La Conquista Islamica de La Peninsula Ib

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revista independiente

ALBAHRI
e n t r e o r i e n t e
de estudios históricos
y o c c i d e n t e

número 2 - 2016
ISSn: 2444-0515
2
Albahri, entre Oriente y Occidente.
Revista independiente de estudios históricos
ISSN 2444-0515

Url: http://revistaalbahri.com
Fecha de la publicación: 25/05/2016
Edición: Instituto de Estudios de Ronda y la
Serranía (IERS). C/ Virgen de la Paz, 15.
CP: 29400. Ronda (Málaga).
Portada: Plato con un barco del s. XVII pro-
ducido en Nicea (Turquía) y conservado en
el Museo Nacional de las Antigüedades y de
Arte Islámico. Argel. Argelia.

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Oriente y Occidente: Revista independiente de estudios históricos. El incum-
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J oSé Á ngel zaMora lópez (conSeJo S uperior De i nVeStigacioneS cientíFicaS)

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RECENSIONES

Alejandro GARCÍA SANJUÁN, La conquista islámica de la península Ibérica


y la tergiversación del pasado. Del catastroismo al negacionismo, Marcial
Pons Historia, Madrid, 2013. 498 páginas. Índices (Onomástico y Toponímico).
Ilustraciones (B/N).
Fecha de recepción: 03/11/2016
Fecha de aceptación: 05/12/2016

Meus senhores, como todos sabem, há


diversas modalidades de Estado. Os estados
sociais, os corporativos e o estado a que
chegámos. Ora, nesta noite solene, vamos
acabar com o estado a que chegámos! De
maneira que, quem quiser vir comigo, vamos
para Lisboa e acabamos com isto. Quem for
voluntário, sai e forma. Quem não quiser
sair, ica aqui! (Capitán Salgueiro Maia, 25
de abril de 1974)

Se inicia la lectura de La conquista islámica de la península Ibérica y la


tergiversación del pasado. Del catastroismo al negacionismo, cuyo autor es el profesor
de la Universidad de Huelva y conocido medievalista andaluz, Alejandro García
Sanjuán, de manera cautelosa, en la idea -mejor prejuicio- de que difícilmente se puede
desde la historiografía decir mucho más de lo dicho hasta ahora sobre la conquista de
Iberia y sobre la creación de al-Andalus como entidad política. Da la impresión de
que los argumentos que las propias crónicas (árabes o no) nos brindan han sido ya
suicientemente explotados, vaciados de contenido para ser escudriñados y de que no
es posible, siguiendo a esos cronistas, aportar grandes novedades que nos permitan
avanzar una propuesta radicalmente rupturista sobre tal acontecimiento. Pero el título
no engaña: a partir de él y del subtítulo que no igura en la cubierta se puede adelantar

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que esta obra no es tanto un replanteamiento de la cuestión a partir de los autores


medievales o de las evidencias arqueológicas producidas en los últimos años, como
una intensa revisión historiográica de lo que ensayistas e historiadores, sobre todo del
siglo XX, han podido decir en relación con la gestación de al-Andalus. Dicho de otra
manera, el pilar sobre el que se construye la obra no es la conquista en sí misma, sino las
“tergiversaciones” del pasado y de este hecho en concreto, tan signiicado para eso que
se ha dado en llamar la historia de España. Se deduce diáfanamente que el catastroismo
y el “negacionismo” (e incluso la mitiicación idealizada de al-Andalus), como burdas
y aberrantes manipulaciones en la interpretación del pasado, son el objeto de este libro;
la conquista islámica de la península ibérica es, en ese sentido, un asunto secundario,
subordinado a la denuncia en contra de unos (los catastroistas españoles, primero, y los
mitiicadores árabes, después) y, sobre todo, de otros (los “negacionistas”). Se comprueba
muy pronto, aún sin saber nada del libro ni del autor, que todos los argumentos están
dirigidos a combatir sin descanso a Olagüe y sus seguidores.
Se presenta ahora con esta obra sobre la conquista islámica de la península
ibérica. Desde los inicios de la misma quiere anunciar, aunque sea de manera indirecta,
dónde quiere ubicarse, desde dónde va a contemplarse este panorama, aunque sea para
la denuncia: “con excepción de la Guerra Civil, probablemente no exista en toda la
historia de España un episodio que haya sido distorsionado de manera tan intensa
y permanente como la conquista musulmana de 711” (p. 27). Es bien sabido que la
“historia de España” ha sido objeto de una batalla ideológica (y lo es en el presente)
que un investigador que se dedica a al-Andalus no puede rehuir, y hace bien el autor en
situar desde el principio, al tratarse de una revisión historiográica, ese acontecimiento
(la conquista y formación de al-Andalus) en tales parámetros. No hace falta insistir en
la naturaleza tan distinta de aquellas dos manipulaciones, pero sí cabe reparar en una
cuestión olvidada tal vez deliberadamente por García Sanjuán, pues no parece fácil aceptar
que haya descuido en algo que se había de tener muy presente. Y es que la manipulación
de la llamada “Reconquista”1, normalmente puesta en sordina mediante artiicios varios

1
Así deine la “Reconquista” A. García Sanjuán en la Introducción de su obra: “proceso de expansión
[sic] y conquista protagonizado por las entidades surgidas en el norte de la Península, en los espacios
ajenos a la soberanía islámica” (p. 23). En la p. 409 emplea la expresión “lucha de liberación nacional”

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negacionismo

por el complaciente medievalismo hispano, no parece “menor” que estas dos reseñadas.
Por supuesto, no se trata de establecer un criterio de valoración cuantitativa allí donde
no es posible (¿dónde ha existido “mayor” manipulación?), pero quisiera advertir que
el principio de al-Andalus sólo puede ser comprendido historiográicamente desde su
inal (o inales), siempre traumáticos. Sobre cualquier ejercicio historiográico que se
dedique a comprender el punto de partida en la formación de al-Andalus gravitará la
pesada losa de la descripción de su ulterior proceso de extirpación. Es en este último
acontecimiento que se desenvolvió a lo largo de varias centurias donde radica una buena
parte de la explicación de una historiografía tan viciada sobre la conquista del 711. Por
tanto, podría decirse que es el in de al-Andalus, ijado en unos términos cronológicos
muy amplios que van del siglo XI a la expulsión de los moriscos,2 el hecho que conduce
a la manipulación sobre el 711. Y no al revés. Todo esto es un asunto sobre el que
volveremos más adelante.
Ignacio Olagüe (1903-1974) es un producto intelectual típicamente español de
nuestro aciago siglo XX en el que convergen aquellos dos acontecimientos, a juicio
de Alejandro García, en los que la tergiversación sobre la “historia nacional” española
se ha cebado: la Guerra Civil, por el tiempo histórico que a él le tocó vivir y por el
compromiso político con el fascismo en su versión hispana del que él hizo gala, y la
“invasión musulmana” de la península ibérica, como objeto de su máximo interés y
asunto sobre el que versa la obra que le dio la fama. Su libro “La Revolución Islámica
de Occidente” no puede ser caliicado sino como una obra provocadora y aberrante al
mismo tiempo, pero sobre todo de un nulo valor académico y de un impacto, por lo que
sabemos y como reconoce reiteradamente García Sanjuán, mínimo entre los historiadores
que se dedican al período de formación de al-Andalus. No lo parece, sin embargo, por la
relevancia concedida por Alejandro García Sanjuán a autor y obra tan extravagantes.
Varios asuntos previos a toda consideración global sobre la obra de orden léxico
y conceptual. Esa cuestión terminológica ha de ser anterior al propio análisis del libro.

para referirse a la “Reconquista” (ni una ni otra expresión entrecomilladas).


2
Que como todos sabemos, y Alejandro García también, no eran musulmanes, sino “cristianos nue-
vos” después de su conversión forzosa, error en el que cae por un descuido intrascendente: “[…]
probablemente la más antigua alusión a la idea de la erradicación de los musulmanes, trágicamente
ejecutada nueve siglos más tarde, con la expulsión de los moriscos entre 1609-1614” (p. 184).

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Nos referimos al uso de la expresión “negacionismo”. No es asunto menor, y no solo


por la relevancia concedida mediante este acto volitivo por el autor. Si el empleo de la
expresión “catastroismo” y a sus defensores “catastroistas” puede ser admitido, no sin
ciertas matizaciones (en las que no entraremos ahora), es del todo inaceptable la jerga de
“negacionismo”3 para referirse a aquellos que cuestionan –o simplemente rechazan- la
conquista musulmana de al-Andalus. Y lo es por su desmedida proyección sobre el futuro
historiográico, pues no se ha de dudar que habrá planteamientos desmesurados en torno
a acontecimientos históricos: cualquier investigador podrá usar este recurso, tildar de
“negacionismo” a hipótesis que puedan parecerle –o que simplemente sean- aberrantes.
O del pasado: ¿cómo habríamos de llamar a aquellos medievalistas españoles que han
descrito (y lo siguen haciendo mayoritariamente) de forma edulcorada la virulenta
expugnación de al-Andalus durante varias centurias como una “repoblación”? Resulta
chocante, por lo demás, que se acuse a la historiografía árabe de una “mentalidad colonial”
(p. 67) por ensalzar los elementos civilizadores en otro desafortunado juego de palabras
que consiste en dar la vuelta a la tortilla, en ese perverso discurso de vencedores y
vencidos que recorre la obra (véase más abajo). ¿Estaría dispuesto a admitir el autor que
los estudios del medievalismo español sobre al-Andalus, cuyo in abrupto está marcado
a sangre y fuego por una conquista bien militar (una “Reconquista”), serían resultado de
esa “mentalidad colonial” que llega a achacar a autores árabes contemporáneos? O, más
allá incluso, ¿sería capaz por in de caliicar como “colonias” a las nuevas realidades
políticas y sociales surgidas tras esa conquista feudal?4
El uso indiscriminado de esta terminología en torno al concepto de “negacionismo”
en la historia de al-Andalus, totalmente nueva y sin antecedentes, nos puede conducir
por unas veredas intrincadas en demasía, polarizadas de forma inútil y contraproducente.
En el negacionismo de la barbarie nazi o del holocausto armenio hay un componente
palmariamente criminal: lo que se niega no es un hecho histórico en sí, como puede
ser la conquista musulmana de la península ibérica, sino que se minimizan o encubren
crímenes de guerra, perseguidos por la legislación internacional previamente, incluso,

3
Su utilización indiscriminada puede ocasionar diversos desvaríos, como considerar la obra de Ro-
dolfo Gil Benumeya parte integrante de un “protonegacionismo” [sic] (p. 76).
4
Recordemos que algunos prestigiosos historiadores lo hacen; J. Torró, 2006.

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negacionismo

a que se produjeran. El exceso que supone aplicar a Olagüe el mismo caliicativo de


“negacionista” que a David Irving acarrea una banalización intolerable del lenguaje
historiográico.5 Algo de ello debió de ver García Sanjuán cuando se vio impelido a
especiicar que no pretendía “establecer una equiparación moral entre ellos [los
“negacionismos”] (p. 70)”. No solo es inverosímil la equiparación “moral”; también lo
es la historiográica.
Tampoco es de recibo comparar lo que no es comparable. Por ejemplo, la
historiografía española y la árabe en torno a la conquista no puede basarse en el empleo
de un léxico que a todos los que nacimos antes de la Transición española nos resulta
tan familiar como el de “vencedores y vencidos”, cuando nadie lo ha planteado en unos
términos tan explícitos. Una cosa es referirse a la tradición historiográica española
como catastroista y a la visión árabe contemporánea como “eufemística y legitimadora
de la conquista” (p. 67) y otra muy distinta es hacer propio ese discurso en el que
hay unos que ganan (los “árabes”, olvidándose que son ellos los que inalmente son
“derrotados” sin paliativos, y de ahí la mitiicación de la conquista de 711) y otros
los que pierden (¿quiénes son? ¿hispanos cuyos descendientes en buena medida se
islamizan para convertirse en muladíes? ¿son hispanos esos judíos que parecen “ganar”
con la conquista musulmana?). Por excesivo, su simple enunciado en los títulos de
dos apartados del primer capítulo (“El discurso de los vencidos: el catastroismo”;
“El discurso de los vencedores: triunfalismo y edulcoración”6) o, sin ambages, en el
propio texto,7 nos lleva a un discurso simpliicador de “guerracivilismo” impropio de
un acontecimiento del que nos separa un milenio y tres centurias. Insistimos en que
nadie ha planteado ese discurso en tales términos: la nostalgia de al-Andalus entre los
árabes y musulmanes es fruto de su pérdida; el rechazo a al-Andalus en la historiografía

5
Es posible que lo sea también alguna alusión a la persecución a los judíos hispanos por los reyes vi-
sigodos tras el XVII Concilio como “solución inal” (p. 370); pero el entrecomillado salva la situación
embarazosa.
6
En ambos casos sin entrecomillado; el énfasis con negrita es nuestro (VME).
7
“Todo hecho de conquista genera la formación de dos sectores, vencedores y vencidos, cada uno de los
cuales posee su propia visión de los hechos y trata de transmitirla a la posteridad mediante la elabora-
ción de relatos y narraciones” (p. 28). Transmitir a la posteridad el hecho de conquista no signiica que
desde la historiografía se pueda aceptar ese discurso como hace nuestro autor. Por lo demás, cabría
preguntarse si este discurso se aplica a todos los vencedores y vencidos que ha habido, la historiogra-
fía no sería otra cosa que un imparable ajuste de cuentas. Por ejemplo, Roma y los indígenas.

