Varia 2
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Índice:
6) EL SABOR DE LA TIERRUCA
3) AM ADÍS DE GAULA
5) ZORRILLA
VARIA — II
V.—PRÓLOGOS Y ADVERTENCIAS
AL QUE LEYERE
Entra en su segundo período La Tertulia, conservando su nombre antiguo, pero con propósitos
diversos, si no opuestos, a los que en sus niñeces mostraba. Dirigióse entonces a las damas, y hubo de
ser su carácter ameno, la ligereza su alma, su principal distintivo la agudez de ingenio, su base la
charada. Acogióla con indulgencia, no a sus escasos méritos proporcionada, el público femenino;
deleitaron a no pocos hombres los discretos y variados artificios allí expuestos a la curiosidad y
adivinación de lectores no muy ocupados ni impacientes, y La Tertulia sirvió de honesto y sabroso
esparcimiento a gran número de familias montañesas en las largas noches del pasado invierno.
Respetaráse cuidadosamente en sus artículos el dogma y la moral católicos, que son el dogma y la
moral de sus colaboradores. Se evitará todo escarceo en el campo de la política diaria o militante, y
sólo a la literatura, en toda la extensión de la palabra, se dirigirán los aunados esfuerzos de los
tertuliantes. Tendrá nuestra Revista, si tal nombre merece, un carácter español puro y castizo, que
importa conservar más que nunca hoy que el contagio extranjero cunde y se propaga que es una
maravilla. Será sobre todo montañesa, como nacida y criada en la noble capital de Cantabria, y a
cuanto con la historia y literatura del país se relacione, dará siempre muy señalada preferencia.
Estudios sobre nuestros antiguos monumentos, curiosas investigaciones acerca de la pasada vida de
esta noble y poderosa raza, cuadros de su vida presente, noticias eruditas de todo género, biografías
de montañeses ilustres y ensayos críticos sobre escritores del país, tradiciones y leyendas... todo
ocupará lugar en las páginas de este papel volante, destinado, si la fortuna lo consiente, a ser una
verdadera Revista literaria montañesa, digna del pueblo ilustradísimo y opulento en que ve la luz, y
eco fiel del muy notable movimiento literario que de algunos años a esta parte habrán notado los
menos linces en la capital de la Montaña. Preciso es que ésta vaya conquistando por grados la
autonomía intelectual que otras más afortunadas regiones de España disfrutan, pues ni en viveza de
fantasía, ni en cordura y buen seso, ni en laboriosidad y diligencia, ha solido ceder el pueblo cántabro
a las otras gentes peninsulares. Santander pudiera llegar a ser el centro de una escuela literaria, si para
un fin común llegasen a unirse [p. 11] los esfuerzos, hoy tan gloriosos como aislados, de sus diversos
escritores. A tal objeto se encamina La Tertulia, y tal vez sea parte esta razón para conquistarla el
aprecio de los montañeses, al cual corresponderá en la medida de sus fuerzas.
LA REDACCIÓN.
VARIA — II
V.—PRÓLOGOS Y ADVERTENCIAS
Cambia de nombre desde el presente número La Tertulia, y entra en nuevo y más extenso campo. Pocas palabras serán necesarias, si el título de la Revista no
parece suficiente, para explicar el modo y causas de esta transformación.
En 1864 comenzó a publicarse, bajo la dirección de un disguido paisano nuestro y colaborador asiduo de este periódico, un Almanaque de las dos Asturias,
encaminado a estrechar los lazos entre dos provincias hermanas por el suelo, por la raza y por las costumbres, y divididas sólo por un criterio oficial arbitrario.
Halló eco la idea entre montañeses y asturianos; mas circunstancias que no es del caso exponer, aplazaron o suspendieron la continuación de aquella empresa.
Pero la semilla quedó, y hoy fructifica. La Tertulia se decide a cambiar su nombre por el de Revista Cántabro-Asturiana.
Evítase así algún inconveniente que pudiera tener el de Revista de las dos Asturias, bajo el aspecto geográfico. Sólo una parte, aunque extensa, del territorio
montañés se apellidó Asturias de Santillana; pero la fraternidad entre cántabros y astures es indudable y de todos tiempos. Los accidentes físicos son comunes a
las dos provincias: el mismo mar, la misma cordillera. Hermanos sus habitantes por la raza, por el primitivo celticismo, sonlo de [p. 14] muy antiguo por las
costumbres, dado que Estrabón afirmó que era una la manera de vivir de los Galaicos, Astures y Cántabros, hasta los Vascones y el Pirineo. Únelos más y más
su historia. Juntos resistieron a las legiones romanas, llamadas y favorecidas por nuestros vecinos los Autrigones y Vascos. Juntos se romanizaron, aunque sólo
en parte, perdiendo la lengua, pero no los usos ni la indomable altivez y espíritu de independencia, que los distingue entre todos los pueblos peninsulares. Juntos
comenzaron la reconquista, y cántabro o astur sería aquel Pelagio que los acaudillaba, no godo ni de estirpe real como fantasearon vanos genealogistas, a
despecho del nombre hispano-romano del que llaman rey, y del epíteto rumí que le dan los árabes. A la monarquía asturiana pertenecíamos unos y otros, cuando
cayó en nuestros montes como benéfico rocío la ardiente palabra del gran controversista San Beato de Liébana, que, nacido entre ambas Asturias, sirve de lazo
de unión a las dos provincias gemelas.
Cierto que tras la desmembración del reino asturiano y nacimiento del condado de Castilla, buena parte del pueblo montañés siguió las vicisitudes del nuevo
estado, cuyos límites se alteraron con frecuencia. Pero que no se perdieron por esto las tradiciones de hermandad, claro lo indica el nombre de Asturias de
Santillana, y lo indicaría el de Asturias de Trasmiera si no le juzgáramos designación caprichosa y un poco aventurada, dicho sea con el respeto debido al P.
Flórez y a un sapientísimo historiador y geógrafo moderno que en esta parte le sigue.
¿Y cómo olvidar que en las marinas de Asturias y Cantabria se aprestaron las naves que concurrieron a la conquista de Sevilla, para que también en este
memorable esfuerzo de nuestra reconquista apareciésemos unidos cántabros y asturianos? Fraternidad que no se interrumpe, y hace idénticos nuestros destinos
hasta en las sangrientas banderías que asolaron estas comarcas en el último período de la Edad Media.
Llegada es la hora de restablecer la antigua fraternidad. ¿Y cuándo ha habido otra más oportuna? Hoy que por suerte rara, las dos provincias parecen estar en
vías de próspero adelanto y no se resienten tanto como otras de la general decadencia, quizá por haber conservado más puros los elementos tradicionales y el
culto de sus viejas y gloriosas memorias; hoy que, por [p. 15] otra parte, es deber de conciencia y de amor patrio resistir a la centralización en todas sus esferas
y reanimar el espíritu provincial, única fuente de grandeza para las naciones; unámonos asturianos y montañeses, y en la unión encontraremos nueva fuerza. ¡Y
quién sabe si antes de mucho, enlazadas hasta oficialmente ambas provincias, rota la ilógica división que a los montañeses nos liga a Castilla, sin que seamos, ni
nadie nos llame, castellanos, podrá la extensa y riquísima zona cántabro-asturiana formar una entidad tan una y enérgica como la de Cataluña, luz y espejo hoy
de todas las gentes ibéricas!
Nuestro programa es el de La Tertulia, extendido y ampliado como el objeto requiere. Trataremos, no exclusivamente, pero sí con preferencia, de cuanto pueda
interesar a las provincias gemelas. Su historia, tan poco explotada todavía, y como auxiliares de ella los estudios geográficos y arqueológicos, las biografías de
hombres ilustres y juicios de escritores, ocuparán buena parte de nuestras columnas. Otra no menor dedicaremos a la amena literatura, procurando que alternen
las producciones de montañeses y asturianos. Ni dejaremos de estimular, en cuanto posible sea, todo linaje de empresas científicas e industriales útiles a las
Asturias.
El campo es vastísimo: las ciencias, sobre todo en su aplicación a los intereses de nuestro país, las investigaciones históricas, las tradiciones, usos, costumbres y
mitología popular, la poesía indígena, escondida aún (por lo que hace a la Montaña) cuando en toda España van despertando las literaturas regionales..., todo en
suma, antes o después, en una forma o en otra, vendrá a honrar estas páginas. Contamos con el auxilio de nuestros colaboradores montañeses y de muchos
asturianos distinguidos en la república de las letras; todos los cuales aceptan y secundarán, como en Dios esperamos, nuestros propósitos.
Inviolable respeto al dogma y a la moral católicos, al espíritu y tendencias de la raza española y a los fueros del buen gusto. Libertad y tolerancia absolutas en
todo lo restante. He aquí nuestro programa.
La
Redacción.
VARIA — II
V.—PRÓLOGOS Y ADVERTENCIAS
Largo período, no menos que de veinte años, ha transcurrido desde el día en que fué del dominio
público el segundo tomo de la extensa biobibliografíca que hoy, llega a su término. Del aplauso con
que se recibió el trabajo del primitivo autor y de sus doctos, refundidores , dan clarísimo testimonio
las páginas de casi todos los libros de erudición española publicados en nuestra patria y fuera de ella
desde 1867 hasta la hora presente. Todo el mundo admiró no solamente la copia y, variedad de libros
examinados por Gallardo y sus continuadores, sino el primor y habilidad con que los extractos y
noticias de los libros estaban redactados, en términos tales, que a veces el extracto pudo sustituir al
libro mismo, presentando la flor de él y ahorrando al estudio inútiles disquisiciones. Por otra parte,
merced al libro de Gallardo, salváronse de irreparable olvido multitud de piezas cortas y rarísimas de
la literatura nacional, especialmente de la poética, recogidas unas de manuscritos ignorados, y otras
de impresos cuya rareza iguala casi a la de los códices más peregrinos.
Urgía continuar tal obra, y eran frecuentes y muy fundados los clamores de los eruditos solicitando
que se continuase. Pero diversas circunstancias, que parece inútil recordar hoy que felizmente toda
dificultad está vencida y va a disfrutar el público de la labor íntegra de los tres infatigables bibliófilos
cuyos nombres figuran en la portada de este tomo, impidieron hasta ahora [p. 18] que se realizase
aquel buen deseo, y han impedido también, con grave perjuicio de la obra, la asistencia directa de los
señores Zarco del Valle y Sancho Rayón en la corrección tipográfica de los dos últimos volúmenes, si
bien el primero de estos señores ha contribuído al mayor lucimiento del ENSAYO, comunicándonos
hasta el fin papeletas de libros rarísimos y favoreciéndonos con advertencias y consejos amistosos,
sin los cuales difícilmente hubiera llegado a cumplida sazón esta delicada tarea, a pesar de la buena
voluntad y afición sincera con que ha sido ejecutada.
Durante el largo tiempo que ha mediado entre la aparición de los tomos II y III de este ENSAYO, la
bibliografía ha cobrado singular desarrollo en España, se han publicado diversos catálogos y
monografías muy importantes y se han multiplicado las sociedades de aficionados que, con loable
curiosidad, se dedican a reproducir textos inéditos o libros raros. Mucho, por consiguiente, de lo que
era novísimo en las papeletas de Gallardo cuando fueron recogidas y premiadas y se comenzó a
imprimirlas, ha entrado en la general noticia y es inútil reproducirlo. Tal consideración movió ya a
los señores Zarco y Sancho a suprimir todo el largo artículo concerniente al Cancionero de Orozco,
que Gallardo había copiado casi entero del manuscrito existente en la Biblioteca Colombina, y que
hoy todo amante de las letras puede disfrutar en la edición hecha por la Sociedad de Bibliófilos
Andaluces. Algunas otras supresiones de este género se han hecho; pero a la verdad muy pocas, y
todas bien justificadas. Más bien hemos pecado por el extremo contrario, reproduciendo citas y
extractos de libros que han sido reimpresos totalmente en estos últimos años, pero que Gallardo había
extractado a su manera, es decir, notando metódicamente las particularidades gramaticales, los modos
de decir pintorescos y elegantes, las noticias de historia literaria o civil, los rasgos de costumbres que
contienen. Mucho de esto puede ser indiferente para el mero bibliófilo; pero es de grandísimo interés
para quien busca en la bibliografía algo más que un índice y quiere encontrar en ella luz y guía para
un conocimiento de los libros más íntimo y fructuoso que el que puede lograrse con meros catálogos
de portadas.
Cabalmente esta circunstancia distingue el ENSAYO de [p. 19] Gallardo, de casi todas las obras de
su género publicadas hasta hoy; y sacándole de la categoría de los índices, hace que sea a un tiempo
mismo rica y variada antología de poetas y prosistas españoles, repertorio de noticias y curiosidades
gramaticales y, en muchos casos, libro de crítica y de amena recreación.
Este mismo carácter especialísimo y personal que el libro tiene en no pocas de sus partes, nos ha
inducido a ser sumamente sobrios en las adiciones. No llegan, ni con mucho, a cinco mil artículos los
que en sus cuatro tomos abraza este ENSAYO, lo cual puede parecer, y de hecho es, pobreza, si se
compara con la inagotable fecundidad de nuestra literatura. Pero hay que tener en cuenta que la
colección de las papeletas de Gallardo no es el ensayo de una bibliografía española hecha
intencionadamente y de propósito, sino el resto que pudo salvarse de los apuntes que el colector iba
tomando para su uso de los libros que habitualmente manejaba en su propia biblioteca o en las
extrañas; apuntes, además, que corresponden todos a la última época de su vida de investigador,
puesto que los más antiguos perecieron, como es sabido, y el mismo Gallardo lo afirmó muchas
veces, en el famoso día de San Antonio de 1823. Añádase a esto que Gallardo, avaro del tiempo,
como quien tiene delante de sí una materia inmensa, desdeñaba muchas veces tomar nota del libro
que mejor conocía, del que tenía en su casa o podía manejar a sus anchas, por lo cual sería absurdo
imaginar que la omisión de una obra cualquiera de este Catálogo, fuese prueba ni indicio de que
Gallardo no lo conoció, cuando precisamente figuran en estas páginas, descritos por los señores
Zarco del Valle y Sancho Rayón, muchos libros que fueron propiedad de Gallardo, que él estudió
profundamente y acribilló de notas marginales, y sobre los que, sin embargo, no dejó papeleta ni
apuntamiento alguno.
Por otra parte, muchas de las adiciones que exigiría el texto de Gallardo para convertirse en una
bibliografía metódica, resultan ya inútiles después de las publicaciones bibliográficas de estos últimos
años. Entre ellas, por su carácter general y por la riqueza de su contenido, no podemos omitir el
Catálogo de la Biblioteca de Salvá y el Catalogue of Spanish Collection de Jorge Ticknor. A estas
dos obras, que no faltan en los estantes de [p. 20] ningún bibliófilo español, remitimos a los lectores
que echen de menos algo de lo mucho que notoriamente falta en la obra de Gallardo.
Algunos artículos hemos añadido, no obstante. Los menos en número y los menos importantes son
fruto de nuestro particular estudio; los restantes, dádiva de algunos generosos amigos, entre los cuales
debemos citar, en primer término, al señor don Pascual Gayangos, que ni un solo día ha dejado de
interesarse en esta publicación, franqueándonos los tesoros de su incomparable librería; al señor don
Francisco Asenjo Barbieri y al señor don Francisco R. de Uhagón.
El señor Zarco del Valle, cuyo auxilio nos ha sido tan precioso, ha llevado su liberalidad hasta el
punto de añadir a las cédulas primitivamente redactadas por él para enriquecer la obra de Gallardo,
otras de libros sumamente peregrinos que ha examinado con posterioridad.
Como el título del ENSAYO excluye todo libro de autor no español, ha sido forzoso separar de él las
descripciones, no muchas, pero sí muy interesantes, que Gallardo tenía hechas de libros raros de otras
literaturas, señaladamente la italiana y la francesa. Pero es fácil conocerlas acudiendo a la reciente y
erudita publicación de M. Harrise, intitulada Excerpta Colombiniana, en la cual se insertan dichos
trabajos de Gallardo, remitidos a M. Harrise por el señor Zarco del Valle.
Más adelante, si las circunstancias son propicias, completará la Biblioteca Nacional la publicación de
este ENSAYO con un tomo de índices razonados y de nuevas adiciones, al cual podrán acompañar la
bibliografía literaria de Gallardo y algunos de sus opúsculos de erudición, dispersos hasta ahora.
Bien merece este honroso recuerdo el que, a pesar de los defectos inherentes a la condición humana y
a lo turbulento de las épocas en que le tocó florecer, conservó siempre vivo el entusiasmo, y aun
pudiéramos decir el fanatismo, por nuestros libros, y por nuestra lengua, y fué, sin género alguno de
controversia, el mayor bibliógrafo español desde Nicolás Antonio hasta nuestros propios días.
VARIA — II
V.—PRÓLOGOS Y ADVERTENCIAS
El que conozca cuán estrechas fueron las relaciones de gratitud y amistad que unieron con el finado don Manuel Milá y Fontanals
al discípulo suyo que firma estas líneas, comprenderá que ha debido, de ser para él tarea gratísima la que, por honroso encargo de
su familia comienza hoy, de reunir y coordinar todos los escritos impresos e inéditos del que fué su docto y cariñosísimo maestro.
Es cierto que en saber y diligencia nos aventajan muchos de los que pudieron saludar al doctor Milá con ese título, pero ya que por
última muestra del afecto que nos profesaba, favorecernos en sus disposiciones testamentarias con la herencia para nosotros más
valiosa, es decir, con el tesoro de sus manuscritos literarios, a nadie hemos de ceder el bien llevadero trabajo, de juntarlos en
colección, para utilidad y enseñanza común. Críticos eminentes de otras naciones, donde los trabajos del espíritu obtienen más
favor y estimación que en la nuestra, escribieron, en las sentidas necrologías que dedicaron al doctor Milá pocos días después de su
fallecimiento, que la pérdida de sus papeles sería una verdadera calamidad para la ciencia. Por nuestra parte hemos de hacer lo
posible para que tan triste vaticinio quede sin cumplimiento. Así los papeles del doctor Milá, como todos sus trabajos impresos,
aun los de más corta extensión, se hallan en nuestro poder, y el público ha de disfrutarlos [p. 22] en una serie de volúmenes del
mismo tamaño y forma que el presente. Nuestro propósito y el de la familia del ilustre profesor, es dar a luz cuanto él ha dejado en
disposición de imprimirse y aun aquellos apuntes o notas que en su estado actual pueden servir para ulteriores investigaciones o
excitar, por cualquier concepto, la atención o la curiosidad de los amigos de los estudios literarios, en especial de los que se
refieren a las cosas de la Edad Media.
Contiene este primer volumen los Tratados doctrinales de Literatura que el doctor Milá compuso, es a saber, su magistral
compendio de Estética y Teoría Literaria, que reproducimos conforme a su última redacción, fruto de la madurez de su
privilegiado entendimiento, y su juvenil Arte Poética (1844), que a pesar de su fecha ya lejana y de la forma elemental en que está
redactada, presenta en todas sus páginas indicios clarísimos de las grandes miras de su autor, desarrolladas luego con tan profunda
crítica en sus posteriores trabajos, de los cuales puede considerarse éste como el bosquejo o programa, tocándose, además, en él
ciertas cuestiones retóricas o técnicas, que no volvió a tratar el doctor Milá en sus Elementos de Literatura, quizá por no descender
a excesivos pormenores. Razones son todas éstas que abonan, o más bien exigen, la reimpresión de la Poética, libro al cual
profesamos especial cariño, porque encierra en breves páginas mucho más jugo que otros tratados de grandes y trascendentales
pretensiones, y es, además, por su fecha, uno de los más curiosos documentales para la historia de la evolución de las ideas
literarias en España durante la época romántica. Juntos en un mismo volumen, como ahora van a estarlo la Literatura del doctor
Milá y su Poética, podrá apreciar cualquiera de un solo golpe de vista, todo el camino andado por su autor y por la cultura española
en menos de treinta y cinco años, y dar al doctor Milá el altísimo puesto que le corresponde como principal iniciador de la crítica
moderna entre nosotros, así en los estudios de arqueología literaria, como en los propiamente estéticos.
Nosotros, que tenemos por título de gloria haber recibido directamente la enseñanza de varón tan ilustre, y ser, aunque en exigua
parte, herederos y depositarios de su fecunda doctrina, dedicaremos íntegro el último volumen de esta colección a [p. 23] exponer
sus méritos, a contar su vida ejemplarísima, a apreciar, según nuestro entender, sus obras, trabajo en que ya nos han precedido
valentísimas plumas, pero en el cual todavía creemos poder añadir algo nuevo, aunque no sea más que la expresión de nuestro
respetuoso cariño, y la riqueza positiva que ha de salir del rico archivo de los papeles del difunto. De este modo contribuiremos, en
la medida de nuestras fuerzas, a que en la veneración de todos quede tan alta como lo está en la nuestra, la simpática figura del que
no sólo fué lumbrera de la Ciencia y de la Universidad, gloria de Cataluña y de España entera, crítico de primer orden, inspirado
poeta, filólogo profundo, sino que mereció, en todo el rigor del término, otro título y encarecimiento, que aun vale más que éstos,
el de varón justo y el de maestro perfecto, así en las obras de su ingenio como en las de su vida.
M.
Menéndez
y Pelayo.
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VARIA — II
V.—PRÓLOGOS Y ADVERTENCIAS
Como obsequio a la buena memoria del ilustre obispo de León, doctor don Francisco Javier Caminero y Muñoz, imprímense en el
presente volumen dos trabajos suyos de filología hebraica y de crítica bíblica, que seguramente no han de ser los que menos
contribuyan a perpetuar su nombre. El género de estudios en que aquel sabio varón ejercitó la mayor parte de su vida, no era de los
que más fácilmente suelen llegar al conocimiento, y estimación del vulgo, pero los doctos supieron darle todo su precio y
reconocer que nadie en España ha comprendido tan exactamente como el doctor Caminero, el verdadero carácter que conviene a la
apologética contemporánea.
Huyendo de la gárrula declamación, del vano sentimentalismo y de la torpe agitación de las rencillas políticas, en que tantos otros
escritores católicos malgastan miserablemente sus fuerzas, dignas, quizás, de mejores empeños, procuró salvar por su propio
esfuerzo y trabajo intelectual la distancia, por desdicha no pequeña, que hoy separa nuestra cultura teológica de la que alcanzan
países más felices o más adelantados, y de la que gloriosamente alcanzó en otros tiempos nuestra ciencia. Dióse, pues, con especial
ahinco, a la adquisición de todos aquellos [p. 26] instrumentos de trabajo que hoy requiere el estado de las controversias religiosas,
y concentró principalmente sus tareas en los dos campos de la filosofía y de la exégesis bíblica. En uno y en otro concepto produjo
obras verdaderamente memorables, pero todavía osaremos afirmar que era más escriturario y exégeta que filósofo. Es cierto que
sus admirables cualidades de polemista no han sido sobrepujadas por ningún otro de nuestros escritores, y a ellas deben su mayor
precio los excelentes libros que nos ha dejado sobre el Krausismo, el Materialismo y la Moral utilitaria, que pudieran formar juntos
un cuerpo de crítica filosófica, con el cual nada hallaríamos comparable en nuestra filosofía moderna después de los trabajos de
Balmes. Pero aunque en la parte crítica sea el espíritu de Caminero superior a todo encomio, adolece, en la parte dogmática, de
algunos resabios tradicionalistas que le hacen mirar con excesiva desconfianza los procedimientos y resultados de la especulación
racional, y le llevan a veces (a lo menos en apariencia) hasta a incluir el mismo espiritualismo cristiano en las censuras que lanza
contra todo racionalismo.
Esta posición de su espíritu, que le presta notable originalidad respecto del movimiento de restauración escolástica, al cual sirvió
como aliado, pero en el cual no se confundió nunca, impide, no obstante, calificarle de filósofo puro, puesto que empieza por dudar
del valor y eficacia de la ciencia humana, y propende a apoyar en el criterio de la revelación y de la tradición los fundamentos del
orden metafísico, sin llegar, no obstante, en ninguna ocasión, a las intemperancias de lenguaje y a las tesis manifiestamente
escépticas que la Iglesia ha condenado en otros tradicionalistas. Su mismo sistema debía empujarle naturalmente al campo de los
estudios bíblicos, aunque todas las aptitudes de su espíritu no le llevasen a él, y aunque no fuera éste el punto donde hoy se han
concentrado todas las negaciones racionalistas, pasando de los nebulosos libros de los exégetas de la escuela de Tubinga a las
brillantes y afiligranadas páginas de Ernesto Renán. Cuando de tales cosas apenas comenzaba a tenerse noticias en España, cuando
en nuestros Seminarios corrían como texto, para las clases de escritura, libros atrasados en más de treinta años, y que, si podían dar
satisfactoria respuesta a las superficiales objeciones de la filosofía francesa del siglo pasado, eran de todo [p. 27] punto impotentes
para resistir la nueva y más formidable invasión, emprendía el doctor Caminero, y felizmente lo llevaba a término en 1867, la
composición de un Manuale Isagogicum, que condensaba con singular precisión y método las más adelantadas enseñanzas de la
exégesis bíblica en las escuelas católicas de Alemania, de Francia y de Italia. La lengua en que el Manuale estaba escrito y su
carácter de libro de texto para la enseñanza eclesiástica, impidieron que por de pronto, se vulgarizase entre la masa del público, así
como la novedad de su contenido hizo que le mirasen con despego los espíritus aferrados a la vieja rutina escolástica y al cómodo
procedimiento de resolver a priori o con el testimonio de autoridad las cuestiones históricas y positivas, en vez de quemarse las
cejas estudiando hebreo, griego, alemán, geografía de la Palestina, arqueología y otra porción de disciplinas en que forzosamente
había de iniciarse el que se decidiera a seguir el camino abierto por el Manuale Isagogicum.
Pero Caminero no desistió de su generoso intento y quiso hacer llegar a todos la parte más importante de su labor, valiéndose ya de
la lengua vulgar y del poderoso medio de las revistas y publicaciones periódicas, sin esquivar aquellas que, como la Revista de
España, presentaba campo franco y neutral para todo género de opiniones. En esta forma publicó su magnífico Estudio sobre el
Evangelio de San Juan, otro Sobre la composición de los Evangelios sinópticos y, finalmente, dos libros magistrales que, a no estar
escritos en lengua tan poco leída al presente como la nuestra, correrían en manos de todos los católicos de Europa con no menor
estimación que los de Moehler, Ghiringhello y Monseñor Freppel. Estos libros son las Conferencias sobre el Nuevo Testamento y
La Divinidad de Jesucristo en presencia de las escuelas racionalistas, obra esta última destinada a rebatir las conclusiones del
moderno arrianismo, unitarismo o protestantismo liberal, formuladas en un libro ruidoso de Alberto Réville.
A empresas todavía más arduas dedicó el doctor Caminero los últimos años de su vida, en medio de las tenaces dolencias que del
exceso de trabajo suelen nacer, y que prematuramente, cortaron aquella existencia, de tan estimable valor para los grandes intereses
de la ciencia católica, hoy más comprometida en España que por la audacia de sus enemigos, por la torpeza, [p. 28] desmaño e
increíble ceguedad de sus defensores. Mientras otros disputaban prolija y fastidiosamente sobre temas tan interesantes y de tanta
profundidad filosófica, como el de El liberalismo es pecado o el de El libre cambio en sus relaciones con el catolicismo, Caminero
encontraba ocupación mucho más digna de un sacerdote católico en traducir directamente de la verdad hebraica el texto del
Antiguo Testamento, ilustrándole con notas, comentarios y disertaciones de gran sabiduría, a tenor de los adelantos científicos
modernos. Dejó traducida de esta suerte, aunque no dispuesta todavía para pasar a la imprenta, la mayor parte del Pentateuco, y
dejó también, puestas en limpio y del modo que ahora se publican, el Estudio sobre el libro de Job y el Estudio sobre el de Daniel.
Al primero, acompaña la traducción, al segundo no. Caminero la tenía hecha y alguna vez nos la mostró, pero, sin duda, ha
padecido extravío, como otros papeles suyos. La traducción del de Job, es la segunda que directamente se ha hecho del hebreo al
castellano por autor católico. Caminero, que era modestísimo, no quería, de ninguna manera, entrar en competencia con el primer
traductor, que es nada menos que Fray Luis de León, pero al fin se determinó a hacer nueva versión considerando que todavía
podía ceñirse más estrechamente a la letra, por haber adelantado no poco la crítica del texto desde los días de aquel incomparable
varón, sin contar con que a veces el mismo Fray Luis, advertido por la dura lección del escarmiento, prefirió irse con el sentido de
la Vulgata, en puntos en que manifiestamente difiere de la letra hebrea, de donde resulta una traducción de carácter híbrido, mucho
menos literal y de sabor menos semítico que la que antes había hecho del Cantar de los Cantares.
Había, además, otra razón para traducir de nuevo el Job con el mayor esmero y fidelidad que se pudiese, y era la de poner
correctivo a los graves errores en que, no ciertamente por ignorancia, sino en parte por la tiranía del sistema racionalista, hostil a la
recta interpretación de todos los pasajes de índole profética y, en parte, también por gala retórica y deseo de hacer su lectura
agradable al paladar excesivamente académico de los franceses, abunda la traducción de Ernesto Renan, harto difundida entre
nosotros, como todas las obras de su autor.
[p. 29] La introducción que Caminero puso a su obra, tiene por objeto principalmente resolver las cuestiones exegéticas que Renán
plantea en el: prólogo de la suya y sacar triunfante la divina inspiración del libro, su antigüedad remotísima y el verdadero sentido
de sus tesis filosóficas sobre el problema del mal y el destino de la humanidad en la vida. Con el Libro de Daniel se enlazan
altísimas cuestiones mesiánicas, y puede decirse que en torno a este libro se riñe hoy la más fiera batalla entre los adversarios y los
defensores del profetismo. Caminero mostró que sus fuerzas no eran inferiores a tan grave asunto. Si a alguno de sus trabajos
bíblicos hubiéramos de dar la preferencia, probablemente sobre el de Daniel recaería nuestra elección.
La más absoluta sinceridad crítica, unida a la fe más ardiente, respira en cada página de estos trabajos, como respiraba en todas las
palabras y acciones de su autor, que era un sacerdote ejemplar y un sabio de buena fe. Ni él necesitaba ahuecar la voz para que una
y otra cosa fuesen bien manifiestas, ni a un mérito tan sólido y tan positivo y de una especie tan exquita y tan rara, convendrían
aquellos vanos encomios que la vulgaridad y la impostura han profanado, haciéndoles recaer sobre tantas frentes indignas. El
elogio de Caminero está hecho en dos palabras, pero ¡felices de aquéllos de quienes pueda decirse otro tanto! Fué un presbítero
ejemplar, tan firme como ilustrado, y hubiera sido un grande obispo, si la muerte no hubiese helado su mano cuando acababa de
empuñar el báculo pastoral. Fué (sin ofensa de nadie) el hombre de más varia y moderna cultura de que en su tiempo pudo
gloriarse el clero español. Como controversista filosófico apenas tuvo rivales. Como hebraizante, fué uno de los tres o cuatro que
en lo que va de siglo han dado alguna muestra de que España no ha perdido todo derecho a ser llamada la patria de Alfonso de
Zamora y de Arias Montano. Como exégeta es quizás el único español del siglo XIX de quien debe hacerse memoria.
No tuvo maestros, se educó a sí propio, y tampoco sabemos que haya dejado discípulos. A su nombre va unida la importación de
los nuevos métodos que, aplicados con energía y constancia, hubieran regenerado nuestra enseñanza teológica. Poco se ha
adelantado en este sentido; pero la semilla está echada y algún día fructificará y entonces el nombre del doctor Caminero [p. 30]
surgirá del olvido y se verá venerado como un precursor, del mismo modo que veneramos a nuestros grandes reformadores
teológicos del siglo XVI, Carvajal y Villavicencio, Vitoria y Cano.
M.
Menéndez
y Pelayo.
VARIA — II
V.—PRÓLOGOS Y ADVERTENCIAS
Cuando todas las naciones civilizadas del Antiguo y del Nuevo Mundo se aprestan a conmemorar,
respondiendo a la invitación de nuestra madre España, aquel grande y solemnísimo, o más bien
único, momento de la evolución histórica, que Francisco López de Gómara llamaba en 1552 «la
mayor cosa, después de la Creación del mundo, sacando la Encarnación y Muerte del que lo crió»; no
ha querido la junta Directiva del Centenario que permaneciese en silencio nuestra Real Academia de
la Historia, guardadora de todas las tradiciones patrias, y obligada de un modo más especial en este
caso, como heredera del oficio de los antiguos cronistas de Indias. La premura del tiempo y la escasez
de recursos, han impedido acometer empresa de más entidad que el ensayo bibliográfico que hoy se
presenta, muy distante sin duda de la perfección, si bien con todos sus defectos juzgamos que no ha
de ser inútil a los investigadores de las cosas del Nuevo Mundo, ni a los futuros biógrafos de su
primer descubridor.
No era de ningún modo una bibliografía general de libros de América lo que se nos pedía y
encomendaba. Temeridad, o más bien locura, hubiera sido intentar obra tamaña, en plazo tan breve y
angustioso, si queríamos añadir algo nuevo a la inmensa riqueza que contienen las numerosas
Bibliotecas Americanas que ya poseemos, desde el meritorio Epítome de nuestro León Pinelo,
amplísimamente adicionado por González Barcia, hasta la [p. 32] Bibliotheca Americana
Vetustissima del norteamericano Harrise, modelo de exactitud minuciosa en la descripción de los
libros más peregrinos y de esplendidez y lujo en la parte tipográfica. ¿A qué repetir un trabajo
definitivamente hecho, cuando si algún libro pudo ocultarse a la diligencia de Harrise de los
publicados entre 1492 y 1551, que son los fundamentales en la bibliografía de América, él mismo ha
ido subsanando estos olvidos en un tomo de Adiciones y en numerosos escritos posteriores, mediante
los cuales ha llegado a convertir como en patrimonio suyo la primitiva bibliografía americana,
logrando en ella autoridad menos contestada que en sus disquisiciones puramente históricas y
críticas? Es cierto que los libros modernos relativos a América quedan fuera del radio de sus
investigaciones, pero en esta parte ¿cómo habíamos de competir tampoco con obras recientes y
alguna de ellas colosal por su plan y dimensiones, que apenas nos dejaban qué espigar, con ser el
campo tan vasto? Baste citar la Biblioteca Americana de Leclerc con sus suplementos, las varias
publicaciones de Stevens, el catálogo de Russell Bartlett y el ingente Dictionary of Books relating to
America, from its discovery to the present time, de José Sabin, obra no terminada aún, pero que ya en
su tomo XIX alcanza la cifra formidable de 78.673 artículos.
Pareciendo, pues, o inútil o imposible la formación de una nueva Biblioteca Americana, hubo nuestra
Academia de restringir sus tareas a un plan más modesto, limitándose a una monografía sobre
aquellos escritos que directamente atañen a la persona de Colón, a su familia y a sus viajes. Aun así,
la Comisión nombrada por la Academia, ha tenido que tropezar con graves dificultades, que no se
lisonjea de haber vencido totalmente, aunque haya puesto los medios oportunos para lograrlo. Pareció
conveniente encerrar el trabajo en un solo volumen, de proporcionadas dimensiones y fácil manejo,
tal que pudiera servir de consulta y no de embarazo al estudioso y aun al simple aficionado; obra, en
suma, de vulgarización bibliográfica más que de bibliografía rigurosamente científica. Para describir
con todos los pormenores hoy requeridos en las obras magistrales de este género, los 4.675 artículos
de que, salvo error, consta nuestro catálogo, se requería mucho mayor tiempo y mucho mayor espacio
que [p. 33] el que nosotros hemos podido lograr. Varios volúmenes hubieran sido necesarios para tal
obra, y aun así hubiera quedado inferior a otras ya clásicas en su género, que ayudan o sustituyen la
mera descripción con el adorno de las representaciones gráficas, reproduciendo en facsímile portadas,
páginas memorables y aun documentos y tratados enteros, con lo cual el lector llega a contemplarse
en posesión del libro que se le describe, o de lo mejor y más sustancioso de él. Tales lujos están
negados todavía a nuestra pobreza, y por otra parte, tratándose de libros americanos, resultan casi
superfluos, puesto que a tales libros—de los primitivos hablamos—por su condición de rarísimos y
extraordinariamente demandados y apetecidos en el mercado, se han aplicado en mayor escala que a
otros algunos tales procedimientos de reproducción fotográfica, de transcripción literal, o a lo menos
de descripción prolija; hasta apurar los últimos ápices, y apenas habrá uno de ellos de que no se
encuentre cabal noticia en innumerables partes. Acción ilícita hubiera sido e indigna del buen nombre
de nuestra Academia, el enriquecerse a tan poca costa con los frutos de la labor ajena, y acción sobre
manera necia y fuera de todo racional propósito el empeñarse en repetir con muy desiguales medios,
lo que otros habían realizado de un modo que no deja lugar a competencia.
Sí tal razón nos ha hecho fuerza para no dilatamos en la descripción de los libros verdaderamente
raros, otra enteramente contraria nos ha hecho abreviar las portadas de los libros vulgares, y aun
establecer entre ellos cierta selección, de la cual han resultado numerosas exclusiones. Desde el siglo
XVI acá, no hay tratado de historia, geografía y cosmografía, no hay enciclopedia, diccionario, ni
colección bibliográfica grande o pequeña, buena o mala, que no contenga algún artículo, párrafo o
tratado concerniente a Cristóbal Colón y al descubrimiento de América; y aun en los libros de
materias más heterogéneas suelen encontrarse tales referencias. ¿Quién será capaz de catalogar todo
ese fárrago, ni, para qué puede servir semejante catálogo cuando la mayor parte de tales libros nada
nuevo dicen ni enseñan? Lejos de nosotros tentativa tan inepta; bastante habremos conseguido si este
conato de bibliografía, que sólo nos atrevemos a calificar de índice un tanto razonado, cumple dos
objetos: el de incluir [p. 34] todos los libros fundamentales y positivamente útiles acerca de Colón, y
aquellos otros más dignos de estimación o más afamados entre los de segunda mano; y el de aportar,
aunque sea en pequeño número, algunos datos y documentos nuevos que seguramente han de llamar
la atención de los doctos, por lo mismo que en materia tan repetidamente estudiada, el hallazgo de
cualquier papel que nos dé razón de algún detalle ignorado, debe tenerse por venturosísimo y
señalarse con piedra blanca. No diremos, ni con mucho, que el resultado haya correspondido en todo
a nuestras esperanzas, pero sin nota de vanagloria podemos creer que los futuros biógrafos de Colón
no han de dar por perdido el tiempo que emplearen en recorrer la primera sección de este libro, que
contiene agrupados por orden cronológico los que serán primeros fundamentos de la futura historia
colombina, cuando ésta acabe de desembarazarse de las nieblas y contradicciones en que, parte por
negligencia, parte por choque de opuestas pasiones, aparece envuelta en los mismos contemporáneos
del Almirante.
Esta primera sección, que pudiéramos llamar el Archivo de Colón, así como las cinco siguientes
constituyen su Biblioteca, y la séptima su Museo, es el índice de todas las reales cédulas, provisiones,
títulos, asientos, memoriales, cartas y otros documentos relativos al gran descubridor, abarcando
todas las informaciones y probanzas de los célebres y larguísimos pleitos entre el fiscal del rey y los
próximos descendientes del Almirante. Dase razón del contenido de la mayor parte de los
documentos y su número total se eleva a 1.395. Aun excluídos los 509 que corresponden a la
subsección del pleito, y que en su mayor parte son inéditos todavía, aunque pronto dejarán de serlo,
puesto que nuestra Academia les va dando lugar en su Colección de documentos inéditos para la
historia de América, restan 886 artículos, de los cuales 369 no se hallan en ninguna de las colecciones
impresas que hemos tenido a la vista para formar este índice. Las cifras tienen aquí bastante
elocuencia, y sea cual fuera el juicio que se forme de las restantes partes de la obra, el interés capital
de esta primera sección, tan llena de novedades, bastará a hacer indulgentes a los que miran con
buenos ojos toda contribución positiva en obsequio de la verdad histórica. Si este trabajo árido y
deslucido llega a suscitar una nueva biografía de Colón [p. 35] adecuada al estilo y crítica de los
tiempos presentes, en que todos estos materiales se ordenen y armonicen y realcen con aquel arte,
discreción y gusto que en sus épocas respectivas mostraron Muñoz, Irving y Humboldt, la Academia
dará por bien empleados sus afanes, ya que ni de cerca ni de lejos haya podido emular la gloria de
que se cubrió su inolvidable director, don Martín Fernández Navarrete, con aquella Colección de
viajes y descubrimientos, que Humboldt llama «uno de los monumentos históricos más importantes
de los tiempos modernos», y es sin duda la piedra angular de la historiografía americana.
Menos novedad cabía en la segunda sección, que comprende los escritos de Colón y los trabajos
relativos a ellos, tanto por ser estos escritos en tan corto número y muy conocidos ya, cuanto porque
las graves cuestiones que sugieren, así respecto de la calidad de autógrafos atribuída a algunos de
ellos, como respecto de la fecha y lugar de alguna de sus primeras ediciones, distan mucho de estar
resueltas a juicio de la Comisión en términos tales que la Academia pueda aventurar o comprometer
su fallo. Tales puntos de controversia pueden y deben ser tema de monografías especiales, más bien
que de un catálogo abreviado corno el nuestro, donde sólo puede concederse lugar a los resultados
positivos y no sujetos a discusión, y de ningún modo a pareceres contradictorios y llenos de
incertidumbre.
Nada procede advertir respecto de la tercera sección, que contiene las obras que tratan especialmente
de Cristóbal Colón, comenzando por las que abarcan la totalidad de su vida y el conjunto de sus
viajes, y prosiguiendo con aquellas otras que discuten y examinan diversos puntos controvertidos,
tales como patria, familia, estudios, retratos, trajes, escudo de armas, firma del Almirante, casas en
que habitó, puntos que tocó en sus viajes, paradero de sus restos mortales y tentativas para su
beatificación. Esta sección es muy copiosa, y fácilmente hubiera podido extenderse más; registrando
las innumerables ediciones que han logrado ciertas biografías de Colón, de las más populares y
divulgadas, como la de Campe e Irving; pero ha parecido más conveniente la sobriedad en este punto,
para dejar espacio a la enumeración, mucho más útil, de las monografías, estudios sueltos y
opúsculos, que, por su leve volumen y limitada publicidad, [p. 36] llegan más difícilmente a noticia
de los estudiosos, siquiera ofrezcan a veces más novedad y espíritu de investigación que las bastas
compilaciones historiales, donde van depositándose, con más o menos discernimiento de parte de sus
autores, las verdades sabidas y los antiguos errores.
A este género pertenecen considerable número de las obras incluídas en la sección cuarta, que consta
de 1.192 artículos cuyo número hubiera podido sin gran esfuerzo triplicarse, dando entrada a todas las
obras impresas y manuscritas concernientes a la Historia de España y América, a la Historia.
Universal, a la Historia de la Geografía o de los viajes y descubrimientos, pues no hay una sola que
no se refiera a Colón más o menos extensamente. Nos hemos limitado, por las razones antes
expuestas, o a lo más interesante y menos conocido, o a lo más célebre y ruidoso. El mismo criterio
nos ha guiado para catalogar las bibliografías y enciclopedias y los diccionarios históricos,
biográficos y geográficos. Sólo 315 logran entrada en nuestra colección.
Por el contrario, hemos procurado que no resultase muy incompleta la lista de las obras literarias y
artísticas inspiradas en asuntos de la vida de Cristóbal Colón. A 399 llegan los artículos de esta
sección. No dudamos, sin embargo, que faltarán, no solamente muchas piezas fugitivas del género
lírico, sino también extensos poemas, dramas o novelas, que sólo la casualidad puede traer a manos
del erudito, y que sin duda merecerán en su mayor parte el profundo olvido en que yacen.
Termina nuestro libro con una reseña de los trabajos, hasta ahora publicados en proximidad del
Centenario, que, a juzgar por sus primicias, ha de dar materia él sólo a una bibliografía no menos
copiosa que la presente.
La rapidez con que ha sido preciso ordenarla e imprimirla ha perjudicado, sin duda, a la severa
corrección que tanto realza los estudios bibliográficos. Algunos artículos estarán acaso fuera de su
lugar más propio; algun otro quizá resulte repetido; accidente fácil y excusable en una labor en que
han intervenido diversas manos. Tanto en esto como en los yerros tipográficos no advertidos a
tiempo, queda ancho campo a la indulgencia del [p. 37] docto y del discreto, quienes conociendo por
experiencia propia lo difícil que es llegar al acierto y perfección en tales materias, absuelven de buen
grado todo libro en que la utilidad sobrepuja o compensa los defectos.
VARIA — II
V.—PRÓLOGOS Y ADVERTENCIAS
[p. 39] 7) OBRAS DE QUEVEDO POR FERNÁNDEZ-GUERRA: ADVERTENCIA PRELIMINAR AL TOMO I [1]
Uno de los trabajos que honran más la buena memoria del preclaro arqueólogo y castizo escritor don Aureliano Fernández-Guerra
es su edición crítica y sabiamente ilustrada de las obras del gran polígrafo español don Francisco de Quevedo y Villegas.
Aparecieron las primicias de esta labor en dos tomos de la Biblioteca de Autores Españoles de Rivadeneyra, impresos
respectivamente en los años 1852 y 1857. Entró en estos dos volúmenes el texto correcto y expurgado de las obras en prosa de
Quevedo, con eruditísimas anotaciones y discursos preliminares llenos de buena y sabrosa doctrina, y útiles sobre manera para el
conocimiento de la historia del siglo XVII. Tan magistral edición obtuvo desde luego el éxito que merecía, siendo universalmente
estimada como la mejor que de ningún clásico español se hubiese dado hasta entonces a la estampa. Por desgracia, sin que
podamos decir fijamente el motivo, el tercer tomo de las obras de Quevedo en dicha Biblioteca, que comprende las poesías del
gran satírico, no pasó como los dos primeros por las expertas manos del señor Fernández-Guerra, sino que fué compilado, con
notable desventaja, por otro literato ya difunto, [p. 40] don Florencio Janer, que mostró, sin duda, loable diligencia para hacer su
colección lo más completa que pudo, pero que no sólo ignoró hasta la existencia de muchas legítimas producciones de Quevedo,
sino que admitió, en cambio, otras manifiestamente apócrifas; y lejos de enmendar los gravísimos yerros de las ediciones antiguas,
los acrecentó con otros nuevos, y aun con variantes infundadas y caprichosas.
Entre tanto, don Aureliano Fernández-Guerra, que había hecho del estudio de Quevedo una de las ocupaciones predilectas de su
vida, y de quien puede decirse que vivía en diaria intimidad con el Luciano español, no cesaba, ni cesó hasta la hora de su muerte,
acaecida, con gran detrimento de las letras patrias y dolor de sus buenos amigos, en 7 de septiembre de 1895, de reunir documentos
y noticias para ampliar la biografía de su autor favorito; de allegar nuevos manuscritos suyos, mostrándosele en esto muy favorable
la fortuna; y de retocar y pulir, con nimio y paciente esmero, no sólo el texto de los versos de Quevedo, sino el de las obras en
prosa ya publicadas, ajustándole a la verdadera lección, con presencia de los códices y ediciones de mejor nota, críticamente
comparados y clasificados por él durante más de cuarenta años.
Era el propósito del señor don Aureliano, según él mismo nos lo manifestó muchas veces, refundir enteramente su antigua edición,
y volver a escribir la biografía a la luz de los nuevos documentos que había ido allegando; pero el peso de los años y de los
achaques, aunque sobrellevado por él con heroica entereza, y la atención continua que tenía que dedicar a otras tareas científicas
todavía más arduas y menos amenas, especialmente a sus memorables investigaciones sobre la geografía de la España primitiva, le
hicieron ir dilatando la ejecución de su proyecto. Quedaron, pues, entre sus papeles un gran número de abultados legajos, que
contienen todos los materiales de la obra, pero no su redacción definitiva.
Por honrosa confianza del señor don Luis Valdés, sobrino político y heredero del señor Fernández-Guerra, tomé a mi cargo la
empresa nada fácil de ordenar para la impresión estos riquísimos materiales, sujetándome en todo al plan que trazó aquel venerable
académico, aprovechando todos sus apuntamientos, [p. 41] y completándolos tan sólo en aquellas cosas que él no llegó a escribir,
pero que aprendí de sus propios labios. El fruto de mi particular trabajo y diligencia es muy exiguo, como se verá, y apenas merece
que se haga de él particular mención. En cambio, todo lo nuevo, todo lo precioso que esta edición contendrá procede de los papeles
y estudios del señor Fernández-Guerra.
El primer tomo que ahora damos a luz es el aparato biográfico y bibliográfico, necesario para la inteligencia de todo lo restante.
Reprodúcense en él, con notables adiciones y enmiendas puestas por don Aureliano al margen del ejemplar de su uso, la Vida de
Quevedo y el Discurso Preliminar a sus obras, que figuran en la edición de Rivadeneyra. Va a continuación, notablemente
aumentada, la serie de documentos relativos a la persona de Quevedo; y se presenta del todo rehecha la bibliografía de las
numerosas ediciones de sus obras, muchas de ellas rarísimas y algunas desconocidas hasta ahora. El registro de los manuscritos
queda reservado para encabezar cada una de las secciones en que han de distribuirse en esta edición las obras del gran don
Francisco. Termina el volumen con algunas notas y observaciones nuestras sobre varios puntos oscuros y controvertidos de la vida
de Quevedo, y un pequeño apéndice en que se incluyen algunos documentos recientemente allegados.
Para varias de estas adiciones hemos consultado con fruto los trabajos publicados en estos últimos años acerca de nuestro autor;
principalmente el hermoso libro del profesor francés E. Merimée: Essai sur le vie et les oeuvres de F. de Quevedo (1886), que don
Aureliano tenía en altísima estimación, aunque no participase de todas sus opiniones.
Nada tenemos que advertir aquí sobre el contenido de los futuros volúmenes de esta colección, puesto que cada uno de ellos ha de
llevar sus especiales prolegómenos. Daremos principio con las poesías, por ser ésta la parte más deseada, y peor impresa hasta
ahora, del cuerpo de las obras de Quevedo, y también aquélla en que nuestra edición ha de ofrecer mayores novedades.
A la bizarría y generoso impulso de la Sociedad de Bibliófilos Andaluces, que no circunscribe sus tareas a la literatura regional,
sino que abarca con amplio espíritu todas las gloriosas [p. 42] manifestaciones del ingenio español, se debe esta publicación; en la
cual mi labor personal es tan subalterna que bien puedo sin escrúpulo recomendar estos libros a los amantes de nuestras letras,
puesto que en ellos leerán completo, y limpio de errores de mano y de pluma, el texto de Quevedo; y en el gran número de notas y
disertaciones que le aclaran y realzan, admirarán la ciencia y conciencia de varón tan eminente e inolvidable como don Aureliano
Fernández-Guerra, a quien siempre veneré como maestro en éste y otros ramos de la erudición española. Sea grato a su nombre el
obsequio que hoy le tributo, contribuyendo a salvar del olvido el insigne trabajo crítico que hará para siempre inseparables su
nombre y el de Quevedo. ¡Gran fortuna no poder morir más que con un inmortal!
M.
Menéndez
y Pelayo.
VARIA — II
V.—PRÓLOGOS Y ADVERTENCIAS
[p. 43] 8) OBRAS DE QUEVEDO POR FERNÁNDEZ-GUERRA ADVERTENCIA PRELIMINAR AL TOMO II [1]
Sale a luz este segundo tomo de las Obras de don Francisco de Quevedo, y primero de sus Poesías, sin el aparato de notas y
comentarios que debía acompañarle, pero que, por su extensión y por dificultades tipográficas de última hora, ha sido forzoso
reservar para otro volumen, en que irán juntas todas las ilustraciones relativas a los versos de Quevedo, los cuales han de llenar,
por lo menos, tres tomos de la presente colección.
Para proceder con algún orden en tan vasta y enmarañada selva de poesía, hemos establecido tres divisiones. En la primera
incluímos todas las composiciones de Quevedo cuya fecha exacta, o siquiera aproximada, hemos podido fijar. Esta cronología se
funda las más veces en el contexto de las poesías mismas, cuando son de circunstancias o contienen alusiones claras a sucesos
recientes. Cuando esta luz nos falta, colocamos la poesía en el año en que por primera vez fué impresa, o en que fué compilada la
más antigua colección manuscrita en que se halla, o en que apareció el primer libro donde está citada. Bien comprendemos que
este método es imperfecto, pero cuando no cabe otro, tiene, por lo menos, la ventaja de marcar un límite. De este modo sabemos a
ciencia cierta que las 21 composiciones incluídas en las Flores de Poetas Ilustres de don Pedro de Espinosa, entre las cuales está la
popular letrilla Poderoso caballero.... son anteriores a 1603, en que Espinosa había obtenido ya aprobaciones y privilegios para [p.
44] su libro, aunque éste no saliese de la imprenta hasta 1605; que el conocido romance Diéronme ayer la minuta... es, por lo
menos, de 1605, por estar incluído en la Segunda Parte del Romancero de Miguel de Madrigal; que las Silvas morales más
célebres, entre ellas la del Sueño, estaban escritas en 1611, cuando don Juan Antonio Calderón recopiló la segunda parte de las
Flores; que la Sátira del Matrimonio tiene que ser anterior a 1617, puesto que Lope de Vega la cita como cosa familiar a todos en
una carta escrita en dicho año; que el Poema de Cristo resucitado está mencionado ya por Bartolomé Ximénez Patón en 1621.
Basten estos ejemplos y en las notas que cada composición ha de llevar quedará justificada, según entendemos, esta cronología que
con grande estudio comenzó a formar don Aureliano Fernández-Guerra y que hemos procurado completar en todo lo posible, sin
arredrarnos tan árido trabajo, en que es muy fácil el error, y el lucimiento escaso.
Sólo una mitad próximamente de las poesías de Quevedo incluídas por don Jusepe Antonio González de Salas en el Parnaso
Español (1648) y por el sobrino de Quevedo, don Pedro Aldrete, en Las Tres Musas Últimas Castellanas (1670), hemos logrado
fechar sin grave recelo de equivocamos. Presentamos las demás en el orden en que las ofrecen los antiguos editores, respetando la
tradicional división en Musas, y formando con ellas la segunda serie de las obras poéticas de nuestro don Francisco. La tercera
queda reservada para las composiciones inéditas, así líricas como dramáticas, y para todas las que, presentando visos de
autenticidad, hayan sido impresas fuera de las dos colecciones citadas. Las únicas novedades que respecto de éstas nos hemos
permitido, son suprimir en Las Tres Musas Últimas Castellanas todas las poesías evidentemente apócrifas, dando la razón de ello,
y transportar a la sección de Teatro los entremeses que allí se encuentran, para que puedan leerse juntos todos los que compuso
nuestro autor, o con alguna razón se le atribuyen.
Para fijar el texto de las poesías de Quevedo hemos seguido, de acuerdo con el plan que dejó trazado don Aureliano Fernández
Guerra, las siguientes reglas:
I. Consideramos como texto clásico y preferente el de González de Salas para todas las poesías que publicó por primera vez [p. 45]
en El Parnaso Español (1648), enmendando las muchas erratas de que adolece, y adoptando alguna que otra variante feliz de las
ediciones posteriores, según se expresa en las notas.
II. En todas las poesías que existe texto impreso o manuscrito anterior al de don Jusepe, o que no se derive del suyo, adoptamos
como preferente, el que nos parece más cabal y satisfactorio, poniendo en nota las variantes del otro o de los otros, y designándolos
con letras cuando son diversos. No siempre la lección más antigua es la mejor. Generalmente el texto de El Parnaso aventaja al de
las ediciones sueltas, y aunque algunas enmiendas puedan atribuirse a González de Salas, que confiesa haber puesto mano en
ciertas poesías de su amigo, creemos que la mayor parte de los versos alterados o añadidos son del mismo Quevedo, que gustaba
mucho de retocar y pulir sus composiciones, especialmente las de su juventud, escritas en una manera distinta de la que siguió
después. Si en esta elección o preferencia hemos cometido algún error, no será grande el daño, puesto que en manos del lector está
enmendarle, tomando por texto principal el que va por nota.
III. De muy difícil corrección es el texto de Las Tres Musas Últimas, publicado en 1670, con la mayor incuria, por el sobrino de
Quevedo. En ellas aparecen poesías de otros autores, que hemos eliminado como queda dicho, poesías de Quevedo ya insertas en
El Parnaso, fragmentos que deben unirse y otros que deben separarse de composiciones donde están malamente incrustados. A tal
negligencia corresponde el desaliño del texto, y la puntuación, absolutamente disparatada. Don Aureliano Fernández-Guerra
trabajó cuanto pudo por remediar estos defectos, ya con ayuda de buenos códices, ya con el auxilio de su propia y nativa
sagacidad, y nosotros hemos seguido, aunque tímidamente, sus huellas.
Por nota van las principales variantes de los textos. Las aclaraciones de otra índole, así como la bibliografía completa y razonada
de las ediciones y manuscritos de que nos hemos valido, se pondrán al fin de este nuevo Parnaso.
M.
Menéndez
y Pelayo.
VARIA — II
V.—PRÓLOGOS Y ADVERTENCIAS
[p. 47] 9) ESTUDIOS HISTÓRICOS DEL MARQUÉS DE VALMAR [1] : ADVERTENCIA PRELIMINAR
El marqués de Valmar escribió en los años de su juventud algunos estudios literarios que merecieron aplauso público. Fueron dados a la estampa en
revistas o en publicaciones aisladas; y sabido es que cuanto ve la luz en esta forma, acaba por extraviarse y perecer.
Para salvarlos del olvido, se incluyen ahora en la Colección de escritores castellanos. Estas obras, muy dignas de atención por su acendrado y castizo
lenguaje, son de evidente utilidad para la historia de las letras, porque contienen alta enseñanza crítica y copiosas e importantes investigaciones
históricas.
M.
M.
y
P.
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VARIA — II
V.—PRÓLOGOS Y ADVERTENCIAS
[p. 49] 10) LAS CIEN MEJORES POESÍAS LÍRICAS DE LA LENGUA CASTELLANA : ADVERTENCIA PRELIMINAR
[1]
Comprende este tomo cien poesías líricas escogidas entre lo mejor de la literatura española antigua y moderna, excluyendo los
autores vivos. No se nos oculta la dificultad de esta selección, en que tanta parte puede tener el gusto individual, ni presumimos
tanto del nuestro que estemos seguros de haber logrado constantemente el acierto. Hemos procurado, sin embargo, no omitir
ninguna de las poesías ya consagradas por la universal admiración, ni dar entrada a ninguna que no tenga a nuestros ojos mérito
positivo, aunque no siempre llegue a la absoluta perfección formal.
Hay en algunas de estas composiciones rasgos de mal gusto propios de una época o escuela determinada, pero hubiera sido
temeridad borrarlos, porque la integridad de los textos es la primera obligación que la crítica impone al colector de toda antología
por diminuta y popular que sea.
Hemos prescindido de las poesías anteriores al siglo XV porque exigirían un comentario filológico, inoportuno en la ocasión
presente. Las pocas que insertamos del siglo XV son de belleza indudable y de fácil lectura para todo el mundo. El mayor espacio
de nuestra colección va dedicado naturalmente a la edad de [p. 50] oro de nuestra lírica (siglo XVI y principios del XVII). Se
notarán en ella omisiones que nos duelen mucho, pero que son inevitables dentro de los estrechos límites impuestos a nuestro plan:
spatiis exclusus iniquis. Nada hemos puesto de Castillejo, de Acuña, de Valbuena, de Jáuregui y otros preclaros ingenios, y hemos
tenido que reducir a muy pocas muestras el tesoro poético de Góngora, de Lope de Vega y de Quevedo.
Nuestra tarea era relativamente fácil tratándose del siglo XVIII, el más prosaico de nuestra historia literaria, pero se tomaba
dificilísima respecto de la opulenta producción poética del siglo XIX, que sin ser superior a la antigua, como lo ha sido en Francia
y en otras partes, ha continuado con nuevo espíritu la tradición de las formas líricas, las ha remozado a veces, merced al impulso
genial de los poetas y al contacto con extrañas literaturas, y ofrece buen número de obras ya sancionadas por el común aplauso. En
esta parte más que en ninguna solicitamos y esperamos indulgencia.
Aunque se titulan líricos los poemas de esta colección, no ha de entenderse esta palabra en sentido tan riguroso que excluya
algunas narraciones poéticas breves en que se entremezcla lo épico con lo lírico. Esta salvedad, que a todas las literaturas alcanza,
tiene más propio lugar en la castellana, que siempre ha conservado rastros de su origen épico. Por eso incluímos algunos romances
antiguos, de los de tono más lírico, y un par de leyendas de los grandes poetas románticos, Zorrilla y el Duque de Rivas.
El orden en que van colocadas las poesías no siempre es estrictamente cronológico, porque se ha atendido a la sucesión de escuelas
y formas artísticas.
M.
Menéndez
y Pelayo.
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VARIA — II
V.—PRÓLOGOS Y ADVERTENCIAS
[p. 51] 11) LA LITERATURA DEL P. BLANCO GARCÍA [1] : ADVERTENCIA FINAL
Honrado con la confianza de los Padres Agustinos, hermanos de religión del ilustre y malogrado Fray
Francisco Blanco García, para dirigir la edición del segundo tomo de su Historia de la Literatura
Española en el siglo XIX, que por la prematura y nunca bastante llorada muerte de su autor hubo de
quedar sin la escrupulosa revisión a que le hubiera sujetado el P. Blanco, como sujetó el primero de su
obra, he creído que debía limitarme a corregir erratas evidentes y algunos ligeros descuidos de
elocución, que han de considerarse también como meras erratas.
Fué mi primera intención haber añadido un breve suplemento bibliográfico para dar cabida a algunos
autores y obras, omitidos en su Historia por el P. Blanco García. Pero luego reflexioné que este trabajo
requería por sí solo una investigación lenta y prolija, que no podía añadirse a la obra del P. Blanco sin
duplicar su volumen y alterar su economía.
Marcelino
Menéndez
y Pelayo.
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VARIA — II
V.—PRÓLOGOS Y ADVERTENCIAS
Hubiera debido encabezar este volumen, primero de las Obras de Juan de Timoneda, publicadas por la Sociedad de Bibliófilos Valencianos, un estudio
sobre la vida y escritos del autor, que sirviera de introducción general. Pero la extensión que este trabajo ha ido tomando no nos permite incluirlo en el
presente torno, ya demasiado voluminoso. Irá al principio del segundo, que contendrá el teatro religioso de Timoneda y sus poesías líricas. Para el
tercero, quedan reservadas las obras en prosa.
Como en dicho estudio hemos de dar las oportunas indicaciones bibliográficas, bastará decir aquí que este tomo primero contiene todo lo que nos resta
del teatro profano de Timoneda, es a saber, las tres comedias en prosa, publicadas en 1559, y la Turiana, colección de piezas en verso impresa en 1565.
Que Timoneda sea autor de las comedias en prosa, no tiene duda. En cuanto a los pasos, farsas, comedias y tragicomedias de la Turiana, creemos, por
razones que en otra parte se expondrán, que no pasó de editor o a lo sumo de refundidor. Ni él dice haberlas compuesto, sino que las «sacó a luz», lo
cual es muy diverso.
Ha procurado nuestra Sociedad reimprimir estas piezas con el esmero que su importancia y antigüedad reclaman, y con estricta sujeción a los
ejemplares, probablemente únicos, que la Biblioteca Nacional conserva. De las Comedias existen dos, uno [p. 54] de ellos incompleto. De la Turiana
uno solo, desgraciadamente mutilado, como ya lo estaba a principios del siglo XIX, cuando Moratín y Gallardo lo examinaron en la librería del
Marqués de la Romana. En la imposibilidad de encontrar otro para suplir estas faltas, damos lo que tenemos, y ojalá que durante el curso de la
publicación, venga a completar el texto algún venturoso hallazgo.
La Sociedad de Bibliófilos Valencianos cumple el triste y piadoso deber de renovar aquí la memoria de su ilustre consocio don José Enrique Serrano
Morales, que tanta parte tuvo en la preparación y corrección de pruebas de este libro. Mucho perdieron con su muerte las letras valencianas y la
erudición nacional. El recuerdo de la bondad de su alma no se borrará nunca del corazón de sus amigos.
M.
M.
y
P.
[p. 53]. [1] . Nota del Colector.— En Obras Completas de Juan de Timoneda, publicadas por la Sociedad de Bibliófilos Valencianos, con un estudio de
D. M. Menéndez y Pelayo, Director de la Real Academia de la Historia. Tomo I. Teatro Profano (Las Tres Comedias.—La Turiana). Valencia.
Establecimiento Tipográfico Domenech, 1911.
VARIA — II
V.—PRÓLOGOS Y ADVERTENCIAS
No ha cabido íntegro en este volumen el texto de El Escholastico, de Cristóbal del Villalón, que por primera vez publicamos
conforme al códice, probablemente original y autógrafo, que se conserva en la Biblioteca de la Real Academia de la Historia (12-7-
1; N-46) procedente de la colección Salazar. Lo que falta irá en el segundo tomo, que comprenderá algún otro escrito del
licenciado Villalón, y un Ensayo que preparo sobre su vida y obras.
M.
Menéndez
y Pelayo.
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VARIA — II
VI.—CRÍTICA DE LIBROS
Historia montañesa del siglo XVII, por Juan García. Madrid, 1877, 8.º 497 páginas.
Cuestión ha sido por muchos críticos disputada si la novela histórica es o no género legítimo y admisible en los
reinos del arte. Acúsanla algunos de alterar a la vez el arte y la historia, turbando la armonía del primero con
elementos extraños, y ofendiendo gravemente los fueros y seriedad de la segunda, con el más grave peligro de
inducir a yerros de cuantía al ocioso e iliterato leyente. Con la novela histórica, se ha dicho, o la historia o la novela
padecen. No son nuevas tales recriminaciones ni hemos de juzgarlas simples discreteos de pedantes, pues ahí está el
ilustre Manzoni, que después de haber compuesto su áureo libro I Promessi Sposi, entró en escrúpulos (literarios, se
entiende) sobre el libro y sobre el género, y escribió su opúsculo de la novela histórica, en que expone largamente y
con su ingenio y sagacidad acostumbrados, los inconvenientes de aquella forma poética, y de las que con ella tienen
alguna semejanza. En lo cual es de notar que Manzoni tildaba y corregía opiniones suyas anteriores, dado que él
había puesto en las nubes el drama histórico estimándole poco menos que como el summum de la perfección
literaria. Pero es condición de la humana flaqueza, aun en hombres [p. 60] de privilegiado entendimiento, pasar de
un extremo a otro, y aun por eso se dijo que los extremos se tocaban. Extremado era, a mi juicio, el primer empeño
de Manzoni, puesto que la tragedia histórica, tal como él la concebía y la desarrolló en su Adelchi, está
irremediablemente expuesta a convertirse en crónica dialogada, con grave detrimento del interés y del placer
estético, y quizá de la unidad de impresión en más de un caso. Pero no menos extremada es la segunda teoría que
pretende cerrar al arte una inagotable fuente de conceptos y de emociones, amenguando por tal modo sus fueros y
cercenando sus legítimos recursos.
En esta cuestión, como en otras muchas, aunque no en todas, la verdad está en un medio. Para los grandes hechos
históricos no hay como la historia; la fábula sirve sólo para oscurecer su grandeza. El único medio artístico de
celebrarlos con dignidad es la efusión lírica. Pero ni la historia se compone tan sólo de peregrinos y encumbrados
acaecimientos, ni sabe ni dice todo lo que puede decirse y saberse de ciertos períodos, hombres y razas que por no
haber influído eficazmente en el mundo o porque de sus hechos no queda bastante memoria en papeles y libros,
permanecen olvidados y silenciosos aguardando el son de la trompeta que los levante del sepulcro. Y entonces llega
el arte, que entre sus maravillosas excelencias tiene la de suplir con intuición potente, las ignorancias de la ciencia,
los olvidos y desdenes de la historia, y resucita hombres y pueblos y épocas, nos hace penetrar hasta lo íntimo de la
organización social, y danos a conocer no sólo la vida pública y ruidosa, sino la familiar y doméstica de las
generaciones que nos precedieron in hac lacrymarum valle. Que tal oficio está expuesto a quiebras en modo tal que
si esas generaciones despertasen quizá no conocieran su propio retrato, puede ser cierto; pero cuando faltan modos
de averiguarlo, importa poco si el novelista lo es de veras, que haya sustituído la realidad histórica pobre y prosaica
con otra realidad poética, dulce y halagadora, que en medio de todo es tan real como cualquiera otra de la vida. Pero
ni aun ese cargo puede hacerse a los poetas eruditos que antes de escribir novelas, se han internado en el laberinto de
las pasadas edades con el hilo de la crítica y han reconstruído, no simplemente adivinado, la historia, fundándola,
antes [p. 61] que en vagas imaginaciones, en porfiada y diligente labor sobre antiguos documentos sin desdeñar
tradiciones y costumbres, donde la historia vive vida tan persistente y tenaz como en los relatos de los cronistas. Tal
hizo más de una vez Walter Scott; tal realizó con suma conciencia Manzoni para restaurar aquella Lombardía
semiespañola del siglo XVII, y tal acaba de hacer, por lo que toca a nuestra Montaña de la misma centuria, el ilustre
y admirable escritor, conterráneo nuestro, cuyo nombre de batalla es Juan García.
¡Qué libro el suyo! Tómelo el lector y comience a saborearle desde el título, que es ya delicadísimo, como que trae a
la memoria el dulce himno de San Bernardo, recuerdo oportuno para encabezar un libro de cristianos consuelos y de
sanas moralidades, y prosiga leyendo, seguro de no aflojar ni descaecer un punto en la lectura hasta haberle dado
término y remate. El libro es historia e historia montañesa, rica de verdad externa y en más de un punto nueva;
riqueza de aquella otra verdad más íntima y profunda que la novela busca y persigue. Porque en Ave, Maris Stella
renacen a nueva y más luminosa vida nuestros mayores, enaltecidos y transfigurados por una fantasía brillante y
poderosa y toman por primera vez puesto en el arte con sus cualidades buenas y malas, con sus virtudes y con sus
vicios, surgiendo a una hidalgos y labriegos, frailes y soldados, damas y campesinos, y no convencionales ni
arbitrarios, sino marcados con hondo sello de personalidad y de vida.
No voy a hacer la exposición ni el análisis de su argumento. Hágalos el lector por mi, puesto que estas líneas no van
a prevenirle el gusto sino a ponerle el libro en las manos. Baste decir que la fábula es sencilla, como en toda
composición pura y de buena ley literaria, y que el desarrollo y enlace de los incidentes se distingue por lo natural y
reposado, si exceptuamos una parte de los últimos capítulos en que (desearía equivocarme) me parece que la acción
va un poco de prisa y se corta con alguna violencia. ¿Por qué viene tan de improviso aquella riada a quitar el gusto
que íbamos tomando en los sabrosos amores de D. Álvaro y de Dña. Mencía? ¿Por qué al vindicativo catalán ha de
llevarle tan pronto su mala suerte a caer al mar desde tajada peña? En el teatro como en la novela, prefiero a los
desenlaces rápidos y traídos [p. 62] por causas fortuitas y extrañas, que más parecen cortar que desatar, los que
nacen ex visceribus rei y como consecuencia legítima de los altos y bajos de las pasiones que andan en liza. Ya ve el
lector cuán grande es mi imparcialidad y, mejor diré, mi atrevimiento, pues tan sin consideración noto y censuro lo
que quizá no es defecto en una obra de primer orden, que pasará a los venideros, entre las pocas joyas de la literatura
actual, y que hoy mismo ha de arrancar incondicional aplauso a cuantos en España sienten piensan y leen.
¿Y quién se ha de acordar de ese lunarcillo, si lunar es, cuando de esos capítulos pase al último, y contemple el
verdadero desenlace en la cristiana y resignada muerte de aquel desalmado solariego, Caín de sus hermanos,
amansado ya y traído a penitencia por la solemne, a par que cariñosa, voz de su hermano el fraile? Impertinencia
censurable sería por cierto el hacer hincapié en la pasada observación.
Ahora toca admirar, y admirar sin tasa, el fondo y la forma, si es que el fondo y la forma puede distinguirse en la
obra estética. Y en realidad ¿qué es el arte, como capacidad y virtud de producir, sino la traducción y conversión de
la idea en forma? ¿Qué es, como resultado, sino una forma, o si se quiere, un conjunto de formas, desde la primera y
casi indeterminada que reviste la idea al asomar en la conciencia, hasta la última y más externa, la del lenguaje? Por
eso llegará día en que el oficio del crítico se reduzca a seguir ese desarrollo mórfico, como ahora dicen, mostrando
cómo en la primera y vaga forma intelectual, que llaman concepción, están como en germen todos los primores y
excelencias con que el autor ha adornado su obra. Para esta suerte de crítica nada habrá tan cómodo como ponerse,
siquiera un instante, en lugar del autor, y seguir el hilo de sus pensamientos.
La idea primera que hubo de proponerse Juan García en su libro, fué traer a las mientes de esta generación
olvidadiza el recuerdo de aquellas nuestras instituciones comunales, expresión de la antigua y verdadera libertad
española. Las juntas del Puente de San Miguel, árbol de Guernica de las libertades montañesas, pareciéndole asunto
adecuado para algunas páginas de vivo color local y hondo sentimiento patriótico. Con decir que quien ha acometido
tal empresa es el autor de Costas y Montañas, de más [p. 63] está ponderar el acierto de la ejecución. Erudito y
poeta, versado como pocos en nuestra historia local, sintiendo y abrigando cariñosamente la impresión de los
antiguos tiempos y el culto de las patrias memorias, ¿cómo no había de reproducir a maravilla la imagen de lo que
había sido dulce alimento y regalo de su corazón y de su fantasía? Para época de su relato fijóse en el siglo XVII,
quizá por una de esas involuntarias obligaciones que el primer concepto de la obra trae consigo, quizá
deliberadamente y de propósito por la mayor copia de documentos auxiliares, quizá (y es a lo que más me inclino)
por hallarse encariñado y hasta identificado con los hombres y las cosas de aquel siglo y del anterior, en términos de
poderles dar con exquisita perfección vida y lenguaje.
Pues si a lo puramente novelesco pasamos ¡qué tesoros hallaremos en situaciones y caracteres, qué delicados toques
de pasión y qué sobria riqueza de medios literarios! Casto y gentilísimo es el tipo de doña Mencía, arrebatado y
generoso el del capitán que vuelve de Flandes, noble y fiel el del Rebezo, iracundo y pronto a la venganza el del
catalán, como aquellos paisanos suyos cuyos hechos nos refirió por tan alta manera don Francisco Manuel de Melo.
Sin que el autor lo diga, se comprende que aquel hombre ha asistido al Corpus de Sangre, espantoso desagravio de
pasados desafueros.
Pero entre todas las figuras que en el libro aparecen creo dignas de particular elogio, como dechado de observación
certera y profunda, la de don Diego Pérez de Ongayo, y la de Fr. Rodrigo. No sé por qué, sin duda por la bondad,
única semejanza que entre sí tienen las cosas buenas de distinto género, me han hecho acordar más de una vez de sus
hermanos mayores, el Innominado y Fra Cristóforo.
Y si ahora se me pidiera que citase capítulos y pasajes entre todos selectos y notables, abriría el libro por la página
44, donde empieza el diálogo de los dos frailes, que parece arrancado de un libro ascético del siglo XVI, y luego por
la 77 Y siguientes, en que se analiza fibra a fibra el alma torva del de Ongayo, y por la 207, en que doña Mencía
desahoga sus cuitas, y por la 263, donde comienza la descripción de las juntas con todo lo que las precede y las
sigue, y continuaría de esta suerte hasta que me sucediese [p. 64] lo que al crítico que se propuso subrayar todos los
versos hermosos de Virgilio, y hallóse al fin con que había subrayado toda la Eneida.
Nada diré de las descripciones, porque ésta es y ha sido hasta aquí una de las especialidades (al diablo la palabreja)
de Juan García, y en este libro triunfa como ha triunfado siempre, ofreciéndonos fiel y acabada pintura de una de las
más bellas comarcas montañesas. Por esas páginas ha pasado, no hay que dudarlo, el viento de la tierra nativa.
Con decir que la obra de Juan García es bella, excuso advertir que es moralmente buena, no porque la moralidad sea
su fin (el artista de veras no es pedagogo ni predicador) ni porque venga superpuesta y a manera de posfabulación,
sino porque nace de las entrañas del asunto, y con él se encarna y hace una cosa misma como en toda obra sana y
vigorosa. ¿Y qué decir del estilo variado, flexible y suelto siempre, acomodado a toda pasión y a todo carácter,
trabajado con una perfección clásica que asombra y desespera? ¡Oh, quién pudiera escribir así! Pero tales andan los
tiempos, tan caído el culto al arte, y tan desbaratadamente y con tan poco sosiego se trabaja, que hemos de
contentarnos con admirarle, sin pretender la imitación, que de fijo sería desdichada.
Otro tanto digo del lenguaje. Es Juan García de los poquísimos escritores que hoy nos consuelan de la general
decadencia. En este hórrido desconcierto, donde el estridente germanismo y la lengua franca de revistas, periódicos y
discursos ha venido a sobreponerse al asolador galicismo, que por más de cien años ha enervado y consumido las
fuerzas vitales de nuestra lengua, es deber de conciencia resistir al torrente, volver la elocución a su prístina pureza,
y demostrar con el ejemplo, más elocuente que todas las enseñanzas, que aún hay en Castilla quien sepa hablar el
castellano. Pero ¡cómo ha de hablarse en castellano, si se piensa en algarabía! La impureza y extraño origen de las
ideas se revelan y traducen en la impureza de la lengua. Y muchos de los que pudieran resistir no lo hacen, o resisten
negativamente tan sólo. Unos escriben en cierto castellano de salón y de academia, limpio de barbarismos y de
construcciones exóticas, pero deshuesado, mutilado, sin vigor ni nervio; escriben en una lengua que es cuerpo sin
alma, tronco sin savia, lengua de donde está ausente el espíritu de la raza, y que por eso se parece a la prosa
académica de todas [p. 65] partes, sin más diferencia que el son material de las palabras. Otros andan a caza de
frases en nuestros clásicos, y no toman lo íntimo y sustancial, lo que hace a los libros personales y vivideros, sino
acá un modismo, allá un giro o un vocablo, sin fundirlos en unidad potente ni ponerles el sello de la propia actividad,
única que refresca y remoza lo que en los modelos se encuentra. Y así nacen y mueren libros de taracea, que los
doctos estiman poco y los ignorantes no entienden.
Muy diverso es el proceder del escritor insigne a quien vengo refiriéndome. Para él la lengua está en los clásicos,
pero estudiados con alto espíritu, no con propósitos meramente retóricos, ni como documentos arqueológicos, sino
como intérpretes elocuentísimos de una realidad viva y enérgica, estudiados de modo que se conviertan no en un
vademecum ni en un recetario, sino en propia sustancia, en carne y sangre del imitador. Por eso la lengua que Juan
García habla no es solamente pura y atildada, sino rica, abundosa, inagotable, llena de sonoridad y armonía, como
que nace ex abundantia cordis y unas veces es colorista, otras musical, muchas sentenciosa, mostrándose
dondequiera el autor dueño y señor absoluto de cuantas preseas engalanan a la deidad de que es inspirado y
entusiasta sacerdote. Sólo pudiera notarse, y en este libro menos que en los anteriores, algún exceso de
amplificación, cierta tendencia a desleír las ideas y a pararse cariñosamente en cada una, exornándola y ataviándola,
aunque siempre con delicado gusto. Por este lado pecan algunos de los grandes ascéticos y místicos del siglo de oro;
pero yo ni a ellos ni a Juan García he de censurar en lo más mínimo. ¿Por qué no hemos de detenernos a coger las
flores que se encuentran al paso? Nada de sequedades ni de arideces; el que ha recibido del cielo el don precioso de
dar siempre formas agudas y discretas al pensamiento, muestre y desarrolle en buena hora todas las riquezas de su
fantasía, que los lectores si son de buen gusto, entenderán que en obras de estilo, el estilo es lo primero, y lejos de
enojarse por los descansos y lentitudes de la narración, sentirán que el narrador acabe tan pronto, cuando tan
complacidos seguían los caprichosos vuelos de su pluma.
No diré más del libro. Él hará su camino, y doctos críticos le analizarán, quilatando sus indudables excelencias. Yo
me [p. 66] contento con anunciar su aparición. En lo demás el nombre del autor basta. ¿Ni qué peso pondría a la
balanza el nombre del oscuro estudiante que firma estos renglones? Vaya, no obstante, mi pobre felicitación como de
discípulo a maestro, y sea leve testiminio de mi intenso amor a las glorias del solar montañés y más si son tan puras
y radiantes como la gloria literaria del escritor que conocemos por Juan García.
M.
Menéndez
y Pelayo.
VARIA — II
VI.—CRÍTICA DE LIBROS
Croquis a pluma por don J. María de Pereda. Santander. Imp. y lit. de J.M.ª Martínez. Un tomo 4.º, 222 págs. 1877.
a) A UN SABIONDO
Ruegos que yo no podía desatender a no ser tan ingrato y olvidadizo como incivil, me movieron a contraer el empeño de anunciar en la sección
bibliográfica de El Aviso , los libros nuevos que a su redacción remitieran autores o editores, diciendo sobre ellos mi parecer humildísimo, en artículos tan
cortos como pudiera hacerlos. Nada más lejos de mi ánimo, nada más opuesto a mi carácter como [p. 68] la pretensión, que en mí sería ridícula, de juzgar
ex cathedra los libros de que hablara, pues no aspiro a la autoridad de crítico. Los dos artículos que en este periódico he publicado, relativo el uno a la
novela Ave, Maris Stella, de Juan García, y referente el otro al libro de Pereda, titulado Tipos Trashumantes, muestran a quien se tomare la pena de
leerlos, cómo yo he llenado mi compromiso y cuán sinceros y modestos eran mis intentos. Pero no he renunciado, ni renuncio ni renunciaré al derecho,
que, dado aquel compromiso es a la vez un deber, de censurar fundándome en razones, lo que me parezca digno de censurar y formulando las que haya de
hacer en frases corteses y en tal tono, que ellas no puedan lastimar la susceptibilidad más exquisita.
De mis dos artículos, el que hice para dar noticia de la obra Tipos Trashumantes, me ha proporcionado el más valioso aplauso a que aspirar pude. El
señor Pereda, a quien yo no tenía el gusto de tratar, acercóse a mí para manifestarme su agradecimiento por los elogios que le tributaba y su extrañeza por
el tono demasiado humilde en que, con toda clase de protestas, le dirigí una respetuosa observación. Dije al señor Pereda que mayores elogios que los que
acerté a expresar, merecen los frutos de su privilegiado ingenio, y que tal vez desapareciera su extrañeza en cuanto supiese que yo no quiero que otros
tengan la más pequeña excusa para decir que pretendo erigirme en árbitro del mérito de notables producciones literarias. Pero ya se ve, el señor Pereda,
por lo mismo que vale mucho, es, como saben todos los santanderinos, leal y modesto, y no suponía que otros, que aun cuando creen que valen, no son ni
modestos ni leales (lo cual prueba que no valen), habían de hacerme hablar de nuevo del último libro por él publicado y de otras cosas más.
En efecto, en el número 2 de la Revista Cántabro-Asturiana, (continuación de La Tertulia), correspondiente al día de ayer, aparece un artículo
bibliográfico, a cuyo pie se ven las iniciales M. M. P., en el cual se trata de tal modo a los que han hecho ciertas observaciones con motivo de la
publicación del libro Tipos Trashumantes, que yo no puedo ni debo callar.
Advertiré que tengo motivos fundados para afirmar que el señor M. M. P. no es otro que don Marcelino Menéndez y Pelayo, y que este joven y
aprovechadísimo señor no ha puesto su firma en su trabajo de ayer, a pesar de que en otros publicados también en La [p. 69] Tertulia y en la propia
sección bibliográfica, ha estampado su nombre. Habrá habido distracción u olvido; pero el hecho es que el único artículo de verdadera responsabilidad
material que el señor Menéndez se ha permitido escribir y publicar en Santander, no lleva su firma, cuando en él se contienen embozados, pero no leves
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insultos, y cuando se suponen a una persona aires de protección e intenciones que jamás tuvo y que el más topo no puede suponerle, si camina de buena fe.
