El Cazador Pico de Halcon - Karl May

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Cuarta parte de la serie «Del trono al cadalso» es, junto a las otras cuatro

novelas que conforman la serie, la más popular novela alemana por entregas
del siglo XIX. Karl May la ofreció a sus lectores bajo el seudónimo de
«Capitán Ramón Díaz de la Escosura», publicándose en 109 fascículos en dos
publicaciones periódicas desde diciembre de 1882 a agosto de 1884.

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Karl May

El cazador Pico de Halcón


Vom thron auf dem schafott
Del trono al cadalso - 4

ePub r1.0
Titivillus 31-03-2024

Página 3
Título original: Trapper Geierschnabel
Karl May, 1883

Editor digital: Titivillus


Digitalización y OCR: mameluco1947
ePub base r2.1

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Título original del ciclo

«Vom Thron auf dem Schafott».


(Del trono al cadalso).

«Waldröschen» es la más popular novela alemana por entregas del


siglo XIX. Con una extensión de 2612 páginas, Karl May la ofreció a sus
lectores bajo el seudónimo de «Capitán Ramón Díaz de la Escosura»,
publicándose en 109 fascículos en dos publicaciones periódicas desde
diciembre de 1882 a agosto de 1884.
Es la más famosa de todas las obras de ficción populares publicada
entonces.
Más adelante, ya muerto Karl May, se hizo una compilación de todas sus
novelas, reeditando algunas de ellas.
Éste es el caso de «Vom Thron auf dem Schafott». (Del trono al cadalso),
título genérico que se utilizó para reeditar la antigua novela por entregas
«Waldröschen», conservando los mismos intérpretes y personajes de la
versión original con pocas mutilaciones, incluso recuperando nombres, fechas
y lugares que en otras ediciones, en especial rumanas, se modificaron porque
en la fecha de publicación, después de 1918 y por razones históricas y
políticas de aquellos años, se cambió Alemania por Noruega y los
protagonistas Sternau, Kurt Unger, Rodenstein o Ludwig por los nombres
noruegos Sunders, Hendrik Nielsen, Stransund y Larsen, cambiando fechas y
lugares lo que ofreció a los lectores una confusión respecto de la obra
original.
En la presente traducción se respeta el original de la serie Waldröschen,
con nombres fechas y lugares originales.
El conjunto de novelas «Vom Thron auf dem Schafott». (Del trono al
cadalso) se compone de cinco volúmenes:
Volumen I. Schloss Rodriganda [Castillo Rodriganda].
Volumen II. Rhein zur Mapimí [Desde el Rhin hasta Mapimí].

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Volumen III. Benito Juárez
Volumen IV. Trapper Geierschnabel [El cazador Pico de Halcón].
Volumen V. Sterbende Der Kaiser [El Emperador moribundo].
Me complazco en ofrecer este conjunto de novelas de Karl May, que
aunque no tiene los protagonistas habituales de las obras de Karl May
(Winnetou, Old Shaterhand, y otros muchos), son una colección notable de su
producción literaria.
¡Que disfruten con su lectura!

JMG

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El cazador Pico de Halcón

Esta novela fue publicada en español por la Editorial HORIZONTES de


Valencia, dentro de la colección Azteca, publicada en dos volúmenes con los
nombres de El cazador Pico de Buitre y Pico de Buitre se divierte.
En su versión original, ambos volúmenes se publicaron en un solo
ejemplar.
Me he limitado a reeditar los dos volúmenes en uno solo, como en la
versión original, actualizando únicamente los nombres de los protagonistas.

¡Qué disfruten con ella!

JMG

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Capítulo 1.- Un lord extraño

A llá donde el caudaloso Río Grande del Norte, formando la frontera entre
México y Texas, desemboca en el Golfo, se encuentra el puerto de El
Refugio.
A pesar de la importancia del Río Grande y de los muchos recursos con
que la Naturaleza ha dotado a El Refugio, en 1866 la ciudad permanecía
apartada del comercio. Esto era debido, en parte, al intranquilo estado de
aquellos parajes y, en parte también, a que el país de los mosquitos que el río
atraviesa, todavía permanece cerrado al comercio mundial.
Así ocurrió que, cuando lord Henry Dryden, conde de Nothinghwell,
ancló en el puerto con su barco cargado de armas, municiones y oro para
Juárez, no había allí ningún navío de importancia, excepto un velero
brasileño. Dryden dispuso para el transporte por el río dos pequeños vapores
de hélice, de corto calado, y un grupo de botes, destinados al transporte
fluvial del cargamento.
El contenido del buque fue transbordado y los dos vapores y las barcas,
remolcadas por aquéllos, anclaron un trecho más arriba de la desembocadura
del río. Allí esperaban la vuelta de Pico de Halcón, a quien el inglés había
enviado al encuentro de Juárez para notificarle su llegada.
En un camarote pequeño, pero perfectamente acondicionado, de uno de
los dos vapores, se instaló lord Dryden. Esperaba al explorador con
impaciencia y temía que hubiera podido ocurrirle alguna desgracia. Hizo
llamar a su camarote al piloto. Caía la tarde y empezaba a oscurecer.
—Según su propia palabra, Pico de Halcón debía estar ya aquí —⁠dijo
Dryden⁠— No puedo perder más tiempo. Esperaré aún todo el día de mañana y
si no viene me marcharé.
—¿Sin guía? —preguntó el piloto.
—Entre los hombres de la tripulación hay un par de ellos que conocen
algo el curso del río. De todas formas, espero encontrar a Pico de Halcón por
el camino.
—Pero ¿y si a la vuelta le ha ocurrido alguna desgracia?
—Entonces he de procurar salir adelante sin él.

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—¿Y si eso le ha sucedido a la ida y, por consiguiente, no ha llegado hasta
Juárez?
—Sería muy de lamentar, porque Juárez no sabría nada de mi llegada y mi
misión peligraría. Pero aun así, no puedo seguir aquí; es de esperar que vuelen
hacia nosotros para apoderarse de todo.
Estas palabras fueron dichas desde la entreabierta puerta del camarote, y
cuando ambos se volvieron hacia allí, reconocieron al que con tanta
impaciencia esperaban.
—¡Pico de Halcón! —exclamó Dryden, visiblemente tranquilizado⁠—
¡Gracias a Dios!
—Sí, ¡gracias a Dios! —dijo el cazador, entrando⁠— ¡Qué jauría! Sir; no
es broma hacer ese viaje y volver de nuevo. Si me descuido no le vuelvo a ver
a usted nunca. No tenía idea de que estuviera usted en este lugar.
—Sin embargo, usted me ha encontrado. Ahora, dígame cómo le ha ido.
—Perfectamente bien, gracias.
—¿Y su encargo?
—Cumplido. ¿Está usted listo para la partida?
—Sí, tengo veinte hombres. Supongo que serán suficientes. Así, pues, ¿ha
hablado usted con Juárez?
—Sí; pero no estaba en el Paso del Norte, sino en Fuerte Guadalupe,
donde me reuní con él.
—¡Ah! ¿Así él sabía de usted y salió a su encuentro?
—No, sir, no sabía nada; supongo que llegó allí por propio impulso, por
decirlo así. Allí arriba han ocurrido cosas verdaderamente extrañas, que le
contaré, sir.
Sus ojos vagaron por todo el camarote, como buscando alguna cosa.
Dryden, observándolo, señaló una silla de campaña:
—Siéntese y cuente.
—¡Hum! No estoy preparado para una larga narración. Las palabras secan
muy fácilmente mi garganta, y si usted…
—Bien —le interrumpió Dryden, riendo⁠— Yo le proporcionaré ahora
mismo un remedio indicado para humedecer gargantas secas.
Abrió un armario, tomó una botella y llenó un vaso.
—Beba, míster Pico de Halcón. ¿Tendrá usted, además, buen apetito?
—No lo niego, sir; pero el hambre puede esperar. La comida me
interrumpe el discurso. Las palabras quieren salir y los bocados entrar.
Tropiezan en el camino y, naturalmente, no se ponen de acuerdo. En cambio,

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se puede humedecer la lengua con un poco de ron sin que el discurso se
altere.
Diciendo esto, se bebió una buena parte del vaso. Un verdadero hombre
del Oeste es raramente un bebedor.
—Estoy impaciente por conocer lo que ha de contarme —⁠dijo Dryden.
—Y yo estoy impaciente por saber cómo lo recibe usted —⁠repuso.
—¿Entonces se trata de cosas realmente importantes para nuestra
empresa?
—Sí; pero también interesantes en otro sentido.
El cazador tomó un aire misterioso y astuto:
—Camino de Guadalupe encontré al viejo Pirnero, un viejo soberbio pero
que, a la vez, es un perfecto asno, sir.
El narrador se inclinó a un lado, entreabrió los dientes y escupió,
recordando su encuentro con Pirnero, con tal seguridad que el salivazo pasó
rozando a Dryden y desapareció por el abierto tragaluz.
Dryden apartó rápidamente la cabeza.
—¡Por favor! —se lamentó— ¿Ha querido usted eliminarme con ese
disparo?
—No se preocupe, sir —⁠respondió tranquilamente el cazador⁠—
Acostumbro a dar donde apunto. Usted no ha corrido el menor peligro. Decía
que, yendo a Guadalupe, encontré a Gerardo el Negro. Creí que me llevaría al
Paso del Norte, pero no era necesario porque Juárez se me había adelantado.
Esto tenía su fundamento. ¿Sabe usted que ha empezado la lucha?
—Ni una palabra.
—Pues bien; Juárez ha empezado a actuar; tiene de su parte a los apaches.
Con la ayuda de éstos ha dado un golpe de muerte al enemigo en Fuerte
Guadalupe. Ahora el Presidente está camino de Chihuahua para conquistar
esa ciudad. De Chihuahua irá a Monclova, para apoderarse de ella y de allí
vendrá a vuestro encuentro.
—¿En dónde?
—En la confluencia del río Sabinas con el río Salado. Todo está calculado
de manera que ustedes coincidirán en el punto señalado, si parte usted mañana
temprano, sir.
—Partiré esta misma noche si la oscuridad no es obstáculo.
—No, no nos molestará. El río es lo suficientemente ancho y sus aguas
brillan en la oscuridad, de manera que se puede distinguir la tierra.
—¿Vendrá el propio Juárez o enviará un representante?
—Vendrá él mismo, supongo.

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—¿Naturalmente con suficiente escolta?
—¡Por supuesto! No habrá falta de hombres, porque tan pronto como
aparezca en Chihuahua, se le unirán todos.
—¿Así, pues, usted sabe con seguridad que ha derrotado a los franceses?
—Con toda certeza, pues yo mismo estaba allí y le he ayudado.
—¿Dirige Juárez a los suyos personalmente?
—El precisamente no ha tomado parte en la lucha. Los jefes eran, en
primer lugar, Gerardo el Negro, que tenía que defender el fuerte, y después,
Ojo de Oso, el cabecilla de los apaches.
Pico de Halcón había acentuado esta palabra. Dryden, sorprendido,
levantó la cabeza.
—¿Ojo de Oso? ¡Qué nombre más semejante!
—A Corazón de Oso, ¿no es cierto? —⁠preguntó el cazador.
—Sí, cierto —respondió el lord— ¿Ha conocido usted a ese indio?
—Antes, no, pero lo he conocido ahora —⁠murmuró Pico de Halcón con
indiferencia.
—¿Qué dice usted? ¿Usted conoce a un caudillo llamado Corazón de
Oso? ¿Dónde le ha encontrado?
—Allí mismo, en Fuerte Guadalupe.
—Debe ser una coincidencia. Los indios se ponen tan frecuentemente
nombres de animales. Cualquiera puede haber tomado ese nombre.
—¡Oh, no! Un indio no toma nunca un nombre que pertenezca a otro.
—¿Aunque pertenezca a otra tribu?
—Ni siquiera en ese caso.
—¿A qué tribu pertenece ese Corazón de Oso a quien usted vio en
Guadalupe?
—Es un apache, y Ojo de Oso es su hermano.
—Todo esto me parece muy extraño. Míster Pico de Halcón, he de decirle
que ese Corazón de Oso desapareció ya hace muchos años.
—Así es, sir. Su hermano, Ojo de Oso, le buscó en balde durante mucho
tiempo, y creía que le habían dado muerte los blancos.
—Pero usted acaba de decir que a quien vio fue a Corazón de Oso, el
desaparecido.
—Sí, al mismo y no a otro.
El lord saltó de la silla:
—¡Qué noticia, mister Pico de Halcón! ¡Usted no sabe lo que esto
significa para mí!
—Es la verdad, sir.

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—¿Y no sabe dónde ha estado durante tanto tiempo?
—¿Que dónde ha estado? Habrá estado vagando por la sábana o en
cualquier otra parte. Estos pieles rojas son unos perfectos nómadas.
—¡Oh, él no lo es! ¿Cree usted que está con el Presidente y que le
acompañará al río Sabinas?
—Creo que sí, sir.
—¡Gracias a Dios le veremos y hablaremos con él! Así sabremos lo que él
sepa de sus amigos y cómo le ha ido a él mismo. Hemos encontrado sólo una
huella y la seguiremos hasta donde sea posible. ¿Llevaba a alguien con él,
míster Pico de Halcón?
El interpelado puso la cara más ingenua del mundo:
—Pues sí —añadió, lentamente— Había con él un español, un tal
Mindrello; una india, llamada Karja, una señorita, llamada Emma, y…
El lord paseaba, excitado, de un lado para otro.
—Esa señorita Emma parecía estar casada. Por lo menos había allí un
señor, al que ella trataba afectuosamente…
—¿Por casualidad oyó usted su nombre?
—Se llamaba Unger, y era, además, un cazador muy conocido, cuyo
nombre de caza es Flecha de Trueno. Su hermano, un contramaestre o
capitán, estaba también con ellos.
Al llegar aquí, puso el lord la mano sobre el hombro del cazador. Su mano
temblaba y también temblaba su voz cuando preguntó:
—¿Eran esas todas las personas que había allí?
—Déjeme pensar, mi lord; sí, ahora me acuerdo de otro, un sujeto de
estatura gigantesca con una barba que le llegaba hasta la cintura. Era médico,
pero también había sido un famoso cazador. Se llamaba El Señor de la Roca.
—¿Sternau?
—Sternau —corroboró el cazador— Sí, ése es su nombre.
—¡Siga, siga! ¿No había nadie más?
—Sí, también había allí un hombre de edad, al que ellos llamaban don
Fernando. Creo, según dijo Pirnero, que ese señor es el conde de Rodriganda.
Aquí el lord no pudo contenerse más:
—¡Asombroso, verdaderamente asombroso! —⁠exclamó⁠— ¿Está seguro
de que no se le olvida ninguno, alguien más?
—Todavía hay uno, y éste es el último. Era un hombre que, a pesar de la
diferencia de edades, era muy parecido al viejo conde, extraordinariamente
parecido. Sternau se tuteaba con él. Creo que le llamaba Mariano.

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—Así, pues, también se ha salvado. ¡Dios mío, gracias! ¡Cuénteme, Pico
de Halcón, cuénteme!
—Con mucho gusto, mi lord, le daré a conocer todo lo que he podido
averiguar. Pero, mi lord, mi garganta está otra vez tan seca que…
—Aquí está la botella. Sírvase usted mismo.
Pico de Halcón siguió esta indicación, bebió un poco y prosiguió su
relato. El lord, y también el contramaestre, seguían con atención concentrada
cada una de sus palabras. Cuando el cazador hubo terminado, se sonrió.
—Esto es todo lo que sé. Los detalles los conocerá usted por esos mismos
señores cuando lleguemos al río Sabinas.
—Sí, estamos dispuestos a partir —⁠dijo el lord⁠— Pero ¿no está usted muy
cansado?
—¡Bah! Un buen cazador no conoce el cansancio. Si quiere usted partir,
mi lord, estoy a su disposición. ¿Están los tripulantes en sus puestos?
—Todos; incluso las calderas están encendidas, como usted habrá
observado.
—Reparta usted los remolques entre los dos vapores, así habrá dos
convoyes. Será incómodo, pero no se puede hacer otra cosa. Yo iré en el
primer vapor. ¿Y usted?
—En el mismo buque.
—Por la noche no anclaremos, como suele hacerse, junto a la orilla, sino
que permaneceremos constantemente en el centro del río. ¿Está su gente bien
armada?
—Sí, todos. Además, he hecho llevar fusiles a los botes. Así que no hay
nada que temer, míster Pico de Halcón.
—Eso parece; pero a pesar de ello no debemos olvidarnos de nada.
Mientras usted dispone la salida, voy yo a echar un vistazo a los demás.
El cazador recorrió los botes y encontró muchos conocidos entre los
tripulantes de la expedición; dio la orden al contramaestre del segundo bote,
de que siguiera al primer cuerpo de la expedición lo más cerca posible.
Después volvió junto al lord.
Una sirena dio la señal para levar anclas y los dos grupos de
embarcaciones se pusieron inmediatamente en movimiento río arriba. La
oscuridad crecía por momentos, pero lucían algunas estrellas y el
característico brillar del agua bastaba para orientarse. A la vanguardia, en el
puente de proa, estaba Pico de Halcón, vigilando atentamente, y junto a él
había tomado asiento el lord, que le preguntaba por mil pequeños detalles…

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Cuando, río arriba, se alcanza la ciudad de Río Grande, situada en la orilla
izquierda del río Grande, se llega pronto, en el lado opuesto, al lugar llamado
Mier. Desde allí recorre el río unas cincuenta millas alemanas antes de llegar
a Belleville, en donde el río Salado desemboca en el río Grande.
En este largo trecho están ambas orillas cubiertas de espesos bosques.
Estos bosques empiezan con espesos arbustos, que apenas uno se aleja del río
desaparecen y la selva virgen eleva sus gigantescos troncos como columnas
de la bóveda celeste.
Bajo esta verde cubierta es fácil avanzar, incluso a caballo, mientras que
la vegetación de la orilla entorpece mucho la marcha.
En las profundas sombras de este bosque avanzaba, ocultándose, una fila
de jinetes, siguiendo las sinuosidades del río, y en dirección contraria a la
corriente. Todos iban bien armados, pero sus caballos parecían estar muy
fatigados.
Dos de ellos se mantenían a la cabeza. Uno era Pablo Cortejo, el ridículo
aspirante a la Presidencia de México. Por sus facciones contraídas se notaba
que se encontraba del peor de los humores. Cada uno de sus hombres parecía
participar del mal humor del jefe. Éste sostenía con su vecino una
conversación a media voz, de la que no se oían más que juramentos.
—¡Maldita ocurrencia! —decía Cortejo.
—Puede que lo sea, señor —repuso el otro⁠— pero más desgraciada ha
sido la idea de no acercarse a la orilla Habíamos pensado en una sorpresa
nocturna.
—¡Pero de esta manera es imposible!
—¡El demonio se lleve a ese inglés! Le perseguimos a la carrera desde
San Juan; estamos a punto de reventar los caballos y todo inútilmente.
—¡Sólo podremos hacernos con él por la astucia, señor!
—Su advertencia no servirá para ayudarnos. El inglés no se acercará a
tierra.
—Ni necesitamos que lo haga. Basta con que desembarque él solo.
—No lo hará.
—¡Déjelo por mi cuenta, señor!
—¿Se comprometes a conseguirlo?
—Sí; pero, naturalmente, a cambio de la recompensa prometida.
—La tendrá. ¿Tardaremos mucho en llegar al lugar de marras?
—Una media hora. Todo va de acuerdo con nuestro plan. Yo ya he ido
antes y he pasado allí una noche.

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—Bien; tu idea no me parece desacertada. Si nos apoderamos del inglés,
todo lo demás se nos dará por añadidura. ¡Pero lo primero es capturarlo!
—Será nuestro, señor; estoy convencido de ello.
Aquel hombre había calculado bien el tiempo. Al cabo de media hora,
llegaron a un lugar en que el río formaba un pronunciado recodo. El entrante
así formado, rodeado casi por el agua, era un trozo de terreno rocoso cubierto
sólo por arbustos muy bajos. Este lugar ofrecía a la vista un gran trecho del
río en toda su anchura y podía, a su vez, ser perfectamente observado desde el
río. Apenas a unos cincuenta pasos de la orilla empezaba el bosque,
demasiado espeso para que desde el río se viera lo que ocurría entre los
árboles.
Aquí, en pleno bosque, hizo alto el grupo de jinetes.
Entre tanto lord Dryden se aproximaba a aquel lugar sin sospechar que en
la orilla derecha hubiera un grupo de hombres tan numeroso, que tenía el
propósito de apoderarse de su cargamento.
El sol estaba ya muy bajo cuando el primer vapor alcanzó el recodo. El
lord estaba con Pico de Halcón junto al contramaestre.
—¿Estamos todavía muy lejos de la desembocadura del Salado?
—⁠inquirió al trampero.
—La alcanzaremos mañana al mediodía. Desde allí, por el mismo Salado,
llegaremos a una ensenada. Conociendo el camino y teniendo un buen
caballo, se puede llegar desde esa ensenada al lugar donde nos esperan, en
muy poco tiempo. Pero ¡fíjese, mi lord! ¿No hay un hombre allá, en aquel
calvero, junto a la orilla?
—En efecto. Ahora ha vuelto a agacharse.
—¡Oh, no! —repuso el piloto— No se ha sentado, sino que se ha caído.
Ese hombre parece estar herido.
—Ahora se ha vuelto a incorporar, parece que penosamente —⁠añadió Pico
de Halcón⁠— Hace señas. Parece pedir que le recojamos.
—¿No le enviamos un bote? No debemos negar ayuda a un desgraciado
que yace, inerme, en medio de la selva.
—¡Escuchemos primero! Está gritando —⁠dijo Pico de Halcón.
Vieron cómo el hombre hacía portavoz con las dos manos:
—¡Juárez…!
Sólo gritó esta palabra y pareció conseguir el efecto deseado.
—¡Un enviado del Presidente! —⁠exclamó el lord⁠— Tenemos que
recogerlo. Yo mismo iré a tierra a hablar con él.

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—¡No lo haréis, mi lord! Nos encontramos en la selva virgen y no debe
usted correr ese peligro. Basta con enviar un bote a recoger a ese hombre.
El contramaestre dio una orden y un momento después dos hombres
remaban hacia la orilla. Entre tanto, lo pequeños vapores se habían acercado.
A la luz del crepúsculo se vio claramente cómo los dos marineros llegaban a
la orilla, amarraban el bote y se dirigían hacia el hombre, que seguía tendido.
Hablaron con él, volvieron al bote y emprendieron el regreso hacia los
barcos. Mientras uno permanecía en el bote, el otro subió a bordo.
—¿Por qué no le habéis traído? —⁠preguntó el lord.
—Lo ha aplastado el caballo y está gravemente herido. Experimenta
grandes dolores si se mueve, y nos ha suplicado que le dejáramos donde
estaba; las heridas son mortales y no tardará en morir. Atravesando el bosque,
su caballo ha tropezado y le ha aplastado contra un árbol. Cuando ha vuelto
en sí se ha arrastrado hasta la orilla.
—¿Para qué nos llama, pues, si rechaza nuestra ayuda? —⁠preguntó Pico
de Halcón.
—Es un enviado de Juárez. Ha recibido el encargo de venir hasta el río y
esperar a lord Dryden para darle una importante noticia —⁠repuso el hombre.
—No parece probable; Juárez sabe dónde ha de esperarnos. Si realmente
nos envía un mensajero es para avisarnos que ha cambiado el punto de
reunión o porque quiere precavernos de algún peligro. Además, ¿por qué no
te ha dado a ti su mensaje?
—Insiste que ha de hablar con el propio lord Dryden, porque su mensaje
es demasiado importante y no puede darlo a ninguna otra persona.
—Me parece muy sospechoso. ¿Has visto su caballo?
—No. Ya se había escapado.
—¿No había huellas de cascos en los alrededores?
—No se notaba nada. El suelo es rocoso.
—¿Has observado el bosque próximo?
—Sí; pero no he notado nada sospechoso.
—Entonces, puedo ir —dijo el lord⁠— Tengo que saber lo que Juárez
quiere decirme.
—Es mejor llevar otro bote —⁠intervino Pico de Halcón con
desconfianza⁠— Quién sabe la gente que puede haber oculta entre los árboles.
—No iré a tierra de ninguna manera. Puedo hablar con ese hombre desde
el bote.
—Pero le pueden matar a usted de un balazo —⁠tosió repetidas veces y
escupió al río⁠— ¡Ah, mi lord, tengo una idea! Iré yo mismo. Me haré pasar

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por sir Henry Dryden, y calculo que no desempeñaré mal mi papel de lord.
Sonrió maliciosamente. El lord miró su larga nariz, su figura seca y
musculosa, su pecho descubierto, curtido, su traje destrozado, que le colgaba
en harapos, y repuso jovialmente:
—Sí, yo también creo que haría usted un lord poco corriente.
—No me faltará la suficiente dignidad —⁠continuó el cazador⁠— Hablamos
el mismo idioma, mi lord. ¿No tiene usted por aquí un traje como los que usa
usted en Londres o Nueva York?
—¡Oh, sí; tengo varios!
—¿Una chistera, guantes, corbata y monóculo?
—Sí.
—¿Quizás también un paraguas?
—Por supuesto.
—¿Me permitirá usted usar todos esos chismes por una sola vez?
Esta pregunta dio una cómica explicación a todas las anteriores. Pico de
Halcón quería ir a tierra haciendo el papel de lord Dryden.
El cazador desapareció con el lord hacia el camarote de este último, y
apareció poco después sobre cubierta con todos los «chismes» puestos.
Se dirigió a grandes zancadas hacia el lugar en que había dejado sus armas
y las recogió.
Ofrecía un aspecto extraño en plena selva virgen. Un traje de paño gris,
botines, zapatos de charol, chistera gris, guantes amarillos, un paraguas y
antiparras sobre la larga y prodigiosa nariz aguileña le daban un aspecto que
hubiera chocado en una gran ciudad, tanto más en aquel lugar.
Cuando volvió junto a los demás, dijo:
—Ahora pueden ocurrir dos cosas. Ese sujeto es realmente un enviado de
Juárez, o toda la historia no es más que una trampa para engañarle a usted.
Sospecho esto último. Si mi sospecha se confirma, no sé cómo se acabará esta
aventura.
—¿Qué habríamos de hacer en este caso, míster Pico de Halcón?
—Deben ustedes esperar, anclados, hasta que yo vuelva.
—¿Y si no vuelve?
—Entonces espere usted hasta el amanecer. Después siga avanzando con
prudencia, de todas formas encontrará a Juárez. Pero le ruego la mayor
precaución. Si me atacan es que tienen la intención de apoderarse de su
cargamento y procurarán sorprenderle durante la noche.
—Lo tendremos en cuenta.

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—¡Cargue los fusiles, pero hágalo de manera que no se pueda observar
desde tierra! Los fusiles están cubiertos con lonas, de manera que apenas se
notará lo que están haciendo.
—Pero ¿y usted? Temo que le ocurra alguna desgracia…
—No se preocupe. No me atraparán. Y aun en el caso de que eso
ocurriera, me escaparía. Iré volando al encuentro de Juárez.
—Pero ¿cómo llegará usted hasta él?
El interpelado lanzó un salivazo sobre la borda.
—A caballo, naturalmente.
—¿Lo tiene usted?
—Yo, no; pero los que hay en tierra, sí; por lo demás, conozco
perfectamente la región hasta el río Sabinas. Aún hay bastante luz. Antes de
que se haga de noche alcanzaré la pradera, y si el caballo es de mediana
calidad, estoy con Juárez al romper el día.
—Pero ¿cómo sabré si le han recibido a usted hostilmente o si se ha
escapado?
—El recibimiento hostil lo verá usted con sus propios ojos. La fuga la oirá
con sus oídos. Una vez esté a caballo, tenga por seguro que no me alcanzan.
¿Conoce usted el grito del buitre mexicano?
—Sí, perfectamente.
—Bueno, pues cuando yo lance ese grito es que estoy libre; al segundo, es
que estoy a caballo; al tercero, es que estoy convencido de que escaparé. Si
oye usted un cuarto grito en la lejanía, es que voy al encuentro de Juárez.
—Estaremos a la expectativa, míster.
—Bien. ¡Empecemos, pues, la aventura!
Pico de Halcón se guardó en el bolsillo el encendedor de yesca, sacó una
gigantesca pastilla de tabaco de mascar y mordió un buen trozo.
—¡Pero, sir, un lord no masca tabaco! —⁠rió el contramaestre.
—¡Bah! También un lord puede hacerlo —⁠repuso el cazador. ¿Por qué un
lord no puede mascar tabaco? Todos los lords lo mastican, quizás, a
escondidas.
Con estas palabras, se puso el paraguas debajo del brazo y saltó al bote.
Enseguida dio a los hombres que esperaban, la orden de coger los remos.
El pequeño esquife saltó, veloz, sobre las olas y en poco tiempo llegó a la
orilla.
El mexicano que pretendía estar herido, había esperado este momento con
impaciencia. Sus ojos tuvieron mi brillo homicida y murmuró:

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—¡Ah, por fin! Estos ingleses son tontos de remate. Ni siquiera en la selva
virgen pueden prescindir de sus manías; el aburrimiento les impide razonar.
¡Diablos! ¡Qué nariz tiene ese sujeto!
Pico de Halcón echó pie a tierra y mientras los romeros esperaban a
bordo, avanzó hacia el caído. Había ordenado a los del bote que huyeran tan
pronto como notaran algo anormal. En ese caso renunciaba, pues, a salvarse
en el bote.
El herido hizo como si sólo pudiera incorporarse con gran trabajo sobre
los codos.
—¡Oh, señor, qué dolores sufro! —⁠exclamó.
Pico de Halcón se caló las antiparras en la punta de la nariz, clavó una
aguda mirada en aquel individuo, le golpeó suavemente con la punta del
paraguas y preguntó con tono gangoso:
—¡Dolores! ¿Where? ¿Te duele?
—Naturalmente.
—¡Ah, lamentable, muy lamentable! ¿Cómo te llamas?
—¿Yo?
—Yes.
—Federico.
—¿Y qué eres?
—Vaquero.
—¿Te envía Juárez?
—Sí.
—¿Cuál es tu mensaje?
El mexicano cerró los ojos e hizo como si tuviera que dominar un terrible
sufrimiento. Esto dio tiempo a que Pico de Halcón observara con claridad
aquel lugar. No vio huellas apreciables en las proximidades ni notó nada
sospechoso en el vecino bosque. Por fin el hombre preguntó:
—¿Es usted lord Dryden?
—Yo soy Dryden. ¿Qué tiene usted que decirme?
—Juárez está ya en camino. Le ruego que se detenga usted aquí para
esperarle.
—¡Ah! ¡Wonderful! ¿Dónde está él?
—Avanza hacia aquí siguiendo el río.
—¿De dónde ha salido?
—De paso del Norte, hace dos semanas. No se puede hacer el viaje en
menos tiempo.

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—¡Ya! Muy bien. No obstante, seguiré adelante. Si Juárez viene río abajo,
le encontraré. Buenas tardes.
Se volvió muy dignamente e hizo como si se volviera de nuevo al río.
Pero súbitamente el mexicano se incorporó y le amenazó por la espalda:
—¡Deténgase, mi lord, si estima en algo su vida! —⁠gritó.
Pico de Halcón tenía fuerza y agilidad suficientes para defenderse contra
aquel hombre; pero siguió otro camino. Quedó inmóvil, como si el asombro le
clavara en el suelo, y exclamó:
—¡Zounds! ¡Por todos los diablos! ¿Qué significa esto?
—¡Es usted mi prisionero! —⁠rugió el mexicano.
El inglés quedó con la boca abierta.
—¡Ah, que sorpresa! ¿No estás herido?
—No —rió el presunto moribundo.
—¡Qué bribonada! ¿Para qué sirve todo esto?
—Para capturarle a usted, mi lord.
Echó una mirada de desprecio al inglés, al parecer tan desconcertado que
no podía pensar en la defensa.
—¿Capturarme a mí? ¿Para qué? —⁠preguntó Pico de Halcón.
—Para hacernos con la preciosa carga de sus barcos.
—¡Mis hombres me libertarán!
—¡Oh, no lo crea! Mire cómo los remeros emprenden la fuga. ¡Y mire
usted a nuestro alrededor!
Los dos marinos habían emprendido la retirada, conforme a las órdenes
recibidas, en cuanto vieron que Pico de Halcón se dejaba sorprender. Éste se
volvió y vio salir a un grupo de jinetes del vecino bosque. En pocos segundos
estaba rodeado por ellos.
Simuló un gran asombro y abrió el paraguas. Los jinetes saltaron de sus
caballos. Cortejo se acercó al prisionero, pero cuando estuvo cerca de él puso
cara de asombro.
—¿Quién es usted? —preguntó, bruscamente, al «inglés».
—¡Oh! ¿Quién es usted?
—¡Pregunto que quién es usted! —⁠repitió Cortejo con aspereza.
—¡Y yo, quién es usted! —repuso Pico de Halcón⁠— Yo sólo puedo
decirle que soy inglés, de buena educación y distinguida familia.
—¡Bien! Mi nombre es Cortejo.
El asombro del falso lord creció visiblemente.
—¿Cortejo? ¡Ah! ¿Pablo?
—Así me llamo —dijo con orgullo el interpelado.

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—¡Rayos y truenos! ¡Esto es asombroso!
Esta exclamación también fue sincera. Pico de Halcón estaba asombrado
de encontrar allí a Cortejo y se alegraba al mismo tiempo.
—Asombroso, ¿no es cierto? —⁠rió Cortejo⁠— ¿No lo esperaba usted?
¡Pero, dígame ahora quién es usted, señor!
—Me llamo Dryden —respondió Pico de Halcón.
—¿Dryden? ¡Eso es mentira! ¡Conozco perfectamente a lord Dryden y
usted ni siquiera se le parece!
Pico de Halcón se hizo cargo inmediatamente de la situación. Un hombre
como él no perdía nunca el tino. Apretó los labios, lanzó un salivazo de
tabaco ante la nariz de Cortejo y respondió tranquilamente:
—No, no soy lord Dryden.
Cortejo apartó rápidamente la cabeza y exclamó colérico:
—Tenga usted cuidado dónde escupa, señor.
—Ya lo hago. Donde pongo el ojo pongo la bala.
—¡Espero que no seré yo el blanco que usted elige, señor!
—Sin embargo, podría serlo.
—¡Se lo prohíbo terminantemente! ¿Así, pues, usted no es lord Dryden?
—No.
—Entonces, ¿por qué se hace usted pasar por Dryden?
—Porque lo soy.
Pico de Halcón tenía el propósito de desconcertar a Cortejo con su
tranquilidad. Éste gritó:
—¡Al diablo! ¿Cómo voy a entenderle? ¿Usted es y no es al mismo
tiempo?
Pico de Halcón repuso sin alterarse en lo más mínimo:
—¿Ha estado usted alguna vez en Inglaterra?
—No.
—¡Ah! En ese caso no me asombra que no me entienda usted. Sólo es lord
el primogénito, los demás hijos no son lores.
—¿Así usted es el segundo hijo de lord Dryden?
—Yes.
—¿Cuál es su nombre de pila?
—Sir Lionel Dryden.
—¡Hum! ¿Eso es cierto? Conozco a su hermano y no se parece en nada a
usted.
Pico de Halcón escupió en las narices de su interlocutor.
—¡No sea estúpido!

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—¿Va usted a negarlo?
—¡Yes! —respondió, reforzando la respuesta con la cabeza.
—¿Niega usted que no se parece lo más mínimo a su hermano?
—Lo niego rotundamente. No sólo no somos diferentes, sino que
parecemos gemelos.
Cortejo quedó desconcertado ante esta respuesta. Estuvo a punto de
contestar con una grosería, pero la seguridad y la flema del inglés le
impresionaron.
Después de una pausa continuó:
—Pero yo esperaba aquí a su hermano. A lord Henry.
—¿Para qué?
—He sabido que es él el que trae el cargamento.
—¡Error! Soy yo.
—¿Y dónde está sir Henry?
—Con Juárez.
—¡Ah! ¿Entonces ya ha pasado por aquí? ¿Dónde está Juárez?
—Sólo sé que está en el Paso del Norte.
—¿Y hasta dónde ha de llevar el cargamento?
—Hasta Fuerte Guadalupe.
Aquí, Cortejo dejó escapar una carcajada burlona, de triunfo.
—No llegará tan lejos. No pasará de aquí. Va usted a desembarcar aquí y
a entregármelo enseguida todo.
El inglés lanzó una ojeada a su alrededor. Esta mirada parecía indiferente,
casi vacía y, sin embargo, fue de una agudeza disimulada que bastó al cazador
para elegir un caballo. En un momento supo qué animal le convenía.
—¿Dárselo? ¿Por qué?
—Porque me es muy necesario todo lo que lleva usted a bordo.
—¡Ah! ¿Muy necesario? Por desgracia, no lo vendo. En absoluto.
—¡Oh, señor! No se trata de comprar. Me quedaré con la carga y además
con los buques y los botes, todo regalado.
—¿Regalado? No regalo nada.
—En ese caso, le obligaré a hacerlo.
—¿Obligarme? —rió el trampero sin inmutarse. Se encogió de hombros,
apretó los labios y lanzó una bala de tabaco de mascar, con tal arte, que el
salivazo alcanzó el sombrero de Cortejo y después se deslizó hasta las anchas
alas.
—¡Truenos! —gritó el dueño del sombrero⁠— ¿Qué se ha creído usted?
¿No sabe que esto es una ofensa?

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—¡Fuera! —respondió Pico de Halcón tranquilamente⁠— Soy inglés. Un
gentleman puede escupir donde le venga en gana. ¡El que no quiera ser
alcanzado que se aparte!
—¡Ah! ¡No estoy acostumbrado a estas bromas! Se va usted a convencer
de que ha de entregarme su cargamento.
—No lo haré.
—¡Le obligaré! ¡Es usted mi prisionero!
—¡Pchtschich! —un nuevo salivazo paró ante las narices del que hablaba.
Pico de Halcón hizo girar su paraguas y dijo:
—¿Prisionero? ¡Ah, curioso! ¡Muy curioso! Hacía mucho tiempo que
deseaba ser prisionero.
—Pues ya ha satisfecho usted su deseo. Tendrá usted que ordenar a su
gente que no sigan adelante.
—¡Bien, lo haré!
El trampero dijo esto en un tono como si estuviera de acuerdo con el
mexicano. Se puso el paraguas debajo del brazo y poniendo las manos
alrededor de la boca gritó tan alto que, sin duda, le oían los barcos, que
seguían en medio del río:
—¡Tenemos que detenernos! ¡Pablo Cortejo está aquí!
El nombrado le cogió del brazo y gritó:
—¡Por todos los diablos! ¿Pero qué hace usted? ¿Para qué necesitan saber
sus hombres que yo estoy aquí?
—¿Pero no me ha dicho usted que lo hiciera? —⁠preguntó, a su vez, el
inglés sin alterarse.
—Pero no para que vocifere usted de esa manera. Además, no quiero sólo
que los botes se detengan, sino mucho más. Han de anclar y descargar aquí
mismo.
Pico de Halcón movió lentamente la cabeza y con un fingido pesar
respondió:
—No lo harán; se lo he prohibido.
—¡Ya haremos que usted dé la contraorden! ¿Cuántos hombres lleva
usted consigo?
—No sé. A veces olvido las cosas. ¡Después me vuelvo a acordar!
—Lo sabremos fácilmente. ¡Ordene ahora que amarren los barcos!
—¡No lo haré!
Cortejo puso una mano sobre la espalda de Pico de Halcón y rugió
amenazador.

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—Señor Dryden. Es preciso que los barcos amarren en la orilla antes de
que se haga de noche. Si no da usted inmediatamente la orden, yo sabré
obligarle a hacerlo.
—¿Obligarme? ¿Cómo?
Pico de Halcón seguía con el paraguas debajo del brazo. Hundió las
manos en los bolsillos y se quedó mirando tranquilamente a su interlocutor.
Parecía no darse cuenta del peligro de su situación, tan tranquilo era su
aspecto.
—¡A golpes! —Rezongó Cortejo— Le haré dar a usted cincuenta
bastonazos.
—¿Cincuenta nada más?
—¡Señor, está usted loco!
—¡Well! ¡Pero usted también!
—Si tiene pocos con cincuenta, le haré apalear hasta que tenga bastantes.
—¿Apalearme? ¿A mí? ¿A un inglés?
—Sí. ¡Aunque sea usted mil veces inglés y cien el hijo y el hermano de
lord, le haré azotar si no me obedece inmediatamente!
—Inténtelo.
—¡Cogedlo! —ordenó el mexicano.
Antes de que pudieran darse cuenta, el falso lord había saltado sobre un
magnífico caballo, cuyo jinete salió despedido de la silla; tampoco pudieron
darse cuenta de cómo aparecieron dos revólveres en las manos del inglés
cuando éste las sacó de los bolsillos. A pesar de todo le siguió amenazando:
—¡Si no me obedece inmediatamente, le liaré dar de palos delante de mis
propios ojos, como a un miserable vagabundo!
—Vamos a ver enseguida si sus ojos son capaces de presenciar esa
escena.
En un momento, Pico de Halcón había cogido el paraguas entre los
dientes. Este hombre temerario, no quiso sacrificar el paraguas, a pesar del
inminente peligro que corría. Con la rapidez del relámpago empuñó los
revólveres y metió la punta de los cañones en los ojos de Cortejó. Casi al
mismo tiempo restallaron en rápida sucesión sus disparos y cada uno de ellos
tumbó un hombre.
Cortejo yacía en el suelo, cegado. Pataleaba con sus brazos y piernas y
rugía como un jaguar. Sus hombres quedaron unos momentos perplejos. No
podían sospechar un ataque tan rápido del flemático inglés, y estos momentos
de confusión bastaron a Pico de Halcón para libertarse.

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Cuando hubo disparado el último cartucho de sus revólveres, lanzó el
estridente grito del buitre. Inmediatamente el agudo grito anunció que el
cazador estaba ya a caballo. Picó espuelas y la yegua voló hacia el bosque.
Al llegar a los primeros árboles hizo girar a su cabalgadura, y viendo que
los mexicanos seguían desconcertados por la sorpresa, lanzó el segundo y,
seguidamente, el tercer grito del ave de presa. Después desapareció entre los
árboles.
Sólo entonces se rehicieron los mexicanos.
—¡A él! ¡A él! —aullaron.
Mientras la mayor parte de ellos saltaban sobre sus caballos, algunos se
acercaron a Cortejo para auxiliarle.
—¡Mis ojos, mis ojos, ay mis ojos! —⁠sollozaba éste.
Tenía un aspecto horrible. Las órbitas aparecían ensangrentadas.
—¡Agua, llevadme al agua! ¡Agua! —⁠rugía⁠—. ¡Agua fresca, agua fresca!
Sus hombres le recogieron y le llevaron al río, donde el herido buscó
alivio lavándose afanosamente con agua.
Pronto se notaron los efectos del frío líquido. Cesaron los lamentos y
cuando le taparon los ojos con un pañuelo seco, Cortejo se sintió capaz de
terciar alguna palabra en la conversación que algunos de sus secuaces
mantenían allí cerca.
Los perseguidores de Pico de Halcón no tardaron en volver. Decían que
no habían podido encontrar las huellas del fugitivo.
La verdad era que les atraía más los barcos con su precioso contenido que
el extravagante inglés, que no llevaba nada encima más que, por desgracia,
los revólveres que habían aprendido a conocer.
Sólo el dueño de la yegua se encolerizó por haber perdido su cabalgadura.
Sin embargo, era fácil sustituirla. Pico de Halcón había eliminado, con los
disparos de sus revólveres, a doce hombres: seis muertos y cinco heridos
graves y uno leve. Así era fácil encontrar otro animal, y el mexicano escogió
el que le pareció mejor y más resistente.
Con los seis mexicanos muertos se hicieron pocos cumplidos. Se les echó
al río. Pero los heridos resultaban más embarazosos. Se preguntaron qué
harían con ellos.
—Yo conozco un lugar en donde podrían encontrar refugio —⁠sugirió el
que llevaba la voz cantante entre los guerrilleros.
—¿Dónde? —preguntó Cortejo, cuyos dolores se habían calmado.
—Ante todo, hay que comprender que no estarían seguros aquí, en esta
orilla. Al otro lado tengo un viejo conocido, que es dueño de una cabaña.

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Estará unas tres millas inglesas a la izquierda del río. Allí no estarían
expuestos y podrían esperar su restablecimiento.
—¡Ah, si pudiera ir con ellos! —⁠suspiró Cortejo.
—¿Y quién se lo impide?
—¿Pero no será mejor que me quede aquí?
—¿Por qué no? Sin embargo, no ve usted y no sirve para nada.
—Quizás esta noche mejoren mis ojos.
—Es posible. Pero de todas formas es mejor que se cuide. Dé usted sus
órdenes. Nosotros podremos seguir adelante.
—No. Me quedo.
Después de este intento, el otro se apartó. Había caído la tarde y
encendieron una fogata.
Quedó junto a ésta sumido en profundas reflexiones. Al cabo de un rato se
levantó e hizo señal para que le siguieran algunos de sus camaradas que
parecían los más destacados.
—¿Qué quieres? —preguntó uno de ellos.
—Tengo una idea —repuso él— Pero es preciso que Cortejo no sepa
nada.
—Habla sin cuidado.
—Ante todo, decidme. ¿Qué creéis en realidad que es ese Cortejo?
Los otros dudaron, indecisos, sin atreverse a decir la verdad. Por fin, uno
de ellos respondió:
—Di tú primero lo que creas de él.
—Yo creo que es un asno…
—¡Ah! Pues tú no has dejado entrever que es esa tu opinión.
—¿Habré sido yo más asno que él? ¿Habréis creído alguna vez que pueda
ser Presidente?
—¡Oh, no!
—Claro que no. Es demasiado estúpido para eso. La Pantera del Sur se ha
aliado con él para servirse de su actividad.
—¿No podemos hacer nosotros otro tanto? Yo pienso ¿no podríamos
apoderarnos de los barcos en nuestro provecho?
—¿Sin Cortejo? ¡Por todos los diablos! ¡Eso sería una espléndida jugada!
—Entonces, ¿qué decís de esta idea?
—¡Magnífica!
—¡Sí, magnífica! —repitieron los otros.
—Y fácil de llevar a cabo —⁠añadió el jefe.
—A mí no me lo parece. ¿Qué diremos a Cortejo?

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—Ni una palabra. No debe darse cuenta de nada. ¡Si yo tuviera la
seguridad de que sois hombres con los que se puede hablar claramente!
—¿Creéis que alguien daría el soplo si Cortejo desapareciera
súbitamente?
—Sí, sus partidarios.
—Están con nosotros.
—Su hija.
—¡Qué nos importa su hija! Está ciego y no se enteraría de lo que
ocurriera. Un golpe nada más, rápido y seguro, y la cosa está hecha.
—¿Un asesinato? ¡Brrr!
—¡Estúpido! Hay ya muchos muertos. Piensa un poco en lo que nos
espera en los barcos.
—Dicen que unos mil fusiles. Eso vale mucha plata.
—Hablan también de cañones.
—Mucho más que eso, lo sé por el mismo Cortejo que traen mucho oro de
Inglaterra. Hay millones.
—¡Truenos!
—Sí. ¿Vamos a dejar que Cortejo se haga Presidente con esos millones y
a nosotros nos eche las sobras?
—¿Sabes seguro lo del dinero?
—Seguro, los espías de La Pantera lo han descubierto.
—Entonces seríamos imbéciles si lo dejáramos.
—¡Cojámoslo nosotros! ¡Al diablo Cortejo y su presidencia! Habiendo
millones a repartir, sobran los escrúpulos. Lo más importante es que
procedamos en silencio. Vamos a mezclarnos con la gente y a ponerles al
corriente de nuestro propósito antes de que sospechen nada.
—Pero Cortejo era nuestro jefe. No nos ha regateado nunca nuestra parte
y, además, siempre ha ido delante de lodos. ¿No nos dejó saquear, aunque
sólo un rato, la hacienda del Erina? No me gustaría que le diéramos muerte.
Podríamos desembarazarnos de él por cualquier otro medio. Por ejemplo,
construyendo una pequeña balsa y abandonándole sobre ella. La corriente le
arrastrará hasta que lo encuentren.
—Eso sería una solución. Creo que la idea no es mala. ¿Qué os parece a
vosotros?
Los interpelados estaban de acuerdo. Después de un pequeño conciliábulo
acordaron que Cortejo viajaría en balsa. Uno de ellos preguntó:
—¿Qué haremos con los heridos? Si les incluimos en el reparto, nuestra
parte será más pequeña. Estoy pensando que están de más.

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—¿Por qué no los dejamos con Cortejo en la misma balsa?
—No —dijo otro, no muy convencido⁠— Son nuestros camaradas. Quizás
se mueran esta noche. Dejadlos estar. No hay más que tener un poco de
paciencia. Basta con abandonar a Cortejo para convertirnos en propietarios
del botín. Pero esto no es posible sin un jefe. Es preciso elegir uno y creo que
lo mejor es acordar que sea uno de nosotros.
También esta idea pareció acertada, y después de algunos cuchicheos fue
elegido jefe el que había sugerido el diabólico plan de descartar a Cortejo.
Después formaron grupos aislados que conversaban en voz baja. Los
grupos se fueron acercando hasta que se reunieron en uno solo. Aunque se
conversaba en voz baja y con misterio, al fin el herido notó algo raro.
—¿Qué ocurre? ¿Qué andáis cuchicheando? —⁠preguntó repeloso.
—Nos preguntamos qué es lo que se hace… —⁠respondió el nuevo jefe.
—¿Qué se hace? ¿No están ahí los vapores? Esperarán la vuelta del
inglés. ¡Es preciso seguir adelante!
—¿Pero, cómo? ¡Si al menos tuviéramos balsas! ¿Quiere usted que las
fabriquemos nosotros?
Cortejo sacudió la cabeza.
—No es conveniente. Es muy difícil construir una balsa o un bote. ¡Oh, si
yo pudiera ver; esos barcos serían nuestros antes de inedia hora!
—¡No lo entiendo, señor! ¿No tenemos botes ni hemos de construir
balsas?
—¡Claro que no! ¿Tan difícil nos sería llegar a los barcos a nado?
—Es verdad, pero no todos saben nadar.
—¿Y es eso necesario? ¿No hay aquí madera y juncos suficientes? Si cada
uno hace un haz bastante grande para apoyar la parte superior del cuerpo, creo
que todos podrían atravesar el río.
—Pero se mojará la pólvora.
—No, porque las armas se quedarán aquí; con que cada cual lleve su
machete será suficiente. Nadando por separado no nos observarán y una vez
en los barcos, echaremos a la tripulación por la borda antes de que puedan
darse cuenta de lo que ocurre. Después remolcaríamos la carga a tierra. ¡Oh,
si yo pudiera ver, iría con vosotros!
—Puede venir, señor. Construiremos una balsa más grande y podrá
acompañarnos.
—No podría dirigirla.
—No es necesario. Pueden ayudarle dos o tres hombres.

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—De acuerdo. Ahora siento menos dolores, y creo que mañana veré, por
lo menos, con un ojo, pero si aplazamos el ataque pueden escapársenos.
—Por eso insistimos en que hay que decidirse cuanto antes.
—Bien —decidió Cortejo— ¿Se ve alguna luz en los barcos?
—No, ninguna.
—Duermen. Creen que ha pasado el peligro. Son estúpidos. Antes que
nada, es preciso que sepáis cada uno qué barco habéis de abordar. También
tenemos que apagar el fuego, pues el brillo del agua nos descubriría. Cortad
juncos y ramas y preparad enseguida una balsa.
—¿Hacia dónde quiere usted que la dirija?
—Hacia el primer barco. ¡No hay que tocar la carga hasta mañana!
—¿Por qué, señor?
—Hay que esperar a que yo vea.
Los hombres cruzaron miradas significativas y se dirigieron a su trabajo.
Era una estupidez por parte de Cortejo embarcarse en el estado en que se
encontraba. Pero él no desconfiaba de su gente y creía seguro el cargamento
de los barcos si se encontraba a bordo personalmente, aunque no pudiera
tomar parte en la lucha. Pronto, sin embargo, se convencería de los oscuros
propósitos de sus secuaces.
Los mexicanos cortaron con sus machetes una buena cantidad de juncos y
ramas de árboles, para formar haces, que les hicieran más fácil mantenerse a
flote; para Cortejo construyeron una pequeña balsa.
—¿Cómo es de grande? —preguntó, cuando le avisaron que su
embarcación estaba lista.
—Tiene dos metros y medio de larga y un par de metros de ancha.
—Es muy pequeña —dijo el herido.
—¡Oh, señor! Es bastante grande, —⁠repuso el que había sido elegido jefe
a espaldas de Cortejo⁠— Es suficiente para un solo hombre.
—¿Y los que me han de transportar, dónde se colocarán?
—Nadarán junto a la balsa y la empujarán en la dirección que usted pida.
Si fuera mayor, atraería más la atención y podría ser observada fácilmente
desde el barco. Eso es un peligro al que no queremos exponernos.
Esto atemorizó a Cortejo, que pareció convencido.
—Bueno, pues —dijo— Hay que tomar las últimas medidas. Ya sabéis lo
más importante. Sólo he de repetiros que no hay que tocar el contenido de los
vapores ni de las lanchas. El cargamento me pertenece a mí.
—¿Y no podemos exigir también nuestra parte?
—No; ya sabéis a qué está destinado.

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—¡Pero piense, señor, que todo no es de su propiedad! Nosotros le
ayudaremos a apoderarse de la carga. Esto es lo mismo que, por ejemplo,
cuando un barco de guerra se apodera de otro enemigo. Se reparte una
recompensa en dinero.
—También vosotros la recibiréis.
—¿Muy elevada? ¿Cuánto?
—Depende del valor del botín. Os dejaré repartir la décima parte de lo
que cojamos.
—¿No le parece demasiado poco, señor?
—¡Cállate! Hay millones de dólares en esos barcos y de cada millón os
corresponde cien mil. Calcula ahora lo que os toca por cabeza.
—No había pensado en eso. Ahora es diferente y me parece que estamos
de acuerdo.
—Lo creo.
Si Cortejo hubiera visto los rostros de los mexicanos y las miradas que se
cruzaron, seguramente no habría estado tan seguro.
—¡Apagad el fuego! Es hora de empezar.
Esta orden fue obedecida inmediatamente. Los mexicanos estaban
convencidos del éxito de su plan. La codicia les ofuscaba.
Cada uno escondió sus armas de fuego, que el agua habría inutilizado, de
manera que luego no les fuera difícil encontrarlas. Después cogieron los haces
de leña y entraron en el agua, distanciados, según habían acordado. Cortejo
fue instalado en la balsa que empujaban dos buenos nadadores.
—¡Adelante! —ordenó.
A esta señal, dada a media voz, comenzó el avance. Con la ayuda de los
haces de leña los hombres avanzaban rápidamente, y ya habían cubierto más
de la mitad del camino hacia donde estaban los buques, cuando desde éstos
empezaron a lanzar bengalas. La sorpresa les inmovilizó, pues aquellos
cohetes iluminaron todo el trecho del río con una claridad meridiana.
Con asombro se dieron cuenta de que la tripulación estaba en sus puestos.
Se oyó la voz del lord:
—¡Fuego!
Los fusiles crepitaron y en un momento pareció que el agua entraba en
ebullición. Por todas partes saltaba impelida por las balas. Se oyeron gritos y
ayes, y las cabezas de muchos asaltantes desaparecieron debajo del agua.
Una bala alcanzó, en el brazo, a uno de los que empujaban la balsa de
Cortejo.

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—¡Virgen Santa, ayúdame! —gritó⁠— ¡Me han tocado en el brazo! ¡Ya no
puedo más!
Con esto, se soltó el mexicano de las tablas y a la luz de los nuevos
cohetes que lanzaban desde el barco, su compañero vio cómo se hundía.
—Cógete con el brazo que no tienes herido —⁠exclamó Cortejo.
—Demasiado tarde, señor —respondió el otro⁠— Ese pobre diablo ya no
puede oírle.
Seguramente no le han dado sólo en el brazo.
—Sube tú aquí encima. ¿Qué ocurre? ¡Yo no veo nada!
—Han lanzado cohetes luminosos desde los barcos.
—¡Truenos! Entonces hay que darse prisa en llegar a los barcos.
—¡Es imposible! Todos huyen hacia la orilla; quiero decir todos los que
se han salvado.
—¡Por todos los diablos del infierno! ¿Todos? ¿Entonces el ataque ha
fracasado?
—Por completo, señor.
—¡Oh, si yo hubiera podido ver, otra cosa habría sido…!
—No habría cambiado nada. La luz de los ojos nada puede contra las
balas.
—Llévame también a la orilla.
—Nada de eso —respondió el hombre cambiando de tono⁠— Voy a dejar
de empujarle.
—¡Ah! ¿Por qué?
—Porque me han prohibido que lo lleve otra vez a tierra.
Cortejo estaba aterrado. Súbitamente comprendió todo el peligro a que le
exponía su ceguera.
—¿Quién te lo ha prohibido?
—Los compañeros —respondió el otro, imprimiendo de nuevo al ligero
esquife la dirección de la orilla.
—¡Esto es un motín, una traición!
—Tómelo usted como quiera. Yo ya podía haberle abandonado, pero
mientras la balsa me sirva de algo estaré a sus órdenes.
—¡Truenos! ¿Por qué no queréis obedecerme?
—Porque ya no nos sirve. Nos estorba usted, señor.
—¡Piensa en la recompensa!
—No nos disgusta, pero es mejor quedarse con todo.
—¡Ah! ¿Os habéis puesto de acuerdo? ¡Maldito, dime la verdad! ¿Pensáis
abandonarme?

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—Sí.
El terror comenzó a apoderarse de Cortejo.
—¿Qué vais a hacer de mí? —⁠preguntó, temblando.
—Primero se pensó en darle muerte, pero después acordamos abandonarle
en esta balsa. Lo demás ya puede usted figurárselo.
—¡A, canalla! ¿Qué piensas hacer? Yo te impediré que me abandones.
Cortejo se había tendido en la balsa de manera que tenía la cabeza cerca
del ángulo en que se apoyaba el nadador.
—¿Cómo se las arreglará usted?
—De esta manera —y a pesar de la ceguera, se aferró con fuerza al brazo
del otro.
—¡Ah! —exclamó éste— ¿Quiere usted sujetarme? Yo le demostraré lo
fácil que es burlarse de un ciego.
—Te doblaré la recompensa.
—Es muy poco. No me vendo ni le llevo a usted a tierra. ¡Que se divierta!
Habían llegado ya cerca de la orilla.
—¡No, no te dejaré ir solo! —⁠con estas palabras apretó Cortejo con más
fuerza la muñeca del mexicano.
—¡Me iré por la fuerza! —gritó éste.
Tiró del machete que llevaba en el cinturón y puso el filo del cuchillo,
capaz de cortar un cabello en el aire sobre los nudillos de Cortejo.
—¡Suélteme o le corto los dedos!
Cortejo apartó vivamente las manos.
—¡Ja, ja! —rió el mexicano— Ahora puede ir donde quiera; pero cuídese
de no caer en manos del inglés.
El mexicano dio a la balsa un poderoso impulso que la llevó hasta el
encuentro de la corriente, y antes de que Cortejo se diera cuenta, éste estaba
en la orilla.
Cortejo sintió el golpe.
—¿Estás ahí? —preguntó, aterrado.
No recibió respuesta.
—¡Contesta! ¡Por el amor de Dios! ¿Quieres responderme?
Por más que escuchó no oyó nada.
—¡Solo, solo! ¡Ciego y abandonado! ¡Condenarlo a morir estando
perfectamente sano! ¿Qué hacer? ¿Cómo me salvo?
Todavía tenía fuerzas suficientes para no abandonar la partida.
—¡Ah! —dijo— ¿Quién me impide buscar la/orilla por mí mismo? Les
alcanzaré y tomaré venganza. Aún debe haber entre ellos muchos que quieran

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seguirme. Adelante, pues.
Se cogió fuertemente al borde de la balsa y se echó al agua, esforzándose
en arrastrarla hasta la orilla. Pero no veía. La balsa giraba cada vez más
deprisa y comprendió que tenía el río contra él. No era posible seguir una
dirección determinada.
—¡No puede ser! —se lamentó, cuando se hubo esforzado hasta
rendirse⁠— Estoy perdido; no hay casi salvación para mí. Aunque pidiera
auxilio, no puedo esperar nada. Ese lord inglés me oiría y enviaría uno de sus
botes. Sólo una casualidad puede salvarme. Únicamente puedo confiar en que
el mismo río me empuje contra una orilla.
El desgraciado se tendió en la balsa cuan largo era.
El trabajo en el agua le había agotado y volvieron a dolerle los ojos; se
quitó el pañuelo para refrescarlos con agua.
La corriente le llevaba río abajo.
A pesar de que en aquellas latitudes el día es muy caluroso, la noche suele
ser fría. Las ropas de Cortejo estaban empapadas y pronto quedó aterido.
Aumentaron con esto el dolor y la fiebre, que no podían curarse con agua.
Se esforzó en contener las lágrimas, aunque los dolores le empujaban a
gritar.
Así pasó un cuarto de hora que le pareció una eternidad.
Finalmente sintió una sacudida. Agitó las manos a su alrededor hasta
tropezar con una rama, a la que se asió. Pudo darse cuenta de que la balsa
había embarrancado con fuerza y estaba segura, y se aprovechó para volver a
lavar los ojos. Esta operación le calmó los terribles dolores. También la fiebre
había descendido.
Saltó a tierra y avanzó un trecho entre juncos y malezas, buscando un
refugio.
—Ante todo debo ocultarme para que mi gente no me encuentre si
intentan buscarme.
Por el tacto pudo darse cuenta de que se encontraba en un lugar cubierto,
y se tendió en el suelo.
—Si al menos no estuviera mojado —⁠se dijo⁠— Todavía he tenido suerte.
¡Quién sabe si aún encontraré la salvación!
El esfuerzo, el dolor y la fiebre, le hundieron en un sueño pesado que si no
le sirvió de descanso, al menos hizo más ligero el tiempo. Por fin el frío le
hizo despertar. Por el vientecillo y la humedad de la niebla comprendió que el
día estaba próximo. Y entonces observó con indecible alegría que el ojo
izquierdo no había perdido la posibilidad de curarse. Cuando el sol arrojó sus

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primeros rayos reflejándose en ondas de fuego sobre el río, le pareció que el
brillo dorado estaba en sus ojos. No era ilusión. Las órbitas estaban todavía
muy cargadas, pero a medida que avanzaba la mañana, el ojo izquierdo
mejoraba y a medio día podía ya verse las manos, si las ponía bastante cerca.
Así pasó algún tiempo. Súbitamente Cortejo se levantó. Le pareció
escuchar cascos de caballos. Ahora se oyó con toda claridad el galope de un
caballo. ¿Quién venía? ¿Quién era? ¿Debía Cortejo llamar? ¿Podía ser
enemigo…?
Cuando el bote que había llevado a Pico de Halcón hasta la orilla llegó al
barco, estaba la tripulación curiosa por saber qué es lo que había sucedido.
Observaron toda la escena con atención inmóvil, hasta que pronto oyeron
un disparo y luego toda una serie de descargas.
—¡Oh, Dios mío, están disparando sobre él! —⁠exclamó el lord.
—¡Oh, no! —respondió el contramaestre⁠— No tengo aquí el catalejo,
pero me parece que, por el contrario, es él quien dispara contra los otros.
Se oyó el primer grito del buitre y a continuación el segundo.
—¡Gracias a Dios! ¡Está libre! ¿Le ve usted allá, sobre un caballo? —⁠dijo
el lord extendiendo un brazo.
—Sí, galopa hacia el bosque.
Se escuchó el tercer grito y luego el jinete desapareció.
—¡Va en busca de Juárez! —exclamó, jubilosamente, sir Henry⁠—.
¡Gracias al Cielo! He temido por él. Pero ya está libre. ¡Mire, le persiguen!
Los mexicanos desaparecieron entre los árboles.
—No se dejará alcanzar —replicó el contramaestre⁠— ¡Hola! ¿A quién
traen a la orilla?
El lord dirigió el catalejo al lugar indicado.
—Es Cortejo. Debe estar herido en la cara. Le están lavando; no puedo
distinguir más.
Los hombres de los botes oyeron los lamentos de Cortejo, que cada vez
eran más fuertes y se oían con toda claridad.
—La herida debe ser muy dolorosa —⁠dijo el marino.
—Sí, pero se la ha ganado —⁠replicó el lord⁠— Daria cualquier cosa por
tener a ese hombre en mis manos.
—Juárez viene hacia acá y lo capturará.
—Así lo espero. Por desgracia, está muy oscuro. ¿Quién sabe lo que
ocurrirá? Quizás levanten el campo, ya que la trampa no les ha ido muy bien.
Esta suposición pareció equivocada, pues pronto se vio volver a los
perseguidores; se echaron al suelo y cuando cayó la noche encendieron una

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hoguera cuyo rojizo resplandor se reflejó en el río.
—Se quedan, mi lord —dijo el contramaestre⁠— ¿Es peligroso para
nosotros?
—¿Peligroso? No, aunque temo que nos harán una visita. Querían
tenerme en sus manos y con mi persona también el cargamento. Se han
equivocado y para conseguir su fin habrán de intentar un ataque. Debemos
guardar silencio y esperar su llegada. Haré cargar bastantes fusiles para barrer
toda la superficie del río. Es de esperar que construyan una balsa.
Pasó media hora y de pronto vieron apagar el fuego de la orilla. El brillo
del agua desapareció y todo quedó sumido en la oscuridad. Pasó algún
tiempo.
De repente, el contramaestre, que observaba atentamente la superficie del
agua, exclamó:
—¡Parece que se acercan!
—¿Les alumbramos?
—Sí, ha llegado el momento.
Unos segundos después silbaron algunos cohetes con bengalas. Se podía
distinguir claramente todo el río. Hasta la orilla se veían las cabezas de los
mexicanos, que avanzaban nadando.
—¡Fuego! —ordenó Dryden fríamente.
Una descarga cerrada fue la respuesta; siguieron algunos disparos
aislados.
Los botes se balancearon. En el río se oyeron gritos y ayes de dolor;
después, todo quedó callado y volvió a la oscuridad.
—Más bengalas —ordenó el contramaestre.
Un nuevo haz de cohetes ascendió y se vio que los disparos no se habían
perdido.
No parecía haber muchas bajas entre los enemigos, pero todos ellos
retrocedían hacia la orilla.
El río arrastraba una especie de balsa y sus ocupantes parecían estar
muertos. Si Dryden hubiera sabido que se trataba de Cortejo, habría enviado
un bote a recogerlo.
—¡Huyen en busca de la orilla, hemos ganado! —⁠exclamó, alegremente,
el piloto.
—Por ahora, sí —respondió el lord⁠— es de esperar, sin embargo, que
intenten un nuevo ataque.
—¿No lo impediremos? Nos basta con avanzar un poco río arriba.
—Pero hemos de esperar aquí a Pico de Halcón.

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—Nos encontrará de todas formas. No puede estar aquí hasta mañana a
medio día, y para entonces podemos estar otra vez aquí.
—¿No cree usted que los mexicanos nos seguirán?
—¿Con esta oscuridad a través del bosque y la maraña de la orilla? Es
imposible. Se necesita estar loco.
—¿Y nosotros no corremos también peligro?
—No, tenemos delante un recodo peligroso, pero avanzaremos muy
despacio.
—Bien, de acuerdo.
El marino dio sus órdenes, que fueron transmitidas a media voz de bote en
bote, y pronto el convoy se puso en movimiento.
Allá en la orilla los mexicanos seguían en la oscuridad hasta que el jefe
hizo atizar el fuego para que cada uno secara sus vestidos y encontrara sus
armas de fuego. Entonces pudieron apreciar las bajas que los disparos habían
producido. Faltaban cerca de treinta hombres.
—¡El diablo se lleve a estos malditos! —⁠rezongó el jefe⁠— ¿Cómo puede
ser que lanzaran los cohetes, precisamente cuando estábamos en camino?
—Nos habrán oído —respondió uno.
—Imposible; hay que buscar otra explicación.
—Me parece que yo sé lo que ha sido —⁠intervino un tercero⁠— Se han
puesto en guardia cuando hemos apagado el fuego. Es fácil suponer para qué
hacíamos eso.
—¡Exacto! Eso es; tenemos que repetir el ataque, pero esta vez dejaremos
el fuego encendido.
—Entonces nos verán acércanos.
—No. Iremos a pie río arriba un buen trecho. Nadaremos todo lo que
podamos hacia el otro lado y nos dejaremos arrastrar por la corriente. Así les
atacamos por donde no nos esperan.
Todos los ojos se volvieron al río. De la chimenea de los vapores se
desprendían muchas chispas; se podía también oír girar las ruedas.
—¡Truenos, se han puesto en marcha!
—Sí, se nos escapan.
—Pero podemos alcanzarlos de nuevo por la mañana.
—Y cargar con nuestros heridos.
—Es imposible. Eso nos atrasaría. ¡Echadlos al agua! ¿Para qué
necesitamos a esos individuos, si tienen que morirse?
Esta sugerencia fue escuchada por los heridos, y a pesar de los gritos y los
lamentos, los arrojaron al río, que arrastró sus cuerpos. Sus lamentos se

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escucharon todavía durante un rato.
Las chimeneas de los barcos arrojaban gran cantidad de chispas, porque
las máquinas funcionaban con madera. Los mexicanos vieron desaparecer los
penachos luminosos detrás del recodo del río.
El jefe dijo torvamente, mirando al suelo:
—Sólo nos queda un recurso. Cortarles el camino. El río forma aquí una
gran curva hasta el Salado. Si buscamos el atajo, les ganaremos la delantera.
—¿Cuándo partimos?
—Hoy ya no. Esperaremos a que amanezca. Descansemos ahora.

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Capítulo 2.- Un encuentro en Río Grande

A bastante distancia de los mexicanos, alcanzaba al mismo tiempo la


confluencia del río Sabinas, Juárez con los suyos. A pesar de la
oscuridad, recorrieron toda la orilla sin encontrar huellas del inglés.
Decidieron descansar en aquel rincón después de acondicionar a los caballos.
Aquí ocurrió todo de manera diferente que entre los guerrilleros. Se
distribuyeron centinelas, que velaban por la seguridad de todos.
La jornada había sido muy pesada y los hombres durmieron
profundamente hasta el amanecer, en que los cazadores se aprestaron para
salir y dar una batida en el bosque.
Corazón de Oso y su hermano Ojo de Oso fueron los primeros en saltar
sobre la silla.
Apenas llegaron a un declive, ante el que se extendía un vasto panorama,
Corazón de Oso exclamó:
—¡Uf! ¿Quién se acerca?
—¿Viene alguien? —le preguntó Juárez.
—Sí, allí.
El indio extendió el brazo indicando la dirección.
El campamento estaba cercado por la parte postema por un bosquecillo, a
través de cuyos claros se percibía una extensa pradera. Por la sabana avanzaba
un jinete a galope tendido.
Estaba ya cerca; tan cerca que se le distinguía con todo detalle.
—¡Vaya tipo extraño! —rió Juárez, que entre tanto había acudido a
aquella elevación⁠— ¿Qué significa ese atuendo en la pradera?
—Por el traje parece ser un inglés —⁠observó Sternau.
—Quizás un enviado de sir Dryden.
—¡Hum! ¿Llevaba el lord caballos a bordo? Además, ese jinete no
cabalga como un inglés, sino como un indio.
—Se incorpora sobre la silla. Parece buscar algo. ¡Vamos a hacerle señas!
Observaron el bosquecillo y el jinete les descubrió en el acto. Apenas les
vio, dirigió su caballo hacia ellos. Cuando estuvo más cerca levantó un

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paraguas con la derecha y una chistera en la izquierda, y lanzó un grito de
alegría.
Segundos después se detuvo ante ellos, saltó de la silla y, con ayuda del
sombrero y del paraguas, intentó hacer una fina reverencia que,
desgraciadamente, le salió mal.
Se fijaron en su gran nariz; se asombraron ante el traje gris; no
comprendieron qué significaba aquello, pero de todas las bocas salió un
nombre:
—¡Pico de Halcón!
—Sí, Pico de Halcón. ¡Cuánto honor, señores y caballeros! —⁠respondió el
jinete, intentando una nueva reverencia más desgarbada que la anterior.
Luego clavó el paraguas en el suelo, colgó encima la chistera y se quitó la
levita, que colocó encima del sombrero.
—¡Maldita mascarada! —murmuró— ¡Hacer el inglés, señores! ¡Por una
sola vez, y nunca más!
—¿Usted ha hecho el inglés? ¿Por qué? —⁠preguntó Juárez, asombrado.
—Para hacerme capturar.
—¡Ah, no comprendo! ¿Usted quería hacerse capturar?
El trampero sacó una pastilla de tabaco de mascar y le dio un mordisco
imponente.
—Sí. Y, en efecto, fui capturado ayer, cerca del Río Grande por un tal
Pablo Cortejo.
—¿Pablo Cortejo? —preguntó Sternau⁠— Yo creía que ese hombre estaba
en San Juan.
—¡Oh, no, sir! Si usted quiere verlo y capturarle poco después de
mediodía, puede hacerlo.
—Cuente, señor. ¿Ha encontrado usted bien a lord Dryden en El Refugio?
—Por supuesto, y después nos hemos separado en Salinas.
Pico de Halcón siguió narrando su aventura del día anterior.
—¿Así que el lord nos espera en el recodo del río? —⁠interrogó Juárez.
—Sí, señor, y él me ha encargado que viniera a avisarle.
—Entonces vamos a ponernos en marcha. ¿Nos puede usted guiar o está
cansado?
—¿Cansado? —preguntó él, escupiendo un trozo de tabaco ante las
narices del Presidente⁠— ¡Deme otro caballo!
Se celebró un pequeño consejo, cuyo acuerdo fue que una parte de los
hombres se quedara allí con los caballos y el resto partiera para ayudar al lord.

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Un cuarto de hora más tarde de la llegada de Pico de Halcón, la tropa
galopaba por la extensa sabana, con Pico de Halcón y Sternau a la cabeza.
Debían llevar un par de horas de camino cuando tropezaron con un jinete
que iba en dirección opuesta. Tan pronto como les vio, se desvió, aunque
pareció que no le preocupaba gran cosa encontrarles. Era un hombre de
mediana estatura, de unos cincuenta años y muy curtido por el sol. Juárez le
preguntó:
—¿Me conoce usted, señor?
—Sí. Es usted Juárez, el Presidente.
—Bien. ¿Quién es usted?
—Soy cazador. De Texas. Vivo en la orilla izquierda del río.
—¿Cómo se llama usted?
—Grandeprise.
—Así, ¿es usted francés?
—No. Yanqui, descendiente de franceses.
—¿A dónde va usted?
—A casa.
—¿De dónde viene usted?
—De Monclova.
—¿Me ha visto usted allí?
—Sí.
Juárez clavó en el hombre una aguda mirada y le preguntó:
—¿Le suena a usted el nombre de Cortejo?
—Sí.
—¿Le conoce usted personalmente, o no?
—No.
—¿Cuándo salió usted de la ciudad?
—Ayer por la mañana.
—¿Ha encontrado algún grupo de jinetes, o ha notado usted algo
sospechoso?
—No.
—¿Conoce alguien de ustedes a este hombre?
—Sí, yo le conozco —respondió Pico de Halcón⁠— He pasado una noche
con él. Todavía se acordará de mí.
—Basta. ¡Adelante!
La tropa se puso en movimiento y se alejó. El cazador Grandeprise les
miró torvamente.

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—¡El diablo se lleve a estos señorones! —⁠murmuró⁠— Si ese Pico de
Halcón no hubiera estado allí, aun seguiría el interrogatorio. ¿Qué me
importan a mí los demás? ¡Yo hago lo que me da la gana!
Con estas palabras siguió adelante, llevando tras él un caballo de carga,
desviándose algo de la dirección opuesta a la que seguía Juárez y que
conducía a Río Grande del Norte.
Ahora Pico de Halcón y Sternau no iban solos a la cabeza, Mariano se les
había acercado.
Estaba muy excitado. Iba a una entrevista que un tiempo atrás no creía
posible. Su caballo corría casi con todas sus fuerzas, y él encontraba el galope
muy lento. Sternau lo observó y dijo:
—Vas a reventar tu caballo, Mariano. ¡Déjale tomar aliento!
—¡Adelante! —fue la única respuesta.
Los caballos de los tres hombres eran corredores escogidos. De esta
manera pronto llevaban una buena delantera a los demás.
Debía ser ya casi medio día. De pronto Sternau observó movimiento en la
línea del horizonte. Detuvo su caballo y preparó su catalejo.
Sus acompañantes tiraron de las riendas de sus caballos.
—¿Qué ocurre? —interrogó Mariano, alarmado por la detención.
—Un grupo de jinetes viene hacia acá —⁠respondió Sternau.
—¿Por la parte del río? —intervino Pico de Halcón. Sólo puede ser
Cortejo y su gente. Déjeme el anteojo.
Entre tanto, los extraños se acercaban.
—Que me ahorquen si no son los hombres de Cortejo —⁠dijo Pico de
Halcón.
—¿Se les distingue bien? —preguntó Sternau.
—No. Están demasiado lejos.
—Esperémosles, pues.
En este momento llegaron Juárez y los suyos.
Pico de Halcón les comunicó su sospecha.
—¿Qué hacemos, señor Sternau? —⁠preguntó.
—Señor, ¿me puedo permitir una broma? Ayer tuve que escaparme de
esta gente. Deben darse el gusto de volverme a capturar.
—Es muy peligroso para usted.
—¡Bah! ¿Quiere dejarme otra vez su anteojo?
Observó entre las ramas a los que se aproximaban y al fin exclamó,
cerrando de golpe el catalejo:

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—¡Ellos son! El que va a la cabeza es el sujeto que se fingía enviado de
Juárez. Señores, ¡déjenme gastar una broma!
Diciendo esto, Pico de Halcón echó pie a tierra y sacó su caballo delante
de los árboles. Él mismo se sentó en la hierba, puso el sombrero sobre sus
rodillas y abrió el paraguas, sobre su cabeza. Parecía como si llevara allí
mucho tiempo. Además, estaba de espaldas a los que llegaban. Las gafas
sobre las narices, parecía no darse cuenta de que alguien se acercaba.
Éstos todavía no le habían visto. Pero cuando llegaron a aquel punto no
tuvieron más remedio que descubrirlo. El jefe detuvo, asustado, su caballo.
—¡Diablos! —gritó— ¡Mirad, hay alguien sentado en el suelo!
Sus, secuaces siguieron el brazo extendido y tropezaron con un gran
paraguas y debajo una chistera.
—¡Por todos los santos, es el inglés! ¡Ya lo tenemos!
Con estas palabras, el cabecilla picó espuelas y los demás le siguieron.
Cuando llegaron junto a Pico de Halcón se detuvieron.
—¡Hola, señor! ¿Es usted o su espíritu? —⁠le preguntaron.
Sólo entonces Pico de Halcón se volvió tranquilamente, cerró el paraguas,
se ajustó las gafas sobre la nariz y después de mirar a todos aquellos hombres
respondió:
—¡Mi espíritu!
—¡Ah! ¿No es su cuerpo?
—No. ¡Ayer fue muerto y rematado!
—¡No cuente mentiras, sir! Afortunadamente para usted, ayer pudo
escaparse; hoy no tendrá esa suerte por segunda vez.
—¡Oh! No quiero escaparme, sino al contrario, quedarme con ustedes.
—¿Dónde ha pasado usted la noche?
—En el bosque.
—Sin embargo, tiene usted otro caballo. ¿Cómo puede ser eso?
—No es otro caballo.
—Ayer montaba usted una yegua baya y esto que hay aquí es un alazán.
—¡Ah! El alazán es el espíritu de la yegua.
—¡No bromee! Ayer mató o hirió usted a doce de los nuestros y hoy va
usted a pagarlo. ¿Sabe usted dónde se encuentran ahora sus vapores con los
botes?
—En vuestro poder. Ayer os apoderasteis de ellos.
—Desgraciadamente no ocurrió así. Vuestras gentes dispararon sobre
nosotros con metralla. Usted lo pagará por ellos. ¡Pie a tierra! Nos seguirá

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usted río arriba hasta que encontremos los barcos. Nos obedecerá en todo o
perderá usted la vida, ¡entiéndalo bien!
Pico de Halcón entreabrió los labios y lanzó un salivazo sobre el sombrero
del que hablaba.
—¿Dónde está vuestro jefe? —⁠preguntó.
—Soy yo. Además, tenga usted más cuidado con sus salivazos malditos o
yo le enseñaré la diferencia que hay entre una escupidera y el sombrero de un
caballero.
El falso inglés se encogió de hombros.
—¿Caballero? ¡Bah! Yo pregunto por Cortejo.
—Vuestros hombres lo han asesinado. Se encontraba en el río cuando la
descarga y le han matado o se ha ahogado.
—¡Lástima! ¡Me hubiera gustado ahorcarlo!
—¡Eso lo haremos con usted! Pero primero nos acompañará.
—¡Vamos, sir, o yo le ayudaré!
—¿Ayudarme? ¿Cómo?
—¡Así!
El cabecilla sacó su pistola y apoyó el cañón en la frente del cazador.
—Si no sube usted inmediatamente a su caballo, le voy a hacer un agujero
en la cabeza.
—¡Esto te costará otro agujero! —⁠respondió él, amenazando.
Rápido como el pensamiento, arrancó la pistola de manos del mexicano,
la volvió contra él y apretó el gatillo. El hombre cayó del caballo con el pecho
agujereado. Los otros sacaron sus armas dispuestos a vengar la muerte de su
jefe, pero no tuvieron tiempo de hacerlo. Más de cien disparos retumbaron
entre los árboles y tumbaron otros tantos hombres.
Los supervivientes fueron rodeados y muertos antes de que pudieran
causar el menor daño a los atacantes.
—¿No queda ninguno? —preguntó Juárez.
—Ninguno —repuso Sternau después de una rápida ojeada sobre los
caídos.
—Es una lástima. Así no pueden contestar a nuestras preguntas.
—No es necesario —intervino Pico de Halcón⁠— Yo sé todo lo ocurrido.
—¿Dónde encontraremos los barcos?
—Exactamente donde estaban cuando me separé de ellos.
—Pero ¿dónde habrá que hacer la descarga?
—En el río Sabinas, tal como se acordó en un principio.
—Entonces ya no es necesario que nos acompañe toda la tropa.

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—No. Usted debe emprender el regreso.
—Pero ¿y si tuviéramos que entablar una segunda lucha?
—Es seguro que no.
—Estoy de acuerdo con Pico de Halcón —⁠afirmó Sternau.
—Estoy contento de que esta aventura haya terminado bien, pero no me
gusta que Cortejo no esté en nuestras manos. Estas sabandijas parecen tener
siete vidas. Me gustaría encontrar su cuerpo.
—¡Busquémoslo! —dijo Juárez.
—Bien. Tomemos sólo cincuenta hombres. Con estos cincuenta nos
quedaremos el señor Juárez, Mariano y yo. Los demás volverán al
campamento y esperarán allí.
Así se hizo. Mientras el resto volvían con el botín que de esta manera
habían capturado, se pusieron en camino los cincuenta hombres con los
señores nombrados y Pico de Halcón como jefe, a la cabeza, a la busca de los
barcos.
No debían ya estar muy lejos. Pico de Halcón señaló a través de los
árboles y exclamó:
—Ahora será fácil encontrarlos ¡Aquí está el río!
Se detuvieron en el mismo lugar en que el día anterior habían capturado, o
mejor dicho, habían querido capturar a lord Dryden. En los alrededores había
huellas que indicaban que la gente de Cortejo había pernoctado en aquel
lugar. Enfrente, en medio del río, estaban anclados los navíos en el mismo
lugar de la víspera.
Dryden ya estaba desde hacía varias horas sobre cubierta. Cuando los
barcos regresaron al lugar en que habían anclado el día antes, los enemigos ya
habían partido. Sin embargo, no se confió y se guardó mucho de poner un pie
en tierra. Pero mantuvo preparados los botes.
—¿Cree usted que se han marchado?
—Lo parece, al menos.
—¿Y cree que vendrá Juárez?
—Seguro, si Pico de Halcón lo ha encontrado. ¡Mire allí! —⁠dijo,
señalando la orilla.
Del bosque surgieron varios jinetes. Entre los primeros reconocieron
fácilmente a uno, que iba vestido de gris, llevaba puesta una chistera y un
paraguas debajo del brazo.
—Es Pico de Halcón —dijo el lord.
—¿Y los otros?
Dryden se puso las gafas.

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—Veo a Juárez —respondió— Es el que está a la derecha, al lado
izquierdo… ¡Ah! ¡Voy a desembarcar! ¡Listo el bote! —⁠ordenó el lord.
Momentos después partió la pequeña embarcación.
Cuando el lord desembarcó, se le acercó Pico de Halcón.
—Milord, aquí le devuelvo su traje —⁠dijo⁠—. No falta nada, ¡ni siquiera el
paraguas! Y aquí están el señor Mariano y el señor Sternau.
—¡Mi hijo, mi querido hijo! —⁠exclamó el lord abrazando a Mariano⁠—.
Espero que se hayan acabado las desgracias. ¡Oh, si estuviera aquí…! ¡Ha
esperado durante tantos años…!
—Así, ¿todavía es libre, no está casada?
—¡Sí, hijo mío! Pero antes de contarte, déjame saludar al señor Sternau.
El nombrado estaba ante él con toda su estatura. Sus ojos brillaban de
sincera alegría.
—¡Milord!
—¡Herr doctor!
Con estas exclamaciones abrieron los brazos y se estrecharon fuertemente.
—El Señor bendiga su retorno a la vida, Herr doctor, y le compense con
sin número de gracias las penas que ha soportado.
—¡Gracias, milord! Toda la noche tiene su mañana como el pecador
arrepentido después del consuelo de la confesión. Dios ha sido
misericordioso. Pero no olvidemos al señor Juárez, que reclamará nuestra
atención.
—¡Oh! Yo no puedo sino rogarles me disculpen, pues estoy obligado a ser
obstáculo para su encuentro —⁠respondió el Presidente con indulgente
seriedad⁠— Ustedes son muy dueños y yo me retiro.
—¡No! —dijo Sternau— El tiempo está por encima de nosotros. Es
nuestro único dueño y señor al que hemos de someternos. Diga, milord,
¿sabía usted que sus atacantes obedecían a Pablo Cortejo?
—Sí. Pico de Halcón me lo gritó.
—¿Ha luchado usted contra él?
—No sé si habrá tomado parte en la lucha personalmente.
—¿No pudo usted reconocerlo?
—Estaba muy oscuro.
—Pico de Halcón cree que le ha dejado ciego.
—Es posible. Le oí gritar de dolor y vi cómo le lavaban la cara con el
agua del río.
—En ese caso no habrá tomado parte directa en la lucha. Sin embargo, lo
que usted nos dice no concuerda con lo que suponíamos. No hace mucho

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hemos encontrado al resto de sus hombres, que han sido aniquilados. El que
los conducía nos dijo que Cortejo o había muerto alcanzado por las balas o se
había ahogado. ¿Es eso posible?
—Lo más probable es que le hayan asesinado sus propios hombres.
—¿Qué dice usted? ¿Hoy todavía no ha bajado usted a tierra?
—No.
—Entonces nuestros cincuenta hombres deben inspeccionar
cuidadosamente la orilla. Nosotros esperaremos el resultado en el buque.
—Ponga usted a su disposición todos los botes pequeños para que sus
hombres puedan registrar también la orilla opuesta. Pero ahora, suba usted y
vamos a bordo.
Cuando llegaron al barco se hicieron conducir bajo cubierta para relatarse
brevemente algunas noticias de sus viajes respectivos.
El lord habló de sus trabajos en Inglaterra. Por desgracia, no había
encontrado tiempo para ir a Alemania.
—Así, pues, ¿todos los nuestros viven? —⁠preguntó Sternau⁠— ¿Mi madre
y mi hermana? ¿Don Manuel y mi Roseta?
—Todos ellos se encontraban bien a mi partida para México.
—Y miss Amy, ¿se encuentra ahora con ellos?
—Sí, hasta mi regreso. Ahora todos se encuentran bien. Es de esperar que
se haya acabado el tiempo de las pruebas. Todos hemos experimentado
grandes sufrimientos, pero Dios nos ha dado fuerza para soportarlos.
—Ya seguirán contándome cuando estemos más tranquilos. El presente
ahora reclama nuestra atención.
Juárez se dirigió a ellos.
—Yo propongo, señores, que no volvamos a caballo, sino en los barcos
por el río Sabinas. ¿Qué le parece esta idea, señor Sternau?
—Es más cómodo para nosotros —⁠respondió el interpelado.
—Pero ¿y los caballos?
—Podemos confiarlos a los apaches, que emprenderán el camino de
regreso tan pronto como hayan encontrado el cadáver de Cortejo. Pero
primero esperaremos hasta que descubran a ese malvado o, al menos, algún
rastro de él. Esto, por ahora, es lo más importante…
El lord había puesto los botes a disposición de los pieles rojas para que
pudieran también registrar la otra orilla. Pero los utilizaron de otra manera.
Un grupo de ellos, a pesar de la anchura del río, lo atravesaron con sus
caballos, y se encargaron de inspeccionar la orilla opuesta siguiendo la
dirección de la corriente. Otro grupo hizo lo mismo en la otra orilla. Un tercer

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grupo se repartió entre los botes y dejándose arrastrar por la corriente se
ocupó, a la vez, de las dos riberas.
No quedaba sino esperar el resultado de esta meticulosa batida.
Entretanto, el lord se encerró con Juárez en el camarote del primero,
mientras Sternau y Mariano subían a cubierta para no interrumpir la
conferencia. Dryden no sólo traía ayuda de dinero y armas, sino que tenía
también que comunicarle importantes acuerdos por los que se daba medios a
Inglaterra para la definitiva expulsión de los franceses del suelo mexicano.
Llenos de alegría, Sternau y Mariano hablaban de la patria y del futuro.
Absortos en su conversación, no se dieron cuenta de cómo pasaba el tiempo.
De pronto se oyó un claro grito desde la orilla.
—Un indio —dijo Mariano— ¿Qué querrá?
Sternau se acercó a la borda y preguntó al piel roja:
—¿Huellas?
—Mi hermano blanco seguirme —⁠respondió el apache.
—¿De quién?
—No saber. Ves tú mismo. Soy enviado de los otros.
Como todos los botes estaban lejos, Sternau desamarró la pequeña canoa
destinada al uso particular del lord y remó hacia la orilla en que el indio le
esperaba.
—Acompañarme —dijo éste lacónicamente, tomando la dirección de la
corriente.
El caballo de Sternau estaba donde lo habían dejado, éste saltó sobre la
silla y siguió al galope al piel roja.
La carrera fue bastante larga y el piel roja sólo se detuvo después de una
hora de camino.
Allí se habían reunido los jinetes que ojeaban la orilla derecha y los botes
estaban también en tierra junto a la orilla. Los indios estaban reunidos en un
lugar algo apartado de donde habían desmontado. Un poco más allá estaban
los caballos.
Un indio estaba inclinado sobre el suelo; las plumas de cuervo que
adornaban su cabeza indicaban que ocupaba un alto rango entre los demás.
Parecía dirigir la batida, y se incorporó cuando vio a Sternau.
—¿Quiere Matava-se acercarse? —⁠dijo.
Sternau desmontó, entregó las riendas de su caballo a un indio y se acercó
al que le había hablado. Éste señaló hacia el suelo.
—¡Mi hermano blanco mirar!
Sternau miró atentamente y se inclinó.

