Sombras de Roma

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Año 43 a. C.

El asesinato de Julio César propicia el fin de la República y sume a


Roma en un baño de sangre causado por las venganzas de las diversas facciones que
se disputan el poder.
En este hervidero de intrigas y conspiraciones —marcado por el enfrentamiento entre
Augusto y Marco Antonio— el ilustre Cicerón encarga al joven senador Cayo Livinio
Severo —que debutó como detective en Noches de Roma— la investigación de una
serie de asesinatos brutales que caracterizan el paso del caos republicano a la
carnicería autocrática.
La intriga es tan enmarañada que ni el propio Livinio está seguro de comprenderla
por completo hasta años más tarde, cuando el emperador Augusto exige saber todo lo
que conocía Cicerón.
En esta fascinante nueva entrega tras Noches de Roma —la aclamada primera novela
que hemos publicado de este autor— Ron Burns se confirma como un maestro del
thriller histórico.

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Ron Burns

Sombras de Roma
Una intriga en tiempos de Augusto
Senador Cayo Livinio Severo - 2

ePub r1.0
Titivillus 23.06.2024

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Título original: Roman Shadows
Ron Burns, 1992
Traducción: Hernán Sabaté Vargas
Retoque de cubierta: Titivillus

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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De nuevo, para M. J. F.

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Introducción

Transcurre el mes de diciembre del año 707 según la antigua cuenta de Roma, 43 a.
de C. en nuestro calendario. Julio César lleva nueve meses muerto. Su sobrino nieto,
Augusto, y su antiguo ayudante, Marco Antonio, maniobran e intrigan por el poder y
la posición.
Roma está agitada.
Un ciudadano romano, Cayo Livinio Severo, está en disposición de explicar este
declive hacia el caos desde la perspectiva única de un auténtico observador interno,
gracias a un papel que empezó a desempeñar de forma bastante inocente más de
nueve años atrás: el papel de detective. Y su actitud lo ha situado ahora justo en el
medio de unos acontecimientos que se han convertido, textualmente, en asunto de
vida o muerte para él, para su familia e incluso para la propia Roma.

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I

Espero ser asesinado antes de una hora.


Espero que lo haga el propio Augusto.
Llevo esperando que suceda —al menos, esperándolo a medias— desde el
amanecer, cuando llegó la guardia para llevarme de mi casa. Pero la certidumbre es
mayor desde hace un momento, cuando dos hombres, supongo que secretarios de
alguna clase, han pasado a mi lado, me han mirado de soslayo y se han puesto a
cuchichear entre risillas. Y he oído claramente cómo uno de ellos decía:
—Es ése. Otro que se va. Estará muerto antes de una hora.
Creo que estaréis de acuerdo conmigo en que ha sido un testimonio convincente.

Cuando se presentaron a mi puerta, los guardias fueron muy correctos. Tras preguntar
por puro formulismo si estaban hablando con Cayo Livinio Severo —como así era,
por supuesto—, uno de ellos anunció con el tono de voz más cortés posible:
—Augusto quiere verte.
No me pusieron la mano encima y yo no hice el menor ademán de resistirme. De
poco me habría servido intentarlo. Al fin y al cabo, los guardias que me rodeaban de
pronto en el atrio de mi casa eran cuatro, todos muy recios.
Tuve un instante de vacilación. Al mirar alrededor de mí, más allá de la gran
explanada de mármol que conducía al apacible patio del fondo, vi con sorpresa a mi
esposa, Fulvia, detenerse a decir algo al criado. Éste sonrió, hizo una reverencia y
respondió algo, y ella sonrió también y emitió una de sus risas guturales y sonoras.
—Mi esposa… —dije a los guardias, al tiempo que la señalaba con un gesto.
—No tardará en enterarse, señor —respondió el guardia cortés en tono casi
comprensivo, sacudiendo la cabeza.
—Es mejor que lo dejes correr, señor —añadió uno de sus compañeros con el
mismo tono amable—. Ya sabes cómo son las mujeres: siempre arman alboroto.
No tenía argumentos contra esto. Por supuesto, Fulvia montaría toda una escena,
de modo que tal vez sería mejor marcharse discretamente. Mejor para mi, sin duda,
recordarla de aquel modo, con aquella abierta sonrisa, que en un estado de pánico. A
decir verdad, las escasas horas que llevo apartado de ella, esa sonrisa suya ha hecho
mucho para impedir que mi ánimo decaiga.
Una vez en la calle, los guardias se mantuvieron cerca pero no me ataron ni me
esposaron y avanzamos discretamente, sin que apenas se notase que se trataba de una
escuadra de la guardia conduciendo a un prisionero.
A pesar de ello, el trayecto no estuvo desprovisto de incidentes. A menos de
media milla de mi casa, encontramos una pequeña multitud congregada en un lado de

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la calle, a la entrada de un callejón. Cuando nos acercamos, los reunidos se hicieron a
un lado (sin duda en deferencia a mi imponente escolta) y alcancé a ver una toga
manchada de sangre en el suelo.
—Un ladrón, sin duda —comentó uno de los mirones.
—Sí; le han quitado el dinero —apuntó otro mientras palpaba vigorosamente las
ropas del difunto.
Como la multitud, cada vez más numerosa, ocupaba toda la estrecha calle, nos
vimos obligados a aminorar el paso y, durante unos breves instantes, me encontré
apenas a unos palmos del cuerpo, lo bastante cerca como para distinguir con claridad
el rostro del muerto. Y, con terrible sorpresa, descubrí que lo conocía: era mi primo,
Claudio Barnabas.
Horrorizado, me detuve allí mismo.
—Continuemos, señor. Por favor, no nos metamos en líos —apuntó uno de los
guardias.
—Es un primo mío —solté bruscamente, incapaz de apartar la vista del cadáver.
Al parecer, mis palabras desconcertaron a los escoltas, que me concedieron unos
instantes. Me acerqué un paso más y estudié la escena. Una mancha de sangre del
tamaño de un puño había empapado la toga externa en el costado izquierdo del pecho.
Al no observar más heridas, me dije que aquello era obra de un hombre
experimentado y de gran fuerza.
Mi primo Claudio y yo habíamos estado muy unidos y permanecí allí un minuto
más, contemplando su rostro. Su atacante lo había dejado intacto y no me costó
mucho esfuerzo imaginarlo con vida, lleno de su energía y su astucia de costumbre.
«Qué gran pérdida», pensé, y noté los ojos llorosos y un par de lágrimas
resbalaron por mis mejillas. Claudio era tan joven… Apenas treinta años, sólo uno
más que yo. Y por supuesto, con los guardias de Augusto alrededor de mí y
dispuestos a llevarme, no podía evitar preguntarme si pronto me enfrentaría al mismo
final terrible.
De pronto, uno de los guardias me agarró con aspereza.
—Debemos continuar —indicó en el tono de hosca impaciencia más propio de
tales hombres. Asentí y reemprendimos la marcha sin más interrupciones.

«Augusto quiere verte», me había dicho el guardia cortés como si supiera, como todo
el mundo, que bastaba con mencionar el nombre. En efecto, aunque no ha
transcurrido un año todavía de la muerte de su tío abuelo, Julio César, el nombre de
Augusto ha cobrado una perceptible aureola. Porque hoy Augusto gobierna en Roma,
junto a Marco Antonio, en un baño de sangre nada despreciable desde el famoso
asesinato de César.
Y esos dos hombres todavía tienen una lista.
Y la lista sigue creciendo.

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Y nadie puede sentirse seguro de que su nombre no aparezca en la lista cualquier
día.
Estaba convencido de conocer la razón de que Augusto quisiera verme y, en
efecto, no llevaba allí un minuto cuando irrumpió en la sala y se acercó a mí.
—No, no, no, esto no sirve en absoluto —exclamó. Señaló vagamente hacia mí
con una larga daga que, a continuación, empleó de puntero para indicar diversos
pasajes de un rollo de papiro. Era uno de los documentos que le había enviado hacia
unos días, con el informe que me había pedido acerca de un episodio acaecido unos
años atrás. Yo había modificado los hechos para ofrecerle lo que creía que él quería
oír. Al fin y al cabo, si Augusto ignoraba lo sucedido de verdad, mucho mejor para
todos. Y si lo conocía, seguro que no querría que apareciera en el registro oficial.
—Puedes hacerlo mejor, Cayo —añadió—. Ya sabes lo que quiero: la verdad. Al
menos, la verdad según tú la conoces. Quiero el informe como lo escribiste para
Cicerón.
Augusto y yo quedamos frente a frente y lo estudié de nuevo. Apenas tiene
diecinueve años y, creedme, no posee lo que se dice un porte romano imponente. Es
de constitución delgada y de estatura nada destacada: yo mismo mido tres dedos más
que él, como mínimo. Y, como decía, el recuento de sus actividades en el último año
no resulta demasiado delicado.
Sin embargo, a pesar de su tierna edad y de tan dudosa disposición, se ha
convertido en cónsul de Roma y ahora se encuentra, con Antonio, en el pináculo del
poder sobre gran parte del orbe. Pensé al oírle que era evidente que había cometido
un error de cálculo con él. Lo había considerado un aventurero insensible y una
especie de rapaz malcriado y por ello, en el informe retocado, había expuesto lo que
la gente así desea normalmente: es decir, algo razonable, algo no demasiado
desagradable, algo que vuelva a hacer encajar todas las piezas con suavidad. Pero allí
estaba el gobernante adolescente, proclamando de repente tal interés por «la verdad».
Su protesta me desconcertó y lo estudié unos momentos, mirándolo fijamente a los
ojos. Me pregunté si había algo más en ellos. Cierta profundidad, tal vez. O alguna
traza de entereza.
Rápidamente, mandé traer el informe «de verdad», el que me había encargado ni
más ni menos que el propio Cicerón en persona.
«¡Ah, Cicerón! —pensé—. He ahí a un estadista». Hablando de Cicerón, nos
hallábamos en la antigua casa de éste, no lejos del Foro; la casa de la que se había
apropiado Marco Antonio y que, en aquel momento, era la base de operaciones
provisional de Augusto. En el pequeño jardín trasero de la vivienda, allí mismo, yo y
muchos otros nos habíamos sentado en ocasiones a los pies de Cicerón como
discípulos, para disfrutar de sus palabras de sabiduría…
—¡Cicerón! —Augusto casi escupió el nombre—. ¡Vaya un estúpido!
¿Estúpido? ¡Cómo te atreves a llamarlo así!, hubiera querido responder. Pero, por
supuesto, me contuve.

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Cuando el cronometrador entró en la sala, Augusto alzó la vista bruscamente;
después, observó con interés poco común cómo el viejo y su ayudante levantaban el
gran reloj de arena situado en mitad de la estancia y le daban la vuelta con
movimientos expertos.
—La hora segunda, mis señores —anunció el anciano antes de retirarse.
Cuando los esclavos llamados de mi casa volvieron a ella, localizaron por fin los
documentos pertinentes y regresaron a nuestra presencia, ya era mediodía. Desde
entonces, según me han dicho, Augusto se ha dedicado a leerlos de cabo a rabo
mientras yo, con los guardias apostados a la puerta, espero y pienso en si seguiré con
vida dentro de una hora, en el asesinato de mi pobre primo, en la risa de mi esposa.
Y también pienso en mi informe, el «auténtico», el que lo cuenta todo sobre una
serie de hechos que empezaron a desarrollarse hace casi nueve años y en una persona
en particular que hizo que sucedieran tantos de ellos.

Mi primer encuentro con Cayo Escribonio Curio fue en el teatro, una noche.
Representaban a Plauto; más en concreto, una obra suya titulada Anfitrión, que a mis
padres y a sus amigos les resultaba incómoda pero que la mayoría de los jóvenes
encontrábamos rotundamente hilarante.
Fue muy al principio de la obra. De hecho, fue apenas a mitad del prólogo, antes
incluso del primer acto y el verdadero arranque. Como de costumbre, la mayoría del
público ya estaba de buen humor. Os recuerdo las primeras palabras de la obra, que el
actor dirige abiertamente a los espectadores:
¿Deseáis que sea magnánimo y que me ocupe de que todas vuestras transacciones
comerciales, vuestras compras y ventas, produzcan dinero? ¿Queréis que facilite vuestras
especulaciones en los negocios y los haga producir pingües y sostenidos beneficios? Bien, yo
soy Mercurio, mi padre es Júpiter y los dioses me han asignado a mi la responsabilidad de
repartir todos los mensajes y beneficios. Así pues, si queréis que os ayude y desvíe a vuestros
bolsillos un flujo permanente de dinero, hacedme un favor, todos vosotros. Sí, he recibido
órdenes de pediros un favor.

Solamente con aquello, muchos de los espectadores —yo entre ellos— se retorcieron
de risa ante tan osada irreverencia. El actor continuó:
Es un favor sencillo y perfectamente digno. Estoy aquí como una persona digna para
hacer una propuesta digna a gente digna. Al fin y al cabo, no es digno pedir cosas indignas a
gente digna, y es estúpido pedir cosas dignas a gente indigna, a un grupo de criminales que no
sabe lo que es digno y que no se rige por ello. Y he aquí el favor que Júpiter me ha ordenado
pediros: desea detectives…

Ante la mera mención de tal palabra, emití un gruñido terrible, sonoro y apurado y
observé que el tal Cayo Escribonio Curio, que ocupaba una localidad en la fila
inmediatamente anterior y un asiento a mi izquierda —por pura casualidad, hay que
decirlo—, se volvía en redondo y me miraba de arriba abajo. Estoy seguro de que me

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sonrojé profundamente pues, en esos tiempos, me ruborizaba con una frecuencia
humillante; ni siquiera hoy día he aprendido a dominar por completo esa reacción.
Mi padre —decía el actor—, quiere detectives que vigilen cada asiento y cada fila del
teatro. Si descubren una claque que trabaja para algún actor, deben arrancarle la capa a cada
uno de tales villanos, arrancársela aquí mismo, en el teatro, y quedársela como multa. Y he
aquí otra orden que he recibido: que se asignen detectives a los actores, también. Cualquier
actor que amañe una claque para que lo aplauda, o que maniobre para acallar el aplauso a otro
actor, ha de probar el látigo hasta que le haga saltar la piel a tiras junto con la ropa.

Mientras el actor declamaba todo esto, Curio continuó observándome con una sonrisa
ancha y divertida mientras mi sonrojo, estoy seguro, se hacía más y más intenso.
Entretanto, las risas del público se hicieron más sonoras.
—No será usted detective, ¿verdad? —preguntó por último con una amplia
sonrisa cautivadora y sin el menor asomo de seriedad en su tono de voz.
—No, no, nada de eso —respondí, con un gesto de cabeza. Por supuesto, hasta el
instante en que el actor lo había mencionado, jamás me había considerado practicante
de una actividad tan vil. «En fin, supongo que lo soy», pensé de inmediato; luego,
apenas un momento después, me había encontrado bajo la penetrante mirada de Curio
—. Es sólo que…
Dejé que mi voz se perdiera a media frase y completé el comentario con un gesto
hacia al escenario.
—Sí, es muy divertido —asintió Curio, sin dejar de sonreírme con su aire
encantador. Y de pronto, tras unos instantes de embarazoso silencio, supe que íbamos
a ser grandes amigos, aunque no estaba nada seguro de que fuera una buena idea.

—Tal vez quieras que te presente a ese tal Escribonio Curio —había dicho Cicerón.
—¿A quién? —inquirí vagamente, pues aquel día mi mente era incapaz de
concentrarse en nada. Nos hallábamos en el jardín de la casa romana de Cicerón, en
una bella mañana de primavera, y aspiré los aromas mezclados de las higueras y los
olivos y un penetrante toque de menta. Para ser más preciso, hacía apenas unos días
que había conocido a la hermosa Fulvia y no podía apartarla de mis pensamientos.
(De hecho, nos prometimos en matrimonio unas semanas más tarde y nos casamos al
cabo de apenas unos meses y creo que, en cierto grado, todavía tengo ese problema).
—A Cayo Escribonio Curio —respondió Cicerón con un soplido de exasperación,
pronunciando a regañadientes cada sílaba del nombre—. Ya te he hablado de él en
alguna ocasión, Livinio. Sólo te lleva unos pocos años y acaba de volver de Asia,
donde ha pasado dos. Allí desempeñaba el cargo de cuestor e hizo un trabajo
sobresaliente en la gestión del tesoro de la provincia. Ya te comenté en cierta ocasión
que te resultaría un compañero útil e interesante.
Asentí mientras seguía tratando de poner orden en mis pensamientos.
—Hazme saber qué opinas de él —continuó Cicerón.
—Sí, hum… ¿De quién? ¿De Curio?

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—¡Presta atención, Livinio! —exigió Cicerón con un súbito estallido de energía.
A continuación, me agarró con aspereza por la muñeca, acercó el rostro al mío y
espetó con exagerada lentitud—: ¡Hazme saber qué opinas de él, Livinio!
Y con la súbita fuerza de un martillazo, caí por fin en la cuenta de que mi viejo
amigo y tutor me estaba encargando una tarea importante.
—Sí, maestro, lo haré —respondí con un gesto enérgico de asentimiento y
sostuve su mirada con firmeza para darle a entender que comprendía la importancia y
el sentido de la petición. Bruscamente, se echó hacia atrás, se relajó de nuevo y casi
advertí una llamarada en su mirada.
—He oído que esa Fulvia es muy hermosa… —murmuró con una ancha sonrisa.
Se inclinó hacia mí, sin perder la sonrisa, y añadió en un susurro—: Y si me perdonas
una ironía de viejo, también he oído que es muy rica.
Y enseguida, como de costumbre, mi rostro se encendió con una oleada de
ardiente turbación.
—Debería haber imaginado que ya estabas al corriente —murmuré, tratando de
reprimir una risa.
—Me gusta estar informado de los asuntos de importancia —dijo él—. ¡Deberías
saberlo! ¡Por lo menos, ahora empezarás a darte cuenta de ello!
Comprendí la relación que mi anciano maestro estaba estableciendo y, por alguna
razón, esto sólo contribuyó a incrementar mi incomodidad. En realidad, en aquel
momento, notaba como si la cabeza fuera a estallarme en cualquier instante, a causa
del sofoco.
Cicerón emitió una risilla, intentó contenerse y, por último, rompió en una sonora
carcajada.
—Discúlpame, joven Livinio, pero a un hombre anciano como yo le produce un
gran placer ver a alguien que se ruboriza como tú. Le trae recuerdos de la inocencia
perdida de la juventud y todo eso.
—Sí, maestro. —Bajé los ojos y (¿qué si no?) me sonrojé.
—Bien, entra en casa —dijo él—. Tomemos un poco de vino, almorcemos un
poco y quizá podamos recuperarnos lo suficiente como para hablar de asuntos más
serios.
Tras esto, se puso en pie y lo seguí al interior de la casa.

(Por supuesto, entonces no sabía que aquélla sería la última vez que lo visitaría en
su casa. Aún más inimaginable es la circunstancia que me ha traído de vuelta aquí,
nueve años después).

Curiosamente, mi encuentro casual con Curio se produjo la tarde del día siguiente. La
obra se representaba en el nuevo teatro recién construido por Pompeyo y ofrecía una

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innovación que los escenógrafos habían probado sólo en contadas ocasiones hasta
entonces: actuaciones después del crepúsculo, a la luz de las teas.
Curio y yo nos presentamos formalmente durante el intermedio y respondimos
con idénticas exclamaciones de reconocimiento.
—Cicerón mencionó… —dijimos ambos al unísono y a ello siguió otra
exclamación de regocijo.
—Entonces, tú eres el que estaba en Asia —apunté—. Tengo entendido que eras
el tesorero provincial.
—Sí, el cuestor.
—¿Y antes de eso fuiste alumno de Cicerón?
—Cierto —respondió—. Qué tiempos tan maravillosos.
—Sí, es un hombre maravilloso —afirmé y Curio asintió con la cabeza.
Hay gente que enseguida se siente cómoda en mutua compañía y, aunque en
realidad aquel hombre, según resultó, me llevaba doce años de edad, eso fue lo que
sucedió entre Curio y yo. Quedamos citados para vernos en el circo al día siguiente:
después, aquella misma semana, para ir al teatro y, pocos días más tarde, para cenar.
Bebimos hasta avanzada la noche y le hablé de Fulvia con entusiasmo y una
devoción en la voz ligeramente excesivos para lo que se considera correcto en una
conversación entre hombres.
—De modo que estás enamorado, ¿eh? —dijo Curio con una sonrisa afable—.
Eso significa, supongo, que no te interesan las fiestas a las que yo acudo. Esta noche
hay una en casa de Hirtio Pansa. Acudirá Dolabela. Y Marco Antonio. Todo el
mundo…
—Marco Antonio, ¿eh? —intervine—. Tengo entendido que es un hombre dado a
escándalos.
—Esas habladurías… —Curio sacudió la cabeza con burlona satisfacción—.
¿Qué tiene eso de terrible, me refiero? Es decir, si dejamos aparte lo de ser un
borracho y un maniaco sexual.
Y con esto, prorrumpió en un estallido de risotadas.
—¡Oh, vaya! —murmuré y me eché a reír con él. O lo intenté. Se produjo un
momento embarazoso entre ambos hasta que, por último, dije—: Otra noche, quizá;
ya es demasiado tarde.
—Por supuesto —respondió él.
A su voz le faltaba convicción, de modo que añadí:
—Confío en que no te habré ofendido, Curio.
—No, no. Como dices, otra noche quizá.
Y a continuación, tras las breves formalidades de la despedida, me encaminé a
casa.

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II

De pronto, Cicerón desapareció. Desterrado.


Fue enviado a un exilio ignominioso.
Sucedió pocas semanas después de que Curio y yo nos conociéramos. Nuestro
amado mentor y maestro desapareció de nuestro entorno. Permitidme que haga un
breve resumen de los hechos que condujeron a esta infamia:
Dos años antes, un tipejo de una categoría de ciudadano romano de especial
vileza que respondía al nombre de Clodio (Odio Clodio, lo solía llamar yo) se
enamoró de Pompeya, la esposa de Julio César. Clodio la persiguió durante meses
hasta que una noche, con ocasión de una de esas misteriosas ceremonias para mujeres
que no se permite presenciar a los hombres, Clodio se vistió con ropas femeninas y se
introdujo en la casa de César para ver a Pompeya… en un momento, como decía, en
que no había presente ningún otro hombre.
Pues bien, el muy idiota se perdió por los pasadizos y se vio obligado a pedir que
lo orientaran. Naturalmente, la primera mujer que oyó su voz salió a escape mientras
gritaba que había un hombre en la casa. Las mujeres cerraron todas las puertas y,
finalmente, localizaron al desafortunado Clodio escondido en un armario.
El escándalo fue monumental, por supuesto. César se divorció de Pompeya y
llevó a Clodio a los tribunales por sacrilegio. En el juicio, Clodio insistió en que ni
siquiera estaba en Roma la noche de autos; en que, en realidad, se hallaba en casa de
unos parientes, muy al sur.
Aquí entró en escena Cicerón. Con su cabal honradez e impulsado en esta ocasión
por el acoso insistente de su esposa Terencia (hoy, exesposa), se presentó a declarar
que el día de los hechos, horas antes de éstos, Clodio había acudido a su casa en
Roma para consultarle sobre una serie de asuntos.
Su declaración era absolutamente cierta pero, incluso así, Clodio montó en cólera.
En el juicio, amenazó y sobornó a la mayoría de los jurados y obtuvo la absolución
por un estrecho margen. Más tarde, cuando comentó que el jurado no había creído la
declaración de Cicerón, éste le replicó en plena cara:
—Observarás que veinticinco de ellos han confiado en mi palabra, puesto que han
votado contra ti, y que los otros treinta no se han fiado de la tuya, ya que no han
votado tu inocencia hasta que han tenido en las manos el dinero que les habías
prometido.
Los comentarios mordaces de este tipo no eran inhabituales en Cicerón y lo
ayudaban a ganarse muchos enemigos en Roma, entre ellos algunos ricos y poderosos
que eran buenos amigos de Clodio. Así pues, éste urdió su venganza. Y lo que ideó
no fue un ardid sencillo; como decía, le llevó dos años ejecutarlo.

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El objetivo de Clodio era convertirse en tribuno. Su única razón para ello era
conseguir la prerrogativa que tienen éstos de ordenar el destierro de un ciudadano; en
su caso, el de uno en concreto. Pero Clodio era patricio y los tribunos eran, y siguen
siendo, miembros de la clase inferior, la plebeya. ¿Qué hacer, pues? Clodio dio
pronto con la solución. Emparentó por matrimonio con una rica familia plebeya,
aceptó su degradación de clase y consiguió el cargo que pretendía. Una vez logrado
esto, no perdió el tiempo. En menos de una semana, el nuevo tribuno, Clodio, se
presentó en la escalinata del Foro y leyó el decreto: «Por los poderes de que he sido
investido, ordeno por la presente el destierro a una distancia no inferior a quinientas
millas de la ciudad de Roma al senador y procónsul Marco Tulio Cicerón».
La noticia se difundió por toda la ciudad. En el momento en que se leía la
proclama, los guardias ya derribaban a patadas la puerta de Cicerón. Antes de que
nadie pudiera reaccionar, el senador había sido escoltado fuera de la ciudad y
obligado a desaparecer.
El suceso me produjo vergüenza, como a media ciudad. Sin embargo, tras haber
maniobrado tanto tiempo y con tanto esfuerzo para alcanzarla y, como digo, con la
ayuda de sus amigos ricos, Clodio pudo gozar de su venganza: Cicerón huyó al sur,
hasta Brindisium, y de allí pasó a Grecia.
—Es un acontecimiento terrible, terrible —me lamenté una y otra vez durante los
días posteriores al hecho.
—Es una verdadera pena —asintió Curio con calma.
—Cicerón es un gran hombre —repetía yo, con lágrimas en el rostro.
—Sí que lo es —murmuraba Curio sin alterarse.
—Pero a ti no parece importarte mucho —insistí, cuando ya llevaba varios días
lamentándome.
Mi interlocutor me miró con irritación durante unos instantes y sacudió la cabeza:
—Escucha, joven Livinio —dijo a continuación—, Cicerón me preocupa tanto
como a ti, pero no le veo utilidad a lamentarse de algo cuando no puedes hacer nada
por evitarlo.
Tras una breve reflexión, decidí que no había ningún argumento sólido que
oponer a sus palabras, de modo que cesé en mis lamentaciones. O tal vez sólo cambié
la forma de expresarlas, puesto que, a partir de entonces, dejé que Curio me llevara
con él en sus noches de juerga y que me mostrara una cara de Roma en la que nunca
había soñado. Al fin y al cabo, me dije, era un modo tan bueno como otro de acallar
mi pena.
Así pues, Cicerón había desaparecido y las fiestas eran desenfrenadas y, durante
un tiempo, supongo que perdí la perspectiva de las cosas. En cierto modo, la mayor
sorpresa fue observar cuántas casas de las familias más notables y nobles de Roma
acogían tales jaranas; a decir verdad, eran tantas que costaba de creer que hubiese
permanecido tan ignorante de su existencia. La finca del joven senador Celio en la
cima de la colina, la mansión ajardinada del inmensamente rico Trebacio, la

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encantadora casita urbana del refinado y bien relacionado Dolabela… Éstas y otras
muchas más acogían reuniones en las que corría el vino y abundaban las mujeres
hermosas. Recostados en los divanes, pasábamos la noche bebiendo y armando
juerga. Nos reíamos, nos divertíamos con las mujeres y, en pocas palabras, nos
comportábamos impropiamente. Era magnífico.
En realidad, lo más nuevo para mí era el vino, al menos en aquellas cantidades.
Jamás había imaginado que podría alcanzar tal estado de euforia —y de estupidez—
tras unos pequeños excesos. Pero cuando, tras varios días de Jolgorio casi
permanente, me sentí desesperadamente enfermo durante un día y una noche enteros,
aprendí enseguida a moderar aquella costumbre.
En cuanto a las mujeres… Bien, ése era otro tema. En el cual, lo confieso, no era
ningún niño. No es por fanfarronear pero, la verdad sea dicha, llevaba mucho tiempo
siendo objeto de sus constantes atenciones.
Y, como era de esperar, en cada nueva fiesta había dos o tres que me decían: «Qué
atractivo eres», o «Eres muy guapo», o «encantador» o, lo peor de todo, «adorable».
No es que me queje, entendedme, pues no puedo negar que he gozado de sus favores
—al menos, en ocasiones— e incluso he aprendido algunos trucos nuevos gracias a
ello.
Entre todas ellas destaca especialmente una mujer de unos treinta años, de pechos
enormes y algo rolliza, aunque de piernas larguísimas, que me dio un meneo que me
dejó más seco que… En fin, ya os hacéis una idea.
Como decía, no era nada nuevo para mí. «Qué guapo eres, amo Cayo», me había
dicho la doncella personal de mi madre una buena tarde, pocos días después de mi
catorce aniversario. Y lo que sucedió a continuación… En fin, una vez más, son
innecesarios los detalles salvo para precisar que, a esa tierna edad, resultó toda una
experiencia.
A partir de entonces, se me presentaron situaciones parecidas cada vez con más
frecuencia hasta que, a hurtadillas, empecé a estudiar el reflejo de mi imagen en el
bronce y la plata bruñidos de nuestro servicio de mesa, e incluso a colarme en el
tocador privado de mi madre para echarme un vistazo en su reluciente espejo de
plata.
Pero cuando echaba esos rápidos vistazos a mi imagen, no podía dejar de
preguntarme a qué venía todo aquel alboroto. Tenía la piel clara, es cierto, pero quizá
un poco más pálida que la de la mayoría de mis amigos. Mi dentadura estaba bien
alineada y mi sonrisa era bastante agradable. Bien, entonces, ¿qué…? A no ser…
¿Algo relacionado con los ojos, tal vez? Bueno, quizá no con los ojos, exactamente,
sino con… ¡Ajá, eso es! Con las pestañas. ¡Ahí estaba el misterio! Unas pestañas
oscuras y largas y… en fin, a decir verdad, unas pestañas bastante femeninas, ¿no?
En cualquier caso, no es necesario que insista mucho en estas tonterías, aunque
tengo buenas razones —que conoceréis muy pronto— para contaros todo esto. De

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momento, sólo pretendo explicar que no era en absoluto inexperto en esos temas
cuando me embarqué con Curio en esas rondas por la noche romana.
Gracias a los dioses, no llegó a oídos de mi amada Fulvia la menor noticia de lo
que sucedía. En cambio, su padre, el formidable Victorino Avidio, no tardó en
enterarse. De hecho, una mañana fui despertado en mi dormitorio por la presencia,
ante mis ojos hinchados, de un mensajero que me anunciaba con suma insistencia la
invitación de Avidio para que almorzara con él aquel mismo día. No sé cómo, pero
conseguí despejarme y acudir a la cita.
Avidio, un hombre «más rico que Craso», como solemos decir los romanos,
residía en la que debía de ser la casa más grande de Roma (o, por lo menos, la
segunda). La casa estaba un par de curvas más arriba que la de mi familia, en la vía
que ascendía la ladera del Quirinal, en el exclusivo barrio norte de la ciudad y, una
vez cruzada la verja de entrada a la finca, a mis porteadores aún les quedó un buen
trecho antes de llegar por fin a la vivienda.
Cuando me apeé de la silla, fui acompañado rápidamente a un comedor del piso
superior, una estancia muy íntima con frescos de vegetación campestre y una
espléndida vista del centro de la ciudad.
Avidio me recibió con bastante afecto y no tardamos en sentarnos a la mesa, bien
provista. Era un hombre desproporcionado, con una cabeza enorme que remataba un
cuerpo bastante enclenque. De pie, cualquiera le sacaba la cabeza y parecía capaz de
avasallarlo. Pero sentado a la mesa, mientras escuchaba su voz profunda y poderosa y
contemplaba su rostro de facciones grandes y expresivas (dominado, añadiré, por
unas cejas gruesas y encanecidas que se elevaban en la frente en momentos de
agitación), uno olvidaba rápidamente su estatura y tenía la impresión de dirigirse a un
hombre corpulento e intimidador.
—¿Dónde está Fulvia? —pregunté, aunque en realidad me habría sorprendido
encontrarla allí—. Espero que no se encuentre mal…
—Fulvia está perfectamente —respondió Avidio con suavidad—. Quizá venga
después —añadió y continuó hablando de nimiedades hasta bien entrada la comida,
cuando dijo de improviso—: Así pues, tú quieres a mi hija, ¿no? Es decir, serás un
buen esposo y un buen padre, ¿verdad que sí, joven Cayo?
Acabábamos de comentar algo acerca de algún tema completamente absurdo,
algo acerca de que qué equipo, el azul o el verde, tenía más posibilidades de ganar en
los juegos circenses del siguiente fin de semana. De hecho, en aquel preciso instante,
acababa de llevarme a la boca una buena cucharada de huevo y pedazos de carne de
cerdo; estoy seguro de que Avidio esperó deliberadamente a que surgiera aquella
oportunidad. La pregunta me llegó tan de improviso que, como es lógico, tardé un
largo instante en asimilarla y ofrecer una respuesta.
—Con todo mi corazón, señoría —dije, mientras terminaba de masticar. Después,
con la boca libre por fin, añadí—: Fulvia lo es todo para mí.

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—Y para mí también —respondió él sin abandonar su tono de voz y sus modales
más agradables—. Es sólo… Bien, Cayo, planteemos así las cosas: hay romanos y
romanos. Y, triste es decirlo, en épocas como la actual las diferencias entre ellos se
hacen más pronunciadas día a día. Así, es más importante que nunca que un joven
comprenda estas diferencias y tome las decisiones acertadas.
Hizo una breve pausa, con aquellas gruesas cejas en calma y los ojos, me pareció,
llenos únicamente de afecto.
—Recuerda —añadió con un leve gesto admonitorio del índice—, las compañías
que frecuentas, esas cosas…
Dejó la frase a medias y me miró un momento más; después, volvió con sedosa
suavidad a su anterior ademán relajado y a la conversación intrascendente. Pero yo
había prestado mucha atención y comprendí a qué se refería. Aun así, sólo después de
un episodio sucedido una noche, unas tres semanas más tarde, me vi obligado por fin
a modificar mi conducta.
Estábamos en la casa de un tal Rufo Trebeleno; Curio, yo y los demás. No había
comido nada desde hacía mucho rato y, además, en lugar de seguir la costumbre de
rebajar el vino con agua, nuestros anfitriones lo servían con toda su fuerza. Así, antes
incluso de apurar el segundo vaso, estaba completamente ebrio.
Sucedió que en esta ocasión particular Marco Antonio decidió unirse a nosotros.
Ya lo había visto otras veces últimamente e incluso había intercambiado breves
saludos con él en dos ocasiones, por lo menos. Pero esta vez tomó asiento con nuestro
grupo y al cabo de unos minutos me encontré, no sé cómo, sentado en un diván a su
lado.
—Mi señor Cayo Livinio —dijo Antonio a modo de introducción, mientras
cruzábamos un vigoroso apretón de manos—. Y bien, mi joven amigo, ¿cómo
encuentras nuestra vida nocturna romana?
—¡Ah!, muy fácilmente —respondí y noté un coro de risas alrededor ante mis
palabras—. ¡Oh!, os referís… —empecé a decir y noté el sonrojo de costumbre—. Es
decir, es muy agradable, realmente, aunque un poco agotadora en ocasiones.
Esto provocó nuevas risas y Marco Antonio, en concreto, prorrumpió en sonoras
carcajadas con las mejillas al rojo.
—Muy gracioso —murmuró, todavía entre risas.
Al cabo de un rato, la mayoría de los demás se dispersó por otras partes de la
casa; sólo quedó Curio, que había tomado asiento en el diván a la izquierda de
Antonio.
—Nuestro joven amigo está prometido en matrimonio, ¿sabéis? —dijo Curio al
tiempo que me señalaba, aunque no había asomo de burla en su voz.
—¡Ah!, espléndido —respondió Antonio—. ¿Y quién es la afortunada?
Tras apurar un sorbo más del fuerte vino, le hablé extensamente de Fulvia y de su
familia.

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—Bien, es una buena casa romana que viene de antiguo —apuntó Marco
Antonio. Después, con una de sus sonrisas cálidas y maravillosas, me estudió con sus
ojos grandes y expresivos y me instó a continuar, como si todo lo que pudiera decir
tuviese una inmensa importancia. Correspondí a ello hablando sin reparos de mis
planes y esperanzas para el futuro: matrimonio, niños, carrera.
—De modo que te propones estudiar leyes, ¿eh? —comentó, y esto me dio pie
para lanzarme a un nuevo tema de conversación hasta que, envuelto prácticamente
por la dulce bruma del vino y por el donaire y el encanto legendarios de Marco
Antonio, me sentí todo lo estimado y apreciado que puede hacerlo un joven.
Curio había desaparecido hacía rato. Pasamos un rato más de charla hasta que
Antonio dijo:
—La casa en la que estamos también es un maravilloso lugar antiguo, ¿sabes?
Y con esto salimos a dar una vuelta.
Me temo que buena parte de lo que sucedió después se me escapó, pero sí
recuerdo con claridad que, en un momento dado, me encontré a solas con Antonio en
lo que debía de ser la alcoba principal. Era una estancia impresionante, por decir
poco: un mosaico de mármol de la fundación de Roma por Rómulo ocupaba el suelo
y varios frescos coloristas de la vida en la ciudad y en el campo adornaban las
paredes. En una de ellas, al otro lado de la cama cubierta por un hermoso dosel, había
una ventana inusualmente grande abierta al norte, hacia los barrios residenciales de
Roma. Recuerdo que me detuve ante la ventana a admirar la vista de las colinas
cubiertas de árboles, negras bajo la pálida luz de la luna.
Aspiré un poco del aire nocturno y escuché el susurro de la brisa estival que
movía las hojas a través de la oscuridad vacía. Y, en aquel momento, Antonio estaba
a mi lado, con el brazo derecho en torno a mis hombros mientras con la mano
izquierda me ofrecía un vaso de vino más.
—Hermoso, ¿verdad?
Asentí, apuré la bebida y noté cómo su mano diestra se cerraba con firme afecto
en torno a mi hombro y se deslizaba luego con un movimiento acariciante hasta la
nuca y descendía…
Y eso, lo juro, es todo lo que recuerdo de ese episodio.

A la mañana siguiente, desperté al alba. Estaba tendido, con la toga torcida, en un


duro banco de madera. Al principio no tenía idea de dónde estaba, pero pronto caí en
la cuenta: aquello era el patio trasero de la casa de la noche anterior.
Me incorporé despacio hasta quedar sentado. La cabeza me latía como el interior
de una forja de hierro y tenía la boca seca y rasposa como una manta de lana. Todo
esto era de esperar, naturalmente, pero sólo era el principio.
Ya había notado ciertos dolores inusuales, pero sólo comprendí su grado cuando
intenté ponerme en pie. Incluso hoy me resulta doloroso pensar en ello; doloroso, en

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el sentido de humillante. Sólo diré que me dolía una parte del cuerpo que no tenía por
qué dolerme; o, al menos, ninguna razón que yo pudiera recordar y, desde luego,
ninguna que yo aprobara.
En cualquier caso, me dolía incluso estar sentado en aquel duro banco. Ponerme
en pie y dar un paso resultaba casi una tortura. Que estuviéramos en julio y ya hiciera
un calor incómodo para hora tan temprana no contribuía a mejorar las cosas pero
conseguí, pese a todo, recorrer la milla que me separaba de la casa de mis padres en
la colina, a través de las calles desiertas. Afortunadamente, fue mi madre, Cornelia, la
primera en verme junto a la puerta de mi alcoba.
—¿Dónde has estado? —preguntó, acercándose por detrás. Cuando me volví para
mirarla a la cara, soltó una exclamación ante mi estado desaliñado—. ¡Oh! ¿Qué ha
sucedido, hijo?
Entramos en mi habitación y a duras penas conseguí dar los últimos pasos antes
de derrumbarme sobre el lecho.
Mi madre vio una jofaina de agua y un paño limpio en las inmediaciones y
empezó a lavarme la cara con ternura.
—Pobrecito mío —continuó—, tu padre está muy irritado contigo.
Y en aquel mismo instante oímos a mi padre, Livinio Decio Severo en persona,
lanzar unos ásperos gritos en el jardín. Su voz sonaba cada vez más próxima.
Con gesto brusco, me senté muy erguido junto a mi madre y aparté sus manos,
rechazándola con suavidad pues, de pronto, me sentía absolutamente indigno del
privilegio de recibir su contacto.
—¡Oh, madre! —gemí y rompí a llorar—. ¡Oh, madre, qué error tan terrible he
cometido!

—¡Ya estoy harto de todo esto! —oí gritar a mi padre. Y apenas un instante después,
la puerta de la alcoba se abrió de golpe y lo vi entrar a la carga.
—¡Todas las noches, toda la noche! ¿Qué demonios crees que estás haciendo,
muchacho? Avidio me ha enviado una nota…
—Decio —intervino mi madre con un siseo que le hizo callar en seco—. ¡Ahora
no, Decio!
Y mi padre, que siempre sabía reconocer su inoportunidad (a aquellas alturas de
su vida la había demostrado en numerosas ocasiones), carraspeó secamente, dio
media vuelta y abandonó la estancia sin decir una palabra más.
—Cayo, por favor, cuéntame qué ha sucedido —insistió mi madre tras una pausa
reconfortante, pero me limité a mover la cabeza sin saber qué decir—. No será
Fulvia, ¿verdad? —preguntó, visiblemente temerosa de la respuesta.
—No, no —respondí y la miré con los ojos bañados en lágrimas—. Fulvia está
perfectamente.
Mi madre mojó el paño y continuó aseándome.

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—Entonces, ¿qué puede ser tan terrible, eh? —inquirió, más animada.
Esperé un instante mientras disfrutaba del contacto del paño húmedo y frío con
mi frente.
—Algunas de las personas que frecuento —respondí al fin, mientras sorbía unas
lágrimas. Tras una nueva pausa, añadí—: Anoche conocí a Marco Antonio.
Al oír aquello, mi madre se quedó paralizada en pleno gesto y, durante unos
largos instantes, ninguno de los dos se movió ni dijo nada. Por último, en un susurro
cansado, añadió:
—Ese hombre terrible… —Otra pausa y, a continuación—: Marco Antonio, ¿eh?
Ven, hijo, deja que te eche un vistazo.
Volví la cabeza, pero ella alargó su mano derecha hasta mi rostro, cerró los dedos
con fuerza en torno a la mandíbula, obligándome a mirarla de frente, y me estudió
detenidamente. Al moverse, desplazó su peso de tal modo que la sábana del lecho me
apretó con más firmeza todavía aquella dolorida parte baja de mi cuerpo.
—¡Ay! —exclamé.
—¿Qué sucede? —preguntó ella, e insistió al comprobar que no respondía de
inmediato—: ¡Dime!
—Me duele, madre —respondí finalmente y rompí a llorar otra vez.
Advertí un destello de comprensión en sus ojos; después, encajó las mandíbulas
para dominar el temblor de sus labios y permaneció sentada donde estaba durante
varios minutos más, resistiéndose a acompañarme en mi llanto. Al final, ganó su
particular batalla y, aunque sus ojos parecían estar algo nublados, no derramaron
lágrima alguna.
—He oído suficientes cosas sobre Antonio como para imaginar qué ha sucedido
—murmuró con voz temblorosa—. Pero también sé suficiente de ti como para estar
convencida de que no hay ningún riesgo de que vuelva a pasarte. —Se inclinó sobre
mí y me besó en la mejilla con ternura—. Así pues, te has llevado un buen
escarmiento, ¿no es eso? ¿Puedo, pues, asegurarle a tu padre que, en adelante,
volverás a casa temprano? ¿Puedo decirle que ha recuperado a su hijo?
—Sí, madre —respondí al instante.
—Le diré que has aprendido la lección —añadió ella—. Le aseguraré que no tiene
ninguna razón para preocuparse.

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III

Aquel mismo día, tuve el honor de recibir una breve carta de Cicerón, que ya llevaba
dos meses exiliado:
Apreciadísimo Cayo Livinio Severo:
En verdad, no es prudente por mi parte escribir esta carta. Y enviarla, mucho menos. En
realidad, probablemente corres un riesgo al recibirla y al leerla. Con todo, debo arriesgarme a
agradecerte la espléndida devoción y lealtad que sé que me has demostrado durante estos
tiempos peligrosos. También debo recordarte algunos consejos: sé reservado, mantén las
compañías convenientes y correctas, sé cauteloso con quienes te rodean y continúa haciendo
lo que te pedí en nuestro último encuentro en Roma. Si los dioses lo quieren, estos días
terribles quedarán atrás y volveremos a estar juntos.
Como siempre, con mis mejores deseos y todo mi afecto,
Cicerón

Releí la carta de cabo a rabo una decena de veces o más, llorando incluso encima del
escrito hasta que, de hecho, gran parte de la página quedó emborronada de tinta.
Después, al recordar lo que el propio Cicerón había escrito acerca de los peligros de
una misiva semejante, arrojé al fuego lo que quedaba de ella.
Con todo, se me quedó grabada una frase en concreto: «… continúa haciendo lo
que te pedí en nuestro último encuentro…».
¿Y qué era lo que me había pedido? En realidad, nada en absoluto. Si acaso, se
había limitado a sugerirme que me pusiera en contacto con Escribonio Curio, pero yo
sabía qué insinuaba con ello: Cicerón quería que vigilara los movimientos de Curio y
luego le escribiera para contarle lo que veía, añadiendo tal vez un par de líneas con
mis propias opiniones.
Pues bien, inesperadamente, Cicerón había sido enviado al exilio por el odioso
Clodio y, no sé muy bien cómo, yo me había visto arrastrado por los acontecimientos:
las poderosas personalidades de Curio y de algunos otros, los escenarios exóticos, la
conducta indulgente… Todo aquello, sencillamente, me había picado la curiosidad.
Así pues, había fracasado en la pequeña tarea que me había encomendado. No
sólo no había permanecido atento, sino que había participado en los hechos de una
manera y en un grado que, sin duda, habría dejado asombrado a Cicerón.
Unos días más tarde, cuando estuve recuperado por completo, tomé una decisión:
adoptar el papel de detective y completar la misión de Cicerón. Pero también llegué a
la conclusión de que necesitaba un ayudante, alguien que me vigilara a mí (al menos,
que estuviera atento a mi) mientras yo vigilaba a Escribonio Curio. Fui a visitar a mi
primo, Lucio Flavio.
—¡Ah, Livinio! —Mi primo me recibió con una gran sonrisa cuando llegué al
Jardín de su casa, a poca distancia de la mía calle arriba—. ¿Y la encantadora Fulvia?
Confío en que se encuentre bien.

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—Sí, estupendamente —respondí. Le devolví su amistosa bienvenida, le estreché
las manos con especial energía en una demostración tanto de afecto como de alivio, al
comprobar (por lo menos, hasta donde podía discernir) que el relato de mis recientes
aventuras no había llegado a sus oídos.
Tras unos minutos de charla sobre asuntos de familia, comenté:
—Recientemente he conocido a ese tal Escribonio Curio. Cicerón, antes de su
forzada partida, me sugirió que me pusiera en contacto con él. Parecía especialmente
interesado en que lo hiciera.
Al oír aquello, mi primo, que sólo estaba concentrado a medias en mis palabras,
abrió los ojos de improviso y me miró fijamente.
—Oh, ¿de veras?
Le devolví la mirada, asentí y me permití una pequeña sonrisa, pues sabía que
Lucio Flavio me había comprendido a la primera. Con sólo dieciocho años por aquel
entonces, dos años más joven que yo, mi despierto primo era inusualmente experto en
aquellos asuntos. A decir verdad, Lucio era el más destacable de todos mis parientes
jóvenes y, con frecuencia, me producía la impresión de ser mucho mayor que yo. Por
supuesto, en lo que se refería a las mujeres… en fin, todos los jóvenes de la familia
me destacaban a mí, en ese tema.
Aquel día, un rato más tarde, Lucio y yo visitamos a Curio en su casita cerca del
centro de Roma. Desde luego, me producía inquietud volver a verlo. No estaba
seguro de que me fuera a recibir siquiera, después de la otra noche; si lo hacia, seguro
que me trataría de otra manera, con cierto distanciamiento, posiblemente, o incluso
con mofa.
Cuando emergió de las estancias interiores de la casa, me abrazó calurosamente y,
sin darme ocasión a abrir la boca, exclamó:
—¡Cayo Livinio! Me tenías preocupado, amigo mío. Si no hubieras venido,
mañana mismo habría pasado por tu casa o, al menos, habría enviado un mensajero.
Después de la otra noche… en fin, comprendo cómo debías sentirte y he preferido
esperar unos días, pero no más. Pero, bien, aquí estás por fin y me alegro de ello. —
Hizo una pausa y sonrió. Luego añadió—: Debo confesar que cometí un error
contigo. Últimamente he cometido muchos. Ese tipo de vida juerguista no es para ti.
Y tampoco para mí. Ya no. Y algunos de esos tipos… bien, supongo que convendrás
conmigo en que no es preciso entrar en detalles o mencionar nombres. En cualquier
caso, ahora mismo están sucediendo en Roma demasiadas cosas, hechos que
requieren hombres serios dispuestos a prestar la atención que merecen. Hay mucho
trabajo que hacer y a eso voy a dedicarme en adelante. Y, si te parece bien, quiero
contar contigo en todo lo posible.
Todo aquel discurso, completamente contrario a lo que esperaba, llegó a una
velocidad vertiginosa… y allí mismo, en mitad del atrio, entre el ir y venir de criados
y esclavos y con mi primo, boquiabierto, por testigo.

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—Éste es mi primo, Lucio Flavio —dije cuando, por fin, pude meter baza—.
Primo, te presento a…
—Cayo Escribonio Curio —le interrumpió éste, al tiempo que estrechaba la mano
de un Lucio todavía pasmado—. Y aquí también hay un lugar para tu primo… si es
su deseo quedarse.
Un rato más tarde, cuando nos marchábamos, Curio me llevó aparte para tener
unas palabras en privado.
—Debo confesarte, Livinio, que la otra noche… en fin, que sabía lo que se
preparaba. Es decir, debería haberlo sabido. Es sólo que… en fin, tu aspecto y tu
porte, la manera como te tratan las mujeres, lo que dicen de ti… Todos lo hemos visto
y… bueno, siendo Antonio quien es, se había fijado en ti; se había interesado por ti.
Yo pensé que ya eras mayorcito, que sabrías tomar tus propias decisiones. Pero
después me di cuenta de que tú… En fin, no debería haber permitido que las cosas
llegaran tan lejos, debería haber intervenido. Sólo quería decirte que lamento que no
lo hiciera.
Yo me había quedado allí plantado, con la mirada en el suelo, arrastrando los pies
como un idiota y con la sensación de que tenía el rostro encendido y caliente como
una masa de lava fundida.
—Está bien —dije por fin en un ronco susurro. Curio me estrechó la mano,
abandoné la casa con mi primo y el tema no volvió a ser mencionado jamás.

Curio fue fiel a su palabra. Con Lucio y conmigo como ayudantes, se dedicó a
escribir y pronunciar discursos, a hacer copiar y distribuir panfletos y a reunirse a
altas horas de la noche con generales, senadores y otros dignatarios.
—Este César es un peligro creciente para la República —nos comentaba en
privado—, y la República debe ser preservada.
En público se mostraba un poco más cauto aunque, de todas formas, era bastante
atrevido.
—Nuestra democracia es el distintivo de Roma —repetía una y otra vez—.
Debemos preservar el gobierno del pueblo. Debemos evitar a toda costa la dictadura.
De hecho, el trabajo aumentó tanto que, a sugerencia mía, Curio llamó a otro de
mis primos, un tal Jimio Barnabas. Junio tenía dos años más que yo y, para ser
sincero, era un tipo un poco pretencioso. Con todo, era un tipo inteligente y recto que,
por cierto, me tenía un gran respeto por un consejo que le había dado en cierta
ocasión sobre… en fin, sobre un asunto que tenía que ver con el tema en el que se me
consideraba un experto.
—Ésta que me ofreces es una oportunidad de lo más destacada y efectiva y ahora,
Livinio, estoy todavía más profunda y sinceramente en deuda contigo —declaró
Junio Barnabas.

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Lucio y yo intercambiamos una mirada de perplejidad, pero conseguimos reprimir
una carcajada.

Así pues, mi tarea de vigilar a Curio me colocó en el centro de la política romana… y


en un puesto perfecto para observar también todo lo demás. Y Curio tenía razón,
desde luego: eran tiempos tumultuosos.
César y Pompeyo, eternos archirrivales, habían acordado ejercer el consulado
conjuntamente durante varios años seguidos (mucho más allá del tiempo límite
constitucional). Y aquel año competían sin tregua por el poder.
El en otro tiempo ilustre Senado romano parecía limitarse cada vez más a
inclinarse ante ellos. Los senadores estaban agriamente divididos entre uno y otro
cónsul, aunque algunos optaban por una tercera vía: la de los aristócratas de más
abolengo, encabezados por el puntilloso Catón. Cada vez más, los Comitia Curiata, la
asamblea más próxima a representar la voz del hombre corriente, provocaban en cada
sesión un caos impresentable.
—¡Oigo los truenos! —gritaba un senador, invocando el viejo temor a tan mal
presagio incluso el día más soleado y provocando la paralización de la sesión (como
exigía la antigua costumbre) sólo porque al senador (¡o a sus clientes!) no les gustaba
el rumbo que seguía un debate determinado.
Y aquel verano, en particular, la ciudad fue como nunca presa de desórdenes o
alborotos conducidos por violentas bandas callejeras. Sí, bandas callejeras
compuestas por hombres no mejores que el más vil asesino, pero organizados, o
pagados, por algunos de los hombres más poderosos de Roma.
—Debemos mantener nuestra constitución y la República —manifestó Curio al
Senado, pero sus palabras no tuvieron ningún efecto apreciable.
Clodio en persona dirigía la peor de estas bandas, con la que había expulsado a
Cicerón, por supuesto, y a cuyos matones apostaba con frecuencia a las puertas del
propio edificio del Senado. Allí, nadie tenía nada que decir. Una vez Clodio hablaba,
o simplemente hacia saber su opinión, todo el mundo sabía en qué sentido dirigir su
voto.
«Por lo que me cuentan, la República ha muerto —escribió Cicerón a su amigo
Ático por esa época—. Y tengo entendido que sólo un hombre abre la boca para
defenderla y ése es el joven Curio».
Así pues, Cicerón tenía otras fuentes de información, pensé divertido cuando
Ático me mostró la nota, pues yo aún no le había enviado mi primera carta. En
cualquier caso, mandé llamar a otro más de mis primos, Claudio Barnabas, hermano
de Junio, para ayudar en el trabajo con Curio. Éste y el recién llegado eran la noche y
el día. «Sí», fue lo único que dijo Claudio cuando le hablé del empleo. «Gracias», se
limitó a mascullar cuando le presenté a Curio para confirmar el compromiso. Una vez
más, con gran esfuerzo, Lucio y yo guardamos silencio.

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Poco después escribí:
Dilectísimo Cicerón:
Mis primos, Lucio Flavio, Junio Barnabas y su hermano Claudio, y yo hemos conocido a
un antiguo alumno tuyo, el distinguido joven político Cayo Escribonio Curio. Este hombre
habla de ti con gran respeto y es un firme defensor de la República. De hecho, en sus escritos
y discursos no deja de defender con fervor nuestro sistema democrático y de condenar la
mera posibilidad de un gobierno dictatorial. Es un hombre recto y honrado de sentimientos
profundos y sinceros y, en estos momentos, Lucio, Junio, Claudio y yo somos sus secretarios
de confianza: lo ayudamos en sus escritos y, en general, nos ocupamos de sus compromisos.
Consideramos que trabajamos por una buena causa. Cicerón, mi amado maestro, sé que tu
ausencia obligada debe de causarte un gran dolor, pero tengo la certeza de que estos tiempos
terribles pasarán muy pronto y espero con impaciencia poder visitarte en el próximo futuro.
Te ruego me comuniques cómo estás.
Tu afectísimo amigo,
Cayo Livinio Severo

El verano dio paso al otoño, y el hedor que hacía casi insoportable la vida en Roma
con el calor dio paso a unas brisas fuertes y refrescantes. Los ciudadanos respiraban
con más facilidad; el abarrotado Foro volvía a ser soportable. Pero el alivio era sólo
superficial. En realidad, con la proximidad de unas nuevas elecciones, Clodio y sus
matones exigían con más descaro que nunca la promesa de votos, tanto de ciudadanos
normales como de los propios senadores.
No obstante, por estas fechas, surgió otra poderosa banda dirigida por el
formidable Annio Milo, la cual, según los rumores, operaba a sueldo de los senadores
de la vieja guardia, supuestamente honestos. El choque inevitable no tardó en
producirse. Sucedió una fría tarde de octubre; el cielo se mostraba magnífico, de
color cerúleo; el aire olía a vino dulce y a aceituna madura; los estandartes y hasta las
togas de los hombres se agitaban al viento.
Todo tuvo lugar apenas a un par de calles del propio Foro. Los dos grupos se
encontraron cara a cara, sesenta o setenta hombres por bando, todos fuertemente
armados. La violencia brotó de inmediato: un gran choque de metal contra metal,
dagas, espadas y unas cuantas lanzas largas… Uno de los hombre llevaba incluso una
gran red de gladiador. La noticia de lo que sucedía se extendió rápidamente y mis
primos y yo corrimos a la escena del choque, pero llegamos demasiado tarde como
para distinguir nada. En la calleja donde tenía lugar la pelea, apenas se podía dar un
paso sin topar con un cuerpo. El pavimento estaba cubierto de sangre y las paredes de
los edificios a ambos lados también estaban salpicadas de ella. Y allí, después de
fijarnos un poco, descubrimos al propio Clodio con la garganta abierta de oreja a
oreja. Al parecer, había sido uno de los primeros en caer; al menos, esto nos contaron
más tarde algunos testigos.
Poco después de estos sucesos, el clamor popular redujo en gran medida la
influencia de las bandas; después de aquel baño de sangre, supongo que podría
decirse que era una buena noticia. Asimismo, el destierro de Cicerón no tardó en ser
revocado y mi maestro fue llamado de nuevo a Roma.

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Escribonio Curio había colaborado en conducir la campaña, tanto contra las
bandas como en favor de Cicerón. Curio, mis primos y yo celebramos nuestras
victorias a lo grande. Como mis padres estaban en su casa de campo cerca de Tívoli,
los invité a todos a mi casa y les ofrecí la mejor mesa y comimos y bebimos hasta el
amanecer.
—La República vive —grité en más de una ocasión durante la prolongada velada.
—Sólo hemos extirpado un pequeño forúnculo —apuntó Lucio Flavio. Pero
aunque sus palabras eran solemnes e incluso tenían un ligero tono de reproche, su voz
era tranquila y amable e incluso sonrió mientras hablaba.
—No tan pequeño —repliqué, al tiempo que me ponía en pie y me acercaba a él
con paso vacilante—. Un forúnculo grande. Grande y bulboso y cargado de pus y…
—¡Bah, calla! ¡Estás borracho! —intervino Lucio con una risotada.
—Sí —respondí y me dejé caer en el sofá más cercano—. Borracho, pero feliz —
añadí con una risilla.
—Esta noche, todos nos sentimos felices —declaró Curio.
—¡Y tú has sido el hombre que lo ha conseguido, maldita sea! —proclamé—.
¡Tú, quien ha extirpado ese forúnculo terrible y ha salvado a Roma! —Recuerdo
vagamente que quise brindar por él pero me encontré agitando la mano derecha vacía.
¿Dónde diablos tenía mi copa?—. ¡Larga vida a ti, señor! —continué a pesar de todo
—. Larga vida a Cayo Escribonio Curio, el hombre que ha salvado la República.
Y os aliviará saber que a continuación la noche, ya confusa más allá de cualquier
asomo de buen juicio, se hizo para mí, de improviso, definitivamente negra.

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IV

Y ahora espero, sentado en el pequeño atrio de la que fue la casa de Cicerón en


Roma, a que Augusto termine de leer mi informe. Mientras aguardo, un criado se
presenta con una fuente de higos y me ofrece uno, pero lo rechazo. En un rincón, otro
esclavo saca brillo a la plata mientras un tercero friega el suelo. Una casa romana
normal, me digo, en un día laborable normal.
El espejismo, sin embargo, dura poco, pues de repente se produce una terrible
conmoción de gritos y empujones que procede, advierto, de una antesala cercana.
Desde mi asiento en el duro banco, veo fugazmente a Augusto a través de una puerta
abierta. Su rostro refleja la furia salvaje de un animal y percibo el destello de su daga
bajo la luz. Después, veo borbotones de sangre roja que lo salpican todo. Los gritos
se convierten en alaridos y veo otro rostro, o una pequeña porción del mismo. Y ese
rostro es el de… ¡Oh, dioses!, ese rostro me resulta familiar… Y, entonces, todo mi
cuerpo empieza a temblar y por un instante soy casi incapaz de respirar. No sé cómo,
consigo levantarme y, cuando me doy cuenta, me encuentro en el umbral de la puerta
abierta contemplando la cámara de los horrores de la antesala.
Y observo que el hombre que emite los gritos agónicos y suplica piedad,
arrodillado en el suelo, es mi primo, el pretencioso Junio Barnabas.
Mi primo ya se desangra por varias heridas, pero ahora veo a Augusto rajarle el
vientre de una puñalada larga y curva que será la herida fatal aunque, naturalmente,
Junio tardará bastante rato en morir. A continuación —pues lo anterior es evidente
que no le basta—, Augusto alarga la mano que empuña la daga bañada en sangre y,
uno tras otro, le saca los ojos.
A estas alturas, he perdido cualquier dominio de mi mismo y no estoy seguro de
qué haré a continuación. Pero en ese preciso instante aparece uno de los guardias, me
escolta de nuevo hasta mi banquito y me obliga a sentarme, aunque desde allí aún
alcanzo a ver lo que sucede en la estancia contigua y a oír los gemidos.
Al cabo de un rato, Augusto asoma por la puerta y avanza hacia mí. Todavía
empuña la daga desenvainada y hay sangre por todas partes: en el cuchillo, por
supuesto, y en la túnica: incluso lleva salpicaduras en las mejillas y en la frente.
Cuando habla, me doy cuenta de que la sangre embadurna incluso sus labios,
produciendo la clara impresión de haber estado bebiendo el rojo fluido vital.
—Me encanta tu informe —afirma. Se echa a reír (a cacarear, en realidad) y
mueve la daga al azar—. Muy bien escrito y muy interesante —continúa—. ¡Y ese
Marco Antonio! Es un tipo realmente odioso, ¿verdad?
Augusto me observa unos instantes, sonriente, y alcanzo a ver varias manchitas
de sangre en sus incisivos. Por fin, añade:
—Bueno, debo volver al asunto. Aún queda mucho por hacer.

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Y con eso, el adolescente cubierto de sangre que gobierna Roma se aleja de mí y
me quedo sentado en el banco, presa de un temblor incontrolable, y me pregunto si un
perro apaleado se puede sentir más derrotado o más asustado.

Clodio había muerto y las bandas callejeras habían desaparecido prácticamente pero,
como había apuntado mi primo, Lucio Flavio, los problemas de Roma estaban lejos
de haber cesado.
De hecho, César y Pompeyo aún mantenían una fuerte rivalidad y su
enfrentamiento no había hecho sino trasladarse de las calles a los pasillos del Foro y
del edificio del Senado. La amenaza al gobierno constitucional seguía siendo muy
real; sencillamente, había pasado a un estadio mucho más complejo y, en último
término, mucho más peligroso también.
Escribonio Curio, que se había comportado con tanto aplomo en los meses
recientes, fue designado como mediador de confianza por todos los bandos.
Incansable, iba y venía constantemente del Senado a Pompeyo y a César (o, las más
de las veces, a los emisarios de éste) y viceversa. «El Senado gobierna Roma —
escribió Curio en un nuevo panfleto—; el Senado y el pueblo. No se puede pensar en
otra cosa».

Tres semanas después de la muerte de Clodio, otro escándalo estremeció la ciudad: el


cuerpo de un joven noble llamado Fabio Vibulano fue encontrado en un callejón de la
falda del Cespio, una colina de casas humildes no lejos del centro de la ciudad.
Los relatos de los testigos del hallazgo (no apareció nadie que hubiera
presenciado la comisión del hecho) decían que el cadáver tenía marcas de moratones
en el cuello y que la muerte se había producido, casi con certeza, por
estrangulamiento, aunque también se le hubiera encontrado una puñalada que le
atravesaba el corazón. Además de todo ello —y aquí era donde surgía el escándalo—,
el cuerpo presentaba lo que los doctores, delicadamente, denominaron «una
inflamación significativa en torno a la abertura de las nalgas».
—Creo que lo conocía superficialmente —comenté a mi primo Lucio mientras
volvíamos a mi casa dando un paseo desde la de Curio, a última hora de la tarde.
—Sí, por supuesto; lo vimos en varias fiestas —se apresuró a responder Lucio—.
Seguro que lo recuerdas: un tipo bien parecido, un poco más bajo que tú. Oí que,
después de que rompieras con ella, lo habían visto un par de veces con esa chica…
ésa alta de ojos azules… ¿Cómo se llamaba?
Lo miré un instante mientras trataba de recordar; luego, despacio, pronuncié su
nombre.
—Avidia Crispina. Y, en efecto, recuerdo a Fabio. Un tipo agradable. Así que
ambos lo conocíamos… ¡Por todos los dioses!

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Tras esto, permanecimos un rato en silencio hasta que, de improviso, reanudé la
conversación:
—Y, por cierto, no fui yo quien rompió. Fue ella.
—Sólo pretendía ser amable, primo —replicó Lucio—. Y la ruptura tampoco fue
cosa de ella, sino de su madre.
Sacudí la cabeza e incluso ensayé una sonrisa pese al horror del momento.
—Vaya cosas de hablar —murmuré—, con ese pobre hombre recién muerto.
Lo dije con la debida solemnidad y muy en serio. Y debo decir que Lucio asintió
con aire culpable.
—Lo siento —respondió y, por una vez, hicimos el resto del paseo hasta la casa
sin cambiar una palabra más.

Allí habría terminado el asunto, por lo que a mí se refería, de no ser por lo que
sucedió a la mañana siguiente. Curio, mis primos y yo estábamos dedicados a
nuestras tareas habituales cuando, inopinadamente, el portero franqueó el paso a una
mujer joven vestida de negro de pies a cabeza.
La mujer avanzó directamente hacia mí, se despojó del chal y del velo y me miró
con ojos compungidos y suplicantes. Tardé un momento, pero la reconocí bastante
pronto: era Avidia Crispina, la joven amiga del hombre asesinado.
—¡Oh, Livinio! —exclamó y se dejó caer en mis brazos entre sollozos.
Lucio se acercó rápidamente a nosotros mientras Curio abandonaba discretamente
la estancia. Los dos hermanos Barnabas permanecieron sentados en sus escritorios,
boquiabiertos y perplejos.
—Lo lamento mucho —repetí varias veces—. Si hay algo que…
—Lo hay —dijo ella de inmediato. De pronto, sus ojos azules se iluminaron con
un destello de determinación: con la mano izquierda, echó hacia atrás su larga
cabellera rubia—. Eso que dicen de Fabio no puede ser cierto. Si tú pudieras…
Rompió a llorar y pasó un buen rato hasta que estuvo en condiciones de continuar.
—Si pudieras interesarte en el caso, investigar lo sucedido, descubrir quién lo ha
matado y por qué, estoy segura de que eso demostraría que… que…
Comprensiblemente, Avidia Crispina dejó que el resto de la petición flotara en el
aire pero yo, por supuesto, sabía qué quería decir: que el mundo debía convencerse de
que el desdichado Fabio Vibulano no había participado voluntariamente en tan
especiales prácticas sexuales.
—Me gustaría colaborar —respondí—, pero no sé cómo…
—¡Claro que colaboraremos! —intervino Lucio con insistencia. Me volví para
mirarlo con una expresión de asombro… ¡y de irritación!, pero él hizo caso omiso y
continuó—: ¡Tienes razón, mujer! Es imposible que Fabio participara en algo
parecido; así pues, descubriremos qué hay detrás de todo esto y rehabilitaremos su
nombre.

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—¡Oh!, ¿lo haréis? —musitó Avidia con un gemido, al tiempo que nos miraba a
ambos, de nuevo con aquella expresión desesperada y suplicante.
—Sí —declaró Lucio—. Está decidido.
—Bien… sí —dije yo en voz baja, asintiendo con la cabeza.

—¿Y cómo lo haremos, Lucio? —pregunté, momentos después de que la mujer se


hubiera marchado—. ¿Qué vamos a hacer?
—Ya hablaremos más tarde —respondió mi primo con una sonrisa
tranquilizadora. Pero cuando mencioné el tema al terminar el trabajo por aquella
jornada, se limitó a decir que podíamos investigar ciertas cosas y desechó mis
restantes preguntas con un gesto seco y un movimiento de cabeza.
Durante los días siguientes, lo observé merodear misteriosamente y, en tres o
cuatro ocasiones, llegué a perderle el rastro por completo.
—¿Puedo ayudarte? —le pregunté más de una vez.
—Tú espera —se limitó a responder con calma—. Ya llegará el momento.

Esperé con impaciencia el retorno de Cicerón durante todo el mes de noviembre pero,
en el último momento, lo impidió una orden del Senado que lo nombraba gobernador
provincial de la Cilicia, en Asia Menor, durante el periodo de un año. Así pues,
cuando me enteré, ya en diciembre y en plenas fiestas saturnales, de que su regreso
aún se retrasaría, dispuse lo necesario para ir a visitarlo, en compañía de Lucio
Flavio. Así, viajamos rápidamente a caballo hacia el sur hasta llegar a Brindisium,
fletamos la embarcación más rápida disponible y zarpamos hacia las costas de
Macedonia, donde había vivido Cicerón durante su destierro. La verdad es que
Cicerón estaba a punto de marcharse hacia su nuevo puesto de mando, a muchos
cientos de kilómetros al este, pero había retrasado la partida en deferencia a nosotros.
—¡Mis dos jóvenes y estupendos amigos!
Cicerón nos recibió a la puerta de su casa, en la ladera de una colina, y nos abrazó
con una ternura y un afecto que sólo son posibles en un hombre que siente auténtica
añoranza.
—Tenéis que contármelo todo —añadió, y cruzamos el atrio y el patio principal
hasta la parte de atrás de la casa, donde había preparado un refrigerio al borde de un
pequeño viñedo, bajo las ramas de un abedul añejo y desparramado—.
Absolutamente todo —repitió. Y nosotros accedimos gustosos.

Permanecimos allí dos semanas, ¡y vaya días tan magníficos! Nunca hasta entonces
había tenido el privilegio de gozar de tanta atención por parte de Cicerón, ni de
escuchar sus sabias palabras con tanta frecuencia. Lucio Flavio, que también había

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sido alumno suyo, era un compañero ideal. Rara vez vacilaba a la hora de entender
las palabras de Cicerón y expresaba sus propias ideas sin pomposidad ni
pretensiones; sus preguntas eran, indefectiblemente, sensatas y oportunas.
En cierto modo, Cicerón mostraba un estado de ánimo inusual. Como en otras
épocas, nuestras discusiones se centraban en el bien y el mal, un tema nada sencillo.
Pero, por una vez, en lugar de hablar en abstracto, parecía interesado en aplicar sus
ideas a alguna clase de sistema práctico para la vida cotidiana.
—La obligación de tender al bien —declaró— no afecta sólo al hombre sabio, el
cual, naturalmente, comprende el concepto en el sentido más completo e ideal de la
palabra. Todos nosotros, todos los hombres corrientes, estamos obligados moralmente
a tender al bien y observarlo según cada uno, con sus limitaciones, lo entienda, pues
éste es el único modo en que podemos mantener los progresos que hayamos hecho en
el camino de alcanzar la bondad. Todo aquel que propugne otra cosa estará
subvirtiendo los cimientos de la comunidad humana y esto conlleva el aniquilamiento
de toda benevolencia, generosidad, bondad y justicia.
»Así pues —continuó el maestro—, todo el mundo debería compartir el mismo
objetivo: identificar el interés de cada uno con el interés del conjunto. Cuando los
hombres sólo se ocupen de sí mismos, la sociedad humana se derrumbará por
completo.
—Pero, maestro —fue lo primero que dijo mi primo a la mañana siguiente, tan
pronto despertó—, ¿cómo se puede…?
—¿Distinguir el bien del mal? Bien, joven, es todo un rompecabezas, en efecto.
Es la gran cuestión. Pero ya hemos discutido esto antes y siempre acabamos por
perdernos en sutilezas esotéricas. —Cicerón, todavía no despierto del todo, se detuvo
junto a la jofaina más próxima y se lavó la cara con agua fría—. Reconozco —añadió
—, que estoy tratando de elaborar un enfoque distinto a todo ello, de hacerlo actuar
de un modo que nos ayude a todos. Así pues, si perdonáis a un viejo… en fin, tal vez
podamos lograr algún avance en la cuestión.
Ante esto, Lucio Flavio se sonrojó profundamente. Era la primera vez que lo veía
ruborizarse (casi había empezado a pensar que era una enfermedad leve que me
afectaba sólo a mí).
—Debe de ser cosa de familia —murmuró Cicerón al tiempo que sacudía la
cabeza. Después, se encaminó al jardín donde le esperaba el desayuno.

