Ladavazo El Horror Al Pueblo - El Trauma de La Alhóndiga de Granaditas y Los Historiadores Conservadores

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El horror al pueblo: el
trauma de la Alhóndiga de

Granaditas y los historiadores

conservadores

Raquel Sosa Elízaga

Este artículo intenta un rescate de la figura de Miguel

Hidalgo y Costilla a doscientos años de los


acontecimientos ocurridos en los primeros meses de
lucha independentista, misma que ha sido

constantemente vituperada por los grupos que ostentan


el poder, tachándolo de asesino e instigador de masas.
Recuerda, con el testimonio de quienes lo vivieron y ojos

ajenos a los lapidarios juicios de decenas de historiadores


conservadores contemporáneos, el acontecimiento más
dramático de la primera etapa de la guerra insurgente

iniciada el 15 de septiembre de 1810 con el Grito de


Dolores.

Palabras clave: independencia, conservadurismo, libertad,

México

…las revoluciones, las auténticas —como la francesa de


1789, la mexicana de 1910,
la rusa de 1917— y no las de pacotilla, traen consigo un
impetuoso cargamento

de aludes destructores: siembran realidades nuevas y, a la


vez, arrasan situaciones viejas;
y todo sin discriminación, es decir, que no necesariamente

cuanto innoven será mejor


que lo dejado atrás, ni todo lo que aniquilen era
merecedor de semejante final.

Surgida como un bólido que de pronto ilumina con


resplandores nunca vistos el hasta
entonces sereno cielo de la Nueva España, la revolución

del Padre Hidalgo asume de


inmediato las proporciones de una conflagración general,
que nada ni nadie puede

ya contener. Los acontecimientos superan a los agentes


que los hicieron posibles, los envuelven
y los conducen —quieran o no— a los últimos extremos.

Ciega y apocalíptica, la revolución


avanza cortando cabezas y segando los campos: troncha
al mismo

tiempo al inocente y al malvado, el trigo y la cizaña.[1]

A doscientos años de haber iniciado la lucha por la


independencia, Don Miguel Hidalgo y Costilla sigue
aterrorizando a los conservadores mexicanos. Esa es la

razón por la cual los festejos del bicentenario de la


independencia fueron tan equívocos como dispendiosos.
¡Tres mil millones de pesos para enmascarar el desprecio

y odio a quien todavía hoy siguen acusando de demente,


delirante, irresponsable y hasta asesino! Las campañas
contra Hidalgo se iniciaron con la excomunión que dictó

el obispo Abad y Queipo en octubre de 1810 y el


ofrecimiento del virrey Venegas de diez mil pesos por su

cabeza.[2] Pero en nuestros días, hace ya más de


diecisiete años que en los libros de texto de las primarias
prácticamente ha desaparecido su historia, y desde luego,
las explicaciones sobre las causas de su levantamiento
son tan equívocas como superficiales.[3] Vacío semejante
guarda la memoria de buena parte de nuestra sociedad

en relación a los acontecimientos principales ocurridos


durante los casi catorce años que transcurrieron entre las
primeras expresiones a favor de la emancipación y la
firma del acuerdo con el gobierno español.

Quienes combatieron por construir el país que ahora

tenemos pueden hoy refrescar nuestra memoria y nos


exigen que sigamos luchando para evitar que tiranías y
poderes extranjeros se apoderen de lo que ha costado
tantas vidas y tantas generaciones construir. Ellos nos

convocan a mantener viva la memoria del heroísmo del


pueblo de México.

Breve obertura

Desde que el Obispo Abad y Queipo envió al Rey su


Representación de los labradores y comerciantes de
Valladolid de Michoacán en el año de 1804,[4] diversos
sucesos debilitaron los vínculos de obediencia y
subordinación que se habían tendido a lo largo de
trescientos años de ocupación española de nuestra tierra.

