Teoría Examen

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ÉTICAS MATERIALES y ÉTICAS FORMALES

Hay diversas clasificaciones posibles de los modelos éticos. Una de ellas


es la distinción hecha por Kant entre éticas materiales y éticas formales. Si las
primeras pretenden ofrecer contenidos morales que intentan, a su vez,
responder a la pregunta sobre qué hay que hacer, las éticas formales, en cambio,
se ocupan de las formas de las normas, intentan determinar cómo ha de ser una
norma para que pueda reconocerse como moral. A estas últimas se las llama
también éticas deontológicas (deon: deber).

LAS ÉTICAS MATERIALES y LA BÚSQUEDA DE LA FELICIDAD

Las éticas de la felicidad o las éticas materiales sostienen que la conducta moral
se determina por sus resultados. Una conducta es buena desde un punto de
vista moral si nos permite conseguir un determinado fin que normalmente
coincide con la felicidad. Presentan las siguientes características:
- Sus normas están dirigidas a la consecución de un bien supremo y fin
último, coincidente con la felicidad.
- En las distintas éticas materiales la felicidad se entiende de manera
diferente: placer, autorrealización, bienes materiales, salvación eterna,
justicia social, utilidad individual o colectiva.
- Sus normas no pueden, en consecuencia, ser universales y necesarias.
Son hipotéticas y no categóricas, ya que solo son válidas bajo ciertas
condiciones, pues son medio para conseguir un fin, esto es, la felicidad
entendida de una determinada manera. Pero no todos perseguimos ese
fin ni entendemos la felicidad de idéntica manera.

a) EUDEMONISMO (Aristóteles)

En su ética, Aristóteles sostiene que el bien máximo al cual podemos


aspirar las personas es la felicidad (en griego, eudaimonía). Aunque los seres
humanos se esfuerzan para conseguir determinadas metas como la riqueza, la
fama o el poder, Aristóteles afirma que ninguna de ellas es una finalidad en sí
misma. Todas son, a su juicio, medios para la obtención de un objetivo superior.
Aquello que pretende todo ser humano es, según Aristóteles, ser feliz. La
felicidad no es un medio sino una meta en sí misma.
Afirmar que todas las personas aspiran a la felicidad continúa siendo una
afirmación excesivamente vaga. Para precisar el contenido de la felicidad,
Aristóteles parte de lo que nos define como seres humanos. Según el estagirita,
las personas somos diferentes al resto de los animales por tener razón y palabra,
es decir, el ser humano es un animal dotado de logos. En la medida en que la
capacidad de pensar es nuestra más excelsa facultad, la felicidad consistirá,
para Aristóteles, en su ejercicio. La más alta felicidad se corresponde con la
forma de vida del sabio, quien dedica su tiempo al pensamiento y la búsqueda
de la verdad.
A pesar de lo anterior, Aristóteles era plenamente consciente que esa
forma de vida no era accesible para la mayoría. De hecho, incluso los filósofos
deben relacionarse con los otros y ocuparse de los asuntos prácticos. Por eso,
se impone la necesidad de una guía que nos ayude a encontrar la felicidad en la
vida práctica.
La obtención de la felicidad en el plan práctico llega a través del desarrollo
de la virtud. Aristóteles distinguía dos tipos de virtud o excelencia humana: las
virtudes éticas y las dianoéticas (o intelectuales). Ambas expresan la excelencia
del hombre y su consecución produce la felicidad, ya que esta última es “la
actividad del hombre conforme a la virtud”. Virtud, areté en griego, significa
“excelencia”. Aristóteles pensaba que las personas felices son aquellas que se
comportan de manera excelente, es decir, aquellas que actúan correctamente
en cada situación. La virtud procede, según Aristóteles, de la costumbre: nos
volvemos virtuosos en la medida en que nos acostumbramos a comportarnos de
manera adecuada. Las personas podemos modificar nuestro carácter gracias a
nuestras elecciones, porque la conducta que adoptamos nos va transformando.
Con el tiempo, estas elecciones se convierten en tendencias que acaban por
definir nuestra manera de ser. Y así, los seres humanos construimos nuestra
propia felicidad al acostumbrarnos a elegir adecuadamente en nuestra vida
cotidiana. Según Aristóteles, “la virtud es un hábito o disposición a hacer el bien
que se adquiere con la práctica”.
La razón define la virtud como un punto medio entre los vicios de los
extremos. No se trata de una media aritmética entre cantidades, sino del ejercicio
de la moderación, afinado por la experiencia. Aristóteles llamaba prudencia a esa
virtud fundamental que nos ayuda a determinar cuál es la conducta correcta en
cada circunstancia en función de nuestra situación personal.

b) HEDONISMO (Epicuro)

La palabra hedonismo proviene del griego hedoné, que significa “placer”.