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española es el resultado de un nacionalismo identitario y esencialista que entiende que


el acontecimiento de su conquista nos alejó de nuestro destino, que no podía ser otro
que el de la herencia romano-visigótica, conformadora de una Europa cristiana. Lo de
“vencedores” y “vencidos” es simplemente otra desmesura.
Y es ahí donde concluimos con estas consideraciones previas, añadiendo una sola
relexión que entendemos insoslayable. García Sanjuán no acierta a hacerse la pregunta
a partir de la cual ha de iniciarse un trabajo de investigación sobre un acontecimiento
como éste: ¿Por qué al-Andalus? O, tal vez, sea más convincente un planteamiento
por exclusión: ¿Por qué tal controversia no se ha dado ni por asomo en el cercano
Magreb, por ejemplo? Maribel Fierro lo anuncia con sutileza en su Prólogo, sin insinuar
siquiera donde pueden encontrarse esas causas: “El hecho que hubiera historiadores de
prestigio que le prestaran oído [a Olagüe] fuera de España […] es extraordinariamente
ilustrativo de las peculiares interpretaciones que se pueden llegar a admitir –y que se
siguen admitiendo por algunos- cuando se trata de la historia de la península Ibérica”
(pp. 13-14). Esta airmación puede hacerse extensiva a “dentro de España” pues en ese
“algunos” de Fierro caben, por supuesto, historiadores españoles, cuya obra pertenece
a la segunda mitad del siglo XX o principios de la centuria en la que estamos. Autores
partícipes de una ceremonia de la confusión en la que se niega, por ejemplo, la presencia
de los beréberes en al-Andalus, convirtiendo a los barbar de las crónicas árabes en
barbari visigóticos, se ubica la conquista del 711 (y otros acontecimientos cruciales en
la historia andalusí) en escenarios maniiestamente absurdos o se invoca, a partir de una
inexistente proclama pelayista, el triunfo de la libertad de Occidente frente al Islam. Y
son únicamente algunas muestras; proliferan las “interpretaciones peculiares”, asumidas
como buenas en algunos casos durante demasiado tiempo por una parte del arabismo y
medievalismo hispanos, sin que hubiesen movido (entonces y, a veces, tampoco ahora)
a la más mínima crítica de parte de esos arabistas, arqueólogos e historiadores por la
aplicación, siempre prudente, del axioma propio de la escolástica medieval, vivo en
determinados ambientes universitarios, del “principio de autoridad”.
Si ha existido –y perdura- una historiografía en España sobre al-Andalus que ha
producido tales excesos, no basta con efectuar una pretendidamente aséptica descripción

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de los hechos, sin preguntarse apenas por las causas que han llevado semejantes
ofuscaciones historiográicas al escenario de la vieja Hispania devenida en al-Andalus.8
Inevitablemente ello nos conduce a valorar la hipótesis, no contemplada por García
Sanjuán, de que exista una situación homologable en la historiografía del extenso Dār
al-Islām sobre el hecho de las conquistas musulmanas de primera época. La respuesta a
tal interrogante puede pecar de simplista por entrar en liza una percepción, y como tal,
personal. En una reciente visita a la República Islámica de Irán (febrero de 2014) pude
comprobar por mí mismo el interés existente hacia la obra del ensayista Olagüe por
cierta intelectualidad del país. El libro ha sido, además, recientemente traducido al farsi.9
Ese interés movió a unos jóvenes periodistas, conocedores de que estaba en Teherán
un estudioso español especializado en al-Andalus, a encontrarse conmigo para departir
sobre su signiicación. Quedaron sorprendidos por mi visión plenamente negativa, sin
matices, de la obra de Olagüe. Ahora bien, no resulta difícil explicar las razones por las
que La Revolución de Occidente se ha convertido en una obra fundamental para tratar
de explicar la historia nacional iraní: la necesidad de entender la inmersión en el Islam
de la antigua Persia sasánida como un proceso en el que la ocupación militar estuviera
ausente, por un lado, pero también la oportunidad que se brinda a cierta historiografía,
desde una interpretación de la obra de Olagüe, para perilar un advenimiento de la
religión musulmana sin presencia de agentes foráneos, árabes en este caso, que con su
comparecencia adulterarían esa visión de un Islam pacíico y de amable acogida por
parte de la población persa local. A la postre, es fácil adivinar los mismos argumentos
para uno y otro caso, lo que ayuda a entender la torsión historiográica de Olagüe.
Pasemos, entonces, a la descripción de la obra. Entendemos que este libro
reseñado, de apretada lectura con un total de 496 páginas divididas entre el texto, fuentes
y bibliografía, una secuencia cronológica de la expansión islámica y la conquista de la
Península, un apartado de ilustraciones en blanco y negro y unos completos índices

8
La lectura de los cronistas de la conquista de un arabista como Joaquín Vallvé Bermejo es conside-
rada por Alejandro García “escéptica y heterodoxa” (p. 234), distinguiéndose claramente de la visión
de Olagüe y seguidores. Estos últimos leen e interpretan a Vallvé positivamente. Opinamos que en
el caso de González Ferrín, Vallvé ha podido servir como inspiración directa para escribir su libro
Historia General de al-Andalus.
9
I. Olagüe, 2013 (trad. Seyed Muhammad Husayni).

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(onomástico y toponímico), se divide en dos partes bien perceptibles. No es esa la división


establecida por el autor, quien ha decidido hacerlo en cuatro capítulos, todos ellos titulados
con preguntas: una primera parte que ocupa el primero con este encabezamiento: “¿Por
qué la conquista ha sido un hecho tergiversado?” se dedica a la denuncia de las distintas
interpretaciones, “catastroistas”, idealizadoras o “negacionistas”, sobre la conquista
islámica: la segunda parte, de cariz más histórico y no tan historiográico, está formada
por los tres capítulos restantes que llevan los siguientes encabezamientos: “¿Existen
testimonios históricos coniables sobre la conquista?”; “¿Cuál era la identidad de los
conquistadores?”; “¿Por qué triunfaron los conquistadores?”. Se mueve en esta segunda
parte el profesor de la Universidad de Huelva en terrenos más históricos y arqueológicos
que permiten perilar el 711 como acontecimiento. No obstante, siempre está presente en
el autor ese horizonte irrenunciable de denuncia a todas esas visiones distorsionadoras en
torno a la conquista islámica de la península ibérica, que recorre toda la obra impregnando
de denuncia incluso aquellos pasajes más didácticos, de indudable mérito, pues facilita
para el gran público asuntos de destacada complejidad como pueden ser los pactos o el
sistema monetario musulmán en el siglo VII. Ahí radica la parte provechosa del libro.
Desde la introducción de la obra, García Sanjuán se ha de manejar en un terreno
muy contradictorio en el que con persistente recurrencia volverá en su discurso. Nos
referimos a la negación de la conquista islámica por parte de lo que llama “negacionismo”
y, sin embargo, la necesidad de darle una respuesta como ésta, una obra de casi medio
millar de páginas. Según su criterio, “el negacionismo ha alcanzado a día de hoy una
notoriedad muy superior de la que probablemente Olagüe jamás habría logrado soñar”
(p. 23), aserto que, como veremos, es bastante discutible. Un poco más abajo, se insiste,
con todo, en la indestructibilidad de un mito como éste, “tan pueril y, en algunos casos,
ridículo” que “produce una mezcla de sentimientos que oscilan entre la vergüenza ajena,
la hilaridad y la indignación” (p. 24). Caliicar la propuesta de Olagüe de mito y como
tal “indestructible” y, por tanto, a su tarea de “ímproba y, probablemente, vana” (p. 144)
no fue razón suiciente para desanimar, por lo observado, a Alejandro García a escribir
un trabajo tan amplio y documentado.
La insistencia en distinguir entre lo que se denomina, respectivamente, “académico”

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y “amateur” es otro de los caballos de batalla del autor, patente de manera particular en
esa primera fase. Los límites en la profesión de “historiador” no son homologables a los
de otras disciplinas, como puedan ser la medicina, la arquitectura o la farmacia. Resulta
obvio que no todos los que escriben sobre “Historia” son historiadores académicos,
ni siquiera lo son tampoco todos aquellos que imparten la asignatura de Historia en
cualquiera de sus modalidades, en Universidades o fuera de ellas. El asunto se complica
aún más en el caso concreto de al-Andalus al comprobar que una buena parte de la mejor
y más amplia producción historiográica versada sobre él la han completado ilólogos
arabistas, a los que nadie, sin embargo, les demanda la acreditación de historiadores ni
se les podría descaliicar como profesionales ajenos a la historia o, simplemente, “no
historiadores”. Como quiera que la historia tiene una parte nada desdeñable de carácter
creativo y literario, los límites de lo que es y lo que no es historia son siempre difusos y
laxos; conviene actuar, por tanto, con prudencia a la hora de caliicar de manera en exceso
excluyente lo que es “académico” y lo que pertenece al mundo del amateurismo. No hay
duda, sin embargo, en considerar la singular obra de Olagüe como extra-académica y
propia de un palmario desvarío, absolutamente ajena a los entresijos de ese mundo al
que Alejandro García deiende a capa y espada.
Todo esto resulta pertinente explicarlo por el énfasis puesto en esta cuestión por el
autor, quien exageradamente concede a lo que él llama “negacionismo” una relevancia que
no logramos ver por ningún lado. Contradictoriamente, lo conirma el propio Alejandro
García: la única recensión abiertamente favorable a la obra Les arabes n’ont jamais
envahi l’Espagne es una breve nota bibliográica anónima (¡) publicada en Estudios de
Asia y África del Centro de Estudios de Asia y África de El Colegio de México en 1975
(p. 114), además de la obra de Emilio González Ferrín, de la que García Sanjuán da buena
(y excesiva) cuenta a lo largo de su libro y sobre la que el profesor de la Universidad de
Huelva no se equivoca al airmar que es la “única apología del negacionismo realizada
desde el ámbito del Arabismo” (p. 116). Al resto de los historiadores “académicos” que
han podido en apariencia coquetear con algunos de los postulados de Olagüe, una larga
lista en la que García Sanjuán incluye, entre otros, a Bernard Vincent, Joseph Pérez,
Jean-François Kahn, Franco Cardini o Thomas Glick, como mucho podrá achacárseles

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cierta tibieza o, tal vez, cierta capacidad para la elusión de polémicas historiográicas,
pero como el propio García Sanjuán observa, poco más. ¿Dónde ve, entonces, esa
“notoriedad muy superior de la que probablemente Olagüe jamás habría logrado soñar”?
Sencillamente, concluimos que en el ámbito “profesional” no existe: véanse las distintas
reseñas sobre la obra de Olagüe (y González Ferrín) que recoge García Sanjuán, todas
ellas, como no podía ser de otra manera si se recurre al sentido común, extremadamente
críticas (pp. 128-144). Si se quiere buscar tal incidencia en algún espacio de debate
habremos de recurrir a Internet y a la inmensidad de información de toda naturaleza que
contiene. Los desvaríos en Internet adquieren, por su naturaleza vírica, una ampliicación
extraordinaria. Admitamos, aún con reservas, que esto haya podido suceder así en el caso
de los postulados de Olagüe y de su epígono González Ferrín. Admitamos, incluso, que el
andalucismo, otra de las bêtes noires de García Sanjuán, por más que en la actualidad no
deje de ser una pálida e inofensiva criatura, sea uno de los receptores intelectuales de las
disparatadas ideas de Olagüe y que, como ideología, ese andalucismo tenga capacidad
suiciente para moldear muchas de las conciencias políticas e históricas de los andaluces
del presente. En todo caso, esa admisión no elude el problema, que parece imposible de
sortear y los historiadores que nos consideramos rigurosos (aunque presumiblemente
en visiones sesgadas no suicientemente “académicos”) habremos de acostumbrarnos a
convivir con estas falacias aberrantes que circulan por la red. Todos aquellos que nos
dedicamos a la divulgación social de la historia sabemos lo que ello signiica: desmentir
tópicos, muchas veces revestidos de ingida novedad pero que funcionan de manera
cíclica, es uno de los ejercicios dialécticos que con más frecuencia se ha de realizar en
los turnos de preguntas tras conferencias pronunciadas en ámbitos muy diferentes (a
veces, incluso en los “académicos”). Lo hacen también los biólogos, médicos y otro tipo
de cientíicos ante determinadas patrañas como el creacionismo, por ejemplo, pero a casi
ninguno de ellos se le ocurriría malgastar su tiempo en escribir una obra densa y rigurosa
para desmentir, uno a uno, argumentos tan falsarios y ridículos como los expuestos
por los divulgadores del creacionismo. Tal vez esa sea la diferencia, lo que coloca a
García Sanjuán en la insorteable situación de tener que defender el hecho de escribir un
libro como este: “Me consta que algunos colegas consideran errónea mi actitud, ya que

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negacionismo

supone otorgar un protagonismo desmedido a quienes no dejan de ser vulgares falsarios.


Lo correcto, según este planteamiento, sería ignorar los desvaríos de los negacionistas”
(p. 143). No se podría expresar mejor que como lo hacen esos colegas de Alejandro
García ni se puede estar más de acuerdo con ellos de lo que yo lo estoy.10 Entiendo que
una crítica como ésta a los planteamientos de Olagüe no deja de ser un ejercicio vacuo
en el que se apuesta por lo fácil: desmentir y criticar severamente lo evidentemente
desmentible y criticable, sin proponer alternativas ante la complejidad, por la naturaleza
de las fuentes y por la escasez y fragmentación del registro arqueológico, de ese proceso
de formación de al-Andalus. Entiéndasenos bien: no decimos que no fuese necesaria
una réplica a la obra de Olagüe y/o González Ferrín, sino que esta respuesta en forma
de libro es desmesurada y, con toda seguridad, peca de un indisimulado oportunismo.
Con las reseñas de Pierre Guichard, Maribel Fierro o el propio García Sanjuán, y todas
las que comenta este último, quien no duda en airmar que “el negacionismo ha sido
desmentido desde el ámbito académico en numerosas ocasiones, por investigadores
de toda solvencia y a través de los medios habituales de difusión del conocimiento
cientíico” (p. 105), hubiera bastado. Llegar a airmar que “la realización de una síntesis
ordenada del negacionismo representa un desafío de considerables proporciones” (p.
73), desafío que él acomete, para a continuación conirmar que el esfuerzo realizado
es de tal envergadura que ello explicaría que “ningún investigador académico se haya
ocupado de realizar con anterioridad este esfuerzo” (p. 74), nos conduce a preguntarnos:
¿no será, por el contrario, que ninguno de los historiadores “académicos” haya sentido
esa necesidad por considerar el asunto de la réplica a Olagüe y González Ferrín superluo
y no necesitado de un despliegue de tal envergadura para resultados tan magros? Es lo
que tiene refrendar o refutar lo pavorosamente obvio sacando a pasear un espantajo
como Olagüe con sus ridículas teorías. Por tanto, Monroe no andaba muy descaminado
cuando rechazaba prestarle al ensayista vasco una atención que no merecía, por más que
lo salvara de la “total indiferencia que, por lo demás merece” cierta “gracia redentora”

10
En ese sentido, son absolutamente pertinentes las palabras de Joan Manel Rodríguez, “Mi blog de
libros” (27-03-2014) (consulta digital, 1 de mayo de 2014): “llegué a la conclusión que la obra negacio-
nista de Ignacio Olagüe no merecía que le dedicase ni medio minuto de mi atención, pues su lugar en las
bibliotecas debía estar junto a los libros sobre ufología, el Club Bilderberg y similares”.