Hemos de recordar, por ejemplo, que la crisis


revolucionaria iniciada en la antigua colonia francesa de
Saint Domingue tuvo entre sus episodios una breve
alianza del dirigente Toussaint L´Ouverture con España,
contra la dominación colonial francesa. La alianza se
rompió porque la monarquía española se negó a decretar
la libertad de los esclavos. Pese a ello, Jean Jacques

Dessalines decretó en 1804 tanto la Independencia de la


que de entonces en adelante se conocería como Haití,
como la completa emancipación de la esclavitud. La
posterior aprehensión y muerte de los principales
dirigentes haitianos a manos de “revolucionarios
franceses” ante la indiferencia y eventual complicidad de

España -que no estaba dispuesta a poner en juego la


estabilidad de su propia colonia en la Isla de la Española-,
llamó la atención de los ilustrados críticos americanos,[5]
no sólo por la ferocidad desplegada por los franceses
para impedir la independencia, sino por el hecho de que
la libertad de los esclavos fuera en Haití, como podría

serlo en todos los territorios bajo la dominación española,


la única exigencia que podría suscitar un apoyo masivo de
la población en la eventualidad de una iniciativa política
que buscara la independencia.
www.libweb.hawaii.edu

(http://www.libweb.hawaii.edu/)Con todo, el más grave


aviso de que la crisis era más profunda y extendida de lo
que se supuso inicialmente, fue el derrocamiento del
monarca español Fernando VII por Napoleón Bonaparte,
en mayo de 1808. Las que habían sido conversaciones
entre intelectuales, curas, militares y funcionarios criollos

sobre las injusticias que se vivían en la Nueva España; la


coincidencia cada vez más generalizada sobre la
necesidad y viabilidad de promover un cambio radical de
régimen; y la alarma que provocaban las noticias de la
que podría convertirse en una invasión de la Nueva
España por Francia, se transformaron repentinamente en

ocasión para la radicalización de criollos, mestizos e


indígenas y el inicio de verdaderas conspiraciones.

Primer acto: el frenesí revolucionario

Preso en Chihuahua, sujeto a un doble proceso

eclesiástico y militar, Don Miguel Hidalgo y Costilla


recordaría los momentos de inicio del movimiento como
de una actividad tan intensa y llena de entusiasmo que no
se había detenido a considerar sus consecuencias.
Interrogado por sus captores sobre cuáles habían sido sus
intenciones y cuál su responsabilidad, respondió que

su inclinación a la independencia fue la que lo obligó de


decidirse con tanta ligereza o llámese frenesí; que la
precipitación del suceso de Querétaro no les dio lugar a
tomar las medidas que pudieran convenir a su intento, y
que después ya no los consideraron necesarios, mediante

la facilidad con que los pueblos los seguían, y así, no


tuvieron más que enviar comisionados por todas partes,
los cuales hacían prosélitos a millares, por donde quiera
que iban.[6]
“Sujeto de luces y conocimientos”, como lo juzgaron sus
captores, Miguel Hidalgo no era un hombre de odios, sino
consagrado a la defensa de una causa. La indignación
que le provocaban la subyugación y humillaciones de que

habían sido víctimas por siglos los indígenas pobres de


México no lo condujo a buscar la venganza, sino a
procurar que se hiciera justicia. Movido por el amor a sus
semejantes y la defensa de sus principios, se adhirió a los
postulados sociales más avanzados de su época;
aprendió las lecciones de la experiencia que en pocos

años habían dejado la Revolución Francesa y la primera


guerra anticolonial de América, y se guió por su propio
conocimiento y experiencia en relación a los sufrimientos
y aspiraciones de los oprimidos de estas tierras.

En los documentos de época y las proclamas que lanzó


desde los primeros días, dos ideas fundamentales

explicaron el sentido de sus acciones: la necesidad de


romper el vínculo de subordinación con España, y la
consecución de la libertad para todos los americanos, en
particular, para los sometidos a la esclavitud. En el Plan
del Gobierno Americano que entregó a Morelos a fines de
octubre de 1810, señalaba Hidalgo:

5º Ninguno se distinguirá en calidad, sino que todos se


nombrarán americanos.

6º Por lo mismo, nadie pagará tributos y todos los


esclavos se darán por libres.

