo se había vuelto a mirarla. Todos.
Desde el matrimonio acomodado en la última fila, sus parientes,
personas a las que no había visto en su vida, el párroco y… un hombre que
permanecía de pie a su lado.
Mientras caminaba hacia el altar guiada por Pherson, sus ojos se
posaron en él con más atención.
Era muy alto y fornido. Tenía el cabello largo de un color castaño rojizo
precioso. Su rostro era cuadrado, sus ojos de un azul similar al de los lagos
de las Highlands y la nariz ligeramente aguileña.
Era muy apuesto, tanto que sintió que sus latidos se aceleraban de
repente.
Vestía con un rico kilt con los colores de los Sinclair, una camisa blanca
impoluta, el manto sobre los hombros y una boina coronando su cabeza.
Por un momento, Isobel se quedó sin palabras, pero los movimientos de
Pherson a su lado la sacaron de su ensimismamiento.
—¿Quién…? Quién es él?
—¿A quién te refieres?
—A ese que está al lado del párroco, ¿es…?
—Oh…, ese, mi querida Issy, es tu futuro esposo.
Al escuchar dicha afirmación, frenó sus pasos de repente. ¿Ese era
Bearnard Sinclair? ¿Ese apuesto caballero era el hombre con el que iba a
desposarse?
Si bien era cierto que se habían visto una vez siendo niños y que Alpina
le había comentado en varias ocasiones que los hermanos Sinclair eran
hermosos, el caballero que tenía delante distaba mucho de ser simplemente
eso. Desprendía fuerza, elegancia, autoridad. Tenía un rostro bello, lo
reconocía, pero lo más característico de la cara de Bearnard Sinclair no era
la belleza en sí, sino la expresión retadora y… altiva que se leía en sus ojos.
De hecho, la observaba como si lo aburriera, como si tenerla delante
vestida de novia, caminando hacia el altar, fuera una completa pérdida de
tiempo, como si aquel enlace le gustase todavía menos que a ella.
Pherson tiró de nuevo de su brazo e Isobel continuó caminando sin
quitarle la vista de encima, pues gracias al velo que le cubría el rostro podía
observar a su antojo sin que nadie se percatase de ello.
Quizás por eso se dio cuenta de que Bearnard Sinclair no estaba tan
recto como parecía en un primer momento. Distinguió a su lado a otro
hombre muy parecido a él, pero con el cabello todavía más rojizo, que
sujetaba su hombro con firmeza, dándole estabilidad.
Pero estabilidad, ¿por qué?
Pues porque su futuro marido estaba completamente borracho, y de eso
se dio cuenta la siguiente vez que lo miró, cuando solo los separaban varios
metros.
Parecía pelear por mantener erguida la cabeza, y esos ojos azules, que
tan hermosos le habían parecido en un principio, estaban neblinosos y rojos
cual tomates maduros.
El laird de los Sinclair aborrecía aquella unión y había decidido beberse
todas las barricas de vino de sus bodegas para hacer más llevadero aquel
amargo enlace.
TRES
No fue una ceremonia larga, incluso el párroco se dio cuenta de que el
novio no iba a ser capaz de permanecer tanto tiempo en pie.
Elliot tuvo que sostenerlo durante toda la boda, incluso le pellizcó
cuando tardó más de la cuenta en repetir el juramento que lo uniría para
siempre con la hija de Perry Sutherland.
No fue una boda emotiva ni bonita, y la mitad de los invitados no estaba
de acuerdo con aquella unión.
Poco después, Beth guio a los invitados al gran salón, donde servirían
un abundante banquete en honor a los novios.
No faltaron el vino, el whisky, el venado, ni los haggis de cordero. Todo
estaba delicioso, los juglares cantaban y bailaban amenizando la fiesta. Los
brindis y los gritos de los Sutherland se repetían una y otra vez, pero
ninguno de los novios quiso celebrarlo con los demás.
Sentados uno al lado del otro, más rectos que palos, apenas probaron
bocado. No obstante, Bearnard continuó bebiendo.
Isobel, escondida bajo su tupido velo de novia, miraba de reojo a su
esposo, con el que todavía no había cruzado ni una mísera palabra.
Bearnard iba recostándose más y más en la silla, y como siguiera bebiendo
de esa forma, no duraría despierto ni una hora. Aunque… eso tampoco era
malo. Si terminaba desmallándose por el alcohol, no le exigiría cumplir con
sus deberes conyugales. Así que con disimulo iba rellenando su copa
cuando ésta estaba casi vacía, asegurándose de que nunca le faltase para
beber.
En varias ocasiones, su padre intentó acercarse a ella con su mejor cara,
pues parecía arrepentido de lo ocurrido en Thurso, pero no se dignó a
contestarle. Por su culpa, su vida sería miserable y tendría que quedarse en
un lugar donde todo el mundo la odiaba. Solo había que ver cómo la
miraban los miembros del clan Sinclair. Era una mezcla entre asco y
hostilidad.
—Todavía no he brindado con el laird y su nueva esposa. —El hombre
que sostuvo a Bearnard en la iglesia apareció ante ellos con una copa en las
manos. Apoyó los codos sobre la mesa y le sonrió con tirantez, como si
aquello tampoco fuera de su agrado—. Nadie nos ha presentado. En la
iglesia estaba demasiado ocupado.
—Sí, sujetándolo para que no se le notase la embriaguez —contestó ella
mordaz, con la voz todavía ronca.
—Es una pena, al final no pudimos convencerlo para que suspendiera la
boda. Me temo que esta equivocación va a pesarle de por vida.
—Nos pesará a ambos. Nada me habría complacido más que no estar
aquí en este momento.
—No lo dudo, señora, pues a partir de ahora tus días serán demasiado
ociosos, los Sinclair no permitimos tener calderos para hacer hechizos
diabólicos.
—Puedo hacer conjuros sin necesidad de calderos —comentó Isobel
imitando su chulería.
El desconocido entrecerró los ojos y la contempló como si fuera escoria.
—No deberías aceptar tan a la ligera tus dotes de bruja. Muchas mujeres
han sido quemadas por mucho menos que eso.
—Soy la hija de Perry Sutherland, no se atreverán a tocar ni un solo pelo
de mi cabeza.
—Ahora eres una Sinclair, aunque a nadie nos guste tenerte en el clan,
así que… te aconsejo no jugar con fuego.
—¡Ruego que te marches ahora mismo! Como has dicho hace unos
instantes, nadie nos ha presentado.
—Para tu información, cuñada, soy Elliot Sinclair, y no voy a permitir
que hagas daño a nadie de mi familia.
Isobel levantó la cabeza al escuchar su nombre.
—¿Elliot Sinclair? ¿El mismo rufián que faltó a su palabra y abandonó a
mi pobre hermana cuando celebrabais vuestro compromiso? Ya veo qué
clase de hombres hay en vuestro clan.
—¡No voy a consentir ni una falta de respeto por tu parte, mujer!
—No he sido yo la que ha venido atacando y acusándome de brujería.
—Lo has reconocido hace un momento, ¿ahora vas a negarlo?
—¿Para qué? Si a todos os place pensar eso de mí, no seré yo la que lo
niegue.
—Voy a estar vigilando cada uno de tus pasos, Isobel Sutherland, y
cuando encuentre…
—¡Vigila mejor a tu laird y no a mí! Acaba de perder la consciencia.
Elliot giró la cabeza hacia su hermano y se dio cuenta de que tenía
razón. Bearnard yacía recostado en la mesa con la cara manchada con la
melosa salsa del capón.
—¡Malditos santos! —La fulminó con sus bonitos ojos azules, muy
parecidos a los de Bearnard, y llamó a varios parientes para que lo ayudasen
a llevarlo fuera para que le diera el aire.

Elliot no consiguió que Bearnard recuperase la consciencia esa noche,


así que lo disculpó con sus invitados y lo llevó a sus aposentos para que
pudiera descansar y digerir todo el alcohol que había estado bebiendo desde
la pasada jornada.
Al día siguiente, el laird se despertó con un fuerte dolor de cabeza y un
malestar enorme en el estómago.
No estaba acostumbrado a beber de esa forma, nunca lo hacía, y no
pensaba volver probar el alcohol en mucho tiempo. Se había pasado toda la
noche vomitando y sudando, a pesar de que en realidad hacía bastante frío.
Se lavó la cara con el agua de la palangana de su alcoba y se miró
levemente en el espejo, pues la imagen que este le devolvía no le gustaba en
absoluto.
Ese ser blanquecino y débil no era el señor al que todos acudían
buscando protección. Un Sinclair no dejaba que esas nimiedades lo
desestabilizasen. Su padre habría puesto el grito en el cielo si lo hubiese
visto de aquella manera.
Se llevó una mano al cabello y pensó en el ridículo que debía haber
hecho delante de todos sus parientes y de los Sutherlands.
¡Pardiez! ¡Era el laird y no un campesino cualquiera! ¡No podía
permitirse el lujo de desfallecer por una simple boda! ¡Ya había estado
casado antes, no sería tan complicado! La única diferencia era que su
primera esposa fue una criatura hermosa y delicada e Isobel Sutherland una
bruja diabólica, solterona y fea.
Pero lo sobrellevaría, Bearnard siempre podía con todo, y esa vez no iba
a ser diferente. Tomaría las riendas de la situación y pondría cada cosa en su
sitio, donde debía estar.
Solo era una mujer. No tenía la mínima importancia y se ocuparía de
ella para que en su clan y en su castillo siguiese reinando la paz.
Perry Sutherland ya tenía su alianza, así que lo que hiciera con su hija ya
no le incumbía en absoluto, porque había dejado de pertenecerle.
Unos suaves traqueteos en la puerta de su alcoba lo distrajeron de su
aseo matutino. Cuando terminó de secarse la cara, abrió y se encontró frente
a él a una de sus criadas, que nerviosa se retorcía las manos.
—¿Qué ocurre?
—Mi señor, es… su esposa.
—¿Qué pasa con ella? —Se puso en guardia.
—Me ha pedido cuarenta velas blancas para sus aposentos.
—¿Velas?
—Sí.
—¿Para qué?
—Ella… Ella no me lo ha dicho, y yo he pensado que era raro y que…
—La criada comenzó a llorar con las manos en los labios—. Mi laird, no
me gustan los conjuros, me asustan, el Señor nos castigará a todos si ella
invoca…
—¡¿Dónde está?!
—¿Su… esposa?
—¡Sí, ¿dónde está?!
—No… No lo sé, salió de sus aposentos y no me atreví a preguntar.
—¿Te ha atacado?
—No, pero… —Volvió a echarse a llorar y señaló su cara—. Todavía
lleva el velo, no se lo ha quitado. Me da mucho miedo, ella es… extraña y
pide velas y… su voz es fea, grave… ¡Oh, mi laird, se lo ruego, no deje que
invoque a Satán! ¡Yo soy una buena mujer, no merezco arder en el infierno!
Bearnard apretó los dientes con fuerza y salió de sus aposentos, dejando
allí a la criada llorosa.
¡Unas horas! ¡Solo unas horas en su castillo y esa bruja ya estaba
asustando a sus sirvientas!
De camino a la habitación de su mujer, situada en la otra ala del castillo,
se cruzó con varios guerreros a los que ni siquiera saludó; tampoco prestó
atención a sus hermanas, que le preguntaron cómo estaba, ni a Claire, su
cuñada, que le dio los buenos días cuando se la tropezó en la escalera.
En su cabeza solo tenía la figura de Isobel Sutherland vestida de novia
con ese grueso velo cubriendo su fealdad, y no pensaba parar hasta
encontrarla.
Cuando abrió la puerta de su dormitorio, lo encontró impoluto, con la
cama hecha y sin rastro de ella.
—Está en el jardín —le informó su madre, que pasaba por allí con un
ramo de flores frescas en las manos.
—¿Perdón?
—Tu esposa, está en el jardín. Me la he cruzado hace un momento. —Se
mordió el labio inferior, dudando si darle la siguiente noticia—. Bearnard,
anoche desaparecieron de las cocinas dos cabezas de venado y hoy han
aparecido en el salón rodeadas de velas. ¿Crees que ella…?
—¡Maldita bruja demoníaca! —gritó fuera de sus casillas, echando a
correr escaleras abajo sin contestarle a su madre.
Cruzó con varias zancadas el gran salón, donde las criadas recogían los
restos del desayuno, y salió al exterior, cubriéndose por un momento los
ojos debido a los fuertes rayos del sol.
No le costó mucho encontrar a su mujer, porque sus vestimentas la
delataron enseguida.
Parecía un ser fantasmagórico, cubierta de arriba abajo, pues no se había
quitado siquiera el vestido de novia.
Estaba sentada en uno de los bancos situados junto a los rosales de su
madre, con la vista fija en el horizonte. O al menos así parecía, ya que con
el rostro cubierto por el grueso velo, no podía estar seguro.
—¡Ya basta, mujer! ¡No voy a consentir que alteres la tranquilidad de
mi hogar! —gritó Bearnard nada más llegar a su lado. Isobel, al verlo tan
cerca, contuvo el aliento y se puso en pie como un resorte, encarándolo. Esa
mañana, el laird tenía mejor cara, y se sostenía alzado sin ayuda, señal de
que los efectos del alcohol habían remitido. Era muy apuesto, muchísimo, y
ese extraño latido comenzó de nuevo a acelerar su corazón—. ¡¿Me oyes,
bruja?! ¡Ya basta de jueguecitos!
Aquel insulto sacó a Isobel de sus cavilaciones, pues no le había hecho
nada para que la tratara así.
—¿Qué jueguecitos, esposo? —contestó con altivez.
Bearnard pensó que tenía la voz más ronca y fea que hubiera escuchado
nunca. ¿Es que esa mujer no poseía nada bueno?
—¡No se te van a dar velas, no vas a asustar a mis criadas, no vas a
conjurar con cabezas de animales en mi salón!
—¡¿Perdón?! ¡¿Cabezas de animales?! ¡¿Y con qué pruebas se me acusa
de esa majadería?!
—¡Llevas unas horas en mi castillo y ya estás causando problemas,
mujer!
—¡Habrase visto! ¡Ni siquiera he movido un dedo! ¡Acabo de salir de
mis aposentos y solo te ha faltado acusarme de robarle la sotana al párroco!
—¡No voy a tolerar que rompas la calma de mi hogar con tus brujerías y
tus malas artes! ¡Antes de permitirlo, te mataré!
—¡Si tocas una sola hebra de mi cabello, mi padre te despellejará!
—¡Resulta que el viejo Perry ya no tiene poder sobre ti! ¡Haré contigo
lo que me plazca, así que sé cuidadosa o tu cabeza acabará rodando por el
suelo!
—¿Y crees que eso me asusta? ¡Mi vida terminó en el mismo momento
en que me sacaron a la fuerza de Thurso! ¡La muerte me aliviaría de las
miradas venenosas con las que tus parientes me observan!
—No, claro, tienes razón, a las brujas no os asusta morir, porque Satán
os reserva un lugar privilegiado a su lado. —Bearnard sonrió con tirantez,
pues acababa de darse cuenta de que podía hacer algo mejor—. ¡No, no te
mataré! ¡Tengo una solución más adecuada! ¡Vas a marcharte de mi hogar!
¡Vas a largarte y no vas a volverte a cruzar en mi camino nunca! ¡Prepara
tus pertenencias porque regresas a tu castillo demoníaco! ¡No eres ni serás
bienvenida en el clan Sinclair jamás! ¡Te quiero lejos de mi familia!

En dos horas debía abandonar el castillo Sinclair y partir en la calesa


que su marido le prestaría para regresar a su hogar.
De nuevo en sus aposentos, metió su peine y su pequeño espejo de mano
en el bolso y tomó asiento en la cama, pensativa.
La odiaban. Todos allí la aborrecían, a pesar de no conocerla de nada.
No le habían dado la mínima oportunidad, no habían intentado entablar una
mísera conversación. La miraban mal, le hablaban como si fuera escoria, la
temían… Cada vez que alguien se había acercado a ella, era para llamarla
bruja y cosas mil veces peores. En aquel castillo la habían amenazado de
muerte más veces que en toda su vida, y no llevaba en él ni un maldito día.
De repente, la puerta de sus aposentos se abrió y por ella apareció la
criada que tenía asignada con un cubo repleto de agua caliente.
Al descubrirla sentada en la cama y todavía con el velo puesto, soltó un
grito de terror.
—Yo… Señora… No sabía que estaba aquí. —Le temblaba la voz, le
brillaban los ojos por el miedo y las lágrimas—. Solo… Solo he venido
para llenar la bañera. Me… Me lo ha ordenado Beth, la señora, y…
—Adelante, llénala —la interrumpió con voz sombría, cansada de
aquella situación.
La joven criada volcó el contenido del cubo en la bañera con manos
temblorosas, salió de la alcoba y regresó varias veces más hasta que la
humeante tina de madera estuvo lista.
Cuando se quedó a solas, Isobel suspiró y se quitó el velo que cubría su
rostro.
Al mirarse en el espejo, maldijo a su padre por el daño que le había
causado con sus golpes. Tenía la mejilla tan amoratada e hinchada que
deformaba su cara, y las marcas de sus manos en el cuello tenían muy mal
aspecto.
Le dolía el cuello y la garganta, apenas podía hablar. La poca voz que
salía por su boca era ronca y trabajosa.
Cuando regresase a su hogar haría un ungüento para aliviar sus dolores,
pues si le pedía a una criada del castillo Sinclair semillas de caléndula,
regaliz y miel volverían a acusarla de brujería.
Antes de entrar en la bañera, encendió tres candiles situados sobre la
chimenea y corrió las cortinas para que la luz del día no entrase por ellas.
Necesitaba penumbra, meditar, el tintineo de las llamas bailando por las
paredes.
Se quitó el traje de novia y se metió en el agua, vestida únicamente con
la camisa interior.
Estaba ideal, algo caliente para su gusto, pero perfecta para
desentumecer sus músculos y relajarse antes de partir.
Habían sido unas horas horribles, pero después de todo regresaría a su
hogar, y eso la aliviaba. No obstante, su alegría no era plena.
La habían tratado tan mal… Estaba tan enfadada con todos los Sinclair
que no quería volver a saber nada de ellos en lo que le quedaba de vida.
¡Podían podrirse en su adorado castillo, ellos y su padre! ¡Perry Sutherland
era tan culpable como los demás, pues por él estaba viviendo semejante
situación!
Pero ya no tendría que aguantar a ninguno de los dos. Era una mujer
casada, su padre no tenía ningún poder sobre ella, y su marido tampoco,
pues acababa de repudiarla y la enviaba de vuelta a Thurso.
Cerró los ojos e intentó dejar de pensar. De nada servía un baño
relajante si el cerebro continuaba atormentándola.
Se quedó dormida durante un buen rato y despertó sobresaltada cuando
escuchó un débil crujido junto a la puerta de entrada.
Cuando clavó los ojos en aquella dirección, se dio cuenta de que ya no
estaba sola en su alcoba.
Frente a ella había una jovencita pelirroja con la cara llena de pecas,
ojos azules, el rostro delicado y un cuerpo espigado.
No recordaba haberla visto en la boda la noche anterior, pero, claro, su
estado de nerviosismo no le permitió prestar atención a mucha gente.
La jovencita parecía indecisa, como si estuviera calibrando la
posibilidad de marcharse de nuevo, sin embargo, no lo hizo, forzó una
sonrisa y dio un paso hacia ella.
—¡Hola! Todavía nadie nos ha presentado.
—¿Qué haces tú aquí? —gruñó Isobel, cansada de los Sinclair y de
todas sus excentricidades—. ¿Quién demonios eres?
—Soy… Soy Mai, tu cuñada.
—¿Otra cuñada? ¿Es que esta familia no se acaba nunca? ¡Primero
Elliot Sinclair y luego tú! ¿Vas a acusarme también de brujería?
—Yo… No, solo… quería saludar y…
—¿No te ha dicho nadie que es de mala educación entrar en los
aposentos de otra persona sin llamar?
—Es que… con Claire lo hice y somos amigas y…
—¡No sé quién demonios es Claire, ni me importa, niña! ¡No quiero
tener nada que ver con ninguno de vosotros! —Isobel se movió un poco
hacia adelante y la luz de los candiles alumbró su cara.
Al verla hinchada y desfigurada, Mai se llevó las manos a la boca,
horrorizada.
—¡Oh, Dios, tu rostro!
—¿No te gusta? —Se creció al verla asustada. Sonrió—. Hoy lo tengo
mejor que otros días. A veces, supura sangre y salen gusanos de mi piel.
—Entonces, ¿es verdad? ¿Eres una bruja?
—¿Quieres que te lo demuestre, Mai?
—No… No lo sé.
—Voy a hacerte un hechizo para que tu cara se ponga como la mía. ¿No
pretendías que fuéramos amigas? —Isobel se incorporó de la bañera y
levantó los brazos para empezar a invocar—: ¡Anca de rana, ojo de culebra!
—¡No, no, te lo ruego, no lo hagas, piedad! —gritó Mai aterrorizada.
Dio media vuelta y salió de la habitación cerrando de un portazo.
Al quedarse a solas, Isobel se rio con ganas por lo crédulas que podían
llegar a ser algunas personas, y volvió a cerrar los ojos para continuar con
su baño relajante antes de abandonar aquel inmundo castillo para siempre.

El llanto desesperado de Mai congregó a los hermanos Sinclair en el


gran salón.
Con ellos, llegaron Claire y Beth, que parecían tan preocupadas por la
pequeña del clan como los demás.
Lloraba sin consuelo, temblando, abrazada a Phemie, que miraba a los
demás sin saber bien qué hacer para que su hermana se calmase.
—Lleva así casi media hora —les informó asustada—. No sé lo que le
pasa, no ha querido decírmelo.
Claire tomó asiento junto a ellas y acarició la espalda de su cuñada.
Desde que conocía a aquella jovencita, era la primera vez que la veía de esa
manera. Mai no era de llanto fácil. Era descarada, divertida, habladora y
muy sociable. Si algo la había perturbado, tenía que haber sido grave.
—Querida, si no nos explicas el porqué de tu desdicha, no podremos
ayudarte.
—Hija —habló Beth, colocándose al otro lado de ellas—. ¿Qué ha
ocurrido?
—No… No puedo decirlo o…
—Sí que puedes —la contradijo Phemie—. A mí me lo cuentas todo.
—Esto no.
—¿Por qué? ¿Alguien te ha lastimado? —saltó Elliot, dispuesto a
destrozar a quien le hubiera puesto un dedo encima—. ¡¿Quién ha sido?!
—Nadie.
—¡Mai, por todos los santos, habla! —la instó de nuevo Phemie—. Nos
tienes muy preocupados.
—Cariño, solo di su nombre y nosotros lo arreglaremos —la animó su
madre.
—¡Mai, habla de una vez! —exclamó Elliot perdiendo la paciencia. No
iba a consentir que nadie dañase a su familia.
—Querido, no le grites —lo tranquilizó Claire—. Ya está bastante
nerviosa.
—Lo siento, es que…
—Hermana. —Phemie besó su mejilla y la abrazó más fuerte—. ¿Qué
ha pasado?
—Ha… Ha sido ella —tartamudeó la afectada limpiándose las lágrimas
de las mejillas.
—¿Qué ella? ¿Quién es ella?
—La bruja.
—¡Esa fulana desgraciada! —gritó Elliot golpeando la pared—. ¿Qué te
ha hecho? ¡Voy a matarla!
—¡Ya estoy aquí! He venido en cuanto he podido —anunció Bearnard
caminando hacia ellos. Cuando se dio cuenta de cómo lo miraban todos,
frunció el ceño—. ¿Qué ocurre?
—¡¿Por qué no se lo preguntas al diablo de tu esposa?! —chilló Elliot
cada vez más nervioso.
—¿Qué ha pasado? —Fue hasta Mai y la hizo mirarlo a los ojos—. Mai,
¡¿qué te ha hecho?!
Si esa bruja le había hecho daño a su hermana, la mataría con sus
propias manos. Retorcería su cuello hasta que la vida se desvaneciera del
todo de sus ojos malvados.
—Yo… entré en sus aposentos mientras tu esposa estaba dándose un
baño.
—¡¿Cómo?! ¡¿Que tú qué?!
—¡Oh, Mai! ¡Ya hablamos en una ocasión de que eso no se debe hacer!
—la reprendió su madre.
—¡Pero quería conocerla! ¡Nadie nos había presentado! ¡Y con Claire
fue bien! ¡Hice lo mismo cuando llegó al castillo y nos hicimos muy
amigas!
—¡Claire no es como esa bruja! —dijo Elliot orgulloso de su esposa.
—No debiste de haber entrado ahí —la reprendió también Phemie—.
Cualquier día, te pasará algo muy malo.
—Ya me ha pasado —comentó Mai llorando de nuevo.
—¿Qué te ha hecho? —pregunto Bearnard con voz furiosa.
—Ella… ¡es una bruja, hermano! ¡Tiene la cara desfigurada, hinchada!
¡Su alcoba estaba en penumbra y solo la alumbraban unos candiles! ¡Quiso
hacerme un hechizo para que mi rostro se pareciera al suyo!
—¡Santos! —exclamo su madre horrorizada—. ¡Mi pobre niña!
—Me fui corriendo antes de que pudiera terminar, pero ¡¿y si me vuelvo
como ella?! ¡¿Y si mi cara se torna hinchada y fea?! ¿Y si me convierte en
una bruja?
—¡Deberíamos liberar al mundo de un ser como ella! —dijo Elliot
apoyando su mano en su espada—. ¡Si me dieras tu permiso, Bearnard…!
—No lo tienes, ¡porque seré yo el que la mate! —El laird dio media
vuelta y los dejó a todos en el salón. Subió por las escaleras y alcanzó el ala
donde estaban los aposentos de su esposa.
Esa arpía endemoniada no viviría para ver el amanecer de un nuevo día.
Se lo había advertido. Le había dejado muy claro que no se acercase a su
familia, pero la fulana malnacida de Isobel Sutherland había ignorado sus
palabras.
Desenfundó su espada al llegar a la puerta de su dormitorio y entró
hecho un basilisco.
Sin embargo, no fue a su esposa a quien encontró, sino a una de las
criadas, quien lanzó un grito aterrorizado cuando lo vio con el arma en la
mano.
—¡¿Dónde está?!
—¿Quién…, mi señor?
—¡Mi mujer! ¡La bruja demoníaca con la que me casé!
—Ella… Ella…
—Voy a librar a mi familia de su oscura y malvada presencia.
—Mi laird… Ella… Ya no está aquí. —La criada temblaba tanto que
Bearnard guardó por fin la espada.
—¡¿Cómo que no está?! ¡No debía irse hasta dentro de una hora!
—Co… Cogió sus cosas y se marchó.
—¡¿Y no la retuvo nadie, maldición?!
—No, mi señor… Usted había… Había renegado de ella, todos en el
castillo lo sabíamos. Se marchaba esta mañana, eso fue lo que se nos dijo. Y
yo… A mí se me encargó limpiar a fondo su alcoba, abrir bien las ventanas
para que su esencia y sus brujerías abandonasen este lugar.
Bearnard salió de la alcoba con una gran rabia bulléndole en el pecho.
Esa perra miserable había huido, reptando como la serpiente venenosa que
era. Le había arrebatado el placer de verla retorcerse mientras la despojaba
de la vida, le había negado el gusto de vengar a su hermana, de verla
suplicar perdón hasta el final.
La bruja se había marchado para siempre.
Y aunque eso era lo que había anhelado desde el principio, la hija de
Perry Sutherland le había dejado un regusto amargo en la boca del
estómago, pues tras ver a Mai llorar, sus mayores ansias eran las de
contemplarla arder en la hoguera y sepultada bajo varios metros de tierra.
CUATRO

Dos meses más tarde

La primavera regaló a los prados del castillo de Thurso miles de florecillas


blancas que alegraban la vista de sus moradores.
El frío invierno había dejado tras de sí cultivos inservibles que debían
ser sustituidos de inmediato, pues de dichas hortalizas y verduras dependía
la alimentación de todos los que allí vivían.
Las temperaturas invitaban a pasear a diario por el bosque que rodeaba
el castillo, a recorrer el sendero que llevaba hasta el río, a plantar flores
nuevas en los jardines, a abrir los ventanales para sacudir las alfombras
usadas durante la pasada estación.
A pesar de ser una edificación antigua, seguía conservando la
majestuosidad de antaño, de cuando su abuelo materno vivía en él.
A Isobel la alegraba sobremanera que su difunta madre le hubiera
dejado en herencia aquel lugar, pues siempre le guardó un cariño especial.
Si bien sus dos hermanos heredaron propiedades más modernas y
lujosas, el castillo era más amplio y sus vastos terrenos colindaban con las
tierras de los Mackay, situadas en Tongue y separadas por el monte Ben
Hope.
Tras asestar un último golpe con la hoz, se limpió el sudor de la frente y
miró a su alrededor, contemplando con satisfacción el gran trabajo de sus
criados con los restos de la siembra pasada.
Todavía les quedaba mucho por limpiar y el tiempo se les echaba
encima si querían comenzar a sembrar el grano la próxima semana. Y más
les valía hacerlo, pues si no lograban cosechar el trigo a tiempo, tendrían
que venderlo a un precio demasiado bajo.
Volvió a arrodillarse para amontonar las hierbas secas y pensó en lo
diferente que era su vida allí a como lo fue viviendo con su padre.
Perry Sutherland cubría de lujos a sus hijos, les compraba las mejores
vestimentas y les daba caprichos. Pero no gozaban de libertad. Y eso era lo
que amaba Isobel de su hogar. No necesitaba a nadie para subsistir. El
castillo de Thurso era autosuficiente en todos los sentidos y la comida que
no consumían la vendían para conseguir dinero y mantener la edificación en
buenas condiciones.
—¡Señora! —La voz de una de sus criadas la interrumpió—. ¡Ha
llegado visita!
Isobel sacudió la tierra de su falda y le dio las gracias antes de echar a
andar hacia el castillo.
No sabía quién podría haber venido a verla, de hecho, no esperaba a
nadie. Pherson estaba de viaje con su padre, por un asunto del clan, y
Alpina debía de estar ocupada con su renovación de vestuario primaveral.
Accedió al castillo por las cocinas, donde tres criadas se afanaban por
preparar la comida del mediodía. La saludaron con una sonrisa cariñosa y
siguieron con su tarea.
Antes de entrar al salón, se miró levemente en un espejo para calibrar su
aspecto.
Estaba horrible.
Llevaba el cabello suelto y enredado, un pañuelo en la cabeza para que
no se le metieran los mechones en los ojos, el vestido viejo y raído que
usaba para trabajar en el campo y el delantal manchado y arrugado.
Aunque, por lo menos, la hinchazón de su cara y las marcas del cuello,
que su padre le provocó el día de su boda, habían desaparecido por
completo.
Volvió a limpiarse las manos en el delantal y fue a recibir a su
inesperada visita, que aguardaba sentada en un sillón cerca de la señorial
chimenea de piedra.
—¡Alpina! ¿Qué haces aquí?
Su hermana menor se levantó de su asiento y fue a su encuentro,
ataviada con un rico vestido de lana azul que acentuaba su belleza y sus
facciones armoniosas. Sin embargo, la sonrisa con la que la obsequió en un
primer momento fue mutando a una mueca.
—¡Cielos, hermana! ¡Si no te conociera, te confundiría con una
sirvienta! ¿De dónde has sacado esa horrible y vieja ropa?
—No esperaba visita.
—¿Y ese es motivo para vestir con prendas raídas?
—Estaba trabajando en el campo.
—¿Por qué? ¿No tienes criados que lo hagan por ti?
—¿Y qué iba a hacer si no tengo nada en lo que ocupar mi tiempo?
—Lo que hacen las señoras de los castillos.
—¿Pasar el día de brazos cruzados? —se burló y le dio un suave beso,
guiándola hasta la mesa, donde una criada acababa de colocar una jarra con
hidromiel y unos dulces caseros—. Soy más útil en el campo. Y no debería
estar aquí, tenemos mucho trabajo, así que esta reunión no durará
demasiado.
—Diles a tus criados que trabajen más horas. No es tu deber.
—Mi deber es mantener mi hogar en las mejores condiciones.
—Ese es el deber de padre o, mejor dicho, de tu esposo.
—¡Bearnard Sinclair no meterá sus narices en estas tierras, son mías y
yo me ocuparé de ellas!
—Al menos, podrías pedirle vestidos nuevos.
—No necesito ropa nueva. No tengo intención de invitar a nadie a mi
hogar a excepción tuya y de Pherson.
—Padre quiere venir a verte —anunció Alpina con gesto dubitativo—.
No habéis hablado desde tu boda.
—¡Si viene, no se le dejará pasar!
—¡Oh, Issy! No seas tan dura con él.
—¡No soy ni la décima parte de dura que él lo fue conmigo! Espero que
su vida sea plena y feliz, pero Perry Sutherland ya no es mi padre.
—Eso no es algo que puedas elegir, hermana.
—De hecho, él fue quien me obligó a tomar esa decisión. ¡Casi me
mata!
—Estaba enfadado.
—Esa es una excusa patética.
—¡Santos, hermana, tú siempre tan obtusa!
—¡Es que yo vivía tranquila, Alpina! ¡Vivía en paz, nunca he molestado
a nadie, él sabía que mi deseo era quedarme en Thurso! Pero prefirió
entregarme a aquel monstruo Sinclair para asegurar la paz de ambos clanes.
—Hermana, ahora ya conoces a Bearnard. Tu marido no es ningún
monstruo y me darás la razón. ¡Incluso te ha permitido regresar a Thurso,
como tú querías!
Isobel se levantó de su asiento y apretó los labios con una ira que rara
vez demostraba.
—Tienes razón, no es un monstruo. ¡Bearnard Sinclair es el mismo
diablo! ¡Es un bastardo de la peor calaña al igual que lo son el resto de su
familia!
—¿Por qué dices eso? ¿Tan mal fue tras la boda?
—¿Tras la boda, hermana? ¡No hizo falta ni que acabara la celebración
para que mi querido cuñado viniera a atacarme, a llamarme bruja, a
advertirme! Desde que puse el primer pie en el poblado de Wick, todos me
han odiado, Alpina. ¡Ni siquiera se tomaron la molestia de intentar
conocerme! ¡Yo era una malvada que llegaba para destrozar su familia! ¡Me
trataron muy mal! ¡Me insultaron! ¡Ese buen hombre, llamado Bearnard
Sinclair, me amenazó con matarme entre gritos e insultos, me acusó de algo
que yo no hice! ¡Me echó a patadas de su adorado castillo al día siguiente
del enlace!
—¿Bearnard? —Alpina también se puso en pie y caminó hacia ella—.
¿Estamos hablando del mismo Bearnard?
—¿Cuántos más conoces?
—No puedo creerlo. El laird de los Sinclair es el hombre más noble y
educado que he conocido nunca.
—Lo sería contigo, pero con su mujer fue todo lo contrario.
Alpina se llevó una mano a los labios mientras digería las palabras de su
hermana mayor. ¿Sería eso cierto? ¿Habrían sido capaces los Sinclair de ser
tan rastreros con su hermana?
—Lo han vuelto a hacer —susurró enfadándose por momentos—. Creí
que solo Elliot Sinclair era un bastardo asqueroso, creí que el resto de la
familia eran buenas personas.
—No son buenos.
—¡Malditos todos! —Alpina abrazó a su hermana mayor y ambas
cerraron los ojos por el daño que ese clan les había hecho—. Me vengaré.
—¡No!
—¡Issy, voy a vengarme de todos esos malnacidos! ¡Lo haré por lo que
me hizo Elliot y por lo que te han hecho a ti!
—¡No hagas estupideces! ¡Yo estoy bien, estoy en casa y ellos no van a
acercarse a mí! —exclamó para persuadirla.
—¡Me las pagarán, yo les enseñaré quién somos los Sutherland!
Isobel cogió a su hermana por las mejillas y la hizo mirarla a los ojos,
para que se calmase.
—¡Basta! ¡No vas a hacer nada! ¡Lo ocurrido con ellos es agua pasada!
¡Todos hemos conseguido lo que pretendíamos! ¡Padre tiene su alianza, los
Sinclair ya no tienen a la bruja en su castillo y yo he regresado a mi hogar!
—¡Pero yo…!
—Tú lo has superado. Superaste el dolor que te infligió Elliot Sinclair
cuando se casó con esa inglesa.
—Lo amaba, Isobel. ¡Lo amaba con todo mi corazón y él me abandonó!
—Prométeme que no vas a hacerles nada.
Alpina suspiró y finalmente asintió con la cabeza.
—Lo prometo, no les haré nada.
—Y prométeme que ya no pensarás más en tu antiguo prometido y
pondrás tus miras en otro caballero que merezca la pena de verdad.
—Pues, es que… —Sonrió levemente—. Ya lo he hecho. He conocido a
un hombre que… creo que tiene interés en mí.
—¡¿Quién?! ¿Quién es el afortunado?
—Alastair Mackay.
—¿Alastair? ¿El hijo del laird de los Mackay?
—El mismo.
—¡Oh, hermana, es una buenísima noticia!
—Sí que lo es, y padre aprobará nuestra unión, lo sé. La relación de los
Sutherland con los Mackay siempre ha sido buena. —Agarró a su hermana
mayor por las manos—. Issy, creo que Alastair es el hombre con el que voy
a casarme. El otro día me confesó que tiene intención de hablar con padre.

Los caballos galopaban entre las coníferas a una velocidad de infarto e


iban recortándole terreno a aquella bestia, que corría con más dificultad tras
haber sido alcanzada por una de sus lanzas.
Tenía colmillos largos, el pelaje moteado, unos doscientos kilos de
carne, y era la mejor presa que habían encontrado en toda la jornada.
Si bien era cierto que ya contaban con tres faisanes, seis liebres y cinco
urogallos, el jabalí herido al que perseguían sería el mejor botín de la
semana.
Montado a lomos de su caballo, Bearnard hizo una señal a dos de sus
hombres para que atajaran por otro extremo del camino y así rodear al
animal.
—¡Elliot, tú a mi derecha! ¡John, junto a Cameron! ¡Ya es nuestro!
—¡Esta noche cenamos jabalí, señores! —exclamó Elliot con euforia—.
¡Este lo asaremos con colmillos y todo!
Bearnard rio al escuchar a su hermano y espoleó al caballo para que
acelerase el paso.
Le encantaba ver a Elliot feliz. Y últimamente ese era su estado de
ánimo a todas horas. Desde que se desposó con la bella Claire, la sonrisa no
abandonaba su rostro. Al menos, uno de los dos había conseguido a la
mujer de sus sueños y viviría dichoso el resto de sus días.
Hizo una mueca de fastidio y recordó la figura fantasmagórica de Isobel
Sutherland vestida de novia con el velo cubriéndole la cara.
Estaba casado con una bruja. Con una a la que aborrecía con todo su ser
y a la que no había vuelto a cruzarse desde que abandonó el castillo como
una cobarde, tras intentar embrujar a su hermana.
Se alegraba de no haberla encontrado, porque habría sido capaz de
matarla por asustar a Mai, y entonces el viejo Sutherland les habría
declarado la guerra.
No. Había hecho bien al no ir tras ella para vengarse.
Que se quedase encerrada en su castillo el resto de su miserable vida si
eso era lo que quería. Que invocase a Satán y le entregase su alma de
malvada.
—¡Bearnard, a tu izquierda!
El grito de Elliot lo sacó de sus pensamientos y enfocó la vista donde él
le dijo.
Alzó la lanza y en un acto reflejo la arrojó contra el animal, que acabó
clavado en el suelo, muerto de una vez por todas.
Lo tenían.
Los gritos y vítores de sus hombres, que desmontaron de sus caballos y
acudieron a recoger el animal, se escuchaban por doquier y espantaban a los
pequeños roedores y pájaros que habitaban en aquella parte del bosque.
Bearnard hizo lo propio y bajó de su caballo, atando al equino al tronco
de un robusto árbol. Junto al de su hermano.
—¡Eh, Howard, esta noche tu mujer va a estar contenta cuando le lleves
tu trozo de jabalí para la cena! —gritó Elliot palmeando el hombro de su
pariente.
—Mi mujer siempre está contenta porque en el lecho soy salvaje como
ese jabalí.
—Y hueles igual —añadió Bearnard haciendo reír al resto.
—Tu mujer agradecería que te tirásemos al río y te dieras un baño —se
carcajeó Elliot.
—Todavía no ha llegado el verano. No hay necesidad.
Bearnard y Elliot se echaron a reír de nuevo y mientras uno sostenía al
animal el otro le quitó la lanza clavada en el costado.
—Si queremos llevarnos toda la carne, vamos a tener que despedazarlo.
—Marcus, ¿tienes la daga? —preguntó Elliot.
—Más nos valdrá darnos prisa o llegaremos a Wick de noche —
comentó Bearnard.
—No estamos tan lejos, a lo sumo nos queda una hora de regreso. Este
es el bosque de Thurso.
—¿Thurso, has dicho?
—Sí, hermano. Creo recordar que el castillo de la bruja está a diez
minutos a caballo de aquí. Alguna vez he pasado por delante de casualidad.
Bearnard levantó la cabeza y miró entre el follaje a sabiendas de que no
sería capaz de vislumbrarlo desde su posición.
Había estado en casi todas las propiedades de los Sutherland, pero no en
esa. Aunque tampoco le extrañaba, pues el viejo Perry quiso esconder al
demonio de su hija mayor de las buenas gentes y la había encerrado en ese
lugar alejado de la civilización en cuanto supo de sus malas artes.
—¿… nunca?
La voz de su hermano lo devolvió a la realidad.
—¿Cómo dices?
—Te acabo de preguntar si no has estado allí nunca.
—No.
—Es un sitio viejo y feo, como su moradora —rio Elliot—. Pero sus
campos son extensos y ricos en cereales. Con esos cereales, podríamos
abastecer el castillo Sinclair durante más de un año. Desde este invierno
nuestras reservas están bajo mínimos.
—No necesitamos nada de esa bruja, ni de su castillo.
—En realidad, hermano, ahora ese castillo es tuyo, pues estás casado
con la dueña. Nadie podría impedirte coger esos cereales.
—No tocaremos ni un gramo de su cosecha. No me fío de ella, no
quiero tratos con brujas.
—No sería ningún trato. Solo tienes que encerrar a tu esposa en una
mazmorra y llevarte su grano.
Bearnard puso los ojos en blanco y obvió las palabras de Elliot. No
quería tener nada que ver con Isobel Sutherland, prefería no comer pan
durante un año entero que coger nada de ese castillo endemoniado.
Sus hombres comenzaron a trocear el jabalí y a meter pedazos en las
alforjas de sus caballos, pero él no dejaba de mirar hacia el horizonte,
pensativo.
Estuvo con la vista clavada en los árboles casi diez minutos, imaginando
el viejo castillo de su mujer, vislumbrando su diabólica presencia, sus
infames campos de cereal envenenado, mientras ella, cubierta con su velo
para que nadie le viera su horrible cara, hacía brebajes en su caldero.
De repente, dejó el cuchillo en el suelo y montó sobre su caballo, bajo la
atenta mirada de Elliot.
—Enseguida vuelvo, voy al río a rellenar mi barril de agua para cuando
emprendamos el regreso a Wick.
Dejó a sus parientes terminando con el jabalí y se dirigió hacia el río,
pero cuando llegó a este, lo cruzó por un tramo donde el agua apenas subía
un palmo.
Iba hacia el castillo.
Y no comprendía por qué sentía tanta curiosidad por la propiedad de
aquella bruja, pues debía ser tan fea como su dueña. Sin embargo, no dejó
de cabalgar hasta que la edificación apareció ante él.
Tal y como dijo su hermano, el castillo de Thurso era un robusto edificio
de piedra con aspecto envejecido y antiguo, al que le faltaba una buena
reforma. Sin embargo, no había nada tenebroso en él. Desde su posición,
nadie podría imaginar que dentro de sus muros vivía una bruja.
También era cierto que tenía unos vastos campos a su alrededor, aunque
todavía no estaban cultivados.
Sin el más mínimo interés en seguir en aquel lugar, Bearnard giró su
caballo para regresar con sus hombres, no obstante, escuchó algo que lo
frenó en seco.
La risa de una mujer.
Una preciosa risa, cantarina y dulce, que le hizo volver de nuevo la vista
hacia el castillo.
Cuando se fijó mejor, se dio cuenta de que en el campo había varias
personas trabajando la tierra.
Bearnard ató el equino a un tronco y caminó hacia los trabajadores,
curioso por saber quién era esa mujer que parecía tan feliz en un sitio como
ese.
Mientras se acercaba, el sonido de sus voces se hacía cada vez más
nítido, incluso pudo entender su conversación cuando solo los separaban
una veintena de metros.
Sin embargo, sus ojos estaban clavados en ella, en la dama que reía
junto al grupo de agricultores.
Estaba de espaldas y lo único que distinguía con claridad era su largo
cabello, el cual cubría toda su espalda y terminaba justo antes de la curva de
su trasero. Parecía tan suave y sedoso que sintió deseos de acariciarlo. Su
color era rubio, pero un rubio tan claro como los rayos de la luna. Parecía
hecho de hebras de plata.
Uno de los trabajadores se percató de su presencia y avisó a la dama,
que se giró como un resorte y lo encaró extrañada.
Sin embargo, al ver su cara, Bearnard creyó que se le detendría el
corazón. Era la mujer más hermosa que había visto en su vida.
Su rostro era tan fino y delicado como el de un ángel, con labios gruesos
y jugosos del mismo color que las fresas, una nariz fina y respingona, y
unos ojos almendrados y expresivos de un color violeta que nunca había
visto antes.
Tuvo que parpadear varias veces para asegurarse de que no estaba
soñando, porque la hermosura de aquella criatura era irreal. La única cosa
que le garantizó que no se encontraba frente a un ser celestial fue la larga
cicatriz rosada que nacía en su frente, bajaba por su ojo izquierdo y
terminaba en su mejilla, rompiendo la perfección de su rostro. Pero ni
siquiera esa inoportuna marca le restaba atractivo, sino que la hacía todavía
más misteriosa y atrayente.
Llevaba una hoz en las manos, vestía como lo hacían las campesinas,
con un vestido viejo roto por los bajos y un gracioso pañuelo en la cabeza
para apartarle el cabello de la cara mientras trabajaba.
Su primer impulso fue tan primitivo e intenso que sonrió para sí, pues
deseó echársela al hombro y llevársela a algún lugar solitario. O mejor, al
castillo Sinclair, a su alcoba. Deseó tumbarla en su lecho y fornicar con ella
hasta que las fuerzas le fallasen. Sin embargo, algo en su forma de mirarlo
se lo impidió: hostilidad.
En sus bellos ojos había prendida una llama y sus labios comenzaron a
fruncirse, convirtiéndose en una fina línea en su rostro. No entendió el
motivo, pero esa bella joven lo observaba como si fuera su peor enemigo.
—Buenas tardes, señores —saludó a los campesinos con cortesía. La
miró a ella con su mejor sonrisa de galán e hizo una suave reverencia—.
Señora…
—¡Estas tierras son privadas! ¡No tienes ningún derecho a estar aquí! —
lo atacó furiosa, dejando a Bearnard extrañado por su comportamiento, pues
nada había hecho más que saludar.
—Mis disculpas si os he asustado. Solo pasaba por los alrededores y…
—¡Fuera de aquí ahora mismo! ¡Nadie te ha invitado a venir a Thurso!
—¿Invitarme? No, señora, estaba de cacería con mis hombres y sentí
curiosidad por el castillo que…
—Ya lo has visto, ahora, ¡márchate y no vuelvas jamás!
—¿Son órdenes de tu señora? —Seguro que la bruja estaba detrás de
todo aquello. No era normal que esa joven se comportase así con un
desconocido—. Ha sido ella, ¿verdad?
—¡¿Perdón?!
—¿Os ordena a los campesinos espantar a los visitantes?
—¡Nadie nos ordena nada, Bearnard Sinclair! ¡Y si quieres conservar la
cabeza sobre tus hombros, te irás por donde has venido!
¿Lo conocía?
Acababa de pronunciar su nombre, lo que lo sorprendió todavía más.
Aunque, claro, siendo el laird de los Sinclair, era normal que los
aldeanos lo reconocieran incluso más allá de sus tierras.
La contempló de nuevo de arriba abajo y envidió al mequetrefe que
tenía la suerte de poseer a esa preciosidad, porque estaba seguro de que una
dama así no estaría soltera.
Le gustaban las féminas con carácter, de personalidad fuerte, pero
complacientes llegado el momento, y esa joven tenía que ser una delicia
cuando se despojara de la hostilidad y mostrase su lado tierno y suave.
—¿Qué hace una beldad como tú trabajando en el campo?
Ella parpadeó varias veces al escuchar su pregunta, como si fuera la
cosa más rara que le hubieran dicho en la vida, pero reaccionó de
inmediato.
—¡Márchate!
—Si por mí fuera, estarías rodeada de lujos y comodidades, y no aquí
deslomándote de sol a sol.
—¡¿Estás sordo, Bearnard Sinclair?! —La campesina levantó su hoz y
lo apuntó con ella, acercándose amenazadora—. ¿Acaso tus oídos han
dejado de funcionar?
—Cuidado con esa herramienta, puedes hacerte daño.
—¡Tú serás el dañado como no desaparezcas de mi vista!
—Podría quitártela en menos de un segundo y ser yo el atacante, señora.
Pero no he venido a pelear.
—¡¿Y qué demonios haces aquí?!
—Lo acabo de decir, quería ver el castillo. —Bearnard sonrió—. Pero
en esa vieja edificación no hay nada que llame mi atención. En cambio, en
sus tierras he encontrado algo mucho más interesante.
—¡Largo!
—¿Vives aquí?
—¡Vete!
—Es una simple pregunta.
—¡Una palabra más y atacaré! —La joven volvió a amenazarlo con la
hoz—. ¡No eres bien recibido en el castillo de Thurso, y la próxima vez que
vea tu velluda cara por este lugar, acabarás con mi hoz clavada en el pecho!
Bearnard entrecerró los ojos sin comprender tanta hostilidad. La bella
campesina parecía dispuesta a cumplir con sus amenazas y, al girar los ojos
hacia su derecha, pudo ver que los demás trabajadores se encontraban tras
ella blandiendo sus herramientas de trabajo de forma amenazante,
dispuestos a defenderla de él si fuera necesario.
Levantó las manos dándose por vencido y asintió, dándoles a entender
que tenía intenciones de marcharse.
Tras mirar una última vez a la beldad de ojos violeta, dio media vuelta,
montó sobre su caballo y abandonó el castillo para reunirse con sus
hombres.
CINCO

Eara gimió desesperada cuando el laird la penetró con más fuerza. Sus
cuerpos desnudos, perlados en sudor, se movían al ritmo de las embestidas
y los gritos de placer de ella se escuchaban por toda la planta superior,
logrando que las criadas, que pasaban por allí de camino a limpiar los
demás aposentos, enrojeciesen y riesen entre ellas.
Con uno de sus turgentes pechos en la boca, Bearnard la aplastó en el
lecho y aumentó el ritmo, notando que el clímax estaba a punto de barrerlo
con su fuerza.
—¡Oh, mi laird, más, más! —gimió en su oído.
Él soltó un gruñido gutural y, varias penetraciones después, el orgasmo
lo hizo frenar en seco, sacar su pene del interior de su amante y vaciarse
sobre las sábanas.
Una vez pasó el placer, Bearnard se recostó mirando al techo, con la
respiración alterada, mientras Eara lo abrazaba y besaba en el cuello.
Le gustaba yacer con ella. Era una mujer muy pasional y experimentada.
Sabía qué hacer para darle placer. Llevaban fornicando juntos más de tres
años, y aunque no la amaba, no había encontrado a otra fémina mejor con la
que compartir su cama.
Cerró los ojos y se relajó. En un rato, sus deberes con el clan lo tendrían
ocupado la mayor parte del día. Sin embargo, todavía era pronto y podía
recrearse en el lecho.
Mientras continuaba tumbado, todavía desnudo, una imagen apareció de
repente en su mente.
La imagen de una mujer.
Una preciosa aldeana de cabello de plata y ojos violeta que lo
amenazaba con una hoz y lo echaba de las tierras de su señora.
Bearnard sonrió al acordarse de ella.
Había transcurrido casi una semana desde que la descubrió trabajando
en las tierras del castillo de Thurso y su recuerdo no lo dejaba en paz. El
hermoso rostro de aquella mujer paseaba por su mente como si tuviera todo
el derecho a hacerlo.
No se enfadó con ella por haberlo tratado de forma hostil, pues estaba
seguro de que esa joven seguía las órdenes de la bruja de su esposa, al igual
que el resto de campesinos.
No entendía cómo esa criatura celestial podía vivir tranquila y en paz en
la propiedad de Isobel Sutherland. Cualquier persona temerosa de Dios
habría salido huyendo de las fauces de aquella malvada mujer.
Recordó sus labios gruesos y rojos, su fino cuello, sus ojos furiosos.
Rememoró su cimbreante cuerpecillo de hada, la forma en la que enarcaba
las cejas, sus manos pequeñas y blancas.
¡Santos, lo que hubiera dado por poseerla! ¡Por tener a esa beldad
desnuda en su cama, por enredar sus dedos en su sedoso cabello y hundirse
en la calidez de su vagina una y otra vez!
Sintió que su pene volvía a erguirse, y lo hacía con tal fuerza que
cualquiera diría que cinco minutos antes había estado fornicando con su
amante.
Bajó una mano y se envolvió el miembro con el puño, acariciándolo
mientras el rostro de la campesina lo atormentaba sin parar.
—Mi laird, ¿todavía tienes ganas de más? —Eara, que acababa de
percatarse de lo duro que estaba su pene, descendió por su cuerpo hasta que
sus labios lo rozaron—. Es la primera vez que deseas placer dos veces en
tan poco tiempo. Y me gusta.
Se introdujo su miembro viril en la boca y lo lamió.
Bearnard apretó los labios y se dejó llevar, con la piel erizada y el rostro
del ángel de ojos violeta en la memoria. No tardó ni dos minutos en volver
a experimentar otro orgasmo, pero esta vez su fuerza e intensidad lo pilló
desprevenido.
Rugió en voz alta, se quedó inmóvil sobre el lecho, con el cuerpo tan
relajado como nunca, una sonrisa perenne en los labios y la imagen de la
campesina más preciosa que había visto jamás todavía en la mente. Tan
maravillado estaba por lo que acababa de suceder que no se percató de la
mala cara de Eara, la cual se quedó sin su doble ración de sexo por la
rapidez con la que Bearnard había llegado al clímax.
Se despidió de su amante poco después y se vistió a toda prisa para
comenzar con sus obligaciones.
Elliot y tres parientes más lo esperaban en las caballerizas, pues esa
mañana tenía una reunión muy importante con Perry Sutherland para la
compra de cereal.
Sus despensas estaban vacías. El clan era cada vez más numeroso y sus
tierras no daban abasto para producir suficiente trigo, así que no le quedaba
más remedio que negociar con el indeseable de su suegro. Lo conocía a la
perfección y sabía que querría aprovecharse de la situación de
vulnerabilidad en la que encontraban, y eso lo enfadaba, pues no les
quedaba más remedio que aceptar sus demandas, por muy injustas que
fueran.
Las negociaciones fueron lentas y pasaron toda la mañana discutiendo
los precios abusivos que su suegro le pedía.
Ya de vuelta, Bearnard cabalgaba en silencio al lado de su hermano.
Ninguno de ellos abrió la boca desde que se marcharon de la casa de Perry,
pero en sus semblantes se leía la furia.
—¡Malditos santos, algún día le sacaré el corazón a ese cerdo
Sutherland! —exclamó Elliot sin poder aguantar más el enfado—. Hemos
pagado demasiado por la cantidad de grano que va a darnos.
—No tenemos otra salida, hermano. O se lo compramos a Perry o nos
quedamos sin trigo en dos semanas.
—¡Sois familia y aliados! ¡Por simple cortesía tendría que haber bajado
el precio!
—Cuando hay dinero de por medio, la cortesía no existe, ni los aliados.
—¡Para haber pagado tanto dinero, parece que no te importa! ¡Llevas
sonriendo desde que salimos de Wick esta mañana!
—Me importa, y si por mí fuera, mi querido suegro yacería sin cuello en
su cochino castillo.
—Pero sonríes de igual modo.
—Encontraremos grano a mejor precio, mañana haré enviar misivas a
los clanes del sur.
Elliot frunció el ceño y no contestó. Se limitó a observar a su hermano
mayor. Le parecía muy raro que el laird no estuviera tan alterado como él y
sus parientes, daba la sensación que su cabeza estaba absorta en otros
menesteres.
—¿Qué diantres te sucede hoy? ¿Te espera Eara en tu alcoba para
rendiros al fornicio toda la tarde y no puedes pensar en otra cosa?
—¿Eara? ¿Por qué lo preguntas?
—Hermano, te conozco, y esa sonrisa de zorro crapuloso solo puede
significar una cosa. Además, no has permitido que los caballos descansen ni
una vez tras nuestra marcha. Debes de estar deseoso de llegar a Wick y
meterte bajo las faldas de tu amante.
—Mi destino no es Wick. Cuando lleguemos al segundo meandro del río
Thurso, tomaré el camino contrario al vuestro.
—¿Necesitarás compañía?
—No, esto puedo hacerlo yo solo.
—¿Adónde te diriges?
—Al castillo de Thurso.
—¿Al cast…? —Elliot entrecerró los ojos—. ¿Qué se te ha perdido a ti
en ese lugar? ¿Vas a retorcerle el cuello a la bruja de una vez por todas?
Bearnard soltó una carcajada.
—Esa sería una muy buena razón para ir a ese lugar, pero mi propósito
es más placentero, hermano.
—¿Eso significa que vas a ver a otra mujer?
—Eso significa que voy a ver a la mujer más hermosa de Escocia.
—¿Desde cuándo conoces a las gentes del castillo? Tú mismo dijiste en
la cacería que nunca habías estado allí.
—Precisamente ese día la descubrí.
—¿Quién es?
—Una campesina. La encontré trabajando en las tierras y desde
entonces no he dejado de pensar en ella. Su imagen me atormenta cada
minuto.
—¿Tan bella es?
—Elliot, es un ángel. Tiene unos cabellos del color de la plata, ojos
violeta y un cuerpo hecho para el pecado.
—Vive en la propiedad de la bruja, yo sería cuidadoso.
—Es una simple criada, hermano. Su hostilidad hacia mí es fruto de la
lealtad a su señora.
—¿Fue hostil?
A pesar de recordar cómo la joven se comportó con él, Bearnard volvió
a sonreír.
—Nada tan grave que no se pueda solucionar. Quiero a esa beldad en mi
cama, la deseo desde que mis ojos la descubrieron, llevo pensando en ella
toda una semana y, si tengo que llevármela a rastras al castillo para tenerla,
lo haré. Y, ¡santos! ¡Acabo de darme cuenta de que ni siquiera sé su
nombre!
—Pues si es tan bella como dices, tu dama sin nombre ya tendrá un
hombre calentando su cama.
—¿Desde cuándo el matrimonio es un impedimento? Si quiero poseerla,
lo haré. Es cuestión de tiempo. Soy un tipo paciente, lograré derribar el
muro de rabia que ha construido contra mi persona y todas sus demás
objeciones. Esta mañana, al despertar, decidí ir a por ella, y cuando
Bearnard Sinclair quiere algo, lo consigue.

Isobel salió al jardín como un resorte y lo cruzó corriendo con una gran
sonrisa en los labios. Acababa de recibir una misiva y su contenido no
podría hacerla más feliz.
Vestida con otro de sus vestidos de faena, el delantal y un pañuelo en la
cabeza, había dejado por un momento el trabajo en el campo cuando una de
las criadas la avisó de la llegada de aquella carta, pero no debía demorarse
mucho en continuar con su labor, pues en unas horas anochecería y el
tiempo se les estaba echando encima para la siembra.
—¡¿Eduard?! —gritó a viva voz—. ¡Eduard! ¡¿Dónde te has metido,
maldición?!
Fue de un lado para otro hasta que de repente lo vio.
Su sirviente se encontraba sumido en la tarea de adecentar el jardín, y no
había escuchado su llamada.
Era un joven moreno de rostro amigable y hermoso, con cabellos
aleonados de color castaño y un cuerpo espigado pero fuerte.
Era amable, leal y un gran orador, que los divertía a todos con sus
cuentos y leyendas inventadas sobre las gentes de Escocia.
Llevaba trabajando allí desde el principio y, después de tanto tiempo, lo
consideraba de su familia. De hecho, en el castillo de Thurso, todos sus
moradores se trataban con confianza y cariño, pues para Isobel aquellas
personas eran importantes. Les hablaba como a iguales, a pesar de que
todos siguieran obedeciendo cada una de sus decisiones, ya que era la
señora.
El joven criado alzó la cabeza cuando notó un movimiento a su lado, fue
entonces cuando la vio.
—¡Eduard! —No estaba acostumbrada a correr, así que le costó unos
segundos poder articular la siguiente frase—. ¡Ha llegado!
—¿Qué ha llegado?
—¡Su carta, Eduard! ¡Él va a venir!
—¡¿Pherson?!
—¡Acabo de leer el mensaje, en ella mi hermano me informa de que sus
obligaciones con padre han terminado y puede quedarse una temporada en
nuestra compañía! —Le entregó la misiva para que él mismo lo
comprobara.
—¡Oh, Issy, querida, pero si no sé leer!
—¡Santos, es cierto! —Se rio—. ¡Es por la emoción! ¡En unos días
Pherson estará aquí, Eduard!
—Rezo al cielo para que sea antes.
Se abrazaron, contentos por su regreso. Cada uno por un motivo
diferente.
Isobel, porque tenía muchísimas ganas de ver a su hermano, pues los
unía una relación maravillosa. Alpina, Pherson y ella eran muy diferentes
entre sí, pero el afecto que se profesaban era irrompible.
Por otro lado, la razón de la alegría de Eduard era muy distinta, pues la
relación que lo unía a Pherson Sutherland se basaba en el amor romántico,
un sentimiento que había surgido entre ellos hacía varios años y que
ninguno pudo frenar.
Al principio, a Isobel le fue difícil aceptar que su hermano fuera un
desviado, ya que las personas con esa condición eran repudiadas por la
sociedad. Sin embargo, con el tiempo, al verlo tan feliz en brazos de
Eduard, supo que no había nada de malo en ello.
Se convirtió en su tapadera, en su salvación, pues todos imaginaban que
las largas temporadas que el futuro laird de los Sutherland pasaba en el
castillo de Thurso, junto a su hermana mayor, eran meramente para hacerle
compañía. Y no para verse con su amado.
Debían ser muy cuidadosos, si su padre llegaba a enterarse de cuáles
eran los gustos íntimos de su hijo, las consecuencias serían fatales para
Pherson.
—¡Léeme la carta, por favor! ¿Dice algo sobre mí? —le preguntó con
ojos brillantes.
—Querido, sabes que sería una temeridad hacer algo así. Pero… —
Sonrió pillina—. En una de las esquinas, ha escrito vuestras iniciales.
—¡Oh, Issy, soy tan feliz…! —La abrazó y besó su frente—. El corazón
me late fuerte dentro del pecho por la emoción. Es muy duro estar
separados tanto tiempo.
—Entonces, amigo mío, sé paciente, pronto lo tendremos aquí. —Se
sonrieron—. Y ahora, a seguir. Todavía quedan unas horas de luz,
aprovechemos.
Isobel dejó a Eduard en el jardín, en el mismo lugar donde lo había
encontrado, y tomó el camino empedrado rodeado de setos que llevaba al
prado, donde los demás campesinos seguían con sus labores. Desde la
distancia, se podía apreciar el gran progreso que habían logrado ese día. A
lo sumo, en no más de dos jornadas empezarían con el cultivo.
Cuando estaba a punto de salir del jardín, algo cogió su mano y tiró de
ella hacia uno de los setos, chocando de golpe contra un pecho ancho y
musculoso que emanaba un agradable olor a hombre y a jabón.
En un primer momento, no supo cómo reaccionar, pues aquello la había
pillado tan de sorpresa que tuvo que apoyarse en él para no caer al suelo de
bruces. Sin embargo, cuando alzó el rostro y reconoció al hombre que la
tenía sujeta, el corazón le bombeó en el pecho como loco por la impresión.
—Hola, Issy —susurró Bearnard Sinclair con su mejor sonrisa de
canalla.
¡Santos!
¡¿Qué hacía él allí otra vez?! ¡No podía creer lo que estaba viendo! ¿Es
que acaso pretendía volverla loca? ¿Qué clase de broma macabra era esa?
Se zarandeó con furia para que le soltase la muñeca y le golpeó en el
pecho al tiempo que tomaba distancia.
Si la pasada semana, cuando lo descubrió en sus tierras, estuvo a punto
de atravesar su pecho con la hoz, en esa ocasión su enfado no era menor.
¡¿Cómo se había atrevido a volver?!
¡Bearnard Sinclair era un monstruo, un bellaco de la peor calaña al que
aborrecía con todo su ser!
Había estado todos esos días obligándose a no pensar en él, a obviar que
su abominable esposo había tenido la horrible idea de entrar en sus tierras
sin permiso, como si nada hubiera pasado, obsequiándola con una estúpida
y preciosa sonrisa de galán.
—¡¿Cómo osas regresar?! ¡¿Quién te has creído que eres para tocarme
siquiera?!
—He venido a verte, Issy.
—¡No me llames así!
—¿Por qué? ¿Acaso no es tu nombre? ¿No lo ha pronunciado también el
mequetrefe ese con el que te has abrazado hace unos segundos?
—¡Eduard no es ningún mequetrefe, tú sí! —Dio un paso hacia atrás y
alzó la barbilla, dejando claro que no le tenía miedo, que ella también era
fuerte y orgullosa—. ¡Y no tienes ningún derecho a estar aquí!
—Quizás no, pero correré el riesgo.
—¡Si no te vas ahora mismo, gritaré y vendrán a ayudarme! ¡Vendrán a
protegerme de ti!
—¿Protegerte de mí? ¿Por qué?
—¡Has venido a hacerme daño!
—Mujer, ¡¿de dónde sacas eso?! —exclamó confuso. Era la primera vez
que no entendía la forma de comportarse de una mujer y no le gustaba. Para
Bearnard, las féminas eran seres fáciles de llevar, sin complicaciones. Si
querías congraciarte con ellas, solo tenías que ser amable y regalarles un par
de vestidos. Pero esa bella joven no hacía más que desconcertarlo—. ¡Jamás
te haría daño, señora!
—Ya, ¿y se supone que tengo que creerte?
—¿Por qué no ibas a hacerlo?
—¿Quieres que haga una lista con todos tus desplantes?
—Pero ¿qué desplantes? —No entendía nada. Bearnard se pasó una
mano por su largo cabello y clavó sus ojos en el rostro de ella—. Si he
cometido ese terrible acto contra tu persona, ruego que me disculpes porque
jamás fue mi intención. No estoy aquí para discutir ni pelear.
—¿Y cuál es el motivo?
—Tú.
—¿Yo…?
—Llevo sin dejar de pensar en ti desde que nos encontramos la pasada
semana. Tu rostro me acompaña desde que abro los ojos en la mañana hasta
que los cierro por las noches.
Isobel se quedó de piedra, sin saber cómo actuar, y lo contempló con
desconfianza. No sabía qué estaba tramando su marido, ni por qué había
cambiado tanto su forma de actuar con ella desde la boda, pero tenía claro
que no pensaba caer en su trampa.
Era un hombre gallardo y agraciado, estaba segura de que la mayoría de
mujeres aceptarían sus lisonjas con rubor en las mejillas, sintiéndose
especiales, pero ella no, no después de la forma en la que la trató.
—¿Me darás una oportunidad, Issy?
—No —respondió cortante. La ponía nerviosa, no se fiaba de él, no le
gustaba cómo sonaba Issy en sus labios. Era demasiado íntimo, solo las
personas que convivían con ellas la llamaban de esa forma—. Puedes
marcharte, mi laird.
—¿Por qué eres tan dura conmigo, mujer?
—¡A ti no te gustan las brujas!
—¡Por supuesto que no! ¡A nadie le gustan! ¡Pero por suerte, ante mí no
veo a ninguna, sino a la joven más bella con la que me he cruzado nunca!
¡Déjame conocerte!
—¡No!
—¿Cómo te hiciste esa cicatriz? Debió de dolerte bastante.
—¡No es de tu incumbencia!
—Algún día me lo contarás.
—¡Fuera de estas tierras, Bearnard Sinclair! —exclamó alzando la voz,
tan nerviosa por su presencia que no quería ni mirarlo a la cara. Su sonrisa
le aceleraba los latidos.
—Puedo darte todo cuanto me pidas —dijo con voz suave—. Tu
compañía a cambio de vestidos, joyas, lo que quieras. ¡Te deseo, Issy!
—¡¿Estás intentando comprar mi cuerpo con vestidos y joyas?!
—A la mayoría de mujeres les gustan.
—¡Oh, santos! ¡Ni se te ocurra volver a insultarme o te arrancaré la piel
a tiras!
—Te daré una casa.
—¡Ya tengo una casa!
—En propiedad. Serás la señora, tendrás criadas, lujos y… no volverás a
trabajar en el campo.
—¡Me gusta trabajar en el campo! ¡Y prefiero deslomarme de sol a sol
antes de coger ni uno solo de tus infames regalos! —Apretó los puños a
cada lado de su cuerpo y lo encaró con la misma furia que la vez anterior—.
¡Regresa a tu castillo, mi laird! ¡Nada tienes que hacer en Thurso, porque
como vuelvas a aparecer por aquí, yo…!
—¡Issy! ¡Issy!
La voz de uno de sus criados la interrumpió.
Era George, un amable anciano que había estado al servicio de los
Sutherland desde antes de su nacimiento.
Corría hacia ellos con el rostro desencajado y lágrimas en los ojos. Su
cojera hacía todavía más agónico su avance.
—¿Qué ocurre, George? ¿Qué ha pasado?
—¡Ayuda, por el amor de Dios! ¡Iver y Marge han caído al río y no
puedo sacarlos! ¡Mi esposa estaba lavando la ropa cuando el niño ha
perdido el equilibrio y ha caído al agua! ¡Marge ha intentado ayudarlo, pero
ha acabado hundiéndose también!
—¡No! ¡Vayamos, debemos ser raudos! —exclamó Isobel, echando a
correr hacia el río.
—¡Oh, Issy, he intentado rescatarlos, pero mis piernas no me responden
como antes!
—¡Has hecho bien pidiendo ayuda!
—¿En qué parte del río han caído? —se entrometió Bearnard, que corría
a su lado sin importarle que ella lo hubiese vuelto a echar de la propiedad
de malas maneras.
—Cerca de aquí, justo donde las aguas se vuelven bravas.
—¡Los sacaré!
Apretó el paso y los adelantó a ambos, llegando primero al lugar que el
viejo criado les había indicado.
Sin perder tiempo, corrió por la orilla del río hasta que vio a las dos
personas agarradas a una piedra en mitad del fuerte caudal, gritando y
pidiendo ayuda. Se quitó el manto, lo tiró al suelo y se zambulló de un
salto. Llegó hasta ellos con rapidez, como si estuviera acostumbrado a
nadar a contracorriente a diario.
El primero en recibir su ayuda fue el niño, al que dejó en la orilla junto a
Isobel y George, para ir después a por la anciana.
Cuando ambos estuvieron a salvo, Bearnard se dejó caer en el suelo, se
sentó en la húmeda hierba y cerró los ojos, cansado por el esfuerzo,
intentando recuperar el aliento, mientras escuchaba el llanto de alivio de
George y del pequeño Iver, que todavía estaba muerto de miedo.
—¡Oh, mi vida, te has lastimado la pierna! —exclamó Marge al darse
cuenta de que su nieto sangraba.
—Vayamos a tu casa, yo le curaré la herida —se ofreció Isobel,
intentando tranquilizar a la mujer. En su voz se percibía también el
nerviosismo.
—Señor… —Al comprender que se dirigían a él, Bearnard levantó la
cabeza y se encontró con el rostro amable de George—. Mi esposa y mi
nieto siguen con vida gracias a usted. Siempre estaremos en deuda con…
—No me debéis nada.
—Al menos, acompáñenos a casa, allí podrá secar su ropa frente al
fuego del hogar. No vamos a permitir que coja un resfriado después de lo
que ha hecho —añadió solícito.
Bearnard alzó la cabeza y se quedó mirando a Isobel, que lo
contemplaba con seriedad, esperando su contestación como si apenas le
importase la respuesta.
—Está bien, acepto esa chimenea. —Los dientes comenzaban a
castañetearle, el sol estaba empezando a esconderse en el cielo y las
temperaturas a caer. Si regresaba al castillo Sinclair mojado, enfermaría.
Caminó tras ellos por un estrecho sendero que conducía de vuelta al
castillo. Desde su posición, tenía una visión privilegiada de la espalda de
Isobel, quien llevaba al niño en brazos y lo cubría con su delantal para
protegerlo del frío.
No volvió la cabeza para mirarlo ni una vez, continuó caminando hacia
el castillo como si tras ella no hubiera nadie, pues su presencia la molestaba
sobremanera.
La cabaña donde vivían George, Marge y el pequeño Iver estaba muy
cerca del castillo, y no era la única. A su alrededor había decenas de casas
en las que presumiblemente vivirían los siervos de la bruja, incluida su
dama de los ojos violeta. Se preguntó cuál de ellas sería su hogar.
Al entrar en aquella humilde casa, se dio cuenta de que por dentro no
tenía nada de humilde, de hecho, no conocía a ningún aldeano Sinclair que
viviera en tan buenas condiciones como esa gente.
Tenían una gran chimenea donde hacer las comidas, dos habitaciones
con bastantes comodidades y pieles para cubrirse en las frías noches. El
techo no era de paja, sino de piedra, y tenían una letrina propia. ¡Inaudito!
Ni siquiera en los castillos había letrinas privadas. Si la bruja de su esposa
cuidaba tan bien a sus campesinos y criados, podía entender a la perfección
que esas gentes defendieran sus tierras con tanto fervor.
George, Marge y el niño entraron en sus aposentos para cambiarse de
ropa. En el salón, quedaron él, que todavía temblaba de frío, e Isobel, que
tomó distancia y continuó ignorándolo mientras miraba por una de las
ventanas.
—Avivaré el fuego y pondremos su ropa a secar —dijo el anciano nada
más salir de la alcoba—. Mi esposa le hará un caldo para que entre en calor.
—Gracias.
—No, mi laird, soy yo el agradecido. Sin su ayuda, mi pobre mujer y mi
nieto no hubieran corrido esta buena suerte.
—¡Issy! —la voz desesperada de Marge la hizo reaccionar—. Iver sigue
sangrando.
Entre las dos tumbaron al niño en un jergón situado cerca del fuego para
examinar la herida.
Parecía profunda, como si se la hubiera producido alguna rama.
—Marge, voy a necesitar agua tibia, hojas de agrimonia, manzanilla y
unos paños limpios —dijo Isobel tomando el mando—. ¿Tienes
adormidera?
—Me temo que no.
—Luego traeré un poco, pero solo debes dársela si le duele mucho.
Bearnard la miraba maravillado. Aquella joven conocía el arte de la
sanación y esas personas confiaban en ella la vida de su pequeño nieto.
Lavó con cuidado la pierna del niño, le acarició la mejilla y le sonrió
para infundirle tranquilidad. Esa dama era increíble, y ahora más que nunca
deseaba tenerla para sí. Su hermosura competía con su sabiduría, era algo
que no había visto en las mujeres con las que solía yacer. No le interesaban
los lujos, las joyas…
—Señor. —George volvió a llamar su atención—. Mi esposa le ha
dejado ropa limpia para que se cambie mientras la suya se seca. Está en
nuestra alcoba.
El anciano lo acompañó a sus aposentos y cerró la puerta para darle
intimidad.
No se lo pensó dos veces a la hora de desnudarse y ponérselos, pues
necesitaba entrar en calor.
No eran de su talla, de hecho, le estaban pequeños en todos los sentidos,
pues George era un hombre bastante enjuto, pero de todas formas agradecía
su amabilidad.
Cuando salió con aquella ropa, Isobel contuvo una carcajada. Sus
pantorrillas asomaban bajo la tela de los pantalones y la camisa apenas le
cerraba en el pecho. Parecía a punto de estallar bajo sus músculos. Ver a un
laird vestido de esa guisa era extraño.
—¿Mi apariencia te divierte, mujer? —preguntó enfurruñado.
—Es posible. El dios Sinclair todopoderoso ha descendido entre los
mortales.
—Deja de reírte.
—No.
Bearnard se hizo el agraviado, pero en el fondo disfrutaba de su sonrisa.
Era la primera vez que la veía tan relajada. Su rostro se iluminaba, sus ojos
se tornaban más brillantes, sus labios muy apetecibles.
—No soy un dios, solo un simple hombre.
—Actúas como si lo fueras, mi laird, como si todo el mundo tuviera que
besar el suelo que pisan tus pies.
—Si me dieras la oportunidad de conocerme…
—¡Oh, pero te conozco! —lo interrumpió Isobel con bravuconería—.
Conozco a los grandes señores como tú. He vivido muchos años con uno, y
no me impresiona, no hay en eso nada atrayente para mí. Cualquiera puede
ser interesante cuando tiene poder, pero, ¡ah!, ¿qué pasa con esa divinidad
cuando se la despoja de todo, cuando solo queda una persona corriente?
¡Entonces se demuestra su verdadera valía!
—¡Yo te lo demostraré!
—Te lo vuelvo a repetir: ¡no me interesa, gracias! —Isobel terminó de
cubrir la herida del niño y le dio un beso en la frente antes de incorporarse
del suelo—. Marge, debo irme a casa, si Iver empeora, llámame.
Bearnard se levantó raudo de su asiento y la siguió por el salón:
—Yo también debo irme, todavía me queda un buen trecho hasta mi
hogar.
—¡No vas a irte con su ropa, tienes la tuya secando al fuego! —exclamó
Isobel contrariada.
—Mañana se la devolveré.
—¡Ni lo sueñes! ¡No se te ocurrirá regresar!
—Regresaré todas las veces que sea necesario, señora. Regresaré hasta
que tu corazón se ablande y aceptes mi proposición.
—¿Cuál proposición?
—Ser mía.
—¡Entonces, morirás esperando, mi laird! ¡Se te agradece de corazón el
acto heroico del río, pero no recibirás de mi parte más que eso!
—No adelantes acontecimientos, Issy, porque eso está por verse.
SEIS