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—¡Ah, huellas de jinete! —dijo.
—¿Sabe mi hermano el número de caballos?
—Sí, un hombre montaba un caballo y conducía otro de la rienda. Por
consiguiente, llevaba dos caballos.
—¡Mi hermano seguir adelante!
El indio señaló con el dedo la dirección del río. Sternau avanzó en aquella
dirección siguiendo las huellas con la vista.
—Ha entrado en el río —dijo— pero antes ha bajado para cortar leña y
formar un haz. Eso le había servido para hacer más ligera la carga a su caballo
fabricándole una especie de salvavidas.
—Mi hermano ha acertado. ¿Quién puede haber sido ese hombre?
—Quizás el cazador con el que nos hemos tropezado en el camino.
Llevaba, con seguridad, esta dirección, Es preciso seguir este rastro.
—Pieles rojas ya han hecho. Matava-se seguirme y estudiar huellas.
El indio señaló otro lugar en que había impresas las huellas de unos
cascos. Para apreciarlas era necesario ser un maestro en el arte del rastreo; sin
embargo, al cabo de unos segundos, dijo Sternau:
—Aquí han permanecido los caballos mientras el dueño cortaba la
madera; han sostenido una corta pelea, lo más fácil es que se hayan mordido;
quizás haya crines esparcidas por el suelo, es preciso buscarlas.
—Los hombres rojos haber buscado. Mi hermano ver esta crin de cola de
caballo.
El indio mostró a Sternau una larga crin.
—Un caballo negro —dijo Sternau.
—¿Y este mechón?
El piel roja mostró en la otra mano un mechoncillo de cortas crines.
Sternau lo observó atentamente y respondió:
—¡Castaño! Ese mechón pertenece a la melena del animal. Por
consiguiente un caballo era negro y el otro castaño. Es el cazador que hemos
encontrado esta mañana. Llevaba dos caballos como ésos.
—¡Uf! Pieles rojas averiguar más cosas.
Con estas palabras señaló el indio al bosque, del que salían en aquel
momento dos apaches montando caballos cubiertos de espuma.
—¿Dónde han estado? —preguntó Sternau.
—Mi hermano hablarles por sí mismo.
Cuando los apaches llegaron junto a ellos, les preguntó Sternau:
—¿Mis hermanos han seguido las huellas hacia atrás?

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—Matava-se ha acertado —afirmó uno⁠— llevaban directamente al lugar
en que encontramos al cazador.
—¿Así que ha sido él?
—El mismo.
Sternau pensó que aún no se lo habían dicho todo.
—Pero ¿por qué dan mis hermanos rojos tanta importancia a un cazador?
—⁠preguntó al cabecilla⁠— ¿Han descubierto algo más?
—Sí, Matava-se; piensa que el seguir por el río los guerreros apaches
también han creído, pero río abajo, volver a encontrar rastro.
—¿Así que ha entrado en el río y un poco más abajo ha vuelto a salir?
Para refrescar el caballo no hace falta entrar con él en el agua y para
abandonar tan pronto el río no es necesario ayudarle con haces de leña. Sólo
queda la posibilidad de que pensará seguir, pero algo le ha hecho cambiar de
idea.
—Matava-se tiene aguda inteligencia.
—¡Ah! ¿Mis hermanos han descubierto más cosas?
—Sí. Matava-se seguirme.
El indio se abrió paso entre los juncos y Sternau le siguió. Era muy difícil
avanzar por aquel paraje, pero el esfuerzo se vio pronto compensado. Cuando
apenas habían avanzado unos cien pasos, el indio se detuvo al borde del agua,
Sternau distinguió una balsa construida con ramas y juncos. Tenía suficiente
longitud y anchura para soportar a un hombre sobre el agua.
—Examine mi hermano blanco esta balsa —⁠dijo el indio.
—Ya lo hago. ¿Ha descubierto mi hermano rojo alguna señal que indique
el empleo que se ha dado a este esquife?
—Sí, muy importante. Aquí.
El indio sacó de su cinturón un pañuelo de colores anudado por las dos
puntas. Parecía como si lo hubiera usado un hombre con dolor de muelas o de
cabeza.
—¡Hay sangre aquí dentro! ¡El pañuelo ha servido para tapar unos ojos
heridos! ¿Dónde estaba?
—Colgaba de una rama de la balsa.
—¡Qué imprudencia la de Cortejo! Porque es seguro que se trata de él.
Después se fijó en el suelo. Había muchas huellas.
—¿Han seguido buscando los hijos de los apaches? —⁠preguntó.
El indio afirmó con la cabeza.
—Mi hermano seguirme.

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Entre los espesos juncos había un sendero en que las plantas estaban
aplastadas. Ambos lo siguieron y pronto llegaron a un lugar en que salía del
agua el doble rastro de caballos.
—¡Ah, aquí ha vuelto a salir el cazador! —⁠dijo Sternau.
—Después dirigirse allí —añadió el indio, señalando hacia la derecha.
Siguieron este nuevo rastro hasta un pequeño claro, entre los juncos cuyo
suelo aparecía lleno de pisadas.
—¿Mis hermanos han encontrado algo aquí? —⁠preguntó Sternau.
—Aquí ha descansado Cortejo —⁠respondió el apache⁠— y aquí le ha
encontrado el cazador blanco.
—¿A dónde conducen ahora las huellas?
—Se dirigen de nuevo al bosque.
—¿Han sido seguidas?
—No. Antes preguntar a Matava-se.
—Bien. ¿Cree mi hermano que el cazador ha recogido a Cortejo?
—Sí. Le ha montado en el otro caballo.
—Entonces mi hermano debe seguir esa pista con algunos hombres para
saber si conduce a Monterrey o a Saltillo.
—Para eso necesitar varios días.
—Si se quiere llegar hasta Saltillo, sí; pero basta con seguir las huellas
hasta mañana, cuando el sol esté a la mitad de su camino. Con eso se sabrá
qué dirección llevan. Ya me comunicarán los hijos de los apaches el resultado
de su búsqueda.
—¿Dónde?
—En Monclova.
—¡Uf!
El indio no dijo más y se volvió dónde estaban los suyos. Allí bastó una
seña para que cinco hombres saltaran sobre sus caballos, y, sin pronunciar una
sola sílaba le siguieran, tras la pista del cazador.
Sternau dio entonces la orden de suspender la búsqueda y volver con los
botes, montó sobre su caballo y emprendió el regreso. Cuando con la pequeña
canoa llegó al buque le esperaban ya con gran impaciencia.
—¿Le han encontrado? —preguntó Juárez antes de que llegaran.
—Sí —respondió.
—¿A él mismo?
—No. Por desgracia sólo su rastro.
—¡Lástima! Así, ¿vive todavía?
—Seguro. Aquí está el pañuelo que ha empleado para vendarse los ojos.

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Con estas palabras saltó Sternau a bordo y mostró el pañuelo.
—¿Qué sabe usted de él? —preguntó el lord.
—Precisamente, que está herido en los ojos. Y en segundo lugar, que ha
descendido por el río en una pequeña balsa.
—Así, parece que mi contramaestre tenía razón cuando supuso que le
habían abandonado su propia gente.
—Habrá pasado muy malos ratos. No es una broma tener que navegar en
una balsa completamente ciego.
—¿Cree usted, pues, que está realmente ciego?
—Al menos por ahora. Si hubiera visto, por poco que fuera, no se le
habría olvidado recoger el pañuelo. Si le ha caído por cualquier causa, de la
cabeza, no ha podido volverlo a encontrar. Su pequeña balsa, entrelazada con
juncos, fue empujada contra la orilla. El sintió el golpe y saltó a tierra, donde
fue hallado entre los juncos.
—¿Por quién? —preguntó el Presidente.
—Por el cazador que encontramos esta mañana.
—¡Ah! Entonces nuestros apaches han llegado tarde.
—Sí, desgraciadamente; parece que, juntos, han tomado la dirección del
Sur.
—Eso ya es una ventaja. Si se hubiera marchado por la otra orilla se
habría dirigido a Texas y habríamos perdido todo poder contra él. ¿Sospecha
usted dónde puede refugiarse?
—Sí. En la hacienda del Erina. Allí está su hija. Con su ceguera se
encuentra inerme y, ante todo, procurará refugiarse entre personas de su
entera confianza. Como es natural, habrá pensado en su hija.
—¿Cree usted que el cazador se lo llevará a la hacienda? ¿Con qué
objeto?
—Cortejo le habrá prometido una fuerte recompensa.
—Es probable. Pero también sería posible que se conocieran de antes.
Aquí Sternau hizo un gesto de sorpresa.
—Acaba usted de darme una idea —⁠dijo⁠— ¿Puede usted acordarse, señor,
qué respuesta le dio el cazador cuando le preguntó su nombre?
—Sí. Dijo que se llamaba Grandeprise.
—Y un tal Grandeprise es el aliado de Cortejo. ¡Pues Henrico Landola se
llamaba antes Grandeprise!
—¿Cree usted que esté aliado con al cazador?
—Es muy posible. El nombre de Grandeprise no es muy corriente.

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—En ese caso es preciso que nos apresuremos a echarle el guante. ¿Qué
medidas ha tomado usted?
—He enviado a varios apaches tras su pista. Estos hombres han de
averiguar si el rastro lleva la dirección de Saltillo y comunicármelo en
Monclova.
—¿No hubiera sido mejor enviar, en vez de ese grupo de rastreadores, una
sección de hombres tras los fugitivos? Así Cortejo habría caído rápidamente
en nuestras manos.
—Se equivoca usted. Precisamente los perseguidores habrían tenido que
esperar al amanecer. Pero lo más probable es que Grandeprise siga
cabalgando durante la noche para ganar terreno.
—¿Tan buenos eran sus caballos?
—Cabalgaría durante toda la noche y en las primeras cuadras tomaría los
mejores caballos. Los perseguidores ya no les alcanzarían.
—¿Pero vamos a dejar escapar a Cortejo?
—No. De todas formas le cogeremos en la hacienda. Pero no podremos
hacerlo sin la ayuda de usted.
—¿Qué quiere usted de mí? —⁠preguntó el Presidente.
—Por la carta de la hija de Cortejo que hemos interceptado, sabemos que
éste cuenta en la hacienda con un buen número de partidarios. Necesitamos
fuerzas, señor.
—¿Cuántas?
—¿Quién sabe? No tengo idea de cuál es la guarnición de la hacienda.
—¡Veamos cuánta gente puedo distraer! Haré cuanto esté en mis manos.
La hacienda es un importante centro, que se encuentra próxima a las líneas de
comunicación entre el Norte y el Sur. Para apoderarme de ella y de Cortejo
estoy dispuesto a hacer un esfuerzo. Creo que lo mejor será partir cuanto
antes para llegar lo más pronto posible a Monclova.
—Por desgracia, tenemos que esperar a los botes.
—¿Cuándo pueden estar de regreso?
—Lo más pronto, dentro de una hora.
—Recuperaremos esta pérdida de tiempo haciendo trabajar las calderas a
todo vapor.
Sternau había calculado bien. Los apaches llegaron con los botes al cabo
de una hora.
Las calderas estaban encendidas y listas para partir. Se pusieron en
movimiento después de avisar a los pieles rojas que volvieran al campamento
por el mismo camino que emplearan aquella mañana.

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Durante el viaje, que acababa de empezar, tuvo Juárez tiempo para hablar
con el lord. Los acuerdos a que llegaron fueron trasladados al papel y
firmados por ambos. En los desiertos de Río Grande del Norte, se cerró un
pacto para obligar a Napoleón a retirar sus fuerzas de México y devolver a
Juárez el dominio sobre el país.
—Me gustaría llegar a la hacienda antes que Cortejo —⁠dijo Sternau, en
una ocasión en que hablaba con Mariano.
—Sería una gran ventaja.
—Sin conocer la cuantía de las fuerzas que compone la guarnición, se
necesitarían mil hombres para emprender el asalto; pero Juárez no dispone de
tantos efectivos.
—Aunque seamos menos —exclamó Mariano⁠— ¿Por qué no se ha de
poder tomar la hacienda con menos hombres? Es el valor y no el número lo
que importa.
—Tienes razón. También se puede tomar la hacienda por la astucia. Pero
el camino allí es muy inseguro, pues quizás los franceses intenten
reconquistar Monclova.
—En ese caso, Cortejo, se nos escapará. Llegará a la hacienda mucho
antes que nosotros.
—Te olvidas que ha de dar un gran rodeo, pues le interesa tan poco
dejarse ver de los franceses como de nosotros.
—También es verdad. Si Juárez se apresura y nosotros emprendemos un
buen galope, quizás nos adelantemos a Cortejo.
—Confío en que está ciego o por lo menos impedido, aunque haya
encontrado un guía. Es seguro que los ojos le harán sufrir. Tendrá fiebre.
Todo esto disminuirá extraordinariamente su rapidez…

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Capítulo 3.- El signo de los mixtecas

E ntretanto, el viaje de los vapores con sus remolques, seguía sin tropiezos.
Pico de Halcón permanecía en la proa del primer vapor. Había tomado la
dirección del convoy.
Por la mañana se había pasado ya del Río Grande al Salado y se
aproximaba el punto en que desembocaba el Sabinas.
Sternau, acodado sobre la borda, estaba embebido en la observación de las
orillas, cuando se le acercó Juárez y le preguntó:
—¿Tienen los suyos noticias de su regreso?
—No. Durante nuestra permanencia en Guaymas tuve intención de
avisarles, pero no había allí estafeta de correos.
—Por desgracia, aquí tampoco la hay, o por lo menos es muy insegura.
—En ese caso, mis familiares tendrán aún que esperar mucho tiempo
—⁠dijo Sternau, con tono sombrío.
—Me gustaría ayudarle, mi querido señor, pero los franceses me lo hacen
imposible. Ya he intentado dos veces enviar inofensivas cartas privadas, pero
han sido interceptadas.
—¿Era usted mismo el remitente?
—No. Las cartas me fueron enviadas por personas para mí absolutamente
desconocidas, que me rogaban las hiciera llegar a su destino. Lo intenté con
gusto, pero en la frontera, con los franceses, fueron detenidas, a pesar de que
las cartas iban abiertas y cualquiera podía enterarse de su contenido.
Después de una pausa, continuó:
—¿Qué le parece si intentáramos burlarles? Usted escriba dos cartas
iguales a su casa. Si una no llega, quizás lo haga la otra.
—¿Por qué camino?
—Envíe usted una por Tampico y la otra por Santillana. En los dos sitios
tengo hombres de mi absoluta confianza, que tendrán un placer en entregarlas
en algún barco, para que lleguen a su destino.
—¿Y quién las llevará hasta esas ciudades? Es muy peligroso.
—Hay muchos hombres entre mis tropas que están en condiciones de
resolver una dificultad. Además, que no se puede hablar de peligro. Aun en el

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caso de que el enviado fuera hecho prisionero y la carta abierta, si ésta sólo
contiene asuntos familiares, el portador no será molestado.
—¿Entonces, me ayudará usted a redactarlas?
—Tampoco es necesario. ¿Por qué he de decir al enviado que el remitente
se encuentra conmigo?
—¿Puedo escribir ya?
—En cuanto le sea posible. Apenas lleguemos al campamento, elegiré dos
hombres, que partirán en el acto hacia las ciudades que le he dicho.
Sternau siguió estas indicaciones y escribió a los suyos una carta muy
extensa.
Apenas acabó de preparar el duplicado, resonó repetidas veces la sirena
del barco. Habían llegado al campamento.
Dominaba allí, según se distinguía ya desde el río, una gran animación.
No sólo estaban allí los soldados, sino una gran cantidad de carretas y bueyes.
Se podía distinguir perfectamente todo el conjunto descuidado sobre una
extensa pradera. Los botes se separaron de los barcos y fueron amarrados a la
orilla.
La descarga comenzó inmediatamente.
Fueron apareciendo los poderosos medios de ayuda que se entregaban al
Presidente: pequeños saquitos llenos de piezas de oro, miles de fusiles, sables,
pistolas y revólveres, telégrafos de campaña y muchas millas de alambre,
medicamentos para los heridos de guerra.
Las barcazas estaban cargadas con todas estas cosas desde la quilla hasta
la cubierta, y los hombres se ocupaban de descargarlas y acondicionarlas en
las carretas; pensaban que todo aquello significaba para Juárez un apoyo cuya
trascendencia no se podría calcular.
Dryden dirigió en persona el embarque, y Juárez la descarga y
distribución. Sternau ayudaba al lord y le preguntó en alemán:
—¿Qué harán ahora los barcos?
—Volverán a El Refugio. Yo me quedo con Juárez.
—¿Como representante de Inglaterra?
—Sí.
—Pero ¿ha pensado usted, milord, los peligros a que se expone?
—Sí. No puedo retroceder ante esos peligros. Mi gobierno concede
importancia internacional a las relaciones con el Presidente, y he de intentar
comunicarme con el representante de los franceses. Dentro de unos días se
presentará también un enviado de los Estados Unidos.

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—Naturalmente, Mariano, querrá quedarse con usted. Sin embargo, tiene
todavía obligaciones.
—Creo que sería mejor para todos permanecer juntos. Antes de entrar en
México no podrán hacer nada en el asunto de Rodriganda. Así, lo mejor sería
que se quedaran ustedes conmigo junto a Juárez, cuyo ejército, ahora
reforzado, no tardará mucho tiempo en llegar a la capital. He sabido que el
Emperador de los franceses ha recibido un ultimátum muy severo por parte de
los Estados Unidos. Si Napoleón no retira sus tropas del país, la Unión hará
entrar sus fuerzas en acción.
—¿Contra los franceses?
—Naturalmente. Incluso tengo noticias de que ya hay conversaciones
secretas para determinar el modo y tiempo en que los franceses han de
emprender la retirada. Con esto, Juárez, está en camino de acabar con la
guerra. Quiera Dios que sea yo un buen profeta. Mire, aquí viene alguien que,
al parecer, quiere hablarnos.
El que se acercaba era Antón Unger, Flecha de Trueno. Éste lanzó una
mirada a su alrededor fijándose en la agitación que dominaba en el lugar y
preguntó:
—¿Cuánto tiempo hará falta para que esté todo listo, señor doctor?
—Un par de días.
—¡Ah! ¿Y la hacienda del Erina?
—Sobre eso hablaremos más tarde, querido.
Unger jugueteaba con sus revólveres.
—¿Hemos de esperar? ¿No sería mejor hablar de eso inmediatamente? He
oído decir a los apaches que Cortejo se ha escapado.
—Sí, por desgracia.
—Irá a la hacienda. Allí está su hija. Ustedes han leído la carta que
encontramos en el bolsillo del jefe. Recordarán lo que decían de los
condenados. Tengo miedo por mi suegro. No puedo esperar más tiempo. Me
voy a la Hacienda.
Sternau exclamó asustado:
—¿Qué dice usted? El camino está lleno de franceses, le cogerán a usted.
—No lo creo. Frente de Búfalo viene conmigo. El conoce todos los
caminos; no nos encontrarán.
—Bueno. Admitiendo que llegaran sin tropiezos. ¿Qué harán ustedes?
—Liberar al hacendero.
—¿Ustedes dos solos?
—Sí. Venga usted con Frente de Búfalo.

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Unger saltó, sin esperar la respuesta de Sternau, a una de las barcazas que
hacían el camino entre el barco y la orilla, y Sternau le siguió. Junto al río
estaban reunidos Frente de Búfalo y Corazón de Oso. El mixteca les salió al
encuentro y preguntó a Unger:
—¿Qué hará el Señor de la Roca?
—Me aconseja esperar.
—¡La espera dura ya bastante!
—Mi hermano, Frente de Búfalo, ¿piensa realmente en acompañarlo?
—Sí —respondió el interpelado— Soy un indio libre, pero en la hacienda
está Karja, mi hermana, y el señor Arbellez es mi amigo y hermano. Yo voy a
ir a salvarles.
Por estas palabras y por la gravedad de su gesto comprendió Sternau que
estaba decidido a llevar a cabo este propósito. No se conseguiría nada
discutiendo; sin embargo, insistió:
—¿Y cómo quiere salvarles mi hermano? Estos parajes están llenos de
franceses.
El mixteca hizo un gesto de desprecio.
—¡Frente de Búfalo se ríe de los franceses!
—¡Pero son muchos!
—¡Los mixtecas son más!
—¡Ah! ¿Mi hermano quiere recurrir a sus hermanos de sangre? ¿Para eso
no se necesita mucho tiempo?
—No. Necesito una noche. Cuando el jefe de los mixtecas hace un signo
de fuego sobre el monte Reparo, acuden diez veces cien hombres, a la tarde
siguiente.
—¿Es cierto? Mi hermano falta mucho tiempo de su patria.
—Los hijos de los mixtecas no olvidan su deber. También mi hermano
Corazón de Oso vendrá conmigo.
—¡Uf! —corroboró el cabecilla de los apaches.
—¿Quién dirigirá, entonces a los apaches que se quedan con Juárez?
—Mi hermano Ojo de Oso.
Sternau vio el gesto decidido de los tres hombres; miró al suelo y dijo:
—Mis hermanos tienen razón. No podemos esperar hasta que Juárez
ponga tropas a nuestra disposición. Nuestro amigo Arbellez está en peligro y
nuestro deber es ir en su ayuda lo antes posible.
Los ojos de Frente de Búfalo brillaron alegremente.
—Estaba seguro de que Matava-se, nos acompañaría —⁠dijo⁠— Pero Karja
y su hermana blanca deberán quedarse con Juárez.

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—¿No nos despedimos de ellos?
—No, querrían disuadirnos.
—¿Y qué habrá de contestarles Juárez cuando le pregunten?
—Debe decirles que hemos ido de exploración. Eso les tranquilizará y
además no será una mentira, pues en realidad nuestra empresa no es otra cosa
que una infiltración en el terreno ocupado por el enemigo.
—Entonces, vamos enseguida a hablar con él.
Juárez, el lord y los otros no quedaron menos asombrados, cuando los
cuatro hombres les comunicaron su atrevido plan. Al principio, intentaron
disuadirles. Como no lo consiguieron, Mariano, el capitán Unger y el pequeño
André manifestaron que irían con ellos, y lo mismo pretendió Mindrello y el
viejo conde. Éste aseguró que tenía una cuenta pendiente que resolver con
Cortejo. Al principio, Sternau se opuso a que el conde se expusiera a los
peligros de la expedición, pero finalmente desistió, pues pensó que el
encuentro inesperado de este hombre con Josefa, produciría a ésta una
impresión y quizá sirviera para reconocerla.
—¡Llévense un grupo de apaches! —⁠Rogó Juárez al alemán.
—De todas formas nos aniquilarían —⁠respondió éste⁠— Al menos nos será
más fácil pasar desapercibidos hasta la hacienda.
—Si tuviera más hombres, se llevarían ustedes los suficientes para que no
necesitaran hacer el camino a escondidas. Además, espero que Frente de
Búfalo no vea defraudadas las esperanzas que ha puesto en sus mixtecas.
Espero volverles a ver dentro de poco.
Después de una despedida cordial montaron los nueve hombres sobre sus
caballos y partieron.
Sólo cuando al tercer día llegó Juárez a Monclova, oyó hablar de la
expedición americana que acababa de llegar y encontró pronto ocasión de
entrevistarse con ellos y la preparó para partir con ellos en caso de que fuera
necesario.
Éstos habían dado un rodeo. Para esto necesitaron más tiempo, pero
consiguieron pasar al otro lado de ésta completamente desapercibidos.
Describieron un amplio arco y se detuvieron en el monte, en cuyo interior se
encontraba el subterráneo del tesoro real y en cuya cumbre se realizaban las
crueles ceremonias del Lago de los Cocodrilos.
Llegaron a la falda de la montaña y cabalgaban entre árboles poco
espesos, cuando Frente de Búfalo, que iba a la cabeza, detuvo de pronto su
caballo.
—Un jinete —dijo extendiendo el brazo.

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Los otros miraron la dirección señalada y distinguieron un hombre que
estaba sentado en el suelo, mientras su caballo pacía no lejos de allí.
—Tendremos que dar un rodeo para que no nos vea —⁠dijo Flecha de
Trueno.
El sol tocaba el ocaso y la montaña estaba envuelta en sombras, pero
todavía se distinguía a alguna distancia.
—Vamos allá —gritó el mixteca, después de haber observado atentamente
a aquel hombre⁠— Es un vaquero del Erina. Le reconozco, aunque ha
envejecido bastante.
—¿Es de los nuestros?
—Siempre ha sido un amigo para el jefe de los mixtecas.
—¡Entonces, vamos a ver si está todavía allí!
Siguieron el camino sin ocultarse. Cuando el hombre los descubrió, se
incorporó rápidamente, saltó sobre su caballo y se adentró en el bosque.
—Emilio no debe temer —le gritó Frente de Búfalo⁠— ¿O quizás se ha
hecho enemigo de los mixtecas?
El así llamado se quedó clavado sobre el caballo.
—¡Oh, Dios! —gritó finalmente— ¡Frente de Búfalo! ¿Resucitan los
muertos?
—No; pero los vivos pueden volver. ¿Conoces a estos hombres?
Emilio les miró uno tras otro. Su rostro expresaba un asombro cada vez
mayor.
—¡Válgame Dios! ¿No estoy soñando? ¿No es éste el señor Sternau?
—Él es.
—¿Y éste no es Corazón de Oso, el jefe de los apaches?
—El mismo.
—¡Mi libertador! Y nosotros les creíamos muertos. ¿Dónde están los
otros?
—Vienen también y nos siguen muy de cerca.
—No encontraréis más que penas en la Hacienda. Está ocupada por el
enemigo.
—¿Cuántos hombres hay allí?
—Sobre unos seiscientos.
—¿Quién es el jefe?
—Cortejo.
—¿Dónde está el señor Arbellez?
—Prisionero. Le han encerrado en una bodega, donde morirá de hambre.
La señora María Hermoyes y Anselmo están con él.

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—¿Anselmo? ¡Uf! ¿El que estaba en Fuerte Guadalupe?
—Sí.
—¡Ven con nosotros!
Emilio se les unió con alegría. Ahora que estaba con aquellos hombres
creía en un mejoramiento de la situación. Conocía a tres de ellos, pero no a
Flecha de Trueno, que cabalgaba junto a él.
—Perdón, señor —dijo— Le he visto a usted antes de ahora, pero no
recuerdo dónde. ¿Cómo se llama usted?
—¿Tan cambiado estoy? —preguntó Unger riendo.
Aquella risa y aquella voz hicieron recordar al vaquero.
—¡Por todos los santos! ¿Es posible? —⁠preguntó⁠— ¿Es usted el señor
Unger? ¡Dios mío, qué alegría! ¿Vive también la señorita Emma?
—Todavía vive y pronto volverá a la Hacienda. Pero dime antes que nada
quién ha condenado al señor Arbellez a morir de hambre.
—Creo que la señorita Josefa.
—¿Estaba su padre en la Hacienda?
—Sí.
—Basta. Recibirán su castigo.
Unger hizo crujir los dientes y los ojos de Frente de Búfalo llamearon.
Los dos se agitaron impacientes.
¡Ay de Cortejo y su hija si caían en sus manos!
Llegaron por fin al lugar del monte que buscaban, junto al lago de los
caimanes, todavía antes de que desapareciera el último destello del día.
Allí estaba el árbol que crecía inclinado sobre el agua. La superficie del
lago parecía oscura. Frente de Búfalo se detuvo junto a la orilla y lanzó un
estridente grito. Del fondo surgieron lentamente una serie de horribles
cabezas. Se acercaron a la orilla y entrechocaron las mandíbulas que sonaron
como si aplastaran grandes piedras.
—¡Uf! ¡Hace tiempo que no comen! —⁠dijo el mixteca⁠— Pronto calmaréis
el hambre. Frente de Búfalo cuidará de los cocodrilos sagrados.
Rodearon el lago y desmontaron en el bosque, donde dejaron los caballos
al cuidado de Emilio. Frente de Búfalo siguió avanzando.
En la cima del monte encontraron una elevación de forma piramidal, que
se habría tomado por obra de la Naturaleza.
—Éste es el fuego de mis antepasados —⁠dijo.
—¡Ah! ¿Un cráter apagado? —⁠Preguntó Sternau.
—Sí. Está lleno de pez, resina, azufre y hierba seca. Hacer cien años que
no arde. Pero el fuego todavía cumplirá su misión ¡Abramos!

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El indio trepó a un lado de la pirámide y arrancó una piedra que estaba
cubierta de tierra y de hierba.
—¿Éste es el cráter? —El indio corroboró con la cabeza estas palabras de
Sternau.
Después subió a la cima. Allí había un tronco no muy grande que parecía
haber sido herido por un rayo. Frente de Búfalo lo agitó hasta que lo aflojó y
lo arrancó. Apareció un agujero que Frente de Búfalo ensanchó hasta que tuvo
el tamaño de un hombre.
—Ya es de noche —dijo— Vamos a encender el fuego de la guerra.
Frente de Búfalo ha estado muchos años desaparecido, pero mis hermanos se
convencerán pronto de que los suyos le obedecen.
Se arrodilló e hizo saltar unas chispas. Pronto ardía una astilla que había
arrancado del tronco. La arrojó dentro del agujero y descendió de la pirámide.
Se dejó oír un chisporroteo que pronto se convirtió en un fuerte bramido y
una llama de medio metro surgió en lo alto.
—Es demasiado pequeña —dijo Unger.
—Mi hermano debe esperar un poco —⁠dijo el cabecilla⁠— los hijos de los
mixtecas verán la hoguera de la guerra.
Tenía razón. Minutos después empezó a crecer la llama y al cabo de cinco
minutos alcanzó una altura considerable.
Tenía el aspecto de una columna que se deshacía en lo alto en múltiples
llamaradas, y tenía tal poder luminoso que en la cumbre del monte pareció
hacerse de día.
—¡Una llama como yo no había visto nunca! —⁠reconoció Sternau.
—Muy pronto veremos la respuesta —⁠aseguró Frente de Búfalo.
—¿Hay otros lugares con estos cráteres?
—Sí; allá donde hay mixtecas. Hay hombres destinados a encender las
hogueras.
—¿Y si hubieran muerto o no se encontraran allí?
—Habrían confiado su misión a otros. ¡Vea mi hermano!
Hacía quizás un cuarto de hora que ardía el fuego. El cabecilla señaló
hacia el Sur. Allá se elevaba una llama a distancia que la noche no permitía
calcular. Siguió una segunda al Norte y pronto se pudieron ver un círculo de
aquellas hogueras.
Frente de Búfalo se dirigió a una roca que había allí cerca. La levantó, a
pesar de su tamaño, y sacó de un hueco que había debajo varios cartuchos del
tamaño de bolas de billar. Tomó tres de ellos y los arrojó al fuego y volvió a
colocar cuidadosamente la piedra en su sitio.

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—¿Para qué son esos cartuchos? —⁠preguntó Sternau.
—Mi hermano lo verá pronto.
Apenas dicho esto surgieron tres altas llamas, que formaron allá arriba, en
el cielo, otros tantos discos de fuego. Permanecieron durante un rato a la
misma altura y luego descendieron lentamente.
Poco tiempo después se vio la misma señal en cada una de las hogueras.
—¿Qué significa eso?
—Cada lugar tiene señal diferente —⁠replicó Frente de Búfalo⁠— He dado
la del monte Reparo, para que los mixtecas sepan dónde han de reunirse.
—Pero el enemigo también habrá observado la señal.
—No sabrán lo que significa. Fuego apagarse. Mis hermanos deben
esperar unos momentos, después abandonaremos este lugar.
La hoguera descendió con la misma rapidez con que había subido y todo
volvió a la oscuridad.
Frente de Búfalo volvió a colocar la piedra sobre el cráter y el árbol en su
agujero. Aunque lo hizo en la oscuridad, no dejó rastros de lo que allí había
ocurrido.
—Si un enemigo viniera a la montaña a buscar el lugar en que arde la
llama, no podría encontrarlo.
—¿Adónde vamos?
—A un lugar en que debemos permanecer hasta mañana.
—¿Hasta mañana noche? —preguntó Unger.
—Durante el día no podremos hacer nada por la hacienda y Arbellez. Pero
por la noche la hacienda será nuestra.
Volvieron donde habían dejado los caballos, montaron y descendieron
monte abajo, torcieron a la izquierda y al cabo de media hora llegaron a un
desfiladero, cuya entrada estaba casi cerrada por los árboles.
—Aquí esperaremos —dijo Frente de Búfalo.
Cabalgaron hasta el otro extremo del desfiladero y ataron sus caballos y se
tendieron sobre el moho después que se hubieron repartido las guardias.
Transcurrió la noche y después el día en la más completa tranquilidad.
Alrededor de las seis empezó a hacerse de noche. Frente de Búfalo esperó
todavía dos horas antes de dar la señal de partida. Saltaron por fin sobre sus
caballos y se dirigieron a la salida.
Cuando llegaron al lugar que daba al exterior oyeron pisadas de caballo.
—¿Quién anda por ahí? —preguntó Flecha de Trueno en voz baja.
—Mi hermano no debe preocuparse —⁠respondió Frente de Búfalo⁠— Son
los hijos de los mixtecas que acuden a mi llamada.

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Cuando llegaron fuera, dominaba un extraño silencio. Alrededor del lago
de los cocodrilos podían ver, aunque sólo confusamente, indios alineados.
Vieron las cabezas de muchos indios mezclados con los caballos. Los
pieles rojas habían acudido para enterarse de lo que significaba la señal del
fuego. Se abrieron paso entre los indios hasta la orilla del lago.
Allí se detuvo el cabecilla y sin desmontar se volvió y gritó:
—¡Naha NitaKetza! Esto en español significa: ¡Silencio, quiero hablaros!
Se oyó estrechar las armas, y una voz preguntó:
—Taio taha —¿quién eres tú?
—Naha MoKaschi tayiss —⁠soy Frente de Búfalo.
MoKaschi tayiss —estas palabras corrían de boca en boca. A pesar de la
oscuridad, se notaba el efecto que producía aquel nombre. La misma voz de
antes se dejó oír:
—Frente de Búfalo, el jefe de los mixtecas, ha muerto.
—Frente de Búfalo, vive. Fue hecho prisionero por sus enemigos y ahora
ha vuelto para vengarse. ¿Quién ha hablado conmigo?
—Caballo de Fuego —fue la respuesta.
—Caballo de Fuego es un gran caudillo, es el primero después de Frente
de Búfalo, y habrá sido el jefe desde que desapareció el hijo de las mixtecas.
¡Que venga a verme con una antorcha!
Momentos después se vio vacilar la luz de una antorcha. Varios hombres
avanzaron entre los demás hasta llegar al cabecilla. Uno de ellos, vestido con
el traje de cazador de búfalos, como el que antiguamente llevaba Frente de
Búfalo, se aproximó y la antorcha dejó ver el rostro del cabecilla y le miró
atentamente.
—¡MoKasschi-tayiss! —⁠exclamó⁠— ¡Alegraos, hijos de los mixtecas!
¡Nuestro jefe ha vuelto! ¡Levantad vuestros cuchillos para honrarle!
—¡Uf!
Sólo esta palabra resonó en torno al lago. Después todo volvió a quedar en
silencio. Frente de Búfalo volvió a levantar la voz:
—Los centinelas deben decirnos si estamos seguros.
—No hay ningún extraño, aparte de los ocho hombres que han venido con
un mixteca.
—Yo mismo soy el mixteca con quien han venido. ¿Cuántos hombres han
acudido?
—Cerca de once cientos.
—¡Mis hermanos deben escucharme! —⁠empezó el cabecilla⁠— Mañana
sabrán dónde ha estado Frente de Búfalo durante tanto tiempo. Pero ahora han

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de saber que Juárez, el zapoteca, se ha puesto en marcha para expulsar del
país a los franceses. Frente de Búfalo irá a la guerra con todos los que quieran
seguirle. Hoy iremos a la hacienda del Erina para vencer a los malvados
hombres de Cortejo. Allí están los peores enemigos, a los que los mixtecas no
darán cuartel. El que no escape de sus manos ha de morir. Mis hermanos me
seguirán en grupos de diez. Cuando yo me detenga en las proximidades de la
hacienda desmontarán y dejarán los caballos con cinco veces diez hombres.
El jefe Caballo de Fuego los elegirá. Los restantes rodearán la hacienda hasta
formar un círculo y cuando suene el primer disparo saltarán sobre el enemigo.
La victoria es nuestra, pues vienen con nosotros El Señor de la Roca y además
Corazón de Oso, el jefe de los apaches y Flecha de Trueno, el temerario rostro
pálido.
—¡Uf! —se volvió a escuchar en torno del lago. Entonces, la multitud se
puso en movimiento.
—¿Frente de Búfalo no concederá gracia a nadie? —⁠preguntó Sternau.
—No —rugió— Han condenado a morir de hambre a mi hermano
Arbellez. ¡Todos irán al infierno!
—¡Pero no todos son culpables!
—Con Cortejo no puede haber hombre honrado. ¡Morirán! El mixteca
aplastará a esas sabandijas.
Frente de Búfalo, seguido de todos sus amigos, descendió serpenteando
por la ladera del monte.
Cuando llegaron abajo emprendieron un rápido galope y al dejar atrás la
montaña y el bosque se encontraron en la pradera abierta, aproximadamente a
una milla inglesa de la hacienda.
Todos bajaron de sus caballos y sólo Sternau quedó sobre el suyo.
—¿Por qué no desmonta, mi hermano? —⁠preguntó Frente de Búfalo.
—Voy a la hacienda. Podría ocurrir que los atacados, cuando se vieran sin
esperanzas de salvación, dieran muerte a Arbellez. Quiero evitarlo.
—Mi hermano supone bien.
—¡Yo voy con él! —exclamó Unger.
—Bien; así vamos una pareja —⁠dijo Sternau⁠— Pero esperaremos a que la
hacienda esté rodeada. ¡Quiero ver cómo está la hacienda y hacer el disparo
que servirá de señal para el asalto!
Mientras cincuenta hombres quedaban con sus caballos, el resto siguió
adelante con cautela. Esperaban encontrar un cuerpo de guardia, pero los
mexicanos estaban todos en los patios y las habitaciones de la hacienda. Esto
permitió a los mixtecas llegar hasta muy cerca.

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Tan pronto como terminó el arco, Sternau y Unger pusieron sus caballos
al trote, simulando que venían desde muy lejos. Se detuvieron ante la puerta y
llamaron. Desde el interior una voz preguntó:
—¿Quién vive?
—¿Es ésta la hacienda del Erina? —⁠repuso Sternau.
—Sí —respondieron.
—¿Se encuentran aquí los hombres del señor Cortejo?
—Sí.
—¡Somos enviados que hemos de verle!
—¿Cuántos sois?
—Dos.
—¿Quién os envía?
—La Pantera del Sur.
—¡Ah! Adelante pues.
La puerta se abrió, y aquel par de hombres audaces entraron en el patio y
saltaron de los caballos. Estaba todo oscuro y les llevaron a una habitación
bien iluminada.
La habitación estaba llena de hombres de rostro patibulario. Uno de ellos,
que parecía ser una especie de comandante, preguntó al que les había
acompañado hasta allí:
—¿Qué quieren este par de maleantes?
Sternau interrumpió rápidamente al interpelado:
—¿Maleantes? Está usted tratando con señores. ¡No lo olvide! Nos envía
la Pantera del Sur, y hemos de hablar urgentemente con el señor Cortejo.
¿Dónde se encuentra?
El hombre se fijó en el fornido aspecto de Sternau, que causó gran
impresión entre los circunstantes. Sin embargo, para mantener su dignidad,
hizo como si no se dejara amedrantar y respondió:
—¡Antes tienen ustedes que justificarse ante mil!
—¿Sí? ¿Quién es usted?
—Soy el encargado de las presentaciones.
—¡Entonces, anúncienos a Cortejo! ¡Lo demás no es cosa suya!
El otro dejó escapar una carcajada burlona.
—Les anunciaré cuando me parezca bien. Nos encontramos en estado de
guerra. Sois mis prisioneros hasta que me demostréis que realmente os envía
la Pantera del Sur.
—¡Estúpido! ¿Qué te has creído? ¿Quieres anunciarnos o no? —⁠tronó
Sternau acercándose al otro.

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El hombre siguió con obstinación:
—¿Cómo? ¿Ahora me tuteas? ¡Agradézcanme que no les haga apalear!
—¿Es todo lo que tienen que decirme? Aquí tienes mi respuesta,
majadero.
Sternau cogió al mexicano por el pescuezo y le dejó caer dos veces el
puño sobre la cabeza. Después le arrojó por encima de la mesa hasta un
rincón, donde quedó inanimado. Nadie se atrevió a abrir la boca. Sternau, con
ojos relampagueantes, miró en torno y amenazó:
—¿Hay otro gracioso que quiera ofenderme? ¿Dónde está Cortejo?
—¡Por todos los diablos! Es La Pantera en persona —⁠murmuró alguien,
desde el fondo de la habitación.
Esto redobló el temor, y otro respondió:
—El señor Cortejo no está aquí. Ha dejado la hacienda por algún tiempo.
No sabemos dónde ha ido.
—¿Pero la señorita está aquí?
—Sí, en la habitación que hay encima de ésta.
—Yo mismo la encontraré, no necesito presentaciones.
En efecto, nadie se atrevió a seguir a Sternau cuando abandonó la estancia
para dirigirse arriba acompañado de Unger.
Josefa estaba recostada en un lecho de campaña y sufría grandes dolores.
Su estado había empeorado a consecuencia del mal trato. Además estaba
obsesionada por la vuelta de su padre. Seguramente volvería vencedor de sus
enemigos y cargado de riquezas.
Fuera sonaron pasos rápidos y decididos. ¿Por fin estaba allí su padre? Se
incorporó impaciente. Dos hombres entraron sin llamar y sin saludar.
¿Quiénes eran? ¿No había visto antes el aspecto atlético de uno de ellos? La
barba le impedía reconocerlo.
—¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren? —⁠preguntó.
—¡Ah! ¿No me reconoce usted? —⁠respondió Sternau.
Sus ojos se dilataron y sus mejillas adquirieron una palidez mortal.
—¡Usted! … ¡Oh, Dios mío! ¿Sternau?
—Sí —dijo él riendo— Y aquí, este caballero, es el señor Unger, el
esposo de Emma Arbellez.
Josefa se repuso inmediatamente.
—¿Qué quieren ustedes? ¿Cómo se atreven?
—¡Oh!, sólo quiero devolverle este papel.
Sternau extrajo del bolsillo la carta que llevaba encima el mensajero.
Avanzó un paso y la puso ante su vista. ¡Su propia carta! Quedó confundida.

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—¿Cómo ha llegado a sus manos ese papel? —⁠rugió.
—Lo hemos encontrado en el cadáver de su enviado.
—¿En el… cadáver…?
—Sí. Cayó en nuestras manos con todas sus tropas que fueron
aniquiladas.
Josefa estaba desconcertada.
—¿Aniquiladas? ¡Horrible!
—¡Consuélese! Eso no es nada. Hemos sorprendido a su padre cuando
tendía una celada al lord. No se ha salvado ni uno solo de sus hombres.
Incluso no podemos asegurar que él mismo se haya salvado.
—¡Oh, Dios mío! —se lamentó.
—¡Bah! No invoque el nombre de Dios. ¡Es usted una diablesa y no debe
esperar la ayuda de Él!
Estas palabras le devolvieron una parte de su coraje.
—Señor —dijo— recuerde que se encuentra en el Cuartel General de mi
padre.
—¿Quiere usted darme miedo? —⁠rió Sternau.
—Basta una palabra mía para que sean ustedes mis prisioneros.
—Se equivoca usted. Sepa que Juárez se encuentra al llegar. Vuestra farsa
se ha terminado. ¿Cree usted que yo habría venido, si no supiera que estoy
seguro? La hacienda está rodeada por más de un millar de mixtecas. Es usted
la que está en mis manos.
—¡Todavía no! —gritó ella.
La proximidad del peligro le dio fuerzas. A pesar de los grandes dolores
que sufría, saltó rápidamente de la hamaca y, empuñando una pistola que
había sobre una mesa próxima, gritó pidiendo socorro. Apretó el gatillo. El
disparo iba bien dirigido, pero Sternau saltó rápidamente a un lado. Y antes de
que se diera cuenta estaba en el suelo atenazada por Unger.
Al mismo tiempo estalló en torno a la hacienda un terrible aullido. Los
mixtecas habían oído el disparo y lo tomaron por la señal convenida. Sternau
se precipitó hacia la puerta.
—Ya vienen —dijo Sternau— Sujete usted bien a la mujer y domínela lo
mejor que pueda. Yo voy en busca de Arbellez.
Sternau bajó las escaleras como una tromba. El interior de la casa parecía
un hormiguero.
Por todas pactes los mexicanos se precipitaban en busca de la salida.
Estaban tan sorprendidos que no se daban cuenta de su presencia. Se mezcló

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con ellos y llegó ante una escalera que proseguía hacia abajo, a los sótanos.
Allí ardía una pobre lámpara. Un hombre hacía guardia ante la puerta.
—¿Quién se encuentra ahí dentro? —⁠preguntó imperativamente.
—Arbellez y…
—¿Dónde están las llaves? —⁠siguió preguntando.
—Seguramente las tiene arriba la señorita.
—¿Seguramente? Bueno; si el preso está ahí no las í necesitamos. ¡Hazlo
salir!
El hombre puso cara de asombro y miró a Sternau interrogadoramente:
—¿Quién es usted? ¿Qué significa ese estruendo de ahí arriba?
—Yo soy alguien al que has de obedecer y ese estruendo de arriba no te
interesa. ¡Dame las llaves!
—¡Oh, no tan deprisa! ¡Quiero saber su nombre! Yo no le conozco.
—¡Aprenderás a conocerme enseguida!
Con estas palabras, Sternau levantó el puño y lo descargó sobre el
hombre, que se derrumbó sin sentido. Le registró los bolsillos y encontró una
llave que ajustaba en la cerradura. Antes de que transcurriera un minuto
estaba la puerta abierta. Sternau cogió la lámpara e iluminó el interior.
Ante él apareció un espectáculo horripilante…
Sobre las frías y desnudas losas del suelo había tres personas, casi unas
encima de otras, pues allí casi no había espacio para dos hombres. Anselmo
estaba tendido en el suelo. Sobre la parte inferior de su cuerpo se apoyaba el
hacendero y a los pies de éste estaba, acurrucada, la vieja y fiel María
Hermoyes.
En un rincón se veía un cántaro y un mendrugo de pan.
—¿Está aquí el señor Arbellez? —⁠preguntó Sternau.
—Sí —respondió el vaquero incorporándose trabajosamente para mirar al
que preguntaba.
—¿Dónde está? ¿Quién de ustedes es él?
Diciendo esto levantó la lámpara para ver mejor. El brillo de ésta le dio de
lleno en la cara. El vaquero le reconoció.
—¡Oh, Dios! ¿Es el señor Sternau? ¡Estamos salvados!
—Sí, mi bravo Anselmo, estáis salvados. ¿Cómo está el señor?
—Vive. Pero tan agotado que sólo puede hablar muy débilmente.
—Los culpables recibirán su castigo. ¿Puede andar el señor Arbellez?
—En eso no hay ni que pensarlo.
—Entonces os dejo unos cuantos momentos para que os deis cuenta de
que estáis libres; dejaré la, puerta abierta. Voy arriba, pero volveré enseguida.

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Entre tanto, reanimad al señor.
—¡Oh, Virgen santa, qué dicha! —⁠Dijo entonces María Hermoyes⁠— ¿Es
usted realmente, mi querido señor Sternau? ¿Y estamos libres, de verdad
libres?
—¿Oís los disparos?
—Sí —respondió el vaquero— ¿Acaso está aquí el Presidente con los
suyos?
—No. Frente de Búfalo ha reunido a sus mixtecas. Juárez aún tardará
algún tiempo.
Sternau aproximó la luz al hacendero. Éste yacía con los ojos abiertos y
clavó la mirada en Sternau. Tenía un aspecto cadavérico, pero una sonrisa de
felicidad se extendió por su pálido rostro.
—¡Mi querido señor Arbellez! ¿Puede reconocerme todavía?
El interpelado afirmó débilmente con la cabeza.
—¿Le ha contado Anselmo que nos hemos salvado todos, incluso su hija
Emma?
El hacendero volvió a afirmar con la cabeza.
—Pues bien, no se preocupe por ella. Se encuentra completamente segura
con Juárez; pronto la volverá usted fa ver. Ahora hemos de atenderle a usted.
Ante todo, voy arriba para ver cómo siguen las cosas.
Sternau les dejó la luz a los prisioneros y volvió a las habitaciones
superiores. Encontró a varios mixtecas y les ordenó que se ocuparan de las
tres personas para protegerlas de cualquier eventual peligro. Los indios se
apresuraron a cumplir este encargo.
El vestíbulo de la casa ofrecía un espectáculo espantoso. Dos mixtecas
sostenían sendas antorchas. A su brillo se distinguía por todas partes a los
partidarios de Cortejo amontonados unos sobre otros.
El suelo era un solo charco de sangre. En la escalera yacían también
algunos hombres alcanzados por las armas inexorables de los mixtecas.
Arriba seguían oyéndose gritos de espanto. Fuera, en el patio, delante de
la casa, seguía la lucha con todo furor. Retumbaban los disparos. Se
escuchaban gritos de entusiasmo o desesperación lanzados por los mexicanos,
que se vetan rodeados por los mixtecas sin esperanza de salvación.
Sternau llegó a la puerta y pudo ver lo que ocurría en el patio. Los
mixtecas habían hecho una hoguera con algunas vigas y muebles y al brillo de
este fuego se distinguía todo el patio.
En un extremo estaban cercados los últimos defensores de La hacienda.
Formaban un grupo de doce o quince hombres, que comprendiendo que no

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podían esperar cuartel, se defendían con todas las fuerzas de la desesperación.
Se veía que a pesar de su valor, sólo les quedaban unos segundos de vida.
Frente de Búfalo estaba sobre la valla y enviaba una bala tras otra sobre
aquel grupo condenado a sucumbir.
—¡Perdonadles la vida! —les dijo Sternau⁠— ¡Ya se ha derramado
bastante sangre! ¡Seamos hermanos!
—¿Se ha salvado el señor Arbellez? —⁠le preguntó, fríamente, el caudillo
mixteca.
—Está todavía en el subterráneo. Es preciso sacarlo de allí.
—¡Entonces se le había condenado realmente a morir de fiambre!
Arbellez es mi amigo y hermano. ¡Será vengado!
Frente de Búfalo se volvió, levantó el hacha y la descargó sobre un
enemigo.
La advertencia de Sternau era muy necesaria en un grupo que peleaba
cerca de él. En el suelo yacida un mexicano herido. Desesperado, se defendía
con todas sus fuerzas contra los mixtecas, que procuraban hundirle su cuchillo
en el corazón.
—¡Perdón! ¡Perdón! —imploraba el hombre.
—¡No hay perdón! ¡Morirás! —⁠rugió el otro, atenazando al extenuado
mexicano con la izquierda mientras que esgrimía el arma con la otra mano.
—Yo no soy enemigo. He alimentado a los prisioneros. ¡Sin mí habrían
muerto de hambre y de sed!
Tampoco el mixteca hizo caso de este pretexto inventado ante el temor de
la muerte.
Estaba a punto de descargar al mexicano el golpe de muerte; pero Sternau
le detuvo el brazo.
—¡Alto! —ordenó éste— ¡Primero hay que oír a ese hombre!
El mixteca se volvió al intruso con el rostro desencajado por la pasión de
la lucha.
—¡Qué te importa a ti! He luchado con este hombre y le he vencido; ¡su
vida me pertenece!
—Si realmente ha hecho lo que dice, merece perdón.
—¡Le he vencido y ha de morir!
Sternau sacó su revólver y soltó la mano del mixteca.
—¡Mátalo si te atreves contra mi voluntad! —⁠dijo, dirigiendo contra el
mixteca el cañón del arma. El mixteca no pudo evitar la sugestión de la
personalidad de Sternau.
—¿Me amenazas a mí, tu aliado? —⁠preguntó.

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—Sí. Si le matas, eres cadáver.
—Bien, hablaré con Frente de Búfalo.
—Hazlo; pero cuídate de oponerte a mi voluntad.
El mixteca soltó al mexicano y se dirigió a su jefe.
Sternau no se preocupó y se inclinó sobre el hombre, que seguía
sangrando en el suelo, pero libre ya de todo el peligro que había corrido.
—¿Dices que has alimentado a los presos? —⁠preguntó.
—Sí, señor —respondió el interpelado⁠— Le agradezco que haya detenido
a ese indio; estaba ya perdido.
—¿A qué presos te refieres?
—A los tres que se encuentran abajo en la bodega. Diariamente les he
llevado, por un agujero, pan, agua y luz. Un camarada que tuvo que
marcharse con Cortejo, me lo pidió. Espero que lo tendrá usted en cuenta,
señor.
Sternau pensó que aquel camarada a que se refería el herido era el
mexicano que cuando murió en el bosque del Río Grande, dijo en sus últimos
momentos que conocía al hacendero y le había proporcionado pan y agua.
—Bien —dijo— vivirás. ¿Dónde estás herido?
Sternau le inspeccionó rápidamente; la herida no era grave.
—Nada de importancia. La pérdida, de sangre te ha debilitado; yo te
vendaré.
Tranquilizó al mexicano, líe vendó lo mejor que la gravedad de la
situación permitía y lo dejó bajo la protección de los dos mixtecas que
sostenían las antorchas en el vestíbulo.
Mientras esta escena se desarrollaba, había terminado la lucha. Los
últimos mexicanos, que se hacían fuerte en el patio, habían muerto. Sólo
fuera, en el campo abierto, se oía de vez en cuando algún disparo aislado.
Corazón de Oso se acercó a Sternau, que observaba el patio de entrada.
—La victoria es nuestra —dijo con su laconismo habitual.
—¿Se ha escapado algún enemigo? —⁠preguntó Sternau.
—Ni uno solo.
—¡Dejad de perseguirlos! ¡La venganza ha sido bastante sangrienta!
—¿Vive el señor Arbellez?
—Sí. Vamos a verlo.
Entraron juntos en la casa. Frente de Búfalo no dijo ni una palabra cuando
vio al enemigo que Sternau había tomado bajo su protección. Los tres bajaron
al sótano, en donde estaban los prisioneros libertados protegidos por los
mixtecas que Sternau enviara.

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Frente de Búfalo se arrodilló junto a Arbellez.
—¿Me conoce, señor? —preguntó.
El hacendero dijo que sí con la cabeza.
—¿Sufre usted mucho?
El anciano dejó escapar un lamento que decía más que todas las palabras.
Debía haber padecido mucho.
—Muchos mixtecas han caído heridos en la lucha —⁠dijo Sternau⁠— pero
el señor Arbellez debe ser atendido antes que nadie. Llevémosle arriba, a una
habitación más confortable.
—Yo le cuidaré —dijo María Hermoyes⁠— No descansaré hasta que no
esté completamente restablecido.
Sternau se adelantó a buscar una habitación tranquila, a la que fue
transportado el hacendero. Cuando Sternau le acomodó pudieron ver lo
enflaquecido que estaba.
—Vengaré a mi hermano Arbellez —⁠murmuró Frente de Búfalo⁠— Nunca
olvidaré esto. ¿Dónde está el responsable de esta orden?
En aquel momento entraba Unger. Llegó a tiempo de poder escuchar esta
pregunta.
—Está detenida en la habitación de Emma —⁠respondió⁠— Pero antes
quiero abrazar a mi suegro.
Unger se inclinó sobré Arbellez y le besó en la pálida mejilla.
—Ha llegado el momento que he esperado durante laníos años —⁠dijo⁠—
Ahora se cumple mi deseo y empieza mi venganza.
Arbellez había recuperado alguna de sus fuerzas, y levantó lentamente los
brazos. Estrechó a Unger y dijo trabajosamente:
—¡Dios te bendiga, hijo mío!
Estaba todavía muy débil para hacer o decir más, pero su semblante
expresaba la dicha que le producía volver a ver a su yerno y poder ya ver
pronto a su hija. Esta felicidad, unida a las penas, que tocaban a su fin, fueron
demasiado fuertes, y en los ojos de todos los presentes brillaron las lágrimas.
Don Fernando se acercó también a Arbellez y le puso la mano en la frente.
—Pedro Arbellez, ¿me conoces?
El enfermo fijó la mirada en el noble rostro de su interlocutor y un rayo de
sol pareció descender sobre su rostro.
—¡Conde Fernando! ¡Mi buen y querido señor! ¡Agradezco a Dios que
me haya concedido esta alegría!
Aquella emoción acabó con sus fuerzas, y cerró los ojos. Corazón de Oso
le tomó la diestra y dijo:

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—Nuestro hermano enfermo recobrará la salud y será feliz. Pero todo lo
ha sufrido. Exige venganza. ¡Mañana cuando el sol salir, juzgaremos a los
culpables!

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Capítulo 4.- El cazador Grandeprise

M ientras Cortejo meditaba en la soledad, oyó algunas palabras en lengua


francesa:
—¿Siempre tan gracioso, moro? ¡Deja andar al castaño!
—Un francés. ¡Ah, muy peligroso!
Las esperanzas de Cortejo desaparecieron, pero poco después se oyó:
—¡Adentro, al agua! ¡Al otro lado está nuestra cabaña y buen pienso!
Una cabaña; aquel hombre vivía en la orilla que pertenecía a Texas. No
era un enemigo, no era un francés, no era un mexicano. Cortejo se decidió
rápidamente.
—¡Hola! —gritó.
Todo siguió en silencio, sólo se oía chapotear en el agua.
—¡Hola! —repitió esta vez más alto.
Ahora se oyó una respuesta.
—¡Hola! ¿Quién llama ahí en tierra?
—¡Un desgraciado que pide ayuda!
—¿Un desgraciado? Entonces no dudo. ¿Dónde está usted?
—¡Aquí!
—Sí. ¿Dónde es «aquí»? Indíqueme junto a qué árbol o arbusto. Estoy
nadando con los caballos en el agua.
—No puedo decírselo porque estoy ciego.
—¡Trueno! ¿Ciego en estos bosques? ¡Eso es grave! ¡Voy allá! ¡Grite de
vez en cuando para que yo pueda orientarme!
—¡Aló, aló!
—Bien, ya sé por dónde anda. ¡Para, Moro, a tierra otra vez! Ya
nadaremos más tardé.
Cortejo oyó ruido de cascos que se acercaban al trote. Después un hombre
saltó a tierra junto a él.
—¡Dios mío, señor! ¿Cómo está usted así? —⁠exclamó⁠— ¿Quién es usted?
—Más tarde se lo diré. Dígame antes quién es usted.
—Soy un cazador del otro lado del río.
—¿De Texas?

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—Sí.
—¿Yanqui, entonces?
—Sí, pero de origen francés.
—¿De dónde viene usted?
—De Monclova.
—¿A qué partido pertenece usted?
—A ninguno; me tiene sin cuidado la política.
—¿Cómo se llama usted?
—Grandeprise.
—¿Grandeprise? ¡Ah, es un nombre extraño!
—Por lo menos poco frecuente.
—Y, sin embargo, lo he oído yo en: alguna parte. ¿Tiene usted parientes?
Esto pareció demasiado al hombre.
—Escuche, señor —dijo— Verdaderamente es imposible poder contestar
a tantas preguntas. Creo que sería mejor que atendiéramos a sus ojos en vez
de perder el tiempo en averiguaciones sin sentido.
—¡Perdón, señor Grandeprise! ¡Tiene usted razón! ¡Atiéndame usted!
El hombre se inclinó sobre él.
—Pero dígame, por el amor de Dios, cómo ha sufrido usted esas terribles
heridas.
—Por cuestiones políticas han decidido robarme la luz de los ojos. ¿Ha
oído usted alguna vez pronunciar el nombre de Cortejo?
—Sí, es ese extraño individuo que reparte el retrato de su hija a los cuatro
vientos, creyendo que con eso llegará a Presidente de México.
—Sí, lo sé. ¿Qué piensa usted de él?
—Que es el más grande asno que se puede encontrar. Se ríen de él en
todas partes.
Estas palabras fueron un alfilerazo para Cortejo, pero como había
experimentado tan grandes reveses supo disimularlo.
—¿Sabe usted, quizá, dónde se encuentra?
—No. Me es indiferente dónde pueda estar ese sujeto. Si no hubiera
encontrado a Juárez, por casualidad, no sabría tampoco dónde se encontraba.
—¡Ah, usted ha encontrado a Juárez! ¿Cuándo?
—Hace poco tiempo, aquí en el bosque.
Esta noticia asombraba a Cortejo.
—¡Imposible! —dijo— ¿Cómo iba a venir Juárez a este bosque?
—¿Cómo? Muy sencillo, a caballo. Incluso he hablado con él.
—Pero ¡si está en Paso del Norte!

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—¿Quién se lo ha dicho?
—Alguien que estaba muy seguro. Un inglés que iba a su encuentro.
—¿Un inglés? ¡Hum! ¿Dónde lo encontró usted?
—Ayer tarde, aquí en el río.
—¡Truenos! No sería… ¡Descríbamelo usted!
—Un hombre alto y desgarbado, con una nariz prodigiosa, un traje gris,
paraguas, chistera y, además, unas gafas encima de la nariz.
—¡Ah! ¿Ése era el inglés? Se equivoca usted de medio a medio. Era Pico
de Halcón, el cazador y explorador.
—¿Pico de Halcón? Me parece que he oído hablar de ese hombre.
—Es muy famoso en toda la frontera. Pero le vuelvo a decir, que nos
ocupemos de sus ojos ante todo, después seguiremos hablando. Será necesario
vendarle a usted. ¿No tiene un pañuelo o algo parecido?
—Tenía uno, pero lo he perdido.
—Le prestaré el mío, entonces. Por lo que veo, el que está peor es el ojo
derecho. El izquierdo quizá se salve. Pero los párpados están tan hinchados
que no se puede ver la órbita. Se los voy a vendar.
Grandeprise se acercó al río, humedeció su pañuelo y lo anudó,
cubriéndole los ojos a Cortejo.
—Esto basta por ahora —dijo— Conozco las hierbas medicinales de los
indios. Las encontraremos y ya verá usted qué rápidamente mejoran sus
heridas. Va a cruzar usted el río con uno de mis caballos, y conmigo puede
usted esperar tranquilamente hasta su curación.
—Es imposible, señor. He de reunirme con los míos.
—¿Dónde se encuentran?
—¿Conoce usted, acaso, la hacienda del Erina?
—¿La que pertenece al viejo Pedro Arbellez? Sí, he ido algunas veces.
—Pues allí se encuentran las personas que me esperan.
—¿Entonces es usted pariente de Pedro Arbellez?
Cortejo no se atrevió a decir la verdad. Respondió:
—Sí, Arbellez es un pariente próximo. ¿Ha estado usted allá alguna vez
en Fuerte Guadalupe?
—Sí, señor.
—Entonces conocerá usted al viejo Pirnero, el dueño de la taberna.
—Ése sólo habla de yernos. Lo conozco muy bien.
—Es también pariente mío, como Arbellez. Yo también me llamo Pirnero.
He estado con él, iba hacia Camargo y después al Erina. Pero no lejos de aquí

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fui sorprendido por una banda de apaches y me abandonaron en el estado en
que usted me ha encontrado.
—¡Esos perros! Me maravilla que no le hayan dado muerte.
—¡Oh, tenían otra intención peor! Pensaban atormentarme o ahogarme.
Para eso me pusieron en una balsa, después de dejarme ciego, y me
abaldonaron a la corriente. Si la balsa no hubiera embarrancado y Dios no le
hubiera enviado a usted, me habría muerto sin remedio.
—Sí, Dios ayuda a los justos, señor. Siempre ha ocurrido así. Si Él me ha
enviado, yo no le abandonaré. Pero dejando esto a un lado, no sé qué buscan
los apaches por esta región. También yo he encontrado a un grupo de ellos.
Les acompañaba ese Pico de Halcón y Juárez.
—Es muy sorprendente que Juárez se atreva a venir a esta región en la
que dominan los franceses.
—Se equivoca usted. ¿Todavía no sabe usted que Juárez se ha apoderado
de Chihuahua y Monclova?
—No tenía ni idea.
Verdaderamente Cortejo no esperaba aquello. El temor por su seguridad
se redobló. Si era cierto que las dos ciudades se encontraban en manos de
aquel hombre, no podía refugiarse en la hacienda.
—¿Está usted seguro de lo que acaba de decir?
—He visto a Juárez. Vengo de Monclova, donde las tropas que él manda
se encuentran por millares.
—¡Dios mío, qué contratiempo! —⁠exclamó Cortejo consternado.
—¿Contratiempo? ¿Temía usted algo de Juárez?
—Sí. Antes de salir para Fuerte Guadalupe estuve en el Paso del Norte,
donde tuve la desgracia de hacerme enemigo de Juárez.
—Por lo que sé de él, no es vengativo ni cruel.
—¡Oh! No se trata de cuestiones personales, sino de asuntos políticos.
—¡Hum! ¿Es usted miembro de otro partido?
—Sí.
—Entonces debe ir con cuidado. En ese caso debe usted buscar otro lugar
en que dominen los franceses.
—¡También los franceses son mis enemigos!
—La cosa se complica. Quédese conmigo. Yo haré gustoso cuanto esté en
mis manos.
—¡Oh, si usted pudiera llevarme hasta el Erina!
—¡Hum! Eso es una empresa arriesgada. El camino es largo y usted está
ciego y enfermo. Además, por lo que parece, no se puede usted dejar ver por

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nadie.
—Le recompensaré a usted espléndidamente.
—¿Es usted rico?
—Sí.
—Puede ser. Yo estoy dispuesto a ayudar al que necesite sin preguntar
quién es. Pero llevarle a usted a la hacienda del Erina es algo que se sale de lo
corriente. Y cuando se presenta ocasión de ganar algo hay que ser muy
estúpido para negarse.
—¡Bueno! Si usted me lleva a la hacienda rápidamente y sin
contratiempos le daré a usted mil dólares. ¿Acepta?
—¿Mil dólares? ¡Truenos! Debe ser usted muy rico. ¡Naturalmente que
acepto!
—¿Cuánto tiempo necesitamos para llegar allí?
—Todavía no puede decirse. Depende de los obstáculos con que
tropecemos en el camino.
—No puedo suponerlo. ¿Son buenos sus caballos?
—Son excelentes, pero están cansados. Podemos cambiarlos por el
camino. Y, en último extremo, si se quiere ganar tiempo, compraremos otros.
Yo llevo encima el dinero que puedan costar los caballos.
—¡Oh, tampoco tengo dinero! Esos apaches se han cuidado de
quitármelo. Pero al llegar allí tendré el dinero que le he prometido. ¿Tiene
usted que volver a su casa?
—No.
—Tanto mejor; esos apaches quizás registren las orillas para ver si han
salido con la suya. Si encuentran mi rastro estoy perdido.
—Y yo también si me encuentran con usted. ¿Nos vamos?
—Sí.
—¿Podrá usted soportar en su estado semejante caminata?
—Es de esperar que sí.
—Bien, no hay tiempo que perder. Si los apaches buscan encontrarán, con
seguridad, nuestras huellas. Desde luego, las seguirán. Por eso le propongo
que caminemos toda la noche, con el fin de ganarles una buena ventaja.
Mañana temprano cambiaremos de caballos.
Montaron y emprendieron la marcha.
Ésta era muy penosa para Cortejo. Cada sacudida del caballo repercutía en
su cabeza; pero sabía que la salvación estaba en la velocidad, y apretando los
dientes se dispuso a soportar todos los dolores.

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Cuando dejaron atrás el bosque y ante ellos se extendía la extensa pradera,
te preguntó el cazador, después de examinarlo cuidadosamente:
—¿Sufre usted mucho, señor Pirnero? ¿Quiere que descansemos un rato?
—No. ¡Sigamos adelante!
—Bien. Vamos a dejar el trote, que seguramente le ha hecho pasar un mal
rato. Ahora tenemos ante nosotros la pradera y podemos galopar. Esto no le
producirá tantos dolores.
Grandeprise tenía razón. Cortejo soportaba mucho mejor el galope. Le
ardían las heridas de los ojos y tenía fiebre; pero cada vez que encontraban
agua volvían a humedecer el pañuelo, y antes de la caída de la tarde el
cazador encontró las hierbas que buscaban, y machacó tallos y hojas para
colocarlas sobre la herida de Cortejo. Éste no tuvo que esperar mucho para
notar un gran alivio.
Siguieron cabalgando durante la noche. Por la mañana los caballos
estaban tan fatigados que tuvieron que detenerse.
Se tendieron en un pequeño bosquecillo. A lo lejos se distinguían los
edificios de una granja.
—Allá a lo lejos se ve una hacienda —⁠dijo Grandeprise⁠— ¿Quiere que
vaya a buscar caballos mientras usted descansa?
—Sí. Pero, señor, ¿volverá usted?
Sólo el miedo le puso estas palabras en los labios.
—¿Me toma usted por un bandido? —⁠Respondió Grandeprise⁠— Le he
dado mi palabra, y no acostumbro a faltar a ella.
—¡Así sea! ¿Cogerá usted los caballos sin preguntar nada?
—Puede hacerse, pero creo que es mejor hablar con la gente. Tomaré los
nuestros y los cambiaré por otros, así tendré que dar menos. Le dejo aquí las
sillas y las riendas. Y esté usted seguro de que volveré.
El cazador quitó a los caballos los arreos y montó sobre uno de ellos.
Cortejo se encontraba más seguro que el día anterior. Había eludido el
peligro más grande e inmediato. Además, le parecía que podía confiar en
Grandeprise. Este cazador tenía una naturaleza ruda, pero era honrado y
compasivo. El enfermo oyó cómo se alejaba el ruido de los cascos y todo
quedó sumido en el silencio, en medio de un amodorramiento que debió durar
mucho, pues cuando despertó oyó otra vez cascos cerca, Grandeprise estaba
de vuelta.
—¿Por fin se despierta usted? —⁠dijo el cazador cuando observó que
Cortejo empezaba a moverse.
—¿He dormido mucho tiempo? —⁠preguntó éste.

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—Una eternidad. Casi es medio día.
—¡Diablos! ¡Hemos de marcharnos!
—¡Paciencia! Aunque nos persiguieran, les llevamos ventaja suficiente
para permitirnos poder descansar.
—¿Tiene otros caballos?
—Sí. Un par de lujo. Volaremos como flechas. Por desgracia, tendremos
que dar un gran rodeo. ¡Figúrese! Hay en Reinosa más de mil soldados que
envían los Estados Unidos. Van al encuentro de Juárez y han ocupado todas
las haciendas desde aquí hasta Monterrey. Para no tropezar con ellos, hemos
de llegar hasta el río Tigre, desviándonos de Monterrey y llegar a la hacienda
por el Sur en vez de por el Este.
—Mal asunto. ¿Hemos de temer a esa gente?
—Seguro, señor. ¿Le conocen a usted personalmente en esta región?
—Sí.
—Pues estas tropas han sido enviadas para ayudar a Juárez, y de esos
hombres puede haber entre ellos alguno que le conozca a usted. Además,
entre los guerrilleros hay cazadores experimentados que son más de temer que
los mexicanos. No podemos hacer otra cosa. Su seguridad nos obliga a dar
este rodeo.
—¿Cuántos días perderemos con eso?
—Dos días.
—Es demasiado, tenemos que partir enseguida.
—¡No tan deprisa! He traído provisiones. Vamos a comer algo antes.
Después le aplicaré otra vez las hierbas y luego podremos montar a caballo.
Cuando hay necesidad de perder dos días, media hora no significa nada.
A pesar de los dolores que sentía, Cortejo encontró muy buenas las
tortillas que el cazador había traído. El estómago vacío es mal consejero, y
apenas había empezado su digestión, cuando el enfermo se sintió más
animado.
Este efecto bienhechor le animó a sostener una corta conversación.
—¿Le molestó a usted ayer la pregunta por su familia, que le hice?
—⁠empezó.
—¿Molestarme? ¡Oh, no! En la selva tiene cada cual el derecho de
interesarse de quiénes son sus compañeros. Sólo que aquel interrogatorio me
pareció menos urgente que las heridas de sus ojos.
—Entonces voy a reanudar hoy mis preguntas. ¿Recuerda usted, señor,
que le dije que su nombre me era conocido? ¿Tiene usted, quizás, parientes
que todavía viven?

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—No.
—¡Ah! En ese caso las demás preguntas son innecesarias. Si hubiera usted
tenido un pariente marino, sería…
—¿Marino? —Le interrumpió rápidamente el cazador⁠— ¿Cómo sabe
usted eso?
—Porque conozco a un marino que se llama Grandeprise.
—¿Vive todavía?
—Sí.
—Entonces no es el que yo digo. Yo tenía un pariente que era marino.
—¿Y se llamaba también Grandeprise?
—No, se llamaba de otra manera; pero tomó mi nombre perjudicando mi
reputación. Era un pirata.
—¡Truenos! —exclamó Cortejo—. ¿Qué dice usted? ¿Pirata?
—Sí, pirata.
—¿Servía a bordo de un buque o era capitán?
—Era capitán.
—¿Cómo se llamaba su buque?
—El «León» era su nombre.
—¡Oh, entonces es el mismo hombre! ¿Conocía usted a ese hombre?
¿Tiene, como yo, algunas cuentas pendientes con él?
Esta pregunta indicaba que el cazador no estaba en muy buenas amistades
con su pariente.
—Sí, y una cuenta que no está saldada.
—Pues apúntela usted en el agua. Seguramente ya no vive, lo he buscado
de todos los modos posibles día y noche, con el odio y la venganza
royéndome el corazón. He estado años detrás de su pista; pero cuando yo
llegaba él salía. Finalmente, el barco se hundió y con él seguramente el
capitán.
Su voz había cambiado al pronunciar estas palabras, que fueron sonidos
guturales pronunciados entre dientes.
—¿Le odiaba usted?
—Sí, como un hombre que no es capaz de odiar a otro.
—Y, sin embargo, era su pariente.
—Sí, a pesar de que era mi hermano, mejor dicho, mi hermanastro.
El asombro de Cortejo subía al punto.
—Habrá ocurrido algo extraño entre ustedes —⁠dijo.
El cazador hizo una pausa; después siguió:

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—Era un diablo. Desde el día que su madre fue la mujer de mi padre, ya
no he conocido un momento de felicidad.
—¿Su madre era viuda?
—Sí, y mi padre viudo. Ha de saber usted que era colono; mi madre murió
al nacer yo. Yo tenía veinte años y tenía una novia muy hermosa y buena
como un ángel. Entonces se le ocurrió a mi padre casarse. Conoció en Nueva
Orleáns a la mujer de un español, y ésta fue mi segunda madre.
—Estas cosas son siempre desagradables.
—¡Oh! Ya no me preocupan. Mi padre era dueño de sí mismo y podía
hacer cuánto quisiera. Pero la española tenía un hijo de diez y nueve años, que
vino con ella. ¡Para qué he de contarlo! Me quitó la novia, asesinó a mi padre
y a mí me echó la culpa de su crimen. Fui condenado, pero escapé con la
ayuda de un amigo. Consiguió lo que pretendía. Era dueño de la plantación,
que en justicia no le pertenecía a él, sino a mí. Pero no le duró mucho tiempo.
Se divirtió y derrochó todo el patrimonio hasta perder el último centavo, y
entonces se vio obligado a volver a su antigua profesión. Volvió a ser marino.
—¿Y no intentó usted vengarse?
—¿Acaso podía? ¿Podía atreverme a volver a mi patria? Pasaron años
antes de que me creciera la barba y mi aspecto cambiara lo suficiente para no
ser reconocido. Y cuando llegué era demasiado tarde; ya se había marchado y
se había hecho a la mar. Yo era pobre y sin medios, no podía hacer como un
millonario, que no hubiera necesitado más que una noche para cazarlo. Me
hice buscador de oro y tuve suerte. En cuatro años tuve lo suficiente para
emprender la persecución del asesino de mi padre y castigar al hombre que
había arruinado mi vida. Le he pisado los talones muchas veces, pero nunca
he podido atraparlo. Se acabó mi dinero, quedé otra vez pobre, sin haberme
vengado.
—¿Por qué tomó el nombre de Grandeprise?
—Porque era el mío. Así todo el mundo creyó que yo, el fugitivo
parricida, era también el pirata.
—¡Diablos! Ese Grandeprise es muy ingenioso dentro de su maldad.
—¿Ingenioso? ¡Diabólico, diría yo!
—¿Cuál era su verdadero nombre?
—Henrico Landola.
—¡Cómo! ¿Y no se le ha ocurrido a usted nunca que puede vivir con su
verdadero nombre? Le aseguro a usted que no ha muerto.
—¡Dios santo! ¿Es cierto eso, señor? ¿Le conoce usted?

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—¡Oh!, he hecho muchos negocios con él y espero volver a ver muy
pronto a ese honorable Henrico Landola.
Los ojos del cazador estaban fijos en los labios de Cortejo, adivinando las
palabras antes de que fueran pronunciadas, y apenas se daba cuenta de lo que
oía. Le tomó las manos y…
—¿De veras espera encontrar usted a ese hombre? ¿No es usted su amigo,
sino que su enemigo?
—Era amigo suyo, pero ahora soy su enemigo. Me ha engañado y
estafado. Le encargué de una misión y en vez de obedecerme la resolvió
según su propia voluntad y esto me ha ocasionado infinitos perjuicios.
—¿Quiere usted vengarse de él? Seremos aliados.
—Si yo supiera que se puede confiar en usted, sí.
—Oh, señor, deme ocasión para encontrar a ese monstruo y yo haré por
usted todo lo que esté dentro de mis fuerzas. El deseo de venganza me
consume. ¿Dónde espera usted volver a ver a ése Landola?
—Todavía no lo sé con seguridad. Lo primero es que yo llegue a la
hacienda sin tropiezos. Estando seguro no tardaré en tener noticias de él.
—¡Vamos pues! Los caballos están ensillados. Pero antes vamos a
ocuparnos otra vez de sus ojos.
El cazador destapó los ojos a Cortejo y éste observó con la siguiente
alegría, que aunque defectuosamente, podía ver ya con uno de los ojos. El
otro le aplicó cuidadosamente las hierbas medicinales y después montaron a
caballo y emprendieron la marcha.
En la oscuridad de la noche dos jinetes se acercaban a la hacienda por el
lado del Sur.
Al llegar a una pequeña hondonada Cortejo detuvo su caballo y dijo:
—Tenemos que esperar aquí.
—¿Por qué, señor Pirnero? —⁠preguntó el otro.
—Porque no sé cómo irán las cosas por la hacienda. Juárez estaba en
movimiento y los mismos franceses también, y no sabemos si ahora hay allí
amigos o enemigos.
—Esperaremos al día para informarnos antes de dejarnos ver.
—En ese caso no podremos encender fuego. ¿Qué tal siguen sus ojos?
¿Todavía le duelen?
—No. Sus medicamentos han hecho maravillas, señor Grandeprise. Si
bien un ojo parece que esté perdido, en cambio el otro está perfectamente.
—Me alegro. Desmontaremos y esperaremos hasta mañana.

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Los dos hombres ataron sus caballos en un zarzal para que pudieran
comer algo, y se tendieron sobre la hierba, allí cerca. Estaban tan cansados
que renunciaron a toda conversación.
Era cerca de medianoche y estaba todo tan tranquilo en los alrededores,
que quedaron casi dormidos; de pronto, el rumor de unos cascos de caballo
les hizo levantar.
—¿Quién puede ser? —preguntó Cortejo, que todavía se hacía llamar
Pirnero.
—¡Escuche! Se oye venir otro caballo.
En efecto, se oía aproximarse el galope de un segundo caballo. Prepararon
las armas y esperaron en silencio. Oyeron cómo el primer jinete detenía su
caballo.
—¿Quién se acerca? —preguntó, volviéndose hacia el camino por donde
había venido.
El segundo caballo se detuvo.
—¿Quién llama ahí delante? —⁠preguntó el otro.
—Uno que está dispuesto a disparar si no respondes.
—¡Ojo, yo también tengo fusil!
Se oyó el canto de un gallo.
—¡Responde! —gritó el primero— ¿Cuál es tu contraseña?
—¿Contraseña? —preguntó el segundo⁠—. ¡Ah! ¿Hablas de contraseña?
Así, eres una persona civilizada y no uno de los malditos indios.
—¿Yo un indio? El diablo se lleve a esos malditos pieles rojas. Hablas
español como un blanco. ¿Perteneces también a la hacienda del Erina?
—Sí. Soy del partido del señor Cortejo.
—¡Por todos los diablos! Somos entonces camaradas.
—¿Así que tú también te has escapado?
—Sí, gracias a Dios, he podido escabullirme.
Cortejo había seguido este corto diálogo con el mayor asombro. Decidido,
avanzó.
—No os asustéis, aquí somos más hombres, pero también amigos.
—¡Truenos! —murmuró Grandeprise en tono alarmado⁠— ¿Qué hace
usted, señor Pirnero? ¿No oye que son hombres de ese estúpido Cortejo?
De momento los dos mexicanos quedaron paralizados por la sorpresa.
Pero al fin, uno de ellos preguntó:
—¿Hay más gente aquí? ¿Sois también fugitivos?
—No.
—Entonces hay que ser prudentes. ¿Cuántos sois?

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—Sólo dos.
—¡Que se lo crea el demonio! ¿De dónde venís?
—De Río Grande del Norte.
—¿Y a dónde vais?
—A la hacienda del Erina, a buscar a mi hija y a vosotros. ¿No me
conocéis por la voz? Soy Cortejo en persona.
—¡Estúpido! —murmuró su acompañante⁠— Es una comedia muy
peligrosa.
—¿Cortejo? —Preguntó el mexicano⁠— No nos hagáis reír. Cortejo
vendrá con más de un hombre.
—Sin embargo, no es así. Te vas a convencer enseguida. Voy ahí.
—Pero solo. Tengo el fusil cargado.
El segundo jinete entretanto se había juntado al otro. Preparados los
fusiles, escucharon los pasos del que se acercaba.
—¿No tenéis ninguno de los dos un mechero para que podáis
reconocerme?
—Sí, aproxima la cara.
El que así hablaba metió la mano en el bolsillo. A los pocos segundos
ardía la yesca iluminando el rostro de Cortejo.
—¡Por todos los diablos! ¿Es usted, señor? ¿Dónde están los demás?
—Lo sabréis más tarde. Decidme antes qué ha ocurrido en la hacienda
para que hayáis tenido que huir.
—Bajaremos, primero, del caballo. Estamos bastante lejos como para
sentirnos seguros. Y quizás se nos reúna algún otro de los nuestros que haya
conseguido escapar.
Los dos hombres echaron pie a tierra.
—Acompañadme al desfiladero. Aquí podemos ser descubiertos. Si
vinieran más de los nuestros en esta dirección, los oiremos y podremos
llamarles.
Los dos hombres siguieron a Cortejo junto al cazador, que estaba
esperando.
Éste había escuchado, desconcertado, las preguntas y respuestas. Ahora
apoyó la mano en el brazo y preguntó:
—Señor, ¿es verdad que es usted Cortejo? ¿No se llama usted Pirnero ni
viene de Fuerte Guadalupe?
—¡No se exalte! — le tranquilizó Cortejo⁠—. ¡Me lo visto obligado a
mentirle a usted!; pero no tengo la intención de perjudicarle.

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—Pero durante el viaje ha oído usted muchas veces lo que pensaba de
Cortejo.
—Es cierto, y hubiera sido mejor que yo no pronunciara mi nombre; a
pesar de todo, cumpliré puntualmente mis obligaciones para con usted; le
debo a usted demasiado.
El cazador hizo una pausa para dominar su cólera y pesar el pro y contra
de su situación. Después dijo:
—Creo que no debía dar fe al que me ha mentido una vez; pero ¿quiere
usted decirme si es cierto que conoce a Henrico Landola?
—Es verdad —respondió Cortejo.
—¿Y también es cierto que tiene usted que reunirse con él?
—Completamente cierto.
—En ese caso le perdono a usted todo lo demás. Usted necesitó mi ayuda
y yo se la presté porque usted era un hombre y yo otro. Su situación era tan
peligrosa que yo no voy a enfadarme si se vio obligado a mentirme. Pero
espero que usted cumplirá la promesa que me ha hecho.
—¿Se refiere a la recompensa?
—Eso no es lo más importante. Quiero tener a Landola.
—Lo tendrá usted. Ésta es mi mano.
El americano se la estrechó.
—Trato hecho —dijo— Yo no soy su aliado político. En ese aspecto no
debe usted contar conmigo. Pero en el terreno personal dé usted por
descontado que me quedaré con usted hasta que pueda coger a Landola.
—Señor Cortejo, ¿quién es este hombre? —⁠preguntó uno de los dos
mexicanos.
—Un cazador de los Estados Unidos —⁠respondió Cortejo.
—¿Cómo se llama?
—Grandeprise.
—¿Grandeprise? Yo le conozco. ¡Qué lástima que esté tan oscuro!
—¿Me conoce usted? —Preguntó el cazador⁠— ¿De qué…?
—Mi tío me ha hablado de usted. ¿Conoce usted al doctor Hilario? Yo
soy su sobrino Manfredo.
—¿Hilario? ¿El jefe del hospital en el convento de Santa Bárbara, en
Santa Jaga? ¿Que si le conozco? Me ha salvado la vida.
—Sí. Usted estuvo una vez en un viaje o una cacería y enfermó cuando
llegó a Santa Jaga.
—Me atacó la fiebre. El señor Hilario me recibió, me dio medicinas y me
cuidó. Sin él habría muerto. Si usted es su sobrino seremos amigos.

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Los dos hombres ataron sus caballos y se acercaron.
—Pero, por el amor de Dios, ¿qué ha ocurrido en la hacienda? —⁠preguntó
Cortejo.
—Ha sido asaltada por los indios —⁠fue la respuesta rápida de Manfredo.
—¿Y habéis huido? ¿No os habéis defendido?
—¿Que no nos hemos defendido, señor? ¡Oh!, hemos luchado con todas
nuestras fuerzas; pero eran muy superiores en número. Se han adueñado de la
hacienda. Debían ser más de un millar.
—¡Dios mío!, ¿dónde está mi hija?
—Quién sabe; los pieles rojas han llegado tan de improviso que nadie ha
podido pensar en los demás.
—¡Qué desgracia! ¿Qué clase de indios eran? ¿Apaches quizás?
—No, oí que uno les llamaba mixtecas.
—¡Es preciso saber lo que ha ocurrido a mi hija! ¡No abandonaré este
lugar sin saberlo!
—Tranquilícese, señor. Los mixtecas no son como los apaches y los
comanches; por lo que sé de ellos, no dan muerte a las mujeres.
—Eso es un consuelo. Pero necesito saber cuál ha sido su suerte. ¿Pero
cómo? Yo no puedo hacer nada por mí mismo y ninguno de estos hombres se
atreverá a volver a la hacienda.
—¡Déjeme por mi cuenta! Yo sé enterarme de cuanto hace falta. Si es
preciso, mañana iré yo a la hacienda. Pero ante todo hay que saber por qué la
han asaltado los mixtecas. En cualquier caso, debe haber una razón. ¿Estos
días atrás no han observado ustedes nada sospechoso?
—¡Oh, sí! Ayer a media noche se levantó una gigantesca llama en un
monte próximo —⁠explicó Manfredo.
—Será una casualidad.
—No. Debía ser una señal, pues poco después se observaron hogueras
semejantes en otros lugares.
—Sí. Debía ser una señal. Creo que los mixtecas se han reunido para
atacarnos como enemigo que soy de Juárez. Esto supone unidad, mando.
—¿Quién era el jefe de los atacantes?
—No tuvimos tiempo de verlo.
—¿No había allí ningún blanco?
—¡Oh, sí, dos por lo menos! Llegaron al cuerpo de guardia y dijeron que
querían hablar con la señorita Josefa. Se les prohibió, pero uno de ellos
derribó al jefe y después los dos subieron a buscar a la señorita. Poco después

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se oyó resonar un griterío terrible y de todas partes cayeron los enemigos
sobre nosotros.
—¿Cuántos hombres había en el cuerpo de guardia?
—Debían de haber unos veinte.
—¿Veinte? —repitió Grandeprise, medio en serio medio en broma⁠—. ¿Y
entre los veinte dejaron que le sacudieran al jefe?
—¿Y qué podíamos hacer? No dijo quién era, se presentó como un
enviado o un aliado del señor Cortejo. Parecía acostumbrado a mandar.
—Como yo, todos los que estábamos allí creímos que le enviaba el señor
Cortejo.
—Sí, alguien dijo que el intruso era la Pantera del Sur.
—En efecto, es un aliado del señor Cortejo. Pero debían ustedes saber que
la Pantera del Sur es un indio.
—En esos momentos no se puede pensar en todo.
—¡Describidme a ese hombre!
Así lo hicieron. Grandeprise escuchó atentamente. Al final sacudió la
cabeza.
—Un hombre —repuso— de estatura gigantesca, con una barba muy
larga, vestido de la misma manera y armado como ése, le vi yo con Juárez allá
en el río Sabinas. ¿Y si fuera el mismo?
—¿Quién es? —preguntó Cortejo.
—No lo sé. Pero Juárez parecía guardarle mucha consideración.
—¿Has dicho antes que oíste un disparo en la habitación de mi hija?
—⁠preguntó Cortejo a Manfredo.
—Sí.
—¡Virgen Santa, la han matado!
—No lo creo —interrumpió Grandeprise. ¿No es cierto que tan pronto
como se oyó el disparo comenzó el asalto? Pues era la señal para el ataque, y
no debe usted temer que le haya pasado algo a su hija.
—¡Pero en ese caso estará prisionera! Es preciso libertarla.
—Sí, es preciso; yo le ayudaré en cuanto pueda y sepa.
—¿No sería lo mejor empezar inmediatamente a dar los pasos necesarios?
—¡Hum! —Murmuró el cazador—. Sería conveniente. Pero ¿lo podemos
hacer, señor?
—No lo sé. ¿No dijo usted que era capaz de espiar lo que ocurriera en
cualquier lugar?
—Sí, lo dije; pero este lugar está lleno de indios.

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—Mañana también lo estará. Y de noche es más fácil pasar
desapercibidos que en pleno día.
—Supone usted mal. Ahora los indios andan por estos terrenos buscando
fugitivos. Si me descubren me tomarán por uno de sus hombres y estoy
perdido. Pero mañana, de día, si me acerco abiertamente a la hacienda creerán
que soy un americano.
—Pero hasta mañana puede ocurrir cualquier desgracia. Señor
Grandeprise, ¡por el amor de Dios le ruego que haga lo que pueda y que lo
haga cuanto antes!
—¡Es muy peligroso! ¿En qué dirección se encuentra la hacienda?
—Exactamente, allí —respondió Manfredo, al que le iba dirigida la
pregunta, señalando la dirección.
—¿Y cuánto tiempo se necesita para llegar allí?
—Aproximadamente, media hora.
—Voy a aventurarme. Iré.
—¡Se lo agradezco! —Dijo Cortejo⁠— No se arrepentirá usted de correr
este peligro por mí y por mi hija.
—¡Ni una palabra, señor! Recuerde usted a Henrico Landola. Hay un
inconveniente, y es que en la oscuridad se puede perder fácilmente la entrada
del desfiladero. ¿Alguno de vosotros conoce el grito del cuervo mexicano?
—Todos nosotros.
—¿Quién se atreve a imitarlo?
—Yo —respondió uno de ellos.
—Bien; si no encontrara el desfiladero lanzaré ese grito y tú contestarás.
En la noche se oirá desde muy lejos. Así podré orientarme enseguida. Si al
amanecer no he vuelto, no me esperen ya y obren por su cuenta. No se
preocupen por mí. ¡Los mixtecas no me descubrirán! ¡Que les vaya bien!
El audaz cazador saltó sobre el caballo y desapareció en la oscuridad de la
noche.
Había aclarado que no ayudaría a Cortejo en política, y si hubiera
conocido la vida y milagros del mexicano, no se habría expuesto a emprender
un camino tan peligroso por salvar a su hija.
Cuando Grandeprise estuvo lejos, se tendieron los otros en el suelo y
comentaron los acontecimientos de aquella noche e intentaron saber lo que
había ocurrido a Cortejo.
Pero éste no tenía la intención de contarlo todo. Les hizo saber
únicamente que su viaje a Río Grande del Norte había fracasado y que sus
acompañantes habían encontrado allí la muerte. Les contó lo que le pareció

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conveniente; que sus camaradas se habían ocultado en un recodo del citado
río para esperar la llegada de los barcos. Pero, desgraciadamente, éstos
llegaron más tarde de lo que calculaban. En cuanto a él, había emprendido
inmediatamente el camino de la hacienda por creer que allí era necesaria su
presencia. Pero había caído en manos de los apaches, que le dejaron ciego.
Expresaron su preocupación por la falta de dinero.
—Pero ¿qué haremos ahora? ¡La hacienda se la ha llevado el diablo!
—Todavía no —repuso Cortejo— Como vosotros, se habrán escapado
otros, muchos.
—Muy difícil. El que no haya podido escapar en los primeros momentos,
es hombre muerto.
—Ya lo veremos. ¡Esperemos lo mejor! Cuando amanezca sabremos si
sois los únicos supervivientes.
—¿Y después? No podemos volver a la hacienda, porque somos muy
pocos.
—Hace falta saber si los mixtecas se quedarán allí.
—Seguro si, como dice el americano, están de parte de Juárez.
—También nosotros volveremos a su fuerte dentro de poco. Mis agentes
no descansarán y enviarán hombres de la región del Sur.
—No nos encontrarán.
—Sí, eso creo yo también —intervino Manfredo⁠— Creerán que nos
encontramos todavía en la hacienda y caerán directamente en manos de los
mixtecas.
—Lo evitaremos colocándonos en un lugar por el que hayan de pasar y
que elegiremos cuidadosamente.
—¿En un lugar habitado?
—No; es muy peligroso.
—¿Está usted pensando que nos escondamos en el bosque, como
bandidos?
—El próximo día no tendremos más remedio que hacerlo. Si entonces
somos bastante fuertes, nos adueñaremos de algún pueblecillo o
reconquistaremos la hacienda.
—A mí se me ocurre algo mejor —⁠dijo Manfredo⁠— ¿No está el convento
de Santa Bárbara en nuestro camino?
—Sí, precisamente en nuestro camino. Pero la ciudad de Santa Jaga está
ocupada por los franceses. Podemos ser rechazados o, lo que es peor, hechos
prisioneros y entregados como tales.

