En Casa, Al Amanecer - Alexis Harrington
En Casa, Al Amanecer - Alexis Harrington
En Casa, Al Amanecer - Alexis Harrington
ISBN: 9781503953451
www.apub.com
Para los chicos
ÍNDICE
CAPÍTULO UNO
CAPÍTULO DOS
CAPÍTULO TRES
CAPÍTULO CUATRO
CAPÍTULO CINCO
CAPÍTULO SEIS
CAPÍTULO SIETE
CAPÍTULO OCHO
CAPÍTULO NUEVE
CAPÍTULO DIEZ
CAPÍTULO ONCE
CAPÍTULO DOCE
CAPÍTULO TRECE
CAPÍTULO CATORCE
CAPÍTULO QUINCE
CAPÍTULO DIECISÉIS
CAPÍTULO DIECISIETE
CAPÍTULO DIECIOCHO
CAPÍTULO DIECINUEVE
CAPÍTULO VEINTE
CAPÍTULO VEINTIUNO
CAPÍTULO VEINTIDÓS
EPÍLOGO
ACERCA DE LA AUTORA
CAPÍTULO UNO
Riley tragó saliva para deshacerse del nudo que de repente se le había
hecho en la garganta. Ojalá Whip no hubiese mencionado a Susannah;
llevaba dieciséis meses sin verla. Dios, parecía una eternidad. La extrema
soledad y el aislamiento que a menudo sentía, a pesar de estar rodeado por
miles de hombres, eran problemas con los que no había contado cuando se
marchó de casa. ¿Cómo podía una persona sentirse aislada en medio de una
muchedumbre? Así se sentía él.
Cerró los ojos y se le apareció la larga cabellera, negra y rizada, de
Susannah, su cutis suave, la dulce curva de su cadera bajo la combinación,
la forma en que lo miraba con aquellos ojos chocolate oscuro cuando
estaban a solas. Se la imaginó sumergida hasta los muslos entre la hierba
alta del verano, le sonreía, y con el brillo de su mirada lo hacía ir a su
encuentro, él enroscaba sus manos entre su pelo. Después lo atraería más y
más hacia ella, hasta un lugar donde nadie pudiese encontrarlos.
Si se concentraba de verdad, aún podía recordar su perfume: corteza
de cerezo y almendras. Se sorprendió a sí mismo olisqueando con un
ímpetu tal que lo devolvió a sus circunstancias actuales.
Las trincheras olían a… la verdad es que no había forma de describir
ese olor. Había tantas cosas que contribuían a ese hedor: miles de tumbas a
poca profundidad, comida, letrinas rebosantes, cuerpos sin lavar, sacos de
arena podridos, todo mezclado con el barro estancado. Sentado aquí en la
oscuridad no había forma de ver las ratas pardas que él sabía que
correteaban sin miedo entre las trincheras. Algunos de aquellos asquerosos
roedores eran tan grandes como gatos domésticos, pues no les faltaba
comida. Se atiborraban de los restos humanos que había desparramados por
los campos. Algunos veteranos de la campaña juraban que las ratas
presentían el fuego inminente de la artillería alemana, por lo que
desaparecían corriendo hasta que acababa.
Qué le había hecho pensar en un principio que la guerra sería una
experiencia glamurosa y noble era algo que ahora se le escapaba. Nada de
lo que había hecho cuando se encargaba de la granja de caballos lo había
preparado para los kilómetros de alambres de púas, las ametralladoras
capaces de reducir un pueblo a escombros en cuestión de minutos ni la
brutalidad insoportablemente inhumana de la que había sido testigo. Si bien
era cierto que aquellos hombres tampoco estaban preparados para lo que
presenciaban. Diablos, pero al menos podía haber esperado a que lo
reclutasen, como habían hecho otros.
A veces… solo por un instante… deseaba haber dejado que Cole
ganase la discusión por ver quién debía irse y quién debía quedarse. Cole
había querido ser quien estuviese aquí.
Claro que su padre había proclamado a los cuatro vientos e insistido
en que sus dos hijos conquistarían el honor y la gloria para el apellido
Braddock. Riley ni siquiera se había planteado la posibilidad de no alistarse,
pero la insistencia del cascarrabias de su padre no había funcionado en Cole
y Riley se alegraba de que así hubiera sido. Había habido resentimiento
entre ellos, Riley y su hermano, por el desarrollo de los acontecimientos,
pero alguien tenía que ayudar a Susannah con el trabajo y su padre ya no
estaba para esos trotes.
Y aquellos días de eterno verano, dorados y de luz tenue, que él
recordaba tan bien… eran el motivo por el que estaba aquí, en Francia. Eran
la razón por la que él, junto a otros, estaban combatiendo contra un enemigo
que quería aplastar su libertad y someterla bajo el cruel yugo de la tiranía. O
al menos eso era lo que les habían contado. Aunque él ya no creía en
aquello. Si muriese, ¿de qué le serviría la libertad?
Inclinó la cabeza hacia atrás y miró al cielo. No había mucho que ver,
pero por lo menos había escampado.
CAPÍTULO CINCO
—Niño, ¿en qué andas metido ahora? —Shaw Braddock tiró de las riendas
de su caballo delante de la casa de Cole.
Maldita sea, pensó Cole, apretando con la mano el asa de la maleta.
Tenía la esperanza de que la taberna y el ajetreo por los actos por los bonos
Liberty mantendrían a su padre ocupado hasta que hubiese acabado de
llevar los avíos de Jessica al nuevo espacio donde estaría la consulta. Puede
que no se hubiese enterado de que el alcalde la había reclutado para sustituir
a Pearson ni de que iba a vivir en la casa del médico, pero aquí estaba Cole,
con los baúles de Jessica en el Ford y aparcado delante de la consulta. En la
acera, junto a él, estaba Winks Lamont, a quien había contratado para que lo
ayudase a mover el baúl atestado de libros. No le costaría mucho más que el
precio de un par de cervezas; aquel viejo e ingenuo borrachín pasaba casi
todo el tiempo gorroneando bebidas al final de la barra de Tilly. Y, la
verdad, tampoco valía mucho más. Winks olía igual que un queso podrido
dejado en un retrete al aire libre durante una ola de calor.
—Creía que andabas empinando el codo en la taberna.
—Eso ya lo he hecho. Voy de camino a casa. Pronto oscurecerá. —El
viejo agitó una mano más o menos en dirección a su domicilio—. Hemos
estado presionando a esos desertores entre el gentío, los que dicen que no
pueden alistarse en el Ejército justo ahora. Todos salen con excusas baratas
y quejicas: «Le hago falta a mi madre», «No veo bien», «Tengo que cuidar
del ganado». Tu hermano no dijo ninguna de esas tonterías. Fue y punto,
como tiene que hacer un hombre. No es cuestión de que te venga o no te
venga bien. Es la guerra.
—Quizá esos hombres no se están inventando excusas —ex-plicó
Cole apretando la mandíbula—. Probablemente dicen la verdad.
—¡Bah! Da igual, todavía no me has contado qué haces con esta
basura.
—Jessica se va a quedar un mes aquí.
—Ah, sí, ¿no? —El viejo lo miró desde el elevado lomo de Muley.
—Ajá —respondió Cole, levantando la maleta de la camioneta—.
Horace le ha pedido que se quede una temporada y el ayuntamiento paga el
alquiler. —Se encogió de hombros—. Es mejor eso a tenerlo vacío mientras
esperamos al otro médico. —Se apoyó con una mano en la puerta de atrás y
saltó dentro de la caja de la camioneta—. Vamos, Winks, agarra el otro
extremo. Movamos este trasto y acabemos de una vez.
—Eso es lo malo de Horace Crookson —empezó a decir su padre—,
siempre abre la boca antes de pensar. No nos hace falta esa doctorcita, se
cree demasiado lista para…
—Shaw, cuánto me alegro de volver a verlo. —Jessica salió de la
consulta. Llevaba una cesta y cruzó la acera—. ¿Le apetece una rosquilla?
Las he comprado en la panadería. —Levantó la servilleta que cubría los
pastelitos y alzó la cesta para que alcanzase.
Cole observaba desde la camioneta. El viejo parecía avergonzado de
verdad. Siempre le habían podido los dulces.
—Una rosquilla… —Le habían echado por tierra sus quejas, y desvió
su atención.
—¿Cómo sigue todo? —preguntó Jessica, señalando con la cabeza
hacia los dedos deformados y llenos de nudos con los que aceptaba la
invitación—. Parece que esa artritis sigue dándole la lata.
—Bueno, no mejora con los años, ¿no? —respondió bruscamente
mientras daba un buen mordisco.
Ella sonrió, haciendo caso omiso de su mal humor.
—No, pero puede remitir… Me refiero a que a veces puede mejorar,
sobre todo con el buen tiempo.
Su cara de pocos amigos se acentuó y tragó.
—¡No tiene gracia, muchachita! Eso ya lo sé yo. —Después añadió
para Cole—: ¿Qué te dije? Los médicos no sirven de nada y los nuevos no
tienen más idea que los viejos.
—Es una pena que no haga ejercicio y salga más a menudo —
continuó ella—. Amy me contó que pasa mucho tiempo en el salón y que
hace que Susannah se lo haga todo. La enfermedad empeora si el paciente
se limita a estar sentado. —A Jess eso siempre se le había dado bien, poner
al viejo en su sitio.
—¡Sentado! Habrase visto…
Las carcajadas de Winks gorgotearon con la flema. Cole se dio la
vuelta para esconder su sonrisa de oreja a oreja. Su padre se metió el resto
de la rosquilla en la boca, grande y rectangular, mientras se le subían los
colores de su curtida cara.
—Eso es lo que les digo en casa, que estoy como siempre, pero
pretenden que me quede clavado a la mecedora. —De su boca salieron
volando migas y azúcar en polvo—. Dicen que estoy demasiado viejo y
agarrotado para hacer otra cosa. Susannah quiere convertirme en un
inválido con tantas atenciones y tantos mimos. ¡Ja! Todavía soy capaz de
patearle el culo a cualquiera que se proponga ponerme a prueba. ¡Y eso
también va por ti, jovenzuelo! —amenazó a Winks, que no era mucho más
joven que él.
Le dio media vuelta a Muley y se marchó al trote hacia la granja,
descuajaringando seguramente las articulaciones tanto del caballo como del
jinete. Jessica se despidió con la mano al ver al viejo marcharse, divertida y
aliviada por librarse de él. Sabía que nunca la había mirado con buenos ojos
y, después de que se marchara de Powell Springs por primera vez, se había
mostrado absolutamente grosero durante sus posteriores visitas. Pero a lo
que no estaba dispuesta era a quedarse merodeando detrás de los visillos
que cubrían la ventana en mirador de la consulta escuchando cómo la
criticaba. Se volvió y descubrió a Cole sonriéndole. Una sonrisa familiar
que le tocó la fibra sensible.
—No ha estado mal, Jess.
—Sigue siendo un hueso duro de roer, ¿verdad? —dijo observando
cómo se levantaba el polvo alrededor de las pezuñas en retirada de Muley.
—Sí, bueno, digamos que no ha mejorado con los años. Nos trata
como si tuviésemos diez años e intenta dominar el mundo.
—Lo que ahora me preocupa es que le haya hecho un flaco favor a la
pobre Susannah y puede que también a Amy por chivarme.
—Que no te engañe el viejo —dijo agarrando su extremo del baúl y
levantándolo, con la camisa pegada al torso—. Le gusta acaparar toda la
atención. Y Amy con sus zalamerías consigue de él cualquier cosa. De él o
de quien sea, es parte de su encanto.
Mientras observaba a Cole y a Winks ingeniárselas para pasar con el
baúl por aquella estrecha puerta, su mirada fue a parar a la nuca de Cole,
donde el pelo mojado por el sudor se le rizaba debajo del cuello de la
camisa. De forma involuntaria, dejó que su exploración visual se deslizase
por su espalda esbelta y ancha y luego descendiese hasta la parte posterior
de sus vaqueros, justo antes de que él desapareciese en la oscuridad de la
consulta. Alzó la mirada, negándose a caer en una trampa empujada por la
falta de confianza en sí misma y las críticas a posteriori. El año y medio que
había pasado había sido bastante duro.
—¿Quieres descargar estos libros? —oyó que Cole le decía desde la
habitación de atrás.
Cruzó la ordenada sala de espera hasta la sala de reconocimiento,
donde Cole aguardaba con Winks. Su expresión ya no era tan hostil como lo
había sido antes, pero la sonrisa momentánea que había visto en la calle ya
había desaparecido. Era como si una nube hubiese tapado el sol, dando paso
al frío.
—No tiene sentido. No me voy a quedar, ya lo sabes.
—Sí, lo sé. —Sus ojos se detuvieron sobre ella antes de que se
volviese hacia el baúl. Metió la mano en el bolsillo delantero de sus
ajustados vaqueros y sacó un dólar plateado, que entregó a Winks—. Aquí
tienes, viejo ladrón de caballos. No te lo gastes todo en el mismo sitio.