En el gran salón del castillo Sinclair, las fuentes de comida eran repartidas
por cada mesa para que nadie se quedase sin el tan esperado manjar. Tanto
parientes como guerreros comían entre risotadas y gritos, derramando el
vino y celebrando que las cacerías primaverales estuvieran siendo tan
abundantes, ya que eso se reflejaba en las raciones.
Aquella nueva estación era la antesala a los meses más animados del
año. Los aldeanos paseaban por las calles, nuevos comerciantes llegaban a
Wick todas las semanas y decenas de actividades se planeaban en el castillo
para el divertimento de sus moradores.
Sentados alrededor de la mesa del laird, los hermanos Sinclair,
acompañados por Claire y Beth, charlaban y reían de las historias que unos
y otros se animaban a relatar, que no eran pocas, aunque el tema que estaba
en boca de todos era los escándalos de Mary de Guelders, la reina consorte,
tras la muerte de su esposo.
—Esa mujer desvergonzada debería renunciar al trono —dijo Elliot tras
darle un bocado a su capón.
—Esposo, dudo mucho que su marido no haya protagonizado
escándalos semejantes —dijo Claire en desacuerdo.
—El rey Jacobo II fue un hombre temeroso de Dios.
—Que tuvo al menos tres amantes conocidas, querido —se inmiscuyó
su madre apoyando a su nuera.
—¡Era un hombre, no es lo mismo!
—¡Oh, vaya, Elliot Sinclair! ¿Ser un hombre os exime de la fidelidad?
Al ver la mala cara de su mujer, Elliot sonrió con pillería y le dio un
beso en los labios, para ablandarla.
—No estoy hablando de mí, pequeña sassenach. Si el rey hubiera tenido
a una esposa como la mía, no habría girado la cabeza ni para dar los buenos
días a otras damas.
—Hermano, como sigas enfadando a mi cuñada, dormirás en las cuadras
—se burló Bearnard.
—¡Oh, pues yo creo que este es un tema muy aburrido! —saltó Mai
cruzándose de brazos—. No hay nada de malo en que una mujer viuda
busque compañía.
—¡Santos, Mai! ¡Para hacer eso debería estar casada! —exclamó
Phemie horrorizada.
—Todavía eres demasiado joven para entender esos menesteres, cariño
—dijo su madre con una sonrisa bondadosa.
—¡Si Dios nos hizo a su imagen y semejanza, no veo dónde están las
diferencias entre sexos!
—¡Mira que eres terca! —resopló Phemie.
—¡La diferencia, hermana, es que Dios es hombre!
—¡Puf! —Mai puso los ojos en blanco—. Sigo pensando que esta
conversación es muy aburrida.
—¡Bearnard! ¿Por qué no nos relatas de nuevo cómo fue la primera vez
que visteis a Isobel Sutherland cuando erais niños? —saltó Phemie entre
aplausos.
—No quiero hablar de esa bruja.
—¡Pero si lo habéis contado muchas veces!
—¡Yo lo haré! —saltó Elliot divertido. Rodeó a Phemie por los hombros
y le guiñó un ojo—. Fue en un día sombrío y con truenos en el cielo.
—¡Este tema tampoco me gusta! —dijo Mai con miedo en los ojos.
Desde lo ocurrido con su cuñada, cada vez que se pronunciaba su nombre,
se ponía a temblar.
—Todavía éramos unos niños. Bearnard tenía doce años y yo siete —
continuó Elliot—. Padre y Perry Sutherland acababan de firmar la paz entre
ambos clanes y se organizó un banquete en las tierras de los Sutherland para
celebrarlo.
—Madre, ¿tú también estabas?
—Por supuesto, ¿quién creéis que llevó a vuestro padre a rastras tras
beberse media bodega de vino con Perry Sutherland? —Rio.
—A los niños se nos dejó a cargo de las amas de cría. ¿Lo recuerdas,
Bearnard?
—Por desgracia.
—Allí estábamos los hijos de todos los parientes nobles y…, por aquel
entonces, la única hija de Perry, pues Pherson y Alpina todavía no habían
nacido.
—¿Cómo era?
—Solo la vimos una vez, porque su madre se la llevó enseguida, pero
Isobel Sutherland era la niña de tres años más horrible con la que nos
cruzamos jamás. El cabello le cubría los ojos, parecía un nido de gaviotas
hambrientas, rubio y enredado. Y su cara… —Elliot hizo una pausa
dramática para crear todavía más expectación. Phemie lo miraba anonadada
—. Lo poco que se veía de su cara estaba cubierto de sarpullidos rojos por
doquier. ¡Era asqueroso!
—¿Ya era una bruja entonces? ¿Hizo algún conjuro?
—No, pero su fealdad quedó patente. Nunca más volvimos a verla, sus
padres la escondían para que las gentes no vieran su abominable rostro. Y…
según cuentan por ahí, tras descubrirla haciendo maleficios, Perry
Sutherland la recluyó en el castillo de Thurso para siempre, decidido a
salvar a sus parientes de las malas artes de su primogénita.
—¡Es horrible!
—¿Cómo pudiste casarte con ella, Bearnard? —preguntó Mai con ojos
temerosos—. Odio recordar que esa mujer es mi cuñada.
—Era mi obligación. Yo tampoco estoy feliz, pero tuve que hacerlo.
—A todos nos repugna que así sea —dijo Claire, cogiendo la mano de
su pequeña cuñada—. Sin embargo, Bearnard ya se ocupó de ella, así que
no debes de temer por nada. Isobel Sutherland no volverá al castillo
Sinclair, ni a molestarte. Estamos a salvo.

Bearnard dejó a su familia alrededor de la mesa y abandonó el castillo


en dirección a las caballerizas. Guardó en las alforjas de su caballo la ropa
que el viejo George le prestó y montó sobre su equino para regresar a
Thurso.
Llevaba pensando en Issy desde que se separaron, y las ganas de volver
a verla eran tan fuertes que a malas penas había podido aguantar hasta que
dio el último bocado a su comida.
Issy. Le gustaba su nombre. Era dulce, bonito, le iba como anillo al
dedo, aunque a ella no le agradase ni que lo pronunciase siquiera.
Era una mujer orgullosa y con un carácter complicado, pero no pensaba
rendirse. Bearnard tenía mucha paciencia, lograría llevársela a su terreno. Y
cuando eso sucediera… ¡Santos! Cuando por fin la tuviera mansa y
complaciente entre sus brazos, moriría de placer.
Días atrás, experimentó el mayor orgasmo de su vida con su solo
recuerdo, por el simple hecho de imaginarla. Con ella, su cuerpo respondía
con una intensidad sobrecogedora.
Cabalgó todo lo rápido que el bosque le permitió. Ese día, no podría
quedarse demasiado tiempo con ella. Debía reunirse con el laird del clan
Cameron para negociar el precio del trigo que tenía intención de comprarle,
así que, a lo sumo, estaría con Issy una hora. Pero, ¡oh!, una hora era mejor
que nada. Necesitaba contemplar, aunque solo fuese un ratito, su hermoso
rostro de ángel.
Al llegar al castillo de Thurso, lo primero que hizo fue llevarle a George
sus ropajes y agradecer el haberle permitido calentarse en su hogar.
Caminó por el huerto, donde varios campesinos recogían hortalizas con
una pinta deliciosa, y se dirigió al campo, donde siempre la había
encontrado antes, no obstante, allí no había nadie.
Sus ojos fueron hacia el castillo y una mueca de desagrado se instaló en
ellos. ¿Estaría Issy junto a la bruja? ¿Estaría atormentado a su dama de ojos
violeta?
Cuando fue a dar el primer paso, un agudo sonido lo distrajo. A su
izquierda, entre la arboleda que llevaba al bosque, encontró a Iver. El niño
corría entre los árboles con lo que parecía un caballo de madera. Jugaba y
reía solo, sin percatarse de que tenían visita.
—¡Iver, hola! —El pequeño se quedó quieto cuando lo descubrió, pero
enseguida lo premió con una gran sonrisa. Llevaba la piernecita envuelta
con la misma tela que ella le puso y parecía haber hecho un trabajo
estupendo, ya que el pequeño no se había quejado ni una vez—. ¿Qué haces
aquí solo?
—Jugar, señor.
—¿Dónde está todo el mundo?
—Mi abuelo, en casa.
—Lo sé, acabo de verlo. He ido a devolverle su ropa.
—Mi abuela está en las cocinas del castillo, preparando la cena.
—¿Y sabes dónde está Issy? No la veo por ningún lado.
—Hace un momento estaba aquí, pero se fue al río a recoger agua. Ella
siempre ayuda a los demás.
Bearnard dejó al niño jugando y se adentró en el bosque, donde la luz
iba disminuyendo por la frondosidad de los árboles.
El sendero que llevaba hasta el río estaba completamente cubierto por
arbustos de un follaje tan verde que parecía irreal, el musgo se extendía
como un manto en el suelo y escalaba por el tronco de los árboles. El
sonido de las aves y el bullir del agua inundó sus oídos. Por un momento, se
sintió transportado a un lugar mágico, pues flotaba en el ambiente esa
sensación de majestuosidad que solo poseían los lugares místicos, antiguos,
los que conservaban su esencia, en los que las leyendas se convertían en
realidad.
Tras sortear las gruesas raíces de un abedul, la imagen del río apareció
ante sus ojos y sentada en la orilla, con dos cántaros de barro a cada lado de
su cuerpo, estaba ella.
—Ahora sí que creo en las hadas —susurró para sí mientras la
observaba a placer.
Rodeaba sus piernas con ambos brazos y tenía la cabeza alzada hacia el
cielo y los ojos cerrados. Su delicado perfil se oscurecía y aclaraba a
medida que la sombra de las hojas se dibujaba en su piel mientras eran
agitadas por la suave brisa primaveral.
No llevaba zapatos, se los había quitado para que sus piececillos rozaran
el agua, pero los ojos de Bearnard no se quedaron ahí, sino que ascendieron
por sus torneadas pantorrillas hasta donde descansaba su vestido, casi a la
altura de las rodillas. Tenía las piernas del color de la nieve, tan delicadas
como toda ella, y se preguntó si el resto de su cuerpo sería igual de bello.
Sin poder aguantar las ganas de reunirse con ella, salió de su escondrijo
y caminó despacio hasta la orilla con cuidado de no asustarla. No obstante,
el crujir de una rama alertó a Isobel de que no estaba sola.
Abrió los ojos y giró la cabeza hacia donde había venido el ruido.
Cuando lo descubrió, contuvo el aliento y se levantó de la húmeda hierba
con toda rapidez, encarándolo.
—¡¿Otra vez tú aquí?!
—Señora, ya te dije que vendría las veces que fueran necesarias.
—¡Oh, santos! ¡¿Es que no voy a poder librarme de ti?!
—Me temo que por ahora no —respondió él con una sonrisa divertida.
Se quedó anonadada durante unos segundos viéndolo reír. No entendía
por qué su corazón se comportaba como un completo traidor cuando lo
tenía delante. ¡Solo era Bearnard Sinclair, su odioso marido! Era muy
gallardo, lo reconocía, pero tenía el alma podrida y nunca podría confiar en
él.
Cogió los cántaros llenos de agua y pasó por su lado, airada, de regreso
al castillo.
—¿Algún día dejarás de huir de mí, mujer?
—¡Nunca! ¡Debes entender que jamás yaceré contigo, mi laird, no vas a
hacerme las monstruosidades que hacen los hombres en el lecho, y cuanto
antes lo comprendas, será mejor para ambos!
—No son ninguna monstruosidad. Ambas partes disfrutan de los
placeres —comentó con voz serena, cogiéndole de las manos los cántaros.
—¿Qué crees que haces?
—Llevar yo el peso.
—¡Puedo hacerlo perfectamente, no soy una tullida! ¿Tan aburrida es la
vida de un laird que has decidido dedicarte a las labores del campo?
—Si con eso consigo pasar más tiempo a tu lado, lo haré. —Al ver que
ella no decía nada más, sonrió de nuevo y contempló su delicado perfil
mientras caminaban por el bosque—. Hoy no podré quedarme mucho
tiempo, tengo asuntos que atender en Wick.
—¿Debo de entristecerme por ello?
—¡Oh, mujer, no seas tan dura conmigo! ¿Tan difícil es para ti
comprender que un caballero esté interesado en tu persona?
—¡No quiero tener nada que ver con los hombres, no estoy disponible!
Bearnard entrecerró los ojos, comprendiendo lo que sucedía. Issy no era
libre, debía de estar casada, pues las jóvenes núbiles no se comportaban así
con sus pretendientes. ¡Maldición! ¿Acaso amaría a su esposo? ¿Sería por
eso?
—Tu marido…
—¡Sí, mi marido! ¡Mi marido es un patán! —exclamó de repente,
dándole pequeños golpecitos en el pecho con su dedo índice. Tras aquello,
esperó una reacción furiosa por su parte, pero esta no llegó, de hecho,
Bearnard curvó más los labios.
¿Lo estaba insultando y él sonreía con más ganas?
—Conque un patán.
—¡Sí, un bellaco perverso y rastrero que no merece pisar el mismo suelo
que yo! ¡Lo mejor que hice fue marcharme de su odioso y nauseabundo
hogar!
—Esa es una excelente noticia.
—¡¿Cómo?! —No entendía nada. Otros hombres, la hubieran golpeado
por tales insultos, sin embargo, él… estaba complacido. ¡Inaudito!
—Razón de más para aceptar mis visitas, bella Issy. Necesitas un
hombre que te proteja. Yo jamás dejaré que nada malo te ocurra. —
Bearnard estaba pletórico. Su hermosa campesina acababa de confirmarle
que no amaba a su esposo y que se encontraba muy lejos de él.
—¡¿Es que no has escuchado lo que te acabo de decir?!
—Con toda claridad, señora. Y ahora más que nunca estoy decidido a
romper todas tus barreras y entrar en tu corazón.
Isobel enarcó las cejas y se lo quedó mirando extrañada, sin saber cómo
actuar después de lo que acababa de suceder.
—Eres un tipo muy extraño, mi laird.
—Soy un hombre normal que está interesado en una dama hermosa.
—Muchos adjetivos podrían describirte, pero yo nunca usaría normal.
—Entonces, ¿cómo? ¿Cómo me describirías?
—No quieras averiguarlo.
—De hecho, tengo curiosidad por saber cómo me ves.
—Te veo demasiado seguro de ti mismo.
—Eso por descontado.
—Crees que siempre conseguirás lo que te propongas.
—Y lo haré.
—Piensas que eres irresistible, con ese rostro de galán, tu pecho
musculoso y tus piernas velludas.
—¿Y no lo soy?
Isobel puso los ojos en blanco.
—No voy a negar que eres apuesto, pero nunca…
—¡Eso es un sí, pequeño ángel! Acabas de aceptar que te parezco
apuesto.
—¡Eso no cambia nada!
—Para mí sí. Ahora sé que puedo conquistarte.
—Ni en tus mejores sueños.
—Y también te gustan mis piernas velludas, pequeña hada.
—¡Oh, Señor! —Isobel aguantó las ganas de reír.
—Y ahora estás sonriendo.
—Porque eres un majadero.
—Pero sonríes. —Le dio un suave empujoncito con el hombro—. Y otra
vez lo haces.
—¡Basta, Bearnard! —exclamó riendo a plena voz.
—¿Quieres que te cuente un secreto? —Ella se encogió de hombros para
no parecer demasiado interesada—. La pasada semana, cuando nos vimos
por primera vez en el campo, estuve a punto de marcharme sin acercarme al
castillo.
—¿Y qué te hizo cambiar de parecer?
—Tu risa. Cuando iba a espolear mi caballo para reunirme con mis
hombres, te escuché reír y tuve curiosidad por saber a quién pertenecían
esas bellas carcajadas. Y cuando te vi, Issy… Cuando te vi, supe muy
dentro de mí que no iba a poder conformarme solo con aquello.
—Es todo lo que vas a conseguir de mí, Bearnard Sinclair.
—De momento, me conformaré con esto. Solo por escucharte reír, me
ha merecido la pena el viaje desde Wick. Ahora me marcharé feliz.
—¡¿Te vas tan pronto?! Digo… —Se mordió el labio inferior,
sintiéndose tonta por el arrebato—. Emmm… Lo que quiero decir es que no
veo lógico eso de cabalgar más de una hora a caballo para marcharte a los
pocos minutos.
—No te engañaba cuando te he dicho que tengo algo importante que
hacer. —Sonrió—. Y sí, prefiero estar en tu compañía unos míseros
minutos que no verte.
Isobel apartó la cara para que no la viera sonreír de nuevo. ¿Qué
diantres le pasaba? Esas sandeces nunca le habían resultado agradables.
—Sigues pareciéndome un hombre muy extraño, mi laird.
—Contaba con ello, señora, pero no me preocupa. Tengo todo el tiempo
del mundo para demostrarte lo contrario. —Bearnard dejó los cántaros en el
suelo cuando cruzaron el bosque y el castillo apareció ante ellos. La miró a
los ojos una vez más antes de despedirse—: Nos veremos mañana, mi bella
Issy. Esta noche soñaré con tu sonrisa.

El fuego chisporroteaba en la chimenea de su dormitorio y su tenue


resplandor le pintaba la cara con caprichosas luces y sombras, que dotaban
su rostro de un aspecto singularmente hermoso.
Isobel, con la vista fija en las llamas, permanecía pensativa y sin nada en
lo que invertir su tiempo, pues la tarde había cambiado de repente y una
fuerte tormenta bañaba sus tierras, impidiendo así el avance en el campo.
En realidad, aquello no la preocupaba. Habían adelantado tanto que no
tendrían problemas para sembrar el grano en la fecha señalada.
Irguió su espalda e hizo una mueca de dolor. Esas semanas habían sido
muy duras para todos, pero el arduo trabajo tendría su recompensa.
Si su hermana Alpina estuviera allí, le repetiría que no era su obligación
deslomarse de sol a sol junto a sus sirvientes, pero ¿cómo no hacerlo?
Amaba a todas esas personas, también eran parte de su familia.
Sí, era la hija de un laird y había nacido con ventajas que la mayoría del
pueblo no tenía. Pero esas gentes habían demostrado más amor y respeto
por ella que su propio padre. Estaba en su mano pagarles tanta entrega
uniéndose a ellos como una igual y trabajar codo con codo.
Alargó el brazo y tomó la taza de caldo que Mildred acababa de llevarle.
Dio un sorbo pequeño para no quemarse con el caliente brebaje y sonrió al
darse cuenta de que había añadido romero, tal y como le gustaba.
—¿Issy? —La voz de Eduard a su espalda la hizo despegar los ojos de
las llamas. El amado de Pherson entró en sus aposentos con su característica
sonrisa y una bandeja repleta de dulces—. Los ha traído la señora
Robertson hace un momento. Te da las gracias por haberle preparado el
ungüento para sus piernas hinchadas.
—La señora Robertson es muy amable.
Cogió un dulce y le dio un pequeño bocado, sin embargo, no tenía nada
de hambre. Sentía una gran inquietud en el estómago y no sabía cómo
gestionarla.
Eduard, que la conocía a la perfección, tomó asiento a su lado y cogió
para él otro de los dulces.
—¿Puede saberse qué pasa por tu cabecita para que no hayas devorado
el pastelito? —Apoyó una mano en su muslo—. No es un secreto que amas
los dulces de esa mujer.
—Estoy nerviosa, Eduard.
—¿Por qué motivo?
—Algo está cambiando.
—¿Cambiando? ¿Algo dentro de ti?
—No lo sé. Me… siento rara.
—¿Podría ser que el motivo sea un hombre muy apuesto y descarado
con el que estás casada, el cual se pasea últimamente por el castillo de
Thurso como si fuera lo más normal del mundo? —sugirió con una sonrisa
pícara en el rostro.
Isobel lo miró a los ojos y se mordisqueó el dedo anular, notando que
los nervios aumentaban.
—¡Oh, Eduard, es que no sé lo que pretende!
—Yo creo que lo ha dejado bastante claro, querida. Tu esposo te está
cortejando.
—¿Cómo va a hacer eso si ya estamos casados?
—No tuvo oportunidad de hacerlo antes de vuestra boda. Querrá hacer
las cosas bien contigo.
—Si eso fuera cierto, no me habría tratado de la forma en la que lo hizo.
Se comportó como un bellaco, y su familia también.
—¿Te demuestra su arrepentimiento?
—Em… pues… —Isobel se encogió de hombros—. Bearnard me pidió
disculpas por cualquier cosa que me hubiera podido molestar.
—Eso es arrepentimiento.
—Pero me echó de su hogar, me… acusó de cosas que…
—No debes de tomar en cuenta todas las ofensas de los hombres. A
veces, son unos majaderos y no piensan lo que dicen. Hazme caso, sé de lo
que hablo, soy uno de ellos, aunque yo mismo tenga dudas —comentó
riendo.
—Tú no eres como Bearnard Sinclair. Tú eres bueno, Eduard. De otra
forma, Pherson no se habría enamorado de ti.
—Todos tenemos a un pequeño demonio conviviendo con nosotros,
incluso tú misma, querida Isobel. —La abrazó y besó en la sien—. ¿Quieres
que te diga algo?
—Claro.
—Yo sí creo a tu esposo. Creo que sus intenciones contigo son sinceras.
Solo hay que contemplarlo, amiga. Le sonríe hasta el cabello cuando te
mira.
—¡Oh, Eduard, no exageres! —exclamó riendo.
—No lo hago. Ese hombre está interesado en recuperar a su mujer.
—Nunca he sido su mujer.
—Razón de más. —Le dio otro bocado a su dulce—. Y ahora dime una
cosa, ¿a ti te agrada Bearnard Sinclair?
Isobel levantó la cabeza hacia el techo y suspiró.
—¿A qué mujer no le agrada Bearnard Sinclair? Creo que ya me pareció
apuesto la primera vez que lo vi, y eso que era una niñita de tres años.
—Tu esposo es un hombre muy agraciado, te doy la razón.
—Me… gusta cómo me mira.
—Te mira con deseo, Issy.
—Y su manera de hablarme.
—Es todo un galán, eso no lo negaremos.
—Pero no puedo. —Se tapó la cara con ambas manos y negó con la
cabeza, agobiada—. ¡No puedo, Eduard! ¡No podría, me pondría a gritar!
—¿Qué es lo que no puedes?
—Dejar que me toque.
—Es lo que hacen todos los matrimonios.
—¡No puedo, no puedo, Dios, ¡creo que me desmayaría! —Lo miró
angustiada.
—No debes odiar algo que no conoces, querida. Los placeres entre…
—Tú no lo entiendes, amigo. Es muy difícil, es… yo… ¡No puedo! —
Se levantó de su asiento y dio varias vueltas sobre sí misma, notando que le
faltaba la respiración.
—Isobel… ¿Qué ocurre?
—Nada.
—Pero…
—¡Señora! ¡Señora! —Se escucharon gritos en el exterior del castillo.
Eduard y ella se miraron confusos, pues todavía llovía a cántaros y esa
parecía la voz de George.
Se dirigieron corriendo escaleras abajo hasta que alcanzaron la puerta.
Al salir, encontraron a su viejo sirviente bajo la lluvia, con una sonrisa
maravillosa.
—¡George, por el amor de Dios, vas a enfermar! —exclamó Isobel
preocupada—. ¡Vuelve ahora mismo a tu hogar!
—¡Señora, ganado! ¡Él nos ha regalado ganado!
—¿Ganado? —repitió Eduard sin comprender.
—¡Cuarenta cabezas, ni más ni menos! —Señaló hacia su espalda y
entonces fue cuando lo vieron.
—¡Ovejas! —chilló Isobel emocionada—. ¡Hay ovejas, George!
—¡Sus hombres acaban de traerlas!
—¿Qué hombres? ¿Quién ha sido tan generoso con nosotros?
—¡Su esposo, señora! ¡Bearnard Sinclair! —George colocó las manos
en oración, con los ojos brillantes por las lágrimas—. Sus hombres han
traído un mensaje. Me dijeron que estas cabezas son a cambio de haberle
permitido calentarse en el fuego cuando salió mojado del río.
—Ganado —repitió Isobel mientras dibujaba una gran sonrisa en los
labios—. Ha sido él.
—¡Cuarenta cabezas, Issy! —gritó Eduard abrazándola fuerte—. ¡Nadie
nos había regalado nunca algo así! ¡Ni tu propio padre lo ha hecho!
—¡Oh, santos, ganado! ¡Tenemos ganado! ¡Ganado, Eduard!
—Amiga mía, ese hombre se ha propuesto cortejarte y no va a parar
hasta que lo consiga. ¡Vaya con el laird!
SIETE

Bearnard bajó de su caballo y contempló las tierras del castillo de Thurso


con una mezcla de ganas y malestar.
Ganas porque, después de dos días en los que le había sido imposible
escaparse de sus obligaciones, iba a poder ver de nuevo a su dama de ojos
violeta. Y malestar porque dicha dama era sierva de su odiosa mujer.
Todavía no había visto a la bruja salir de su horrendo castillo, ataviada
con sus ropajes fantasmagóricos y el velo que ocultaba su fealdad. Sin
embargo, debía de estar al tanto de sus visitas, ya que era común que los
señores estuvieran informados de lo que ocurría en sus dominios, e Isobel
Sutherland no sería la excepción.
Se preguntaba por qué no había ido ella misma a expulsarlo, en lugar de
encargarles a sus sirvientes dicha tarea. Estaba deseando encontrarse con
ella de nuevo, retorcerle el cuello y liberar a esas pobres gentes de su
malvada presencia. Cerraría el castillo a cal y canto y se llevaría a todos sus
sirvientes a Wick, donde podrían tener una vida digna alejados de los
embrujos diabólicos de su ama.
Se llevaría a Issy y la acomodaría en su hogar, en sus aposentos. La
colmaría de regalos, le haría el amor cada noche, la convencería de que la
vida a su lado era ventajosa y placentera.
Tiró de las riendas de su equino para atarlo al árbol más cercano, sin
embargo, el sonido de los cascos de otro caballo lo distrajo.
Cuando alzó la cabeza, se dio cuenta de que se dirigía hacia él a gran
velocidad, pero que iba frenando poco a poco.
Fue entonces cuando distinguió el largo y rubio cabello de su jinete
ondeando al viento, su grácil cuerpo moviéndose al compás de las
cabalgadas y la mirada chulesca con la que siempre se dirigía a él.
—¡Mujer insensata! —Cuando Isobel frenó a su lado, Bearnard se
acercó furioso, como si acabase de cometer el mayor pecado del mundo—.
¡Podrías caerte a esa velocidad!
—Llevo cabalgando desde los cuatro años, mi laird —respondió
divertida y retadora—. Podría competir con el caballero más experimentado
y, aun así, él sería el perdedor.
Bearnard entrecerró los ojos y la contempló de arriba abajo. ¿Desde
cuándo enseñaban a los criados a montar a caballo?
Pero no fue eso lo que más llamó su atención, sino su atuendo. Vestía
pantalones. ¡Inaudito! Nunca había visto a una dama con la ropa de un
hombre.
Llevaba una camisa blanca ceñida al cuerpo con un corpiño, atado firme
a su cintura, pantalones marrones que acariciaban sus bellas piernas y unas
botas de cuero que le llegaban hasta las rodillas.
Cualquier señora de buena cuna se habría escandalizado por su descaro,
no obstante, Bearnard no pudo más que sonreír, pues esos ropajes, en vez de
restarle belleza, se la acentuaban más.
—Si una dama apareciera vestida de ese modo en la corte, las
habladurías durarían todo un mes.
—Es una suerte que no tenga intención de ir a tal lugar.
—¿Por qué llevas pantalones?
—Son más cómodos para montar. Si hubieras cabalgado alguna vez con
vestido, me darías la razón.
—No creo que fuera muy agradable verme ataviado de tal forma.
Isobel rio y acarició la crin blanca de su joven yegua. Bearnard también
acarició al animal, pero lo hizo tan cerca de su pantorrilla que el corazón se
le aceleró y movió un poco al equino para tomar distancia.
—¿Otra vez por estas tierras?
—¿Tan raro te resulta, señora?
—Lo que me resultó raro es que ayer no nos importunases con tu
presencia.
—¿Me echaste de menos? —preguntó sonriendo de forma ladeada.
—¡Ni en tus mejores sueños, Bearnard Sinclair!
—Yo sí que añoré verte. Pero últimamente tenemos algunos problemas
en el clan y tuve que quedarme a intentar solucionarlos.
—¿Pudiste hacerlo?
—No. —Se encogió de hombros—. Me temo que es un poco más
complicado de lo que imaginaba. Así que nada mejor que la compañía de
una dama hermosa para olvidar los problemas por unas horas.
—«Nada mejor que importunar a una dama», sería más apropiado.
Bearnard soltó una carcajada y la miró fijamente, disfrutando del color
violeta intenso de sus ojos.
—Pero no soy tanta molestia como dices, mujer. Hoy has venido a
recibirme montada a caballo.
—¡Es pura casualidad!
—¿Y a dónde te dirigías?
—Iba a vigilar nuestro nuevo ganado. Un caballero de lo más insistente
e inoportuno nos regaló cuarenta cabezas, ¿lo sabías?
—Me es vagamente familiar tu historia. Pero discrepo en lo de insistente
e inoportuno.
—¿Y cómo lo definirías, mi laird?
—Galante, amable, obsequioso…
—¡Oh, vaya, tan humilde como siempre! No sé por qué no me extraña.
—Isobel y él rieron de nuevo. Ella alzó un brazo y señaló hacia la lejanía—.
Las ovejas están pastando al sureste de Thurso East.
—¿No tenéis pastor que las vigile?
—Oh, por supuesto, pero es la primera vez que el castillo tiene animales
propios. Reconozco que me hace ilusión verlas. ¿Quieres acompañarme?
—Si me prometes que no galoparás igual de rápido que antes.
—¿Significa que te da miedo que una dama te gane en una carrera?
—¿Me estás retando?
—Solo si no eres un cobarde, mi laird. Te lo vuelvo a repetir: cabalgo
desde que era una niña.
—No creo que debas…
—¡A ver si eres capaz de cogerme, humilde y obsequioso caballero! —
exclamó con burla. Hizo girar la yegua y emprendió el galope, dejándolo
allí plantado.
Bearnard maldijo en silencio al verla alejarse a tal velocidad y montó de
un salto en su caballo.
En realidad, Issy tenía toda la razón, cabalgaba sobre la yegua con tal
maestría que la mayoría de hombres se sentirían agraviados por su descaro,
y le encantaba. Espoleó aún más a su equino y se situó a su lado.
Se humedeció los labios al contemplar su cuerpo, subiendo y bajando al
ritmo de la carrera. ¡Santos! Lo que hubiera dado por ser aquella yegua y
tenerla cabalgando sobre él.
Parecía tan libre y salvaje que quiso guardarse aquella imagen en sus
retinas para siempre. ¿Qué mujer se atrevía a vestir con ropa de hombre,
montar a caballo con esa despreocupación y reír a carcajadas sin importarle
lo que los demás pudieran decir de ella?
Isobel fue frenando al llegar a la cima de una suave colina desde la que
se podía contemplar una gran llanura cubierta de hierba.
A lo lejos, las ovejas pacían tranquilas mientras el pastor y dos perros
las vigilaban de cerca.
Bearnard frenó el caballo a su lado y contempló el rebaño. Estuvieron en
silencio un buen rato, pero ella empezó a hablar de repente con voz serena:
—Debo agradecerte el regalo, mi laird. Estas ovejas serán de gran ayuda
los meses en los que la comida escasee por el frío.
—Si no teníais ganado, ¿qué hacíais en invierno? ¿Cómo os alimentáis?
—De la pesca, de los tubérculos que nos da la tierra, de la poca caza que
podemos conseguir. —Isobel sonrió de nuevo—. Con estas ovejas, todo
será más fácil. El castillo de Thurso no es el más próspero de las Highlands,
pero los que aquí vivimos estamos orgullosos de lograr autoabastecernos
casi todo el año sin tener que pedir ayuda.
—En Wick, somos cada día más, y nuestra tierra no da para tantas
bocas. Cultivamos los campos, poseemos animales y cazamos todas las
semanas, sin embargo, tenemos que comprar el grano y algunas hortalizas.
—¿Ese era el problema del que me hablabas antes?
—Ajá. Se nos acaba el grano y los clanes que pueden venderlo lo hacen
a unos precios abusivos que me niego a aceptar.
—Nosotros tenemos grano —le ofreció ella—. Todos los años,
vendemos la mayor parte y todavía nos queda una gran cantidad
almacenado. Nuestro precio es más que razonable.
Bearnard la miró con el ceño fruncido, pensativo. Comprar grano en
Thurso significaba tener que negociar con la bruja de su esposa, entrar en su
castillo y volver a escuchar su horrible voz… Estaba seguro de que el
precio no sería tan razonable como ella comentaba, pues cuando Isobel
Sutherland viera quién era el comprador subiría el precio.
Issy seguía esperando su respuesta y él suavizó el gesto. Esa joven nada
tenía que ver con la bruja. Era bondadosa y trabajadora, y le ofrecía
amablemente una alternativa.
—Pensaré en ello.
—Nuestro grano es de una excelente calidad.
—No me cabe la menor duda, señora. Si ha sido sembrado por tus
hermosas manos, será el más dulce y delicioso de todos.
Isobel apretó los labios para no sonreír y giró su yegua, sintiendo un
extraño temblor en su estómago al escuchar sus palabras. Abandonaron la
cima de la colina y emprendieron el regreso al castillo, pero esta vez lo
hicieron sin carreras, disfrutando de los verdes paisajes del bosque de
Thurso.
A pesar de cabalgar en silencio, no era incómodo, más bien excitante,
pues los ojos de ambos peleaban por no mirar al otro a cada momento.
—Si… Si sigues ese sendero de ahí, encontrarás un lago de aguas
cristalinas y un prado de ensueño —dijo ella a fin, tratando de que el
burbujeo de su estómago se marchase.
—Apenas conozco el bosque de Thurso, no he venido mucho por estos
lares, y ahora me arrepiento de no haberlo hecho.
—Siempre se está a tiempo de conocer parajes nuevos.
—Si me hubiera internado en este lugar, te habría descubierto mucho
antes, hermosa Issy.
—Nuestros caminos se habrían cruzado de todos modos.
—¿Hablas del destino?
—Más bien de las artimañas de los hombres para conseguir tratos y
poder —respondió pensando en su padre y en su matrimonio pactado.
—¿Alguna vez conseguiré entenderte, señora? —preguntó confuso.
Ella rio y miró hacia el frente.
—Solo si pones interés.
—Seré el discípulo más aventajado.
—Estoy empezando a pensar que lo dices de veras.
—¡Claro que lo digo de veras, pequeño ángel! ¡Ya conoces mis
intenciones contigo!
Isobel apartó la cara por el rubor. No le gustaba que su cuerpo se
comportase de esa forma por unas simples lisonjas y palabras bonitas.
—Así que tienes intención de cortejarme.
—Mis intenciones van mucho más lejos que eso.
—Nunca antes me habían cortejado.
—¡Mientes! —exclamó Bearnard incrédulo—. Una dama como tú habrá
tenido cientos de pretendientes.
—Apenas unos pocos, y jamás hubo cortejo. Nunca he dado esas
confianzas a nadie.
—¿A mí vas a dármelas?
—¿Serviría de algo una negativa?
—Absolutamente de nada, señora. Continuaré visitándote hasta que
caigas rendida a mis pies.
—¿Por qué supones que eso va a suceder?
—Porque no voy a darte otra opción que la de amarme, Issy. —Isobel
fue a responder, pero de su boca no salió ni una palabra, se quedó
mirándolo con fijeza, sin estar segura de qué era eso que tenía Bearnard
Sinclair que la desarmaba y le impedía tratarlo con la misma hostilidad que
al principio. Se mordió el labio inferior y volvió a centrarse en el camino,
hasta que él llamó su atención—: ¿Me acompañarás?
—¿Qué? ¿Adónde?
—A ese lago del que has hablado hace un momento. ¿Me acompañarás
algún día?
—Sí, por descontado. Solo tienes que obsequiarnos con otras cuarenta
cabezas de ganado.
—¡Oh, mujer! —Bearnard soltó una carcajada al escuchar su respuesta.
Isobel no pudo contener la sonrisa. Reír a su lado era muy fácil, como
también lo era relajarse. El laird de los Sinclair tenía don de palabra y
estaba segura de que sería capaz de meterse en el bolsillo a la mismísima
reina si se lo llegaba a proponer.
Salieron del bosque y el castillo de Thurso apareció ante sus ojos de
nuevo.
Bearnard acompañó a Isobel hasta las caballerizas, donde ella dejó la
yegua para que los mozos la acicalaran.
—Puedes dejar también tu caballo aquí. Estará muy bien cuidado. Yo
tengo que ir a cambiarme de ropa.
—¿Vas a seguir con tu trabajo en el campo?
—No, voy a vestirme para la celebración de esta noche.
—¿Celebración? —La noticia le pilló de improviso—. ¿Qué se celebra?
—Un banquete en tu honor, mi laird —respondió ella con una débil
sonrisa en los labios—. Antes mencioné que nunca nadie nos había hecho
un regalo semejante, y los campesinos quieren agradecértelo de algún
modo.
Isobel dio media vuelta y él no despegó la mirada de las suaves curvas
de su cuerpo hasta que no desapareció de su campo de visión.
Aunque hubiera querido seguirla para saber cuál de todas las cabañas
era la suya, estaba tan impresionado por la noticia del banquete que se
quedó allí como un pasmarote, viendo al mozo de cuadras acicalar y dar de
comer a su caballo.

Isobel se miró en el espejo de sus aposentos con un nudo muy molesto


en la boca del estómago.
Mildred acababa de terminar de vestirla y se encontraba sola de nuevo
en su habitación.
Acarició la tela de su vestido azul, el cual no era para nada recargado, ni
tan lujoso como se habría esperado de la hija de un laird, y reconoció que
su cabeza era un mar de dudas.
Si un mes atrás alguien le hubiera asegurado que aquello pasaría, que su
esposo se presentaría en sus tierras para cortejarla y comenzar con su
relación matrimonial, no se lo habría creído. Su boda fue tan mal…
Bearnard y su familia la trataron con desprecio, él mismo la echó del
castillo Sinclair de un modo horrible y reprochable. No entendía su cambio
de actitud. No entendía su repentino interés. Y tampoco entendía por qué su
propio cuerpo reaccionaba a él tras lo ocurrido.
El sonido de la puerta al ser aporreada la sacó de aquellos tortuosos
pensamientos. Por ella asomó Eduard, que le sonreía con ese cariño tan
característico en él.
—Adelante.
El amado de su hermano se internó en su alcoba. La observó con
detenimiento y la sonrisa fue agrandándose a medida que se acercaba.
—Estás muy hermosa, querida Issy. A tu esposo le agradará el cambio.
—No me he vestido así por él.
—¿Ah, no? ¿Y por qué lo has hecho entonces?
—No lo sé.
—¿Algún día dejarás de engañarte?
—¡Yo no me…! —Dejó la frase a medias y resopló al tiempo que se
cubría la cara con las manos—. Oh, Eduard, no sé qué estoy haciendo. Ni
siquiera tendría que permitir que él estuviera aquí.
—No creo que se le pueda negar nada a un hombre como ese. Si
Bearnard Sinclair quiere venir a visitarte, lo hará, por muchas trabas que
decidas ponerle.
—¡Es que no es justo! ¡Se portó muy mal, me dijo cosas que…! ¡Y
encima yo…! ¡A mí me agrada que él…! ¡Oh, Dios! ¡Debería volver a
ponerme la ropa de faena! ¡Ni siquiera comprendo por qué me he vestido
así!
Eduard la cogió por las manos y la hizo mirarlo a los ojos,
tranquilizándola con su serena sonrisa.
—No, Issy. No vas a cambiarte de ropa porque en el fondo quieres
complacerle.
—¿Yo? ¡¿A él?!
—Llevo en este castillo seis años, amiga mía, te conozco y te aprecio
como si fueras mi propia hermana. Tu esposo no fue justo contigo tras
vuestra boda, eso no voy a discutirlo, pero parece arrepentido. Y a ti te
agrada que venga a verte, se nota en cada gesto de tu cara, en la forma que
tienes de sonreír, en tu afán por agradarle. No vestías ropa elegante cuando
te visitaba tu padre, o Alpina, o Pherson. Pero sí lo has hecho por él.
Quieres que te vea hermosa, y es normal, Issy, ¡es tu marido! ¡Y no un
marido cualquiera, sino Bearnard Sinclair, pardiez! ¡Uno de los hombres
más apuestos del condado! —Eduard tomó asiento sobre el lecho junto a
ella—. A mis oídos han llegado historias.
—¿Qué historias?
—De mujeres compitiendo por él, peleando por su atención, planeando
argucias para cazarlo y llevarlo al altar. Pero ¿sabes qué? Que él ya está
casado, y resulta que ha elegido a su propia esposa para cortejarla como es
debido. Está intentando enamorarte.
—Su esposa nunca podrá darle lo que él desea.
—No es verdad, Issy. Bearnard quiere lo que cualquier hombre. No es
complicado satisfacer sus…
—¡No lo entiendes! ¡Nadie lo entendería!
—Puede que no, pero sí que entiendo de pasión, querida. Y tu esposo
también. Él sabrá guiarte. Verás que tus miedos son infundados, que eres
tan capaz de complacer a un hombre como cualquier otra mujer. ¡Mírate,
eres preciosa, fuerte, amable! Quizás las cosas no salieron bien tras vuestra
boda, por la tensión que reinaba en el ambiente, por el nerviosismo, o ¿qué
sé yo? Lo único que tengo claro es que tu marido quiere tu amor, y tú,
amiga, acabarás rindiéndote.
OCHO

Isobel y Eduard salieron de sus aposentos y atravesaron el castillo para


dirigirse al lugar donde se celebraría el banquete, un pequeño claro cerca de
las casas de sus sirvientes.
Empezaba a anochecer y las temperaturas eran cada vez más bajas, lo
más sensato habría sido realizar aquella celebración dentro del castillo, sin
embargo, el salón no era tan grande como para albergar a tantas personas.
Aquella era una humilde y vieja fortaleza de la que solo eran reseñables sus
vastas tierras.
Nada más pisar el claro, escuchó la alegre melodía de una canción
popular que varios de sus criados entonaban. Las mujeres habían colocado
una hilera de mesas y sillas en las que acomodarse. Había lámparas de
aceite repartidas por doquier, vino, comida abundante, y el ambiente era
alegre y familiar.
—Oh, Issy, mírate, pero ¡qué hermosa estás! —exclamó Marge, que
dejó lo que estaba haciendo al verla aparecer—. Eres la viva imagen de tu
madre.
—Cierto, la que más se parece de los tres hermanos —añadió Mildred,
la criada que acababa de vestirla.
—¿Qué me dices, George? ¿No es Issy igual a su madre? —preguntó
Marge a su esposo, que charlaba con varios hombres en un pequeño corrillo
cerca del fuego, donde se asaban varios capones.
Isobel les sonrió con cariño a todos ellos. Sin embargo, cuando sus ojos
se percataron de la persona que estaba al lado de George, su corazón volvió
a acelerarse.
Bearnard.
Su marido la contemplaba en silencio, con una sonrisa lobuna en los
labios, deleitándose desde su posición de lo arrebatadora que lucía con ese
vestido. Estaba pasado de moda, pero era distinguido y muy favorecedor.
Además, llevaba el cabello recogido en un moño bajo que despejaba su
rostro y mostraba con todo lujo de detalles sus delicadas facciones.
Sus miradas se quedaron presas la una de la otra, y ni siquiera las voces
de los de su alrededor lograron sacarlos de aquel trance.
—Hubo un tiempo en el que los ángeles me parecían seres irreales —
dijo él con voz grave, caminando como lo haría una elegante pantera hacia
donde ella se encontraba—. Pero cada vez que te miro, me convenzo de lo
equivocado que estaba.
—Hubo un tiempo en el que pensaba que los lairds eran hombres sin
sentimientos ni corazón, y es posible que yo también errase en mis
suposiciones —respondió Isobel intentando parecer serena y ocurrente, pero
sus latidos desbocados iban a delatarla.
—No todos somos unos malvados sin corazón.
—Entonces, aceptaremos que las apariencias pueden resultar engañosas,
pues ni tú careces de corazón ni yo soy un ángel.
—Estás preciosa, Issy. —Se humedeció los labios y volvió a recorrerla
de arriba abajo a placer—. Esta noche voy a tener serios problemas para
poder apartar mis ojos de ti.
—No creo que eso sea muy apropiado, mi laird, si solo me miras a mí,
te quedarás sin probar bocado.
—Tu imagen me alimenta.
—Vas a lograr que me sonrojé.
—Si ese rubor lo producen mis palabras, lo disfrutaré de igual forma.
—Qué adulador estás esta noche, Bearnard Sinclair.
—Es desesperación. Solo consigo de ti migajas, señora. Nunca había
conocido a una dama tan complicada de complacer.
Isobel rio y le hizo una leve señal para que la acompañase con los
demás, que aguardaban impacientes por empezar con el festín.
Tomaron asiento junto a George, Marge y su pequeño nieto Iver, el uno
muy cerca del otro. Les sirvieron vino y probaron todo lo que había en las
fuentes.
Bearnard aceptó de buen grado los agradecimientos de los campesinos y
criados por haberles regalado las ovejas. Le resultó muy gratificante ver que
todas esas personas, que al principio lo miraban desconfiados y
amenazantes, ahora lo aceptaban como uno más de su pequeño grupo. No
obstante, lo que más le complacía era ver a Issy tan relajada y sonriente a su
lado.
Charlaba con los demás, reía, bebía de su copa y él la miraba a placer,
recorriendo su fino perfil, deseoso de rozar con la yema de los dedos su piel
de porcelana.
Un nuevo campesino se acercó para agradecerle el gesto y, al marcharse,
Isobel brindó silenciosamente por él, con una divertida sonrisa en los labios.
—Creo que ya no queda nadie más por agradecerte tu generoso regalo,
mi laird.
—No buscaba gratitud, señora. Este banquete no era necesario.
—Pero te agrada.
—¿A qué hombre no le agrada un poco de reconocimiento? —Alargó el
brazo por debajo de la mesa y entrelazó sus dedos con los de ella—. ¿Cómo
no iba a agradarme una excusa para pasar más tiempo con la joven de la que
estoy prendado?
Isobel, al sentir su contacto, experimentó un cosquilleo, y todavía más
cuando Bearnard comenzó a acariciar la parte interna de su muñeca con el
dedo pulgar.
—Cualquier otra mujer te tildaría de descarado por las libertades que
estás tomándote conmigo.
—Pero tú no eres una mujer cualquiera. —Bearnard acercó la boca a su
oído y le susurró en voz baja, a la vez que con su nariz acariciaba la fina
piel de su oreja—: Eres mi dama de los ojos violeta, la del cabello del color
de la luna, la que es capaz de ganarle en una carrera al mejor jinete de las
Highlands vestida con ropa de hombre.
Ella rio y lo miró a los ojos, con un extraño calor quemándole el bajo
vientre. Se sentía tan rara cuando su marido le decía todo aquello…
—No me equivoco cuando afirmo que las apariencias engañan, mi laird.
Estoy sorprendida, pensaba que tu comportamiento conmigo sería otro.
—Ruego que la sorpresa haya sido agradable.
—Más bien, extraña.
—Mmm… ¿Eso significa que te complace tenerme aquí o no?
—Tendrás que adivinarlo.
—¡Oh, mujer, eres imposible de descifrar! —exclamó él entre risas,
contagiándola con su musical voz. Bearnard alzó la mano que tenía libre y
rozó su mejilla con la yema de los dedos, preso de un arrebato.
Disfrutó de la suavidad de su piel y sus labios se curvaron todavía más
cuando la vio contener el aliento, pero al menos no se apartaba, y eso ya era
un avance.
—¿Quieres saber lo que pienso? —Ella asintió en silencio, sin despegar
sus hermosos ojos de los de él—. Creo que sí te agrado, Issy, que te gusta
mi compañía, aunque te empeñes en negarlo. Y eso me da más fuerzas para
seguir.
Cuando fue a contestar, el sonido de una nueva canción, acompañada
esta vez por laudes y tambores, captó su atención.
Casi todo el mundo bailaba cerca de los músicos, de hecho, sentados en
las sillas solo quedaban ellos y un par de ancianos que aplaudían al ritmo de
la melodía.
Isobel miró de soslayo a Bearnard y se mordió el labio inferior, pues
habían estado tan metidos el uno en el otro que ni siquiera se habían dado
cuenta de que los campesinos habían terminado de cenar y ya no se
encontraban con ellos.
—¿Cuándo ha pasado el tiempo tan deprisa? —preguntó él igual de
sorprendido.
—Han debido de cansarse de esperar a que les hiciésemos caso.
—Culpa tuya, por supuesto. Eres un hada perversa, que me ha llevado a
su mundo mágico y me ha hecho olvidarme de la realidad.
—¡Oh, por Dios, será posible! —exclamó ella riendo—. ¡Eso es muy
poco caballeroso, mi laird!
—Estoy dispuesto a asumir la culpa con gusto si respondes a mi
pregunta.
—Eso es todavía menos caballeroso.
—Issy, ¿te agrada mi compañía? —insistió volviendo a acariciar la cara
interna de su muñeca.
—¿Y si mi respuesta no es la que esperas?
—Lo asumiré.
—¿Y te rendirás?
—Nunca.
Ella puso los ojos en blanco y reprimió otra sonrisa, pues en el fondo le
encantaba la insistencia de Bearnard.
—Es posible que me agraden tus visitas.
—¿Posible? ¿Es otra respuesta engañosa?
—No hay nada de engañoso en esto, mi laird. —Curvó todavía más los
labios—. Deben de gustarme tus visitas, pues es la primera vez que
permitiré a un caballero bailar conmigo.
Las carcajadas de él resonaron sobre la música y, sin darle ni un respiro,
tiró de su mano para llevarla junto a la demás, que bailaban animados entre
risas y gritos.
Con la felicidad pintada en sus rostros y los ojos clavados en los del
otro, Isobel y Bearnard efectuaron una pequeña reverencia antes de empezar
a bailar, y los aplausos de los campesinos les hicieron reír con más ganas.
Siguieron la coreografía del reel, al igual que los demás, juntando sus
manos para girar, acercándose para luego separarse, cambiando de pareja y
regresando a sus brazos.
—Nunca había visto a un laird bailar con tanta maestría.
—Mi madre nos hacía practicar cuando éramos niños.
—¡Oh! ¡Mientes!
—No, y no se te ocurra reírte, mujer.
—Hubiera sido divertido verte.
—No era divertido. Elliot y yo lo odiábamos. Como mis hermanas
todavía no habían nacido, practicábamos entre nosotros. Teníamos que
turnarnos para hacer el papel de las damas y que el otro pudiera memorizar
el de los hombres.
—¡No! —Al verla reír con tantas ganas, Bearnard se arrepintió por un
segundo de haberle confesado aquel vergonzoso secreto—. Es lo más
gracioso que me han contado nunca.
—¡No lo es, y deja de reírte! —exclamó entre dientes mirando a su
alrededor para averiguar si alguien los estaba escuchando.
—Bearnard Sinclair, el gran jefe de su clan, el ceñudo aliado de los
Sutherland, bailando los pasos de una dama.
Él le dio un suave empujón, haciéndola reír todavía más.
—Mi padre nunca supo de dichas clases. Para él, las artes eran una
pérdida de tiempo y una estupidez para un futuro laird. Y en realidad, tenía
razón. De nada me ha servido.
—Discrepo. Gracias a esas clases, tengo al mejor compañero de baile de
todo Thurso East. —Isobel volvió a hacerle una reverencia antes de girar—.
Es agradable que nadie me pise los pies mientras suena la pieza, mi laird.
Estaría bailando hasta el amanecer.
—¿Eso es otro de tus retos?
—¿Te gustaría?
—¿Regresar a Wick sin haber dormido y pasar un día horrible mientras
me ocupo de las obligaciones de mi clan, solo por bailar a tu lado toda la
noche? —Sonrió—. ¡Por supuesto que sí!
Bearnard entrelazó sus dedos de nuevo con los de ella y tiró de su mano
para tenerla más cerca. Aquello no era parte del baile, pero la delicada
sonrisa de Issy no le dejaba otra alternativa.
Cuando fue a apoyar la mano sobre su cintura, un gran estruendo resonó
por encima de la música, el cielo se iluminó con furia y un fuerte aguacero
comenzó a caer sobre sus cabezas, mojándolo todo a su paso: las mesas, la
comida, los instrumentos…
—¡Santos! —gritó Isobel impresionada mientras el agua calaba cada
centímetro de su cuerpo—. ¡Debemos resguardarnos o acabaremos
chorreando!
Criados y campesinos corrían en diferentes direcciones, sus risas los
acompañaron todo el camino. Cogidos todavía de la mano, se dirigieron a
las caballerizas, donde estarían a salvo de la fuerte lluvia.
Una vez bajo el techado, se apoyaron en la gruesa pared de piedra,
recuperando el aliento y escurriendo sus ropas mientras el cielo seguía
iluminándose cada pocos instantes por la fuerza de los rayos.
—Señora, me temo que nuestros planes de bailar toda la noche se han
ido al traste.
—El tiempo ha confabulado en nuestra contra —respondió haciendo un
mohín triste.
—¡Pardiez, parece que va a caer un diluvio!
—Espero que todos estén a cubierto.
—Y que pare pronto, o tendré que regresar a Wick bajo la lluvia.
—Puedes quedarte aquí y volver mañana. Estoy segura de que George y
Marge no pondrán objeción alguna de que te quedes en su hogar. —Los
dientes le castañetearon debido al aire frío y a su ropa mojada. Isobel se
abrazó a sí misma para intentar entrar en calor.
Bearnard, al darse cuenta de que temblaba, se soltó el manto y se lo
colocó sobre los hombros cubriéndola con él.
—Esto te protegerá.
—Está calado —se rio, pero lo aceptó de buena gana—. Y ahora serás tú
el que pase frío.
—Es grande, podemos cobijarnos los dos en él. Aguarda. —Cogió los
extremos del manto con ambas manos y tiró de él para que Isobel se
acercase a su cuerpo—. Lo único que tenemos que hacer es permanecer
juntos.
—Ya lo comprendo. Era todo una estratagema para tenerme pegada a ti
—bromeó haciendo hueco para que él se acomodase.
—Eres una dama muy avispada. Incluso es culpa mía que el cielo no
deje de expulsar agua.
—Mmm… Ya lo imaginaba.
Ambos comenzaron a reír, mirándose a los ojos. Bearnard tiró todavía
más de su manto y su pecho quedó apretado contra el de ella.
Al notar su calor, las sonrisas fueron desapareciendo de sus labios, pero
sus ojos seguían presos de los del otro.
La respiración de Isobel se tornó pesada, pues el agradable olor de él
penetraba en sus fosas nasales, y todavía lo hizo más cuando la rodeó por la
cintura y acercó su boca.
—Bearnard… —susurró.
Esa fue la única palabra que salió de sus labios antes de que él la besara.
Fue como un aleteo, como si una mariposa rozase sus labios. Isobel
cerró los ojos y respondió a él con la sensación de que sus piernas fallarían
y acabaría cayendo de bruces al suelo.
Se amarró a sus brazos y notó cómo su lengua iba abriéndose paso.
Después, no pudo parar. Sus bocas se dieron la bienvenida, degustaron el
dulce sabor del otro, lamieron sus labios a placer, mientras sus respiraciones
se tornaban frenéticas.
Bearnard la aprisionó contra la pared y profundizó el beso, devorando
con ansias su boca. Subió sus manos por la fina espalda de Isobel y se
sumió en una espesa neblina de deseo de la que le sería imposible salir.
Llevaba tantos días deseando tenerla complaciente en sus brazos que no
pensaba desaprovechar la ocasión. Sus labios lo transportaban muy lejos de
allí, a un lugar del que no quería regresar.
La rodeó con fuerza por la cintura y la alzó en peso. Isobel lo rodeó por
el cuello para conservar la estabilidad y gimió contra su boca, totalmente
rendida a él. Lo sentía en cada poro de su piel. Lo sentía en la parte baja de
su vientre, y la necesidad que los labios de Bearnard le estaba creando la
hizo pegarse a su cuerpo todo lo posible, morderle los labios, arañarle los
hombros.
Él gimió loco de deseo. Su pene estaba erguido, hinchado y tan sensible
que cada mínimo roce era una tortura. Nunca un simple beso le había hecho
experimentar algo así.
Acarició su fina mejilla y mordisqueó sus labios para luego volver a
zambullirse en ellos con glotonería.
Todo parecía haber desaparecido a su alrededor. No importaba la lluvia
ni el frío o los fuertes truenos retumbando sobre sus cabezas. En el mundo
no existía nada más. Y así fue hasta que escucharon el sonido lejano de
unas voces acercándose a las caballerizas.
Como un resorte, Bearnard separó sus bocas a la vez que unos
campesinos entraron para resguardarse de la lluvia, calados hasta los
huesos, igual que ellos.
—¡Santa María, qué manera de llover! —exclamó uno escurriendo su
camisa y saludándolos con un simpático asentimiento de cabeza.
Bearnard, con la respiración trabajosa y la erección cubierta por la
gruesa tela de su manto, miró de soslayo a Issy, que mantenía toda la calma
posible, disimulando casi a la perfección, a pesar de que las piernas le
temblaban por el deseo y las ganas de continuar con aquel beso eran
insoportables.
Nadie habría imaginado que, segundos antes, aquellos dos habían estado
a punto de arrancarse las ropas contra esa misma pared de las caballerizas.
NUEVE

En el gran salón del castillo Sinclair apenas quedaba un grupo de criadas


retirando los restos de la comida.
Tras el festín, todos se retiraron a continuar con sus respectivos
quehaceres, o a descansar a sus alcobas un rato. Aquellas solían ser las
horas más tranquilas, y los únicos sonidos que se producían eran los de los
platos sucios al ser transportados a las cocinas.
Pero no fue así aquel día.
Una joven criada se sobresaltó cuando escuchó una conversación airada
que se dirigía hacia allí, rompiendo la calma a la que estaban
acostumbrados.
Por el salón aparecieron las dos hermanas menores del laird caminando
con rapidez, la una enfurruñada con la otra.
—¡No es justo, Mai! ¡Me lo prometiste!
—¡Yo no prometí nada, hermana! ¡Si me acompañaste al río, fue por tu
propia voluntad!
—¡Oh, habrase visto! —exclamó Phemie con enfado, cruzándose de
brazos—. ¡Jamás voy a volver a confiar en ti!
—¡No me importa! ¡Eres la dama más dramática que he tenido la mala
suerte de conocer!
—¡Diablos, Mai! ¿Estás hablando en serio? ¡¿Tienes la desfachatez de
hablarme de ese modo?!
—¡Niñas, niñas! —exclamó la joven criada, escandalizada por su pelea
—. ¡Por el amor de Dios, hay personas descansando en sus aposentos, no
son horas de discusiones! ¡Si vuestra madre os escucha pelear, se enfadará!
Phemie bajó la vista al suelo y asintió avergonzada.
—Lo sentimos. No era nuestra intención, pero…
—¡Pues yo no lo siento!
—¡Mai, eres una descarada! —exclamó de nuevo su hermana, alzando
por segunda vez la voz.
—¡Es mi hogar! ¡Si tengo que gritar, gritaré! —chilló furiosa—. ¡Y si
tengo que decirle a mi hermana que es una joven inaguantable, también lo
diré!
—¡Esto ya pasa de castaño oscuro! —respondió Phemie perdiendo los
nervios. Agarró por la muñeca a Mai y tiró de ella con fuerza—. ¡Ahora
mismo vamos a ver a Bearnard!
—¡Me parece una decisión acertada! ¡Mi hermano me dará la razón! —
Le dio un fuerte envión con su brazo y se soltó del agarre de Phemie,
haciéndola quejarse por el dolor—. ¡Vayamos!
Las dos jovencitas cruzaron el salón mientras discutían acaloradamente,
dejando a la criada sin saber qué hacer para que dejasen de gritar. No
obstante, acababan de decir que iban a ver al laird. Que fuera él quien se
ocupase de sus hermanas menores.
Los gritos resonaron por toda la escalera y fueron perdiendo intensidad
conforme ascendían.
Cuando las hermanas vislumbraron la puerta del despacho del laird,
echaron a correr para lograr ser las primeras en explicarle el problema a su
hermano. Se empujaban, se golpeaban…
Mai abrió la puerta sin llamar antes, logrando que esta golpeara
violentamente contra la pared de piedra. Bearnard, que se encontraba
concentrado en unos papeles, alzó la cabeza son rapidez y las vio entrar
como un tornado, gritando y hablándole a la vez.
—¡Ella es una descarada, Bearnard! ¡Me lo prometió!
—¡No hice promesa alguna, hermano!
—¡La hiciste, Mai!
—¡Y yo repito que no! —gritó la más joven.
—¡Alto, silencio las dos! —vociferó él dando un golpe sordo sobre la
mesa de madera.
Sus hermanas dieron un respingo debido al grito y bajaron la vista al
suelo, incluso Mai cerró la boca, pues respetaba mucho a Bearnard. Era el
único al que no contestaba, ni desplantaba.
El laird suspiró y se pasó una mano por los ojos, mirándolas con una
mezcla de cariño y cansancio. Phemie y Mai casi nunca peleaban, pero
cuando lo hacían, temblaban los cimientos del castillo.
—¿Qué ha ocurrido, Phemie?
—¡¿Por qué le preguntas primero a ella?!
—¡Cierra la boca, Mai! —repitió Bearnard dando otro golpe a la mesa
—. Phemie es la mayor.
Mai hizo un mohín enfadado con los labios y Phemie sonrió levemente.
—Ella prometió acompañarme a misa si yo practicaba con ella con las
espadas.
—¡Practicó conmigo porque así lo quiso, Bearnard!
—¡No es verdad!
—¡Mai, ¿cuántas veces te he dicho que las damas no tocan las espadas?!
—la interrogó él con seriedad.
—¡Pero son las de madera, hermano! ¡Las que usáis para iniciar a los
nuevos guerreros!
—¡Sigues siendo una dama y, aunque de madera, también siguen siendo
espadas!
—¡No es justo, no le hago daño a nadie!
—¡Las mujeres no luchan!
—¡Pero…!
—¡No hay peros, Mai! ¡No volverás a tocar las espadas! ¡Tienes cientos
de quehaceres en los que ocupar tus horas!
—¡Bearnard!
—Y acompañarás a Phemie a misa.
—¡Yo no le prometí tal cosa!
Bearnard se la quedó mirando con una tímida sonrisa en los labios.
—Jovencita, no soy un tonto majadero al que puedas engañar con tus
estratagemas. A Phemie no le agrada ni siquiera ver a los guerreros
entrenar. Le da miedo el ruido del metal al chocar contra sí. Si ha hecho
eso, no dudo que fuera a cambio de algo.
—¡Prometió acompañarme a misa!
—Y eso harás, Mai.
—¡Oh, diablos! —exclamó la otra enfurruñada.
—¡Y cuida tus modales! ¡Eres hermana del laird, ¿qué va a pensar la
gente de ti?! ¡Te comportarás como una señorita!
Mai apartó la mirada, orgullosa, y Bearnard tuvo que hacer un esfuerzo
por mantenerse firme. Su hermana era la jovencita con más agallas que
conocía. Era terca, contestona y tenía más genio y coraje que muchos de sus
guerreros. Estaba seguro de que, si hubiera nacido varón, habría sido el
mejor luchador de los Sinclair, pues en alguna ocasión la había visto blandir
dichas espadas y era diestra en su manejo. No obstante, era una mujer y
como tal debía aprender a comportarse.
—¡No voy a perdonarte esto jamás, Phemie! —atacó a su hermana—.
¡Te odio y odio tus estúpidas misas! ¡Deberías hacerte monja de una buena
vez y abandonar el castillo para siempre!
—¿Qué pasa aquí?
La voz de Elliot interrumpió su diatriba.
El cuarto hermano Sinclair avanzó por el despacho y contempló a las
niñas con el ceño fruncido.
—¿Es que no tenéis nada que hacer más que armar escándalo? Vuestros
gritos se escuchan hasta en las caballerizas.
—Estábamos hablando con Bearnard sobre un tema —dijo Phemie
todavía con la cabeza gacha.
—¡Venga, marchaos y dejadnos solos! —dijo Elliot con un suspiro—.
Bearnard y yo tenemos que hablar de temas importantes.
—¡Esto era importante! —se inmiscuyó Mai.
—Jovencita, basta de palabrería.
—¡Odio a esta familia! —Pero de repente miró al laird y se arrepintió
de inmediato—. Bueno, a ti no te odio, Bearnard, aunque hayas creído a
Phemie y no a mí.
—Mi decisión sigue siendo la misma.
—¡Oh, pues quizás también te odie ahora, vaya por donde!
—¡Mai, largo de aquí! —repitió Elliot, empujándolas a ambas para que
abandonasen el despacho y los dejaran a solas.
Antes de cerrar la puerta, cuando Elliot les dio la espalda, Mai le hizo
burla y dio un portazo, y las voces airadas de sus hermanas volvieron a
escucharse por toda la escalera.
—Dios me libre de un hogar lleno de mujeres belicosas.
Bearnard sonrió y le hizo una señal para que tomase asiento en un
cómodo sillón situado frente a su mesa. Le sirvió un poco de vino.
—¿Y tú, hermano? ¿Qué te trae por aquí? ¿No deberías estar
aprovechando el poco tiempo libre que tienes para pasarlo con tu esposa?
—De eso mismo pretendía hablarte, Bearnard.
—¿Ha ocurrido algo con Claire?
—No, ella está bien y su embarazo sigue con normalidad. Pero pasa
demasiado tiempo sola en nuestro hogar, y eso me preocupa. —Dio un
sorbo a su vino—. Me inquieta que le ocurra algo mientras no estoy con
ella, que surja alguna complicación y se encuentre sola y desvalida.
—¿Y qué has pensado?
—En el castillo. Hermano, si no pones impedimento, tengo intención de
instalarnos en mis viejos aposentos hasta que dé a luz a nuestro hijo. De esa
forma, me marcharé tranquilo cuando los deberes del clan me obliguen a
alejarme de ella. Aquí siempre está madre, están Phemie y Mai, aunque a
veces sean más molestas que útiles, Claire parece tenerles mucho cariño.
—El castillo Sinclair es tu hogar, Elliot. Podéis quedaros el tiempo que
creáis necesario. Aquí siempre sois bienvenidos mi cuñada y tú.
—Me alegra oír eso, y Claire se pondrá muy contenta cuando conozca la
noticia. —Dejó la copa de vino sobre la mesa y se fijó con más atención en
los papeles que Bearnard tenía entre las manos—. ¿Vuelves a repasar los
precios del grano de los McDougald?
—Me sigue pareciendo demasiado elevado.
—Por alguno tendremos que decidirnos.
—La pasada tarde me dieron una nueva alternativa.
—¿De qué hablas? ¿Qué otro clan te ofreció su grano?
—No fue ningún clan, es el trigo que producen en el castillo de Thurso.
Issy me dijo que su precio no era abusivo y…
—¿Issy? —Las comisuras de los labios de Elliot se elevaron y
contempló a su hermano con más interés—. ¿Ese es el nombre de la
campesina por la que pierdes el norte? ¿La sierva de la bruja?
—Ajá.
—Hermano, ese grano te pertenece tanto como a la hija de Perry
Sutherland. Si esa es tu decisión, podemos hacer uso de él con toda libertad,
pero corremos el riesgo de que esté embrujado o envenenado por la
malvada Isobel.
—¡Oh, Elliot, no digas sandeces! ¡No está envenenado! ¡Las personas
que los cultivan son buenas y amables! ¡Issy es buena, nada tiene que ver
con el demonio de su ama!
—¡Llevémonoslo pues! Si tan confiado estás en que es una buena
cosecha, podemos hacer uso de él sin pagar ni un mísero chelín.
—¡No podemos hacer eso, pardiez!
—¡Es tuyo, hermano!
—¡De ese grano depende la supervivencia de esas personas! ¡Viven de
su cultivo, el castillo se mantiene por las ventas del trigo! —Apoyó los
codos sobre la mesa—. Si la vida de Isobel Sutherland fuera la única en
juego, vaciaría sus graneros y poco me importaría que no tuviera nada con
lo que alimentarse, pero los campesinos que viven en sus tierras no son
culpables de las brujerías de su dueña. ¡Issy no es culpable de los actos de
mi malvada esposa!
—Veo que te preocupa de veras esa joven.
—Me preocupa, hermano. Es la mujer más increíble que he conocido
jamás —dijo con una maravillosa sonrisa al recordar el beso tan ardiente
que se dieron en las caballerizas. Su dama de los ojos violeta lo tenía
anonadado. Todo en ella era excitante y seductor. Desde sus avispadas
conversaciones hasta sus divertidos desplantes. Cuando pensaba en ella, su
mayor deseo era el de llevársela de aquel lugar y darle la vida que merecía
—. Elliot, no podemos llevarnos el trigo sin más o esas pobres gentes
sufrirán hambruna y desesperación. Si queremos ese grano, no me va a
quedar más remedio que negociar con la bruja.
—Eso no resulta nada atrayente, que digamos.
—No, por eso quiero agotar las demás posibilidades, estudiar los precios
de los demás clanes antes de presentarme ante ella y volver a escuchar su
horrible y demoníaca voz.
—Pásame esos papeles, te ayudaré a…
—¡Mi laird, mi laird, ha ocurrido algo horrible! —La voz de uno de sus
guerreros y sus insistentes golpes en la puerta del despacho los
sobresaltaron.
Bearnard se levantó raudo de su sillón y fue a recibir a Kamron Sinclair,
un primo lejano por parte de padre.
Al abrir la puerta, este apareció con el rostro en tensión y la
desesperación grabada en sus ojos.
—¿Qué sucede, Kamron? ¿Por qué tanto alboroto?
—¡Una incursión! ¡Una incursión en nuestras tierras del norte!
—¿Incursión? —repitió Elliot levantándose también de su asiento—.
¡Hace años que no sufrimos una! ¡No tenemos conflictos con nadie!
—¿Qué ha ocurrido, primo? —lo interrogó Bearnard.
—Acaba de llegar al castillo un campesino al que le han robado todas
sus vacas y le han quemado la granja.
—¿Vio quiénes eran los culpables de dicha barbarie?
—No, mi laird. Era de noche cuando esos malhechores se internaron en
nuestras tierras.
—¡Maldición! —exclamó Bearnard dando un fuerte golpe con el puño a
una de las paredes—. ¿Dónde se encuentra ese buen hombre? Iré a hablar
con él para que me cuente todo lo que sabe. ¡Esto no va a quedar así!
DIEZ