Esa persona soy yo, yo que a nadie he ofendido ni provocado jamás. Soy yo, porque ningún otro ha dirigido al señor Pereda las observaciones que,
adulteradas por el señor Menéndez y Pelayo, han servido de pretexto para que éste, sin atreverse a citar mi nombre, pretenda maltratarme con vagos
insultos, al parecer a nadie en particular dirigidos, y para que trate de refutar una aseveración mía, sin valerse ya para hacerlo de provocaciones, que en
esta parte de su artículo no había racional posibilidad de intercalar. Contestaré a sus argumentos con razones; a los insultos con verdades de a folio, como
las necesita el nunca bastantemente pensionado doctor.
Leyendo mi artículo, ninguno puede decir, como el señor Menéndez asienta, ni imaginar siquiera, que me doy aires de protección y consejo; y que yo entre
la opinión del señor Menéndez y Pelayo y la del señor Pereda, que me ha dicho todo lo contrario, me atengo a la del señor Pereda.
Dice luego el señor Menéndez. «No importa... que amonesten algunos (?) al señor Pereda para que no ponga a pública vergüenza ridiculeces y miserias de
lo que llaman ciencia y política contemporáneas». Esto es faltar descaradamente a la verdad. Nadie ha dicho tal cosa y desafío al señor Menéndez y Pelayo
a que lo demuestre. Por mi parte, he dicho «que es lícito combatir lo que malo se crea; que es lícito, legítimo y loable señalar lo absurdo, lo ridículo allí
donde se encuentre» y esto es precisamente lo contrario de lo que con toda su buena fe o con su claro talento, que corren parejas por lo visto, me atribuye
el señor Menéndez y Pelayo. Dije también que cuando un escritor de costumbres, impulsado por conocidos móviles, quiere, demostrar que lo ridículo y lo
malo es exclusivo patrimonio de los que profesan ciertas ideas, sean éstas las que fueren, se ve obligado a presentar como general y constante lo que es
anomalía, excepción, accidente, y que los fines a que por tales medios se aspira, [p. 70] no son, en rigor, los artísticos. Esto que dije lo sostengo, como
sostengo que hay necios en todos los partidos y en todas las escuelas, sin que por esto las escuelas ni los partidos sean ridículos. Lo demostré con dos
razones que no ha podido o no ha sabido contestar el señor Menéndez, pues que para hacerse la ilusión de que destruye mis asertos, se ve obligado a
tergiversarlos.
Y por cierto que el señor Menéndez hubiera podido hacer un flaco servicio al señor Pereda, si no fuera tan grande la respetabilidad de este distinguido
escritor. El señor Pereda en el cuadro titulado «Un Sabio» (Tipos Trashumantes, página 60, líneas 4 y siguientes) declara paladinamente que «ni de los
fundadores, ni de los pontífices de ciertas doctrinas, ni aun de los adeptos que lo sean de veras, va a ocuparse allí»; y ahora nos revela el discreto señor
Menéndez y Pelayo que cuantas palabras el personaje pronuncia «están puntualmente copiadas, no de conversaciones de idiotas que se crean
racionalistas, sino de libros de padres graves, y maestros y corifeos». De lo cual se deduce que no debe creerse la protesta del señor Pereda; que éste se ha
ocupado de los fundadores y apóstoles de ciertas doctrinas; que no tenemos que fiar en las salvedades que pueda hacer el señor Pereda, o que el señor
Menéndez y Pelayo, que asegura con toda formalidad que conoce al señor Pereda como a sí mismo, no ha entendido el cuadro de que hablo. Al testimonio,
a la autoridad del mismo señor Pereda, apelo yo desde aquí para que decida este punto, si a bien lo tiene.
Por lo demás, que en los escritos de Sanz del Río y de Salmerón haya frases y períodos enrevesados e ininteligibles, lo cual no tengo para qué negar, ni me
importa, nada prueba; pero si ello bastare para probar que Sanz del Río y Salmerón son unos necios, o mejor dicho que el uno era necio y el otro lo es, hay
que convenir en que eran necios también nuestros grandes poetas del siglo XVII, que contagiados del culteranismo tienen frases, conceptos y romances
enteros, no en corto número, que nadie entiende. A tales conclusiones nos lleva la lógica del señor Menéndez y Pelayo.
¡Y con qué fidelidad hace las citas el señor Menéndez y Pelayo! Muéstralo el párrafo que, sacado del prólogo escrito por el señor Salmerón para una de las
traducciones españolas de la «Historia de los conflictos entre la religión y la ciencia», de J. W. Draper, dice el señor Menéndez que copia . Aquel párrafo,
al tener la fortuna de [p. 71] encontrarse con la pluma del señor Menéndez, ha ganado mucho; ha recibido mejoras, como son las de verse enriquecido con
algún signo de puntuación que no existe en el texto original; la de cambiar de lugar otros signos de igual clase; la de convertirse en en la preposición con,
y el adjetivo interna en íntima, faltando también alguna coma que, de seguro, era antigramatical, cuando tampoco, al copiar, la ha trascrito el señor
Menéndez. Véanse el artículo a que contesto, y la Historia citada, traducción directa del inglés por Arcimis. Madrid, 1876. Prólogo, pág. LXV, líneas 1 a 9.
Ahora tengo que entrar en la parte más desagradable de mi tarea, y entro con verdadero disgusto, con profunda pena; pero ha sido el ataque, a más de
encubierto, tan injusto, intencionado y procaz, que el silencio en mí había de argüir sin razón, indignidad y cobardía. Quien me busca me encuentra, no
escudado con reticencias, no desfigurando la verdad, sino dispuesto a volver por sus fueros.
Podré ser de aquéllos a quienes el señor Menéndez con su habitual modestia califica de pedantes o poco menos porque examino una obra del señor
Pereda; podré ser de los rústicos en cuyas manos se marchitan las rosas; podré ser, en fin, de aquellos a quienes el señor Menéndez ordena que se retiren,
como si él fuera dueño y señor del campo de la crítica, de la prensa periódica y aun de toda la imprenta; pero no soy ni quiero, ni quise ser de aquellos que
siguen cómodo, aunque no recto camino, para hacerse pasar por sabios. Esto se logra con acogerse a ciertas ideas y entregarse a los correspondientes
elementos, con darse apariencias de hombre muy grave y muy serio, y sobre todo con hablar mal de cuantos han conseguido ilustrar sus nombres en la
política o en la filosofía, si estos nombres simbolizan determinadas tendencias. Y si además se hacen siempre y a todas horas alardes de erudición, que no
es ciencia ni talento —para la mayor parte de cuyos alardes basta tener al alcance de la mano una docena de volúmenes, si no se acude a los medios
indicados por Cervantes en el Prólogo de su obra inmortal—; si esto se hace, la reputación de sabio se obtiene en estas tierras infaliblemente.
Si un rústico ignorante, pero movido de honrada curiosidad, destroza una obra del señor Pereda, seguro es que éste lo sentirá mucho; pero sentirá más
verla, aunque no rota, expuesta a ser manchada por el aliento de la más aduladora e indiscreta de las lisonjas.
Podrá creer el señor Menéndez, quien se apresura a revelarlo [p. 72] con la más noble de las intenciones, que son facciosos y forman una pandilla los que
veneran la memoria de Sanz del Río y respetan y siguen al señor Salmerón y a otros; pero sepa que entre todos ellos ninguno hay que mendigue pensiones
de los hombres del parlamentarismo mientras en la prensa llaman farsa tan cara como risible al sistema parlamentario, y a sus hombres, los hombres de los
subterfugios, distingos y logomaquías.
Para concluir: yo que no provoco a nadie, ni falto nunca a las leyes de la cortesía, no dejo que se pretenda maltratarme, y, cuando es preciso, digo
claramente las verdades.
J. A.
Gavica.
b) COMUNICADO
Muy señor mío: Agradeceré a V. que inserte en ese papel periódico las siguientes líneas relativas a un artículo que como de redacción y anunciándole antes
con grandes ponderaciones, han juzgado ustedes conveniente publicar. Suyo S. S.
M. Menéndez y Pelayo.
Grandes son sin duda, mis pecados, cuando me han traído a ser maltratado nada menos que por el señor Gavica. Escribí hace dos semanas unas líneas, de
esas que el viento se lleva y que su propio autor olvida, con ocasión de un nuevo y excelente libro de mi amigo el señor Pereda. Como el libro era tan ligero
y tan ameno no juzgué necesario hacer una crítica doctoral, severa y estirada, y lo manifesté así desde el principio en frases que lo mismo se referían al señor
Gavica que al Preste Juan de las Indias. El señor Gavica juzgó que su interesante personalidad estaba agraviada. [1] [p. 73] Si él se empeña, y da por
aludido, no tengo inconveniente en regalarle la alusión. Algo le remorderá la conciencia, cuando tan presto salió de sus casillas.
Prescindo de la absoluta falta de cortesía y decoro literario que manifiesta al interpretar por su cuenta y riesgo ciertas iniciales, que no tienen otro misterio
que el haberse publicado en el mismo número de la Revista Cántabro-Asturiana unas coplas mías, y no juzgar preciso el editor ni yo, repetir la firma. Fuera
de que esas iniciales para nadie son un misterio en Santander, ni creo que puedan confundirse con otras. Por lo demás, debe saber el señor Gavica que a
escritores de más reputación que él, bien o mal adquirida, he atacado de frente, con su nombre y apellido, y bajo mi firma, y que hasta el presente estoy
bueno y sano a pesar de todo.
Es tan inofensivo y candoroso el artículo del señor Gavica, que apenas hay por donde cogerle. Dice que he faltado descaradamente a la verdad, ¡vaya por la
cortesía!, afirmando que él amonesta al señor Pereda para que se abstenga de ciertos fines que no le parecen artísticos. Aunque no he guardado el
documento del señor Gavica, y sírvale esto de consuelo, bástame con lo que ahora dice para estar seguro de que no erré ni mentí. Si él escribió: «es lícito
combatir lo que malo se crea», a renglón seguido puso, y ahora lo repite «cuando un escritor... impulsado por conocidos móviles quiere demostrar que lo
ridículo y lo malo es (son quiere la Gramática) patrimonio exclusivo de ciertas escuelas, obedece a fines que no son en rigor los artísticos.» Y el obedecer a
fines no artísticos claro que merecía censura en opinión del señor Gavica. A lo cual añadiré, porque la memoria no me engaña, que en el primer artículo
había la expresión de cuadros sin verdad, contra la cual yo protesté en aquellas líneas donde clara y decididamente aludí al señor Gavica, de quien no me
había acordado en las primeras. Pero al disentir yo de su opinión no le daba motivo para una diatriba que sería indigna, si no fuese inocente.
El señor Pereda, en el cuadro que ha dado motivo a esta algarada, no retrató a un maestro, sino a un discípulo, pero los discípulos repiten los desatinos de los
maestros, y el señor Pereda y yo incluímos a unos y a otros en la misma censura. No hay más misterio que éste. Y tan cierto es que lo ridículo no se despega
de [p. 74] ciertos sistemas, y que los trozos que cité no fueron rebuscados ni son una anomalía, sino lo usual y corriente, que si es preciso yo me
comprometo a inundar de prosa krausista auténtica y tomada de libros impresos, las columnas de El Aviso hasta que todos, y el señor Gavica el primero,
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revienten de pura satisfacción y contento. Ah!, señor Gavica, usted no sabe lo que es eso. Usted sólo ha visto en el señor Salmerón a uno de los corifeos de
cierta pandilla política. Usted no ha sido discípulo del señor Salmerón. Yo sí, y mucho tiempo, por mal de mis pecados. Sea usted más liberal que Riego,
pero no defienda lo indefendible, ni tercie en cuestiones ajenas de sus estudios o hábitos, sin que con esto quiera yo hacerle ninguna ofensa.
Ne sutor ultra crepidam, señor mío. Debiera usted saber a lo menos que a esta fecha, lo que el señor Salmerón y lo que otros enseñan como la última palabra
de la ciencia, está tenido por una vejez, y no se cita en serio por tirios ni troyanos en ninguna escuela de Europa, como no sea en los cafés de la Carrera de
San Jerónimo. Yo he oído en la Universidad Romana al liberalísimo Terencio Mamiani, que para nadie será sospechoso, y jamás le oí citar a Krause, aunque
el asunto imperiosamente lo exigiera. Yo traté en Nápoles al más ilustre de los discípulos y sucesores de Gioberti, a Fornari, y una y otra vez me aseguró
que el sistema de Krause no tenía un solo adepto en la península transalpina, y que sólo hacia 1849 lo había defendido un periodista. En París he hablado
con un adalid del positivismo, muy conocedor a la par de nuestras cosas, el cual se reía a carcajada tendida del krausismo español y de la ignorancia y atraso
de nuestros revolucionarios en materias filosóficas. Hoy lo que preocupa y trastorna a Europa es la escuela experimental y positivista. De la introducción del
panenteismo krausista ni siquiera hablan muchas historias alemanas de la filosofía. En Inglaterra no le cita nadie; daría yo un duro por cada mención de
Krause que se hallara en los libros de Herbert Spencer o de Stuart-Mill. ¡Y en Francia! Recórranse los volúmenes de la Bibliothèque de philosophie
contemporaine, que es hoy lo más audaz, impío y revolucionario que en Europa se publica en cuanto a ciencias racionales, y veráse el completo olvido en
que tienen la tan famosa doctrina. ¿Qué más? ¡Hasta a un portugués oí burlarse de ella!
[p. 75] Y en efecto, ¿qué es la tal doctrina? En la esencia un panteísmo, tras de hipócrita y embozado, pobre y ruin, no amplio ni grandioso como el
emanatismo de Avicebrón o el sistema de la sustancia de Espinosa.
Fuera de España, el que quiere ser panteísta, lo es de veras, sigue las doctrina de Fichte, Hegel o Schelling, y no se anda con logomaquias, ni términos
medios, ni armonismo.
En la forma, los libros krausistas son un páramo habitado por salvajes. Todo lo que se dice, y yo he dicho, de los antiguos escolásticos, es nada comparado
con esta barbarie. Ábrase por cualquiera parte la Analítica, de Sanz del Río, que yo por mi desgracia, leí íntegra, cuando Dios quería; repase el señor Gavica
los artículos que acerca del Concepto de la Metafísica y la idea del tiempo dió a luz su ídolo el señor Salmerón a quien no conoce, lo repito, en la Revista de
la Universidad, de Madrid, y verá lo que es bueno.
El comparar esta barbarie continua y sin descanso con los frecuentes lapsus culteranos de nuestros dramáticos del siglo XVIII es un sacrilegio. Aquellos
modelos, a quienes no tengo por puros ni exentos de tachas, por lo cual prefiero a los griegos y latinos, compensaban esas caídas con bellezas soberanas, de
que no hay ni vestigio en los ridículos libros modernos a que me refiero, libros que en sustancia nada nuevo dicen, y son repeticiones de vulgaridades
sabidas por todo estudiante de historia de la Filosofía.
Sea, pues, muy radical el señor Gavica y trabaje por el triunfo del partido, pero no tome el rábano por las hojas, que la Filosofía no se aprende en Fornos ni
en un gobierno de provincia, y se puede ser un honrado ciudadano y consecuente político, sin entender de Metafísica una jota.
Con comas y sin ellas, con interna o con íntima, frase que en la lengua krausista son lo mismo, y debía saberlo el señor Gavica, el párrafo del señor
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Salmerón, citado por mí es un modelo de hinchazón y de pedantería. Le cité de memoria, porque no tengo en casa, ni me hace falta, el libraco de los
conflictos, tan triturado meses ha por la férrea mano de la Revue des questions historiques, que notó en él un sinnúmero de desatinos e ignorancias de a folio.
Y para citado de memoria, no salió tan mal. Fuera de que alguna coma pudo escaparse en la imprenta, como se escaparán y [p. 76] escapan otras más
esenciales cada día. Y si me rechaza ese párrafo, yo se los daré a docenas, con sólo coger el susodicho Concepto de la Metafísica, y reproducirlo en cuerpo y
alma, sin mutilaciones ni notas.
Del resto del artículo del señor Gavica nada digo, porque no quiero enfangarme. Cada uno obra como quien es. Por mí, con valer poquísimo y estimarme en
menos, respondan mis actos y la aprobación pública y privada de autoridades literarias respetables, así españolas como extranjeras. Lo de la mendicación es
una falsedad risible que yo perdono con toda mi alma, porque no sé guardar rencor a nadie. La erudición valdrá muy poco, y desde luego es más cómodo no
adquirirla, pero con todo eso no trocaría yo la poquísima que tengo por la ciencia enseñada en la Analítica, y preferiría ser el último entre los amanuenses de
Nicolás Antonio o de Pérez Báyer, a brillar con la falsa luz del señor Salmerón o de sus secuaces.
Ésta es mi primera y última palabra en ésta que el señor Gavica llamará polémica y que yo no llamo de ningún modo.
M. Menéndez y Pelayo.
c) COMUNICADO
Mi querido amigo: Desearía que se insertasen las siguientes líneas en ese periódico; y desearía también que se insertasen en concepto de comunicado, así
como que jamás pondere El Aviso otros escritos que los del señor Menéndez y Pelayo, a fin de que no se crea lastimada la susceptibilidad del mismo señor.
Esperando que, si es posible, accederá usted a mis deseos, le anticipo las gracias y me repito suyo afectísimo amigo s. s.,
J. A.
Gavica.
Aunque en conciliábulo se hubieran reunido los mayores enemigos del señor Menéndez y Pelayo para buscar, discutir, resolver y [p. 77] acordar el medio
más eficaz de hacerle daño, no hubieran sido tan crueles con él como los que le indujeron, si inducidores hubo, a publicar el comunicado que apareció en
El Aviso de ayer.
Confieso que aquel escrito me coloca en situación por todo extremo difícil. ¿Qué he de decir yo a quien por no verse acosado anuncia que abandona el
campo de batalla? ¿Qué decir al contrincante que emplea recursos como el de contarnos que no tiene a mano ni los libros ni los documentos de que habla?
¿Qué puedo replicar al que busca en esta falta de formalidad disculpa a sus falsedades y tropezones?
El señor Menéndez declara que no tuvo intención de aludirme en el Párrafo Primero del artículo que publicó en la Revista Cántabro-Asturiana de 20 del
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actual. Si el señor Menéndez hubiera hecho esta manifestación cuando pudo y debió haberla hecho, no en público, como ahora ha tenido que hacerla, sino
delante de alguna persona de su confianza, yo no hubiera publicado el artículo mío cuya lectura le ha mortificado hasta tal punto, que ha abierto las
puertas a las que yo no llamé ni quiero llamar, pero que por lo visto soltaron sus cerrojos al tenue soplo de mis sencillos argumentos. A pesar de todo si yo
me doy por aludido, me regala la alusión el señor Menéndez , y para no ser menos fino y espléndido que él, le regalo a mi vez, en pago, todo el artículo que
publiqué el día 23, llamando la atención de los que leyeren sobre la claridad y fijeza de las declaraciones doctorales-menendecistas.
Cuantas personas leyeron el artículo del señor Menéndez juzgaron que en su primer párrafo me aludía; y porque no crea él que yo hablo ni escribo a humo
de pajas, debo decirle, en secreto, que tengo en mi casa a su disposición una lista de nombres de ilustrados sujetos que manifestaron tal creencia. Entre
ellos hay muchos amigos del señor Menéndez; lo cual demuestra que no he sido yo el único que juzgo lastimada mi personalidad tan interesante, aunque no
sea tan interesada, como la del señor Menéndez y Pelayo, pues que lo mismo pensaron cuantos leyeron después de un articulo mío el que apareció en la
mencionada revista. Pero todos nos hemos equivocado; y de este hecho se deduce que el señor Menéndez escribe tan mal que da a entender en sus escritos
cosas diversas de las que quiere expresar, o que escribe para que no le entienda la generalidad de las gentes, sino para los sabios. Y como por aquí no hay
otro sabio , oficial y [p. 78] pecuniariamente considerado, que el señor Menéndez y Pelayo, resulta que este señor escribe, imprime y publica sus escritos
para su uso particular y exclusiva satisfacción.
El descorrer el velo que oculta a quien tras él ataca, no es una falta de decoro literario; y yo no recibo lecciones de decoro literario, ni de ningún otro
género de decoro, del señor Menéndez y Pelayo. Lo que constituye una falta de decoro es el de tirar la piedra y esconder la mano. Si yo he descubierto el
nombre que se ocultaba tras unas iniciales, acaso estampadas al pie de un artículo contra la voluntad del autor, entienda el señor Menéndez que lo que
importaba era arrojar a tiempo la cara, pero no el espejo.
Me ha perdonado la vida el señor Menéndez al tranquilizarme diciendo que me sirva de consuelo la circunstancia de que no ha guardado documento mío.
¡Ah! ¡Si el señor Menéndez hubiera tenido mi articulo!... ¿Saben ustedes lo que me hubiera pasado si el señor Menéndez llega a tener ante su vista los
papeles? ¿Quién es capaz de calcular lo que entonces sucediera? Lector piadoso: que no sepa el señor Menéndez que tengo también a su disposición mis
escritos; que no sepa nunca que si él hubiera querido repasarlos, yo estaba dispuesto a facilitárselos.
Mas ¡ay! que las alegrías son fugaces, y luego dice el señor Menéndez que su memoria no le engaña; que es como dar el veneno después de la triaca,
asustándome tanto sus bravatas, que dejo ya las candideces del señor Menéndez, para ocuparme de sus arañazos.
En el número 95 de El Aviso de 9 de este mes apareció el artículo que dediqué al nuevo libro del señor Pereda. En el número 96 del mismo periódico,
correspondiente al día 11 del actual, y en su 4.º página, columna 2.ª, línea 21 y siguientes, la redacción advertía que «al corregir las pruebas de mi trabajo,
incurrió en algunas erratas que suponía hubiera salvado el buen criterio de los lectores». Tales eran ellas. A pesar de esta advertencia, hecha mucho antes
de que el señor Menéndez se dignara atacarme, el joven doctor me imputa una falta contra las reglas gramaticales. No recuerdo si la cometí; pero
concediéndolo, veo que en la misma falta incurría un tal Miguel de Cervantes Saavedra. No valgan las disculpas, aunque se hicieran a seguida de aparecer
el artículo; pero no valgan paliativos de que echa mano el señor Menéndez y Pelayo para excusarse.
Yo señalé algunas de las alteraciones hechas por el señor [p. 79] Menéndez en un párrafo del señor Salmerón; para justificar una de ellas dice el señor
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Menéndez que en lenguaje krausista significa lo mismo el adjetivo que él se permitió escribir que el contenido en el texto original. Si es admisible este
peregrino descargo puede comprenderse bien en cuanto se recuerde, que no sólo se trataba de lo que decía el señor Salmerón, sino también de la forma
que empleaba para decirlo. Calla con prudencia el señor Menéndez el otro cambio que en el mismo párrafo introdujo; no era más que sustituir la
preposición en por la preposición con. ¿Significan lo mismo? Para justificar varias faltas de prosodia alega que alguna errata pudo escaparse, y yo lo creo
del mismo modo que creo, pues lo asegura, que hizo la cita de memoria, lo que sucede es que suele engañar la memoria al señor Menéndez, y que la única
falta de mis artículos es imperdonable y me obliga a recibir lecciones de gramática; pero las del señor Menéndez son erratas. Aunque el señor Menéndez
hiciera la cita de memoria, saber debiera que la palabra Todo en la acepción panteísta, en la acepción en que la usaba el señor Salmerón, se escribe como
yo la dejo escrita; esto es, con la inicial mayúscula. Y ¿qué autoridad pueden merecer en adelante las citas que, sin confrontar los textos, hace el señor
Menéndez? ¿Que bibliógrafo es ese, que por presumir de todo presume también de conocimientos tipográficos y nos habla en prosa y en verso de
caracteres elzevirianos y otras menudencias, y que al poco tiempo deja deslizar tantas y tales erratas? ¡Cuánta desilusión en pocos días!
Yo no he comparado a nuestros dramáticos (me refería también a los líricos) del siglo XVII con los krausistas; pues precisamente dije que «lo que nos
llevaría a tales conclusiones sería la lógica del señor Menéndez y Pelayo».
La cuestión que debería debatirse era sencillísima: yo dije y repetí que había necios en todos los partidos y en todas las escuelas, sin que de esto pueda
deducir el señor Pereda ni nadie que las escuelas y los partidos son ridículos. ¿Qué hace el señor Menéndez para debatir mi opinión? Marcharse a Italia, y
también a unos famosos cerros situados en la Provincia de Jaén; contarnos que habló con Mamiami y con Fornari, a quienes oyó decir que el krausismo no
ha tenido influencia en aquella península, y asegurar que no la tiene en Francia ni en Portugal.
¿De dónde habrá sacado el señor Menéndez que yo defiendo a [p. 80] los krausistas como tales? Tendría un placer en averiguarlo. Yo defendía y defiendo
a todas las escuelas a las cuales se quiera ridiculizar por el mero hecho de que un idiota repita, como repite un loro, palabras de maestros. Y la prueba
palmaria de que si se quiere combatir con ciertas escuelas hay que acudir a otros medios, nos la da el señor Menéndez, quien para intentar tal empresa
tiene que asirse a respetables autoridades, alguna de ellas (¡qué horror!) autoridad científica liberal.
Ataque, pues, el señor Menéndez, que éste es su afán, y acaso su obligación, a la escuela krausista, cuyos principios yo no he defendido jamás y por el
contrarío he combatido antes de que el señor Menéndez supiera que había krausistas en el mundo; pero atáquela sin adulterar textos mi echarle culpas de
necios; que tales ataques nada tienen que ver con nuestro pleito, ni a mí me interesan como dije el día 21, lo cual no quiere entender, y yo sé por qué, el
señor Menéndez.
Si yo no conozco la filosofía será porque, como dice con razón el señor Menéndez, ella no se aprende en Fornos ni en los gobiernos de provincia; pero con
ser tan ignorante, y sin ser krausista, yo me comprometo, si El Aviso acepta el ofrecimiento del señor Menéndez, a inundar también las columnas de este
Periódico de prosa krausista auténtica y clara , tomada de libros impresos, cuyos autores son el mismo Krause, Ahrens, Roeder, Tiberghien y algunos
españoles. Claridad habrá en ellos; tanta por lo menos como en lo que trascriba de otros filósofos alabados por el señor Menéndez.
Ni quiero el rencor mi necesito el perdón del señor Menéndez. Yo no hago diatribas porque se disienta de mi opinión; me limito a contestar cuando se
escriben párrafos como el primero del artículo del señor Menéndez y cuando se formulan denuncias como las de la facción que venera a ciertos ídolos.
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Al son de clarines y atabales proclama el señor Menéndez que fué discípulo del señor Salmerón, y que yo no lo he sido, para lamentar amargamente el
tiempo que perdió en asistir a aquellas conferencias. Más le valiera lamentarse de que haya quienes se alejaban del señor Salmerón cuando éste era su juez
natural, y hoy cuando el ex-catedrático es un vencido, proscrito que no puede defenderse, se vean en el duro trance de lanzarle injustos e innecesarios
calificativos; pero cada uno obra como quien es.
¡Ab, señor Menéndez!; yo no he visto en el señor Salmerón un [p. 81] corifeo de cierta pandilla política, porque de una vez para siempre ha de saber usted,
que yo no pertenezco a ninguna pandilla. Si es usted individuo de alguna, y en ello halla ventajas, buen provecho le haga. Usted no acertará a decir lo que
yo he visto en el señor Salmerón, porque lo que yo veo es una de las muchísimas cosas que usted ignora , y porque para conocer a fondo la política y los
partidos políticos se necesitan estudios que usted aún no ha hecho. Sutor ne supra crepidam, señor mío.
Yo no tengo inconveniente en pisar el fango «cuando es indispensable»; cuido, sí, y cuido, mucho, de que el lodo no llegue ni a mi cabeza, ni a mi pecho, ni
a mis manos.
El señor Menéndez ha atacado a escritores de reputación bien adquirida, los ha atacado de frente y está sano y salvo; pero a mí me atacó sin descubrirse,
porque quiso decir lo de la facción y otras cosas en los párrafos en que confiesa haberme aludido; y si aún está sano y salvo no veo la necesidad de ponerse
vendas como quiere ponérselas con su comunicado de ayer.
El señor Menéndez asegura que yo llamaré polémica a esta insulsa, inútil y para mí desagradable cuestión. Yo no pongo motes a las cosas ni a las
personas; así que no he llamado polémica a las consecuencias de una ligereza malévola, ni me he permitido llamar nunca genio al señor Menéndez Pelayo.
Sea, pues, muy absolutista el señor Menéndez, y combata lealmente lo que quiera combatir; pero no lastime a quien de él no se acuerda, mi califique en
corros y pasillos mis escritos; que yo no califico los suyos a que he tenido que contestar, pues confiado y sumiso dejo que el público lea y juzgue, y que
pronuncie, su imparcial e inapelable fallo.
J. A.
Gavica.
Tenía firme propósito de no decir una palabra más sobre la necia cuestión promovida por el señor Gavica. En una disputa personal, donde nada científico se
interesa, no es deshonra sino [p. 82] cordura y decencia el callarse. Tratara el señor Gavica de algo que con la ciencia se relacionara, y a buen seguro que no
me retirase yo del campo.
Pero a insultos personales, a indignas falsedades, no puedo, ni debo, ni quiero contestar. Sólo voy a poner en su punto dos o tres cosas embrolladas de
propósito por el contendiente.
Yo no he tenido que hacer ninguna manifestación en público porque nadie me constreñía a ello, ni había para qué. He dicho lo que es la verdad, sin
cuidarme de interpretaciones. Y para que se viera que la verdad sola y no un temor necio me guiaba, he dicho que no aludí al señor Gavica, pero que le
regalo la alusión.
Yo guardo y estimo los libros y documentos raros, preciosos y útiles, y de ellos tengo buena copia, pero en cuanto a los libros de los Krausistas y a los
artículos del señor Gavica, ni los guardo, ni los estimo, ni los quiero. Los leo de corrida y asunto terminado. Si algunos vieron en mi artículo lo que no hubo,
no es mía la culpa, y en cuanto a esas amistades ... más vale callar.
Yo escribo claro aunque mal, pero no escribo para gentes suspicaces, recelosas y llenas de vanidad. Cuando quiero refutar a alguno que lo merezca, lo hago
de frente y nombrándole. Nadie probará lo contrario.
Ya dije cómo y por qué salió con iniciales mi artículo. Si el señor Gavica no quiere entenderlo, con su pan se lo coma.
Eso de decir algunas erratas, sin especificarlas, no salva ni justifica nada, y es seguro que el señor Gavica, al poner semejante nota, no pensó en la
incorrección gramatical. Por lo demás fuera crueldad insistir en cosas de tan poca monta.
Se conoce que el arsenal del señor Gavica debe estar muy desprovisto de armas, cuando vuelve a agarrarse a las consabidas erratas no cometidas en el texto
de mi artículo (que sería lo equivalente a faltas gramaticales) sino en una nota. ¿Quién le ha dicho al señor Gavica que el párrafo pierde ni gana nada por
poner con donde decía en, y añadir una coma, y sustituir interna con íntima? Pruebe que son cosas distintas. Lejos de hacer escrúpulos los Krausistas en el
uso de una preposición por otra, Sanz del Río las amontonaba: el sujeto en, con, por, sin, sobre el objeto. Es inocencia, es puerilidad grande el fijarse en
tales menudencias, y decir que por ello se han deshecho muchas ilusiones en pocos días. [p. 83] Medrados estábamos si la reputación de cualquier hombre
laborioso dependiera del capricho de un articulista, extraño del todo al conocimiento de lo que se discute. ¿Cree el señor Gavica que bastan cuatro rastreras
y menguadas líneas para desacreditar tareas largas y proseguidas con especial amor y diligencia? Como éste no es lauro del talento, bueno es hacerlo
constar.
Pero ni el señor Gavica conseguirá aburrirme, ni yo trabajo para el señor Gavica. Siga él su camino y yo el mío, y en paz.
Si ataco a la escuela krausista achacándola culpas de necios, esos necios serán Sanz del Río y Salmerón, pues sólo de ellos he hecho mérito. No lo digo yo,
lo dice el señor Gavica.
Me alegro que el señor Gavica haya combatido el krausismo (no dice cuándo ni en dónde), aunque el mismo derecho tiene para atacarle ni para defenderle,
que yo para combatir las leyes de Keplero o las de Newton.
No he visto escrito filosófico de krausistas españoles que no sea una pedrada al sentido común y a la lengua. En cuanto a los krausistas belgas y a los
rarísimos alemanes, si alguna vez son más claros en las frases, con frecuencia andan más fuera de camino y muestran mayor embrollo en las ideas.
Para atacar ciertas escuelas (dale con el ciertas y el determinadas, frasecillas del artículo de fondo) no necesito valerme de autoridad alguna. Puedo
combatir directamente al krausismo en materia y en forma, por el orden de toda discusión lógica, empezando por el concepto de la ciencia (en que
lastimosamente confunden esos sectarios la subjetiva con la objetiva), prosiguiendo con la teoría de conocer, etcétera. Éste sería mi procedimiento si en
serio me pusiera a discutir el krausismo, que lejos de ser inexpugnable, está hoy más tronado que compañía de la legua, y aún no se ha levantado de los
recios golpes que le asestó Caminero.
Lo de citar autoridades científicas liberales era un argumento ad hominem. Si las hubiera citado de otro campo, no convencerían al señor Gavica.
Yo no denuncio a nadie, ni me importa nada lo que en España llaman Política, ni creo que por estar expatriado un individuo sea cosa nefanda el censurar sus
errores y desatinos, mucho más cuando tiene secuaces. Por mí (esté seguro de ello el señor Gavica) ni él ni sus amigos han de lograr la aureola del martirio.
[p. 84] Ignoro muchísimas cosas (no tantas como el señor Gavica); pero ni llamo ni puedo llamar ciencia, al conocimiento del indigno juego que aquí se
apellida política y partidos políticos. Por este lado, puede proclamar el señor Gavica mi ignorancia. ¡Ojalá dure siempre!
Cada vez me felicito más de haberme alejado del señor Salmerón, cuya tolerancia y buenas artes conocía yo entonces como ahora, y las digo y diré cuando
sea preciso, sin reparar que mi ex catedrático (a quien no debo agradecimiento alguno, porque no me enseñó nada) esté en el destierro o al frente de una
república. Para hacerlo no tengo obligación ninguna. Pruebe lo contrario el señor Gavica y pruebe que he mendigado, et sic caeteris. Entre tanto, le digo que
miente.
Claro es que al decir facción me refería al krausismo, pero no creo que él y el partido en que milita el señor Gavica sean cosas idénticas.
Y hechas estas explicaciones dejo el campo libre al señor Gavica para que prosiga en su honrada tarea de injuriar y calumniar, con lo cual hará méritos
cerca de sus amigos y subirá al pináculo de fama y buena andanza.
A El Aviso advierto caritativamente que en castellano se llama papel todo lo que no es libro, y periódico lo que sale en plazos fijos, titúlese Aviso o Revista
de Edimburgo. La Academia Española, en documento reciente, habla de papeles periódicos. Papel volante llamó Gallardo a su Criticón.
M. Menéndez Pelayo.
reprodujeron varios artículos acerca de Pereda y el Prólogo de don Marcelino a las Obras Completas del novelista montañés. En este Prólogo se resumen
varias recensiones publicadas con anterioridad; pero hemos creído conveniente dar seguidamente, en toda su extensión, esos estudios para que no se pierdan.
La publicación de la crítica de Menéndez Pelayo sobre Tipos Trashumantes (vide el citado tomo VI de Crítica, pág. 325) originó en Santander una curiosa e
interesante polémica reseñada por Artigas en el Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo, año 1928, págs. 289-377. Reproducimos con este artículo la
parte de esta polémica en la que don Marcelino interviene directamente o es impugnado por el periodista Gavica.
[p. 72]. [1] . Nota de M. Pelayo.—En la segunda parte del artículo aludí realmente al señor Gavica, como veremos.
VARIA — II
VI.—CRÍTICA DE LIBROS
No hay género más difícil que el de costumbres, ni ninguno tampoco a que con más audacia se lleguen todos los soldados rasos de
la república de las letras. Aun en los críticos reina extraña confusión sobre la índole y límites de este modo de escribir
relativamente moderno. Y no porque hayan escaseado los pintores de costumbres desde los tiempos de la comedia griega hasta
nuestros días, sino porque la descripción de tipos y paisajes no era en ellos el principal asunto, apareciendo sólo como accesorio de
una fábula dramática o novelesca. Cervantes, en Rinconete y Cortadillo, dió el primero y quizás el más excelente modelo de cuadro
de costumbres. Allí la acción es poca o nula, y todo el interés y el exquisito primor de aquel rasgo se cifran en la acabada y realista
pintura de los héroes de la cofradía de Monipodio. Desde Cervantes existe, pues, el cuadro de costumbres con jurisdicción
independiente de la novela y con formas variadísimas. A veces conserva un resto de acción, no más que la suficiente para mover
los personajes; otras acuden a invenciones fantástico-alegóricas; otras se limitan a describir con cuatro indelebles rasgos un
carácter. En este sentido La Bruyère es un grande escritor de costumbres, aunque no hace verdaderos cuadros.
En España, donde este género había sido cultivado más o [p. 86] menos incidentalmente, por Quevedo (prescindo de la finalidad
política de algunos de sus Sueños), por Luis Vélez de Guevara en el Diablo Cojuelo, y por Baltasar Gracián en muchas partes del
Criticón, y más de propósito por Salas Barbadillo en El Curioso y Sabio Alejandro, por don Juan de Zavaleta en El día de la fiesta,
y por Francisco Santos, sin que ningúno de los tres últimos pasara de mediano observador y medianísimo y afectado prosista, a
diferencia de los tres primeros, que fueron, sin duda, peregrinos ingenios; en España, digo, la pintura de costumbres, que parecía
muerta con don Diego de Torres, imitador poco feliz del inimitable Quevedo, y con don Ramón de la Cruz, cuyos sainetes son, en
gran parte, cuadros en diálogo (¡tal es la sencillez de la fábula!) hase renovado en el siglo que corremos, con brillo no escaso,
aunándose a las veces el influjo de extranjeros modelos con la tradición castiza. Así don José Somoza, uno de los últimos
escritores de la gloriosa escuela salmantina, y libre de los pecados de afectación que a veces la desdoran, muestra en sus cortos y
deliciosos bosquejos alguna reminiscencia de los humoristas ingleses unida a una exquisita sobriedad de estilo y a un sentimiento
que no degenera en sensiblería. Así el ejemplo de Jouy, en L'Hermite de la Chaussée d'Antin, fué despertador para que Mesonero
Romanos comenzara su Panorama Matritense, a pesar de lo cual su obra es muy española en pensamiento y aun en estilo, sin que
falten cuadros como el de Madre Claudia, donde la inspiración está directamente bebida en nuestros clásicos del siglo XVI.
Superior a Mesonero en la pureza, abundancia y gallardía de la lengua, objeto para él de fervorosísimo culto, se mostró don Serafín
Estébanez Calderón (El Solitario), uno de los escritores más castellanos de estos tiempos, si no en la elección de cada palabra, en el
giro y rodar de la frase, cosa que vale mucho más y es harto más rara. Pero como pintor de costumbres es, aunque más lozano,
menos variado que Mesonero, y sus aficiones arcaicas le hacen dar giro revesado a todo asunto, con sobra de artificio y en
detrimento de la espontaneidad. Vivirán, sin embargo, las Escenas andaluzas como uno de los buenos libros de este siglo, y algún
cuadro, v. gr. el de Pulpete y Balbeja, puede y debe citarse como ejemplar y dechado.
Fernán Caballero, no sólo en los que llama cuadros de [p. 87] costumbres, sino en muchas de sus novelas, donde la acción es
escasa y los personajes y las escenas de familia..., en todo, rayó tan alto como el que más en este linaje de escritura, aunque no
estaba inmune de cierto sentimentalismo a la alemana, ni menos del afán de declamar a todo propósito y de interrumpir sus
mejores cuentos con inoportunos, si bien encaminados, sermones. Gran cosa es el espíritu moral y la pureza de ideas, pero no ha de
mostrarlos el novelista por su cuenta y desinteresado, como no sea en alguna breve sentencia, sino infundirlos en la composición, y
hacerla religiosa y moral, sin que la moral se anuncie ni inculque en cada página. A la escuela de Fernán Caballero, si el término
no es impropio, pertenece Trueba, que ha exagerado el optimismo de la célebre escritora, empeñado en ver las costumbres
populares sólo por su aspecto ideal y poético, defecto superabundantemente compensado con la sencillez y gracia de su estilo, que
me hace recordar aquel verso de Horacio, Virginibus puerisque cano; don Manuel Polo y Peyrolón, el cual con viveza de colorido,
facilidad descriptiva, estilo animado y buen dialogar, ha pintado escenas y usos de la Sierra de Albarracín; mi docto y querido
maestro don Cayetano Vidal y Valenciano, que en lengua catalana y con el rótulo de La Vida en lo Camp, nos ha dado verdaderas
novelas, escritas con tanto tino artístico como delicadeza moral; y quizá don A. Frates y Sureda en sus Escenas Baleares, de las
que no tengo bastantes noticias. Fuera de estos autores y de Pereda, sujeto de este artículo, no sé que tengamos otros cultivadores
de tal literatura en España. Perdonen los omitidos mi falta de memoria. Dos nombres he dejado fuera por especiales razones: el de
don Antonio Flores, porque no brilló en la pintura de costumbres contemporáneas, sino en la de otras más o menos pasadas, siendo
su Ayer incomparablemente superior al Hoy y al Mañana, y el de Larra, que fuera de algún rasgo, y no de los mejores suyos, se
fijó más en las costumbres políticas y en la sátira social y profunda que en cuadros de otra especie.
Desde luego comprenderá el lector que si no aumento este catálogo con los infinitos nombres que habrá visto al pie de esos
artículos titulados La Beata, El Sacristán, El Torero, El Zapatero de viejo, El Vendedor de periódicos, El Barbero, etc., mis
motivos tendré para ello. El toque de esa desdichada literatura consiste [p. 88] en escoger, o tomar sin elección, los tipos más
salientes y acentuados, es decir, lo particular y lo que menos carácter da a un pueblo, y a falta de color y de vida, disecar
anatómicamente al personaje, haciendo el inventario de sus vestidos, ocupaciones, comidas, etc., sin comprender que la figura, o
sale armada y radiante de la cabeza del artista desde el primer momento, o no sale nunca ni conducen a ello esos procedimientos.
En los tipos que parecen más insignificantes, en las escenas más vulgares, encuentra tesoros quien tiene el don de ver lo que no ve
el vulgo, y nunca toma la pluma sino cuando sus héroes, vestidos y calzados, con vida propia, ideales en medio de su realismo, le
rodean y le asedian y se agolpan en su mente, anhelando salir al mundo.
Nadie tan afortunado en este punto como don José Pereda, gloria y regocijo de las patrias letras, y orgullo de nuestra Montaña de
Santander, que le cuenta entre sus más predilectos hijos. No me ciega hoy el interés local, ni la amistad íntima que nos une, como
no me cegó cuando di a sus anteriores producciones elogios confirmados ahora por el sufragio unánime del público y de los doctos.
Es en vano que algún crítico quiera presentarle como inferior al autor de las Escenas Matritenses, a quien él venera y acata como a
maestro, en los términos que son de ver en la dedicatoria de su nuevo libro. Siempre fueron odiosas esas comparaciones de ingenio
con ingenio, pero nadie negará que el escritor montañés excede al madrileño en la individualidad poderosa de los caracteres, en la
energía y color del estilo, en el arte del diálogo, llevado por él a perfección, que no dudo en calificar de cervantesca; en todas las
dotes, en fin, de un perfecto novelista, aunque no se haya propuesto hacer novelas. ¿Dónde encontrar tipos como el Tuerto y
Tremontorio, Cafetera, don Robustiano Tres-Solares, y tantos otros? ¿Dónde escenas como la de la hila en el cuadro titulado Al
amor de los tizones? ¿Dónde diálogos como los de La Leva?
No se crea por esto que pretendo menoscabar en lo más mínimo la fama del Curioso Parlante; antes soy uno de sus admiradores y
le tengo por prosista de los más amenos, ingeniosos y agradables de nuestra era. Ni es suya la culpa de que las costumbres
madrileñas sean más descoloridas y menos pintorescas que las montañesas.
[p. 89] La cualidad distintiva del ingenio de Pereda es la fuerza: su realismo es vigoroso y crudo. Aborrece de muerte los idilios y
las fingidas Arcadias; tiene horror a los idealismos falsos y optimistas, y, no obstante, hay en sus cuadros idealidad y poesía, la que
en sí tienen las costumbres rústicas. No andan en sus cuadros Melibeos y Tirsis, sino montañeses ladinos, entreverados de mal y de
bien, atentos a sus intereses y algo cautelosos y solapados en sus palabras, como suelen ser los rústicos, a lo menos en nuestra
tierra, aunque no sean así los de las églogas y cuentos de color de rosa. Nada de patriarcas de la aldea ni de pastoras resabidas y
sentimentales, ni de discretos y canoros zagales. Cada uno habla como quien es, y el zafio como zafio se expresa. El señor Pereda,
por lo mismo que siente mucho y bien, es enemigo mortal de la sensiblería, pero cuando llega a situaciones patéticas, encuentra
para el dolor o la alegría la expresión natural y no rebuscada, y conmueve más que otros novelistas serios y estirados, por lo mismo
que no se esperan tales ternuras en un autor de continuo alegre y jacarandoso.
Pero en lo que más brilla el señor Pereda es en los caracteres, siendo los que presenta tan vivos y animados que ni se borran de la
memoria ni es posible dejar de imaginarlos como reales y tangibles. Cualidad de primer orden donde quiera, y más entre españoles,
que, así en la novela como en el teatro, han solido sustituir tipos convencionales y monótonos a la verdadera representación de la
vida humana.
Es Pereda uno de los prosistas de sabor más español que puede hallarse, y esto no por remedo académico, sino por estudio del
lenguaje del pueblo y por la vigorosa savia provincial que anima su estilo, y que le da un color y una fuerza bien raros en las
producciones de la literatura cortesana. El montañesismo acompaña a Pereda hasta en los asuntos que no son montañeses, y es la
principal fuente de originalidad y abundancia, de lo pintoresco y gallardo de su frase, siempre suelta, desembarazada y franca, que
no teme llamar las cosas por su nombre, ni rehuye los pormenores crudos ni se tuerce a discreteos y melindres.
De todas estas y otras muchas dotes dió excelente muestra el señor Pereda en las dos series de Escenas Montañesas, pedestal de su
reputación literaria, en los Bocetos al temple, sobre todo en [p. 90] el titulado Los hombres de pro, en la amena y regocijada
galería de Tipos Trashumantes, y en El Buey suelto... donde apartándose de su género antiguo hizo, por contraposición a Balzac,
un Ensayo de Fisiología celibataria, tan lleno de enseñanzas útiles como de primorosos cuadros. ¡Lástima que el estar dedicado a
mí, por especial favor y amistad del egregio novelista, me impida elogiarle aquí como merece!
Pero Don Gonzalo González de la Gonzalera aún excede a El Buey suelto , y cuadros hay en él que compiten con las mejores
Escenas Montañesas. Si alguien la considera como novela, puede tacharla de acción escasa, aunque tiene la que basta y sobra para
mover unas cuantas figuras, principal, si no único propósito del autor. No es el fin del libro, como a algunos podrá antojárseles, la
sátira política, no viene ésta más que como episodio y sin salir de los límites del arte. Es un recurso como otro cualquiera para
poner en juego y movimiento a los personajes. Y decimos esto, porque el crítico de marras da por única razón de la inferioridad del
señor Pereda respecto al Curioso parlante, las deplorables intransigencias ultramontanas del primero. Y como no creo del buen
entendimiento de dicho crítico que tase el valor de los autores por sus aficiones políticas, ni sea capaz de sostener que sólo saben
hacer novelas los progresistas, en cuyo caso Ayguals de Izco valdría más que Fernán Caballero por no adolecer de las
intransigencias ultramontanas de la insigne escritora andaluza, resulta que sus palabras sólo podrán tomarse en son de censura
para los que ponen el arte al servicio de otras finalidades, sean ultramontanas o revolucionarias. Ahora bien, apurado se vería el
crítico para encontrar ultramontanismo en Escenas Montañesas o en Tipos y Paisajes, como no pretendiera que para retratar
fielmente a nuestros campesinos y marineros era de rigor hacerlos ateos y descamisados.
La censura del crítico podría recaer a lo sumo en uno de los Bocetos al temple, es a saber, en el titulado Los Hombres de pro,
donosísimo cuento de costumbres electorales, en tal cual rasguño de los Tipos Trashumantes, y en este mismo Don Gonzalo que
vamos examinando. Pero, aunque las ideas políticas salgan de los límites del arte, ¿quién dudará que las extravagancias y
ridiculeces políticas caen, como todas las demás rarezas humanas, en la jurisdicción del satírico y del pintor de costumbres? ¿Por
qué [p. 91] no ha de describirse una escena de club o de comicios electorales como se describe una escena de taberna o de
mercado?
Hay, pues, en Don Gonzalo algunos capítulos donde la Revolución queda puesta en solfa. Hay un estudiante que en la taberna de
su pueblo hace discursos pomposos y altisonantes, remedando los que en Madrid había oído. Hay un pardillo montañés arbitrante y
con otras industrias saludables que pesca a río revuelto, y en días de revolución echa al fuego, a impulsos de patrióticos
entusiasmos, los papeles del Ayuntamiento donde constaban sus trapisondas. Hay junta revolucionaria, y milicia ciudadana, y
clubs, y manifiestos electorales... yo no sé si en otras partes será esto muy serio, pero en Coteruco, pueblo de veinte vecinos, se
convierte por sí mismo en caricatura. Yo no admito que el señor Pereda se haya propuesto en esta novela probar nada, es
demasiado artista para eso; pero si alguna enseñanza se deduce de su libro, es la demostración del absurdo que se comete llevando
a un pueblo rústico y laborioso las miserias políticas. El abandono del trabajo, la taberna perpetua, los palos y asonadas son la
consecuencia primera de tal delirio. Eso acontece en Coteruco, pueblo que llegan a corromper dos intrigantes y un mentecato sin
otro fin que el de satisfacer ruines pasiones y venganzas. Y cuenta que Coteruco era antes el mejor pueblo del valle y aun el
dechado de todos los pueblos de La Montaña, por la honradez y amor al trabajo de sus moradores. Debíase tal milagro a un don
Román Pérez de la Llosía, señor rico, franco y campechano, sin aires de patriarca de aldea, pero con muy buen sentido y sana
intención en todo. Él era la providencia del pueblo, y su cocina la tertulia de Coteruco.
Enfrente de Don Román coloca el señor Pereda otro tipo montañés de pura raza, el indianete don Gonzalo González de la
Gonzalera, que trajo de las Indias algún dinero y muchas pretensiones, pero ninguna cultura. Don Gonzalo provoca constantemente
la hilaridad con sus pujos aristocráticos, su hablar melífluo, y jaleoso, y su ridículo amor por Magdalena, la hija de don Román. La
muchacha le da calabazas, como es de suponer: inde irae. Únese Gonzalera con toda la gente díscola y revoltosa del pueblo; hace
propaganda el estudiante, que es cojo, por más señas; se juega en la taberna una becerra a costa del indiano; los apóstoles [p. 92]
de la nueva idea desacreditan al Cura y a don Román (el confesionario y el feudalismo, que dice el Cojo), y aquello en pocos días
muda de aspecto.
Tal es la sencilla trama de Don Gonzalo, que comienza con una admirable descripción de la tertulia de don Román, y acaba con un
crimen cometido en días electorales, y con la huída del noble Pérez de la Llosía de aquel lugarejo mísero y pervertido. Pereda ha
echado el resto, como vulgarmente se dice, en la parte de tipos. La vieja Narda, sentenciosa consejera de Magdalena, el hidalgo
don Lope, alma de oro con corteza de hierro, tan brusco como generoso, el cual sólo aparece en gravísimas y solemnes
circunstancias; su sobrina, la solterona Osmunda, providencial castigo de don Gonzalo; el estudiante; el indiano; Patricio Rigüelta,
modelo del intrigante de pueblo; Carpio y Goriones, en quienes se cifra y compendia el carácter del campesino montañés, con
todos sus rodeos y suspicacias, y hasta los personajes de segundo orden, Chisquín, Toñazos, Polinar, Barriluco, todos tienen
fisonomía propia y en todos rebosa la vida.
Por lo que toca a escenas de costumbres, tiénelas el señor Pereda en sus primeros libros iguales, pero no superiores a La feria de
Pedreguero, La Romería de Verdellano y El Festín. Esta última es un cuadro de Teniers, con toque más vigoroso y más caliente
entonación. Parece que sentimos el peso de la becerra sobre la mesa y el del vino tinto en las cabezas de los comensales.
En otro género más apacible debe citarse la descripción de la boda de Magdalena. Con cuatro rasgos, pero, de mano maestra.
De diálogo no hablemos, porque ¿quién dialoga hoy como Pereda? Léanse los dos de Carpio y Goriones en los capítulos XIV y
XVI y dígase si es posible ir más lejos.
Yo no censuraré como otros, al señor Pereda por su realismo ni por su provincialismo. Tal como es me encanta. Creo que nadie
debe torcer su idiosincrasia artística por dar gusto a críticos ni a lectores finos. Cuanto más realista y más provinciales sean sus
cuadros, más en su cuerda estará, y más le querremos y admiraremos los montañeses, que respiramos con delicia en sus obras el
ambiente de la tierra nativa. Si los de fuera no comprenden esta literatura no es nuestra la culpa.
M.
Menéndez
Pelayo.
VARIA — II
VI.—CRÍTICA DE LIBROS
Un nuevo libro de mi paisano Pereda anda ya en manos de todo linaje de lectores, y no he de ser yo el último en unir mi voz al
concierto de alabanzas que saluda su aparición. Confieso mi entusiasmo, mi parcialidad, si se quiere, por el autor y el libro. ¡Es tan
grande amigo mío el uno, y he asistido tan de cerca a la elaboración del otro! Cuartilla tras cuartilla pasó por mis manos u oí de
boca de su autor todo el original, y vi desarrollarse día tras día el germen primero y adquirir forma rica y espléndida. Aplaudí
entonces, como aplaudo ahora, la idea y la ejecución y juzgué y tuve a esta primorosa obra literaria, y buena obra moral, por la
más novela entre las novelas de su autor.
Muchas veces he hablado y escrito de Pereda, y cada vez con más devoción y cariño. Temo repetirme hoy y trazar iguales
conceptos, aunque la personalidad literaria del autor es tan interesante, que bien puede dar materia de examen, no a uno, sino a
muchos críticos. De las condiciones geniales del escritor, de su peculiar manera de ver y de sentir he discurrido más de una vez. Le
he llamado, y él se llama, realista en el buen sentido de la palabra, o si place más, naturalista, a lo Velázquez. Pero como el
sentido de las palabras anda tan trocado, y en estética, lo mismo que en lo demás, hemos llegado a no entendernos, muchos sin
haber [p. 94] leído a Pereda (quiero hacerles este favor), ni saber qué especie de costumbres son las costumbres montañesas que él
describe, han tomado lo de realismo en la acepción en que lo toman los franceses, y, sin encomendarse a Dios ni al diablo, han
clasificado a Pereda, no ya como Teniers cántabro y pintor de bodegones, sino en una categoría mucho más ínfima, es decir, entre
los discípulos de Emilio Zola, que no soñaba en venir al mundo literario cuando ya Pereda había trazado sus cuadros de más
desenfadado realismo: El Raquero y La Leva.
Esto en cuanto a la cronología, que si vamos al fondo de las cosas, aún es mayor el absurdo y desatino de estos señores críticos.
Pues aunque sea cierto que Pereda no rehuye los pormenores crudos ni la expresión gráfica y pintoresca, ni se asusta de la miseria
material, ni teme penetrar en las tabernas y palpar los andrajos y las llagas, y aunque sea verdad también que nunca el falso
sentimentalismo en literatura ha tenido mayor enemigo que él, basta abrir cualquiera de sus libros para convencerse de que hay en
su alma una vena inagotable de pasión y de sentimiento fresco, espontáneo y humano, y que sabe y siente como pocos todo género
de delicadezas morales y literarias y que acierta a encontrar tesoros de poesía hasta en lo que parece más miserable y abyecto. En
ese artículo de La Leva que nunca me cansaré de citar, porque desde Cervantes acá no se ha hecho ni remotamente en España un
cuadro de costumbres por el estilo, igualado pero no superado por otros del autor, hay alcoholismo, como en los libros que hace
esa inmunda escuela francesa; hay palizas y riñas conyugales; hay inmundicias y harapos, y un penetrante y subido olor a
parrocha, y, sin embargo, ¡qué melancolía y ternura la del final! ¡Cómo sienten y viven aquellos pobres marineros de la calle del
Arrabal! ¿Qué héroe de salón y de budoir interesa nunca lo que tío Tremontorio, pronunciando en la escena del embarque aquel
solemne larga?; si esto es realismo, bendito sea. Si realismo quiere decir guerra al convencionalismo, a la sensiblería, a la falsa
retórica y el arte docente, en nombre y provecho de la verdad humana, ¿qué mejor corona para nuestro Pereda? Pero si llaman
realismo a una especie de fotografía, que no arte, sin catecismo ni sentido moral ni decoro estético, que no por audacia y gallardía,
ni por altas exigencias de la composición, sino por parti pris de hacer [p. 95] efecto en un público de estómagos estragados, busca
y adora lo feo y hediendo, sin ver más allá del muladar en que se revuelca, hace bien Pereda en rechazar toda complicidad con
semejante aberración, que no escuela literaria. Idealista es, porque el sol de las grandes ideas ilumina siempre sus cuadros.
En cierto sentido este libro es el menos realista del señor Pereda; pinta costumbres campesinas, fáciles, risueñas y apacibles, y así
en esta novela como en Don Gonzalo, que la precedió, el tan decantado pesimismo de las Escenas Montañesas se ha ido
convirtiendo en simpática benevolencia. Como vive el autor, años hace, en la quieta soledad de su Tusculano, se ha ido prendando
cada vez más de las escenas rurales y viéndolas bajo un aspecto más poético. Aunque Pereda tiene buen acierto de no convertir sus
libros en tesis, y gusta de que la moralidad se deduzca de la obra, sin predicarla él directamente, es lo cierto que de sus novelas,
como de toda obra artística que sea fiel trasunto de la vida humana, se infiere, no una, sino muchas y variadas lecciones. Así del
conflicto religioso que en la novela del señor Pereda estalla, sacará cualquier lector de buen seso, entre otras consecuencias no
menos trascendentales, la siguiente: «Una generación educada en la fe, y que la pierde luego, siente ciertos estímulos de volver a
ella; una segunda generación, educada ya en la impiedad, no siente nada, por más que conserve cierta rectitud moral hasta tropezar
en el primer obstáculo grave. ¿Cómo será la tercera generación?»
Los caracteres son admirables en éste como en los demás libros del señor Pereda. Un médico volteriano a la antigua y un hijo suyo
positivista a la moderna, hubieran sido en manos de un novelista bien intencionado, pero ramplón y de chafarrinazos, dos
estupendos mamarrachos, tan malos como si los hubiera abortado el mismo infierno. Pereda, que tiene mucho sentido común y
artístico, no ha tenido reparo en hacer simpáticos, caballeros, discretos y honrados (en el concepto humano), a pesar de su
impiedad, a los dos Peñarrubias. Ni éstos hacen intempestivos alardes, ni declaman, ni son tontos ni malvados.
El malvado es precisamente un Tartuffe, un don Sotero, abominable personaje, en cuya negra alma no ha temido penetrar y
ahondar, hasta con encarnizamiento, el señor Pereda, como si [p. 96] quisiera dar gallarda muestra de que lo acendrado de su
ultramontanismo no corta las alas a su ingenio ni le hace ñoño o meticuloso. Hasta puede decirse que ha recargado las tintas más
de lo que suele, y ha hecho, contra sus costumbres, y quizá contra la conveniencia artística, un carácter de una sola pieza, porque
entes tan completa y absolutamente perversos como don Sotero, sin ninguna cualidad buena ni vislumbre de ella, son, por dicha,
rarísimos, y aun pueden tenerse por aberraciones de la naturaleza humana. No así el cernícalo de su sobrino, dechado de barbarie y
grosería, ni menos el espolique Macabeo, admirable personaje, uno de los mejor hechos del libro, dentro del cual tiene él una
novela propia y especial. ¡Cuántas veces ha presentado en escena el señor Pereda el tipo campesino montañés, y sin embargo, no se
ha repetido nunca! Y ahora, cuando la materia parecía agotada, nos regala a Macabeo, que vale él solo más que Carpio y Gorio y
todos los anteriores juntos. Habla y discurre como ellos, tiene aire de familia, y, no obstante, es distinto. Facies non omnibus una,
nec diversa tamen, quales decet esse sororum.
En torno de estos personajes se agrupan otros secundarios, llenos todos de vida y de gracia, desde don Plácido Quince-Villas,
ocupado en mejorar la casta de sus gallinas, hasta el cirujano don Lesmes y los tertulianos del boticario, y el cura de Valdecines y
su ama y la de don Sotero. No hay figura que no esté arrancada de la gran cantera de la realidad.
Y allá en el fondo se levanta el cándido, inmaculado y gentilísimo tipo de Águeda, verdadera mujer fuerte de la Escritura, dechado
de la doncella cristiana no impasible, pero segura de su fe y de su conciencia; virtuosa en grado heroico, pero sin dengues ni
alharacas de virtud; culta y discreta, pero no envuelta en el vaporoso y sentimental misticismo de la Sibila de Octavio Feuillet, ni
convertida en pedante e insufrible disputadora como la Gloria de Galdós. Y cito estas dos novelas porque una y otra presentan no
leve semejanza con el dato fundamental de la obra de Pereda. Aunque yo sé que éste no ha leído Sibila. El conflicto, usemos la
jerga de ahora, viene a ser en las tres novelas el mismo. Pero Sibila (con ser libro delicadamente escrito) tiene algo de enteco y
enfermizo, respira falsedad en las ideas y en los efectos: aquel cristianismo es un cristianismo de salón, sentimental y [p. 97]
mundano; se diría que la moda y no la convicción, dictaron aquellas páginas, donde falta de un cabo a otro la naturalidad, y no hay
un solo carácter acentuado y vigoroso. Es un libro sin unción y sin nervio. Y en cuanto a Gloria, aborto de un talento narrativo
lastimosamente extraviado, no pasa de ser un libro de propaganda impía, cuyo declarado intento le excluye casi de los límites del
arte.
La heroína de Pereda es mujer y enamorada, pero no duda ni vacila. Sabe cuál es su deber, y lo cumple sin aparato ni estruendo,
aunque su resolución le cueste dolores mortales. Es católica a la española y no transige con la impiedad, aunque vaya unida a toda
la gallardía de la juventud, a todo el fuego de la pasión y a todo el poder y alteza del ingenio; su fe acendrada y robusta, su buen
sentido natural, lo recto y nunca maleado de su razón, bastan a sacarla triunfante de la lucha, y hace que domine y subyugue la
voluntad de Fernando. Por desgracia, el entendimiento de éste se halla vacío de toda semilla religiosa, quiere creer y no puede,
porque busca la fe y la luz por motivos mundanos. Tropieza en un obstáculo invencible, y el conflicto se resuelve, como no podía
menos de resolverse, dados tales precedentes, con un suicidio. Convertir al impío al fin de la novela hubiera sido echar a perder la
tremenda lección que de toda ella se deduce, y que el doctor Peñarrubia (padre) formula así: «¡Señor, tremenda es tu justicia!»
La acción de esta novela es de imponente sencillez. De los recursos que el autor emplea, pueden tacharse por algo melodramático y
de repertorio, la entrada de Macabeo por la ventana y el oportuno auxilio que da a Águeda y a su hermana, aunque las cosas están
preparadas de tal modo que este mismo incidente no resulta violento.
Así en lo serio como en lo jocoso, tiene el libro escenas de extraordinaria belleza, cuadros de costumbres insuperables. Si yo
hubiera de elegir entre los capítulos del libro, me fijaría sin duda en La hoguera de San Juan. No es posible ir más allá. La luz de
esa hoguera es luz de Rembrandt.
Y puesto ya a citar bellezas de pormenor, no olvidaré El paso de la hoz, donde el diálogo supera a la descripción, con ser la
descripción tan buena, y los capítulos de presentación de los diversos [p. 98] personajes, especialmente aquél en que se describe la
casa y modo de vivir de los Peñarrubias; el maquiavélico diálogo en que don Sotero va persuadiendo a su sobrino que intente la
deshonra de Águeda, y finalmente, cuanto dice y hace Macabeo.
El paisaje en que toda esta gente vive y se mueve es el paisaje montañés de siempre. A quien haya leído otros libros de Pereda no
es preciso decirle como están descritos Valdecines y Perojales. Y también es casi superfluo repetir que la obra es un modelo de
lengua, no con afectada mecánica corrección, sino con toda la riqueza, gala, armonía y color del habla de nuestra Montaña, pasada
por el tamiz de un gusto privilegiado.
Como montañés y como amigo, tengo y cuento por propios los triunfos de Pereda. Si algún lunar tuviere el libro, véanlo y nótenlo
escrupulosamente los extraños. A mi sólo me toca admirar a quien con elementos exclusivamente cántabros, hablando de nuestra
tierra y como en nuestra tierra se habla, ha tomado puesto entre los más egregios novelistas de que en todas épocas se haya ufanado
España.
M.
Menéndez
Pelayo.
VARIA — II
VI.—CRÍTICA DE LIBROS
Por don José María de Pereda. Madrid. Imprenta y Fundición de M. Tello. 1881.
Las letras amenas se han enriquecido con un nuevo libro del insigne pintor de costumbres montañesas, don José María de Pereda.
Titúlase Esbozos y Rasguños, y es una serie de artículos, pertenecientes algunos de ellos a la primera juventud del autor, y otros a
la época de madurez de su ingenio. Aunque casi todos ellos habían visto la luz pública en periódicos, y revistas de Santander y de
Madrid, bien puede decirse que eran desconocidos, aun para la mayor parte de los admiradores del autor. Fuera de que el libro
contiene algunos cuadros enteramente inéditos, y quizá superiores a los antiguos.
Sobre todos ellos se levanta y es sin duda joya preciosísima, y tal que basta para dar alto precio al libro en que se encierra, la
descripción de la memorable galerna del año 1878, «el mayor desastre que registran los cántabros anales». Pereda ha escrito cosas
iguales a este cuadro, pero ninguna mejor. Quien haya leído La Leva en el primer tomo de Escenas Montañesas, recordará de
seguro aquellos dos maravillosos personajes que un crítico llamó cervantescos: el Tuerto y Tremontorio. Quizá tienen más de
shakesperianos: fisonomías recias, acentuadas y vigorosas, movimientos ásperos, elocuencia natural y robusta. Tan honda realidad
estética conservan, que al verlos reaparecer en El fin de una [p. 100] raza, título del nuevo rasguño de Pereda, los saludamos como
antiguos amigos. En realidad la galerna es la segunda parte de La Leva. Si en la primera hay más frescura y primaveral energía,
correspondiente a los verdes años del autor cuando la trazaba, en la segunda brilla un arte más exquisito, penetrante y reposado, un
modo más alto, sereno y benévolo de contemplar la naturaleza y la vida humana. Sin renegar el autor de su antiguo realismo,
idealiza, transfigura y realza a sus humildes marineros hasta convertirlos en héroes y mártires épicos del trabajo. ¡Qué descripción
tan nerviosa, viril y en algún trecho hasta sublime, es la que Tremontorio hace de la tormenta! ¡Qué lengua tan enérgica y opulenta
de color ha sabido hacer Pereda del rudo hablar de nuestros costeños!
Entre los demás cuadros, reunidos en este tomo, los hay exclusivamente locales, y para mí los mejores de todos, son las
Reminiscencias, El primer sombrero y Un marino. Aunque el lector no sea de Santander ni conozca los lugares y tipos retratados,
no dejará de deleitarse con la viveza, soltura y desenfado del retratista. En suma, el libro, aunque hecho con rebuscos de la
abundante vendimia del autor, ofrece por dondequiera, sabrosa y variada lectura, y contiene páginas que vivirán tanto como sus
novelas largas.
M.
Menéndez
y Pelayo
file:///D|/Revisar/000_abril/029335/018.HTM30/04/2008 9:54:27
file:///D|/Revisar/000_abril/029335/019.HTM
VARIA — II
VI.—CRÍTICA DE LIBROS
Por don José María de Pereda. Barcelona. Biblioteca «Arte y Letras». 1882.
Tarde llega el juicio de este libro, coronado ya por el aplauso unánime de cuantos en España tienen
gusto y entendimiento de cosas literarias. Ni requiere el nuevo libro del novelista montañés más
aplauso y recomendación que los que lleva al frente, no recusable por sospecha de parcialidad, nacida
de paisanaje o de comunidad de ideas. No me encuentro yo en tal situación y por eso empiezo
declarando, como he declarado siempre al tratar de libros de Pereda, que, por montañés y por amigo
suyo, y por sentir y pensar como él en la mayor parte de las cuestiones que hoy dividen los pareceres
de las gentes, soy y quiero ser tenido, por parcial y fervoroso admirador suyo. No temo, sin embargo,
que la pasión me quite el conocimiento, y aun recelo que mis elogios sonarán a poco, después de los
elogios de los extraños.
Nunca he acertado a leer los libros de Pereda con la impasibilidad crítica con que leo otros libros. Por
mí, y pienso que lo mismo sucede a todos los que hemos nacido de peñas al mar, esos libros, antes
que juzgados, son sentidos. Son algo tan de nuestra tierra y de nuestra vida, como la brisa de nuestras
costas o el maíz de nuestras mieses. Pocas veces un modo de ser provincial ha llegado a trasladarse
con tanta energía en formas de arte. Porque Pereda, el más montañés de todos los montañeses, [p.
102] identificado con la tierra natal, de la cual no se aparta un punto, y de cuyo contacto recibe
fuerzas, como el Anteo de la fábula, apacentando sin cesar sus ojos con el espectáculo de esta
naturaleza dulcemente melancólica, y descubriendo sagazmente cuanto queda de poético en las
costumbres rústicas, ha traído a sus libros La Montaña entera, no ya con su aspecto exterior, sino con
algo más profundo o íntimo, que no se ve y penetra el alma; con eso que el autor y sus paisanos
llamamos el sabor de la tierruca, encanto misterioso producidor de eterna saudade en los numerosos
hijos de este pueblo cosmopolita, separados de su patria por largo camino de montes y de mares.
Esta recóndita virtud es la primera que todo montañés, aun el más indocto, siente en los libros de
Pereda, y por lo cual, no sólo los lee y relee, sino que se encariña con la persona del autor y le
considera como de casa. No sé si éste es el triunfo que más puede contentar la vanidad literaria. Sé
únicamente que al autor le agrada más que otro alguno; y en verdad que puede andar orgulloso quien
ha logrado dar forma artística, y, en mi entender imperecedera, al vago sentimiento de una raza que,
con rebosar de poesía, no había encontrado hasta estos últimos tiempos su poeta.
Le encontró al fin, y le reconoció al momento, cuando llegó a sus oídos el eco profundo y
melancólico de La Leva y de El fin de una raza, maravillosas páginas empapadas en todas las
robustas tristezas septentrionales; o cuando vió desplegarse a sus ojos, en minucioso lienzo holandés
o flamenco, avivado por toques de vigor castellano, el panorama de La Robla o de La Romería del
Carmen, el nocturno solaz de La Hila al amor de los tizones, o el viaje electoral de don Simón de los
Peñascales. Miróse el pueblo montañés en tal espejo, y no sólo vió admirablemente reproducida su
propia imagen, sino realzada y transfigurada por obra del arte, y se encontró más poético de lo que
nunca había imaginado, y le pareció más hermosa y más rica de armonías y de ocultos tesoros la
naturaleza que cariñosamente le envolvía, y aprendió que en sus repuestos valles, y en la casa de su
vecino, y en las arenas de su playa, había ignorados dramas, que sólo aguardaban que viniera tan
soberano intérprete de la realidad humana a [p. 103] sacarlos a las tablas y exponerlos a la
contemplación de la muchedumbre.
Y eso que el artista no adulaba en modo alguno al personaje retratado, ni pretendía haber descubierto
ninguna Arcadia ignota; antes consistía gran parte de su fuerza en sacar oro de la escoria y lágrimas
del fango, haciendo que por la miseria atravesase un rayo de luz, que descubría en ella joyas
ignoradas.
Estos primeros cuadros de Pereda, para mí los más admirables, no son ni los más conocidos de
lectores extraños, ni los que más han contribuído a extender su nombre fuera de Cantabria. Sólo así se
explica la necia porfía con que, a despecho de los datos cronológicos más evidentes, y cual si se
tratase de un principiante recién llegado, insiste el vulgo crítico en emparentarle con escuelas
francesas y con autores que aún no habían hecho sus primeras armas, cuando ya Pereda había dado la
más alta muestra de las suyas. La obra maestra de Pereda, La Leva, estaba impresa antes de 1864.
Pide una especie de lugar común en todo estudio acerca de Pereda, que se discuta el más o el menos
de su realismo o naturalismo, tomada esta palabra en el sentido estrecho y mezquino en que la toman
gentes de poca lectura, a quienes el saber francés y entender medianamente las últimas novelas que
de allá vienen, parece el colmo del saber humano. Que Pereda emplea procedimientos naturalistas, es
innegable; que se va siempre tras de lo individual y concreto, también es exacto; que, enamorado de
los detalles, los persigue siempre y los trata como lo principal de su arte, a la vista está de cualquiera
que abra sus libros; que en la descripción y en el diálogo se aventaja más que en la invención y en la
composición, es consecuencia forzosa de su temperamento de novelista; que no rehuye la pintura de
nada verdadero y humano, y finalmente, que ha vigorizado su lengua con la lengua del pueblo,
también es verdad, y para honra suya debe decirse. Pero todo esto lo hace Pereda, no por imitación,
no por escuela, que en literatura siempre es dañosa, no por seguir las huellas de tal o cual novelista
más o menos soporífero de estos tiempos, que a buscar Pereda modelos, más nobles los tendría dentro
de su propia casa, sino porque ésa es su índole y ése su temple artístico, porque así fué desde sus
principios, y porque no podrá ser [p. 104] otra cosa sin condenarse a la esterilidad y a la muerte. No
es el naturalismo cuestión de doctrina que, con visible exclusivismo, quiera imponerse o proscribirse,
sino cuestión individual, genial, y por tanto relativa.
Unos ven primero lo universal, y buscan luego una forma concreta en que exprimirlo. Otros se van
embelesados tras de lo particular, que también, y a su modo, es revelación de lo universal. En los
reinos del arte se encuentran todos, y todo es legítimo como sea bello, sin pedantescas excomuniones,
sin hablar de ideales que mueren ni de ideales que viven, y sin mezclar a la serena contemplación
estética intereses ajenos y de ínfima valía, que sólo sirven para enturbiarla.
En el nuevo libro de Pereda muestra el novelista todas las ventajas que aun los críticos menos
propensos a la alabanza le han reconocido, y además, da gusto a los críticos en cuanto no prueba
nada, ni va a ninguna parte, sino a hacer sentir y gozar. Posible será que, apoyados en esto mismo, y
volviendo por pasiva sus antiguas censuras, le nieguen alcance y trascendencia, y hasta disputen a su
libro el titulo de novela. Cuestión de nombres propia de retóricos ociosos. ¿A qué buscar más
enseñanza ni más trascendencia en un libro, que deja al fin la impresión de salud robusta, de frescura
patriarcal y de primitivos afectos, que deja en el alma el libro de Pereda? Y en cuanto al nombre, el
autor no le ha dado ninguno. Novela es, aunque sencilla, y llámese así o de otro modo, no dejará de
ser un libro excelente. Novelas muy celebradas hay que no tienen más acción; algunas, ni tanta.
Sea como quiera, la novela es aquí un pretexto para que aparezca en acción la vida rústica de nuestra
comarca. La obra es un poema idílico, género de literatura que puede decirse propio de nuestro siglo,
que ha producido en Alemania, en América y en Provenza tres obras admirables, del todo ajenas al
amanerado convencionalismo de la bucólica antigua. Pereda había ensayado este género, aunque en
prosa, pero siempre como episodio de sus novelas políticas o morales, o bien en escenas tan cortas
como perfectas. Hoy le cultiva de frente, y hay trozos en su libro, como el de la lucha de los dos
pueblos rivales, o el de la entrada del ganado en las mieses, que parece que están reclamando el metro
épico solemne y familiar a la vez.
[p. 105] El interés, cualquiera que él sea de las domésticas disensiones entre el irascible don Juan de
Prezanes y su vecino, pesa e importa poco ante el alarde de fuerza muscular de los nuevos Entellos y
Dares, ante el empuje del ábrego desatado, o ante la nube de polvo que levantan novillos y terneras.
No le pese al insigne novelista montañés ser más feliz en lo segundo que en lo primero. Lo uno es
más fácil y es campo abierto a todos; lo otro es para pocos y quien lo alcanza se acerca a las
primitivas y sagradas fuentes de la poesía humana, crecida con los halagos de la madre Naturaleza; y
con verlo todo más sencillo, lo ve más próximo a su raíz, más íntegro y más hermoso y se levanta
enormemente sobre todo este conjunto de estériles complicaciones, de interiores ahumados, de
figuras lacias, de sentimientos retorcidos y de psicologías pueriles, de que vive en gran parte la
novela moderna. Yo confieso que en las novelas de Pereda, y sobre todo en esta última, que yo pongo
sobre todas, exceptuando, por de contado, los cuadros sueltos, llega a desagradarme lo que no es
rústico y agreste, y me impaciento hasta que tornan los Niscos y Chiscones, por muy bien y
discretamente que haga hablar el autor a personajes de condición superior y más altos propósitos. Y
no es desventaja del autor, sino ventaja de los tipos. Que así como, según el profundísimo parecer de
los filósofos escolásticos, las inteligencias superiores, conforme más altas están en la escala,
comprenden por menor número de ideas, así en el arte es lo más bello lo menos complejo, y es lo más
alto lo más próximo a la naturaleza simple y ruda.
¡Bendito sea, pues, este libro rústico y serrano, que viene cargado de perfumes agrestes, y no nos trae
ni problemas, ni conflictos, ni tendencias, ni sentidos, ni otra cosa ninguna, sino lo que Dios puso en
el mundo para alegrar los ojos de los mortales: agua y aire, hierba y luz, fuerza y vida! ¿Quién se
acuerda de naturalismos ni de estéticas, cuando lee la deshoja , o cuando oye las quejas de Catalina a
Nisco, o cundo asiste con los ojos de la imaginación al mercado de la villa?
Por eso yo no he leído El Sabor de la tierruca, sino que le he sentido y por eso ahora no le juzgo, sino
que traslado al papel la impresión de placidez y de bienestar que me ha causado, sin [p. 106] ponerle
peros, porque, a mi entender, no los tienen ni aquel paisaje ni aquellas gentes.
Un crítico, tan ingenioso y agudo como ofuscado por todo género de preocupaciones sañudas,
extrañas al arte, hablaba en ocasión reciente de los verdores de Pereda.
Si este libro no es de madurez, ¿cuándo podrá llamarse madura una obra de arte?
M. Menéndez Pelayo.
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VARIA — II
VI.—CRÍTICA DE LIBROS
Tengo grande afición a las colecciones de escritos cortos. Una obra extensa, de longue haleine, es siempre más una, pero menos igual, menos acabada, y ha de adolecer, por fuerza, de
monotonías y desigualdades.
Dice Leopardi en su Filippo Ottonieri, que «los libros son necesariamente como aquellas personas que hablan siempre y no escuchan; por tanto, es preciso que el libro diga muy buenas y bellas
cosas, y las diga muy bien, para que los lectores le perdonen aquel hablar continuo. De otra manera, el libro se hará odioso como todo hablador insaciable». Es evidente que a caer en el defecto
advertido por Leopardi, están más expuestos los escritos largos que los breves, y quizá por eso dijo Calímaco aquello de libro pequeño, pequeño mal. Lo cual no obsta para que haya libros
abultados excelentes y de muy agradable lectura, y otros cortos que ningún cristiano lee. Pero aun en éstos se cumple la sentencia de Calímaco, porque si fueran más largos, aún serían peores. La
brevedad es siempre una ventaja.
Todo lo que antecede es una perogrullada, pero quizá no lo parezca el advertir que algunos de los más acabados modelos de [p. 108] perfección y aticismo son escritos cortos; v. gr., los diálogos
platónicos y los del satírico Luciano. Ni son indignos de citarse, después de ellos, los Ensayos de Montaigne y los diálogos y demás prosas de Giacomo Leopardi, sobre todo su incomparable y
tristísimo tratado De la Gloria. Y es de notar el acierto que tuvo Leopardi en exponer sus doloridas filosofías en cortísimos diálogos y opúsculos, porque si así y todo se repite y toma siempre a
las mismas ideas, ¿cómo hubiera evitado la monotonía en una obra larga?
La verdad es que, en nuestro siglo, ya por lo mucho y rápidamente que se lee, lo cual no deja de ser un mal, ya por el absoluto dominio que la crítica alcanza sobre los demás géneros literarios,
ya por el cansancio de las amplificaciones y desarrollos inútiles, ha crecido, como nunca, la planta de los artículos, obras sueltas y disertaciones. Los ingleses llevan, quizá, la palma en este
género, y desde el siglo pasado son famosos sus ensayistas, que entonces solían ejercitarse en lugares comunes de moral, y en el presente se han dedicado, con más tino, a la crítica literaria,
histórica y filosófica, de lo cual ya había dado ejemplo David Hume. ¿En qué estriba la reputación del escocés Guillermo Hamilton sino en sus Ensayos de crítica filosófica, hoy tan malamente
olvidados?
Pero el rey de los ensayistas es Macaulay. Quizá, y sin quizá, no ha sido tan leída su Historia, como sus bellísimos estudios insertos en revistas como la de Edimburgo, y coleccionados después.
Los que en Francia han hecho colecciones de artículos y opúsculos distan mucho, con raras excepciones, de la formalidad y aplomo de los ingleses, pero suelen tener un ingenio y una gracia que
enamoran. El famoso crítico Sainte-Beuve apenas hizo otra cosa que artículos, y hasta en sus libros largos, exceptuando quizá Port-Royal, cada capitulo parece un estudio aparte. No ha de
negarse que tiene esto sus inconvenientes, y que oculta muchas faltas en el plan y muchas indecisiones y contrariedades en el pensamiento.
Pero todo esto irá contra los escritores, no contra el género, en el cual se puede ser sabio y profundo. Artículos hay en la Dramaturgia de Lessing, pongo por caso el comentario de la [p. 109]
purificación o catharsis de Aristóteles, o el juicio de la Mérope, que tienen tanta trascendencia y valor estético como su Laoconte.
En España, desde el siglo XVI, se viene aplicando esta forma breve a asuntos morales, satíricos y literarios. Los escritores del Renacimiento usaban de preferencia el diálogo, en lo cual es
maestro Juan de Valdés y le imitaron don Diego de Mendoza, el ignorado autor del Crotalón, Hernán Pérez de Oliva y muchos más. En la centuria XVII, florecieron las ficciones satírico-
alegóricas y algo lucianescas, v. gr., los Sueños, de don Francisco de Quevedo, la República Literaria, de Saavedra, y varias otras de Gracián. En el XVIII, se escribieron quizá muchos más
ensayos críticos que libros. Escritos breves son los de Feijoo, Jovellanos, Forner, Viegas, don Tomás A. Sánchez y muchos más. Era siglo aquél de transición y de controversia. Faltaba, aunque
no tanto como en nuestros días, el reposo y quietud de ánimo necesarios para empeñarse con fe profunda y serena en grandes empresas de cualquier orden.
En este siglo, y limitándonos a los más célebres entre los muertos, tenemos coleccionados los Ensayos literarios de Lista, los Escritos políticos y los póstumos de Balmes, los artículos críticos de
Larra, los de Piferrer y las obras de Donoso, que, dejado aparte su famoso Ensayo, son casi todas breves. Y ciertamente que no son muchas las obras contemporáneas de alguna extensión que
hayan influído más o hayan sido tan leídas como las de los autores citados.
A ninguno de ellos es inferior el señor Valera, y quizá como literato supera a todos los de nuestro tiempo. Sobre todo en este género de los ensayos y artículos críticos, no tiene vencedor ni rival.
Ya en 1864 publicó coleccionados gran número de ellos en dos volúmenes de rica enseñanza y apacible lectura. Hoy reúne, con el título de Disertaciones y juicios , lo más notable y selecto de
cuanto después ha producido.