—Gracias, Cole. —Winks prácticamente se abalanzó sobre el dinero,
mostrando su sonrisa estúpida y casi desdentada. Saludó con la cabeza a
Jessica y los dejó allí de pie, a solas otra vez, incómodos.
—Seguramente ya va camino al local de Tilly a beberse ese dólar —
apuntó Cole, con la camisa desabrochada hasta el centro del pecho, dejando
entrever la bronceada uve que ella sabía que se aclararía durante el invierno
pero nunca desaparecería del todo.
—Puede que si todos los que estén a su alrededor también beben,
consigan anestesiar su sentido del olfato. He estado en autopsias de cuerpos
sacados del río Hudson que eran menos… aromáticos.
Él volvió a soltar una carcajada. Después la escrudiñó con una mirada
tensa e inquisitiva. Después de todo lo que había sucedido, ¿por qué daba la
impresión de que nada había cambiado? Por un instante fugaz, ella esperó
que él le abriese los brazos y, si lo hacía, se sentiría más que tentada a
cruzar la estrecha franja que los separaba y fundirse en su abrazo. El sonido
de unas pisadas retumbaba en algún lugar remoto de su consciencia, pero no
podía romper el contacto visual con él. Hasta el aire parecía haberse
condensado entre ellos.
—Ah, estáis aquí. —Amy apareció por la puerta trasera de la consulta
—. Conseguí escaparme de los vendajes y… —Al mirarlos, su sonrisa se
desvaneció—. ¿Va todo bien? ¿Ya te has mudado?
—Eh… sí. Sin contratiempos. —Jessica consiguió decir finalmente—.
Cole, te devolveré el dinero que le has pagado a Winks.
—Ni pensarlo. —Dio un paso atrás e hizo un gesto de negativa con la
mano. Miró a las dos mujeres—. Tengo que volver al trabajo. —Se dio la
vuelta y salió.
—Vaya, qué raro todo —apuntó Amy viéndolo marcharse.
Jess desvió la mirada, mientras inhalaba la mezcla combinada de la
fragancia de vainilla de su hermana y el perfume igualmente familiar de
Cole.
Jessica pasó una noche muy larga al cuidado de Eddie. Hizo que se tomara
las pastillas cada dos horas, pero solo pudo tragar algunas. Si sirvieron de
algo, fue de poco. Ella no se acostó, se quedó sentada en una silla, en su
apartamento, con ambas puertas abiertas para poder oírlo. Aunque habría
sido difícil no hacerlo: su tos era tan violenta que parecía que iba a levantar
el tejado de la segunda planta. Durante esas horas, sentada en su cocinita,
bebiendo café e intentando idear algún tratamiento, redactó los telegramas
que enviaría al doctor Martin en el Hospital General de Seattle y a la oficina
de la Cruz Roja que habían abierto hacía un año en Portland. A pesar de que
tenía que explicarle al doctor Martin por qué no iría a Washington tan
pronto como él le había pedido, aprovechó también para solicitarle
información actualizada sobre la gripe que acechaba a las puertas de su
pueblo natal.
Al menos le servía para pensar en otra cosa que no fuese Cole y el
efecto que seguía causándole.
Bebió el café solo y amargo. La nata y el azúcar eran bienes de lujo
difíciles de conseguir en esa época; de hecho, se consideraba un acto de
nobleza pasar sin ellos y un motivo de vergüenza consumir cualquier cosa
que debiera enviarse a las tropas. Le temblaban las manos por el cansancio
y la cafeína mientras se esforzaba por contener la marea de reproches que
seguía tratando de envolverla. ¿Cómo podía haberse aislado tan
herméticamente hasta el punto de perder el contacto con los
acontecimientos que sucedían a su alrededor? ¿Cómo era posible que no
hubiese oído hablar de esta enfermedad que se estaba cebando con la
población civil? Conocía la respuesta, pero ni le servía de consuelo ni era
una excusa que estuviese dispuesta a aceptar.
Sí, los recuerdos de aquellas personas indefensas en aquellas casas de
vecinos seguían atormentándola, pero hacía años que su destino había
quedado decidido. Al hacerse médico, también había jurado aceptar lo malo
de la profesión. Enfrentarse al sufrimiento humano era parte de la misma.
No todas las vidas podían salvarse, y aquellas personas que sí podían
salvarse no salían nada bien paradas, pero había tantas que ni siquiera la
superaban…
En cualquier caso, tampoco servía de nada patalear. Tenía que retomar
la vocación donde la había dejado y esforzarse por aprender todo lo que
pudiera sobre esta epidemia.
Los pálidos rayos del alba parecían llegar tarde por el cargado cielo
plomizo que amenazaba lluvia. Alrededor de las siete, Jess oyó que
llamaban con fuerza a la puerta principal. Sin saber qué le esperaba, corrió
escaleras abajo para contestar. Reconoció a Helen Cookson, la madre de
Eddie, de pie, al otro lado del cristal. La cara angulosa de Helen tenía un
aspecto demacrado y mustio. Llevaba el pelo, salpicado de canas plateadas,
recogido en un moño; Jessica supuso que no había dormido mucho más que
ella.
—He venido en cuanto he podido —dijo Helen con voz temblorosa.
En la entrada, Horace Cookson estaba amarrando las riendas alrededor del
freno de su carro—. ¿Cómo está mi niño?
Jess se hizo a un lado y la dejó pasar.
—Tiene una fiebre más alta de lo que me gustaría y momentos de…
confusión.
—¿Confusión?
—Delirio —admitió Jess—. Lo estoy medicando, pero no estoy segura
de cuánto está sirviendo. Lo que necesita sobre todo es muchos cuidados y
descanso.
—Cole dijo que tiene la gripe —el tono de Helen le dio gravedad a
aquella palabra.
La gripe.
—Sí. —Al menos no había dicho la peste.
Horace, vestido de cualquier forma, en mono y camisa de faena de
rayas azules, entró después. Este atuendo parecía más apropiado en él que
la camisa de pechera rígida y la corbata torcida que llevaba para sus
obligaciones de alcalde.
—Tuve que ordeñar a las vacas primero. Las vacas no esperan.
—¿Puedo verlo? —Helen le lanzó a su marido una mirada con los
labios apretados.
—Sí, por supuesto. Eddie está arriba.
En cuanto Helen ya no les podía oír, Horace se dirigió a Jess y bajó la
voz a un tono confidencial.
—Helen se ha puesto histérica con esto. Le agradezco de verdad que
se haya encargado del muchacho por nosotros. Aunque sea una simple
gripe, sabía que estaba en buenas manos con usted.
—Siento haber enviado a Cole Braddock a su casa anoche, pero creí
conveniente que estuviesen informados de la situación.
—Bueno, solo es la gripe —reiteró—. No es algo tan malo, ¿verdad?
No para un hombre joven como Ed. Todos la hemos pasado alguna que otra
vez. Yo mismo la pasé la primavera pasada. De hecho, Cole también, ahora
que lo pienso. Me acuerdo porque Susannah prácticamente tuvo que atarlo a
la cama para evitar que fuese a trabajar. Ella decía que cuanto antes se
pusiera bien él, mucho mejor estarían todos los demás. La mayoría nos
pusimos bien. —Levantó las cejas bruscamente, y después añadió—: Todos
menos el doctor Vandermeer y Eph Jacobsen, pero ya estaban bastante
mayores.
—Es solo que esta vez puede ser peor que la enfermedad habitual.
—Bah, he oído que han tenido un brote de algún tipo de gripe en la
Costa Este, pero es que allí viven todos hacinados con máquinas y fábricas
llenas de humo y cosas por el estilo. Bueno, usted lo sabe mejor que todos
nosotros. —Hizo un gesto impreciso con su mano grande de granjero—. En
estas tierras de Dios lo que tenemos es aire puro, vida sencilla y espacios
abiertos.
De la planta de arriba llegó el aullido de la tos espantosa y balbuceante
de Eddie, un sonido desconcertante y desesperado. No le había parado en
casi toda la noche, él tampoco había podido descansar mucho. Horace
dirigió la mirada hacia lo alto de las escaleras y una sombra de
preocupación se le reflejó en la cara.
—Ed es fuerte, se recuperará en menos de lo que canta un gallo. —
Pero su tono había perdido convicción.
Jess se puso derecha, tanto para aliviar la tensión y el cansancio como
para darle ánimo.
—Eso espero de verdad, señor Cookson. Estoy haciendo por él todo lo
que está en mis manos.
—Helen ha preparado una cama en la parte trasera del carro para
llevárnoslo a casa.
—Creo que lo mejor será que no lo movamos de aquí —intervino,
haciendo uso del tono sereno que reservaba para dar noticias terribles—.
Organicé todo para que Cole llevase a Eddie a casa anoche, pero después de
desplomarse en la sala de espera… Bueno, creo que lo mejor para él sería
que se quedase un tiempo aquí, por lo menos hasta que le baje la fiebre.
Mientras tanto, supongo que querrá contactar con su acantonamiento en
Camp Lewis para informarles de su paradero. —Tuvo la precaución de no
añadir que creía que Eddie aún no había alcanzado el momento de crisis,
pero tuvo la impresión de que Horace por fin había comprendido la
gravedad de la enfermedad de su hijo.
—Yo… ah… Claro… —Titubeó con los ojos fijos en las escaleras—.
Creo que voy a subir a verlo un momento. —Se fue arrastrando los pies
hacia los escalones.
Jess asintió y se sentó en una silla cercana, con el peso del cansancio
sobre los hombros. Sabía que Horace se llevaría una sorpresa desagradable.
Eddie, tan vital y saludable el día anterior, presentaba ahora una tez azulada
en la nariz, las orejas y los labios. Y esta mañana cabía la posibilidad de que
no reconociese ni a su propio padre.
Le costó un buen rato, pero Cole consiguió por fin calmar a Amy y
convencerla de lo que había querido decir con su comentario durante la
cena. Que si se hubiese alistado no habría tenido nada que perder antes de
empezar a cortejarla.
Iban en la camioneta de Cole, sin hablar. Solo el ruido de los muelles
al saltar y de las juntas metálicas al chirriar rompía el silencio mientras
atravesaban la carretera llena de surcos en dirección al pueblo. Era más fácil
que conducir un carro por la noche. Los faros delanteros del vehículo
iluminaban la carretera.
—Mi padre es un hijo de… un hijo de su madre con muy mala
leche —dijo finalmente Cole—. A veces pienso que mi madre se murió solo
para librarse de él.
Amy se tiró de la chaqueta para abrigarse. Por las noches empezaba a
hacer bastante fresco, ahora que el verano iba quedando atrás.
—Puede que su muerte sea la razón por la que es como es. Hace
mucho que murió, ¿verdad?
—Sí, yo tenía ocho años. Tu padre dijo que tenía algún problema de
corazón, y que debía de ser de nacimiento. Un día se le paró mientras estaba
en el jardín tendiendo la colada.
—Ah, entonces era muy joven.
—Sí, más joven de lo que yo soy ahora. Tenía veintisiete años.
—Y tu padre no volvió a casarse. Debe de añorarla muchísimo y eso
ha debido de convertido en una persona amargada y poco sensible a los
sentimientos de los demás. Puede que nos envidie, a nosotros, a Riley y
Susannah, por tenernos el uno al otro.
Cole no creía en esta teoría, pero Amy siempre justificaba las acciones
de los demás y buscaba lo bueno de la gente. Si no existía, lo fabricaba.
—Puede ser. En cualquier caso, lo siento por el jaleo durante la cena.
—Yo también lo siento. —Le tocó el codo durante un segundo—. Fue
una tontería por mi parte… ¿Cómo lo llamó tu padre?… Ponerme hecha
una furia. Me sentía fatal por Susannah y luego, cuando te imaginé a ti
expuesto al peligro sin nada que perder, pues… —Se dio la vuelta para
mirar a los campos que pasaban volando en el anochecer violeta—. Sé que
no es patriótico decirlo, pero me alegro de que no te alistases. Me alegro de
que te quedases en Powell Springs, aquí estás a salvo.
Cole no contestó. Había una palabra que no podía quitarse de la
cabeza y no paró de repetírsela a sí mismo durante todo el trayecto hasta el
pueblo. Desertor.
Adam Jacobsen presidió el entierro para dar el último adiós a Eddie al día
siguiente, con la única presencia de sus padres. Jessica quería asistir, pero
estaba ocupada atendiendo a otros pacientes de gripe y aquellos que aún
estaban sanos habían optado por encerrarse en sus casas todo lo que podían.
Casi tan pronto como le puso sábanas limpias al colchón de la planta de
arriba, ya tenía otro paciente para ocuparlo, un niño de seis años, y a su
madre en la otra cama de la habitación.
Con la ayuda de Amy, colgó una tela entre las camas, con la intención
de reducir el riesgo de contagio. Pero Anna Warneke lloró con tanta pena
por no poder ver a su hijo Philip que la volvieron a quitar. Jess reconoció
que tampoco esa sábana habría servido de mucho.