Isobel secó el sudor de su frente antes de continuar frotando uno de sus


vestidos en la orilla del río, junto a Marge y otra aldeana.
Por suerte, el trabajo en el campo apenas era ya necesario, pues tras la
siembra del grano, no precisaban de tantas personas vigilando su riego y
crecimiento.
Mientras frotaba a conciencia su manchado vestido de faena, escuchaba
la animada conversación de las dos mujeres, que parloteaban sin cesar
haciéndola reír de vez en cuando.
—¡Eso le digo siempre a George! ¡Pero ese hombre orgulloso y
cabezota no me hace ni caso! —exclamó Marge mientras examinaba las
medias que frotaba sobre una piedra plana.
—No debes quejarte de tu esposo, Marge —respondió la otra—. Cuando
mi Angus todavía estaba entre nosotros, yo me comportaba como tú, y no
sabes lo que me arrepiento.
—Que el Señor lo tenga en su gloria —dijeron a la vez Isobel y Marge.
—Lo que quiero decir, querida, es que por muy cabezota y odioso que
pueda parecer tu esposo en algunas ocasiones, todavía es más odioso estar
sola en el mundo.
—¡Oh, vamos, Bethia, tú no estás sola, nos tienes a todos! Tienes tres
hijos que te hacen compañía.
—Es un gran peso para una mujer correr con todos los gastos del hogar,
no tener la protección de un hombre en situaciones peligrosas.
—En eso no te quitaré la razón.
—Por eso he decidido volver a casarme.
—¡Bethia, ¿hablas en serio?! —exclamó Isobel sorprendida por la
noticia—. ¡Cuánto me alegro por ti!
—¿Quién es el afortunado?
—Todavía nadie. Pero mi intención de encontrar un nuevo marido es
firme, queridas. Y esta vez, encontraré a uno con una posición social
ventajosa.
—¡Bah, como si eso fuera fácil! —se rio Marge—. ¡Si encuentras a un
hombre así, busca otro para mí!
—¡Oh, Marge, pobre George! —se carcajeó Isobel dejando por un
momento de frotar.
—Yo amo a George, pero no voy a negarte que tener un marido con una
posición social elevada sería de lo más conveniente.
—¡Como tu esposo, querida Issy! —añadió Bethia con ojos soñadores
—. ¡Quién pudiera encontrar a un hombre como Bearnard Sinclair! Es
apuesto, galante, poderoso…
—¡Y todo un caballero! —añadió Marge dándole la razón.
Isobel torció el gesto, pues ese hombre tan caballeroso, apuesto, galante
y poderoso del que hablaban llevaba tres días sin aparecer.
Tres días completos con sus noches. Desde que la besó en las
caballerizas mientras se protegían del aguacero.
Isobel se llevó una mano a los labios al recordar aquel ardoroso
momento. Nunca nadie la había besado antes así.
Bearnard la hizo desear que aquello no acabase, que sus manos
continuaran tocándola con esa intimidad devastadora, que la aplastase
todavía más contra la pared de piedra. Deseó que su lengua siguiera
explorando su boca, que silenciase sus gemidos con cientos de besos.
Nunca se había sentido más viva que en ese momento. Sus labios le
inyectaron energía, lo sintió incluso en la piel, que se erizaba con cada roce
de sus dedos.
Jamás había imaginado que entre un hombre y una mujer pudiera
suceder algo así, pues deseó que aquello no acabase nunca.
Pero acabó cuando tuvieron que separarse, tras la llegada de dos de sus
campesinos, los cuales buscaban cobijo de la fuerte lluvia.
Después de aquello, él no soltó su mano en ningún momento, y
agradecía que no lo hubiera hecho, pues la experiencia había sido tan
intensa que todo su cuerpo temblaba por el ardor que su bajo vientre
emanaba.
La lluvia amainó enseguida y Bearnard tuvo que marcharse de vuelta a
Wick. Pero lo hizo con la promesa de regresar al siguiente día.
Sin embargo, no había vuelto a tener noticias de él desde entonces, y un
regusto amargo la recorría cada vez que intentaba adivinar el motivo.
¿Quizás no le gustó el beso? ¿Le pareció desagradable? ¿Se había dado
cuenta de que en realidad no deseaba su compañía? ¿Ya no le interesaba
seguir cortejándola?
Terminó de lavar su vestido y se despidió de Marge y Bethia, quienes
tenían aún varias prendas pendientes de limpiar en el río.
Se obligó a no pensar más en el indeseable de su esposo. Ella también
tenía su orgullo y no pasaría sus días esperando su regreso, si es que llegaba
a hacerlo.
A lo lejos, vio a Eduard adecentando el jardín como cada tarde.
Tarareaba una alegre melodía mientras ponía toda su atención en podar los
rosales para que estos dieran nuevos brotes.
—¡Eduard! ¡Eh, Eduard! ¿Podrías hacerme un pequeño favor?
—Por supuesto, ¿qué necesitas? —Dejó los utensilios de poda en el
suelo y le sonrió solícito.
—¿Serías tan amable de darle mi vestido a una de las criadas para que lo
tienda al sol? Quiero ir a vigilar al ganado. El pastor me dijo que estarían en
los prados cercanos a la costa.
—Descuida, querida. Yo me encargo.
Le entregó el vestido húmedo y se dirigió hacia las caballerizas para
montar a Jezabel, su joven yegua. Le vendría bien cabalgar un rato y
despejar la mente.
No obstante, antes de que pudiera poner un pie en las caballerizas, el
sonido de los cascos de otro caballo la sobresaltó.
Cuando alzó la vista, se encontró de bruces con Bearnard, que le sonreía
como siempre, con esa mezcla de socarronería y deseo.
Por un momento, su corazón se volvió loco al descubrirlo. Estaba tan
descaradamente guapo subido sobre su equino, y la miraba con esos
hermosos ojos azules, tan cálidos e intensos.
—Señora… —la saludó bajando de un salto, con una sonrisa espléndida
en los labios—. Ahora el día es mucho más bello y luminoso al poder gozar
de tu compañía.
—Así que luminoso... —Isobel lo contempló desconfiada, pues él
hablaba como si nada hubiera pasado, como si no llevase tres días
esperando su regreso—. ¿Debo de creer tus palabras, mi laird? ¿O quizás
son mentiras?
—¿Por qué iba yo a mentirte, bello ángel?
—No sería la primera vez.
—¿Puedo saber el motivo de tu enfado? ¿He hecho algo que…?
—¡El motivo es que insistes en pisar estas tierras!
—Issy, no entiendo qué te ocurre.
—¡Si crees que voy a pasar el resto de mi vida aguardando a que te
apetezca venir a visitarme, estás muy equivocado, Bearnard Sinclair! —
exclamó con rabia Isobel—. Soy una mujer atareada y no me interesan las
galanterías de un hombre con tan poca palabra como la tuya, que deja a su
amada esperando durante tres días.
Al darse cuenta del verdadero motivo de su enfado, Bearnard no pudo
evitar una sonrisa.
—¿Así que era eso? ¿Mi ausencia? —Soltó una carcajada y la cogió por
el brazo para atraerla hacia su cuerpo, a pesar de que Isobel peleaba por
soltarse—. He estado ocupado, pequeña hada.
—¡Ese no es mi problema! ¡Ruego que te marches cuanto antes!
—No voy a hacerlo, tenía muchas ganas de verte.
—¡Permíteme que lo dude, mi laird!
—No ha sido culpa mía, una bella mujer me encerró en sus aposentos
contra mi voluntad y no pude salir de su cama hasta hoy —mintió para ver
su reacción.
—¡Oh, Dios! ¡Y lo admites con tanta frescura! ¡Eres un bastardo
libertino, una sucia rata crapulosa que debería acabar aplastada bajo las
ruedas de un carruaje a toda velocidad! —gritó mientras le golpeaba en el
pecho, furibunda. Y aún se enfureció más cuando lo escuchó reír a
carcajadas, esquivando con maestría sus golpes—. ¡Y encima te burlas,
maldito patán rastrero!
—Una lengua así es propia de los marinos, no de una señorita.
—¡¿Crees que me interesa, majadero insensible?! ¡Vete de aquí,
Bearnard, vete a copular con esa cualquiera y olvídate de que existo! —Al
escucharlo de nuevo reír, Isobel gritó más fuerte, rabiosa y dolida por su
comportamiento—. ¡Oh, te odio!
—No me odias, señora.
—¡Sí lo hago, y no sabes cuánto!
—Estás celosa, Issy. Y me agrada mucho esa reacción, pues significa
que te importo.
—¡En tus sueños, mequetrefe del demonio! ¡Y deja de reír, maldición!
—chilló mientras lo golpeaba. Pero, de repente, Bearnard la rodeó con los
brazos y la cargó en peso, llevándola en volandas hacia su caballo—. ¡¿Qué
diantres crees que haces?!
—Nos vamos, señora.
—¡No, contigo no iré a ningún lado!
—¡Oh, claro que sí! ¡Iremos a dar un agradable paseo!
—¡No, no! —Pataleó desesperada por que la soltase—. ¡Bájame ahora
mismo de tu odioso caballo, Bearnard! ¡¿Estás sordo?!
Montó tras ella de un salto, cogió las riendas para espolear al animal y
dejaron atrás el castillo de Thurso.
Los gritos e insultos de Isobel pararon de repente y mutaron a un
silencio sepulcral.
Cabalgaba manteniendo una distancia entre sus cuerpos, erguida y tensa
sobre el equino, lo que evidenciaba su aún presente enfado, pero de su boca
no salió ni un mísero sonido. Su humor era el opuesto al de Bearnard, quien
sonreía sin cesar, disfrutando de su aroma, su cercanía, sus labios fruncidos
y sus ojos entrecerrados. Aun así, estaba preciosa.
—Tendrás que guiarme porque no sé el camino —le susurró en el oído.
Isobel cruzó los brazos y se separó más de él—. ¿Vamos en buena
dirección?
—¡No sé a dónde nos dirigimos ni me importa, mi laird!
—Quiero que me indiques cómo se llega a ese lago del que me hablaste
el otro día.
—¡Tendrás que adivinarlo, pues por mi boca no saldrá ni una palabra!
—Issy… —pronunció su nombre para que se ablandase—. No te
enfades.
—¡Eres un descarado!
—Si no he venido antes, ha sido porque algo me lo ha impedido.
—¡Claro, esa fulana con la que has pasado tres días fornicando!
—Nada más lejos de la realidad, señora.
—¡Ja!
—Me he pasado tres largos días recorriendo mis tierras a caballo, en
busca de unos malhechores que han robado el ganado y quemado la granja
de uno de los aldeanos de mi clan. —Suspiró al recordar el montón de
tablas quemadas en que se había convertido dicha granja, y la desesperación
de aquel hombre—. Desde antes de la muerte de mi padre, no había habido
una incursión en nuestras tierras. Mi clan no está en guerra, no sabemos
quién está detrás de esto, pues no hemos encontrado nada que incrimine a
nadie. —Al verla todavía tan seria, Bearnard continuó—: La única mujer
que pasa todo el tiempo en mi mente eres tú. Y llevo tres horribles días
deseando verte, anhelando rozar tu piel, aunque sea por un segundo. Vamos,
Issy, no me castigues más con tu desprecio, habla conmigo.
—Al pasar el siguiente árbol, debes doblar hacia la izquierda —dijo ella
como única respuesta.
Bearnard sonrió y dirigió su caballo hacia donde Issy indicaba. Todavía
seguía molesta, se notaba por la rigidez de su cuello, no obstante, aquello
era un comienzo.
Después de esos días agotadores, cabalgando por Wick junto a su
hermano y varios de los guerreros, en busca de los culpables, necesitaba un
respiro, un rato de deleite y diversión junto a su dama de los ojos violeta.
Llevaba deseando verla siglos y aprovecharía al máximo cada segundo a su
lado.
El lago apareció cuando dejaron atrás una espesa vegetación que
protegía aquel maravilloso rincón de visitantes indeseados. Estaba bastante
escondido y solo aquellos que vivían en Thurso East sabían de su
existencia.
Bearnard saltó del caballo y lo ató al tronco de una frondosa conífera.
Ayudó a Isobel a bajar al suelo, pero antes de que pudiera robarle un beso,
ella tomó distancia y caminó por entre la hierba hacia la orilla sin esperar a
que él la siguiera.
Se quedó de pie junto al lago, mirando la paz que se respiraba en aquel
rincón del bosque.
Sus aguas turquesas y cristalinas eran un remanso de paz, pues ni
siquiera había aves posadas en su superficie. A su alrededor, los árboles
formaban una muralla natural que lo bordeaba, y solo se podía acceder a él
a través del pequeño prado en el que se encontraban.
La primera vez que lo vio, Isobel se enamoró de aquel lugar. Le gustaba
pasar allí tiempo a solas, pues a veces necesitaba tranquilidad y silencio
después de las jornadas agotadoras en el castillo. Sin embargo, no era hasta
la época estival cuando solía frecuentarlo casi a diario.
—Tenías razón, es el lugar más bonito que he visto nunca —comentó
Bearnard llegando a su lado. La cogió de la mano y tiró de ella para
acercarla a su cuerpo, aunque Isobel se resistió un poco—. ¿Todavía sigues
enfadada?
—Sí.
—Issy… —Abarcó con ambas manos sus mejillas y la hizo mirarlo a los
ojos—. Si por mí hubiera sido, habría venido cada tarde a verte.
—¿Y por qué has nombrado a esa mujer?
—No existe tal mujer. Solo quería ver tu reacción.
—¡¿Pretendías que me enfadase?!
—Que me demostraras que tú también estás interesada en mí. Y vaya si
lo has hecho, señora. —Sonrió encantado y besó su nariz—. Es la primera
vez que me agradan los celos femeninos, lo reconozco.
—Pues a mí no me gusta sentirlos.
—¿De verdad creías que había faltado a mi promesa?
—Pensé que no volverías, que no te gustó lo que pasó en las
caballerizas, que…
—¡Oh, mujer! ¿Cómo imaginaste una cosa así? Ese beso… —Se
humedeció los labios—. Nuestro beso fue grandioso, ¡fue mejor de lo que
jamás hubiera imaginado, pardiez! Llevo pensando en ello desde entonces,
en tus labios, en la forma que tu cuerpo respondió al mío. ¡Santos! Si esos
campesinos no llegan a aparecer, yo… Nosotros…
Ella apretó los labios para no sonreír y dio media vuelta para tomar un
poco de aire, pues tener a Bearnard tan cerca era abrumador.
De repente, el malestar que había sentido esos días acababa de
desaparecer. Se sentía liviana, alegre, dichosa. Y la dicha fue mayor cuando
notó sus brazos rodear su cintura desde atrás y apoyar el mentón sobre su
hombro, contemplando el lago junto a ella.
—¿Alguna vez te has bañado en él? —susurró en su oído, erizándole la
piel de los brazos.
—Solo… Solo un par de veces, y cuando hace calor.
—¿Te meterías conmigo?
—¿Ahora? —Giró para encararlo, sorprendida por su proposición.
—Ahora.
—Acabaríamos congelados, mi laird. Si mojamos nuestras ropas,
enfermaremos.
—Entonces, tendremos que quitárnoslas, ¿no crees?
—¿¡Desnudos!? ¡Debes de estar bromeando!
—En realidad, no. Necesito darme un baño. No he pisado el castillo
Sinclair desde que partí a buscar a los culpables de la incursión. Tenía
demasiadas ganas de verte como para regresar a Wick.
—¡Oh, Bearnard, estarás agotado!
—Un baño me aliviará de todo cansancio. Y si es contigo, saldré
rejuvenecido.
—¡No voy a bañarme, mi laird! ¡Y mucho menos sin ropa! —Le dio un
suave empujón, haciéndolo reír.
—Está bien, yo lo haré.
Bearnard le robó un rápido beso en los labios y comenzó a soltarse la
camisa frente a ella.
Cuando la desabotonó, sacó los brazos y la tiró al suelo despreocupado,
con una sonrisa de oreja a oreja al ver la expresión de la joven, que dio
media vuelta enseguida para evitar ver su cuerpo.
—¡Santos! Pero ¿qué haces?
—Acabo de decírtelo.
—¡¿De verdad vas a bañarte conmigo delante?!
—¿Prefieres que huela a cabra? —preguntó divertido, y le lanzó el kilt a
la cabeza.
Ella dio un grito cuando reconoció la prenda, la tiró al suelo y se tapó
los ojos con ambas manos, escandalizada. Nunca había visto a un hombre
desnudo, y mucho menos a uno como su esposo.
—¡Eres un desvergonzado!
—Algún día nos bañaremos juntos, mujer.
—¡Ni lo sueñes!
—¡Hace una semana, tampoco querías tener nada que ver conmigo! —
exclamó antes de lanzarse al agua de un salto—. ¡Diablos, qué fría está!
—No puede ser sano bañarse en aguas gélidas como esas.
—¡Sí que lo es! ¡Mi hermano y yo lo hacemos todos los inviernos en un
lago cerca del castillo Sinclair!
—¡Eso demuestra que la locura debe de ser cosa de familia!
—¡Ya puedes darte la vuelta, Issy, estoy dentro del agua!
—¡No!
—¿Vas a quedarte todo el tiempo con los ojos tapados?
Isobel escuchó sus chapoteos y levantó una mano, temerosa por
descubrirlo frente a ella, pero Bearnard nadaba hacia las profundidades,
bastante lejos de la orilla.
Algo más tranquila, se destapó del todo los ojos y tomó asiento sobre la
húmeda hierba para aprovechar los escasos rayos de sol que llegaban al
claro.
Poco a poco, se fue tumbando sobre el verde manto y disfrutó del
silencio del lugar, solo interrumpido por el sonido de las salpicaduras de
Bearnard, que seguía nadando a placer.
Tan relajada estaba que se quedó dormida.
No tuvo conciencia del tiempo, pues cuando despertó se topó con un
torso musculoso.
Isobel se levantó sobresaltada, pues, aunque su esposo iba vestido con el
kilt, su pecho desnudo le hizo experimentar una tibia inquietud en el
estómago.
Bearnard llevaba el cabello mojado y pequeñas gotitas caían por sus
hombros. La contemplaba sonriente, mientras se ataba las botas.
—¿Cuántos años tienes, Issy?
—¿Yo? Veinti… Veinticuatro.
—Veinticuatro años, casada… y reaccionas como una joven inexperta al
ver a un caballero.
—¡Será culpa de mi marido, que es un patán, ya te lo dije, y lo
mantengo! —respondió atacándolo. Pero de nuevo se sorprendió al darse
cuenta de que Bearnard no se lo tomaba a mal, sino que parecía
complacido. Se acomodó a su lado y en silencio miró el lago—. ¿Por qué
no te vistes?
—¿Tampoco has visto nunca a un hombre sin camisa?
—¡Claro que sí! —En muchas ocasiones. A su padre y a Pherson. Pero
ellos no eran Bearnard. No tenían ese rostro, ni sus ojos, ni todos esos
músculos.
Él se recostó en la hierba y apoyó la cabeza sobre los brazos, con los
ojos puestos en las nubes y una actitud relajada.
—Me gusta este lugar. Voy a traerte aquí siempre que pueda.
—Si piensas que me quedaré otro día más viendo cómo te desnudas, mi
laird, estás muy equivocado.
—Oh, mujer, no me irás a pedir que deje de disfrutar de los placeres de
bañarme en el lago. Sería muy cruel por tu parte.
—Puedes tomar los baños que gustes, pero sin mi compañía.
—¿Por qué? —preguntó mientras alargaba el brazo y tiraba de su
vestido para que se recostara a su lado. Isobel quedó apoyada en el suelo
bocarriba, en tensión—. ¿Tanto te desagrada ver mi cuerpo? —añadió, con
una nota de curiosidad en su voz.
—No es desagrado. —Ella lo miró a malas penas—. Me… incomoda.
Me altera tu desnudez.
—Pero eso no es malo, mi bella Issy —dijo acercando su rostro al de
ella—. Es normal que una dama reaccione de esa forma cuando está en
presencia del hombre al que ama.
—¡Por Dios, mi laird, yo no te amo!
—Algún día lo harás.
—Estás demasiado seguro de ello.
—Conozco cómo funciona el cerebro femenino.
—¿Y qué hay del masculino?
—Con los hombres es distinto. Nosotros no solemos querer a nuestras
mujeres de la misma forma.
—¿Nunca has amado a una dama?
—Oh, bueno, a mi primera esposa le tuve un gran cariño.
—Cariño se le tiene a un caballo.
—No puedo mandar sobre mis emociones. —La rodeó por los hombros
y la acercó a su cuerpo, rozando la punta de su nariz contra la de Isobel—.
Quizás nunca haya amado a ninguna mujer, pero te trataré como a la
delicada flor que eres, te colmaré de regalos, te haré feliz y no querrás irte
de mi lado nunca.
—No necesito regalos.
—Pues te daré niños —prosiguió contra su boca—. Engendraremos
tantos bebés que tendremos que construir otro castillo solo para ellos.
Isobel bajó la mirada para que no se le notara el sonrojo.
—¿Tu… primera mujer no te dio ningún vástago?
—No vivió el tiempo suficiente. —Torció el gesto al pensar ahora en su
segunda esposa: en la bruja. Si su destino era ser padre de niños bastardos,
así sería, pero jamás copularía con Isobel Sutherland en busca de un
heredero.
Volvió a fijar sus ojos en Issy y la sonrisa regresó a su cara. Con ella
tendría cientos. Si no hubiera estado obligado a emparentarse con los
Sutherland, esa bella campesina sería la elegida para ser su esposa, estaba
seguro de ello. Se la habría llevado a la capilla más cercana para convertirla
en su mujer. Que Issy ya estuviera casada, no era un problema, podía
obligar a su marido a renunciar a ella. La compraría, igual que Elliot hizo
con Claire. De hecho, esa idea le rondaba por la cabeza desde hacía unos
días: encontrar a su esposo y hacerle firmar un contrato de renuncia.
—Cuando era una niña, soñaba con tener muchos hijos. Pero cuando
cumplí los diecisiete años y… Yo…
—¿Qué pasó?
Ella lo miró a los ojos, insegura. Aquel era un recuerdo doloroso que
todavía le provocaba pesadillas por las noches. Prefirió no contarle la
verdad. Anhelaba que aquella horrible experiencia desapareciera para
siempre de su mente, y eso solo sucedería cuando dejara de pensar en ello.
Algún día, dejaría de atormentarla.
—Vine a vivir a Thurso, al castillo, y acepté que jamás sería madre.
—Porque todavía no me conocías —dijo él con una sonrisa pícara en los
labios, cogiendo su barbilla—. Tendremos todos los niños que quieras.
—En ningún momento he dicho que desee tenerlos contigo, mi laird.
—¡Oh, mujer, eres cruel! Mis palabras hacia ti son agradables y
amorosas, pero tú no me das ni unas míseras migajas.
—¿Y qué pretendes que haga? —Rio al ver su contrariedad.
—Quiero que me demuestres que soy correspondido.
—Si no deseara tu compañía, no estaría aquí.
—Esas palabras siguen siendo migajas, señora.
Al verlo resoplar, Isobel se echó a reír, encantada, pues aquel poderoso
hombre, al que muchos temían por su fiereza y valentía en el campo de
batalla, le estaba pidiendo cariño igual que lo haría un tierno gatito.
Se debatió un instante entre si dar el paso o no, pero finalmente se
atrevió y levantó su mano temblorosa hasta la áspera mejilla de él. Con
delicadeza, rozó su barba, acarició su mentón y pómulo derecho. El aliento
de él se cortó y ella se sintió invadida por una intensa emoción mientras sus
miradas se encontraban, desatando una electricidad que los hizo estremecer.
Isobel continuó con sus caricias hasta que se topó con sus labios. Nada
más rozarlos, Bearnard besó sus dedos. Lo hizo con tal delicadeza y
sensualidad que se removió al notar que el corazón se le aceleraba.
Con una mirada intensa, él recorrió con su boca la suave piel de su mano
hasta llegar a la muñeca, donde lamió la cara interna, haciéndola gemir y
cerrar los ojos con fuerza mientras disfrutaba de aquella excitante
sensación.
—Bésame, Issy —le susurró con voz grave—. Déjame probar tus labios
una vez más.
Y ella lo besó.
Juntó sus bocas con dulzura y sus cinco sentidos se activaron al notar la
lengua de Bearnard penetrando en ella.
Se abandonó por completo al placer que él le daba, se agarró a sus
brazos y tembló cuando la aprisionó contra su torso desnudo, colocándose
encima para lograr el control.
Todo a su alrededor giraba a una velocidad imposible, sentía vértigo
cada vez que sus lenguas se acariciaban.
El calor de su vientre se extendió a otras partes del cuerpo. A sus brazos,
a sus piernas, a su pecho. Se concentró en un punto exacto de su sexo y el
ardor fue en aumento cuando él comenzó a mecerse contra su cuerpo y frotó
la pelvis en su estómago para mostrarle lo duro que estaba. Era demencial.
Bearnard sonrió maravillado con ella. Esa mujer era puro fuego. A pesar
de parecer vergonzosa al principio, Issy se entregaba entera, enredaba sus
brazos alrededor de su cuello pidiéndole más y acercándolo todo lo posible.
Quería tocarla, memorizar su cimbreante figura, contemplarla arder
entre sus brazos, verla caer en la fuerza del deseo.
Una de sus manos fue bajando por su costado igual que una ardiente
llama que quemó a Isobel. Agarró la tela del vestido mientras se lo
levantaba y dejaba sus lozanas piernas al aire. Eran tan hermosas como toda
ella. Finas, pálidas, suaves…
Agarró uno de sus muslos, haciéndola gemir de anticipación. Sus labios
descendieron por el sedoso cuello femenino.
—Issy… —susurró mientras su lengua alcanzaba uno de sus hombros
—. ¿Qué magia es esta que siento al tocarte? ¿La sientes? ¿Sientes lo
mismo que yo?
Ella fue a contestar, pero no pudo hacerlo, pues la mano de Bearnard
que agarraba su muslo estaba internándose todavía más por debajo del
vestido.
Alcanzó aquella parte tan delicada escondida entre las piernas, la rozó
con delicadeza, apartando la tela que la cubría. Con dos dedos, bordeó sus
labios vaginales, abriéndose paso poco a poco hasta alcanzar el delicado
botón. Cuando lo frotó, ella gimió fuera de control, ya que el placer era muy
intenso.
—Oh, mujer, estás tan preparada para mí… —Mordisqueó de nuevo su
boca e introdujo su lengua en ella mientras los dedos continuaban
acariciándole el clítoris—. Eres un tesoro, Issy. Un tesoro que pienso
guardar bajo llave para que nadie más pueda tenerte. Eres mía, tu cuerpo me
ha elegido, me deseas. —Aumentó el ritmo de su mano y ella gritó contra
su boca—. Y yo te deseo a ti. Lo hago desde el mismo momento en que mis
ojos te descubrieron.
Bearnard contempló su rostro hermoso embargado por el placer.
¡Santos, era tan bella!
Con la mano libre, rozó su pómulo, su nariz, delineó la larga cicatriz que
nacía en su frente, pasaba por su ojo izquierdo y terminaba en su mejilla.
No era profunda, ni le restaba belleza a su delicado rostro. Era de un tono
rosa algo más oscuro que la piel de su cara y le daba un exotismo brutal.
Sintió de nuevo curiosidad por saber cómo se había hecho un corte de esas
dimensiones.
—¿Fue doloroso? —preguntó contra sus labios.
—¿Mmm?
—Tu cicatriz, ¿cómo te la hiciste? ¿Te dolió mucho?
—¿Qué…? —gimió sin comprender la pregunta. Estaba demasiado
alterada con las caricias, por los dedos de Bearnard que frotaban en círculos
sus delicados pliegues.
Pero en aquel momento una molesta voz penetró en su mente.
Cicatriz.
Su cicatriz.
Y entonces ocurrió.
Los recuerdos fueron regresando como una tempestad que lo destroza
todo a su paso. El miedo, la incertidumbre, la desesperación, la sangre, el
llanto.
¿Qué estaba haciendo?
¿Por qué permitía que él la tocase de esa forma? ¿Cómo habían pasado
de unos inofensivos besos a ese despropósito?
¡Debían parar! ¡Aquello no podía continuar porque después del placer
llegaría el dolor, llegaría la brutalidad! Una vez se juró que nadie volvería a
hacerle daño.
El rostro de Isobel se deformó por el miedo. Se retorció bajo el cuerpo
de Bearnard y lo empujó para que se quitara de encima y la liberase de su
peso.
—¡Issy! ¿Qué pasa?
—¡No puedo! ¡No puedo! —gritó ella con los ojos anegados en lágrimas
y un nudo insoportable en el pecho que no la dejaba respirar.
Se levantó del suelo como un resorte y se alejó de él varios metros
mientras lo contemplaba como si fuera un animal salvaje que había estado a
punto de atacarla.
—¿Por qué lloras?
—¡Porque no quiero esto! ¡No quiero que me toques!
—¿Es que te he dañado? ¡Issy, si es así, esa no fue mi intención! —
Bearnard se acercó a ella con los brazos levemente levantados, en señal de
rendición. Estaba tan confuso por su comportamiento que lo único que
deseaba era comprenderla.
—¡Esto es asqueroso, es inmoral, es…!
—Es lo que ocurre cuando dos personas se aman.
—¡¿Qué amor?! ¡No amas a nadie, mi laird, nunca has amado a nadie!
¡Tú mismo lo has dicho!
Él llegó a su lado y la cogió por las mejillas para que lo mirase a los
ojos, intentando calmarla. Isobel temblaba.
—Cuéntame qué ha pasado, ¿he sido demasiado intenso contigo? ¿Mis
caricias te han asustado?
—¡No puedo darte lo que quieres! ¡Oh, Bearnard, no puedo! ¡No quiero
que vuelva a doler y al final así sería!
—Debes entender que yo jamás haría nada que pudiera dañarte. Lo
sabes, ¿verdad? —La besó en los labios con ternura, notando que ella
aflojaba su cuerpo poco a poco—. Nunca te lastimaría, ¡jamás! Quiero que
seas mía, que aceptes mi protección. Yo cuidaré de ti, nada te faltará a mi
lado, nadie te lastimará porque ajusticiaré a quien lo haga.
—Pero… es que…
—Debes creer en mis palabras.
—¡Las creo! —respondió ella con voz entrecortada. Tragó saliva y lo
miró a los ojos, en los de él se leía la confusión—. ¡Son mis demonios los
que me atormentan, los que no me dejan en paz! ¡Nunca podría darte más
de lo que ya te he dado, Bearnard! ¡Aunque lo intentase, no podría!
—Yo mataré esos demonios, pequeño ángel. Quiero que dejes Thurso
East y te instales en mi hogar —le susurró contra sus labios—. Ven
conmigo, Issy.
—Aquí tengo obligaciones.
—Dejarás de tenerlas. Yo me ocuparé de que nunca más tengas que
volver a trabajar para sobrevivir.
—Pero yo…
—Ven conmigo, Issy.
—No puedo. Este es mi hogar, mi laird.
—¿Alguna vez me pondrás fáciles las cosas, mujer? —preguntó con un
suspiro y sus labios dibujaron una dulce sonrisa. Frotó su nariz contra la de
ella. El olor de Isobel era como una droga, y después de haber estado
besándose con esa intensidad sobre la húmeda hierba, todo su cuerpo bullía
por la necesidad. No obstante, el miedo en sus ojos lo hacía ser cauto—.
Está bien, te concedo un tiempo para que pienses en mi proposición. Seré
paciente con tus negativas, señora, pero lograré lo que anhelo. Conseguiré
vencer todos tus miedos y me acompañarás a Wick. Te mostraré que a mi
lado no tienes nada que temer.
ONCE

Un insistente rayo de sol despertó a Isobel poco después del amanecer. El


castillo todavía estaba en calma, a excepción de las cocinas, donde las
sirvientas se afanaban por tener listo el desayuno para la hora indicada.
Todavía cubierta por las gruesas mantas de su lecho, cerró los ojos con
fuerza recordando su paseo con Bearnard por el lago la pasada tarde.
Una gran sonrisa apareció en su boca al recordar su rostro, al volver a
sentir sus labios, su corazón se aceleraba por su simple recuerdo.
—Oh, Bearnard… —susurró con una gran ilusión dibujada en su rostro.
¿Qué tenía ese hombre de especial? ¿Qué era eso que la atraía
irremediablemente de él?
Había estado soñando despierta desde que tuvo que marcharse de nuevo.
Le había prometido que hoy mismo regresaría a Thurso, que no pararía
hasta que ella se rindiera a él y aceptase su proposición de marcharse a su
hogar.
Fue tan galante y amable la pasada tarde… Sus palabras
tranquilizadoras lograron aplacar sus miedos. Sus besos, sus caricias… La
forma que tenía de mirarla.
No comprendía esa locura que la empujaba hacia su marido, pero
deseaba en lo más profundo de su corazón que él consiguiera sus objetivos.
¡Quería ser su esposa, dejar de temer, que le demostrase que sus palabras
eran ciertas y que con él nunca habría dolor! Deseaba que venciese a sus
demonios, que los desterrase de su mente para siempre junto a los malos
recuerdos. Quería ser feliz a su lado. Quería todo eso que él le prometía.
Se sentía tonta por aquellas emociones que embargaban su cuerpo, ya
que su matrimonio comenzó de una forma horrible.
Isobel se levantó del lecho de un salto y caminó descalza por el suelo de
piedra, cubierto por unas viejas alfombras que protegían a sus pies del frío.
Cuando estuvo frente a un antiguo baúl de madera tallada, que
perteneció a su abuela, giró la llave y de su interior sacó un delicado joyero
de plata.
Al abrirlo, varias reliquias de su madre aparecieron dentro, las acarició
con ternura, pues su recuerdo siempre la acompañaba a todos lados. Sin
embargo, entre sus dedos tomó otra joya muy diferente. Una que le fue
entregada el día que unió su vida a la de Bearnard en la ceremonia de su
boda. Un anillo.
Era de oro, sencillo y fino, y se lo quitó el mismo día que regresó a
Thurso, asqueada por el comportamiento que todos los Sinclair tuvieron con
ella. Nunca imaginó que llegaría a verlo en su dedo anular de nuevo, pero
así era, y tenía que reconocer que estaba ilusionada.
Su esposo le había pedido en varias ocasiones que le demostrase su
interés, y llevar de nuevo ese anillo sería una buena manera de hacerlo.
Estaba deseando que la viera con él. Se lo mostraría esa misma tarde,
cuando fuera a visitarla.
Con una espléndida sonrisa en los labios, tomó un viejo vestido de faena
y comenzó a vestirse. No quiso llamar a ninguna de sus criadas. Aquella era
una prenda sencilla de colocar y no deseaba interrumpir sus obligaciones
por algo que ella misma podía hacer.
Peinó su largo cabello rubio, se lavó la cara con el agua limpia de su
palangana y abandonó sus aposentos.
Mientras bajaba por las escaleras que llevaban a la planta inferior, el
olor del desayuno penetró en sus fosas nasales y su estómago rugió por el
hambre.
Al llegar al salón, la comida estaba dispuesta sobre una pequeña mesa
junto al fuego del hogar.
Saludó con una gran sonrisa a la criada que terminaba de dejar la
bandeja y tomó asiento para comer algo antes de comenzar con su trabajo
diario.
—¡Vaya, vaya! ¿Desde cuándo es de buena educación no esperar a las
visitas antes de empezar con el festín?
Isobel contuvo el aliento al escuchar esa voz. Su sonrisa se tornó enorme
y se levantó de la silla como un rayo para recibirlo como se merecía.
—¡Pherson, por todos los santos! —exclamó echando a correr hacia él.
Su hermano menor la esperó bajo el quicio de la puerta con los brazos
abiertos y su amable rostro de siempre. Isobel se lanzó sobre él y ambos
dieron vueltas riendo, felices de volver a verse.
Le gustaba tanto tenerlo en el castillo… Con Pherson no se sentía tan
sola, era su persona favorita en el mundo, por el que daría su vida sin
pensarlo.
Vestía informal, con unos modestos pantalones marrones, una camisa
blanca cualquiera y sin ningún abalorio que dejase entrever el poder que
tenía dentro del clan Sutherland.
—¡Oh, hermano, cuando recibí tu misiva anunciando tu visita, quise
gritar de felicidad!
Pherson la dejó en el suelo y caminó con ella hacia la mesa cogidos de
la mano. Lo hizo tomar asiento en un sillón situado frente al suyo y le pidió
a una de las criadas que trajese un plato y una taza para él.
—Por fin he podido librarme de las exigencias de padre. Tengo
intención de pasar una larga temporada en el castillo de Thurso, si no tienes
impedimento, Issy.
—¡Claro que vas a quedarte! Mi hogar siempre está disponible para ti.
Me agrada tu compañía, es una delicia poder contar con tu presencia.
—Y para mí también lo es volver a verte, hermana. Además, este lugar
es ideal para descansar el cuerpo y la mente. A veces, me gustaría que
tuviéramos otro hermano varón y ser libre de todas esas obligaciones.
Isobel posó la mano sobre la de Pherson y comprendió cómo se debía
sentir. Era el futuro laird de su clan y como tal su padre lo sometía a
situaciones estresantes para que comprendiera lo que significaba cargar con
esa gran responsabilidad.
—¡Pero dejemos de hablar de obligaciones y del clan, querido!
¡Cuéntame, cuánto tiempo vas a regalarnos tu presencia!
—Si no surge ningún problema, podré quedarme hasta el primer día de
junio.
—¡Maravilloso! ¡Entonces, tenemos que celebrar tan buena noticia!
¡Eduard estará tan feliz cuando te vea!
—Hay mejores noticias que celebrar, hermana.
—¿Cuáles?
—Alpina se comprometió anteayer con Alastair Mackay. Está previsto
que la boda se celebre en unas semanas.
—¡Nada sabía sobre ello! Nuestra hermana lleva un tiempo sin venir de
visita, aunque hace poco me escribió una carta interesándose por mi salud.
—Sé que padre tampoco ha venido desde tu boda. Me dijo que no
querías verlo y está apenado por ello.
Isobel torció el gesto y desvió su mirada hacia la pared del fondo.
—¡No creo que ese hombre pueda apenarse por nada! ¡Me golpeó
brutalmente cuando me negué a casarme! ¡Casi me mató de asfixia con sus
propias manos! Sigo con vida gracias a que nuestra hermana lo hizo entrar
en razón.
—Oh, Issy, sabes que no hubiera llegado tan lejos. A veces, sus nervios
le juegan una mala pasada, pero él te ama.
—¡Pues no deseo un amor así! Y gracias a Dios ya no tiene poder sobre
mí.
—Por san Gervasio, hermana. Tú jamás has permitido que un hombre te
controle. Ni siquiera padre pudo hacerlo cuando te empeñaste en venir a
vivir a Thurso. Y sé de buena tinta que nunca le gustó que estuvieras sola
en este lugar.
—No estoy sola, aquí tengo otra familia.
—Los criados no son tu familia.
—Pherson, algún día comprenderás que la familia no es aquella con la
que compartes sangre, sino la que se preocupa por tu bienestar. En estas
buenas gentes he encontrado más piedad y amor que en el hombre que me
dio la vida.
Él tomó un sorbo de su tazón de leche de oveja y asintió al escuchar su
reflexión. De repente, dio un respingo y se levantó de su asiento en busca
de algo.
—¡Hermano, ¿qué haces?!
—Acabo de recordar que te he traído un presente y casi se me olvida
dártelo.
Cargado con un fardo de tela de dimensiones considerables, regresó a su
lado.
Isobel lo cogió ilusionada, pues solo él le compraba regalos de vez en
cuando.
Cuando soltó el lazo y apartó la tela, contuvo el aliento por el magnífico
vestido borgoña que había dentro.
—¡Oh, Pherson, es divino! —Lo sacó del todo y contempló los finos
bordados en hilo de plata, la delicadeza del escote, lo hermosas que eran las
mangas acampanadas, lo delicados que parecían los lazos que lo ajustaban a
la cintura—. ¡Este vestido es digno de una reina!
—Tú no mereces menos, hermana. Es un simple presente por permitir
que me quede en tu hogar.
—¡No deberías haber comprado un vestido así! ¿Cuándo voy a
ponérmelo? ¡Aquí no hay fiestas, no hay cenas!
—Te lo pondrás ya mismo.
—¡¿Ahora?!
—Hermana, tengo intención de llevarte a pasear por Thurso East, así
que es una ocasión ideal para que te vistas como la señora que eres.
Isobel lo abrazó con fuerza y acarició su mejilla con todo el amor. Sin
embargo, él cogió su mano y la examinó a conciencia.
—¿Tu anillo de bodas? —Frunció el ceño—. ¿No te lo quitaste nada
más regresar?
—Yo… me lo he puesto esta misma mañana.
—¿Por qué motivo?
—Oh, Pherson… —Una nueva sonrisa iluminó su rostro—. Las cosas
han cambiado con él. Es increíble que esto haya pasado, pero lo ha hecho
y…
—¿Te refieres a tu esposo? ¿A Bearnard Sinclair?
—Ha empezado a visitarme. Él… —Se mordió el labio inferior,
soñadora—. Me está cortejando, hermano. Mi esposo quiere recuperar a su
mujer, me dice cosas preciosas, me ha prometido su protección, su cariño…
—¡Oh, Issy, esa sí que es una gran noticia! —La abrazó de nuevo—.
Sabía que tarde o temprano esta buena nueva acabaría sucediendo.
—¿Lo sabías? ¿Cómo?
—¡Mírate, hermana! ¡Eres hermosa, delicada, cultivada, una dama
capaz de sacar adelante ella sola todo un castillo! ¿Qué hombre no querría a
una joven así a su lado?
—Debo reconocer que no le puse las cosas demasiado fáciles al
principio. Estaba muy enfadada.
—Es normal, cualquiera lo hubiera estado en tu lugar. Pero los Sinclair
son unas buenas personas y sabrán rectificar de su error en cuanto te
conozcan y vean lo maravillosa que eres. —La cogió por las manos—.
Dime, Issy, ¿tú deseas los cortejos de tu esposo? ¿Te agrada su presencia?
—¡Me agrada, me agrada mucho, Pherson! Es cierto que nuestro
matrimonio empezó de la peor forma posible, pero Bearnard me está
demostrando que desea que eso cambie, y yo… —suspiró con ojos
brillantes—, creo que mi corazón empieza a… sentir emociones fuertes por
él.

Bearnard aflojó su cuerpo por el placer del orgasmo. Con la respiración


agitada, cerró los ojos y aguardó hasta que su amante se quitó de encima
para poder acomodarse del todo en el lecho. Eara, ahora tumbada a su lado,
gimió mientras se apartaba el cabello de la cara. Pero él apenas le prestó
atención, pues su mente se encontraba en otro lado.
Llevaba casi dos semanas experimentando unos clímax brutales, un
placer como jamás antes había sentido, pues en su cabeza siempre estaba
ella: Issy. La joven que había vuelto su mundo del revés.
Nunca había sentido una pasión tan arrolladora por nadie. Esas ansias,
esas ganas de estar en todo momento a su lado, de tenerla consigo y
disfrutar cada segundo del día de su sonrisa, de sus puyas, de sus besos
apasionados. Quería que fuese ella la que compartiera su lecho, fornicar
cada noche, verla retorcerse de placer con sus caricias y no tener que
conformarse con solo recordarla.
De reojo, contempló a Eara, que dormitaba desnuda en la cama, como
siempre solía hacer tras sucumbir de placer. Era una dama preciosa que
sabía cómo complacerlo en cada ocasión, pero no tenía sus ojos, ni sus
labios, ni su cabello. No discutía con él como si la vida le fuera en ello, no
se burlaba, no lo ignoraba, no era una mujer complicada como la otra. Con
Eara todo era fácil, pero no lo hacía sentir como Issy, que con un simple
beso lo hacía temblar de emoción y lo transportaba a las estrellas.
Todavía faltaban unas horas para poder marchar a Thurso, pues ese día
tenía un par de audiencias con varios campesinos de sus tierras, sin
embargo, si por él fuera, ya estaría a lomos de su caballo recorriendo la
distancia que los separaba. Y cuando la viera, ¡santos!, cuando la viera,
seguiría intentando persuadirla para que lo acompañase a Wick, que
aceptase vivir en su castillo y compartir sus días. No comprendía esa locura
que experimentaba con ella, ya que con cualquier otra mujer no habría
aguantado ni la mitad de sus berrinches, pero las demás no eran ella. No le
importaban sus reticencias, sus miedos infundados, sus negativas. Bearnard
era un hombre paciente, y como tal, se la llevaría a su terreno y lograría su
objetivo, aunque para ello tuviera que pasar la mitad de su vida sobre su
caballo para ir a verla.
—¿Mi laird? —La suave voz de Eara interrumpió sus pensamientos.
Cuando contempló de nuevo a su amante, se dio cuenta de que ella seguía
con ganas de sus jueguecitos. De hecho, se acercó a él, pegando sus pechos
a uno de sus brazos, y besó el lóbulo de su oreja, intentando provocarlo—.
Creo que todavía hay tiempo para divertirnos un poco más.
—Tengo muchas cosas que hacer. No puedo permitirme más juegos.
—Oh, pero… seremos raudos. —Mordisqueó su cuello—. Sé cómo
montarte para que el placer llegue pronto.
—En otro momento quizás. —Bearnard apartó la boca de ella de su
cuello y se levantó del lecho, todavía desnudo, bajo la atenta mirada de
Eara, que parecía extrañada con su comportamiento, pues rara era la vez
que el sexo matutino terminaba tan rápido.
—¿Estás disgustado por algo?
—¿A qué viene esa pregunta? —dijo él frunciendo el ceño. Cogió su kilt
y se lo ató a la cintura.
—Es que… últimamente te comportas de una forma rara cuando
estamos en el lecho, como si no quisieras estar aquí conmigo.
—Qué tontería, mujer.
—Antes eras más apasionado y te agradaba quedarte a mi lado después
de…
—Ya te he dicho que tengo muchas cosas que hacer.
—¿Adónde vas cada tarde?
—Eso no es de tu incumbencia, señora.
—Ya no me buscas después de tus obligaciones. ¿Acaso hay otra mujer
que…?
—¡Eara, basta! No voy a darte explicaciones, no eres mi esposa. Ni
siquiera a ella se las doy.
—¡Porque tu mujer es una bruja!
—Y porque un hombre no está obligado a darlas. —Bearnard la miró
con el ceño fruncido y terminó de ponerse las botas—. Quédate el tiempo
que necesites para vestirte.
Eara lo miró ceñuda, convencida de que a Bearnard la pasaba algo, y ese
algo tenía nombre de mujer. Estaba muy raro. El laird no era dado al cariño
ni a las palabras tiernas, pero antes la buscaba cada día, se notaba su interés.
No obstante, llevaba unas semanas como ausente. Fornicaban, sí, pero
parecía estar en otra parte y eso no le gustaba en absoluto.
Bearnard Sinclair era suyo. Había estado a su lado muchos años y no
pensaba dejar que nadie se interpusiera entre ellos y lo que ella quería. ¡No
permitiría que otra se lo robase!
Su posición en el castillo era ventajosa por ser la amante del laird. Tenía
buenos vestidos, comida en abundancia y lujos que había descubierto al
estar con él.
¿Regresar a su triste existencia en el poblado y trabajar junto a su padre
en la elaboración de pan? ¿Dormir en su antiguo camastro de paja y pasarse
la existencia recordando cómo fue su vida en el castillo?
¡Ni hablar!
Eara no había nacido para ser una simple panadera, ella aspiraba a más,
y Bearnard Sinclair seguiría a su lado, porque no permitiría a otra mujer
ocupar su puesto.
—¡Bearnard! ¡¿Estás ahí dentro?! —La repentina voz de Elliot, junto
con sus insistentes golpes en la puerta, los sobresaltó a ambos—. ¡Bearnard,
por san Gervasio! ¡Abre de una maldita vez, ha ocurrido algo muy grave!
¡Hermano!
La inquietud se percibió en los ojos del laird, ya que Elliot rara vez lo
interrumpía a esas horas de la mañana a menos que algo realmente malo
estuviera sucediendo. De hecho, el propio Elliot solía quedarse en el lecho
con su esposa hasta la hora del desayuno.
Cuando abrió la puerta, se encontró con la cara desencajada de su
hermano menor, al que parecía faltarle el aire.
Elliot miró de soslayo a Eara, que cubría su desnudez con las pieles del
lecho, sin embargo, su atención fue toda para Bearnard, que se acercaba a él
alertado.
—¿Qué ha pasado?
—¡Bearnard, es una catástrofe!
—¿Por qué dices eso?
—¡Oh, santos, esto es horrible, es…!
—¡Hermano, maldición, habla de una vez!
—¡El grano! ¡El grano está ardiendo!
—¡¿Cómo que está ardiendo?! —Lo zarandeó para que siguiera
contándole lo ocurrido—. ¡¿El grano se está quemando?!
Elliot se pasó una mano por el cabello, visiblemente nervioso, y asintió
desesperado.
—Varios aldeanos han dado la voz de alarma. Alguien le ha prendido
fuego. Están intentando salvar lo máximo posible.
—¡¿Quién?! ¡¿Qué miserable bastardo ha hecho esto?!
—¡Nadie lo sabe, hermano!
Bearnard cerró los ojos con mucha fuerza. Primero la granja y el ganado
de aquel campesino, y ahora el grano que había llegado dos días atrás de las
tierras de Perry Sutherland. Un grano que les había costado una fortuna.
¿Quién demonios estaba detrás de esos desastres? ¿Quién sería la
persona que odiaba tanto a su clan para hacer algo así? Aquellas eran
acciones cobardes y desleales de personas aprensivas que no tenían agallas
de plantar cara. El artífice de todo aquello prefería esconderse en la
oscuridad de la noche en vez de luchar como un hombre.
Quizás, ese malnacido pudiera esconderse durante una temporada, pero
darían con él. Averiguarían quién era y lo mataría con sus propias manos.
Atravesaría su cabeza con una pica para exponerla en la puerta del castillo.
Nadie le hacía eso a los Sinclair sin pagar las consecuencias.
Bearnard aseguró su peltre al manto y se lo echó sobre el hombro a toda
prisa. Salieron de sus aposentos, dejando a Eara sola en ellos, y corrieron
por los pasillos del castillo hacia las caballerizas.
Debían ir a los graneros donde almacenaban el cereal para ayudar a
apagar el incendio y contabilizar daños.
Una vez montados sobre sus caballos, cabalgaron a toda prisa hasta que
llegaron al sureste de Wick, donde el clan tenía todas las reservas de trigo.
Cuando Bearnard contempló las grandes llamaradas de fuego
comiéndose sin piedad los graneros, quiso gritar, maldecir, quiso sacarle el
corazón al culpable.
A pesar de que varios hombres y otros tantos guerreros Sinclair se
afanaban por apagar el incendio, supo que las consecuencias serían
catastróficas.
No fue sino un par de horas más tarde que la última brasa quedó
extinguida.
El laird, Elliot y los demás pasearon alrededor de las ruinas, dándose
cuenta de que allí no había nada salvable. Todo el grano adquirido la pasada
semana a los Sutherland había sido pasto de las llamas.
Bearnard, tras ordenar a sus guerreros buscar a los culpables por todo
Wick y alrededores, se dejó caer contra el tronco de un viejo abedul y
cubrió su cara con ambas manos, derrotado.
Elliot se sentó junto a él, tan decaído y enfadado como su hermano. Se
habían gastado una suma ingente de dinero en cereal, y ese dinero acababa
de esfumarse.
—¿Qué vamos a hacer, Bearnard? ¿Qué diantres vamos a hacer ahora?
—Después de esto, solo nos queda una alternativa.
—No estarás pensando en…
—Exactamente.
—¡Pero hermano…!
—¿Tienes una opción mejor? —lo interrumpió agotado—. Porque si la
tienes, me encantará oírla.
—No. —Elliot se desinfló y bajó la vista al suelo—. ¿Crees que nos
pondrá las cosas difíciles?
—Espero que no, porque no estoy de humor para aguantar a brujas
rencorosas.
—No sé si me fío de la cosecha de tu esposa. ¿Y si…?
—Sus gentes trabajan bien la tierra. Yo mismo he sido testigo de ello.
—Va a negarse a vendernos el grano, Bearnard.
—Si desea seguir conservando su asquerosa cabeza sobre los hombros,
se mostrará complaciente.
—Entonces, ¿estás decidido a hacer tratos con la bruja?
—Ya que no tuve más remedio que unir mi vida a la suya, al menos que
esa unión nos sea ventajosa a los Sinclair. Isobel Sutherland nos venderá el
grano. Más le vale no poner impedimentos o la encerraré en nuestras
mazmorras y negociaré directamente con sus propios campesinos.
—Sigo pensando que deberíamos cogerlo sin pagarle ni un mísero
chelín. Esa propiedad ahora también te pertenece.
—Muchas personas viven de las ganancias del cereal. No puedo dejar a
esas pobres gentes sin ingresos. Si solo fuera Isobel Sutherland la afectada,
nada me importaría, pero viven buenas personas en ese lugar.
DOCE

Bearnard y Elliot ataron sus caballos en la misma puerta del castillo de


Thurso y levantaron la vista contemplando la vieja edificación con
repugnancia.
Después de varios meses casados, iba a volver a ver a su mujer, a la
bruja con la que no tuvo más remedio que unir su vida. Una dama a la que
aborrecía y con la que no quería tener nada que ver.
Antes de entrar en aquel lugar, volvió la cabeza hacia el pequeño
poblado donde vivían los campesinos y sirvientes de Isobel Sutherland.
Buscó a Issy entre los demás, pero no la halló. Se prometió ir a verla en
cuanto tuviera el tema del grano solucionado. Necesitaría de su hermosa
presencia después de enfrentarse con su desagradable esposa.
—Hermano, ve tú primero, necesito ir a las letrinas y ese árbol de allí
me servirá.
Bearnard asintió y caminó solo hacia el interior del castillo de Thurso.
A pesar de lo que imaginó en un principio, aquel era un lugar luminoso
y limpio, aunque bastante viejo. El salón era pequeño, adornado con muy
pocos muebles, en su mayoría modestos y sin grandes florituras. Las
alfombras habían tenido días mejores, estaban descoloridas, pero también
limpias, y en el ambiente flotaba un aroma que, aunque no lograba
identificar, le pareció agradable.
Varias criadas le sonrieron al pasar por su lado. Nadie había intentado
detener su entrada al hogar de la bruja, pues lo conocían.
Cuando fue a dar un paso más, sus ojos se fijaron en un pequeño rincón
donde, apoyado sobre un plato, había un montoncito de tierra que expulsaba
humo.
Era la primera vez que veía algo así y no comprendía para qué servía.
¿Quizás sería algún otro embrujo de su mujer? ¿Sería aquel humo
venenoso?
—¿Señor? —Una suave y familiar voz lo alertó de que no estaba solo—.
Qué sorpresa verlo en Thurso tan temprano. Pensábamos que no volvería a
visitar a Issy hasta la tarde.
Era Marge, la mujer de George, que con su mejor sonrisa y ataviada con
un vestido de faena y un delantal caminaba hacia él.
—Tengo asuntos que tratar con mi esposa.
—Ella se llevará una gran sorpresa al verlo aquí.
No lo dudaba.
La bruja no se había dejado ver ni una vez desde que había comenzado a
ir al castillo de Thurso a visitar a Issy. Debía de estar atemorizada por
saberlo en sus tierras, pues la amenazó de muerte la última vez que se
vieron.
—Marge, ¿qué es esa tierra humeante? ¿Por qué está ahí?
—Oh, es cosa de la señora. Le gusta tenerla por todo el castillo. Es
aromática y debo reconocer que muy agradable. La compramos cada
semana a un comerciante que la consigue de tierras muy lejanas.
—Nunca había visto algo así.
—Ahora mismo no recuerdo su nombre. Mi memoria ya no es lo que era
antaño. —Rio divertida.
Bearnard miró de nuevo hacia aquel lugar contemplándolo con
desconfianza. Seguía sin comprender por qué todas esas personas parecían
tan tranquilas y felices en la casa de la bruja.
—Marge, ¿dónde puedo encontrar a mi mujer? Tengo algo que hablar
con ella.
—Yo misma la avisaré. Creo que estaba vistiéndose para ir a pasear con
su hermano Pherson.
—¿Él está aquí?
—El señor pasa largas temporadas en el hogar de su hermana. Le agrada
mucho la tranquilidad de Thurso East.
Marge lo dejó esperando en el salón y fue a buscar a Isobel.
Otra vez a solas, Bearnard se acercó a la tierra humeante con curiosidad.
Era cierto que el aroma que emanaba era agradable, pero también extraño.
Pasó una mano por el humo y pensó en Pherson Sutherland, pues era
posible que su presencia allí fuera ventajosa. Era un buen hombre, quizás
podría negociar con él el grano y evitar tener que cruzar palabra con su
diabólica mujer.
—¿Bearnard?
De repente, aquella voz.
Habría esperado encontrar a cualquiera en el castillo, pero no a ella.
Con una gran sonrisa en los labios, dio media vuelta y se encontró frente
a Issy, que lo contemplaba igual de sonriente, aunque sin poder ocultar su
sorpresa. Bearnard recorrió el espacio que los separaba y la besó con
intensidad, logrando que se agarrara a su camisa y respondiese con toda su
pasión.
Al despegar sus bocas, la miró a conciencia, dándose cuenta por primera
vez de su aspecto.
Issy iba vestida como una señora de alta cuna, con un rico vestido de
color borgoña que realzaba todavía más su belleza. El cabello, peinado a la
moda con un moño bajo que despejaba sus facciones, y en su cuello un
delicado collar de oro.
—Oh, santos, pero qué bella estás, pequeño ángel.
—Gracias, mi laird.
—¿De dónde has sacado este vestido?
—Ha sido un regalo de mi hermano. —Él entrecerró los ojos. Era la
primera vez que Issy le hablaba de su familia. De hecho, no sabía nada de
esa mujer, aparte de que era sierva de la bruja.
Pero había algo que no encajaba allí. Ese vestido costaba una fortuna.
Lo sabía de buena mano, pues él había comprado decenas a lo largo de los
años para sus amantes. ¿Tan alto era el sueldo de un campesino para poder
permitirse tal lujo?
—¿Verdad que es hermoso? No estoy acostumbrada a vestir prendas así.
No son prácticas para el día a día.
—Tú eres hermosa, mi dulce Issy. Este vestido es un simple
complemento.
Ella apartó la cara, sonrojándose por sus palabras, y Bearnard la volvió a
abrazar, encantado, pues pensaba que no iba a poder verla hasta que
terminase de negociar con su mujer.
Cogió su barbilla y la besó de nuevo, aprovechando el poco tiempo que
tenían para estar a solas. Su esposa no tardaría en aparecer.
Los labios de Issy eran tiernos, complacientes. A pesar de que apenas la
había tocado, ya sentía esa necesidad ardiente bajo su kilt. Era demencial.
Esa mujer lo volvía loco.
Rodeó su fina cintura y la pegó a su cuerpo lo máximo posible, mientras
sus lenguas jugueteaban y se exploraban con una pasión desbordante.
Si por él fuera…
Si no hubiera asuntos tan importantes que tratar, se la habría llevado al
lago para disfrutar de su compañía durante el resto del día. Pero no podía
hacerlo aún, y esa certeza lo hizo separar sus labios. Si seguían besándose,
Bearnard no respondía de sus actos, y aquel no era el lugar más adecuado.
Isobel, con la frente pegada a la de él, intentó recuperar el aliento. Las
piernas le temblaban y se sentía frágil y maleable entre sus brazos. Debía
enfriar la mente y recobrar la compostura o alguien acabaría
descubriéndolos en aquella actitud tan poco correcta.
—¿Y qué…? ¿Qué haces aquí tan pronto? —Tragó saliva y tomó aire
antes de continuar—. Creí que vendrías esta tarde.
—Tengo unos asuntos pendientes que solucionar en Thurso.
—¿Y qué tengo que ver yo en ellos?
—Nada, mi hermosa hada. Mis planes contigo nada tienen que ver con
los negocios.
—¿Negocios?
—Ajá.
—Entonces, ¿por qué me has hecho llamar?
—No eres por quién he preguntado, pero tu presencia me agrada más
que la otra, no lo negaré.
Isobel frunció el ceño sin comprender.
—Pero Marge me ha dicho que me buscabas.
—Buscaba a mi esposa, no a ti.
—¿Cómo?
Al verla mirarlo de esa forma tan extraña, Bearnard sonrió y le acarició
la mejilla, pues creyó que su reacción era producida por los celos.
—No debes temer, preciosa Issy. Mi afecto es solo para ti, con la bruja
de Isobel Sutherland no me une nada más que un infame documento.
—¿Bruja? —repitió apartándose de él—. ¿Qué acabas de decir?
—Señora, tranquilidad. Mis palabras no van dirigidas a tu persona, sino
a la de mi mujer.
—A tu mujer la bruja. —Isobel dio un paso hacia atrás y lo miró como
si fuera el ser más indeseable y rastrero del mundo, comprendiendo lo que
ocurría.
¡Bearnard no sabía quién era ella!
¡No sabía que era su esposa! Pensaba que estaba cortejando a una
simple dama en las propias tierras de su mujer.
¡Maldito desgraciado!
¡Había conseguido ilusionarla!
¡Había creído que él deseaba que su matrimonio funcionara y que estaba
arrepentido de sus actitudes tras la boda! ¡Pero no era así! ¡No la reconocía!
Para Bearnard, Isobel Sutherland e Issy eran dos personas distintas.
¡La había llamado bruja de nuevo, ese libertino descarado la había
insultado, vejado sin motivos, pues ella nada le había hecho para recibir
semejante trato!
—Vete de aquí, Bearnard —susurró cada vez más lejos de él, con un
nudo insoportable en el pecho y la rabia bullendo por sus ojos violetas.
—Issy, ¿qué ocurre?
—¡Que quiero que te marches de mi hogar y de mis tierras! —gritó,
dándole un empujón.
—Pequeño ángel, no comprendo este cambio de actitud.
—¿No lo entiendes? ¡Oh, pobre Bearnard, qué pena me das!
—¿He dicho algo que…?
—¡Vete, maldición!
—¡No, hasta que te expliques, mujer! ¡Nada he hecho para recibir de
nuevo tu desprecio!
—¡¿Has venido a hacer tratos con tu esposa?! ¡Pues eso harás! —Dio un
fuerte pisotón en el suelo de piedra y se cruzó de brazos, encarándolo con
odio—. ¡Habla de una vez, esposo! ¡Estoy esperando!
—¿Pero qué…? —Bearnard alzó los brazos, tan confuso como nunca—.
¿Qué acabas de llamarme?
—¿Ahora también sufres del oído, mi laird?
—Issy, no sé a qué viene todo esto, pero nosotros…
—¡Tienes tres minutos para hablar, Bearnard Sinclair, y cuando pase ese
tiempo, te marcharás de aquí para siempre!
—¡Tú no eres ella! ¡Isobel Sutherland era una solterona fea y amargada!
¡Nada tiene que ver contigo!
—¡La próxima vez que vuelvas a insultarme, te mataré, vomitivo
bastardo! —Alargó el brazo y le lanzó lo primero que tuvo a mano, que
resultó ser un delicado jarrón repleto de flores frescas. Le dio de lleno en el
estómago y cayó al suelo rompiéndose en mil pedazos—. ¡No sabes nada de
mí, no me conoces en absoluto! ¡Lo único que hemos compartido han sido
mentiras!
—¡¿Qué diantres te ocurre?!
—¡Me hieres con cada palabra que sale de tus labios! ¡Eres un
indeseable bastardo!
—¡Issy, ¿qué está ocurriendo aquí?! —La grave voz de Pherson se coló
entre ellos, logrando que su pelea acabase de repente. Su hermano se
aproximó con el ceño fruncido, sin embargo, forzó una sonrisa y alargó la
mano para saludar a su cuñado—. Bearnard, es un placer volver a verte.
—Lo… Lo mismo digo —respondió sin apartar los ojos de ella, que
parecía a punto de lanzarle cualquier otro objeto a traición.
—Me alegró saber que habías comenzado a visitar a mi hermana. —
Rodeó a Issy por los hombros—. Isobel me contó que vienes cada tarde.
A Bearnard casi se le salieron los ojos de las órbitas. Pherson llamaba a
Issy hermana, la abrazaba con cariño y amor.
Iba a volverse loco. ¿Podía ser la vida tan funesta? ¿La joven de la que
estaba prendado había resultado ser su esposa? ¿La bruja de Isobel
Sutherland?
Se pasó una mano por el cabello y negó con la cabeza. ¡No podía ser!
¡Nada cuadraba!
—¿Ella es…? ¿Ella…?
—¡Sí, mi laird, soy yo! ¡¿O tampoco crees las palabras de mi hermano?!
—¿Eres Isobel… Sutherland?
—¡Aguardad, aguardad! —Pherson todavía no estaba seguro de lo que
pasaba allí. Finalmente contempló a Bearnard con el ceño fruncido—. ¿No
sabías que Issy era tu esposa? ¿Estabas cortejando a tu propia mujer sin
saberlo?
—¡No la recordaba así, maldición!
—¡No, por supuesto! ¡Para él, yo era un monstruo deforme!
—¡Por todos los santos, esto sí que es una sorpresa! —exclamó Pherson,
mirándolos a los dos y echándose a reír.
—¡No tiene ninguna gracia, hermano!
—¡Sí que la tiene! ¡Tu marido te eligió sin saber quién eras, Issy!
—¡Mi marido faltó a su promesa de respetarme y serme fiel hasta la
muerte, pues estaba dispuesto a cortejar a una campesina cualquiera! —Dio
un paso hacia él, furibunda—. Porque eso era para ti, ¿verdad, mi laird?
¡Una pobre campesina a la que salvar de las garras de la bruja!
—¿Qué son todos esos gritos? ¿Qué diantres pasa? —Elliot apareció por
la puerta del salón y caminó a paso ligero hasta colocarse junto a su
hermano. La tensión flotaba en el ambiente y podía cortarse con un solo
toque de espada. Saludó a Pherson con un asentimiento de cabeza, pues,
aunque nunca habían sido amigos, su esposa lo apreciaba—. ¿Por qué
discutís?
—¡¿Qué haces tú aquí?! —lo interrogó Isobel con fuego en los ojos—.
¡Nadie te ha invitado a mi hogar, Elliot Sinclair!
—¿Te conozco, señora? —Sus ojos fueron por primera vez a ella, a la
hermosa joven que se encontraba junto al hijo de Perry Sutherland—. No
recuerdo que nos hayan presentado.
—¿No me conoces? ¡Pues deberías, cuñado!
—¿Cuñado? —Elliot miró a su hermano y a Pherson esperando una
confirmación, y esta llegó de inmediato. No obstante, ella no le dio ni un
segundo de tregua.
—Te lo volveré a preguntar, Elliot Sinclair, ¿qué haces en mi castillo?
¿Acaso has venido a amenazarme de nuevo, como hiciste en la boda?
—¡Él no hizo tal cosa! —lo defendió Bearnard.
—¿Y tú cómo ibas a saberlo, mi laird? ¡Estuviste ebrio en todo
momento! ¡Tuvo que ser un horror para ti desposarte con semejante mujer!
¡Demos gracias a que el vino te ayudó a soportarlo!
—¡Tenle más respeto a tu esposo, Isobel! —le reclamó Elliot.
—¡¿Y me lo exiges tú, señor?! ¡¿El mismo que me amenazó de muerte
sin ser culpable de nada?!
—¡Solo pretendía defender a mi familia de una mala mujer, y lo haría
mil veces si fuera necesario!
—¡Elliot, no voy a consentir que le hables así! —se inmiscuyó Pherson
con mirada sombría—. ¡A mi hermana la respetarás! ¡Es posible que
nuestra relación sea cortés por Claire, pero no permitiré que se le falte el
respeto a Isobel!
—Hermano, basta. —Bearnard se llevó una mano a la frente, todavía
confuso y sin saber cómo actuar. No sabía cómo gestionar aquella situación.
Hasta hacía unos minutos, ella era simplemente la joven a la que deseaba, y
a la que cortejaba con todas sus ansias. Pero había resultado que esa mujer
era la misma con la que estaba casado.
Un destello en su dedo le hizo bajar los ojos.
El anillo.
Ese anillo que durante tantos años habían poseído los Sinclair y que
desde el enlace le pertenecía a ella. No recordaba habérselo visto antes.
De hecho, no recordaba nada de Issy, ¡maldición!
¡No podía ser!
¿Dónde estaba la bruja fea y deforme que vio Mai en el castillo? ¿Dónde
estaba la niña con el rostro rojo por los sarpullidos que Elliot y él
conocieron siendo infantes? ¿Dónde estaba esa malvada que adoraba a
Satán y hacía conjuros mágicos?
Allí solo la veía a ella. A su ángel. A la dama de los ojos violeta. A la
que calentaba su sangre de una forma demencial. Y esa dama lo
contemplaba como si quisiera arrancarle la piel a tiras.
—Dejemos de pelear, por san Gervasio. No estamos aquí para eso. Ha
habido un malentendido entre nosotros, pero lo solucionaremos.
—¡Sí, claro que se solucionará, mi laird! ¡En cuanto os marchéis de mi
hogar con la firme promesa de no regresar nunca!
—Hemos venido a negociar.
—¿Por qué tendría que hacer negocios con vosotros? ¡Los Sinclair no
sois de fiar!
—Isobel, es tu marido —la reprendió Pherson.
—¡Nunca ha sido mi marido! ¡Un marido no hace lo que él hizo!
—Señora, ¿podemos dejar un momento las disputas a un lado? El trato
que te propongo será beneficioso para ambos.
Isobel lo contempló desconfiada, con el estómago revuelto por los
nervios.
—¿De qué trato hablas?
—Queremos comprar vuestro grano. —Bearnard dio un paso hacia ella,
pero al verla retroceder frenó de inmediato—. Hace unos días me ofreciste
trigo y ahora lo acepto.
—Todavía no sabía la clase de alimaña que eras.
—¡Isobel! —exclamó Pherson.
—¡No voy a negociar con él!
—Señora, necesitamos el grano con urgencia y sé de buena mano que
vuestra cosecha es inmejorable.
—Por supuesto que lo es.
—Tenemos dinero, lo pagaríamos ahora mismo y nosotros seríamos los
encargados de traer los carros para su transporte. Todos son beneficios para
el castillo de Thurso.
Ella volvió a mirarlo con fuego en los ojos, fulminándolo.
—¿Quieres mi grano? Está bien, cógelo, pero me pagarás tres chelines
por cada carro cargado.
—¡¿Tres chelines?! ¡Debes de estar loca! —exclamó Elliot incrédulo.
—¡Nadie vende el grano a ese precio, Issy! —le dijo Bearnard,
contrariado—. Es demasiado caro.
—¡Pues cuánto lo siento por vosotros, mi laird! —Sonrió complacida—.
No obstante, ese es el precio. Si no os interesa, sois libres de marcharos.
Elliot dio media vuelta y comenzó a caminar hacia la salida, sin
embargo, Bearnard continuó frente a ella, retándola con sus bellos ojos
azules.
—Trato hecho.
—¡¿Qué?!
—Tres chelines por cada carro, ese es el trato.
—¡Bearnard! —vociferó Elliot, regresando a su lado—. ¡Es un precio
abusivo! ¡¿Es que has perdido la cabeza?!
—¡Acepto, he dicho!
—¡Malditos santos, hermano! ¡¿Qué diablos te ocurre?! ¡Nunca has
consentido un precio semejante, es más caro que el trigo de los demás
clanes! —Al ver que el laird no cambiaba de opinión, Elliot se fue de allí
furibundo, saliendo al exterior y dejándolos a los tres solos en medio del
salón del castillo de Thurso.
Isobel apretó los labios para reprimir una sonrisa victoriosa. Con ese
dinero extra podrían mejorar los graneros y los útiles de trabajo.
No entendía cómo Bearnard Sinclair había aceptado semejante precio,
pues era prácticamente un robo.
—Daré la orden de que vengan con seis carros para cargar el grano.
—Cuando gustes, mi laird.
—¿Estás contenta por haberte salido con la tuya, mujer? —rumió
frunciendo el ceño.
—Mentiría si dijera que no.
—Perfecto, porque ahora es mi turno de satisfacer mis deseos.
Isobel lo contempló sin saber qué significaban sus palabras, sin
embargo, no tardó mucho en averiguarlo. De repente, Bearnard la agarró
por la cintura y la cogió en peso para echársela al hombro cual saco de
patatas, bajo la asombrada mirada de Pherson.
—¡¿Qué demonios crees que haces?! —Caminó hacia el exterior con
Isobel golpeándole la espalda e insultándolo sin parar—. ¡Maldito bastardo
crapuloso! ¡Suéltame ahora mismo, Bearnard, no tienes ningún derecho a
hacer esto!
—De hecho, señora, estoy en todo mi derecho como tu marido.
—¡¿Qué pretendes?! ¡Déjame en el suelo, pardiez!
—Vendrás conmigo al castillo Sinclair.
—¡No haré tal cosa! ¡Este es mi hogar, tú me echaste del tuyo tras la
boda!
—Lo que ocurrió hace unos meses fue una horrible equivocación, Issy.
Eres mi esposa y como tal vivirás en mi casa.
—¡Nunca seré tu esposa! ¡Jamás seré la mujer de un bárbaro sin corazón
como tú!
—Ya lo eres, señora. —Le dio una suave palmada en el trasero y ella
gritó de rabia.
—¡Bearnard, bájame, te lo ordeno!
—No estás en posición de dar órdenes.
Al ver que seguía su paso, Isobel buscó a Pherson con la mirada,
desesperada.
—¡Hermano, ayúdame! ¡Quiere llevarme en contra de mi voluntad!
—Ojalá pudiera, Issy, pero… es tu marido. Nada puedo hacer al
respecto. Le perteneces.
—¡Yo no pertenezco a nadie! ¡Por Dios, no lo permitas! ¡Hermano!
Pherson quiso estar a su lado en todo momento, dándole apoyo, pero,
cuando Bearnard la subió sobre su caballo, dio media vuelta, pues ver a su
bondadosa hermana gritando y peleando con uñas y dientes, sin que él
pudiera hacer nada para ayudarla, le rompió el corazón.
TRECE