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—Ciertamente, habríamos de temerlos si permaneciésemos en la ciudad.
Pero el convento está en las afueras y no necesitamos llegar a Santa Jaga, sino
introducirnos en el convento sin ser vistos por nadie.
—¡Eso es imposible!
—¿Por qué? ¿No ha oído usted antes que mi tío Hilario está allí? El
antiguo convento es ahora hospital y establecimiento de enajenados, y mi tío
es el director. Aborrece a Juárez y nos recibirá como amigos.
—El convento tiene habitaciones y corredores secretos; por lo tanto, no
podemos tener ninguna sorpresa.
—¿No conocen los demás médicos esos corredores y habitaciones
secretas?
—No, mi tío es el único que sabe dónde están.
—En efecto, sería muy conveniente para nosotros. Pero ahora hemos de
esperar en silencio y con serenidad. No sabemos qué sorpresa nos traerá el
próximo día. Procuren dormir un poco. Yo vigilaré.
Todo quedó en silencio. Sólo Cortejo se paseaba, intranquilo, de un lado
para otro. Su expedición al Río Grande, de la que tanto esperaba, había
fracasado, y él mismo había vuelto casi ciego. En vez de encontrar allí un
remedio, había perdido la hacienda; y, por si fuera poco, su hija estaba
prisionera. Temido y odiado por el país, no sabía a dónde ir. Pasó, después, a
meditar planes de venganza, y llevaba ya dos horas en estas cavilaciones
cuando oyó rodar una piedra a la entrada del desfiladero. Dio un salto y
preguntó a media voz, preparando sus armas:
—¿Quién viene?
—Grandeprise —respondieron con la misma voz contenida.
—¡Gracias a Dios! —Cortejo dijo estas palabras con un profundo suspiro
que expresaba la angustia que le había dominado. Los otros se habían
despertado y se incorporaron.
Grandeprise estaba ya entre ellos.
—¿Cómo le ha ido? —preguntó Cortejo⁠— ¿Tiene usted noticias?
—Sé que su hija vive todavía. Pero he sabido cosas muy importantes.
—¡Oh, la más importante es saber que mi hija vive, que no ha muerto
todavía! La libertaremos. Daría mi vida por libertarla. Usted me ha prometido
hacer todo lo posible.
—¡Hum! Sí —concedió el cazador— En realidad, no sabíamos con qué
clase de gente nos enfrentamos.
—Con los mixtecas.

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—¡Ah, si fuera eso solo! ¿Pero sabe usted quién está entre los indios? ¿No
ha oído hablar de Frente de Búfalo?
—¿Frente de Búfalo? Hace muchos años que murió.
—Eso se cree en general; pero era un error. Él es quien ayer noche
encendió la hoguera para reunir a los suyos y apoderarse de la hacienda.
Además, me ha ocultado usted muchas cosas, señor. Muchas que si yo
hubiera sabido me habrían impedido juntarme con usted.
—¿A qué se refiere?
—Usted ha cogido prisionero al señor Arbellez y ha ordenado que le
dejaran morir de hambre en un sótano.
—¡Le han mentido a usted!
—Nadie podía mentirme, pues nadie sabía que yo estaba oculto y les
escuchaba. Pero, ante todo, ¿por qué ha arrebatado usted la hacienda al viejo
señor Arbellez?
—Porque me pertenece. Él falsificó un documento, apoyándose en el cual
pretende que el conde de Rodriganda le regaló la posesión o se la dejó en
herencia.
—¿Y qué más le da a usted? ¿Acaso es usted el heredero del conde? Lleve
usted al hacendero ante los tribunales si verdaderamente es un falsificador;
pero ha cometido usted actos violentos que son delitos castigados por la ley.
Cortejo respondió con impaciencia:
—Con frecuencia les ocurre a los espías como a usted. Oyen las cosas a
medias y se forman falsas ideas. Se equivoca usted en esto lo mismo que
antes cuando dijo que Frente de Búfalo vive todavía.
—¡Bah! Lo he visto por mis propios ojos. Estaba con un hombre que
desapareció al mismo tiempo que él.
Cortejo perdió el aplomo:
—¿Quién era? —preguntó.
—Corazón de Oso, el famoso jefe de los apaches.
—¡Estúpido! ¿Ha visto usted a Corazón de Oso? ¿Le conocía usted?
—Muy bien. Estuve con él cuando cazaba con un alemán al que llamaban
Flecha de Trueno y cuyo verdadero nombre era Unger, en las montañas de
Sierra Verde.
—¿Flecha de Trueno? ¡Ah! ¿También le conocía usted?
—Sí, y hoy le he vuelto a conocer.
—¿Lo ha vuelto a conocer? ¿Qué quiere usted decir?
—Nada más, que Flecha de Trueno se encuentra también en la hacienda.

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—¿Quiere usted hacerme creer que los muertos resucitan? Frente de
Búfalo, Corazón de Oso y Flecha de Trueno han muerto, lo sé con toda
seguridad por un testigo que les vio morir.
—Dele usted una bofetada a ese testigo cuando lo vuelva a encontrar.
Cuando yo veo una cara es muy difícil que se me olvide. Y ese Sternau, al
que llaman El Señor de la Roca, no es fácil confundirle.
Cortejo estaba petrificado.
—¿Sternau? —exclamó casi sin aliento⁠—. ¡Ha muerto!
—También vive. Le vi en la puerta de la hacienda y hablaba con un viejo
al que llamaba conde Fernando.
—¡El conde Fernando! —Cortejo gritó estas palabras, que resonaron en la
tranquilidad de la noche⁠—. ¡Usted delira, señor, y ha visto fantasmas!
—¡No tan alto, señor Cortejo! No tengo el menor deseo de que sus gritos
atraigan sobre mí la atención de las gentes de la hacienda.
—Perdón, señor, pero no debe maravillarle que hable un poco alto, si me
dice usted que están con vida personas a las que hace mucho tiempo daba por
muertas y enterradas. ¡En cuanto al conde Fernando, es preciso que haya oído
usted mal, es preciso!
—Yo no puedo decir más de lo que he visto y he oído, y mi vista y mi
oído son perfectos. Además, creo haber observado un gran parecido entre el
porte del conde y el de un joven que andaba por allí; pero puede que lo
produjera la luz oscilante de la hoguera del campamento, junto a la cual le vi.
—¿Un gran parecido? ¿Cómo se llamaba ese joven a que usted se refiere?
—He sabido su nombre por casualidad. Se dirigía al encuentro de Sternau
y del que oí llamar conde Fernando, cuando el primero le gritó, le dio el
nombre de Mariano.
Cortejo creyó que el suelo se abría bajo sus pies. Así que Mariano se
había escapado y con él todos aquéllos a quienes creía muertos. Estaba tan
asombrado que no encontró palabras para responder a este descubrimiento.
Precipitadamente exigió al cazador:
—¡Cuénteme detalles!
—Pues verá. Llegué sin dificultades hasta muy cerca de la hacienda. Dejé
el caballo y seguí acercándome, a pesar de que había por allí muchos
mixtecas que buscaban posibles fugitivos. Llegué hasta la empalizada
precisamente en medio de un grupo de enemigos.
—¡Qué temeridad! —exclamó Manfredo, asombrado.
—Cuando alguien se acercaba a donde yo estaba, me tendía de largo a
largo y me fingía muerto, exactamente como si fuera uno de los suyos que

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hubiera caído en el combate. Así tendido junto a la empalizada, escuché la
conversación de muchos mixtecas. Me enteré de que vivían todas esas
personas que he dicho antes. Les vi también a todos ellos, uno después de
otro, por una rendija de la empalizada. Dentro, en el patio, había un gran
fuego que lo iluminaba todo.
Cortejo, entre tanto, se había repuesto y pudo pensar en la cuestión para él
más importante.
—¿Dice que mi hija vive?
—Sí. La han encerrado en el sótano en que fue recluido el señor Arbellez.
Mañana por la mañana la juzgarán…
—¡Cielos! ¡Es preciso libertarla! ¿No se puede hacer nada, señor
Grandeprise?
—Sabía que me haría esta pregunta y que la suerte de su hija ocupa un
lugar preferente en su corazón. Por eso seguí adelante. Me deslicé hasta la
parte posterior de la hacienda, que estaba menos vigilada por los mixtecas, y
salté la estacada. Me propuse encontrar la celda en que se encontraba su hija.
Ante todo, preparé la retirada. Usted no ignorará que las bodegas de la
hacienda tienen por arriba un pequeño tragaluz.
—¡Lo sé, pero siga, siga!
—Recogí por el camino algunas piedrecillas y, arrastrándome, llegué
hasta el primer tragaluz. Me detuve y arrojé dentro una de las piedras y
esperé. Tuve suerte. A este primer intento respondió la voz de una mujer, que
en voz baja preguntó:
—¡Dios! ¿Hay alguien ahí? Le suplico que me ayude. Soy Josefa Cortejo.
—No respondí, pues no quise alentar una esperanza que luego, quizás, no
podría confirmar. Con esto ya sabía suficiente y, además, no quería hacerle
esperar a usted más tiempo. Volví a saltar la empalizada y encontré el camino
hasta aquí. Eso es todo.
El relato del cazador produjo una gran impresión, sobre todo en Cortejo.
—Es preciso libertar a mi hija esta misma noche. Mañana será demasiado
tarde, pues esos hombres no la perdonarán por causas que ahora no puedo
exponer. Señor, ¿intentará usted libertar a mi hija del poder de esos hombres?
Grandeprise le miró con estupor:
—¿Sabe usted lo que pide de mí? Se trata de mi vida y no sé si usted
merece que yo la ponga en juego por su hija.
—Señor, se lo pido a usted por la misericordia de Dios. Ayúdeme a salvar
a mi hija y le recompensaré a usted regiamente.

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—¡Váyase al demonio con su dinero! Usted sabe que no me expongo por
esa causa. Y aunque quisiera, no podría intentarlo solo; necesito, por lo
menos, un hombre que me ayude.
—Diga usted qué es lo que hay que hacer. Yo le acompañaré con gusto
—⁠dijo Manfredo.
—¿Usted?
El cazador, con una mirada de asombro, midió al que había hablado.
—No, señor, no me lo tome a mal; pero en esta ocasión no me sirve usted.
—Pruebe usted, señor —insistió Manfredo⁠— No soy tan inexperto en el
arte de pasar desapercibido, y me pondría a su disposición si cree usted que
vale la pena.
Grandeprise lo miró indeciso. Su naturaleza recta se oponía a emprender
un asunto del que una voz interior le decía que no era tan limpio como
Cortejo se empeñaba en hacerlo creer. Pero éste insistió tanto que por fin
accedió.
—Bien, lo intentaremos, pero con la condición de que se someta en todo a
mis condiciones.
Cortejo suspiró. En los pocos días que conocía al cazador había aprendido
que si uno de los hombres era Grandeprise, la empresa llegaría a buen
término.
El cazador expuso su plan. Cuando terminó de explicar todos los detalles,
se levantó y se alejó en dirección a la hacienda.
Entre tanto, Josefa se encontraba en una situación nada envidiable. La
habían encerrado, atada de pies y manos, en el sótano que antes sirviera de
prisión a Arbellez. Dos mixtecas montaban la guardia junto a la puerta y
habían recibido la severa orden de no permitir a nadie la entrada. Pero los
indios no eran apaches o romanches, sino hombres que por una vida medio
civilizada habían perdido su naturaleza salvaje. Pronto se les hizo el tiempo
muy largo y buscaron la compañía de sus camaradas. ¿Qué objeto tenía
guardar una puerta perfectamente cerrada? Ningún extraño podía llegar a la
entrada de la bodega. Para eso tenía que deslizarse a través de todos los vivacs
de la guardia y cruzar la puerta de la hacienda, perfectamente iluminada.
Creyeron al prisionero a buen recaudo y se alejaron un par de horas. Fuera
había una conversación más agradable que allí abajo, en el oscuro corredor.
Esto ocurría alrededor de medianoche. Dos figuras se deslizaron en las
sombras de la empalizada y, cautelosamente, se dirigieron al tragaluz que
daba a la celda de Josefa. Uno de ellos, que era Grandeprise, se acercó a la
boca de la abertura y susurró:

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—¡Señorita Josefa!
—¡Cielos! ¿Quién es usted? ¿Qué quiere de mí?
—Dígame, primero, si está sola.
—Sí, completamente sola.
—Anímese, pues. Hemos venido a libertarla.
—¡Oh, Dios, si esto fuera verdad!
—Es cierto. Soy un conocido de su padre, que la espera a usted en las
afueras de la hacienda.
Josefa tuvo que esforzarse para no prorrumpir en un grito de alegría.
—Pero ¿cómo va usted a conseguirlo?
—Déjelo por cuenta nuestra. ¿Hay guardias en la puerta?
—Antes había dos, pero parece que se han alejado.
—No me basta. Necesito estar seguro. Prepárese y llame varias veces a la
puerta.
—Estoy amarrada, pero lo intentaré.
Pasaron algunos momentos, y los intrusos oyeron bajo repetidos golpes.
—No oigo nada. Parece que no hay nadie afuera.
—Si es así, podemos dar gracias a Dios. Empezaremos enseguida. Usted
no tiene que hacer más que escuchar por si se oyera fuera algo sospechoso.
Los dos hombres empezaron su trabajo. El agujero era demasiado estrecho
pana permitir el paso de un hombre. Tuvieron que separar algunas piedras con
el machete. No era fácil, porque había que hacerlo sin producir el menor
ruido. Pero después de media hora había espacio para que Grandeprise
pudiera descolgarse con el lazo que Manfredo sostenía con fuerza.
De Josefa se había apoderado una violenta emoción. La impaciencia le
hizo olvidar los dolores que la atacaban y contó los minutos, que le parecieron
horas. Por fin, acabaron los hombres, arriba. El edificio se oscureció por un
momento y una sombra se acercó a ella.
—¡Ahorrémonos palabras inútiles! Los segundos son preciosos. ¿Está
usted herida?
—Sí, seguramente tengo alguna costilla rota.
—Eso es grave. ¿Podrá usted soportar el ascenso hasta arriba?
—¡Lo soportaré!
—¡Apriete los dientes! No debe usted dar ni un gemido. Manos a la obra.
El cazador pasó el lazo por debajo de los brazos de Josefa y dio la señal
convenida. Manfredo tiró y Grandeprise le ayudó desde abajo. Esto fue para
Josefa como si le arrancaran los miembros a cada tirón.
El lazo fue echado por segunda vez y el cazador trepó por él.

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—¿Cómo se encuentra, señorita?
—Se ha desmayado.
—Más vale así. Nos evitaremos molestias. ¡Andando! Hemos tenido tanta
suerte que no conviene volver a tentarla.
Grandeprise se echó la desvanecida a la espalda y emprendió el camino de
la estacada. Manfredo subió arriba y Grandeprise izó a la mujer. Después
saltó él, mientras Manfredo, a caballo sobre los troncos de la empalizada,
sostenía en sus brazos a Josefa. Poco después avanzaban a toda prisa hacia el
lugar en que Cortejo, con el mexicano, esperaba con ansiedad su regreso.
No se puede describir la sorpresa y la cólera de Sternau y sus compañeros
cuando a la mañana siguiente encontraron vacía la celda de Josefa. El más
desesperado era Flecha de Trueno, que ardía en deseos de castigar a la
culpable de los ultrajes que se habían cometido con su suegro. Para tales
maestros del rastro, como Matava-se y Flecha de Trueno, no sería difícil
encontrar el camino que había seguido la fugitiva. Pero ¿quién la habría
auxiliado en su huida? Esto era un enigma para todos. Alguien pensó en
Cortejo, pero éste no podía estar todavía en aquel lugar a causa de las heridas
de los ojos, y, en último extremo, tampoco era el hombre indicado para llevar
a cabo aquella empresa. Finalmente, los burlados se encogieron de hombros y
pensaron que el tiempo daría una explicación.
Se acordó que la persecución se empezaría enseguida, y todos los que
habían venido a la hacienda con Sternau se apresuraron a preparar sus
caballos.
Primeramente se enviaron a Monclova cinco hombres de confianza, que al
mismo tiempo eran buenos jinetes, para dar cuenta a Juárez de los
acontecimientos. Salieron enseguida y tomaron un camino que les evitara el
riesgo de tropezar con los franceses.
Después, Frente de Búfalo llamó al segundo cabecilla de los mixtecas:
—Voy a abandonar la hacienda con mis amigos lo dijo —⁠Mi hermano es,
por consiguiente, el único jefe que queda en la hacienda. Debe cuidar a
Arbellez y poner los hijos de los mixtecas a disposición de Juárez tan pronto
como llegue.
—¿A dónde va mi hermano? —preguntó el cabecilla.
—No lo sé.
—¿Cuándo volverá?
—No lo sé tampoco.
—¿Debe acompañarle algún guerrero?

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—Me llevaré diez hombres que sepan seguir bien un rastró. No necesito
más.
Con esto se acabó. Una hora más tarde, los siete blancos salían de la
hacienda. Les acompañaban los dos cabecillas y diez mixtecas.

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Capítulo 5.- El doctor Hilario

N o lejos del límite septentrional de la provincia de Zacatecas se encuentra


el pueblecillo de Santa Jaga. Por sí mismo, nada lo hace digno de
mención, y si se le nombra frecuentemente, ello es debido a que en el monte
al pie del cual se extiende, se levanta un antiquísimo edificio que todavía hoy
se llama convento de Santa Bárbara, aunque el convento ha sido secularizado
y sólo cumple fines benéficos. Es un hospital para dementes y toda clase de
enfermos corporales.
En el pequeño pueblo reina ahora una gran agitación. Hace días ha llegado
una compañía de franceses. Han venido del Norte, sin armas y sin equipo. Al
poco tiempo se sabía que estas tropas constituían la guarnición de Chihuahua
y que Juárez les había obligado a entregar las armas y dar promesa de que no
volverían a luchar contra él.
El comandante de estas tropas había enviado varios emisarios al cuartel
general con instrucciones adecuadas y debía esperar allí hasta su regreso.
Pero no era esto lo que más daba que hablar. Lo que en la ciudad había
producido más expectación era el hecho de que con estas tropas había venido
una dama de tal belleza, que produjo una tormenta de envidia en las mujeres y
de admiración en los hombres, a pesar de que no se había dejado ver más que
un par de veces en la iglesia.
Con extraño proceder se procuró habitación, no en la ciudad, sino allá
arriba, en el convento, cerca del actual director del establecimiento, conocido
generalmente con el nombre de Hilario, que no era muy querido en la ciudad.
Era media noche y el señor Hilario permanecía en su habitación, inclinado
sobre grandes libros de medicina. La estancia estaba acondicionada con gran
sencillez. Lo único notable era el gran número de llaves que colgaban en
torno de las paredes. Él era un hombre pequeño, flaco y calvo. Su rostro,
afeitado, tenía una expresión ceñuda que recordaba a un bulldog. Debía tener
cerca de sesenta años y todavía se mantenía erguido.
Alguien llamó severamente a la puerta. Al escuchar los golpes, una
sonrisa se extendió por su rostro, una sonrisa muy difícil de describir.
—¡Adelante! —dijo en el tono más amistoso que le fue posible.

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La puerta se abrió, y ¿quién entró? La señorita Emilia, la espía de Juárez
en Chihuahua.
—Buenas noches —saludó.
—¡Bien venida, hermosa señorita! —⁠respondió, cerrando el libro y
levantándose de la vieja silla.
—Espero que no le molestaré —⁠dijo ella, sonriendo.
—¿Molestar, señorita? ¿Cómo puede usted pensarlo? Estoy siempre a su
disposición. Por cierto que había pensado preguntarle si quería usted tomar
conmigo el chocolate.
—Y yo acepto su invitación, porque así encontraré ocasión de hacer
menos largo el aburrimiento de hoy.
—¡Oh, de ese aburrimiento es usted misma responsable! ¿Por qué no
quiere venir a pasear conmigo a la ciudad? Allá abajo se le hará el día más
corto.
—Le agradezco la proposición. Pero prefiero la conversación a la que una
larga vida ha dado ocasión de cristalizar.
Emilia se sentó lánguidamente en el sofá.
—¿Quiere usted decir que me tiene por un carácter cristalizado?
—⁠preguntó él.
—Ciertamente —respondió ella con una mirada aduladora⁠— Odio la
incapacidad, la frivolidad. Nunca he tenido ocasión de encontrar un hombre
que se hubiera cultivado moralmente y no sólo en el físico.
—Pero se olvida usted de que en los hombres, en el mismo momento en
que empieza la reflexión, empieza la decadencia.
—¡Oh! ¿A eso llama usted decadencia, señor Hilario? Si el hombre puede
dominar las fuerzas de su cuerpo y de su espíritu, es una prueba de que posee
un gran vigor.
Hilario iba a responder, pero no pudo porque en el mismo instante entró
una vieja sirvienta con el chocolate. Cuando ésta se hubo marchado, sirvió
una taza a su visitante.
—Tome, señorita. Es la primera vez que tengo este honor, y daría
cualquier cosa por gozar de esta dicha todos los días.
—¿Lo tiene usted realmente por una dicha?
—Es el más grande placer que pueda darme. Me gustaría que fuera usted
no huésped, sino habitante de esta casa. ¡Qué lástima que tenga usted que
marcharse tan pronto se vayan los franceses!
—¿Los franceses? ¿Qué tengo yo que ver con ellos?
Hilario se quedó mirándola.

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—Creí que estaba usted con ellos. Aquí todo el mundo cree que es usted
la esposa o la viuda de uno de ellos, viuda de algún oficial.
Emilia dejó oír una carcajada picaresca.
—Se equivocan. ¿Tengo aspecto de una señora vieja o viuda?
Dejó vagar los ojos por toda su seductora persona.
—¿Una vieja? ¡Oh, señorita! ¿Qué piensa usted? ¡Seguramente vencería a
la misma Venus si ella se atreviera a compararse!
—¡Esa lisonja es demasiado, señor!
—¡Oh, digo la verdad! —dijo él embelesado⁠— ¿Así que no pertenece
usted a los franceses? ¿Entonces por qué viaja con ellos?
—Porque tienen el encargo de custodiarme y dejarme segura en Ciudad de
México. Tenía la intención de cambiar Chihuahua, donde vivía muy sola, por
la capital, y las turbulencias que apenan a nuestro país me han hecho aceptar
muy gustosa ese acompañamiento.
—¿No tenía usted parientes en Chihuahua?
—No. Estoy sola en la vida.
—Pero ¿qué le lleva a usted a Ciudad de México, señorita?
Emilia bajó los ojos y enrojeció con tanta naturalidad como sólo se puede
conseguir con mucha práctica.
—¡Me confunde usted con esta pregunta! —⁠murmuró.
—Le ruego que me perdone. Pero tengo tanto interés por usted que he
creído que podía hacérsela.
—Se lo agradezco y sentiría que usted interpretara mal mi reserva. Le
aprecio a usted y voy a demostrárselo respondiendo a su pregunta. Toda
mujer medianamente dotada por la naturaleza siente que no ha sido creada
para la soledad; Dios nos ha encomendado la misión de amar y por el amor
ser feliz. Yo todavía no he cumplido mi misión a consecuencia de mi
aislamiento.
—¿Todavía no ha amado usted a nadie?
Con esta pregunta el señor Hilario detuvo su mirada en el rostro de la
mujer. Emilia bajó las largas y sedeñas pestañas.
—No, nunca —murmuró ella, como si esta respuesta la avergonzara.
—Y, sin embargo, posee usted todo lo que puede hacer feliz a un hombre.
—Desgraciadamente aún no he encontrado a ninguno cuya vista me haya
hecho decirme que yo debía ser suya. Pero Cuidad de México es más grande
que Chihuahua y no seguiré mucho tiempo sola. Ése es el motivo que me
llama a la capital.
—¡Ah! ¿Va usted allí a buscar marido?

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Mirándole fijamente respondió ella:
—A usted no quiero mentirle, aunque no serla tan franca con ninguna otra
persona.
—¿Ha de ser precisamente en Cuidad de México, señorita? ¿No hay en
ninguna otra parte hombres que puedan apreciar todo lo que usted vale?
—Tiene usted razón. Pero el que busca un árbol debe ir al bosque, donde
podrá encontrar muchos, y no al campo desierto donde sólo crece alguno
aislado.
—Dice usted bien. Pero ¿y si se encuentra en el camino hacia el bosque a
uno que es de su gusto?
Emilia hizo con la mano un gesto de sorpresa y dijo con tono de fingida
alegría:
—¡Se queda una con él! ¿No, señor Hilario?
En su rostro brillaba el entusiasmo.
—Cierto, señorita —repuso él— ¿Y qué cualidades o qué edad debe tener
ese árbol?
—No debe ser demasiado joven ni frondoso. La dignidad adorna a un
árbol y el moho le presta un magnífico encanto.
—Señorita, ¿puedo buscar un tal árbol para usted?
—Hágalo, pero seré libre para aceptarlo o rechazarlo.
—Le quedará siempre esa libertad —⁠dijo él suspirando profundamente, y
con voz temblorosa prosiguió:
—Ese árbol está aquí, en Santa Jaga, en nuestro convento de Santa
Bárbara.
—¿En el convento, señor? ¡No he visto ningún árbol!
—Y sin embargo, está aquí, delante de usted.
El viejo dijo estas palabras precipitadamente. Emilia le miró con sus
grandes ojos.
—¿Usted? ¡Piense usted lo que dice, señor! ¡Ah, por Dios, nunca lo habría
esperado!
Juntó las manos con infantil candor y le miró con una expresión que se
podría tomar por una pieza del arte de la comedia.
—¿No lo esperaba usted? ¿Por qué? Usted misma ha descrito el árbol en
su metáfora. ¿O no he entendido bien?
—Lo ha entendido usted, señor —⁠sonrió ella⁠— Ha descubierto usted en el
árbol al compañero de la vida, al que busco. ¿Y usted quiere ser ese hombre?
—¡Oh, con cuánto gusto! ¡Yo le daré todo lo que necesite para ser feliz!
Ella miró al viejo con una mirada aguda. Su rostro aparecía frío y severo.

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—¿Qué es lo que usted puede ofrecerme, señor?
—¡Ah! ¿Usted me cree el pobre y sencillo doctor Hilario? ¿Diga qué es lo
que exige usted del hombre que elija?
—Ante todo, amor, amor verdadero y fiel.
—Lo tiene usted. ¿O es que lo duda?
—Lo creo.
—Siga usted.
—Verdaderamente no soy rica, aunque nunca he tenido que luchar con la
pobreza. Exijo seguridad de que nunca conoceré la escasez o la privación.
—¡Oh, yo le puedo dar esa seguridad porque soy rico…!
—¿Usted? —preguntó Emilia con incredulidad⁠— ¿Rico?
Su mirada se posó con expresión de orgullo en el aspecto poco lucido del
hombre.
—No juzgue usted por las apariencias, señorita —⁠dijo él.
—Bueno, usted me asegura que es rico. ¿Puede usted demostrármelo?
Hilario quedó unos momentos pensativo y lindando.
—Sí, puedo demostrárselo —dijo finalmente con tono decidido⁠— Pero
antes quiero tener el convencimiento de que usted me concederá su mano en
el caso de que ya sea rico.
—Quizás dé usted ese convencimiento si usted es capaz de cumplir mi
tercera y última condición. Exijo un hombre cuya posición pueda satisfacer
mi ambición. Quiero ir a Cuidad de México, al palacio del Emperador. Pronto
tendré allí influencia y autoridad y podré elegir entre los personajes de
importancia uno que me parezca adecuado. ¡Ríase usted de mí! Pero si es
usted psicólogo comprenderá que la tranquilidad con que le hablo de esto es
garantía suficiente de que me conozco perfectamente y no fantaseo.
Allí estaba Emilia y él, Hilario, el hombre pequeño y enjuto ante la
hermosa mujer. Sin embargo, no parecía experimentar el menor desánimo.
—¿Qué piensa usted de mí, señorita? Yo no la conozco. Sí, si usted va a
Ciudad de México y desenvuelve su plan, tendrá usted honores e influencia,
pues es usted hermosa y buena calculadora. Pero precisamente para eso
necesita, aún la mujer mejor dotada, la dirección de un hombre. Veo que
somos igualmente ambiciosos. ¿Quiere usted confiarse a mi dirección?
El rostro de ella tomó la expresión de humildad y bondad de un niño,
cuando preguntó lentamente:
—¡Ah! ¿Usted también es ambicioso, señor? Pues si se juzga esa
ambición por la posición que ha alcanzado… Complete usted mismo esa frase
que yo he empezado.

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Ahora fue él quien dejó escapar una carcajada burlona.
—¡Ah! ¿Y qué posición es la que ha alcanzado usted, señorita?
—⁠preguntó con sorna.
—¡Ah! Es usted agudo —rió ella— Hay posiciones e influencias de las
que no se habla, señor.
—Ahora ha dicho usted algo que es cierto. Hable, pues, de mi situación e
influencias, tan poco como de las suyas, al menos por ahora.
—Pero si dudamos uno del otro, ¿cómo quiere usted demostrarme que
puede ofrecerme una posibilidad de vida como la que exijo?
—No es difícil. Estoy dispuesto a darle pruebas de ello si usted persiste en
su duda.
—Sí, sigo dudando.
—Bueno, en ese caso sígame.
Hilario tomó dos llaves de las muchas que colgaban de las paredes y
encendió una pequeña linterna. Emilia se fijó en los clavos en que habían
estado colgadas las llaves.
Acompañado por la mujer abandonó la habitación, descendió la escalera y
la condujo a través de un lóbrego subterráneo. Con una de las llaves abrió una
recia puerta de madera de encina, que conducía a un segundo sótano. Allí
había otra puerta, que fue abierta con la segunda llave. Entraron en un pasillo,
largo y estrecho, a derecha e izquierda del cual se abrían numerosas puertas.
Descorrió los cerrojos de una pequeña puerta y abrió. Se encontraron en una
reducida celda, muy húmeda, sin luz ni ventilación. Parecía estar excavada en
la misma roca, y en las paredes se veían resquebrajaduras y grietas.
—¡Vacío! —dijo ella— ¿Es aquí donde he de encontrar la prueba que me
ha prometido?
—Sí —respondió él.
Hilario no se dio cuenta de que Emilia seguía con mirada penetrante cada
uno de sus movimientos.
El viejo iluminó una de las muchas hendiduras de las paredes, tan
pequeñas que apenas cabía en ellas el dedo meñique. Sólo en uno de sus
ángulos era posible introducir la mano extendida. Tan pronto como lo hizo se
dejó oír un sordo. Una parte de la pared de roca, separada con disimulo por la
misma grieta, giró, y ante los ojos de la señorita Emilia apareció un espacio
grande y oscuro, en el que entraron, no sin que el viejo volviera a cerrar la
puerta.
Hilario pasó delante y Emilia lo siguió. Aprovechó Emilia la ocasión para
introducir los dedos en el lugar de la grieta en que él había puesto la mano y

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observó un pequeño resorte que sobresalía de la roca que apenas medía una
pulgada; se cuidó mucho de hablar de ello; ya sabía cómo se podía abrir la
pared.
En el aposento en que habían entrado vio Emilia una mesa y estantes, gran
número de libros, botellas, retortas, instrumentos y aparatos, cuyo empleo
desconocía en absoluto.
Hilario pasó por medio de todos aquellos objetos. Éste se detuvo ante un
lienzo de pared, desnudo, y golpeando repetidas veces exclamó, volviéndose a
la mujer:
—¡Aquí está la prueba que usted pide!
Los golpes sonaban a hueco. También Emilia seguía ahora con gran
atención el movimiento de sus manos y no se le escapó ni un solo detalle.
Hilario dejó la linterna cerca del muro, que quedó perfectamente iluminado.
Entonces distinguió la joven una especie de ranura que separaba claramente
un espacio cuadrangular del resto de la pared.
—Esto es una puerta —dijo él— No tiene llave y gira sobre un eje central,
de madera, y para abrirla no hace falta más que empujar uno de los ángulos.
Se apoyó fuertemente contra el muro y el trozo limitado se descorrió.
Ante ellos apareció una abertura sumida en profunda oscuridad. Tenía la
altura de un hombre y una anchura de la mitad, aproximadamente.
El viejo entró seguido por Emilia en el nuevo aposento. Aquella cámara
no tenía otra abertura aparte de la puerta. Había allí dentro vasos pesados,
cajones, y en una de las paredes se apoyaba un pesado armario que parecía
tener difícilmente puerta alguna. El medio de abrirlo parecía ser secreto y, sin
embargo, era muy sencillo. Hilario empujó hacia adelante una especie de
tirador y se vio el contenido compuesto por infinidad de cartas y escritos de
toda clase.
El viejo se volvió a Emilia.
—Señorita —dijo— Esta estancia contiene mis secretos. Nadie conoce su
existencia. Son tan valiosos que sólo le dejaré echar una mirada.
Emilia ardía de impaciencia.
Cuando Juárez le dio instrucciones en Chihuahua había pensado en
Hilario. El Presidente sabía que sólo unos pocos sospechaban que en las
manos de este viejo se encontraban muchos cables enemigos, cuyo
conocimiento era de gran importancia. Por eso estaba Emilia en aquel lugar.
—Ante todo —dijo Hilario— puedo asegurarle que llegará el día en que
podré ofrecerle una posición como la que usted desea.

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Buscó en el armario y sacó un paquete de cartas, las abrió una tras otra y
las mostró a Emilia.
—Ésta es mi correspondencia secreta —⁠dijo⁠— ¿Le son conocidos los
nombres que se leen en estas cartas?
Emilia los conocía todos. Eran los nombres de los más destacados
militares y políticos de México. También figuraban allí los nombres de la alta
oficialidad francesa. No obstante contestó:
—Todavía no me he ocupado seriamente de la política, como pienso hacer
más adelante. Por eso conozco a alguno de estos señores, pero la mayor parte
me son desconocidos.
—Usted aprenderá a conocerlos si acepta mi proposición. Mi experiencia
y su belleza pueden completarse, y estoy convencido de que juntos
conseguiríamos grandes éxitos.
Ante todo se trataba de conocer el contenido de aquellas cartas.
Extendió la mano.
—¿Puedo leer esas cartas?
Él apartó rápidamente la mano.
—No. Es imposible.
—¿Por qué? Me parece que vamos a ser aliados.
—Tiene usted razón, pero por ahora todavía no lo somos.
Emilia hizo como si la negativa le pareciese muy natural, y con tono de
indiferencia dijo:
—Espero que pronto lo seamos.
El rostro del viejo resplandeció de alegría.
—¿De verdad, señorita? —preguntó precipitadamente.
—Sí, creo que quien trata con tales hombres posee influencia y tiene, ante
todo, un espléndido porvenir.
—¿Porvenir, dice usted? ¡Soy viejo! —⁠sus ojos se fijaron, temerosos, en
ella.
—¿Viejo? Ya le he dicho a usted que no cuento la edad por los años. Un
porvenir de diez años me atrae con más fuerza que una vida vulgar de muchos
lustros.
—Eso es muy inteligente por parte suya. ¿Así que ya está usted
convencida de que puedo ofrecerle una posición influyente?
—Sí. Sólo falta determinar al servicio de quién.
Hilario se encogió de hombros.
—Un buen diplomático nunca se pregunta por el señor a quien sirve, sino
sólo por su propia conveniencia. Yo ofrezco mis fuerzas al que mejor me

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paga. Únicamente rechazo a Juárez. Es el culpable de que uno de mis planes
más importantes fracasara. Mientras yo viva no conseguirá sentarse en el
sillón presidencial; me lo he jurado y lo conseguiré.
El viejo se fue exaltando a medida que hablaba. Sus mejillas se colorearon
y sus ojos brillaban de rabia. Se veía que para vengarse era capaz de todo.
Volvió a colocar las cartas en el armario.
—¿Puedo leerlas ahora? —preguntó ella.
—No. Podría leerlas si antes fuera mi mujer.
—¿Ni siquiera siendo su novia? —⁠preguntó ella con un tono burlón,
aunque estaba muy seria.
—No; una promesa puede romperse muy fácilmente, y estas cosas sólo se
confían a personas que estén unidas a uno para toda la vida. Ahora le mostraré
la prueba de que soy rico.
Hilario se acercó a las arcas. Estaban provistas de cerraduras que no
necesitan llaves. Las fue descubriendo todas. Contenían los vasos sagrados,
costosas casullas y otros muchos objetos pertenecientes al antiguo convento,
casi todos guarnecidos de piedras preciosas trabajadas en oro puro.
—¿Y ahora? —preguntó el doctor en tono de triunfo.
—¡Qué riqueza! ¡Esto representa una fortuna inmensa!
—¡Más que eso! Este convento era mucho más rico que muchos
principados. Cuando fue secularizado quedé convertido en señor de este
tesoro.
—¿Cómo pudo conseguirlo? Todos sabían que existían estas
preciosidades.
—En efecto, se sabía —dijo él con una sonrisa burlona⁠— Pero hay
muchos medios para conseguir un fin. Ya hablaremos de eso más tarde.
Dígame ahora si cree que soy rico.
—¡Oh, pero no es usted el propietario de estas cosas! Pertenecen al
Estado.
—¿Al Estado? ¡No me haga reír! ¿Y a quién pertenece el Estado? ¿A
Juárez, a la Pantera del Sur, a Maximiliano de Austria y a los franceses? ¿A
uno de ellos, a ninguno o a todos a la vez? ¿Qué es, ante todo, el Estado?
¿México es ahora un estado? México está ahora sin dueño, está abandonado a
la anarquía, y cada uno debe tomar lo que le venga a las manos.
Emilia sabía que aquello era ilícito, pero no quería disgustarse con él.
—No quiero contestarle —repuso ella.
—¿Pero, me considera usted dueño de todos estos tesoros?
—Sí.

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—Ahora le pregunto yo. ¿Quiere usted ser la dueña y señora de todo esto?
Clavó sus ojos en ella. ¿Sería la mujer de aquel hombre? ¡Ridículo! Por su
pensamiento no pasó la idea de unir su joven vida con la de aquel viejo. Pero
con este sacrificio entraría en posesión de todos aquellos secretos y de los
tesoros que no podrían venir a sus manos por otro camino. Había muchas
probabilidades. Debía de aprovechar aquella ocasión con mucho cuidado.
Ante todo debía ganar tiempo.
—¿Debo decidirme enseguida? El paso que usted exige de mí no debe ser
dado sin pensarlo muy bien. No puede usted ofenderse por eso.
—¿Tendré yo, que no he perdido un solo día de mi vida, que esperar
cuarenta años, como Jacob, para conseguir su respuesta?
—¡Oh, no! —rió ella— Una espera de cuarenta años sería demasiado, lo
sería también para mí. ¿Pero tiene usted algo más que enseñarme?
—No. Ya lo ha visto usted todo.
—Entonces volveremos afuera.
—¿Y cuándo sabré si quiere ser usted mía?
—Le daré la respuesta dentro de tres días.
—¡Aceptado! Espero que no tendrá usted que decir que no. ¡Sígame
usted!
Volvieron por el mismo camino por el que habían venido, y el viejo lo
volvió a cerrar todo.
También esta vez Emilia prestó la mayor atención, así que no se le olvidó
ningún detalle. No salió con Hilario a su vivienda, sino a las habitaciones que
le había destinado a ella misma.
Cuando Hilario estuvo solo en su habitación, paseó intranquilo de un lado
para otro.
—Quizá he cometido hoy la mayor estupidez de mi vida —⁠se dijo a sí
mismo⁠— He descubierto mi secreto. ¿Me será útil?
En este momento sonó un leve golpe en la ventana. Hilario escuchó y
como se repitiera el golpe abrió y se asomó. Fuera vio la silueta de un
hombre.
—¿Quién es? —preguntó con voz apagada.
—Soy yo, tío —respondieron.
—¡Ah, Manfredo! Voy.
Hilario salió y abrió, no la puerta principal, sino un portillo del convento.
Manfredo estaba allí. Parecía haber utilizado ya alguna vez aquel camino para
ver a su tío.
—No te esperaba —murmuró éste— ¿Traes noticias?

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—Sí. Muy importantes.
—En ese caso, sígueme a mi habitación.
Una vez allí, observó el tío al sobrino.
—¿De dónde vienes?
—De la hacienda del Erina.
—¿De la hacienda? Se encuentra en la dirección opuesta. Yo te envié a
México para buscar a uno de los agentes de Cortejo.
—He estado también allí. Conseguí encontrar a uno de esos
lugartenientes. Por él supe que Cortejo se encontraba en la hacienda. Fui
enrolado con otros muchos y llevado a la hacienda.
—Pero ¿cómo te encuentras ahora en Santa Jaga?
—Puedes hacer un gran servicio a Cortejo. Dicho entre nosotros, siempre
que esto quepa en tus planes. Puedes prestarle auxilio; viene como fugitivo.
El viejo puso cara de asombro. En pocas palabras le tuvo Manfredo al
corriente de los fracasos de Cortejo, la toma de la hacienda por los mixtecas y
la vuelta del conde Fernando y sus amigos.
—No te lo puedo contar ahora tan precipitadamente —⁠continuó⁠— pues
mis acompañantes me esperan, basta con que te diga que hemos sufrido
mucho y que nos persiguen. Sólo con gran riesgo hemos podido libertar a la
hija de Cortejo, que está gravemente herida.
—¿También está con vosotros?
—Sí. Cortejo, la señorita Josefa, Grandeprise, el cazador al que salvaste
una vez y un mexicano.
—¿Dónde está Cortejo?
—Fuera, cerca del convento. Yo me he adelantado para saber si accedes a
recibirle. Le he prometido que tú le tendrías por bien venido.
—¡Qué casualidad! Naturalmente, recibiré a Cortejo.
El viejo se paseó pensativo.
El sobrino salió y volvió poco después acompañado por Cortejo, pero su
tío le hizo una seña para que se retirara.
Cortejo permaneció en la puerta y observaba al viejo con desconfianza.
Éste le examinaba a su vez y le preguntó:
—¿Su nombre es Cortejo, señor?
—Sí —respondió el interpelado.
—¿Es usted el mismo Cortejo que está al servicio del conde de
Rodriganda?
—Él mismo.
—Bienvenido, señor. ¿Quiere sentarse?

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Le indicó una silla en la que Cortejo se dejó caer pesadamente.
Hilario, entretanto, se sentó enfrente sin apartar del otro la mirada.
—Mi sobrino me ha dicho que desde hace algún tiempo busca usted un
lugar donde ocultarse. Yo estoy dispuesto a proporcionarle un buen refugio y
muy seguro.
—Se lo agradezco. ¿Pero podrá evitarse en ese refugio que me den alguna
sorpresa?
—¿Teme usted una traición?
—Por desgracia. ¿Conoce usted mi situación?
—Lo único que sé es que intenta usted ocupar la silla del Presidente.
—Bien. Pues por esa causa he sido expulsado del país.
—¿Por los franceses?
—Por el mal llamado Emperador Maximiliano; pero éste no hace nada sin
el consentimiento de los franceses. Vengo del Norte del país de preparar mi
candidatura, pero he tenido un tropezón en la hacienda del Erina. Han dado
muerte a la mayor parte de mi gente y estoy convencido de que vienen
pisándome los talones.
—No le alcanzarán. Aquí estará usted seguro. Este antiquísimo convento
tiene cuevas ocultas, pasillos, habitaciones para ocultar mil hombres.
—Eso es magnífico para mí, toda vez que he sabido que los franceses se
encuentran aquí y estoy seguro de que si me vieran me reconocerían.
—No tiene usted nada que temer. Los franceses han sido desarmados por
Juárez y se darán por satisfechos si consiguen escapar. Y en cuanto a la
recompensa…
El rostro de Hilario había adoptado una expresión interrogadora.
—¿Quiere usted decirme en qué consistirá?
—¡Soy rico! —respondió Cortejo.
—¿Dónde está su riqueza?
Esta pregunta molestó a Cortejo.
—¿Tiene usted un interés muy especial en saberlo?
—Sí —respondió el viejo tranquilamente⁠— Tengo derecho a saber si es
usted capaz de pagar mi ayuda. Pero observo que tendré que renunciar a la
recompensa. Mi pregunta no tenía otro objeto que conocer su estado para
saber de qué manera puedo serle más útil.
—Se lo agradezco. ¿Y cómo se toma usted tantas molestias por mí?
—Pronto lo sabrá usted. Por tanto, hágame el favor de decirme en qué
consiste su riqueza.

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—Soy el administrador del conde de Rodriganda; administro todas sus
posesiones.
Los labios del viejo se entreabrieron en una incomprensible sonrisa.
—Con otras palabras. ¿Usted utiliza esos bienes para fines propios?
Se notaba que Cortejo estaba desconcertado.
—No he querido decir eso —se apresuró a añadir.
—Lo que usted haya querido decir o cuánto, me es indiferente. Me fijo
sólo en los hechos. Además, acaba usted de decirme que está desterrado del
país. Le será muy difícil pagarme.
—¡Tengo dinero, señor! —Aseguró Cortejo, temeroso de que el viejo no
quisiera ayudarle⁠— Está bien oculto. Lo haré recoger de cualquier modo.
—Quiere usted decir que ese dinero lo ha separado usted del patrimonio
de Rodriganda. En ese caso, el arca se cerrará pronto.
—¿Qué quiere usted decir?
—Pues que el conde de Rodriganda le pondrá pronto un cerrojo.
—¡Es usted el diablo! — gritó Cortejo aterrado⁠—. El conde Fernando
murió hace mucho tiempo.
El doctor Hilario se rió sin poder contenerse.
—Usted mismo no lo cree. Usted sabe tan bien como yo que el conde
Fernando vive todavía.
Estas palabras del viejo hicieron que a Cortejó le subiera la sangre a la
cabeza.
—No lo entiendo. ¿Quién le ha dicho a usted todo eso?
—Mi sobrino Manfredo. Ha estado con usted bastante tiempo, y ha sacado
sus conclusiones de lo que ha oído.
—Le repito que le han informado mal.
—¡Bah, no se esfuerce en engañarme! Sé muy bien lo que digo. No es
usted sincero conmigo y por tanto no puedo darle hospitalidad.
—Pero ¿Qué interés tiene usted por la familia Rodriganda?
—Ninguno, absolutamente ninguno; pero usted mismo comprenderá que
no me conviene ocultar a un hombre que lleva detrás una tropa de
perseguidores y que no sé si podrá pagarme.
—Usted no ha de temer nada de ellos.
—Ni usted mismo lo cree. Mi sobrino apenas me ha contado algo, pero ha
sido suficiente para que yo comprenda que lo siguen a usted hombres
exasperados.
—¿Qué tienen contra usted? Puede confiar en mí.

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Cortejo tenía la frente perlada de sudor. Tenía la vista fija en el suelo,
dudando en la incertidumbre. Su situación era muy comprometida. Tenía que
desaparecer durante algún tiempo y a esto sólo podía ayudarle el médico. ¿Por
qué dudaba en hacerse partícipe de su secreto? Después se le podía hacer
desaparecer. Sobre los medios no había que preocuparse. Finalmente sacudió
decidido la cabeza.
—Bueno, estoy dispuesto a contárselo a usted todo. ¿Puedo contar en todo
caso con su reserva?
—Le juro que seré mudo para todo lo que me haga usted saber.
—Confiaré en usted. Pero ¡ay de usted si me traiciona! Puede estar seguro
de que le mataré si se le escapa una sola palabra.
Y entonces hizo Cortejo algo que hasta poco antes habría tenido por
imposible. Puso en antecedentes de toda la cuestión de la casa Rodriganda a
aquel hombre, al que conocía unos minutos.
Aunque silenció lodos los extremos que pudo, dijo lo suficiente para que
el viejo exclamara asombrado al final del relato:
—Pero, señor. ¿Es posible todo eso? ¿No me habéis contado una novela?
—No bromee usted. Me ha sido muy difícil revelarle mis secretos.
—¿Y cree que sus perseguidores llegarán pronto aquí?
—Estoy convencido. Saldrían enseguida en nuestra persecución. A
hombres como ellos es imposible que se les escape nuestra pista.
—Bueno. Les recibiremos. ¿Cree usted que debo acoger también en el
convento al mexicano que ha venido con usted? No lo necesito para nada.
—¡Échelo! A mí también me estorba.
—Lo haré. Grandeprise es cosa diferente. Me debe un gran favor y por su
parte no hay que temer ninguna traición. ¡Vaya ahora, señor Cortejo y recoja
a su hija! Les destinaré a ustedes una vivienda secreta bajo tierra.
Mientras ocurrió todo esto permanecía la señorita Emilia en su habitación.
No descansaba.
La mantenía despierta la duda sobre el momento en que le convenía
apoderarse de las cartas secretas.
Su habitación no estaba muy alejada y oyó fuera un silencioso ir y venir.
Esto le decidió apagar la luz y entreabrir la puerta para escuchar.
Al cabo de un rato oyó de nuevo pasos. La puerta de la habitación del
doctor se abrió y a la luz de la lámpara vio entrar con él a dos personas, un
hombre y una mujer. Aunque la puerta se cerró rápidamente pudo observar
que al hombre le faltaba un ojo.

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Pasó un rato y se volvió a oír ruido. Vio cómo Hilario, con una linterna en
la mano, desaparecía por el corredor que llevaba a los subterráneos. Le
acompañaban las dos personas que antes habían entrado con él. Pasaron por
delante de su puerta y pudo escuchar alguna de las palabras pronunciadas en
voz baja, de las que sólo entendió una parte.
—Señorita Josefa, allí bajo estará usted completamente…
No pudo oír más. Pero tan pronto como los tres salieron, se le ocurrió una
idea que puso inmediatamente en práctica. Tomó varios fósforos y se dirigió a
la habitación de Hilario.
Reinaba allí una oscuridad completa. Frotó una cerilla y con aquella luz
buscó las llaves, donde antes las había visto. Las descolgó de la pared y
volvió con ellas a su habitación.
Pasó mucho tiempo antes de que se oyese volver al viejo. Estaba solo.
Había dejado a Josefa y Cortejo en su alojamiento subterráneo. No sospechó
que durante su ausencia alguien había entrado allí. Después de colocar la
linterna sobre la mesa se paseó arriba y abajo y se dijo a sí mismo:
—¡Qué noche! Este Cortejo no sospecha cómo ayuda a mis planes el
prestarle auxilio. ¡Qué imprudencia! Contarme a mí esa historia de
Rodriganda. La utilizaré para perderle en mi propio provecho. ¡Por todos los
diablos! ¡Si pudiera sustituir al conde por mi sobrino! Pero para eso sería
necesario quitar de en medio a todos los que están en el secreto. Empezaré y
obraré cuando llegue el momento. Mañana quizás lleguen los perseguidores.
Hay que estar atentos. ¡Voy a acostarme que mañana habrá que estar
preparado para darles la bienvenida!
Emilia esperó todavía mucho rato después que cesaron todos los ruidos.
Tomó una buena cantidad de papel, un lápiz y una lámpara con una botella de
petróleo y empezó el proyecto.
Cerró su habitación y se guardó la llave para que nadie pudiera saber que
se encontraba fuera. Después bajó a oscuras la escalera que llevaba al
subterráneo. Sólo cuando llegó abajo encendió la lámpara y abrió las puertas
con las llaves. Utilizando el procedimiento que observara cuando lo hizo el
viejo, llegó a la cámara de paredes de piedra, en donde halló lo que buscaba.
Empezó inmediatamente su trabajo abriendo las cartas una tras otra y
enterándose de su contenido, tenían una importancia inmensa para Juárez,
tomó papel y lápiz y copió los trozos más importantes. Escribía con una
rapidez poco corriente y, sin embargo, estuvo tomando notas casi hasta el
amanecer.

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Mientras estaba ocupada en este trabajo oyó muy cerca voces de hombre.
Prestó atención.
Los sonidos salían de un ángulo, y cuando lo iluminó con la lámpara,
observó que había allí un agujero como para dejar pasar una tubería, cuyo
objeto no comprendió. Lo único seguro era que aquel agujero comunicaba
con otro aposento, en el que estaban hablando. Emilia se tendió en el suelo y
escuchó. Entonces distinguió claramente el timbre masculino y femenino de
dos voces. Aproximó el oído al orificio y las palabras se oyeron tan claras
como si las pronunciaran allí mismo.
—¿Confías en este Hilario? —⁠preguntaba la voz femenina⁠— Yo creo que
conviene tener precaución, padre.
—¡No temas por mí, Josefa! Pablo Cortejo no se deja engañar tan
fácilmente. Lo sabes mejor que yo.
—¡Oh! ¿En estos últimos tiempos no has experimentado repetidas veces
que hay gentes que nos engañan?
—Han sido una serie de desgraciadas casualidades, que no se repetirán.
Sabes que he intentado aliarme con Juárez. Si no me hubiera salido mal la
celada contra ese inglés me habría hecho con su cargamento, y Juárez me
recibiría con los brazos abiertos. Yo te habría utilizado como un instrumento
para mis planes. Ahora, es imposible.
—¿Dónde está Juárez ahora?
—Oh, apoyado por los Estados Unidos y por Inglaterra y hará rápidos
avances. Si ha encontrado a las tropas que hemos tenido que sortear será ya
bastante fuerte para no temernos. Seguramente irá a la hacienda del Erina.
—¿Por qué allí precisamente?
—Porque me parece que esos endiablados mixtecas han conquistado por
orden suya la hacienda. Con eso destruye todas nuestras esperanzas.
Después, todo quedó en silencio. Emilia siguió escuchando un rato, pero
ya no se oyó ninguna palabra.
—Se han ido a descansar —se dijo a sí misma⁠— ¿Pero quién serán?
Seguramente Cortejo y su hija. ¡Qué descubrimiento he hecho! ¡Han venido
huyendo y el viejo les ha dado asilo! Pero lo más importante es que Juárez va
a la hacienda. Allí le iré a buscar para comunicarle todo lo que he descubierto.
Mejor sería irme a la capital, en cuanto haya terminado el trabajo, pero no
cuento con ningún mensajero de confianza. Tendré que irme yo misma a la
hacienda.
Emilia volvió a su trabajo. Siguió escribiendo hasta que acabó su tarea. Lo
dejó todo en su sitio y volvió rápidamente a su habitación. El descubrimiento

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que acababa de hacer no la dejaba dormir. Empezó a hacer preparativos para
la partida.
Todavía muy temprano se despertó Hilario. Llevó el desayuno a Cortejo y
a su hija. La joven oyó pasos y salió de la habitación para ver quién andaba
por allí cerca.
—¿Ya levantada, mi hermosa señorita? —⁠Preguntó⁠— ¿No ha dormido
usted bien?
—Oh, sí, perfectamente, pero me he levantado temprano porque pensaba
dar un paseo esta mañana.
—Hará usted muy bien; piense en la respuesta que habrá de darme en el
plazo acordado.
—Se asombrará usted, señor —⁠dijo ella amistosamente.
—¿Será favorable, señorita?
—Esperemos; no debe usted querer saberlo todo de una vez —⁠con estas
palabras Emilia le dio un ligero apretón de manos.
—¡Oh, señorita, ya conozco la respuesta!
Diciendo esto se retiró; apenas hubo desaparecido en el recodo del pasillo
corrió Emilia al cuarto del doctor y volvió a colocar las llaves en su sitio.
Después regresó a su habitación.
Minutos más tarde la abandonó de nuevo sin ser observada. Llevaba una
maleta en la mano y se dirigió a la ciudad en busca de un hombre que se
dedicaba al comercio de caballos, Emilia le preguntó:
—¿Alquila usted caballos?
—Sí, señorita. ¿Va usted a dar un paseo esta mañana?
—No. Tengo que hacer un viaje apresurado, pero quiero abandonar este
lugar sin ser notada. ¿Sabrá usted guardar el secreto?
—Estoy acostumbrado a que me paguen por callar.
—Le pagaré por adelantado. ¿Conoce usted la hacienda del Erina?
—Sí. Es un viaje de varios días. ¿Qué escolta lleva usted?
—Ninguna. Voy sola.
—Entonces es usted una mujer valiente. ¿Quiere usted que le busque
acompañamiento?
—Dos hombres bastarán.
—Como usted guste. Le daré dos de mis criados. Son gente segura. En
una media hora estarán listos.
—¡Bien! Esos criados llevarán esta maleta. Yo me marcho ahora y me
encontraré con ellos fuera de la ciudad. Nadie debe ver de qué modo y en qué
dirección abandono Santa Jaga.

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Emilia ajustó el precio de los caballos con el dueño y le pagó más de lo
estipulado. Tenía el aspecto de un tranquilo paseante.
Cuando transcurrió el tiempo señalado, la alcanzaron dos jinetes que
llevaban con ellos un caballo con silla de señora. Se detuvieron junto a ella,
echaron pie a tierra y le ayudaron a acomodarse en el nuevo caballo y
emprendieron el galope a la costumbre mejicana.

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Capítulo 6.- Engañados

A media jornada en dirección más al Norte, galopaban al mismo tiempo


por la pradera un grupo de nueve jinetes. Eran Sternau y sus amigos. A
poca distancia, les seguían los mixtecas que Frente de Búfalo les había dado
como escolta. Los hombres llevaban los ojos fijos en el suelo y ninguno de
ellos pronunciaba una palabra.
De pronto, Sternau, señaló la hierba y dijo:
—El suelo está aplastado por caballos. Creo que seguimos una pista
segura. Los fugitivos han pasado por aquí.
Bajaron de sus cabalgaduras para inspeccionar las huellas.
—Sí —dijo Frente de Búfalo— son ellos. El número de caballos es el
mismo, el tamaño de los cascos también.
—¿Adónde lleva esa dirección?
—A Santa Jaga.
Los jinetes volvieron a saltar sobre la silla y emprendieron de nuevo el
galope, esta vez más rápidamente que antes de detenerse.
Debía de ser cerca de mediodía cuando distinguieron un grupo de tres
jinetes que avanzaban en dirección contraria. Se detuvieron.
—Tres jinetes —dijo Sternau— Una mujer y dos hombres. ¡Ah, nos han
visto!. Tuercen para evitar nuestro encuentro. No lo conseguirán.
—¡Vamos hacia el mismo lado! —⁠exclamó Frente de Búfalo.
De nuevo galoparon los caballos. La dama comprendió que no podía
evitarlos y volvió a tomar la dirección que antes llevaba. Cuando los dos
grupos estuvieron cerca Corazón de Oso tiró de las riendas de su corcel y
exclamó:
—¡Uf! Es la hermosa squaw de Chihuahua.
—¡De Chihuahua! ¿A quién se refiere mi hermano?
—A la dama que estaba con el cabecilla de los franceses.
—¿La señorita Emilia? ¡Es verdad, es ella! ¿Qué hace aquí? ¡Debe ocurrir
algo extraordinario!
Los caballos volvieron al galope. Momentos después se encontraban ante
la amazona.

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—¡Doctor Sternau! —exclamó ésta maravillada.
—Sí, soy yo, señorita —respondió él⁠— Pero dígame ¿cómo ha llegado
usted aquí? Yo la suponía camino de Ciudad de México.
—Eso quería yo. Pero ahora necesito ir a la hacienda del Erina. ¿Está
Juárez allí?
—No; pero llegará pronto.
—Tengo importantísimas noticias que comunicarle, y no he podido
disponer de un emisario de confianza.
—Nosotros podemos facilitarle alguno —⁠Sternau dijo esto volviéndose
hacia los mixtecas, que se le habían reunido⁠— ¡Pero desmontemos y
hablaremos más tranquilos!
Así se hizo y Sternau empezó el interrogatorio.
—Ya tiene usted emisarios de la mayor fidelidad. ¿O es necesario que
hable usted misma con Juárez?
—No. Se trata de hacer llegar a sus manos unos documentos escritos. Los
tengo aquí.
—¡Confíe usted esa misión a dos de nuestros mixtecas! Se volverán
enseguida camino de la hacienda y entregarán esos papeles al Presidente en
cuanto llegue allí.
—Le agradezco mucho su ayuda, señor. Tenía necesidad de esperar a
Juárez en la hacienda y al mismo tiempo me es muy necesario llegar a la
capital tan pronto como sea posible.
—¿De dónde viene usted ahora?
—De Santa Jaga.
—Allí vamos nosotros. Confiamos en encontrar en esa ciudad ciertas
personas a las que seguimos desde hace dos días.
La señorita Emilia hizo un gesto de sorpresa.
—¿Quizás es Cortejo? —preguntó— ¿Y su hija Josefa?
—¡Señorita! ¿Acaso ha visto usted a esas personas en Santa Jaga?
—Sí. Y por cierto en el convento. Llegaron ayer noche y están ocultos en
un subterráneo.
Emilia contó sus descubrimientos desde el día antes tan brevemente como
pudo.
Lo que más le asombró fue el hecho de que fuera Cortejo el que,
naturalmente con ayuda extraña, hubiera libertado a su hija. Cuando Emilia
hubo terminado, preguntó Sternau:
—¿Prefiere usted salir inmediatamente para la capital?
—Ése es, en efecto, mi deseo.

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—¿Qué tal si le diera como escolta a los mixtecas que quedan, después de
enviar dos a la hacienda?
—¿No los necesita usted?
—Si los franceses están en la ciudad, nada podemos hacer por la fuerza.
Necesitaremos toda nuestra astucia para que esa gente no sepa que estamos
aquí.
—¿Quieren ustedes coger a Cortejo y a su hija?
—Naturalmente.
—Entonces, no necesita más que decírselo a los franceses. Si se enteran
de que el ridículo aspirante a la Presidencia se encuentra en el convento con
su hija, no marcharán hasta hacerse con ellos.
—No me interesa. Quiero tener a Cortejo para mí y no para los franceses.
¿Quiere ser usted tan amable de describirme el camino que lleva al
subterráneo de que antes hablaba?
—Muy gustosa.
Emilia lo hizo con toda la precisión que pudo y le explicó también la
manera de abrir la puerta secreta.
—Entendido —dijo Sternau— ¿Pero en qué conoceré las llaves?
—En que se encuentran una junto a la otra, cerca de la jaula que cuelga de
la ventana. Las dos llaves son huecas.
—Ya sé lo bastante, señorita. ¿Así, prefiere salir para Ciudad de México
desde aquí mismo?
—Sí, si usted me da la escolta que me ha prometido.
—Pero ¿y su equipaje?
—Aquí tengo parte de él, y el resto me lo enviarán los franceses, aunque
no saben dónde voy.
—Yo me ocuparía muy gustoso de esta cuestión, pero desgraciadamente
me es imposible en las presentes circunstancias. Estos señores franceses me
han visto ya en Chihuahua y me reconocerían si me vieran. La acogida no
sería muy saludable.
—Es verdad. No debe usted dejar verse.
—No. ¿Cuándo ha salido usted de Santa Jaga?
—Esta mañana, sobre las siete.
—Entonces, llegaremos allí probablemente de noche. Esto nos ayudará a
pasar desapercibidos. ¿Quiere usted describirme la habitación de Hilario, con
el fin de que podamos ganar tiempo?
Emilia lo hizo. Luego sacó las notas que había tomado para entregarlas a
Sternau.

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Éste las entregó a Frente de Búfalo con instrucciones sobre lo que había
que hacer con ellas y pronto, a una orden del cabecilla, galopaban dos
mixtecas con los preciosos escritos hacia la hacienda. Los restantes estaban
preparados para acompañar a la señorita a la capital.
Los dos criados quedaron muy contentos con el precio que Emilia les
pagó por el caballo y les abandonaron. Cuando ya estaba sobre la silla dijo
volviéndose a Sternau:
—¡Señor, tenga cuidado con Hilario!
—¡No se preocupe, señorita! Ese hombre no es peligroso. ¡Buen viaje!
—¡Que usted siga bien!
Emilia partió acompañada por los mixtecas en una dirección que formaba
un ángulo muy agudo con la dirección primitiva.
También los dos criados se alejaron. No habían entendido ni una palabra
de la conversación de Sternau con Emilia. Cuando se hubieron alejado Unger,
preguntó:
—¿No hubiera sido más prudente quedarnos con los mixtecas, señor?
Somos nueve personas, pero no sabemos lo que puede ocurrir. Puede darse el
caso de que necesitemos ayuda.
—No lo creo. El tal Hilario sólo puede ser un pequeño obstáculo. Tendrá
que entregarnos a Cortejo. Si se nos ha olvidado algo ha sido avisar a los
mixtecas que han vuelto a la hacienda en qué dirección vamos.
—Deben haberlo oído.
—No lo creo, porque estaban muy lejos de nosotros. Sin embargo, no veo
por qué hemos de estar tan preocupados. ¡Adelante, si no queremos llegar
tarde a Santa Jaga!
Emprendieron la marcha y ésta fue tan rápida que llegaron a Santa Jaga
antes de cinco horas. Oscurecía, pero se distinguía el convento sin esfuerzo.
—¿Dónde dejamos los caballos? —⁠preguntó Unger.
—¿Dejarlos? —Respondió Sternau— De ninguna manera. En el convento
no es aconsejable y en la ciudad no podemos dejarnos ver. Es preciso que
encontremos, allá arriba en la montaña, donde podamos ocultarlos hasta que
los necesitemos.
Ascendieron por la montaña. En las proximidades del convento había, a
un lado del camino, un bosquecillo en que se adentraron con los caballos.
—¿Quién se quedará aquí con los caballos? —⁠preguntó Sternau.
—Yo, no —repuso Frente de Búfalo.
—Corazón de Oso irá en busca de Cortejo — dijo el apache⁠—. Yo no me
quedo, tratándose de echar mano a esa pareja.

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Tampoco los demás querían quedarse.
—Pués yo tampoco me puedo quedar — añadió Sternau⁠— Tendremos
que dejar los animales sin centinela.
—Sí, aquí nadie se los llevará.
—Esperemos que así sea. ¡Adelante, pues!
—¿Por dónde entramos? ¿Por la puerta?
—No, hemos de ser prudentes. Observemos los muros. Lo mejor será que
no nos vea nadie más que Hilario.
Cuando Sternau y sus acompañantes habían emprendido el ascenso de la
montaña y se habían adentrado en el bosque, junto al camino, se había
levantado la figura de un hombre que corrió precipitadamente hacia el
convento. Entró por un postigo, corrió tras sí, se dirigió a la habitación de
Hilario. Era Manfredo, su sobrino.
—Vienes sin aliento —dijo el viejo⁠— ¿Vienes de tu puesto?
—Sí. Vienen nueve hombres. Uno de ellos es alto como un gigante.
—Debe ser Sternau. ¡Vete! Que no te vean por ahora. A Grandeprise
tampoco deben encontrarlo.
—¡Oh, todavía no vienen! Primero han ido al bosque. Seguramente
dejarán allí sus caballos. Intentan llegar desapercibidos al convento.
—Mejor para mí. ¿Lo tienes todo preparado? Tú no tienes que hacer otra
cosa más que ir detrás de ellos con la lámpara, mientras yo voy delante. Tan
pronto como lleguemos a la habitación que ya sabes, vuelves atrás, cierras la
puerta y corres los cerrojos. Eso es todo. ¡Vete ahora!
El sobrino se alejó; el tío se quedó allí. Se sentó a la mesa, aparentemente
abstraído en la lectura de un libro, pero escuchando realmente cualquier ruido
que se dejaba oír. Pero no era lo que se dice un cazador del Oeste. Mientras
aguzaba el oído, hacía tiempo que ya se había abierto la puerta, y Sternau
estaba dentro de la habitación, y tras él, sus ocho acompañantes.
El alemán observó la habitación y al que estaba sentado, y, finalmente,
preguntó:
—¿Es usted el señor Hilario?
El interpelado dio un salto. El asombro le impidió contestar. Al cabo de
un rato, repuso:
—Sí. ¿Quién es usted?
—Pronto lo sabrá.
Con estas palabras avanzó Sternau, y los ocho le siguieron. Los ojos del
viejo se fijaron con visible temor en la figura del alemán. ¿Se atrevería a

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emprender la lucha contra estos hombres que estaban armados hasta los
dientes?
Cuando la puerta se cerró tras ellos, preguntó Sternau:
—¿Está usted solo, señor?
—Sí.
—¿No puede oír nadie nuestra conversación?
—Nadie.
—Bien; entonces, voy a decirle qué es lo que quiero de usted.
Sternau, hasta ahora, había hablado con tono amable, y esto devolvió al
viejo todo su valor.
—¿Querrá decirme antes quién es usted?
—Ya lo sabrá usted. Pero antes ha de darme una respuesta sincera a una
pregunta que voy a hacerle.
—Señor, no sé qué pensar. Según parece, no han entrado ustedes al
convento por el camino ordinario.
—No. Tenemos motivos para ello, querido señor. Si nuestra llegada le es
desagradable, en sus manos está el librarse enseguida de nosotros. Dígame,
¿acaso le han anunciado nuestra llegada?
—No. ¿Quién había de avisarme?
—¿No recibió usted ayer noche a un señor y una señorita?
—No.
—¿De nombre Cortejo?
—No. Yo no conozco ese nombre. Vivo consagrado a las ciencias y al
cuidado de mis enfermos, y no me ocupo de política.
—¡Ah! ¿Y cómo sabe usted que esos nombres tienen relación con la
política? Con esto demuestra usted que los conoce. No intente engañarme.
Usted mantiene correspondencia con todas las personalidades de significación
política.
Hilario estaba asombrado. ¿Cómo sabía todo aquello Sternau?
—Se equivoca usted, señor —⁠dijo⁠— Nunca he oído hablar de ese Cortejo.
—Entonces, ¿no ha recibido usted a Cortejo y a su hija?
—No.
—¿No ha utilizado usted un subterráneo para ocultarlos?
—No.
—¿Y ese subterráneo no se encuentra junto al que utiliza usted para
guardar su correspondencia secreta?
El miedo se apoderó del viejo. Pero se dominó y murmuró:

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—Señor, yo no sé cómo ha llegado usted hasta aquí, para hacerme
preguntas que no entiendo. Voy a pedir ayuda para que le echen.
—No lo intente, señor. Se arrepentirá usted.
—Entonces, explíqueme al menos qué es lo que quiere usted de mí.
—Está dicho en pocas palabras: que nos entregue a Cortejo y a su hija.
—Pero si yo no sé nada de ellos.
—¿Cree que va usted a escaparse con esa mentira? Yo le cojo así por el
cuello, así, y si usted no me dice inmediatamente que está dispuesto a ser
sincero, le apretaré el pescuezo hasta convertirle en un cadáver. Después ya
sabremos cómo encontrar a esos sujetos.
Sternau, mientras hablaba así, cogió a Hilario por el cuello, de manera que
apenas le dejaba respirar. Esta vez el terror venció al viejo. Comprendió que
no podía seguir mintiendo sin exponerse a perder la vida, y balbuceó:
—Voy… a… a…
Sternau aflojó un poco.
—¿Así que Cortejo y su hija están con usted?
—¡Sí!
—¿Dónde?
—En una celda subterránea.
—¿Celda? ¡Bah! No habrá usted alojado a sus protegidos en una celda,
sino en una habitación algo mejor.
—No; son mis prisioneros —mintió el viejo.
Sternau le miró furibundo.
—Le aconsejo que no intente engañarme.
—No le miento, señor. No sé cómo se ha enterado usted, pero también
debería saber que Cortejo era mi enemigo. La casualidad le ha hecho caer en
mis manos, y, aunque creen que soy su protector, en realidad están presos.
Les voy a atormentar un poco y después los entregaré a los franceses.
—Le será más cómodo ponerlos en nuestras manos.
—¿Qué me dará si lo hago?
—No creo que quiera usted recompensa por ellos. Escuche: esa
recompensa podía consistir fácilmente en algo que no le fuera de su agrado.
Le vuelvo a preguntar si quiere usted entregarnos a padre e hija. Le concedo
un minuto para decidirse.
Hilario mostraba en el rostro el gran miedo que experimentaba.
—¡Dios mío, estoy decidido! ¡Déjeme llamar a mi sobrino! El cuida de
los presos y tiene las llaves.
—¿Dónde está?

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—Aquí al lado. No necesito más que llamar a esa puerta.
—¡Hágalo!
El viejo golpeó repetidas veces en la puerta y Manfredo entró enseguida.
Con sorpresa y miedo se fijó en los nueve hombres. Traía una linterna
encendida.
—Los señores han venido a recoger a los prisioneros —⁠le dijo el tío.
—¿Quién son?
—Eso no te importa. ¿Está libre el camino?
—Creo que no nos encontraremos con nadie.
—Bueno —diciendo esto el viejo recogió su linterna.
—¿Para qué dos luces? —preguntó Sternau.
—Porque una sola es poco para once hombres en los corredores. ¿He de
traer aquí a los presos?
—No. Le acompañaremos. ¡Pero no intente escapar! Uno de ustedes irá
delante y el otro detrás. El que vaya delante responde por los dos. Si ocurre
algo, disparo sobre él.
Se pusieron en marcha en la forma que Sternau había señalado, y,
desgraciadamente, según convenía al viejo. Éste caminaba delante y les llevó
por un pasillo y luego les hizo bajar por unas escaleras; de nuevo por un
pasillo y, finalmente, por un subterráneo. Ante una puerta muy pesada,
guarnecida de clavos, se detuvo y descorrió los cerrojos.
—¿Tienes tú las llaves? —preguntó al sobrino.
—Sí —respondió éste.
—¿Están detrás de esta puerta? —⁠interrogó Sternau.
—No, señor; detrás de la próxima.
Manfredo abrió y esperó a que pasaran los demás. Hilario avanzó y los
nueve le siguieron.
No observaron que la puerta que había enfrente no estaba cerrada. Antes
de que ninguno de ellos se diera cuenta del peligro, el viejo saltó hacia
adelante, pasó a la habitación siguiente y cerró tras sí. Al mismo tiempo
oyeron un fuerte golpe a sus espaldas. La primera puerta había sido cerrada
por el sobrino. A un lado y otro rechinaron los cerrojos y las cerraduras y
quedaron completamente a oscuras.
—¡Truenos! ¡Prisioneros! —gritó Unger.
—¡Uf! —exclamó el apache.
—¡Engañados! —rugió Sternau.
Los demás estaban tan asombrados que quedaron mudos. El mixteca no
dijo una palabra, pero un disparo de fusil crujió contra la puerta.

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—¿Qué hace mi hermano? ¿Para qué dispara? —⁠preguntó Sternau.
—Yo romperé cerradura —repuso Frente de Búfalo.
—Es inútil, hay cerrojos en la puerta.
—¡Haced fuego! ¡Luz!
Sternau buscó en sus bolsillos y sacó una caja de fósforos, frotó uno y
pudieron ver cómo por una cerradura entraba una nubecilla de vapor. Al
mismo tiempo sintieron un fuerte olor que impedía la respiración.
—¡Nos van a asfixiar! … —exclamó Sternau⁠— ¡Están inyectando un gas
venenoso a través de la cerradura!
—¡Saltar hacia la puerta! —⁠gritó Flecha de Trueno.
Los prisioneros se lanzaron con todas sus fuerzas contra las puertas de
hierro. No les sirvió de nada.
Por la parte de fuera el viejo escuchaba. En la mano izquierda sostenía la
linterna y en la derecha una pequeña ampolla vacía que había contenido el gas
inyectado por la cerradura. Su rostro estaba distendido por una sonrisa
satánica.
—¡Vencidos! —rugió— ¡Están prisioneros! ¡Ah, ahora empujan contra la
puerta! Golpean con las culatas de sus fusiles. ¡Oh, el hierro resistirá y
también los cerrojos! Antes de dos minutos estarán callados.
Tenía razón. Los golpes y los gritos fueron cada vez más débiles y pronto
dejaron de oírse.
El subterráneo quedó en un silencio sepulcral.
—¿Abriré? —se dijo el viejo— Es peligroso. Si llego demasiado pronto
se despertarán y estoy perdido; si tardo, morirán. Sólo me conviene que
pierdan el sentido; me expondré.
Descorrió los pesados cerrojos y abrió cautelosamente la puerta. Hasta él
llegó la violenta emanación.
Abrió la puerta por completo y saltó atrás.
—¡Manfredo, abre! —gritó.
A esta orden, el sobrino abrió también y el gas pudo salir. Si tardaban no
podrían acercarse a los prisioneros sin peligro. Yacían en el suelo sin sentido.
El doctor se arrodilló junto a ellos, les aflojó los vestidos y les examinó
cuidadosamente.
—¿Están muertos? —preguntó el sobrino.
—No —respondió el viejo, después de una pausa⁠— Todavía viven. Todo
ha ido como deseábamos.
—Quítales todo lo que llevan encima, y eso será tu botín. Después, los
vigilas hasta que yo esté de vuelta. Voy a llamar a los Cortejo. Se alegrarán de

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ver así a estos señores, como yo me alegraré de verles más tarde a ellos
mismos.
Hilario se alejó. El sobrino desvalijó a los prisioneros y dejó los objetos
en el pasillo de al lado. Los despojados fueron atados de pies y manos, de
forma que no podían moverse.
El viejo recorrió una serie de oscuros corredores y llegó ante una puerta, a
la que llamó.
—¿Se puede pasar?
—¡Ah, Hilario! ¡Por fin, se deja usted ver!
El viejo abrió la puerta y entró en un aposento de paredes de piedra,
apenas acondicionado, en el que ardía una lámpara. Cortejo y su hija estaban
sentados en una alfombra extendida en el suelo.
—¡Menos mal que ha venido usted! —⁠dijo Josefa⁠— Mis dolores son cada
vez mayores. ¿Va usted a vendarme de nuevo?
—No, señorita. Sería superfluo. Sus heridas han sido mal tratadas. Ahora
es demasiado tarde. Ya no puede usted recobrar la salud.
Los ojos de Josefa, se clavaron en el rostro del doctor.
—Bromea usted —dijo— Quiere usted atemorizarme. Me gustaría que
tuviera usted el miedo que la situación exige.
Los ojos de Hilario, fríos e inexpresivos, estaban fijos en el rostro de la
joven, mortalmente pálida. Ella no se quejaba y dijo como si quisiera
tranquilizarse a sí misma:
—Estoy convencida de que pronto estará bien.
—¡Por mí, confíe usted cuanto quiera!
—¡Sí, confía, Josefa! —dijo Cortejo⁠— El señor Hilario está de mal humor
y lo pagamos nosotros. ¿Cómo van las cosas en la superficie? ¿Podremos salir
pronto? ¿Todavía están aquí los franceses?
—Todavía tardarán en marcharse.
—¡El diablo se los lleve! Así sólo podemos salir de noche a respirar un
poco de aire puro. ¿No podría usted darnos al menos otra habitación?
—Tendré que pensarlo antes. No puedo ponerles a ustedes en cualquier
parte.
—¿Todavía no se ha dejado ver nadie que nos persiga?
—¡Oh, sí! Hay aquí nueve señores. No parecen gente ordinaria. Uno de
ellos es un gigante, un verdadero Goliat.
—Sternau, seguramente.
—Dos de ellos son indios.
—Frente Búfalo y Corazón de Oso. ¿Qué ha hecho usted con ellos?

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—¿Yo? Nada, absolutamente nada, señorita. Me doy por satisfecho con
que sean ellos los que hayan hecho conmigo.
—¡Sin embargo acordamos, que debían ser apresados!
—¿Cómo habría podido hacerlo yo, señorita?
—¡Y lo pregunta usted! ¡Es usted un cobarde!
—¿Lo cree usted? ¿Es así cómo me agradecen el sacrificio que hago
dándoles asilo? ¿Prefiere que les entregue a los franceses?
—¡Estúpido! —gritó Cortejo— Mi hija le ha llamado como se merece. Yo
también había creído que cogería a esos sujetos. Así se acordó. Nos hemos
escapado de ellos y me veo obligado a inutilizarlos de otra manera. ¿Qué
dicen? ¿Cómo se han portado? ¡Cuéntenos!
—Después, señor. Ahora creo que deseaban ustedes otra vivienda. Si
quieren seguirme, les enseñaré otra mejor.
Cortejó abandonó con su hija el actual aposento y se dejaron conducir por
el viejo a través de los pasillos. Finalmente, vieron luz y se acercaron. Cortejo
reconoció a Manfredo, que estaba sentado junto a los nueve atados y tendidos
en el suelo.
Cortejo se adelantó y lanzó un grito de asombro.
—¡Por todos los diablos, es Sternau!
—¿Sternau? —preguntó Josefa precipitadamente⁠— ¿Dónde? ¿Dónde
está?
Con estas exclamaciones se acercó dónde estaba Sternau. Éste había
vuelto en sí y miraba tranquilamente, con ojos fríos, a las cuatro personas en
cuyas manos había caído.
—¡Sí; es Sternau! —exclamó alegremente la joven⁠— Y aquí están
también Frente de Búfalo, Corazón de Oso y Flecha de Trueno. Creí que se
habían escapado.
Estas últimas palabras fueron dirigidas al viejo.
—No hacía más que bromear —⁠aclaró éste⁠— Nadie se me escapa cuando
viene a pedirme auxilio.
Los demás también habían recuperado el sentido. Estaban con los ojos
abiertos, pero ninguno de ellos pronunció ni una sola palabra.
—Y aquí está Mariano —siguió Cortejo⁠— ¡Por todos los diablos! Éste es
un día feliz. Ya no se puede pedir más. Y este… y este… verdaderamente…
aquí tengo ante mis ojos algo que yo no podía creer, aquí está don Fernando
de Rodriganda, señor. ¿No quiere usted decirme cómo se ha escapado de su
prisión?

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En el pecho del viejo ardía un volcán. Tanto como había deseado el
encuentro de aquellos malvados y de qué manera tan diferente a como él se
había imaginado, tenía lugar el encuentro.
De buena gana habría desahogado la rabia que le roía el corazón. Pero
comprendió que con ello sólo proporcionaría un placer a su verdugo y
permaneció callado. Hizo uso de toda su voluntad y consiguió mostrarse con
aspecto tranquilo, indiferente.
—Ah, son ustedes orgullosos y se empeñan en demostrarlo —⁠bramó
Cortejo⁠— Tanto peor. ¡El orgullo les ha perdido! ¿Pero cómo ha tenido usted
la suerte de cogerlos? —⁠preguntó, volviéndose a Hilario.
—Ya lo sabrá más tarde. Lo más importante ahora es saber lo que se hace
con ellos.
—¡Encarcelarlos, naturalmente! —⁠intervino⁠— ¡En el calabozo más
inmundo, señor! Todo lo que haga con ellos será poco. Deben ser apaleados
todos los días y comer sólo una vez a la semana.
—Tendré que rogarle que sea usted un poco más indulgente. No sabemos
si alguna vez se encontrará usted en una situación en la que necesitará
misericordia.
Josefa no se fijó en la mirada que le lanzó el viejo al pronunciar estas
palabras y contestó airada:
—Nada de misericordia; no se les concederá la menor contemplación.
¿No, padre?
Cortejo negó con la cabeza.
—No habrá lugar para el perdón. He perdido un ojo. Se han apoderado de
mi hacienda y han asesinado a mis hombres. Ningún castigo será demasiado
cruel para estos hombres. ¿Dónde están las mazmorras en que serán
encerrados?
—Un piso más abajo. ¿Quiere usted verlas?
—Sí, queremos convencernos por nuestros propios ojos de qué clase de
prisión espera a estos sujetos. ¿No podríamos llevarlos al mismo tiempo? Si
les quitamos las ligaduras de los pies podrán andar.
—No me gusta. Con estas gentes no hay que bromear. No quiero darles la
menor posibilidad de escapar. Se quedarán atados y luego los llevaremos
abajo uno a uno. De esta manera no podrán oponer resistencia. ¡Síganme!
Pasó delante y les llevó a una escalera que conducía a un subterráneo más
bajo. Allí vieron un largo corredor y a derecha e izquierda numerosas celdas
estaban cerradas por una puerta en la que sólo había un agujero redondo.
—¿Son éstas las prisiones? —⁠preguntó Josefa ¡Enséñenos una de ellas!

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Hilario abrió una de las puertas e iluminó el interior.
—¡Ah, dos argollas! —dijo Cortejo⁠— ¿Para qué Sirven…?
—Para sujetar a una persona.
—¿Cómo lo harán?
—Esto es una verdadera obra de arte, señor respondió el viejo —⁠Usted
está desatado, ¿no? Siéntese ahí y yo le demostraré que ningún prisionero es
capaz de escapar.
—¡Bien! Yo lo intentaré. Para mí será una alegría saber con seguridad que
no se puede salir de ahí.
—Sí, padre, yo también quiero comprobarlo —⁠exclamó Josefa⁠— ¿Quiere
usted enseñármelo, señor?
—Con mucho gusto —respondió el viejo⁠— aquí, a la derecha, hay una
doble celda que servirá para hacer la prueba. Voy a abrirla.
Hilario descorrió dos cerrojos y abrió una puerta. Se vio un agujero de dos
metros de anchura, igual de profundo y tan bajo que un hombre sólo podía
estar allí sentado.
El suelo era de piedra. No había paja ni estera ni se veía ningún cántaro o
cualquier otro cacharro para beber. En la pared del fondo se distinguía,
aproximadamente a la altura del cuello y de las caderas, dos pares de anillas
de hierro, que estaban abiertas.
—¿Los presos estarán atados a esas argollas? —⁠preguntó Josefa⁠— Están
abiertas y no veo ninguna cerradura.
—No la necesitan. Esas anillas tienen un mecanismo secreto que las
cierra. ¿Quieren convencerse los señores de que una vez cerradas no hay
modo de escapar?
—Yo voy a probarlo —repuso Josefa⁠— Me sentiré más segura.
—Yo también —corroboró Cortejo.
—¡Vamos, pues! ¡Siéntese uno al lado de otro!
—¡Magnífico! —exclamó Josefa con satisfacción⁠— El que se sienta aquí
está seguro.
—Y ahora, ¿cree usted que esta mazmorra es una prisión segura?
—⁠preguntó Hilario festivamente.
—Sí —rió Cortejo, también divertido⁠— Los prisioneros no podrán salir
nunca de este calabozo. Pero vuelva a abrir las argollas; este sitio sólo es
agradable en son de broma y ya estamos convencidos de que son seguros.
—Pero, señor, usted ha dicho que estaría contento con este alojamiento, y
lo mismo ha dicho su hija.

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—Sí, muy contentos con que los prisioneros lo ocupen. ¿O acaso cree
usted que lo encontraba agradable para quedarme sentado en él?
—Sí, eso había creído.
Se hizo una pausa producida por la sorpresa que privó a Cortejo poder
hablar. Sólo al cabo de un rato pudieron comprender la terrible situación en
que ellos mismos se habían puesto.
—¿Está usted loco? —gritó, por fin, Cortejo.
—¿Yo? ¡Oh, no! Son ustedes los que han estado locos para caer de esta
forma en mis manos. Ahora puedo decirles que no volverán a abandonar este
agujero.
Cortejo, aterrado, dijo con tono suplicante:
—¡No siga usted bromeando, señor! Ahora ya sabemos lo que nos
interesaba, es decir, que ningún hombre es capaz de escapar de aquí si se le
encierra para que muera de hambre.
—No, todavía no lo sabe usted bien. Para saber lo que es eso, es preciso
experimentarlo.
Josefa lanzó un grito de terror. Se dio cuenta de lo que les esperaba.
—¡Señor, es usted un monstruo! ¡Usted no puede dejarnos morir de
hambre!
—¡Claro! —murmuró Hilario— ¡Nadie quiere morirse de hambre!
—¡Pero si nosotros no le hemos hecho nada!
—No. Sin embargo, así obtendré la recompensa por haberles ocultado. He
cogido por astucia a sus enemigos. Ya no podrán hacerles nada. ¿Cree usted
que yo he hecho todo eso en vano?
—¡Déjenos en libertad —gritó Cortejo⁠— y yo le recompensaré con
largueza!
—¡Espere un poco antes de ofrecerme! Todavía no sabe usted lo que yo le
exijo.
—¿Qué quiere usted? —preguntó Cortejo, mirando al viejo con ánimo
suspenso.
Éste hizo un gesto como si hablara de una bagatela.
—Exijo de usted la herencia del conde de Rodriganda.
—¿La… herencia… de… Rodriganda…? ¿Cómo puede usted imaginar
eso? ¡Está usted loco!
—Más loco está usted si cree que podrá echarse al bolsillo la herencia.
—¡Señor, es usted un miserable!
—Le aconsejo a usted que sea más prudente en sus expresiones. Usted sí
que es el más grande bribón que me he echado nunca en la cara y haré una

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buena obra si robo a un ladrón.
—¡Me ha engañado usted vergonzosamente! ¡Tenga usted cuidado con lo
que hace!
—¡Oh, no se exalte; es inútil! Yo pienso dar a la fortuna de Rodriganda
mejor empleo que usted, que pensaba hacerse con ella Presidente. ¡Ja, ja, ja!
Le aseguro que tengo ciertos planes para los cuales me resulta imprescindible
el dinero de Rodriganda. Ustedes ya han jugado su papel. Mi sobrino hará las
veces de su conde Alfonso y yo me quedaré con lo mejor del banquete.
Aquellas palabras sonaron tan raramente en sus oídos que no encontraron
respuesta que dar. Hilario tampoco esperó contestación, pues cogió la
lámpara, aseguró la puerta de todos los cerrojos y se marchó en busca de
Manfredo, que se había quedado con los otros prisioneros.
Después que les llevaron abajo, uno a uno y les encerraron por separado
en distintas celdas, donde les dejaron sujetos por las argollas, Hilario dio a su
sobrino la orden de que les diera pan y agua por todo alimento y él se volvió a
las habitaciones superiores, donde esperó el regreso de su sobrino.
Éste no se hizo esperar mucho.
—¿Todavía hablaban? —preguntó Hilario.
—Los nueve estaban callados, pero los otros dos maldecían y se
lamentaban de tal forma que aún me duelen los oídos. ¿De veras les va usted
a dejar allí abajo?
—Naturalmente.
—¿Hasta que mueran?
—Depende. Pero ahora recuerdo. ¿No dijiste que esos individuos habían
dejado los caballos en el bosque? Los animales pueden traicionarnos.
—Es preciso llevárselos de allí. ¿Pero a dónde?
—Aléjalos de aquí y déjalos en libertad.
—Es una lástima, podríamos venderlos.
—Y tener un disgusto muy fácilmente. Ahora es de noche. Tienes tiempo
para cumplir mi encargo. ¡Confórmate con el botín que ya has recogido!
El sobrino, obediente, se alejó. Cuando encontró a los animales, los tomó
por las riendas, los reunió todos y se los llevó monte abajo. Después saltó
sobre uno de los caballos y tirando de las riendas de los demás los condujo
hasta la pradera. Cuando consideró que estaba a suficiente distancia,
desmontó y espantó a los animales. Después emprendió el regreso a pie.
El rastro de los nueve jinetes que horas antes se creían cerca de la meta,
había desaparecido.