Se considera hedonista toda doctrina que identifica el placer con el bien y que
concibe la felicidad en el marco de una vida placentera. Sin embargo, el concepto
de placer epicúreo se aleja del goce sensorial para significar ausencia de temor
y dolor. Esta serenidad y tranquilidad del alma (ataraxia), imperturbabilidad, es
el objetivo que tiene que perseguir todo ser humano y la verdadera esencia de
la felicidad. Pero, ¿de qué manera es posible conseguirla? Según Epicuro,
mediante un cálculo exacto de placeres que tenga en cuenta que un placer hoy
puede ser un dolor mañana y, en cambio, lo que hoy se presenta con dolor puede
anunciar un próximo bien. Para Epicuro, el placer físico no es necesariamente
una cosa mala que tenemos que rechazar. Sin embargo, tiene que estar
controlado por la moderación para evitar el sufrimiento cuando cese. En realidad,
los mejores placeres no son los del mundo material, sino los espirituales, entre
los cuales destacan principalmente el conocimiento y la amistad.
Epicuro parte de una concepción materialista del ser humano (todo, también
el alma humana, está compuesto de átomos y vacío) que implica la superación
de los grandes temores que han perturbado históricamente la conciencia moral
de los humanos:
• El miedo a los dioses: no se niega su existencia, pero sí su preocupación
por los asuntos humanos y la vida terrenal. Prueba de ello es la
imperfección del mundo.
• El miedo a la muerte: la idea de la muerte no es relevante de un punto de
vista ético. Cuando se hace presenta, la vida ya no es.
• El miedo al más allá: se niega la inmortalidad del alma, pues, dado su
materialismo, el alma no puede existir al margen del cuerpo. La
separación de cuerpo y alma es el cese de la única forma de vida que
cabe concebir. Si el alma no es inmoral, no hay vida ultraterrena, por tanto.

c) UTILITARISMO (J. Bentham y J. S. Mill)

El utilitarismo es una doctrina ética muy cercana al eudemonismo y al


hedonismo, puesto que vincula la felicidad al placer, pero los utilitaristas creyeron
que ambas tenían en cuenta la felicidad del individuo como ser aislado. De
acuerdo con el utilitarismo, es preciso trascender el punto de vista individual. La
tesis central de esta corriente reside en el principio de utilidad, según el cual el
acto moralmente correcto es aquel que proporciona mayor placer o felicidad al
mayor número de personas. El placer es, por tanto, un bien común o bien
general. El utilitarismo surgió en la Inglaterra de los siglos XVIII y XIX, fundado
por Jeremy Bentham (1748-1832) y desarrollado por John Stuart Mill (1806–
1873).
Según Bentham, lo bueno coincide con lo útil, bueno es lo que da placer y
evita el dolor. Por tanto, el criterio para decidir lo que es moralmente correcto
depende de la cantidad de placer y dolor que produzcan nuestras acciones.
Bentham quiso fundar una ética científica a partir del cálculo cuantitativo de los
placeres y dolores (según su grado de intensidad, duración, certidumbre...).
Creyó que con esta información se podría establecer una reforma social
encaminada a lograr la mayor felicidad posible para el mayor número posible de
personas.
Stuart Mill, sin embargo, entendió que los placeres humanos también deben
distinguirse por su cualidad, y habló de placeres inferiores (satisfacción de las
necesidades materiales) y superiores, e identificó los segundos como aquellos
que promueven el desarrollo moral e intelectual del ser humano.
Podemos diferenciar dos tipos de utilitarismo: Utilitarismo del acto y
utilitarismo de la regla. Se entiende por utilitarismo del acto aquel que toma sólo
en cuenta, a la hora de determinar la bondad o maldad de una acción
determinada, las consecuencias concretas y directas que de la misma se
derivan, mientras que el utilitarismo de la regla tomaría en consideración las
consecuencias que se originan de la aplicación habitual de la regla bajo la que
se subsume un acto determinado. Mentir, por ejemplo, suele considerarse
habitualmente un acto malo, dadas las consecuencias perniciosas para la vida
en sociedad, de tal forma que un utilitarista de la regla lo condenaría sin
paliativos. Un utilitarista del acto, sin embargo, podría considerar que, en
determinadas ocasiones, si la mentira en cuestión va a producir más beneficio
que daño en términos generales, no sólo no es reprensible, sino que, como en
el caso de las “mentiras piadosas”, puede convertirse en algo recomendable.
El utilitarismo proporcionó las bases intelectuales sobre las que se articuló el
contemporáneo estado del bienestar.