—Veréis, amigos míos, el problema es que, en algún momento, todos nos


convencemos de que hay actos buenos y correctos y otros que son ventajosos. Pero si
uno piensa en ello detenidamente y con una perspectiva más amplia, es fácil observar
que, en realidad, ambas cosas son la misma; no existe ninguna diferencia. Por
ejemplo, si la naturaleza prescribe (como creo que lo hace) que todos los seres
humanos deben ayudar a sus semejantes, por esa misma autoridad todos los hombres

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tienen idénticos intereses. Y si esto es así, ¿dónde está la ventaja de perseguir
nuestros propios intereses a expensas de los demás? En el fondo, uno se está
perjudicando a sí mismo, ¿no tengo razón?
»Ya sé, ya sé; estaréis pensando que eso es más fácil de decir que de hacer. Bien,
es difícil discutir tal opinión. En realidad, la grandeza de corazón, el heroísmo, la
cortesía, la justicia y la generosidad son conceptos que están mucho más en
conformidad con la naturaleza que la autocomplacencia, la riqueza o incluso que la
propia vida. Pero despreciar esta última categoría de cosas, no concederle
importancia ninguna… en fin, eso requiere realmente un corazón heroico y eminente.
Cicerón hizo una pausa, se puso en pie, anduvo unos pasos hasta un árbol
próximo y arrancó de él varios higos maduros. Regresó hasta nosotros mientras daba
cuenta de uno y dejó los demás en la mesa para que los probáramos.
—Hasta mi pariente, Gratidiano —continuó, tras otro breve instante de reflexión
—, actuó en cierta ocasión como no debe hacerlo un hombre de bien. Siendo pretor,
los tribunos del pueblo invitaron a una reunión al consejo de pretores para decidir
conjuntamente una norma para la moneda pues, en aquella época, el valor del dinero
era tan inestable que nadie sabía cuánto tenía en realidad. Así pues, redactaron una
declaración conjunta y acordaron reunirse de nuevo aquel mismo día en el estrado
oficial. Gratidiano, sin embargo, se encaminó directamente de los bancos de los
tribunos al estrado oficial e hizo pública la declaración redactada conjuntamente
como si fuera el único responsable. ¡Y debo añadir que su acción lo convirtió en un
hombre muy famoso! Le erigieron estatuas en todas las calles… nadie ha sido nunca
más popular.
ȃste es uno de esos casos, que a veces pueden resultar desconcertantes, en los
que el desliz en la integridad no parece excesivamente grave, al tiempo que las
consecuencias favorables de la acción resultan muy significativas, pues el robo de
popularidad de Gratidiano no le pareció a éste un asunto tan terrible; al contrario, se
le antojó un impulso muy favorable para su candidatura al consulado, cargo al que
aspiraba.
»Pero todo eso era un mero espejismo, pues no hay excepciones a nuestra regla.
»¡Resolved el problema! Examinad vuestras conclusiones. ¿Mentirá un hombre
bueno en su propio beneficio, calumniará, estafará, se apropiará de las cosas en su
provecho? No, no hará nada de eso, pues lo que parece ventajoso sólo puede serlo si
no implica ninguna acción incorrecta.

La mañana del quinto día, Cicerón cambió de tema brevemente para tratar un asunto
mucho más concreto.
—Livinio, he leído tus cartas e informes sobre Cayo Escribonio Curio —me dijo.
Yo no había querido arriesgarme a enviar demasiados escritos a través de mensajeros
y había conservado la mayoría de ellos; tan pronto habíamos llegado, le había hecho

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entrega de un gran fajo de informes y misivas—. Un trabajo impresionante,
muchacho, y puedo añadir que también resulta muy alentador saber que está haciendo
tan buen trabajo.
Se recostó en el diván y advertí un ligero pestañeo malicioso en sus ojos. Volví la
vista a Lucio, pero mi primo parecía tan perplejo como yo por el súbito silencio.
Finalmente, Cicerón insistió:
—¿Y bien, Livinio?
—¿Maestro?
—¿Hace un buen trabajo, nuestro amigo?
Abrí la boca y la cerré de nuevo.
—Sí, maestro —respondí—. Rotundamente, sí. —Con una sonrisa, añadí—:
Desde luego, eso espero, porque Lucio y yo hemos puesto mucho empeño en
ayudarlo.
—¿Es sincero?
—Si.
—Y capaz, por supuesto…
—Rotundamente, sí.
—Pero, de todos modos, tú sigues… en fin, sigues sin perder de vista las cosas.
Lo miré, perplejo y hasta un poco molesto. Quería decirle: «Te refieres a si sigo
vigilando a Curio, ¿verdad? Bien, no te preocupes, tu pequeño detective aún continúa
en acción». También podría haber preguntado, al menos, qué era lo que se suponía
que debía buscar pues, por lo que a mí incumbía, había visto todo lo que había que
ver y le había contado todo lo que tenía que contar: que Cayo Escribonio Curio era un
verdadero amigo y un republicano sincero.
Pero, naturalmente, no tenía ninguna intención de ser tan franco y poco diestro
con el anciano Cicerón, de modo que me guardé todo aquello.
—¡Oh! Claro que sí, maestro —fue lo único que dije en realidad.
Incluso entonces, dio la impresión de que seguía flotando una extraña sensación
de duda y, en efecto, Cicerón se volvió finalmente a mi primo e inquirió:
—¿Qué piensas tú?
—¡Oh!, estoy absolutamente de acuerdo con Livinio —declaró Lucio sin el
menor asomo de duda. Hizo una pausa, me miró un instante y continuó—: Bueno,
espero que no lo tomes a mal, maestro, pero he visto todas las cartas, los informes, y
los ratifico.
—Bien —dijo Cicerón y, por fin, se relajó un poco—. Me alegro de oírlo.
No dijo nada más. De hecho, no volvió a sacar el tema a colación.

—¿Y cuándo has leído todos esos escritos míos? —pregunté a Lucio más adelante,
aquella misma noche, cuando Cicerón se hubo retirado a su alcoba.
—Bueno, no todos, exactamente —contestó.

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—¿Una parte, entonces?
—Sí, la mayoría.
—¿Y qué opinas? ¿Estás de acuerdo?
—Sí, por completo.
—Bien —murmuré, más para mi mismo que para él. Nos hallábamos en el jardín,
charlando tranquilamente mientras saboreábamos un poco de vino. Era la primera vez
en bastante tiempo que tenía un momento de calma con mi astuto primo y no tenía
intención de desperdiciar la oportunidad.
—Entonces, Lucio —dije con una gran sonrisa—, ¿cuándo vas a hablarme de
nuestra «investigación»?
—¿Eh?
—Ya sabes. El asesinato de Fabio Vibulano; Avidia Crispina nos pidió ayuda,
¿no?
Lucio me devolvió la sonrisa.
—No hay mucho que decir, primo —dijo con un encogimiento de hombros.
—¡Oh, Lucio, vamos! —exclamé; después callé y dejé que mi protesta medio
expresada flotara en el aire vespertino. Aguardé, pero Lucio Flavio no dijo nada—.
¿Es…? —me detuve ahí, sin saber si me atrevería a hacer la pregunta que me rondaba
la cabeza—. ¿Es la chica? —dije por fin en una voz que era apenas un susurro.
Lucio se volvió despacio, muy despacio, y me miró a los ojos.
—¡Ah, primo! —murmuró con una sonrisa triste y los ojos un poco nublados.
Así pues, era la chica, pensé; al menos, ése era el mensaje que pretendía
transmitir. Sin una palabra más, apuré el vino, dejé a mi primo en el jardín de Cicerón
y me retiré a la cama.
Poco rato después, él me siguió al piso superior. Escuché sus pasos a lo largo del
corredor y esperé a ver si se detenía, aunque sólo fuera a desearme buenas noches,
pero aunque avanzó despacio e incluso dio la impresión de vacilar al llegar a la altura
de mi puerta, sus pisadas se alejaron con cierta rapidez y, por último, oí el débil
sonido de su puerta al cerrarse.

Se sucedieron aquellos magníficos días con Cicerón, en los que mi primo y yo,
finalmente, hacíamos poco más que escuchar, casi extasiados con las palabras de
nuestro maestro. Permitidme que cite unos cuantos ejemplos breves:
«Es contrario a la naturaleza que un hombre se aproveche de la ignorancia de
otro. De hecho, las mañas disfrazadas de inteligencia son la peor plaga de la vida y la
causa de incontables espejismos de conflicto entre el provecho y la actitud recta, pues
son sumamente pocos los que se abstienen de llevar a cabo una acción incorrecta si
tienen la seguridad de que no será descubierta ni castigada».
«Las triquiñuelas de todas clases deben desaparecer, igual que todas las artimañas
que se enmascaran como muestras de inteligencia. La función de la inteligencia es

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distinguir el bien del mal, mientras que el embuste toma partido entre ellos y se
decanta por lo que es malo e incorrecto».
«Quitarle algo a alguien, aprovecharse con perjuicio de otro, es menos natural que
la muerte, que la indigencia, que el dolor o que cualquier otra penalidad física o
externa».
«Existe un ideal de bondad humana que la propia naturaleza ha almacenado y
guardado en nuestra mente. Descubrid ese ideal e identificaréis de inmediato al
hombre de bien en la persona que ayuda a todo el que puede y que no hace daño a
nadie, a menos que lo provoquen sin razón».
Así pues, cuando al cabo de dos semanas Lucio y yo regresamos a Roma, lo
hicimos en un estado fuera de lo común. Un poco demasiado solemnes, tal vez, pero
totalmente exaltados, vivificados y sinceros.

Ahora, sentado en la antesala de la que fuese la casa de Cicerón en Roma, escucho la


voz de Augusto a unas habitaciones de distancia, le oigo gritar órdenes, furioso con
alguien por quién sabe qué. Pienso en la locura que he visto el día de hoy: el
gobernante de medio mundo cubierto con la sangre de mi primo. Recuerdo al pobre
Junio Barnabas, el segundo de mis primos (y, puedo añadir, último de su estirpe) que
muere violentamente en unas pocas horas.
Y entonces recuerdo el apacible jardín del retiro de Cicerón y sus famosas
palabras. Espero que me sirvan de consuelo, pero no hacen más que empeorar las
cosas y me pongo a llorar.
¿Dónde está Cicerón ahora? En algún lugar del sur, supongo. Oculto. Fugitivo.
Los malhechores del mundo ejercen el poder y no queda lugar para él, ni para quienes
son como él.
Un estúpido, ¿eh? Pienso estas palabras y luego las grito: «Un estúpido, ¿eh?».
Pero tengo la voz tan sofocada por las lágrimas que surgen de mi boca como un
galimatías amortiguado. El guardia más próximo cree haber oído algo, se acerca y me
observa. Tengo el rostro empapado y se da cuenta. Me mira como si se preguntara si
me sucede algo pero, tras observarme otro momento, se limita a sacudir la cabeza y
se aleja.
Y yo me siento a esperar a que Augusto termine.

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V

Tres semanas y cuatro días después de mi regreso a Roma, Fulvia y yo nos casamos.
Sus padres organizaron una boda magnífica. El atrio de su mansión en la cima de
la colina, un recinto de mármol fino —a la última moda de Roma en estilos de
decoración— que ya resultaba imponente de por sí, estaba engalanado para la
ceremonia con guirnaldas de flores, largas cintas de lana de brillantes colores y varios
tapices bellamente trabajados, colgados ex profeso para la ocasión. De hecho, según
me había contado mi nuevo suegro, los tapices formaban parte de la considerable
dote de Fulvia.
Mi prometida no podía estar más espléndida. Siguiendo la antigua costumbre,
llevaba el cabello recogido en seis moños prendidos con lazos de color rosa; la túnica,
blanca y lisa, iba ceñida en la cintura por una banda de lana atada con el antiguo nudo
de Hércules (un nudo que, una vez hecho, sólo yo podía deshacer). Por último, un
velo de subido color anaranjado, el color de las llamas, cubría su rostro y sus
hombros.
La «matrona» oficial del casamiento, una hermana de la madre de Fulvia, nos
reunió y juntó nuestras manos. Después, con una voz tan suave y aniñada que me
llenó los ojos de lágrimas y nos cautivó a todos, Fulvia pronunció las antiguas
palabras de consentimiento: «Allá donde estés y allá donde vayas, Cayo, yo estaré e
iré también».
Ante el altar de los dioses, Fulvia y yo ocupamos dos pequeños taburetes
tapizados con la piel de un cordero ofrecido en sacrificio. El gran sacerdote y el
sacerdote de Júpiter realizaron entonces una ofrenda incruenta en forma de un pastel
elaborado con una clase de harina importada especial, finamente molida. Fulvia y yo
tomamos sendos bocados del dulce mientras los sacerdotes recitaban antiguas
plegarias a Juno.
Cuando la ceremonia hubo terminado, los reunidos prorrumpieron en alegres
vítores y aplausos.
—Felicitaciones —gritó Avidio, haciéndose oír en el estruendo. Todos los demás
se sumaron a coro a su deseo, repitiendo la palabra que se utilizaba casi
exclusivamente en el día de la boda para cumplimentar a los contrayentes. Mi madre
se apresuró a besar a la novia; afortunadamente, se abstuvo de intentarlo conmigo.
Pero entonces, un instante después, fue la madre de Fulvia, Lucila, quien se arrojó
sobre nosotros y nos besó a los dos.
De pronto, el atrio se llenó de criados que repartían grandes copas de vino y, a
continuación, el centenar de asistentes nos dirigimos hacia el comedor principal para
celebrar el ágape nupcial. Fue un banquete suntuoso: una cabeza de jabalí, con ojos
incluidos, ocupaba el centro de la mesa y, en torno a ella, un fastuoso surtido de carne

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de cabra y cerdo, ostras, pajaritos asados, mejillones, erizos de mar crudos, medusa,
jamón, pato silvestre, liebre y pollo asado; además de huevos, anchoas, aceitunas,
nueces saladas, embutidos… En fin, la lista seguía y seguía; el banquete, junto con la
abundancia de vino, nos retuvo en la mesa hasta avanzada la tarde, cuando llegó por
fin el momento del ritual más importante de la jornada: el desfile por las calles hasta
nuestro nuevo hogar.
Cuando iniciamos la marcha se había congregado una muchedumbre a la puerta
de la finca de Avidio, entre la cual había muchos de considerable rango. Allí estaba
Curio, que me saludó agitando la mano y con una sonrisa, además de una decena de
senadores, varios pretores y un par de tribunos. El hecho de que tantos hombres
distinguidos, no habiendo sido invitados a la celebración, aguardaran en la calle para
ver a la novia aunque sólo fuera un instante —y también para presentar sus respetos
al padre de la desposada— era un contundente recordatorio de la gran influencia de
Avidio.
Cuando todos estuvimos congregados ante la puerta, un coro entonó uno de los
antiguos himnos de boda. Acto seguido, con la acostumbrada demostración de fuerza,
arranqué a Fulvia de los brazos de su madre entre otra salva de aplausos. Fulvia se
incorporó entonces a su lugar en la comitiva, justo detrás de los flautistas que abrían
la marcha, y echamos a andar. Tres jóvenes de la familia escoltaban a mi esposa; dos
de ellos le sostenían las manos mientras el tercero, que portaba la antorcha nupcial,
avanzaba justo delante de ella. Yo, naturalmente, ocupaba mi debido lugar unos pasos
más atrás.
Durante toda la marcha observé cómo Fulvia se sonrojaba de apuro mientras la
multitud entonaba las canciones habituales, muchas de ellas bastante atrevidas y,
también como de costumbre, salpicadas de comentarios picantes decididamente
personales. Mientras tanto, siguiendo la tradición, la recién casada llevaba en la mano
tres monedas, una de las cuales dejó caer por el camino como ofrenda a los dioses de
las encrucijadas. Más tarde, me entregaría otra a mi como símbolo de la dote y la
tercera la ofrecería a los dioses de la casa de mi padre.
A lo largo del desfile, repartí nueces y pastelillos entre la multitud y muchos de
los espectadores me dieron palmaditas en la espalda con unas maliciosas miradas de
soslayo.
—Esta noche te lo pasarás en grande, ¿verdad, Cayo? —decían entre risas, y yo
no podía hacer otra cosa que ensayar una mueca y soportar lo mejor posible aquella
tradición de vulgaridad.
Nos abrimos paso por las calles durante casi media hora hasta llegar ante la puerta
de nuestra nueva casa. Fulvia ató cintas de lana en torno a las jambas de la puerta, en
símbolo del trabajo que le esperaba como ama de la casa, mientras yo untaba de
aceite y sebo la hoja de la puerta para simbolizar que aquélla era y seguiría siendo
una casa de abundancia.

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Terminado el acto, llegó el momento de tomar suavemente en brazos a Fulvia y
cruzar con ella el umbral.
—Eres ligera como una pluma —le susurré mientras lo hacía y allí me quedé un
largo momento con ella en brazos pues, naturalmente, no quería depositarla en el
suelo otra vez.
—Estás ruborizándote —susurró ella con una sonrisa—, como de costumbre.
—Tú también —repliqué.
A continuación, cuando la multitud guardó silencio, Fulvia repitió las palabras de
la fórmula de compromiso; yo la dejé en el suelo y, por último, la puerta de la casa
quedó cerrada a todos salvo a una veintena de parientes próximos.
Avanzamos hasta el atrio, donde ofrecí a Fulvia el fuego y el agua que, como
sabéis, son símbolos de nuestra futura vida en común. Pero entonces, en el preciso
instante en que ponía fin al rito, se escucharon unos gritos coléricos y el ruido de una
refriega a muy corta distancia. Por último, oí con nitidez una exclamación:
—¡No es culpa mía, maldita sea!
Reconocí la voz de mi padre. Había estado todo el día muy tranquilo, sonriente y
amable, sin abrir la boca más que para murmurar algún comentario de cortesía. Pero a
aquellas alturas de la fiesta, como en otras ocasiones, habían bastado unos tragos de
vino de más para que se saltara bruscamente su comedimiento.
Siempre le había sucedido lo mismo con la bebida: en un momento dado se le
veía sereno y calmado y, un instante después, estaba como una cuba. Pero desde que
había empezado a tener problemas, hacía un año aproximadamente, su tendencia a la
bebida había aumentado apreciablemente.
—Hago todo lo que puedo —decía, refiriéndose como de costumbre a sus
recientes fracasos—. No tengo la culpa si no puedo permitirme nada mejor.
Porque, veréis: en realidad, después de nuestro largo desfile de bodas, no
habíamos ido a ninguna parte. Habíamos rondado y zigzagueado por las calles del
barrio para, finalmente, llegar a una puerta que no era sino la entrada trasera de la
casa de Avidio.
Aquel arreglo un tanto inusual había sido idea suya, surgida en un principio de su
profundo deseo de mantener a su hija cerca de casa. Sin embargo, Fulvia y yo
estábamos más que complacidos con ello; al fin y al cabo, el interior había sido
remodelado en lujosos apartamentos mediante una carísima reforma.
A pesar de todo, era ineludible el hecho de que mi esposa y yo íbamos a vivir en
la parte de atrás de la casa de su padre. Y en aquel momento el mío, que no estaba en
situación de ofrecer algo mejor debido a sus incapacidades financieras, sentía
obviamente el escozor de aquella no pequeña humillación.
—No. Cállate tú —le soltaba en aquel momento a mi madre.
Ella lo miró con furia unos instantes; después, con un chasquido de los dedos,
llamó a un esclavo, un hombre tan imponente y musculoso que todos los presentes se
quedaron inmóviles y lanzaron una exclamación al verlo aparecer. En realidad, yo

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había oído el rumor de que había pedido prestado al tipo en dos o tres ocasiones
recientes (fiestas, cenas de sociedad y demás) a un primo suyo, con el propósito de
conseguir aquel efecto. Esta vez, para mi asombro, el gigantón apareció de un rincón
en sombras de la estancia, se aproximó a mi padre por detrás, lo levantó del suelo (sin
el menor esfuerzo, me pareció) y se lo llevó. Sus instrucciones habituales, según
entendí, eran devolverlo a su casa y acostarlo.
—Muy bien, hijos, continuad con lo vuestro —intervino mi madre en el tono más
festivo posible.
—Sí, por favor, sigamos la celebración —asentí y mostré una sonrisa decidida,
pues no tenía intención de permitir que aquel episodio echara a perder el día. En
realidad, me irritaba profundamente que, incluso en una ocasión tan solemne como la
boda de su único hijo superviviente, mi padre fuera ya, al parecer, incapaz de
dominarse.

Ya que hablamos de mi esposa, no voy a extenderme en los detalles. Baste con decir
que la noche de bodas fue todo lo que un joven podía esperar. Fulvia era delicada y
suave y tenía unas proporciones soberbias que, lo reconozco, me había atrevido a dar
por sentado a la vista de sus facciones: los ojos brillantes y vivarachos (como los de
su padre, se diría, aunque inexplicablemente azules), la piel suave y clara, la boca
expresiva, los pómulos regios…
Por ello, poco podía sorprenderme el resto: la cintura de avispa, la amplia curva
de su espalda, los pechos perfectos, tersos y lozanos, de tamaño y textura
verdaderamente elegantes.
Aun así, teniendo presente todo lo anterior, lo mejor de Fulvia era su carácter,
pues esa noche acudió a mí, a sus tiernos diecisiete años, con la relajada confianza de
una mujer hecha y derecha. No observé en ella el menor asomo de temor ni, desde
luego, de comportamiento infantil, hechos ambos que no me habrían sorprendido en
absoluto. En lugar de ello, noté solamente un ligero y seductor parpadeo nervioso.
Así, hasta donde yo podía apreciar, Fulvia había pasado de su vida protegida de
jovencita al papel de novia y esposa sin la menor muestra de inquietud o de
incomodidad.
De hecho, esa noche fue Fulvia la primera en acostarse. A continuación, cuando
yo vacilé y me dediqué a rondar torpemente durante un rato, pues no deseaba
apresurarla o asustarla, abrió las sábanas de mi lado y murmuró:
—Por favor, ven a la cama conmigo enseguida, hermoso mío.
Era la primera vez que la oía hablarme con tanta franqueza y, sobresaltado, me
quedé absolutamente inmóvil durante unos momentos. Después, por supuesto, me
apresuré a acostarme junto a ella.
Una auténtica sorpresa maravillosa de la velada fue su risa, la cual, advertí, no
había oído hasta aquel momento. Aquella risa tenía un tono gutural aunque,

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naturalmente, en absoluto estentóreo o áspero; era sólo una vibración cautivadora y
exquisita que transmitía profundidad y tal vez un leve asomo de arrogancia. De
hecho, esa risa es la única manifestación externa de ser una mujer joven de gran
riqueza y posición que ha ofrecido nunca. Era una risa que encontré encantadora
desde el primer momento y, hasta hoy, no he encontrado ninguna razón para cambiar
de opinión.

Dos semanas después de la boda, fui promovido al Senado romano. Como era de
esperar, mi valedor fue mi suegro, el temible Victorino Avidio.
—Un joven de gran talento, buena voluntad, mente veloz y corazón honrado,
alumno nada menos que del propio Cicerón… —En este punto, los senadores
prorrumpieron en una ovación cerrada y prolongada, pues a Cicerón le quedaban
todavía varios meses en su puesto en Cilicia, no había vuelto por Roma desde hacía
dieciocho meses, y todo el mundo lo echaba de menos terriblemente—. Sí, sí, muy
bien, eso está muy bien —continuó Avidio—. Y un alumno destacado, puedo añadir.
—Me señaló y, entre una nueva salva de vítores, anunció—: Os entrego a mi
estimado yerno, Cayo Livinio Severo.
Cuando se hubo apagado otra ronda de aplausos, pronuncié mi parlamento, un
pequeño discurso de agradecimiento que no me molestaré en repetir aquí. A pesar de
todo, hubo nuevos vítores y después, esa noche, más banquetes en mi honor; y las
celebraciones se prolongaron durante varias noches más… para gran consternación
mía, pues apenas me había recuperado de una semana de tales comilonas después de
la boda.
—Me siento gordo —le dije a Fulvia después del último, pero ella se limitó a reír
y sacudir la cabeza—. No volveré a comer nunca más —insistí con una fingida
seriedad que, por alguna razón, le provocó un ataque fulminante de risillas. Después,
me arrastró junto a ella sobre la cama e hicimos el amor de la manera apasionada que
los piadosos dioses reservan a aquellos que se encuentran en esa situación especial,
que se produce una vez en la vida: ¡éramos recién casados, naturalmente!

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VI

Y bien, ¿por qué no le hablé a Cicerón del asesinato de Fabio Vibulano? ¿O, ya que
estamos en eso, de la petición de Avidia Crispina para que mi primo y yo
investigáramos su muerte?
Bien, ¿por qué habría de hacerlo?, os preguntaréis. Al fin y al cabo, ¿qué interés
podía tener el asunto para él? ¿Y qué posible relación podía tener con las otras
cuestiones, más importantes, que estábamos tratando? Sin duda, yo no estaba
vigilando a Curio por cuenta del ilustre Cicerón para transmitirle meras
insinuaciones, ¿verdad? Pero de eso se trataba, precisamente; si estaba tan claro que
no existía relación, ¿qué era aquella vaga inquietud en el fondo de mi mente que me
prevenía de abordar el tema de manera informal? Bien, fuera lo que fuese, no
comenté el asunto en absoluto con Cicerón ni con nadie más, ni siquiera con mi
primo. Y si mi primo sentía alguna inquietud, tampoco nos lo dejó entrever a Cicerón
o a mi.
Con todo, mi actitud cambió, casi a pesar de mí mismo. Pasé a utilizar mi amistad
con Curio; la convertí en una especie de máscara, en un instrumento… y se hizo
mucho menos real. Y una vez que la larga interrupción causada por el viaje, la boda,
las ceremonias en el Senado y demás empezaba a tocar a su fin, me dediqué por
primera vez a vigilarlo de verdad y, casi de inmediato, me descubrí consternado y
complacido a la vez.
Sucedió una mañana, pocos días después de mi regreso al trabajo. Deseando
empezar pronto, llegué a casa de Curio al despuntar el alba. Cuando entré por la
puerta de servicio (solía hacerlo porque era la que conducía más directamente al
estudio), ¿con quién diréis que tropecé literalmente cuando se disponía a salir, sino
con nada menos que Marco Antonio?
—Hola —dije.
Era la primera vez que lo veía, como no fuera de lejos, desde mi «episodio» con
él, hacía varios meses. Lo miré fijamente a los ojos, pero él sólo me dedicó una
brevísima mirada de soslayo y continuó su marcha apresurada con un movimiento de
cabeza, como si no pudiera imaginar siquiera con quién se había cruzado.
Le volví la espalda y reemprendí la marcha hacia el estudio. Allí encontré a Curio
arrellanado de forma indolente bajo la luz mortecina del amanecer que entraba por el
hueco de la puerta. Su aspecto era alarmante, desaliñado: tenía las ropas revueltas, el
rostro encendido y su piel mostraba bastante más que trazas de sudor.
Me detuve un momento a contemplarlo, pero parecía tan abstraído, tan ajeno a mi
presencia, que no dije nada. Me limité a pasar ante la puerta y seguir mi camino:
luego, tomé asiento en mi lugar de costumbre y empecé a trabajar. Más tarde, cuando

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apareció en el estudio con sus ropas inmaculadas y su porte vigoroso de costumbre,
fue como si no hubiera sucedido nada.
Y durante todo el día, quién sabe por qué razón, no pude apartar de mis
pensamientos al pobre Fabio Vibulano, asesinado de forma tan horrible, y a Avidia
Crispina, que había insistido tanto en conseguir nuestra ayuda.
¿Y qué estaba haciendo mi primo al respecto? ¿No era tiempo ya de actuar más a
fondo?
Una noche, a poco de caer el crepúsculo, días después de mi presentación en el
Senado, Lucio Flavio y yo íbamos camino de casa desde el trabajo cuando un hombre
apareció de improviso ante nosotros desde un callejón y nos cerró el paso.
—Será mejor que no os metáis en el asunto de Fabio Vibulano —nos advirtió.
—¿Cómo es eso? —replicó de inmediato Lucio en un tono de voz gélido.
—Porque… porque yo lo digo —declaró el desconocido con una voz menos
convincente con cada palabra que pronunciaba—. Porque…
—¿Y quién eres tú para decirnos en qué asuntos debemos meternos y en cuáles
no? —intervine entonces.
Nos acercamos más al individuo y, bajo la mortecina media luz, observamos que
se trataba de un hombre joven, no mayor que yo, y de una planta nada impresionante
(menos incluso que la de Lucio).
—Yo… era amigo de Fabio —explicó—. Y todavía lo soy de Avidia.
—Entonces, deberías agradecer nuestra ayuda —apuntó Lucio—. Seguro que
querrás que el asesinato sea resuelto y vengado, ¿no?
—Vosotros… no sabéis contra qué os enfrentáis —insistió el joven—. Saldréis
malparados. Avidia saldrá malparada.
Dio un paso hacia un lado para quedar mejor iluminado y retiró la capucha que
había ocultado su rostro hasta entonces.
—Me llamo Flaco Valerio —dijo—. Sé algunas cosas, demasiadas. Será mejor
que salgáis de aquí mientras podéis. Preguntadle a Avidia acerca de mi; preguntadle
por Flaco Valerio. Ella os dirá cuánto sé. Ella os dirá que sigáis mi consejo y os
marchéis.
Entonces, de pronto, el joven dio media vuelta, salió calle abajo a plena carrera y
nos dejó a mi primo y a mí contemplando en silencio la penumbra vacía.
—¿Y bien? —comenté a Lucio—. ¿Tienes algo que decirme?
Pero mi primo se limitó a sacudir la cabeza y anduvo el resto del camino hasta
casa en un terco silencio.

Intenté en más de una ocasión sonsacarle algo, pero resultó inútil. Además, como
sucediera antes, había otras distracciones que dificultaban concentrarse en tales
asuntos; al menos, esto era lo que me decía a mi mismo. Por supuesto, algo había de
cierto en ello, ya que vigilar a Curio nos colocaba como nunca a mis primos y a mí en

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el mismo meollo de las cosas; permitidme, pues, que retroceda brevemente y os
ponga al corriente de ellas.
El difunto Clodio tenía un número considerable de admiradores entre ciertos
segmentos de la población y, tras su muerte, muchos de ellos se dedicaron a
esporádicos disturbios que se prolongaron cierto tiempo. Finalmente, el Senado
otorgó poderes especiales a Pompeyo para reclutar un ejército, limpiar las calles y
mantener el orden. Cuando celebré mi boda, el trabajo había concluido
prácticamente. Roma estaba tranquila de nuevo, pero el sutil movimiento hacia la
dictadura se había hecho un poco más perceptible.
No se trataba de nada nuevo, por supuesto. Durante varios años, la mayor parte
del verdadero poder en Roma había estado en manos de un triunvirato informal
constituido por Pompeyo, Julio César y un tal Marco Licio Craso, que tenía fama de
ser el hombre más rico de Roma. (Se decía que Craso había hecho la mayor parte de
su dinero comprando propiedades a bajo precio justo después de que se quemaran; se
rumoreaba que el propio Craso había causado muchos de tales incendios).
Entonces, en rápida sucesión, se produjeron dos acontecimientos que habían de
tener un impacto enorme. Primero, Craso murió en batalla luchando contra los partos,
en el este. Y sin Craso u otro tercero que estableciera un equilibrio entre César y
Pompeyo, a la mayoría nos parecía inevitable que los dos terminaran enfrentándose.
El segundo acontecimiento fue la muerte de Julia, la joven esposa de Pompeyo.
Naturalmente, el matrimonio había sido de mera conveniencia política, pues Julia era
hija de César. Con todo, debo añadir que a pesar de la enorme diferencia de edades,
Pompeyo parecía haberse ocupado bien de ella y la joven lo adoraba. En cualquier
caso, la muerte de Julia rompió un poderoso vínculo que había mantenido a los dos
rivales en una paz turbulenta.
Así, como una terrible nube de tormenta, la posibilidad de que el gobierno
quedara en manos de un hombre solo se cernía sobre Roma, mayor que nunca. Y,
como decía, fue precisamente en ese momento cuando mis primos y yo reanudamos
nuestro trabajo en serio para Cayo Escribonio Curio.

—No comprendo. ¿Significa eso que Pompeyo cree que nos controla cuando, en
realidad, somos nosotros quienes llevamos la voz cantante gracias a…? ¿Gracias a
qué, a algo sobre César?
Estábamos en la casa de Catón, en una reunión privada de alrededor de una
decena de senadores influyentes, todos ellos miembros de la vieja aristocracia que
intentaban evitar la dictadura de cualquiera de los dos adversarios. Quien había
pronunciado las palabras anteriores era Lucio Domicio Ahenobarbo, uno de los
hombres más poderosos de Roma y también, triste es decirlo, uno de los más
estúpidos.

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—Si, viejo amigo, eso es, algo sobre César —respondió Catón. Detrás de mí, oí la
leve exclamación de mofa de un viejo procónsul.
Ahenobarbo hizo chasquear la lengua y miró a Catón como si estuviera a la vez
desconcertado e impaciente (una combinación bastante absurda, si uno piensa en
ello).
—¿Y bien, qué es eso acerca de César? —preguntó por último.
—¡Oh! ¡Presta atención, viejo, y te lo volveré a contar!
La réplica procedía de otra voz distinta: una voz gélida y condescendiente pero,
innegablemente, cultivada. Recorrí la estancia con la mirada. ¡Por supuesto! Se
trataba de Apio Claudio Pulquer. Alto, aguileño, elegante y reptiliano, Pulquer se
movía en su diván bien tapizado con una gracia natural. Era el último descendiente de
dos de las familias más antiguas de Roma, la Metela y la Serviliana, cada una de las
cuales había ostentado decenas y decenas de consulados a lo largo de varios siglos.
Por eso, ¿quién sino Pulquer podía inspirar tal aire de superioridad mediante la
simple enunciación de unas cuantas palabras… y tal vez el arqueo casi imperceptible
de una ceja?
—Escuchad —decía—, nuestro amigo Pompeyo se dedica a un doble juego.
Sigue mostrándose sociable con César pero, al propio tiempo, urde en secreto
utilizarnos para destruirle…
—¿Pero cómo…?
—Calla y escucha, maldita sea —interrumpió Pulquer.
—Esperad —intervino Catón, con la mano derecha levantada en un gesto
tranquilizador. Pulquer calló y Catón expuso el asunto a su manera—: Según
deduzco, Pompeyo espera manipularnos para que utilicemos la constitución contra
César, lo destituyamos de su cargo y lo apartemos de su provincia. Sin duda,
considera que esto le despejaría el camino para alcanzar el poder aunque, por la razón
que sea, no parece darse cuenta de que estamos al tanto de su maniobra.
Naturalmente, éste es su punto débil. Hasta ahora, en nuestras conversaciones, he
fingido simpatizar con su causa.
—¿Y cuál es? —preguntó de nuevo Ahenobarbo y, de hecho, se le ruborizaron un
poco las orejas cuando la sala estalló en un coro de risillas.
—¿Cuál es la causa de Pompeyo? —preguntó Apio Pulquer con una sonrisa
sedosa—. ¡La libertad, naturalmente! —Hizo una pausa y sacudió la cabeza—. La
misma que enarbola César, ¿sabes? Y la que defendemos nosotros, también.
Para entonces, en la estancia resonaban abiertamente las carcajadas y el leve
rubor de las orejas adquirió un intenso color rojo y se extendió por todo el rostro
inexpresivo de Lucio Domicio Ahenobarbo.
—Pero todo eso no tiene que ver con… —empezó a decir Catón.
Curio se atrevió a intervenir de improviso:
—¿Ah, no? —replicó.
Dispersos por la sala, se oyeron unos murmullos de insatisfacción.

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—Presta atención a esto, joven… —apuntó una voz, pero Catón se apresuró a
levantar de nuevo la mano derecha—. Ya basta, senadores… —Hizo una breve pausa,
como si pusiera en orden sus pensamientos y, a continuación, tomó una aceituna de
una fuente de bronce bruñido que le ofrecía un anciano esclavo. La masticó y
continuó, en el tono más cordial—: Joven Curio, creo que no he sabido expresarme
demasiado bien. A lo que quería referirme era a que, por lo que concierne a la
conversación que tenemos esta noche, la «causa» de Pompeyo, si quieres llamarla así,
no tiene nada que ver con la libertad ni con ninguna alta aspiración parecida. En
realidad, su única «causa» es, simple y llanamente, su deseo de convertirse en
dictador de Roma. Aclararé aquí que ésta es la causa con la que he fingido simpatizar.
Es decir, no exactamente con eso, por supuesto, sino con la «preocupación» que dice
producirle la «dirección» que ha tomado últimamente nuestro gobierno.
»Ahora bien, Pompeyo afirma que la causa que lo impulsa es la libertad y lo
mismo dice César. Pero cómo puede ninguno de los dos convertirse en dictador y
liberarnos, ambas cosas a la vez, es algo que mis colegas y yo encontramos
absolutamente incongruente. En el fondo, naturalmente, tienes razón: desde luego,
tiene que ver; de hecho, la cuestión de la libertad y cómo preservarla es algo que nos
preocupa a todos profundamente. Sólo me refería a que carece de importancia para lo
que estamos tratando en este preciso momento.
»Por cierto, sólo para terminar de responder a lo que preguntaba nuestro colega,
Ahenobarbo, explicaré que le he asegurado a Pompeyo que estoy de acuerdo con él,
que César es el mal encarnado, que Roma necesita de su fuerza para librarse de César
y que el Senado comparte en gran medida su preocupación. Estoy convencido de que
me cree. También estoy seguro de que tener tal conocimiento de sus pensamientos y
deseos nos permitirá anticiparnos a él y situarnos en una posición de clara ventaja
cuando llegue el momento.
Catón se volvió hacia Ahenobarbo como si fuera a preguntarle si había entendido.
Después, dio la impresión de que se lo pensaba mejor —temeroso, supongo, de que
su colega hiciera otra de sus tontas preguntas— y se limitó a carraspear y sonreír.
En aquel instante, el anciano esclavo que había recorrido la estancia con paso
lentísimo llegó por fin hasta mí y me ofreció la fuente de aceitunas. Me disponía a
coger una cuando advertí que los pelos de su larga barba rozaban la fuente y todo
cuanto había en ella.
—No, gracias —susurré y el hombre se alejó lánguidamente.
—¿Y qué hay del Senado? —insistió Curio de pronto—. ¿También es la libertad
la «causa fundamental» que defiende?
—¡Es más que suficiente, joven! —De nuevo, era la voz sedosa del anciano
aristócrata, Apio Pulquer—. No es el Senado quien fomenta la revolución y la guerra
civil. No es el Senado el que intenta consolidar todo el poder en las manos de un par
de hombres.

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Entre el grupito hubo una breve salva de aplausos y de gritos de «sí señor, eso
es».
—Sólo deseamos el retorno a un gobierno estrictamente constitucional —apuntó
Catón—, bajo el control del Senado y de los demás cuerpos legislativos y judiciales
debidamente autorizados: la asamblea popular, el cuerpo de tribunos y las órdenes
ecuestres.
Catón paseó la vista por la sala, despacio, como si estudiara a cada uno de los
presentes. Por fin, detuvo la mirada en Curio.
—Sí, nuestra causa es la libertad, en efecto —declaró Catón de forma rotunda—.
Y somos los únicos con derecho legítimo a apelar a ella.

Tan pronto como dejé la casa de Catón, se me ocurrió que había algo extraño en
aquella reunión, algo que no encajaba. Naturalmente, lo más raro de todo era, de
entrada, que Curio hubiera sido invitado a ella. Me pregunté si todo habría sido una
representación en su honor.
—Eso mismo me dije yo —apuntó Lucio Flavio cuando planteé la cuestión a
primera hora de la mañana, recién llegado al estudio de Curio para continuar el
trabajo. En cuanto a mis otros primos, Junio Barnabas estaba haciendo un recado en
el Foro y su hermano, Claudio, estaba en casa con un resfriado—. Las respuestas de
Catón estaban tan preparadas… —comentaba Lucio—. Y Ahenobarbo… ¿es posible
que sea tan obtuso? Quiero decir… todo eso ya se lo habrán explicado de una manera
u otra, pero él insiste en que se lo cuenten otra vez…
—Bueeeno… —respondí, alargando mucho la palabra—. Sobre ese Ahenobarbo,
dicen que hace lo mismo en el Senado, repetir sus preguntas una y otra vez. Yo
todavía no he tenido ocasión de verlo, pero he oído comentarios de Avidio al
respecto. Incluso mi padre se ha dado cuenta.
Lucio me miró con frialdad y noté que me sonrojaba ligeramente.
—Siempre eres tan severo con tu padre… —dijo sin alzar la voz. Mi única
respuesta fue bajar los ojos con cierta vergüenza—. Quizá Ahenobarbo sólo finge ser
tan estúpido —añadió con una sonrisa.
—Quizá —asentí—. De todos modos, estoy de acuerdo respecto a Catón. Era
como si estuviese interpretando. Y ese Apio Pulquer… era como si él también
hubiera estado ensayando. Muy raro.
—Un poco de sangre nueva, eso es lo que necesita la familia de Pulquer —apuntó
Lucio con una carcajada. Después, bruscamente, guardó silencio durante unos
instantes y se rascó la cabeza mientras yo hacía tamborilear los dedos en la mesa
próxima.
—¿Y qué significa todo eso? —preguntó mi primo por último.
Moví la cabeza en gesto de negativa y me volví hacia Curio, que estaba sentado
tras su mesa de trabajo, a mi espalda. El suyo era, sin duda, el rincón más colmado de

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una estancia ya rebosante de objetos, repleta de rollos de panfletos sin utilizar, cosas
descartadas y demás.
—Insisto en que me gustaría saber por qué fuiste invitado, para empezar —repetí,
pues sabía que Lucio y yo sólo habíamos estado presentes porque Curio nos había
llevado con él—. ¿Qué me dices, Curio?
Mientras mi primo y yo charlábamos, él no había dejado de escribir, sin decir una
palabra. Esta vez, alzó la vista con un profundo suspiro y una mirada pensativa.
—En primer lugar, a juzgar por todo lo que he visto u oído, el pobre Ahenobarbo
es, decididamente, tan lerdo como parece —declaró—. En cuanto a Catón y Pulquer,
ése es su modo de ser natural: son gente experimentada y mundana, como actores que
han estado demasiado tiempo en el centro del escenario. De algún modo, todo lo que
digan, no importa lo que sea, suena tan manido que resulta… en fin, que resulta
increíble. Es como si el empresario del teatro los tomara por una parte del utillaje. Por
ejemplo, si el viejo Catón se acercara a ti y dijera: «Acabo de forzar a tu hermana»,
seguro que te echarías a reír de su confesión.
—Bueno, si fueras tú quien me dijera eso… —apuntó Lucio, mirándome con la
más encantadora de sus sonrisas. Le devolví la mirada con mi sonrojo habitual.
—En ese caso, sospecho que llamarías a las legiones, ¿no es cierto, Lucio? —
intervino Curio con un cloqueo de complacencia.
Miré alternativamente al uno y al otro y sacudí la cabeza.
—Qué divertidos estáis los dos esta mañana —fue mi único comentario.
Un rato después, cuando Curio se ausentó de la estancia, mi primo se inclinó
lentamente hacia delante y se disculpó.
—Quería decírselo a él, de verdad, pero en el último momento no he tenido valor
—murmuró.
—¡Oh! —fue mi única respuesta. Después, intenté no reírme demasiado rato o
demasiado fuerte.

—Pero aún no hemos terminado nuestra conversación —me quejé más tarde,
mientras dábamos cuenta de un aperitivo de ostras y aceitunas en el pequeño patio de
la casa de Curio. Era un día insólitamente espléndido: lucia un sol de principios de
primavera con una intensidad perfecta, un viento suave movía las hojas de los árboles
y el aroma dulzón de los higos perfumaba el aire—. Todavía no me has respondido
—insistí—. ¿Por qué estuvimos allí? ¿Qué se proponía Catón?
—Catón es un zopenco —replicó Curio de forma sorprendentemente rotunda—.
Carece de la sutileza necesaria para «representar» una escena como esa reunión de
anoche, a pesar de la analogía que antes he hecho entre él y un actor. —Dio un par de
bocados, pareció reflexionar un momento y luego, mientras masticaba unas hojas de
espinaca, dijo casi como sin querer—: Y en cuanto a su compromiso con la
«libertad», todavía está por ver. De hecho, me atrevería a decir que nuestros amigos

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del Senado se están poniendo más imposibles cada día que transcurre. Sabrás, por
supuesto, que han votado en contra la última partida de gastos para la reparación de
caminos.
Me apresuré a asentir, pues había estado presente en la votación.
—¡Nada menos que negar el dinero para reparar las vías de comunicación! ¡Es
increíble! ¿Y sabes de qué hablan ahora? ¡De no efectuar el intercalado (ya sabes, la
introducción del mes suplementario para mantener sincronizado el calendario) el año
próximo! ¿Y sabes por qué? ¡Simplemente, para asegurarse de que César es apartado
del mando lo antes posible! ¿Puedes concebir algo semejante? Si las cosas siguen así,
acabaremos por celebrar las Saturnales en pleno verano, con tal de librarnos de César
unas cuantas semanas antes del plazo.
Lo miré con perplejidad —no tenía la menor noticia del asunto del mes
suplementario que acababa de mencionar— y me fascinó en cierto modo lo absurdo
de todo aquello. No obstante, también estaba decidido a no dejarle cambiar de tema.
Le di un momento para que engullera otro par de ostras y volví sobre la cuestión.
—Pero ¿por qué, Curio? ¿Por qué te invitaron a ti, precisamente?
Curio dejó el cuchillo, se limpió los labios y me miró largamente. Por último, con
un gesto de cabeza cargado de malos presagios, respondió:
—Porque ahora los muy zopencos creen que me he pasado a Pompeyo.

—¡Mira en el cajón de en medio del aparador, pues! —gritaba Curio desde la sala
contigua. No sabíamos cómo, una parte clave de un discurso al Senado en el que
estaba trabajando se había colado por las rendijas y todos estábamos en plena alarma,
tratando de encontrarlo.
—¡Muy bien! —respondí.
Abrí el cajón hasta casi desencajarlo y empecé a rebuscar en él.
—¡Por todos los dioses! —murmuré mientras me abría paso con creciente
exasperación entre los montones de papeles descartados o sin valor.
—Un buen lío, ¿verdad, primo? —comentó Lucio y se acercó a ayudar.
—No puede estar aquí —refunfuñé.
Y en aquel preciso instante vi una página escrita con la caligrafía peculiar de
Curio. La cogí, pero resultó sólo un fragmento. De hecho, había tan pocas palabras en
él que no pude evitar leerlas de un golpe de vista, aunque de abajo arriba. Primero, la
firma de Curio; luego, la nota, que decía: «Gracias por su excelente trabajo con el
panfleto del otro día». Estaba a punto de dejarla a un lado cuando vi la línea superior,
que me reveló a quién iba dirigida. Decía: «Mi querido Fabio Vibulano».
—¿Lo has encontrado? —preguntó Lucio al advertir que me había quedado
paralizado con la nota en la mano.
Se la mostré, pero se limitó a mirarme con una expresión de perplejidad.
Entonces, señalé el nombre del encabezamiento y mi primo cayó por fin en la cuenta

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con una exclamación.
—¡Dioses! —musitó.

—¿De modo que Fabio Vibulano trabajaba para Curio? —insistió Lucio aquella
tarde, mientras caminábamos de vuelta a casa.
—Necesito beber algo —dije yo.
—¿Y qué significa eso? —quiso saber.
Para entonces ya estábamos en el salón de la segunda planta de mi casa, apurando
la segunda jarra, y desde allí podía oír a Fulvia en el corredor, donde charlaba
animadamente con las doncellas y tarareaba sin estridencias.
—¿Que qué significa? —repliqué con una abatida sacudida de cabeza—. Tú eres
el listo, primo; tú eres quien lleva la «investigación» de esa muerte; dímelo tú.
Lucio cerró los ojos y se recostó en el diván.
—Es demasiado horrible como para imaginarlo —murmuró.
—¡Condenadamente horrible! —asentí con un tono de voz un poco demasiado
alto, ya que el lugar no era el más adecuado, precisamente, para una conversación
como la nuestra. De hecho, hasta aquel momento, el diálogo se caracterizaba sobre
todo por lo que no se había dicho, en especial por mi parte. Por ejemplo, Lucio aún
no me había contado si había descubierto algo (y de qué se trataba) en su
investigación. Y yo todavía no le había comentado que, aquella mañana, había visto a
Marco Antonio en casa de Curio. No se lo había dicho porque dudaba de que mi
primo le diera mucha importancia al asunto; al menos, eso era lo que me decía a mí
mismo. En cualquier caso, no tenía la menor intención de explicarle por qué tenía un
significado y una importancia especiales para mí; por lo menos, mientras
estuviéramos al fondo del pasillo que llevaba a la alcoba de mi esposa. Y, como era
de esperar, Fulvia hizo acto de presencia en la sala poco después.
—¿Qué hacéis aquí? —dijo alegremente; después, se acercó hasta colocarse
detrás de mi y me frotó suavemente la nuca.
—Lo siento, querida, estábamos de celebración —mentí—. Aquí, Lucio ha
recibido grandes aplausos por un fragmento de un discurso que ha escrito.
—¡Ah, qué espléndido! —exclamó ella con aquel tono suyo inimitable, aquella
leve ronquera que daba a sus palabras.
Tras otro momento de silencio, rodeó la silla, se sentó en mis muslos y preguntó:
—¿Puedo unirme a la fiesta?
—Hermosa Fulvia, puedes unirte a nosotros siempre que gustes y de la forma que
quieras —farfulló Lucio, por una vez más bebido que yo. Al oírlo solté una carcajada.
—¡Hum! —dijo Fulvia—, veo que estáis realmente de celebración.
Pero aunque su comentario era algo reprobador, su tono de voz se mantuvo suave
y sonrió divertida. No es preciso decir que no tardó en enviarme a la cama… aunque
no sin antes, siempre atenta, disponer que una litera transportara al pobre Lucio sano

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y salvo a su casa a través de la noche romana, con todas nuestras preguntas a salvo,
sin responder.

A la mañana siguiente, encontraron el cuerpo de Flaco Valerio. Me apresuré a acudir


a la escena del suceso y sólo descubrí allí a Lucio, que llegaba unos pasos antes que
yo, pues el cadáver se encontraba casi exactamente a medio camino de nuestras
respectivas casas, oculto entre unos arbustos en la cuneta de la calle que sigue el risco
superior del Quirinal.
De nuevo, el cuerpo presentaba unas contusiones en el cuello y una mancha de
sangre del tamaño de un puño en la toga, sobre el corazón. Y, una vez más, la
«inflamación» entre los glúteos.
—Por los dioses, Lucio, debes decirme qué sucede aquí —insistí.
Hincamos la rodilla junto al cuerpo y observé a Lucio, que contemplaba el rostro
aniñado del difunto sorprendido, supongo, de lo joven que era éste, de lo fácilmente
que la víctima podría haber sido uno de nosotros.
—Nos dijo que olvidáramos el asunto —murmuró mi primo, más para sí mismo
que para mí, al parecer.
—¡Lucio, por favor! —murmuré.
—Pronto, primo —fue su respuesta—. Muy pronto.
Pero, por alguna razón, sentí que sólo estaba desembarazándose de mí otra vez.

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VII

Cuatro días más tarde, los acontecimientos nos sobrecogieron una vez más, pues el
Senado rechazó una ley para adjudicar parcelas de tierra a los legionarios veteranos
de las campañas de Pompeyo contra los partos. Como en anteriores ocasiones, las
calles de la ciudad estallaron de cólera; lo mismo hizo Cayo Escribonio Curio.
—¡Esos imbéciles, esos zopencos! —farfullaba—. He ahí la versión de la libertad
que tiene vuestro Senado.
El voto contra la adjudicación se obtuvo por mayoría abrumadora, pero sólo
después de dos jornadas de ásperos debates. Como miembro muy novel de la
asamblea, habría estado fuera de lugar que me levantara a hablar, pero no había nada
capaz de contener a Curio:
—No podéis negar a esos valientes su justa recompensa —insistió—. Hacerlo
seria ponernos una daga en nuestro propio cuello. Mejor dicho, un millar de dagas.
Incluso mi suegro, el elegante Victorino Avidio, expresó sus dudas con palabras
muy cautelosas:
—Otorgar estas concesiones de tierras no me parece nada extraordinario. Existen
abundantes precedentes que se remontan a varios siglos atrás. De hecho, las apoya
incluso la antigua Ley de las Doce Tablas.
—¡Las Doce Tablas también imponen la pena de muerte por escribir una canción
inadecuada! —exclamó Junio Silano, un senador muy anciano que había estado
presente en la reunión en casa de Catón. El comentario provocó gritos broncos y risas
por toda la cámara del Senado.
Pero, en realidad, fue el propio Catón quien condujo el asalto:
—¿A qué viene esta efusiva admiración por esos a los que llamáis soldados? —
preguntó—. ¿A quién han derrotado con sus cacareadas victorias? ¿A las fieras
legiones de los reyes partos?
Llegado a este punto, Catón cambió el peso de su cuerpo, lo apoyó en la pierna
izquierda, apoyó la mano zurda en la cadera, extendió la diestra al frente y la dejó
colgar fláccidamente por la muñeca. Al instante, se inició un coro de risillas, como si
algunos de los presentes hubieran caído rápidamente en la cuenta de lo que se
preparaba.
—Éste —continuó Catón, contoneándose en su imitación del movimiento de un
afeminado— es vuestro feroz guerrero parto. Y vaya lucha la suya, cada mañana:
decidir el color del cabello, y qué clase de maquillaje aplicarse en torno a los ojos y si
llevar los labios brillantes o mates… —Todo esto lo dijo en un tono de voz
melindroso y femenino—. A decir verdad, la mitad de las veces es imposible saber si
esas criaturas son hombres o mujeres… al menos, hasta haberlas examinado de cerca
—añadió, con una caída de ojos y un golpe de cadera—. Demasiado de cerca, quizá.

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Naturalmente, para entonces las risas eran ensordecedoras y hubo de transcurrir
un cuarto de hora o más para que se restableciera el orden. De hecho, algunos de los
senadores de más edad estaban tan rojos y sofocados que temí por su salud aunque, al
final, todos se recuperaron. Naturalmente, Catón concluyó sus palabras con una nota
más seria:
—No veo ninguna justificación, basándose únicamente en sus méritos, para
conceder tierras a estos veteranos: unas tierras de las que, querría subrayar, ya hay
escasez.
Pero fue mediante el humor (por grotesco e inapropiado que fuese, debo apuntar)
cómo Catón y sus amigos impusieron sus tesis.
Como he dicho, una vez más se produjeron disturbios y, naturalmente, pronto
surgió una cuestión: ¿a quién se podía recurrir para detenerlos?
—A Pompeyo, naturalmente —musitó Curio al cabo de tres días de violencia.
Nos encontrábamos todos en su estudio: Lucio Flavio, los hermanos Barnabas y yo,
dedicados a darle vueltas, a nuestro inimitable modo romano, a cada detalle de lo
sucedido.
—¿A qué juegan? —preguntó mi primo, Junio Barnabas, con alentadora
brevedad.
—Yo tampoco lo entiendo —convino Lucio—. Primero, reprimen bruscamente a
Pompeyo, o eso parece. Después, los veteranos se alborotan, como podía prever
cualquier débil mental…
—Gracias, Lucio —lo cortó Curio con sequedad.
Lucio se detuvo en el acto y, tras una risilla, se disculpó.
—Bueno, ya entendéis a qué me refiero. En cualquier caso, ahora se disponen a
pedir a Pompeyo, a quien tratan tan miserablemente, que utilice su influencia…
—Y tropas, si es necesario —apuntó Claudio Barnabas.
—Sí, sí; y tropas, si es necesario —continuó Lucio—, para poner orden en la
confusión que han creado.
Curio, sentado con el codo en el escritorio y la barbilla apoyada en la mano
derecha, se encogió de hombros y sacudió la cabeza.
—Entonces, ¿son muy estúpidos, o muy listos? —pregunté finalmente a quien
quisiera responder.
—¡Precisamente! —exclamó Lucio, para mi sorpresa y mi ligera confusión.
Aquélla era una de las máximas palabras de aprecio que concedía mi primo y
confieso que no me había percatado de haber añadido algo que tuviera alguna
trascendencia.
—Sospecho que existe una red grande y delicada, brillantemente tejida, dispuesta
a atrapar al primero que dé un paso en falso —explicó Lucio—. Por otra parte, ¿de
qué diablos se trata? O sea, si es tan brillante, ¿no deberíamos encontrarle algún
sentido, a estas alturas? ¿O acaso la política romana se ha hecho tan oscura y críptica
que ya nadie, ni los propios que han urdido el plan, es capaz de imaginar nada?

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Curio se rió con auténtico regocijo y, de pronto, sus ojos parpadearon con más
animación de la que habíamos visto en ellos desde hacía varios días.
—Probablemente, no andas muy equivocado —comentó. Después, tras otro
instante de vacilación, carraspeó y continuó—: Catón y los demás se aferran a esas
viejas tretas que tanto aprecian, como si con alguna de sus minucias pudieran inclinar
el mundo en una dirección u otra. En efecto, eso es exactamente lo que hacen: tejer
redes y urdir planes que no llevan a ninguna parte. Lo único que pretenden, por
supuesto, es demostrar que siguen siendo los amos aquí y para ello intentan
desequilibrar a todos los demás; en especial, claro está, a Pompeyo y a César.
»Además, no son capaces de determinar a cuál de ellos odian más. Finalmente, lo
más seguro es que se decidan por César, porque saben que no pueden controlarlo. A
Pompeyo, aún creen poder hacerlo y tal vez tengan razón, pues Pompeyo sigue
vacilando; la figura de César lo alarma, pero todavía no está totalmente decidido a
deshacerse de él… como comprobaréis durante los próximos días.
»Pero recordad esto: a veces, estas maniobras complicadas y confusas del Senado
sólo son una cortina de humo para ocultar lo que sucede de verdad. En este caso, la
ley de adjudicación de tierras no fue rechazada como una bofetada a Pompeyo; de
hecho, esto contó muy poco en la decisión, probablemente. El propio Catón lo
insinúa al hablar de escasez de tierras. Quedan ya muy pocas de propiedad estatal, así
que ¿de dónde habrían de salir las parcelas para los veteranos? Desde luego, no de los
pequeños propietarios, porque eso sólo llevaría a cambiar un grupo de descontentos
por otro. Por lo tanto, tendrían que proceder de los grandes terratenientes, de los
propietarios de las fincas y granjas más extensas; en otras palabras, de todos los
amigos ricos de Catón y demás miembros de las viejas familias. Y, según parece, tal
cosa no va a suceder. De hecho, me atrevería a decir que todos hemos recibido un
claro mensaje: que los ricos terratenientes de Italia no están dispuestos a desprenderse
de nada.

Al día siguiente, Avidio me citó en su casa; es decir, en su parte de la casa en la que


vivíamos Fulvia y yo. Cuando me condujeron a su estudio, una estancia antes lúgubre
y tenebrosa, solté una exclamación al ver la nueva pared de espléndido mármol
blanco.
—¿Te gusta? —me preguntó—. Espera. Dentro de veinte años, se habrá acabado
todo ese armazón desvencijado de ladrillos y madera vieja. Toda Roma
resplandecerá. La ciudad entera será de mármol refulgente.
—Es bellísimo —asentí.
Tomé asiento a su lado en un gran diván azul y aguardé un momento a que
terminara de masticar un higo. Después lo vi sonreír, o intentarlo al menos, pero
advertí una vibración nerviosa en sus grandes cejas.

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—¿Sucede algo malo, señor? —pregunté. Desde luego, incluso preguntarle
aquello era tomarse ciertas libertades pero, al fin y al cabo, ahora era su yerno, me
dije. Además, aquella mañana tenía mucho trabajo y no podía perder una hora
esperando a que me anunciara alguna sorpresa espectacular.
Complacientemente, y casi al momento, Avidio dijo:
—¿Qué sabes realmente de ese Escribonio Curio?
—Bueno… —Visiblemente desconcertado al conocer la causa de su interés,
titubeé; en efecto, ¿qué era lo que pensaba de Curio en aquellos momentos?
Últimamente, no estaba tan seguro como antes… aunque, desde luego, eso no tenía
que ver necesariamente con lo que fuera a responder a mi suegro—. Es un hombre
muy aplicado y muy inteligente —dije después de la pausa, ya sin asomo de
incertidumbre en la voz—. Y se preocupa mucho por mantener nuestra libertad; le
repugna incluso la perspectiva de un gobierno dictatorial.
—Ya veo —asintió Avidio con gesto reflexivo—. Es sólo que… en fin, corren
tiempos revueltos, Livinio. Tiempos peligrosos. La gente tomará partido y el bando
que uno escoja puede tener mucha importancia. —De nuevo, me dirigió una débil
sonrisa—. Incluso puede significar la vida o la muerte.
Sacudió la cabeza y permaneció callado un instante interminable, como si
reflexionara sobre alguna nueva posibilidad siniestra.
—¿De qué se trata, Avidio?
Me atreví a alargar la mano y tocarle el hombro afectuosamente. Para mi
asombro, me devolvió el gesto: levantó la diestra y la cerró en torno a la mía.
—Sólo quiero que te andes con cuidado, eso es todo. Estoy preocupado por…
bueno, por ti y…
—… y por Fulvia. Naturalmente, señor.
Mi suegro asintió, con los labios apretados y los ojos algo nublados. Después,
bruscamente, se puso en pie y echó a andar en pequeños círculos.
—Por cierto, ¿cómo conociste a ese Curio? —quiso saber.
Levanté la vista hacia él y parpadeé, como para cercionarme de que había oído
bien.
—¡Vaya, señor, creía que lo sabías! Nos presentó Cicerón.
—¡Aaah! —dijo él—. Ya veo. Bien, bien… —Dio unas cuantas vueltas más con
las manos a la espalda, sin dejar de mover las cejas—. Pero… ¿crees en él?
—¿Señor?
—Quiero decir si crees que Curio es un amigo fiel de la República.
—¡Oh, sí, señor! —y pensé para mí que aquello se estaba poniendo más difícil a
cada momento que pasaba.
—¿No has oído nada que sugiera lo contrario?
—Bien…
Estuve a punto de decir: «Sólo lo que el propio Curio ha mencionado, que Catón
y algunos otros creían que se había pasado a Pompeyo». Pero, por un lado, todos

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habíamos descartado tal cosa con una carcajada cuando él la comentó, pues resultaba
absurda, y por otro lado, traer a colación el asunto en aquella ocasión me habría
obligado, muy probablemente, a referirme a la reunión en la casa de Catón, una cita a
la que habíamos asistido en estricto secreto. Desvelar secretos no era algo que yo
hiciese a la ligera, ni siquiera a mi propio suegro.
—No, señor —respondí por fin—. Nada en absoluto.
Avidio sonrió complacido. Parecía haber dado crédito a mis palabras. Luego, tras
unos minutos de charla intrascendente y formalidades, terminamos el encuentro
bastante amistosamente y volví a mis asuntos.

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VIII

Al día siguiente, el Senado emitió de nuevo la llamada formal a Pompeyo para que
devolviera el orden a las calles de Roma. Unas horas después, nuevas tropas entraron
en la ciudad.
Pero esta vez no se disponían a aplicar las medidas, relativamente suaves, del
invierno anterior; en esta ocasión, la operación se llevaría a cabo con despiadada
eficacia. De hecho, tuve la desgracia de presenciar parte de ella con mis propios ojos:
vi a los soldados abatir a sus oponentes allí donde los encontraban; los vi hundir
cráneos y, a continuación, trinchar los cuerpos como otros tantos corderos llevados al
sacrificio. En un caso, vi a dos soldados inmovilizar a un viejo veterano y sujetarlo
con los brazos a la espalda mientras un tercero le abría el vientre de lado a lado y le
sacaba las tripas. Después, los soldados se limitaron a dejar caer sobre la calle al
desgraciado para que muriera tras una larga agonía.
No es de extrañar que, al caer la noche, hubiera ya montones de cuerpos apilados
en cada esquina; pequeños riachuelos de sangre fluían por las cunetas hasta las
alcantarillas. Uno por uno, los soldados decapitaron más de un centenar de cadáveres,
juntaron las cabezas, las ataron y las colgaron de la entrada principal del Foro como
una guirnalda espantosa.
Roma se estremeció ante un hecho tan terrible pero, como una vieja demasiado
agotada como para gritar, mantuvo su voz de protesta al nivel de un suave murmullo
y siguió ocupándose de sus cosas. En el plazo de cuarenta y ocho horas, los
alborotadores fueron aplastados.
—Ya sé, ya sé —dijo Curio con un raro tono de comprensión en su voz cuando,
aquel día, entró en la sala de trabajo y nos encontró a Lucio y a mí bañados en
lágrimas—. Ese Pompeyo se ha convertido en todo un viejo lunático —continuó.
Parecía como si reprimiera a medias una carcajada pero, cuando Lucio y yo
levantamos la cara, vimos que a él también le corrían las lágrimas por las mejillas; a
continuación, se acercó y nos dio un largo abrazo reconfortante a cada uno.
Y yo pensé: ¿Quién sino un buen amigo y un romano cabal actuaría como lo
estaba haciendo Curio?

Los acontecimientos se sucedieron con rapidez. Una semana más tarde, mientras
Roma se hallaba todavía en un estado de entumecimiento a causa de los disturbios, se
inició por fin el gran debate acerca del mando de Julio César.
Primero, dejadme que os recuerde brevemente la situación: César se hallaba a
menos de trescientas millas de Roma, en su cuartel general de la provincia de la Galia
Cisalpina, de la que era gobernador desde hacia casi diez años. Más tiempo aún

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llevaba como comandante militar de sus diez legiones. Al mismo tiempo, había
cumplido varias legislaturas como cónsul, gran parte de ellas en ausencia; en dos
ocasiones, incluso había delegado el juramento del cargo ante su imposibilidad de
acudir a recibirlo.
Cualquiera de estas cosas por sí sola habría sido considerada una acumulación de
poder extraordinaria e inconstitucional. Todas juntas significaban una seria amenaza a
la República. Era la extrema duración de su permanencia en el cargo de gobernador,
en particular, lo que despertaba mayor inquietud. Por ello, el Senado estudiaba una
propuesta para poner fin al desempeño del cargo por parte de César y para retirarle el
mando militar.
—¿Acaso César aspira a la dictadura? —preguntó Calpurnio Bibulo con su voz
ligeramente chillona—. Exigimos su presencia en Roma y no acude. Le sugerimos
que es hora de que entregue sus poderes, o algunos de ellos, y se resiste. ¿Qué otra
cosa podemos imaginar, sino que desea adueñarse del Estado?
—Su postura es arrogante y sus acciones, contumaces —apuntó Quinto Metelo
Escipión, una de las voces más serenas del Senado y uno de los pocos hombres de
Roma que gozaba de una reputación verdaderamente intachable (y otro de los que
habían asistido a la reunión secreta). De hecho, la insólita aspereza de sus palabras
provocó un inusual murmullo en la cámara—. Lo lamento, pero no encuentro otra
manera de expresarlo —prosiguió Escipión—. César se ha hecho demasiado fuerte y
el Estado, demasiado débil. Tiene que producirse un cambio o todo lo que amamos,
todo lo que valoramos, incluso la propia Roma, se extinguirá.
—¡Denunciémoslo! —propuso la voz severa y familiar de Catón—. ¡Acusémoslo
de traición!
Miré alrededor de mi y vi a Curio entornar los ojos y sacudir la cabeza. Una vez
más, Catón llevaba el argumento hasta los límites de la elegancia retórica, me dije.
—Sus campañas en el norte han sido innecesariamente brutales —continuó él—.
Ha cortado las manos a los cautivos, ha hecho prisioneros a caudillos locales cuando
estaban de visita en su campamento bajo una bandera de tregua, ha causado matanzas
entre las tribus sin respetar a mujeres ni a niños y ha quemado cosechas y casas.
Quizá podríamos entregarlo a los bárbaros, como castigo. —Catón hizo una pausa,
buscando un efecto teatral, y su comentario fue coreado por unas risas—. ¡Pero no!
—exclamó a continuación—. Dada la suma de crímenes contra el Estado que
acumula, debemos encargarnos de él. Es preciso que lo relevemos del cargo y lo
pongamos bajo custodia. Debe rendir sus armas. Tenemos que obligarle a responder
de la enormidad de sus crímenes y hacerle pagar el castigo correspondiente.
—¡Sí! —exclamaron varias voces al unísono. Hubo una salva de aplausos, pero
también varios gritos en contra pues, a lo largo de los años, César había colocado en
los escaños del Senado a una buena cantidad de sus leales seguidores, aunque una
parte considerable de ellos presentaba méritos y personalidades claramente
objetables.

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—¿Por qué no lo arrestas tú mismo, entonces, viejo papanatas? —replicó la voz
de uno de ellos, un tal Livio Mecenas, antiguo esclavo y fracasado especulador de
grano. Su intervención fue acogida con un gran estallido de risas y comentarios
irónicos pero, a pesar de estar un poco ebrio (o tal vez a causa de ello), Mecenas
permaneció en pie y añadió—: Lo digo en serio, viejo miserable; César no vendrá a
responder de tus falsas acusaciones, de modo que tendrás que ir a buscarlo y traerlo
tú mismo, si puedes… ¡O, debería decir, si te atreves!
A aquellas alturas, la sala era un tumulto.
—¡Despreciable borracho! —oí que alguien le gritaba a Mecenas. Cuando
algunos senadores intentaron abalanzarse sobre él, se produjeron empujones y
amenazas y el orden sólo pudo restaurarse después de que algunos simpatizantes
escoltaran a Mecenas fuera de la cámara.
—¡Ésa es la chusma con la que tenemos que enfrentarnos…, gracias al eminente
Julio César!
—¡Oh, Dios! —oí gemir a Curio a unas filas de distancia. En torno a él, algunos
de los presentes no pudieron contener del todo un par de risitas disimuladas, pues el
nuevo orador no era otro que Apio Claudio Pulquer.
—Gente vil, escoria, borrachos, quién sabe qué… —continuó Pulquer. Su tono
melifluo, acompañado del movimiento, considerablemente elegante, de sus manos
largas y refinadas, cautivó en gran medida a la sala a pesar de la estúpida
pretenciosidad de las palabras en sí—. ¿Dejaremos a este César y a sus secuaces a la
cabeza de la propia Roma? Yo digo que no. Digo que tal eventualidad sólo se
producirá por encima de mi cadáver.
—¡Eso puede arreglarse! —gritó otro de los seguidores de César.
—¡Por los dioses! —fue la indignada respuesta de Pulquer. Tras esto, el caos se
impuso en la cámara, entre los gritos y empellones de los senadores. Al cabo de casi
una hora, oí por encima del estruendo la voz de Catón que, perdida la esperanza de
restaurar el orden, anunciaba el aplazamiento de la sesión para el día siguiente y los
senadores fueron desalojando la sala lentamente.

—Me ha sorprendido que hoy no intervinieras —comenté.


Estaba a solas con Curio en la pequeña taberna calle arriba de su casa, cansado
pero demasiado lleno de energía como para acostarme. El hijo del propietario trajo
una jarra de vino barato y la depositó sobre la mesa con un golpe. Tuvimos que beber
directamente de ella, sin vasos y sin nada con qué diluirlo.
—¿De veras? —respondió Curio y dio un gran trago.
—Bien…
—Era mejor tener la boca cerrada —continuó—. Hoy no tenía nada de qué hablar.
No les habría gustado nada de lo que hubiera podido decir.
Tomamos otro largo trago cada uno.

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—¿Y qué era eso?
—Escucha, el objetivo es encontrar soluciones, no crear más problemas —repuso
Curio—. Catón hablaba de procesarlo y detenerlo. ¿Crees que César aceptará venir a
Roma para eso? Claro que no. Nadie en su sano juicio lo haría. Sobre todo si, como
César, tiene la alternativa de permanecer en el refugio seguro de su campamento
legionario.
—Entonces, supongo…
—Supones bien, joven Cayo. César no se entregará y la crisis empeorará minuto a
minuto.

Al día siguiente, el debate no llevaba más de media hora abierto cuando los gritos e
insultos volvieron a generalizarse. Creo que durante la hora que siguió oí el epíteto
«viejo estúpido» más veces que en toda mi vida anterior. Naturalmente, los insultos
crecieron de tono con rapidez hasta que, por último, el Senado de Roma no fue más
que una turba, irritada al principio y, después, muerta de risa ante la escena de dos
miembros veteranos, canosos y bien entrados en la cincuentena, que rodaban por el
suelo de la cámara en una ridícula simulación de pelea. Pronto, la tensa atmósfera
adquirió un tono más serio cuando, tras un puñetazo aquí y otro allá, se desencadenó
una riña tumultuaria.
Yo permanecí sentado en mi escaño y sacudí la cabeza, demasiado anonadado por
el espectáculo, supongo, como para sentir algo más, siquiera indignación. Volví la
cabeza y advertí que Curio me dirigía una significativa mirada. Asentí; un par de
minutos después, abandoné el edificio y lo seguí con calma hasta su casa de la
ciudad, a pocas calles de distancia.