Esa noche la pasó velándolos a los dos, echando alguna cabezada
cuando podía. Aunque Philip estaba enfermo, parecía llevarlo mejor que su
debilitada madre y esto desconcertaba a Jessica. Se sabía que la gripe abatía
a los más jóvenes y a los ancianos, pero no a personas fuertes y en la flor de
la vida.
Anna aún no había cumplido los treinta.
Eddie solo tenía dieciocho.
Al día siguiente, a la hora de comer, Amy y Jess se sentaron en la
mesita de la cocina para devorar rápidamente unos sándwiches y unas tazas
de café.
—Toma —dijo Jess, ofreciendo una jarrita de nata a su hermana.
—¿De dónde has conseguido sacar esto? —preguntó Amy,
completamente extasiada ante la visión de la nata. Se sirvió una cantidad
suficiente de aquel bien de lujo prohibido como para volver su café de color
beis claro.
—Horace Cookson. Me dijo que me traería nata y un poco de
mantequilla de su lechería todos los días. Está agradecido porque me ocupé
de Eddie, pero, después de lo ocurrido, no estoy segura de merecerlo.
—Acéptalo de todas formas —dijo Amy, sorbiendo el café con una
expresión de felicidad absoluta—. Tú hiciste todo lo que pudiste. Y es solo
un detalle. Probablemente le hace sentir mejor.
Abajo, la puerta se abrió, haciendo sonar la campana que colgaba en lo
alto, pero las dos mujeres no necesitaban ninguna señal. La tos del visitante
era lo bastante fuerte como para anunciar su llegada. Jess comenzó a
levantarse, pero Amy le puso la mano en el brazo y fue al descansillo.
Jessica oyó cómo Amy decía:
—Oh, señor Driscoll, la doctora Layton estará con usted enseguida.
Siéntese, por favor.
Antes de que Amy volviese a sentarse, volvió a sonar la campana.
—La doctora Layton bajará en un segundo, señora Lester. —Regresó a
la mesa y dijo en voz baja—: Tienes que comer, Jessica. Pareces agotada.
Parecía y estaba agotada. Había transformado su consulta en una
clínica abierta las veinticuatro horas. Algunas personas habían llamado por
teléfono, rogándole que los atendiera en casa, pero visitarlas a domicilio no
era práctico. No tenía forma de desplazarse y, cuando alguien iba a
recogerla, a la vuelta se encontraba con pacientes esperándola. Acudían de
día y de noche. Y hasta cuando lograba acostarse unas horas, las pesadillas
de pacientes indigentes de rostro gris y los sueños con Cole no la dejaban
dormir.
Se sirvió una rápida cucharada de nata en la taza.
—Amy, Dios sabe bien cuánto agradezco tu ayuda, pero esto no va a
funcionar. Nosotras dos solas no podemos tratar a todos estos pacientes y,
además, necesitamos más espacio. Hay personas que no tienen en casa a
nadie que se ocupe de ellas y no se las puede abandonar a su suerte.
Necesitan a alguien que les dé de comer, las lave y las cuide. Tengo que
hacer algo más. ¿Se sabe algo de Pearson?
—Que yo sepa, nada de nada —respondió Amy negando con la cabeza
mientras tragaba.
—La Cruz Roja me ofreció una enfermera hace unos días y les dije
que todavía no la necesitaba. Ahora ya es tarde, me quiero morir por haber
rechazado la oferta. He llamado a la oficina en Portland y también tienen ya
su propia epidemia en ciernes. No están dispuestos a prescindir de nadie.
¿Les podrías preguntar a todas las mujeres que conozcas si pueden echar
una mano?
—Sí, aunque supongo que muchas tienen que cuidar a sus propias
familias, que ya están enfermas. Odio proponer esto, pero… —comenzó
Amy, dejando la frase sin acabar.
—¿Qué?
—Ahora que está clausurado por orden del alcalde, la abuela Mae no
tiene que llevar el café. Quizá ella esté disponible. —Con delicadeza, Amy
mordisqueó la última corteza de su sándwich.
—Lo sé —concedió Amy, apoyando la frente sobre la palma de la
mano—. Ya se me ha pasado por la cabeza. No estoy en condiciones de
descartar la idea, pero no sé si aceptaría trabajar conmigo.
—Oh, yo creo que sí.
—¿Te refieres a que probablemente estaría encantada de tener la
oportunidad de intentar dejarme en evidencia? —expuso Jessica, mirando
hacia arriba.
—Bueno, sí, probablemente. —Una sombra de desilusión se cernió
sobre el rostro de Amy.
—Pues me da igual. Me tiene que dar igual. Es el menor de mis
problemas.
—De todas formas, sé que ya está viendo a algunas personas que se
habían acostumbrado a acudir a ella cuando necesitaban atención médica.
También podríais unir vuestras fuerzas —apuntó Amy mientras echaba otro
chorro de nata en su taza.
Las toses que provenían de la planta de abajo y del otro lado del
pasillo obligaron a Jess a beberse el café templado de un trago, algo poco
propio de una dama. Tenía trabajo por hacer.
—Iré a hablar con ella en cuanto tenga un segundo libre. —Se levantó
y fue hasta el fregadero a enjuagar su taza—. Solo espero que a la vieja no
le dé por regodearse.
Era ya bien entrada la tarde cuando Adam Jacobsen, ramo de lirios y caja de
bombones en mano, se puso en camino hacia la calle principal y la consulta
de Jessica Layton. Las flores eran las últimas de su jardín y Nettie Stark las
había recogido para la mesa del comedor. Adam Jacobsen las había
agarrado directamente del jarrón.
Se preguntó por un segundo si regalar bombones podría parecer
demasiado directo, como si estuviese precipitando los acontecimientos.
Después de todo, le había llevado a Jessica el primer ramo hacía solo un par
de días. Otro ramo probablemente estaba bien, pero ¿era demasiado pronto
para pasar a los dulces? No tenía mucha práctica en frecuentar a damas. Sí
sabía que la estancia de Jessica en Powell Springs sería corta, si no
conseguía conquistarla y hacer que se quedase permanentemente… como su
esposa. En última instancia, había ido a la tienda de Bright, que tenía
permitido seguir abierta al público, y había comprado un surtido de
bombones Whitman’s Sampler. Al ver el ramo que llevaba Adam, Roland
Bright había hecho alguna que otra pregunta perspicaz, deseoso de saber
para quién eran los regalos. Adam había eludido su curiosidad.
Mientras caminaba, le fue dando vueltas al procedimiento de cortejo
de Jessica, imaginándose el futuro con ella. Powell Springs era un pueblo
de casas ordenadas y grandes jardines, con árboles que habían crecido lo
bastante como para dar sombra en verano. Era un buen lugar para formar
una familia. Claro está que si conseguía la mano de Jessica, ella tendría que
renunciar a su profesión. Una mujer no podía dedicarse a su marido y a sus
hijos y a la vez mantener un puesto de trabajo que exigía tanto como el que
tenía ahora. De todas formas, para entonces, Pearson ya habría llegado.
Algunos niños, por las vacaciones imprevistas en el nuevo curso
académico, jugaban en sus jardines o en las calles mojadas. Lo saludaban
con la mano al pasar y él les devolvía el saludo. Las nubes grises se
deslizaban rápidamente por el cielo y una brisa recia hacía susurrar las
hojas de los robles, los arces y las acacias, que habían empezado a girar y a
caer hacia la tierra. Era lo que ocurría siempre por estas fechas, aquello
formaba parte del ciclo de la vida.
Pero este año, el cambio le parecía un mal augurio. Se respiraba cierto
terror en el ambiente.
Algunas casas estaban en calma, con las persianas cerradas a cal y
canto, a pesar de que aún no era tan tarde. Adam sabía sin necesidad de que
se lo dijeran que la enfermedad yacía tras las puertas cerradas. Su padre
habría dicho que este azote era el castigo divino a un mundo ignominioso.
Suponía que era verdad, pero estas eran las áreas de pensamiento en las que
la convicción de Adam a veces daba ligeras muestras de flaqueza. Su padre
se había mantenido inquebrantable en su certeza sobre los planes de Dios.
¿Pero qué pecado había cometido Eddie Cookson para merecer el castigo de
una muerte prematura y agonizante? ¿Cómo se elegía a los culpables?
Quizá ellos fueran los elegidos. Le dio una patada a una piedra en el
camino. Puede que algunas almas fuesen capturadas por la red barredera de
Dios sin importar si eran culpables o inocentes, igual que algunos insectos
desprevenidos eran aplastados sin ser vistos bajo una bota inconsciente.
La idea no era solo deprimente sino aterradoramente sacrílega, así que
se la quitó de la cabeza. A pesar de sus dudas ocasionales, mantenía una fe
incondicional en la promesa del cielo y de que el paraíso era la recompensa
de los justos. Con el mismo fervor, creía que los pecadores habían de ser y
serían condenados, de forma inamovible y como merecían, con el castigo
eterno.
Cuando llegó a la consulta de Jessica, notó que había algunos carros y
uno o dos automóviles aparcados delante. Para asegurarse de llevar la
corbata recta, echó un vistazo rápido a su reflejo en el cristal de la ventana y
abrió la puerta. En la sala de espera, encontró una escena para la que no
estaba preparado.
El pequeño espacio estaba abarrotado de personas enfermas, al menos
diez o quince. Todos los asientos, y había más de los que recordaba haber
visto, estaban ocupados. Había incluso algunos pacientes tumbados en el
suelo, bajo finas mantas. Otros, al no tener fuerzas ni para sentarse
erguidos, estaban recostados en las sillas. Todos tiritaban y tosían
violentamente.
Atónito, Adam dejó caer el ramo a un lado.
—Señor Jacobsen —lo llamó un hombre desde un asiento en un
rincón. Adam vio a Wilson Dreyer, sentado al lado de su esposa, Lily,
apoyada sobre él. Era la bibliotecaria de Powell Springs. Adam casi no la
reconoció, tenía un aspecto tan terrible como probablemente se sentía—.
No estará enfermo usted también, ¿verdad?
—Bueno, no, señor Dreyer. Yo solo iba… —¿Iba a qué? ¿Cómo podía
justificar su llegada, cargado con la parafernalia de un hombre decidido a
hacer la corte, sobre todo en estas circunstancias?
Otras personas que se habían percatado de su presencia lo miraron con
ojos vidriosos y brillantes por la fiebre.
—Si está esperando para ver a la doctora, póngase en cola. Yo ya llevo
una hora aquí —le advirtió otro hombre que Adam no conocía—, pero yo
voy delante de ellos —apuntó indicando a dos que estaban en el suelo.
El hombre parecía un vagabundo, llevaba ropa harapienta, barba de
varios días y tenía los ojos enrojecidos y una mirada sospechosa. Un lado
de su mandíbula estaba considerablemente hinchado. Adam tomó nota
mental de él; con la guerra, toda precaución con los forasteros era poca. Los
espías, les decía a sus miembros la Liga Protectora Americana, estaban en
todas partes.
—Tenga modales. Es nuestro pastor —le espetó Wilson Dreyer—. Y
no sé quién es usted.
—Por mí como si es el rey de Inglaterra. Puede esperar, igual que los
demás. Tengo un diente podrido que me tienen que sacar, el dentista no está
y el barbero no quiere ni tocarlo.
Por encima del jaleo, oyó pisadas entrecortadas sobre el suelo de
madera. Jessica apareció desde la habitación de atrás, parecía agobiada pero
mantenía un gran dominio de sí misma. Llevaba las mangas subidas, lo que
dejaba ver sus brazos pálidos y delgados, y un desgastado delantal, parecido
a los que usaban los tenderos y los empleados de tiendas de refrescos. Un
estetoscopio le colgaba del cuello. Pero incluso en medio de este caos,
resultaba seductora.
—Ay, Adam, eres tú. Me pareció oír la campana. —Echó un vistazo a
la sala de espera—. Tienes mucha gente delante.
—No, no, no estoy enfermo. Yo… bueno… —Señaló vagamente a las
flores y los bombones, intentando ser discreto—. No sabía que estabas tan
ocupada.
Al ver los regalos, sus mejillas de sonrojaron ligeramente.
—Qué detalle, pero… —Se detuvo y se quedó mirándolo—. Ven,
pasa.
—Vaya… ¿Y qué pasa con mi muela a la virulé? Yo estaba antes —se
quejó el hombre andrajoso, sacudiendo la cabeza hacia Adam.
—Sí, y estaré con todos ustedes lo antes que pueda. —Se dio la vuelta
y señaló hacia la parte de atrás de la consulta.
—Lo siento —se disculpó Adam una vez que estuvieron donde nadie
podía oírlos—. Supongo que esto no es demasiado apropiado. —Levantó
los bombones y las flores. Ella los tomó y los puso en la mesa de trabajo.
—No es que no aprecie el gesto, Adam —le dijo sonriendo—. Es solo
que, bueno, ha sido un… un día muy duro. Tuve que enviar a Amy a casa.
Me es de gran ayuda, pero no está acostumbrada a enfrentarse con esta
locura.