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que le acertaba a encontrar con alguna diicultad (la referencia a Monroe en pp. 129-
130).
Finalmente, para cerrar este asunto llamamos la atención sobre la simpleza y
parvedad apabullantes de las conclusiones a las que García Sanjuán llega las más de las
veces. Son de este tenor: “En deinitiva, en consonancia con los testimonios arqueológicos,
los textos latinos del siglo VIII permiten acreditar la identidad árabe e islámica de los
conquistadores, así como la plena integración de la igura de Mahoma en el marco de
dichas creencias religiosas” (p. 308). También en lo metodológico: “Manzano [Moreno]
plantea una premisa metodológica insoslayable, la necesidad de un análisis crítico de
las fuentes” (p. 428). Es lógico: si se refutan fraudes de manual (sean historiográicos
o no), tales como el creacionismo o el negacionismo del Holocausto perpetrado por los
nazis, esas conclusiones carecerán con seguridad de la profundidad exigible a una obra
de investigación incluso en la metodología, por más que para llegar a ellas se hayan
desarrollado sesudos argumentos. Al inal, sirve aquel axioma de que todo se pega. Si
este es el resultado de decenas, de centenares de páginas sobre la conquista islámica de
al-Andalus, se convendrá que para ese viaje tan corto no se precisaban de alforjas tan
repletas.
Si los límites en el ejercicio de la profesión de historiador son difusos, Alejandro
García parece ignorarlo. O lo que es peor, parece erigirse en dispensador de la condición
de “historiador académico” en un procedimiento bien conocido: unos cuantos se ven como
“académicos” por ocupar determinadas situaciones laborales no obtenidas, por cierto,
casi siempre de una manera transparente, y el resto estamos obligados a certiicarlo,
rindiéndoles un reconocimiento social que los primeros consideran necesario y justo. Este
pasaje nos resulta particularmente ruborizante: “[…] No faltan en nuestro país ejemplos
muy conocidos de célebres investigadores que, siendo ajenos al mundo académico,
han gozado de un enorme prestigio. Baste mencionar aquí los de Julio Caro Baroja o
Antonio Domínguez Ortiz, quienes a lo largo de sus largas trayectorias no se integraron
de manera permanente en la Universidad. En ambos casos, la diferencia radica en la
abismal distancia que separa a historiadores rigurosos de un falsario indocumentado

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como Olagüe” (p. 119).11 Se extrae de la lectura de este párrafo la siguiente ilación: no
se pertenece al mundo universitario como profesor ergo no se es académico. Surgiría a
bote pronto una pregunta cuya respuesta puede ser demoledora y que no nos atrevemos
a contestar sino entre interrogaciones: Si Caro Baroja y Domínguez Ortiz son “ajenos
al mundo académico”, ¿qué son entonces? ¿diletantes? O, recurriendo al parangón, ¿se
nos quiere decir que ambos historiadores no son académicos por no haber pertenecido a
esa casa del conocimiento que es la Universidad española y sí lo son tantos profesores
universitarios que pululan –y pululaban entonces cuando Caro y Domínguez desarrollaban
su ímproba y escasamente reconocida labor investigadora- por sus departamentos con
más pena que gloria con raquíticos currículos?
En su solipsismo y en su severa ortodoxia a la hora de entender lo que es la Academia,
el profesor García Sanjuán deja fuera no solo a consagrados investigadores independientes,
sino también a aquellos otros que se han vinculado bajo distintas modalidades al CSIC
o a instituciones autonómicas, provinciales y municipales, confundiendo lo que no es
otra cosa que una relación laboral (normalmente de carácter funcionarial) en el seno de
la Universidad con una dedicación a la investigación de carácter a la vez profesional
y vocacional (y no son contradictorias ambas expresiones). El profesor García deja
fuera de la Academia a un buen número de profesores de bachillerato (ahora ESO) que,
casi siempre con un enorme esfuerzo, han leído tesis doctorales y que han desarrollado
curricula brillantes y bien nutridos de publicaciones y eventos cientíicos, pero también
a directores de conjuntos arqueológicos y monumentales, a arqueólogos e historiadores
del arte que dirigen museos locales y provinciales, a historiadores y documentalistas
que desarrollan su labor en archivos y bibliotecas, a profesionales diversos que, con
pasión, despliegan una encomiable labor de investigación y difusión del pasado, etc.
Nada sirve para el medievalista militante, ungido en la idea de quien se sabe parte
imprescindible en el grupo de los privilegiados, cuando en realidad todo esto no es más
que otra manifestación (triste manifestación) del ensimismamiento de la Universidad y
de muchos de sus profesores, situación que “si merece críticas crecientes en el ámbito
de las ciencias […], es directamente desastroso en el de las humanidades, puesto que

11
La negrita es nuestra (VME).

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erradica la igura creativa e intelectualmente abierta para imponer un peril del profesor
sometido a las servidumbres de un pequeño mundo que se presenta como ‘especializado’
pero que, en realidad, es puramente endogámico”12.
En esta confusión opera el prejuicio de alguien que da tanta importancia a lo
que él entiende por “Academia” que llega a expresar su nada contenida indignación,
“como historiador”, ante la circunstancia de que “por el mero hecho de pertenecer a
la academia” alguien (léase Emilio González Ferrín) “crea tener derecho a utilizar un
objeto de trabajo ajeno y transformarlo en una palanca de promoción” (p. 144). La
indignación se focaliza en aquel profesor de la Universidad de Sevilla, el “meramente
académico”, pero con ello se le convierte en cabeza de turco de una práctica que está muy
extendida en los ambientes universitarios. Y si no lo sabe el profesor de la Universidad
de Huelva, habríamos de concluir que incurre en una suerte de “negacionismo”, pues esa
práctica fraudulenta (entre otros males) de la Universidad española ha sido denunciada en
los principales medios de comunicación en los últimos años. Nos arriesgamos a airmar
que el autor de La conquista islámica lo conoce y muy bien, pues él mismo se permite
la licencia de criticar veladamente a su institución universitaria: “Las autoridades
educativas y académicas harían bien en tomar buena nota del considerable ‘tinglado’
que se está organizando en torno a la promoción del negacionismo. Es poco probable
que lo hagan, dadas las peculiares características del mundo universitario y académico
español” (p. 128). Por lo que sabemos, el “tinglado” está sostenido en exclusividad
sobre los hombros de González Ferrín, proterva encarnación de la pervivencia en la
Universidad española de los males “negacionistas”13 y beneiciario, por tanto, de esa
promoción cuyo alcance y términos ignoramos por completo, por lo que esta admonición
a las autoridades estaría dirigida a aplicarla ad hoc a este profesor de la Universidad de
Sevilla, el único “académico” que se ha aupado de forma ventajista al carro de Olagüe.
Cabría preguntarse si García Sanjuán es consciente de que él mismo está creando otro
“tinglado”, antítesis del anterior, el “tinglado del anti-negacionismo”, por mucho que

12
R. Argullol, “La cultura enclaustrada”, Diario El País, 5 de abril, 2014 (Opinión). http://elpais.com/
elpais/2014/03/25/opinion/1395742979_031566.html
13
Como bien es sabido, uno de los problemas, este del “negacionismo”, más preocupantes y endé-
micos, por su enquistamiento, entre los propios de las disciplinas humanísticas que se cursan en la
Universidad española. Sin comentarios.

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negacionismo

el recorrido de esa criatura intelectual sea forzosamente corto y caduque con su La


conquista islámica. Eso esperamos y deseamos, pues podría llegarse a pensar que, de
continuar, y en consonancia con lo que manifestara el gran Eduardo Haro Tecglen al
referirse al anti-comunismo, nunca nada ni nadie contrajo tantos débitos con/contra
quien combatía de manera tan feroz.
En todo caso, tranquiliza comprobar que Alejandro García no se atreva a establecer
cierto orden de prelación en la Academia universitaria (Catedráticos, Profesores
Titulares, Contratados, doctores o no....) como aparece en De Coelesti hyerarchia
del Pseudo-Dionisio el orden celeste, con la primera (seraines, querubines, tronos),
segunda (dominaciones, virtudes y potestades) y tercera (principados, arcángeles y
ángeles) jerarquías decrecientes. Es, sin duda, una apuesta igualitaria por parte del
profesor medievalista que nos permite albergar cierta esperanza sobre sus propuestas
académicas y cientíicas, una vez que conocemos que considera “lícito que quienes no
sean historiadores puedan escribir y opinar sobre cuestiones del pasado” (p. 72). Será
bien acogida, que no se dude, en una sociedad que, debido a los medios tecnológicos y
de comunicación, tiende cada vez más a la horizontalidad; por tanto, a rechazar de plano
relaciones que consagren jerarquías injustiicadas como, incluso, la pertenencia a una
institución como la Universidad (y dentro de la misma, a las actividades humanísticas),
no sobrada precisamente de crédito social ni de resultados. Sin embargo, esa dicha puede
quedar empañada al comprobar (véase un poco más adelante) que para ostentar “rango
académico” (p. 442) no basta con la vinculación a la sacrosanta institución universitaria
española, sino que ésta ha de ser “permanente”.
Por lo demás, habríamos de estar curados de espanto, pues no solo el “negacionismo”
ha alcanzado las mieles del triunfo académico, como asegura el investigador de la
Universidad de Huelva (p. 422: “Todas las caracterizaciones ideológicas de la conquista,
catastroista, mitiicadora y negacionista, siguen vigentes en la actualidad, pese a que, en
algunos casos, sus orígenes se remonten a siglos o décadas pasadas. Más aún, algunas
de ellas, como el negacionismo, han experimentado un auge reciente, al alcanzar el
rango académico”), sino que también lo coronaron en su tiempo el “catastroismo”,
tan presente en la academia española a lo largo del siglo XX, y la versión idealizadora,

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preponderante en el mundo académico árabe desde siempre.


Si este prejuicio academicista es ridículo, la consideración de historiadores no
académicos que atribuye a (nada menos) D. Julio Caro Baroja y a D. Antonio Domínguez
Ortiz es insoportable, llegando, en cierto sentido, a la ofensa hacia un buen número
de investigadores que desarrollan su actividad al margen de la Universidad. Primero,
porque a juicio del medievalista no basta con pertenecer al mundo del profesorado
universitario español (como es conocido, un arquetipo de prestigio internacional con un
sistema de acceso de una inigualable pulcritud) para ser académico, sino porque la única
manera de ingresar en el mismo es a través de una relación “permanente”, lo que en un
país como España signiicaba exclusivamente –y en buena medida sigue siéndolo así-
“ser funcionario”. Sabido es, para remate, que tanto el antropólogo como el modernista
llegaron a vincularse, aunque no de manera “permanente”, a la Universidad española.
Segundo, porque no se proporciona la debida cuenta de dónde radica la explicación de
que estas dos eminencias en sus materias no entraran en esa acrópolis del conocimiento
que es la Universidad española, alejando toda posibilidad de rendición de cuentas para
una institución que sí que ninguneó en su momento a uno y otro investigador. Y tercero,
porque, en su asunción del papel de suministrador de academicismo histórico, García
Sanjuán niega la posibilidad de formar parte de esa Academia a quien lo fue de número
de la Real Academia de la Lengua Española, de la Real Academia de la Historia y de la
Real Academia de la Lengua Vasca, por un lado, y de número de la Real Academia de la
Historia (institución en la que dirigió su Boletín entre 1975 y 1979) y correspondiente de
la British Academy, la Academia de Historia de Venezuela, la Academia de Buenas Letras
de Sevilla y la Academia de Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artes de Córdoba, por otro.
Un poco de respeto, por favor. ¿Hay algo más “académico” que estas instituciones a
las que pertenecieron Caro Baroja y Domínguez Ortiz? En el cicatero y cegato criterio
del profesor de la Universidad de Huelva, no se contempla otra posibilidad, por lo que
se ve, para que él mismo le otorgue la consideración de académico que la vinculación
funcionarial con la Universidad. Y no se excusan de esa obligación investigadores de la
talla de los más arriba citados, a los que al menos les queda la “celebridad” y el “enorme
prestigio” que llegaron a disfrutar en vida.

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negacionismo

En relación con todo esto que hemos intentado explicar, queremos concluir con
una anotación que releja la desmesura, rayana en la grosería, a la que pueden llegar
planteamientos excluyentes sobre lo que signiica el “ser académico” en el discernimiento
de este medievalista andaluz. En ese tono general de liza descomedida y despliegue
de dicterios fatuos e innecesarios, García Sanjuán centra su atención en Antonio Brea
Balsera, autor de una breve reseña en la que se muestra partidario de la obra de Olagüe.
No deja de ser una pieza literaria más de las generadas a partir de la edición de la obra
La revolución islámica de Occidente, algo irrelevante por más que se quiera subrayar
su supuesta signiicación a partir de una lacerante crítica que ocupa varios párrafos en
su obra (pp. 104-105). García Sanjuán se lanza sobre la presa sin piedad y, sin reparar
en la posición de supremacía académica que le coniere el hecho de su Titularidad como
Profesor de Historia Medieval en la Universidad de Huelva sobre alguien ajeno a su
mundo, airma lo siguiente: “Debo confesar que ignoro por completo el peril profesional
del citado autor de la reseña [Antonio Brea Balsera], aunque, desde luego, en toda mi
trayectoria como investigador no he leído una sola publicación del mismo, lo que me
sugiere que debe ser caliicado como otro aicionado ajeno al gremio profesional” (p.
104). Más le hubiera valido a García Sanjuán haberse aplicado la sentencia de Johns
por la que parece tener predilección (por ejemplo, p. 279) que dice que la ausencia de
evidencia no constituye evidencia de ausencia porque yerra el medievalista andaluz al
juzgar irresponsablemente a Brea Balsera como otro amateur e intrusista. Habríamos
de conocer, claro está, cuáles son los criterios válidos para que alguien sea considerado
historiador por parte del profesor de la Universidad de Huelva, pero si recurrimos a
una convención que sirve para la medicina, la farmacia o la arquitectura es médico,
farmacéutico o arquitecto quien ha cursado y completado satisfactoriamente esos estudios
universitarios y ha obtenido su correspondiente licenciatura. Y Brea Balsera lo ha hecho
como licenciado, contando además con una plaza ganada por oposición pública (reñidas
oposiciones, normalmente) de Profesor de Enseñanza Secundaria del departamento de
Geografía e Historia en un Instituto de una localidad sevillana.14 Otra cosa es que un

14
Antonio Brea Balsera se licencia en la Facultad de Geografía e Historia de Sevilla, en la especialidad
de Moderna y Contemporánea, en el año 1989-1990. Curiosamente, esta es la misma Facultad en la
que se licencia García Sanjuán. Actualmente trabaja en el Sindicato Libre de Profesores-ANPE y es