7º No habrá Cajas de Comunidad en los pueblos, y sólo


se entregarán las rentas que haya juntas en la Caja
Nacional; y se les entregarán sus tierras a lospueblos, con
restitución de las que les hayan usurpado los europeos,

paraque las cultiven y mantengan sus familias con


descanso.[7]

La prueba de que no albergaba odio contra los españoles


se encuentra al calce del mismo documento, en que
instruía a los comandantes del ejército libertador:

14°.- Al europeo que encontraren empleado en el


gobierno político o militar, le pondrán un oficio pidiéndole
entregue aquella plaza o empleo, con finiquito de
cuentas, existencia de ventas, armas y pertrechos,
etcétera, ya sean las armas del gobierno o propias. y si lo
verificare sin resistencia, no se le perjudicará en su

persona ni bienes, si no es que haya noticia cierta de que


antes haya tomado las armas contra nuestros ejércitos.
Pero si resistiere la entrega, se le exigirá por fuerza si la
resistencia es por palabras, y si es por armas se procederá
contra su persona y bienes, y en este caso, si el europeo
fuere casado, se le dejarán a su familia algunos bienes
para que se mantengan, y las personas de los europeos
se remitirán a la cárcel de la provincia conquistada, hasta
el número de veinte en partida, dejándoles llevar su ropa

de uso, socorriéndolos con una peseta diaria todo el


tiempo de su prisión, si no es que en la resistencia de
armas hayan hecho una o muchas muertes con sus
propias manos, pues en este caso se les aplicará
inmediatamente la pena capital, con todos los auxilios y
caridad después de bien probado su delito.[8]

Trato comedido, y hasta deferente, para quienes habían


atropellado sin escrúpulo los territorios, la dignidad y la
tranquilidad de pueblos indefensos, a lo largo de
trescientos años. Y vale la pena insistir: ningún asomo de
odio o de incitación a la violencia salvaje. Poco después,
informado de los cargos que le imputaba la Inquisición y
del decreto de excomunión emitido por su antiguo amigo
y compañero, el obispo Manuel Abad y Queipo, Hidalgo
reiteraba enfáticamente:

Estad ciertos, amados conciudadanos míos, que si no


hubiese emprendido libertar nuestro reino de los grandes
males que le oprimían, y de los muchos mayores que le
amenazaban y que por instantes iban a caer sobre él,
jamás hubiera sido yo acusado de hereje.

Todos mis delitos traen su origen del deseo de vuestra


felicidad; si éste no me hubiese hecho tomar las armas, yo
disfrutaría una vida dulce, suave y tranquila, yo pasaría por
verdadero católico, como lo soy, y me lisonjeo de serlo;
jamás habría habido quien se atreviese a denigrarme con
la infame nota de la herejía.[9]

La defensa de la religión católica y las continuas


referencias a la Virgen de Guadalupe como patrona de la
Independencia no dejaron de estar presentes en todos los
documentos significativos de la insurgencia: un
argumento más para mostrar que ésta no pretendía la
completa destrucción de la obra colonial. Por lo demás, si
alguna certeza podía tener don Miguel Hidalgo era la
legitimidad de su causa. El recibimiento que le prodigaron

los habitantes de todos los pueblos por donde pasó


debieron llevarlo a albergar la esperanza de que la
independencia se lograría en poco tiempo, gracias a ese
apoyo multitudinario del pueblo de México, y que ello
favorecería la reducción al mínimo de los actos de guerra.
Luego de haber recogido en Atotonilco el estandarte de
la Virgen de Guadalupe, el ejército insurgente creció en
proporciones nunca antes imaginadas por los españoles.
El alcalde de Querétaro refería así su llegada a Celaya:

En compendio y según la voz general, los traidores son


dueños de San Miguel, Chamacuero, Celaya y San Luis de
la Paz, en donde han puesto subdelegados y
administradores de rentas, y de donde han sacado en
efectivo más de quinientos mil pesos y habiendo
entregado a los pueblos los efectos de tiendas y

haciendas, y cometido la inaudita barbaridad de meter la


caballada en las milpas, cuyo daño podrá ser irreparable.