—¿Comprendes ahora que había otra razón para que no hablara en el debate? —
preguntó Curio mientras ocupábamos nuestros lugares de costumbre en su estudio.
—Sí. Porque, de todos modos, nadie te habría oído entre ese alboroto absurdo.
—Bueno… Eso, también —dijo él con una sonrisa—. Pero, de veras, ¿qué podía
decir? En resumen, lo mismo que te decía ayer: que buscáramos soluciones y
compromisos, que dejáramos de defender posturas y encontrásemos caminos de
verdad para preservar la República. Pero todo eso no habría hecho más que reforzar
los sentimientos que ya existen respecto a mí.
Lo miré un instante con perplejidad mientras hacía tamborilear los dedos en la
mesilla próxima.
—¿Te refieres a que creen que… te has pasado de bando?
—Que me he pasado a Pompeyo, sí.
Sentado tras el escritorio, apoyé el codo izquierdo en éste y la barbilla en la mano.
—¿Sabes?, mi suegro…

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—¿Avidio?
—El otro día me preguntó si había oído algún comentario acerca de ti, algo acerca
de si te habías «pasado de bando» o no.
Curio empezó a decir algo, pero se detuvo en seco al ver que un viejo esclavo sin
un solo pelo (al menos, desde el cuello hacia arriba), entraba en la estancia
arrastrando los pies y cargado con una gran fuente de higos, depositaba ésta ante
nosotros y se retiraba. Curio se llevó un par de frutos a la boca y me ofreció el resto.
Tomé uno y lo mastiqué despacio.
—¿Decías…?
—¿Hum? ¡Ah!, respecto a Avidio. Me preguntó…
—¡Ah, sí! Te preguntó si me había pasado de bando. ¿Y qué le respondiste… si
no te importa que te haga una pregunta tan impertinente?
—En absoluto —le aseguré—. Dije que no había oído nada semejante, lo cual es
cierto, salvo lo que tú mismo comentaste hace más o menos una semana.
Curio asintió, masticó unos cuantos higos más, se encogió de hombros y movió la
cabeza en señal de negativa.
Mientras tanto, le di vueltas a algo en la cabeza y, finalmente, decidí que quizá
era el momento para un toque de indiscreción. Esperé un instante más a que Curio
tuviera la boca especialmente llena.
—Y bien, ¿lo has hecho? —pregunté.
—¿El qué?
—Pasarte de bando.
Terminó de tragar con cuidado, se secó los labios y carraspeó.
—Seguro que te das cuenta de lo absurdo que resulta eso —fue su respuesta.
—Sí, creo que sí.
—Ya lo creo. Precisamente tú, que has estado tanto tiempo conmigo, que me has
ayudado en el trabajo y con los discursos… Tú deberías saberlo. ¿Y bien? ¿Necesitas
oírmelo decir? Está bien: no me he «pasado a Pompeyo». Tienes mi palabra de ello,
Livinio. Siempre he sido, lo soy ahora y lo seré mientras viva, un patriota romano y
un partidario fiel y constante de la República.

Los acontecimientos de horas más tarde, aquel mismo día, se produjeron con la
rapidez de una centella y, yo añadiría, con la fuerza de un rayo. Estábamos echando
una cabezada, yo en un banco del patio y Curio en su dormitorio del piso superior,
cuando un correo se presentó ruidosamente en la casa.
—Sesión especial del Senado dentro de una hora —anunció en tono muy oficial
y, de inmediato, se retiró con el mismo estruendo, sin darme tiempo siquiera a
despertar y sacudirme de encima la bruma del sueño.
—¡Curio! —exclamé, con la esperanza de despertarlo—. ¡Despierta! ¡Sesión
especial! —Luego, casi antes de darme cuenta de lo que hacía, me mudé de ropa y

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me puse otra limpia—. ¡Curio! —grité de nuevo.
Al cabo de un instante, lo vi asomarse al balcón.
—Ve tú delante —me indicó a gritos—. Te seguiré enseguida.

Para aquella sesión extraordinaria, había soldados apostados ante la entrada a la


cámara del Senado. Yo me alegré vagamente de ello hasta que vi a algunos de mis
colegas palidecer de temor cuando cruzaban la plaza abierta y observaban por
primera vez a los hombres armados. Naturalmente, aquel sentimiento resultaba
contagioso, en parte. Me pregunté para qué estarían allí.
Dentro no había soldados, pero bastaba con saber que podían ser llamados
rápidamente. Como decía, todo sucedió muy deprisa. Los senadores estaban entrando
todavía, y muchos no habían ocupado su escaño aún, cuando de pronto escuchamos
aquella voz familiar:
—Padres del Senado de Roma —entonó Catón desde el umbral mismo de la
entrada principal—, permitid que os presente al estimado procónsul romano, general
conquistador de las afamadas hordas partas de Oriente y legendario comandante
militar de Roma, Pompeyo el Grande.
Y en efecto, a su lado, inesperadamente, había hecho acto de aparición el propio
Pompeyo, que le estrechó la mano a Catón e hizo ademán de disponerse a hablar.
Pero… un momento. ¿Quién es ése que asoma detrás de él, ese hombre mucho más
joven? Pompeyo se vuelve e incluso le estrecha la mano mientras yo contemplo la
escena con muda incredulidad, pues se trata ni más ni menos que de Cayo Escribonio
Curio.
«¡Por todos los dioses!», pensé. Primero era Catón, que hacía poquísimo
ridiculizaba a los guerreros partos tachándolos de «afeminados» y ahora ensalzaba
como heroicas las victorias de Pompeyo. Y a continuación era Curio quien parecía
haberse pasado a Pompeyo, después de todo. ¿Era posible tal cosa? Y… Un
momento; Curio sabía con días de antelación que iba a producirse una declaración…
¿Qué era? ¡Ah, sí! Que Pompeyo todavía no estaba dispuesto a romper abiertamente
con César. ¿Se trataría de eso, significara lo que significase?
—Padres senadores —se oyó la voz de Pompeyo, inconfundiblemente aguda y
desentonada. Todos lo miramos directamente e, incluso desde una considerable
distancia, advertí las profundas arrugas que cruzaban su rostro y observé el cansancio
en sus ojos. «Unos ojos gastados —me dije—, ojos de viejo».
—Padres senadores, me gustaría dejar las cosas como están, de momento —
anunció Pompeyo—. Un año más, quizá…
Dejó la frase en suspenso y, mientras las palabras flotaban en la cámara, pensé:
«Sin duda, tiene algo más que decirnos; sin duda, esto merece un poco más de su
tiempo, unas cuantas palabras más». Pero aquello fue todo. Pestañeé, confuso, pero

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todos los demás daban la impresión de saber perfectamente a qué se refería, pues
prorrumpieron en un ruidoso aplauso.
Y a continuación, tras permanecer durante apenas un instante más a la puerta de
la cámara del Senado de Roma, Pompeyo el Grande dio media vuelta, echó a andar y
desapareció de la vista.

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IX

Y así terminó —o, al menos, quedó aplazado un año—, el tan esperado debate sobre
el mando de César. Éste había sido el mensaje de Pompeyo y el Senado se doblegó a
ello con la ansiosa obediencia de un perro faldero.
—Bien, sí, había estado en contacto en privado con los hombres de Pompeyo
desde un par de semanas antes —reconoció Curio más tarde—. Lamento haberte
mantenido al margen, Livinio, pero ha sido por tu propio bien, créeme. No sabía
cómo reaccionaría la gente si corría la voz de que me relacionaba con Pompeyo. Y
corrió, por supuesto; al fin y al cabo, cada vez que recibe a alguien lo sabe una
decena de sus consejeros. Y entonces se difunde la noticia. A decir verdad, Catón se
enteró casi de inmediato. Sencillamente, no podía poneros en peligro a ti y a tu
familia, y quizá habríais corrido un riesgo considerable si te hubieras visto
complicado directamente en este asunto en particular. —Hizo una pausa y sonrió en
un claro intento de suavizar las cosas—. ¿De acuerdo?
Asentí malhumorado, pues habían vuelto a asaltarme mis viejas dudas acerca de
aquel hombre.
—Pero ¿qué le dijiste? —pregunté.
—Bien, ahí está. Sencillamente, le propuse algunas soluciones prácticas. Y puedo
decirte con toda sinceridad que nada de cuanto dije fue muy bien recibido. Hasta que
el Senado se sumió en el caos. Una vez más, los propios senadores se lo buscaron.
Cuando Pompeyo se enteró de sus estúpidas peleas a empellones, se puso furioso. Y
cuando se ha decidido a actuar, ha tenido la gentileza de atribuirme una pequeña parte
del mérito. O tal vez… En fin, ¿quién sabe? —Hizo una pausa y se rió en voz alta—.
Quizá ha sido lo bastante astuto como para desviar un poco de la culpa. Al fin y al
cabo, en asuntos de este tipo uno nunca está demasiado seguro de por dónde pueden
ir las cosas al final.

Aquel verano, tras el aplazamiento del gran debate, Roma me pareció insulsa y
deslucida, como un hombre al que un golpe hubiera cortado la respiración.
Por ello, me alegré mucho al recibir, en el mes de junio, la noticia de una ocasión
perfecta para dejar la ciudad durante una temporada. Al parecer, el mandato de
Cicerón como gobernador de Cilicia había terminado y mi primo Lucio y yo íbamos a
participar en el gran recibimiento que se le preparaba. Según las instrucciones,
acudiríamos a su encuentro en el puerto de Brindisium y, desde allí, lo
acompañaríamos por tierra hasta Roma. Cicerón escribió a su amigo Ático que sería
«un retorno triunfal a la capital». Yo respondí al instante que estaría encantado de ir y

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la primera semana de julio, acompañado de Lucio Flavio, partí a caballo hacia
Brindisium, en la Italia meridional.
Emprendimos la marcha con tiempo de sobra, de modo que nuestras familias
insistieron en cargarnos con una caravana completa: varios esclavos, media docena
de mulas e incluso una carreta de suministros. Por supuesto, también incluyeron parte
de nuestras ropas más finas, entre ellas una toga de seda azul reluciente que me había
regalado Fulvia. Como decía, con todo ese equipo detrás, nuestro avance resultó muy
lento: tardamos dos días en alcanzar Capua y desde allí nos dirigimos al este, hacia la
vía Minucia, para adentrarnos en las montañas.
—Ahí hay un buen lugar —apuntó Lucio mientras emergíamos de una pequeña
cañada al término de nuestro tercer día completo de viaje. Señaló una zona llana y
despejada al lado del camino, que a su vez se asomaba a un precipicio de tres mil
palmos o más y a una inmensa extensión de cielo. A nuestra espalda, el sol no había
desaparecido del todo y el firmamento, aunque se oscurecía por momentos, mostraba
todavía un intenso tono azul. A pesar de ello, decenas de estrellas titilaban ya y una
finísima raja de luna creciente asomaba por el horizonte. De hecho, con un
crepúsculo tan hermoso, aquel lugar era perfecto para acampar y pasar la noche.
—No está mal —admití con una sonrisa.
Desmontamos y, mientras los esclavos atendían los caballos y montaban las
tiendas, Lucio y yo escalamos un poco por la ladera hasta quedar a unos metros por
encima del camino, abrimos un odre de vino y masticamos un poco de carne seca y
unos huevos en salmuera.
—Supongo que has visto paisajes mejores, ¿no, primo? —comentó Lucio
mientras abarcaba la panorámica con un amplio gesto de su brazo derecho.
—No. De verdad que no —respondí—. Tienes mucha razón Lucio. Es un paraje
muy hermoso.
Tomamos sendos largos tragos y mi primo se tumbó en el suelo a mi lado,
sonriendo de oreja a oreja. Lo miré con perplejidad.
—¿Qué…? —empecé a decir, pero él se limitó a rodar sobre el vientre, me
devolvió la mirada y mantuvo aquella sonrisa ligeramente desquiciada. Hacía mucho
tiempo que, para mí, esa sonrisa era su rasgo más cautivador; salvo esto, el aspecto de
mi primo no tenía nada de extraordinario. Lucio se ajustaba mucho más que yo al
patrón típico de un romano, con la nariz prominente, la piel morena y los ojos
aceitunados.
«Las mujeres no lo calificarían nunca de guapo», pensé. Sin embargo, yo había
sido testigo de cómo las chicas se derretían ante aquella sonrisa estúpida y ante
aquellos ojos astutos y cautivadores, llenos de inteligencia, que irradiaban malicia,
vivacidad y simpatía, todo a la vez. Lo cierto era que mi hábil primo Lucio tenía
bastante éxito.
Dio otro enorme trago al odre y mantuvo su sonrisa bobalicona.
—¿Ya estás borracho? —inquirí con fingida irritación.

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—Sí, primo. Borracho.
—Dame ese vino de una vez. No te quiero bebido si…
—Voy a casarme —anunció él.
Me detuve, pestañeé y sacudí la cabeza.
—¡Hijo de…! —exclamé y, con una carcajada, me incliné hacia él para abrazarlo
—. Felicidades —le dije más de una vez—. Es maravilloso —insistí entre trago y
trago—. ¿Y quién es la afortunada? ¿La conozco? Sí, claro que la conozco. Es…
—Será mejor que no la «conozcas», primo.
—¡Oh, Lucio, cierra el pico! No me refiero a conocerla en ese sentido. Sólo hablo
de haberla visto. Ya sabes, de haber coincidido con ella.
—¡Ja! Ahora, eres tú quien está bebido —apuntó Lucio, y los dos nos partimos de
risa ante lo en aquellos momentos parecía absolutamente hilarante.
—Bien, ¿recuerdas el último otoño, la fiesta en casa de Hirtio Pansa? Fue allí
donde nos conocimos. ¿Recuerdas a una chica menuda, muy guapa, de cabellos
oscuros?
«Entonces, ¿no se trata de Avidia Crispina?», estuve a punto de preguntar, pero
tragué saliva y contuve la lengua.
—¿Y yo estuve en esa fiesta? —fue lo que dije finalmente.
—¿Ah, no? Pues yo creía…
—En fin, no importa. ¿Cómo…?
—Se llama Matidia —se apresuró a responder— Matidia Grata.
Busqué el nombre en mi archivo mental pero no logré localizarlo.
—Por los dioses, no creo que la conozca.
—No, yo tampoco lo creo…
—¡Oh, espera…! El último verano, dices. ¡Pero eso no fue una fiesta! ¡Fue una
salida familiar que prepararon todas las madres! Tienes razón, allí conocí a la chica.
Guapísima. Una sonrisa preciosa.
Lucio me miró con la expresión más triste y suspicaz que había visto nunca en él.
—¡Lucio, por favor! En esa fiesta había más de cien personas; sólo la vi un
momento. Tal vez intercambiamos cuatro palabras, no más. —Mi primo asintió pero
se mantuvo visiblemente alicaído—. Lucio, tú eres mi primo favorito, el que más
aprecio. No te mentiría sobre una cosa así. Te lo diré de otra manera: si hubiese
habido algo más, te habría mentido; habría negado incluso haberla conocido.
Lucio se incorporó, despacio, y empezó a sonreír de verdad otra vez. Tras una
breve carcajada, murmuró:
—Sí, seguro que sería eso lo que harías.
—Desde luego —asentí y me sonrojé ligeramente, permitiéndole aquella pequeña
victoria aunque, para ser sincero, no estaba muy seguro de qué quería insinuar con
sus palabras.
—Tú también estás de buen humor —dijo Lucio.

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Para entonces, ya era noche cerrada. El aire de la montaña se había vuelto helado
y los dos estábamos en nuestra tienda, acurrucados bajo varias mantas cada uno.
—Será magnífico ver otra vez a Cicerón —comenté.
—Sí, maravilloso.
—Y es estupendo haber salido de Roma —añadí.
Lucio me miró con insólita atención, como si me estudiara con sus ojos grandes y
perspicaces. De pronto, adoptó una expresión de gran tristeza; también de repente, yo
sentí —por segunda vez aquella velada— como si mi primo tuviera algo
especialmente importante que decirme.
—¿Qué, allí nada es lo que parece, verdad? —comenté con la intención de picarlo
un poco.
—¡Oh, primo! —musitó él con una sacudida de cabeza como si, de improviso,
estuviera al borde de las lágrimas.

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X

Cuando Cicerón descendió del barco en Brindisium, la multitud se lanzó a vitorear y


aplaudir con tanta fuerza y durante tanto tiempo que, por un momento, experimenté
una especie de pánico de que no cesaran nunca y que nos quedáramos allí
eternamente… o, al menos, hasta que nos fallara la voz y hasta que tuviéramos las
manos ensangrentadas y encallecidas.
—Amigos míos —dijo Cicerón cuando, por fin, se produjo un momento de
silencio. Pero, en aquel instante, se le entrecortó la voz y se le nublaron los ojos.
Entonces, se reanudaron los vítores hasta que, por fin, el anciano tuvo que ser
ayudado a retirarse del estrado.
Cicerón fue conducido a la casa de un viejo magistrado, donde se vio colmado de
agasajos por hordas de aduladores de la ciudad. Todas las fuerzas vivas deseaban una
audiencia con el gran hombre. Lucio y yo tardamos casi una hora en llegar hasta él
tras abrirnos paso entre las filas de miembros serviles de la burocracia local.
—¡Ah, hijos míos! —nos recibió con lágrimas en los ojos cuando al fin nos
presentamos ante él en sus aposentos.
—Eres muy popular, maestro —dijo Lucio secamente.
Cicerón se encogió de hombros y emitió una sonora carcajada.
—Hace dos años, cuando pasé por aquí, nadie quiso acercarse a mí. Fui
conducido a los muelles a toda prisa y embarcado en una nave que zarpó con la
marea aquella misma tarde. —Deambuló en círculos nerviosos y sacudió la cabeza—.
¡Oh, vamos…! —dejó la frase a medias y concluyó con un gesto de las manos,
volviendo las palmas hacia arriba, que parecía querer decir que encontraba todo
aquello muy desconcertante… aunque, desde luego, no iba a resistirse a tal efusión de
afecto.
—Bien, por lo menos —apunté—, hoy día les caes bien, por comparación, a
todos los que participan de la vida pública.
—¡De eso no cabe duda! —exclamó Cicerón—. ¿Acaso esperabas otra cosa? —
Apretó los labios y entrecerró los ojos—. Todos tendrán que aprender, ¿verdad?
Habrá que recordarles una vez más quién los salvó de la destrucción y cuánto me
debe Roma.
—Bien…, es decir…, sí, maestro —balbucí, pues aquella no era en modo alguno
la reacción que preveía. Supongo que esperaba un toque de ironía. Incluso el
sarcasmo habría valido. Pero en lugar de ello había algo cercano a la amargura en su
rememoración del pasado (en particular, de los acontecimientos sucedidos durante su
consulado, hacia doce años, cuando había desbaratado una conspiración para derrocar
al gobierno urdida por un hombre llamado Catilina).

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—Es cierto. —De pronto, su voz se había hecho temblorosa y apagada. Mientras
hablaba, un par de lágrimas rodaron por sus mejillas—. El salvador del Estado,
enviado al exilio…
—Claro que es cierto —se oyó una voz tranquilizadora desde el otro extremo de
la estancia. Era un viejo amigo de Cicerón, el erudito Ático, el cual se acercó y
abrazó a su colega mientras yo me quedaba totalmente quieto, paralizado por la
sorpresa. Dirigí una mirada a hurtadillas a Lucio, el cual, por una vez, parecía
absolutamente desconcertado.
—Todo está en orden —murmuraba Ático—. Estás en casa, estás a salvo, tus
amigos están aquí…
En aquel preciso instante entraron en la estancia el hermano de Cicerón, Quinto, y
su hijo, Marco, los cuales lo habían acompañado en la última etapa de su travesía por
mar desde Macedonia. Una breve mirada les bastó, al parecer, para hacerse cargo del
problema. Después, se acercaron y ayudaron al viejo maestro a acomodarse en el
diván más próximo.
—Duerme un poco —oí decir a su hermano. Ático le dio unas palmaditas en la
mano y luego fue su hijo quien se inclinó sobre él y lo besó en la frente.
—Ahora, descansará —murmuró Ático. Y, en efecto, dio la impresión de
quedarse dormido al instante.
Pero mientras los demás dejaban la sala, yo aguardé un momento, preguntándome
qué clase de sueño tendría. Pues al observar su rostro, sus ojos cerrados con fuerza,
su cuello palpitante, comprendí de pronto cuánto había sufrido y no pude evitar llorar
un poco por él.

A la mañana siguiente, Cicerón había recobrado su aplomo habitual, o eso parecía.


Incluso se disculpó con Lucio y conmigo.
—Demasiado poco descanso y demasiado trabajo para un viejo —dijo. A pesar de
sus palabras, desde aquel instante y durante el resto del trayecto de regreso, fue un
torbellino.
Después de reunirse de nuevo con cada funcionario de Brindisium, pronunció tres
discursos en la ciudad aquel mismo día: uno en los muelles, otro en la asamblea local
y el tercero a una audiencia de los más ricos, en casa del hombre más acaudalado de
la ciudad, un tal Ampio Balbo.
—¿Sabéis cuánto me debe Roma? —insistió alegremente Cicerón ante la multitud
de fervorosos trabajadores portuarios—. Solamente su vida, eso es todo. Sólo su
propia existencia.
—¿Recordáis todos al malvado Catilina? —preguntó Cicerón a la asamblea de
funcionarios de la ciudad—. Creyó que podría destruir al Senado de Roma, que
podría desmantelar el propio Estado. ¡Ah!, tuvo mala suerte de que vuestro servidor,

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Cicerón, fuera cónsul entonces. Y Catilina fue aplastado y devorado sin más esfuerzo
que el que le cuesta a una rana atrapar una mosca.
—¡Cicerón ha vuelto! —anunció a los potentados reunidos en el enorme atrio de
Balbo—. Vuestro salvador está dispuesto a salvaros otra vez.
Y así continuó durante todo el viaje, desde la ciudad costera de Barí y la
población de Canusium, al pie de las montañas, hasta la pequeña Forum Novum y
también Beneventum, construida entre las fragosas laderas de los Apeninos.
En cada lugar, grandes multitudes salían alegres al encuentro del afamado
maestro, estadista, procónsul y filósofo. En cada ocasión, cuando Cicerón subía al
estrado, la multitud gritaba y chillaba de júbilo. Pero Lucio y yo no pudimos seguir
negando durante mucho tiempo que un fenómeno curioso estaba arruinando el viaje:
si bien las multitudes arrancaban con entusiasmo frenético, al término de su discurso
los aplausos sólo brotaban esporádicamente y los admiradores se marchaban, nos
daba la impresión, reflejando en sus rostros más confusión que inspiración. Era como
si pensaran: ¿Ése es el gran Cicerón? ¿Si es tan grande, por qué tiene que repetir
continuamente que lo es? ¿Por qué habla sólo de sí mismo?
En Capua, donde permanecimos varios días, Lucio y yo nos descubrimos
encogiéndonos de vergüenza mientras le oíamos repetir las mismas proclamas y
autoalabanzas:
«Yo soy el hombre que más necesita Roma».
«Yo os protegeré de bandidos y usurpadores».
«Yo borraré del mundo a posibles dictadores».
«Yo salvaré la República. ¡Otra vez!».
Sorprendentemente, en privado, seguía siendo el mismo viejo Cicerón de
siempre: sabio, brillante, afable. De hecho, al término de cada etapa del recorrido, nos
reservaba a mi primo y a mí una hora entera, por lo menos, durante la cual se
extendía prolijamente y con considerable insistencia en lo favorable que podía
encontrarse en cada experiencia.
—Debió de ser terrible para ti, maestro, estar alejado tanto tiempo —apunté la
primera noche tras la salida de Brindisium.
—Supongo que sí, en ciertos aspectos —respondió él con un encogimiento de
hombros—. Pero recordad esto: una de las facultades que distinguen al hombre es su
deseo de investigar. Así, estamos ansiosos por ver, oír y aprender cosas nuevas,
nuevas ideas. De hecho, no nos sentimos completamente felices a menos que
estudiemos los misterios y las maravillas del universo. De ahí nuestra fortaleza,
nuestra indiferencia incluso, ante los accidentes de la fortuna.
—¿Qué crees que sucederá ahora entre Pompeyo y César, maestro? ¿Y qué será
de la República? —preguntó Lucio un par de noches después.
Pero, a diferencia de lo que hacía en público, Cicerón evitaba (por lo menos, con
nosotros) cualquier pronóstico concreto y sólo nos hablaba en términos vagos y
abstractos.

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—Os he hablado del instinto humano de la curiosidad; pues bien, aliado con él
está el deseo de independencia. Un carácter bien formado no acatará otra autoridad
que la de un gobernante justo y legítimo que vele por el bien público.
Y así respondía siempre. Unas cuantas noches después, cuando surgió otra
cuestión de política, Cicerón contestó de manera casi irritable:
—¡La auténtica ley es la razón… directa y natural! —Sacudió la cabeza como
diciendo: «¿No es evidente?», y añadió enseguida—: Por supuesto, su validez es
universal; es inmutable, eterna. Cualquier intento de suplantar o repeler alguna parte
de ella es pecaminoso; anularla por completo es imposible.
Cicerón se echó hacia atrás en el diván y su mirada se perdió en el vacío unos
instantes; luego, con tono más reflexivo, prosiguió:
—¿Sabéis?, el hombre es el único ser vivo que tiene un sentido del orden, así
como del decoro y de la moderación, en sus palabras y en sus actos. De hecho, creo
que puede afirmarse con certeza que ninguna otra criatura está revestida de la belleza,
la gracia y la simetría de los objetos visibles. Y la mente humana, al trasladar estos
conceptos desde lo que podría llamarse el mundo material a lo que cabría concebir
como el mundo moral, reconoce que esa belleza, esa armonía y ese orden deben ser
mantenidos en una medida aún mayor en la esfera de la acción directa y encaminada
a un fin determinado. —Hizo otra breve pausa y sonrió suavemente—. La razón
rehúye todo lo indigno y lo poco caballeroso, todo lo que es perverso, sea un acto o
un mero pensamiento.
Durante nuestra primera noche en Capua, a solas con Lucio, no pude por menos
que comentar:
—¿Cómo puede ser tan brillante en privado y, en cambio, tan… tan…?
—¿Tan estúpido en público? —me ayudó mi primo con una sonrisa—. Bueno,
siempre he creído posible que la gente, la mayoría de las personas, sea varias cosas a
la vez: buena y mala, lista y estúpida, educada e ignorante. Incluso sabia y estúpida.
—Bien, pues nuestro viejo amigo te está dando la razón, desde luego —apunté.
Mi primo sacudió la cabeza y me observó, pensativo.
—Excepto en tu caso, primo —dijo por último—. Tú eres la excepción a la regla.
—¿Qué?
—Es sólo que con mucha frecuencia, Livinio, suceden cosas que tú no ves.
Durante mucho tiempo he creído que eras tú quien tomaba la decisión de no hacerles
caso. Pero ahora, por fin, me doy cuenta de que, simple y llanamente, no te dabas
cuenta de ellas.
Si, me daba perfecta cuenta de las cosas, pensé; aunque no las comentara con él,
necesariamente. Sin embargo, me limité a decir:
—¿Y qué significa eso? ¿He de suponer que soy un estúpido, entonces?
—En absoluto; estúpido, no —insistió Lucio—. Sólo… En fin, que eres muy
bueno. Demasiado bueno; casi el colmo de la bondad. Por eso te dejas confundir por

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el aspecto de la gente. Tienes que adquirir algunas malas cualidades, primo, de modo
que deja de hacer eso.
—No creo que sea tan bueno como dices.
—¡Oh, sí!, has tenido tus escapadas, pero incluso éstas han sido menos por propia
iniciativa que como consecuencia de…, en fin…
Lucio dejó la frase ahí y se sonrojó repentinamente.
—¿De qué? —quise saber.
—… de oportunidades inevitables.
—¡Oh! —exclamé y noté que yo también me ruborizaba.
Estudié a mi primo durante unos instantes y me froté las manos con aire
pensativo. No era la primera vez que, últimamente, Lucio hacía vagas referencias a
asuntos sobre los que se negaba a hablar en términos más concretos. «En fin —me
dije—, aún me quedaba tiempo», aunque en aquel momento probablemente ya podía
sonsacarle algo.
—¿Vas a contarme alguna vez a qué te referías la otra noche? —le pregunté.
—¿Qué…?
—Yo decía que en Roma nada es lo que parece y tú respondiste…
—¡Ah, otra vez eso! Ya te dije, Livinio, que no era nada. Lo juro.
—¿Y qué hay de nuestra presunta «investigación»? —insistí—. Yo creía que era
Avidia quien te empujaba a interesarte en el asunto, pero ahora sé que no era eso, ya
que te vas a casar con otra.
Lucio me dirigió una mirada colérica, con los ojos encendidos y el labio inferior
fruncido en una mueca de frustración y desconsuelo.
—Podría haber sucedido —murmuró en voz muy baja—. Con ella, me refiero.
Entrecerré los párpados, con los ojos vueltos hacia él, y decidí no hacer caso de su
demostración de sentimientos heridos.
—Entonces, Lucio, ¿cuáles son los resultados? —inquirí con una brusquedad
inhabitual en mí—. ¿Sabes quién mató a Fabio Vibulano? ¿Y a Flaco Valerio?
Sin embargo, mi primo se limitó a mover la cabeza en gesto de negativa y no dijo
nada. Dejé que transcurrieran unos instantes y entonces me permití una sonrisa
burlona.
—¿Sabes, primo?, podría obligarte a decirlo —sugerí en un tonillo provocativo.
De improviso, me incorporé y me quedé sentado al borde del diván como si
estuviera a punto de saltar del asiento y cruzar la estancia hasta donde estaba Lucio;
de hecho, mi primo llegó a encogerse con gesto alarmado, tal como yo esperaba que
reaccionaría. El asunto era que, aunque éramos muy similares en talla y en peso, yo
siempre lo había derrotado sin paliativos en la lucha (y, ya que estamos en ello, en
cualquier otro deporte).
—No serviría de nada porque no tengo nada que contar —respondió con un ligero
gimoteo que me hizo sonreír.
Me encogí de hombros y me recosté de nuevo en el respaldo del diván.

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—Como tú digas, primo —asentí—. Además, por joven que seas, ya eres
demasiado mayor como para que te tenga media hora con la cara aplastada contra el
suelo y el brazo derecho inmovilizado a la espalda. Podría resultar bastante
incómodo, sobre todo si se entera Matidia. Y, de todos modos, estoy cansado —añadí
con un bostezo.
Tras esto, me di la vuelta y caí dormido, aunque no de inmediato (gracias, una vez
más, a una conversación muy especial con mi astuto primo Lucio).

En nuestro tercer día de estancia en Capua, se presentó allí Cayo Escribonio Curio,
rodeado, debo añadir, de un boato considerable. Ataviado con espléndidas sedas y
acompañado de varias decenas de esclavos, traía regalos y saludos para Cicerón de la
mitad de los grandes hombres de Roma: de César, un espléndido punzón de plata para
escribir; de Pompeyo, una docena de medallones de bronce bruñido, cada uno de los
cuales llevaba grabada una frase o cita famosa del propio Cicerón; del Senado, quizá
el mejor de todos: la concesión, libre de gravámenes, de una nueva casa digna de él,
ya que la antigua había sido saqueada hacía mucho tiempo por los matones de Clodio.
—Amigo y maestro… —murmuró Curio mientras abrazaba al anciano. Cicerón
estaba visiblemente abrumado: le corrían las lágrimas por el rostro y tardó varios
minutos en poder responder.
—De modo que mi alumno, ¿eh? —dijo por fin con una breve risa y señaló a
Curio con un ademán claramente exagerado para conseguir un efecto cómico—. Lo
enseñé bien, ¿eh? Sabe de quién ocuparse en su vejez.
Sus palabras causaron el regocijo de la pequeña multitud que se había
congregado, pero unos minutos después le oí susurrar, con su rostro muy próximo al
de Curio:
—Habrá que devolver la mayoría de esos regalos. Sí, sí, nada de protestas. Todo
esto es demasiado. Desde luego, hay algunos que no me atrevo a rechazar —añadió
con una risilla al tiempo que levantaba las cejas—. Y la casa del Senado… en fin, me
temo que tendré que aceptarla por pura necesidad. Pero la mayor parte de lo demás…
en fin, es mucho más de lo que puede aceptar un hombre de ética. Toma nota de ello,
muchacho; ¿sabes acaso qué terminaría debiendo, finalmente, si aceptara todos esos
presentes?
Dejó la pregunta sin responder y se volvió con una sonrisa hacia otro de los
presentes (¡quién sabe qué aprovechado!) que reclamaba su atención.

—¿Y qué tal estáis vosotros dos, eh? —nos preguntó Curio a Lucio y a mí aquella
tarde, un rato después, cuando el clamor se hubo apagado por fin—. El viejo Cicerón
tiene un aspecto bastante bueno.
—¡Oh, bien…!

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—Sí —me apresuré a responder—. Está en plena forma. Decididamente.
—Mmm… —murmuró Curio.
Tras esto, se produjo un extraño silencio mientras Curio parecía meditar qué más
decir, aunque resultó no tratarse de qué, sino de cómo hacerlo.
—Bueno, colegas, ya sabéis que siempre ha sido un vanidoso —siguió diciendo
por fin. Hizo otra breve pausa como para permitir que sus palabras penetraran en
nuestras mentes y prosiguió—: He oído hablar de los discursos que ha pronunciado
en este viaje y… En fin, ha hecho exactamente lo mismo que en otra ocasión, acto
seguido del asunto de Catilina. Entonces recorrió toda Italia proclamando su propia
valía y denominándose «salvador de Roma»… —Curio movió la cabeza en gesto de
negativa—. Casi lo hundió políticamente. Por eso su carrera… En fin, ya habéis visto
algunas de las consecuencias. Pero no dejéis que eso os perturbe. Sigue siendo un
gran hombre, el más grande, probablemente, de cuantos existen hoy. Sólo sucede que
a veces hace alguna tontería…, como cualquiera de nosotros, ni más ni menos.
Más tarde, me llevó aparte discretamente para comentar algo en privado.
—Espero que me habrás perdonado, Livinio. Por el asunto de Pompeyo.
Moví la cabeza y murmuré un «si» casi inaudible.
—Ojalá sea verdad —añadió entonces Curio—, porque te necesito, Livinio.
Preciso que estés conmigo, a mi lado. Cuando volvamos a Roma… Bien, verás;
entonces te necesitaré más que nunca.

—¿Te encuentras bien, Lucio? —pregunté, al tiempo que lo sacudía suavemente para
que despertara. Estábamos en la habitación oscura que mi primo y yo compartíamos
en la casa de un hombre rico de Capua. Quedaban horas para el amanecer y para el
inicio de la última etapa de nuestro viaje de vuelta a casa, pero Lucio llevaba un buen
rato dando vueltas en la cama, agitado, e incluso murmurando en voz alta palabras
sueltas (aunque nada que tuviera sentido).
—¿Qué…? ¿Qué…? —musitó, como si tratara de despertar. Luego, al cabo de un
momento, salió bruscamente de su delirio onírico—. ¿Livinio? —preguntó, al tiempo
que se incorporaba con un respingo hasta quedar sentado en la cama con la
respiración acelerada.
—Una pesadilla, ¿verdad? —dije yo.
—Sí —contestó. Se dejó caer de nuevo en el lecho y su respiración se tranquilizó
un poco—. Una pesadilla.
—¿Puedo hacer algo?
Lucio hizo una profunda inspiración y se encogió de hombros.
—Tal vez —dijo.
—¿De veras? Bien, no pienso divorciarme de Fulvia y casarme con tu chica. Lo
siento, pero eso es cosa tuya.
—Basta, Cayo. Hablo en serio; ven, siéntate un momento aquí, a mi lado.

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—¡Eh, Lucio, ya te lo he dicho: yo no hago esa clase de cosas!
—No estoy de broma, Cayo —refunfuñó mientras yo tomaba asiento junto a él en
el borde de la cama—. Quiero que me prometas una cosa. Quiero que me lo prometas
por la salud de tu esposa, de tu familia y de tus hijos aún por nacer.
Calló e intervine:
—Dime, primo.
Lucio permaneció en silencio, se frotó los ojos y carraspeó.
—Quiero que sigas vivo —dijo por fin.
Fruncí el entrecejo ante lo extraño de su petición pero, tras otro momento de
silencio, respondí:
—¿Eso es todo?
—Lo digo muy en serio, primo. Quiero tu promesa de que, no importa qué
suceda, tendrás una vida larga, larguísima.
Allí sentado en la oscuridad, me aparté de él y visualicé el lienzo en blanco que
era mi vida futura. ¿Qué sabía yo del futuro? ¿Qué sabía de sobrevivir de un día para
el siguiente, y mucho menos toda una vida?
—Bien —dije finalmente—. Bien, bien…
—Promételo —insistió él; su voz había adquirido de pronto un tono agrio,
imperioso—. Por favor.
Moví la cabeza y me froté también los ojos con cansancio.
—Está bien, lo prometo.
—Por la salud de…
—Sí, sí. Por la salud de toda mi familia. Lo prometo. Lo Juro: viviré eternamente,
si puedo, sólo porque me lo pides tú, primo Lucio.
Él exhaló un gran suspiro de alivio.
—Bien —dijo—. Excelente. Ahora, ven a darle un abrazo a tu primo.
—Sólo un abrazo —repliqué—. Nada más. Nada de labios, ni de… ¿Entendido?
Y por fin, Lucio, a quien realmente quería muchísimo, estalló en una carcajada,
aparentemente a pesar de sí mismo. Entonces, me incliné hacia él y lo abracé.
«¡Por los dioses, tienes la cara empapada en sudor!», estuve a punto de exclamar,
pero me contuve a tiempo. Pues, en el último momento, cuando lo rodeaba con mis
brazos, supe que lo que le bañaba la cara no era sudor, sino una verdadera cascada de
lágrimas. De hecho, seguían cayendo como una tormenta torrencial cuando, instantes
después, lo dejé a solas en su cama y le deseé buenas noches.

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XI

Bien, quedaban más ciudades por visitar en nuestra gran gira: primero, hacia el norte,
Casilinum; después, Casinum, seguida de Coirfinium y Alba Faucens. Un día y una
noche en cada ciudad, el mismo discurso, la misma audiencia y la misma reacción:
vítores al principio y, después, un entusiasmo mucho más titubeante.
Por último, casi tres meses después de que Cicerón desembarcara en Brindisium,
nos hallábamos a treinta millas de Roma y calculábamos llegar a ella a la puesta del
sol cuando, bruscamente, nos desviamos varias millas hacia el este.
Por un instante, un pánico especial, un temor a algo siniestro y desconocido,
impregnó la atmósfera. Pero entonces vi sonreír a Curio y, de pronto, reinó de nuevo
un aire festivo cuando todo el mundo, salvo el propio Cicerón, supo a qué se debía el
imprevisto. La comitiva se dirigía hacia la finca de Pompeyo el Grande, en el
refinado lugar de veraneo de Tívoli, para ser recibida en audiencia.
Llegamos al casco urbano de Tívoli a media tarde y mientras cruzábamos la verja
de la propiedad y recorríamos las tres millas de camino hasta la vivienda principal, el
sol del crepúsculo bañaba la escena de un delicado resplandor rosado.
—¡Querido Cicerón! —exclamó Pompeyo cuando lo recibió en persona a la
puerta de la casa. Y el pobre Cicerón se derrumbó prácticamente en sus brazos, más
abrumado de emoción de lo que lo había visto durante aquel largo viaje de regreso a
casa.
—¡Queridísimo Pompeyo! —contestó con voz entrecortada. Una vez más, las
lágrimas resbalaron por sus mejillas.
Al cabo de un momento, cuando Pompeyo se disponía a hablar, Cicerón intentó
interrumpirlo.
—No, no. Yo soy Pompeyo; yo hablaré primero —declaró el anfitrión con una
sonrisa forzada que no podía ocultar del todo la irritación. A pesar de ello, la gente se
echó a reír; Cicerón guardó silencio y Pompeyo continuó, satisfecho—: Cicerón, eres
el hombre más sabio de Roma —proclamó— y en razón de ello te ofrezco esta
declaración formal del Senado en la que se te proclama como tal, ahora y para
siempre.
Pompeyo entregó a Cicerón el pergamino oficial, lacrado con el propio sello del
Senado, y el viejo se quedó allí plantado con una cautivadora expresión infantil,
llorando y riendo a la vez.
—Sí —fue lo único que dijo, finalmente, y la multitud le dedicó unos afectuosos
aplausos.
La escena resultaba encantadora; el encuentro tenía todo el aliciente que podían
esperar quienes lo presenciaban y la multitud se sentía conmovida y acompañaba al
anciano, llorando y riendo con él.

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Sin embargo, resultaba extraño, me dije, que nadie pareciera haberse fijado en
que Pompeyo acababa de presentar personalmente aquella declaración del Senado, lo
cual representaba una transgresión jurisdiccional extraordinaria. ¿Y decía que le
habían encargado tal misión? Entonces, ¿quién era el que daba las órdenes,
realmente? Más aún, ¿cuánto había cambiado Roma en las escasas semanas que
habíamos estado ausentes de ella?

La plebe llenó las calles para verlo y los gritos y vítores lo acompañaron todo el
camino desde la Puerta Salaria, en el extremo norte de la ciudad, hasta la escalinata
del Foro. El propio Catón encabezó una delegación de senadores que escoltaron a
Cicerón desde la calle hasta la cámara del Senado.
Mientras se preparaba para las ceremonias, las lágrimas desaparecieron de sus
ojos por una vez y su voz sonó clara y firme cuando inició su trascendental discurso,
el primero que dirigía al Senado en más de dos años:
—Padres senadores —proclamó Marco Tulio Cicerón—, contáis con mi gratitud
perpetua por la gran acogida que me habéis dispensado tras mi larga ausencia.
Aprecio vuestro profundo afecto y vuestra lealtad inquebrantable y, creedme, resultan
verdaderamente estimulantes para los ánimos de un viejo. Es magnifico estar de
nuevo en casa.
»Con todo, habrá quienes digan (de hecho, hay quienes dicen) que regresar en un
momento tan delicado como el actual tiene grandes desventajas. Éstos preferirían
retorcerse las manos, gimotear y acurrucarse en un rincón del tocador de sus esposas.
Preferirían pasar el cerrojo de las puertas y ocultar su rostro de la propia luz del sol.
Incluso yo podría sentir la tentación, aunque sólo muy ligeramente, os lo aseguro, de
volver a algún lugar remoto y tranquilo de una provincia lejana hasta que todos
nuestros problemas se hayan resuelto. Porque, en efecto, estamos acosados por las
dificultades, por unos problemas que no serán fáciles de resolver.
»Pero ¿qué debe hacer uno si es un hombre íntegro, un hombre ético? ¿Debe un
hombre escapar, esconderse y hacer caso omiso de los sucesos turbulentos del
momento? ¿O al contrario, en una época así, debe quedarse en su sitio, dedicar todos
sus esfuerzos a corregir la situación y sumarse a la lucha por mantener el equilibrio
del Estado? Naturalmente, la decisión no ofrece ninguna duda; sobre todo, para un
hombre auténticamente virtuoso y honorable.
»Así pues, padres senadores, en este tiempo en que hay problemas que resolver,
disputas que arreglar, amistades que renovar, temperamentos que aplacar y heridas
que curar; ahora, de hecho, en que parece que todo en la casa se desmorona alrededor
de nosotros y no queda otra esperanza que expoliarla o abandonarla, os diré con
satisfacción que una época así es, de hecho, el momento más oportuno para volver a
casa.

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»Así pues, como ya he dicho, me alegro de estar aquí. De hecho, más incluso:
estoy emocionado y orgulloso de encontrarme aquí. Y así, padres senadores,
pongamos manos a la obra por fin. Será un trabajo grandioso, un trabajo de
restauración. Sabemos que saldremos triunfantes por la sencillísima razón de que no
tenemos elección. La vida, la dignidad y el honor se basan en el éxito, sólo en el
éxito. El fracaso, padres senadores, es el suicidio.
»Una vez más, nobles senadores de Roma, os expreso mi humilde agradecimiento
y ruego a los dioses que sea merecedor de la gran confianza y el afecto que me
demostráis.
El Senado, todos y cada uno de los miembros presentes, había permanecido
sentado en silencio, fascinado, durante los escasos minutos que duró el discurso. A su
término, se puso en pie y le dedicó un aplauso continuado que se prolongó casi un
cuarto de hora. De este modo, al tiempo que llegaban a la capital los rumores irónicos
sobre los parlamentos estúpidos y llenos de vanidad que había realizado durante el
viaje, Cicerón los aplastaba radicalmente con aquellos breves minutos de elocuencia.
Con ello, su reputación quedaba restituida.

Con la cercanía del final del verano, Roma recobraba su pulso y nuestro trabajo con
Curio alcanzó nuevas cotas. Curio rehuía las preguntas que le hacíamos mis primos y
yo respecto a lo que parecía ser su nueva proximidad a Pompeyo, insistiendo
enérgicamente en que «a la larga, no tiene ninguna importancia». Además, nos
confió, tenía todo un nuevo plan de acción preparado, según él, con la aprobación (en
términos generales) del propio Cicerón.
La pieza central de la nueva campaña seria un panfleto que, finalmente, daría
lugar a la presentación de una importante propuesta innovadora en el Senado. Las
investigaciones a realizar y la cantidad de documentos a escribir con vistas a dicho
plan eran suficientes, nos aseguró, como para tenernos ocupados durante algún
tiempo a mí y a mis tres primos.
Curio reconoció que el tema que trataba el panfleto —el compromiso— era
antiguo. Sin embargo el enfoque era nuevo e incluía lo que denominaba «una reforma
profunda de las fuerzas que se enfrentan en el actual momento de confusión, dirigida
a la eliminación de la grave amenaza que suponen para la existencia de la propia
Roma».
Dividió la tarea entre nosotros de la siguiente manera: a los hermanos Barnabas,
Junio y Claudio, les encomendó la parte más dura de la investigación, que abarcaba la
tediosa tarea de revisar los textos antiguos de las Doce Tablas, la ley escrita más
antigua de Roma. Lucio y yo nos encargaríamos de redactar la mayor parte del
escrito, aunque también nos encomendaba el encargo de investigar otros hechos
mucho más recientes: las aventuras de Mario y la dictadura militar de Sila, así como

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el intento de revuelta de Catilina y otros casos que, naturalmente, harían necesario el
estudio de muchas de las obras del propio Cicerón.
—Las Doce Tablas —apuntó Junio Barnabas al cabo de unos días— apenas se
refieren a grandes temas de Estado, militares o demás. —De hecho, como bien sabéis,
este antiguo estatuto se refiere en su mayor parte a resoluciones de disputas sobre
propiedades, robos, perjurios, sobornos, derechos de herencia y demás—. ¿Qué
buscamos, entonces? —preguntó a Curio—. ¿Qué objeto tiene todo esto?
—Por supuesto que apenas tocan esos temas. ¡Por supuesto! —respondió Curio
enérgicamente—. Buscad algo sobre abusos de poder. Sobre excesos o carencias en
su ejercicio. Algo que nos permita decir: «Incluso las Doce Tablas proclaman tal y tal
cosa…». Eso es lo que buscamos.
Por supuesto, los asuntos de Mario y de Sila resultaron un campo más fructífero.
Un día, Lucio encontró un párrafo que le llamó la atención y me lo mostró: «El
final del soldado ciudadano y la aparición del aventurero profesional, más interesado
en el botín que en los principios y más leal a un hombre que al Estado…».
—El militar profesional, claro —dije con una sonrisa—. Buen trabajo, primo.
—Gracias, primo —respondió Lucio.
Así pues, nos afanamos día tras día, a veces hasta avanzada la noche, hasta que el
aire vigorizante del otoño se nos echó encima, desnudando de hojas las ramas de los
árboles.
Una mañana más fresca de lo habitual, en que el viento agitaba las contraventanas
y se colaba ululante por las rendijas de la casa, desperté ante la presencia de un
mensajero junto a mi cama. La oscuridad nocturna apenas había empezado a
desvanecerse y la leve luminosidad grisácea que anunciaba el alba penetraba en la
estancia como una gran nube sutil.
No es preciso decir que me llevé un susto tremendo.
—¿Qué…? —exclamé, mientras ordenaba con torpeza la ropa de cama para
asegurarme de que Fulvia estaba bien tapada—. ¡Maldita sea, mi esposa está aquí!
¡Bien, dime lo que sea y márchate!
—Se… señor, por… por favor —tartamudeó el emisario al tiempo que me ofrecía
un papiro sellado. Lo cogí mientras aún trataba de aclararme la vista. Finalmente,
aprecié que llevaba estampado el sello de mi primo, Lucio Flavio, y lo abrí a toda
prisa.
«Por favor, ven enseguida», decía el breve mensaje escrito de su puño y letra, y
me apresuré a incorporarme y a sacar los pies de la cama.
—Muy bien —dije en un tono más cortés al mensajero, que no se había movido
de su sitio—. Dile a tu amo que voy para allá.
Pero el emisario continuó donde estaba (¡como un idiota, si queréis mi opinión!)
hasta que, con un nuevo grito, le ordené:
—¡Vamos, vete a decírselo! ¡Ve ahora mismo!

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Por fin, el hombre salió de la alcoba y descendió con un trote ruidoso las
escaleras que daban al patio.

—El honorable Cayo Livinio Severo pide ver al amo Lucio —anunció el portero,
Telefo, un tipo alto, fuerte y musculoso con voz de bajo, cabeza completamente calva
y un especial aprecio por la etiqueta y por la ceremoniosidad.
En realidad, eran los padres de Lucio quienes exigían que se mantuvieran
aquellos modales en su antigua casa, en la que mi primo vivía todavía. Y, hablando de
ellos, mientras atravesaba el atrio, la tía Hortensia, una mujer rechoncha y morena de
voz chillona y manos nerviosas que no paraban quietas, apareció por una puerta y me
vio.
—¡Livinio! —exclamó—. ¡Cuántos siglos!
La mujer se acercó a toda prisa y me dio un beso. Como siempre, las inflexiones
de su voz y las gesticulaciones de sus manos actuaban al unísono con asombrosa
precisión.
—Un poco temprano para una visita, ¿no? —De pronto, la alegría de mi tía había
dado paso a la suspicacia.
—Lucio me ha mandado llamar —respondí—. ¿Anda por aquí?
—Imagino que todavía está en su habitación. —Se volvió bruscamente y me guió
por un pasillo hasta un tramo de escaleras interiores en penumbra, por el cual
ascendimos.
—Lucio —llamó a éste cuando nos acercamos a la puerta de su dormitorio—.
¡Lucio! —insistió.
—¡Lucio! —intervine yo, al tiempo que llamaba a la puerta con sonoros golpes
—. No puede estar durmiendo todavía. Me acaba de enviar una nota —dije a mi tía
mientras movía la cabeza en gesto de desconcierto—. ¿Estás segura de que no está
desayunando abajo, o algo así? —Golpeé la puerta varias veces más y volví a gritar el
nombre—: ¡Lucio!
»¿Puedo…? —Me disponía a preguntar si podía entrar sin permiso cuando advertí
que mi tía me observaba con una expresión de considerable aprensión y, sin darme
tiempo a añadir una palabra más, ella misma procedió a abrir la puerta y entrar
apresuradamente en la habitación.
Aunque el sol había salido ya, apenas unos pocos rayos de luz se filtraban en la
estancia a través de las escasas y estrechas rendijas de las contraventanas. En la
habitación reinaba, sobre todo, una bruma nebulosa que todavía conservaba la
atmósfera nocturna. Dejé atrás a mi tía y me acerqué al lecho: allí, a pesar de la
penumbra, distinguí con bastante facilidad a mi primo. A continuación, observé la
inconfundible mancha de sangre en mitad de su pecho.
—¿Qué… qué es eso? —dijo la madre con una voz tan suave y frágil, tan dulce,
que daba a entender que sabía que «eso», fuera lo que fuese, tenía que ser algo

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terrible.
—Ve a buscar al tío Cornelio —le indiqué con suavidad, pero ella sólo
permaneció donde estaba un momento más; luego, avanzó hasta la cama, vio el
cuerpo de su hijo muerto y se derrumbó en el lecho junto a él, deshecha en el llanto
más sentido que se pueda imaginar.
A continuación, fui yo quien se puso a llorar. Luego, un criado apareció en la
estancia y enseguida, antes de que yo supiera qué estaba sucediendo, toda la casa fue
presa de una agitación terrible y espantosa.

Escucho de nuevo a Augusto venir hacia aquí y empiezo a temblar otra vez. No
puedo evitarlo. No puedo quitarme de la cabeza el asesinato de mi primo.
Augusto lee mientras camina y mastica una fruta, una pera, creo, y lleva la daga
entre el pulgar y el índice de la mano zurda. Acaba la fruta, arroja los restos al suelo,
pasa la daga a la diestra y sigue leyendo el rollo que sostiene con la izquierda.
Cuando llega hasta mi, se sienta justo a mi derecha en el banco del saloncito de
recibir de la antigua casa de Cicerón. Sigue estudiando las palabras con detenimiento
y utiliza la daga para señalar. Lleva la misma toga de antes, todavía con las manchas
de sangre en los pliegues exteriores.
—¿Sabes una cosa…? —empieza a decir pero, cuando aparece en la estancia el
cronometrador para dar la vuelta al reloj de arena, se detiene y observa con atención,
igual que ha hecho por la mañana.
—La hora séptima —anuncia el criado, pues ya es media tarde; después, con la
colaboración de su ayudante, da la vuelta al reloj con gestos experimentados y se
retira.
Augusto los sigue con la mirada hasta que los dos hombres desaparecen, espera
un rato y, por fin, saca de algún pliegue interior de la toga otra pieza de fruta, en esta
ocasión una manzana. Mientras empieza a dar cuenta de ella, continúa lo que estaba
diciendo.
—¿Sabes una cosa? Esta versión del informe es mucho mejor. —Hace una pausa,
da otro bocado y luego, con la daga, pone a la vista las últimas líneas del manuscrito
enrollado—. Sí, sí, un material interesante, Livinio; queda mucho por hacer, todavía,
pero hasta aquí está muy bien. Y por cierto, ¿entiendes a qué me refiero, respecto a
Cicerón? ¿Te das cuenta de lo estúpido que puede ser?
Aunque todavía estoy conmocionado y aterrorizado, me vuelvo completamente
hacia mi derecha y me atrevo a mirar directamente al adolescente gobernante.
—No, no lo entiendo —declaro con voz seca. Y añado—: Tú has matado a mi
primo.
Al principio, no hay reacción. Después, al cabo de un momento, Augusto levanta
la vista y sonríe; es casi una mueca de disculpa, como la que uno esbozaría para
lamentar, por ejemplo, haber llegado media hora tarde a una cena. Después, sin dejar

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de sonreír, ladea la cabeza y vuelve los ojos como si señalara algo de interés en el
centro de la estancia.
¡El reloj de arena!
Vuelvo la cabeza en dirección a éste; después, dirijo de nuevo la vista a Augusto
y, de pronto, una oleada de miedo me entumece todo el cuerpo. «Dentro de una hora
estará muerto», recuerdo haber oído cuchichear al secretario no hace tanto rato.
—Te preocupas demasiado, Livinio —Augusto me da unas palmaditas en el
hombro mientras yo intento no rehuir el contacto. Después, sacude la cabeza (¿es una
mueca de perplejidad, realmente, lo que aprecio en su rostro?), se pone en pie, me
vuelve la espalda y se aleja por el pasillo hacia otra parte de la casa.
Y de pronto me pregunto por qué ha matado a Junio Barnabas. Y, puesto a pensar
en ello, ¿qué hay del asesinato de Claudio, el hermano de Junio? ¿Había sido,
realmente, obra de un mero ladrón al amparo de la noche?

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XII

Ahora soy un detective.


Ésta fue mi reacción instantánea.
Un auténtico, real y verdadero detective.
Así pues, investigaría, buscaría, indagaría. Descubriría la verdad.
Encontraría al asesino.
El padre de Lucio, mi tío Cornelio Flavio, entró en la habitación sin aliento. A
continuación apareció Camila, la hermana pequeña del muerto, unas chiquilla de
nueve años, seguida de una esclava que se apresuró a llevársela de allí. Después entró
el mayordomo y el presunto guardaespaldas de Cornelio, un antiguo miembro de su
vieja legión Ibera. Luego, el ama de llaves y una tía política de Cornelio. Y así
continuó el desfile y todo el mundo lloraba y se lamentaba a gritos.
Todos querían tanto a Lucio, la joya de la casa, el joven brillante de prometedor
futuro. El adorable adolescente. Y, creedme, nadie lo quería tanto como yo y nadie lo
lloró más.
Pero aquel día aprendí otra forma de llorar. Fue algo que mi inteligente primo me
había enseñado una extraña noche en Capua, no hacía tanto tiempo. A uno se le
nublan los ojos, desde luego, y le caen las lágrimas, pero de algún modo consigue
hablar y su tono de voz es natural, no está afectado por los sollozos que llenan su
cabeza y su corazón.
—¿Dónde está el mensajero? —pregunté con una voz tan clara y tan fría que me
sobresaltó más a mí que a cualquier otro.
—¿El qué…?
—El mensajero, tío. Lucio me mandó llamar. Por eso estoy aquí.
Saqué la nota y se la mostré.
—¡Dioses! —exclamó Cornelio, balanceándose peligrosamente de un lado a otro.
Lo agarré y lo sostuve hasta que aparecieron dos criados que lo ayudaron a
sentarse en una silla. Mi tío se hundió en ella y hundió la cabeza entre las manos.
—Mi pobre hijo… —murmuró.

Todos lo identificaron como «Laertes, el bobalicón»; era el chico de los recados


habitual de Lucio y tenía «serrín por cerebro», según la aguda descripción de un
joven sirviente.
—Buscadlo —indiqué, y la mitad de los esclavos de la estancia se dispersó por la
casa para cumplir la orden.
«Lucio sabía que estaba en peligro», me dije. Casi lo comenté en voz alta, pero
eché un vistazo a la doliente familia y me lo pensé mejor.

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—De modo que Lucio sabía que estaba en peligro, ¿no, Livinio? —dijo de pronto
mi tío. No podía esperar otra cosa del hermano de mi padre, me dije. Y, naturalmente,
tras su estúpida pregunta, mi tía no necesitó más.
—¿Qué? —exclamó con un chillido y se sumió en un llanto tan desesperado y
desquiciado que el mayordomo hubo de volver para administrarle una pócima.
Después, tres de las mujeres jóvenes más fuertes se la llevaron a su habitación y la
acostaron.
Y, de pronto, yo me pregunté de dónde habría sacado la poca inteligencia que
tenía; y el pobre Lucio, ¿de dónde había salido la suya? Estuve a punto de comentarlo
en voz alta. Tuve unos deseos terribles de hacerlo. Pero uno no siempre tiene que
rebajarse al nivel de sus mayores, ¿verdad?

Pasó casi media hora más hasta que llegó el médico. Para entonces, en la habitación
del difunto sólo quedábamos mi tío y yo.
—Una herida punzante, enérgica y profunda, directa al corazón —informó el
médico en la seguridad, supongo, de que podía hablar con franqueza ante dos
ciudadanos romanos como nosotros—. Una puñalada muy poderosa, yo diría —
continuó mientras examinaba el cuerpo, de espaldas a nosotros; en cierto modo,
hablaba más para sí mismo que para cualquiera de nosotros.
De hecho, no se percató en absoluto de que el rostro de Cornelio adquiría una
palidez mortal ni del siseo horrible que escapaba de su boca, tan espantoso que por un
momento temí que fuera a expirar de la angustia que le producía todo aquello.
—Doctor… —exclamé y éste se volvió por fin.
—¡Oh, vaya! —musitó. Debo reconocer que se dio cuenta del problema al
momento. Se desplazó con paso ágil hasta llegar junto a mi tío, que estaba hundido en
su asiento, y le dio unos cachetes en las mejillas, le observó los ojos y le tomó el
pulso.
—Está bien, señor —dijo a continuación—. Sólo necesitáis un poco de descanso.
Un hecho como el sucedido… en fin, le pasa factura a cualquiera.
Me quedé de pie, sorprendido y hasta un poco impresionado de cómo los modales
secos del médico daban paso con tal rapidez a aquella suavidad untuosa. El hombre
abrió la bolsa y rebuscó en ella.
—Por aquí tengo algo… —murmuraba—. ¡Ah, sí, es precisamente lo que
necesitáis! —Extrajo un frasquito, quitó el tapón y se lo ofreció a mi tío—. Bebed
esto, mi señor —dijo y, para mi sorpresa, Cornelio aceptó y engulló el contenido de
un trago. Al cabo de unos momentos, el color había vuelto a su rostro y parecía
considerablemente recuperado.
—Ajo y tomillo, con una pizca de carne de cobra —indicó el médico con una
sonrisa—. Es infalible.

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Una hora más tarde, tras haber mandado recado a los sacerdotes para que prepararan
el cuerpo, Cornelio y yo nos trasladamos a su estudio en el ala opuesta de la casa. Mi
tío le había dicho al médico que examinara también a su esposa antes de marcharse y,
cuando ya se iba, el hombre había hecho un alto para vernos a nosotros también.
—¡Ah, joven Cayo, estáis aquí! —dijo, al tiempo que me hacía una indicación de
que me acercara—. Podéis ahorrarme un viaje si administráis esta nueva medicación
a vuestra madre. Es para los nervios y esas cosas; vuestra madre está en un estado de
agitación que…
—¿Para mi madre?
—Sí, sí. Salid un momento, por favor, y os lo enseñaré —continuó balbuciendo
mientras me indicaba que saliera al pasillo. Así lo hice.
—¿De qué estás hablando?
—Se trata de vuestro primo, señor —se apresuró a interrumpirme sin alterar la
voz—. No quería decir esto delante de vuestro tío pero… En fin, el pobre Lucio
Flavio… Veréis…
—¿Sí?
—Mostraba una zona irritada, señor. Una hinchazón, un enrojecimiento. Estaba
muy inflamada y…
—Pero ¿qué…?
—En la zona posterior, señor. Las nalgas… Me temo que han abusado de él. Que
lo han violentado.
El doctor tenía la mirada fija en el suelo y el rostro completamente azorado.
—¡Oh! —fue lo único que dije tras un largo silencio. Y luego—: Entonces,
¿piensas que…?
—Sí, mi señor. Me temo que si. Yo… Bien, le he aplicado un ungüento para
aliviar su estado.
—¿Para qué, por todos los dioses?
—Por los sacerdotes, señor. Luego, habría comentarios, ¿sabéis?
—¡Ah! —De nuevo, fui incapaz de articular nada más. Sólo pude musitar—:
Gracias.
Después, tras un instante de embarazoso silencio, el médico recuperó su tono de
voz habitual, más distante, y se marchó apresuradamente tras desearme lo mejor.

—Sí —le decía a mi tío—, imagino que Lucio sabía que había algún peligro en
ciernes.
Por fin estábamos a solas en su estudio, tomando vino y comiendo manzanas sin
que nadie nos molestara.
—Pero ¿qué clase de peligro, Livinio? ¿Y quién lo amenazaba?

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Las ventanas y las contras de la habitación estaban cerradas con pestillo, de modo
que quien había cometido el crimen había entrado y salido por la puerta. ¿Conocía
Lucio a esa persona? ¿O lo había asaltado por sorpresa? Pero ¿cómo podía haberlo
sorprendido, si Lucio me había enviado aquel aviso urgente al despuntar el alba?
—No lo sé, tío, pero me propongo descubrirlo. —Tuve un instante de duda, pero
decidí que sería mejor seguir adelante con la siguiente pregunta lógica—: ¿Sabes si
Lucio tuvo algún invitado, anoche? ¿Alguien que hubiera venido a verlo y al que
Lucio tal vez alojara en alguna habitación libre?
—No, nadie —respondió con un gesto sombrío de cabeza.
En aquel preciso instante oímos un grito, débil debido a la distancia pero lo
bastante claro como para transmitir todo el terror de la voz que lo emitía.
—Dioses —musité.
—¿Qué más, ahora? —tronó Cornelio.
Salí al pasillo a tiempo de oír las exclamaciones de uno de los esclavos de la
cocina mientras subía la escalera y se acercaba corriendo por la galería interior.
—¡Oooh, amo, ven enseguida! ¡Es… es…!
—¿Qué es, maldita sea? —Para entonces, se me había agotado por completo la
paciencia.
—Lo han encontrado, señor —dijo el esclavo, jadeante tras su loca carrera.
Estaba bañado en grasa y sudor y cada vez que abría la boca surgía de ella un denso y
penetrante olor a cebollas y ajo.
—¿A quién? —inquirí sin alzar la voz, en un esfuerzo por mantener la calma.
—A Laertes, señor. El mensajero del amo Lucio.
—¡Ah! —exclamé, y asentí—. Muy bien, estupendo. Hacedlo subir, pues.
—¿Subir, señor? No creo que pueda.
El hombre me sacaba de quicio y renuncié a las palabras. Me limité a levantar las
cejas en una muda pregunta: ¿Por qué no?
—Bueno…, es que…
—¿Qué, muchacho? Suéltalo de una vez.
—Laertes está muerto, señor. Ya no llevará más mensajes.

El cuerpo yacía entre unas pilas de desperdicios en un rincón oscuro de la despensa


inferior, no lejos de un cordero recién destripado y de un enorme costillar de cerdo
curado. Al examinar los restos, observé que en aquel caso el cuello no sólo mostraba
contusiones, sino que estaba roto; también, una vez más, aparecía la herida de arma
blanca, poderosa y profunda, que le atravesaba el corazón.
Mandé llamar al médico, lo cual despertó algunos comentarios de asombro entre
el personal de cocina; en condiciones normales, desde luego, a nadie se le habría
ocurrido hacer perder el tiempo a un médico en examinar el cuerpo de un vulgar
correo (o, ya puestos, de cualquier esclavo). Pero, naturalmente, aquél era un caso

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especial. De hecho, permanecí arrodillado al lado del cuerpo largo rato, observándolo
pensativo con la esperanza de que se me revelara algún mensaje, alguna clave.
Más tarde, el médico tuvo poco que añadir a lo que yo había visto ya.
—¿Algo en el… ya sabe, el…?
—¿Señor? —preguntó el hombre al tiempo que movía la cabeza.
—La zona posterior. El… las nalgas.
—¡Ah! No, señor. Esta vez no hay nada de eso. Si me pedís la opinión, esto se ha
hecho mucho más apresuradamente. El cuerpo, dejado de manera tan descuidada… Y
la herida; el arma fue clavada con mucha más fuerza, produjo más daños… pero con
prisas, ¿comprendéis a qué me refiero? Las contusiones son muy visibles. El autor
tiene que haber sido un hombre muy corpulento y fuerte, señor, y no estoy seguro de
que quisiera llegar tan lejos… me refiero a si realmente se proponía romperle el
cuello. Un hombre de su fuerza podría haberlo hecho por accidente, debido a las
prisas.
Deseé hacerlo callar, por el amor de los dioses, pero me limité a mirarlo con los
ojos muy abiertos y a darle las gracias de nuevo. Y, por segunda vez aquella mañana,
el médico abandonó la casa de mi tío.

—¿Quién ha encontrado al muchacho? —pregunté a la decena de esclavos


congregada junto a la puerta de la despensa—. ¿Quién? —repetí, al ver que no había
respuesta.
—Yo, señor. —Del grupo emergió una voz suave, perteneciente a una muchacha
pálida, de constitución menuda, con la ropa y el cuerpo profusamente manchados—.
Me llamo Tespia, señor.
—Bien, Tespia… —asentí con un carraspeo mientras ordenaba mis pensamientos
—. Dime, muchacha, ¿trabajas en el jardín, tal vez?
La joven movió la cabeza en un rotundo gesto de negativa y sonrió.
—No, señor. Soy matarife de corderos —explicó. Hizo una pausa y, durante un
instante, aprecié en sus ojos un sorprendente destello de sagacidad—. Esto no es
mugre, señor; es sangre —continuó, al tiempo que señalaba las manchas oscuras de
sus brazos y de su rostro—. Sangre de cordero seca.
—¡Ahhh! —fue mi respuesta.
—Soy pequeña, pero fuerte —afirmó ella.
—Y también tienes un buen vozarrón, para tu tamaño. Por lo menos, lo tienes
cuando quieres. Ese grito…
—¡Oh, no, señor! Ésa ha sido mi madre —explicó ella con una breve risa—. Ha
entrado en la despensa un paso detrás de mí y ha visto al pobre Laertes en el mismo
instante en que lo hacía yo. Ha soltado ese grito, que parecía capaz de echar abajo las
paredes, y se ha desmayado.

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Algunos de los presentes prorrumpieron en una risilla inquieta y yo mismo apenas
pude contener una sonrisa.
—¿Y tu madre? ¿Se ha recuperado? ¿Está…, hum…, aquí?
Abarqué a los congregados en un vago gesto de las manos, pero no vi adelantarse
a nadie.
—Me parece que está… Sí, señor, está ahí fuera —indicó la muchacha—. No se
acercará más, señor; por lo menos, no lo hará mientras… en fin, mientras el cuerpo
siga aquí.
Salí al corredor y vi allí a una mujer baja y rechoncha, temblorosa, dispuesta a
echarse a llorar ante la mera mención del espanto del interior.
—Mujer, ¿has visto…?
—Horrible, mi señor —respondió ella y, de pronto, se tambaleó acusadamente.
—Está bien —me apresuré a decir, tras llegar a la conclusión de que no tenía
objeto interrogar a la mujer, al menos, de momento—. Tespia, acuesta a tu madre y
que pase todo el día en cama. Después, haz el favor de volver aquí.
Tespia me dirigió una sonrisa de gratitud y su madre también me dio las gracias
profusamente mientras se la llevaba, deseándome toda suerte de bendiciones y los
mejores deseos de una vida larga y feliz.

—Y bien. ¿Alguien vio o tiene noticia de algún invitado que el amo Lucio pudiera
recibir anoche o a primera hora de la mañana de hoy? —pregunté—. Y otra cosa:
¿quién ha sido el último en ver a Laertes?
Había reunido a los doscientos esclavos de la casa en la cocina principal, salvo los
que no cabían y ocupaban el patio contiguo.
—¿Nadie? —insistí—. ¡Oh, vamos, alguno de vosotros tiene que haber observado
algo! ¿Quién ha visto salir a Laertes cuando ha venido a mi casa a traerme un
mensaje? ¿Y quién lo ha visto regresar?
—Disculpe, señor —intervino una voz de hombre—, pero Laertes dormía en un
catre justo al lado de la alcoba del amo Lucio. Y como era tan temprano cuando ha
salido…
—¿Quién habla? —pregunté. Un hombre de elegante uniforme levantó la mano.
—Soy Calpio, mayordomo principal, señor. Decía que la partida de Laertes se
produjo a una hora muy temprana y, en cualquier caso, al recibir el mensaje se
dirigiría directamente a la puerta y, al regresar, acudiría en primer lugar al amo Lucio.
Por lo tanto, dada la hora, es perfectamente posible que nadie lo viera. Nadie, salvo…
Hizo una pausa y dejó la frase sin terminar.
—¿Salvo quién?
—Bien, señor, salvo Telefo, el portero. Es un hombre perspicaz y madrugador. Y
ése es su trabajo, señor: vigilar la puerta principal.
—Estupendo, entonces. ¿Y bien, Telefo? Habla, hombre. ¿Viste a Laertes?

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Igual que todos los demás, busqué la calva inconfundible del portero entre los
congregados; al cabo de un momento, un murmullo de inquietud se extendió entre la
multitud. Estaba muy claro que Telefo no se encontraba presente.
—Había dicho todo el mundo, ¿verdad? —refunfuñé, al tiempo que manoseaba
con impaciencia los pliegues de la toga—. Tú, mayordomo. Ve a buscar a Telefo y
tráelo aquí inmediatamente.
—¡Señor! —asintió Calpio con un enérgico saludo y se marchó en dirección a los
aposentos de los esclavos, en la parte de atrás de la casa.
Esperé con los demás, arrastrando los pies mientras permanecía plantado junto al
enorme fregadero de la cocina, con creciente irritación. Finalmente, cuando habían
transcurrido unos pocos minutos, tuve la absoluta certeza de saber qué diría el
mayordomo.
En efecto, instantes después, el hombre reapareció a la carrera, jadeante y
sonrojado y con aspecto algo asustado, también. Para que el asunto quedara aún más
claro, vino directamente hacia mí y me habló en voz baja:
—Mi señor, tengo el deber de informarte de que Telefo…
—No está en su habitación —terminé la frase—. Y sus ropas…
—Han desaparecido, señor.
—¿Ha dejado algo?
El mayordomo movió la cabeza con abatimiento.
—Nada, señor. Ha desaparecido todo.
—Está bien. Has hecho un buen trabajo —dije.
El hombre inclinó la cabeza, sonrió con evidente alivio y se retiró.
Y allí, en casa de mi tío, tres horas después de haber encontrado el cuerpo de mi
primo, empecé a sospechar por primera vez la enormidad de a lo que me enfrentaba
en mi intención de resolver el asesinato y de llevar ante la justicia a su autor.
De entrada, en lugar de uno, ahora eran dos, por lo menos, los asesinatos que
debía resolver, pues era bastante evidente que sin el uno no se habría producido el
otro.