Se sintió alentado al ver que no parecía haberla ofendido. En ese
momento, desde lo alto, le llegó el grito débil de un niño. Miró hacia arriba.
—Tengo dos pacientes en las camas de arriba, pero necesito más
espacio. No puedo utilizar esta consulta para tratar a todas las personas que
me van a necesitar. Y no puedo desplazarme a sus casas.
—Necesitas un hospital.
Ella asintió.
—Sí, sería lo ideal, y a Powell Springs le falta uno. También necesito
más ayuda, pero ya me estoy encargando de eso. Tú estás en el consejo
municipal. ¿Sabes si hay disponible un espacio más grande cerca de aquí,
como… como el auditorio o alguna sala de reuniones?
Él reflexionó un instante.
—¿Y el gimnasio de la escuela? De todas formas, las escuelas están
cerradas.
—¡Sería perfecto! —Jessica le lanzó una mirada tan llena de
agradecimiento que por un momento Adam sintió que levitaba—. Odio
tener que molestar al alcalde Cookson con esto… ¿Podría actuar el consejo
sin necesitad de molestarlo? ¿Crees que podrías encargarte de eso?
—No te preocupes. Ya me ocupo yo. —Alentado por la atención de
Jessica, Adam se creía capaz de cualquier cosa.
—Bueno, bueno. Así que ahora quiere mi ayuda, ¿eh, doctora Layton?
¿Cómo era que algunas personas eran capaces de hacer que el
tratamiento de doctora sonase como un apelativo sucio?, se preguntó
Jessica. Se había empapado bajo la lluvia hasta alcanzar las escaleras de
Mae Rumsteadt y las había subido con cierto temor. No tardó en darse
cuenta de que su inquietud no era infundada. No pudo más que apretar la
mandíbula en medio del salón de aquella mujer, al sentir que su presencia
estaba totalmente fuera de lugar. Mae vivía en la planta situada encima del
restaurante, un espacio que ella tenía atestado de muebles de lo más
variopinto y montañas de periódicos. En la cocinita, Jess vio colgada toda
una cuerda de tender de la que pendían ramilletes de hierbas y otras plantas
puestas a secar. Olía sobre todo a romero y a salvia.
—Necesito todas las manos con las que pueda contar —explicó—. La
gente está enfermando y busco voluntarias. Necesito mujeres que hagan de
enfermeras. —Jess era una persona práctica, pero no dejaba de lado su
orgullo… No quería dar a la abuela Mae la impresión de que era la única
que podía ayudar.
Mae tenía los orificios nasales levantados, lo que le daba el aspecto de
alguien con una expresión de desdén permanente, y justo en este instante,
Jess habría jurado que, a través de su nariz, era capaz de verle hasta el
cerebro. Su mandíbula apretada y su expresión engreída hicieron que Jess
se arrepintiese de haber ido hasta allí.
—Pues no sé —dijo arrastrando las sílabas y disfrutando claramente
de su posición—. Yo ya me estoy ocupando de algunos enfermos. No es que
tú te estés encargando de todos los pacientes del pueblo, ya lo sabes. —
Cruzó los brazos huesudos delante del pecho plano.
—Adam, quiero decir, el señor Jacobsen —continuó Jess pasando por
alto sus evasivas— está haciendo las gestiones para que pueda utilizar el
gimnasio de la escuela como sanatorio temporal. Necesitamos el espacio y
será más fácil tratar a la gente si están agrupados en un único lugar. Solo
nos hace falta que haya gente que nos ayude a organizarlo.
Mae se alisó las mangas de su desteñida bata y dio un repaso al
delantal.
—Supongo que podría funcionar, pero no estoy diciendo que lo vaya a
hacer, cuidado. Sigo sin tragarme muchas de esas sandeces que emplean
ustedes, los médicos con estudios. Solo porque no te hayan hablado de algo
en la universidad o no lo hayas leído en un libro médico no significa que no
funcione. En toda mi vida yo ya he visto muchas enfermedades y curas y yo
también tengo libros, libros que heredé de mi abuela y mi bisabuela.
Muchos de esos remedios provienen directamente de los indios, que saben
muchísimo de curas y remedios naturales. Como dice la Biblia: «El Señor
hizo brotar las plantas medicinales y el hombre prudente no las desprecia».
Por algo se llama así la hierbabuena ¡y tantas otras! No beber más que agua
fría corta la diarrea. Y un baño en orina cura la tiña. Les repetí lo mismo a
tu padre y a Cyrus Vandermeer, una y otra vez, ¿pero escucharon una sola
palabra de lo que les decía? Ah, no, simplemente… —Y así siguió un buen
rato.
Jessica se tocaba la frente con los dedos. No podía más del cansancio,
ni siquiera la había invitado a sentarse, y la mujer continuaba con la misma
cansina diatriba que Jess ya había escuchado tantas veces antes. Bajó la
mano de un manotazo, con el brazo rígido, y captó la mirada de apagados
ojos azules de Mae con la misma seguridad que si hubiese agarrado a la
anciana por las solapas.
—¡Abuela Mae Rumsteadt, en nombre de la humanidad! Necesito
ayuda, no alguien con ganas de discutir quién tiene razón y quién no. He
dejado a cinco pacientes en la sala de espera para venir hasta aquí, personas
a las que ni siquiera he examinado aún. —Uno de ellos era Bert Bauer, el
vagabundo que había visto por primera vez en la taberna de Tilly y había
contado la historia del hombre que le sangraba la nariz. En su momento,
pensó que se trataba de una mentira infame, inventada con el único
propósito de gorronear bebidas gratis. Ahora sabía que no era así—. La
gente de este pueblo está enfermando y muchos, muchísimos, morirán.
Antes de venir hasta aquí, comprobé cómo estaba Anna Warneke… ha
ocupado el lugar de Eddie Cookson en la cama que hay encima de mi
consulta. Se ha puesto tan azul como unos vaqueros Levi Strauss nuevos y
está sangrando por la nariz…
—¿Le metiste un penique en la boca? Todo el mundo sabe que un
penique en la boca para las hemorragias nasales.
—Oh, ¿de verdad? ¿Y para los ojos que supuran sangre? ¿Tiene un
remedio para eso en uno de los malditos libros de su bisabuela?
Mae se quedó con la boca abierta, en mitad de su perorata. Parecía que
Jessica por fin había conseguido impresionarla.
—¿Está… está sangrando por los ojos?
Desesperada y con la paciencia agotada, Jessica continuó, llena de
rabia e indignación.
—Si no me quiere ayudar a cuidar de los enfermos, ¿al menos
cocinaría para ellos? Necesitan sopa y comida fácil de digerir. Hasta yo
necesito comer.
Los ángulos y contornos afilados de la cara de la anciana se
suavizaron un poco.
—Ya, ya veo que estás un poco paliducha. —Bajando la cabeza, dijo
—: De acuerdo, iré. Y también cocinaré. Abajo tengo ahora mismo unos
huesos de ternera hirviendo a fuego lento en la olla.
Jess cerró los ojos por un instante y respiró lenta y profundamente.
—Gracias —contestó con la voz quebrada.
CAPÍTULO DOCE
Más tarde, los pacientes empezaron a ocupar las camas del gimnasio. Los
voluntarios colgaron sábanas para separar la sección femenina de la
masculina, había pacientes a ambos lados. Como había prometido, la abuela
Mae trajo del café una olla de caldo de ternera y la dejaron calentándose en
un hornillo de leña dentro de una de las aulas, lista para alimentar a los
hambrientos.
Pero la mayoría de los pacientes de Jess estaban demasiado enfermos
como para comer. Los vecinos de Powell Springs con peor estado de salud
fueron entrando poco a poco en el sanatorio improvisado, después de ser
trasladados hasta allí en la parte trasera de carros y automóviles. Un par de
ellos incluso llegaron a pie, tambaleándose. Y todos mostraban una pasmosa
variedad de síntomas. Algunos, creía Jessica, eran los síntomas propios de
la gripe. Otros eran particularmente espantosos y desconcertantes:
hemorragias nasales, bucales y oculares, petequias —lesiones parecidas a
hematomas bajo la piel—, tímpanos perforados y, por supuesto, el terrible
augurio de la cianosis, que se presentaba en un abanico de colores que iba
del gris azulado al azul añil. Los sonidos de toses, gemidos, arcadas y voces
incoherentes retumbaban en el techo y las paredes de la gran sala abierta.
Todas las noticias que le iban llegando informaban de que se trataba de la
gripe y de que estaba segando la vida de miles de personas en todo el
planeta, pero ella estaba convencida de que algunos de los síntomas se
parecían a los del tifus o el cólera. Jamás había visto algo así.
En cuanto al resto del mundo, bueno, el propio mundo de Jessica se
había visto reducido a este, el pueblo de Powell Springs.
Al caer la noche, Jessica se sentó un instante en la mesa del profesor
que estaba en un rincón y se masajeó las sienes, contemplando el desolado
panorama de camas y padecimiento.
La abuela Mae, con la mascarilla puesta obedientemente, estaba
sentada sobre un taburete junto al pequeño Philip Warneke, de seis años,
que no dejaba de tiritar, y le ponía paños húmedos en la frente.
—Mamá —llamó el niño débilmente, con el pelo negro empapado y
los ojos vidriosos por la fiebre—. Mamá, ven.
—Chsss, tranquilo, jovencito. Tu mamá está descansando y eso es lo
que tú también tienes que hacer —lo calmó la abuela Mae.
Jess quiso pensar que lo que Mae le había dicho al pequeño no era del
todo mentira. Anna Warneke estaba «descansando» en el guardarropa,
envuelta en una sábana y etiquetada, esperando junto a otras dos víctimas a
que las llevasen hasta la funeraria de Fred Hustad. Había muerto poco
después de que la trasladasen a la escuela. Philip se había quedado
huérfano. El pasado mes de junio su padre había muerto en combate en
Francia.
Conmovida por las penosas circunstancias del niño, Mae se había
hecho cargo de él. Del cuello le colgaba una bolsa de asafétida que contenía
un misterioso mejunje de lo más hediondo y que muchas personas usaban
desde tiempos inmemoriales para ahuyentar las enfermedades. Jessica no se
atrevía ni a preguntar qué había dentro, pero se sentía afortunada por llevar
la mascarilla, que le servía para impedir que se filtrase nada. Si no
necesitase tan acuciantemente la ayuda de Mae, la habría obligado a que se
quitase aquel invento del diablo y lo enterrase detrás de la escuela, pero
sabía que eso daría lugar a una discusión y a la posibilidad de que la mujer
se marchase, cosa que Jess no se podía permitir.
Por el momento se conformaba con la precaria tregua que existía entre
ella y la implacable anciana, aunque cuánto duraría era algo que aún no
había tenido tiempo de plantearse. El resto de sus voluntarios
enmascarados, temerosos aunque dóciles, seguían sus instrucciones sin
cuestionarlas demasiado. Habían ungido abundantemente con Vicks
VapoRub el pecho de todos y cada uno de los pacientes, se lo habían
cubierto con un trozo de paño pegado al ungüento —según la abuela Mae
para que penetrase mejor hasta los pulmones— y les habían suministrado
una dosis de pastillas de morfina preparadas por el boticario.
Con armas tan endebles, ¿qué más podía hacer Jess por esta gente? Se
sentía como si luchase contra una plaga de langostas con un matamoscas.
Nada en su formación ni en su experiencia la había preparado para esto,
aunque ¿qué médico moderno había tenido que enfrentarse con una peste en
los últimos tiempos?
Después de todo lo que había leído y de todo lo que había visto aquí
con sus propios ojos, no le quedaba otra que admitir que esta gripe era algo
más que una epidemia.
Se trataba efectivamente de una peste.
Eran casi las ocho cuando Jess volvió caminando a su consulta. Aunque
Powell Springs era de por sí un lugar tranquilo por la noche, ahora parecía
prácticamente abandonado, como si todos se hubiesen marchado de repente
para huir de un invasor invisible e inminente. Se subió el cuello del abrigo e
intentó aligerar el paso cansado mientras un viento frío gemía entre los
árboles y arremolinaba las hojas muertas a su alrededor. Las escasas farolas
aportaban poca iluminación para disipar la sensación de lúgubre vacío que
se cernía sobre el pueblo.
La fragua de Cole por fin apareció ante su vista y, a su lado, la
consulta. Agotó las pocas fuerzas que le quedaban, como si azotase a un
caballo exhausto hacia la línea de meta, y llegó hasta la puerta. Sin aliento y
con el corazón latiéndole violentamente, rebuscó en su bolsillo hasta
encontrar la llave. Tan pronto como estuvo dentro echó la llave de nuevo y,
cuando se disponía a subir las escaleras, oyó que alguien llamaba a la
puerta.
—Ay, no, por favor —masculló. Por un momento estuvo tentada de
esconderse entre las sombras y después subir de puntillas hasta arriba,
donde nadie pudiera verla.