Tiene el señor Valera cualidades de escritor y de crítico que le apartan mucho de casi todo lo que por España vemos. Sin dejar de ser inclinado, con inclinación de literato, y frecuentes
infidelidades, a las especulaciones filosóficas, y muy leído en libros de estética y teoría del arte, ni hace pedantesca gala de la doctrina abstrusa que en ellos se aprende, ni es infiel nunca [p. 110]
a su buen gusto instintivo, acrisolado después por el continuo estudio de los modelos clásicos y de las literaturas extranjeras. El señor Valera es literato verdadero, no pertenece a la categoría de
los críticos que hablan del arte desde fuera del arte, corno quien ve la función desde barreras. Tiene, sin duda, principios generales y seguros de crítica y de estética, y alguna vez los ha
manifestado, pero posee sobre todo un gusto infalible y un tino práctico maravilloso. En cuestiones de crítica no se equivoca nunca, y, dada la falibilidad de los juicios humanos, casi pueden
tenerse por infalibles sus decisiones. Podrá el señor Valera diferir de las ideas del autor del libro que juzga, podrá juzgarlas mal y equivocarse en cuanto a la materia, pero en cuestión de forma,
es decir, de arte, se le puede creer a ciegas. Es uno de los raros mortales a quienes comunica directamente sus inspiraciones la Venus Urania. Creo que aunque no hubiera clasicismo en el
mundo, el señor Valera sería clásico. Nadie tan enamorado como él de la naturalidad, de la tersura, de la sobriedad y elegancia; nadie más enemigo del estilo falso, de la afectación y bambolla.
El señor Valera es notable helenista y latinista, y muy aficionado a los italianos, adoradores y discípulos de la antigüedad en tantas cosas. Sin alardear de erudito, conoce y domina las restantes
literaturas de Europa, sobre todo la inglesa y la alemana. Con todo este arsenal y apparatus criticus, y su natural ingenio, agudo, penetrante y chistoso, no es extraño que el señor Valera haya
hecho y haga delicados estudios críticos, salpimentados a la continua con todos los gracejos y donaires de su lozana fantasía meridional.
El tomo que tenemos a la vista puede considerarse dividido en dos partes: una de discursos académicos y la otra de juicios. Diré algo de unos y otros con la brevedad propia de este no artículo,
sino anuncio bibliográfico.
Juzga el señor Valera que el primero y más excelente de sus discursos es el que versa Sobre el Quijote y sobre las diferentes maneras de comentarle y juzgarle. No serán pocos los lectores que
asientan a este juicio. El discurso es, a no dudarlo, de primer orden. Y en verdad que no parecía cosa fácil dar interés a una materia tan traqueada, y hasta profanada por doctos e indoctos. El
señor Valera se escogitó el medio más oportuno [p. 111] para vencer semejante dificultad; censura los extravíos de los comentadores y pone en su punto la significación artística del Quijote, tan
olvidada por los que han buscado en él sentidos recónditos y esotéricos, o altas y bajas enseñanzas de Medicina, Geografía, Metafísica, Jurisprudencia, Teología, Arte militar, Náutica y Arte de
cocina. El Quijote no es ni más ni menos que una novela inmortal, la primera, con inmensa superioridad, entre todas las novelas. Todo lo que sea juzgarla con otro criterio revela, o falta de
sentido estético, o incurable extravagancia. No son menos inútiles los comentos en que se pretende averiguar quiénes fueron o pudieron ser éstos o aquellos personajes del Quijote, en qué iglesia
fué bautizado el hidalgo manchego, etcétera, etc., exornándolo todo con el plan cronológico de la fábula y el mapa de las regiones que fueron teatro de las portentosas caballerías del héroe.
Parece increíble que hombres de verdadero ingenio y erudición, hayan malgastado largas vigilias en tales disquisiciones.
Todo lo que el señor Valera dice del Quijote es atinadísimo; nunca ha sido mejor apreciada aquella chanza inmortal. Es evidente que Cervantes no mató ni hizo guerra al espíritu caballeresco de
su patria, del cual él mismo en grado superior participaba; lo único que combatía era un género literario anti-español en sus orígenes, introducido muy tarde en nuestro suelo, contrario al genuino
espíritu de la caballería histórica nacional, exenta siempre de lo maravilloso y de la galantería, literatura además que alentaba a empresas locas, absurdos heroísmos y liviandades censurables y
censuradas por muchos moralistas.
También pone de manifiesto nuestro crítico el escaso fundamento de la vulgarísima aserción de que Sancho representa lo real y Don Quijote lo ideal, cuando uno y otro personaje, como creados
por una fantasía portentosa, no son abstracciones ni ideas puras, sino realidad idealizada y transfigurada por los esplendores del genio. Con igual tino contesta el señor Valera a los que se
obstinan en ver en Cervantes a un revolucionario, un racionalista y mil otras cosas de que él se haría cruces si viviera.
Los otros tres discursos del señor Valera son contestaciones a académicos entrantes. El mejor, a nuestro juicio, es la [p. 112] respuesta, o más bien réplica, al señor Núñez de Arce, quien tuvo el
mal gusto de hacinar en su discurso las invectivas, tantas veces refutadas y ya fuera de moda, sobre el influjo desastroso de la Inquisición en la decadencia de nuestras letras. El señor Valera, que
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aunque correligionario político del señor Núñez de Arce, ama, más que todo, la verdad, y tiene el valor suficiente para decirla, desbarató una por una, las vagas afirmaciones de su compañero, y
estuvo verdaderamente inspirado, aunque algo tímido, al hablar de nuestra filosofía del siglo XVI, que con Vives produjo la verdadera y magna restauración de las disciplinas, con Gómez Pereira
fundó la psicología experimental, con Fox Morcillo adivinó la fórmula hegeliana, con Pedro Dolese y Francisco Vallés restauró el atomismo, con Huarte abrió el camino al empirismo y puso las
bases de la frenología, y dió en Sánchez un escéptico de los más notables, antes de Montaigne.
Todo esto, sin hacer mérito de los escolásticos, entre quienes brillan como astros de primera magnitud Domingo de Soto, Francisco de Toledo, Melchor Cano, Vázquez, Suárez, Pedro de Fonseca
y Benito Pererio, ni de los místicos, cuyo valer encomia, como es debido, el señor Valera.
Encuentro muy acertadas sus observaciones contra Rousselot, quien niega toda influencia de los místicos alemanes en los nuestros. Tan lejos está de ser verdad esto, que en 1585 corrían
traducidos en lengua castellana Dionisio Cartujano, Enrique Harph, Tauler y algún otro, y la Inquisición los prohibió, como es de ver en el Índice del Cardenal Quiroga. En místicos heterodoxos
nuestros, v. gr., en las Consideraciones divinas, de Juan de Valdés, hay evidentes huellas del estudio de Suso y de Tauler, como ya notaron Usoz y Eduardo Bohmer. Quizá la lectura de esos
libros contribuyó a dar calor a la secta de los alumbrados.
En el discurso sobre la Ciencia del lenguaje más bien contradice que aplaude nuestro crítico las audacias del señor Canalejas en su discurso de recepción. Los extravíos de la ciencia filológica, o
más bien de sus aficionados y dilettanti, pónense de manifiesto con mucho ingenio y gracia, y rectifícase, aunque quizá no con bastante resolución, lo que Renan dijo, y repitió el señor Canalejas,
sobre la inferioridad intelectual de los judíos. ¡Todo por aborrecimiento al pueblo de Israel! Más severa y acre [p. 113] reprensión merecieron aún esas afirmaciones basadas en la teoría fatalista
de las razas. Confieso que los recuerdos griegos y latinos me entusiasman, pero es porque forman parte de nuestro propio ser, y son la base de nuestra civilización. Pero ni por la India, ni por la
Persia, ni por la Germania siento la menor inclinación, y aunque seamos todos arios, nada me induce a tener por hermanos, ni por glorias de raza a Buda, a Zoroastro o el zapatero Jacobo Bohm,
ni mucho menos a declararlos superiores a David, ni a los Profetas, aun mirada la cuestión con ojos humanos. Ese pan-aryanismo es un fantasma que no puede inspirar entusiasmo ni simpatía a
nadie.
Otro de los errores del señor Canalejas y de todos los partidarios incondicionados de eso que llaman ley del progreso, es el creer y afirmar en serio, que las lenguas modernas son superiores en
algo a las lenguas clácicas. Casi de blasfemia estética puede calificarse esto. Si los antiguos pudieran oír nuestras pobres lenguas, escasísimas y torpes en las flexiones, atadas en la construcción,
analíticas porque no pueden abrazar lo sintético y tienen que descomponer el pensamiento, sin ninguna o muy vaga cantidad prosódica, lo cual equivale a carecer de armonía interna, y tener que
producirla por medios externos, mecánicos y hasta pueriles, ¿no se reirían de nosotros y nos llamarían bárbaros? La lengua, como el arte, son cosas en que apenas cabe progreso, digan lo que
quieran los admiradores de la fórmula de Condorcet.
Todo esto, o cosas muy semejantes, afirma y demuestra el señor Valera. En el discurso Sobre la libertad del arte, con cuyas ideas estéticas casi del todo estamos conformes, reconoce que no se
da progreso, sino antes manifiesta decadencia en la escultura, que nunca ha traspasado el tipo helénico, en la pintura, en la arquitectura y en muchos géneros literarios, aunque exceptúa la poesía
lírica, «en la cual, dice, caben progreso y mejora, conforme nuestras almas se vayan levantando a superiores esferas y descubriendo más vastos horizontes». No sé qué esferas ni horizontes serán
éstos, ni creo que nadie descubra tales cosas fuera de los místicos en sus éxtasis y revelaciones. Y lo que es por ahora no parece que el círculo se ensancha mucho. Todas aquellas teosofías y
fantasmagorías hegelianas, que dominaban [p. 114] hace algunos años, se han ido disipando y sólo queda un positivismo harto grosero, que no favorece mucho que digamos, al desarrollo de la
poesía lírica. Además, en los mejores poetas de este siglo, en Byron, Shelly, Leopardi, Alfredo de Musset, Heine... hay algo de enfermizo, errabundo y escéptico que se aparta de la serenidad
helénica, y que lejos de descubrir más vastos horizontes, parece que los rebaja y angustia el alma. Lo que tiene mejor Leopardi no es su filosofía desesperada, hija del siglo y del carácter del
poeta, sino la forma purísima, de la cual es deudor a los griegos. Todavía el poeta lírico, por su subjetivismo y alejamiento de la muchedumbre, puede ser tanto o más grande que los que le
precedieron, gracias a su propia e individual inspiración, sin que esto implique progreso ni decadencia en el arte. No así en otros géneros: la muerte de toda epopeya, no ya de las primitivas, sino
hasta de los remedos literarios, que a veces contienen elementos épicos legítimos, el desarrollo del género bourgois y realista o falsamente idealista de la novela, el predominio de la literatura
negativa, es decir, de la crítica y de la estética, son indicios fatales de que el arte agoniza.
Los artículos del señor Valera, son tan preciosos como sus discursos académicos. Entre todos ellos se distingue, a nuestro entender, el que versa sobre los Estudios acerca de la Edad Media, del
señor Pi y Margall. El ingenio, la agudeza, los donaires, el buen sentido, la sana y solidísima doctrina de este artículo, exceden a toda ponderación. Sólo en tono joco-serio podía ser analizada
aquella pretensa crítica del cristianismo, en que el autor exclama de cuando en cuando con aire de compasión y superioridad: «¡Jesús se equivocó, pero no culpemos a Jesús; sentía, no
raciocinaba!», y atribuye todas las calamidades de la humanidad a lo que él llama dualismo, es decir, a la creencia en la inmortalidad del alma. La lectura del librejo del señor Pi, en el cual todo
lo que se aprende sobre la Edad Media es que fué esencialmente autonómica, como si de toda edad no pudiera decirse lo mismo, hace ya sonreír de lástima, pero el comentario que el señor
Valera le pone es tal que ni el mismo Luciano que volviera al mundo para fustigar a los sofistas, le haría más ameno y rogocijado. En el artículo sobre las obras de Aparisi y Guijarro, no se puede
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negar que algo ciegan al señor Valera sus inclinaciones políticas, [p. 115] haciéndole ver contradicciones donde quizás no las haya. Convengo con él en que Aparisi era muy poco filósofo, y no
solía raciocinar bien, como acontece a la mayor parte de los oradores, apóstoles y propagandistas . Pero todavía no he podido alcanzar en qué está la contradicción de estos dos pasajes:
«Los reyes no reciben su autoridad inmediata de Dios, sino mediatamente por medio de la sociedad civil.»
«La soberanía del pueblo, tal como la entienden sus modernos regeneradores, es la sustitución de la fuerza al derecho, de la nada a Dios.» La primera proposición no tiene dificultad alguna es la
teoría católica del origen del poder que el señor Valera admite y defiende: Non est enim potestas nisi a Deo, y añaden los teólogos: Non quod respublica non creaverit principes, sed quod id
fecerit divinitus erudita.
La segunda proposición, lejos de ser contradictoria de ésta, va contra la doctrina que no pone en Dios la fuente del poder, ni supone a la república divinitus erudita, sino que la apoya en la fuerza,
en la utilidad o en otros motivos mundanos. La soberanía atea del Estado es el blanco de las iras de Aparisi. Bien claro lo dice la limitación: tal como la entienden.
En el artículo de la Filosofía Española, materia que nos ocuparía mucho si no fuera alargándose más de lo que quisiéramos el presente, ha juzgado el señor Valera, sin acritud, el tomo de Obras
escogidas de filósofos, que coleccionó el muy erudito gaditano don Adolfo de Castro para la Biblioteca de Autores Españoles.
Mala mano tuvo el colector en aquella ocasión. Muchos de los tratados que incluye no son de filósofos, sino de moralistas y hasta de escritores satíricos, y pobre idea se formará el que por aquel
volumen juzgase de nuestro tesoro filosófico tan inmenso como inexplorado. Por el contrario, cuánta gloria darían a nuestra ciencia cinco o seis volúmenes del tamaño de los de Rivadeneyra, en
que por orden se coleccionasen La fuente de la vida, de Avicebrón; el Autodidacto, de Tofáil; el Cuzary, de Yehudá-Leví; algunos tratados cortos de Averroes, como el De unitate intellectus y la
Destrucción de la destrucción, toda la parte filosófica del Guía de los perplejos, de Maimónides; el inédito y desconocido tratado panteísta De processione mundi, del [p. 116] Arcediano
Gundisalvo; lo mejor de Raimundo Lulio, sin olvidar el De articulis fidei, ni la de Lamentatio contra Averroistas, la Teología Natural, Raimundo Sabunde; el De omni scibili, de Fernando de
Córdoba, asombro de su siglo; los Diálogos de amor, de León Hebreo; las lecciones De anima, de Montes de Oca, compañero de Pomponazzi; todos los tratados filosóficos y metodológicos de
Vives; la controversia de Gouvea con Pedro Ramus; el De fato et libero arbitrio, de Sepúlveda; la Apología de Aristóteles, de Gaspar Cardillo; el tratado Sobre las causas de la oscuridad de
Aristóteles, de Pedro Juan Núñez; las obras selectas de Fox Morcillo; un extracto de la parte filosófica del Christianismi Restitutio, de Servet; la Antoniana Margarita, con sus impugnadores;
varios capítulos de la Philosofia Sacra, de Vallés y de la Philosophía Libera, de Isaac Cardoso; el Quod nihil scitur, de Francisco Sánchez; la Academica, de Pedro de Valencia; el De natura
naturante, de David Nieto, etc. Los escolásticos ocuparían otros dos tomos, en que se insertaran los comentarios de, De anima; las Disputationes metaphysicae, de Vázquez; varios tratados de la
Metafísica, de Suárez; el De principiis, de Benito Pererio, y extractos de Rodrigo de Arriaga, y, finalmente, debía hacerse una colección de místicos de segundo orden, en que no quedaran
olvidados ni Fr. Juan de los Ángeles, ni Cristóbal de Fonseca, ni Miguel de la Fuente, ni el P. Nieremberg, etc. Esto sin contar con los filósofos del siglo pasado, que no dejaron de producir obras
estimables y dignas de coleccionarse. ¡Pensar que con poco esfuerzo podía hacerse todo esto, y que no hay quien lo haga!
Dice el señor Valera en este artículo mil cosas eruditas y discretas, aparte de otras controvertibles. Niega la existencia del vivismo, y paréceme que en esto yerra. El vivismo es una dirección
crítica como la filosofía de Bacon, no un sistema ontológico.
Es la condensación brillante del Renacimiento. No hay vivismo como no hay kantismo ni baconismo en sentido estricto, pero hubo en el siglo XVI y en el siguiente, en España y fuera de ella,
una manera de filosofar libre y amplia, poco amiga de la autoridad y del espíritu sistemático, ayudada por el desarrollo de las letras humanas, y cuyos principales resultados fueron: 1.º, la
difusión del experimentalismo, cuyos cánones formuló [p. 117] Vives antes que Bacon; 2.º, el abandono de la cosmología peripatética o de las formas sustanciales, sustituídas generalmente por
el atomismo, a lo cual no se aventuró Vives, pero sí su paisano, y quizás amigo, Pedro Dolese; 3.º, la observación psicológica, preconizada por Vives y Gómez Pereira; 4.º, la simplificación de la
lógica aristotélica, en lo cual siguieron a Vives, Pedro Ramus, Núñez de Vela, el Brocense y muchos otros; 5.º, cierta tendencia al armonismo entre Platón y Aristóteles, de la cual se hicieron
intérpretes Fox Morcillo y Benito Pererio en sus últimas obras; 6.º, la crítica aplicada primero a los textos y luego a las ideas de los antiguos filósofos. Por eso brota en Italia y en España una
serie de peripatéticos helenistas.
Toda esta filosofía, que indudablemente precede y anuncia a Bacon y a Descartes, es común a España y a Italia, teniendo además algunos secuaces franceses y alemanes, pero ninguno presentó
de ella un conjunto tan armónico ni procedió con miras tan generales en la reforma de la ciencia y de los métodos como Vives. Y por eso apellidan algunos vivismo a la filosofía del
Renacimiento, sin que esto implique que haya una doctrina metafísica propia y exclusiva de Vives. Lo que hay es una instauratio scientiarum, semejante y aun superior a la del lord Canciller.
Al ver el justísimo entusiasmo con que el señor Valera habla de Avicebrón y de Jehudá-ha-Leví, no podemos menos de estimularle a que ponga en verso castellano, como él sabe hacerlo, los
cantos de aquellos dos egregios poetas, honra no sólo de su raza, sino de España entera.
No tengo tiempo para seguir comentando uno por uno los restantes artículos del señor Valera. En nada desmerecen de los citados. El relativo a las Cantigas, es, a pesar de su brevedad, lo mejor
que hasta ahora se ha escrito sobre ellas. Los dos artículos acerca del Amadís de Gaula resumen en breve espacio las conclusiones del reciente y muy estimable libro en que el doctor Braunfels
ha probado el origen castellano de aquella célebre novela. La humorística y saladísima disertación sobre La perversión moral en la España de nuestros días, más que al género de artículos
críticos, pertenece a otro en que el señor Valera también es maestro, y en el cual nos ha dado modelos como Un [p. 118] poco de crematística. Entre estas facecias o burlas-veras quizá no haya
otra tan amena como ésta de La perversión.
Finalmente, mencionaré el juicio de la vida de Lord Byron, por lo bien que en él se combate el vulgar error de que para ser genio hay que ser infeliz, desesperado y algo loco, o cuando menos
extravagante; y el de las Poesías de la Avellaneda, por el paralelo discretísimo entre esta señora y Vittoria Colonna, y no por las frases poco ortodoxas con que el artículo termina.
Fuera de éste y de algún otro resabio, el libro del señor Valera es no sólo erudito, ingenioso, agradable y rico en todo linaje de perfecciones literarias, sino bastante sano en sus doctrinas y
opiniones, tenga el autor las que quiera. Por lo cual juzgo que sin inconveniente puede recomendarse. Bajo el aspecto literario, ya he dicho que sólo encuentro en él motivos de alabanza.
X.
Aunque va firmado sólo con una X el trabajo es de D. Marcelino, cuyo nombre y firma autógrafos aparecen al final en un ejemplar de su Biblioteca. Véase para más abundancia la carta de
Valera a Menéndez Pelayo de 8 de julio de 1878 en la que le dice: «No firme V. para que no digan que hemos hecho compañía de elogios mutuos.»
VARIA — II
VI.—CRÍTICA DE LIBROS
Ser a un tiempo arqueólogo y poeta, es gloria a pocos concedida y que sólo alcanza, entre nosotros, el señor Fernández-Guerra.
Pertenece este docto académico, tan poco entendido por la ignorante malicia, al número de aquellos escritores, que viviendo más
en lo pasado que en lo presente y dotados, por decirlo así, de segunda vista histórica, saben hacerse contemporáneos de los hechos
que narran e infundir nueva vida a las muertas civilizaciones y a los anales y costumbres de las razas que fueron. Nadie como él
logra dar voz a las ruinas y animar los lugares que fueron testigos de grandes acontecimientos. Por él hablan las piedras y resucitan
del polvo ciudades asoladas por el hierro y el fuego de los conquistadores. La lengua que él habla, rica, pintoresca y sonora, cae
como rocío fecundo sobre la tierra donde se alzaban antes opulentos municipios y colonias, y les hace levantar de nuevo sus
acrópolis, sus términos y sus santuarios. El paisaje, antes yermo y solitario, se anima de repente como al influjo de misterioso
conjuro.
Una inscripción, una moneda, basta a nuestro arqueólogo para repoblarle de sombras gloriosas. La media luz que las envuelve,
contribuye a hacerlas más simpáticas y misteriosas. Parece [p. 120] como que el historiador vuelve a crear y reconstruir la historia.
Es una manera de restauración erudita que se confunde con la creación poética. Y ¿quién fué nunca excelente historiador sin una
dosis grande de fantasía y de sentimiento? Los hechos no son más que piedras para el edificio que ha de levantar el arte. Bien dijo
nuestro Fr. Jerónimo de San José, con la gracia y el primor con que él dice todas las cosas pertenecientes al arte histórico, que el
historiador había de ser otro Ezequiel que vaticinase sobre los huesos, uniéndolos y engarzándolos y dándoles su lugar y propio
asiento en el cuerpo de la historia, confirmando lo cual, añade sabiamente lord Macaulay, en un ensayo suyo, que el elemento
poético es tan necesario al historiador como el elemento filosófico. Quien no posea uno u otro, será analista, investigador, erudito,
pero de ninguna suerte historiador de los que viven para delicia de las edades venideras.
Por ser a un tiempo hombre de viva fantasía y de alto y reposado entendimiento, ha alcanzado el señor don Aureliano Fernández-
Guerra, maestro común de todos los que en España cultivamos estos estudios, la rara perfección que muestran algunos trabajos
suyos publicados, y otros más que desgraciadamente yacen inéditos. Así consiguió, en años juveniles, restaurar el cuadro de la
corte literaria y artística de Felipe IV, agrupándola en torno de la figura de don Francisco de Quevedo, censor inmortal de los
vicios y prevaricaciones de aquella edad. Obra, por cierto, de prolija labor, de severa enseñanza y de apacible estilo. Así adivinó,
por interpretación sagacísima de los versos del Bachiller de la Torre, los misterios de su corazón y sus lances de amor y de fortuna.
Así desarrebozó a los verdaderos inventores de la famosa conjuración veneciana. Así convirtió en rica tela los pobres y oscuros
anales de una villa cantábrica, más rica, como todas sus nobles hermanas, de grandes hazañas que de historiadores. Así volvió a
levantar olvidadas cátedras episcopales, y a poner el báculo en mano de varones de quienes nadie sospechaba que la hubiesen
regido. Así fueron por él trasportados de unos a otros términos casi todos los campos de batalla de la antigua España, desde aquél
en que perecieron los Escipiones, hasta aquél en que César triunfó de la última y tremenda resistencia de los pompeyanos. Así
ordenó e hizo correr de nuevo [p. 121] la procesión de las Alegrías por las encantadas laderas del Cerro de los Santos.
Ladre cuanto quiera la envidia impotente, el señor Fernández-Guerra ha escrito ya su nombre en la historia de la Geografía, de la
Historia y de casi todos los ramos arqueológicos, ciencias poco conocidas en las redacciones de los periódicos, como que son de
largo y dificultoso aprendizaje.
A quien como arqueólogo romanista, alcanzan los elogios de Mommsen y de Hübner; a quien, como arqueólogo cristiano, puede
ufanarse con la amistad de Rossi, poco debe importarle el bárbaro clamor que hoy se levanta en España contra todo estudio
desinteresado y serio. No hay cosa más feroz e intolerante que la ignorancia, y bastante culpa es para ella saber leer donde otros no
leen; y crimen gravísimo y digno de ejemplar castigo, haber levantado de nuevo el mapa de la España primitiva, haber fundado
entre nosotros la arqueología cristiana de os primeros siglos, haber enriquecido con infinitas inscripciones la obra monumental. de
la Academia de Berlín y conocer mejor que su casa lo que podía ser la Península en tiempo del Rey Argantonio, si es que el rey
Argantonio existió.
En una sola cosa convenimos la mayor parte de los españoles a pesar de todas nuestras discordias, y es en el odio fanático a todo lo
que traiga sabor de erudición y cultura. Como escribo en castellano, puedo decirlo sin reparo. La labor, aunque sea ajena, nos
molesta, y casi la tenemos por una injuria personal. A otro le desalentaría tal estado de cosas: al señor Fernández-Guerra no. Tiene
la ciencia escondidos deleites que sólo concede a sus probados amadores y que bastan para indemnizarlos de la bárbara garrulería
del vulgo profano. Por eso el señor Fernández-Guerra trabaja sin cesar, no sólo en su gran libro de las Disertaciones geográfico-
históricas sobre la España antigua, sino en la historia de su patria Ilíberis, y en la del heroico guerrillero muzárabe Omar-ben-
Hafsún. Y ahora, y como por recreación, acaba de ofrecemos la preciosa serie de estudios literarios e históricos cuyo título sirve de
cabeza a este artículo.
No vamos a encarecer en vulgares frases la erudición acumulada en este libro por el señor Fernández-Guerra. De ella dan
testimonio los índices finales, de autores, de rarezas lingüísticas [p. 122] y lugares y personajes históricos, todos los cuales llegan a
centenares, y aun pasan. En otras cosas más esenciales hemos de fijarnos.
Dió ocasión, o si se quiere pretexto, a este libro, una rarísima pieza dramática del bachiller Bartolomé Palau, olvidado poeta
aragonés del siglo XVI, su título: Historia de la gloriosa Santa Orosia... muy sentida y apacible para representarse. La rareza
bibliográfica de este opúsculo es estupenda, tal que no se conoce más que otro ejemplar manuscrito, fuera del que posee la
Academia Española, por donación del erudito gaditano don Adolfo de Castro. Cinco son los actos en que se divide, uniforme su
versificación en coplas de pie quebrado, pobres la traza y el artificio, fácil, quizás en demasía, la versificación, y no impropia a
veces la expresión de los afectos. Tal como es, no hay en nuestro teatro pieza alguna que, con anterioridad a ésta, haya llevado a la
escena asuntos de la historia nacional.
Porque es de saber que la obra del bachiller Palau encierra mucho más que lo que su título promete, viniendo a ser un esbozo rudo
de tragedia sobre la pérdida de España, en que entran como figuras no secundarias, el rey Don Rodrigo, La Cava, el conde Julián y
Muza, toscamente enlazado con el martirio de Santa Orosia en el monte Yebra.
Como la erudición es verdaderamente insaciable, y trata de agotar hasta las semínimas, no se contentó don Aureliano con
reimprimir el drama, anotado y concordado, ofreciéndosele a don Manuel Cañete, cuyo es el absoluto y legítimo imperio en estas
cosas del primitivo teatro español, y en otras de amenas letras, sino que le rodeó de un aparato crítico e histórico que, por decirlo
así, ahoga la modesta obra del bachiller Palau, verdaderamente afortunado por haber dado pie a tan copioso y excelente
comentario.
Nunca hemos visto noventa y siete páginas tan bien aprovechadas como las de la introducción de este volumen. Contiene, ante
todo, la biografía literaria del bachiller Palau, enriquecida con muchos datos en que no soñaron ni Latassa y otros bibliógrafos
aragoneses, ni La Barrera y Schack, investigadores de los orígenes de nuestro teatro. Resulta de las investigaciones del señor
Guerra, que Palau no es autor sólo del rarísimo drama [p. 123] que ahora se reimprime, sino de la maleante y picaresca Farsa
Salmantina, de que existe ejemplar único en la Biblioteca de Munich, y de un enorme drama alegórico, Victoria Christi, casi
olvidado de los doctos, pero que todavía es popular y se reimprime y representa por y para el vulgo en algunas partes de Cataluña y
del Alto Aragón.
De todo ello habla con su habitual diligencia el señor don Aureliano, que ha llegado a catalogar hasta nueve ediciones distintas de
la Victoria Christi , y como consta por testimonio de Nicolás Antonio, que el bachiller Palau escribió otro drama, hoy perdido,
sobre el martirio de Santa Librada, Patrona de Sigüenza, y de sus ocho hermanas, llamadas vulgarmente las nueve infantas de un
parto, toma ocasión de aquí el felicísimo comentador de Palau, para entretejer una muy erudita disertación sobre las lecciones del
Breviario Segontino, relativas a dichas hermanas y sobre una inscripción de Mérida, que parece referirse a Catelio, padre de ellas,
y corroborar la tradición de la Iglesia española sobre dichas Santas, cristianadas el mismo día y renacidas así a la nueva vida de la
gracia, según plausible conjetura del señor Fernández-Guerra. Todo esto en quince páginas escasas, donde cada párrafo encierra
alguna novedad literaria, o la refutación de algún error admitido. No se dirá que el autor pierde las palabras, sino que las escatima,
como si le costasen oro. Sigue una larga vindicación crítica de la patria, familia, condición y martirio de la Santa Patrona de Jaca,
Orosia, y de su tío el obispo Acisclo; donde se pone en su punto la antigua lección de nuestros Breviarios locales, y se muestra
cómo el absurdo del origen bohemio atribuído a la Santa, cuyo nombre es tan español, hubo de nacer de algún yerro de pluma. Y
como el señor Fernández-Guerra no sabe poner la mano en ninguna dificultad histórica sin derramar la luz, nos enseña, así como
de pasada, algo muy nuevo sobre los Obispados del Pirineo, para que por la uña saquemos el león y adivinemos lo que puede ser el
enorme trabajo sobre la división eclesiástica de la España antigua, que por tantos años ha acumulado en torno de los fragmentos
interpolados, que vulgarmente llaman Hitación de Wamba.
Antes de llegar al asunto de la pérdida de España, aún tenemos que sestear en otro artículo, y no el menos curioso e [p. 124]
importante, como que se refiere al renegado Muza y a la dinastía que los de su familia formaron en Aragón para terror de muslimes
y de cristianos. Nuestro laborioso y modesto orientalista don Francisco Codera, que trabaja tiempo ha con sin igual fortuna en la
historia de los régulos mahometanos de Aragón, ha enriquecido este capítulo con muy singulares textos de historiadores árabes, no
traducidos a la lengua vulgar hasta el presente, y que aclaran y rectifican en algunas partes la docta y elegante narración de Dozy,
verdadero rey en estos estudios de cosas arábigas, y, a quien se guarda muy bien el señor Fernández-Guerra (por lo mismo que
siendo tan rico de su propio caudal, no necesita menoscabar el ajeno) de tratar con la vana ligereza que hoy usan algunos eruditos
nuestros, que sin duda se creen muy superiores a él, por haber llegado a fijar con más precisión el sitio de tal o cual castillejo,
como si nada bastase a borrar la enorme deuda de agradecimiento que los españoles tenemos con aquel sabio holandés, por
habernos enseñado de primera mano más de la mitad de nuestra historia de la Edad Media.
El resto de la monografía del señor Fernández-Guerra, y que por su importancia aun más que por su extensión, da nombre al libro
entero, constituye un estudio crítico acabado y precioso sobre la decadencia y ruina de la monarquía goda en España, dividida en
capítulos correspondientes a los personajes de más cuenta que intervienen en la historia real y en la historia legendaria del
menoscabo de tanto imperio. Tienen, pues, artículos separados: el primer, Muza, La Cava, Don Rodrigo y el conde don Julián,
protagonistas que son de la farsa del bachiller Palau.
En la biografía de Don Rodrigo, recibida ya con grandes aplausos cuando por primera vez se leyó en la Academia de la Historia,
derrama el señor Guerra inesperada luz sobre los vicios internos de la Constitución visigoda; penetra audazmente en el laberinto de
los cuatro últimos reinados; pone en claro la tumultuosa elección de Don Rodrigo; discute y aclara los textos del Pacense y del
continuador del Biclarense; prueba al desgaire, y como quien no dice nada, que ambos autores son uno solo; concuerda y hace
servir para la historia las dos monedas de Don Rodrigo; dice, a nuestro entender, la última palabra sobre la [p. 125] verdadera
situación del campo de batalla donde fué deshecho aquel desventurado monarca, y sostiene, finalmente, una opinión que por su
novedad y extrañeza y por los indicios numismáticos en que se apoya, exige imperiosamente no el asenso inmediato (que no le
pretende ciertamente nuestro sabio historiador), sino la discusión serena y bien intencionada de los doctos. Defiende, en suma, el
señor Guerra, con el testimonio del Cronicón de Alonfonso el Magno y de una moneda de oro que aclama a Don Rodrigo rey en
Egitania, y que algunos han dado, quizás atropelladamente, por apócrifa o dudosa, que Don Rodrigo reinó en Portugal desde 711 a
713. Estimo lo más importante del capítulo ver, daderamente áureo, que se dedica al conde don Julián, la refutación del parecer de
Dozy, repetido con más empeño por el P. Tailhan, que niega a los últimos reyes visigodos el indudable dominio que ejercieron en
la Mauritania Tingitana. El señor Fernández-Guerra demuestra que aquella región, si se la considera política y no
eclesiásticamente, era de la monarquía goda, como lo comprueban a una el testimonio de San Isidoro y el de los historiadores
árabes, y que por la división romana estaba agregada a España desde el tiempo del emperador Otón.
Don Aureliano, como posee el verdadero sentido histórico, que consiste principalmente en ver un hecho por todas sus caras y no
dejarse preocupar por ideas o sistemas, exclusivos de los que quisieran amoldar las generaciones pasadas a su antojo, no gusta de
exterminar las cosas, ni señala una sola causa a la ruina de la monarquía toledana, sino que atentamente las va examinando una por
una, ya que todas contribuyeron en mayor o menor grado, a aquel inmenso desastre.
Con todo eso, y poniendo, a nuestro modo de ver, el dedo en la llaga, da grande importancia a la cuestión de razas, y anudando los
misteriosos hilos de las dos conspiraciones paralelas del metropolitano Sisberto y de los judíos en tiempos de Egica y
vislumbrando un rayo de luz en aquel texto del Pacense, que acusa a Egica de haber persegido a los godos con acerba muerte, ve
en Egica a un rey protector de los hispano-romanos y domeñador de la fiereza y orgullo de los conquistadores germánicos, y en
Julián al vengador de los próceres visigóticos. Algo de esto puede discutirse; pero todo ello es nuevo, original, ingeniosísimo y, en
[p. 126] nuestro juicio, verdad pura, en cuanto podemos adivinar las causas de sucesos tan remotos y consignados en tan pocas y
oscuras Memorias. Siempre será muy elocuente el ver cómo los nobles visigodos de corona y cíngulo de oro, acudían presurosos
con sus gentes a engrosar el río de los invasores alarbes.
***
Hasta aquí la historia de la pérdida de España; ahora comienza la leyenda. Don Aureliano la había discutido ya en un opúsculo
delicioso, verdadero primor literario, que tituló: Don Rodrigo y la Cava. Ahora lo ha rehecho y acicalado con muy gustosos
aditamentos. ¿Existió la Cava? ¿Fué el forzador de ella el rey Witiza y no Don Rodrigo, como apunta San Pedro Pascual en su
Libro contra la secta de Mahoma?
La historia nada contesta a estas preguntas, limitándose a decirnos que Don Rodrigo tuvo dos hijas, cuyos nombres ignoramos. El
señor Fernández-Guerra estudia los orígenes de la leyenda, que es, sin duda, de origen arábigo, iniciada en el libro del egipcio
Abdel-Haquem, aderezada con nuevos pormenores por el moro Rasis, por Ben-Alcutia y por el anónimo compilador del Ajbar-
Machmúa, e introducida en nuestras historias desde el tiempo del Silense. Y corona su trabajo con una amena exposición, hasta
ahora no intentada por nadie, del complicadísimo y absurdo argumento de la famosa novela histórica o libro de caballerías, que en
el siglo XV compuso Pedro del Corral con el título de Crónica Sarracina, que Fernán Pérez de Guzmán llama trufa o mentira
paladina. Sólo el haber tenido valor para dar remate a la lectura de tan enorme adefesio, bastaría para otorgar al señor Fernández-
Guerra la palma de indomable investigador, si no la tuviera ya bien ganada mucho antes de que naciéramos los que hoy, aunque de
muy lejos, queremos seguir sus huellas y tenemos por honra grande el ser llamados discípulos suyos.
Pero aunque lo seamos en la investigación, nunca llegaremos a serlo en el estilo, ni yo, por mi parte, lo intentaré tampoco,
contentándome con admirarle muy de lejos. El secreto de la lengua que don Aureliano habla, se perderá con él y con otros pocos.
Grave, concisa y sentenciosa unas veces, procede otras con noble [p. 127] familiaridad, plegándose dócilmente al asunto, y
reflejando siempre la índole firme, serena y honrada del historiador, desasido de respetos mundanos y atento sólo a la verdad y al
bien.
El mismo sabor arcaico, de que algunos le motejan, resulta natural en él, por la lejanía de las cosas que narra y por su propio
carácter de varón antiguo, en el pensar como en el decir.
Bajo este aspecto verán las generaciones futuras al insigne autor de la Vida de Quevedo y de la Rica Hembra, de la Canción a
Higiara y de las Disertaciones sobre la España primitiva, con su triple corona de arqueólogo, de geógrafo y de poeta, poeta en
todo, hasta en la geografía.
M.
Menéndez
y Pelayo.
VARIA — II
VI.—CRÍTICA DE LIBROS
A) INTRODUCCIÓN
Noble y utilísimo propósito es el del Director de esta Revista, cuando quiere y dispone que figure en ella una sucinta relación y un
breve juicio de los libros publicados durante la quincena. En España, donde aun las Revistas más calificadas no dedican a la crítica
de libros nuevos, que suele ser mero anuncio, sino la parte menor de sus columnas y esto sin consideración al relativo mérito o
trascendencia de las obras juzgadas, sino según place al capricho o a las aficiones de cada uno de los editores, justo es que haya
una Revista dedicada en primer término a dar cuenta del movimiento literario, y a juzgar, sin pasión ni encono, ni locos
entusiasmos, todo lo digno de literaria censura. Así comprendemos y aplaudimos el objeto de esta Sección bibliográfica, y sólo nos
duele el que la buena y probada amistad de su propietario, más bien que méritos propios, haya puesto sobre nuestros hombros tal
carga, que procuraremos llevar con brío, aunque no con gallardía, dispuestos como estamos a decir la verdad a todos y, sobre todo,
sin linaje alguno de contemplaciones; seguros de que la mayor y más fructuosa empresa, preliminar de cualquier otra, [p. 132] que
puede acometer la crítica española, es limpiar de malezas el campo de nuestra literatura. Sin más preámbulos, pasemos a indicar
las novedades bibliográficas del último mes, en cuanto han llegado a nuestra noticia, pues bien sabido es que en España, por las
singularísimas condiciones del comercio de libros, no basta la más exquisita diligencia para adquirir todo lo publicado ni aun
noticia fidedigna de ello.
Empecemos por las reproducciones de libros antiguos, que en la actual miseria y carestía de reproducciones nuevas, es bajo cierto
aspecto el renglón más importante, así como el más codiciado por los bibliófilos, y el que más suele honrar nuestra tipografía.
Pasó, gracias a Dios, aquella funesta indiferencia con que veíamos salir de nuestro mercado para enriquecer los extraños, las más
preciadas joyas de nuestra literatura, las ediciones príncipes de nuestros clásicos. Si antes era avis rara un bibliófilo, hoy
menudean donde quiera, y los hay ricos, diligentes y generosos. Hoy un Romancero, un Cancionero, un libro de caballerías
obtienen en nuestra plaza (tecnicismo mercantil) tan altos precios como en París y en Londres, y hay quien los dé gustoso, y se
ufane con ello. Noble y discreto lujo, mucho más digno de potentados que una colección de diamantes o una espléndida tapicería
de hilos flamencos.
Ni se ha quedado la afición en recoger y atesorar, sino que ha venido por sus pasos contados la de reimprimir, para bien y solaz de
las letras y consuelo de los que, no logrando poseer las copias, han de contentarse con los traslados. Cierto es que en tales
reproducciones, cuya serie formará en breve (con sus defectos y todo) rica colección de documentos literarios e históricos de los
siglos XVI y XVII, y aun de tiempos anteriores, no se ha procedido siempre con el mejor tino. ¿Qué hombre de gusto podrá tolerar
la mitad, por lo menos de los volúmenes que ha estampado la Sociedad de Bibliófilos Españoles, que es, como si dijéramos la
aristocracia del género? ¿Qué infatigable leyenda pudo dar nunca cima a D. Lazarillo Vizcardi, novela musical del P. Exímeno?
¿Qué [p. 133] importan al vulgo de los mortales el libro de las aves de caza, aunque el nombre del autor lo escude, ni el De la
Cámara real del Príncipe D. Juan? Y sin embargo, lejos de enmendarse, a pesar del general hastío de los suscritores, proseguía
esta Sociedad divulgando libros como el de El Potro, y descendencia de los caballos Guzmanes. ¿Qué puede buscarse en tales
libros sino es su rareza (que con reimprimirlos se les quita), o la satisfacción de una vana y pueril curiosidad? Últimamente, los
bibliófilos parecen haber mudado de rumbo, y nos han dado en un grueso volumen el Romancero de Pedro Padilla, uno de los
improvisadores más felices y de los poetas más fecundos de fines del siglo XVI, pero escritor tan desigual, y a trechos prosaico,
que el mismo Cervantes, con ser la indulgencia misma, y además grande amigo del autor, tuvo que decir de su Tesoro de varia
poesía, que valieran ellas más si fueran menos. Autores semejantes, en quienes la escoria anda revuelta, y en gran cantidad, con el
oro, quizá no merecieran publicarse íntegros; mas, en fin, lo que abunda no daña. Pero lo verdaderamente intolerable es la manera
cómo han impreso los bibliófilos éste y la mayor parte de sus libros, con poca corrección y a veces con groseras erratas, sin notas
críticas ni ilustraciones de ningún género, y con un prólogo tan sumamente rápido y superficial, que ni de Padilla, ni de su libro, ni
de la literatura a que pertenece puede formarse por él cumplida ni aun mediana idea, dado que el prologuista ni siquiera establece
distinción clara entre los primitivos romances y los imitados, artificiales y contrahechos, a cuya laya pertenecen los de Padilla:
todo como si aún no hubiesen escrito Fernando Wolf y Milá y Fontanals.
Otra colección de Escritores castellanos, impresa con exquisito gusto tipográfico, ha comenzado este mes a publicarse. No
descubriremos los nombres de los editores ya que ellos le ocultan con loable modestia. Su propósito no es exhumar lo raro,
únicamente por raro, sino dar, en tomos correctos y manuales, lo raro juntamente con lo vulgar, siempre que uno y otro sea bueno
y digno de aprecio. El primer tomo, que a la vista tenemos, no desaira [p. 134] estos fines y esperanzas. Comprende el Romancero
espiritual del maestro José de Valdivielso, con un elegante prólogo del P. Miguel Mir, de la C. de J. Fué el maestro Valdivielso
verdadero poeta del cielo, puesto que nunca dedicó su pluma más que a asuntos sagrados, y junto con esto, facilísimo poeta, lleno
de lozanía y gracia, aunque la excesiva abundancia y la represada prodigalidad le dañasen. Su poema de San José, que por el plan y
desarrollo no llega a ensayo épico, y se queda en vida de Santo puesta en verso, es el tipo del género en castellano. En pocas partes
se hallarán tan felices octavas y tanto lujo de dicción; en pocas, asimismo, una falta tan completa de sobriedad, de concierto y de
gusto. Lo mismo digo de su Sagrario de Toledo. Mucho más valen sus Autos Sacramentales, que en mi concepto vencen a los de
Lope, y emparejan con los de Calderón, y no les va en zaga este Romancero espiritual para los esclavos del Santísimo
Sacramento, superior a cuanto hicieron en el mismo linaje de poesía Juan López de Úbeda, Bonilla y Alonso de Ledesma. No se
crea que en la obra de Valdivielso es todo oro puro, antes está afeada por rasgos culteranos, por conceptuosas alegorías, y
disfraces, y extrañas metáforas de los más augustos dogmas de nuestra Redención. Pero estos mismos defectos son para nuestra
historia literaria de grande enseñanza, y el libro, en conjunto, puede tenerse como ejemplar y dechado de aquella devoción
española del siglo XVII, tan sana e infantil, y al mismo tiempo tan poética, que no veía mal en nada, y retozaba en el templo como
niño candoroso. Y en lo bueno de este Romancero, que es la mayor parte, ¡qué suavidad, qué sencillez e inagotable ternura, qué
desafectadas elegancias y divino sabor de la lengua, qué devoción tan ingenua y comunicativa, qué afectos de alma casta y buena,
como lo era sin duda la del poeta!
Sólo echamos de menos en esta linda publicación algunas notas críticas que, poniendo de manifiesto primores del libro, aclarasen
sobre todo las cuestiones métricas y aun musicales que de su lectura resultan, pues para cantar se hicieron la mayor parte de estos
versos, y quizá se cantaron, y de hecho procuró el autor ajustarse a la música y letra de las canciones profanas más en boga en su
tiempo, como hicieron casi todos nuestros autores de versos espirituales de sabor algo popular.
Las publicaciones de documentos históricos se multiplican, y hasta los editores de la Colección de libros españoles raros y
curiosos, curados, según parece, de su antigua y exclusiva afición a las Celestinas, han impreso últimamente dos tomos de
importantes relaciones, uno de cosas del Perú y de Chile, otro de las guerras de los Estados de Flandes.
A otra historia, aun más interesante, a la de las obras del espíritu, de la virtud y del saber, pertenece la curiosa colección de cartas
que, con el rótulo de Galería de Jesuítas ilustres, ha coleccionado hábilmente el P. Fidel Fita, entresacándolas de las muchas y
preciosas cartas de edificación que posee la Academia de la Historia. Con decir que entre estas biografías, modelos casi todas de
lengua castellana en sus mejores tiempos, figuran las del P. Rivadeneyra, el P. Antonio Rubio, esclarecido filósofo, el popularísimo
ascético Alonso Rodríguez, el famoso predicador de Felipe IV, Fr. Jerónimo de Florencia, el escriturario Gaspar Sánchez, el P.
Henao, tan hábil propugnador de la ciencia media como docto historiador de las provincias vascas, el P. Larramendi, sin igual
entre los vascófilos, y el P. Burriel, infatigable explorador de nuestros archivos y luz de nuestra historia eclesiástica y aun civil,
queda a la vista el interés de este volumen, formado todo con noticias inéditas. Pocos hay que en tan corto espacio contengan
tantos datos de provecho y tan sabrosa lectura.
La biblioteca clásica del editor don Luis Navarro, que sigue divulgando en traducciones nuevas o reimpresas de las antiguas, lo
más selecto de griegos y latinos, acaba de repartir las Tragedias de Esquilo, interpretadas en prosa castellana por Fernando Brieva,
catedrático de la Universidad de Granada, y seguidas de largas notas con honores de comentario perpetuo. Todo elogio nos parece
pequeño para una obra hecha con tanto amor y conciencia. Ésta es la primera vez que aparece Esquilo en castellano. [p. 136] La
traducción es fiel sobremanera y muy castiza, aunque de sabor algo extraño y arcaico. En la inteligencia del texto, el autor hace
gallarda muestra de sus conocimientos helénicos, y aún más en las notas, donde sagazmente discute las variantes, enmiendas y
conjeturas de Herman, Weil, Dindorf, Ahrens, etc., y aun expone algunas originales y muy ingeniosas. Tiene esta versión ciertas
novedades y extrañezas, que han de dar en ojos a algunos lectores. Aplaudimos que el señor Brieva haya dejado en griego los
nombres de las divinidades. Hora es ya de que desterremos, como lo han hecho los alemanes, y empiezan a hacerlo italianos y
franceses, la mala costumbre de designar a los dioses griegos con nombres de divinidades latinas, no poco diferentes. Ni Venus es
sinónimo de Afrodita, ni Mercurio de Hermes. Pero si en esto merece loa el señor Brieva, quizá no haya muchos que le sigan en lo
de conservar la escritura etimológica en todos los nombres derivados de estirpe griega, aun los más conocidos, como philosophia,
hymeneo. Y aun puede pasar este purismo cuando no hay riesgo de equivocación; pero ¿quién ha de leer coro cuando ve escrito
choro? La ch castellana tiene ya un sonido diverso de la ch latina, y no corresponde como ella al c griego; ni es lícito que en
nuestra sencillísima escritura vayan los signos por un lado y la pronunciación por otro. Estas novedades exóticas han de
De traducciones de lenguas modernas merece recordarse la elegante y ajustadísima al original que ha hecho del Romeo y Julieta
shakesperianos el señor don Guillermo Macpherson, que antes había trasladado con igual esmero el Hamlet y el Macbeth y que
esperamos no desmaye en su empresa de poner en castellano todo Shakespeare, tantas veces intentada, y nunca llevada a término.
De literatura militante poco hay que registrar, fuera de un [p. 137] tomo de Historias novelescas, del actual Duque de Rivas, digno
heredero del nombre que lleva.
Contiene cuatro novelitas cortas, muy dignas de alabanza por la discreta sencillez de los asuntos y la sobriedad de la narrativa. Con
todo eso, el Duque nos agrada más como poeta lírico, personal e íntimo, que como novelista.
Con el título de Echegaray, su tiempo y su teatro, ha publicado un grueso volumen don Fermín Herrán, entusiasta dilettante, de
Vitoria. Sobre el mismo asunto escribió otro libro, del mismo jaez y no menos grueso, un filósofo krausista de la Habana. ¡Bueno
van poniendo al señor Echegaray sus admiradores! A mí sólo se me ocurre decir con Quevedo:
Y no entramos en el análisis de estos libros, porque para ello sería preciso hablar de los dramas del señor Echegaray y meter la hoz
en mies ajena. Crítico dramático, que lo hará de perlas, tiene esta Revista.
Ha salido a luz el tomo V de las Disquisiciones náuticas de don Cesáreo Fernández-Duro, compilación amena e instructiva aun
para los profanos, a poco que entiendan de cosas de mar o hayan nacido cerca de ella. Trata este torno de la fábrica de las naos y de
todo lo relativo a su armamento, aparejo y arqueamiento; todo con muchas citas de libros y papeles poco sabidos.
Causas que fuera largo y poco interesante exponer, han retrasado hasta ahora la publicación de estas noticias, relativas en parte a
libros divulgados durante el mes anterior. Poco importa tardanza tan leve cuando los libros tienen verdadero y absoluto valor,
como por dicha sucede en este caso.
En ley de cortesía debemos otorgar el puesto de preferencia a un extranjero, Carlos Graux, helenista francés, y a la par benemérito,
como pocos, de la erudición española. El cual ha publicado en la Bibliothèque de l'Ecole des Hautes Études que ve la luz bajo los
auspicios del ministerio de Instrucción Pública de la vecina Francia, un Ensayo sobre los orígenes de la colección de manuscritos
griegos del Escorial, abultado volumen de 529 páginas. Obra es ésta, que a la vez nos admira, deleita y contrista. Duro es decirlo;
pero si la verdad no se dice alguna vez, ¿cómo hemos de enmendarlo? El señor Graux ha puesto la ceniza en la frente a nuestros
helenistas, viniendo a España, subvencionado por un gobierno extranjero, a catalogar los manuscritos griegos que no habíamos
catalogado nosotros, y a hacer la historia de nuestras colecciones, en que jamás habíamos pensado. Y la ha hecho tan
admirablemente, que su libro, más que ensayo, como por modestia del autor se apellida, acerca del fondo griego del Escorial, viene
a ser el primer estudio serio sobre los estudios helénicos en España, que todavía esperan una historia como la que hizo Egger del
helenismo en Francia.
Cierto que el señor Graux, encerrado dentro de los límites demasiado estrechos que ha querido fijarse, ha tenido que relegar [p.
140] a las notas grandísima parte de la erudición que de las mejores fuentes había recogido.
Pero así y todo, ya de próposito, ya por incidencia, nos da más pormenores que nadie de la vida literaria de los helenistas españoles
del gran siglo, sobre todo de don Diego de Mendoza y de Antonio Agustín.
Aunque muy amante de las cosas de España el señor Graux, no traspasa los límites de la justicia en los elogios que hace de
nuestros helenistas del Renacimiento, y aun me parece (quizá sea amor patrio o sobra de afición nacida del trato familiar con los
libros de algunos de ellos) que se queda algo corto, y achica demasiado la importancia de sus trabajos. Verdad es que casi todos
ellos tuvieron negra fortuna en lo de ser conocidos y apreciados; habent sua fata libelli. ¿Qué fué de aquellas enormes tareas de
Juan Páez de Castro para enmendar el texto de Aristóteles y de los comentadores peripatéticos? ¿Qué de la mayor parte de las
fatigas del otro insigne aristotélico Pedro Juan Núñez? Todo desapareció, dejándonos sólo el dolor de su pérdida y el de que otros
vinieran después a arrebatarles la gloria, volviendo a hacer lo que ellos, no sólo comenzaron, sino que en buena parte llevaron a
término.
Uno de los aspectos más interesantes en la historia de la erudición helénica del siglo XVI es el entusiasmo bibliográfico, aprendido
de los italianos, el afán de buscar y atesorar códices, y más aún la generosidad, franqueza y buena fe literaria con que los doctos de
aquel dicho siglo se comunicaban y prestaban mutuamente sus riquezas. Graux ha tejido esta deleitosa historia con el mayor saber
y arte, utilizando, como nadie lo había hecho hasta ahora, la correspondencia de Antonio Agustín, la de don Diego de Mendoza y
sus amigos, publicada en los Progresos de la historia de Aragón por el arcediano Dormer, el catálogo de la imprenta de la
biblioteca del Arzobispo de Tarragona, muchos catálogos e inventarios manuscritos, y cartas y especies sueltas de todo género.
Graux sabe amenizar la historia de la formación de una biblioteca, no sólo por lo claro y lúcido del estilo, cualidad común en
escritores franceses, sino por la discreta sagacidad con que induce y expone sus conjeturas.
De algunas colecciones griegas del siglo XVI no queda más que [p. 141] la fama, y noticia de algún códice. Así acontece, p. e.,
con la de Gonzalo Pérez, padre del secretario Antonio, y traductor de la Odisea, el cual poseyó un San Juan Crisóstomo con
muchas homilías inéditas, que pensó publicar en París, no Fr. Luis de León, como se inclina a creer Graux, sino más bien su
implacable enemigo el maestro León de Castro, discípulo del comendador Hernán Núñez, y profesor de griego de Salamanca.
Tampoco es posible hacer hoy el inventario completo y seguro de los libros griegos que tuvo el Doctor Juan Páez de Castro,
aunque esta colección será siempre memorable por haber pertenecido a ella aquel famoso manuscrito De legationibus (tit. 27 de la
compilación de Constantino Porfirogeneta), del cual todos los amigos de Páez sacaron copias, dejando, con todo eso, a Hoeschel y
a Fulvio Orsini la gloria de enriquecer la bibliografía helénica con preciosos fragmentos de Polibio, Diodoro, Dionisio de
Halicarnaso, Dión Casio, Apiano y otros más oscuros historiadores, en aquella compilación extractados.
Algo semejante puede decirse de la biblioteca griega de Zurita, cuya más preciada joya fué el manuscrito de la Crónica Pascal,
adquirida por él en Sicilia en 1552, y publicada por Radero en 1615. ¡Triste suerte la de los libros de Zurita! Legados por él a la
Cartuja de Aula Dei, de allí los sacó arbitraria y despóticamente el Conde-Duque de Olivares, para enriquecer su biblioteca
particular, en que míseramente, y sin utilidad de nadie, se perdieron.
De las investigaciones de Graux resulta que también poseyeron manuscritos griegos del Obispo de Plasencia e Inquisidor general,
don Pedro Ponce de León, los dos Covarrubias, Diego y Antonio, y quizás algún otro; pero estas colecciones, que debieron de ser
pequeñas, y compuestas generalmente de copias, o se perdieron del todo, o entraron en el grande océano de la Biblioteca
Escurialense, que Felipe II trató de enriquecer por todos los medios, en general más lícitos y honestos que los que suelen emplear
los aficionados modernos.
Quedan reducidas, pues, las colecciones griegas formadas en España en el siglo XVI a tres principales: la del Cardenal de Burgos,
don Francisco de Mendoza y Bobadilla, autor del célebre Tizón de la nobleza de España; la de don Diego de Mendoza, el insigne
historiador, diplomático y poeta, cuyo nombre basta; y la del [p. 142] Arzobispo de Tarragona, Antonio Agustín, uno de los
filólogos más de veras que España ha producido, editor de Festo, de Varrón y de las Constituciones bizantinas, enmendador del
Decreto de Graciano y del texto de las Pandectas.
Cada uno de estos personajes tuvo, a guisa de príncipe italiano, una cohorte de amanuenses y corredores de libros a su servicio, por
lo general griegos de nación. Graux nos da curiosas noticias de ellos, especialmente de Andrés Darmario de Epidauro, tan famoso
por las ilegalidades y fraudes de sus copias, y de Arnoldo Arlenio, el famoso bibliotecario de don Diego de Mendoza, de cuyos
códices se valió para su edición príncipe de Josefo.
Los descubrimientos de Graux son muchos, y no todos de cosas pequeñas. Él ha averigüado, y prueba de un modo irrefragable, que
la mayor parte de la colección del Cardenal Mendoza, donde estaba el Focio que sirvió al P. Mariana para su traducción latina, se
conserva hoy en la Biblioteca Nacional de Madrid. Él ha deshecho los errores de don Juan de Iriarte acerca de los libros que el
turco Solimán regaló a don Diego, y vindicado a éste de toda acusación de robo de códices en la Marciana de Venecia.
Los despojos de las bibliotecas de Mendoza y Antonio Agustín se guardan, como es sabido, en la Escurialense: unos 130
manuscritos de Mendoza, resto de los 300 que llegó a reunir; 98, poco más o menos, de Antonio Agustín, que poseyó más de 270.
Sólo esto respetó el terrible incendio de 1671; y recorriendo el catálogo así de los conservados como de los perdidos, así de los
originales como de las copias, puede formarse clara idea de las aficiones y estudios predilectos de nuestros humanistas. Los padres
de la Iglesia, los filósofos, sobre todo Aristóteles y sus comentadores, los historiadores, los médicos y los matemáticos están en
mayoría sobre los poetas. Así se comprende que nuestra patria produjese en aquella centuria peripatéticos helenistas tan notables
como Sepúlveda, Núñez y Cardillo de Villalpando, y un tan ilustre expositor, de la materia médica de Dioscórides como el Dr.
Laguna, y ni un solo comentador ni editor de Homero, ni de los trágicos. ¡Grave falta que no hemos remediado después!
Imposible es dar en pocas líneas idea cumplida de un libro de tan menuda erudición como el de Graux. Aquí sólo me toca [p. 143]
invitar a su lectura a cuantos tengan amor a los estudios serios, y avergonzarme y dolerme como español, de que desde 1769, fecha
de la publicación del catálogo de Iriarte, ni uno solo de los nuestros haya pensado en paleografía griega, siendo preciso que vengan
Miller primero y Graux después, a catalogar los manuscritos del Escorial y a hacer su historia, que es al mismo tiempo la de una
fase, no poco gloriosa de nuestra ciencia filológica, hasta aquí olvidada o desconocida. Repito que el libro de Graux no es de pura
y seca erudición, sino que, gracias al arte exquisito del autor, resulta cuadro fiel y animado del modo de sentir, obrar y pensar de
los humanistas del buen siglo.
Otro trabajo de erudición, aunque menos extenso y de diversa índole, ha venido a regocijar estos días a los amantes de nuestras
antigüedades eclesiásticas. Me refiero a los Suplementos del Concilio Nacional Toledano VI, publicados por el P. Fita, que ya en
1870, había impreso en La Ciudad de Dios una de estas piezas, y no la menos interesante: la retractación de los hebreos toledanos,
que después del bautismo habían vuelto a sus antiguas prácticas. Los otros documentos son la sentencia en favor de Marciano,
Obispo de Écija y la famosa carta de San Braulio al Papa Honorio I, publicadas ya, la primera por Flórez, y la segunda por Risco,
aunque con graves yerros que a veces hacen ininteligible el sentido. El P. Fita nos da por primera vez el texto íntegro, fiel y
correcto, tomándole del famoso códice Samuélico, que por dicha se guarda en el archivo de la catedral de León.
Al original latino de cada una de las tres piezas acompañan su traducción castellana y notas breves y eruditas.
Aún lo son más las observaciones finales, en que el editor prueba que es fábula la expulsión de los judíos atribuída a Chintila, y
que el célebre juramento exigido a los Reyes godos antes de ceñir la corona, se refería, no a los judíos públicos y no bautizados,
sino a los judaizantes. Y lo mismo debe decirse de la decretal del Papa Honorio. Así él, como la iglesia española, quedan
hermosamente vindicadas en este opúsculo, y hecha polvo una vez [p. 144] más la vieja fábula regalista de la independencia de la
Iglesia Hispana respecto de Roma.
En bellísima edición, modelo de elegancia y nitidez tipográficas, comparable con los clásicos de Lemerre y con lo mejor que en
Francia se ha hecho, acaba de imprimirse, formando parte de la colección de escritores españoles, antiguos y modernos, inaugurada
con el Romancero de Valdivielso), el primer tomo de las obras dramáticas de don Adelardo López de Ayala. Van en este tomo sus
primeras comedias: El hombre de Estado, Los dos Guzmanes y la zarzuela Guerra a muerte. Juzgar a Ayala, por estas primicias de
su ingenio, ya sobrado aquilatadas por la crítica, sería notoria injusticia.
Hacer un estudio completo de su genialidad artística y condiciones dramáticas, cuando aún no ha llegado a término la edición de
sus obras, estaría muy fuera de su lugar. En uno de los tomos posteriores hará el señor Cañete este trabajo, y lo hará de perlas.
Entonces será ocasión oportuna de formular nuestro juicio, en nada diferente del suyo, acerca de las obras del gran maestro. Ahora
y haciéndonos eco de las palabras del señor Tamayo en una breve y discretísima advertencia que precede a esta edición, séanos
lícito tributar recuerdo de póstuma admiración al «vigoroso y honrado creador de Un hombre de Estado, de Rioja, de El Tejado de
vidrio, de El Tanto por ciento y de Consuelo, obras en que lo bueno y lo bello se dan la mano para enseñorearse de las almas,
deleitándolas y embelleciéndolas, obras admiradas de los hombres, y quizá gratas a los ojos de Dios».
Con el rótulo de Autores dramáticos y joyas del teatro español acaba de estamparse el primer cuaderno de cierta lujosa publicación
que, además de la obra capital entre las dramáticas de cada autor, incluye su retrato, biografía y juicio. El señor Cañete, a quien
motivos muy poderosos de amistad, compañerismo, y [p. 145] reciente agradecimiento me veda el elogiar aquí como él merece, ha
encabezado esta edición con un rápido y sustancioso juicio de las obras del Duque de Rivas, verdadero padre del romanticismo
español, y padre del drama más nacional en el espíritu y en las costumbres, más ampliamente concebido y más vigorosamente
ejecutado de cuantos produjo aquella literaria revolución. Don Álvaro ha sido, y no podía menos de ser, la primera obra incluída en
esta colección.
La Academia de Buenas Letras de Barcelona, que no sólo remonta su abolengo a los tiempos de Carlos III, sino que es heredera y
sucesora de los timbres de la Academia de los desconfiados, que floreció en los últimos años de la dinastía austriaca, ha reanudado,
después de largo, aunque no culpable, silencio, sus gloriosas tradiciones, con la publicación del tercer tomo de sus Memorias.
Ningún erudito desconoce los dos primeros, porque allí está el mejor tratado de crítica histórica que posee España. El presente
volumen se compone de memorias y disertaciones sueltas, casi todas sobre asuntos históricos y arqueológicos del Principado. Del
señor Milá y Fontanals hay un suplemento a su antigua memoria sobre Olérdula; del señor Puiggari, noticias de artistas catalanes
de la Edad Media y del Renacimiento, no incluías en las Obras de Llaguno y Ceán Bermúdez; del señor Luanco una noticia del
libro inédito contra los alquimistas, que él se inclina a atribuir a Bernardo Estruch, y yo a Fr. Nicolás Eymerich; del señor
Parassols, curiosas aclaraciones acerca de los bandos de Nyerros y Cadels, tan enlazados con el origen de la guerra de los
segadores, y con el Roque Guinart del Quijote. Y finalmente, aparte de otros estudios menos extensos o más locales, el señor
Rubió y Ors, infatigable y sagaz investigador, y escritor terso y elegante, nos presenta reunidos en este volumen su monografía, o
más bien libro, acerca de Brunequilde y la sociedad franco-galo-romana del siglo XVI, su breve reseña, mejor diríamos cumplida
historia, de los orígenes del Renacimiento catalán moderno, en que demuestra, contra la opinión de Paul Meyer, que no influyeron
poco ni mucho en él los modernos felibres provenzales [p. 146] que en su aparición son posteriores a Aribau, al mismo Rubió y a
otros de menos cuenta; una memoria acerca del verdadero invento de Blasco de Garay, en que se prueba irrefragablemente que fué
invención hidráulica, y no máquina de vapor, la que ensayó aquel ingenioso artífice en Barcelona; y nuevos y curiosos pormenores
acerca de la composición y publicación de las dos monumentales obras de Capmany: Libro del consulado y Memorias históricas
de la marina, comercio y artes de la antigua ciudad de Barcelona, únicas hasta la fecha en España.
Felicitamos a la Academia de Barcelona por este nuevo y sabroso fruto de sus tareas, en que nada hay que no lleve el sello de la
investigación docta y concienzuda.
M.
Menéndez
Pelayo.
[1]
Notable expectación y curiosidad despertó en todos los amantes de las ciencias filosóficas y teológicas en España, el certamen
abierto, tiempo ha, por la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas a instancias del Marqués de Guadiaro, para premiar
memorias sobre el tema Armonía entre la ciencia y la fe, con propósito y esperanza de que sirvieran de contraveneno a la obra del
positivista yankee William Draper, rotulada Conflictos entra la ciencia y la religión, que con grande estruendo y en inusitado
número de ejemplares había sido divulgada por los racionalistas y libre-pensadores, ya en su original, ya en perversas traducciones
francesas, castellanas e italianas.
El éxito de tal librejo era, del todo, éxito amañado y de secta. Redúcese el volumen a una serie de retales de la Historia de la
cultura europea, escrita años antes por el mismo Draper, tan afortunado fisiólogo y distinguido matemático como historiador
infeliz a juicio de sus mismos correligionarios. Los conflictos carecen no sólo de estilo y de arte de composición y de dicción, sino
hasta de método, plan y concierto. Especies inconexas, afirmaciones gratuitas, ligerezas imperdonables en materias históricas, y
crasa ignorancia en ciencias especulativas, tal y como podía esperarse de un tan fogoso partidario del método experimental y de
inducción como único y solo, mézclanse allí en largos capítulos, donde nada sorprende ni maravilla, a no ser el portentoso
desenfado del historiador, y su diabólica saña de sectario contra la Iglesia católica. Ni será temerario afirmar que, prescindiendo
del mayor conocimiento de ciencias naturales, los [p. 148] Conflictos no indican progreso alguno sobre la crítica materialista y
rastrera de los volterianos y discípulos de la Enciclopedia. Páginas hay en la obra del profesor norte-americano que parecen
arrancadas del Origen de los cultos, de Dupuis, o del Sistema de la naturaleza o de cualquiera de los pamphlets anticristianos, que
forjaron en comandita los tertulianos del Barón de Holbach. Y aun en materias indiferentes, es Draper guía muy poco seguro. ¿Qué
decir de quien pone en la escuela de Alejandría el origen de la ciencia, dejando en olvido todo el portentoso desarrollo ante y post
socrático?
Tal libro, no de vulgarización, sino de vulgarismo científico, obra de un dilettante en materias filosóficas, aunque en otras se le
conceda no vulgar loa, ciertamente que no merecería los honores de seria refutación, a no ser por el estruendo y coro de alabanzas
que en torno de él levantaron los enemigos de la verdad. Quizá por lo mismo que es tan ramplona su incredulidad, y tan propia
para soeces paladares, alcanzó mayor notoriedad y fama; porque lo cierto es que ni siquiera le salva la lucidez y brillo de estilo que
a tantos libros medianos suele levantar.
Pero hemos de confesar que el escándalo se produjo, y era necesario y urgente atajarle. Dos traducciones castellanas, una del
francés, y otra directamente del inglés, aderezada con un retumbante y superferolítico prólogo del señor Salmerón, se imprimieron,
y se vendieron, y se agotaron.
La defensa de los católicos fué valiente y generosa. Comenzó por divulgar el señor Ortí y Lara con un prólogo suyo, la breve y
discreta refutación del P. Cornoldi.
Dos medios se ofrecían para responder fácil y victoriosamente a las calumnias de Draper. Era el primero adoptar el método
histórico, y seguir paso a paso los capítulos, párrafos e incisos del libro original, contestando a cada una de las objeciones,
desbaratando cada una de las mal formadas pruebas, y rectificando cada uno de los hechos y testimonios que Draper aduce. Así lo
hizo a las mil maravillas el P. Tomás Cámara, de la Orden de San Agustín en un libro que llenó de regocijo a los católicos
españoles y que no será olvidado en los anales de la ciencia patria.
Otro camino se presentaba: el de tomar la cuestión en abstracto, y remontándose a los primeros principios, exponer la [p. 149]
naturaleza y las íntimas relaciones de la ciencia y de la fe, refutando ya a los que las identifican y confunden, ya a los que
temerariamente quieren suponer entre ellas antinomias y conflictos. Tal fué la empresa de que gallardamente salió el presbítero
catalán, señor Comellas Cluet, demostrando talento filosófico de primer orden, sobrio, penetrante y preciso.
Pero el certamen de la Academia aún pedía más: debían enlazarse ambos procedimientos, y resultar de entrambos una apología
completa y victoriosa de la Religión contra la falsa ciencia. Grandísimo fué el número de memorias presentadas, pero con general
asombro, y a pesar de infinitas noticias y rumores que antes habían hecho presumir lo contrario, súpose que la Academia no había
juzgado ninguna de ellas digna de premio, y en cambio quería conceder, sin distinción alguna de mérito, cuatro accesit a cuatro
memorias, que por lo visto tenían la cualidad más rara del mundo: la de ser iguales en mérito, sin discrepar ni en un ápice.
Semejante sentencia no contentó a nadie, y fué por largos días ocasión de hablillas nada lisonjeras para el tribunal académico. El
promotor del certamen tampoco se dió por satisfecho, y destinando a otro objeto caritativo la suma que para premio había
depositado, publicó en un folleto las piezas del proceso, y dejó que la Academia saliera, como pudiese, de aquel mal paso. La
Academia lleva publicadas hasta ahora (a sus expensas, por decontado) dos memorias. Una de ellas la del señor Ortí y Lara, y de
ella hablaremos en otra revista. También esperamos con impaciencia la de nuestro querido maestro el señor Rubió, que será, a no
dudarlo, digna de su saber e ingenio.
Casi simultáneamente con la memoria del señor Ortí y Lara, se ha puesto a la venta, en primorosísima edición por cierto, un libro
titulado Armonía entre la ciencia y la fe, cuyo autor es el Padre Miguel Mir, de la Compañía de Jesús.
Obra fué ésta de las presentadas al certamen y de las premiadas en él, aunque el autor renunció generosamente a tal distinción, y ni
siquiera la consigna en la portada, ni en lugar alguno de su Memoria.
Hace algunos años que conocemos y tratamos familiarmente al P. Mir; no poco hemos tenido que aprender de su apacible y
discreta conversación, y hemos leído y saboreado con deleite sus [p. 150] prólogos a las obras de Rivadeneyra y Nieremberg, en
los cuales parece revivir el abundante y lácteo estilo de nuestros mayores prosistas.
Pero el nuevo libro deja muy atrás cuantas esperanzas podían fundarse en la ciencia y literatura del egregio jesuíta, quien se nos
muestra a un tiempo encumbrado teólogo, filósofo de recto y severo juicio a la vez que de generosa audacia y originalidad
peregrina en desarrollos y conclusiones, hábil polemista, hombre docto y experimentado en las ciencias naturales y en las del
cálculo no menos que en las históricas, delicado e ingenioso moralista y muy conocedor de las enfermedades que aquejan al
entendimiento y a la voluntad humana, erudito de varia y bien dirigida lectura así clásica como de Santos Padres o de pensadores
de nuestros días y, por corona y remate de todo, maestro y señor de la lengua castellana, cuyas más escondidas riquezas hace
patentes, demostrando victoriosamente con el ejemplo, cien veces más útil que todas las discusiones y teorías, la aptitud
extraordinaria de nuestro romance para interpretar las más soberanas especulaciones y los más sutiles conceptos de la mente. Lauro
es éste de la lengua y del estilo que el P. Mir alcanza, solo o casi solo, entre nuestros escritores de asuntos filosóficos en este siglo.
A todos les ha dañado más o menos la falta de sentido artístico y el no haber educado su gusto y su oído con la lectura de los
ascéticos de la edad de oro. No hablemos de los importadores de filosofías germánicas y francesas, todos ellos tan ruines en la
lengua como en los conceptos. Pero entre los mismos católicos, ¿cómo dudar, v. gr. que a Balmes le dañó el ser forastero en la
lengua, y que Donoso Cortés escribió en un estilo sui generis, medio asiático por la pompa y medio francés por el sabor elocuente
a las veces, y a las veces enfático, y aunque digno de admiración en muchos pedazos, ejemplar poco seguro para la imitación lo
mismo por sus brillantes cualidades que por sus defectos más brillantes todavía?
No es así el P. Mir. Su estilo trae a la memoria los más floridos tiempos de nuestra lengua. Por la dulzura y apacibilidad recuerda a
Rivadeneyra, por lo sereno y majestuoso al P. Sigüenza, por la riqueza y brillantez de la frase, a Malón de Chaide, por la facilidad
de dar cuerpo a las ideas abstractas, a Fr. Luis de León. Sin dejar de ser didáctica la elocuencia del P. Mir, es animada y viva, como
[p. 151] si quisiera persuadir y vencer a un tiempo el corazón y la inteligencia. Exenta a la par de relamido artificio, muévese y
fluye con abundancia reposada y halagüeña, y es siempre lúcido, terso y acicalado, con perfección igual y sostenida. No es la
corrección del P. Mir esa corrección negativa y enteca, que consiste sólo en la ausencia de defectos; es el positivo dominio de la
lengua, con poder para decirlo y expresarlo todo, de manera tal que convence y enamora.
Ni es un libro rico de frases y primores de decir, y vacío de ideas, sino libro de alta filosofía, y en que se agitan las más altas
cuestiones que pueden ocupar al humano entendimiento. Sobremanera fácil y sencillo es el plan, y tan lógico y bien tratado, que de
una mirada se abarca, y sin fatiga, antes con deleite del lector, se sigue, porque no es ese aparente rigor sofístico que en muchos
libros deslumbra, sino orden lúcido que nace de la misma naturaleza e íntima esencia del asunto. No juzgó necesario el P. Mir, e
hizo bien, descender al análisis del libro de Draper, aunque por incidencia, y conforme le iba presentando ocasión el progreso de su
apología, no dejó sin el merecido correctivo ninguna de sus aseveraciones. Pero un entendimiento tan claro y penetrante como el
de nuestro apologista no podía contentarse con tal leve triunfo. Debía remontarse más, y así lo hizo, exponiendo en tres capítulos,
que son de oro, lo que la ciencia es y las condiciones que ha de tener el conocimiento científico, lo que la ciencia vale en el
entendimiento, y lo que ha significado en la historia, los límites de la ciencia, y la necesidad de otra luz superior que complete lo
deficiente, aclare lo oscuro, y sea criterio y norma verdadera para los principios de un orden superior, y que por sus propias fuerzas
no alcanza el entendimiento humano.
Salvado así con no poca destreza el escollo en que suelen naufragar los tradicionalistas por apocar demasiado los límites de nuestra
razón, habla el P. Mir, con elocuencia suma, de la fe, y del orden sobrenatural, y de cómo influye en el natural, y como le realza y
cuán estrecha y amorosamente se abrazan en la idea y en el plan divino.
Probada la armonía de ciencia y fe, con lo cual carecen de sentido, y han de tenerse por blasfemia todo género de soñados
conflictos, ni más ni menos que la hipócrita afirmación averroísta [p. 152] de que una cosa puede ser verdadera según la fe, y falsa
según la razón, procedía investigar psicológicamente el origen del susodicho fenómeno patológico de la inteligencia llamado
conflicto; y el P. Mir, compitiendo con los más sutiles escudriñadores de los motivos de las acciones humanas, ha dibujado de
mano maestra el exclusivismo científico, la soberbia de los doctos, el influjo de la pasión y de la concupiscencia, y todo lo que
turba y extravía la recta aplicación de las potencias del ánimo a la investigación de la verdad. Abiertas así las zanjas de la
demostración, ¿qué es lo que queda de los conflictos? ¿Cómo no ha de deshacerse, al modo de ligera neblina, cuando se repara que
proceden, o de mala y torpe comprensión de las verdades de la fe, o de una exégesis anticuada e incompleta, o de un dilettantismo
y superficialidad científica imperdonables, o de confundir lo cierto con lo dudoso, y dar por tesis la hipótesis y por historia las
conjeturas, o, finalmente de la ignorancia y mala fe y depravaciones de todos aquellos a quienes estorba Dios, y que de buen grado
quisieran arrojarle del mundo?
El P. Mir, sin embargo, recorre toda clase de objeciones, así las físicas como las históricas, lo mismo las que pomposamente
invocan el auxilio de la geología y de la paleontología como las que quieren basarse en la observación de los hechos sociales, y
entre otras verdades, negadas o desfiguradas por la falsa ciencia, saca triunfantes la de la creación y la obra de los seis días, materia
que trata con admirable seguridad y aplomo, y la distinción esencial de la materia y del espíritu.
En cuyo lugar, y recordando las célebres palabras de Bois-Reymond, muestra a maravilla cuánto hay de hipotético y gratuito,
cuánto de mala metafísica a su modo en esas escuelas positivistas, que se dicen enemigas juradas de toda metafísica, y que serán
siempre impotentes para explicar cómo el movimiento se trueca en sensación.
Con igual tacto están discutidas las modernas hipótesis relativas al origen de las especies, y a la evolución; siendo de notar que el
autor no las excomulga en globo y a ciegas, ni carga a todo evolucionista con el dictado de hereje, ni niega la parte de verdad
relativa que alguien pudiera encontrar en ese sistema aplicado [p. 153] a las especies inferiores, ni desconoce el valor de algunas de
las observaciones y experiencias de Darwin.
El corto espacio de que en esta Revista disponemos nos impide analizar más menudamente este precioso libro que ha de figurar sin
duda entre los primeros y más serios de la moderna ciencia española, y que bastaría por sí solo para demostrar a los preocupados
que la Compañía de Jesús, una de las mayores glorias de España, madre nobilísima de pensadores como Vázquez, Molina y
Suárez, y de escritores de tan prodigioso estilo como Rivadeneyra y Martín de Roa, no deja de colmar de alegría y de gloria a los
buenos estudios, aun en nuestros miserables días.
M.
Menéndez
Pelayo.
[1]
Decíamos en el número anterior, que, además del libro del P. Mir, se habían impreso otros dos de los presentados al certamen de la
Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Del primero de estos libros vale más guardar alto silencio. No así del segundo,
obra de uno de los escritores católicos más doctos, laboriosos y señalados.
Ni las detracciones, ni los desdenes de la falsa crítica, ni el clamor de interesados sectarios han impedido que el señor Ortí y Lara
tenga, en España y fuera de aquí, notoriedad tan grande como justa de pensador y controversista católico. Pocos de los nuestros le
exceden en mérito; en fecundidad, ninguno. Siempre en la brecha, ha combatido incansable toda especie de heterodoxias
filosóficas, desde el racionalismo armónico de Sanz del Río [1] hasta el hegelianismo histórico de las primeras lecciones de
Castelar [2] . Innumerables artículos de revistas, fundadas y dirigidas en gran parte por el señor Ortí y Lara, v. gr., La Ciudad de
Dios y La Ciencia cristiana, y buen número de opúsculos y folletos, dan testimonio de estas gloriosas campañas. Secuaz el señor
Ortí y Lara del escolasticismo tomista hoy renaciente, y amamantado en los libros de sus restauradores italianos, especialmente de
Sanseverino, ha formado excelentes compendios y tratados para la enseñanza, muy útiles en medio de su brevedad, [p. 156] y que
se extienden a casi todas las ramas de la Filosofía, desde la Psicología hasta el Derecho natural.
Estos libros y polémicas del señor Ortí y Lara se distinguen, sobre todo, por la posesión y fácil dominio de la materia, y por la
claridad y el orden, y hasta por lo limpio y abundante del estilo, nunca muy vehemente ni muy nervioso, a veces algo lento, pero
siempre correcto y fácil. A lo cual se une la pureza de la lengua que en el señor Ortí y Lara, aprovechado admirador de nuestros
libros del buen tiempo, contrasta con la estridente logomaquia y nubilosidad cimmeria de los filósofos al uso. El señor Ortí y Lara,
que sabe pensar con precisión y fijeza, escribe con esa modesta elegancia que deja que el pensamiento campee sereno y libre de
retóricos aliños, sin más galas que las muy severas que convienen a la generosa índole de la ciencia.
Titúlase la obra del señor Ortí y Lara La Ciencia y la divina revelación. El autor prescinde de Draper, y busca, lo mismo que el P.
Mir, aunque por distinta senda, la raíz del árbol. Descuajada ésta, todo lo demás es consecuencia fácil y forzosa. La misma ciencia,
si de buena fe procede, rectificará tarde o temprano sus hipótesis y sus conflictos, como ya rectificó los que había fantaseado la
impiedad de la centuria pasada. Según las épocas, toma esa enfermedad nuevas formas; hoy parece nuevo y flamante lo que
mañana será ciencia atrasada y añeja; objeciones que hoy discutimos en serio parecerán pueriles entonces, y harán reír a nuestros
nietos, a la manera que hoy nos reímos de la exégesis bíblica de Voltaire, o de sus opiniones sobre el diluvio y los depósitos de
conchillas fósiles, o de lo enterados que aquellos sabios estaban de la historia de Egipto, de Asiria o de la India. ¡Pobre del que
todo lo fíe de las ciencias naturales o históricas, siempre en continuo andar y en rectificación continua! ¿Quién podrá ordenar y
sustentar sus ideas sobre la base precaria, pobre y falaz de la experiencia?
¡Cuán diverso aquél cuyo razonamiento desciende de verdades necesarias, de ideas puras y fundamentos a priori! Sólo a la luz de
ellos tiene valor la experiencia; el que esa luz siga con ánimo recto y noble anhelo de la verdad, no se perderá en el laberinto de las
observaciones y de los hechos, antes los enlazará y fecundará, encontrando en ellos el reflejo de esas mismas primeras [p. 157]
verdades. A quien comprenda la imposibilidad metafísica de que ciencia y verdad anden reñidas, ¿qué ha de importarle que el
hecho A o B parezca, en el estado actual de la ciencia, contradecir esta armonía? Suspenderá su juicio, y examinándolo todo
despacio y con mesura, bien pronto se convencerá de una de las dos cosas: o que no es artículo de fe el uno de los términos de la
contradicción y que la Iglesia nunca le ha dado por tal, o que el otro término no es ciencia, en el riguroso sentido de la palabra, sino
opinión falaz y fugitiva, a la cual negaban los platónicos carta de ciudadanía en la república científica. Se invoca el testimonio de
los hechos; se da por única ciencia la ciencia experimental; ¡como si los hechos constituyesen por sí solos ciencia; como si lo
fugitivo, pasajero y mudable pudiera comprenderlo el entendimiento de otra manera que bajo relaciones y leyes! Piedras cortadas
de la cantera son los hechos que con ellas levanta sus edificios el entendimiento bien o mal regulado. Engañoso espejismo es el de
los que quieren y creen vivir sin metafísica. La misma negación de ella es una filosofía tan a priori, como cualquiera otra. El
positivismo y el materialismo, están cuajados de palabras y de conceptos metafísicos: ley, noción, fenómeno, fuerza, materia...
¿Quién dió a la nuda experiencia fecundidad para producir tales ideas? ¿Qué importa que neguéis la finalidad y hasta el principio
de causa, si luego tenéis que restablecerlos con otro nombre, y de un modo gratuito, anti-científico y anti-positivo?