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médico, un farmacéutico o un arquitecto realicen una mala praxis; entonces será un mal
médico, farmacéutico o arquitecto, pero jamás podrá ser considerado un “aicionado”,
aún comportándose como tal. Pudiera ser que Brea Balsera sea un mal historiado o
un historiador indocumentado e ignorante (supuestos ambos que desconozco), pero no
podemos caer en la tentación fácil (y sablista) de descaliicar a todo aquel cuyas ideas
no sean de nuestro agrado como “aicionado” si tiene los estudios que lo acreditan como
licenciado en la materia. Es una deriva peligrosa y sectaria que expresa una visión tan
escasamente matizada que termina siendo víctima de su propia generalización (p. 192).
Lamentamos, en cualquier caso, tener a estas alturas que explicar todo esto, tan tedioso
como resulta. Independientemente de lo que acabamos de aclarar y para inalizar con
este asunto, llamamos la atención sobre la desmesura que supone cargar las tintas de esa
manera, tan virulenta como prescindible, sobre una persona de la que, como coniesa el
propio académico medievalista, desconoce todo o casi todo.
Al abandonar el proceloso ámbito de la revisión historiográica, García Sanjuán
combina su actitud de belicosidad inmisericorde digna de un berserker con otra algo más
didascálica, pasando por in de las musas al teatro. Se agradece ese parcial cambio de
tono, leyéndose con cierto deleite algunos pasajes en los que García Sanjuán se limita a
desarrollar su acreditada condición de divulgador de la historia. Asuntos complejos son
desbrozados de manera didáctica. Con todo, eso no signiica que se renuncie del todo
al anterior estilo de refriega constante. Se repite, de hecho, la asociación automática
de los nombres de los dos cabezas pensantes del “negacionismo” con una panoplia de
invectivas en la búsqueda de una cierta originalidad en la descaliicación. Obviamente,
el autor abusa (y mucho) de este recurso, que termina por hacerse habitual cuando debía
ser excepcional. Y, sobre todo, porque una vez explicada la ridiculez de lo que llama
“negacionismo” sobra tanta cansina reiteración. Es lo que tiene centrar una obra sobre
la conquista islámica de al-Andalus no tanto en el acontecimiento en sí como en un
personaje como Olagüe y en seguidores del mismo como González Ferrín. Volveremos
sobre algunos asuntos formales al inal de esta reseña. Sin embargo, aún abundando
en ello, la que nosotros consideramos segunda parte de la obra (los capítulos II, III y

profesor de instituto en el IES Mariana de Pineda de Dos Hermanas (Sevilla).

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negacionismo

IV) gana en gracilidad y, por fortuna, pierde en animosidad, si bien recurrentemente


García Sanjuán ofrece puertas15 por las que saca a pasear a Olagüe y González Ferrín,
verdaderos sparrings a los que vuelve a dedicar una variada gama de golpes dialécticos
metamorfoseados en pléyade de dicterios.
En el problema de la escasez, parquedad y iabilidad de las fuentes en torno a la
conquista de 711, asunto sobre el que Olagüe y otros muchos han insistido, Alejandro
García Sanjuán logra clariicar de una manera bastante convincente el panorama,
aportando una síntesis bien estructurada sobre la problemática de las fuentes cronísticas
y “materiales”.16 Es obvio, como él mismo anuncia, que no ha pretendido llevar a cabo un
análisis sistemático y exhaustivo de los testimonios históricos sobre el acontecimiento (p.
151). Enuncia las cuestiones fundamentales para comprender la visión sobre lo que pasó
en el 711 en la historiografía española en relación con las crónicas y con las monedas y
precintos de plomo generados por los conquistadores. Ahora bien, si, como él deiende, en
otros episodios de conquista de la península Ibérica (romana o visigótica) no se produce
esa apelación constante a la insuiciencia y fragmentariedad de los testimonios, ello
tendrá que tener una explicación que se hurta a los lectores o, sencillamente, se soslaya.
No es algo que se pueda esclarecer sólo, sin una valoración desde la historiografía del
presente. Lo que extraña es que historiadores perspicaces ni siquiera se hayan parado
a pensar a qué son debidas esas singularidades a la hora de afrontar la historia de al-
Andalus, sus inicios y sus inales. Nosotros sí tenemos una explicación para valorar toda
esa tupida malla de sobrentendidos que se ciernen alrededor de la Iberia musulmana:
se explicaría una buena parte de esos artiicios puestos a funcionar por la historiografía
sobre sus inicios, otra vez, por las circunstancias del inal de al-Andalus, el proceso de
exterminio de ese cuerpo social extraño a la tradición occidental que era el Islam. Como
un círculo vicioso, el principio y los inales de al-Andalus aparecen entrelazados y, si la
conquista de 711 es un acontecimiento viciado, es porque signiica el punto de partida
en la conformación del organismo alógeno que tan traumáticamente será extraído con

15
Con estas leyendas sobre sus respectivos dinteles: “El tratamiento de los testimonios históricos en los
autores negacionistas” en el capítulo II y “El negacionismo frente a la identidad de los conquistadores”
en el III.
16
Una crítica a la expresión “cultura material” y sucedáneos en V. Martínez Enamorado, 2003, pp.
143-145.

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posterioridad del solar peninsular.


En la problemática de las fuentes García Sanjuán se adentra en el registro “material”
para demostrar que existen testimonios coetáneos a la conquista en este campo. El texto,
de alta divulgación, permite aclarar muchas de las cuestiones básicas sobre las fuentes
literarias latinas y árabes en torno al 711, si bien encontramos distintos pasajes que son
matizables.
Uno de ellos es el que se reiere a la traducción de la expresión árabe nafaqa fī
sabīl Allāh, presente de una manera muy signiicativa en las leyendas de una serie de
feluses emitidos desde Tanŷa. No entraremos en profundidad en esta cuestión. Sólo
recordar que Miquel Barceló dio una primera interpretación sobre esa leyenda, a la que
atribuía su condición de léxico del ŷihād. Ello signiica una propuesta de organización
política de la conquista del Magreb en unos términos muy concretos, asunto en el que no
entraremos por razones obvias. Más recientemente, de Rafael Frochoso y de mí mismo
en colaboración con Antonio Torremocha17 (ni el primero18 ni los segundos aparecen
citados para referirse a este asunto en la obra de A. García) han venido algunas novedades
sobre estos feluses: la obra de Frochoso es la síntesis más exhaustiva sobre estas piezas
que se conoce, mientras que en el artículo que yo irmo se recogen los ejemplares más
meridionales de los conocidos hasta hoy (y cada vez son más) de la península ibérica.
La traducción que propone García Sanjuán para nafaqa fī sabīl Allāh es “soldada por
mor de Dios”, construcción sintáctica que ofrece serios problemas de validación. Este
asunto requeriría un tratamiento extenso que ahora no podemos dispensar. Pero, por un
lado, parece excesivo reducir el concepto nafaqa a “soldada”, existiendo una alternativa,
“contribución”, con menos connotaciones y que entendemos puede ser aceptada sin
problemas. Así lo planteó M. Barceló en un artículo donde se expresan los límites
exclusivamente iscales del vocablo, llegando a airmar que “Zakat y nafaqa eran, pues,
el léxico iscal que desde el Mašriq llevaban los organizadores de la conquista”;19 como
se ha puesto de relieve, en el Corán existe ya una conexión entre la raíz <n.f.q.> y la

17
V. Martínez Enamorado y A. Torremocha Silva, 2001.
18
Es de justicia indicar que sí cita esta obra, una sola vez (no igura por ningún lado la otra de la que
es autor y consta en la bibliografía general), para referirse a los llamados “feluses de Mūsà” (p. 247, n
278).
19
M. Barceló, 1994, reproducido en 2010, pp. 75-92.

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expresión fī sabīl Allāh (II, 262), lo que puede signiicar que este sea uno de los primeros
léxicos iscales de la Umma. Por otro, la traducción propuesta para este último sintagma
por García Sanjuán, “por mor/amor de Dios”, entendemos que no se ajusta al sentido
que se le quiere dar a tal expresión, tampoco en el Corán donde comparece 44 veces en
un total de 42 aleyas. La raíz <s.b.l.> transmite la idea de camino, de recorrido (sabīl
en cualquier diccionario: camino, senda, vía…) y, por tanto, de un acto no estático, en
una indeinida construcción. En las traducciones al castellano que hemos consultado20 se
repite siempre esa idea de “en el camino/la senda de Dios” o simplemente “por Dios”.
También se podría matizar la airmación de que los únicos objetos procedentes
de la conquista sean las monedas y los sellos de plomo, “pertenecientes a los propios
conquistadores” y que “están datados en las mismas fechas en que se produjo la llega
[sic] de los musulmanes” (p. 153). Desde hace tiempo, se vienen produciendo hallazgos,
sin contexto arqueológico preciso, de distintas escápulas (29 eran las recogidas en el
año 2010, repartidas por casi todo el territorio andalusí, especialmente por las Marcas
Media y Superior) que contienen normalmente alifatos inscritos sobre las que se han
dado alguna interpretación discutible de acuerdo con el contexto arqueológico donde
se hallaron una parte de estos objetos (silos): amuletos destinados a la protección
del cereal y con una función proiláctica, casi cabalística.21 Tal funcionalidad ha sido
puesta en tela de juicio en los dos últimos trabajos de conjunto sobre estas piezas que
conozco.22 En ambos, con contundencia, se rechaza este uso y se deiende el tradicional,
ijado desde los años 80 de la pasada centuria por el arqueólogo Juan Zozaya, el de
tablillas inscritas, con cuyo alifato los niños aprendían a escribir el árabe.23 En nuestro
trabajo, añadíamos una matización de carácter social muy signiicativa: “en realidad
de lo que debemos hablar no es de ese proceso social sin más, sino de una auténtica
‘arabización lingüística’ y sabido es que los grupos clánicos beréberes, establecidos
en la Marca Media y Superior –lugares de donde proceden 23 de las 29 tablillas de las
que se conocen en el viejo al-Andalus- presentaban un grado de ‘inmersión’ lingüística

20
Tres han sido: J. Vernet, 1986; J. Cortés, 2005; R. González Bórnez, 2010.
21
A. Fernández Ugalde, 1977.
22
C. Doménech Belda y E. López Seguí, 2008; R. Carmona Ávila y V. Martínez Enamorado, 2010. En
los dos trabajos se puede encontrar una bibliografía exhaustiva sobre estas piezas.
23
J. Zozaya Stabel-Hansen, 1986.

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en el árabe maniiestamente mejorable, por más que pudieran llevar décadas siendo
musulmanes y, tal vez, buenos musulmanes”.24 Por tanto, servirían en el proceso de
islamización, pero sobre todo de arabización inicial, según propuso Zozaya, lo que
valdría para dar una explicación parcial para clariicar su distribución. Esto nos sitúa de
bruces ante la problemática cronológica de estas piezas. En ese sentido, es muy relevante
la tipología del cúico que se emplea en una buena parte de estos objetos que Zozaya
adscribió a la modalidad mudawwar wa-muqawwar, atribuido al Profeta Mahoma, lo
que contribuyó en algún caso a otorgarle una cronología bien temprana: la tablilla de
Osma es fechada por el arqueólogo madrileño en el siglo VIII.25 Extraña que alguien
que conoce tan exhaustivamente la bibliografía sobre al-Andalus como García Sanjuán
no haya reparado en la presencia de estas piezas cuya cronología puede remontarse, en
una parte signiicativa al menos, a la centuria de la conquista musulmana. Y si hasta
ahora tal aseveración no había manera de poder conirmarla, desde el hallazgo de una de
estas tablillas acaecido recientemente es bastante verosímil que algunas (o muchas) de
esas piezas se hubieran facturado en el siglo VIII. Sin embargo, aunque puede ayudar
a conirmar esa cronología tan temprana a la que aludimos, introduce dudas sobre la
funcionalidad general de estas escápulas por no ajustarse a lo que de ellas sabíamos
antes de este descubrimiento. En rigor, con este hallazgo encontramos dos modalidades
de tablillas sobre hueso. En El Pueyo, un sector del lugar arqueológico de Los Bañales
(término municipal de Uncastillo, Zaragoza), se localizó a inales del año 2013 otra
escápula de bóvido después de unas lluvias torrenciales que provocaron el colapso de
parte de un muro de una vivienda en cuyo interior estaba la pieza. La escápula ofrece
un texto árabe en 5 líneas en una modalidad cúica bastante arcaica que reproduce la
última azora del Corán (CXIV), presumiblemente el texto coránico más antiguo en
soporte no metálico de los hallados en la península ibérica. En proceso de estudio por un
equipo pluridisciplinar formado por los arqueólogos Ángel A. Jordán, Javier Muruzábal,
Joaquín Latorre, Rafael Carmona, Rafael Martínez y el que escribe,26 el contexto en el

24
R. Carmona Ávila y V. Martínez Enamorado, 2010, p. 203.
25
J. Zozaya Stabel-Hansen, 2000.
26
Véase una reseña periodística de M. García, “Hallado en Uncastillo el texto más largo de todo
al-Ándalus escrito en un hueso animal”, El Heraldo de Aragón, 27 de noviembre de 2013. http://
prensa.unizar.es/noticias/1311/131127_z0_5.pdf

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que se encontró nos transporta a una cronología ante quem del 775, pues en el lugar no
se han hallado cerámicas posteriores al tercer cuarto del siglo VIII d.C.
Por otro lado, resulta curioso comprobar cómo A. García Sanjuán, tan atento a
detectar omisiones y fraudes historiográicos, no ha reparado en la malversación que
se ha cernido sobre “el Conde” Julián, al que únicamente cita de manera tangencial-
en realidad, la cita corresponde a su hija- en una sola ocasión (p. 202). No es este
asunto irrelevante en una obra que lleva por título La conquista islámica de la península
Ibérica y la tergiversación del pasado.27 Salvedad hecha de ‘Umar ibn Ḥafṣūn, no hay
en la historiografía de al-Andalus un personaje manipulado hasta extremos tan obscenos
como el “conde” Don Julián.28 Nadie repara en las implicaciones que poseen pasajes
como los que le destina Ibn Jaldūn a Julián donde se le otorga la condición “emir”
(amīr) de los beréberes Gumāra originarios de esa área cercana al Estrecho de Gibraltar,
incluso como šarīf de ese qawm de los Gumāra.29 El Doctor Juan Antonio Martín Ruiz y
yo mismo hemos avanzado en la caracterización historiográica sobre Julián en un libro
que se publicará pronto por lo que remitimos a él.
Por el título del siguiente capítulo (III), “¿Cuál era la identidad de los
conquistadores?”, pudiera parecer que el autor se va a decantar inalmente por entrar
en el debate de si eran muchos o pocos los llegados o sobre la mayoritaria identidad
étnica de los mismos, árabe o beréber, tan cara aún actualmente a tantos estudiosos de
al-Andalus. Renuncia expresamente a ello, lo cual pudiera parecer que es de agradecer
para simpliicar el panorama. Sin embargo, esa simpliicación puede resultar excesiva
porque al inal la conclusión es que los que llegan a formar al-Andalus como nueva
realidad político-social forman parte de una “identidad árabe e islámica”. Algo que
ya sabíamos, si bien esta expresión vuelve a ser, por sesgada, poco afortunada. La
damnatio memoriae en relación con los beréberes que destila la obra es uno de los
aspectos que despiertan una mayor preocupación. Y que da como resultados párrafos
de vocación “culturalista” de este tenor, tan discutibles como equívocos por mezclar

27
Nuevamente, la negrita es nuestra (VME).
28
Así lo airmamos en: V. Martínez Enamorado, 2011, p. 63.
29
Citemos solamente el par de referencias de Ibn Jaldūn, al-‘Ibar, ed. Dār al-Kitāb al-‘Alamī, VI, pp.
127, 162 y 250; trad. francesa A. Chedadi, pp. 161, 219, 334 y 335; siempre como amīr Gumāra.

