MONEY Academy 1

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SIMULACIÓN Y JPG

1
NATALIA
de
Carlos nunca ha escuchado palabras como SANTIAGO
«mercados de derivados» o «criptoactivos».
Tampoco ha viajado nunca en un avión privado.

M.O.N.E.Y. ACADEMY
Y, por supuesto, jamás se ha codeado con los

y la fuente de la eterna riqueza


hijos de las familias más ricas y poderosas del
mundo.
Carlos es solo un niño normal. Pero, durante
este curso, todo va a cambiar para él.
Ha sido aceptado en la M.O.N.E.Y. Academy,
un exclusivo colegio especializado en formar a
los jóvenes líderes del futuro.
Pronto entenderá que los métodos de su nuevo
colegio son todo menos tradicionales y com-
prenderá que un gran destino le aguarda… ¡si es
capaz de superar todas las pruebas que le espe-
ran en el camino!

planetadelibrosinfantilyjuvenil.com
@kidsplanetlibros

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Ilustraciones de Anna Franquesa


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DESTINO INFANTIL Y JUVENIL
infoinfantilyjuvenil@planeta.es
www.planetadelibrosinfantilyjuvenil.com
www.planetadelibros.com
Editado por Editorial Planeta, S. A.

© del texto: Natalia de Santiago, 2024


© de las ilustraciones de interior y cubierta: Anna Franquesa, 2024

© Editorial Planeta S. A., 2024


Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona
Primera edición: enero de 2024
ISBN: 978-84-08-28042-2
Depósito legal: B. 882-2024
Impreso en España

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La Academia

—Lo vas a pasar fenomenal, ya verás.


Habría sonado más convincente si su padre se hu-
biera atrevido a mirarle a la cara, pero por lo visto te-
nía algo interesantísimo en la punta del zapato.
—De verdad, Carlos —siguió diciendo, concentra-
dísimo en las serpentinas imaginarias que estaba dibu-
jando con el pie en las baldosas del aeropuerto—, esto
va a ser un... un... una...
«Una pesadilla», pensó Carlos, pero bastante tenía
su padre con la que le iba a caer al volver a casa. Pocas
veces había visto a su madre tan enfadada.
—Ya... sí... seguro, papá —dijo buscando algo a su
alrededor que le pudiera salvar de esta situación tan
incómoda.
La señorita Rothweiler seguía al teléfono, andando

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de un lado a otro debajo del cartelón de próximas sa-
lidas como un animal enjaulado. Tenía el pelo recogi-
do en la nuca con un moño tan tirante que era difícil
saber si siempre tenía esa expresión de agente del ser-
vicio secreto ruso o si era la coleta lo que no le dejaba
mover la cara. Cada vez que pasaba cerca de ellos, se
oían cosas como «inaceptable» y «para ayer», y Carlos
no podía evitar preguntarse qué tipo de colegio man-
da a recibir a sus alumnos a una señora que parecía no
haber sonreído en los últimos diez años.
—Creo que se está haciendo tarde —soltó a la de-
sesperada—. Igual es mejor que nos vayamos despi-
diendo.
—Sí, sí, claro —dijo su padre mirándole, ahora sí,
por el rabillo del ojo—. Cuídate mucho, campeón. Y llá-
manos en cuanto llegues, ¿vale?
—Sí, no te preocupes, os llamo. Dale un beso a
mamá de mi parte.
—Mamá... —Su padre frunció el ceño como si algo le
hubiera dado acidez—. Mándale muchos wasaps. Y fo-
tos. Muchas fotos. Que vea que te lo estás pasando bien.
Carlos estaba seguro de que se lo iba a pasar de todo
menos bien, pero ya era demasiado tarde para andar
preocupándose por eso. Sin pensarlo más, se ajustó las
correas de la mochila, le dio un beso a su padre y se
colocó detrás de la señorita Rothweiler, al lado de otro

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niño que parecía estar intentando volverse invisible
por todos los medios.
—Hola —lo saludó Carlos sin querer darse la vuelta
para ver si su padre se había ido ya.
El niño pegó tal brinco que casi se le caen las gafas.
—Perdona, no quería asustarte, tú también vas a la
M.O.N.E.Y. Academy, ¿no?
El niño pestañeó dos veces a través de unos cristales
de culo de vaso que le hacían los ojos enormes. Cual-
quiera hubiera dicho que lo último que esperaba de
esta vida es que alguien le hablara.
—Empiezo este año —dijo muy bajito, como si ser
nuevo fuera un pecado inconfesable—. Mis hermanos
están ya en Mercados de derivados y Criptoactivos.
Levantó la vista tímidamente y señaló con la cabeza
hacia un chico y una chica tres o cuatro años mayores
que Carlos que estaban enfrascados haciendo algo en
una tablet.
Al ver que Carlos no contestaba, el niño siguió:
—Ya sabes, el bachillerato en la M.O.N.E.Y. Aca-
demy...
En ese momento, los adolescentes estallaron en un
«¡toma ya!» a todo volumen y chocaron los cinco con
un saludo de rapero cutre.
—Te lo dije —exclamó el chico sin levantar la vista
de la pantalla. Parecía recién salido de un anuncio de