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A la mañana siguiente tomó Hilario las llaves que abrían el pasillo
subterráneo, llamó a su sobrino y bajó a las celdas en que se encontraban
Cortejo y su hija. Cuando los prisioneros le reconocieron, preguntó Cortejo
tímidamente.
—¿Viene usted a libertarnos, señor Hilario?
—¿Libertarles? ¡Desde luego que no! De ustedes depende el morirse de
hambre o el tener esperanzas de recobrar la libertad.
—¡Libertad! —Murmuró Cortejo— ¿Qué quiere usted decir a cambio de
eso?
—Ya hablaremos más tarde de esa cuestión. Ahora se trata sólo de
mejorar algo su situación. Estoy dispuesto a darles una nueva celda y
alimento si me da usted alguna noticia sincera sobre Henrico Landola, el
pirata.
—¡Ah! ¿Para qué?
—Eso es asunto mío. ¿Prometió usted a Grandeprise que pondría a
Landola en sus manos?
—Sí.
—En ese caso es que estaba usted convencido de que encontraría a
Landola en alguna parte. Si usted me dice dónde debían encontrarse, le haré
esas concesiones de que le he hablado.
—¿Qué quiere usted de Landola?
—Yo también tengo unas cuentas que ajustar con él.
—¿Va usted a encerrarlo y atormentarlo como a nosotros?
—Sí, pero le trataré peor que a usted si consigo atraparlo.
—Eso sería un placer para mí; pero, desgraciadamente, no sé dónde se
encuentra.
—¿Hay algún medio de enterarse?
Cortejo vaciló antes de contestar. El viejo, iracundo, prosiguió:
—¡Bien, allá ustedes si prefieren morirse de hambre ahí dentro!
Hizo como que cerraba la puerta, pero Josefa gritó:
—¡Por amor de Dios, díselo, padre! ¡No quiero morir, quiero seguir
viviendo! ¡Oh, estos dolores de mi pecho…!
—Sí, lo creo —rió Hilario— Ha sido usted mal curada. Yo puedo quitarle
los dolores, puedo ponerla buena, pero usted no quiere.
—¡Sí que quiero, sí que quiero! ¡Padre, díselo! —⁠gritó la joven.
—Nos engaña y luego seguirá martirizándonos —⁠respondió Cortejo.
—Si usted me contesta en el acto, les sacaré de la prisión.
—Bueno, sáquenos primero; no me fío de usted.

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—¡Ah! ¿No confía en mí? ¡Bah!, no se lo quiero tomar a mal y atenderé
su ruego. Les voy a librar de las argollas, pero antes les ataré de otra manera
para que no sientan deseos de hacer alguna tontería. Pero si después no me da
usted una respuesta precisa, el castigo será doble.
Entonces Hilario, con la ayuda de su sobrino, les ató de manera que
podían incorporarse y andar con pasos muy cortos, pero de forma que no
podían intentar ninguna resistencia.
Después abrió las anillas de hierro que les rodeaban el cuello y las del
cuerpo.
—¡Levántense y síganme! —dijo— Les voy a llevar a otra celda más
cómoda, con lo que podrán darse por satisfechos.
Echó a andar delante de los prisioneros y su sobrino les siguió detrás. Al
final del pasillo se encontraba una puerta que daba a un aposento no mucho
más grande que las otras celdas, con apariencia de prisión. Hilario abrió la
puerta y dijo:
—¡Aquí es!
Los presos entraron y respiraron, pues aquí al menos podían estar de pie o
tenderse a todo lo largo.
—Está será, por ahora, su residencia —⁠les advirtió el viejo⁠—. Le exijo
que me conteste: ¿Cómo o dónde puedo saber dónde se encuentra Landola?
—Con mi hermano —respondió Cortejo.
—¿En ese caso está en Rodriganda o en España? Eso no es bastante, no
me sirve para nada. ¿No tiene mejores informes que darme?
Cortejo miró al viejo con rabia y preguntó:
—¿Nos quedaremos en esta habitación y tendremos alimentos?
—Si habla usted, sí.
—Si me hace usted una doble promesa le daré a usted una información
completa.
—Diga qué es lo que debo prometerle.
—Primeramente, que no nos asesinará aquí, y, en segundo lugar, que mi
hija tendrá asistencia médica.
—Se lo prometo si las noticias son buenas. ¡Hable, pues!
—Estamos indefensos en sus manos. Por eso voy a decirle que he escrito
a mi hermano acerca de Landola. También yo quiero saber dónde se
encuentra.
—¿Y espera usted respuesta?
—Sí. Ya había de haberme visto en Veracruz con mi agente.
—¿Por qué no en Ciudad de México?

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—Se olvida usted de que no puedo dejarme ver en la capital.
—Es verdad. ¿Quién es su agente?
—Sólo se lo diré cuando nos haya traído comida y algo que beber, y haya
usted asistido a mi hija.
—Señor Cortejo, no se encuentra usted en situación de imponerme
condiciones, pero hoy me encuentro de buen humor y le concederé lo que
pide. Manfredo, trae pan, vino y queso; yo voy a reconocer las heridas de la
señorita.
El sobrino salió. Cuando al cabo de un rato largo volvió con las viandas,
el viejo había terminado también el reconocimiento de Josefa.
Le hizo saber que esperaba conseguir su curación.
—He cumplido mi palabra —dijo— Ahora cumpla usted la suya.
—Mi agente es el pescador Gonzalo Verdillo —⁠confesó Cortejo.
—¿Cómo se puede obtener de él la contestación?
—Por medio de un enviado.
—¿Le entregará la respuesta directamente?
—Únicamente si lleva una carta de mi puño y letra que le permita
identificarla.
—Bueno, usted escribirá esa carta.
—Solamente con la condición de que podré leer también la carta de mi
hermano.
—Concedido. Voy a traer recado de escribir. ¡Hasta mi regreso, se
pondrán aquí bajo la vigilancia de Manfredo!
Hilario salió. Al volver trajo, además de todo lo necesario para escribir, un
taburete que serviría a Cortejo de pupitre. Las ligaduras de las manos le
fueron aflojadas lo necesario para que pudiera escribir. En esta incómoda
posición, junto a la linterna, redactó la carta. El viejo la leyó atentamente.
—No parece sospechosa —dijo— Un intento de engañarme sólo serviría
para perjudicarle. Cuando llegue la respuesta ya la leerá usted.
Después de estas palabras, cerró la puerta y se alejó con su sobrino.
—¿Quién llevará la carta hasta Veracruz?
—El cazador americano.
—¿Grandeprise? ¿Pero y si te pregunta por Cortejo?
—¡Déjame hacer! Ahora, antes que nada, has de enviarme al cazador.
Cuando lo tuvo allí le dijo:
—Señor Grandeprise, tengo un encargo que hacerle. ¿Ha estado alguna
vez en Veracruz? Tengo que rogarle que lleve allí una carta.
Grandeprise quedó pensativo.

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—Señor, usted me ha salvado de la muerte —⁠respondió⁠— estoy, pues,
dispuesto a hacer cualquier cosa por usted; pero ahora me es imposible
complacerle, pues estoy al servicio del señor Cortejo; no puedo alejarme de
él.
—¡Oh, precisamente se trata de una carta del señor Cortejo!
Grandeprise frunció el ceño.
—¡Truenos! Me parece que adivino; ese hombre intenta alejarme para no
tener que cumplir una promesa que me ha hecho.
—¿Se refiere usted a la promesa de entregarle a usted a Landola?
—Sí. ¿Pero cómo lo sabe usted?
—Él mismo me lo ha dicho. Su desconfianza es infundada. El señor
Cortejo no quiere engañarle, sino antes al contrario, cumplir la promesa
enviándole a usted a Veracruz. Allí hay un agente que le dará noticias de
Landola.
—¿Por qué no lo dijo antes? ¿Pero para qué le envía a usted? ¿Por qué no
habla él mismo conmigo?
—Porque no puede. Se marchó anoche.
—Esto me parece muy sospechoso, señor Hilario.
—¡Oh!, en la actual situación ocurren cosas que no son corrientes. Vino
ayer un enviado de la Pantera del Sur, con el que tuvo que marcharse.
—¡El diablo se lo lleve!
—Cortejo tuvo apenas tiempo de escribir esta carta para que yo se la
entregara a usted.
—¡Hum! ¿La carta trata realmente de Landola? ¿Para quién es?
¡Explíquese de una vez!
—Para Gonzalo Verdillo, que es el agente de Cortejo. Este último le
enviará para saber dónde está Landola. El pescador trae la respuesta y se la
dará a usted.
—¿A quién habré de entregarla? ¿Tal vez a la Pantera del Sur?
—No, a mí. Cuando usted vuelva Cortejo estará otra vez aquí.
—Entendido. Deme la carta. Voy a salir inmediatamente.
—Eso quería yo rogarle. Salga inmediatamente y vuelva lo antes posible.
Pero sea prudente, hoy por hoy no es ninguna broma llevar encima una carta
de Cortejo.
Entretanto, el estado del hacendado había mejorado notablemente. La
vieja y fiel María Hermoyes no ahorró esfuerzo hasta que le vio
completamente fuera de peligro.

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Arbellez se encontraba ya bastante fuerte y abandonó el lecho. Ahora
estaba envuelto en una manta, sentado en un sillón, en una de las ventanas
orientadas al Norte, Desde allí se distinguían los caminos que llevan a Fuerte
Guadalupe, a Chihuahua y a Monclova. Junto a él estaba sentada María
Hermoyes.
—Lo daría todo gustoso con tal de volver a verla —⁠dijo, iniciando un
diálogo.
—¡Oh, señor, usted no sabe cómo me alegraría yo también!
—Dijo que volvería pronto. Pero ya no viene. ¿Espero en vano?
—No debe perder las esperanzas. Juárez la traerá.
En este momento se aproximó a la ventana, —⁠se defendió los ojos con la
mano y se esforzó en mirar afuera.
—Parece como si se vieran muchos jinetes a lo lejos.
—¡Santa María! ¡Si fuera Juárez!
Los dos se miraron con gran emoción.
—Sí, son jinetes —dijo María.
—Son muchos —confirmó el hacendero⁠— Vienen hacia acá. ¡Dios,
quizás mi hija viene con ellos!
Inclinó la cabeza y cerró los ojos, pero sus oídos estaban atentos. Escuchó
un rumor que se aproximaba y después los cascos de muchos caballos,
formando un estruendo cada vez más próximo.
Era todo un ejército de apaches y blancos. Los mixtecas habían saltado
sobre sus caballos para recibirles. Se oían sus gritos y voces mezclados con
los relinchos de los caballos.
Después se oyeron pisadas en la escalera y ante la puerta, que se abrió.
Arbellez volvió los ojos al que entraba.
—¡Juárez! —murmuró, dominado por la emoción.
—¡El Presidente! —exclamó, también, María Hermoyes.
—Sí, yo soy —dijo el zapoteca— ¡Dios sea con usted, señor Arbellez!
¿Cómo le ha ido?
—Mal, muy mal, señor —respondió María⁠— Josefa Cortejo le encerró en
un calabozo para que se muriera de hambre. Nuestro buen señor ha conocido
todos los horrores.
Juárez enarcó las cejas, quiso preguntar, pero le fue imposible. La puerta
se abrió y se oyó un grito de júbilo:
—¡Padre!
—¡Emma, hija mía!

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El viejo hacendero intentó pronunciar estas palabras, pero no le salieron
de los labios. Siguió con los ojos cerrados, pero abrió los brazos. Un segundo
después estaban abrazados, mudos, dejando correr las lágrimas.
Juárez tomó del brazo a la anciana y juntos abandonaron la habitación.
—Dejémosles solos —le dijo, cuando estuvieron fuera⁠— Este momento
feliz les pertenece y no debemos estorbarles. ¿Pero quiere decirme, señora,
dónde está el señor Sternau?
—Está fuera —repuso la anciana— Lo mismo que Frente de Búfalo,
Corazón de Oso y los otros. No sé dónde han ido.
—Pero lo dirían antes de abandonar la hacienda.
—No. No podían decirlo porque tampoco lo sabían. Salieron en busca de
Josefa Cortejo.
María relató en pocas palabras todo lo que sabía. En este momento llegó
Karja, la india.
Con María Hermoyes subió donde estaban padre e hija para saludar a
Arbellez. Mientras, Juárez se retiraba para ocuparse de sus deberes.
También lord Dryden había venido. Una media hora después el inglés
estaba con Juárez en la habitación de este último, cuando entró en la
habitación el segundo jefe de los mixtecas con unos papeles en la mano.
—¿Qué le trae a mi hermano por aquí? —⁠le preguntó el Presidente.
—Cartas para ti, señor. Una joven entregar. Sternau ir tras enemigo y
encontrar squaw, que antes de irse dar cartas para ti.
No eran verdaderas cartas sino las notas que Emilia sacara de la
correspondencia secreta de Hilario. El mixteca volvió a salir. Juárez lanzó una
rápida ojeada a los papeles, que al principio fue rápida y superficial. Pero
después de unos momentos, el inglés observó la extraordinaria emoción que
se reflejaba en el inalterable rostro del zapoteca. Se guardó de interrumpirle.
Finalmente, Juárez dejó los papeles.
—Perdóneme, señor —rogó— pero esto es demasiado importante.
—¿Noticias de Sternau?
—Poco relacionadas con él. ¿Ya he hablado a usted de una señorita
Emilia, no?
—Su espía.
—Mejor debía llamarle mi aliada. Tenía mucho que agradecerle y con
esto me ha prestado un servicio que sólo ella es capaz de realizar. Voy a
abandonar hoy mismo la hacienda para ir directamente a Durango.
—Es muy expuesto.

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—En lo más mínimo. Tengo aquí copia de todas las plazas en que me
recibirán con los brazos abiertos. Sólo esperan mi aparición para empezar el
ataque. ¡Lea usted esto, señor!
Juárez alargó los papeles al inglés y éste los leyó rápidamente.
—¿Puede usted fiarse de la fidelidad de estas copias y de la verdad de los
originales?
—¡Completamente!
—Pues realmente son muy importantes y alentadoras. Sí, no debe usted
perder tiempo, debe usted marcharse; pero yo…
—Usted se quedará aquí y me seguirá tan pronto como llegue Sternau.
—¿Cree usted que volverá a la hacienda?
—Seguro. No descansará hasta que coja a Cortejo y a su hija. Con eso
acabará la tragedia de Rodriganda, y puede estar seguro que la sentencia de
los criminales será inexorable.
El Presidente, en efecto, abandonó la hacienda aquella tarde. Se llevó sus
tropas, dejando en la hacienda una pequeña guarnición que era así el punto de
apoyo para mantener las comunicaciones con el Nordeste del país.

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Capítulo 7.- Una apuesta

E n uno de los más elegantes restaurantes de Berlín, muy frecuentado por


los oficiales y altos empleados, situado cerca del jardín zoológico, se veía
un domingo un numeroso grupo de jóvenes que, a juzgar por su uniforme,
pertenecían a los más variados cuerpos del ejército.
Se habían reunido para almorzar, y el vino generoso había borrado ya
entre ellos toda diferencia.
Este almuerzo era consecuencia de una apuesta.
El teniente von Ravenow, de la guardia de húsares, poseía una
incalculable fortuna y era conocido como el oficial más gracioso y
despilfarrador y gozaba de tan buena acogida entre las damas que nunca había
recibido unas calabazas.
Por aquel tiempo apareció en Berlín una princesa rusa, cuya hija poseía
una rara belleza que la hizo muy solicitada entre la joven sociedad. Parecía no
darse cuenta de estos homenajes y como rechazaba todo intento de
aproximación con el mismo orgullo y energía, se creyó que era enemiga de
los hombres.
También el teniente von Golzen, que pertenecía al mismo regimiento,
recibió una negativa pública y por ello más molesta, que sirvió de mofa a
todos sus amigos.
El que más bromeó fue von Ravenow y para vengarse de él Golzen le
había apostado un almuerzo a que también recibía unas calabazas.
Ravenow aceptó la apuesta y la ganó, pues a los pocos días, se le vio en
compañía de la que parecía mostrarle una gran inclinación.
Hoy tenía que pagar Golzen la apuesta y sus camaradas procuraban
aumentar la desdicha del teniente con sus burlas.
—Sí, Golzen, te ha ido a ti tan mal como a mí —⁠peroró un teniente
larguirucho y desgarbado que llevaba el uniforme de cazadores⁠— A los
demás nos ha negado Himeneo sus favores. ¡El diablo sabrá por qué causa!
—¡Bah! —rió el interpelado— A ti te es fácil reírte porque no tienes
partido con las mujeres. Vete a casa y que mamá te cebe porque tal espárrago
no puede ser del gusto de ninguna dama. Por lo que se refiere a mí, no siento

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mi orgullo herido en lo más mínimo. He perdido mi apuesta, pero no por
haber recibido unas calabazas, sino porque Ravenow ha tenido buena suerte.
Estoy convencido de que algún día tropezará con la horma de su zapato.
—¿Yo? —preguntó Ravenow— ¿Qué estás diciendo? Estoy dispuesto a
repetir la apuesta con cualquier muchacha.
—¡Ojo! —le advirtieron.
—Sí —insistió— Otra apuesta con otra mujer. ¡Tú tienes la palabra!
Los ojos de todos los circunstantes se volvieron hacia Golzen, como ante
un superior del que esperan una orden. Las enrojecidas mejillas de éste, daban
a entender que no había sido muy prudente en la bebida, y era de temer que
llevara el asunto más lejos de lo que fuera de desear. Levantó amenazador el
dedo y dijo:
—¡Cuidado, mi querido amigo, si lo repites te tomaré la palabra!
—¡Hazlo! —exclamó Ravenow— Si me tomas la palabra es lo mismo que
si estuvieras dispuesto a pagarnos un segundo almuerzo.
Los ojos de Golzen centellearon. Se levantó diciendo:
—¿Estás dispuesto a aceptar cualquier apuesta?
—¡Cualquiera! —fue la respuesta rápida y tajante.
—Mi piel de zorro contra tu caballo árabe.
—¡Truenos! —exclamó Ravenow— Es una desigualdad endiablada, pero
de todas formas no me vuelvo atrás. ¡Aceptado! ¿Quién es la muchacha?
Una carcajada se escapó de los labios de Golzen y respondió:
—Una muchacha cualquiera que pase por enfrente de esa puerta. Yo te
enseñaré a la elegida.
Todos rieron y uno de los presentes exclamó:
—¡Bravo! Golzen quiere sacrificar su piel de zorro para que Ravenow
tenga que apuntarse la gran gloria de conquistar a una modistilla o una
costurera.
—¡Alto! ¡Me opongo! —Interrumpió Ravenow⁠— Ha dicho en efecto que
cualquier muchacha pero he debido hacer una limitación; si se ha de tratar de
cualquiera de las que pasean por la calle impongo la condición de que sea de
las que pasean en coche y no por la acera.
—¡Acepto! —se oyó la voz de Golzen⁠— Te concedo incluso que sólo
señalaré a una joven que pase en berlina.
—¡Te lo agradezco! —respondió Ravenow, aliviado⁠— ¿Cuánto tiempo
me das para hacer la conquista?
—Cinco días a partir de hoy.
—De acuerdo; podemos empezar cuando quieras; me sobra tiempo.

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Ravenow se levantó y se apoyó en el sable con arrogancia. Apenas se le
notaba la influencia del vino y a juzgar por su aguerrida presencia, de la que
tenía conciencia, era de temer que saldría con la suya.
En la sala reinaba una gran expectación.
Los circunstantes estaban asomados y se fijaban en las ocupantes de todas
las berlinas que paseaban. ¿A cuál de ellas elegiría Golzen? Nunca habían
visto una apuesta semejante. ¡Formidable! ¡Atrevido! ¡Increíble!
¡Extraordinario! ¡Temerario! Éstas eran las exclamaciones que se oían por
todas partes, hasta que de repente, un teniente de fusileros se abalanzó a la
ventana exclamando:
—¡Ah, magnífico; una verdadera belleza!
—¿Dónde? —preguntaron todos a un tiempo.
—Allí, a la izquierda de la esquina; la berlina que lleva aquel espléndido
tronco —⁠indicó el teniente.
—¡Ah, maravillosa! —exclamó un tercero⁠— ¿Quién será…?
El tronco señalado entró al trote en la calle. En el fondo del coche se veía
junto a una señora ya anciana una joven resplandeciente. Su rostro estaba
encendido por el arrebol de la juventud. Su cabellera, abundante y hermosa, le
enmarcaba el rostro y se anudaba en dos trenzas negras, abundosas. Sus
mejillas eran puras, inmaculadas, como las de una niña.
—¡Maravillosa! ¡Incomparable! ¿Quién es ella? Desconocida. ¡Una
criatura preciosa!
Así se oyó en toda la sala. El teniente von Golzen se volvió, señaló al
coche y exclamó:
—¡Ravenow, ahí la tienes!
—¡Ah, encantado! —repuso éste con júbilo.
Se estiró el uniforme, echó una mirada al espejo, tomó el sable bajo el
brazo y salió a la calle.
—¡Un advenedizo, por mi honor! —⁠murmuró el larguirucho del uniforme
de cazador, mirándolo con envidia.
—¡Bah! La seguiré en un coche para saber ante todo dónde vive
—⁠contestó a uno de los circunstantes.
Golzen rió suavemente.
—Y perder un día de esa manera. No, tendrá buen cuidado de hablar con
ella.
—¿Cómo se las arreglará?
—Eso no es un problema para él. Tiene suficiente experiencia y para
salvar su caballo árabe se exprimirá el caletre.

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—¡Ah, toma un coche y la sigue! ¡Quién pudiera hacerlo…!
Ravenow ordenó al conductor que persiguiera al coche que había pasado
con doble tronco de caballos.
Los dos vehículos se encaminaron al Jardín Zoológico. Al parecer, la
dueña del primer coche pensaba dar un paseo por el parque.
Cuando llegaron a una avenida menos concurrida ordenó el teniente a su
cochero que adelantara a su colega, y se buscó en los bolsillos para pagarle.
Entretanto se habían puesto los dos coches a la misma altura y Ravenow se
volvió, mirando a las ocupantes del otro con cara de asombro.
Él detuvo su coche, las saludó como si le fueran muy conocidas y
ordenando a su cochero que se marchase saltó a tierra y luego al otro coche,
empezando el ataque. Se sentó junto a la joven, con el rostro resplandeciente
de alegría, como si no observase toda la sorpresa de las dos señoras. Tomó a
la joven por las manos y con una bien fingida satisfacción exclamó:
—¡Paula! ¿Es posible? ¡Qué encuentro! ¿Está usted en Berlín? ¿Por qué
no me ha escrito todavía?
—Señor, parece que nos confunde usted —⁠dijo la señora con voz severa.
Ravenow puso una cara que expresaba en parte asombro y en parte la
convicción de que querían bromear con él.
—¡Ah, distinguida señora, mil perdones! Al parecer no he tenido todavía
el honor de que usted me conozca; sin embargo, Paula lo remediará con gusto
—⁠y volviéndose a la joven le rogó:
—Por favor, señorita, ¿quiere tener la bondad de presentarme a esta
señora?
En los ojos oscuros y serenos de la joven leyó una mirada interrogadora y
el teniente oyó una voz cálida:
—Me es imposible, señor. No lo conozco. ¿Quién es usted?
Él la miró con expresión extrañadísima y dijo:
—¿Cómo quiere usted engañarme, Paula? ¿Qué le he hecho yo para
merecer esto? ¡Ah! Olvidaba que siempre ha sido usted aficionada a las
bromas.
Ella volvió a mirarle con mayor seriedad que antes, y cuando le contestó
habló en un tono tan digno que el teniente se sintió sinceramente
impresionado.
—No bromeo con las personas a las que no conozco o no quiero conocer,
señor. Espero que no será otra cosa que un parecido asombroso lo que le ha
movido a subir a mi coche sin tener en cuenta las conveniencias, y le ruego
tenga la bondad de apearse.

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El joven parecía realmente confundido y con bien fingida confusión
respondió:
—¡Ah! ¿Es posible? Dios mío, ¿cómo he podido equivocarme? Pero el
parecido es tan asombroso que no lo hubiera creído posible. Es preciso que
desaparezca el incógnito.
Y con una doble inclinación ante la señora se presentó:
—Soy el conde Hugo von Ravenow, teniente de la guardia de húsares de
Su Majestad.
—Así, pues, es seguro que no nos conocíamos —⁠dijo la joven⁠—. Mi
nombre es Rosita Sternau, y esta señora es mi abuelita.
—¿Rosita Sternau? —dijo él aparentemente sorprendido⁠— Pero…,
señoras, soy víctima de una sorprendente semejanza y les suplico
humildemente que me perdonen.
—Si se trata de un parecido tan grande, lo olvidaremos —⁠respondió
Rosita. Pero su mirada y su tono se mostraban dudosos⁠— ¿Puedo preguntarle
quién es mi doble?
—Cierto, claro que sí, señorita Sternau. Es mi prima Marsfelden.
—¿Marsfelden? —Preguntó Rosita, cruzando una mirada significativa
con su abuela⁠— Marsfelden es un apellido noble. ¿Dónde está esa prima que
se llama Paula von Marsfelden?
El rostro del teniente se aclaró. Dedujo por esta pregunta que la joven
estaba dispuesta a entablar conversación con él, y esto era lo que
precisamente se había propuesto. Creyó que el juego era fácil.
Las señoras se llamaban simplemente Sternau y por consiguiente no eran
nobles. Y, ¿qué joven de clase media no se daría por satisfecha con poder
conocer a un teniente de la guardia de húsares, sobre todo si además era
conde? Despreocupado le contestó:
—Sí, Paula von Marsfelden. Vive en Darmstadt. Por eso me maravilló
encontrarla aquí en Berlín. Hoy mismo le escribiré para decirle que en la
capital del imperio hay una reproducción suya tan maravillosamente hermosa.
Una risa cristalina se dejó oír de la pequeña boca de la joven cuando
respondió:
—¡Puede ahorrarse usted ese trabajo!
—¿Por qué, señorita?
—Porque yo misma he avisado a la señorita Marsfelden.
—¿Usted misma? ¿Por qué motivo?
—Esa dama es amiga mía.
—¿Qué?

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Ésta sílaba sonó casi como un grito de asombro. Aquella señorita conocía
a la dama cuyo nombre él había dado, porque fue el primero que se le ocurrió.
Paula von Marsfelden no tenía el menor parentesco con él; sólo había dicho
que era su prima para tener una excusa y seguir en el coche.
—¿Se asombra usted? —dijo Rosita con altivez⁠— No ha conseguido
usted engañarme, señor mío. Usted es conde y oficial, pero no tiene usted
nada de caballero.
—¡Señorita…! —murmuró.
—Señor teniente, caballero —⁠respondió ella con desprecio.
—Si fuera usted un hombre le exigiría inmediatamente una reparación.
¿Soy yo responsable de una semejanza que es la única causa de mi error?
—¡Calle usted! Si yo fuera un hombre ya le habría desafiado a usted. Si se
tiene usted por un hombre de honor, le ruego únicamente que atienda a su
conciencia. Si usted intenta excusarse con ese parecido, no hace más que
mentir. Esa señorita de Marsfelden se parece tanto a mí como usted a un
caballero. Buscaba usted una aventura divertida y la ha encontrado usted, pero
muy divertida, como se la figuraba. Ha desempeñado usted su papel bastante
mal, así que lo mejor será que usted se retire.
Aquello fue un fracaso como no imaginara el teniente. Pero no estaba
dispuesto a abandonar la lucha tan pronto. ¿Iba a dar por perdida su apuesta
en el principio de la aventura? No, apreciaba demasiado su caballo.
—Bien, señorita; en parte debo darle la razón. Me encuentro en una
situación que no deja elegir y me obliga a decir a usted toda la verdad, aunque
sirva para aumentar su justa cólera.
—¿Cólera? —rió Rosita—. No, de eso ni una palabra. No ha de despertar
usted mi cólera sino mi desprecio. No me interesa lo que usted pueda
decirme; le excuso a usted de toda explicación, pero le ruego que se retire.
—¡No y mil veces no! —insistió él⁠— ¡Debe usted escuchar mis excusas!
—¿Ah, debo? ¡Ahora veremos si debo!
Sus ojos se apartaron buscando a lo largo de la avenida, mientras él
seguía:
—La verdad es que la sigo a usted hace ya una semana; desde que la vi
por primera vez ha despertado usted en mi corazón…
La risa de ella le volvió a interrumpir:
—¿Me sigue usted hace ya más de una semana?
—Sí, adorable señorita —afirmó él.
—¿Aquí en Berlín?
—Sí —contestó el teniente, receloso.

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—Entonces tengo que decirle que miente usted otra vez. No he estado
nunca en Berlín y he llegado ayer por la tarde. Compadezco a los hombres
que le llamen camarada. Y ahora, le ruego por última vez que abandone
nuestro coche.
—No me marcharé hasta haberme explicado, y si no quiere usted oírme,
me quedaré para saber dónde vive y buscarla allí para defenderme.
Los ojos de ella centellearon y con altivez en el gesto y en la voz, dijo:
—¡Ah! ¿Cree usted que dos señoras son demasiado débiles para
defenderse? Yo le demostraré lo contrario. ¡Juan, deténgase!
El cochero obedeció. El coche se detuvo en el cruce en que se encontraba
un guardia, pero el teniente no podía verlo porque estaba de espaldas. El
guardia se volvió y empezó a voltear el silbato con aire severo.
—Guardia, por favor, ¿quiere acercarse? —⁠llamó Rosita.
El teniente se volvió rápidamente y cuando vio al que se acercaba no pudo
evitar que su rostro enrojeciera de vergüenza. Abrió la boca para evitar la
situación, pero Rosita se adelantó:
—Guardia —dijo— Este hombre ha subido a nuestro coche y no quiere
abandonarlo. ¿Quiere usted ayudarnos?
El policía miró asombrado al oficial. Éste se dio cuenta de que sólo
emprendiendo una retirada prudente podría evitar una escena deplorable.
Saltó del coche y exclamó:
—La señora bromea, pero yo evitaré que se enfade.
Diciendo esto la miró amenazadoramente.
—¿Así, estamos libres? ¡Se lo agradezco!
Con estas palabras dirigidas al polizonte, Rosita ordenó al cochero que
siguiera el camino.
El teniente se sentía decepcionado como nunca en su vida. Temblaba de
rabia. Aquella chiquilla lo pagaría caro. En aquel momento se acercaba un
coche vacío. Se apresuró a detenerlo y ordenó al conductor que siguiera el
vehículo de Rosita, que todavía se distinguía a lo lejos. Quería saber a toda
costa a dónde vivían aquellas señoras.
El viaje siguió por una gran parte del Jardín Zoológico y luego prosiguió
hacia la capital. En una de las calles más concurridas se detuvo el coche ante
un edificio suntuoso. Las damas descendieron, atendidas por un criado de
librea, y el vehículo entró por la puerta cochera.
Ravenow había visto bastante. Enfrente de la casa vio un restaurante,
donde terminó de informarse.

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Después se hizo llevar a casa. Allí trocó el uniforme por un sencillo traje
de paisano y buscó la cervecería donde estaba seguro de no ser distinguido
desde la casa de enfrente.
Se le habían pasado ya los efectos del vino del almuerzo y se atrevió a
tomar una cerveza para tener ocasión de enterarse de lo que buscaba.
Desgraciadamente en el local no había nadie más que el cervecero y éste
parecía un hombre tosco, reservado y taciturno, así que Ravenow prefirió
esperar una ocasión más favorable.
Su paciencia no tuvo que soportar una espera muy larga, pues al poco rato
salió un hombre de la casa de enfrente. Lo vio cruzar la calle y entrar en el
mismo establecimiento. Aquel hombre pidió un jarro de cerveza, tomó un
periódico, pero pronto lo volvió a dejar y recorrió la sala con la mirada. Al
parecer prefería una buena conversación al periódico.
El teniente aprovechó la ocasión. Observó por su aspecto que aquel
hombre debía haber sido soldado, y decidió presentarse como un camarada.
Entabló la conversación, y al poco rato estaban juntos y charlaban de la paz,
de la guerra y de todo lo que pueda ser tema de conversación ante un par de
cervezas.
—Escuche —dijo finalmente el oficial⁠— por la forma en que se expresa
parece que ha sido usted militar.
—Sí, he sido suboficial —fue la respuesta.
—¡Ah, yo también soy suboficial!
—¿Usted? —Preguntó el otro, fijándose en las manos delicadas y en el
aspecto distinguido de su interlocutor.
—¡Hum! ¿Por qué no va usted de uniforme?
—Me han licenciado.
—¡Hum! ¿Y qué es usted ahora?
Sé notaba en el tono de la voz que no creía que el otro fuera suboficial.
Ravenow iba vestido de paisano, pero se veía en él al oficial a cien pasos.
—Comerciante —respondió— ¿Cómo se llama usted?
—Mi nombre es Ludwig, Ludwig Straubenberger.
—¿Vive usted en Berlín?
—Por supuesto. Allí enfrente, en la villa del conde de Rodriganda.
—¡Ah! ¿Esa villa pertenece a un conde?
—Sí, a un español; la ha comprado hace poco tiempo.
—¿Tiene mucha servidumbre?
—¡Hum! No demasiada.
—¿Se llama, quizás, uno de los empleados Sternau?

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Ludwig, el antiguo cazador, aprendió a ponerse en guardia. Era un
hombre sencillo, pero con el agudo instinto de esta clase de hombres
comprendió que debía ponerse en guardia y tener cuidado. Este hombre que
pretendía pasar por un suboficial le pareció que era algo más, y como el
cochero le había contado lo ocurrido en el parque, decidió no dejarse engañar.
—¿Sternau? —Dijo— Sí.
—¿Qué es ese hombre?
—El cochero.
—¡Diablos! ¿Cochero, y tiene una hija?
—También es cierto.
—¿Son las dos señoras que han salido de paseo at Parque Zoológico? No
tenían aspecto de ser la mujer y la hija de un cochero.
—¿Por qué no? El conde paga muy bien a sus servidores; las hijas y las
esposas de éstos pueden vestir como señoras. Además iban de paseo
probablemente hablando. Sternau tenía que probar un nuevo coche y lo
mismo daba que fuera vacío o que fuera ocupado, y él prefirió que le
acompañara su familia.
—¡Truenos! ¡Groseras como hijas de cochero que eran! —⁠exclamó el
teniente.
—¡Ah! ¿Se han portado groseramente? ¿Ha oído usted algo de ellas?
Ludwig hizo esta pregunta mirando con una expresión maliciosa el rostro
del teniente; éste se dio cuenta de que había cometido una gran imprudencia e
intentó repararla:
—Sí, algo he oído. He estado en el Parque Zoológico. Delante de mí se
detuvo un coche, un oficial tuvo que bajar y fue tratado de una manera
vergonzosa por las dos mujeres.
—¿Sí? ¡Hum! ¿Y cómo sabe usted que se llamaba Sternau, eh?
—Ése fue el nombre que dieron al guardia que había allí cerca.
—¿Y cómo ha venido usted precisamente aquí a preguntar por ellas?
—Por pura casualidad.
—¡Ya, por casualidad! Pues lleve usted cuidado no sea cosa que tropiecen
mis manos en su cara por casualidad.
—¡Oh! ¿Qué quiere decir eso?
—Esto quiere decir que Ludwig Straubenberger no se deja tomar el pelo.
Ya me ha extrañado su aspecto para ser un suboficial. Es usted, con toda
seguridad, el mismo teniente, el desahogado a quien esas hijas del cochero
han enviado a paseo tan lindamente. Ahora ha venido usted a espiar y a
esperar otra ocasión. Pero le aconsejo que se marche si no quiere usted que

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lluevan palos sobre sus espaldas. Si usted busca pelea la encontrará. Ahora
me marcho y antes de cinco minutos volveré, traeré al cochero y algunos
otros que harán gustosos un poco de ejercicio. Si el cochero le reconoce, le
vamos a zurrar la badana hasta que esté agujereado. ¡Vamos a tener una
buena tarde!
Después de estas palabras enérgicas, el honrado Straubenberger se
levantó, pagó su cerveza y salió.
Apenas hubo desaparecido por la puerta de la villa, Ravenow abandonó la
sala. No sentía el menor deseo de enzarzarse a puñetazos con esa clase de
gente y murmuró con rabia que aquel día todo le salía mal. Lo que no
sospechaba él era que Ludwig le había dado falsas señas de las dos mujeres.
Entre tanto llegó la hora en que los oficiales solteros se reúnen en el club
para comer. Ravenow fue también entre los presentes. Había cundido la
noticia de la apuesta y fue saludado con una salva de preguntas. Él procuró
evitar la respuesta, pero como no le dejaron en paz y le exigieran que contara
su aventura, tuvo que hablar:
—¿Para qué seguir hablando? Cierto que tengo cinco días de tiempo, pero
ya he ganado.
—¡Demuéstralo y te pagaré hoy mismo! —⁠exclamó Golzen entrando en el
comedor.
—¿Probarlo…? —rió Ravenow cínicamente⁠— ¿Qué es lo que hay que
probar? Me habéis encargado que conquistara la hija de un cochero.
—¿De un cochero? —preguntó Golzen asombrado⁠— ¡Imposible!
—¡Bah! Su padre se llama Sternau y es la hija del cochero del conde de
Rodriganda.
—No puedo creerlo. Es imposible que esa dama sea la hija de un cochero.
—Ve entonces y convéncete.
—Sí, lo haré. Una belleza como era, merece que me ocupe de ella.
Además, habrás de probarnos tu éxito. No te entregaré mi piel de zorro sin
más ni más.
—¡Bah! Te la regalo. No me voy a dejar ver con ella en público sólo para
probar que me honra con su predilección.
—Se trata de una apuesta. Podemos hablar de pérdida o ganancia, no de
regalos. Me veo obligado a pedirte la prueba. La forma en que lo hagas es
cosa tuya. No se puede ganar una apuesta sólo con afirmar que se ha ganado.
¿Qué le parece a usted, capitán? Él es extranjero y será imparcial.
Esta pregunta fue dirigida a un hombre alto y delgado que se sentaba en la
misma mesa. Vestía de paisano, pero era admitido en el círculo militar por

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tratarse del capitán Shaw, de la Marina de los Estados Unidos. Frisaba los
sesenta, tenía un inconfundible aire yanqui y corría la voz de que había sido
enviado por el Congreso para tomar parte en el estudio de la Marina alemana.
Había seguido la conversación con indiferencia, pero se interesó cuando
oyó los nombres de Rodriganda y Sternau.
Ya iba a responder cuando se abrió la puerta y entró un primer teniente de
la guardia de húsares, el ayudante von Branden. Traía un aspecto
malhumorado y arrojó su gorra sobre una silla con un gesto que mostraba
claramente su mal humor.
—¡Hola, Branden! ¿Qué pasa? —⁠preguntó uno de los presentes⁠— ¿Te has
enterado de algo en casa del viejo?
—¡Exactamente! —respondió el recién venido con una maldición.
—¿Qué pasa? ¡Por todos los demonios!
—El regimiento va muy mal, sobre todo le faltan oficiales decididos, así
piensa él. Pronto saldremos para el frente.
Diciendo esto se sentó y se echó al coleto el primer vaso de vino que
encontró.
—¿Que faltan oficiales decididos? ¡Por todos los diablos del infierno! ¡No
nos pueden tratar así! No dejaremos que se diga eso de nosotros.
Esta misma exclamación se oyó en todas las mesas. Causó sensación la
noticia de que pronto serían enviados al frente. El ayudante sacudió la cabeza,
soltó un juramento y siguió:
—Sí, arriba tienen esa opinión de nosotros, por lo que no debe
maravillarnos que a la oficialidad de los guardias de Corps, ahora formada por
los más puros elementos, hayan esta mañana destinado un nuevo camarada.
—¡Ah! ¿Para la guardia de Corps? ¿El puesto del fallecido Wiersbickys?
¿Quién es?
—Un teniente de línea, de Hersen.
—¡Por todos los diablos! ¡Uno de línea entre los húsares! ¡La guardia de
caballería! ¡Y además de Hersen! ¡El diablo se lleve estas innovaciones!
—¡Y el nombre tenéis que oír, el nombre!
—¿Cómo se llama?
—Unger.
—¿Unger? —preguntó Ravenow— No conozco ninguna familia Unger,
por mi honor, no conozco ninguna.
—¡Si al menos se llamara von Unger! —⁠dijo el ayudante⁠— Pero el mozo
se llama Unger a secas.
Todos saltaron de sus asientos.

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—¿Un plebeyo? ¿No es de la nobleza? —⁠se preguntaban unos a otros.
El ayudante sacudió la cabeza.
—Sí, parece que se irá lejos en la guardia de caballería. Si se me sube la
cólera a la cabeza presentaré mi dimisión. El mozo se llama Unger, tiene
veinticinco años, servía en la línea de Darmstadt, y tiene un padre que es
colono y hace de capitán en cualquier alquería. No tenía, pues, derecho; pero
se ha valido de una recomendación del Gran Duque de Hesse. El mayor
maldijo de ésta al coronel, maldijo esta jugarreta, y hasta habló de pedir el
traslado. Pues todas las maldiciones no sirven para nada, y la superioridad nos
lo ha regalado.
—Tendremos que aceptarlo y soportarlo.
—¡Aceptarlo, pero de ninguna manera aprobarlo! —⁠exclamó el conde de
Ravenow⁠— Por mi parte no soporto a ningún campesino. Ese individuo
saldrá del regimiento.
—Sí, saldrá, nos comprometemos a que así sea —⁠exclamó uno, y todos le
dieron la razón.
Es increíble cómo estaba desarrollado este espíritu en el cuerpo de
caballería y en especial en la guardia de caballería. Condición para formar
parte en un regimiento de guardia de caballería es la nobleza, y así se
consideró a Kurt Unger como un intruso.
La efusión fue general: le obligarían a abandonar el regimiento.
Así siguieron insistiendo sin observar la extrañeza con que el capitán
americano seguía el curso de la conversación. No se tomó el trabajo de
manifestar su opinión, pero sólo con mirar sus ojos se habría comprendido
que desaprobaba severamente aquella actitud, incluso le resultaba
inexplicable.
—¿Y cuándo tendremos el honor de recibir entre nosotros a este labrador
convertido en teniente de húsares? —⁠preguntó uno de los oficiales.
—Hoy mismo —repuso el ayudante— Esta tarde tiene que presentarse al
coronel y yo soy el encargado de introducirle esta noche entre los camaradas.
—En este caso esta noche no aparecemos por aquí ninguno de nosotros
—⁠propuso Ravenow.
—¿Por qué no, querido Ravenow? Esto no conduce a nada, pues tarde o
temprano tendremos que verle, y yo creo que sería mucho mejor que nos
reunamos todos y le mostremos lo que puede esperar de nosotros.
Esta sugerencia fue aceptada y así se plagó una verdadera tormenta sobre
el joven advenedizo sin que él tuviera la menor sospecha.

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Capítulo 8.- El teniente sin título

K urt se encontraba en Berlín. Con el fin de romper de vez en cuando su


aislamiento en Rheinswalden y sustraerse a la influencia de la
melancolía, Roseta Sternau compró una villa en Berlín y todos los años
pasaba en ella algunas semanas. El día antes llegó don Manuel acompañado
de la anciana señora Sternau y de su nieta. Y aquella misma mañana había
venido Kurt a Berlín desde la ciudad de Darmstadt. Llegó antes de que la
señora Sternau volviera con Rosita de su paseo.
Por su situación militar, Kurt viajaba con alguna frecuencia, y unos días
antes vino a la capital cumpliendo órdenes de sus superiores. A pesar de sus
muchas obligaciones, siempre encontraba tiempo para ir alguna vez a
Rheinswalden y en una de las visitas que hizo a su madre y a su viejo jefe von
Rodenstein, se enteró de que Rosita había salido para Berlín.
Le encontramos en una habitación de la villa, con su uniforme de gala,
listo para empezar las visitas de rigor. El traje de húsar le sentaba
admirablemente. El muchacho prometedor se había convertido en un hombre
hecho y derecho. Su figura no destacaba por lo alto ni por lo ancho, pero se
adivinaba en la sólida contextura que sus músculos y sus nervios se habían
educado con armonía poco común. De su rostro, curtido por el sol, destacaba
la anchurosa frente, que le daba dignidad. En sus rasgos se reflejaba la energía
que hacía de él un magnífico oficial.
Afuera se oyó rodar el coche; Kurt saltó impaciente hacia la ventana y
miró por los cristales. Apenas pudo distinguir a las dos damas entre las
sombras de la entrada.
—¡Rosita! —pensó, con una sonrisa de alegría⁠— ¡Cuánto tiempo hace
que no nos vemos! ¡Está en la edad en que se cambia por días, tanto más por
años! ¡La veré enseguida!
Se precipitó por la escalera del recibidor, a donde ya don Manuel había
acudido para esperar el regreso de las señoras. Aquí en el amplio salón se
podía apreciar la belleza de Rosita mucho mejor que en el reducido coche, y
causaba una impresión deslumbradora. Ya su padre se distinguía por su
notable estatura, y Roseta de Rodriganda, su madre, se hubiera podido

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comparar con las más grandes bellezas. Así era de esperar que la hija reuniera
en su persona las cualidades de sus padres.
Kurt quedó paralizado en la puerta. Rosita se adelantó a su encuentro.
—¡Oh, es Kurt, nuestro buen Kurt! —⁠exclamó, estrechándole las dos
manos a guisa de saludo.
Él intentó dominar la emoción que le embargaba y sin conseguirlo se
inclinó y se llevó a los labios una de aquellas delicadas manos. Optó por no
pronunciar ninguna palabra, temiendo que el temblor de su voz lo delatara.
Ella lo miró con fijeza y fijándose en el azoramiento del joven exclamó:
—¡Qué formalidad; qué cumplidos! ¿Ya no me conoce el señor teniente?
—¿No conocerla, señorita? —⁠respondió sobreponiéndose⁠— Antes dejaría
de conocerme a mí mismo.
Ella separó las manos y dejó escapar su risa cristalina.
—¿Te acuerdas ahora de que soy una condesa de Rodriganda?
—Eso es —repuso él confundido.
—Kurt. ¿Por qué no has pensado hasta ahora en ese detalle? Yo he sido
Rosita y tú has sido Kurt y espero que siga siendo así. ¿O es que el teniente se
ha hecho orgulloso desde que pertenece a la Guardia de Húsares?
Ella se fijó en el joven por primera vez. La sonrisa que vagaba por sus
mejillas desapareció, dejando lugar a un color rojo subido.
El joven había ya dominado la emoción. Con una mirada franca y feliz la
tomó de las manos:
—Te lo agradezco, Rosita. Yo soy el mismo de siempre, dispuesto a
cruzar el fuego y vencer a cien armas por ti.
—Sí, siempre te has sacrificado por la temerosa e ingrata Rosita. Nunca te
pediré que cruces el fuego o que venzas a ejércitos enemigos, aunque hoy
precisamente hubieras podido tomar la espada por tu dama.
—¿Es posible, Rosita? ¿Te han insultado? —⁠preguntó con ojos
centelleantes.
Ahora intervino en la conversación don Manuel, que preguntó indignado:
—¿Te han insultado? ¿Quién se ha atrevido?
—Un teniente, un tal Ravenow. Pertenece a la guardia de húsares, como
Kurt. Por fortuna he sabido hacer frente a su ataque indigno. ¿No es verdad,
abuelita…?
—Sí, te has portado con mucha seriedad —⁠corroboró la señora Sternau⁠—
Nunca hubiera creído que esta niña tuviera que experimentar un asedio en su
primera salida al mundo.
—¡Estoy desconcertado! ¿Queréis contarme?

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Tomaron asiento y la señora Sternau contó el suceso desde el principio. El
conde conservó la serenidad, pero Kurt estaba muy agitado. Cuando la
narradora hubo terminado, exclamó el joven saltando de la silla:
—¡Por Dios, eso es demasiado! ¡Por fortuna tengo una espada!
Don Manuel le contuvo con un gesto de la mano y dijo con serenidad:
—Nada de eso, querido Kurt. Te granjearás la enemistad de todos los
camaradas del cuerpo de guardia.
—Por lo que respecta a mis camaradas, estoy ya enterado de que a mi
llegada formarán contra mí un verdadero frente. En la guardia es tradicional
hacer el vacío a los oficiales que no pertenecen a la nobleza. Un desafío con
ese Ravenow no me haría perder amigos donde no los tengo.
—Ya hablaremos más tarde de esa cuestión —⁠respondió el conde
bondadosamente⁠— Tus últimas palabras me han recordado que es casi la hora
en que tienes que presentarte en el Ministerio de la Guerra. Vas bien
recomendado; hasta ahora tu comportamiento ha sido irreprochable y serás
bien recibido. Lamentaría que este suceso te impulsara a cometer la primera
falta.
Con esto dio por terminada la cuestión y Kurt se separó de ellos para
hacer la visita de rigor a sus superiores. En el fondo había decidido no tolerar
a ningún oficial la menor ofensa contra su honor, y aquel Ravenow daría
ocasión a la primera bofetada.
Le habían preparado ya un magnífico coche individual, al que subió para
cumplir, con más rapidez, la obligación de presentarse a sus superiores. Kurt
se encaminó primeramente a visitar al Ministro de la Guerra. Había recibido
la orden de presentarse a éste, aunque sólo era obligatorio para los oficiales
que pertenecían al regimiento de su mando. Esta circunstancia probaba que se
hacía con él una excepción honrosa. Y un privilegio extraordinario fue
también el que se le hiciera pasar inmediatamente, a pesar de que la antesala
se encontraba atestada de personas que esperaban ser recibidas.
El ministro le dispensó una amable acogida, examino su aspecto y con una
sonrisa de satisfacción dijo:
—Todavía es usted joven, señor teniente. Me ha sido usted recomendado
y estoy satisfecho de haber atendido la recomendación. A pesar de su
juventud, ha estudiado a fondo la organización militar de la mayor parte de
los países extranjeros. He leído sus cuidadosos trabajos y no quiero que le
falte mi felicitación. Tengo muchas esperanzas en usted y me alegraría que
llegara al Estado Mayor. No tengo más remedio que advertirle que encontrará
alguna dificultad en el nuevo regimiento por la intransigencia de los oficiales,

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que intentarán rechazarle de la guardia. Le aconsejo que pase por alto esos
contratiempos mientras lo permita su honor de oficial. Le saludarán con
frialdad y le volverán la espalda. He escrito unas líneas al coronel con el fin
de facilitarle a usted el camino. Vaya con Dios y hágame saber pronto que
ocupa usted el puesto que le corresponde en su nuevo círculo.
Entregó a Kurt una carta cerrada y dirigida al coronel y con un gesto
amable le hizo saber que podía retirarse.
Este principio fue muy animador; pero, por desgracia, la continuación que
tuvo fue menos agradable.
Del Ministerio se dirigió al Cuerpo para presentarse al comandante del
regimiento. Un ordenanza lo introdujo. El coronel estaba en la mesa ocupado
en firmar un legajo de papeles, mientras el ayudante, von Branden,
permanecía en pie, junto a él, ocupado en recoger los documentos firmados y
en colocarlos en una carpeta.
Cuando Kurt entró, el coronel lo miró sólo de rechazo murmurando algo
ininteligible; el ayudante dio su nombre con glacial entonación, sin tender la
mano al recién llegado. Cuando hubo terminado, el comandante se levantó y
miró descaradamente al teniente con su monóculo.
—Muy sorprendente, un teniente de infantería en la guardia de húsares.
Ya sabrá usted que somos muy orgullosos en la guardia. ¿Conoce a la
oficialidad del regimiento?
—No, mi coronel.
—Puesto que es usted soltero, la conocerá en el casino. El primer teniente
von Branden le presentará allí a los demás.
—Estoy en casa de unos conocidos y con su licencia prefiero comer con
ellos.
El coronel se encolerizó, pero se le ocurrió una idea.
—Aunque usted sabe que eso no está permitido, puede hacerlo. De todas
formas no encontrará usted nunca satisfacción entre nosotros. Preséntese
mañana a las nueve en punto para el servicio de filas. Puede usted marcharse.
—A sus órdenes, mi coronel. Antes he de entregarle estas líneas por
encargo de Su Excelencia el Ministro de la Guerra.
Giró sobre sus talones y abandonó la habitación haciendo sonar las
espuelas. El coronel permaneció con la carta en las manos mirando al
ayudante.
—Un sujeto molesto —dijo éste irritado.
—No comprendo cómo Su Excelencia le ha confiado este encargo. O
tendrá un contenido de naturaleza privada. Veamos.

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Abrió el sobre y leyó:

«El portador es recomendable por todos conceptos. Espero que sus


camaradas sepan apreciar, como yo he hecho, sus valiosas dotes. Es mi
deseo que la falta de título nobiliario no sea obstáculo para que le
reciba como merece».

El coronel se quedó con la boca abierta.


—¡Por todos los diablos! —Exclamó⁠— Esto es toda una orden de puño y
letra del mismo Ministro. Pero yo no puedo consentir que se abra semejante
brecha en nuestro círculo aristocrático. Hasta eso no llega el poder de un
ministro. Ese Unger no será el que se salte nuestras reglas, a pesar de sus
dotes intelectuales…
Kurt se dirigió a continuación a sus dos superiores inmediatos, el mayor y
el capitán de su escuadrón. La acogida fue fría, casi despectiva.
Sospechó que se le haría el vacío. Únicamente hubo un teniente, el joven
von Platen, pariente del mayor, que le saludó con camaradería, se mostró
afectuoso aunque apenas cambiaron palabras.
Platen parecía ser una excepción entre todos los demás.
—Espero que su buen corazón no le llevará a hacer alguna tontería, mi
querido Platen —⁠le increpó el mayor cuando Kurt hubo salido.
—Mi buen corazón no me llevará a hacer nada que se oponga a mi deber
—⁠respondió el teniente algo molesto.
El aspecto y en general el porte de Kurt le habían hecho muy buena
impresión y presintió que no podría mostrar una enemistad injusta a su nuevo
camarada.
Kurt volvió a casa, donde relató a don Manuel cómo le había ido en sus
entrevistas. Al terminar, se encogió el conde de hombros y dijo sonriendo:
—Tal como yo lo esperaba. La guardia es en todos los países el Cuerpo
más orgulloso y servir en un Cuerpo de guardia, sobre todo de caballería,
parece hoy un privilegio de la nobleza.
—Pero yo no he entrado en ese círculo por mi gusto. No hago más que
cumplir órdenes.
—Cierto. Así debían de haberlo comprendido tus compañeros. De todas
maneras, aunque te falte el «de» exigido, tienes la suficiente dignidad para
formar parte de un regimiento de guardia de coraceros.
—Haré lo posible para merecer el aprecio de todos esos señores.
—Estoy convencido. Y, además, aunque extranjero, sé por la historia y la
tradición prusianas que un hombre no puede conseguir nada por el privilegio

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de su cuna y que los reyes de Prusia han sabido apoyar siempre el valor
personal. No te dejes desanimar por la conducta de los oficiales, querido Kurt.
Durante tu ausencia he recibido una carta del Gran Duque de Hesse, que se
encuentra en Berlín, y…
—¿El Gran Duque en Berlín? —⁠le interrumpió Kurt⁠— ¿Cómo es eso? ¡Si
antes de ayer mismo hablé con él en Darmstadt!
—El Rey de Prusia le ha hecho una llamada telegráfica. Por el tono de su
misiva he deducido que se trata de una cuestión diplomática trascendental.
Quizás se trata de la anexión de Hersen a Prusia, que ya se ha intentado
alguna vez por las armas; quizás se trate de cualquier otra cosa. Von
Bismarck es una cabeza privilegiada y calcula fríamente como un
matemático. Lo que parece fuera de duda es la urgencia con que se ha
reclamado la presencia del Gran Duque en Berlín. Tú conoces el carácter de
este hombre extraordinario y es de esperar que su influencia sea muy grande.
Esto me alegra y espero que te ocurra lo mismo. El Gran Duque me ha rogado
que vaya a verlo y aprovecharé la ocasión para decirle cómo, has sido
recibido. Estoy convencido de que te ayudará con gusto.
El conde se interrumpió y se acercó a la ventana. Abajo, frente a la puerta,
había un coche parado, pero sus ocupantes habían entrado ya en la casa y no
pudo ver nada.
En el recibidor se oyeron voces y sin que precediera aviso del criado se
abrió la puerta. Apareció Roseta Sternau, condesa de Rodriganda y Sevilla.
Tras ella entró una dama de gran belleza, aunque no muy joven.
—¡Mi querida hija! —exclamó el conde agradablemente sorprendido⁠—
¿Cómo es posible que hayas vuelto tan pronto?
Salió a su encuentro al mismo tiempo que la abrazaba y la besaba.
—He venido a traerte un huésped muy querido que creo te alegrará,
querido papá. Mira y contéstame.
Señaló a la dama que había entrado con ella y el conde la miró, sin
comprender.
En el hermoso rostro de ésta se reflejaba una pena resignada, que se
parecía mucho a la que alteraba las facciones de Roseta.
Aunque ella le reconoció enseguida, el conde sacudió la cabeza y dijo:
—Dime, Roseta, cuando vuelva de mi asombro, cuál es la alegría que
quieres darme.
—Esta señora es Amy Dryden.
—¿Tu amiga que había desaparecido durante tanto tiempo? —⁠preguntó
don Manuel sorprendido.

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Roseta afirmó.
Don Manuel se acercó a Amy, le estrechó las manos y exclamó con
muestras de gran alegría:
—¡Bienvenida, bienvenida de todo corazón! Han ocurrido cosas muy
graves desde la última vez que nos vimos. ¡Cómo nos alegramos cuando hace
medio año recibimos en Londres aquella inesperada carta de su padre! ¡Qué
lástima que no pudiera venir a Alemania antes de emprender su viaje! Espero
que ahora sea usted nuestro huésped por algún tiempo.
Amy Dryden movió afirmativamente la cabeza.
—Con alegría acepté la invitación de Roseta de quedarme con ella
mientras mi padre estuviera en América. Al principio quise acompañarle, pero
por las malas noticias, no me quiso dejar correr el riesgo de seguir en un país
semisalvaje y en guerra. Antes de contarle a usted todo lo que ha ocurrido le
advertiré que he estado primeramente en Rheinswalden, donde encontré a
Roseta y he venido con ella a Berlín.
—Ha hecho muy bien, mis Amy. Permítame presentarle a mi joven
amigo, el teniente Kurt Unger.
—¿Unger? Conozco ese nombre. Así se llamaba un capitán de la marina
cuyo hermano era un famoso explorador.
—El capitán era mi padre —intervino Kurt.
—¡Ah, señor teniente, en ese caso tendré ocasión de hablarle de su padre!
—⁠Dijo la inglesa⁠— Por desgracia, no conozco su suerte desde el momento en
que abandonó la hacienda del Erina.
Tomaron asiento y prosiguieron la conversación. Amy le contó todo lo
que había sabido de Pedro Arbellez, causando una gran impresión a Kurt. Les
relató, igualmente, la aventura de Flecha de Trueno en la cueva del tesoro de
los mixtecas y al llegar aquí interrumpió su narración con esta observación:
—He sabido por Roseta que no ha recibido usted las cartas que le envié
por intermedio de Juárez. ¿No ha recibido tampoco lo que le enviaba el
hacendado?
—¿Me enviaba algo a mí? —preguntó Kurt maravillado⁠— No he recibido
nada.
Esta respuesta llenó a Amy de consternación.
—¿Pero usted es el hijo del capitán Unger? —⁠preguntó.
—Sí, señora —fue la respuesta.
—Pues su tío le envió, por medio de Frente de Búfalo, una parte del
tesoro del que hablé antes. Cierto que una pequeña parte, pero que constituía
una verdadera fortuna. Estaba destinada a la educación de usted. Unos años

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después de la desaparición de Sternau llegó a México el hacendado Pedro
Arbellez, que entregó los valiosos objetos al que entonces era jefe de Estado,
Benito Juárez, el cual los envió a Europa.
—No tenía la menor noticia —⁠repitió Kurt⁠— Ese envío se habrá
extraviado o habrá llegado a manos de personas desconocidas.
—El hacendado no conocía la dirección. Lo único que sabía es que a
usted se le podía encontrar en un castillo en las cercanías de Maguncia, que su
padre era el capitán Unger y que el castillo estaba habitado por el capitán von
Rodenstein. Por eso envió los valores a un Banco de Maguncia, cuyo jefe se
encargaría de encontrarle a usted.
—Me habría encontrado. El envío se ha perdido en el camino.
—El Jefe del Estado se aseguró muy bien.
—En ese caso esa fortuna me estará esperando. Sólo hace falta saber de
qué Banco se trata.
—Lo oí decir al propio hacendado, pero en el curso de los
acontecimientos posteriores lo he olvidado. Sin embargo, creo que no sería
difícil de enterarnos. Fui capturada con mi padre por la Pantera del Sur y
llevada a la parte meridional del país. Allí estuvimos prisioneros hasta que
Juárez consiguió que nos dejaran en libertad. Esto ocurrió después de ocho
meses de cautiverio. Ustedes me perdonarán si no puedo acordarme del
nombre del Banco.
—¡Oh, miss Amy, no podemos hacerle a usted ningún reproche! Por el
contrario, agradeceré siempre que me haya dado usted esta noticia. Hablaba
usted de objetos preciosos. ¿Así no se trata de dinero?
—No. Aunque no he visto los objetos sé que se trata de joyas y piedras
preciosas, cadenas, brazaletes, anillos fabricados en los tiempos del antiguo
México. Todos incrustados de valiosas piedras.
—Así que sería dueño de una fortuna si consigo que lleguen a mis manos.
No tengo la pasión del dinero, pero haré investigaciones en Maguncia. Tengo
el deber de hacer que ese dinero cumpla la misión para que lo destinaron mi
padre y mi tío. Siga contando, ¿quiere hacer el favor?
Y Amy siguió con su relato.
Su descripción fue creciendo en interés y los oyentes se levantaron de sus
asientos y rodearon a la narradora, que se había acercado a la ventana. Lo que
estaba contando no lo sabía por otros, sino que lo había vivido ella misma. Su
mirada vagaba, distraída, a lo largo de la calle.
Súbitamente lanzó una exclamación de sorpresa y se acercó más a los
cristales.

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—¿Qué ocurre? ¿Qué le ha sorprendido? —⁠preguntó Rosita,
aproximándose a su vez.
—¡Dios mío! ¿Puede ser? —exclamó Amy, señalando a un hombre que se
acercaba a grandes zancadas por la acera de enfrente, observando la villa con
insistencia.
Era el capitán Shaw. Había experimentado una gran sorpresa cuando oyó
el nombre de Sternau en el círculo de oficiales y decidió averiguar de qué se
trataba.
Aprovechó la ocasión de que enfrente mismo de la villa hubiera un
restaurante, donde fácilmente podría informarse.
—¿Te refieres al señor aquel de la acera? —⁠preguntó Roseta, que había
seguido la mirada de su amiga.
—Sí, aquél.
—¿Le conoces? Sería asombroso que encontraras aquí en Berlín a algún
conocido.
—¿Que si conozco a ese hombre? —⁠Exclamó pálida de emoción⁠— He
visto ese rostro en circunstancias tales, que no podré olvidarlo.
—¿Quién es?
—¡No es otro que Landola, el pirata!
No se puede describir el efecto que produjeron aquellas palabras.
Los circunstantes quedaron mudos de asombro. Después se rehicieron.
—Landola, el capitán del «La Péndola» —⁠exclamó Roseta.
—¡El capitán Grandeprise, el pirata! —⁠intervino el conde⁠— ¿No se
equivoca usted?
—No, —respondió Amy— Basta ver una vez ese rostro para no olvidarlo
jamás.
Kurt no dijo nada. Se había acercado a la ventana y pasó su vista sobre el
hombre como un águila sobre su presa.
—Está observando nuestra casa —⁠dijo el conde.
—¿Sabe que vivimos aquí? —añadió Amy.
—El destructor de nuestra felicidad planea otro crimen —⁠dijo Roseta.
—Ha entrado en la cervecería —⁠observó Kurt⁠— Seguramente quiere
preguntar por nosotros. ¡Ah!, seguramente le complacerán.
Con rápidos pasos salió. Se dirigió a su habitación y cambió el uniforme
por su traje de paisano.
Poco después cruzó la calle en dirección al establecimiento. Cuando entró
allí llamó a un mozo con aire desenfadado, como si se encontrase aburrido.

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El capitán Shaw estaba solo en la sala, como antes Ravenow. Vio salir a
Kurt de la villa y se dispuso a entablar conversación con él.
Cuando Kurt se disponía a tomar asiento en otra mesa lo llamó:
—Por favor. ¿Quiere usted sentarse conmigo? Estoy completamente solo
aquí, y prefiero compañía para tomar un vaso.
—Tenía yo la misma intención, señor, y acepto su invitación —⁠respondió
Kurt.
—Hace usted bien —aseguró el capitán, fijando en el rostro de Kurt una
mirada astuta⁠— Creo que para usted es más conveniente una compañía alegre
que la soledad. Parece usted disgustado. ¿Acierto?
—¡Hum! Sí tiene usted razón —⁠murmuró Kurt, pidiendo una cerveza⁠—
Los grandes señores no se preocupan de que tengamos bueno o malo el
humor.
—Sí; es ésa también mi opinión. ¿Viene usted de esa magnífica mansión?
¿Quizás sirve usted en ella?
—Es posible —fue la respuesta equívoca.
—¿Quién vive allí arriba?
—Un conde de Rodriganda.
—Ese nombre es español.
—Sí, es español.
—¿Rico?
—¡Mucho!
—¿Conoce usted el estado de su fortuna?
—¿Cree usted que un conde da cuenta a sus servidores del estado de sus
cuentas?
—¿Quién o qué es usted?
Kurt hizo un gesto y contestó:
—Eso no viene al cuento. Usted también parece un señor muy distinguido
y no debe cuidarse de lo que soy o de cómo me llamo.
Los ojos del capitán relampaguearon alegres y con tranquila entonación
dijo:
—¡De acuerdo! Me gusta. Me gustan los hombres con carácter reservado
pues se puede confiar en ellos. ¿Pasa usted mucho tiempo en la Villa?
—No —respondió Kurt, sin faltar a la verdad.
—¿Volverá usted pronto?
—Sí, muy pronto.
El capitán murmuró a media voz inclinándose hacia él:
—Escuche usted, joven, me gusta usted. ¿Tiene usted fortuna?

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—No. Soy pobre.
—¿Quiere usted ganarse una buena recompensa?
—¡Hum! ¿Cómo?
—Necesito conocer detalles referentes al conde, y si usted lo ve con
frecuencia le será fácil enterarse. Si usted quisiera ayudarme no saldría
perjudicado.
—Lo intentaré —dijo Kurt después de una pausa.
—Me basta. Veo que es usted decidido y esto aumenta mi confianza. Es
posible que podamos ayudarnos mutuamente, y fijándose en el traje de Kurt,
añadió:
—Si usted quiere, puedo facilitarle el dinero que necesite. Cuando se haya
usted convencido de que no soy un tacaño será usted más comunicativo. Soy
forastero y necesito un hombre en quien poder confiar.
—¿Qué habría de hacer ese hombre? —⁠preguntó Kurt interesándole como
si le tentara el ofrecimiento de su interlocutor.
Éste se volvió a fijar en él. Kurt iba vestido con sencillez y parecía ser un
hombre franco. Esto tranquilizó al capitán. Pensó que se trataba de un joven
sin experiencia, aunque inteligente y concibió el propósito de utilizarlo como
instrumento.
—Usted me oculta quien es. ¿Puedo por lo menos saber quién es su
padre?
—Mi padre es marino.
—Ah, entonces no es usted de una familia distinguida. ¿Quizá busca usted
una posición mejor?
—Sí, señor, pero encuentro muchas dificultades.
El capitán estuvo a punto de frotarse las manos de satisfacción. Con gesto
protector siguió:
—¡Déjese guiar! Yo puedo proporcionarle un buen porvenir si sabe usted
hacerse útil. Parece usted tener algo de astucia.
Kurt entornando los ojos respondió:
—No me falta, como podrá usted ver dentro de poco.
—Pero necesito saber quién es usted y como se llama.
—Bien. Lo sabrá tan pronto como haya explicado para qué me necesita.
Por ahora, bástele saber que hay lugares que no puedo frecuentar, he de ser
prudente.
El capitán quedó satisfecho. Se convenció de que tenía ante él a un
hombre que no debía llevarse muy bien con la justicia y al que podría utilizar
como instrumento. Le contestó:

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—Me basta de momento. Le voy a hacer un pequeño anticipo por los
servicios que me prestará. Aquí tiene cinco táleros.
Sacó un bolsillo y puso sobre la mesa la suma indicada. Kurt le devolvió
el dinero y repuso:
—No estoy tan necesitado como para necesitar un anticipo, señor.
Primero el trabajo y después el premio; eso es más justo. ¿Qué he de hacer?
El capitán no ocultaba su satisfacción.
—Como usted —dijo— también yo practico esos principios y creo que
nos entenderemos.
—No quedará descontento. ¿Qué he de hacer, pregunto?
—Primero averiguar, por el conde de Rodriganda, algunos asuntos
familiares. Detalles de los miembros de su familia y ante todo qué se propone.
Necesito saber qué personas le visitan que lleven el nombre de Sternau y si se
encuentra con ellos alguien llamado Unger.
—No es difícil de saber.
—Cierto. Seguramente le avisaré a usted para resolver en Maguncia un
asunto sencillo, relacionado con un guardabosques al que quiero vigilar.
Usted me parece indicado para hacerlo.
—¡Ah!, ¿pertenece usted a la policía?
—Quizás —insinuó el interpelado con aire de misterio⁠— Más bien estoy
interesado por la alta política. Le voy a confiar algo. Espero, que podré
hacerlo sin peligro.
—No tenga inconveniente en contarme lo que sea. ¡No corre usted
peligro! —⁠sonrió Kurt.
—¡Hum! Observo que es usted un pequeño zorro, y esto habla en su
favor. Escuche: Austria ha sido vencida por Prusia y busca aliados para
tomarse la revancha. Parece que ha encontrado un aliado en Francia.
Napoleón III ha hecho emperador de México a Maximiliano Ahora hay que
preguntarse cuánto durará esta amistad. Inglaterra y Norteamérica se niegan a
reconocer a Maximiliano y quieren obligar a Napoleón a retirar sus tropas de
México. Maximiliano se ha de mantener con el apoyo de Austria pero la
guerra ha debilitado tanto el imperio que no puede prestar ayuda al
archiduque. Esto servirá a los mexicanos para derribarle del trono. Con esto
se origina un río revuelto en que cada Estado intenta pescar en provecho
propio. Por todo esto hay en la corte, aquí en Berlín, muchos enviados
secretos que tienen el encargo de avisar a sus países de cuál es el momento
apropiado para sacar más partido.
—¿Y es usted uno de esos enviados?

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—Esto es… —concedió el capitán.
—¿A qué Gobierno pertenece usted?
—Por ahora eso será un secreto para usted. Le he hecho estas confidencias
para demostrarle que estoy dispuesto a procurarle un porvenir si usted es fiel.
Su primer trabajo será enterarse de todo lo que tenga que ver con el conde de
Rodriganda.
—Y cuando lo haya hecho, ¿cómo y dónde puedo verle a usted?
—Veo que no podré guardar todo el secreto. Mi nombre es capitán Shaw
y vivo en el «Hotel Magdeburgo». Venga usted a verme allí en cuanto tenga
algo que comunicarme.
—Posiblemente será muy pronto —⁠dijo Kurt, con doble sentido.
—Así lo espero —respondió Shaw, apurando el vaso⁠— Creo que con
nuestros propósitos nos beneficiaremos mutuamente. Por si se diera el caso de
que se enterase de algo, le advierto que hasta dentro de un par de horas no
volveré al hotel. ¡Hasta la vista!
Shaw salió y Kurt se quedó solo. Había que aprovechar las dos horas en el
«Hotel Magdeburgo». Se trataba de algo mucho más importante que una
cuestión personal.

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Capítulo 9.- Intrigas políticas

K urt se informó por el cervecero, de dónde podría encontrar el «Hotel


Magdeburgo», pagó y salió del establecimiento. Como había visto que el
capitán se alejaba en la dirección opuesta, estaba seguro de no ser
sorprendido.
Encontró el establecimiento, entró en la sala y pidió de beber. Una
muchacha le sirvió lo que había pedido. Le produjo la impresión de que le
sonreía con un gesto pícaro. El teniente miró interrogadoramente su aspecto
malicioso; la joven le preguntó:
—¿Ya no me conoce usted, señor teniente?
Reflexionó un momento y súbitamente recordó:
—¡Diablos! ¡Es posible! ¿No es usted Berta Uhlman de Bodenheim?
—Sí, yo soy —respondió sonriente⁠— He ido muchas veces a
Rheinswalden, y le he visto allí.
—Pero hacía ya muchos años que no la veía y por eso no la he reconocido
enseguida. ¿Cómo ha venido usted a parar a Berlín?
—Éramos muchas hermanas, y mi padre pensó que yo debía buscar un
medio de vida. Estoy ahora en esta casa porque el dueño es un pariente lejano
de mi padre.
—Lo celebro. Le tengo que pedir a usted un favor.
—Si puedo servirle a usted en algo, lo haré con mucho gusto.
—Ante todo procure usted que nadie sepa que soy oficial. ¿Vive aquí un
tal capitán Shaw?
—Sí; desde hace poco tiempo. Tiene el número once.
—¿Con quién se relaciona aquí?
—Con nadie. Sale mucho. Sólo un hombre viene a veces a verlo.
—¿Quién es?
—No dio su nombre, pero quedó en volver pronto.
—¿No ha podido usted deducir por su aspecto qué clase de hombre es?
—Me pareció un oficial vestido de paisano; su rostro estaba muy tostado
por el sol, y hablaba el alemán con acento francés.
—¡Hum! ¿Dice usted que el capitán ocupa la habitación número once?

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—Sí.
—¿Está ocupado el doce?
—Sí; pero está en otro pasillo. El número once está en un ángulo.
—¿Y el número diez?
—Está vacío.
—¿Hay pared maestra entre ambas habitaciones?
—No. Incluso están unidas por una puerta que, naturalmente, está cerrada.
—¿Entonces, quizá desde el número diez oiga lo que hablen en el once?
—Sí; con tal de que no hablen muy bajo… —⁠y con una sonrisa maliciosa
prosiguió:…⁠— ¿De manera que quiere usted saber algo de ese Shaw?
—Usted lo ha dicho; pero nadie debe enterarse.
—Oh, sabré guardar el secreto. Además, ese hombre no me gusta y para
mí será un placer ser útil a un antiguo conocido como es usted.
—¿Podemos ir al número diez?
—Por supuesto.
—Es muy importante que nadie pueda darse cuenta.
—¡No se preocupe! No hay nadie de la servidumbre arriba. Yo le entrego
a usted las llaves y puede subir tranquilamente las escaleras. La penúltima
puerta es el número diez; la última corresponde al once.
Se alejó y volvió enseguida con las llaves, entregándoselas con disimulo.
Al poco rato abandonó él la habitación, subió al piso de arriba y encontró un
pasillo vacío.
La llave entraba sin dificultad en la cerradura y se encontró en el
dormitorio en el que había, además de la cama y el armario, un lavabo y una
mesilla frente a un sofá y dos sillones.
La otra puerta estaba cerrada por ambos lados. Abrió el armario y lo
encontró vacío. La puerta giraba sin producir el más pequeño chirrido.
Completamente satisfecho volvió abajo sin cruzarse con nadie.
Cuando la camarera salió a su encuentro para que le devolviera las llaves,
le preguntó:
—¿Lo ha encontrado?
—Sí —respondió él.
—¿Podrá usted hacer lo que se propone y enterarse de lo que hable el
capitán?
—Por lo menos es mi deseo. ¿Devuelve las llaves cuando sale?
—No. Procedió con mucha reserva; con su equipaje incluso permaneció
mucho tiempo en la habitación como si desconfiara de dejarlo solo y, cuando

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sale, se lleva las llaves encima, sin pensar que el hostelero tiene otra llave de
cada habitación.
—¡Hum! ¿Cree usted que podré permanecer en el número diez cuando
haya visita en su habitación?
—Sí. Pero he olvidado advertirle que él ha procurado que el número diez
quede vacío; paga las dos habitaciones.
—Eso es una prueba de que tiene mucho interés en guardar el secreto
sobre lo que yo tengo tanto interés en saber. ¡Ah! ¿Quién es éste que entra?
En efecto, en aquel momento entró un hombre a cuya vista, el teniente fue
incapaz de disimular su asombro.
—Ése es el señor que vino a hablar con el capitán. Ya le advertí que no
tardaría en volver.
—¿Y no dio su nombre cuando vino la otra vez?
—Parece que le conoce usted.
—… a veces los hombres se parecen… —⁠respondió Kurt en voz baja⁠—
Ha tomado la carta de vinos. ¡Atiéndale usted!
La muchacha se acercó al nuevo cliente, el cual le preguntó si el capitán
Shaw había regresado. Ante la respuesta negativa pidió una botella de
Burdeos, que paladeó con gesto de buen conocedor.
—¡Estoy en lo cierto! —Pensó Kurt⁠— Sólo un francés paladea así el vino
de su país. ¿Qué querrá el general Douai aquí en Berlín? ¿Se ocupará
realmente de secretos diplomáticos que el Gobierno de Prusia ha de
desconocer? Es preciso que yo oiga esta conversación. Es muy posible que
me entere de algo muy importante.
No había tiempo que perder. Si volvía el capitán Shaw se haría tarde. Kurt
hizo un gesto a la muchacha. Ésta respondió con disimulo.
Cruzó entre las mesas con aire atareado y volvió junto al teniente.
—Voy a subir arriba —dijo en voz baja⁠— La conversación parece que
será interesante y por eso es posible que el capitán quiera convencerse antes
de que no hay nadie en el número diez. Puede pedir las llaves y no conviene
que me las quede yo.
—¡Pero le verá a usted tan pronto entre en la habitación!
—Me ocultaré en el armario.
—¿Y si lo abre?
—Yo lo impediré.
—¿Podrá usted sostener la puerta con suficiente fuerza para que no pueda
abrir?
—Será difícil. ¿No habrá aquí un taladro?

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—Lo buscaré. En el sótano hay algunos instrumentos de carpintería.
—Bien. Hágame una seña en cuanto esté usted preparada. Iremos juntos
arriba y usted volverá a avisarme la vuelta del capitán.
Pocos minutos después la muchacha hizo a Kurt la señal convenida.
El teniente pagó su consumición y se levantó como disponiéndose a salir.
Con disimulo torció hacia la escalera.
Arriba en el comedor encontró a la camarera. Lo condujo al número diez,
le dio el taladro y lo encerró.
Kurt abrió el armario, quitó la llave y se instaló dentro. Allí en el interior
del armario vacío, clavó con fuerza el berbiquí en la parte interior de la
puerta. De esta manera lo utilizó como un asidero, con cuya ayuda le sería
fácil sujetar la puerta con la misma fuerza que si estuviera cerrada.
El armario tenía capacidad suficiente para permitirle sentarse
cómodamente.
En aquella posición esperó Kurt los acontecimientos. Pasó un cuarto de
hora, después media hora y en la habitación todo siguió en silencio.
Cuando transcurrió otra media hora, se oyeron finalmente los pasos de dos
personas que se acercaban por el corredor. Una llave se deslizó en la
cerradura del número diez y la puerta se abrió.
—¿Vive usted aquí? —preguntó una voz en francés.
—No —respondió otra voz, por cuyo timbre reconoció Kurt
inmediatamente al capitán⁠— Vivo aquí al lado, pero he alquilado también
esta habitación para estar seguro de que nadie puede espiarnos. Ahora me he
asomado aquí, sólo para convencerme de que está vacía. Toda precaución es
poca.
Entró en la habitación, miró debajo de la cama, debajo del sofá y se
acercó al armario.
—Está cerrado —dijo, después de haber intentado abrir la puerta.
Kurt se mantuvo completamente inmóvil, tiró del berbiquí con todas sus
fuerzas, engañando al capitán.
—Todo en orden. ¡Vamos! —dijo éste a su compañero, y abandonó la
habitación.
Kurt oyó cómo entraban en la habitación de al lado y se acomodaban en
ella. El rumor de las sillas que allí al lado se movían de un sitio para otro le
animaron a abandonar el armario. En silencio acercó una silla a la puerta de
comunicación y escuchó atentamente.
—¡Abreviemos! —se oyó decir al capitán⁠— me falta tiempo, pues me
están esperando en otra parte. Nadie sospecha aquí que persigo al español.

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Todos me creen un americano enviado por el Gobierno de los Estados
Unidos. Esto me da ocasión para oír muchas cosas difíciles de conocer por
otro camino. Necesito sus informes y he esperado hasta hoy…
—… Mi paciencia ha llegado al límite —⁠dijo el francés en un tono que
producía la impresión de que hablaba al capitán como un superior⁠— He
venido ya una vez en balde y ahora he esperado más de una hora.
—¡Asuntos importantes, excelencia! —⁠se disculpó el capitán.
—¡Bah! El asunto más importante es esperarme a mí. Usted sabe que he
venido de incógnito y que hay que evitar que nadie pueda conocerme. Ha de
procurar usted no ponerme en la violenta situación de esperarle en el
comedor; si alguien me reconociese habríamos de lamentar cosas muy
desagradables; imagínese usted la sensación que produciría la noticia de que
el general Douai está en Berlín. Todo el mundo sabe que he hecho la guerra
en México y he sido llamado por el Emperador de los franceses para cambiar
la espada por la pluma de diplomático. Se sabe, además, que mi hermano es el
consejero del príncipe francés y por consiguiente se le confiarán asuntos de
importancia. Si soy reconocido, mi misión ha fracasado. He de tratar con
usted, con Rusia, Austria e Italia. Su excelencia el ministro de Asuntos
Exteriores me ha encargado que le entregara a usted estos pliegos para el jefe
político en la capital española. Aquí están los papeles. Hágase cargo del
contenido y dígame si hay algo que necesita aclaración.
—Os lo agradezco, excelencia.
Siguió un largo silencio, durante el cual sólo se oyó el ruido de los
papeles. Después se oyó decir al capitán:
—Estos párrafos están tan claros que no necesitan aclaración.
—Bien. Terminaremos con pocas palabras. El Emperador ha convertido
en señor de México a ese inconsciente Maximiliano; Norteamérica, irritada,
exige que Francia retire sus tropas de México y abandone a Maximiliano a su
suerte.
—¿España ha manifestado igualmente ese deseo?
—Sí. Se considera dueña legítima de ese país hermoso, pero anárquico. El
Emperador está dispuesto a apoyar la exigencia de España, si ésta se aviene a
transigir en determinados aspectos.
—¿De qué se trata? Prusia quiere asegurarse en Europa como dueña de
Alemania. Está humillada y quiere vengarse de Sadowa. El Emperador está
dispuesto a arrojar el guante del desafío a Prusia. En caso de una guerra
posible hemos de estar seguros de tener cubiertas las espaldas. Pero von
Bismark es astuto y poderoso y para debilitarnos intentará que España se nos

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oponga. Nosotros sólo podemos hacer marchar nuestros ejércitos teniendo la
seguridad de no tener al enemigo en los Pirineos. De ahí que Napoleón sólo
enviará sus tropas a México si España se declarara neutral ante una guerra
entre Francia y Alemania, la carta que le he dado está íntimamente
relacionada con esta cuestión. La situación actual es la siguiente: Francia
marcha contra Alemania, o mejor dicho, contra Prusia. España permanece
neutral. Rusia nos apoya. Desde aquí partiré para San Petersburgo, mientras
usted busca su ministro para exponer con claridad lo que acabo de decirle.
Usted ha de traerme la seguridad de que Francia no ha de temer nada de
España.
—Ya me he hecho cargo de la cuestión cuando he leído estos documentos.
Kurt oyó girar una llave.
—¿Estarán estos informes seguros si los oculta usted en la sombrerera?
—⁠preguntó Douai.
—Completamente seguros —respondió el capitán⁠— Además, llevó
siempre conmigo la llave de la habitación.
—¡Vamos pues!
Ambos abandonaron el número once y Kurt oyó cómo cerraban la puerta.
Estaba muy impresionado.
Acababa de descubrir una conspiración contra Prusia. ¿Qué valor tan
inmenso tendrían aquellos informes? Era preciso hacerse con ellos. ¿Pero
cómo?
Mientras pensaba en todo esto, una llave se introdujo en la cerradura de
aquella habitación. Era la camarera que venía a libertarle de su molesto
encierro.
—Ya se han marchado —dijo ella— ¿Ha oído usted algo?
—Sí. ¿No habrá forma de entrar en el número once?
—Oh, sí. Puedo coger la llave maestra. ¡Pero si nos sorprendiera Shaw!
—¡No se preocupe! Tardará en volver.
—Espéreme usted.
La joven salió.
Al cabo de corto tiempo volvió y le entregó la llave.
—Yo no sé qué es lo que quiere usted, señor teniente —⁠dijo ella pero no
tengo tiempo de acompañarle, pues hay abajo muchos clientes a los que he de
atender. Aquí está la llave.
—¿Cómo se la devolveré? Yo no puedo volver otra vez al comedor.
—Déjela debajo de la alfombra, junto a la puerta. Tan pronto como pueda
volveré a recogerla.

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Esperó a que la joven llegara abajo, abrió el cuarto del capitán y volvió a
cerrar la puerta después de entrar. El aposento estaba amueblado exactamente
igual al número diez. Apoyado contra la pared había un pesado baúl y sobre él
se veía una pequeña sombrerera. ¿Cómo se abriría? ¡Era preciso sacar los
informes!
Kurt se buscó en los bolsillos. Él tenía también un maletín parecido y
llevaba encima las llaves. Probó repetidas veces ¡La llave entraba!
Las cerraduras de este tipo de maletines se fabricaban en serie y no era de
extrañar que una llave ajustara en todas ellas. Esto fue una circunstancia feliz
para Kurt.
En el maletín no había papeles de ninguna clase. Encima de todo encontró
un cuaderno; eran los informes que buscaba, escritos en francés y con la firma
del ministro de Asuntos Exteriores.
¿Se apoderaría de ellos o sacaría sólo una copia?
De momento no tenía a su disposición papel adecuado, pero podía utilizar
su libro de notas que bastaba para copiar textualmente todas aquellas
cláusulas. Desde luego lo mejor era llevarse el original, pero el capitán se
darla cuenta de la substracción. Estaba dispuesto a poner este pacto en manos
del conde von Bismarck, para que este hombre pudiera utilizarlo contra los
intrigantes, y para este propósito resultaba casi imprescindible el documento
auténtico, así, que finalmente, decidió llevarse el cuaderno.
Lo ocultó debajo de la chaqueta, volvió a cerrar el cofrecillo y abandonó
la habitación. Después ocultó la llave debajo de la alfombra, acompañada de
un billete de banco para la camarera, y abandonó la casa sin ser observado.
Tomó un coche y se dirigió a casa von Bismarck, con la esperanza de
conseguir ayuda para capturar al capitán. Sternau había salido con sus
compañeros en persecución de aquel malvado; había desaparecido.
Ahora, el corsario, estaba al alcance de su espada. Él sabría obligarle a
confesar todos los secretos de la casa de Rodriganda y dar noticias sobre la
suerte de Sternau, si es que la conocía.
Su viaje se acabó frente a la mansión de Bismarck, y Kurt, fue advertido
de que no podría hablar con él porque en aquel momento se encontraba con el
rey. Decidido a llegar hasta el final, dio al cochero la dirección del palacio. Al
principio, también allí le dijeron que no había audiencia. Se encogió de
hombros y se dirigió al ayudante de guardia:
—De todas maneras, me veo obligado en insistir en mi ruego, señor
coronel.
—Pero si no va usted de uniforme, señor teniente.

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—No he tenido tiempo de vestirme.
—Hay tiempo para todo. Su Majestad viste siempre de uniforme. Correría
un grave riesgo si me atreviera a anunciarle tal como va usted. Además, su
excelencia von Bismarck está con Su Majestad.
—Precisamente a su Excelencia es a quien necesito ver y es muy
conveniente la presencia de Su Majestad. Sólo puedo decirle, mi coronel, que
se trata de una cuestión de la máxima importancia que no puede esperar. Su
trascendencia nos disculpará incluso el atrevimiento de interrumpir la
conversación de Su Majestad. Sería peligrosísimo descuidar una conspiración
tramada por espías y traidores y me veré obligado a introducirme aunque
usted no se atreva a anunciarme.
El ayudante miró al joven, que tan decidido hablaba, un poco sorprendido.
—¿Afirma usted que trae asuntos que no admiten dilación?
—Así es.
—¿Y quiere usted hablar de ellos con el conde von Bismarck en presencia
del rey?
—Sí.
—En ese caso le anunciaré. ¡Pero le advierto, joven, que está usted al
principio de su carrera y que es peligroso burlar a Su Majestad si el asunto no
es tan importante como dice. Las consecuencias serán para usted!
—A la orden —respondió Kurt, cortés, pero decididamente.
El ayudante entró en el despacho de Su Majestad y reapareció poco
después. A una señal del coronel, Kurt entró. En el despacho se encontró ante
los dos primeros hombres de Alemania.
El rey Guillermo había vencido semanas antes a Austria y la Alemania del
Sur. Daba la impresión de ser un digno sucesor de Federico el Grande y de
que era un hombre sereno para cumplir lo que había prometido con la palabra
y la espada y no defraudar las esperanzas que se ponían en él. Todavía no
había alcanzado la cima que conquistó poco después de Versalles, pero sus
adversarios le temían ahora que, vencidos los enemigos internos, se lanzaría a
la lucha con todas sus fuerzas.
Se había convertido de un solo golpe en un monarca temido e influyente
con ayuda del hombre que estaba a su lado. El canciller de hierro, que vestía
una sencilla levita, era el alma de la política prusiana.
Ningún diplomático se atrevía a dar un solo paso sin contar antes con su
aprobación. Era el servidor y al mismo tiempo el amigo de su monarca, y sus
ojos que habían hecho temblar a todos sus enemigos se fijaron con asombro

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en aquel joven que apenas tendría veinticinco años y que se atrevía a
presentarse con tan irrespetuoso atuendo.
También los ojos del rey se fijaron con expresión severa en el aspecto de
Kurt, que después de un saludo tímido levantó la vista con serenidad y esperó
a que le dirigieran la palabra.
—¿Me han anunciado al teniente Unger? —⁠dijo el rey.
—Yo soy, Majestad —respondió Kurt respetuosamente.
—¿De qué regimiento?
—Hasta ahora al servicio de Su Alteza el Gran Duque de Hesse y desde
hace unas horas encuadrado en la Guardia de Su Majestad.
—Mi ministro de la Guerra me ha hablado de usted. Lo recomendó muy
calurosamente hablándome de su temor de que le recibieran con cierta
frialdad en su nuevo círculo.
—Ya me lo habían advertido, Majestad.
Una sonrisa benévola se extendió por el rostro franco del soberano.
—Espero que, a pesar de ello, cumplirá usted con sus deberes. ¿Pero
cómo viene usted vestido de esta manera que parece irrespetuosa en este
lugar?
—Aquí, Majestad, está mi disculpa.
Kurt sacó el pacto secreto y lo entregó al rey con una reverencia.
Éste tomó el documento, lo abrió y lo recorrió con una mirada.
Inmediatamente se reflejó un gran asombro en el rostro del soberano. Se
acercó a la ventana y lo leyó de un tirón hasta el final, entregando después las
hojas al conde von Bismarck:
—Lea usted, excelencia. Se trata de un favor importantísimo que debemos
ahora a este señor.
Bismarck había permanecido inmóvil y apenas había observado
superficialmente al teniente. Tomó el cuaderno y lo ojeó. Ni un solo músculo
die su cara mostró la impresión que la lectura le producía.
Cuando hubo terminado, se fijó por primera vez en Kurt.
—Señor teniente, ¿cómo ha llegado este documento a sus manos?
—Lo he… distraído, excelencia —⁠respondió el interpelado.
—¡Ah! —rió el ministro— ¿A qué llama usted distraer?
—A apropiarse de lo ajeno.
—Entonces es muy posible que le absuelva a usted del delito de la
distracción. Me parece que estos papeles son de la propiedad de Su Majestad
y quizás han encontrado ahora a su verdadero dueño. ¿Quién era el poseedor
hasta que usted los distrajo?