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conceptos de evidente raigambre cultural con otros de cariz geográico o étnico: “La
conquista de 711, además de dar origen a la islamización de la Península, supuso,
también, el comienzo de la arabización. Pese a la llegada inicial de los contingentes
beréberes comandados por Ṭāriq, los protagonistas de la conquista fueron los árabes y
como resultado de su preeminencia política y social, al-Andalus fue un país dominado
por el papel preponderante de la cultura árabe, que junto al Islam conforman los dos
componentes principales de la identidad andalusí” (p. 273).
No es únicamente que apenas se menciona el término beréber, que él coloca,
desdibujado, bajo el confuso sintagma amalgamador de “identidad islámica”, ni que se
le hurte el protagonismo histórico que tuvieron aquellos grupos clánicos norteafricanos
en la conquista, sino que tampoco comparecen en esta obra referencias bibliográicas
básicas sobre la cuestión de la radicación de aquellos qawm-s en el territorio andalusí.
Tampoco aparece por ningún lado uno de los primeros estudiosos que con rigor
afrontaron el tema, el arabista catalán Jacinto Bosch Vilá, ni los diferentes trabajos de
Miquel Barceló en los que ha centrado el asunto para Šarq al-Andalus, ni siquiera la obra
normativa sobre los beréberes desde la perspectiva cronística que siguió a la síntesis de
Pierre Guichard, Identidad y onomástica de los beréberes de al-Andalus de Helena de
Felipe, publicada en 1997.30 Tampoco lo que un servidor haya podido aportar o nuevas
contribuciones regionales publicadas31 merecen la atención del profesor García. Nada.
Y la bibliografía que se cita de Pierre Guichard tiene que ver con su refutación a Olagüe
y no con la estructura antropológica de al-Andalus tras la conquista musulmana.
En rigor, lo beréber queda reducido a tres episodios, sin que aparezcan perilados
en otros párrafos del libro más allá de referencias insulsas a la “conquista árabo-beréber”:
en la referencia que realiza González Ferrín de unos supuestos “guerreros rifeños” de
origen germano, auténtica memez que García Sanjuán critica con toda razón (p. 264);
en la conocida equiparación de los mauri que comparecen en la Crónica del año 754
con los beréberes (p. 305); o en la alusión a que las tumbas de la Plaza del Castillo de
Pamplona pudieran pertenecer a “grupos africanos” (sic) por la mutilación de algunas de

30
H. de Felipe, 1997.
31
Por ejemplo: B. Franco Moreno, 2005.

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las piezas dentarias, “por lo que parece probable que los restos analizados pertenezcan
a poblaciones beréberes llegadas a la Península tras la conquista musulmana” (p.
323). En este último asunto centraremos nuestra atención en el siguiente párrafo y más
adelante.
Es obvio que García Sanjuán no podía conocer la Tesis Doctoral de Lara Fontecha
Martínez, cuya lectura se produjo en la Universidad del País Vasco en 2013,32 después,
por tanto, de la aparición del libro reseñado. En este trabajo se extraen unas conclusiones
contundentes, que sí que permiten dibujar, con una mayor precisión, en qué consistió
la migración norteafricana a la península ibérica. Más tarde daremos una cumplida
referencia a las conclusiones extraídas por aquella genetista. Ahora queremos destacar
otra circunstancia en relación con esta problemática: García Sanjuán no debe conocer el
caso de la maqbara de Tauste (Zaragoza), presumiblemente la necrópolis islámica más
antigua de al-Andalus de las encontradas hasta ahora compitiendo por ostentar tal mérito
con la de Pamplona y de una formidable extensión (20.000 m2, con una capacidad para
unos 4500 individuos adultos), pues este dato se le escapa. En efecto, se han podido datar
con C-14 tres tumbas de las cuatro intervenciones llevada a cabo entre 2010 y verano
de 2013. Un primer enterramiento (tumba 2) se ha fechado entre la segunda mitad del
siglo VII y los tres primeros cuartos del siglo VIII (650-780), a un segundo (tumba 3)
se le da una cronología entre los siglos IX-X (860-990) y el tercero (tumba 1) se lleva a
pleno siglo X (890-1020).33 En la cuarta fase de excavaciones de la necrópolis de Tauste
realizada en julio de 2013, se han exhumado 24 individuos: 3 infantiles, 5 juveniles y
15 adultos.
Apropiado puede parecer que se nos recuerde que árabes y beréberes llegados a al-
Andalus no eran “pueblos idénticos con unas estructuras tribales similares”,34 siempre
y cuando se nos advierta asimismo que aquellos árabes que colonizaron el remoto
Occidente, entre ellos los banū Ru‘ayn analizados por Barceló,35 son los descendientes
en tercera generación de los que partieron del Mašriq y que, incluso admitiendo la

32
L. Fontecha Martínez, 2013.
33
F. J. Gutiérrez González y M. Pina Pardos, 2013. Debo el conocimiento de esta necrópolis y la
bibliografía sobre la misma a mi colega, el arquitecto taustano Jaime Carbonel Monguilán.
34
E. Manzano Moreno, 2012, p. 26.
35
M. Barceló, 2004, pp. 115-116.

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“encarnizada resistencia beréber” en el Magrib, hubieron de sumergirse (muchos de


ellos al menos) en aquel medio tribal beréber, estableciendo alianzas con clanes y tribus
imaziguen a lo largo de unos 40 ó 50 años, unos lapsos cronológicos nada desdeñables
a efectos históricos.
En la cuestión de las lenguas, otra vez García Sanjuán exhibe demasiada
vehemencia. El párrafo en el que deiende que al-Andalus fue “durante varios siglos un
país bilingüe, caracterizado por la coexistencia de la lengua árabe junto a la lengua
romance procedente del latín, tradicionalmente denominada ‘mozárabe’, aunque hoy
día los especialistas han acuñado el neologismo ‘romandalusí’ para designarla”36 (pp.
309-310) es maniiestamente erróneo. Y no sólo por ser ambiguo, pues tenía que haber
diferenciado entre las variedades vernáculas (lenguas de comunicación hablada) y escritas
o de registro culto (árabe clásico, latín y hebreo), como hace Ángeles Vicente,37 sino
porque olvida incluir entre las primeras al tamazigue o beréber. Más bien “beréberes”
o “tamazigues”, pues los haces dialectales de esta lengua camítica implantados en al-
Andalus por los conquistadores hubieron de ser varios. Algunos testimonios cronísticos
son muy explícitos sobre la implantación de esos dialectos beréberes en el sur de la
Península al poco de la conquista: una anécdota recogida por Ibn al-Qūṭiyya, en la que
grupos beréberes reclutados en dos facciones distintas, los banū Jalī‘ y los banū Wansūs,
se entendían en exclusividad en su lengua vernácula (kalām al-barbar),38 ilustra como
pocas esa presencia lingüística. Eran los dirigentes de esos grupos los que podían
mantener una conversación en árabe con aquellos árabes que los comandaban; el resto
seguían expresándose en sus hablas locales tamazigues, como sucede con esos banū
Jalī‘ de la cora de Tākurunnā (cora que ocupaba una parte considerable de la Serranía
de Ronda) y con esos banū Wansūs, que no eran de los Nafza como los anteriores sino
de los Miknāsa39 y que tratan de convencer a sus congéneres que estaban del lado de

36
Extrañamente no cita en toda la obra al investigador encargado de crear ese neologismo, el arabista
Federico Corriente. Véase, por ejemplo, F. Corriente, 1997.
37
A. Vicente, 2007, pp. 23-43.
38
Ibn al-Qūṭiyya, Ititāḥ, ed. y trad. J. Ribera, p. 31; trad. p. 24.
39
M. Fierro, 1990, p. 51; H. de Felipe, 1997, pp. 230-231. Tal vinculación Nafza-Miknāsa se va a re-
producir en el poblamiento de las Marcas de al-Andalus lo que puede signiicar en algunos casos una
migración conjunta.

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Yūsuf al-Fihrī para que se pasaran al lado omeya. Que unos y otros se entendieran en
tamazigue se explica porque habrían de venir de lugares relativamente próximos, sabida
las diferencias dialectales del haz lingüístico beréber. De hecho, en los episodios relativos
a la instalación entre los Nafza y los Wansūs de ‘Abd al-Raḥmān (I) ibn Mu‘āwiya
llegado de Oriente se señala la cercanía de una cabila con respecto a la otra: con los banū
Wansūs estuvo en Bāra, entre los Nafza en Ṣabra, embarcándose en el fondeadero de
Mugīla o Magīla, en territorio de los zanāta.
Advertía Miquel Barceló de la manera sigilosa en que la cuestión de las lenguas
de al-Andalus se cuela en los entresijos de los escritos de medievalistas y arqueólogos
españoles, como si no fuera posible, con el formidable volumen de información
disponible, acometer de una manera más rigurosa esa cuestión, entregada cómodamente
a los ilólogos y, por ende, sin percibir en ella el más mínimo fundamento histórico.
Todo se resume en simplezas sobre la arabización y perduraciones no contrastadas de
los “latines” peninsulares. Mucho nos tememos que el alegato de Barceló a favor de
terminar “con el desinterés del medievalismo hacia la cuestión de la lenguas”40 a partir
de la propuesta de Federico Corriente sobre el vigor del haz lingüístico sudarábigo de
origen yemení en la propia conformación de la identidad política andalusí sea de nuevo
soslayado. Los párrafos que le dedica García Sanjuán a ello son evidencia de esa elusión
deliberada con la que se intenta dar una consideración de trámite a cuestión considerada
tan onerosa, indudablemente histórica también, como es la de las lenguas de al-Andalus
bajo frases hechas en las que siempre está presente su “arabización”, lo cual por general y
obvio no signiica nada. Contrasta, por ende, con la manera en que se están acometiendo
desde hace tiempo el estudio de las lenguas en el Magreb, con resultados, en el fondo,
similares a los propuestos por F. Corriente41 para al-Andalus: la creación de un árabe
estándar (andalusí y magrebí, interconectados también) a partir de los centros urbanos,
bien identiicados: el principal, sin duda, Qayrawān, y los secundarios Tremecén y Fez.42
El cuarto capítulo pretende responder a la interrogante “¿Por qué triunfaron los

40
M. Barceló, 2004, p. 145.
41
F. Corriente, 1997b.
42
Por ejemplo, D. Caubet, 2001-2002; D. Caubet, 2004. Confírmense lo destacado de esas conclu-
siones a través de la bibliografía recogida. Por otro lado, la bibliografía sobre las lenguas beréberes,
especialmente Marruecos y Argelia, es tan amplia que no entraremos en ella.

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conquistadores?”. Se inicia, entre otras cuestiones, con una delimitación cronológica de


lo que se entiende por conquista de al-Andalus, que duró entre una década y unos 21 años
(p. 360), lapso que no resulta, como se encarga de aclarar García Sanjuán, excepcional
en comparación con otras conquistas musulmanas inmediatamente anteriores. La
diicultad, sin embargo, de cerrar ese proceso, como el propio García Sanjuán deiende
más adelante (p. 408: “la inalización del proceso y sus límites territoriales resultan
mucho más difíciles de establecer”), es resultado, por la propia naturaleza de este libro
y de sus propuestas, del reduccionismo aplicado al limitar este proceso formativo de
al-Andalus a la conquista militar del año 711 y a sus consecuencias más inmediatas. Al
describir lo sucedido en el año 711 como un “‘big-ban’ que acaba creando realidades
radicalmente nuevas, aunque en muchos casos sólo seamos capaces de de ver la
coniguración inal del proceso”43 volvemos a lo de siempre, a la excepcionalidad de al-
Andalus, cuando esas palabras se podrían aplicar, perfectamente, a cualquier conquista
(a la islámica del Magreb o de Persia, pero también a la hispana de América) y casi a
cualquier gran acontecimiento histórico. La diferencia está no en sus inicios sino en
sus inales. Pero si se elige la idea de “conquista militar” y el año 711, el proceso, la
desnuda historia factual, no hay manera de cerrarlo, por lo que se impone la creación
de otros sintagmas para explicarlo globalmente. Y una prueba de esa diicultad para
clausurar con contundencia el proceso nos lo da Luis de Mármol. Todavía en el año de
834 “pasaron por el estrecho de Gibraltar tantos Alaraves y Affricanos que cubrían la
tierra como langostas”.44 Nosotros elegimos en su momento el de “formación de al-
Andalus” por entender que es el menos comprometedor y el que reúne de manera más
acertada lo que signiicó la conquista musulmana y el proceso que abrió.45 Entendemos,
por ello, que la utilización exclusiva de “conquista musulmana” como eje articulador
del discurso historiográico es contraproducente por establecer una clausura siempre
esquiva y permeable, unos límites difusos que se diluyen entre acontecimientos siempre
menores desde todas las perspectivas posibles al de 711. De hecho, es bastante plausible
que la fase inicial de asentamientos de grupos clánicos árabes y beréberes en al-Andalus,

43
E. Manzano Moreno, 2012, p. 25.
44
L. de Mármol Carvajal, 1573, fol. 109r.
45
V. Martínez Enamorado, 2003, pp. 143-152.