Bien ha hecho el señor Ortí y Lara en remontarse a la fuente. Sólo así tiene valor irrefragable la demostración. Si ciencia y fe
proceden del mismo principio, ¿cómo no han de ser hermanas amorosísimas? Si Dios puso en el alma la luz del entendimiento, y le
dió inclinación nativa para conocer y amar la verdad, y no para abrazar el absurdo ¿cómo no ha de tender la razón a su perfección y
término, aun después de oscurecida y degradada por el pecado original, cuanto más después de regenerada e iluminada por el
beneficio de Cristo? Si la razón es luz de luz, interviniendo el concurso divino en el acto de conocer nuestro entendimiento la
verdad; si está signada sobre nosotros la lumbre del rostro del Señor, ¿quién osará decir que la ciencia es enemiga de la verdad
suma, que la ciencia es enemiga de aquella altísima revelación [p. 158] que Dios, por un acto de infinito amor, se dignó comunicar
a los hombres? Sólo los defensores de la soñada independencia y autonomía de la razón, como si la razón sin Dios, entregada a sus
propias fuerzas, no fuese guía flaquísima y vacilante, y no tropezase y cayese en lo más esencial, quebrantándose y rompiéndose
contra infinitas barreras. Pobre y triste cosa es la ciencia humana, cuando la luz de lo alto no la ilumina. Por todas partes límites,
deficiencias, como ahora dicen, y contradicciones y nudos inextrincables. Y al fin de la jornada, sed que no se sacia, y hambre que
se torna más áspera cuando cree estar más cerca de la hartura.
Estas verdades son las que Ortí y Lara demuestra en la primera parte de su trabajo. En la segunda trata de los distintos objetos de la
ciencia y de la fe, de la necesidad de la revelación para conocer las verdades del orden sobrenatural, y aun muchas naturales, de
cómo la fe confirma las conclusiones legítimas de la razón, y cómo el dogma católico es semilla de ciencia. Objeto son de los
párrafos siguientes las relaciones del Catolicismo con las ciencias naturales, y el deshacer las objeciones amontonadas contra el
relato mosaico, aprovechando para esto, no sólo la obra del docto alemán Reusch, sino trabajos más recientes y adelantados. Y
aunque el señor Ortí asienta con mucha cordura que «la Escritura no fué ordenada para enseñar al hombre ciencias naturales», y
que casi todas las hipótesis y teorías cosmogónicas y geológicas son admisibles dentro del Catolicismo, y en nada se oponen a las
palabras ni al sentido del Génesis, no deja de entrar en todas esas cuestiones secundarias, probando en seguida la unidad de la
especie humana y la unidad primitiva del lenguaje, y buscando las huellas alteradas de la narración de Moisés, en los monumentos,
lenguas y tradiciones de diversas razas. Es muy de aplaudir en nuestro autor, como lo es en el P. Mir, la tolerancia y amplio
espíritu con que exponen o juzgan aun las hipótesis que parecen más aventuradas y más inseguras dentro de la misma ciencia. Así,
por ejemplo, el señor Ortí, siguiendo en esto al P. Cornoldi, no tiene por herética, aunque sí por fantástica, la opinión de los
preadamitas, siempre que no se les suponga parentesco con el linaje de Adán; ni tampoco la existencia de otras creaciones
anteriores a la de los seis días, ya que el sagrado texto expresamente no lo repugna.
[p. 159] En la tercera parte de su memoria corrobora el señor Ortí la demostración pasada con otros dos géneros de prueba, uno
histórico o a posteriori, mostrando que en el transcurso de los siglos nunca una verdad científica adquirida por el hombre ha
contradicho a otra verdad del orden religioso; y el segundo, de reducción al absurdo, analizando y siguiendo en sus
transformaciones el error, padre de los conflictos. Realmente la crítica del positivismo, hoy el único enemigo serio, puesto que las
escuelas idealistas alemanas yacen en general olvido o en manifiesta decadencia, es lo que da mayor interés a esta última sección.
En ella se ve claro que el empirismo es tan enemigo del orden inteligible, como el racionalismo de todas castas y formas lo es del
orden sobrenatural; que con mostrarse los positivistas tan enemigos de la metafísica del idealismo, han recibido de una escuela
idealista el principio de la evolución, aunque materializándole groseramente; que es absurdo que una escuela nominalista acérrima
y enemiga de toda entidad abstracta, hable de leyes, y mucho menos de leyes invariables; así como es absurdo y contradictorio que,
llamándose el positivismo ciencia de hechos, prescinda de tantos, y tantos no menos reales que los físicos, y mutile tan sinrazón, la
conciencia. Ni se contenta el señor Ortí con impugnar en el terreno dialéctico el positivismo, sino que entra en la discusión de las
modernas teorías atomísticas, no la antigua y a veces ortodoxa filosofía de este nombre, que resucitaron y profesaron en el siglo
XVI españoles tan piadosos como Dolese, Gómez Pereira y Francisco Vallés, así como del darwinismo, y de la flamante doctrina
monística de la fuerza y de la vida, y de su circulación incesante, todo lo cual viene a ser una metafísica tan fantasmagórica, ideal y
arbitraria como todas las demás que los positivistas odian y menosprecian y relegan a estados inferiores de la cultura humana. Fácil
es creerse en posesión de la ciencia suma, y llenar con huecas y sonoras palabras el vacío, cuando ni siquiera se sabe explicar el
más sencillo fenómeno de sensación.
Algún reparo de orden y método pudiera ponerse al libro del señor Ortí. Quizá, para que el orden y encadenamiento de las pruebas
resaltase más, y fuera el libro de más agradable lectura, hubiera convenido distribuirle en capítulos breves, y de tema claramente
determinado. Así hubieran tal vez entrado en su propio [p. 160] lugar algunas que nos parecen digresiones. Encierra el libro del
señor Ortí varia y selecta erudición, pero quizás entre la muchedumbre de textos y citas que al pie de las páginas aduce, sobren
algunos que, o vienen a confirmar lo que de suyo es evidente como la luz del mediodía, o a repetir cosas que el mismo señor Ortí
ha dicho antes o que sabría decir muy bien, sin necesidad de buscar tantos autores que las dijesen. Al fin y al cabo, un libro de
filosofía no es un libro de investigación o de Historia, donde todos los testimonios y documentos parecen pocos.
Entre la muchedumbre de libros y papeles que abortó el pasado centenario de Calderón ¡cuán pocos hay dignos de recuerdo
honroso! ¡Cuán cierto es que el entusiasmo oficial y estrepitoso apaga los bríos, y fatiga y entorpece el entendimiento de los que
tienen más voluntad de admirar!
Yo no quiero juzgar del estado de nuestras letras por las publicaciones de estos días. Apenas un libro de crítica, ni una edición
medio correcta, sólo panegíricos, tan vacíos de doctrina como de forma. ¡Y entre tanto, una porción considerable de los Autos de
Calderón siguen durmiendo inéditos! Sólo en España sabemos honrar así a nuestros poetas nacionales.
Algo, sin embargo, puede salvarse de esta condenación general. Desde luego merece aplauso el Discurso sobre las costumbres
españolas en tiempo de Calderón, escrito por el docto gaditano don Adolfo de Castro, y premiado por la Real Academia de
Ciencias Morales y Políticas. No brilla ciertamente este trabajo por el método; hay sobre todo en la introducción y en los primeros
capítulos algunas especies inconexas, a que la rica erudición del autor le lleva sin sentir, alejándole del principal asunto. Pero bien
compensado está semejante lunar con la riqueza de noticias peregrinas, e interesantes que el autor recoge acerca de juegos,
espectáculos, trajes, usos sociales, organizaciones de la familia, y hasta bandolerismo en el siglo XVII. Obra en suma de uno de los
más diligentes investigadores de cosas españolas, y de los que [p. 161] más libros y papeles raros han llegado a ver, en su larga
carrera de bibliófilo.
El señor don Federico Baráibar, Catedrático del Instituto de Vitoria, helenista laborioso y traductor de Aristófanes, acaba de poner
en nuestra lengua, con fidelidad y buena prosa, El Cíclope, de Eurípides. Doy las gracias al autor por el buen recuerdo de su
dedicatoria.
Dos colecciones de poesías tengo a la vista. Es autor de la primera don Juan Bautista Lázaro, actual Presidente de la Juventud
Católica, donde por primera vez se leyeron muchas de las sencillas y cristianas inspiraciones de este tomo. No es muy escrupuloso
ni muy correcto en la forma el señor Lázaro, a pesar de su estrecha familiaridad con las artes plásticas, en que tanto importa la
ejecución y lo técnico, pero tiene otra cualidad que vale más que la corrección, y es el sentimiento vivo y sincero, nacido de alma
recta, generosa y apasionada de todo lo santo, hermoso y bueno. Y como lo bien sentido suele expresarse bien, tienen algunos
versos del señor Lázaro, especialmente los de asuntos religiosos, un suave hechizo de delicadeza y ternura.
El otro poeta es granadino, se llama don Miguel Gutiérrez, y autoriza sus obras un prólogo del académico señor Barrantes. Hay en
los versos del señor Gutiérrez, en medio de desigualdades de principiante, alma y estilo de poeta. Acertaría en no dejarse llevar de
la imitación de los poetas hoy en boga, y entregarse a la sinceridad espontánea y genial de su ánimo, bien manifiesta en la fácil,
fresca y graciosa composición A la fuente del Avellano.
Por orden cronológico de su aparición reproducimos ahora las restantes criticas bibliográficas, unas breves y otras más extensas,
que por diferentes causas no incluímos antes en los citados volúmenes de Crítica.
[p. 153]. [1] . Nota del Colector.—Revista de Madrid, 1881, vol. 1, págs. 543-549.
[p. 155]. [1] . Nota de M. Pelayo.—Vid. Lecciones sobre el sistema de Krause. Krause y sus discípulos, convictos de panteísmo.
[p. 161]. [1] . Nota del Colector.—Revista de Madrid, 1881, vol. 1, págs. 597-603.
VARIA — II
VII.—INFORMES Y DICTÁMENES
Los que suscriben, encargados por la Real Academia Española de dar dictamen acerca de la novela intitulada Los Mayos, original de don
Manuel Polo y Peyrolón, quien solicita que el Gobierno adquiera ejemplares de ella, opinan:
I. Que esta obrita no es de las que más derechamente reclaman protección del Gobierno, la cual (conforme a la mente y aun a la letra del
Decreto) parece que ha de reservarse para las publicaciones de mucho coste o que por su índole especial se dirijan a corto número de lectores.
Pero una novela de costumbres españolas contemporáneas, y que, a juzgar por su portada, no ha sido mal acogida por el público, puesto que
está en la segunda edición; un libro de amenidad y recreo, fácil de ser [p. 166] apreciado por todo género de lectores, no exige más protección
que la que los mismos lectores quieran darle.
II. Que, no obstante, razones de mucho peso han movido a la Academia a recomendar en otros casos producciones análogas, y dado este
antecedente, la novela del señor Polo es digna de especial elogio por su sanísima moralidad y recto espíritu, por la sencillez y fácil desarrollo
del argumento, por la animación de los diálogos, y por el color local del Bajo Aragón, que en ella resaltan.
Por tanto, creemos que la Academia puede recomendar al Gobierno la adquisición de ejemplares de la obra citada.
M. Menéndez Pelayo.
En cumplimiento del encargo de esta Real Academia he examinado el tomo que se presenta como muestra de la Ilustración Gallega y
Asturiana, para cuya publicación se solicita el apoyo del Ministerio de Ultramar, que ya en otra ocasión se le concedió.
Difícil es juzgar por números sueltos el valor de una colección periódica, obra de muchas manos, no todas igualmente expertas y cuidadosas.
Con todo eso, el pensamiento de la referida Ilustración, encaminada a difundir y vulgarizar útiles y poco sabidas noticias de historia,
topografía, arqueología y literatura, merece, en concepto del que suscribe, el aplauso de esta Corporación y no menos pueden contribuir al
adelanto de los estudios filológicos propios de su instituto, las colecciones de frases, modismos y vocablos provinciales que en el citado papel
periódico han visto la luz, gracias a la diligencia de solícitos investigadores, [p. 167] entre los cuales figuran dos individuos correspondientes
de este Cuerpo literario. También es de aplaudir la erudita curiosidad con que los redactores de la Ilustración han publicado por primera vez
escritos inéditos de egregios varones gallegos y asturianos, especialmente de los PP. Feijoo y Sarmiento.
Por tanto, y prescindiendo del relativo mérito y particulares ideas de cada artículo, que fuera largo dilucidar, creo que la Academia puede
recomendar al Gobierno la adquisición de algunos ejemplares de la Ilustración Gallega y Asturiana.
M. Menéndez Pelayo.
3) VIDA Y MISTERIOS DE LA VIRGEN NUESTRA SEÑORA Y VIDA DE SAN IGNACIO DE LOYOLA, POR EL P. PEDRO DE
RIVADENEYRA
Los que suscriben han examinado, por encargo de la Real Academia Española, los dos libros del P. Pedro de Rivadeneyra, de la Compañía de
Jesús: Vida y Misterios de la Virgen Nuestra Señora y Vida de San Ignacio de Loyola, que ha reimpreso con singular elegancia el señor don
José del Ojo y Gómez.
Nada más loable que la tarea de reproducir por la estampa los más preciosos monumentos de nuestra lengua castellana. Que entre sus maestros
ocupa uno de los primeros lugares el P. Rivadeneyra, no lo dudará quien de buena fe considere lo puro y apacible de su dicción, la elegancia
modesta y continua de su estilo, la suavidad de afectos y la espontánea y no rebuscada elocuencia que brilla en todas sus obras, tan llenas de
piadosa edificación y de cristianos consuelos, tan útiles para la vida espiritual, tan adecuadas para restablecer la paz del alma, y a la vez tan
importantes para nuestra historia eclesiástica, por las materias que en buena parte de estos libros, y sobre todo en el de la Vida de San Ignacio,
se tratan. No cumple al instituto de esta Academia ponderar el fruto grande que puede sacar de los escritos del P. Rivadeneyra, discípulo y
familiar de San Ignacio, quien en adelante aspire a investigar los orígenes y primeros sucesos de la Compañía de Jesús. Pero sí le pertenece y
toca de derecho [p. 168] recomendar los libros de Rivadeneyra como tesoro de lengua castellana y ejemplar eterno de perfección en ella.
Por todo lo cual opinan los firmantes que debe recomendarse y protegerse con la mayor eficacia, esta nueva edición de las obras del eximio
toledano, proponiendo al Gobierno la adquisición del mayor número de ejemplares que sea posible, con destino a todas las bibliotecas públicas
de la Nación, ya que en ninguna deben faltar tales libros.
La edición no es sólo elegante y nítida, sino correcta y limada más que ninguna otra de las que hemos visto, y así por este cuidado, que tanto
contrasta con la general negligencia de nuestros editores de libros antiguos, como por el primor y buen gusto tipográfico de que ha dado
muestras, debe la Academia aplaudir la empresa del señor Ojo, y desear que la continúe con otros libros de no menos valor que los citados.
Aureliano Fernández-Guerra.
M. Menéndez y
Pelayo.
En cumplimiento del encargo de la Real Academia Española, ha examinado, el que suscribe, los cuatro volúmenes de Sermones para todos los
domingos y fiestas principales del año, por el presbítero F. R. (Félix Reig).
No es del instituto de esta Academia el juzgar del mérito intrínseco de dicha colección predicable, ni aunque lo fuera, tiene, el que suscribe,
autoridad ni ciencia bastante para arrojarse a tal empresa. Pero con el libro van aprobaciones y juicios autorizadísimos, que dejan a salvo la
pureza de la doctrina del autor y manifiestan los quilates de su instrucción dogmática.
Juzgando, pues, del libro sólo en su parte más externa, y [p. 169] descansando para todo lo demás en los testimonios ya referidos, entiende el
que suscribe que la colección de sermones del señor Reig se distingue por la claridad y método en la exposición, y por la sencillez no
inelegante del estilo, que en los lugares patéticos tampoco carece de unción y dulzura, demostrando el señor Reig aventajado estudio de los
grandes maestros de la oratoria cristiana, y también, según entendemos, de algunos predicadores ingleses modernos. La obra, destinada
principalmente al uso de los párrocos, cumple bien su objeto, viniendo a ser un repertorio, nada despreciable de temas y motivos oratorios y de
instrucción catequística. Algún defecto de lengua que pudiera notarse, admite disculpa o atenuación si se considera que el autor, según
creemos, no tiene por lengua materna el castellano; y por otra parte no son tantos ni tales que basten a oscurecer el mérito de la obra, ni dejen
de admitir fácil enmienda, que, sin duda, hará el señor Reig cuando reimprima su obra. Cree, pues, el que suscribe, que puede recomendarse al
Gobierno la adquisición de algún número de ejemplares de los Sermones del señor Reig.
M. Menéndez y
Pelayo.
18 de octubre de 1882.
5) NOVÍSIMA COLECCIÓN DE PIEZAS ESCOGIDAS DE LOS CLÁSICOS LATINOS, POR DON SATURNINO FERNÁNDEZ Y DON
SATURNINO FERNÁNDEZ VELASCO
Por encargo de la Real Academia Española ha examinado, el que suscribe, la Novísima Colección de piezas escogidas de los clásicos latinos
para uso de los jóvenes que se dedican al estudio del Latín, ordenadas y comentadas por D. Saturnino Fernández, catedrático de Latín y
Castellano en el Instituto de S. Isidro de Madrid, y D. Saturnino Fernández Velasco, catedrático de estudios sobre los autores Griegos en la
Universidad de Sevilla.
Los tres tomitos de que esta obra consta están destinados, como se ve, a la enseñanza elemental. El procedimiento es sencillo y bien ordenado,
tal como hoy se practica en las mejores [p. 170] escuelas de Europa, comenzando por las oraciones más sencillas y siguiendo por las de
estructura más complicada y difícil. Una serie de temas graduados sirve como de introducción a los trozos clásicos, en los cuales se procede
siempre de menos a más, habiendo procurado además los autores que estas selectas sean un comentario vivo y ordenado de las reglas
gramaticales.
Quizá la colección pueda tacharse de poco extensa, pero los autores, empeñados en hacer un libro práctico, han tenido que ajustarse
forzosamente al tiempo cortísimo que, por desgracia y vergüenza nuestra, se dedica en la enseñanza oficial española al estudio de la lengua
latina.
De este mismo vicio de nuestra legislación, nace el que la prosodia no se enseñe o se enseñe mal y empíricamente, por donde es de aplaudir la
diligencia de los editores de esta colección, que han acentuado todas las palabras de ella, único modo de impedir que los alumnos adquieran
mil feos e intolerables vicios de pronunciación, de que luego muy difícilmente se curan.
Cree, pues, el que suscribe, que puede recomendarse al Gobierno la adquisición de ejemplares del libro de los señores Fernández y Fernández
de Velasco.
M. Menéndez y
Pelayo.
El que suscribe ha examinado, por encargo de la Academia, y con toda la atención que la obra merece, los primeros pliegos del Diccionario
Latino Etimológico, que publica don Francisco Commelerán.
La muestra presentada abraza la mayor parte de la letra A, una de las más ricas del vocabulario latino, así en raíces como en compuestos.
Puede, por tanto, juzgarse ya, con alguna seguridad, del método y condiciones de la obra.
Con decir que ésta es muy superior a los Diccionarios Latinos publicados anteriormente en España, cree el que suscribe, [p. 171] haberla
estimado rectamente. Nuestra literatura filológica ha sido siempre pobre en esta especie de libros. Hasta fines del siglo pasado, los
vocabularios que corrían en nuestras aulas no eran otra cosa que pobres compendios del Diccionario de Nebrija, sin que ninguno de sus autores
diera muestras de conocer y haber aprovechado los trabajos posteriores, ni siquiera la inmensa riqueza acumulada en el Thesaurus linguae
latinae de Roberto Stéphano. Muy a los principios de este siglo rompió don Manuel de Valbuena la general rutina, publicando un nuevo
Diccionario que, con ser por la mayor parte copia servil del que había impreso en Francia Mr. Boudot, el cual tampoco hizo otra cosa que
extractar el gran lexicón de Forcellini o Facciolati, sirvió, no obstante, gracias a la excelencia de este original remoto, para mejorar la
condición de los estudios en nuestras aulas de humanidades.
El Diccionario de Valbuena, reproducido sin grandes aditamentos ni mejoras, y con abundancia de graves erratas y galicismos inexcusables,
por varias casas editoriales de París, ha sido único texto en nuestras cátedras hasta la aparición del Nuevo Diccionario Latino Español
Etimológico, de los señores Miguel y Marqués de Morante. Este Diccionario, fundado no ya sólo en el de Facciolati, sino también en el de
Quicherat y otros franceses recientes, vence con mucho al de Valbuena, y merece sin duda grandes alabanzas, aparte de los defectos que una
crítica sutil puede descubrir en él, como en toda compilación hecha en breve plazo y para satisfacer una necesidad apremiante. Pero sin
menoscabo de la estimación que merece, hemos de confesar que el nuevo Diccionario del señor Commelerán le aventaja con mucho, como que
el autor ha podido utilizar el magnífico Diccionario de Freund y otros trabajos posteriores, y ha procurado además ajustarse a los cánones que
la filología moderna señala al estudio de las etimologías, para que la investigación del origen de las palabras no corra peligro de tropezar en lo
fantástico, arbitrario y caprichoso. Educado el nuevo lexicógrafo en los libros gramaticales de los discípulos de Bopp, no sólo acude al griego,
para buscar los orígenes de las palabras latinas, según el método empírico usado antes de nuestra edad, sino que penetra en el sánscrito, y
demuestra además no vulgares conocimientos de lenguas semíticas.
[p. 172] Así por esto corno por la riqueza de frases y modos de decir, tomados de los clásicos, y por la exactitud y precisión de las
definiciones, merece este libro toda la protección del Gobierno. Y aun puede añadirse que el libro está impreso con esmero extraordinario, así
en el texto latino como en los de lenguas más exóticas; y por los considerables dispendios que debe haber ocasionado a su autor, bien puede
asegurarse que sin la protección oficial difícilmente podrá llegar a término.
19 de abril de 1883.
M. Menéndez Pelayo.
El siglo que ha visto descifradas las inscripciones del Oriente antiguo, muchas esfinges que por tantos siglos desafiaron la sagacidad y la
perseverancia de los sabios, no podía contemplar con indiferencia los curiosos monumentos que nos ha legado la antigüedad americana. Aun
cuando el P. Lando había dado ya los rudimentos de una clave para la explicación de la escritura maya en su Relación de las cosas de Yucatán,
es lo cierto que hasta ahora han sido inútiles todas las tentativas dirigidas a explicar los pocos manuscritos que se conservan de ese género, sin
que puedan exceptuarse de esta afirmación los estudios, dignos por otra parte de gran respeto, del célebre Brasseur de Bourbourg. M. de
Rosny, correspondiente de nuestra Real Academia de la Historia, bien conocido por sus estudios acerca de las lenguas y antigüedades del
Extremo Oriente, ha emprendido con decisión valerosa, pero con ánimo prudente, un nuevo análisis de la escritura hierática de la América
Central, y adoptando nuevos caminos de severa crítica, ha intentado, no la traducción completa y absoluta de los códices que ha visto, sino un
avance hipotético sobre el valor y significación posibles de gran número de los signos allí estampados. Tal método, si bien hace concebir
menos esperanzas a los partidarios de soluciones definitivas y sorprendentes, satisfará mucho mejor a quienes, avezados a las dificultades de
asunto [p. 173] perdidos, saben bien que no es firme el paso que no se da sobre terreno bien sondado y conocido.
El señor Rada y Delgado, individuo de las Reales Academias de la Historia y de Bellas Artes, después de haber prestado al autor no pequeña
ayuda en nuestros archivos y museos, ha emprendido, de acuerdo con él, una traducción de la obra que nos ocupa con el título de Ensayo sobre
la interpretación de la escritura hierática de la América Central, y solicita del Gobierno la protección que los Decretos vigentes conceden para
las versiones de obras importantes o de inteligencia difícil. En tal concepto viene a informe de esta Academia, y aun cuando el original esté
redactado en francés, lengua hoy al alcance de la mayoría de los lectores de España, la importancia suma del trabajo, ligado con nuestra
gloriosa historia colonial, le hace merecedor de especial distinción. Por lo que toca al desempeño del traslado a nuestro idioma, no sólo hay que
decir que está hecho con el acierto propio de un literato de fama tan conocida, sino que ha aumentado su valor con importantes adiciones
originadas por el conocimiento de piezas que el autor no ha llegado a ver o ha poseído en malas copias.
Todas las circunstancias referidas, unidas al gran dispendio que ha de ocasionar las numerosas láminas coloridas, necesarias para ilustrar
debidamente el texto, inclinan a los que suscriben a proponer a la Academia, a la que consulta al Gobierno, que la obra cuyos primeros pliegos
ha examinado es merecedora de la protección oficial en lo que compete informar a este Instituto, que, como siempre, resolverá lo más acertado.
Excelentísimo Sr.: Para evacuar el informe pedido por Real Orden de 14 del mes corriente a la Academia Española acerca [p. 174] de si hay
razón que abone el empleo constante del futuro imperfecto de subjuntivo, cuando ha de expresarse la acción punible que cada artículo del
Código penal define y que es el empleado en los de 1848 y de 1870 y en los Proyectos presentados hasta ahora; o si podría substituirse con
ventaja por el presente de subjuntivo, diciendo en vez de, el que cometiere, el que indujere, el que falsificare; el que cometa, el que induzca, el
que falsifique; esta Corporación ha estudiado con detenimiento el punto consultado y cree que ninguna de las dos formas debe emplearse
exclusivamente. Oficio es de las leyes arreglar lo venidero, para que se rijan por sus disposiciones los casos que vayan ocurriendo después de
haberse promulgado; y la aplicación de tales leyes depende de que se cometan los actos que penan sus preceptos.
Así como se puede concebir especulativamente que el acto penado no llegue a cometerse, en cuyo caso el precepto legal quedaría inútil, así
puede asegurarse en el terreno práctico que el acto penado se cometerá de seguro y por ello que el precepto legal tendrá aplicación cumplida.
De aquí, que la locución más propia para expresar el hecho penable ha de ser aquélla que comprenda, o más se acerque a comprender, las dos
ideas constitutivas: la de una sanción penal que se señala para determinar el castigo que ha de imponerse a delitos futuros, y la de que éstos se
han cometido ya cuando se aplica la sanción penal.
Es indudable que ambos elementos ideológicos pueden expresarse en nuestra lengua lo mismo por el futuro imperfecto que por el presente de
subjuntivo. En la última edición de la Gramática, ya advierte la Academia «que las oraciones en que el futuro de subjuntivo es verbo regente,
pueden trasladarse al presente de subjuntivo en ciertos casos». Que aquél sobre que se emite informe es uno de ellos, no hay necesidad de
demostrarlo. Pero, aunque esto sea indudable, existe entre ambos tiempos una diferencia que casi no se presta al análisis; un matiz apenas
perceptible que diversifica al uno del otro; consisten aquélla y éste, en que el futuro es más especulativo, legisla más para el delito posible, se
refiere más al caso que tal vez no llegue; mientras el presente es más práctico, legisla más para el delito realizado, [p. 175] declara más que ha
llegado el caso de que se aplique la penalidad; sin olvidar por ello, el carácter condicional de la ley.
Estas mismas consideraciones llevadas a un orden de ideas elevadísimo, aconsejan el empleo del futuro para consignar la comisión de ciertos
crímenes atroces o que degradan al hombre igualándole a las bestias; crímenes que la ley comprende en su sanción, tan sólo por estimarlos
posibles; pero que rehuye presuponer que han de llegar a existir en la realidad de los hechos.
Una excepción ha de tenerse en cuenta, que tal vez parezca ociosa, pero que no perjudica en manera alguna. Cuando el mandato del legislador
se expresa con la conjunción condicional, si; entonces la índole del idioma exige el empleo del futuro de subjuntivo, o, el del presente de
indicativo. No puede decirse: si alguno cometa, induzca o falsifique, sino, si alguno cometiere, indujere o falsificare; o, si alguno comete,
induce o falsifica.
Aunque en la redacción de las leyes han de imperar soberanas la exactitud y la claridad, no debe desdeñarse la galanura de la frase en cuanto,
no oponiéndose a aquéllas, lo consientan la aridez del asunto y la necesaria uniformidad con que han de expresarse los preceptos legislativos.
Desde este punto de vista, es también palmaria la ventaja del uso del presente de subjuntivo, al del futuro. El presente, con sus variadas
desinencias, lisonjea el oído evitando el martilleo uniforme, monótono, intolerable que resulta del repetir sin tregua en cada página, en cada
párrafo, a veces en cada línea, la única terminación del futuro.
Ni ha de tenerse por impedimento para la adopción del presente de subjuntivo el que en los Códigos de 1848, 1870 y proyectos posteriores se
haya empleado constantemente el futuro; porque además de que en ello algo ha debido influir el estudio de las Compilaciones extranjeras,
ejemplos nos suministran nuestros códigos anteriores de que el empleo del futuro no ha sido exclusivo, antes bien ha alternado con el de otros
tiempos.
Si algún omne quebranta monumento de muerto, o despoja al muerto (Ley 1.ª. Tít. 2.º, Lib. 11.).
E cualquequier persona que venga contra esto (Ley 2.º Tit. 2.º, Lib. 12).
[p. 176] Si algún físico tolliere la nube de los ojos (Ley 5.ª, Tit. 1.º Lib. 11).
En las Partidas se emplean los presentes de indicativo y subjuntivo e indistintamente el pretérito y el futuro imperfecto; el presente de
subjuntivo, en raras ocasiones, y el pretérito, quizá confundiéndole con el futuro por la semejanza de sus terminaciones:
Que el físico... que ha de facer... el letuario con azucar, si en lugar de azucar mete miel... (Ley 4.ª, Tít. 7.º, Part. 7.ª).
Por todo yerro o mal fecho que algun home faga (Ley 15.ª Tít. 1.º Part. 7.ª).
Si alguno toviese la señal colgada (Ley 26., Tít. 15., Part. 7.ª).
Al que yoguiese con su parienta (Ley 2.ª, Tít. 18.º, Part. 7.ª)
Si alguna bestia destas ficiere daño a otro (Ley 22., Tít. 15. Part. 7.ª).
En el Fuero Real, domina el futuro imperfecto, aunque se encuentra algún caso del presente de subjuntivo:
Quienquier que falle camino o carrera usada (Ley 2.ª, Tít. 6.º, Lib. 4.º).
Cualesquier que sean que tal pecado fagan (Ley 2.ª, Tít. 9.º, Lib. 4.º).
En la Novísima también es preferido el uso del futuro imperfecto de subjuntivo; pero siguiendo las huellas de las Partidas, emplea de vez en
cuando el pretérito imperfecto, como se ve en la Ley 5.ª, Tít. 11., Lib. 12, que consigna ambas formas casi a renglón seguido:
Todos los bulliciosos que obedecieren retirándose... quedarán indultados... Si los bulliciosos hiciesen resistencia... impidiesen las prisiones... o
intentasen la libertad, se usará contra ellos la fuerza.
En el Código penal español de 1822, el presente de subjuntivo triunfa del futuro imperfecto, como puede verse examinando los artículos 376,
377, 380, 382, 383, 384, 385, 387, 388, 389, 391 392, 393, 394, 395, 396, 397 y casi todos los demás que componen los nueve capítulos del
Título 5.º y los doce del 6.º de la parte primera.
En virtud de los antecedentes expuestos, la Academia [p. 177] concluye: que si bien para expresar la acción punible que cada artículo del
Código penal define, pueden emplearse los tiempos de presente y de futuro imperfecto de subjuntivo, es preferible el uso del primero por lo
variado de sus terminaciones, por tener una significación peculiar en el idioma castellano, por haberse usado ya en los Códigos anteriores, por
expresar con mayor exactitud el conjunto del pensamiento de las prescripciones penales; sin que no por ello se entienda proscrito en absoluto el
del futuro imperfecto, que podría quedar para los artículos que se refieran a la comisión de ciertos crímenes atroces y excepcionales, vergüenza
de la humanidad.
Aureliano Fernández-Guerra.
Por encargo de la Real Academia Española ha examinado con la debida atención, el que suscribe, los 41 pliegos hasta ahora publicados del
Diccionario manual latino-hispano, de que es autor don Francisco Ximénez Lomas, conocido ya por una Gramática Latina, ventajosamente
juzgada en otra ocasión por esta Real Academia.
Estos pliegos alcanzan hasta las letra S, y es fácil por ellos formar idea del mérito y utilidad de la obra del señor Lomas.
No se ha propuesto este laborioso profesor formar un léxico de toda la latinidad, semejante a los conocidos y famosos de Roberto Stéphano, de
Forcellini y de Freund. Su intención ha sido más modesta: proporcionar a los cursantes de latín, en un libro de reducido volumen y de fácil
manejo, la solución de cuantas dudas puedan encontrar en la lectura de los textos clásicos, de uso más frecuente. Queda excluída, pues, de su
libro toda la parte etimológica, y asimismo todas las autoridades y referencias que abultan los grandes diccionarios hasta ahora publicados. El
suyo es, por decirlo así, un extracto, una quinta esencia de [p. 178] todos ellos. Pero no por eso le hemos de creer pobre de vocablos y de
acepciones, puesto que encierra muchas (más de 5.000, dice el autor), de las cuales no se encuentra rastro en los Diccionarios de Valbuena y
Morante, que son sin duda los más copiosos que corren en mano de nuestros estudiantes, puesto que el del señor Commelarán, mucho más
rico, no ha acabado aún de imprimirse ni es del dominio público, siquiera las primicias de este docto trabajo no sean desconocidas para esta
Real Academia.
El aumento de palabras que con razón hace constar el señor Ximénez Lomas se debe, ya a la introducción de muchas voces de la latinidad
eclesiástica, ya a la de muchos nombres propios geográficos e históricos, ya a la de variantes ortográficas dignas de tenerse en cuenta por estar
autorizadas en antiguos monumentos, ya finalmente a la de buen número de vocablos técnicos.
Y aunque en algunas definiciones se note excesiva concisión, y la obra no aparezca enteramente limpia de yerros ortográficos, muy difíciles de
evitar en el actual estado de nuestras imprentas, poco o nada avezadas a la reproducción de escritos en lenguas clásicas, juzga, no obstante, el
que suscribe, que la obra del señor Ximénez Lomas es digna de especial recomendación, así por el buen celo que el autor demuestra, y que
ojalá encontrase muchos imitadores en nuestro profesorado, como por el tino con que ha procedido en la mayor parte de su trabajo, quizá más
difícil por lo mismo que eran tan exiguas sus proporciones materiales.
Por todo lo cual entiende el que suscribe que debe recomendarse la adquisición de ejemplares de la obra del señor Lomas en el grado y medida
en que puede y debe ser favorecida una obra destinada a servir de enseñanza a una gran parte de nuestra juventud universitaria.
M. Menéndez y
Pelayo.
[p. 179] 10) NOVÍSIMO DICCIONARIO CASTELLANO, HOMÓNIMO, ORTOGRÁFICO, DE DON SEBASTIÁN RODRÍGUEZ Y
MARTÍN, Y RECTIFICACIONES E INNOVACIONES QUE LA REAL ACADEMIA ESPAÑOLA DE LA LENGUA HA INTRODUCIDO
EN LA DUODÉCIMA EDICIÓN DE SU DICCIONARIO
La Dirección General de instrucción Pública ha pasado a informe de esta Academia el Novísimo Diccionario Castellano, Homónimo,
Ortográfico, compuesto por don Sebastián Rodríguez y Martín, y juntamente otro libro del mismo autor, intitulado Rectificaciones e
innovaciones que la Real Academia Española de la Lengua ha introducido en la duodécima edición de su Diccionario.
En los respectivos prólogos de ambas obras discurre el autor sobre el verdadero fundamento de nuestra Ortografía; y encarece la dificultad y a
veces la imposibilidad de observarla puntualmente, aun las personas más instruídas, sin el auxilio del Diccionario o vocabularios
oportunamente dispuestos. Presenta un apreciable estudio acerca del sonido y acertado uso de las letras de escritura dudosa; en el Novísimo
Diccionario junta las palabras de dudosa o difícil ortografía que trae el nuestro, y las aumenta con muchos nombres propios, por entender que
su escritura puede ofrecer reparos en ocasiones a personas poco adiestradas. Su principal mérito consiste en formar un grupo especial de las
voces en que juegan, bien como letras iniciales o bien dentro del vocablo, la h, g, v, y otras de equívoco sonido, y además un grupo de palabras
cuyo significado varía radicalmente según determinada letra que se emplee, v. gr.: errar y herrar, tubo y tuvo, geta y jeta, etc.
En la segunda obra, o sea, en las Rectificaciones e innovaciones, se inventarían: 1.º, cuantas palabras han sido objeto para la Academia de
algún cambio o modificación en sus letras o significado, comparadas con lo que había impreso esta Corporación anteriormente. 2.º, las voces a
que se ha dado entrada en el último Diccionario. Y 3.º, vocablos que la Academia no ha incluido en su léxico y se hallan en otros.
Nadie negará de buena fe a la Real Academia Española la [p. 180] noble resolución de plantear aquellas innovaciones que por una parte el uso
constante y por otra el sólido estudio y bien fundada opinión de hombres sabios, acreditan como necesarias. Pero esto, aun cuando con paso
firme, lo lleva a cabo paulatinamente, aspirando a la mayor perfección del lenguaje, a la mayor belleza de la pronunciación y a que llegue día
en que la escritura sea fiel reflejo de la palabra hablada. Ni las censuras injustas, ni el apremio de los ardientes partidarios de fugaces sistemas,
podrán alterar nunca el bien encaminado propósito que tiene este Cuerpo literario de velar por la pureza e integridad de nuestra lengua,
acometiendo aquellas reformas que justifique imperiosa necesidad, y que descansen en los fundamentos más sólidos.
El señor Rodríguez y Martín ha hecho en brevísimo plazo, sobre el último Diccionario de la Academia, lo que ésta se proponía hacer también:
computar el caudal puesto en curso por las ediciones anteriores con el que ha suministrado la última. Digno de toda alabanza es el trabajo
ímprobo que ha echado sobre sus hombros este celoso profesor, haciendo por sí mismo la comparación de lo antiguo y de lo novísimo.
La Academia sabe por experiencia propia los afanes que cuestan trabajos de esta clase y no puede ni debe escatimar al autor la aprobación que
solicita del Gobierno, atendidos además los dispendios materiales de la publicación, y la dificultad del reembolso y del premio de tantas
vigilias.
Quien, como el señor Rodríguez y Martín, abriga la ambición noble de contribuir al perfeccionamiento de la escritura, y se afana por divulgar
en libros de poco coste el fruto de su estudio sobre nuestro Diccionario, bien merece que la Academia, en su informe, pase por alto las
equivocaciones de sistema y los lunares que advierte en el Novísímo Diccionario Homónimo. La mucha laboriosidad y generosos deseos del
autor son acreedores en toda ley, a que el Gobierno lo recompense mandando adquirir el mayor número posible de ejemplares para los
establecimientos de instrucción pública y bibliotecas populares.
El secretario de la Comisión,
Antonio
Arnao.
[1]
[p. 181] 11 ) LIBRO DE LAS FUNDACIONES DE SANTA TERESA. EDICIÓN PUBLICADA Y ANOTADA POR DON VICENTE DE
LA FUENTE
El que suscribe, ha examinado, por comisión de la Real Academia Española, el Libro de las fundaciones de Santa Teresa de Jesús, edición
autografiada conforme al original que se conserva en el Real Monasterio de San Lorenzo del Escorial, por don Antonio Selfa, publicada y
anotada por don Vicente de la Fuente.
El rótulo de este libro es su mayor encarecimiento, y hace superflua cualquiera otra recomendación. Nadie ignora que el Libro de las
fundaciones es un suplemento necesario de la Vida de la santa carmelitana, escrita por ella misma, cuyo autógrafo, conservado en la Biblioteca
Escurialense, ha servido para la reproducción foto-litográfica que llevó a cabo, en 1873, el señor Selfa en condiciones iguales a las del presente
libro. El de las Fundaciones es inseparable del de la Vida, en las obras sublimes de la reformadora del Carmelo; inseparables han sido también
los autógrafos; una misma biblioteca los custodia; unas mismas personas han entendido en su reproducción, que es igualmente perfecta y
esmerada; la protección oficial que alcanzó a la edición foto-litográfica del libro de la Vida, parece que debe extenderse de igual modo al de las
Fundaciones. La exactitud del traslado es tal que puede engañar los ojos del lector no prevenido, haciéndole creer que tiene delante la misma
escritura, firme y varonil, de la Santa, tal como en el libro que se guarda en el camerín escurialense. La importancia autobiográfica del libro es
ocioso encarecerla. Llamar a juicio su alto estilo y celestial doctrina parecería profanación, cuando toda la Cristiandad ha puesto los libros de la
santa fundadora de Ávila entre los que se leen con veneración y se aprovechan con recogimiento, escapando por su índole misma de los
ordinarios procedimientos de la crítica.
[p. 182] El juicio, en esta ocasión, puede recaer tan sólo sobre las condiciones materiales en que ha sido reproducido este libro, dos veces
clásico. Limitándonos a esta consideración, sólo nos corresponde decir que el texto traducido, que acompaña a la reproducción autografiada,
nos parece fiel y ajustado a letras originales, y que las notas, limitadas por lo general a señalar variantes entre lo que escribió la Santa y lo que
han estampado sus editores, son de grande utilidad para el estudioso de la lengua castellana, y especialmente de las particularidades del estilo
teresiano, corriendo parejas en ellas lo breve con lo discreto.
Cree, pues, el que suscribe, salvo el superior dictamen de la Academia, que debe recomendarse al Ministerio de Fomento la adquisición del
mayor número posible de ejemplares de esta edición autografiada, la cual, por su especial carácter, ha debido ocasionar a sus editores gastos
cuantiosos y no fácilmente remunerables, sin protección muy eficaz del Estado. Para tales libros parece que se han dictado de un modo especial
las disposiciones hoy vigentes sobre adquisición de obras por los centros oficiales.
M. Menéndez y
Pelayo.
El que suscribe, honrado por la Real Academia Española con el encargo de dar dictamen sobre el libro intitulado Diccionario Gallego-
Castellano, por nuestro correspondiente don Marcial Valladares y Núñez (Santiago, 1884), ha examinado esta obra con todo el detenimiento y
atención que su importancia y novedad reclaman.
Las autorizadas y discretas aprobaciones que este Diccionario lleva al frente, y el juicio que indirectamente tiene ya formulado esta Academia
sobre los méritos lingüísticos de su autor, premiándolos con el título de socio correspondiente, en consideración a las primeras muestras de este
mismo Diccionario, que, [p. 183] aun estando manuscrito, prestó ya valiosos servicios a nuestra Corporación, nos excusa de dilatarnos en
ponderaciones que al lado de tal fallo parecerían superfluos. La lengua gallega, idéntica en lo esencial a la portuguesa, corrió mezclada con ella
durante la Edad Media, o más bien no tuvo existencia propia hasta que el mutuo aislamiento político de los dos pueblos que la hablaban, al
paso que levantó el romance hablado en las comarcas portuguesas a la jerarquía de lengua oficial y literaria, dejó reducido el gallego
propiamente dicho a la condición de dialecto vulgar, introduciendo en él, como en toda habla sometida a semejantes condiciones, notabílísimas
variantes fonéticas, ortográficas y aun de flexión, muy dignas de ser consideradas y estudiadas por el filólogo. Así es que, aunque todos los
diccionarios portugueses, antiguos y modernos, sirvan, y mucho, para el conocimiento de la lengua gallega, sobre todo de la escrita y
consignada en documentos, a ninguno de ellos se puede acudir con entera confianza para enterarse de lo que es hoy el dialecto hablado en
Galicia. De aquí la necesidad de un nuevo léxico, enteramente gallego, tomado no de los libros ni de las opiniones de los doctos, sino de labios
del vulgo de esas provincias del Occidente de España, en los cuales vive, alterada, sí, pero no por influjo clásico y erudito como en Portugal,
sino por degeneración lenta y espontánea, la que fué, durante cierto período de la Edad Media, lengua lírica y musical de la mayor parte de
nuestra Península.
Ese léxico es el que trata de darnos el señor Valladares, del cual bien puede decirse que es el primero en abrir senda y mostrar camino en
materia tan difícil e intrincada, pues aunque él mismo, con loable modestia, enumera en su prólogo varios ensayos anteriores, y confiesa las
obligaciones que les debe, es tal la brevedad de esos ensayos, reducidos los unos a servir de glosario a determinados libros, y los otros a realzar
las páginas de alguna revista o acompañar como suplemento a alguna gramática, que en nada contradicen al título de primer Diccionario
gallego que en rigor puede concederse al del señor Valladares. Si alguna excepción tuviéramos que hacer, no sería en favor del más conocido y
vulgar de esos vocabularios (el del señor Cuveiro Piñol), falto de toda explicación etimológica, no muy rico de voces, y deficiente a la continua
en la declaración de ellas, sino que [p. 184] reservaríamos nuestro aplauso para los cuatro mil y trescientos artículos que dejó extendidos el
bibliotecario de la Universidad de Santiago, don Francisco Xavier Rodríguez, y que después de su muerte vieron la luz pública en la revista
compostelana intitulada La Galicia (1863). El proyecto vasto y científico del señor Rodríguez se extendía a dar no sólo la definición de las
voces, sino su etimología y sus equivalentes en todas las lenguas y dialectos romances.
No se ha arrojado a tanto el señor Valladares, y la Academia, reconociendo y proclamando como debe sus aciertos y el verdadero servicio que
presta al estudio de los dialectos peninsulares, no puede menos de lamentar el que no haya dado a su libro un carácter más conforme con lo que
imperiosamente exigen los adelantos prodigiosos y casi diarios de la filología romance. El Diccionario de nuestro correspondiente, adolece un
tanto de haber sido trabajado en la soledad de la aldea, con pocos libros de consulta y escasa comunicación literaria. Esto mismo es la mayor
disculpa de su autor, y debe hacemos indulgentes con las imperfecciones, de todo punto inevitables, que pueden encontrarse en su trabajo.
Quizá la mayor sea, para nosotros, la ausencia de toda indicación de localidad en los vocablos, lo cual puede inducir a algunos a creer
erradamente que el gallego tiene en las cuatro provincias donde se habla, una disciplina y uniformidad gramatical de que está muy lejos, como
todo dialecto que se escribe poco y que por largo tiempo ha yacido entregado al arbitrio del valgo. Y no se dice aquí esto en son de queja
contra el señor Valladares, que bastante y aun mucho nos ha dado, con damos el fondo del vocabulario, y la manera más frecuente y autorizada
de pronunciar y escribir las voces, sino como estímulo para que otros lexicógrafos, paisanos suyos, se animen a recoger todas estas variantes
locales, antes que la lima del tiempo y el predominio de la lengua castellana, acaben de borrarlas de la memoria de las gentes.
Pero ninguna de las consideraciones expuestas basta para amenguar en un ápice el mérito insigne que ha contraído el señor Valladares,
entregando a la comunidad de los estudiosos de filología romance, hoy tan numerosos y activos en toda Europa, un Diccionario de diez mil y
seiscientos vocablos, enriquecido [p. 185] con un Refranero de 460 proverbios, y con un pequeño cancionero de 242 coplas, primer ensayo en
su género, y digno preludio de la colección que luego ha publicado, en tres volúmenes, el señor Pérez Ballesteros.
La Academia entiende que una obra tan importante como la del señor Valladares, obra al mismo tiempo de dudosa venta, como destinada por
su índole a un público especial y limitado, entra de lleno en la categoría de aquellas que el Estado debe proteger, adquiriendo el mayor número
posible de ejemplares para las bibliotecas públicas. Es la menor recompensa que puede otorgarse a la diligencia y laboriosidad de su autor, y al
desinterés con que ha empleado la mejor parte de su vida en una labor tan penosa e ingrata como necesaria para el cabal conocimiento de la
historia y literatura de nuestra raza.
M. Menéndez y
Pelayo.
El que suscribe ha examinado, por encargo de la Real Academia, Española, los pliegos hasta ahora publicados del Diccionario Castellano-
Latino, del señor Jiménez Lomas (don Manuel).
Esta obra es complemento indispensable del Diccionario Latino-Castellano, que tiempo ha dió a la estampa su autor, y sobre el cual ya recayó
favorable informe de nuestra Academia. El nuevo libro no desmerece del anterior, y cumple, como él, un fin de utilidad en la enseñanza,
proporcionando a los alumnos un diccionario manual y bastante copioso.
Entiende, pues, el que suscribe, que la obra del señor Lomas puede ser recomendada al Gobierno para que se adquieran de ella algunos
ejemplares con destino a las bibliotecas de los Institutos de 2.ª Enseñanza y establecimientos análogos.
M. Menéndez y
Pelayo.
[p. 186] 14) LOS ÚLTIMOS IBEROS. LEYENDAS DE EUSKARIA, POR DON VICENTE DE ARANA
Con el título de Los últimos Iberos. Leyendas de Euskaria, ha publicado el escritor bilbaíno, don Vicente de Arana, un volumen que la Real
Academia Española me ha honrado con el encargo de examinar.
No hay en este libro elementos verdaderamente tradicionales, en el riguroso sentido de la palabra. La ausencia casi completa de verdadera
poesía popular en la raza eúskara, y lo incierto, flotante y nebuloso de las teorías relativas al origen del pueblo vascongado y de su antiquísima
lengua, impedían esto al señor Arana, como antes se lo habían impedido a Araquistain, a Goizueta y a otros entusiastas escritores, con más o
menos fortuna, que han querido trasladar al mundo de la poesía y de la novela las arbitrarias construcciones de los vascófilos y de los
sostenedores del iberismo primitivo, puesto en moda, medio siglo hace, por Guillermo Humboldt. Cualquiera que sea la teoría que se adopte
sobre las primitivas razas que poblaron la península ibérica, nadie puede dudar hoy que ni la identificación de los iberos y de los eúskaros, ni
muchísimo menos la deleznable hipótesis de una raza y de una sola lengua común a toda España en tiempos cuasi prehistóricos, pasan de ser
conjeturas que no tienen apoyo muy firme ni en la arqueología ni en la ciencia filológica, aunque puedan dar campo a la fantasía en dramas,
novelas o poemas. Verdad es que, aun en este caso, se resentirá la obra de cierta falta de solidez, originada de la carencia de verdadero fondo
histórico y de verdadera ciencia popular. Las leyendas dignas de este nombre no se inventan, ni las crea ningún poeta por puro capricho
imaginativo; más o menos desarrolladas, mas o menos imperfectas, en germen o en evolución incesante, viven y medran al calor de la fantasía
colectiva, y sólo son grandes, sinceras y poéticas, cuando nacen por generación espontánea, y se aceptan y recogen con alma sencilla. Por eso
no todos los pueblos tienen poesía nacional, ni basta ser un pueblo antiquísimo, sobrio, sensato y bien administrado, para que por este solo
hecho se le juzgue digno de gozar de los favores inestimables de las Musas. Puede [p. 187] un pueblo influir altamente en el progreso humano,
quebrantar en Roncesvalles la unidad carolingia, dar la vuelta al orbe terráqueo, levantar contra la milicia de Lutero la milicia de San Ignacio,
echar a pique en las Dunas las naves holandesas, y no ser, a pesar de todo esto, un pueblo poético. Una cosa es la grandeza histórica y otra la
que las hijas de la Memoria conceden a sus predilectos, quizás esquivos y desdeñosos, y niegan en cambio a los que las aman y persiguen con
incesante afán y devoción fervorosa. No basta juntar nombres sonoros de localidades, de bandos y linajes; no hasta escribir, como a cada paso
vemos en el estimable libro que da pie a estas observaciones, Lekobide, Lelo, Tota, Zaza, para creer que con esto se reconstruye nada menos
que la poesía de los primitivos iberos. Si tal poesía existiera, en otras partes habría que buscarla, en ciertas narraciones de los historiadores y
geógrafos griegos y latinos relativas a los pueblos de la Turdetania (de los cuales es muy dudoso que hablasen nunca vascuence); en la leyenda
de Gargaris, el introductor del cultivo de las abejas; de Abidis, el salvado de las aguas, como Rómulo; del tríplice Gerión, vencido por el Osiris
egipcio; de Therón, y su batalla naval contra los fenicios; del felicísimo rey Argantonio y de su imperio semejante al de la isla de los
bienaventurados Feacios. Es un dolor, ciertamente, que ninguna de estas primitivas historias nuestras, tan bellas y tan poéticas, tengan por
teatro las Provincias Vascongadas, asiento, según los vascófilos de los últimos iberos.
El señor Arana no ha aspirado, sin duda, a la fama algo controvertible de Macpherson. Nunca ha entrado en sus propósitos honradísimos la
idea de una falsificación ingeniosa y honesta semejante a los cantos ossiánicos. En los países de lengua céltica quedaban vestigios, más o
menos alterados y deficientes, de poesía antigua; en los países de lengua eúskara no consta la existencia de canto alguno anterior al siglo XIV,
a no ser que se cite el famoso Canto de Altabiscar, contemporáneo de Carlomagno, según dicen, pero cuyo autor ha muerto en nuestros días,
después de confesar su inocente superchería, o el no menos famoso Canto de Lelo, que con ser contemporáneo de Augusto y de la guerra
cantábrica tiene, por un raro prodigio de atavismo, formas castellanas, que benignamente debemos atribuir a su primitivo [p. 188] inventor, o
encontrador, el escribano Juan de Íñiguez de Ibargüen; el cual, por la rara pericia que indudablemente le había dado su oficio en materia de
documentos romanos de la época imperial, tuvo un día la buena suerte de encontrar este poema en unos pergaminos del archivo de Simancas,
donde no hay más que papeles de estado de los monarcas de Castilla. Con todos estos inconvenientes y tropiezos, los tales cantos han sido tan
afortunados que hoy es el día en que a merced de ellos, los vascongados siguen llamándose en verso y en prosa, hijos de Aitor, de Lekobide y
de Lelo, aunque este Lelo no se comprende bien que haya podido ser padre de nadie, puesto que, según la opinión más admitida, no es más que
el estribillo de un canto de cuna, semejante al Lala o Nana de otras partes.
El amor patrio, y aun el amor regional, es para nosotros cosa tan digna de respeto, que le miramos con indulgencia, aun en sus mayores
exageraciones. Para nosotros, especialmente cuando no se trata de un libro de historia, es cosa de todo punto indiferente que los vascongados
se crean, o no, hijos y descendientes legítimos de los antiguos iberos; que se atribuyan o no parte en la guerra cantábrica, donde la tuvieron
ciertamente, aunque fué en el concepto de auxiliares y amigos de los romanos. Literariamente, si alguna censura podemos dirigir a los literatos
vascongados modernos, taja simpáticos y de tan generoso espíritu, será el de soñar con una utopía, mucho más irrealizable que todas las
utopías políticas y sociales, es decir, la creación de una epopeya donde no la hay, ni quizá puede haberla. Pueblos menos antiguos, menos
virtuosos y morigerados, menos dignos de admiración en su régimen interno y en lo que atañe a la paz pública, menos encomiados por Le Play
y los economistas y sociólogos de su escuela, han recibido de los caprichosos labios de la Musa Épica el beso inefable, cuya impresión se
mantiene fresca por edades infinitas. Así en el mundo antiguo los arios del Indostán y los griegos; así en el mundo de la Edad Media los
franceses y los castellanos, los escandinavos y germanos de hoy los Eddas y los Niebelungen, los finlandeses del Kalevala, los servios del
Canto de Kossovo, y hasta los infelices bretones que sobrevivieron a la derrota de Artús, príncipe de los Siluros. Todos estos pueblos han sido
mucho más infelices, mucho más turbulentos, mucho [p. 189] menos afortunados en sus instituciones públicas y familiares que el pueblo
eúskaro, pero ¡cuánto más poéticos! De los pueblos felices y bien administrados se ha dicho con profunda verdad que no tienen historia, y
puede decirse, no menos exactamente, que carecen de poesía.
Todas las consideraciones generales que hasta aquí van expuestas no deben perjudicar en cosa alguna al mérito del libro del señor Arana, si se
le considera como obra literaria. El autor, educado en la sana y severa escuela de la poesía inglesa, que conoce tan profundamente como lo
acreditan sus traducciones de la Evangelina de Longfellow, y de Enoch Arden y otros poemas de Tennyson, ha tenido muy presentes estos
modelos al componer sus leyendas; y esta buena educación se le conoce dondequiera. Hay en sus narraciones sano espíritu moral, interés
dramático, afectos suaves, que no excluyen a veces el hervor de la pasión; descripciones felices de tipos y de paisajes, y, en general, pureza de
lengua, a la cual sólo daña alguna afectación de arcaísmo. El libro, por tanto, puede y debe recomendarse, aunque no sean los libros de amena
y vaga literatura aquellos que más imperiosamente reclamen la protección del Estado, como no sean de mérito muy sobresaliente, o hayan
tenido muy contraria la fortuna.
No afirmaremos de un modo absoluto que ambas circunstancias coincidan totalmente en el libro del señor Arana. Mérito, le tiene sin duda, y
no pequeño, aunque no pertenezca a la categoría de las obras clásicas, suponiendo que los contemporáneos tengamos autoridad para hacer tales
calificaciones. Y en cuanto a la fortuna editorial, no habrá sido muy buena, cuando impreso el libro en 1882 solicita hoy auxilios del Gobierno.
Atendiendo a todo lo expuesto, opina el que suscribe que debe proponerse al Ministerio de Fomento la adquisición de ejemplares del libro Los
últimos Iberos, original de don Vicente Arana.
M. Menéndez y
Pelayo.
[p. 190] 15) CANCIONERO POPULAR GALLEGO, POR DON JOSÉ PÉREZ BALLESTEROS
El que suscribe, ha examinado, por encargo de la Real Academia Española, los tres tomos del Cancionero Popular Gallego, recopilado por
don José Pérez Ballesteros, con un prólogo del diligente historiador de las letras portuguesas Teófilo Braga. y algunas concordancias del señor
Machado y Álvarez (don Antonio).
Esta obra pertenece a la serie de las que publica la Sociedad de Folk-Lore Español, aunque también se han tirado ejemplares aparte y con
portada distinta. De ellos es el que nos ha remitido la Dirección General de Instrucción Pública, y por tanto debemos considerarlo para los
efectos de la ley, como libro independiente de la colección general, aunque en rigor bibliográfico no lo sea.
Bajo el nombre exótico de Folk-Lore, saber del vulgo, se designan hoy las varias materias que tienen en castellano los nombres de poesía
popular, mitología popular, filosofía vulgar y otros análogos, es decir, el conjunto de estudios, en gran parte modernos, y sumamente
complejos, que se refieren a la etnografía, filología, arqueología, psicología y literatura del pueblo, ya se tome esta palabra en su acepción más
amplia y genuina, como sinónimo de raza, nación o gente, ya se la restrinja a las clases inferiores en las cuales necesariamente se conserva, de
un modo más vivo, el sello nacional y el amor a la tradición y a las costumbres antiguas. Bajo este aspecto, el llamado Folk-Lore está
contribuyendo muy eficazmente a la moderna restauración de los estudios históricos, si bien por la imperfección inherente a todas las cosas
humanas, no dejan de deslizarse en él, o a lo menos en las obras de algunos de sus cultivadores, preocupaciones y propósitos extraños a la
ciencia pura y desinteresada, resintiéndose también no pocas veces de cierto exclusivismo fanático, muy disculpable en el entusiasmo del
primer día, que el tiempo irá apaciguando y reduciendo a justos límites, sin necesidad de que venga el áspero castigo de la sátira a matar en flor
acaso [p. 191] lo que puede ser, y es ya, no solamente una aspiración generosa, sino un verdadero y racional progreso científico.
Limitándonos ahora a la poesía popular, que por sí sola constituye una de las más ricas, amenas e interesantes secciones del Folk-Lore, lo que
conviene es no confundir en ella el valor histórico, lingüístico o científico que puede encontrarse hasta en la canción más trivial, con el valor
artístico o poético, que es cosa rarísima en las producciones de la fantasía colectiva tanto o más que en las de la fantasía individual. Si es
verdad que entre los poetas cultos son muchos los llamados y también pocos los escogidos, no menos lo es que entre las obras anónimas e
impersonales que, por mucho que lo sean, han tenido siempre algún autor más o menos descubierto, la poesía suele andar más en la intención
que en la forma, y a veces ni en la intención siquiera. Causan tedio y enfado a cualquier espíritu sinceramente enamorado de lo bello esas
voluminosas colecciones de coplas y cantarcillos, con que los folk-loristas abruman cada día las prensas. El vulgar apotegma de que el pueblo
es un gran poeta, repetido en infinitos libros y tomado al pie de la letra por muchos que no alcanzan su verdadero sentido, les ha hecho creer
ingenuamente que toda copla oída a un arriero, a una moza de cántaro o al ciego de una esquina, es una inspiración sobrehumana capaz de
oscurecer todas las de Píndaro o de Horacio. Con esto, y con acumular infinitas variantes, más o menos insulsas y disparatadas de una misma
canción, es fácil llenar volúmenes, donde toda curiosidad encuentre su satisfacción, menos la curiosidad literaria.
Pero en toda dirección de la actividad humana cabe el abuso, menor siempre que la utilidad que se saca de cualquier trabajo científico,
emprendido con buena fe y amor al asunto. Aun en las producciones más insignificantes de la musa popular, pueden encontrar y encuentran el
historiador y el filólogo una mina riquísima para sus respectivos estudios. Formas de lenguaje vulgares o anticuadas, peregrinas alusiones
históricas, usos, costumbres y supersticiones, que no viven en los libros eruditos, encuentran más o menos cabal y adecuada representación en
esas ráfagas de poesía, rara vez fonética.
Bajo este aspecto, el Cancionero Popular Gallego, del señor Ballesteros, libre de casi todos los escollos y tropiezos que antes [p. 192] hemos
señalado, merece considerarse como obra útil y de mérito relevante. Recogido todo este Cancionero de la tradición oral en varias comarcas de
Galicia, y especialmente en la provincia de La Coruña, donde el autor reside, rarísimas son las poesías incluídas en él que puedan estimarse
como antiguas, a lo menos en la forma en que el colector las presenta. El señor Ballesteros ha tratado únicamente de damos a conocer el estado
actual de la poesía del pueblo de Galicia. Muchas de las coplas que colecciona no tienen de gallego más que el lenguaje, por lo general harto
impuro. Son trasunto literal de otras que en lengua castellana corren por todas las comarcas españolas. Otras infinitas son prosaicas, insulsas y
pedestres, pero esto mismo las hace curiosas, mostrando a qué punto de debilidad y senectud ha llegado la poesía popular, en otros tiempos tan
espléndida y tan robusta. Algunas hay, por último, si bien en número relativamente escaso, que son bellas y poéticas, y merecen vivir en las
futuras antologías.
La colección, como va advertido, es sumamente copiosa. Sobre el método de clasificación preferido por el autor, habría que hacer algunas
salvedades. Pero todavía es más de reparar la falta casi absoluta de datos comparativos de los cantares gallegos con los de otras partes, y la
ausencia de un estudio preliminar sobre la poesía popular gallega, sin que alcance a sustituirle, a pesar de su mérito relevante, el prólogo de T.
Braga, que parece escrito antes de conocer la obra, a lo menos en su totalidad, y que además se refiere únicamente a la primitiva poesía de los
Cancioneros galaico-portugueses, y a las huellas que ha dejado en Portugal y en Castilla, asunto que trata, por cierto, con singular erudición y
maestría.
El que suscribe, en vista de todo lo expuesto, opina que el libro del señor Pérez Ballesteros merece la protección y auxilios del Gobierno, y
prestará verdadero servicio en las bibliotecas públicas.
M. Menéndez y
Pelayo.
[p. 193] 16) DICCIONARIO ETIMOLÓGICO DE LA LENGUA ESPAÑOLA, POR DON ROQUE BARCIA
Excelentísimo Sr.: Mediante informe muy favorable de la Real Academia Española, fué protegida por el Gobierno la publicación del
Diccionario Etimológico, cuyo prólogo, con varias cédulas, presentó como muestra su autor don Roque Barcia. Obligada la Academia a
consultar frecuentemente este Diccionario, después de impreso ha notado las varias faltas de que adolece, así en la elección de artículos como
en la extensión dada a muchos de ellos.
Por tales razones, el autor de la obra ha resuelto hacer de ella otra edición menos voluminosa y más económica que la primera, no agotada aún,
confiando la dirección del trabajo a don Eduardo Echegaray. El propósito del nuevo redactor es purgar el Diccionario de las amplificaciones
innecesarias y de ciertas apreciaciones infundadas que en él se encuentran, y para ver cómo ha desempeñado este cometido basta comparar el
artículo relativo a la letra A, que ocupa la primera página, o el de la preposición Ab, que se halla a la vuelta. Siendo, pues, la citada obra una
mejora de la anteriormente recomendada por la Academia, ésta no puede menos de repetir ahora dicha recomendación, al cumplir lo dispuesto
por V. E. en su atenta comunicación de 30 de abril último.
Eduardo Saavedra. Luis Fernández-Guerra. Manuel Tamayo y Baus. Pedro Antonio de Alarcón. Tomás Rodríguez Rubí. Antonio Arnao.
Manuel Cañete. Aureliano Fernández-Guerra. M. Menéndez y Pelayo.
La Real Academia Española me honró, hace meses, con el encargo de dar dictamen sobre los tres interesantes volúmenes de Obras Poéticas
que, en 1884, dió a luz el señor don Emilio García de Olloqui, en Alejandría de Egipto.
[p. 194] Cultivar en nuestros tiempos la poesía con la decisión y el entusiasmo con que la cultiva el señor Olloqui, dedicar largas y
aprovechadas vigilias al culto purísimo del arte, persistir por el largo espacio de treinta años en la idea y ejecución de un poema épico, que
abarca no menos de dos mil octavas reales, es, sin duda, algo inusitado y que, desde luego, reclama la atención y respeto. Y si a esto se añade
que en las obras del señor Olloqui, con ser tan extensas, no se advierte huella de improvisación ni apresuramiento, sino estudio prolijo, aun de
los más nimios pormenores, y vasta cultura, no sólo literaria, sino histórica y filológica, en todo aquello que puede tener alguna relación con el
argumento de sus cantos, crece de punto la estimación hacia el autor de tales esfuerzos, tan meritorios como raros en el actual estado de
nuestras letras, y en la ausencia de disciplina clásica de que generalmente adolecen.
Pero como no hay virtud literaria que de cerca o de lejos no tenga contacto o afinidad con algún vicio, este mismo culto de la forma que el
señor Olloqui profesa, este mismo amor suyo a lo selecto y exquisito de la dicción, y el declarado empeño de separar la lengua de los versos,
de la lengua del vulgo, ha conducido al señor Olloqui a excesivos y complicados artificios de dicción y aun de pensamiento que dañan a la
claridad, y con ella al mayor halago que de los versos suele recibirse. Imbuído el señor Olloqui en la doctrina, muy respetable si rectamente se
la interpreta, del estilo poético, tal como entre nosotros la ha representado especialmente la escuela sevillana, con sus discípulos directos o
indirectos, ha cedido con harta frecuencia a la tentación de mostrar erudiciones recónditas, galas desusadas de lenguaje, raros artificios
prosódicos, nomenclaturas exóticas, latinizando además, con excesiva licencia, no tanto en el empleo de voces nuevas, como en la estructura
general del período. Otros se pierden por lo que ignoran; el señor Olloqui suele tropezar por lo que sabe. Para la mayor parte de nuestros
versificadores, la Prosodia no existe, como no sea cierta Prosodia instructiva; en cambio, el señor Olloqui sabe demasiada Prosodia y
demasiado Diccionario. De unos y otros ingenios, fáciles en demasía los unos, y artificiosos en demasía los otros, debe haber en el mundo para
que nuestros goces estéticos resulten más variados, y podamos [p. 195] esperar con más calma el advenimiento de los escritores de genio único
que aciertan a conciliar en sus obras, por esto llamadas clásicas e inmortales el mayor pulimento de la forma con la mayor novedad y audacia
de pensamiento.
No es la Academia, encargada de velar por la pureza y más claro esplendor de nuestra lengua prosaica o poética, la que debe mostrarse más
hostil a tentativas como las del señor Olloqui, nobles y bien encaminadas en su principio, y útiles en algunos de sus resultados, aunque puedan
pecar, como efectivamente pecan, por exceso y vicio de estudio; vicio que, por otra parte, no lleva trazas de hacerse muy contagioso entre
nuestros versificadores. No debe la Academia, pues, hacer causa común con el vulgo, mirando de reojo y con prevención trabajos poéticos, en
los cuales su autor tiene el buen gusto de no hacer gala de ignorancia, sino que procura dar forma castiza y poética a los pensamientos que le
han sugerido su mucha lectura y larga experiencia de la vida.
El señor Olloqui no es un desconocido en esta Academia, que ya en 1851 premió con medalla de oro su oda A la victoria de Bailén. Desde
aquella fecha, ya tan lejana, el señor Olloqui ha continuado desarrollando sus aptitudes en el mismo sentido que indicaban sus primeros
ensayos. Hoy nos presenta casi completa la voluminosa colección de sus versos, y al frente de ella nada menos que una vastísima tentativa
épica, intitulada Los Godos, obra predilecta del señor Olloqui, que ha empleado en ella un trabajo verdaderamente enorme, fundiendo en su
poema toda la mitología escandinava, y todas las supersticiones y leyendas de los secuaces de Odín, con mucho de la primitiva historia de las
razas del Norte de Europa, y proféticos anuncios de su historia futura.
No parece del caso tratar nuevamente la cuestión, algo sofística, sobre la posibilidad o imposibilidad de la epopeya en nuestros tiempos. Quizá
se funda tal cuestión en un equívoco o en una confusión de nombres. Es evidente que la genuina poesía épica, la nativa y espontánea, la
impersonal y colectiva, la que por excelencia merece el nombre de heroica, no puede florecer sino en tiempos muy próximos al estado social
que ella describe, y anteriores a la invasión del elemento personal en el arte. Pero [p. 196] si se trata de la epopeya literaria, esto es del grande
y extenso poema narrativo compuesto reflexivamente en épocas cultas y por autores que de ningún modo ocultan su personalidad, sino que la
revelan a cada paso, y hacen entrar un poderoso elemento histórico en sus cantos, sin dejar por eso de buscar el mayor grado de precisión
objetiva, no hay duda que tal género poético ha existido, existe y existirá con tan pleno derecho y tanta gloria como cualquier otro. El que lo
niegue tendrá que borrar de la historia literaria poemas tales como la Eneida y la Jerusalén, el Orlando y Os Lusiadas, el Paraíso Perdido y la
Mesiada, obras artificiales todas, destituídas de los caracteres de la primitiva epopeya, faltas de su candor y de su temple heroico, y colocadas,
no obstante, por el común sentir del vulgo y de los doctos, entre las joyas más preciosas de las lenguas en que respectivamente escribieron sus
autores.
La Academia no puede, por tanto, censurar al señor Olloqui ni a nadie por haber compuesto un poema épico, que siendo engendrado en una
edad tan poco épica como la nuestra, forzosamente ha de ser obra de arte y estudio, y no emanación genuina de la fantasía popular. Esto no es
mérito ni demérito en el poeta, pero nadie puede cambiar circunstancias que no dependen de la voluntad humana, ni elegir punto y hora en que
nacer. Lo que importa es averiguar si el libro, que en tales condiciones se nos presenta, es o no digno de consideración y aprecio.
Reduciendo la cuestión a estos términos, opina el que suscribe que el asunto del poema del señor Olloqui tiene magnitud bastante para ser
asunto de epopeya, aunque algo le perjudica su misma lejanía, y las nieblas que por todas partes le circundan; que los elementos sobrenaturales
y maravillosos que en el poema campean, derivados comúnmente del paganismo septentrional, tienen el mérito de la novedad, pero también
los inconvenientes de ella, puesto que no han penetrado aún en la cultura general de los lectores de obras poéticas, avezados tan sólo a lo
maravilloso cristiano o a los mitos y fábulas de la antigüedad clásica; que los recursos que el autor ha empleado para mover la máquina de su
poema, tienen mucho de artificiosos y complicados; que los caracteres, a pesar de loables esfuerzos, resultan algo borrosos y no se fijan
indeleblemente en la memoria ni en la [p. 197] fantasía; y finalmente, para decirlo todo en una palabra, que el lector no llega a entrar en el
poema, o tiene que hacer singulares esfuerzos para lograrlo.
Algo contribuye a esto una circunstancia, a primera vista de poca monta, es a saber la ausencia de todo sumario o argumento al principio de los
cantos. Y contribuye todavía más el estilo propio del señor Olloqui, su amor a lo raro e insólito, a lo pomposo y archisonoro, el huir por
sistema de todo lo que es o parece vulgar, el exceso de artificio en la construcción de las octavas, el lujo de variedad en el modo de cortar y
cerrar los períodos poéticos, con mengua muchas veces de la claridad y de la armonía; y, por último, esa sintaxis tan pródiga de elipsis y de
inversiones, cortada como a hachazos, oscura muchas veces y seca. De este modo viene a convertirse en fatigoso ejercicio de audición lo que
debiera ser espiritual deleite. La musa del señor Olloqui es tan remontada y aristocrática que por huir de lo trivial suele dar en el escollo del
culteranismo. Por otra parte, en esta manera poética los elementos más exteriores de la forma adquieren importancia, tan exorbitante y de tal
modo anegan el sentimiento y la idea, que el arte viene a convertirse en un mecanismo de artesano, viéndose al descubierto todos los clavos,
tornillos y engranajes de la máquina, con gran detrimento del placer estético, que sólo puede resultar de la contemplación de la obra perfecta y
Viene a ser, pues, el poema de Los Godos, por razón de su estilo, un bosque todavía más impenetrable que Esvero y Almedora, tan
admirablemente juzgado por don Juan Nicasio Gallego en esta misma Academia el año 1841. Pero Maury, que fué verdadero poeta y
humanista de profundo saber, es uno de los modelos más peligrosos de nuestra poesía, precisamente por lo especioso y brillante de sus
defectos. En sus obras, especialmente en las de su vejez, debe entrarse como en un almacén lleno de joyas, escogiendo cada uno las que más le
convengan, previo el cuidado de discernir las piedras verdaderas de las falsas. Leído con esta prevención Esvero y Almedora es un tesoro de
lengua y versificación castellana, de modos de decir rápidos y felices, de descripciones encerradas en un solo verso, de diálogos reducidos a
una [p. 198] sola octava. Pero ninguna de estas virtudes ha bastado para salvar ese poema del olvido en que yace. Muy pocos le han leído
entero, y sólo tradicionalmente se recuerdan de él algunas octavas.
Es lástima que el señor Olloqui, que es poeta clásico, no procure imitar a los clásicos en lo primero que debe aprenderse de ellos, es decir, en la
naturalidad y tersura, en la transparencia potente de la forma, donde ha de reflejarse la idea como en lago limpidísimo. Es un dolor que esos
singulares rodeos para decir las cosas de un modo que ponga como en tormento a los profanos, oscurezca los méritos muy positivos del señor
Olloqui, basados sobre todo en un paciente estudio de la lengua y de la historia, y en un amor sin límites al arte. ¡Lástima que este amor
degenere muchas veces en amor al oficio, del cual el verdadero artista triunfa, sin dejar ver las gotas de sudor que le costó la posesión y la
victoria!
En los dos volúmenes de poesía lírica y narrativa, las buenas cualidades del señor Olloqui brillan más, y se advierte menos exceso de artificio.
Las odas A Bailén y A la batalla de Calata ñazor, las dos excelentes y vigorosas traducciones del Orfeo de Pope y de El Festín de Alejandro de
Dryden, los romances de la Conquista de Málaga y algunas poesías ligeras de carácter anacreóntico, bastan para demostrar que el señor
Olloqui es un ingenio de los más estimables, que sólo ha pecado por no dejarse llevar de la espontaneidad de su numen.
Juzgando en su totalidad las poesías del señor Olloqui, opina el que suscribe que por la nobleza y dignidad de los asuntos, por el instinto de la
forma poética, por el cabal conocimiento de la lengua, por la constancia y resolución casi heroicas con que su autor ha cultivado el mecanismo
de los versos y por el fondo de doctrina que sus obras revelan, merece su autor aplauso y premio, cualesquiera que sean los defectos o
exageraciones de su manera, nunca dimanados de ignorancia, sino de generosa aspiración a hacer de la lengua del arte una lengua santa y
arcana: odi prophanum vulgus et arceo. La Academia no puede menos de hacer las oportunas salvedades sobre tal procedimiento, y se
guardará muy mucho de recomendársele a los futuros poetas, pero ni el crítico ni el filólogo dejarán de encontrar preciosos materiales en las
obras del señor Olloqui, que, a pesar de su [p. 199] forma métrica, deben estimarse como obra de estudio más bien que de solaz y pasatiempo.
Atendiendo a estas consideraciones, opina el que suscribe que la colección del señor Olloqui no debe faltar en las Bibliotecas Públicas, y que,
por consiguiente, debe recomendarse al Gobierno la adquisición de ejemplares de ella.
M. Menéndez y
Pelayo.
18) NOCIONES DE GRAMÁTIA GENERAL, APLICADAS A LA LENGUA CASTELLANA, POR DON TOMÁS ESCRICHE Y MIEG, Y
DON FRANCISCO FERNÁNDEZ IPARRAGUIRRE
Por encargo de la Real Academia Española ha examinado, el que suscribe, la obra intitulada Nociones de Gramática General, aplicadas
especialmente a la lengua castellana, por don Tomás Escriche y Mieg y don Francisco Fernández Iparraguirre, catedráticos, uno y otro, del
Instituto de Guadalajara.
En esta obra de carácter elemental, dispuesta de un modo claro y conciso, han procurado sus autores evitar los escollos del método puramente
teórico, y del exclusivamente práctico, que tiende a convertir la enseñanza de los idiomas en una tarea rutinaria y mecánica.
Aunque el procedimiento analítico-sintético, seguido en esta Gramática, no es quizá tan nuevo como sus autores dan a entender, puesto que se
limita a aplicar a nuestra lengua nociones bien conocidas de Lógica, la Academia cree digna de consideración la obra de los señores
Iparraguirre y Escriche como un ensayo para hacer más racional y científico el estudio de la lengua materna. La parte fonética está tratada con
particular esmero, y también merecen especial atención la teoría del verbo, y la síntesis de la preposición. Acompañan a la obra cuadros
sinópticos que ponen a la vista todo el artificio gramatical.
Aunque no todo parezca aceptable en las disquisiciones de los señores Iparraguirre y Escriche, no cabe duda que su libro [p. 200] se distingue
por el rigor lógico y la sencillez del método, y puede y debe ser utilizado por los estudiosos de la Gramática General y de la Castellana. Cree,
por tanto, el que suscribe, que la Academia puede aconsejar al Gobierno la adquisición de cierto número de ejemplares de la obrita de los
señores Escriche e Iparraguirre, para que pueda ser útil en las Bibliotecas, y para que esta recompensa sirva al mismo tiempo de estímulo a sus
autores en los más importantes estudios a que se dedican.
Idéntico juicio formula el que suscribe sobre el folleto intitulado Cuadro mecánico para la conjugación en las seis lenguas novolatinas, que
uno de los autores de la obra anterior, el señor Iparraguirre, ha dispuesto, conforme al método que él llama intuitivo y racional. Este cuadro
debe considerarse como una particular aplicación e indispensable complemento de las Nociones de Gramática General, si bien penetra ya con
muy buen acuerdo, en el terreno de la filología comparada, enlazando así el método histórico con el puramente racional o lógico. Cree, por
tanto, el que suscribe, que debe extenderse a este folleto la recomendación hecha en favor de la obra antes citada.
M. Menéndez y
Pelayo.
El que suscribe ha examinado, por encargo de la Real Academia Española, la Gramática Latina, compuesta por don Miguel de la Iglesia y
Diego. El carácter elemental de esta obra, destinada a la enseñanza de los Institutos, no da ocasión a consideraciones de importancia, salvo la
que tantas veces ha expuesto la Academia en otros informes, es a saber, que este género de libros no pertenecen, en rigor, a los que el Gobierno
debe proteger [p. 201] de un modo especial, aunque por otra parte parezca muy justo que sirvan de méritos al autor en su carrera científica o
profesional, cuando concurren en ellos las condiciones que sin duda alguna tiene el del señor de la Iglesia y Diego. No se recomienda, cierto
es, por ninguna novedad de método ni de doctrina, pero tampoco se advierten en él los graves errores que afean con harta frecuencia, los libros
didácticos que suelen correr en manos de nuestros alumnos. Por otra parte, la exposición es clara y sistemática, y aunque el autor parece algo
tímido en adoptar ciertas innovaciones, patrocinadas por los más eminentes filólogos modernos, bien se ve que no procede en esto por
ignorancia, sino por acomodarse a los hábitos de la enseñanza clásica entre nosotros, y a los exiguos límites a que está reducida por las
disposiciones oficiales.
M. Menéndez y
Pelayo.
20) PRIMERA GRAMÁTICA ESPAÑOLA RAZONADA, POR DON MANUEL M.ª DÍAZ RUBIO Y CARMENA
El que suscribe ha examinado con la debida atención, por encargo de la Real Academia Española, la extensa obra intitulada Primera
Gramática Española Razonada , su autor don Manuel M.ª Rubio y Carmena, Pbro., que ha adoptado el pseudónimo literario de El Misántropo.
Esta obra, dividida en dos tomos en 4.º, ha sido impresa en Toledo el año 1884.
A juicio del que suscribe, esta Gramática demuestra en el señor Díaz Rubio condiciones de laboriosidad, perspicacia y amor al estudio de
nuestra lengua, dignas por todo extremo de consideración y recompensa. El aislamiento en que su autor ha trabajado, la ausencia de lectura de
los principales trabajos filológicos, no ya extranjeros, sino nacionales, y las frecuentes incorrecciones de estilo y lenguaje merecedoras siempre
de censura, pero mucho [p. 202] más en un libro que pretende explicar razonadamente los principios de la gramática castellana, no bastan para
condenar esta obra al desdén o al olvido, cuando hay en ella cosas útiles y delicadas observaciones de pormenor. Es cierto que el mérito
intrínseco del libro no responde bien a la pompa y magnificencia de su título, puesto que ni es ésta la primera gramática castellana, ni la
primera razonada, ni los razonamientos del autor traspasan el estrecho límite de las nociones que en los antiguos tratados de Lógica se
designaban con el nombre de Gramática General, sin que el autor parezca darse cuenta del descrédito en que han caído estas teorías
gramaticales ideológicas, ni procure aprovechar los modernos estudios de la filología comparada que van haciendo imposible el análisis de una
de las lenguas neolatinas sin el conocimiento profundo de las restantes
No es, pues, la Gramática Razonada, del señor Díaz Rubio, un libro que marque nuevos senderos a la filología nacional, pero dentro del
círculo de ideas en que su autor se mueve, puede prestar algún servicio a las personas encargadas de difundir la enseñanza elemental de nuestro
idioma. Por otra parte, la doctrina del señor Díaz Rubio, no se opone en nada sustancial a la que profesa esta Real Academia y oficialmente se
enseña en las escuelas del Reino.
Atendiendo a estas consideraciones, puede recomendarse al Gobierno la adquisición de cierto número de ejemplares de esta obra para las
bibliotecas públicas.
M. Menéndez y
Pelayo.
21) JUICIO CRÍTICO DE LA LITERATURA LATINA, POR DON MANUEL RODRÍGUEZ LOSADA
Excelentísimo Sr.: El que suscribe ha examinado con la debida atención, para cumplir el honroso encargo que le confió la Academia Española,
el libro que lleva por título Juicio Crítico de la Literatura Latina, por don Manuel Rodríguez Losada, doctor en Filosofía y Letras, catedrático
numerario de Latín y [p. 203] Castellano en el Instituto de Tapia, cuando este libro se imprimió (1874), y actualmente profesor de la misma
asignatura en el Instituto Provincial de Oviedo.
Este libro, de pobre apariencia material, impreso rudamente con malos tipos y perverso papel, no dará mucho crédito a las oficinas tipográficas
de Rivadeo, de las cuales salió, pero basta pasar los ojos por él para convencerse de que puede y debe dar estimación y honra señaladísima a su
autor. No es éste uno de los innumerables libros de texto que cada día salen al mercado, nacidos de torpe especulación y granjería. Es el
esfuerzo noble de un espíritu científico, que luchando con la universal apatía, con la penuria de elementos de trabajo, con la escéptica
indulgencia que se acomoda con lo mediano lo mismo que con lo bueno y con lo malo, igualmente que con lo mediano, presta culto
desinteresado a los buenos estudios, los cuales por sí solos tienen encanto bastante para hacer olvidar a quien de buena fe los cultiva, todas las
injusticias y miserias humanas.