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—El general Douai los entregó a un hombre americano en apariencia,
pero que en realidad es un espía español.
—¿Dónde se encuentra?
—Aquí, en Berlín, en el «Hotel Magdeburgo». Si su Majestad y su
excelencia lo permiten les explicaré cómo han llegado estos documentos a
mis manos.
—¡Cuente usted! —rogó el rey, con el mayor interés.
Kurt empezó el relato. Cuando hubo terminado, el rey dio varios pasos
hacia él y le estrechó la mano diciéndole:
—Nos ha prestado usted un gran servicio, teniente, y le doy las gracias.
Celebro que se le haya ocurrido traer el original, en vez de sacar una copia.
Por ahora le prometo que le ayudaré y le daré los medios necesarios para no
perder de vista a Douai y a ese Shaw. Me alegra, tenerle a usted en mi
guardia. Se ha comportado usted magníficamente y ha conquistado usted mi
aprecio. ¡Créame, no le olvidaré a usted!
El rey tendió otra vez la mano a Kurt y éste, emocionado, se la llevó a los
labios. También Bismarck se le acercó y le estrechó la diestra.
—Teniente —dijo— me gusta la gente franca y activa. No será ésta la
última vez que nos veamos. Le ruego que por ahora guarde la mayor reserva
sobre esta entrevista. Nadie debe saber que ha visto usted a Su Majestad.
Tenemos ya la seguridad de que el francés quiere la guerra y podemos
prepararnos para recibir al enemigo como se merece. Esto es de gran
trascendencia y hemos de agradecérselo a usted. ¡Tenga la seguridad de que
tampoco yo lo olvidaré! ¡Ahora, vaya usted con Dios!
Kurt abandonó el palacio. No pensaba en el coche; estaba ebrio de
felicidad. Las manifestaciones de aprecio de aquellos dos hombres poderosos
borraron de su memoria la enemistad, desde la del general hasta la del último
teniente. Tan absorto iba en sus pensamientos caminando a grandes zancadas
por la acera, que sólo al cabo de largo rato se percató de que llevaba una
dirección equivocada, entonces hizo una seña a un coche y dio al conductor la
dirección de su casa.
Allí le esperaban con impaciencia, todos salieron a su encuentro y le
saludaron con una salva de preguntas que le desconcertaron y a las que apenas
pudo responder.
—Te esperábamos ver salir de la cervecería de allá enfrente —⁠dijo el
conde⁠— y resulta que vienes a casa en coche. ¿Dónde has estado?
—¡No puede usted figurárselo! —⁠respondió riéndose. Mirándose de arriba
abajo prosiguió:

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—¡Fíjese usted en mi aspecto, un maestro de escuela viste mejor, y con
este traje he estado con el rey!
—¿Con el rey? ¡Imposible! —⁠exclamaron todos a un tiempo.
—¡Es cierto! ¡He estado con el rey y con Bismark!
—Tú bromeas —exclamó don Manuel.
Pero Rosita miró con ojos interrogadores a su compañero de infancia. Lo
conocía muy bien; vio sus ojos brillantes, sus mejillas subidas de color y tuvo
el convencímiento de que no hablaba en broma.
—Es verdad, ha estado con el rey, a mí no puede engañarme —⁠dijo.
También sus hermosos ojos estaban radiantes de alegría. Estaba orgullosa
de que Kurt hubiera hablado con personajes tan importantes.
—¿Pero es posible? —preguntó la madre al joven teniente.
—Sí —afirmó él.
—¡Dios mío! ¡Con este traje! —⁠exclamó el conde⁠— ¿Pero cómo has
llegado hasta Su Majestad y su Excelencia?
—No puedo decirlo. Sus señorías me han recomendado absoluta reserva y
no puedo hablar a nadie de mi entrevista. Para su tranquilidad, sin embargo, le
diré que he recibido muchas felicitaciones. He podido prestar a estos señores
un importantísimo servicio. Ambos me han estrechado la mano y me han
dicho que no me perderán de vista.
—¡Qué hermoso, qué magnífico! —⁠exclamó Rosita alegremente.
Este regocijo aumentó el entusiasmo de Kurt.
—Tengo mucho que contar de España, de Rodriganda y ahora el rey va
hablar con el Gran Duque. Ahora podemos estar seguros y contar con la
ayuda del soberano y al fin nuestras búsquedas tendrán éxito.
—¡Quiéralo Dios! —dijo Roseta de Rodriganda⁠—. Pero tú saliste en
busca del capitán. ¿Dónde está? ¿Dónde lo has dejado?
—En este momento estará ya a buen recaudo —⁠explicó Kurt.
Kurt se equivocaba al hacer esta suposición. Mientras él hablaba a los
suyos de su conversación con Shaw y sus proposiciones y de lo ocurrido en el
«Hotel Magdeburgo», con las reservas que le habían ordenado en palacio, el
capitán había vuelto a su hotel. La conversación con el enviado de Rusia fue
de corta duración. En cuanto volvió subió a su habitación para estudiar los
documentos que le habían entregado.
Abrió el maletín para aprenderse bien las cláusulas, cosa que la presencia
del general había impedido.
Quedó asombrado. Los informes habían desaparecido. Revolvió el
maletín con prisa nerviosa, pero no los encontró. Prosiguió la búsqueda por

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toda la habitación, aunque estaba seguro de haber encerrado los documentos
en el pequeño maletín. Todo inútil. Colérico, llamó y poco después apareció
la camarera. Ésta había vuelto a dejar la llave en su sitio y, satisfecha, se
había guardado la propina.
—Ha venido alguien durante mi ausencia —⁠le preguntó.
—No, no ha preguntado nadie por usted —⁠respondió ella.
—¿No ha estado nadie en esta habitación?
—No.
—¡Sin embargo es preciso que haya entrado alguien!
—¿Cómo iba a hacerlo? Usted deja siempre cerrado.
—Seguramente hay una doble llave, en la que no he pensado antes. ¡Me
han robado, me han robado impunemente!
—¿Robado? —preguntó ella palideciendo. Debía haber un error. Era
imposible suponer que el teniente Unger fuera un ladrón.
—¡Ah, se asusta, palidece usted! —⁠gritó el capitán⁠— Ha sido usted
misma. ¿Dígame dónde ha puesto los documentos? ¡He de recuperarlos
inmediatamente, inmediatamente!
La palabra «documentos» hizo comprender a la muchacha lo que había
ocurrido. No se trataba de un robo ordinario. Había substraído unos
documentos. Si el teniente lo había hecho, tendría sus razones.
—¿Yo? —respondió— ¿Qué dice usted? ¡A mí no puede usted hablarme
así, señor capitán! ¿Dónde tenía usted esos papeles?
—Aquí, en esta pequeña maleta.
—¿No estaba cerrada?
—Sí.
—¿Y se figura usted que una muchacha débil puede romper esa maleta?
—Romperla, no; pero sí abrirla.
—¿Y dónde iba a encontrar las llaves que ajustaran en la cerradura?
—Una ganzúa…
—¡No me haga usted reír! ¡Una doncella tener una ganzúa! Ahora mismo
voy a hablar con el dueño para decirle que ha dicho usted a su sobrina que es
una ladrona.
—¡Sí, vaya usted! ¡Llame al propietario! Esos papeles han de aparecer por
encima de todo.
La joven se marchó mientras él, descompuesto, seguía revolviendo la
habitación. Al mismo tiempo que la muchacha salía al corredor aparecieron
varios señores y una sola mirada que les lanzó desde la puerta bastó para

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convencerla de qua se trataba de la policía. Uno de aquellos señores le
preguntó:
—¿Sirve usted en este hotel?
—Sí —respondió ella.
—¿Dónde está el dueño?
—En la cocina.
—¡Condúzcame a él!
Condujo a los señores a la cocina y avisó al dueño del hotel. Éste se
acercó solícito a los funcionarios.
—¿Vive aquí un extranjero que se hace llamar el capitán Shaw?
—Sí, señor.
—Magnífico. ¿Está aquí ahora el capitán? —⁠preguntó el policía,
entregando una moneda al posadero.
Éste se apoderó de la propina y respondió servicial:
—Ha llegado hace un rato. Arriba, en el número once lo encontrarán.
—Perfectamente. Vamos allí. ¡Pero ordene usted a la servidumbre que no
hablen de todo esto!
Diciendo esto el agente abandonó la cocina y subió escaleras arriba.
Sus acompañantes se distribuyeron uno arriba y el otro al final de la
escalera, mientras los agentes de uniforme avanzaban por el pasillo
encontraron fácilmente el número once. El funcionario llamó y entró sin
esperar respuesta.
—¡Por fin! —exclamó impaciente el capitán⁠— ¿Es usted el hostelero?
—No, señor capitán.
—¡Ah! ¿Quién entonces? —preguntó Shaw, sorprendido.
—Tengo el placer y el honor de ser miembro de la policía local.
El capitán se asustó, pero, reponiéndose rápidamente, dijo:
—Ah, cuánto me alegro, señor. ¡Me han robado!…
—¿Robado? ¡Hum! —preguntó el agente sonriendo⁠— ¿Qué es lo que le
han quitado?
—Un documento muy importante.
—Entonces se equivoca usted. Ese documento no se lo han robado, ha
sido recuperado.
Shaw retrocedió un paso. Se quedó como si hubiera caído un rayo a sus
pies.
—¡Recuperado! ¿Por quién?
—Dejemos eso para otra ocasión.
—¿Pero quién tiene derecho a abrir mi equipaje durante mi ausencia?

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—Cualquier ciudadano honrado que quiera evitar una traición a su patria.
Capitán Shaw, o como se llame usted, queda detenido.
Shaw, desconcertado hasta este momento, recuperó su sangre fría ante la
eminencia del peligro.
Comprendió que no debía dejarse prender; era preciso escapar. ¿Pero
cómo? El pasillo estaría vigilado, quizás la calle no; por consiguiente, el
único camino era la ventana. La gente parecía fácil de engañar.
Se trataba de evitar que sospecharan nada, hasta el momento preciso, pues
Shaw había sido sorprendido sin armas. Con cara de inocente cogió el
maletín, lo abrió y dijo:
—Señor comisario, aquí debe haber un error. Estos documentos que hay
en mi equipaje le probarán a usted…
No dijo más. Se había aproximado lo suficiente al policía con la excusa de
dejarle ver el interior del maletín. Al pronunciar las palabras «usted»… lo
dejó caer y, de repente, atenazó con fuerza el cuello del funcionarlo. Éste, que
no esperaba el ataque, perdió el aliento. Con el rostro congestionado intentó
librarse de aquel par de garras; se agitó por unos momentos, pero al fin sus
brazos colgaron inertes, y Shaw lo dejó caer en el suelo. El policía, medio
estrangulado, había perdido el conocimiento.
—¡Ah, ya soy casi libre! —Murmuró Shaw⁠— ¡Qué atrevimiento, intentar
detener al capitán Grandeprise!
Recogió el maletín y se dirigió a la ventana, abriéndola. La acera estaba
vacía y no había guardias a la vista. Sólo un coche estaba parado frente a la
casa. En el pescante, el cochero dormitaba. Shaw se encaramó sobre el
alféizar de la ventana. El salto no era muy peligroso. Un impulso y Landola
estaba sobre la acera, sin que nadie se diera cuenta de dónde había surgido.
Con el maletín en la mano, el pirata se acercó tranquilamente al coche,
entró en él y ordenó:
—Siga usted en dirección a la Friedrichstrasse, ya le diré dónde ha de
detenerse.
Poco después el coche rodaba lejos de allí. Con el fin de que no pudieran
seguirle hizo parar el coche antes de llegar a la calle citada, pagó y prosiguió
a pie. Después de recorrer algunas calles desembocó en un callejón, tomó un
segundo coche y dio una nueva dirección.
Cuando llegaron al punto de destino desapareció por una escalera, después
de ordenar al cochero que esperara, llamó a la puerta y entró después de
esperar la respuesta.
—¡Entrez! —Se oyó dentro. Estaba ante el general Douai.

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—¡Usted, capitán! ¿Qué quiere tan pronto?
—Advertirle a usted, excelencia. Tiene que huir enseguida. Nos han
traicionado.
—¡Imposible!
—¡Es cierto! Ha venido a buscarme un comisario de policía y he tenido
que saltar a la calle desde la ventana de mi habitación.
—¡Horrible! ¿Quién nos ha delatado?
—No lo sé.
—¿Y los papeles?
—Los informes han desaparecido.
El general palideció.
—Si nos cogen, estamos perdidos —⁠dijo⁠— Es preciso que haya cometido
usted una estupidez. Cuénteme lo que sepa.
—¿Va a venir usted conmigo?
—Es lo mejor. Ya no puedo ir a la frontera rusa. Nos dirigiremos a
Sajonia, pero no podemos utilizar el ferrocarril porque nos sorprenderían.
—Tengo un carruaje en la puerta.
—Bien. Nos iremos en él hasta que hayamos salido de la ciudad; después,
ya veremos. ¿Ha salvado usted el dinero?
—Sí.
—Tendremos que abandonar mi equipaje, pero no vale la pena
comentarlo. ¡Adelante!
Recogió su cartera, su sombrero y su levita y abandonó la habitación. El
coche se llevó a los dos fugitivos.

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Capítulo 10.- Dos desafíos

L legó la noche. La sala del casino de los oficiales de la Guardia de


Húsares, una estancia de estilo alemán antiguo, estaba vivamente
iluminada y muy concurrida. Se esperaba la llegada del teniente Unger, y los
oficiales se habían reunido para hacer más ostensible su desprecio y darle a
entender lo que podía esperar de ellos.
Los militares de más edad se habían reunido en la gran mesa del fondo,
mientras que los jóvenes, formando grupos, conversaban animadamente.
El teniente Ravenow, el don Juan del Regimiento, jugaba una partida de
billar con Golzen y Platen.
Acababa de estropear una excelente carambola y, desanimado, dejó caer
el taco sobre la alfombra.
—¡Por todos los diablos, escapárseme esta carambola! —⁠dijo⁠— ¡Mala
suerte en el juego!
—Afortunado en amores —rió Platen⁠— Lo pasarás mucho peor en tu
partida con el capitán Shaw. Estás en baja forma y él es un maestro. ¡Prepara
la bolsa!
—¿Shaw? —preguntó Golzen a media voz⁠— Bah, no vendrá. Nos
habríamos reído de él.
—No hablemos del capitán.
—¡Hum! No debemos hablar de él —⁠murmuro Golzen, dándose
importancia.
—¿Ni siquiera entre camaradas?
—Si lo hacemos con la mayor reserva…
—¿Quién va a oírnos? ¡Cuenta!
—Ya sabéis que hoy he estado en casa de Jankow…
—¡El jefe de policía! Sí. Ya sabemos que le haces la corte a la hija
pequeña.
—O ella a mí. En pocas palabras, he estado allí y me he enterado de que
el capitán Shaw es un farsante metido en política, y no sólo eso, sino que,
además, es un delincuente peligroso.

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Ravenow afinaba el taco para intentar otra carambola. Se detuvo
sorprendido mirando al que hablaba.
—¡Tú bromeas, Golzen!
—¿Bromear? ¡No lo hago nunca! ¿O es que se puede arrestar a un hombre
al que se ha tenido por un militar digno sin tener pruebas contundentes?
—¡Truenos! ¿Lo han detenido?
—Por lo menos, lo han intentado.
—¿Ah, pero no lo han hecho?
—¡Porque se ha escapado!
—¿Escapado? ¿Shaw? ¿El mismo que comía con nosotros? ¿Estás seguro
de lo que dices?
—Completamente seguro, pues el comisario encargado de su detención
entró en casa del jefe estando yo allí y dijo que le había golpeado y luego
había saltado por la ventana.
—Por todos los diablos, esto es un insulto. Quién lo habría creído de un
señor tan distinguido. A pesar de su origen plebeyo, le admitimos aquí porque
era yanqui, y entre los norteamericanos no hay nobleza. Pero ya se sabe: se
les da el dedo y se toman la mano. Espero que esto nos sirva de advertencia y
no cometamos otra torpeza con el camarada Unger.
—Me parece —respondió Platen, que ya ante el Mayor había tomado el
partido de Kurt⁠— que entre un delincuente fugitivo y un honorable oficial hay
alguna diferencia.
En este momento entró el coronel del Regimiento. No se le veía allí con
frecuencia. Sólo acostumbraba a ir cuando quería pasar algún rato de ocio en
amistosa camaradería y casi siempre para cumplir alguna obligación de su
cargo. Su entrada les hizo sospechar enseguida que ocurría algo que su
oficialidad no podía desconocer.
Se sentó con los más viejos en la última mesa, se hizo una copa de vino e
hizo sentar a los presentes que le habían saludado al modo militar. Su mirada
se detuvo en Ravenow que, a pesar de su frivolidad, era el favorito.
—¡Ah, Ravenow! —Dijo— ¡Termine usted su partida, pero no empiece
otra!
—Señor coronel, no hago más que perder y no intentaré jugar de nuevo
—⁠respondió el teniente.
—¡Lo celebro; reserve usted sus fuerzas!
—¿Tenemos ejercicio mañana?
—Sí; pero no a caballo, sino a pie, y con una señorita del brazo.
Al oír estas palabras todos volvieron la cabeza.

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—Sí —rió el coronel— no miren ustedes. ¡No quiero someter su
curiosidad a una prueba demasiado larga, sino que les diré de qué se trata para
que me dejen jugar tranquilamente mi partida de wist!
Cuando todos los señores se hubieron reunido en torno a la mesa del
coronel, dijo éste:
—Sí, mañana haremos un intenso ejercicio de pies; a esta clase de
movimientos se le da ordinariamente el nombre de baile.
—¿Un baile, dónde, dónde? —⁠preguntaron todos a una.
—En el lugar en que menos pueden ustedes imaginarse. Aquí tengo un
fajo de invitaciones para repartir entre los oficiales de mi Regimiento. Hay
más de setenta tarjetas. También las señoras están invitadas.
—¿Pero por quién? —preguntó el Mayor, que estaba sentado junto al
coronel.
—Le apuesto diez contra una, Mayor, a que no lo acierta usted. Imagínese
mi asombro cuando, a la caída de la tarde, he recibido este paquete
acompañado de la siguiente carta:

«Señor barón von Winslow, coronel del primer Regimiento de la


Guardia de Húsares.

Señor coronel:
Su Majestad el rey tiene a bien celebrar mañana, en su castillo real
de Monbijou, una velada de gala. Le remito adjuntas invitaciones para
que las distribuya entre los oficiales de su Regimiento, y espero tener la
satisfacción de verle acompañado de su esposa e hijas.
Su afectísimo Ludwig III, Gran Duque de Hesse

Darmstad».

Cuando el coronel volvió a plegar la carta del Gran Duque y miró a los
que le escuchaban, vio reflejado el mayor asombro en el rostro de todos.
—¿Qué significa esto? —preguntó el ya citado Mayor.
—Ya me he hecho yo esa pregunta muchas veces, sin encontrar respuesta.
Mi mujer y los señores saben que las mujeres son más agudas que nosotros,
cree que el Gran Duque tendrá alguna misión que confiar a los húsares. Se ha
creado muchos enemigos durante la guerra de Prusia y con este pretexto
pensará ganar partidarios.

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—Según he oído, le han llamado hoy telegráficamente a Berlín —⁠se
atrevió a observar el teniente Golzen.
—¿Cómo lo sabe usted? —preguntó el coronel vivamente.
—Usted sabe, mi coronel, que los ayudas de cámara están todos
estrechamente relacionados, y el mío es un zorro que me da todas las nuevas
antes que el periódico.
—Sí; esa llamada telegráfica, si es cierta, está relacionada con importantes
cuestiones diplomáticas. Hay cierta animosidad contra los estados del Sur.
Señores, me parece que no tardaremos en cabalgar hacia Francia. Si esto
ocurre pronto, procuraremos divertirnos antes. ¡Pero no inclinemos la cabeza!
La cuestión es que estamos invitados y que nos espera una magnífica noche.
Nunca hemos tenido el placer de entrar en Monbijou, y mañana tendremos el
gusto de hacerlo. Debemos estar agradecidos y supongo que todos ustedes
estarán satisfechos, sobre todo los jóvenes. Vamos a proceder ahora al reparto
de las invitaciones.
—¿Puedo permitirme preguntar, mi coronel, si el teniente Unger será
también invitado? —⁠preguntó Ravenow.
—¿Por qué pregunta usted eso, querido Ravenow?
—Porque yo nunca iré a un baile en que pueda tropezarme con genta tan
baja.
—No necesita usted hacer esa pregunta, pues rodos tenemos los mismos
principios que usted. Además, ese Unger no vendrá hasta mañana; hoy
repartiremos las invitaciones y no quedarán para él. Aquí, Branden, tiene
usted las invitaciones. ¡Ocúpese de su distribución!
El ayudante tomó el pequeño paquete, dio una tarjeta a cada uno de los
presentes y separó las restantes para los camaradas que todavía no habían
venido.
Apenas había terminado de hacerlo, la puerta se abrió y apareció Kurt.
Todos los ojos se volvieron a él, pero inmediatamente cada cual se distrajo de
una manera y el joven pudo darse cuenta de que pretendían no haberle visto.
El teniente no se dejó desconcertar, se quitó la gorra y avanzó, haciendo
sonar las espuelas, hacia el coronel Winslow. Se detuvo ante él, juntó con
fuerza los talones y dijo:
—Teniente Unger, mi coronel. Le ruego tenga la amabilidad de
presentarme a mis camaradas.
El coronel tenía los naipes en la mano, se volvió lentamente, y como si no
hubiera entendido, preguntó:
—¿Cómo? ¿Qué quiere usted?

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—Me atrevo a rogarle que me presente a estos señores, mi coronel.
El coronel se puso el monóculo, miró a Kurt de pies a cabeza y contestó:
—¡Aquí está el ayudante, von Branden! ¡Él se encargará de hacerlo!
Creyó que con esto sería suficiente. Kurt, sin embargo, siguió cuadrado
ante el jefe y dijo con voz clara:
—¡Permítame, mi coronel! Tengo que hacer una observación.
—¿Eh? —preguntó el coronel, enrojeciendo de ira⁠— ¡Sea usted breve!
—Lo haré; la brevedad es una de mis virtudes. Yo no he venido a parar
aquí por mi propio deseo, sino por orden de superiores. Conozco los
privilegios del cuerpo; sin embargo, creo que mis señores camaradas debían
de tener en cuenta que he ganado mi grado y que he sido oficial del Gran
Duque por mis hechos de armas. Hoy he encontrado la oposición más cerrada
por parte de todos los señores, a los que he tenido que presentarme y por eso
suponía que aquí me ocurriría lo mismo. Quiero saber si me han de considerar
o no como un camarada. Me gustaría saber desde ahora si me dejarán hacer
mi camino o habré de luchar. Señor coronel, he sido recibido por usted con un
desprecio, que se parece mucho a un insulto, que un oficial no puede tolerar
ni siquiera de sus superiores. Me veo obligado a pedirle una explicación.
El coronel era de un temperamento colérico y estaba un poco animado por
el vino. Saltó de la silla exclamando:
—¿Está usted loco? ¿Qué le dé una explicación? ¡Vaya usted al diablo!,
pero si insiste usted, se la daré: ¡Me he portado así conscientemente!
—Se lo agradezco, señor von Winslow. Esta situación no me hará faltar a
las ordenanzas. Sin embargo, sé cómo he de responder. Permítame anunciarle
que mañana le enviaré mis padrinos.
Giró sobre sus talones y se dirigió a la percha donde se colgaban los
sables y las gorras, después tomo un periódico y buscó sitio cerca de la
ventana.
Nadie se hubiera atrevido a negarle asiento después de esta prueba de
valor y serenidad, pero le volvieron la espalda para no tener que hablar con él.
Sólo uno de ellos, el teniente von Platen, siguió tranquilamente sentado
mirándole amistosamente.
Kurt observó aquella atención y se acercó a él.
—¿Me permite usted ocupar esa silla que hay a su lado, señor teniente?
—⁠preguntó.
—Con mucho gusto —respondió Platen, tendiéndote la mano⁠— Ya nos
conocemos. ¡Sea usted bien venido!

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Kurt aceptó mirando de frente el rostro franco de su interlocutor, cuya
actitud tanto bien le hacía, y dijo:
—Se lo agradezco de todo corazón. Se han negado a presentarme, pero
todos ya conocen mi nombre. Señor von Platen, ¿quiere usted darme los
nombres de estos señores?
En la habitación reinaba un silencio cada vez más completo y se fueron
escuchando claramente los nombres que Platen pronunciaba; en la última
mesa había una calma como la que sigue a la tempestad. En los otros grupos
se habían agotado los periódicos y todos los medios que podían servir para
disimular la embarazosa situación. Los señores que estaban sentados en la
misma mesa que Kurt, volvieron la cabeza cuando, al escuchar sus nombres,
Kurt les saludaba fríamente. Sólo Ravenow se separó del viejo, tomó de
nuevo el taco y dijo en voz alta:
—¡Ven, Golzen, sigamos nuestra partida! ¿Dónde está Platen? Tú eres el
tercero.
—Gracias, renuncio —respondió éste.
Ravenow se encogió de hombros:
—¡Bah! ¡Voy a tomar una copa de champaña, después de este vaso de
vinagre!
Kurt hizo como si no hubiese oído el insulto y se volvió a Platen, el cual,
señalando un tablero que había en una mesa próxima le preguntó:
—¿Juega usted al ajedrez, Unger?
—Entre camaradas, sí.
—Bien, yo soy su camarada. ¡Deje usted el periódico y juegue conmigo!
El honor exige que le advierta que aquí me tienen por invencible.
—Yo también juego regularmente —⁠rió Kurt⁠— El capitán von
Rodenstein, mi padre adoptivo, era un maestro. Me dio tan magníficas
lecciones que ya no me volvió a ganar ni una sola partida.
—¡Ah, espléndido! Por fin podré hacer una buena partida. ¡Venga usted!
Con esta invitación, Platen había roto el hielo. En la mesa del fondo
empezó la partida de wist, se volvieron a oír las bolas de billar y sobre el
tablero se empeñó una partida tan interesante que antes de media hora un
grupo de oficiales rodeaba la mesa, atentos a los movimientos de los
contrincantes.
Kurt ganó la primera partida.
—¡Insospechable! —dijo Platen— Hace mucho tiempo que no me había
ocurrido. Si es usted tan buen estratega como jugador de ajedrez, será un
genio de la guerra.

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Kurt comprendió que el buen Platen decía aquello para ganarle terreno y
afianzar su posición en el círculo y declinando la alabanza respondió:
—No conviene faltar a la exactitud; se puede ser un buen jugador de
ajedrez sin llegar a ser un mediano oficial. Además, de esta primera partida,
sólo ha podido usted calcular mis fuerzas. ¡Intentamos otra! Sospecho que
ésta la perderé.
—Verá usted como se equivoca. A propósito, hablaba usted de un capitán
von Rodenstein. ¿Ese señor es acaso guardabosques mayor del servicio del
Gran Duque de Hesse?
—El mismo.
—Ah, le conozco. Es un viejo cascarrabias, tan gruñón como honrado y
muy apreciado por el Gran Duque.
—La descripción es exacta.
—Me lo presentó en Maguncia, mi tío el banquero.
—¿Banquero? Se llama Wallner, si no me equivoco.
—Exacto. Debo explicarle que mi tía, la hermana de mi madre, casó con
Wallner, que no es noble, y que por consiguiente es pariente de mi madre y
del Mayor que es primo mío.
Los otros se miraron desconcertados. ¿Qué pretendía Platen con aquellas
historias familiares, mezclando al Mayor en todo aquello? Kurt comprendió el
propósito. Platen quería remediar el mal recibimiento que el Mayor
dispensara a Kurt, y al mismo tiempo mostrar a los orgullosos oficiales que en
los círculos de la nobleza no era todo oro lo que relucía.
La segunda partida comenzó. Kurt volvió a ganar. Durante la tercera el
interés general llegó hasta Ravenow y Golzen, que habían estado bebiendo y
empezaban a decir disparates.
—Verdaderamente estás en forma —⁠dijo Ravenow⁠— En cambio, yo, soy
desgraciado en el juego.
—Pero afortunado en amores, como te he repetido varias veces —⁠añadió
Golzen.
—Sí, tendrás que pagarme la apuesta. La joven será mía, es ya mía.
—¿Qué apuestas? ¿De qué muchacha hablan? —⁠preguntó el cien veces
nombrado Mayor, que no sabía nada de la apuesta o que buscaba un tema de
conversación.
—Para Ravenow, se trata de una ocasión en la que podrá demostrar que
no hay calabazas para él —⁠respondió Golzen.
—¡Explíquese!

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Golzen contó el suceso y todos escucharon su relato. También los
jugadores de ajedrez interrumpieron la partida para seguir con atención las
palabras de Golzen.
—Sí; Ravenow es el don Juan del Regimiento. Afirma que ya ha
conquistado a esta belleza —⁠terminó Golzen.
—¿Es cierto eso? —preguntó el coronel, que encontró al fin ocasión para
disimular su molesta situación.
—Por supuesto —respondió Ravenow⁠— ¿Quién, si no, es irresistible? No
sólo yo, sino cualquier húsar de la guardia. Desgraciadamente, si siguen
entrando en ella elementos indignos, pronto perderemos este privilegio.
Ante este ataque sin rodeos, se volvieron todos hacia Kurt, que, sin
embargo, siguió callado.
Ravenow, que daba por descontada una respuesta del nuevo camarada,
siguió:
—Todavía no ha pasado el tiempo que se me concedió en la apuesta; pero
ya no tendré que apostar ninguna prueba; era la hija de un cochero y fui muy
bien recibido. Sólo puedo decir que subí al coche y la acompañé hasta casa.
—¿La hija de un cochero? —preguntó riendo el coronel⁠— ¡Mi
enhorabuena, teniente! ¡Así es fácil ganar la apuesta!
Kurt, en este momento, sacó un cigarrillo y dijo, mientras cortaba
tranquilamente una punta y frotaba un fósforo:
—¡Bah! ¡El señor Ravenow perderá la apuesta!
Después de haberse dejado insultar dos veces por Ravenow, nadie
esperaba que ahora, en una cuestión que aparentemente no le afectaba, tomara
la palabra. Todos quedaron asombrados. Ravenow dio un paso adelante y
preguntó:
—¿Qué desea usted, señor?
Kurt acercó la llama al cigarro y dio varias chupadas.
—Decía que el señor von Ravenow perderá la apuesta. ¡El señor Ravenow
no hace más que fanfarronear!
El interpelado avanzó otro paso.
—¿Quiere usted repetir esa palabra?
—¡Con mucho gusto! El señor Ravenow, no sólo fanfarronea, sino que,
además, miente descaradamente.
—¡Señor! —Rugió el insultado— ¿Se atreve usted a hablarme así en este
lugar?
—… ¿Por qué no? Los dos nos encontramos en este sitio. Mi dignidad no
me permite tolerar esas bravatas, pues la señorita de que habla usted es muy

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buena amiga mía, y es mi deber defender su fama.
—¡Escuchen! —Exclamó Ravenow— La hija de un cochero es… su
amiga ¡Y está aquí entre nosotros! ¡Y pretende ser un oficial de la Guardia!
Los circunstantes se habían levantado. Se dieron cuenta de que se
avecinaba una escena. Por fin, había llegado. El intruso plebeyo había
desafiado al coronel y era de esperar que Ravenow le enseñara a comportarse.
Sólo Kurt seguía sentado. Respondió fríamente:
—Ya he hecho la observación de que no he venido por mi propia
voluntad, sino por órdenes superiores. Además me pregunto quién es más
honorable, si la hija de un cochero o su seductor. Afortunadamente, esta
última palabra está mal empleada. El señor von Ravenow subió al coche con
una insolencia indecible, pero tuvo poca fortuna. Las señoras le hicieron bajar
del coche con la ayuda de un guardia.
Un «¡Ah!» de sorpresa resonó en la sala. Aquello era demasiado; el
desenlace no se haría esperar.
Ravenow palideció; no sabemos si de rabia o de asombro porque su
adversario parecía saberlo todo.
El furor venció al fin y avanzó hasta llegar a dos pasos de la silla en que
Kurt seguía, sentado sin preocuparse.
—¿De qué habla usted? ¿De insolencia? ¿De un guardia? ¿Quiere usted
repetirlo? ¡Pronto!
—No quiero —fue la respuesta tajante⁠— Digo toda la verdad y no hace
falta repetirla.
El aspecto de Ravenow se hizo amenazador. Todos notaron que era capaz
de saltar sobre su enemigo.
Éste siguió sentado, aparentemente desprevenido.
—¡Le ordeno que lo repita inmediatamente y que me pida perdón!
—⁠bramó Ravenow.
—¡Ah! ¿Qué tiene usted que mandarme, precisamente usted?
—¡Oh, más de lo que usted se cree! —⁠respondió el otro, al que la ira
apenas dejaba hablar⁠— Le ordeno, además, que abandone nuestro
Regimiento, pues no es usted digno de nosotros. Si no lo hace por las buenas,
yo le obligaré a hacerlo. ¿Sabe cómo se obliga a un oficial a quitarse el
uniforme?
A pesar de que Kurt seguía en su posición, aparentemente indefensa, reía
cuando respondió:
—Eso lo saben hasta los niños. No hay más que darle una bofetada y ya
no puede seguir en el ejército.

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—¡Perfectamente! ¿Quiere usted repetir y pedirme perdón y prometer
delante de todos que se marchará?
—¡Ridículo! ¡Déjese usted de farsas!
—¡Entonces, ahí tiene la bofetada!
Con estas palabras se arrojó sobre Kurt, dispuesto a golpearle.
Aunque sus movimientos fueron un relámpago, Kurt fue todavía más
rápido. Desvió el golpe con la mano izquierda y, cogiendo a Ravenow por las
caderas, lo levantó en vilo y lo arrojó contra el suelo. Se oyó crujir el
entarimado y el oficial quedó sin sentido.
Nadie habría sospechado en el joven tal fuerza y destreza. Un momento
después reinaba en la sala una confusión indescriptible. Unos quedaron
paralizados por la sorpresa y rodearon al vencedor, que había demostrado tan
gran dominio de sus nervios y ahora de sus fuerzas.
Otros se inclinaron sobre Ravenow, que seguía en el suelo. Por fortuna,
había allí un médico militar que procuró reanimarle.
—No se ha roto nada y parece que tampoco tiene lesión interna —⁠dijo⁠—
Pronto volverá en sí y sólo le quedarán los morados.
Esta observación tranquilizó a todos y después de acomodar a Ravenow
en un sofá se volvieron con mirada hostil a Kurt, que seguía tranquilamente
sentado, como si no tuviera nada que ver con aquel asunto. El coronel creyó
llegado el momento de hacer valer su autoridad. Se aproximó lentamente a
Kurt y dijo amenazador:
—Señor, ha atacado usted al teniente Ravenow.
—Los señores aquí presentes pueden atestiguar que ha sido un acto de
defensa —⁠le interrumpió Unger⁠— Se ha atrevido a amenazarme con una
bofetada, se ha arrojado sobre mí dispuesto a golpearme. Yo no he hecho más
que impedir la amenaza.
—¡No ha de ser usted el que hable, sino el que escuche! ¡Soy un superior,
y ha de callarse usted cuando yo hablo! ¡Entiéndalo bien! Abandone
inmediatamente la sala y permanezca en su habitación hasta nueva orden.
¡Queda usted arrestado!
Esta orden llenó de satisfacción a los presentes. Pero no conocían bien al
teniente. Se levantó y dijo con calma:
—¡Le ruego que me perdone, señor coronel! Mañana obedeceré sus
órdenes en el acto. Pero hasta mañana por la mañana no estoy a sus órdenes, y
usted no tiene hoy ninguna fuerza sobre mí.
—Señor Unger… —amenazó el coronel.
Kurt, sin intimidarse, prosiguió:

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—Del arresto, no hay que hablar. En cambio, voy a seguir enseguida su
indicación de abandonar la sala, pues no estoy acostumbrado a frecuentar
lugares en los que se corre el peligro de ser insultado o abofeteado. ¡Buenas
noches, señores!
Esta reconvención levantó un murmullo de protesta. Kurt, sin
preocuparse, descolgó el sable, se puso la gorra, saludó y salió con altivez.
—Este sujeto es un demonio —⁠dijo el Mayor.
—¡Bah! —Rezongó el coronel— Ya le quitaremos lo demoníaco.
¡Desafiarme a mí! ¿Han oído ustedes?
Nadie se percató de que el teniente von Platen había seguido al forastero.
Fuera, alcanzó a Kurt, le cogió por el brazo y le dijo con calor:
—¡Teniente Unger, espere un momento! Hay una conjuración contra
usted. ¿Me creerá si le digo que yo no he tomado parte en todo esto?
—Le creo, pues lo ha probado usted —⁠respondió Kurt, estrechándole
fuertemente la mano⁠— Tiene usted todo mi agradecimiento. Le aseguro que
esperaba un recibimiento frío, pero nunca imaginé tal descortesía. Lamento
mucho lo ocurrido esta noche.
—Es usted demasiado bueno. Sin embargo, creo que todo será inútil.
—Ya lo veremos. Respeto el privilegio de la nobleza. Está avalada por
siglos de tradición, pero creo que puede ser superada por la burguesía. El
valor de los hombres depende sólo de su moral.
—Le doy la razón, aunque pertenezco a la nobleza. El coronel se ha
ganado la repulsa, y creo que nadie se habría atrevido a comportarse tan
valerosamente como usted. Por lo que respecta a Ravenow, ¿puedo
preguntarle si conoce usted a la joven en cuestión?
—Muy bien. Esas señoras me han contado la escena.
—¿Son dignas de confianza?
—Nunca mienten. Va usted a conocer un pequeño detalle que no sabe
nadie. La joven motivo de la apuesta no es hija de un cochero. ¿Me promete
usted guardar el secreto?
—¡Se lo prometo!
—Se trata de la nieta del conde de Rodriganda. Ahora comprenderá que
puedo decir sin avergonzarme que soy su amigo.
—¡Diablos! ¿Pero cómo ha llegado Ravenow?…
—Es un insolente y un atrevido. Cualquiera se habría dado cuenta
inmediatamente de que se encontraba ante una señora de elevada educación.
Entró en el coche que ocupaban las señoras, de la manera más vergonzosa y
sólo lo pudieron echar con la ayuda de un guardia.

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—¡Dios mío, qué necio y qué imprudente! ¿Pero cómo se le ha podido
ocurrir que podía ser la hija de un cochero?
—Procuró sonsacar a mi criado, al que encontró en un café que hay cerca
de casa. Vivo con el conde y me he educado con esa joven. Mi viejo Ludwig
es un zorro y le ha hecho creer que era la hija de un cochero. Espero que
ahora se explicará todo.
—Todo menos su extraordinaria fuerza. ¿Maneja usted tan bien las armas
como los puños?
—No temo a ningún enemigo.
—Lo necesitará usted. Es seguro un desafío con Ravenow. ¿Y qué piensa
usted hacer con el coronel?
—Le enviaré mañana mis padrinos.
—¿Ya sabe usted quién serán?
—¡Hum! No, todavía no lo he pensado. No quiero que los míos se enteren
de nada, y aquí no tengo conocidos.
—¿Puedo ponerme a su disposición?
—Con esto se pondría usted en una difícil situación con sus camaradas y
con sus superiores.
—No me preocupa. No será una extorsión para mí, sino un placer. Mi
fortuna me hace inatacable y le ruego que me permita ayudarle. Ha
conquistado usted mi aprecio. ¡Seamos amigos, querido Unger!
—Acepto su amistad que me honra. Desde que le vi en mi visita al Mayor
comprendí que congeniaríamos.
Se dieron un apretón de manos, y Platen preguntó:
—¿Va usted a casa?
—No. Me he mostrado muy sereno exteriormente, pero en mi interior no
ha ido tan bien la cosa. No quiero que me noten nada y antes iré a beber algo.
—¡Voy con usted, espérese!
Platen volvió a entrar rápidamente.
Kurt le esperó en la calle. No sospechaba la importancia que más adelante
tendrían para él, el teniente von Platen y el banquero de Maguncia que éste
había nombrado.
Los dos jóvenes estuvieron un rato en el café y después Platen acompañó
a Kurt hasta su casa, para saber dónde vivía. Cuando se despidieron ante la
puerta vieron iluminada toda la Villa y cuando Kurt entró en el salón encontró
a todos los de la casa reunidos para hacer los honores a una honrosa visita.
El Gran Duque había anunciado al conde que pasaría la velada con él.

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—¡Ya tenemos aquí a nuestro húsar! —⁠dijo el Gran Duque apenas le vio
entrar⁠— ¿Ha estado usted en el casino?
—Sí, alteza.
—¿Ha encontrado allí a su coronel?
—Estaba presente.
—¿Le ha entregado a usted un invitación?
—No he visto ninguna invitación, alteza.
—¡Ah, se ha atrevido a darle de lado! Se va a llevar una sorpresa. Hoy he
sabido por nuestro amigo el conde, los obstáculos que se le oponen y he
decidido demostrar a estos señores que deben estar orgullosos de contar al
teniente Unger entre sus filas. ¡No se ruborice usted, querido! Es usted uno de
los oficiales que más se ha distinguido en la pasada guerra por su valor
temerario. Puede usted demostrarlo con las cicatrices de sus heridas. He
invitado a los oficiales de su regimiento y a sus amigos para mañana por la
tarde y el rey, que ya me ha hablado del servicio que le ha prestado usted hoy,
me ha ofrecido su castillo de Monbijou para celebrar el baile. He enviado las
invitaciones al coronel para que las reparta en el casino. Han querido apartarle
a usted, pero no lo conseguirán. ¡Ármese de valor y vencerá a sus enemigos!
Mientras el Gran Duque pronunció éstas palabras, Kurt permaneció en
posición de firme. Su príncipe había organizado un baile en su honor y el rey
de Prusia cedía su castillo para este fin. Las lágrimas se asomaron a sus ojos,
apenas pudo decir:
—Alteza, no sé cómo…
—Bien, mi querido teniente, —⁠le interrumpió el príncipe⁠— Conozco sus
propósitos aunque usted no los exprese. He cumplido el motivo de mi visita y
puedo retirarme.
Cuando ya estaba lejos de la Villa, supo Kurt que también don Manuel
con todos los suyos, incluso Amy Dryden estaban invitados, y se retiró a su
habitación para descansar de todas las emociones de aquel día.
Kurt estaba muy poco rato en su cuarto, cuando oyó llamar suavemente a
la puerta. ¿Quién sería? No esperaba a nadie. Se sorprendió agradablemente
pues a su respuesta entró… Rosita.
—¿Te asombras? ¿No es verdad? —⁠preguntó la joven⁠— Tengo que
hablar contigo.
—¿Tú, Rosita? Ven siéntate aquí.
—Si lo haré, querido Kurt. Una joven no debe visitar a un hombre tan
tarde en su habitación, pero nosotros somos ya como hermanos. ¿No es
verdad?

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—Claro que sí —respondió él sin dudarlo⁠— ¿Sabe tu mamá que estás
aquí?
—Naturalmente que lo sabe.
—¿Y te ha permitido que vinieras a estas horas?
—Sí, incluso me lo ha rogado. Se trata de algo muy importante.
¡Qué feliz se sentía el teniente! Sin pensar en la hora se acercaba a él llena
de confianza. Estaba seguro de que la quería con todas las fuerzas de su
corazón, con todas las potencias del alma. Se sentó junto a ella en el pequeño
sofá y esperó contemplando su hermoso rostro.
—¿Qué tienes que preguntarme, Rosita?
—¡Primero dame la mano, Kurt! ¡Así! Tú sabes que siempre nos hemos
querido.
Estas palabras le emocionaron de tal forma que no acertó a decir nada.
—Y que todavía nos queremos.
—Yo a ti sí —exclamó por fin.
—Tú a mí. ¡Ya lo sé! ¿Pero crees que para mí has cambiado, que ya no
eres el de antes? Mira, cuando se quiere, no se puede ocultar nada. Lo que no
sabemos lo adivinamos. Yo conozco tus pensamientos sin más que mirarte a
los ojos. ¿Quieres creerme?
Él estaba muy turbado y apenas murmuró un «sí» inteligible.
—Pues bien —siguió ella con calor⁠— Cuando has vuelto del casino me ha
parecido leer algo extraño y profundo en tus ojos. Sé que has experimentado
una gran pena. Te han recibido mal en el casino, y tú no eres hombre capaz de
soportarlo. Habéis tenido una pelea y vosotros los militares tenéis enseguida
las armas en la mano. ¡Ven, déjate mirarte a los ojos!
Le puso las manos sobre los hombros y se aproximó para mirarle mejor a
los ojos. Su mirada escrutadora se hundió en los suyos severamente durante
un largo minuto, y volvió a dejar caer las manos.
—¿Kurt, sabes lo que veo? ¡Un duelo!
—¡Rosita! —exclamó él asombrado.
—Kurt, estoy segura. Allá en el fondo hay algo que tú quieres ocultar,
pero que yo he descubierto. Es una decisión orgullosa, inquebrantable. ¿O
quieres mentirme, Kurt?
—¡No, nunca! —aseguró él.
—Entonces, dime si mi corazón se ha equivocado.
—¿Me prometes guardar el secreto?
—¡Sí, te lo prometo! —dijo ella con decisión⁠— En estas cosas del honor
no podemos intervenir los demás.

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Era desconcertante, con su sencillez infantil. Se vio obligado a responder
simplemente:
—Has acertado, Rosita.
—Entonces, es un duelo, realmente un duelo, Kurt, lo sabía, lo he
presentido. ¿Crees ahora que te quiero?
Ella le miró con tal franqueza que él se llevó sus manos a los labios y
suavemente emocionado respondió:
—Es la mayor felicidad que puedo esperar.
—Sí, es una gran dicha, cuando se quiere con el corazón y se tiene pura
confianza. Esa confianza tengo yo en ti. ¿Piensas que tu duelo me
intranquiliza?
—¿No?
—No. Lo más mínimo. Vencerás a tu adversario. Pero mamá está
preocupada y me ha rogado que viniera a verte porque sabe que me lo dirías
todo y porque sabe también que las cuestiones de desafío no admiten demora.
Los ojos de él brillaron orgullosos ante esta prueba de confianza.
—¿Has hablado con alguien más de tu sospecha?
—No, sólo con mamá. Los otros no deben saber nada. Intentarían
disuadirte y parecería que temes a tu enemigo. No debes retirarte.
—¡Rosita, eres una heroína! —⁠exclamó él impetuosamente.
—¡Oh, sólo cuando se trata de ti, querido Kurt! Por cualquier otro habría
temblado, pero de ti sé muy bien que vencerás todos los obstáculos. Cuando
te marchaste a la guerra temí por ti, porque nada podías contra las balas. Pero
en un duelo todo depende de la destreza y la serenidad y no tienes nada que
temer. ¿Puedo preguntar quién es tu adversario?
—Son dos.
—¿Dos duelos? —preguntó Rosita asombrada⁠—. Bien, así tendrás dos
ocasiones de mostrar tu valor. Estaría más satisfecha si quisieras atender un
ruego: Vence a los dos hombres, pero no les mates. ¿Quieres?
—Te lo prometo.
—Esto me alegra, Kurt. En agradecimiento, podrás besarme las manos
como hacías antes.
Le tendió las manos y exclamó sonriendo cuando él se las llevó a los
labios:
—Ahora me has convertido en tu dama y debo premiarte. Si mamá nos
viera se reiría de nosotros. Dime ahora quién es tu enemigo.
—El primero es mi coronel.

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—Ah, debe estar muy satisfecho de tener un teniente tan decidido. ¿Y el
segundo?
—Es el teniente von Ravenow.
—¡El que nos asaltó en el coche! Tengo la sospecha de que peleas por mí.
¡Dime la verdad!
—Lo has acertado.
No era ninguna fanfarronada. No quería que le agradeciera aquella
decisión. Era un carácter franco y por nada del mundo habría mentido a una
pregunta de ella.
—¿Ves cómo lo he leído en tus ojos? —⁠Dijo con íntima satisfacción⁠—
Por fin te has convertido en mi caballero. Con eso te has ganado el favor de
esos besos y no lo olvidaré nunca. Ahora lo sé todo y voy a volver con mamá.
—¿Qué le dirás?
—Todo. ¿Crees que puedo ocultarle algo a mamá?
—¡Líbreme Dios de darte semejante idea! ¡Sigue los dictados de tu alma
pura! —⁠exclamó él sin poder dominar sus sentimientos⁠— Díselo todo y dile
también que no debe temer por mí, y que le ruego la mayor reserva.
—Lo haré y tengo la mayor seguridad de que mamá me hará caso. Buenas
noches, querido Kurt.
—Buenas noches, Rosita.
Le estrechó las dos manos y se dispuso a salir de la habitación. Al llegar a
la puerta se detuvo pensativa. Se volvió y con una sonrisa infantil dijo:
—Casi se me había olvidado una cosa. ¡Si eres mi caballero y yo tu dama
debo darte una banda para que te acompañe en la lucha! ¿Es buena la que
llevo en este vestido?
Esta naturalidad le hizo subir la sangre a la cabeza. Sintió latir las sienes
cuando respondió:
—¡Oh, sí, es muy hermosa! ¿Quieres dármela?
—¡Claro que sí! —desanudó la cinta y se la entregó⁠— Cuando vayas a la
lucha póntela en el pecho, o no, pues la verán. ¿Pero entonces dónde la
pondrás?
—No sobre la guerrera, sino aquí sobre mi corazón.
El rubor tiñó sus mejillas; bajó las sedeñas pestañas, pero se repuso y
levantó hacia él los hermosos ojos.
—Sí, hazlo. Es el mejor sitio. Estaré orgullosa cuando me la devuelvas.
—¿Cómo? ¿He de devolvértelo? —⁠exclamó él.
—¿No? —preguntó ella.

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—Sí, si tú quieres —respondió él y continuó⁠— Pero debías cambiármelo
como haría la dama de cualquier caballero.
—¿Cambiarlo? ¿Por qué?
—Por un beso.
Las mejillas de la joven subieron de color, pero dominando este
sentimiento inexplicable preguntó:
—¿Hacían eso las damas? Y si te regalo para siempre el lazo, ¿no tendré
que darte nada?
—No; entonces no.
—Todavía no he decidido lo que haré. ¿Cuál de las dos cosas prefieres,
querido Kurt?
Él hizo acopio de todo su valor y respondió:
—Prefiero quedarme con el beso y devolverte el lazo.
—¡Ah, pícaro! ¡Lo que quieres es aprovecharte de mí! Pues no es eso tan
fácil como parece. ¡Habré de pensarlo mucho, antes de tomar una decisión!
¡Conserva ahora ese lazo y ya veremos lo que ocurre!
Salió rápidamente de la habitación. Él se llevó el lazo a los labios que aún
conservaba su perfume que tanto agradaba a Rosita. Después se tendió en el
sofá; estuvo allí pensando mucho tiempo. Cerró los ojos y soñando con ella se
quedó dormido.

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Capítulo 11.- Su Majestad el Rey

C uando Kurt despertó, brillaba ya el sol en las ventanas. Se dio cuenta que
había pasado la noche en el sofá. Emprendió un paseo por el jardín y
cuando llegó al comedor a desayunar ya estaban todos sentados a la mesa.
Lanzó una mirada interrogadora a Rosita, que estaba pálida como si hubiera
dormido poco y le miró a su vez. ¿Le habría robado el sueño la idea del beso?
La madre también le miró, y en sus ojos serenos leyó la seguridad de que
su secreto no sería traicionado.
Era hora de presentarse al escuadrón.
Ludwig, que era ahora su sirviente, le tenía ensillado un caballo. Era un
espléndido moro andaluz, regalo del conde. Saltó sobre la silla y se dirigió al
cuartel. Cuando entró en el amplio patio estaban allí todos los oficiales y sólo
esperaban la llegada del coronel para empezar los ejercicios.
Todos los ojos se fijaron en él. También Ravenow estaba allí. Se había
repuesto de su accidente del día anterior y se apartó a un lado como todos
pudieron observar.
—¡Diablos! ¡Qué caballo! —dijo Branden, el ayudante⁠— ¿De dónde
habrá sacado el hijo del marinero ese animal que vale una fortuna? ¡Y parece
que lo destina al servicio diario!
Kurt saludó a sus camaradas, que apenas le correspondieron. Sólo Platen
se le acercó, le estrechó la mano y dijo en voz alta para que todos pudieran
oírlo:
—¡Buenos días, Unger! ¡Vaya animal! ¿Tienes muchas maravillas como
ésta en tus cuadras?
—Es mi caballo de servicio, ya te enseñaré los otros —⁠respondió el
interpelado.
En aquel momento llegó el coronel. Traía un gesto avinagrado, como si
apenas pudiera dominar la cólera. El ayudante salió a su encuentro
saludándole.
—¿Alguna novedad? —preguntó el coronel.
—A sus órdenes. Nada, mi coronel —⁠fue la respuesta⁠— El teniente Unger
ha llegado ya al escuadrón.

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—¡Teniente Unger, adelante! —⁠ordenó el coronel con voz severa.
Kurt hizo avanzar su caballo hasta situarlo junto al del superior.
Éste observó escrutadoramente el uniforme, los arneses, el caballo,
buscando, sin encontrarlo, algún detalle que fuera contra las ordenanzas. Con
una mirada de desprecio dijo:
—Le dispenso a usted del servicio hasta nueva orden. Ya le avisaré
cuando llegue el momento.
Kurt saludó sin un gesto de protesta, aflojó las riendas de su caballo y
cruzó bajo el arco de la puerta.
Entonces comenzaron los ejercicios.
Las evoluciones se sucedieron durante cerca de cuatro horas. El coronel se
había retirado y apenas tuvo tiempo de acomodarse cuando Platen se presentó
ante él.
—Me alegro de que haya venido, teniente von Platen —⁠saludó el jefe con
frialdad⁠— Ayer quise hacerle la observación de que no me gusta su
comportamiento. ¿Por qué dejó que ese hombre tomara asiento junto a usted,
y por qué se atrevió a jugar con él al ajedrez?
—Porque no tengo el propósito de portarme descortésmente con nadie y
menos con un oficial. Y, además, es de esperar que si el ministro de la Guerra
nos envía un camarada, será confiado en que sabremos recibirlo.
—¿Pero usted conoce nuestro acuerdo?
—No he tomado parte en ese acuerdo.
—Creo que incluso salió usted con él.
—Cierto —respondió Platen, tranquilamente⁠— He encontrado un hombre
al que hay que apreciar, nos hemos hecho amigos.
—¡Ah! —exclamó colérico el coronel⁠— Me resulta muy extraño lo que
acabo de oír. ¿Sabe usted que así se ganará la enemistad de todos sus
camaradas? ¿O es que cree que pasará por alto el que usted tome bajo su
protección a esa bestia sarnosa?
—He dicho que soy amigo del teniente Unger y no consentiré que se le
insulte en mi presencia. En fin, señor coronel, he venido a visitarle por
encargo suyo.
—¿Ah, supongo que no como padrino?
—Precisamente.
—¡Truenos! ¿Pero se atreve a desafiarme?
—He venido a pedir una explicación en su nombre.
—¡Esto es muy imprudente por su parte! ¿Se olvida usted de que soy su
superior?

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Estas palabras fueron pronunciadas como una amenaza. Platen, sin
embargo, respondió sin alterarse:
—En cuestiones militares estoy sometido a usted, mi coronel, pero en
cuanto al honor, creo que estamos en el mismo plano. Mi amigo me envía a
pedirle una explicación y me ruega busque un acuerdo con el señor coronel.
Éste se paseaba de arriba abajo. Se encontraba en una situación difícil, de
la que no veía más que una salida.
Al cabo de un rato se detuvo.
—¿El teniente Unger no esperará que su comandante se disculpe?
Preséntese al Mayor, von Platen, y decida con él lo que quiera. Pero fíjese
bien: doy una satisfacción al uniforme, que cambia al hombre, no al señor
Unger. ¡Todo lo demás lo decidirá el juez!
Con estas palabras se volvió.
El teniente von Platen golpeó los talones y salió.
Desde allí fue a buscar al teniente von Ravenow. Éste le recibió con su
aspecto cortés y preguntó:
—¿A qué debo el honor de tu visita, Platen?
—¿El honor de mi visita? ¡Hum! ¿Por qué tanta etiqueta?
—Puesto que te has pasado al enemigo, sólo puedo tratar contigo con fría
cortesía, te ruego que hagas lo mismo.
Platen no hizo caso.
—Como quieras. Quien se opone a una injusticia por causa de los
prejuicios, está dispuesto a soportar muchas cosas. No te cansaré mucho
tiempo, pues sólo me ha traído el propósito de decirte dónde vive mi amigo
Unger.
—¡Ah! ¿Para qué?
—Creo que debes saberlo, por si se te ocurre ir a darle alguna satisfacción.
—Te equivocas. Además, no necesito saber dónde vive porque tengo
motivos para sospechar que vienes como padrino suyo.
—Aciertas. He venido a pedirte una satisfacción de parte suya.
—Basta. Golzen me representará. ¿Qué arma elige ese que has llamado
amigo tuyo?
—Te deja a ti la elección.
Los ojos de Ravenow relampaguearon de odio.
—¿Ah, tan seguro? ¿Le has dicho que soy el mejor tirador del regimiento?
Ya he acordado con Golzen, con quien te entenderás con respecto a todo lo
demás, que prefiero el sable… La hora y el lugar ya me lo dirá Golzen.
¿Tienes algo más que decirme?

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—No. ¿Puedo despedirme de ti con «fría cortesía»? ¡Hasta la vista!
Platen se dirigió al juez del Tribunal de Honor. Era éste un viejo capitán
de caballería, que le prometió hacerse cargo del asunto. Cuando volvió junto a
Kurt y le hizo saber que Ravenow se había decidido por el sable, el teniente
se encogió tranquilamente de hombros.
—Este buen hombre quiere quitarme de en medio. No conoce el perdón y
espera que sea yo el que me muestre indulgente. El coronel es un cobarde. Es
imposible que el juez de Honor se decida contra él. Seguramente escogerá las
pistolas y a distancia que le guarde convenientemente y estoy dispuesto a no
hacer blanco. La vergüenza es bastante castigo para él. ¿Cuándo conoceré su
decisión?
—Antes de la noche.
—¿Me traerá usted las nuevas?
—Sí; antes de ir al baile que da el Gran Duque, en Monbijou. Esto ha sido
otra jugada, pues es seguro que había invitación para usted y no se la ha
entregado.
—¡No se preocupe! —sonrió Kurt— Tengo una invitación privada del
Gran Duque.
—¡Ah! —exclamó Platen— ¿Entonces irá usted?
—Sí. Quiero decirle que cuento con el aprecio del Gran Duque. Ha oído
hablar de la manera que han tenido de recibirme en todas partes y anoche
mismo vino a casa para decirme que había organizado un baile, para darme
una satisfacción pública.
Platen estaba asombrado.
—¡Afortunado! —exclamó— ¿Es usted protegido del Gran Duque?
—Siempre me ha demostrado un gran aprecio —⁠dijo Kurt,
modestamente⁠— No diga a nadie que iré. Me gustaría ver la cara que ponen
los señores que me tienen por interno desarrapado. Puede usted darme las
noticias, que haya, en Monbijou, y allí le presentaré al Gran Duque, al conde
de Rodriganda y a su hija.
—¡Cielos, qué dicha! Es usted un enigma y es una suerte ser su amigo.
¿Me presentará usted a la maravillosa joven que motivó la apuesta?
—Claro que sí. Pero separémonos ahora; hemos de prepararnos para la
fiesta.
Avanzada la tarde, se reunió el Tribunal de Honor. Todos los miembros
formaban parte de la más rancia nobleza y tenían a Unger por «una mala
bestia», como había dicho el coronel. Además, estaban todos influidos por
éste y la sentencia fue la siguiente: el coronel había tratado a Unger con

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dureza y éste se había dejado llevar de un acceso de ira; todos estaban de
acuerdo. Unger no tenía derecho a pedir explicaciones y no había que pensar
en un duelo. La conducta del teniente Unger bastaba para que los oficiales le
retiraran el saludo. Había que trasladarlo a otro lugar donde su origen plebeyo
y su pésimo comportamiento no chocaran con la dignidad del Cuerpo de
Guardia.
Esta sentencia fue llevada al protocolo y se dio una nota a Platen para que
la entregara a Unger. Se dio cuenta que esperaban alguna excusa por su parte.
Pero tomó el papel sin decir palabra y se retiró.
Tenía el convencimiento de que la cuestión no se acabaría de esta forma.
El coronel, en cambio, creyó que había vencido. Supuso que Kurt ya no se
atrevería a insistir en su entrada en el regimiento, y lleno de satisfacción
volvió a casa para vestirse de uniforme de gala y recoger a su esposa, pues era
ya de noche y no se podía hacer esperar a los ilustres huéspedes organizadores
de la fiesta.
El castillo de Monbijou está junto al Spree, en el sector de Spandau,
maravillosamente situado, y todavía hoy se le puede visitar los días festivos.
Infinidad de farolillos, entre los árboles y las flores, convertían el jardín
en un país de hadas. De los salones salía un torrente de luz.
Sirvientes atareados cruzaban de un lado para otro y junto a la entrada
estaba el maestro de ceremonias del Gran Duque para recibir a los numerosos
invitados.
Según la etiqueta, el retraso era elegante, y acudieron primero los
tenientes y luego, poco a poco, fueron apareciendo los jefes superiores.
Eran recibidos en la antesala por el ayudante del Gran Duque y
distribuidos a sus correspondientes puestos.
Finalmente, llegaron el comandante de brigada y general de división, con
sus respectivas señoras.
En el gran salón se veía la orquesta que amenizaría la velada. Ahora
dominaba todavía la expectación y se conversaba a media voz. Los criados
distribuían refrescos y en el comedor se oía entrechocar la porcelana y la plata
como alegres promesas.
La gran puerta se abrió y fue anunciada la llegada del Gran Duque.
Entró llevando del brazo a Roseta de Rodriganda, señora de Sternau. Le
seguían don Manuel con Amy Dryden y, a continuación, Kurt, acompañado
de Rosita.
Los húsares, sin creer lo que veían, se fijaron en él. En el pecho llevaba la
gran cruz de la Gran Orden Austríaca, la Corona de Hierro y la Medalla

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Militar de María Teresa, la Orden del León y la Orden del Yelmo, junto a la
Cruz del Mérito Militar.
Los ojos de todas las señoras se fijaron en el teniente, al que no habían
visto antes; los ojos de los hombres en su acompañante, que se apoyaba en él
con tanta confianza como si fuera su hermana.
Los presentes se habían levantado. El Gran Duque avanzó hacia el general
y éste le presentó a la señora, mientras el duque lo hacía con su acompañante.
Es imposible imaginar el efecto que la aparición de Kurt, acompañando al
Gran Duque, produjo entre los oficiales. El ayudante von Branden, sin apartar
los ojos de él, murmuró:
—¿Estoy soñando? ¿No es Unger?
—¡Dios mío! ¡Tienes razón! —⁠respondió Golzen, que estaba junto a él.
El asombro de Branden creció al fijarse en el pecho del teniente.
—¡El diablo me lleve! ¡Cinco órdenes y una cruz! ¿Estoy soñando?
—¡Y lleva del brazo a la hija del cochero! Creo, Branden, que nos hemos
engañado lamentablemente.
—¡Mirad, mirad! Su alteza se adelanta ahora con él. ¡Truenos! ¿Qué está
diciendo a nuestro general en jefe? —⁠preguntó Branden.
Platen, que estaba cerca, respondió sonriendo:
—Está pidiendo que presente al teniente y a su acompañante a los
oficiales de la Guardia.
—¡Que me lleve el diablo si entiendo todo esto! —⁠exclamó Branden⁠—
¡Parece que todo esto se ha organizado para dar una satisfacción a ese
teniente!
—¡Aciertas! Sé de muy buena tinta que este baile se ha organizado en
honor de Unger. Es el favorito del Gran Duque, que nos está dando un
vapuleo.
—¡Esto es demasiado! ¡Nunca lo habría imaginado, por mi honor! —⁠dijo
Branden⁠— El teniente pasa de una mano a otra. Ahora avanza hacia el
coronel. ¡Fijaos! El mozo prepara algo; veo brillar sus ojos.
El general llegaba en aquel momento acompañando a Unger y Rosita
junto al coronel.
—Señor coronel —dijo— Tengo el honor de presentarle a la señorita
Sternau y al señor teniente Unger. Acaba de entrar en su regimiento; tenga
con él la mayor solicitud.
Al coronel le pareció que se ahogaba; no pronunció ni una palabra y a
duras penas pudo contenerse.
Unger se volvió al general.

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—Excelencia, ya se ha abusado bastante de su bondad, deje que el señor
coronel ocupe su puesto y me presente a los demás.
—Señores, por favor.
—¡Es un diablo! Ya decía yo que tramaba algo —⁠murmuró Branden, el
ayudante⁠— Va a obligar al coronel, a quien desafió ayer, a pasar por el aro y
hacer las presentaciones.
El general sonrió y dijo amablemente:
—Para mí sería un placer, pero si lo prefiere, se lo cederé al señor coronel.
Se marchó con esta palabra y el coronel no tuvo más remedio que tragarse
la píldora. A una seña suya, avanzaron los oficiales del regimiento y se vio
obligado, bien a pesar suyo, a ir dando los nombres de los numerosos
oficiales.
—¡Se lo agradezco, señor coronel! —⁠le dijo Kurt, fríamente, cuando
acabó el suplicio.
Avanzó después hacia Platen y, tomando a Rosita de la mano, le dijo:
—Es mi amigo. ¿Querrás recomendarlo al Gran Duque?
Ella tendió la mano a Platen y le preguntó:
—¿Baila usted señor teniente?
—Con pasión, señorita —respondió él, enrojeciendo de alegría.
—Pídale a Kurt mi carnet de baile para inscribir en él su nombre. Su
amigo me ha pedido ya el primer baile. Busquemos ahora a su alteza y le
presentaré a usted.
Se alejaron y el coronel volvió a quedar solo con los oficiales. Sacó un
pañuelo y, con entrecortada respiración, se enjugó el sudor que perlaba su
frente.
—¡Estoy indispuesto! Necesito descansar.
Se dirigió a su mujer en busca de alivio.
Se formaron grupos aislados, pero en todos ellos la conversación giraba
en torno a Unger y la lección que acababa de dar a la Guardia. Las señoras se
fijaron en él. Había probado que no sólo era apuesto, sino un hombre en toda
la extensión de la palabra. Los hombres empezaron también a mirarlo con
otros ojos.
Sin embargo, aún no había ocurrido lo mejor. Las puertas grandes se
abrieron y se oyó la voz del maestro de ceremonias:
—¡Su Majestad el Rey!
Inmediatamente, el Gran Duque, acudió a recibir al soberano. Éste entró
al lado de Bismarck; les seguían el ministro de la Guerra y un mayordomo del
palacio. El último llevaba en las manos un estuche de tafilete.

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—He querido pasar unos minutos con vuestra alteza —⁠dijo el soberano al
Gran Duque⁠— ¡Presentadme a vuestros huéspedes!
Pronto las principales personalidades estaban reunidas con Su Majestad,
mientras el resto de los invitados les observaban a distancia, conversando en
voz baja.
A Branden, el ayudante, le era imposible permanecer callado.
—El rey, Bismarck y el ministro de la Guerra aquí —⁠decía⁠— Es un gran
honor para nuestro regimiento. Podemos estar orgullosos. ¡Ah! ¿Veis el
estuche que lleva el mayordomo? Que me ahorquen si no contiene una orden,
y todo esto ha servido para honrar doblemente al Gran Duque. Fijaos, junto al
ventanal, el conde de Rodriganda habla con el ministro de la Guerra. Está
muy serio y sus miradas se dirigen al coronel. Acerquémonos a él. Se prepara
algo.
Tenía razón, pues al poco rato el ministro de la Guerra se acercó al
coronel. Éste, se levantó atemorizado, como pudieron notar los que estaban
cerca, y avanzó al encuentro del personaje.
—¡Señor coronel! ¿Ha recibido usted mi carta en la que me refería al
teniente Unger? —⁠preguntó su Excelencia en un tono poco amistoso.
—La he recibido —fue la respuesta.
—¿Y la ha leído?
—Como todo lo que viene de manos de su Excelencia.
—Pues es muy curioso que el resultado haya sido precisamente el
contrario del que yo suponía. ¿Recuerda que le pedía que atendiera
inmediatamente al teniente Unger?
—Sí, excelencia —respondió el coronel.
—Sin embargo, he sabido que en todas partes se le ha tratado con
desprecio. Muchas, casi todas las cabezas bien nacidas, están huecas y sólo se
mantienen en sus puestos por su nacimiento. El jefe de un grupo militar debe
alegrarse cuando encuentra a un hombre que destaca sobre los demás, y es
muy de lamentar que precisamente a esos hombres se opongan toda clase de
obstáculos, injustamente y a veces mal intencionadamente. Espero tener
pronto otras noticias bien distintas de las que con gran asombro he recibido
sobre el particular.
Giró sobre sus talones y se alejó, mientras el coronel quedaba unos
momentos como sin sentido y luego volvió a su sillón. Aunque no se había
oído la conversación, se adivinó la severa repulsa.
—Por hoy, está aniquilado moral y físicamente —⁠murmuró el ayudante⁠—
No me gustaría estar en su piel. Este teniente ha caído en nuestra tranquila

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vida como una bomba, y ahora ha caído una piedra sobre la cabeza de
alguien. ¿Dónde está?
—Allí, junto al espejo. Bismarck habla con él —⁠respondió Golzen.
—¿Bismarck? ¡Qué honor! Yo daría el sueldo de veinte meses si
Bismarck quisiera recibirme una sola vez. ¡Cielos, ahora se acerca él también!
Los circunstantes miraron asombrados hacia el lugar en que las dos
personalidades hablaban con el joven. Estaban apartados para que no se les
escuchara lo que decían; pero, por las apariencias, debían ser palabras muy
amables.
El Rey, de pronto, se volvió e hizo un gesto al mayordomo del palacio.
Éste avanzó hasta el centro de la sala y anunció en voz alta:
—Señoras y caballeros, tengo el honor de participarles que Su Majestad
tiene a bien nombrar caballero de segunda clase de la Orden del Águila Roja,
al señor teniente Unger, en recompensa del importantísimo servicio que, a
pesar de su corta estancia en la capital, ha prestado a la patria. Su Majestad
ordena, asimismo, que se le imponga la insignia de dicha orden con toda
solemnidad.
Abrió el estuche, se acercó a Unger, que estaba pálido en su sitio, y le
prendió la estrella en el pecho, junto a las otras.
En la sala reinaba un silencio como el de una iglesia. ¿Qué servicio podría
ser? ¿En tan poco tiempo?
Debía ser muy importante, pues la Orden del Águila Roja tiene cuatro
clases. ¡El teniente podía darse por satisfecho!
El Rey dio el ejemplo, y pronto formaron en torno al joven un círculo de
personas que le felicitaban, Bismarck y el ministro de la Guerra también se
acercaron y después todos se inclinaron, correspondiendo a la despedida de
los tres señores.
Cuando hubieron desaparecido, seguidos del mayordomo, se produjo en la
sala un murmullo de admiración, cada vez más elevado.
Todos los oficiales habían saludado ya a Kurt y, aprovechándose de un
momento de tranquilidad, se le acercó Rosita.
—¡Querido Kurt, qué maravillosa sorpresa! ¿Esperabas tú este favor?
—¡Nunca! Todavía estoy paralizado por la sorpresa —⁠respondió
sinceramente⁠— Me encuentro como en un sueño.
—Escucha, Kurt, el servicio de que hablabas ayer tarde debe ser muy
grande, pero no quiero forzar tu reserva y te felicito de todo corazón. Tus
enemigos lo estarán pasando muy mal. Te felicito de todo corazón, querido
Kurt.

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Le estrechó la mano y volvió junto a su madre.
En la habitación de al lado estaba reunido el coronel con el Mayor von
Platen, su ayudante y el teniente Ravenow. El Mayor decía:
—Señores, después de lo que ha ocurrido esta noche es imposible seguir
las decisiones del Tribunal de Honor. Todos iremos al diablo, y usted, señor
coronel, en primera línea. Mañana volveré a reunir a todos los jueces. ¡Hay
que encontrar un pretexto para modificar la sentencia!
—Ésa es mi opinión —dijo el coronel⁠— Estoy convencido de que no
perjudico mi honor si me bato con el teniente, pues no puedo tenerle apartado
del servicio por más tiempo. Les doy mi palabra de honor, de que haré lo que
esté de mi parte para matarlo.
—Déjeme eso a mí, señor coronel —⁠dijo Ravenow⁠— le he desafiado al
sable, no se me puede escapar. Nos golpearemos hasta que uno de los dos esté
muerto o por lo menos inútil para el servicio.
—¿Cuándo y dónde es la cita?
—Todavía no se ha señalado —⁠respondió Ravenow⁠— Espero la decisión
de usted, pues sería conveniente que los desafíos tuvieran lugar cerca. ¿No
cree?
—Estoy conforme y voy a decir a Platen que acepto el desafío. ¿En qué
lugar ha pensado, teniente?
—¿Qué dice usted del parque, detrás de la cervecería Kreuzberg?
—Me parece bien. ¿Y la hora?
—No puedo perder minuto. Ardo en impaciencia por abrirle el cráneo a
Unger. Cuanto antes mejor. Esto acabará poco después de medianoche. Una
hora bastará para ordenar nuestros asuntos personales. ¿Le parece muy
temprano a las cuatro de la mañana?
—No. Está bien.
—De acuerdo entonces. Sin embargo, quiero hacerle un pequeño ruego,
señor coronel. Usted es padre de familia; yo, no. Su posición militar es
también distinta. Si ocurren las cosas, tal como yo quiero, las consecuencias
serán más graves para usted que para mí. Le ruego que me permita luchar
primero.
En consideración a su superior rango militar, el coronel no podía aceptar
este propósito, pero pensó en su familia, pensó en el castigo que el duelo trae
consigo y, finalmente, calculó también que quizás no tuviera que pelear si
Ravenow daba muerte a su adversario. Acabó por responder:
—Es usted un valiente, Ravenow y atenderé su ruego. Mayor Palm, usted
vendrá como juez de campo. ¿Branden, quiere usted ser mi padrino?

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—Con mucho gusto, señor coronel —⁠dijo el interpelado.
—Vaya usted, pues, en busca de Platen, que representa a Unger, y dígale
que espero mañana a las cuatro en el lugar que usted sabe. Nos batiremos a
pistola, a veinte pasos, y tiraremos hasta que uno de los dos muera o quede
inutilizado. Yo me ocuparé del médico.
—¿En cuánto a los disparos?
—A la voz de mando y al mismo tiempo.
—Sus condiciones son las mismas que las mías —⁠dijo Ravenow⁠— Unger
no olvidará el lugar. Hablaré con Golzen, que es mi padrino, y buscaré a
Platen para exponerle mi decisión.
Poco después se acercaron von Golzen, el ayudante y Platen a Kurt, que
estaba sentado junto a Rosita en un diván.
—Señor teniente, tenemos que hablar con usted —⁠dijo Platen.
—¡Vengan ustedes a la otra sala! —⁠repuso Kurt⁠— La señorita me
perdonará un momento.
Los dos padrinos le comunicaron sus condiciones. Cuando hubieron
terminado, dijo Kurt.
—Me doy cuenta de que mis adversarios están dispuestos a quitarme la
vida. El teniente von Ravenow ha elegido un arma en la que es muy diestro y
que supone desconocida para mí. Señores, he practicado la esgrima del sable
desde niño y no temo a Ravenow. Acepto las condiciones, pero no soy un
espadachín y hubiera preferido una reconciliación. Una explicación verbal
habría tenido para mí el mismo valor que una satisfacción sangrienta.
Los oficiales escucharon tranquilamente estas palabras y el ayudante dijo
con una sonrisa equívoca:
—Señor colega, de excusas, ni hablar, no hay ni qué pensar, pues conozco
a estos señores y si yo hablara a mi representado de una solución amistosa
pensaría enseguida en que tiene usted miedo.
—Diga usted lo que quiera. Lo que piense de mi valor antes de la lucha
me tiene sin cuidado. Sólo me conocerá después del encuentro. Me
encontrarán ustedes en el lugar a las cuatro en punto.
Se despidió con una inclinación.
El coronel se retiró a un ángulo con Golzen, Ravenow y el ayudante, y un
observador atento se habría dado cuenta de que discutían algo muy importante
y que parecían no ponerse de acuerdo.
En aquel momento se abrieron las puertas del comedor y un criado
anunció que la cena estaba servida. El Gran Duque ofreció el brazo a la madre
de Sternau y tras ellos formaron las parejas para distribuirlas en la mesa.

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La comida fue suculenta, formada por una inacabable variedad de platos.
Acabada la cena la orquesta preludió el primer vals. Rosita se deslizó por
la sala, primero del brazo de Kurt y después del de Platen.
Sólo bailó con ellos y con algunos de los altos oficiales, obligada por la
cortesía. Poco después de medianoche se despidió el Gran Duque; también el
conde de Rodriganda se retiró con los suyos, y su Excelencia hizo otro tanto.
Los demás, sobre todo los jóvenes, se sintieron más libres y la alegría se hizo
más ruidosa y más general.

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Capítulo 12.- Cara a cara

T odos los que habían de participar en el duelo, no esperaron hasta el final


de la fiesta, sino que fueron desapareciendo para disponer sus cosas antes
de la hora. Kurt encendió la luz de su habitación y se abstrajo en la lectura de
una obra del famoso general von Clauswitz. La luz del amanecer se filtró por
las ventanas haciendo palidecer la de la lámpara. Se oyó llamar levemente a la
puerta, y a su ¡adelante!, entró Rosita vestida como para salir a la calle.
—¡Buenos días, Kurt! —le saludó, ofreciéndole la mano⁠— ¿Has
dormido?
—No.
—¿Has estado haciendo tu testamento? —⁠preguntó ella en son de broma.
Él se quedó muy serio y respondió:
—Mi querida Rosita, un duelo es una cosa muy seria, incluso para un
buen esgrimista o un buen tirador. Aun siendo maestro en todas las armas, se
puede salir herido, y, en el mejor de los casos, hay que herir o dar muerte a un
semejante.
—Tienes razón, Kurt. Pero no me preocupo por ti. Y por lo que respecta a
tus enemigos, no tendrás ningún remordimiento. Ya has oído que piensan
darte muerte.
—Pero yo no pienso matar a nadie.
—No debes llevar tus escrúpulos tan lejos que te pongas tú mismo en
peligro. He oído decir que Ravenow es un gran espadachín y que el coronel
tira muy bien.
—¡No te preocupes! Creo que les venceré a los dos.
—¿Y mi banda, querido Kurt? Ha de servirte de talismán.
—La llevo sobre mi corazón —⁠sonrió él⁠— ¿Ya has decidido si tendré que
devolvértela?
—Depende de que me libres de mis ofensores. Pero, son ya las cuatro en
punto.
—Precisamente a esta hora he citado a Platen en la esquina más próxima.
—¡Debes marcharte! ¡Oh, Kurt, si te alcanzara una bala! —⁠murmuró ella.
En sus ojos brillaba una lágrima.

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Él la tranquilizó:
—No te preocupes, Rosita. Vamos, se hace tarde.
Ella volvió a apretarle las manos.
—¡Ve con Dios, mi caballero!
Después desapareció.
Al final de la calle le esperaba Platen, con el que se trataba ya como con
un hermano, en un coche de dos caballos. Kurt saltó dentro.
De una calle lateral salieron detrás otros dos coches.
—El coronel y Ravenow —dijo Platen, que se sentaba en el asiento
anterior y que reconoció a los ocupantes de los otros coches. Han sido tan
puntuales como nosotros, pero tendremos el honor de llegar los primeros.
¡Enrique, no te dejes adelantar por esos coches!
El servidor hizo restallar el látigo en señal de que la había oído.
Pronto salió el coche por la carretera de Hallem y avanzó hacia la
montaña. Cuando llegó a la cervecería faltaban aún diez minutos para las
cuatro. Llegaron al parque; el coche se desvió por un camino estrecho y se
detuvo finalmente en un espacio libre, cercado por los árboles y altos
arbustos.
Allí descendieron los ocupantes.
Poco después llegaron los otros dos coches. Los militares se saludaron
apenas con una inclinación de cabeza. Los criados fueron distribuidos para
que vigilaran e impidieran una sorpresa. El médico dispuso sus útiles y avisó
que estaba listo.
Platen y Golzen eligieron el terreno. Después Golzen se acercó al coche
de Ravenow y volvió con las armas.
Ravenow se colocó junto a uno de los sables que Golzen había puesto en
el suelo; Kurt se puso delante del otro. El coronel y su ayudante se acercaron
para ser testigos de la lucha. El mayor von Palm estaba con ellos.
Como juez estaba obligado a instar de las partes una solución amistosa; se
acercó a ellos y preguntó:
—¿Me permiten una palabra, caballeros?
—Por mi parte, sí —respondió Kurt.
—Por la mía, no —respondió Ravenow⁠— Me ha insultado mortalmente.
Es inútil intentar la reconciliación.
—Entonces no tengo más que decir. Estaba dispuesto a escuchar al señor
mayor; le ruego que tome nota de esto —⁠dijo Kurt.
—El que está dispuesto a dar explicaciones es un cobarde —⁠fue la
respuesta de Ravenow, que recogió el sable del suelo⁠— ¡Acabemos de una

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vez!
Kurt empuñó su sable. La lucha podía empezar, tan pronto como von
Palm diera la señal.
Los dos contrincantes estaban uno frente al otro; Kurt, tranquilo y atento;
su enemigo, con los labios apretados y las aletas de la nariz dilatadas. Era un
momento emocionante.
El mayor levantó la mano y la lucha comenzó.
Ravenow saltó con un impulso capaz de partir un elefante; Kurt desvió la
estocada con agilidad. Con la rapidez del pensamiento volvió a descargar un
tajo y la respuesta fue tan segura que el sable salió despedido de la mano de
Ravenow.
Los testigos cruzaron los aceros para impedir que Kurt atacara al
desarmado Ravenow. El médico recogió el sable y lo devolvió a su dueño,
que volvió a saltar sobre Kurt.
Las agudas hojas hicieron saltar chispas; un golpe seco y un horrible grito
sonaron al mismo tiempo.
Salió de la boca de Ravenow. Su sable describió un arco hasta el suelo y
con espanto vieron todos que aferrada al puño del sable había una mano
cercenada.
Kurt arrojó el sable:
—Señor doctor, vea si uno de los dos está inutilizado. Es una de las
condiciones del señor von Ravenow.
Éste, completamente inmóvil, no ofrecía otra señal de vida que los ojos
dilatados por el espanto.
De la mano derecha le salía un torrente de sangre. Se tambaleó y su
padrino acudió a sostenerlo.
El herido no dejó escapar un solo lamento. Se dejó extender sobre la
hierba por el médico, miró el lugar en que debía encontrarse la mano y cerró
los ojos.
—Doctor, ¿cómo se encuentra? —⁠preguntó Kurt.
—Ha perdido la mano —respondió éste.
—Creo que se ha cumplido la condición impuesta para la lucha, ¿no?
—Sí; el señor teniente está inutilizado para el servicio.
—Entonces he cumplido mi palabra y puedo marcharme.
—Y yo también —añadió Platen, y volviéndose a Kurt exclamó en voz
baja⁠— ¡Manejas el sable como el mismísimo demonio! Has desarrollado una
fuerza que yo nunca hubiera imaginado posible. Este duelo dará que hablar.
¿Tienes la misma destreza con las pistolas?

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—Confío en que sí.
—¡Entonces no tengo que preocuparme de ti! Pero, perdóname; quiero ver
otra vez a Ravenow.
—Puedes ir.
Todos atendían a Ravenow. El médico trabajaba con todos sus medios
para ligar las arterias, pero pasó un largo rato antes de que la hemorragia fuera
dominada y de que la herida quedara vendada. Se oían crujir los dientes de
Ravenow. La rabia y el dolor le daban un aspecto horrible.
Siguió con ojos febriles los movimientos del doctor y luego lanzó una
mirada de odio a Kurt.
—¡Un lisiado! —rugió— ¡Manco, señor coronel! ¿Me promete usted que
le matará?
—¡Se lo prometo! —contestó el interpelado, exaltado por el aspecto del
herido⁠— No admitiré excusas de ningún género.
—Bien, eso me devuelve mis fuerzas. Señor doctor, quiero ver la lucha,
¡no puede usted prohibírmelo!
El doctor quedó pensativo.
—En un caso como el suyo, toda agitación es peligrosa; pero le permitiré
que se quede. El señor von Golzen le ayudará. Lo mejor sería que se
marcharan a casa en el mismo coche.
—Eso sería el peor remedio; me mataría. No; necesito ver morir a ese
hombre. Después renunciaré gustoso a mi mano y seré un lisiado. ¡No me
hagan esperar; empiecen ya!
Platen había escuchado estas palabras, pero no llegaron a oídos de Kurt.
Hizo una seña al ayudante:
—Señor, estoy preparado. Cuando quieran.
Branden se inclinó y ambos avanzaron hasta el centro del terreno.
La distancia fue señalada con dos sables clavados en el suelo. Después el
ayudante abrió el estuche de las pistolas, que había traído el coronel.
Cuando Kurt las vio tomó una de ellas, la observó con gesto de entendido
y dijo:
—¡Muy bien! Como no estoy acostumbrado a ellas, espero que me
permitan antes hacer un disparo de prueba.
—Dispare usted —dijo secamente el ayudante.
Kurt cargó la pistola y buscó un blanco con la mirada. En las ramas más
altas de un pino se balanceaba una gruesa pina. Levantó el brazo y dijo:
—¡A la piña!
Apuntó largamente, para estar seguro del disparo y apretó el gatillo.

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Se oyó un disparo y un largo silbido. No había dado en el blanco y el
disparo silbó a más de un metro de la piña.
—¡Gracias a Dios, tira mal! —⁠pensó el coronel.
Lo mismo pensaron los demás. Platen encontró ocasión para avisarle y
decirle muy alarmado:
—Pero por amor de Dios, Unger; si no manejas mejor la pistola estás
perdido. El coronel ha dado palabra de honor a Ravenow de disparar sin
misericordia.
—Puede intentarlo —fue la respuesta⁠— Por lo demás, he comprobado que
esta pistola tiene una construcción excelente.
—¿Cómo? ¿Todavía bromeas? A pesar de ser excelente, has errado el tiro.
—Por el contrario. Lo he alcanzado exactamente. En apariencia he
apuntado a la piña pero realmente he dirigido el disparo a la punta de la rama
y la he cortado. Tú sabes que quien consigue que su enemigo se confíe, tiene
la mitad de la victoria.
—¡Por Cristo que eres un mal enemigo! —⁠exclamó Platen⁠— Puedo estar
tranquilo.
Los dos padrinos cargaron las pistolas. Fueron cubiertas con un pañuelo y
cada uno de los enemigos sacó una de las armas y se colocó en su
correspondiente lugar. Llegó el momento de la intervención del mayor.
—Señores —comenzó— Tengo el deber…
—¡Acabe usted! —exclamó el coronel⁠— No quiero oír ni una palabra.
Había visto lo mal que tiraba Kurt, y esto fortaleció su valor y le dio
seguridad.
—Pero yo atendería al señor mayor —⁠dijo Kurt⁠— Me alegraría mucho
que el coronel llegara a pedirme perdón.
—¿Perdón? —exclamó éste— ¡Sólo un estúpido es capaz de hablar así!
No hay arreglo posible, pues he dado mi palabra de honor de que uno de los
dos se quedaría en el terreno. ¡Empecemos!
En efecto, se realizaron las formalidades de rigor. Los dos adversarios
levantaron sus armas. Kurt apuntó a la mano del coronel.
Una inclinación de cabeza indicó al mayor que esperaba la voz de mando.
—¡Uno, dos…, tres!
Crujieron los disparos.
—¡Dios mío! —exclamó al mismo tiempo el coronel, retrocediendo unos
pasos.
La pistola, descargada, cayó al suelo, mientras el coronel se apretaba el
brazo con la mano izquierda.

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—¿Está usted herido? —preguntó el ayudante, adelantándose a su
encuentro.
—Sí, en la mano —se lamentó el coronel.
También el médico se acercó y le sujetó el brazo para reconocer la herida.
Sacudió la cabeza y miró a Kurt, que seguía inmóvil en su puesto.
—¡Sorprendente, desconcertante! —⁠exclamó, mientras, con el bisturí,
cortaba la manga hasta la altura del codo⁠— La bala ha entrado por la mano,
ha destrozado la muñeca y ha atravesado el antebrazo. Ha roto la articulación
del codo y ha abierto un orificio de salida. No se puede hacer nada aquí.
—¿Se salvará la mano? —preguntó el coronel, sobrecogido de espanto.
—No; completamente imposible.
—¿Inútil para el servicio? —⁠preguntó Kurt.
—¡Completamente! —respondió el médico.
—Entonces, puedo abandonar el campo —⁠dijo Kurt.
Arrojó el arma sobre la hierba y se marchó.
Platen estaba paralizado. Vio cómo el doctor manejaba el instrumento, sin
que el coronel pudiera resistir el dolor.
—¡Yo manco; también yo! —exclamó éste⁠— Ravenow, ¿oye usted esto?
—¿Que si lo oigo? —respondió el teniente avanzando, a pesar de su
debilidad, apoyado en el brazo de Golzen⁠—. ¡Ese hombre tiene pacto hecho
con el diablo! ¡Espero que se vaya pronto al infierno!
—Te equivocas —intervino Platen, enérgico⁠— Lo que achacas al diablo
es sólo una gran destreza en el manejo de las armas. Es mi amigo y no
consentiré que en mi presencia se le insulte de ninguna manera. Él no ha
insultado a nadie ni ha buscado la pelea. Usted mismo quería dejarle inútil
para las armas, y ha sido usted el que ha sufrido las consecuencias.
Después de estas palabras, Platen siguió a su amigo.
—Estoy desconcertado. ¡Si no estuviera herido desafiaría también a
Platen!
—Cuando el león está herido, le ladran los perros —⁠dijo el coronel⁠—
¡Pero no ha acabado con nosotros! ¡Ay! Doctor, ¿cree usted que está
trinchando un pollo con su maldito bisturí?
—Tiene usted que dominarse, señor coronel —⁠respondió el cirujano.
—Tiene usted razón —bramó Ravenow, exasperado⁠— Pero aprenderé a
manejar la izquierda y tan pronto lo consiga volveré a desafiarle. ¡Esta vez no
se me escapará!
—¡No se excite usted! —rogó el médico⁠— Señor von Golzen, acompañe
al señor teniente a su coche. Llévelo a su casa. Yo iré dentro de una hora.