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principal efecto del 711, no terminase antes de la década inal del siglo IX, poco antes de
la “conquista” de las Islas Baleares por ‘Isām al-Jawlānī.46
La cuestión de la “rapidez” de las conquistas musulmanas es asunto sobre el que
se han vertido opiniones de lo más diversas. Por supuesto, está en el fondo de la
explicación de Olagüe, perplejo ante la posibilidad de que gentes venidas de la remota
Arabia pudieran conquistar el solar ibérico en tan breve tiempo. Ese persistente asombro
con el que los investigadores se enfrentan a ese período formativo del Islam, por la
enorme capacidad expansiva que exhibe, nos permite insistir en la diicultad que entraña,
por lo visto, acercarse a ese acontecimiento del año 711 sin prejuicios de partida. Uno de
esos sobrentendidos los maneja García Sanjuán sin rubor al comparar la conquista del
“Imperio azteca” con la “invasión musulmana”, utilizando el siguiente argumento: “Las
circunstancias concretas de cada caso son muy distintas, pero ese episodio [la conquista
del territorio azteca por Hernán Cortés] permite comprobar que, a lo largo de la historia,
se han dado situaciones en las que pequeños contingentes armados han llegado a
controlar e incluso someter amplios dominios territoriales, cuando se han dado las
circunstancias favorables para ello”47 (pp. 361-362). No insistiremos en la imposibilidad
de partida de comparar uno y otro episodio, pero sí en otra circunstancia: García Sanjuán
se decanta por la idea de que eran “pocos” (“pequeños…”) y todos ellos, sin excepción,
militares (“…contingentes armados”) los que coniguraron ese primer al-Andalus,
proporcionando a lo castrense tal hegemonía en la explicación de los hechos que se
termina por desvirtuar gravemente el proceso histórico que se abre en esas fechas. Es
cierto que sin acto militar es incomprensible lo acontecido a continuación, que se puede
resumir en lo que en algún momento García Sanjuán llama la conformación de una
“mayoría sociológica musulmana” (p. 313). No obstante, en sí misma la conquista (fath)
no explica la formación de al-Andalus; es más, si únicamente recurrimos en ese período
inicial a la acción militar para tratar de comprender lo que sucedió, se termina por
desigurar de manera muy embarazosa los acontecimientos para convertir el proceso en
algo ininteligible, en un asunto clausurado en lo factual y en lo militar. En deinitiva, es

46
M. Barceló, 2004, pp. 26-27.
47
Todas las negritas son nuestras (VME).

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otro artiicio de ese suelo incierto de irmeza, de doble fondo insondable,48 en el que la
investigación española cae irremediablemente (y, por qué no decirlo, a sabiendas) una y
otra vez cuando de la formación de al-Andalus se trata. Volveremos más adelante sobre
ello. Ahora únicamente insistiremos en el afán de una siempre imprecisa contabilidad de
todos aquellos investigadores que se acercan a la “invasión” musulmana: es una incógnita,
por carecer de la más mínima escala, que son “pocos” o “muchos”, “pequeños” o
“grandes”, para el autor de La conquista islámica. Lo que sí parece certero señalar -y es,
por consiguiente, comprobable- es que con esas valoraciones se vuelve al guión, bien
establecido incluso desde los libros de la ESO y el Bachillerato, de la explicación del
711 como un hecho que no alteró la coniguración demográica de la vieja Hispania, en
la que esos “pocos extranjeros”49 si lograron alterar de manera casi deinitiva el trascurrir
de estas tierras de Occidente fue preservando en buena medida el medio social que los
acogió. Ni que decir tiene que sobre ese medio social (que no político) el conocimiento
que tenemos es de una parvedad aplastante, como se encargan de repetir cuantos se
dedican al estudio de la sociedad visigótica desde una perspectiva arqueológica.50 No
parece, por lo demás, que fueran tan pocos ni que (muchos o pocos) fueran todos
contingentes armados los que llegaron “a controlar e incluso someter” esos “amplios
dominios territoriales” que formaban Hispania. La relevancia concedida a esa minoría
árabe, “élite” u “oligarquía”51 para un investigador como Eduardo Manzano o

48
M. Barceló, 2004, p. 140.
49
Ese término de “extranjero” es familiar a Alejandro García; así, “intervención extranjera” (p. 86).
50
Por ejemplo, A. Vigil-Escalera Guirado y J. A. Quirós Castillo, 2013, quienes, tras lamentarse rei-
teradamente sobre la ausencia de proyectos arqueológicos especíicos sobre el campesinado para el
período visigodo, terminan su análisis en clave “netamente discontinuista” con unas relexiones que
no caminan precisamente en la idea no matizada de la existencia de esos grandes propietarios de
“amplios dominios territoriales”: “Las transformaciones que se observan en los patrones de ordenación
territorial, la distribución de los asentamientos, las formas de explotación de los espacios rurales y,
sobre todo, el protagonismo que adquieren las comunidades campesinas y los poderes de ámbito local,
nos han permitido teorizar las bases de una verdadera «revolución del campesinado». Frente a los plan-
teamientos más «primitivistas», el registro arqueológico permite excluir completamente la noción de
comunidades campesinas autónomas y completamente desvinculadas de los poderes territoriales. Pero,
por otro lado, también es cierto que estas comunidades mantuvieron amplios márgenes de capacidad or-
ganizativa como resultado de la descentralización de la gestión de las actividades productiva” (p. 398).
51
Este último término (“oligarquía guerrera”) es el que se emplea en fechas más recientes: E. Manza-
no Moreno, 2012, p. 26. Incluso se recurre a la expresión de “caudillos muy efímeros” (p. 27).

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“aristocracia” para Alejandro García Sanjuán,52 permite con su sola concurrencia no


alterar ese guión ni la secuencia reglada de unos hechos que, siempre, adoptan inalmente
el mismo formato: se le llame “conquista” o “invasión”, la continuidad del dominio
político ejercido por una élite indígena que logra entroncar por matrimonio con los
grupos dirigentes árabes, termina por ser el resultado historiográico, bien previsible, del
711. Y a partir de ahí las crisis del sistema se resuelven por aristocracias, locales o
extranjeras, a la búsqueda de dominios territoriales concretos. Tal propuesta viene de
antiguo y fue expresada por primera vez con cierta modernidad acorde con aquellos
tiempos por Abilio Barbero y Marcelo Vigil en un sentido muy diáfano: el mantenimiento
de unas relaciones sociales previas en la nueva entidad política con lo que ello signiicaba
a la hora de la defensa de la hipótesis de una perduración del “feudalismo visigodo” tras
la conquista militar musulmana. García Sanjuán explícitamente hace suya aquella visión
exitosa de Barbero y Vigil y llega más lejos al airmar que en la práctica todos cuantos
se han ocupado del 711 la comparten sin excepción: desde Miquel Barceló (lo cual no es
solo harto discutible, sino que obedece a una lectura muy particular de la integridad de
su obra) hasta María Antonia Martínez Núñez, pasando por Manuel Acién Almansa y
Felipe Maíllo Salgado (p. 422). Extrañamente, no menciona a Eduardo Manzano. Las
ideas antitéticas de un Estado visigodo fuerte, solo vencido por un fatal error estratégico
(pp. 372-384) o de una monarquía sumida en una crisis profunda (pp. 364-372)
acrecentada por la “acción violenta de los contingentes armados” (por ejemplo, pp. 390
y 445) o “militares” (p. 444), es a todos los efectos irrelevante. A la postre, aquellos
“pocos” terminan por fundirse con los “muchos”, por lo que, en esta dinámica de los
hechos descrita por el profesor de la Universidad de Huelva –y común a tantos otros
investigadores-, alguien pudiera estar tentado de responder a la pregunta de por qué
triunfaron los conquistadores con que la situación tal y como se describe no fue sino un
trampantojo en el que los “conquistadores” terminaron siendo “conquistados” por el
genio aristocrático visigodo. Estos, en in, acabarán representando el papel de
“conquistadores”, de tal manera que el resultado será que “a quien beneiciaba la

52
“[…] y el establecimiento de una nueva entidad política en la Península [al-Andalus], gobernada por
la aristocracia árabe y radicada en la ciudad de Córdoba” (p. 379).

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conquista mediante pactos era a la aristocracia indígena que, merced a los pactos de
capitulación había podido mantener el control de las tierras” (p. 438). Tal aserto sobre
el control de las tierras por parte de las élites visigodas se repite, sin necesidad alguna
de explicación, en tantas otras obras sobre la conquista del 711. En todo caso, requeriría
de una cierta veriicación arqueológica o, como diría Alejandro García Sanjuán, de una
“base empírica” (p. 362) menos precaria que la exhibida hasta ahora. Otro párrafo, casi
terminando la obra, vuelve a ilustrarlo a la perfección: “El éxito de los conquistadores
se explica, por lo tanto, en función de las debilidades, estructurales y coyunturales, de
la monarquía visigoda, así como de la propia acción de los musulmanes, encaminada a
facilitar la sumisión de los territorios mediante el otorgamiento a las aristocracias
locales de pactos de capitulación que suponían condiciones ventajosas desde los puntos
de vista político, económico y religioso. No obstante […], la conquista no fue un proceso
exento de violencia, dado que, en deinitiva, consistió en la imposición de un nuevo
dominio destinado a perdurar durante varios siglos” (p. 446). De modo que ese nuevo
“dominio” político -se entiende que el Islam- que duró ocho centurias se gestó a base de
un gran acuerdo entre las aristocracias locales de un Estado extremadamente débil –el
visigodo- y unos conquistadores árabo-musulmanes, que habían acreditado un vigor
inconmensurable en ese proceso de expansión, lo que no es óbice para que la imagen
inal que se obtenga de todo esto es que son esas élites locales las que obtuvieron unas
“condiciones” más “ventajosas”. Demasiadas paradojas deicientemente resueltas en
este discurso, por cierto, tan similar en el fondo (menos en la forma) a tantos otros que
han tratado de comprender ese origen de al-Andalus, como para ser aceptado sin cierta
prevención.
Al supeditar todo a la explicación de la conquista, aloran controversias,
perfectamente evitables, con otros investigadores que, siguiendo en muchos casos el
testimonio cronístico, preieren hablar, por ejemplo, de una “sumisión de Hispania”. Es
el caso de Pedro Chalmeta, cuya conocida obra, Invasión e islamización. La sumisión de
Hispania y la formación de al-Andalus (1994), A. García Sanjuán, en un lapsus freudiano,
convierte en Invasión e islamización. La conquista [sic] de Hispania y la formación de
al-Andalus (p. 453), a pesar de que en el texto se explican en detalle los entresijos de este

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título, achacándole a la obra de Chalmeta espesas contradicciones (p. 421) y ausencia


incluso de un planteamiento especíico sobre el asunto de partida, siempre la conquista
(p. 422). No observamos, en todo caso, esas contradicciones entre lo transmitido por
Chalmeta y lo hecho por García, salvo posiblemente el sobrado énfasis puesto por el
segundo en ese concepto de conquista que deiende aguerridamente. Con la solemnidad
reservada para las grandes ocasiones airma: “El origen de al-Andalus fue el producto de
la acción, directa o indirecta, de contingentes militares, lo cual obliga a admitir que se
trató de un hecho de conquista debiendo descartarse cualquier otra forma de entender
dicho proceso” (p. 425).
Pues bien, con el mismo énfasis puesto por nuestro autor descartamos rotundamente
esa manera de entender los años iniciales de al-Andalus. Si “invasión” remite “a un
sentido biológico, vinculado a la actuación de agentes patógenos sobre un organismo”
(p. 36), “conquista” (fatḥ) no deja de ser un concepto insuiciente y, hasta cierto punto,
tramposo que no logra expresar la complejidad del proceso de formación de al-Andalus,
eso que adecuadamente A. García resume en el “origen de al-Andalus”. Un concepto el de
conquista (militar, por supuesto) que trunca, por decantarse por lo político y, sobre todo,
por lo castrense, la interpretación de al-Andalus como sociedad, sobredimensionando
la cuestión política de carácter factual. Por consiguiente, se trata de una apuesta clara
por lo “événementielle”, obviando lo social y antropológico. Nihil novum sub solem
(Eclesiastés, 1-10). Por supuesto, esa apuesta es tremendamente comprometida en
una determinada línea de interpretación de los hechos y A. García Sanjuán lo sabe,
descartando todo cuanto pueda llevarle a otros terrenos que no sean los militares. Y de
ahí el celo frente a Chalmeta a la hora de recusar la “sumisión” de Hispania, con otras
connotaciones indeseadas para el profesor andaluz. Estamos obligados a volver sobre
ello más adelante.
La polémica con otro investigador, Eduardo Manzano Moreno y su hipótesis sobre
las divergencias en torno a la conquista, por la fuerza o por capitulación (pp. 428-439),
es más técnica, sin que afecte, ni en el fondo ni en la forma, a la propuesta general de
García Sanjuán. Es la típica digresión erudita que no interiere en esos resultados. De
mayor consistencia son sus incursiones a lo largo de distintos capítulos en lo que el autor

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denomina la “cultura material”, en la que ahonda con pasajes como éste: “En el ámbito
de la ‘cultura material’ podemos hablar de la aparición de formas y estilos decorativos
ajenos a la tradición local, tales como el horno portátil para cocción de pan (tannūr), el
arcaduz de noria y el jarro que sustituye en las pautas de consumo de líquidos al cuenco
característico de la época visigoda. Este último, indica S. Gutiérrez Lloret, ‘constituye
uno de los mejores indicadores materiales y cronológicos del proceso de islamización
cultural’. Asimismo, otro indicador estudiado en la zona de Tudmīr es la decoración
pintada en óxido de hierro, ausente en la época visigoda y cuyo uso experimenta un
progresivo incremento durante el siglo VIII” (p. 320). Resulta cuanto menos chocante
que en una obra como esta, tan comprometida en el litigio historiográico frente a
fraudes como los que representan Olagüe y González Ferrín, entre otros, García Sanjuán
esquive, sin ni siquiera mencionarlo de pasada, uno de los debates más sugerentes del
medievalismo español en las últimas décadas, el protagonizado por Miquel Barceló y
Helena Kirchner, por un lado, y Sonia Gutiérrez Lloret, por otro, en torno a algunas de las
cuestiones que enuncia más arriba. Los títulos de las contribuciones de Helena Kirchner,
en las que iguran términos tan familiares a este asunto de la conquista (“indígenas” y
“extranjeros”),53 apuntan sin duda a lo conveniente que hubiera sido que el polemista
García Sanjuán no nos hurtara su opinión en relación con tan señalada controversia. O
si esto le pareciera excesivo, al menos que se hubiera indicado que ese debate existió.
Hubiera bastado una nota a pie de página.
Es matizable, asimismo, que el lugar de Ruscino, separado unos pocos kilómetros,
a su lado oriental, de la ciudad francesa de Perpiñán, sea “el primer sitio arqueológico
de cierta entidad que acredita la presencia musulmana en la Galia Narbonense” (p.
170) cuando García Sanjuán ha de conocer la existencia de la llamada “cuestión de
Fraxinetum”, con una dimensión arqueológica bien delimitada por el descubrimiento
desde los años 70 de la pasada centuria de cuatro pecios que sin duda pertenecían a los
marinos del enclave.54 Esos hallazgos son de tal entidad que a partir de ellos se puede

53
H. Kirchner, 1999; H. Kirchner, 2000. También, M. Barceló, 1996. Por el lado de S. Gutiérrez Lloret,
especialmente, 1995. Un buen resumen de la polémica en h. F. Glick, 2007, pp. 70-71.
54
La bibliografía básica se puede encontrar en: J. P. Joncheray y Ph. Sénac, 1995; Ph. Sénac, 2001a;
Ph. Sénac, 2001b; Ph. Sénac, 2007. Véase un breve estado de la cuestión en V. Martínez Enamorado
y F. Retamero, 2010, pp. 228-229.