Desvalido el señor Rodríguez Losada de toda protección oficial, y tibiamente recompensado por el común aplauso, que rara vez va en pos de
méritos sólidos cuando quien los posee carece de la habilidad mundana necesaria para hacerlos valer, no ha pasado en su laudable esfuerzo del
primer tomo o primera parte, que es la que tenemos a la vista. Salvas ciertas incorrecciones de estilo juvenil, de que por fortuna están exentas
las posteriores y muy doctas producciones del señor Rodríguez Losada, entiendo que la Academia no puede menos de recomendar
encarecidamente este primer libro suyo, donde ya aparece enteramente formado el modesto y sabio humanista, a quien hemos debido, después,
la primera Crestomatía Histórica de la Lengua Latina publicada en España, y el más notable, original y profundo ensayo de Gramática
histórico-filosófica de la misma lengua, que hasta el presente ha aparecido en nuestras escuelas, juntando lo mejor del método tradicional con
lo más útil del moderno método comparativo, no tal como suelen profesarle ciertos improvisados dilettanti de filología, que han resuelto el
difícil problema de exponer la historia y la gramática de una lengua, cuyos clásicos ni entienden ni leen, ni aprecian, sino conforme al [p. 204]
racional sentido de quien aprendió latín mucho antes de aprender morfología ni fonética.
La única parte, hasta ahora publicada del señor Rodríguez Losada, comprende, en tres capítulos y 238 páginas, el período más oscuro de la
literatura latina, es decir, el período de orígenes, el período propiamente itálico anterior a la influencia griega, cuyo principio suele fijarse en
Livio Andrónico. Comienza el autor por exponer el verdadero concepto de la historia literaria; concreta y circunscribe luego esta noción a la
literatura latina; fija el doble sentido histórico y filosófico de tal estudio, y dedica largo espacio a determinar los caracteres del arte literario
entre los romanos, sus grados de originalidad y espíritu propio, su división racional en épocas, y el método que debe seguirse para su estudio.
En esta parte echamos de menos algunas indicaciones bibliográficas sobre las fuentes de conocimiento, defecto que fácilmente puede subsanar
en una segunda edición.
El capítulo segundo, que versa sobre el origen de la lengua latina, su parentesco con las demás lenguas arias y sus especiales relaciones con el
sánscrito, pertenece a la filología más que a la literatura, pero es un preliminar obligado e indispensable para la historia del arte que tiene por
instrumento la palabra. Sin pretender innovaciones en materia donde son arriesgadas y difíciles, el señor Rodríguez Losada resume en breve
espacio las conclusiones más seguras de la ciencia para entrar con planta segura en el examen de las reliquias de la lengua latina arcaica,
materia del capítulo tercero, que es el principal y más extenso de la obra. Sucesivamente se examinan en él los fragmentos de la poesía
sagrada, especialmente el himno de los Hermanos Arvales, los vestigios de la tradición épica, las noticias que aún restan acerca de los Anales
de los Pontífices, los Rituales y formularios sagrados, los libros lintei, los libros de los Magistrados, las tablas de los Censores, los
despedazados restos de las leyes reales, plebiscitos y senado-consultos, tratados, cuadros triunfales, inscripciones, elogios fúnebres; recopila en
breve espacio lo que sabemos de las distintas especies de Acta; no olvida los vaticinios del adivino Marcio; hace atinadas consideraciones
sobre lo que pudo ser la métrica de los versos fesceninos y el horridum carmen Satorninum, y condensa en breve espacio lo único que con
certeza [p. 205] sabemos acerca de los primitivos juegos escénicos en las poblaciones itálicas, no sin extender sus investigaciones hasta Sicilia
y la Magna Grecia. El análisis gramatical que el señor Rodríguez Losada aplica a cada uno de los monumentos que va examinando, basta para
probar su pericia filológica, aunque ciertamente el autor, cuya modestia corre parejas con su mérito práctico y sólido, no pretenderá por ello la
patente de gran filólogo que con tan deplorable frecuencia se otorga entre nosotros, precisamente por los que tienen idea menos cabal de la
importancia y dificultad de estos estudios.
En suma, la parte publicada del Juicio de la Literatura Latina, no sólo es, en concepto del que suscribe, la primera obra original de autor
español sobre tal asunto desde que el P. Aymerich publicó su Specimen litteraturae latinae deperditae aut latentis, que fué en su tiempo un
gran progreso sobre la Bibliotheca Latina del alemán Fabricio, sino que por sus condiciones de erudición, buena fe, crítica y método, merece el
aplauso de todos los amantes de la cultura y el apoyo del Gobierno, para que su autor pueda adicionarla, terminarla y corregirla, formando un
verdadero curso histórico de los Orígenes de la lengua y literatura latina.
M. Menéndez y
Pelayo.
22) CRESTOMATÍA HISTÓRICO-FILOSÓFICA DE LA LENGUA LATINA, POR DON MANUEL RODRÍGUEZ LOSADA
Excelentísimo Sr.: El que suscribe, ha tenido ya el honor de informar favorablemente a la Academia respecto del Juicio de la literatura latina,
compuesto por el Dr. Don Manuel Rodríguez Losada, catedrático de Latín y Castellano en el Instituto de Oviedo. Muchas de las observaciones
expuestas con motivo de aquella obra juvenil del señor Losada, tienen estricta aplicación tratándose del nuevo libro que la Academia me remite
a informe, titulado Crestomatía Histórico-filosófica de la Lengua Latina, [p. 206] impresa en Valladolid, 1883. Y aun puede asegurarse que la
Crestomatía, como obra de edad más firme y madura, presenta más desarrolladas las buenas cualidades y menos perceptibles los leves defectos
que en el Juicio quedan advertidos. Mucho se engañaría quien por el rótulo de Crestomatía juzgara que tenía entre manos una colección más de
trozos selectos, de las que con frecuencia lastimosa se imprimen entre nosotros para uso de las clases, y de camino para utilidad, más o menos
lucida, de los colectores, que en muchos casos ni siquiera se toman el trabajo de extractar dichos trozos de los clásicos mismos, sino que
servilmente los copian de otras colecciones anteriores, multiplicándose así sin término ni medida las erratas.
La Crestomatía del señor Rodríguez Losada difiere profundamente de todos los libros de su especie por los textos incluídos en ella, y mucho
más por el modo ingenioso con que estos textos van entre sí unidos y concordados, presentando en acción, digámoslo así, la gramática y la
historia de la lengua. Jamás habían figurado en nuestras colecciones los fragmentos de la época anteclásica, y, sin embargo, no puede decirse
que sepa latín el que no sepa interpretarlos. ¿Qué digo los fragmentos arcaicos? Ni el mismo Plauto, ni el mismo Lucrecio alcanzaban en
nuestras antiguas colecciones el puesto privilegiado que en la presente alcanzan y merecen. ¿Y, sin embargo, qué latinista será el que no haya
frecuentado a Catón, a Varrón y a Lucrecio? El puesto negado a estos autores, sencillamente porque excedían la habitual capacidad de los
encargados de la enseñanza, solía llenarse en unas colecciones con el latín galicano de la Historia Sagrada de Lhomond o con trozos del
Breviario y de las Actas de los Mártires, con todo lo cual, si los alumnos no salían muy latinos, saldrían a lo menos piadosos y bien inclinados,
aunque no se conoce mucho por los efectos.
Difiere, además, la Crestomatía del señor Rodríguez Losada de todas las anteriores por el método. Cada uno de los trozos va destinado a
confirmar una ley gramatical, a presentar en ejercicio una parte de la sintaxis, a dar ejemplo de alguna combinación métrica, a mostrar el
carácter de cada una de las edades de la lengua. Nada es caprichoso, nada rutinario, nada fortuito. Una serie de pasajes tomados, ya de los
clásicos, ya de las [p. 207] inscripciones, ya de los gramáticos, así del buen tiempo como de la decadencia, resume en breves páginas lo más
raro que nos dejaron escrito los latinos sobre la historia de su lengua, y pudiera ser la mejor introducción para el estudio científico de la
Morfología y de la Sintaxis, a la vez que facilita metódicamente el conocimiento del latín más difícil de todos, el latín técnico, el latín de los
gramáticos vetustos y de los textos todavía más antiguos en que ellos fundan su enseñanza.
En todo esto es original el trabajo del señor Rodríguez Losada. En otras partes ha aprovechado cuerdamente algunos trabajos alemanes, que no
tenían sustitución posible: v. gr., el apéndice de la Gramática de Grotefend, sobre la cuantidad de las palabras equívocas, y el inestimable
tratado de sinónimos (Diferentiae verborum) que Hermann Hagen insertó en sus Anécdotas Helv éticas, si bien el señor Losada, en un copioso
apéndice en que ha reunido los sinónimos pertenecientes al culto romano, se ha manifestado digno émulo del ilustre humanista, cuyo trabajo ha
metodizado, completado y en algunas partes corregido.
Por todo lo expuesto, entiende el que suscribe que la Crestomatía del señor Rodríguez Losada es obra digna de la aprobación de la Academia y
del apoyo del Gobierno.
M. Menéndez y
Pelayo.
23) GRAMÁTICA GRIEGA ELEMENTAL Y CRESTOMATÍA GRIEGA (PROSISTAS), POR DON ENRIQUE SOMS Y CASTELÍN
El que suscribe ha examinado, por encargo de la Real Academia Española, los dos libros, titulados Gramática Griega Elemental de Jorge
Curtius, traducida por don Enrique Soms y Castelín, catedrático de Lengua Griega en la Universidad de Salamanca, y Crestomatía Griega.
Prosistas, colección formada por el mismo Dr. Soms. Razones bien obvias impiden al que suscribe detenerse mucho en el juicio y
recomendación de estos libros. En uno de ellos escribí el prólogo, y el otro me está [p. 208] dedicado por benévola amistad de su autor, a quien
tuve hace años la honra de contar entre mis discípulos más aventajados. Pero aunque estas consideraciones pesen mucho en mi ánimo, y en
rigor quiten a mis palabras algo de la escasa autoridad que pueden tener, no por eso me he creído facultado para declinar el honroso encargo de
la Academia, considerando que no se trata de obras originales del señor Soms, sino de obras ajenas y universalmente celebradas que él ha
traducido o compilado.
Previa esta explicación confidencial no extrañará la Academia que en lo tocante a la Gramática Griega de Curtius reproduzca intencionalmente
el juicio que formé en el prólogo de la misma. La aparición en lengua castellana de este libro había llegado a ser una verdadera necesidad
filológica. Antes de él, nuestros profesores de griego, o tenían que prescindir de todo libro, sustituyéndole con explicaciones orales y cuadros o
tablas sinópticas, o tenían que acudir a la anticuada Gramática de Ortega, resumen breve y superficial de la doctrina de Matthial, o a la de
Bergnes de las Casas, trasunto del método de Bournout, que en Francia misma donde nació está, hace años, abandonado. Ambos libros fueron
muy dignos de alabanza en su tiempo, pero hoy se requiere algo más, y en este punto no es posible engañarse: la voz unánime de los helenistas
europeos proclama la mejor gramática griega elemental, como una de las pocas que hoy cumplen las exigencias del método, la compuesta por
el doctor Jorge Curtius, profesor insigne de Filología Clásica en la Universidad de Leipzig. Quince ediciones alemanas, una traducción italiana,
otra francesa, otra inglesa, sin contar con las que no habremos visto, dan testimonio de la universal aceptación de este libro en las escuelas de
Europa y de la América del Norte. Se puede decir, en rigor, que hoy por hoy no rige en materia de griego más gramática elemental que la de
Curtius. Aun el mismo orgullo francés, exacerbado por los desastres de la guerra, ha tenido que reconocerlo, y así como los más eminentes
romanistas franceses no han tenido a mengua estampar su nombre al frente de la traducción de los tres volúmenes de la Gramática de las
lenguas romances de F. Díez, así también Francia, aunque más tarde que ninguna otra nación europea, exceptuando la nuestra, ha acabado por
aceptar las teorías de Curtius, de cuya [p. 209] Gramática ha publicado, en 1884, una esmerada traducción P. Claisin.
No hemos de engañarnos sobre el verdadero carácter de esta Gramática. Su mismo volumen nos advierte que no se trata de una obra magistral
como la de Díez respecto de las lenguas romances, como la de Grimm para las lenguas teutónicas, como la de Bopp para las indoeuropeas,
como la de Zeuss para los dialectos célticos. Se trata sencillamente de un libro elemental, de un libro para las escuelas (Schul-grammatik),
donde el autor ha aspirado a condensar los últimos resultados de la ciencia en la forma más clara posible, atendiendo más a la utilidad del
estudioso que a su propio lucimiento.
El distinguido profesor español que ha naturalizado esta obra, no se ha limitado a traducir el texto de Curtius, tal como en la 15.ª edición
aparece, sino que respetando la integridad del libro, ha añadido al fin discretas observaciones sobre aquellos puntos que requieren alguna
aclaración o aquellos otros en que filólogos de nota han puesto algún reparo a la doctrina de Curtius. Tal acontece en lo relativo al verdadero
concepto de las palabras tema y desinencia, y en la teoría del uso de los tiempos que ha dado motivo a una interesante polémica entre el mismo
Curtius y Ehurot.
No menos urgente que la necesidad de una nueva Gramática Griega es la de una nueva Crestomatía. Sólo dos existían en España que tuviesen
condiciones adecuadas a la enseñanza de nuestros tiempos. Una de ellas, la mejor sin duda, las Lectiones Graecae, de don Lázaro Bardón,
admirables por lo bien graduado del plan, por lo selecto de los trozos, por la esmerada corrección y hasta por la circunstancia, honrosísima para
el venerable autor, de haber compuesto y tirado él la edición por sus propias manos, convirtiéndose en tipógrafo por amor a la divina lengua
que profesa; está agotada hace muchos años y ha desaparecido casi totalmente del comercio. La nueva Crestomatía Griega, de Bergnes de las
Casas, ha padecido el doble mal inherente a las impresiones esterotípicas, es a saber, el de ir resultando cada vez más confusas y borrosas las
tiradas, perdiéndose acentos y aún letras, cosa funesta en un libro de traducción, y el que muerto su autor, [p. 210] nadie ha cuidado, al parecer,
de la revisión del texto, ni de hacer en las planchas las enmiendas necesarias.
La Crestomatía Griega del señor Soms, que se dividirá en dos tomos, uno de prosistas y otro de poetas, es primeramente más copiosa que las
de los dos insignes helenistas que acabamos de mencionar, y está además impresa con singular nitidez y elegancia, y con muy raras
distracciones de imprenta. El primer tomo publicado, es a saber, el que se refiere a los prosistas, contiene íntegros trozos de tan clásica y
magistral belleza como el 2.º libro de Tucídides, donde se leen, como es sabido, la narración de la peste de Atenas, y la oración fúnebre de
Pericles; los dos primeros libros de la Anábasis de Xenophonte, incluyendo el admirable relato de la batalla de Cunaxa; el libro 2.º de Herodoto
que, por referirse totalmente al Egipto, puede decirse que forma un cuadro completo; el libro 1.º de la República de Platón, y su diálogo, y el
primer libro respectivamente de las dos grandes obras científicas de Aristóteles, la Historia de los Animales y el Tratado de sus orígenes o
partes, libros menos conocidos sin duda que otros de la enciclopedia aristotélica concernientes a la filosofía pura, pero más adecuados sin duda
al carácter experimental de la ciencia de nuestros días. En la parte consagrada a los oradores, figura íntegra la obra maestra de Demóstenes, o
sea, su Discurso sobre la Corona y también el discurso de Hipérides en defensa de Poliento: curiosa muestra de elocuencia forense,
descubierta casi en nuestros días, y apenas conocida en España. Para dar muestra de todos los géneros y estilos, figuran también algunos trozos
didácticos de Hipócrates y de Eliano, una biografía de Plutarco y otra de las de Diógenes Laercio, y finalmente numerosos trozos de la
literatura griega cristiana, dando, naturalmente, preferencia, a los del Nuevo Testamento. Y por último para que este volumen, a pesar de su
modesto carácter de libro de clase, no deje de ofrecer algún interés aun a los más doctos, se publica en él, por vez primera, un tratado inédito
de San Atanasio sobre la Pascua, conservado en un manuscrito de nuestra Biblioteca Nacional. Al lado de este trozo figuran las dos
celebérrimas homilías de San Juan Crisóstomo en favor de Eutropio, y de San Basilio sobre la utilidad que puede sacarse de la lectura de los
[p. 211] autores profanos; trozos obligados, digámoslo así, en todas las antologías griegas, y casi familiares en las aulas.
El autor ha cuidado escrupulosamente de la depuración de los textos, y tanto por ello como por la buena elección de los materiales, merece, a
juicio del que suscribe, el apoyo y protección del Gobierno, y el que sean consideradas tales obras como mérito en la carrera profesional del
Dr. Soms.
M. Menéndez y
Pelayo.
24) COMPLEMENTO GRAMATICAL Y LÓGICO DE LA SINTAXIS LATINA Y CASTELLANA, POR DON ANTONIO VIGAR Y
MATA
El que suscribe ha examinado, por honrosa encargo de la Real Academia Española, el libro intitulado Complemento Gramatical y Lógico de la
Sintaxis Latina y Castellana y cuyo autor es don Antonio Vigar y Mata, licenciado en Filosofía y Letras y auxiliar por oposición en el Instituto
de Málaga.
No pertenece esta obrita al número de los trabajos que abren sendas nuevas al estudioso, pero sí al de los que proporcionan útil y práctica
enseñanza. Su modesto y bien realizado propósito no es otro que el estudio comparado de las diversas maneras de construir las oraciones, en
ambas lenguas, latina y castellana. Abarca, por consiguiente, la parte más esencial de la sintaxis, y va dividido metódicamente en dos partes,
versando la primera sobre el análisis gramatical y lógico de la cláusula y sobre la construcción de las oraciones en general, y la segunda sobre
la propiedad de voces, partículas y modismos y concediendo naturalmente, largo espacio al examen de las palabras sinónimas. Acerca de todos
estos extremos reúne el autor copiosa doctrina, no ciertamente nueva, pero expuesta siempre con claridad y buenas condiciones didácticas. El
librito del señor Vigar puede [p. 212] considerarse como útil o más bien indispensable complemento de los estudios de gramática, y
preparación natural para el curso de Retórica.
M. Menéndez y
Pelayo.
El que suscribe ha sido encargado por la Real Academia Española de dar dictamen sobre el tomo de Poesías escogidas, de don José Zorrilla,
publicado por esta Real Academia en 1894.
Tratándose de obras de poeta tan conocido y famoso, y de una selección de ellas que ya aprobó la Academia Española, parece superfluo insistir
en recomendaciones de este libro, que fué patrocinado por esta Corporación con el mero hecho de publicarle.
Entiende, pues, el que suscribe, que basta con recordar a la Superioridad estos antecedentes, y recomendar de nuevo el tomo de poesías selectas
del señor Zorrilla como libro útil en las escuelas y digno de figurar en las bibliotecas populares.
M. Menéndez Pelayo.
26) POEMA DEL CID. EDICIÓN ANOTADA POR DON RAMÓN MENÉNDEZ PIDAL
El que suscribe ha examinado, por honroso encargo de la Real Academia Española, el libro que lleva por título Poema del Cid. Edición
anotada por D. Ramón Menéndez Pidal. Madrid, 1900.
Leídos el título del libro y el nombre del comentador, parece que huelga toda recomendación del mérito de la obra, puesto que ella se
recomienda por sí misma. Sería verdadera ofensa a [p. 213] la ilustración de la Academia detenernos en ponderaciones del más antiguo y
venerable monumento de las letras castellanas, y uno de los más insignes que ha producido la poesía épica en ningún lugar y tiempo. Ocioso
parece también el elogio del señor Menéndez Pidal, a quien el unánime consentimiento de los eruditos nacionales y extranjeros, reconoce
corno la persona más apta y mejor preparada para la tarea que ha emprendido; competencia que ya fué reconocida por nuestra Corporación
cuando premió, en reñido certamen, una obra del mismo autor relativa a la gramática y al vocabulario del Poema. Únicamente me permitiré
hacer algunas indicaciones sobre el nuevo carácter de esta edición y sobre los principales puntos en que difiere de las anteriores.
Es cosa bien sabida que el Poema del Cid ha llegado a nosotros en un solo códice, copia del siglo XIV, de la cual es hoy afortunado y
envidiable poseedor nuestro ilustre compañero don Alejandro Pidal y Mon. Tenía ya este códice, en 1596, las mismas faltas que ahora, como lo
evidencia la mala copia que entonces hizo un Juan Ruiz de Ulibarri, cuyo traslado se conserva en la Biblioteca Nacional. Fué primer editor del
Poema, en 1779, el docto y benemérito don Tomás Antonio Sánchez, antecediendo con mucho a todos los editores de canciones de gesta
francesas. Pero aun siendo inapreciable el servicio prestado a nuestras letras por el colector de las Poesías anteriores al siglo XV, y muy dignas
de loor la buena fe y la perspicacia crítica con que procedió en sus ediciones, no podían menos de resentirse ellas del estado de infancia en que
a fines del siglo XVIII se encontraban los estudios de filología neo-latina o romance, que apenas han pasado de la adolescencia en nuestros
días. La edición de Sánchez, por tanto, aunque excelente para su tiempo y muy honrosa para el nombre de quien la hizo, no satisface hoy las
exigencias de la crítica. Y lo mismo puede decirse de las numerosas reproducciones que del poema se han impreso en nuestro siglo, puesto que
todas van fundadas en su texto, excepto tres hechas en presencia del códice original, y son la de Janer (1804), que procedió en tan delicada
tarea con negligencia increíble; la del profesor alemán Vollmöller (1879), mucho más concienzuda y seguramente la mejor de las anteriores a
la presente, y la del [p. 214] norteamericano Huntington (1898), hecha también con esmero y con mucho lujo tipográfico, pero que no trae
ninguna variante de importancia.
Pero todos estos editores, aun el más diligente, se habían atenido a la lección aparente del poema. La originalidad del trabajo del señor
Menéndez Pidal estriba en el análisis de las diversas correcciones de varios tiempos y de varias manos que en el códice se introdujeron, y en el
análisis previo de las varias tintas con que estas enmiendas se escribieron. Unas son arrepentimientos del primitivo copista; otras, retoques de
un primer corrector del mismo siglo XIV que revisó todo el códice, acaso con presencia de un original perdido; otras son renglones vueltos a
copiar cuando en el siglo XV se reencuadernó el códice, y otras, finalmente, están hechas en el siglo XVI por una pluma que se entretuvo en
repasar palabras, líneas y páginas enteras, alterando la ortografía vieja.
Para restituir, pues, el genuino texto del Poema, si no tal como originalmente se escribió, a lo menos tal como en el siglo XIV fué copiado,
prescindiendo de la serie de degradaciones posteriores, el señor Menéndez Pidal ha acudido sin vacilar, al empleo de enérgicos reactivos,
merced a los cuales ha podido limpiar la espesa costra que cubría los versos del antiguo Cantar y restituirle, en lo que cabe, a su primitiva
pureza. No admite en su edición sino lo que escribió el viejo copista, y algunas de las enmiendas del primer colector cuando parece haber
tenido a la vista un códice mejor o cuando rectifica yerros evidentes. Las demás variantes quedan relegadas a las notas.
La reproducción del códice está hecha con suma exactitud, casi paleográfica, salvo que, para facilitar la lectura se ponen en mayúsculas los
nombres propios, se añade la puntuación y se resuelven las abreviaturas.
Fuera largo y enojoso exponer los admirables resultados que con este método ha obtenido el señor Menéndez Pidal, y los muchos lugares en
que esta edición mejora el texto de las anteriores. Me ceñiré a presentar unos pocos ejemplos.
En el verso 17:
«Burgeses é burgesas por las finiestra son.» Desaparece un puestos, que rompía inoportunamente la serie de asonantes.
[p. 215] El verso 69, donde antes se leía la palabra hipotética encervicio, se lee ahora fácil y llanamente de este modo:
«Pagós mio Cid el Campeador é todos los otros que van á so servicio.»
En el verso 1.691, todos los editores habían leído hasta ahora campo en vez de pan, que es lo que verdaderamente dice el códice y lo que exige
la serie rítmica:
«Mas vale que nos los vezcamos, que ellos coian el pan ... »
En los versos 3.646-47, desaparece la repetición de lanzas en dos finales seguidos, leyéndose en el segundo, como es debido:
Notorio es que la copia del Poema del Cid está incompleta, pero hasta ahora no se habían reconocido más que dos lagunas, una al principio y
otra después del verso 2.337.
El señor Menéndez Pidal es el primero que ha reparado en la falta de otra hoja, después del verso 3.307:
Finalmente, los últimos versos del Poema, que sólo con reactivo pueden descifrarse, y sobre los cuales tanto, y a veces de tan mala fe, se había
discutido, se leen ahora por primera vez íntegra y fielmente de este modo:
Desaparece, pues, el ininteligible verso que estampó Janer y han repetido otros:
y el sentido resulta clarísimo, puesto que el juglar pide a sus oyentes que para comprarle vino, depositen, a falta de dineros, alguna prenda
(peños) en la taberna.
Por todas las razones expuestas opina el que suscribe que la nueva edición del Poema del Cid, hecha por don Ramón Menéndez Pidal, no sólo
excede en mucho a las anteriores, sino que puede considerarse como definitiva, mientras no aparezca otro códice, puesto que el editor ha
agotado todos los medios humanos que podían conducirle a la más perfecta lectura del único que [p. 216] tenemos, sin retroceder ni siquiera
ante el peligro posible, de comprometer la integridad de una joya tan inestimable; en lo cual ciertamente ha sido secundado por el desinterés y
generoso celo científico del poseedor actual, en quien se ha sobrepuesto a toda otra consideración el amor a la cultura y a la utilidad general.
Y como se trata de la primera reproducción fiel de la obra más célebre de la primitiva literatura castellana y del más nacional y heroico de
nuestros poemas, puede la Academia, en mi concepto, recomendar al Gobierno de S. M. la adquisición del mayor número de ejemplares dentro
de lo que preceptúan las disposiciones vigentes, para que en ninguna biblioteca de importancia falte obra de tan indispensable consulta y de tan
relevante mérito.
M. Menéndez y
Pelayo.
27) LOPE DE RUEDA. ESTUDIO HISTÓRICO Y CRÍTICO SOBRE LA VIDA Y OBRAS DE ESTE AUTOR, POR DON MARIANO
FERRÉ E IZQUIERDO
El que suscribe ha examinado, por encargo de la Real Academia Española, el opúsculo titulado Lope de Rueda. Estudio histórico y crítico
sobre la vida y obras de este autor, escrito por don Mariano Ferré e Izquierdo; y en conciencia expone el juicio siguiente:
Si el mérito de esta obrita ha de tasarse por las noticias nuevas o puntos de vista originales que contiene, hay que reconocer que su mérito es
muy exiguo, puesto que no sólo no añade su autor dato alguno a las investigaciones anteriores, sino que parece haber desconocido las muy
importantes que en estos últimos años han hecho, en España, los señores Cañete, Asensio y muy particularmente nuestro compañero don
Emilio Cotarelo, y en Alemania el docto y laborioso Stifel. No es maravilla, por tanto, [p. 217] que en este estudio continúe asignándose a
Lope de Rueda un papel muy diverso del que le corresponde en la evolución de nuestro arte dramático, y se conceda a sus comedias una
originalidad que ya no puede sostenerse después del hallazgo de sus modelos italianos. La diligencia bibliográfica del autor tampoco parece
haber sido muy grande, puesto que no da muestras de conocer la novísima reproducción de las Obras de Lope de Rueda publicada en la
Colección de libros españoles raros y curiosos, ni mucho menos las antiguas ediciones de estas comedias. Todo su trabajo va fundado, al
parecer, en los extractos que Moratín dió en sus Orígenes del teatro, y en la compilación de Böhl de Faber. Aun libros tan corrientes y
divulgados como la Historia del teatro español de Schack, para no hablar de las posteriores de Klein y Schaefer, no parecen haber llegado a su
noticia, puesto que no las cita ni utiliza nunca.
Expuesto imparcialmente lo que precede, he de reconocer del mismo modo que el señor Ferré e Izquierdo juzga rectamente, con buen gusto y
en estilo agradable, aquella parte del teatro de Lope de Rueda que ha logrado conocer. Y como quiera que siempre es útil la difusión de la
buena doctrina literaria expuesta en forma clara y amena, y nunca ha de tenerse por inútil el trabajo que se emplea en recordar discretamente
las antiguas glorias de la cultura patria, opina el que suscribe que, sin perjuicio de los reparos expuestos, puede recomendarse al Gobierno de
Su Majestad la adquisición de cierto número de ejemplares de esta memoria con destino a las bibliotecas, lo cual puede servir de estímulo a su
joven autor para desarrollar, en estudios posteriores, las buenas prendas críticas que ya se adivinan en el presente y que sólo aparecen
oscurecidas por una información demasiado rápida e incompleta.
M. Menéndez y
Pelayo.
La dura labor de recolección de estos Informes se debe principalmente, justo es consignarlo aquí, a mi excelente amigo Ángel González
Palencia (q. e. p. d.), quien, guiándose por notas que le envié, tomadas de oficios en que se le daba a Menéndez Pelayo esa comisión, y
siguiendo día a día los libros de actas de las Academias Española y de la Historia, logró reunir todos estos documentos y comprobar su
autenticidad.
[p. 180]. [1] . Nota del Colector. — Como es un informe oficial pedido a la Academia por la Dirección General de Instrucción Pública lleva
solamente la firma del secretario de la Comisión informante, pero el escrito es redactado por Menéndez Pelayo, que fué el ponente en esa
Comisión.
VARIA — II
VII.—INFORMES Y DICTÁMENES
CLÁSICOS ESPAÑOLES
No juzga la Comisión, pues, el drama de don Federico Soler, como obra catalana, para lo cual se
reconoce incompetente, sino como obra de autor español, representada en una ciudad de España
durante el año 1887. Esto sólo pedía el mandato que de S. M. la Reina Regente recibió la Academia,
y esta sola consideración es la que han tenido presente los académicos que suscriben, al formular el
dictamen.
No es Batalla de Reynas obra de primer orden, si se la compara no ya con los modelos del arte
dramático, sino con las producciones del teatro español contemporáneo, y aun con el mismo
abundantísimo, repertorio de su propio autor el señor Soler. Pero en plazo tan breve como el de un
año, nunca es de esperar, dada la libertad e indisciplina con que nace y florece la producción artística,
que puedan presentarse muchas obras maestras, ni es posible formar juicio que no sea muy relativo.
Tal es el que formula la Comisión sobre el drama del señor Soler, fundado en [p. 221] la rivalidad
histórica de las dos Reinas de Aragón, Doña Sibila, esposa de Don Pedro IV, y Doña Violante, que lo
fué de su hijo Don Juan I, llamado vulgarmente El Cazador y por otros El Amador de toda gentileza.
El asunto del poema es interesante, la trama ingeniosa, los caracteres, aunque no plenamente
desarrollados, tienen suficiente realce, y el diálogo es, en general, rápido y animado, con no pocos
rasgos de pasión y de elocuencia. Si a esto se añade el conocimiento profundo que su autor manifiesta
de los efectos escénicos, no sin abusar alguna vez de esta habilidad técnica, no se tendrá por
infundada la preferencia que la Comisión da a esta obra entre las restantes del concurso, por más que
no se le oculten los defectos de que adolece la contextura del drama, especialmente en su acto
segundo, donde abundan los recursos de melodrama vulgar, no bastantes, sin embargo, a oscurecer el
mérito de la elegante y lúcida exposición del acto primero, y de las escenas patéticas y vigorosas del
último. Por otra parte, al designar este drama como digno de premio por su mérito relativo, al cual no
llega ningún otro de los presentados a este certamen, la Comisión no entiende galardonar una obra
aislada, sino todo el trabajo y la vida artística de un poeta, que comenzando a cultivar el teatro catalán
cuando éste vivía entregado a los desafueros de la ínfima farsa, de la parodia y de la diatriba política,
fué elevándose por grados a la representación viva, fiel y poética de las costumbres de su pueblo, al
drama histórico, y al drama que pretende traducir los conflictos morales de la vida presente. Don
Federico Soler, que sacó poco menos que de la nada el teatro catalán, que convirtió en diversión culta
y en honesto regocijo del espíritu lo que antes fué recreación innoble y grosera, bien merece esta
recompensa pública y solemne, que recae en el autor y en el conjunto de sus obras, más bien, que en
una de ellas separada de la buena compañía de las demás.
Marqués de Molíns. Manuel Cañete. Tomás Rodríguez Rubí. Gaspar Núñez de Arce. A. Cánovas del
Castillo. Eduardo Saavedra. Víctor Balaguer. M. Menéndez y Pelayo.
[p. 222] 3) ESTUDIO SOBRE LA VIDA Y OBRAS DEL MAESTRO TIRSO DE MOLINA
Al Certamen propuesto por esta Real Academia para premiar un estudio sobre la vida y obras del
Maestro Tirso de Molina, han concurridos dos Memorias. Lleva la primera por lema estos versos de
Lope de Vega:
La Comisión encargada de examinar estas Memorias, fácilmente puede cumplir su cometido respecto
de la primera y más extensa de ellas. Vulgar en su estilo y en sus juicios, no presenta tampoco
novedad alguna de investigación, ni siquiera se muestra su autor enterado de los más recientes
trabajos críticos acerca del gran poeta a quien pretende juzgar, y cuyas obras tampoco da señales de
conocer por entero, limitándose a analizar en forma algo pedestre algunos dramas suyos y a
reproducir los juicios que corren estereotipados en los libros elementales de literatura.
Más aprecio merece la segunda Memoria, especialmente en lo que toca a la parte biográfica, única
que su autor trata con alguna madurez y detención. Investigaciones no siempre coronadas por feliz
éxito, pero laudables en todo caso como indicio de un espíritu curioso y diligente, le han hecho
tropezar al cabo con la única fuente importante que hasta hoy conocemos sobre la vida de Fr. Gabriel
Téllez, es decir, con su propia Historia de la Orden de la Merced, donde no faltan pasajes de índole
autobiográfica; libro que se conserva manuscrito en la biblioteca de nuestra Academia de la Historia
y que con hallarse en sitio tan público y accesible a las miradas de todos los estudiosos, no parece
haber obtenido hasta hoy la visita de ninguno de ellos, sin exceptuar aquellos editores y biógrafos de
Tirso de Molina que más amargamente deploraban la falta de noticias relativas a su persona. De esta
fuente tan pura, aunque no siempre tan caudalosa [p. 223] como pudiera imaginarla el deseo de
nuestro gran poeta, ha sacado el autor preciosos pormenores concernientes a la vida religiosa de
Tirso, y en especial a la misión que desempeñó en la Isla Española o de Santo Domingo. A estás
noticias, principal riqueza y adorno de esta biografía, todavía ha añadido otras procedentes de la
ciudad de Soria, en cuyo convento de la Merced residió Tirso durante sus últimos años; y lo ha
enlazado e ilustrado todo con algunas sagaces conjeturas sacadas de las propias obras del excelso
dramaturgo, no sin caer al mismo tiempo en otras suposiciones gratuitas e infundadas.
De todo lo dicho se infiere que bajo el aspecto biográfico, contiene esta Memoria algo muy nuevo y
muy útil, cuya publicación es conveniente o más bien necesaria, por referirse a uno de los mayores
poetas de nuestra literatura y aun de la literatura dramática universal; autor tan célebre hasta ahora
por sus escritos como misterioso y enigmático en lo que toca a las circunstancias de su vida. Es cierto
que esta Memoria no resuelve todas las dificultades, y que en algunos puntos viene a plantear y
proponer otras nuevas, pero esto mismo es ya un gran adelanto como estímulo y acicate para nueva y
más feliz indagación.
Pero bajo los aspectos crítico y bibliográfico, esta obra dista mucho de corresponder al programa de
la Academia y a lo que hoy se exige en este género de trabajos, de que hay en España y fuera de ella,
tan excelentes modelos. La ausencia de plan, la mezcla inoportuna de retratos y descripciones de
carácter novelesco, la hinchazón y ampulosidad habituales del estilo, la puerilidad de muchas
conjeturas históricas, el conocimiento muy imperfecto de la literatura dramática contemporánea de
Tirso y lo inseguro, vacilante y superficial del juicio estético, impiden recomendar esta obra sino con
grandes salvedades.
El autor discurre muchas veces sobre datos incompletos, atribuye a Tirso obras cuya paternidad no
está ni medio justificada y supone en otras intenciones y propósitos de actualidad que quizá no
atravesaron nunca por la mente del ilustre mercedario. Además, la Memoria no está completa.
Apremiado su autor sin duda por la escasez de tiempo, ha atropellado su labor en los últimos
capítulos, y ha redactado muy a vuela pluma los [p. 224] apéndices, incluso el que se refiere a
materia tan interesante como la bibliografía del Burlador de Sevilla.
Si a todo esto se añaden frecuentes descuidos de lengua y un tono, entre oratorio y periodístico, muy
ajeno a la gravedad, concisión y firmeza propias del estilo crítico, fácilmente se comprenderán las
razones que la Comisión tiene para no proponer esta monografía como digna de premio, y desear para
en adelante algún estudio sobre Tirso más digno de la grandeza del personaje; estudio en que se
aprovechen los felices hallazgos del nuevo biógrafo y en que también se aprovechen, depuren y
aquilaten, lo cual él no ha intentado hacer siquiera, las breves pero luminosas observaciones de
Schack, de Klein y de otros doctos hispanistas alemanes, más luminosas, más entusiastas y más
profundas, por mucho que nos cueste confesarlo, que todo lo que hasta ahora ha inspirado a nuestros
críticos el genio portentoso de aquel émulo de Lope y próximo pariente de Shakespeare.
Pero como al mismo tiempo parecería duro condenar al olvido y a la oscuridad noticias que hoy por
primera vez salen del polvo de los Archivos y sería grande cargo de conciencia no ayudar a su
divulgación, sean cuales fueren los defectos de la forma en que se divulguen, la Comisión propone a
la Academia, que, siguiendo el criterio de mérito relativo que debe aplicarse siempre a los trabajos
históricos, tan diversos por su índole de los de amena literatura, recompense al autor de esta segunda
Memoria contribuyendo a la impresión de tan útil trabajo con una cantidad que podría ser la mitad del
premio ofrecido, es decir, mil y quinientas pesetas, entendiéndose que sólo el hecho de la impresión
del libro da derecho al autor para percibirlas.
La Comisión nombrada por la Real Academia Española para dar dictamen sobre las obras
presentadas al concurso abierto en 1889 sobre el tema siguiente: Estudio crítico de los principales
trabajos acerca de la lengua castellana, publicados en España y fuera de ella desde el siglo XV hasta
nuestros días, ha examinado con la debida atención el único trabajo que ha aspirado a dicho premio,
y que lleva por lema este texto de Quintiliano: Grammatice..., tenuis a fonte..., pleno jam satis alveo
fluit.
A juicio de la Comisión, este trabajo se ajusta a las condiciones del programa y puede ser de
grandísima utilidad para las tareas de la Academia y para el adelanto de los estudios gramaticales y
lexicográficos, pudiendo considerarse como una bibliografía cabal, metódica y razonada de las
gramáticas, de los diccionarios y aun de las monografias y disertaciones que en todo o en parte se
refieren a nuestra lengua. El autor no se limita a catalogarlas por orden de materias y por orden
cronológico, sino que emite su juicio sobre todas las que lo merecen, y hace notar en cada una el
grado de utilidad que hoy pueden tener para el estudioso de la filología castellana. De las más
importantes hace copiosos extractos, y de alguna, magistral y fundamentalísima como la Gramática
de las lenguas neo-latinas, de Federico Díez, presenta minucioso compendio, en apariencia modesta,
pero cuyo interés y utilidad práctica serán rectamente estimados por todos los españoles que hayan
tenido que manejar la obra clásica del patriarca de la filología romance y deseen tener reunido y
apreciar de una sola ojeada, todo lo que en ella se lee referente a nuestra lengua.
La obra presentada al concurso, sin aspirar al lauro de la investigación filológica original, reservada
sin duda para un período de madurez que todavía no han alcanzado estos estudios en España, tiene el
inmenso valor de inaugurar el período crítico en ellos, inventariando todo el material existente y
poniendo en circulación gran número de nociones filológicas que, con ser [p. 226] ya universalmente
admitidas en las escuelas de Europa, todavía suenan a novedades en España. Es, por consiguiente,
obra de cultura general, que la Academia debe patrocinar y difundir, por lo mismo que el método de
exposición histórica que el autor emplea, le salva de escollos de la novedad temeraria y precipitada, y
hace fácil y suave la transición desde los métodos de la gramática tradicional hasta los severos
procedimientos de la moderna lingüística. Grande es en el libro la copia de erudición bibliográfica,
aun respecto de libros casi ignorados de los más doctos, aun respecto de artículos perdidos en revistas
filológicas de Alemania y Francia. Pero todavía es más de aplaudir el recto juicio que el autor
demuestra al pesar y aquilatar los méritos de cada gramático; y la templanza, discreción y modestia
con que insinúa su parecer propio.
Defectos tiene, sin duda, la Memoria presentada al concurso, y los más de ellos han de atribuirse al
plazo en demasía breve que la Academia concedió para tan grande asunto. Dos años parecen poco
tiempo para buscar, leer, estudiar y juzgar los innumerables escritos que acerca de la lengua
castellana se han impreso, mucho más si se atiende a que algunos de ellos son extraordinariamente
raros, y otros andan perdidos en colecciones donde sólo la paciencia y a veces la casualidad pueden
descubrirlos. Hay, por consiguiente, en el libro, omisiones y deficiencias que el autor mismo
confiesa, y que son tanto más fáciles de subsanar cuanto que por lo común se refieren a libros de los
más conocidos de nuestra literatura gramatical, y que precisamente por eso parece haber reservado el
autor para estudio de última hora. Quien ha extractado con tanta prolijidad, inteligencia y esmero la
Gramática de Díez, no puede ciertamente ser tachado de ignorancia o de negligencia por no haber
hecho el mismo trabajo con la de nuestra Academia o con la de Bello o con la de Salvá. Quien está
familiarizado con gramáticas tan raras como la de Támara o la de Juan de Miranda, no puede
desconocer ciertamente la importancia única que en la historia de nuestra lengua alcanza la Gramática
Castellana de Antonio de Nebrija.
La Comisión opina, después de maduro examen, que en este caso debe seguirse el mismo
procedimiento que se ha seguido [p. 227] en otros análogos, entre ellos el muy reciente del Glosario
latino-muzárabe del señor Simonet, y fundada en tales precedentes propone a la Academia:
1.º Que se adjudique el premio a la única Memoria presentada al concurso, puesto que
manifiestamente lo merece por los riquísimos materiales que contiene, y porque en su plan, método y
divisiones cumple estrictamente con las condiciones puestas en la convocatoria.
2.º Que faltando a la obra, no ciertamente por culpa de su autor, que bien muestra en ella su total
dominio de la materia, sino por lo angustioso del plazo, alguna perfección y complemento de
noticias, y alguna mayor corrección en el estilo, se devuelva el manuscrito a su autor si la Academia
acuerda la concesión del premio, otorgándole un plazo, que podrá ser de un año, para que antes de dar
a la estampa su libro, haga en él las adiciones y enmiendas que, a juicio de la Comisión, son
indispensables, y que, como dicho queda, no atañen a lo sustancial de la obra ni menoscaban el precio
y utilidad de su doctrina.
Aureliano Fernández-Guérra. Gaspar Núñez de Arce. M. Menéndez y Pelayo. Juan Valera. E. Benot.
La Comisión encargada por esta Real Academia de examinar las obras presentadas al concurso de
1892, ha formulado el siguiente dictamen:
Dos eran los temas propuestos en el citado concurso. Para el primero: Estudio sobre la vida y escritos
de algún autor español cuyo nacimiento sea anterior a nuestro siglo y que merezca ser considerado
como texto de lengua, se han presentado cuatro Memorias, las cuales respectivamente versan sobre la
biografía y obras de [p. 228] don Diego de Torres Villarroel, don Antonio de Solís, don Diego
Saavedra Fajardo y don Juan de Jáuregui.
En concepto de esta Comisión, ninguna de ellas tiene aquel sobresaliente mérito de investigación y de
crítica que tal premio exige, si bien en las relativas a Jáuregui y a Saavedra se advierten condiciones
muy estimables así de erudición como de buen gusto, que hacen a sus autores dignos de
recomendación, por más que sus trabajos no aporten muchos datos nuevos a nuestra historia literaria.
Por lo tocante al segundo tema: Gramática y Vocabulario del Poema del Cid, cuatro han sido
también las Mémorias presentadas al certamen de la Academia. Descartando por excesivamente
somera y elemental la señalada con el número 3, la Comisión se complace en reconocer en las otras
tres, méritos muy relevantes, aunque desiguales. En esta ocasión, más que en otra alguna, hay que
lamentar que las condiciones del programa no permitan más recompensa que la de un premio, y no
dejen abierto el camino a ninguna especie de accésit o mención honorífica. Los autores de las tres
Memorias señaladas con los números 4, 2 y 1, no sólo se muestran iniciados en el buen método
filológico y en los sanos principios de la gramática histórica aplicada a los textos de la Edad Media,
sino muy al corriente de los trabajos especiales que, así dentro como fuera de España, se han hecho
sobre el monumento más primitivo y venerable de la poesía castellana. Pero en la aplicación de este
fondo común de saber lingüístico al peculiar objeto de su tarea, no han sido igualmente felices, ni se
les puede conceder, a juicio de la Comisión, el mismo lauro. El autor de la Memoria señalada con el
número 1, se extiende en prolijas disquisiciones de gramática general, que no vienen derechamente al
tema de la recta interpretación del Poema del Cid; insiste en muchas teorías generales que por sabidas
deben callarse en una monografía, y ocupa con estos preliminares casi la mitad de su trabajo, escrito
además en forma un tanto confusa y poco literaria. La Memoria número 2, presenta, en la parte de
gramática, un conjunto muy razonado y sistemático, pero el vocabulario es deficiente y deja sin
explicación los términos más difíciles del Poema. La que lleva el número 4, aunque de apariencia
más modesta y menos cargada de prolegómenos, ha [p. 229] parecido a los que suscriben, más
original en la investigacion, más rica de doctrina propia, más ceñida al asunto, más útil en la
declaración de los vocables oscuros y de las formas desusadas, y por consiguiente más útil para los
fines esencialmente prácticos que la Academia se propuso al abrir este certamen.
La Comisión, pues, congratulándose del visible adelanto que estos estudios difíciles van haciendo en
España, como lo prueba el hecho de haberse presentado a un solo concurso sobre punto concreto, tres
estudios tan dignos de estimación, propone para premio la Memoria número 4, y recomienda para
honorífica mención la segunda y primera.
(Borrador autógrafo.)
Informe de la Comisión encargada de emitir dictamen acerca de las obras presentadas a los dos
certámenes abiertos por la Real Academia Española en 9 de octubre de 1893. (La Comisión estaba
compuesta por los señores Valera, Menéndez y Pelayo, Fabié, Commelerán y García Ayuso.)
Cuatro son las biografías de autores ilustres que se han presentado al Concurso. Una de Garcilaso de
la Vega, con el lema La celeste Avemaría que se ganó en el Salado. La Comisión entiende que esta
Memoria no aporta ningún dato nuevo relativo a la vida y obras del poeta y adolece de poca precisión
en los juicios críticos que el autor formula. Por otra parte, la profusión de noticias completamente
extrañas al asunto sobre que debía versar la Memoria, oscurece en términos la personalidad del
escritor biografiado, que más parece una monografía histórica-política de época, que la biografía de
un poeta y de su influencia en la [p. 230] dirección y desenvolvimiento del género literario por él
cultivado. Hízose notar, además, el completo desconocimiento de los adelantos filológicos modernos
que muestra el autor en el Apéndice «sobre los orígenes de la lengua castellana», en el que ha reunido
unas cuantas noticias ya vulgarizadas y que ninguna luz arrojan sobre la cuestión que se propone
dilucidar.
Por todo lo cual la Comisión opina que esta obra no es acreedora a ninguna de las recompensas
ofrecidas por la Academia.
Respecto a la biografía de Fray Luis de Granada, cree la Comisión que ha quedado fuera de concurso
desde el momento en que el autor la ha publicado y puesto a la venta con su nombre. Pero es, además,
evidente que no reúne las condiciones indispensables un trabajo incompleto, en el que no se estudia
sino una porción muy pequeña de las obras del eximio autor de la Guía de Pecadores.
Examinada la biografía y estudio crítico de Jáuregui, que lleva el lema Allí famosos vi de Andalucía,
la Comisión encuentra en ella méritos relevantes, ya porque contiene documentos desconocidos en el
orden biográfico que revelan un concienzudo estudio de la materia, ya por que, si bien se ciñe
demasiado al escritor biografiado y apenas toma en consideración el medio ambiente en que vive, da
amplias noticias de casi todos sus escritos, siquiera se note cierta pobreza en sus juicios críticos y
algún descuido en no aquilatar cual debiera los merecimientos de Jáuregui como versificador. La
Comisión acordó manifestar a la Academia su profundo sentimiento de que no se hubiese anunciado
segundo premio, a fin de poder galardonar esta obra excelente.
encuentra la Comisión méritos suficientes para obtener el premio ofrecido por la Academia, no sólo
por el acierto que el autor muestra en el juicio que le merecen las obras y hechos de este escritor, sino
también por el ancho que abarcan sus investigaciones, habiendo trazado en su trabajo un cuadro muy
acabado [p. 231] y completo del estado del teatro español en el período memorable de los Iriartes y
Moratines.
A petición del señor Fabié, la Comisión acordó proponer a la Academia que se signifique al autor la
conveniencia de suavizar algunos juicios demasiados severos y aun de notoria acerbidad que hay en
la Memoria, en particular relativos al escritor Forner, no tan sólo por creerlos impropios de la índole
del certamen, sino también porque afectan a personas que aún viven entre nosotros, ya que en casos
análogos la misma Academia ha designado un individuo de su seno que haga esas ligeras
modificaciones.
Una solo obra se ha presentado al certamen primero abierto por la Academia, o sea, Gramática y
Vocabulario del Fuero Juzgo, con el lema
A pesar de su extensión considerable, 711 páginas, la Comisión entiende que esta Memoria no es
acreedora al premio ni al accésit que ha ofrecido la Academia. El autor ha expuesto el asunto en
términos demasiado generales, deteniéndose a exponer gran número de cuestiones filológicas harto
vulgarizádas y que nada tienen que ver con el asunto, por lo cual éste queda totalmente oscurecido en
medio de un inmenso caudal de teorías sobre la Gramática castellana y un sinnúmero de paradigmas
que dejan al lector a oscuras tocante a la verdadera gramática de este precioso monumento de nuestra
literatura.
Para explicar la formación de nuestro romance no encuentra más elemento de vida que la corrupción
de las voces latinas al ser romanceadas. Fuera de lugar están, a juicio de la Comision, las reglas y
principios que sienta sobre la formación de las palabras, consignados ya en cien libros elementales,
puesto que el autor no ha tenido el cuidado de razonar sus teorías y en ningún punto del voluminoso
trabajo se descubre el juicio crítico y la observación filológica a que se presta un estudio sobre la
formación y derivación del más hermoso de los romances. Así se le escapa advertir, entre mil casos
análogos, que possum está por potsum, possim por potsim, en donde se descubre la principal [p. 232]
razón de la presencia de la dental en castellano; admite como corrientes, etimologías muy discutibles
y problemáticas, como la que deriva el verbo substantivo ser de sedere; sienta principios
incompatibles con los descubrimientos filológicos modernos. Así dice que «la lengua gótica era una
jerga inculta, sin prosodia, sintaxis ni ortografía», que el « úngaro es lengua matriz y la eúskara
lengua sabia»; dirige severos ataques a los que acuden al sánscrito para explicar la etimología de
algunas palabras, afirmando que dicha lengua es poco conocida y que se está descubriendo; sostiene
que el árabe llegó a adquirir en España absoluto predominio, lo cual está en abierta contradicción con
la doctrina demostrada por el señor Simonet en ese precioso trabajo premiado por la Academia; y, por
último, su Vocabulario es una lista escueta de voces, deficiente y pobre en extremo, en el que se echa
de menos toda labor fraseológica que aclare el empleo y la significación de los vocablos y esa
investigación minuciosa que tanto abrillanta el mérito de los trabajos filológicos cuando están
basados en los principios de la moderna ciencia etimológica.
Tales son, entre otras muchas, las razones en que la Comisión ha fundado su fallo sobre esta
Memoria.
Juan Valera. M. Menéndez Pelayo. Antonio M.ª Fabié. Francisco Commelerán. Francisco García
Ayuso.
7) PREMIO PIQUER PARA LA MEJOR OBRA DRAMÁTICA QUE SE PUBLIQUE CADA AÑO
(1896)
La Comisión nombrada para otorgar el premio fundado por el señor Piquer a la mejor obra dramática
que se publique cada año, después de examinar las correspondientes a 1896, estima que la que lo
merece es la que lleva el título de María del Carmen, escrita por el señor Feliú y Codina. La
Academia resolverá, como siempre, lo más acertado.
Gaspar Núñez de Arce. V. Barrantes. M. Menéndez y Pelayo. Antonio M.ª Fabié. Alejandro Pidal y
Mon.
La Comision de la Real Academia que ha entendido en el examen de las obras presentadas para los
certámenes literarios que fueron acordados en junta de 10 de octubre de 1895 y anunciados en la
Gaceta del día 14 del mismo mes y año, tienen el honor de manifestar a la Academia haberse
presentado a dichos certámenes las obras siguientes:
Para el primero, cuyo asunto era Gramática y Vocabulario de las obras de Gonzalo de Berceo, sólo
se presentó una obra, cuyo lema era «Escrebir en tiniebra es un mester pesado».
Para el segundo, cuyo asunto era la Biografía y estudio crítico de cualquier escritor castellano de
reconocida autoridad literaria y lingüística y cuyo nacimiento haya sido anterior al siglo presente,
llegaron a la secretaría de la Academia las obras siguientes:
Después de leer y examinar atentamente estas obras, la Comisión ha juzgado que la obra sobre
Gonzalo de Berceo llena todas las condiciones que la hacen acreedora al premio ofrecido, mostrando
en ella su autor notable dominio del asunto, erudición no común y discusión y resolución acertada de
los puntos que en ella se controvierten. La obra está escrita además con mucha discreción y limpieza
y claridad de estilo, y posee otras dotes que singularmente la avaloran. Así la Comisión no tiene
reparo en señalarla a la Academia para que le conceda el galardón ofrecido.
Respecto a las obras que tratan de desempeñar el tema segundo, descartando el estudio de Cervantes
como de ningún valor, ha hallado la Comisión en los tres restantes cualidades que los recomiendan a
la atención de la Academia.
Desde luego cree que el estudio sobre Luis Barahona de Soto es sin duda alguna merecedor del
premio. Campea en este [p. 234] estudio gran copia de erudición de buena ley, investigación bien
encaminada, gran claridad y galanura de estilo y tal interés en la narración, que tomado en las manos
no es posible soltarle hasta llegar a la última página.
Los documentos nuevos y desconocidos hasta ahora con que el autor confirma sus asertos, las
noticias peregrinas que acumula y los datos originales con que esclarece un periodo muy importante
de nuestra historia literaria, hacen su obra especialmente recomendable.
En fin, la colección que nos presenta de las obras de Luis Barahona de Soto que hasta ahora andaban
desperdigadas y eran casi desconocidas aun para los aficionados a nuestra literatura, da a este estudio
valor muy subido y ha de contribuir muy eficazmente a que la Academia fije su atención en el
esfuerzo que supone labor tan benemérita.
La Comisión, por su parte, no solamente la juzga merecedora del premio, sino que cree que la
Academia se honrará y honrará las letras españolas al concedérselo.
Sobre los dos trabajos literarios que optan al mismo premio, juzga la Comisión que si bien no poseen
cualidades may sobresalientes, ambos a dos las tienen bastantes para optar al accésit del certamen.
La obra sobre el P. José de Acosta, arguye en su autor estudio del asunto, conocimiento no común de
la historia del desarrollo de las ciencias de la naturaleza y ciertas dotes y cualidades de escritor muy
recomendables; pero aun en estas mismas condiciones y cualidades no ha podido menos de advertir
algunas deficiencias, alguna parsimonia y timidez en las conclusiones que deduce y cierta
inexperiencia en las aserciones, tanto científicas como literarias e históricas, en que abunda. A pesar
de esto, lo bueno sobreabunda en esta obra a lo que no lo es, y por lo mismo cree la Comisión que ya
que no llegue al punto de perfección señalado por la Academia, se acerca a él, y es por tanto
merecedor del accésit.
Igual juicio cree la Comisión que debe formarse de la obra sobre don Juan de Jáuregui. Hay en ella
mucha investigación, gran copia de datos nuevos y desconocidos y recta y discreta crítica literaria e
histórica. Es verdad que la narración corre en [p. 235] ella algo lenta y premiosa. La crítica no se
levanta tampoco mucho; pero esto tal vez sea debido a que el asunto y la personalidad del escritor no
dan más de sí. A pesar de esto cree la Comisión que llamada la Academia a premiar los esfuerzos de
los ilustradores de nuestra historia literaria, no debe dejar de dar alguna recompensa al laborioso y
benemérito escritor de este ensayo biográfico y literario, concediéndole el accésit al igual del que
puede conceder al biógrafo del P. José de Acosta.
Al indicar a la Academia que concede dos accésit en lugar de uno que señaló en el programa de los
certámenes, cree la Comisión que sobre no perjudicarse a nadie en esta ocasión, aunque parezca
oponerse a la letra del programa del certamen, no se opone, antes se ajusta perfectamente, a su
espíritu, que es el de fomentar los esfuerzos de los que a costa de penosos estudios intentan esclarecer
los puntos oscuros de nuestra historia literaria con estudios que suponen grande energía de voluntad y
además mucho trabajo y talento y doctrina no vulgar y que por desgracia no alcanzan en el público el
favor y recompensa que debieran alcanzar.
Tal es el informe de la Comisión; la Academia, sin embargo, resolverá lo que tenga por conveniente.
La Comisión nombrada para dar dictamen sobre las memorias presentadas al concurso de 1900
relativo a biografía y estudio crítico de un autor español cuyo nacimiento haya sido anterior al siglo
XIX que pueda ser considerado como texto de lengua, ha examinado el único trabajo presentado, que
lleva por título: Don Guillén de Castro, estudio biográfico y bibliográfico, y aunque reconoce el celo
y la inclinación laudable que manifiesta, no [p. 236] considera que reúne las condiciones necesarias
para merecer premio ni accésit, tanto por el escaso número de noticias que contiene como por lo débil
de la crítica y descuido del estilo.
La Comisión designada por la Real Academia Española para examinar las obras que han concurrido a
los certámenes literarios abiertos en el presente bienio de 1900 a 1902, tiene el honor de someter a la
aprobación de sus compañeros el siguiente dictamen:
Tres obras se han presentado al primer concurso relativo a biografía y estudio crítico de algún escritor
castellano de notoria autoridad y cuyo nacimiento fuese anterior al siglo XIX. La señalada con el
número 1, cuyo lema es Cum sanguine mores, versa acerca de la vida y escritos del médico cordobés
don Bartolomé Sánchez de Feria. Trata la señalada con el número 2, de la biografía de Juan Rufo,
Jurado de Córdoba, bajo el lema siguiente: Los archivos municipales y de protocolos son minas
inexploradas para la historia y la biografía. Y pretende, la designada con el número 3, hacer un
estudio biográfico y crítico de Don Leandro Fernández de Moratín, llevando por divisa: Non ego
ventosae plebis suffragia vereor (Horat. Epist. 19, lib. 1.º).
Por razón de la importancia del personaje biagrafiado, pudiera ser esta última la que mejor satisfaría
las condiciones del certamen; pero con harto disgusto se ve que el autor de la Memoria quedó tan por
bajo del tema que temerariamente se propuso desenvolver, que ninguna consideración ni aprecio
merece su obra. No sólo arguye gran desconocimiento de los sucesos relativos a la vida del personaje,
aun de los que hay son ya del dominio de cualquier persona culta, sino que ni examina todas las obras
del célebre Inarco, ni en aquéllas en que el biógrafo fija [p. 237] su atención se advierte ningún rasgo
que revele al crítico digno de tan insigne poeta e historiador literario, ni, en fin, se demuestran
estudios ni conocimientos del tiempo ni de la literatura de la época moratiniana. Los errores,
ignorancias e incongruencias en esta parte son tales que no parece sino que el autor de la Memoria
aludida escribe de cosas que le son enteramente ajenas y remotas.
Mayor esmero y conocimiento del tema que elige manifiesta el trabajo relativo a Bartolomé Sánchez
de Feria. Pero ni el autor de la Palestra Sagrada tiene la importancia literaria y filológica que la
Academia pide, ni la Memoria aludida alcanza la extensión y valor absoluto necesarios para optar al
premio. La Comisión, sin embargo, complácese en declarar que dentro de lo pobre del asunto y como
biografía de un personaje de importancia local, el autor ha hecho un esfuerzo muy plausible, pues la
vida del doctor Sánchez de Feria aparece escrita con bastante corrección y elegancia y hasta con
cierta simpática elocuencia, que hace muy agradable su lectura.
Aunque no la supere en estas cualidades de estilo, aventájala en otras relativas a importancia del
personaje que sirve de tema, extensión y novedad e interés en las noticias la otra Memoria biográfica
del famoso autor de la Austríada. No es ciertamente Juan Rufo escritor de reconocida autoridad, pues
su poema no está exento de graves lunares, ni fué, ni es muy leído. Tampoco su biografía está libre de
defectos, la mayor parte de los cuales, de seguro corregirá el autor en una revisión esmerada, como
pertenecientes al lenguaje y estilo unos y relativos otros a la discutible pertinencia de ciertos
episodios de la historia de la ciudad de Córdoba, impropios para referirse, al menos con la extensión
que alcanzan en una biografía literaria. Pero la investigación afortunada y la curiosidad de los datos
nuevamente allegados, constituyen en esta monografía la mejor vida de Juan Rufo hasta hoy escrita y
su importancia mueve a la Comisión a proponerla a la Academia como merecedora del accésit
concedido a esta clase de trabajos.
Más concurrido aún aparece el certamen segundo, en que se pide una Gramática y Vocabulario del
Fuero Juzgo. Cinco obras han optado a este premio, cosa de notar, dado que se trata de [p. 238]
materias hasta hace pocos años apenas cultivadas en España, ingratas de suyo, y en el caso presente
nada ligeras por lo extenso del texto sometido al análisis filológico. Llevan, respectivamente, los
siguientes números y lemas:
2 . Infantia linguae.
(Ley XV, título III, libro XII.—Trad. cast. del Fuero Juzgo.)
Dos, entre estas cinco obras, sobresalen con mucha diferencia: la que lleva el número 4, aunque
trabajada con premura, según demuestra la forma en que se ha presentado, sin la debida corrección de
erratas y de errores, falta de orden en la paginación y hasta sin soldar muchos párrafos con los que le
siguen, revela en su autor condiciones muy estimables para esta clase de trabajos y que le es muy
conocido el terreno que pisa como filólogo. Si la segunda parte de su obra, relativa al vocabulario,
reuniese las excelencias de la primera, que versa sobre la gramática, tal vez la Comisión tendría el
placer de proponerla para alguna recompensa. Pero como ni aun la misma gramática del Código, tal
vez por la prisa con que parece fué compuesta, está libre de algunos defectos esenciales, sin dejar de
reconocer los méritos que la avaloran, no puede la referida Comisión hacer otra cosa que declararlo
así en este dictamen para que le sirva de satisfacción a su autor y, en algún modo, de premio a su no
pequeño trabajo.
Ninguna de estas reservas debe hacerse en cuanto a la señalada con el número 5, que lleva el lema:
Latina lingua non omnino extincta, sed admodum vitiata (Ducange); aun cuando la Gramática
pudiera parecer algo concisa en parangón con el vocabulario, la Comisión ha advertido que no se
omite cosa alguna verdaderamente esencial en ella. El autor se ciñe con rigor, en verdad, al texto que
analiza; pero esto quizá sea un mérito en estas gramáticas especiales en que deben registrarse sólo los
fenómenos lingüísticos singulares, que son los que por el pronto interesan, pues la Academia
Española, que posee ya las Gramáticas del Poema [p. 239] del Cid y de Gonzalo de Berceo, y se
propone lograrlas de los principales monumentos literarios de nuestro antiguo idioma, hará, en su día,
la comparación entre todos ellos con mayor conocimiento y en la extensión necesaria. Lo que es
verdaderamente notable en la Memoria número 5, es el vocabulario del Fuero Juzgo. Este solo
esfuerzo hará a su autor merecedor, a juicio de la Comisión, del premio destinado a esta sección del
concurso. No sólo están esmeradamente recogidos todos los vocablos y frases singulares del Código,
sino explicados, analizados etimológicamente y con arreglo a los preceptos de la moderna filología y
comparados con otros de los demás textos castellanos de su tiempo o poco anteriores o posteriores.
Labor tan paciente e inteligente como la que el autor ha realizado en la composición de su obra,
mueven a la Comisión a proponer a la Academia le otorgue el premio concedido al certamen de
filología.
Informe de la Comisión encargada de emitir dictamen acerca de las obras presentadas en los
certámenes abiertos por la Real Academia Española para el presente bienio, en 28 de febrero de 1902.
Pedía, el primero, una Biografía y estudio crítico de un autor castellano que merezca ser considerado
como modelo de lenguaje y estilo y cuyo nacimiento sea anterior al siglo XIX.
Este segundo certamen ha quedado desierto por no haberse presentado obra alguna sobre él.
Para el primero, han llegado dos. La primera, con el lema de Livori, es una Biografía de D.
Bartolomé Leonardo de Argensola; juicio crítico de sus obras; elogios que se le han tributado. La
segunda, que lleva el lema Omne tulit punctum, se titula: Pedro Espinosa, Estudio biográfico,
bibliográfico y crítico.
Acerca de la primera de estas obras, entiende la Comisión que si bien son de alabar la diligencia y
buenos propósitos del autor, ni en las noticias personales del célebre Rector de Villahermosa, ni en
las referencias a hechos y personas con él relacionados, se advierte novedad alguna, como
correspondía, al tomar por asunto tan importante figura literaria. Ni el estilo de esta monografía
ofrece tampoco tal interés que por sí solo pueda dar valor a un trabajo literario de esta índole.
De tales deficiencias carece, por fortuna, la segunda de las Memorias presentadas. El estudio del
elegante poeta Pedro Espinosa, presenta una información completa y enteramerte nueva así en la
parte biográfica como en la bibliográfica. La vida de este autor, que estaba aún por escribir,
enriquecerá ya en adelante los gloriosos fastos de nuestra literatura. Para ello puso el autor todo su
empeño y extrajo multitud de documentos de los [p. 241] archivos de Sevilla, Antequera, patria del
poeta, Archidona y Sanlúcar de Barrameda.
No olvidó tampoco reconstruir, lo que todavía es más interesante, la vida literaria del poeta no sólo en
obras ya conocidas como las Flores de poetas ilustres, sino en un aspecto desconocido: esto es en su
literatura ascética, cuando Espinosa abandonó el mundo social para hacerse ermitaño.
Otro de los méritos, y no escaso, que realzan esta obra, es que contiene la historia completa de uno de
los más importantes grupos literarios que florecieron en Andalucía a fines del siglo XVI y principios
del XVII. En esta parte esta Memoria completa las ya curiosísimas noticias contenidas en la referente
a Luis Barahona de Soto, que no hace mucho ha premiado esta misma Real Academia.
Los apéndices de la monografía de Espinosa comprenden algunas obras inéditas del poeta y se fija y
determina el texto de otras ya conocidas.
Por último, el estilo está en perfecta relación con el mérito intrínseco del libro. Su admirable prosa
recuerda los buenos tiempos del habla castellana, y su autor, siguiendo las huellas de autores
modernos que todos conocemos, ha logrado dar a su trabajo toda la amenidad que cabe en esta clase
de escritos.
Por todas estas razones, cree la Comisión, y así tiene la honra de proponerlo a esta Real Academia,
que se concede el premio del primero de los cértamenes indicados al principio de este dictamen al
autor del estudio biográfico y crítico de Pedro Espinosa.
Eduardo Saavedra. M. Menéndez y Pelayo. Miguel Mir. Francisco A. Commelerán. Emilio Cotarelo.
La Comisión nombrada para examinar los trabajos presentados al concurso extraordinario abierto por
la Real Academia [p. 242] Española con ocasión del tercer centenario de la publicación del Quijote,
ha leído con detención las seis memorias que optaron a este premio, cuyo tema es: Estudio y edición
crítica de una de las obras menores de Cervantes.
A juicio de los que suscriben, tres de estas Memorias, encabezadas con los lemas: Si no eres par,
tampoco le has tenido, La pluma es la lengua del alma, y Siempre he oído decir que las buenas
habilidades son las más perdidas, no ofrecen novedad alguna ni de investigación ni de crítica.
Limitará, por consiguiente, su juicio, a las tres restantes, que llevan los lemas: Apostaré que el ánima
del muerto..., Una obra descarriada y Grande es, si es buena, una obra; si es mala, toda ella sobra.
Entre ellas conceptúa digna de premio la relativa a la novela de Rinconete y Cortadillo, cuyo lema es:
Apostaré que el ánima del muerto. El texto de la novela de Cervantes aparece aquí fijado y depurado
con la presencia de las dos ediciones primitivas de las Novelas ejemplares y la copia del Licenciado
Porras de la Cámara, que el autor coteja escropulosamente y cuyas variantes nota y estima con recto
juicio, eligiendo la mejor lección. Todavía tiene más importancia el riquísimo comentario que
acompaña a esta novela y que aclara todos los lugares difíciles de ella, dando de paso singulares
noticias sobre costumbres del tiempo de Cervantes y sobre raros modismos de nuestra lengua, que el
comentador demuestra haber estudiado a fondo. Y, finalmente, realza el valor de este excelente
trabajo una extensa introducción escrita en gallardo y pintoresco estilo, donde con gran copia de
noticias, muchas de ellas enteramente ignoradas, se ofrece una pintura viva y fiel de la vida popular
en Sevilla y especialmente de la vida picaresca durante el largo período en que Cervantes residió en
aquella ciudad.
Estima la Comisión que el accésit corresponde a la Memoria cuyo lema es Una obra descarriada y se
refiere a La Tía Fingida, novela atribuída a Cervantes. La Academia, al reconocer el mérito de este
prolijo y erudito trabajo, no entiende resolver ni en pro ni en contra la cuestión que entre los eruditos
ha sido largamente debatida; la paternidad de esta novela. Juzga sólo del método empleado por el
autor de esta disquisición crítica y del esmero con que ha restablecido el texto de la novela en vista
[p. 243] de las varias ediciones que de ella existen, ilustrándola con rara y selecta erudición y
esclareciendo de paso algunos puntos de la biografía de Cervantes.
La Comisión se complace, al mismo tiempo, en hacer honorífica mención de la Memoria que lleva
por lema: Grande es, si es buena una obra; si es mala, toda ella sobra, y cuyo asunto es el entremés
de El Vizcaíno Fingido. A pesar de lo exiguo de la producción sobre la cual versa este ensayo,
merece alabanza la discreción y buen estudio que revela el comentario, si bien en la introducción se
advierten algunos errores críticos y bibliográficos.
Los que suscriben, encargados de examiner las obras presentadas a los concursos literarios de la
Academia, exponen a la misma lo siguiente, acerca de las Memorias recibidas para los dos primeros
certámenes abiertos en 1904:
1.º Biografía y estudio crítico de un autor castellano que merezca ser considerado como modelo de
lengua y estilo, y cuyo nacimiento sea anterior al siglo XIX.
2.º Estudio histórico filológico de alguno de los dialectos de la lengua castellana, desde sus orígenes
hasta nuestros días.
Entre las tres Memorias presentadas al primer certamen, una de ellas, la de don Antonio de Solís y
Rivadeneyra, fué desde luego desechada por insignificante. La titulada Vida y obras de D. José
María Blanco y Crespo, por la cantidada de noticias [p. 244] reunidas acerca de la persona
biografiada, entre las que figura una valiosa correspondencia inédita, así como por el estudio crítico
de las obras de Blanco, pareció desde luego merecedora de recompensa y la Comisión, por cinco
votos contra dos, le otorgó el premio.
Quedaba aún otra Memoria, la de Ambrosio de Morales, a la cual no creyó la Comisión deberle
adjudicar recompensa alguna por la falta de valor de su parte crítica acerca de la obra de Morales; no
obstante en la parte biográfica halló la Comisión noticias nuevas reunidas a otras, que, aunque ya
conocidas, su acopio revela un trabajo que sería lástima se perdiese. Por lo cual la Comisión se
reserva para en su día proponer a la Academia algún acuerdo que, fuera del presente concurso, tienda
a evitar la pérdida de este trabajo biográfico que considera estimable.
Entre las obras concurrentes al premio anunciado sobre el tema del segundo certamen, solo halló tres
Memorias, no recayendo fallo sobre dos de ellas, señaladas con los números 2 y 3, por haberlas
retirado antes sus autores; y la señalada con el número 1, referente al gallego, la Comisión la
considera fuera de las condiciones de la convocatoria, por no referirse a un dialecto análogo al
castellano, sino al portugués.
Eduardo Saavedra. M. Menéndez y Pelayo. Miguel Mir. F. Commelerán. Emilio Cotarelo. Eduardo
de Hinojosa. R. Menéndez Pidal.
Los individuos de la Comisión de Premios, señores Saavedra, Menéndez y Pelayo, Mir, Commelerán,
Cotarelo y Menéndez Pidal, reunidos el jueves, 2 de diciembre corriente, examinaron las dos
Memorias presentadas al concurso abierto por esta Academia en 28 de junio de 1906.
Una de estas Memorias está dedicada a la biografía de Don Juan Manuel, (apoyada en 330
documentos, en su mayoría [p. 245] inéditos, y al estudio crítico de las obras de este escritor; lleva
por lema:
La otra Memoria estudia el dialecto de Salamanca en los siglos XII y XIII, con ayuda de 100
documentos inéditos, y lleva por lema: ski-j ×nar ©nqrwpoj .
La Comisión, después de discutir estos trabajos, acordó, por unanimidad, conceder el premio a
ambos.
Acordé también anunciar en nuevo concurso, cuyo plazo terminará en 31 de enero de 1912, los dos
temas siguientes:
1.º
Biografía y estudio crítico de un autor castellano que merezca ser considerado como modelo de
lengua y estilo, y cuyo nacimiento sea anterior al siglo XIX.
2.º
los señores Saavedra, presidente; Menéndez y Pelayo, Mir, Commelerán, Cotarelo, [p. 246]
Menéndez Pidal e Hinojosa, examinó primeramente el trabajo presentado que versa sobre El
Casamiento engañoso y el Coloquio de los perros, cuyo lema es Fe. La Comisión apreció los méritos
de este trabajo, tanto en la edición crítica de ambas novelas ejemplares, como en el comentario de las
mismas, donde el autor muestra el conocimiento que tiene de las fuentes no sólo impresas, sino
también manuscritas, que pueden ilustrar los textos estudiados, y acordó en consecuencia por
unanimidad, concederle el premio.
Se examinó después un Vocabulario Cubano, cuyo lema es El idioma castellano es el que se habla,
como lengua oficial, en mayor número de naciones. La Comisión, después de comparar esta Memoria
con el Diccionario de voces cubanas, de Esteban Pichardo, acordó que no había lugar a concederle
premio ni accésit.
En tercer lugar se discutió acerca de la otra Memoria presentada, cuyo título es: El Dialecto vulgar
Salmantino, y cuyo lema es: La costumbre usada y recibida hace que sea primor y gentileza lo que
en otra lengua y a otras gentes pareciera muy tosco. El señor Mir expuso los méritos de la obra y
opinó que debía ser premiada. Pero el resto de la Comisión estimó que, por no hallar esta Memoria al
corriente de la bibliografía del asunto que trata, no merecía premio; y que debía otorgársele accésit,
pues el caudal de voces modernas que la Memoria reúne es interesante y debe ser conocido del
público.
La Academia resolverá.
VARIA — II
VII.—INFORMES Y DICTÁMENES
1.—14 de diciembre de 1883. Sobre Adquisición por la Academia de varios procesos del Tribunal de
la Inquisición.
[p. 248] 2.—21 de marzo de 1884. Sobre Declaración de Monumento Nacional del viejo Convento y
Gruta de Covadonga.
4.—24 de junio de 1887. Sobre el Cancionero popular gallego, de José Pérez Ballesteros.
5.—20 de junio de 1890. Firma; con Hinojosa y Arteche, un largo y bien escrito dictamen sobre los
Papeles y documentos íntimos de los Gobiernos de María Cristina e Isabel II, donados a la
Academia.
No copiamos este informe porque la redacción es íntegra del general Arteche, aunque, sin duda, oiría
el parecer autorizado de Menéndez Pelayo.
6.—29 de noviembre de 1889. Sobre la adquisición de los dos libros titulados Compendio historial de
las Numancias y Voz Aritmética para todos, que ofrece en venta don Bonifacio Pérez Rioja.
7.—27 de febrero de 1891. Sobre el libro Leyes de moros, que se proponía adquirir la Academia.
8.—16 de junio de 1893. Sobre la obra de Rodulfo Lancioni, que, con el título de Forma Urbis
Romae, o sea, Plano arqueológico de Roma, está publicando en Milán, bajo los auspicios de la Real
Academia de los Linces, la Casa Editorial Ulrico Hoepli.
9.—10 de marzo de 1893. Cuatro informes del señor Bibliotecario: el primero, sobre obras hebreas
propuestas a la Academia para su adquisición por el señor M. Ledesma Vidal; el segundo, acerca de
la proposición de cambio entre nuestro Boletín y las publicaciones de la Universidad de Pensilvania;
el tercero, sobre una colección de documentos ofrecida a nuestra Academia por Don Movicos en la
cantidad de 5.000 pesetas, y el cuarto, respecto de la suscripción a la obra titulada Album de los
monumentos y del arte antiguo del Sudoeste de Francia.
10.—5 de marzo de 1893. Sobre la importancia histórica de Santa María de Lebeña para declararle
Monumento Nacional.
11.—30 de marzo de 1894. Sobre la Vida de Santa Teresa, por Gabriela Graham.
12.—11 de mayo de 1894. Terminado el despacho ordinario, con la venia del señor presidente
accidental, usó de la palabra el [p. 249] señor Menéndez y Pelayo para presenter a la Academia como
donativo, ya anunciado, del Excmo. Sr. D. Juan Valera, el interesante Catálogo de la Colección de
papiros adquirida en Viena por el Archiduque Ramiro y procedentes, la mayor parte, de las ruinas de
la ciudad de Schet, cerca del Medinat-al-Fagun, en Egipto. El mismo señor académico bibliotecario,
recomendó después, por escrito y de palabra, la adquisición por la Academia de tres tomos en folio de
manuscritos referentes a sucesos, comercio, viajes y otros asuntos de la América Española en el siglo
XVIII, ofrecidos a la Biblioteca del Cuerpo por el dependiente Cirilo del Castillo.
14.—14 de enero de 1898. Seguidamente se leyó un informe del señor bibliotecario proponiendo se
acceda al cambio solicitado por el señor Ulysse Chevalier de su Boletín de historia y arqueología con
el de nuestra Academia.
15.—2 de junio de 1899. Terminado el despacho ordinario se leyeron varios informes del señor
bibliotecario opinando que procede aceptar el cambio del Boletín con la Revista de la Sociedad de
Anticuarios de Basilea y que no conviene acordarle con la Revista Nacional de la Liga de
Productores, ni con la revista nombrada L'Humanité Nouvelle, ni con la que se titula El Arte y la
Ciencia, ni con el Boletín de la Sociedad Económica de Tenerife. También lo hacía
desfavorablemente respecto a la instancia de don Santiago Guijar y Velasco pidiendo auxilio para
costear su obra Un viaje a Roma en peregrinación obrera.
16.—15 de diciembre de 1899. Acabado el despacho, se leyeron tres informes del señor bibliotecario,
proponiendo: 1.º, Que no precede suscribirse a la Revista Política y Parlamentaria, que lo ha
solicitado; 2.º, que tampoco era conveniente el cambio de nuestro Boletín con la revista Alrededor del
Mundo, y 3.º, que debe accederse a la petición de la Real Sociedad Histórica de Londres para que se
le complete la colección del Boletín.
17.—16 de marzo de 1900. El señor bibliotecario, leyó un informe proponiendo se acepte el cambio
del Boletín con la Revista de Aragón.
[p. 250] 18.—10 de mayo de 1901. Se leyó informe del bibliotecario proponiendo se accede a la
solicitud de la Asociación Agrícola Toledana que pide algunas obras de esta Academia para su
biblioteca.
Item de otro informe del mismo, considerando que no conviene la adquisición de dos Mapas antiguos
ofrecidos en venta por don Francisco Magro.
19.—18 de octubre de 1901. El señor bibliotecario presentó los siguientes informes: 1.º Que no
conviene la adquisición de los papeles propuestos por don J. M. Nocerte. 2.º Que puede accederse al
cambio solicitado por la revista Razón y Fe. 3.º Que también conviene establecer el cambio con la
revista del Ateneo de Buenos Aires. 4.º Que será de utilidad la suscripción al Diccionario Arábigo
que se publica en el Cairo, siempre que lo permitan los recursos económicos.
1.º Que pueden ponerse a disposición de la Academia Mexicana de la Historia las obras que
especifica.
2.º Que se concedan a las Bibliotecas de las Facultades de Filosofía y Letras y de Derecho de la
Universidad Central las obras que también enumera.
3.º Que debe aceptarse desde luego el cambio de publicaciones entre esta Academia y la de Buenas
Letras de Barcelona.
4.º Que pueden regalarse a la Biblioteca de la Dirección General de Aduanas las obras que anota.
5.º Que precede establecer el cambio del Boletín y demás publicaciones con la Universidad de
Toulouse.
6.º Que debe contestarse a la Subsecretaría del Ministerio de Instrucción Pública, a fin de que se sirva
comunicarlo a la Biblioteca Sueca de Upsala, que la primera serie de documentos de Indias,
publicada por el señor Torres de Mendoza, no existe completa en el depósito de libros de esta
Academia, y no puede, por tanto, facilitársele.
21.—31 de octubre de 1902. Otro informe se leyó del señor bibliotecario afirmando que no precede el
cambio con nuestro Boletín de la revista titulada Para todos.
22.—5 de diciembre de 1902. Se leyó otro informe del señor [p. 251] bibliotecario proponiendo se
faciliten a la Biblioteca Pública de Buenos Aires los números del Boletín que solicita.
1.º Que procede facilitar a la Smithsonian Institution los cuadernos 1 y 2 del tomo 14 del Boletín, que
ha solicitado, y pedirle las publicaciones que ha señalado en el Catálogo.
2.º Que componiendo un Cuerpo separado el Bureau of American Ethonology, considera justa la
petición que hace de la colección del Boletín, y que debe enviársele con la dirección que indica,
manifestándole que la Academia desea continuar el cambio de publicaciones.
3.º Que estima acreedora a la American Philosophical Society de Philadelphia a que se le envíen los
números que pide del Boletín y del Memorial Histórico.
4.º Que siendo considerable el pedido de números del Boletín que hace la Comisión de Monumentos
de Cuenca, y estando completamente agotados los tomos primeros, se manifieste que no se puede
acceder a su deseo.
5.º Que refiriéndose los trabajos de la Universidad de Montana a estudios de Ciencias Naturales, que
no son afines con los nuestros, no es conveniente el cambio del Boletín.
6.º Que pueden donarse a la Biblioteca Pública de la Plata las obras que indica, no haciéndolo de
todas las pedidas por escasez de ejemplares.
7.º Que se envíe a la Biblioteca de Costa Rica las Obras del Catálogo que señala, pidiendo, en
cambio, las que marca al efecto.
8.º Que se faciliten a la Biblioteca Escolar de San Juan Despi, las tres obras que indica.
24.—27 de febrero de 1903. Sobre manuscritos ofrecidos en venta por don Tomás Rodríguez y un
Atlas de don Luis Cabello.
25.—11 de noviembre de 1904. El bibliotecario emite los informes que se le habían encomendado,
proponiendo se acuerden a la Biblioteca de la Liga Marítima Española las obras de fondo de la
Academia de que haya número de ejemplares; que se accede al cambio del Boletín con la Revue des
Langues Romanes; que se accede, igualmente, al cambio de publicaciones propuesto por la
Universidad de Chile y se le remitan los Estatutos y [p. 252] Reglamento que solicitan; que se
faciliten a la Biblioteca Vaticana los tomos publicados que desea.