Volvieron a llamar. Con un suspiro de agotamiento, se dio la vuelta y
bajó las escaleras. En la oscuridad solo se veía la silueta de un hombre más
bien alto a través del cristal de la puerta.
—¿Quién es? —preguntó.
—Jessica, soy Adam. Te traigo algo de cena.
Giró el interruptor que encendía la luz y abrió la puerta. Allí estaba
Adam, con una cesta de mimbre en las manos. Por encima de su hombro,
pudo distinguir un poco más lejos su caballo y su calesa amarrados a una
argolla junto al bordillo de la acera.
—¡Qué detalle por tu parte! —Rápidamente se le vino a la cabeza un
fragmento de la conversación que había tenido con Cole, pero consiguió
apartarla. Tenía hambre y estaba cansada y era Adam quien le había llevado
algo para comer, no Cole—. Por favor… pasa. Acabo de llegar y le estaba
temiendo a la idea de ponerme a cocinar. No se me da bien ni tan siquiera
en mis días buenos.
Él entró y cerró la puerta, trayendo consigo el olor a comida recién
hecha. A Jessica se le hizo la boca agua.
—He pasado antes por la escuela, pero ya te habías marchado. —
Levantó un lado de la tapa y husmeó dentro de la cesta—. La señora Stark
ha preparado esto. Creo que es rosbif. Y conociéndola, seguro que ha
metido otras cosas. Espero que aún esté caliente.
—Me da igual si está frío, huele de maravilla. Llevo sin comer nada
desde esta mañana temprano. Gracias y, por favor, dale a ella las gracias de
mi parte. Ha sido un día muy largo y difícil. Supongo que para ti también,
¿no? —Se quitó el abrigo y él se apresuró a soltar el canasto para ayudarla,
rozando la parte baja de su espalda al hacerlo. Él colgó la prenda en el
perchero.
—He visitado a un par de familias. Tienen miedo y lo están pasando
muy mal.
Lo entendía. Ella también estaba asustada, aunque no se atrevía a
mostrarlo delante de los que dependían de ella.
—Les he ofrecido todo el consuelo que he podido —le explicó—. He
intentado con todas mis fuerzas hacerles comprender que cuando Dios se
lleva a nuestros seres queridos, lo hace por una buena razón que no
debemos cuestionar.
Sí, menudo consuelo, pensó Jess con acritud. Seguro que hacía
sentirse mucho mejor a Philip Warneke después de haberse quedado
huérfano. Adam le había traído la cena, así que no verbalizó su comentario,
pero siempre la había ofendido ese tipo de religión que era la que
proclamaba el padre de Adam y que no dejaba lugar para las indagaciones,
las excepciones o las interpretaciones. A pesar de que Adam no parecía tan
estricto como Ephraim Jacobsen, detectó notables similitudes en sus ideas.
Jessica levantó la tapa de la cesta y sacó un plato de filetes de rosbif
cubierto por una servilleta.
—¿Querrías acompañarme?
—No, no, lo he traído para ti.
Siguió investigando y encontró platos, cubiertos y servilletas.
—Mmm… Creo que la señora Stark pensó otra cosa. Hay cubiertos
para dos y un montón de comida. Hasta un crujiente de melocotón con una
jarrita de nata fresca.
—Supongo que recordó que yo aún no he cenado —admitió con
expresión azorada.
—Pues entonces supongo que deberías hacerlo —sentenció, mirándolo
con las cejas levantadas. Era una estratagema tan transparente que a ella no
se le ocurrió otra respuesta.
—De acuerdo —aceptó sonriendo y colocándose la corbata.
Le parecía impensable invitar a Adam a que subiera a la mesa de la
cocina, así que llevaron algunos muebles desde la sala de espera hasta la
consulta trasera para crear una pequeña zona de comedor con una mesita y
dos sillas.
—No te hemos dejado gran cosa, ¿verdad? —comentó Adam.
Esta parte de la casa se había quedado casi vacía y destartalada, ya que
se habían llevado a la escuela parte de su material y uno de los armarios.
—De todas formas, pasaré casi todo el tiempo en el sanatorio.
Jess tuvo que controlarse para no abalanzarse sobre la comida y
destrozar a mordiscos un trozo de ternera, pero devoró los tiernos trozos
cortados cuidadosamente con los cubiertos de plata, engulló una montaña
del maravilloso puré de patatas de la señora Stark y saboreó un bollito de
leche. Cuando el hambre por fin empezó a remitir, se relajó y surgió entre
ambos una conversación más trivial que fue pasando a temas más
concretos.
—¿Llegó alguien más al sanatorio después de que me marchara? —la
interrogó Adam, con la servilleta remetida por dentro del cuello de la
camisa.
—Sí, varias personas, muy, muy enfermas. Me sentí culpable por
dejarlas allí.
—¿Quiénes eran?
Ella dejó el tenedor y, de nuevo, la acusación llena de enfado de Cole
reapareció en su pensamiento y sin querer se puso en guardia.
—Adam, sabes que no te puedo contar eso. Estaría violando la
confidencialidad entre paciente y médico.
Él se acabó un panecillo que chorreaba de mantequilla derretida. Jess
se percató por un instante de que Adam no se había impuesto las mismas
restricciones en la dieta que se esperaba que soportase el resto del país.
Nata, mantequilla, ternera… muchas personas estaban prescindiendo de
todo eso.
—No era consciente de que fuese un secreto. Yo mismo vi a algunas
de esas personas antes de irme.
En sentido estricto, era cierto. Sí que había visto a algunos de sus
pacientes y, por su trabajo, conocía a muchos de los que habían sucumbido.
—Lo sé —admitió Jess asintiendo—, pero es parte de mi formación y
no puedo pasarlo por alto. Igual que tú no me contarías nada si alguien
acudiese a ti y, pongamos por caso, te confesase que ha cometido adulterio.
—No. —Adam desvió la mirada de la de Jess y se movió inquieto en
la silla—. No, claro que no. Aunque no creo que haya ni punto de
comparación entre los dos casos.
—Supongo que no, pero aun así se trata de información confidencial.
—Háblame de tu trabajo —le dijo cambiando de tema—. Sé que
planeas mudarte a Seattle. Imagino que después de Nueva York, Powell
Springs te debe de parecer bastante insulso y atrasado.
Mientras Jess servía el crujiente de melocotón, él hacía lo propio con
el café que había en el termo que la señora Stark había incluido en la cesta.
Jess se puso una servilleta sobre el regazo.
—Creo que mucha gente piensa eso, pero no es cierto. No es un sitio
atrasado. —Por un instante, se le difuminaron las ideas y recordó la belleza
de la región—. Nueva York es un lugar solitario. Echaba de menos el ritmo
de vida más sosegado que hay aquí, el espectáculo de las ondulantes tierras
de cultivo preparándose para el inverno o despertando en primavera, la paz.
De hecho, en otras circunstancias, preferiría estar aquí antes que en ningún
otro lugar.
La respuesta se le escapó de los labios antes de que tuviese la
oportunidad de reprimirla. Ni siquiera se lo había reconocido a sí misma,
aunque sabía que era verdad. Nada la había llevado hasta esa conclusión de
forma más conmovedora que las noches suaves y serenas, incluso las que
había pasado en vela junto a sus pacientes.
Adam se inclinó hacia delante con entusiasmo. Estaba tan cerca de ella
que Jess se echó hacia atrás en la silla.
—¿De verdad? ¿Y qué haría falta para que te quedases?
De entre todas las personas del mundo, no iba a ser a él a quien
revelase los secretos de su corazón. Parecía bastante agradable, pero…
—Nada. El trabajo me espera. En cuanto esta epidemia de gripe esté
bajo control o en cuanto aparezca el doctor Pearson, tendré que irme. Me
esperan y me necesitan en Seattle.
Él cubrió la mano de ella con la suya, sobre el brazo de la silla. Tenía
la palma algo húmeda.
—Aquí también te necesitan.
—Ya he discutido este tema con varias personas, Adam. También lo he
hablado con Horace Cookson. Estoy segura de que el doctor Pearson hará
un buen trabajo en Powell Springs. En cuanto a la abuela Mae, siempre ha
tenido sus seguidores, y están en su derecho de acudir a ella si es lo que
quieren.
Él aferró su mano con más fuerza.
—No hablo de que te quedes como médico. —Respiró profundamente
y exhaló sobre la cara de Jessica un aliento rancio a rosbif y a café—. Hablo
de una vida distinta, casada y con hijos. La vida de una mujer.
—Adam, ¿qué…? —comenzó Jessica, y notó cómo los ojos se le
abrían cada vez más.
En ese momento, se abrió la puerta de la entrada, con el sonido de la
campanilla, y se volvió a cerrar. El sonido de las botas sobre el suelo de
madera indicaba la presencia de un hombre.
—¿Jessica?
No podía ser…
Cole entró en la sala donde estaban, trayendo consigo el aroma limpio
de la noche. Al aparecer bajo el marco de la puerta, la atmósfera de la
habitación cambió por completo. Jess dio un respingo y Adam apretó sus
dedos sobre los de ella. Cole llevaba un pequeño cajón de madera.
—¿Jessica? Vi luz encendida… —Sus ojos se fijaron en Adam y en la
escena íntima de la cena, y su gesto se endureció—. Lo siento. No sabía que
tenías visita.
—Adam ha tenido la amabilidad de traerme la cena.
Dándose cuenta de que Adam seguía agarrándole la mano, se zafó de
la suya, no sin dificultad; tenía la columna igual de rígida que un
alzacuellos. Cole miraba a Adam. La tenue luz del techo le ensombrecía los
ojos.
—Ajá. Parece que tus buenas acciones no conocen límites, Adam.
Susannah tuvo la misma idea. Bueno, no exactamente la misma idea, ya que
lo único acaramelado que mencionó ella fue el budín de pan que hay aquí
dentro.
—¿No te han enseñado a llamar antes de irrumpir en una
habitación? —lo interpeló Adam.
—No era consciente de interrumpir nada. Me imagino que tu calesa es
la que hay aparcada en la calle algo más allá, ¿no? ¿Temes que alguien la
reconozca?
Molesta, Jess retorcía la servilleta, pero Adam se levantó.
—¿Qué insinúas, Braddock?
La sonrisa de Cole era sardónica.
—¿Yo? Nada de nada, hombre. Vengo enviado por Susannah, a traer
chuletas de cerdo y budín. Eso es todo por mi parte, pero ¿y por la tuya?
—Siempre has tenido la mente sucia, ¿verdad? —lo increpó Adam,
con el rostro rojo como un tomate—. Cuando éramos niños, y ahora
también, siendo ya un hombre adulto, sigues…
A pesar de que Cole lo estaba incitando, a Jess le sorprendió la súbita
y desagradable ira de Adam.
—Se acabó, ¡vosotros dos! No tengo por qué soportar vuestras riñas.
El día ya ha sido bastante duro.
Adam se volvió a sentar, intentando claramente recuperar la
compostura.
—Discúlpame, Jessica.
Cole le dedicó a Jessica una mirada tranquila que le hacía la misma
pregunta que le había formulado hacía unas horas. «¿Qué haces con él?»
Pero se limitó a dejar la caja sobre la mesa de trabajo y a decir:
—Susannah estaba preocupada por ti.
—Y se lo agradezco. Díselo de mi parte.
Cole se tiró levemente del borde de su sombrero de vaquero y se dio la
vuelta para marcharse.
—Hasta la vista.
Se quedó mirando a Adam unos segundos, pero no dijo nada más. Al
sonido de sus pasos al retirarse hacia la sala de espera, lo siguió el de la
puerta al abrirse y cerrarse.
—A veces me pregunto cómo puede tu hermana tener una relación con
un hombre así, tan primitivo y lujurioso.
Sus miradas se encontraron y él pareció recordar que también Jess
había tenido una relación con Cole. El recuerdo de aquel bochornoso día de
verano junto al río, hacía tanto tiempo, seguía suspendido entre ellos, como
una fotografía. Aquel dulce y ardiente día de verano…
Después de un incómodo instante de silencio, Jessica empezó a
recoger los platos. La comunicación relativamente agradable entre ellos se
había esfumado y Jess no deseaba otra cosa que librarse de Adam para
poder irse arriba.
—Los lavaré antes de que se los lleves a la señora Stark.
—No, no —se negó Adam, quitándole los platos y metiéndolos en la
cesta—. No hace falta. No sería una invitación si tuvieses que trabajar para
ganártela.
—Gracias. Todavía me quedan unos historiales de pacientes que
terminar.
—Entonces te dejaré tranquila. —Recogió la cesta y Jessica lo
acompañó hasta la puerta. Frente a ella, en la entrada, se pasaba la cesta de
una mano a la otra—. Jessica, sobre lo que dije antes… sobre que te
quedaras en Powell Springs…
—Ay, Adam, no creo que…
Antes de que ella pudiera acabar la frase, él la atrajo hacía si con la
mano que tenía libre y le plantó un apasionado beso en la boca con sabor a
ternera y café. La lengua de él buscó la de ella; Jessica emitió un ruido
ahogado y se las arregló para librarse de él.