Conducen en el medio de su tumultuoso ejército


compuesto de casi 3000 hombres con el Regimiento de
San Miguel a la frente, 80 infelices europeos amarrados,
que protestan degollar si alguno les hace resistencia.[10]

En todos los lugares a los que llegó el ejército insurgente,


superando la insignificante resistencia que se les
presentaba, de inmediato se establecieron instituciones
revolucionarias. Un nuevo orden parecía tan fácilmente
asequible, como la ruptura recién decretada con el

imperio español. No había pasado una semana siquiera


del grito de Dolores, cuando el intendente de Guanajuato,
José Antonio Riaño, antiguo amigo de Don Miguel
Hidalgo, informó al virrey Venegas y a Félix María Calleja,
entonces comandante del ejército español en San Luis
Potosí: “Los pueblos se entregan voluntariamente a los
insurgentes: hiciéronlo ya en Dolores, San Miguel, Celaya,
Salamanca, Irapuato: Silao está pronto a verificarlo. Aquí
cunde la seducción, falta la seguridad, falta la
confianza.”[11]

www.cronicadelfindelostiempos.blogspot.com
(http://www.cronicadelfindelostiempos.blogspot.com/)Hasta
ese punto, el ejército insurgente había sido victorioso en
su empresa: quienes se adherían a la causa disponían de
lo necesario para continuar en el movimiento; los
ingresos monetarios y materiales permitían al ejército
hacerse de caballos y pertrechos indispensables; muy

pronto, el ejército insurgente restablecía la seguridad e


instalaba un nuevo orden institucional, beneficiando a los
pueblos y afectando sólo a los más ricos; y, salvo por la
aprehensión de 78 españoles que eran llevados como
rehenes, no había habido ninguna pérdida humana que
lamentar. Extraordinario y, diría, festivo comienzo, que no
necesariamente auguraba un desenlace trágico, a juzgar
por la confianza que expresaba quien ya dirigía a
multitudes que lo habían designado por aclamación
Capitán General del Ejército Libertador. No pensaban lo
mismo los hombres de poder del virreinato.

Segundo acto: Guanajuato, festín y terror de los ricos

Riaño informaba a Venegas que, a partir del anuncio de


que los rebeldes se dirigían a Guanajuato, no había
dormido en varios días y se había dedicado, él sí de
manera frenética, a prepararse –no obstante, según

declaraba, las escasas fuerzas con que contaba. A decir


de los habitantes de Guanajuato, cuyo testimonio recogió
Carlos María de Bustamante,

Semejante noticia (el anuncio de que Hidalgo se dirigía a


Guanajuato) sorprendió al intendente, que al momento
mandó tocar generala; reunióse el batallón que estaba

sobre las armas, y casi todo el vecindario con un gran


número de plebe. Todo era confusión en Guanajuato:
cerraban las puertas, y el terror les hacía ver sobre sus
cabezas al enemigo: corríase por todas direcciones a pie y
a caballo.”[12]

El historiador Lucas Alamán, quien presenció en su


juventud estos acontecimientos, recordaría años más
tarde que la población de Guanajuato ascendía a setenta
mil habitantes, incluyendo a unos veinte mil habitantes de
La Valenciana. La ciudad “disfrutaba de grande
abundancia”, señalaba:

las gruesas sumas que cada semana se repartían en el


pueblo, por pago de los trabajos de las minas y haciendas
de beneficio, fomentaban un comercio activo, y los
grandes consumos de mantenimientos para la gente y
pasturas para el gran número de caballos y mulas
empleados en las operaciones de la minería, habían
hecho florecer la agricultura en muchas leguas a la
redonda. En la ciudad había muchas casas ricas y muchas
más que gozaban de una cómoda mediocridad: el

comercio estaba casi exclusivamente en manos de los


europeos, pero muchas familias criollas se sostenían con
desahogo en el giro de la minería, y todas eran
respetables por la regularidad de costumbres y decoro
que observaban. El pueblo, ocupado en los duros y
riesgosos trabajos de las minas, era vivo, alegre, gastador,
valiente y atrevido.[13]

Una ciudad tan populosa, afirma Alamán, “no podía ser


defendida sino por toda la masa de sus habitantes unidos,
para lo que era menester contar con la plebe”.[14] Y la
plebe se dispuso, según él y otros testigos de época, a
defender la ciudad de acuerdo a las instrucciones de su
gobierno. A las dos de la tarde del 18 de septiembre de
1810, Riaño convocó a personalidades y vecinos de
Guanajuato, y les comunicó que

temía con fundamento que dentro de seis horas sería su


cabeza escarnio del pueblo. En la tarde se condujeron
maderas cerrando las bocas calles principales con
trincheras y fosos: pusiéronse los vecinos sobre las armas:
salieron patrullas de infantería y caballería, y se mandaron
avanzadas de a cuarenta hombres a Santa Rosa,
Villalpando y Marfil, puntos inmediatos por donde se
temía la invasión…La fortificación hasta entonces hecha se

mantuvo por espacio de seis días y se guardó la más


severa disciplina militar.[15]