26.—10 de febrero de 1905. El señor bibliotecario leyó dictamen relativo a los libros antiguos
manuscritos ofrecidos en venta por don Manuel Díaz y Díaz Losada, opinando que el uno, que
contiene documentos del Monasterio de Oña anteriores al siglo XV, puede y debe ser adquirido por la
Academia en precio de cien pesetas. Que el segundo, que es copia moderna del libro de las Behetrías,
no es de conveniencia por existir otras copias y una edición, aunque imperfecta.
27.—31 de marzo de 1905. El señor Menéndez y Pelayo, en nombre del autor William Esvvaro
Purser, ofreció ejemplar del volumen publicado en inglés con título de Palmerín de Inglaterra. Hizo
elogio de este estudio crítico, con el cual, opina ha prestado el autor un verdadero servicio a la
literatura patria. Se aceptó con reconocimientos, acordando gracias.
28.—16 de junio de 1905. El señor bibliotecario presentó dos informes, opinando que pueden
facilitarse, si existen, los números del Boletín solicitados por la Real Academia Irlandesa y por el
Archivo Histórico Nacional.
29.—22 de junio de 1906. El bibliotecario emite informe proponiendo puede accederse al cambio
solicitado de nuestro Boletín con la Revista Orientalista de Beyruth y remitir a la misma el tomo XIII
de Memorias de la Academia, que contiene la Historia de los mozárabes, de don Francisco Javier
Simonet.
constitucional de Santander para que la Academia enriquezca la Biblioteca que está formando dicho
Ayuntamiento para fomento de la instrucción popular. El señor bibliotecario dió informe verbal muy
favorable a la petición y la Academia le autorizó para que señale las obras de nuestras publicaciones
que considere más apropiadas para satisfacer los deseos y propósitos beneficiosos de la Corporación
municipal mencionada.
El mismo señor bibliotecario informa favorablemente, por escrito, acerca de peticiones del Museo
laboratorio de la Facultad de Derecho de la Universidad Central y de la Facultad de Filosofía y Letras
de la misma, que han solicitado varias obras de las [p. 253] publicadas por la Academia para el
aumento de sus respectivas Bibliotecas.
32.—6 de marzo de 1908. Se aprobaron dos informes del señor bibliotecario, proponiendo, en uno,
que no se establezca el cambio de nuestro Boletín con la Academia Heráldica, por no tener interés
histórico suficiente, y, en el otro, que se admita con el Archivio Histórico de Parma, que tiene grande
importancia histórica.
33.—26 de junio de 1908. Se aprobó un informe del señor bibliotecario proponiendo que se adquiera
por el precio de setenta pesetas el manuscrito titulado Sucesos de Sevilla, cuya compra se había
propuesto por don Damián Llorca López; otro, proponiendo que se adquiera un ejemplar del Album
artístico publicado con motivo de la Guerra de la Independencia por el Círculo de Bellas Artes; otro,
aceptando la petición de la Sociedad Histórica de Utrech de que se la favorezca con varios tomos de
Memorias de la Academia, y por último que se acceda al deseo de la Academia de Barcelona de que
se enriquezca su Biblioteca con nuestras publicaciones más apropiadas a sus fines y que se acepte el
cambio de nuestros trabajos impresos con la Universidad de Yale.
También en ésta, como en la Academia Española, revisó pacientemente las actas nuestro amigo
González Palencia, tomando nota de las intervenciones orales y escritas que tuvo Menéndez Pelayo y
los informes que dió; pero a pesar de estos rastros no se ha podido dar con los originales, o copias
siquiera, de esos informes. El señor Rector de la Universidad Internacional de Menéndez Pelayo, de
Santander, don Ciriaco Pérez Bustamante, en su conferencia inaugural del Curso de 1956 en este
Centro, trató el tema de la actuación de Menéndez Pelayo en la Academia de la Historia y, después de
haber insistido en las investigaciones que ya teníamos hechas en la Academia de la Historia, no ha
podido encontrar más datos que los que en las actas aparecen.
VARIA — II
VII.—INFORMES Y DICTÁMENES
El que suscribe ha examinado por encargo de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas el
libro titulado La luz de alma, escrito por don Manuel de Revilla y Oyuela, y entiende que esta obrita
no es de las que deben recomendarse al Gobierno para los fines del Real Decreto vigente sobre
auxilios a obras literarias, no se trata de una obra de valor original y relevante mérito. Ni es de creer
que su publicación haya ocasionado grandes dispendios al autor, sino que se trata de un catecismo de
159 páginas en 12.º, idéntico en lo sustancial a los numerosos compendios del mismo género, que
corren en las escuelas. De la pureza y ortodoxia de la doctrina responden las aprobaciones de la
autoridad eclesiástica que acompañan al libro. De su utilidad para la enseñanza comparado con otros
del mismo género sólo puede fallar el Consejo de Instrucción Pública, a quien incumbe la calificación
de libros de texto para la enseñanza primaria. Por nuestra parte, aun reconociendo los buenos
propósitos y la sana doctrina del señor Revilla Oyuela y el acierto con que procura poner al alcance
de los niños las nociones elementales de religión y moral, creemos que el instituto de nuestra
Academia [p. 256] no es precisamente el de informar sobre cartillas tan elementales, y cuyo mayor
elogio sólo puede ser el que se consigna en la censura eclesiástica de la presente, es a saber, que está
muy ajustada a la doctrina y moral cristianas.
M. Menéndez y Pelayo.
Informe que el Excmo. Sr. D. Marcelino Menéndez Pelayo, individuo de número de la Real
Academia de Ciencias Morales y Políticas, sometió a la misma, siendo aprobado en sesión del 13 de
marzo de 1900.
En fecha que no quisiera recorder porque sería acusación perpetua de mi desidia, si no me diesen
alguna razón de excusas los múltiples y heterogéneos trabajos que pesan sobre mí, me confió la Real
Academia de Ciencias Morales y Políticas el honroso y grato cargo de dar dictamen a la edición de
las Obras latinas del maestro Fray Luis de León, publicada con grande esmero en Salamanca desde
1891 a 1895, en siete hermosos volúmenes, impresos bajo el patrocinio y generosas expensas de los
Prelados de la Orden Agustiniana.
Fácil hubiera sido, y quizá lo más oportuno, reducir el informe a pocas líneas, limitadas a encomiar lo
material de la edición y la pureza de los textos, en gran parte inéditos, que en ella se recogen. Pero
confieso que sentí la temeraria ambición de redactor con este motivo una verdadera memoria acerca
del Maestro León, considerado como profesor de Sagrada Teología y como pensador y filósofo
cristiano, aspectos no menos interesantes en su figura intelectual que los de maestro incomparable en
la poesía lírica y [p. 257] en la prosa castellana, que todo el mundo conoce hoy, aunque no sean los
que mayormente llamaron la atención de sus contemporáneos. Pero, afortunadamente para mis
lectores, varias circunstancias han ido dilatando el cumplimierto de este propósito mío, y hoy
aparezco como deudor insolvente, quizá por un escrúpulo de probidad literaria. Porque siendo yo tan
ferviente admirador del maestro León, y habiendo sido el estudio de sus obras uno de los predilectos
solaces de mi vida, hubiera querido con este singular motivo de la divulgación de sus obras latinas,
no sólo reiterar el testimonio de mi admiración, sino razonar de nuevo los fundamentos de ella,
puesto que tan varia y copiosa mies se me presentaba en estos escritos, unos enteramente
desconocidos hasta ahora, otros dispersos y vagabundos en ediciones que ya son difíciles de obtener.
He confesado ingenuamente mi falta, y no de otro modo podía comenzar este informe. Pero el tiempo
apremia, y con él la necesidad positiva y actual de que estos preciosos volúmenes que apenas han
entrado en el comercio de librería y que por la lengua en que están escritos, por el esmero con que
han sido impresos, por las materias arduas y sublimes de que tratan, y hasta por su coste material,
(con ser exiguo respecto de los gastos que ha debido de originar la publicación) nunca podrán ser
populares ni resarcir a los que han sido sus espléndidos protectores, de una parte siquiera del capital
empleado en ella, entren en las Bibliotecas Públicas bajo los auspicios del Gobierno, a quien en
primer término incumben estos elevados intereses de nuestra cultura espiritual. Atendiendo a tan
fuerte consideración someto al juicio de la Academia, no el estudio que pensé al principio redactar,
sino una breve noticia bibliográfica, que bastará, según creo, para llamar la atención sobre tan
excelente obra, y justificar la petición de auxilios al Ministerio de Fomento.
Sabido es de cuantos tienen alguna ligera tintura de nuestra historia literaria que las admirables obras
castellanas de Fray Luis de León, así en prosa como en verso, fueron recogidas y recoleccionadas por
sus hermanos de hábito en seis volúmenes; el de las poesías salió de las prensas de Ibarra en 1816.
Intervinieron en esta clásica edición varios doctos varones de la Orden de San Agustín, pero el mayor
peso de ella recayó en el maestro [p. 258] Fray Antolín Merino, que, para su delicada labor, consultó
gran número de códices, anotando y discerniendo las variantes con mucho tino. A las obras
castellanas se anunció que seguirían las latinas, pero la tal promesa no ha tenido cumplimiento hasta
nuestros días, y en poco ha estado que no sufriese irreparable extravío alguno de los códices que han
servido para ella. Al actual Obispo de Salamanca, Fray Tomás de Cámara y Castro, se debe en gran
parte su publicación, a la cual contribuyen con plausible largueza los S. S. Obispos de Guadix; de
Jaca y Nueva Cáceres (Islas Filipinas), amantes todos de las glorias de su Orden y deseosos de
realzarlas.
Para que se comprenda toda la novedad y el inestimable valor de esta edición hay que recordar, ante
todo, que de los escritos que contiene, sólo gozaban de luz pública hasta ahora, y eso en ediciones
rarísimas, la Explanación del Cántico de los Cánticos, la del Salmo 26, la del Profeta Abdías, la de la
Epístola de San Pablo ad Galatas, el opúsculo De utriusque Agni immolationis legitimo tempore, el
Panegírico de San Agustín, y la Oración pronunciada en las exequias del gran teólogo Fray
Domingo de Soto. Aun estas obras, especialmente las dos últimas, que habían sido impresas de un
modo correctísimo, salen aquí muy depuradas; pero no son sino parte muy pequeña de esta nueva
colección, formada principalmente con los manuscritos que hoy se custodian en la Real Academia de
la Historia, procedentes de la Biblioteca del P. Flórez y sus continuadores en la España Sagrada. Se
han tenido en cuenta, además, otras épocas de diverso origen, apuntándose con esmerada exactitud
todas las variantes dignas de consideración que en ellas se encuentran.
Cumplida alabanza merecen por ello los PP. Agustinos debiendo recaer gran parte de ella en el
erudito y angelical Fray Tirso López y en el malogrado Fray Marcelino Gutiérrez, joven y profundo
pensador, cuya temprana muerte lloran todos los amantes de la ciencia española en que fué tan docto,
como lo comprueba su hermoso libro sobre las ideas filosóficas y teológicas de Fray Luis de León,
estudiadas principalmente en estos escritos inéditos en cuya revisión trabajó con celo infatigable.
Sirvan estas líneas de tributo a su buena memoria, ya que el P. Gutiérrez murió sin ver terminado el
monumento que tanto había contribuído a erigir.
[p. 259] Para apreciar en su justo valor las obras latinas de Fray Luis de León ha de tenerse en cuenta
que, a excepción de las pocas que él publicó por sí mismo, todas las restantes son lecciones de clase,
dictadas a sus discípulos o recogidas por estos mismos de los borradores del maestro. Tienen, pues,
todas las repeticiones propias del método escolástico, y carecen generalmente de aquella soberana
hermosura de estilo que resplandece en las obras populares de Fray Luis de León, pero tienen en
cambio, la ventaja de ser un trasunto fiel y minucioso de su enseñanza, como profesor de Teología
Dogmática.
A una u otra de estas dos principales ramas de las ciencias eclesiásticas, pertenecen, con raras
excepciones, todas las obras que figuran en la presente colección, la cual, por lo mismo, puede
considerarse dividida en dos partes. Tres volúmenes se dedican a los trabajos escriturarios, entre los
cuales, figuran, además de los comentarios ya conocidos, otros enteramente inéditos y de no menor
importancia, cuales son los que se refieren al Cántico de Moisés (Deuteronomio, cap. 32) y a varios
Salmos; y las ricas y profundas exposiciones del Ecclesiastés y de la Epístola 2.ª de San Pablo a los
Tesalonicenses. Tienen tales estudios exegéticos, además de su intrínseco y permanente valor, como
muestra ejemplar del punto más alto a que había llegado en las escuelas católicas del siglo XVI la
interpretación de los Sagrados textos, una especial curiosidad histórica por lo mucho que contribuyen
a aclarar puntos de tanta importancia en la biografía del maestro León, como son sus opiniones sobre
la autoridad de la Vulgata y de los textos hebreo y griego, principal fundamento o pretexto de su
proceso, y al mismo tiempo nos muestra en acción, y en ejemplos, el método de enseñanza bíblica
que usaba Fray Luis, deteniéndose con especial complaciencia en el sentido literal antes de penetrar
en las aplicaciones morales y místicas. Y es de ver en algunos de estos comentarios, sobre todo en el
del Ecclesiastés, que es una verdaderai joya gnorada hasta hoy, cómo, a través de las sequedades y
arideces propias del método expositivo, se abren camino con frecuencia el temperamento artístico del
autor, su amena y vasta cultura clásica que se manifiesta a cada momento con oportunas citas, y
reminiscencias de poetas antiguos, y su peculiar índole de filósofo moralista y algo estoico, en todo
aquello [p. 260] que el estoicismo podía ser compatible con la profesion de la fe cristiana.
Como teólogo dogmático era casi enteramente ignorado Fray Luis de León hasta ahora que entran en
el dominio público sus voluminosos tratados De Incarnatione, De Fide et Spe, De Charitate,
acompañados de algunos opúsculos y fragmentos, que, no por serlo, dejan de tener excepcional valor,
ya para el conocimiento de las ideas de su autor en puntos gravísimos ya para la historia científica de
su tiempo. Me refiero especialmente, al tratado De Praedestinatione, que tanto aclara los motivos del
segundo proceso inquisitorial de Fray Luis descubiertos en nuestros días, y que tanta relación tiene
con los orígenes de la doctrina del P. Luis de Molina acerca de la concordia, de la gracia y el libre
albedrío y con las famosas controversias llamadas De Auxiliis que de su libro surgieron, dividiendo
en dos bandos a los teólogos españoles y empeñándolos en encarnizada lucha, que duró cerca de
medio siglo. No hace falta ser teólogo de profesión ni tomar partido en tan complicados litigios, para
admirar la robustez de entendimiento, y el puro y desinterésado celo de la verdad que solía animar a
los que habitualmente moraban en la ardua cima de tales especulaciones. Y por lo que toca a los
escritos del maestro León, nadie que no sea por completo ajeno, no ya a las enseñanzas de la
Teología cristiana, sino a la más elemental teodicea, puede leer sin grande interés los profundos
conceptos de Fray Luis de León acerca de los divinos atributos y acerca de la comprensibilidad del
Ser divino con relación al entendimiento creado, no menos que sus ideas sobre el fundamento de la
ley moral y sobre la dicha suprema del hombre.
Y aunque ya se ha indicado que estas obras inéditas de Fray Luis de León se recomiendan mucho
más por el caudal de la doctrina que por el artificio del estilo, al revés de lo que pudiera inducir a
creer el nombre de su autor, famoso en los anales literarios, todavía más que en los de la Teología,
algo hay, sobre todo en las últimas páginas del tomo 7.º, que puede satisfacer al paladar literario más
exigente. Aludo al panegírico de San Agustín y la oración fúnebre de Fray Domingo de Soto; dos
modelos de austera, viril y nerviosa elocuencia dignos de ponerse al lado de lo mejor que produjo la
latinidad del Renacimiento. Y ya que [p. 261] de estas oraciones se habla no puedo menos de
deplorar que los editores de esta colección hayan prescindido de otra tercera que con ellas se
imprimió en 1792 y que se supone pronunciada por Fray Luis en un Capítulo Provincial de su Orden.
Merecen respeto los gravísimos motivos que les hacen dudar de su autenticidad; pero como ellos
mismos confiesan que, por el estilo, no es indigna del maestro León, sino todo lo contrario, justo
hubiera sido reimprimirla para evitar que cayese en olvido pieza tan vehemente y patética, que si, en
algún tiempo, pudo ofrecer peligro por la acrimonia de sus censuras, es hoy un documento
meramente literario que, aun siendo apócrifo, probaría gran talento en el falsario.
Resumiendo todo lo expuesto entiende el que suscribe y propone a la aprobación de la Academia, que
las obras latinas de Fray Luis de León, inéditas hasta ahora en su mayor parte, y no coleccionadas
nunca, no sólo son originales, de relevante mérito y de utilidad para las Bibliotecas (calificativos que
en este caso parecen vulgarísimos e inadecuados), sino que son un monumento de la ciencia teológíca
y filosófica de nuestros mayores en aquel siglo XVI, en que el genio nacional se mostró con más
pujanza y brío y afirmó mejor sus peculiares caracteres y son al propio tiempo, venerables reliquias
providencialmente salvadas del naufragio en que pereció, por vicisitudes de los tiempos y por incuria
de los hombres, una gran parte del tesoro literario con que ennobleció las aulas salmantinas uno de
los espíritus más serenos, luminosos y simpáticos, de que puede gloriarse nuestra raza, y de los que
más pueden adoctrinarnos con la letra de sus obras y con el ejemplo de su vida.
M. Menéndez y Pelayo.
M. Menéndez y Pelayo.
[p. 256]. [1] . Nota del Colector.— Apareció en la Revista Ibero Americana de Ciencias
Eclesiásticas. Tomo I, págs. 283 y sig., primer semestre de 1901, y reproducido en la revista Religión
y Cultura. Año I, tomo II, páginas 460-465.
VARIA — II
VII.—INFORMES Y DICTÁMENES
La Comisión nombrada por el Congreso para emitir dictamen sobre el proyecto de ley por el cual se
autoriza al Gobierno para la adquisición de la Biblioteca de los duques de Osuna y del Infantado, ha
estudiado con la debida atención todos los antecedentes del asunto, y cree corresponder fielmente a la
confianza de sus compañeros proponiendo la compra inmediata de dicha Biblioteca en los términos
que se declaran en los artículos adjuntos.
Pero antes de someter a la aprobación del Congreso este proyecto de ley, juzga necesario la Comisión
entrar en algunos pormenores que pongan de manifiesto la importancia singularísima de la rica
colección bibliográfica que el Estado trata de adquirir, como verdadera riqueza nacional y testimomio
vivo de la sabiduría de nuestros mayores.
La célebre colección, hay generalmente conocida con el nombre [p. 264] de Biblioteca de Osuna,
abraza dos series principales de las que en el lenguaje técnico de la bibliografía, se llaman fondos. El
más antiguo e importante es, sin duda, el del Infantado, no reunido al de Osuna hasta tiempos muy
recientes. Con decir que en este fondo tenemos a la vista los restos de la más selecta y numerosa
colección de libros que se formó en Castilla durante el siglo XV, queda fuera de discusión su valor,
que pudiéramos llamar único. Recórranse todos los inventarios de libros, así de la Casa Real como de
otros Príncipes o magnates poderosísimos de aquella edad; recuérdense, sobre todo, el índice de la
Biblioteca del Príncipe de Viana y el de la Reina Católica, y uno y otro quedarán oscurecidos, no ya
ante la Biblioteca íntegra del Marques de Santillana, la mejor parte de la cual quizá pereció en el
incendio del palacio de Guadalajara a principios del siglo pasado, sino ante las reliquias inestimables
de toda esa riqueza intelectual, hoy diligentemente custodiadas en la Biblioteca del Infantado, y de las
cuales formó por primera vez catálogo el insigne y llorado historiador de nuestras letras, don José
Amador de los Ríos, al fin de su edición de las obras de don Íñigo López de Mendoza [1] .
Los orígenes de esta Biblioteca quizá se remontan mucho más allá de lo que el mismo señor Amador
de los Ríos suponía.
El señor de Hita y Buitrago no adquirió todos los libros que ostentan hay sus armas y su divisa.
Algunos, y muy preciosos, encontró en su caso, reunidos por la discreta codicia literaria de sus
antepasados, entre los cuales descolló aquel don Pedro González de Mendoza, autor de Cantares
escénicos, plautinos y terencianos. Aun el mismo almirante don Diego Hurtado, y aquella fierísima
hembra montañesa que trajo a su hijo juntamente con inmensos estados y riquezas, herencia de
temple de alma nunca domada, fueron cultos y amadores de libros y de toda discreción y gentileza.
Cuando andaba aún en sus niñeces, vió y deletreó [p. 265] don Íñigo, en poder de su abuela doña
Mencía de Cisneros, un grueso libro de cantares y Dezires en lengua portuguesa, hoy dolorosamente
perdido, y que quizá no sería distinto del famoso Cancionero de la Biblioteca Vaticana, comúnmente
llamado del Rey Don Diniz. De su propio suegro, el maestre de Santiago, don Lorenzo Suárez de
Figueroa, hubo de recibir el Marqués algún libro en herencia, puesto que uno de los más importantes,
aunque menos citados y conocidos, que hoy atesora la Biblioteca de que tratamos, no parece que
puede tener otro origen. Tal es la insigne traducción del gran libro de teología y filosofía compuesto
por Maimónides con el título de More Nebuchim, o Guía de los que dudan, Mostrador o enseñador
de los turbados, como reza el título de la versión que al maestro Pedro de Toledo mandó hacer don
Lorenzo Suárez, dando singularísimo testimonio de amplitud de miras con hacer pasar a lengua
romance esta verdadera suma de la teología y exégesis rabínicas.
Pero no cabe duda que los códices más numerosos y más ricos de esta serie, así por su contenido
como por su belleza caligráfica y de iluminaciones, son los que a gran costa y con amor y tesón
indecibles hizo traer de Italia, de Francia y de otras partes, el insigne autor de la Comedieta de Ponza
y del Diálogo de Bías contra fortuna. Y esto en un tiempo en que los Príncipes de Italia, aun
incluyendo los Papas, apenas habían comenzado a formar sus colecciones, o las tenían en un estado
muy próximo a la infancia. No sabía bastante Latín el señor de la Casa de la Vega y del Real de
Manzanares para entender correctamente, y sin tropiezo, los clásicos; pero era tal su sed por las vivas
aguas del arte y de la filosofía antiguos, que ansioso, como él dice, de poseer las materias, ya que no
podía alcanzar las formas, adquiría los códices latinos y los hacía interpreter por su hijo, el que fué
luego gran Cardenal de España, don Pedro González de Mendoza, o por el doctor Pedro Díaz de
Toledo y otros humanistas que tenía el Marqués a su servicio. Este origen reconocen las traducciones
castellanas de autores clásicos, tales como Ovidio, Lucano, Séneca, Quinto Curcio, Salustio, que
juntamente con otras italianas y catalanas, y con los mismos textos latinos, constituyen una de las
series más numerosas de la Biblioteca del Infantado; códices notables, no ya sólo por la pureza de los
textos, sino porque [p. 266] escritos muchos de ellos en Italia, ostentan en orlas y letras capitales
todos los primores y lozanías del arte del primer Renacimiento.
A estos códices hacen digno cortejo, así por su belleza como por la importancia que tuvieron en la
trasmisión de la cultura italiana a nuestro suelo, los códices de Dante, Petrarca, Bocaccio y Cecco
d'Ascoli, estudio predilecto del Marques, que en ellos nutría su espíritu y de ellos tomaba ideas y
formas para sus composiciones.
De la literatura española anterior a su tiempo, así catalana como castellana, hubo de poseer el
Marqués muchos más libros que los que al presente vemos, a juzgar por su célebre Prohemio al
Condestable de Portugal; y aunque sus inclinaciones a la literatura culta y aristocrática no le llevaban
a coleccionar aquellos venerandos rastros de nuestra poesía épico-popular que él estigmatiza con los
nombres de Romances y cantares de que la gente baja y de servil condición se alegra, reunió en
cambio códices tan insignes de poesía erudita, como el Poema de Alexandre, que hoy subsiste, y es
uno de los incomparables joyeles de la Biblioteca en venta; y crónicas de extraordinaria rareza, como
la De los conquistadores y la De España, debidas una y otra a la poderosa munificencia del Maestre
de San Juan, don Juan Fernández de Heredia; compilaciones enormes, donde entre otras cosas se
admira la famosa relación de los sucesos de Morea y la primera traducción castellana (o más bien
aragonesa por los modismos y particularidades gramaticales que la esmaltan) del viaje de Marco Polo
a los confines del Oriente.
Si a esto se agregan los Cancioneros de las propias poesías del Marqués, una colección estupenda de
Fueros y Ordenanzas Reales, y algunos manuscritos de novelas tan peregrinas como El Caballero
Cifar, y muchas traducciones de libros italianos, catalanes y franceses, algunos tan notables como El
árbol de las batallas, de Honorato Bonet, podrá formarse idea aproximada, pero nunca exacta, de la
riqueza total.
Grata, aunque nada breve, tarea sería para la Comisión esparcirse por este vergel de preciosidades
paleográficas y seguir las vicisitudes de esta memorable colección, acrecentada no poco por las
aficiones literarias de los sucesores de don Íñigo, y especialmente por aquel primer Duque del
Infantado, que labró la joya mudéjar de los palacios de Guadalajara, estampando en ellos la arrogante
divisa Dar es señorío, recibir es servidumbre; varón digno ciertamente de memoria, no sólo por sus
artísticas larguezas, sino por sus intimidades científicas con el docto Juan de Vergara, a quien dirigió
sabia consulta sobre las Ocho cuestiones del Templo.
Queda deplorado ya el incendio del siglo XVIII, que destruyó una parte, quizá muy considerable, de
esta riquísima Biblioteca, privándonos hasta de los inventarios antiguos, con lo cual no nos dejó ni
siquiera la clave para rastrear lo perdido.
Pero esta merma vino a compensarse, hasta cierto punto, cuando la casa del Infantado, como la de
Benavente y otras de la más enaltecida nobleza española, fueron a perderse en el inmenso océano de
la casa de Osuna, trayendo a ella, no sólo sus blasones y los títulos de sus propiedades, sino sus
archivos y sus bibliotecas y todas sus joyas artísticas y literarias. Así se dió la coincidencia feliz de
que bajo el mismo techo se albergasen la colección del Marqués de Santillana, monumento de la
civilización española en los brillantes días de Don Juan II, y otra colección tanto o más preciosa,
aunque mucho más moderna, cuyo origen ha de referirse, por lo menos, a aquel gran Duque de
Osuna, terror de turcos y franceses, virrey de Nápoles y protector de Quevedo.
No atesora esta colección ciertamente aquellos primores de escritura y de iluminación que alegran el
ánimo del erudito cuando registra las vitelas del siglo XV. Compónese, por la mayor parte, de
cuadernos en papel, de aspecto pobre y desaliñado, borradores afeados con toda suerte de enmiendas,
pero borradores a los cuales nadie puede acercarse sin religioso respeto, porque allí se posó la mano
de los mayores ingenios que forman la [p. 268] espléndida corona de la España dramática. Son, pues,
más de 200 comedias de nuestro siglo XVII, autógrafas muchas de punta a cabo, y otras corregidas
por sus autores, cuyos nombres se leen al fin, y son, entre otros, Lope de Vega (de quién hay 20
piezas autógrafas y alguna inédita), Calderón (de quien hay 7, entre ellas El mágico prodigioso,
autógrafo todo), Tirso de Molina, Mira de Mescua, Vélez de Guevara, Rojas, Guillén de Castro y
otros inmemorables.
Ante tal riqueza quedan en muy segundo término los libros impresos; pero si se repara que éstos son
más de 30.000, y que entre ellos hay ejemplares únicos, como el de las Farsas, de Lucas Fernández, y
el de las Justas literarias de Sevilla en 1531, 32, 33 y 34; sin contar otros innumerables, que, aunque
no alcanzan tal grado de rareza, constituyen, sin embargo, artículos de los más codiciados por los
bibliófilos, así en la sección de historia como en la de amena literatura; y si se añade que pasan de
ciento los incunables o libros del primer siglo de la imprenta, no parecerá en modo alguno excesivo
(dado el actual valor de los libros, y especialmente de los códices), el precio de 900.000 pesetas,
propuesto por la actual poseedora
Así lo han reconocido unanimemente varones doctísimos en materia bibliográfica, los cuales
formaron las dos Comisiones nombradas para entender en este asunto; la primera en 8 de junio de
1877, la segunda en 15 de abril de 1878, y esto mismo estima ahora la Comisión que suscribe,
considerando caso de honra nacional el que tales tesoros puedan, en todo o en parte, salir de España e
ir a enriquecer extraños depósitos, como tantos otros venerandos restos de nuestra antigua grandeza.
Los pueblos tienen obligaciones estrechísimas con su propia historia, y no pueden ser infieles a ella
sin deshonra propia, desde el momento en que se reconocen solidarios con las generaciones que nos
precedieron y aceptan su herencia, la cual, más que en los recuerdos de gloriosas hazañas, conquistas
y aventuras, se cifra y debe fundarse en los pacíficos triunfos de la ciencia y del arte. Es obra de
piedad filial, de piedad casi religiosa, a la cual las naciones no faltan sino cuando por desdicha suya
ha huído de ellas todo espíritu de dígnidad y de honra, congregar y enlazar los huesos que sus
mayores dejaron esparcidos por el campo de la vida, ya [p. 269] que la historia sólo dicta sus
oráculos profetizando sobre los huesos.
Fundada en las razones expuestas, la Comisión tiene la honra de someter a la aprobación del
Congreso el siguiente
Proyecto de ley
Artículo 1.º Se autoriza al Ministerio de Fomento para adquirir la Biblioteca de los Duques de Osuna
y el Infantado, y se concede con este objeto un suplemento de 900.000 pesetas al crédito del artículo
1.º del capítulo 15 de la sección séptima de las obligaciones de los departamentos ministeriales del
presupuesto del año económico de 1884 a 85.
Art. 2.º Los manuscritos de esta Biblioteca pasarán a la Nacional, así como cualquier libro impreso de
que esta Biblioteca carezca.
Art. 3.º De los restantes pasarán a las Bibliotecas del Senado y del Congreso todos los relativos a
derecho político, historia constitucional y demás materias análogas a su instituto.
Art. 4.º Hecha esta distribución el Ministro de Fomento cuidará de repartir los restantes entre las
Bibliotecas públicas, según las necesidades de cada una.
Art. 5.º Inmediatamente que haya sido adquirida la Biblioteca, se formará y publicará oficialmente el
inventario de los impresos y de los manuscritos.
Palacio del Congreso 7 de julio de 1884.— Emilio Castelar, presidente.— Víctor Balaguer.—
Mariano Catalina.—Joaquín Sánchez de Toca.—El Marqués de Sardoal.—Vicente Ortí y Brull.—
Marcelino Menéndez y Peláyo, secretario.
Consejo de Instrucción Pública. La Sección 1.ª en sesión de ayer emite el siguiente dictamen: Esta
Sección ha examinado los [p. 270] trabajos literarios presentados por don Luis Herrera y Robles,
catedrático del Instituto de Cabra, solicitando que sobre ellos recayera informe. Estos trabajos son
tres: una colección de Poesías originales castellanas y latinas, impresa en Sevilla en 1879. Una Oda
a Nuestra Señora de la Antigua, premiada en público certamen por la Academia Bibliográfico-
Mariana de Lérida, y un extenso Discurso sobre Prosodia y Arte métrica griega y latina
comparadas». En todos estos estudios resplandecen la sólida cultura literaria del señor Herrera y
Robles, la pureza de su gusto clásico y el esmero y nitidez con que entiende y maneja la forma
poética. Educado en las tradiciones de la Escuela Sevillana, enaltecida en nuestro siglo de oro por los
grandes nombres de Herrera y de Rioja, y continuada en tiempos modernos por la enseñanza y el
ejemplo de Lista y de Reinoso, muéstrase por lo común fiel a las prácticas y a los modelos de esta
Escuela, sin que el excesivo amor a la pompa y sonoridad de la dicción poética le haga resbalar casi
nunca en la afectación o en la oscuridad. La locución en las Poesías del señor Herrera es fácil,
abundante y tersa, sin que deje de ostentar en algunos pasajes singular energía y en otros apacible
ternura y delicadeza mística, de lo cual es buen ejemplo su Oda titulada El alma en la soledad,
superior, en nuestro concepto, a las demás de la Colección, y más semejante por su tono a las
inspiraciones de Fray Luis de León que a las de los poetas hispalenses. Pero en otras muchas piezas
poéticas de las que el tomo encierra, se advierten también muy estimables condiciones líricas, tanto
en la sinceridad de los sentimientos que animan al poeta, como en la manera pulcra y gentil de
expresarlos. Nada se halla, por otra parte, en estos versos que desdiga del carácter eclesiástico de su
autor, ni de la gravedad que exige el magisterio de la enseñanza, y si muy nobles rasgos de
entusiasmo religioso y patriótico, que enaltece y pondera dignamente en el prólogo que va al frente
de estas Poesías una autoridad crítica tan estimada como el malogrado e ilustre Profesor de Literatura
de la Universidad de Sevilla don José Fernández Espino. Si se tratara de una colección de versos
frívolos, para nada habría que tenerlos en cuenta como mérito profesional; pero siendo la Colección
de Poesías del señor Herrera obra de humanista más aún que de poeta, y revelando en todas sus
páginas el loable propósito [p. 271] de juntar la práctica a la enseñanza de la teoría literaria, entiende
la Sección que es mérito para el expediente del señor Herrera y Robles este asiduo cultivo suyo de la
poesía castellana y latina. Los versos latinos, que, en número desgraciadamente escaso, aparecen en
este tomo, son quizá de una forma más severa, más rápida y más intensamente lírica que sus versos
castellanos. La parte de metrificación es tan esmerada como podía esperarse del autor del
concienzudo Discurso sobre Prosodia y Arte métrica griega y latina. Siendo de altísima
conveniencia, a juicio de la Sección, que los encargados de la enseñanza literaria y aun de toda
enseñanza de carácter estético, se ejerciten por sí mismos en el dominio del material artístico, y
lleguen a adquirir prácticamente el conocimiento de las dificultades y excelencias de la forma,
conocimiento que nunca se llega a obtener con meras generalidades teóricas, no pueden menos de
considerarse laudables los trabajos literarios del señor Herrera y Robles, ni puede negarse que entran
en el número de las obras dignas de ser censuradas favorablemente por esta Sección, para que, según
disposiciones vigentes, sirvan al autor de mérito en su carrera.
Por orden y comisión de V. S. I. he examinado la traducción que don Rafael Fernández y Ramírez ha
hecho del Diccionario de Antigüedades Cristianas del abate Martigny.
Tanto la obra como la traducción me parecen dignas de toda alabanza. No sólo no he encontrado
proposición alguna contraria [p. 272] al dogma católico ni a las buenas costumbres, sino que en todo
el libro respira la más sincera piedad, unida al más ferviente entusiasmo por las antigüedades de la
edad heroica de la Iglesia. La obra del abate Martigny tiene indisputable mérito como resumen de las
más modernas investigaciones acerca de los primeros siglos cristianos, especialmente de los que se
contienen en las innumerables publicaciones del comendador Juan Bautista Rossi, principal
representante hoy de esta rama de la erudición. La forma de diccionario facilita extraordinariamerte el
manejo del libro, agrupando en cada artículo las noticias más importantes, que costaría gran trabajo
encontrar en los libros, revistas y folletos donde están diseminados. Una traducción de esta obra era
de todo punto indispensable para facilitar la enseñanza de la Arqueología cristiana en los Seminarios,
donde ya han comenzado a establecerse cátedras con este propósito. El señor Fernández ha llevado a
término su difícil tarea con toda exactitud y esmero.
Juzgo, por tanto, que el Diccionario de Antigüedades Cristianas puede correr en manos de todos, no
solamente sin peligro, sino con gran provecho de la verdad histórica y de la Arqueología cristiana.
Esto digo, sometiéndome en todo al superior juicio de V. S. I., cuyo anillo pastoral beso.
Madrid, 3 de abril de 1892. —M. Menéndez y Pelayo.— Ilmo. Sr. Obispo de Madrid-Alcalá.
Al cuarto tema, Cuadro de costumbres montañesas, sólo se ha presentado el artículo que lleva por
lema Contando cuentos [p. 273] y asando castañas, y sin discusión opina el Jurado que no sólo es
merecedor de premio, sino que debe ser tenido por excelente en su género, así por la amenidad de su
narración y difícil facilidad de su diálogo, cuanto por el saber profundamente montañés de su estilo.
Los catedráticos que suscriben, aceptando el honroso encargo que se han servido conferirles las
Facultades de Filosofía y Letras y de Derecho, someten respetuosamente a la consideración de V. E.
algunas observaciones acerca de los reales decretos que recientemente han venido a modificar la
organizacian de los estudios universitarios, en virtud de las autorizaciones concedidas por la Ley de
Presupuestos de 30 de junio de 1892.
Pocas veces, en el largo y no muy glorioso proceso de nuestras disposiciones oficiales sobre
Instrucción Pública, ha podido presentarse coyuntura más favorable para introducir en la [p. 274]
enseñanza superior todas aquellas reformas que forzosamente imponen el progreso de las ideas
científicas y el voto unánime de los hombres de ciencia, cada vez más acordes en las cuestiones de
método, por grandes que sean las divergencias que en otros puntos los separan. Autorizaba el artículo
«30 de dicha Ley para proceder desde luego a la reorganización de todos los servicios públicos y a
simplificar los procedimientos administrativos, aunque estuviesen organizados por leyes especiales, y
a simplificar las plantillas de todas las dependencias civiles, incluso las de los Cuerpos de escala
cerrada, introduciendo una economía que no bajase del 10 % de la totalidad de los créditos
concedidos en el presupuesto de 1890-91, que era el último discutido por los Cuerpos Colegisladores
y sancionado por S. M.».
Advertíase también, aparte de otras disposiciones, que «para llevar a efecto la reducción del personal
consignado en el presupuesto, podría el Gobierno aumentar o disminuir la parte proporcional de las
reformas, que corresponde a cada uno de los servicios por efecto de dichas reducciones en todo lo
que sea necesario para su mejor organización», aunque se rijan por leyes especiales, concediendo al
Gobierno «el plazo de un mes para los servicios que se prestan en la Península e islas adyacentes y de
tres para los del extranjero, quedando ampliados los créditos correspondientes en las sumas que se
reconozcan y liquiden». Y finalmente decía la Ley en el mismo artículo que «la autorización para
reorganizar los servicios caducaría en el expresado plazo de un mes, en cuanto dicha autorización
tiene carácter legislativo».
De esta autorización, cuyos límites eran ciertamente amplísimos, hizo uso el Ministerio de Fomento
en el real decreto de 26 de julio de 1892, publicado en la Gaceta de 30 de julio del mismo año. En el
preámbulo se hablaba de «autorización para reformar las plantillas», y en el artículo 10 se disponía
que las nuevas plantillas rigieran desde el 1.º de agosto, cosas a nuestro entender evidentemente
contrarias a la letra del párrafo 2.º del artículo 30 de la Ley de Presupuestos que textualmente dice:
«de las referidas plantillas se dará cuerta a las Cortes. En los Cuerpos de escala cerrada, hasta que
quede reducido el personal al que en las nuevas plantillas se les asigna, se amortizarán dos de cada
tres vacantes.»
[p. 275] Es evidente que en el caso actual no se ha cumplido, ni el requisito de someter las nuevas
plantillas a la aprobación de las Cortes, ni el de amortizar dos de cada tres vacantes en los términos
que la Ley dispone.
Las nuevas plantillas han empezado a regir desde 1.º de agosto, en tiempo de clausura de los Cuerpos
Colegisladores, sin cumplirse tampoco el sistema de autorización que la referida Ley establece.
Creemos además, y respetuosamente consignamos, que por efecto de la llamada reforma económica
se han infringido el artículo 170 de la Ley de Instrucción Pública que declara que «ningún Profesor
podrá ser separado, sino por sentencia judicial o expediente gubernativo»; el 172, a tenor del cual
ningún Profesor podrá ser trasladado a otro establecimiento o asignatura sin previa consulta del
Consejo de Instrucción Pública»; y finalmente el 173, que determina que «cuando el Gobierno lo
estime conveniente para mayor economía o provecho de la Enseñanza, podrá encargar a un Profesor,
además de la asignatura de que sea titular, otra mediante la gratificación que para el caso se
establezca».
A nuestro entender, y con profunda pena lo decimos, excelentísimo señor, todos estos artículos de la
Ley de 1857, a excepción si acaso del primero, puesto que la excedencia no es separación, aunque sus
efectos vengan a parecerse mucho, han sido vulnerados en los decretos de julio pasado, puesto que
muchos profesores han sido trasladados a establecimientos muy remotos del punto de su residencia,
otros a asignatura diversa de la que desempeñaban, y no pocos, encargados, sin gratificación alguna,
del peso de dos asignaturas diarias.
Basta, Excmo. Sr., la simple exposición de los hechos, para que el claro entendimiento y recto sentido
moral de V. E. reparen [p. 276] en el cúmulo de lesiones contra el decoro profesional y contra el buen
servicio de la Enseñanza, que de los últimos decretos resulta. Y sin perjuicio de que los profesores
individualmente perjudicados en sus legítimos derechos o molestados y perturbados en el noble
cumplimiento de su función, reclamen la reparación donde pueden y deben obtenerla, las Facultades
que representamos no pueden omitir el cumplimiento de un deber que estiman ineludible, y protestan,
aunque sea en la modesta forma con que debe hablarse a los Superiores, de este que conceptúan
nuevo ataque a la inamovilidad profesoral, consignada expresamente en nuestras leyes, pero más de
una vez burlada o eludida con pretextos distintos.
No es, Excmo. Sr., un mezquino interés de clase, ni una vanidad pueril de gremio o colegio, la que
nos obliga a exponer nuestras quejas en términos tan amargos. Es algo muy superior a esto, y aun
superior a la profunda pena con que vemos separarse de nuestro Claustro a dignísimos Profesores y
hermanos nuestros, representantes de muy opuestas doctrinas, pero igualmente dignos de respeto por
su celosa y desinteresada consagración al culto de la verdad, en aquel modo y límite en que es
asequible a las facultades de cada ser humano.
Es, sobre todo, una especie de piedad filial que nos hace mirar como propias las ofensas a la madre
común, y ver en la Universidad algo más que una oficina administrativa; un ser vivo que nos nutrió
con el generoso jugo de su doctrina y que prosigue educándonos, así por la cooperación y estímulo
del trabajo de todos, como por los hábitos de mutua caridad y tolerancia que entre nosotros establece.
Y es claro, Excmo. Sr., que este ideal de vida familiar encaminada a la indagación científica, sólo
puede lograrse con garantias de independencia semejantes a las que disfrutan todas las grandes
instituciones científicas de otros paises, y a las que disfrutó también España cuando era grande;
garantias sin las cuales apenas acertamos a comprender trabajo de ciencia que pueda ser fructífero.
No pretendemos, Excmo. Sr, ni volver al antiguo régimen universitario, que pereció más bien por
consunción que por destrucción violenta, ni conquistar en un día una legislación autonómica que no
está en nuestras costumbres, siquiera lo estuviese en otros días y pueda volver a [p. 277] estarlo
cuando la cultura nacional se levante de la postración en que hoy yace. Pero sí queremos
aproximarnos a este ideal por todos los caminos posibles, y reivindicar para el cuerpo universitario
toda aquella libertad de acción, que dentro de su peculiar esfera le corresponde, toda aquella majestad
y decoro que nuestra misma ley fundamental le otorga, al concederle amplísima representación en el
Senado nacional. ¿Pero de qué nos sirve, Excmo. Sr., tener once representantes oficiales en la Alta
Cámara, cuando pende del arbitrio de la administración, anular o torcer la vocación de cualquier
profesor, separándole de la cátedra para la cual por oposición o por concurso demostró tener
singulares disposiciones, y anularle o reducirle a la baja condición de vulgar y pedestre repetidor de
alguna doctrina, y cuando la misma Administración puede, al amparo de cualquier disposición de
carácter transitorio, penetrar en lo más íntimo y sustancial de las leyes de Instrucción Pública,
suprimiendo o abreviando a su talante facultades y enseñanzas?
Si el Cuerpo Universitario no es digno de ser consultado para reformas de enseñanzas ¿quién será,
Excmo. Sr., la Corporación o la entidad que represente las aspiraciones de la cultura nacional en tales
asuntos? ¿Ni qué prestigio social puede quedar a un cuerpo vejado y mortificado cada día con tales
agresiones y vilipendios?
Pocas veces, Excmo. Sr., lo repetimos con entera sinceridad, se ha presentado ocasión tan oportuna
para la reforma de la Enseñanza Superior como la que ofrecía la pasada ley de presupuestos. No era
preciso hacer una nueva ley de Instrucción Pública, para la cual, en otros órdenes y grados de
enseñanza, se ofrecen dificultades que por largo tiempo quizás han de ser insuperables. Bastaba que
las plantillas refomadas que hubiesen de ser sometidas a la aprobación de las Cortes, hubiesen sido
redactadas de tal suerte que no lesionasen ningún derecho adquirido y que al propio tiempo fuesen
realizando insensiblemente, aquellas reformas parciales que por inmediatas y urgentes deben
anteceder a la reforma total.
En España, Excmo. Sr., no hay quizás exceso de Universidades, pero hay exceso de unas Facultades
y penuria de otras, y un número reducidísimo de centros de pura enseñanza científica, y [p. 278] éstos
mal organizados sin duda y de un modo deficiente. La nueva Reforma, al paso que ha destruído, sin
duda por incompletas, casi todas las Facultades de Ciencias que existían en España, no ha venido a
robustecer de ningún modo las dos únicas que deja subsistir, reduciéndonos con ello a un presupuesto
ciertamente bochornoso si se compara con lo que en viajes y expediciones científicas, en fomento de
museos y jardines botánicos, empleaban los Gobiernos de Carlos III y de Carlos IV.
Amarga es la verdad, Excmo. Sr., y para nosotros más amarga que para nadie. El exceso de la gestión
oficial que al legislar únicamente por supresión y economía, bien claro demuestra su ineficacia para
promover la general cultura, tiene, no obstante, fuerza sobrada para hacer estériles las más valientes
energías individuales. Las Universidades españolas son las únicas del Universo que, ni en poco ni en
mucho, intervienen en la elección de su personal; las únicas que no pueden preparar candidatos
idóneos para el profesorado, ni asociarlos a las tareas del profesor titular, ni tantear y probar
seriamente sus aptitudes, ni recompensar sus esfuerzos; las únicas en que no existe lazo alguno de
solidaridad entre el discípulo y el maestro.
No rechazamos de ningún modo el vigente sistema de oposiciones que, dada nuestra condición
actual, nos parece preferible mil veces, por sus condiciones de publicidad, al mero arbitrio de la
Administración; pero deseamos que a uno de los dos turnos de concurso suceda uno de libre elección
y designación por la Facultad respectiva a favor de quien por sus servicios en la enseñanza o por sus
trabajos universalmente estimados de los hombres doctos, haya mostrado aptitudes especialísimas
para el desempeño de tal cargo. Así lo practican las grandes instituciones docentes de los paises
extranjeros, y así debiera practicarlo la nuestra. De este modo, al paso que quedaría abierto a la
genialidad individual el camino de la oposición, quedaría reservado a la colectividad universitaria el
medio de conservar sus tradiciones y de irlas cada día depurando y enriqueciendo con los frutos de
novísimas enseñanzas, rectificadas y probadas cada día por profesores jóvenes en el crisol de la
práctica.
No concebimos, Excmo. Sr., más medio de formar aspirantes al profesorado, dignos de ser profesores
algún día, que el de dejar [p. 279] a todo catedrático plena libertad para nombrar un sustituto personal
y gratuito, conforme a su sentido, doctrina y particular confianza, suprimiendo enteramente las
actuales categorias de auxiliares y supernumerarios, cuya existencia es de todo punto incompatible
con el buen régimen de la enseñanza, comprometido a cada paso por la dura ley que a tales sujetos se
impone de desempeñar, alternativa o simultáneamente, las enseñanzas más heterogéneas, sea cual
fuere su propia vocación, que vendrá al cabo a ser ninguna entre tal laberinto de especies y tareas
contradictorias. La supresión de ambas clases, sin perjuicio de los derechos que por ley puedan tener
adquiridos, hubiera sido una más positiva economía para el presupuesto que todas las que
últimamente se han realizado, y habría sido al mismo tiempo un gran progreso para la emancipación
y dignidad de la ensenanza. Hállase ésta comprometida también, Excmo. Sr., por el método pueril y
anticuado de exámenes de prueba de curso que sólo en nuestras Universidades subsiste, por triste y
vergonzosa excepción entre todas las de Europa. Concíbese tal sistema en los grados inferiores de la
enseñanza, en que los pocos años y natural distracción del alumno pueden exigir el freno o estímulo
continuo de este género de pruebas aleatorias; pero raya en lo increíble someter a semejante especie
de comedia pedagógica a hombres llegados al pleno uso de la racionalidad, sean maestros o
discípulos, y de los cuales por lo menos ha de suponerse que se congregan sin más finalidad que la
cultura de su espíritu, ya abstracta y desinteresadamente, ya con relación a tal o cual particular
función social. Indignos serían de desempeñarla, y más indignos todavía de tomar puesto entre los
cultivadores de la ciencia pura, los que, al pisar el recinto de las aulas, no llevasen más propósito que
el ínfimo y grosero de lograr, como por sorpresa y juego de azar, un título que les sirviese a los ojos
de la Sociedad, para disfrazar su ineptitud y su bajo e inmoral concepto de la vida.
estas Facultades dos grados, uno que atañe a la práctica de la profesión, y otro a su enseñanza, no
puede, por ningún concepto, sostenerse en las Facultades de Ciencias y Letras, en que los estudios del
doctorado son necesario complemento de los de la licenciatura, a no ser que nos resignemos al
inexplicable absurdo de tener catedráticos de Teoría Literaria o sea de Retórica y Poética que no
hayan cursado la Estética, profesores de Filología clásica, por elemental que sea, que no tengan
nociones de sánscrito, y profesores de Psicología, Lógica y Ética que ignoren, a lo menos
oficialmente, el desarrollo histórico de la Filosofía.
Más, Excmo. Sr., que fundar enseñanzas nuevas, para las cuales quizá no hay recursos, importa
emancipar de la excesiva tutela oficial las que hoy existen; devolver al Cuerpo Universitario una
prudente y racional autonomía, escuchar su voz cuando de enseñanza se trate, pues es proverbio bien
confirmado por la experiencia que hasta el insipiente suele saber en las cosas de su casa más que el
sabio, y dejar que, lenta y orgánicamente, vaya desenvolviéndose en nuestros Centros de enseñanza,
una cultura propia que remedie la anarquía intelectual en que hoy vivimos. Por tardío que sea el fruto,
nunca dejará de ser más nutritivo y sabroso que el que nos ha proporcionado desde 1845 la
atropellada [p. 281] importación del régimen centralista francés, que en Francia misma comienza a
ser desterrado de la enseñanza, y que los más doctos pedagogos de la nación vecina empiezan a
considerar como raíz y fuente de gran parte de los desastres y flaquezas de la educación nacional.
Excmo. Sr.: Si esta Comisión ha traspasado un tanto los límites que parecía prescribirle el forzoso
encargo de sus compañeros, sírvale de disculpa el ser tan raras las ocasiones en que la Universidad
puede hacer oír su voz sobre materias de enseñanza, y el haber visto una y otra vez tan desatendidas y
olvidadas sus reclamaciones.
Madrid, etc.
[p. 264]. [1] . Nota de M. Artigas. —(En 1905 publicó Mario Schiff, en la Bibliothèque de l'École des
hautes études, su libro La Bibliothèque du Marquis du Santillane, con esta dedicatoria impresa: A M.
Alfred Morel-Fatio qui m'a fait connaître l'Espagne et à D. Marcelino Menéndez y Pelayo qui me l'a
fait aimer je dedie ce livre. Florence, mars 1905. El ejemplar de don Marcelino lleva esta dedicatoria:
«A M. Menéndez y Pelayo que j'aime et que j 'admire profondément. M. S. Florence. Janvier, 1906»)
[p. 269]. [1] . Nota del Colector.— Fué dado por Menéndez Pelayo este Dictamen en el Consejo de
Instrucción Pública en 7 de marzo de 1890. Se publicó en «Hoja de méritos y servicios del Dr. don
[p. 271]. [1] . Nota del Colector.— Por encargo del Sr. Obispo de Madrid-Alcalá dió este Informe
Menéndez Pelayo al presenter a la censura eclesiástica la traducción del Diccionario de Antigüedades
Cristianas don Rafael Fernández y Ramírez.
[p. 272]. [1] . Nota del Colector.— En el libro titulado: Contando cuentos y asando castañas
(Costumbres campurrianas de antaño), por D. Duque y Merino. Madrid, Imprenta de la «Revista de
Navegación y Comercio», 1897. En el prólogo se dice: «El Jurado calificador emitió por unanimidad
el siguiente dictamen redactado por el Sr. D. Marcelino Menéndez y Pelayo.»
Es uno de los trabajos presentados en el certamen convocado en 1892 por la Real Sociedad
Económica Cantábrica.
[p. 273]. [1] . Nota del Colector.— Según se deduce claramente de una carta de Salmerón a
Menéndez Pelayo en 25 de junio de 1887, ya en este año se había acordado por la Facultad de Letras
de la Universidad de Madrid que don Marcelino, don Nicolás Salmerón y don Francisco Sánchez de
Castro redactaran un Informe sobre Reformas Universitarias, informe que fué escrito íntegramente
por Menéndez Pelayo y aprobado por sus compañeros; pero que debió perderse en el archivo
universitario, pues no hemos podido tener de él más noticias que las que se dan en la correspondencia
de Salmerón a que antes hemos aludido.
Cinco años después, en 1842. vuelve la Facultad de Letras a encomendar a los señores Salmerón y
Menéndez Pelayo—Sánchez de Castro había ya fallecido—un nuevo informe sobre reformas
universitarias, basado en las dotaciones que para estos fines concedía la Ley de Presupuestos de 30 de
junio de este año de 1892. Probablemente este Informe, que es el que reproducimos, sería, con ligeras
modificaciones el mismo del año 1887. En lo que no cabe duda es en que la redacción de este
documento es íntegra de Menéndez Pelayo, pues el original autógrafo se conserva en su Biblioteca de
Santander.
Se publicó por Bonilla y San Martín en el Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo, número,
Marzo-Abril de 1919.
Véase también lo que dice respecto a esto Pérez Embid en sus Textos sobre España, pág.384.
VARIA — II
VIII.—TRABAJOS DIVERSOS
[p. 285] 1) SOBRE LA NUEVA EDICIÓN DE LAS POESÍAS DE DON DIEGO HURTADO
DE MENDOZA. [1]
Aunque acá llegan tarde y mal las nuevas de España, no deja de llegar alguna, y más si es tan de notar
como la última edición de las obras poéticas de D. Diego Hurtado de Mendoza, publicadas en el tomo
XI, si no yerro la cuenta, de la bella colección de libros raros y curiosos que publican los conocidos
bibliófilos señores Fuensanta del Valle y Sancho Rayón, con quienes ha colaborado en este tomo el
erudito angloamericano Knapp, tan conocedor de nuestras cosas. Digo, pues, que tuve ocasión de
recorrer, si bien ligeramente, días pasados, el susodicho tomo, con gran contentamiento mío por ver
al fin reunidas en un volumen todas las composiciones del insigne escritor, descarriadas antes en
diversos códices.
Plúgome ver tan gran número de aditamentos a la antigua edición de Hidalgo y aplaudí y aplaudo
ahora, la diligencia de los colectores. Pero esto no obsta para que notase ciertos lapsus disculpables
en verdad y aun inevitables en tareas de esta clase. Dejo aparte las variantes y diversas lecciones en
que habría algo y aun algos que decir, porque si malo y turbio era el texto que corría, más turbias
suelen ser las enmiendas tomadas de ciertos manuscritos. Pero sí diré que faltan algunas poesías y
sobran [p. 286] otras en la nueva edición, con ser más completa que las dos precedentes. No hubieran
pecado los colectores en no abrir tanto la mano en la sección de burlas, porque allí hay poesías que, ni
por pienso, son dignas del ingenio de don Diego, y dado que lo fuesen, poco o nada acreditarían su
gloria. Pero la autenticidad no está probada ni mucho menos. No hemos de creer como el Evangelio
cuanto rezan los antiguos códices. Yo tengo por de don Diego los ingeniosísimos desenfados de La
cola de la pulga y de La zanahoria, que aunque no muy edificantes son de lo bueno que en su línea
hay de castellano; pero ¿quién no sabe que existe más de un códice en que se atribuyen a Gutiérrez de
Cetina los dos primeros y que militan graves autoridades en favor de lo mismo? Y si en estas poesías,
a todas luces auténticas, caben aún dudas, qué hemos de decir de esa fábula de El cangrejo y de esos
sonetos que en mal hora salieron de los cartapacios en que andaban encerrados. Yo sé que los
bibliófilos tienen carta blanca para publicar y reimprimir cuanto de literature-grivoise o picaña, como
decimos en Castilla, les venga a las manos, pero es cuando esa literatura vale la pena de ser
conservada aunque no parezca a propósito para andar en manos de doncellas. Pero, francamente,
imprimir cuatro truhanerias insípidas en papel de hilo y sólo por leves indicios con tipos elzevirianos
y mezclarlos con los legítimos partos de uno de los más soberanos ingenios que han adornado nuestra
literatura, no tiene razón plausible. Pero es lo notable que falta entre esas poesías una y de las más
curiosas, impresa más de una vez a nombre de Mendoza y citada como suya por Clemencin y otros,
aunque en algunos manuscritos la he visto a nombre de Pedro Liñán de Rivera. Aunque así sea, los
editores de Mendoza debieron publicarla, ya que era rara y había corrido a nombre del grande
historiador, o, a lo menos, dar alguna noticia de ella. Refiérome a la Vida del Pícaro, sátira en
tercetos. Censuran los editores (o sea, el señor Knapp, autor del prólogo) a don Adolfo de Castro por
haber reproducido en su colección una oda de Horacio publicada a nombre de don Diego por Pedro
de Espinosa en las Flores de poetas ilustres. Es verdad que esa oda traducida pertenece a Fr. Luis de
León, pero no era inoportuno el reproducirla después de los versos auténticos de Mendoza, ya que el
editor de las Flores, autoridad respetable siempre, la [p. 287] había dado como tal. Además, una
equivocación de este género es facilísima. El mismo señor Knapp y sus amigos han caído más de una
vez en el defecto que reprenden. Dan por obra de don Diego, el soneto: «Pedís, reina un soneto: yo le
hago...», el cual es dudoso que le pertenezca, por más que Espinosa se le atribuya. Yo le he vista en
varios códices a nombre del duque de Osuna, don Juan. Otro error más grave, pues ése es de poca
monta, ha sido el de dar como poesía inédita de don Diego la traducción de la Heroída de Dido a
Eneas: Cual suele del Meandro en la ribera, la cual ni es inédita, pues ha sido impresa por lo menos
tres veces y muy leída y citada con justo encomio por nuestros humanistas, ni es de Mendoza, puesto
que desde 1599 anda impresa entre las obras de su verdadero autor, don Hernando de Acuña. Y aquí
no hubo ningún Espinosa con cuya autoridad abroquelarse los editores, sino la simple afirmación de
un copista de poesías viejas a quien plugo hacer a don Diego este regalo. Siempre es arriesgado tirar
piedras al tejado del vecino, y adviértase que no se trata de tal cual soneto o copleja de poca monta,
sino de una larga sarta de bellísimos tercetos, bastantes por sí a honrar a su autor y a la poesía
castellana. ¿No tenían noticias unos bibliófilos tan eruditos de esa traducción que, de tiempo atrás,
conocían todos los estudiantes de humanidades?
También censuran en don Adolfo de Castro, cual si fuera grave yerro, haber llamado, quizá por
lapsus calami, Aqueronte al barquero del infierno. En verdad que con todo rigor al barquero se le
llama por antífrasis Carón, como si dijéramos el gracioso, y al que se le apellida Aqueronte, que vale
tanto como sin gracia. Pero como que los dos nombres quieren en sustancia decir lo mismo, puesto
que el primero ha de entenderse al revés, es lo cierto que los antiguos no los confunden nunca y
aplican el uno al río y el otro al barquero. Pero no sucede lo mismo en nuestros autores de los siglos
XVI y XVII, que usan esos dos nombres promiscuamente. Herrera Maldonado tituló Aqueronte a su
traducción del Charon, de Luciano. Villamediana empieza un diálogo satírico de esta suerte: «¡Hola,
barquero, rígido Aqueronte!» Aun pudieran citarse autoridades de Francisco de Encinas y otros, si la
cosa valiera la pena. No es de extrañar, pues, que el señor [p. 288] Castro, cuidadoso o descuidado,
tropezase en una fórmula usada por los autores del buen siglo de la lengua, aunque no sea la más
precisa y exacta. ¿En castellano se ha llamado Aqueronte al barquero del infierno? ¿Sí? Pues está
justificado don Adolfo de Castro, y el señor Knapp podía haberse ahorrado la molestia de una nota.
Todo lo que va dicho en nada contradice el mérito de su excelente edición. Yo soy el primero en
confesarlo. Pero hominum est errare y el que no cae resbala. ¡Ojalá se multiplicasen los trabajos
bibliográficos semejantes a aquél en que acabo de notar leves máculas, llevado sólo del amor que
profeso a las letras castellanas!
M.M.P.
las Obras Poéticas de D. Diego Hurtudo de Mendoza acababa de salir a luz en la Colección de libros
raros y curiosos, y temía haber cometido algún error; error que, siguiendo las instrucciones de don
Marcelino, comprueba después Pereda.
Véanse las cartas del Epistolario de éste con Menéndez Pelayo, números 10, 11 y 12.
VARIA — II
VIII.—TRABAJOS DIVERSOS
A tan soberano autor (Heine) nos presenta traducido en verso castellano el joven y distinguido poeta
valenciano don José J. Herrero. A quien con empresa de tal magnitud se estrena en la república de las
letras, poco pueden halagarle los elogios de rigor en un prologuista y en tales ocasiones. No aspire
ciertamente el señor Herrero al lauro de la perfección en intento tan difícil y en tan copioso número
de versos. Pudo conseguirla Florentino Sanz en una docena de canciones escogidas y cuidadas con
particular esmero; pero en una obra larga nadie escapa de inevitables desigualdades. Así y todo,
compárese esta versión del Intermezzo con las cinco o seis que hasta ahora tenemos en castellano, y, a
mi entender, se la encontrará más poética y más fiel que las restantes. La traducción de las
colecciones posteriores, todavía me agrada más, porque la mano del traductor corría más suelta y
ejercitada, y había llegado el señor Herrero a identificarse más con el espíritu del original que
traducía. Pueden notarse, en verdad, algunos versos flojos de cadencia y número, tal o cual expresión
[p. 290] prosaica, y alguna no muy propia; defectos fácilmente perdonables cuando el conjunto
agrada y da una idea bastante exacta de las bellezas de los Lieder. Por mi parte, sólo aconsejaré al
señor Herrero que procure acercarse todo lo más posible a la frase alemana, en los casos en que ésta
difiera del texto en prosa que el mismo Heine autorizó en París, modificándole con frecuencia él o su
traductor por escrúpulos y consideraciones nimias al meticuloso gusto francés, que no deben
hacernos fuerza en España.
Aunque sus propios versos originales no lo acreditaran, bastaría esta versión para dar al señor Herrero
crédito y nombre de poeta. Su educación literaria, sana y severa, basada principalmente en el estudio
de los modelos de las literaturas inglesa y alemana, nos hace esperar de él que ha de trasladar con
feliz éxito a nuestra literatura, bien necesitada hoy de savia vigorosa, elementos nuevos y dignos de
vivir y florecer bajo todos los climas.
Junio de 1883.
M. Menéndez y Pelayo.
VARIA — II
VIII.—TRABAJOS DIVERSOS
La opinión de Miguel de Cervantes en el escrutinio de los libros del Ingenioso Hidalgo, confirmada
por el unánime sentir de los críticos posteriores, declara al Amadís de Gaula la primera de las novelas
caballerescas españolas en antigüedad y en mérito.
Sobre el origen y primeras versiones de tan famoso libro, reina entre los eruditos diversidad grande
de pareceres, a la cual mucho contribuye el ser de todo punto desconocido el primer texto,
conociéndose solamente la refundición, hecha en tiempo de los Reyes Católicos, por el regidor de
Medina del Campo, Garci Ordóñez de Montalvo.
Del Amadís se disputa la. patria, la lengua y hasta el siglo en que apareció; disputa que ciertamente
nadie pensaría en promover, acerca de una obra verdaderamente nacional, y verdaderamente
personal, es decir, que llevase estampado de un modo [p. 292] enérgico el sello de la época en que
salió a luz, y del autor que acertó a concebirla y darle forma artística. Nadie discute, v, gr., sobre el
autor del Quijote, ni sobre la época en que salió a luz. Aunque la fecha y el nombre del autor no
constasen al frente, el libro mismo está diciendo a voces que ha nacido en las postrimerías del siglo
XVI o en los albores del siguiente. Se enlaza y prende de mil modos con la realidad contemporánea,
y aún viene a ser un comentario idealizado de la sociedad española de entonces.
Nada semejante ocurre con el Amadís. Su primera singularidad y extrañeza consiste en ser obra
expósita y anónima, no ya por la omisión del nombre del autor, frecuente en monumentos de la Edad
Media; no ya por la ausencia de espíritu personal o subjetivo, común asimismo a la mayor parte de
los poetas de esa edad, casi todos más épicos que líricos, ecos sonoros del sentir común más bien que
del propio sentir; sino por algo más extraño que todo esto, quiero decir, por la ausencia de toda
verdad histórica, por el absoluto olvido de la geografía y de la cronología, por la abigarrada mezcla
de supersticiones de diversas épocas, por el deliberado propósito de huir del mundo real, y de los
recuerdos nacionales y de la savia de la tradición épica, sustituyendo todo esto con arbitrarias,
fantásticas y desatinadas concepciones. Semejante libro, lo mismo puede ser del Norte que del
Mediodía, del Oriente que del Occidente. Donde a primera vista se concibe menos que pudiera nacer,
es en la literatura castellana.
Y, en efecto, ¡qué contraste tan profundo ofrecen, respecto del Amadís, los primeros documentos
poéticos de nuestra literatura, ya sean canciones de gesta, como las dos del Cid; ya mesteres de
clerecía, como los de Berceo y sus secuaces! En los unos, se reproduce el detalle de la vida común,
hasta dar en lo prosaico; en el otro, se intenta dar fabuloso trasunto de un mundo mejor, gobernado
por virtudes y potencias sobrenaturales, independientes de la concepción cristiana, las cuales amparan
los propósitos y hazañas del caballero, o al contrario se oponen a ellas ruda y tercamente,
exponiéndole a trances cruentos y a peligros sin número. En los primeros, el amor ocupa muy escasa
parte o ninguna, por mejor decir, como no tome la forma de deber y abnegación conyugal; en el otro,
el amor rara vez sometido a los lindes en que [p. 293] le encierra la ley ética, campea y domina como
absoluto señor, alentando el brazo del caballero andante en las batallas, haciéndole triunfar de
malignos encantadores y dándole al fin el merecido galardón de la constancia. En la antigua poesía
heroico-popular castellana, nunca los actos de los héroes traspasan los límites de la fuerza humana,
aun considerada en las edades primitivas; en el Amadís, por el contrario, y en los infinitos libros de
caballería, compuestos a imitación de éste, se desconocen en absoluto tales barreras y obstáculos; se
hace la apoteosis más desenfrenada del valor individual; un solo caballero destruye ejércitos enteros,
toma y entra a saco populosas ciudades, pasa a cercén a gigantes, endriagos y vestiglos, y llega a
triunfar hasta de las potencias del otro mundo, simbolizadas por genios, magos y hechiceras. Si algún
sentido ha de encontrarse a tales creaciones, no puede ser otro que el de un individualismo radical y
absoluto, impaciente de todo yugo, rebelde a toda regla, mal avenido con las instituciones sociales, en
lucha abierta con ellas, afirmando y reivindicando la personalidad humana por medio del hierro, y
tomando por divisa aquella sabia frase: «mis fueros, mis bríos, mis premáticas, mi voluntad».
Por grandes que fueran, y en efecto lo fueron, las tormentas políticas que atravesó Castilla durante los
siglos XIII y XIV, las especiales condiciones de nuestra Reconquista impidieron que la desigualdad
social se hiciese sentir nunca de una manera irritante. Desórdenes y excesos hubo de los grandes y de
los pequeños; pero nunca opresión lenta y sistemática de los unos por los otros. Y si es cierto, como
parece, que la caballería nació del feudalismo, en parte como ideal depurado y en parte como
reacción y protesta, también resulta evidente que donde no hubo feudalismo, en el rigor de la palabra,
no pudo ni debió haber caballería andante, también en su sentido riguroso y estricto, puesto que los
desvalidos nunca dejaron de tener en apoyo suyo, las leyes municipales o el brazo poderoso de los
reyes o el de los mismos señores eclesiásticos o seculares, no bastante poderoso ninguno de ellos para
tiranizar a los restantes, y obligado por tanto a encerrar su poder en límites razonables, a no ser en los
tiempos de anarquía, v. gr., en las minoridades de los reyes, propensas de suyo a todo género de
desmanes.
[p. 294] Por otra parte, las mismas condiciones de la guerra de la Reconquista, si la dieron un carácter
heroico, la dieron al mismo tiempo un carácter positivo, que es visible en los más antiguos
fragmentos de nuestra epopeya nacional. No se trataba de empresas quiméricas como la de Tierra
Santa, que exigían levantamientos de pueblos en masa, largas navegaciones y pasar por territorios de
tribus bárbaras y hostiles y a mil leguas del suelo patrio, circunstancias todas nacidas para calentar y
excitar la fantasía poética y novelesca, sino de empresas modestas, más sólidas que brillantes; de
recuperar día por día el suelo patrio contra su invasor ya conocido y asentado de antiguo en él, y que
no se presentaba, por lo tanto, en la media y misteriosa luz en que vivían los sultanes de Oriente.
A priori, por consiguiente, puede y debe afirmarse que toda obra en que dicte sus leyes como árbitra
la fantasía novelesca, tomada esta palabra en su acepción más corriente, no ha nacido ni ha podido
nacer en la Castilla de la Edad Media, el país menos novelesco del mundo, el menos caballeresco en
tal sentido, aunque haya producido una caballería suya propia, quizá más conforme al ideal de la
justicia y de la humanidad que la fantástica y ruidosa caballería que desde Francia se propagó por
toda Europa. No hay a que ocultarlo ni negarlo: todos los grandes héroes de núestras gestas son
héroes eminentemente realistas. Viven en la atmósfera de su tiempo y de ella reciben su grandeza.
Sus empresas, hasta cuando son fabulosas, caben en lo real y en lo histórico, y sin gran dificultad se
compaginan con la historia documentada. Sus afectos son afectos domésticos y familiares, algo
bárbaros y rudos, sin la más insignificante mezcla de sentimentalismo ni de galantería. Su mundo
[p. 295] Ahora bien; el Amadís es la negación de todo esto. El Amadís, verdadero cuento de hadas,
presenta los caracteres más directamente opuestos a la genuina epopeya castellana. A la antigua
sobriedad sucede un estilo florido e intemperante; a la antigua sencillez de acción, una acumulación
inmoderada de motivos y de episodios; al amor conyugal y casero, el amor galante y mundano; a lo
maravilloso cristiano, lo maravilloso de estirpe septentrional; a lo posible, lo imposible; al mundo de
la verdad, el mundo de los sueños.
¿Había en la península española alguna raza más preparada que la de Castilla para recibir el influjo
que dió vida al Amadís de Gaula? Una sola había retirada en las regiones occidentales, céltica sin
duda alguna de origen, como lo atestiguan hoy mismo sus populares supersticiones, y otras ya
perdidas, que a través de los siglos son como revelaciones inesperadas de un mismo tipo étnico. Así
lo prueban, por no citar otras, la leyenda (tan acreditada en Portugal durante el siglo de los
descubrimientos) de la isla de San Brandam y de la isla de las Siete Ciudades, y todavía más, la
leyenda mesiánica del Rey Don Sebastián, trasunto fidelísimo de la del Rey Artús de Bretaña. El
espontáneo florecimiento de esta leyenda en una época tan histórica como el siglo XVI, y su
persistencia hasta nuestros días, bastan para dar conformación extrañísima y no esperada a los relatos
de los antiguos geógrafos e historiadores griegos y latinos, que nos advierten del parentesco de razas
entre los celtas del Noroeste de España y los de las Islas Británicas.
El Amadís de Gaula, por todos sus elementos, es obra evidentemente de importación extranjera; su
tipo fueron los poemas bretones de la Tabla Redonda, aun no admitiendo, como quieren algunos, un
tipo inglés o francés más próximo. ¿Dónde había de prender tal semilla, sino en las comarcas célticas
de España, únicas que alimentaban creencias, supersticiones y costumbres análogas a las de los
bretones, y únicas, por tanto, que podían comprender y sentir aquella poesía que debía de sonar tan
exótica en los oídos castellanos, aragoneses y catalanes?
En tesis general, pues, parece muy verosímil la opinión que coloca la cuna del Amadís en la región
galaico-portuguesa, cuyos poetas dieron carta de naturaleza por primera vez entre [p. 296] otros a los
nombres de Tristán, de Iseo y de Lanzarote, y cuyos caballeros gustaban, a fines del siglo XIV, de
honrarse y distinguirse con sobrenombres tomados de los libros del ciclo bretón. Así el gran
condestable Nuño Álvarez Pereyra, héroe de la jornada de Aljubarrota, y así tantos otros, inclusos los
mismos hijos de Don Juan I, influídos, como toda su corte, por los hábitos y gustos ingleses.
Y, en efecto, una tradición que se remonta nada menos que al siglo XV, atribuye la primera redacción
del Amadís a un hidalgo portugués llamado Vasco de Lobeira, que fué armado caballero por el mismo
rey Don Juan, Maestre de Avís, la víspera de la batalla de Aljubarrota. Pero esta tradición,
consignada por primera vez en una de las crónicas de Gomes Eanes de Azurara, el cual, para
distinguir su historia de las vanas y apócrifas que corrían, dice que no ha de confundirse con el libro
de Amadís, inventado todo y sacado de su cabeza por un hidalgo de Oporto, llamado Vasco de
Lobeira, padece no leve contradicción por citas de autores castellanos, más viejos que Vasco de
Lobeira, los cuales no sólo hablan del Amadís como de cosa sabida y corriente en su tiempo, sino que
añaden que tenía ya tres libros, como los tuvo hasta la refundición hecha en tiempo de la Reina
Católica por el regidor Montalvo, que añadió el cuarto.
Entre estos primitivos autores que citan el Amadís, figura en primer término el canciller Pedro López
de Ayala, celebérrimo cronista del rey Don Pedro y de sus tres inmediatos sucesores. Este canciller,
pues, que era hombre de mucha edad, cuando asistió en 1335 a la batalla de Aljubarrota, y quedó en
ella prisionero de los portugueses, compuso durante su cautividad, en el castillo de Oviedes, la mayor
parte de su Rimado de Palacio, libro poético misceláneo, donde figura una confesión rimada que hace
el autor de sus pecados, incluyendo entre ellos el de haber leído libros de devaneos y mentiras
probadas, tales como Amadís y Lanzarote. Tal confesión, hecha en los postreros años de su vida por
hombre tan anciano como el canciller, excluye toda posibilidad de que este Amadís sea el compuesto
o redactado por el jovenzuelo Vasco de Lobeira, armado caballero precisamente la víspera de aquella
batalla en que cayó prisionero Pedro López de Ayala. Aun suponiendo que el Lobeira tuviese en
aquella [p. 297] fecha mucha mayor edad de la que racionalmente se puede asignar a un aspirante a la
orden de caballería conforme a las costumbres de entonces, hubiera sido preciso un verdadero
milagro cronológico para que el libro compuesto por él se propagase en tan breve término por los
reinos de Portugal y Castilla, llegando a manos del canciller, cuyos devaneos y mocedades, por él
confesados, se remontaban al reinado de Don Alfonso XI de Castilla.
Y como si esto no bastara, uno de los más antiguos trovadores del Cancionero de Baena, llamado en
aquella colección Pero Ferrús el viejo, en unos versos dedicados al propio canciller Ayala, no
solamente nos da razón de la existencia del Amadís, sino de su primera división en tres libros:
Otras citas de Fr. Migir, de Francisco Imperial y de otros poetas del Cancionero de Baena,
pudiéramos añadir, pero que no aumentarían mucho la fuerza de las citadas, que son las más antiguas.
Si a esto agregamos que a principios del siglo décimo-quinto era tan popular en Castilla la historia de
Amadís que se pintaba o tejía en sergas, como testifica Pablo de Céspedes, y se ponía el nombre de
aquel famoso caballero a los lebreles favoritos, como nos lo indica el hecho de llevarle escrito en el
collar el perro que yace a los pies del maestre de Santiago y yerno del marqués de Santillana, don
Lorenzo Suárez de Figueroa, en su enterramiento de la iglesia de la Universidad de Sevilla, resultará
todavía más improbable la hipótesis de un Amadís primitivo compuesto por Vasco de Lobeira.
Además, para que todo resulte extraño y singular en la historia de este libro, nadie ha visto el Amadís,
aunque autores de aquella nación aseguran que se conservaba en la casa de Aveiro; nadie cita de él la
más insignificante frase, y ni en portugués ni en otra lengua se conoce, hasta la fecha, códice ni
fragmento alguno de esta novela, [p. 298] anterior a la refundición de Garci Ordóñez de Montalvo, ni
testimonio de erudito alguno formal que asegure haberlos vista, ni nos dé muestra o señal de ello. La
verdad es que si los portugueses inventaron el Amadís, se han dado muy mala maña para conservarle.
Y es cosa sabida que en materia legal el abandono de la propiedad vale poco más o menos tanto como
el no haberla tenido nunca.
Pero de otra parte y para pesar con entera justicia las razones que militan de una parte y de otra, nos
parece que el entronque directo del Amadís con las ficciones del ciclo bretón, que por las razones ya
expuestas debieron de ser más populares en la región galaico-portuguesa que en otra alguna de la
península; el conocimiento que de estas ficciones había ya en Portugal en tiempo del rey Don Dinís y
de sus trovadores áulicos, como lo demuestran el Cancionero de la Biblioteca Vaticana y el llamado
Colocci-Brancuti; el hecho de encontrarse en el segundo de estos Cancioneros el texto gallego, casi
literal, de una poesía castellana puesta en el Amadís:
¿Pudo ser su primer autor Vasco de Lobeira? No, por las razones expuestas. Antes de Vasco de
Lobeira existía un Amadís en tres libros, citado por Ayala y Pero Ferrús. ¿En qué lengua [p. 299]
estaba compuesto este Amadís? Nadie lo sabe ni puede sospecharse siquiera. Toda la diligente
investigación de Teófilo Braga no ha podido encontrar ni en la Vita Sti. Amandi, publicada por los
Bolandos, ni en el poema francés de Amadas et Idoyne, ni en el inglés de Sir Amadace, más que muy
lejanas coincidencias o semejanzas con el nuestro. Penetrada ya y explorada ya en todos sentidos la
poesía francesa, que durante la Edad Media sirvió de modelo a las demás de Europa occidental;
conocido casi todo totalmente el tesoro de las leyendas sagradas y profanas de esos siglos, no parece
por ningún lado el original transpirenaico del Amadís. La crítica moderna se encuentra en este punto a
la misma altura que la crítica del siglo XVI. No cree, como Gomes Eanes de Azurara, que el Amadís
fuese forjado a placer de un hombre llamado Vasco de Lobeira, hidalgo natural de Oporto; pero se
inclina a creer que este Vasco de Lobeira fué un refundidor que a principios del siglo décimoquinto, o
a fines del anterior verificó un trabajo may análogo al que había de hacer García Ordóñez de
Montalvo en tiempo de los Reyes Católicos, es decir, remover y acomodar al gusto de su tiempo la
fábula de Amadís, que debía ser ya popularísima y que había penetrado hondamente en las
costumbres nacionales. Y la prueba de que Vasco de Lobeira, o quienquiera que fuese el refundidor
portugués, trabajaba sobre un texto más antiguo de su propia lengua o de otra, nos la da, aun sin salir
del mismo texto actual, que tenemos por segunda o tercera refundición, donde no se han borrado del
todo las huellas de las antiguas, el famoso episodio de la infanta Doña Briolanja, librada por esfuerzo
de Amadís del cautiverio en que la tenía cierto usurpador llamado Abiseos, y tan agradecida a
semejante merced que, convirtiéndose en amor el agradecimiento «no lo pudiendo su ánimo sufrir ni
resistir», requirió a Amadís «que de él y su persona... señor podía ser». Grave conflicto para Amadís,
a quien el autor primitivo presentaba como dechado de los leales amadores y prototipo de fidelidad a
su señora Oriana. En el texto antiguo, Amadís desdeñaba a Briolanja, pero no así en el refundido por
Vasco de Lobeira, porque «el señor Infante D. Alonso de Portugal, habiendo piedad de esta fermosa
doncella, de otra guisa lo mandó poner, y el autor hizo lo que su merced fué, mas no aquello que en
efecto de sus [p. 300] amores escribía». ¡Singular píedad por cierto! Merced a ella, Amadís tuvo de
Briolanja dos hijos de un vientre, y luego la casó con su hermano don Galaor. Pero a Lobeira no le
satisfacía semejante desenlace, y muy respetuoso de la verdad de su historia, asegura repetidas veces
que el tal episodio es superfluo y vano, y que contradice y daña a «lo que con más razón esta grande
historia adelante os contará».
Por lo demás, todos los elementos que han entrado en la composición del Amadís son evidentemente
extranjeros y derivacíon más o menos cercana de las gestas bretonas. Bajo este aspecto ni Castilla ni
Portugal pueden reclamar nada los nombres de personajes y los nombres de lugares están casí en
francés; las costumbres nada ofrecen que permita localizarlas entre nosotros lo único original y
español que hay es el ingenio del autor, que con estos materiales, a toda luz extraños, ha levantado
una fábrica enteramente nueva, y que aun construída en el aire, ha resistido por más de dos síglos y
ha dado lugar a infinitas imitaciones, todas más efímeras que ella.
De Garci Ordóñez de Montalvo, autor de la refundición definitiva del Amadís que hoy leemos y de su
continuación intitulada Las Sergas de Esplandián, sólo sabemos que era un honrado y virtuoso
caballero, regidor de Medina del Campo, hombre de agudo ingenio, no sin alguna punta de
humorismo, como es de ver en el tono con que habla de su propia persona, llamándose «hombre
simple, sin letras, sin ciencia... y que como quiera que cargo de regir a otros muchos y más buenos
tenía, ní a ellos ní a él lo sabía hacer, ni tampoco lo que a su casa y hacienda con venía... un hombre
de mal recaudo que con inspiración que no sería del cielo, dejando y olvidando las cosas necesarias
en que los hombres cuerdos se ocupan, se entremetió y ocupó en una ociosidad tan excusada...
enmendando una tan grande escriptura de tan altos emperadores, de tantos reyes y reinas y dueñas y
doncellas y de tan famosos caballeros».
Hasta qué punto llegaron las libertades que Montalvo hubo de tomarse con el texto que corregía, es
punto hoy del todo inaveriguable. Él dice que «corrigió los antiguos originales, que estaban corruptos
e compuestos en antiguo estilo, por falta de los diferentes escriptores, quitando muchas palabras
superfluas, e [p. 301] poniendo otras de más polido y elegante estilo, tocantes a la caballería e actos
della, animando los corazones gentiles de mancebos belicosos, que con grandísimo afecto abrazan el
arte de la milicia corporal, animando la inmortal memoria del arte de la caballería, no menos
honestísimo que glorioso».
Pero hay indicios para sospechar que no se limitó a esta tarea de lima y de corrección de estilo o más
bien de adaptación de los antiguos originales al gusto y lenguaje de su tiempo, sino que debe de ser
suyo, en gran parte, el libro 4.º, que ofrece un carácter muy distinto de los tres primeros, y que
además no se encuentra mencionado por nadie hasta el tiempo de los Reyes Católicos. Hemos visto
que en tiempo de Pero Ferrús, el Amadís constaba de tres libros. Debía terminar, por consiguiente,
con el triunfo naval de Amadís, el rescate de la señora Oriana y la vuelta de uno y otro a la Ínsula
Firme. El libro 4.º, que es mucho más retórico en su estilo que los tres primeros, mucho más cargado
de arengas, embajadas y reflexiones políticas y morales; el libro 4.º, que muestra bien a las claras
pretensiones de narración épica e insiste con singular prolijidad en las descripciones de batallas
campales; el libro 4.º, escrito con más orden y sensatez, pero con menos fantasía que los tres
primeros; el libro 4.º, en fin, mucho más clásico que romántico, como lo prueba la ausencia casi total
de elementos sobrenaturales, no ha podido salir de la misma mano que los tres primeros, y en nuestro
concepto no ha podido escribirse antes de fines del siglo décimoquinto por un hombre familiarizado
con las crónicas, y no extraño tampoco a la lectura de los moralistas y poetas de la antigüedad latina.