—¡Adam!
—Lo siento, pero yo… tú… —Se embaló, ante la posibilidad de que
perdiese el valor o de que ella lo interrumpiese antes de poder decirle lo que
quería. Bajo la luz tenue, su cara estaba más animada de lo que ella jamás la
había visto—. No sabes cuánto tiempo llevo pensando en ti, deseándote.
Cada vez que regresabas al pueblo, lo pensaba, tenía la esperanza, pero
siempre, siempre estaba Braddock. Ahora… —Soltó la cesta con gran
estrépito de platos—. Jessica, no soy rico, los pastores no están destinados a
ser ricos, pero sería un buen marido y un buen cabeza de familia para ti y
para nuestros hijos. Tú podrías seguir sirviendo a Dios y a la humanidad,
pero de una forma totalmente nueva. Como mi esposa.
Tras la declaración, se quedó casi sin resuello. Jess lo miraba
desconcertada. Se imaginaba que la había estado cortejando, con las flores y
los bombones, pero no había previsto una pedida de mano tan abrupta. De
hecho, con la cantidad de cosas que habían ocurrido, no se había parado a
pensar en aquello ni siquiera un segundo. No estaba segura de cómo
rechazarlo sin ser absolutamente desconsiderada. ¿Casarse con Adam
Jacobsen?
—Es muy mal momento —empezó Jess.
Él asintió.
—Sé que esto te debe de parecer muy repentino y, dadas las
circunstancias actuales, quizá poco apropiado.
Aquello era quedarse corto.
—Pero Jessica, querida Jessica. —Le acarició el pelo con el dorso de
los dedos—. Esta epidemia solo hace la situación más apremiante. ¿Y si…
y si esto es el final?
—El final. ¿De qué? —Un escalofrío le recorrió la espalda.
—¿Y si el mundo tal como lo conocemos está exhalando el último
suspiro? Ya tenemos la guerra y la pestilencia.
«El final. No, no, eso significaría que no queda ninguna esperanza.
Que todo lo que estoy haciendo aquí, todo lo que he hecho en mi vida, es en
vano. Que nada de lo que haga cambiará las cosas.»
Empezó a notar cómo el pulso se le aceleraba en las sienes e imágenes
de espantapájaros humanos harapientos y enfermos, alojados en diminutas
habitaciones sin aire —los mismos fantasmas que la obsesionaban en
sueños— se le agolpaban en la mente. Apenas oía lo que Adam le estaba
diciendo.
— … hambruna… y querría que estuvieses a mi lado. Incluso si no es
el final, no quiero que te marches de Powell Springs. Quiero pasar el resto
de mi vida a tu lado. No tienes que darme una respuesta ahora mismo, pero,
por favor, prométeme que al menos te lo pensarás.
Muda de asombro y aturdida por las crudas imágenes que desfilaban
por su mente, a Jess no se le ocurría hacer otra cosa más que quedarse
mirando con la boca abierta. Él sonrió y se inclinó para besarla de nuevo,
pero ella retrocedió.
—Está bien. Te dejaré tranquila. Mañana pasaré por el sanatorio a
verte y a consolar a los enfermos.
Jess observó cómo se alejaba, aterrorizada, no por su espantoso relato
sobre la cercanía del fin del mundo, ni siquiera por su propuesta de
matrimonio. Lo que le desgarraba el corazón era el terror a que esta
pestilencia, como la había llamado él, pudiera cebarse con más vidas de las
que nadie podría imaginar.
Y puede que hasta con su propia cordura.
CAPÍTULO TRECE
Jessica miraba fijamente a la forma casi sin vida de Amy, que parecía igual
de magullada y desfigurada que una flor aplastada bajo la rueda de un carro.
En un instante así, tan terrible, el tiempo se detuvo y toda su formación y su
experiencia la abandonaron, dejándola tan estupefacta y horrorizada como
cualquier persona que contemplase a un ser querido al borde de la muerte.
Y lo que era peor, toda esa formación parecía no servir de nada, al no
saber qué hacer para salvar a su hermana. Aquella delicada niña, compañera
de la infancia y a la vez tan distinta de ella, yacía ahora aquí, devastada por
una enfermedad sobre la que Jess no tenía ningún poder. Apretó las manos
formando un único puño y se lo llevó a la boca.
—Ay, Dios mío… ¿por qué? ¿Por qué Amy?
—Harás todo lo que esté en tus manos, Jess. Igual que has hecho por
todas las demás personas que están aquí.
Con los ojos ardiendo y la garganta dolorida por las lágrimas que
estaba conteniendo, Jessica se había olvidado de que Cole estaba de pie al
otro lado de la cama hasta que habló. Se había quitado el pañuelo de la cara
y su voz era grave y ronca por la emoción.
Dirigió la mirada hacia él y creyó ver su propia culpa y su desdicha
reflejadas en sus ojos. Su primer impulso fue recurrir a él en este momento
de calamidad inefable.
—Debí haberla obligado a venir aquí en cuanto sospeché que estaba
enferma, pero dejé que mi orgullo y mis sentimientos heridos se
interpusieran, a sabiendas de que era un error. Discutimos sobre… —Al
darse cuenta de con quién estaba hablando, se detuvo, y su rabia cambió de
blanco.
—¿Sobre qué?
—Sobre ti —le espetó.
—¡Sobre mí!
—Me dijo que habías cambiado de parecer respecto a tus sentimientos
por ella y que era culpa mía. ¡Mía! Ambos sabemos que la razón es que eres
incapaz de entregarle tu corazón ¡a nadie!
Necesitaba arremeter contra alguien por lo injusto que era todo: los
errores garrafales y las decisiones equivocadas, tan humanas, los caprichos
del destino y las vueltas que había dado la vida para acabar abocándolos a
los tres, inextricablemente unidos, a esta situación. Era muchísimo más fácil
arrojar la culpa que aceptar lo impensable.
Funcionó. El poco color que quedaba en la cara demacrada de Cole se
esfumó, enfatizando su rala barba incipiente de color rojizo. Parecía como
si ella hubiese extendido la mano hasta el otro lado de la cama y lo hubiese
abofeteado. Pero Jessica no se sintió mejor después de su arrebato. Más
bien socavó las pocas fuerzas que le quedaban. Justo cuando él abrió la
boca para contestarle, su efímera rabia se apagó, cayó de rodillas junto a
Amy y agarró su mano caliente. Un sollozo confuso intentó abrirse camino
a través de la garganta de Jessica, pero se quedó allí, sin llegar a brotar.
—Doctora Layton. —Adam Jacobsen apareció desde detrás de las
cortinas de separación—. Todo el mundo os está oyendo —dijo en un
susurro de desaprobación— y estoy seguro de que no queréis montar una
escena. —Fulminó con la mirada a Cole, que ni se inmutó. Ella notó cómo
Adam la agarraba por los hombros, tirando de ella para que se levantase—.
No hay nada más que puedas hacer por Amy. Deberías irte a casa.
Él intentó separarla de la cama, pero Jess, con una idea fija en la
cabeza, se resistía con fuerza.
—¿Estás loco? ¡No puedo dejarla ni a ella ni a todas estas personas!
Todo —la sala, la escena, incluso el color de las cosas— tenía un aire
irreal, onírico.
—Ahora mismo tampoco hay nada más que puedas hacer por ellos. Te
acompañaré a tu consulta. Necesitas descansar.
Jess intentaba zafarse de él, pero sus manos la apretaban. Su tacto no
le producía ningún consuelo. De hecho lo rehuía, también su ofrecimiento
de ayuda.
—Adam, suéltame. No quiero descansar.
—No puedes pensar con claridad.
—Adam… —Ella intentó zafarse de nuevo.
Cole se acercó a su lado de la cama y liberó a Jess de las garras de
aquel hombre.
—¿Quién está montando una escena ahora, Jacobsen? La señora ha
dicho no. Vuelve a tu misión conduciendo a la gente hasta el valle de la
muerte, o lo que quiera que sea que haces, y no te metas donde no te
llaman. Es un asunto de familia.
La cara de Adam se enrojeció de rencor y su nariz en forma de flecha
pareció más que nunca estar a punto de tocarle la boca.
—Tú no eres de la familia.
—Lo mires como lo mires, soy más cercano que tú. ¡Así que largo! —
Cole no levantó la voz, pero iba cargada con una autoridad contra la que no
se podía discutir. A pesar de que las emociones de Jessica eran una maraña
de terror y enfado, tras la intervención de Cole experimentó una sensación
de alivio.
Un músculo saltó en la mandíbula apretada de Adam. Aplastó un labio
contra el otro hasta formar una línea blanca y tensa y después se dio la
vuelta y se alejó. Cuando ya no los podía oír, Cole dijo:
—Jess, necesitas y tienes que irte a casa, aunque sea un rato. Las
mujeres se ocuparán de Amy. Tú misma has dicho que lo que más falta le
hace a estas personas son buenos cuidados.
Ella miró a su hermana, que gemía en su delirio. Era una decisión
difícil, pero estaba cansada.
—Sí, supongo que debo descansar, pero solo una o dos horas.
Por un instante fugaz se apoyó en él, agradecida por su fortaleza.
Después vio a Fred Hustad y a Bert Bauer entrar por la puerta trasera para
recoger los cadáveres del guardarropa que habían convertido en morgue.
Sabía que había cinco cuerpos envueltos en sábanas. Se recompuso ante el
panorama y le susurró a Cole:
—Cole, por favor… si… pase lo que pase, por favor no dejes que ese
monstruo de Bauer la toque. He visto como trata a los… por favor… no lo
dejes… y Winks es tan… —Movió la cabeza, incapaz de terminar la frase.
Le habían llegado rumores de gente que había visto a Bert Bauer en
tabernas de Twelve Mile y Fairdale pagando las bebidas con joyas que
afirmaba haber «encontrado». No cabían demasiadas dudas respecto al
origen de esos bienes, aunque realmente nadie se había presentado para
identificar una reliquia de la familia que debería haberse enterrado junto a
su dueño o devuelto a los familiares.
La mirada de Cole acompañó a la de Jess mientras observaban cómo
sacaban un cadáver.
—No llegará ese momento. Se pondrá mejor.
Ella le apretó la muñeca con más fuerza de la que él habría creído que
tenía.
—No. Prométemelo. Necesito que me hagas la promesa y no la
rompas.
Él la miró directamente a los ojos.
—Yo… No te preocupes. Me encargaré yo. —Su voz sonó igual de
tensa que ella notaba sus nervios.
Satisfecha, volvió a apoyarse en él, solo un instante. En la torpe
confusión de Jess, creyó notar que los labios de Cole le rozaban la frente. El
mundo se había convertido en una pesadilla… en la que tenía que
contemplar que fuese Cole quien enterrase a su hermana porque, si no fuese
él, las únicas personas disponibles para hacerlo eran un morboso codicioso
y un alcohólico simplón.
Él la condujo entre los cubículos y las camas de los enfermos.
—Mae, Jess se va a ir un rato a casa.
La anciana empujaba un carrito de servicio en el que llevaba cuencos
de sopa y una gran olla de caldo para los que tenían fuerzas suficientes para
comer.
Jessica notó que las demás voluntarias posaban sobre ella sus miradas
y después la apartaban, como si no supiesen qué decir. O quizá les
preocupaba que el sufrimiento de Jessica buscase su compañía en la
enfermedad de sus propios familiares.
—Yo vigilaré a Amy —dijo Mae—, no te preocupes. Nos las
arreglaremos hasta que vuelvas. —Le entregó a Jessica un paquetito
envuelto en una servilleta—. Te he preparado un sándwich de pollo. Igual
no tienes hambre, pero espero que te lo comas. Tienes que conservar las
fuerzas.
A Jess le alegraba ver que ella y la abuela hubiesen logrado mantener
una tregua provisional durante los últimos días y noches. Había acabado por
confiar en el tenaz sentido práctico y la calma imperturbable de Mae en
momentos de emergencia. Cuando tanto en la tienda de Bright como en la
botica se agotó el Vicks VapoRub, lo que reflejaba la escasez a nivel
nacional debido a la epidemia, Mae decidió preparar un sucedáneo bastante
aceptable mezclando sus propios aceites esenciales con vaselina.
Jessica creía que gracias a su dedicación y duro trabajo se había ido
ganando, aunque a regañadientes, el respeto de Mae, quien llegó incluso a
admitir que no todos sus conocimientos médicos eran bobadas. A veces,
Jess había notado cómo la anciana la observaba. Sabía que Mae estaba
buscando la oportunidad de criticar o sacar partido a lo que ella pensase que
fuera un error, pero, al menos, cuando la había cuestionado, había
escuchado las explicaciones de Jess.
—Corre y descansa un rato. Te buscaremos si hay alguna
emergencia —le dijo Mae mientras miraba a Amy con los ojos húmedos.
—Yo te llevo —se ofreció Cole.
Aceptando el sándwich de pollo, Jess titubeó y después suspiró.
—De acuerdo.