Alamán coincide con esta descripción, y enfatiza que la


plebe “se había manifestado bien dispuesta cuando el
intendente hizo tocar generala el día 18; (y que) acudió
también en gran número armada de piedras, y ocupó los

cerros, las calles, las plazas y las azoteas de las casas, en


la madrugada del día 20….”[16] Los relatos de los
preparativos de la defensa de Guanajuato son
suficientemente claros como para que estemos ciertos de
que, a esas alturas, todo el pueblo de Guanajuato estaba
enterado y activo ante la presunta amenaza que pendía
sobre la ciudad. La agitación era total, mientras que el
ánimo del intendente anunciaba una catástrofe semejante
al sitio de Constantinopla, el más terrible fantasma que
rondó a los gobernantes católicos desde 1453.

No obstante, luego de la fallida incursión de Riaño por la


cañada para encontrarse con Hidalgo el 20 de
septiembre, la presencia de la masa armada de pronto le
hizo temer que su postura no sólo fuera frágil ante sus
enemigos externos, sino que el propio pueblo de

Guanajuato podría constituir una amenaza mayúscula


ante el poder de seducción de la insurgencia. En palabras
de Alamán, “aquel jefe creyó desde entonces observar
que la disposición de los ánimos estaba cambiada, y
temió que la plebe de la ciudad se uniría a Hidalgo
cuando éste se presentase, con lo que varió su plan,
reduciéndose a encerrarse en un punto fuerte que se
pudiera sostener, mientras era auxiliado por el virrey o por
las tropas de S. Luis Potosí que debía reunir Calleja”.[17] Un
integrante del ayuntamiento de Guanajuato da cuenta del
giro que repentinamente se produjo en la mente del
intendente, y de las decisiones que tomó en

consecuencia:

…el lunes 24 a las 12 de la noche, por no hacer ruido,


mandó pasar todo el caudal de Real hacienda y de ciudad
depósitos, etc., todo el azogue y cuanto había de precioso,
a la Alhóndiga nueva de esta ciudad de Granaditas. Este

edificio es una verdadera fortaleza y acaso la única que


hay en el reino… allí acopiaron de municiones de guerra
muchas cargas de pólvora, bombas y frascos de fierro en
donde viene el azogue, con metralla y pólvora, armas de
todas clases… El martes siguiente, continúa el cronista, el
Intendente “convocó a una junta general, en la que nos
explicó los motivos que tenía para haberse ido al castillo.
Nosotros desaprobamos su conducta, porque había
desamparado la ciudad, pues luego que se fue allí mandó
quitar los fosos y trincheras de las calles. Le suplicamos
que volviera a ampararnos, pero no se pudo conseguir.[18]

Fue así, de pronto, que el pueblo de Guanajuato pasó de


activo participante a mero espectador del desastre que
presuntamente se cernía sobre todos. Para defender la
ciudad y defender los privilegios de los más ricos, desde

el punto de vista del Intendente, era preciso que se


distinguieran los campos de lucha y se previnieran

posibles traiciones. Su decisión de concentrar la defensa


en la Alhóndiga no se fundó, por tanto, en un cálculo de

las fuerzas con que contaban los invasores o en el


volumen de la fuerza militar de que él mismo disponía

para la defensa, sino en el pánico que le produjo a los


poderosos de la segunda ciudad del país la presencia

multitudinaria de la masa armada y la cercana posibilidad

de que parte importante de los defensores podría


sumarse, como lo habían hecho todos los pueblos de la

región, a la revuelta. Riaño y los ricos de Guanajuato


abandonaron con esa decisión, de manera dramática,
toda pretensión de defender a la ciudad y se

concentraron en defender sus privilegios. Carlos María de


Bustamante lo describe así:

Los días siguientes se emplearon en acabar de abastecer


el fuerte de algunas cosas que faltaban, y en recoger los

más de los caudales de los europeos, quienes


creyéndose allí enteramente seguros metieron cuanto

pudieron de dinero, barras de plata, alhajas preciosas,


mercaderías las más finas de sus tiendas, baúles de ropa,

alhajas de oro, plata, diamantes etc., y aún cuanto tenían


de más valor y existencia en sus casas. Más de treinta

salas de bóveda que tiene en su interior aquel suntuoso

edificio de bastante extensión, quedaron tan llenas, que


casi no se podía entrar en ellas por la multitud de cosas

que allí se guardaban: no bajaría de cinco millones el valor


de cuanto allí se depositó. Lo del rey sería como medio

millón en plata y oro acuñado y sin acuñar, y setecientos


quintales de azogue en caldo.[19]

Como en otros momentos de la historia, pero de un modo


particularmente dramático, los grandes ricos de

Guanajuato, seguramente entre los más ricos de México,


decidieron el destino de los habitantes de su ciudad, pero

sobre todo, descubrieron el abismo profundo que los


separaba de la sociedad a la que decidieron desproteger

para sentirse “enteramente seguros”. Y sin el menor


decoro, pasearon por Guanajuato, a la vista del pueblo

desamparado, sus inmensas riquezas y el cinismo de que


hacían gala con su poder. Seguramente, no han sido

muchas las ocasiones en que la historia haya mostrado de

un modo tan terrible cómo la ambición y el terror a


perder privilegios potencia los riesgos que pretende

conjurar.

Las medidas que el Intendente tomó para reparar el daño


hecho al pueblo no sólo fueron insuficientes y tardías, sino

que contribuyeron a exacerbar los ánimos de los

habitantes de Guanajuato. Suprimir el injusto tributo que


se impuso en ocasión de la expulsión de los jesuitas sólo

avivó la memoria de la injusticia e incrementó el agravio.


Cuando don Miguel Hidalgo llegó a Guanajuato, las cartas

ya estaban echadas, y el pueblo no tenía razón alguna


para sentir que la defensa de la Alhóndiga o de la ciudad

fuera su propia causa, y menos, que los miles de


indígenas que desbordaban con sus sombreros tocados

por la Virgen de Guadalupe fueran, propiamente, sus


enemigos.
Los eventos principales de la batalla se produjeron a lo

largo de poco más de una hora y media. Mientras los


indígenas que encabezaban la marcha insurgente recibían

las balas de los defensores de la Alhóndiga, el pueblo de

Guanajuato usó las armas que habían preparado para la


defensa de la ciudad en contra de los ricos que se

apertrecharon en el edificio. De todas partes comenzaron


a lanzarse piedras contra el castillo de la ignominia. “Era

tal la pedrea que menudeaban, que no se daban punto de


reposo; de modo que concluida la acción se notó que el

pavimento de la azotea y patio, tenía el alto de una cuarta


de dichas peladillas arrojadizas”, dice Bustamante.[20]

Casi con las mismas palabras describe estos hechos


Lucas Alamán.[21]Los insurgentes liberaron a todos los

presos de las cárceles. Por todo Guanajuato se


escuchaban los gritos de ¡Viva nuestra Señora de

Guadalupe! y ¡Viva la América! Se abrieron las puertas de

la confitería de Zenteno y se repartieron los dulces al


pueblo.Un incidente que muestra la porfía y el frenesí del

Intendente provocó el pronto desenlace de la batalla.


Cuando el Intendente asomó la cabeza para sustituir a un

vigía que había abandonado su puesto, un cabo de


Celaya le hizo blanco con un disparo en la cabeza que le

mató al instante. La confusión que reinó después, los


conflictos entre los defensores y el valor demostrado por

los insurgentes al quemar con ocotes la puerta del


edificio y penetrar bajo las ráfagas y las botellas de

azogue hirviendo, determinaron el triunfo de los

insurgentes y la derrota completa de los españoles.[22]

Poco menos de cuarenta años después de ocurridos


estos hechos, Lucas Alamán recapituló su experiencia, y

lanzó las más agudas observaciones sobre las


condiciones que privaron en la batalla por la Alhóndiga.