LAS ÉTICAS FORMALES

La propuesta moral kantiana parte de una crítica profunda a los


planteamientos éticos anteriores. Todas ellas comparten, según Kant, una misma
característica, a saber, la afirmación de que la vida humanan debe orientarse
hacia la consecución de un objetivo supremo. A pesar de no haber consenso
acerca de cuál es o deber ser dicho objetivo, todas nos ofrecen un contenido
específico al que aspirar (placer, felicidad, salvación del alma…). Kant denomina
éticas materiales a aquellas concepciones que nos proponen un objetivo
concreto.
Kant sostiene que las éticas materiales presentan diversos
inconvenientes. En primer lugar, las normas de toda ética material son
hipotéticas, es decir, no hay actos absolutamente buenos, sino que lo son
únicamente en función de la aceptación del objetivo supremo propuesto y de si,
además, contribuyen o no a su consecución. Las éticas materiales son también
heterónomas en la medida en que las normas de conducta no son elegidas por
el propio sujeto, sino que vienen condicionadas por el bien supremo que
pretendemos conseguir. Adicionalmente, las éticas materiales son, según Kant,
a posteriori. Para saber cómo hemos de comportarnos hemos de basarnos en la
experiencia, es decir, no es posible saber de antemano qué cosas son buenas o
malas si no las hemos experimentado previamente.

a) Kant: la propuesta de una ética formal

La filosofía moral kantiana aspira a ser una ética necesaria, autónoma y a


priori. Primero, las normas éticas no deben depender de condición alguna, han
de ser universalmente válidas. De ahí que la ética no sea hipotética, sino
necesaria. En segundo lugar, la base de la ética ha de ser la autonomía del
sujeto. Cada persona debe ser capaz de elaborar sus propias normas, pues solo
de este modo será el individuo verdaderamente libre y solo así la moral respetará
la dignidad humana, ligada a la capacidad de cada cual para decidir por sí
mismo. Y, por último, Kant pretendía una ética válida a priori, una ética cuya
validez fuera independiente de la experiencia, cuyas normas no dependieran de
las circunstancias.
Kant pensaba que una ética material jamás podrá ser verdaderamente
universal, pero sí, en cambio, una ética formal. La propuesta kantiana es formal
en la medida en que no contiene órdenes ni prohibiciones concretas, no
prescribe el contenido de lo que debemos hacer. Se limita a indicar la forma de
los mandatos que cada uno debe elaborar por sí mismo. Kant denominaba
máximas a las reglas de conducta individuales que el sujeto ha de elaborar
autónomamente. No todas las reglas de conducta son igualmente válidas. Para
serlo han de tener una forma específica. En este sentido, el imperativo categórico
es la forma a la que deben ajustarse las máximas que aspiran a ser válidas desde
un punto de vista moral. El imperativo categórico es un principio práctico que
determina la voluntad simplemente como voluntad, prescindiendo de los efectos
que puedan seguirse. No dicen “Si quieres…, debes…”, sino “Debes porque
debes”. El imperativo categórico se formula del siguiente modo: “obra siempre
según una máxima que puedas querer que se convierta en ley universal”.
El imperativo categórico está íntimamente vinculado, por tanto, a otro
concepto central de la ética kantiana como es el concepto de deber. Por ello,
suele afirmarse que la ética kantiana es deontológica, pues deon significa deber
en griego.
Una acción es moralmente correcta cuando la realizamos porque debemos
hacerlo, más allá de que nos desagrade o perjudique. Kant pensaba que lo
verdaderamente importante no son las consecuencias derivadas de nuestras
acciones sino la intención que tenemos cuando actuamos. Lo único que es
siempre moralmente bueno es obrar siguiendo una buena voluntad. A la hora de
decidir cómo actuar, lo relevante son los propósitos, que han de estar inspirados
por normas que respetan la dignidad de todos los seres humanos. Para Kant no
es suficiente que una acción se haga de acuerdo con la ley: en algún caso podría
tratarse de una acción legal pero no moral. Para ser moral, la voluntad que se
halla en la base de la acción debe estar determinada por la sola ley, sin que
intervengan otros motivos distintos del puro respeto a la ley moral.