Pasó por su mesa para quitarse el delantal y recoger su bolso, reticente
a dejar tras de sí el maletín de cuero. Mientras salían del edificio, a Jessica
no le pasó desapercibida la fría mirada que les dedicaba Adam.
Después hizo una anotación sobre su tablilla.
Poco después de dos horas más tarde, Cole la dejaba en el sanatorio. Jess se
quedó observando desde la puerta cómo el Ford desaparecía en la
oscuridad. En su apartamento, había dormido sin soñar hasta que sintió su
mano sobre el hombro, empujándola suavemente para que se despertase.
Habían llegado hasta allí casi sin dirigirse la palabra, evitando por
todos los medios referirse a la caja de Pandora que habían abierto hacía un
rato: los besos, sus sentimientos reprimidos, el telegrama. ¿Y si era verdad?
¿Y si otra persona había enviado aquel mensaje? ¿Y quién demonios haría
algo tan turbio y retorcido? La mente de Jessica daba vueltas a lo que
aquello podía suponer.
Obligándose a concentrarse en la emergencia que vivían los vecinos,
se dio la vuelta y entró. Los olores que la obsesionaban en sueños y le
impregnaban la ropa y el pelo la asaltaron de nuevo. La situación general
era prácticamente la misma que había dejado hacía un rato. Después de
echar mano al estetoscopio que llevaba en el bolso, pasó entre las filas de
camas de enfermos y se dirigió directamente hasta Amy. Encontró a la
señora Donaldson sentada a su lado.
—Ay, gracias a Dios, Jessica, menos mal que estás aquí. Mi pobre
niña, pobrecita. —Laura Donaldson movió la cabeza y lloró y estrujó su
pañuelo como si Amy ya estuviese muerta.
Alarmada, Jessica tomó la muñeca de su hermana e inspeccionó su
rostro, rojo por la fiebre. Su estado no había mejorado, pero al menos
tampoco había empeorado. Algunas personas se deterioraban tan
rápidamente que sus vidas parecían escapárseles ante los propios ojos de
Jessica.
—Señora Donaldson, ¿será usted tan amable de ir a buscar un paño
frío para aplicárselo en la cabeza? Me gustaría examinarla un instante.
—Claro, claro, ¡faltaría más!
La mujer, a cuyos ojos les faltaba algo de color por haberse roto la
nariz recientemente, saltó del taburete junto a la cama de Amy. Ocupando
su lugar, Jess le puso el estetoscopio sobre el pecho y escuchó el sonido
empapado y crujiente de sus pulmones congestionados. Se parecía al ruido
que se hace al beber un batido con pajita. Suspiró profundamente y cubrió
la mano de Amy con la suya. El cabello de su hermana era una maraña de
mechones color miel sobre la almohada y tenues manchas azuladas le
recalcaban los ojos cerrados, pero seguía llevando los pendientes que Cole
le había regalado.
—Oh, Amy —entonó Jess, casi hablando para sí.
Amy pestañeó y abrió los ojos.
—Jessie.
Era el apelativo cariñoso que empleaba su madre cuando era niña.
Nadie la había llamado así en años. La garganta de Jess se tensó, pero
consiguió reprimir las lágrimas que le quemaban bajo los párpados. Estrujó
la mano de Amy.
—Sí, estoy aquí, Amy. A tu lado.
—Jessie… Me siento muy mal… —Sacudida por la tos y la infección,
la voz de Amy era poco más que un graznido.
—Lo sé, cariño. Estamos haciendo todo lo que podemos para que te
mejores.
—No… Me refiero a que hice algo… algo malvado… Prométeme…
Prométeme que no se lo dirás a nadie. Si me muero… quiero que lo sepas…
—¿Qué… qué hiciste?
—No se lo dirás…
—No, te lo prometo. Te lo juro por mi vida.
—Aquel plato de porcelana… el de Inglaterra con los pájaros azules…
El favorito de mamá.
Jessica esperó, desconcertada.
—¿Un plato?
—Le dije… que lo había roto el gato, pero fui yo… por favor… no se
lo cuentes. Se lo tomará… —Un ataque de tos interrumpió su confesión.
—No importa. Ahora no importa. —Jessica no pudo ocultar el temblor
en su voz. Sabía que era inútil intentar razonar con un paciente que delira.
Podía considerarse afortunada porque al menos Amy la había reconocido.
La señora Donaldson reapareció con un paño húmedo.
—¿Cómo está? —susurró, y le puso el paño a Amy sobre la frente.
—Sigue con nosotros. Es todo lo que puedo decir por ahora. Cree que
es una niña pequeña.
—Lo sé. —La cara de la mujer se contrajo en una mueca de pena y las
lágrimas recomenzaron—. Me habló de cuánto le gusta Cole, pero él no se
fija en ella porque está demasiado ocupado con sus «cosas de chicos».
Seguramente ya en aquella época estaba enamorada de él. Es tan romántico,
tan trágico.
Jess se movió nerviosa en el taburete, con el recuerdo culpable del
beso de Cole ocupando un lugar predominante en sus pensamientos, pero
por muy infantil e insignificante que pudiese parecer, una respuesta cortante
le punzaba en la punta de la lengua, una que consiguió ahogar antes de que
saliese por su boca.
«Yo lo amaba antes.
Yo lo amo ahora.»
Yo, Leroy Fenton, juro que di curso a un mensaje para la señorita Jessica
Layton, firmado por el señor Cole Braddock, que recibí en un sobre sellado
de manos de Amy, la hermana de la señorita Layton, con fecha de 20 de
mayo de 1916.
Jessica se acercó al espejo que había sobre el lavabo del cuarto de baño para
recogerse algunos mechones de pelo que se le escapaban. Por la mañana,
había tenido que volver a encontrarse con el doctor Pearson en el sanatorio
para hablar sobre los pacientes allí ingresados y hacerle entrega de sus
informes. En una profesión dominada por hombres, ya había tenido que
soportar su desdén altanero en muchas ocasiones, pero, dadas las
circunstancias, la actitud de Pearson era especialmente mortificante.
Irradiaba un desprecio silencioso por todo lo que ella le mostraba en las
instalaciones: al parecer, nada estaba a su altura ni a la de sus expectativas.
Después de hacer una ronda por el sanatorio, lo había vuelto a llevar a
la consulta y le había mostrado el apartamento de la planta de arriba, con las
dos habitaciones, que podían resultar muy prácticas para los pacientes que
necesitasen cuidados las veinticuatro horas del día, como en los casos de
cirugía más comunes o en los de aquellos pacientes demasiado enfermos
como para regresar a sus hogares de inmediato. No cabía duda de que lo
encontraba todo muy deficiente.
Cuando se hubo marchado, volvió a subir las escaleras a zancadas, en
busca de un momento de calma en el que poder empezar a hacer las
maletas, aún furiosa con aquel hombre insufrible. Eran momentos de
urgencia, momentos que requerían la cooperación y la voluntad de trabajar
hacia un objetivo común: salvar vidas. Los egos y los prejuicios no servían
más que para obstaculizar esos esfuerzos. No, el gimnasio de la escuela no
era el hospital Bellevue, pero no les quedaba otra que arreglárselas con las
instalaciones y el equipamiento que tenían.
Al entrar al salón, miró a su alrededor y supo que este lugar, incluida
la consulta de abajo, pasarían a pertenecer a Pearson en cuanto ella se
marchase. Su nombre estaba incluso en el letrero que colgaba bajo el
soporte de hierro en la fachada del edificio.
En la planta baja oyó el ruido del pomo de la puerta y el corazón le dio
un vuelco. Ahora se había acostumbrado a cerrar la puerta con llave en todo
momento. Se le vinieron a la mente imágenes de Adam Jacobsen, con los
ojos ardiendo y relucientes de odio o de nuevos episodios de acoso por
parte de sus seguidores. Incluso las personas que no estaban de acuerdo con
él se sentían obligadas a susurrar cuando hablaban de él, por miedo a que
cayese sobre sus cabezas la tiranía de la Liga Protectora Americana. Hacía
un rato, el chico de los recados de Leroy Fenton le había llevado otro
telegrama del hospital de Seattle, preguntándole por su situación.
Se oyó a alguien llamar a la puerta. Jess se movió sigilosamente hasta
el rellano, pero desde ahí no veía quién estaba al otro lado del cristal.
Volvieron a llamar.
—¿Jessica?
Reconoció la voz de Cole y soltó el aliento que había contenido antes
de bajar corriendo las escaleras.
—¡Voy, Cole!
Cuando llegó al último peldaño, se apresuró hasta la entrada para abrir
la puerta de par en par. Viéndolo allí, alto y fuerte, con su placa plateada
prendida en la chaqueta y el cinturón del revólver cayéndole sobre la
cadera, se sintió más segura. Representaba la única seguridad que había
conocido estos días. Se hizo a un lado para dejarlo entrar. Él le dio un beso
en la boca y otro en cada mejilla. Era un gesto tan cariñoso y entrañable que
notó cómo la garganta se le cerraba por la emoción.
—¿Has tenido más problemas? —preguntó Cole.
—No, pero ya no me quedo tranquila si no echo la llave.
Él asintió.
—Sí, probablemente es mejor que eches el cerrojo. Pasé por la
escuela, pero la abuela Mae me dijo que habías vuelto aquí. Pearson parecía
abrumado.
Jessica puso los ojos en blanco y suspiró.
—No sé cómo le va a salir esto. No creo que Powell Springs, incluso
en sus peores momentos, se merezca a alguien así.
Ella hizo un gesto hacia el almacén, donde había café en el hornillo. Él
la siguió y se acomodó en una de las sillas, cruzando el tobillo por encima
de la rodilla.
—¿Por qué?
Ella comprobó cómo iba el café y recogió con la mano algunos posos
sueltos que había esparcido por la mesa de trabajo. Los tiró en la papelera y
se sacudió las manos.
—Dejando de lado tanto su forma de ser condescendiente e insultante
como que no vea con buenos ojos que haya mujeres médico, me dio la
sensación de que aquí se va a sentir como pez fuera del agua. Es de clase
muy alta, de Nueva Inglaterra, y bastante engreído. Al menos eso es lo que
me pareció a mí.
—Mmm… Eso hará que esta noche sea interesante.
—¿Qué pasa esta noche?
—Adam Jacobsen ha convocado una asamblea local en el
ayuntamiento. Quiere dar la bienvenida oficial a Pearson y, bueno… —
Miró hacia otro lado un momento.
—Echarme del pueblo. —Jessica cruzó los brazos sobre el pecho.
Cole se retrepó en la silla, sobre las dos patas traseras.
—A mí no me lo han contado así, pero mi cabeza también está en
juego. Quiere que Whit Gannon me quite la placa, al menos eso es lo que he
oído esta mañana. Vamos, que se puede quedar con la maldita chapa. No es
que a mí precisamente me falte trabajo.
Ella se llevó las manos a la cabeza.
—¡No puedo creer que Horace Cookson vaya a permitir esto! A pesar
de que la gripe siga activa y las reuniones multitudinarias estén prohibidas.
—Horace no es el mismo desde que murieron su hijo y su mujer. Sé
cómo se siente.
Jess bajó las manos y dejó que se le relajasen un poco los hombros.
—¿Vas a asistir a la asamblea?
—Sí, y creo que tú también deberías venir.
Jess estalló.
—¿Entregarme a Adam y a sus secuaces para que me lapiden en la
plaza pública sin que ni siquiera tengan que venir a buscarme? Gracias,
pero no. —Se acercó a la cafetera y sirvió dos tazas, preparando la de él
como recordaba que le gustaba.
—No es eso lo que quiero decir y lo sabes. Deberías enfrentarte y
callarle la boca. Es un hombre solo, un hombre asqueroso. La razón por la
que tiene tanto poder sobre la gente es porque nadie se ha atrevido a
quitárselo. Tú también naciste y te criaste aquí.
—He hecho el trabajo que prometí. Sustituí a Pearson hasta que llegó.
Powell Springs vuelve a tener un médico y mi trabajo se ha acabado.
Cole posó las cuatro patas de la silla y se levantó para tomar la taza
que ella le ofrecía.
—¿Entonces no vendrás esta noche?
Jess apoyó la cadera contra la mesa de trabajo y sorbió el café.
—Ya viste la mentalidad de esa gente que vino y rompió la ventana.
No me cuesta imaginar que esa «asamblea» se acabe convirtiendo en una
farsa de juicio. Y en cuanto nos queramos dar cuenta, estén lanzándome al
arroyo Powell Creek.
Él se quedó mirándola un buen rato. En el silencio, ella podía oír
cómo crujía su cinturón de cuero al respirar.
—Sé que tienes más fe en Powell Springs de la que dices. Siempre has
sido una luchadora, Jess.
—Quizá, pero hay demasiados frentes abiertos y ya no quiero seguir
luchando en todos y cada uno de ellos. Algunos son sencillamente
insoportables. —En este momento se sentía casi igual de derrotada que
cuando se marchó del este.
Él acabó asintiendo, como si comprendiese lo que quería decir.