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valorar la inserción de la actividad de los grupos clánicos englobados bajo la denominación


de baḥriyyūn en unas redes comerciales en el Mediterráneo occidental comandadas por
los omeyas.55 Este asunto en su estadio inicial es tratado colateralmente por el autor de
La conquista islámica en clave de nuevo militar (pp. 386-390), sin acertar a entender
que más que un ejército de un Estado organizado, con contingentes armados terrestres
y marinos perfectamente encuadrados en una estructura de poder rígida y disciplinada,
la “conquista” pudo ser resultado de pactos entre grupos clánicos sin registro escrito
constatable en ese mundo de textualidad lábil y huidiza. La idea, por tanto, de una
armada árabe organizada por ese Gran Leviatán que sería el Estado árabe damasceno
capaz de ordenar, sin isuras ni contradicciones y desde la lejanía, un movimiento táctico
de tropas y un desplazamiento tan amplio de gentes por tierra y mar no deja de ser un
desiderátum de Alejandro García Sanjuán en torno a la idea, tal vez demasiado crédula, de
lo que signiica una conquista en el siglo VIII. Una conianza en esos resortes del Estado
musulmán que le lleva a decir, sin matices, que “la consolidación del Estado fundado
por Mahoma permite comprender la existencia de un aparato burocrático y militar
eicaz que protagonizó el proceso de expansión, en cuyo transcurso fue conquistada
la península Ibérica” (p. 293). Se nos tendrá que explicar mucho mejor ese proceso
de completa centralización para la conquista, en el que insisten otros investigadores,56
porque si en las decisiones importantes no parecen abrigarse dudas, en las de contexto
más local o regional parece resultado de pactos y acuerdos entre facciones y grupos
clánicos. Basta con leer a Ibn Jaldūn. No puede ser de otra manera: la distancia impide
que entre el centro rector de Oriente y las remotas regiones conquistadas las directrices
emanadas de aquel se pudieran cumplir a rajatabla, si no eran muy generales. El proceso
tendrá, por tanto, mucho más que ver con la descripción del periplo de los banū Ru‘ayn,

55
A la espera de la publicación del trabajo de X. Ballestín sobre los baḥriyyūn (en prensa), citamos la
obra imprescindible de M. Barceló, 2001; también, V. Martínez Enamorado, 2008a, reproducido, en
castellano, con aportaciones nuevas, en V. Martínez Enamorado, 2011, pp. 115-127.
56
Por ejemplo, E. Manzano Moreno, 2012: “Cuanto mejor se conoce esa expansión más evidente re-
sulta que su dirección correspondió a una oligarquía guerrera enmarcada en un proceso de etnogénesis
propiciado por un estado expansionista que fue capaz de dotarse tanto de una ideología salvacional
y cohesionadora, como de una centralización muy acusada” (p. 26). Las negritas nos pertenecen
(VME).

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deinido magistralmente por Barceló, que con una imposible centralización sobre la que,
por otro lado, ninguno de estos investigadores le da un contenido preciso y tangible más
allá de la presencia de la moneda.
La descripción de las modalidades de los pactos a través del territorio es capítulo
abordado previamente por cuantos han centrado su atención en la conquista islámica de
al-Andalus, particularmente Pedro Chalmeta y Eduardo Manzano. En realidad, no hay
apenas primicia en estos párrafos que dedica al asunto, habiendo perdido la oportunidad
de acompañar a las evidencias recogidas en las diversas crónicas árabes los testimonios
puramente arqueológicos, cada vez más numerosos, generados en torno a algunos de
esos escenarios primarios de la conquista. Señalamos con especial incidencia el caso
de Toledo, con la Vega Baja, que está arrojando unos resultados espectaculares, para
explicar, también, los primeros años de Ṭulayṭula,57 pero esta advertencia puede ser
ampliada a Córdoba o Mérida, con destacadas novedades arqueológicas que también
pueden conectarse con el discurso de los cronistas. Precisamente, en las excavaciones
de la Vega Baja toledana se anuncia, de manera indirecta, la que pudo ser una modalidad
de ocupación de esos “contingentes armados” (tan caros para García Sanjuán) en
las primeras ciudades de al-Andalus: los campamentos con tiendas (jiyām, plural de
jayma), cuya fragilidad en el registro arqueológico puede explicar parcialmente la
permanente oscuridad y precariedad en lo edilicio de los vestigios de esa conquista:
“Los indicios parecen apuntar hacia la existencia de ocupaciones al aire libre o, por
lo menos, de abundantes hogares en supericie que no han podido relacionarse con los
restos de ninguna estructura construida. Posiblemente, por la utilización de estructuras
perecederas o el uso de los espacios abiertos como lugares en los que se desarrollaban
actividades de carácter más o menos doméstico”.58 Lo describía, otra vez, Ibn Jaldūn:
“Y por eso las poblaciones de Ifrīqiya y del Magreb, todas o la mayor parte de ellas, son
rurales (badawiyyan): gentes que viven en tiendas (ahl jiyām), en literas transportables,

57
Sobre la cerámica y las estructuras de la Vega Baja descubiertas, A. J. Gómez Laguna y J. M. Rojas
Rodríguez-Malo, 2009a; A. J. Gómez Laguna y J. M. Rojas Rodríguez-Malo, 2009b; J. de Juan Ares y
Y. Cáceres Gutiérrez, 2010; sobre los hallazgos numismáticos, R. L. García Lerga, 2012. Sobre otros
hallazgos, M. A. Valero Tévar (coord.), 2011.
58
J. de Juan Ares y Y. Cáceres Gutiérrez, 2010, p. 97.

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o en refugios o abrigos de las montañas”.59


Independientemente de estos emplazamientos sobre los que está comenzando a
procesarse un registro cada vez más complejo y completo, el profesor García prescinde en
la explicación zonal de la conquista (pp. 390-408) de los estudios de alcance variado que
se han ido produciendo en los últimos tiempos sobre determinados conjuntos regionales
o coras, como pueden ser Sidonia, Jaén y Rayya/Tākurunnā,60 entre otros. Incluso los
trabajos irmados por A. García Sanjuán que describen desde el siglo VIII comarcas
andalusíes, como uno muy importante sobre Huelva,61 no aparecen citados.
Más allá de esta bibliografía ausente, con la que de estar presente la obra hubiera
ganado en versatilidad, existen diversos errores de interpretación elementales para
algunos de los lugares de la conquista reseñados por García Sanjuán. Como es sabido,
la expedición comandada por Ṭarīf en 710 sobre la bahía de Algeciras no produjo el
topónimo de “Isla Verde” (al-Ŷazīrat al-Jaḍrā’), éste aplicado a Algeciras, sino Tarifa
(Ŷazīrat Ṭarīf), contrariamente a lo que airma A. García Sanjuán: “El relato de esta
acción […] se dirigió al lugar llamado Isla Verde, situado frente a la península de al-
Andalus, luego conocido como isla de Ṭarīf”(p. 391). Por otro lado, Umm Ḥakīm no
pudo estar “en Sidonia” (p. 392) por encontrarse en las inmediaciones de Algeciras,
que no perteneció a lo largo de la historia de al-Andalus a esa circunscripción, sin que
se le pueda tampoco dar por bueno el caliicativo de “río” (¿wādī? ¿nahr?) (pp. 392
y 496) por constar en Ibn ‘Abd al-Ḥakam solamente el de “isla” (ŷazīra) en la que
Ṭāriq dejó a su esclava (ŷāriya) de ese nombre; uno de los historiadores que mejor
conoce los lugares de la conquista del año 711, Antonio Torremocha Silva,62 se refería,
en efecto, a este lugar como una verdadera isla que emplazaba en la boca del río de
la Miel, dejando para la propia Algeciras la segunda denominación de “Isla Verde”,
situada en una península formada por el propio cauce del río de la Miel. De hecho

59
Ibn Jaldūn, Muqaddima, ed. Dār al-Kitāb al-‘Alamī, p. 371; trad. española F. Ruiz Girela, p. 647.
60
Citemos exclusivamente algunas de las coras más meridionales: para Algeciras, véase la bibliografía
de A. Torremocha Silva; Para Sidonia, J. Abellán Pérez, 2004 y M. A. Borrego Soto, 2013; para Rayya/
Tākurunnā, V. Martínez Enamorado, 2003.
61
A. García Sanjuán, 2003.
62
Existen varios trabajos de síntesis de este autor donde se recogen algunas identiicaciones; A. Torre-
mocha Silva, 2002; A. Torremocha Silva, 2009, pp. 52, 53 (notas 129 y 130) y 55; A Torremocha Silva,
2012, pp. 41-46. Igualmente, A. J. Sáez Rodríguez, 2001.

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esta primera islita, la de Umm Ḥakīm, se conservó hasta la época de la construcción


de las grandes infraestructuras portuarias de Algeciras, existiendo cartografía militar y
alguna foto decimonónica de la misma, como ha podido argumentar Torremocha. Por
otro lado, las identiicaciones propuestas para Lakkū/Lakkuh y al-Buḥayra (p. 392) están
pendientes de una veriicación más exhaustiva; hay dudas respecto a la existencia real
de esa estación aduanera de Lacca, que sirve para identiicar la Lakkuh andalusí con la
romana en el cortijo de Casablanca, y posterior sitio vecino de Qalsāna.
Asunto en el que se da el yerro es asimismo el de algunas transcripciones y
traducciones. Por ejemplo, la transcripción de Sidonia por Šaḏūna –tendría que ser, según
los antecedentes y el resultado toponímico producido, Šiḏūna–63 es un error demasiado
frecuente (pp. 169, 394, 402 y 496) en el que hemos podido incurrir asimismo distintos
investigadores.64 Se dan también interpretaciones derivadas de traducciones muy
forzadas que habría que revisar: ‘ilŷ, de donde deriva el castellano “elche”, entendemos
que no debería ser traducido como “población nativa” (p. 398), constructo que recuerda
mucho a los estudios de antropología decimonónica de carácter colonialista, por más
que la alternativa de “incivilizado”, según los diccionarios árabes y las interpretaciones
coránicas, sea bastante más peyorativa;65 esa es la vía seguida por A. García Sanjuán
(“reproduzco mi propia versión”) en otro pasaje al emplear la expresión de “bárbaro”
(p. 412): “Dice Ibn Hayyān que, en su tiempo [se reiere al valí ‘Anbasa] se levantó
en Ŷillīqiya un malvado bárbaro (‘ilŷ), llamado Pelayo. Reprochando a los bárbaros
(‘ulūŷ) […]”.66 No dejar de ser, creemos, un sinónimo de ‘aŷam, con las connotaciones
que ello trae en relación con la extrañeza que causa su lengua.
Antes de pasar a establecer unas conclusiones, entendemos que es necesario
proceder a ijar varios asuntos formales que observamos en distintos pasajes de la obra.
Uno de ellos se reiere a distintas erratas detectadas que no pueden entenderse de manera
malévola como faltas de ortografía sino simplemente como erratas, lógicas y normales en
una obra de este volumen y profundidad: por ejemplo: “ingerencia” (p. 87) o “vesiánica”

63
M. A. Borrego Soto, 2007, p. 6, nota 2.
64
Yo mismo: V. Martínez Enamorado, 2008b.
65
E. Lapiedra Gutiérrez, 1997, pp. 189-247.
66
Las negritas son nuestras (VME).

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(p. 241) - en este caso la errata no puede ser atribuida al profesor García toda vez que
pertenece a un pasaje de González Ferrín, si bien es asumida por aquel al no incluir el sic
de rigor, como hace en tantas ocasiones (especialmente con insistencia en el sintagma
“península ibérica”, cuando la expresión recogida por la Ortografía de la RAE es esta
que escribimos arriba y no la que da García Sanjuán de península Ibérica)-.67 Erratas son
asimismo la presentación gráica de Ibn, con un ‘ayn precedente (‘Ibn en Ibn ‘Iḏārī) (p.
208) o la fecha cristiana proporcionada para el 138 de la Hégira, el año 155 (p. 312).
También algunas de las páginas de los índices presentan errores y ausencias (no incluye,
por ejemplo, algunos nombres como, entre otros, Amancio Isla Frez), como puede ser la
entrada “Pamplona” en el Índice (p. 495) que remite a las páginas 454-455 y 466 cuando
estas pertenecen a la bibliografía, incorrección que volvemos a detectar en otros casos:
por ejemplo, en la entrada “península Ibérica” de la p. 495 (pp. 451-452, 456-458, 461-
464, 467). O remitir en esa misma entrada a la página 35 (sin constancia en ella de la
presencia de esta palabra) tras la 309 y antes de la 402.
De manera particular, no resulta en absoluto discreta la insistencia de Alejandro
García Sanjuán de referirse a Ignacio Olagüe como, entre otras muchas, “seudohistoriador
vasco” o “autor vasco”, repetido decenas de veces a lo largo de la obra. Esa perseverancia
debe de signiicar algo, si bien desconocemos las razones que llevan al autor de La
conquista islámica a repetir ese gentilicio asociado a Olagüe y la relevancia que pueda
tener, según su criterio, ese origen geográico en los hechos relatados y en la impostura
creada, pero contrasta con la ausencia del adjetivo en otros historiadores citados
con frecuencia. En ningún momento se dice nada de la procedencia, por ejemplo, de
Emilio González Ferrín. Si acaso, solo hemos podido detectar una recurrencia al origen
geográico de otro “historiador vasco”, Armando Besga Marroquín (p. 374).
Las conexiones de la península Ibérica con el Norte de África merecerían en la
cuestión de la conquista mucha más atención que le concedida por García Sanjuán. Es
bien conocido que el procedimiento que de manera grosera se empleó para la explicar las

67
Hasta en tres ocasiones adjunta un sic a modalidades escritas que entiende erróneas de península
ibérica: p. 67, 114 y 126, en los tres casos por emplear “Península Ibérica”. En p. 89 y en p. 109, las
expresiones “península arábiga” y “península” también llevan sus correspondientes sic. La referencia
a la manera correcta de escribir península ibérica en la Ortografía de la RAE, 2010, p. 477 (www.rae.
es).