El camino de vuelta a Wick fue tan tenso que ni siquiera el hermano del
laird abrió la boca para decir una palabra. El único sonido que perturbaba el
silencio del bosque era el de los cascos de sus caballos al pisar la tierra.
Sentada delante de Bearnard, Isobel imaginaba mil y una formas de
escapar y regresar a Thurso. Aquello era un mal sueño y se sentía tonta por
haber permitido un acercamiento entre ambos.
No podía creer que su marido no hubiera sabido en todo ese tiempo
quién era ella. La verdad era como un jarro de agua helada calándola hasta
los huesos y el malestar de su estómago cada vez más intenso, pues la
ilusión de todos esos días había sido una mentira.
Era una necia que había caído rendida en los galanteos de su marido,
cuando él creía que se trataba de una bella campesina. Pero, en realidad,
Bearnard seguía odiando todo lo relacionado con su nombre y para él,
Isobel Sutherland seguía siendo esa bruja malvada con la que se había visto
obligado a unirse en matrimonio.
Pero, si tanto la odiaba, ¿por qué se la llevaba con él? ¿Por qué deseaba
encerrarla de nuevo en su detestable castillo con toda esa gente que no hizo
más que insultarla y mirarla con asco?
No estaba preparada para volver a soportar sus desprecios. ¡No quería
hacerlo! No conviviría con más personas como Elliot Sinclair, con esos
aires de superioridad.
—En unos minutos llegaremos a Wick —le susurró Bearnard en el oído,
haciéndole dar un pequeño brinco por la sorpresa—. Todos se asombrarán
por tu llegada, pues nadie la espera.
—Wick es repugnante, lo aborrezco.
—Eso lo dices porque no lo conoces, ni conoces a sus moradores.
—¡Conozco lo suficiente como para saber que no me gusta!
—Cambiarás de opinión.
—¿Y si no lo hago? ¿También se me obligará, mi laird?
—Aquí nadie va a obligarte a nada.
—¡Resulta que ya lo estás haciendo! ¡Quiero volver a Thurso, mi hogar
es ese!
—Tu lugar está junto a tu marido, Issy.
—¡Mi marido es un patán, sigo pensándolo!
—¡Señora, controlarás tu lengua!
—Oh, ahora sí que reaccionas, ¿eh, Bearnard Sinclair? —Se rio con
tirantez—. Cuando creías que mis insultos iban dirigidos a otra persona, te
hacían gracia.
—¡¿Y yo qué iba a saber?!
—¡Claro, porque ni te preocupaste en conocer a tu esposa! Las únicas
cosas que sabes sobre mí son rumores.
—Estoy dispuesto a conocerte ahora.
—¡Pero yo no! ¡No quiero tener nada que ver contigo!
—¿Tú nunca te equivocas, mujer?
—¡Cientos de veces, pero al menos me preocupo en conocer a las
personas antes de juzgarlas! No obstante, parece ser que tus gentes y tu
familia actuáis del mismo modo, así que no me extraña que su laird sea
igual de insensible.
—¡Esposa, será mejor que me hables como es debido!
—¿Es una amenaza?
—¡Sí, maldición!
—Entonces, haremos algo: mientras nadie me falte al respeto, yo haré lo
mismo. —Lo miró de reojo, enfadada—. Pero ya te aviso que esta tregua va
a ser la más corta que jamás se haya hecho, pues los Sinclair volverán a
despreciarme.
—¡Yo no lo permitiré!
—¡Claro, como si pudiera confiar en ti! ¡Mi propio marido proclama a
los cuatro vientos que Isobel Sutherland es una bruja monstruosa!
—¡Terminemos con este tema, maldición!
—¿No te agrada escuchar la verdad?
—¡Mujer, te ordeno que cierres el pico!
—Acabas de decir que no se me ordenaría nada, esposo. ¿Ya has roto tu
primera promesa?
Bearnard gruñó y rodeó a Isobel por la cintura, apretándola todo lo
posible a su pecho. Acercó la boca a su oreja:
—Señora, soy un hombre razonable y bastante paciente, pero no voy a
tolerar ni una falta de respeto más. No comiences una guerra que no puedes
ganar.
A pesar de lo enfadada que estaba, no volvió a abrir la boca y centró de
nuevo su atención en el camino. No era tonta, había tratado con otros
hombres como Bearnard Sinclair y sabía que seguir provocándolo solo le
traería disgustos. El propio Perry Sutherland era un buen ejemplo, pues, a
pesar de ser su propio padre, no dudó en castigarla y golpearla cuando se
negó a obedecer.
Tal y como había anunciado Bearnard, el poblado de Wick apareció ante
sus ojos poco después y la mueca de disgusto de Isobel se fue pronunciando
cada vez más.
A su paso, los aldeanos dejaban sus quehaceres para saludar al laird y a
su hermano y, cómo no, contemplaban con interés a la mujer que iba con
ellos.
No hubo insultos ni malas caras, solo curiosidad, pues nadie relacionaba
a esa bella joven con la bruja.
Al cruzar la pasarela que llevaba al patio de armas del castillo Sinclair,
un gran agobio la invadió por los recuerdos vividos en aquel lugar. A pesar
de no haber sido muchos, todos eran horribles. Se sentía como si estuviera
entrando en una cárcel, una jaula bella pero opresiva, donde solo habría
cabida para el dolor y los agravios hacia su persona.
Bearnard dirigió el equino hasta las caballerizas, donde un joven mozo
de cuadra cuidaría de que nada le faltase. Bajó de un salto al suelo y,
cuando fue a ayudar a Isobel, ella rechazó sus brazos de manera brusca y lo
hizo ella misma.
—Solo quería ser galante, Issy.
Ni siquiera se dignó en contestarle, sino que se cruzó de brazos y lo
ignoró a conciencia, mientras esperaba a que acabase de sacar sus
pertenencias de las alforjas.
Salieron de las caballerizas y cruzaron el jardín en dirección al castillo.
Mientras lo hacían, a Isobel le faltaba la respiración. Hasta ahora, nadie la
había mirado mal, pues no sabían quién era, pero en cuanto supieran su
nombre…
Apretó los puños a cada lado del cuerpo y se obligó a no echar a correr.
Nunca había sido una cobarde y esas personas no le daban miedo, aunque
pudieran herirla con sus comentarios.
Subieron los escalones que conducían a la entrada y, cuando estaban a
punto de cruzar la robusta puerta de madera, notó que Bearnard le ofrecía
su brazo.
A regañadientes, lo aceptó. Aunque no le gustaba admitirlo, necesitaba
un punto de apoyo para que sus piernas temblorosas pudieran seguir
sosteniéndola el tiempo que tuviera que pasar con los Sinclair.
Fingiendo seguridad y orgullo, Isobel irguió la espalda y caminó como
toda una dama al lado del laird, bajo la atenta mirada de varias criadas que
pululaban por allí colocando los cubiertos para la comida.
Al fondo, cuatro mujeres charlaban relajadas junto a la chimenea, entre
risas y conversaciones cariñosas. Isobel reconoció a una. A la jovencita
pelirroja que entró en sus aposentos cuando se estaba dando un baño. Mai,
si su memoria no fallaba.
Al descubrirlos, las cuatro mujeres centraron su atención en ella,
curiosas.
El hermano del laird se adelantó y abrazó a una hermosa morena que
estaba en estado de buena esperanza. Debía faltar poco para el
alumbramiento, pues su barriga se notaba ya muy abultada.
—Ella es Claire, mi cuñada —le susurró Bearnard al oído.
—Pues qué lástima, no debe de ser fácil soportar a un tipo como tu
hermano.
—En realidad, Elliot adora a su esposa y la consiente en todo.
—Me resulta imposible de creer.
—Mmm… —Bearnard, ceñudo, continuó la marcha hacia su familia—.
Serás amable, Issy, ¿me has oído?
—Seré tan amable como ellas lo sean conmigo.
De repente, Mai y otra jovencita de cabellos rubios y rostro angelical
comenzaron a correr en su dirección, curiosas y divertidas por la nueva
invitada que tenían en el castillo.
—¡Niñas, las damas no corren como jovenzuelos! —las reprendió la
cuarta dama, caminando tras ellas. También tenía el cabello rubio, el rostro
maduro y un porte distinguido. Era la madre de los hermanos Sinclair: lady
Beth. Recordaba vagamente haberla visto en alguna ocasión cuando todavía
era una niña.
—¡Oh, madre, nunca tenemos visitas interesantes! ¡Y ella es tan
hermosa…! ¡No seas dura con nosotras! —exclamó Mai sonriéndole con
simpatía.
—Esta no es una visita agradable —comentó Elliot con sorna.
—¡Elliot! —se escandalizó su madre.
—Hermano…, cuida tus palabras. —Bearnard dio un suave apretón en
el brazo de Isobel para que se relajase, al darse cuenta de que estaba rígida.
—Es un placer tenerla en el castillo, señora. Mi nombre es Phemie, soy
la hermana mediana del laird.
—Y yo Mai. Y conmigo se divertirá mucho más que con ella.
—Mai, esto no es un torneo —añadió su madre poniendo los ojos en
blanco. Adelantó a las jovencitas y cogió la mano libre de Isobel, amable—.
Me llamo Beth, y no tengas en cuenta la poca educación de mis hijos. Sabe
Dios que mi esposo y yo hicimos todo lo que estuvo en nuestra mano para
meterlos en vereda.
—Oh, ¿en vereda? ¡Madre, no somos unas cabras! —se quejó Phemie.
—Pues aprended a recibir a nuestros invitados como se merecen. —Beth
volvió a sonreírle a Isobel y esta se relajó un poco. Esa mujer parecía una
buena persona, quizás con ella podría llevarse medianamente bien—. Y,
bueno, querida, ya que ninguno de mis hijos va a presentarte, me gustaría
saber tu nombre.
—En realidad, ya nos conocemos. Soy Isobel —contestó con una suave
sonrisa en los labios—. Isobel Sutherland.
Tras sus palabras, se hizo el silencio.
Las caras de las cuatro mujeres cambiaron de repente y el miedo
apareció en ellas. Incluso Beth, retrocedió y tomó distancia, rodeando con
los brazos a sus hijas, protegiéndolas.
—Pero… Isobel Sutherland es…
—¡No es cierto! —exclamó Phemie con una mano en el corazón—. ¡No
puedes ser ella! ¡No eres fea ni deforme! ¡Bearnard, tú nos aseguraste que
no volvería a…!
—Es mi mujer y su lugar está en el castillo Sinclair.
—¡Pero es una bruja, hermano! —gritó Mai, escondiéndose detrás de
Beth—. Quiso convertir mi rostro en el de un monstruo. Y ella… —La
señaló acusadora—. ¡Su cara no es la misma! ¡La ha cambiado con sus
poderes diabólicos!
Isobel apretó los labios y fulminó con la mirada a toda aquella gente. No
habían tardado ni tres segundos en volver a acusarla.
Alzó la cabeza y adoptó una postura altiva y orgullosa. Se alegraba de
llevar el fabuloso vestido que Pherson le había regalado, le daba más
seguridad que su sencillo atuendo de campesina, y esa gente estaba
dispuesta a pisotear su dignidad.
Los Sinclair eran unas personas horribles, no erraba en sus opiniones.
—Mi cara ha cambiado, en eso te doy la razón, niña —contestó con
bravuconería—. ¡Pero al menos a las brujas se nos enseña a ser educadas y
no entrar en alcobas ajenas sin permiso!
—¡Oh, Dios! —exclamó Beth escandalizada.
—¡Isobel! —dijo Bearnard acusador.
—¡¿Debo quedarme callada cuando se me insulta?!
—¡Llévatela de aquí, Bearnard! —le pidió Phemie muy asustada—. El
Señor nos castigará si vive una sierva de Satán en nuestro hogar.
—¡Hermana, cuida lo que dices de mi esposa!
—¡Phemie tiene razón! —la secundó Mai—. ¡Solo hay que mirarla!
¡Lleva la marca del demonio en la cara!
De forma mecánica, Isobel se llevó la mano a su cicatriz y unas intensas
ganas de llorar se apoderaron de ella, pero no lo hizo. No les daría el placer
de verla caer.
—Mai, la próxima vez que digas algo así, te colgaré de los pulgares y te
expondré en medio del poblado para que todo el mundo te vea.
—¡¿Qué te ocurre, Bearnard?! ¡¿Qué embrujo ha echado sobre ti para
que mi hermano me hable de esa forma?!
—¡Basta, Mai! —se metió Beth por medio, intentando actuar como una
persona cabal y una buena anfitriona, aunque desconfiara de Isobel
Sutherland al igual que sus dos hijas—. Compórtate.
—Respetaréis a mi esposa, pues este también es su hogar. Nos
equivocamos con ella y la juzgamos antes de conocerla. Pero eso va a
cambiar, porque vivirá con nosotros de ahora en adelante. —El laird se los
quedó mirando a todos con el ceño fruncido y un gesto de advertencia en el
rostro, no iba a permitir que nadie desobedeciera sus órdenes. Cuando
estuvo seguro de que su familia había comprendido sus exigencias, señaló
hacia las mesas, donde las criadas terminaban de colocar las fuentes con
comida—. Y ahora, sentémonos y comamos para celebrar el regreso de
Isobel.

La comida fue tan tensa como el recibimiento de los Sinclair. Aparte de


Beth y Bearnard, que intentaron suavizar los ánimos con una anodina
conversación que no sirvió de mucho, el resto no abrió la boca más que para
masticar el capón asado.
Phemie y Mai la miraban con una mezcla de miedo y desconfianza,
mientras que Claire apenas se atrevió a girarse hacia ella. Todo lo contrario
que Elliot, quien la observaba directamente con desprecio y advertencia.
Estaba resuelto a proteger a su familia, ya que su hermano había decidido
meterla en el castillo sin preocuparse de su seguridad.
Por su parte, Isobel no probó bocado. Sentada a un lado de su marido,
mantenía fija la vista en su plato de comida, con una expresión de desdicha
y rabia en el rostro.
¡Odiaba a toda esa gente, odiaba a Bearnard por hacerla pasar por eso!
¡Si alguna vez creyó que la relación con su marido podría salvarse, ahora
estaba segura de que no!
La había sacado de su hogar, encerrado en aquella cárcel donde todos la
temían y detestaban, donde la insultaban, donde jamás la tratarían con
respeto. Incluso lady Beth la había mirado con temor cuando reveló su
nombre.
Para ellos era una bruja.
Volvió a tocar la cicatriz que atravesaba su ojo y apretó los dientes,
enfadándose por momentos.
¿Pensaban que era una sierva de Satán? ¿Que hacía conjuros mágicos?
¿Que era indeseable y mala? ¡Pues iba a demostrarles que podía ser incluso
peor! Si los Sinclair estaban dispuestos a pelear contra ella, no se iba a
amedrentar! ¡Les plantaría cara! ¡Les demostraría a todos lo bruja que
podía ser cuando se lo proponía!
Una sonrisa maliciosa se dibujó en sus labios.
Sí, esa sería su misión allí. Hacer que la aborrecieran tanto que su
esposo no tendría más remedio que devolverla a Thurso.
—Bearnard, llévame a mis aposentos —dijo de repente con aires de
superioridad.
—Todavía no has probado bocado.
—Ni voy a hacerlo, esta comida es vomitiva. —Escuchó a Beth taparse
la boca por tal ofensa, pues era ella misma la que probaba la comida cada
día para darle el visto bueno.
—¡Señora, cuidado con lo que dices!
—¿Acaso ahora no puedo decir la verdad?
—Issy…
—¡Quiero descansar, ha sido un viaje largo!
—¡Lo harás cuando hayamos terminado de comer!
Bearnard esperó a que diera un primer bocado al capón, cosa que no
sucedió porque ella no consintió en probar ni un trozo. En lugar de eso, se
levantó de su silla bajo la atenta mirada de todos y sonrió con descaro antes
de hablar de nuevo:
—Esposo, ¿me muestras cuáles son mis aposentos o tendré que
buscarlos yo sola?
—¡Isobel, siéntate!
—No tengo hambre.
—¡Te ordeno que vuelvas a tu silla!
—¿Ordenas? —Sonrió maliciosa—. ¿Otra promesa que rompes, mi
laird?
—¡Señora…!
—¿Qué confianza pueden tener tus aliados si no eres capaz de cumplir
con tu palabra? ¡Me prometiste que no se me obligaría a nada, y lo estás
haciendo, pues no deseo permanecer más tiempo junto a estas personas!
¡Quiero descansar!
De reojo vio cómo los Sinclair contenían el aliento por tal
desobediencia, incluso Elliot miró a su hermano esperando la reacción.
Y esta no tardó en llegar: Bearnard dio un fuerte golpe sobre la mesa,
haciendo saltar las copas, y se levantó como un resorte con los ojos
embravecidos.
—¡¿Quieres ir a tus aposentos?! ¡Pues eso harás! —La agarró por la
muñeca con fuerza y tiró de Isobel para que lo siguiera escaleras arriba—.
¡Despídete de tu libertad, señora, porque no vas a salir de ellos en mucho
tiempo! ¡No volverás a desobedecerme!
—¡¿Es otra orden?!
—¡Sí, maldición! ¡Soy tu esposo, me debes un respeto!
—¡¿El mismo respeto que he recibido por parte de tu familia?! —Él
apretó su agarre e Isobel se quejó de dolor—. ¡Me haces daño, Bearnard!
—¡¿Crees que me importa?!
—¡Suéltame ahora mismo! —Subían tan deprisa por las escaleras que
estaba segura de que caería al suelo de un momento a otro.
Cuando llegaron a la primera planta, Bearnard la arrastró por un largo
pasillo A ambos lados se sucedían puertas cerradas, y el sonido de sus
pisadas resonaba en el silencio del corredor. Finalmente, detuvo su marcha
frente a una de ellas, la cual abrió con violencia, dando un fuerte portazo
contra la fría pared de piedra, y la arrastró dentro con la misma
desconsideración.
Una vez en el interior, cerró con otro portazo, logrando que el fuerte
sonido retumbara en toda la estancia.
Isobel miró a su alrededor y contempló la alcoba con una mezcla de
nerviosismo y furia.
Esta no se parecía en nada a la pequeña habitación que le asignaron el
día de su boda.
La otra estaba situada en una de las torres del castillo, bastante alejada, y
aparte de una cama y unos cuantos muebles viejos, no tenía nada de
especial. En cambio esta… era amplia, luminosa y estaba decorada con
elegancia y buen gusto. Tenía una monstruosa cama que presidía la
estancia, un gran baúl de madera tallada a sus pies y un enorme armario que
ocupaba toda la pared de enfrente, junto al que había otra puerta cerrada a
cal y canto, que no sabía a dónde llevaba.
Isobel se frotó la muñeca dolorida y levantó la cabeza para contemplar a
su marido, que le daba la espalda con los puños apretados a cada lado del
cuerpo y la respiración agitada.
Bearnard finalmente se giró y la miró con unos ojos tan furiosos que por
un momento quiso alejarse todavía más de él.
Pero no lo hizo.
Podría aguantar los palos, no era la primera vez que la golpeaban. Y esta
vez lo tenía bien merecido por haberlo retado en público. Si hubiera sido un
hombre en vez de una mujer, el laird habría estado en todo su derecho de
retarla a un duelo a muerte para salvaguardar su orgullo.
—¿Vas…? ¿Vas a pegarme?
—¡Debería hacerlo!
—Pues adelante, mi laird. No voy a correr, ni a gritar, ni a pedir
clemencia.
—¡¿Qué demonios te ocurre, Issy?! —Estaba muy enfadado, sí, pero lo
más notable de su expresión era la confusión, como si ella fuera el mayor
rompecabezas al que había tenido que enfrentarse en su vida—. ¿Qué
significa todo esto? ¿Por qué te empeñas en hacerlo tan difícil?
—Quiero regresar a Thurso.
—Este es ahora tu hogar.
—¡Este jamás será mi hogar, Bearnard!
—¡Eres mi mujer, maldición!
—¡¿Y desde cuándo te ha importado que lo fuera?! ¡Tras la boda me
echaste de aquí!
—¡Me equivoqué!
—¡Y ahora yo quiero irme! ¡Nada hago en este lugar!
—Te quedarás y no hay más que hablar.
—¡Pero no tengo nada! ¡No he traído ropa, ni mis pertenencias ni…!
—Compraré todo lo que necesites. No vas a volver a vestir con ropajes
de campesina. Las damas no trabajan, ni se mezclan con los sirvientes.
—¡Esos sirvientes son mi familia!
—Ya no. Ahora tu familia soy yo, y los Sinclair.
—¡Tengo obligaciones en el castillo de Thurso! ¡Sin mí, esas gentes
pasarán hambre!
—Yo me ocuparé de ellos.
—¡Es mi propiedad, esposo, nada tienes que ver en ella!
—Desde que nos unimos en matrimonio, esa propiedad también me
pertenece.
—¡Jamás! ¡La heredé de mi madre y nadie meterá sus zarpas en ella!
—¿Es un reto, mujer?
—¡Te odio! —Caminó hacia él fulminándolo con sus hermosos ojos—.
¡Te odio, Bearnard Sinclair, y voy a hacer de tu vida un infierno! ¡Te
cansarás de mí! ¡Voy a lograr que aborrezcas mi presencia y me devuelvas a
Thurso, de donde no debí salir nunca!
Bearnard rio y la miró de arriba abajo, peleando con las ganas de
cogerla en brazos y hacerle amor. Esa mujer encendía su sangre. Sus ojos
violetas refulgían como dos llamas. Estaba muy enfadado con ella por
haberlo retado en público, pero ni aun así sus ansias de arrancarle la ropa se
esfumaban. Iba a volverse loco.
—Estás enfadada, pero dudo que me odies. ¿Debo recordarte que ayer te
retorcías de placer entre mis brazos cuando nos besamos en el lago? Tú
quieres esto tanto como yo, Issy. Deseas ser mi mujer.
—¡Ni lo sueñes! —Fue retrocediendo para recuperar el espacio entre
ambos.
—Puedo demostrártelo, señora.
—¡Aléjate de mí, Bearnard! ¡Tenías más consideración cuando pensabas
que era una simple campesina!
—Es posible. Pero ahora sé que eres mía y haré lo que me plazca, lo
que desee en cada ocasión. —Isobel chocó con una de las paredes,
imposibilitando su huida, y él se acercó tanto que solo los separaban un par
de centímetros. Colocó los brazos a cada lado de su cabeza y frotó la punta
de su nariz contra la de ella—. Y lo que más deseo en este momento es
besarte.
—No te atreverás.
—Sí —susurró contra su boca—, porque tú también quieres sentir mis
labios.
—Lo que quiero es volver a mi hogar.
—Tu hogar soy yo, pequeño ángel. Son mis labios, es mi cuerpo. —
Rozó levemente su boca. Fue como el aleteo de una mariposa: suave, tibio y
fugaz. Ella entrecerró los ojos, cayendo en el deseo sin poder remediarlo,
con los latidos acelerados y un agradable burbujeo en el estómago—. No te
opongas a lo que sientes.
Bearnard apoyó una mano en su fina cintura y fue ascendiendo por su
costado con delicadeza, acariciando cada centímetro.
Juntó del todo sus bocas y le robó un tierno beso.
Fue delicado y dulce. Tanto que la piel de sus brazos se erizó sin
remedio.
Al separarse, Isobel jadeó al verse privada de sus labios. Ya no podía
pensar, solo lo veía a él, y las ganas de que siguiera besándola eran cada vez
más fuertes.
¡Santos! ¿Qué tenía Bearnard Sinclair que con un par de palabras se
olvidaba de todo?
Un simple roce y el enfado se había esfumado.
Era tan apuesto y gallardo, y su rostro era tan hermoso que deseó
enredar las manos en su pelo y no soltarlo nunca. Se sentía pequeña a su
lado, sentía que nada podría pasarle mientras estuvieran juntos, que él la
protegería de cualquier cosa. Lograba que se olvidase de Thurso, de los
Sinclair y de los malentendidos.
Bearnard la besó de nuevo y esta vez Isobel respondió con todas sus
ansias, envolviéndole el cuello con sus brazos, apretándose contra él como
si fuera el único punto de apoyo en el mundo.
Sus lenguas se enredaron y juguetearon a placer mientras sus manos se
acariciaban con desesperación.
—Oh, Issy… —susurró él al tiempo que apretaba su trasero y lo
amasaba sin cesar—. Desde la primera vez que te vi, he querido tenerte
aquí, en mi alcoba. Llevo mucho tiempo soñando con tumbarte en mi cama,
complaciente y suave.
Bearnard mordió su barbilla y ella gimió fuera de sí, creyendo que se
derretiría por el fuego que empezaba a arder en su bajo vientre. Sin
embargo, unas palabras empezaron a dar vueltas en su cabeza. Al principio
fue suave, pero conforme pasaba el tiempo, dichas palabras se escuchaban
como gritos: mi alcoba, mi cama.
Isobel abrió los ojos. Mientras él seguía besando su cuello, miró a su
alrededor, todavía presa de un deseo irremediable. Era un dormitorio
espléndido, precioso, digno de un gran señor. De hecho, en él no había nada
femenino, nada propio de las habitaciones destinadas a las damas.
Mi alcoba, mi cama.
Las palabras de Bearnard seguían repitiéndose en su mente y finalmente
cobraron sentido.
—Bearnard… —Su voz sonó susurrante—. Bearnard.
—¿Qué ocurre? —No dejó de besar su cuello con una sonrisa ladina en
los labios. Sus manos acariciaban a Isobel, deseando continuar con los
besos—. ¿Qué te aflige, mi bello ángel?
—¿Qué hago en tus aposentos?
—De ahora en adelante también son tuyos.
—¿Quieres… compartir la alcoba? —Lo miró como si estuviese loco,
con el miedo comenzando a asomar en sus ojos.
—Ajá.
—¿Por qué? —Se apartó de él y volvió a tomar distancia, intentando
recuperar su respiración. Tragó saliva y se llevó una mano al cuello,
nerviosa—. ¿Pretendes dormir conmigo?
—Sí.
—¡¿En la misma cama?!
—Aquí no hay otra.
Ella abrió tanto los ojos que resultó hasta cómico, pues parecía muy
contrariada. Comenzó a negar con la cabeza y a abrazarse a sí misma,
temerosa.
—¡No, Bearnard! ¡Quiero mis propios aposentos!
—Somos un matrimonio, Issy.
—¡No compartiré tu cama! ¡Es obsceno, es inmoral, es…!
—Es lo que hacen todos los cónyuges.
—¡Mis padres jamás compartieron lecho!
—Permíteme que lo dude.
—¡Dormían cada uno en su habitación! ¡Y yo haré lo mismo!
—¡Ni hablar! —exclamó Bearnard frunciendo el ceño—. ¡Mi esposa
yacerá conmigo!
—¡Oh, santos, no!
—¡Podemos negociar muchas cosas, señora, pero no esto!
—¡¿Negociar?! ¡Ni se me ocurriría negociar un asunto tan poco moral
y…!
—¡Issy, no hay nada de inmoral en que un matrimonio duerma juntos!
¡Es lo más natural!
—¡Quizás lo sea para ti, mi laird, que estás acostumbrado a ir
seduciendo a jóvenes campesinas para llevarlas a tu cama!
—¡Diablos! ¡¿Vas a recordarme mi error toda la vida?!
—¡No tengo la menor intención! —Lo miró con enfado, como si los
besos que acababan de compartir no hubiesen existido nunca—. ¡Mi deseo
es el de regresar a Thurso y no se me concede, así que al menos sé
considerado con mis otros deseos!
—¡Isobel!
—¡No puedo, no quiero, vomitaría! ¡Tú prometiste esperar! ¡Ayer en el
lago prometiste ser paciente conmigo! —Tragó saliva con los ojos brillantes
por las lágrimas. Tenía miedo, y él maldijo en silencio al darse cuenta—.
¡Me lo prometiste! ¿De…? ¿De verdad quieres que sea tu esposa?
—¡¿Qué clase de pregunta es esa?! ¡Ya sabes mi respuesta!
—¡Entonces, respeta mi decisión y llévame a mi propia alcoba!
—¡Maldición, mujer! ¡¿Qué clase de castigo es ese?!
—No es ningún castigo.
Bearnard suspiró y se pasó una mano por el cabello, dándose cuenta de
que Issy no daría su brazo a torcer sin pelear.
No comprendía por qué tanta reticencia, no sabía qué pasaba por su
cabeza para que las relaciones íntimas le causaran tanto terror, pues él le
había demostrado con sus besos el placer que conllevaban.
Podría haberla obligado a compartir su cama y sus noches, podría
haberlo hecho porque tenía todo el derecho, pero su rostro temeroso se lo
impedía.
Los ojos de Issy relucían por las lágrimas acumuladas, parecía haberse
hecho muy pequeña, el miedo la paralizaba. ¡Y él no quería eso! ¡Deseaba
que Isobel fuera a él sin necesidad de obligarla! Quería que buscase su
compañía por su propia voluntad, que supiera que jamás le haría daño.
—Malditos santos…
A regañadientes, fue hasta la puerta que se encontraba junto al armario y
la abrió de par en par.
Tras ella había una alcoba contigua, algo más pequeña y menos lujosa
que la del laird, pero igualmente bonita, pues tenía un gran ventanal por el
que la luz del sol entraba a raudales.
Isobel se apresuró a meterse en ella.
Él la miró desde la puerta, con un regusto amargo en la boca del
estómago. Eso no era lo que había imaginado que ocurriría cuando Issy
fuera a vivir al castillo. Había fantaseado con noches de placer y fornicio,
con disfrutar de su cuerpo desnudo, verla dormir junto a él y despertar
jadeante mientras cabalgaba entre sus lozanas piernas.
—Te daré quince días para que te acostumbres a tu nueva situación, no
más.
—Quince días —repitió ella algo más aliviada.
—Después, compartiremos alcoba y cama como cualquier matrimonio.
—Ella asintió varias veces con la cabeza, pero no lo miró a los ojos en
ningún momento—. Ni un día más, Issy.
CATORCE

Isobel se negó a salir de su habitación para la cena. A pesar de que una


criada golpeó la puerta varias veces, rechazó la comida para evitar tener que
ver de nuevo a los Sinclair mirándola con desconfianza y acusaciones.
Tampoco lo hizo cuando el mismo laird aporreó iracundo la puerta,
exigiéndole reunirse con los demás. Su esposo forcejeó para intentar abrirla,
pero ella fue más inteligente en esa ocasión cerrándola con llave. De hecho,
desde el mismo momento en que Bearnard la dejó a solas en sus aposentos,
se encerró en ellos y no permitió a nadie entrar, ni siquiera a la sirvienta que
quiso cambiar las sábanas de su nuevo lecho.
Paseó por la habitación, ignorando los quejidos de hambre de su
estómago, y apoyó la frente en el cristal de la ventana, mirando al exterior.
Desde allí, las vistas al patio de armas eran inmejorables, pero a esas
horas de la noche nadie había en él, pues todos se encontraban cenando en
el gran salón.
Estaba tan aburrida de permanecer en aquel lugar que se dejó caer sobre
el lecho. Cuánto echaba de menos el castillo de Thurso, allí siempre había
algo que hacer y sus gentes no la miraban como si fuera escoria. Tenía que
regresar fuera como fuese, encontraría la forma de escaparse. No obstante,
saltar por la ventana no era una opción, a menos que quisiera partirse el
cuello.
Dio varios golpes con los puños sobre el mullido colchón y maldijo el
día en que su padre la obligó a casarse con Bearnard Sinclair.
¡Santos, ese hombre la sacaba de quicio! ¡No entendía por qué su cuerpo
reaccionaba de ese modo con él! Debería odiarlo, pues por su culpa estaba
viviendo esa pesadilla, pero había algún defecto en ella que la hacía
rendirse a sus besos. No era normal, no era lógico responder con esa
vehemencia cada vez que Bearnard la tocaba. Se sentía arder, era como si
una llama prendiese en su bajo vientre y la empujara hacia él.
Sí, admitía que era un hombre apuesto y galante, pero conocía a decenas
de hombres apuestos y galantes y nunca había experimentado aquel
alboroto en el corazón. Y también admitía que había sido generoso al
concederle quince días de margen para compartir su alcoba. Sabía de buena
tinta que la mayoría de hombres la habrían obligado sin importarles sus
objeciones. La habrían inmovilizado en el lecho y le habrían hecho cosas
horribles y dolorosas mientras ella lloraba y gritaba piedad.
Isobel cerró los ojos cuando los recuerdos regresaron a su mente para
torturarla. El dolor, los gritos, los golpes, la sangre y el malnacido que se lo
hizo.
Se tapó la boca con ambas manos y sollozó en silencio en la soledad de
la alcoba, sintiéndose débil y derrotada. Desde hacía varios años, el dolor
había ido menguando; de hecho, el trabajo duro le venía de perlas para no
pensar demasiado, pero la amenaza de saberse en peligro de nuevo lo
removía todo y le recordaba qué clase de cosas horrendas eran capaces de
hacer los hombres para aliviar sus cochinas necesidades.
Bearnard era complaciente y amable en muchas ocasiones, pero el otro
también lo había sido al principio, y acabó convirtiéndose en un monstruo.
¡No, no podría hacerlo!
No podía darle a su esposo lo que quería de ella. Si en algún momento
se creyó capaz, ahora que el tiempo jugaba en su contra, se había dado
cuenta de que no.
Cuando pasasen esas dos semanas, hallaría la forma de marcharse y
esconderse donde Bearnard no pudiera encontrarla, si es que no lograba
escaparse antes.
Haría lo que fuera para no volver a sufrir.
Entre lágrimas y oscuros recuerdos, se quedó dormida, y no despertó
hasta que el sol estuvo de nuevo reinando en el cielo.
Le dolía el estómago por el hambre y sabía que en el salón habría
comida en abundancia para todos los que vivían en el castillo, pero tampoco
se reuniría con los Sinclair ese día. Lo tenía decidido.
Estuvo dando vueltas por la alcoba hasta mediodía, mirando por la
ventana e intentando calmar al león de su estómago. Esa mañana, Bearnard
no había aporreado su puerta para exigirle que se reuniera con ellos en el
salón, de hecho, en todo el tiempo que estuvo encerrada allí, no había
escuchado el mínimo ruido en la alcoba contigua.
Después de pasar varias horas encerrada, Isobel no pudo aguantar más.
No estaba acostumbrada a estar tanto tiempo entre cuatro paredes y
necesitaba caminar, invertir su tiempo en algo, por no hablar de que su
estómago parecía haber aprendido a hablar debido al hambre.
Con cuidado de no hacer ruido, abrió la puerta que comunicaba con el
pasillo y miró en todas direcciones para cerciorarse de que nadie andaba por
allí.
Salió a paso lento y caminó hasta las escaleras que llevaban a la planta
baja.
Mientras lo hacía, pasó una mano por el vestido, pues ni siquiera se lo
había quitado para dormir y estaba bastante arrugado. Además, su cabello
estaba suelto y desordenado, ella sola era incapaz de domarlo.
Al bajar el primer escalón, casi se dio de bruces con una sirvienta
cargada con sábanas limpias.
La joven, muy sonriente, levantó los ojos para disculparse, sin embargo,
el reconocerla, su expresión cambió.
—¡Santos! —exclamó con miedo—. Ru… Ruego que me disculpe,
señora. No fue mi intención y soy una descuidada, y una… una… ¡Por
favor, no me haga un hechizo! ¡Soy una buena mujer, temerosa de…!
—Sigue tu camino, muchacha —la cortó de inmediato, cansada de que
todos actuasen igual en su presencia. La criada temblaba tanto que Isobel
puso los ojos en blanco—. Y no le digas a nadie que me has visto.
—¡Des… Descuide, se lo prometo, de mi boca no saldrá ni una palabra!
—La miró de soslayo, sin atreverse a mucho más, y echó a correr por el
pasillo hasta que entró en la primera alcoba que encontró para sentirse a
salvo.
Cuando llegó a la planta baja, otras dos criadas dieron media vuelta y
salieron corriendo en dirección contraria para no cruzarse con ella.
Isobel suspiró y miró a su alrededor. En el gran salón ya no quedaba
comida, de hecho, las mesas estaban limpias y con varios jarrones repletos
de flores frescas.
Se frotó el estómago para calmar el hambre y salió al exterior, donde
tampoco había nadie.
A lo lejos, se escuchaban los gritos de los guerreros Sinclair que
entrenaban en el patio de armas, así que tomó la dirección opuesta, a pesar
de no saber a dónde la llevaría.
A unos veinte metros se encontró la capilla y entró en ella en busca de
un poco de paz.
Estaba vacía.
No era un lugar demasiado grande y el día de su boda estaba tan
abarrotada que no pudo apreciar lo bonita que era.
Alzó la vista hacia el altar y sonrió al recordar a Bearnard esperándola
totalmente ebrio mientras el indeseable de su hermano lo agarraba para que
no perdiese el equilibrio.
Caminó por medio de los bancos, disfrutando del delicioso olor de las
flores frescas que decoraban cada rincón, hasta que escuchó a alguien
contener el aliento y dar un pequeño gritito.
Al dirigir la vista hacia la izquierda se encontró con Phemie, la hermana
mediana de su esposo, que acababa de levantarse como un resorte y la
miraba como si acabase de entrar el demonio en la iglesia.
Era una jovencita preciosa, pero el miedo deformaba por completo su
bella cara. Parecía no saber cómo actuar, hasta que de repente, Isobel, que
ya estaba harta de las reacciones de toda esa gente, la ayudó a decidir:
—¡Bu! —exclamó haciendo aspavientos con los brazos.
—¡Ay!—chilló Phemie, echando a correr hacia el exterior todo lo rápido
que le permitió su vestido.
Al quedarse sola, se echó a reír y tomó asiento en uno de los bancos
para rezar un rato antes de buscar algo que echarse a la boca, porque su
estómago le exigía comida.
Tras abandonar la capilla, siguió el camino paralelo al jardín en busca
del huerto que suponía debía tener el castillo Sinclair, como cualquier
fortaleza. Sería una buena forma de conseguir comida sin tener que pedirle
nada a esa gente, pues cuanto menos se relacionara con ellos, mejor.
No encontró dicho huerto, pero en su camino se topó con un manzano a
reventar de frutos. Cogió la manzana más roja que encontró y le dio un gran
bocado, gimiendo de placer al sentir lo jugosa y dulce que estaba.
—¡Eh, eh! ¡¿Quién te ha dado permiso para coger esa manzana,
muchacha?!
La voz de una mujer la sobresaltó.
Isobel dio media vuelta y se encontró frente a una criada que iba cargada
con un cesto de ropa sucia.
Era joven, rondaría su misma edad, de rostro redondeado y no
demasiado agraciado. Tenía el cabello castaño, ojos pequeños y redondos, y
un cuerpo enjuto.
Caminaba hacia ella a paso decidido y con cara de enfado. No obstante,
al reconocerla, frenó en seco y contuvo el aliento.
—¡Oh, santos, cuánto lo siento, señora! ¡Puede coger todas las
manzanas que guste! Yo no sabía que…
—Tranquila. —Ni siquiera le importó verla tan alterada. Estaba
llegando a acostumbrarse a despertar miedo—. Todos nos equivocamos.
—Usted es… es…
—Sí, soy la bruja, ¿verdad?
—¡No, no! ¡No quería decir eso!
—No serías la primera. —Isobel le dio otro bocado a la manzana y tomó
asiento sobre una gran piedra en medio del camino—. Seguro que lo has
pensado cuando me has visto.
—Todas las criadas hablan de ello. Dicen… Dicen que adora a Satán.
—¿Y tú lo crees?
—No lo sé —reconoció nerviosa—. ¿Usted… es una bruja?
Isobel se echó a reír y se encogió de hombros.
—Si fuera una bruja, no estaría encerrada en este odioso castillo, puedes
estar segura.
—¿Encerrada? Pero no está encerrada. Está paseando libre, sin nadie
que la vigile.
—Esto no es libertad. —Mordió la manzana y suspiró, pensativa. Al
mirar de nuevo a la criada, se fijó de nuevo en la cesta de ropa sucia—.
¿Ese es tu trabajo? ¿Lavar la ropa de los habitantes del castillo?
—¿Toda la ropa? ¡No, por Dios! Solo la de mi señora, Eara.
¿Eara? Era la primera vez que escuchaba ese nombre.
—¿Es otra de los hermanos Sinclair?
—No, no pertenece a la familia. Ella era la amante de… —Calló de
repente y tragó saliva, sin saber si continuar. Su madre siempre decía que
tenía la lengua muy larga y acabaría metiéndose en problemas.
—La amante de quién.
—No importa.
—¡Oh, vamos! No me prives de la parte más jugosa —la animó—.
¡Habla!
La joven criada bajó la vista al suelo.
—Era la amante del laird.
Isobel notó un pellizco en el pecho al conocer ese dato. Su respiración
se tornó rápida y la rabia se dibujó en su rostro. Aquello era lo último que
habría esperado, pero se lo merecía por haber insistido.
—Yo… creo que hablo demasiado.
—¡No, no! ¡Me interesa este tema!
—Pero no es correcto.
—Es mi marido y debo estar al tanto. Y, discúlpame tú a mí, ni siquiera
sé tu nombre.
—Me llamo Senga.
—Senga —repitió—, cuéntame más. ¿Quién es tu señora? Prometo no
contárselo a nadie.
—Es que… no puedo demorarme, tengo que lavar su ropa o se enfadará
conmigo.
—Yo te ayudaré.
—¡¿Usted?! ¡Me azotarían si alguien viera que he permitido que…!
—Aquí nadie va a azotarte, Senga, no lo permitiré.
La criada se quedó pensativa varios segundos hasta que al final asintió.
Comenzaron a caminar hasta un riachuelo que se internaba en el pequeño
bosque del castillo Sinclair.
Allí, ambas arrodilladas, mojaron un par de pastillas de jabón y
comenzaron a frotar.
Los vestidos de la tal Eara eran preciosos, ¡ ni Alpina tenía prendas
semejantes! A la última moda, de colores vivos y ricos bordados. Costarían
una fortuna, ¡y esa fortuna era la de su esposo!
Isobel no comprendía por qué estaba tan furiosa cuando debía darle
igual. Después de todo, ella se marcharía y no volvería a ver a Bearnard
nunca más. Podía seguir con su amante el resto de su vida, si eso es lo que
deseaba.
—Mi señora lleva muchos años junto al laird. Desde que su difunta
mujer murió —comenzó a relatar—. Es hija de un humilde artesano del
poblado. Todos creímos que el laird acabaría casándose con ella, incluso su
familia.
—¿Es… hermosa?
—¡Oh, muchísimo! ¡Él no la habría elegido si no fuera así! Mi señora es
educada, respetuosa y muy discreta. Cualquier hombre estaría dispuesto a
convertirla en su mujer.
Isobel apretó los labios y se obligó a seguir frotando el vestido de la
amante de su marido. Se sintió ridícula, pero quería saber más y por eso
continuó con la tarea.
—¿Todos saben quién es ella?
—Por supuesto, en el castillo la conocen y están al corriente de cuál era
la relación que mantenía con él.
—¿Mantenía? Hablas en pasado.
—Supongo que sí. No sería correcto que el laird y mi señora
continuasen su romance teniendo a su esposa al lado.
—¿Y por qué sigue Eara viviendo en el castillo?
—Nadie la ha echado y ella no va a irse por su propia voluntad. Y, para
ser sincera, prefiero trabajar siendo su criada, porque cuando ella no esté,
volveré a las cocinas, a limpiar pescado y a quitar tripas.

Bearnard contempló el desastre que se extendía a su alrededor y quiso


matar con sus propias manos a los malnacidos que habían hecho aquello.
Otra granja quemada y decenas de cabezas de ganado arreadas durante
la noche.
Elliot hablaba con el granjero para intentar tranquilizarlo y recabar
información. Ya eran tres veces las que alguien se colaba en sus tierras y
cometía aquellos actos vandálicos y abominables.
Durante el desayuno, esa misma mañana, sus hombres habían informado
en el castillo Sinclair sobre lo ocurrido en una pequeña granja al oeste de
sus tierras. Y su furia era cada vez mayor, pues no sabían a quién culpar por
las pérdidas.
—Hermano, el granjero me ha dicho que fueron tres hombres los que
hicieron esto.
—¿Reconoció el tartán que vestían?
—No. Estaba demasiado oscuro y su mayor preocupación fue la de huir
con su esposa para que nada les sucediera.
Bearnard dio un fuerte golpe al tronco del árbol más cercano y apretó
los dientes, furioso.
—¡No voy a permitir que nadie vuelva a hacerle esto a los Sinclair!
¡Mataré a los culpables con mis propias manos!
—Primero, tenemos que encontrarlos, hermano.
—¡Ya lo sé, maldición! ¡Esos cobardes actúan por la noche para que
nadie pueda reconocerlos! ¡Un hombre de honor jamás cometería semejante
cobardía! ¡Padre siempre nos hablaba de las incursiones cuando éramos
niños, y los clanes blandían su bandera con orgullo mientras cometían los
robos!
—Y siempre lo hacían contra sus enemigos. ¡Pero nosotros no tenemos!
¡Los Sinclair no estamos en guerra! Es posible que sean salteadores que
nada tengan que ver con nosotros ni con los demás clanes.
—Pero si son salteadores, ¿por qué solo se ensañan con nuestras tierras?
Hace unos días hablé con mi suegro y nada me dijo de incursiones en sus
territorios, ni tampoco las ha habido en las tierras de los Mackay.
—¡Pardiez! ¡Es una locura!
—¡Los encontraremos, Elliot! ¡Y cuando eso ocurra, me encargaré de
torturar y matar a esos malnacidos personalmente!
Elliot miró con pena los restos de la granja y suspiró mientras se dirigían
a sus caballos, atados a un par de árboles cerca del río.
—Con esta ya son tres granjas la que tenemos que reconstruir.
—Mañana mismo mandaré venir a varios jornaleros. —Bearnard dio un
salto y montó sobre su equino para emprender el camino de regreso.
Anduvieron en silencio un buen rato, hasta que Elliot llamó la atención
de su hermano con una nueva cuestión:
—Hermano, he estado pensando…
—¿Sobre qué?
—Todas estas desgracias comenzaron justo tras tu boda con Isobel
Sutherland.
—¿Qué estás queriendo decirme con eso? —Frunció el ceño.
—¿Y si ella…?
—¡Issy jamás haría algo así!
—¡Es una bruja, Bearnard!
—¡No se te ocurrirá volver a decir eso de mi esposa! —gruño furibundo.
—¡Antes no pensabas lo mismo!
—¡Porque no la conocía! Isobel es una dama como cualquier otra.
—No me fío de ella, los rumores…
—Esos rumores son patrañas. Si fuera una bruja, mi cabeza no seguiría
sobre mis hombros. —Sonrió—. Hemos peleado en muchas ocasiones y
nada me ha ocurrido.
—Pero todo en ella es una contradicción, hermano. Si es tan normal
como dices, explícame qué ha ocurrido con su rostro. ¿Por qué es diferente
al que vio Mai tras la boda? ¿Cómo espantó a dos de sus pretendientes para
que retirasen su proposición de matrimonio? ¿Por qué se esconde una bella
dama en un castillo alejado de toda su familia? ¡Yo te lo diré! ¡Fue el propio
Perry Sutherland el que la encerró allí para librarse de sus brujerías. —Al
ver que Bearnard no respondía, continuó—. ¿Dónde está la niña horrenda
con el rostro lleno de sarpullidos que conocimos hace años? ¿Por qué quiso
embrujar a nuestra hermana? ¡Maldición! Colocó una cabeza sangrienta de
venado en el salón el día después de vuestra boda. Hermano, esa mujer no
es trigo limpio y has vuelto a meterla en nuestro hogar.
Bearnard se quedó en silencio otros tantos minutos, pues no tenía
respuesta a esas cuestiones.
Issy era tan misteriosa que podría pasarse la mitad de su vida intentando
comprenderla, pero si de algo estaba seguro era de que no era la bruja de la
que todo el mundo hablaba. Algo en su pecho le decía que solo eran
patrañas.
—Hay muchas cosas que no comprendo de mi esposa, pero te repito que
Isobel no es una bruja, y no volveré a permitir que nadie la ataque con esas
estupideces. ¡Incluido tú, hermano! ¡Respetarás a mi mujer igual que yo
respeto a la tuya!
—¡Claire es una dama!
—¡Ni una palabra más, Elliot! ¡Soy el laird y, como tal, acatarás mis
órdenes! ¡Nos equivocamos con Isobel, los rumores no son más que eso! —
Suspiró—. ¡Yo mismo sigo confuso por todo lo ocurrido! ¿Crees que no me
quedé impresionado cuando me di cuenta de que la campesina a la que
deseaba con todo mi ser era la misma dama con la que estaba casado?
—Ni siquiera se quitó el velo tras la boda. ¿Eso no te parece
sospechoso?
—Me lo parece, pero Issy me dará una explicación. Es una joven buena,
yo mismo la he visto tratar a sus sirvientes, cómo viven, cómo los ayuda.
Una bruja jamás haría todas las cosas que hace ella.
—Estaré vigilante de todas formas, su forma altiva de comportarse no
me agrada en absoluto.
QUINCE

Isobel regresó a sus aposentos tras pasar un buen rato ayudando a Senga, y
cada vez que recordaba todo lo que le había contado sobre esa tal Eara una
ardiente rabia aprisionaba su pecho.
¡Era la amante de su esposo! ¡O examante! ¡¿Qué más daba?! ¡Bearnard
había permitido que ella siguiera viviendo en el castillo! ¡Era una total falta
de respeto hacia su persona!
Tomó asiento sobre la cama y dio varios golpes con los puños en ella.
¡Se sentía tonta!
¡Qué divertido tenía que ser para los Sinclair verlas a ambas juntas,
viviendo bajo el mismo techo! ¡Sería la comidilla, el hazmerreír!
¡No tenía bastante con lo de bruja, que encima les había dado la excusa
perfecta para llamarla cornuda!
¡Maldito Bearnard y malditos todos!
Escondió la cabeza entre los brazos e imaginó a su esposo besando a su
amante de la misma forma que lo hacía con ella. Lo vio tocándola,
susurrándole palabras dulces en el oído, prometiéndole una vida fácil a su
lado. Lo imaginó regalándole su preciosa sonrisa, desnudándola, lamiendo
su cuello. Sintió que la respiración le faltaba, que un gran nudo se instalaba
en su pecho, que su estómago giraba y giraba, y el malestar se hizo
insoportable.
—¡No, no, no! ¡No debería importarte! ¡Te vas a ir, te vas a ir, te vas a ir
de este castillo y Bearnard dejará de existir! ¡Él no es nadie, te da igual! ¡Te
dan igual sus palabras, sus promesas! ¡Tú solo eres la bruja, la malvada, a la
que todos odian! ¡No quieres esto, eres feliz en Thurso! ¡Eres la bruja! —
Alzó la cabeza y se quedó mirando hacia la pared de enfrente mientras se
dibujaba una mueca iracunda en sus labios—. La bruja.
Se levantó de la cama y, tras meditarlo varios segundos, una sonrisa
vengativa curvó su boca, pues acababa de ocurrírsele una gran idea para
volver locos a los malditos Sinclair.
—Y como soy la bruja, actuaré como una bruja.
De repente, fue hacia la puerta de la alcoba y salió al pasillo en busca de
alguien. A lo lejos, vio a una criada que limpiaba a conciencia un pequeño
mueble sobre el que descansaba un precioso jarrón repleto de flores.
—¡Eh, muchacha! ¡Eh, ven aquí!
La sirvienta, al reconocerla, se quedó helada por el miedo y agarró muy
fuerte el trapo de lino con el que quitaba el polvo.
Creyó verla temblar, creyó que los ojos se le llenaban de lágrimas y,
cuando comenzó a caminar en su dirección, las piernas le temblaban.
—¿S… Sí, señora?
—Necesito que me traigas algo.
—¿Qué… qué quiere?
—Cuarenta velas blancas, tres negras y un caldero de cobre. —Isobel
reprimió una carcajada, pues tras la boda también pidió dichas velas y se
armó un gran revuelo. ¿No querían una bruja? ¡Pues la tendrían!
—¿Velas? —Los ojos casi se le salieron de las órbitas—. Pero…
usted… no…
—¿Acaso no has escuchado lo que te he dicho?
—Sí, pero…
—¡Cuarenta velas blancas, tres negras y un caldero! —alzó la voz para
que todos la escucharan—. ¡Y que sea rápido!
—En las cocinas no me van a dar un caldero porque…
—¡¿Crees que me importa?! ¡Diles que tu señora lo exige! ¡Vamos,
corre! ¡¿A qué esperas, muchacha?!
—¡¿Qué está pasando aquí?!
La voz de Bearnard interrumpió sus gritos.
Cuando apareció el laird, la criada se echó a llorar y se escondió tras él,
muerta de miedo.
Al darse cuenta de que su esposo la miraba con ojos acusadores, Isobel
alzó la cabeza y sonrió con orgullo, cruzándose de brazos y encarándolo sin
el mínimo temor.
—¡¿Qué son todos estos gritos?!
—¡Tu criada no me quiere obedecer!
—¡No, yo…! Es que ella, señor… Ella… —farfulló la otra.
—Issy…, ¿qué ha pasado?
—¡Ya te lo he dicho!
—Mi laird, que…. quería velas y un caldero, y…
Bearnard la fulminó con sus bonitos ojos azules cuando escuchó las
palabras de su sirvienta.
—¡¿Que has pedido qué?!
—¡Velas y un caldero!
—¡Malditos santos, mujer! ¡¿Qué demonios pasa contigo?!
—No lo sé, ¿qué pasa? —preguntó Isobel sonriente.
Él apretó los labios y dio un paso en su dirección para darle un
escarmiento, sin embargo, recordó que no estaban solos:
—Orla, puedes seguir con tus quehaceres, yo me ocuparé de esto.
La criada echó a correr y desapareció escaleras abajo, dejándolos
completamente solos en medio del pasillo. Pero ni aun así la mirada
retadora de Isobel desapareció de su rostro, de hecho, su boca se curvó
todavía más en una sonrisa tensa.
—¿Te parece divertido?
—¿Debería parecérmelo?
—¡No juegues conmigo, Issy! ¡Este comportamiento tiene que acabar!
—¿Cuál comportamiento, mi laird? Nada he hecho, salvo pedir algunas
cosas que necesito.
—¡Basta! —tronó fuera de sus casillas—. ¡Vas a explicarme ahora
mismo qué significa todo esto!
—Creo que no. —Isobel soltó una carcajada mirándolo de arriba abajo y
dio media vuelta, dejándolo plantado en la puerta de su alcoba. Pero su
esposo no permitió su marcha, sino que fue hasta ella y la cogió por la
muñeca para atraerla hacia su cuerpo—. ¡Suéltame ahora mismo, Bearnard!
—¡Te soltaré cuando te expliques!
—¡No es de tu incumbencia!
—¡Soy tu marido!
—¡¿Y eso es relevante?!
—¡Isobel! —La zarandeó con fuerza, clavando los dedos en los
hombros de ella. La escuchó chillar de dolor e intentar zafarse—. ¡Vas a
hablar, maldita sea! ¡Vas a decirme qué demonios te propones!
—¡Me haces daño, odioso bruto!
—¡Esposa, te lo volveré a preguntar una sola vez!
—¡¿Y qué harás si no contesto?! ¡¿Me quemarás en la hoguera?!
—¡Issy! —Volvió a zarandearla con fuerza—. ¡Eres mi mujer y como
tal te comportarás!
—¡No soy nada tuyo, mi laird! ¡Si quieres exigirle algo a alguien, que
sea a Eara!
—¡¿Eara?! ¡¿Qué demonios…?!
—¡Exígele a ella, Bearnard, y déjame en paz! ¡Ve con tu amante y
fornica todo lo que gustes, pero a mí olvídame, porque jamás voy a
consentir que vuelvas a tocarme!
—¡¿Todo esto es por Eara?!
—¡No voy a vivir bajo el mismo techo que ella! ¡¿Te ha gustado
humillarme, mi laird?! ¡¿Te parece divertido convertirme en la comidilla
del castillo?!
—¡¿Quién te ha hablado de ella?!
—¿Y eso qué más da? ¡Me niego a ser la cornuda! ¡Por encima de mi
cadáver!
—¡No digas estupideces, mujer! ¡¿Quién diablos te ha metido eso en la
cabeza?!
—¡¿También insultas mi inteligencia?! ¡Nadie me ha tenido que meter
nada en la cabeza pues yo sé pensar por mí misma!
—¡Desde que llegaste al castillo Sinclair no he tocado a Eara!
—¡Sí, claro! ¿Tengo que creer más tus mentiras?
—¡¿Cuándo te he mentido yo?!
—¡Me dijiste que no había nadie más, Bearnard! —le tembló la voz una
milésima de segundo—. ¡Me lo dijiste en Thurso! ¡Me aseguraste que solo
me deseabas a mí!
—¡Y es cierto! ¡Desde que te vi, no he pensado en ninguna otra!
—¡Pero fornicabas con tu amante!
—¡Soy un hombre, Isobel! ¡Y los hombres tenemos necesidades!
—¡Oh, vaya, pues todo arreglado!
—¡Issy, Issy, escúchame! —Tiró de su mano para que se acercara a él,
pero se resistió—. Eres la única a la que deseo. Desde que te descubrí,
pienso en ti a todas horas.
—Incluso en los brazos de tu amante, ¿verdad?
—¡Pues sí! ¡Es a ti a quien veía!
—¡Bearnard, suéltame! ¡Puedes hacer lo que te plazca porque voy a
irme de aquí!
—¡No te vas a ningún lado! ¡¿Me oyes?! —La cogió por la barbilla y le
alzó la cabeza—. Eara es pasado y tú mi futuro.
—¿Y por qué sigue en el castillo?
—No lo sé, no se me ocurrió que esto podría suceder. Llevo sin verla
desde que llegaste.
—¡Y la mantienes por si yo no te doy lo que necesitas!
—¡¿Quieres que se vaya?! ¡Dime que eso es lo que quieres, y lo haré!
¡Si tanto te molesta su presencia, esta misma tarde la mandaré fuera de
aquí!
Isobel estuvo a punto de exigirle que lo hiciera, sin embargo, pensó en
Senga y en su cómodo trabajo siendo su criada. Por su culpa, volvería a las
cocinas, a un lugar que la muchacha odiaba. ¿Quién era ella para fastidiarle
la vida?
Pensó en las habladurías de la gente, en que la verían como a un
monstruo, sería la malvada esposa rencorosa que echaba a una de los suyos
por puro placer. Después de todo, la amante de su marido llevaba en el
hogar de los Sinclair desde hacía bastantes años y era querida por el clan.
La única intrusa era ella. La indeseable bruja.
Una espesa desdicha se instaló en sus labios.
—No seré yo quien la eche. Esa es tu decisión. —Isobel intentó soltarse
del agarre de su marido, pero él no se lo permitió—. Suéltame, Bearnard,
quiero regresar a mis aposentos.
—Llevo desde ayer deseando verte, mujer. No me prives tan pronto de
tu compañía. —Sonrió algo más calmado—. Además, quiero que me
expliques por qué te has enfadado tanto.
—¡¿De verdad no te has enterado?!
—Sí, ya sé lo que has dicho, pero ahora quiero la verdad.
Isobel enarcó las cejas.
—Y según tú, ¿cuál es esa verdad?
—Que estabas celosa y has querido llamar mi atención.
—¡Por Dios, pero será posible! ¡¿Para qué iba a querer llamar tu
atención?! —Apartó la cara pues el sonrojo la coloreó casi hasta el
nacimiento del cabello. Se había puesto tan celosa que había perdido del
todo los modales—. ¡No… No me importa lo que hagas, mi laird!
—¡Oh, sí que lo hace, mi dulce ángel! —Le robó un suave beso de los
labios—. Y me agrada que así sea, porque demuestras tu interés en mí.
—¡Basta! —Su marido comenzó a darle rápidos besos en la comisura de
los labios, en las mejillas, en el cuello, y finalmente Isobel tuvo que reír—.
¡Basta, Bearnard!
—Por fin sonríes. —Enmarcó sus mejillas con ambas manos y le dio
otro beso, pero esta vez fue uno más largo, intenso y pasional, que logró
que las piernas de Isobel se aflojasen—. ¿Qué mujer podría competir contra
ti, Issy?
—Muchas.
—¡Nadie! ¡Eres la única que hace que mi sangre hierva! ¡La que
permanece en mi mente todo el día y toda la noche! —La besó una vez más
y jadeó al notar las manos de ella apoyándose en su pecho—. Prométeme
que confiarás en mí, que no volverás a hacer algo así sin antes conversar
conmigo. —Isobel bajó la mirada al suelo y él la cogió de nuevo por las
mejillas para que lo mirase a los ojos—. Esposa, promételo.
—Está bien.
—Eso no es una promesa.
—Te lo prometo.
Él volvió a sonreír y capturó sus labios en otro beso pasional al que
Isobel respondió de buena gana.
Al separarse, Bearnard juntó sus frentes, notando que, si seguían con
esos juegos, no podría refrenar su deseo por ella. Era muy duro tenerla tan
cerca y no poder satisfacer sus ganas de desnudarla en su cama y galopar
entre sus piernas toda la noche.
—Y ahora, mi bello ángel, es la hora de bajar a cenar. Todos nos deben
de estar esperando.
—¡No, yo… no tengo hambre! Prefiero quedarme en mis aposentos. —
Intentó zafarse de nuevo de sus brazos, nerviosa. No quería comer con los
Sinclair ni tener nada que ver con ellos—. Estoy cansada, quiero tumbarme
en el lecho y…
—¡Llevas dos días sin probar bocado, señora! ¡Ayer te encerraste bajo
llave a pesar de mis exigencias, pero no voy a volver a permitirlo! ¡Eres la
señora de mi hogar y, como tal, debes bajar y comer con los demás!