Extendió la mano y le pasó un mechón suelto por detrás de la oreja. El tacto
de su piel hizo que a Jess se le pusiera la piel de gallina.
—Pues entonces me enfrentaré yo por ti. Ya he perdido demasiado
últimamente como para tirar la toalla ahora. Y no voy a quedarme mirando
y permitir que esos hipócritas de moralina nos despellejen a ninguno de los
dos.
En un impulso Jess le plantó un beso rápido y arrebatado en la boca.
—Espero que ganes.
Jessica pasó una noche dura e insomne, reviviendo la escena entre Cole y
ella. No solo había atacado su integridad personal sino también su
integridad profesional. Lloró durante horas entre profundos sollozos
entrecortados, dio puñetazos a la almohada, se levantó dos veces para
remeter las sábanas y se tomó un vaso de leche caliente. Nada.
Al final acabó destapándose a patadas, se levantó, se vistió de nuevo y
terminó de hacer el equipaje. Llorando y agotada, lanzó las cosas en las
maletas sin prestar atención a cómo estarían cuando las volviese a sacar,
arrugadas y aplastadas. Saldría de este apartamento y de este pueblo tan
pronto como le fuese posible. Pediría que los objetos pesados, como los
libros, se los enviaran cuando llegase a Seattle. Dejó una nota dirigida a
quienquiera que la leyese en la que indicaba su destino. Y tal vez cuando
llegase allí, escribiría cartas a las personas que se merecían una explicación
más apropiada de su partida. Con el tiempo, quizá hasta le escribiese a
Amy. Quizá. Por el momento ya había tenido bastante de Powell Springs y
todos sus habitantes.
Después de lavar los pocos platos que había en el fregadero, quitar la
ropa de cama y ordenar el apartamento, se puso el sombrero y el abrigo
delante del espejo. Tenía los ojos hinchados por el llanto e irritados por la
falta de sueño. Como de costumbre, no encontraba los guantes, pero ese
tipo de cosas eran el menor de sus problemas en ese momento. Se dio la
vuelta y echó una última ojeada al espacio en el que había vivido las
últimas seis semanas. Finalmente posó la vista en el dormitorio, donde Cole
y ella habían hecho el amor y donde durante unas horas por fin se había
sentido segura ante el mundo y la montaña de crisis a las que se había
enfrentado los dos años anteriores.
La llave de la puerta principal la dejó encima de la mesa de trabajo,
sus dedos se detuvieron un instante sobre ella antes de salir y cerrar la
puerta tras de sí por última vez.
Con una maleta, su maletín de médico y una cartera, caminó hasta la
estación de tren en la oscuridad antelucana, desviando la vista al pasar por
la herrería de Cole. Estaba decidida a esperar, si hacía falta, hasta que
abriese la estación.
Pero vislumbró el cálido resplandor de las luces provenientes de las
ventanas de la estación. Dejó el equipaje fuera y abrió la puerta.
—¡Señorita Jessica! Esto sí que es una sorpresa —la saludó Abner
Willets desde la ventanilla. Jessica percibió el olor a café recién hecho tras
él—. No sabe la asamblea tan animada que se perdió anoche.
—Eso he oído. Señor Willets, necesito un billete para Seattle, por
favor, en el primer tren que pase.
—¿Nos abandona? —El anciano la miró por debajo de la visera,
frunciendo ligeramente sus pobladas cejas grises—. Creí que se quedaría,
ya que ese tipo, Pierce, se va. —Abner seguía sin pronunciar correctamente
el nombre de aquel esnob. Si no se sintiese tan abatida, le habría parecido
gracioso—. O al menos así es como lo pintó Cole.
—No —Tragó con fuerza—. Siempre tuve la intención de proseguir
hasta Washington en cuanto el doctor llegase.
—Mmm… Pues entonces supongo que volveremos a no tener médico,
porque Pierce tampoco se va a quedar.
—¿A qué hora ha dicho que salía el tren? —intervino, tratando de
cambiar de tema y de poner fin a la sensación de tener el corazón hinchado
como un melón y alojado en la garganta.
Consultó su horario y miró al reloj de la pared.
—Tiene suerte. El próximo debe llegar a las 8:49 h. Por la mañana
temprano solo pasan por aquí dos trenes semanales que vayan hasta
Portland. Una vez allí, deberá hacer el transbordo hasta Seattle en la Union
Station.
Ella asintió y, con las manos ligeramente temblorosas, introdujo el
dinero que él le había indicado bajo la rejilla de latón que los separaba. Él
se quedó mirándola desde debajo de la visera.
—¿Está bien, señorita Jessica? Sé que no ha dado abasto desde que
llegó al pueblo.
—Estaré bien, señor Willets —respondió logrando una débil sonrisa
—. Es verdad, las últimas semanas no han sido fáciles.
Él pasó la mano bajo la rejilla y dio una palmadita sobre la de ella,
apoyada sobre el mostrador.
—Le agradecemos muchísimo todo lo que ha hecho por nosotros. Si
se siente mal por culpa de esos hijos de… esto… agitadores, quédese con
esto: la mayoría nos sentimos muy agradecidos de que usted estuviese aquí.
Ella inclinó la cabeza hacia abajo para evitar que él viese sus lágrimas
y después caminó hasta uno de los bancos para esperar el tren.
CAPÍTULO VEINTIDÓS
Cole se dio cuenta de que Muley estaba atada al poste del local de Tilly en
cuanto estuvo a una manzana de la taberna. Esquivando charcos bajo el
aguacero de la tarde, supuso que aquello podía ser una buena señal. El
padre que conocía, el que recordaba de hacía un mes, querría rememorar y
charlar largo y tendido sobre la reunión del consejo municipal.
Cole solo quería sentarse en una esquina y emborracharse.
Apenas había dormido, se había pasado la noche dando vueltas en el
catre del cuarto de aperos, pensando en Jessica acostada en su propia cama
en la casa de al lado. Una decena de veces había estado a punto de
levantarse, ponerse los pantalones y acercarse a razonar con ella, pedirle
perdón, hacer el amor con ella y echarle una regañina.
De ninguna manera podía abandonar a su familia, pero la sensación de
que ella tenía razón, de que nadie jamás la había apoyado de verdad, no lo
había dejado tranquilo en toda la noche.
Y ella había hecho promesas que no había cumplido.
Pero eso era porque otros le habían fallado. Incluido él. La había
deseado tanto que cuando pensó que ella había roto lo que había entre ellos,
se había conformado con lo que creía que era su mejor segunda opción:
Amy. Había hecho caso omiso de sus insinuaciones y coqueteos durante
meses, pero al final había acabado sucumbiendo.
Esa misma mañana, más tarde, por fin reunió el valor para decirle a
Jessica que estaba equivocado y suplicarle que se quedase. Al ver que no
contestaba a la puerta, giró el pomo y se encontró con la puerta abierta.
Cuando descubrió que se había marchado sin decir nada ni dejar más que
una nota impersonal donde decía que haría que le enviasen el resto de sus
cosas, se fue al jardín lateral del taller y se puso a cortar madera.
¡Tac! ¿Por qué ella no había querido escuchar su versión de la
discusión?
¡Tac! ¿Por qué demonios se había dejado embaucar por la estratagema
de Amy?
¡Tac! ¿Cómo había podido perder a la misma mujer dos veces en su
vida?
A su alrededor salían volando astillas de madera, algunas no le daban
en los ojos de milagro; cuando paró, empapado en sudor y con los músculos
extenuados, juraría que había cortado una tonelada de madera de aliso para
la forja. Su intención era liberarse del dolor en el pecho y el vacío absoluto
que sentía, pero sabía que podía seguir cortando leña hasta el día del juicio
final, la desolación no desaparecería. Al menos así había comprendido lo
que tenía que hacer.
Cuando Jess finalmente llegase a Seattle y tuviese una dirección,
viajaría hasta allí y le pediría que lo perdonase. Le debía eso, como mínimo.
Pero por el momento se tendría que conformar con una botella de
whisky. Había pensado en comprar una y llevársela al taller; así, si se caía
redondo, Virgil Tilly no volvería a dejarlo fuera bajo la lluvia. Cuando llegó
a la puerta y la abrió, lo echaron para atrás los olores familiares: el humo de
tabaco, la cerveza, aquel salchichón picante que Tilly guardaba en el
almacén, la ropa mojada, los huevos en vinagre. Dentro, como presumía,
los vejestorios estaban revolucionados por los acontecimientos de la noche
anterior. Lo saludaron y siguieron con su conversación, todos hablando a
voces por sus problemas de oído.
Sin embargo, Cole se percató de que Shaw estaba sentado solo en una
de las mesas de la esquina y casi no participaba de la charla. Su
guardapolvo negro para la lluvia colgaba de uno de los ganchos de la pared
y goteaba sobre el serrín que cubría el suelo. Cole levantó una mano en
señal de saludo y fue a sentarse con él un minuto.
—Me alegro de ver que sales de nuevo, papá. Me imaginaba que con
este tiempo te dolerían las articulaciones y querrías quedarte en casa junto
al fuego.
El anciano movió las manos llenas de nudos.
—La lluvia no ayuda mucho, pero no quería perderme los chismorreos
sobre anoche —explicó a Cole, dedicándole una sonrisa que últimamente
no veía a menudo—. Ese Jacobsen… Anda que no lo derribó Bauer de un
disparo certero. Como acertar a dar a una ardilla a doscientos metros… y,
¡pum!, justo entre los ojos. ¿Quién habría pensado que se estuviese
beneficiando a Emmaline?
—Sí, reconozco que no me dio ninguna pena presenciar la escena. —
Cole sonreía solo de pensarlo.
—Y la pobre mujer, casada con ese canalla de Bauer… Debe de ser la
familia que dijo estar buscando cuando llegó al pueblo. He oído que
Gannon interrogó a Winks sobre las joyas que Bauer robó a los muertos.
Winks se está prácticamente meando en los pantalones porque Bauer está
intentando endilgarle parte de la culpa, pero conozco a Winks. Tiene menos
cerebro que un pez, pero no haría algo así. —Se quedó en silencio un
instante, contemplando el vaso de whisky que tenía delante—. Robar a una
persona que ya ha pasado por el infierno… Dios, no puedo ni pensarlo. —
Negó con la cabeza.
Cole sabía que su padre no se refería a gente del pueblo.
—¿Sabes? Debes estar orgulloso de lo que hiciste anoche en la
asamblea —añadió Shaw tras salir de sus cavilaciones.
—¿Ah, sí? —Cole lo miró, sorprendido.
—Yo lo estoy —asintió su padre.
Cole se echó hacia atrás en la silla y observó boquiabierto a su padre.
No recordaba haber recibido jamás un cumplido como aquel de boca de su
padre. Le hizo una señal a Virgil Tilly para que les llevase una botella y un
vaso. Lo menos que podía hacer era compartir un trago con él antes de irse.
—Gracias, papá.
—Bueno, supongo que tu doctorcita ya tiene trabajo ahora que el
estirado de Pearson nos ha mandado prácticamente a freír espárragos.
Cole esperó a que Tilly llevase la botella para responder.
—Se ha ido.
—¡Se ha ido! —vociferó, con los ojos como platos.
Levantó una mano para que el viejo bajara la voz.
—¿Qué quieres decir con que «se ha ido»? —No habló en voz baja,
pero los demás clientes continuaron sin prestarles la menor atención.
Cole le contó parte de lo que Jessica le había dicho la noche anterior,
que presumía que no tendría pacientes y que Powell Springs nunca la
perdonaría.
—¿Sabes cómo dar con ella? —le preguntó su padre, sirviéndose un
vaso de la botella de Cole.
—Todavía no, pero en la nota decía que enviaría una dirección tan
pronto como la tuviese para que le hiciesen llegar el resto de sus cosas.
Su padre le clavó la misma mirada penetrante que les dedicaba a él y a
Riley cuando eran niños.
—Cuando lo haga, más te vale ir a donde sea y traerla de vuelta.
—¿Qué? —Cole no daba crédito a lo que oía. Sí, aunque Cole no lo
había dicho, ese era su plan—. ¡Pero si nunca te gustó!
—No dije que no me gustase. Dije que era más lista de lo que le
conviene. La cuestión es que no se metió solita en ese lío. Tú estabas con
ella, ¿verdad?
Cole miró hacia otro lado, notando cómo el calor le subía por el
cuello.
—Bueno, pues ya está —añadió su padre levantando el vaso un
instante—. Si esa doctorcita es la mujer que quieres, demuéstraselo. Haz
que te crea. Este pueblo no se la va a tener guardada para siempre. Es una
buena mujer.
—Creía que te gustaba Amy. —Cole se sirvió un buen vaso esta vez.
—Bah. Demasiado dulce para tragárselo. Nadie es tan perfecto ni tan
agradable sin motivo. Al final, siempre tengo razón.
Cole estuvo a punto de echarse a reír. Su padre era torpe a la hora de
expresar sus sentimientos, pero, aun así, detrás de su bravuconería, Cole
percibió su apoyo y con eso le bastaba.