Aportó, como nadie, elementos de gran valor para llegar a

conclusiones sobre las responsabilidades que cabrían en


el desarrollo de un evento tan trágico. En sus palabras,

La toma de la alhóndiga de Granaditas fue obra

enteramente de la plebe de Guanajuato, unida a las


numerosas cuadrillas de indios conducidas por Hidalgo:

por parte de éste y de los demás jefes sus compañeros,

no hubo ni pudo haber, más disposiciones que las muy


generales de conducir a la gente a los cerros y comenzar

el ataque: pero empezado éste, ni era posible dar orden


alguna ni había nadie que la recibiese y cumpliese, pues

no había organización ninguna en aquella confusa


muchedumbre, ni jefes subalternos que la dirigiesen.
Precipitándose con extraordinario valor a tomar parte en

la primera acción de guerra que habían visto, una vez


comprometidos en el combate los indios y gente del

pueblo no había que volver atrás, pues la muchedumbre

pesando sobre los que precedían, les obligaba a ganar


terreno y ocupaba en el instante el espacio que dejaban

los que morían.[23]

La batalla concluyó a eso de las cinco de la tarde, en que

la multitud penetró con furia en la Alhóndiga. Entonces se


produjo el saqueo de los bienes que allí se encontraban y

el sacrificio de los españoles que, a esas alturas, pedían


una clemencia que nadie estuvo dispuesto a concederles.

Poco más de doscientos españoles y más de tres mil


indígenas muertos fue el saldo de una batalla que pudo

haberse evitado, si la soberbia del poder y la


insensibilidad del gobernante no hubieran dominado el

curso de los acontecimientos. Como lo plantea Lucas


Alamán, fue sobre todo el pueblo de Guanajuato el que,

en un estallido de odio infinito hizo valer la fuerza de una


masa excluida y abandonada a su propia suerte. Del lado

de Hidalgo, al que se adhirió, sólo podía esperarle la

muerte o la libertad.

Tercer acto: la desaparición de la historia

La venganza de los poderosos se hizo sentir desde esos

mismos momentos, y no se detuvo sino pasados diez

años, los que transcurrieron con las cabezas de los


principales insurgentes clavadas en picas a lo alto de las

cuatro esquinas de la Alhóndiga de Guanajuato. Nadie


debería, nunca más, desafiar el orden de los privilegios o

vulnerar su derecho a la propiedad y el monopolio de la


fuerza. Dos siglos después, Enrique Krauze se empeña

en demostrar que Hidalgo sufrió remordimientos por los


ríos de sangre que provocó, y que lamentó

“genuinamente la ligereza inconcebible y frenesí con que


había acometido su empresa, así como la ruina y

destrucción que había sembrado a su paso…” No obstante,

señala, por encima de su pretendido arrepentimiento –


que tan bien ensayaron (bajo su asesoría) los actores de

Televisa en la escenificación de Gritos de muerte y


libertad- permanece con él el trauma de la guerra. A
Hidalgo, descubre, lo reinventaron los liberales: lo
cubrieron de gloria y lo santificaron. Mas él, grave,
sentencia: “La santidad de Hidalgo se consolidó para

siempre, rodeada de una aureola justiciera y libertaria,

pero una aureola de muerte.”[24]

En la misma dirección, una Historia de México prologada


por Felipe Calderón y coordinada por Gisela Von Wobeser,

de la cual se distribuyeron –con recursos públicos- no


menos de 250,000 ejemplares en las escuelas, pasa en

pocas páginas por la historia del movimiento

revolucionario que dio nacimiento a México. En un


apretado texto, Virginia Guedea afirma que hubo al menos

dos corrientes en la insurgencia: la de los autonomistas y


la de los verdaderos insurgentes. Y señala que ésta fue la

causa por la que nunca hubo un “centro común” que


coordinara a todos los insurgentes. En su opinión, “Lo

anterior llevó a que la realidad de la insurgencia, sobre


todo en sus inicios, fuera de violencia, desorden y ruptura

en todos los órdenes, lo que le enajenaría el apoyo de


muchos de los descontentos del régimen colonial.”[25] E

insiste, con vehemencia:

Pero el estado de guerra afectó seriamente la forma de

vida de los novohispanos, en particular en las zonas


donde se dio la lucha armada. Esta fue sangrienta y

destructiva a pesar de las pocas armas de fuego con que


se contaba, y provocó una gran mortandad tanto de

combatientes como de la población en general, además

de que ambos contendientes arrasaron campos y


quemaron haciendas y poblaciones.[26]

Miguel Hidalgo, quien aparece nombrado una sola vez,

queda por completo desacreditado por “carecer en un


principio de planes definidos”. Una página y media

bastaron para borrar, por considerarlo ignominioso, el

episodio más importante de nuestra vida moderna.