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XIII

El cuerpo de mi primo quedó expuesto durante tres días en el atrio de la casa de mi


tío. Yacía en un diván de seda y piel de cordero, rodeado por cien ramos de flores de
todos los colores que podía proveer la naturaleza; el incienso ardía para proporcionar
a su alma la vida eterna.
Durante tres días, desfilaron por la casa tal vez un millar de amigos y parientes
que dejaban flores, enjugaban lágrimas y rezaban una plegaria por la vida futura del
difunto. Su madre, mi tía Hortensia, y su prometida, la hermosa Matidia Grata, no se
apartaban de su lado un solo instante.
Durante tres días, las plañideras públicas recorrieron la ciudad entonando el
antiguo anuncio: «Ollus quiris Lucius Flavius leto datus. Exsequias, quibus est
commodum, ire ham tempues est. Ollus ex aedibus efertur». (El ciudadano Lucio
Flavio ha sido entregado a la muerte. A quienes interese, es hora de asistir al funeral.
El traslado se efectuará desde su casa).
Entonces tuvo lugar la procesión funeraria. En cabeza iba una pequeña banda de
música que tañía liras y arpas, seguida de un coro que entonaba los cánticos fúnebres
tradicionales. Después, en cumplimiento de la antigua costumbre que tan bien
conocéis, venían los payasos y bufones para alegrar los ánimos de los espectadores. A
continuación desfiló un grupo de casi un centenar de actores con las máscaras de cera
tradicionales que representaban a todos los antepasados de mi primo (y muchos de
ellos, claro está, también míos), que se remontaban, según los relatos legendarios,
hasta el mismísimo dios Júpiter. Detrás de todo este despliegue venía el cuerpo de
Lucio, transportado en una litera especial a hombros de una docena de esclavos. Por
último, estaban todos los parientes y luego, justo a continuación, una gran multitud de
amigos de mi difunto primo.
Desde la casa de mi tío hasta el emplazamiento del panteón familiar había siete
millas de trayecto, cuatro hasta la puerta Apia, en la esquina sudeste de la ciudad, y
luego tres más a lo largo de esa vía. Mi tía viajó en litera desde el principio y mi tío
Cornelio la imitó poco trecho después. Incluso yo utilicé la mía desde poco después
de dejar atrás las puertas de la ciudad.
La tumba se encontraba a unos metros de la cuneta de la vía Apia, en un elegante
edificio de mármol al que se accedía por un arco de bella factura. Al sepulcro, en el
cual habían sido enterrados los muertos de la familia desde hacía un siglo o más, se
accedía por un corto tramo de escaleras. Abajo sólo había espacio para una treintena
de parientes. En el suelo había un fresco deslumbrante, encargado por mi tío, en el
que aparecía éste, mi tía, Lucio y los tres hijos menores reunidos felizmente en torno
a la mesa del salón de banquetes de su casa en Roma. A un lado de la cámara, sobre
un estrado, ya estaba dispuesto un sarcófago de mármol y bronce. De nuevo, los

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sacerdotes recitaron las antiguas oraciones para consagrar el ataúd. Después, el
cuerpo fue introducido en él y, por último, llegó el momento de la elegía fúnebre. Yo
fui el orador principal.
—Amada familia —empecé, al modo tradicional—, hemos venido a este lugar
santificado a despedir a nuestro estimado amigo, querido primo, afectuoso hijo y
amante futuro esposo, Lucio Decio Flavio Severo. No hay palabras para expresar
cuánto lo echaremos de menos. Su encanto, su buen humor, su trato respetuoso, su
lealtad, su inteligencia, su mente brillante… Todas ellas son cualidades que poseía en
abundancia y que darán forma concreta a nuestro recuerdo de él en el futuro.
Naturalmente, una por una, son meras abstracciones. Cada uno de nosotros tendrá
unas cuantas anécdotas o episodios favoritos, pequeños por sí solos, que conformarán
nuestros recuerdos: una broma juvenil, un tema bien aprendido, un debate bien
llevado, una jarra de vino compartida, un beso a la luz de la luna, un compromiso de
matrimonio. Con suerte, no resultará demasiado doloroso recordarlos; con suerte, nos
traerán a cada cual una pequeña dosis de alegría.
»Por tanto, roguemos para que nuestro amado pariente y amigo encuentre en la
otra vida la paz que tan cruelmente se le ha negado en ésta. Pero comprometámonos
también nosotros a no tener paz hasta que encontremos a quienes han destruido la
suya. He aquí mi promesa: os aseguro que descubriré a los autores de este crimen
miserable; no les concederé tregua hasta que los haya llevado ante la Justicia… y os
aseguro que los presentaré ante el juez, o moriré en el empeño.
Casi de inmediato, empecé a oír un coro de murmullos agitados y un carraspeo
general entre los reunidos. Por supuesto, se debía en parte al carácter insólito de mi
elegía, pues declaraciones tan atrevidas se reservaban normalmente para más tarde y
no se formulaban en el propio funeral. Sin embargo, la razón principal de la agitación
era que los presentes se sentían sinceramente temerosos de las consecuencias
espantosas que mi osadía podía tener, no sólo para mí, sino para todos ellos, también.
Naturalmente, consideré que mi intervención había sido muy valiente, pero
también acepté su posible insensatez. A decir verdad, como iba a descubrir muy
pronto, en mi familia había quien la consideraba suicida. Sin embargo, era mi elegía y
decidí ceñirme a ella y hacer caso omiso de todo lo demás.
—Pero, hoy —continué, pues—, concentremos nuestros pensamientos en nuestro
amado Lucio. Tengo tantos recuerdos de él: un gesto amistoso, un comentario agudo,
una idea expresada con precisión, un relato divertido. ¿Que cuánto he querido a mi
primo? Las palabras no pueden describirlo. Y ahora, roguemos todos por el alma del
difunto.
Concluí el pequeño discurso al modo habitual. Tras un breve silencio, mi tío
Cornelio pronunció las breves palabras de rigor (insólitamente breves, me pareció),
los sacerdotes arrojaron un puñado de tierra sobre el cuerpo y, tras nuevas oraciones y
cánticos fúnebres, el sarcófago fue cerrado y sellado.

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Encontré a Cicerón sentado en el pequeño jardín de su nueva casa. Tomé asiento a su
lado y se lo conté todo.
—¡Ah, pobre muchacho! —dijo cuando hube terminado. Su mirada se perdió en
el vacío y en sus ojos asomaron unas lágrimas.
—¿Qué opinas, maestro? ¿Qué debo hacer?
—Hum… —Volvió la vista hacia mí con una vaga sonrisa—. Siempre consigues
que tus preguntas parezcan fáciles de contestar. Tu primo también lo hacía. —Movió
la cabeza y apartó la mirada otra vez—. Y, naturalmente, no lo son.
Se puso en pie, anduvo diez pasos hasta un peral, cogió una fruta y la mordió.
—Creo que corres peligro —declaró. Encajé sus palabras con una mueca—.
Opino que, en adelante, tendrás que estar prevenido. No confíes en nadie. Duerme
con la daga al lado. Y, por el amor de los dioses, ten mucho cuidado con lo que
comes.
—¿También con lo que bebo?
—Sí, también —dijo él—. Adelante, búrlate si quieres…
—No me burlo.
—Ya sé que me tomas por un viejo melodramático…
—Nada de eso…
—… pero hazme caso. Hablo completamente en serio. Y tú también deberías
tomártelo en serio… es decir, si quieres seguir con vida un tiempo más. —Cerró la
boca y me observó unos instantes—. Siempre he esperado que serías uno de los
pocos buenos ciudadanos de Roma que lo haría, que seguiría con vida, que tendría
una larga existencia.
De pronto, recordé la curiosa promesa que me había exigido Lucio no hacía tanto
tiempo y torcí el gesto. Si Cicerón se percató de mi reacción, la dejó pasar sin un
comentario; se limitó a dar cuenta del resto de la pera, arrojar el rabo y volver al
banco.
—Entonces, ¿a quién piensas interrogar a continuación? —preguntó con una
sonrisa mientras se frotaba las manos.
—Bieeen… —arrastré la voz y dejé que se desvaneciera—. Bien, no estoy seguro
de que deba decírtelo —añadí con un tonillo irónico—. Al fin y al cabo, tú mismo has
dicho…
—… que no confíes en nadie. ¡Eso es! —exclamó, y batió palmas en gesto de
triunfo.
Moví la cabeza, sonreí y noté que me ruborizaba.
—En realidad —le confesé—, ahora mismo no estoy seguro.
—Lo sé —dijo Cicerón sin pestañear—. Pero has superado tu primera prueba; ya
entiendes (al menos, empiezas a entender) qué quiere decir estar alerta a todo lo que
te rodea.

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—Sí —respondí.
—Y cuanto más próxima a ti sea la persona, cuanto más cercana, más normal y
lógica sea su presencia, más alerta, más prevenido y más en guardia debes estar.

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XIV

Telefo, el portero, no aparecía por ninguna parte.


Interrogué a Calpio, el mayordomo de mi tío, a Tespia, la matarife de corderos, y
a otros sirvientes de los que llevaban más tiempo con la familia, pero no conseguí la
menor pista sobre su paradero. Nadie le conocía familia alguna: ni esposa, ni
querida… Hablando del tema, el ausente Telefo no parecía tener vida sentimental de
ninguna clase. Nunca había recibido cartas ni las había escrito y nunca hablaba de
nadie. En otras palabras, no conseguí nada que pudiera conducirme a él en otra parte
de la ciudad o de la República entera.
A pesar de ello, como habréis imaginado, yo tenía mis ideas sobre dónde buscar.
Seguía dándole vueltas a cómo habían matado a Lucio y al estado de su cuerpo, tan
parecido al del joven Fabio Vibulano y al de Flaco Valerio, asesinado el año anterior.
Y al recordar mi propia experiencia grotesca, me pregunté si podría interrogar alguna
vez a aquel hombre acerca de ello. Pero de poco serviría, me dije, pues me mentiría
de todos modos.
¿Y hacer un registro de su casa? Me habría encantado pero ¿cómo? Desde luego,
podía colarme a escondidas, sin orden ni autorización. El problema era que siempre
había unos cuantos aprovechados y gorrones rondando por sus estancias. ¿Y si me
disfrazaba y me mezclaba con aquella escoria? Era factible, pero arriesgado. De
pronto, recordé a Clodio con sus ropas de mujer y pensé: «No, nada de disfraces». La
idea era demasiado absurda.
Por otra parte, podía acusarlo públicamente; con ello, en teoría, despejaría el
camino para un registro autorizado, pero tal cosa también parecía irrealizable. De
hecho, formular una acusación de tal magnitud contra una persona tan poderosa podía
conducir fácilmente a que fuera yo el condenado por un juez, y no él.
Desde luego, tenía que descubrir cuál había sido el motivo para que cometiera
tales crímenes. A menos que estuviera loco, naturalmente. Era un hombre tosco,
depravado, holgazán e incluso un poco estúpido, a veces. Pero estaba bastante
cuerdo. De eso me sentía razonablemente seguro.
Pero, maldición, ¿dónde estaba Telefo? ¿Y quién lo había metido en todo aquello?
¿Con quién estaría hablando en aquel momento? ¿Qué era lo que sabía? Bastantes
cosas, daba la impresión. Y entonces pensé: «Quizá demasiadas para su propio bien».

Tras el funeral de mi primo, mis tíos observaron con todo rigor los nueve días de
duelo tradicionales, durante los cuales no abandonaron la casa, ofrecieron banquetes
solemnes y vistieron de negro. Al término del periodo de luto, todavía no estaban
preparados para volver al mundo; en lugar de ello, se aferraron a su pena como harían

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unos niños asustados a los pechos de su madre. Prolongaron los ritos funerarios día
tras día hasta que, al cumplirse el decimonoveno sin ningún final a la vista, incluso yo
terminé por hartarme y reemprendí mis trabajos para Escribonio Curio.
En cierto modo, escogí un momento oportuno. Tras un breve periodo de calma
política, Roma estaba iniciando la campaña electoral más corrupta de su historia. Y
para mi absoluta perplejidad, los senadores de las familias antiguas parecían
encontrarse otra vez en el bando que no debían, pues ellos, más que ningún otro
hombre o grupo en Roma, llevaron la corrupción a extremos inauditos e impensados.
Como siempre, los cargos que despertaban más interés eran los dos consulados.
Los dos hombres que los consiguieran tendrían un poder enorme; de hecho,
gobernarían Roma (junto con el Senado, por supuesto) durante el siguiente año.
Catón, con el respaldo de su grupo de senadores, decidió al parecer que un
hombre de su elección ocuparía uno de los puestos, no importaba cuál, y escogió
como candidato a un tal Calpurnio Bibulo, un político honrado pero tosco. Después,
repartió entre los votantes una lluvia de sobornos tal que, de haber sido agua, habría
hecho rebosar los cauces de los ríos y habría inundado las orillas.
—De modo que Catón ha bajado de las nubes… —comentó Curio con una
sonrisa.
Bibulo obtuvo el cargo, por supuesto, pero Catón se olvidó de vigilar su flanco.
Así, el propio César optaba al otro consulado y, no es preciso decirlo, lo obtuvo con
facilidad.
—No consiguen hacer nada bien, ¿verdad? —dijo Curio con una risilla.
—Me sorprende —opinó mi pretencioso primo, Junio Barnabas— que hombres
de tan supuesta inteligencia, declarada integridad y aparente devoción a los ideales de
la República puedan recurrir a tácticas tan rastreras, a gastar tan enorme cantidad de
dinero y aun así… Bien, aun así… Quiero decir, y a pesar de todo…
—… echar a perder el plan —le ayudó mi lacónico primo, Claudio Barnabas, el
hermano menor de Junio.
—¡Desde luego! —asentí, un poco forzado. En realidad, estaba tratando con
cierta torpeza de hacer perder los estribos a Curio, quien siempre se mantenía
absoluta y muy irritantemente inexpresivo durante los peculiares diálogos de los
hermanos. Como de costumbre, Curio no picó y yo me encontré preguntándome si
era el único que se daba cuenta de las excentricidades de mis dos primos.

—Por cierto —apunté—, no me habías dicho que conocías a Fabio Vibulano.


Me hallaba charlando con mi amigo y mentor, Cayo Escribonio Curio. Estaba
sentado frente a él, al otro lado de una mesa en un tranquilo rincón del pequeño jardín
de una casa en la ladera del Celio, no lejos del centro de Roma. La casa pertenecía a
Marco Antonio.

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Se celebraba el aniversario de Hirtio Pansa, un hombre deliciosamente decadente
de cuarenta y pocos años, poseedor de una risa contagiosa, de un físico
agradablemente corpulento que se estremecía con la risa y un gusto inocuo por los
placeres de la vida. Todos los placeres.
Y…, ¡ah, si!, otro detalle más: era una fiesta de disfraces.
En realidad, todos los presentes llevábamos máscara, y yo ya me había llevado
varias sorpresas al tratar de adivinar quiénes se ocultaban tras ellas. En particular, mis
propios primos, los hermanos Barnabas, me habían engañado por completo con su
disfraz de prostitutas melindrosas y sobradas de peso.
—¿Quién? —respondió Curio.
Sabía que era él porque los dos habíamos acudido juntos a la fiesta desde su casa.
Lo habíamos preparado así porque sabíamos con antelación que el día sería largo y
agitado. Así, habíamos escogido los disfraces juntos y, más tarde, nos habíamos
vestido apresuradamente en su dormitorio principal. Curio iba ataviado de actor, una
personalidad que le cuadraba bastante, y llevaba la máscara de la comedia. Dado que
yo, como decía, no soy muy ducho en disfraces, de todos modos, me conformé con
representar a la compañera inseparable de la anterior. Yo era la tragedia.
—Fabio —insistí—. Fabio Vibulano. El muchacho que fue asesinado el año
pasado.
En un día tan agitado como aquél, no ayudaba mucho el hecho de que Curio
llevara la mayor parte del mismo borracho y de un ánimo extraño. Finalmente, a
última hora de la tarde, sucumbí y empecé a concederme un par de tragos de vino.
Mientras nos vestíamos, el comportamiento de Curio se hizo aún más extraño, pero
no capté la causa concreta hasta que, por último, me tocó en un sitio que no debía.
Todo fue bastante en broma, o así trató de hacer que pareciera, pero el trasfondo serio
resultó inconfundible. Aun así, me limité a sonreír, mover la cabeza y apuntarle con
el dedo, agitando éste como si le dijera: «¡Eh, no, no sigas por ahí!».
—Fabio Vibulano —repetí el nombre sílaba a silaba—. Un chico bien parecido.
Cuando lo encontraron, tenía una «inflamación».
Veréis, en realidad estaba muy acostumbrado a esquivar tales situaciones pues, a
decir verdad, la de Marco Antonio no había sido mi primera ocasión. Bueno, sí que lo
era, en el sentido de que nadie había llegado tan lejos conmigo; nada parecido, ni con
mucho. Pero, como ya debéis de saber a estas alturas, soy consciente de mi
apariencia…, de mi encanto especial, digámoslo así, en este aspecto. Y reconozco
que en el pasado, siendo un muchacho con un gusto nada inusual por experimentar (y
quizá con un toque de crueldad, también), participé en algún que otro coqueteo… o,
para ser más preciso, me insinué más de una vez, sin que la cosa pasara de ahí. Había
abandonado todo aquello antes incluso del episodio de Antonio y, por supuesto, lo
había evitado de forma aún más decidida desde la boda. Pero ahora aparecía Curio
con aquella reacción insólita… Se me ocurrió que quizá me serviría de algo
concederle un poco de margen.

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—Fabio trabajó para ti una vez, ¿verdad? —le pregunté—. Creo que una vez
encontré una nota… una nota que tú le escribiste.
No es que Curio necesitara el estímulo de nadie, comprended. Apenas cinco
minutos después de su atrevimiento, cuando todavía estábamos con el torso desnudo
y sin más ropa que las calzas, Curio adoptó de pronto una pose lánguida, se acercó
furtivamente y me dio un abrazo afectuoso. Apretó con suavidad su mejilla contra la
mía y dejé pasar el gesto (tal vez incluso respondí un poco a la presión). Él depositó
un leve beso en mi hombro y eso no me importó. Por un instante, pensé en devolverle
el beso, pero temí que los resultados fueran impredecibles, por decir poco. Y
naturalmente, incluso sin tal incitación, Curio se atrevió instantes después a besarme
los labios y yo me aparté, aunque lo hice despacio, casi con suavidad. Incluso sonreí.
Incluso le toqué suavemente la mejilla. Y medí este contacto, en especial, para que
resultara exquisitamente ambiguo. ¿Una expresión de afecto, quizá? ¿O más bien de
recriminación? Fuera lo que fuese, cuando llegamos a la fiesta, Curio estaba borracho
como una cuba y se colgaba de mí como una prostituta de barrio bajo en las
Saturnales.
Al principio, fuimos cada cual por su lado y nos mezclamos con los demás
invitados, pero no tardó en encontrarme de nuevo y, con una jarra de vino y dos vasos
en la mano, me arrastró tras él. Creo que esperaba llevarme adentro, a alguna
habitación privada, pero en el último momento conseguí desviarlo hacia la mesa del
jardín, que al menos estaba a plena vista y resultaba bastante segura.
—Sí, sí, ahora me viene a la memoria —dijo—. Sí, señor; Fabio. Un muchacho
agradable. Buen trabajador. En resumen, podrá decirse que Fabio era… fabiuloso. —
Se rió como un idiota de su propio chiste—. ¿Lo has cogido, Cayo? ¡Fabio…
fabiuloso!
—Sí —respondí—. Lo he cogido.
—Por supuesto, él estaba más… Bueno, más dispuesto que tú a ciertas cosas. Al
menos, hasta el momento. —Volvió a reírse—. Pero tal vez esta noche cambien las
cosas, ¿no?
—Tal vez —respondí con una sonrisa, tratando de mantener todavía el coqueteo.
No obstante, para entonces ya empezaba a perder interés por el asunto y Curio estaba
tan empapado de alcohol que tales sutilezas, sin duda, se le escapaban. De hecho, no
creo que a aquellas alturas importara mucho lo que le dijera.

Estaba previsto que, a medianoche, tuviera lugar el gran desenmascaramiento de


todos los invitados, pero a la vista de que tantos de ellos, igual que Curio, habían
quedado inconscientes, las celebraciones fueron, sencillamente, olvidadas. De hecho,
la casa estaba a oscuras y en calma cuando entré y subí la escalera en dirección al
estudio de Antonio, contiguo a su alcoba principal. Mientras avanzaba por el

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corredor, ful apagando todas las teas hasta que, ya en el estudio, la única luz procedía
de la vela que portaba en mi diestra.
No tenía la menor idea de qué buscaba, lo cual no era de sorprender. Algo, algún
documento con el nombre de Fabio escrito en él, supongo. Era lo único que se me
ocurría.
Rebusqué entre los papiros y rollos de un gran bufete de la estancia. Había
muchos escritos de César; al parecer, un borrador de una nueva historia que andaba
escribiendo, pero yo había oído ya hablar de ello. Todos estábamos al corriente. El
siguiente estante del aparador estaba lleno de facturas, en gran número: del vinatero,
del vidriero, del embaldosador, del albañil… Por Júpiter, incluso le debía quinientos
al panadero del barrio y otros mil al carnicero. «¡Paga, Antonio, perro!», tuve ganas
de gritar. Pero, naturalmente, seguí moviéndome con el sigilo de un gato…, o eso
intenté.
Inspeccioné los otros rollos y demás que tenía sobre el escritorio y, a
continuación, los de otro bufete más pequeño situado al otro lado del estudio. Incluso
había una caja de madera hábilmente tallada que daba la impresión de poder contener
un par de secretos; dentro, sin embargo, no había nada más que un olor a rancio y —
¡lo juro!— los restos mohosos y hechos migajas de un pedazo de queso amarillo.
Al otro lado de la estancia había una bella puerta de doble hoja que, supuse,
conducía a la propia alcoba. Me pregunté si me atrevería. ¿Por qué no? ¿Qué podía
perder? (Mucho, en realidad, me habría dicho si me hubiera detenido un momento a
pensarlo, cosa que no hice).
Mantuve la vela fuera de la vista con la mano izquierda mientras, con la diestra,
abría la puerta muy despacio. La otra habitación también estaba a oscuras y tranquila;
al parecer, también estaba vacía, de modo que coloqué la vela delante de mí y me
colé en el interior. El primer gran sobresalto me lo produjo la cama o, mejor, las ropas
que la cubrían: eran de seda y de un color rojo intenso y no pude evitar una
exclamación demasiado estentórea para mi propio bien. La siguiente sorpresa fue que
Marco Antonio estaba en la cama o, debería decir, encima de ella; encima de las
mantas y completamente desnudo, roncando a pierna suelta. Me detuve en seco y me
quedé todo lo quieto que puede quedarse un hombre.
Pero miré alrededor de mí. Desde donde estaba, alcanzaba a ver otro pequeño
mueble de aspecto prometedor. Por desgracia, estaba al otro lado de la alcoba e
inconvenientemente próximo a la cama. También había, afortunadamente, una gran
ventana con las cortinas abiertas que dejaba entrar la luz de la luna llena. Apagué la
vela de un soplido y avancé despacio y con cautela hacia el mueble. Había llegado
hasta él y me disponía a abrirlo cuando Antonio se movió en la cama, volvió la
cabeza y abrió los ojos.
—Las Doce Tablas —prorrumpió— decretan la pena de muerte para los ladrones
que actúan al amparo de la noche, ¿sabes?
Mi reacción fue instantánea:

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—¡Oh, no soy ningún ladrón, señor!
—¿Eh? —De un salto, Antonio se levantó de la cama y prácticamente voló hasta
mí. El suyo fue un movimiento bastante ágil; al fin y al cabo, era un atleta famoso y
un hombre muy fuerte… mucho más que yo. Pero aún no había despertado del todo y
todavía estaba, como poco, algo borracho. Y, en cualquier caso, yo fui más rápido.
Porque yo ya había previsto qué hacer en caso de un problema como aquél. Y eso
es siempre lo más importante, porque así uno está preparado mentalmente para hacer
lo que debe. Por supuesto, había decidido no permitir que se acercara lo suficiente
como para volver a ponerme la mano encima nunca más. Porque, como he dicho,
Antonio era mucho más fuerte. Y también por esa otra razón que, sin duda, estaréis
imaginando.
Como buen luchador que era, me limité a esquivarlo; estaba seguro de poder
hacerlo y, en efecto, Antonio falló ampliamente el blanco. Sin embargo, se controló
con habilidad y apenas se golpeó contra el mueble que yo tenía detrás. A pesar de
ello, cuando terminó de darse la vuelta, yo había rodeado la cama y estaba a unos
pasos de la puerta del pasillo, en buena situación para escapar.
—Bien, bien… —murmuró con una sonrisa, supongo que por verme todavía en la
habitación—. Entonces, si no eres un ladrón, ¿quién…?
—He venido a veros a vos, Marco Antonio. Soy un gran admirador vuestro y he
pensado que podríamos… en fin, ya sabéis…
—¡Oh! ¿De veras? —El tono de su voz, tenso y afectado, estaba en la frontera
entre la irritación y la amabilidad—. Dime, ¿quién eres tú? Me da la impresión de que
te conozco…
—Un admirador secreto, mi señor.
Antonio se acercaba y comprendí que volvería a lanzarse a por mí en cualquier
momento.
—Deja que te vea mejor… —decía.
De pronto, lanzó su acometida y alargó la mano hacia mi máscara al tiempo que
se lanzaba hacia mí.
Esta vez, sin embargo, se quedó aún más sorprendido y frustrado, porque dudo de
que esperara que volviese a esquivarlo. Pero lo hice, y Antonio perdió el equilibrio
por completo. En su caída hacia delante, se golpeó de lleno la cabeza contra la
esquina de la cómoda que había tras él y, a continuación, quedó tendido en el suelo.
Casi inconsciente, emitió un gemido y me detuve con cierta preocupación. Al fin
y al cabo, no quería que Antonio muriese (por lo menos, todavía no, y menos cuando
yo me encontrara cerca de él). Hinqué la rodilla a su lado; noté el chichón que le salía
en la frente, pero su respiración parecía normal. Estaba tendido boca abajo, con los
brazos extendidos en el suelo por encima de la cabeza.
Mis ojos siguieron la dirección que señalaban y allí, casi bajo la cómoda, justo
fuera del alcance de sus dedos, yacía una brillante pieza de satén de color plateado
que, por su color y su dibujo, parecía un poco fuera de lugar entre la ropa

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deslumbrante de Antonio. Cogí el pedazo de satén y lo inspeccioné: sin duda, era
parte de un cinto, de uno de esos ceñidores que llevaría un sirviente de uniforme de
gala. Me incorporé y guardé el retal en un pliegue interior de la toga del disfraz.
Antonio trataba de ponerse en pie pero todavía estaba demasiado aturdido como
para comprender lo sucedido, y yo no tenía la menor intención de quedarme a esperar
a que lo hiciera. Sin una palabra más, di media vuelta y abandoné la habitación y la
casa.

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XV

¿Cuánto he visto desde el asesinato de mi primo? ¿Cuánto he envejecido? ¿Cuánto


más puedo soportar?
El día después de la fiesta en casa de Marco Antonio, Escribonio Curio, con los
ojos encarnados y una jaqueca cegadora, se disculpó por su conducta. Fue una
disculpa abyecta, adornada con un par de lágrimas y una promesa de reforma.
—No más vino en una temporada —me aseguró.
Yo esperaba algo parecido, naturalmente. La respuesta me salió bordada: una
refinada postura entre el malhumor y la alegría, entre la simple satisfacción y la
sinceridad obsequiosa.
Tenía que ser así, me dije, pues en ese momento, más que nunca, quería la
confianza ilimitada de Curio. En su mente no debía haber la menor sombra de duda
respecto a mi posición. Tenía que estar seguro de mi absoluta lealtad y amistad.
De hecho, estaba convencido de que tenía que ser así si quería llegar hasta el
fondo de aquellas muertes.
—Por supuesto, lo entiendo. No hay más que hablar —dije con el tono justo de
arrogancia en mis palabras. Y pensé para mí que me estaba volviendo un experto en
aquello. Y caí en la cuenta con cierta sorpresa de lo minuciosamente calculador que
me había vuelto en un cortísimo tiempo. De hecho, me sentía envejecer con cada
bocanada de aire que inspiraba y, con cada aliento que espiraba, notaba que el
muchacho que llevaba dentro desaparecía en el polvo interminable del gran más allá.

—¿Has perdido la razón, muchacho? ¿Te has vuelto completamente loco?


Era mi padre (¡cómo no!) quien gritaba desaforadamente al tiempo que
descargaba el puño sobre la mesa del comedor. Su rostro se puso al rojo vivo, unos
hilillos de saliva asomaron en las comisuras de sus labios y una hebra de tocino —
prendida provisionalmente entre sus dientes superiores— salió despedida también,
finalmente.
—No esboces esa sonrisa cuando te digo algo. Vamos, adelante, búrlate de mí. Ya
no eres mi hijo, entonces. No, ya no lo eres.
Ebrio ya (¡no es preciso decirlo!), dio un enorme trago de aquel vino barato del
norte que tomaba en los últimos tiempos; supongo que, en esa época, era lo mejor que
podía permitirse.
—¡No hay ninguna excusa para tu comportamiento, maldita sea!
—Decio, por favor… —empezó a decir mi madre.
—No, no; tú, calla —replicó él—. Cierra la boca ahora mismo.

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Por un instante, dio la impresión de que iba a abalanzarse sobre ella, que llegaría
a golpearla. No era un secreto que a veces lo hacía, aunque nunca había sucedido en
mi presencia. Noté que mi cuerpo se ponía alerta, casi sin querer, y estoy seguro de
que en mi rostro se dibujó una expresión espantosa. Pese a su estado, mi padre dio
muestras de captar mi cambio de actitud y se contuvo rápidamente, pues estaba muy
claro que yo no iba a permitir que le pusiera la mano encima; por lo menos, mientras
siguiera allí y pudiese impedirlo.
En realidad, en aquel caso concreto estoy seguro de que mi madre pensaba como
él; ya lo había insinuado anteriormente. Yo llevaba algún tiempo evitando el
encuentro con mi padre y en aquel momento, con considerable retraso, le ofrecía la
oportunidad de expresar sus quejas por mi controvertida elegía fúnebre. Desde
entonces, mi padre también había oído muchos comentarios sobre mi trabajo de
detective, de modo que aprovechaba la ocasión para dar rienda suelta a toda su cólera
a la vez.
—¡Eres un…! ¡Eres idiota! —masculló—. ¿Cómo te atreves a poner en un
peligro tan evidente a tu familia? Que lo hagas conmigo ya es bastante malo, pero a
tu pobre madre… ¡Hacerle correr tal riesgo! Y a tu pobre esposa… ¡Tu conducta es
estúpida, irreflexiva y absolutamente imperdonable!
Volvió a ocupar su asiento y tomó otro gran trago. Aguardé su siguiente retahíla
de insultos, pero se limitó a murmurar por lo bajo, como si por fin se hubiera quedado
sin aliento…, aunque sólo fuera de momento.
—Padre…
—¡Oh, cállate! Si quieres matarte, adelante. ¡Pero no arrastres contigo a la mitad
de tu familia!
Moví la cabeza en gesto de negativa y esperé, pero sólo por un instante ya que,
como decía, estaba prevenido contra él y sólo me había decidido finalmente a
presentarme allí aquella velada el hecho de que Fulvia se hubiera sentido indispuesta
de repente. Esto me proporcionaba la excusa perfecta para dejarla en casa y evitar
someterla a la explosión que se preparaba.
Así, tras una breve pausa, tomé la palabra otra vez:
—Escucha, padre, comprendo que estés preocupado y lamento que mi elegía por
Lucio te molestara, pero lo hice deliberadamente. Fue un riesgo calculado. Quiero
que quien está detrás de este asunto sepa que hablo en serio. Quiero que todo el
mundo lo sepa. Así, si me sucede algo… En fin, será mucho más difícil dejar de lado
las… las dificultades que pueda encontrar. En cualquier caso, cuatro personas al
menos han sido asesinadas hasta el momento…
—¿Cuatro?
—Sí, padre. Tres, además de Lucio. Pero estoy seguro de que existe una conexión
entre los cuatro. Y me propongo resolver el misterio de esas muertes, cueste lo que
cueste. Mi primo, por si solo, merece que lo intente. Mira, padre, Lucio era mi mejor
amigo y no permitiré que su asesino quede sin castigo.

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—Pero piensa en nosotros, piensa en…
—Estoy decidido, padre. Si no quieres ayudarme, me parece bien. Pero ya me has
expresado tus protestas y no hay más que hablar. No volveremos a hablar del tema…
ni ahora, ni nunca más.
Tras dirigirme una mirada colérica, mi padre se puso en pie, cogió la jarra de vino
y abandonó la estancia.

—¿Lo reconoces? —pregunté a Calpio, el mayordomo de la casa de mi tío, tras


mostrarle el retal de tela plateada que había encontrado en el dormitorio de Antonio
unas noches antes. Calpio lo inspeccionó, sonrió y asintió con energía.
—A ti también debe resultarte familiar, señor —respondió.
—Quizá sí. —Entrecerré los ojos en una mueca con la que le di a entender que
sus palabras me habían parecido un poco impertinentes.
—Bueno, podría ser parte de la vestimenta de Telefo —se apresuró a decir—.
Podría pertenecer a su cinto plateado.
—Eso es.
Más tarde se lo enseñé a mi tío, pero éste se mostró mucho más vago, lo cual no
era de extrañar. Estaba seguro de que mi tía Hortensia habría sido más concreta al
respecto, pero temía demasiado perturbarla, de modo que reservé el retal de tela para
otra ocasión posterior. Al fin y al cabo, decidí, tampoco se trataba de un asunto tan
urgente, pues lo único que significaba era que Telefo, probablemente, había estado en
el dormitorio de Antonio.
¿Y qué significaba eso? En realidad, nada, me dije. ¿Acaso no había pasado por
allí todo el mundo?, pensé con una sonrisa perversa.
Lo principal era saber adonde conducía la investigación. ¿A quién podía
interrogar? ¿Qué pruebas podía acumular para convertir las pesquisas en acusaciones
sólidas y resolver los crímenes?

Iba a ser un asunto difícil, me dije. Pero no me había dado perfecta cuenta de lo
peliagudo que iba a resultar hasta que el portero de la finca de los Grato anunció mi
presencia:
—Su señoría, Cayo Livinio Severo, solicita ver a la ama Matidia.
Y mientras aguardaba allí, en el atrio de la casa del padre de la muchacha, pensé
que, al fin y al cabo, no estaba tan seguro de poder hacerlo.
Pero al cabo de otro momento, mientras me conducían escaleras arriba hacia un
saloncito de estar de una dama, me pareció que no tenía ninguna baza más en el
asunto.
A decir verdad, la estancia era más para una chiquilla que para una mujer adulta,
con los estantes repletos de muñecas, chucherías colgadas de las paredes y sedas

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extravagantes y chillonas prendidas sobre un pequeño aparador.
—¡Oh, Cayo! —dijo Matidia Grata con su vocecilla infantil, y me abrazó. Por su
gesto me di cuenta de que había tomado mi presencia por una nueva visita de cortesía
—. ¿Qué vamos a hacer sin él? —exclamó con los ojos llenos de lágrimas.
Y entonces tuve la certeza de que mi tarea era imposible.
Ella escanció vino en unos vasitos de plata y tomó asiento a mi lado, en un banco,
junto a una ventana que se abría sobre el jardín trasero de la casa.
—Lo echo tanto de menos —dijo.
—Igual que yo —asentí y noté que los ojos se me nublaban.
«¿Y bien, señor detective, qué más, ahora? —me dije—. ¿Me decido y le
pregunto directamente?: “¿Qué sabes tú, Matidia, del asesinato de tu prometido, mi
primo Lucio Flavio?”». Ésta era la pregunta clave, por supuesto, pero no era probable
que obtuviera respuesta, ¿verdad? Sonreí para mí y pensé: «No me extraña que la
gente que se dedica a este tipo de trabajos esté considerada entre la de peor calaña».
Ningún general plantado en mitad de un campo de batalla empapado de sangre sería
capaz de llevar a cabo un acto de crueldad tan íntimo, tan personal como aquél.
Sin embargo, tenía que hacer la pregunta. Tomaría un trago más de vino, me dije,
y se la formularía.
—¿Y bien? —se me adelantó ella—. ¿Qué has descubierto sobre el asesinato de
mi prometido?
¡Oh, dioses misericordiosos, dejar que Matidia planteara la cuestión! Por decirlo
suavemente, me pilló desprevenido. Contemplé a la muchacha boquiabierto, estoy
seguro, de sorpresa y vi brillar en sus ojos oscuros una determinación inesperada.
—Bueno, yo…
—Deberías haber venido a verme antes, ¿sabes, Livinio? Lucio me dejó unos
documentos que, según él, eran de vital importancia. Supongo que él querría que los
tuvieras tú.
Con una sonrisa, se levantó, anduvo unos pasos hasta el estante de las muñecas,
cogió la más grande, le quitó la cabeza y hurgó en el interior del cuerpo. Al instante,
se le heló la sonrisa y el color desapareció casi por completo de sus mejillas.
Introdujo la mano más hondo, la sacó, puso la muñeca boca abajo y la golpeó con
fuerza contra el aparador.
La vi tambalearse un poco y la ayudé a volver al diván.
—¡Han desaparecido! —exclamó y prorrumpió en unos sollozos tan sentidos
como los del día del funeral.

«Qué extraordinaria serie de acontecimientos», me dije mientras caminaba ladera


arriba hacia la casa de Avidia Crispina, a la mañana siguiente. La poco delicada tarea
que me esperaba esta vez era, de nuevo, el interrogatorio de la prometida de otro
asesinado, en este caso Fabio Vibulano.

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Pero mi cabeza estaba todavía en la entrevista con Matidia del día anterior. Un
breve instante de expectación por unos documentos, de cuya existencia no había
tenido noticia hasta entonces, se había desvanecido tan de improviso como los
propios documentos. No, Matidia no recordaba que nadie hubiera entrado en la
estancia, salvo ella y Lucio (aparte de los criados, por supuesto). Sí, estaba segura de
que no se equivocaba de muñeca. A pesar de ello, decapitamos a todas las demás y
buscamos también en los demás estantes y cajones. No es preciso decir que no
encontramos nada.
Cuanto más profundizaba en el asunto, pensé, más desconcertante se volvía. De
hecho, cuando doblé la esquina y entré en la calle donde estaba la casa de Avidia
Crispina estaba tan abstraído que casi había llegado a la puerta cuando, por fin, noté
un frenesí de actividad en el lugar, y la presencia de una decena de guardias que
mantenían una estrecha vigilancia en la verja de la entrada principal. Detrás de ellos,
justo al otro lado del umbral, un hombre y una mujer visiblemente recién levantados
sollozaban abrazados. Me resultaron vagamente conocidos y estuve bastante seguro
de que eran los padres de Avidia.
A unos pasos de la puerta, uno de los guardias se adelantó hacia mi con aire
agresivo.
—¿Qué te trae aquí, señor?
—Su señoría, Cayo Livinio Severo, quiere ver a Avidia Crispina —respondí con
un tono pomposo en la voz.
Tras estas palabras, la mujer del umbral soltó un gemido, «¡Oh, no!», y rompió en
sonoros sollozos hasta que se acercó una esclava y la ayudó a retirarse de nuevo al
interior de la casa.
—¿Qué? ¿Quién habéis dicho que sois? —preguntó el hombre con aspereza, al
tiempo que se acercaba a mí.
—Livinio Severo —repetí—. Deseo ver a Avidia, señor. Avidia Crispina. Es
vuestra hija, ¿verdad?
El hombre abrió la boca y la cerró sin decir nada. Me miró un largo momento y
luego, en voz muy baja y cargada de tristeza, musitó:
—Sí, lo es. —Tras otra larga pausa, continuó—: Mi hija ha muerto, señor.
Asesinada. Yace muerta en la cama, con su hermoso cuello roto…
Con estas palabras, él también se entregó a unos terribles sollozos y yo noté que
me fallaban las rodillas ante la sorpresa.
—Muerta… —murmuré.
—Así pues —consiguió articular el hombre entre espasmos de llanto—, tendréis
la amabilidad de dejarnos solos… ¡Por favor! —añadió en tono muy insistente al ver
que no me movía de donde estaba. «Pero necesito ver el cuerpo», quise decirle, pero
qué torpe y terrible habría sido hacerlo.
—Mis condolencias, señor, en este día de duelo —fue lo único que logre balbucir,
finalmente. El apesadumbrado padre asintió y se alejó y yo me quedé solo en la

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entrada de la casa, bajo la mirada ceñuda de los guardias y con el corazón demasiado
lleno de pesar como para pensar, hablar o moverme.

Era como si se levantara una pared delante de mí: testigos asesinados, documentos
desaparecidos… Con cada medio paso adelante, parecía deslizarme cinco más hacia
atrás. ¿Adónde más podía acudir ahora? Sísifo empujando su roca montaña arriba no
se habría sentido más frustrado que yo.
Bastante oportunamente, volví a encontrarme aturdido por el trabajo, sólo que
esta vez casi me volqué en él. Y, desde luego, fue un buen momento para hacerlo (por
lo menos, eso me dije). Porque mientras yo volvía a juntarme con mis primos en el
estudio de Escribonio Curio a jornada completa, la política romana volvió a primer
plano ruidosamente.
Nueve días después de la fiesta de aniversario de Hirtio Pansa, a una semana de
que tomaran posesión del cargo los dos nuevos cónsules, Julio César y Calpurnio
Bibulo, Roma se hallaba en puertas de nuevos tumultos. Pero aunque a primera vista
la situación resultaba muy parecida al caos de antaño, en realidad era una maniobra
planificada con minuciosidad y astucia. Esta vez, tras la agitación se hallaba la mano
ducha de César.
De nuevo, el tema era la reforma agraria. De nuevo, los senadores de la
aristocracia más añeja se oponían. César era favorable a la aprobación de la ley. O,
para decirlo con más precisión, exigía tal aprobación. Como de costumbre, la
posición de Pompeyo no estaba clara.
Para entonces, Escribonio Curio había adquirido suficiente renombre como para
que el Senado aguardara sus opiniones con considerable interés. Y, a decir verdad,
ahora eran un secreto bien guardado. Ni siquiera yo las conocía, y tampoco mis
primos pues, como llegué a comprender cuando la partida ya estaba avanzada, nos
había mantenido a todos tan aislados en nuestros respectivos trabajos, tan ocupados
en nuestros proyectos e investigaciones individuales, que ninguno de nosotros sabía
realmente lo que estábamos haciendo en conjunto.
Por supuesto, muchos pensaban que, una vez oyeran a Curio, conocerían también
la opinión de Pompeyo. Un idea muy razonable, a la vista de las experiencias
pasadas.
Así, cuando Curio se levantó con su porte firme y seguro de sí mismo para dar
inicio a su gran discurso, un cuchicheo insólitamente respetuoso recorrió el Senado
de Roma.
—Padres senadores —empezó—, afrontamos hoy el tema de la reforma agraria.
Es una cuestión que nos preocupa desde hace ya algunos años y que ha causado un
descontento considerable por toda Italia; de hecho, ha provocado disturbios y
derramamiento de sangre en las propias calles de Roma.

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»Ahora, el tema se plantea otra vez. De nuevo, debemos decidir qué constituye un
servicio valioso al Estado y, asimismo, determinar cuál es la recompensa justa para
tal servicio. También debemos decidir si la tierra de Italia debe permanecer ahora y
para siempre en manos de las antiguas familias, los más ricos, o si la tierra, en cierto
sentido, pertenece al conjunto de la República y, por tanto, a todos sus ciudadanos…
muy especialmente a los que han arrostrado los peligros del campo de batalla en su
defensa.
»¿No es éste el asunto que afrontamos hoy?
Llegado a este punto, Curio hizo un alto y dirigió una mirada a la cámara como si
realmente esperara una respuesta.
—¿No lo es acaso, padres senadores?
—Si. Si que lo es —respondieron algunas voces aisladas.
—No parecéis muy seguros —continuó Curio. Hizo una nueva pausa y miró
alrededor de él, pero no hubo más respuestas—. Resulta lógico que no lo estéis —
dijo entonces—, porque lo que se discute realmente en este debate tiene tanto que ver
con la reforma agraria como la marina romana con las cosechas de los campos. No;
tras este tema hay otros asuntos, ocultos a la vista. Temas de política y cuestiones de
poder; cuestiones de ambición y de codicia. Cuestiones, de hecho, que afectan al
corazón mismo de Roma.
»La reforma agraria, ¡ay!, es sólo la máscara. Permitid que os explique en pocas
palabras cómo están las cosas.
Hizo un nuevo alto, sonrió y se escuchó una risa contenida en la sala pues, por
supuesto, nadie había pedido ninguna explicación.
—Sí, por favor, explícalo —exclamó de pronto una voz de buena fe desde un
extremo de la cámara. Naturalmente, no era otro que aquel atontado, el senador Lucio
Domicio Ahenobarbo.
Bien, pensé, era como si no hubiera hablado nadie.
—Una facción —continuó Curio— insiste en que hace mucho tiempo que se ha
abusado de la paciencia y de la benevolencia del Estado, que éstas se han agotado y
que no se puede conceder nada más a los picaros y simuladores de la plebe. Los ricos
poseen la tierra porque… en fin, porque son ricos, dicen ellos, y no están dispuestos a
ceder a las amenazas e intimidaciones de la chusma ni de aquellos que dicen
representarla, pero que, en realidad, sólo la utilizan para llevar a cabo sus propios
planes ambiciosos. Debe mantenerse la estricta observancia de las leyes, dicen; las
libertades de la República deben ser preservadas.
»Otra facción afirma que todo eso es un embuste, que los charlatanes en este caso
son esos aristócratas ricos. Poseen la tierra, dicen sus detractores, porque son
codiciosos. Y, por serlo, quieren conservarla toda para ellos. Pero la tierra es nuestro
recurso más fundamental, añaden esos hombres; no puede ser poseída en forma tan
exclusiva. De vez en cuando, debe ser redistribuida en beneficio de todos los
ciudadanos que lo merezcan. Esta facción declara, de hecho, que no cederá ante el

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poder intimidador y atrincherado de las antiguas familias. Al fin y al cabo, insisten
esos hombres, debe mantenerse la estricta observancia de las leyes; las libertades de
la República deben ser preservadas.
»Y hay aún otra facción que oscila en algún lugar a medio camino entre las otras
dos. Sí, dicen, apoyamos la reforma agraria. Pero Roma se halla en una situación
precaria; la tierra escasea; el tesoro público está prácticamente agotado. De modo que
ésta no es la ocasión propicia. Intentémoslo en un año o dos; pero no, entonces
tampoco; quizá dentro de cuatro o cinco años sería el mejor momento. Además,
insisten, no podemos mantener a todos los bribones y gamberros que pueblan las
calles; no podemos someternos a la violencia o a exigencias improcedentes, no
importa lo justa que sea la causa. Y por supuesto, afirma esta facción, no vamos a
doblegarnos ante los ricos. Después de todo, dicen, debe mantenerse la estricta
observancia de las leyes; las libertades de la República deben ser preservadas.
Curio se detuvo de nuevo y sonrió artificiosamente, con el toque justo de amargo
regocijo en los ojos y en los labios. De nuevo, se produjo un coro de risas en la
cámara, pero nada más; ni gritos vulgares ni interrupciones. Se apreciaba que el
orador había captado la atención de sus colegas, realmente. E incluso empezaban a
entender su razonamiento.
—Estas facciones y sus planteamientos recogen los que, al parecer, son los
verdaderos temas que se plantean hoy —prosiguió—. Son esos temas ocultos a que
antes me he referido, los temas del poder, el control y el destino de la propia Roma.
Pero tengo una sorpresa para vosotros, padres senadores. En mi opinión, esas
facciones y sus presuntos «verdaderos temas» del poder y el control son las auténticas
distracciones y, padres senadores, os imploro que las apartéis de vosotros para
concentraros en el único asunto real que estamos tratando. Y ese asunto es la reforma
agraria. Os insto, colegas, a tomar en consideración este tema y sólo éste, y a que lo
juzguéis exclusivamente por sus merecimientos. ¿Debe proporcionarse unas modestas
parcelas de tierra a los legionarios veteranos y a otros meritorios ciudadanos de
Roma? Planteada así la cuestión, sin otras intrigas, la respuesta es clara, patente e
incontrovertible. De hecho, esa respuesta correcta puede debilitar nuestras facciones
enfrentadas y proporcionar unos cimientos firmes sobre los cuales reconstruir nuestra
agitada República.
»Nobles padres, en la cuestión de la ley de reforma agraria que se presenta al
Senado de Roma, mi voto será un rotundo, radical e inmutable… sí. Y os insto a que
me imitéis.

Al término del discurso, tenía los ojos llenos de lágrimas y expresé mi aprobación
con un rugido tan estentóreo y tan prolongado que la ronquera me duró esa noche y
todo el día siguiente.

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Aquella velada, en su casa de la ciudad, Curio trajo una jarra de vino y celebró el
éxito con mis primos y conmigo. Sentados en el patio, bebimos y nos regocijamos
hasta altas hora de la noche.
—¡Por el único estadista de verdad: Cayo Escribonio Curio! —brindé en más de
una ocasión. Y cada vez que lo hice, me encontré sollozando un poco. Eran sollozos
de culpabilidad, supongo. No dejaba de preguntarme cómo había podido dudar de él.
¿Cómo podía haberlo considerado responsable de ningún acto de infamia? ¡Qué
equivocado había estado al convencerme, casi, de lo contrario! Curio tal vez tenía sus
pequeños defectos pero ¿quién no? ¿Que le gustaba Marco Antonio? Había muchos
en Roma que compartían tal atracción, tanto mujeres como hombres.
Ahora bien, respecto a Marco Antonio… En fin, ésa era otra historia. Ése era el
individuo al que debía vigilar en todo aquel asunto, decidí.
—Un discurso maravilloso —afirmé, y levanté el vaso una vez más—. Un
discurso noble.
—Ha sido, con sinceridad, la mejor pieza de oratoria de su clase que he oído
nunca: los argumentos estaban bien escogidos, la exposición era económica, y la
expresión, moderada y modesta —declaró mi primo pretencioso, Junio Barnabas.
—Excelente —se limitó a decir su opuesto, mi primo Claudio Barnabas.
Al oírlos, me eché a reír con unas carcajadas francas y estentóreas que se
prolongaron largo rato; de hecho, hasta que las estrellas se ocultaron y el cielo previo
al alba mostró una negrura insondable y ominosa.
—¡Oh, primos! —recuerdo que dije finalmente—. ¡Oh, primos! ¡Cuánto echo de
menos a mi primo!
Y, de nuevo, los ojos se me llenaron de lágrimas, pero esta vez era evidente que
ya no me reía.

Aquel día, todos los senadores habían aplaudido el discurso de Curio pero,
naturalmente, en el Senado de Roma tal reacción puede resultar engañosa. Lo que
alababan eran los argumentos bien formados de la intervención —la retórica— y, en
algunos casos, los sentimientos nobles que traslucían. Pero ello no tenía nada que ver
con que estuvieran de acuerdo con una sola palabra de lo dicho o con la acción que
fueran a tomar más adelante.
De hecho, la buena sensación producida por el discurso duró poco; al mismísimo
día siguiente, el respetado Senado de Roma degeneró una vez más en un espectáculo
vulgar de burlas, insultos y riñas.
—¡Aprobaréis esa ley, o las consecuencias serán terribles! —declaró Julio César
al Senado.
Muchos de mis colegas parecieron tomar nota de sus palabras sin inmutarse, pero
yo me quedé asombrado. ¿Qué era aquello? me dije, ¿un aviso, o una orden? Por su
tono y sus palabras, podía ser cualquiera de las dos cosas. O ambas a la vez.

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—No amenaces al Senado de Roma —replicó Catón a gritos.
—Aquí no mandas tú, sino el Senado —intervino también Calpurnio Bibulo.
Entonces, Marco Antonio cruzó la estancia con paso rápido, llegó hasta Bibulo y le oí
nítidamente cuando dijo a éste:
—Pero no por mucho tiempo más.
No es preciso que os diga que esas palabras me produjeron un escalofrío que me
subió por el espinazo.
Y así continuó la trifulca; los insultos se hicieron más ofensivos, y las amenazas,
menos veladas. César y Catón, en particular, pasaron la tarde lanzándose pullas.
En cierto momento, César imitó la pose severa de Catón, y éste, fingiendo una
melindrosa contradanza, murmuró (aunque, probablemente, en voz lo bastante baja
como para que su interlocutor no la oyera):
—¿De quién eres la mujercita esta semana, César?
Un poco más tarde, César apuntó que Catón comprendería la necesidad de la
reforma agraria si aprendiera a relajarse un poco y que alguien debería ayudarlo «a
quitarse de la espalda la vara que lo hacía tan estirado».
—Yo diría que tú sabes mucho más que yo sobre varas que le penetran a uno por
detrás, César —replicó Catón, y dio rienda suelta a una carcajada estentórea. Ante
ello, César decidió, al parecer, que ya tenía bastante. Hizo un ademán con la mano
derecha y, al cabo de un instante, dos tipos con aspecto de rufianes entraron en la
cámara, agarraron a Catón, lo levantaron del suelo y se lo llevaron en volandas.
Por supuesto, la escena me dejó horrorizado y, por un instante, dio la impresión
de que el Senado entero iba a estallar en una pelea generalizada y escandalosa. Sin
embargo, como de costumbre, las pocas peleas que llegaron a surgir actuaron como
válvula de escape que detuvo las demás, y los senadores se limitaron a las burlas, las
risas y los gruñidos. Y poco a poco, en un plazo de media hora tal vez, todos fueron
abandonando la cámara hasta que, por fin, la sala de reuniones del Senado de Roma
alcanzó la tediosa soledad que merecía.

A la mañana siguiente, Catón estaba de vuelta, por supuesto. César era demasiado
astuto como para arriesgarse a un movimiento tan impetuoso como el
encarcelamiento del senador más respetado de Roma e incluso ofreció una breve
disculpa que Catón aceptó de buen grado.
Pero pronto volvieron a las andadas. «Bobalicón», «borracho», «golfo», «ladrón»,
«pederasta»… Éstos fueron algunos de los insultos más sabrosos que escuché durante
el debate.
Por último, seis días más tarde, viendo que el Senado se inclinaba en favor de
César y de su ley, el otro cónsul de Roma, Calpurnio Bibulo, declaró:
—Oigo un trueno.

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En realidad, hacía una tarde clara y soleada y el trueno que había retumbado de
pronto no procedía de los cielos, naturalmente, sino del propio César.
—¡Júpiter te maldiga! —prorrumpió éste desde el otro extremo de la cámara en
un arranque de cólera auténticamente insólito en él—. ¡Lárgate de aquí, viejo tonto!
—continuó exclamando mientras avanzaba a toda prisa hacia Bibulo—. Es
intolerable que interrumpas a toda Roma con esa estupidez.
Por un momento, dio la impresión de que iba a golpear a Bibulo con sus propios
puños pero, en el último instante, llamó de nuevo a sus secuaces; esta vez, cuatro
matones enormes entraron a paso ligero, derribaron a Bibulo y se lo llevaron a
rastras. El cónsul bajó los peldaños de la grada rebotando sobre las posaderas y fue
arrastrado por el suelo hasta el exterior de la cámara. Desde mi escaño alcancé a ver
llegar al grupito a la puerta exterior. Los matones ayudaron a ponerse en pie a Bibulo
con gestos ásperos pero, de inmediato, otro hombre se adelantó y le echó por la
cabeza al cónsul el contenido de un cubo de estiércol. Cuando vi que éste le resbalaba
por el rostro y la toga, esbocé una mueca de asco. Como he dicho, no alcanzaba a
verlo absolutamente todo y di por sentado que el hombre que había arrojado el cubo
de estiércol era otro de los secuaces de César pero, para mi sorpresa, una decena de
testigos me aseguró más tarde que no había sido otro que el propio Marco Antonio.

Éste era, pues, el estado de cosas en la capital de la República Romana. Al


mismísimo día siguiente, el Senado aprobaba la ley de reforma agraria apoyada por
Julio César. En cuanto a Calpurnio Bibulo, decidió encerrarse en su casa durante el
resto de su mandato —es decir, pasar casi un año entero recluido— y dedicarse a
«contemplar los cielos» a la espera de que «el trueno» se acallara… Y a que se
reanudaran los lícitos y genuinos asuntos de Roma.

Página 111
XVI

Por supuesto, felicitamos a Curio por la aprobación de la ley. Pero fue un acto
protocolario: todos nosotros, incluso el propio Curio, estuvimos de acuerdo en que no
era momento para celebraciones. Así, al día siguiente, me encontré con mis primos en
un establecimiento de la colina, no lejos del Foro, no tanto para celebrar el triunfo
como para lamentarnos de la situación.
—La reforma agraria es maravillosa —apunté—, pero conseguirla de este
modo…
Dejé la frase a medias, moví la cabeza y alcé las manos en un gesto de
impotencia.
—En efecto, parece que las fuerzas de la oscuridad se unen para aplastar el bien,
para poner fin a nuestras libertades y reemplazar nuestra gloriosa República por una
dictadura —intervino Junio Barnabas.
—Se avecinan problemas —dijo su hermano, Claudio.
Eché el cuerpo hacia delante, me llevé las manos a los ojos e intenté reprimir la
risa. Conseguí que sólo se me escapara un leve carraspeo, pero no pude ocultar una
sonrisa.
—¿Lo hacéis deliberadamente? —quise saber.
—¿Hacer qué? —dijeron ambos. Los miré y vi que sonreían de oreja a oreja.
—¡Hacer qué! —repetí—. ¿No sabéis a qué me refiero?
—¿Tal vez a que uno de nosotros siempre emplea cinco veces más palabras de las
necesarias para expresar algo y el otro siempre lo resume todo en un par de
monosílabos? —sugirió Claudio.
—Sí, a eso me refiero —respondí.
—Sí.
—¿Sí, qué?
—Sí, lo hacemos deliberadamente —declaró Junio—. Lucio siempre lo supo.
Creíamos que tú también.
—¡Lucio siempre lo supo! —logré articular con esfuerzo. Apoyé la espalda en el
respaldo del duro banco de la tabernucha y solté mi primera carcajada de verdad en
mucho tiempo; muy probablemente, era la primera desde la muerte de Lucio. Tomé
un largo trago de vino y estudié a mis dos primos, que aún mostraban sendas sonrisas
idiotas en sus labios. Una barba cerrada cubría en aquella época las facciones
morenas y carnosas de Junio; los rasgos angulosos, aguileños, de Claudio, eran
realzados por una nariz típicamente romana y unos ojos tan penetrantes que a veces
parecían emitir una misteriosa luz propia.
No estaba seguro de si el hecho de que el comportamiento de los hermanos
estuviera tan calculado los hacía aún más excéntricos de lo que había creído hasta

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entonces. Probablemente, si, aunque también más inteligentes. «O, al menos, más
perspicaces», me dije.
—¿Alguna vez cambiáis de papel? —pregunté con una sonrisa—. Ya sabéis,
cambiar de personalidad; un día, el presuntuoso es uno, y el siguiente, el otro.
—Antes lo hacíamos —asintió Claudio—, pero lo cierto es que Junio se ha hecho
un consumado actor en el papel del hombre locuaz hasta la extenuación. Su facilidad
en la expresión de sus pensamientos y su sentido de la oportunidad han adquirido tal
maestría que hace tiempo que hemos decidido no volver a cambiar de personaje.
—Exacto —corroboró su hermano.
Los contemplé a ambos con una sonrisa.
—Lo acabáis de hacer —dije—. Acabáis de intercambiar los papeles.
—Mmm… hum… —murmuraron los dos.
—¡Muy astutos! —añadí y, por fin, los dos estallaron en una carcajada.
Entonces caí en la cuenta de que, risillas corteses aparte, era la primera vez que
los oía regocijarse de aquel modo.

—Echas de menos a Lucio, ¿verdad? —decía Junio.


Era tarde y estaba algo bebido, pero seguía sin fiarme del todo de mis extraños
primos. No era que esperase que me traicionaran, nada de eso. Sencillamente, notaba
una distancia entre ellos y yo. En parte, porque parecían tan amurallados, tan
preservados en su pequeño mundo. Pero acaso también, me dije, porque nunca me
había tomado la molestia de escalar aquella muralla. Al fin y al cabo, está bastante
claro que hay gente a la que resulta más difícil conocer que a otra.
—Nosotros, también —declaró Claudio sin esperar mi respuesta.
—Ajá —asentí con un ligero gesto de cabeza.
Los dos hermanos se movieron en sus asientos y manosearon los vasos con aire
intranquilo.
—Espero que no te moleste la pregunta —apuntó Junio Barnabas—, pero… en
fin, nos preguntábamos cómo va tu investigación.
—La de la muerte de Lucio —precisó Claudio.
Moví la cabeza a un lado y a otro al tiempo que me mordía el labio. Estaba
decidido a no derramar otra lágrima.
—De momento, casi nada —musité.
—¿Podemos… —empezó a decir Claudio, pero dejó la frase a medias.
—… ayudar? —la terminó Junio.
—Lo siento, no os sigo…
—Que si podemos ayudarte de algún modo en la investigación —se extendió
Junio.
Los miré otra vez; yo ni siquiera les había contado que llevaba a cabo una
investigación aunque, desde luego, a aquellas alturas ya podían haberse enterado por

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cierto número de personas.
—Gracias —respondí con tranquilidad—. Por el ofrecimiento, me refiero. Sería
magnífico, desde luego. —Advertí que me estaba mordiendo el labio otra vez aunque,
por alguna razón, sabía que esta vez no serviría de mucho—. Pero no sé —continué a
trompicones—. En este momento estoy en una especie de callejón sin salida…
Y entonces se escuchó un sollozo, breve y desagradable, que surgía de lo más
profundo de mis entrañas aunque, al oírlo, fue como si procediera de otra persona o
de otra parte; de hecho, de cualquier lugar o persona que no fuera yo, sentado en el
pequeño establecimiento.
—Tenemos que participar —declaró Claudio rápidamente.
—Debemos hacerlo —le secundó Junio.
Los hermanos se levantaron de la mesa al momento, aunque con calma, sin prisas
torpes que pudieran atraer una atención que no deseábamos; después, me ofrecieron
los brazos y se aseguraron de que me sostenía en pie como era debido. Por fin, con
una paciencia nada despreciable, mis dos primos me ayudaron a salir del local y me
condujeron a casa.
Resultó bastante extraño que, a pesar de mi estado, o quizá debido a él, cuando
llegamos a la puerta y me despedí de mis primos tras darles las gracias ya empezaba a
fraguar en mi mente un nuevo plan.

Fulvia me esperaba despierta, acostada sobre la cama y vestida sólo con un camisón
de dormir adecuadamente escandaloso.
—Hola —me recibió con una gran sonrisa, tan alegre y hermosa como siempre.
O eso pretendía.
Cuando me fijé mejor, advertí con un sobresalto que tenía los ojos tristes,
cansados y enrojecidos.
—¿Has estado llorando? —pregunté al momento.
—¿Y tú? —replicó ella.
—Yo he preguntado antes.
Fulvia suspiró, sonrió e incluso se rió ligeramente.
—Es sólo que últimamente me tienes un poco preocupada —dijo.
—¿De veras? —me colé en la cama, a su lado—. Lamento haberte causado
inquietud, pero ya sabes lo cargado de trabajo que estoy y, además, tengo muchas
cosas en la cabeza.
—Mmm… —Fulvia me estudió detenidamente. Luego, insistió—: Bien, ¿y tú?
Tras un instante de duda, comprendí a qué se refería.
—Pues si, has acertado —reconocí.
Fulvia se acurrucó contra mí, me dio un beso y se volvió hasta quedar de espaldas
a mí; entonces, guió mis brazos en torno a ella y, al cabo de un momento, colocó mis
manos sobre sus pechos.

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—Te quiero mucho, Livinio —murmuró.
Notaba su respiración y percibía el latir de su corazón. Tomé aire en una profunda
inspiración y luego lo expulsé en un gran suspiro. Fue, supongo, el aliento
embriagador que sólo es posible en un hombre que es todavía, al menos en espíritu,
un recién casado.
Serenidad, pensé; eso era lo que Fulvia me proporcionaba. Eso y paciencia,
además de todas las otras cosas que las mujeres dan a los hombres, según los poetas.
—Diría que el sentimiento es mutuo —respondí.
—No seas frívolo —me recriminó—. Nuestro amor es sagrado.
—Sí que lo es —dije entonces—. Estoy de acuerdo.
Permanecimos unos momentos en aquella posición, en complacido silencio, hasta
que ella se volvió de nuevo y me miró a la cara.
—Entonces…, en fin…, ¿todo va bien? Quiero decir…, espero que no te moleste
la pregunta, pero ¿cómo va tu investigación?
Me pregunté por qué todo el mundo se mostraba tan considerado conmigo,
aquella tarde. ¿Tan espinoso era el asunto?, me pregunté, ¿o era yo quien parecía tan
delicado?
—Claro que no me molesta la pregunta, Fulvia. Si no te lo he contado ya es
porque temo que cualquier cosa que te diga al respecto no haga sino ponerte en
peligro.
Ella asintió con gesto comprensivo, aguardó un momento y, por fin, dijo:
—¿Y?
—¿Y? ¡Ah! Y la investigación no se desarrolla demasiado bien en este momento,
pero he…
—¿Es esa…? En fin, no quiero entrometerme, pero ¿es por eso por lo que has
estado llorando?
—Bien —respondí, azorado—, en cierto modo, sí. Sobre todo era por…
—Por Lucio. ¡Por supuesto! Yo también lo echo de menos, Livinio. Lo quería
mucho.
—Sí, todo el mundo lo quería. Pero he…
—Bien, yo también quiero ver resuelto su asesinato —declaró con ardor. Luego,
se detuvo un momento como si reflexionara profundamente—. Livinio, ¿crees que…
que mi padre podría ser de alguna ayuda?
Al oírla, me incorporé y, apoyado en el codo, le dirigí una sonrisa un poco
presuntuosa, supongo.
—Mi querida esposa —declaré—, desde hace diez minutos estoy intentando
decirte que tengo un nuevo plan. Y, en efecto, una parte muy importante del mismo
exige la colaboración de tu padre.

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Victorino Avidio me recibió a la mismísima mañana siguiente. Estaba en su
biblioteca, rodeado de una verdadera montaña de rollos por leer y de un grupo de
pesados consejeros. Estaba muy ocupado, no es preciso decirlo, pero se apresuró a
hacer salir a todos aquellos hombres y pude ir derecho al grano.
—Como debes de saber, Avidio, he llevado a cabo una investigación sobre el
asesinato de mi primo, Lucio Flavio.
—Si, muchacho, y si no te molesta la pregunta, ¿cómo te ha…?
—No me ha ido demasiado bien, Avidio —me apresuré a decir, pues no quería oír
una vez más aquella pregunta—. Y precisamente por eso he acudido a verte. Estoy
aquí. Estoy decidido a llevar ante la justicia al asesino y, a mi pesar, debo pedirte
ayuda.
Hice una pausa para dejar que mis palabras penetraran en su mente, y él me lanzó
una mirada con su acostumbrada seguridad en si mismo y con su elegante aplomo.
Sus ojos eran receptivos y ávidos, pero atemperados como siempre por sus
formidables cejas oscuras; su boca, evasiva y neutra, pero también firme y quieta, sin
el menor temblor perceptible en los labios o en la mandíbula. En conjunto, el suyo era
un rostro relajado, incluso sereno; un rostro que parecía anunciar que estaba en paz
consigo mismo y con el mundo (o, al menos, con la parte del mundo que contaba).
—Bien, Livinio, no me niego a ello —dijo Avidio—, aunque no termino de
entender cómo…
Esperé a que continuara, pero sus ojos me dijeron que había terminado y que, en
realidad, estaba aguardando mi petición. Y lo que dije fue:
—Señor, deseo una cuestura.
Avidio sacudió ligeramente la cabeza, dirigió una mirada alrededor y me
contempló con rostro inexpresivo; después, abrió la boca y volvió a cerrarla sin haber
emitido el menor sonido. Por un instante, pareció sumido en reflexiones hasta que,
con un gesto lento de asentimiento y arrastrando las palabras, murmuró:
—¡Ajá, ya entiendo! Por lo menos, creo que entiendo. Te refieres al cargo en su
forma antigua.
—Si —dije con una sonrisa—. Eso es.
Su momentánea confusión era perfectamente comprensible pues, en nuestra
época, los cuestores son tesoreros y gerentes financieros del gobierno. (Sólo para
recordar el dato, éste era el empleo que había desempeñado Curio durante su servicio
en la provincia de Asia). En cambio, hace mucho tiempo —cuatro siglos, para ser
exactos; la época en que las Doce Tablas habían sido grabadas por primera vez en las
antiguas tablillas de bronce—, un cuestor era un investigador, sobre todo de casos de
asesinato.
Quaestor parricidi era el nombre exacto que recibían.
Y lo que yo deseaba era aquel empleo, aquel título que, estaba convencido, me
proporcionaría el poder que necesitaba para llevar a cabo una investigación como era
debido. Era un movimiento temerario, incluso impertinente, pero también atrevido e

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innovador. Y el sabor antiguo del título no haría sino potenciar mi prestigio. En mi
opinión, era el mejor plan que podía diseñar; de hecho, había decidido que era el
único camino coherente para resolver el asesinato de mi primo.
—Interesante —comentó Avidio mientras seguía dándole vueltas al asunto—.
Pero los cuestores, naturalmente, son elegidos para sus cargos mediante votación.
—¿Y no se podría conseguir un nombramiento especial? —sugerí—. Un
nombramiento de urgencia. Creo que existen precedentes.
—Si —respondió él tras unos instantes—. Creo que los hay.
Me contempló, pensativo, con una ligera sonrisa en los labios y un leve brillo en
los ojos.
—Eres un joven listo y valiente, Livinio —proclamó. Se detuvo, dio unos
golpecitos en la mesa con la yema del índice de su zurda y añadió—: Ya sabes lo
peligroso que puede ser este asunto.
—Sí.
—Y no sólo para ti.
—Sí. —De pronto, mi voz era apenas un susurro.
Bruscamente, Avidio se inclinó hacia delante con una expresión extraña: seria,
pero con un claro asomo de malicia en la mirada. Sus cejas efectuaron la misteriosa
señal que venía a significar que se avecinaban problemas. Después, sin otra
indicación de advertencia, mi suegro levantó el brazo derecho y barrió con él la
superficie de la mesa que tenía delante, enviando al suelo rollos, tablillas de cera,
sellos, una contundente caja de punzones, antiguas… En otras palabras, todo lo que
había a la vista.
—Basura —proclamó, mientras señalaba con un gesto de cabeza el montón
desordenado que acababa de crear—. Todo ello, basura.
Al escuchar el estrépito, uno de sus secretarios se apresuró a entrar y se detuvo en
seco tras cruzar el umbral, boquiabierto, contemplando el desorden. Estoy seguro de
que yo también tenía los ojos como platos de pura sorpresa. A decir verdad, jamás
había imaginado que mi suegro tuviera tal debilidad por los golpes de efecto.
—Pisón, he limpiado la mesa —dijo a su perplejo ayudante—. Livinio, me
ocuparé de eso enseguida. Me llevará algún tiempo resolverlo pero, créeme, si es
posible (es decir, si existe la más remota posibilidad de conseguirlo, por los medios
que sean), tendrás lo que deseas.

Página 117
XVII

Avidio llevó el asunto a la perfección. Dos días después descubrió un puesto vacante
en el departamento adecuado y, cinco días más tarde, en el pequeño despacho de un
oscuro funcionario de tercera clase, me tomaron juramento como cuestor provisional
de la ciudad de Roma. Oficialmente, quedé adscrito al ministerio del Tesoro, pero mis
poderes eran muy claros y definidos: era un investigador en acto de servicio, con
autoridad para interrogar y detener a cualquier ciudadano en el interior de las
murallas de la urbe.
Me fueron entregadas unas fasces, el antiguo símbolo de la autoridad
confeccionado con un hacha atada a un puñado de varas de abedul mediante unas
correas de cuero rojas, especialmente elaboradas para la ocasión. También se me
permitió nombrar a dos ayudantes especiales, o lictores; sin pensarlo un instante,
nombré a mis primos, Junio y Claudio Barnabas.
—Estamos contigo —me dijo Junio tan pronto lo supo.
—Por entero —añadió Claudio.
Todo sucedió tan deprisa que nadie tuvo ocasión de quejarse o de plantear
objeciones. Así era como debían ser las cosas, pensé: tener el poder sin la publicidad,
si uno quiere.
Un día después, me encontré ante la puerta principal de la casa de los padres de
Avidia Crispina. Sí, aquélla era la casa a la que me había acercado una semana atrás,
más o menos, poco rato después de que fuera encontrado el cuerpo de la
desafortunada muchacha y donde el padre, en particular, se había mostrado tan reacio
a hablar.
—Su señoría Cayo Livinio Severo desea ver a Rufo Crispino Ignatio y a su
esposa, Octavia —me di a conocer.
—Expón el asunto que te trae aquí, Cayo Livinio —refunfuñó el portero.
De inmediato, apareció en la escena Junio, cargado con las fasces, y Claudio
pegado a sus talones.
—No es de tu incumbencia, portero —respondí—. Debo ver al amo de la casa y a
su esposa.
No es preciso decir que sus modales altivos dieron paso rápidamente a otro tono
mucho más obsequioso.
—¡Oh! Desde luego, señor. Ya comprendo —murmuró, y nos franqueó el paso al
instante.
Pasaba media hora del mediodía, y Rufo Crispino y su esposa aún tenían los ojos
algo hinchados tras la mesa del salón comedor de la planta superior, donde acababan
de tomar asiento. A pesar de ello, y para mi sorpresa, nos invitaron a sentarnos con
ellos.