Tal y como sucedió cuando llegó al castillo, el ambiente en el salón fue


raro. A pesar de que hubo más conversaciones que en la primera comida
que compartió con ellos, todos seguían mirándola de reojo, como si no se
fiasen en absoluto.
Sobre todo los hermanos Sinclair.
Phemie y Mai se situaron en la mesa más alejada y cuchicheaban sin
parar con la vista puesta en ella, y Elliot…, bueno, él, como siempre, no
disimulaba su descontento, a pesar de que su esposa le diera algún que otro
codazo para que dejase de contemplarla como si quisiera fundirla.
En esa ocasión sí que comió, y comió bastante, ya que tenía tanta
hambre acumulada que, al ver la liebre guisada en las bandejas, no pudo
resistirse. Estaba deliciosa, ¡oh, Dios, claro que lo estaba! Debía reconocer
que Beth se ocupaba excelentemente de la organización de la comida y del
castillo. Jamás vio una fortaleza tan limpia y acogedora como esa,
descontando su propio hogar, por supuesto.
Quizás, por ponerle alguna pega, a veces los guerreros Sinclair dejaban
un olor un tanto desagradable en el salón cuando iban a comer, pero con un
poco del exótico incienso que le compraba al mercader que acudía a Thurso
sería suficiente. Si alguna vez iba a su hogar, cogería un poco y lo repartiría
por el castillo Sinclair para que…
Sus pensamientos pararon de golpe.
No. ¡¿Pero qué estaba pasando con ella?!
No era la señora de ese lugar, aquello era tarea de Beth. No era de su
incumbencia si el olor de los guerreros Sinclair era como el de las cabras y
se quedaba impregnado en las estancias.
Apenas conocía a toda esa gente, pero sabía que cualquier sugerencia
que saliera de sus labios sería mal vista.
Dio otro bocado a la liebre y alzó la mirada, fijándose en todas las
personas del gran salón, buscándola a ella.
Eara debía de estar allí.
La antigua amante de su esposo comería entre los Sinclair cada día y se
preguntaba quién era. En el salón había muchísimas damas bellas, pero
ninguna había intentado acercarse al laird con coquetería.
—Esta noche pareces disfrutar con la comida, pequeño ángel —le
susurró Bearnard al oído—. Nunca te había visto comer tanto.
Dio un respingo al sentir a su marido tan cerca, sin embargo, se irguió
en la silla, obviando el cosquilleo que su aliento le provocaba en el
estómago.
—Como bien has dicho antes, llevo casi dos días sin probar bocado, mi
laird.
—Espera entonces a probar el postre. Las cocineras han preparado
hoy…
—No me apetece —lo cortó antes de tiempo—. Si me disculpas, voy a
regresar a mis aposentos.
—Está bien, puedes marcharte, pero yo te acompañaré.
—¿Por qué?
—Porque me place pasar tiempo con mi esposa.
—Pero… —Miró hacia los demás comensales con apuro—. Todos nos
verán irnos juntos y pensarán que nosotros…
—Estamos casados, Issy, pueden pensar lo que quieran.
El laird se levantó de su asiento y le tendió una mano para ayudarla a
incorporarse. Isobel la aceptó y por el rabillo del ojo se dio cuenta de que
todos los observaban, así que alzó la cabeza orgullosa y caminó al lado de
su esposo con andares de reina.
Abandonaron el gran salón y ascendieron por las escaleras que llevaban
a los dormitorios en el más absoluto silencio, aunque este no era incómodo
para su propia sorpresa.
Cuando llegaron a la puerta de su alcoba, Isobel soltó su mano y sonrió
levemente sin querer mirarlo a los ojos, pues, cuando Bearnard clavaba su
mirada azul en ella, un ardiente nerviosismo la recorría entera.
—Yo… estoy cansada y creo que lo mejor será que vaya a dormir.
—Si ese es tu deseo…
Isobel asintió y él no hizo el mayor esfuerzo por detenerla, cosa que la
sorprendió.
Le sonrió una última vez y entró en su alcoba. Apoyó la cabeza en la
tibia madera de la puerta y cerró los ojos, sintiendo todavía la energía que la
presencia de Bearnard había hecho vibrar en su interior.
Paseó por la estancia y miró a través del ventanal, pensando que, una
vez se marchara del castillo Sinclair, echaría de menos la presencia de
Bearnard. ¿Cómo no añorar a un hombre como él?
Mientras contemplaba el patio de armas, sumido en una oscuridad casi
plena, escuchó los sonidos provenientes de la habitación contigua.
De repente, la tranquilidad que sentía se esfumó cuando la puerta que
comunicaba con la habitación de Bearnard comenzó a abrirse lentamente, y
por ella apareció él, ocupando casi todo el hueco con su cuerpo musculoso
y su altura, vestido únicamente con el kilt y su pecho desnudo y fuerte a la
vista.
Su corazón se aceleró de un modo demencial y todavía lo hizo más al
darse cuenta de que se adentraba en su alcoba a paso lento, mirándola de
arriba abajo con una fijeza lobuna.
—¡Bearnard, ¿qué haces aquí?! ¡Esa… Esa puerta estaba cerrada con
llave!
—¿Te refieres a esta llave? —Levantó la mano y le enseñó el objeto en
cuestión—. No me gusta que una puerta cerrada me separe de lo que deseo,
así que… no habrá más llaves entre los dos.
—Pero…, pero… ¡Alto! No te acerques más. ¡Estás desnudo!
—Solo me he quitado la camisa.
Isobel tragó saliva y sus ojos recorrieron su musculatura, su magnífico
torso repleto de abdominales, suave, sin vello, sus brazos fuertes, su cuello
ancho, su rostro hermoso.
Una llama candente se prendió en su vientre, alterándola todavía más.
—¡Vete! ¡No puedes estar aquí!
—Puedo y lo haré.
—¡Pero tú me prometiste dos semanas! ¡Dos semanas, Bearnard! ¡No
estoy preparada para…!
—Pienso cumplir mi promesa, mujer. Relájate. —Él sonrió y se dejó
caer sobre su pequeño lecho, recostado, apoyando la cabeza sobre sus
brazos y contemplándola a placer—. Lo único que quiero es tu compañía,
bella Issy.
—¿Para hacer qué?
—Hablar.
—¿Y para eso te quitas la camisa?
—Quiero que me mires, que veas que no hay nada malo en mi cuerpo,
que te acostumbres a la desnudez de tu esposo. —Sonrió—. El otro día en
el lago, me extrañó que una mujer casada actuara de esa forma ante mi
desnudez, y ahora lo comprendo. Eres pura.
—¿Eso es malo?
—Oh, todo lo contrario. No sabes lo que me agrada que nadie haya
probado tu cuerpo. Yo seré el primero, te enseñaré todo acerca de los
placeres entre un hombre y una mujer.
—No me interesa esa información.
Bearnard se echó a reír tras su contestación y la contempló
gozosamente, pues no había nada que le gustase más que mirarla. Tenía a la
dama más hermosa de Escocia por esposa y muchas veces se preguntaba
cómo era posible.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—¿Qué clase de pregunta?
—Sobre ti. —Isobel se encogió de hombros y esperó a que él continuase
—: ¿Qué pasó en tu rostro?
—¿A qué te refieres?
—No te recordaba así. Cuando éramos niños, Elliot y yo te vimos en
una ocasión y tu cara estaba hinchada y roja. Era muy desagradable.
—¿Te refieres a mi sarpullido? Lo tuve hasta que cumplí siete años.
Pero solo era eso, un sarpullido infantil.
—En nuestra boda no te quitaste el velo, creí que escondías tu rostro.
Incluso Mai aseguró que tenías la cara desfigurada.
—Porque la tenía —admitió bajando la vista al suelo—. No me quité el
velo para que nadie viese los moratones ni la hinchazón.
—¿Moratones, de qué? —Bearnard se incorporó de la cama quedando
sentado, mirándola con interés—. ¿Cómo te los hiciste?
—Mi padre me golpeó porque me negué a casarme contigo.
—¡¿Que él hizo qué?! —Se levantó de un salto y caminó la poca
distancia que los separaba, furibundo, con un deseo animal de matar a Perry
Sutherland con sus propias manos—. ¡¿Ese desgraciado se atrevió a
tocarte?!
—Se atrevió a mucho más. Doy gracias a que mi hermana logró
detenerlo.
—¡Cuando lo tenga enfrente, Issy! ¡Cuando tenga enfrente a ese
malnacido…!
—No importa, Bearnard. Ya pasó, y mi padre no volverá a acercarse a
mí.
—¡Eres mi mujer y yo te defenderé! —La cogió por las mejillas e hizo
que lo mirase a los ojos—. Fue él, ¿verdad? ¡Tu padre te encerró en el
castillo de Thurso y lanzó el rumor de que eras una bruja!
—No.
—¡Juro por Dios que lo mataré!
—¡Esposo, no! ¡No fue mi padre! Perry Sutherland me golpeó, es cierto,
pero no lanzó esos rumores sobre mi persona.
—¡Entonces, ¿quién, maldición?! ¿Quién es ese horrible individuo que
dijo tal mentira sobre ti?
—¿Ya no crees que sea una bruja?
—¡Claro que no!
—Antes sí lo hacías. Me insultabas, me amenazabas…
—¡Porque no te conocía, Isobel! ¡Caí de lleno en esas mentiras!
¡Cualquiera que te conozca se daría cuenta de la falsedad de dichas
acusaciones! —La abrazó con fuerza y besó su coronilla—. Soy tan
culpable como los demás de haber creído esa vil historia, pero pienso
arreglarlo. Nadie volverá a insultarte, porque quien lo haga tendrá que
enfrentarse a mí.
—Dudo mucho que tu familia llegue a aceptarme algún día. Para ellos
soy como un diablo. Las criadas corren cuando se cruzan conmigo en los
pasillos, tiemblan si les hablo.
—Si quieres que dejen hacerlo, no vuelvas a pedir velas ni calderos.
—¡Santos, mi laird! ¡Solo son velas, no es tan grave! —Isobel se echó a
reír con todas sus ganas, dejándolo extrañado.
—¿Por qué lo haces? Recuerdo que el día posterior a nuestra boda
también pediste velas.
—Todo el mundo me llamaba bruja, me insultaba y me despreciaba, así
que decidí darles de qué hablar. Y con tu hermana sucedió algo parecido.
Estaba tan enfadada con todos vosotros que, cuando entró en mis aposentos,
fingí que iba a hacerle un conjuro.
—¡Oh, mujer! —Ahora fue Bearnard el que rio, contagiándola a ella—.
Así es imposible que logre convencer a mis parientes de que mi esposa es
una simple dama. ¡Cielos, yo defendiéndote de todos y tú poniendo las
cosas todavía más difíciles!
—¿Tú… me defiendes?
—Te defenderé las veces que sean necesarias, bello ángel, pero tienes
que prometerme que no volverás a hacer nada parecido.
—No sé si podré cumplir esa promesa. Cuando me sienta atacada…
—Tú vendrás a mí y yo lo arreglaré. —La besó con ternura y sonrió al
darse cuenta de que Isobel se relajaba del todo entre sus brazos mientras
respondía de buena gana al roce de sus labios—. Debes confiar en mí.
Ella lo miró a los ojos y lo que vio en ellos la conmovió. Asintió sin
pensarlo, porque las palabras de su marido la emocionaban y tranquilizaban
como nunca lo hizo nadie.
Bearnard Sinclair era único, lo admitía, y odiaba hacerlo porque
abandonarlo sería mucho más difícil si se encariñaba de él. Era hermoso,
valiente, agradable… Jamás un hombre había despertado sentimientos
semejantes en ella, pues lo mismo quería retorcerle el pescuezo que dejarse
llevar y caer rendida en sus besos.
Como impulsada por una fuerza sobrenatural, una de sus manos
ascendió por el torso desnudo de Bearnard y acarició su tersa piel. Lo
escuchó contener el aliento, jadear bajo su roce, y le encantaba despertar
esas emociones en su cuerpo. El implacable laird, el curtido guerrero, el
fuerte caballero, se rendía a ella en cada movimiento de su mano.
Le gustó tocar su piel, pasear sus dedos a placer por su pecho, por su
estómago. A pesar de ser ella quien lo acariciaba, un fuerte ardor estaba
despertando entre sus piernas. Se sentía débil, como si una fuerza
desconocida la empujase hacia él, acercándola a su esposo sin remedio
alguno.
Y se dejó llevar.
Isobel recorrió la poca distancia que los separaba y juntó su boca con la
de él, fundiendo sus labios en un beso ardiente y apasionado, al que
Bearnard respondió de inmediato.
La rodeó por la cintura y la pegó con fuerza a él, introduciendo su
lengua, demostrándole las ganas que tenía de aquello.
Alzándola en peso, la aplastó contra la fría piedra de una de las paredes
y la tocó a placer, ascendiendo las manos por su cintura y abarcando sus
senos.
Bearnard gimió contra sus labios, su pene estaba tan erguido y duro con
esas pocas caricias que dudaba poder aguantar mucho más sin arrancarle la
ropa, pero es que Isobel era la tentación más fuerte a la que había tenido
que enfrentarse jamás. Era delicada pero apasionada, suave y ardorosa,
fuego y hielo introduciéndose por sus venas. La sentía en cada respiración.
Los brazos de ella lo rodearon por el cuello, exigiendo que no detuviera
aquel beso, que le diera más. Y lo hizo. Tras arrasar su boca, fue bajando
lentamente por su cuello, quemando cada porción de piel con su lengua,
haciéndola gemir y temblar por sus atenciones.
—Oh, Bearnard… —dijo en un susurro lastimero.
Él sonrió, porque aquella era la mejor experiencia de su vida, porque, a
pesar de haber fornicado con decenas de mujeres, ninguna lo hizo sentir
como su ángel. Porque parecía estar hecha para el amor, a su medida.
Sus pequeñas manos tiraban de él buscando algo que ni ella comprendía,
parecía desesperada, fuera de sí, y verla de ese modo era el espectáculo más
impresionante del mundo.
Bearnard levantó el bajo de su vestido e introdujo una mano por sus
piernas. Apretó los dientes al notar su suavidad.
Poco a poco, su mano fue acerándose a la cara interna de su muslo
donde la piel era más delicada, donde las terminaciones nerviosas eran
todavía más sensibles. Isobel echó la cabeza hacia atrás, con los ojos
cerrados por el placer, y él creyó no poder aguantar más. Con la mano libre,
abarcó su pene y lo acarició él mismo, pues era la única forma de no romper
la promesa que le había hecho, pero ya no aguantaba más. Tener a Isobel
tan entregada y no poder satisfacer sus deseos era una tortura.
—Issy… —susurró contra sus labios—. Si seguimos con esto, los
quince días que te prometí dejarán de tener importancia para mí.
—¿Qué? —Estaba en un estado de tal efervescencia que las palabras de
Bearnard sonaban lejanas e inentendibles.
—Te lo prometí, pequeño ángel. —La besó de nuevo—. No continuaré a
menos que tú me lo pidas. Un Sinclair jamás rompe una promesa.
—¿La… promesa? —repitió ella, despertando lentamente de aquel
intenso letargo. No comprendía por qué Bearnard había dejado de besarla,
pero sus palabras comenzaron a cavar en ella por fin.
Parpadeó varias veces y contuvo el aliento al darse cuenta de que su
vestido había acabado alzado, hecho un gurruño, en su regazo, mientras
Bearnard sujetaba una de sus piernas alrededor de su cintura.
Empujó a su marido para que se apartase y poder cubrirse de nuevo, con
el rostro coloreado por el sonrojo y la respiración todavía muy acelerada.
Contempló a Bearnard, quien a pesar de querer simular una sonrisa, sus
facciones reflejaban el profundo dolor por el deseo insatisfecho.
Sin decir ni una palabra más, abandonó la habitación por la puerta que
conectaba con su dormitorio e Isobel se quedó sola, confusa por lo que
había estado a punto de suceder y con una profunda agitación quemándole
entre las piernas.
DIECISÉIS

Cuando los primeros rayos del sol entraron a través del ventanal de su
alcoba, Isobel se puso en pie para asearse como cada mañana.
Tomó un poco de agua de la palangana que descansaba junto al lecho y
se lavó la cara, el cuello y las manos. La cabeza le daba vueltas, pues
apenas había podido pegar ojo. Los recuerdos de sus besos con Bearnard y
la pasión compartida revoloteaban por su mente y la tuvieron en vela hasta
altas horas de la noche. El ardor de su bajo vientre se resistió a marcharse.
Se llevó una mano al corazón al notar que sus latidos se aceleraban con
los simples recuerdos de su marido.
Secó su cara con un trapo de lino y se miró en el espejo, donde su reflejo
le reveló unas suaves ojeras por las horas de sueño que le faltaban. Sin
embargo, la sonrisa con la que había amanecido eclipsaba todo lo demás.
Un repentino sonido a su espalda la sobresaltó.
La puerta que comunicaba con la habitación contigua acababa de abrirse
y por ella apareció de nuevo Bearnard, totalmente vestido y con una boina
sobre la cabeza.
¡Santos, qué apuesto era!
Su esposo se dirigió hacia ella con paso firme y cuando estuvo enfrente
le robó un intenso beso.
—Buen día, Issy. Qué hermosa estás por la mañana.
—¿Va a convertirse en una costumbre entrar a mis aposentos sin previo
aviso?
—Eso espero. —La sonrisa lobuna de él la hizo reír—. He venido a
despedirme. Debo partir para supervisar cómo avanza la reconstrucción de
las granjas que quemaron.
—¿Varias granjas arrasadas? Pensaba que solo había sido una.
—Me temo que ha habido más. Están habiendo incursiones en nuestras
tierras y todavía no hemos capturado a los culpables.
—Hace años que las incursiones dejaron de producirse entre clanes.
—Lo sé, por eso me resulta tan extraño. Los Sinclair no estamos en
guerra, no tenemos enemigos.
—Es horrible, pobres gentes.
—Encontraremos a los culpables y pagarán por ello.
—Suerte, mi laird.
—Pero antes de marcharme, tengo algo que comunicarte. —Bearnard
dio un fuerte silbido y entró en la alcoba una sirvienta cargada con dos
grandes bultos, que dejó sobre el lecho. La reconoció al instante, era la
misma joven a la que el pasado día le pidió las velas, y esta la miraba con
un miedo atroz—. De ahora en adelante, Orla será la encargada de ayudarte
con tu aseo personal y de acicalarte cada día. A ella habrás de llamar para
cualquier cosa que desees.
Isobel vio a la criada temblar de miedo y se sintió culpable por ello.
Había sido muy descortés con esa muchacha sin tener ella culpa de nada.
Bearnard se despidió de ella robándole otro beso, sin importarle que
hubiera alguien delante, y cuando se quedó a solas con la criada, Isobel
tardó varios segundos en volver a recuperarse del sonrojo.
Se acercó al lecho curiosa, pues no sabía qué acababa de dejar sobre él,
pero al hacerlo la pobre jovencita jadeó y se apartó rápido, muerta de
miedo.
—No voy a hacerte nada, Orla. Ayer… no me comporté bien contigo,
estaba enfadada. —La criada seguía temblando—. ¿Qué hay en esos bultos?
—Ves… vestidos, señora.
—¿Para mí? —Isobel quitó las telas que los cubrían y, cuando los vio, la
sonrisa apareció de nuevo en el rostro—. ¡Oh, santos, son divinos!
Su esposo acababa de obsequiarle con dos finos atuendos en colores
vivos, repletos de bordados en plata y de una lana tan suave como no la
había tenido nunca. Ni siquiera el vestido que Pherson le regaló era tan
bonito como esos.
—¡Son tan exquisitos que no sabría cuál ponerme! —Rio encantada y
miró a la criada, que continuaba agazapada en un rincón alejado—. ¿Cuál te
pondrías tú, Orla?
—Los… los dos son preciosos, señora.
—Oh, pero debe de haber uno que te agrade más.
—El azul. El… azul me gusta.
—Pues ese me pondré hoy. —Le sonrió—. ¿Me ayudarás a vestirme?
—Si usted quiere…
Orla la vistió sin que el temblor de sus manos desapareciera en ningún
momento y, a la hora de peinarla, seguía tan nerviosa que no lograba
hacerle un peinado decente. Finalmente, Isobel se compadeció de ella y le
permitió marcharse.
Acomodó su cabello ella misma como buenamente pudo y salió de sus
aposentos para dirigirse al gran salón, donde estarían sirviendo el desayuno.
No le apetecía tener que enfrentarse sola a los Sinclair, pero no volvería a
esconderse de ellos, no era ninguna cobarde y estaba dispuesta a afrontar
cualquier situación.
Todas las miradas fueron hacia su persona cuando entró, pero nadie se
molestó en saludarla.
Tomó asiento en la mesa donde solía comer con su esposo y bebió un
poco de leche tibia con la cabeza gacha. No obstante, un movimiento la
hizo reaccionar.
Era lady Beth que, con toda la serenidad que la caracterizaba, se
aposentó a su lado y la saludó con un suave asentimiento de cabeza. La
madre de Bearnard no habló con ella en todo el tiempo que duró el
desayuno, pero antes de marcharse, llamó su atención:
—Que pases un buen día, querida Isobel.
—Lo… Lo mismo digo, señora.
—Eres la viva imagen de tu madre. Ella era una buena persona.
Y tras esas simples palabras, se marchó para continuar con sus
quehaceres.

Varios días después, al alba, Isobel tomó asiento en uno de los bancos de
la capilla, como había venido haciendo cada mañana.
Llevaba una semana viviendo en el castillo Sinclair y todavía no había
asistido a ninguna misa. En su lugar, prefería acudir cuando estaba vacía
para encontrar paz y solitud, e incluso lo hacía varias veces al día.
Allí podía pensar con tranquilidad sobre todo lo que estaba sucediendo
en su vida, que no era poco.
Su esposo acababa de salir de caza junto a varios de sus parientes y no
volvería hasta la noche.
Al imaginar el rostro de Bearnard, una incontrolable sonrisa apareció en
sus labios. A pesar de que las cosas entre ambos apenas habían cambiado, el
revuelo que notaba en su pecho cada vez que lo tenía delante era cada vez
más fuerte.
Se veían en cada comida, cada vez que él podía escaparse de sus
obligaciones y cada noche.
Isobel suspiró al recordar dichos encuentros.
Después de la cena, su esposo se colaba en su alcoba y, tras alguna
conversación intrascendente, acababan besándose como posesos. Algunas
veces de pie, otras sobre el lecho, hasta que la pasión de él se volvía
incontrolable y se veía obligado a retirarse dolorido y frustrado a su propia
habitación. Y ella… ¡Oh, Dios! Ella experimentaba lo mismo, pues cuando
se quedaba a solas, el burbujeo de su sexo era tan intenso que se pasaba
varias horas alterada, incapaz de conciliar el sueño y deseando que los
besos no hubieran acabado tan pronto. Imaginaba las manos de Bearnard
recorriendo su cuerpo, anhelando sus caricias.
Después de pasar un largo rato en el más absoluto silencio, Isobel se
levantó del banco y se dirigió a la salida de la capilla. Sin embargo, al
girarse, vio que la hermana mediana de su esposo estaba orando unos
bancos más atrás.
Phemie abrió los ojos cuando notó el movimiento y observó a su cuñada
con seriedad, pero sin mostrar ningún signo de temor. Por el contrario,
volvió a cerrar los ojos y prosiguió con su rezo como si nadie más hubiera
allí.
Una vez fuera de la capilla, Isobel recorrió el camino que la separaba del
castillo y se dirigió hacia sus aposentos. Sin embargo, al llegar al salón,
tuvo que frenar el paso porque dos personas estaban hablando con mala
cara justo en frente de la puerta.
Eran Elliot y Mai, que parecían contrariados por algo que no lograba
comprender todavía:
—Hermano, ¿qué hace ella aquí?
—No lo sé.
—A esa mujer no se la ha perdido nada en nuestro hogar, y menos
después de los problemas que causó con Claire.
—Es problemática por naturaleza, como toda su familia.
—¿Quién es su acompañante? —volvió a preguntar Mai agudizando la
vista—. Parece ese gigante que te derrotó en el torneo que se celebró en
vuestro compromiso.
—Mmm… Ese malnacido tuvo suerte de pillarme desprevenido.
—¡Claro, desprevenido porque estabas mirando a Claire! —se carcajeó
la pequeña del clan.
Isobel levantó la vista, curiosa, y cuando reconoció a la persona en
cuestión, el corazón comenzó a latirle desesperado en el pecho.
—¡¿Alpina?! ¡Alpina, hermana!
—¡Isobel!
Corrió hacia ella todo lo que sus piernas le permitieron, ya que estaba a
una distancia considerable conversando con la madre de los hermanos
Sinclair.
Se abrazaron riendo y dieron varias vueltas, felices de volver verse.
Su hermana menor estaba preciosa y la felicidad de verla de nuevo le
hizo derramar algunas lágrimas. Se quedaron mirándose ambas con unas
sonrisas espléndidas en los labios.
—¡Santos, hermana, pero qué sorpresa más agradable!
—¡Y tanto que lo es, querida Issy!
—¡Pero ¿qué haces aquí?! ¿Qué te trae por Wick?
—¡He venido para entregaros personalmente la invitación de mi enlace
con Alastair Mackay! Padre no ha podido venir, pues ha tenido que
solventar un pequeño problema que ha surgido en nuestras tierras.
—¿Y cuándo es el feliz acontecimiento?
—Dentro de una semana, en el hogar de mi prometido, en el castillo
Varrich.
—¡Cuánto me alegro, hermana, se te ve feliz!
—¡Y tanto que lo estoy!
—Querida, prima. —Una grave voz interrumpió su conversación—.
¿Para mí no hay saludo?
Isobel se quedó helada nada más oír sus primeras palabras. Al levantar
la vista, se encontró con John Sutherland, uno de sus primos paternos con el
que se criaron desde niñas.
No había cambiado nada, a pesar de los años que llevaban sin verse.
Seguía siendo igual de apuesto, sus ojos conservaban ese verde manzana
que tanto le agradaba en el pasado, el cabello rubio como los rayos del sol y
su cuerpo fuerte y musculoso, tan alto como pocos que conocía.
Un desagradable nerviosismo la recorrió entera y todavía lo hizo más
cuando vio su sonrisa canalla y galán.
—Primo… —lo saludó con tensión.
—Me agrada volver a verte, Issy. Desde que te marchaste de Golspie,
nuestros caminos no se han vuelto a cruzar.
—John ha sido muy amable al ofrecerse a acompañarme a Wick —
añadió Alpina sonriéndole a su primo con ternura.
—Sigues conservando esa belleza tan arrebatadora, prima —la halagó
John haciendo una leve reverencia.
Isobel apretó los labios y cogió la mano de su hermana, obviando sus
palabras.
—Alpina, ¿podemos hablar en privado?
—Oh, claro. —Volvió a sonreírle a John—. Vuelvo enseguida, primo.
Isobel tiró de su mano a toda prisa y no dejó de hacerlo hasta que
estuvieron a salvo de cualquier mirada en el jardín del castillo.
Su corazón seguía acelerado, pero ya no se debía a la emoción del
reencuentro.
—Hermana, ¿has venido con él a solas?
—¿Te preocupa mi honor? —Alpina extrañada enarcó las cejas—. ¡Issy,
por todos los santos, es solo John!
—No quiero que vuelvas a Golspie sin compañía.
—¿Pero por qué?
—Tú hazme caso, hermana, hazlo por una vez en la vida.
—Te preocupas demasiado, querida. Alastair conoce a John y sabe la
estrecha relación que siempre nos ha unido a él. Mi prometido nada dirá al
respecto. Mi honra seguirá intacta. Hemos vivido juntos desde que éramos
niños, somos como hermanos. Para mí, John es tan hermano como lo sois
Pherson y tú. Y creo que para ti será de igual modo.
—Sí, pero…
—¡Está bien, está bien! No debes preocuparte. Para tu información te
diré que hemos venido en el carruaje con padre y él mismo será el
encargado de llevarnos de vuelta a casa.
Isobel asintió algo más tranquila y tomó asiento en uno de los bancos, al
lado de una jardinera repleta de rosas.
Su hermana lo hizo a su lado y le tomó la mano, algo pensativa.
—¿Y tú, cómo estás, hermana?
—Bien.
—¿Estás segura? Pherson me contó lo que ese maldito Sinclair te hizo.
Me dijo que te sacó de Thurso a la fuerza.
—En realidad no fue para tanto. Bearnard no me hizo daño.
—¡Pero es injusto después de cómo te trató! ¡Después de cómo esos
malnacidos Sinclair nos han tratado! —Alpina apretó los labios—. Te juro,
Issy, que si yo fuera un hombre…, los retaría a un duelo a muerte.
—Sí, claro. Eso lo dices por tu excelente manejo de la espada, ¿verdad?
—¡Lo digo porque merecen un castigo! —De repente, sonrió—. Pero
todo se andará, hermana. Puedes estar segura de que esos horribles brutos
tendrán su merecido. Dios pone a cada cual en su lugar, y con ellos
sucederá precisamente eso.
—¿Sabes? Creo que todos no son tan malos como parecen, al menos
Bearnard no lo es. Tenías razón cuando me hablaste de él antes de la boda,
es un buen hombre y…
—¡Pero te ha sacado de tu hogar después de insultarte y despreciarte!
¡La poca estima que le tenía al laird de los Sinclair se ha esfumado!
—Pues a mí me está ocurriendo todo lo contrario, hermana. Algo está
sucediendo en mi interior. La figura de mi esposo ya no me parece tan
horrible ni abominable como antes. De hecho, Bearnard… me agrada, y
mucho, y yo le agrado a él de igual forma, pero no sé si podré llegar a ser
esa esposa que busca en mí. Estoy confusa, Alpina.
DIECISIETE

Un suave cosquilleo en la boca despertó a Isobel.


Todavía no había amanecido y la oscuridad en la alcoba era casi total,
pero sus ojos se abrieron lentamente cuando unos labios se posaron sobre
los suyos y lamieron la delicada piel de su boca, logrando que un jadeo
escapara por ella.
—¿Bearnard? —susurró todavía adormilada.
Él no contestó, sino que profundizó el beso mientras se tumbaba a su
lado y la abrazaba contra sí.
La acarició por debajo de las mantas, rozó sus senos con las yemas de
los dedos y pellizcó sus delicados pezones para encenderla del todo. Y vaya
si lo logró. Isobel se enredó a él entregándose por completo, disfrutando de
su olor a jabón y a hombre, del tacto de sus ásperas manos, de la fortaleza
de su cuerpo.
De improviso, él dejó de besarla y se quitó de encima. Encendió un
candil para que la habitación dejase de estar en penumbra.
Lo vio sonreír complacido mientras ella respiraba a malas penas y
deseaba más de sus besos. ¿Cómo era posible que pareciera tan tranquilo
cuando todo su cuerpo bullía por las ganas de continuar?
—Vamos, mujer, es hora de levantarse.
—¿Qué?
—¡Arriba! —La cogió por las manos y la ayudó a incorporarse,
robándole otro beso cuando estuvo de pie.
—¿Por qué? ¿Para qué? Ni siquiera ha amanecido.
—Si salimos más tarde, apenas tendremos tiempo de nada.
—¿A dónde me llevas?
—Es una sorpresa. ¡Vamos, vístete!
—Mi criada todavía estará dormida.
—No la vas a necesitar. Tienes tus ropajes justo ahí, y sé de buena tinta
que podrás vestirte sola. —Le guiñó un ojo.
Cuando giró la vista hacia la ropa en cuestión, se llevó una mano a la
boca para evitar soltar una carcajada.
Sobre la cómoda descansaban unos pantalones similares a los que ella
misma usaba para montar a caballo, junto a una camisa, un corpiño y unas
botas.
—¡Santos, Bearnard! ¿Qué significa esto?
—Significa que vamos a llegar tarde como no te vistas ya. —Le dio una
palmada en el trasero y la dejó a solas para que tuviera intimidad.
Ella volvió a reír por la ocurrencia de su esposo y comenzó a ponerse
los pantalones.
Para su sorpresa, le quedaban perfectos, como si le hubieran tomado
medida, y la camisa, a pesar de ser una prenda enteramente destinada a los
hombres, era de su tamaño y estaba bordada con preciosas flores rosas en
las mangas, dándole un toque femenino y delicado.
Bearnard entró en su alcoba varios minutos más tarde, cuando solo le
faltaba atarse el corpiño.
La miró de arriba abajo con una sonrisa pícara en los labios y le quitó
los lazos para atárselos él mismo.
—Debo reconocer, señora, que incluso vestida de esta forma eres una
delicia.
—Y yo te recordaré, mi laird, lo contrariado que parecías la primera vez
que me viste con pantalones.
—No me negarás que es algo inaudito en una dama.
—No te lo negaré, pero, a pesar de ello, te agradó.
—¿Quién soy yo para arrebatarle la comodidad a mi esposa cuando nos
disponemos a cabalgar?
—¡¿Vamos a cabalgar?!
—Ajá.
—¿Por eso me has despertado tan pronto, para que nadie me vea vestida
de esta guisa?
—Quiero reservarme el placer de ser el único en el castillo que te
contemple en pantalones. —Bearnard acabó de atar su corpiño y acercó su
boca para darle un sensual beso que la hizo agarrarse a él para no caer de
bruces—. Debo de estar perdiendo facultades.
—¿Por qué dices eso?
—Porque no hace demasiado tiempo, mi única tarea era la de desvestir a
las damas, y ahora ato corpiños.
La risa de Isobel se escuchó por todo el dormitorio y él la cogió de la
mano para guiarla hacia el pasillo. Le encantaba verla tan relajada y
sonriente en su compañía.
Dejaron el castillo cuando todavía todos sus habitantes estaban
dormidos y recorrieron el patio de armas en dirección a las caballerizas,
donde un mozo de cuadras, con ojos soñolientos, acababa de ensillar los
caballos.
Isobel escuchó al equino de su esposo relinchar contento y lo tocó con
cuidado, pues apenas se habían visto un par de veces y sabía que podía
extrañar su caricia.
—¿Dónde montaré yo?
—Conmigo, ¿dónde si no?
—¡No puedes hablar en serio! ¡Sabes que cabalgo perfectamente,
esposo! —exclamó contrariada.
Bearnard, divertido al verla enfadarse por aquella decepción, la rodeó
por los hombros y le susurró al oído:
—Parece ser que mi mujer todavía está medio dormida.
—¿Y eso a qué viene? —Lo empujó con mala cara.
—Porque has acariciado a mi caballo y no te has dado cuenta de quién
estaba a su lado.
Y entonces fue cuando la vio.
Era ella, no había dudas.
Se llevó las manos a la boca, pero ni aun así pudo reprimir el grito de
alegría al contemplar embelesada a su propia yegua.
—¡Jezabel! ¡Oh, mi hermosa Jezabel! —Abrazó al animal y se limpió
varias lágrimas rebeldes que escaparon de sus ojos—. Cuánto te he echado
de menos, pequeña.
La joven yegua agitó la cabeza en señal de alegría e Isobel le sonrió a su
esposo, sintiendo que el corazón bombeaba en su pecho muy fuerte por él y
por sus preciosos detalles.
—¿Desde cuándo está aquí?
—Llegó ayer. Ordené a mis dos mejores guerreros que la trajeran.
Isobel corrió a abrazarlo, escondiendo la mejilla en su pecho y
apretándose todo lo posible a su fuerte cuerpo.
—Bearnard, gracias. Tener a Jezabel a mi lado es tan importante para
mí…
—Ningún jinete debe de estar alejado de su caballo.
—¿Cómo voy a agradecértelo?
—Mujer, se me ocurren tantas maneras… —comentó contra sus labios.
Le dio un tierno beso—. Pero tendrá que ser más tarde, ahora debemos
partir.
—¿Adónde vamos?
—No responderé a tu pregunta, solo sígueme.
Cada uno a lomos de su caballo, cabalgaron por los bosques de Wick,
riendo e intentando ser más rápido que el otro.
Anduvieron sin parar más de una hora, pero a Isobel se le antojaron
segundos. Había echado tanto de menos a su yegua que la habría estado
montando toda la vida.
Tan maravillada estaba por aquel agradable paseo que, no fue hasta
mucho más tarde, cuando creyó reconocer el camino.
—¿Dónde estamos?
—¿Dónde crees? —la interrogó él sonriente.
—¡El bosque de Thurso! ¡Mi querido Thurso! ¡¿Qué hacemos aquí?!
—Quizás estoy equivocado, pero suponía que te gustaría visitar el
castillo y a tus sirvientes.
—¡Oh, Bearnard, claro que sí!
—He pensado que podríamos venir todas las semanas para vigilar que
todo vaya como debe.
—¿Hablas en serio? —Isobel lo contempló embelesada—. ¿No me
engañas?
—De hecho, estas visitas espero que nos beneficien a ambos, Issy.
—¿A qué te refieres?
—Quiero proponerte un trato: el clan Sinclair comprará cada año el
grano que den tus tierras y de esa forma tus aldeanos podrán seguir
viviendo cómodamente y conservando el lugar. Pero a cambio… el precio
será ventajoso.
—Es un trato justo. Si quieres que sea sincera, no entiendo cómo pudiste
comprar el grano al precio que os lo ofrecí. Era prácticamente un robo.
—¿Crees que no lo sé?
—Y, aun así, lo compraste.
—Digamos que era una compensación por todo lo que pasó entre
ambos.
—Pues tu compensación pagará muchos desperfectos de mi castillo. —
Rio.
—¿Es que no recibíais ayuda de tu padre?
—Nunca. Esa fue la condición que me puso cuando le exigí tomar mi
herencia. Si quería marcharme de su hogar, tendría que valerme por mí
misma. Creo que pensó que no duraría ni dos días viviendo sin
comodidades. —Hizo una mueca con los labios al recordarlo—. Padre
estaba en desacuerdo a que me fuera.
—Yo jamás permitiría a mi hija vivir sola. Es peligroso, una dama debe
tener un hombre a su lado que la proteja.
—Llegué a un trato con él. Accedió a dejarme marchar si yo me
comprometía con el primogénito de los MacLean de Mull. Pero el
compromiso acabó roto.
—¿Por qué?
—Oh, es una historia demasiado larga —le quitó importancia.
—A mí me interesa.
—¡Mira, allí está el castillo! —exclamó Isobel dando por zanjado el
tema. No se sentía cómoda hablando de lo sucedido—. ¡Vamos, mi laird!
¡Estoy deseosa de verlos a todos!
Nada más poner un pie en sus tierras, los aldeanos la recibieron con una
cálida bienvenida. Estaban todos: George, Marge, el pequeño Iver…
A Isobel se la veía tan feliz y resplandeciente. Bearnard se alegraba de
verla así, aunque desde que habían llegado a Thurso, no había podido estar
ni un segundo a solas con ella. Su esposa iba de un lado a otro, conversaba
con todos, reía, bromeaba y parecía haberse olvidado de él.
Organizaron una celebración en la que todos participaron, pues su
señora les prohibió trabajar ese día. Hubo buena comida, abundante vino.
Tras el banquete, varios campesinos tocaron sus instrumentos y todos
bailaron y celebraron la visita de Isobel.
—Issy, querida, cuánto me alegro de volver a verte —dijo Eduard
cogiendo sus manos.
—Y yo a ti, amigo mío. —Miró a su alrededor—. ¿Dónde está mi
hermano? ¿Por qué no ha venido Pherson a recibirme?
—Lamentablemente, tuvo que partir hace dos días. Vuestro padre le
encomendó resolver un asunto urgente del clan. Pero prometió regresar en
cuanto terminase con sus obligaciones. Tu hermano se ha encargado de que
todo funcione en tu ausencia.
—Mi adorado hermano. Soy muy afortunada de tenerlo aquí.
—Ambos lo somos —asintió el amado de Pherson con un brillo especial
en los ojos—. Y, bueno, cuéntame, querida Issy. Cuéntame qué tal te va
como la esposa del laird de los Sinclair.
—No lo sé. —Rio nerviosa—. Pensaba que sería horrible, pero Bearnard
es… es… diferente de como imaginaba.
—Es todo un caballero, y galante. Y está interesado en ti, solo hay que
ver cómo te mira.
—¿Me mira? ¿En este momento?
—Oh, sí, no aparta sus ojos de ti. —Eduard dio un respingo y apretó su
mano—. De hecho, viene hacia aquí, y no parece demasiado contento. ¿Ha
sucedido algo entre vosotros que haya podido contrariarlo?
Cuando Isobel se dio la vuelta, se encontró de frente con él y lo que vio
en sus ojos le resultó extraño, pues contemplaba al amado de Pherson con
recelo.
—¿Tan ocupada está mi esposa que no tiene tiempo para su marido?
—Eduard estaba poniéndome al tanto de lo que ha ocurrido en el
castillo.
—Conque… Eduard. —Lo volvió a mirar con el ceño fruncido. Sin
apenas darle un respiro, la cogió de la mano y tiró de ella, alejándola de la
fiesta y de los campesinos, que con tanta música y bebida apenas se
percataron de que su señora se marchaba.
—Bearnard, no tan rápido, ¿adónde vamos?
—Al castillo, todavía no he visitado la casa de mi mujer.
—Pero la fiesta…
—Estoy cansado de fiestas —rumió—, y de que mi esposa coquetee con
sirvientes.
—¡¿Que yo qué?! —Dio un tirón de la mano y se soltó de su agarre—.
¿Cómo demonios piensas…?
—¡¿Quién es ese tal Eduard?!
—¡Un amigo muy querido!
—¡¿Y por qué dejabas que te tocase cuando a mí me rehúyes a cada
segundo?!
—¡Bearnard, eso no es verdad!
—¡No voy a permitir que otro que no sea yo roce ni un solo centímetro!
¡Antes, lo mataré!
—¡Nadie me ha tocado, y me insultas al insinuar tal cosa!
—¡¿Entonces, qué hacías con él tanto tiempo?! ¡¿Por qué te cogía la
mano y te hablaba con tanta confianza?!
—¡Es desviado! —gritó perdiendo los papeles—. ¡Eduard no siente
atracción por las mujeres!
La boca de Bearnard se abrió por la asombrosa noticia, pero reaccionó
enseguida al darse cuenta de que ella se alejaba hecha una furia de su lado.
—¡Issy! ¡Maldición, Issy! —Caminó a su lado e intentó agarrarla por la
cintura, pero ella le empujó—. Mujer, ¿yo qué iba a saber?
—¡Claro, es más fácil acusarme!
—¡No, no, espera! ¿Puedes parar un poco?
—¡Mi esposo quiere ver mi hogar, ¿no es cierto?! ¡¿No me has apartado
de la fiesta para eso?!
Bearnard caminó a su lado sintiéndose un patán. Nunca antes había
actuado así con ninguna otra dama. No era propio de su persona sentir esos
repentinos celos, ¡y no le agradaba en absoluto! Imaginar a Isobel en los
brazos de otro le hacía experimentar una furia tan potente y ciega que
habría sido capaz de sacarle el corazón con sus propias manos a quien se
atreviera a tocarla.
Entraron al castillo y ella se cruzó de brazos al llegar al salón, sin querer
siquiera mirarlo.
—Aquí ya has estado, ¿seguimos la visita?
Él asintió y continuaron por las distintas estancias de aquella pequeña y
antigua fortaleza. Le mostró las cocinas, varias salas en las que no había ni
un mueble, el ala donde dormía el servicio y la planta superior, donde solo
contaban con diez alcobas.
Por último, Isobel abrió la puerta de la única habitación que les faltaba
por ver y pasó al interior, con el enfado todavía reflejado en el rostro.
—Y estos son mis aposentos. Ya lo has visto todo, ahora vayámonos.
No obstante, Bearnard no hizo caso a sus palabras, pues sus ojos se
perdieron en aquel lugar decorado con tan pocos muebles como el resto,
pero, aun así, era especial. Esa alcoba olía a ella, a incienso, a flores.
No tenía nada de especial en comparación con el resto el castillo,
podrían haber sido los aposentos de cualquier criada, pues no había lujos ni
nada que mostrase su elevada posición social. Las ganas de retorcerle el
pescuezo a Perry Sutherland se multiplicaron por haber permitido que Issy
viviera en un lugar como ese sin ninguna ayuda.
—¿Dónde tienes el armario con tus ropajes?
—No tengo, lo guardo todo en ese baúl —respondió airada.
—Ahí casi no cabe ropa.
—Me es suficiente para guardar la poca que tengo.
—¿Y el espejo? ¿Y la palangana?
—El único espejo que hay en el castillo está en el salón.
—¿Por qué no regresaste con tu padre? Aquí no tienes comodidades.
—¡No me importan, ya te lo dije!
Bearnard se acercó ella, que se encontraba dándole la espalda,
manteniendo la postura muy recta y la cabeza alta en señal de enfado.
La rodeó por la cintura desde atrás y besó su cuello, haciéndola jadear
por la sorpresa.
—De haber sabido antes de tu existencia, Issy, habría venido a por ti
hace años y te hubiera llevado a mi hogar.
—¡Gracias a Dios que no fue así!
—Tus palabras son fruto del enfado, pequeño ángel. —Siguió besando
su cuello, lamiendo cada porción de piel, logrando que ella comenzase a
aflojarse en sus brazos—. Sé que te agrada mi compañía y todo lo que te
hago en la intimidad.
—Estoy molesta, mi laird, será mejor que… —Pero sus palabras
quedaron rotas por un jadeo cuando él apretó su cuerpo contra el de ella y
mordió su cuello—. Bearnard… no, yo…
Él alzó las manos hasta alcanzar sus senos. Los estrujó entre sus dedos
haciéndola temblar y desear que no se detuviera nunca. Los labios de él
abandonaron su cuello y buscaron su boca, sin embargo, no tuvo que
esperar demasiado, pues Isobel volvió la cabeza para entregárselos de
propia voluntad.
Ese primer contacto de sus lenguas fue electrizante, como si un rayo
hubiera recorrido sus cuerpos cargándolos de energía.
Sin dejar de besarla, la hizo girar para poder tenerla frente a frente y ver
su hermoso rostro embargado por aquel deseo arrollador.
Ella lo rodeó por el cuello rindiéndose del todo a él. Fue profundizando
con su lengua sin medida y sin temor al rechazo. Sintió las manos de su
esposo en el trasero y cómo la alzaba en peso para transportarla hasta el
lecho, donde cayeron juntos entres caricias y gemidos.
—Perdóname, Issy, soy un tonto —susurró contra sus labios—. No sé
qué me pasa contigo, pero el solo pensamiento de que alguien pueda rozarte
es inaguantable.
—Igual me ocurre a mí, Bearnard. Y no debería, yo no puedo
permitirme sentir esto… Tengo miedo de…
—No tienes nada que temer, dulce ángel, soy tuyo, al igual que tú eres
mía. Me perteneces, tu cuerpo responde a mis caricias, responde a tu
marido. Y ya no aguanto más, no podré detenerme a menos que me lo
exijas, porque llevo demasiado tiempo queriendo tu intimidad al completo.
Ella se quedó mirándolo a los ojos y el deseo cobró vida a través de sus
labios.
—Entonces, no te detengas. Enséñame hasta dónde llega el placer.
—¿Estás segura? ¿Quieres que sea aquí y ahora?
—Aquí y ahora.
—¡Oh, mujer! —Bearnard capturó de nuevo sus labios en un beso tan
necesitado que ambos gimieron por el ardor—. He soñado con esto tanto
tiempo…
Una de sus manos soltó los cordones de su corpiño mientras sus labios
continuaban avasallando su boca. Cuando su pecho estuvo libre de toda
atadura, Bearnard introdujo la mano dentro de su camisa y acarició sus
senos con una cadencia enloquecedora. Alzó la prenda, dejando su nívea
piel al descubierto, y cuando sus suaves montículos vieron la luz, él gimió
de puro gozo al contemplar lo perfectos que eran.
Su pene empujaba contra la tela del kilt, duro, grueso, erguido, deseoso
de introducirse en ella y gozar de la perlada suavidad que escondía entre sus
piernas.
Despacio, bajó por su cuerpo hasta que la boca quedó a la altura de sus
senos y se los metió en la boca, lamiéndolos, excitándolos, escuchando
cómo Isobel se deshacía bajo su cuerpo por el placer de sus caricias.
Ella agarró su cabeza con ambas manos para que no dejase de besar su
pecho, para que el deleite no terminase. Y fue entonces cuando notó su
mano introduciéndose dentro de sus pantalones de montar. Fue rozando con
la punta de sus dedos su monte de venus hasta colarse entre sus delicados
pliegues y rozarle el delicado botón en el centro de su sexo, llevándola lejos
de allí, alto, muy alto.
—¡Oh, santos, Bearnard! —exclamó fuera de control mientras su esposo
frotaba diligentemente su clítoris, y el gozo fue a más, aumentó tanto que
por un momento creyó explotar entre sus dedos, pues el clímax que la
recorrió fue tan descomunal que quedó desmadejada sobre la cama mientras
él sonreía con satisfacción por haber logrado su disfrute.
Apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando él la abrió de piernas.
Regresaron los besos húmedos y ardientes, las caricias descaradas, los
gemidos desesperados.
Bearnard ya no pensaba.
Era tal la excitación de la que estaba preso que se había convertido en
un ser que solo buscaba placer, que solo la veía a ella, que adoraba cada
centímetro de su cimbreante cuerpo.
Sin poder aguantar las ganas, levantó su kilt y su pene asomó en todo su
esplendor.
Estaba preparada para él, su vagina estaba tan lubricada como nunca y
sabía que sería increíble cuando por fin estuviera dentro.
Bearnard le dio un nuevo beso en los labios y le sonrió, transmitiéndole
tranquilidad. Acarició su mejilla y recorrió con la yema del dedo su cicatriz,
desde su inicio, por su ojo, hasta llegar a la ceja.
Aquella caricia sacó a Isobel del letargo en el que se encontraba.
De forma mecánica, se llevó una mano al ojo, a la mejilla, justo donde
los labios de él la habían acariciado, para luego bajar la vista por su cuerpo
desnudo, por sus senos, hasta su sexo, donde el pene de Bearnard
comenzaba a empujar para introducirse en ella.
Su esposo le agarró los brazos mientras empujaba lentamente, se los
inmovilizó sobre la cabeza, y esa simple acción desató un tornado de
recuerdos que la hicieron encogerse y mirarlo con terror.
Rememoró el dolor, los golpes, las amenazas…
—¡No, Bearnard, no! —gritó con los ojos llenos de lágrimas. Peleó
contra él, desesperada, intentó morderlo, su respiración se tornó muy
ruidosa—. ¡Suéltame, suéltame, Bearnard! ¡Piedad, te lo ruego, detente!
Las lágrimas caían a borbotones por su hermoso rostro, dejando helado
a su marido, que se retiró de encima enseguida sin saber qué había pasado,
sin comprender qué había hecho mal para que Isobel hubiera reaccionado
de esa forma.
—¿Qué ocurre?
—¡No me toques, no me toques, suéltame!
—¡Ya estás libre, Issy!
Ella se levantó de la cama como un resorte, desnuda, con la mano en su
cicatriz, llorando desconsolada.
—¡No puedo, no puedo, Dios, no puedo! —Se dejó caer al suelo
haciéndose una madeja en posición fetal, y Bearnard fue hacia ella
alarmado—. ¡No puedo hacerlo, maldición!
—¿Qué pasa? ¿Qué he hecho?
—¡No me toques!
—¡Solo quiero tranquilizarte!
—¡Creí que podría, pero no puedo! ¡Nunca debí de haber intentado…
esto! —Lloraba desesperada mirándolo a los ojos, buscando su perdón—.
Lo siento, Bearnard, lo siento. Lo siento, lo siento, lo siento.
—Issy, esto no es normal. Nunca vi a una joven pura reaccionar de esta
forma. —De improviso, la verdad llegó a él como un fogonazo. Lo
comprendió todo. Fue como un jarro de agua helada, dejándolo
momentáneamente en shock—. ¿Qué te han hecho? Contéstame, ¿qué te
han hecho? ¡¿Qué te han hecho, maldición?! —La furia apareció de repente
en sus facciones y dio un fuerte puñetazo al suelo, gruñendo por la rabia,
peleando por no volverse loco y matar al primero que se cruzara en su
camino—. ¡¿Quién te ha hecho esto?! ¡Lo mataré, malditos santos! ¡Le
cortaré la cabeza y mandaré al infierno a esa rata asquerosa!
Al verla temblar, Bearnard la abrazó, a pesar de que ella se resistía
todavía por el miedo.
—¿Quién ha sido, Issy?
—Nadie.
—¡¿Ha sido tu padre?! ¡¿Ese desgraciado de Perry Sutherland se ha
atrevido a…?!
—¡Te equivocas! Mi padre puede ser culpable de muchas cosas, pero él
no fue quien…
—¡Dime su nombre! ¡Dime quién te lo hizo para que pueda vengarme,
porque esto no va a quedarse así, Dios lo sabe!
—Basta, Bearnard.
—¡¿Quién ha sido?! —tronó de nuevo, haciéndola llorar con más
desesperación.
—¡Basta! ¡Basta! —gritó desesperada. Escondió la cabeza entre los
brazos y su llanto se escuchó por toda la habitación—. Quiero regresar a
Wick.
—¡Primero me dirás…!
—¡Quiero regresar a Wick!
—¡Isobel! —gritó rabioso.
Ella levantó la cabeza y lo miró de frente. Todavía lloraba, sus ojos
estaban rojos e hinchados, pero intentó que su expresión fuera lo más serena
posible, porque no estaba dispuesta a hablar con nadie de lo sucedido. No
podía hacerlo.
—Volvamos a Wick, esposo.
DIECIOCHO

El camino de vuelta a Wick fue silencioso y tenso, pues Bearnard no quiso


ni mirarla después de que Isobel se negara a decirle quién era el culpable de
haberle hecho daño.
Él solo quería ayudarla, vengarse de la persona que la marcó de por vida
y por la que tantas pesadillas había padecido. Sin embargo, ella se sentía
atada de pies y manos, y si abría la boca para delatarlo, algo muy malo
ocurriría.
Bearnard estaba frustrado.
Y lo comprendía.
Más la frustración era compartida, porque ella también la sentía de igual
forma. Aunque lo había intentado con todas sus fuerzas, jamás podría
entregarse a él aunque las ganas la consumieran.
Se sentía un fraude, una mujer a medias. No merecía un esposo, sino la
soledad. Y lo peor de todo es que Isobel siempre supo que aquello
sucedería, que al final todo se desmoronaría y que el miedo ganaría la
batalla.
Desde el principio supo que su unión estaba destinada al fracaso, nunca
debió permitir que él la sacara de Thurso. Y por más que luchó consigo
misma, por más que pensó en escapar, por más que intentó no caer, se
estaba dando cuenta de que el deseo de estar con él era cada vez más fuerte,
de que quería ser su mujer en todos los sentidos.
Mientras cabalgaba sobre Jezabel, alzó la cabeza para contemplarlo,
pues trotaba delante de ella con el cuerpo rígido y en el más absoluto
silencio.
Debía de haber perdido la cabeza del todo, pero notaba en lo más
profundo de su corazón que el sentimiento que Bearnard despertaba en ella
era amor. Estaba enamorándose de su esposo cuando era imposible que su
matrimonio funcionase. Y lo peor de todo, no podía hacer nada para
remediarlo. A pesar de los desprecios iniciales, de las malas caras de los
Sinclair, del miedo que despertaba en las criadas… Su esposo había
conseguido, con sus galanterías, paciencia y caricias, que Isobel acabase
completamente prendada.
¡Oh! ¿Qué clase de locura era aquella? ¡Esos sentimientos solo le
traerían más dolor y sufrimiento!
Bajaron de los caballos al llegar a las caballerizas del castillo Sinclair y
Bearnard se marchó de su lado sin apenas mirarla. Lo vio alejarse airado
por el sendero que llevaba al pequeño bosque de Wick, sin hacer caso a los
requerimientos de Elliot, quien practicaba en el patio de armas junto a
varios de los guerreros.
Nada más poner un pie fuera de las caballerizas, todos se la quedaron
mirando, pues seguía vestida con los pantalones. Escuchó risas, burlas, y a
su cuñado contemplarla con diversión y malicia.
Corrió lejos de todos ellos y se internó a toda velocidad en la capilla,
desesperada y con las lágrimas resbalando por sus mejillas.
Tomó asiento en uno de los bancos y se tapó la cara para llorar. Y no lo
hacía por lo que acababa de ocurrir, sino por todo, por el cúmulo de
acontecimientos que ponían patas arriba su vida desde hacía varias
semanas.
Estuvo lamentándose de su mala suerte bastante tiempo, de hecho,
perdió la noción y cuando miró hacia la ventana se dio cuenta de que
empezaba a anochecer, pero no fue eso lo que llamó su atención, sino que
acababa de percatarse de que no estaba sola en la capilla. A su lado, en el
mismo banco, estaba la hermana mediana de su esposo. Phemie.
La jovencita tenía la vista hacia el frente, directamente puesta en el altar,
pero enseguida giró la cabeza para contemplarla. Lo que vio en sus ojos no
fue miedo, sino compasión.
—Debe de ser muy grande tu desdicha cuando llevo a tu lado casi una
hora y acabas de darte cuenta.
Isobel se limpió las lágrimas de las mejillas e irguió la espalda,
dispuesta a defenderse de cualquier ataque de otra de los Sinclair.
—Por si no te habías dado cuenta, no he pedido compañía.
—Lo sé, pero Dios premia con la gloria a los bondadosos y altruistas
que se preocupan por el prójimo.
—¿Aunque el prójimo sea una bruja?
Phemie se echó a reír y negó con la cabeza, contemplando a Isobel con
diversión.
—Oh, querida, tú no eres una bruja.
—¿Ah, no? ¿Y cómo lo sabes? Todo el mundo me teme y dice cosas
horribles sobre mi persona.
—Las brujas no rezan, ni se atreven a entrar en la casa del Señor, pues
adoran al mismísimo Lucifer. —Phemie se deslizó por el banco de madera
para acercarse más a ella—. Llevo observándote desde que llegaste y he
visto que vienes a la capilla varias veces al día, y eso es señal de que tu
alma es bondadosa, diga lo que diga la gente.
—Hablas como una persona demasiado madura para tu edad.
—Oh, es que tengo diecisiete años, no soy ninguna niña. A mi edad, las
damas ya están casadas y con algún que otro retoño.
—¿Y tú no vas a casarte? Dudo mucho que a una dama de buena cuna
se le permita acabar soltera.
—Voy a tomar los hábitos, y mi familia está enterada de mis
intenciones.
—¡¿Quieres ser… monja?! —Isobel abrió la boca por la inesperada
noticia. No era habitual que una jovencita tan bella y acomodada como
Phemie desease una vida tan solitaria y silenciosa.
—Los caminos del Señor son misteriosos, querida. —Sonrió—. Y
prefiero vivir libre en un convento a que me prometan con algún viejo
gordo con olor a vaca. Igual que hizo padre con Mai.
—¿Mai está prometida a un viejo?
—Desde poco después de su nacimiento, a un señor de las Lowlands.
—¡¿Cómo es eso posible?!
—Sucedió en una de las guerras que los Sinclair libraron contra los
Gordon. Padre acabó malherido en medio del bosque y hubiera muerto de
no ser por Carlton Duncan. Ese buen hombre le brindó cuidados y comida
hasta que estuvo repuesto para regresar a Wick. A cambio de tal hazaña,
padre le prometió la mano de Mai.
—¿Cuántos años tiene tu hermana?
—Catorce.
—¿Y por qué no está casada todavía con el tal Carlton Duncan?
—Aún no la ha reclamado, y después de tanto tiempo, dudamos que lo
haga. Lo más probable es que ese señor ya esté muerto. —Phemie sonrió y
se encogió de hombros—. Así que, ya ves, tomar los hábitos no parece tan
malo comparado con eso, ¿verdad?
—En realidad, no. —Sonrió a su vez.
—Y, bueno, creo que ya va siendo hora de que vaya a cambiarme de
ropa para la cena. A madre no le agrada que lleguemos tarde y hagamos que
se enfríe la comida. —Phemie se levantó del banco y la miró de arriba abajo
—. Y creo que tú deberías hacer lo mismo que yo, cuñada. No querrás
aparecer delante de todos con esos pantalones, ¿verdad? Sería un escándalo,
incluso más que la brujería.
Isobel rio y se puso en pie junto a ella. Tenía que reconocer que Phemie
Sinclair no era tan mala ni tan desagradable como el resto de la familia. Era
posible que esa jovencita fuera la excepción, al igual que Bearnard.
—Debo reconocer que algunos guerreros ya me han visto vestida así.
—¡Oh, santos, habría pagado por contemplarlo!
Caminaron hasta la puerta de la capilla y siguieron por el estrecho
sendero que llevaba al castillo. Antes de entrar, Isobel frenó en seco y
contempló la puerta, sabiendo que habría mucha gente y todos la verían
vestida de ese modo.
—Ve tú primero, yo entraré por las cocinas. No quiero ser el centro de
sus burlas.
—Como quieras. —Phemie le sonrió y comenzó a andar hacia el
interior, sin embargo, detuvo sus pasos y giró la cabeza hacia Isobel una vez
más—. Cuñada, me ha agradado hablar contigo en la capilla. ¿Te gustaría
que nos encontrásemos allí mañana para asistir a misa juntas?

Bearnard apoyó su cuerpo contra un viejo roble y se dejó caer, quedando


sentado sobre las gruesas raíces que sobresalían del suelo y la vista clavada
en un pequeño riachuelo que corría justo enfrente.
No sabía qué hacer, no sabía cómo actuar tras el descubrimiento, pues
Issy no estaba dispuesta a dejarse ayudar. Habría sido tan fácil confesarle el
nombre de ese indeseable… Tenía tantas ganas de hallarlo y traspasar su
oscuro corazón con su claymore que la impotencia lograba hacerlo arder de
rabia.
¡Era su esposa, maldición!
¡Tenía el deber de protegerla y cuidarla para que nadie pudiese dañarla!
¿Cómo iba a conseguirlo si la propia Isobel no le revelaba la identidad de su
agresor?
¡Habían abusado de ella, pardiez! ¡Alguien le había hecho tanto daño
que no era capaz de dejarse amar! ¡Su miedo estaba tan arraigado y era tan
fuerte que pensaba que otro hombre podía volver a hacerle lo mismo!
¡Por san Gervasio, pero si él solo quería hacerla feliz…! ¡Nunca había
golpeado a una dama, esas acciones eran desdeñables y nada propias de un
caballero!
Frustrado y sin saber cómo solventar ese problema, gritó con la cabeza
entre los brazos. ¡Maldijo a su agresor, maldijo a la propia Isobel por su
cabezonería y maldijo a Perry Sutherland por permitir que ese desastre
sucediera!
Esa mujer estaba hecha para el amor, lo había comprobado en sus
propias carnes. Era delicada, dulce, pasional… Lo volvía completamente
loco con sus besos, cuando sus vergonzosas manos exploraban su cuerpo.
Isobel lo hacía arder de pasión y esas malas experiencias la incapacitaban
para convertirse plenamente en su mujer, se interponían en su matrimonio.
—¿Hermano?
La voz de Elliot lo sobresaltó, pues había estado tan sumido en su propia
desdicha que ni siquiera había escuchado sus pasos sobre la hierba.
—¿Qué ocurre? ¿Hay algún problema en el castillo?
—Aparte de que tu esposa se pasea delante de todos con ropa de
hombre, ninguno.
—Mmm… —Puso los ojos en blanco y se insultó mentalmente por no
haberle ordenado cambiarse de inmediato—. ¿Qué le vamos a hacer?
—¡¿Que qué le vamos a hacer?! —Elliot se acuclilló a su lado y
zarandeó su hombro—. ¡Por el amor de Dios, Bearnard! ¿Vas a dejar que
haga lo que le place en cada momento?
—Yo le di esa ropa.
—¿Que tú…? ¡¿Has perdido la cabeza?! ¿Qué demonios te ha hecho esa
bruja para…?
—¡Ni una palabra más! —le advirtió con ojos furiosos—. ¡Es mi esposa,
hermano, y la próxima vez que oses hablar mal de ella, te retaré a un duelo!
—¡Debes de estar bromeando!
—¿Me ves bromear?
Elliot negó con la cabeza y suspiró mientras tomaba asiento a su lado,
confuso, sin saber por qué la defendía a capa y espada.
—Antes la odiabas tanto o más que yo.
—No la conocía. Ella es buena, Elliot, pero si no le dais la oportunidad
de demostrarlo, jamás cambiará vuestra visión.
—Claire está embarazada, hermano. Apenas quedan unas semanas para
que nuestro hijo llegue a este mundo. No puedo permitir que nadie la dañe,
ni siquiera tu esposa.
—No han hablado ni una vez desde que Isobel llegó al castillo, no sé
qué temes.
—No lo han hecho porque yo no lo he permitido. Mi mujer siente
curiosidad por ella, no hace más que pelear conmigo porque desea conocer
a su cuñada.
—Eres un necio, hermano —gruñó Bearnard.
—Harías lo mismo si estuvieras en mi situación. Solo quiero proteger a
mi familia.
—¡Ella no es un peligro para nadie! —gritó perdiendo los papeles—.
¡Todos son rumores, mentiras, inventos!
—¡¿De quién, Bearnard?! ¡¿Quién haría tal cosa si no fuera verdad?!
—¡No lo sé! ¡Dios, no lo sé! ¡No sé quién es el culpable de verter tales
patrañas sobre su persona!
Elliot apoyó la cabeza sobre el mismo roble y suspiró sin quitarle la
vista a su hermano mayor.
—Si no has venido al bosque huyendo de los ropajes tan poco
adecuados de tu esposa, ¿qué haces aquí, solo y con tan mal genio?
—Intentando resolver un problema que parece no tener salida.
—Déjame adivinar: también está relacionado con tu mujer.
—Pues sí.
—¿Qué ha hecho ahora?
—¡Ella, nada! ¡Bueno, sí! ¡Me omite información, diablos! ¡No podré
ayudarla si no sé quién…!
—¿Quién qué? —Elliot entrecerró los ojos—. ¿Qué ha pasado?
—No puedo decírtelo. —Aquel era un tema delicado. No quería que
Isobel se avergonzara al saberse en boca de todos cuando solo era una
víctima. No era justo para ella que revelase un secreto tan horrible—. Es
personal.
—Sabes que puedes contar conmigo para lo que sea, Bearnard. Familia
y clan hasta la muerte.
—¡Lo sé, estúpido majadero! —Rodeó a Elliot por los hombros con
cariño—. Pero con esto estoy atado de pies y manos.
Isobel dejó la humeante tierra sobre la repisa de la chimenea y esta fue
desprendiendo su especiado olor por toda la habitación.
Al darse la vuelta, encontró a su criada observándola con inquietud,
como si aquello fuera algo prohibido y malvado a lo que no debía acercarse,
y en cierto modo le pareció normal, pues incluso ella tuvo sus reparos en
adquirir aquel exótico producto cuando el comerciante se lo ofreció.
—No debes temer, Orla —comentó tranquilizadora—. Esto nada tiene
que ver con la magia ni la brujería. Se llama incienso y su único cometido
es el de dejar buen aroma en las estancias.
—Nunca había visto nada igual, señora.
—Lo he traído desde mi hogar. A Thurso suele acudir un comerciante
que vende productos de lugares muy lejanos. Me aseguró que los grandes
reyes de aquellos lugares lo usan para atraer paz y serenidad.
—Desprende un olor peculiar, pero es agradable.
Isobel sonrió y tomó asiento en el lecho, para que la criada pudiera
peinarla.
Desde hacía varios días, Orla ya no temblaba en su presencia. Si bien
era cierto que todavía la trataba como si no confiase del todo en ella, estaba
comenzando a demostrarle que no tenía nada que temer.
—¿Me peinarás como siempre?
—¿Desea otra cosa, señora?
—Oh, pues… lo dejo a tu elección.
—¡Le haré una trenza! —exclamó emocionada por la confianza que
acababa de depositar en su persona—. Tiene un cabello muy bonito, sus
hebras son como la plata. Lucirá precioso.
—Por cierto, ¿podrías entregarle a Senga esa bolsita de lino que he
dejado sobre la cómoda? —Orla asintió—. Es jabón que preparamos en el
castillo de Thurso. Con él las manchas salen mucho mejor y le facilitará su
tarea.
Ya peinada y vestida con uno de los hermosos trajes que su esposo le
había comprado, abandonó sus aposentos y se dispuso a reunirse con los
demás, pues la cena debía de estar a punto de comenzar.
Llevaba sin ver a Bearnard desde que se fue tan airado de las
caballerizas, y se sentía tan mal… No deseaba pelear con él.
Cuando bajó las escaleras y entró al gran salón, se dio cuenta de que
prácticamente todos estaban allí sentados alrededor de las mesas, las únicas
personas que faltaban eran su esposo y su cuñado.
Mientras se dirigía al lugar donde siempre comía, notó decenas de ojos
posados en ella y eso le hizo adoptar una expresión orgullosa.
No fue sino cuando estuvo a punto de llegar que alguien rozó su mano.
Era Phemie. Sentada junto a su hermana le sonrió en señal de apoyo. Se
sintió tan feliz de que al menos alguien allí no la odiase…
—Cuñada, ¿por qué no tomas asiento con nosotras mientras mis
hermanos se encuentran ausentes?
Isobel dudó si hacerlo.
A su lado, Mai la fulminaba con sus enormes ojos azules, dando a
entender su total desacuerdo.
—No, yo creo que mejor…
—¡Siéntese con nosotras, Isobel! —la animó una nueva dama: la esposa
de Elliot, que acariciaba su abultado estómago mientras le sonreía con
simpatía—. Lleva viviendo en el castillo Sinclair casi dos semanas y no
sabemos prácticamente nada de usted.
—Como gustéis, me sentaré un momento mientras mi esposo no
aparece.
—Le estaba diciendo a mi hermana y a mi cuñada que mañana vamos a
ir juntas a misa —indicó Phemie con una sonrisa de oreja a oreja—. A
partir de hoy no voy a tener que suplicarle a Mai que me acompañe. A ella
no le agradan los sermones del párroco.
Mai fue a hablar, pero se lo pensó mejor y cerró la boca de golpe. Se
limitó a seguir mirándola con mala cara y los brazos cruzados sobre el
pecho.
—Quizás yo me una a vosotras, si no os importa —comentó Claire,
solícita—. Llevo toda la semana sin ir a la capilla, pues paso tumbada la
mayor parte del día, no creo que un pequeño paseo me haga mal.
—¡Eso será si mi hermano te lo permite! —Rio Phemie—. ¡Desde que
su esposa está en estado de buena esperanza, se ha vuelto un gruñón!
—¡Santos, Phemie, qué cosas tienes! ¡Mi esposo siempre ha sido
gruñón, no es nada nuevo!
Isobel soltó una carcajada por lo divertidas que eran esas damas.
Coincidía con Claire en lo de gruñón, Elliot Sinclair era el más difícil de los
hermanos, bueno, sin olvidarse de la joven Mai, pero ella tenía sus buenos
motivos. En parte, reconocía que era su culpa por haberla asustado después
de la boda.
—¡Vaya, vaya! ¡Qué sorpresa encontrar a Isobel Sutherland junto a
vosotras!
Cuando aquella voz interrumpió su animada conversación, las cuatro
mujeres giraron la cabeza hacia la recién llegada.
Era la primera vez que la veía, pero la sonrisa que dibujaban sus labios
parecía forzada.
—Hola, Eara, ¿qué tal te va? —la saludó Claire con educación.
Al escuchar ese nombre, los cinco sentidos de Isobel se activaron de
inmediato.
¡La examante de su esposo!
La tal Eara era una dama preciosa, morena y exuberante que vestía a la
última moda y las miraba a todas con aires de superioridad, como si nadie
más que ella fuera la dueña y señora del lugar.
Por un momento quiso buscarlo para volver a recriminarle que esa dama
siguiera en el castillo, pero no lo hizo. Bearnard le dio la opción de echarla
y ella lo dejó estar, así que la culpa era suya.
—Permitid que descanse un momento junto a vosotras, queridas. —
Tomó asiento al lado de Isobel y le sonrió de nuevo—. No me habían
presentado a la nueva esposa del laird, y debo decir que eres una delicia.
—Gracias.
—Ahora entiendo por qué fue a por ti después de echarte como a un
perro tras vuestra boda.
Isobel, Phemie y Claire contuvieron la respiración por tal ataque, y Mai
se tapó la boca esperando la reacción de su cuñada.
—Mi marido se equivocó, pero ha sabido enmendar su error.
—Por supuesto, querida. Debes admitir que es comprensible lo que hizo.
¿Quién en su sano juicio no hubiera actuado como él cuando se rumoreaba
que su esposa era una bruja? Pero esos rumores no son ciertos, ¿verdad?
—¡Por supuesto que no!
—También ha llegado a mis oídos otro pequeño rumor. —Le dio un
suave codazo con chulería—. Dicen que te resististe, que no deseas estar
aquí, que odias este castillo y todo lo que tenga que ver con él.
—Quizás en un principio no me agradó, eso es verdad, pero estoy
empezando a encariñarme con su belleza y sus gentes.
—¡Claro, claro, cómo no! ¡Todos nos encariñamos en algún momento
de las comodidades de este lugar! Y quiero brindarte mi amistad y mi apoyo
para todo lo que necesites, querida. —Se levantó de su asiento y la miró
desde arriba—. Estaré encantada de mostrarte todos los lugares del castillo
que desees conocer y… —rio con malicia— también puedo darte consejos
de cómo complacer a tu marido. Son tantos años junto a él que lo conozco
como la palma de mi mano.
—¡Santos! —exclamó Phemie poniéndose roja por la vergüenza.
—¡Eara, eso no era necesario! —le recriminó Claire con mala cara.
—Solo deseo ayudar —comentó la otra con aires de inocencia—.
Disculpadme, señoras, ahora debo irme. El laird acaba de llegar y van a
servir la comida.
La examante de Bearnard se alejó de ellas con un exagerado contoneo
de cintura y, al cruzarse con él, le acarició el brazo y sonrió coqueta, no
obstante, Bearnard ni se fijó en ella, pues sus ojos no se despegaron de la
figura de su mujer.
—El comportamiento de Eara ha estado completamente fuera de lugar
—se quejó Claire apoyándola.
—Esa mujer es una descarada —asintió Phemie.
Pero Isobel ya no las escuchaba, su atención estaba puesta enteramente
en su marido, el cual se acercaba con el semblante todavía serio por lo
ocurrido. A su lado, su hermano la miraba con desconfianza, pues no le
gustaba que estuviera tan cerca de Claire.
—Señoras… —las saludó el laird—. Comencemos con la cena o se hará
tarde para…
—¡Auxilio! ¡Santa madre bendita!
Un grito desesperado se coló en el gran salón, logrando que todos
girasen la cabeza hacia el pasillo que llevaba hacia las cocinas.
A ese grito se le sumaron otros más y todos corrieron hacia el lugar,
alarmados por si algo horrible hubiera ocurrido.
Cuando Isobel descubrió lo que había provocado los gritos de las
criadas, sintió un gran malestar en el estómago. En el suelo, rodeada de
velas rojas prendidas, había una cabeza sangrienta de jabalí.
Las criadas lloraban abrazadas, muertas de miedo por aquella macabra
visión.
—¡Mi señor, oh, mi señor!
—¡¿Qué significa esto?! —gritó Bearnard perdiendo los nervios—.
¡¿Quién demonios ha hecho algo así?!
—¡No lo sabemos, mi laird! ¡Dios, oh, Señor, ten piedad de nosotros!
—La criada seguía llorando desconsolada, a pesar de los intentos de las
otras por tranquilizarla.
—¡¿Quién ha sido?! —Nadie contestó—. ¡¿Quién demonios ha hecho
esto?!
—Yo creo que puedo ayudar —se ofreció Eara con una sonrisa de oreja
a oreja.
—¿Has visto a la persona que…?
—No, querido Bearnard, pero ninguno de nosotros pudo hacerlo, ya que
estábamos reunidos en el salón. Solo una persona ha aparecido en último
lugar. —Señaló a Isobel—. Tu esposa. Ella ha sido la última en llegar. ¡Ha
debido colocarlo antes de venir al salón!
—¡Yo no he hecho tal cosa! —exclamó Isobel, dándose cuenta de que
todos la miraban acusadores—. ¡¿Para qué iba a poner una cabeza de jabalí
en el suelo?!
—¡Para hacer tus brujerías! —añadió Eara, acusadora.
—¡No he sido yo!
—Isobel… —Bearnard la contempló con desconfianza.
—¡No he sido yo, maldición! ¿Qué motivo tengo para…?
—No es la primera vez que lo haces, cuñada —se entrometió Elliot con
el semblante furioso—. Tras tu boda, una primera cabeza de animal
apareció de igual modo en el gran salón.
—¡¿Y la culpa es mía?!
—¡Isobel, di la verdad! —le exigió Bearnard.
—¡La estoy diciendo! ¡¿Por qué no me crees?!
—¡Porque te conozco, mujer! ¡Porque cuando te enfadas pides velas y
calderos para asustar a mi familia! ¡Porque ya lo has hecho más veces!
—¡Lo de las velas es verdad, pero esto no! ¡No he sido yo! —gritó
desesperada, con un nudo enorme en la garganta que no la dejaba respirar.
—Cuñada…, creo que no te queda otra salida que la de admitir la culpa.
—¡¿Y eso por qué?! —Isobel enfrentó a Elliot con tal furia en los ojos
que los demás contuvieron el aliento—. ¡¿Por qué me condenas sin darme
el beneficio de la duda, Elliot?! ¡¿Porque soy una bruja?! —Rio—. ¡Pues
déjame decirte, cuñado, que las brujas no existen! ¡Esa patraña es un
invento masculino, pues teméis que las mujeres podamos ser más
inteligentes que vosotros, que usemos nuestros bellos cerebros para pensar
en algo más que en vestidos! ¡No os agradan las damas con poder, con
sabiduría, ni con don de palabra! ¡Las que actúan de esa manera terminan
siendo quemadas por vuestros miedos! ¡Pero la única realidad es vuestra
cobardía, y por eso nos acusáis de brujas!
—¡Esposa, tenle respeto a mi hermano! —le exigió Bearnard muy
enfadado—. ¡No quiero escuchar ni una palabra más!
—¡Mientras tenga la cabeza unida al cuello, seguiré hablando todo lo
que me plazca!
—¡Se acabó, mujer! ¡Has conseguido terminar con mi paciencia! —
Agarró a Isobel de la muñeca, bajo la atenta mirada de todos sus parientes,
y se la llevó del salón hacia las escaleras que conducían a los dormitorios
—. ¡Vas a confesar la verdad, Issy! ¡Vas a decirme por qué haces estas
cosas y vas a pedirles disculpas a esas pobres sirvientas!
—¡Suéltame ahora mismo, maldito bruto insensible! ¡Te vuelvo a repetir
que yo no he hecho esto! ¡En vez de culpar a una inocente, será mejor que
vigiles quién vive en tu hogar, porque parece ser que no todos son de fiar!
Bearnard la arrastró por el pasillo hasta que llegaron a sus aposentos. La
metió dentro de un empujón y cerró la puerta tras de sí con los ojos
inyectados en sangre por la ira acumulada.
—¡Te lo preguntaré una vez más, Isobel! ¡¿Quién ha puesto la cabeza de
jabalí y esas velas en mi castillo?!
—¡No lo sé! —chilló a su vez mirándolo con dolor—. ¡¿Por qué no me
crees?!
—¡¿Cuándo me has dado confianza para poder creerte?! ¡Desde que
estás aquí, solo has causado problemas, te has dedicado a asustar a mi
familia!
—¡Yo no pedí venir a tu hogar, tú me trajiste!
—¡Porque es tu deber como esposa!
—¡Y mi esposo debería confiar en mis palabras! ¡Ese también es tu
deber!
Bearnard y ella se quedaron mirándose furibundos, con las respiraciones
tan alteradas que se escuchaban por toda la habitación.
Le dolía. Le dolía que todo el mundo la acusara de tales acciones, pero
más le dolía que fuera el propio Bearnard el que lo hiciera.
—¿Quién ha sido, Isobel?
—No vas a parar hasta que diga que la culpa es mía, aunque no sea así.
—Una lágrima resbaló por su mejilla—. Así que tú ganas: yo puse la
cabeza de jabalí. ¡¿Estás contento?!
—¡¿Fuiste tú?!
—¡No! —Sin poder aguantar más, se lanzó contra él y comenzó a
pegarle en el pecho, desecha por el dolor y la frustración. ¿Por qué no la
creía?—. ¡Te odio, te odio, Bearnard Sinclair! ¡Si alguna vez creí que tú y
yo podríamos ser un matrimonio, me equivoqué! ¡Fui una necia, una
estúpida!
—¡Basta, Isobel, no vuelvas a golpearme!
—¡Vete de aquí! —aulló y dio varios pasos hacia atrás con la expresión
de un animal malherido—. ¡No volverás a tocarme, no volverás a mirarme,
no volverás a llamarme esposa! —Se tapó la cara con ambas manos y
sollozó a voz en grito, en una mezcla de rabia y dolor—. ¡Fuera de mi
alcoba, Bearnard! ¡Vete de aquí y no vuelvas nunca!
DIECINUEVE

El resto de la semana pasó sin altercados en el castillo Sinclair.