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—Vamos —dijo Ravenow— Aquí no hay nada que hacer —⁠y con risa
sarcástica prosiguió⁠— Señor coronel, me encuentro indispuesto. ¿Me da usted
su licencia para retirarme?
—¡Márchese! —bramó el superior— Me encuentro en la misma situación
que usted y me daré por satisfecho si el mal no se agrava. Haga usted el favor
de acabar, doctor. ¿Está usted trinchando un ave?
Poco después se marcharon los coches y el sol de la mañana encontró el
claro del bosque tan tranquilo y solitario como todos los días.
En la misma esquina donde le había esperado por la mañana, Platen se
despidió de Kurt.
—¿Qué harás ahora? —preguntó.
—¿Te presentarás voluntariamente?
—Todavía no lo sé —respondió Kurt⁠— Eso sería lo mejor. Pero ahora
estoy rendido y me voy a descansar. Luego decidiré.
—Yo no puedo pensar en dormir, pues el cuartel reclama mi presencia.
Faltan el coronel y Ravenow, y me temo que no será un día muy tranquilo.
Hasta la vista, querido Unger.
Platen partió en el coche, mientras Unger recorrió a pie el corto trecho que
le separaba de la villa.
En la casa todos dormían y entró desapercibido. Apenas llegó a su
habitación, Rosita entró tras él.
—¡No estás herido! —exclamó, arrojándose en sus brazos con los ojos
arrasados en lágrimas.
En dos palabras le contó él el desarrollo del doble duelo.
—¿De verdad no sabes lo que harás? —⁠preguntó ella.
—No. Debía haber dado parte a mi coronel, pero me he batido con el
mismo, de manera que era imposible. Estoy tranquilo, Rosita, sobre lo que
pueda ocurrir. De momento doy gracias a Dios por haber salido ileso. ¿Sabes
bajo qué protección he estado en el peligro? ¡Bajo la tuya! He llevado
conmigo el talismán que me diste.
—¡Ah, mi banda! Sí, eres un caballero y has defendido valerosamente el
honor de tu dama.
—Pero ¿qué haré del talismán? ¿Quieres que te lo devuelva?
La joven enrojeció.
—Ya lo sabrás cuando hayas descansado. Estas cosas importantes han de
pensarse muy bien.
—Eres muy cruel, Rosita —se lamentó él⁠— Me prometiste la respuesta en
cuanto volviera, después del desenlace de la lucha.

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—¡Hum! Sí, es posible que te lo prometiera; pero ¿te es tan urgente la
contestación?
—¡Claro! —exclamó él, sonriente⁠— Necesito saber si he de devolvértelo
o no.
—¿A cambio de un beso?
—Sí.
Estaba ante él, confundida, amable. El sol de la mañana se derramaba a
través de los amplios ventanales y nimbaba a los jóvenes con sus rayos
dorados. Le apoyó la mano sobre el brazo y dijo:
—Querido Kurt, no puedes saber lo contenta que estoy. Has expuesto tu
vida por mí, y para premiarte te cambiaré el talismán.
El oficial sacó la banda del pecho de la guerrera y se la entregó.
—Aquí la tienes, Rosita.
—Y aquí está el beso.
Apoyó sus frágiles manos sobre el pecho de Kurt, se puso de puntillas y le
dio un beso temeroso.
—¡Ah! ¿Esto es un beso? —preguntó él, desilusionado.
—Creo que sí —rió ella con picardía⁠— ¿Qué otra cosa puede ser?
—Bueno, un beso; pero un beso como… como los de mis tías, que tienen
una gran nariz llena de granos.
—¿Tan a menudo besas a tus tías que tan bien las recuerdas?
—¡Oh, no; procuro hacerlo lo menos posible!
—¿De veras?
—¡Rosita, mi Rosita!
—No debes llamarme así. Te castigaré por hacerlo; ya no quiero el
talismán. Toma, aquí lo tienes.
Molesto, él dejó la banda sobre la mesa y exclamó con fingida severidad:
—No debes decidir tan pronto.
—¿Qué es lo que no debo decidir?
—La devolución de un talismán. En estas cosas importantes es preciso no
proceder injustamente.
—Sí, tienes razón. Pero ¿qué pretendes?
—Tú has pagado el talismán. Si me lo devuelves, estoy obligado a
devolverte el precio que has pagado.
El escuchar estas palabras, la joven enrojeció hasta las raíces del cabello.
Lo vio todo rojo y le pareció que se hacía de noche. ¿Alguien le tapaba los
ojos? No pudo darse cuenta. Sólo se dio cuenta de que unos brazos le
rodeaban el talle.

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—¡Rosita, mi querida Rosita, mírame!
—No —murmuró ella, con voz apenas perceptible.
—¿Ya no me quieres, Rosita?
—¡Oh, sí, querido Kurt!
—Voy a curarte los ojos, si no puedes abrirlos.
Y la joven sintió unos labios ardientes, primero, sobre un ojo; después,
sobre el otro. Finalmente, se detuvieron sobre los labios con suavidad al
principio, y con fuerza cada vez mayor; después. Rosita, confundida, no podía
pensar con claridad. ¿Debía huir? Estaba prisionera, no podía. Además, no
estaba enfadada y no pudo mentir cuando Kurt le interrogó:
—¿Me temes, Rosita?
—No, Kurt.
Sólo entonces se sintió libre.
Fuera, en el pasillo, se oyeron los pasos del mayordomo que empezaba su
jornada.
Rosita abrió los ojos y ante ella Kurt le pareció diferente. Aquéllos no
eran sus ojos, ni su rostro, y, sin embargo, era el mismo. ¿Habría cambiado su
alma? El oficial le tomó de las manos y mirándola fijamente le preguntó:
—¿Sabes ahora lo que es un beso?
Rosita recobró el sentido y con picardía preguntó a su vez:
—¿No es como el de tu tía?
—Sí, de la más vieja.
—La de la nariz larga.
—Con toda la punta colorada.
Con estos juegos se olvidaron del duelo y de que Rosita era la hija de una
condesa mientras el padre de Kurt era sólo un marino. Ella fue la primera en
volver a la realidad.
—Me marcho —dijo a modo de disculpa.
—¡Oh, qué lástima! —repuso él, sin encontrar un pretexto para retenerla.
—Es preciso. ¡Buenos días, querido Kurt!
—¡Buenos días, mi querida Rosita! Intentaré dormir un rato y estoy
seguro de que soñaré contigo.
—¿Me contarás tus sueños?
—¡Claro que sí!
Cuando se quedó solo, permaneció en pie en medio de la habitación,
embargado por la dicha y repitiéndose en su interior:
—¡Cómo la quiero!
Entretanto Rosita, todavía desconcertada, volvió a su habitación.

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—¿Qué es esto? ¿Qué he hecho? ¡Oh, Dios mío, no debo decírselo a
mamá; no, nunca!
Paseó nerviosa por su gabinete hasta que llamaron a la puerta y entró la
doncella.
La sirvienta se asombró al encontrar a su dueña ya levantada, pero su
asombro aumentó al pasar al dormitorio y ver el lecho intacto.
—¡Dios mío! ¿No se ha acostado usted? —⁠preguntó.
—No —fue la lacónica respuesta— Sírveme el chocolate que voy a salir.
Apenas eran las ocho de la mañana cuando el cochero abrió a Rosita la
portezuela del carruaje.
—¡Al Ministerio de la Guerra! —⁠ordenó al auriga.
El coche partió sin que Kurt, que soñaba con Rosita, tuviera la menor
sospecha.
Su Excelencia no estaba visible y hubieron de esperar, el viejo cochero
abajo en la calle, encaramado en su pescante; Rosita, en la antesala del
ministro.
Cuando el ministro se levantó le anunciaron que una señorita llamada
Sternau esperaba audiencia, y pensó que se trataría de algo muy importante
para hacer venir tan temprano a una dama. Aquel hombre se lavó muy bien y
se apresuró a vestirse y recibirla.
El ayuda de cámara oyó hablar largamente a aquella dama. Siguió una
pausa y cuando la señorita Sternau abandonó la sala de audiencias brillaba en
su rostro la alegría de su triunfo completo.
Su Excelencia ordenó la inmediata presentación del teniente de la guardia
de húsares, von Platen.
Cuando Rosita volvió a casa ya estaban todos los suyos reunidos,
maravillados de que hubiese salido tan temprano, y apenas le oyeron decir
que había estado en el Ministerio de la Guerra, le asediaron con una salva de
preguntas que la confundieron.
Les hizo seña para que callaran y se dispuso a contarles lo que había
ocurrido.
En otro lugar, Platen quedó sorprendido cuando le comunicaron la orden
de presentarse ante el ministro de la Guerra.
Se encontraba en el cuartel cuando recibió el comunicado y se dirigió
rápidamente a su casa para cambiar su uniforme por el de gala.
Estaba convencido de que aquella llamada estaba relacionada con el
duelo. ¿Pero cómo se habría enterado el Ministro tan pronto?

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Entró en la antesala y, al parecer, el mayordomo le esperaba, pues se
dirigió a su encuentro preguntándole:
—¿El señor teniente von Platen?
—Sí.
—Su Excelencia está ocupado. Tómese el trabajo de seguirme.
Le condujo ante numerosas puertas hasta llegar a una que abrió.
El asombro de Platen creció al encontrarse en un pequeño gabinete de
ambiente femenino en el que… la señora del Ministro le miraba con un libro
en la mano. Al verle la señora se incorporó ligeramente y le invitó a modo de
saludo:
—¡Acérquese usted, señor von Platen! Mi esposo tiene todavía algunos
asuntos que ordenar y me ha pedido que le recibiera yo. Creo que quiere
hablar con usted de un extraño suceso del que usted ha sido testigo según me
han contado.
Tomó asiento y esperó intrigado.
Por la puerta del fondo, entreabierta, se veía una sombra que sólo podía
ser la de un hombre. Con este descubrimiento Platen se hizo cargo de la
situación. El Ministro había tenido noticias del duelo y no queriendo resolver
por vía oficial pretendía que el teniente hablara largamente de la cuestión con
su mujer mientras él, en la habitación próxima seguiría, palabra por palabra,
la conversación y de esta manera ponerse en situación de decidir. El hecho de
que hubiera llamado al padrino de Kurt demostraba la estima que allí se le
dispensaba.
—Tengo entendido que conoce usted al teniente Unger de la Guardia de
Húsares —⁠comenzó la dama.
—Tengo el honor de ser su amigo —⁠respondió Platen.
—Entonces he sido bien informada. Cuénteme lo ocurrido sin
desconfianza. ¿Ese joven se ha batido esta misma mañana?
—Cierto, no tengo por qué ocultarlo.
—¿Con quién?
—Con su coronel y con el teniente Ravenow de su mismo escuadrón.
—¿Y cuál ha sido el desenlace de ese encuentro?
—Unger ha cercenado la mano derecha a Ravenow y se la ha dejado inútil
al coronel. Ambos estarán mucho tiempo fuera del servicio.
—¡Dios mío, que desgracia! ¡Cuénteme!
Platen relató el comportamiento de la oficialidad del cuerpo de húsares
para con Kurt desde su llegada. Cómo le habían insultado y el
comportamiento viril del insultado. Refirió la verdad de forma que Unger

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salió beneficiado. Así fue cómo la señora, apenas terminada la narración,
exclamó:
—¡Se lo agradezco señor teniente! ¡Su amigo es un hombre
extraordinario! Según lo que he oído de él, le espera un gran porvenir. ¿Pero
qué hará para, escapar a las consecuencias del duelo?
—¿Escapar? —preguntó Platen— Excelencia, Unger, no es hombre que
rehúya la responsabilidad de un hecho, del que por lo demás no es culpable.
Estoy convencido de que hará frente a las circunstancias.
—Parece que ha ganado toda su confianza.
—Excelencia, hay hombres que arrastran tras sí nuestros mejores
sentimientos. Unger es uno de esos hombres.
—Sin embargo, en esta ocasión se trata de algo muy grave. No hable
usted de ello y sobre todo, le ruego no comente cual ha sido el tema de
nuestra conversación.
En aquel momento observó Platen que la sombra había desaparecido y
con ella, seguramente, el Ministro. La dama le despidió con una sonrisa a la
que el oficial respondió con una reverencia.
Apenas cerró la puerta tras sí, el criado se le acercó anunciándole que su
Excelencia le esperaba.
Entró en el despacho del Ministro y encontró a éste aparentemente
abstraído en la lectura de un legajo de papeles. Al aparecer el teniente apartó
los documentos, se levantó con amable sonrisa. Clavó su mirada aguda en el
recién llegado y a continuación dijo:
—Le he hecho llamar, para hacerle un encargo poco corriente, señor von
Platen —⁠después de una pausa en la que pareció buscar las palabras
adecuadas, prosiguió⁠— He oído decir que esta mañana ha tomado usted parte
en una partida de caza, teniente.
Platen comprendió. El Ministro quería hacer pasar el duelo por una
cacería durante la cual dos oficiales habían resultado gravemente heridos. Con
un gesto significativo respondió:
—A la orden, Excelencia.
—Desgraciadamente —prosiguió el Ministro⁠— sospecho que no ha
terminado bien. Dos distinguidos señores parecen no haberse dado cuenta de
que manejaban armas peligrosas. ¿Se han herido?
—Por desgracia, Excelencia. No han sido heridas mortales, pero sí lo
bastante graves para que ambos señores, según dictamen facultativo, tengan
que permanecer inactivos durante mucho tiempo.

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—Es muy de lamentar. He oído decir que esos señores son los mismos
responsables del accidente. ¿Ha salido ya la noticia al círculo de amistades?
—Estoy convencido de lo contrario, Excelencia.
—Deseo que se guarde la mayor discreción. Encárguese de transmitir mi
deseo a sus conocidos. Ambos heridos permanecerán en sus respectivos
domicilios y, además, no recibirán por ahora ninguna clase de visitas. Los
señores estarán como arrestados en sus habitaciones. Hablaré con Su
Majestad y le daré nuevas órdenes. Vuelva usted a verme a las once en punto.
Una ligera indicación con la mano advirtió al teniente que podía salir.
En primer lugar se dirigió a casa del coronel. Le encontró en el lecho,
rodeado de sus familiares. La dueña de la casa le salió al encuentro con el
rostro enrojecido por la ira.
—¡Ah, teniente Platen! He de decirle…
—Por favor, señora —le interrumpió el oficial⁠— Teniente Platen me
llaman únicamente mis camaradas y sólo emplean esa abreviatura los que
además son mis amigos.
Conteniendo la ira, prosiguió la señora:
—¡Como guste, mi respetable señor teniente von Platen! He de decirle
que es un delito traerme a mi esposo en este estado.
Platen esperó que el coronel rectificara la actitud de su mujer. Como el
coronel callara, respondió:
—Si se puede hablar de un delito, el señor coronel lo dirá. Le excuso este
recibimiento en atención a que es usted una señora y, además, la esposa del
perjudicado y no puede juzgar imparcialmente.
—¡Oh, juzgo con toda justicia! Antes de mediodía denunciaré el caso al
general para que dé su merecido a quien se ha atrevido a oponerse a un
superior. El general será imparcial.
—Me veo en la necesidad de prohibírselo, pues vengo como ordenanza de
Su Excelencia el Ministro de la Guerra.
—¡Ah!
El herido sorprendido levantó la cabeza.
—¿De Su Excelencia? —preguntó— ¿Qué oigo?
—Tengo que transmitirle la orden de que no hable con nadie de este
asunto. No podrá salir de sus habitaciones ni recibir visita alguna.
—¡Ah! ¿Estoy prisionero?
—Eso ha decidido su Excelencia. Además, tendrá usted que decir que se
ha herido en una vulgar partida de caza, A la influencia de mi amigo Kurt hay

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que agradecer la benevolencia de Su Excelencia. ¡Hasta la vista, señor
coronel!
Con una inclinación rígida salió en medio de la consternación que sus
palabras había producido.
Ravenow, a quien visitó a continuación, recibió la orden con un silencio
rabioso. Cuando hubo avisado al médico y a los otros testigos, Platen volvió
junto a Kurt.
Este aún dormía, y don Manuel le hizo despertar. Bajó el oficial y se
asombró de que el Ministro estuviera ya enterado de todo. Platen, por su
parte, estaba tan desconcertado como su amigo y sólo el conde pudo explicar
lo que sabía por Rosita. El conde rogó a Platen que les acompañara en el
desayuno, pero el joven se excusó por sus muchas ocupaciones. Prometió
volver tan pronto se separara del Ministro. Kurt le acompañó hasta la puerta y
luego se reunió con los dueños de la casa en el gabinete.
Allí tomó a Rosita por las manos y con una sonrisa de agradecimiento
dijo:
—Has sido muy valiente. Pero ¿cómo te has atrevido?
Ella rió picarescamente.
—He supuesto que preferirías dormir. Además, no me he arriesgado en lo
más mínimo.
—Las palabras del Ministro parecen probar lo contrario.
Entretanto, von Platen atendió a sus deberes del cuartel y cuando llegó el
momento visitó de nuevo al Ministro. Éste le recibió amablemente, casi
oculto por una montaña de papeles acumulados sobre la mesa.
—Es usted puntual, señor teniente, y me satisface, sobre todo sabiendo
que a ésta, hora desayunan los oficiales de su regimiento. ¿No come usted con
ellos?
—Acostumbro a hacerlo —respondió Platen.
—La partida de caza de que hablamos esta mañana se ha organizado en el
casino y no ha de trascender fuera de él. Esto es muy importante. Preséntese
al coronel von Marzfeld y entréguele estas cartas; que se haga cargo de su
contenido y lo lea después en el casino, a ser posible en presencia de su amigo
Unger. Esto es todo. En esta ocasión cuente con mi apoyo.
Mientras pronunciaba estas palabras, encerró varios papeles en un sobre y
lo entregó a Platen, que se marchó de allí rebosando alegría. El favor de aquel
hombre era un tesoro.
Para dar antes la noticia a Kurt, tomó un coche. Encontró a su amigo y le
abandonó al poco rato para cumplir la orden y visitar al coronel von Marzfeld.

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Kurt estaba impaciente por saber lo que ocurriría en el casino. Por el
camino no pensó en otra cosa.
Cuando entró en la sala, todavía no había llegado Platen y, sin embargo,
no quedaba apenas un sitio vacío.
Se contaban las incidencias del baile del Gran Duque. Únicamente
faltaban el coronel y Ravenow; se sospechaba por qué, pero nadie preguntaba,
aunque el juez y los padrinos, que estaban en la sala, podían dar noticias.
Cuando Kurt entró se produjo un movimiento de expectación. Los sucesos
de la noche anterior habían producido su efecto. A su saludo respondieron los
presentes con un gesto de invitación. Kurt se dio cuenta; pero, sin hacer caso,
tomó asiento, pidió una copa y se abstrajo en la lectura de su periódico.
Al cabo de un rato llegó Platen y tomó asiento junto a su amigo.
—¿Qué hay? —preguntó Kurt.
—El coronel von Marzfeld ha quedado muy sorprendido. Yo supongo de
qué se trata.
—No es difícil acertar.
—Tendrá que hacerse cargo del regimiento.
—¿Y el resto de los papeles? ¿Qué contienen?
—No tardaremos en saberlo.
Minutos después apareció el coronel. Todos los ojos se volvieron a él
extrañados. ¿Un coronel vestido de gala? ¿Qué buscaba allí? ¿Por qué llevaba
traje de gala y todas sus medallas?
Todos los presentes se levantaron para saludar. El primer teniente y el
mayor salieron a su encuentro dándole la bienvenida. El coronel les estrechó
la mano y dijo:
—Les agradezco la bienvenida, señores. Me trae el cumplimiento de una
orden y no el deseo de interrumpir su comida.
Sacó el sobre que ya conocemos y siguió:
—Su Excelencia el señor Ministro de la Guerra me ha enviado, por medio
del señor von Platen, algunas órdenes que les he de transmitir.
Un murmullo de asombro siguió a estas palabras. ¿Una comunicación
ministerial en el casino? ¿No se trataba de una orden del regimiento? No
había ocurrido nunca. ¿Platen estaba en el secreto? ¿De qué se trataba?
Las miradas de los circunstantes se dirigían de Platen al coronel y
viceversa. Este último sacó varios papeles del sobre. La comunicación estaba
dividida en partes numeradas.
—Les suplico que atiendan, señores. Número uno.

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Leyó unas líneas, breves. En ellas se ordenaba la destitución del coronel
del regimiento, von Winslow.
La noticia produjo gran revuelo:
—Número dos, señores —prosiguió el coronel.
Los murmullos cesaron. La nueva lectura produjo mayor confusión que la
anterior. El teniente Ravenow quedaba, como el coronel, suspenso de empleo
y sueldo. En la sala reinó un silencio sepulcral.
—Número tres.
La expectación iba en aumento. El primer teniente perdía la ayudantía y
era trasladado, junto con von Golzen, a un regimiento de línea.
Ambos estaban presentes. La palidez que se apoderó de sus semblantes
delató la ira de que estaban poseídos. ¡Los regimientos de línea eran una
deshonra para, los húsares! Hubieran querido oponer alguna observación,
pero no se atrevieron.
Todas las miradas convergieron en Kurt.
Advirtieron que todo aquello era una satisfacción dada a las anteriores
ofensas.
—Número cuatro.
¿Aún había más? ¿Qué otra cosa podía ocurrir? La respuesta no se hizo
esperar. Se indicaba el regimiento de línea a que eran enviados el mayor, el
primer teniente y el maestro de caballería. Se ordenaba la inmediata provisión
de los cargos que dejaban vacantes.
El número cinco contenía el nombramiento del coronel von Marzfeld
como comandante del regimiento de la Guardia de Húsares.
Platen era ascendido a primer teniente, ayudante del coronel. También
Kurt era ascendido a primer teniente y trasladado al Estado Mayor.
El coronel estrechó la mano a Kurt y dijo en voz alta, que todos oyeron:
—Señor teniente, celebro ser yo el encargado de darle este nombramiento.
Al mismo tiempo, siento no contarle en las filas de mi nuevo regimiento. De
todas maneras, estoy seguro de que será usted más útil en el Estado Mayor.
Sólo me resta decirle que Su Excelencia le espera a las cuatro en punto para
felicitarle personalmente.
Con estas palabras, el asombro general llegó al límite. Platen abrazó a su
amigo, diciéndole en voz baja:
—¡Quién había pensado cuando te saludé por pura cortesía, que
ascendería por tu amistad! Observa, Kurt cómo los orgullosos húsares
felicitan al coronel, aunque estoy seguro de que lo mandarían al diablo.
—Bueno, despidámonos; aquí ya no tenemos nada que hacer.

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—Voy a despedirme del coronel y a pedirle licencia. Me marcho a
Maguncia.
—¿A Maguncia? —preguntó Kurt— ¿Tan cerca de mi patria?
—Sí. Tío Wallner ha escrito. Se trata de alguna formalidad sobre su
herencia que quiere consultar conmigo. Creo que conseguiré el permiso,
porque el viejo Marzfeld quiere descansar antes de ocupar su nuevo cargo. No
creo que haya obstáculo.
—¿No es banquero tu tío?
—Sí; ya te he hablado alguna vez de su parentesco con el exmayor.
Platen se dirigió al coronel y obtuvo el permiso. Ambos amigos saludaron
después a su nuevo superior y abandonaron juntos la sala.
Kurt invitó a comer a Platen y éste le prometió visitarle por la tarde.
Kurt se marchó rebosante de alegría por su nuevo ascenso y, sobre todo,
por su traslado al Estado Mayor.
A la hora indicada se presentó al Ministro de la Guerra, que le recibió
inmediatamente. Después de expresar su agradecimiento, Su Excelencia
añadió:
—Sabe usted resolver las cuestiones como corresponde a un buen militar;
pero le envío al Estado Mayor con la esperanza de que allí no organice usted
partidas de caza en las que puedan resultar dos heridos graves.
Estas palabras fueron pronunciadas con tono de fingida amenaza.
—Le presentaré al Jefe del Estado Mayor. Es posible que para empezar le
confíen una misión que, aunque militar, tiene un carácter marcadamente
diplomático. Para llevarla a cabo se necesita un hombre que posea un valor
temerario, la astucia de un detective y una sangre fría sin límites, y que,
además, tenga aspecto inexperto e inofensivo con el fin de no llamar la
atención. Se trata de un largo viaje. Le doy una semana de tiempo para
decidirse.
Estas palabras electrizaron a Kurt. Era una alabanza capaz de enorgullecer
a cualquier oficial.
Lacónicamente respondió:
—Excelencia, soy demasiado joven para ofrecerle alguna prueba, pero
haré todo lo que esté a mi alcance para llevar a buen término cualquier misión
que se me confíe.
—Su modestia es un honor para usted. Transmita mis saludos al conde.
Kurt se separó del Ministro todavía más contento que antes de la
entrevista. Tomó la decisión de desplazarse a Rheinswalden para ver a su
madre y al mayor antes de emprender un viaje cuya duración no podía prever.

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Se despediría de ellos, aunque no sabía qué clase de viaje había de
emprender.
Aquella misma tarde recibió la visita de Platen, que permaneció con él
hasta media noche. Como sus destinos coincidían, acordaron emprender
juntos el viaje.
Ludwig salió en el rápido de la noche para anunciar en Rheinswalden la
llegada de Kurt.

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Capítulo 13.- El secreto del reloj

A manecía y los dos tenientes de húsares charlaban juntos en un


departamento del expreso.
Durante la conversación, Platen se quitó los guantes para ofrecer un
cigarro a Kurt. El sol de la mañana se reflejó en un anillo que el oficial
llevaba en la mano izquierda.
—¡Qué extraño anillo! —dijo Kurt⁠— ¿Es un recuerdo de familia?
—Sí —confirmó Platen— En realidad, no procede de mi familia
propiamente dicha. Es un regalo de mi tío.
—¿Del banquero, al que vas a ver?
—Sí. Le hice en cierta ocasión un servicio que le pareció digno de
recompensa. Es muy tacaño; no se le ocurrió pensar en el dinero, que es lo
que más aprecia un oficial, y me entregó este anillo, que debe ser muy valioso
pero que no le debió costar un céntimo. ¿Quieres verlo?
—Sí, por favor.
Platen se sacó el anillo del dedo y se lo entregó a Kurt, que lo observó
cuidadosamente, fijándose, sobre todo, en la talla de la piedra.
—Este trabajo no es moderno —⁠dijo finalmente.
—Tampoco alemán. No sé qué pensar del origen de esta joya.
—A mí me parece mejicana.
—A mí también. ¿Pero cómo habrá llegado esta pieza a manos de tío
Wallner? Su familia no ha tenido nunca nada que ver con México ni con
España.
—¡Oh, no importa! Es muy fácil que llegue una cosa así a manos de un
banquero —⁠dijo Kurt, devolviendo el anillo a su camarada⁠— Me gustaría
saber si se trata de una herencia o le ha sido entregada como garantía de algún
préstamo o algo parecido. Te advierto que tengo gran curiosidad por estas
cosas. Cada cual tiene sus manías y la mía son las antigüedades.
—Yo puedo resolver tu duda. El anillo es realmente un recuerdo familiar.
Mi tío tiene más joyas parecidas, pero las guarda con gran cuidado. No las
enseña a nadie. Yo las vi un día que entré en su despacho sin que se diera
cuenta. Aparte de su despacho, tiene un estudio particular en su casa de

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campo. Descansa allí con frecuencia cuando está muy ocupado. Entré sin ser
notado y vi un verdadero tesoro encima de la mesa. Había cadenas, diademas,
brazaletes y algunas piezas raras de extraña factura. Se sobresaltó y me
divirtió mucho sorprender su secreto.
—¿Su «secreto»?
—Sí —contestó Platen sin darle importancia⁠— En ese despacho ha
habido siempre un gran reloj de la Selva Negra. Estaba fuera de su sitio y
pude ver que en la parte de detrás tenía un hueco cerrado por una tapa de
metal. En ese hueco había más joyas, pues pude distinguir dentro un
cofrecillo del que sobresalía un largo collar.
—¿Cuánto tiempo hace de eso?
—Más de tres años.
—Entonces las joyas estarán en otro sitio más seguro —⁠dijo Kurt, al
parecer indiferente, pero muy agitado por la sospecha de que aquellas joyas
pudieran pertenecer al tesoro mejicano que de tan extraña manera había
desaparecido.
Platen no percibió el interés con que su amigo seguía la conversación, y
repuso sonriendo:
—¡Oh, no! Estarán en el mismo sitio, pues me hizo prometerle que no
diría a nadie lo que había visto. A cambio de mi silencio me entregó este
anillo. Creo que no le traiciono hablándote de ello, pues contártelo a ti es
como si no hubiera salido de mí mismo.
Kurt, muy serio, miró a través de la ventanilla y respondió:
—¿Y si alguna vez sintiera el deseo de romper el secreto?
—¡No lo creo!
—¿O al menos quisiera ver alguna vez esas joyas?
—¿Para qué? ¿De qué te iba a servir?
—De mucho o de nada, según. Tú no sabes el valor que tiene para mí lo
que acabas de decirme.
—¡Me sorprendes! —exclamó Platen⁠— ¿Qué más te da a ti que mi tío
tenga joyas o que no las tenga?
—Querido Platen, mi padre fue a México, hace ya muchos años, y
encontró allí a su hermano. Éste había conseguido, por medios que más tarde
te explicaré, un tesoro que consistía en antiguas joyas mejicanas de
incalculable valor.
—¡Por todos los diablos, esto se pone interesante —⁠le interrumpió Platen.
—Ambos hermanos vivían en casa de un hacendado cuya hija era la
esposa de mi tío. Durante la guerra desaparecieron todos. Mi tío había

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dispuesto que la mitad de ese tesoro pasara a mi poder. Asimismo, dispuso
que mi parte me fuera enviada aquí y con el producto de la venta se atendiera
a mi educación. El resto estaba destinado a formarme una sólida base
económica en la vida.
—¡Hombre feliz! —exclamó alegremente su amigo.
—El hacendado dejó pasar algunos años —⁠prosiguió Kurt⁠— y cuando se
convenció de que los dos hermanos habían muerto, recogió mi parte y se
dirigió a la capital, donde la entregó a Benito Juárez.
—¿Al Presidente?
—Sí; entonces era Presidente del Tribunal Supremo. Juárez se encargó de
asegurar el envío a Alemania.
—¿Cómo has sabido todo eso?
—Tú has conocido conmigo a Miss Dryden. Su padre era entonces
representante de Inglaterra en México y conoció al hacendado. Quiso
entregarle todos aquellos objetos, pero lord Dryden le aconsejó que los
enviara por medio de Juárez y le presentó al futuro Jefe de Estado. El mismo
lord escribió a Miss Dryden contándole toda la historia. El hacendado escribió
otra carta.
—¿Y se extravió?
—Sí, lo mismo que las joyas.
—¡Truenos! ¿Y cómo no has intentado buscarlas?
—Porque no sabía nada del asunto. Juárez creyó que todo estaba en orden.
Sir Dryden fue hecho prisionero poco después, junto con miss Amy, por un
cabecilla mejicano y no recobró la libertad, hasta mucho tiempo después. Y
yo he sabido todo esto ayer mismo por su hija.
—¡Asombroso!
—Más asombroso de lo que tú te crees. El hacendado conocía mi nombre
pero no mi dirección. Sólo sabía que me encontraba en Maguncia en un
castillo que pertenecía al capitán von Rodenstein. Así que Juárez envió las
joyas a un banquero de Maguncia con el encargo de que me buscara y me
hiciera entrega de ellas.
Platen saltó en su asiento.
—¡Mil diablos! ¡Qué coincidencia!
—Eso creo. El envío no ha llegado a Rheinswalden. No ha habido noticias
de que se haya perdido. Tu tío es banquero en Maguncia; tú llevas un anillo
mejicano regalo de tu tío; en su poder hay piezas del mismo origen…
¡termina tú mismo!

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Platen se revolvió en su asiento. Palideció. Después sus mejillas
enrojecieron de vergüenza. Se notaba la violencia que se hacía para no perder
la serenidad. Finalmente dijo:
—¡Kurt, eres muy atrevido! Vamos a tratar este asunto con la mayor
serenidad posible. Te advierto que si cualquier otra persona me hubiera dicho
lo que tú le había estrangulado. Pero tú eres mi amigo y has procedido con
lealtad al no ocultarme tu sospecha. Has ganado mi confianza y no querrás
engañarme. Me parece muy precipitada tu aseveración y…
—Sigue, sigue.
—¡Me parece muy difícil, por mi honor! Pero debo decirte que mi tío no
es un banquero en el que se pueda tener mucha confianza. He observado que
hace algunos negocios poco limpios.
—Quizás haya conseguido las joyas de segunda o tercera mano. Puede
que yo me equivoque y que las joyas de tu tío no sean mejicanas.
—Es posible. Pero es preciso que nos convenzamos.
—¿Qué nos convenzamos? ¿Te asocias a mi empresa?
—Naturalmente. Tú necesitas adueñarte de lo que es tuyo y quiero saber
si mi tío es un malvado o un hombre de honor.
—Te lo agradezco. Comprenderás que mi intención no ha sido molestarte.
Ante todo necesito ver las joyas por mis propios ojos. Sin eso no puedo juzgar
con seguridad.
—De todas formas es un mal asunto. Si no es culpable le insultaremos
gravemente, y si por el contrario, resulta responsable, no conseguiremos nada.
—Tienes razón. ¿Pero qué podemos hacer?
—Entrar en su casa sin que él se entere y ver esos objetos.
—¡Truenos! ¿Sacarlos de su escondrijo? —⁠exclamó Platen.
—Sí. Sacarlos pero no robarlos. Los volveremos a dejar donde están.
—¡Hum! Veremos lo que haremos. Todo lo que hay en el cofrecillo es
tuyo y por otra parte yo quiero librar a mi tío de este mal paso. De todas
formas tú estás antes.
—Nada de eso. Si realmente ha recibido el cofre, se habrá informado de
quién es el destinatario. Si yo me presento ante él conocerá inmediatamente el
motivo de mi visita.
—También tienes razón. ¿Qué se te ocurre?
—No me anunciarás. Esperemos una ocasión propicia; Rheinswalden
queda cerca de Maguncia y te será fácil avisarme cuando haya posibilidad de
entrar en la casa sin ser vistos.
—¿Entonces, no he de decir que te conozco?

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—No. Tu tío no debe enterarse de que vienes a Rheinswalden.
—Bien, te ayudaré en lo que pueda. Pero lo que hagas en el caso de que
mi tío…
Platen se detuvo. Al bravo oficial le resultaba difícil pronunciar palabras
condenatorias.
Kurt le animó:
—No te preocupes, Platen. Tendré en cuenta todas las circunstancias y
dudas, luego puedes tener la seguridad de que procuraré no perjudicarte.
—Te creo. Pero es muy difícil renunciar a una fortuna que te allanará el
camino de la vida.
—No he renunciado a ella. Tengo la estimación de altas personalidades
que me servirán más que todas las fortunas del mundo. Sin embargo, no
puedo consentir que un poseedor injusto disfrute de ese tesoro.
Platen no respondió. Se volvió hacia la ventanilla y se esforzó en dominar
su vergüenza.
Llegaron a Maguncia. En la estación se separaron. Platen tomó un coche y
dio la dirección del banquero.
Kurt fue saludado por Ludwig que le tenía preparado un caballo y juntos
emprendieron el camino de Rheinswalden.
Kurt fue primero al encuentro de su madre y después de abrazarla, salió
en busca del guardabosque mayor.
El viejo mayor, le recibió en la escalera.
—¡Bienvenido, señor teniente! —⁠exclamó abrazándole y besándole
emocionado. Después retrocedió unos pasos y se le quedó mirando.
—¡Diablo, cómo has cambiado en un par de días! ¡Primer teniente y con
un águila en la gorra, es decir, del Estado Mayor! ¡Hijo mío, déjame que te
bese otra vez!
Y de nuevo el oficial sintió las patillas ásperas del viejo sobre sus
mejillas.
—¿De manera que Ludwig no ha hecho caso de mi prohibición?
—⁠preguntó Kurt.
—¡Naturalmente! ¡Ni el demonio puede cerrar la boca cuando interviene
el corazón! Habría hecho arrastrar a este Ludwig si se atreve a callarse la
noticia. ¡Vamos, entra! ¡Hoy será fiesta mayor en el castillo de Rheinswalden!
—Perdón, señor Mayor, debo ver a mi madre.
—¡Ta, ta, ta! Hoy me perteneces. Necesito tener conmigo a mi hijo; el
señor primer teniente de la Guardia de Húsares, Kurt Unger. Hoy es un gran
día y hay que celebrarlo.

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Y el día fue de fiesta y se celebró. A la tarde siguiente se presentó Platen a
caballo y Kurt le llevó ante el Mayor. Éste recibió al amigo de su hijo
adoptivo con su acostumbrada hospitalidad. Se sentaron ante varias botellas,
pero los dos oficiales hubieron de esperar hasta que se retirara el anfitrión
para poder hablar del asunto que les preocupaba.
—¿Has encontrado algún inconveniente? —⁠preguntó Kurt.
—Será más fácil de lo que pensaba —⁠respondió Piafen⁠—. Mi tío está en
viaje de negocios. Salió esta mañana y no volverá hasta media noche. Así que
disponemos de toda la tarde.
—Te acompaño.
—Ven conmigo. Nadie se extrañará que venga un amigo a visitarme.
Vamos al jardín.
—No. Yo no debo dejarme ver en la casa. Saldremos juntos. Tú me
indicas el jardín y después nos pondremos de acuerdo sobre la hora.
—Bien, eso es más prudente. ¿Pero cómo entraremos en la casa? Está
siempre cerrada. Está rodeada por una tapia muy alta y la puerta de esa tapia
está también cerrada y, además, tiene una pesada barra de hierro con su
correspondiente candado. El edificio tiene tres cuerpos, todos cerrados.
¿Dónde encontraremos las llaves? Yo no sé dónde habrá dejado mi tío las
suyas.
—Eso no es inconveniente. Allí en el pueblo hay un cerrajero muy hábil
que tendrá ganzúas; me las prestará gustoso. De mí no pensará que se trata de
un robo.
—Perfectamente. ¿Pero sabes manejar esos instrumentos?
—¡Hum! Hace falta tener mucha práctica y yo nunca he manejado una
ganzúa. Lo mejor sería que viniera el mismo cerrajero.
—¿Tienes confianza en él? ¿Crees que guardará el secreto?
—Respondo de él. Hemos ido juntos a la escuela.
—¡Bueno, pués lo utilizaremos!
—Yo iré a buscarlo, mientras tú hablas con el Mayor, procurando que no
se entere de nada de esto.
Así lo hicieron. El cerrajero accedió al ruego de Kurt. Acordaron que les
esperaría en una venta situada en el camino de Maguncia. El guardabosque no
se extrañó, cuando, al marcharse Platen, Kurt salió para acompañarle. Cuando
empezaba a anochecer llegaron juntos los dos oficiales a Maguncia.
Avanzaron por una calle de la ciudad y luego torcieron por una callejuela
y se detuvieron ante la tapia de un jardín. Al fondo se vislumbraba una villa
pequeña, pero elegante.

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—Si no podemos abrir la puerta tendremos que saltar este muro —⁠dijo
Platen.
—Si no hay otro remedio, lo saltaremos —⁠fue la respuesta de Kurt.
Después de estas palabras se separaron. Platen galopó hacia su casa y Kurt
en busca de la posada donde podría encontrar al cerrajero.
Poco después salieron juntos.
Era una noche oscura. Kurt y el artesano llegaron a la tapia sin ser vistos y
les fue fácil saltar al otro lado. Platen, apenas se hizo esperar.
—Vamos —les dijo en voz baja— Estamos seguros. No hay nadie en el
jardín y de mí creen que estoy fuera.
Platen condujo a Kurt y al cerrajero por las avenidas del jardín hasta un
grupo de árboles cuyas copas rebasaban el tejado del edificio.
Kurt observó la casa en cuanto le permitía la oscuridad. Era una
construcción sólida con fuertes ventanas. La puerta era también de roble y
gruesa como una pared. El cerrajero observó cuidadosamente la cerradura y,
al cabo de un rato, se volvió diciendo:
—Estará enseguida. Creo que tengo una llave de este tipo.
Había traído un saco de cuero lleno de llaves y ganzúas. Extrajo una de
ellas y la introdujo en la cerradura. Se oyó un chirrido y el hombre murmuró:
—La entrada está libre. Veamos la otra.
Necesitó apenas dos minutos para abrir la segunda puerta. Entraron y
volvieron a cerrar.
Platen encendió una lámpara y les alumbró. Se encontraron en una
habitación destinada a los útiles del jardín. Una nueva puerta les condujo al
comedor y de allí pasaron a otra habitación que tenía aspecto de despacho
amplio y cómodo.
Una amplia mesa de trabajo, un sofá, varios sillones y un gran espejo. Se
notaba que era una habitación de mucho uso.
—Allí está el escondrijo —dijo Platen, señalando el gran reloj adosado a
la pared.
Lo apartaron a un lado y quedó al descubierto una puertecilla metálica, en
cuyos dos extremos había sendas cerraduras.
—¡Ah! ¡Dos llaves! —exclamó el cerrajero⁠— Veamos si puedo abrirlas.
Lo consiguió. Apareció un hueco, en el fondo del cual se veía un pequeño
cofre. Kurt lo extrajo del hueco de la pared y observó que en el fondo había
varios fajos de papeles.
La caja estaba cerrada y por el peso hacía pensar en un contenido
metálico. El cerrajero probó muchas llaves antes de encontrar una que abriera,

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y apenas levantó la tapa retrocedió exclamando:
—¡Dios mío, nunca imaginé semejante riqueza! ¡Qué fortuna!
Tenía razón, pues la luz de la lámpara que Platen sostenía, se reflejó en
mil destellos en los diamantes y piedras preciosas de todos colores, que
llenaban el cofrecillo.
Kurt extrajo algunas joyas y las extendió sobre la mesa.
—¡Esto vale millones! —dijo con voz apenas perceptible⁠— ¡Si realmente
me perteneciera!
—¡Nunca creí que se tratara de tal tesoro! —⁠afirmó Planten, deslumbrado
por el brillo de las piedras preciosas⁠— Se comprende que ante esto un hombre
honrado sienta la tentación del delito. ¿Es arte mexicano?
—¡Completamente seguro! —respondió Kurt⁠— ¡mira esto!
Se acercaron a los objetos y se convencieron de que Kurt tenía razón.
Platen respiraba con dificultad.
—Kurt, ahora estoy seguro de que tus sospechas eran ciertas. Mi tío pudo
adquirir un anillo, uno de esos brazaletes, pero es imposible que se haya
adueñado de manera confesable de semejante tesoro.
—Todavía no podemos juzgarle —⁠respondió Kurt⁠— pues no sabemos
cómo ha llegado esto a sus manos. ¡Ah! ¿Qué es esto?
Mientras se ocupaba, en vaciar el cofre vio en el fondo algo blanco.
Eran dos cartas. Las sacó y abrió una de ellas.
—¡Benito Juárez! —exclamó— ¡Es la carta del Presidente!
—¡Ya no hay error posible! —⁠exclamó Platen, compungido⁠— ¿Por favor,
quieres leer esas líneas?
—¿Comprendes el español?
—No.
—Entonces, tendré que traducirlas; están escritas en español.
Kurt se acercó a la luz y leyó lo que sigue:

«Señor banquero Vallner, de la firma Voigt y Wallner. Maguncia.


Le remito la adjunta caja conteniendo joyas y aderezos
acompañados de un inventario de los mismos. Todo ello pertenece a un
joven cuyo padre es marino y que se llama Unger. Ese joven vive cerca
de Maguncia, en el castillo del Mayor von Rodenstein. El padre y el tío
de dicho joven han desaparecido lamentablemente en México; él es el
heredero de cuanto le envío. Tenga la bondad de entregarle todo lo
adjunto, incluidas las cartas, una vez le haya localizado. En caso de no

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encontrar al propietario, entréguelo todo en el correspondiente
departamento de su gobierno.
La carta incluida en este sobre está destinada a la señora Sternau,
nacida condesa de Rodriganda, que vive en el mismo castillo. Sus
honorarios serán satisfechos por el destinatario. Como medida de
seguridad conservo un detallado inventario y una valoración exacta de
cuanto le envío.

Benito Juárez, Presidente.


México».

—¡No cabe duda, mi tío es un ladrón! —⁠exclamó Platen, pálido como un


muerto⁠— Con todos esos detalles ha debido encontrarte y, además, ni siquiera
ha entregado la caja al Ministerio. ¡Lee la segunda carta!
Kurt la desplegó y le echó una rápida ojeada.
—Es de miss Amy Dryden, para la señora Sternau —⁠dijo⁠— Es de carácter
privado. No tiene importancia para ti.
—¡Bien; ya sé bastante! Todo esto te pertenece. ¿Qué piensas hacer?
—Volverlo a dejar donde estaba, por lo menos hasta mañana. Después,
pensaré lo que conviene hacer —⁠contestó Kurt, tranquilamente⁠— Hay que
proceder de manera que tu tío no sospeche que estamos de acuerdo. Pero
todavía quedan papeles. ¿Me permites que los examine?
—Haz lo que quieras. Yo no quiero leer ni ver nada.
Platen entregó la lámpara al cerrajero y se desplomó sobre el sofá.
Kurt sacó los papeles que aún quedaban en el hueco. Estaban atados
formando un paquete; deshizo el nudo y abrió el primer pliego. Apenas hubo
leído la primera línea se volvió para que Platen no pudiera observar en su
rostro la impresión que le producía la lectura.
Se trataba de doce notas diferentes; las leyó rápidamente y,
envolviéndolas, volvió a atar el nudo.
—Esto no tiene importancia. Sólo falta el inventario.
Volvió a mirar en el escondrijo y distinguió un papel que había
permanecido debajo del cofrecillo.
Cuando lo desdobló pudo comprobar que era lo que buscaba. Entonces
comparó con la lista y vio que no faltaba más que el anillo que llevaba Platen.
—No puedo conservarlo —dijo éste⁠— no puedo, me quema en el dedo.
¡Aquí lo tienes!
—Consérvalo —rogó Kurt— Te lo regalo.

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—¿Después de haberlo llevado ilícitamente? ¡No; te lo agradezco! ¡Aquí
lo tienes!
Kurt, sin hacerle caso, le devolvió el anillo:
—Si no lo quieres, ¡llévalo al menos por conveniencia! Tu tío no debe
sospechar que conoces la verdad.
—Bueno, haré lo que quieras —⁠concedió el oficial, volviéndose a
introducir el anillo en el dedo⁠— Pero te ruego que me permitas devolvértelo
cuanto antes. ¿De veras piensas dejar aquí todo esto que es tuyo?
—Sí. Esperaré por lo menos hasta mañana.
Cuidadosamente volvieron a dejar los diferentes objetos dentro del hueco
de la pared. El cerrajero cerró la puertecilla y entre los tres empujaron el reloj
a su posición primitiva. Los dos oficiales hablaron en el jardín mientras su
acompañante cerraba las puertas.
Platen se excusó:
—¡Perdóname, Kurt, no puedo marcharme!
—Bah, no te amilanes; espero que todo se arregle favorablemente.
—Haré todo lo que creas conveniente, pero ahora necesitó estar solo.
Encontraréis la salida sin mí.
Platen estrechó la mano a su amigo y se alejó en silencio. Kurt se dirigió a
la tapia seguido del cerrajero. De pronto, escucharon pasos que se acercaban.
Al parecer se trataba de dos personas.
—¡Detengámonos, alguien viene! —⁠murmuró Kurt⁠— ¡Esperemos!
Una llave se deslizó en la puerta del jardín y dos hombres entraron.
Mientras uno de ellos cerraba, el otro preguntó en un tono de voz que a
Kurt le pareció reconocer:
—¿No habrá nadie en el jardín?
—Nadie —respondió el otro.
—¿No nos escuchará nadie?
—Imposible. Todos creen que estoy en Colonia hasta medianoche.
Además, no recibo visitas aquí en el campo. ¡Venga usted!
Ahora, Kurt, tenía la seguridad de que el que dijo estas últimas palabras
era el banquero. Pero ¿quién sería el otro? Ambos hombres se dirigieron a la
casa, en cuyo interior desaparecieron sin hacer ruido.
—Vuelva usted a la venta; yo iré más tarde —⁠dijo Kurt al cerrajero con
voz apenas perceptible.
Éste saltó la tapia; Kurt regresó hacia el chalet con la intención de
escuchar a los dos hombres. Había allí un secreto que era preciso descubrir.

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Las contraventanas, ajustaban tan perfectamente, que no dejaban pasar ni
una rendija de luz, y aunque Kurt se esforzó, no pudo oír más que un
murmullo ininteligible. Los interlocutores se hallaban en la habitación en la
que se encontraba el reloj. Por fin, se oyó correr los sillones. Dedujo Kurt que
los misteriosos personajes saldrían enseguida y se apresuró a ocultarse cerca
del muro del jardín.
Junio a la puerta crecía un arbusto. Levantó una rama y se tendió debajo.
Los dos hombres se detuvieron delante de la puerta, tan cerca del arbusto que
ocultaba a Kurt, que éste les habría alcanzado con la mano.
—¿Y tiene usted los papeles? —⁠preguntó el desconocido.
—Sí; no se preocupe —respondió el banquero⁠— Hay en mi casa una caja
secreta que nadie podría encontrar. Permanecerán allí hasta que venga a
recogerlos.
—¡Dígale, pues, que se apresure en ir a Berlín! Tengo noticias fidedignas
de que hoy mismo ha llegado un delegado de Rusia, bajo el nombre falso de
Helbitoff. A mí me es imposible seguir por más tiempo en Berlín. He notado
que me vigilan estrechamente. No conozco el hotel en que se aloja Helbitoff;
la lista de extranjeros lo dirá; se inscribirá como negociante en pieles y llevará
los documentos en el forro del sombrero. Si tiene algo importante que
comunicarme, escriba al conde de Rodriganda, en España. Yo permaneceré
con el conde durante algún tiempo.
—Lo haré. Estoy en relación con el antiguo Gobierno enemigo de Prusia.
—Si Prusia es vencida, surgirá el reino de Westfalia, y usted será el
ministro de Finanzas. Francia desea la revancha de Sadowa. Napoleón intenta
ganarse a Austria haciendo emperador de México a uno de los Grandes
Duques, y aun en el caso de que éste fracasara, encontraría Napoleón algún
pretexto para formar un bloque contra Prusia. Rusia entrará en esa coalición.
Los documentos que trae ese Helbitoff lo decidirían. A mí se me ha
encargado de recoger la opinión de los estados centrales. La policía, por
desgracia, me persigue y he de ir a buscar la salvación en la frontera. Ahora lo
sabe usted todo. ¡Buenas noches!
—¡Buenas noches!
Con estas palabras, el banquero cerró la puerta y se separó del
desconocido. Éste no era otro que el pirata Landola, el falso capitán Shaw.
¡Qué coincidencia!
Kurt pensó en saltar y apresarlo, pero el ruido de la lucha podría apercibir
al banquero, que tendría tiempo para destruir los papeles comprometedores y
ocultarlos en otro lugar.

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Lo más conveniente era, pues, esperar.
Finalmente, cerca de medianoche, salió Wallner, y después de cerrar
cuidadosamente, se dirigió a la puerta del jardín. Seguramente volvería
fingiendo hacerlo desde la estación. Kurt saltó el muro y le siguió.
El banquero se adentró por varios callejones y después se detuvo ante la
ventana de una cervecería y miró a través de los cristales.
¿Vivía allí Landola? Se preguntó Kurt. Sin embargo, Wallner, había
mirado varias veces por la ventana. No era difícil enterarse. Kurt esperó hasta
que el banquero se hubo alejado y entró en la sala, en la que aún se veían
algunos clientes. Pidió un jarro de cerveza y le preguntó a la moza que le
sirvió:
—¿Han tenido hoy muchos clientes?
—No; sólo dos mujeres.
—¿Señores ninguno?
—Hasta hace un cuarto de hora, había uno; estaba muy impaciente y se
marchó.
—¿A la estación?
—No. Pidió un coche.
—¿Para dónde?
—Para Kreuznach.
Kurt se hizo describir al hombre en cuestión y llegó a la conclusión de que
se trataba de Landola.
Pagó, y después de tomarse la cerveza, se dirigió a la Jefatura de Policía.
—Soy el teniente Unger, de Rheinswalden —⁠dijo⁠— ¿Usted sabe que
desde Berlín se persigue a un hombre que se hace llamar capitán Shaw?
—En efecto. Ayer recibimos un informe.
—Pues hoy ha estado en esta ciudad.
—¡Ah!, no es posible —exclamó el comisario asombrado.
Kurt dio el nombre de la pensión, contó lo que allí había sabido y sugirió
una pista del fugitivo. El funcionario le prometió hacer cuanto estuviera en
sus manos y se puso personalmente en camino hacia la pensión.
Kurt, por su parte, se encaminó a telégrafos. El telegrafista, puso cara de
asombro cuando Kurt le dictó el despacho:

«Señor von Bismarck, Berlín.

Súbdito ruso que se hace llamar Helbitoff, alojado en hotel en esa


capital. Enviado secreto. Documento en forro sombrero.

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Kurt Unger».

De telégrafos se dirigió a la hospedería, donde le esperaba el cerrajero, y


después de recomendarle mucha discreción le pagó espléndidamente y
emprendió el camino hacia Rheinswalden.
A la mañana siguiente se encontraba el teniente Platen con su tío en el
despacho de este último. Hablaban de la herencia motivo del viaje del
sobrino, y el banquero observó un cambio radical en la conducta de su
sobrino. Apareció el criado:
—Señor Wallner, un oficial desea hablarle. Aquí está su tarjeta.
—Querrá pedirme un préstamo —⁠dijo el banquero dirigiéndose a
Piaten⁠—. Estos señores suelen gastar más de lo que ganan. Con seguridad que
se trata de un noble que…
No acabó de pronunciar la última palabra. Tomó la tarjeta de manos del
criado y le lanzó una mirada superficial. Su semblante adquirió una palidez
mortal y luego tomó un rojo intenso.
Haciendo un esfuerzo se rehízo y con voz falsa exclamó:
—¡Ah, me equivoco! No es un noble. Kurt Unger, teniente. ¿Conoces tú a
este señor?
Platen estaba sorprendido. ¿Tan pronto había decidido Kurt?
—Le conozco muy bien; es mi mejor amigo.
—¡Ah! ¿De dónde viene?
—De Rheinswalden.
Platen observó que este nombre producía a su tío un nuevo
estremecimiento.
El banquero se rehízo y con tono que quiso parecer indiferente, dijo:
—Me gustaría saber lo que quiere. Quédate, pues supongo que os gustará
saludaros. Hazle pasar.
Estas últimas palabras fueron dirigidas al sirviente. Éste salió y a los
pocos segundos apareció Kurt con uniforme completo.
—¿Señor Wallner? —preguntó.
—Yo soy, señor teniente —respondió el interpelado observando con
atención al recién llegado, como queriendo penetrar en sus intenciones.
Éste había entrado con una expresión de extraña severidad que se
endureció al ver allí a su amigo.
—¡Ah, querido Platen! ¿Tú aquí? —⁠dijo⁠— Te deseo buenos días.
—Gracias —respondió Platen— Supongo que desearás hablar
reservadamente con mi tío y no quiero molestar. Te ruego que vengas a mi

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habitación cuando hayas terminado.
—Lo haré muy gustoso si tu tío me da su permiso —⁠dijo Kurt recordando
un deber elemental de cortesía; después de sentarse prosiguió:
—He venido a levantar acta de varias confesiones, señor Wallner.
El banquero sacudió sonriente la cabeza.
—En ese caso se ha equivocado usted. Yo no soy notario ni abogado.
—Lo sé —respondió Kurt fríamente⁠— Pero si usted no me entiende así,
me veré obligado a hablarle con más claridad. ¿Recibió anoche alguna visita?
—¿Visita? Imposible. Estuve de viaje.
—¿En Colonia, quizás? No lo creo. Usted recibió la visita de un tal
capitán Shaw.
El banquero enrojeció.
—¿Y a usted qué le interesa?
—Ese Shaw le trajo a usted informes que necesito conocer.
Platen escuchaba sin saber a qué atenerse. Esperaba que Kurt pidiera las
joyas y no comprendía qué significaba todo aquello de confesiones ni qué
tenía que ver aquel capitán Shaw con su amigo.
Wallner clavó los ojos en Kurt y respondió lentamente:
—No le entiendo. No sé nada de ese señor Shaw, ni de sus informes.
—Me explicaré —sonrió Kurt— Ante todo, he de decirle que Shaw no
volverá a Rodriganda porque le han detenido aquí mismo. Y, en segundo
lugar, le conviene saber que otro señor mal llamado Helbitoff se encuentra a
estas horas en lugar seguro.
El banquero dio un salto en su sillón. Se esforzaba en ocultar el miedo que
empezaba a dominarle.
—¡Ya le he dicho que no le comprendo!
—En ese caso, me retiro —dijo Kurt levantándose⁠— He venido como
amigo del señor von Platen para advertirle; si usted no se hace cargo de la
situación, verá en mi lugar a la policía.
—¡Ah! ¿Me amenaza usted? ¡No le temo!
—Harán un registro.
—No encontrarán nada.
—¡Bah! No se crea tan seguro. No perderán el tiempo aquí en su casa.
—¿Dónde pues, señor teniente? —⁠preguntó Wallner, intentando disimular
el temor con una sonrisa burlona.
—En el jardín.
—¡Lástima de tiempo!
—Quizás en la villa.

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—¡Ja, ja…!
—Detrás del reloj de su despacho.
—Pa…
El banquero quedó sin respiración. Hizo gesto como si le hubieran dado
una puñalada.
—Puede darse cuenta de que lo sé todo —⁠siguió Kurt implacable⁠—
Tengo que entregar esos papeles a Su Excelencia. ¿Quiere usted
entregármelos voluntariamente o no?
—¡No sé nada de esos papeles! —⁠repitió el banquero.
—Como usted quiera. Buscaremos detrás del reloj y no encontrarán sólo
papeles.
—¿Qué otra cosa pueden encontrar?
—Una colección de joyas desaparecidas y cuyo verdadero dueño se
encuentra delante de usted. ¿Va usted ahora a negarse?
Wallner, vencido, se desplomó en un sillón.
—¡Estoy perdido! —murmuró.
—Todavía no —le animó Kurt— No hay dificultades que no puedan ser
vencidas. Con respecto a las joyas, está perdonado sin más que
devolvérmelas. El otro problema es más difícil, pero le repito que no hay que
desesperar. El teniente von Piaten no podría seguir en el ejército como
sobrino de un hombre responsable de alta traición. Buscaré una solución por
salvar a mi amigo.
—¿De alta traición? —repitió Platen, desconcertado.
—Desgraciadamente —repuso Kurt— Habla con tu tío. Yo esperaré en la
habitación de al lado.
Sin esperar respuesta desapareció por la puerta más próxima. En el
recibidor tomó asiento en un sofá y esperó.
Oyó las voces de su amigo y del banquero como un murmullo unas veces,
iracundas otras.
Pasó un rato, la puerta se abrió y en el umbral apareció Platen rogándole
que pasara. Al primer golpe de vista se percató Kurt de que allí dentro se
acababa de desarrollar una violenta lucha moral.
Wallner, hundido en su sillón, temblaba, con el rostro cubierto de sudor.
Al entrar Kurt se incorporó trabajosamente y empezó a hablar, como si
estuviera ausente.
—Señor teniente, hace algún tiempo recibí un encargo procedente de
México. A pesar de mis esfuerzos por encontrar al destinatario, no me ha sido
posible hallarlo hasta hoy. Es usted mismo. Se lo entregaré intacto.

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—Se lo agradezco —dijo Kurt simplemente.
Después de una pausa en que pareció buscar las palabras el banquero,
prosiguió:
—De una parte aquí, un desconocido me envía con alguna frecuencia
cartas cerradas. No conozco su contenido, pero sé que están destinadas a un
tal Helbitoff. No sé quién las escribe. Por lo que usted dice, son peligrosas y
me alegraré de entregárselas, y le doy mi palabra de honor de que nunca
volveré a ocuparme de ellas. ¿Quiere usted acompañarme al jardín?
—Con mucho gusto, señor Wallner.
El banquero salió y los otros le siguieron. Abandonaron la casa y se
dirigieron al pabellón del jardín.
Allí abrió el banquero y les condujo al tercer departamento, separó el reloj
de la pared y abriendo la puertecilla metálica dijo:
—¡Aquí, señor teniente!
Kurt sacó el cofrecillo y además de los papeles del día anterior encontró
un paquete de documentos que desdobló cuidadosamente.
Eran los papeles que había traído Shaw.
—¿Es tan importante como dices? —⁠preguntó Platen.
—¡No puedes imaginártelo! —⁠Kurt se dio cuenta de que el banquero
había salido y habló sin rodeos⁠— Se trata de una coalición contra Alemania
del Norte, o mejor, contra Prusia. Uno de los cabecillas de la intriga, es ese
capitán Shaw, al que los señores de la guardia tan a la ligera han invitado al
casino. He descubierto sus maquinaciones. Ese servicio del que te he hablado
y que me ha valido el águila roja. Anoche, cuando te separaste de mí, tuve la
suerte de sorprender una conversación de tu tío con Shaw. Ha intervenido en
el asunto porque le prometieron nombrarle Ministro de Finanzas de un nuevo
reino de Westfalia.
—¡Desgraciado!
—Desgraciado, no; imprudente y crédulo.
—No tengo más remedio que denunciar estos documentos, pero haré lo
posible por salvar a tu tío.
—¡Hazlo, Kurt! Me ha costado un gran esfuerzo, pero he conseguido
hacerle prometer que no reincidirá. Toma lo que es tuyo y déjame agradecerte
la consideración que has tenido con mi pariente.
Recogió el cofrecillo, mientras Kurt ordenaba los documentos.
Juntos abandonaron la villa sin molestar al banquero. Se acomodaron en
la habitación de Platen, en donde Kurt reunió todos los papeles

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comprometedores en un paquete. Todavía estaba ocupado en este menester
cuando apareció el criado.
—¡Señor von Platen, enseguida, enseguida venga usted! ¡El señor
Wallner! —⁠gritó.
—¿Qué quiere? —preguntó Platen.
—¿Qué quiere? ¡Oh, nada; él no quiere nada! Creo sólo que…
—¿Qué?
—Que se ha puesto enfermo, muy enfermo.
—¿Qué le ocurre? ¡Llame al médico!
—¡Oh! El médico creo que no puede hacer nada —⁠Platen creyó que sus
oídos le engañaban.
—¿Que no puede hacer nada? ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde está el tío?
—En su habitación. Iba yo a anunciarle una visita y cuando entré estaba
en su sillón y… estaba muerto.
—¡Imposible! Hemos hablado con él ahora mismo. ¡Voy inmediatamente!
Salió; Kurt permaneció inmóvil. Segundos después Platen reapareció,
pálido como un muerto, dio algunos pasos y luego se detuvo:
—Tenías razón, Kurt. Era muy imprudente.
—Este fin me da la razón. No sabía lo que se hacía. O no ha podido
sobreponerse a la pérdida de las joyas.
—Estaba hundido en sus faltas. ¡El Señor tenga piedad de él!
Un cuarto de hora más tarde, Kurt se encontraba camino de su casa.
Llevaba una fortuna con él; pero más valiosos que las joyas eran los
documentos secretos, con cuyo hallazgo merecía definitivamente las
distinciones que había conquistado.
Primeramente se detuvo a ver a su madre. ¡Qué asombro el de la pobre
mujer cuando abrió la caja y se encontró con las fulgurantes joyas! Pero
pronto las lágrimas inundaron sus ojos. Abrazó a su hijo y exclamó:
—Esto me alegraría cien mil veces más si lo hubiera traído tu padre. Haz
lo que quieras de todo esto, yo no volveré a mirarlo.
Entonces Kurt entregó a su madre el paquete de cartas de las cuales el
mayor no debía saber nada, y se llevó el cofre. Cuando el mayor vio el
contenido, exclamó sacudiendo las barbas:
—¡Truenos! Ahora el jovencito se hará orgulloso. La riqueza envanece y
seca el corazón.
—No a mí, papá —aseguró Kurt sonriendo.
—También a ti, aunque ahora no lo creas. Veamos. ¿Qué piensas hacer
con todas esas cosas?

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—Regalarlas.
—¿Cómo, estás loco?
—No; y no obstante, pienso regalarlas. Rosita, será la dueña de todo.
—¿Rosita? ¡Hum! Es muy extraña esa idea. Pero ¿por qué precisamente
ella?
—¡Porque sólo ella es bastante hermosa para lucir esos tesoros!
Al pronunciar estas palabras, brillaban los ojos de tal modo que el mayor,
poco agudo en estas cuestiones, hubo de observarlo. Sonriendo le amenazó
con el dedo:
—¡Vaya, vaya; me parece que nuestro hombre está enamorado! No
cometas estupideces. Si no quieres romperte la cabeza, hazme caso y no
busques flores que crezcan tan alto.
—Mi querido padre, puedo subir.
—Sí —rió el viejo— un primer teniente puede llegar muy alto. Mírame a
mí, mayor y guardabosques, gracias a Dios. Haz lo que quieras de mi sermón,
menos olvidarlo.
El primer teniente Kurt salió otra vez para la capital. Ludwig le
acompañaba.
Llegaron a Berlín avanzada la noche. A pesar de ello, Kurt se dirigió
inmediatamente a la casa de Bismarck.
Encontró las ventanas vivamente iluminadas. El Ministro tenía aún
invitados. El portero quiso preguntar ni teniente por su invitación, pero Kurt
cruzó ante él como una exhalación y se lanzó escaleras arriba. Se cruzó con
varios lacayos y al final del recibidor encontró al mayordomo, que se le
acercó:
—¿Deseaba usted?
—Hablar con Su Excelencia.
—Imposible. Su Excelencia se encuentra en el comedor atendiendo a sus
invitados.
—Su Excelencia saldrá en cuanto oiga pronunciar mi nombre.
El servidor miró al teniente con ironía y dejó escapar un ¡Ah!, irónico,
Kurt, por toda respuesta, le entregó su tarjeta.
—Aquí tiene mi tarjeta. Anúncieme inmediatamente.
—Lo lamento, pero…
—Le ordeno que me anuncie inmediatamente.
El hombre obedeció ante una orden tan enérgica. Desapareció por la
puerta del salón. Unos segundos después volvió a aparecer.

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—Sígame —dijo en tono más humilde y guió a Kurt a un gabinete en
donde ya le esperaba el Ministro.
Salió al encuentro de Kurt diciendo:
—Para usted estoy en todas las ocasiones, señor teniente. Esta vez ha
rendido usted un gran servicio a la patria. Gracias a su advertencia hemos
capturado a ese ruso y encontrado en su sombrero unos documentos, de
importancia tan grande que nunca podremos agradecer bastante su labor.
Pero, dígame, ¿cómo llegó usted a sorprender el secreto?
—Antes de responder a esa pregunta, permítame mostrarle estos pliegos,
Excelencia.
Con estas palabras, abrió Kurt el paquete y entregó los informes al
Canciller.
—Ahora me reclaman mis invitados, pero en cuanto tenga un momento…
¡Ah!
Había empezado a leer el primer pliego y la sorpresa le impidió seguir
hablando. Lo leyó hasta el final, y luego empezó con la segunda página.
—¡Siéntese! —rogó a Kurt.
Éste permaneció atento mientras Bismarck leía. Sus ojos parecían devorar
las líneas y el temblor de sus largas patillas delataban una agitación interior
poco corriente en el gran hombre. Cuando acabó de leer se levantó en
dirección a Kurt, que se había erguido al mismo tiempo, y se le quedó
mirando con tal intensidad que el teniente se sintió vacilar. Después de una
pausa preguntó el Ministro con tono del más grande asombro:
—Pero, señor teniente, yo me pregunto: ¿Cómo ha conseguido usted estos
informes?
—El capitán Shaw los depositó en casa de un banquero, en Maguncia, y
éste me los entregó a mí en cuanto se convenció que eran más peligrosos que
una carga de dinamita.
—¿Conocía el contenido?
Los ojos del Canciller se fijaron en los de Kurt con tal agudeza, que a éste
le fue imposible mentir.
—Excelencia, ha muerto —respondió.
—¿Suicidado? —preguntó el gran observador.
—Sí.
—¡Ah, cuéntemelo con brevedad!
—Ya he tenido el honor de hablarle, en presencia de Su Majestad, de mis
relaciones con la casa Rodriganda. La historia de esos documentos está
relacionada con tono ello.

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A continuación, Kurt habló del tesoro desaparecido y de cómo siguiendo
la pista de las joyas había tropezado con los informes de la coalición y
descubierto la intriga. Procuró beneficiar al banquero cuanto pudo; pero, pese
a sus esfuerzos, apenas hubo acabado:
—La intención que ha perseguido con su relato es para usted un honor tan
grande como el descubrimiento mismo de la intriga. Hace bien en proceder
con reserva, pero le aseguro que conmigo puede usted deponer toda
desconfianza sin poner en peligro a sus amigos. Yo respeto sus intenciones.
Por consiguiente, le ruego que me diga toda la verdad.
No podía resistirse. Kurt le contó todo. El rostro de Bismarck fue
adquiriendo una expresión de profundo interés. Cuando terminó, le tendió la
mano:
—Señor teniente, le felicito. Estas palabras equivalen para usted a una
nueva Orden. No caerá la menor sombra sobre su amigo Platen. Por mi parte,
premiaré el interés que usted ha mostrado para con su amigo haciéndole
volver mañana a las diez. Le presentaré ante el Rey para que Su Majestad le
felicite por el nuevo gran servicio que ha llevado usted a cabo. Espero que sea
puntual.
Bismarck volvió a estrechar la mano al joven y desapareció por la puerta
del salón.
Kurt bajó las escaleras como si estuviera ebrio. Desde la estación había
despedido a Ludwig hacia casa y cuando llegó allí encontró a todos los suyos
reunidos en torno al cofrecillo de las joyas. Todos salieron a recibirle, pero él
les detuvo con estas palabras:
—¡Oh, tengo algo mejor que contaros! Vengo de casa de Bismarck.
—¿De Bismarck? —repitieron todos a una.
—Sí. Y lo que me ha dado vale más que todas las piedras preciosas. Me
ha dicho: «Señor teniente, le felicito. Estas palabras equivalen para usted a
una nueva Orden». Y a continuación me ha invitado para presentarme mañana
en palacio. Esto para mí vale mucho más que el oro y las piedras preciosas.
Todos pidieron que contara cómo había ocurrido, pero con un gesto
cómico respondió:
—Se trata de un secreto de Estado que no puedo traicionar. Quizás más
adelante pueda deciros algo.
—¡Ah, miren el diplomático! —⁠rió el conde don Manuel⁠— Habla como si
fuera la mano derecha de Bismarck.
—¡Oh, que no lo sea, no quiere decir que no llegue a serlo! —⁠opinó
Rosita; pero apenas hubo hablado, comprendió que se había excedido y un

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rubor delicioso se extendió por sus mejillas.
Su madre intervino para sacarla del apuro.
—Sí, es todo un hombre y será feliz. Estoy convencida de que dará mucho
que hablar. Pero, dime Kurt, ¿qué piensas hacer de estas joyas?
—Esa misma pregunta me la ha hecho ya el mayor —⁠dijo sonriendo.
—¿Y qué le has contestado?
—Le dije que pensaba regalárselas a la más hermosa rosa del bosque.
Todos rieron. Rosita volvió a enrojecer y su madre preguntó:
—¿Y qué le ha parecido tu propósito?
—Opina que no debo formar un rosal y que, además, no soy quien para
regalarle nada a Rosita.
—Lo que pensará es que estas alhajas representan una fortuna que no
debes regalar sino conservar con cuidado.
Cuando más tarde Kurt descansaba en su habitación oyó llamar a la
puerta. Rosita asomó la cabeza:
—Kurt, ¿de veras has pensado regalarme tus joyas?
—Sí, Rosita.
—Consérvalas, porque más adelante podré aceptarlas.
—Nadie más que tú las tendrá.
Con estas palabras le rodeó la cara con las manos y la besó en la frente.
Rosita apenas pudo balbucir:
—El mayor Rodenstein es un viejo oso. Te aseguro que eres el único
hombre que puede regalarme algo. ¿No es verdad, querido Kurt?.

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Capítulo 14.- El cazador furtivo

E l otoño había dado paso al invierno. Una reciente nevada había cubierto el
suelo con ese manto de impoluto armiño tan agradable al cazador, que en
él puede reconocer fácilmente las huellas de los animales que persigue. Los
últimos copos de nieve revoloteaban en el aire lentamente hasta posarse en el
suelo o como pequeñas estrellas brillantes sobre las ramas de los pinos y
abetos que bordeaban la carretera que conducía a Rheinswalden.
Empezaba a romper el día, pero a pesar de lo temprano de la hora, por la
carretera avanzaba una persona.
Era un hombre cuyo aspecto podría calificarse de extremadamente
peculiar. El frío reinante no parecía causarle la menor impresión, aunque iba
muy ligeramente vestido. Llevaba zapatos, o mejor dicho, una especie de
botas bajas, de forma y construcción desconocidas en aquel país; pantalones
de lino, azules, cortos y muy anchos, con varios desgarrones; una chaqueta en
el mismo mal estado de conservación, que parecía venirle corta y estrecha; se
cubría la cabeza con una gorra que en tiempos incluso tuvo visera, pero que
ahora estaba reducida a poco menos que un trapo. Llevaba la chaqueta
desabrochada, por lo cual se podía ver una camisa que no había sido lavada
desde hacía varios meses, y la cual, abierta, dejaba ver el velludo pecho de su
propietario.
El viajero llevaba un viejo pañuelo de bolsillo arrollado al largo y nervudo
cuello. De cinturón llevaba un pedazo de tela que parecía haber servido para
todos los objetos imaginables, por lo menos desde un siglo atrás. Llevaba a la
espalda un gran saco de lino, lleno, y del hombro izquierdo le pendía una
especie de viejo y largo odre, cuyo uso no hubiera adivinado fácilmente
cualquiera que no fuera un iniciado.
Pero lo más raro de aquel hombre era su rostro, magro y curtido por el sol
y la intemperie. Su ancha boca casi no tenía labios. Los ojos eran pequeños, y
miraban con agudeza y seguridad. La nariz casi podría llamarse monstruosa:
tenía un tamaño tan desmesurado, que más se hubiera podido creer que era un
pico de ave de presa que órgano humano del olfato.

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Al volver un recodo del camino, el forastero vio que no era el único
viandante, pues a muy poca distancia delante de él caminaba un hombrecillo
de aspecto modesto.
—Well, un ser humano —⁠murmuró el forastero en inglés⁠— Eso me gusta,
pues calculo que conocerá el país y me podrá informar. Voy a alcanzarlo.
Tras estas palabras, apretó el paso. La nieve amortiguaba el ruido de sus
pisadas, de modo que el otro no se apercibió de su presencia hasta que lo
abordó, diciéndole:
—Good morning, sir —⁠y luego continuó con acento extranjero⁠— ¿A
dónde va esta carretera, amigo?
El interpelado se volvió rápidamente, pero retrocedió un paso, asustado, al
ver el aspecto del que le hablaba, pues éste más parecía un vagabundo que un
hombre honrado.
—Bueno, ¿por qué no responde? —⁠preguntó el forastero rudamente.
Esta pregunta hizo volver en sí al hombrecillo, que pareció darse cuenta
de que era conveniente mostrarse cortés con semejante monstruo.
—Buenos días —contestó el hombrecillo⁠— Esta carretera va a
Rheinswalden.
—¿Conoce usted esa población?
—Sí.
—¿Vive usted allí?
—No.
—¿Qué es usted? —preguntó el forastero, mirando al otro
escrutadoramente.
—Veterinario.
—¿Veterinario? ¡Hum! Buen oficio es. Es más fácil curar a los animales
que al ganado humano. ¿Y tiene usted trabajo en Rheinswalden?
—Sí. Ahora voy allí porque me han llamado para atender a una vaca que
se ha puesto enferma.
—Péguele un tiro; quedará curada en el acto y usted se verá libre de esa
molestia.
El hombrecillo miró a su interlocutor, asustado.
—¡Vaya una idea, darle un tiro a la vaca!
—¡Bah! ¡Yo he matado a tiros muchos centenares!
El hombrecillo puso cara de incredulidad.
—¡Bueno, no fanfarronee tanto!
Al oír aquello, el forastero infló los carrillos. De pronto se oyó un silbido:
«Pchtsichchchchchch» y al mismo tiempo pasó una masa de tabaco mascado

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y saliva tan cerca de la cara del hombrecillo, que éste retrocedió espantado y
gritó:
—¡Mil diablos! Tenga usted cuidado con lo que hace. Mire a dónde
escupe.
—Lo miro muy bien —aseguró el forastero, tranquilamente.
El hombrecillo le miró de reojo de la cabeza a los pies, y luego dijo:
—¿Masca usted tabaco? ¿Por qué no fuma o toma rapé?
—Fumar, no me gusta, y aprecio demasiado mi nariz para tomar rapé.
—Sí, es evidente que aprecia usted su nariz. Pero mascar tabaco es
terriblemente perjudicial para la salud.
—¿Usted cree? —preguntó el forastero con tono de superioridad⁠—
Verdaderamente, puesto que es usted veterinario, debe saberlo. ¿Conque va
usted a ver una vaca enferma?
—Sí; una vaca que padece perlesía.
—¿A quién pertenece?
—A la señora Unger, que vive junto al castillo.
—¿Unger? ¡Hum! ¿Es viuda esa señora?
—No. Pero ha estado durante muchos años sin saber nada de su marido.
Sin embargo, hace poco ha recibido noticias suyas, de México.
—¡Hum! —murmuró el forastero pensativamente⁠— ¿Es Rheinswalden un
castillo?
—Sí. Pertenece al señor capitán y jefe forestal von Rodenstein. ¿Por qué
le interesan tantos datos?
—Eso no le importa a usted.
—Es posible. Pero su aspecto no es el de un hombre que tenga motivos
para informarse acerca de personas distinguidas.
—¿No? ¿Por qué?
El hombrecillo echó al forastero una mirada despectiva:
—Bueno, tiene usted que reconocer que su aspecto es el de un vagabundo.
—¡Pchtsichchchchchch! —una masa de tabaco mascado fue a estrellarse
en el sombrero del natural del país.
—¡Cien mil de a caballo! ¡Tenga cuidado usted! —⁠gritó éste, colérico.
—¡Bah! Los vagabundos no suelen mirar donde escupen.
—¡Pero yo no tolero esto!
—De poco le servirá protestar, si sigue tan grosero.
—¿Acaso esperaba usted que lo tratara versallescamente? ¡Pues no
faltaría más! El hombre viene de Dios sabe dónde a escupirme en el sombrero
y me lo pone en tal estado que no puedo presentarme en Rheinswalden.

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El hombrecillo se había irritado. Se había quitado el sombrero y se lo
mostraba al otro coléricamente.
—Límpielo —dijo el forastero con la mayor desfachatez.
—¿Qué lo limpie yo? ¡No faltaría más! Quién va a limpiarlo ahora mismo
es usted. Si se niega a hacerlo sabrá quién soy yo. Quiere limpiarlo o… —⁠y
levantó el bastón en el aire, amenazadoramente.
—¿O… qué? —preguntó el forastero.
—¡O le rompo la cara!
—¡Rómpamela! ¡Pchtsichchchchchch!
Otro salivazo fue a estrellarse en la chaqueta del veterinario.
—¡Esto ya es el colmo! —gritó éste, y fue a darle al otro un golpe con el
bastón; pero no lo consiguió, pues el forastero, con la rapidez del relámpago,
se lo arrancó de la mano y lo arrojó a una enorme distancia.
Luego, cogió al pequeño héroe de la cintura, lo levantó en el aire y lo
sacudió hasta que casi le hizo perder el sentido, tras lo cual lo volvió a dejar
en el suelo cuidadosamente.
—Bien, enano —dijo el forastero⁠— Eso es por lo de «vagabundo».
Ahora, despeja, márchate con toda la velocidad que tus piernas permitan, pues
si de aquí a un minuto te vuelvo a coger, te voy a dar tal paliza, que olvidarás
toda tu sabiduría.
El veterinario respiró profundamente. Fue a hablar, sus ojos chispeaban de
rabia; pero reflexionó, se volvió de espaldas y un segundo después había
desaparecido entre los árboles.
—Es un sapo, pero valiente —⁠murmuró el forastero, sonriendo⁠—
Seguramente nos volveremos a ver en Rheinswalden. Tengo curiosidad por
saber lo que dirá allí. ¡Hum! ¡Pico de Halcón tomado por un vagabundo! Que
el diablo lleve a esta maldita civilización que considera que el que no va bien
vestido ha de ser por fuerza un vagabundo.
Pico de Halcón prosiguió su camino, pero al poco rato se detuvo
repentinamente, dio un salto hacia el bosque y se escondió tras unos
matorrales que eran bastante espesos para que no se le viera.
Había oído un ruido que, como cazador de la pradera, nunca hubiera
confundido con otro. Un momento después avanzaba hacia él lentamente un
magnífico ciervo que salía del bosque.
—¡Un ciervo! —murmuró el cazador⁠— ¡Y qué pieza tan espléndida!
¡Qué suerte que mi viejo fusil esté cargado!
Sin pararse a pensar que no se hallaba en el lejano Oeste de América,
cogió rápidamente el viejo odre que llevaba al hombro y sacó de él el fusil.

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Apuntó y montó el gatillo. El ciervo oyó el ruido y levantó la cabeza. Pero
antes de que pudiera huir, sonó el disparo y el animal cayó al suelo muerto.
—¡Vaya! —exclamó el cazador— Eso ha sido un buen tiro. Ahora, a él.
Salió de su escondite y se dirigió hacia el ciervo; echó al suelo el saco de
lino y la funda del fusil, sacó el cuchillo y empezó a desollar al animal.
Ocupado en este trabajo, oyó ruido de rápidos pasos que se aproximaban,
pero no se preocupó; prosiguió su trabajo tranquilamente, hasta que el que se
acercaba estuvo junto a él.
El recién llegado cogió ante todo el fusil, que estaba en el suelo, lo
examinó con aspecto de asombro y dijo:
—¡Diablo! ¿Qué buscará aquí este maldito sujeto?
Sólo al oír aquello levantó Pico de Halcón la cabeza:
—¿Qué busco aquí? ¡Ya lo ve usted!
—¡Demasiado lo veo! Usted ha matado este ciervo.
—¿Y qué quería usted, que dejase escapar esta magnífica pieza?
—Hombre, ¿estás loco?
—¿Loco? ¡Bah! ¡Pchtsichchchchchch!
—¡Un millón de diablos! ¿Qué hace usted? ¿Cree que soy una escupidera
holandesa?
—No; por lo que lo he tomado es por un archigrosero. Yo le llamo de
«usted» y usted me contesta hablándome de «tú». Si eso es ser cortés, que el
diablo me lleve.
—Cortés o no cortés, de lo que no hay duda es de que te llevarán los
diablos o te ocurrirá algo parecido.
—¿Quién dice usted que me llevará?
—Ya lo verás sin necesidad de que te lo repita. ¿Es que no sabes que aquí
se castiga al que caza furtivamente?
Al oír aquello, Pico de Halcón se quedó con la boca abierta. Se hubieran
podido contar fácilmente sus treinta y dos dientes.
—¡Diablo! ¡Dios sabe que no había pensado en eso!
—Sí, lo creo. Estos sujetos sólo piensan en el castigo cuando los han
cogido. ¿Quién eres tú?
—¿Yo? ¿Quién es usted?
—Yo soy Ludwig Straubenberger.
El rostro del americano se iluminó durante una fracción de segundo con
una serena expresión.
—¿Ludwig Straubenberger? ¿Y a mí qué me importa?

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—Mucho te importa. Yo estoy al servicio del señor jefe forestal, von
Rodenstein.
—Pero usted no lleva uniforme.
—Porque yo soy servidor del señor teniente Unger.
—Y sin embargo, ¿está usted al servicio del señor jefe forestal? ¿Cómo se
entiende? ¿Es que sirve a dos señores?
—A dos o a veinte, eso no te importa. Estás detenido y tienes que
seguirme.
—¿A dónde está el señor jefe forestal?
—Sí. ¿Pues a dónde si no, bribón?
Pico de Halcón se levantó:
—No corra usted tanto. Usted no lleva uniforme. Demuéstreme que es
empleado del jefe forestal.
Al buen Ludwig nunca le había ocurrido nada semejante.
—¡Por todos los diablos! —gritó⁠— ¡Que un bribón como éste se atreva
aún a pedirme la documentación! ¡Te voy a enseñar unos documentos que te
harán ver las estrellas! Por lo pronto, tu fusil queda confiscado. ¿Vas a venir
conmigo por las buenas, o no?
—No tengo necesidad de ir.
—Entonces, tendré que ayudarte —⁠y Ludwig cogió del brazo al forastero.
—¡No me toque! —dijo éste imperativamente.
—¡Ah! ¿No estás dispuesto a someterte? ¡Ya te arreglaré yo!
—¡Pchtsichchchchchch!
Una masa de saliva y tabaco mascado fue a estrellarse en el sombrero de
Ludwig. Éste soltó al cazador furtivo y gritó con la mayor cólera:
—¡Mil diablos! ¡Atreverse a escupirme! ¡Esto te costará caro!
En aquel momento gritó alguien tras uno de los árboles próximos:
—¡A mí también me ha escupido! ¿Quiere usted que le ayude, querido
señor Straubenberger?
Ludwig se volvió:
—¡Ah, el veterinario! ¿Qué hace usted aquí?
El hombrecillo salió poco a poco de detrás del árbol.
—Iba a Rheinswalden y he encontrado aquí a este hombre. Empezó a
hablar conmigo y al poco rato nos pusimos a disputar. ¿Quiere usted que le
ayude a llevarlo a la cárcel?
—Realmente, no lo necesito a usted, pero por mucho trigo nunca es mal
año; no parece que quiera venir por las buenas. Vamos a atarle las manos a la
espalda.

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Pico de Halcón hizo una mueca:
—¡Estaría bueno eso! —dijo riendo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Ludwig⁠— No creo que en esta
situación haya nada bueno para ti.
—Bien; pero, dígame, ¿no es chocante que un cazador furtivo detenga al
hombre que le compra la caza lograda ilegalmente?
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir, que yo soy un comerciante de Frankfurt. Y ese hombre es
el verdadero cazador furtivo —⁠prosiguió Pico de Halcón⁠— Desde hace tres
años me está entregando todo lo que caza en el bosque de Rheinswalden.
El pequeño veterinario no podía dar crédito a sus oídos. En la cara de
Ludwig se reflejó también el más profundo asombro.
—¡Mil demonios! —gritó éste— ¡En todo esto debe andar el diablo! ¿Es
verdad lo que este hombre dice, doctor?
El interpelado, que hasta entonces había estado mudo por el asombro,
recuperó la facultad de hablar:
—¿Yo cazador furtivo? —dijo rechinando los dientes. Y levantando las
manos en el aire, continuó⁠— ¡Juro por todo lo más sagrado que no he
disparado nunca sobre un ratón, y mucho menos sobre un ciervo!
—¡Ahora quiere hacer creer que es un santito! —⁠dijo Pico de Halcón.
—Pero ¿a quién pertenece ese viejo fusil?
—Sí, ¿a quién? —preguntó Ludwig⁠— ¿Acaso le pertenece al doctor?
—¡Naturalmente…! ¿Y quién ha muerto este ciervo? No yo, sino el
doctor; yo no he hecho más que desollarlo.
—¡Dios mío! ¿Es posible lo que estoy oyendo? —⁠dijo el veterinario,
desesperado, juntando las manos y levantándolas al cielo⁠— ¡No lo crea usted,
querido señor Straubenberger!
—¡Al diablo! ¡Yo ya no sé qué cosa creer o no creer! —⁠y diciendo estas
palabras, Ludwig miró al forastero con expresión de perplejidad.
—Piense usted lo que quiera —⁠dijo éste⁠— Pero lo cierto es que yo no me
dejo detener solo. He sido bastante tonto para venir al coto con mi proveedor,
pero no lo seré tanto para permitir que me castiguen sólo a mí.
—¡Santísima Virgen! ¿Qué va a pasar aquí? —⁠gritó el hombrecillo⁠— ¡En
mi vida he tenido en las manos una escopeta!
—Pero sí junto a la mejilla —⁠dijo Pico de Halcón⁠— Puedo demostrarlo, y
las diligencias del juicio harán luz sobre muchas cosas.
Ludwig lo miró con expresión severa y le dijo:
—¿Es verdad lo que dices? ¿Puedes jurarlo?

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—Por todo lo que usted quiera.
—Entonces, no puedo hacer nada por usted, doctor; mi deber es detenerle
también bajo la acusación de cazador furtivo.
El veterinario retrocedió un paso, espantado.
—¡Por Dios santo, usted bromea! —⁠exclamó⁠— Yo soy inocente como un
recién nacido.
—Eso lo demostrará usted a los que han de juzgarlo. Ahora mi obligación
es retenerlo prisionero.
—¿Prisionero? ¡Dios mío, yo me voy!
El hombrecillo se volvió de espaldas y ya iba a echar a correr, pero
Ludwig fue más rápido que él y le cogió de un brazo.
—¡Ah!, ¿conque esas tenemos? —⁠exclamó el guarda⁠— ¿Conque quieres
escaparte? Eso equivale a una confesión de culpabilidad. Tendré que atar
juntos a estos dos sujetos, para que ninguno de ellos se me escabulla.
—Estoy conforme —dijo Pico de Halcón⁠— No quiero pagar yo sólo la
culpa de los dos. Si se procede con justicia, me dejaré atar sin resistencia.
—Bueno, veo que empieza usted a ser razonable. A ver, las manos. Aquí
tengo la cuerda.
—Pero yo juro por todos los santos que soy inocente —⁠dijo el
hombrecillo⁠— ¡Este bribón quiere perderme!
—Eso ya se verá en el momento oportuno —⁠gruñó Ludwig.
—¡Pero no irá usted a llevarme atado a Rheinswalden! Eso sería horrible.
Mi honor, mi reputación…
—El honor y la reputación de un cazador furtivo no valen un céntimo.
Bueno, te dejas atar por las buenas o habré de recurrir a la fuerza bruta.
Pico de Halcón se agachó, recogió del suelo su saco de lino, se lo echó a
la espalda y dijo:
—Yo me someto voluntariamente. Aquí está mi mano.
—¡Y yo me someto a la fuerza! —⁠exclamó el veterinario⁠— Aquí tiene mi
mano, pero exigiré una satisfacción.
—Eso no es cosa mía —dijo Ludwig⁠— Yo cumplo con mi deber; lo
demás es asunto del señor jefe forestal.
El guarda ató la mano derecha de Pico de Halcón a la izquierda del
veterinario. Luego dijo:
—Bueno, ya está. Pero el ciervo no voy a llevarlo yo a casa. Eso es
obligación vuestra.
—Yo ya tengo mi fardo —dijo Pico de Halcón.
—Y ¿qué llevas en el saco?