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pasta de dientes—. Ese spread estaba pidiendo a gritos
un short.
—No te emociones. Cuando los fondos empiecen a
soltar lastre, veremos si aguantan el squeeze —contestó
la chica. A diferencia de su hermano, no se había pei-
nado desde hacía por lo menos un siglo y llevaba las
gafas sucias no, lo siguiente.
Carlos no tenía ni pajolera idea de qué estaban ha-
blando, pero la señorita Rothweiler se materializó a su
lado y no tuvo tiempo de seguir investigando.
—Ya estamos todos —dijo chasqueando los dedos
sin separar el teléfono de la oreja—. Vamos, que nos
está esperando el avión.
Carlos echó un último vistazo atrás, rezando por
que su padre apareciera para decirle que todo había
sido un error, que podían volver a casa y seguir con su
vida como siempre.
Pero allí ya no había nadie.
Resignado, se colocó entre el niño de las gafas y sus
hermanos, y se dispuso a seguir a la señorita Rothwei-
ler, que ya estaba avanzando por el pasillo a grandes
zancadas como si no tuviera un minuto que perder.
—¿Sabes que nosotros no vamos por el check in
normal? La Academia tiene un hangar especial —le
susurró el chaval de las gafas mientras todos se apre-
suraban para seguir el ritmo de la Rothweiler, que se-

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guía ladrándole al teléfono sin preocuparse lo más mí-
nimo por si los chicos seguían detrás de ella o no.
—Por cierto, yo soy Carlitos y ¿tú?
—Carlos —contestó Carlos.
—Sí, Carlos o Carlitos, lo que prefieras. Pero tú
¿cómo te llamas?
—No, es que yo también me llamo Carlos.
—¿Carlos? ¿En serio? —dijo Carlitos, con cara de
que aquello eran malísimas noticias—. Empezamos
bien, dos Carlos...
Carlos tardó unos segundos en darse cuenta de
por qué el otro Carlos parecía tan decepcionado. Has-
ta que se le empezó a encender en el cerebro, cual luces
de neón, todo el arsenal de motes que iban a tener que
soportar: Carlos el Gafotas y Carlos el... ¿Tirillas? Eso
como poco. Y como alguien se enterara de que había
participado en las audiciones para el programa de bai-
le de la tele... Si la cara de Carlitos era un poema, la de
Carlos tampoco debía de andar lejos.
Desmoralizados, los niños siguieron a la señorita
Rothweiler por un millón de pasillos y varios contro-
les de seguridad, hasta que llegaron a una puerta de
metal flanqueada por dos tipos enormes con brazos
como muslos de velocirráptor.
La señorita Rothweiler colgó por fin el teléfono —un
modelo que Carlos no había visto nunca, planísimo,

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con una pantalla enorme y una resolución increíble— y
empezó a enseñarles códigos a los de seguridad que los
iban comprobando uno a uno con un escáner móvil.
Después de reconocerle las retinas, las puertas co-
rrederas se abrieron a cámara lenta. Eran de esas de
película con grandes cilindros de acero que se encaja-
ban unos con otros. Aquello parecía más una caja fuer-
te que un aeropuerto.
Carlos iba a seguir a la señorita Rothweiler, pero
uno de los de seguridad se interpuso en su camino.
—¡Alto! —dijo gesticulando hacia el escáner—. La
retina.
—No... yo no...
—¡La retina! —le interrumpió el otro blandiendo el
aparato delante de Carlos, que casi se queda ciego con
tanta luz verde.
Abrió la boca para explicarles que era nuevo y que
nunca había estado allí, pero, para su sorpresa, el apa-
rato pareció reconocerle y, después de un bip, el de
seguridad le dejó pasar.
Carlos se quedó alucinado. ¿Cómo demonios tenía
esta gente una copia de su retina?
Detrás de la puerta había un pasillo que daba al ex-
terior, donde les esperaba un avión. No era muy gran-
de y estaba pintado completamente de negro, sin nin-
guna letra ni ningún símbolo que lo identificara. Hasta

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las ventanillas parecían estar tintadas. Y estaba relu-
ciente, como si acabaran de sacarle brillo.
Al aproximarse la señorita Rothweiler, la escaleri-
lla se abrió de manera automática y otro individuo de
dimensiones desproporcionadas los recibió a bordo
de lo que, clarísimamente, era un avión privado.
Solo de pensar en lo que debía costar montar todo
ese tinglado para llevar a un puñado de niños al cole-
gio se le revolvió el estómago. Le vinieron a la cabeza
todas esas conversaciones nocturnas que sus padres
pensaban que no había oído y todas las veces que su
madre le había pedido a su padre que lo reconsidera-
ra, que era mucho riesgo, que qué iba a pasar si no
aprobaba y tenían que devolver el dinero de la beca.
Y su padre, siempre optimista:
—Es una oportunidad, María. ¿No te das cuenta?
Solo cincuenta niños de todo el mundo tienen esta
oportunidad cada año. ¿Te haces cargo? ¡Cincuenta!
¿Eso qué es? ¿El cero coma cero cero cero cero cero
cero uno por ciento de la población?
—Y ¿eso es bueno? Quiero decir, ¿bueno para nues-
tro hijo?
—El mundo está cambiando, María, y los merca-
dos están ganando. O conoces el juego o estás perdido.
Cuanto antes lo aprenda, mejor.
—Pues yo no quiero que se convierta en un tiburón