Los ejemplos podrían multiplicarse, pero no podemos


dejar fuera el de los libros de texto gratuitos en que

estudian los niños y niñas en la primaria. Los del sexto


grado recibieron este año, gracias a las protestas habidas

por la exclusión de los episodios más importantes de la

historia de México por decisión de los “expertos”, un


Material complementario que despacha, todavía con más
desprecio, la gesta insurgente. Según este nuevo texto,

Hidalgo logró atraer a peones, campesinos, artesanos y

mayordomos, tanto indígenas como mestizos, quienes se


armaron con hondas, palos, machetes e instrumentos de

labranza y formaron un improvisado ejército insurgente.


Este se integraba por voluntarios, personas que fueron
obligadas o se unían al movimiento a cambio de una
paga, e incluso hubo quienes entraron a la lucha por azar.

La mayoría desconocía los fines de la lucha y carecía de


instrucción militar.[27]

En este texto, como en el publicado durante el sexenio de

Carlos Salinas de Gortari, la Alhóndiga de Granaditas y

Guanajuato entero fueron saqueados durante dos días por


los insurgentes, debido a que el intendente Riaño

“desprotegió la ciudad”, y a que los españoles se


refugiaron en aquel edificio. Según esta versión y la de

hace diecisiete años, Hidalgo y Allende “no pudieron


contener” la acción de los rebeldes.[28]

Presentar a Miguel Hidalgo como asesino, o como


irresponsable instigador de una masacre, no introduce

demasiadas diferencias. Lo importante es librar de toda


responsabilidad a quienes ostentaban el poder. También,

asociar la lucha por la libertad al delirio, a la locura. Y


manejar convenientemente el olvido. Romper para

siempre con esa esperanza popular que sembraron los


héroes y heroínas de la Independencia: son ya otros cien

años. Es nuestro tiempo.

Notas:

[1] Ernesto Lemoine, Prólogo a El asalto y la toma de

Guanajuato por Hidalgo. Relato de un testigo presencial

[2] Abad y Queipo; Venegas, [1810] en Hernández,

1878.Tomo 2: 106, 114, 115

[3] Cf. Secretaría de Educación Pública, 2010; 1994

[4] Abad y Queipo [1804],2010

[5] ávidos lectores de los acontecimientos de la


Revolución de 1789

[6] Hidalgo [1810] c

[7] Hidalgo, [1810]a en Lemoine 1987: 87-96

[8] Ídem.

[9] Hidalgo, [1810]b en Gobierno Legítimo de

México/Comité Ejecutivo Nacional Democrático del

Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, 2010

[10] Juan Ochoa [1810] en Hernández y Dávalos, 1878: 84

[11] Riaño, [1810] en Hernández y Dávalos, 1878: 110, 111


[12] Bustamante, [1823]1985

[13] Alamán, [1849], 1942: 261

[14] Íbid, p. 263

[15] Bustamante, 1823: 23

[16] Alamán, [1849] 1942: 263

[17] Ídem.

[18] Anónimo integrante del Cabildo de Guanajuato, [1810]

en Hernández, 1878:126-128

[19] Bustamente, [1823]1985: 25

[20] Bustamante, 1823: 28

[21] Alamán, [1849], 1942: 276

[22] Bustamante, 1823: 25-28; Alamán, [1849], 1942:277, 278

[23] Alamán, ob.cit.: 278, 279

[24] Krauze, 2010:29

[25] Guedea, 2010: 150, 151

[26] Ídem.

[27] Secretaría de Educación Pública, 2010

[28] SEP, 2010: 28; 1994: 11.

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