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—Lamento nuestra intromisión y os expreso mi más sentido pésame por la
muerte de vuestra hija.
—Y nosotros pedimos disculpas por nuestro comportamiento el otro día, señor —
respondió Rufo—. Estábamos tan trastornados… Espero que lo comprendas.
—Por supuesto —asentí. Lo decía en serio.
Esperé lo justo para darles tiempo a tomar otro bocado de comida. Después,
continué:
—No quiero causaros más dolor que el que ya habéis padecido —dije—, pero
debo haceros unas preguntas sobre ciertas circunstancias de la vida de vuestra hija.
Veréis, creo que su muerte está relacionada con la de Fabio Vibulano. Y creo que
ambas muertes tienen también alguna relación con el asesinato de mi primo, Lucio
Flavio.
Como era de esperar, los dos dejaron de comer al instante y me miraron con una
extraña mezcla de curiosidad y temor.
—¿A qué te refieres? —quiso saber Octavia.
—Sí, adelante —masculló su marido.
—Inmediatamente después del asesinato de Fabio Vibulano, vuestra hija vino a
vernos a mi primo y a mí. Pidió nuestra ayuda para descubrir al asesino de Fabio y
llevarlo ante la justicia. Mi primo investigó el asunto con cierto ahínco, pero no
llegué a saber qué había descubierto. Se disponía a contármelo, pero lo mataron antes
de que pudiera hablar con él.
»Por tanto, antes de nada más, permitidme el atrevimiento: ¿es cierto que vuestra
hija estaba prometida a Fabio Vibulano cuando éste murió?
Rufo y su esposa se miraron, volvieron los ojos hacia mí y, finalmente, su mirada
se perdió en el vacío.
—No sabíamos… —empezó a decir Octavia, sofocada, pero no pasó de allí.
—Bien… Es decir, nosotros… no teníamos idea de que fueran amigos íntimos,
siquiera —refunfuñó Rufo—. Sabíamos que se habían visto esporádicamente, pero
eso era todo. Desde luego, no había nada de compromisos formales.
De pronto, volví a sentir que me acercaba a la revelación de algún asunto turbio.
Cerré los ojos un instante y pensé cuántas cosas irrelevantes para el caso descubriría
en el curso de la investigación. Cuando terminara ésta, ¿cuantísimo más de lo que
necesitaba, o de lo que deseaba, habría conocido? Y algo aún más importante, tal vez:
¿cuántas veces sobresaltaría al inocente con hechos que éste ignoraba, con hechos
que mejor habría sido no revelar?
Pero también me dije que no podía permitir que tal cosa me influyera. La verdad
superior es más importante que la minucia irrelevante, por dolorosa que resulte. ¿No
es así?
—Comprendo vuestra sorpresa —continué—, pero fue ella quien vino a nosotros
con su petición. Por lo tanto, permitid que os pregunte esto: ¿sabíais que Fabio
Vibulano había trabajado en el pasado para Cayo Escribonio Curio?

Página 119
—¿Para Curio? —soltó Octavia; enseguida, su rostro enrojeció de forma
alarmante.
Rufo dio la impresión de vacilar durante un brevísimo instante, pero enseguida
dijo:
—Ya te lo hemos dicho: apenas conocíamos a ese tal Fabio. Desde luego, no
teníamos idea de sus creencias políticas ni de los empleos que había ejercido con
anterioridad.
—Sin embargo, creo que conocéis a Curio, ¿me equivoco?
Era mi primo Junio quien, de improviso, había intervenido con aquel comentario.
Intenté no parecer demasiado sorprendido, me di la vuelta y lo miré. Sin duda, él
también había advertido la reacción de la dama a la mera mención del nombre de
Curio, de modo que la pregunta era muy oportuna. De hecho, me alegré de que la
hubiera formulado, pues yo no habría tenido el coraje necesario para hacerla. Me
pregunté si ésta era la otra cara del trabajo de detective: los trucos baratos, las
migajas despreciables de la excitación y del poder…
—¿Qué insinúas, señor? —reclamó el marido, puesto en pie.
Junio, que había bajado las fasces en deferencia a aquella casa, volvió a
levantarlas al instante.
—Permite que te advierta, señor —me apresuré a intervenir—, que ésta es una
investigación oficial de un asesinato y que tengo plena autoridad para realizar las
pesquisas que estime pertinentes.
Boquiabierto de asombro y de no poco temor, Rufo Crispino volvió a sentarse.
—¿Y bien? —preguntó Junio, con la mirada fija en Octavia.
—Sí, conozco un poco a Curio —respondió la mujer.
Junio y Claudio me miraron a la vez como si dijeran: «Si no te encargas tú de
esto, lo haremos nosotros».
—Y en esta…, ejem…, en esta relación con Curio —proseguí—, ¿él no mencionó
nunca el nombre de Fabio Vibulano?
—Bueno… tal vez…
—¿Tal vez? —repetí.
—¿No fuiste tú, señora, quien recomendó a Fabio ante Curio? —apuntó Claudio.
—No, no, no —insistió ella.
—¡Ya basta! —exclamó el amo de la casa—. ¡No voy a…!
—Fabio ya estaba allí —le interrumpió Octavia—. Curio sólo me preguntó si lo
conocía y qué opinaba de él. Eso fue todo. No tenía idea de que llevaría a… a todo
esto.
La mujer movió las manos como si fuera presa de una agitada confusión y, de
pronto, se derrumbó y rompió a llorar. Su esposo la miró, impotente y sofocado,
desde el otro lado de la mesa. Acababa de desmoronarse alguna apariencia bien
guardada y lo único que podíamos hacer era formularnos la lógica pregunta respecto
a qué, exactamente, había ocultado tras ella.

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Al cabo de unos incómodos instantes, pedimos permiso a Rufo Crispino para
registrar la habitación de su hija, y el hombre nos lo concedió. Como esperábamos,
era evidente que no se había tocado ni ordenado en absoluto; al fin y al cabo, a
aquellas alturas seguro que no había prisas por cambiar la decoración. Buscamos en
todos los cajones y muebles, palpamos las paredes y el suelo en busca de
compartimientos secretos y hurgamos entre sus ropas y su ajuar de cama, pero allí no
había nada y, al cabo de una hora más, abandonamos la casa con la esperanza de que
fuera para siempre.

—Lo que digo es que no hay nadie inocente de verdad —opinó mi primo Claudio
mientras dábamos cuenta de un frugal almuerzo en una taberna próxima.
—Eso ya lo sé, primo —repliqué con un gruñido—. De lo que se trata es de
que…
—De lo que se trata es de que todos tienen sus pequeños secretos culpables —
intervino Junio—. La mayor parte de ellos no tendrá importancia, pero otros, sí.
—Y terminaremos sabiendo mucho más de lo que necesitamos saber —añadí con
un suspiro.
—O de lo que queremos saber —apuntó Claudio—. Sí, estoy de acuerdo. Pero
tenemos un asesinato que resolver. Cinco, para ser exactos.
—Cinco, contando al esclavo Laertes —asentí. Y también estaba Telefo, el
portero, al que parecía haberse tragado la tierra—. Tienes razón —continué—. Tengo
que hacerme insensible.
—En realidad, no —replicó Claudio. Se inclinó hacia mí y me dijo, con toda
seriedad—: No se trata de hacerse duro o insensible; no es eso lo que interesa. Es más
una cuestión de mantener la perspectiva de las cosas.
—Y de volverse ciego —intervino Junio—. O, al menos, de hacer borrosa la
visión; de mirar para otro lado, pero sólo cuando necesites hacerlo.
—Y sólo mientras estés ocupado en este caso —añadió Claudio—. Nada
permanente, ¿entiendes? Sólo una minusvalía provisional que luego puede corregirse.
—Sí, sí, cuando sea el momento adecuado —dijo Junio, asintiendo con una
sonrisa—. Ya lo verás; todo saldrá perfectamente, al final.

Me despedí de mis primos por aquel día y, a solas, hice una visita a Matidia Grata.
Después de todo, poco necesitaba la panoplia intimidadora de mi nuevo cargo para
hablar con la mujer que se habría casado con mi primo. Así pues, técnicamente, la
visita no era oficial, aunque le di a entender con suavidad que no me costaría mucho
convertirla en tal.
—¿Una cuestura? No sabía que fueras tan ducho con las matemáticas o con el
dinero —comentó ella.

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—No, no —me reí—. Soy un investigador especial.
—¡Ah! —exclamó. Al parecer, lo había comprendido.
—Investigo la muerte de Lucio —añadí—. Tengo dos lictores y unas fasces y
toda la autoridad que necesito.
—Bien, bien, eso es maravilloso —musitó Matidia, con voz pausada, y me miró,
visiblemente impresionada—. Felicidades. Y buena suerte —añadió con una nueva
sonrisa, al tiempo que depositaba un beso en mi frente—. Y si hay algo que pueda
hacer…
—Mantén los ojos abiertos —le recomendé—. Y los oídos.
—Desde luego.
Esperé un instante.
—¿Has visto algo? ¿Sabes de algo que pudiera ayudarme?
Ella movió la cabeza en gesto de negativa.
—Ni rastro de los documentos desaparecidos, supongo…
—No.
—¿Alguna idea de quién puede haberlos cogido? ¿Alguien de la casa? ¿Los
esclavos, quizá?
—No se me ocurre nadie que… Aunque, ¿sabes, Livinio?, el otro día me vino a la
cabeza que Lucio sí mencionó, hace mucho tiempo, algo acerca de un
compartimiento secreto que tenía en algún rincón del dormitorio.
Asentí, despacio.
—Es muy posible, en efecto —dije—, pero no… es decir, Lucio puso esos
documentos en tus manos.
—Pero quizá se los volvió a llevar —replicó ella—. Tal vez decidió que,
definitivamente, había alguien en la casa en quien no podía confiar, o quizá no quiso
hacerme correr el menor peligro y se volvió atrás.
—Interesante —murmuré y asentí con la cabeza, despacio—. ¿Pero dijo algo en
concreto que te haya dado tal idea?
—Bueno, de eso se trata; por un lado, me parece que lo hizo —contestó Matidia
—, pero la verdad es que no consigo recordar qué, exactamente.
—¿Y Lucio no te daría, por casualidad, alguna pista sobre dónde puede estar,
exactamente, ese compartimiento secreto? —insistí. Pero, una vez más, ella dijo que
no con la cabeza, enérgicamente.
Tras esto, intercambiamos chismes y rumores; por fin, nos abrazamos con afecto.
—Mantendré los ojos abiertos como dices, Livinio —declaró ella.
—Sí, estupendo. Pero, sobre todo, ten mucho cuidado en cómo lo haces.

A la mañana siguiente, mi nueva autoridad fue puesta a prueba por vez primera. No
había amanecido todavía cuando llamé con unos enérgicos golpes de detective a la

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puerta principal de una ostentosa mansión de la ciudad, propiedad del más ostentoso
de todos los romanos: Marco Antonio.
Al cabo de unos minutos, la puerta se abrió de pronto con gesto irritado.
—¿Qué diablos…? —refunfuñó el portero, apenas despierto y bastante
desaliñado. Nos inspeccionó a los tres, ataviados con nuestras charreteras oficiales y,
por supuesto, se fijó en las fasces que sostenía Junio detrás de mí.
—¿Y bien? —continuó con un encogimiento de hombros que quería dar a
entender que no estaba impresionado.
—Asuntos oficiales —anuncié—. Cayo Livinio Severo pide ser recibido por
Marco Antonio. Debemos verlo enseguida.
El portero no se movió de donde estaba y, finalmente, empezamos a colarnos
hacia la casa, pero él nos cerró el paso.
—No podéis entrar, señor. Tengo órdenes estrictas.
Moví la cabeza y solté un suspiro de exasperación. Miré a mis primos, que se
mostraron tan impacientes como yo.
—No comprendes el significado de este símbolo, ¿verdad? —le dije en un tono
que, esperaba, resultara serio y amenazador, al tiempo que señalaba las fasces—.
Pues bien, es una insignia de gran poder y estoy aquí por un asunto de gran urgencia;
así pues, escóltanos hasta tu amo, o hazlo salir aquí. De lo contrario, entraré en la
casa de todos modos, lo encontraré y lo pondré bajo arresto.
El hombre me miró fijamente, con los ojos desorbitados de asombro. Era evidente
que nadie había hablado nunca con tanta brusquedad al portero de Marco Antonio.
—Está bien, señor —respondió por fin, dando a sus palabras un tonillo sarcástico
y melindroso. Tras esto, volvió al interior de la casa con paso lento y ademán hosco.
Como podéis imaginar, pasaron unos minutos más pero, por fin, apareció Antonio
en persona, también apenas despierto y un poco encogido, pero, con todo,
innegablemente imponente.
—¿Qué significa todo esto, eh? —preguntó, tratando de borrar la cólera de su
voz.
—Debo haceros varias preguntas, señor, acerca de…
—¿Preguntas, a mí?
—¿Podemos pasar adentro, señor? —empecé de nuevo—. No llevará mucho rato.
—No, no podéis. No pisaréis mi casa…
—Se trata de una serie de asesinatos, señor.
Volví la cabeza, sobresaltado. Era mi primo Junio otra vez; en esta ocasión,
hablaba demasiado alto. De hecho, la pequeña multitud de transeúntes que se
agolpaba junto a la verja de la casa podía oír sin problemas hasta la última palabra.
—En todos los casos, señor —continuó Junio con voz aún más estentórea—, los
cuerpos mostraban una curiosa inflamación en cierta zona…
Dejó la frase en aquel punto, pero fue suficiente para arrancar algunas
exclamaciones y un par de risillas.

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—Pasad adentro —masculló Marco Antonio, y nos apresuramos a seguirle al
atrio.
—¿De qué queréis hablar conmigo?
—Mi señor —dije—, tengo que formularos algunas preguntas y estoy autorizado
a hacéroslas. Así pues, si no os importa…
—Esto es un ultraje; no voy a…
—¿Dónde está Telefo? —indagué, sin alterarme.
—¿Quién? —respondió con convincente desinterés. Sin embargo, a juzgar por su
expresión, parecía haber recibido un golpe en frío.
—Telefo, señor; el portero de la casa de mi tío. Ha desaparecido.
—No conozco a nadie con ese…
—Ha estado en vuestra casa, señor; en vuestra alcoba.
—¡Eso es absurdo! Y, de todos modos, ¿cómo podrías saber…?
—Lo sé, señor —respondí con una leve sonrisa, pese a mis esfuerzos por
reprimirla.
—Te repito que no conozco a nadie con ese nombre —insistió Marco Antonio—.
¡El portero de tu tío, nada menos!
Aguardé un instante e hice una inspiración profunda y relajante.
—Ya os lo hemos dicho, señor: ésta es una investigación de asesinato.
Permitidme añadir que Telefo desapareció inmediatamente después de uno de los
asesinatos, el de mi primo Lucio Flavio. Ahora tengo pruebas de que Telefo ha estado
en esta casa e incluso, como digo, en vuestros aposentos privados. Decidme pues,
Marco Antonio, por favor: ¿por qué estuvo aquí Telefo y dónde se encuentra ahora?
Mientras hablaba, no dejé de mirarlo detenidamente y… ¡Vaya, vaya! ¿Qué tenía
allí? ¿Era posible tal cosa? ¿El gran y afamado Marco Antonio, con un asomo de
sonrojo en las orejas?
—Yo… conozco a tanta gente. Ese nombre… no lo recuerdo. Puede que estuviera
aquí, como dices. No lo sé.
—¿Habéis oído eso? —dije, con la cabeza vuelta hacia mis primos.
—Sí, señor; Marco Antonio acepta tal posibilidad —respondió Claudio con
irritable eficiencia. Luego, miró a su hermano y añadió—: ¿Hay algún reloj de arena
por aquí? Si ves alguno, anota la hora.
En aquel momento me costó esfuerzo, un gran esfuerzo, contener la sonrisa y me
pregunté si no estarían pasándose un poco en su actuación. Sin embargo, si debía
guiarme por la expresión de su rostro, Marco Antonio estaba tomándose todo aquello
muy en serio y me pregunté si yo sería el único que apreciaba la manifiesta
teatralidad de la escena que representaban mis primos.
—Marco Antonio, me dispongo a registrar vuestra casa —anuncié.
—¿Qué?
—Ya me habéis oído, señor.
—No puedes hacerlo…

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—Puedo y quiero, señor.
En aquel punto, Antonio dejó de replicar. Daba la impresión de que, por primera
vez, me tomaba lo bastante en serio como para detenerse un momento a ordenar sus
pensamientos.
—Bien, joven Livinio Severo, ya que insistes… —murmuró despacio, mientras
seguía dándole vueltas a algo en su mente. Al cabo de otro momento, dijo—: Pero en
este caso yo debo insistir también en aplicar las leyes antiguas.
De pronto, comprendí perfectamente adónde pretendía ir a parar con su
comentario y puse los ojos en blanco.
—¿Cómo decían las Doce Tablas? —continuó Antonio—. «… con una bandeja y
en taparrabos…».
Se refería, naturalmente, al antiguo decreto sobre el registro de la casa de un
sospechoso de robo. El ciudadano que formulaba la acusación sólo podía llevar a
cabo el registro después de desnudarse hasta quedar en paños menores, para evitar
que pudiera traer ocultos los objetos presuntamente robados, dejarlos en la casa y, a
continuación, levantar falsas acusaciones contra el acusado. Si lo deseaba, el
expoliado también podía llevar con él una bandeja para recoger los objetos de su
propiedad que pudiera encontrar allí.
—Si insistís… Por mí, adelante —respondí.
—Aunque dudo que su señoría, el cuestor, lleve a Telefo oculto en su toga —
intervino Junio de improviso—. Pero si eso satisface a Marco Antonio…
—Es suficiente, Junio —dije con un gruñido.
—Por supuesto, señor —asintió mi primo—. Sólo iba a decir que si a Marco
Antonio le complace humillarte de esta manera… ¡sea!
—Sí, Junio, ¡sea!
En realidad, no tenía ningún reparo especial a desnudarme en tal circunstancia,
aunque sabía perfectamente qué intentaba hacer Antonio: conseguir que me negara y
renunciara al registro para no pasar por tal apuro o, si aceptaba y hacía lo que me
decía, difundir la historia, con pequeñas modificaciones, con la esperanza de
causarme la humillación pública. Por eso comprendí que, cuanto antes lo hiciera y
cuanta más despreocupación mostrara, más difícil le resultaría obtener alguna ventaja
de ello.
Así pues, me despojé allí mismo de mi toga externa, de la túnica y de las
sandalias, hasta que quedé cubierto solamente con el taparrabos. A aquellas alturas,
buen número de criados estaban ya levantados y en marcha: entre ellos, varias
mujeres que fregaban los suelos y unos cuantos pinches de la cocina que,
casualmente, se acercaban en aquel momento a la entrada de la casa.
Me di cuenta de que muchos de estos criados se quedaban mirando más rato del
que deberían y observé que se sonrojaban ligeramente. Después, fueron mis primos
quienes entornaron los ojos y sonrieron. Incluso sorprendí a Antonio mirándome con
expresión extraña y, para ser sincero, casi esperaba oírle algún comentario del estilo:

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«¡Ah, ahora sí que me acuerdo de ti!». Pero incluso él se abstuvo de tal torpeza. Eso,
o tal vez era más estúpido de lo que yo creía y no se acordaba, realmente.
En cualquier caso, cuando me encaminé hacia la escalera para subir a los
aposentos del piso superior y Antonio se dispuso a seguirme, le dije que no lo hiciera.
—Olvidáis lo que dice la ley que habéis invocado, señor —advertí—. Si el testigo
lo acompaña, el investigador permanecerá vestido normalmente. Como ya me he
despojado de la ropa, ahora es privilegio mío llevar a cabo la pesquisa yo solo,
absolutamente en privado.
Antonio titubeó un instante y abrió la boca como si buscara una réplica adecuada.
Sin embargo, debió de comprender que yo tenía razón pues no tardó en retirarse, sin
una palabra, y yo subí los peldaños sin compañía.

Pasé casi tres horas registrando el estudio y el dormitorio de Marco Antonio.


Inspeccioné todo lo que había revisado en mi furtiva visita anterior, pero esta vez con
mucho más detenimiento. Examiné hasta el último rincón y el más pequeño resquicio
de los dos bufetes del estudio; el contenido no estaba más ordenado que la vez
anterior y no parecía haberse pagado una sola de las facturas. Lo saqué todo, hasta los
propios cajones, y palpé el interior del mueble en busca de falsos fondos. También
palpé las paredes y el suelo lo mejor que pude (sin ponerlo todo completamente patas
arriba) para localizar algún posible compartimiento secreto.
También inspeccioné el dormitorio, por supuesto. Sobre todo, la cómoda próxima
a la cama que estaba examinando la vez anterior, cuando Antonio me había
sorprendido. Incluso encontré un compartimiento oculto en la pared, cerca de la
ventana, pero estaba vacío; no había ni una mota de polvo, lo cual resultaba, en sí,
bastante extraño. En un lugar donde un fresco de una batalla, bastante vulgar, se
estaba desprendiendo de la pared, introduje la mano detrás de él y palpé el muro, pero
tampoco encontré nada en absoluto.
Por último, mientras inspeccionaba el guardarropa del dormitorio, advertí un
pequeño armario semioculto en la pared del fondo. Abrí la puerta y lo vi al instante.
Con un gesto de frustración, pensé que sólo era más de lo mismo. En efecto, se
trataba de otro retal, mucho más pequeño, de la misma tela satinada y plateada que
había encontrado en la anterior visita a la casa.
Dediqué unos momentos a comprobar si pertenecía a alguna prenda de Antonio
pero, naturalmente, entre sus ropas no había nada de un tejido parecido. Era casi
seguro, pues, que el retal había formado parte de un ceñidor, de una banda o de
alguna otra prenda del desaparecido Telefo.
Pasé unos minutos más deambulando por las dos estancias y, mientras observaba
y meditaba, se me ocurrió pensar si se me habría pasado por alto algún punto crucial.
Sin embargo, no me vino ninguna idea a la cabeza y, finalmente, salí al pasillo que
dominaba la vista de un pequeño patio trasero. Me pregunté qué revelarían las demás

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estancias de la casa. Poca cosa, pensé, aunque nadie podía saberlo con seguridad. De
todos modos, gracias a ir tan escaso de ropa, me sentía cubierto de pies a cabeza por
una gruesa capa de polvo; además, estaba helado hasta los huesos por culpa de las
corrientes de aire de la casa. Regresé al atrio de la planta baja y allí encontré
esperando a buen número de los gorrones habituales de Marco Antonio, entre ellos un
hombre con los labios pintados de carmín y unas rayas oscuras en torno a los ojos que
me guiñó un ojo y sonrió. No vi a Junio ni a Claudio por ninguna parte.
—Tus lictores se han retirado a la calle, donde deben estar —anunció Antonio. El
grupito de aprovechados y aduladores empezó a murmurar y a reír entre dientes—.
Tus ropas también están fuera, con ellos; puedes vestirte allí.
Estalló una ronca salva de carcajadas. Pero si el arma iba a ser el humor más rudo
y basto, no sería fácil derrotarme.
—Por lo que he oído, Marco Antonio, acostumbráis a vestiros en la calle, de
modo que si a vos no os importa, a mí tampoco. —El grupo prorrumpió en
estruendosas risotadas, pero sólo durante breves instantes, como si lo hicieran de
mala gana, y me atreví a burlarme de ellos con un contoneo de caderas y simulando
una forma de hablar melindrosa—. Y tu amigo Telefo estuvo aquí, sin duda —
continué, al tiempo que le mostraba el retal de satén—. Está bien, muchachos, no os
pongáis celosos —dije al grupo—. No se quedó mucho tiempo.
En una demostración bastante impresionante, Antonio mantuvo todo el aplomo y
la tranquilidad e incluso esbozó una leve sonrisa. Después, avanzó hasta casi tocarme
y masculló entre dientes, en un susurro:
—¡Márchate de aquí!
Me apresuré a obedecerle. Si Antonio hubiera dicho una sola palabra más, le
habría respondido con alguna agudeza acerca de las facturas impagadas que
acumulaba. Sin embargo, no volvió a abrir la boca, de modo que me abstuve de
hacerlo y reservé el asunto para otra ocasión.
En el exterior de la casa, mis primos esperaban preparados. Cuando llegué hasta
ellos, me enfundaron la túnica y me envolvieron en la toga con tal destreza y rapidez
que, a los ojos de cualquier hombre razonable, pude escapar (aunque por poco) a la
vergüenza de ser visto casi desnudo en mitad de una calle pública.
—Vámonos a casa —propuse con una sonrisa. Después, me calcé las sandalias y
nos alejamos de la casa de Marco Antonio con toda la rapidez y toda la discreción
posibles.

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XVIII

Cicerón se mostró horrorizado.


Mi nombramiento como cuestor le daba miedo, el registro de la casa de Marco
Antonio lo llenó de consternación y mi enfrentamiento con él lo llenó de espanto.
—Ese hombre carece de sentido del humor —me previno Cicerón, como si yo no
me hubiera percatado ya de ello—. Tarde o temprano, hará cuanto le sea posible para
vengarse.
—Sí, maestro —respondí y tomé otro trago de vino.
Estábamos a solas en su jardín, él y yo, con una jarra de vino y dos vasos. A decir
verdad, era la segunda jarra y los dos estábamos un poco entonados, por lo menos.
Yo, desde luego, estaba algo mareado y Cicerón parecía más que eso, incluso. En
realidad, estaba mucho más ebrio de lo que yo lo había visto nunca.
—En cualquier caso, por lo que se refiere a lo demás, la suerte está echada. La
República vive sus últimas etapas —anunció—. Lo que te estoy diciendo es que
Marco Antonio puede convertirse pronto en un hombre muy poderoso. Y muy
peligroso. Es un hombre terrible que prosperará en los tiempos terribles que se
avecinan.
Los dos tomamos otro trago y llenamos los vasos otra vez. De nuevo, tuve ganas
de llorar aunque no sabía bien el motivo.
—He vigilado a Curio, señor, como me pediste.
—Ya lo sé —respondió Cicerón con una sonrisa nostálgica—. E hiciste un buen
trabajo, también… Tú y tu primo Lucio.
—Está lleno de defectos —comenté—, pero en el fondo es un hombre bueno con
buenas intenciones.
—Me parece que tienes razón —asintió él—. Creo que Curio aprendió bien las
lecciones.
Una súbita ráfaga de viento de finales de invierno barrió el jardín y levantó el
polvo. El viejo Cicerón se estremeció bajo la toga.
—Deberíamos ir adentro, maestro —le propuse—. Allí estaremos más calientes.
Cicerón movió la cabeza en gesto de negativa, sonrió y tomó otro sorbo.
—Últimamente, todo el mundo me viene con esa cantinela —protestó—.
«Quédate dentro, donde se está caliente, cómodo y a gusto», me dicen. «No hagas
demasiado ni hables en exceso», me dicen. «Ya eres viejo. Ya has hecho tu parte.
Deja que se pongan en peligro cabezas más jóvenes. Es inútil de todas maneras», eso
es lo que dicen todos.
Cicerón se recostó en el respaldo del asiento, suspiró profundamente y, de pronto,
le corrieron unas lágrimas por el rostro. Yo lo había visto emocionado y confuso en
otras ocasiones, sobre todo durante el magno viaje de regreso de unos meses antes,

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pero jamás en un estado parecido. Todavía bañado en lágrimas, al anciano se inclinó
hacia delante, apoyó la cabeza entre las manos y rompió en sollozos.
—Ten cuidado, hijo mío —murmuró. Después, se limitó a mover la cabeza otra
vez y lo ayudé a entrar en la casa y a acostarse.

—Ese Cicerón es un gran hombre, ¿verdad, Cayo? —dice Augusto, sentado a mi lado
en el saloncito de la vieja casa de Cicerón en la ciudad.
Cae la noche. Las lámparas de aceite están encendidas y apenas un par de vetas
grises iluminan todavía, brevemente, un retazo del cielo oscuro de diciembre.
Augusto lee todavía; sostiene el rollo en la mano izquierda mientras la diestra, como
antes, empuña la daga.
Lo observo detenidamente, pero no tiemblo. Hace tiempo ya que dejé de hacerlo;
de hecho, sostengo con firmeza la mirada del gobernante adolescente pero, a decir
verdad, éste parece ya más calmado: sus ojos están apaciguados y un poco cansados;
su voz es suave, incluso sedante.
—Antes habéis dicho que Cicerón era un estúpido —le recuerdo.
—Eso, también —murmura Augusto con un gesto de asentimiento, y casi no
puedo creérmelo: un velo cubre sus ojos y una lágrima se derrama de sus párpados.
Se aleja y exhalo un suspiro de asombro; después, ni siquiera trato de disimular
mi reacción; de hecho, no puedo hacer nada por evitarlo: mientras Augusto abandona
la estancia, me echo a reír a carcajadas.

—Así pues, dicen que Pompeyo se levanta por fin —anunció mi primo, Claudio
Barnabas.
Estábamos los cuatro —Claudio, Junio, Curio y yo— en el taller de Curio,
atendiendo a una serie de asuntos rutinarios.
—Sí, su prolongado periodo de sopor, marcado, debo decirlo, por un grado
desconcertante de indolencia e indecisión, puede haber terminado finalmente para dar
paso a un poco de trabajo duro y de acción importante y resuelta —se extendió Junio
Barnabas.
Por una vez, incluso Curio reaccionó; alzó la cabeza con los ojos entrecerrados y
la sombra de una sonrisa, nos miró y movió la cabeza como para preguntar si había
oído bien.
El hecho concreto era que Pompeyo había dado pasos para consolidar sus
vínculos políticos, reforzar su mando militar y situar sus legiones en Italia en un
estado de extrema alerta. Al parecer, Pompeyo había abandonado por fin la esperanza
de alcanzar un compromiso con César.
—Todavía le tiene miedo —apuntó Curio—, pero finalmente ha llegado a la
conclusión de que César siente el mismo temor hacia él… si está preparado.

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—¿Y lo está? —quise saber.
—Sí, ya lo está —respondió Curio—. O le falta muy poco.
—Entonces, ¿César ha regresado junto a sus legiones? —intervino Claudio.
—Si. Está en Rávena —le informó Curio—, al otro lado del Rubicón.
Todos permanecimos unos instantes en silencio, reflexionando sobre lo que
aquello significaba.
—¿Y bien? ¿Qué sucederá ahora? —pregunté—. ¿Un gran enfrentamiento entre
los dos?
Y al instante pensé que había sido una pregunta idiota. Había pretendido hacerme
el gracioso y sólo había conseguido quedar como un bobo, incluso como un pelmazo.
En efecto, todos me miraron con cara de pena, aunque sin cólera; en lugar de ello, en
sus ojos se apreciaba un asomo de condescendencia, incluso de ternura.
Y por una vez reinó el silencio en la estancia. Y el mutismo no se debía solamente
a que no había necesidad de corregir o clarificar mi absurda declaración. Se debía
también a que ninguno de ellos deseaba pronunciar las terribles palabras, a que
ninguno se atrevía a ello. Porque todos sabíamos que si César y Pompeyo chocaban
en serio algún día, sería mucho más que un simple «enfrentamiento». Sólo habría un
término que pudiera describirlo: la guerra civil.
Y una guerra civil cuya furia estremecería al mundo.

El hecho de que Marco Antonio estuviera de pronto «al mando» no me preocupaba


especialmente. Al fin y al cabo, sólo era el cónsul adjunto interino, que suplía a César
a petición de éste, dotado de poderes específicos y de tareas concretas a realizar. En
otras palabras, todavía no estábamos en una dictadura y Antonio no podía gobernar a
capricho como dictador. En realidad, en su calidad de cónsul, un cargo tan expuesto
al escrutinio público, tenía que moderar algunos de sus comportamientos más
escandalosos. Así pues, según resultaron las cosas, Antonio era ahora, en cierto
modo, menos peligroso que antes.
Pero Cicerón no se equivocaba: Antonio no era hombre que olvidara y perdonara
y debía andarme con cuidado. Además, si las obligaciones del cargo lo hacían menos
peligroso para mí, la protección de que gozaba como cónsul me hacía menos
peligroso para él.

—Sin duda, el asesino es Antonio —decía Claudio. Él, Junio y yo estábamos en mi


estudio y, por una vez, conversábamos sobre aquel sombrío asunto sin la ayuda del
vino.
—Yo también lo creo —añadió Junio, aunque con un ligero tono de vacilación en
la voz.

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—Sí, creo que está complicado en las muertes —asentí lentamente—. Pero hay
algo que… No sé. Quiero decir, ¿qué motivo podría tener? Tendría que estar loco.
—En realidad, no —replicó Claudio. Frunció el entrecejo e hizo tamborilear los
dedos sobre la mesilla contigua—. Digamos que mata a Fabio en una pelea de
amantes y, a continuación, a Flaco Valerio por saber demasiado. Luego, Lucio y
Avidia empiezan a descubrir la verdad, de modo que acaba con ambos. Laertes,
sencillamente, aparece donde no debe en el momento más inoportuno y por ello se
suma a la lista de eliminados. Desde luego, en cierto modo es una locura. Pero no en
el sentido que vosotros decís; no es obra de un chiflado, de alguien que ha perdido el
juicio.
—¡Hum! —me restregué los ojos con las manos—. ¿Pero qué hay de esos
documentos? ¿Por qué los escondía Lucio? ¿Y dónde están ahora? A eso me refiero:
tiene que haber algo más, en este asunto.
—Tal vez —asintió Claudio con parsimonia.
—¡Hum! —exclamé de nuevo. Pero incluso mientras expresaba en voz alta los
interrogantes que me inquietaban, en mi mente había pocas dudas de que el asesino
era Marco Antonio. De que lo había hecho él en persona, o había dado las órdenes.
Mis únicas dudas e interrogantes tenían que ver con la manera de llevarlo ante la
justicia.
—Necesitamos vino —apuntó Junio y todos sonreímos.
—Yo, no. De momento —dije. Los dos hermanos me miraron y añadí—: Ya os he
contado por qué.
—¡Ah, sí! —dijo Claudio.
—¡Oh! Se trata de tu esposa, ¿no? —intervino Junio—. No deberías permitirle
que te diga si puedes beber o no.
—No, no. No se trata de eso —le replicó Claudio. Los dos hermanos se miraron
—. ¿Recuerdas lo que dijo el médico?
—¡Ah, es cierto! —Junio cayó en la cuenta por fin. Me contempló durante unos
instantes, rojo de vergüenza, y se disculpó profusamente.
Asentí con una sonrisa, nos estrechamos las manos y dejamos allí el asunto.

Es cierto que había registrado la habitación de Lucio el día del asesinato, pero apenas
había sido un vistazo rápido en comparación con lo que se necesitaba realmente.
Sabía que la habitación había quedado clausurada desde entonces y, cuando por fin
me vi con ánimos para hacerlo, decidí inspeccionarla de nuevo.
Acudí a la casa en solitario, con la esperanza de que mi presencia no llamara
mucho la atención o incluso, tal vez, de poder entrar y salir sin que nadie lo
advirtiera, pero cuando subí la escalera hasta el piso superior, en el rellano esperaba
tía Hortensia, casi como si hubiera sabido de mi visita con antelación.

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—Sólo quiero revisar unas cosas —dije, con la mayor naturalidad de que fui
capaz e incluso con una pequeña sonrisa. Ella asintió sin decir palabra, pero me
siguió con una mirada extraña mientras me alejaba pasillo adelante. De hecho,
cuando retiré la pesada barra y abrí la puerta, volví la cabeza y allí estaba todavía,
esperando y observando.
La atmósfera de la habitación, como era de esperar, era cálida y rancia. Abrí las
contraventanas pero la luz sólo iluminó la nube de polvo y el olor a rancio se
mantuvo, persistente, a pesar de la brisa fresca.
Decidí empezar por lo peor. Llené los pulmones con una profunda inspiración y
retiré la colcha de la cama. Como era lógico, todo había sido limpiado
meticulosamente pero aun así, advertí casi al instante dos pequeñas manchas de
sangre en la tela. Por un momento, sentí que se me iba la cabeza, pero me sacudí de
encima la sensación e incluso hurgué en el colchón y levanté las almohadas. Fue en
vano: no había más que ver.
El escritorio estaba absolutamente intacto. Allí estaba su hermosa caja de
punzones, que formaba parte del juego de escritorio de plata que le había regalado
por su aniversario, hacía unos años… precisamente en aquel mismo lugar. En el
aparador, colocados en perfecto orden, estaban sus rollos más preciados, con textos
de Platón, Aristóteles, Zenón, Sófocles, Plauto, Cicerón y muchos otros.
Con gran extrañeza, advertí por primera vez que encima del escritorio, justo al
lado de la caja de punzones, había una tablilla de cera cerrada. ¿Cómo era que no la
había visto hasta entonces? Bien, desde luego, la ocasión anterior que había estado
allí ni siquiera había llegado a abrir las contras, de modo que pudo pasarme
inadvertida en la penumbra. Pero esta vez, ¿cómo era posible que no me hubiera
llamado la atención desde el primer momento? Bien, supongo que era porque parecía
tan… en fin, tan natural, como si Lucio aún estuviera vivo y ocupado. Como si,
sencillamente, hubiera salido un momento y fuera a volver enseguida.
Tuve que hacer otra profunda inspiración antes de abrir la tablilla y observar la
cera: estaba vacía, salvo tres letras en la esquina superior izquierda. Y esas letras eran
L-i-v.
De nuevo, me sentí algo mareado y en esta ocasión no pude fiarme de mis
piernas. Tomé asiento en el duro taburete de madera colocado junto a la mesa —no
soportaba la idea de hacerlo en la propia cama— y seguí contemplando las marcas
impresas en la cera. ¿Qué último mensaje había tratado de enviarme mi primo? ¿Por
qué no lo había completado? ¿Era lo último que había intentado hacer? ¿Lo habían
asesinado, acaso, mientras trataba de escribirlo?
Me costó un gran esfuerzo, pero me obligué a terminar la búsqueda. Inspeccioné
el aparador y el guardarropa (allí seguía toda su indumentaria, llena de polvo pero,
por lo demás, impecablemente ordenada, como siempre). Después, inicié la tediosa
búsqueda de compartimientos secretos en las paredes o en el suelo. Al cabo de un par
de horas, localicé uno por fin en el suelo, en el rincón entre la cama y la ventana. Con

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cuidado, retiré la baldosa, introduje la mano y palpé el interior, pero no contenía
nada. «Otro agujero vacío —me dije—. Otro callejón sin salida».
Contemplé de nuevo la tablilla. ¿La habría visto alguien más? No me resultó fácil,
pero cogí el punzón y utilicé la cara ancha y plana para alisar la cera; en un instante,
las letras L-i-v desaparecieron para siempre.

Mientras recorría la larga galería tras abandonar la habitación de mi primo, advertí


por un breve instante la presencia de mi tía. Me produjo la impresión de que había
estado esperando tras la puerta mientras duraba mi registro y ahora no quería que la
viese en las inmediaciones.
No me costó mucho decidir qué hacer: avancé por la galería hacia la parte
delantera de la casa y crucé el jardín hasta los aposentos que compartían ella y mi tío
en un ala de la casa. Llamé a la puerta dos veces y, al no tener respuesta, me decidí a
entrar.
Mi tía estaba en el extremo opuesto de la estancia, de espaldas a mí, asomada al
gran ventanal desde el cual se divisaban las colinas de la ciudad y el centro,
bullicioso y desvencijado. Era una panorámica impresionante de Roma, lo bastante
distante como para hacerle sentir a uno un poco por encima de todo lo que contenía,
pero lo suficientemente cercana como para ver y oler la capa de mugre que se elevaba
de ella los días de viento en calma e incluso para percibir una parte de su energía, de
su solidez y de su grandeza. Yo conocía muy bien aquella vista de los tiempos en que
Lucio y yo éramos dos chiquillos que descubrían los secretos de aquel viejo caserón
de construcción irregular. ¡Ay!, cuántas veces habíamos jugado mi primo y yo en
aquellas habitaciones…
—Tía Hortensia —dije a modo de saludo, pero ella no se volvió a mirarme; hasta
donde alcancé a observar, no se movió en absoluto.
Avancé hasta colocarme detrás de ella y ligeramente a un lado, lo suficiente para
ver su rostro, que miraba por la ventana con una expresión muy sombría, triste y
seria.
—¿Tiíta? —En realidad, no había querido decir aquello, pero allí estaba, salido de
mis labios, aquel apelativo que no había vuelto a emplear desde mis años de infancia.
Fueran cuales fuesen mis intenciones, produjeron una visible reacción por su
parte. Tras unos instantes de vacilación, me dirigió una mirada colérica.
—¿Así que por fin has venido a verme? —dijo—. Sabía que lo harías, tarde o
temprano.
Se apartó de la ventana, anduvo unos pasos hasta un diván y se acomodó en él. La
estudié con detenimiento: las arrugas en torno a los ojos eran más marcadas que antes
y su frente mostraba profundos surcos de preocupación. De pronto, tía Hortensia
parecía muy vieja y cansada.

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—Te lo contó un criado, supongo —continuó ella, moviendo las manos como de
costumbre al ritmo de sus palabras y según el tono de su voz—. Lo mantuvimos en
secreto durante un tiempo; al menos, yo lo hice. Pero supongo que él se fue de la
lengua; los hombres siempre lo hacéis.
Durante un instante, creí que iba a llorar, hasta que me di cuenta de que no había
estado cerca de hacerlo en ningún momento y que, de hecho, era muy probable que
no hubiera derramado una lágrima desde hacía muchos años. ¿Había llorado en el
funeral de Lucio? Intenté recordarlo, pero lo sucedido aquel día estaba tan confuso en
mi mente que, la verdad sea dicha, no tenía la menor idea.
—¿Qué más puedo decirte? —continuó—. Probablemente, tú sabes más del
asunto, excepto… Bueno, hay una pequeña novedad: ayer lo vi con mis propios ojos
y dice que quiere verte, que tiene una cosa para ti. Vaya un tipejo, ¿eh? —exclamó
con una risa de infelicidad—. El muy hijo de perra…
Para entonces, yo no pensaba en otra cosa que en cómo afrontar aquello. No tenía
idea de qué me estaba contando, pero ¿debía decírselo? No, pensé; tenía que empezar
a ir al fondo del asunto, no importaba lo que fuera. Así pues, debía ser calculador.
Me senté junto a ella al borde del diván y tomé su mano izquierda en la mía.
—Quiero escucharlo todo de ti —le dije—. Desde el principio.
Ella apartó el rostro, retiró la mano y murmuró:
—Es demasiado doloroso, Livinio.
Me puse en pie y deambulé por la estancia con aire melodramático.
—¡Soy tu sobrino, tía Hortensia! —Hice que mi voz se quebrara de emoción en el
punto exacto—. Y el amigo más íntimo de tu hijo predilecto. —Me detuve para
efectuar una profunda inspiración; luego, insistí—: Tienes que hacerlo.
Ella se encogió de hombros y casi sonrió. Me pregunté si sería por mi causa, pero
enseguida respondió con otro suspiro profundo y dramático.
—Supongo que si —musitó—. Bien, en realidad no hay mucho que decir. Yo no
lo quería, por supuesto, pero ya llevaba durando casi tres años, así que, de algún
modo, debía de necesitarlo. A su modo, era muy viril. Quiero decir… En fin, fíjate en
tu tío Cornelio, por el amor de los dioses. No es tan desastre como tu padre, pero aun
así… En fin, sea como sea, representaba un desahogo, un cambio. Y no había más,
hasta que se produjo este hecho terrible. Primero, el pobre Lucio. Y, a continuación,
él desaparece, el muy hijo de perra, y aún no sé por qué. Todavía no lo sé, te lo
aseguro. Quiero decir, ¿existe alguna relación, Livinio? Y por fin, como digo, anoche
se presenta y dice que tiene esos documentos que te pueden interesar y… En fin, eso
es todo. Por lo menos, todo lo que yo conozco.
Hice cuanto pude por reprimir un temblor; mejor dicho, estaba temblando pero
conseguía disimularlo. Con toda la calma de la que fui capaz, pregunté:
—¿Y dónde está Telefo ahora, tía Hortensia?
Era la primera vez que se mencionaba el nombre, pero no dio muestras de
advertirlo. De hecho, respondió al instante que el desaparecido criado estaba en la

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parte sur de la ciudad («la peor zona de la ciudad, algún espantoso barrio bajo, por
supuesto»). Y, en efecto, me daría el nombre de la calle y me explicaría cómo dar con
la casa.
No es preciso decir que casi no podía creérmelo; tampoco es preciso insistir en
que aquel día la cabeza me daba vueltas. De hecho, apenas escuché sus últimas
palabras.
—Sí, tía, si —le dije, o eso es lo que recuerdo.
Luego, no sé cómo, encontré un papiro, una pluma y un tintero y procedí a anotar
el nombre de la calle. Tras ello, sinceramente convencido de que terminaría por
estrangularla si no me marchaba pronto, abandoné la casa lo más deprisa que pude.

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XIX

El asunto era cómo acercarse a Telefo. ¿Debíamos acudir los tres con toda la pompa
—y con las fasces, por supuesto— y atraer así una atención que no queríamos? ¿O
era mejor que lo hiciera yo solo, vestido con sencillez para evitar que me
reconocieran pero poniéndome en peligro, muy probablemente?
Al final, Junio y Claudio insistieron con obstinación en acompañarme y yo
repliqué, con la misma terquedad, que si hacíamos notar de forma pública y oficial
nuestra presencia, sólo conseguiríamos asustarlo y ponerlo en fuga.
—Con recibir un aviso momentos antes, tendría suficiente para escabullirse por
una puerta trasera o por alguna ventana —afirmé.
Así pues, llegamos a un compromiso: iríamos todos, pero de incógnito, vestidos
con ropas sencillas y sin emblemas de poder. Además, a sugerencia de Junio,
añadimos al grupo una cuarta persona. Se trataba de otro más de nuestros primos,
aunque éste era unos cuantos años mayor. Se llamaba Avito Loliano Fino y era un
legionario veterano de las campañas germanas, duro como el acero, bajo y rechoncho
y de constitución muy robusta, con una cabeza de roca para la pelea y con el corazón
de un león en cuanto a valentía. De hecho, aunque expeditivo e impaciente a veces —
y, desde luego, de pocas luces—, nuestro primo Loliano lo compensaba
perfectamente con una dosis considerable de sentido común. También era, por cierto,
un tipo muy divertido con el que compartir una jarra de vino. En resumen, era uno de
mis primos favoritos y la persona ideal para la tarea que nos aguardaba.
Cuando salimos hacia allí, la tarde ya estaba avanzada. El sol despedía un suave
resplandor rosado en aquel crepúsculo de finales de primavera. Una ligera brisa que
soplaba desde el río impulsaba una bruma refrescante y nos trajo un fragante aroma
de flores e incluso un toque de menta.
Descendimos en litera las cuestas del Quirinal y todo el camino hasta el Foro del
centro de la urbe. Nos apeamos tras una esquina de una calle tranquila, despedimos a
los esclavos y continuamos a pie. Como siempre, al adentrarse al sur de aquel punto
en las tierras bajas de la ciudad, los olores se hacían mucho menos agradables: aguas
fecales, orina, aceite de oliva rancio, basura en putrefacción, polvo de los hornos de
ladrillos.
El barrio se extendía más allá de los bloques de pisos en los que se apiñaba la
gente. Gracias a los dioses, a aquella hora la mayoría de los vecinos estaba ya en
casa, o bien ocupada en sus quehaceres. Demasiado ocupada como para prestarnos
atención: subiendo agua y comida cuatro, cinco o seis pisos, comiendo su cerdo y sus
gachas, bebiendo sus vinos baratos de sabor amargo.
Allí abajo, pensé, los olores eran muy distintos y lo mismo sucedía con los
sonidos: aquel predecible coro borracho de acusaciones y quejas a voz en grito. ¿Por

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qué era así?, me pregunté. Al fin y al cabo, los ricos también discutían y se peleaban,
y pegaban a las mujeres y a los niños y tenían terribles problemas íntimos. Tal vez era
sólo que en aquel barrio había mucho más de todo ello, mucha más gente
comprimida, rebosando por las puertas y ventanas abiertas, que contaba sus
problemas a todo el mundo, quisiera o no. Las cosas eran muy distintas en el delicado
verdor del Quirinal y de las demás colinas septentrionales, donde un hombre,
imaginaba, podía torturar y matar hasta al último miembro de la familia sin que nadie
lo descubriera hasta la mañana siguiente.
Atravesamos los barrios bajos en dirección a la zona de industrias: forjas de
hierro, orfebres, fábricas de timoneras y carretas, panaderías, alfarerías y Júpiter sabía
qué más. Para mi sorpresa, la zona aún bullía de actividad. En muchas factorías, los
esclavos trabajaban hasta avanzada la noche mientras, en los apartamentos situados
detrás o en las inmediaciones, los propietarios o gerentes de las factorías iban a
reunirse con sus familias para compartir vino y cena.
Bruscamente, salimos de todo aquel ambiente a una callejuela próxima a la vía
Ostiense. Era un pasaje estrecho y humilde que conducía directamente a las orillas
del Tíber y en el que se apiñaban los cafés de peor categoría y grupitos de hombres
manifiestamente poco recomendables, desdentados, desaseados, borrachos e
inconscientes en las cunetas. Hombres que discutían por dinero, por mujeres o por
nada en absoluto y que se amenazaban unos a otros con navajas… y todo ello, y aún
más, en los escasos instantes que estuvimos allí.
Eché a andar por la callejuela, pero Claudio me asió por el brazo y señaló un
enorme edificio en ruinas justo en mitad del pasaje. Aquel era el bloque de pisos en el
que se suponía que me esperaba Telefo. Habíamos llegado a nuestro destino.
A pesar del ambiente cargado de la calle, decidimos seguir nuestro plan original.
Todos trataríamos de comportarnos con la mayor naturalidad posible, pero sin bajar la
guardia en ningún momento; Junio y Claudio avanzarían ocho o diez metros delante
de mí mientras Loliano protegería la retaguardia a una distancia parecida.
Cruzamos la calle y nos dirigimos a la fachada del edificio. Entonces, en el
preciso instante en que Junio se disponía a cruzar la entrada, uno de los vagabundos
surgió de pronto de algún rincón en sombras, masculló algo que no acabé de entender
(más tarde, Junio explicaría que el hombre había dicho: «Te has equivocado de
barrio, mi señor») y blandió un puñal. Claudio, que se había detenido unos pasos más
adelante, volvió sobre ellos a tiempo de agarrar la mano del hombre. Corrí a
ayudarlo, pero Loliano me dejó atrás a una velocidad extraordinaria, alcanzó al
hombre antes de que lo hiciera yo y lo derribó de un golpe. Después, lo arrastró fuera
de la vista y escuché un par de gemidos sofocados. Un momento después, Loliano
reapareció de las sombras, jadeante y sudoroso.
—No volverá a molestarnos, primos —declaró sin alterarse.
Pese a mis esfuerzos, no pude evitar quedarme boquiabierto; después, con la
misma rapidez, olvidé el asunto, lo borré de mi cabeza. Y los cuatro primos, todos

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juntos esta vez, subimos las escaleras en busca de las habitaciones de Telefo.

Seguimos las indicaciones de mi tía al pie de la letra: desde el rellano del tercer piso
tomamos a la izquierda y seguimos el pasillo hasta la cuarta puerta a la derecha.
No me molesté en llamar. Entré sin más, con mis primos pisándome los talones.
Como era de esperar, la habitación estaba en penumbra, vacía y llena de polvo; la
escasa pintura que quedaba estaba desconchada y, debajo de ella, las propias paredes
estaban descantilladas y se desmoronaban. Había pocos signos de que allí viviera
alguien, salvo unas cuantas piezas de ropa inclasificables y sobre el camastro,
increíblemente, el delator cinto de satén de Telefo, o lo que quedaba de él.
De pronto, todos volvimos la mirada cuando la figura maciza y compacta de un
hombre de gran tamaño llenó el umbral a nuestra espalda.
—Os esperaba, señores —dijo al instante, y su voz de bajo me bastó para saber
que, por fin, tenía ante mi a Telefo. A continuación, el recién aparecido entró en la
estancia y en el círculo de luz débil y parpadeante que proporcionaba la única
lamparilla de aceite de la sala.
—Y yo te andaba buscando —respondí.
El esclavo desaparecido avanzó y tomó asiento al borde de la cama. La pálida luz
se reflejaba en su inconfundible coronilla calva. Al cabo de un momento, Junio y
Claudio se sentaron en el suelo mientras yo ocupaba un escabel, que era el único
asiento disponible. Loliano no tuvo ningún reparo en permanecer en pie.
—Lo siento, señores, pero no hay vino —dijo en tono desolado—. Lo lamento,
pero aquí no hay nada, en realidad. Sólo es un lugar para dormir.
Nos miró uno tras otro con el rostro inexpresivo. Después, se encogió de hombros
y miró al suelo.
—¿Por qué escapaste? —pregunté.
—Bueno… —dijo con un profundo suspiro, pero no continuó.
—¿Sí? —insistí.
—¡Sigue! —le ordenó Junio.
—Verás, señor —dijo entonces, mirándome a los ojos—, tu primo, Lucio Flavio,
me entregó estos rollos. Me dijo que te los entregara pero, cuando iba a salir hacia tu
casa, te presentaste en casa de tu tía y, con ella presente y ya que te disponías a ver a
tu primo de todos modos, no vi la necesidad de organizar una escena para
entregártelos allí en aquel momento. Poco después, toda la casa era un torbellino y,
cuando oí que el amo Lucio había muerto, tuve miedo… Supongo que me venció el
pánico, de modo que escapé…
—¿Y? —Loliano se sumó con esto al interrogatorio. Con los brazos cruzados
sobre el pecho, avanzó hasta las inmediaciones del camastro y lanzó una mirada
amenazadora a Telefo—. ¿No podrías haber vuelto?
Telefo movió la cabeza en un gesto abatido de negativa.

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—Aquel día, supongo que sí —respondió—, pero pasó otro día, por lo menos,
hasta que fui capaz de pensar con lógica y para entonces… Bien, señor, para entonces
ya era sólo otro esclavo fugitivo. Dejarme ver habría sido una invitación a mi propia
ejecución.
Tuve que reconocerlo: tenía razón, naturalmente. De hecho, lo más probable era
que le hubieran dado muerte en el acto, antes incluso de que yo pudiera llegar a la
finca para interrogarlo. En realidad, en aquel mismo momento, mientras hablábamos,
el esclavo corría un peligro mortal a causa de su delito.
—Bien, dame esos documentos, pues —le dije.
Los músculos del cuello se le tensaron y alzó la vista hacia mí, visiblemente
sorprendido.
—¡Pero yo no los tengo, señor! —balbuceó.
De inmediato, sin la menor vacilación, Loliano lo agarró por el cuello, lo levantó
del suelo y lo lanzó con enorme fuerza contra la pared, más allá de la cama. Fue una
demostración de fuerza impresionante, porque Loliano era muy inferior al esclavo en
tamaño.
—Le dijiste a mi tía que los tenías —insistí—, y si no los tienes, ¿por qué
estamos aquí y qué significa todo esto? Y, además de eso, ¿qué diablos contienen?
Telefo nos miró de nuevo uno por uno. Había recibido un buen golpe en la cabeza
y parecía aturdido y un poco asustado. Loliano se cernía sobre él con las manos
levantadas, dispuesto a apretarle el cuello otra vez.
—Por favor, señores, ya basta —gimió el fugitivo.
Obedeciendo a unos golpecitos en el hombro por mi parte, Loliano retrocedió un
poco y Junio y Claudio relajaron sus expresiones enfadadas. Telefo movió la cabeza y
continuó con sus gimoteos incoherentes.
—No lo sé, no lo sé —chilló. Al menos, eso fue lo que conseguí entender. Me
quedé allí tranquilamente, sin decir una palabra, esperando, hasta que Telefo se rehízo
por fin lo suficiente como para continuar—: Yo no le dije a tu tía que los tenía, señor,
lo juro. No fui a verla por nada de eso; fui para… en fin, para disculparme por… por
haber desaparecido como lo hice. Y, bueno, ella mencionó por casualidad que
buscabas esos documentos. A mí me pareció… me pareció un poco extraño, señor, y
lo único que dije fue que, si te interesaban, debías venir a verme.
Se detuvo otra vez y sacudió la cabeza como si de verdad no tuviera nada más
que contar.
—¿Sí? —insistí de nuevo, pero él se limitó a devolverme la mirada con una
expresión de desconcierto tan irritante que estuve a punto de lanzarme a su cuello yo
mismo.
—¡Continúa, maldita sea! —exclamé.
—¿Qué quieres que diga?
—¡Quiero que me digas, idiota, dónde están esos documentos!

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Telefo me miró, buscó aire entrecortadamente y me pareció advertir por primera
vez auténtico temor en sus ojos.
—¿Qué te sucede, hombre? —preguntó Claudio.
—¡Vamos, habla! —masculló Loliano.
Al esclavo le temblaban los labios; de nuevo, se volvió directamente a mí.
—¡Oh, mi señor! —Sacudió la cabeza, soltó otro jadeo y, por fin, lo escupió—:
Cuando escapé, mi único pensamiento era qué hacer con los documentos, de modo
que los puse a tu nombre y los llevé a tu casa. Se los entregué al hombre que me
recibió.
—¿Y quién… quién era? —pregunté aunque, de repente, estuve absolutamente
seguro de la respuesta.
—Era tu padre, señor. Él se quedó los documentos.

Me pareció que la tierra temblaba bajo mis pies; me sentí como si se me tragara un
agujero en la tierra; sentí que quería morirme.
—¡Mientes! —exclamó Loliano y empezó a sacudirlo otra vez. Tuvo tiempo de
hacerlo sangrar por la nariz antes de que los otros tres interviniéramos y lográramos
contenerlo. Era, supongo, un reconocimiento tácito por mi parte de que en las
explicaciones del esclavo fugitivo había cierta dosis de verdad.
A pesar de todo, ante la insistencia de Loliano registramos la estancia. También a
instancias de nuestro primo legionario, desnudamos a Telefo y registramos sus ropas
y su persona, pero los documentos no aparecieron por ninguna parte.
—Miente —insistió Loliano—. Pueden estar en cualquier parte. Este hombre
arriesga su vida al hacernos venir aquí y luego resulta que ni siquiera tiene lo que
buscamos. ¿A qué viene todo esto? ¿Qué se propone?
Asentí y me volví hacia Telefo con una sonrisilla perversa:
—¿Por qué me dejaste recado de que acudiera a verte, Telefo?
—Yo… pensaba pedirte dinero, señor. Pero cuando habéis aparecido los cuatro…
en fin, yo…
—Lo que te proponías era robar a mi primo, si venía solo —afirmó Loliano,
asqueado.
Sin duda, tenía razón, pensé, pero me limité a suspirar y a mover la cabeza con
gesto cansado.
—Ya basta —dije.
Un momento después, cuando por fin abandonamos el lugar, Loliano se volvió
hacia el esclavo y lo amenazó:
—¡Márchate de Roma, Telefo! ¡Si te vuelvo a ver, te mato!
Al oír a mi primo, me detuve, me volví también hacia el esclavo y comenté:
—Buena idea. Abandona Roma esta misma noche, Telefo. ¡Y cuida de no volver
a aparecer ante mi vista!

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XX

Dos días más tarde, mi suegra, mi tía Hortensia y Fulvia, mi esposa, partieron para su
estancia anual de tres semanas en Aquileia, en el norte de Italia, donde acudían a
tomar las aguas. Al día siguiente de su marcha, aproveché la oportunidad para invitar
a mi padre a cenar en el comedor privado de mi casa, situada a buena altura en las
verdes laderas de la colina del Quirinal.
—Padre —dije cuando salió a mi encuentro y lo estreché con un abrazo
afectuoso.
—Me alegro de verte, muchacho —contestó a mi saludo.
Iba a ser una cena sencilla de asado de ternera, pescado, cerdo, pan, coliflor y
ostras y, tan pronto hubo llegado, despedí a los criados y los envié a la cama. Nos
serviríamos nosotros mismos, en privado.
—¡Qué pocas veces hacemos algo así, últimamente! —comentó (¡como si
hubiéramos cenado juntos con mucha frecuencia, en el pasado!), al tiempo que me
propinaba una palmada jovial en la espalda—. Padre e hijo, juntos y contentos. Y sin
mujeres alrededor. ¡Perfecto!
Como de costumbre, mi padre ya había alcanzado ese placentero estado entre la
sobriedad y el mareo que todo auténtico bebedor conoce tan bien y ansía con tanto
ardor. Tenía los ojos cálidos y la sonrisa serena y resplandecía de felicidad (o de lo
que él tomaba por tal).
Sin embargo, yo tenía preparado mucho más para él, naturalmente, y le escancié
un vaso antes incluso de que tomara asiento.
—Sí, padre, estoy de acuerdo; deberíamos hacer esto más a menudo —respondí
con la mejor de mis sonrisas. No es preciso decir que mi ligero toque de ironía le
pasó completamente inadvertido.

—¿Recuerdas aquella ocasión en que estuvimos en Tívoli? Tu madre estaba furiosa


conmigo porque pensaba que me había liado con la casera o con alguna sirvienta. —
Apuró el resto de otro vaso más (el sexto, creo, aunque ¿quién los contaba?) y soltó
una carcajada estentórea—. Una idea ridícula, desde luego.
Para entonces, mi padre ya estaba completamente bebido a pesar de la abundante
cena que se había metido entre pecho y espalda. Me dio una nueva palmada en la
espalda, seguida de un amistoso apretón en el hombro.
—Un vino magnífico, hijo —farfulló y se llenó el vaso una vez más—. Y luego…
En fin, he tenido bastantes broncas con tu madre. Como cuando creyó que me
acostaba con esa gorda, la mujer del senador, en Capua. O en esa ocasión en que me

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importunó tanto que terminé demasiado borracho como para asistir al banquete de…
¿Quién lo ofrecía? ¡Ah, sí!, ¡el Gremio de Juristas!
Hizo una pausa, casi sin respiración a causa de las carcajadas, y se enjugó unas
lágrimas de regocijo que brotaban de sus ojos.
—¡Mujeres! —continuó—. Siempre dispuestas a hacer una montaña de cualquier
nimiedad. Un par de copas de más, una sonrisa inocente a una chica guapa… y
enseguida se desencadena el fin del mundo sobre uno: acusaciones, recriminaciones,
escándalo, divorcio. —Hizo un alto, sacudió la cabeza y exhaló un suspiro de
exasperación—: Todo ello tan innecesario que no sé por qué lo consentimos…
—Pero es cierto que jodiste con esa mujer de Tívoli —lo interrumpí. Y, como es
lógico, él se detuvo en el acto. Me miró con la expresión de sorpresa e indignación
que era de esperar (si no por otra razón, por mi vocabulario grosero, al menos) y, acto
seguido, pronunció las manidas palabras que ya esperaba:
—¿Cómo… cómo puedes decir tal cosa, Livinio? Yo nunca…
—Te vi, padre —le revelé. Esta vez, el temblor que advertí en su mentón era de
auténtica sorpresa—. Tenía once años y estaba explorando la casa. Me asomé a la
habitación que no debía y allí estabas…
—¿Y quién diablos te mandaba meter las narices allí?
Por un instante, casi creí que iba a estallar; después, se dominó y me fulminó con
una mirada farisaica. Y yo hice todo lo posible para reprimir el impulso de agarrarlo
por el cuello y apretar.
—Te vi —repetí sin alzar la voz y, al cabo de un momento, a pesar de su densa
niebla alcohólica, hundió la cabeza sin replicar; incluso él había comprendido por fin.
Pero no se dio por vencido todavía; no, nada de eso. Al cabo de un momento se
recuperó, levantó los ojos, derramó un par de lágrimas y murmuró:
—¿De modo que para esto me has hecho venir, para humillar a tu propio padre,
no? Bien, sólo se me ocurre una cosa que decir: ¡bonito trance, sí señor, que el propio
hijo se vuelva contra uno!
Lo miré con un atisbo de sonrisa, pero no había nada que replicar. Bien, había
unas cuantas cosas que habría podido mencionar, por supuesto, pero ninguna de ellas
tenía que ver con el asunto, en definitiva. Ninguna de ella tenía que ver con la razón
de que lo hubiera invitado a cenar a mi casa.
—Tienes algo que me pertenece, padre —anuncié.
Vi que entrecerraba los ojos, los volvía hacia mí y movía la cabeza despacio en un
gesto de negativa.
—No sé a qué te refieres…
—A unos documentos que alguien te entregó hace unos tres meses.
Mi padre abrió la boca y volvió a cerrarla; luego, como siempre, se recompuso e
insistió:
—¡Vaya! Primero empiezas a lanzar acusaciones sin fundamento sobre si hace
diez años «jodí», por emplear tu lenguaje, con una prostituta en Tívoli; ahora, me

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sales con que te he robado unos documentos… Bien, no pienso quedarme aquí para
soportar insultos toda la noche.
Se levantó del asiento y dio media vuelta con la intención de encaminarse a la
puerta, pero lo agarré por la toga antes de que diera el primer paso y, con un enérgico
tirón, lo obligué a sentarse en el diván a mi lado.
—Quédate sentado, padre —le dije con una voz que estaba justo por encima del
susurro; a decir verdad, esperaba conseguir un tono de serena amenaza que produjera
resultados sin necesidad de gritos. Pero no funcionó.
—Quítame las manos de encima, pedazo de…
Se debatió por desasirse, pero cerré mi mano zurda en torno a su muñeca derecha
y alcancé a colocar la otra sobre su cuello.
—¡Que te sientes! —exclamé a pleno pulmón. Sólo entonces, por fin, dejó de
resistirse.
Por supuesto, tener que recurrir a la fuerza física de aquella manera fue algo
terrible para mí. Es cierto que hacía mucho tiempo que no sentía ningún respeto por
mi padre y que ni siquiera me caía medianamente bien pero, a pesar de ello, seguía
existiendo un profundo vínculo entre nosotros.
—Sé que los tienes tú —insistí, aún a gritos—, pero es preciso que los tenga yo.
Me pertenecen y…
—Pero ya te he dicho que no los tengo. ¿Quién te ha contado tal cosa?
—Padre, por favor… —sacudí la cabeza con gesto de hastío—. El hombre que te
los entregó: Telefo, el portero de la casa de tío Cornelio.
—¡Ah! —exclamó, y no añadió nada más. Sin embargo, de improviso, bajó la
vista al suelo y observé que los músculos del cuello le latían con callada tensión.
—¡Hum…! —murmuró al cabo de una larguísima pausa—. ¿Puedo tomar otro
vaso, Cayo?
—¡Oh! Por supuesto, padre —respondí con voz pausada y dulzona.
—Vamos, no seas sarcástico conmigo, muchacho…
—¡Cállate! —lo interrumpí y, con gran sorpresa y satisfacción por mi parte,
obedeció al instante.

—… y, de todos modos, Telefo no me los entregó, el muy bribón —seguía diciendo


mi padre—. Me los vendió. Mil sestercios…, eso fue lo que tuve que pagar.
Le estaba sirviendo vino sin límite, mimando su sed e incitándole a continuar sus
comentarios deslavazados.
—¿Te imaginas? ¡Un portero, un esclavo…! Cree tener algo de valor y, al
momento, pide dinero por ello. Bien, te aseguro que le canté cuatro verdades. —Otro
buen trago. El vaso, lleno de nuevo—. Por supuesto, al final le pagué. Tuve que
hacerlo, ¿sabes? Pero no el precio que me había pedido. Regateé y regateé hasta que

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me suplicó piedad. No ha nacido el miserable esclavo capaz de estafar al viejo
Livinio Decio Severo, ¿verdad, muchacho?
No venía en absoluto a cuento, pero no pude resistir la tentación de preguntar:
—¿Y cuánto te pedía al principio?
—¡Oh…! Bien, no recuerdo exactamente… —Carraspeó repetidas veces, se agitó
en el asiento y, por último, respondió—: Mil trescientos o mil cuatrocientos, creo.
Y yo me dije: «¿Y fuiste capaz de rebajar nada menos que cuatrocientos, padre?
¡Pues menudo as del regateo estás hecho!».
—Eso es. Rebajé el precio hasta lo que consideré justo. Le dije: «Estos
documentos pertenecen a mi hijo, Livinio, y será mejor que los entregues si no
quieres verte en graves apuros». Y el hombre se avino a razones.
Me dirigió una vaga sonrisa y dio unos sorbos más hasta apurar de nuevo el vaso.
—¿Sabes qué hay en los documentos? —pregunté en un tono de voz más sedante
que un brisa estival. Mi padre me miró con extrañeza y le escancié otro vaso.
—¡Ah, Livinio! —dijo al tiempo que sacudía la cabeza—. ¿Por quién me tomas?
¡Claro que no los he leído! Jamás haría una cosa así. Por lo tanto, queda claro que no
sé qué dicen.
Esperé un rato. A decir verdad, me estaba gustando aquella forma de
interrogatorio que, al parecer, consistía sobre todo en mantener la boca cerrada
mientras el otro hablaba. También me ayudaba a pasar por alto los aspectos patéticos
y a concentrarme en los divertidos, de los cuales había en cantidad considerable
(estoy seguro de que ya os habréis dado cuenta de ello).
—Sabía que eran tuyos y supuse que eran importantes —continuó—. Por lo que a
mí concierne, era lo único que contaba.
«Sí, padre, claro que sí», pensé. Pero me limité a responder:
—Necesito verlos, padre. Tengo que verlos ahora mismo, esta noche.
—Hum… —murmuró al tiempo que asía la jarra de vino que tenía más cerca.
Esperé de nuevo y empezó a tararear una tonada. Seguí esperando y, al cabo de un
rato, se puso a tararear otra cosa.
—Padre, me gustaría empezar a concluir este asunto. Sé que es tarde, pero
llamaré un carruaje y nos acercaremos a la vieja casa…
Me miró con una expresión de borracho y un asomo de sonrisa burlona.
—¿Para qué? —preguntó, encogiéndose de hombros.
—¡Cómo…! ¡Para cogerlos! —respondí—. Para recoger los documentos.
—Hum… Sí, sería estupendo…
Como podéis imaginar, me costó un gran esfuerzo mantener la actitud de calma
que había exhibido durante toda la velada (o, al menos, desde mi temprana y ya
lejana explosión inicial).
—Se trata de un asunto muy importante, padre. Te aseguro que debo conseguir
esos documentos cuanto antes. Ahora mismo, si es posible.

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—Está bien, Livinio, está bien —refunfuñó y me lanzó una mirada ceñuda con
implacable irritación paternal—. No sigas interrumpiendo nuestra velada juntos. «Los
documentos, los documentos», es lo único que he oído durante toda la noche. Sí, son
importantes, lo sé. Y estoy de acuerdo en que debes conseguirlos pero, por el amor de
Júpiter, no puedo ayudarte. Ya no los tengo.

Continué sirviéndole vino hasta que perdió el sentido; después, ordené a dos esclavos
que lo trasladaran a una pequeña habitación de invitados al fondo del pasillo y que no
abandonaran su lado por ningún motivo. También di instrucciones de que me
despertaran al amanecer.
Tan pronto estuve en pie, envié mensajeros a mis lictores, Junio y Claudio
Barnabas, y a mi otro primo, Avito Loliano Fino. Cuando terminé de darme un baño
y de vestirme, ya habían llegado a mis aposentos; entonces despertamos a mi padre,
lo sacamos de la cama y, con toda la autoridad oficial de que estaba investido, lo
condujimos como virtual prisionero por la ladera de la colina la media milla que nos
separaba de nuestra antigua casa, la de mi infancia.
Mi padre continuó balbuciendo protestas hasta que, casi agotada mi paciencia,
cerré el puño y lo golpeé en la frente con fuerza. Eso bastó para que callara al
instante. Después, con Junio como portador de las fasces, entramos en la casa e
iniciamos el registro.
Colocamos a mi padre en un taburete de dura madera, humillado y taciturno.
Después, hicimos trizas las estancias, literalmente: el dormitorio y el estudio de mi
padre, la alcoba de mi madre, la sala de estar… Arrancamos cajones, forzamos
cómodas, destrozamos frescos, desmontamos azulejos y hurgamos el suelo en busca
de agujeros secretos. Incluso destripé cojines de diván y abrí boquetes en las paredes
del cuarto de aseo. Mientras tanto, mi padre permaneció sentado, silencioso y
abatido. Finalmente, no conseguimos descubrir nada.
Agotado, me detuve un momento a recobrar el aliento, pero ello no me sirvió para
tranquilizarme. Al contrario, me notaba a punto de hervir de rabia. Como era de
esperar, mi padre escogió aquel preciso momento para levantar la cabeza.
—¿Cuánto más voy a tener que aguantar? —preguntó de improviso—. Un hijo
que arrastra a su padre por las calles, que registra la casa de su progenitor… ¡Ah, qué
vergüenza, qué terrible…!
Y en aquel preciso instante, no pude soportarlo más. Por horrible que fuera mi
acción, en un momento de furia ciega, me lancé sobre él, lo derribé del taburete, lo
inmovilicé contra el suelo y cerré ambas manos con fuerza en torno a su cuello.
—¿Dónde están, hijo de perra? —chillé y golpeé su cabeza contra el suelo de
duras baldosas al ritmo con que pronunciaba tales palabras.
—¡Ajjj…! —fue lo único que acertó a decir y, a continuación, noté que mis
primos me separaban de él.

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—¡Por los dioses, tío Decio, dinos dónde están esos documentos! —insistió
Claudio mientras él y los demás me inmovilizaban.
—Locos… —jadeó mi padre, buscando aire. Luego, recobró fuerzas lentamente y
se debatió por levantarse del suelo—. Estáis todos… locos —repitió, apoyado en el
aparador que tenía tras él.
Mientras Loliano me mantenía inmovilizado, Junio y Claudio tomaron a mi padre
por las axilas con suavidad, lo condujeron al otro extremo de la sala y lo sentaron en
el borde del diván.
—Por favor, tío Decio —intervino Junio con un tono suplicante que no había oído
nunca en su voz.
Estudié unos instantes a mi primo, el pretencioso, y pensé que tal vez era sólo el
aspecto que ofrecía esos días lo que hacía que su tono de voz pareciera más normal:
la barba cerrada, oscura y poblada y aquellas cejas gruesas y desordenadas que, de
pronto, parecían tan cautivadoras. De hecho, toda aquella pelambrera contribuía a
dulcificar el perfil de la mandíbula, un poco duro, incluso ampuloso, por el cual era
famoso. En esa ocasión, a decir verdad, su rasgo dominante eran los ojos, que
brillaban ardientes entre tanto pelo. Sí, me dije, era un rostro velludo, pero también
amistoso.
A decir verdad, incluso mi padre parecía encontrarlo simpático. Contempló a
Junio, en especial aquellos ojos, como si fuera a encontrar la redención en ellos,
mientras el resto de nosotros, que sabíamos que no seria así, nos limitábamos a
aguardar a que hablara por fin.
—Los he vendido —dijo.
—¿Qué? —exclamé. Pero lo había entendido perfectamente: todos lo habíamos
oído, por supuesto. Era sólo que, normalmente, unas palabras de tal trascendencia,
pronunciadas de un modo tan simple y tan suave después de tan larga espera,
necesitan ser dichas más de una vez.
—Se los he vuelto a vender al mismo tipo, a ese Telefo —explicó mi padre. Se
inclinó un poco hacia delante, con el rostro entre las manos, y pensé que, de haber
sido cualquier otro y no mi padre, ya se habría echado a llorar. Pero yo sabía muy
bien que mi padre hacía mucho tiempo que había olvidado qué era derramar una
lágrima… salvo cuando estaba muy bebido y aún era capaz de soltar un par de
lloreras alcohólicas.
—¿Cuándo? —preguntó Junio.
—Anteayer. Sí, a primera hora de la mañana. Telefo se presentó y dijo que por fin
había…
Enmudeció en seco y bajo la vista con la manifiesta esperanza de que nadie
hubiera notado el desliz.
—¿Por fin había qué? —pregunté desde el otro extremo de la estancia. Después,
me acerqué lentamente y me coloqué ante él—. ¿Por fin había encontrado un
comprador? ¿Es eso? ¡Por supuesto! Has estado intentando venderlos desde el

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principio. Naturalmente, en ningún momento has tenido la intención de dármelos.
¡Unos documentos de tu propio sobrino dirigidos a tu único hijo!
Me dispuse a añadir algo más pero, por alguna razón, no pude. Lo intenté otra
vez, pero seguían sin salirme las palabras. Y, por último, me di cuenta de que tenía el
rostro bañado en lágrimas y la voz sofocada y me marché de allí a toda prisa.