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como todos esos cretinos de tu trabajo. No te das cuen-
ta, Dani, pero has cambiado. Te han sorbido el seso y
ahora se lo van a sorber a Carlos también.
A juzgar por su cara de funeral, el otro Carlos debía
de estar absorto en pensamientos igual de lúgubres.
Sin mediar palabra, los dos chicos siguieron a la seño-
rita Rothweiler al interior del avión. Por dentro era
todo tan blanco que hasta daba cosa pisar la moqueta
impoluta.
Cabizbajos, se sentaron detrás de los hermanos de
Carlitos, que estaban saludando a unos adolescentes
que debían de haber venido de otro sitio en el avión.
Así estaban, venga a suspirar, cuando una cabecita re-
peinada apareció entre los respaldos de cuero blanco.
—¡Hola! —los saludó una niña que tenía los ojos
casi tan negros como las dos trenzas que le colgaban a
cada lado del cuello—. Vosotros también vais a prime-
ro, ¿no?
Antes de que pudieran contestar, otra cabeza idén-
tica se asomó por encima de la de su hermana.
—Claro que van a primero, mírales la cara de ajo
que traen.
—Nosotras también —apostilló la otra—. En reali-
dad, tendríamos que estar en el Centro de Natación
Sincronizada de Benicasim, pero esta...
—¿Cómo que esta? ¡Si la culpa fue tuya!

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—¿Mía?¡Mía! ¡Mira que tienes jeta! La que te ade-
lantaste medio compás fuiste tú, que tienes el oído en
el cu...
—Pero ¡qué dices! ¿Mal oído, yo? Tú lo que pasa es que...
Justo cuando parecía que se iban a enzarzar en una
pelea de gallinero, debieron de recordar que no esta-
ban solas y se volvieron hacia los chicos como si nada,
con sendas sonrisas de oreja a oreja.
—Nosotras somos Luz... —dijo una.
—... y Luna —dijo la otra.
«Lo que faltaba», pensó Carlos. «Carlos, Carlitos,
Luz y Luna...». Parecía una broma pesada, era como
llegar al colegio pidiendo guerra. Pero a las niñas no
parecía importarles.
—Nuestra madre trabaja en la Fundación Nakamo-
to —les explicó una—. Ya sabes, de Mullhogan,
Ohlund y Na...
—... kamoto —la interrumpió la otra—. Como viaja
mucho, vivimos con mi abuela.
—Pero como el señor Nakamoto es tan importan-
te... —dijo la que tenía una paleta un poco rota y que
pronto aprenderían a identificar como Luna.
—... nos ha conseguido la plaza en el último mo-
mento, por lo de la sincro...
Se miraron como si fueran a enfrentarse otra vez.
Pero no.

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—Al principio no queríamos venir —confesó Luna,
la del diente roto.
—Pero mi abuela dice que es una oportunidad úni-
ca —añadió Luz, con sus paletas intactas.
—¡E irrepetible! —exclamaron las dos al unísono.
«Nos la han colado a todos», pensó Carlos mientras
los de seguridad, que parecían salidos de una escuela
ilegal de boxeo, cerraban las escotillas para iniciar el
despegue.
No le dio tiempo a pensar mucho más porque las
gemelas, además de ser idénticas como dos gotas de
agua —salvo por la paleta—, se habían aprendido el
folleto de la M.O.N.E.Y. Academy de memoria, como
si les fueran a hacer un examen al llegar.
El viaje se le hizo eterno, pero, gracias a ellas, cuan-
do el avión comenzó a descender y empezaron a dibu-
jarse unas islas diminutas en mitad del mar, Carlos ya
sabía que aquello eran las No Name Islands, un archi-
piélago propiedad del Mullhogan Holding Inc., que se
había asociado con el fondo Ohlund Ventures Ltd. y la
Fundación Nakamoto para crear allí la academia más
exclusiva del mundo. Una oportunidad única —e irre-
petible, no nos olvidemos— para un puñado de niños
escogidos entre los que, no sabía ni cómo ni por qué, se
había colado él.
«Bueno, un año no es tanto», pensó escudriñando el

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horizonte por la ventanilla. En un punto elevado de
una de las islas empezaba a vislumbrarse entre las nu-
bes el contorno de un edificio de cristal que parecía
sacado de una película futurista. «Solo tengo que apro-
bar, aunque sea por los pelos. No puede ser tan difí-
cil...».
Cuanto más se acercaban, menos fe tenía en sus
propias palabras.

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