Tras el incidente con la cabeza de jabalí, ya no hubo ningún otro
sobresalto más que rompiera la paz del lugar, cosa que agradecieron sus
habitantes y sirvientes.
Isobel apenas pasaba tiempo con ellos, Orla le llevaba la comida a sus
aposentos y evitaba cualquier acto social. No quería tener nada que ver con
esas personas, estaba cansada de luchar contra sus supersticiones, cansada
de que la señalasen a cada cosa que sucedía y de que la mirasen como a un
monstruo.
Las únicas salidas que se permitía eran para asistir a misa cada mañana
y tarde junto a Phemie.
La hermana de su marido jamás habló del tema, ni le reprochó nada. Las
únicas palabras que salieron de su boca sobre el incidente de la cabeza del
jabalí fueron al día siguiente, cuando los ánimos aún estaban muy
caldeados. Nada más verla, le dio la mano y le sonrió tranquilizadora:
—Sé que no fuiste tú. Claire y yo estamos convencidas de que eres
inocente. Encontraremos al culpable.
Y tras las palabras de su cuñada, se derrumbó y comenzó a llorar. Fue
un respiro saber que no todo el mundo la señalaba, que había alguien de
buen corazón que creía en ella, ¡porque Isobel no había sido! Era cierto que
en varias ocasiones quiso asustar a esas gentes con la tontería de las velas,
pero colocar cabezas de animales muertos en medio del castillo no le
parecía nada bien.
Sin embargo, no fueron las acusaciones de los Sinclair lo que más le
dolió, sino la de él. La de su propio esposo. La de ese hombre con el que
varias horas antes había compartido esa increíble pasión, el hombre del que
estaba prendada y el que le hizo un daño atroz con sus dudas.
Desde que lo echó de sus aposentos, su trato con Bearnard se limitaba a
cruzarse con él por el pasillo las pocas veces que salía de su alcoba.
No lo miraba, no le hablaba y mucho menos era cordial. No quería tener
nada que ver con él, había dejado de existir. Se obligaba a ignorar los
latidos apresurados de su corazón cada vez que lo tenía enfrente, ese
nerviosismo al recordar sus besos.
Bearnard ya no era nadie para ella.

El siguiente lunes, nada más despuntar el sol en el cielo, tres calesas con
sus respectivos caballos ensillados aparcaron en la puerta del castillo, pues
debían partir hacia Tongue para asistir al enlace de su hermana con el hijo
mediano de Donald Mackay.
Estarían en las tierras de los Mackay dos días y una noche, por lo que el
futuro suegro de Alpina los había invitado a pernoctar en el castillo Varrich
como los ilustres huéspedes que eran.
Cuando las criadas terminaron de subir todo el equipaje, Orla avisó a
Isobel de que se le ordenaba reunirse con los demás.
Nada más poner un pie en el exterior, se encontró con Bearnard, que
daba órdenes a los jinetes y a sus lacayos antes de comenzar la marcha.
—¡Isobel! ¡Isobel! —Phemie levantó la voz para llamar su atención. La
hermana de su esposo se encontraba junto a su madre y su hermana, que
aguardaban a que todo estuviera listo para poder tomar asiento en la calesa
—. ¿Vendrás con nosotras? Hay sitio de sobra en nuestra calesa.
—Oh, Phemie, querida, ella debe ir con Bearnard, como corresponde —
contestó su madre con voz conciliadora.
—Con nosotras se divertiría más, ¿verdad, Mai? ¡Mai, estoy hablando
contigo!
La pelirroja no se dignó ni en responder, puso los ojos en blanco y luego
les dio la espalda. Por nada del mundo quería que su cuñada las
acompañase.
—En otra ocasión será —dijo Isobel forzando una sonrisa—. Quizás a la
vuelta podamos ir juntas.
—¡Se lo diremos a mi hermano, seguro que no pone objeciones! ¡A
Bearnard no le agrada ir en calesa, prefiere galopar libre!
—¡Oh, mirad, ya vienen Elliot y Claire! —anunció Beth.
Isobel contempló acercarse al hermano de su marido y a su mujer,
ambos con una gran sonrisa en los labios, pero a paso lento, pues ella
apenas podía moverse de lo pesada que estaba su barriga.
—Ya estoy cansada y acabo de levantarme del lecho, temo que voy a
pasarme toda la celebración sentada.
—Cuando no puedas andar, yo te alzaré, amor mío —dijo Elliot,
tomándola en brazos de repente, haciendo reír a carcajadas a todos.
Le resultaba tan raro verlo relajado y sonriente… Con ella siempre era
desagradable, y desde lo de la cabeza de jabalí, la ignoraba.
—Vayamos subiendo a los carruajes, es hora de partir —anunció
Bearnard colocándose a su lado—. El viaje es largo y me temo que los
caminos están enfangados por la lluvia.
Se apartó un poco, pues no le agradaba tenerlo tan cerca. Dio media
vuelta y se dirigió hacia una de las calesas.
—Esa no es la nuestra, esposa. —Isobel se cruzó de brazos—. Allí
montará mi hermano con Claire y en esa mi madre y mis hermanas.
—Yo iré con ellas.
—¿Por qué?
—Me agrada mucho más su compañía.
—Irás conmigo.
—¡Tú prefieres ir a caballo y yo prefiero tenerte lejos! ¡Los dos
ganamos!
—¡Sube de una maldita vez, mujer!
—¡¿Qué más te da dónde lo haga?! ¡De todas formas, no vamos a tener
una linda conversación, ni nada que se le parezca!
—¡Isobel…! ¡O montas en nuestra calesa o te llevaré a rastras!
Ella lo fulminó con sus bellos ojos violetas y pasó por su lado hecha un
basilisco, en dirección al dichoso carruaje.
El camino hacia Tongue fue tan tenso que en ningún momento pudo
relajar el cuerpo.
Sentada frente a Bearnard, no despegó la mirada del paisaje ni una vez,
pues eso significaba mirarlo a él, y prefería ser torturada a volver a sentirse
tonta por esas estúpidas emociones que despertaba en su corazón.
El silencio era sepulcral, tanto que, de vez en cuando, necesitaba hacer
ruido con los pies para asegurarse de que sus oídos funcionaban
correctamente.
Pararon varias veces a lo largo del camino para poder estirar las piernas
y, cada vez que lo hacían, aprovechaba para tomar distancia y alejarse de
Bearnard todo lo posible.
Cuando solo les quedaban unas millas para llegar al castillo Varich,
escuchó suspirar a su esposo y no le quedó más remedio que mirarlo. Él
tenía los ojos clavados en su rostro y ese simple gesto aceleró sus latidos.
—¿Hasta cuándo va a durar esto, Issy?
—¿A qué te refieres, mi laird? —preguntó de mala gana con voz
aburrida.
—A tu silencio.
—¿Te molesta?
—¡Sí, maldición, me molesta!
—Pues es una pena, es lo máximo que vas a obtener de mí de ahora en
adelante, esposo.
—¡Mi deber es saber quién altera la paz de mi castillo, Isobel!
—¡Y como siempre, la culpable soy yo!
—¡¿Quién más haría algo así?!
—¡Claro, solo tu esposa es tan malvada!
—¡No he dicho eso, mujer, no pongas palabras en mi boca que…!
—¡No hace falta que lo digas, me lo demostraste sobradamente!
—¡Quizás erré en mis formas, lo reconozco!
—Eso no cambia nada, Bearnard, porque siempre seré yo la culpable.
¡Pase lo que pase en tu maldito hogar, todos me señalarán a mí y tú
acabarás dudando y condenándome!
Él se llevó una mano a los ojos y los frotó, agobiado. La miró con pesar
y echó el cuerpo hacia adelante para hablarle más cerca.
—Te pido perdón.
—¡Y yo no lo acepto!
—¡Isobel!
—¡Los actos tienen consecuencias y tú decidiste crucificarme sin darme
el beneficio de la duda! ¡Todos lo hicisteis!
—¡Y me arrepentí nada más abandonar tus aposentos, mujer! ¡Esta
situación es muy complicada para mí, nunca antes había ocurrido nada
parecido!
—Bien, tu situación es complicada y me pides disculpas. ¿Quieres mi
perdón? ¡Pues ya lo tienes! —Apretó los labios y lo miró con dolor—. Y
ahora, déjame vivir en paz.
El castillo Varrich estaba situado sobre una gran roca de los acantilados
que separaban la tierra del océano de forma abrupta. Tenía unas hermosas
vistas al pequeño poblado de Tongue y a las montañas Ben Loyal y Ben
Hope.
Aquella enorme mole de piedra constaba de dos pisos. En el primero se
encontraban la armería y las caballerizas, que ocupaban gran parte del
espacio. El clan se encontraba sumido en varias guerras, por lo que
necesitaban mucho espacio para almacenar munición y armas.
Al bajar de la calesa, Isobel se quedó mirando la gran construcción y
sonrió por todas las leyendas que corrían en torno a ella.
Según le dijo su padre cuando todavía era una niña, aquella hermosa
fortaleza estaba construida sobre un antiguo fuerte nórdico y se rumoreaba
que las almas de sus antiguos moradores vagaban por él.
Cuando todos hubieron salido de las calesas, descubrieron a Donald
Mackay esperándolos en la puerta de su hogar, junto a cuatro de sus hijos
varones y su joven esposa.
—¡Bearnard Sinclair, por san Gervasio! ¡Qué alegría volver a verte por
mis tierras!
—Mackay… —lo saludó estrechando su mano—. Comparto tu alegría,
y te agradezco el permitir que pernoctemos en tu hogar.
—Prácticamente somos de la familia. Tu esposa y la futura mujer de mi
hijo Alastair son hermanas, es lo mínimo que podía hacer. —El laird de los
Mackay se giró hacia Isobel, que aguardaba en silencio al lado de su esposo
—. ¡Oh, pero qué ven mis ojos, Isobel Sutherland! ¡Te has convertido en
una hermosa mujer! ¡La última vez que nos vimos, eras una jovencita de
nueve años!
—Lo recuerdo, mi laird.
—Debo informarte de que los Sutherland ya están acomodados en mi
hogar. Alpina no ha consentido que ninguna de mis criadas la ayudara a
vestirse, pues guarda ese honor para su hermana mayor.
—Entonces, deseo que se me conduzca hasta su alcoba, si es usted tan
amable. Estoy deseosa por empezar con esa feliz tarea.
—¡Desde luego, querida! —Se giró levemente a su derecha—. ¡Gladys,
esposa! Acompaña a Isobel con su hermana.
Antes de marcharse junto a la mujer de Donald, Isobel miró de soslayo a
Bearnard, quien aguardaba con el semblante serio. Se despidió con un
cordial asentimiento de cabeza y él hizo lo mismo. Ninguno de los dos
deseaba ser la comidilla por su nula relación. Las apariencias en esos
eventos, donde los clanes se reunían en cordial armonía, eran importantes.

Aporreó un par de veces la puerta de la alcoba de Alpina con los


nudillos y de inmediato su hermana apareció ante ella con una enorme
sonrisa en los labios.
—¡Isobel! —La abrazó dichosa y besó su mejilla antes de tirar de su
mano y cerrar la puerta para tener intimidad—. Temía que no pudieras
llegar a tiempo para vestirme.
—Este es un día muy importante para ti y no me lo hubiera perdido por
nada del mundo.
De repente, escuchó un carraspeo a su derecha y, cuando volvió la
cabeza, se topó con Pherson, que la miraba sonriente y cariñoso, vestido
con elegancia, luciendo con orgullo el tartán de los Sutherland.
—¡Hermano! —Se abrazó también a él y rio feliz—. Qué alegría me da
el volver a verte. Hace una semana fui a Thurso y no te encontré en el
castillo.
—Tenía obligaciones.
—Eduard me lo dijo. Y quiero darte las gracias por hacerte cargo de mi
hogar en mi ausencia.
—Es lo mínimo que puedo hacer para agradecerte tu hospitalidad cada
vez que visito el lugar. —La miró de arriba abajo y asintió contento—. Eres
toda una señora. Me gusta verte vestida así y no con esos ropajes de
campesina. ¿Eres feliz en Wick, Issy?
Ella bajó la vista al suelo, pues no quería preocupar a su pobre hermano,
bastante tenía él con sus obligaciones.
—Tengo una vida cómoda y no necesito trabajar para comer.
—Miles de veces te pedí que regresases a casa, hija, pero nunca me
hiciste caso.
Una nueva voz se sumó a la conversación, pero esta vez Isobel no se
alegró de escucharla.
Situado tras ella, Perry Sutherland le sonreía con su acostumbrado porte
altivo.
Encaró a su padre con toda la serenidad de la que fue capaz, pero en el
fondo su cabeza le pedía alejarse de él.
—Padre…
—¿Para mí no hay abrazos?
—Me temo que no.
—Isobel, hija…
—Si no empiezo a vestir ya a mi hermana, se hará tarde para la
ceremonia —respondió cortante—. Ruego que nos dejéis a solas.
Perry Sutherland suspiró y abandonó la alcoba, seguido por Pherson.
Cuando la puerta se cerró, Alpina apoyó una mano en su hombro.
—¿No crees que eres demasiado dura con él? Se arrepiente de lo que te
hizo.
—Estoy cansada, Alpina, cansada de que todo el mundo actúe sin pensar
en las consecuencias, como si fuera una mera marioneta sin sentimientos.
—Tienes mala cara, hermana. Es posible que tus vestidos sean preciosos
y caros, y que no tengas que trabajar de sol a sol como antes, pero falta el
brillo de la felicidad en tus ojos.
—No puedo más —reconoció, tomando asiento en el lecho—. Estoy
harta de luchar y de defenderme. Quiero paz, vivir tranquila como lo hacía
antes.
—Otra vez los Sinclair, ¿verdad?
—Lo intenté y fracasé. —Una lágrima rebelde resbaló por su mejilla—.
Creí que podría ser feliz con él, pero mi esposo me demostró que jamás
confiará en mí.
—¡Oh, santos! ¡Maldito Bearnard Sinclair y malditos todos! —exclamó
la otra enfadándose por momentos—. ¡Esa familia es pura escoria, y siento
en el alma que hayas tenido que formar parte de ella! ¡Después de tantas
lágrimas derramadas cuando Elliot Sinclair rompió nuestro compromiso,
me he dado cuenta de que he sido afortunada por no tener que aguantar sus
odiosos rostros a diario! —Sonrió con malicia—. ¿Y sabes una cosa,
hermana? ¡Se merecen mi venganza! ¡Merecen todo lo que les estoy
haciendo!
—¿Qué venganza? ¿Qué has hecho?
Alpina rio y cogió sus manos.
—Te lo dije, hermana. Después de tu boda, te dije que me vengaría de
ellos.
—¡¿Qué has hecho?!
—Bueno, en realidad, no soy yo, cuento con una ayuda de lo más
especial. Mi prometido y algunos de sus parientes se han colado en varias
ocasiones en las tierras de los Sinclair para arrear ganado y quemar las
granjas de esos desgraciados.
—¡¿Erais vosotros?!
—¡Por supuesto! ¡Vengaré todas las malas hazañas que cometieron
contra nosotras, Issy!
—¡Dios, Alpina, no! —exclamó horrorizada por la noticia que acababa
de darse, pues Bearnard llevaba buscando a los culpables semanas—.
¡Hermana, debes decirles que paren! ¡Eso no está bien, son malos actos!
—¡No son ni la mitad de lo que merecen ellos por lo que nos han hecho
a nosotras! ¡Voy a vengarte, porque ningún Sinclair tiene derecho a hacerte
sufrir!
—¡No necesito venganza! ¡Les dirás que dejen de hacerlo! ¡¿Has
pensado lo que podría ocurrir si Bearnard llega a enterarse de que Alastair
es uno de los culpables?! ¡Habría una guerra entre ambos clanes, hermana!
¡No quiero ser la causa de una guerra! ¡Alpina, prométemelo! ¡Le exigirás a
Alastair que no vuelva a internarse en las tierras de los Sinclair!
—¡No entiendo por qué los defiendes, Issy! ¡Se lo merecen, ellos nos
dañaron!
—¡Pero quemar granjas y robar animales no es la solución, hermana! —
Isobel se llevó una mano a los ojos y suspiró agobiada—. ¿Lo sabe Donald
Mackay? ¿El laird de los Mackay está enterado de lo que están haciendo
sus parientes?
—No lo sé, pero apoyará a su hijo si hiciera falta.
—Alpina, frenarás esto.
—¡Está bien, maldición! Se lo diré a Alastair —asintió con desagrado
—, pero mi prometido está enfadado con Elliot Sinclair por su afrenta hacia
mi persona, es posible que no esté dispuesto a terminar con las incursiones
tan pronto.

La ceremonia fue bonita y el sermón del párroco no demasiado largo.


Sentada junto a Bearnard y los Sinclair en los bancos de la capilla del
castillo Varrich, Isobel no pudo aguantar la emoción al ver a su hermana
menor unir su vida a la del hombre que había elegido. Alpina estaba
preciosa, Alastair sonreía de oreja a oreja y los invitados aplaudieron y
jalearon el momento en el que el párroco les dio permiso para besarse.
Si bien era cierto que se sentía un poco culpable desde que su hermana
le rebeló aquella horrible confesión, se aseguró de que había hecho lo
correcto. Las incursiones no volverían a ocurrir en las tierras de su marido.
Al menos no lo harían por su culpa.
Miró de soslayo a Bearnard, que conversaba con Elliot despreocupado,
y decidió que no delataría a su hermana, jamás. Pensaba protegerla porque
ella también habría sido capaz de cualquier cosa si la hubiera visto sufrir
por culpa de un hombre. Alpina solo quería defenderla y vengarse de quien
las habían dañado, pero esa no era la forma correcta. Robar y destrozar las
casas de los aldeanos no era la solución.
Tras la misa, Donald Mackay los guio hasta el salón, donde decenas de
mesas aguardaban repletas de la más deliciosa comida.
El vino corría por las mesas sin control, los invitados gritaban y reían
con los novios, las carcajadas se escuchaban por doquier.
Después de aquel abundante banquete, cuando ya la luna reinaba sobre
el cielo nocturno, varios juglares amenizaron la velada con sus cánticos y
poemas, deleitándolos a todos.
Isobel, desde su posición, observaba a los invitados bailar junto a los
recién casados. Tocaba con sus dedos sobre la mesa al ritmo de la canción y
sonreía cuando algún caballero, embriagado por el alcohol, perdía el
equilibrio y tenía que ser sujetado por los demás.
—¿Bailas conmigo?
La grave voz de Bearnard en su oído la hizo contener el aliento.
A su lado, él le sonreía como siempre, a pesar de que las cosas habían
terminado mal entre ellos y que lo había estado evitando durante toda la
semana.
—No.
—Lo estás deseando, mujer. No dejas de mover las piernas y…
—Deseo bailar, pero no contigo.
—¡Entonces, te quedarás aquí sentada toda la noche!
—¡Que así sea!
—¡Isobel…! —dijo volviendo a enfadarse—. ¿Puedes dejar de
ignorarme, maldición? Solo quiero bailar con mi esposa. —Ella no se dignó
ni a responder, sino que se mantuvo firme y con los ojos puestos en el frente
—. ¡Estoy hablando contigo, no con un mueble! ¡Me contestarás!
—¡Cuñada! —Phemie apareció de repente a su lado con una hermosa
sonrisa, interrumpiendo aquella acalorada conversación—. ¿Me acompañas
a pedir una canción? Ese juglar tiene una voz angelical, nunca vi a uno que
entonara tan bien.
—Por supuesto, querida. Disculpad todos, ahora regreso. —Isobel les
sonrió a los Sinclair que estaban sentados a su alrededor, pero no a su
esposo.
Notó las manos de Bearnard agarrando su vestido para que no se alejara,
pero ella dio un fuerte tirón y caminó junto a Phemie hacia el gentío.
Sabía que estaba ganándose una fuerte reprimenda y que cualquier otro
hombre la habría apartado de la celebración para recriminarle con golpes su
horrible comportamiento, pero estaba tan enfadada con él que no le importó
en absoluto.
Cogidas de la mano, esquivaron a los bailarines, a los ebrios y a los
novios, que también se movían al ritmo de la música como los demás.
Phemie se adelantó y corrió para hablar con el juglar mientras Isobel se
quedaba en un segundo plano.
—Prima… Qué hermosa luces esta noche. —John Sutherland apareció
como de la nada a su lado y la contempló con calidez con sus hermosos ojos
verdes. Era tan alto que sobresalía entre todos los demás invitados y su
cabello rubio relucía con la suave luz de los candiles—. Cuánto me alegra
volver a verte, cada día tu belleza es mayor.
—No puedo decir lo mismo de ti.
—Oh, mujer, tú siempre tan seria. —Rio y cogió su mano—. ¿Ya no te
acuerdas de lo que nos divertíamos de niños? Siempre estábamos juntos.
—Intento no hacerlo y ruego que me sueltes ahora mismo.
—¿Te agradaría dar un paseo? Los jardines del castillo Varrich son muy
hermosos.
—¡Jamás! ¡Suelta mi mano, John, o gritaré! —exclamó con la voz
temblorosa.
—¡Ya estoy aquí, cuñada! ¡Qué amable es ese juglar! —dijo Phemie,
apareciendo de repente y logrando que John la soltase de inmediato.
—Vámonos, querida.
—Vaya, ¿he interrumpido vuestra conversación?
—No has interrumpido nada.
—¿Nos conocemos, preciosa dama? —le preguntó John con su mejor
sonrisa de galán. Cogió ahora la mano de Phemie y la besó con cortesía.
—¡Déjala, John!
—Solo quiero saber el nombre de tan hermosa flor.
—Soy… Phemie —contestó la hermana de Bearnard enrojeciendo por la
vergüenza.
—¡Y nos vamos! —Isobel soltó la mano de su cuñada de las garras de
su primo y tiró de ella para regresar a la mesa donde estaban los Sinclair.
—¡Oh, Isobel, no era necesario! ¡Es un hombre muy agradable!
—¡No lo es!
—¿Por qué tiemblas, querida?
—No tiemblo, y te prohíbo que te acerques de nuevo a él. No es de fiar.
—¿Cuál es el motivo?
—Tú hazme caso, Phemie, ¿de acuerdo?
La jovencita la miró dubitativa y sin entender, pero finalmente asintió.
—Como quieras.
Cuando llegaron a la mesa de los Sinclair, un nuevo invitado estaba con
ellos: Perry Sutherland. Y lo que debía ser una agradable sobremesa se
estaba convirtiendo en lo contrario, pues todo el mundo parecía estar a
disgusto.
Su padre intentaba conversar con alguien.
Bearnard quería estrangularlo por lo que le hizo a Isobel el día de su
boda.
Elliot apenas participaba en la conversación por lo incómodo que era
tener a su exsuegro allí.
Beth intentaba ser amable con todos, pero nadie cooperaba.
Mai miraba a su hermana y a su cuñada con mala cara, celosa de las
buenas migas que habían hecho.
Y Claire se movía incesantemente en su silla debido a lo molesta que se
sentía con su gran barriga.
—Oh, vaya, qué agradable coincidencia, tío. Yo mismo iba a venir a
saludar a la nueva familia de mi querida prima. —John Sutherland las había
seguido y pretendía seguir importunándolas con su compañía.
—Toma asiento entonces junto a mí, querido sobrino. —Perry palmeó el
asiento libre.
—Isobel, estás rígida —dijo Phemie observándola con extrañeza—.
¿Qué te ocurre, querida?
—Na… nada.
—Deberías sentarte con Bearnard, no tienes buena cara.
—Es cierto, estás tan blanca como un alma en pena —añadió Claire con
preocupación.
Isobel se dio cuenta de que todos la miraban y el agobio se hizo todavía
más insoportable.
No quería estar con su padre, y mucho menos con John. No quería tener
a Bearnard al lado, pues su corazón la traicionaba.
¡No quería, no podía!
¡Se ahogaba!
¿Qué clase de broma era aquella?
¿Qué hacía él junto a su esposo? ¿Cómo se atrevía a aparecer como si
nada?
De repente, giró sobre sus talones y echó a correr hacia el jardín,
desesperada, luchando por mantener el ritmo de su respiración y evitar caer
al suelo de bruces. Necesitaba alejarse de todos aquellos que le habían
causado tanto dolor.
Bearnard se levantó como un resorte de su silla al verla correr. No
comprendía qué le ocurría. Sí, era cierto que estaba disgustada con él, y lo
comprendía. También sabía que no toleraba a su padre, incluso él tenía que
hacer un esfuerzo sobrehumano para no estamparle el puño a Perry
Sutherland en toda su mofletuda mejilla.
—Ha debido darle un golpe de calor —comentó John como si nada—.
Iré a ver qué le ocurre. Mi prima a veces es demasiado sensible.
Lo vieron abandonar el salón por la misma puerta que Isobel y dirigirse
hacia el jardín. Bearnard se pasó una mano por la frente y maldijo en
silencio, pues tendría que ser él quien estuviera a su lado. Se sentía tan mal
desde que la acusó del incidente de la cabeza de jabalí… Nada más hacerlo,
se arrepintió, porque dentro de su ser algo le decía que ella no haría algo
así, pero estaba tan enfadado… Saber que alguien le había hecho daño y
que ella no confiase en él lo suficiente como para revelar su nombre era
desesperante. La tomó con ella, la atacó y la acusó por culpa de su rabia.
¡Pardiez! ¡Quería que fuera su esposa en todos los sentidos! Esa mujer
despertaba unos fuertes sentimientos en su cuerpo, en todo su ser. Y no
poder ayudarla a deshacerse de sus demonios era frustrante.
—Qué rara está Isobel esta noche —comentó Phemie como si nada,
tomando asiento a su lado.
—Siempre está rara —respondió Elliot con desagrado.
—No, hermano, pero hoy es distinto. Tras pedirle la canción al juglar,
ella… hablaba con John Sutherland muy nerviosa. Temblaba. Parecía…
tener miedo por algo.
—¡¿Miedo has dicho?! —la interrogó Bearnard poniéndose en guardia
—. ¿Qué temía? ¿Miedo de él?
—Pues… pues…
—¡Habla, Phemie! —rugió desesperado.
— Me… prohibió acercarme a su primo, me dijo que se lo prometiera,
que no era de fiar, que…
—¡Maldición!
Bearnard saltó de su silla con el rostro rebosante de rabia y corrió tras
Isobel y John, bajo la asombrada mirada de los demás, que no comprendían
nada de lo que ocurría esa noche para que todo el mundo actuase de una
forma tan rara.
Pero apenas le importó la reacción de su familia, pues acababa de
entenderlo todo y no había hecho falta que su esposa le contase la verdad:
John Sutherland era ese caballero que tanto daño le hizo en el pasado, el
malnacido por el que esa bella dama no confiaba en los hombres. Él era el
culpable de que su esposa odiase todo lo relacionado con las obligaciones
maritales.
VEINTE

El jardín del castillo Varrich era precioso y desde su parte más alta podía
verse el mar brillando bajo la luz de la luna.
Mientras caminaba por un pequeño sendero que conducía a unas
jardineras repletas de rosas, Isobel se limpió las lágrimas rebeldes que
mojaban su rostro por el agobio vivido momentos antes en el gran salón.
Necesitaba aire fresco, salir de aquel ambiente cargado y agobiante,
alejarse de ellos, de él.
No había estado bien, acababa de actuar como una lunática, todos
habrían pensado que estaba loca, que algo no funcionaba en su cabeza, pero
la verdad era mucho más complicada que todo eso.
Apoyó la espalda en el tronco de un coqueto abedul y se abrazó a sí
misma, pues la noche era bastante fresca y no había cogido nada con lo que
cubrirse.
Poco a poco, su respiración se ralentizó y las lágrimas terminaron
secándose en sus mejillas.
Cerró los ojos buscando paz y la figura de su marido apareció en su
mente. Hiciera lo que hiciese, Bearnard siempre estaba ahí, su imagen la
acompañaba a donde quiera que fuese, y no le gustaba tenerlo tan presente
porque frustraba sus planes de odiarlo. ¡Sí, los frustraba, maldición!
¡Porque lo que ella quería era todo lo contrario! ¡Quería estar a su lado,
sentirse plenamente su esposa, que se colase en sus aposentos y la
despertase con tiernos besos cada mañana! ¡Lo deseaba todo con él! Estaba
cansada de ignorarlo, porque hacerlo le hacía daño. Lo imaginó
acariciándola y, como siempre sucedía, su piel se erizó y una fuerte
agitación removió todo su ser.
No fue sino unos minutos después cuando abrió los ojos y lo primero
que vio fue a un hombre frente a ella. La noche ocultaba su rostro con sus
tenebrosas sombras, pero él comenzó a acercarse y, cuando lo reconoció, ya
fue demasiado tarde.
—¡John! ¿Qué diablos haces aquí?
—Me alegro de que al final hayas aceptado pasear conmigo, prima. Ya
te dije que estos jardines eran magníficos.
—¡Yo no he aceptado nada, haz el favor de marcharte!
—Oh, querida Issy, no me prives tan pronto de tu compañía. Llevamos
muchos años sin vernos.
—¡Porque yo así lo decidí!
John Sutherland la agarró de uno de sus brazos y tiró de su cuerpo para
acercarla a sí.
—¿Es que ya no te acuerdas de lo bien que nos llevábamos?
—¡Estoy casada, John!
—Tu esposo es un mentecato que jamás te hará sentir como yo.
—¡Te equivocas! ¡Y suéltame ahora mismo o gritaré!
—Ambos sabemos que no lo harás —comentó con seguridad—. Más te
vale no hacerlo o… ya sabes…
—¡Eres un desgraciado, eres una rata nauseabunda y crapulosa! —Tiró
de su brazo para intentar soltarse, pero no lo consiguió. La mirada seria de
su primo le hizo temer lo peor, pues no era la primera vez que esto sucedía
—. ¡John, ten piedad! ¡Esto no está bien, tú no eres así, primo! ¡No deseo
esto, jamás te hice ningún mal!
—Pero querida, lo que hicimos juntos no es nada perverso ni malo. —
Rio—. Los hombres y las mujeres lo hacen para procrear, y es posible que
esta noche te preñe para que des a luz a mi bastardo en el mismo castillo
Sinclair. ¿Qué te parece, hermosa Issy?
—¡No, no me tocarás! ¡Basta, suéltame!
Isobel peleó contra él e intentó pegarle, arañarle, hacerle daño para que
la dejara libre, pero John era mucho más fuerte y logró inmovilizarla contra
el árbol en el que estaba apoyada.
Ella luchó, lo insultó, gritó y lloró de terror cuando notó sus labios sobre
su boca.
—¡Oh, pequeña perra, cuánto he añorado tu hermoso cuerpo! Hoy no
será tan dulce para mí como la primera, porque ya te desvirgué. —Se acercó
a su oído y susurró con voz cortante—: Confiésame la verdad, Issy, te gustó
más fornicar conmigo que con tu marido. Yo sé que sí, y también sé que el
cagalindes de tu esposo te habrá poseído como una liebre desesperada.
¿Quién en su sano juicio desperdiciaría una belleza semejante?
—¡Déjame libre, John, te lo ruego!
—No me condenarás, querida prima. —Alargó la mano hasta la falda y
la levantó, dejando a la vista sus lozanas piernas—. Soy un hombre y tu
cuerpo libidinoso me provoca. Si esto sucede, solo es culpa tuya por haber
estado alejada de mí tantos años.
John apretó la muñeca de Isobel, haciéndola llorar de dolor, mientras
que con la otra mano pellizcaba sus muslos.
Ella gritó e intentó zafarse mientras las lágrimas emborronaban todo su
campo de visión, sin embargo, de repente, John se quedó muy quieto y los
ojos fueron abriéndosele más y más al sentir que algo atravesaba su pecho.
Una mano lo cogió por el hombro, lanzándolo hacia atrás, y cuando
estuvo a varios metros de Isobel, se escuchó el silbido de una espada y su
cabeza cayó despedida a varios metros de su cuerpo.
Bearnard dio un grito furioso y pateó el cuerpo sin vida de John
Sutherland mientras su esposa caía al suelo aliviada, pero sin poder parar de
llorar.
—¡Santo Dios! ¡¿Qué demonios has hecho?! —La voz iracunda de
Perry Sutherland tronó a su espalda. El laird de los Sutherland corrió hacia
ellos y se quedó mirando la horrible escena que tenía delante—. ¡Bearnard
Sinclair, has matado a mi sobrino!
—¡Y espero que se esté quemando en el infierno!
—¡Esto es un ultraje, una traición, somos aliados!
—¡Tu querido sobrino quería hacerle daño a mi esposa y yo he vengado
su honor! —rugió con los ojos brillantes por el fuego de la ira—. ¡Si tienes
algún problema al respecto, podemos solucionarlo en un duelo! ¡Si tengo
que matar a dos Sutherland en una noche, así será!
—¡Hermano, ¿qué ha pasado?! —lo interrogó Elliot, que acababa de
llegar junto al padre de Isobel.
—¡Oh, santos, mi pobre John! —se lamentó Perry, arrodillándose junto
a su sobrino, acongojado. Pero de repente, sus ojos fueron hasta Isobel, que
lloraba temblorosa contra el árbol, y la rabia se borró de su rostro, pues
parecía totalmente rota y derrotada—. Hija, ¿qué ha pasado? ¡Hija mía,
¿qué te ha hecho?!
Bearnard enfundó su espada y caminó hacia su esposa para asegurarse
de que nada le hubiera ocurrido. Se agachó a su lado y alzó su rostro, la
miró a los ojos. En los de su mujer había miedo, desdicha y… fragilidad.
—¿Estás bien? —Ella asintió moviendo la cabeza sin parar y volvió a
taparse la cara con ambas manos para llorar de forma nerviosa. Bearnard la
rodeó por la cintura y por las piernas y la alzó en peso.
Isobel no luchó contra él, sino que se dejó transportar y escondió la cara
en su pecho, buscando la seguridad de su cuerpo. Con él nada malo podría
pasarle.
—Para nosotros, se acabó la celebración. Me llevo a mi mujer a nuestros
aposentos. Disculpadnos con los demás.

Donald Mackay, como buen anfitrión que era, los acomodó en alcobas
separadas pero contiguas, igual que en el castillo Sinclair. Era común que
los matrimonios no compartieran lecho y prefiriesen dormir cómodamente
por separado.
Bearnard, con su esposa todavía en brazos, atravesó su propia alcoba y
abrió la puerta de la que ocuparía Isobel esa noche.
Con cuidado, la dejó sobre el lecho y ella se hizo un ovillo al verse libre.
Temblaba tanto que por un instante dudó de si cubrirla con las sábanas.
—¿Te ha hecho daño? —Se acuclilló a su lado—. ¿Te ha causado
alguna herida?
—No.
—¿Quieres que te traigan una infusión de hierbas?
—Estoy bien —respondió mientras otras lágrimas recorrían su mejilla
—. Se me pasará.
—Issy… —Alzó la mano y acarició su brazo—. Si me hubieras dicho
que fue John… Si lo hubiera sabido… —Él resopló y apoyó la cabeza en el
lecho, cerrando los ojos con mucha fuerza, culpándose de no haberse dado
cuenta mucho antes—. No quiero que volvamos a pelear. He sido un necio
contigo y pagué mi frustración contra tu persona. —La miró de nuevo—.
Isobel, sé que tú no pusiste la cabeza de jabalí en el pasillo, lo supe desde el
primer momento.
—¿Y por qué me acusaste?
—¡No lo sé! ¡Oh, santos…, sí lo sé! ¡Estaba enfadado contigo, lo estaba
porque te negaste a revelarme el nombre de tu agresor! ¡Sentí que no
confiabas en mí, que no querías que te protegiera! ¡Eres mi esposa! ¡No
quiero que nuestra relación sea distante! ¡Y es posible que con mis actos
haya conseguido lo contrario y no me perdones jamás! Pero sé que eres
inocente y encontraré al culpable. Pagará las consecuencias de sus actos. —
Bearnard esperó su contestación, pero esta no llegó. Isobel se quedó en
silencio, mirándolo a los ojos con lágrimas en los suyos—. ¿De verdad no
deseas una infusión para tranquilizarte?
—No.
—Está bien, pues te dejaré tranquila. —Se levantó de su lado y dio unos
pasos en dirección a sus aposentos—. Si necesitas algo, estaré justo tras esta
puerta.
—¡Bearnard! —Ella se incorporó en el lecho, quedando sentada, y lo
contempló con súplica—. ¿Quieres… quieres saber quién… hizo correr el
rumor de que soy una bruja? No te vayas todavía, por favor.
—Fue John, no hace falta que…
—No, no fue él. —Vio que su marido regresaba a su lado y tomaba
asiento en el lecho frente a ella—. John hizo muchas cosas malas, pero no
es el culpable de tal hazaña. La… culpable soy yo.
—¡¿Tú?! Pero, Issy… ¿Cómo…?
—Yo hice correr el rumor de la brujería sobre mi persona.
—No lo entiendo, ¡¿por qué?!
Ella suspiró y tomó aire, pues nunca había hablado de aquello con nadie.
Era un secreto que hasta ese momento pensó que se llevaría a la tumba.
—Cuando era una niña, el hermano de mi padre murió y su único hijo
quedó a su cargo. Yo tenía cinco años cuando eso ocurrió, y John tres.
Crecimos siendo inseparables: jugábamos siempre juntos, comíamos juntos,
dormíamos juntos... —Se encogió de hombros—. Y así fue hasta que
cumplí los once. Mi cuerpo empezó a transformarse y mis actitudes
infantiles también. John y yo seguíamos igual, pero con los años nuestra
relación comenzó a cambiar. Empecé a verlo con otros ojos. Me enamoré de
él y él de mí. —Bearnard apretó los labios, pues no le agradaba que Isobel
aceptase que había amado a otro, pero, aun así, la dejó continuar—:
Comenzaron los galanteos, las sonrisas, los juegos de miradas. Era tierno,
hablador, respetuoso. En alguna ocasión me dijo que pensaba pedirle mi
mano a padre, y cuando al fin se atrevió, solo hubo negativas. Perry
Sutherland tenía otros planes para ambos. John pasó un tiempo encolerizado
con el mundo. Dejó de hablar conmigo, de buscarme, ni siquiera me
miraba. Hasta que una tarde, como si nada hubiera pasado, me invitó a dar
un paseo por las orillas del lago Fleet. Los dos solos. Yo acepté, claro. Lo
amaba y deseaba su compañía. —Sonrió triste—. Nunca debí de haberlo
hecho. Antes de llegar, cuando atravesábamos un pequeño bosque
colindante, comenzó a besarme. Pero no eran besos dulces ni amorosos,
eran coléricos, dolorosos. Me… dijo que no iba a permitir que nadie más
que él me poseyera, que era suya, y que no dejaría que otro hombre me
tocase, que me marcaría a fuego si hacía falta. Él… me forzó. —Apretó los
labios y aguantó las ganas de volver a echarse a llorar por aquellos horribles
recuerdos—. Me hizo cosas horribles, me hizo daño, me pegó cuando
intenté resistirme y sacó su daga. —Isobel se llevó una mano a su cicatriz,
el temblor regresó a su cuerpo—. Me hirió, me hizo un corte desde la frente
a la mejilla porque de esa forma estaría marcada de por vida y siempre sería
de su propiedad. Así, cada vez que me mirase al espejo, recordaría que era
suya.
—¡Hijo de una cochina fulana! —rugió Bearnard al verla llorar. La
rodeó por los hombros y la abrazó con fuerza besando su frente,
asegurándose de que jamás volvería a dejar que ella sufriera por nadie—.
¡Tendría que haberlo matado antes! ¡Ese cerdo rubio no merece haber
respirado el mismo aire que tú! ¡Yo…! ¡Yo…! —La cogió por las mejillas
para que lo mirase a los ojos—. ¡Issy, ¿por qué no dijiste nada?! ¡Tu padre
podría haberte ayudado, tu hermano! ¡No estabas sola, maldición!
—John me amenazó para que no lo hiciera. Me advirtió que, si me
atrevía a contar algo de lo sucedido, Alpina correría la misma suerte que la
yo. ¡Y no podía dejar que le hiciera daño, Bearnard! —sollozó desesperada
—. ¡No podía dejar que mi hermana sufriera el mismo infierno que yo!
Tuve que decirles a todos que mi cicatriz fue fruto de mi torpeza, que había
caído contra un canto afilado, mientras contemplaba a un John sonriente y
confiado porque sabía que nadie se enteraría de su pecado.
—¡Oh, Dios! —Volvió a abrazarla.
—A partir de entonces, cada vez que me cruzaba con mi primo, el
miedo me paralizaba. No podía vivir si lo sabía en la misma sala que yo.
Apenas comía, no salía de mis aposentos. Hasta que recordé que mi difunta
madre me había dejado en herencia el castillo de Thurso. Ese lugar fue mi
salvación. —Tragó saliva y sonrió levemente—. Convencí a mi padre para
que me permitiese vivir allí. No fue fácil, y solo aceptó cuando consentí
comprometerme con el primogénito del clan MacLean. ¡Lo hice porque no
tenía más salida que esa! ¡Pero no podía dejar que ningún hombre me
tocase! ¡Nunca más! ¡Tener a un caballero cerca se convirtió en un suplicio,
Bearnard! Entonces decidí que mi única salida era lograr que él rompiera
nuestro compromiso. Y lo que hice fue asustarlo. Hacerle creer que era una
bruja malvada y peligrosa. Lo mismo ocurrió con el segundo hombre al que
me prometió mi padre. ¿Quién en su sano juicio desea casarse con una
adoradora de Satán?
—Cielos, Issy…
—Pero creo que los asusté tanto que el falso rumor corrió demasiado, y
todos comenzaron a verme como a esa bruja que fingí ser. —Apoyó la
cabeza sobre el pecho de su marido—. Mi padre acabó rindiéndose y me
dejó en paz. No comprendía por qué los dos caballeros con los que había
estado prometida terminaron anulando su compromiso. Creo que hubo un
tiempo que se rindió conmigo, y ese tiempo me ayudó a recomponerme.
Pero… mi suerte cambió cuando Elliot Sinclair rompió la promesa de
casarse con mi hermana. Mi padre quería una alianza fuera como fuese.
—Y me alegro de que la consiguiera.
—Pero Bearnard, ¿cómo puedes decir algo así? Nuestro matrimonio
dista mucho de ser dichoso. —Ella lo miró a los ojos, confusa—. No he
sido una buena esposa, no he hecho más que poner trabas y…
—La diferencia es que ahora ya sé por qué lo hiciste, Issy, y también sé
que no voy a rendirme contigo tan fácilmente. ¡Él ya no está, no puede
hacerte daño, y yo no voy a permitir que nadie más te cause ningún mal,
porque mataré a quien lo intente siquiera!
Isobel sonrió tímidamente ante sus palabras. Lo creía, lo creía con todo
su ser porque le había demostrado con cada uno de sus actos que no era
como John.
Bearnard era bueno, leal y tierno con ella. Era todo lo que cualquier
dama podría desear en un hombre. Y su corazón latía fuerte dentro de su
pecho por todas las emociones que sentía por él.
Como movida por una fuerza sobrenatural, acercó sus labios a los de su
marido y lo besó con desesperación y anhelo. Con todas las ganas que
llevaba aguantando desde que discutieron.
Bearnard respondió de inmediato abandonándose contra su boca,
acercándola hacia su cuerpo para poder sentirla cerca de él.
—Esposo… —susurró Isobel sin separar sus labios—. No te rindas
conmigo, te lo ruego, porque mi corazón te ha elegido y desea que me
quede a tu lado.
—Así será, mi bello ángel.
—Quiero intentarlo una vez más. Quiero que me muestres cómo es un
matrimonio de verdad. Si es contigo, lo intentaré las veces que sean
necesarias. Puedo soportar el dolor y… lo que…
—¡Isobel…, aguarda! ¡Entre un hombre y su mujer no debe existir ese
dolor del que hablas! ¡Solo los cobardes dañan a una dama! Y yo quiero
demostrarte que no debes temer, pues los únicos sentimientos que
colapsarán tus sentidos en nuestro lecho matrimonial serán el amor y el
placer.
Ahora fue él quien juntó sus labios, y lo hizo con tanta pasión que
ambos dejaron de pensar al instante. Solo eran conscientes de sus lenguas,
que jugueteaban contra la del otro, que les proporcionaban tanto gozo como
las suaves caricias que sus manos se prodigaban.
Bearnard la rodeó por la cintura y la recostó sobre la mullida cama,
colocándose entre sus piernas, y supo que el deseo por esa mujer acabaría
engulléndolo.
Besó su cuello, maravillándose como siempre de su finura y suavidad, y
su boca fue adentrándose en el escote de su vestido, donde sus cremosos
senos aguardaban escondidos debajo de la tela a recibir las merecidas
atenciones.
Soltó su corpiño con maestría y lo lanzó al suelo, para después dejar
libres sus pechos.
Tenía un busto precioso, lleno, turgente, blanco y cremoso. Los lamió a
placer, introduciéndose sus pezones en la boca, mordisqueándolos,
absorbiéndolos, haciéndola gemir con los ojos cerrados al dejarse embargar
por el placer.
—Oh, mujer, no me canso de probar tu piel, tu sabor es dulce, es
adictivo, es… todo lo que siempre he soñado.
Bearnard fue soltando los botones de su vestido poco a poco,
descubriendo con cada uno otra suave porción de su cuerpo, dándose cuenta
de que su mujer era perfecta al completo.
Cuando el vestido estuvo del todo suelto, se lo sacó de un tirón y quedó
completamente desnuda ante él, pero el temor regresó a sus ojos e Isobel se
cubrió con ambas manos, insegura.
—Aguarda, Bearnard… Yo…
—Shhh… —Besó sus labios para tranquilizarla—. Confía en mí. Sé que
puede ser incómodo al principio, pero te gustará. —Mordisqueó su
mandíbula—. Haremos una cosa. Tú me desnudarás a mí, así ambos
estaremos en igualdad de condiciones, ¿de acuerdo?
Ella sonrió levemente, pues la idea de ser la que le quitase la ropa, la
atraía sobremanera.
—¿Puedo tocarte?
—Estoy deseoso de que lo hagas. Soy tuyo, Issy, y tú eres mía. Puedes
hacer con mi cuerpo lo que gustes. Prueba, indaga, acaricia donde quieras.
Isobel rio nerviosa por aquel nuevo reto. Lo contempló tumbarse sobre
el lecho a su lado, en una actitud relajada y pasiva, mientras ella lo miraba
de arriba abajo, sin saber por dónde empezar.
Tenía el vello de punta por la excitación, su esposo era tan gallardo y
hermoso que estaba deseosa por empezar.
Se humedeció los labios y apoyó una de sus manos sobre su blanca
camisa. El pecho de Bearnard subía y bajaba al ritmo de su respiración, sin
embargo, aumentó de velocidad cuando ella comenzó a soltarle los botones
para dejar su fuerte torso al aire.
Con su ayuda, la prenda acabó tirada en el suelo junto a la ropa de
Isobel, pero ella no le dio importancia, pues toda su atención estaba en él.
Era magnífico. A pesar de no ser la primera vez que lo veía sin camisa, las
sensaciones eran todavía más potentes que las primeras veces, pues ahora
sabía que podía tocarlo a su antojo. Y eso hizo.
Imitó a Bearnard y besó su cuello con timidez, notando que él echaba la
cabeza hacia atrás para facilitarle la tarea. Mientras tanto, sus manos se
paseaban por su estómago, maravillándose con cada músculo, con la
suavidad de su piel.
Sus labios bajaron por su torso y lo escuchó gemir, agarrándose a las
sábanas mientras la contemplaba con los ojos entornados, maravillado de la
visión del cuerpo de Isobel desnudo besando su pecho.
Cuando ella llevó la lengua a su estómago, se dio cuenta de que algo le
impedía el avance: el kilt.
Miró dubitativa a su esposo y, cuando este asintió, sus manos
comenzaron a soltar la última prenda que lo cubría.
Al dejar esa porción de piel al descubierto, Isobel contuvo el aliento al
mirar de frente su pene. Estaba tan erguido, duro y grueso que por un
instante sintió miedo.
—Es tuyo, Issy. Te pertenece, como las demás partes de mi anatomía.
—¿Te… dará placer si lo beso también?
—Oh, ya lo creo, mujer. Solo de pensar en tus labios sobre mi miembro,
tiemblo de gozo.
Ella se mordió el labio inferior mientras acercaba su boca a la
masculinidad. Sin saber cómo proceder, la acarició con su nariz y acabó
rozándola con la boca, recorriéndola desde su base a la punta.
Bearnard jadeó rápido y alargó los brazos para apoyarlos en su cabeza.
Y eso a Isobel le dio alas, pues le encantaba verlo reaccionar de esa forma a
su roce. Se sentía poderosa, se sentía hermosa y deseada.
A pesar de no saber muy bien cómo darle placer, se dejó llevar por la
intuición y lamió la punta, dándose cuenta de que estaba húmeda.
Se introdujo un poco el pene en la boca y Bearnard emitió un gruñido
gutural, por lo que continuó haciéndolo más y más.
—Issy, santos, esposa…, ¿qué clase de tortura es esta? Me siento volar.
Una de sus manos se paseó por su fina espalda hasta que alcanzaron su
trasero. Pellizcó suavemente su cremosa piel y fue introduciéndose entre
sus piernas hasta que sus dedos encontraron su clítoris.
Isobel, con su pene todavía en la boca, jadeó al notar cómo frotaba sus
delicados pliegues y aumentó el ritmo de la felación por pura necesidad.
No era la primera vez que su marido acariciaba su vagina y sabía el
placer que eso podría proporcionarle. Y deseaba volver a sentirlo.
Los gemidos de ambos llenaron el silencio de la alcoba y las caricias se
tornaron más frenéticas cada vez.
Isobel cerró los ojos con fuerza y se preparó para el estallido de placer,
pues estaba a punto de caer en su intensidad, sin embargo, Bearnard frenó
de golpe y la necesidad se dibujó en su rostro.
—Bearnard, no… ¡Sigue, no te detengas!
—Seguiremos, pequeño ángel, pero cuando esté dentro de ti.
Ella tragó saliva al comprender a lo que se refería y asintió, dispuesta a
volver a pasar por aquello.
—¿Ahora me poseerás? ¿Me… inmovilizarás y…?
—No, no será así. —Abarcó sus mejillas y la besó intensamente para
que ella se volviese a relajar—. Tú serás la que me posea, Issy.
—¿Yo? Pero ¿cómo?
—Eres una increíble amazona, esposa. Móntame. Marca el ritmo, elige
cómo quieres que suceda.
—¿Puedo hacer eso?
—Puedes hacer lo que te plazca conmigo. —Sonrió contra su boca—.
No te inmovilizaré, no te tocaré a menos que tú me lo pidas. Frenarás
cuando lo desees, te apartarás de mí si así lo sientes, nadie te mantendrá
sujeta.
Volvió a besarla y ella respondió ansiosa de hacer eso que le sugería.
Poco a poco, se colocó a horcajadas sobre su pelvis, sin despegar sus
labios, sin dejar de tocarse, sintiendo que la necesidad por el otro era
incesante.
El calor de su sexo era delirante, necesitaba de nuevo las manos de
Bearnard en ella, quería que frotara esa parte tan sensible, la que la hacía
arder. Pero como él no movió sus manos, fue la propia Isobel la que se frotó
contra su cuerpo buscando el alivio que necesitaba.
Su vagina friccionaba contra el pene de él y ambos se volvieron locos de
gozo. La temperatura en la habitación parecía haber subido tantos grados
que ninguno notaba el frío, sino todo lo contrario, sus pieles quemaban,
ardían, sudaban.
—Bearnard…, por favor…, más…
—Hazlo, Issy, solo tú puedes hacerlo.
—Pero ¿cómo?
—Introduce mi masculinidad dentro de ti.
Ella agarró su pene de inmediato, pues la pasión era tan fuerte que
apenas había cabida para la razón. Sin saber muy bien dónde colocarlo,
miró a Bearnard dubitativa, así que él la ayudó a lograrlo.
Sus sexos se comenzaron a fusionar en uno y los gemidos salieron
despedidos de sus labios al sentir la fricción.
Una vez dentro, Isobel sonrió maravillada, pues no había habido dolor
alguno, sino un placer indescriptible que la empujaba a continuar con
aquello.
—Cabalga sobre mí, pequeño ángel. Cabalga y llévanos al cielo.
Y eso hizo.
Comenzó a mecer su cuerpo sobre Bearnard, a subir y bajar lentamente
con un movimiento hipnótico de caderas, apoyando la palma de las manos
sobre su torso, echando la cabeza hacia atrás por el placer y sonriendo al
escuchar los susurros desesperados de él.
La velocidad fue aumentando paulatinamente y los gemidos de Isobel se
convirtieron en gritos.
—¡Bearnard, oh, Bearnard!
—¿Mmm…?
—Tócame, necesito que me toques, ¡Bearnard, acaríciame!
No tardó ni medio segundo en hacerlo, porque lo estaba deseando.
Issy parecía una reina picta sobre él, una poderosa guerrera que lo volvía
loco y le estaba proporcionando el mayor gozo de su vida.
Mientras cabalgaba sobre su cuerpo, sus senos botaban arriba y abajo,
así que los acarició a conciencia, pellizcando sus pezones y logrando que
ella estallase de pleno en un poderoso orgasmo que la hizo caer sobre él
mientras le arañaba el pecho.
Al verla fuera de control, él mismo se abandonó al placer, abrazándola
fuerte, maravillado con lo que acababa de ocurrir, dejándose transportar
más tarde hacia la más absoluta paz con Isobel todavía unida a su cuerpo.
VEINTIUNO

El alba los sorprendió haciendo de nuevo el amor.


Después de aquella primera vez, parecían estar decididos a recuperar el
tiempo perdido, eso sí, siempre con Isobel cabalgando sobre Bearnard.
Apenas durmieron, hablaron durante horas y el deseo de tocarse no
desaparecía por más que acariciasen sus cuerpos.
Tras otro devastador clímax, cayó agotada sobre su marido, pero con
una plácida sonrisa en los labios. Besó el pecho de Bearnard y aspiró su
olor a hombre. Santos, ¿cómo había esperado tanto tiempo para descubrir lo
gozoso que era yacer a su lado?
Cuando recuperó un poco las fuerzas, se tumbó a su lado sobre el lecho,
e inmediatamente él la rodeó por los hombros, apretándola contra su
costado y besando su frente.
—No creo que lleguemos a tiempo para el desayuno. Mandaré que nos
traigan algo de comer a nuestros aposentos.
—Pero todo el mundo notará nuestra ausencia.
—¿Qué más da? —La besó con intensidad—. Si me place pasar la
mañana en el lecho, nadie puede obligarme a lo contrario.
Isobel sonrió atontada por aquella muestra de deseo y apoyó la cabeza
sobre su hombro, sonriente.
—No podemos hacer eso, esposo.
—Sí que podemos.
—Es la boda de mi hermana. Debo estar con ella en su celebración.
Tendremos tiempo de encerrarnos en nuestros aposentos cuando lleguemos
a Wick.
—Oh, mujer, eres una malvada —se quejó con desgana—. Ahora que he
probado tu cuerpo quieres privarme de él.
—¿Es que no te ha bastado todavía? —Lo miró incrédula—. Si vuelvo a
montar sobre ti, me desmayaré por el agotamiento.
—Entonces seré yo quien te monte. No hemos probado a hacerlo de ese
modo y ya lo estoy deseando.
—¡Santos, Bearnard, aguarda un poco! ¡La lujuria es un pecado!
—No entre los esposos. Desde el mismo día en que unimos nuestras
vidas ante Dios, es lo que se espera de nosotros. Nuestro deber es procrear.
—Conque un deber —dijo ella a punto de echarse a reír.
—Bueno, no negaré que el deber es lo último que me mueve cuando
estoy cerca de ti. —Le dio una palmada en el trasero—. Pero tú tienes la
culpa por ser tan deliciosa e irresistible. Cada vez que bajo los ojos y veo tu
cuerpo desnudo, las ganas de preñarte son más fuertes que cualquier
obligación.
Isobel soltó una carcajada y lo golpeó en el pecho con la palma de su
mano.
—Menudo libertino y crapuloso estás hecho.
—Y tú eres preciosa, mi bello ángel. —La besó intensamente y aflojó su
cuerpo mientras respondía con todas sus ganas. Su marido tenía algo muy
poderoso que la incapacitaba a pensar cuando la rozaba—. ¿Sabes algo,
Issy?
—¿Qué?
—Cuando te vi en el campo y tus hermosos ojos violetas refulgieron por
el enfado, caí rendido. La pasión que despertaste en mi cuerpo jamás la
sentí antes. Fue entonces que supe a ciencia cierta que el día en que
nuestros cuerpos se convirtieran en uno sería increíble.
—¿Todo eso pensaste? Pues yo quise sacarte los ojos, mi laird.
Bearnard soltó una carcajada y juntó sus frentes, divertido.
—Razón no te faltaba.
—Y aunque te odiaba, tú seguías insistiendo.
—¿Cómo no hacerlo cuando la recompensa era tenerte desnuda a mi
lado? Así que, ahora que lo he conseguido, no me pidas que frene mi deseo,
mujer, porque no seré capaz.
Sus labios volvieron a capturar los de Isobel y ambos se sumieron en
aquel mar de fogosidad del que no eran capaces de salir a flote.
Las manos de él se pasearon por su costado, erizando su piel, logrando
que nuevos gemidos escapasen de sus labios. Al despegar la boca, la miró
maravillado.
Con ternura, besó su cicatriz, desde su mejilla hasta su ceja, y quiso
matar de nuevo al maldito que se la hizo, al que le causó tanto mal. Esa
hermosa dama merecía que la cuidasen y le diesen todas las comodidades.
¿Cómo había sido capaz alguien de golpearla?
—Esto no se parece en nada a lo que yo imaginaba —admitió Isobel
pensativa—. Siempre creí que las relaciones conyugales solo me traerían
dolor y llanto. Pero no es así. No es igual a lo que él me hizo.
—Porque lo que te hizo ese malnacido no tiene nombre. Pero yo voy a
lograr hacerte olvidar todo el dolor, esposa. Te haré tan feliz que tu mente
dejará a un lado que ese fatídico episodio ocurrió alguna vez.
—Sé que lo harás. —Se abrazó a él y cerró los ojos fuertemente—.
Nunca me he sentido tan protegida y segura como contigo. Sé que jamás me
harías daño, Bearnard, mi corazón lo sabe y mi cuerpo te ha elegido
también. —Bajó la vista y sonrió mientras sus mejillas se coloreaban con el
rubor—. Creo… Creo que estoy enamorándome de ti.

Bearnard e Isobel se reunieron con los demás en el último banquete con


el que los novios obsequiaron a sus invitados.
Llegaron cogidos de la mano y tomaron asiento el uno muy pegado al
otro, riendo por tonterías y mirándose con ojos brillantes mientras
ignoraban a todos los demás. Solo tenían ojos para ellos.
Nadie preguntó por el incidente de la pasada velada, pues sabían que
Bearnard los reprendería por curiosos. Pero al ver a Isobel tan relajada,
supusieron que no había sido tan grave y que quizás solo fue un malestar
femenino.
La noticia de la muerte de John fue silenciada por el mismísimo Perry
Sutherland, para proteger el honor de su hija mayor, por lo que nadie en la
boda se enteró del altercado. El único testigo de la muerte era Elliot y no
dijo ni una palabra por respeto a su hermano. Ya hablaría con él llegado el
momento para intentar comprender lo ocurrido.
Tras disfrutar del banquete y despedirse de su anfitrión, los Sinclair se
dirigieron hacia el exterior para tomar sus calesas y regresar a Wick. Había
sido una celebración bonita, pero no demasiado cómoda, ya que la novia no
los miraba con buenos ojos desde su compromiso fallido con el segundo
varón Sinclair.
El equipaje estaba debidamente cargado, los cocheros y lacayos
montados en la parte delantera de los carruajes.
Isobel, ayudada por su esposo, puso un pie en el interior para tomar
asiento, sin embargo, antes de poder hacerlo, unos furiosos gritos la
detuvieron:
—¡Asesino! —Bearnard, ella y los demás alzaron la cabeza para
descubrir a Alpina correr en su dirección con el rostro rojo por el llanto y la
ira—. ¡Bearnard Sinclair, eres un asesino!
—Señora, será mejor que regreses con tu esposo.
—¡Tú lo has matado! ¡Has matado a mi pobre primo John, eres…!
—¡Alpina, silencio! —la voz de Perry Sutherland, corriendo tras ella y
agarrándola por los brazos la hizo callar.
—¡Suéltame, padre! ¡Suéltame para que todo el mundo sepa qué clase
de persona es ese al que llamas aliado!
Bearnard apretó los labios al escuchar las acusaciones de su cuñada, sin
embargo, Isobel tocó su brazo pidiéndole calma. Luego se acercó a su
hermana con serenidad, pues Alpina nada sabía sobre las maldades de su
primo.
—Hermana, mi esposo no es un asesino.
—¡Sí que lo es! ¡Ha matado a John! ¡Alastair me lo ha dicho hace un
momento! ¡Mi pobre primo, mi querido John!
—Si Bearnard ha hecho algo así, ha sido por un buen motivo.
—¡No puedes estar hablando en serio, Isobel! —exclamó con furia,
mirándola como si hubiera perdido la cabeza—. ¡No es posible que
defiendas a ese… Sinclair que te ha hecho tanto daño!
—Alpina, te lo ruego, regresa al castillo.
—¡¿Es que no tienes corazón?! ¡John era como nuestro hermano!
—¡Ese caballero no era mi hermano!
—¡Issy, por todos los santos, ¿qué demonios te ocurre?! ¡Nuestro primo
ha muerto a manos de la bestia de tu esposo! —Se limpió las lágrimas, pero
el dolor todavía deformaba su bonito rostro—. ¡Nos ha traicionado! ¡Es una
traición contra los Sutherland!
—¡Hay una buena explicación, serénate! ¡Ven uno de estos días a Wick
y yo te lo contaré tod…!
—¡¿A Wick?! ¡¿A la casa de esos malnacidos?! ¡No, Isobel, no pisaré
jamás la morada de ese diablo con el que te casaste!
—¡Alpina! —la reprendió Perry tirando de nuevo de su brazo—.
¡Vayamos dentro!
—¡Te odio, Bearnard Sinclair! —gritó ella entre lágrimas mientras su
padre la arrastraba de nuevo hacia el castillo Varrich—. ¡Te odio con todo
mi ser y algún día pagarás lo que le has hecho a mi familia!
Isobel se quedó helada viendo a su hermana desaparecer por la puerta
sin dejar de gritar y maldecir.
Se llevó una mano a los ojos y los frotó intentando aguantar su propio
llanto. Sin embargo, sintió unas manos rodear su cintura.
Era Bearnard quien, a pesar de haber sido agraviado por su propia
cuñada, su mayor preocupación era que su mujer estuviera bien.
—Tengo que hablar con ella. Alpina no sabe nada, nunca le conté ni una
palabra sobre lo de John.
—Ya habrá tiempo para hacerlo cuando se calme, Issy. Tu hermana está
tan enfadada conmigo que no te escuchará.
—¿Cómo voy a dejar que se quede así?
Él la cogió por las mejillas para que lo mirase a los ojos.
—Hagamos algo: regresaremos a nuestro hogar y le escribirás una carta
invitándola de nuevo. Siendo una invitación formal, ella aceptará.
—Es cabezota, esposo, no creo que…
—Si no lo hace, yo mismo hablaré con Alastair. Su marido la llevará al
castillo para que puedas sacarla de su error.