Por supuesto, Telefo ya no estaba en su refugio del edificio de pisos. Llegué hasta el
lugar a pie, tras salir en solitario de la casa de mi padre… aunque no tardé en advertir
que mis primos me seguían los pasos a corta distancia.
Llamamos a su puerta; después, la abrimos a puntapiés y entramos, pero las
habitaciones estaban vacías, desnudas incluso de las escasas pertenencias que
habíamos visto allí en la ocasión anterior. Recorrimos el pasillo, furiosos, y llamamos
a todas las puertas. Los vecinos se asomaron, irritados y desafiantes al principio, pero
muy pronto sumisos y asustados al percatarse de la presencia de las fasces.
—Se ha marchado, mis señores —dijo la anciana que ocupaba la vivienda
contigua—. Ni idea —contestó cuando le pregunté si sabía adónde.
Todo el mundo nos dio las mismas respuestas: apenas conocían a Telefo, quien
sólo llevaba unas semanas allí. De hecho, no tenían idea de quién era o de dónde
procedía y mucho menos de las razones de su marcha, tan apresurada, ni de su nuevo
paradero.
—Aquí, la gente viene y va —apuntó la anciana con una sonrisa torva, y algunos
de los presentes corearon el comentario con una risilla nerviosa.
Nos desplegamos por el edificio. Loliano se encargó del piso inferior y Claudio
del superior, mientras Junio y yo nos repartimos la planta en la que estábamos, y
llamamos a cada una de las puertas de la larga serie de ellas que se abría al otro lado
del hueco de la escalera.
Junio y yo nos volvimos a encontrar unos minutos más tarde, frustrados ante la
falta de resultados. Cruzamos el estrecho pasillo que llevaba desde la escalera al ala
del edificio donde Telefo tenía su refugio y seguimos el pasillo hasta la puerta en
cuestión. Y allí, a unos pasos de ella, advertí con asombro la presencia de una decena
de hombres fuertemente armados y vestidos con perfecto uniforme de batalla. Con
ellos y al mando de la escuadra, ataviado hasta con la banda marrón de tribuno
cruzándole el pecho, se hallaba el propio Marco Antonio.
Mientras avanzábamos hacia ellos, vi que Junio se erguía y comprobaba las fasces
para cerciorarse que quedaban visiblemente destacadas. En aquel preciso instante,
una vez terminadas sus pesquisas, Loliano se reincorporó al grupo y se colocó a mi
altura.
—Saludos, mi señor Livinio Severo —dijo Antonio con exagerada formalidad.
—Sí —respondí con un lento gesto de asentimiento, en busca de un efecto teatral
—. Saludos.

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—Tengo entendido —continuó Antonio— que has estado interrogando a la gente
de mi distrito…, a esa gente… —y, al decir esto, movió la mano en un gesto amplio
que quería abarcar al puñado de inquilinos que en aquel momento nos contemplaba
con ojos curiosos y saltones—, acerca del paradero de un tal… ¿Telefo? ¿Es ése el
nombre?
—Exactamente —asentí—. Telefo.
Habíamos continuado nuestro avance hacia la puerta y, en aquellos momentos,
estábamos apenas a unos palmos de Antonio y sus matones.
—Te acuerdas de él, ¿verdad? —dije—. El hombre del cinto plateado, ése que te
gustaba tanto. Al menos, te gustó en el dormitorio…
—Sin duda, Livinio —continuó Antonio con aire congraciador, haciendo caso
omiso de mi pequeña pulla—, sabrás que es ilegal interrogar a un plebeyo sin
consultar primero con el tribuno de su distrito.
—Telefo no es ningún plebeyo —respondí—. Los plebeyos son hombres libres y
ciudadanos respetables de Roma. Telefo es un esclavo fugitivo, y la ley que has
mencionado no es de aplicación en su caso.
Antonio asintió y movió la mandíbula con evidente irritación; luego, para mi
sorpresa, descargó el puño contra la pared más cercana con gran fuerza.
—Mi señor Livinio, ahórrate los tecnicismos; tu investigación ha terminado.
—Antonio… —empezó a decir Loliano. Se adelantó a mi posición y, al verlo,
supe al instante qué iba a decirle. Mi primo habría sido muy capaz de retar a Marco
Antonio a una pelea a puño limpio. («Sólo nosotros dos», imaginé que iba a decirle, y
el propio Loliano me confesó más adelante que, en efecto, había estado a punto de
hacerlo). Observé que los hombres que rodeaban a Antonio se aprestaban a la pelea;
incluso vi las sonrisas presuntuosas en sus rostros, de modo que me apresuré a posar
una mano tranquilizadora en el hombro de mi primo y, gracias a los dioses, Loliano
se contuvo y dio medio paso atrás.
Antonio y yo nos miramos en silencio un instante. A continuación, le dije:
—No puedes impedir esta investigación, Antonio.
—¿Eso crees? —Se echó a reír y sus hombres le corearon.
—Tu cargo no te ofrece una inmunidad absoluta —continué—. Hay cosas tan
terribles que incluso un tribuno puede ser llevado ante la justicia por ellas.
—¿Te refieres a mí? —preguntó Antonio con una nueva risotada.
En aquel preciso instante, llegó Claudio a la carrera, se inclinó hacia mí y me
cuchicheó entre jadeos:
—Acabo de sobornar a alguien y me ha dicho adonde ha ido Telefo.
—¿Y bien? —pregunté. Claudio me susurró la respuesta.
—¿A Rávena? —exclamé y levanté la vista a tiempo de ver cómo Marco Antonio
enrojecía amenazadoramente—. Ahí es donde…
Pero Claudio, prudentemente, me pellizcó en el hombro como advertencia para
que guardara silencio y me detuve antes de proclamar a gritos aquello, también. Pues,

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naturalmente, en Rávena era donde esperaba César con sus legiones.

Cuando los cuatro llegamos a mi casa, podría decirse con justicia que ya había
empezado a derrumbarme un poco.
En realidad, bastante más que un poco. En realidad, estaba maldiciendo a gritos el
hecho de que nada resultara bien jamás. ¿Cómo iba a vengar a mi primo, ahora? Y,
además, ¿por qué diablos Telefo había escogido Rávena, precisamente, para
refugiarse?
Mis primos me ayudaron a acostarme pero continué divagando y, por último,
insistieron en que, para empezar, abandonara de inmediato la recomendación del
médico.
—Ese médico está loco, te lo aseguro —insistió Junio—. Créeme, nadie ha hecho
un hijo a su esposa a base de no beber. Si acaso, es al contrario.
—¡Por Júpiter que tomarás un vaso de vino! —le secundó Claudio.
Un minuto más tarde, Loliano me ofrecía un vaso lleno hasta el borde y, con él,
mi experimento con la abstinencia llegó a un brusco y definitivo final.

Ignoro cuánto bebí esa noche, pero sé que fue mucho. También sé que no sirvió de
gran cosa; en lugar de tranquilizarme, me limité a devenir menos coherente y la
mayor parte del tiempo continué notando lágrimas en los ojos.
—Qué desfachatez la de Antonio —balbuceé por enésima vez—. Y ese inútil de
Telefo…
Me enfurecí con ellos y me lamenté amargamente por la falta de progresos en el
caso, pero ni una sola vez mencioné a mi padre o su intervención, que era, casi con
seguridad, lo que me había sacado de mis cabales.
—Necesitas a Fulvia —dijo Claudio de repente—. Mandaremos un correo y la
haremos volver enseguida.
—¡No! —exclamé en mi ebriedad, aunque era lo más coherente que había dicho
en bastante rato. Al fin y al cabo, no le quedaba mucho tiempo de estancia en
Aquileia y enviar un mensaje mediante un correo no haría sino adelantar la marcha
apenas unos días. Además, una llamada urgente la asustaría y todos, Fulvia, mi madre
y los demás, volverían corriendo para afrontar una situación que, en cualquier caso,
no podían hacer nada por aliviar.
—No —repetí con más aplomo. Después, me volví boca abajo y traté de
calmarme lo suficiente como para conciliar el sueño con visiones de Fulvia, a la que,
desde luego, necesitaba en aquel momento más que a nadie en el mundo.

—Hola, hijo mío —dijo una voz dulce e inconfundible.

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Por un instante, creí estar soñando. Después, miré alrededor de mí y allí estaba,
sentado al borde de la cama: Cicerón, en carne y hueso y esbozando una sonrisa.
—Alabados sean los dioses —murmuré. Después, me senté en el lecho junto a él
y apoyé la cabeza en su hombro mientras me estrechaba entre sus brazos.
—Amado maestro —sollocé.
—Comprendo lo difícil que ha sido —repitió él en varias ocasiones.
—Mi propio padre… —continué entre hipidos.
—Sí —dijo Cicerón—. Me lo han contado.
Continuamos largo rato sentados como estábamos, los dos a solas (puesto que mis
primos se habían retirado discretamente), hasta que por fin me tranquilicé y los
sollozos remitieron.
—Ya basta —dijo entonces Cicerón, apartándome con suavidad a la distancia del
brazo—. Es hora de que te endurezcas frente al mundo.
Al oír aquello, pensé: «¡Y lo dices precisamente tú, Cicerón, que eres tan delicado
y sensible al menor soplo de brisa!».
—Y lo digo precisamente yo —añadió—, que soy tan delicado y sensible al
menor cambio alrededor de mí.
—¿Hay algo que no sepas? —pregunté con asombro. Y, acto seguido, los dos
sonreímos e incluso soltamos una breve risilla.

—Has olvidado tu misión —dijo con tono provocativo.


—¿Qué misión? —respondí y le devolví la sonrisa. Empecé a sentirme casi
recuperado.
—Hace mucho tiempo te dije de quién debías estar pendiente —declaró Cicerón
con absurda formalidad. Y, a pesar de todo, estallé en una carcajada.
—¿Te refieres a Curio? ¡Por Júpiter, pero si ya hace casi tres años! Y te lo
aseguro —añadí—, no es un hombre tan interesante…
—¿Oh? —Cicerón me hizo un gesto de advertencia con el índice.
—Pero, maestro —dije entonces, en un tono bruscamente serio—, debo descubrir
al asesino de mi primo, Lucio Flavio. Y ahora —proseguí— estoy más seguro que
nunca de que fue Marco Antonio.
Cicerón se frotó la barbilla y asintió despacio.
—Podría ser —murmuró—. Desde luego, Antonio… en fin, no es un hombre
agradable. —Su mirada se perdió en el vacío mientras, aparentemente, meditaba
alguna idea—. ¿Qué hay de ese Telefo? Ha huido a Rávena, ¿no es eso?
—Sí.
—Bien, ¿quién sabe? Quizá eso sea de alguna utilidad. —Tras esto, con el aire
inconfundible de un hombre agotado y resignado, movió la cabeza en gesto de
negativa y juntó las manos—. Fíjate, Livinio; ambos campos están armados hasta los
dientes: Pompeyo, a un lado, César al otro. Y Roma, la República, atrapada en medio.

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—Hizo una pausa y se pasó las yemas de los dedos de la mano diestra por la frente—.
Y, por supuesto, está esa investigación tuya. No creas que me la tomo a la ligera; sé
que querías mucho a tu primo y que ha habido varios asesinatos más, pero presiento
que…
Dejó la frase a medias, me miró, se llevó las manos a los ojos y, por primera vez
en lo que iba de velada, tuve ocasión de estudiarlo durante unos momentos. La
verdad sea dicha, tenía un aspecto terrible: viejo, cansado y enfermo, con las mejillas
hundidas, ojeras muy marcadas y arrugas por todas partes.
En cierto modo, no era una sorpresa; como todo el mundo en Roma, yo también
sabía que nuestro descenso hacia la tiranía estaba sorbiendo la propia esencia vital de
su ser.
—… presiento que existe alguna… en fin, no me atrevo a utilizar una palabra tan
fuerte como conexión, pero tengo la sensación… Y no sé por qué, de modo que no
me lo preguntes, pero una vez más te insto a que sigas pendiente de Cayo Escribonio
Curio.
Sacudí la cabeza y reflexioné.
—Curio… —murmuré—. Lo he observado muy de cerca durante mucho tiempo.
Ese hombre, maestro, no es tan puro e inocente como una vez te dije. ¿Pero una
implicación en todo esto? ¿Una conexión? Con toda franqueza, tal idea me parece
absurda.
Cicerón sonrió —una gran sonrisa, ancha y sincera, surgida del fondo de su
corazón— y me abrazó otra vez.
—Por supuesto —asintió—. Absurdo. Ya soy un viejo y ahora sólo sugiero, sólo
indico. Órdenes, instrucciones o incluso recomendaciones están más allá de mi débil
jurisdicción. Pero puedo hacerte memoria, y eso hago. La República está en peligro y
tú también lo estás. Y Curio, como siempre, es tu mejor y más fácil acceso al meollo
de todo el asunto.
Me contempló detenidamente a través de sus ojos turbios. Después, en otra
muestra más de afecto paternal, me estrechó entre sus brazos.
—Te quiero mucho —declaró. A continuación me soltó, se puso en pie y salió
pausadamente.

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XXI

Desde luego. Cicerón acertaba en una cosa: el punto de ruptura estaba próximo.
Pompeyo tenía en todas partes agentes que intentaban, por todos los medios posibles,
incrementar el número de efectivos bajo su mando; más aún, tenía entre sus tropas
dos legiones que César le había prestado el año anterior y ahora se negaba
desdeñosamente a devolvérselas. En cuanto a César, sus agentes insistían en su
afirmación de que esperaba en Rávena con apenas una mísera legión, pero informes
recientes, casi del momento, decían que otras dos marchaban hacia allí desde las
Galias y se unirían a él en breve.
¿Dónde dejaba todo esto a nuestra exhausta República? ¿Qué sería de las
elecciones y de la libertad de expresión? ¿Qué, del juego limpio y de la igualdad ante
la ley? Y, ¡ah, sí!, lo más importante en mis reflexiones: ¿qué destino aguardaba a la
legendaria piedra angular de Roma, el rápido e implacable dictamen de la justicia?

Dormí profundamente y, al despertar, me sentí recuperado por completo. Casi salté de


la cama, con un hambre de oso, y encontré a mis primos holgazaneando en el
comedor ante unos huevos, unas ostras y unas galletas recién hechas.
—Pareces descansado —dijo Claudio Barnabas con un guiño burlón.
—Sí, muchísimo —contesté.
Se miraron entre ellos y volvieron a contemplarme entre sonrisas irónicas.
—No me extraña —comentó Junio—. Ya es mediodía.
Abrí la boca y volví a cerrarla. Noté que me sonrojaba. No dormía hasta tan tarde
desde hacía años.
—Bueno…, ya sabéis…, los beneficios del descanso y todo eso.
Me serví un plato a rebosar de huevos y tomé asiento con ellos.
—No lo creas —intervino Claudio—. Nada como un poco de agotamiento para
poner al descubierto tu alma más profunda, ¿no?
—¡Oh, cállate! —exclamé con la boca llena, y todos se echaron a reír—. Además,
ya tengo suficiente de conversaciones significativas y de pensamientos profundos
para bastante tiempo. En adelante, seré estrictamente superficial.
—Trivial de pies a cabeza, ¿no, Cayo? —apuntó Junio, y nos echamos a reír de
nuevo. Todos, menos Loliano Fino; éste, de pronto, adoptó una expresión de seriedad
mortal.
—No me lo creo. No te creo capaz de ello, Cayo —afirmó.
«¡Por los dioses, este hombre me encanta por su sinceridad!», pensé.
—Yo tampoco lo creo, primo —respondí al instante y lo miré directamente a los
ojos, pues nunca había tonteado con Loliano en asuntos como aquél. Por una parte,

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mi primo legionario no entendía demasiado bien aquellos juegos o, por lo menos, no
le gustaban; por otra, su franqueza era un don demasiado raro y demasiado valioso
como para hacerlo objeto de bromas. Y, por si todo ello no fuera suficiente, recordad
esto: mi absurda idea de pasar la hoja y empezar de nuevo era, por supuesto,
absolutamente inviable.
Como podéis suponer, los hermanos Barnabas no eran nunca igual de perspicaces
cuando se trataba de reconocer el momento de dejar de bromear y, en aquel momento,
sus ojos brillaban con la perspectiva de una nueva chanza ingeniosa.
—Bien, basta de tonterías —me apresuré a soltar antes de que pudieran añadir
una palabra más y llevaran las cosas demasiado lejos. Los dos hermanos captaron la
insinuación y guardaron silencio mientras yo daba cuenta del desayuno.

Durante toda aquella semana, Escribonio Curio había insistido varias veces en que
volviéramos a trabajar para él. «Crisis inminente, os necesito ahora», había escrito en
un mensaje urgente. «Gran discurso nuevo en preparación; necesito vuestra ayuda»,
decía otro. Y había varios más en parecidos términos.
—Bien, mientras yo termino aquí, ¿por qué no os llegáis hasta su casa y
comprobáis si todavía nos necesita? —sugerí con una sonrisa a los hermanos
Barnabas. Junio y Claudio obedecieron con diligencia, pero estaban de vuelta antes
de que hubiera pasado una hora.
—La casa está cerrada —informó Junio—. El hombre de la puerta dice que Curio
se ha marchado a Tívoli, se supone que para tomarse un descanso.
—Pero, como es lógico, probablemente ha acudido allí para consultar de nuevo a
Pompeyo —añadió Claudio.
—Por supuesto —asentí.
Acababa de darme un baño y estaba tendido sobre una larga mesa de masajes
cubierta de toallas calientes. Mientras hablábamos, dos esclavos me secaron y me
embadurnaron de aceite.
—Tenemos que irnos, Livinio —dijo Claudio—. Ya has oído lo que dice Cicerón:
que Curio…
—Sí —lo interrumpí—. Ya lo he oído. Y no quiero que se entere todo el mundo.
Claudio se ruborizó ligeramente y Junio le dio un enérgico codazo en las costillas.
—¡Ay! —exclamó Claudio—. ¿Qué diablos…? —añadió y respondió con un
puñetazo al estómago de su hermano.
Me volví a tiempo de ver a Junio doblarse de dolor y a Loliano Fino
contemplarlos a ambos con una expresión entre divertida e incrédula y pensé que
Junio y Claudio eran, ciertamente, bastante inteligentes, extraordinariamente leales a
mí y, además, dos personas encantadoras. Sin embargo, también quedé absolutamente
convencido de que, por mucho que lo intentara, jamás podría negar el hecho de que
eran dos de los tipos más extravagantes que había conocido.

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—¡Primos! —exclamé con voz un poco demasiado alta, y los dos olvidaron su
bufonada y me miraron, sonrojados—. Ya es suficiente, primos —continué con más
calma. Esperé un instante a que se tranquilizaran antes de seguir—: Como os
comentaba, sé lo que dijo Cicerón y tengo un respeto inmenso por sus opiniones y
por sus análisis. Por lo tanto, iremos a Tivoli para ver a Curio. Al menos, alguno de
nosotros hará el viaje.
Los tres me miraron entonces, mientras yo hacía otra pausa para meditar el plan.
En realidad, no tenía el menor interés en ir tras los pasos de Curio pero, de pronto, me
di cuenta de que su marcha me ofrecía la ocasión perfecta para que, por fin, pudiese
ocuparme de un asunto menor de mi incumbencia.
—Quiero que vayáis los dos —indiqué a Junio y Claudio—. Por supuesto, tenéis
que concertar un encuentro con él lo antes posible y debéis averiguar todo lo que
podáis sobre sus intenciones y sus movimientos… Pero, naturalmente, no hace falta
que os hable de todo eso. Ahora viene la parte peliaguda: cuando lleguéis ante Curio,
decidle… Veamos… Sí, decidle esto: que en el último momento he recibido la noticia
de que mi esposa está enferma y que he partido apresuradamente hacia Aquileia para
estar a su lado. Sí, es perfecto; decidle eso. Que Fulvia está enferma y que he salido
hacia el norte para verla.
Continuaron mirándome con aire inexpresivo hasta que, por fin, Junio preguntó:
—Pero no está enferma, ¿verdad?
—No, claro que no.
—Bien, pero entonces, ¿adónde te propones…?
—¡A Rávena, por supuesto! Allí es adonde me dirijo.
Y entonces, en un instante, todo quedó muy claro ante sus ojos.

Junio y Claudio partieron para Tivoli aquella tarde mientras, a petición mía, mi primo
Loliano Fino se quedaba para acompañarme en el trayecto hacia el norte. Partimos al
día siguiente al amanecer y, pese a cabalgar día y noche en las monturas más rápidas
que pudimos encontrar, tardamos cinco días y medio en llegar a las afueras de la
población. Encontramos un lugar aislado con una corriente de agua próxima en la que
poder bañarnos y acampamos allí a pasar la noche. A primera hora de la mañana
siguiente, ya limpios y refrescados, cruzamos las puertas de la ciudad. Uno de los
centinelas nos pidió nuestros documentos. Le dejé ver por un instante un retazo de mi
banda verde de senador mientras Loliano señalaba sus charreteras de legionario y el
guardia se apresuró a franquearnos el paso con abundantes disculpas. Dejamos los
caballos en la parada de postas situada junto a la puerta, dentro de las murallas, y
continuamos a pie.
Rávena bullía de actividad, en efecto, pero no se detectaba un ambiente prebélico,
lo cual me sorprendió pues esperaba encontrar la ciudad convertida en un auténtico
campamento, llena de soldados, de armamento, de caravanas de suministros y de

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controles en todas las calles. En lugar de ello, sólo observé en ellas la presencia de
algún que otro grupo de soldados; y ello en un día de mercado, cuando uno hubiera
esperado que los legionarios llenaran la ciudad.
Lo que había en abundancia era vendedores; estaban en todas partes y ofrecían,
añadiré, un surtido de productos muy considerable. Había literas (con sus
correspondientes esclavos porteadores, por supuesto) en alquiler, por horas o por días.
También había una enorme cantidad de comestibles, la mayor parte de ellos de una
calidad sorprendente: aceitunas de la lejana Iberia, higos de Sicilia y varias piezas de
ternera que serían la envidia de cualquier carnicero de Roma. Había alhajas de plata
procedentes de un lugar remoto llamado Britania, sedas y carmines de labios llegados
del misterioso Oriente. Incluso vimos tenderetes de especuladores locales que
ofrecían terrenos a la venta o casas en alquiler.
Un hombre —un agente inmobiliario, estoy seguro— me miró abiertamente con
el aire del experto en reconocer forasteros y exclamó:
—¡Rávena, ciudad del futuro!
Y en aquellos precisos instantes, tal afirmación resultaba difícil de rebatir.
Tras unas discretas indagaciones, supimos que el campamento quedaba a una
milla de la ciudad y que César había establecido un ingenioso sistema de pases
gracias al cual no había en ningún momento, dentro de la ciudad, más allá de un
centenar de sus soldados.
Así pues, según pudimos comprobar, Rávena disfrutaba de la mejor de las
situaciones posibles: una prosperidad propia de tiempos de guerra, pero sin
hostilidades declaradas… y sin tan siquiera el inconveniente de tener que soportar en
sus calles un número excesivo de soldados alborotadores. Según nos contaron, las
cosas se habían mantenido así desde hacía un año o más; por lo tanto, me parecía
comprensible que todos los habitantes de la ciudad hubieran llegado a la misma
conclusión: que aquel ritmo de vida, manifiestamente pasajero, se había convertido
de algún modo en permanente. O, al menos, era esa impresión de permanencia lo que
parecían estar vendiendo a los visitantes confiados.
Una vez terminadas nuestras pesquisas iniciales, adoptamos una actitud aún más
discreta, pues no queríamos en modo alguno alertar de nuestra presencia a Telefo (ni
a él ni a nadie más, para ser preciso). Por supuesto, contábamos con una ventaja:
nosotros estábamos a la expectativa mientras que él, lo más probable, se sentía
suficientemente a salvo y no estaría tan prevenido.
Loliano y yo cruzamos el mercado; más allá, cuando las tiendas se hicieron más
escasas, recorrimos las calles ojo avizor. Al acercarnos a la periferia del centro de la
ciudad, descubrimos una pequeña zona de tabernas y posadas de aspecto poco
recomendable y decidí que podía ser el sitio adecuado donde buscar.
Mientras yo me mantenía discretamente donde no pudiera ser visto (sin resultar
ridículamente sospechoso, por otra parte), Loliano patrulló la zona y se asomó a los
locales que juzgó oportuno hasta que, casi una hora después, apareció de nuevo y me

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encontró, aburrido, junto a la entrada de servicio de un hotelucho especialmente
cochambroso.
—Lo he visto, primo; esa cabezota pelada es inconfundible —anunció con una
sonrisa de alivio—. Estaba en esa taberna… —Señaló una puerta pintada de amarillo
chillón, calle abajo y en la acera opuesta, que era la entrada a la planta baja de una
posada—. Sí, ésa, Livinio. Estaba ahí con un grupo, pero no he reconocido a nadie.
Telefo estaba bebiendo, por supuesto, y le he oído concertar una cita para esta noche
en un lugar fuera de la ciudad, en las inmediaciones del campamento de César, al que
acuden todos los soldados. Después, ha salido del local y ha vuelto a su habitación.
Parecía borracho y cansado, como si hubiera estado despierto toda la noche. Imagino
que ahora dormirá un rato, para salir más tarde en dirección al campamento.
Asentí despacio, me froté la barbilla y le devolví la sonrisa.
—Ya veo —murmuré—. Bien, un trabajo excelente, primo —añadí, pues sabía
cuánto apreciaba Loliano una palabra de encomio cuando la merecía. Y así sucedía
esta vez, pues había efectuado una tarea de espionaje que ni yo ni mis otros dos
primos habríamos podido llevar a cabo. Y todo aquello se había conseguido, cabría
añadir, sin necesidad siquiera de mencionar el nombre de Telefo (algo que podría
habernos puesto en grave peligro a todos). También me felicité a mí mismo, pues su
actuación confirmaba mi opinión de que Loliano era la persona más indicada que
podía haber llevado conmigo en aquella parte de la investigación.
—Me da la impresión de que no crees que debamos interrogar a Telefo en este
momento —comenté—. ¿Consideras quizá que es mejor seguirlo más tarde y
observar qué hace?
—Eso es, Livinio. Exacto —aseguró efusivamente.
Una vez más, asentí con parsimonia y sonreí, pues ya no me quedaba la menor
duda. Al fin y al cabo, había captado en su voz un tono de autoridad que mi primo
reservaba generalmente para el cuartel y me dije que, si tan seguro se mostraba acerca
de Telefo, yo también debía estarlo. Con esto, el asunto quedó decidido.

La cantina instalada en las inmediaciones del campamento de César era lo que


esperábamos encontrar: un local grande y ruidoso, lleno de soldados pendencieros y
borrachos. El establecimiento hedía a vino agriado, a vómitos y a orina, y muchos de
los soldados apestaban igual.
—¡Oooh! —exclamó un legionario en el preciso momento en que hacíamos
nuestra entrada: a continuación, el hombre se derrumbó de cara sobre una gran mesa
redonda situada en mitad del local. La cantina estalló en risotadas y comentarios
burlones, lo cual resultó sumamente oportuno, ya que captó la atención de todo el
mundo en el momento crucial en que penetrábamos en el local.
Loliano se acercó a la barra a pedir una jarra de tinto barato mientras yo echaba
un vistazo. Cuando llegó con el vino, ya había descubierto a Telefo con otros tres

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hombres en un gran diván junto a una mesa de comer.
—Y ahora, ¿qué? —murmuró Loliano.
Me encogí de hombros y pregunté a mi primo si conocía a alguno de los
acompañantes del esclavo fugitivo, pero Loliano se limitó a mover la cabeza en
silencio.
Buscamos dos asientos lo bastante próximos como para observarlo y dimos
cuenta del vino a tragos nerviosos. Al cabo de unos minutos, cuando aún no
habíamos decidido qué hacer a continuación, Telefo inició una aparatosa despedida
de sus compañeros, se levantó de la mesa poco a poco y, por último, abandonó la
cantina sin compañía.
Lo seguimos a prudente distancia. Al salir, tomó a la izquierda; después, dobló de
nuevo a la izquierda y tomó un sendero que conducía hacia el campamento, distante
unos cientos de pasos. La noche era negra como el betún, sin luna ni estrellas, lo cual
nos ayudaba a ocultarnos pero también nos dificultaba mantener a la vista a Telefo.
La falta de luz también ralentizaba el avance, pues debíamos poner mucha atención
para evitar tropezar en las roderas y baches del camino.
Pronto quedaron a la vista las luces de las antorchas del campamento y en un
instante nos encontramos allí, tras los pasos de Telefo entre las escuadras de
legionarios, algunos dormidos ya al aire libre y otros congregados todavía en torno a
las fogatas. El esclavo fugitivo se abrió paso entre los soldados rasos hasta las
pequeñas tiendas de los suboficiales y, después, hasta los alojamientos de campaña,
más amplios y equipados, de los oficiales superiores. Finalmente, se encaminó al más
lujoso de todos, una gran tienda engalanada con estandartes y gallardetes de aspecto
regio que no alcancé a distinguir en la oscuridad. Tras hacer un gesto con la cabeza al
centinela que dormitaba a la entrada, penetró en la tienda mientras Loliano y yo nos
deteníamos a corta distancia de ella.
Una vez más, no estábamos seguros de qué sucedería a continuación. Al cabo de
un momento, indiqué por señas a Loliano que me siguiera y nos aproximamos con
mucha cautela a la parte de atrás de la tienda. Tardamos un poco pero, por fin,
encontré una abertura en la lona, un resquicio por el que apenas podíamos pasar. Nos
colamos en el interior, primero yo y luego él, muy despacio y sin hacer ruido.
Nos encontramos en una alcoba pequeña y a oscuras, separada del resto de la
tienda por una cortina corrida, y oímos unas voces muy próximas. Loliano señaló un
pequeño haz de luz que se colaba por debajo de la cortina y los dos nos tumbamos en
el suelo con suma cautela; después, alzamos el borde de la cortina apenas lo
suficiente como para echar un vistazo al otro lado.
Allí estaba Telefo, en efecto, hablando con un hombre que nos daba la espalda y
al que no acababa de distinguir bien.
—¡Excelente! —oí decir al desconocido cuando Telefo hubo acabado. A
continuación, el hombre se puso en pie, se acercó a un aparador y se sirvió un poco

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de vino. Cuando se dio la vuelta para regresar al asiento tuve por fin, durante unos
instantes, una visión perfecta de su rostro.
Era Cayo Escribonio Curio.

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XXII

Allí en la tienda, tumbado en el suelo, inmóvil y sin aliento en la oscuridad, noté de


pronto la mano de mi primo apoyada en mi hombro. Naturalmente, con su gesto
pretendía reconfortarme, indicarme que sabía cómo me sentía y animarme a afrontar
la situación con valentía. Y yo se lo agradecí. Pero, fuera su intención o no, aquel
gesto de ánimo también me reveló la perplejidad de Loliano, incluso su temor, ante la
inesperada presencia de mi viejo mentor en aquel lugar.
¿Qué acababa de decirle Telefo a Curio? Para ser más preciso: ¿qué valiosos
documentos acababa de entregarle? Agucé el oído cuanto pude, pero sólo alcancé a
captar algunas frases intermitentes y, por lo que pude deducir, la conversación ya
había derivado hacia asuntos insustanciales, hacia los chismes más intrascendentes.
Oí mencionar el nombre de Marco Antonio en dos o tres ocasiones, seguido en una
de ellas de una estentórea risotada. Incluso oí citar mi propio nombre una vez,
acompañado de un par de risillas. Pero eso fue todo.
Aquello no nos llevaba a ninguna parte, pensé, y quedarse allí resultaba más
peligroso cada minuto que pasaba. Me dispuse a indicar a Loliano que era hora de
marcharnos cuando, en aquel preciso instante, se produjo un súbito revuelo de
actividad. Escuché las fuertes pisadas acompasadas de unas recias botas, como si
acabara de presentarse una formación de soldados; a continuación, el comandante de
la escuadra entró en la tienda, echó un vistazo al interior y retiró la cortina de la
entrada para abrir paso a alguien. Y al cabo de un instante más, recorriendo la tienda
con la mirada y cambiando saludos a diestro y siniestro, hizo su entrada ni más ni
menos que el propio Julio César.
Loliano se quedó sin aliento y esta vez me tocó a mí el turno de tranquilizarlo y
darle ánimos, pues mi primo había servido a las órdenes de César en las campañas de
Germania y, según lo que había llegado a mis oídos, había sido uno de los favoritos
de su comandante entre los oficiales jóvenes más prometedores.
Mi primo, por su parte, sentía casi veneración por César, aunque no es preciso
decir que lo hacía sin tomar en consideración los aspectos políticos. Loliano lo
adoraba por sus hazañas militares aunque, tanto si era consciente de ello como si no,
estaba influenciado sin duda, como tantos otros, por la destacada personalidad de
César.
De hecho, ahora que tenía ocasión de observarlo (irónicamente, más de cerca de
lo que había podido hacerlo nunca), empecé a apreciar por qué. Por ejemplo, estaba el
aspecto que ofrecía: con su figura de porte erguido, casi envarado, que destacaba
media cabeza por encima de cualquier otro, su apariencia podía catalogarse de
formidable. Sin embargo, todo ello quedaba suficientemente suavizado por una
sonrisa amplia y amistosa y por unos ojos diáfanos y despiertos, más pacientes que

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inquisitivos, más envolventes que intimidadores. También estaba su modo de andar
—su manera de entrar en la tienda casi como si se deslizara— y de comportarse: su
modo relajado y caballeroso de dirigirse a todos los hombres que lo acompañaban,
incluso al condenado Telefo, el fugitivo.
Supongo que no es preciso decir que ni mi primo ni yo podíamos apartar la vista
de la escena que se desarrollaba ante nosotros. Curio y Telefo se pusieron en pie de
sendos brincos tan pronto César hizo su entrada. El recién llegado abrazó a Curio
como a un amigo al que no veía desde hacía mucho tiempo y tuvo la considerable
cortesía de dirigir un saludo a Telefo, quien a continuación fue conducido fuera de la
tienda de forma rápida y expeditiva.
—Mi viejo amigo… —dijo César a Curio cuando estuvieron a solas y volvió a
abrazarlo.
—Mi dueño y señor… —respondió Curio.
Y al oírlo experimenté una punzada de algo que sólo puedo llamar dolor; un dolor
real y tangible que me recorría la frente y una extraña opresión en el pecho. Quise
gritar; a decir verdad, quise morirme. Y no mucho después me di cuenta de que
aquella noche había muerto algo dentro de mí, algún último vestigio de confianza
juvenil, supongo. Y decidí que nunca más me permitiría sufrir una derrota completa
ante nadie.
Después del saludo, sus voces descendieron de tono nuevamente y se redujeron a
suave murmullo, inaudible salvo algunas palabras sueltas: «discurso», «muy
importante», «demasiado generoso», «viejo tonto», «Pompeyo» y otras. ¿Quién podía
saber qué significaban?
Continuamos allí tendidos, sin atrevernos a movernos y casi sin respirar, durante
varias horas más. De hecho, César y Curio dormitaban en sus divanes cuando se
produjo un nuevo acceso de actividad y otro personaje de cierta importancia fue
conducido rápidamente al interior de la tienda y atravesó la zona principal hasta un
pequeño reservado situado a un lado, directamente enfrente de donde estábamos
nosotros.
Un asistente despertó a César con suavidad y lo acompañó al compartimiento
contiguo, desde donde me llegaron las voces débiles y amortiguadas de César y del
recién llegado, primero intercambiando saludos y luego en animada conversación.
Mientras Curio seguía durmiendo, aproveché el momento para presionar
ligeramente el brazo de mi primo y éste hizo un ligero movimiento para demostrarme
que seguía despierto. Entretanto, la conversación de César con el otro hombre parecía
eternizarse y noté que el frío habitual previo al amanecer me calaba hasta los huesos.
Me recorrió un escalofrío, no sólo por efecto de la temperatura sino también porque
me di cuenta de que debíamos escapar pronto de allí, so riesgo de ser descubiertos a
plena luz del día.
Por fin, capté unos murmullos que sonaban a intercambio de adioses y César no
tardó en encaminarse a la salida de la tienda, pero se detuvo al llegar a la abertura

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entre las dos zonas en que estaba dividida ésta. Tras un rato interminable, se apartó a
un lado y permitió a su interlocutor asomarse a la abertura. Por fin, pude ver de quién
se trataba y me llevé otra tremenda sorpresa; en cierto modo, supongo que fue la más
terrible de todas. Se trataba de mi suegro, Victorino Avidio.
—¿Cuándo será, Curio? ¿Dentro de una semana, a contar desde mañana? —
preguntó Avidio con voz atronadora.
—Sí, señor —respondió Curio al instante.
—Bien, que tengas éxito, joven. Si resulta, cambiará el mundo.
—Ya lo sé, señor —respondió Curio y todos se echaron a reír—. Lo siento, señor;
quiero decir que soy consciente de lo importante que es. No te preocupes; te prometo
que será el mejor discurso que haya pronunciado.

Dimos tiempo a Avidio a abandonar el campamento. Después, cuando César y Curio


ya dormían profundamente, nos escabullimos de allí. Después de dar un largo rodeo
por el perímetro exterior del campamento, conseguimos encontrar el camino y
regresamos a Rávena.
Amanecía cuando llegamos al centro de la ciudad. Localizamos una posada de
aspecto respetable, llamamos a la puerta hasta que nos abrió el patrón y le pagamos
con gusto el doble de lo estipulado por sus mejores habitaciones. Momentos después,
estábamos acostados y dormíamos como troncos.
Despertamos a media tarde, nos hicimos llevar una cena opípara y llenamos el
estómago; después, no tardamos en caer dormidos otra vez y no despertamos hasta el
amanecer del día siguiente. Además de responder a la razón más obvia, que era
nuestro estado de agotamiento, aquel descanso formaba parte de mi plan de tomarnos
cierto tiempo antes de abandonar la ciudad. Con ello esperaba evitar un encuentro
accidental con Curio o con Avidio en la carretera, pero estar de vuelta en Roma a
tiempo.
Éste era mi plan y funcionó bastante bien, aunque en ocasiones por los pelos.
Loliano y yo íbamos a caballo, sin insignias y con ropas muy discretas. Nos
hallábamos en una estación de postas a unas cien millas de Roma cuando apareció
Curio entre un considerable despliegue de carruajes lujosos y una columna de
esclavos y suministros. Otro cortejo de parecidas características esperaba ya ante la
estación de postas y resultó el de mi suegro. Cuando salió de la humilde posada para
reanudar el viaje, Curio incluso lo saludó gritando su nombre. Avidio le dirigió una
rápida mirada con aire sombrío y continuó lo que estaba haciendo, sin responderle.
Con considerable asombro y regocijo por mi parte, Curio no pudo hacer otra cosa que
soportarlo con el aire de quien acaba de cometer un paso en falso, ha mordido el
polvo como consecuencia de ello y no le ha gustado. Mientras tanto, mi primo y yo,
sentados en las inmediaciones con nuestras capas oscuras en torno al cuerpo, pasamos
completamente inadvertidos.

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Hasta aquel momento, había evitado voluntariamente abrumar mi mente con las
preguntas obvias pero, al observar aquel pequeño cruce de gestos, no pude
contenerme un minuto más. ¿Qué juego se traía Curio? ¿Y cuál era el de Avidio?
¿Qué había detrás de aquel encuentro increíble en Rávena? Por supuesto, no dediqué
demasiado tiempo a buscar respuestas. Al fin y al cabo, poco sentido tenía hacerlo;
sobre todo, estando Roma tan cerca. Porque en esta ocasión tenía la absoluta certeza
de que, por una vez, Roma tenía todas las respuestas.

Llegamos a las puertas de la ciudad a mediodía de la jornada del gran discurso y


fuimos derechos al edificio del Senado, en el extremo sur del Foro. Loliano dijo que
me esperaría fuera y continué hacia la entrada a tiempo de sumarme a mis estimados
colegas senadores, que cruzaban la entrada con un extraño aire de urgencia. Vi a
Junio y a Claudio, que también aguardaban en la plaza, y los saludé con una sonrisa y
un gesto de la mano.
La primera novedad que llegó a mis oídos cuando entré en la cámara fue que ya
habían sido rechazadas dos importantes propuestas de ley. Una, que exigía a César
que entregara las armas, había sido aprobada por el Senado pero Marco Antonio la
había vetado. Otra, que conminaba a Pompeyo a hacer lo mismo, había sido
rechazada por el propio Senado. Ahora, Curio se disponía a expresar su opinión sobre
el asunto. Y fue precisamente él con quien tropecé momentos después.
—Confío en que tu esposa ya se encuentre bien —me dijo—. He sabido que
estaba enferma.
—Sí, está mucho mejor. —Intenté que mi voz no revelara mi turbación o mi
sorpresa aunque sentía ambas cosas, naturalmente. Veamos, me dije: Curio ya debía
de llevar un día entero en la ciudad, de modo que… ¡Claro, eso es! Ha tenido tiempo
suficiente para hablar con mis primos, o con alguien que haya hablado con ellos en
Tívoli.
—Me alegro. Bien, se avecinan tiempos agitados —anunció—. El de hoy va a ser
el discurso más importante que haya pronunciado.
—¡Eso es magnifico! —comenté con una sonrisa.
A continuación, ocupamos nuestros respectivos escaños y enseguida reinó el
orden en el Senado. Poco después, Curio fue llamado a hablar; por fin había llegado
el momento de que nos revelara a todos cuál era su verdadera posición.
Al menos, eso parecía.

—Muy respetados padres senadores —inició su intervención Cayo Escribonio Curio


—, hablo hoy en mitad de la mayor crisis que ha afligido a Roma en muchos siglos.
Todas nuestras libertades, todas nuestras grandes instituciones corren peligro de ser
barridas por la creciente marea de rivalidades entre nuestros hombres más poderosos

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y por el uso y abuso flagrantes que hacen tales hombres de la violencia y de la fuerza
ilegítima. Ésta ha tomado muchas formas: bandas de matones, centinelas armados,
llamamientos a más y más legiones y a los legionarios veteranos para que se alisten
en un bando o en otro. Y ahora incluso los pretores y otros funcionarios de más alto
rango han sido vistos por las calles de la ciudad vistiendo la capa militar, en desafío a
la Constitución, a las Doce Tablas y a toda costumbre ancestral que se conozca.
»Digo “rivalidades entre nuestros hombres más poderosos”, pero debo
disculparme ante mis estimados colegas senadores, ante Catón y tantos otros que
están presentes hoy aquí, pues en realidad sólo son dos los hombres a quienes me voy
a referir; sólo dos son los que cuentan.
»Por un lado tenemos a Pompeyo, el veterano de nuestros triunfos en el este,
acampado en las afueras de Roma con una fuerza militar que no deja de crecer. ¿Y
qué pretende Pompeyo? Bien, según él, desea el gobierno del Senado y del pueblo.
Sin embargo, día a día, sus palabras y las de tantos de nuestros senadores se van
pareciendo tanto que cada vez resulta más difícil saber dónde termina su dictado y
dónde empieza el del Senado. Pompeyo declara que quiere ser justo con su rival, pero
se niega a devolverle dos legiones que le “pidió prestadas” hace más de un año. Y
cada día hace públicas nuevas llamadas a ese rival suyo para que disuelva sus
ejércitos y regrese a Roma como ciudadano privado.
»Pompeyo dice que no es ambicioso, que no aspira al poder, que no desea asumir
el papel de dictador o de rey. Sin embargo, día a día enrola más soldados para abultar
las filas de sus legiones y cada día emite un nuevo decreto, legal o no, para ampliar
los límites de sus poderes discrecionales a expensas de las prerrogativas del Senado.
»Esto en cuanto a Pompeyo.
»Por la otra parte, tenemos a César, rival de Pompeyo y veterano de nuestros
triunfos en el norte, acampado en Rávena, en su provincia de la Galia Cisalpina, a
trescientas millas al norte de Roma y rodeado también de una escolta militar cada vez
más numerosa.
»¿Y qué pretende César? Por supuesto, él también desea el gobierno del Senado y
del pueblo de Roma. Como Pompeyo, rechaza tener ambiciones o aspirar a ser rey y,
naturalmente, también dicta las intervenciones de algunos senadores, de vez en
cuando. Y también tiene más tropas propias en camino, que se dirigen a Rávena para
unirse a él.
»Pero, en todo este asunto, ¿qué ha pedido César? Bien, se ha argumentado que,
aunque no plantee peticiones, su actitud es de innegable desafío. Desafía la orden del
Senado… ¿O es de…? En fin, desoye la orden de quien sea de regresar a Roma sin
escolta, insignias ni cargo oficial de ninguna clase. Esa acción en concreto, esa falta
de acción, para ser más exactos, es ilegal, sin duda. Pero como cuestión práctica,
resulta fácil imaginarlo temeroso de la remota posibilidad de tener que afrontar
acciones ilegales de otro tipo si accede a lo que se le pide. Desde luego, no ha exigido
la presencia de ninguno de nosotros en Rávena… y menos aún como ciudadanos

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privados. Desde luego, si él nos planteara tal exigencia, ninguno de nosotros querría
ir. Si alguno de nosotros dijera lo contrario, los tribunales lo declararían loco, sin
duda, y lo encerrarían con grilletes por su propia protección.
»Así pues, volviendo a mi pregunta, ¿qué ha pedido César? Pues bien…, ¡nada!
Por lo menos, hasta ahora.
Tras este último comentario, Curio hizo una pausa premeditada y efectista, y los
senadores, que ya le prestaban mucha atención, se encontraron completamente
cautivados por sus palabras.
—Si, sí. Lo sé de buena tinta. Y ahora planteo la propuesta, que es así de sencilla:
que Pompeyo deje de alistar nuevos soldados y que César envíe sus legiones de
vuelta a las fronteras del norte, donde deben estar. En otras palabras, senadores:
ambos bandos deben desmovilizar sus ejércitos a la vez. Padres senadores, es así de
sencillo y es nuestra única esperanza. Es el único modo en que pueden preservarse
nuestras libertades y el único medio de que el Senado y el pueblo puedan mantener el
control de sus propios asuntos y de su destino. Por eso os insto a aprobar esta
resolución a la máxima brevedad.
La reacción de los senadores empezó antes incluso de que Curio pudiera terminar
sus últimas palabras. Al principio se oyeron unos gruñidos de protesta, pero pronto
quedaron apagados por una salva de aplausos y, después, por una verdadera erupción
de vítores y de gritos de aprobación.
Me sumé al vocerío, batiendo palmas como el que más, aunque incluso entre
aquel tumulto alcancé a oír a Catón, que bramaba en solitario:
—¿Cómo puedes prometer tal cosa? ¡Es un fraude, os lo aseguro! ¡Es un engaño,
una impostura!
A pesar de ello, al cabo de unos minutos, el Senado había aprobado la resolución
por abrumadora mayoría y efectuaba el llamamiento a ambos bandos para que
disolvieran sus fuerzas o las trasladaran a territorios donde no resultaran tan
amenazadoras.
—¡Roma está salvada! —continuaron gritando muchos senadores ya fuera del
edificio, mientras se dispersaban por el Foro y las calles cercanas. Y yo pensé: «¿Por
qué no?». ¿Por qué no podía suceder? ¿Por que no podía hacerse realidad?

Cuando el Senado levantó la sesión, el Foro ya estaba abarrotado de una multitud de


alegres ciudadanos procedentes de todos los barrios de la ciudad. Busqué a mis
primos, pero no los pude localizar enseguida, de modo que me limité a marcharme a
casa sin ellos.
Recorrí sin incidencias los barrios del norte de la ciudad y no tardé en
encontrarme, jadeante, en las últimas rampas de la colina del Quirinal. Dejé atrás la
verja exterior y el jardín delantero de mi casa y abrí la puerta principal sin esperar al
mayordomo. Pero en el mismo instante en que crucé el umbral, advertí con un

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sobresalto que allí había algo diferente, algo fuera de lugar. Miré alrededor de mí: el
equipaje esparcido por el vestíbulo, las ropas de mujer… Y entonces, un instante
después, sin darme tiempo siquiera a comprender del todo qué sucedía, allí estaba
Fulvia, atravesando el atrio en dirección a mí.
—Te he echado tanto de menos…
—Y yo a ti…
—¡Ah, mi guapísima, mi preciosa…!
—¡Y tú, querido mío, guapísimo…!
Allí nos quedamos, delante de una decena de esclavos, enredados en los brazos
del otro y colmándonos de besos y caricias. ¡Ah, la sonrisa de su rostro! ¡Ah, el brillo
de sus ojos! ¡Ah, la suavidad mágica de su piel! Aprecié el tacto de sus mejillas con
las yemas de los dedos —¡ah, que sedoso era su cutis!— y escuché el timbre musical
de su voz.
«¡Ah —pensé—, la sensación gloriosa, completa y magnífica de su cuerpo de
formas perfectas, suave y flexible, fundido con el mío…!».
—No volveremos a separarnos nunca más…
—No, nunca más, mi amor…
—Te quiero más de lo que puedo expresar…
—Sí, querido mío, querido hombre mío…
Medio enlazados, anduvimos con paso lánguido hasta la alcoba principal. Di
ordenes de cerrar la casa a cualquier visita durante el resto del día; de hecho, ordené
que no se nos molestara por ningún concepto. Hice preparar un baño y una fuente con
higos y otros frutos para más tarde. Después, corrí el pestillo de la puerta y me
encontré, por fin, a solas con mi esposa en el dormitorio.
—¡Por los dioses, estás maravillosa! —prorrumpí.
Tomé su rostro y lo sostuve con suavidad entre mis manos; después, la besé con
ternura: primero en la frente, luego en la punta de la nariz, después en ambas mejillas
—un beso en cada una— y, por fin, en los labios. En aquellos labios pálidos,
temblorosos y voluptuosos. Pasé la yema del índice de la mano derecha por encima
de ellos y, tras ello, los besé otra vez. Y otra.
Para entonces, Fulvia ya estaba medio desnuda y supe que si alcanzaba a echar
una mirada a aquellos…
—Espera… Espera, por favor… Estoy tan sucio, Fulvia… Déjame tomar un baño
y…
—Imposible —replicó ella con una risilla, al tiempo que se despojaba de sus
últimas ropas y se tendía boca abajo encima de mí. Y allí estaban aquellos pechos
suyos, firmes y delicados y perfectamente proporcionados. Apoyé con suavidad los
labios en uno de ellos, luego en el otro, besé sus pezones, los lamí… Un momento
después, rodé con cuidado hacia mi derecha de modo que quedamos casi de costado.
Entonces, como tantas veces antes, nos acoplamos con tal facilidad y naturalidad de

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movimientos que era como si los dioses nos hubieran traído al mundo para amarnos
de aquella manera eternamente.
Como siempre, tuvimos un gran final; como siempre, me dije que una decena de
legiones de César no era capaz de hacer estremecerse al mundo como Fulvia me
hacía estremecer a mí.
Nos quedamos allí, mirándonos a los ojos entre risillas propias de niños.
—Ahora, sí —dijo ella por fin, con una exhibición de su famosa risa—. Tomemos
ese baño.
—¿Tomemos? —pregunté yo.
«Bien —me dije—; una sorpresa más en una semana llena de ellas». Y además,
para variar, ésta era de las mejores.

El agua caliente nos envolvió como terciopelo mientras nos sumergíamos juntos en la
bañera, muy despacio. Sentados frente a frente, nos rodeamos el uno al otro con las
piernas y jugamos, nos besamos, chapoteamos y, ¡ah, sí!, incluso nos lavamos
mutuamente.
Al cabo de un rato, Fulvia me dio la espalda y se apretó suavemente contra mí.
Rodeé su cintura con mis brazos, coloqué las piernas en torno a las suyas y
permanecimos recostados en el agua con una intensa sensación de limpieza, de
descanso y de confort.
—Me encantan estos largos brazos —dijo ella, acariciándome las muñecas y los
antebrazos—. Y me encanta tu pecho pálido y atractivo —continuó. Volvió la cabeza
un instante y pasó la lengua por mi pezón derecho—. Y tu cintura estrecha y tus
bellas piernas, largas y musculosas. Pero, sobre todo, me encanta tu enorme…
Y con esto, Fulvia se volvió ágilmente, se deslizó a lo largo de mi cuerpo y posó
la boca en mi parte más íntima. Y antes de que yo mismo me diera cuenta, ya estaba
dura, gorda y muy muy larga. (Si, no os engaño; éste es un activo en mi cuenta que os
había ocultado hasta ahora, por recato). Y enseguida llegó el resultado inevitable. E
incluso mientras sucedía, Fulvia mantuvo la boca donde la tenía mucho más rato del
que yo habría esperado. Claro que, una vez más (como seguía demostrándose una y
otra vez durante aquellos últimos días), ¿qué era la vida sin sorpresas?
—Por Júpiter, Fulvia… —dije cuando al fin fui capaz de articular palabra.
—¿Oh? ¿Te sorprendo, marido?
Moví la cabeza y sonreí:
—Bueno, supongo que sí, pero agradablemente. Muy agradablemente.
—Sí. Es lo que pensaba.
Añadimos más jabón y nos frotamos de nuevo hasta que, por último, salimos de
la bañera, nos secamos y nos metimos en la cama, limpios, desnudos y
deliciosamente agotados.

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A pesar de ello, hicimos el amor otra vez, pero seguíamos sin poder dormir y fue
entonces cuando decidí contarle todo lo que me había reservado durante tanto tiempo.
Le hablé de los asesinatos, de mi investigación, de quién estaba o podía estar
complicado. Salvo el embarazoso encuentro con Marco Antonio, no me dejé nada; se
lo conté todo sobre Lucio y lo que había hecho, sobre Telefo y mi tía, sobre Fabio
Vibulano y Avidia Crispina y Flaco Valerio… Mencioné haber visto a César y a
Curio juntos durante el viaje a Rávena y haberme inventado que estaba enferma como
excusa para abandonar Roma.
—Espero que no haya llegado a oídos de mi padre, por casualidad. De lo
contrario, estará muy inquieto —respondió y yo torcí el gesto, pues en ningún
momento se me había ocurrido tal posibilidad. De pronto, me sentí completamente
seguro de que, a aquellas alturas, él y Curio ya habrían tratado el asunto. Además…
En fin, como estoy seguro de que habréis adivinado, aquél era el único otro detalle
que no mencioné a Fulvia: que en Rávena, junto a los demás, había visto a su padre.
—Deberíamos enviarle una nota enseguida; sobre todo, porque he regresado antes
de lo previsto —insistió Fulvia, pero conseguí disuadirla.
—Yo… yo se lo contaré —dije con un balbuceo—. Voy a verlo muy pronto.
Mañana mismo, estoy seguro. Le diré que no ha sido nada, una falsa alarma.
—¿Oh? —Fulvia me estudió unos instantes—. ¿No vas a explicarle todo lo que
me has contado?
—Bien, sí…, más adelante, pero no… no es preciso que sepa que he estado en
Rávena. Por lo menos, de momento. —Ahora me llegó a mí el turno de estudiarla y,
al observar su mirada inexpresiva, pregunté—: ¿Te parece bien así? Me dejarás llevar
este asunto a mi modo, ¿verdad?
De improviso, Fulvia pareció concentrar de nuevo su atención y me lanzó una
mirada radiante.
—Sí, por supuesto —respondió—. Como a ti te parezca mejor.
—Bien —asentí con una sonrisa. Un momento después, me asaltó un
pensamiento—. Por cierto, ¿cómo es que has vuelto tan pronto? —le pregunté—.
Pensaba que te quedarías en Aquileia unos días más, como poco.
—No dejábamos de oír rumores de agitación —contestó ella sin alterarse—. No
queríamos vernos inmovilizadas allí, sin poder volver a Roma. Además, ya tenía
suficiente de aguas curativas por este año. —Me miró y se rió—. ¡Un baño contigo,
marido, ése es el único remedio que necesito!

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XXIII

—¿Qué es esto? —insistió Fulvia.


Habíamos dormido un rato y, al despertar, decidimos probar unos higos frescos y
unos melocotones. Callados, dimos cuenta de dos o tres piezas; después, hambrientos
todavía, acercamos el frutero entero, lo colocamos entre los dos y continuamos
comiendo a grandes y lentos bocados. Cuando el frutero quedó vacío, Fulvia se
levantó y lo devolvió a la mesa; después, volvió a la cama enseguida y, de pronto,
empezó a retorcerse.
—¿Qué diablos…? —alargó la mano e hizo ademán de buscar algo detrás de ella
—. Es como un…
—¿Qué?
—… como un bulto. Y es crujiente.
Por último, volvió a levantarse. Yo alargué una mano y la pasé por la superficie
del colchón.
—¡Hum! —murmuré—. Aquí hay algo…
Palpé su lado de la cama, retiré las ropas y allí, justo debajo de la tapicería, noté
el bulto que había mencionado Fulvia. Inspeccioné la zona con detenimiento y
observé un corte limpio en la tela, que había sido zurcida rápidamente y con grandes
puntadas, empleando un hilo que no hacía juego con el tapizado. Introduje los dedos
entre las puntadas, agarré bien y tiré hasta romper el hilo. Después, metí la mano en
el interior del colchón.
En efecto, allí dentro había un papiro; al tacto, parecía un rollo muy voluminoso,
demasiado como para que pasara por el corte abierto en la tela del colchón sin
desgarrar el documento. Me levanté, anduve hasta el gabinete, tomé de su interior una
daga y volví a la cama. Allí, con cuidado, rajé la tapicería hasta obtener una abertura
bastante mayor que la anterior, introduje la mano otra vez y, por fin, extraje el papiro.
En realidad, había varios. El primero era muy breve: un vistazo me bastó para
saber quién los había puesto allí.
—Es de Lucio —dije. Fulvia dio un respingo.
—¡Por todos los dioses! —murmuró.
«¡En mi propia cama!», pensé. ¡A aquel idiota no se le había ocurrido otro lugar
para esconderlo! Sin embargo, me limité a mover la cabeza e incluso sonreí un poco.
«A mi amado primo, Cayo Livinio Severo», empezaba el primer rollo, pero en
aquel preciso instante ful interrumpido por una repentina conmoción en el pasillo.
Empuñé la daga y me coloqué entre Fulvia y la puerta. Del otro lado de ésta llegaba
un gran estrépito de golpes y forcejeos; momentos después, el grupo de alborotadores
hizo saltar el pestillo e irrumpió en la alcoba. Tardé unos instantes pero finalmente,
con considerable apuro, reconocí a los dos que entraron primero. Eran Junio y

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Claudio Barnabas. Pisando los talones de mis primos, entró el mayordomo con aire
ultrajado y, un momento después, aparecieron en la puerta cuatro robustos esclavos a
medio vestir que derribaron a mis primos y los inmovilizaron en el suelo. Junio y
Claudio gritaban como posesos, los criados jadeaban como era de esperar y, en un
abrir y cerrar de ojos, mi pacífica alcoba se convirtió en una casa de locos.
—¡Ya está bien! —grité, pero tuve que hacerlo dos veces más para hacerme oír
entre el tumulto, pues los esclavos estaban a punto de estrangular a mis primos. Uno
de ellos incluso blandía un hacha.
—Eso me resulta familiar —comenté, con la mirada puesta en el arma que
empuñaba—. ¿No es…?
—Esos hombres han intentado matarnos, señor —insistió un joven esclavo,
también con la vista vuelta hacia el hacha—. Les hemos dicho que no se te podía
molestar y ellos nos han arrojado eso.
—Ha sido cosa de las fasces —replicó Junio entre jadeos, pues estaba
completamente falto de aliento y, muy posiblemente, también un poco asustado. Por
lo menos, yo esperaba que así fuera—. Las varas de abedul no estaban bien sujetas —
continuó—. Hemos bajado la insignia y el hacha ha salido volando.
—¿Ella sola? —repliqué—. ¿Ha salido volando ella sola?
Apliqué los dientes superiores sobre el labio inferior y mordí con cierta fuerza
para intentar contener una carcajada. Volví la cabeza y observé que Fulvia hacía el
mismo gesto; cuando ella lo vio en mí, no pudo resistir más y huyó al cuarto de aseo.
Allí, me dije, podría tranquilizarse y dominarse o echarse a reír a sus anchas.
—¿Que las varas de abedul no estaban bien sujetas? —insistí con un gesto de
cabeza—. ¿Es eso lo que nos estás diciendo, primo Junio?
—Mi señor, creo que estos hombres merecen un castigo —dijo otro de los
esclavos con un gruñido.
—¡Ah, por todos los dioses, Livinio, ordénales que me suelten! —gimió Claudio.
Exhalé un suspiro profundo y exasperado y entorné los ojos.
—Está bien —murmuré—. No vamos a matarlos… Por lo menos, no ahora. No
esta noche.
Con considerable satisfacción, comprobé que los esclavos captaban la sutil ironía
de mi comentario y prorrumpían en estentóreas carcajadas.
—¡Eres un hijo de perra! —exclamó Junio.
—Silencio, primo —le ordené. Y él obedeció y se quedó callado, lo cual,
creedme, era lo único que podía hacer en aquel momento.
Finalmente, llegué a la conclusión de que no serviría de mucho prolongar la
situación por más tiempo.
—Está bien, soltadlos —decidí—. Después de esto, seguro que se portan bien.
Los esclavos se retiraron después de que les felicitara efusivamente por haber
cumplido bien con su trabajo. También les entregué un talento de oro a cada uno y les

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prometí doble ración de vino durante el resto de la semana. Los hombres alegraron la
cara y abandonaron la alcoba deprisa y en silencio, entre reverencias.
—De modo que intentabais matar a mis esclavos con unas fasces defectuosas,
¿eh? —bramé, tan pronto como la puerta se cerró tras ellos—. ¡Idiotas! —volví a
gritar.
Luego, por fin, me permití el placer de prorrumpir en una sonora carcajada.
—Por favor, Livinio —empezó a decir Claudio—, esto es…
—¡Oh, sí, más os vale! —lo interrumpí—. ¡Más os vale que sea algo importante
de verdad!
Para entonces, Fulvia había reaparecido en la alcoba, cubierta con un elegante
camisón. Mis primos, aquel par de zopencos, se incorporaron con esfuerzo y,
mientras se adecentaban y se ajustaban la ropa lo mejor que sabían, sonrieron y la
saludaron con servil amabilidad. Ella les devolvió la sonrisa, aunque no me pasó
inadvertido cuánto le costaba mantener la cortesía y no echarse a reír.
Entretanto, yo me había sentado de nuevo en la cama y sostenía en la mano
derecha los rollos de Lucio, con la mente ausente y la vista fija en el primero de ellos.
—¿Y bien, a qué viene todo esto? —insistí y, al comprobar que ninguno de los
dos respondía, les dirigí una mirada colérica—. ¿Y bien?
—Registramos la casa de Curio —explicó Junio, finalmente.
—Anteanoche —precisó Claudio.
Miré los papiros que tenía en la mano y luego alcé la vista hacia mis primos. De
repente, me sentía terriblemente cansado.
—¿Y?
—Lo encontramos —dijo Claudio—. Un gran cofre lleno de plata.
—¿Y? —repetí.
—A ojo de buen cubero —expuso Junio—, había plata por valor de diez millones
de sestercios, por lo menos.
—¡Oh! —exclamé. Luego, pensé: «¿Sólo diez millones? Una cantidad ridícula».
Con los precios de la época, diez millones no le alcanzaban a uno para comprar
mucho más que, pongamos, las veinte mayores mansiones de Roma. O tal vez
pertrechar una legión. No obstante, ¿de qué serviría tal cosa? Quiero decir, ¿de qué
servía una legión solitaria, en aquellos tiempos?
Seguí sentado en la cama y moví la cabeza, demasiado cansado como para
asimilar la asombrosa información que mis dos estúpidos primos acababan de traerme
con tanto alboroto. Me limité a retomar lo que había empezado a hacer antes de la
brusca interrupción. Reinicié la lectura de los rollos de Lucio desde el
encabezamiento, aunque esta vez lo hice en voz alta:
A mi querido primo Cayo Livinio Severo.
En el caso de que me suceda algo, espero que no tengas muchos problemas para encontrar
estos papiros, que contienen lo que, a mi entender, es una exposición completa y detallada de
quién asesinó a Fabio Vibulano. Y resulta tratarse de alguien tan importante, por lo menos,
como quien todos nosotros podíamos imaginar; probablemente, incluso más. Ni siquiera yo

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he podido prever todos los enredos que iba a desencadenar la denuncia del autor del crimen,
de modo que aprovecho estas líneas para decirte que disculpo todos los deslices que puedas
haber cometido.

Me asaltó el recuerdo de Lucio y noté un nudo en la garganta. Hice una pausa y me


estremecí cuando, poco a poco, fue calando en mi mente la idea de que el papiro que
tenía entre mis manos era lo más parecido a estar con él, a sentirle vivo todavía, que
volvería a experimentar el resto de mis días. Qué extraño resultaba, me dije, estar
leyendo aquellas cosas y pensar en cuánto quería a la persona que las había escrito
(quererla hasta el punto de que no me importara aquella demostración escrita de su
trivial vanidad. Aunque, por supuesto, ¿cómo iba a importarme si era verdad? Lucio
había sido más inteligente, más listo, que el resto de nosotros a la vez).
Creo que este informe —continué leyendo— responderá a todas tus preguntas; sobre el
propio crimen, por supuesto, pero también respecto a por qué no te tuve mejor informado de
lo que hacía y de lo que iba descubriendo. Mantenerte en la ignorancia de todo ello ha
resultado absolutamente inútil, como apreciarás con bastante claridad cuando termines de
leer, y es una decisión que siempre he lamentado mucho. En cualquier caso, confío en que no
sea necesario que leas esto sin mí. Es más, espero que antes de que acabe el día estemos
trabajando juntos en el asunto.
Con los mejores deseos de tu primo que te quiere,
Lucio Flavio Severo

Así concluía el breve rollo introductorio, lo cual fue una suerte porque ya tenía los
ojos un poco empañados y necesitaba un descanso. Además, los primos estaban
inquietos en sus asientos, con visibles ganas de anunciar algún nuevo chisme.
—Hay otra cosa… —empezó a decir Claudio.
—¡Oh, está bien! —lo interrumpí con un suspiro—. ¿Qué es lo que os ha llevado
a registrar la casa de Curio?
—Corrían rumores —apuntó Claudio.
—Sí, llevábamos oyéndolos toda la semana —añadió Junio.
—¿Rumores?
—De que Curio había aceptado un soborno —puntualizó Junio.
—Así que decidimos investigar por nuestra cuenta —añadió Claudio.
—¿Un soborno de quién? —quise saber.
Los hermanos Barnabas se miraron el uno al otro y se volvieron hacia mí.
—¿Cómo, Livinio? ¡De César, por supuesto! —respondió Claudio como si fuera
un hecho del dominio público. Luego, bruscamente, bajó los ojos y suavizó el tono de
voz. Incluso dio la impresión de estar un poco avergonzado. Como si hasta aquel
momento no hubiera caído en la cuenta de la enormidad de lo que me estaba
diciendo.
—¿De modo que entrasteis ahí…, en la casa de Curio?
—Sí —respondieron los dos.
—Y encontramos la caja —añadió Junio— detrás de un falso tabique de su
dormitorio.
—Más plata de la que he visto nunca —precisó Claudio.

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Durante unos instantes, los dos hermanos permanecieron sentados en silencio, un
hecho insólito en ellos. Y me di cuenta de que, muy posiblemente, era la primera vez
en sus vidas que se sentían afectados de verdad por la importancia de algo que tenía
lugar más allá de su pequeño mundo particular.
—Bien, habéis sido muy valientes y os pido disculpas por el trato que os he dado
hace un rato. Habéis hecho bien en venir. —Hice un alto y me pasé las yemas de los
dedos por la frente, tratando de concentrarme—. Has dicho que había algo más,
Claudio… —dije por último.
Mi primo me miró con desconcierto durante un instante; luego, de pronto,
recordó:
—¡Ah, sí! Bien…, como he dicho, corría ese rumor acerca del soborno. Así,
tomando la propuesta de desarme de Curio por una estratagema para conseguir
ventajas para César, Catón y sus dos cónsules, Lentulo y Marcelo, han encabezado
una delegación de las antiguas familias que ha acudido a entrevistarse con Pompeyo.
Catón y los suyos le han concedido un mandato especial y todo el tesoro de Roma, si
lo necesita, para alistar todas las tropas que pueda reunir por toda Italia.
—¡Por todos los dioses! —musité—. Pero eso es…
—… totalmente ilegal e inconstitucional —me ayudó Claudio—. Sí, lo sabemos.
De nuevo, reinó por un momento un terrible silencio.
—Entonces, está decidido —dije con un encogimiento de hombros, en gesto de
derrota. Así pues, pensé, todas nuestras posibilidades se habían agotado.
—Sí —murmuró Junio—. Es la guerra con César.
—Es la guerra civil —le corregí. Y rompí a llorar.