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—Cinco liebres.
—¿Liebres? ¡Demonio! ¿De dónde son?
—El doctor tendió ayer varios lazos y esta mañana, antes de salir el sol,
hemos ido a registrarlos; hemos cogido estas cinco liebres.
El hombrecillo estaba paralizado por el asombro y miedo; no pudo
pronunciar ni una palabra. Pero Ludwig puso una cara feroz y dijo:
—¿Conque también se dedica a poner lazos? Eso empeora mucho la
situación. Tú llevarás las cinco liebres y el doctor habrá de cargar con el
ciervo.
—¡Pero eso es mentira, una solemne mentira! —⁠rugió al fin el
hombrecillo⁠— ¡Él es quien ha cogido las liebres!
—Ya se aclarará todo eso —dijo Ludwig, inclinándose para atarle las
piernas al ciervo.
—Señor Straubenberger, me quejaré de esto; haré que lo castiguen a
usted.
—Me tienen sin cuidado sus amenazas; yo no hago más que cumplir con
mi deber.
—Pero mi reputación se la va a llevar el diablo.
—Lo mismo que las liebres y el ciervo. Aquí lo tiene ya —⁠dijo Ludwig,
echándole el animal a la espalda.
—¡San Ignacio me valga! —gimió el hombrecillo⁠— ¡Por si mi desdicha
era poca, ahora he de cargar con este pesado animal!
—Este ciervo no es, ni con mucho, tan pesado como los otros que tienes
ya sobre la conciencia —⁠dijo Pico de Halcón.
—¡Infame! En cuanto me pongan en libertad, te enveneno.
—¡Diablo, esto se pone cada vez peor! —⁠dijo Ludwig⁠— ¿Conque
también es envenenador? Bueno, lo mejor será que nos apresuremos a llegar a
Rheinswalden. El señor jefe forestal se quedará admirado cuando vea los dos
pájaros de cuenta que le traigo.
El guarda dio un empujón a sus prisioneros y empezó la marcha. El
veterinario rogó, gimió y se quejó, todo inútilmente. Ludwig estaba decidido
a cumplir con su deber, y por más que el hombrecillo se debatía, el vigoroso
americano lo arrastraba sin gran esfuerzo.
Mientras esto ocurría, se encontraba el jefe forestal en su despacho.
Hacía poco que se había levantado y estaba tomando el desayuno,
consistente en una taza de café. Se encontraba de bastante mal humor.
El motivo, ni él mismo lo sabía. Realmente, aún hacía pocos días que
había llegado la carta que escribiera Sternau en el río Sabinas, la cual le había

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producido una alegría infinita.
De pronto sonaron rápidos pasos afuera. Ludwig entró en el despacho y se
quedó a la puerta, rígido, esperando que el jefe forestal le dirigiera la palabra.
—¿Qué hay? —preguntó éste agriamente.
—Cazadores furtivos —respondió el subordinado, lacónicamente.
El jefe forestal saltó de la silla.
—¿Cazadores furtivos? —preguntó⁠— ¿He oído bien?
—A sus órdenes, mi capitán. Dos cazadores furtivos —⁠confirmó Ludwig.
—¡San Huberto bendito, dos a la vez! —⁠dijo el anciano⁠— ¡Es lo que me
faltaba! Los voy a poner en el potro y los voy a estirar hasta que sus piernas
lleguen de Breslau a Londres. ¿Dónde los has dejado?
—Abajo, en la perrera. Están maniatados y hay dos guardias a la puerta.
—¿Quién los ha cogido?
—Yo mismo.
—¿Tú mismo? ¡Ah! ¿Dónde?
—En la carretera de Maguncia.
—¡Cuenta!
—Había nevado recientemente, señor capitán, y yo me daba prisa por
terminar lo más pronto posible la ronda de siempre. En el momento en que
llegaba a la carretera, oí de repente un tiro, un disparo de un fusil
desconocido. Me acerqué procurando no ser descubierto y vi a un sujeto que
se había arrodillado ante nuestro mejor ciervo y empezaba a desollarlo.
—Ese sujeto pagará muy cara su hazaña. ¿Lo conoces?
—No. Es un carnicero de Frankfurt.
—¡Ah! ¿Desde cuándo se procuran la carne los carniceros cazando
ciervos?
—Es que no es él mismo quien disparó, sino el otro.
—¿Conociste al otro?
—Muy bien. Al principio no me di cuenta que estaba allí; pero no tardé en
verle la cara, y apenas pude creer lo que mis ojos veían. Pero ese hombre ha
cogido ya esta noche cinco liebres con lazos.
—¿Con lazos? ¿Cinco liebres en una noche? ¡Destrozar la caza de esa
manera! Mandaré que le arranquen la carne con tenazas al rojo vivo, tan
cierto como que me llamo Rodenstein y soy el jefe forestal.
—Lo ha bien merecido, señor capitán. Ya hace años que suministra caza
al carnicero de Frankfurt.
—¡Qué vergüenza! ¡Y no los hemos cogido! Aquí hay una prueba de lo
poco que puede uno fiarse de sus subordinados. Tienen ojos y oídos, pero no

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ven ni oyen. Pero ya tomaré yo medidas y procederé de diferente manera que
hasta aquí. El que a partir de este momento no prenda cada semana a un
cazador furtivo, perderá su empleo. De esta manera me veré libre de los
cazadores furtivos, y también de vosotros, vagos. Coméis mi pan y otros
devoran mi hermosa caza. ¿De qué viviremos yo y Su Alteza, el Gran Duque?
¿De corteza de haya? Voy a colgaros el cesto del pan tan alto, que para llegar
a él habréis de desarrollar vuestros cuellos hasta que parezcáis jirafas. Pero
¿quién era el otro bribón?
—Nuestro veterinario —dijo Straubenberger.
—¡Nuestro vet…! —la sorpresa no le dejó terminar.
—… erinario —terminó Ludwig con energía.
—Muchacho, ¿sabes lo que dices? ¿Nuestro veterinario, cazador furtivo?
¡Eso es absolutamente imposible! No puede ser.
—Es verdad, señor capitán. Abajo en la perrera está con el otro.
—Bueno, ¡pues que Dios tenga compasión de él! ¿Has traído el ciervo?
—Se lo he hecho traer al veterinario.
—Muy bien hecho. ¿Y las liebres?
—Ahí están las cinco. El carnicero las tiene en el saco.
—Bien, bien. Interrogaré enseguida a esos dos sujetos. Les voy a hacer
sudar aceite y jarabe. ¡Por todos los diablos, no sé cómo puedo comportarme
con esta paciencia seráfica! Ve a buscar a todos los servidores y diles que
vengan a mi despacho inmediatamente. Luego traerás a los dos delincuentes.
Les voy a enseñar lo que cuestan un ciervo y cinco liebres. Y aunque al fin los
entregue la justicia ordinaria, su estancia aquí les parecerá un paraíso
comparado con la cárcel.
Ludwig se marchó. Al llegar al patio, uno de los mozos había sacado del
establo un caballo ensillado, pues el señor capitán se había propuesto dar un
paseo a caballo.
—Deja eso ahora y ayúdame a reunir a la gente —⁠dijo Ludwig⁠— El señor
capitán quiere celebrar primero el juicio.
—¿El de los cazadores furtivos?
—Sí. Es preciso que todos los empleados y servidores estén presentes al
juicio, que se celebrará en el despacho.
—Bueno, bueno, ya voy.
El servicial criado dejó allí mismo el caballo y corrió a llamar a sus
camaradas. En cinco minutos se habían reunido todos los habitantes de
Rheinswalden. El capitán los hizo acomodarse en sillas formando un
semicírculo, en cuyo centro se sentó él, después de hacer una seña por la

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ventana. Ludwig, que estaba en el patio, se dio cuenta de la orden de su jefe,
abrió la puerta de la perrera e hizo salir a los dos delincuentes.
—Espere, doctor —dijo— Usted tiene que llevar el ciervo.
—¿También al interrogatorio?
—Naturalmente. El ciervo es el «corpus defectus», así como las liebres
constituyen otros tantos «corpusses».
—Pero ¡yo soy inocente!
—Dígaselo al señor capitán. Yo no soy tan competente como él en
criminología.
El veterinario tuvo que cargarse el ciervo y Pico de Halcón llevó su saco.
Los dos hombres seguían atados juntos. Cuando pasaron por el patio, el
yanqui vio el caballo y por un segundo brilló en sus labios una sonrisa.
Ludwig subió con ellos una escalera y al final de ella abrió una puerta.
Pico de Halcón lanzó una rápida mirada a la cerradura de ésta. Los tres
hombres entraron y Ludwig cerró la puerta tras ellos.
—Aquí están, señor capitán —⁠dijo el guarda⁠— ¿Descargo del ciervo al
doctor?
El viejo estaba sentado en medio de su gente con la severidad y dignidad
de un gran inquisidor español.
—No —respondió— Que se lo descargue él mismo.
—Pero está atado.
—Desátalo. He oído decir que durante el juicio, los criminales no pueden
estar atados.
Ludwig desató a los dos prisioneros. La cara de Pico de Halcón volvió a
ensancharse un momento con una sonrisa de satisfacción.
El veterinario se apresuró a insistir en su inocencia, antes de que el
interrogatorio empezase.
—¡Señor capitán! —gritó— Se ha cometido conmigo una terrible
injusticia. Se me acusa de haber matado este ciervo, y yo…
—¡Silencio! —le interrumpió el jefe forestal con voz de trueno⁠— Aquí
sólo puedo hablar yo. Cualquiera de vosotros dos que hable una palabra sin
que le pregunten, sabrá quién soy yo. ¿Entendido?
El hombrecillo calló. El viejo se volvió a Pico de Halcón y dijo:
—Al otro lo conozco; pero tú, ¿quién eres?
—Soy carnicero en Frankfurt, y vendo especialmente caza.
—¿Cuál es tu nombre?
—Henrico Landola.
El viejo se levantó de un salto.

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—¿Enrique Landola? ¡Mil diablos! ¿De qué nacionalidad eres?
—Soy español —mintió el trampero, siguiendo la farsa.
El viejo lo miró escrutadoramente.
—¡Bribón, granuja, canalla! ¿Desde cuándo eres carnicero?
—Desde hace pocos años.
—¿Y qué eras antes?
—Capitán de marina.
—Pirata, ¿no?
—Sí —respondió Pico de Halcón tranquilamente.
—¡Pronto pagarás tus crímenes, hombre malvado y sin conciencia!
¡Henrico Landola! ¡Ah, al fin hemos cogido a este sujeto! Pero ¿cómo se
explican tus relaciones con este veterinario?
—Él es quien me proporcionaba las drogas cuando yo quería envenenar a
alguien.
El hombrecillo, horrorizado, dio un salto.
—¡Por todos los santos, no es verdad! ¡En lo que dice, no hay ni una
palabra de verdad!
—¡Cállate, envenenador! —le gritó el capitán⁠— Hoy es el día de la
venganza. Hoy soy yo el que va a juzgaros. Hoy serán desenmascarados todos
aquéllos a quienes nadie había podido desenmascarar antes. Henrico Landola,
¿a cuántas personas has envenenado?
—A doscientas sesenta y nueve.
Al oír aquello, hasta el viejo se asustó. Un escalofrío recorrió todo su
cuerpo.
—¡Demonio! —dijo a media voz— ¡Qué enormidad! ¿Por qué tantos
crímenes?
—Este veterinario me lo exigía. No tuve más remedio que obedecerlo,
sino me hubiera matado a mí también.
—¡Dios mío, Dios mío! —gritó el hombrecillo⁠— Todo eso es mentira. Ni
una persona puede presentarse y decir que yo la he matado.
Pico de Halcón se encogió de hombros.
—Claro que lo negará. Pero antes fue el más sanguinario de todos mis
piratas. Puedo demostrarlo.
—Eres un monstruo. Yo nunca he sido otra cosa que veterinario.
—¡Silencio! —ordenó el jefe forestal⁠— Usted está en esta comarca sólo
hace tres años. Eso podría ser verdad.
—Pero antes estuve en Elberfeldchen.

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—Ya lo veremos. ¡Calle! Ahora he de preguntar a éste Landola, pirata,
ladrón, bribón, ¿conoces a un tal Cortejo?
—Sí —confesó Pico de Halcón.
—¡Ah! ¿Cómo lo conociste?
—Por medio de este veterinario, que es cuñado de Cortejo.
—¡Miente, miente! —gritó el hombrecillo⁠— ¡Yo no conozco a ningún
Cortejo; ni siquiera he oído nunca ese nombre!
—¡Silencio o lo expulso de la sala! —⁠rugió el viejo⁠— Ya averiguaré yo
quién es su cuñado —⁠y añadió, dirigiéndose a Pico de Halcón⁠— ¿Has tenido
algún asunto en común con ese Cortejo? Te exijo que contestes la verdad.
—Sí, muchos —respondió el interpelado⁠— El buque que yo utilizaba para
mis expediciones de piratería, era suyo.
—Por lo menos, éste tiene el valor de confesar la verdad. ¿Conoces a un
tal Sternau?
—Sí.
—¿No se propuso apoderarse de ti?
—Sí.
—¿Y tú qué hiciste?
—Lo que hago ahora, me escapé. ¡Adiós, señor capitán…!
Pico de Halcón tenía aún en la espalda el saco de lino. Al pronunciar las
últimas palabras, se volvió de espaldas con la rapidez del relámpago y alcanzó
la salida de un salto. Una fracción de segundo después estaba fuera, cerró la
puerta tras sí e hizo girar la llave, que estaba en la cerradura, para que nadie
pudiera perseguirle. De tres en tres y de cuatro en cuatro escalones, bajó la
escalera y fue al patio. Allí, corrió hacia el caballo, lo desató, saltó sobre la
silla y se lanzó al galope. Este acontecimiento imprevisto había dejado tan
sorprendidos a todos los que se hallaban en la sala donde el juicio tenía lugar,
que nadie pensó en mover una mano para impedir la fuga del reo. El capitán
fue el primero que volvió en sí.
—¡Qué va a escaparse! —gritó— ¡Aprisa, hay que cogerlo! —⁠corrió a la
puerta, pero la encontró cerrada, y exclamó⁠— ¡Mil diablos, ha echado la
llave!
Luego corrió hacia la ventana y miró al patio.
—¡Truenos y relámpagos! ¡Ha cogido mi caballo! ¡Se nos va a escapar!
A nadie se le ocurrió saltar por la ventana; todos corrieron a la puerta para
golpear en ella, hasta que al fin acudió una vieja criada que la abrió y todos se
precipitaron a la vez escaleras abajo.
—¡Sacad los caballos! —ordenó el viejo⁠— ¡Tenemos que perseguirlo!

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Sacaron todos los caballos que había en la casa y un momento después
salían por la puerta otros tantos jinetes con el capitán al frente.
Un campesino venía andando en la dirección opuesta.
—Tomás —le gritó el capitán— ¿no has visto a un sujeto a caballo?
—Sí, montando el de usted.
—¿Con un saco a la espalda?
—Sí, con un saco.
—¿Qué dirección tomó?
—Parecía tener mucha prisa; pero, sin embargo, se detuvo a preguntarme
dónde estaba la villa Rodriganda.
—Entonces, ¿se dirigió a la villa?
—Sí, señor capitán.
—Bueno, si es así, lo cogeremos. ¡Adelante, muchachos! ¡El que me
traiga a ese sujeto recibirá la paga de un año!
A pesar de su avanzada edad, el capitán adelantó a todos sus
subordinados. Parecía como si él mismo quisiera ganar el sueldo de un año.
Lo increíble en aquel incidente fue que nadie pensase en poner a buen
recaudo al veterinario. Éste se quedó solo en la sala mirando estupefacto la
puerta por la que todos habían salido.
—¡Jesús, María! —exclamó— ¿Qué debo hacer? ¿Escaparme también?
¿Yo, cazador furtivo, envenenador, pirata? Si logro salir de esta casa, me
esconderé durante ocho semanas, hasta que resplandezca mi inocencia.
Encogiéndose y sin hacer ruido, bajó la escalera. En el patio no había ni
un alma, pues incluso los que no habían conseguido un caballo, siguieron a
los jinetes un buen trecho. Así, pues, el hombrecillo, a quien el miedo hacía
temblar, logró escaparse sin que nadie lo apercibiese. Al salir a la carretera, la
dejó inmediatamente y se lanzó al bosque. La señora Unger esperó
inútilmente al veterinario que tenía que curar a su vaca enferma.
No muy lejos del castillo de Rheinswalden, el Conde don Manuel de
Rodriganda y Sevilla se había hecho construir una hermosa casa de campo, en
la cual vivía con su hija, su nieta y la madre y la hermana de Sternau. El viejo
jefe forestal no quería que se separasen de él, y había aceptado de mala gana
aquella solución. «Villa Rodriganda», como se llamaba la casa de campo,
estaba bastante cerca del castillo de Rheinswalden.
Poco antes de la huida de Pico de Halcón avanzaba por la carretera un
coche. En el sitio donde ésta se bifurcaba para conducir a la villa y al castillo,
el coche había tomado la primera dirección. El ocupante del vehículo era

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Kurt, que volvía después de las tres semanas que su misión en el extranjero
había durado.
No tardó en aparecer a su vista el lindo edificio de la villa. La puerta del
patio ya estaba abierta, y el coche entró por ella. El joven se apeó, despidió al
cochero y subió corriendo la escalera principal.
Allí lo recibió un hombrecillo, a quien había atraído el ruido del coche.
Era el portero.
—¡Señor teniente! ¡Bienvenido, bienvenido! —⁠gritó.
—¡Buenos días, querido Alimpo! Has madrugado mucho.
—Sí; a quien madruga, Dios le ayuda, como dice mi Elvira. ¡Cómo
hubiéramos podido dormir, sabiendo que vendría usted de un momento a
otro!
—Entonces, ¿Ludwig ha traído mi recado?
—Sí, vino anteayer. Ahora está en Rheinswalden. Le ha tomado cariño al
señor jefe forestal.
—¿Dónde están los señores?
—En la sala.
Kurt se quitó el abrigo y el sombrero y entró en la sala. Allí encontró a
don Manuel, Rosita, la señora Sternau con su hija y Amy Dryden. Todos le
saludaron cordialmente.
—Sólo vengo por algunas horas, para despedirme antes de emprender un
viaje aún más largo —⁠dijo Kurt, luego de estrechar la mano a sus amigos⁠—
Hoy mismo, o todo lo más mañana por la mañana, me he de ir de nuevo.
—¡Qué lástima! —dijo Rosita— ¿Te vas por asuntos de servicio?
—Sí. ¿Y adivinen a dónde? Voy a emprender un largo viaje, a un país del
cual hace pocos días hemos recibido noticias muy agradables.
—¿Noticias agradables?… ¡Dios mío, creo que adivino…! ¿Te refieres a
México?
El joven afirmó, sonriente, con un movimiento de cabeza.
Kurt se dispuso a dar más explicaciones, pero no llegó a hacerlo, pues de
repente entró por la puerta del patio un jinete, cuyo raro aspecto atrajo la
atención de todos los circunstantes. Era Pico de Halcón.
Éste saltó del caballo y, siempre llevando el saco a la espalda, subió la
escalera. En el rellano salió Alimpo a su encuentro.
—¿Quién es usted? —preguntó éste.
—¿Y quién es usted?… —repuso el americano.
—Yo soy Alimpo, portero de esta villa.
—¡Ah! Está bien. ¿Puedo ver a los señores?

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—Dígame antes quién es usted.
—Es inútil. Todavía no me conocen. He de comunicar a los señores una
noticia muy importante.
—Ahora están reunidos. Pero, amigo, su aspecto en este momento no es
como para presentarse ante los señores.
—¿Cómo qué no? ¡Pero no puedo entretenerme! ¡Apártese!
—¡Eh, eh! Primero he de preguntar si pueden recibirle.
—¡Tonterías! He de entrar enseguida.
Pico de Halcón apartó a Alimpo de un manotazo y entró en la sala.
El conde se dirigió hacia él y preguntó severamente:
—¿Cómo se atreve a entrar sin permiso? ¿A quién busca usted?
—A todos ustedes.
—¿Quién es usted?
—Me llaman Pico de Halcón.
El conde sonrió ligeramente. Aquel vagabundo tenía el derecho de llevar
semejante nombre, visto la nariz de que disfrutaba.
—¿De dónde es usted?
—Soy… ¡Ah! ¿Ya vienen ésos? No creí que ese viejo jefe forestal
encontraría mis huellas tan fácilmente.
Diciendo estas palabras, se había acercado a la ventana, tan
tranquilamente como si fuese el dueño de la casa. Los demás hicieron lo
mismo maquinalmente y vieron al viejo Rodenstein que saltaba de su
sudoroso caballo, que venía montando al pelo.
Alimpo había oído las pisadas del animal y salió a la puerta.
—Buenos días, Alimpo —oyeron gritar al capitán⁠— Dime pronto si ha
venido aquí un jinete.
—Sí.
—¿Todo destrozado y con un saco a la espalda?
—Sí.
—¡Gracias a Dios! ¡Ya lo tengo! ¿Dónde está ese sujeto?
—Con los señores, en la sala.
—¡Diablo, eso es peligroso! Tengo que ir allí enseguida, antes de que
ocurra una desgracia.
Un momento después, Rodenstein abrió la puerta de un empujón y entró.
Ver al fugitivo y arrojarse sobre él, todo fue uno.
—¡Bribón, ya te he cogido de nuevo! —⁠gritó, sin detenerse a saludar a los
demás⁠— ¡Ahora no te volverás a escapar! ¡Voy a mandar que te carguen de
grilletes!

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—Por todos los santos, ¿qué ocurre? —⁠preguntó el conde⁠— ¿Quién es
este hombre, capitán?
—¿Este sujeto? Es el mayor criminal que hay bajo el sol. Ha envenenado
a más de doscientas personas.
Los circunstantes lo miraron estupefactos.
—¡Sí, miren cuanto quieran! —⁠dijo, sin poder apenas respirar⁠— Abran
los ojos intensamente y no lo crean, pero es la pura verdad. Ludwig lo había
cogido; pero se ha vuelto a escapar cuando yo iba a juzgarlo; se llama Herico
Landola.
—¿Henrico Landola? —preguntó Kurt⁠— ¿El pirata? No, no, éste no es. A
Landola lo conozco yo.
—¡Ah, bah! ¡Él mismo lo ha confesado!
—¿Que él es Landola? ¡Imposible!
—¡Pregúnteselo!
Mientras, el americano había estado observando atentamente a las
personas reunidas.
—¿Cómo se explica? ¿Ha dicho usted que es un tal Landola? —⁠le
preguntó Kurt.
El americano se encogió de hombros.
—Una broma —respondió lacónicamente.
—¡Ah; esa broma podría costarle a usted cara! Landola es una persona a
quien no se mira aquí con buenos ojos.
—Ya lo sé.
—Sin embargo, es él — afirmó el jefe forestal⁠—. Este bribón tiene
todavía en el saco las cinco liebres que ha cazado el veterinario en mis
bosques.
—Para nosotros es como si hablase usted en griego —⁠dijo el conde.
Y dirigiéndose a Pico de Halcón, preguntó:
—¿De dónde viene usted?
—Del sitio donde se encuentra lord Dryden.
—¿Entonces viene usted de México? —⁠preguntó Rosita, emocionada.
—Sí, de manera inmediata. A usted tampoco la he visto nunca, pero según
la descripción que me hicieron, debe ser la señorita Rosita Sternau, o Rosita
de Rodriganda.
—Sí, ciertamente.
—Entonces también traigo algo para usted —⁠Pico de Halcón echó mano
al saco y sacó una carta⁠— De sir Henry Dryden —⁠continuó⁠— Yo he sido en

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México su guía y compañero. Hemos vivido juntos muchas aventuras, y estoy
dispuesto a contárselo todo cuanto ustedes gusten.
—¡Qué cosas tan extrañas! ¡Y qué suerte! ¿Nos trae usted algo más?
—No. Lo otro son objetos de mi propiedad.
—Entonces, sea usted bienvenido. ¿Leo la carta en voz alta, querido
padre?
Éste contestó:
—Aplacémoslo todavía un momento. Antes hemos de ocuparnos un poco
de este valiente, que constituye un enigma para mí y para todos vosotros.
—Sí —dijo el capitán— Un maldito enigma. ¿Cómo se le ha ocurrido
hacerse pasar por Landola? ¿Quién es usted en realidad? Pero le advierto que
no toleraré sus bravatas.
Pico de Halcón pasó el tabaco a medio masticar de una mejilla a la otra,
infló los carrillos y lanzó un salivazo cargado de zumo de tabaco, que le pasó
al viejo tan cerca de la cara, que le hizo retroceder un paso, espantado.
—¡Con cien mil de a caballo! —⁠gritó el capitán⁠— ¿Qué porquería es ésa?
¿Crees acaso que esto es una casa de tiro al blanco? ¡Pretender escupirme!
¡Ya has tenido suerte de haber errado la puntería! ¿Por quién me tomas, eh?
El americano, sonriendo alegremente, respondió:
—Por el distinguido señor jefe forestal de Rheinswalden, sir. Pero eso
importa poco; cuando yo escupo, escupo, y me gustaría saber quién me lo
puede prohibir. Quien no quiera que lo alcancen mis salivazos, que no se
cruce en mi camino.
Don Manuel hizo un gesto de conciliación con la mano y dijo:
—Dejen esas pequeñeces. El señor capitán no quiso ofenderle al emplear
la palabra «bravatas». Lo que quería verdaderamente era saber algo más de su
persona y de sus relaciones.
—¡Bah! —dijo Pico de Halcón— De mi persona no tiene por qué saber
más, la tiene delante de los ojos, y no tiene más que mirarla. Creo que ya lo
ha visto todo bien, incluso mi nariz, sin pagar nada por el espectáculo. Y por
lo que respecta a mis relaciones, ¿qué quiere usted decir realmente con esa
palabra? ¿Tengo yo el aspecto de un hombre capaz de enamorar a una mujer?
No quiero saber nada de mujeres, no he tenido nunca relaciones. ¿Cómo
puede atreverse el primer llegado a preguntarme a propósito de mis
relaciones? ¡Yo no le he preguntado nada al señor capitán sobre sus asuntos
amorosos!
El conde movió la cabeza, sonriendo.

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—Se equivoca usted. No se trata de esas tiernas relaciones. Lo que
nosotros querríamos saber es quién y qué es usted. Comprenderá que nuestra
curiosidad es natural.
—¿Quién y qué? ¡Hum! Que mi nombre es Pico de Halcón, no debiera ni
hacer falta decirlo, mi nariz lo dice por mí. Y que mi profesión sea la de
cazador de la pradera, sólo a mí me interesa realmente.
—¿Cazador de la pradera? —gruñó el jefe forestal⁠— ¡Ah, por eso ha
disparado sobre el ciervo!
—Sí, precisamente por eso no me pude contener cuando vi la pieza. Cogí
el fusil y maté al animal de un tiro.
—¡Diablo! ¿Entonces eras tú quien lo mató? ¿No fue el veterinario?
—No, fui yo.
—¡Que el demonio te lleve! ¿Pero es verdad que el veterinario te ha
estado suministrando caza durante varios años?
—¡Dios me libre! —dijo Pico de Halcón, riendo.
—¿De veras que no? — preguntó el capitán asombrado⁠—. Entonces, ¿el
veterinario no es un cazador furtivo?
—Igual que yo soy carnicero de Frankfurt; es decir, no.
—¡Con cien mil de a caballo! ¿Entonces te has estado riendo de mí?
—Sí —respondió Pico de Halcón tranquilamente.
Al oír aquella respuesta, el viejo se dirigió hacia él y le dijo amenazándole
con el puño:
—¡Por todos los demonios del infierno! ¿Cómo te has atrevido?
—¡Psichchiehchchch! —una masa de tabaco mascado voló hacia él, y el
irritado capitán sólo tuvo apenas tiempo de apartarse.
Aquello aumentó su cólera todavía más. El jefe forestal prosiguió:
—¡Tratarme como a un imbécil y luego escupirme, a mí, jefe forestal del
Gran Duque de Hesse y capitán von Rodenstein! ¡Perro, vas a recibir tantos
latigazos y tan fuertes, que no te podrás levantar del suelo en tu vida!
¿Conque has venido de América o de México para burlarte de mí? ¡Te voy a
dar una lección que no olvidarás! Y ahora quisiera yo saber qué motivos has
tenido para engañarme tan villanamente.
—¿Motivo? —preguntó el americano⁠— ¡Hum! ¡Ninguno!
El anciano abrió inmensamente la boca y miró al cazador sin saber qué
pensar ni qué decir.
—¿Cómo? —dijo al fin— ¿Ningún motivo? ¿Absolutamente ninguno?
Entonces, ¿sólo querías divertirte a costa nuestra?
—Sí —rió Pico de Halcón inocentemente.

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—¡Ah, conque este sujeto se permite gastarme bromas! ¡A mí! ¿Lo oyen
ustedes? ¡A mí! De lo que ahora me alegro es que no haya logrado escaparse.
¿Sabes lo que te espera? ¡La cárcel!
Pico de Halcón lanzó una carcajada.
—¿La cárcel? ¡Bah! ¿Por un ciervo? ¡Eso es absurdo!
—¿Absurdo dices? Seguramente no tienes la menor idea de nuestras
leyes.
—¿Y qué me importan a mí sus leyes? Yo soy ciudadano americano.
—Te equivocas de medio a medio. Aquí no eres un ciudadano americano,
sino un bribón detenido. En este país se castiga con cárcel la caza furtiva.
Pico de Halcón asumió una expresión de duda y dijo:
—Allá en mi país podemos cazar todo lo que queremos.
—Allí, sí; pero aquí, no. ¿Me entiendes?
—¡Diablo, no había pensado en eso! El ciervo salió del bosque, y yo
disparé; eso es todo. Si me encierran en la cárcel por esa pequeñez, con
escaparme, estoy en paz.
—No lo conseguirás tan fácilmente. Y hablando de otra cosa, ¿cómo se
explica tu presencia en esta casa?
—Porque tengo una misión que cumplir aquí. He venido como mensajero
en asuntos de la familia Rodriganda.
—¿Por qué no me lo dijiste enseguida? Ahora dirás cuál es la misión que
te trae, pero luego arreglaremos lo del ciervo.
Los demás circunstantes habían dejado hablar a los dos hombres sin
intervenir en la conversación que, aunque procuraban ocultarlo, les divertía
extraordinariamente. Ahora ya sabían que, vistas las circunstancias, el viejo
jefe forestal no pensaría en denunciar a Pico de Halcón. Por consiguiente,
dejaron que los dos hombres hablasen hasta cansarse, y por fin el conde tomó
de nuevo la palabra:
—Así, pues, ya conocemos su nombre y su profesión. ¿Quiere decirnos
cómo conoció a esas personas que tanto nos interesan?
—Sí, señor. ¿Sabe usted lo que es un «scout»?
—No.
—¡Pchtsichchchchchch! —Pico de Halcón había echado un salivazo de
tabaco mascado al fuego⁠— ¿No lo sabe usted? ¡Pero si lo sabe todo el
mundo! Hay algunos hombres del lejano Oeste que poseen un sentido de la
orientación tan desarrollado, que nunca se extravían. Conocen todas las
sendas, todos los ríos, todos los árboles y matorrales, e incluso en sitios donde
nunca han estado, se mueven con la mayor seguridad. A esos hombres se les

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llama «scouts». En los asuntos importantes no se puede prescindir de ellos.
Cada caravana, cada sociedad de cazadores debe disponer de un scout o de
varios si no quiere perecer. Pues yo soy uno de esos scouts.
—¡Diablo! —dijo el capitán— ¿Entonces conoces todas las sendas de los
bosques americanos? ¡Por tu aspecto, no lo parece!
—¿Quiere usted decir que tengo cara de tonto?
—¡Eso mismo!
—¡Pchsichchchchchch! —el salivazo fue a posarse en el pecho del viejo.
Éste retrocedió, lanzó una maldición y se aproximó al americano:
—¡Bribón! ¿Cómo te atreves a hacer semejante cosa con un jefe forestal y
capitán del Gran Duque? ¿Crees que tú eres el único que puede escupir? —⁠y
con la mayor seguridad y puntería escupió en la frente de Pico de Halcón.
El yanqui se limpió el inesperado regalo con tranquilidad, pero no sin
rabia.
—¡Mal aficionado…! —fue su juicio⁠— ¿Cómo puedes atreverte a llamar
tonto a un trampero americano? ¿Crees acaso que un jefe forestal de aquí es
más inteligente que un buen cazador de la pradera? ¿O crees que un capitán
del ejército del Gran Duque puede compararse con un scout? Si me juzgas por
el traje que hoy llevo, te equivocas lamentablemente.
Pico de Halcón hablaba con acento y giros extranjeros. Sin embargo,
había pronunciado su discurso tan claramente y con tanta energía, que hizo no
poca impresión en el viejo capitán. Éste se dio cuenta de que en aquel asunto
se había enfrentado con un hombre que estaba a su altura en grosería. Así,
pues, se rascó la cabeza lentamente y dijo:
—¡Diablos, qué cortés es este hombre! Bueno, callaré por el momento. Ya
veremos lo que hacemos después, cuando sepa más exactamente a qué
atenerme.
—Ahora es cuando obra usted como debe —⁠dijo Pico de Halcón, esta vez
con un tono más cortés. Y dirigiéndose a los otros, continuó⁠— Bueno, pues
yo soy uno de esos scouts. Un buen día me encontraba en El Refugio, y me
contrató un inglés que quería remontar el Río Grande del Norte.
—¡Ah! ¿Mi padre? —preguntó miss Amy.
—Sí. Por lo pronto me dirigí sólo a Paso del Norte, para comunicarle al
Presidente Juárez que el lord le traía armas y dinero. Lo encontré en un
pequeño fuerte, llamado Guadalupe. Pero antes vi allí mismo a otras personas.
Primeramente, había un cazador llamado Gerardo el Negro. Luego, otro
cazador, un hombre pequeño, pero muy valiente, cuyo destino es muy
interesante para ustedes.

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—¿Un conocido, seguramente? ¿Cómo se llamaba?
—El pequeño André. Tiene un hermano en Rheinswalden.
—No tenemos en Rheinswalden ninguna persona que se llame así.
—André no es en este caso el apellido, sino que es el nombre que
significa Andrés.
Al oír estas palabras, el buen Ludwig, que había entrado durante la
conversación para ayudar a la captura del cazador furtivo, aguzó los oídos.
—¿Andrés? ¡Diablo, al final es a mí a quien concierne esto! Yo tengo un
hermano que se llama Andrés. Se marchó a buscar fortuna y ya no he recibido
más noticias de él.
—¿Qué era su hermano?
—Cervecero.
—Bien. ¿Cómo se llama usted?
—Ludwig Straubenberger.
—Y el pequeño André se llama en realidad Andrés Straubenberger.
Ludwig juntó las manos y exclamó:
—¿Es posible? ¿Es verdad? ¿Mi hermano, mi hermano realmente?
—Sí.
—Entonces, ¡bendito y alabado sea Dios! ¡Andrés vive, mi hermano vive!
Pero ¿dónde está ahora?
—Ése es el asunto que me trae. No sabemos dónde está, tenemos que
buscarlo. Pero antes he de mencionar a otras personas que he encontrado en
Fuerte Guadalupe.
Entonces Pico de Halcón contó todo lo que había ocurrido desde que entró
por primera vez en Fuerte Guadalupe hasta el momento en que fue a la
hacienda del Erina formando parte del séquito de Juárez.
Verdaderamente, no conocía muy exactamente las personalidades y las
causas de los diversos acontecimientos; pero, sin embargo, lo que relató lo
hizo aparecer a los ojos de los que le escuchaban como un hombre de
importancia.
Todos estaban pendientes de sus palabras. Ahora se enteraban de muchas
más cosas de las que les decía la carta de Sternau.
La cara de Roseta resplandecía de alegría al saber que su marido aún
estaba vivo. Pero de repente palideció. Pico de Halcón contaba la nueva
desaparición de Sternau y sus compañeros.
—Ya les he dicho, que el señor Sternau, el señor Unger, los dos caciques
indios y los otros cinco, se separaron de nosotros para desalojar de la
hacienda a los partidarios de Cortejo con la ayuda de los mixtecas.

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—¿Y lo consiguieron?
—Sí. El ejército del Presidente se reforzó de una manera inesperada, de
modo que los que nos quedamos atrás pudimos seguir con más rapidez de lo
que creíamos. Pero cuando llegamos, ellos ya no estaban allí.
—¿A dónde habían ido?
—¡Quién sabe! Nuestras pesquisas no han conducido a nada. Lord Dryden
se convenció al fin que se trataba de una nueva gran desgracia. Pero ya era
demasiado tarde. El único que realmente podía hacer algo, era yo.
—¡Ah! ¿Qué ha conseguido usted?
Pico de Halcón se encogió de hombros.
—Poco, muy poco. Al principio, Juárez creyó que se trataría de una
pequeña excursión, y que los desaparecidos volverían pronto. Pero como
pasaba demasiado tiempo y el Presidente tenía que seguir hacia el Sur, lord
Dryden empezó a inquietarse. Él no podía separarse del Presidente. Al fin, me
dediqué yo a buscarlos. Seguí sus huellas hasta Santa Jaga; allí terminaban.
—¿No se tiene ninguna sospecha sobre el sitio donde puedan estar?
—Lo más verosímil es que Cortejo les haya tendido un lazo.
—¡Dios mío! ¡Tenemos que salvarles, si todavía es posible!
—Por eso vengo yo. Cuando perdí el rastro, volví a reunirme con el
inglés. Nos dirigimos enseguida a donde estaba Juárez, y éste, cuando nos
hubo oído, expresó su opinión de que Cortejo habría huido a reunirse con la
Pantera del Sur y que los perseguidores estarían seguramente en manos de
aquel guerrillero. Envió inmediatamente un mensajero a La Pantera del Sur.
Éste contestó que Cortejo no estaba con él y que si se ponía a su alcance, lo
pasaría mal. Entonces fui yo personalmente a ver a La Pantera del Sur. Era
una empresa peligrosa. En ella me jugaba la cabeza; pero cumplí mi misión
sin tropiezos.
—¿Y el resultado?
—Por desgracia, no fue satisfactorio. Me convencí de que ni Cortejo ni
los desaparecidos estaban con La Pantera del Sur. Yo supongo que están
detenidos en alguna parte, como amigos de Juárez, para evitar que puedan
ayudarle.
—Entonces, ¿habría esperanzas de libertarlos?
—Sí, si lográramos descubrir sus huellas. Juárez y sir Dryden han
recurrido a todos los medios para encontrarlos, pero inútilmente. Y me han
enviado aquí para que les informe a ustedes.
Los presentes se miraron unos a otros, tristemente. ¿Qué podían hacer
ellos si Juárez y lord Dryden habían fracasado en sus intentos de encontrar las

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huellas de los desaparecidos?
Roseta y Amy lloraban silenciosamente. El conde, la señora Sternau y su
hija, estaban junto a la ventana, y miraban al campo triste y pensativamente.
Pero el jefe forestal no pudo soportar su dolor con tanta paciencia; cerró el
puño y gritó:
—¡Con cien mil de a caballo! ¡Si yo fuera joven! ¡Me iría allá y
destrozaría todo lo que se me pusiera por delante! ¡Pero mis viejos huesos ya
no me lo permitirían; en ellos ya no queda médula!
—¡Los míos son aún jóvenes, querido padrino! —⁠exclamó Kurt.
—Es verdad, muchacho —dijo el viejo⁠— Pero ¿qué tienes tú que hacer en
México?
Entonces, Rosita se dirigió a ellos y dijo:
—¡Ah, es verdad, querido Kurt! Precisamente ahora tienes que ir a
México, a entrevistarte con el Presidente Juárez.
—Sí —contestó el joven— Tengo que cumplir una misión allí; pero yo
espero que me quedará tiempo para buscar a los nuestros.
El trampero miró al teniente inquisitivamente.
—¿Usted, usted quiere ir a México? Joven, será mejor que se quede en
casa. El aire de aquel país no es sano para señores tan distinguidos. ¡Hum!,
allí silban muchas balas.
—Eso es precisamente lo que a mí me gusta.
Pico de Halcón sonrió un poco malignamente.
—Pero, una de esas balas puede acabar con un hombre con facilidad.
—Lo sé. ¿A dónde se dirigirá usted cuando haya terminado su misión
aquí?
—Otra vez a México. Ya he dicho todo lo que tenía que decir; estoy listo
y sólo me queda esperar la respuesta que he de trasmitir al Presidente y a lord
Dryden. Hoy mismo puedo salir.
—¿Quiere usted que viajemos juntos?
—Con mucho gusto. Creo que puedo serle útil allí. Pero ¿cuándo quiere
partir usted?
—Mi intención era ponerme en camino mañana; pero permítame una
pregunta. ¿Si uno de los ministros prusianos le rogara que le diese un informe
sincero sobre la situación en México, estaría dispuesto a acceder a este ruego?
—Sí, con tal de que su intención para con nosotros fuera igualmente
honrada.
—¿Acaso lo duda usted?

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—¡Hum! En estos casos hay que ser prudentes. Prusia no es amiga de
Francia, ¿pero qué me dice de Austria?
—La hemos derrotado recientemente.
—Es verdad. Así, pues, creo que Prusia no tendrá demasiado interés en
apoyar al buen Maximiliano de México. Pero ¿por qué me pregunta usted
eso?
—Porque conozco a un ministro a quien le sería muy agradable hablar con
usted sobre México.
—¿Cómo se llama?
—Bismarck.
Pico de Halcón no pudo ocultar su asombro.
—¿El mismo Bismarck, ese hombre endiablado? A ese hombre le daría yo
los informes más sinceros. Pero he creído oír que usted debía partir ya
mañana, ¿no?
—Ciertamente, tengo la orden de partir mañana. Me han dado un solo día
de permiso, para que viniese a despedirme de Rheinswalden. Peno creo que
puedo atreverme a llevarle a usted a hablar con Bismarck.
—¿Dónde está ahora el ministro?
—En Berlín.
—Bueno, pues vamos cuando usted quiera.
—Así, que consiente usted. ¡Gracias! Pero… ¡Hum! —⁠al decir estas
palabras, Kurt echó una mirada muy significativa al traje del cazador⁠— Su
aspecto no es muy adecuado para una visita de esta clase.
—¿Sí? ¡Hum! Aquí en el saco tengo un traje mejor; un vestido típico
mejicano.
—¡Ah, no debe usted ponérselo en ningún caso, no sea que lo tomen por
un mejicano! Es preciso que vea a Bismarck sin llamar la atención.
—¿Sin llamar la atención? ¡Diablo! ¿Y cómo he de hacerlo?
—Sencillamente, poniéndose un traje corriente. Yo le procuraré uno.
—¿Que me lo procurará? Es decir, ¿que tendrá que pagarlo? De ningún
modo. Pico de Halcón no es hombre que permita le regalen un traje. Un
individuo que emprende un viaje de México a Europa, tiene bastante dinero
para pagar una chaqueta y una corbata.
—¡Vaya, no he querido ofenderle!
—¡Ni yo se lo aconsejaría! Conque, ¿cuándo partimos?
—Esta noche, en el último tren.
—¿Juntos? No me conviene, porque no estoy acostumbrado a eso. A mí
me gusta depender de mí únicamente. Será mejor que me indique un sitio en

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Berlín donde podamos encontrarnos.
—¡Hum! No puedo violentarle, así que hará usted lo que desee. Mañana
nos reuniremos en el Hotel Magdeburgo. Estos señores tendrán que
preguntarle aún muchas cosas; pero yo tengo que hacer mis preparativos y,
por tanto, me he de retirar a mi habitación.
Kurt se fue. Pero apenas haría media hora que se encontraba en su cuarto
cuando llamaron a la puerta.
Abrió y Rodenstein entró en la habitación.
—Sólo he venido —dijo el viejo— a comunicarte que el americano se va
ahora.
—¿A Berlín ya? —preguntó Kurt, sorprendido.
—Antes, a Maguncia. Pero ante todo viene a mi casa. Yo tengo aún su
fusil. Su maldita escopeta, mejor dicho.
—Entonces, ¿no quiere usted encerrarlo en la cárcel?
—En realidad, debiera hacerlo; pero es demasiado grosero. A mí me gusta
la cortesía y estoy acostumbrado a un trato más refinado. Así que prefiero no
tener nada que ver con él. Adiós.
—Adiós.
Rodenstein se marchó murmurando:
—Sí, debiera haberlo metido en la cárcel, pero… ¡Mil diablos…! ¡Nunca
hubiera creído volverme tan sentimental!

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Capítulo 15.- Máscaras en Maguncia

A lgunas horas más tarde, paseaba Pico de Halcón lentamente por las calles
de Maguncia y contemplaba los escaparates con la mayor curiosidad. Al
fin se detuvo ante una casa.
—Almacenes de Levi Hirsch —⁠murmuró⁠— Voy a entrar.
En cuanto abrió la puerta, un hijo de Israel lo recibió con mirada
inquisitiva. El aspecto de Pico de Buitre no era muy halagüeño.
—¿Qué desea el señor? —preguntó el judío.
—Un traje.
—¿Un vestido completo?
—¡Naturalmente! —dijo el cazador⁠— ¡No me interesa medio, o un
cuarto!
—¿Medio traje o un cuarto de traje? ¡Dios de Abraham! ¿Habría de tener
yo trapos para los señores que vienen a comprar hermosas ropas en casa de
Levi Hirsch, que es el mejor sastre de Maguncia? ¿Qué es el señor?
—Eso no le importa a usted.
—¿Es el señor de aquí?
—No.
—Entonces no vendrá el señor a comprar a crédito.
—Pagaré al contado.
El comerciante examinó a Pico de Halcón aún más lentamente, y dijo:
—Esas palabras suenan como música en mis oídos. ¿Entonces, el señor
lleva bastante dinero para pagar un hermoso traje, consistente en chaqueta,
pantalón y un precioso chaleco?
—¡Al diablo sus dudas sobre mi bolsillo! ¿Me entiende?
—¡Dios de los justos! Puedo, por lo menos, preguntar, para ir sobre
seguro, cuando se trata de hacer un negocio, ¿no?
—¿Ir sobre seguro? ¡Diablo! ¿Es que me considera un vagabundo?
El judío levantó las manos al cielo, retrocedió un paso y exclamó:
—¿Qué dice el señor? ¡Cómo podría yo pensar en considerarle como un
vagabundo! Pero, tenga el señor la bondad de echar una mirada sobre su

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vestido. En pleno invierno lleva ropa que sería demasiado fresca para el
verano, y que solamente gente muy ordinaria viste.
—¡Pichtsichchchchch!
Una masa de saliva y tabaco mascado salió disparada de la boca de Pico
de Halcón y fue a posarse en la cara del judío. Éste, espantado, se puso a
limpiarse la mejilla con las manos y exclamó:
—¡Dios de Abraham! ¿Qué hace el señor? ¡Escupirle a la cara a un
hombre honorable! ¿No puede escupir en cualquier otra parte, donde no haya
caras?
—¡Bah! El que no quiera que le escupan, que medite sus palabras antes de
hablar. No tengo tiempo que perder en largas introducciones. Dígame si
quiere enseñarme un traje o no.
El hijo de Israel se restregó la cara con el faldón de su chaqueta y
respondió:
—¡Naturalmente! Pero el señor me habrá de decir qué clase de traje desea.
—¡Hum! —dijo Pico de Halcón, perplejo⁠— Necesito un traje con el cual
no me reconozcan.
—¿Entonces, el señor quiere disfrazarse?
—Sí. Conviene que nadie adivine de dónde vengo.
—Entonces debo yo saber de donde viene el señor.
—Eso no le importa. Bástele saber que tengo la intención de viajar de
incógnito.
—¿Quiere que le enseñe un frac como el que llevó el gran Metternich
durante el Congreso que se celebró en la ciudad de Viena contra el emperador
francés Napoleón?
—¿Quién era Metternich?
—Un ministro y príncipe, poderoso como un emperador y rico como el
gran Mogol, que es dos veces más grande que un elefante.
El comerciante sacó del último rincón de su tienda el frac anunciado. Éste
era de un color rojo oscuro y estaba adornado con cintas, ribetes y botones
casi tan grandes como platos. Pico de Halcón lo contempló y dijo:
—¿Cuánto vale este frac de ministro?
—No lo podría dar por menos de doce táleros y diez céntimos.
El cazador estaba acostumbrado a los precios americanos.
—Es barato —dijo— Aquí tiene trece táleros —⁠metió la mano en su saco
y extrajo una bolsa de cuero, de la que tomó trece táleros de plata, que entregó
al judío.
El comerciante, sorprendido, dijo:

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—Le he pedido al señor por este frac de ministro cuatro táleros menos de
lo que vale, pero le he hecho este precio de favor porque el señor me dijo que
quería comprar todas las prendas que forman un traje completo. ¿Puedo
enseñarle unos pantalones y un chaleco?
—Naturalmente. Pero esas prendas tienen que ayudarme a guardar el
incógnito también.
—Para eso he de preguntar qué quiere parecer el señor.
—¿Que qué quiero parecer? ¡Hum! ¡Diablo! En eso no he pensado. ¿Qué
se quiere parecer cuando se viaja de incógnito?
—¡Hum! ¿Quizás querrá el señor parecer un artista?
—¿Artista? ¡Diablo, sí! Para eso sirvo bastante. Eso me estará como de
molde. ¿Pero cuántas clases de artistas hay?
—Primero vienen los poetas.
—Gracias, pasan mucha hambre.
—Los escultores.
—Martillean demasiado.
—Los compositores y músicos.
—¡Hum! Eso no estaría mal. ¿Compositores y músicos? Eso me gusta.
¿Qué clase de chaleco me habré de poner para pasar por uno de ellos?
—Le daré un chaleco verde con tantas flores azules que le van a tomar por
una pradera sembrada de «no me olvides». Yo le traeré unos pantalones
gris-negros, como los que solía llevar Sebastián Bach, que aporreó
forzudamente todos los órganos que encontraba y además escribió música
suficiente para llenar varios cestos.
—Entonces, tráigame esas dos prendas, y, además, un par de botas.
—Muy bien. También le daré un sombrero, tan alto y ancho como el que
llevó Orfeo antes de bajar al Orco.
—Bien. Compraré también el sombrero.
El sombrero era espantoso. El ala tendría tres pies de diámetro y era
proporcionalmente alto.
—Si el señor quiere pasar por músico, ¿no le convendría llevar papel
pautado que demuestre que es un gran compositor?
—¡Diablo, sí! El papel pautado lo había olvidado. ¿Tiene usted papel de
ése?
—¿Por qué no había de tener yo papel pautado? ¿Quiere el señor darme
un tálero?
—Sí. Aquí lo tiene.

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El comerciante trajo algunas partituras para guitarra y un método para
aprender piano. Luego dijo, pensativamente:
—Pero el que es compositor tiene que tener un instrumento, para soplar en
él o para rascarlo arriba o abajo.
—Es verdad. ¿Tiene usted también instrumentos?
—¡Naturalmente! Aquí tengo un violín con dos cuerdas y un trombón
sobre el cual se derrumbaron tres de las murallas de Jericó.
—¡Tráigame ese instrumento!
—¿El violín o el trombón?
—Prefiero el trombón.
—¡Aquí lo tiene!
El judío sacó el instrumento de un montón de chatarra de hierro.
—¡Mil diablos! —dijo el cazador⁠— ¡Este trombón tiene abolladuras!
—¿Y cómo podría ser de otro modo? No he dicho que sobre él se
derrumbaron tres murallas de Jericó.
—¡Hum! ¡Si es así…! ¡Pero aquí hay también dos agujeros!
—¿Por qué quejarse de los agujeros, si son convenientes para la música y
para los pulmones? Así no hay necesidad de insuflar el aire hasta abajo, pues
por los agujeros ya sale.
—Es verdad. ¡Eso es una ventaja! ¿Cuánto vale el trombón? —⁠preguntó
Pico de Halcón.
—A mí me ha costado diez táleros, así que se lo daré a usted por ocho.
—¡Bien, aquí tiene el dinero! ¿O admite usted billetes de banco? Más
tarde necesitaré la plata.
Pico de Halcón metió la mano en el saco y extrajo una gran cantidad de
billetes de diez táleros, de los cuales dejó uno sobre la mesa y guardó el resto
sobre el bolsillo del pantalón. El comerciante siguió este movimiento con
mirada codiciosa. ¡Qué imprudencia, meterse en ¡el bolsillo tantos billetes de
diez táleros!
—¡Sobran dos táleros!… — dijo Pico de Halcón⁠—. Quédeselos y deme
unos lentes.
—¿Qué clase de lentes desea el señor? ¿Gafas, quevedos o un monóculo?
—Lo que vaya mejor para guardar el incógnito.
—Entonces le daré unos quevedos que usó el maestro Glück, que
compuso mucha música para el teatro. Aquí los tiene. Me cuestan cuatro
táleros, pero se los daré por dos, porque el señor ha comprado un traje
completo.

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—¡Bien! Me lo pondré enseguida. ¿Hay aquí un cuarto donde uno se
pueda cambiar de ropa?
—Sí, claro; hay un cuarto destinado para que los clientes se cambien de
vestidos. El señor puede pasar aquí, y yo le ayudaré si me necesita.
—¿No querría usted comprarme este viejo vestido?
—¡Ay! Apenas puede darse nada por semejantes cosas. Pero yo lo
examinaré y le ofreceré todo lo que pueda.
A pesar de su exclamación de dolor, los ojos del judío habían brillado
alegremente. Hacía rato que no quitaba ojo a Pico de Halcón, el cual empezó
a cambiarse de ropa. El israelita sabía que los billetes de diez táleros estaban
en el bolsillo y quería convencerse de que su cliente no los retiraba de allí.
Cuando Pico de Halcón se hubo puesto el traje recién comprado, le dio un
puntapié al que se había quitado y dijo:
—Bueno, ¿qué me contesta? ¿Lo compra?
El judío sabía que los billetes seguían en el bolsillo y dijo:
—Veré estos objetos detenidamente.
Cogió el pantalón, palpó por fuera el bolsillo, sin que el otro se diera
cuenta, a lo que él creía, y vio que los preciosos papeles crujían entre sus
dedos. Habría más de doscientos táleros en total.
Desde muchos siglos se había desarrollado en su raza el sentido de la
ganancia, a causa de la imposibilidad en que sus correligionarios se habían
hallado de dedicarse a cualquiera de los oficios o profesiones corrientes.
Todas las potencias del alma israelita se habían concentrado en los negocios.
Tras muchas amargas experiencias, la mayoría de los hijos de Israel habían
llegado a estar absorbidos enteramente por el anhelo, casi morboso, de hacer
dinero a toda costa. No es pues de extrañar que el miedo de perder la ganancia
que ya veía tan próxima hiciese temblar las manos del viejo comerciante.
—¿Qué podría yo dar por estos objetos, que nadie comprará?
—⁠preguntó⁠— ¡No valen nada!
—¿Qué ofrece usted?
—Doy un tálero por todo.
—¡De ningún modo! ¡Venga el traje! ¡Lo meteré en el saco!
Al oír aquello, el mercader dijo precipitadamente:
—¡Doy dos táleros!
—¡En absoluto! —dijo Pico de Halcón, disponiéndose a coger el traje y
marcharse.
—¡Tres táleros! —dijo el judío.
—¡Tonterías!

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—¡Cuatro!
—¡No!
—¡Cinco táleros!
El judío temblaba de angustia, como si tuviese liebre.
—No, el traje no lo daré por menos de cuarenta táleros.
—¡Cuarenta! —gritó el comerciante, abriendo inmensamente los ojos y la
boca⁠— ¡Cómo es posible!
—La tela de éste traje está hecha de pelo de «perezoso». A quien lleva un
traje de esta lana, nunca lo ataca la fiebre. Si me dan poco, mandaré
deshilachar estas prendas.
—¿Pelo de perezoso? ¿Cuarenta táleros? ¡Dios de Abraham, de Isaías y
de Jacob, porqué será precisamente el pelo de perezoso! Daré diez táleros,
pero ni un céntimo más.
—¡Cuarenta! Lo digo por última vez. Tengo que coger el tren y no puedo
perder ni un minuto.
—¿Qué debe coger el tren? —⁠pensó el judío. Entonces, aquel hombre se
iría para no volver más.
Aquello hacía aumentar el valor de los billetes.
Pico de Halcón cogió los pantalones y fue a meterlos en el saco. El
comerciante no los acabó de soltar y tiró hacia sí, gritando con la mayor
angustia:
—¡Treinta!
—¡Cuarenta!
—¡Treinta y cinco!
—¡Cuarenta! ¡O deme mi traje de una vez!
—¡Dios de Abraham! El traje no es del señor, sino mío, pues daré los
cuarenta táleros.
—¡Bien! Vengan —dijo Pico de Halcón.
Para mayor seguridad el comerciante volvió a palpar los billetes, luego
envolvió en un lío las diferentes prendas, las puso a un lado y contó el dinero.
Se daba prisa en deshacerse del cliente, no fuera que éste se acordase de
dónde había dejado el dinero.
—Bien, son cuarenta táleros —⁠dijo finalmente⁠— Una fortuna por
semejantes trapos. Hemos terminado. El señor puede marcharse.
Pico de Halcón se rió en la cara del viejo.
—Sí, hemos terminado, puedo irme. Me han parecido sus precios
exorbitantes, pero no he regateado porque un gentleman nunca lo hace. Ahora
estamos los dos en paz. Adiós.

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—Adiós, señor.
A penas había traspuesto el cazador la puerta de la calle, se abrió otra que
comunicaba la tienda con las habitaciones particulares del judío. La mujer de
éste entró por dicha puerta, gritando y levantando las manos al cielo:
—¡Leví! ¿Qué has hecho? ¡Una grandísima, una horrible tontería!
El comerciante cerró rápidamente la puerta de la calle y miró con aire de
superioridad a su arrugada mujer.
—¿Qué dices que he hecho? ¿Una tontería?
—Sí, una horrible estupidez. Has dado cuarenta táleros por estos trapos.
¡Debes haberte vuelto loco!
—No, muy cuerdo y muy listo es lo que he sido. He hecho un negocio
magnífico.
El rostro de la vieja se serenó.
—He oído todo lo que habéis hablado. ¿Quién era ese hombre?
—¡Y yo que sé! ¿Acaso se lo he preguntado? Un imbécil sí sé que era. Me
ha comprado una serie de trastos inútiles por un precio enorme.
—Y tú has comprado estos harapos, que no valen diez céntimos, por un
precio aún más absurdo.
—Mujer, ¿qué sabes tú de eso? Estos harapos valen muchas veces
cuarenta táleros.
—Ya, ¿porque son de pelo de perezoso, no?
—¿Pelo de perezoso? ¡No seas tonta, Sara! ¡No hay tejidos de pelo de
perezoso! Alguien se lo ha hecho creer a ese desgraciado.
—Entonces, ¿es lana corriente? ¡Y tú has dado cuarenta táleros! ¿Quieres
que te encierren en la casa donde veranean los locos?
—Sara, me das lástima. Estos objetos valen cuatrocientos táleros. Te lo
demostraré enseguida. ¡Mete la mano en el bolsillo!
Abrió el bolsillo del pantalón y se lo presentó a su mujer.
—¿Qué hay ahí? —preguntó ella, titubeando.
—¡Mete la mano! ¡Mira, a ver qué encuentras!
Ella metió la mano y contestó:
—¡Papel!
—Sí. Sácalo.
El judío miró con aire de superioridad y sin poder ocultar su emoción.
Sara sacó algunos pedazos de papel.
—¿Qué es eso? —preguntó el viejo.
La mujer examinó los papeles.
—Recortes de periódicos.

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—¡Oh, Manasés y Efraím! ¡Me he equivocado de bolsillo! ¡Mete la mano
en éste! ¡Pronto Sara!
—Nada —dijo su esposa.
El viejo palideció.
—¿Na… da? ¿Has dicho nada? ¿No hay nada dentro, nada?
—Absolutamente nada.
—¿Y en el primer bolsillo?
—Solamente estos pedazos de papel.
Entonces, él mismo registró rápidamente los bolsillos. Estaban vacíos. El
viejo, espantado, dejó caer al suelo los pantalones.
—¡Dios de los justos! —gritó— ¡Me ha engañado, me ha estafado
cuarenta táleros!
Se sintió tan débil, que tuvo que dejarse caer en una silla. Pero la mujer
puso los brazos en jarras.
—¿Qué dices? ¿Qué te ha estafado, que te ha arruinado? No, quien está en
la más espantosa ruina es tu juicio, y tu cerebro es quien te engaña.
—¡Sara! —gimió él— Yo vi cómo ponía más de veinte billetes en el
bolsillo.
—¿Billetes? ¿Qué billetes?
—Billetes de diez táleros.
—¿Lo has visto tú?
—Sí.
—¡Entonces, es que los ha vuelto a sacar!
—¡Yo no lo he visto!
—¿Quién es ese hombre?
—¡Yo qué sé!
—¿A dónde iba?
—Dijo que a la estación.
—¡Pues ve!, ¡salta, corre, date prisa, vuela! ¡Tienes que encontrarlo!
—Pero ¿para qué, Sara, para qué?
—Es preciso que te vuelva a comprar la ropa por cuarenta táleros. Te ha
estafado.
—No, yo soy quien le ha querido estafar a él.
—¡Oh, Leví, qué idiota eres! ¡Cada vez que vea unos pantalones, me
avergonzaré de ti!
—Soy como Job —respondió él— Primero, rico, y ahora, pobre.
—Calla. Job no compraba trajes de pelo de perezoso.

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—Quizás porque entonces no habría perezosos. Sara, estoy deshecho,
estoy enfermo, estoy muerto. Ya nada más que la tumba puede salvarme. ¡Oh,
cuarenta táleros! ¡Oh, pelo de perezoso! ¡Oh, viejos pantalones! ¡Oh, Sara!
Mi testamento está hecho. Está ahí, en la cómoda. Te lo dejo todo a ti, pero
los acreedores no verán ni un céntimo. ¡Buenas noches, mundo ingrato…!
Cuando salió de la tienda, Pico de Halcón echó a andar apresuradamente.
Pero tan pronto como se consideró tras la próxima esquina, rompió a reír a
carcajadas.
—¡Oh, Leví! —se dijo en voz baja⁠— ¡Qué imbécil, qué imbécil! Sólo
puse allí los billetes para reírme de ti. Y cuando te ofrecí los pantalones ya
hacía rato que había retirado el dinero. La verdad es que cinco judíos serían
pocos para jugarle una mala pasada a un yanqui. ¡Cuarenta táleros por esos
trapos! ¡Es monstruoso! ¡Mi nuevo vestido me ha salido gratis y todavía me
ha sobrado dinero!
Con aquel nuevo vestido, su aspecto era, desde luego, algo raro. El
cazador no tenía ahora el aspecto de un hombre decente y serio, sino que más
bien causaba la impresión de ser una máscara, a lo cual contribuía no poco su
nariz, que realmente hacía juego con la ropa.
No pasó mucho tiempo sin que le siguiera una multitud de chiquillos. Su
sombrero, su frac prehistórico, los viejos pantalones de cuero, su nariz y el
trombón, eran lo más apropiado para atraer espectadores. El cazador se dio
cuenta de ello con la mayor satisfacción.
—¡Diablo, debo estar hecho un elegante! —⁠sonrió⁠— ¡No tardará mucho
en correr tras de mí toda la chiquillería del barrio!
Así atravesó varias calles, con el saco y el fusil a la espalda, pero llevando
el viejo trombón amorosamente en brazos. Su séquito fue creciendo y hacía
tal ruido, que a derecha y a izquierda, se iban abriendo las ventanas a su paso.
—¡Oh, George Wàshington! ¡Qué expectación estoy produciendo!
¡Maguncia se acordará durante mucho tiempo de Pico de Halcón!
—⁠murmuró⁠— Es una lástima que no sepan quién soy yo, porque viajo de
incógnito.
Pero su incógnito no debía durar mucho tiempo. Un policía dobló una
esquina, se fijó en aquella extraña aparición y en la gente que la seguía, y
esperó a que la procesión llegara a él.
Entonces se dirigió hacia el americano y le cogió del brazo.
—¡Eh! ¿Quién eres tú?
Pico de Halcón se detuvo y miró de arriba a abajo al que le interpelaba.

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—¡Pchtsichchchchchch! —una masa de saliva y tabaco mascado pasó
rozando la cara del funcionarlo.
—¿Yo? —preguntó luego el cazador⁠— ¿Y quién eres tú…?
—Yo soy un guardia municipal.
—Bien. Entonces somos camaradas. Yo soy guarda forestal.
—¡Tonterías! ¿Sabes que tienes que contestarme a lo que te pregunte?
—¿Acaso no has recibido respuesta a tu pregunta?
—Sí. Pero ¡vaya una respuesta! ¿De dónde eres?
—De allá.
—¿De allá? ¿Qué quieres decir con eso?
—¡Vaya! Que no soy de allí.
—Mira bien lo que dices, si no tendré que detenerte. ¿Cómo te llamas?
—Pico de Halcón.
Al oír aquello, el guardia se encolerizó realmente.
—¿Quieres burlarte de mí? ¿De dónde vienes?
—De allí —dijo el interpelado, señalando hacia atrás.
—¿Y a dónde vas?
—Allá —contestó el trampero, señalando hacia adelante.
—Eso es demasiado. Estás detenido.
—¡Ah, muy bien! ¿Y si me defiendo?
—Entonces se te impondrán tres años de cárcel por resistencia a la
autoridad.
—¡Zounds, eso hace ya trece! Esta mañana ya querían imponerme diez
años.
—¡Ah! ¿Por qué?
—Eso no importa.
—El que se permite una broma de esta naturaleza, o está loco o es un
idiota. Pero esto puede costarte caro.
—Bueno, si uno de nosotros es un idiota y el otro está perturbado, a mí
me corresponde el calificativo de loco.
—¿Va por mí eso?
—No, sino por mí; es decir, por el loco.
—Pero entonces, el idiota soy yo.
—¿De veras eres tú? Por desgracia, no puedo hacer nada para remediarlo.
—Ya veo que es imposible arreglar este asunto en la calle. Sígueme.
¡Vamos!
—¿A dónde?
—Ya lo verás. ¿Qué llevas en el saco?

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—Objetos de viaje.
—¿Y en esta vieja funda?
—Mi fusil de caza.
—¿Tienes licencia para uso de armas?
—Sí, la tengo.
—¿Quién la extendió?
—Yo mismo.
—Bueno, ve haciéndote a la idea de la confiscación de tu fusil y a dos
años de cárcel.
—¡Diablo! ¿Por qué dos años de cárcel?
—Por falsificación de documentos.
—Eso hace ahora quince años. Esto aumenta que es un gusto.
—Sí, si continúas así te vas a divertir.
Mientras hablaban habían andado apresuradamente, seguidos por una
multitud que crecía por momentos. Al fin llegaron a la jefatura de policía.
—Éste es el sitio donde aprenderás qué significa una detención.
—Eso lo sé hace ya mucho tiempo.
—¡Ah! ¿Te han detenido ya a menudo?
—Vuelvo a repetirte que eso no te importa.
—Eres grosero, y habrá que cerrarte la boca. ¡Entra!
Entraron en el patio del edificio, y de allí pasaron a una antesala donde
había algunos guardias que venían a recibir órdenes. En un banco habla varias
personas sentadas, que esperaban la resolución de sus diversos asuntos. El
guardia señaló a aquel banco, y le dijo a Pico de Halcón:
—Siéntate aquí.
El cazador no hizo ningún caso de aquellas palabras. Dejó en el suelo su
saco y su fusil, y se sentó en una silla destinada a los funcionarios.
—¡Alto! No es eso lo que te he dicho —⁠dijo el guardia⁠— Esta, silla no es
para personas de tu categoría.
Pico de Halcón se encogió de hombros.
—¿Qué entiendes por las palabras «gente de categoría»?
—Las que deben sentarse en ese banco.
—Bien, entonces siéntate tú en él. Tú estarás más enterado de qué gentes
son las de «tu categoría» que cuáles son las mías. Yo soy el más indicado para
saber el sitio que me corresponde.
Al oír aquella conversación, los otros guardias miraron asombrados al
detenido, y uno de ellos dijo:
—¡Vaya un sujeto rebelde! ¿Quién es ese individuo?

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—No lo sé ni yo mismo —dijo el acompañante de Pico de Halcón.
—Parece una máscara. ¿Está loco?
—Lo encontré en la calle; iba seguido por una gran multitud. No quiso
decirme quién era; por eso lo he traído.
—Aquí aprenderá a hablar.
—Ya sé hablar, viejo —dijo Pico de Halcón⁠— Sólo que no consideré
oportuno entrar en discusiones en la calle. No tenía tiempo para eso.
—Aquí tendrás tiempo de sobra.
—No mucho. Tengo que seguir mi viaje en el primer tren.
—Eso nos tiene sin cuidado. ¿A dónde te diriges?
—¡Hum! ¿Es que quieres venir conmigo?
—¿Contigo? ¡De ningún modo! —⁠dijo el funcionario riendo.
—Entonces, no te hace ninguna falta saber a dónde voy.
—¡Vaya, vaya! Eres el mayor grosero que he visto en mi vida. Pero ya te
enseñarán aquí urbanidad.
—¡Pchtsichchchchchch! —el salivazo pasó rozando la cara del
funcionario. ¿He de aprender de ti?⁠— preguntó —⁠No pareces persona muy
apropiada para enseñar nada.
—¡Truenos y relámpagos! —rugió el policía⁠— ¿Qué atrevimiento es ése,
escupirme y ofenderme de esta manera? ¡Si te atreves a hacerlo otra vez, te
encierro en el calabozo! ¡Y ahora, deja esa silla inmediatamente y siéntate en
el banco, donde te corresponde!
Pico de Halcón se acomodó mejor en la silla y cruzó las piernas con
satisfacción.
—¡Poco a poco, viejo! Cualquiera que se haya sentado en esta silla, puede
considerarse honrado con que la ocupe yo ahora.
—¿Con que sigues tan rebelde? Yo te destinaré una habitación donde
puedas ponerte todo lo cómodo que quieras sin molestar a otras personas ni
ofender a nadie. ¡Ven conmigo al calabozo!
—¿Al calabozo? Malditas las ganas que tengo de ir allí. Ya lo sabes.
—Nos importa un bledo que tengas ganas de ir o no. ¡Vamos!
El guardia cogió a Pico de Halcón del brazo. Pero el cazador se desasió de
un tirón, se levantó y dijo:
—Escucha bien lo que voy a decirte. No he cometido ningún delito, y
puedo vestirme como mejor me parezca. Si la gente me sigue, eso es una
estupidez. Puedo presentar toda la documentación que se desee, pero sólo lo
haré cuando se me trate como corresponde a un gentleman.

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La actitud y las palabras de Pico de Halcón no dejaron de causar
impresión. El funcionario le miró lleno de asombro.
—¿Gentleman? —preguntó admirado⁠— ¡No pretenderás que eres un
extranjero! ¡No te figures que te lo creeríamos!
—¡Bah! Que lo creas o no, me es indiferente. Pero me parece que no
sabes tratar con gentleman, pues no es corriente llamarlos de «tú».
Aquello volvió a encolerizar al otro.
—¿Qué te propones? —le dijo, gritando, como se solía hablar en aquella
habitación⁠— ¡Quiero que sepas que aquí tenemos los medios de traer a la
razón a los vagabundos rebeldes!
Entonces se abrió la puerta; un señor que llevaba lentes asomó la cabeza
por ella y preguntó agriamente:
—¿Qué ocurre aquí? ¡No quiero que hagáis tanto ruido!
Los policías se cuadraron instantáneamente y saludaron.
—Perdón, señor comisario —dijo uno de ellos en tono de disculpa⁠—
Tenemos aquí a un detenido que es extraordinariamente rebelde.
El comisario miró a Pico de Halcón.
—¡Diablo! ¿Qué individuo es éste?
—No lo sabemos. Se ha negado a contestar a nuestras preguntas.
—¿Habéis visto sus papeles?
—Sería inútil pedírselos. Ya íbamos a rogarle a usted que lo interrogara,
pues no parece respetarnos demasiado.
—¿Por qué lo habéis detenido?
—Su extraño traje había atraído a una gran cantidad de gente, que le
seguía. Por tanto, le pregunté quién era y a dónde iba, pero no obtuve
respuesta satisfactoria. Por eso lo he traído detenido.
—¿Vino sin resistencia?
—Sí. Pero aquí se ha comportado groseramente y se ha atrevido incluso a
lanzar amenazas, porque… ¡ja, ja, ja…!, porque no lo tratábamos como a un
gentleman, como ridículamente pretendía ser.
—Sí, señor, y porque me amenazaron con encerrarme en el calabozo
—⁠añadió Pico de Halcón.
El comisario le echó una mirada amenazadora.
—Espera a hablar cuando te pregunten.
—No puedo esperar hasta que cualquiera se le ocurra preguntarme
—⁠replicó el cazador⁠— Tengo muy poco tiempo; he de salir en el primer tren.
—¿A dónde vas?
—No tengo ninguna razón para decírselo a nadie.

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—¡Ah! ¿Sí? ¡Bueno, bueno! ¿Y tampoco yo puedo saberlo?
—Si tiene usted la autoridad necesaria para ello y me pregunta de manera
cortés, no me negaré a decírselo.
El comisario rió despectivamente.
—Bueno, la autoridad necesaria la tengo y te trataré con tanta cortesía
como me parezca conveniente. ¿Qué llevas en ese saco de cuero?
—Un fusil.
—¿Un fusil? ¡Ah! ¿Tienes la licencia para uso de armas?
—Sí.
—¿Qué llevas en el saco?
—Varias cosas.
—Eso no basta. Di cuáles son esas diferentes cosas.
—Eso no es asunto mío. El que quiera saber qué hay ahí dentro, puede
mirarlo. Por lo demás, me permito preguntar si ésta es la sala adecuada para
que me interrogue usted. Ya he dicho antes que contestaré a lo que se me
pregunte, pero no delante de cualquiera. Así, no es un milagro que le llamen a
uno rebelde.
—Entra, pues.
Diciendo estas palabras, el comisario volvió a entrar en su despacho y al
hacerlo así, le indicó con un gesto el guardia que entrase el saco y el fusil.
Pico de Halcón pasó al despacho del comisario y vio que en la habitación
se encontraba otro señor, tan parecido al primero, que se veía claramente eran
hermanos. Llevaba un bigote muy largo y bien cuidado, y aunque iba vestido
de paisano, se adivinaba en él al militar. Lo que más llamaba la atención de su
persona, era el brazo derecho, pues la mano de dicho brazo, cubierta por un
guante, se veía que no era una mano viva. Se trataba del antiguo teniente de
húsares de la guardia, von Ravenow, que hacía cuatro meses había perdido la
mano, al mismo tiempo que el coronel Winslow, en su doble desafío con el
teniente Kurt Unger.
Este señor contempló al recién llegado con expresión entre divertida y
asombrada.
—¡Mil diablos! ¿Quién es este espantapájaros? —⁠le preguntó al comisario
sonriendo.
—Un enigma viviente, cuya solución encontraremos enseguida
—⁠respondió el interpelado. Y luego se volvió a Pico de Halcón y dijo⁠—
Dime, ante todo, quién eres.
El cazador se encogió de hombros.

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—Antes he de saber si usted es también realmente el hombre a quien
puedo responder.
—¡Mil demonios! ¿No has oído que soy comisario?
—Sí, pero no lo creo.
—¡Estamos buenos! ¿Por qué lo dudas?
—Porque me parece que sólo se puede confiar semejante cargo a un
hombre que sepa tratar cortésmente a las personas.
—¡Vaya! Entonces, ¿yo soy descortés contigo?
—¡Hum! Sólo diré que estoy acostumbrado a tratar a cada hombre como
él me trata a mí. Desde ahora lo trataré a usted del mismo modo que usted a
mí. Así, pues, puede elegir entre «usted» y «tú».
El señor de aspecto militar se acarició el bigote.
—¡Maldito sujeto! —dijo— Lleva un trombón. Seguramente será un
músico callejero.
El comisario respondió sonriendo:
—Es decir, ¿qué es un artista? Bueno, respetaré esa digna profesión y por
el momento me serviré del tratamiento de «usted» —⁠y volviéndose a Pico de
Halcón continuó⁠— Tengo el honor de presentarme a usted como el comisario
de policía von Ravenow.
—Gracias —respondió Pico de Halcón fríamente. Aquellas palabras
habían sido pronunciadas con visible ironía.
—¿Y usted, señor mío? —preguntó el comisario.
—Antes de que responda a esa pregunta, debo saber quién es este otro
señor.
—¡Ah! Es usted endiabladamente curioso. Este señor es mi hermano, el
teniente von Ravenow, retirado.
—¿Tiene algún cargo aquí, en la policía?
—No.
—Entonces, he de rogarle que se retire.
—¡Mil demonios! —gritó entonces el teniente, saltando de la silla⁠— ¡Qué
desvergüenza!
El comisario también frunció el ceño sombríamente, y dijo con severidad:
—¡No vaya usted, tan lejos! Yo soy el único que puede decidir quién debe
quedarse aquí o ha de marcharse.
—Bueno; así, pues, le ruego que me permita marcharme. No permitiré
que se me interrogue en presencia de un extraño, que no tiene aquí ninguna
misión oficial.

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—Bien. Le dejaré marchar, pero no poniéndole en libertad, sino
encerrándolo en el calabozo, donde tendrá usted tiempo de cambiar de actitud.
—En este caso, exijo hablar antes con el jefe de policía. Pero quiero que
me diga usted si es verdad que puede encerrarme solamente por el motivo de
que no permito que se me tome declaración delante de una persona ajena a la
policía.
El teniente tosió ligeramente y gruñó:
—¡Enciérralo y manda que le den una tanda de latigazos!
Al oír aquello, Pico de Halcón se acercó a él y le amenazó, levantando la
mano derecha como si fuera a golpearle:
—¡Si repites esa palabra, bribón, te doy tal puñetazo en la cara, que tu
nariz te parecerá un globo! Si crees que puedes hacer lo que te venga en gana
porque eres oficial y hermano del que tiene que interrogarme, te equivocas de
medio a medio. No soy hombre que se deje intimidar.
El teniente retrocedió rápidamente un paso y miró fijamente a su
hermano.
—¿Qué dices a eso? No creo que semejante desver…
—¡Calla! —le interrumpió el comisario⁠— No digas ni una palabra más
que podría ponerte en peligro de entrar en contacto con el puño: de tal… de
este hombre. Realmente, no sería nada regular efectuar el interrogatorio en
presencia tuya. Te ruego, pues, que te retires por algunos momentos. Acabaré
enseguida.
—¡Ah! ¿Conque me he de someter a lo que dispone este hombre?
—⁠preguntó el teniente, colérico.
Su hermano se encogió de hombros.
—Asuntos oficiales —respondió.
—Bueno, entonces no te extrañará que en lugar de retirarme un momento
me despida definitivamente. Me parece que hemos hablado bastante de
nuestros asuntos.
—Yo no tengo nada que añadir.
—Entonces, permite que me retire.
Y sin esperar a que su hermano le contestase, el teniente se marchó
orgullosamente, con la cabeza bien levantada. Aquel tieso aristócrata no podía
comprender que hubiera tenido que ceder ante un vagabundo, y dado su
altanero carácter, quiso hacerle ver a su hermano que se marchaba
inmediatamente de la casa.
Por la expresión que adoptó el rostro del comisario, se veía evidentemente
que aquello lo había encolerizado; pero, sin embargo, se esforzó por

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disimularlo todo lo posible, y volviéndose a Pico de Halcón dijo:
—¡Su fusil!
El interpelado sacó el fusil de la funda y se lo entregó.
—Aquí lo tiene.
—La licencia para uso de armas.
—Aquí está.
Pico de Halcón se metió la mano en el bolsillo y sacó un papel que
entregó al funcionario. El documento estaba en regla. Desde luego, en él no
aparecía el nombre, o más bien apodo, de Pico de Halcón.
—Abra el saco —ordenó el comisario al guardia, al tiempo que le
devolvía al cazador el documento.
El guardia cumplió la orden y sacó, primero, una bolsa, que parecía muy
pesada. Al abrirla, se vio su contenido que consistía en monedas de oro.
—¿De dónde ha sacado usted ese oro? —⁠preguntó el funcionario
severamente.
—Lo he ganado —contestó el cazador lacónicamente.
—¿Cómo? Es necesario que me lo diga, pues este oro concuerda
difícilmente con su persona.
—¿Acaso quería usted que, para concordar con el oro, mi persona fuera
también dorada?
—¡No bromee, podría costarle caro! ¿Qué más hay en el saco?
—¡Dos revólveres! —respondió el guardia.
—¡Ah! ¿Más armas?
—Sí. Y aquí hay un enorme cuchillo.
—¡A verlo!
El comisario examinó el cuchillo. Luego le preguntó a Pico de Halcón:
—¿Qué son estas manchas en la hoja? ¿Quizás de sangre?
—Sangre humana.
—¡Demonio! ¿Ha matado usted a algún hombre con este cuchillo?
—Sí. A varios.
—¿Dónde?
—En varios sitios.
—¿Quiénes o qué eran?
—No me he fijado en cada caso especialmente. El último era oficial.
Ravenow se quedó mirando al cazador fijamente.
—¡Hombre! —gritó— ¿Se atreve usted a confesarme eso tan tranquilo?
¡Guardia, siga buscando rápidamente!

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El subordinado volvió a meter la mano en el saco y sacó toda clase de
prendas de vestir, hechas de los mejores materiales y adornadas con varias
clases de hilos y cintas.
—¿Qué es esto? —preguntó el comisario.
—Un traje —replicó Pico de Halcón.
—¿De dónde lo ha sacado usted?
—Lo he comprado.
—Estos hilos y cintas son legítimos; cuestan mucho dinero. Un músico no
tiene los medios para comprar semejante disfraz.
—¿Quién dice que se trate de un disfraz?
—Eso lo ve cualquiera.
—¡Bah! Ése «cualquiera» habría de ser muy tonto. ¿Y quién le ha dicho a
usted que soy músico?
—Este trombón suyo.
—¡Oh, ese trombón no ha dicho nada, no ha dado aún ni una nota! Lo he
comprado aquí, en Maguncia, hace menos de media hora, en casa de Leví
Hirsch. Y también he comprado en su casa el traje que llevo.
—Pero, hombre, ¿cómo se le ocurre a usted ponerse un traje tan extraño?
—Me ha parecido bien así, y eso basta.
—¿Cómo se llama usted?
—William Saunders.
—¿De dónde es?
—De San Luis, en los Estados Unidos.
—¿Qué es usted?
—Ordinariamente, trampero. Pero en tiempo de guerra soy capitán de
caballería del ejército americano.
—¡Cualquiera lo cree! ¿Puede demostrar lo que ha dicho? ¿Tiene un
pasaporte?
—Aquí está.
Pico de Halcón sacó del saco una vieja bolsa de cuero, y de ella uno de los
papeles que allí guardaba, que entregó al funcionario. Éste lo miró y lo
examinó atentamente y luego dijo, asombrado:
—Realmente, es un pasaporte legal, a nombre del capitán William
Saunders, que quiere dirigirse de Nueva Orleáns a Ciudad de México.
—Espero que también coincidan las señas personales.
—Sí, señor; con esa nariz no puede equivocarse nadie. Pero ¿cómo viene
usted a Alemania en lugar de ir a Ciudad de México?
—Ya he estado en Ciudad de México, después de salir de Nueva Orleáns.

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—¿Puede demostrarlo?
—Me parece que sí. ¿Ha oído usted hablar alguna vez de un tal sir Henry
Dryden, conde de Nothingwell?
—Creo que sí. ¿No era aquel delegado inglés que tenía la misión de
traerle armas a Juárez?
—Sí. Aquí tiene un certificado extendido por él.
Pico de Halcón entregó el segundo papel. El funcionario lo leyó y luego
dijo, con más desencanto que asombro:
—¿Ha sido usted guía y acompañante de ese Juárez?
—Sí, señor; el scout del Presidente de México, Juárez.
—Naturalmente, como sé eso.
—Bueno, aquí tiene otro papel.
Pico de Halcón entregó otro documento. Al leerlo, el comisario quedó
perplejo y exclamó:
—¡Hombre, esto es una recomendación muy calurosa del Presidente,
escrita en inglés y en francés!
—Exacto. Pero ¿conoce usted también a un tal señor, o mejor dicho, Herr
von Magnus?
—¿Se refiere al embajador prusiano en México? ¿Qué ocurre con él?
—Aquí tiene.
Pico de Halcón entregó el cuarto escrito. Cuando el funcionario lo hubo
leído, miró de nuevo al cazador y dijo asombrado:
—Esto es un pasaporte extendido por ese funcionario real. ¿Cómo
conoció usted al señor von Magnus?
—He comido en su casa.
—¿Como invitado? Pero, señor capitán, debo confesar que se ha estado
usted riendo de mí, que ha jugado conmigo. Naturalmente, ese traje será el
típico mejicano, que usted habrá llevado en aquel país.
—Sí, ordinariamente visto con sencillez; pero cuando se trata de
presentarse en casa del embajador prusiano, hay que ponerse algo mejor, ya lo
comprenderá usted.
—¿Me permite que le pregunte qué le ha hecho venir a Alemania?
—Asuntos familiares y políticos.
—¿Asuntos familiares? ¿Tiene usted parientes aquí?
—Parientes, no; pero sí conocidos.
—¿Dónde?
—En Rheinswalden.

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—¡Ah! Yo conozco a los habitantes de Rheinswalden. ¿A quién se refiere
usted?
—Al conde de Rodriganda y todos sus familiares.
—¡Diablo! ¿Cómo trabó usted conocimiento con esos señores?
—¿Yo? Exactamente como usted.
—¡Ah, perdón! Quizás no tengo derecho a preguntar sobre estos asuntos
privados. Pero usted ha hablado también de asuntos políticos. ¿Qué debo
entender por estas palabras?
—Ocupaciones de las cuales prefiero no hablar aquí.
—Bueno, ¿pero puedo saber a dónde va usted desde aquí?
—A Berlín.
—¡Ah! ¿Con alguna misión secreta?
—Posiblemente. Ya ve usted que no podía permitir que me interrogara en
presencia de su hermano.
—Ciertamente. Le ruego que me disculpe.
El funcionario había acabado por convencerse de que Pico de Halcón no
mentía. No había duda de que los documentos eran auténticos y se dijo que
una queja de aquel personaje tan raro podría producirles molestias a él y a sus
subordinados; por eso se decidió a pedirle perdón. Pero había muchas cosas
en el extranjero que le resultaban incomprensibles, por lo cual preguntó:
—¿Ha estado usted en Rheinswalden y ha hablado con los señores?
—Sí. Con todos.
—¡Dios mío! ¿Con este mismo vestido?
—De ningún modo. Este traje lo acabo de comprar aquí, en Maguncia.
—¡Ah! ¿Se presentó usted llevando el traje nacional mejicano?
—¡Dios me libre! No he querido dar semejante espectáculo.
—Pues, ¿qué ropas llevaba usted?
—Este traje o, mejor dicho, uno parecido.
Diciendo aquello, Pico de Halcón metió la mano en el saco de lino y sacó
varias prendas muy semejantes a las que había vestido en Rheinswalden: una
vieja chaqueta de algodón y unos pantalones que no habían estado en manos
de la lavandera desde varios años atrás.
El funcionario, estupefacto, retrocedió varios pasos.
—¿Con estos harapos? ¿Está usted en sus cabales?
—¡Hum! Así, así.
—Pero ¡usted tiene bastante dinero para comprar otro traje!
—Y es lo que he hecho.

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—¿El que lleva puesto? Ése es mucho más ridículo. Yo no me atrevería a
garantizarle que no lo prendan otra vez, y le aconsejo que cambie de traje.
—Conservaré éste. No hago nada malo. ¿No tienen los alemanes la
libertad de vestirse como les parezca, señor comisario?
—Sí, siempre que no atenten a la moral.
—Pues yo haré uso de esa libertad. Qué dice, ¿insiste en meterme en el
calabozo?
—De ningún modo, puesto que va usted debidamente documentado. Está
usted libre.
—Muy bien. Entonces, sólo me resta darle las gracias por la agradable
conversación que hemos tenido. ¿Sabe usted por qué me he vestido de esta
manera? Pues solamente por tener estos ratos de charla. Me gusta mucho la
broma, y no hay nada que me divierta más que discutir con la gente y ser el
último que se ría. ¡Adiós, señor comisario!
Mientras pronunciaba las últimas palabras, Pico de Halcón había metido
todos sus objetos en el saco y se había echado el fusil al hombro. Luego se
dirigió a la puerta y salió.
—¡Qué hombre más extraño! —⁠le dijo el comisario al asombrado
guardia⁠— ¡En mi vida he visto nada más raro!
—La gente volverá a correr tras él.
—Sí, por desgracia. Pero eso le divierte.
—¿No sería mejor enviar a un colega de paisano para que al menos
impidiera un tumulto demasiado grande?
—Podemos hacerlo; que le siga un hombre hasta la estación.

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Capítulo 16.- Pico de Halcón se divierte en el tren

P ico de Halcón, seguido de las asombradas miradas de todo el que le veía


y llevando un considerable séquito de chiquillos, se dirigió a la estación.
Llegado allí leyó los rótulos que había sobre las puertas y compró un billete
de primera clase, pero esperó en la sala de tercera a que fuera hora de salida
del tren. Cuando éste se formó, un empleado le advirtió al cazador que se
apresurase a subir si no quería quedarse en tierra. Pico de Halcón salió al
andén y se dio cuenta con una rápida mirada de que sólo había un coche de
primera clase. El empleado a quien se dirigió lo miró estupefacto.
—¿Quiere usted viajar en primera? —⁠preguntó el ferroviario, que no
podía comprender que un hombre vestido de aquel modo pretendiera servirse
de la primera clase⁠— Enséñeme su billete.
Pico de Halcón lo hizo así. El ferroviario se convenció, movió la cabeza y
dijo:
—Bien, suba aquí, rápidamente; vamos a salir enseguida.
En el mismo momento en que el cazador entraba en el vagón con todos
sus bártulos, silbó la máquina y el tren se puso en movimiento.
—¡Diablo! —dijo alguien, dirigiéndose al trampero⁠— ¿Qué te propones?
El que había pronunciado estas palabras era el único viajero que se
encontraba en el coche. Era el teniente von Ravenow.
—¿A ti que te importa? —gruñó Pico de Halcón, descargándose de su
equipaje y sentándose cómodamente. Pero con aquella respuesta no quedó
satisfecho el oficial.
—¿Tienes billete de primera clase? —⁠preguntó.
—Te vuelvo a decir que no te importa —⁠respondió el interpelado.
—Me importa más de lo que te figuras. He de ver si tienes derecho a estar
aquí.
—¿Acaso te pregunto yo si tú lo tienes? Realmente, es un honor para ti
que yo condescienda viajar contigo.
—Te prohíbo que me llames de tú. Si quieres viajar en primera clase,
debes atenerte a las buenas maneras que en ella hay que observar, si no
mandaré que te echen de aquí.

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—¡Ah! Ya veo que tú has sacado billete de cuarta, puesto que no tienes
más educación que la habitual en las-personas que viajan en esa clase. ¿Quién
ha empezado con el «tú», tú o yo? Si quieres provocarme, no seré yo quien
salga, sino tú, y no por la puerta, por la ventanilla.
—¡Mil demonios! Te voy a dar un bofetón, vagabundo.
—¡Ah! Te advierto que puedo pagar con la misma moneda. Aquí tienes la
prueba. ¡Espero que te convencerá!
Diciendo esto, Pico de Halcón levantó el brazo con la rapidez del
relámpago y le dio tal tremenda bofetada al teniente, que el oficial fue a dar
contra la pared.
—Esto —dijo el trampero riendo— es por lo de vagabundo. Si dispones
de más palabras semejantes, estoy dispuesto a contestarte de la misma
manera.
Ravenow se enderezó penosamente. La mejilla le ardía y sus ojos echaban
chispas. Sin pensar que sólo tenía una mano, se arrojó sobre Pico de Halcón.
Éste, que hasta aquel momento había permanecido sentado, se levantó
también, cogió a su adversario del pecho con la mano izquierda, lo empujó a
un rincón, lo sujetó allí, y después de darle una serie de bofetones con la
mano derecha, lo dejó caer al suelo.
—Bueno —dijo el trampero— Parece que se tienen conversaciones muy
interesantes en los vagones alemanes de primera clase. Estoy dispuesto a
continuar a charla.
Dichas estas palabras, se volvió a sentar con la mayor tranquilidad.
Pero el teniente se moría de rabia. Respiraba anhelosamente, había
cerrado el puño con fuerza y de su nariz salía sangre. La excitación no le
dejaba hablar y no lograba más que balbucir sonidos inarticulados. Le era
imposible moverse. Al cabo de un rato, casi en el momento en que el teniente
recuperó el habla y la facultad de moverse, dio la locomotora la señal de que
el tren se acercaba a una estación.
Ravenow se precipitó a la ventanilla y la abrió rápidamente.
—¡Revisor! ¡Aquí, aquí! —gritó, aunque el tren aún no se había detenido.
Crujieron los frenos y el tren se detuvo.
Por el tono de la voz, el ferroviario se dio cuenta de que la cosa era
urgente. Llegó, pues, corriendo y preguntó:
—¿Qué desea, señor?
—Abra la portezuela y haga venir al jefe del tren y al de la estación.
El empleado abrió y Ravenow saltó al andén. Los dos jefes llegaron
rápidamente.