Los tres primeros libros, por el contrario, son parto de una imaginación mucho más brillante, más
lozana y poética, nutrida con los libros caballerescos del ciclo bretón. Mientras el Amadís del libro 4.
º, que es una especie de utopía política, aparece con los rasgos de un monarca valeroso y justiciero,
que da y recibe embajadas y concierta alianzas, el Amadís de los tres primeros libros realiza en toda
su perfección y plenitud el tipo del caballero andante, fiado sólo en el esfuerzo de su brazo, que basta
a sacarle triunfante de los mayores empeños. Fruto de los amores del rey Perión de Gaula o sea, del
país de Gales, y de la infanta Elisena, hija de Garinter, rey de la pequeña Bretaña, es [p. 302] arrojado
al río en un arca calafateada con pez, dentro de la cual iba un papel que declaraba su alto linaje, y
como señas para su reconocimiento el anillo y la espada del rey Perión. Recoge al niño el caballero
Gandales de Escocia y le hace criar en compañía de su hija Gandalín.
El Doncel del Mar, que así llaman a Amadís, entra, aun antes de entrar en la adolescencia, en una
serie de extraordinarias aventuras, que con ser tan maravillosas, están, sin embargo, enlazadas con tal
arte y maestría que en vez de distraer la atención del lector en un laberinto sin salida cosa frecuente
en libros de esta especie, van empeñando gradualmente su curiosidad, sin esfuerzo y sin fatiga, a lo
cual mucho contribuye el elemento principal que da vida y unidad a la novela, es decir, el amor casi
infantil de Amadís y Oriana, cuyos albores describe nuestro autor con una delicadeza casi
petrarquista, de la cual más adelante se aleja por seguir en demasía las livianas invenciones bretonas,
como es de ver, por ejemplo, en aquella escena del bosque, en que «más por cortesía y buen
comedimiento de Oriana que por desenvoltura de Amadís, quedó fecha dueña la más fermosa
doncella que en el mundo había».
Esta pasión de Amadís y Oriana contrariada por los más diversos obstáculos, es el verdadero y
principal asunto de la obra, que, merced a esto conserva, en medio de la variedad infinita de los
episodios, cierta unidad superior. A pesar del prodigioso número de personajes que en libro tan largo
intervienen (más de 330), ni su muchedumbre engendra confusión, ni deja de levantarse sobre todas
la figura del héroe, «flor de los caballeros» y prototipo de los leales enamorados, al cual sirven de
apoyo o de contraste, con sus caracteres mucho más hábilmente contrapuestos de lo que pudiera
esperarse de la edad ruda en que el libro se escribió. Don Galaor, el hermano de Amadís, poco
inferior a él en el valor y fortaleza bélica, pero nada semejante en la constancia y lealtad de sus
amores; su primo don Agrages, los reyes Lisuarte y Perión, la benéfica Urganda la Desconocida y el
maligno encantador Arcalaús, los cuales diversamente interesados en la suerte de Amadís, vienen de
un modo indirecto a realzar su figura moral, bien como sombras o lejos del cuadro.
Y no paran aquí los méritos del autor del Amadís, que no [p. 303] sólo se mostró poderoso novelista
en punto tan esencial como el de la pintura de caracteres y en otro no menos importante, es a saber, la
fácil y rica invención de la fábula, y en la urdimbre de los innumerables hilos con que está tejida, sino
que mostró también pincel suavísimo en la expresión de los afectos tiernos, lozanía y brillantez en las
descripciones de mar y tierra, extraordinario vigor en las descripciones de combates, trances de armas
y de torneos formidables y una imaginación tan plástica y tan viva que llega a hacer tolerables hasta
los mayores absurdos. De todo esto pueden encontrarse repetidos ejemplos en el enorme volumen del
Amadís. Citaremos únicamente, como muestra, toda la descripción de la infancia de Amadís y del
modo cómo va creciendo y desarrollándose en él y en Oriana la inclinación mutua, que llega a ser
más adelante pasión avasalladora e irresistible; el encuentro y choque de Amadís y de Galaor sin
conocerse; la descripción fantástica del encantamiento de Amadís por las malas artes de Arcalaús
(libro I), la historia de la Tumba Firme y del arco de los leales amadores, la penitencia de Amadís en
la Peña Pobre (libro II), la maravillosa historia del Endriago en el libro III.
En ningún libro de entretenimiento compuesto antes del siglo XVI, era posible encontrar páginas
iguales a éstas por el interés y la viveza de la narración. Si a esto se agrega la hermosura del lenguaje
retocado por Garci Ordóñez de Montalvo de un modo más retórico que elocuente, pero así y todo
elocuente a la par que sencillo en muchos trozos, y se tiene en cuenta además la concordancia
perfecta del espíritu del libro con el espíritu de la época en que apareció, se comprenderá y explicará
perfectamente la explosión de entusiasmo con que fué recibido en toda Europa esta especie de guía
del perfecto caballero, que con su dulce estilo, como dice el clérigo Francisco Delicado, corrector de
la edición veneciana, «enseña a los caballeros el verdadero arte de la caballería, a los mancebos a
seguirla, a los ancianos a defenderla». «Otrosí, añade, aquí está encerrado el arte del derecho amor, la
lealtad y cortesía que con las damas se ha de usar, las defensas y derechos que a las dueñas los
caballeros les deben de razón, las fatigas y trabajos que por las doncellas se han de pasar... Porque el
arte de la caballería es muy alto y el [p. 304] altísimo y soberano Señor la constituyé para que fuese
guardada la justicia y la paz entre los hombres, y para conocer la verdad y dar a cada uno su
derecho.»
Tantas circunstancias reunidas en un libro que venía a satisfacer una verdadera necesidad social,
proporcionando lectura amena a la juventud de todo un siglo, y llenando su mente de imágenes y
sueños de amor, de lealtad y de cortesía, explican el prodigioso número de ediciones que se hicieron
del Amadís: más de veintidós en un siglo, contando por la primera, hasta hoy conocida, la de
Zaragoza, por Jorge Coci, 1508, a la cual siguió en breve, la de Roma, 1519. En pos de las ediciones
del Amadís, que no cesó ni por un momento de ser el predilecto entre todos los libros de caballerías,
se escribieron, con desigual fortuna muchos y muy voluminosos libros con la pretensión de continuar
la historia de Amadís y de todo su linaje. De este jaez son las Sergas de Esplandián, obra de Garci
Ordóñez de Montalvo; el D. Florisando, de Páez de Rivera; el Lisuarte de Grecia, del bachiller Juan
Díaz; otro Lisuarte, el Amadís de Grecia, las varias partes del D. Florisel de Niquea y el D. Rugel de
Grecia, obras todas del infatigable y pedantesco Feliciano de Silva; el D. Silvis de la Selva y otros a
cual más extravagantes, compuestos no solamente en castellano, sino en italiano y en francés.
Don Quijote mató a Amadís y a su posteridad innumerable, en general poco digna de él. Para la
mayor parte de los que leen el Amadís vive sólo en las páginas inmortales de Cervantes, que ha
parodiado algunos de sus principales episodios, v. gr., el de la Peña Pobre, y ha sembrado además el
Quijote de innumerables alusiones al más excelente y famoso de los libros caballerescos.
Pero aunque el Amadís sea poco leído, a lo cual se opone principalmente su volumen disforme, queda
la huella de él en muchas producciones literarias posteriores; ha dado asuntos a dramas como el de
Micer Andrés, Rey de Artieda; a óperas como la de Quinault, a extractos como el del Conde de
Tressán, a poemas como el de Bernardo Tasso y el que en nuestros días acaba de publicar el conde de
Gotineau.
Y la historia literaria no puede olvidar nunca que ese libro, cuyo mérito poético es indiscutible, fué
además el regalo y deleite [p. 305] de toda una generación y no solamente de los mancebos galantes y
de las doncellas soñadoras y de los hidalgos desocupados, sino de grande humanistas y pensadores y
hombres de Estado, como don Diego Hurtado de Mendoza, que en su viaje a la Embajada de Roma,
no llevaba consigo más libros que el Amadís y la Celestina, o como Juan de Valdés, que en su
Diálogo de la lengua hace tan delicada crítica y elogio del Amadís, anticipandose en esto a
Cervantes, que enterró, sí, el libro del regidor Montalvo, pero dándole al mismo tiempo los honores
de la inmortalidad.
Sobre el de Amadís dice don Marcelino a Valera en carta de 2 de septiembre de 1887: «Yo les he
hecho hasta ahora dos artículos: Amadís de Gaula y Alcalde de Zalamea, y por cada uno me han dado
diez duros. Creo que a nadie pagan más, y yo me doy por bien pagado, aunque no estoy descontento
de mis artículos.»
Tal vez algunos más del mencionado diccionario sean de Menéndez Pelayo; pero ni por el estilo
meramente narrativo, ni por ningún otro testimonio hemos podido confirmarlo.
VARIA — II
VIII.—TRABAJOS DIVERSOS
La Junta Directiva de los trabajos preparatorios para la erección del monumento con que ha de
honrarse la memoria de don José Zorrilla, juzga de su deber más estricto solicitar hoy el concurso de
cuantos en ambos mundos hablan la lengua castellana. Sólo así podrá tener el proyectado monumento
carácter de tributo, no ya nacional únicamente, sino de raza y de comunidad de espíritu entre todos
los pueblos que a ella pertenecen, puesto que a todos han alcanzado los resplandores de la gloria del
inmortal poeta, por cuyos labios habló con voz solemne y vencedora de los tiempos el genio de la
patria española.
Si algunos, muy raros, poetas castellanos de este siglo pueden aventajar a Zorrilla en tal o cual
condición técnica; si otros han penetrado más adelante que él en ciertas regiones del sentimiento, de
la fantasía o de la idea; si la gloria de nuestro movimiento romántico no puede compendiarse en un
nombre solo, sino que debe, en ley de justicia, repartirse entre varios, todavía es cierto que por su
fecundidad avasalladora, por la magia y prestigio [p. 307] de la palabra musical, por la opulencia
deslumbrante del color, por el alarde y derroche continuo de los tesoros de su imaginación pintoresca
y lozanísima y más aún por cierta sublime impersonalidad que en él hubo, y merced a la cual le fué
concedido el talismán de las evocaciones épicas, Zorrilla fué más popular que otro alguno, fué para la
mayor parte de nuestro pueblo su poeta, el poeta por excelencia, el que más fiel y hermosamente
representaba su vida ideal, el que mejor sabía arrullarle en las canciones y consejos de un pasado
glorioso, que tenía para unos el hechizo de una puesta de sol melancólica y espléndida, al paso que a
otros daba esperanzas y vislumbres de una nueva aurora. Un poeta lírico, por grande que sea la
energía e intensidad de su vida afectiva, nunca puede congregar en torno de su nombre un coro tan
unánime de admiradores, que en algún sentido bien pueden llamarse colaboradores de su obra.
Tendrá culto ferviente en pocas y selectas almas; pero al poeta que por raro caso ha atinado con la
expresión bella y elocuente de aquellos impulsos primitivos y fuerzas elementales que son el alma de
la tradición y hacen que a través de los siglos y de las transformaciones históricas los hijos de un
mismo pueblo se reconozcan por hermanos, le reserva ese pueblo una recompensa todavía más alta, y
se la otorga, no en la lectura solitaria, ni en el elogio de Academia, ni en el comentario estético, sino
en la plaza pública, a la luz radiante del sol, en mármol o en bronce, y por unánime concurso y
decreto de los ciudadanos; desde los más humildes hasta los más encumbrados, desde los sabios hasta
los indoctos.
Al levantar la estatua de Zorrilla no vamos a hacer meramente la apoteosis de un poeta, grande entre
los más grandes que España ha producido en nuestro siglo. La erección de ese monumento debe
significar algo más, debe ser una afirmación enérgica del alma de nuestra raza, una especie de acto
solemne y cuasi religioso, por el cual nos reconocemos herederos de nuestros progenitores en todo lo
que el campo neutral de la tradición poética ofrece de glorioso y de amable para todos.
persona a los anónimos autores de los Cantares de Gesta y de los romances viejos, a los patriarcas de
nuestro teatro nacional y a los grandes ingenios [p. 308] que en la alborada romántica reanudaron la
cadena de la tradición legendaria y dramática.
No será una corporación, una colectividad, una escuela, un partido, un establecimiento oficial, una
institución privada, quien levante este monumento a la poesía española. España entera será, y con ella
todas las naciones que ella trajo a la civilización y en quienes persisten su sangre, su lengua y su
espíritu. A todos invitamos para que el monumento sea digno del genio poético de la España antigua,
que vela sobre la tumba de Zorrilla.
En carta de 7 de febrero de 1893 le dice don Gumersindo Azcárate, presidente entonces del Ateneo de
Madrid, primera entidad que promueve este homenaje: «Los presentes han acordado que sea V. quien
redacte la circular, manifiesto o alocución que hemos de dirigir a cuantos hablen castellano, para abrir
la suscripción.» Hay también cartas de escritores hispano-americanos que lo confirman y ya Alonso
Cortés en Zorrilla, su vida y sus obras. Valladolid, 1943, incluye como del gran crítico santanderino,
estas cuartillas.
VARIA — II
VIII.—TRABAJOS DIVERSOS
«El poeta que acabamos de perder es tan grande, que para no repetir cosas mil veces dichas y
encontrar algo que no sea enteramente indigno de su gloria, es preciso meditar algo y aun mucho y no
entregarse a los caprichos de la improvisación.»
M. Menéndez Pelayo.
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VARIA — II
VIII.—TRABAJOS DIVERSOS
Mme. la Duchesse de Villahermosa a trouvé dans les archives de sa maison, à Madrid, quelques
lettres de «philosophes» qu'elle a bien voulu me communiquer; j'en ai pris, avec son agrément, des
copies que je livre aux lecteurs de la Revue d'histoire littéraire de la France.
Le personnage auquel ces lettres furent adressées se nommait D. Juan Pablo de Aragón, Azlor,
Gurrea de Aragón, Zapata de Calatayud, duc de Villahermosa, comte de Luna, etc. Né à Saragosse en
1730, il fit quelques études, voyagea en Allemagne et vint ensuite rejoindre son beau-père, le comte
de Fuentes, ambassadeur d'Espagne en France. Il séjourna à Paris six années environ, de 1766 à 1772,
puis rentra en Espagne avec son beau-frère, le marquis de Mora, que sa famille, le sachant
mortellement [p. 311] atteint d'une maladie héréditaire tenait à éloigner des plaisirs de la capitale et
surtout des feux de l'ardente Mlle. de Lespinasse.
Pendant son séjour à Paris, le duc de Villahermosa noua des relations avec plusieurs membres de la
société littéraire de l'époque, comme l'attestent ces lettres qui ne me paraissent pas dépourvues de tout
intérêt. Celles de Beaumarchais précisent un renseignement, que le biographe Gudin de la Brenellerie
avait déjà donné, sur les circonstances de famille de l'auteur du Mariage de Figaro; celles de Galiani
sont spirituelles, amusantes, dignes de ce pulcinella napolitain, doublé d'un penseur et d'un savant;
celles de D'Alembert plairont aux fervents de Mlle. de Lespinasse: le bonhomme s'y épanche et y
étale sa sensibilité et son aveuglement avec une candeur qui désarme.
Claramente se deduce del artículo publicado en el Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo, por
Morel-Fatio, que acabamos de citar, y del Epistolario del escritor francés con don Marcelino, que
solamente se puede atribuir a éste el hallazgo de las cartas, que cedió generosamente a su amigo. La
versión de alguna carta del Duque de Villahermosa y aun la red acción de notas, es de Morel-Fatio.
Los datos del prologuillo firmado por don Marcelino, y tal vez la redacción en castellano, quizá le
pertenezcan, como también alguna nota; pero don Marcelino no escribió más que en castellano o en
latín y, por tanto, no es exacto el título del artículo de Morel-Fatio: Le seul écrit publié par D.
Marcelino Menéndez y Pelayo en français.
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VARIA — II
VIII.—TRABAJOS DIVERSOS
Entre las principales fortunas de mi vida cuento el haber pasado algunos años de mi primera juventud
al lado de don José Ramón de Luanco, paisano y fraternal amigo de mi padre. En aquel varón
excelente no vi más que sanos ejemplos, y aunque he cultivado muy distintos estudios que él, bien
puedo llamarme discípulo suyo, puesto que su vasta y sólida cultura se extendía a varios ramos del
saber, y muy particularmente a las letras humanas, en que no sólo podía calificarse de aficionado,
sino de conocedor muy experto. Él me comunicó su afición a los libros raros, y me hizo penetrar en el
campo poco explorado de nuestra bibliografía científica. Sus trabajos eruditos, interesantes y hasta la
fecha únicos, sobre La alquimia en España, prueban lo que valía como investigador al mismo tiempo
que como hombre de ciencia. En ese libro, al cual deben juntarse otras monografías que antes y
después publicó el doctor Luanco sobre alquimistas y metalurgistas españoles de los pasados siglos,
hay no sólo un caudal de noticias peregrinas aun para los más doctos, sino un profundo conocimiento
de las doctrinas abstrusas y fórmulas enmarañadas de los antiguos adeptos del arte trasmutatoria, que
Luanco expone con singular precisión y claridad.
Fué don José Ramón uno de los hombres que más dignamente pudieron llevar la representación de
nuestro profesorado [p. 313] universitario ante España y ante Europa. Su muerte fué una gran pérdida
para las ciencias físicas y para la erudición española, pero lo fué mayor todavía para el corazón de sus
amigos, que hoy, en el primer aniversario de su fallecimiento, no podemos menos de renovar con
lágrimas su dulce y venerable memoria.
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VARIA — II
VIII.—TRABAJOS DIVERSOS
Lo es sin duda, aunque no enteramente desconocida, la que hay empieza a publicar la Revista de
Archivos. Existe el original, procedente del Convento de la Merced de Barcelona, en el Archivo de la
Delegación de Hacienda de aquella provincia, y debemos al celoso archivero de aquella dependencia,
don Carlos Palomares, la copia que nos sirve para la impresión. Hállase mencionado este libro en la
dedicatoria que don Francisco de Cervellón, deudo de Santa María del Socós, escribió al frente de la
Genealogía de la nobilísima familia de Cervellón, publicada en 1733, Barcelona, por el cronista de la
Orden de la Merced Fray Manuel Mariano de Ribera. Dirigiéndose el de Cervellón a su venerable
parienta, estampa estas palabras: «La qual santa doctrina aplicó a Vos Santa bendita, el P. M. Fr.
Gabriel Téllez, Cronista General de vuestra Religión, en los períodos de un breve Epítome, quel año
de 1639 escribió de vuestras admirables costumbres.» Este pasaje, olvidado por los biógrafos de
Tirso, no se ocultó a la suma perspicacia de la excelente y cultísima escritora doña Blanca de los
Ríos, que ha convertido en principal estudio suyo la vida y las obras del insigne dramaturgo
Mercenario. En un discreto artículo publicado en los Lunes de El Imparcial, 28 de octubre de 1907,
hace la señora de los Ríos oportuna referencia a este texto, y anuncia el hallazgo del manuscrito,
descarriado desde 1835 entre los documentos de origen monacal que fueron acumulándose en las
oficinas de Hacienda, mina que todavía nos reserva importantes sorpresas históricas y literarias
[p. 315] Sin comentario alguno entregamos esta obrilla inédita a los devotos del Maestro Fray
Gabriel Téllez, que sabrán estimarla y ponerla en su punto ni más ni menos de lo razonable. Y
después de ella insertaremos algún otro documento recientemente allegado, que puede dar nueva luz
a la biografía del gran poeta dramático.
M. P.
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VARIA — II
A) NOTAS
TOMO 1.º
Añiego, Fernando de, y Cambarco, Toribio. Monasterio de Piasca, en Liébana, año 1439.
Inscripción. Pagina 105.
Matienzo, Garci-Fernández de. Continuó la Cartuja de Miraflores. 1466. Página 106. Murió en 1488.
Página. 127.
Escovedo, Fr. Juan de. Restaurador del acueducto de Segovia. Página 123.
Canteros montañeses que fueron a la isla de Santo Domingo en 1510. Página 141.
Solórzano, Martín de, y Ruesga, Juan de. Acabaron la catedral de Palencia (1504 a 1506). Página
142.
Campero, Juan. San Francisco de Torrelaguna. Salamanca. Segovia. Páginas 145-146. Segovia, págs.
333 a 339.
Herrera, Juan de. Aparejador de la catedral de Sevilla desde 1512 al 1524. Página 147.
Gil de Hontañón, Juan (de Rasines). Catedral nueva de Salamanca, empezada en 1513. Murió en
1531. Dos trazas suyas en el Archivo de aquella iglesia. Maestro mayor de la catedral de Sevilla en
1513; cerró el cimborio. Comenzó en 1522 la catedral de Segovia. Páginas 148-153. Documentos
XXXI, XXXII, XXXV, XXXVI. Páginas 282, 284, 290, 293, 299, 300. Dictamen de Juan de Álava,
pág. 167. Véase el artículo de Álava, sucesor de Hontañón.
Rasines, Juan de. Inspeccionó, en 1522, la catedral de Salamanca. Página 165. Informe, en
Documentos, XXXI, pág. 282.
Rasines, Pedro de. Monasterio de Nuestra Señora de la Vid. 1542. Página 165.
Gil de Hontañón, Rodrigo. Catedrales de Salamanca y Segovia. También del Colegio Mayor de San
Ildefonso, en Alcalá. Murió en 1577. Páginas 212-217. Documentos núms. 43 y 44; páginas 315-325
a 340.
Cotera, Pedro de. Fachada del Colegio Mayor de San Ildefonso. Página 216.
Potes, Francisco de. Maestro mayor de las obras de la Alhambra, 1621-1623. Página 224.
TOMO 2.º
Cotera, Pedro de la. Colegio Mayor de San Ildefonso, en Alcalá. 1541-1557. Página 17.
Rasines, Pedro de. Monasterio Premostratense de Nuestra Señora de la Vid, 1542. Páginas 19-20.
[p. 322] Ezquerra, Pedro de. Iglesia parroquial de Malpartida, en 1551, y otras del Obispado de
Plasencia. Página 53.
Bustamante de Herrera. Canal de Campos, 1543. Visitador de las obras reales, 1561. Páginas 54 y
315.
Cerecedo, Juan de. Iglesia de Santo Domingo, en Oviedo, 1553. Iglesia parroquial de Cudilleros,
1558. Acueducto de Oviedo. Murió en 1568. Página 57.
Rivero Rada, Juan de. 1554-1600. Casa consistorial de León. Iglesia de San Claudio. Iglesia y
claustro de San Pedro de Eslonza. Torre y claustro de San Benito el Real, en Valladolid. Catedral de
Salamanca. Iglesia de San Esteban. Páginas 65-67.
Ballesteros, Maestro Juan de. Vecino de San Miguel de Aras. Página 72. Destajista en la obra de la
iglesia del Escorial, 1576. Página 125.
Morlote, Juan de. Natural de Secadura. Murió en 1628. Iglesia de Junquera. Página 72.
Escalante, Lucas de. Aparejador de la fábrica de El Escorial. 1563, 1574. Páginas 84 y 125, 131, 238.
Minjares, Juan de. Aparejador de El Escorial, pág. 123. Aranjuez, pág. 131. Lonja de Sevilla, pág
134.
Escatante, Lucas de. Murió en 1579. Aparejador de las obras de El Escorial y Aranjuez. Página 40.
Cédulas reales en su favor, páginas 226-227.
Vega, Juan de. De Secadura. Iglesia parroquial de la Alhambra, 1591. Página 52.
Agüero, Juan Miguel de. Catedral de Mérida de Yucatán, 1585. Fortificaciones de la Habana. Página
67.
Matienzo, Diego de. Trabajó en Segovia, Casa de la Moneda, palacio de la Fuenfría. Murió en 1596.
Sisniega, Diego de; Ballesteros, Juan de, y Alvarado, García de. Vecinos de Bodo (Voto), en el
corregimiento de Laredo. Destajistas en El Escorial. Monasterio de monjas de la villa de Moya.
Páginas 74-75. Documentos, págs. 382-384.
Yermo o Liermo, Francisco del. Discípulo y sobrino de Juan de Herrera, aparejador mayor de
Palacio. Murió en 1641. Página 76.
Albear, Juan de. De la Merindad de Trasmiera. Maestro de la catedral de Astorga. Murió en 1592.
Bárcena, Gonzalo de la. Natural de Güemes. Acueducto de Oviedo (Los Pilares), 1599.
Cantera, Rodrigo de la. De Trasmiera. Palacio del duque de Lerma en la villa de su nombre. Página
132. Claustro de la Merced, de Valladolid, con Bernardo del Hoyo, en 1629. Página 191.
Vélez de la Huerta, Juan y Pedro. Naturales de Galizano, en la Merindad de Trasmiera. Iglesia del
convento de franciscanos descalzos de Vitoria, 1611-1617. Página 150.
[p. 324] Güemes Bracamonte, Gonzalo de; Pedroza, Juan de la; Cagigal y Sola, Juan de, y Huerta,
Fernando de. Hacia 1612. A estos cuatro arquitectos o canteros atribuye Cean-Bermúdez las
siguientes obras:
En Gijón: Casa consistorial, Puertas de la Villa. Fuente nueva. Capillas o ermitas de la Barquera, San
Lorenzo, el Carmen y Valdés.
Potes, Francisco de. Murió en 1637. Aparejador y maestro mayor de la Alhambra, Palacio de Carlos
V y obras de la Orden de Alcántara. Página 183. Documentos, págs, 373-375.
Güemes Bracamonte, Juan de. 1626-27. Capilla de la Barquera, en Gijón. Página 188.
TOMO 4.º
Campo-Agüero, Francisco de. Maestro mayor de la iglesia de Segovia. Murió en 1660. Página 55.
Septién, Juan de, y Casuso, Francisco. Trabajaron en el puente llamado de Toledo, en Madrid, 1682.
Páginas 185-194. Pleito curioso con la Villa.
Gómez Septier (¿Septién?), Francisco. Colegiata del Salvador, en Sevilla, 1682. Página 66. Murió en
Carmona. Página 67. Documentos, págs. 209-211.
Sopeña, José de. Del Valle de Liendo. Claustro principal del Colegio Mayor de San Ildefonso y
Universidad de Alcalá. Páginas 72-73.
[p. 325] Viadero, Francisco de. Maestro mayor de la catedral de Segovia, 1668. Página 83.
Moncalián, Ignacio, y Portela, Pedro. Hospital de San Agustín de Osuna, 1699. Página 91.
Cayón, Gaspar. Maestro mayor de la catedral de Cádiz y Guadix. Murió en 1762. Página 100.
Castañeda, José de. Teniente director de Arquitectura en la Academia de San Fernando. Murió en
1766. Tratado de Aritmética y Geometría. Traducción del Compendio de Vitrubio, de Carlos Perrault
(1761). Página 274.
Pontones, Fr. Antonio de San Jose. Nació en Liérganes, 1717. Obras en el monasterio de Sahagún y
en la catedral de Ciudad Rodrigo. Monje jerónimo de la Mejorada, en 1744. Obras en aquel Convento
y en El Escorial. Pórtico de San Vicente de Ávila. Escribió un Arte de molineros y un tratado de
arquitectura hidráulica. Murió en 1774. Páginas 310-311.
La mayoría de estas notas están entresacadas de la misma obra de Llaguno, aunque algunos datos
nuevos añadió don Marcelino. De todos modos estas notas pueden prestar utilidad y abreviar trabajo
a los estudiosos de cosas de la Montaña.
Se publicaron ya en un artículo de Elías Ortiz de la Torre, titulado Juan y Rodrigo Gil de Ontañón,
que apareció en el Baletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo, enero-marzo de 1923, pág. 236 y
siguientes.
VARIA — II
La versién latina de la famosa Epístola moral a Fabio, tan felizmente conseguida por el P. Viñas de
San Luis, y publicada en la Revista de Archivos (enero-marzo 1925), me induce a dar a luz las
apuntaciones que había escrito Menéndez y Pelayo en los márgenes de la Epístola moral, en un
ejemplar de la Colección de Estala.
Como es sabido, viene allí incluída entre las poesías de Rioja. Debajo del título escribió Menéndez y
Pelayo con lápiz y entre paréntesis: «Es de Andrés Fernández de Andrada.»
El procedimiento que sigue en estas y otras apuntaciones marginales Menéndez y Pelayo es señalar,
con líneas verticales, los textos y sembrar después, sin orden, las citas por donde le caben; sin
embargo, no es difícil, aunque exige algún cuidado, acoplar las notas con la parte del texto a que
corresponden.
trajeron a la memoria del Maestro un pasaje de su Horacio (Carm. II. 6) que escribió en el margen
inferior:
[p. 329] y este verso lo copia Menendez y Pelayo al margen del terceto:
Con la sola indicación de Deuteronomio X, 14, 16, 17 señala el origen bíblico de aquellos dos
tercetos:
Todavía encontró en Horacio otros pasajes que pudo tener presentes el autor de la Epístola:
[p. 330] le recordó a Menéndez y Pelayo los versos 109, 110 de la Epístola I. 18:
apuntó:
No sobrará advertir, una vez más, que en estas notas y apuntes de Menéndez y Pelayo inéditos en sus
libros o entre sus papeles y que nuestra admiración, acaso indiscreta, va sacando a luz en las
páginas del Boletín, no debe ver el lector más que esto: notas y apuntes, no un trabajo definitivo y
completo.
Puesto a redactar Menéndez y Pelayo un artículo o un capítulo sobre Las fuentes de la Epístola
moral a Fabio, no sabemos hasta que punto hubiera considerado como tales todas las apuntaciones
que con letra nerviosa escribiera en su ejemplar de la colección de don Ramón Fernández, y es de
suponer que, revolviendo a última hora las innumerables lecturas depositadas en su prodigios a
memoria, hubiera añadido algunas más, que de primera intención no señaló.
Sobre todo, redactado por él tal artículo, estos huesos sueltos y secos se hubieran engarzado
animados con el soplo del genio, revestidos de la suave y clara carne de su estilo.
M. Artigas
VARIA — II
En el capítulo cuarto del libro primero de sus Estudios, y hablando de la Lógica aristotélica,
transcribe Fr. Zeferino el siguiente pasajé del libro noveno del egregio tratado De Locis Theologicis,
en el que el ilustre Melchor Cano, censurando los defectos de la Escolástica decadente, escribe así,
según la versión del mismo P. González: «Existe también otro vicio, cual es que algunos ponen
demasiado estudio y emplean mucho tiempo en cosas oscuras, difíciles y al propio tiempo no
necesarias. Con respecto a lo cual veo que han faltado muchos de los nuestros hasta el punto de tratar
con mucha latitud cuestiones de que se abstuvo Porfirio, hombre impío a la verdad, pero prudente en
esto, pudiendo reconocer en él al discípulo de Platón y de Aristóteles, filósofos que ninguna cosa
trataron sino en sus lugares [p. 334] y tiempos oportunos, ni suscitaron cuestiones más propias para
inutilizar o retardar, que para favorecer el ingenio de los jóvenes... Porque ¿quién podrá sufrir
aquellas disputas sobre los universales, sobre la analogía de los nombres, sobre el principio de
individuación, sobre la distinción de la cuantidad de la cosa cuanta, sobre el máximo y el mínimo,
sobre el infinito, sobre la intensión y la remisión, sobre las proporciones y grados y sobre seiscientas
cosas semejantes que yo jamás pude penetrar, sin ser de los más lerdos, y a pesar de haber dedicado a
esto no poco tiempo y cuidado? Me avergonzaría de confesar que no comprendía estas cosas, si las
entendiesen los mismos que las trataron. Y ¿qué será si traemos a colación aquellas cuestiones: si
Dios puede producir la materia sin la forma; si puede dividir el continuo en todas sus partes; si puede
separar la relación del sujeto, y otras mucho más vanas que no juzgo conveniente mencionar aquí, no
sea que los que esto lean formen juicio de los escritores escolásticos por los defectos de algunos de
ellos?»
Al pie de este párrafo, y en los márgenes inferiores de las páginas 32 y 33 del tomo primero de los
Estudios, escribió Menéndez y Pelayo: De todo esto lo que se infiere es que Melchor Cano llamaba
cuestiones vanas e inútiles a la de los universales, y a la del principio de individuación, ¡Y todavía
habrá inocentes que le tengan por tomista!
Más adelante, al párrafo de Fr. Zeferino, en el capítulo noveno del mismo libro primero de los
Estudios, en el que el filósofo asturiano escribe: «Los nombres solos de Domingo Soto, de Melchor
Cano, de Carranza y de Pedro Soto, bastarían, cuando no hubiera otras pruebas, para vindicar la
filosofía escolástica, a lo menos la enseñada por Santo Tomás, y para probar su fecundidad y su
benéfica influencia en la teología», después de subrayar el nombre de Melchor Cano, Menéndez y
Pelayo escribió, en el margen de la pág. 78 del tomo 1.º: Tan escolástico como yo.
En el capítulo quinto del libro primero de sus Estudios, para demostrar que la inducción no es método
de tal manera propio [p. 335] de Bacon que antes de que él le usara se desconociera la observación y
el valor del testimonio de los sentidos, transcribe y traduce Fr. Zeferino el siguiente párrafo de Santo
Tomás en el artículo segundo de la cuestión quinta del opósculo 10: «Algunas veces las propiedades
y accidentes de las cosas que se manifiestan a los sentidos, expresan o representan suficientemente la
naturaleza de la cosa; en cuyo caso, el juicio del entendimiento debe conformarse con lo que los
sentidos manifiestan acerca de aquel objeto; y a esta clase pertenecen todas las cosas naturales que
están determinadas a la materia sensible: por lo cual, en la ciencia natural o física debe terminarse el
conocimiento a los sentidos, de manera que formemos juicio de las cosas naturales según el
testimonio de los sentidos. Y el que en las cosas naturales descuida el testimonio de los sentidos,
caerá en error.»
Menéndez y Pelayo acota este párrafo escribiendo al margen de la pág. 43 del tomo 1.º: Esto no es el
método de inducción, sino la observación simple.
En el capítulo séptimo del libro primero de sus Estudios, el Cardenal González considera las
relaciones entre el nominalismo y el criticismo kantiano, sosteniendo que «la doctrina del filósofo
alemán sobre el conocimiento no es más que una fase del sistema de los nominales; mejor dicho, es el
mismo sistema presentado bajo una forma nueva, y que, si algo añade al antiguo nominalismo, es una
tendencia más explícita y marcada hacia el panteísmo, Si los nominales afirmaban que las nociones
universales no podían constituir el objeto y materia de las ciencias, puesto que carecían de realidad
objetiva, y que las ideas universales eran meras concepciones ideales a las cuales nada respondía en
la realidad, y que la realidad objetiva pertenece exclusivamente a los individnos, a las naturalezas o
existencias singulares; el filósofo de Koenisberg establece a su vez que el entendimiento sólo conoce
con seguridad y certeza como realmente objetivos y puestos fuera del alma los fenómenos [p. 336]
singulares que se refieren a la experiencia y suministran materia a la intuición sensible: empero que
las ideas universales, que la razón forma sobre la naturaleza y atributos de estos mismos objetos,
carecen de realidad objetiva, a lo menos para nosotros».
Al margen de este párrafo, y en la pág. 61 del tomo 1.º, escribe Menéndez y Pelayo: Me parece que
esta doctrina no está bien expuesta. El fenómeno es mera apariencia o manifestación que se da en la
conciencia, pero de su valor objetivo real, nada sabe la doctrina kantiana, que será escéptica o
idealista, pero que, por lo mismo, nada tiene que ver con el empirismo nominalista.
V.—CORRECCIÓN DE UN LAPSUS
En el mismo capítulo octavo del libro primero, refuta el Cardenal González esta afirmación de la
Historia Eclesiástica de Fleury: «En todo el clero latino diseminado por Oriente no veo uno que se
haya dedicado al estudio de estas lenguas (orientales) en el espacio de doscientos años»; y en un giro
no muy exacto, dice Fr. Zeferino: «Porque es preciso que lo sepa el señor Fleury...»
[p. 337] Con bastante ironía comenta Menéndez y Pelayo esta frase, escribiendo en el margen de la
página 70 del tomo 1.º: ¡Como no lo aprenda en el otro mundo! Escribía a principios del siglo
XVIII .
En el capítulo nono del libro primero de los Estudios, tratando de la influencia de la Filosofía
Escolástica en la Teología, escribe Fr. Zeferino refiriéndose a Juan de Montenegro: «¿Quién no
admirará a este campeón ilustre de la Iglesia, que viniendo a ser como el alma del Concilio de
Florencia, aterra a los griegos con su poderosa e irresistible argumentación, los deja asombrados y
confundidos con la vasta erudición que despliega, los obliga a confesarse vencidos produciendo
testimonios irrefragables de los Padres griegos en contra de sus adversarios, reduce a silencio a
Marcos de Éfeso disipando sus argumentaciones y rebatiendo victoriosamente sus sofismas?»
Menéndez y Pelayo acota estas alabanzas al dominico Montenegro con la siguiente apostilla, que va
en el margen de la página 75 del tomo 1.º: Por otras cosas vivían aterrados los griegos. La concordia
fué un recurso político, y, desgraciadamente, no resultó.
Al margen del texto de José Metonense que, en el capítulo y libro últimamente citados, transcribe Fr.
Zeferino para probar el éxito rotundo que alcanzó Fr. Juan de Montenegro en el Concilio de
Florencia, demostrando teológicamente que el Espíritu Santo precede del Padre y del Verbo, escribe
Menéndez y Pelayo en la página 77 del tomo 1.º: La controversia entre las iglesias griega y latina es
puramente dogmática y disciplinaria. Nada tiene que ver con ella la filosofía escolástica, ni ninguna
otra. [p. 338] Y lo que es en materia de filosofía aristotélica, los griegos podían dar quince y raya a
los latinos.
Poco después del párrafo últimamente comentado, y en los mismos capítulo y libro, escribe Fr.
Zeferino: «No se puede dudar de que la dialéctica que en la escuela filosófica de Santo Tomás
aprendiera Juan Montenegro, le sirvió de poderoso auxiliar para sostener de una manera tan brillante
los dogmas católicos, hermanando admirablemente la filosofía con la teología, y haciendo felices
aplicaciones de una lógica rigurosa y exacta en una polémica basada principalmente sobre la
Escritura, la tradición y el testimonio de los Padres de la Iglesia.»
Menéndez y Pelayo subraya la frase: «la dialéctica que en la escuela filosófica de Santo Tomás
aprendiera...»; y escribe, al margen de la página 77 del tomo 1.º: No parece sino que Santo Tomás
fundó una escuela especial de dialéctica. Quisiera saber lo que añadió al Organon, ni siquiera a los
manuales de lógica de la Edad Media.
En el mismo capítulo nono del libro primero de los Estudios, escribe así el Cardenal González: «No
fué inferior a Domingo Soto, Carranza, cuyo nombre se ha hecho célebre no menos por las
persecuciones de que fué objeto después de su elevación al arzobispado de Toledo, que por su
doctrina y eminentes cualidades.»
Menéndez y Pelayo subraya la frase: «No fué inferior a Domingo de Soto, Carranza»; y escribe, en el
margen de la página 79 del tomo 1.º: Sí, muy inferior.
En el párrafo de Fr. Zeferino, que queda copiado, también subraya Menéndez y Pelayo la frase:
«célebre (Carranza) por las [p. 339] persecuciones de que fué objeto»; y escribe en la página 79: No
faltó motivo.
En el mismo capítulo nono del libro primero de los Estudios, encarece Fr. Zeferino la importancia de
la figura intelectual de Fr. Pedro de Soto; y dice que «fué el genuino representante de la Iglesia
española y el alma del Concilio (de Trento) en su último período». Al margen de este párrafo, y en la
página 73 del tomo 1.º, escribe Menéndez y Pelayo: No tanto.
En el propio capítulo nono del libro primero de los Estudios, escribe el P. González: «Si la filosofía
escolástica de Santo Tomás no hubiera producido más que los cuatro teólogos dominicanos que
acabo de mencionar, bastarían sus nombres para recomendar su utilidad y prober su beneficiosa
influencia en la teología y en la ciencia del derecho.»
Al hablar de estos cuatro teólogos dominicanos se refiere Fr. Zeferino a Domingo y Pedro de Soto, a
Melchor Cano y a Carranza. Como Menéndez y Pelayo sostiene, con mucha razón, que Carranza no
puede contarse entre los grandes teólogos, escribe al margen de la página 82 del tomo 1.º: Sobra uno
de la cuenta.
Menéndez y Pelayo subraya el nombre de Francisco Vitoria; y escribe al margen de la página 82 del
tomo 1.º: ¡Relegan a éste a secundario lugar cuando se pondera tanto al pobre Carranza!
En el mismo capítulo nono del libro primero de los Estudios, para demostrar la utilidad de la
Filosofía Escolástica en [p. 340] relación a los estudios teológicos, transcribe Fr. Zeferino el siguiente
párrafo de Leibnitz: «Veo que muchos hombres hábiles están persuadidos de que se debe abolir la
filosofía de las escuelas y sustituir otra en su lugar; hallo que la filosofía de los antiguos es sólida, y
que es necesario servirse de la de los modernos para enriquecerla y no para destruirla. Sobre este
particular he tenido varias contestaciones con cartesianos hábiles, a los cuales he demostrado por las
mismas matemáticas que no han llegado al conocimiento de las leyes de la naturaleza, y que para
llegar a este conocimiento es preciso considerar en la naturaleza, no sólo la materia, sino la actividad
o la fuerza...; por cuyo medio pienso rehabilitar la filosofía de los antiguos o de la escuela, de la cual
la teología se sirve con tanta utilidad, sin derogar por eso a los descubrimientos modernos.»
Menéndez y Pelayo subraya la frase: «es preciso considerar en la naturaleza no sólo la materia, sino
la actividad o la fuerza», y escribe al margen, en la página 85 del tomo 1.º: Admirable doctrina, pero
es de Leibnitz, no de los escolásticos.
En el capítulo décimo del libro primero de los Estudios, compara Fr. Zeferino a Santo Tomás con
Descartes. Refiriéndose al peligro racionalista, que, según el Santo Doctor, implicaban las doctrinas
de Escoto Eriúgena, Roscelín, Abelardo, Amauri y David de Dinant, dice el Cardenal González:
«Pero apareció entonces Santo Tomás, y, dominando con su poderosa voz aquel gran movimiento de
los espíritus, enseñó a la razón a contenerse en sus límites sin disminuir ni rebajar sus verdaderos
derechos; mostró a los hombres que la revelación, lejos de contener el vuelo de la inteligencia ni
restringir el movimiento de la ciencia, robustece esta inteligencia y favorece este movimiento; que la
palabra divina es naturalmente el punto de apoyo de la razón humana; que la religión concede a la
filosofía anchuroso campo para entregarse a todo género de especulaciones científicas las más vastas
y elevadas; y que la sola filosofía racional y digna del hombre es la que marcha en armonía con la
palabra de Dios, que, no [p. 341] pudiendo negarse a sí mismo, constituye necesariamente la base
más firme, el desarrollo y la perfección de la filosofía, el alfa y el omega de la razón en el orden
científico. Santo Tomás muestra después el método de apreciación que se debe seguir relativamente a
las afirmaciones de la filosofía pagana; pues enseñado por una parte que la filosofía cristiana debe
aprovecharse de las verdades contenidas en la filosofía pagana, combate por otra sus grandes errores;
hace servir las elevadas especulaciones de los gentiles, y especialmente de Aristóteles, a los
progresos de la ciencia, pero señalando al propio tiempo los peligros de muchas de sus doctrinas e
impugnando sus errores; reduce al silencio a los que anteponían los raciocinios de Aristóteles y de
cualquier filósofo a la palabra de Dios; ataca por su base al naciente racionalismo, y le combate sobre
todo bajo su forma panteísta. Reconociendo sin duda que el panteísmo es la forma más peligrosa del
racionalismo que combatía, pone de manifiesto sus errores y tendencias; en casi todos sus escritos le
ataca lo mismo en sus principios que en sus aplicaciones, en sus consecuencias y en todas sus
manifestaciones.»
Dos observaciones hace Menéndez y Pelayo, en la página 88 del tomo 1.º, al margen de este párrafo:
Una, sobre la forma: Estilo oratorio; y otra, sobre el fondo: Paréceme que aquí se exagera mucho la
En el mismo capítulo décimo del libro primero de los Estudios, y poco después del párrafo
últimamente comentado, transcribe Fr. Zeferino un párrafo del abate Gaume en el que, juzgando a
Descartes, dice: «Sin que tengamos que penetrar sus intenciones, ni reproducir la exposición tantas
veces hecha de su método filosófico, basta para calificar a Descartes recordar que su sistema fué
censurado por la Sorbona, proscrito por los mismos protestantes y condenado por la Santa Sede.»
[p. 342] Menéndez y Pelayo subraya la última frase; y pregunta, al margen de la página 90 del tomo 1.
º: ¿Cuándo?
XV.—LA FILOSOFÍA DE SAN AGUSTÍN Y DE SANTO TOMÁS, ¿ES MÁS PERFECTA QUE
LA DE PLATÓN Y DE ARISTOTELES?
En el propio capítulo décimo del libro primero de los Estudios, escribe Fr. Zeferino: «San Agustín y
Santo Tomás, genios sublimes y poderosos que a la sombra de esa tradición habían elevado la
fìlosofía a una altura a la cual jamás pudieron llegar ni aproximarse siquiera los dos más grandes
genios de la antigüedad, Platón y Aristóteles, en sus más elevadas concepciones filosóficas.»
Al margen de estas palabras, y en la página 93 del tomo 1.º, observa Menéndez y Pelayo: Es
precisamente lo que falta probar, porque aquí se trata de filosofía y no de teología.
Poco después de lo últimamenté copiado, y en el mismo capítulo décimo del libro primero de los
Estudios, dice el Cardenal González que si Descartes no hubiera escrito a principios del siglo XVII,
sino dos centurias antes, sus obras «no hubieran llamado la atención sino por sus tendencias
peligrosas, y su nombre hubiera recibido entre las medianías el lugar que le pertenecía».
Asombrado de estas palabras, escribe Menéndez y Pelayo en el margen de la página 94 del tomo 1.º:
¡Medianía el inventor del cálculo infinitesimal!
Continúa diciendo Fr. Zeferino: «Si Descartes adquirió tan inmerecida celebridad, no fué por su
influencia personal en el cartesianismo, ni por las cualidades de su genio, ni por el mérito de sus
escritos.»
Menéndez y Pelayo subraya estas últimas palabras; y escribe al margen, en la página 95 del tomo 1.º:
Que están admirablemente escritos. ¡Así lo estuviera este libro!
Dice a continuación el Cardenal González: «Si se recuerda que el celebrado renacimiento había
arrojado en medio de la Europa los textos y obras originales de la filosofía griega, y que por este
hecho había despertado en las inteligencias una exagerada predilección por las especulaciones de la
filosofía pagana...»
Menéndez y Pelayo subraya estas dos frases: «el celebrado renacimiento» y «la filosofía pagana».
Respecto a la primera escribe, en la página 95 del tomo 1.º: el famoso arco iris, que dice un tratado
de física compuesto por un fraile. En cuanto a la segunda frase, advierte, en la misma página 95, que
La filosofía de los antiguos, no sólo era independiente de su paganismo, sino que era contradicción y
negación de él. Por consiguiente es inexacto decir filosofía pagana.
Habla luego, en el mismo capítulo décimo, el Cardenal González, de la influencia del Protestantismo
en el cartesianismo; y escribe: «Añádase ahora a lo expuesto la profunda impresión producida en los
espíritus por la aparición reciente del protestantismo con sus doctrinas disolventes y eminentemente
racionalistas, con sus violentos ataques a la autoridad religiosa, con sus principios del libre examen,
con sus inmediatas y radicales tendencias al racionalismo, sus predicaciones, sus trastornos religiosos
y políticos; y se verá surgir de su seno el método semirracionalista de Descartes, como la
consecuencia del principio, y como el árbol de la semilla.»
Menéndez y Pelayo subraya la frase en la que Fr. Zeferino llama al Protestantismo eminentemente
racionalista; y dice, en la página 96 del tomo 1.º: Más tenía de tradicionalismo. Vid. el propio Martín
Lutero, que odiaba de muerte la filosofía.
Poco después, y siempre en el mismo capítulo décimo, escribe el P. González: «... el cartesianismo,
en cuanto expresa la revolución filosófica que hizo entrar a la filosofía en una nueva senda falseando
su dirección y rompiendo la cadena de la tradición científica y religiosa de la filosofía cristiana, se
hallaba inoculado en el corazón de los pueblos como un germen maligno desde la aparición y
propagación de las doctrinas protestantes».
Al margen de este párrafo, y en la página 96, escribe Menéndez y Pelayo: Desde entonces y no antes.
Sigue diciendo el Cardenal González: «Descartes, pues, no hizo otra cosa que plagiar el pensamiento
de Lutero, trasladando al orden filosófico lo que aquél había hecho en el religioso; porque los
hombres verdaderamente pensadores y los filósofos verdaderamente cristianos saben muy bien que el
cartesianismo, expresión de la filosofía moderna, es la aplicación del Protetantismo a la filosofía.»
Menéndez y Pelayo subraya en el párrafo transcrito la frase: «saben muy bien»; y escribe, en el
márgen de la página 97 del tomo 1.º: Saber es.
XXI.—OBSERVACIONES MENUDAS
Sigue diciendo Fr. Zeferino: «Y no se infiera de lo que dejamos consignado que Descartes no es
responsable de ninguna manera de los errores y extravíos a que ha conducido la revolución filosófica
operada en su nombre. Descartes es tanto más digno de censura cuanto que, debiendo conocer la
funesta disposición de los espíritus y los peligros del racionalismo que amenazaban a la religión y a la
filosofía cristiana, en vez de dedicar [p. 345] sus esfuerzos y el prestigio de su nombre a contener y
conjurar estos peligros, aumentó su gravedad y trascendencia por medio de sus doctrinas
radicalmente racionalistas.»
Menéndez y Pelayo subraya la frase «el prestigio de su nombre»; y escribe, en el margen de la página
97 del tomo 1.º: No tenía tal prestigio, ni pensaba en eso cuando empezó a hacer sinceramente
examen de conciencia filosófica.
Concluye el capítulo décimo del libro primero de los Estudios, haciendo un parangón entre las
posiciones que respectivamente adoptaron Santo Tomás y Descartes ante el próximo avance del
racionalismo; y entre otras cosas, escribe lo siguiente el Padre Zeferino: «El segundo (Descartes) ve
también al racionalismo próximo a hacer terrible explosión, halla a su paso sobre la tierra un volcán
que amenaza reventar en cien bocas, y, en vez de combatir aquel sistema de funestas consecuencias,
le comunica vigoroso impulso con sus doctrinas, y aplica la mecha encendida al depósito volcánico
próximo a inflamarse.» Al margen de estas palabras, y en la página 88 del tomo 1.º, escribe
Menéndez y Pelayo: Estilo de periódico.
Al comieuzo del capítulo once del libro primero de los Estudios, hace notar Fr. Zeferino la
importancia que tiene dentro de la doctrina de Descartes lo que el Cardenal asturiano llama el
psicologismo; y, al final del primer párrafo del capítulo, escribe: «El que dice yo pienso, es como si
dijera yo siento mi pensamiento, y bajo este concepto es incontestable que el axioma de Descartes se
reduce a la enunciación de un fenómeno sensible, puesto que expresa el sentimiento de una acción, o
como si dijéramos su experiencia sensible.»
Menéndez y Pelayo subraya la frase «sensible»; y escribe, en el margen de la página 100 del tomo 1.
º: Sensible, ¿por qué, si la intuición de la conciencia no proviene de los sentidos?
Al comienzo del capítulo primero del libro segundo de los Estudios, Menéndez y Pelayo corrige, en
la página 120 del tomo 1.º, esta frase del Cardenal González: «Dejando a un lado por ahora este
segundo modo de considerar al ente», por considerar el ente; y poco después pone una nota, en la
página 123, a estas palabras de Fr. Zeferino: «Resulta de la doctrina establecida sobre la relación y
dependencia del ente en común con la idea de la existencia, que el ente puede considerarse, o como
nombre o como participio del verbo sum, es, y que esta división, adoptada comúnmente en las
antiguas escuelas, encierra un profundo sentido filosófico y puede contribuir, bien comprendida, a
esclarecer sobremanera cuestiones ontológicas de la más alta importancia.»
La Ontología escolástica, dice Menéndez y Pelayo (que por lo demás es un prodigio de ingenio y
agudeza), degenera muchas veces en verbalismo, lo cual se manifiesta hasta en el abuso de los
términos del análisis gramatical. Tránsito de la Gramática a la Metafísica.
En el párrafo siguiente al que últimamente hemos comentado dice Fr. Zeferino: «Toda vez que la
existencia es como la forma, la causa y la raíz de la denominación del ente, es consiguiente que,
cuando este concepto o término se enuncia absolutamente sin adición alguna, se refiere más bien al
ente como participio que como nombre; por lo cual dice Santo Tomás que «el ente, tomado
absolutamente, significa existir actualmente»: Ens simpliciter dictum significat actu esse. Mas no se
crea por eso que desconoció la diferencia entre el ente en cuanto significa existencia actual y el
mismo en cuanto significa directamente la esencia o sujeto que es denominado por esta existencia.»
Menéndez y Pelayo, en el margen de la página 124 del tomo 1.º, [p. 347] llama la atención sobre el
último punto que queda transcrito; y escribe: Paréceme que de aquí a la opinión de Suárez no hay
mucha distancia. Y si la hay, mejor para Suárez.
A continuación, y en los mismos libro y capítulo por lo tanto, traduce el Cardenal González los textos
de Santo Tomás, últimamente citados, escribiendo así: «Se debe notar que una cosa puede ser
participada de dos modos: unas veces pertenece a la esencia de la naturaleza participante, como el
género es participado por la especie; y en este sentido la existencia no es participada por la criatura,
porque aquello pertenece a la esencia de una cosa que entra o se pone en su definición. Mas el ente no
se pone en la definición de la criatura, porque ni es género ni diferencia, por cuya razón es
participado como no perteneciente a la esencia de la cosa participante; y por lo mismo vemos que la
cuestión relativa a la existencia de la cosa es diferente de la relativa a la esencia de la misma. Por esta
razón, debiendo llamarse accidental todo lo que está fuera de la esencia de una cosa, el existir que
pertenece o se refiere a la cuestión si la cosa existe, es un accidente; por lo cual dijo el comentador
que esta proposición: Sortes existe es de predicación accidental, según que importa la entidad de la
cosa o la verdad de la proposición. Verdad es que otras veces este nombre ente se toma en cuanto
importa o significa la cosa a la cual compete o conviene esta existencia y en este caso significa la
esencia de la cosa y se divide por los diez géneros.»
En la página 125 del tomo 1.º, y al margen de este párrafo, nota Menéndez y Pelayo lo siguiente: Y si
el ente no se pone en la definición de la criatura, ¿qué criatura será ésta que no es ente? Se pondrá
implícito, pero seguramente, se pondrá. Esto del accidente o predicación accidental del existir
recuerda el episodio de no tener que comer de D. Hermógenes.
A continuación explica el P. Zeferino por qué en este caso se dice que la existencia se atribuye a las
criaturas como [p. 348] predicado accidental, tomando el accidente en sentido, no predicamental, sino
lógico: «... como dice Santo Tomás, el existir es un accidente en las criaturas, cuyas palabras deben
entenderse, no en el sentido de que la existencia sea en sí misma un accidente predicamental o físico,
o una mera modificación accidental de la sustancia, como la extensión, la acción, el movimiento, etc.,
su puesto que en sentir del santo Doctor, la existencia es un acto sustancial; sino un accidente lógico
o metafísico, es decir, que su concepto no se halla incluído esencialmente en la idea del hombre o de
otra naturaleza creada.»
Parece que Menéndez y Pelayo encuentra dificultad en esto; y, por lo mismo, escribe al margen de la
página 127 del tomo 1.º: Y ¿quien será el que llegue a formular el concepto de una naturaleza creada
sin existencia?
XXVI.—PEQUEÑAS ACLARACIONES
Al comienzo del capítulo segundo del mismo libro segundo de los Estudios, traduce Fr. Zeferino un
pasaje del capítulo veinticinco del libro primero de la Summa contra Gentiles de Santo Tomás; y
escribe: «que el ente no pueda ser género, lo prueba el Filósofo de este modo:...». Menéndez y Pelayo
subraya la palabra «Filósofo»; y, en el margen de la página 130 del tomo 1.º, escribió: Aristóteles.
En el capítulo quinto del libro segundo, y tratando de la distinción entre la naturaleza y el supuesto,
dice el Cardenal González: «Que se debe reconocer alguna distinción real entre la naturaleza criada y
su subsistencia, es un punto que parece debe estar fuera de controversia para todo católico y para todo
filósofo que admita la verdad del misterio de la Encarnación.»
En la pagina 155, acota Menéndez este párrafo con la siguiente reflexión: Philosophia ancilla
Teologiae.
Al final del propio capítulo segundo, escribe el P. González: «Considerando la personalidad como
una actualidad terminativa de la sustancia, como complemento sustancial de la naturaleza, y como
una realidad positiva, se abre camino al entendimiento para la inteligencia de las doctrinas de los
Padres de la Iglesia [p. 349] sobre los principales misterios de la revelación; admitiendo entre ella y
la naturaleza una distincion real, pero puramente modal, evita la confusión de ideas que resulta
algunas veces de trasladar a la naturaleza real las concepciones abstractas de nuestra razón. Esta
misma doctrina se halla constantemente consignada en otros lugares de sus obras (de Santo Tomás):
El hombre, dice (1.ª p. q. 3.ª, a. 3.º), tiene alguna cosa que no tiene la humanidad»; y en otra parte (1.ª
p. q. 30, a. 4.º), añade: «La persona no es nombre de negación ni de razón, sino de una realidad.»
«Nomen personae non est nomen negationis neque intentionis, sed est nomen rei.»
A Menéndez y Pelayo le parece tan bien esta doctrina que escribe, en el margen de la página 163 del
tomo 1.º: Admirablemente pensado y dicho.
Al principio del capítulo sexto del libro segundo de los Estudios, afirma el Cardenal Fr. Zeferino
González que «la mayor parte de los escolásticos» establecen la distinción real entre la esencia
actuada y la existencia de las criaturas.
Menéndez y Pelayo subraya esta frase; y dice, en el margen de la página 164 del tomo 1.º: Algunos de
los más ilustres (se refiere a los escolásticos), no Suárez entre ellos.
Examinando ya si existe distinción real entre la esencia y la existencia de las criaturas, escribe así el
Cardenal González en el capítulo sexto del libro segundo: «Aunque no pretendo imponer a nadie el
yugo de la autoridad, ni es mi ánimo ventilar la cuestión por ese medio, me permitiré observar, sin
embargo, para aquellos lectores que tengan formado de la doctrina filosófica de Santo Tomás un
concepto digno de su profundidad y solidez, que éste es uno de los puntos capitales de su elevada
filosofía.»
[p. 350] Menéndez y Pelayo subraya esta última frase; y escribe, en el margen de la página 171 del
tomo 1.º: Luego Suárez y Balmes, que le combaten, no serán filósofos muy tomistas. Por mi parte no
lo deploro.
En la página 174 del tomo 1.º, al margen del último punto de este párrafo, Menéndez y Pelayo
escribe: Por eso Balmes, que pertenecía a la escuela del sentido común, resolvió la cuestión de un
modo psicológico y experimental, negando la distinción entre la esencia y la existencia.
Examinando, en el capítulo séptimo del libro segundo de los Estudios, una objeción de los que no
admiten la distinción real [p. 351] entre la esencia y la existencia, escribe así el P. Zeferino: «Siendo
la existencia, se nos dice, aquello mediante lo cual la esencia es puesta fuera de sus causas y sale, por
decirlo así, de la nada, la existencia se recibirá en la nada; porque la esencia, antes de que haya
existencia, es la nada en sí misma, no pudiendo pasar a ser algo real sino después de recibir la
existencia. Es fácil reconocer que la absurdidad de semejante consecuencia se funda en un supuesto
falso. Para inferir legítimamente que si la existencia es una actualidad que se recibe en la esencia
como en sujeto se recibiría en la nada, sería necesario probar de antemano o que la distinción real
entre la esencia y la existencia lleva consigo la necesidad de admitir la esencia como preexistente con
respecto a la existencia, o que una perfección o entidad real cualquiera no puede existir al mismo
tiempo que el sujeto recipiente. Mientras no se nos pruebe alguno de estos supuestos, el
inconveniente aducido en el argumento no se hallará en harmonía con las reglas de la lógica y
carecerá de fundamento.»
En el margen de la página 188 del tomo 1.º, y a proposito de esta respuesta del Cardenal González,
observa lo siguiente Menéndez y Pelayo: ¿Y si no lleva esta necesidad (de admitir como preexistente
la esencia con respecto a la existencia para que ésta pueda ser recibida en aquélla) a qué se reduce tal
distinción, que en el orden puramente lógico no niega nadie?
Defendiendo, en el mismo capítulo séptimo, la distinción real entre la esencia y la existencia de las
criaturas, escribe así el Cardenal González: «Lo que no es del concepto de la esencia o naturaleza, le
viene de fuera y envuelve alguna composición de la esencia; porque ninguna esencia se puede
concebir sin aquellas perfecciones o razones de ser que son como partes de la misma; toda esencia o
naturaleza finita puede concebirse sin que se conciba al mismo tiempo cosa alguna de su existencia
realizada, pues puede concebir todo lo que encierra la esencia del hombre o del fénix, y, sin embargo,
ignorar al propio tiempo si existen [p. 352] realmente en la naturaleza: luego el existir o la existencia
actual se distingue realmente de la esencia o naturaleza.»
En el margen de la página 197 del tomo 1.º, observa Menéndez y Pelayo, a este propósito, lo
siguiente: Esto probará que la esencia o la existencia se distinguen de su concepto; pero no que la
esencia y la existencia sean diversas entre sí.
En el capítulo octavo del libro segundo de los Estudios, dice Fr. Zeferino, tratando del objeto de
nuestro entendimiento, que «es preciso admitir ante todas cosas una distinción fundamental primitiva
y absoluta entre las facultades sensitivas y las intelectuales. Éste es un hecho psicológico de mayor
importancia de lo que a primera vista pudiera parecer».
Menéndez y Pelayo, en el margen de la página 208 del tomo 1.º, dice a este propósito: No es tan fácil
como parece marcar el punto en que se empieza esa distinción fundamental, privativa y absotuta
entre lo sensible y lo intelectual. «Et eris mihi magnus Apollo...»
Poco después del párrafo últimamente comentado, dice Fr. Zeferino, en el mismo capítulo: «Al
presentar y desenvolver el magnífico sistema psicológico del Santo Doctor, tendremos ocasión más
de una vez de observar las aplicaciones de esta doctrina. Entonces se verá el verdadero sentido del
axioma adoptado en las escuelas, nihil est intellectu, quin prius fuerit in sensu, nada hay en el
entendimiento que antes no haya estado en los sentidos: entonces se reconocerá que, si bien es cierto
que, como establece aquí el Santo Doctor, el conocimiento intelectual toma su origen en algún modo
de los sentidos, de ningún modo adopta aquel [p. 353] axioma en el sentido materialista y sensualista
de Locke y Condillac; y que sólol os hombres acostumbrados a juzgar de un sistema por apariencias
exteriores y sin estudiarlo a fondo pueden atribuir a su magnífica y sublime ideología tendencias al
sensualismo.»
Menéndez y Pelayo subraya en este párrafo las palabras «materialismo» y «sensualismo»; y escribe,
en la página 208 del tomo 1.º: Materialista es una cosa y sensualista otra; y lo que es sensualista lo
era Santo Tomás tanto como Locke.
Menéndez y Pelayo, en el margen de la página 210 del tomo 1.º, escribe: ¿ Unde? Lo confuso actual
puede preceder a lo confuso potencial o viceversa, porque la confusión no está en las cosas, sino en
el entendimiento del sujeto. Y lo que hay que estudiar es el desarrollo de este entendimiento.
Trata luego Fr. Zeferino, en el mismo capítulo octavo, de cómo es el ente el primer objeto conocido
por nuestro entendimiento; y escribe: «Toda esta doctrina, tan en harmonía con la naturaleza de
nuestra inteligencia, se halla por otra parte atestiguada por el sentido interno, que nos presenta
siempre la idea del ser como compañera inseparable de nuestras manifestaciones intelectuales, como
una forma primitiva y necesaria, como una condición objetiva sine qua non del desarrollo espontáneo
y sucesivo de la actividad de nuestra inteligencia, a la cual sirve de faro luminoso en sus
movimientos, tendencias y aspiraciones hacia la verdad.»
Menéndez y Pelayo asiente a todo esto, escribiendo al margen de la página 212 del tomo 1.º: Muy
bien dicho.
En el párrafo final del capítulo susodicho, escribe así Fray Zeferino: «Así es que en la doctrina de
Santo Tomás, aunque la idea del ente no puede llamarse en rigor innata, puesto que, según veremos
en su ideología, no admite idea alguna de este género, puede decirse quasi innata y connatural, en
razón a que, acompañando su formación a todo desarrollo o ejercicio de la actividad intelectual, no es
otra cosa que un modo de ser primitivo y como una manifestación también espontánea de esta
fuerza.»
Menéndez y Pelayo, en el margen de la página 213 del tomo 1.º, pregunta: ¿Y por qué no innata sin
quasi?
En el capítulo catorce del libro segundo de los Estudios, examinando la doctrina tomista sobre el
fundamento de la [p. 355] posibilidad del ente, expone el Cardenal González cómo es necesario que
haya algún ser anterior y superior a la razón humana en el cual existan de alguna manera las esencias
a que se refieren las verdades necesarias, y que sea razón suficiente de la inmutabilidad y necesidad
de las mismas verdades. Este ser es Dios. Luego la posibilidad de los seres depende de Dios y se
refiere a la infinita esencia en cuanto que ésta contiene en sí las ideas ejemplares de todos los seres
reales y posibles. Esta doctrina, según Fr. Zeferino, «no es otra cosa que el desarrollo y la aplicación
de la doctrina de Santo Tomás sobre las ideas divinas».
Menéndez y Pelayo, dice a este propósito, página 271 del tomo 1.º: Y esta doctrina, Santo Tomás la
había aprendido en San Agustín, y San Agustín en los platónicos. Debe llamarse, pues, platónico-
agustiniana, y no tomista.
A continuacion del párrafo comentado, y en el mismo capítulo, traduce Fr. Zeferino el artículo
primero de la cuestión tercera del tratado De Veritate, en el que Santo Tomás define lo que es la idea
ejemplar. Al texto del Angélico Doctor diciendo que una cosa puede imitar a otra según la intención
del agente o sin ella, esto es, accidentalmente y por casualidad, añade Fr. Zeferino: «como sucede
frecuentemente en los pintores que reproducen la figura de algún sujeto sin intención determinada, y
como por casualidad».
Menendez y Pelayo subraya esta última frase; y, en el margen de la página 273, escribe: Mucha
casualidad es ésta.
Al tratar, en el capítulo dieciocho del libro segundo de los Estudios, de la verdad formal o del
conocimiento, Fr. Zeferino expone la conocidísima doctrina de Santo Tomás: la verdad lógica o
formal, perfecta y propiamente reside en el juicio; en la [p. 356] simple aprensión también hay alguna
verdad lógica o formal, porque en ella puede estar representado el objeto conocido tal cual es en sí;
pero es verdad imperfecta y como incoada. «Luego el entendimiento que piensa sobre un objeto sin
afirmar o negar del mismo, puede denominarse verdadero con verdad formal imperfecta y como
incoada.»
Esta concesión anula todo lo anterior, dice Menéndez y Pelayo en la pagina 334 del tomo 1.º
En el capítulo veintitrés del propio libro segundo de los Estudios, el Cardenal González, tratando de
la eternidad de la verdad, dice así: «Luego es cierto que toda verdad depende de Dios y es una
participación de la primera verdad, puesto que no solamente las verdades contingentes se reducen a la
inteligencia divina por medio de la verdad transcendental del objeto, sino que las verdades esenciales
y necesarias hasta participan de las ideas divinas su necesidad y su modo de ser con eternidad
objetiva.»
Menéndez y Pelayo subraya este párrafo, escribiendo al margen del tomo 1.º, página 367: Admirable
doctrina.
Examinando, en el capítulo veinticuatro del libro segundo de los Estudios, las relaciones del
eclecticismo moderno con el panteísmo, escribe así el P. Zeferino: «Por las palabras de Mr. Cousin,
fundador, o al menos principal representante, del eclecticismo de nuestro siglo, lo mismo que por las
de sus principales adeptos, vamos a ver que la filosofía ecléctica no es otra cosa que el panteísmo más
o menos disfrazado, más o menos completo. Sus tendencias en esta parte en nada desdicen de su
historia; el eclecticismo profesado en nuestros días por sus partidarios es la reproducción del
eclecticismo panteísta de la antigua escuela alejandrina, que intentó en vano, en los primeros siglos
de la Iglesia, oponerse por medio del sincretismo de los neoplatónicos a la marcha majestuosa del
cristianismo, pretendiendo falsear la dirección del movimiento cristiano.»
En el margen de la página 377 del tomo 1.º, dice Menéndez y Pelayo a propósito de este párrafo: El
autor considera aquí la [p. 357] doctrina de Cousin en sólo un momento que fué muy transitorio, es
decir, cuando influía en su pensamiento el trascendentalismo de Schelling. Pero en su última forma
el eclecticismo de Cousin no es más que un espiritualismo bastante incoloro, cuyos elementos son
platónicos y cartesianos.
XLI.—SINCERIDAD DE COUSIN
Menéndez y Pelayo cree que Fr. Zeferino pecó de candidez al entender las palabras de Cousin en su
significado propio: El autor—dice Menéndez en el margen de la página 379 del tomo primero— toma
la metafísica de Víctor Cousin más por lo serio que seguramente la tomaba aquel retórico
brillantísimo y erudito historiador de la Filosofía. Este capítulo y el siguiente [1] resultan algo
trasnochados.
En el capítulo veintiocho del libro segundo, traduce Fr. Zeferino el artículo segundo de la cuestión
ciento cuarenta y cinco de la «secunda secundae» de la Summa, para exponer la doctrina de Santo
Tomás sobre la esencia de la belleza. Menéndez y Pelayo acota las palabras del Santo Doctor: «... la
belleza espiritual del hombre consiste en que sus acciones tengan la proporción debida que les
corresponde según la luz y dirección de la razón. Esto pertenece a la naturaleza de la honestidad o
bondad moral, que se identifica con la virtud, la cual gobierna todas las cosas humanas según la
dirección de la razón; y, por lo mismo, lo honesto o bueno del orden moral coincide con la belleza
espiritual», escribiendo así en el margen de la página 432 del tomo 1.º: Hay aquí una confusión
evidente derivada del olvido del elemento formal, sin el cual es imposible la intuición estética.
Al final del mismo capítulo veintiocho del libro segundo de los Estudios, Fr. Zeferino reduce a cinco
puntos capitales la teoría de Santo Tomás sobre la belleza; y la compara con la de Víctor Cousin, para
hacer notar cómo éste coincide con aquél. Al llegar al punto tercero, el Cardenal González escribe
así: «Para Santo Tomás la pluralidad o variedad de partes, propia o impropiamente dichas, con
subordinación a la unidad, es el atributo más fundamental de la belleza, y constituye como una ley
general del objeto en cuanto bello. Recórrase la escala de los objetos denominados bellos, y se hallará
en todos cierta relación o proporción entre las partes o cosas que entran en su completo, juntamente
con la subordinación de las mismas a alguna unidad.»
En la página 437 del tomo 1.º, Menéndez y Pelayo arguye así contra esta doctrina: ¡Ya lo creo, y
tambien los objetos feos! Puede existir esta relación entre la pluralidad y la unidad en objetos que
nada tengan de bellos. Esta doctrina deja intacta la verdadera razón del juicio estético.
Tratando de la causalidad eficiente, en el capítulo treinta y dos, del libro segundo de los Estudios,
copia Fr. Zeferino estas palabras escritas por Balmes en el capítulo décimo del libro décimo (números
110 y 111) de la Filosofía Fundamental: «Así, pues, la idea de causalidad aplicada a Dios significa
una cosa muy diferente de cuando se aplica a las causas segundas; lo cual debiera haberse tenido
presente para no suscitar cuestiones sobre las causas segundas antes de fijar exactamente la
significación de la palabra causa.» A continuación de este párrafo, y hablando por cuenta propia, Fr.
Zeferino dice así: «Este desenvolvimiento de la idea de causalidad entre sus relaciones con la causa
[p. 359] primera y con las secundarias, que con tanta exactitud y verdad nos presenta aquí el sabio
filósofo español, puede considerarse como una aplicación y como la expresión de la doctrina
altamente filosófica de Santo Tomás sobre la analogía de la significación que envuelven los nombres
que expresan perfecciones absolutas, cuando se atribuyen a Dios y a las criaturas.»
No admite Menéndez y Pelayo que Balmes exprese en este pasaje la doctrina de Santo Tomás sobre
la analogía de las perfecciones simpliciter entre Dios y las criaturas. De aquí que, en la página 484
del tomo 1.º, escriba así: Tiene [1] alguna relación, en efecto, pero es una teoría muy diversa. La de
Balmes es original, y prueba su elevado talento filosófico. Santo Tomás no habla en estos pasajes de
causalidad, sino de los nombres y perfecciones divinas.
Al margen de este párrafo, escribe Menéndez y Pelayo, en la página 485 del tomo 1.º: Es la opinión
de Maimónides, que convierte en negativos todos los atributos.
Al comienzo del capítulo treinta y tres del libro segundo de sus Estudios, y tratando del
ocasionalismo, advierte el Cardenal González las desdichadas consecuencias que trajo a la verdadera
filosofía la doctrina cartesiana: «que quiso reconstruir de nuevo todo el edificio cientifico desde su
base hasta la cima, y que, para llevar a cabo esta obra, tomó por punto de partida un método
esencialmente escéptico y racionalista y un principio estrecho, exclusivo, puramente psicológico, e
insuficiente por lo mismo para soportar el edificio todo de la ciencia.»
Menéndez y Pelayo cree ver aquí algo de monomanía anti-cartesiana, pues al margen de la página
489 del tomo 1.º, escribe: Hay en todo este libro, y en otros de neo-escolásticos modernos, gran
pasión y excesiva saña contra Descartes, que, después de todo, difiere de la Escuela más bien en el
método que en las conclusiones, puesto que defiende la mayor parte de las tesis del espiritualismo
cristiano.
En el párrafo segundo del mismo capítulo treinta y tres, escribe Fr. Zeferino: «¿Cuál es la causa si no
de ese cúmulo de errores groseros y de peligrosas opiniones que cancera la ciencia filosófica de
algunos siglos a esta parte, haciéndola retroceder a las vacías doctrinas de la India y a las
especulaciones racionalistas de la filosofía griega? La exagerada y peligrosa libertad de pensamiento
preconizada por Descartes y sus discípulos racionalistas, libertad acompañada en Descartes del olvido
más o menos completo de la tradición científica y religiosa, base indispensable de la filosofía
católica, he aquí una de las causas principales de la existencia de ese fenómeno.»
Menéndez y Pelayo escribe, en el margen de la página 490 del tomo 1.º: Aquí se hace responsable a
Descartes de un [p. 361] movimiento anterior a él, y se le atribuye más originalidad de la que
realmente tiene.
En el mismo capítulo treinta y tres del libro segundo de los Estudios, expone Fr. Zeferino cómo el
ocasionalismo tiende al escepticismo, y cómo ya vió este peligro Santo Tomás de Aquino. A este fin,
el Cardenal González traduce un párrafo del capítulo sesenta y nueve del libro tercero de la Summa
contra Gentiles, en el que el Angélico Doctor dice así: «Quitar el orden a las cosas equivale a
negarles su mayor perfección; porque cada cosa de por sí es buena, mas tomadas en relación unas con
otras, son mejores por el orden del universo; el todo siempre es mejor que las partes, y es como el fin
de las mismas. Si se quitan a las cosas naturales sus acciones, se quita también la relación de unas con
otras; pues que las cosas, que son diversas según sus naturalezas, en tanto concurren a constituir
unidad de orden con respecto al universo en cuanto unas obran y otras padecen o reciben la acción;
luego es irracional el decir que las cosas naturales no tienen acciones propias.»
Menéndez y Pelayo ve evidentes analogías entre esta doctrina y la que ya había sostenido el judío
andaluz Moisés ben Maimón; y escribe, al margen de la página 495 del tomo 1.º: Estos argumentos
son trasunto en parte de los que usa Maimónides contra los motecallemín.
En el mismo capítulo treinta y tres, y a continuación de haber expuesto cómo Santo Tomás refuta el
ocasionalismo probando que en realidad son los seres creados quienes producen sus efectos propios,
quiere hacer ver el Cardenal González cómo, no obstante, la doctrina del Angélico Doctor no excluye
la [p. 362] necesidad del concurso divino a los actos de las criaturas. Para esto, Fr. Zeferino copia y
traduce tres textos del Doctor universal. Los dos primeros son: el comienzo del capítulo 130 del
Compendium Theologiae, y un párrafo del capítulo catorce del opúsculo De substantiis separatis, seu
de angeli natura. El primero dice así, según la versión del Cardenal: «Toda vez que las causas
segundas no obran sino por la virtud de la primera causa, como los instrumentos obran por la
dirección del arte, es necesario que todos los demás agentes por medio de los cuales Dios realiza el
orden de su providencia, obren por virtud del mismo Dios. Luego la acción de cada uno de estos
agentes es causada por Dios, a la manera que el movimiento actual de un cuerpo es causado por la
acción del movente. El agente y el paciente deben tener alguna unión entre sí: luego es preciso decir
que Dios está presente a todo agente, puesto que obra interiormente en él moviéndole a obrar.» El
segundo de los consabidos textos dice así: «El primer movente inmóvil, que es Dios, es el principio
de todas las acciones, así como el primer ente es el principio de todo ser.»
Relacionando estos textos con la famosísima teoría tomista para explicar la acción de Dios y de las
criaturas en los actos propios de éstas, en el margen de la página 497 del tomo 1.º, dice Menéndez y
Pelayo: Parece (se refiere a la doctrina de Santo Tomás, que acabamos de copiar) el germen de la
teoría de la predeterminación física.
En la primera de las «Notas al Libro Primero», que versa sobre el capítulo tercero, y contiene
indicaciones bio-bibliográficas sobre Vicente de Beauvais, dice así Fr. Zeferino González: «Es lo más
probable que (se refiere a Fr. Vicente de Beauvais) murió en 1264, y ésta es también la opinión de
Valleoleti: «Vicente de Beauvais—dice—, de santa memoria, francés de nación, célebre en toda la
tierra por sus virtudes y por la doctrina, murió en el año de N. S. 1264, diez años antes de la de
Alberto el Magno.»
Menéndez y Pelayo no encuentra bien que se diga Valleoleti por el nombre castellano del autor a
quien Fr. Zeferino alude, [p. 363] y en el margen de la página 502 del tomo 1.º, dice: Este Valleoleti
se llama entre españoles Fr. Luis de Valladolid.
En las mismas notas al capítulo tercero, tratando de Alberto Magno, después de ponderar la
extraordinaria fama que logró éste como naturalista, cuenta Fr. Zeferino dos consejas, relacionadas
con el sapientísimo maestro de Santo Tomás: «Decíase que en un convite dado al emperador de
Alemania, había hecho producir a las plantas toda clase de flores y frutos en el rigor del invierno,
desapareciendo todo después del convite como por en salmo. La famosa cabeza de metal que tenía
facultad de hablar, y que respondía a cuanto se le consultaba sobre cosas ocultas, es otra de las
muchas fábulas de que fué objeto este hombre extraordinario.»
En el margen de la página 506 del tomo 1.º, Menéndez y Pelayo acota este párrafo advirtiendo que:
La primera de estas fábulas se cuenta también de Miguel Escoto (Escotillo). La segunda la
aprovechó Cervantes para el episodio de la cabeza encantada.
En la nota segunda sobre el libro primero, referente al capítulo octavo, Fr. Zeferino dedica un párrafo
entero al ilustre dominico de Subirats llamándole «Raymundo Martín». Menéndez y Pelayo en el
margen de la página 513 del tomo 1.º, después de haber subrayado el apellido «Martín», dice: Más
propiamente Martí.
En la misma nota copia el Cardenal González unos párrafos de Turón, sobre la bibliografía del
orientalista dominicano Justiniani. Menéndez y Pelayo subraya el pasaje en el que Turón [p. 364]
dice: «El tercero (se refiere a los libros de Justiniani) es la traducción de una obra titulada: la Guía
del rabino Moyses Egipcio dividida en tres libros, y advierte en el margen de la página 518 del tomo
1.º, que ésta Es la obra de Maimónides.
LIV.—«TRIUMPHATUS» NO ES TRIUNFANTE
En la nota tercera, que corresponde al capítulo once, copia Fr. Zeferino una biografía que trae La
Enciclopedia del siglo XIX referente al calabrés Fr. Tomás Campanella. Menéndez y Pelayo corrige
el desliz que padeció el traductor cuando vertió al castellano el título de la obra de Campanella:
Atheismus triumphatus, por este otro: El ateísmo triunfante, escribiendo, para ello, en el margen de la
página 525 del tomo 1.º: No es el ateísmo triunfante, sino el ateísmo derrotado (triumphatus).
En la misma nota, tratando del valor científico de las obras de Campanella, dice Fr. Zeferino: «La
simple inspección de los títulos de estas obras basta para convencerse de que sin Bacon y sin
Descartes, y antes que los dos, nuestro Campanella había tratado de restaurar y reformar todas las
ciencias filosóficas...»
Vindicador decidido de las glorias hispanas, Menéndez y Pelayo subraya la frase de Fr. Zeferino:
«nuestro Campanella»; y observa en el margen de la página 528 del tomo 1.º: Y antes de él otros
muchos italianos y españoles, quienes no se nombran aquí sin duda porque no fueron dominicos.
En la misma nota tercera sobre el libro primero de los Estudios, que corresponde al capítulo once,
transcribe Fr. Zeferino [p. 365] ocho notas en las que Vicente Gioberti juzga a Descartes desde
distintos puntos de vista. Previamente advierte el Cardenal González que no admite todas y cada una
de las apreciaciones que hace Gioberti sobre Descartes.
Menéndez y Pelayo, en el margen de la página 530 del tomo 1.º, tacha así el juicio del escritor
piamontés sobre el filósofo de la Turena: Gioberti era un «misogalo» furibundo, y sus inventivas
contra Descartes y contra todo lo francés deben ser acogidas con alguna reserva.
de su éxito
Tratando de la distinción real entre el mundo y Dios, en el capítulo primero del libro tercero de los
Estudios, Fr. Zeferino traduce y transcribe el capítulo veintiséis del libro primero de la Summa contra
Gentiles, en el que Santo Tomás señala así las causas del panteísmo conocido en el siglo XIII:
«Cuatro son las causas que parecen haber dado origen a este error. La primera es la inexacta
inteligencia de algunas autoridades. Se halla en San Dionisio que la divinidad supersustancial es el
ser de todas [p. 366] las cosas; de lo cual quisieron inferir algunos que Dios es el mismo ser formal o
interno de todas las cosas, sin considerar que semejante interpretación no era conforme ni siquiera a
las mismas palabras citadas. Porque si la divinidad es el mismo ser formal o esencia de todas las
cosas, no estará sobre todas, sino dentro de todas las cosas; más aún, será algo de todas las cosas.
Cuando, pues, dijo que la divinidad es sobre todas las cosas, dió a entender que su naturaleza es
distinta y superior a toda otra naturaleza, y se halla colocada sobre todas las demás cosas; mas cuando
dijo que la divinidad es el ser de todas las cosas, quiso significar que de Dios se deriva y procede, y
que todas las demás cosas participan alguna semejanza de su ser.»
En el margen de la página 8 del tomo 2.º, Menéndez y Pelayo rotula así este párrafo: Influencia
indirecta de los libros areopagíticos en el panteísmo de la Edad Media.