El informe de Lucio estaba contenido en varios rollos voluminosos. Fulvia y yo los


leímos uno por uno y, al terminar, los pasamos a los hermanos Barnabas. La lectura
de los papiros nos ocupó hasta el amanecer. Y éste, escrito por mi primo Lucio de su
puño y letra, era su contenido:
Desde el momento en que Avidia Crispina acudió a nosotros para investigar el asesinato de su
amigo, Fabio Vibulano, consideré que era un asunto del que debía ocuparme sin ti. Lamento
tener que decirte esto, ¿sabes?, pero ya me había enterado de tu desafortunado encuentro con
Marco Antonio. Incluso tengo noticias peores para ti, en cierto modo, porque fue tu padre
(¿quién, si no?) el que me lo dijo. Estaba borracho, naturalmente, y (también me duele tener
que informarte de ello) había varias personas más presentes. Tu madre era una de ellas y
también estaba la mía. Con ellas se encontraba mi amiga (más adelante, mi prometida),
Matidia Grata, junto con nuestro primo Avito Loliano Fino y una amiga de éste.
Por fortuna, mi padre no estaba (aunque había dicho que acudiría); de lo contrario, el
episodio habría sido la comidilla de toda Roma. Así pues, no había entre los presentes ningún
auténtico chismoso y todos se comprometieron sinceramente a guardar silencio sobre el
asunto. Tu madre, no es preciso decirlo, se sentía humillada con la revelación; la mía suele
ser bastante discreta, Matidia lo es por completo y Loliano me parece una persona
básicamente reservada (que, por cierto, te tiene en un altísimo concepto) y no es probable que
se le escape nada fuera de lugar. No sé nada de la mujer que lo acompañaba; de hecho, ni

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siquiera recuerdo su nombre, pero Loliano me aseguró que no sería problema y, hasta donde
sé, ha mantenido su palabra.
Pero dejemos todo eso a un lado. Como digo, consideré que tu «encuentro» con Antonio
podía representar un problema para ti en la investigación del asesinato por varias razones. En
primer lugar, creí que podía resultarte difícil ser objetivo; de hecho, pensé que podías mostrar
propensión a formarte prejuicios apresurados e infortunados contra una persona o un grupo en
particular. En segundo lugar, creí que tu participación en las pesquisas podía colocarte en una
posición incómoda o incluso escandalosa, sobre todo si, de pronto (y, como siempre,
inexplicablemente), corría por la ciudad la noticia de tu encuentro. Y la tercera razón es,
simplemente, que pensé que la experiencia podía resultarte demasiado dolorosa como para
ocuparte de un asunto de este cariz con eficacia y escrupulosidad.
Por eso me he ocupado yo solo y no me importa decir que te he echado mucho en falta.
Añoraba tu ingenio, tu franqueza y, sobre todo, tu sentido común, esa capacidad para penetrar
hasta el meollo del asunto. Un comentario más: aunque probablemente no sea necesario
mencionarlo, permite que te asegure que nunca hubo la menor relación romántica entre
Avidia y yo, y te pido disculpas si te induje a pensar lo contrario. Evidentemente, era una
excusa perfecta para mantenerte al margen del asunto.
Pasemos ahora al crimen en sí. El relato de lo sucedido se basa sobre todo en las
declaraciones de Avidia Crispina pero, ante mi insistencia, entrevistamos a numerosas
personas que podían corroborar lo que decía. De todas estas personas, sólo una, una amiga de
la infancia de Avidia llamada Annia Regila, era de origen patricio y resultó, por tanto, fácil de
encontrar.
Todos los demás testigos eran libertos desacreditados, criados despedidos, esclavos
fugitivos y gente por el estilo, cuya búsqueda nos ocupó mucho tiempo y nos llevó a
relacionarnos con cierta gente de lo menos recomendable en algunos de los barrios más
miserables de la ciudad. En resumen, todos ellos —la tal Annia Regila, los exesclavos y todos
los demás— eran gente que, simplemente, había oído de pasada alguna frase o buena parte de
las conversaciones de Fabio con Avidia y que, por tanto, podían certificar lo que me había
contado.
En cuanto a la propia Avidia, aunque deseaba ver resuelto el crimen, tuve que arrancarle
las respuestas poco a poco, sólo después de largos y delicados interrogatorios.
«Eso es tan personal y me resulta tan doloroso…», decía a cada pregunta y, a
continuación, fruncía los labios en una mueca enfurruñada y se ponía a Jugar con su larga
melena rubia.
Es una chica muy bonita y me gusta, lo reconozco, pero repito que no en el sentido que tú
imaginabas. En cualquier caso, no conseguía ir más allá de respuestas como: «por favor,
Lucio, no me obligues a hablar de esa época». Pero insistí y la persuadí y la engatusé hasta
que, finalmente, conseguí que me lo contara.
—Todo empezó poco después de que Fabio conociera a ese Cayo Escribonio Curio —
fueron sus palabras—. De pronto, apenas lo veía en semanas. Salía hasta muy tarde todas las
noches y pasaba casi todo el día durmiendo. Cuando se levantaba, tenía resaca y mostraba
poco interés por mí. De vez en cuando me contaba alguna cosa, hablaba de las grandes
mansiones a las que acudía y de la gente famosa que conocía. Decía que el más famoso de
todos era Marco Antonio.
»Esto se prolongó varios meses —continuó contándome Avidia—, hasta que una noche
llegó a casa con un aspecto especialmente desastrado. Le pregunté qué había sucedido y se
echó a llorar, lo cual me alarmó mucho porque Fabio era un hombre muy frío y comedido
(era una de las cualidades que me gustaban de él) y, como tantos hombres en Roma, no era
muy dado a mostrar sus emociones. Me mostré muy tierna con él y, finalmente, me lo contó.
Y, ¡ay, Lucio, es tan terrible…! ¿De veras necesitas saberlo?
»—Sí —respondí, muy serio—, es preciso.
»—Bien… Parece que esa noche se había emborrachado más de lo habitual y… en fin,
que se fue a la cama con Marco Antonio. Fabio no terminaba de creerse que lo hubiera hecho.
Estaba tan avergonzado… Desde luego, no podría volver a mirar a Curio a la cara, de eso no
cabía duda. Al menos, en eso insistió en aquellos momentos.
»Fuera como fuese, Fabio sobrevivió a la vergüenza. Los dos lo hicimos. Y, al cabo de
dos o tres semanas, una mañana se presentó de improviso un mensajero con una llamada

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urgente…, precisamente de Curio. Así pues, tras hablar de ello conmigo y de darle vueltas
durante casi todo el día, Fabio acudió finalmente a verlo. Curio le ofreció mil disculpas por
haberlo puesto en contacto con Antonio y le dijo que necesitaba a un Joven brillante como él
para que le ayudara en su trabajo. Le rogó que aceptara la oferta y le aseguró que, por
descontado, no habría más de aquellas fiestas desenfrenadas.
»Así pues, la siguiente noticia que tuve de Fabio fue que estaba trabajando para Curio,
ayudándole en sus discursos, sus panfletos y demás. Según Fabio, el trabajo era estimulante y
Curio era un hombre de bien y un republicano convencido. Las cosas continuaron así,
bastante tranquilas, durante tres o cuatro meses. Entonces, una tarde, volvió a casa blanco
como la luna llena en invierno. Naturalmente, había vuelto a suceder algo. Y esta vez sí que
era algo terrible de verdad.
»—Avidia, he oído sin querer una conversación que… —me dijo mientras apuraba un
vaso de vino con mano temblorosa. De una forma que parecía totalmente casual, había
escuchado una conversación entre Curio y Marco Antonio en la habitación contigua.
Según Fabio, Curio decía en aquel momento:
»—Bien, Fabio es el último: no te enviaré ninguno más.
»—¡Oh, vamos! —fue la respuesta de Antonio, según Fabio.
»—¡Lo digo en serio! —insistió Curio—. Es demasiado embarazoso. Demasiado riesgo
de escándalo. Además, después de lo que sucedió con ese chico, Silio… Me refiero a que una
cosa es la pederastía…
»—¡Ja! —La exclamación de Antonio llegó a oídos de Fabio—. Tú debes de saberlo,
desde luego.
»—Sí, bien, dejemos eso. Una cosa es la pederastía, y otra muy distinta, el asesinato.
»—¡Asesinato! —bramó Antonio—. ¡Sabes perfectamente que fue un accidente!
»—Escucha, amigo mió —contestó Curio—, el chico tenía quince años. Lo encontraron
con un fragmento de cristal metido en el…
»—¡Está bien, ya basta! Estaba borracho y las cosas se me fueron de las manos. Además,
sólo era el sobrino de un exesclavo.
»—Sí, lo sé muy bien; gracias a ello pudimos silenciar el asunto con tanta facilidad —me
aseguró Fabio que había oído responder a Curio—. Pero no volveré a arriesgarme. Las cosas
se están poniendo demasiado… demasiado críticas. Demasiado tensas. Un asunto como éste
podría arruinar la reputación del propio César. Podría echar a perder todo aquello por lo que
hemos trabajado.
»—¡Hum! Conque César, ¿eh? —replicó Antonio, burlón—. De pronto, te preocupas por
César. Por lo menos, yo no necesito grandes sobornos para vender mi lealtad.
»—¡Oh, vamos, Marco! ¡César lleva años pagando tus deudas de juego! ¡Ésas… y todas
las demás! ¡Pero si sólo tu cuenta con el carnicero es mayor que cualquier presunto soborno
que yo haya visto jamás! ¡No me hables de sobornos, precisamente tú!
Avidia continuó su narración:
—Según Fabio, en aquel momento notó que las voces se oían de pronto mucho más
fuertes y, acto seguido, sin darle tiempo a reaccionar, Curio y Antonio entraron en el taller,
donde él había permanecido todo el rato. Fabio me contó que los dos se detuvieron y lo
miraron con una expresión de asombro.
»—Creía que ya te habías marchado —le dijo Curio.
»—Sólo me quedaban unas cosillas pendientes… Ya me iba —me contó Fabio que había
conseguido farfullar. Después, salió de allí lo más deprisa que pudo y no volvió más. Unas
semanas después, era asesinado de esa forma terrible.
Y esto, mi querido primo Livinio, es lo fundamental de la historia. Como digo, la he
confirmado con una docena de personas más, encajando sus testimonios ya que ninguna de
ellas lo había oído todo completo, como Avidia.
También revisé los archivos y descubrí un asesinato por resolver cometido un par de años
antes, al parecer con antelación a que Curio partiera hacia Asia. La víctima había sido un
muchacho llamado Silio, hijo de un liberto. Y fue encontrado con las mismas señales: una
puñalada en el pecho y la inflamación de marras.
Livinio, he dedicado mucho tiempo y esfuerzo a buscar testigos del asesinato de Fabio o
de lo que sucedió a continuación, es decir, a alguien que pudiera haber presenciado cómo

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abandonaban el cuerpo en el callejón, o cómo lo arrastraban hasta allí. A alguien que hubiera
visto algo, lo que fuera.
Incluso intenté encontrar un testigo de la muerte de ese Silio, a pesar del tiempo
transcurrido, pero no localicé ninguno pese a llevar a cabo una búsqueda muy meticulosa y
tenaz. Y respecto a Flaco Valerio, lo único que supe de él fue lo que me contó Avidia: que era
un amigo de Fabio que debía de haber hablado demasiado en algún lugar o situación
inconveniente, y el desliz le había costado la vida.
Por lo tanto, primo, una cosa es lo que podamos demostrar en el tribunal y otra muy
distinta lo que podamos suponer. Por supuesto, tenemos el testimonio, aunque indirecto, del
propio Antonio sobre la muerte de ese Silio: sus protestas de que fue un accidente son falsas,
estoy seguro. Y Avidia está dispuesta a ofrecer su propia versión. Respecto al asesinato de
Fabio, como digo, sólo podemos hacer conjeturas, aunque cualquier hombre razonable estaría
de acuerdo en que Antonio es el principal sospechoso. Y, si olvidamos por un momento las
rígidas garantías legales de los tribunales, cualquier hombre sensato lo declararía culpable sin
pensárselo dos veces.
En cualquier caso, ésa era la conclusión a la que había llegado: que el asesino de Fabio
Vibulano era Marco Antonio.
Naturalmente, espero tratar todo esto contigo cara a cara muy pronto; dentro de un par de
días, como mucho. Mientras tanto, me propongo seguir investigando un par de cabos sueltos,
de modo que he escondido estos rollos en tu cama (¡Ja!) para que estén a salvo. Los he tenido
durante un tiempo en la habitación de Matidia, pero el otro día me decidí a trasladarlos.
Cuando pueda recibirte por fin para hablar de estos asuntos, es probable que te envíe, por si
acaso, otro Juego de manuscritos mediante un mensajero, que probablemente será mi
ayudante, Laertes, o el portero de mi padre, el calvo Telefo.
Así pues, hasta pronto. Y te pido disculpas otra vez por haberte mantenido en la
ignorancia durante tanto tiempo; estoy seguro de que lo comprenderás y confío en que
reconozcas que me ha guiado la mejor de las intenciones.
Con todo el cariño y afecto de tu primo,
Lucio Flavio Severo

Agotado, me dejé caer de espaldas en la cama, con Fulvia a mi lado, y hubo un largo
momento en el que creí que no podría volver a moverme nunca más; de hecho,
cuando abrí los ojos y miré al techo, la estancia dio vueltas y noté un martilleo sordo
en la cabeza que no era muy distinto del batir de un tambor.
—¡Qué terrible! —murmuró Fulvia y se enjugó una lágrima.
—¡Ah, por Júpiter! —me oí exclamar y, al momento, noté que a mí también se
me enturbiaba la vista otra vez.
Lo siguiente que vi fue a Junio y a Claudio de pie, inclinados sobre mí, y que
cada uno me tomaba por un brazo y me incorporaba con cuidado.
—Te necesitamos, Livinio —dijo Junio.
—Sí —le secundó su hermano.
—Sabemos que a veces resultamos algo chiflados —continuó Junio—, pero
queremos ayudar como mejor podamos.
—Y para eso necesitamos tu fuerza —dijo Claudio.
—Y tu claridad de visión —añadió el otro Barnabas.
—Está bien, está bien —asentí y me incorporé sin la ayuda de nadie hasta quedar
sentado—. Dejaos ya de tantas lisonjas empalagosas.
Los dos hermanos me miraron boquiabiertos. Entonces, prorrumpí en una
carcajada y ellos me imitaron.

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En aquel preciso momento se produjo otro alboroto en el pasillo, aunque en
absoluto tan escandaloso como el anterior. Esta vez, de puro cansancio, me sentía
incapaz de empuñar un arma o de intervenir de alguna manera, de modo que
permanecí sentado donde estaba. Por supuesto, mis primos se limitaron a seguir mi
ejemplo y también se quedaron sentados conmigo.
Al cabo de un momento, entró en la habitación un criado que, aunque un poco
alterado, anunció con su tono más solemne:
—Mi señor, tu primo, el honorable Avito Loliano Fino.
—Está bien —asentí, al tiempo que Loliano entraba en la estancia tras el criado,
seguido a su vez de otros dos de mis hombres—. No hay de qué alarmarse. Es otro
primo mío. —Los criados, tranquilizados, se retiraron.
—¡Loliano! —exclamé, al tiempo que me incorporaba para recibirlo. Él se acercó
y me abrazó.
—He venido a despedirme —anunció y llegó a besarme ligeramente en la mejilla
izquierda.
—¿Qué?
—Vuelvo con César para reincorporarme a sus filas, Livinio.
Posé las manos en sus hombros y lo mantuve a distancia para estudiar su rostro y
sus ojos. Loliano sonrió, pero en su expresión no había amargura ni advertí el menor
asomo de burla. La suya era, simplemente, la sonrisa de un hombre feliz de anunciar
que está haciendo lo que le hace feliz; que hace lo que considera mejor.
—¡Pero no puedes…! —empezó a decir Junio, pero la mano de Claudio sobre la
boca de su hermano sofocó el resto de la frase. Los dos se debatieron; Claudio
intentaba mantener amordazado a su hermano y arrastrarlo hasta el otro extremo de la
estancia, fuera del alcance del oído de Loliano, pero Junio consiguió liberarse durante
unos instantes y todos le oímos exclamar—: ¡Es una traición!
De repente, todas nuestras miradas se concentraron en él y vi a Claudio mover la
cabeza con consternación.
—¡Cállate, idiota! —exclamé al momento.
—¿Traición? —Loliano se volvió rápidamente y clavó la mirada en el locuaz
Junio Barnabas.
—No le hagas caso —dije al tiempo que agarraba a Loliano por detrás para
contenerlo, pues parecía dispuesto a estrangular al acusador. Luego, en tono más
calmado, añadí—: Ya conoces a Junio.
Pero éste continuó debatiéndose y lanzando gritos.
—Los asesinatos… —le oímos decir, pero para entonces Claudio había
conseguido agarrarlo bien y lo arrastraba a través de la estancia con la intención de
encerrarlo en el retrete.
—¿Asesinatos? —repitió Loliano.
Desvié la vista hacia Fulvia, que yacía enroscada en el lecho con los ojos llorosos.
Loliano le dirigió una mirada y volvió a fijarla en mí. Mientras yo seguía buscando

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las palabras adecuadas, él se sentó junto a Fulvia, le cogió una mano y, sosteniéndola
entre las suyas, la besó.
—Mi querida Fulvia, ¿a qué viene esto?
—Encontramos los… los documentos y… —murmuró ella, articulando cada
palabra entre terribles sollozos.
—¿Qué?
—Los documentos de Lucio —intervine por último—. A juzgar por lo que dicen,
queda claro que Marco Antonio mató a Fabio Vibulano y, por lo tanto, es casi seguro
que asesinó también a nuestro primo Lucio Flavio, así como a Avidia Crispina, a
Flaco Valerio y al esclavo Laertes, por la sencilla razón de que sabían demasiado
sobre el primer asesinato. Al menos, eso era lo que creía Marco Antonio.
»Además, nuestro viejo mentor, Escribonio Curio, ha aceptado de César un
soborno de diez millones de sestercios —continué—. Claudio y Junio vieron el
dinero con sus propios ojos. Según parece, Curio ha sido agente de César desde el
principio. Y su discurso apelando al desarme de ambos bandos no fue más que una
provocación…, en la que Catón y los demás cayeron de cuatro patas.
—¡Diez millones! —Loliano lanzó un silbido. Después, se puso en pie y me miró
de la manera más extraña durante un larguísimo instante—. Te creo —dijo por
último, aunque en un susurro que apenas nos resultó audible a Fulvia y a mí; después,
añadió—: Pero quiero a César.
Nos quedamos como estábamos, mirándonos a los ojos, paralizados por la terrible
agitación del momento; esa clase de agitación que, supongo, sólo se produce en el
inicio de una guerra civil: padre contra hijo, hermano contra hermano, primo contra
primo. Una agitación que parece sumirlo todo y a todos en un estado de confusión tan
angustioso que resulta casi imposible de describir.
De pronto, con sus poderosas manos, Loliano me agarró de la cabeza, la bajó
hacia la suya y me besó en la boca, con fuerza y con gran cariño.
—Antonio y los otros tribunos ya han huido de la ciudad —susurró—. Pero si te
das prisa, creo que todavía puedes coger a Curio. —A continuación, sonrió y añadió
—: Tú eres de mi familia, Livinio. Nunca haré nada que te perjudique.
Y, tras esto, Loliano abandonó mi alcoba a toda prisa.
Me quedé allí plantado, sin saber qué hacer. Escuché (todos lo hicimos, supongo)
el ruido de sus botas al descender los peldaños de la escalera. Momentos después, oí
cerrarse tras él la puerta principal de la casa.

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XXIV

Llegamos a casa de Curio al despuntar el día y, debo añadir, con un considerable


revuelo: a caballo y a pleno galope, lo cual no era habitual en las calles de la urbe.
Junio y Claudio permanecieron montados mientras yo saltaba de la silla, tomaba
las fasces (recién reparadas y atadas como era debido) y utilizaba todo su peso para
aporrear la puerta de Curio. Por fin, se asomó un sirviente de cara adormilada e insistí
en que llamara a su amo enseguida.
Mientras esperábamos, nos mantuvimos atentos y vigilantes. Claudio trotó
nervioso de una esquina a otra del patio mientras Junio prestaba atención a la
callejuela, pero no había el menor rastro de nada fuera de lo normal. Incluso en un día
tan importante como aquél, Curio dormía hasta tarde. Al cabo de unos diez minutos,
se presentó por fin con sus ropas de dormir desordenadas y de un humor de perros.
—¿Qué es esto, Livinio? —exclamó. Sin darle tiempo a alcanzar la puerta,
penetré en la casa y le corté el paso. Junio y Claudio desmontaron y me siguieron de
inmediato. Sin llegar a ponerle la mano encima, lo obligamos a retroceder hasta una
estancia interior de la casa; la dependencia resultó nuestra antigua sala de trabajo.
—¡Te he preguntado qué significa esto, Livinio! —repitió Curio, aunque su tono
fue esta vez mucho menos enérgico y su mirada se centró sobre todo en mis dos
primos, situados detrás de mí. Entonces pareció advertir por primera vez las fasces
que sostenía en mi diestra.
—¡Oh, Cayo, no seas ridículo! —exclamó—. Y todo esto se ha terminado; tu
cuestura ha expirado y, con ella, tu autoridad…, toda la que tuviste, ¡que nunca fue
mucha, créeme!
Por extraño que parezca, casi esperaba aquellas críticas y no me produjeron el
menor efecto.
—Hoy me tomo la autoridad por mi mano —respondí sin alterarme—. Tal vez te
detenga; tal vez te juzgue, te sentencie y te ejecute… Sólo yo y mis primos:
alguaciles, jueces, jurados y ejecutores.
Hice una pausa, cerré brevemente los ojos y sonreí con maliciosa satisfacción.
—Ya… ya entiendo —murmuró Curio con un suspiro largo y profundo—. Bien,
seguro que tienes una razón para estar aquí, Livinio. Dime cuál es y quizá podría…
Dejó la frase en el aire y volvió las palmas de las manos hacia arriba en un gesto
melindroso que me provocó el deseo de abofetearle. Al ver que no continuaba, le
dirigí una mirada ceñuda.
—¿Qué? —inquirí—. ¿Qué es lo que quizá podrías? Dímelo.
—Bueno, tal vez querrías…
—¿Sí?
—Es decir, podría conseguirte…

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Sacudí la cabeza con cautela.
—¿Qué, maldita sea? ¿Dinero? ¿Se trata de eso?
—Bien, sí. En el caso de que sea eso lo que…
—¿Una parte de los diez millones?
Curio se quedó pálido, retrocedió un paso y empezó a rebuscar bajo un puñado de
papeles apilados en la mesa más próxima.
—¡Aparta de ahí! —exclamó Claudio. Los tres nos echamos sobre Curio y, como
era de esperar, descubrimos una larga daga de plata que tenía oculta al alcance de la
mano.
—Entonces, habéis venido a robar, ¿no es eso? —musitó Curio—. ¿Y a matar,
también?
Volví la cabeza hacia mis primos y los tres pusimos los ojos en blanco con una
sonrisa.
—Supongo que no puedes explicarme por qué, ¿verdad? —comenté.
Se produjo un largo silencio mientras Curio nos contemplaba con una expresión
no exactamente retadora, no exactamente condescendiente, pero que tampoco
transmitía el apuro y la vergüenza que yo había esperado ver en ella. Sus ojos no
revelaban el menor asomo de incomodidad ni traza alguna de nerviosismo.
—Por qué ¿qué? —dijo finalmente.
—Para empezar, dime por qué lo has hecho —respondí—. Y por qué nos
mentiste, especialmente a nosotros. Y explícame por qué, considerando lo
ennoblecido que me sentí mientras trabajaba para ti, ahora me siento tan sucio y
agotado cuando recuerdo ese tiempo.
Curio tomó asiento en uno de los taburetes del taller, se frotó los ojos con la
palma de las manos y realizó una profunda inspiración.
—Lamento que te sientas así, Livinio, aunque comprendo tu decepción, desde
luego. Y tú deberías comprender que, para llevar a cabo lo que estaba haciendo, mi
labor debía ser secreta. Si se hubiera sabido que yo era un hombre de César desde el
primer momento, no habría podido realizar mi trabajo. Según se ha visto, la maniobra
ha resultado perfecta. La mayoría de los senadores no tenía idea de mi verdadera
posición y, por tanto, podía contar con su apoyo casi unánime a mi propuesta de
desarme. Pero Catón estaba al corriente; también Pompeyo, así como algunos de sus
amigos aristócratas. Y, una vez más, su reacción, apelando a las razones más nobles,
estuvo también cargada de torpeza. Hicieron juramento de fidelidad a Roma y a la
República pero, para preservar ésta, cayeron en mi provocación y concedieron a
Pompeyo ese amplio encargo de formar un ejército, un acto anticonstitucional e ilegal
que los colocó en una situación censurable. Pompeyo y los suyos hicieron
precisamente lo que habíamos previsto: picaron el cebo. Y con ello han llevado a
Roma al borde de la guerra civil.
—Y supongo que el dinero no ha tenido nada que ver… —apunté.
—No he dicho eso —replicó Curio—. Y repito que si quieres una parte…

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—Tenemos dinero suficiente —declaró Claudio con un timbre aristocrático
perfectamente afinado. Un tono ofensivo y odioso, pero muy adecuado para el
momento. No pude evitar una sonrisa.
—Entonces, ¿eso es todo? ¿Para eso habéis venido a mi casa? —preguntó Curio
—. ¿Para preguntarme por qué?
Exhalé un profundo suspiro y cerré los ojos un momento.
—No sé qué hago aquí —confesé. Levanté la vista y lo miré fijamente—. Ojalá
fuera Marco Antonio quien estuviera ahí sentado, en lugar de ti. Con él sí que me
gustaría tener unas palabras…
—¡Más que palabras! —refunfuñó Junio.
—Antonio mató a nuestro primo, Lucio Flavio —dije— y ha cometido otros
asesinatos, entre ellos el de Fabio Vibulano, que también trabajó para ti. —Me froté
las manos con gesto nervioso, las levanté hasta la cabeza y me pasé los dedos entre
los cabellos—. ¡Maldita sea, debería haberlo arrestado cuando tuve la ocasión de
hacerlo!
—Hum…, sí —murmuró Curio con calma—. Recuerdo a Fabio. Un buen tipo;
buen trabajador. Bien, ¿qué puedo decir? Antonio… es Antonio.
En aquel instante, tuve que hacer un esfuerzo extraordinario para contenerme y no
lanzarme violentamente sobre él. Me pregunté cuál era la causa desencadenante de tal
impulso. ¿La expresión trivial de su mirada? ¿O tal vez la insolencia de su tono de
voz y de sus palabras? De modo que apenas guardaba un vago recuerdo de Fabio, ¿no
era eso? (excepto, al parecer, cuando estaba bebido). De modo que «un buen tipo y un
buen trabajador». De modo que «Antonio… es Antonio».
Vaya con el rastro de sangre, me dije, que ese hombre había dejado tras él. Por lo
menos, en la mente de Curio.
—Y tengo pocas dudas de que cuanto dices sea cierto —continuó éste—. Pero
ahora, naturalmente, Antonio está fuera de tu alcance.
—O eso parece.
Curio me miró y casi esbozó una sonrisa.
—¿Te propones denunciarlo de todos modos? —Movió la cabeza en gesto de
negativa y soltó una risilla, esta vez sin disimulo—. No sé, Livinio. Podría resultar
arriesgado.
Allí tenía a Curio en su faceta más seductora, me dije. Pero ¿por qué se molestaba
en poner en acción sus artes en aquel momento? ¿Qué se proponía? Y de pronto me
vino a la cabeza que tal vez prefería que Antonio desapareciese de en medio. Al fin y
al cabo, eliminado éste, Curio se convertiría muy probablemente en el consejero y
confidente más importante de César, posición que Antonio desempeñaba en aquellos
momentos con aparente invulnerabilidad.
Así pues, pensé, ¿era posible que Curio estuviese tratando de incitarme a actuar
contra su rival, más popular que él? Sin embargo, denunciar a Marco Antonio en
aquel momento sería muy imprudente; sería suicida, incluso, si el bando de César

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ganaba la guerra. Si resultaba derrotado, era muy probable que Antonio perdiera la
vida en el intento y, si por casualidad no era así, siempre podría presentar mi
denuncia más adelante.
—Bien, quién sabe —dije con una amplia sonrisa.
—Por supuesto que no lo harás —continuó Curio con absoluta confianza en sí
mismo—. Es demasiado arriesgado. Aunque podrías perseguirlo directamente.
De inmediato, pensé que sería una gran idiotez acosar a Antonio y enviarlo
directamente a los brazos protectores de César en el campamento de éste. Con todo,
me limité a sonreír y respondí:
—No creo que eso fuera sensato.
—Por supuesto —asintió Curio. Sonrió afablemente, aguardó un instante y añadió
—: Entonces…, ¿lo harás?
—¿Hacer? ¿Qué?
—Denunciarlo.
Le devolví la sonrisa (con aire misterioso, esperaba) y me encogí de hombros.
—Imagino que no tardarás en abandonar Roma —apunté y Curio vaciló con
visible desconcierto ante mi inesperado cambio de tema. Era la primera vez que
apreciaba en él la menor demostración de perplejidad.
—Sí, muy pronto.
—Ya —asentí, aparentando una actitud meditabunda—. Bueno, a mi modo de ver
es una sabia decisión. —Me volví a mis primos—. ¿No os parece muy razonable?
—¿Apresurarse a abandonar Roma? Sí, muy sabia —respondió Claudio en un
tono de voz que rebosaba sarcasmo.
—Sí, sí, buena idea —intervino Junio.
—Con todo ese dinero en casa… —apunté—. En estos tiempos, Roma no es
segura para un hombre como tú.
—Hay ladrones por todas partes —insistió Junio—. Ladrones y asesinos.
—Partiré mañana, al amanecer —anunció Curio.
—Hazlo antes —respondimos al unísono mis primos y yo. Conseguí mantener
una expresión seria pero, naturalmente, Claudio y Junio no lograron contener una
risilla.
—Iré a preparar el equipaje.

Envié a Junio a casa con los caballos mientras Claudio y yo nos quedábamos en las
inmediaciones para vigilar. Escogimos un lugar a menos de cien pasos calle arriba,
tras una gran mata de arbustos y, como era de esperar, casi de inmediato se produjo
una explosión de actividad en la casa de Curio. En primer lugar, un grupo de correos
salió a la carrera ladera abajo hacia el centro de la ciudad y regresó al poco rato con
una docena de matones y tipos con aspecto de gladiador. Probablemente, eran tipos a
los que Marco Antonio había excluido de sus filas y había dejado atrás. Mientras los

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recién llegados ocupaban sus puestos de guardia, vimos y oímos cómo se cargaban
los carros, cómo se apilaban los suministros, se aprestaban los caballos y se
entablaban las ventanas de la casa; toda la actividad que, normalmente, es preludio de
la partida.
No fue una escena agradable de contemplar. Visiblemente agitado (¡y debo decir
que de forma muy insólita en él!), Curio corría de un lugar a otro dando órdenes a
gritos. En cierto momento, abofeteó en el rostro a un esclavo con gran violencia; en
otro, gritó tan fuerte que nos llegó el sonido de su voz, «¡Imbécil!», al tiempo que
agarraba a otro esclavo y lo arrojaba de lo alto de uno de los carromatos. El tipo cayó
de cabeza y aterrizó contra una roca; a pesar de la distancia, vimos la sangre. Y no
vimos que el hombre volviera a incorporarse.
Por fin, a media mañana, cuando hacía más o menos cuatro horas de la salida del
sol, toda la comitiva, encabezada por Curio, cobró vida entre gemidos y chirridos y
abandonó la casa con un ruido atronador, calle abajo por la pequeña colina.
—Bien… —dijo Claudio.
—Hum… —fue mi respuesta.
Y no volvimos a pronunciar palabra, ni en aquel instante ni durante nuestro largo
camino de regreso a casa.

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XXV

Durante más de cinco siglos, desde que el pueblo se alzara y destronara a los antiguos
reyes, la República romana había dado gloria a la ciudad y al mundo. Roma promovía
la democracia, defendía la libertad de expresión, extendía el imperio de la ley y
protegía los derechos de todos sus ciudadanos.
Y precisamente dos semanas después del día en que mi primo, Claudio Barnabas,
y yo observamos a Curio abandonar su casa en la ciudad, Roma, la República, dejó
de existir.
Tres semanas más tarde, recibí de mi primo, Avito Loliano Fino, un relato de
primera mano sobre aquel momento preciso de exterminio, junto a la descripción de
lo que había sucedido inmediatamente antes y después del mismo. Es innecesario
decir que no comparto el entusiasmo que mi corresponsal pudiera sentir por el hecho
pero, aparte algún esporádico error gramatical de poca importancia, creo que se trata
de una crónica clara, fiel y, en cierto modo, muy conmovedora de lo que pasó. Aquí
os la ofrezco, tal como la recibí:
Mi buen amigo y primo, Cayo Livinio Severo:
Ojalá estuvieras aquí, Livinio, y también Lucio, si aún viviera. Él y tú tendríais las
palabras adecuadas para describir lo que está sucediendo. Yo soy un mal sustituto, lo sé, pero
lo haré lo mejor que pueda.
No puedo explicar por qué, pero es César y sólo César quien, de algún modo, da cohesión
a todo esto. Muchos de los hombres no están satisfechos con la perspectiva de una guerra
civil, y debo reconocer que yo mismo he tenido lúgubres pensamientos desde la última vez
que nos vimos. El problema es que no tengo cabeza para la política y que no me había parado
nunca a pensar en esas cosas: sólo sabía que César era mi general y que mi obligación era
seguirlo. Pero ahora, al llegar a Rávena y escuchar lo que se comenta entre los soldados…
Sienten dudas, y lo encuentro razonable: resulta terrible pensar en romanos que matan a otros
romanos.
Sin embargo, también está César con su presencia imponente, su facilidad de palabra y su
destreza y valor como atleta y como soldado. Todos los hombres quieren ser como él; todos
quieren ser amigos suyos, conocerlo, compartir una jarra con él. Y hasta el último hombre
desea seguirlo en la batalla e imitar sus heroicidades. Desea vivir y morir por él.
¿Cómo te explicas la existencia de un hombre como él? Yo no puedo. ¿Y tú? Yo he
combatido a su lado y eso ayuda. Puedo decirte que es muy valiente; por lo que a mí respecta,
nadie ha inventado las palabras que describan su valentía. Lo he visto lanzarse entre una
multitud de enemigos, abatir a la mitad de ellos sin ayuda y emerger del choque sin un
rasguño; lo he visto lanzarse a un río turbulento desde sesenta codos de altura para escapar a
una emboscada; lo he visto cargar colina arriba a la cabeza de una columna de soldados y
conducirlos a una victoria imposible, donde otros comandantes habrían cambiado de idea a
media ascensión y habrían optado por una retirada en desbandada, o habrían continuado hasta
ser aniquilados. Por supuesto, la mayoría de los comandantes se habrían abstenido de
intentarlo desde el primer momento.
Y, con todo, no es un hombre brutal; al menos, no lo es en tiempos de paz y con sus
conciudadanos romanos. Es un hombre imponente, pero no temible; sonríe sin lisonjas y
habla con rara inteligencia pero con llaneza, como si conversara sencillamente con uno, en
lugar de soltar peroratas sin reparar en quien tiene delante. En otras palabras, es a la vez
cautivador y alentador.

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Cuando llegaron Antonio, primero, y luego Curio con la noticia de las acciones del
Senado, los hombres refunfuñaron pero César los tranquilizó con un discurso sencillo y
directo.
—Han seducido a Pompeyo y lo han llevado por el mal camino —nos dijo César—. El
decreto que insta a los magistrados a actuar para salvar de peligro al Estado, un decreto
mediante el cual el Senado llama al pueblo romano a las armas, no se había proclamado hasta
hoy salvo en el caso de una legislación pérfida o de una revuelta popular. Pero en el presente
caso no se ha producido, ni remotamente, ninguna de estas circunstancias; no se ha propuesto
ninguna ley inaceptable ni ha habido ningún intento de agitar al pueblo o de amotinarlo.
»He sido vuestro comandante durante nueve años; bajo mi mando, vuestros esfuerzos en
pro de Roma han sido coronados por la buena fortuna; habéis vencido incontables batallas y
habéis pacificado todas las Gallas y la Germania. Ahora os pido que defendáis mi reputación
y resistáis conmigo los asaltos de mis enemigos.
Los hombres respondieron bastante bien, me pareció. Muchos lanzaron vítores y hasta los
más reacios aplaudieron. Una vez más, César había salvado el día. Así pues, como decía, es
César quien nos mantiene el ánimo.
Y ahora ha llegado el momento… o llegará esta noche. Reemprenderé la carta mañana, si
puedo (pero no más allá de unos pocos días, como mucho) para contártelo todo.

En aquel punto había trazada una gruesa linea de lado a lado del rollo.
Inmediatamente debajo, la carta seguía:
No vas a creerlo, Livinio. Han sido los sucesos más emocionantes y espeluznantes que he
presenciado nunca. Escribo al mismo día siguiente, aunque bastante tarde y, si me vence el
cansancio, tal vez eche una cabezada. Si es así, me limitaré a continuar cuando despierte: no
volveré a interrumpir la historia.
César me tuvo a su lado toda la jornada de ayer. En parte, según dijo, porque le gusta mi
compañía y en parte porque confía en mí como soldado, pero también, según su expresión,
«como guardaespaldas». Pero lo más importante de mi tarea, me confió César (y, de nuevo, es
esa franqueza lo que lo hace tan estimado por todos nosotros), es mantener desprevenidos a
los agentes enemigos. Así, el día tenía que parecer —hasta donde fuera posible— uno más,
un día normal que César había decidido pasar de nuevo en compañía de su joven ayudante,
Loliano Fino, un miembro prometedor pero muy novato de la oficialidad de César.
A primera hora de la mañana, César puso sus tropas al mando de Hortensio. Después,
seguido sólo por mí y otros dos oficiales jóvenes, pasó gran parte de la jornada deambulando
ociosamente por las calles y mercados bulliciosos de Rávena. Tras un almuerzo ligero y una
copita de vino en la casa de un magistrado local, echó una siesta.
Avanzada la tarde, nos deleitamos en las termas de la ciudad, modestas pero bien
atendidas. Por la noche, César me permitió acompañarlo en su habitual cena de campamento
con una decena de dignatarios locales. Entre los asistentes estaba el banquero Galo, bajo,
rechoncho y albino, con su esposa taciturna de ojos oscuros: también había una delegación
comercial de tres hombres de Ariminum que aspiraban a un contrato para fabricar puntas de
lanza para las legiones de César, y estaba presente el cuestor ayudante de la provincia, un tal
Marco Norbano, un joven nervioso de vivaces ojos pardos que no dejaba de lanzar guiños a
César y de hacer chistes malos y referencias «íntimas», como para exhibir en público su
proximidad al gran hombre (cuando, en realidad, César apenas lo conoce). Por último,
también los acompañaba a la mesa el magistrado jefe, Cornelio Galo, un caballero canoso de
modales tan corteses y conversación tan refinada y agradable que su presencia casi hacía
soportable la cena. Recuerda que digo «casi».
Al cabo de una hora, aproximadamente, César se excusó con una sonrisa y prometió
«volver enseguida». Pero era un truco: toda la jornada había sido una maniobra de
distracción.
Fuera esperaba un carruaje alquilado y en él nos fuimos, mientras Antonio, Curio y otros
comandantes se desplazaban por otras rutas en otros tantos vehículos. Nuestro destino —en
realidad, seria más exacto decir «el punto de encuentro»— estaba a unas pocas millas al norte
de Ariminum, pero al principio nos dirigimos casi en la dirección contraria. Dimos un rodeo

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en torno a Rávena y, por último, tomamos la ruta verdadera…, para perdernos poco después,
cuando una fuerte ventolera apagó nuestras luces.
Casi amanecía ya cuando localizamos el lugar, un ligero recodo de ese riachuelo fangoso
llamado Rubicón, que es el límite entre la provincia de la Galla Cisalpina, que gobierna
César, y la Italia central que, como bien sabéis, es territorio vedado a las tropas legionarias de
cualquier general.
A menos de una milla del lugar, César ordenó bruscamente que el carruaje se detuviera en
la cuneta. Allí permaneció media hora, por lo menos, sosteniéndose la cabeza entre las manos
mientras le resbalaba un par de lágrimas por las mejillas.
—No sé… —susurró en una ocasión. Y eso fue todo lo que le oí decir.
Finalmente, ordenó que el carruaje reemprendiera la marcha, despacio. Después, ya a la
vista del lugar del encuentro, hicimos otro alto. César estaba pálido y desfallecido y tenía los
ojos muy abiertos e inflamados, como si lo poseyera algún demonio. Más tarde, me contó:
—He tenido una visión de nuestra patria angustiada, con el rostro contraído de pesar, las
canas despeinadas, las ropas rasgadas y los brazos llenos de arañazos, que hablaba con
palabras entrecortadas por los sollozos. Y esta visión me ha dicho: «¿Adónde vais, guerreros,
y por qué portáis mis estandartes? Si venís como ciudadanos respetuosos de la ley, debéis
deteneros aquí».
César también me dijo (y me da miedo escribirlo, aunque sé que mantendrás el secreto)
que la noche anterior había tenido un sueño terrible en el que cometía incesto con su propia
madre.
Tras el alto, dio orden al cochero de seguir hasta el campamento, se apeó, se quedó un
minuto al borde del río y dijo por fin:
—¡Oh, dios del trueno que vigila sobre las murallas de la gran urbe! ¡Oh, Roma, nombre
sagrado como ninguno, muéstrate favorable con mi empresa! No te ataco presa de un frenesí
militar. Mírame, aquí estoy: César, conquistador por tierra y por mar y en todas partes tu
campeón, como lo sería ahora también, si fuese posible. Él, él —se refería a Pompeyo,
supongo— tiene la culpa; él me ha convertido en tu enemigo.
Finalmente, César avanzó a pie entre las tropas. Curio y Antonio ya estaban presentes, y
el primero, tras estudiar a César detenidamente con esa astuta mirada suya, pareció percibir
su titubeo, se levantó y habló:
—César, la ley ha sido silenciada por la coacción de la guerra y hemos sido expulsados de
nuestra patria. Padecemos exilio voluntario porque tu victoria nos convertirá de nuevo en
ciudadanos. Apresúrate mientras tus enemigos están sumidos en la confusión y antes de que
hayan reunido fuerzas; el retraso es siempre fatal para quien está preparado. El esfuerzo y el
peligro no son mayores que antes, pero el premio es más alto. Gana un par o tres de batallas y
será para ti para quien Roma haya sometido al mundo. Y recuerda: no puedes tener la mitad
del mundo, pero el orbe entero está al alcance de tu mano.
Con esto, un grupo de trompeteros rompió filas, se agrupó aparte y emitió una majestuosa
llamada a las armas. (César me dijo más adelante que la figura de su visión había asido una
trompeta y había emitido una fanfarria atronadora). Entonces, César se levantó y dijo:
—Aceptemos esto como una señal de los dioses y avancemos hacia donde nos guían, para
vengarnos de nuestros pérfidos enemigos. La suerte está echada.
Y con esto montó su caballo, ordenó que una escuadra de caballería se situara en el curso
de agua para contener las corrientes (el río bajaba inusualmente crecido e impetuoso debido a
las fuertes nevadas del invierno) y nos condujo a Italia cruzando el Rubicón.
—En este punto dejo atrás la paz y una legalidad que ya ha sido burlada —exclamó al
alcanzar la orilla italiana—. En adelante, me pongo en manos de la fortuna. En adelante, no
quiero escuchar más propuestas de acuerdo. He dejado de confiar en ellos hace bastante
tiempo: ahora, debo buscar el arbitrio de la guerra.
Así pues, proseguimos nuestro avance y ya hemos capturado Ariminum sin derramar
apenas una gota de sangre. Los hombres están cansados, pero con la moral alta. Por lo que a
mí respecta, creo que ésta será la mayor campaña de César hasta la fecha y te confieso,
Livinio, que espero fervientemente que así sea. Hace mucho que la República me parece un
sistema anticuado para nuestra tarea de gobernar el mundo. Pero ésta es sólo mi opinión, el
parecer de un militar… Y éste, por Júpiter, no siempre es el mejor Juicio por el que guiarse.

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Asimismo, y esto debería alegrarte el ánimo, estoy vigilando a ese amigo tuyo que se te
escabulló en Roma y al que tanto interés tenías en encontrar. Todavía no estoy seguro de qué
haré al respecto… si es que hago algo. Y puedo añadir que hacer cualquier cosa será bastante
difícil por ciertas razones que sin duda imaginarás. De todos modos, nunca lo tengo
demasiado lejos y lo vigilo mientras sopeso la situación.
Por ahora, querido primo, esto es todo. Mis mejores deseos, decidas lo que decidas. No es
preciso decir que tu presencia aquí sería muy bien recibida y que no tardaría en encontrarse
un buen puesto para un hombre de tu categoría e inteligencia. Pero, naturalmente, no espero
que aceptes semejante ofrecimiento. Así pues, hasta que nos volvamos a ver, se despide tu
devoto primo, Avito Loliano Fino. Y, ¡ah, sí!, haz el favor de decirle a Junio que lamento
haber perdido la compostura y que no le guardo rencor.

Y éste es el informe del paso del Rubicón, el acontecimiento más importante de toda
la historia, de mi buen amigo y primo Loliano.

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XXVI

¡Ah, Cicerón! Querido amigo. Maestro inspirador. Cuánto te he querido. Qué devoto
he sido. Qué respetuoso, obediente y leal. Pero ¡ah, Cicerón!, tú no eres soldado. Y
éste es un tiempo de guerra y yo soy joven, impaciente y temerario. Y sin duda he
estado contigo demasiado tiempo, pues muchas cosas han sucedido.

Semanas después del famoso paso del río, César y sus legiones habían avanzado
hacia el sur a través de toda Italia y poco después recibí otra carta de mi marcial
primo. El despacho era mucho más corto; decía simplemente:
He sido asignado a un puesto bajo las órdenes de Escribonio Curio con la advertencia de
César de mantener bajo observación a mi comandante pues, según César, es de temer lo que
él denomina «impetuosidad natural de Curio cuando se vuelca en el campo de batalla». Según
lo que he visto hasta este momento, César tiene razón: tu viejo mentor no es ningún genio
militar. Sólo puedo esperar que la fortuna nos acompañe mientras cruzamos el mar hacia
terrenos mucho más peligrosos. Asimismo, ruego a los dioses que todo te vaya bien, primo, y
te aseguro que pronto te escribiré un relato más detallado. Por cierto, estoy seguro de que
habrás caído en la cuenta de que no volveré a estar cerca de tu amigo durante una temporada
y de que, por tanto, no podré seguir vigilándolo ni emprender acción alguna contra él. Puedo
añadir que, cuanto más lo vigilo, más seguro estoy de que merece una estrecha atención y de
que está Justificada una acción enérgica. Pero ya habrá tiempo para eso en días posteriores.
De momento, queda de ti tu buen amigo y leal primo.
Avito Loliano Fino

¡Ah, Loliano! ¡Ah, mi amigo del alma y devoto primo! ¡Cuánto te he querido!
¡Cuánto te he apreciado!
Te he querido y te he apreciado, sí, pero me temo que no lo suficiente. ¡Porque
eras un soldado! Y todo el mundo sabe que los soldados son tipos toscos que carecen
de refinamiento en el trato social, quizá un poco demasiado ásperos y torpes para lo
que exige el buen gusto e incluso (que los dioses me fulminen por haber dado el
menor crédito a ello) algo simples en sus pensamientos.
Y ahora, como no te he querido lo suficiente, como no he sabido apreciarte como
era debido, no hay nada que pueda aliviar el dolor de mi corazón cada vez que pienso
en tu persona, en tu presencia jovial, desenfrenada, ligeramente tosca y
profundamente leal.
Dos meses después de recibir la breve carta de Loliano, por otras fuentes, tuve
noticia de los progresos de la campaña militar emprendida por Cayo Escribonio
Curio.
Se decía que, desde el primer momento, Curio apenas prestó consideración a las
fuerzas pompeyanas que se le opondrían, al mando de Atio Varo. Así, al efectuar el
paso de Sicilia a África, éste llevó consigo sólo dos de sus cuatro legiones y apenas
quinientos jinetes.

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La campaña empezó bien: la flota contraria emprendió la retirada al ver la
imponente fuerza que encabezaba Curio y varias embarcaciones enemigas fueron
capturadas. En una primera escaramuza, la caballería de Varo fue puesta en fuga y
ciento veinte de sus hombres perdieron la vida en el campo. Las tropas de Curio
aclamaron a éste con el título de imperator.
El día siguiente a este primer enfrentamiento, un centinela de caballería del nuevo
campamento observó que avanzaba hacia ellos una numerosa columna de refuerzos.
Curio aprestó rápidamente a la batalla el grueso de su ejército al tiempo que, en un
acto de osadía, despachaba una pequeña tropa de caballería contra la fuerza enemiga,
muy superior en número. Como era casi de prever, la maniobra tomó por sorpresa a
las tropas enemigas, que fueron derrotadas y puestas en fuga.
Pero todos estos choques menores sólo eran escaramuzas de poca importancia.
¿Dónde estaba la gran batalla decisiva que deseaban todos los hombres? El problema
era que el campamento de Varo estaba protegido por las murallas de Utica, en uno de
los flancos, y por la enorme estructura de un teatro, en el otro; así pues, sólo resultaba
accesible a través de un paso angosto y traicionero.
De este modo, continuaron las pequeñas escaramuzas, el tedio se adueñó
progresivamente del campamento y no sorprendió a nadie que éste pronto se llenara
de sombrías murmuraciones y de quejas. Según un persistente rumor, muchos
hombres estaban descontentos; quizá el ejército entero. Otra queja muy extendida era
que el resto del ejército debía haberlos acompañado; según estaban las cosas, con
menos de la mitad de sus fuerzas disponibles, no tenían ninguna posibilidad de
alcanzar una victoria definitiva contra un poderoso enemigo. Y, por último, en
cualquier caso, no estaba bien que los romanos se mataran entre ellos. Librar una
guerra civil era mal visto por las tropas.
Así, Curio celebró una reunión con sus oficiales y comprobó que estaban
divididos. Unos achacaban el malhumor de las tropas a la inactividad y propugnaban
un nuevo ataque rápido. Otros insistían en retirarse a territorio más seguro para dar
ocasión a los hombres de volver a sus cabales.
Curio, según los testigos, se limitó a mover la cabeza con consternación ante tales
propuestas.
—Ya sabéis lo bien fortificado que está el campamento —declaró— y no soy tan
imprudente como para decidirme a un ataque sin garantías, pero sugerir que cedamos
y nos retiremos a una posición segura y alejada… En fin, soy demasiado joven para
ser tan tímido.
Así pues, reunió en asamblea a todas sus tropas y defendió su postura:
—¿Habéis olvidado las grandes victorias que acabáis de conseguir en Italia?
¿Tenéis noticia de los triunfos aplastantes que ha logrado César en Hispania? ¿Soy
yo, entonces, la causa de vuestra insatisfacción? ¿Es eso? Os recuerdo que os he
traído hasta aquí sanos y salvos, sin que hayamos perdido una sola embarcación. He
dispersado a la flota enemiga en nuestro primer encuentro, he expulsado del puerto

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más de doscientos buques mercantes para privar de ellos y de los suministros al
enemigo y he ganado dos combates de caballería en dos días. Y me habéis vitoreado
y proclamado imperator.
»¿Acaso he cometido algún agravio contra vosotros desde entonces? ¿Habéis
cambiado de opinión? Si es así, os devuelvo el regalo y vosotros podéis retirarme el
título.
Según los testigos, los soldados quedaron profundamente conmovidos por el
discurso y lo interrumpieron en numerosas ocasiones para expresar a gritos su
indignación.
—¿Cómo has podido pensar que te seriamos desleales? —exclamó uno de los
hombres. Un centenar de voces coreó la pregunta.
—Entonces, repito mi promesa de conduciros, tan pronto sea el momento
oportuno, a la gran batalla que esperáis con tanta impaciencia.
Los soldados prorrumpieron en grandes vítores y, al día siguiente, Curio los
condujo a la batalla.
El primer choque fue un triunfo para las fuerzas de Curio, que se enfrentaron a su
enemigo en un valle estrecho entre dos laderas escarpadas y traicioneras. Quienes lo
presenciaron dicen que las tropas de ambos bandos retrasaron el ataque lo máximo
posible para mantener las evidentes ventajas del terreno elevado.
Finalmente, Atio Varo efectuó el primer movimiento y mandó al llano a una
fuerza mixta de caballería e infantería ligera. Curio respondió con la caballería y dos
cohortes. Los jinetes de Varo, según mis fuentes, no pudieron resistir el asalto y
huyeron. Desprotegida, la infantería enemiga fue rodeada por las tropas de Curio y
aniquilada.
Tras esto, Curio se apresuró a ordenar una carga en masa contra las líneas de Varo
y me han llegado informaciones fiables de que, tras haber presenciado la retirada y la
matanza que acababa de producirse, el ejército entero de Varo había dado media
vuelta y había escapado de nuevo hacia el campamento. En realidad, los informes
dicen que las fuerzas en retirada fueron presa de tal pánico que murieron más
soldados en la aglomeración de hombres ante las puertas del campamento que en la
propia batalla. Entre las tropas de Varo había habido unos seiscientos muertos y un
millar de heridos, mientras que el ejército de Curio no había sufrido nada más que
una baja.
Al día siguiente, Curio inició el asedio de Utica. He sabido que en la ciudad se
habló de rendición, pero los rumores de que estaban en camino refuerzos enviados
por el rey Juba de Numidia, el aliado de Pompeyo, reavivaron sus ánimos y les
hicieron abandonar la idea.
Curio, dicen, escuchó también el anuncio de los refuerzos pero, al principio, no
les dio crédito. Cuando por fin tuvo la confirmación fiable de que Juba estaba apenas
a veinticinco millas de distancia, se retiró a Castra Cornelia, a unas millas al oeste, y

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mandó llamar de Sicilia a sus dos legiones restantes al tiempo que empezaba a hacer
acopio de víveres y otros suministros.
Poco después, sin embargo, Curio tuvo noticia por algunos desertores de que Juba
había recibido aviso de regresar a su tierra debido a una guerra fronteriza y a otros
problemas y había dado media vuelta. Mis informantes dicen que Curio aceptó esta
información sin dudar de su veracidad, cambió sus planes y decidió presentar batalla
de inmediato. Un pequeño grupo de caballería, en una incursión nocturna, lanzó un
rápido ataque contra una fuerza muy superior de soldados númidas mientras dormían
en su campamento y los puso en desordenada fuga.
Poco tiempo más tarde, en el preciso instante en que Curio salía del campamento
con casi todas sus tropas, se presentó de regreso el triunfal grupo de jinetes; cuando
escuchó las buenas noticias que le traían, apresuró la marcha con más determinación
que nunca, a pesar de que muchos de sus hombres, en especial la caballería, estaban
agotados. Pero le aguardaba el desastre. Curio había sido engañado: la historia de la
retirada de Juba había sido una treta. El rey númida estaba, en realidad, apenas a seis
millas y, al tener noticia de la incursión nocturna, envió a su guardia personal de dos
mil jinetes hispanos y galos, junto a lo más selecto de su infantería regular, para
reforzar a las tropas en retirada.
Suponiendo acertadamente que los jinetes no constituían más que un pequeño
destacamento de vanguardia, Juba indicó a sus hombres que se prepararan para la
aparición de Curio con el resto de su ejército y les dio órdenes de fingirse asustados,
ceder un poco de terreno y retirarse poco a poco.
Así pues, Curio y sus hombres anduvieron dieciséis millas detrás de sus enemigos
y, cuando por fin entablaron combate, estaban demasiado cansados para luchar en
buenas condiciones. En un primer momento, al chocar con el enemigo, se impusieron
claramente, pero no les quedaron fuerzas para perseguirlo. La caballería, cuyas
agotadas monturas no podían seguir el paso, resultó especialmente ineficaz.
Curio, dicen, estuvo a la altura de las circunstancias. Exhortó a sus hombres y les
infundió coraje. Les instó a que cada cual confiara en su propia pericia y en su valor.
Pero, poco a poco, las tropas enemigas empezaron a envolverlo por los flancos y a
atacarlo por la retaguardia. En cierto momento, Curio intentó desplazar todas sus
fuerzas en bloque hacia una colina cercana, pero la caballería del rey númida les
impidió el paso.
Fue una carnicería. Las dos legiones, casi al completo, fueron rodeadas y
aniquiladas. Los propios oficiales de Curio le instaron a huir a la seguridad del
campamento, pero el comandante se negó.
—Después de perder el ejército que César me confiara, no podría volver a mirarlo
a la cara —declaró y, con esto, murió luchando.
Combatiendo a su lado hasta el último instante estuvo, según me han contado,
cierto oficial novato, procedente del séquito personal de César y recién promovido al

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rango de capitán legionario: mi primo, Avito Loliano Fino, muerto en las playas de la
costa africana por la causa en la que creía con tanto fervor.

Y bien, Cicerón, viejo amigo, han transcurrido ya diez meses más en los que he
trabajado sin descanso al servicio de tu causa y ahora nos llega la noticia de que el
propio Pompeyo ha resultado muerto…, no lejos, en realidad, del lugar donde
Escribonio Curio y Loliano Fino libraron su postrer combate.
Y todo este tiempo he estado contigo aquí, en esta casa de campo no lejos de
Roma, trabajando en pro de lo que tú defiendes.
¿Qué era eso que repetías tantas veces? Compromiso. Sí, eso es. «Todo esto
puede resolverse», decías. «Restauraremos la República y evitaremos la sangre y el
horror de la guerra civil», decías.
Y aquella mañana espléndida, mientras permanecía sentado en el pequeño huerto
de frutales de la casa de campo de Cicerón bajo un agradable sol italiano,
reflexionando sobre todo aquello y empezando a asimilarlo, noté el contacto de su
mano en mi hombro.
—¿Qué estás escribiendo? —preguntó. Y, aunque su rostro estaba pálido de
cólera, ni una sola vez alzó la voz durante la reprimenda que me dedicó.
—Así que es una despedida, ¿no? —insistió—. ¿De modo que vas a decirme
adiós por escrito cuando estamos el día entero a menos de una docena de pasos? ¿Es
que no eres capaz de mirarme a la cara y decirme lo que sientes? ¿Hasta ese punto ha
decaído el respeto que te inspiraba? ¿Hasta ese grado de rechazo se ha transformado
el amor que me tenías? ¡Pero si yo nunca te pediría que continuaras adelante en una
causa en la que ya no crees! ¡Pero si me abstendría de hacerlo tanto como de retenerte
mediante la coacción o por la fuerza de las armas! ¿Es que acaso no lo sabes? ¿De
qué serviría, por todos los dioses? Si ahora crees que ha llegado el momento de
combatir por tus ideas, ve a hacerlo con todo mi amor y respeto; pero si te quedas
aquí y reprimes tus impulsos sólo por mí, eres mucho menos inteligente de lo que
había imaginado.
Sonrojado de vergüenza y casi lloroso, lo único que conseguí articular fue un
«¡Oh, maestro!», aunque la verdad es que llevaba bastante tiempo insinuándole que
me gustaría un cambio de actividad y había intentado persuadirlo de que me dijera
qué opinaba de ello. Esta vez, por fin, le pregunté directamente:
—Pero ¿cuál es vuestro parecer, maestro? ¿Qué crees que debo hacer?
—En estos momentos, me preocupa sobre todo lo que yo debo hacer —respondió
con un movimiento de cabeza—. Y, ¡ay!, creo que tienes razón: yo no soy soldado.
Con todo, sigo convencido de que alguien debería continuar esforzándose, por débiles
que sean sus energías, en intentar evitar la dictadura que todo el mundo considera
ineludible desde hace tanto tiempo. Así que eso es lo que haré: continuar en esa línea.

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»Por lo que a ti respecta, continuó Cicerón, ya te lo he dicho: haz lo que
consideres mejor. Los cielos saben que has hecho cuanto has podido por mí.
Escribonio Curio ha muerto y, con seguridad, no queda nada pendiente en ese tema.
En cuanto a mi empresa actual, mi terca búsqueda de la paz, no hay duda de que hasta
ahora los acontecimientos han demostrado mi equivocación, de modo que mal puedo
recriminarte si decides que ya tienes suficiente, que es hora de dedicarte a algún otro
empeño.
Lo estudié un instante, con los ojos todavía algo llorosos pero con una sensación
de excepcional claridad mental.
—Bien, mi querido Cicerón, tengo preparado el equipaje —declaré con feroz
brusquedad, al tiempo que me ponía en pie para abrazarlo.
—Lo sé —respondió—. ¿Y dónde vas a…?
—Junto a Catón… si quiere acogerme.
—¡Oh, claro que sí! Estará encantado. Es un poco zopenco, desde luego, pero en
el fondo es un buen hombre. Y capaz de algunos juicios sorprendentemente sensatos.
Seguro que estará encantado con la compañía de alguien de tus excelentes cualidades.
Te aceptará sin vacilar, créeme.
—Yo no estoy tan seguro —respondí con una sonrisa—. Después de Curio…
—Eso no contará. Incluso te daré una carta que lo explique todo…
—Hum… —Me rasqué la cabeza—. Una carta tuya… Me parece bien, desde
luego, pero no pongas nada de… en fin, nada acerca de Curio y todo eso. Ya se lo
explicaré yo mismo, si es necesario. ¿De acuerdo?
—Como tú digas, muchacho.
Nos abrazamos de nuevo; después, lo dejé allí, en el pequeño huerto de su casa de
campo alquilada, triste pero sonriente, encorvado pero entero, derrotado pero más
decidido que nunca a continuar su lucha.

En fin, era una causa perdida desde el primer momento. Ahora resulta obvio,
naturalmente, pero creo que yo me di cuenta de ello ya entonces. Si así fue, saberlo
no hizo nada para disuadirme; si acaso, en cierto modo, quizá tuvo incluso el extremo
efecto de animarme más.
A la muerte de Pompeyo, su hijo, Sexto Pompeyo, continuó librando escaramuzas
dispersas por Hispania, mientras Catón se ponía al frente de lo que quedaba de las
fuerzas republicanas en el norte de África. Y fue allí donde por fin lo alcancé: en la
ciudad de Cirene, donde acababan de ofrecerle la bienvenida oficial.
—De modo que quieres unirte a los restos precarios de nuestras fuerzas, ¿no es
eso? —me dijo, tras salir a recibirme a la puerta de la casa de algún potentado local,
convertida en su cuartel general. Me condujo a una salita vacía que había
transformado en despacho, me ofreció asiento en un duro banco de madera y me
observó con un manifiesto desdén—. ¿No eras amigo de Curio?

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Alcé la vista hacia él, pues Catón se había quedado de pie, y moví la cabeza en
gesto de negativa.
—Fui engañado, señor. Como tantos otros.
—Hum… —Tras un murmullo, asintió y, finalmente, se sentó a mi lado—. Sí,
todos lo fuimos. Al menos, durante un tiempo. —Su mirada se perdió en el vacío
unos instantes, como si estuviera abstraído en sus pensamientos—. Bien, conozco a tu
familia, naturalmente, y también sé que Cicerón habla bien de ti. ¿Es ahí donde has
estado todo este tiempo? ¿Con él?
Asentí en silencio.
—Bien, los cielos saben que no encontramos mucha gente nueva, últimamente.
—Se permitió una breve elevación de las comisuras de los labios en lo que quería ser
una sonrisa en su adusto semblante, se puso en pie y dio media vuelta. Se alejó y,
cuando ya casi había llegado a la puerta, volvió la cabeza, me miró y añadió—: Está
bien.
Con esto, Catón dio por aceptada mi solicitud para sumarme a sus acosadas
tropas.

—Ya sé, ya sé —decía Catón—. Tú me consideras un zopenco, un presuntuoso y


quién sabe qué más. Sé que ésa es la opinión que Cicerón tiene de mí. Él y otros.
Supongo que soy eso que dicen, en ciertos momentos y en ciertas cosas. Soy
consciente de todos los errores que cometí durante esos años en Roma: he visto cómo
me los echaban en cara con bastante frecuencia. Pero me gustaría hacerte un par de
preguntas:
¿Qué alternativa tenía? ¿Qué otra cosa podría haber hecho? —Se detuvo, como si
realmente esperase una respuesta, pero al ver que yo no decía nada continuó—: Mi
problema era que no tenía ninguna ambición. Bien, no debería decir «ninguna». A
una cosa sí aspiraba, y era a salvar la República. Pero esta clase de ambiciones no
tiene la menor oportunidad frente a las ansias de quienes sólo buscan acrecentar su
propio poder.
»César, por ejemplo —apuntó mientras se envolvía en la recia capa para
protegerse del molesto viento—. Es un hombre despreciable. Así me parecía antes, y
así sigo viéndolo hoy.
Catón sacudió la cabeza y efectuó una profunda inspiración. Hablábamos
mientras la columna avanzaba (a paso de marcha, para ser exactos) camino de Utica
para sumarse a las fuerzas del rey Juba, de Atio Varo (gobernador provincial en
aquellos momentos) y de Cornelio Escipión, el suegro de Pompeyo, recientemente
unificadas contra César. Tardamos siete jornadas en llegar hasta ellas y Catón marchó
en todo momento a la cabeza de las tropas. Y siempre a pie; en ningún momento
utilizó un carruaje, un palanquín, un caballo o cualquier otro animal para aliviar su

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carga. Y en muchos momentos, como en éste, yo avancé a su lado, hombro con
hombro.
—Pero Pompeyo no era mejor —declaró de pronto.
Lo miré con perplejidad. Él me observó de reojo, se encogió de hombros y
añadió:
—Ya sé, ya sé. Me uní a él de buen principio y ahora lo lloro e incluso marcho al
frente de las tropas en su nombre, pero la verdad es que Pompeyo inició su carrera
mediante el fraude y la violencia y, en el fondo, no cambió nunca. De hecho, se
mostró mucho menos severo que nuestros antepasados a la hora de marcar los límites
de lo que es legítimo. Hace unos años, quizá no lo recuerdes, respaldó la candidatura
de ese despreciable Lepido para el consulado. Y cuando Lepido mostró su auténtico
rostro, su aspiración de subvertir el Estado (que Pompeyo, sin duda, conocía desde el
primer momento), el mentor delató a su pupilo y dio gran publicidad a su
intervención como «salvador» de Roma. ¿Y esa hambruna que estuvimos a punto de
sufrir hace unos años? También fue obra de Pompeyo. Que Júpiter me fulmine si ese
viejo cerdo no intentaba acaparar el mercado de grano… para su beneficio personal,
naturalmente. Y… ¿qué más? ¡Ah, sí! También apoyó a Clodio frente a Cicerón,
¿sabías eso? Bien, todo quedó en rumores, pero te juro que es la verdad. ¿Razones?
Bueno, al parecer no había perdonado nunca a Cicerón por haber logrado desbaratar
la conspiración de Catilina. Pompeyo habría querido ser él quien lo hiciera. Sólo él
merecía el título de salvador de la República. Por eso dio su apoyo tácito a ese Clodio
para enviar al exilio a Cicerón. Después, un año más tarde aproximadamente, cambio
de máscara una vez más e hizo gran ostentación de apoyar el regreso de Cicerón.
»Te digo que era un hombre terrible… y, no es preciso decirlo, no tenía nada de
republicano. Pero el asunto es, en una época en que la personalidad y el poder
desnudo son las fuerzas más poderosas, ¿adonde puede volverse un republicano?
¿Quién queda que merezca gobernar un Estado dedicado al imperio de la ley? O, al
menos, supuestamente dedicado a él. Y ése fue mi objetivo: intentar salvar la
República y el imperio de la ley. Al principio creí que Pompeyo podría ser
engatusado y controlado. Ya sé, ya sé: el asunto fue llevado con torpeza y, en
cualquier caso, siempre fue una apuesta arriesgada. Pero no había la menor
posibilidad de manipular a César de esa forma. Eso lo sabía todo el mundo. Entonces,
¿qué salida quedaba? ¿Rechazarlos a ambos y contemplar cómo el Senado se
convertía en una caricatura impotente? ¿O intentar entrar en el juego, escoger un
bando con poder…, intentar elegir, ya que no a un hombre bueno, como mínimo el
menor de dos males? Como dije en una ocasión, “el hombre capaz de provocar
grandes males es quizá quien mejor puede remediarlos”. Y Pompeyo era, ciertamente,
un hombre valioso. Así lo destaqué en su funeral: “La fe sincera en la libertad de
Roma murió hace mucho. Ahora, con la muerte de Pompeyo, desaparece incluso la fe
fingida”.
—Pero…

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—Ya sé. Estás pensando: «Pero aquí estamos nosotros, marchando a través de las
ásperas llanuras del norte de África en nombre de Pompeyo».
Catón me miró, movió la cabeza y casi sonrió.
—Yo tampoco estoy seguro de entenderlo —murmuró.

Las campañas militares de Escipión y de Varo tuvieron tan mal resultado aquel
invierno que, al llegar la primavera, los dos le suplicaron a Catón que tomara el
mando de las operaciones, a lo cual se negó con terquedad. Inexplicablemente,
insistió en que lo hiciera Escipión, el cual fue nombrado entonces comandante
general.
Escipión estaba molesto con Utica por sus cambios de bando durante la guerra, y
su primera orden fue que se pasara a cuchillo a todos sus habitantes y se arrasara
hasta que no quedase piedra sobre piedra.
—¡Qué atrocidad! ¡Imposible! ¡Es una locura! —replicó Catón e insistió en que
no participaría en semejante acto.
Finalmente, Escipión cedió, pero sólo a condición de que el propio Catón se
encargara personalmente del orden y gobierno de la ciudad. Catón accedió.
Utica era un objetivo importante para ambos bandos en guerra, y Catón juró
mantener su posesión. Mejoró y reforzó de forma considerable las ya extensas
fortificaciones de la ciudad, reparó muros, levantó torres, excavó zanjas y construyó
empalizadas en torno a la población. También almacenó enormes cantidades de grano
y de otros suministros, así como gran número de armas y proyectiles, hasta convertir
Utica en un enorme depósito de intendencia para el ejército pompeyano. Pese a ello,
dio órdenes estrictas de que los romanos trataran a los ciudadanos de Utica con toda
cortesía y respeto.
Catón y Escipión empezaron muy pronto a tener otras discrepancias importantes.
Catón recomendó prudencia pero Escipión, un asno jactancioso que carecía de todo
talento más allá de su inagotable torrente de amenazas y pavoneos, lo acusó de
cobarde e insistió en llevar la lucha hasta César.
Como era de prever, la campaña terminó muy pronto en un desastre. En una gran
batalla en Thapsus, el ejército entero sucumbió ante las tropas de César. Escipión y
Juba escaparon con vida por muy poco, junto a un puñado de ayudantes y otros
oficiales.
Cuando llegó la noticia, le correspondió a Catón apaciguar la ciudad, sumida en la
histeria. Corría el rumor de que el ejército de César se había puesto en marcha en
dirección a ella, y la gente era presa de una agitación frenética, pero Catón, sin
guardaespaldas o tan siquiera un arma encima, se mezcló entre la multitud y, de algún
modo, la tranquilizó.
—Sin duda, los informes exageran; las primeras noticias siempre lo hacen —
repitió una y otra vez a lo largo y ancho de la ciudad—. Lo más probable es que las

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cosas no vayan tan mal.
Tras esto, convocó para la mañana siguiente un consejo de guerra con todos los
patricios romanos de la ciudad, los llamados «trescientos». Entre ellos había varios
senadores y sus hijos, muchos comerciantes y el grupo de consejeros del propio
Catón, que incluía a su propio hijo y a varios maestros y filósofos. Una vez reunidos,
les aseguró que respetaría la decisión que adoptaran, fuera cual fuese: enfrentarse a
César, rendirse o huir a tierra segura, probablemente a Italia.
Al día siguiente, Catón se hallaba en otra de sus reuniones cuando llegó la noticia
de que la unidad de caballería romana de guarnición en la ciudad acababa de huir por
la puerta principal.
Cabalgué con Catón en persecución de los jinetes. Cuando les dimos alcance, les
suplicó entre sollozos que regresaran, aunque sólo fuera por un día más, para
proporcionar una escolta de protección a los senadores romanos que se hallaban en la
ciudad. Para considerable sorpresa mía, los soldados accedieron finalmente a la
propuesta.

Si, a lo largo de su vida, Catón había resultado con frecuencia pedante y gazmoño,
carente de humor y de imaginación, en el momento de prepararse para la muerte se
mostró absolutamente esplendoroso. Porque resultaba bastante evidente para todo el
mundo que, aquellos últimos días, el hombre había tomado la decisión de quitarse la
vida una vez hubiera resuelto los asuntos de la ciudad. Así, quedaba bastante claro
que sus infatigables esfuerzos carecían de motivos secretos y no se debían a ninguna
intriga: con ellos sólo intentaba ahorrar a otros cualquier dolor o indignidad.
—Nosotros no podemos ser como tú, Catón, y te pedimos disculpas por nuestra
debilidad —declaró un viejo banquero en una reunión posterior de «los trescientos».
El hombre se refería a un proyecto presentado por los comerciantes para enviar
emisarios a César con una petición de perdón y el ruego de que les respetara la vida.
—Vuestras intenciones son buenas —dijo Catón—, de modo que no hay nada que
disculpar. De hecho, os recomiendo que actuéis cuanto antes en pro de vuestra
seguridad. Pero, hagáis lo que hagáis, no pidáis nada en mi nombre. Suplicad por
quienes han sido vencidos; rogad el perdón para quienes han hecho mal. En cuanto a
mí, no reconozco ninguna derrota en toda mi vida. A decir verdad, considero que es
César quien ha sido vencido, pues ahora es claramente culpable de estos movimientos
subversivos contra su país que ha promovido desde hace tanto tiempo y que ha
negado con tanta asiduidad.
Precisamente a la salida de la reunión, Catón fue informado de que César y todo
su ejército se hallaban no lejos de allí.
—¡Ah! Espera encontrar frente a él a hombres valerosos —le oí decir.
Entonces, los acontecimientos empezaron a sucederse a velocidad de vértigo:
Catón, abatido, se dedicó a preparar la partida de todos los senadores; ordenó cerrar

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todas las puertas de la ciudad menos la que daba al mar, dispuso las naves que los
transportarían y proporcionó dinero y provisiones a todo el que los necesitaba. Yo fui
el único senador que se quedó.
Aquel día, horas más tarde, corrió la noticia de que un comandante pompeyano,
Marco Octavio, estaba acampado cerca de la ciudad con dos legiones y que quería
«parlamentar acerca del mando supremo de Utica»; en otras palabras, pretendía tomar
posesión de la ciudad y convertirse en comandante de la plaza.
Catón movió la cabeza, sonrió y me dijo:
—¿Acaso puede sorprendernos que todo nos haya salido tan mal, cuando nuestro
amor por los cargos más altos sobrevive incluso a nuestra propia ruina?
En cierto sentido tenía razón, pero se me ocurrió pensar que el interés del
comandante Octavio se centraba, principalmente, en hacerse con todo el botín que
pudiera antes de que llegara César y se lo quedara él. Como es lógico, a Catón —
genio y figura— la idea no se le pasaría por la cabeza jamás, probablemente.
Después corrió la voz de que, mientras procedían a abandonar por fin la ciudad,
los equites estaban robando sus posesiones a los residentes. Catón fue al encuentro de
las tropas, se abalanzó sobre el hombre más cercano, le arrebató de las manos los
objetos que pudo y los arrojó al suelo. Sé que lo que sucedió a continuación resultará
increíble (yo tampoco le daría crédito, si no lo hubiera presenciado con mis propios
ojos), pero los demás jinetes soltaron exclamaciones de humillación y arrojaron
también todo lo que habían robado.
Entonces, Catón regresó al puerto y montó en cólera al darse cuenta de que yo me
había quedado en la ciudad, pero se tranquilizó enseguida y se volvió hacia
Apolónides, el filósofo estoico, que estaba allí con nosotros.
—A ti te corresponde, señor —dijo a Apolónides— enfriar la fiebre del espíritu
de este joven y hacerle saber lo que le conviene.
Mantuve mi negativa a marcharme y Catón se dio por vencido finalmente, aunque
dedicó gran parte de la tarde y de la noche a visitar a todos sus demás amigos para
instarlos a partir. La mayoría lo hizo, pero un puñado permanecimos a su lado.
Esa noche disfrutamos de una cena magnífica. Éramos unos doce, entre ellos
Catón, su hijo Marco, el estoico Apolónides, el famoso peripatético Demetrio y
algunos otros viejos amigos de Catón, junto con los magistrados de la ciudad.
Todos —yo también, por supuesto— bebimos mucho vino y pronto la
conversación se centró en diversas cuestiones filosóficas, con especial atención al
dogma estoico de las paradojas. «Sólo el hombre bueno es libre —argumentaba
Apolónides—; todos los hombres malvados son esclavos». Demetrio, como es lógico,
estaba en desacuerdo y los dos discutieron el tema y otros muchos conceptos
esotéricos. Pero cuando surgió la cuestión del suicidio, Catón defendió el punto de
vista estoico —que lo plantea como una opción cuando menos aceptable, si no
preferible, cuando uno considera claramente que ya no puede seguir llevando una

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vida razonable y moral— con tal elocuencia y tal pasión que resultó evidente que
proyectaba quitarse la vida y «liberarse».
—Nadie es libre si está muerto —declaré yo, un poco ebrio y con excesiva
brusquedad. Todos se volvieron hacia mí con expresión horrorizada, pero Catón se
limitó a sonreír y cambió de tema.
—Sólo espero que nuestros amigos que acaban de partir alcancen su destino
sanos y salvos, sea por mar o por tierra —comentó con extrema calma. Después, alzó
su vaso para brindar por ello.
—Que todos consigamos ponernos a salvo, de una manera u otra —dije yo,
mientras todos se unían al brindis.
—Así será —declaró Catón—. Estoy seguro de ello.