Dos semanas después, la contestación de Alpina seguía sin llegar, y ese


hecho preocupaba a Isobel, quien le hizo llegar la invitación nada más
poner un pie en Wick.
Su hermana era muy terca y ese silencio no le hacía presagiar nada
bueno, pues con ella nunca se había comportado tan altiva como con el
resto de personas, hasta ahora, y ya no sabía qué hacer para que diera su
brazo a torcer.
Todos los días preguntaba si había alguna misiva para ella, y todos los
días regresaba a su alcoba desanimada.
Pero no todo iba mal en el castillo Sinclair para Isobel. La relación con
su esposo no hacía más que mejorar. El laird aprovechaba cada segundo
libre para ir a buscarla, para robarle algún beso estuvieran donde estuviesen,
para susurrarle al oído esas cosas que pensaba hacerle cuando los amparase
la intimidad de sus aposentos. Y, la verdad, su corazón cada día latía más
rápido por él y los sentimientos crecían al mismo compás.
De noche, cuando lo veía abrir la puerta de su alcoba para cargarla en
peso y llevársela a la suya propia, la felicidad de Isobel subía hasta las
nubes.
Hacían el amor hasta bien entrada la madrugada, y la intensidad que
experimentaban era increíble. Acababan sudorosos, sonrientes y con las
respiraciones convertidas en jadeos. Se quedaba dormida en sus brazos,
sobre él, sin ni siquiera separar íntimamente sus cuerpos.
A pesar de la pasión compartida y la creciente confianza, Isobel seguía
colocándose encima cada vez que fornicaban, pues aún no se sentía segura
de otra forma, pero a Bearnard parecía no importarle en absoluto. Es más,
su rostro embargado por la pasión, cuando la veía cabalgar desnuda sobre
su pelvis, era tan devastador que ella aumentaba la velocidad hasta que
ambos acababan gritando y deshaciéndose en los brazos del otro.
Isobel cerró los ojos deseando que ya fuera de noche, pero todavía
quedaban varias horas para que eso sucediera, y un pequeño tirón en su
cabello la hizo regresar a la realidad.
Orla la peinaba con todo el esmero y una serena sonrisa en los labios. Su
criada parecía muchísimo más tranquila con ella, y eso le encantaba. No
temblaba, no le hablaba con miedo y sus sonrisas parecían verdaderas.
—Hoy he visto a la joven Senga cuando nos hemos reunido a comer en
las cocinas —dijo Orla mientras decidía qué hacer con su cabello—. Me ha
dicho que le agradezca su regalo. El jabón que le entregó le facilita mucho
el trabajo.
—Oh, cuánto me alegro. En unos días, cuando vaya a Thurso, cogeré un
poco más. ¿Deseas que traiga un poco para ti, Orla?
—¿Sería tan amable, señora? —preguntó sonriente.
—Por supuesto, querida. Lo prepara Marge, una buena mujer que lleva
en el castillo de Thurso desde hace años. Debo preguntarle cuál es su
fórmula para que podamos fabricarlo aquí y disponer del que necesitéis.
—Eso sería fantástico. La joven Senga habla maravillas desde que se lo
regaló.
Cuando Orla terminó con su pelo, Isobel salió de sus aposentos y
abandonó el castillo para dirigirse a la capilla, donde debía verse con
Phemie y Claire. Todavía era temprano para la misa, pero le apetecía pasear
un rato y saborear las agradables temperaturas primaverales de las que
disfrutaban últimamente.
Dejó atrás el sendero del jardín y continuó por el camino empedrado que
llevaba al patio de armas, donde los guerreros entrenaban a diario.
A veces, le gustaba pasarse por allí y contemplar a su esposo entrenando
con ellos. Bearnard era todo un espectáculo de fiereza y maestría con la
espada, y era una buena excusa para pasar un poco más de tiempo con él.
No obstante, cuando llegó, no encontró allí a ni uno de los guerreros. Le
pareció extraño, pues a esa hora siempre solía haber alguien.
Aunque, en realidad, no estaba sola. En el centro mismo, practicando
con una espada de madera, se encontraba Mai. La hermana de Bearnard
sostenía el arma y ejecutaba movimientos certeros y rápidos con los que
batir a su oponente imaginario.
Tenía el rostro serio y en tensión, el largo cabello pelirrojo ondeaba con
la suave brisa y el rostro perlado de sudor.
Phemie le había dicho en varias ocasiones que su hermana amaba luchar
y que su mayor sueño era pelear junto a los guerreros de su hermano.
Isobel sonrió mientras se acercaba. Mai se movía con tal armonía y
ligereza que, de haber nacido hombre, esa jovencita habría sido un gran
guerrero, ya que conocía a bastantes caballeros que pedirían clemencia
contra ella en un cuerpo a cuerpo.
Cuando apenas las separaban unos metros de distancia, Isobel apoyó su
espalda en un pequeño muro que separaba el patio de armas de las
caballerizas para seguir contemplándola.
Su relación con la hermana pequeña de Bearnard apenas había mejorado
desde que se conocían. Se limitaban a ignorarse mutuamente. Bueno, más
bien, Mai era la que la ignoraba, porque no aguantaba su presencia. Y lo
entendía perfectamente. Tuvieron un comienzo tan horrible que no le
extrañaba nada que no quisiera ver ni su sombra.
Pero necesitaba que eso cambiase.
Deseaba su aprobación.
Estaba cansada de pelear, de que la mirase con recelo. Quería ser una
buena esposa para Bearnard, y eso significaba empezar de nuevo con toda
su familia, porque esas personas eran importantes para él.
De repente, a Mai se le escapó la espada y esta cayó muy cerca de
Isobel. Al ir a recogerla, fue cuando se percató de su presencia, y su
expresión mutó. Apretó los labios y se apresuró a recuperar su espada, pero
Isobel fue más rápida cogiéndola primero y se la tendió.
—Eres buena. —Mai la aceptó de mala gana y dio media vuelta—.
¿Puedo quedarme a ver cómo entrenas?
—¿Para qué? —gruñó sin siquiera mirarla.
—Porque me apetece.
—Haz lo que gustes.
Se alejó de ella y comenzó a entrenar de nuevo, ignorándola. Pero Isobel
no pensaba quedarse de brazos cruzados.
—Oye, ¿quién te ha enseñado a usar la espada? —Mai no respondió—.
¿Fue tu padre?
—¡Déjame en paz, Isobel Sutherland! ¡Si quieres mirar, mira, pero no
esperes que converse contigo como si nada! —exclamó fulminándola con
sus enormes ojos azules.
—Solo quería ser amable.
—¡No deseo tu amabilidad!
—Mira, Mai, ya sé que tú y yo no empezamos con buen pie, pero…
—¡No lo hicimos porque no quisiste que así fuera! ¡Y ahora soy yo la
que no quiere!
—Por lo menos, parece que ya no me tienes miedo.
—¡No lo tengo! ¡Tú no eres una bruja!
—¿Cómo lo sabes? Nunca has hablado conmigo desde entonces.
—Mi hermana ha decidido convertirse en tu amiguita, y Phemie le teme
demasiado a Dios como para acercarse a una sierva de Satán.
Isobel se mordió el labio inferior, dándose cuenta de que pensaba
ponerle las cosas muy difíciles, así que hizo lo que tuvo que haber hecho
hacía mucho tiempo.
Se incorporó del muro en el que estaba apoyada y fue hacia ella con un
firme propósito.
Al ver sus intenciones, Mai dejó de entrenar y dio un par de pasos hacia
atrás, para conservar la distancia que las separaba.
—¡¿Qué crees que haces?!
—Quiero pedirte perdón.
—¿Ahora?
—Sí, ahora. Ya sé que no actué bien contigo, Mai, pero tienes que
entender que estaba muy enfadada con todos vosotros.
—¡Yo nada te hice! ¡Quise ser amable!
—¡Pero entonces yo no lo veía! ¡Todo el mundo me miraba mal, me
llamaba bruja, me insultaba! Lo pagué con la persona que menos merecía
mi odio.
La hermana de Bearnard la observó desconfiada y sin abandonar ni por
un momento su actitud retadora.
—¿Qué te pasó en la cara? ¿Por qué la tenías deforme?
—Mi padre me golpeó cuando me negué a casarme.
—Me diste un buen susto.
—Ya lo sé. —Al verla tan indecisa, a Isobel se le ocurrió una idea. No
sabía si funcionaría o no, pero no perdía nada por intentarlo. Con decisión,
fue hacia un montón de pequeñas espadas de madera y cogió una para sí.
Apuntó a su cuñada con ella y le sonrió con chulería—. Te reto a un duelo.
—¡¿A mí?! —Rio maliciosa—. Debes de estar bromeando. No tienes
ninguna posibilidad.
—Seguramente. Pero si gano, me perdonarás.
—¿Y si gano yo?
—Tú eliges.
—¡Me dejarás en paz el resto de nuestras vidas! —dijo de inmediato.
—Hecho.
Mai chocó su espada como señal de que aceptaba su reto y se puso en
posición de ataque, al igual que Isobel.
Ambas se miraron a los ojos, concentradas, sin hacer ningún
movimiento, hasta que Mai decidió atacar.
Creyó que con el primer toque le arrebataría la espada de la mano, pero
no fue así. Isobel lo esquivó y le devolvió el ataque, logrando que Mai diera
un paso hacia atrás, asombrada.
—¡¿Qué demonios?! ¡¿Sabes luchar?!
—Ajá.
Mai intentó atacarla de nuevo y sus espadas chocaron, pero ninguna de
las dos perdió el equilibrio.
—¿Por qué sabes?
—Llevo viviendo sola muchos años, sin la protección de ningún
hombre.
—¿Quién te enseñó?
—Mi hermano.
—¡¿Pherson?! ¿Y no te prohibió tocar una espada?
—Más le valía enseñarme si deseaba quedarse en mi hogar esas largas
temporadas de descanso que pasaba lejos de nuestro clan. Los dos
sacábamos provecho de mis clases de lucha.
—¿Lo sabe Bearnard?
—¿Por qué? ¿Vas a decírselo? —Isobel rio y atacó por debajo, pero Mai
esquivó el golpe.
—Mis hermanos no me permiten luchar. Solo puedo hacerlo cuando no
están en el castillo.
—A los hombres les agrada pensar que solo ellos pueden protegernos.
—¡Pero no es verdad! ¡Soy fuerte, soy hábil, no necesito a nadie para
estar segura! —Mai dio un fuerte golpe contra la espada de Isobel y logró
tirársela al suelo, proclamándose vencedora de la pelea—. ¡Gané!
La jovencita dio varios saltos de alegría y contempló con suficiencia a
su cuñada, que aplaudía sonriente.
—Bien hecho. Para haber aprendido sola, eres muy buena.
—Lo sé.
—En fin, yo ya me voy. No he ganado, pero ha sido divertido intentarlo.
Dio media vuelta para marcharse hacia la capilla, pero antes de poder
hacerlo, Mai comenzó a caminar a su lado.
—Si te pregunto algo, ¿me responderás con sinceridad?
—Prueba.
—¿Es verdad que hace unas semanas te vestiste con ropajes de hombre
para cabalgar?
—Es cierto. Siempre lo hago, por comodidad.
—Si mi hermano te hubiera visto…
—Fue él quien me los dio.
—¡Mientes! —exclamó alucinada—. ¡Bearnard nunca haría algo así!
¡Es demasiado recto para esas cosas!
—Puedes preguntárselo si quieres.
Mai la miró en silencio varios segundos antes de encontrar el valor de
continuar:
—¿Puedo formularte otra cuestión?
—Adelante.
—¿Qué se siente? ¿Qué se siente llevando pantalones?
Isobel sonrió de oreja a oreja.
—Libertad, Mai.
—Santos, ojalá pudiera probarlos algún día.
—Nada es imposible si te lo propones.
—Mi hermano me mataría.
—Ninguna guerra se gana sin batallar.
—¿Me permites una última pregunta, Isobel?
—Claro, pero no puedo tardar mucho más, Phemie y Claire ya deben de
estar esperándome en la capilla.
La hermana pequeña de su esposo se retorció las manos, nerviosa, pero
como no era ninguna cobarde, no tardó en formularla:
—¿Te… gustaría venir a practicar con la espada de nuevo mañana?
Isobel sonrió y le guiñó un ojo, feliz al ver el cambio de actitud en su
joven cuñada.
—Estaré encantada, Mai.
VEINTIDÓS

Bearnard llegó al castillo de noche.


Desde que salió a toda prisa esa misma tarde, junto a Elliot y los
guerreros Sinclair, no había tenido ni un minuto de tregua, y necesitaba un
respiro.
Dejó a su caballo en manos del mozo de cuadras y junto a su hermano
subieron las escaleras que llevaban a sus aposentos.
Ninguno de los dos dijo nada, pero en el rostro de Elliot también se
reflejaba el agotamiento mental y físico.
Cada uno entró a su alcoba y cerraron tras de sí. Cuando Bearnard se
supo a solas, cerró los ojos con fuerza y apoyó la cabeza contra la pared
más cercana, derrotado.
Esa noche no se reuniría con los demás en la cena. Su única pretensión
era la de tumbarse en el lecho junto a su esposa y hacerle el amor hasta que
su mente se emborrachase con su hermoso rostro.
Sabía que Isobel se encontraba en la alcoba contigua, pues escuchaba
débiles sonidos provenientes de aquel lugar.
Fue hasta la puerta que los separaba y la abrió sin llamar siquiera. La
encontró mirando a través del ventanal y apoyó su fuerte costado en el
marco mientras la contemplaba a su antojo.
Dios, era tan hermosa que habría estado mirándola toda su vida.
Ella dio un pequeño sobresalto cuando notó su presencia y lo encaró con
una serena sonrisa en los labios.
—Bearnard… —Fue hacia él—. Ya has vuelto. Pareces agotado.
—Lo estoy.
—Esta tarde, he ido a pasear por el patio de armas y no te he
encontrado.
—Hemos tenido que irnos de improviso. —La rodeó por la cintura y la
besó con delicadeza, degustando el sabor tan dulce de su esposa, ese sabor
del que nunca podría cansarse—. Mis piernas apenas me aguantan.
—¿Deseas que mande a las criadas llenar la bañera para que tus
músculos se desentumezcan?
—No, solo quiero cambiarme de ropa y cenar con mi mujer en la
intimidad de nuestro dormitorio. —La cogió en peso para total sorpresa de
Isobel y se la llevó a su habitación.
—Esposo, por Dios, puedo caminar y tú estás cansado.
—Oh, no me reprendas, Issy. Este es uno de los pocos placeres que voy
a tener esta noche. Además, pesas tan poco que podría llevarte toda la vida
en brazos.
—¡Vaya, mi laird, incluso cansado eres presumido! —Rio dejándose
llevar hasta la gran cama.
Bearnard la dejó caer en ella y se tumbó a su lado mirándola con una
sonrisilla. Alzó la mano y acarició su mejilla antes de volver a besarla.
—Y ahora dime, ¿qué ha hecho mi esposa en mi ausencia?
—He ido a misa con Phemie y Claire. ¡Oh, y he luchado contra Mai!
—¿Luchado?
—Bueno, practicado con la espada.
—Mmm… Ahora buscará la mínima excusa para desobedecerme y
practicar a todas horas. Esa chiquilla es una rebelde desobediente.
—No digas eso. Pherson también me enseñó a defenderme y no me he
convertido en un monstruo por ello. Tu hermana solo se divierte. Además,
de esa forma he logrado congraciarme con ella.
—¿Ah, sí? —La sonrisa de su marido se hizo mucho más amplia.
—Puede decirse que llegaremos a ser amigas.
—Eso sí que me agrada.
—Quiero que tu familia me apruebe, Bearnard. Sé que no te gusta que
haya tiranteces entre nosotros, y yo tampoco quiero tenerlas.
—¿Por qué ese cambio?
—Por ti. Para que seas feliz a mi lado.
Bearnard jadeó al escuchar su contestación y capturó sus labios con
anhelo, derritiéndose al sentir que ella respondía con la misma pasión.
—Oh, Issy, tu sola presencia ya me hace el hombre más feliz de
Escocia. —Lamió su cuello y con una de sus manos subió su falda para
agarrar sus muslos. Esa mujer conseguía llevarlo al cielo con unas pocas
palabras. Estaba completamente perdido—. Y cuando te entregas a mí, creo
ser el dueño del sol, de la luna y de las estrellas.
Ella se mordió los labios, emocionada, y lo hizo tumbarse sobre el
lecho, para colocarse a horcajadas sobre su cintura.
Desde allí, lo besó con una pasión desmedida, notando que el calor de su
bajo vientre llegaba de repente, y que las manos de su marido recorriendo
su espalda no hacían más que aumentar sus ansias.
—¿Entonces, cenaremos aquí?
—Ajá. Esta noche nadie va a sacarme de la cama, ni a ti tampoco. —Él
mordisqueó su mandíbula—. Es más, de ahora en adelante, mi esposa
compartirá siempre mi alcoba. Ya no habrá habitaciones separadas para
ninguno de los dos.
—Pero, Bearnard, mis cosas…
—Mandaré que las trasladen. Te quedarás aquí y cerraremos esos
aposentos por el momento.
—¿Cómo que por el momento?
Bearnard juntó sus frentes y sonrió contra sus labios al verla dubitativa.
—Tu antigua habitación se abrirá cuando nuestro primer hijo llegue al
mundo. Y cuando eso suceda, no volverá a cerrarse. ¿Acaso no recuerdas
que te dije que tendríamos que construir un castillo solo para nuestra
descendencia?
Isobel rio encantada con sus palabras y bajó la mirada para que no viera
el sonrojo. Ella también deseaba aquello que su esposo decía, pero
escucharlo de sus propios labios era increíble.
—Mujer, mírame. No ocultes tu sonrojo, porque hasta eso quiero de ti.
La besó intensamente y, al separarse, ella apoyó la cabeza sobre su
pecho, sintiéndose muy dichosa y afortunada por tener a un hombre como él
a su lado. ¿Cómo era posible que hubiera peleado con su padre para no
casarse con Bearnard Sinclair? Ahora lo pensaba y se sentía tonta por su
forma de actuar.
—Bearnard, ¿quieres que llame a las criadas para que traigan la cena?
—Aguarda un poco, dulce ángel, deja que disfrute de tu compañía un
instante más, que mis ojos borren el horror que han visto esta tarde.
—¿Horror? ¿Por qué horror? ¿Dónde os habéis dirigido con tanta
premura?
Él suspiró y cerró los ojos con fuerza al acordarse de las imágenes que
pululaban por su mente. Y eso solo podía significar una cosa.
—Ha habido otra incursión al sur de Wick.
—¡Otra! ¡No!
—Han arreado ganado de dos humildes granjas y han matado a los
animales que no han podido llevarse.
—¡Cielos, no puede ser! ¡Esto no tendría que haber vuelto a ocurrir! —
exclamó Isobel horrorizada.
¡¿Otra incursión?! ¡No, no! ¡Alpina le dijo que hablaría con su esposo
para frenar esa barbarie! ¡Se lo prometió! ¿Qué había pasado? ¿Sería
posible que la muerte de John hubiera truncado su promesa?
¡No podía quedarse de brazos cruzados! ¡Si Bearnard acababa
descubriendo a los Mackay, todo estallaría por los aires! ¡Habría una gran
guerra entre ambos clanes, moriría mucha gente y a ella le prohibirían ver a
su hermana para siempre!
¡¿Es que la descerebrada de Alpina no pensaba en las consecuencias?!
La desesperación se reflejó en su cara. ¡Tenía que frenar esas
incursiones como fuera! ¡Debía hablar con ella y hacerla entrar en razón!
Pero ¿cómo hacerlo si no se dignaba a contestar a su carta? ¿Cómo podía
ponerse en contacto con Alpina?
—Es… Esposo…
—¿Sí?
—Necesito que hables con el marido de mi hermana.
—¿Por qué motivo?
—Ella… —Tragó saliva y pensó muy bien qué contestar para no poner
en evidencia lo que sucedía—. Ella no me ha contestado a mi carta y… me
prometiste que me ayudarías si acaso esto sucedía. Le… debo una
explicación. Todavía piensa que asesinaste a nuestro primo sin motivos.
Debe saber la verdad.
—Claro. —Bearnard la besó con ternura, desconociendo el gran secreto
que le escondía su mujer—. Mañana mismo haré mandar una carta a
Alastair Mackay citándolo en el castillo Sinclair. Él traerá a tu hermana
consigo y todo se arreglará.

Dos días después, los Sinclair al completo viajaron hacia el bosque de


Dunnett. Visitar el lugar y pasar un día en familia era una tradición que
cumplían a rajatabla al menos una vez al año.
Era su paraje favorito para descansar de las exigencias y la concurrida
vida en el castillo, pues aquella floresta de ensueño era conocida por su
belleza y tranquilidad. Allí tenían recuerdos muy hermosos de cuando su
padre todavía seguía con vida.
Bearnard y Elliot fueron los únicos que no viajaron en la calesa, sino
que lo hicieron sobre sus propios caballos. Aprovechando que era un paraje
seguro, ellos se divertían cazando hasta la hora del almuerzo mientras las
mujeres disfrutaban tranquilas del lugar.
El carruaje se detuvo en un extenso prado y continuaron su camino a
pie. Después de caminar diez minutos a través de la mullida hierba, un
enorme y tranquilo lago apareció ante ellos.
Extendieron una gran manta al sol, donde poder sentarse y disfrutar del
precioso paisaje, y dejaron varias cestas con comida sobre ella.
Isobel, que nunca había estado en aquel lugar, miraba maravillada a su
alrededor. Tanto era así que, cuando sintió unas manos rodear su cintura, se
sobresaltó por lo concentrada que había estado observando cada pequeño
detalle.
—¿Te agrada el lugar? —le dijo Bearnard al oído, consiguiendo que la
piel de sus brazos se erizase.
—Es un sitio precioso.
—Mi familia y yo le tenemos especial cariño a este bosque, y me hace
feliz que a ti también te parezca hermoso. —La besó en los labios con una
ternura que derritió las piernas de Isobel—. Cuando regrese de la cacería,
prometo llevarte a un rincón muy especial.
—¿Qué rincón es ese?
—Uno donde las hadas parecen vivir en cada árbol, donde el sonido del
arroyo es similar a la más bella música y donde el verde es tan intenso
como nunca lo has visto. Un lugar donde estar solos y disfrutar de la
compañía del otro, sin tener a nadie a nuestro alrededor.
—¡Hermano! Si no partimos pronto, no tendremos tiempo suficiente
para hacernos con un buen número de presas.
La voz de Elliot los hizo separarse. Bearnard se despidió de Isobel con
otro suave beso y los varones Sinclair montaron sobre sus caballos y se
internaron entre los árboles del frondoso bosque de Dunnett.
Una vez sus figuras desaparecieron del todo de su campo de visión, se
reunió con las demás, que recostadas sobre la gran manta, charlaban
relajadas y sonrientes.
—Ven con nosotras, Isobel —la animó Phemie palmeando a su lado—.
Estábamos a punto de abrir las cestas para comer algo.
Tomó asiento entre Phemie y Beth y todas dirigieron su mirada a Claire,
quien, haciendo una mueca de dolor, cambió de posición.
—¿Te encuentras bien, querida? —se interesó Mai, cogiendo su mano.
—Me he levantado con ciertas molestias en el bajo vientre. Este bebé no
tardará muchos días en llegar al mundo. —Se tocó la panza—. Quizás
debería haberle hecho caso a Elliot cuando me dijo que me quedase en el
castillo a descansar, pero, ¡oh!, ¿cómo quedarme allí cuando añoraba visitar
el bosque?
—La última vez que vinimos, mi hermano y tú todavía no estabais
casados —recordó Phemie.
—Todas creíamos que estabas interesada en Pherson Sutherland —
añadió Beth riendo.
—¡Vaya, no sabía nada de esa historia! —exclamó Isobel alucinada.
—En esa época, intentaba ocultar mis emociones por Elliot, ya que él
estaba comprometido con Alpina. Tu hermano fue muy amable conmigo,
cuñada, y desde entonces somos grandes amigos.
Mai se echó a reír y le dio una palmada en el muslo a su hermana.
—¿Te acuerdas, Phemie? ¿Recuerdas lo incómoda que estaba Alpina
mientras viajábamos en la calesa? Era muy divertido ver sus caras de
fastidio.
—¡Mai, hija, cuida tus modales! ¡No es de buena educación burlarse de
las molestias ajenas!
Phemie rio a pesar de la regañina de su madre.
—Querida, Isobel, tu hermana no es nada aventurera. Pasó todo el
camino hasta el bosque quejándose.
—Me temo que tenéis toda la razón. Alpina es una enamorada de las
comodidades. Cuando éramos pequeñas y padre nos llevaba a ver el mar, se
quejaba a todas horas.
—Oh, por cierto, hablando de comodidades —saltó Beth de repente—.
Isobel, varias criadas me han hablado del maravilloso jabón que le regalaste
a Senga. Me gustaría saber a qué mercader se lo compraste para adquirir y
aprovisionar al castillo.
—No es comprado. Lo hace una bondadosa mujer de Thurso. Estoy
decidida a que me muestre los ingredientes para poder prepararlo yo misma.
—Sería ideal. ¿Me enseñarás?
—Por supuesto, Beth.
La madre de Bearnard le sonrió de oreja a oreja, pero enseguida volvió a
preguntar:
—También quería que me dieras el nombre de esa arena humeante que
usas para ambientar tu alcoba. No sé si habrás notado que a veces los
guerreros no huelen a rosas precisamente y dejan el salón maloliente como
las cuadras.
Todas se echaron a reír por las palabras de Beth, compartiendo su
sentido del humor.
—Es incienso, y yo misma estuve a punto de hablarte de él las primeras
veces que comí en el gran salón.
—¿Y por qué no lo hiciste, querida?
—Pues… por aquel entonces mi relación con los Sinclair no era
agradable, que digamos. Pensé que quizás veríais con malos ojos mi
atrevimiento.
—Ni hablar. —Cogió su mano y le sonrió con calidez—. Cualquier
ayuda con el castillo es bien recibida. Ya no soy tan joven y cada vez me
cuesta más llevarlo todo a mí sola.
—Oh, Beth, yo estaré encantada de ocuparme de todo lo que necesites.
Tengo experiencia suficiente para hacerlo, pues en Thurso me encargaba
personalmente de la organización de mi hogar y de los cultivos. En Wick
tengo demasiado tiempo libre y no me agrada andar todo el día de brazos
cruzados.
—Entonces, será un placer delegarte obligaciones, querida Isobel.
Después de todo, tú eres la nueva señora del castillo Sinclair, ¿quién mejor
que la mujer del laird para dirigir su propio hogar? —Sonrió con serenidad
—. Creo que ya va siendo hora de tomarme un merecido descanso y delegar
mis funciones de señora.
Tras aquella agradable conversación, las cuatro damas pasearon por los
alrededores y contemplaron embelesadas el precioso lago de aguas
turquesas.
Isobel se sentía feliz rodeada por esas damas. Después de creer que
jamás la aceptarían como una más, se estaba dando cuenta de su bondad y
sencillez. Incluso Mai comenzó a hablarle como si la conociera de toda la
vida, con tanta confianza como lo hacía con las demás.
A mediodía, y viendo que Bearnard y Elliot todavía no regresaban de su
cacería, comieron una buena porción de pastel de patata que las criadas
prepararon para ese paseo campestre.
Rieron, charlaron, bromearon… Hasta que algo inesperado sucedió.
El rostro de Claire cambió de repente y las miró agobiada apoyando una
mano en su abultado estómago.
—¡Santos! ¡Oh, no!
—¡¿Qué pasa, cuñada?! —preguntó Phemie con cara de preocupación.
—Creo que algo raro está ocurriendo con el bebé. Me siento mojada,
muy mojada y… me duele.
—¡La hora ha llegado! —exclamó Beth incorporándose de inmediato.
—¡¿Va a parir?! —gritó Mai horrorizada.
—¡No, no puedo parir aquí! ¡No estoy preparada! ¡¿Cómo vamos a
encontrar una partera para que me asista?!
—¡Está bien, Claire, tranquilízate! —dijo Isobel cogiendo su mano—.
Normalmente estas cosas se demoran bastantes horas. En cuanto vuelvan
Bearnard y Elliot, regresaremos a Wick.
—¡Nosotras podemos ir a buscarlos! —se ofreció Mai levantándose de
un brinco—. ¡Phemie me acompañará!
—¡El bosque es enorme, hermana! ¡No los encontraremos!
—¡Pero tenemos que intentarlo!
Las dos jovencitas se marcharon del claro a toda prisa y las dejaron a
solas.
Claire dio un grito de dolor de repente y las lágrimas corrieron por su
rostro, asustada. Isobel cogió su mano y le sonrió tranquilizadora.
—Te llevaremos hasta la calesa, allí estarás más cómoda hasta que
regrese tu marido.
—Es una idea genial —la secundó Beth, cogiendo la otra mano de su
nuera para ayudar a que se levantase de la manta.
Entre las dos fueron guiándola hasta el carruaje, frenando de vez en
cuanto al verla gritar por el dolor de una nueva contracción.
—Beth, ¿el cochero sigue esperando en la calesa?
—Me temo que no. Domhnall le pidió permiso a Bearnard para visitar a
su hermana, la cual vive a varias millas de aquí. No regresará hasta la tarde.
—¡Santos!
—¡Me duele, me duele mucho! —lloró Claire mirándolas suplicante—.
¡No puedo parir aquí! ¡Nadie podrá asistirme!
—Llegaremos a tiempo, querida —volvió a tranquilizarla su suegra—.
Mi nieto esperará a que su madre esté en su hogar.
Ayudaron a la parturienta a recostarse en la calesa y la acompañaron
mientras los dolores de las contracciones se producían sin cesar.
Claire metió una mano bajo su falda y cuando la sacó esta estaba repleta
de sangre.
—¡Santa María! ¡Creo que voy a desmayarme! —exclamó Beth
poniéndose blanca—. No soporto la sangre.
—Espera fuera, Beth, yo me quedaré con ella —le indicó Isobel, sin
apartar la vista de su cuñada.
Cuando estuvieron a solas, Claire lloró más fuerte y cogió su mano muy
asustada. Isobel tocó su frente para asegurarse de que no tenía fiebre.
—Una vez… —le tembló la voz—. Una vez presencié un
alumbramiento en Thurso. Era el de la hija de la señora Marge. En mi
castillo no había matronas para poder ayudarla a traer al niño al mundo.
—¿Y… qué sucedió?
—Su madre lo hizo. —Isobel tragó saliva y le sonrió tranquilizadora—.
No debes temer, expulsar un poco de sangre no es malo, es natural, pues ese
niño está dentro de tu cuerpo.
—Es muy doloroso, Isobel.
—Lo sé, pero eres una dama fuerte, Claire, y no voy a dejarte en ningún
momento, ¿de acuerdo?
—¡Claire! ¡Claire, amor mío!
La voz de Elliot se escuchó en la distancia, pero no tardó nada en abrir
la puerta de la calesa para unirse a ellas. En su rostro se notaba la
preocupación y el miedo. Besó a su mujer y acarició su estómago.
—Ya mismo marcharemos a Wick. Bearnard conducirá la calesa.
—Oh, Elliot, no sé si el bebé querrá esperar.
—¡Lo hará, lo hará!
—¡Ah, Dios! —gritó de nuevo Claire y lloró más fuerte—. ¡No puedo
más! ¡Es muy doloroso, es horrible, es…! —De repente, algo ocurrió y
Claire aterrada abrió mucho los ojos. Se llevó una mano a su entrepierna—.
¡Ya viene!
—¡No, esposa, debes aguantar! ¡No tenemos a nadie para ayudarte!
—¡Elliot, nuestro hijo quiere salir! ¡Estoy muy asustada, por favor,
esposo, ayúdame!
—Elliot —la voz de Isobel le hizo darse cuenta de que no estaban solos
—. Ese niño quiere nacer.
—¡¿Cómo, maldición?!
—Tu esposa no va a poder llegar a Wick antes del alumbramiento.
—¡¿Qué sabrás tú?! ¡Si nos damos prisa…!
—¡Cuñado! ¡Escucha a tu mujer, por Dios! ¡El niño quiere venir al
mundo! —Acarició el brazo de Claire intentando infundirle tranquilidad—.
Haced un fuego, calentad agua y recoged algo de menta y ortiga para hacer
una infusión.
—¡¿Y de qué servirá?!
—Aliviará un poco su dolor. —Isobel cerró los ojos con fuerza y le
sonrió de nuevo a su cuñada—. Está bien, Claire, necesito que te prepares,
porque tu hijo nacerá aquí.
—¡No, no la tocarás! ¡Mi mujer parirá en su lecho, en el castillo
Sinclair!
—¡Si esperamos tanto, vuestro hijo morirá, y tu esposa lo hará con él!
—¡Maldición, Dios! —El hermano de Bearnard dio un sonoro golpe a la
puerta del carruaje, desesperado—. ¡Malditos santos y malditos todos!
—Elliot, déjame a solas con tu esposa.
—¡No, no! ¡Ella no…! ¡Ella!
—Mi amor. —Claire cogió suplicante la mano de su marido—. Espera
fuera. Estaremos bien.
—Trae la infusión, Elliot. No tardes —dijo Isobel mientras asomaba
medio cuerpo fuera de la calesa. Los rostros preocupados de Bearnard,
Beth, Phemie y Mai la miraron sin saber qué hacer—. ¡Traed también la
manta donde hemos estado sentadas sobre el césped e id calentando agua!
Mientras terminaban de cumplir sus peticiones, Isobel se encerró de
nuevo en la calesa junto a Claire.
Afuera, todos rezaban para que el alumbramiento saliera bien, pidiendo la
ayuda de Dios para Claire y su pequeño.
Tras encender el fuego y poner agua a calentar, Bearnard se acercó a
Elliot, quien caminaba de un lado a otro esperando noticias, y apoyó una
mano en su hombro para que se tranquilizara.
—Hermano, si algo malo llega a sucederle a mi esposa, moriré.
El silencio era absoluto entre ellos, lo único que se escuchaba era los
gritos de dolor de Claire dentro del carruaje, y a Isobel tranquilizándola.
De improviso, tras un último grito, se oyó un llanto. Un furioso llanto de
recién nacido que anunció la llegada del pequeño Sinclair.
Beth, Phemie y Mai gritaron y se abrazaron, Elliot se dejó caer al suelo,
aliviado, y Bearnard sonrió por el feliz final.
La puerta de la calesa se abrió y por ella apareció Isobel, portando en los
brazos la manta donde antes habían estado sentadas sobre el césped. Dentro
de ella, una hermosa niña lloraba a pleno pulmón, dejando en evidencia su
buena salud.
Elliot corrió hacia su cuñada y ella le puso a la niña en sus brazos.
—Hola, pequeña —la saludó su padre muy emocionado. Cuando alzó la
cabeza hacia Isobel, el agradecimiento se leyó en sus ojos—. Claire…
¿Claire le ha puesto nombre?
—La ha llamado Aileen, pues como el nombre indica, esta niña es luz
de la verde pradera donde ha comenzado su vida.
—¿Mi esposa está…?
—Está perfecta, puedes ir con ella. Pero por su seguridad, lo más
sensato sería regresar a Wick para que la partera se asegure de que todo
anda bien.
Elliot, con su hija en brazos, fue a ver a Claire, e Isobel frotó las manos
por su vestido, que ahora estaba manchado por la sangre de su cuñada. En
su rostro se percibían signos del cansancio y de la tensión que acababa de
vivir.
Al alzar la mirada, vio que su esposo se acercaba a ella con una tierna
sonrisa. La abrazó con fuerza, dándole la oportunidad de abandonarse en
sus brazos y cerrar los ojos, aliviada. Sintió los labios de Bearnard sobre su
frente.
—¿Estás bien?
—Agotada.
—Eres tan valiente, mujer…
—En un momento como ese, la cobardía es imperdonable. —Bearnard
cogió su barbilla entre las manos y la besó con ternura—. Vayámonos a
casa, esposo. Necesito darme un baño y aliviar esta tensión.
VEINTITRÉS

Los Sinclair dieron la bienvenida a la pequeña Aileen con un grandioso


banquete donde nada ni nadie faltó.
Todos quisieron acercarse al castillo para felicitar a los orgullosos
padres y entregarles algún presente como muestra de cariño y respeto.
Fueron días de felicidad y celebración donde en muy pocas ocasiones
hubo un momento para el descanso. Pero tras cuatro jornadas de
festividades, el castillo Sinclair regresó a su acostumbrada calma, y los
radiantes padres regresaron a su propio hogar, situado en el poblado, no
demasiado lejos de allí.
Cuando el sol descendió en el cielo la segunda tarde, tras la celebración,
Isobel salió de las cocinas con una sonrisa resplandeciente. Todo estaba
dispuesto y organizado para la cena, el castillo tenía un agradable aroma al
incienso que ella misma se había preocupado por hacer traer desde Thurso y
flores frescas adornaban cada rincón anunciando que la primavera estaba en
todo su esplendor.
Después de que Beth le confió sus funciones como señora del hogar, sus
días se llenaron de quehaceres de nuevo, pues un lugar tan grande no era
fácil de manejar, pero agradecía tener algo en lo que ocupar las horas
muertas, pues antes no tenía más remedio que quedarse de brazos cruzados
en la soledad de su dormitorio.
Era una gran satisfacción ver cómo todo marchaba según el orden
establecido y que, con el paso de los días, el resto de las criadas dejaban de
mirarla con miedo, y acababan dándose cuenta de que su nueva señora no
era la malvada bruja de la que todo el mundo hablaba.
Mientras ascendía por las escaleras que conducían a la alcoba que
compartía con Bearnard, sonrió al recordar la cara de asombro de Mai
cuando, tras entrenar con ella en un rinconcito del patio de armas, le había
regalado los pantalones que su esposo le dio para montar. Ver esa sonrisilla
pilla no tenía precio.
Al traspasar la puerta e introducirse en la seguridad de sus aposentos,
fue directamente hacia una coqueta mesilla, de la cual sacó papel y una
pluma con la que escribir.
Necesitaba contactar con Alpina fuera como fuese. Su hermana parecía
haber desaparecido del mundo, ya que ni siquiera había respondido al
requerimiento del propio Bearnard hacia Alastair, para reunirse en el
castillo Sinclair. ¡Era tan extraño!
Con la pluma entre los dedos, pensó una buena forma de comenzar la
carta, pero antes de poder trazar la primera letra, su marido apareció por la
puerta y se dirigió hacia ella con esa sonrisa chulesca que tanto le agradaba.
—¡Vámonos!
—¿Qué? ¿Adónde?
—No contestaré preguntas, esposa. —La cogió de una mano y la hizo
levantarse, logrando que la pluma cayese el suelo.
—¡Pero, Bearnard, estaba…!
—Ya lo harás luego. —Besó sus labios—. Tengo la tarde libre de
obligaciones y voy a llevar a mi mujer a un lugar especial, ya que no pude
hacerlo en el bosque de Dunnett.
Sin parar de reír, Isobel lo siguió por todo el castillo, hasta que salieron
al exterior y alcanzaron las caballerizas. Allí, el mozo de cuadras ya tenía
ensillados a sus caballos.
Mientras acariciaba a Jezabel, Bearnard la abrazó por detrás y le susurró
en el oído:
—Todavía estás a tiempo si deseas vestir tus pantalones. Aguardaré el
tiempo que tardes en cambiarte de ropa.
—Em… No, hoy montaré con el vestido. —No pensaba volver a
pedírselos a su joven cuñada. Mai sería una buena heredera de esos ropajes,
estaba segura.
Ya montados sobre sus caballos, Isobel siguió a su esposo por el bosque
de Wick, riendo cada vez que él fruncía el ceño al ver cómo lo adelantaba y
galopaba muy rápido sobre su yegua.
No fue sino unas pocas millas después que Bearnard la hizo frenar y
girar hacia un tupido bosque de coníferas, donde la luz del sol apenas se
colaba entre sus frondosas ramas.
Tras trotar unos minutos más, el sonido de un río llegó a sus oídos y la
visión de un pequeño claro rodeado de rocas repletas de musgo y matorrales
aletargó sus sentidos.
Aquel era un lugar precioso. Nunca antes había estado en él, pero su
marido parecía conocerlo a la perfección.
—Ataremos los caballos a ese árbol.
—¿Qué lugar es este?
—¿Te acuerdas de que una vez te mencioné que Elliot y yo solíamos
bañarnos en un lago cerca de Wick? Pues este es el lugar.
—Pero aquí no veo lago alguno.
—Ah…, mujer, ahí está la sorpresa. —Palmeó su trasero y después
cogió su mano para guiarla a través de la estrecha abertura entre dos
enormes rocas.
Se hizo la oscuridad mientras cruzaban aquella gruta, pero tras esquivar
unos matorrales, el sol volvió a brillar sobre sus cabezas y la imagen que
Isobel vio ante sus ojos parecía irreal.
Ante ellos había una pequeña laguna rodeada de piedras y resguardada
de cualquier visitante inesperado, pues si no conocías bien el lugar era muy
difícil que dieras con su paradero.
Sus aguas eran tan turquesas y limpias que invitaban a bañarse en ellas y
la suave hierba que la rodaba era alta y tan verde como pocas.
—¡Este lugar es maravilloso, Bearnard!
—Lo sé, y lo mejor de todo, es solo nuestro.
—¿Cómo descubristeis el lago? Está tan escondido…
—Fue una mañana que salimos de cacería. Íbamos persiguiendo un
jabalí y este se metió en la gruta para salvarse. Cuando entramos tras él y
descubrimos lo que escondía ese oscuro pasadizo, prometimos guardar el
secreto y disfrutar solo nosotros de él.
—Y ahora me traes a mí. —Sonrió.
—Estoy seguro de que a Elliot no le importará.
—No le gusto, así que es muy posible que sí le importe que profane este
lugar tan especial para ambos.
—Soy el laird y tú mi esposa. —La rodeó por la cintura y la besó
intensamente—. Estas tierras nos pertenecen. No puedes profanar algo que
es tuyo.
Isobel lo miró maravillada. Jamás podría acostumbrarse a ese remolino
que su marido producía en su cuerpo con un simple roce de sus labios.
—Y me has traído para que nos demos un baño, ¿cierto?
—Te he traído para poder pasar tiempo a solas, pero la idea de un baño
juntos también ha pasado por mi mente. A no ser que estés en desacuerdo.
Isobel sonrió y en esa ocasión fue ella la que juntó sus bocas, notando
que ese simple gesto hacía arder a Bearnard, pues sus manos comenzaron a
acariciar su cintura y su espalda con una sensualidad que la desarmaba.
—Me bañaré contigo, esposo. —Acarició su mejilla rasposa—. Y
después me harás el amor sobre la hierba.
Al escuchar aquella respuesta, Bearnard gruñó como un animal a punto
de atacar a su presa y comenzó a desatarle los lazos del corpiño, con la
respiración alteraba y la pasión bullendo dentro de su cuerpo. Sin embargo,
Isobel no se quedó de brazos cruzados, puesto que también empezó a
desnudarlo a él, mientras sus bocas degustaban el sabor tan conocido e
irrepetible del otro, jadeando con cada roce de sus lenguas, frotándose al
notar que sus pieles entraban en contacto.
Toda su ropa acabó hecha varios montones sobre la hierba, sin
importarles que pudiese arrugarse y que todo el mundo supusiera qué había
ocurrido entre ambos cuando regresasen al castillo. Era tal el ardor
compartido en ese momento que su única preocupación era el placer.
Él la cogió en peso y caminó con ella a cuestas hacia el lago, pues no
estaba dispuesto a que separasen sus bocas por nada del mundo.
Cuando el agua rozó sus cuerpos, contuvieron la respiración por su
frescura. No obstante, el calor que ellos mismos emanaban les bastó para
continuar con aquellos ardientes juegos.
La boca de él capturó uno de sus pechos y el gemido que prorrumpió
Isobel retumbó por las cuatro paredes de roca que protegían aquel santuario
del resto del mundo. Rodeó su cintura con las piernas y se frotó contra su
estómago mientras él continuaba lamiendo sus pezones.
—Bearnard… Oh, Bearnard… Sí, más… más.
Atrás quedó el miedo a las relaciones íntimas de Isobel. Ahora cuando
hacía el amor con su marido, solo podía pensar en el placer que su cuerpo le
proporcionaba. El dolor y sus oscuros traumas iban diluyéndose noche a
noche en la intimidad de su alcoba. Por fin comprendió que una persona
que te ama jamás haría lo que hizo John, pues esas actitudes manifestaban
enfermedad y un alma negra y podrida.
Cuando el deseo se hizo insoportable para ambos, Isobel introdujo una
mano en el agua y guio su pene hacia la suave abertura de su sexo.
Hicieron el amor en el agua, con tanta fuerza y entusiasmo que ambos
acabaron gritando contra la boca del otro cuando el clímax barrió sus
cuerpos.
Estuvieron abrazados, besándose con glotonería mucho tiempo.
Jugueteando con el agua, nadando, riendo…
Cuando Bearnard la sintió temblar de frío, salieron y, todavía desnudos,
se tumbaron sobre la hierba muy juntos, con la cabeza de Isobel apoyada
sobre su hombro.
Tan relajada estaba que sus ojos fueron cerrándose hasta quedarse
dormida, pero despertó sobresaltada poco después cuando Bearnard movió
un poco su cuerpo.
—¿Te he asustado? —preguntó besando su boca.
Ella negó con la cabeza y bostezó mientras se volvía a abrazar a él.
—¿He dormido mucho?
—No lo sé, estaba demasiado ocupado mirándote como para darme
cuenta de la posición del sol.
—Ha tenido que ser muy aburrido.
—Oh, te equivocas. Tu imagen es la visión más hermosa que voy a
contemplar en la vida, Issy. ¿Sabes algo? Soy muy afortunado porque al
final siempre termino consiguiendo lo que deseo.
—Y deseabas conseguirme a mí.
—Ajá. —Pellizcó su trasero—. También he conseguido que te bañes
conmigo en un lago. No hace mucho tiempo te escandalizabas al ver mi
cuerpo desnudo.
—¡No me culparás, esposo! —exclamó riendo, recordando aquella vez
en Thurso—. Era la primera vez que veía a un hombre sin ropa.
—Entonces, ¿te ha gustado la experiencia?
—Sobre todo cuando estábamos haciendo el amor en el agua.
—Mmm… —Capturó su labio inferior y lo mordisqueó, haciéndola reír
—. Podemos venir cada vez que queramos, bello ángel.
—¿Mañana?
Bearnard soltó una carcajada y la abrazó fuerte.
—Mañana. Buscaré un hueco en mis obligaciones y regresaremos a
nuestro lago.
—Si no puedes, esperaré. Sé lo ocupado que estás a diario.
—Si es para pasar tiempo con mi esposa, no estoy ocupado en absoluto.
Por ti buscaría tiempo hasta por debajo de las piedras, Issy.
Se besaron con intensidad y sus lenguas juguetearon plácidamente con
la del otro, sumidos en esa intimidad tan dulce que les aceleraba el pulso.
Cuando Isobel separó sus labios, lo miró maravillada, pues nunca creyó
que algo así pudiera sucederle a ella. Ese hombre maravilloso era su marido
y estaba segura de que la vida a su lado sería un sueño.
—Bearnard, te amo.
Él contuvo el aliento al escuchar su confesión. Una sonrisa dichosa
apareció en su boca y no pudo más que mecerla contra él y besarla con
todas sus ganas.
—Oh, Issy, ¿qué acabas de decir, mujer? ¿Esas celestiales palabras son
ciertas?
—Lo son —asintió con ojos brillantes—. Eres el hombre que mi
corazón ha elegido, esposo, y no podía seguir callada cuando esos
sentimientos son tan fuertes.
—¡Issy, Issy, santos, mujer! ¿Acaso quieres que explote de felicidad? —
Juntó sus frentes, tan radiante como lo estaba ella—. ¿Qué has hecho
conmigo, bello ángel? ¿Qué has hecho de mí para que ahora mismo me
sienta invencible?
—Así es el amor.
—Querida... —Bearnard quiso saltar, gritar, abrazarla hasta que sus
cuerpos se fundieran en uno, pues los sentimientos que le profesaba a su
mujer eran indescriptibles. ¿Sería amor? ¿Estaría él también enamorado de
esa bella dama? ¡Debía serlo, porque desde que la conocía respiraba por y
para ella! ¡Porque imaginar una vida sin esa mujer ya se le antojaba
imposible!—. Oh, Isobel. Debes saber que voy a cuidar de tus sentimientos,
jamás te arrepentirás de nuestra unión, porque yo también estoy seguro de
que te am…
Pero no pudo terminar su declaración de amor, porque a lo lejos creyó
escuchar un grito desesperado. Y era una voz demasiado familiar como para
ignorarla.
En guardia, se incorporó del suelo, bajo la atenta mirada de su esposa,
que no comprendía lo que estaba ocurriendo.
Hasta que finalmente aquellos gritos se escucharon con mucha más
claridad.
—¡Bearnard! ¡Bearnard, hermano!
Era Elliot, y por su forma de llamarlo, parecía que algo muy grave
acababa de suceder.
Con premura, cogió la ropa de Isobel y se la puso en el regazo, al tiempo
que le daba un último beso.
—Vístete. Tenemos que regresar al camino principal, mi hermano debe
de haber visto nuestros caballos, pero no ha querido entrar al claro para
preservar nuestra intimidad.

Cuando ambos estuvieron vestidos, Bearnard agarró su mano y juntos


cruzaron de nuevo esa oscura gruta que los devolvió al riachuelo, donde sus
caballos aguardaban atados en el mismo árbol.
Pero no tuvieron ni un segundo para respirar, porque Elliot ya estaba allí
montado sobre su propio equino, y parecía muy nervioso. Tan nervioso
como Isobel no lo había visto nunca.
—Elliot, ¿qué ocurre?
—¡Rápido, hermano! ¡Montad sobre vuestros caballos y seguidme! ¡No
hay tiempo que perder!
—¡¿Qué ocurre, maldición?!
—¡Una incursión, Bearnard! ¡Una incursión en el propio Wick! ¡Hay
casas ardiendo, los aldeanos están muy asustados, el poco ganado que
queda con vida está huyendo despavorido!
Isobel horrorizada se tapó la boca con ambas manos y miró a su marido
con terror. ¿Una incursión en Wick? ¿Cerca del castillo?
—¡No, no, por favor! ¡Tus hermanas, tu madre, Claire y la pequeña
Aileen…!
—Ellas están a salvo —respondió Elliot para tranquilizarla—. Los
guerreros Sinclair custodian el castillo y nadie entrará en él.
Bearnard gruñó con una rabia que brotaba de su pecho y desbordaba sus
ojos.
—¡¿Habéis visto a los culpables?! ¡¿Sabe alguien quiénes son?!
—¡Todavía no! ¡Vine a buscaros nada más comenzar los altercados!
¡Nuestros hombres están rastreando la zona y ayudando a esa pobre gente!
Cabalgaron los tres juntos a toda velocidad de regreso a Wick. Se notaba
la desesperación en Bearnard, pues no dijo ni una sola palabra desde que
emprendieron el viaje, ni siquiera contestó a unas cuestiones que su propio
hermano le hizo. ¡Tenía que llegar cuanto antes, tenía que encontrar a esos
desgraciados y hacer que pagasen por sus daños el resto de sus cochinas
vidas!
Cuando finalmente el bosque quedó atrás y el poblado se divisó en la
lejanía, unas oscuras columnas de humo negro se elevaban hacia el cielo,
tiñendo las nubes con tonos sombríos.
Isobel contuvo la respiración y apretó los labios cuando las lágrimas
resbalaron por sus mejillas, pues la culpabilidad por haber guardado
silencio todo ese tiempo la golpeaba duramente.
El poblado era una confusión de aldeanos corriendo de un lado a otro,
de personas intentando apagar los incendios de sus hogares, de niños
llorando por el miedo a lo desconocido.
—¡Mi laird, mi laird! ¡Ayuda, por todos los santos!
Los gritos desesperados de una mujer los hizo detenerse frente a una
cabaña medio consumida por las llamas.
Bearnard y Elliot saltaron de sus caballos y corrieron hacia la señora,
que hacía aspavientos con los brazos señalando hacia el interior de la
edificación.
—¡Mi esposo! ¡Piedad, mi laird, mi esposo sigue dentro!
Bearnard se apresuró hacia la casa y se deslizó por una de las ventanas,
decidido a ayudar al hombre atrapado por el incendio.
—¡Bearnard, no! —Isobel aterrorizada bajó de su caballo y corrió hacia
él, pero Elliot la detuvo—. ¡Bearnard!
—Aguarda aquí.
—¡La casa está ardiendo! ¡Es un suicidio! ¡Bearnard! —chilló
desesperada, con un nudo gigante en el pecho por el miedo a que algo
terrible le sucediera.
Al ver que pasaban los minutos y él no salía, Isobel se dejó caer al suelo,
desmadejada, mientras rezaba por la vida del hombre que amaba.
De repente, contra ella tropezó alguien, cayendo sobre su regazo.
Cuando lo agarró para que no se hiciera daño, se dio cuenta de que era
un niño con el rostro lleno de ceniza.
No tendría más de tres años, estaba muerto de miedo y lloraba sin
consuelo. Isobel lo abrazó con fuerza y le susurró al oído:
—Todo va a estar bien, yo te cuidaré, pequeño.
Sin embargo, la angustia por ver que Bearnard todavía seguía en el
interior de aquella vivienda la tenía paralizada.
Pero salió.
El laird traspasó la puerta corriendo a toda prisa mientras llevaba en
brazos el cuerpo de un hombre.
Isobel quiso correr para abrazar a su marido, pero el pequeño que tenía
en brazos pesaba demasiado y no la dejó hacerlo. Solo lloró. Lloró de alivio
por verlo de nuevo, porque no le había pasado nada, porque estaba a salvo.
—¡¿Harold?! ¡Harold, hijo mío! —Los gritos de otra mujer
sobresaltaron a Isobel, y el niño que tenía en brazos se levantó de repente
para echar a correr hacia ella—. ¡Mi pequeño, mi niño! —Abrazó al
chiquillo y se echó a llorar por el alivio—. ¡Oh, gracias, señora! ¡Gracias
por proteger a mi pequeño! ¡Santa María, qué preocupada estaba!
Los vio alejarse mientras se limpiaba de nuevo las lágrimas, pero unas
manos la rodearon por la cintura y la ayudaron a incorporarse. Era
Bearnard.
—¡Oh, mi amor! —exclamó Isobel abrazándolo muy fuerte—. ¡No
vuelvas a hacer algo así, Bearnard Sinclair! ¡Menudo susto me has dado!
Él la besó con intensidad y la condujo hasta los caballos, donde Elliot
aguardaba montado en el suyo.
—Issy, mi hermano te llevará al castillo.
—¡No, quiero quedarme a tu lado! ¡No me iré sin ti!
—Esto es peligroso y no voy a permitir que tu vida corra peligro, ¿me
oyes? Te quedarás junto a mi madre, mis hermanas y Claire, a salvo. Me
reuniré contigo en cuanto hablemos con los aldeanos y nos digan todo lo
que saben sobre los artífices de esta barbarie.
VEINTICUATRO

Isobel miraba con fijeza el fuego que chisporroteaba dentro de la chimenea


del gran salón. Se encontraba sentada sobre una de las alfombras, rodeando
sus piernas con ambos brazos, mientras Phemie, Mai y Claire intentaban
mantener una serena conversación hasta que los hombres regresasen. Pero
ella no podía hacerlo. La imagen de Bearnard entrando en aquella casa en
llamas taladraba su mente y la preocupación volvía con mucha más fuerza.
No podría relajarse hasta que lo supiera sano y salvo. Y dado el
lamentable estado en el que había quedado el poblado, dudaba que fuera
pronto.
—Isobel, querida, no te atormentes más —dijo Claire llamando su
atención con tiernas palabras—. Bearnard estará bien. No conozco a
hombres más valientes e intrépidos que él y mi esposo.
—Lo sé, pero aun así no dejo de pensar en catástrofes. En esas pobres
personas que lo han perdido todo.
—Es una gran tragedia lo que ha ocurrido hoy en Wick —dijo Beth
pensativa mientras zurcía una calceta, sentada en una de las sillas más
alejadas de la chimenea—. Creedme cuando os aseguro que nunca vi nada
parecido, ni siquiera cuando mi esposo estaba vivo.
—Pero ¿quién podría querer hacernos algo tan malo, madre? ¡Nada
hemos hecho para ser víctimas de este odio! —exclamó Phemie con los
ojos llorosos.
—¡Si yo estuviera con ellos, cogería a esos malhechores y les daría su
merecido!
—No, Mai. Tú te quedarás aquí, donde corresponde a una dama de tu
clase.
—¡Soy diestra con la espada y ellos agradecerían mi ayuda! ¡Les
atravesaría los ojos con el filo de mi claymore y los colgaría bocabajo y
desnudos en medio de Wick!
—¡Hermana, por el amor de Dios!
—No entiendo tanto remilgo. Ellos lo hacen y nadie se escandaliza.
—Mai, querida, como sigas, tu madre y tu hermana van a desmayarse —
se rio Claire, que acunaba a su hija con amor.
Isobel se pasó una mano por el cabello y se incorporó del suelo,
visiblemente agobiada por la situación.
—Disculpadme. Voy… Voy a retirarme a mis aposentos para descansar.
A pesar de las súplicas de todas para que se quedara, Isobel se despidió
de nuevo y ascendió por las escaleras hasta la habitación que compartía con
su esposo. Allí lloró amargamente, sintiéndose responsable de lo que esa
pobre gente estaba sufriendo.
A pesar de su esfuerzo, Alpina no había contestado a sus cartas y los
Mackay seguían atacando las tierras Sinclair sin que nadie hiciera nada para
impedirlo.
Fue hacia la ventana y observó a través de ella cómo el fuego seguía
devorando alguna de las casas del poblado y a los guerreros Sinclair
ayudando a los aldeanos a sofocar los incendios.
Permaneció de pie durante un buen rato, rezando y pidiendo al cielo que
todo aquello llegara a su fin, que terminase esa crueldad. Las lágrimas
corrían por sus mejillas sin parar y el agotamiento, mezclado con la culpa,
la hacía sentirse aún peor.
Cuando ya no pudo más, tomó asiento en el sillón orejero que se
encontraba junto a la chimenea, con la vista puesta en el frente, pero la
cabeza muy lejos.
Así la encontró Bearnard un par de horas más tarde.
Isobel, cuando escuchó el sonido de la puerta, se limpió otra lágrima y
jadeó al ver el aspecto de su esposo: sucio por la ceniza y muy cansado.
El laird caminó hacia su mujer y, cuando estuvo enfrente, se dejó caer
de rodillas al suelo para abrazarla y esconder la cabeza en su pecho.
—Hemos intentado apagar todas las casas, pero la mayoría han quedado
inservibles.
—¿Qué va a ser de toda esa gente? —Lo abrazó fuerte, besando su
cabello.
—Hemos abierto los graneros para que puedan pernoctar hasta que
comencemos con la reconstrucción de Wick.
—¡Es tan injusto…!
—No llores, Issy. Lo último que quiero ahora mismo es ver de nuevo tus
lágrimas. —La besó con una ternura infinita. Ella respondió con todo su
corazón, cerrando los ojos con fuerza y agarrándose a él como si la vida le
fuera en ello.
—Eres tan valiente, amor mío. Casi me muero cuando te he visto entrar
en aquella casa ardiendo para salvar a ese aldeano.
—Ese hombre estaba muerto, Isobel. Solo pude sacar su cuerpo para que
su esposa pudiera darle sepultura.
—¡Oh, no!
—Han fallecido tres personas por culpa de esta maldita incursión, y lo
más frustrante es que no sabemos quién está detrás de todo esto.
Ella se tapó la boca con ambas manos, sintiendo que la pena y la tristeza
embargaban su corazón.
¿Cómo iba a permitir que esas horribles atrocidades continuasen
sucediendo y no hacer nada para ayudarlos? ¡No era justo que mirase para
otro lado y actuase como si no supiera la verdad! ¡Ella no era así! ¡Y si
Alpina no quería escucharla, detendría esas incursiones como fuera! ¡No iba
a permitir que más gente inocente muriera! ¡No viviría más con ese peso
aplastante sobre su conciencia!
Con el alma a punto de escapar por su boca, miró a su esposo con los
ojos llenos de lágrimas y la firme determinación de contarle la verdad.
—Bearnard, sé quiénes son los culpables.
—¿Qué dices? —Levantó la cabeza de su regazo de inmediato.
—Que sé quién ha hecho todo esto.
—¿Has escuchado algo mientras estábamos en el poblado? —Se puso
en guardia.
—No.
—Entonces..., ¿cómo?
—Me lo dijo Alpina.
—¿Tu hermana? ¿Qué tiene que ver ella en todo esto?
Isobel se echó a llorar y lo miró suplicante, pues el semblante de su
marido acababa de cambiar de repente.
—¡Lo siento, Bearnard! ¡Lo siento de corazón, yo no sabía que esto…!
—¡Habla, Isobel! ¡¿Quién ha sido?! —La zarandeó desesperado—. ¿Los
Sutherland? ¿Ha sido tu padre…?
—¡No, mi clan no está detrás de todo esto!
—¡Entonces, ¿quién?, maldición! —chilló iracundo, levantándose del
suelo.
—Han sido los Mackay.
—¡¿El clan Mackay?! ¡¿Qué clase de patraña es esa, mujer?! ¡Somos
aliados, estuvimos hace una semana en la boda de…!
—¡Fue Alastair! —Se puso de pie y caminó tras Bearnard, quien
comenzó a dar vueltas por la habitación, tan nervioso que parecía a punto
de subirse por las paredes—. ¡Fueron Alastair y varios de sus parientes! ¡Mi
hermana quiso vengarse de vosotros por lo que nos hicisteis, y su esposo
aceptó ocuparse de la venganza! ¡Bearnard, yo…!
—¡Ni un paso más, mujer! —le advirtió señalándola con el dedo índice.
En su rostro se veía el dolor por el descubrimiento.
—¡No lo sabía, Bearnard! ¡Te juro que no sabía que mi hermana estaba
detrás de esto! ¡Ella solo quiso protegerme de ti, me vio llorar tras nuestras
nupcias y…!
—¿Desde cuándo lo sabes?
—Desde… Desde el día de su desposorio.
—¡¿El día de su maldita boda, Isobel?! —tronó, dando un fuerte golpe a
una de las paredes de la alcoba—. ¡¿Mi mujer me ha escondido una
información tan importante durante tres semanas?!
—¡Es mi hermana, Bearnard! ¡No podía delatarla!
—¡Y por tu decisión han muerto varias personas!
—¡Le exigí que parasen las incursiones y ella aceptó! ¡Pensé que esto
no volvería a suceder! ¡Tienes que creerme! ¡Es mi familia, le debía lealtad!
—¡¿Lealtad?! ¡La lealtad se la debes a tu marido, y no al clan de tu
cuñado! —Bearnard la miró de arriba abajo, sin creer todo lo que su mujer
acababa de confesarle—. ¿Quién demonios eres tú, Isobel Sutherland?
—¡Tu esposa, Bearnard! ¡La misma con la que esta tarde…!
—¡Una esposa no actúa de la forma que lo has hecho tú! —chilló
encarándola con una furia aterradora—. ¡Una esposa es leal a su marido, a
su clan! ¡Una esposa no miente, no esconde secretos, no oculta información
de tal importancia!
—¡Lo siento! —exclamó suplicante, con las manos en forma de oración
—. ¡Lo siento, Bearnard! ¡Por favor, perdóname! ¡Yo no sabía que esto
llegaría a…!
—¡¿A qué?! ¡Por el amor de Dios, Isobel, estaban quemando nuestras
granjas, arreando nuestros animales! ¡Nos has hecho parecer unos tontos
frente a los Mackay!
—¡No era mi intención, te lo juro! ¡Solo quería resolver esto sin que
hubiera una guerra, de forma pacífica!
—¡Y mientras tanto ellos se aprovechaban de su ventaja!
Isobel fue hacia él y apoyó las manos en su pecho, buscando su mirada
con los ojos rebosantes de lágrimas.
—Bearnard, ruego tu perdón. ¡Bearnard, mírame! ¡Te amo! ¡Te amo con
todo mi corazón!
—Aparta tus manos de mí, mujer —respondió con un odio y una
frialdad hasta ahora desconocidos para ella—. Los Sinclair no nos
mezclamos con traidores.
—¡Esposo! —gritó llorando, dejándose caer al suelo, derrotada, al verlo
dar media vuelta y abandonar la alcoba con un fuerte portazo.
Isobel se llevó una mano al corazón y se obligó a seguir respirando,
pues la presión que sentía en el pecho era tan fuerte y profunda que hasta el
aire le faltaba.
Aguardó toda la noche a que él regresara. Tenía que hablar con Bearnard
y hacerle entender que su intención no había sido mala, sino todo lo
contrario. Necesitaba ver el perdón en sus ojos, quería que volviera a
mirarla con la ternura y pasión de siempre, que le sonriera, que la abrazara
y le dijera que todo estaba bien. Sin embargo, él no regresó esa noche a sus
aposentos, e Isobel la pasó en vela, mortificándose por lo ocurrido.

Los siguientes dos días las cosas no mejoraron entre ellos. Bearnard la
ignoraba cada vez que sus caminos se cruzaban, y por las noches seguía sin
aparecer por el dormitorio.
Las tareas de reconstrucción del poblado los mantenían a todos
atareados desde el alba hasta el anochecer, pues incluso las mujeres del
castillo participaban con la confección de mantas y ropa para los aldeanos
que las necesitasen. Toda ayuda era poca para esa pobre gente, y algunos
clanes aliados de su esposo se sumaron a la reconstrucción, como los
Sutherland.
Su padre envió decenas de artesanos de Golspie para levantar nuevas
casas y colaborar en lo que hiciera falta.
Cuando todos se juntaban en el gran salón a la hora de las comidas, los
Sinclair conversaban del progreso en la reconstrucción del poblado y de la
guerra recientemente declarada a los Mackay. Ningún miembro del clan
estaba dispuesto a dejar pasar una afrenta semejante de quienes creían que
eran aliados, ya que cuando Donald Mackay fue informado de las horribles
acciones de su hijo, no las condenó, sino que se posicionó de su lado.
Declararon a todo miembro de ese clan persona non grata en sus tierras,
lo que significaba que cualquier Mackay que pusiera un pie en territorio
Sinclair sería tratado como enemigo y podría ser ejecutado en el acto sin
preguntar siquiera.
Comenzaron unas salvajes incursiones en Tongue y alrededores del
castillo Varrich, llegando incluso a quemar poblados enteros para arrear
todo el ganado posible. La vigilancia en sus tierras se multiplicó y se
estableció un estricto toque de queda tras la puesta de sol. Las mujeres
dejaron de tener libertad para salir a pasear sin la compañía de un hombre
que pudiera protegerlas.
El sexto día tras el comienzo de la guerra, Isobel se reunió en el gran
salón con los demás poco antes de que sirvieran la cena.
Tomó asiento en la mesa, donde siempre había comido con su esposo, y
suspiró al darse cuenta de que esa sería otra noche en la que él no pensaba
presentarse. Desde su gran pelea, Bearnard había dejado de comer con los
demás.
Cuando levantó la mirada, vio a Phemie y Claire sonriéndole. Ellas nada
sabían del secreto que había estado guardando sobre las incursiones de los
Mackay. De hecho, nadie parecía saber de su traición, pues los Sinclair
actuaban con ella de la misma forma de siempre. No había malas miradas ni
reproches.
A pesar de lo mal que había manejado esa situación y del enfado de
Bearnard, él seguía protegiéndola.
Las criadas sirvieron las bandejas repletas de liebre asada y todos
comieron en paz. Sin embargo, un movimiento a su lado hizo que Isobel
girase la cabeza.
Su marido acababa de tomar asiento en su silla, en el más absoluto
silencio, sin mirarla en ningún momento, y se dispuso a comer.
¡Era su oportunidad!
¡Él estaba a su lado! ¡Tenía que hablarle, volver a pedirle perdón!
¡Santos, lo amaba tanto que aquella situación la estaba destrozando!
¡Y, oh, Dios, estaba tan guapo!
De reojo, contempló su perfil serio, sus ojos azules fijos en el plato de
comida, su cabello largo, sus manos…
Los latidos de su corazón acababan de desbocarse por la sola presencia
de su esposo, porque no sabía cómo volver a acercarse a él.
—Bearnard —dijo con toda la serenidad de la que fue capaz, acercando
un poco su cuerpo. Pero él ni la miró, alzó la cabeza y fijó sus furiosos ojos
en sus parientes, mientras levantaba su copa para dar un trago al vino—.
Bearnard, por favor, mírame. Esposo… —Al ver que la ignoraba, Isobel
aguantó las ganas de volver a llorar. Apoyó su mano sobre la de su marido y
continuó insistiendo—: ¿Cuándo regresarás a nuestra alcoba? Añoro tu
compañía. Bearnard, te lo ruego, háblame. Di algo, por san Gervasio.
Finalmente, él clavó la mirada en ella, pero lo que vio Isobel en sus ojos
no le gustó. Parecían vacíos, no había calidez ni ese deseo que siempre
mostraba hacia ella.
El laird apartó su mano de la de su mujer con un gesto brusco y se
levantó de su asiento antes de acabar con su cena. Se marchó del gran salón
con andares elegantes y orgullosos, despidiéndose con un movimiento de
cabeza de sus parientes y dejándola a ella con un dolor desesperante en el
pecho.
Isobel apenas comió lo que restó de banquete. Con la mirada perdida en
el vacío, contuvo las lágrimas como pudo, deseando que todos se
marchasen para poder quedarse sola y derrumbarse sin testigos.
No fue sino una hora más tarde, que el gran salón quedó completamente
vacío, y las criadas comenzaron a retirarse a sus alcobas para descansar
hasta el siguiente día.
Una vez sola, apoyó la mejilla sobre la mesa de madera y lloró
amargamente hasta que no le quedaron lágrimas. Cuando iba a levantarse
para encerrarse en sus aposentos, la bella figura de una mujer se acercó a
ella y tomó asiento en la silla que horas antes había ocupado su marido.
Al reconocerla, su expresión cambió de repente y el dolor dio paso al
orgullo, irguiendo su espalda, proyectando una imagen de entereza que no
sentía en absoluto.
—¿Qué hace la señora del castillo tan sola? —La sonrisa maliciosa de
Eara la hizo arrepentirse mil veces por no haberle pedido a Bearnard que
echara a su antigua amante—. ¿No tendrías que estar dormida en tu lecho
como una buena esposa?
—No tengo sueño. Dormiré cuando me plazca.
—Oh, claro, claro, querida. ¿Cómo no? —Se carcajeó—. Nadie soy yo
para decidir sobre ti.
—¿Qué pretendes, Eara? ¿Qué quieres de mí?
—¿A qué viene esa pregunta? Solo me ha placido acompañarte un rato
en tu soledad. Parecías tan triste.
—Esta guerra nos tiene tristes a todos.
Eara le dio un suave codazo mientras la sonrisa se elevaba en los labios.
—Pero ambas sabemos que ese menester no es el causante de tu
desdicha.
—¿Qué sabrás tú?
—Yo sé mucho más de lo que imaginas, querida. No menosprecies a un
bello gatito cuando no sabes lo largas que son sus uñas.
—¿Y eso qué significa?
—Que estoy enterada de que las cosas con tu esposo no van bien.
Isobel entrecerró los ojos y dio una palmada sobre la mesa, cansándose
de su inadecuada palabrería.
—¡Lo que ocurra entre mi esposo y yo no es de tu incumbencia! ¡No
hablarás de esos temas o mandaré que te castiguen!
—¿Cómo vas a castigarme si es tu propio esposo el que me ha puesto al
corriente?
—¡¿Bearnard?!
—Oh, sí, el mismo. —Le guiñó un ojo—. Y también sé que lleva seis
noches sin visitar vuestros aposentos.
—¿También te lo ha dicho él?
—¡No! —Rio palmeando su mano condescendiente—. No ha hecho
falta que Bearnard me diga nada, pues lleva compartiendo mi cama desde
entonces.
—¡Eso… es una patraña! —exclamó Isobel, notando que si no se
apoyaba en la mesa perdería el equilibrio.
—¿Cómo puedo saberlo si no? Piensa un poco, querida, sé que esa
cabecita hermosa sirve más que para lucir bellos peinados. Tu esposo
comparte mi cama desde hace varias noches, Isobel, y va a seguir
haciéndolo porque se ha dado cuenta de que nunca debió haberme
cambiado por ti.
—¿Esas fueron sus palabras? —preguntó con frialdad.
—Letra por letra.
—No puede ser cierto. Él no haría… eso.
—¿Estás segura, querida? Porque puedo afirmar que es capaz de eso y
más. Lo conozco desde hace muchos años, conozco su forma de actuar, y sé
que, aunque encuentre la diversión en otras mujeres, siempre acabará
regresando a mí.
—¡Nada le ata a tu persona!
—Te corregiré una vez más: nada le ataba a mi persona. Ahora es muy
diferente, Isobel Sutherland. —Acarició su estómago liso y sonrió sin
reparos—. Estoy encinta.
—¡No, Eara, no mientas más! —Se levantó de la silla con un nudo en la
garganta imposible de soportar—. ¡No lo estás!
—¡Voy a tener un hijo de Bearnard! ¡Tu esposo ha vuelto a mí, si es que
alguna dejó de estar a mi lado, pues todo el tiempo que has permanecido en
el castillo, he seguido recibiendo sus visitas a mi alcoba! —Al ver a Isobel
respirar con dificultad, la amante del laird continuó con su ataque—: ¡Él ya
no quiere tener nada que ver contigo! ¡No volverá a dormir a tu lado pues
ahora es mucho más feliz y voy a darle a su primer hijo! ¡Acabarás relegada
en una de las torres del castillo como la bruja que todo el mundo sabe que
eres, serás el hazmerreír de los Sinclair, criarás a mis bastardos y lo harás
con una sonrisa en los labios, mansa y obediente, pues Bearnard así lo
querrá!
Isobel vio cómo las lágrimas escapaban de sus ojos y caían rebeldes por
sus mejillas, a pesar de que ninguno de los dos merecía su tristeza.
Dio varios pasos hacia atrás, con los ojos clavados en Eara, observando
su rostro sereno y sonriente mientras ella se consumía de dolor y rabia por
dentro.
Sin poder aguantar un sollozo, echó a correr hacia las escaleras,
pensando en su marido, en su traición, en que su amante le daría un hijo.
Se encerró en los aposentos del laird y gritó a pleno pulmón, con la voz
desgarrada, cogiendo entre sus dedos lo primero que encontró sobre la
mesilla y lanzándolo contra la chimenea. Cuando vio el sporran de su
esposo entre las llamas, no sintió remordimientos ni arrepentimiento, pues
el dolor no la dejaba pensar.
Solo sentía la presión que ahogaba su pecho, que oprimía sus pulmones,
que no la dejaba respirar.
Apoyada contra una de las paredes, se dejó caer al suelo, con la
respiración muy rápida y costosa. La ansiedad la hizo asustarse por si moría
asfixiada. Se hizo un ovillo sobre la alfombra y cerró los ojos intentando
recuperar el control sobre su cuerpo.
Así estuvo tantas horas que perdió la noción del tiempo. Las lágrimas se
secaron sobre sus mejillas y sus ojos sin emoción permanecían fijos en las
llamas del hogar.
Bearnard había vuelto con su amante. ¡No, todavía peor, nunca había
dejado de fornicar con ella mientras a ella le prometía fidelidad! ¡Él, que
hinchaba su pecho hablando de lealtad, que la había ignorado y rechazado
por su equivocación!
—Va a tener un hijo con Eara —susurró con voz helada, comenzando a
reaccionar e incorporándose del suelo—. Va a tener un hijo con su amante.
¡Un hijo! ¡Quiere convertirme en el ama de cría de sus bastardos! ¡Maldito
cagalindes, casquivano, crapuloso, mangurrián, petimetre! ¡¿Quién te has
pensado que eres, Bearnard Sinclair?! Sobre mi cadáver soportaré
semejante insulto! —Caminó furibunda hasta el lecho y arrancó las sábanas
que lo cubrían, tirándolas también dentro de la chimenea—. ¡¿Vas a
compartir nuestra alcoba con tu amante?! ¡Pues comprarás sábanas nuevas,
porque esa arpía no yacerá en las mismas que yo! —Con una mueca terrible
en los labios, abrió el gran armario de su esposo, cogió sus ropajes y estos
se quemaron junto a lo demás. Sus zapatos, sus mantos con el tartán de los
Sinclair… Cuando ya no hubo nada en el armario de su esposo, abrió el ala
destinada a sus propios ropajes. Contempló los preciosos vestidos que
Bearnard le había regalado y estos ardieron junto al resto. Eara no se
pondría su ropa—. ¡Espero que seas feliz con ella, Bearnard Sinclair!
¡Deseo que tu vida sea dichosa y llena de amor, pues yo no estaré en ella!
¡Maldito seas tú y la fulana de tu amante! ¡Maldito! —Isobel alzó la mano y
miró una última vez el anillo que él le regaló el día de su boda antes de
quitárselo, pues este también acabó en la chimenea con los restos
calcinados de todo lo que acababa de arrojar.
La rabia no la dejaba pensar, actuaba por ella y se llevaba el dolor.
Sin perder ni un segundo, abrió el cajón de la mesilla y sacó una hoja y
una pluma para escribir unas palabras antes de su huida, pues no tenía
intención de permanecer en ese lugar ni un instante más.
Regresaba a su hogar, de donde nunca tuvo que haber salido. Ensillaría
ella misma a Jezabel, se saltaría el toque de queda, burlaría la vigilancia de
los alrededores y volvería a Thurso, donde nada ni nadie podría volver a
hacerle daño.
VEINTICINCO