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—Señores, he de reclamar su ayuda —⁠dijo Ravenow⁠— Aquí tienen mi
tarjeta. Soy el conde Ravenow, teniente del ejército. Se me ha atacado en este
departamento.
—¡Ah! ¿Quién le ha atacado? —⁠preguntó el jefe de la estación.
—Este individuo.
Diciendo estas palabras, el teniente señaló a Pico de Halcón, que seguía
cómodamente sentado y contemplaba la escena con la mayor tranquilidad.
—¿Ese hombre? ¿Cómo es que viaja en un departamento de primera
clase?
Los dos empleados se acercaron al trampero para examinarlo mejor.
—¿Cómo se explica que viaje usted en primera? —⁠preguntó severamente
el jefe de la estación.
—¡Hum! Porque he subido aquí.
—¿Tiene billete de primera clase?
—Lo tiene —afirmó el revisor de aquel vagón.
—¡No está mal! —dijo el jefe de la estación⁠— ¡Estos individuos, viajando
en primera! Señor conde de Ravenow, ¿puedo preguntarle qué hemos de
entender por la palabra «asaltado»?
—Me ha atacado y golpeado.
—¿Es verdad eso? —preguntó el jefe al americano.
—Sí —afirmó éste amablemente— Me llamó vagabundo. En respuesta a
esta palabra, le he dado un bofetón. ¿Tiene usted algo que decir a esto?
El jefe no prestó atención a estas palabras, sino que dijo, dirigiéndose al
exteniente:
—¿Es verdad que empleó usted esa expresión?
—No tengo por qué negarlo. Fíjese en el aspecto de este hombre. ¿Voy a
permitir que viaje en el mismo coche que yo semejante tipo, cuando he
comprado billete de primera?
—¡Hum! No puedo contradecirle, pues…
—¡Eh! —le interrumpió Pico de Halcón⁠— ¿Acaso no he pagado también
mi billete de primera?
—Es posible —dijo el jefe de la estación, encogiéndose de hombros.
—¿Voy roto o harapiento?
—Eso precisamente, no; pero yo creo que…
En aquel momento, el maquinista dio la señal de que el tiempo de la
parada había pasado.
—Señores —dijo Ravenow— Yo veo que el tren va a partir. Exijo el
castigo de este sinvergüenza.

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—¿Sinvergüenza? —gritó Pico de Halcón⁠— ¿Quieres que te dé otra
bofetada?
—¡Cállese! —le ordenó el jefe de la estación⁠— Si exige usted su castigo,
he de rogarle que interrumpa su viaje para declarar sobre este asunto.
—No tengo tiempo. Me esperan en Berlín.
—Lo siento. Su presencia es indispensable.
—¿Quiere usted que por causa de un cualquiera llegue tarde a la reunión
que he de celebrar? Por lo demás, no creo que sea necesario levantar ahora el
acta. Encierre a este sujeto sencillamente, y luego pueden enviar el acta a
Berlín para que se escriba en ella mi declaración. Ya tiene mi dirección en la
tarjeta.
—A sus órdenes, señor.
Dichas estas palabras, el empleado se asomó a la puerta del coche.
—Baje —le ordenó a Pico de Halcón⁠— Queda usted detenido.
—¡Mil demonios! Yo tengo que ir a Berlín, lo mismo que este conde.
—Me tiene sin cuidado.
—Él tiene la culpa de todo lo ocurrido.
—¡Eso ya se verá! ¡Baje!
—¡De ningún modo!
—Entonces, tendrá que bajar a la fuerza.
—No lo trate con consideraciones —⁠dijo Ravenow⁠— Delante de mí lo
han detenido en Maguncia. Es un vagabundo que viaja en primera por un
exceso de desvergüenza.
—¡Vaya, vaya! Bueno, ¿conque ya lo habían detenido? ¡Baje!
—Si me obligan a bajar, exijo el mismo trato para el conde —⁠declaró Pico
de Halcón.
—¡Cállese! Usted lo ha atacado.
—Pero él ha confesado que antes me había ofendido.
—Su sitio no es un coche de primera clase.
—Le resultaría a usted difícil probar eso. Insisto en que tengo el mismo
derecho que él, puesto que he pagado el mismo precio.
—Ya se hará justicia. ¡Baje!
—Estoy dispuesto a presentar mi documentación.
—Ya tendremos tiempo para eso.
—¡Mil demonios! ¡Quiero que la vean ahora!
—¡Cállese! ¿Quiere bajar de una vez, o habré de llamar a mis ayudantes?
—Bien. Si no me permite continuar mi viaje, lo hago responsable de los
daños y perjuicios que se me puedan originar.

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—¿Aún quiere amenazarme?
—Ya voy, querido amigo.
Diciendo estas palabras, Pico de Halcón se apeó, se echó el saco y el fusil
al hombro, cogió su trombón y esperó a ver qué le sucedía.
Todos los circunstantes lo miraban con curiosidad. En cuanto al conde,
volvió a subir al coche triunfalmente y se despidió de los empleados con una
amable inclinación de cabeza. El jefe de la estación dio la salida y el tren se
puso en movimiento.
—Venga —le ordenó el empleado a su prisionero.
Se dirigieron al despacho del jefe, que mandó a llamar a la policía.
Aquella estación correspondía a un pueblo pequeño, en el cual sólo había
un gendarme, y pasó algún tiempo hasta que pudieron encontrarlo. Pico de
Halcón había adoptado hasta aquel momento una actitud tranquila,
especialmente debido a que el jefe de la estación no se había preocupado de
trabar conversación con él. Pero ahora le contó al gendarme lo que había
ocurrido.
Éste miró al detenido despectivamente.
—¿Ha dado usted un bofetón al conde von Ravenow?
—Sí —afirmó el trampero— Porque me había ofendido.
—Lo único que el conde ha hecho es decirle que su sitio no era un
departamento de primera clase.
—¡Diablo! Con el mismo derecho podía yo decir que el sitio adecuado
para el conde no era un vagón de primera clase. Me ha llamado vagabundo,
aunque yo no lo había ofendido en lo más mínimo. ¿Quién es el culpable?
—Usted no debiera haberle golpeado, y en todo caso lo podía denunciar.
—No tengo tiempo para eso. Lo mismo podía él haberme denunciado en
lugar de insultarme, si realmente creía que yo no tenía derecho a viajar en el
mismo coche que él.
—El aspecto de usted es más propio para viajar en cuarta clase.
—¡Con cien mil de a caballo! ¿Sabe usted quién soy yo?
—No tardaré en saberlo —dijo el gendarme⁠— ¿Tiene usted algún
documento?
—Naturalmente. Ya le he dicho al jefe de la estación que estaba dispuesto
a enseñarle mi documentación; pero él no me lo ha permitido. Ahora tendrá
que pagar las consecuencias de su negativa.
—A ver esa documentación.
Pico de Halcón sacó todos los documentos que ya había enseñado al
comisario de policía en Maguncia. El gendarme los leyó y según avanzaba en

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la lectura ponía una cara cada Vez más larga. Al terminar, dijo:
—¡Mal asunto es éste! Este frac puede confundir a cualquiera. ¿Sabe
usted, señor jefe, quién es este señor? Primeramente, cazador de la pradera, y
en segundo lugar, oficial americano, o con más precisión, capitán.
—¡Imposible!
—¿Usted cree? El poco francés que aprendí en la escuela es suficiente
para descifrar estos otros documentos. El señor capitán es delegado del
Presidente Juárez, de México.
El jefe palideció.
—Y aquí hay también una recomendación del señor von Magnus,
embajador de Prusia en México.
—¡Quién lo hubiera supuesto!
Los dos hombres se miraron sin saber qué hacer.
—Bueno, ¿qué dicen ustedes? —⁠preguntó Pico de Halcón cortésmente.
—Pero, señor, ¿por qué se viste usted de esa manera? —⁠exclamó el jefe⁠—
Su traje tiene la culpa de que no lo hayamos tratado a usted con las
consideraciones que merece.
—¿Mi traje? ¡Bah! No busque excusas. Ya le ofrecí enseñarle mi
documentación. Usted no me lo permitió; ésa ha sido la causa de lo ocurrido.
¿Qué ocurrirá ahora?
—Naturalmente, está usted libre —⁠dijo el gendarme.
—¿A pesar de haber abofeteado al teniente?
—Sí. Se trata de una ofensa mutua, que sólo puede castigarse tras una
denuncia en regla. El conde puede presentar la denuncia; yo no tengo nada
que ver con eso.
—¡Hum! ¡Es raro! Por el hecho de que soy oficial, me dejan en libertad.
Si no lo fuese, me hubiesen encerrado, porque el señor conde lo deseaba así.
¡Que el diablo lleve a esta manera de hacer justicia!
—Disculpe, señor capitán —dijo el empleado⁠— El conde dijo que usted
lo había atacado.
—Tonterías. Él mismo ha confesado que mis bofetones sólo han sido la
respuesta de sus insultos. ¿Y está usted cierto de que el hombre a quien he
abofeteado es el conde de Ravenow, por quien se hizo pasar?
—Naturalmente. Me dio su tarjeta.
—¡Demonio! Usted no quiso prestar atención a mis documentos, pero la
tarjeta de visita de ese hombre era un argumento decisivo. Cualquier estafador
puede mandarse hacer una tarjeta al nombre que desee. Su imprudencia le
costará a usted cara.

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El empleado se asustó.
—¿El señor capitán no quiere darse por satisfecho con mi ruego de que
me disculpe?
—¿Satisfecho yo? ¡Ya lo creo! Yo soy una buena persona. Pero lo que no
sé es cómo tomarán el asunto otras personas.
—¿Otras personas? ¿Puede saberse a quién se refiere?
—¡Hum! Realmente, no. Pero en confianza, y esperando que no lo repita,
se lo diré. Voy a ver al señor de Bismarck.
El jefe de la estación retrocedió un paso.
—¿A ver a Bismarck? Espero que no mencionará usted este desagradable
incidente.
—¿No? ¡Al contrario! Lo he de relatar con todo detalle. Tengo que
explicar el motivo que me impidió acudir a la conferencia concertada.
El empleado sintió algo así como si ahora fuera él quien recibiese el
bofetón. Sin decir palabra, quedó mirando fijamente al americano.
—Sí, una importantísima conferencia diplomática, a la que ahora no
llegaré a tiempo. Si usted hubiese leído mis papeles, como le dije…
—¡Dios mío, estoy perdido! ¿No llegará el señor capitán a tiempo
tomando el próximo tren?
—No. Al tomar éste, había calculado el tiempo hasta el minuto.
—¡Qué desgracia! ¿Qué podemos hacer?
—Nada. ¿O cree usted que voy a tomar un tren especial para reparar su
torpeza?
Al oír aquellas palabras, el asustado ferroviario respiró más libremente.
—¿Un tren especial? ¡Ah, eso podría hacerse! Sería el único medio de
recuperar el tiempo perdido.
—Puede que sea verdad; pero no recurriré a ese medio. Su conducta ha
sido para mí una gran ofensa. ¿Quiere usted que recompense todavía esa
ofensa? ¿Voy aún a pagarle un tren especial?
—Señor capitán, yo no le pido que pague el tren. Pongo a su disposición
una máquina con un coche, libre de gastos. Si no alcanza usted al tren antes,
la máquina lo llevará a Magdeburgo, donde es seguro que lo alcanzará.
—¡Hum! ¿Cuándo podríamos salir de aquí?
—De momento, aún no. He de telegrafiar a Maguncia para que me
manden la máquina y el coche. Le ruega que acepte mi proposición. Lamento
haber cometido una falta, pero no me negará usted la oportunidad de
repararla.

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Pico de Halcón miró al jefe reflexivamente. En su rostro se reflejó una
expresión extraña. Se frotó la nariz, puso una cara extraordinariamente
divertida y preguntó:
—¿No dijo ese conde que iba a Berlín?
—Sí.
—¿Pasará por Magdeburgo?
—Por Bebren y Magdeburgo. Allí hay una parada muy larga.
—¿Y puedo alcanzar el tren antes de Magdeburgo?
—Se podría arreglar.
—¿Y podría llegar yo a Magdeburgo antes que el conde? Bien. Consiento
en su proposición.
—Entonces, ¿me permite que telegrafíe? —⁠preguntó el hombre,
satisfecho⁠— ¿Y tendrá la bondad de no mencionar mi falta?
—¡Vaya! El asunto ha sido desagradable, pero lo olvidaré. Pero, dígame,
¿tiene usted ingresos muy elevados?
—No.
—¿Y es caro el tren especial?
—Tendré que sufrir durante mucho tiempo las con secuencias de este
desembolso.
—¡Hum! Realmente, lo tiene merecido, pero me da usted lástima. ¿Qué le
parece si lo pagásemos entre los dos?
El jefe no pudo ocultar su alegría.
—Señor, ¿es verdad eso? —preguntó.
—Sí; no quiero hacerlo a usted desgraciado.
—Gracias. Con esto demuestra usted que es realmente un americano, un
gentleman.
El trampero se sintió halagado. Volvió a mirar al jefe con expresión de
picardía y dijo:
—Y sería aún mejor que yo corriese con todos los gastos, ¿no?
—Eso colmaría mi felicidad, señor capitán.
—Bueno, pues así lo haré. Lo pagaré yo todo. Pero pongo la condición de
que he de llegar a Magdeburgo antes que el conde. Además, me dará usted
unas líneas certificando que ha visto mi documentación y que a con secuencia
de las manifestaciones del conde se ha visto usted en una situación
desagradable.
—¿Puedo preguntarle qué uso quiere hacer de ese escrito?
—El conde me verá en Magdeburgo y buscará pendencia de nuevo. Su
escrito me servirá para justificar que no me he escapado.

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—Lo escribiré enseguida, en cuanto haya enviado el telegrama a
Maguncia.
—Hágalo. Ahora usted, señor gendarme. ¿Así, que quedo en libertad?
—Enteramente, señor capitán.
—Entonces, se ha molestado usted inútilmente. Aquí tiene.
Pico de Halcón se metió la mano en el bolsillo, sacó dos táleros y se los
dio al guardia. Éste dio las gracias cortésmente y, junto con el jefe, que iba a
mandar el telegrama, salió del despacho.
Media hora más tarde vino la máquina pedida. Pico de Halcón entró en el
coche, y el corto tren se puso en movimiento.
Ya hacía rato que había anochecido cuando el tren en que viajaba
Ravenow llegó a Börssum. Allí hubo una parada de algunos minutos.
Ravenow se había acomodado a su gusto e incluso había encendido un
puro. De pronto oyó un grito:
—¡Magdeburgo, primera clase!
—¡Mala suerte! —gruñó— ¡Ya no puedo fumar!
Ya iba a arrojar el puro por la ventanilla, cuando se abrió la puerta del
departamento; Ravenow vio al nuevo compañero de viaje y siguió con el
cigarro en la mano.
—Buenas tardes —saludó el recién llegado.
—¡Diablo! Buenas tardes, señor coronel —⁠contestó Ravenow.
El nuevo viajero miró al otro con más atención.
—¿Me conoce usted, señor? ¿Con quién tengo el honor de hablar?
Ravenow no sabía qué pensar.
—¿Cómo, no me conoce usted? Y, sin embargo, sólo hace cuatro meses
que estuvimos juntos la última vez. ¿De veras hace falta que le recuerde mi
nombre?
—Le suplico que tenga esa atención.
El tren ya se había puesto en movimiento.
—¿Tanto habré cambiado? —preguntó Ravenow.
—Es posible. Bueno, ¿cuál es su nombre, por favor?
—¡Bah! No hace falta que se lo diga. Aquí tiene el signo que le hará
reconocerme.
Diciendo aquello, Ravenow levantó el brazo derecho, de manera que se
pudiera ver claramente la mano artificial. El coronel se hizo atrás.
—¡Cómo! —exclamó— ¿Es usted el teniente Ravenow? Pero, hombre,
¿cómo tiene usted ese aspecto?
El teniente, asombrado, miró al coronel.

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—Ahí está el espejo —continuó éste⁠— ¿No se ha mirado aún a él?
Hasta entonces, Ravenow había estado tan absorbido por su rabia, que no
había echado ni una mirada al espejo, cosa rara en él. Ahora se levantó y se
acercó al espejo, pero retrocedió asustado.
—¡Truenos y relámpagos! —gritó— ¿Conque así me ha puesto? ¡Espera,
bribón, ya te arreglaré yo…! ¡Realmente, no estoy presentable!
—Así lo creo yo también. ¿Qué le ha ocurrido? Parece como si hubiera
sostenido una lucha a brazo partido…
—Se lo contaré, señor coronel. Pero antes, permítame una pregunta. ¿De
dónde viene usted?
—De Wolfenbüttel. ¿Y usted?
—De Maguncia. Voy a Berlín.
—Lo mismo que yo. Se trata de un asunto del que quisiera hablar con
usted.
—Lo mismo tengo yo que decirle. El teniente von Golzen me telegrafió
ayer.
—¿De veras? —pregunto el coronel von Winslow, sorprendido.
—A mí también. Sospecho ahora que el contenido de los dos telegramas
será el mismo. ¿Se refiere usted a este…, a ese bribón?
—¿A ese Unger? Sí.
—Golzen me telegrafió que ese granuja se hallaba otra vez en Berlín. Lo
vio anteayer. Naturalmente, me he puesto en camino sin perder momento.
—¿Para hacer honor a su juramento de entonces?
—Sí. ¡Venganza por esto! —el coronel levantó a su vez el brazo derecho.
Él también llevaba una mano artificial, que cubría un guante.
Ravenow dio una patada en el suelo.
—Cuando pienso en aquel tiempo, casi me vuelvo loco —⁠rugió⁠— Joven,
rico y con un gran porvenir ante mí. De pronto vino ese maldito sujeto y…
¡Ay!
—¿Acaso no me ha ocurrido a mí lo mismo? —⁠preguntó el coronel
sombríamente⁠— Yo estaba a punto de ascender a general. ¡Demonio,
comparado conmigo, es usted de envidiar! Usted no tiene mujer.
—Sí. Ya comprendo —dijo Ravenow con una carcajada.
—¡Esos eternos reproches! ¡Sin pensión! ¡Con una fortuna insuficiente!
Desde luego, tiempo sí que tengo de sobra.
—Yo también. Y lo he aprovechado bien.
—Lo mismo que yo. Me he estado ejercitando varias horas al día en el tiro
con la mano izquierda, y ahora tiro mejor con ella que antes con la derecha.

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—Y yo manejo la espada con la mano izquierda magníficamente. Voy a
Berlín a desafiar a Unger —⁠dijo Ravenow, rabiosamente.
—Y yo voy allí a matarlo.
—¿Ha pensado usted en algunos amigos que pudieran actuar como sus
segundos? Me parece que en este asunto tropezaremos con dificultades.
—Sí —el coronel quedó perplejo— Todo el mundo mirará este desafío
con prevención; adivinarán enseguida que se trata de un duelo a muerte.
—¡Bah! —rió Ravenow— Puede hablar con claridad, yo no me molestaré
por eso. Lo que quiere usted decir es que nuestro honor no es tan brillante
como era.
—Sí, por desgracia —dijo el coronel suspirando⁠— Lo que ocurrió
aquellos días nos ha perjudicado mucho en este aspecto.
—No doy un céntimo por todo el honor del mundo. ¿Qué es el honor?
¿Cómo se explica que un oficial pierda el honor tan pronto como entre en
contacto con un bastón o reciba una bofetada? No es más que un prejuicio
heredado de los antiguos.
A pesar de sus palabras, los ojos de Ravenow echaban chispas de rabia y
despecho. Los golpes del americano habían sido muy fuertes.
Todo el rostro del teniente estaba hinchado; la nariz y los labios aparecían
amoratados. Realmente no era de extrañar que el coronel von Winslow no lo
hubiese reconocido.
—¡Hum! —dijo éste— Desde cualquier punto de vista que se mire, un
bofetón es siempre deshonroso.
—Pero ni el hombre más honorable está libre de esa ofensa.
—Eso parece sugerir que el aspecto de su cara se debe a una serie de
bofetones.
—Bien, ¿y si fuera así en realidad?
—¿Se ha atrevido alguien a darle a usted un bofetón?
—¿Un bofetón? Una lluvia de bofetones —⁠dijo el teniente, riendo. Pero
su risa denotaba rabia y cólera.
—¿Quién ha sido? ¿Espero que sería algún hombre cuyo contacto no
destroce por completo y para siempre lo que usted llama el honor?
—Todo lo contrario. Era un vagabundo ordinario, un músico callejero.
Escúcheme.
Entonces, Ravenow, contó lo ocurrido.
—Me asombra usted. Yo lo hubiera asesinado. Naturalmente, ¿se
apoderaría usted de aquel bribón?
—¡Claro! Ahora se encuentra en la cárcel, esperando su castigo.

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—¡Ravenow, Ravenow! ¡Lo que ha sucedido no es muy honroso para
usted!
—Lo sé bien. Se extraña usted de que yo tenga siquiera el valor de
contarlo. Pero ¿cómo, sino, le explicaría la hinchazón de la cara? ¡El diablo
sabe cuándo desaparecerá esta hinchazón!
—Le aconsejo que se ponga carne cruda lo más pronto posible.
—¿Dónde la podría obtener?
—En Magdeburgo. Dentro de un momento llegaremos a la última parada
antes de esa ciudad. En la fonda de la estación habrá seguramente carne
cruda. Se la puede usted poner en la cara, puesto que estamos solos en este
departamento. Tardaremos varias horas en llegar a Berlín, y antes de llegar
puede desaparecer casi toda la inflamación.
En esto entraron en la estación, donde permanecieron un buen rato.
Esto le llamó tanto la atención al coronel, que abrió la ventanilla para
informarse de la causa de aquella detención.
—¡Revisor! —dijo— ¿Por qué nos detenemos tanto tiempo?
—Han avisado que se aproxima un tren especial, y le hemos de dejar
paso.
Este tren especial no tardó mucho en pasar. Consistía en la máquina y un
solo vagón. En una de las ventanillas de éste apareció una cabeza.
—¡Mil demonios! —gritó el coronel⁠— Se ha asomado un sujeto a la
ventanilla que tenía una nariz tan grande como una reja.
—Es imposible que fuera más grande que la del vagabundo con quien
tuve hoy la pendencia.
Ahora se puso el tren ordinario en movimiento. Cuando llegaron a
Magdeburgo, ya no podían ver el tren especial. Como Ravenow no quería que
lo viesen, Winslow fue a la fonda y compró carne cruda, que le trajo a su
compañero de viaje. Los dos amigos se volvieron a sentar en el departamento
y el teniente puso la carne en su pañuelo y se ató éste a la cara, en el momento
en que el tren se ponía en movimiento.
Apenas haría un minuto que el teniente se había aplicado a la cara la carne
cruda, dejó escapar un gemido.
—¿Qué ocurre? ¿Qué tiene?
—¿Está cierto de que la carne cruda es eficaz?
—Sí; reduce por completo la hinchazón en muy poco tiempo.
—Pero quema terriblemente.
—Es natural.

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Ravenow calló, pero no tardó en volver a gemir y al fin se quitó el
pañuelo de la cara.
—No puedo soportarlo más —dijo.
—Es imposible que duela tanto —⁠dijo el coronel, extrañado.
Entonces, Ravenow, se acercó la carne a la nariz y olió.
—¿Ha dicho usted para qué quería la carne?
—No, naturalmente. He pedido carne de ternera cruda, y me han dicho
que no había piezas grandes, que la que tenían estaba troceada.
—¿Y la compró usted sin preguntar si estaba limpia?
—¡Tonterías! ¿Con qué la podrían ensuciar?
—Ensuciarla, no; pero pueden haberle puesto una enorme cantidad de sal
y pimienta. ¿Y eso habría de reducir la hinchazón?
—¡Hum! ¡No creo que la sal y la pimienta tengan ese efecto! ¡Qué
imbéciles son esos sujetos! ¡Tire eso por la ventanilla!
Apenas el teniente había hecho lo que le dijo von Winslow, el tren entró
en Magdeburgo-Ueustadt y se detuvo. De pronto se oyó que en las cercanías
del vagón preguntaba alguien:
—¿A Berlín, revisor?
—Sí. Siga más atrás.
—Atrás está la tercera clase. Yo voy en primera.
—¿Usted? ¿De veras? ¡Enséñeme el billete!
—Aquí lo tiene.
—¡Está bien! ¡Entre enseguida! Vamos a salir inmediatamente.
El empleado abrió la puerta y el viajero entró.
—¡Buenos días! —dijo saludando cortésmente.
No recibió respuesta, pues Ravenow estaba tan asombrado que no podía
hablar, y el coronel no respondió porque el nuevo compañero de viaje no
parecía un hombre digno de que se contestase a su saludo.
El recién llegado se sentó, y el tren se puso en marcha inmediatamente.
—¡Por Satanás! —rugió al fin Ravenow.
—¿Qué ocurre? —preguntó el coronel.
El interpelado señaló al nuevo viajero, que estaba ordenando sus bártulos
y acomodándose lo mejor posible. El coronel le contempló un momento, y
luego miró a Ravenow, que ya se había recuperado de su sorpresa.
—Coronel, ¿sabe usted quien es ese sujeto? —⁠murmuró rápidamente.
El interpelado murmuró a media voz:
—Seguramente aquel individuo cuya terrible nariz se asomaba en el tren
especial.

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—Ése es… el vagabundo… ¡El del bofetón!
—¡Diablo! ¿No dijo usted que estaba detenido?
—Sí. Se habrá vuelto a escapar.
—¿En un tren especial?
—¡Quién sabe cómo habrá ocurrido la cosa! ¿Cuándo llegaremos a la
próxima parada?
—Dentro de seis minutos entraremos en Blederltz.
—Allí lo haremos detener.
—¿No se equivocará usted? ¿Está seguro de que es éste?
—Cómo sería posible un error, teniendo a la vista esa nariz y ese trombón.
—Ahora veremos.
El coronel adoptó una actitud sumamente imperativa y dijo, dirigiéndose a
Pico de Halcón:
—¿Quién es usted?
Pico de Halcón no respondió.
—¿Quién es usted? —repitió Winslow.
Tampoco ahora fue más afortunado.
—¡Oiga! ¡He preguntado quién es usted!
Ahora, Pico de Halcón, le contestó con la mayor afabilidad:
—¿Quién soy? ¡Un viajero!
—¡Eso ya lo sé! ¡Lo que necesito en su nombre!
—¡Qué mala suerte! ¡No lo tengo a mano ahora!
—¡No bromee! ¿De dónde viene usted?
—De Maguncia.
—¡Ah! A usted le detuvo el comisario de policía von Ravenow, y luego,
en el camino le volvieron a detener, ¿no?
—Sí, desgraciadamente.
—¿Cómo ha venido a Magdeburgo?
—Por medio de un tren especial.
—¿En el cual ha viajado de polizón? Ya procuraremos evitar que se
escape otra vez, ¡vagabundo!
—¿Vagabundo? Oiga usted, hombrecito, no vuelva a pronunciar esa
palabra en presencia mía.
El coronel se acercó a él con actitud amenazadora.
—¿Por qué? —preguntó.
—La respuesta podría resultarle desagradable.
—¿Es eso una amenaza?
—No; una advertencia.

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Al fin, Ravenow, había tomado una decisión. Vio que con el coronel
disponía de un aliado con quien podía contar. Los dos juntos podían dar
buena cuenta del músico.
—Será mejor que no hable con ese tipo —⁠le dijo el teniente Ravenow⁠—
Lo entregaré a la policía, que sabrá mejor lo que hay que hacer con semejante
rufián.
Antes de terminar la última palabra, Pico de Halcón le había dado un
bofetón tan tremendo, que lo derribó del asiento al suelo.
Entonces, saltó el teniente y cogió a Pico de Halcón del pecho.
—¡Bribón! —gritó— ¡Esto te va a costar caro!
—¡No me toque! —le ordenó el trampero, mientras sus ojos echaban
chispas.
El cazador estaba aún sentado, mientras Winslow se hallaba de pie delante
de él.
—¡Cómo! —respondió el coronel— ¿Conque quieres darme órdenes?
¡Pues toma, para que aprendas!
Winslow levantó el brazo para darle al otro un bofetón pero cayó al suelo
retorciéndose de dolor, sin consumar su propósito. Pico de Halcón había
esquivado el golpe y le había dado un puñetazo en el estómago, que lo puso
instantáneamente fuera de combate.
Ravenow no podía acudir en ayuda de su aliado. La última bofetada había
sido tan fuerte, que había bastado. Y el coronel yacía en el suelo, gimiendo y
palpándose el vientre con las manos.
—Esto es una pequeña lección del vagabundo —⁠dijo el trampero⁠— Ya os
enseñaré yo a ser más corteses.
—¿Cómo te has atrevido…? —tartamudeó el coronel.
—Ustedes han sido los primeros en atreverse —⁠contestó el cazador.
—¡Mandaré que te detengan!
—Lo veremos enseguida.
En aquel momento, la máquina daba la señal de que llegaban a una
parada. Cuando el tren se detuvo, Pico de Halcón abrió la ventanilla y llamó
al revisor. Este vino rápidamente.
—¿Qué desea usted, señor? —⁠preguntó, servicial, el ferroviario.
—Haga el favor de hacer venir enseguida al jefe del tren y al de la
estación. Me han atacado en el coche.
Aquellas palabras produjeron un efecto inmediato. El revisor se marchó
corriendo, y dos segundos después vinieron los dos empleados cuya presencia

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había reclamado Pico de Halcón. Éste había ocupado toda la ventanilla, de
manera que los otros dos viajeros no pudieran ser oídos.
—¿Qué es eso? ¿Qué desea usted? —⁠preguntó el jefe del tren antes de
llegar.
—¿Cuánto tiempo se detiene usted aquí?
—Sólo un minuto, que ha pasado ya, y hemos de partir inmediatamente.
—¡Espere un minuto más! No le detendré más de sesenta segundos. Señor
jefe de la estación, hoy me han atacado en el coche dos veces; le ruego que
detenga a mis compañeros de viaje. ¡Aquí tiene mi pasaporte!
No era aún de día. El jefe leyó el pasaporte a la luz de la linterna y dijo:
—Estoy a su disposición, señor capitán. ¿Quiénes son estos dos hombres?
—Uno de ellos se hace pasar por un conde, y el otro es su cómplice. Por
fortuna, he conseguido hacerlos inofensivos momentáneamente. ¿Puedo
apearme?
—Se lo ruego. ¡A ver, vosotros!
Como no había ningún policía cerca, el jefe había llamado a algunos
trabajadores del ferrocarril, que parecían bastantes para dominar a dos
hombres. El conde y el coronel habían oído toda la conversación y estaban tan
asombrados de aquel inesperado proceder del cazador, que se quedaron sin
poder hablar cuando el revisor abrió la portezuela y el trampero saltó al
andén.
—¿Dónde están esos hombres? —⁠preguntó el jefe.
—Ahí los tiene —contestó Pico de Halcón.
El jefe se asomó al departamento y ordenó:
—¡Hagan el favor de apearse! ¡Pronto!
—¡De ningún modo! —dijo el coronel⁠— ¡Nosotros somos…!
—Ya lo sé —le interrumpió el empleado⁠— ¡Fuera, fuera!
—¡Mil demonios! —gritó entonces Ravenow⁠— ¿Sabe usted que soy el
conde von Ravenow?
El empleado le alumbró la cara con una linterna y replicó, encogiéndose
de hombros:
—¡Bueno! Su aspecto es el de un verdadero conde. Baje, si no me veré
obligado a recurrir a la violencia.
—Nuestros equipajes… —dijo el coronel.
—Ya nos cuidaremos de eso. ¡Afuera de una vez!
Los dos exoficiales tuvieron que obedecer. Por el momento, los
encerraron en una habitación y pusieron a dos hombres de guardia a la puerta.

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Pico de Halcón se quedó con el jefe de la estación, que tenía que vigilar la
descarga de los equipajes.
—¡Vaya unos objetos! —rió uno de los trabajadores⁠— ¡Qué trombón más
viejo! ¡Qué pena debe dar escuchar la música de este instrumento!
—¡Y aquí hay un saco! —dijo el otro⁠— Esta es la mejor prueba de que
esos sujetos son unos bribonea. ¿Es la primera clase el sitio adecuado para
llevar un viejo trombón y semejante saco? ¡Dios sabe qué habrá aquí dentro!
Creían que el equipaje de Pico de Halcón les pertenecía a los otros dos, y
el trampero no se preocupó de sacarlos de su error. Cuando el departamento
estuvo desocupado, el tren se puso en movimiento. El equipaje de los dos
oficiales siguió el viaje, pues no se encontraba en el coche, sino en un vagón
de mercancías, facturado.
—¡Haga el favor de venir conmigo, señor capitán! —⁠rogó el jefe de la
estación, y lo acompañó a su despacho, donde le invitó a sentarse.
El trampero aceptó la invitación y sacó sus demás documentos.
—Quiero que acabe usted de ver mi documentación.
El empleado leyó los papeles. Según iba leyendo, su respeto por Pico de
Halcón aumentaba visiblemente.
—¡Un amigo del famoso Juárez!
Sólo una cosa le extrañaba: el traje de aquel hombre notable. Por tanto,
preguntó:
—Aquí tiene sus papeles, señor capitán. El primer pasaporte que me dio
usted hubiera bastado; pero ahora veo que es para mí un honor estar hablando
con usted. ¿Me permite una pregunta?
—¡Hable!
—Aunque parezca impertinente, ¿por qué no viste usted de conformidad
con su posición social?
Pico de Halcón asumió una expresión de misterio, se puso la mano sobre
los labios, y dijo:
—¡Incógnito!
—¡Ah, ya! ¡No quiere usted que nadie sepa quién es usted!
—No. Por eso llevo el saco, la funda y el trombón.
—¡Ah!, ¿son suyos esos objetos?
—Sí; viajaba como músico. Espero que mi incógnito no correrá peligro.
—He aprendido a callar. ¿Puedo ahora rogarle que me dé su informe de lo
ocurrido?
—Vengo de Maguncia. Cuando allí entré en el departamento de primera
clase, el hombre más joven de esos dos entró en el coche. Se quiso hacer

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pasar por un conde, y buscó pendencia conmigo. Creo que es un espía
francés, que me sigue para impedirme por todos los medios hablar con el
señor Bismarck, a quien voy a ver como enviado del Presidente Juárez.
—Ya procuraremos que ese señor francés pierda las ganas de continuar
haciendo maldades.
—Así lo espero. Bueno; pues empezó a buscar pendencia, y le di algunos
bofetones. El señor «conde» me hizo detener como vagabundo en la primera
parada. El jefe de aquella estación no tenía la perspicacia y el conocimiento
de los hombres que tiene usted. Me detuvieron y dejaron seguir el camino al
otro.
—¡Qué terrible estupidez! —⁠exclamó halagado el jefe⁠— ¡Se ve a la
primera mirada que es usted una personalidad! ¡Siga!
—El supuesto conde no había presentado más documentos que una tarjeta
de visita; a mí, ni siquiera quisieron oírme. Pero cuando, más tarde, presenté
mi documentación y declaré que llegaría tarde a una conferencia que había de
celebrar con Bismarck, el cual me esperaba ya, aquel buen jefe se vio
arruinado. Realmente, mi intención era hacerlo castigar, pero se disculpó con
tan buenas palabras, que renuncié a ello. Tomé un tren especial hasta
Magdeburgo, para alcanzar mi tren, pero antes le dije al jefe que me redactase
este escrito. Ya supuse que el pseudoconde pretendería ponerme nuevos
obstáculos cuando me viera.
El empleado leyó el certificado de su colega y dijo:
—Esto es para mí del mayor valor. Mi compañero declara que ha sufrido
una confusión debido a las falsas alegaciones del conde. ¡A mí no me
engañaré ese bribón! ¡Continúe, por favor!
—Vine a Magdeburgo, y cuando entré en el departamento, vi a mi
enemigo. Había otro con él. Volvieron a buscar pelea. El otro me quiso
golpear. Yo le di al supuesto conde otro bofetón y a su compinche un
puñetazo en el estómago. Por fortuna, en aquel momento llegamos aquí. Si se
hubieran podido rehacer los dos, probablemente hubieran acabado conmigo.
—¡Yo les ajustaré las cuentas! Pero, dígame, ¿usted cree que el otro es
también francés?
—No; más bien creo que es ruso. Ya sabe usted que Rusia está a las
puertas de Prusia. ¡Dios sabe qué vendrá a hacer ese hombre a Alemania!
—Procuraremos desbaratar sus maquinaciones. ¿Permite usted que los
interrogue?
—Con mucho gusto.

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—Naturalmente, usted estará presente en el interrogatorio Venga
conmigo, por favor.
El empleado fue con Pico de Halcón a la habitación donde habían
encerrado a los detenidos. Éstos estaban allí bajo la vigilancia de dos obreros
ferroviarios, que les consagraban la mayor atención.
Cuando los dos hombres entraban, Ravenow rugió:
—¿Cómo se atreven a detenernos?
—¡Cállese! —le replicó el jefe— ¡Ya hablará cuando le pregunten!
Pico de Halcón se sentó en una silla y el jefe de la estación se puso a
interrogar a los prisioneros.
Primeramente, le preguntó al coronel von Winslow cómo se llamaba, a lo
que éste dijo su nombre.
—¿Tiene algún documento que acredite su personalidad?
—¿Para qué? No pretenderá usted que saque una docena de pasaportes
para ir de Wolfenbüttel a Berlín.
—¡Hum, hum! ¿Conoce usted Rusia?
—Estuve una vez allí con permiso. Tengo parientes en aquel país. ¿Pero
por qué habla usted de Rusia?
—Eso usted lo sabrá mejor que yo.
—¡Mil demonios! ¿Pretende usted insinuar que yo trabajo para Rusia?
¡Tendría gracia!
—Me es indiferente que usted lo considere gracioso o no. Ahora, al otro,
¿cómo se llama y qué es usted?
—¡Soy el teniente conde von Ravenow!
—¿Tiene documentos?
—Sí, aquí.
Ravenow se metió la mano en el bolsillo y sacó una tarjeta de visita.
—¿No tiene más que esto? La tarjeta carece de valor. Cualquiera puede
hacerse imprimir las que quiera, con el nombre que más le guste.
—¡Mil demonios!, pero yo doy mi palabra de que soy el hombre que digo.
—¡Qué me importa su palabra! ¿Conoce usted Francia?
—¡Muy bien! ¿Por qué?
—Usted reconoce que conoce Francia; eso basta —⁠continuó el
empleado⁠— Sólo tiene que decirme de dónde viene.
—De Maguncia.
—¿Subió allí este señor en el misino coche?
—Sí. ¿Pero llama usted señor a este sujeto? ¡Bah! Lo que es, es un
vagabundo.

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—¡No se esfuerce usted por desacreditarlo! Lo conozco bien. ¿Lo hizo
usted detener en una parada cerca de Maguncia?
—Sí.
—Eso puede costarle a usted caro. El jefe de allí me escribe que usted lo
ha engañado.
—¿Cómo es posible que su carta haya llegado ya?
—Eso es cosa mía. ¿Dónde se encontró usted con el otro señor, que se
hace pasar por coronel?
—En el tren. Ha sido casualidad.
—¿Se conocían ustedes?
—Sí, desde mucho tiempo.
—¿De dónde?
—¡Qué pregunta más imbécil! Hemos servido en el mismo regimiento.
—Si vuelve a repetir la palabra que ha dicho, tomaré medidas más
prácticas.
—Muy bien. Así debe hablar usted —⁠dijo uno de los trabajadores,
dándole un golpe a Ravenow en las costillas.
—¡Bribón! —rugió el teniente— No vuelvas a tocarme, o te derribo al
suelo de un puñetazo.
—Ya lo impediremos nosotros —⁠dijo el jefe⁠— ¿Señor capitán, cree usted
conveniente que los atemos?
—Sí; creo que será mejor que los aten —⁠declaró Pico de Halcón.
—¿Cómo? —dijo Ravenow— ¿Este sujeto capitán? ¿Capitán de qué?
El trabajador se había apartado un poco para buscar un rollo de cuerda.
Ahora volvió junto a los prisioneros y dijo:
—¡Vengan las manos!
Ravenow miró al coronel interrogativamente. Éste contestó:
—No hay que ofrecer resistencia. Esta gente no merece que la tomemos
en consideración. ¡Tendrán que darnos una satisfacción!
—¡Estoy convencido! Pero ¡ay de estos sujetos! Atadme, pero os digo que
os va a costar caro todo esto.
—Un conde que se deja abofetear, no nos resultará muy peligroso —⁠dijo
el jefe⁠— Pero ¿qué es eso? A los dos lea falta la mano derecha.
El empleado no recibió ninguna respuesta. En la cara de Pico de Halcón
se reflejó por un segundo algún pensamiento muy divertido. El trampero dijo
rápidamente:
—¡Diablo, ahora se me ocurre una cosa! Tiene extraordinaria importancia.
Hace dos años cogieron en Constantinopla a dos espías. Uno era ruso, pero se

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hacía pasar por coronel prusiano; el otro, era francés, y afirmaba ser teniente y
conde alemán. Los condenaron a muerte, y el sultán los indultó, pero les hizo
cortar la mano derecha.
—Eso es estúpido —gritó el coronel.
—¡Es una maldita mentira! —⁠exclamó el teniente.
—¡Cállense! — ordenó el jefe de la estación⁠—. Ahora sé muy bien a qué
atenerme respecto a ustedes. Señor capitán, ¿desea usted que se levante acta?
—No hace falta. Ya harán el proceso en Berlín. Lo principal es que no los
dejen escapar de aquí.
—Ya me cuidaré yo de ello. Los entregaré a los gendarmes, pero hasta ese
momento seguirán atados y los meteré en la bodega, bien vigilados.
¡Sacadlos!
Los dos desgraciados oficiales renunciaron a toda resistencia. Les ataron
al cuerpo los brazos sanos, y luego los llevaron a la bodega.
—Hemos hecho una detención importante —⁠dijo el jefe de la estación,
satisfecho, a Pico de Halcón.
—¡Muy importante! —confirmó éste⁠— ¿Cuándo sale el próximo tren para
Berlín?
—Dentro de media hora viene un rápido para Hannover.
—Saldré con ése. En cuanto llegue allá daré cuenta de la detención que
hemos practicado, y luego recibirá usted instrucciones telegráficas.
Así, pues, con el próximo tren salió Pico de Halcón hacia Berlín, mientras
que los dos enemigos del astuto y alegre cazador meditaban proyectos de
venganza, encerrados en la bodega.

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Capítulo 17.- Pico de Halcón habla con Bismark

A l llegar a Berlín y salir de la estación, el aspecto de Pico de Halcón no


dejó de despertar la curiosidad del público, pero hicieron menos caso de
él que en Maguncia. El trampero llamó a un coche de alquiler, subió en él y le
dijo al cochero que lo llevase al hotel Magdeburgo. Al llegar a la puerta de
dicho hotel y apearse del coche, la gente que pasaba se paró un momento,
mirándolo asombrada. Su rostro era ya bastante para llamar la atención y su
vestido parecía más bien el de un hombre que se hubiera disfrazado de músico
callejero para acudir a un baile de máscaras.
Al ver la curiosidad que provocaba, el trampero sonrió satisfecho, y
entrando en el hotel, le dijo al camarero que lo recibió:
—¿Me puede dar una habitación?
El camarero lo miró detenidamente y dijo:
—¡Hum! ¿Lleva usted documentación?
—Naturalmente.
—¡Venga, pues! —Diciendo esto, el camarero acompañó al extraño
huésped al patio, y allí abrió una puerta⁠— ¡Entre aquí! —⁠dijo.
Pico de Halcón entró y miró a su alrededor. Era una habitación obscura y
llena de humo. En la ventana había varios utensilios de limpieza. En un rincón
se veía una caja de herramientas. De las paredes colgaban numerosas prendas
de vestir, que esperaban el turno para que las limpiaran. En una mesa había
varias personas sentadas, bebiendo aguardiente y ocupadas jugando a las
cartas con una grasienta baraja.
—¡Diablo! ¿Qué antro es éste? —⁠preguntó el trampero.
—Ésta es la sala del servicio.
—¿Qué he pedido yo, la sala del servicio o una habitación?
El camarero sonrió con aire de superioridad.
—Una habitación. Pero, dígame, ¿qué entiende usted por esa palabra?
—Desde luego, algo distinto de este agujero.
—¿Estará usted acostumbrado a cosas mejores?
—Sí, señor —dijo Pico de Halcón⁠— y continuó —⁠Eso me ocurre muy a
menudo. Usted no me considera distinguido, y lo soy. Pero con usted ocurre

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lo contrario.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Usted tiene aspecto distinguido, pero no lo es. Pero vuelvo a repetirle
que quiero una habitación decente. El precio no importa.
Al oír aquello, el camarero hizo una profunda e irónica reverencia.
—¡Como usted quiera! ¡Venga!
Desanduvieron. El camarero llevó al trampero cazador a la sala principal
del hotel, y allí los dos hombres subieron una escalera. En el primer piso
había una puerta abierta. Esta conducía a una antesala lujosamente
amueblada, junto a la cual había una sala aún más lujosa.
Por otra puerta que estaba abierta podía verse una alcoba.
—¿Le conviene esto? —preguntó el camarero, esperando que el huésped
retrocedería asustado.
Pero éste miró a su alrededor con indiferencia.
—¡Hum, no es muy distinguido, pero no está mal!
El camarero se irritó al ver que su esperanza no se cumplía, y dijo:
—¡Su excelencia el conde Waldstatten ha vivido aquí dos días!
—¡Me extraña! Se ve que ese conde no es exigente.
—¿Pero usted sí que lo es?
—¿Por qué no? Pero, de todos modos, me quedo con estas habitaciones.
El camarero sólo había querido burlarse. Ahora, se asustó. ¿Qué pasaría si
aquel sujeto se quedaba allí y luego no podía pagar? ¡Un individuo como
aquél, que parecía un espantapájaros, ocupando aquellos lujosos
apartamentos!
—¡Estas habitaciones cuestan ocho táleros diarios! —⁠dijo
apresuradamente.
—Me es igual.
—Sin comida ni servicio.
—¡Qué más da!
En aquel momento apareció una muchacha que, al parecer, había estado
hasta entonces, ocupada en arreglar el dormitorio. Era la misma camarera que
había tenido amistad con Kurt Unger, y que le apoyó en sus intentos para
averiguar el secreto del capitán Landola. Había oído la breve conversación y
estaba curiosa por ver al hombre que daba tanto trabajo.
—¡Su documentación! —dijo el camarero, de pronto.
—¿Demonio, tanta prisa le corre? —⁠preguntó Pico de Halcón.
El interpelado se encogió de hombros.

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—Tenemos instrucciones de la policía para no alquilar ninguna habitación
sin que sepamos quién es el cliente.
—Entonces, su casa es una taberna ordinaria y mala posada, en la que no
se sabe qué es un libro de viajeros.
Pico de Halcón dijo aquellas palabras con un tono que hizo impresión al
camarero.
—Le daré a usted el libro de viajeros.
—¡Tráigalo! Pero dígame antes si usted conoce a un teniente de húsares
llamado Kurt Unger.
—No sé nada de él.
Entonces se adelantó la criada y dijo:
—Yo conozco al señor teniente muy bien.
—¡Ah! ¿Se ha hospedado aquí antes? —⁠preguntó Pico de Halcón.
—No. Yo le conozco porque soy de cerca de Rheinswalden.
—¡Vaya! Yo vengo de Rheinswalden. Lo encontré en casa del conde
Rodriganda, y convinimos en vernos hoy aquí.
—Entonces, es seguro que vendrá —⁠dijo la muchacha amablemente⁠—
¿Tiene usted el encargo de tomar también un cuarto para él?
—De eso no hablamos. Pero —⁠dijo Pico de Halcón, dirigiéndose al
camarero⁠— ¿Qué hace usted aún aquí? ¿No le he ordenado que me trajera el
libro de viajeros?
—Enseguida, señor —dijo el camarero, ahora con otro tono bien
distinto…⁠— ¿Manda usted algo más?
—¡Algo de comer!
—¿Un almuerzo? Traeré la carta.
—No hace falta. Me es indiferente lo que como. Súbame rápidamente un
almuerzo bien sustancioso.
El camarero se marchó apresuradamente. Pico de Halcón dejó el saco, el
fusil y el trombón sobre el sofá y dijo, dirigiéndose de nuevo a la muchacha:
—¿Conque es usted de cerca de Rheinswalden? ¿Entonces, no conoce
mucho la capital?
—Oh, sí. Ya hace tiempo que estoy en Berlín.
—¿Ha visto a Bismarck?
—Sí.
—¿Sabe dónde vive y qué camino hay que seguir desde aquí para llegar a
su casa?
—Sí.
—Pues dígamelo.

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La camarera miró asombrada al forastero.
—¿Quiere usted hablar con él?
—Sí, hijita.
—Oh, eso es muy difícil. Tendrá que dejar su nombre en el ministerio o
algo así. No estoy segura.
—De ningún modo. No habrá tantos rodeos.
Al final, la muchacha, le describió a Pico de Halcón el camino que debería
seguir. Entonces vino el camarero y trajo el libro de viajeros.
Pico de Halcón inscribió en él su nombre y luego volvió a ordenarle al
camarero que se diese prisa con el almuerzo. Los dos servidores se alejaron, y
el extraño huésped se puso a desempaquetar sus bártulos, en cuya ocupación
lo halló el camarero cuando le entró el almuerzo. Este puso la cara del mayor
asombro cuando contempló el contenido del saco y de la funda y corrió
enseguida al despacho a avisar a su jefe.
Éste aún no sabía nada, pues acababa de llegar de un paseo. Cuando se
enteró de qué huésped tan extraño tenía en su casa se le vino el mundo
encima.
—¿Y a ese individuo le ha dado usted el número uno, nuestro mejor
cuarto? —⁠exclamó.
—Lo subí solamente para reírme de él —⁠se disculpó el camarero⁠— Pero
él se quedó con el cuarto inmediatamente.
—¿Qué nombre ha inscrito en el libro de viajeros?
—William Saunders, capitán de los Estados Unidos.
—¡Dios santo!, ¿no será otra vez un estafador y traidor como aquel Shaw,
que también se hizo pasar por capitán de los Estados Unidos?
—No me chocaría, visto el aspecto que tiene. Tiene una nariz como el
puño de un paraguas.
—¿Y qué equipaje lleva?
—Un fusil…
—¡Demonio!
—Dos revólveres, un gran cuchillo, con una hoja curva, muy aguda, y un
viejo trombón.
—¿Un viejo trombón? No lo creo. ¿Está usted seguro de que era un
trombón? ¿Era de bronce?
—Eso es difícil de decir —respondió el camarero, pensativo⁠— Es
amarillo y muy herrumbroso.
—¿Obscuro? Será quizás bronce de cañón.
—Es posible.

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—¡Dios mío, entonces se trata de una especie de fusil máquina infernal!
¿No?
—No sé.
—¡Es preciso que nos cercioremos!
—Pero ¿cómo? Ese individuo no parece dispuesto a dejar que miremos
sus cosas.
—¿Entonces, se muestra belicoso, desafiador?
—Mucho.
—¿Qué podemos hacer?
El camarero se dijo que había sido imprudente al admitir a aquel hombre,
e intentó reparar su falta, procediendo con el mayor celo.
—Algo habremos de hacer —dijo— Creo que ese sujeto es capaz de
cualquier atentado.
Entonces, la camarera, que hasta aquel momento había asistido a la
conversación sin pronunciar palabra, dijo precipitadamente:
—¿Un atentado? ¡Dios mío! Me ha preguntado por Bismarck.
El posadero palideció.
—¿Por Bismarck? ¿Qué quería saber?
—Me dijo que le informara de dónde vivía Bismarck y que le indicase por
dónde tendría que ir para llegar a su casa. Quería hablar con él.
—¡Cielos! ¡Ahí está el atentado!
—Le dije que no era fácil hablar con Bismarck, pero él contestó que no
tendría que andarse con rodeos.
—Entonces, es indudable que se propone cometer un atentado. Quiere
matar al ministro. ¿Qué debemos hacer ahora?
—Denunciarlo rápidamente a la policía.
—Sí. Voy yo mismo corriendo.
Y el hotelero se marchó apresuradamente.
En el cuartel de la policía, que estaba bastante lejos de su domicilio, el
hotelero apenas podía hablar de la emoción, y abrió la boca enormemente
para poder respirar y estuvo un momento callado, jadeante.
—Tranquilícese, amigo —dijo el funcionario⁠— Al parecer, le trae aquí
algún asunto muy urgente. Pero será mejor que espere a llenarse los pulmones
de aire antes de hablar.
—¡Ya tengo el aire necesario!, co… yo… traigo un atentado.
El policía se quedó suspenso y repitió:
—¿Un atentado?

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—Sí; lo traigo aquí —jadeó el hotelero, que aún no se había repuesto de la
carrera⁠— Es decir, estoy aquí para denunciarlo.
—¡Ah, bueno! Verdaderamente, esto es algo muy serio. ¿Pero ha
reflexionado usted bien que si se trata de un crimen, un gran peligro, también
incurriría usted en una gran responsabilidad?
—Yo lo tomo todo a mi cargo, el crimen, el peligro y también la
responsabilidad —⁠respondió el hotelero, sin darse cuenta, en su excitación, de
los absurdos que estaba diciendo.
El funcionario reprimió a duras penas una sonrisa.
—Hable, pues. ¿Contra quién está dirigido el atentado?
—Contra el señor von Bismarck.
—¡Mil demonios! ¿Es verdad eso? ¿De qué manera quiere llevarlo a
cabo?
—Con un fusil, dos revólveres, un cuchillo y una máquina, infernal.
Ahora, la expresión del funcionario, era absolutamente seria.
—¿Quién es el criminal y quiénes son sus cómplices?
—Permítame que le haga antes una pregunta. ¿Se acuerda usted de aquel
capitán Shaw que ustedes buscaron en mi casa, pero que al fin logró
escaparse?
—Sí. Se hacía pasar por un capitán de los Estados Unidos.
—Bueno; pues en mi casa se ha hospedado un hombre que se hace pasar
también por capitán de aquel país.
—Eso no es motivo para considerarlo sospechoso.
—Se ha negado a enseñarnos la documentación y ha insistido en que le
trajéramos el libro de viajeros, en el cual ha inscrito su nombre.
—Eso no es corriente. ¿Cómo se llama?
—William Saunders.
—Eso es un hombre inglés o norteamericano. ¿Cuándo ha llegado?
—Hace media hora.
—¿Cómo va vestido?
—De manera estrafalaria, casi como una máscara. Lleva unos viejos
pantalones de cuero, zapatos de baile, un frac con cintas y botones como
platos y un sombrero que parece un paraguas.
—¡Hum! Ese hombre parece ser más bien un excéntrico que un criminal.
El que se propone cometer un crimen se viste de manera que llame la atención
lo menos posible.
—Pero ¿y sus armas? Lleva un fusil, dos revólveres y un cuchillo. Pero su
arma principal es una máquina en forma de trombón, de metal de cañón.

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¡Quién sabe cómo estará cargada esta máquina infernal!
—¿La ha visto usted?
—Yo mismo, no; pero si uno de mis camareros.
—¿Por qué no ha ido usted a convencerse por sus propios ojos?
—Seguramente, hubiera llamado la atención del huésped. No he querido
despertar sus sospechas, para que lo tuviéramos seguro.
—¿Pero cómo sabe usted que se propone cometer un atentado contra el
señor von Bismarck?
—Se ha informado de su domicilio y le ha pedido a una camarera, que
también es pariente mía, que le dijera qué calles había de seguir para llegar a
él.
—Eso es importante, pero no convincente.
—Oh, ha llegado a decir que no se andaría con rodeos para hacerse con
Bismarck.
—¿Ha dicho cuándo quería ir al domicilio del ministro?
—No.
—¿Dónde se encuentra ahora?
—Está almorzando en su habitación.
—Bien. Quizás se equivoca usted, aunque por lo que pudiera suceder, mi
deber es investigar este asunto. Pero como no puedo obrar por mi cuenta, y he
de consultar con la superioridad, iré a su casa de aquí a media hora. Usted
queda encargado de que ese hombre no salga de su casa antes de que yo vaya.
—¿Puedo recurrir a la fuerza, si fuera necesario?
—Sólo en un caso extremo. Usted, con su inteligencia, encontrará algún
pretexto que le obligue a permanecer en la casa.
—Haré lo que pueda —dijo el hotelero, al tiempo que se despedía.
Mientras tanto, Pico de Halcón, que no sospechaba nada, había terminado
de desayunar.
—¿Voy a esperar a ese teniente? —⁠se preguntó el cazador… ¡Oh!. Pico
de Halcón es muy capaz de hablar con el ministro sin necesidad de
recomendaciones. Naturalmente, no podré divertirme con él tanto como con
los otros. Dejaré aquí mi equipaje. Tengo curiosidad por ver la cara que
pondrá cuando entre en su despacho un individuo vestido tan
estrafalariamente.
Pico de Halcón metió sus bártulos en el dormitorio, lo cerró y retiró la
llave, que se guardó en el bolsillo.
—Esos individuos no tienen por qué enterarse durante mi ausencia de lo
que llevo en el saco —⁠rezongó⁠— El camarero ha visto ya demasiado. Y si

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aquí tienen una llave maestra, yo tengo también mi tornillo.
Diciendo esto, sacó del bolsillo uno de esos tornillos americanos de
seguridad, colocando los cuales en las cerraduras puede impedirse que otra
persona las pueda abrir. El trampero metió el tornillo en la cerradura y le
estuvo dando vueltas hasta que saltó el muelle. Entonces salió de la habitación
y bajó la escalera.
Fue extraño que nadie lo viese, pero todos los servidores se habían
reunido en la cocina para discutir el acontecimiento del día. Creían que el
huésped seguiría almorzando, pues no tenían la menor sospecha de la rapidez
con que los tramperos hacen desaparecer la comida más copiosa.
Así, pues, el trampero salió de la casa sin que nadie se diese cuenta y se
puso a, andar siguiendo las instrucciones que le había dado la camarera. Tuvo
necesidad de preguntar a algunas personas, pero llegó a su destino sin que
nadie lo molestase. El habitante de la gran ciudad, incluso el escolar, no se
siente inclinado a correr tras el primer hombre que vaya vestido
estrafalariamente.
Cuando Pico de Halcón vio al portero, se le acercó y le dijo amablemente:
—¿Aquí vive Bismarck, no?
—Sí —contestó el portero, mirando al otro, divertido por su aspecto.
—¿En el primer piso?
—Sí.
—¿Está el master en casa?
—¿El master? ¿Quién?
—¡Vaya, Bismarck!
—Se refiere usted a Su Gracia, el excelentísimo señor conde de Bismarck.
—Sí; me refiero al conde, a Su Gracia, al excelentísimo señor y al mismo
Bismarck.
—Sí está en casa.
—Bueno, he tenido suerte.
Pico de Halcón entró en la casa. Pero el portero lo cogió del brazo:
—¡Alto! ¿Adónde va usted?
—¡A verle, naturalmente!
—¿A su excelencia? ¡No puede ser!
—¿No? ¿Por qué no?
—¿Le espera a usted?
—No lo sé.
—Entonces, tiene usted que seguir el conducto ordinario.
—¿El conducto ordinario? ¿Qué es eso?

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—Primero me ha de decir qué asunto le trae a usted. ¿Se trata de un
asunto privado, diplomático, o qué?
—Se trata de un asunto «qué».
—Mire —dijo el portero, poniéndose serio⁠— si cree que estoy aquí sólo
para que usted se divierta a costa mía, se equivoca. ¡Lárguese!
El trampero lo miró amablemente.
—Creo que será lo mejor. Por lo demás, ya no tengo tiempo para seguir
molestándole. ¡Buenos días!
Pero en lugar de salir a la calle, fue hacia el interior del edificio.
—¡Alto! —volvió a gritar el portero⁠— No es eso lo que le he dicho. No
puede pasar.
—Le demostraré lo contrario.
Diciendo estas palabras, Pico de Halcón levantó al portero en el aire y lo
dejó a un lado. Pero antes de que hubiera adelantado cinco pasos, el otro lo
tenía cogido de un brazo y le gritaba:
—¡Le he dicho que se marche!
—Es lo que hago —contestó el yanqui.
—Si no se va por las buenas, lo haré detener por allanamiento de morada.
—Quisiera ver al hombre capaz de hacerlo.
Como una anguila, Pico de Halcón se escurrió de las manos del portero y
alcanzó la escalera antes de que el criado lograse cogerlo de nuevo. Ahora
hubiese habido un cambio de palabras mucho más violento si no hubiese
aparecido un señor que bajaba la escalera y se dio cuenta de la disputa.
Llevaba un sencillo uniforme y se cubría la cabeza con una gorra. Sus pasos
eran firmes y seguros, su aspecto militarmente rígido, pero en su rostro se leía
condescendiente benevolencia y sus ojos miraban con una especie de amable
reproche a los dos hombres, que se zarandeaban mutuamente.
Al ver a aquel hombre, el portero soltó inmediatamente a su adversario y
se cuadró. Pero Pico de Halcón aprovechó aquel momento de libertad para
subir la escalera, lo que hizo de tres en tres escalones, hasta que estuvo en el
mismo peldaño donde se hallaba el señor que iba a bajar. Al llegar a él, se
tocó el sombrero con la mano y saludó:
—¡Good morning, señor! ¿Puede usted decirme en qué habitación
encontraré a la excelencia del ministro Bismarck?
El interpelado miró escrutadoramente al cazador. Su bigote tembló un
poco.
—¿Quiere hablar con su excelencia? ¿Quién en usted?
—¡Hum! Eso no puedo decirlo más que a su alteza el ministro.

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—Bueno. ¿Le ha dado una cita?
—No, my old master.
—Entonces, tendrá que volverse sin haber resuelto su asunto.
—No puede ser. Mi asunto es muy importante.
—¡Vaya, vaya! ¿Un asunto privado?
El old master le causaba al trampero una impresión nada corriente. A otro
cualquiera no le hubiera contestado, pero a él le respondió:
—En realidad, no debiera decírselo, pero tiene usted tal aspecto de
gentleman, por lo que seré indulgente. No; no se trata de asuntos privados.
Pero, realmente, no puedo decirle nada más.
—¿No conoce usted a ningún señor que pudiera presentarle a su
excelencia?
—Sí, claro. Pero no está aquí. Vendrá más tarde, y no he querido esperar.
—¿Quién es esa persona?
—No es una persona, sino un teniente de húsares de la guardia. Se llama
Kurt Unger.
El benigno rostro del old master manifestó más interés.
—Conozco a ese señor. ¿Tiene que venir a Berlín para presentarle a usted
al conde Bismarck?
—Sí.
—Pero, según tengo entendido, está ahora de viaje.
—Ha regresado. Lo he encontrado en Rheinswalden, y le dije algo que le
pareció sería conveniente que se lo repitiese al ministro.
—Siendo así, haré las veces del teniente y lo presentaré a usted, si me dice
quién es.
—Aquí, no. Lo podría oír ese portero.
—¡Entonces, venga! —dijo el otro, sonriendo, echando a andar Llegaron a
una antesala.
—Bueno; aquí estamos solos. Ahora puede usted hablar.
Diciendo esto, Pico de Halcón señaló al servidor.
—¡Pero aquí tenemos otra estatua de sal!
El señor le hizo a éste una seña y el criado se retiró.
—Bueno, hable ahora —dijo el señor, con un reflejo de impaciencia en la
voz.
—Soy cazador de la pradera y capitán de dragones de los Estados Unidos,
amigo.
—¡Vaya, vaya! ¿Y el traje que lleva usted es el uniforme del ejército
yanqui?

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—No. Si toma usted este traje por un uniforme, debe entender muy poco
de asuntos militares. Yo soy un hombre muy divertido, me gusta mucho la
broma y me he puesto este traje para reírme de los badulaques que se quedan
con la boca, abierta mirándome.
—¡Eso es un deporte muy raro! Pero para presentarlo al ministro, he de
saber antes qué objeto es el que quiere tratar con él.
—Eso es precisamente lo que no puedo decirle.
—Entonces, no podrá pasar. Por lo demás, el conde no tiene ningún
secreto para mí.
—¿De veras? ¿Entonces es usted algo así como su ayudante de confianza?
—Casi podría decirse así.
—Bueno, pues me decidiré. Vengo de México.
El rostro del anciano manifestó el mayor interés.
—¿De México? ¿Ha luchado usted allí?
—Sí, viejo amigo. Primero fui guía de un inglés que le traía a Juárez
armas y dinero…
—¿Lord Dryden? ¿Ha viajado usted con él?
—Por el Río Grande del Norte, hasta que encontramos a Juárez.
—¿Entonces, ha visto usted a Juárez? —⁠Era evidente que el anciano
estaba altamente interesado en la conversación.
—Oh, muchas veces; lo he visto y le he hablado.
—¿Qué dice de su adversario, Maximiliano?
—Su situación no es muy envidiable. Su imperio se tambalea, su trono se
tambalea y su cabeza se tambalea. Naturalmente, su imperio y su trono, como
ciudadano americano y partidario de Juárez que soy, me tienen sin cuidado.
Pero me da pena la cabeza de ese hombre mal aconsejado. Pero ahora, he ido
tan lejos en mis revelaciones, que puedo incluso enseñarle mis documentos.
Pico de Halcón sacó sus papeles y se los dio al viejo caballero.
Éste los ojeó rápidamente, volvió a mirar al trampero y dijo:
—¡Deben haber allí gentes muy extrañas…!
—Y aquí también —le interrumpió el trampero.
—De eso hablaremos después. Ahora lo presentaré al conde, porque…
El anciano se interrumpió de nuevo, pues la puerta se abrió y apareció
Bismarck en persona. Había oído las voces, y como le molestaban, había
querido ver quiénes eran los que hablaban. Pero cuando vio a los dos
hombres, no pudo ocultar enteramente su asombro.
—¿Cómo, Su Majestad se encuentra aquí de nuevo? —⁠preguntó,
dirigiéndose al anciano, al tiempo que le saludaba con una profunda

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reverencia.
—¡Majestad! —exclamó Pico de Halcón⁠— ¡All devils!
Bismarck lo miró casi asustado. Pero el que había recibido el título de
«Majestad» le dijo amablemente:
—¡No tiene por qué asustarse!
—¡De ningún modo! —contestó el trampero⁠— ¡Pero si este hombre le
llama Majestad, será usted el rey de Prusia!
—Sí.
—¡Demonio! ¡Qué idiota he sido! ¡Pero quién lo hubiera adivinado! ¡Este
viejo y buen señor baja tranquilamente la escalera, me pregunta varias cosas,
y luego resulta que es el propio rey de Prusia! ¡Vaya, Pico de Halcón, este rey
te creerá un imbécil!
—¿Pico de Halcón? ¿A quién se refiere usted? —⁠preguntó el rey.
—A mí mismo. En la pradera tiene todo el mundo su apodo, por el cual se
les conoce más que por el nombre. El que me dio el mío, se fijó en mi nariz.
¿Pero, Majestad, quién es este señor?
—Es el conde Bismarck, a quién usted quería hablar.
Al oír aquello, el trampero se quedó con la boca abierta y retrocedió un
paso.
—¿Cómo? ¿Éste es Bismarck? ¡Vaya, me figuré que sería muy diferente!
—¿Cómo se lo figuraba usted?
—Pequeño, encogido y seco, como un verdadero plumífero. Pero la
corpulencia no perjudica, al contrario, causa más impresión. Ruego a su
Majestad que le diga al señor ministro quién soy yo.
El rey, sonriendo, le dio a Bismarck los papeles de Pico de Halcón.
El ministro los ojeó, y luego dijo:
—¡Venga capitán!
Diciendo esto, entró en su gabinete, después de ceder el paso al rey y al
trampero los siguió. El criado que fue a la antesala algunos minutos más
tarde, se dio cuenta al oír las voces, que a menudo cambiaban, de que allí
dentro tenía lugar una conversación muy animada.
Cuando el hotelero regresó de presentar la denuncia, se informó a
propósito de su huésped.
—¿Está aún ahí?
—Sí —respondió el camarero de antes⁠— Sigue almorzando.
—No debe salir de la casa hasta que venga la policía.
—Entonces me pondré de guardia arriba, en el pasillo.

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—No, me encargaré yo mismo de eso dijo el dueño —⁠En asuntos de esta
importancia no se tiene nunca demasiado cuidado.
Dicho esto, subió la escalera y se sentó en una silla del pasillo.
Antes de que transcurriese un cuarto de hora, se presentó la policía, que
tomó enseguida varias medidas de seguridad. Por los alrededores del hotel
paseaban algunos agentes de la policía secreta, aparentemente sin más objeto
que pasar el rato, pero sin perder un momento de vista las ventanas y la puerta
de la casa. Ocuparon también el portal y el patio, y en la próxima esquina
había un coche dispuesto para llevarse de allí al detenido.
Uno de los policías subió con dos colegas al piso para apoderarse del
hombre que buscaban.
—¿Está ahí todavía? —le preguntó al hotelero en voz baja.
—Sí. No se ha dejado ver —contestó el interpelado.
—¿Dónde están sus habitaciones?
—Número uno, ahí.
El policía se dirigió con sus acompañantes al cuarto indicado. El
camarero, atraído por la curiosidad, se acercó a ellos, pero su amo le advirtió:
—¡No se acerque demasiado; puede haber peligro!
—¡No será tan peligroso como todo eso!
—¡Qué sabe usted lo peligrosa que puede ser semejante máquina infernal,
y más teniendo la forma de un trombón! Nunca se ha visto nada parecido.
En esto, el agente se volvió a dirigir al hotelero:
—¿Ha dicho usted que ese hombre había hablado con la camarera? Creo
que lo más conveniente será que ésta entre primero.
—Pero ¿y si le da un tiro?
—No lo intentará. Nosotros sí que podríamos recibir una bala al entrar.
Pero la muchacha tiene excusas para entrar en su cuarto, sin despertar sus
sospechas, y luego puede decirnos lo que haya observado.
El hotelero hizo venir a la camarera, a la que informaron de lo que querían
hacer, y de conformidad con las instrucciones recibidas, se acercó a la puerta.
Llamó repetidas veces, pero sin obtener contestación. Así, pues, entró en
la antesala. Los otros tuvieron que esperar algún tiempo su regreso.
Y cuando al fin volvió a aparecer, su rostro manifestaba alguna
preocupación.
—¿Qué hay? —murmuró el funcionario⁠— ¿Qué hace?
—No lo sé. No estaba ni en la antesala ni en la sala. Al parecer, se ha
encerrado en el dormitorio.
—¿No ha llamado usted a la puerta?

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—Sí. Pero no me ha contestado.
—Seguramente estaría muy cansado y dormirá tan profundamente, que no
habrá oído los golpes.
—He golpeado tan fuerte, que cualquiera se hubiese despertado.
—¿Dónde guarda sus chismes?
—Se los ha llevado al dormitorio.
—Quizás está trabajando con su aparato y finge que está dormido. Venga
conmigo, señorita; usted le responderá cuando yo llame.
Los policías entraron sin hacer ruido y la camarera fue con ellos. En la
mesa estaba todavía la vajilla con los restos del desayuno.
—Llame —ordenó el agente en voz baja.
La muchacha obedeció, pero no oyó ningún ruido. Volvió a dar golpes en
la puerta, esta vez más recios, piro con la misma falta de éxito.
—Lo intentaré yo mismo —dijo el agente.
Éste se acercó a la puerta y la golpeó con tremenda fuerza. Ahora, miró
por la ventana y se convenció de que la casa estaba bien vigilada.
Luego volvió a golpear la puerta y gritó:
—¡En nombre de la ley, abra!
Tampoco obtuvo respuesta.
—Entonces, tendremos que abrir nosotros mismos. Deme la ganzúa.
Un subordinado del agente sacó la herramienta. Él mismo se inclinó para
examinar la cerradura.
—¡Demonio! —gritó— ¡Está obstruida!
—¿Ha dejado la llave puesta? —⁠preguntó uno.
—No. Ha metido algo desde aquí fuera.
—Entonces, no estará dentro.
—Al parecer, no.
Uno tras otro examinaron la cerradura, y llegaron a la conclusión de que
dentro de ella había un trozo de acero que no podían quitar.
—¡Se ha marchado! —dijo uno de los policías.
—Se ha escapado, se ha fugado —⁠añadió otro.
—¡Oh, no; la cosa es peor! —⁠dijo el superior. Y volviéndose a la
muchacha preguntó⁠—:¿Le ha dicho a usted que quería ir a la residencia de
Bismarck?
—Sí.
—Entonces, se ha marchado sin ser visto, y el ministro corre un gran
peligro. ¡Síganme, señores! ¡Tenemos que ir volando a advertir a Bismarck!
Esta casa seguirá, mientras tanto, bajo la misma vigilancia.

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Los policías hicieron una seña al cochero, que esperaba a la esquina,
subieron al coche y éste se puso en marcha con toda rapidez.
Apenas habían desaparecido, se detuvo otro coche ante la puerta. El joven
que se apeó de él era Kurt Unger. Éste no tenía la menor sospecha de lo que
había ocurrido y no podía tampoco adivinar que muchos de los peatones que
paseaban por la calle eran policías disfrazados, que vigilaban el edificio.
El joven entró en la sala del hotel para ordenarle al camarero que le trajera
un vaso de vino.
Algunos minutos después entraba la camarera. Ésta lo reconoció
enseguida y se acercó a él. En el rostro de la muchacha se reflejó un
sentimiento mezcla de asombro y de preocupación.
—¿Usted aquí, señor teniente? ¡Entonces es verdad que iba usted a venir!
—Sí. Pero ¿cómo lo sabe usted?
—Lo dijo un forastero; un hombre que, están buscando para detenerlo.
—¡Detenerlo! ¿Por qué?
—Se propone cometer un atentado con una máquina infernal.
—¡Por Dios santo! —dijo Kurt, que no sospechaba que se tratase de Pico
de Halcón.
—Sí. La casa está vigilada y la policía ha corrido a advertir a Bismarck.
—¿A Bismarck?
—Sí, el atentado va dirigido contra él.
—¡Sería horrible! ¿Quién es ese sujeto?
—El capitán americano que le espera a usted aquí. Ha afirmado que le
esperaba a usted en este hotel.
—¿No tenía ese hombre nada en su aspecto por el cual se le pudiera
reconocer fácilmente?
—Sí, una nariz terriblemente larga.
—¿Y es verdad que la policía lo sigue?
—Sí. El hotelero lo ha denunciado. Quiere asesinar a Bismarck. Tiene
muchas clases de armas y también una máquina infernal.
—¡Eso es absurdo! ¿Conque ha ido a ver a Bismarck?
—Sí.
—Entonces, no hay que perder un minuto. Tengo que ir tras él.
Kurt se levantó de un salto y corrió a la puerta. Su coche ya se había
marchado; pero encontró otro, con el cual partió a la carrera…
Mientras, la conversación de Pico de Halcón con las dos altas
personalidades había terminado. El cazador había recibido instrucciones

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según las cuales debía enviar a Kurt en cuanto llegase a hablar con Bismarck,
y luego tenía que esperar nuevas órdenes.
El trampero regresaba satisfecho a su hotel, No seguía el mismo camino
que tomara al venir, pero con el sentido de la orientación extraordinariamente
desarrollado, hubiera sido imposible que se extraviase.
Al llegar al hotel, entró en la sala. Tras el entraron los agentes de la
policía secreta, que tomó por huéspedes corrientes. Uno de los detectives fue
a su mesa y dijo:
—¿Permite? ¿No nos hemos visto antes?
—¡Váyase al diablo! —gruñó Pico de Halcón.
—Si tiene que irse al diablo uno de nosotros dos, no seré yo.
El yanqui miró al otro, estupefacto.
—Hombre, ¿quieres buscar camorra conmigo?
—Quizás —dijo el otro, sonriendo con aire de superioridad⁠— ¿Conoce
usted este objeto? —⁠y diciendo aquello, sacó del bolsillo una especie de
moneda, que le enseñó a Pico de Halcón.
—¡Vete al demonio con tu dinero! —⁠gritó el cazador⁠— Y guárdate de
ponerme otra vez la mano tan cerca de la nariz.
—¡Ah! ¿No conoce usted esta placa? Es la insignia de la policía.
Al oír aquello, el trampero puso más atención. Miró hacia varios lados y
se dio cuenta de que realmente estaba rodeado de agentes de la policía
secreta.
—¡Ah! ¿Conque es usted un policía? ¡Muy bien! ¿Y por qué me lo dice?
—Porque me intereso mucho por usted. Le exijo que conteste la verdad a
la pregunta que voy a hacerle.
Pico de Halcón volvió a mirar a su alrededor, donde se encontraban los
demás policías, y luego dijo con indiferencia:
—Los alemanes sois una gente muy extraña. Siempre estáis dispuestos a
encerrar a la gente…
—¿Sí? ¿Usted cree?
—¡Demonio, sí, estoy convencido de ello y a mi costa! Desde ayer por la
mañana, es ya la tercera vez que vienen a detenerme.
—¿Quiere usted decir que lo detuvieron ayer dos veces? ¿Y se escapó
usted?
—Naturalmente.
—Bueno, pues esta vez no se escapará.
—Espero que sí.

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—Ya me cuidaré yo de que no pueda huir. Tenga la bondad de extender
las manos.
El policía se metió la mano en el bolsillo y sacó unas esposas.
Aquello le pareció excesivo al americano.
—¡Cómo! ¿Quiere usted esposarme? ¡Por todos los demonios del
infierno! ¡Quisiera ver al hombre que se atreviese a ponerme las manos
encima! ¿Qué os he hecho yo para que me persigáis como los perros a una
liebre?
Los otros policías se habían acercado y formaban un círculo alrededor de
Pico de Halcón. A una distancia prudencial estaba el hotelero con todos sus
dependientes, mirando lo que ocurría.
—¿Que qué nos ha hecho? —preguntó el policía⁠— A nosotros, nada. Pero
usted sabrá mejor lo que ha hecho y planeado. ¿Se llama William Saunders,
no?
—Desde que me bautizaron.
—¿Es capitán de los Estados Unidos?
—Sí.
—¿Dónde ha estado usted ahora, durante su ausencia?
—Paseando.
—¿Pon dónde?
—Soy forastero; no conozco las calles.
—¿No ha ido a ver la residencia del conde de Bismarck?
—Es posible.
—Tiene usted un rostro pétreo. Esto prueba de que está descubierto;
hubiera bastado para hacer palidecer y temblar a cualquier otro hombre. Pero
usted sigue tan tranquilo.
—Será mejor que tiemble usted un poco por mí.
—Sus burlas se acabarán pronto. Usted ha negado que tuviera aún otras
armas. Y, sin embargo, lleva una máquina infernal consigo. ¿Lo confiesa?
El trampero miró asombrado al funcionario.
—¿Una máquina infernal?
—Sí, de bronce.
Al fin, Pico de Halcón lo vio todo claro. Le entró un gran deseo de lanzar
una carcajada, pero se dominó y continuó serio:
—No sé nada de eso.
—Ya le obligaremos a que confiese.
—Hágalo.
—¿Por qué ha cerrado su dormitorio?

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—¿Quiere prohibirme que lo haga?
—No, pero le agradeceré que nos lo abra. Necesito echar un vistazo a su
equipaje.
—Por mí… Estoy en su poder. Pero le advierto que no todo el mundo
sabe manejar mis armas.
—No se preocupe. Seremos prudentes. Vengan las manos.
Aquellas palabras habían sido pronunciadas con un acento que no dejaba
lugar a réplicas. Pico de Halcón se sometió; se dejó esposar tranquilamente y
fue conducido, acompañado de todos los presentes, a la habitación número
uno. Ante la puerta del dormitorio, se detuvieron todos.
—¿Usted ha cerrado esta puerta? —⁠preguntó el policía⁠— ¿Por qué?
—Porque no me gusta que la gente manosee mi equipaje. ¿No cree usted
que es una cosa razonable?
—Pero usted no sólo ha retirado la llave, sino que ha obstruido también el
agujero de la cerradura. ¿Tan… peligrosos son los secretos que usted tiene
que esconder?
—Convénzase usted mismo.
—Tendrá que abrir usted antes. ¿Qué hay en la cerradura?
—Un tornillo patentado.
—Sáquelo.
Pico de Halcón, aunque estaba esposado, se metió una mano en el bolsillo
del chaleco y sacó un ganchito, que metió en la cerradura. Con él sujetó y
movió el muelle, y así pudo quitar el tornillo patentado.
—¡Vaya, amigo! Sáqueme la llave del bolsillo y abra.
—¡Alto, no entréis! Hay que suponer que aquí se encontrarán máquinas
misteriosas y peligrosos explosivos. Que vaya delante el detenido. Así será él
el primero en volar si hubiera una explosión.
Cuatro manos sujetaron a Pico de Halcón y lo empujaron lentamente
dentro del cuarto. Sólo entonces siguieron los demás. El jefe de los policías
miró a todos lados. Primero vio el fusil. Lo cogió prudentemente y dijo:
—¿Qué clase de fusil es éste?
—Un fusil de Kentucky.
—¿Cargado?
—No.
—Pero esto no es un fusil. Es un garrote grande con el que no puede nadie
disparar con semejante trasto.
—Sí; un policía se vería negro para hacer blanco con él.

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El policía pasó por alto aquella burla, volvió a dejar el fusil en el suelo y
cogió el cuchillo.
—¿Qué clase de puñal es éste?
—¿Un puñal? ¡Demonio! ¡Creo que hay alguna diferencia entre un puñal
a un cuchillo de monte!
—¡Ah! ¿Un cuchillo de monte? ¿Ha matado usted con él a algún hombre?
—Sí.
—¡Horrible! ¿Y estos revólveres? ¿También ha matado usted a seres
humanos con ellos?
—¡Naturalmente! Son excelentes revólveres de Lyon, y con ellos se afina
la puntería maravillosamente. Por lo demás, no creo que me haya detenido
para que le instruya en el arte de las armas.
—No se impaciente. Ya vamos a lo principal. Dígame, ¿qué es aquel
objeto amarillo que brilla bajo el saco?
—La máquina infernal.
—¡Diablo! ¿Lo confiesa usted? ¿Está cargada?
—A punto de estallar.
—¿A punto de estallar? Señores, tengan el mayor cuidado. Sujeten bien a
este hombre, para que no pueda moverse. Detenido, le pregunto con qué está
cargada esta máquina.
—Con aire.
—¡Ah! Seguramente gases explosivos. ¿Puede tocarse la máquina sin que
se dispare?
—Sí —respondió Pico de Halcón muy seriamente⁠— No hay el menor
peligro.
—¿Podemos también apartar las ropas bajo las que está escondida la
máquina?
—Hágalo sin preocupación.
—Pero ¿cómo se descarga esta máquina?
—Sencillamente, soplando.
—Bueno, vamos a ver. Señores, yo mismo tocaré primero la máquina
infernal, con peligro de recibir las primeras balas.
Dicho esto, el policía quitó una camisa, un pantalón, una blusa y algunos
calcetines, que estaban tirados sobre el instrumento. Cogió todos estos objetos
con las puntas de los dedos y los retiró con el mayor cuidado. Al fin apareció
la máquina infernal ante su vista.
Con tanto cuidado como hubiese cogido una bomba con la mecha
encendida, levantó el trombón.

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—Es, ligera, como un trombón ordinario. Si los gases son explosivos
suelen ser más ligeros que el aire.
El policía sostuvo el trombón por un extremo y lo levantó a la altura de
los ojos para estudiar su construcción. De pronto, se separaron las piezas y la
más pesada cayó al suelo.
El buen hombre creyó que la máquina infernal iba a estallar. Lanzó un
grito y quedó esperando la muerte. A la caída del medio trombón siguió una
descarga, pero no la que el policía había esperado: al oír su grito de agonía,
Pico de Halcón no pudo contenerse más y lanzó tan enorme carcajada que las
paredes parecían temblar. Y aquella risa era tan contagiosa que todos se
unieron a ella, pues vieron que se trataba realmente de un viejo trombón.
El funcionario quedó al principio aturdido. Pero luego echó también al
suelo el otro medio trombón y le gritó a Pico de Halcón:
—¡Hombre, creo que está usted riéndose de mí!
—¿De quién, si no, me había de reír? —⁠contestó el trampero.
—Pues le prohíbo que se ría. ¿No ha confesado usted que tenía armas en
su dormitorio?
—¿Acaso no las tengo?
—¿Y una máquina infernal?
—También la tengo. Estese usted un mes oyéndola.
—Dijo usted que estaba cargada.
—De aire. ¿No es verdad?
—Y que estallaría.
—Si se sopla en ella. ¿Va usted a discutirlo?
—Hombre, ¿me ha tomado usted por un loco? Esta broma le costará cara.
Aunque no haya una máquina infernal, tenemos motivos suficientes para
detenerlo. Lleva usted armas. ¿Tiene licencia?
—Sí. Aquí en el bolsillo exterior de mi frac la tengo.
—¡Ah! Démela.
—Sáquela usted mismo. Ya ve usted que gracias a su amabilidad, estoy
esposado.
El funcionario metió la mano en el bolsillo indicado y sacó el papel, que
desplegó y leyó. Luego lo pasó a sus compañeros, diciendo:
—Este documento es válido, pero esta circunstancia no varía la situación,
como veremos —⁠y volviéndose a Pico de Halcón continuó⁠— ¿Usted le ha
dicho a la camarera que quería ir a la residencia de Bismarck?
—Sí.
—¿Y que se haría con él sin emplear muchos rodeos?

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—No. Lo que he dicho es que llegaría a él sin necesidad de muchos
rodeos si me ponían dificultades, para hablarle.
—Eso es una excusa.
—Pregunte a la camarera.
El policía lo hizo así, y ella declaró que el forastero tenía razón. El policía
vio que perdía otra arma.
Por tanto, se defendió diciendo:
—A pesar de todo, sigue siendo una excusa. ¿Va usted a ver al ministro?
¿Cree usted que lo dejarían pasar vestido como va?
—¡Bah! En todo caso, me dejarían pasar antes que a un policía que
confunde un trombón con una máquina infernal. Y, además, le he de decir que
ya he estado hablado con von Bismarck.
—¿Cuándo? —preguntó el policía burlonamente.
—Poco antes de volver aquí.
—Naturalmente, ¿lo dejarían pasar?
—Sí. Su Majestad el rey tuvo incluso la bondad de presentarme a su
ministro.
—¡Este hombre está loco!
En esto se oyó que alguien decía desde la puerta:
—¡No está loco! ¡Dice la verdad!
Todos se volvieron. Allí estaba Kurt Unger y tras él se veía a los policías
que habían corrido a advertir al ministro del peligro en que se hallaba. El jefe,
un inspector de policía, se adelantó y ordenó:
—Quítenle a este señor las esposas inmediatamente.
Cumplieron esta orden y luego el inspector continuó, dirigiéndose a Pico
de Halcón:
—Señor, se ha cometido con usted una gran injusticia. Quien tiene la
culpa en realidad son los que lo denunciaron, es decir, el hotelero y sus
dependientes. Puede usted pedir daños y perjuicios a esta gente, en lo cual no
le faltará nuestro apoyo. Pero yo también he recibido la orden de presentarle
nuestras excusas y de darle una satisfacción. Estoy dispuesto a ello y le ruego
me diga cuáles son sus deseos a este respecto.
Pico de Halcón miró sucesivamente a todos los circunstantes. En su rostro
se reflejó una expresión extraña. Luego replicó:
—Bien. Claro que me han de dar una satisfacción. Este señor ha tomado
mi viejo trombón por una máquina infernal. Yo exijo que acepte esta máquina
infernal, que le regalo, y que la conserve como un recuerdo memorable en que
casi salvó la vida a Bismarck.

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Todos rieron, incluso el favorecido con el generoso regalo.
—Realmente, ¿no pide usted nada más? —⁠preguntó el inspector.
—No; estoy satisfecho. Lo único que deseo es ser otra vez dueño de mis
acciones.
De acuerdo con su deseo, todos se marcharon. Sólo Kurt se quedó con él.
El joven, que hasta entonces había estado demasiado interesado en lo que
ocurría para fijarse en el aspecto del cazador, se dio cuenta ahora de su
estrafalaria manera de vestir y lanzó una carcajada.
—Pero, hombre, ¿cómo puede usted disfrazarse de esa manera?
—¡Esto me divierte! —contestó Pico de Halcón, también riendo.
—En el camino ha venido usted también gastando bromas. En Maguncia
lo detuvieron.
—Es verdad.
—Luego lo hicieron bajar del vagón…
—… pero he continuado el viaje en un tren especial.
—Sí. Y lo que es lo mejor, se ha vengado usted haciendo detener al
coronel y al teniente.
—¡Ah! ¿También sabe usted eso?
—Todo el mundo contaba sus aventuras en el tren, y por la descripción de
su aspecto, vi que sólo podría ser usted el héroe. Por lo demás, los dos
oficiales eran enemigos personales míos. Habían estado intrigando contra mí,
y yo me vengué descendiendo del tren y certificando sus personalidades, de
modo que los libertaron. Me quisieron obligar a batirme con ellos, pero yo les
dije que el hombre que ha recibido un bofetón de un músico ambulante ha
perdido el honor, y nadie puede batirse con él sin deshonrarse también. Con
esto me deshice de ellos.
—¡Hum! ¿Y qué hacemos ahora?
—Saldremos hoy mismo para Le Havre y México. Después de haber oído
sus informes sobre Juárez y Maximiliano, mis instrucciones han sido
ampliadas y renovadas. Tengo que proceder con la mayor premura. Pero
ahora vamos, ante todo, a satisfacer las exigencias del momento.

Fin de la cuarta parte de la obra Del trono al cadalso

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Colección «Del trono al cadalso»

L a obra «Waldröschen» es la más popular novela alemana por entregas del


siglo XIX. Con una extensión de 2612 páginas, Karl May la ofreció a sus
lectores bajo el seudónimo de «Capitán Ramón Díaz de la Escosura»,
publicándose en 109 fascículos en dos publicaciones periódicas desde
diciembre de 1882 a agosto de 1884.
Es la más famosa de todas las obras de ficción populares publicada
entonces.
El conjunto de novelas «Vom Thron auf dem Schafott». (Del trono al
cadalso) se compone de cinco volúmenes:

Del trono al cadalso

1. Volumen I. Schloss Rodriganda [Castillo Rodriganda].


2. Volumen II. Rhein zur Mapimí [Desde el Rhin hasta Mapimí].
3. Volumen III. Benito Juárez
4. Volumen IV. Trapper Geierschnabel [El cazador Pico de Halcón].
5. Volumen V. Sterbende Der Kaiser [El Emperador moribundo].

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KARL «FRIEDERICH». MAY. (25 de febrero, 1842 - 30 marzo, 1912) fue
un escritor alemán muy popular durante el siglo XX. Es conocido
principalmente por sus novelas de aventuras ambientadas en el Salvaje Oeste
(con sus personajes Winnetou y Old Shatterhand) y en Oriente (con sus
personajes Kara Ben Nemsi y Hachi Halef Omar).
Otros trabajos suyos están ambientados en Alemania, China y Sudamérica.
También escribió poesía, una obra de teatro y compuso música (tocaba con
gran nivel múltiples instrumentos). Muchos de sus trabajos fueron adaptados
en series, películas, obras de teatro, audio dramas y cómics.
Escritor con gran imaginación, May nunca visitó los exóticos escenarios de
sus novelas hasta el final de su vida, punto en el que la ficción y la realidad se
mezclaron en sus novelas, dando lugar a un cambio completo en su obra
(protagonista y autor se superponen, como en «La casa de la muerte»).

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