Hablando, en el capítulo segundo del libro tercero de los Estudios, de la universalidad del panteísmo,
dice Fr. Zeferino: «Pero el germen contenido en la filosofía de Platón debía desarrollarse y producir
sus frutos; el alma universal del mundo, emanación del primer ser, y el dualismo primordial y
necesario de este filósofo debían convertirse finalmente en la afirmación de la sustancia única y de la
unidad absoluta. Así sucedió, en efecto, cuando la aparición del cristianismo sobre la tierra obligó a la
filosofía pagana a reconcentrar sus fuerzas para resistir los ataques de la nueva religión. Las doctrinas
de Platón fueron las que sirvieron de núcleo al sincretismo alejandrino, y ellas fueron también, por
decirlo así, el campo a donde concurrieron las fuerzas dispersas del gentilismo filosófico para
deponer sus mutuos rencores, y confederarse para la defensa común, y para declarar la guerra a la
naciente religión de Cristo. Sabido es que los eclécticos de Alejandría, principales representantes de
esta confederación filosófica, se gloriaban de profesar las doctrinas de Platón y de militar bajo sus
banderas. El nombre de neoplatónicos que se daban a sí mismos es una prueba más de que su
panteísmo [p. 367] no era más que un desenvolvimiento del germen contenido en las doctrinas del
filósofo ateniense.»
En este análisis del panteísmo neoplatónico alejandrino echa de menos Menéndez y Pelayo el más
importante de los elementos, que, a su juicio, contribuyeron a formarle; y escribe, en el margen de la
página 42 del tomo 2.º: Aquí se prescinde del elemento oriental, que es precisamente el que dió
carácter panteísta al misticismo neoplatónico.
Estudiando el desarrollo del panteísmo en la Edad Media, dice así el P. Zeferino en el capítulo tercero
del libro tercero de sus Estudios: «Escoto Eriúgena, profesando abiertamente el panteísmo de la
Europa cristiana, trasplantando y desenvolviendo en medio de naciones católicas las doctrinas
panteístas de la India...»
Menéndez y Pelayo, en el margen de la página 46 del tomo 2.º, corrige esta última frase: No de la
India, sino de Alejandría.
Impugnando, en el capítulo sexto del libro tercero de los Estudios, la doctrina de Víctor Cousin sobre
la creación, dice Fr. Zeferino: «Pero nos olvidábamos de que Mr. Cousin profesa el panteísmo.»
Menéndez y Pelayo advierte, a propósito de esta observación, página 101 del tomo 2.º, que Cousin:
Nunca hizo semejante profesión, y que siempre rechazó tal nombre, aunque de ciertas palabras suyas
en cierto período de su vida filosófica pueda inferirse un panteísmo más o menos vago. Pero V.
Cousin era principalmente un retórico, y hay que tomarle como tal.
En el capítulo novena del mismo libro tercero de los Estudios, y examinando la opinión de Cousin
sobre la necesidad de la creación, copia Fr. Zeferino este párrafo del profesor francés en la lección
sexta de su Introducción a la Historia de la Filosofía: «Dios, siendo una causa y una fuerza, al
mismo tiempo que una sustancia, no puede no manifestarse. »
Menéndez subraya esta última frase; y poniéndola más clara, escribe, en el margen de la página 125
del tomo 2.º: Dejar de manifestarse.
Igualmente, al final del propio capítulo noveno, traduce así Fr. Zeferino otro párrafo de la lección
cuarta de la Introducción a la Historia de la Filosofía, en el cual Cousin dice: «Mas si el ser en sí es
una causa absoluta, la creación no es posible, es necesaria, y el mundo no puede no existir.»
Menéndez y Pelayo hace idéntica corrección, escribiendo al margen de la página 144 del tomo 2.º: No
puede dejar de existir.
Fray Zeferino rotula así el capítulo trece del libro tercero de los Estudios: «Santo Tomás, la
cosmogonía mosaica y la geología moderna.»
Al margen de la página 182 del tomo 2.º, y al principio de este capítulo, advierte Menéndez y Pelayo
que: Los puntos que ligeramente se tratan en este capítulo fueron luego más ampliamente estudiados
por el P. Zeferino en su libro La Biblia y la ciencia.
Al margen de la página 201 del tomo 2.º dice, a propósito de toda esta doctrina, Menéndez y Pelayo:
En todo este capítulo se confunde el método experimental con el método de observación. Nadie ha
dicho que Bacon inventase este método. Lo que se le atribuye es haber formulado los cánones de la
experimentación científica.
Tratando poco después, en el mismo capítulo, de la doctrina filosófica de Lord Bacon, escribe así Fr.
Zeferino: «Sus afirmaciones con respecto a la vida futura se hallan en relación con las ideas que
anteceden.» «Los hombres—dice—temen la muerte, como los niños temen las tinieblas; y lo que
realza la analogía es que los errores de la primera especie son también aumentados en los hombres
mayores por esos cuentos espantosos con que se les entretiene en la infancia. »
Menéndez y Pelayo, en el margen de la página 204 del tomo 2.º, [p. 370] interpreta las anteriores
palabras del Canciller inglés de modo que armonicen con el dogma de la vida futura: ¿Y por qué se
ha de entender esto de la vida futura, y no de los consejos o supersticiones con que se entretiene a los
niños, que es de lo que Bacon habla?
En el capítulo segundo del libro cuarto de los Estudios, hablando de la «exageración del método
experimental», y del «método de Santo Tomás en la Psicología», expone el Cardenal González cómo
el método de las ciencias debe adecuarse a la naturaleza de las mismas y a los objetos sobre los que
ellas versan, mas sin llegar nunca a ser único en cada ciencia un determinado método, ni el inductivo
o experimental ni el deductivo o racional, pues mutuamente se completan uno y otro. «La inducción y
observación de los hechos sensibles—dice Fr. Zeferino—sería con frecuencia estéril en el orden
científico, a no combinarse con la idea de causalidad; y no es ciertamente a la astronomía ni a la
química a quienes pertenece propiamente el conocimiento de esta noción, sino más bien a la
ontología. Luego el predominio de un método en una ciencia no debe confundirse nunca con la
aplicación exclusiva del mismo.»
Menéndez y Pelayo, en la página 214 del tomo 2.º, nota sobre esta doctrina: La inducción
experimental requiere algo más que la observación de los fenómenos, requiere la experimentación
que los modifica y los produce en determinadas condiciones. Con la observación sola poco hubieran
adelantado las ciencias físicas.
En la página 218 del tomo 2.º, torna a advertir Menéndez y Pelayo lo mismo que antes: En todos
estos pasajes no hay una palabra que se refiera a la experimentación. Todos hablan pura y
sencillamente de la observación.
Termina el Cardenal González este mismo capítulo segundo del libro cuarto de los Estudios, con unas
indicaciones sobre la [p. 371] inexactitud de considerar a Bacon como el inventor o casi único
preconizador del método experimental, cuando, aparte de los clásicos y de otros varios filósofos, es
indudable que algo, y aun mucho, hicieron por el método inductivo y experimental Santo Tomás,
Alberto Magno, Fr. Rogerio Bacon, Copérnico, Tycho Brahe, Ottón de Guerik, Kepler, Galileo,
Telesio, Campanella, etc., etc.; y concluye concretando en tres párrafos sus conclusiones sobre la
inducción baconiana. En el primero de ellos, Fr. Zeferino escribe así: «La iniciativa del método
experimental, base principal del renombre de Bacon, más bien que a éste, pertenece a Copérnico,
Kepler, y, sobre todo, a los filósofos de la escuela italiana, sus antecesores o contemporáneos.»
Menéndez y Pelayo, siempre alerta para defender las glorias hispanas, observa al margen de la página
226 del tomo 2.º: Y a algunos españoles, también, que deberían estar citados aquí, y no lo están.
Dedica Fr. Zeferino los capítulos sexto, séptimo y octavo del libro cuarto de los Estudios, a comparar
las tendencias y afirmaciones de la escuela tradicionalista con la doctrina de Santo Tomás. Menéndez
y Pelayo encuentra tan bien escritos estos capítulos que dice, en el margen de la página 283: Estos
tres capítulos sobre el tradicionalismo son sin disputa lo mejor de la obra.
Al comienzo del capítulo octavo concreta el Cardenal las tesis fondamentales del tradicionalismo en
cuatro párrafos. «La razón natural del hombre no puede llegar por sus propias fuerzas al
conocimiento cierto de las verdades fundamentales metáfisicas, morales, religiosas... superiores a la
pura razón humana, la cual sólo por medio de la tradición primitiva y divina puede llegar a la
convicción y a la certeza respecto a las mismas... El tradicionalismo tiende a confundir e identificar el
orden natural con el sabrenatural y a absorber la razón humana en la razón divina... El
tradicionalismo dice: La palabra es el origen del pensamiento humano... La sociedad enseña y
transmite con ella el pensamiento y la ciencia. El consentimiento común o la [p. 372] autoridad
humana deberán servir, por consiguierte, de regla y criterio para la verdad; la certeza racional y
filosófica deberá referirse a estas fuentes; y como quiera que la palabra viene al hombre por la
revelación divina, el verdadero fundamento de la certeza filosófica será esa revelación.» A
continuación de cada una de estas afirmaciones del tradicionalismo, Fr. Zeferino va oponiendo las
enseñanzas de Santo Tomás que refutan los errores de aquel sistema.
En el margen de la página 283 del tomo 2.º, observa Menéndez y Pelayo lo siguiente a propósito de
este resumen de las tesis fundamentales del tradicionalismo: Pero ha de advertirse que ciertas
proposiciones extremas que en ella (en la obra de Fr. Zeferino) se achacan al tradicionalismo en
general, sólo pertenecen a su primera y más violenta manifestación (Bonald, Lamennais, Donoso) y
fueron retiradas o mitigadas por los mismos tradicionalistas (Bautin, Bonnety, nuestro Caminero).
Este último intentó contestar a algunos reparos del P. Zeferino, en su artículo La cuestión
tradicionalista, inserto en la Revista de España.
En el capítulo quince, dedicado, lo mismo que el precedente y el siguiente del libro cuarto de los
Estudios, a examinar la doctrina frenológica con arreglo a las enseñanzas de Santo Tomás, dice Fr.
Zeferino que los absurdos y fatalistas principios de la frenología se hallan profesados por los
redactores de la Revista Frenológica publicada en Barcelona en 1852... por unos escritores que
dedican gran parte de su obra a rebatir las acusaciones de materialismo y de fatalismo que se dirigen
a esta doctrina, y a probar que no es incompatible con las prescripciones de la religión y de la moral
cristiana. Y, sin embargo, estos escritores, racionales y juiciosos cuanto puede caber en frenología,
moderados y religiosos en sus tendencias y deseos personales, no han podido menos de consignar la
doctrina indicada: prueba inconcusa de que los principios frenológicos gravitan con todo su peso
hacia la negación de la verdadera idea de la libertad moral del hombre.»
[p. 373] En el margen de la página 382 del tomo 2.º, advierte Menéndez y Pelayo que aquí Fr.
Zeferino: Alude principalmente a D. Mariano Cubí y Soler.
En el capítulo dieciséis del libro cuarto de los Estudios, indagando si esposible la frenología en la
Filosofía de Santo Tomás, escribe así el Cardenal González: «¿No vemos, por otra parte, que la lesión
de los órganos cerebrales y la consiguiente perturbación de las facultades sensibles lleva consigo la
perturbación y el trastorno de las funciones intelectuales? Luego es conforme a la razón y a la
experiencia el admitir por parte de las facultades de la sensibilidad interna alguna influencia remota e
indirecta en la determinación de las condiciones de la inteligencia.»
A Menéndez y Pelayo le parece poco que Fr. Zeferino reconozca tan sólo alguna influencia remota e
indirecta de las facultades sensibles en la inteligencia; y, por esto, pregunta en el margen de la página
398 del tomo 2.º: ¿Y por qué no directo e inmediato?
Para demostrar que según Santo Tomás es conforme a la razón y a la experiencia el admitir que las
facultades sensibles ejercen influencia en el entendimiento humano, traduce y copia Fr. Zeferino, en
el mismo capítulo dieciséis del libro cuarto de los Estudios, parte del capítulo ochenta y cuatro del
libro tercero de la Summa contra Gentiles, en donde el Santo Doctor enseña lo siguiente: «Aunque el
entendimiento no es una potencia corporal, sin embargo, su operación no puede ejercerse en nosotros
sin la operación de las potencias corpóreas, como son la imaginación, la facultad memorativa y la
cogitativa; y de aquí es que impedidas las operaciones de estas facultades por alguna [p. 374]
indisposición del cuerpo, se impide también la operación del entendimiento, como se ve en los
frenéticos, los aletargados, y otros. Por eso es también que la buena disposición del cuerpo humano
contribuye para la aptitud en orden a entender.»
A Menéndez y Pelayo le extraña que el Doctor Angélico llame a la cogitativa potencia corpórea; y
escribe, en el margen de la página 398 del tomo 2.º: ¡Potencia corpórea la cogitativa!
A continuación del texto de Santo Tomás que motivó la anterior apostilla de Menéndez y Pelayo,
explica el Cardenal González lo que es la cogitativa según la doctrina escolástica: «... por la palabra
vis cogitativa Santo Tomás no quiere significar la facultad de pensar o la potencia pensadora
propiamente dicha, que pertenece al entendimiento y se identifica con él. Conformándose con el
lenguaje de su época, llama vis cogitativa a uno de los sentidos internos, el mismo que en los
animales se lama estimativa, y que en el hombre recibe la denominación de cogitativa y también de
razón particular, ratio particularis; porque procediendo del mismo principio vital de que procede el
entendimiento, que es el alma racional, y en virtud de la subordinación inmediata y de la afinidad que
tiene con la inteligencia, adquiere cierta elevación sobre la pura estimativa de los animales. La
potencia estimativa de los animales sirve para percibir lo útil o nocivo de los objetos sensibles
singulares, como la oveja que viendo al lobo huye de él porque lo aprende como contrario; lo que
llama Santo Tomás facultad o potencia cogitativa es esa misma estimativa, y tiene el mismo oficio y
objeto; pero con la facultad de hacer alguna especie de comparación entre dichos objetos; facultad
que participa a causa de su aproximación y afinidad con el entendimiento.»
Enterado ya de lo que es la cogitativa para los escolásticos, Menéndez y Pelayo protesta contra el uso
del término cogitativa para designar una facultad sensible y corporal, escribiendo en el margen de la
página 398 del tomo 2.º: Mal lenguaje, sin duda, porque la razón llámese particular o general,
estimativa o cogitativa, o con cualquier otro barbarismo de este orden, no puede ser nunca un
sentido, ni interno ni externo; y es lástima que los escolásticos no hayan encontrado modo menos
grosero de expresar la independencia de la actividad intelectual.
Termina Fr. Zeferino este capítulo dieciséis del libro cuarto de los Estudios, fijando cuatro bases
sobre las cuales ha de establecerse «un sistema frenológico, que, sin ser hostil a la religión y a la
moral, sea al propio tiempo racional y filosófico.»
Menéndez y Pelayo entiende que el P. González da mucha más importancia a la doctrina frenológica
de la que ella merece; y, en el margen de la página 402 del tomo 2.º, dice que la frenología es:
Doctrina, o más bien charlatanismo científico que estaba olvidado en todas partes, incluso en
España, cuando se publicó este libro en 1864. Pero la circunstancia de haber sido escrito en Manila
excusa a su autor de haber gastado tanto tiempo y papel en la censura de tal sistema.
En el capítulo diecinueve del libro cuarto de los Estudios, analiza Fr. Zeferino los errores del
vitalismo a la luz de la teoría psicológica de Santo Tomás. Según el P. González, muchos actos del
entendimiento y de la voluntad poseen todos los requisitos necesarios para que se califiquen
propiamente de deliberados, y, sin embargo, la conciencia no se da cuenta exacta algunas veces de
todas esas acciones: «estos actos existen y constituyen ciertamente nuestra deliberación; pero el
hábito y la frecuencia por una parte, y por otra la sucesión rápida e instantánea de los mismos, son
causa de que los confundamos en una conciencia común y general, por decirlo así, y sólo por un
esfuerzo poderoso de reflexión y en circunstancias dadas podemos llegar a poseer una conciencia más
o menos clara y explícita de los mismos.»
Menéndez y Pelayo asiente a todo esto; y así escribe en el margen de la página 443 del tomo 2.º: Esto
es exacto.
En el mismo capítulo, y a continuación, escribe Fr. Zeferino: «... no todos los actos y modos de
manifestación de nuestra actividad intelectual se hallan bajo el dominio de la conciencia. Mientras
unos dicen que las sensaciones proceden del alma y son funciones reales de la misma, otros pretenden
que solo Dios es la verdadera causa de la sensación. La escuela escocesa afirma que no existen en
nosotros ideas intelectuales, al paso que la mayoría de los filósofos reconocen la existencia de las
mismas. Entre los partidarios de éstas, unos dicen que son distintas del acto intelectual; otros afirman
que se identifican con la acción del entendimiento. Luego es preciso reconocer que no todos los
efectos reales ni todos los modos de acción de la vida intelectual se hallan sujetos al testimonio de la
conciencia; pues sólo así es posible concebir tanta diversidad de opiniones en esta materia. La
conciencia nos revela aquí que existen en nosotros estos o aquellos fenómenos intelectuales; pero no
nos revela el cómo de los mismos. El círculo, pues, de la acción es más extenso que el círculo de la
conciencia en la vida intelectual.»
Menéndez y Pelayo cree ver cierta vaguedad en el sentido que Fr. Zeferino da a la palabra conciencia
en todo este párrafo; y, por esto, dice en el margen de la página 443 del tomo 2.º: Nótase aquí cierta
contradicción, que nace de no haber definido con precisión el término conciencia.
En la nota VII, sobre el capítulo primero del libro cuarto, escribe Fr. Zeferino: «El siguiente pasaje
puede servir de prueba, entre las muchas que pudiéramos aducir, del empirismo absoluto que
pretendió introducir en la filosofía: el elemento racional nada significa para este reformador de las
ciencias, y el silogismo, una de las principales manifestaciones del método científico, sólo debe
considerarse útil respecto a la moral y a la política, pero es absolutamente inútil para la filosofía y las
ciencias [p. 377] naturales. Atque de syllogismo, qui Aristoteli oraculi loco est, paucis sententiam
claudendam. Rem esse, nimirum, in doctrinis quae in opinionibus hominum positae sunt, veluti
moralibus et politicis, utilem et intellectui manum quamdam auxiliarem. Rerum vero naturalium
subtilitati et obscuritati imparem, et incompetentem... Sectare inductionem, tanquam ultimum et
unicum rebus subsidium et perfugium; neque inmerito in ea spes sitas esse, ut quae opera laboriosa
et fida rerum suffragia colligere, et ad intellectum perferre possit.»
Cree Menéndez y Pelayo que no acertó Fr. Zeferino al escoger este párrafo de Bacon para demostrar
lo que se propuso; y así escribe en el margen de la página 514 del tomo 2.º: Yo no creo que aquí esté
negado el elemento racional. Lo que Bacon dice es que las ciencias naturales progresan por el
método de invención y no por el silogismo.
Al comenzar el capítulo sexto del libro sexto de los Estudios, copia y traduce Fr. Zeferino el siguiente
párrafo de Santo Tomás en el tratado De spiritualibus creaturis: «Puesto que observamos que el
hombre unas veces entiende actualmente y otras se halla en potencia respecto a esta acción, es
necesario concebir en el hombre algún principio intelectual que sea potencia o facultad para todos los
objetos inteligibles; y este principio es el que llama el Filósofo entendimiento posible.»
Menéndez y Pelayo subraya las tres últimas palabras transcritas; y escribe al margen de la página 51
del tomo 3.º: Aristóteles no llama posible, sino pasivo (nous patheticos) en oposición al
entendimiento activo (nous poeticos).
Del mismo modo, al párrafo de Fr. Zeferino en el capítulo diecinueve del libro quinto, en el que
expone cómo la cogitativa «es lo que algunos llamaban en el tiempo de Santo Tomás, y lo que el
mismo Aristóteles había llamado alguna vez entendimiento passivo: intellectus passivus » , le acota
Menéndez y Pelayo, en el margen de la página 223 del tomo 3.º, diciendo: Lo [p. 378] que Aristóteles
llama entendimiento pasivo (patheticos) es lo mismo que llamaron los escolásticos entendimiento
posible.
En el mismo capítulo sexto del libro quinto de los Estudios, Fr. Zeferino transcribe un párrafo de la
Obra de Reid, Inquiry into the human mind on the principles of common sense, en el que el profesor
de Glasgow incurre en muy crasas inexactitudes al hablar de la doctrina ideológica aristotélico-
escolástica. El Cardenal González llama la atención sobre seis de esas inexactitudes; y llegando a la
séptima escribe: «Prescindiendo de la inexactitud que envuelve la denominación de pasivo, dada al
entendimiento posible...»
Menéndez y Pelayo subraya «la denominación de pasivo»; y, al margen de la página 60 del tomo 3.º,
escribe: Es la de Aristóteles; y no podrá negarlo quien sepa griego.
Sigue diciendo Fr. Zeferino, en el lugar citado: «Y lo que acabamos de consignar es una verdad,
concretándonos a Santo Tomás y los escolásticos en general. Que si descender quisiéramos a algunos
escolásticos en particular, y lo permitiera la índole de esta obra, no tendríamos dificultad en probar a
Reid, y a toda la escuela escocesa, con textos en la mano, que la teoría sobre el conocimiento humano
de algunos de esos discípulos de Aristóteles, no sólo no tiene nada de común con la teoría sensualista,
sino que más bien propende y se aproxima a la teoría idealista de Platón y Mallebranche, si bien
teniendo cuidado de exponer en sentido cristiano las ideas del primero, y sin admitir las [p. 379]
peligrosas exageraciones del segundo en orden a la vista de los objetos en Dios.»
Menéndez y Pelayo subraya en este párrafo la frase «a Reid y a toda la escuela escocesa»; y escribe
luego, en el margen de la página 61 del tomo 3.º: El autor parece desconocer por completo la
Philosophy of Perception de Hamilton, y atribuye a toda la escuela escocesa errores históricos
propios exclusivamente de Reid y refutados por Hamilton.
Con idéntico criterio acotó Menéndez y Pelayo la frase del Cardenal González en el capítulo catorce
del mismo libro quinto de los Estudios: «Reid, su principal representante» (de la escuela escocesa),
escribiendo al margen de la página 153 del tomo 3.º El autor prosigue desconociendo a Hamilton, y
no se hace cargo más que del primer período de la escuela escocesa.
Del mismo modo, a la frase del Cardenal González, en el capítulo veintidós, llamando a Reid y a
Dugal Stewart: «los más grandes e insignes representantes de la escuela escocesa», Menéndez y
Pelayo le pone esta apostilla, en el margen de la página 270 del tomo 3.º: Prosigue el error de
considerar la escuela escocesa solamente en su primer período, antes de Hamilton.
En el capítulo diez del libro quinto de los Estudios, sintetiza Fr. Zeferino las opiniones que sobre las
ideas innatas sostuvieron Platón, los eleáticos alejandrinos, San Agustín, Leibnitz, Mallebranche,
Descartes y Santo Tomás. Respecto a San Agustín, dice así el Cardenal Fr. Zeferino González: «Si es
cierto que sus escritos revelan una predilección marcada hacia la filosofía de Platón, y especialmente
hacia sus ideas, no lo es menos que el Santo Doctor introdujo profundas modificaciones en dicha
filosofía, pudiendo añadirse que estas modificaciones son más profundas y aparentes precisamente en
las cuestiones que se refieren a la teoría de esas ideas. Las ideas divinas de San Agustín son tan
diferentes como superiores a las ideas platónicas, y en sus escritos se encuentran pasajes en que se
acerca más a las [p. 380] ideas adquiridas que a las ideas innatas. Y aun prescindiendo de estos
pasajes, ¿no bastaría lo que dejó consignado en los últimos años de su carrera literaria, para no
colocarle de una manera absoluta entre los partidarios de las ideas innatas, como hacen muchos
escritores? Laus quoque ipsa, qua Platonem vel platonicos, seu academicos philosophos, tantum
extuli, quantum impios homines non oportuit, non immerito mihi displicuit; quorun contra errores
magnos, defendenda est christiana doctrina » (Retract. lib. I, cap. I).
Menéndez y Pelayo, en el margen de la página 104, observa que: Aquí no se refiere especialmente a
la teoría de las ideas, sino en general a los elogios que había atribuído a los platónicos.
En la primera parte del capítulo doce del libro quinto de los Estudios, expone Fr. Zeferino cómo
Balmes, después de haber calificado, en el capítulo séptimo del libro cuarto de la Filosofía
Fundamental, de invención poética e ingeniosa, pero no más, la doctrina aristotélica sobre el
entendimiento agente y la especie inteligible, en el capítulo veinte del propio libro cuarto de la
Filosofía Fundamental dice que «el entendimiento agente de los aristotélicos» es «admisible en
buena filosofía en cuanto significa una actividad del alma aplicada a las representaciones sensibles»;
y en el capítulo treinta del propio libro cuarto, tratando de las ideas innatas, escribe: «Parece que en
vez de entregarnos a suposiciones semejantes, debemos reconocer en el espíritu una actividad innatá
con sujeción a las leyes que le ha impuesto la infinita inteligencia que le ha creado. Aun cuando se
pretenda que las ideas son distintas de los actos perceptivos, no hay necesidad de admitirlas
preexistentes. Es verdad que en tal caso será preciso reconocer en el espíritu una facultad productiva
de las especies representativas; de lo que tampoco nos eximiríamos identificando las ideas con las
percepciones.»
Al margen de este párrafo y en la página 128 del tomo 3.º, escribe Menendez y Pelayo: Balmes sigue
en todo esto [p. 381] resueltamente las doctrinas de la escuela escocesa, a pesar del término
impropio de especies representativas que da valor escolástico a su teoría.
En el capítulo veintidós del libro quinto de los Estudios, compara Fr. Zeferino la psicología de la
escuela escecesa con la de Santo Tomás; y, después de haber sintetizado las afirmaciones capitales
que aquélla hace por boca de Reid, el Cardenal pregunta: «¿Y será posible después de esto
desconocer la superioridad indisputable de la psicología de Santo Tomás sobre la psicología de la
escuela escocesa, lo mismo bajo el aspecto científico que bajo el aspecto religioso? Échese una
ojeada sobre la psicología e ideología del Santo Doctor, que a grandes rasgos acabamos de recorrer, y
se verá que Santo Tomás no se contenta con la clasificación exacta y la simple nomenclatura de las
facultades del espíritu humano, sino que desenvuelve también sus relaciones recíprocas, sus
diferencias, su modo de acción, su origen, y, sobre todo, su naturaleza como efecto y manifestaciones
del principio sustancial del cual dimanan.»
Menéndez y Pelayo subraya, en el último párrafo, las palabras «relaciones», «diferencias» y «modo
de acción», y escribe en el margen de la página 274 del tomo 3.º De todas estas cosas trata más
extensa y profundamente la psicología escocesa.
Dedica Fr. Zelerino los capítulos veintitrés y veinticuatro del libro quinto de sus Estudios a exponer
la doctrina de Santo Tomás sobre la certeza. En el primero de dichos capítulos explica cómo el
problema de la certeza es una consecuencia de la teoría de la verdad. Por esto, el P. González
sintetiza la doctrina del [p. 382] Doctor Angélico sobre la verdad metafísica y la verdad lógica como
preliminares indispensables para plantear y resolver bien las cuestiones de la certeza. Dice Fr.
Zeferino que la verdad objetiva, metafísica o trascendental es la entidad de los seres en cuanto son
realización externa de las respectivas ideas arquetipas que de todos ellos existen en la mente divina.
De aquí que el entendimiento de Dios tenga razón de causa, regla y medida de las cosas, y,
consiguientemente, de la verdad trascendental de todas ellas. Por esto, también, la ecuación entre el
entendimiento divino y las cosas reales es ecuación necesaria, universal, y absolutamente infalible en
la hipótesis de la creación del mundo: luego es una ecuación absolutamente cierta. Al contrario «en la
verdad subjetiva y lógica el entendimiento percipiente, lejos de ser causa universal del objeto, y lejos
de ser inteligencia infinita como el entendimiento divino, depende más bien del objeto, que es su
regla, su causa y su perfección en el orden intelectual; y es al propio tiempo una inteligencia de
actividad esencialmente finita. No siendo otra causa la verdad lógica más que la manera con que
percibimos y juzgamos del objeto, la concepción que nuestro entendimiento forma de la cosa real,
concepción que es posterior en orden de naturaleza, dependiente y como efecto de la cosa conocida,
la relación entre los dos términos de la ecuación en esta verdad no puede ser invariable, necesaria e
infalible como en la anterior; porque la cosa real no es causa absoluta, universal e infinita de la
concepción de nuestro entendimiento, como lo es el entendimiento divino de la cosa o naturaleza
existente».
Menéndez y Pelayo asiente a toda esta doctrina; y, confirmándola, escribe al margen de la página 294
del tomo 3.º: Aquí está la dificultud, y de aquí depende la limitación y relatividad del conocimiento.
Para exponer la doctrina tomista sobre la ley y sus principales divisiones, después de transcribir la
celebérrima [p. 383] definición que da de la ley el Doctor Angélico en la Summa Theologica, [1]
copia el Cardenal González unos párrafos del capítulo cincuenta y tres de El Protestantismo
comparado con el Catolicismo, en los que Balmes elogia grandemente la definición de Santo Tomás.
Al párrafo en que Balmes dice: «Un célebre escritor moderno ha empleado muchas páginas en probar
que la legitimidad no tiene su raíz en la voluntad, sino en la razón...», hace una aclaración Menéndez
y Pelayo, indicando, en el margen de la página 487 del tomo 3.º, que el escritor a quien acaba de
aludir Balmes fué Donoso Cortés.
Tratando de la mutabilidad de la ley humana, y para confirmar esta proposición: «las legislaciones de
los pueblos son generalmente la expresión más o menos exacta, no sólo de las costumbres,
instituciones, caracteres, etc., de los mismos, sino principalmente de sus ideas y cultura intelectual»,
cita Fr. Zeferino, en el capítulo catorce del libro sexto de los Estudios, el ejemplo del Código de
Alarico: «Las leyes contenidas en el Edictum Theodorici y en el Breviarium Alarici, señalando penas
relativamente leves para delitos y violencias graves, cuando éstas tenían lugar por parte de los
conquistadores contra los colonos, esclavos o raza conquistada, y, por el contrario, penas que
degeneraban en crueles cuando se trataba de delitos o violencias cométidas por estos últimos, al
mismo tiempo que nos revelan la existencia y antagonismo entre las dos razas, conquistadora y
conquistada, reflejan también la tosca cultura intelectual de los legisladores y la imperfección e
inexactitud de sus ideas sobre la esclavitud, no menos que sobre la dignidad y los derechos del
hombre ante la ley.»
En nota marginal de la página 513 del tomo 3.º, corrige Menéndez y Pelayo las equivocaciones
históricas en que incurrió [p. 384] Fr. Zeferino al escribir lo copiado: Nada de esto hay en el
Breviario de Alarico, que es mera recopilación de leyes romanas.
Como nota al capítulo X del libro VI de los Estudios, el Cardenal González transcribe, y señala con el
número XII, varios párrafos del Cardenal Monescillo, describiendo y ponderando el opúsculo de
Santo Tomás, intitulado De Regimine Principum. Dice así el señor Monescillo: «Basta leer el primer
capítulo de libro (De Regimine Principum) para adivinar el vasto campo que va a descubrir la
penetrante mirada de guía tan experto. El animal sociale et politicum in multitudine vivens, el hombre
que aquí define Santo Tomás, la vis regitiva communis que le sirve de núcleo para sus continuas
evoluciones contra la rebelión, y para señalar las tiranías posibles en todas las formas de gobierno,
valen por un tratado elemental sobre tan delicado asunto.»
En el margen de la página 589 del tomo 3.º, Menéndez y Pelayo acota este párrafo con la siguiente
indicación: Todo ello es de la Política de Aristóteles.
LXXXVI.—ADVERTENCIA FINAL
Temió, sin duda, Menéndez y Pelayo, que alguien que leyera sus apostillas a los Estudios de Fr.
Zeferino las interpretara en perjuicio del crédito filosófico de éste y de su obra; y movido por la gran
estima y opinión que de él tenía, y había expresado llamándole sabio, ilustre filósofo, lumbrera de la
ciencia cristiana, y de quien es reconocida deudor por bondades que agradecía públicamente y con
toda la efusión del alma; y juzgando que, aunque, como toda obra de hombres, tuvieran los Estudios
sus máculas e imperfecciones, eran, no obstante, un trabajo dignísimo de estimación y alabanza,
escribió la nota siguiente, que, [p. 385] a modo de advertencia preliminar, colocó a la cabeza del
tomo primero de los Estudios de Fray Zeferino.
No quisiera yo que algunas notas que al correr de la pluma y para mi estudio particular, he puesto
en este ejemplar, y en que de un modo familiar expreso mi opinión sobre algunos puntos en que
disiento de la filosofía escolástica, se interpretasen nunca en perjuicio de este excelente libro de Fr.
Zeferino González, que es la mejor de las exposiciones modernas de la filosofía escolástica que yo he
leído. Es menos amplia que las de Kleutgen y Sanseverino, pero interpreta el sentido de la Escuela
mejor que el primero, y es menos intransigente escolástico que el segundo, a quien el mismo P.
Zeferino en otra obra suya llama «nimis scholasticum». En erudición filosófica uno y otro le vencían,
pero por lo que yo puedo juzgar, y en vista de lo que oí al P. Zeferino y de lo que he leído en sus
libros, mi opinión es que tenía talento metafísico superior al de todos los otros neo-escolásticos.»
Reproducimos aquí, con los mismos títulos y numeración que les puso el señor Solana, las
mencionadas acotaciones marginales y los textos a que se refieren, pero no los eruditos comentarios
con que las ilustra, por no ser pertinentes en esta colección de las Obras Completas de Menendez
Pelayo.
[p. 357]. [1] . Alude a los capítulos 24 y 25 del libro segundo de los Estudios.
VARIA — II
[p. 387] 4) NOTAS A LA OBRA DEL MARQUÉS DE PIDAL «ESTUDIOS LITERARIOS» [1]
TOMO I
El estudio que acaba de leerse se remonta a muy antigua fecha (1840), lo cual hace más dignos de
alabanza sus aciertos casi intuitivos. Cuando Pidal escribió este artículo, no había adquirido aún el
códice del Poema del Cid, que hoy conservan, como inestimable joya, sus herederos, ni había podido
estudiar sino en la imperfecta edición de Sánchez aquel prodigioso monumento. Respecto del Cid
histórico, muy poco se sabía con certeza, y no faltaban hipercríticos de la escuela de Masdeu, que se
obstinaban en negar la autenticidad de la Crónica leonesa y hasta la existencia misma del héroe. Eran
de todo punto desconocidas las historias árabes que Dozy ha extractado en el sagaz y eruditísimo
estudio sobre el Cid que forma parte de sus Recherches, no impresas hasta 1849. Tampoco Huber
escribió hasta 1844 su magistral introducción a la Crónica del Cid, y en cuanto a la edición del
Poema, debida a la diligencia de Damas-Hinard, sabido es que no apareció hasta 1858. La de K.
Volmöller, primera que puede considerarse como paleográfica, es de 1879.
Careciendo de tales auxilios, hoy familiares a todo el que ha saludado estas investigaciones, Pidal
tuvo que proceder casi a tientas, y valiéndose exclusivamente de su recto sentido y larga [p. 388]
lectura de los antiguos monumentos españoles. No es extraño, pues, que alguna vez tropezase,
sentando teorías que, examinadas a mejor luz, no han recibido la sanción de la crítica. Opina Pidal, y
después de él Huber, que la Crónica particular del Cid, publicada en 1512 por el abad de Cardeña Fr.
Juan López de Velorado, antecedió a la Crónica general ó Estoria de Espanna del Rey Sabio, y fué
incorporada en ella. Lo contrario es precisamente lo que sucedió, como largamente ha demostrado el
señor Amador de los Ríos en el tomo IV de su Historia de la literatura española. La Crónica
particular del Cid fué desglosada por el abad de Cardeña, no precisamente de la Crónica general en
su primitiva forma, sino de una cierta Crónica de Castilla, formada sobre la pauta de la General, de
la cual puede considerarse como una refundición. Y al hacer esta mutilación, procedió con tan poca
maña el buen abad, que muchas veces dejó en el texto que publicaba alusiones a cosas anteriores y
posteriores al Cid, las cuales, efectivamente, no se relatan en los capítulos que él imprimía con el
título de Crónica del Campeador y como libro aparte, pero que ocupan su lugar correspondiente en la
Crónica general y en su hijuela o derivación la Crónica de Castilla.
Acertaba, sin embargo, Pidal, y fué uno de los primeros en notarlo y comprobarlo, cuando decía que
el relato de la Crónica (general o particular, que para el caso lo mismo importa) había sido tejido en
gran parte con documentos poéticos anteriores. Nada más cierto y luminoso que esta observación,
hay del dominio común, gracias a Dozy en sus Recherches y al señor Milá y Fontanals en su
riquísimo libro De la Poesía heroico-popular, corona y resumen de todos estos trabajos. No sólo
refundieron los compiladores de la General la canción de gesta de la vejez del Cid, única que en 1840
se conocía en su forma primitiva, sino también el Rodrigo o canción de gesta de las mocedades del
héroe, que desde 1846 disfrutamos por felicísimo descubrimiento de Francisco Michel; y además
otros cantos intermedios y más o menos extensos, de cuya amplia y holgada versificación subsisten
indudables huellas en la prosa de la Crónica, como ya lo demostró Pidal respecto del trozo de la jura
en Santa Gadea. Y a nadie asombra que siendo posterior la llamada Crónica particular del Cid, o sea,
la de Castilla, a la General, se observe en [p. 389] ella más tendencia a la versificación de romance,
que era la principal razón que Pidal tenía para creer en la mayor antigüedad del libro impreso por
Velorado, puesto que en esta parte la crítica ha cambiado completamente de rumbo, abandonándose
casi por todos la hipótesis de una primitiva versificación octosilábica, de la cual ninguna razón nos
dan los monumentos, y cobrando cada día mayor crédito la teoría del verso épico largo, distribuído en
tiradas monorrimas asonantadas, al modo de las «gestas» francesas, el cual verso oscila en los
poemas castellanos entre dos tipos principales: el de 14 sílabas, predominante en la canción de gesta
de la vejez del Cid, que por todas sus circunstancias históricas y lingüísticas parece la más antigua, y
el de 16 sílabas, frecuentísimo en el poema de las «mocedades», comúnmente llamado el Rodrigo.
Trozos despedazados de estas grandes «gestas» primitivas son los poquísimos romances que pueden
tenerse por viejos y genuinos, los cuales pueden y deben escribirse en líneas de 16 sílabas, como lo
hizo antes que nadie Jacobo Grimm, verdadero coloso de la filología aun en aquellas materias que no
trató de principal intento. No es posible determinar, dadas las nieblas que envuelven aún nuestra
historia literaria de los tiempos medios, no tanto por falta de diligencia en los investigadores, cuanto
por la escasez de sus monumentos, cuándo se verificó el tránsito de la primera forma del verso épico
a la segunda; pero es indudable que debemos encerrarla, poco más o menos, en el período que va
desde la redacción de la Crónica general a la redacción de la Crónica de Castilla. En este intervalo
debieron ser modificadas las antiguas gestas, influyendo su lectura y recitación en el oído de los
copistas y refundidores de la gran compilación histórica de Alfonso el Sabio, haciendo que la prosa,
cuyo ritmo, en los pasajes tomados de fuente poética, propendía antes al alejandrino, fueran
amoldándose cada día más al tipo del verso de 16 sílabas o de su hemistiquio de ocho.
Para otras rectificaciones de detalle (excesiva importancia concedida a los romances de Escobar, casi
todos artificiales y modernos, y, por el contrario, estimación insuficiente y algo tímida del valor
estético absoluto e incomparable del primitivo poema tenido hoy universalmente por más homérico
que todas las epopeyas literarias juntas), deben leerse con especial cuidado [p. 390] la introducción
de Damas-Hinard, los Studien de Wolf, que es la mejor obra que tenemos sobre nuestra literatura de
la Edad Media, las ilustraciones de Andrés Bello a su edición del Poema del Cid y el libro antes
citado del doctor Milá y Fontanals.
Tampoco hemos de omitir que anda hoy muy en descrédito todo lo que se refiere a influencias
arábigas en nuestra poesía, las cuales Pidal acepta aún, si bien con limitaciones y salvedades muy
racionales, que otros en su tiempo no hacían.
Este artículo, en el pensamiento de su autor, debía ser el primero de una serie en que se dilucidasen
todas las cuestiones relativas a la personalidad poética del Cid, tomado como representante y modelo
de la sociedad castellana de los siglos medios. Queda entre los papeles del autor un breve proyecto
para el segundo artículo, en que se proponía ir siguiendo paso a paso la biografía poética del héroe y
notando las sucesivas alteraciones del tipo épico.
(Págs. 127-131.)
***
Poco hay que añadir a las atinadas y sobrias advertencias con que acompañó el marqués de Pidal su
edición príncipe del fragmento de la Disputa entre el alma y el cuerpo (Madrid, 1856). El fragmento
es, sin duda, de lo más viejo de nuestra poesía, y en su forma actual parece más arcaico que el Poema
del Cid y que el Misterio de los Reyes Magos, aunque quizás algunos de sus arcaísmos puedan
atribuirse a la comarca aragonesa o confinante con Aragón, en que fué verosímilmente compuesto. El
poema es, sin duda, como ya conjeturó Pidal, arreglo a traducción libre de otro francés sobre el
mismo asunto, publicado por Wright en su edición de los versos latinos vulgarmente atribuídos a
Gualtero Mapes, y reproducido en parte por Wolf en sus Studien zur Geschichte der Spanischen und
Portuguesischen National-literatur, que son hasta el presente el mejor libro que poseemos sobre
nuestra literatura de la Edad Media. Suponer que la composición francesa fué tomada de la castellana,
sería imaginar un hecho de todo punto inusitado en los siglos a que el fragmento pertenece. Así es
que el mismo señor Amador de los Ríos, tan poco propenso siempre a admitir influencias
transpirenaicas, [p. 391] hasta cuando son evidentísimas, las reconoce tratándose de este fragmento.
(Págs. 148-149.)
***
Uno de los proyectos favoritos de don Pedro José Pidal fué continuar la «colección de poesías
castellanas anteriores al siglo XV», de la cual llegó a publicar hasta cuatro volúmenes, a fines del
siglo pasado, el bibliotecario montañés don Tomás Antonio Sánchez. Dió comienzo Pidal a su
propósito en 1841, imprimiendo juntos el Libro de Apolonio, la Vida de Santa María Egipcíaca y la
Adoración de los Santos Reyes, que juntos se hallan en un códice de la Biblioteca de El Escorial, por
más que pertenezcan a autores y a épocas distintos. Esta publicación de Pidal debe considerarse como
el quinto tomo de la colección de Sánchez, a la cual ha sido incorporado en las ediciones de Ochoa y
de Janer, que pertenecen respectivamente a las colecciones de Autores Españoles de Baudry y de
Rivadeneyra.
Estos poemas exigen todavía una edición crítica, muy difícil de hacer por lo imperfecto del códice
original; pero, entre tanto, algo se ha adelantado sobre la cuestión de sus orígenes. La Vida de Santa
María Egipcíaca y la Adoración de los Santos Reyes, que son los más antiguos, aunque no tanto
como pretende el señor Amador de los Ríos, que llega a anteponerlos al mismo Poema del Cid,
proceden indisputablemente de dos leyendas francesas, señaladas por Mussafia. Bartsch y Milá y
Fontanals se inclinan a admitir una versión provenzal, intermedia entre la francesa y la castellana,
fundándose en que algunas falsas rimas [p. 392] y algunos versos cojos de entrambos poemas
resultan regulares en provenzal y no en francés del Norte. De todas maneras, el original francés es el
El Apollonio es poema más moderno, más regular y de otra escuela. Pertenece a la serie de los
«mesteres de clerecía», y debió ser una de las primeras obras del género, a juzgar por el calificativo
de «nueva maestría» que el autor aplica al metro o al sistema poético que sigue. No es mera
traducción, sino adaptación muy españolizada y bastante hábil de alguna de las versiones latinas o
francesas que en la Edad Media corrían de la novela bizantina de Apolonio, príncipe de Tiro,
perteneciente al mismo género que el Teágenes y Cariclea y tantos otros libros de amor y aventuras,
que se distinguen de los futuros libros de caballería occidentales en la escasa o ninguna importancia
que conceden al elemento bélico, y en la mucha intervención que dan a los afectos tiernos, a las
virtudes pacíficas y a los casos fortuitos, que caen fuera de la humana previsión.
A las distintas versiones de esta leyenda griega, estudiadas por Pidal y por Wolf, aún pueden añadirse
algunas otras, v. gr., un poema italiano en octavas reales, de que da cuenta Amador de los Ríos, y
también la Confessio Amantis, de Gower, y el Pericles, príncipe de Tyro, drama atribuído, con poco
fundamento, a Shakespeare.
(Pags. 188-189.)
***
La publicación del Cancionero de Baena, en 1851, fué uno de los más señalados servicios que hizo
don Pedro José Pidal a la historia de las letras castellanas de la Edad Media. Sin aquella voluminosa
colección, que por una parte se enlaza con los grandes cancioneros galaico-portugueses del siglo
XIV, y por otra parte abre la serie de las colecciones poéticas del siglo XV, hubiera quedado en
sombras la escuela lírica de los reinados de Don Enrique II, Don Juan I y Don Enrique III, precedente
necesario para explicar el gran florecimiento de las artes del espíritu en la carta de Don Juan II.
Durante el período que abarca el Cancionero de Baena se realizaron en nuestra literatura
transformaciones y novedades tan importantes, como son: la primera [p. 393] influencia italiana
manifestada por el predominio de la alegoría dantesca en las composiciones de Micer Francisco
Imperial y otros poetas de Sevilla; el abandono cada día mayor de la lengua gallega o portuguesa,
empleada antes por la mayor parte de los trovadores de la España central como lengua lírica, y,
finalmente, la difusión y mayor boga de los libros de caballerías del ciclo bretón, entre las clases
militares y nobiliarias.
Don Pedro José Pidal, sin detenerse exclusivamente en el análisis del Cancionero de Baena, que
luego hizo con brillantez el señor don Leopoldo Augusto de Cueto en un artículo de la Revue de deux
mondes, prefirió abarcar en un cuadro sintético, hasta ahora no igualado ni superado por nadie, los
principales caracteres y modificaciones que fué mostrando y experimentando nuestra poesía durante
los siglos medios, y especialmente en el XIV. Este discurso es lo más firme, lo más brillante y lo más
completo que salió de manos de su autor; es, digámoslo así, la obra de su madurez y la afirmación
más razonada del criterio histórico que él aplicaba constantemente a la literatura. Pueden hoy
rectificarse algunos puntos de detalle, v. gr., la teoría de las relaciones entre la Crónica general y la
del Cid, sobre la cual ya se dijo bastante en otra nota; puede hacerse más completa la enumeración de
los Cancioneros; poseemos mayor número de detalles sobre algunos de aquellos trovadores; estamos
mejor enterados en cuanto a los orígenes de esta poesía cortesana; pero las líneas generales del
estudio permanecen exactas, y es casi seguro que nuevos descubrimientos sólo han de servir para
confirmar lo que se lee en este notable discurso preliminar, escrito con tanta elevación de ideas y
tanta penetración del espíritu de nuestra nacionalidad.
El estudio de Pidal hubiera sido de todo punto completo, si en su tiempo hubiesen estado ya
conocidos e impresos los dos grandes cancioneros portugueses, el de la Biblioteca Vaticana y el
llamado de Colocci-Brancuti, que hay disfrutamos gracias al celo erudito de Ernesto Monaci y de
Molteni. Estos cancioneros son el verdadero cuerpo de las obras de los poetas de la España oriental y
central desde fines del siglo XIII a fines del XIV. La lectura de estas colecciones derrama luz
vivísima sobre la cuna de la poesía trovadoresca castellana, probando que la influencia [p. 394]
atribuída a la poesía provenzal no fué de ningún modo directa e inmediata, sino remota e indirecta y
ejercida por el conducto de la poesía gallega, viniendo a ser la escuela castellana la última secuela y
derivación de ésta, si bien se modificó muy profundamente y muy desde el principio por el estudio e
imitación de la poesía italiana, y especialmente de la dantesca.
El único reparo sólido que puede ponerse hoy al trabajo de Pidal, pero del cual él en ningún modo es
responsable, puesto que en su tiempo apenas existía impreso otro monumento de la primitiva litura
portuguesa que el cancionerillo de Ajuda y el extracto de las canciones del Rey Don Díniz, muy mal
publicadas por Lopes de Moura, es el no haber estimado en su justo valor esta poesía lírica de Galicia
y Portugal, antecedente necesario y obligado de la de Castilla, y no haber dado tampoco la
importancia que realmente tiene a las tentativas de imitación de la Divina Comedia, hechas dentro del
siglo XIV por Micer Francisco Imperial y sus discípulos.
En cuanto a la influencia arábiga, ya queda dicho que anda ahora muy maltrecha, y que si se la
admite en la música y en algún cantarcillo breve, cada día es mayor la tendencia a negarla en la
poesía castellana propiamente dicha. Advertiremos de paso que aunque la elegía del moro de
Valencia en la Crónica general procede de fuente árabe, como todo el relato de la conquista de
aquella ciudad, no ha de tenerse por texto primitivo de ella el que Pidal descubrió, escrito con
caracteres comunes, en una crónica manuscrita de la Biblioteca de Osuna, sino que, según el
dictamen de conocidos arabistas, más bien debe tenerse por retraducción hecha por un mudéjar sobre
el texto castellano de la Crónica.
(Págs. 349-352.)
TOMO II
La agradable narración que acaba de leerse en una pura novela decamerónica, tan alegre, amena y
liviana como las mejores que andan en las colecciones italianas. Su autor, que por el estilo manifiesta
pertenecer al siglo XVI, tenía alguna noticia de [p. 395] los verdaderos casos de Juan Rodríguez del
Padrón y había leído sus versos, que imita con bastante fortuna; pero todo lo altera y confunde a su
capricho, con mucha gracia, eso sí, pero sin ningún cuidado de la tradición ni de la historia.
El que desee tener reunido lo poco que con certeza sabemos de Juan Rodríguez del Padrón (que fué
gallego, y no aragonés, como en esta biografía se dice, y acabó sus días en la Orden de San
Francisco), lea la esmerada edición de sus Obras que la Sociedad de Bibliófilos Españoles acaba de
publicar, con amplias ilustraciones del muy entendido paleógrafo y literato don Antonio Paz y Melia.
Opina el señor Paz y Melia que el anónimo autor de la curiosa biografía, publicada por Pidal, tenía
conocimiento de la extraña novela sentimental que Juan Rodríguez del Padrón escribió con el título
de El siervo libre de amor o Historia de Arlinder y Liessa.
(Págs. 36-37.)
***
Amador de los Ríos no contestó nunca a este artículo, que realmente no tiene contestación fácil. Sin
embargo, en la cátedra y en conversación familiar le oí apuntar la idea de que pudo haber dos poetas
Cartagenas, debiendo repartirse entre ellos las composiciones que en el Cancionero general figuran
como obra de uno solo. Amador insistía en creer que uno de estos Cartagenas era el obispo de
Burgos.
La respuesta no carece de ingenio; pero como quiera que Amador no dejó escritos en ninguna parte
los fundamentos de su singular opinión, lícito nos será apartarnos de ella y seguir el parecer de Pidal,
que tiene en su abono la tradición de nuestros eruditos y la verosimilitud moral y el texto de las
rúbricas del Cancionero de Castillo, que no reconocen más que un poeta Cartagena. En mi concepto,
ni siquiera está probado que este poeta, contemporáneo de la Reina Isabel, como casi todos los de
aquel Cancionero, y autor de las bellas coplas en loor suyo, perteneciese a la familia de los conversos
don Pablo y don Alonso de Santa María.
(Págs. 61-62.)
***
1.º Que la edición del Centón de 1499 es evidentemente falsificada en el primer tercio del siglo XVII,
con toda tosquedad y falta de maña con que esto podía hacerse, dadas las condiciones tipográficas de
entonces.
2.º Que de semejante correspondencia no hay la menor noticia ni rastro hasta esa misma época, en
que empiezan a citarla algunos genealogistas.
3.º Que aparte de otras contradicciones históricas insolubres, hay una verdaderamente enorme entre el
Centón y la Crónica de D. Juan II, en lo relativo a la muerte de don Álvaro de Luna, suponiéndose
que el Rey estaba entonces en Valladolid, cuando cartas reales de aquella fecha nos las presentan
sitiando los lugares del condestable en el reino de Toledo.
4.º Que son muy numerosos los pasajes del Centón en que se ve claro el intento de ensalzar a una
particular familia, la de los Veras, haciéndola intervenir en circunstancias y casos importantes en que
para nada se acuerda de ellos la Crónica. Sabiéndose a ciencia cierta que el conde de la Roca, don
Juan de Vera, y su hermano el arzobispo del Cuzco tenían una especie de fábrica de los libros
apócrifos en alabanza y exaltación de su linaje; parece que a ellos debemos hacer en primer término
responsable [p. 397] del Centón, aunque quizá ninguno de ellos fuese capaz de escribirle por sí
mismo.
5.º Fuera de los casos en que hay Veras de por medio y de algunos otros pasajes en que la intención
del falsificador se nos escapa hoy, la correspondencia del bachiller sigue el texto de la Crónica de D.
Juan II con una fidelidad y un servilismo incomprensibles en un contemporáneo que debía de saber
las cosas por vista propia y no por noticia de libros, pero muy naturales en un erudito o genealogista
del siglo XVII, que tenía que atenerse a las fuentes escritas, con las cuales iba interpolando
mañosamente sus ficciones.
A todo esto hay que agregar una infinidad de pruebas menudas, anacronismos evidentes en trajes,
armas, costumbres, etc., giros de lengua enteramente desusados y aun absurdos, como el uso del ca
en vez del relativo que y otra porción de consideraciones, que una por una quizá no hagan prueba
plena, pero que juntas y acumuladas son de una evidencia irresistible. [1]
Contra todo este cúmulo de argumentos (y omito muchos) sólo alegan los críticos encariñados con el
Centón por antiguas lecturas, una razón, a primera vista, de alguna fuerza: lo fácil suelto y natural del
estilo, y la propiedad y carácter arcaico de la lengua. Es verdaderamente el Centón un libro muy
ameno y divertido, y era, sin duda, el que le compuso hombre de cierta erudición en la antigua lengua
castellana, y de macha gracia y malicia de estilo, condiciones que ciertamente no convienen ni a don
Juan de Vera ni a Gil González Dávila, a quienes, sucesivamente, se ha atribuído el libro; pero que
pudieron concurrir en algún otro escritor hasta ahora desconocido, de quien el conde de la Roca se
valiera para su ficción; pero leyendo hoy aquella correspondencia con la natural desconfianza
engendrada por todas estas controversias, no dejará de notar el más prevenido en favor del bachiller
algo de exótico y postizo, un tono de broma literaria y como de parodia y caricatura de la lengua del
siglo XV, [p. 398] una especie de fabla que no se ha fablado nunca, y que produce el efecto de lo
cómico y entremesado, la extravagancia del ca usado como relativo casi en cada página,
constituyendo un verdadero amaneramiento, no tiene ejemplos, o a lo menos no se han citado hasta
ahora, sino en otra falsificación, muy torpe por cierto, en el Cronicón de Ávila, que embutió el P. Ariz
en su absurda historia o libro de caballerías de aquella ciudad.
Admitir tantas interpolaciones cuantos son los puntos flacos y vulnerables en la obra, es más difícil
que resignarse a admitir la falsificación total, por más que haya parecido a nuestros eruditos muy
duro el haber sido por tanto tiempo víctimas de una chanza bastante ilícita y pesada. Del Centon no
hay más remedio que decir: Quodcumque attingeris, ulcus est.
El mismo don Pedro Pidal llegó a convencerse de ello, según declara Gayangos en una carta a Wolf
que anda impresa en los Studien de éste. Posteriomente el número de los defensores del Centón ha
ido decreciendo cada vez más, y con una solo excepción que ahora recordamos (la del señor Rizzo y
Ramírez en su excelente biografía de don Álvaro de Luna, premiada por la Academia de la Historia)
nadie cree hoy en el bachiller Fernán Gómez ni en sus cartas. Los últimos que han escrito sobre este
asunto son don Adolfo de Castro en una extensa y erudita Memoria, donde hay que distinguir dos
cuestiones: la del carácter apócrifo del Centón y la de Gil González Dávila a quien el señor Castro se
la atribuye, sin fundamento alguno, a nuestro entender, y el conde de Puymaigre en su libro La Cour
litteraire du roi D. Juan II.
(Págs. 109-112.)
***
No una nota breve sino un libro sería menester escribir para compendiar todas las investigaciones y
juicios a que la persona y los escritos de Juan Valdés han dado ocasión desde el año de 1848 en que
don Pedro José Pidal publicó este artículo, el primer estudio formal que hasta entonces se había
dedicado a la apreciación de las opiniones religiosas y méritos literarios del hoy famoso heresiarca de
Cuenca, el más insigne de los [p. 399] prosistas del reinado del emperador Carlos V. Sólo Mc Crie,
en sus History of the reformation in Spain e History of the reformation in Italy, había dicho algo,
aunque muy incompleto, vago y en gran parte erróneo sobre la vida de Valdés, y sobre su influencia y
propaganda en Nápoles.
Desde entonces las cosas han cambiado de aspecto totalmente. El entusiasta y casi maniático editor
de los Reformistas antiguos españoles, don Luis Usoz y Río, sacó sucesivamente a luz todos los
escritos de Juan de Valdés y de su hermano Alfonso, que se conocían hasta su tiempo, haciendo de
algunos de ellos, como las Consideraciones divinas, nada menos que tres ediciones, para acrisolar
más y más el texto. Gracias a Usoz disfrutamos hoy una edición crítica del Diálogo de la lengua (no
de las lenguas, como venía imprimiéndose), enteramente ajustada al manuscrito de la Biblioteca
Nacional, y con más de mil correcciones al texto publicado por Mayáns.
su preciosa traducción de los Salmos, hecha directamente del hebreo; su traducción y comentario del
Evangelio de San Mateo, el texto castellano de muchas de las Consideraciones Divinas, que antes
sólo se conocían en italiano, etc. Si a esto se agregan extensos artículos en muchas enciclopedias y
revistas de teología protestante, y las monografías de tesis doctorales de que en Alemania y en
Francia ha sido objeto en estos últimos años Juan Valdés, no [p. 400] parecerá exageración el afirmar
que existe hoy una verdadera literatura valdesiana.
En España, don Fermín Caballero dedicó todo el cuarto volumen de sus Conquenses ilustres a la vida
y escritos de los dos hermanos Valdés. Y yo he procurado exponer y resumir lo que de ellos se sabe
en dos capítulos del tomo II de mi Historia de los Heterodoxos Españoles, y en las notas y adiciones
del tercero, trabajo que exige ya revisión y grandes aumentos en vista de investigaciones posteriores a
la impresión de aquellos dos volúmenes.
Tal es la condición de los estudios históricos; estar sometidos a rectificación perpetua, y ser hoy
nieblas lo que mañana parecerá claridad vivísima, si bien a veces suele acontecer lo contrario. Pero
en el caso particular de que tratamos, nadie puede disputar a don Pedro J. Pidal la gloria de haber
abierto y desbrozado el camino, aportando ideas y noticias casi todas exactas y acertadas, acudiendo
el primero a las fuentes italianas que luego nos han descubierto tal riqueza, y, sobre todo, probando
hasta la evidencia que Juan de Valdés es el autor del Diálogo de la lengua, lo cual ya habían
afirmado Clemencín y otros, pero sin dar las pruebas de su aserto. Sin este artículo de Pidal, quizá ni
los estudios de Usoz ni los de Wiffen, ni los de Bohemer, ni los de Caballero, ni los míos propios,
existirían.
Como única rectificación material a este artículo, advertiremos que la patria conquense de Juan de
Valdés es ya punto fuera de toda duda, y que no es seguro, ni mucho menos, que fuese secretario del
virrey don Pedro de Toledo. Tampoco viajó por Alemania, ni en rigor puede llamársele luterano,
salvo en el punto de la justificación. Hombre de grande, aunque mal encaminada, originalidad, de
espíritu propio con grandes tendencias al misticismo y a la contemplación interior, formó su sistema
teológico por inspiración individual e interpretando a su manera las Sagradas Escrituras. Este sistema
es una especie de pietismo o misticismo protestante, muy análogo a la doctrina de la luz interior de
los cuákeros, que le consideran como uno de sus precursores. Poco aficionado a la parte dogmática de
la religión, no manifestó claramente su sentir sobre la Trinidad y la Encarnación, por lo cual,
interpretando libremente varios pasajes de sus obras [p. 401] han intentado las sectas antitrinitarias,
unitarias y socianas apoderarse de su nombre y autorizarse con su fama.
(Págs. 139-142.)
***
Las dudas expuestas en este ingenioso artículo, que, como vemos ahora, se remonta a 1840, tienen
fácil y natural explicación. Hoy pueden pasar por axiomas de historia literaria las siguientes verdades:
1.ª Existió en el siglo XVI un poeta, Juan Sánchez Burguillos, seguidor de la antigua escuela
castellana y de los metros de arte menor, al modo de Castillejo y de Gregorio Silvestre, e
improvisador felicísimo, especialmente en las glosas. De él nos dan razón Juan Rufo en sus
2.ª Existió a principios del siglo XVII un loco o personaje extravagante, llamado Tomé de Burguillos,
improvisador también, pero improvisador callejero, que servía de burla y pasatiempo a los
muchachos. A este segundo Burguillos se atribuye la copleja sobre las paces de Lope de Vega y de
Quevedo, la cual puede muy bien ser invención de don Juan González de Godoy, autor de unos
discursos festivos sobre la maravillosa invención de un cierto charlatán que pretendía haber
descubierto el agua de vida.
3.ª Apoderándose del nombre popular y grotescamente célebre de este Tomé de Burguillos, compuso
Lope de Vega, sobre todo en sus últimos años, gran número de poesías festivas y de burlas, que no se
atrevió a publicar con su nombre por respeto al hábito que vestía. Pero el pseudónimo fué tan
transparente, y Lope se oponía tan poco a que lo fuese, que permitió a sus amigos Salcedo Coronel y
Quevedo dijesen el secreto a voces en las aprobaciones y versos laudatorios que preceden a la edición
1634, secreto, que, muerto Lope, fué completamente revelado por su [p. 402] predilecto discípulo
Montalbán y por León Pinelo, en la Fama póstuma. El mismo Lope, así en varios certámenes
poéticos como en el prólogo que puso a las Rimas de Burguillos, había levantado bastante el velo
para todos los que quisiesen entenderle. El retrato del supuesto Burguillos, que precede a la edición
de sus Rimas, viene a ser una caricatura del de Lope. Y a mayor abundamiento, y como última
prueba, la composición más extensa e importante, fuera de la Gatomaquia, que en las Rimas de
Burguillos se imprime, la canción que principia:
había sido impresa, con notables variantes que denuncian un primer esbozo, a nombre de su
verdadero autor Lope de Vega, en las Flores de poetas ilustres de Pedro de Espinosa, estampadas en
Valladolid, en 1605, a vista y paciencia de Lope.
Sobre esta cuestión merece leerse una nota de don Cayetano Alberto de la Barrera y don Aureliano
Fernández-Guerra, publicada en el tomo II de la edición de Quevedo de la Biblioteca de Rivadeneyra.
El mismo don Pedro J. Pidal, años después de escrito este artículo, llegó a poseer un códice de versos
autógrafos de Lope, en que están algunas de las Rimas atribuídas a Burguillos.
(Págs. 189-191.)
[p. 397]. [1] . El señor Puiggari, de Barcelona, ha demostrado lo anacrónico y convencional de toda la
parte indumentaria del Centón. El señor Cuervo, eminente filólogo de Bogotá, ha desmenuzado
analíticamente la lengua de este famoso libro.
VARIA — II
Nota en la página 5.— «Al dar a luz par primera vez en castellano este libro, que es sin duda el más
importante y fundamental de todos los que fuera de España se se han publicado sobre nuestras cosas,
creemos necesario llamar la atención sobre su fecha (1859) para que no se haga cargo a su sabio y
profundo autor por omisiones inevitables en aquel tiempo, o por algún yerro incidental que
procuraremos subsanar en las notas. Nada de esto atañe al fondo del libro, que conserva hoy todo su
valor positivo, y es sin duda el primero que debe leer todo estudiante de literatura española para
impregnarse en su elevado espíritu, que en éste como en otros libros alemanes, tan bellamente
contrasta con la manera superficial y desapacible con que han solido juzgar de nuestras cosas los
críticos franceses e ingleses. Y es cosa muy digna de lamentarse que mientras la obra de Ticknor, por
ejemplo, que no pasa de ser un apreciable manual bibliográfico, de crítica puramente externa y vulgar
por todo extremo, anda en manos de todos, y es citada como un oráculo, las luminosas enseñanzas de
Wolf son letra muerta para la mayor parte de los españoles, y casi nadie, salvo Milá y Fontanals, ha
llegado a [p. 404] penetrarse de su alcance y trascendencia- Para completar los Studien daremos
luego coleccionadas las demás monografías, ya muy difíciles de reunir, que durante su larga vida
publicó sobre nuestras cosas aquel príncipe de los hispanistas, no sólo de Alemania, sino de toda
Europa, a quien nuestra nación nunca agradecerá bastante el amor que la tuvo y lo mucho que le
debe.»
Nota en la página 11.— «Parece superfluo advertir que la obra de Bouterweck ha envejecido en todas
sus partes y no es hay más que una curiosidad histórica, siendo este artículo de Wolf lo que
principalmente ha contribuído a enterrarla. Como manual la ha sustituido generalmente la obra del
norte-americano Jorge Ticknor (última de las ediciones revisadas por el autor, la de 1863), muy
mejorada en la traducción castellana de don Pascual de Gayangos y don Enrique de Vedia, y en la
alemana del Dr. Julius, con adiciones del mismo Wolf, que deberían añadirse a las muy extensas y
preciosas que lleva el Ticknor Castellano, si éste llegara a reimprimirse.
Por lo tocante a la Edad Media, que es hasta ahora el periodo más estudiado de nuestra historia
literaria, aunque no sea ni con mucho el más importante, sobre todo desde el punto de vista estético,
poseemos la obra riquísima de don José Amador de los Ríos, que en siete volúmenes alcanza hasta el
tiempo de los Reyes Católicos, y que sean cuales fueren sus defectos inevitables en labor tan colosal,
es un monumento que honra el nombre de su autor y la erudición española.»
Página 17.—Escribe Wolf refiriéndose a la primitiva poesía popular y a nuestro romancero: «Entre
estos tardíos monumentos se han de incluir los tan renombrados romances que pueden referirse al
carácter ético-lírico de la más antigua poesía popular española. Deben, por lo tanto, sus formas ser
consideradas como de formación análoga a las más posteriores, y se puede aceptar como su medida
fundamental, y la de la poesía castellano-española en general, los versos de redondilla, como
Nota de Menéndez Pelayo.— «Esta doctrina métrica dista mucho de ser hoy generalmente aceptada,
pero su discusión nos llevaría muy lejos, y por otra parte el punto no está resuelto. Hay tendencia, sin
embargo, a volver a la teoría de Grimm del verso épico [p. 405] largo, y abandonar la del octosílabo
primitivo que sostuvieron siempre Wolf y Durán. Vid. el magistral tratado del Dr. Milá y Fontanals:
De la poesía heroico popular castellana (Barcelona, 1874).»
***
Página 18.—Se refiere Wolf al libro de Apolonio y dice entre paréntesis: (tal vez del siglo XII).
***
Página 19.—Viene hablando Wolf de Alfonso X, a quien llama «rey sabio o más bien docto».
Nota de Menendez Pelayo.— «Ambos nombres mereció con toda justicia, aunque no el de prudente
(sage).»
***
Nota en la página 19.— «El Libro del Tesoro, lo mismo que los demás versos castellanos atribuídos a
Alfonso el Sabio, están reconocidos hoy por apócrifos. Ya volveremos sobre esto.»
***
Página 21.—Escribe Wolf: «No podían, sin embargo, penetrar en el organismo del habla castellana,
ni suplantar a las arraigadas redondillas, los metros usuales en el provenzal, el lemosín y el gallego
(sobre todo los tan empleados versos de diez sílabas), metros éstos de pies yámbicos.»
***
Nota en la página 28. —«Sin negar el origen portugués del Amadís, que nos parece muy probable, y
aun casi probado, hay que advertir que aun siendo de principios del siglo XVI las más [p. 406]
antiguas ediciones conocidas, aunque no seguramente las primeras, los tres libros del primitivo
Amadís están ya citados a fines del siglo XIV y principios del XV por el canciller Ayala y por los
más antiguos trovadores del Cancionero de Baena. »
***
Nota en la página 29.— «No es seguro, ni mucho menos, que don Diego Hurtado de Mendoza sea
autor del Lazarillo de Tormes. La tradición que se le atribuye no es ni muy antigua ni muy
autorizada. Véase, sobre este punto, a Morel-Fatio en la primera serie de sus Études sur l'Espagne. »
***
Página 31.—Escribe Wolf: «A la vez que el noble Las Casas defendía en América con el fuego del
amor humano y la elegancia de la cultura humanística a la humanidad oprimida.»
Nota de Menéndez Pelayo.— «Elegancia y cultura era precisamente lo que faltaba al enérgico y
fogoso Procurador de los indios.»
***
Página 34.—Wolf escribe: «Mientras Espronceda, en general con gran talento, ha procurado
rivalizar con la poesía neo-francesa de la desesperación.»
***
Página 34.—Escribe Wolf: «Aunque no han faltado ensayos de epopeyas artísticas, como lo prueban
las más o menos felices de los dos Moratines, de Escoiquiz, de Reinoso, de Maury, etc., sin embargo,
han reconocido el duque de Rivas (El Moro expósito) y Zorrilla (Granada), que lo más popular y
oportuno es aplicar la forma del romance aun a los grandes poemas épicos.»
Nota de Menéndez Pelayo.— «Esto es exacto respecto de El [p. 407] Moro Expósito, pero no lo es
respecto de Granada, que no está en romances.»
***
Página 40.—Viene hablando Wolf, en una nota, de Bibliografía del Poema del Cid.
Nota de Menéndez Pelayo.— «Esta bibliografía podría hoy ampliarse considerablemente, pero lo más
esencial que hay que citar es la edición paleográfica del Poema del Cid, de Carlos Volmöller (Halle,
1879), y el estudio de Andrés Bello sobre El Poema del Cid, tomo II de la edición chilena de sus
Obras Completas (1881). Bello no vió el manuscrito, pero restaura conjetural y sabiamente algunos
pasajes. Sobre la parte gramatical y métrica del poema han trabajado muchos, especialmente el
profesor de Praga, Cornu. Véase la colección de la Romania, y en general todas las revistas
filológicas de estos últimos años.
***
Nota en la página 44.— «Apenas hay que advertir hoy que carece de todo fandamento sólido la
hipótesis de haber existido romances anteriores al Poema del Cid. Pero este error incidental en nada
perjudica al mérito de este hermoso análisis de Wolf.»
***
Página 50.—Hablando del Poema del Cid, dice Wolf: «Y aun cuando el asunto se hallara ya en los
romances, ¿no está acaso tratado en el Poema desde un punto de vista especial y reducido a unidad
poética.?»
Nota de Menéndez Pelayo.— «No hay la menor prueba, ni indicio siquiera de que existiesen.»
***
Página 74.—Se pregunta Wolf, en la nota 2 de esta página, si el manuscrito de la Biblioteca del
Palacio Real de Madrid, titulado Sobre los sacrificios del antiguo y nuevo Testamento, no será el
poema de Berceo, Del sacrificio de la misa.
***
Nota en la página 78.—«La vida de San Ildefonso, del Beneficiado de Úbeda, ha sido publicada por
Janer en el tomo de Poetas anteriores al siglo XV, de la Biblioteca de Rivadeneira.»
***
Nota en la página 82.— «Hoy prevalece la opinión que ve en Juan Lorenzo un mero copista de uno
de los códices del Poema de Alejandro, el que perteneció a la Biblioteca de Osuna, y luego a la
Nacional de Madrid. Otro códice recientemente descubierto en Francia atribuye el poema a Berceo:
afirmación destituída también de valor crítico.»
***
Nota en la página 87.— «Toda esta materia de las fuentes del poema [de Alexandre] ha sido tratada
muy a fondo y con precisión suma por Alfredo Morel-Fatio en su excelente memoria Recherches sur
le texte et les sources du «Libro d'Alexandre», impresa en la Romania (1874). Sus conclusiones, sin
embargo, no modifican en lo sustancial las de Wolf, aunque marcan de un modo detallado y
categórico lo que el autor español tomó de la Alexandreida latina de Gualtero, del poema francés de
Lambert li Tors y Alejandro de París, de otro poema sobre el mismo asunto de que sólo quedan
fragmentos, compuesto por el clérigo Simón; de la Crónica Troyana y de otras fuentes secundarias.»
***
Nota en la página 93.— «Estas cartas [ se refiere a las dos consolatorias que Alejandro moribundo
dirige a su madre Olimpias], de procedencia oriental, como probó Zacher en su Pseudo Callistenes),
no tienen más relación con el Poema de Alejandro que haber sido copiadas en el mismo códice por
referirse al mismo [p. 409] héroe. Hállanse también en la compilación castellana Bonium o Bocados
de Oro.»
***
Página 96.—Dice Wolf que don Enrique de Borgoña había introducido en Portugal y en toda la
parte occidental de la Península la poesía provenzal.
Nota de Menéndez Pelayo.— «Esta afirmación histórica es enteramente arbitraria. Poco o nada se
sabe de positivo sobre los más remotos orígenes de la escuela poética de Galicia, pero más verosímil
parece que la difusión de la lírica provenzal se debiese en primer término a la gran corriente de la
peregrinación a Santiago.»
***
Páginas 95 y 96.—Afirma Wolf que es erróneo el dato que da Bouterweck de que Alfonso el Sabio o
sus colaboradores tradujeran la Biblia.
Nota de Menéndez Pelayo.— «No enteramente erróneo el dato relativo a la traducción de la Biblia
por mandato del Rey Sabio. Realmente, la mayor parte del texto bíblico figura en la Grande et
General Estoria, y de seguro estaría lo demás si esta compilación histórica no se hubiese acabado o
hubiese llegado íntegra a nuestros días.
Por lo demás, el estudio crítico de las obras del Rey Sabio se ha renovado por completo desde la
fecha de este libro de Wolf, merced en primer término a los trabajos de Amador de los Ríos (tomo 3.º
de su Historia Crítica de la Literatura Española), y a las sucesivas publicaciones de los Libros del
saber de Astronomía, por la Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales; de las Cantigas de
Santa María, por la Academia Española, y otras varias, sin olvidar la importante monografía de don
Juan Facundo Riaño, acerca del texto y fuentes de la Crónica General. »
***
Nota en la página 98. «Es muy dudoso que haya existido nunca El Libro de las querellas, no
mencionado jamás por ningún [p. 410] escritor de los tiempos medios. En cuanto a las dos octavas de
arte mayor citadas por Pellicer, manifiestamente son apócrifas, como lo prueban su lenguaje y
versificación. Y quizá se falsificaron más tarde de lo que Wolf supone, y sean una de las
innumerables invenciones del mismo Pellicer.»
***
Nota en la página 99.— «Amador de los Ríos, que todavía defendió la autenticidad de las Querellas,
demostró en cambio ampliamente el carácter apócrifo del Libro del Tesoro. Véase uno de los
apéndices del tomo 3.º de su Historia Crítica.»
***
Página 100.— Sostiene Wolf que hasta la época de Don Juan II no hay propiamente poesía cortesana
trovadoresca.
Nota de Menéndez Pelayo.— «Conocido el Cancionero de Baena, hay que adelantar algo este
desarrollo de la poesía cortesana de los trovadores castellanos que realmente coincide con el
advenimiento de la casa de Trastamara.»
***
Notas en la página 101.— «(a) El libro de los Castigos y Documentos ha sido publicado por don
Pascual de Gayangos en el tomo de Escritores en prosa anteriores al siglo XV de la Biblioteca de AA.
Españoles. »
« (b) Las redondillas a que se elude, publicadas por Argote de Molina, forman parte del Poema o
Crónica privada, de Alfonso XI, escrita por Rodrigo Yáñez (si es que no la tradujo del gallego),
publicada en 1865 por don Florencio Janer.»
***
Nota en la página 103.— «Casi inútil parece advertir que hoy afortunadamente conocemos y tenemos
impresos la mayor parte de los libros de don Juan Manuel. En el tomo de Escritores en [p. 411] prosa
anteriores al siglo XV, de la Biblioteca de Rivadeneyra, dió a conocer don Pascual de Gayangos El
Libro del Caballero et del Escudero, El Libro de los Estados, El Libro infinido o Libro del Infante, el
Libro de las tres razones, el de la Asunción de Nuestra Señora, y completó además el texto de El
Conde Lucanor con las partes 2.ª, 3.ª y 4.ª El Libro de la Caza, omitido en esta edición, ha sido
impreso después por don José Gutiérrez de la Vega en su Biblioteca Venatoria, y con más corrección
por S. Baist. Grä-Hemberg ha hecho una nueva edición crítica de El Caballero y el Escudero. »
***
Notas en la página 107.— « (a) Aunque el Bonium contenga algún apólogo (especialmente el del
prólogo, que en el fondo es idéntico al de Calila y Dina), no es propiamente colección de apólogos,
sino de sentencias y máximas morales.»
« (b) Esta versión del Libro de los Siete Sabios ha sido publicada recientemente por el señor Paz y
Melia en el tomo de Opúsculos literarios de los siglos XV y XVI, impresa por la Sociedad de
Bibliófilos Españoles.»
***
Nota en la página 109.— «Ésta se hizo sobre la latina de Juan de Capua en el siglo XV. Hay otra del
siglo XIII, mandada hacer por Alfonso el Sabio, siendo infante, de la versión árabe de Abdallah ben
Mocaffa, conservando el título de Calila y Dina. Ha sido publicada por don Pascual de Gayangos en
los Escritores en prosa anteriores al siglo XV. (Biblioteca de Rivadeneyra) ».
***
Nota en la página 112.— «Estos pasajes, que publicó por primera vez don José Amador de los Ríos
en el tomo IV de su Historia Crítica, han sido incorporados en la nueva edición del Arcipreste dada
por don Florencio Janer en el tomo de Poetas castellanos anteriores al siglo XV de la Biblioteca de
Rivadeneyra, siendo ésta la única ventaja que tal edición lleva a la de Sánchez. El Arcipreste no ha
encontrado todavía un editor digno de su [p. 412] mérito, y en este punto es justísima la crítica de
Wolf sobre la incuria de los españoles.»
***
Nota de Menéndez Pelayo.— «Aquí la ingenuidad no es del Arcipreste, sino de Wolf, algo candoroso
a fuer de buen alemán.»
***
Página 121.—Comenta Wolf la fábula del Arcipreste de Hita sobre aquel «muchacho joven, muy
fuerte e indomable, que quería casarse nada menos que con tres mujeres cuando una solo era
suficiente para domarle (coplas 179-186)» y aduce varias fuentes de esta historia.
Nota de Menéndez Pelayo.— « En la Filosofía Vulgar de Juan de Malara, se lee un notable cuento en
octavas reales sobre el mismo argumento, compuesto por un poeta anónimo, que probablemente es el
Licenciado Tamariz.»
***
Nota en la página 123.— «Sobre la leyenda de Virgilio mago debe consultarse principalmente la obra
magistral de Comparetti Virgilio nel medio-evo.»
***
***
Nota en la página 157.— «Hoy no puede dudarse de que la influencia provenzal en Castilla fué casi
siempre mediata, por el camino de Galicia.»
***
Nota de la página 159.— «El Rimado de Palacio ha sido publicado íntegro por primera vez en el
tomo de Poetas castellanos anteriores al siglo XV, que coleccionó don Florencio Janer para la
Biblioteca de Autores Españoles.»
***
Nota en la página 160.— «Este análisis de Wolf se resiente, como no podía menos, de la falta de
conocimiento del poema íntegro. [ElRimado de Palacio.] Véase el capítulo concerniente a Ayala en
el tomo V de la Historia de la literatura española de Amador de los Ríos; y la introducción al tomo
IV de mi Antología de poetas líricos castellanos. »
***
***
Nota en la página 177.— «La Doctrina Cristiana fué publicada en el tomo de Janer Poetas anteriores
al siglo XV, quedando [p. 414] con tal publicación cortada toda disputa acerca del nombre de su
autor, que en ella misma se expresa: Pedro de Veragüe.»
***
Nota en la página 182.— «Esta Danza [de la mort] catalana, puede leerse en el tomo II de los
Opúsculos de Carbonell publicados por don D. Manuel de Bofarull.»
***
Página 184.—Afirma Wolf que del poema de la Disputa del alma y del cuerpo, ni siquiera hace un
Nota de Menéndez Pelayo.— «Entiéndase que no la dió en sus Estudios sobre los judíos, donde para
nada hubiera venido a cuento, pero sí en el tomo IV de su Historia de la literatura española.»
***
Nota en la página 185.—«Posteriormente ha sido impreso dos veces el Fernán González, primero en
el Ensayo de una biblioteca española de libros raros y curiosos, formada sobre los apuntamientos de
D. Bartolomé J. Gallardo (tomo 1.º); después en la colección de Poetas Castellanos anteriores al
siglo XV de Janer. Pero ninguna de estas dos ediciones es tal que no haga desear otra mejor.»
***
Nota en la página 200.— «Entre los trabajos publicados sobre la cuestión del Amadís después de este
penetrante juicio de Wolf, merecen ser citados, por lo mismo que defienden tesis opuestas, el de
Teófilo Braga y el de Braunfels. A pesar de los ingeniosos esfuerzos de éste en favor de la prioridad
de la redacción castellana parece cada día más verosímil el origen portugués del libro, si bien su autor
primitivo no pudo ser el Vasco de Lobeira [p. 415] armado caballero en Aljubarrota. Quizá lo sería
un antepasado suyo, Juan de Lobeira, trovador del Cancionero Colocci-Brancuti.»
***
Nota en la página 216.— «Mejores datos y consideraciones que en estas obras ya incompletas y
anticuadas, pueden hallarse en los excelentes libros del Dr. Milá y Fontanals (De los Trovadores en
España; Resenya dels antichs poetas catalans, etc.).»
***
Página 230.—Transcribe Wolf el colofón del Cancionero de Juan Alfonso de Baena y, como otros
muchos, lee judino, como epíteto que se aplica el mismo Baena.
[Véase sobre esto, porque es muy interesante, en Epistolario de Menéndez Pelayo y Morel-Fatio.]
***
Notas en la página 235.— « (a) Esta edición [la del Cancionero de Baeza por Michel] ha aparecido
posteriormente y reproduce los preliminares de la de Madrid.»
«(b) Por el término ya anticuado de leones entiende Wolf a los árbitros de la moda y del buen tono.»
***
Nota en la página 237.— «Desde 1874 tenemos impreso el Cancionero de Stúñiga, que forma parte
de la Colección de libros españoles raros y curiosos. »
***
Nota en la página 257.— «Hoy nadie cree en la autenticidad del Centón Epistolario, al cual han dado
los últimos golpes Adolfo [p. 416] de Castro en la parte histórica, Puiggari en la indumentaria, y muy
especialmente don Rufino J. Cuervo en la lingüística.»
***
Página 301.—Afirma Wolf que Juan de la Encina «fué nombrado maestro de la capilla papal.»
Nota de Menéndez Pelayo.— «Este dato resulta inexacto después de las investigaciones de Barbieri.
Véase su Cancionero Musical del siglo XV, publicado por la Academia de San Fernando, y el Teatro
completo de Juan del Enzine dado a luz por la Academia Española.»
***
Página 304.—Cita Wolf el Catálogo real y genealógico de España por Rodrigo Méndez Silva para
sostener que desde el «año 1492 comenzaron en Castilla las compañías a representar públicamente
comedias por Juan de la Encina».
Nota de Menéndez Pelayo.— «Esta noticia, apoyada sólo en la pobre autoridad de Méndez Silva, es
de todo punto inadmisible, y no puede creerse en la existencia de semejantes compañías, ni en que
ninguna de las piezas de Encina pasase del género de representación privada que en ellas mismas se
indica.»
***
Nota del Colector.— No hemos recogido en esta sección de Notas las que reunió Menéndez Pelayo
sobre Tipografía montañesa, que se encuentran en manuscrito autógrafo en la Biblioteca Municipal
de Santander (colección Pedraja), porque no se trata más que de una serie de apuntes en que se copian
portadas de libros, carteles, hojas sueltas, etc., impresos en Santander y sin ningún comentario de don
Marcelino.
Muchas de estas notas de don Marcelino, se entienden sin hacer la manor referencia al texto y en tales
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