Seis noches. Seis malditas noches sin Isobel y su fuerza de voluntad


flaqueaba a cada segundo.
Tumbado sobre el lecho de aquella vacía alcoba, peleaba contra sí
mismo para no ser débil, para no correr a su lado y perderse de nuevo en su
mirada, en su hermoso cuerpo, en sus caricias.
Ella le había fallado. Había fallado al clan. Prefirió defender a unos
salteadores, no delatar al marido de su hermana y dejar que sus tierras
sufriesen los ataques de aquellos desgraciados.
—¡¿Por qué, Issy?! ¡¿Por qué, maldición?!
Esas eran las cuestiones que su cabeza repetía en bucle.
¡Se lo había dado todo!
¡Habría puesto el mundo a sus pies si así lo hubiera querido!
Le había demostrado que besaba el suelo que pisaba, que su compañía
era el mejor regalo, que deseaba pasar el resto de la vida a su lado.
Pero ella eligió la traición.
Y dolía.
¡Pardiez, claro que dolía!
Dolía cada vez que tenía que ignorarla, que escuchaba su voz suplicante
y que lo miraba con esos grandes ojos violetas, porque Bearnard no deseaba
guardar las distancias, sino todo lo contrario.
Le quemaban las manos de no poder tocarla, pero su orgullo no se lo
permitía.
Se sentía tonto, porque él se dio por completo y a cambio solo había
recibido engaños.
Isobel se había quedado incluso con su corazón.
Y en vez de sentir felicidad por ello, su mente peleaba contra todo lo
demás para no acercarse a su esposa.
Pero ¿cuánto tiempo aguantaría sin su compañía? ¿Cuántas noches
solitarias en aquella alcoba del ala oeste del castillo podría pasar sabiendo
que su mujer dormía tan cerca?
No hacía falta que nadie respondiera a esa pregunta, él mismo sabía que
no demasiadas, porque sus ganas y su cuerpo lo empujaban en su dirección.
Si no, ¿por qué había acudido a la cena cuando se prometió no aparecer?
Por el simple hecho de que necesitaba verla.
Bearnard se llevó las manos a los ojos y los frotó agobiado.
Tarde o temprano tendrían que hablar y solucionar aquel problema que
los separaba. Isobel se arrepentía, se notaba en la forma de hablarle, en sus
súplicas, y él estaba deseando olvidar aquel oscuro episodio y recuperar el
trato con su mujer.
Ella lo amaba.
Sonrió sin poder evitarlo cuando recordó su placentera tarde en el lago.
Cuando fundieron sus cuerpos dentro del agua, cuando le confesó su amor.
Unos insistentes golpes en la puerta lograron que los recuerdos se
borrasen de repente.
Se incorporó del lecho y fue él mismo a abrir.
Cuando lo hizo, se encontró cara a cara con Elliot.
Su hermano hizo un pequeño movimiento con la cabeza pidiendo
permiso para pasar, y Bearnard se apartó de en medio, cerrando tras de sí.
No hacía más de dos horas que habían estado juntos, así que no sabía qué
había sucedido para que hubiera ido a buscarlo, ni cómo había descubierto
su paradero, pues a nadie le había dicho en qué alcoba se encontraba.
—Así que es cierto —dijo Elliot rompiendo aquel leve silencio.
—¿El qué?
—Todos los criados cuchichean sobre el tema. Ya no duermes con tu
mujer.
—Lo que mi esposa y yo hagamos no le incumbe a nadie.
—Es cierto, pero no deja de ser sorprendente.
Bearnard entrecerró los ojos y tomó asiento en el lecho, incómodo.
Elliot lo imitó.
—Pareces sorprendido. ¿Tú nunca discutes con Claire?
—Oh, discutimos, puedes estar seguro. —Rio el otro—. Esa sassenach
deslenguada me saca de quicio en muchas ocasiones. Pero a pesar de ello,
nunca he abandonado nuestro lecho.
—Esto es diferente, hermano.
—¿Tan graves son vuestras diferencias que no deseas dormir a su lado?
—¡Pues claro que lo deseo!
—Entonces es ella la que te ha echado.
—¡No! Esto nada tiene que ver sobre asuntos maritales. Es más
importante. —Suspiró—. Ella… Isobel sabía que los Mackay eran los
malhechores que atacaban nuestras tierras.
—¡¿Lo sabía?!
—Conoció la noticia en la boda de Alpina. Su hermana se lo contó
porque ella misma fue la que incitó a Alastair a hacer lo que hizo, por
venganza.
—Esa mujer es una problemática. Gracias a los santos que no me
desposé con ella.
—¡La cuestión, Elliot, es que mi esposa cubrió sus espaldas!
—¿Fue la misma Isobel la que te lo confesó?
—Sí. Pero guardó el secreto todo este tiempo.
Elliot frunció el ceño y se quedó pensando varios segundos antes de
contestar.
—Tuvo que verse envuelta en una gran encrucijada. Pero acabó
eligiendo bien.
—¡Lo hizo tarde!
—¿La culpas por intentar proteger a su hermana? ¿No harías lo mismo
si Mai o Phemie estuvieran envueltas en un lío semejante?
—Ellas nunca harían algo así.
—¿Pero si lo hicieran?
—¡Maldición, no lo sé! —exclamó muy cansado.
—Bearnard, no conozco demasiado a Isobel, y las pocas veces que
hemos hablado ha sido para discutir, pero ella trajo al mundo a Aileen,
ayudó a Claire en un momento muy delicado, mi esposa y mi hija pudieron
haber muerto. Un acto tan bondadoso y altruista no es propio de las malas
personas, ni de las sedientas de venganza.
—¡Ya lo sé, pero me sentí traicionado! Sé que ella no es la artífice de los
agravios que los Mackay han cometido contra nosotros y… —Bearnard
maldijo en silencio y dio un puñetazo sobre el lecho—. ¡Santos, tengo que
hablar con Isobel! ¡No aguanto más, hermano! Mi esposa me pidió perdón
nada más confesarme la verdad, está muy arrepentida, pero el enfado no me
deja dar el paso.
—A pesar de estar furioso con tu mujer, has seguido protegiéndola. A
nadie has contado que estuvo ocultando algo así. ¿Y sabes por qué no lo
hiciste? Porque no es la responsable de esta guerra y no deseabas que los
Sinclair la culpásemos a ella. El único pecado de tu mujer ha sido intentar
proteger a su hermana menor.
Bearnard asintió ante tal razonamiento, sin embargo, en vez de dar una
respuesta, se levantó del lecho a toda prisa y abandonó la alcoba para
dirigirse hacia sus aposentos.
Si sus ganas de estar con ella no habían dejado de atormentarlo desde
que se pelearon, las palabras de Elliot habían terminado por abrirle los ojos
de una vez por todas. Errar era el acto más humano que existía, y él era un
hombre comprensivo.
Cuando abrió la puerta de su alcoba, imaginó que la primera imagen que
verían sus ojos sería la de Isobel vestida con su camisón, tumbada en el
lecho y profundamente dormida. Había pasado tantas noches deseando
tocarla, fantaseando con su cimbreante cuerpo desnudo, mientras él
permanecía en la soledad de aquella vacía habitación, que el simple hecho
de saber que volvería a estar a solas en sus aposentos le hizo arder de deseo.
No obstante, cuando sus ojos se posaron en la cama, no la encontró, y el
caos que reinaba allí dentro lo hizo frenar de golpe, confuso.
El lecho no tenía sábanas, su armario estaba abierto de par en par y en él
no había rastro de los vestidos de Isobel, ni de su propia ropa.
Pero no fue eso lo que llamó su atención, sino el peculiar olor que
emanaba de la chimenea, que lanzaba unas llamaradas enormes y
desprendía un humo negro y espeso.
Cuando se acercó para ver qué era todo eso, reconoció toda la ropa, que
ardía insalvable pasto de las llamas.
—¡Mujer! ¿Qué demonios has hecho? —gritó incrédulo—. ¿Es que te
has vuelto loca, Isobel?
Muy enfadado, abrió la puerta de la habitación contigua, seguro de que
su esposa estaría allí, y prorrumpió en ella como un ciclón, con los puños
apretados y los ojos chispeantes de ira.
—¡Vas a explicarme ahora mismo a qué viene esto y…!
Las palabras se helaron en los labios, en sus antiguos aposentos tampoco
había ni rastro de su mujer.
¿Dónde diantres estaba?
A esas horas, todos dormían en el castillo y su esposa no era una dama
trasnochadora.
Decidido a buscarla en cada rincón, dio media vuelta para salir de la
habitación contigua, pero antes de hacerlo, descubrió un papel sobre la
pequeña mesa de madera tallada colocada junto al lecho.
Con un horrible presentimiento, lo cogió entre sus manos y la letra de su
mujer apareció ante sus ojos haciéndole entender el motivo de su ausencia:

Bearnard:

Cuando leas esta carta ya no estaré aquí, sino en mi hogar. El único


sitio en el mundo donde puedo ser feliz.
Me he dado cuenta de que confundí mis emociones y que lo que siento
hacia tu persona no es amor, sino el simple cariño que cualquier persona
podría profesarle a un amable familiar. Deseo alejarme de ti, de tu hogar y
de tus gentes, porque nunca he sido ni seré parte de tu clan.
Te pido, por favor, que, si alguna vez me has tenido aprecio, no me sigas
y respetes mi decisión. Nuestro matrimonio fracasó en el mismo momento
en que nos dimos el sí quiero, y continuar con esa farsa solo nos traerá
dolor y discusiones innecesarias, que deseo eludir.
Espero que tu vida sea plena y dichosa junto a Eara, yo jamás voy a
entrometerme entre ambos.

Isobel

Bearnard dejó caer la carta al suelo y dio un paso atrás, notando que
todo comenzaba a dar vueltas a su alrededor.
¿Qué diablos significaba eso? ¿Qué maldita locura había poseído a su
mujer para abandonarlo de esa forma?
Le deseaba felicidad con Eara. ¡Con Eara! ¡¿Tan poco le importaba que
lo empujaba hacia los brazos de su examante?! ¿Eso es lo que pretendía
Isobel? ¡¿Que regresara con la otra y actuase como si nada hubiera pasado?!
¡¿Que obligara a su cerebro a borrarla de su mente de la noche a la
mañana?!
—¿Me ha abandonado?
Isobel había huido de él porque no lo amaba. Sus palabras de amor
habían sido fruto de una confusión y no deseaba seguir en su compañía.
¡No lo amaba, no lo amaba! ¡Malditos todos y maldita esa mala mujer!
¿Y ahora qué debía hacer? ¿Ir a por ella y obligarla a que regresase a su
lado aun sabiendo que nunca podría quererlo? ¿Traerla a rastras al castillo
Sinclair y soportar su odio el resto de sus días?
¡No era feliz a su lado! ¡Por más que él se esforzó por complacerla, en
proporcionarle cariño y pasión, Isobel Sutherland acababa de demostrarle
que su corazón era frío como el hielo!
Bearnard se pasó una mano por el cabello y cerró muy fuerte los ojos,
notando que el escozor de su pecho se hacía insoportable.
Se había enamorado de su esposa. Él sí que hubiera luchado por ella, por
un futuro en común. Lo habría hecho contra viento y marea.
—Me ha abandonado porque no me ama —repitió destrozado—. Se ha
ido. Se ha ido en plena noche y…
¿En plena noche?
¡¿Esa descerebrada había abandonado el castillo en plena guerra contra
los Mackay sin pensar en los peligros que su vida podría correr?!
Bearnard salió de sus aposentos y se dirigió a las caballerizas como
alma perseguida por el diablo. Tenía que encontrarla. ¿Y si los Mackay le
hacían daño? ¿Y si la confundían con un hombre y la mataban?
Ante esa posibilidad, jadeó asustado y alcanzó su caballo. Sin embargo,
antes de montar, la voz intranquila de uno de sus hombres lo distrajo.
—¡Mi laird! ¡Ha ocurrido algo en el bosque, mi laird! ¡Su esposa!
A Bearnard casi se le paró el corazón.
—¡¿Qué pasa, Graham?! ¡¿Qué ha ocurrido con Isobel?! ¡Vamos, habla!
—Nuestros hombres la interceptaron hace un rato cabalgando sobre su
yegua en dirección a Thurso East.
—¡¿Dónde está?!
—En el castillo de Thurso. Su mujer nos ordenó dejarla proseguir, pues
aseguró tener su beneplácito para hacerlo. ¿Debemos ir en su busca y traerla
de vuelta, mi laird?
¡Sí, sí, maldición! ¡Quería ir a por ella, retenerla a su lado aunque fuera
a la fuerza!
¡La amaba! ¡Se había enamorado de su mujer como un tonto!
Y ella lo había dejado.
¡Lo había dejado tirado como a un perro faldero! ¡Lo empujaba hacia su
amante, le importaban tan poco sus sentimientos que se había marchado sin
mirar atrás!
Pero no demostraría su dolor. ¡Jamás! Si Isobel había decidido largarse,
no correría tras ella como un jovenzuelo desesperado por su amor, aunque
en el fondo ese fuera su deseo.
¡Era el laird, maldita sea! ¡Y como jefe de su clan, no daría ese penoso
ejemplo!
—Mi esposa se quedará en el castillo de Thurso —anunció con voz de
mando intentando sonar sereno—. Sus palabras eran ciertas, tiene mi
permiso para marcharse. Puedes retirarte a descansar por hoy, Graham.

Isobel recorrió el corto sendero que separaba las caballerizas de la


puerta principal del castillo de Thurso. Después de más de una hora
cabalgando sobre Jezabel y haber tenido que convencer a la guardia de su
esposo para que la dejase continuar, por fin estaba en casa.
Las lágrimas regresaron a sus ojos al poner un pie en el interior. El dolor
de su alma era tan intenso que tras saberse segura entre aquellas cuatro
paredes se desplomó sobre el suelo, desfallecida.
No escuchó los gritos de la pobre criada que la encontró, ni las voces
alarmadas de su hermano mientras corría a socorrerla.
Solo sentía el dolor. Dolor, pesar y un desagradable pitido en los oídos.
Cuando recuperó la consciencia, reconoció su antigua alcoba, y los
insistentes recuerdos junto a su marido besándose sobre su cama taladraron
su mente. En esa misma cama.
Al levantar la vista, descubrió frente a ella a Pherson, vestido con su
camisa de dormir, acompañado por su inseparable Eduard, quien sentado a
un lado del lecho le cogía las manos, tranquilizador.
—Querida, menudo susto nos has dado —dijo su criado con ojos
preocupados—. Cuando la pobre Skye te ha descubierto en el salón, ha
despertado a todo el castillo con sus gritos.
—Issy, ¿qué ha pasado? ¿Qué haces aquí tú sola y a estas horas de la
noche? —la interrogó su hermano sin poder resistir la curiosidad. Isobel era
la dama más fuerte y valiente que conocía, no era normal el estado
lamentable en el que se encontraba, ni que Bearnard Sinclair le hubiese
permitido salir sola a esas horas de la noche.
Ella abrió la boca para responder, pero en lugar de palabras solo salieron
sollozos. Se dio varios golpes en el pecho, con la desesperación pintada en
sus hermosas facciones, lo que asustó todavía más a los dos hombres.
—¡Me duele, me duele el corazón! ¡Pherson, ayúdame! ¡Haz que pare,
por favor!
—Hermana, ¿qué te pasa?
—¡No puedo más! ¡Esta desdicha va a matarme!
—¿Y tu esposo? ¿Por qué te ha permitido cabalgar hasta aquí en este
estado?
—Me he escapado.
—¡Isobel, por san Gervasio! ¿En qué piensas? ¡Bearnard va a ponerse
furioso cuando sepa de tu huida! ¡No le faltarán motivos para darte una
buena lección!
—No lo hará. No le importará mi ausencia lo más mínimo. Lleva
ignorándome seis días y sus noches. —Se limpió las lágrimas con el dorso
de la mano. En sus ojos se percibía una tristeza infinita—. ¡He sido tan
tonta, hermano! ¡Ese odioso libertino no se merece la desdicha en la que he
estado sumida estos días! ¡Me he arrodillado ante él, le he suplicado perdón
por mi error!
—¿Un error? ¡No entiendo nada, Issy! ¿Qué puede ser tan grave para
que tu marido te haya estado ignorando tanto tiempo?
—Es algo de lo que no estoy orgullosa —reconoció con un suspiro—.
¡Pero Alpina es mi hermana y…!
—¡Alpina! ¿Qué tiene que ver ella en todo esto? ¿Qué ha hecho ahora
esa mocosa?
—Es una larga historia. —No quiso pensar en ello, ya que hasta su
propia hermana le había dado de lado al no contestar su carta. Todas las
personas que amaba acababan traicionándola. Solo le quedaba Pherson en el
mundo, era la única persona en la que podía confiar con los ojos cerrados,
además de Eduard—. Lo realmente importante es que Bearnard Sinclair me
ha engañado. Ese malnacido ha estado jugando con mis sentimientos todo
este tiempo.
—¿Por qué dices eso? La última vez que os vi juntos, Sinclair parecía
loco por ti —se interesó Eduard para intentar comprender—. Se notaba su
interés en tu persona, nunca vi a un hombre más entregado que él.
—Le interesaba nuestro grano, no hay otra explicación.
—¿Qué pruebas tienes para creer eso?
—Su amante está encinta. Van a tener un hijo. —Pherson y Eduard se
miraron boquiabiertos. Nunca hubiesen imaginado que el laird de los
Sinclair fuera un canalla de semejante calaña—. Eara me lo confesó hace
unas horas. ¡Si la hubierais visto…! —exclamó rota de dolor y rabia—.
¡Cómo se pavoneaba, con qué altivez sonreía y se burlaba! ¡Mi marido y
ella nunca han dejado de compartir lecho! ¡Soy una estúpida, una crédula,
una… maldita desgraciada que se ha enamorado de alguien indebido! ¡Él
me prometió que era la única a quien quería a su lado, me hizo creer que
nadie más despertaba su deseo! ¡Nadie más que yo!
—¿Has hablado con Bearnard? ¿Le has exigido una explicación?
—No. No la quiero. ¿Qué más va a decirme esa… liebre crapulosa que
no me haya contado su amante? —Isobel apoyó la cabeza en la almohada y
cerró fuerte los ojos—. Pensé que era especial, creí todas sus mentiras y
Bearnard solo quiso poseer mi cuerpo para luego desecharlo como un trapo
inservible.
—¡Maldito Sinclair del demonio! —gritó Pherson perdiendo los nervios
al ver a su hermana tan afectada—. ¡Lo mataré! ¡Juro por madre que
traspasaré su puerca cara de galán y vengaré lo que te ha hecho, Isobel!
¡Nadie trata de esa forma a un Sutherland!
—¡No, hermano! ¡No harás nada!
—¡Pherson, tranquilízate, querido! —indicó Eduard asustado—. Lo
mejor será que intentemos descansar y mañana, con la luz del sol,
decidamos qué hacer al respecto.
—¡Lo que haremos será olvidar que esto ha sucedido! ¡Olvidaré su
rostro, su sonrisa, sus ojos, todo! —indicó desesperada Isobel—. ¡No voy a
darle la oportunidad a ese hombre de hacernos más daño, ni de que te hiera,
hermano! ¡Bearnard Sinclair ha demostrado la clase de escoria que es, así
que me alegro de que nuestras vidas se hayan separado de una vez por
todas! ¡Es posible que siga siendo su mujer ante Dios, pero no volveré a su
lado! ¡No seré el ama de cría de sus bastardos, ni el blanco de las burlas de
sus parientes mientras él copula con su amante por las esquinas! ¡Isobel
Sutherland no caerá en las redes de un hombre nunca más! ¡Olvidaré al
laird de los Sinclair y mi vida volverá a ser la misma de antes!
VEINTISÉIS

Pasaron dos semanas y la guerra contra los Mackay se recrudeció por orden
de Bearnard.
Los Sinclair arrasaban los poblados enemigos día tras día, dejando a su
paso destrucción y miedo. No quedaba una granja en pie, un corral con
animales, casas a las que regresar.
La tarde del decimonoveno día sin Isobel, los guerreros regresaron
triunfantes a Wick arrastrando a sus espaldas un buen botín, ya que se
llevaron consigo a más de cien cabezas de ganado arreado, tras ver arder las
casas de los granjeros a los que pertenecían.
Bearnard, cubierto de sangre y con una expresión temible en los labios,
empujó la puerta de entrada al castillo y caminó por el gran salón
directamente hacia una solitaria jarra de vino colocada sobre la mesa.
Sirvió aquel rosado líquido en una copa, sin importarle que terminase
derramándose sobre la mesa y se lo tomó de un solo trago.
La copa vacía acabó estrellada contra el suelo, provocando un grito
sorprendido de unas criadas que se escuchó a varios metros de distancia.
Pero a él no le importó en absoluto. Apoyó ambas manos sobre la tibia
madera de la mesa y cerró los ojos con fuerza, reflejando su desdicha en el
rostro.
—Hijo. —La voz de Beth a su espalda lo hizo volver a incorporarse.
Cuando encaró a su madre, el semblante de ella denotaba inquietud—. Hijo
mío, me preocupas. No descansas por las noches, tu rostro está demacrado y
tu forma de comportarte ha cambiado. Debes reposar, Bearnard. Tu salud va
a resentirse si…
—¡Estamos en guerra, madre!
—¡Tu padre también libró varias guerras en su juventud, y no acudía a
cada batalla!
—¡Soy el laird y mi obligación es acompañar y liderar a mis guerreros!
—He oído las habladurías de los guerreros en cuanto a tu persona.
¡Dicen que eres demasiado temerario en los ataques! ¡Bearnard, acabarán
matándote si sigues cometiendo tales imprudencias!
—Si mi destino es la muerte, caminaré gustoso hacia ella.
—¡No puedes estar hablando en serio! ¡Hijo mío, debes reaccionar! —
exclamó Beth desesperada—. ¡La vida no acaba por el abandono de tu
esposa!
—¡No la nombrarás! ¡Yo no tengo esposa! ¡No quiero volver a escuchar
su maldito nombre jamás! ¡Ella no existe, no es nadie para mí!
—¡Oh, querido, no me grites de ese modo! ¡Comprenderás mi
confusión! ¡No entiendo los motivos de Isobel para marcharse, nadie los
entiende, todo estaba bien y…!
—¡Esa dama no tiene corazón, es una arpía con hielo en el alma! —
exclamó con el rostro dolorido, y le dio un fuerte puñetazo a la mesa, donde
la jarra de vino casi llegó a volcarse—. ¡Lejos de mí es donde debe estar,
porque a su lado fui un necio, un estúpido iluso que creyó conseguir su
amor! ¡Un débil de mente que acabó enamorado de su mujer, y eso es
imperdonable!
—¡No, no, Bearnard! ¡Eso no es cierto! ¡Nada hay de malo en amar a
una esposa!
—A ella sí, porque Isobel Sutherland no ha hecho más que causar
problemas e infligir dolor.
—Eso no es cierto. Todos la queríamos, acabamos queriéndola como a
una más de la familia. ¡Eres su marido, tienes todo el derecho de ir en su
busca y obligarla a que viva en tu hogar!
—No tengo la menor intención de ir a buscarla, madre. Ella no me ama.
Esa mujer no ama a nadie, y no voy a perder más tiempo lamentándome por
su partida. Mi deber es centrarme en la guerra, así que no me pidas que deje
a mis hombres.
—¡Pero querido, el cuerpo necesita al menos unas horas de reposo al día
y tú apenas duermes!
—¿Y qué más da?
—¡Bearnard, por san Gervasio!
—¡Bearnard, hermano! —La voz de Elliot se coló en la conversación.
Acababa de entrar al salón y lo cruzaba corriendo hacia ellos con un papel
enrollado en la mano—. ¡Hemos recibido una misiva de los Mackay!
Le entregó el papel y Bearnard lo leyó atentamente, sin cambiar ni un
ápice la expresión de su rostro.
—Nos piden una tregua para que sus aldeanos pueden comenzar las
reconstrucciones.
—¿Una tregua? ¡Oh, gracias a Dios! —exclamó Beth con una débil
sonrisa en los labios.
—¡No la tendrán!
—¡Hermano! ¡Pero ¿qué dices?!
—¡Hijo, debemos ser caritativos con esas pobres gentes que nada tienen
que ver con Alastair y el laird!
Bearnard apretó los labios sin estar de acuerdo con ellos. ¿Cómo iba a
darles una tregua? ¡Esos malditos Mackay eran los responsables de la
última discusión que tuvo con Isobel! ¡Los culpaba por ello!
—No hay tregua. Quiero una rendición.
—¡Hermano, piensa bien lo que haces! ¡Nuestros hombres también
están agotados! ¡No podrán seguir mucho más si sus cuerpos no se
recuperan!
El laird les dio la espalda y maldijo en voz baja. ¿Una tregua? ¡Pero si
luchar era lo único que mantenía su mente alejada de ella! ¡Era la forma que
tenía de no ver su rostro! Sin embargo, y aunque no le gustase reconocerlo,
Elliot y su madre tenían razón. Sus hombres precisaban de ese merecido
descanso.
—Dos semanas. Ni un día más.

Isobel limpió el sudor de su frente tras acabar con el cultivo de las


hortalizas. Llevaba trabajando junto a sus campesinos desde el alba y la
espalda le dolía una barbaridad por el esfuerzo.
Tomó asiento sobre una gran piedra a un lado del camino y miró al cielo
buscando el sol, que aún reinaba en la parte alta del firmamento, y eso
significaba que la noche tardaría en llegar. Y agradecía que así fuera, pues
las noches se habían convertido en una auténtica pesadilla desde hacía más
de dos semanas.
Tumbada en su lecho, blasfemaba cada vez que la imagen de su marido
aparecía en su mente, que era muy a menudo, y esa horrible presión en el
pecho seguía dificultándole la respiración.
En muchas ocasiones, Pherson y Eduard tuvieron que correr hasta sus
aposentos para tranquilizarla cuando el agobio era demasiado intenso,
cuando imaginaba al hombre del que estaba perdidamente enamorada en los
brazos de Eara, acariciando su vientre lleno de vida, cuando recordaba sus
mentiras.
La mañana siguiente de su regreso al castillo de Thurso, su hermano le
exigió conocer toda la historia, así que Isobel le relató cada experiencia
vivida con él, cada promesa, lo ocurrido con John y los abusos sufridos
años atrás.
—¡Hijo de una mala fulana! —había gritado Pherson poniéndose rojo de
ira—. ¡Si me lo hubieras dicho, Issy, si yo hubiera sabido todo lo que ese
desgraciado te hizo…! ¡Si se lo hubieras confesado a padre…! ¡Oh, mi
pobre hermana! ¡No quiero ni imaginar lo que habrás sufrido!
Tras conocer todos los detalles de lo ocurrido en su vida, Pherson no
volvió a preguntar. Se limitó a tratarla con el mismo cariño de siempre, a
animarla cuando la veía llorar, a darle la mano cuando la ansiedad le
arrebataba la respiración.
Con el paso de las semanas, había podido controlar las lágrimas, pero la
desdicha era tan fuerte como el primer día. ¿Alguna vez podría seguir con
su vida como antes?
Cuando el dolor en su espalda comenzó a remitir, se puso en pie y se
encaminó hacia el castillo para darse un baño y quitarse la tierra del cuerpo.
Sin embargo, antes de poder dar más de diez pasos, la figura de una dama
apareció ante ella.
Una dama rubia, hermosa, vestida a la última moda, pero con una
expresión tan desdichada y demacrada como la suya propia.
—¿Alpina?
—Hola, hermana.
La menor de los Sutherland recorrió los escasos metros que la separaban
de Isobel, como la dama de clase alta que era, con elegancia y orgullo.
Al posicionarse frente a frente, se miraron a los ojos, sin mostrar el
cariño que siempre se habían profesado. En su lugar había frialdad por parte
de ambas.
—¿Qué haces en mi hogar? ¿Cómo sabías que estaría aquí y no en el
castillo Sinclair?
—No es ningún secreto que abandonaste a tu esposo. La noticia ha
corrido por todo el condado.
—¿Y qué deseas? —preguntó con voz cortante.
—Hace un tiempo me mandaste una carta en la que decías que deseabas
verme. Y Alastair también la recibió de Bearnard Sinclair. —Alzó la cabeza
—. Bien, pues aquí estoy.
—Ahora nada hay que hacer. Ya es tarde para solucionar el problema.
—¡Porque tu esposo nos declaró la guerra!
—¿Y lo culpas, hermana? ¡Te advertí el día de tu boda de que esto
pasaría si no dejabais de atacar a los Sinclair!
Alpina la miró furiosa y negó con la cabeza, sin creer lo que sus oídos
escuchaban.
—¡¿Por qué sigues defendiéndolo?! ¡Lo abandonaste! ¡Abandonaste a
ese indeseable! ¡Yo solo quería venganza para ambas!
—¡Y mira lo que has conseguido! ¡Guerra, muertes, Alpina!
—¡Tu esposo te trató mal, te vejó, te echó tras la boda!
—¡Se disculpó por ello y yo lo perdoné!
—¡Mató a John, maldita sea! —gritó al mismo tiempo que sus ojos
brillaban por las lágrimas—. ¡Mató a nuestro querido primo! ¡Es un
asesino, una mala bestia que irá al infierno por sus oscuros actos!
—John está muerto, sí. ¡Y me alegro de que su cuerpo se descomponga
a varios metros bajo el suelo, con la cabeza despegada de él!
—¡Isobel! —exclamó horrorizada, dando un paso hacia atrás—. ¿Dónde
está tu compasión? ¡John era nuestro primo, era de nuestra familia! ¿Cómo
puedes decir semejante cosa?
—¡John abusó de mí! ¡Ese querido primo del que hablas me robó la
virtud entre golpes y amenazas! —Señaló su cicatriz—. ¡Me marcó con su
daga! ¡Ese malnacido me hirió para marcarme como a un objeto de su
propiedad! ¡Mi esposo lo mató, y me alegro de que así sea!
—¡No tiene lógica! ¡Si todo eso fuera verdad, padre podría haberte
ayudado a…!
—¡Me amenazó con hacerte a ti lo mismo si alguien más se enteraba de
sus horribles actos!
Alpina se tapó los labios y la contempló espeluznada.
—No… puede ser verdad.
—Lo es.
—¡Bearnard Sinclair es una mala persona! ¡Él… Él…!
—Actuó como cualquier esposo lo hubiera hecho.
—Si tan bueno es, ¿por qué te has ido de su lado?
—Ese es un tema del que no hablaré.
—¡Porque sabes que tengo razón! ¡Esa familia son demonios! ¡Son de la
peor calaña de Escocia! ¡Tu esposo es una bestia malvada que arrasa
pequeños poblados sin mirar atrás!
—Lo mismo que los Mackay hicieron en sus tierras.
—¡Está muriendo gente, Isobel!
—¿En qué guerra no lo hace? Si me hubieras hecho caso…
—¡No, no! ¡Los odio, maldición! ¡Mi odio hacia los Sinclair no hace
más que crecer, hermana! ¡Si vieras la devastación que dejan a su paso…!
¡Esas pobres gentes, esas personas que…! —Alpina lloró desconsolada
tapando su cara con ambas manos. Cuando volvió a mirar a Isobel, había
una desdicha en sus ojos conmovedora—. Mi esposo ha muerto.
—¡¿Qué?! ¡Oh, santos! —Isobel la abrazó fuerte para calmar su
doloroso llanto. Llevaban casados poco más de un mes.
—Alastair murió quemado dentro de una de las casas cuando intentaba
salvar a una niña. ¡Mi pobre esposo! ¡Mi querido Alastair! —Empujó un
poco a su hermana y se limpió las lágrimas con enfado—. ¡Donald Mackay
está tan enfadado…! ¡Mis cuñados quieren venganza! ¡No pararán hasta
que los Sinclair acaben bajo tierra, uno tras otro!
—Deberías avisarles de que el clan de mi esposo es fuerte y cuenta con
muchos aliados. Si los Mackay no consiguen pronto la paz, esta guerra se
estancará y será larga y dolorosa para ambos bandos.
—¡A mí ya me importa poco! —Alpina se alejó de ella con un rictus
amargo en los labios—. ¡Malditos todos! ¡Odiaré a los Sinclair el resto de
mis días por haberme arrebatado a mi esposo!
—Esto se podía haber evitado, hermana.
—¡No quiero saber nada más de nadie! ¡De los Sinclair, de los Mackay,
de los Sutherland! ¡Me voy! ¡Me largo de este infame condado y no
regresaré nunca más! ¡Quiero vivir en paz, lejos de la guerra y de los
recuerdos!
—¿Adónde irás?
—A Ullapool. Mi pobre Alastair era dueño de una hermosa propiedad
cerca del mar. Allí seré feliz, lejos de todos los que me han dañado. —La
miró una última vez—. Deseo que tu vida sea dichosa, hermana. Si alguna
vez quieres visitarme, serás bien recibida, pero los Sinclair jamás pisarán mi
hogar.
Bearnard dio el último sorbo a su copa de vino con la vista fija en el
gran armario de sus aposentos. En él, las nuevas prendas que la costurera
había confeccionado con tanta premura, sustituían las antiguas que Isobel
quemó a traición antes de su abandono. Pero su atención no estaba centrada
en ellas, sino en el hueco libre a su lado, donde habían estado colgadas las
de ella.
Vacío.
Allí ya no quedaba nada de su esposa, nada que pudiera recordarle que
algún día habían compartido alcoba y lecho. Sin embargo, las imágenes de
su cuerpo desnudo mientras le sonreía y lo besaba con pasión no dejaban de
atormentarlo ni un maldito segundo.
Vacío. Se sentía tan vacío como lo estaba su parte del armario, como su
lado de la cama, como los días sin su compañía.
Por más que se empeñara en olvidarla, siempre había algo que le hacía
recordarla, y la incapacidad de sacar de su mente esos ojos violetas era
desesperante. ¿Qué tenía tan especial esa dama para que su vida se hubiera
vuelto oscura y sin sentido debido a su ausencia? ¿Sería por su cabello del
color de los rayos de luna, por esa sonrisa que lo iluminaba todo, por sus
continuos retos, por esos besos dulces que lo hacían subir al mismísimo
firmamento…?
Solo habían transcurrido tres días de tregua con los Mackay y Bearnard
ya tenía que luchar con uñas y dientes con sus ganas de ir a verla, de pedirle
la explicación que ella le negó al marcharse de ese modo tan cobarde,
dejándole una estúpida nota de despedida, que hizo añicos su corazón.
¡No podía ir a Thurso! ¡No iría, maldición! ¡Él era el laird! ¿Qué
imagen daría a sus parientes si supieran que se arrastraba suplicante por la
misma dama que lo había repudiado delante de todos?
Rellenó el contenido de su copa, bastante mareado por todo el alcohol
ingerido hasta el momento, y se repitió que Isobel no existía, que no le
importaba, no la amaba y que estaban casados solo por obligación.
Cuando fue a dar otro trago a la copa, escuchó un leve golpe en la puerta
de su alcoba, que le hizo dudar de si lo había imaginado. Pero no fue así, ya
que segundos después la puerta volvió a ser golpeada con más fuerza.
Se levantó del sillón y caminó torpemente para abrir. Le daba
exactamente igual que su familia lo viera ebrio, o sus guerreros. Le daba
igual tantas cosas ya…
Pero cuando abrió, quien estaba delante no era nadie de los que había
imaginado, sino la antigua criada de Isobel: Orla.
Bearnard entrecerró los ojos y la miró confuso, ya que había sido
destinada a otros menesteres lejos de esa ala del castillo.
La criada se retorcía las manos, nerviosa, pero en sus ojos se leía la
determinación.
—Señor…, ¿me… me permite conversar con usted un momento?
—¿Sobre qué?
—Sobre su mujer.
—¡No me interesa! —dijo con voz oscura, comenzando a cerrarle la
puerta en las narices.
—¡Espere, espere, mi laird! ¡Es un asunto de vital importancia! ¡Debe
escucharlo!
Bearnard emitió un gruñido furioso y volvió a abrir, con mala cara,
apoyando su cadera en el marco y cruzándose de brazos en actitud pasivo
agresiva.
—¿Qué?
—Hace unos días… me contaron algo importante.
—Tienes tres minutos.
—¡Sí, sí, cómo no! —De inmediato, giró la cabeza e hizo una señal con
el brazo para que otra persona se sumase a aquella improvisada audiencia
—. ¡Vamos, muchacha, ya has oído al laird! ¡Date prisa!
Ante él, y colocándose muy cerca de Orla, apareció Senga, otra de las
criadas. Y esa jovencita tenía pavor, se le veía en la forma de mirarlo.
—¡Vamos, muchacha, habla! —la empujó Orla perdiendo la paciencia.
—Yo… Yo… —De repente, se echó a llorar desesperada, con un fuerte
temblor en todo el cuerpo—. ¡Soy una buena persona, mi laird! ¡Nunca he
dañado a nadie en mi vida, solo hago mi trabajo y sigo las indicaciones que
me encomiendan!
—¡Basta de llantos, muchacha, y dime qué diablos pasa! —estalló él,
cansado y mareado.
—¡Yo no quería hacerlo, ella me lo ordenó, mi laird! ¡Me advirtió que
mi trabajo era obedecer todo lo que se me mandaba o me echaría!
—¿De quién hablas, Senga?
—¡De… De Eara! Soy su criada, ¿recuerda?
Bearnard entrecerró más los ojos y dio un paso hacia adelante,
poniéndose en guardia, con una mala sensación en el estómago.
—¿Qué pasa con ella?
—¡Mi laird, oh, me siento tan culpable…! —Lloró desconsolada—. ¡Yo
soy la que puso las cabezas de animales muertos en el castillo! ¡Eara me lo
ordenó! ¡Dijo que de esa forma lograría echar a la bruja de su esposa, que
todo el mundo la odiaría aún más!
—¡¿Cómo?! —El grito de Bearnard se escuchó por todo el castillo y
ambas criadas se encogieron del miedo—. ¿Qué estás diciendo?
—¡La verdad! ¡Ella me mandó hacerlo! —Puso las manos en oración—.
¡Se lo ruego, piedad! ¡No podía seguir callándome esta mentira! ¡Su esposa
es una mujer bondadosa! ¡Siempre me ha tratado con respeto y cariño, ella
me dio jabón, se preocupó por mí! ¡Me ayudó a lavar la ropa con su mejor
sonrisa!
¡Bearnard estaba tan enfadado! ¡Por su culpa, discutió con Isobel! ¡Su
mujer no era la culpable y todos creyeron lo contrario!
—¡Senga, no te calles ahora! ¡El laird tiene que saber el resto! —la
apremió Orla zarandeando a la joven.
—¿El resto? ¿Qué resto?
—Las fechorías de Eara no han acabado ahí —continuó Senga—. Ella…
le dijo a su esposa que vuestra relación no había acabado, que seguíais
manteniendo relaciones conyugales, que… esperaba un hijo vuestro.
—¡¿Es eso cierto?! —vociferó fuera de sí completamente, golpeando
con toda su rabia la puerta en la que estaba apoyado—. ¡¿Esa maldita arpía
se atrevió a contar tales calumnias?!
—Sí, mi señor. Ella no deja de jactarse desde entonces, repite que
volverá a conseguir sus atenciones, que nadie le arrebatará ese puesto. —
Senga tragó saliva y lo miró temerosa—. Eara le contó esas mentiras la
misma noche que su mujer abandonó el castillo.
—Señor. —Esta vez fue Orla la que habló—. Lilibeth terminaba de
limpiar las cocinas cuando la vio marcharse. Ella cuenta que su mujer
lloraba desconsolada, que parecía a punto de desfallecer por la tristeza.
Los ojos de Bearnard se abrieron de una forma asombrosa al escuchar
esas últimas palabras.
¿Isobel llorando de pena mientras abandonaba el castillo? ¡¿Su mujer
parecía estar afectada por las mentiras de Eara?!
Tragó saliva al recordar la carta que Isobel le dejó en la mesilla de su
alcoba, en ella le decía que le deseaba una vida plena y feliz junto a su
amante y que no iba a entrometerse en su relación.
¡Ahora lo comprendía! ¡Isobel no quería arrojarlo en los brazos de su
amante, sino que decidía apartarse por el bebé, porque pensaba que él
prefería a Eara!
Con el corazón latiéndole en el pecho a una velocidad imposible y un
raro hormigueo en las piernas, una suave sonrisa apareció en sus labios.
—Me ama —susurró con la euforia aumentando por momentos—.
¡Isobel me ama, maldita sea!
Con una sonrisa enorme, echó a correr hacia las escaleras, dejando
anonadas a las dos criadas, que no comprendían la exagerada reacción de su
laird. Pero a Bearnard poco le importó, porque aquel inesperado
descubrimiento acababa de volver a darle alas a su destrozado corazón.
Issy se había marchado convencida de que su esposo no la amaba y él
debía que sacarla de su error. Tenía que ir a por ella y confesarle esos
profundos sentimientos que su alma le profesaba.
Bajó las escaleras dando grandes zancadas y, cuando por fin llegó al
gran salón, lo cruzó a toda prisa, dejando anonadados a los Sinclair, quienes
charlaban relajados junto al fuego.
—¡Hermano! —exclamó Phemie, levantándose alarmada a toda prisa de
la alfombra—. ¿A dónde te diriges con tanta premura?
—¡A por mi esposa! —gritó él tan feliz como hacía varias semanas que
no lo veían—. ¡Me ama! ¡Isobel me ama de la misma forma que lo hago yo!
¡Esa deslenguada cabezota me va a escuchar, voy a traerla de vuelta a casa,
al lugar de donde nunca debió marcharse, porque su hogar está junto a su
marido!
VEINTISIETE

El reflejo que le devolvía el espejo del salón no era demasiado halagüeño.


Isobel suspiró al tiempo que una de sus manos acariciaba su mejilla
lastimada por su propia hoz en un descuido.
Estaba agotada después de pasar toda la mañana ayudando en el campo.
Las oscuras ojeras que se le marcaban bajo los párpados inferiores no
dejaban lugar a dudas de que necesitaba un descanso. Trabajaba mucho, la
tristeza no la abandonaba y la poca comida que ingería no cubría todas sus
necesidades, pues, a pesar de que sus criadas preparaban unos guisos
deliciosos, su estómago pasaba la mayor parte del día cerrado.
Tras alejarse del espejo, comprobó que el incienso que perfumaba la
estancia no se hubiera apagado por la rebelde brisa que se colaba desde la
puerta. Afuera, Pherson y Eduard la esperaban para dar un agradable paseo
por sus tierras y ver cómo había crecido el cereal que habían cultivado
meses atrás.
Su hermano disfrutaba de unos últimos días en Thurso East antes de
volver a Golspie, para cumplir con unas órdenes de su padre. Así que él y
su amado aprovechaban hasta el último minuto para estar juntos.
Isobel se alegraba de que su amor fuera tan bonito y fuerte. Al menos,
uno de los tres hermanos Sutherland era feliz con la persona a la que quería,
aunque para ello tuvieran que esconderse en aquel viejo castillo.
Mientras se dirigía al exterior, algo hizo que su ceño se frunciese de
golpe.
Alguien gritaba, y lo hacía acaloradamente.
¿Pherson?
¿Su hermano estaba peleando con Eduard?
No supo si debía detenerse y dejarles intimidad, todas las parejas
discutían en alguna ocasión y no era agradable tener a nadie mirando.
Sin embargo, al prestar más atención a dichos gritos, la sangre se le
congeló en las venas en cuanto reconoció la voz de la otra persona. ¡Aquel
que peleaba con su hermano no era Eduard, sino Bearnard! ¡Su marido
estaba allí!
De repente, una fuerte debilidad poseyó sus piernas y los nervios la
hicieron temblar al volver a escuchar su voz.
¿Qué estaba haciendo él en Thurso? ¿Cómo se atrevía siquiera a
aparecer después de todo lo que le había hecho? ¿Después de pasar unas
semanas horribles mientras él fornicaba con otra mujer en su propia cama?
¡Maldito Bearnard!
¡Maldito libertino desconsiderado!
Isobel sintió cómo el enfado empezaba a burbujear en su estómago. ¡No
tenía ningún derecho a presentarse en su propiedad tras sus cochinos actos!
¡Esa era su casa, solo suya, y echaría a su esposo como la rata crapulosa que
era!
Con los labios apretados y a paso firme, recorrió los escasos metros que
la separaban de ellos, abandonando la seguridad del castillo y descubriendo
que, efectivamente, Pherson y Bearnard se encontraban discutiendo
acaloradamente el uno frente al otro, mientras Eduard agarraba preocupado
el brazo de su hermano.
—¡Me permitirás pasar, Pherson! ¡Es mi esposa y hablaré con ella con o
sin tu consentimiento!
—¡¿Tu esposa?! ¡Sinclair, ella ya no es nada tuyo! ¡Por tu bien, dejarás
en paz a mi hermana y regresarás a ese antro de pecado que es tu hogar!
—¡No te lo volveré a repetir, cuñado! ¡Hablaré con mi mujer y, si no te
apartas de en medio, mi espada acabará traspasando tu pecho!
—¡Adelante, mi laird! ¡No tengo miedo! ¡Si me atacas, me defenderé!
—Pherson llevó una mano a su espada, debidamente enfundada, avisando
de sus firmes intenciones, y lo mismo hizo Bearnard, quien lo fulminaba
con sus hermosos ojos azules.
Isobel se llevó una mano al corazón cuando vio a esos dos hombres a los
que amaba retándose a un duelo. ¡No podía dejar que eso sucediera! ¡Si
alguien salía herido, sería culpa suya!
—¡Pherson, hermano, ya basta! —dijo Isobel con voz de mando,
acercándose a ellos con el rostro hostil dirigido a su esposo—. Hablaré con
él.
—¡No, Isobel, no dejaré que este hombre vuelva a lastimarte!
—¡Ya la has oído, Sutherland! ¡Aparta de mi camino! —Cuando
Bearnard clavó sus ojos en ella, esa potente emoción regresó a su cuerpo.
Siempre le ocurría con su mujer. Esa intensidad, que en vez de ir a menos
crecía con el tiempo. Era la dama más hermosa que había visto jamás, la
más delicada y fuerte, la que encendía su sangre. Y ella lo contemplaba
como a un indeseable—. Hablaremos en otro lugar, no aquí rodeados de
gente.
—¡Mi hermana no se va a ninguna parte! ¡Si tienes algo que decirle, lo
harás con nosotros delante!
—¡Vuelves a meterte entre mi mujer y yo! —exclamó furibundo,
señalando a Pherson con el dedo índice—. ¡Se hará lo que yo diga!
—¡Sobre mi cadáver!
—¡Hermano, tranquilidad! No te preocupes. No me pasará nada, será
una conversación breve y, en cuanto acabemos, él se irá.
Isobel endureció el gesto cuando volvió a mirar a Bearnard y le hizo una
señal para que la siguiera dentro del castillo.
Dio media vuelta, airada, sin asegurarse de si la seguía, pero por el eco
de sus pisadas en la sala comprobó que así era.
Isobel frenó cuando les separaba una distancia prudencial. Se cruzó de
brazos en actitud retadora. No pensaba desfallecer en su presencia. Le daba
absolutamente igual que su marido despertase su cuerpo con su sola
estampa, que todavía le pareciera el hombre más apuesto del mundo y que
su estómago saltase por los nervios.
Lo había pasado tan mal por su traición que su corazón había acabado
hecho trizas.
—Ya estamos a solas, mi laird. Puedes decirme aquello para lo que has
venido.
Bearnard contempló su cara detenidamente y frunció el ceño.
—¿Qué te ha pasado en la mejilla?
—Un accidente con la hoz.
—¿Por qué sigues trabajando la tierra? Tienes criados que saben hacerlo
perfectamente.
—¡Lo hago porque me place!
—Y vestida de nuevo con ropajes de campesina, ¡porque a mi mujer le
divirtió la idea de quemar toda nuestra ropa!
—¿Te agradó la sorpresa, esposo?
—¡Debería colocarte sobre mis muslos y darte una buena zurra en las
posaderas para quitar esa sonrisa malvada de tus labios! —Bearnard dio un
paso en su dirección, reaccionando a su burla con furia.
—¡Si osas tocar una fina porción de mi piel, mi hermano te matará!
—¡Quizás yo lo mate a él antes!
—¡¿Qué diablos haces aquí, Bearnard?! ¿Has venido a pegarme, es eso?
¿Estás tan enfadado, porque tu mujer te ha dejado y te ha puesto en ridículo
delante de tu estúpido clan, que piensas desquitarte a palos?
—¡Te estaría muy bien merecido, señora! ¡Una buena esposa nunca
abandonaría a su marido!
—¡Un buen marido es fiel!
—¡Y yo no lo soy, ¿verdad?!
—¡Se te llenaba la boca hablando de lealtad, Bearnard Sinclair! ¡Me
castigaste con tu silencio cuando intenté proteger a mi hermana, cuando
pedí disculpas día y noche por mi error! Pero ¿quieres saber algo? ¡Tú no
eres la persona indicada para realizar juicios de valor contra nadie!
—¡Quizás fui demasiado duro en eso, pero me sentí engañado por una
persona en la que confiaba!
—¡Y duele que te engañen, ¿verdad?! ¡Entonces, podrás comprender
cómo me sentí cuando supe de tus actos!
—¡Yo no te he engañado, Isobel! —gritó perdiendo los nervios del todo
—. ¡He cometido malas acciones en mi vida, pero esa no es una de ellas!
¡Desde el mismo momento en que viniste al castillo Sinclair, no he tenido
ojos para otra mujer que no fueras tú!
—¡Eara no dice lo mismo! —chilló a su vez, apretando los puños a cada
lado del cuerpo, sintiendo que sus ojos volvían a llenarse de lágrimas por el
dolor—. ¡Seguías fornicando con ella! ¡No dejaste de hacerlo en ningún
momento! ¡¿Para qué si no iba tu amante a continuar viviendo en tu hogar?!
—¡No lo sé, dímelo tú que tanto conoces sobre la verdad!
—¡La verdad es que eres un mujeriego, un libertino, un… un…! ¡Lo sé
todo, Bearnard! ¡Eara vino a confesármelo la misma noche que hui! —Las
lágrimas cayeron por sus mejillas porque no pudo aguantar más el dolor—.
¿Sabes lo que sentí cuando me relató tu traición? ¿Puedes siquiera imaginar
el daño que me hizo saber que todas tus palabras eran viles mentiras?
—¡No he tocado a Eara, Isobel! ¡¿Puedes hacer el favor de escuchar lo
que te digo?!
—¡Claro, no la has tocado, por eso espera un hijo tuyo! —Lo empujó
con todas sus fuerzas, presa de un sufrimiento horrible que emborronaba su
campo de visión—. ¡Fui el hazmerreír de todos, la pobre esposa que cría a
los bastardos de su marido! ¡No lo haré, tengo orgullo, mi laird, y tú lo has
pisoteado hasta dejarlo hecho un guiñapo en el suelo!
—¡No voy a ser padre! ¡Te mintió!
—¡Te odio! ¡No volverás a engañarme! ¡Y si ya has terminado con tus
mentiras, lárgate de mi hogar! ¿Es que no sabes lo que significa la
compasión? ¿Todavía quieres hacerme sufrir más?
—¡Isobel, basta! ¡Eara no va a parir a ningún hijo mío porque es
infecunda!
Esas inesperadas palabras la hicieron perder el equilibrio una milésima
de segundo, pues su corazón dio tal golpe en su pecho que se quedó
inmóvil.
¿Infecunda? Pero si ella…
—¿Qué estás diciendo?
—¡No puede tener hijos! ¡Fue repudiada por su esposo cuando este se
enteró de que jamás podría darle un heredero!
—Pero a mí me dijo que…
—¡Mintió! ¡Mintió, Isobel! ¡Te ha contado una mentira tras otra y tú la
has creído! ¡Eara fue la culpable de colocar las cabezas de animales
muertos en el castillo para inculparte! ¡¿Eso también te lo dijo?!
—N… No. —Su respiración se tornó violenta por aquel descubrimiento
y el llanto hizo que su cuerpo se convulsionase con su fuerza. Se tapó la
cara con ambas manos y sollozó con una mezcla de culpabilidad y alivio—.
¿Todo era mentira?
—Todo —asintió Bearnard sin fuerzas—. Y tú me abandonaste sin
siquiera preguntar, sin darme el beneficio de la duda. Hubiera sido tan fácil
hablar conmigo, Issy…
—¡Pero me ignorabas! ¡No contestabas a nada de lo que te decía!
—¡Ya lo sé, maldición! ¡Fui un estúpido tonto!
Al verla llorar sin consuelo, Bearnard la atrajo hacia su cuerpo y la
abrazó con fuerza, hundiendo la nariz en su pelo, respirando aliviado por
primera vez en mucho tiempo al tenerla junto a él.
—¿No me has engañado? —Ella alzó la cabeza para mirarlo a los ojos.
—Nunca, bello ángel. Solo tú estás en mi alma. Es tu imagen la que veo
al despertar, al acostarme. —Acarició su mejilla y la vio sonreír entre
lágrimas—. Isobel, te amo. Te amo con todo mi corazón, con todas mis
fuerzas. Te amé incluso cuando no sabía tu nombre, cuando pensaba que
eras una campesina.
—Pero tú me dijiste que nunca habías amado.
—Hasta que te encontré. Hasta que tus ojos violeta me miraron furiosos
esa primera vez que fui al castillo.
—¡Oh, Bearnard! —Sin poder aguantar las ganas, se lanzó a sus labios y
juntaron sus bocas con una pasión que llevaban aguantando semanas. Aquel
primer contacto fue electrizante para ambos, pero en vez de frenar sus
impulsos, todavía profundizaron aquel beso con caricias. El oxígeno
acababa de regresar, el color, el futuro. Estar entre sus brazos era
revitalizador, sentir la pasión de su marido, tan intensa como siempre, le
insuflaba vida. Había sido una tortura estar alejada de él, su cuerpo seguía
adelante por mera supervivencia, pero solo a su lado volvía a sentirse
completa—. Te amo, esposo. Te amo.
—En tu carta asegurabas que no lo hacías. Y hubo un tiempo en que creí
que esas palabras eran ciertas.
—¡Estaba tan enfadada! ¡Dios santo, quemé tu ropa! ¡Perdí la cabeza
cuando la imagen de Eara y tú juntos apareció en mi mente! ¡Creí morir por
el dolor!
—Lo mismo me ocurrió a mí al darme cuenta de que te habías ido, Issy.
Te llevaste mi felicidad contigo, mujer. Pero ya estamos juntos de nuevo. Y
esta vez para siempre.
—Para el resto de nuestras vidas.
Bearnard la rodeó por la cintura y, alzándola en peso, comenzó a dar
vueltas, riendo con ella, pletóricos.
Se besaron de nuevo, era complicado no hacerlo cuando se habían
echado tanto de menos, cuando pasaron tantas noches en la soledad de sus
camas añorando al otro.
Bearnard juntó sus frentes y suspiró, feliz después de muchas semanas.
—No vuelvas a desconfiar de mí, Isobel. Soy tu marido, mi única
misión en el mundo es la de amarte. —Capturó sus labios una vez más antes
de proseguir—. Y si alguna vez lo haces, si alguna vez tienes motivos para
desconfiar, pregúntame primero, yo calmaré tus dudas. Pero no me
castigues de nuevo con tu ausencia.
—Nunca más, porque estas semanas sin ti han sido las más frías y tristes
de mi existencia.
—Han sido dolorosas y vacías. Parecía un muerto en vida, no recuerdo
las veces que tuve que retenerme para no venir a buscarte, porque pensé que
nunca habías sentido amor por mí.
—¿Qué te hizo darte cuenta de lo contrario?
—Una criada: Senga.
—¿Senga? ¡Sé quién es!
—Ella me contó lo que Eara había hecho contra tu persona. Y me relató
que te vieron marcharte llorando después de que ella te dijese todas esas
mentiras. Entonces lo entendí todo, Issy. Comprendí tu dolor, tu rabia, y que
las palabras escritas en tu carta no eran más que la forma que encontraste de
defenderte.
—¿Fue entonces cuando viniste a por mí?
—Inmediatamente. De hecho, no hace ni dos horas que sé toda la
verdad. No podía esperar a verte, mujer, las ganas de estar contigo me han
hecho cabalgar como un loco hasta Thurso.
Ella sonrió encantada y besó una vez más sus labios, contemplándolo
con una sonrisilla pícara.
—¿Tu intención es la de llevarme de vuelta a Wick?
—Ajá. Eso es precisamente lo que va a ocurrir en breve. Te montaré en
mi caballo, te cogeré por la cintura y cabalgaremos hasta…
—¡Cuñada! ¡Cuñada!
La voz desesperada de Phemie, que apareció de repente por la puerta,
interrumpió a Bearnard. La jovencita corrió en su dirección con una gran
sonrisa en los labios y la ilusión patente en cada rincón de su rostro.
—¡Hermana, ¿qué haces aquí?!
—¡Ayudarte! —Cuando llegó hasta Isobel, se abrazó fuerte a ella,
haciéndola reír—. ¡Vuelve con nosotros! ¡Te echamos de menos! ¡No
puedes dejarme sin mi acompañante en las misas!
—¡Y a mí me prometiste que te ocuparías de las labores del castillo! —
exclamó Beth, apareciendo tras su hija por la puerta, tan sonriente como la
primera—. No voy a cargar de nuevo con esa obligación, pues ahora tú eres
la señora.
—¡Madre!
—¡Oh, santos! —rio Isobel cuando su suegra se colocó junto a Phemie y
la abrazó a su vez.
—¡¿Y quién va a entrenar conmigo con la espada si te quedas en un
lugar tan lejano y feo como este?!
—¡Mai!
—¡Vas a volver con nosotros, no puedes dejarnos ahora!
La pequeña de los Sinclair también la abrazó con tanta fuerza que no
pudo evitar reír.
Bearnard e Isobel se miraron emocionados por el gesto tan hermoso de
su familia, pues le acababan de demostrar que la querían a su lado.
—Cuñada. —Elliot apareció entonces y fue acercándose con una serena
sonrisa dirigida a ella—. ¿Volverás con nosotros? ¿Con quién voy a discutir
si no estás presente en nuestras vidas? ¡Mi esposa no está por la labor,
puedes estar segura!
—No puedes quedarte aquí, Isobel —dijo Phemie apoyando a su
hermano.
—¡Te llevaremos a rastras si es necesario! —exclamó Mai con una
sonrisa de oreja a oreja.
Se le llenaron los ojos de lágrimas de emoción, porque nunca se había
sentido tan querida como por esas personas a las que al principio creyó
odiar.
Una vez más, su mirada coincidió con la de Bearnard quien, orgulloso
de su familia, parecía tener el pecho hinchado como el de un pavo.
—Ahora es tu turno, Issy. Debes contestar a su pregunta: ¿vendrás a
casa con nosotros?
—¡Oh, santos! ¡Claro que volveré! —gritó de inmediato rebosante de
felicidad—. ¡¿Cómo no hacerlo si me habéis robado el corazón?!
EPÍLOGO

Un año después

Los labios de Bearnard sobre su piel eran como un potente fuego


quemándola entera.
Las luces del alba se colaban por varias rendijas de las gruesas cortinas,
creando sensuales sombras sobre sus cuerpos desnudos, ambientando la
alcoba con un toque íntimo.
Las manos de él recorrieron su costado, dejando a su paso una estela de
placenteras sensaciones, que la hicieron jadear por aquella abrumadora
pasión de la que era presa.
Esa se había convertido en su forma predilecta de empezar el día. Cada
mañana, su esposo la despertaba entre húmedas caricias y besos ardientes
con los que sus cuerpos se inflamaban por la pasión.
Isobel cerró los ojos y emitió un gemido mudo cuando la boca de él
lamió sus senos. Su lengua recorrió la delicada piel de su pezón y se lo
metió en la boca para que este recibiera las merecidas atenciones.
—Oh, mi amor, ¿qué haces conmigo para que mi cuerpo siempre desee
más de ti?
—Tu cuerpo me reconoce, dulce Issy, sabe que soy su dueño y se rinde
ante mis caricias.
Bearnard despegó la boca de sus pechos y capturó sus mullidos labios,
que recibieron de muy buena gana la lengua de él.
Enredados en aquel frenético beso, Isobel pasó sus manos por la fuerte
espalda de su esposo, disfrutando con cada porción de piel, haciéndolo
jadear con el roce de sus dedos.
Cuando ella lo tocaba, la poca fuerza de voluntad que le quedaba se iba
al traste. La abrió de piernas y penetró en ella con unas ganas explosivas.
Siempre sucedía igual. Los besos y las caricias los llevaban tan al límite
que acababan fundiéndose en uno con desesperación. Esta vez, Isobel se
quedó bajo su cuerpo.
Ya no recordaba cuándo fue la primera vez que ella le permitió poseerla
de esa forma, pues al principio siempre cabalgaba encima. Sin embargo,
con el tiempo, la confianza y la seguridad, sus traumas y temores fueron
diluyéndose, quedando apartados en un rincón oscuro de su memoria.
Sabía que jamás sería capaz de lastimarla. Bearnard la trataba con cariño
y respeto, y eso hacía que se sintiera todavía más dichosa y afortunada de
tenerlo a su lado.
Las embestidas de él fueron subiendo de intensidad, entrando y
saliendo, rápido y fuerte, logrando que ambos gritaran cuando el clímax
trajo consigo un placer brutal.
Bearnard escondió la cabeza en el hueco entre su hombro y su cuello, y
besó su fina piel mientras intentaba recuperar la respiración.
Sus corazones latían al mismo ritmo, retumbaban contra el pecho del
otro y parecían estar sincronizados.
Cuando recuperó las fuerzas, se dejó caer sobre el lecho de espaldas,
rodeando a su mujer por los hombros para acercarla todo lo posible a su
pecho perlado en sudor por aquel enérgico ejercicio matutino.
Se hizo el silencio entre ambos, pero no les hizo falta articular frase
alguna para expresarse, pues sus ojos hablaban por sí solos. Esos ojos que
mantenían fijos en los del otro, sonrientes, relajados. A veces, una simple
mirada dice mucho más que mil palabras, y eso les sucedía a ellos.
Bearnard acarició la suave piel de su brazo, maravillado porque, por más
que hacían el amor, nunca sentía lo mismo que las otras. Las emociones que
su mujer despertaba en él eran maravillosas. Y sabía que necesitaría el resto
de su vida y otra más para lograr saciarse de ella.
Besó suavemente sus labios y sonrió al ver que ella se abandonaba por
completo.
—Buen día, bello ángel.
—Mmm… A buenas horas saludas, mi laird. Llevamos despiertos
bastante tiempo.
—Hay prioridades que no se deben eludir, y ver tu hermosa cara
embargada por el placer al despertar es la más importante para mí.
—Pues debo decirte que hoy no has sido tú el primero en despertarme.
—¿Ah, no? ¿A quién debo retar a un duelo por haberme arrebatado ese
placer? —Isobel rio y acarició su abultado vientre de embarazada, por lo
que él soltó una carcajada y acercó su rostro para besar su estómago—. No
cabe duda de que es hijo mío. A ambos nos gusta despertarte.
—Es posible que sea una niña, todavía no hay forma de saberlo.
—Por nuestro bien, es mejor que nuestro primer vástago sea un niño.
—¡Oh, esposo! ¿Por qué dices eso?
—Porque si esa niña se parece un poco a ti, voy a necesitar mucha
ayuda para espantar a todos sus pretendientes.
Isobel sonrió de oreja a oreja.
—Si se parece a mí, no necesitará a nadie para espantar a los caballeros,
pues yo solita pude hacerlo a la perfección.
—Tus antiguos prometidos debían de ser estúpidos. Cualquier hombre
que tenga un poco de inteligencia, sabría que una dama como tú jamás
podría ser esa malvada bruja de la que todo el mundo hablaba.
—Pero en aquel entonces, yo misma me esforzaba para que creyesen esa
patraña. Estaba tan asustada y dolida por lo que me sucedió…
—Y entonces llegué yo —dijo con el rostro orgulloso—. Descubrí a la
princesa escondida y me la llevé a mi hogar.
Isobel se echó a reír y lo empujó levemente, divertida.
—Si hubiera sido tan fácil… Nos costó mucho llegar a un
entendimiento. Hubo peleas, malos entendidos, mentiras…
—Pero venció el amor, dulce Issy —declaró contra sus labios, besándola
sin poder aguantar las ganas—. Nos dimos cuenta a tiempo de que juntos
éramos mucho más dichosos y fuertes. Y así seguirá siendo el resto de
nuestras vidas.
—Y finalmente tendrás que construir ese castillo para toda nuestra
descendencia.
Las carcajadas de Bearnard resonaron por toda la habitación.
—Construiré los que hagan falta, porque deseo una familia enorme
contigo.
—¡Santos, no sé si podré aguantar estar rodeada de tantos Sinclair sin
volverme loca! ¿Cómo lo consigue tu madre? Voy a necesitar que me guíe
con su sabiduría.
—¡Oh, mujer! —Rieron juntos abrazados—. Todos los Sinclair te
adoran, esposa. Desde los guerreros hasta las criadas. Te has ganado su
confianza y su corazón.
—Hubo un tiempo en el que creí que nada de esto sería posible.
Nuestros comienzos fueron tan difíciles… Me sentía fuera de lugar en este
castillo, todos me temían, me odiaban, quise escapar. Los primeros días me
convencí de que mi estancia en tierras de los Sinclair sería muy breve. Pero
no contaba con un factor decisivo que jugó en mi contra.
—¿Cuál?
—Que me enamoré de mi marido. Y entonces quise ser aceptada por su
clan. —Torció el gesto de repente—. Y luego esa malvada mujer me
engañó.
Bearnard enmarcó sus mejillas entre las manos y la besó con ternura,
intentando borrar esa oscura época que pasaron separados.
—No pienses más en ella, esposa. Esa traidora fue expulsada del castillo
de inmediato. Ya no podrá hacerte daño, ni maquinar ninguno de sus
malévolos planes para separarnos. Logramos vencer todos los baches y
seguimos juntos, enamorados y con una criatura en camino.
Isobel sonrió de nuevo, pues su esposo tenía razón.
Nada podría separarlos.
Tras su reconciliación, la vuelta al castillo Sinclair fue más sencilla de lo
que nunca imaginó.
No se cumplió su temor de que sus gentes la odiaran por haber
abandonado a su laird de aquella forma tan cobarde; al contrario, la
recibieron entre aplausos y muestras de cariño.
Isobel lo besó con suavidad y se incorporó un poco en el lecho, logrando
que él gruñera por verse privado del cuerpo de su esposa. Fue hasta la
ventana, desde donde contempló el patio de armas, en el que varias criadas
se afanaban para meter en las cocinas las provisiones que los mercaderes
dejaban cada semana.
—Llevo un buen rato escuchando mucho movimiento ahí abajo. ¿Pasa
algo?
Bearnard se reunió con ella, gloriosamente desnudo, y besó su hombro.
—Viene tu padre a la hora del almuerzo y el laird de los Gunn. Tenemos
que conversar sobre algunos temas relacionados con la batalla.
—La visita de mi padre será agradable, pues nuestra relación comienza
a ser mucho más cordial, pero, esposo, ¡oh, ese maldito enfrentamiento!
¿Cuándo acabará?
—Es complicado, mi amor. Después de tantos ataques y batallas,
nuestro pueblo le guarda demasiado rencor al enemigo como para firmar un
mero documento de paz.
La guerra contra los Mackay acabó enquistada.
Ninguno quiso dar su brazo a torcer.
Si bien era cierto que los combates y las incursiones acabaron siendo
anecdóticos, el sentimiento de traición y odio entre ambos clanes seguía tan
fuerte como el primer día.
Cualquier persona del bando contrario que pisase tierras enemigas era
ajusticiado sin piedad.
Sin embargo, lo que más añoraban las damas era esa falta de seguridad
al saber que sus esposos y familiares podían correr peligro. Vivían con el
miedo de verlos partir y no saber si regresarían a su lado al final del día.
Desde hacía más de un año, no podían salir solas, siempre debía
acompañarlas un hombre cuando deseaban dar un paseo por el bosque y, a
veces, el pensar que el final de todo aquello todavía estaba muy lejos
resultaba asfixiante.
Echaban de menos la libertad.
Al ver que ella bajaba la vista al suelo, compungida, Bearnard la abrazó
con cariño y besó su coronilla.
—Mi amor, no te entristezcas.
—Es inevitable. —Apoyó los brazos sobre su pecho y lo miró a los ojos
—. Pero debo reconocer que soy muy afortunada a pesar de todo, Bearnard.
Mi padre goza de buena salud, recibo noticias de Alpina por carta
regularmente, y puedo visitar el castillo de Thurso cada semana para
asegurarme de que las cosas van bien. Aunque sé que mi hermano, por las
largas temporadas que pasa allí, es un excelente administrador.
—Siempre me he preguntado por qué a Pherson Sutherland le agrada
tanto esa propiedad, pues tú ya no vives allí.
—¿Oh, sí? Hay una buena razón —dijo sonriente con la imagen de
Eduard en la mente.
—¿Cuál?
—¡No y no, esposo, si quieres saberla, tendrás que preguntárselo
personalmente!
—¡Mujer! ¡Más te vale contarme la verdad o te cortaré esa lengua
descontrolada que guardas en tu bella boca! —exclamó divertido,
forcejeando suavemente con ella.
—¡Si me quedara sin lengua, mi laird, tú mismo sufrirías las carencias
cuando estuviéramos desnudos en el lecho!
—¡Eres una dama perversa y malvada! ¡Debería tumbarte en la cama y
darte tu merecido!
—¡Estoy segura de que te agradaría! ¡Pero el desayuno espera, y el laird
no puede llegar tarde, pues daría un horrible ejemplo a todos los demás!
—En eso te equivocas, dulce ángel —respondió contra su boca—. El
laird puede hacer lo que le plazca, y en estos momentos, lo que le place es
quedarse un rato más con su mujer desnuda entre sus brazos.
—¿Y qué hará el señor conmigo? —preguntó juguetona.
—Hacerte el amor, escuchar tus gemidos cuando el placer invada tu
cuerpo, y después te diré cuánto te amo.
Ella se mordió el labio inferior, derritiéndose por las palabras de su
marido. Era tan especial, tan hermoso y tan suyo…
—Dímelo ya, no esperes más tiempo, ¿cuánto me amas, Bearnard? —
susurró entregada.
—Sería imposible expresarlo con palabras, con gestos o con números.
—Quizás me quieras con todo tu corazón, pues es la forma en la que yo
lo hago.
—No, Issy, no. El corazón es demasiado mundano para recoger todo
este sentimiento. —Juntó sus frentes—. Te quiero con el alma, amor mío,
porque el alma nunca muere.
¡Gracias por leer esta novela!

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