b) La ética dialógica de J. Habermas y K. O. Apel

La propuesta de Karl Otto Apel y Jürgen Habermas aspira a diseñar un


procedimiento que nos permita elaborar normas justas. Es una propuesta que
parte del pluralismo constitutivo de las sociedades contemporáneas. Retomando
la idea socrática del diálogo racional como medio para alcanzar la verdad y, a la
vez, la idea kantiana según la cual solo tiene validez aquella norma que pueda
convertirse en ley universal, el filósofo alemán Jürgen Habermas apostó por la
ética discursiva o del diálogo. Habermas sostiene que una norma moral será
buena cuando, como resultado del diálogo sin coacción ni discriminaciones,
alcanza el libre consentimiento de todos aquellos a los que tal norma concierne.
El diálogo que debe tener como resultado la obtención de un consenso
universal, debe cumplir las siguientes condiciones:
- El diálogo debe ser público e inclusivo.
- Igualdad y simetría en el ejercicio de las facultades de comunicación. A
todos se les deben conceder las mismas oportunidades para expresarse
sobre la materia.
- Exclusión del engaño y la ilusión. Los participantes deben creen aquello
que afirman.
- Ausencia de coacción. La comunicación debe estar libre de restricciones
pues estas evitan que logre imponerse el mejor argumento y
predeterminan el resultado de la discusión.
c) Rawls: la justicia como imparcialidad

John Rawls (1921–2002), filósofo estadounidense, motivado por los mismos


principios de imparcialidad y universalidad que hemos visto en las éticas de Kant
y Habermas, en su obra Teoría de la justicia, optó sin embargo por partir de un
recurso enteramente artificial al que denominó la posición originaria.
Se trataba de plantear una situación hipotética en la que una serie de
personas tendrían que establecer las normas de convivencia que iban a ordenar
la sociedad de la que ellos también iban a formar parte, pero con la salvedad de
que tenían que diseñar dichas normas sin conocer las características de ninguno
de sus miembros (etnia, sexo, religión...) ni el lugar que iban a ocupar ellas
mismas en dicha sociedad.
Este desconocimiento recibe el nombre de velo de ignorancia, y pretende
garantizar la imparcialidad de los legisladores. De este modo, la situación ideal
de diálogo que hemos visto anteriormente queda aquí relevada por la posición
originaria, que presupone que, si quienes tienen que hacer las leyes que van a
gobernar la sociedad no supieran a qué clase social pertenecerán ni qué trabajo
les tocará desempeñar después, procurarían que nadie, en su modelo de
sociedad saliera perjudicado, con lo que se garantizaría que todo el mundo
tuviera unos mínimos reconocidos y respetados.
Si las normas que regulan nuestra sociedad pudieran establecerse en la
posición originaria tras un velo de ignorancia, ¿cuáles serían los principios
básicos que habría que respetar? Rawls piensa que en esas circunstancias
todos los participantes tratarían de conseguir que la posición social más
desfavorecedora tuviera las mejores condiciones posibles de vida. Esto, en la
práctica, se traduce en dos principios fundamentales que constituyen la base de
la justicia social:
- Principio de igual distribución de la igualdad: todas las personas deben
gozar de derechos y de la máxima libertad posible. Lo único que puede
limitar nuestros derechos y libertades es el respeto a los derechos y
libertades de los demás.
- Principio de distribución equitativa de oportunidades: las desigualdades
sociales y económicas deben resolverse de modo tal que: 1) resulten en
el mayor beneficio de los miembros menos aventajados de la sociedad; y
2) los cargos y puestos deben estar abiertos a todos bajo condiciones de
igualdad de oportunidades.

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