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“escasas relaciones” a lo largo de la Prehistoria entre el Norte de África y la península


Ibérica o la supremacía cultural del Norte “europeo” sobre el Sur “africano” produjo
escritos como estos que a continuación glosamos, solo homologables en intensidad racial
a los generados por la “invasión islámica”: “Hasta la nueva estructuración de Bernabé
Brea, el origen de la cerámica impresa en el Mediterráneo lo situaban los prehistoriadores
españoles principalmente Santa Olalla y San Valero en el Norte de África. Esta posición
está descartada. África se ha caracterizado siempre por un horizonte receptivo más
que expansivo y concretamente por el sentido arcaico, monótono y provincial de su
cerámica impresa”; “En África del Norte siempre arcaizante y aislada en prehistoria, la
cerámica impresa, sin pasar por las culturas del Bronce llegará hasta la colonización
púnica”.68 O Almagro, en abierta crítica a Pedro Bosch Gimpera, defensor de las ideas
“africanistas” en el origen de las culturas peninsulares, deiende con vehemencia en un
libro que lleva por dedicatoria “Al ejército español de África, mantenedor del espíritu
heroico, civilizador y misionero de España”, lo siguiente: “El hundimiento del mito
africano que concedía papel creador exagerado y propagador de pueblos y culturas a
África”; “La segunda gran realidad, eso que he llamado hundimiento del mito africano,
fue producida por una sobreestimación de la fuerza creadora del norte de África, cuya
base, puramente teórica o apoyada en hechos mal interpretados, concedía en virtud de
la riqueza fantástica en yacimientos prehistóricos [...]”; “[...] la revalorización de lo
europeo, revalorización que indudablemente se ha de acentuar [...]69. No es coincidencia
el empleo de terminología tan zaia para referirse a unos acontecimientos y a otros: si en
la Prehistoria nos jugábamos el “origen de la Humanidad”, en la invasión del 711 nos
aventurábamos, como García Sanjuán sabe a la perfección porque lo ha estudiado, en otra
materia, más local pero igualmente sensible, la “historia de España”. Es ahí exactamente
de dónde venimos y es ahí donde hay que buscar algunas de las inspiraciones ideológicas
de Olagüe. Explicaciones aquéllas demasiado rebatibles y rudas en su racismo como
para poder en estos tiempos, siquiera, enunciar esta problemática en unos términos
vagamente similares, toda vez que las evidencias son de una consistencia tan palmaria

68
M. Pellicer, 1964, pp. 107 y 124, respectivamente.
69
M. Almagro, 1946, pp. 141 y 142.

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negacionismo

como ineludible, según ha podido demostrar José Ramos.70


En el caso de al-Andalus, que es el que conocemos, el artiicio se mantiene
todavía en un tono de destacada soisticación en el encubrimiento. Como quiera que
las evidencias son también notorias, se trataría de impermeabilizar la “península
Ibérica” desde el siglo VIII al XVI, de aislarla para crear una “historia de al-Andalus”
con mínimas conexiones norteafricanas, mirando casi siempre hacia Septentrión y casi
nunca a Mediodía. Una historia local, sin salida, enclaustrada en sí misma, con los
típicos y tópicos mapas que como mucho se cortan, abruptamente, en la zona de Ceuta,
sin incluir siquiera la Ŷabāla y el Rif. Una historia, en deinitiva, pequeña o, al menos,
no tan grande como le correspondería si se ingresara por in en su contexto. Ahora bien,
se puede construir de manera pequeña y encerrada en sus límites peninsulares, pero
se trataría siempre de que no perdiera ni un ápice de su excepcionalidad, reivindicada
como tal por tantos investigadores que se acercan a al-Andalus tratando de hacer esa
sociedad tan diferente, incluso en lo esencial, de las restantes historias medievales de
otras sociedades musulmanas.
En puridad, lo que Alejandro García concede a los “prolegómenos” magrebíes
del 711 es este escueto párrafo: “La llegada de los musulmanes a la Península no puede
entenderse sin tomar en consideración sus prolegómenos norteafricanos. Como ha
recalcado recientemente W. Kaegi, sería erróneo pensar que la conquista del Magreb
formó parte de un proyecto consciente, a largo plazo, de irrupción en Hispania. Es
decir, en palabras de dicho investigador, la conquista de la Península fue el resultado de
los acontecimientos en el Magreb, no su causa” (p. 386). “Prolegómenos” que pudieran
entenderse bajo la segunda acepción que le da el DRAE al vocablo: “Preparación,
introducción excesiva o innecesaria de algo. U. m. en pl. Déjate de prolegómenos y
ve al grano”. Ni que decir tiene que ese lustroso grano sería el 711 y al-Andalus y los
prolegómenos para llegar a él, el Magreb, su eterno antecedente desigurado por poco
perilado.
Pareciera en varios episodios de la obra que García Sanjuán se encaminase a
describir la formación de al-Andalus como un proceso migratorio con párrafos, no muy

70
J. Ramos Muñoz, 2012.

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prolijos en todo caso, como estos: “Frente a la evidencia empírica de que la conquista
islámica supone una ruptura en la trayectoria histórica de la Península, debido a la
preponderancia de los elementos foráneos, árabes y beréberes […]” (p. 329); “Dada
su singularidad y su condición del ‘genio nativo’ resulta imprescindible negar que lo
andalusí proceda de una intervención extranjera” (p. 86). Algunos de los testimonios
coetáneos del siglo VIII manejados por el investigador son sumamente explícitos. El
del monje benedictino Pablo Diácono, por ejemplo: “Por aquella época el pueblo de
los sarracenos cruzó el mar desde África en el lugar llamado Ceuta e invadió toda
Hispania. Luego, diez años después, vinieron con sus esposas e hijos y penetraron en
la provincia gala de Aquitania con la idea de establecerse […]” (p. 184). Algunos otros
posteriores, no traídos por el investigador de la Universidad de Huelva, insisten en ese
proceso migratorio: “Sabidas estas victorias en África, fue tanto el número de Africanos
que creció en España que todas las ciudades y villas se hincheron dellos, porque ya
no pasaban como guerreros sino como pobladores con sus mugeres e hijos,71 en tanta
manera que la religión, costumbres y lenguas corrompieron y los nombres de los pueblos,
de los montes, de los ríos y de los campos se mudaron”.72 ¿A la luz de testimonios como
estos se puede seguir caliicando al 711 en exclusividad como una conquista militar?
Luis de Mármol ya lo explicaba con certera precisión, sin trucos ni argucias dialécticas:
los “africanos” que pasaban a la Península tras el 711 eran tantos que lo que se entendió
al principio como un acto militar terminó siendo un acontecimiento migratorio de una,
por ahora, imprecisa dimensión. La expresión utilizada por H. Djaït para referirse a
la primera migración de tribus yemeníes hacia Egipto y Siria al poco de la muerte de
Mahoma (en la década que va del año 14/635 al 19/640), “migration armée”,73 es tan
sugerente que abraza, para envolverla, la misma idea transmitida por Mármol.
Si como conclusión de unos especializados estudios genéticos sobre la maqbara
de la Plaza del Castillo de Pamplona, fechada con C-14 en el siglo VIII, se escribe
esto, “Los datos obtenidos en nuestro trabajo apoyarían la hipótesis propuesta por de
Miguel, según la cual los inhumados o al menos una parte de ellos , corresponderían

71
El empleo de la negrita en ambos casos es nuestro (VME).
72
L. de Mármol Carvajal, 1573, fol. 79v.
73
H. Djaït, 1976, pp. 150-152.

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negacionismo

a grupos beréberes localizados en alguna región del norte de África […] Podríamos
pensar que la población de la Maqbara de Pamplona la constituyeron tanto individuos
con origen europeo como africano, y que dentro de la población europea encontrada,
la mayor proporción correspondía a varones […] lo que apoyaría la hipótesis de que
estos destacamentos militares vinieron acompañados de mujeres”,74 forzosamente tales
argumentos habrán de tener consecuencias (y muy destacadas) en la historia que se
hace sobre los “orígenes de al-Andalus”. Como advirtiera M. Barceló,75 los elevados
precios que se han pagar por lo que respecta al conocimiento cientíico en la cuestión
de la “invasión” siguen estando bien presentes en este panorama de los estudios de al-
Andalus, y esta obra es un buen ejemplo de ese peaje. El nuevo (y penúltimo) ejercicio
de simulación que supone centrarse en lo que quiera que signiique para Alejandro
García y para tantos otros estudiosos una conquista militar (obviamente existió, frente a
la fabulación de Olagüe, aunque el concepto no sirva ni de lejos para deinir cabalmente
los acontecimientos), solo dilatará en el tiempo las respuestas a determinadas cuestiones
muy principales de la Península Ibérica en época medieval. Como tampoco servirá esa
apuesta “desde arriba” que quiere fundir, sin discernimiento en las obligadas jerarquías
que exige el conocimiento, lo “civilizatorio” con lo social, el campo con la ciudad, el
registro cronístico con el arqueológico.76
A Al-Andalus no lo hace específico su historia. Lo hacen específico los
historiadores que desde el presente han levantado una espesa tela de prejuicios para
ocultarlo o para exhibir, potenciándolos, determinados elementos en detrimento de
otros de similar o mayor significación histórica que los anteriores. Los prejuicios
son variados en lo formal y en el caso de su período inicial pueden ser denominados
bajo sintagmas muy diversos y poderosamente llamativos: “invasión”, “catástrofe”,
“llegada de la civilización” “no-invasión” o incluso “conquista militar”. Pero, con
las matizaciones exigibles a todas las manifestaciones solemnes, la historia de Al-
Andalus será historia del Magreb medieval o no será nada. Al-Andalus es parte del
Magreb, pero esta certeza geo-histórica es negada o camuflada mediante omisiones y

74
L. Fontecha, 2007, p. 326.
75
M. Barceló, 2004, p. 140.
76
E. Manzano Moreno, 2012, p. 31.

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artificios varios por una destacada parte del medievalismo español. Y esto nos lleva a
proponer una alternativa al estado de cosas al que hemos llegado.
Porque, en efecto, el panorama puede empezar a ser desbrozado. El libro de
Miquel Barceló77 es un ejercicio de una expresiva contundencia en el que se revelan
de manera nada tímida las posibilidades que ofrece la secuencia de la gran migración
árabo-beréber hacia al-Andalus y su ritual conformador de un país campesino. El
esclarecimiento de la secuenciación de las conexiones migratorias de un clan yemení
como los banū Ru‘ayn con al-Andalus impide la persistencia en el disimulo en el
que, de manera en apariencia despistada, incurre el medievalismo a la espera incierta
de proporcionar alguna cómoda salida a partir de refutaciones de lo obvio para
enmascarar un discurso similar en tantas cosas a otros denostados. Aquel ejercicio
intelectual sobre los banū Ru‘ayn puede (y debe) sin duda ser repetido para otros
clanes árabes y beréberes. Lo hemos intentado hacer hasta ahora con tres de esos
qawm-s, dos imaziguen, los Ṣaddīna y los Magīla,78 en una combinación geográfica
que se repite en los solares de donde parten (los contornos de Fez) y en la sierra
gaditana, y otro árabe, los Jawlān 79 que colonizan también desde el siglo VIII ese
país de Šiḏūna. La identificación de ḥisn Ṣaddīna, iqlīm Magīla y Qal‘at Jawlān,
respectivamente, como los primeros establecimientos en al-Andalus de esos clanes,
encabezados por cada uno de sus šuyūj (Jawlān ibn ‘Amr ibn Kahlān, Kusayr bn Waslās
bn Šamlāl de los Aṣṣāda e Ilyās al-Magīlī) y, al mismo tiempo, su conexión con los
emplazamientos de donde partieron esos contingentes permitirá por fin secuenciar
la migración, establecer itinerarios más fiables que los manejados y darle a todo el
proceso un concreto contenido histórico. Impedirá, en cualquier caso, construir una
historia en la que la llegada de esos grupos clánicos se convierta en un vagabundeo
azaroso (la expresión pertenece a Barceló) por tierras de al-Andalus, después de una
“salida” desde un oscuro Magreb, sin relieve geográfico y temporal preciso.
Uno, para terminar, estaría tentado a repetir aquello que, ocasionalmente con

77
M. Barceló, 2004.
78
Sobre unos y otros, distintas contribuciones en B. Akdim, G. Lazarev y V. Martínez Enamorado
(eds.), 2014. Igualmente, varios estudios en J. Mª Gutiérrez López y V. Martínez Enamorado (eds.),
2014.
79
Particularmente, V. Martínez Enamorado, J. Mª Gutiérrez López y L. Iglesias García, 2014.

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negacionismo

tanta ligereza, emplean algunos de los más conspicuos reseñadores: con esta obra se
ha perdido una magnífica oportunidad para… No lo haremos. Pero lo cierto es que
este libro no deja de ser en buena medida un ejercicio bastante previsible y vacuo en
la obtención de resultados nuevos sobre el acontecimiento de la conquista del año
711 que podría y debería haberse resuelto con un despliegue menor de esfuerzos y
erudición, puestos a trabajar unos y otra en mejores causas. Una reseña (por cierto,
como la escrita ya por A. García Sanjuán) hubiera bastado. Incluso podría defenderse
otra vuelta sobre determinados asuntos relacionados con el 711, como las fuentes
cronísticas o las arqueológicas, sobre las que García Sanjuán logra entresacar algunos
datos nuevos. Lo que es absolutamente contraproducente es centrar la atención sobre
el espantajo del “negacionismo”, empleando además para categorizarlo un constructo
semántico inaceptable. Recordemos cómo Pierre Guichard resolvió este asunto en
un artículo lo suficientemente contundente en fondo y forma para que hubiera sido
elegido como baluarte frente al desvarío de Olagüe. Ese es, tristemente, “o estado
a que chegámos”. Pues, irremediablemente, al finalizar la lectura de La conquista
islámica de la península Ibérica y la tergiversación del pasado. Del catastrofismo al
negacionismo de Alejandro García Sanjuán la pregunta que nos asalta es: ¿era necesario
todo esto para rebatir a Olagüe? Por tanto, ni “negacionismo” ni catastrofismo, pero,
por favor, tampoco más de lo mismo.

VIRGILIO MARTÍNEZ ENAMORADO


Universidad de Málaga
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80
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su libro La conquista islámica de la península ibérica y la tergiversación del pasado. Del catastroismo
al negacionismo. De los restantes autores mencionados en esta reseña se da buena cuenta en esa
obra.

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