Después de la cena, como tenía por costumbre, Catón dio un paseo con su hijo y
algunos de sus amigos, yo entre ellos. El paseo terminó justo a la puerta de sus
aposentos privados; allí, dio las órdenes precisas a los oficiales de la guardia. Dentro,
nos abrazó uno por uno con un calor y un afecto que podía considerarse inusual.
Después, cuando ya nos marchábamos, se recostó en un diván, tomó uno de los
diálogos de Platón relativo al alma (el del Fedón, creo) y empezó a leer con
parsimonia.
Los sirvientes dijeron más tarde que, al cabo de un rato, Catón echó en falta su
espada y preguntó a un esclavo quién la había cogido. Continuó leyendo un poco más
y luego, al no obtener respuesta, reunió a la servidumbre y exigió con irritación que le
devolviesen el arma. Cuando comprobó que seguían sin obedecer, acusó a los criados
y a su hijo de «traicionarme y entregarme desnudo al enemigo». Pues, en efecto,
como bien sabíamos la mayoría de nosotros, su hijo había cogido la espada durante la
cena y la había escondido. Entonces, seguido de un puñado de nosotros, el hijo
acudió corriendo a la estancia y cayó a los pies de su padre, sollozando y rogándole
que no se hiciera daño.
—¿Cuándo y cómo —replicó Catón con un gruñido— me he trastornado y he
perdido el juicio? ¿Acaso debo ser desarmado y privado de utilizar mi propia razón?
Y tú, muchacho —continuó, mirando directamente a su hijo—, ¿por qué no le atas las
manos a la espalda a tu padre para que, cuando llegue César, sea incapaz de
defenderse?
Todos, salvo el filósofo Apolónides, abandonamos la habitación lentamente,
apenados.
—Y tú —dijo Catón con severidad al estoico (al menos, eso nos contó éste, más
adelante)—, ¿también te confabulas para obligar por la fuerza a un hombre de mi
edad a seguir vivo? ¿O acaso conoces alguna buena razón por la que sería
completamente ruin e indigno por mi parte querer ponerme a salvo de César, mi
enemigo, cuando es evidente que no tengo alternativa? Veo que guardas silencio; no

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tienes ninguna, entonces. Bien, en ese caso me permitirás seguir la doctrina que
claramente enseña tu propia filosofía. Y dile a mi hijo que no debe obligar a su padre
a hacer por la fuerza lo que no puede convencerle a hacer mediante razones.
Los dos hombres se separaron entre lágrimas y, poco después, un esclavo acudió
por fin a la estancia con la espada. Más tarde, el esclavo contó que Catón la
desenvainó de inmediato, la contempló detenidamente y, tras comprobar el filo,
declaró: «Ahora soy dueño de mí mismo».
Esa noche no hubo más ruidos procedentes de la estancia. Por la mañana, lo
encontramos en el baño, con las muñecas y los antebrazos abiertos y el agua teñida de
rojo por la sangre.
Me han contado que César, al enterarse de su muerte, comentó:
—Catón, envidio tu muerte y que no me hayas permitido conservarte la vida.
A decir verdad, más adelante todos estuvieron de acuerdo en que César era
sincero en su comentario, pues ya había demostrado una clemencia inusual para con
sus adversarios, siempre que fueran ciudadanos romanos. Los motivos de Catón
también parecen bastante evidentes, pues si le hubieran respetado la vida y continuara
con ella gracias a César, su fama no habría sufrido una gran merma, pero la de César
se habría acrecentado, sin duda, en gran medida.
César entró en la ciudad unos días más tarde y esa misma noche me citó a cenar
en su cuartel general.
—Cayo Livinio Severo —dijo fríamente; de hecho, no se levantó ni me estrechó
la mano ni me dirigió ninguna otra forma de saludo—. No estarás pensando en el
suicidio tú también, ¿verdad?
—No, César —respondí. Estábamos sentados frente a frente; tomé una gran pieza
de cerdo y empecé a arrancar la carne a grandes mordiscos—. Si hubiera querido
hacerlo —continué diciendo mientras masticaba ofensivamente un buen pedazo de
carne—, habría tenido muchas oportunidades para ello durante los últimos días.
—¡Hum…! —murmuró César mientras me estudiaba con desagrado—. Asegúrate
de seguir así. Eres un joven que va a sobrevivir a esto, no importa lo que suceda.
Tras esto, detuve mi sonoro masticar y estudié un momento a mi acompañante.
Naturalmente, no tenía objeto intentar averiguar a qué se había referido con aquello,
pues César era famoso por su rostro implacable, por sus facciones inexpresivas.
Apuramos el resto de la cena en silencio y dejé la mesa tan pronto hubimos
terminado.

Unas cuantas semanas después, César me envió de vuelta a Roma y me encontré otra
vez en mi casa, con Fulvia y sus padres y todo el resto de la familia sin novedad,
salvo Lucio Flavio y Avito Loliano, por supuesto.
Habían transcurrido tres años desde que César cruzara el Rubicón y, todavía,
buena parte de Roma continuaba revuelta. Sin embargo, al menos de momento, la

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vida en la capital era tan parecida a la de siempre que resultaba fácil hacerle dudar a
uno de que allí hubiera sucedido nada de importancia.

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XXVII

¡Ah, Cicerón! Tan callado durante tanto tiempo; ciertamente, nunca has sido un
soldado. La idea misma de la violencia te producía escalofríos de miedo y durante
todo este tiempo has permanecido escondido en tu casa de la ciudad y te has
concentrado en la enseñanza… si puede llamarse enseñanza a dar lecciones a los
hijos, estúpidos y malcriados, de las familias ricas.
Pero ya han transcurrido dos años más, el propio César ha sido asesinado y por
fin, mi viejo amigo, pareces haber despertado de tu sopor.
¡Las Filípicas! Un título maravilloso, que hace referencia (¿irónica?) a los
ataques de Demóstenes contra el rey Filipo de Macedonia, hace unos cuatro siglos.
En realidad, en tu primera denuncia empleabas un tono suave, muy conciliador.
Pero por alguna razón el objeto de tu moderación respondió con inesperada aspereza
y ahora le has respondido con tu Segunda Filípica. ¡Y qué gran tónico para mi
espíritu han resultado tus palabras! He leído la transcripción una docena de veces,
hasta que el papiro ha empezado a romperse de puro desgaste. Y, ¡ah, Cicerón, viejo
amigo y maestro!, aunque no tengo la menor idea de si tu alegato contribuirá a aflojar
la presión de la tiranía sobre nuestra cansada patria —pues si la muerte de César no lo
consiguió, no puedo imaginar qué lo lograría—, me ha levantado el ánimo leer ese
ataque tuyo contra mi enemigo más acérrimo, ese puerco y asesino de los de mi
sangre. Tengo muy presentes tus palabras:
Marco Antonio, has dilapidado enormes cantidades de fondos públicos en mantener en tu
casa un tráfico degradante, una interminable sucesión de indecencias y de borracheras, y has
puesto a la venta absolutamente todo lo que tenías a tu alcance.
Y ahora, precisamente en este gran templo en el cual los más nobles senadores han tratado
en tantas ocasiones los asuntos del mundo, tu principal contribución ha sido desplegar a tus
sanguinarios secuaces en la mismísima sala de sesiones del Senado. ¿Acaso nos puede
sorprender tal cosa, colegas? ¿Acaso tiene límites su osadía? Es evidente, Marco Antonio,
que has perdido el juicio; ¿qué muestra más palpable de locura que tu recurso a las armas de
un modo tan destructivo para el Estado?
Y tu última jugada, por risible que pueda resultar, consiste ahora en acusarme de haber
instigado el asesinato de Clodio, hace ya tanto tiempo. Pues bien, Antonio, te recuerdo que
una vez tú mismo perseguiste a ese hombre por el Foro, con la espada desenvainada y a la
vista de media Roma, y que probablemente habrías acabado con él si el desgraciado no se
hubiera hecho fuerte bajo la escalera de una librería. ¿Me lleva eso a deducir que fuiste tú el
instigador de su muerte? Claro que no. Entonces, ¿qué diablos te impulsa a creer que fui yo?
¿Acaso el hecho de que celebré la muerte de Clodio? ¿En eso se basa esta absurda acusación?
¿Y qué si lo hice? ¿Es que yo y sólo yo debería haber mostrado pesar por lo sucedido cuando
toda Roma se felicitaba?
Me acusas de distanciar a César de Pompeyo y provocar con ello la guerra civil. ¡Qué
estupidez! César no necesitaba de mi ayuda para eso. Cuando se sintió lo bastante fuerte,
cuando Pompeyo dejó de serle necesario o útil, se limitó a poner fin a su alianza. A mí no me
gustaba esa amistad, pero ya que existía… En fin, Antonio, incluso tú debes de haber oído mi
famosa frase: «¡Ah, Pompeyo, ese pacto tuyo con César…! Preferiría que no se hubiera
producido nunca pero, ya que habíais cerrado un acuerdo, ojalá no se hubiera roto. Negándote
a aceptarlo habrías demostrado la firmeza de tus principios; negándote a romperlo, tu sentido

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común». Éste fue siempre mi consejo a Pompeyo pues, una vez formalizado el pacto,
romperlo sólo podía conducir al desastre. Y está muy claro que acerté de pleno en mi
predicción.
Y ahora surge de tus labios la acusación ultrajante de que también instigué el asesinato de
César. La verdad es que mi nombre no ha sido mencionado jamás en relación con el hecho,
por glorioso que fuera, ¿y se sabe de alguien que tuviera participación en la conjura y haya
tratado de ocultarlo? ¡No! Muy al contrario, ha habido quienes se han vanagloriado de haber
tomado parte a pesar de no haberlo hecho.
Pero lo que resulta más irritante es tu estupidez al hacer tal acusación aunque, ¿cómo
podría esperar otra cosa de ti si no tienes más inteligencia que cualquier animal del bosque?
Ahora os pido, mis colegas senadores, que recordéis las palabras exactas con las que este
astuto colega me ha acusado. «Cuando César hubo expirado —según la versión de Antonio
—, Bruto, cuyo nombre menciono con todo respeto, se apresuró a blandir en alto la daga
goteante, llamó a Cicerón por su nombre y lo instó a celebrar con ellos la restauración de la
libertad».
Bien, ¿y qué? Sin embargo, sólo por esa razón, apuntas que «debe deducirse que Cicerón
estaba al corriente de la conjura», lo cual es una conclusión absurda ante tan escasa prueba.
Aun así, padres senadores, observad que me tilda de vil criminal sólo porque sospecha que yo
sospechaba algo. Pero el hombre que empuñaba la daga, Bruto, es mencionado «con todo
respeto».
Un consejo, Marco Antonio: ve a dormir la borrachera, deja que desaparezcan los vapores
etílicos y, aunque sólo sea por una vez, intenta seguir un razonamiento sobrio. ¿O acaso debe
uno traer antorchas llameantes para despertar a este hombre que responde a tal pregunta con
ronquidos?
Pero permíteme también una advertencia: presta atención a la cuestión de siempre: ¿a
quién beneficia el crimen?, y ten cuidado de no verte implicado tú mismo en la muerte de
César. ¿Pues no fuiste tú, acaso, quien inmediatamente después del hecho declaró que era un
gran beneficio para todos aquellos que no querían ser esclavos? Ahora, en cambio, eres tú
quien está más cerca de convertirse en tirano que en esclavo. Para ti, la muerte de César ha
sido especialmente favorable pues, ¿de qué otro modo habrías podido aliviar tu pobreza y
pagar tus cuantiosas deudas? En efecto, has liquidado la mayor parte de los objetos de valor
de su casa y la has convertido en una fábrica de firmas y documentos falsificados y en un
mercado donde se compran y venden de forma escandalosa ciudades enteras, territorios y
exenciones de tasas y de tributos.
Y ahora que he respondido a las estúpidas acusaciones que has urdido en tus desvaríos,
repasemos algunos aspectos de tu vida pasada. Apenas salido de la adolescencia, apenas
cumplida la edad mínima, y la toga de adulto pronto se transformó en tus hombros en la de
cierta clase de mujer. Al principio eras una prostituta pública… y muy cara, por cierto. Pero
muy pronto intervino Cayo Escribonio Curio, te retiró de las calles y te ascendió, por así
decirlo, a la categoría de esposa: te convirtió en una mujer casada. Ninguna esclava comprada
para satisfacer la lujuria ha estado nunca tan sometida al poder de su amo como tú lo estabas
a Curio. ¿Cuántas veces su padre te echó de su casa? ¿Cuántas veces apostó centinelas para
impedirte la entrada? Y, a pesar de ello, impulsado por la pasión y ávido de dinero, tú no
dejabas de arrastrarte de noche sobre los tejados… hasta que, finalmente, la familia no pudo
seguir soportando el escándalo.
El joven Curio declaró que te amaba con tal pasión que te seguiría al exilio, porque no
soportaba la idea de vivir separado de ti. Curio acudió a mí y, arrojándose a mis pies, suplicó
mi intervención y mi protección; así, para rescatar al joven de tan brillante promesa, conseguí
impulsar una solución pacifica del asunto y, con ello, ahorré a la familia de Curio un
escándalo nauseabundo y degradante.
Pero dejemos a un lado los delitos sexuales de Antonio; no voy a profundizar en ese tema
porque hay cosas que un hombre educado no puede mencionar. Así pues, en esto tienes una
ventaja sobre mí, pues tus faltas son tan horribles que ningún oponente que se respete puede
hablar de ellas.
¿Pero qué nos dices de tu papel en el fomento de la guerra civil? Abusaste
descaradamente de tus poderes como tribuno utilizando tu veto para bloquear la petición

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unánime del Senado de que César depusiera las armas; un veto que, no es preciso decirlo,
había sido comprado y pagado.
Padres senadores, lloramos hoy la pérdida de tres ejércitos romanos, aniquilados en la
guerra. Todos ellos han perecido por causa de Marco Antonio. Lloramos la pérdida de
nuestros conciudadanos más ilustres, que nos han sido arrebatados por Marco Antonio. La
autoridad de esta misma asamblea se ha visto entorpecida y ha sido Marco Antonio quien ha
puesto las trabas. Si reflexionamos como es debido, descubriremos que todo lo que hemos
visto en este tiempo (¿y qué calamidad no hemos presenciado?) se lo debemos en parte a
Marco Antonio. En pocas palabras, Antonio, tú has sido nuestra Helena de Troya: has traído a
nuestra patria la guerra, la peste y la aniquilación.
Combatiste en la guerra y allí bebiste en abundancia la sangre de otros romanos mucho
más honorables. Sea; no voy a extenderme en ello. Regresaste, pero sólo para viajar por Italia
con las galas, atrozmente escandalosas, de una alcahueta real. Te desplazabas en un carruaje
de mujer mientras cierta actriz era transportada delante de ti sobre una litera atendida por
decenas de sirvientes. En cada ciudad, los vecinos que salían a recibirte se encontraban con
este espectáculo aterrador. Y allá donde ibas, alojabas por la fuerza a tus soldados donde te
parecía conveniente, expulsando de sus legítimos hogares a incontables ciudadanos.
De vuelta en Roma, con César aún en Alejandría e ignorante de tus actos, te confirió el
mando absoluto de la caballería, lo que te convirtió en su mano ejecutora en lo referente a los
asuntos públicos. Y, en calidad de tal, ¿cuántos decretos promulgaste otorgándote el expolio
de herencias o desplazando a los propios herederos? ¡Pobre Antonio, qué desesperado
estabas! Todavía no habías recibido las enormes propiedades que supuestamente te habían
«legado» Rubrio y Turselio. Todavía no te habías estrenado en tu inesperado papel de
«heredero» de Pompeyo. No tenías nada, salvo lo que pudieras robar; estabas obligado a vivir
como un bandido.
A continuación, sigue un episodio que algunos considerarán frívolo, al menos en
comparación con lo demás. Habías acudido a una boda en la que habías bebido tanto que, al
día siguiente y en presencia de la plebe, no pudiste contener el vómito. ¡Qué repugnante
exhibición, tan repulsiva de presenciar como de describir! Si hubiera sucedido en la mesa,
entre tus bestiales brebajes, ya habría resultado suficientemente vergonzoso. Pero en este caso
se trataba de una reunión del pueblo y tú eras la mano ejecutora del propio César en los
asuntos públicos, de quien un hipido ya se habría considerado casi escandaloso. Y allí
estabas, Marco Antonio, mandamás de la caballería, completamente enfermo y manchándote
las ropas (en realidad, salpicando todo el estrado) de restos de comida que apestaban a vino.
Entonces vuelve César y poco después se celebra una subasta pública en la que los bienes
y propiedades de Pompeyo (me he quedado, ¡ay!, sin lágrimas, pero el recuerdo no dejará
nunca de ser doloroso), los bienes, decía, de Pompeyo el Grande son anunciados y vendidos
por la voz fría y desapasionada del subastador. Y durante aquel único momento, Roma olvidó
sus ataduras y gruñó una protesta. Y aunque todas las mentes estaban esclavizadas por un
miedo visceral al gobierno del nuevo dictador, el pueblo romano aún fue libre… para
refunfuñar.
Y mientras todos esperaban y se preguntaban quién sería tan loco, tan irreverente y tan
odioso como para atreverse a participar como comprador en aquella confiscación y venta
abominables, la única voz que pujó fue la de Marco Antonio. Y ello aunque el lugar estaba
lleno de hombres lo bastante audaces como para atreverse a cualquier cosa, salvo a aquello.
Sólo Antonio demostró la falta de escrúpulos necesaria para lanzarse a algo ante lo cual todos
los demás se echaban atrás, horrorizados. No tuviste en cuenta el odio que tu acción
provocaría entre el pueblo de Roma, ¿verdad?
Así pues, tus manos codiciosas se cerraron con insolencia sobre las posesiones de ese
gran hombre y, a continuación, te pavoneaste satisfecho como un personaje de una mala
comedia, en la miseria un día y rico como Craso al siguiente. Pero, como escribió una vez el
poeta Nevio, «las ganancias mal obtenidas se dilapidan con rapidez». Y resulta
verdaderamente increíble escuchar con qué rapidez gastaste esas enormes riquezas.
En la subasta adquiriste una provisión inmensa de vinos, una gran cantidad de piezas de la
mejor loza, tapices valiosos y numerosas piezas de mobiliario, bellas y espléndidamente
trabajadas, ¡de todo lo cual no quedó nada en apenas unos días! Ni el propio océano habría

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engullido con más rapidez una cantidad tal de propiedades… que, además, estaban repartidas
entre diversos locales distantes unos de otros.
De lo que quedó, nada fue sellado o puesto a buen recaudo, ni se efectuó inventario. Las
bodegas fueron abandonadas a las incursiones de los delincuentes más viles; actores y
actrices saqueaban la casa, las habitaciones estaban atestadas de jugadores y de borrachos, las
juergas se prolongaban varios días seguidos…
Perdiste gran parte de ello en el juego. Colegas senadores, tal vez os hayáis fijado en las
camas de los aposentos de los esclavos, cubiertas con ricas telas púrpura de Pompeyo. En
verdad, tan inicuos excesos bien podrían haber engullido ciudades y reinos enteros.
Y, acto seguido, cometiste el más brutal de todos los insultos, Marco Antonio: entonces te
apropiaste de la casa y de los jardines de Pompeyo. ¿Y te atreviste a cruzar siquiera el umbral
de ese lugar hechizado? ¿Te atreviste a mostrar tus facciones teñidas de lujuria ante los dioses
de ese hogar y de esa casa? ¡Pues claro que lo hiciste, hombre perverso! Tal vez, cuando viste
en el jardín delantero los monumentos en recuerdo de las victorias navales de Pompeyo,
imaginaste que estabas entrando en tu propia casa. Pero aguarda. No: eso es imposible.
Porque, por lerdo y falto de sentimientos que seas, seguro que tienes cierta idea de quién eres,
de cuál es tu casa y cuál tu familia.
De modo que la casa, que jamás había presenciado nada que no fuera recatado, piadoso y
elevado, vio cómo los dormitorios se convertían en habitaciones de burdel y las
dependencias, en tabernas.
Refirámonos ahora brevemente a tus relaciones con César. Como es bien sabido, libraste
muchas valientes batallas a su lado: entonces, ¿por qué no lo acompañaste a África? Y
cuando regresó, ¿qué rango te otorgó? Cuando César era gobernador, tú habías sido su
cuestor. Cuando dictador, tú estabas al mando de la caballería. Tú habías sido la primera
causa de la guerra, el instigador de sus barbaridades y quien había compartido su botín. Según
tus propias palabras, él te hizo su hijo adoptivo por propia decisión.
Pero ¿cuál fue la reacción de César en esta ocasión? Yo te lo diré: ¡Urgirte el pago del
dinero que aún debías por la casa, los jardines y la mayor parte de las propiedades
confiscadas que habías adquirido!
Tu reacción temperamental resultó cómica: «¡Pensar que César me reclama el pago! ¿Por
qué habría de pagarle yo a él, y no al contrario? ¿Acaso consiguió sus victorias sin mi? No.
Además, yo le proporcioné el pretexto para la guerra. ¿Por qué no habrían de compartir el
botín quienes han compartido el resto de la aventura?». Pero César hizo oídos sordos a tus
estúpidas reclamaciones y envió soldados a cobrar la deuda.
Y entonces, de pronto, tú publicaste ese maravilloso catálogo. ¡Vaya ridículo provocó!
Una lista tan extensa, con tantos objetos y propiedades, de los cuales no había absolutamente
ninguno que pudieras llamar tuyo. Y cuando se celebró la subasta, qué espectáculo tan
lamentable. Unos cuantos tapices raídos, cuatro copas de plata abolladas, un puñado de
esclavos andrajosos… hasta que lamentamos que no quedara nada más de Pompeyo por
contemplar.
¡Marco Antonio, sabandija, estabas en un apuro y no sabías a qué recurrir! Y entonces fue
detenido en la casa de César un asesino enviado por ti, a quien se le encontró un puñal, y
César lo denunció ante el Senado y lanzó un abierto ataque en tu contra.
Luego, pasó el tiempo y de algún modo (¡no quiero ni pensar cómo!) conseguiste
congraciarte de nuevo con César. Y eso nos lleva a una de tus hazañas más asombrosas. César
estaba sentado en la tribuna, envuelto en una toga púrpura y sentado en un trono de oro, con
una corona de laurel en las sienes. Entonces subiste a la tribuna, te acercaste al trono y
mostraste una corona regia. El pueblo gruñó. Intentaste colocar la corona sobre la cabeza de
César, pero él la rechazó e insistió en ello entre sonoros aplausos.
Entonces te arrojaste a los pies de César, rogaste y suplicaste, exhortaste y trataste de
persuadir a la multitud. ¡Y todo ello (¿podría haber algo más bochornoso, por todos los
dioses?), sin ropa alguna que te cubriera! Sí, villano repulsivo, ¡estabas desnudo y de rodillas
ante César y ante todo el pueblo en pleno Foro de Roma!
Bien, ahora César está muerto y, tras su asesinato, algunos creyeron fugazmente que se
había restaurado el gobierno constitucional; yo no compartí tal opinión pues, contigo al
timón, temía cualquier suerte de desastre. ¿Me equivoqué, acaso? Toda Roma ha visto tus
anuncios y pasquines con listas de exenciones y prerrogativas a la venta no sólo a individuos,

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sino a comunidades enteras. Así, padres senadores, toda la soberanía del pueblo de Roma ha
sido dilapidada en transacciones comerciales en casa de Marco Antonio.
¿Dónde están los setecientos millones de sestercios, la suma total de las arcas del Templo
de la Abundancia? Si no han sido entregados a sus legítimos propietarios, por lo menos
deberían habernos eximido del pago del impuesto de propiedades. ¿Y los cuarenta millones
de sestercios que debías en los idus de marzo?, ¿cómo es que el primero de abril ya los habías
saldado?
Hace poco publicaste el anuncio de que las ciudades más ricas de Creta quedaban
eximidas del pago de impuestos y de que, en breve, Creta dejará de ser provincia romana.
¿Estás en tu sano juicio? ¿Cómo se te puede dejar actuar sin restricciones? ¡Con la venta de
este decreto, has perdido una provincia entera! ¿Sabéis de algún caso en que, ante un
comprador deseoso de adquirir algo, Marco Antonio no se haya mostrado dispuesto a vender?
Has establecido ilegalmente nuevas colonias en Italia y, en una de ellas, tu médico ha
obtenido una extensa finca. ¿Qué habría conseguido, me pregunto, si te hubiera curado? Y a
tu maestro de retórica se le ha otorgado otra propiedad similar y también me pregunto cuál
habría sido su gratificación si hubiese logrado convertirte en un orador competente.
Más recientemente, te has trasladado a la casa de Varrón. ¡Ah, colegas!, ¿recordáis las
palabras, los pensamientos y las actividades literarias por las que esa casa fue tan famosa un
día? En cambio, mientras fuiste tú el inquilino, Marco Antonio, en todos los rincones de la
casa resonaba el eco de los alaridos de los borrachos y los suelos y las paredes estaban
bañados en vino. Muchachos de noble cuna se mezclaban con hombres de vida infame, y
prostitutas vulgares se confundían con mujeres de la nobleza.
Y así llegamos al momento presente y vuelvo a preguntarte, Marco Antonio: ¿por qué has
traído al Foro a esos hombres armados, a esos arqueros de Iturea, la tierra menos civilizada
del mundo? Dices que es por tu seguridad personal, pero ¿no es mejor morir mil veces que
necesitar la protección de hombres armados para seguir vivo en la propia patria de uno? Y
vivir en continuo temor a sus propios amigos, día y noche, ¿qué clase de existencia es ésa
para un hombre?
César quizá tenía guardaespaldas alrededor de él, pero disimulados y, en cualquier caso,
no muy numerosos. Pero tu despotismo… ¡qué ajeno al espíritu romano resulta todo eso! Tus
mercenarios te siguen en estricto orden, y no pasan inadvertidas a nadie esas parihuelas que
transportan, cargadas de escudos. Y no se trata de nada nuevo, padres senadores; la frecuencia
con que somos testigos de tal hecho ya nos ha insensibilizado al espectáculo.
Escucha bien, Marco Antonio: lo que debes hacer es granjearte el afecto y la amistad de
tus conciudadanos y no atrincherarte detrás de tus hombres armados. A la larga, no pueden
protegerte. El pueblo de Roma terminará por arrebatarte las armas. ¡Y que sobrevivamos para
verlo!
Si algo hemos aprendido de César es cuánto se puede confiar en cada cual, de quién fiarse
y de quién recelar. ¿Todavía no lo has comprendido, Marco Antonio? ¿No entiendes que a los
hombres valientes les basta con una vez para aprender la lección de lo fundamentalmente
noble y merecedor de gratitud que resulta el acto del tiranicidio?
Ahora sólo tengo dos deseos: que mis ojos moribundos puedan ver al pueblo de Roma
disfrutando todavía de su libertad y que cada hombre reciba lo que se merece según su
conducta para con su patria.

¡Ah, Cicerón! Qué música para mis oídos, tus palabras. Y, con todo…, es Marco
Antonio quien gobierna aquí ahora, junto con Augusto. Y es tu vida la que puede
estar en peligro.
Me estremezco al pensar en ello: Marco Antonio, cabeza del Estado. Un
borracho y ladrón. Y también un asesino. Él dio muerte a Lucio Flavio Severo, el
mejor de mi familia, y a todos los demás. Pero ¿por qué? Eso es lo que siempre me
he preguntado. Y tras leer tus palabras, por fin lo sé: a causa de su locura y de su
despreciable lascivia. Sólo por eso. Porque ahora estoy convencido de que está loco,
aunque la suya es una locura nacida, sobre todo, de la estupidez. Es un hombre

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estúpido. Y un estúpido cree que los demás son tan tontos como él, de modo que cree
fácil salir bien librado de… en fin, cree que puede cometer un crimen y quedar
impune. Y, en cierto sentido, ¿no es ése el razonamiento de un loco?
Pero ¡ah. Cicerón!, por brillantes y mordaces y sinceras que fuesen tus palabras,
también fueron frágiles…, tan frágiles como tú y como tantos de los demás, supongo.
Tan frágil, eso seguro, como resultó serlo Roma, delicada como una flor e igual de
quebradiza Pues es Marco Antonio quien gobierna hoy y yo me siento impotente para
vengar la muerte de mi primo.
Y mientras escribía esas quejas, sentado en el jardín de la casa de Cicerón, noté su
mano posarse en mi hombro.
—¡Oh, maestro! —dije y me volví a saludarlo.
Él intentó hablar, pero no le salieron las palabras. Y luego lo miré a la cara y vi
las lágrimas que resbalaban de sus ojos. Unos ojos llenos de arrugas, ojos de viejo,
que recordaban algo los de Pompeyo cuando los observara en el Senado, hacía tantos
años.
Recordé aquellos tiempos y a aquellos hombres gloriosos: Pompeyo, Catón,
César, Lucio Flavio, Loliano Fino… Y sentí la pérdida de todos ellos como un gran
dolor que me desgarraba el corazón.
Me pregunté si Cicerón seria el siguiente. Y me pregunté también cuánto tiempo
más podría Roma, o cualquier otra nación, soportar aquello… aquel gobierno de un
malhechor. Y tomé entre las mías la mano extendida de Cicerón, me la llevé al rostro
y me eché a llorar.

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XXVIII

Ha caído la noche y estoy encogido en un duro banco de mármol en la ventosa


antesala de la que fuera casa de Cicerón en Roma, a la espera de que Augusto termine
de leer mi informe.
Fuera, el aire es fresco y estimulante; una noche fresca y estimulante de
diciembre y a través de un ventanuco situado justo encima de mí alcanzo a ver un par
de estrellas que brillan en el negro cielo romano. Me estremezco a causa del frío
nocturno y me arrebujo bajo la toga.
De repente, al otro lado del marco de entrada a la salita, oigo voces y el roce de
unas botas metálicas sobre el suave suelo de losas de arcilla. Hay algo en ese ruido
que transmite una curiosa importancia por sí mismo. Me digo que, seguramente, sería
una buena idea incorporarme y echar un vistazo pero, después de tantas horas de
espera, estoy demasiado frío y cansado para moverme con rapidez.
Las voces, en ningún momento suaves, se hacen más audibles y denotan cierta
irritación; finalmente, siento la suficiente curiosidad como para levantarme y
averiguar qué sucede, pero no tengo necesidad de hacerlo porque, de pronto, alcanzo
a ver a los hombres enfadados desde mi posición en el banco. Y veo que uno de ellos
es Augusto y el otro… Bueno, que me aspen si el otro no es Marco Antonio. Vienen
discutiendo, eso es evidente, pero no puedo distinguir sobre qué.
—¡Cierra el pico, Antonio! —masculla Augusto, y casi no doy crédito a lo que
oigo.
Después, empiezan a empujarse el uno al otro aunque, por supuesto, no hay
competencia posible: Marco Antonio es mucho más alto y pesado que Augusto y
mucho más corpulento. Pero en ese momento se presentan unos guardias de Augusto
y separan a esos dos hombres sudorosos, con el rostro enrojecido, que ahora se
ocupan de pilotar esta —en otro tiempo espléndida— nave del Estado y que discuten
por quién sabe qué minucia.
—Espera aquí, Antonio —dice Augusto con cansada exasperación. Luego, da
media vuelta y avanza despacio hacia mí.
Sin embargo, mientras lo hace, observo por un instante la aparición de otro
hombre justo al lado de Marco Antonio. Y esta vez hay algo en él que atrae mi
atención. Algo sobre el modo en que la luz parpadeante de una lámpara se refleja en
su cabeza. Me incorporo hasta quedar sentado y me inclino hacia mi derecha hasta
que, por un instante, consigo verlo mejor: es el portero de mi tío, Telefo,
desaparecido hace tanto tiempo, cuya gran bóveda calva brilla bajo la pálida luz
amarilla.
—Lo reconoces, ¿verdad? —dice Augusto con una sonrisa. Se sienta a mi lado y
me da golpecitos en el hombro izquierdo con el último rollo de mi informe, que

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sostiene en su diestra.
—Un trabajo sobresaliente, Livinio —afirma—. Sí, excelente trabajo. Y parece
increíble, pero casi has acertado.
Lo miré un momento, no muy seguro de haber oído correctamente.
—¿Casi? —repetí en un susurro, al tiempo que abría los ojos con irritación e
incredulidad.
Augusto asiente con un suspiro, introduce la mano en un pliegue interior de la
toga, saca un pergamino y me lo ofrece. El papiro es viejo y gastado y el sello está
roto, aunque casi intacto en ambos lados de la fisura. Junto las dos partes y, de
Inmediato, advierto que es el sello que una vez utilizara mi primo, Avito Loliano
Fino.
Miro de nuevo a Augusto, esta vez con lo que pretendo que sea una combinación
de asombro y de cólera. Abro el escrito y, al instante, compruebo que va dirigido a
mí. Lo siguiente que advierto es la fecha en el encabezamiento: es de hace casi seis
años.
—Un poco tarde para entregarlo, ¿no? —comento.
—Limítate a leer —me indica el muchacho gobernante sin alzar la voz, y
abandona la estancia indolentemente. Con una dosis no despreciable de temor, abro el
rollo y leo:
Mi buen y fiel amigo y primo, Cayo Livinio Severo:
¡Qué historia tengo que contarte! De hecho, será mejor que te sientes para leer esto, no
vayan a fallarte las piernas.
Te escribo desde allende los mares… No quiero revelarte desde dónde, precisamente, por
evidentes razones militares, aunque puedo anunciarte que muy pronto partiré al combate.
Como ya te he contado, he sido asignado al servicio de Escribonio Curio, con órdenes de
proporcionar una cierta guía al que César considera, con preocupación, su «impetuoso
comandante».
Pues bien, Curio y yo nos hemos entendido muy bien y parece confiar en mí por
completo. Advertirás, Livinio, que no digo que seamos amigos. Si me hubiera contado
cualquier otra cosa, salvo lo que me dispongo a revelarte, habría llegado a creer que lo era y
así lo habría descrito: como un buen amigo y no como a alguien a quien simplemente
conozco.
En cualquier caso, mientras esperamos a iniciar el primer ataque importante y con la
mayoría de nuestros suministros ya adquiridos y cargados, últimamente hemos tenido
bastante tiempo libre y he advertido que Curio no es ajeno a la vida de taberna y no desprecia
una jarra de vino de vez en cuando.
En realidad, durante la última semana ha estado visitándolas todas las noches. Y hace
algunas, ya bastante bebido, hizo una referencia no muy halagadora a los que denominó «esos
estúpidos que trabajan para mi en Roma», o algo parecido. Enseguida comprendí que debía
de referirse a ti y a los hermanos Barnabas y, tal vez, incluso a Lucio. Estaba a punto de
hacerle algún comentario, pero caí en la cuenta de que probablemente ni siquiera sabía que
soy primo tuyo y pensé: «¿Cómo actuarían Livinio y Lucio en esta situación?». Así, por una
vez, mantuve cerrada la boca y, la noche siguiente, saqué de nuevo el tema y le insistí para
que me contara más.
Me costó tres o cuatro noches de invitaciones a beber y una cantidad de vino
absolutamente enorme pero, finalmente, conseguí sonsacárselo todo. Haré cuanto pueda por
reconstruir sus explicaciones y dejaré a un lado casi todo lo que yo aporté a la conversación
—y que consistió, sobre todo, en preguntas bastante tontas—, aunque he introducido breves
fragmentos descriptivos aquí y allá, cuando he considerado que podían ser de utilidad.

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También he eliminado todas las pequeñas interrupciones de costumbre y he combinado todas
esas noches en una única conversación extensa, pues así resulta más fácil seguir la narración.
Así pues, aquí te presento este sorprendente relato, en palabras del propio Curio:
«Permite que te explique a qué me refería con lo de que Roma está llena de estúpidos,
Loliano, mediante una pregunta retórica: ¿Estoy convencido de que César saldrá triunfante?
¡Desde luego que sí! Y tengo muchas razones para creerlo. De hecho, todos los días, cuando
despierto, me las repito mentalmente…, las razones por las cuales estoy seguro de que
nuestro bando conseguirá la victoria. Pero también debo reconocer que cada noche, cuando se
apagan las lámparas y en ese preciso instante en que me cubro con la sábana y me dispongo a
pasar por fin de la vigilia al sueño, las dudas me invaden y me envuelven como la propia
oscuridad. ¿Y si el pueblo se alza contra nosotros? ¿Y si nuestro ejército deserta? ¿Y si
Pompeyo resulta el mejor general?
»Y entonces, la mayoría de las noches, sucede algo bastante extraño. Al cabo de un
instante apenas —en una mala noche, algo más—, me descubro sonriendo y diciéndome:
“¡Qué estupidez preocuparme por tamaña tontería! ¡Por supuesto que saldremos triunfantes!”.
Y ya no vuelvo a saber nada más hasta por la mañana, cuando despierto descansado y lleno
de renovada confianza.
»Lo que intento explicarte, Loliano, es que la mayoría de la gente da crédito a lo que
desea creer. Y sorprende lo difícil que resulta, cuando uno tiene una idea en la cabeza,
convencerlo para que la cambie si no es mediante una prueba muy palpable de que está en un
error. Creo que siempre he sabido eso, Loliano; creo que nací con este conocimiento. Lo que
es seguro es que he hecho uso de esta idea con considerable éxito.
»Por ejemplo, esos tipos a los que me he referido, esos por los que te interesas; hace un
año, más o menos, estuvieron trabajando para mí. Eran unos jóvenes ricos y de buenas
familias que se cuentan entre los más brillantes de Roma. Uno de ellos ya está incluso en el
Senado, donde ocupa un escaño desde hace algún tiempo. Pues bien, como digo, esos jóvenes
eran muy inteligentes y activos y buenos trabajadores. Y daban crédito a todo lo que les
decía. Estuvieron en estrecho contacto conmigo todos los días durante un año o más; se
encargaron de mis compromisos e incluso me ayudaron a redactar los discursos y los
panfletos. Y esos estúpidos nunca sospecharon lo que estaba tramando. Ni una sola vez me
interrogaron en serio. Y, desde luego, nunca imaginaron que yo trabajaba para César desde el
primer momento.
»Esos jóvenes querían creer en mí, Loliano. En realidad, la gente puede ser convencida de
cualquier cosa…, siempre que lo haga por sí misma. Si uno comprende esto en los demás —
que debe dejar que el otro se convenza él mismo de lo que uno quiere inducirle a creer—, es
muy probable que pueda persuadirlos de casi cualquier cosa, ¿de acuerdo?
»Por ejemplo, esos jóvenes que trabajaban para mí. Como decía, en ningún momento se
dieron cuenta de que yo estaba del bando de César desde el primer instante. Y cómo empezó
eso es toda una historia en sí mismo. Todo se remonta a hace casi diez años, cuando yo era,
supuestamente, el fogoso joven representante del pueblo. Desempeñé este papel durante
bastante tiempo y eso debería haberme convertido en un aliado natural de César pero, cuando
intenté establecer una verdadera asociación con él, se limitó a desairarme con una arrogancia
brutal. Me vi rechazado, tratado con desprecio, y eso me condujo a los brazos del partido
senatorial y a una alianza con los viejos aristócratas.
»Al menos, ésta fue la idea que se propagó. Y todo el mundo, salvo un par de
excepciones, se lo tragó. Más tarde, me distancié sutilmente de los viejos representantes de la
aristocracia y me construí una fama conveniente y útil de político romano recto, honrado e
independiente que contaba con la confianza de todos los bandos.
»Pero la verdad era que toda la jugada —desde el rechazo insultante de César, que había
sido completamente ficticio— era un ingenioso engaño. Lo cierto es que, a partir de ese
momento, he sido un agente fiel y devoto de César entre los círculos políticos y sociales más
elevados de Roma y he utilizado mis dotes de observación y de análisis, nada despreciables,
para mantener impecablemente informado a mi señor.
»Y durante todo este tiempo no he dejado de contribuir —todos lo hemos hecho, aunque
algunos sin saberlo, ¡ja, ja!— a nuestro objetivo final. Era todo un plan, Loliano. Llevó
mucho tiempo ponerlo en marcha y, si me permites decirlo, exigió una paciencia y una
disciplina enormes por mi parte. Lo más difícil fue la espera, aguardar el día en que podría

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despojarme del velo de mentiras y proclamar a todos mi verdadera condición de partidario de
César. Así pues, cuando por fin puse la trampa, todos cayeron en ella como una piara de
jabalíes en estampida. Déjame ver… ¿Más vino, Loliano? ¡Por Júpiter que esta noche se me
ha subido a la cabeza! Pues bien… ¡Ah, sí! Yo llevaba muy poco tiempo en el cargo cuando,
como tal vez recuerdes, el Senado rechazó la propuesta de ley de César que habría otorgado
tierras a los veteranos de Pompeyo. Ése fue un momento muy delicado, amigo mío; delicado
y difícil porque, mientras en público me mostraba ferviente defensor de la propuesta, entre
bastidores trabajaba con empeño en asegurar su rechazo. Y a esos idiotas conservadores les
encantó que lo hiciera porque, como es lógico, estaban en contra de la ley. No se dieron
cuenta de que, naturalmente, con ello no hacía otra cosa que avivar el fuego contra ellos.
»Más adelante, defendí la aprobación de una ley para la reparación de una carretera, pero
nadie quiso asumir el coste y por ello el Senado, como era de esperar, denegó la propuesta.
Ello me proporcionó la primera buena excusa para mostrarme verdaderamente irritado con
aquellos aristócratas, estúpidos y seniles. Porque, veamos, ¿quién vota contra una ley para la
reparación de una carretera? A continuación, presenté la ley de intercalación habitual, la que
se aprobaba cada dos años para introducir un mes extra en el calendario. Y, de repente, me
encontré con que todos aquellos vejestorios conservadores replicaban a coro: “¡Oh, no! No
puedes hacerlo; eso sólo retrasaría el término del mandato de César”. Por supuesto que lo
retrasaría, también, pero oponerse a la ley colocaría a aquellas antiguallas en una situación
censurable… y en una posición sumamente impopular. ¡Pues bien, esos viejos estúpidos la
rechazaron! ¿Te lo imaginas? Todo el calendario queda desordenado porque a ellos les
preocupa que César pueda ostentar su poder unas cuantas semanas más.
»Después de este incidente empecé a insinuar en algunas conversaciones que ya estaba
realmente harto, y fue entonces cuando Catón y un puñado de senadores, los más astutos,
empezaron a sospechar alguna maniobra. ¡Aaaj…!».
En aquel punto, Livinio, Curio interrumpió su relato, eructó, volvió la cabeza a un lado y
vomitó en el suelo. Después, me miró de nuevo, colocó su rostro (con el hedor a vómito
incluido) muy cerca del mío y continuó hablando atropelladamente:
«Eres un joven atractivo y encantador, Loliano, ¿lo sabías? Eres aplicado, sensato…
Seguro que prosperarás. Un joven atractivo y encantador como tú… Había otro, uno de esos
que trabajaban para mí…, un joven muy guapo…, un muchacho perfecto. ¡Ah, cuánto lo
deseaba! Habría sido tan delicioso…, pero nunca conseguí seducirlo. Marco Antonio, en
cambio, sí. ¡Esa sabandija siempre se sale con la suya, tarde o temprano!
»En fin… ¿Por dónde iba? ¡Ah, si! Catón se olió alguna trampa, pero incluso eso fue
perfecto, porque el plan dependía de que unos cuantos de ellos empezaran a caer en la cuenta.
Mientras tanto, yo continuaba emitiendo señales contradictorias, alimentando su confusión
mientras proclamaba en público estar firmemente dedicado al mantenimiento de un equilibrio
perfecto entre César y Pompeyo. Y no importó que las elecciones especiales de aquel verano
fueran contrarias a César y que los dos consulados fueran ocupados por dos conservadores de
la línea dura, Lentulo y Marcelo.
»Finalmente, todo quedó reducido a la cuestión de quién conservaba sus ejércitos y quién
disolvía los suyos…, como en algún condenado juego de salón, ¿no te parece, Loliano? Por
supuesto, el Senado quería que César renunciara a sus tropas, pues era a él a quien temía. Y
entonces alguien, sólo por hacerse notar, propuso que fuera Pompeyo quien disolviera sus
ejércitos. Naturalmente, ambas propuestas fracasaron y entonces se produjo mi golpe de
genio: me levanté y planteé juntarlas en una sola. “Ordenemos que lo hagan los dos”, dije. Y,
por supuesto, la proposición resultó irresistible. El Senado tenía que aprobarla, o las turbas
habrían prendido fuego a media ciudad. Y así sucedió, por trescientos setenta votos a favor y
sólo veintidós en contra.
»Fue entonces cuando Lentulo pronunció las famosas palabras “¡Disfrutad de vuestra
victoria y tened por amo a César!”, tras lo cual abandonó a toda prisa la cámara del Senado y,
junto con Marcelo, Catón y algunos otros, corrió a casa de Pompeyo y le confirió todo un
nuevo mando, con poderes para reclutar ejércitos por todo el territorio de Italia. ¡Fue un acto
absoluta y totalmente ilegal e inconstitucional, sin la aprobación del Senado ni el respaldo del
pueblo! Como decía, cayeron en la trampa como ganado en estampida. Ante tal situación,
¿por qué no iba César a cruzar a Italia? Efectivamente, así lo hizo. ¡Y ahora todo está
saliendo perfectamente!».

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En este punto debo advertirte, Livinio, que todavía no estoy seguro de alegrarme de que
Curio me contara el resto. Pero una cosa sí sé, querido primo: si yo pude soportar oírlo
directamente de sus labios, seguro que tú puedes soportar leerlo. Por lo tanto, continúa
adelante… hasta el amargo final de la historia.
«Tan perfectamente, Loliano, que si te quedas conmigo no te arrepentirás. Verás; cuando
termine la guerra, voy a convertirme en el lugarteniente de César. ¿No me crees? Fíjate bien
en lo que te digo: yo soy el aspirante al cargo favorito en el ejército de ese hombre. ¿Que qué
hay de… de quién? ¿De Marco Antonio? Antonio está acabado, ya no cuenta, es un muerto
ambulante. Ahora mismo, César ya está harto de él, y con lo que se va a saber más adelante…
En fin, espera y verás. ¿Que de qué se trata? Bueno, es un asunto muy escandaloso, eso puedo
asegurártelo, Loliano. Y por los dioses que acabará de una vez por todas con ese
sinvergüenza. ¡Y cuánto voy a celebrarlo! —Mientras lo decía, Curio descargó con fuerza el
puño diestro sobre la palma abierta de la otra mano—. ¡Marco Antonio! Siempre el más
valiente, el más rápido, el más fuerte, el más astuto. ¡Pero si es un idiota, maldita sea! Y hace
falta algo más que unos hombros anchos, un pecho recio y un buen paquete para gobernar
Roma, te lo aseguro. Yo me ocuparé de que así sea: ya me he ocupado, de hecho. ¿Cómo?
¡Ah, bien…! ¿Qué es eso? ¿Más vino? ¿Acaso quieres emborracharme, Loliano? Sí, sí, lo sé:
ya estoy borracho. Y apesto. Bien…, veo que eres un tipo de mi calaña, Loliano, pero
contándote el resto de la historia pongo mi vida en tus manos.
»En fin, verás, cuando termine la guerra, Marco Antonio será acusado de asesinato. De
cinco asesinatos, para ser exacto. Cinco muertes a cuál más escandalosa: tres de ellas, las de
Fabio Vibulano, Flaco Valerio y Lucio Flavio Severo, incluyeron actos de sodomía y las otras
dos, la de la novia de Fabio, Avidia Crispina, y la de un esclavo llamado Laertes, fueron más
o menos consecuencia de las tres primeras.
»En cualquier caso, el escándalo acabará con él… y todo gracias a tu seguro servidor, a tu
astuto comandante, Cayo Escribonio Curio. ¿Qué sucederá? ¿Marco Antonio será condenado
a muerte? Eso lo dudo. Al fin y al cabo, salvo un pedazo de ceñidor plateado de un portero y
un montón de circunstancias que con frecuencia resultan intrigantes y en ocasiones incluso
convincentes, la verdad es que existen muy pocas pruebas contra él. Pero ¿cómo iba a
haberlas, Loliano, si no fue Marco Antonio quien cometió esos crímenes?
»Fui yo.
»O, para ser más preciso, yo los planifiqué y ordené llevarlos a cabo pues, naturalmente,
no toqué un arma ni cometí ningún acto de violencia con mis propias manos. Me limité a
contratar a un hombre que lo hiciera y debo reconocer que realizó su trabajo con gran pericia.
Unas puñaladas rápidas y profundas, unos cuellos rotos con destreza, un toque de… ¿Cómo
lo describían los médicos? ¡Ah, sí!: “inflamación en torno a la abertura de las nalgas”.
Curiosa manera de decirlo, ¿no?
»Y lo más sorprendente es que ese asesino no era más que un esclavo, un exportero
llamado Telefo. Todo un personaje, realmente, ese hijo de perra grandullón, calvo y repulsivo.
Pero, como decía, hizo un trabajo excelente.
»¿Quieres saber por qué lo hice, Loliano? Porque es preciso eliminar a Marco Antonio.
Porque Roma no puede permitirse a tales degenerados en los puestos más altos del poder.
Además, Antonio es estúpido y yo soy brillante, de modo que soy el mejor. —Curio se echó
hacia atrás en su asiento con la mirada sin brillo, sumido durante un rato en sus pensamientos.
Por fin, volvió a descargar el puño sobre la palma de la mano—. Y, además de todo eso, le
dije a ese estúpido bastardo que no se acercara a ese atractivo muchacho, a ese Livinio
Severo. Le advertí que era mío, que se alejara de él. Pero, por supuesto, no me hizo caso.
Tenía que tenerlo él, ¿no? Muy bien, ahora verá qué le sucede a la gente que hace caso omiso
de los deseos de Cayo Escribonio Curio. —Apuró otro vaso de vino lleno hasta el borde, se
inclinó sobre la mesa hasta apoyar la cabeza sobre la mano izquierda y se echó a llorar—.
¡Ah, siempre te recordaré, Livinio! ¿Por qué tuviste que irte?».
Bien, querido primo, no es preciso decir que sus palabras me dejaron mudo de
desconcierto, pero te alegrara saber que guardé la compostura durante toda su explicación.
Por fortuna, esto es prácticamente todo lo que tu viejo mentor tenía que decir y sin duda
estarás de acuerdo conmigo en que es más que suficiente. De todos modos, le hice una última
pregunta, con toda la astucia de que fui capaz: «¿Y qué fue de ese esclavo, ese…? ¿Cómo has

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dicho que se llamaba? ¿Telefo?». Pero Curio se limitó a mover la cabeza con una sonrisa
ebria.
Tampoco es preciso mencionar lo siguiente, pero lo haré de todos modos: ahora me he
hecho intimísimo amigo de ese hombre y muy pronto voy a emprender la adecuada acción
contra él. Pero me propongo meditar un poco más sobre ello, porque quiero que reciba un
castigo ejemplar. Quizá lo engañe respecto a alguna batalla o quizá altere algún informe de
nuestros espías…, aunque si hago esto último cabe siempre la posibilidad de que termine
acompañándole camino del cadalso. Pero si es necesario hacerlo, sea, porque mi pequeña
existencia es un precio razonable por librar al mundo de gente como Curio.
Por ahora, Livinio, te deseo como siempre buena suerte en todo lo que emprendas y
quedo de ti tu fiel amigo y querido primo.
Avito Loliano Fino

Dejo la carta a un lado y advierto que, una vez más, en este día largo y terrible, tengo
la cara bañada en lágrimas. «¡Ah, Loliano! —me digo—. ¡Ah, Lucio Flavio!».
De nuevo, escucho unos ruidos ásperos en el exterior de la pequeña antesala. Esta
vez me levanto y me acerco a la puerta. Marco Antonio vuelve a estar en plena
rabieta, pero Augusto, de algún modo, se impone en la discusión.
—… tiene que hacerse… —oigo decir a Antonio.
—… ni la menor posibilidad… —responde Augusto.
Todavía de pie junto a ellos está ese hombre, Telefo, con el rostro inexpresivo y
su calva cabeza reluciente como siempre bajo la luz vacilante de la lámpara.
Lo observo —los observo a todos— con una extraña sensación de
entumecimiento en mi interior, como si los pocos pasos que hay entre ellos y yo
fueran todo un mundo de distancia, y me noto impotente para hacer nada contra
ninguno de ellos.
Es, pues, a raíz de esta sensación —o de la falta de ella—, que veo por primera
vez la que podría ser la solución clara y sencilla a mi problema. Al principio la
advierto sin pensar. La veo y desvío la mirada, luego la vuelvo a fijar y, de pronto, no
puedo apartar los ojos. La contemplo unos cuantos minutos hasta comprender por fin
que, definitivamente, es una solución y entonces reflexiono durante la más breve
fracción de tiempo imaginable, durante el instante más fugaz.
A continuación, me pongo en acción.
La cosa, el objeto que he estado observando, se encuentra en la mano zurda de
Augusto, quien la sostiene muy descuidadamente, colgando entre sus dedos junto al
costado, donde cualquiera puede alcanzarla.
Es la daga de Augusto.
Calculo rápidamente que puedo cubrir la distancia que me separa de Augusto en
unas cinco zancadas. Entonces, lo hago; efectúo mi movimiento: me abalanzo sobre
él, agarro el arma, la levanto y me permito una brevísima mirada a los ojos de Telefo,
aturdidos y empañados. Y entonces hundo la hoja en su estómago con toda la fuerza
de que soy capaz. Muevo la daga y abro una gran raja a lo ancho de su cintura.
Después, extraigo la hoja de un tirón. La piel se abre y las entrañas de Telefo rebosan
por la abertura mientras el hombre cae al suelo.

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No deja de lanzar alaridos y ya está casi muerto; sin duda, no alcanza a
entenderme, pero no puedo resistir el impulso. Me inclino junto a él y le grito: «Tú
asesinaste a mi primo». Luego, para completar el asunto, le rebano la garganta.
Me incorporo y dejo caer la daga. Hay sangre por todas partes, mucha de ella
encima de mí. Antonio y Augusto me contemplan con expresiones de asombro en sus
rostros. Entonces veo, lo juro, cómo Antonio dirige una breve mirada a hurtadillas
hacia Augusto y, sin más palabras o gestos, da media vuelta sobre sus talones y
abandona la casa.

Lo siguiente que recuerdo es haber despertado en una alcoba extraña, pero me siento
vagamente tranquilizado por la luz del amanecer y el canto de los pájaros. Después,
incluso me siento seguro cuando me asomo a la ventana y me doy cuenta de que
todavía estoy en la antigua casa de Cicerón.
Y entonces recuerdo la noche anterior y todo el día que la precedió y, de pronto,
noto un temblor terrible en el estómago y me asomo por la ventana y devuelvo. Me
siento algo mejor, pero no puedo quedarme sentado porque, tan pronto lo hago, me
pongo a temblar y a vomitar otra vez. Salgo al pasillo y, naturalmente, hay un
centinela apostado junto a la entrada.
—Buenos días, señor; espero que se sienta mejor —dice.
Es uno de esos guardias corpulentos que me escoltaron hasta esta casa ayer por la
mañana, y me produce la impresión de que su amistoso saludo resulta casi cómico.
—¡Oh! Bien, sí, yo…
—Muy bien, señor, excelente. Entonces, si todo va bien, señor…, es decir, si se
siente con ánimos, Augusto querría verlo ahora.
«Hay tantas cosas que podría responder a eso —me digo—. Tantas expresiones
faciales que podría adoptar. Pero, a estas alturas, ¿qué objeto tendría, después de
todo?».
Así pues, asiento en silencio y el centinela me conduce escaleras abajo; cruzamos
el patio y me dirige a una salita trasera que Augusto ha habilitado como despacho
provisional.
El guardia me anuncia, pero el adolescente gobernante, sentado en un taburete
alto junto a la mesa de trabajo y de espaldas a la puerta, está enfrascado en revolver
papeles y no se molesta en levantar la vista. Se limita a gruñir y mueve la mano, ante
lo cual el centinela se retira de la sala en silencio.
Me quedo allí esperando, pero sólo unos instantes. Por alguna razón, vuelvo a
experimentar esa extraña sensación de seguridad y protección. En realidad, esta vez
va más allá: me siento decididamente valiente. ¿A qué se debe? ¿Es porque anoche
maté a un hombre y esta mañana aún sigo vivo? ¿O acaso me he resignado a ser otra
víctima de estos terribles nuevos reyes de Roma? ¿No estaré, sencillamente,

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demasiado cansado como para preocuparme de lo que me pueda suceder… a mí o a
nadie?
Sea cual sea la razón, echo una ojeada a la estancia, distingo el mullido sofá de
aspecto comodísimo y, sin esperar siguiera la menor señal de reconocimiento por
parte del atareado Augusto, me acerco al mueble, me recuesto en él y efectúo una
pequeña exhibición de estiramientos con toda despreocupación.
—Sois un hombre terrible, Augusto —le digo y, dada mi escasa visión de su
semblante, apenas alcanzo a apreciar un breve asomo de sonrisa en la comisura
izquierda de sus labios—. ¡Oh, vamos! —exclamo—. ¿Acaso no merece un poco de
cortesía, cierto trato privilegiado, el hombre al que vais a matar? Dejad esos papeles
un momento y pongamos fin a este asunto.
Augusto deja de escribir y de revolver y levanta la cabeza lentamente.
—¿Matarte, Livinio? —pregunta, todavía de espaldas a mí. Después, por fin, se
vuelve muy despacio hasta mirarme cara a cara—. ¿De dónde diablos has sacado esa
idea? Nadie va a matarte, si yo tengo algo que decir en ello. De hecho, si tengo algo
que decir al respecto (y espero tener muchas cosas que decir acerca de casi todo, a
partir de ahora), vas a vivir muchísimos años.
De pronto, me entran ganas de vomitar otra vez pero decido que, muy
probablemente, no es una buena idea, de modo que me contengo. Intento mirar
directamente al joven gobernante, pero en este momento en concreto me resulta
sumamente difícil hacerlo. Cuando le dirijo la palabra, olvido el tratamiento:
—¡Por favor, Augusto, creo que ya he pasado suficientes penalidades, así que
hazme el favor de ahorrarme esta estúpida conversación! —exclamo. Después, tras
un gesto de exasperación con la cabeza, continúo hablando en un tono mucho más
calmado—: Tú diste muerte a mi primo, Junio Barnabas, en mi propia presencia. Y
después le arrancaste los ojos de las órbitas. Y, ahora que lo pienso, probablemente
ordenaste también el asesinato de mi otro primo, Claudio Barnabas, ¿me equivoco?
—No, no te equivocas.
—Entonces, ¿qué debo pensar? ¿Por qué debo creer que tienes otros planes
menos terribles para mí? Así pues, Augusto, concédeme un favor: permíteme tener un
último momento con mi esposa, prométeme que ella no sufrirá ningún daño, e incluso
te ahorraré algunos problemas y me clavaré la daga yo mismo. Pero no sigas jugando
conmigo; ¡de veras que no lo soporto!
Augusto se reclina en su asiento, sonríe y de sus labios escapa una risotada.
—No lo haré, Livinio, te lo prometo. No voy a matarte ni a enviar a nadie para
que lo haga. Tampoco permitiré que nadie acabe contigo aunque lo desee, y te
informo de que hay alguien que arde en deseos de hacerlo. Se trata de Marco
Antonio; está impaciente por borrarte de la existencia. Al menos, lo estaba hasta
anoche. Pero ahora… En fin, ahora parece haber cambiado de idea.
Augusto se incorpora, se dirige a un pequeño aparador situado en el otro extremo
de la sala y saca una jarra de vino y dos vasos. Después se acerca de nuevo, toma

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asiento a mi lado en el borde del diván y me ofrece un sorbo.
—No, gracias… —empiezo a decir con un gesto de cabeza pero, de repente,
cambio de idea—. Bien, ¿por qué no? —rectifico y me digo a mi mismo que, si todo
lo demás se ha desquiciado, ¿por qué rechazar un trago antes del desayuno?
El joven gobernante vierte el líquido en las copas hasta llenarlas por la mitad y
toma un pequeño sorbo; yo lo imito al principio pero, al cabo de un momento, cambio
de idea otra vez y engullo de un trago casi todo lo que queda en la mía.
—Mira, Livinio, sé que has visto algunas cosas terribles aquí. Sé que has sufrido.
Sé que te parezco… te parezco…
—… un monstruo —termino la frase por él—. Un jodido monstruo. —De
repente, mi voz suena tan estentórea que dos centinelas entran apresuradamente, pero
Augusto los despide con un gesto.
—No sucede nada —les dice, pero los dos hombres siguen observándome
agresivamente y echan una minuciosa ojeada a la estancia antes de abandonarla con
paso lento.
—Sí, un verdadero monstruo —murmura Augusto con un hondo suspiro—. Ya lo
sé.
Se detiene, hace una profunda inspiración y apura su copa. Después, vuelve a
llenar las dos, esta vez hasta el borde.
—Si, sé que produzco esa impresión —continúa—. Sé que estás pensando en…
en lo terribles que son las cosas… —Hace una nueva pausa y su mirada se pierde en
el vacío—. Pero, tú mismo lo has dicho, «parezco» eso. Y es verdad, lo reconozco:
parezco un monstruo. Pero no lo soy, te lo prometo; en realidad, no lo soy. —Hace
otro alto, mueve la cabeza y sonríe—. ¡Dioses!, todo esto resulta patético, ¿no? —Y
suelta una abierta carcajada.
»Escucha… —Corta la risotada, carraspea y prosigue—: Mira, sé que han
sucedido muchas cosas terribles y, a decir verdad, me temo que habrá muchas más.
Pero…, finalmente, las cosas mejorarán. Te lo prometo.
»Y tú…, bueno, tú estarás aquí para verlo. Sé que estarás porque trabajarás para
mi. Y trabajarás para mí porque voy a necesitarte, Livinio; a ti y a otros como tú. Al
fin y al cabo, no podemos acabar con todos los hombres probos y esperar cumplir el
trabajo que nos han adjudicado los dioses. La tarea de dirigir el mundo.
»Necesitaré… Roma necesitará hombres de tu inteligencia, valor, integridad y
ánimo. Necesitaremos hombres capaces de desafiar, de innovar y de realizar mejoras
y que, además, estén dispuestos a perfeccionar esas mejoras y sean capaces de
hacerlo.
»Desde luego, como decía, no será ahora mismo y… En fin, probablemente
tendrás que permanecer en un segundo plano durante una temporada…
—¿Qué?
—¡Oh!, hay varias alternativas. Si te apetece, tengo una villa bastante agradable
en Capri. Puedo conseguirte cuanto necesites: una muchacha distinta para cada hora

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del día, si así lo quieres. O muchachos, si tienes esas preferencias: en eso soy liberal.
—No seas ridículo. Yo nunca…
—Está bien, no es necesario que te enfurezcas. Llévate a tu esposa, si quieres. A
mí me da igual. Sólo te estoy presentando las opciones. Y entonces, transcurrido un
año más o menos, te hago volver discretamente y te nombro para un puesto
secundario en la tesorería o en la construcción de carreteras. Todo puede arreglarse.
Todo es tan flexible y tan… emocionante. Ante nosotros se abren todas las
posibilidades, Livinio. Todo un nuevo mundo que construir y dirigir, un mundo
gobernado por una Roma justa y poderosa, un mundo en el que…, bien, en el que no
haya lugar para episodios como los que últimamente has podido… hemos podido
todos presenciar en terrible exceso.
Augusto se detiene por fin y me observa, y yo lo miro con un sentimiento de
perplejidad: ese carnicero, ese muchacho cruel y ávido de poder, habla de pronto de
un magnífico mundo nuevo de justicia y equidad. Un mundo en el que yo trabajo para
él. Todo esto es, creo, demasiado absurdo como para contar con alguna posibilidad
seria de éxito.
¿O tal vez no?
Estudio a mi interlocutor: observo sus ojos pardos, grandes y penetrantes, su
mandíbula encajada, todo su rostro encendido de… ¿de qué? ¿Determinación?
¿Sinceridad? ¿Es posible que hable en serio? Me extraña pero, poco a poco, me doy
cuenta de que muy en el fondo de mi mente deseo creerlo. Y entonces advierto con
un sobresalto que empiezo a hacerlo, porque las cosas que dice y su manera de
decirlas me empujan a desear creerlas.
—Bien, Augusto, lo que dices suena muy bien, pero todo lo que ha sucedido
aquí… ¿Y ahora me dices que tengo que partir al exilio durante un año? ¿Hay algo
que haya entendido mal? ¿Hay algo más que aún no me hayas contado?
Augusto emite un leve gruñido, escancia más vino para los dos, se pone en pie y
deambula en pequeños círculos por la estancia.
—Todo es… parte del precio, Livinio —declara, mirándome a los ojos. Apura
otra copa de un solo trago y se apoya en su banco de trabajo.
—¿El precio?
—Si, Livinio. Por conservar la vida. —Sonríe, aunque sin muestras de placer, y
mueve la cabeza cansinamente—. Marco Antonio quería matarte, ¿sabes? En
realidad, quería matar a todo el que tenía algo que ver con ese informe tuyo o conocía
su existencia. Entre ellos, por supuesto, los hermanos Barnabas. Y tú mismo, claro.
Pero a ti no se te podía matar.
—¿Por qué no?
—Espera un poco —responde y levanta la mano en gesto apaciguador—. De
modo que el precio no hacía más que subir. «Haz que traigan aquí a Livinio», insistió
Antonio y yo accedí. «Bien, haz que maten a su primo, Claudio Barnabas, y que
dejen el cuerpo en mitad de la calle para que Livinio lo vea mientras viene hacia

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aquí», indica entonces Antonio y se ríe mientras lo dice. Yo accedo a lo que propone
y, acto seguido, él añade: «Augusto, tienes que matar a Junio Barnabas tú mismo, con
tus propias manos, y tienes que hacerlo delante de él», refiriéndose a ti. Como puedes
imaginar, me resistí a ello durante un tiempo, pero este tipo de maniobras no es nuevo
para mí, Livinio, y no fingiré lo contrario; estoy seguro de que habrás oído lo que se
cuenta por ahí. Así pues, terminé por acceder. Entonces, él me dice: «¿Y qué hay de
Telefo? Él también debe de conocer la existencia del informe. Además, fue la mano
ejecutora de todas esas muertes y, en cualquier caso, sólo es un exesclavo». Yo casi
no podía dar crédito a lo que oía, pues había sido Telefo quien le había ayudado a
salvar el cuello al volver a comprar el ejemplar de ese otro informe, el de tu primo
Lucio, que tenía tu padre. Además, dudo de que el pobre Telefo supiera siquiera lo
que había en el informe, en ninguno de ellos, o de que se hubiera dado cuenta de que
las muertes que estaba cometiendo por encargo de Curio fueran a ser utilizadas contra
Antonio. En cualquier caso, accedí también a lo de Telefo: pero entonces a Antonio
se le ocurrió esta absurda escena teatral que anoche representaste tan
espléndidamente para su disfrute.
Parpadeo con desconcierto y luego, mientras lo miro fijamente, comprendo a qué
se refiere.
—¡Empuñabas la daga de esa manera deliberadamente! ¡Querías que te la
arrebatara! —Inclina la cabeza hacia delante en un gesto de asentimiento y yo sacudo
la mía, aturdido—. Qué raro —añado—. Los dos parecíais tan… sorprendidos.
—Bien, no creo que uno llegue a acostumbrarse nunca a ver matar a alguien de
esa manera. Además, supongo que estaba asombrado de que un plan tan idiota diera
resultado; no pensaba que mordieras el cebo. Respecto a Antonio, creo que por un
momento tuvo miedo de que volvieras la daga contra él. Tan pronto como la dejaste
caer, dio la jornada por concluida y se limitó a marcharse a dondequiera que vaya a
celebrar sus juergas.
Vuelvo a mover la cabeza y consigo esbozar una sonrisa.
—¡Por Júpiter, sois los dos tan repugnantes! —mascullé.
—¡Tengo que consentir, tengo que hacer todas estas cosas, es cierto! —exclama.
Es la primera vez que consigo provocarle un poco de auténtica cólera—. Y la
situación aún se hará peor antes de que empiece a mejorar —prosigue—. Pero te juro
que lo hará. Y la vida será mejor de lo que has soñado jamás, mejor que cualquier
cosa que la vieja República hubiese podido imaginar.
—Así que la República no volverá… —murmuro.
Augusto baja la mirada un momento, pero vuelve a levantarla enseguida.
—Exacto —dice en voz muy baja—. El viejo régimen ha caído definitivamente.
—Hum… —Esta vez, soy yo quien aparta la mirada—. Pero todavía no me has
dicho…
—¿Por qué no se te podía matar? Ya… En realidad, es muy sencillo. Es una
promesa que mi tío abuelo, Julio César, le hizo a tu suegro…

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—¿A Avidio? —exclamo y, de pronto, recuerdo esa noche larga y oscura de hace
tantos años, cuando Loliano y yo nos escondimos en la tienda de César ante las
puertas de Rávena.
—Sí, Victorino Avidio. A tu suegro le alarmaba el caso de asesinato que
investigabas, pues sabía lo engañoso que podía resultar Curio y no quería que te
vieras… enredado. Así pues, proporcionó a mi tío abuelo cien millones de sestercios,
y el soborno a Curio se pagó directamente de esa suma. Y, por cierto, no eran diez
millones, sino sesenta.
—¡Por todos los dioses! —exclamo otra vez.
—A cambio, Julio César le dio su solemne palabra de que no os sucedería nada a
ti y a tu familia inmediata. Incluso añadió un codicilo al respecto en el testamento que
me legó y me propongo mantener esa promesa, sobre todo porque estoy legalmente
obligado a ello. Y, por cierto, César dejó muy claro a quién abarcaba la inmunidad: a
ti, a tu esposa, a tus padres y a los hijos que puedas tener. Tus primos, lamento
decirlo, no estaban protegidos.
Aparto la mirada, pensativo y abatido. Augusto, me parece advertir, hace otro
tanto. Al cabo de un rato, se hace servir un desayuno de huevos escalfados, espinacas
y ostras troceadas. Yo pido lo mismo. Mientras comemos, volvemos con calma sobre
algunas de las cuestiones tratadas.
Le pregunto si está seguro de que eran sesenta millones.
—Rotundamente —afirma.
—Pero ¿para qué necesitaría Curio tal cantidad? —insisto—. ¿Qué hizo con el
dinero?
—Bien —explica Augusto con tono paciente—, una parte considerable la dedicó
a saldar deudas del espléndido funeral que ofreció a su padre hace algunos años. Pero
también estaba su ritmo de vida. Esa existencia refinada y muelle que le gustaba
llevar cuesta mucho de mantener, ¿sabes?
Terminamos de comer y salimos al patio. El cielo está cubierto; es una típica
mañana de diciembre y sopla una brisa penetrante que me hace tiritar. Pero el viento
no afecta a Augusto, que parece muy a gusto mientras paseamos ociosamente por el
pequeño recinto hasta que, unos momentos más tarde, el viejo cronometrador y su
ayudante hacen acto de presencia y se dirigen hacia el reloj de arena.
De improviso, Augusto se detiene y contempla al viejo y yo lo veo estremecerse
de frío.
—La tercera hora, mis señores —anuncia el cronometrador.
Un momento después, aparece un portero en el otro extremo del patio y se acerca
a nosotros a la carrera. Jadeante, anuncia la llegada de unos despachos urgentes; de
hecho, el correo, sin esperar a ser conducido y anunciado, asoma tras el portero casi
pisándole los talones. Y aprecio que no es un correo normal: su rostro está surcado de
profundas arrugas y su mirada es fría, metálica y llena de ceñuda determinación. Es
muy alto y musculoso y lleva unas botas de combate con puntera de hierro que rascan

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ruidosamente al pisar sobre las baldosas; asimismo, está armado con una espada de
soldado que cuelga a su costado con un tintineo imponente. Se acerca a Augusto,
saluda con marcialidad y le presenta un rollo de papiro.
Augusto devuelve el saludo, despide al emisario y el soldado correo da media
vuelta y desaparece a paso ligero. Augusto espera un momento, con los ojos cerrados,
como si intentara resolver un rompecabezas. Por fin, se encoge de hombros, rasga el
sello del mensaje, lee el contenido y, al momento, rompe a llorar.
Y las suyas no son lágrimas ligeras, de alegría; son sollozos profundos y sentidos
que parecen salir de lo más hondo de su ser. Luego, para mi sorpresa, me tiende la
misiva. Desenrollo el papiro y leo. Sólo hay tres palabras, escritas en grandes
mayúsculas, que dicen: «CICERÓN HA MUERTO».
—¡Por los dioses! —murmuro y, con esto, los sollozos de Augusto se hacen
todavía más audibles.
—El reloj, Livinio, no fue nunca para ti —consigue articular. Después, da media
vuelta y entra de nuevo en la casa.
Las lágrimas no brotan de mis ojos en esta ocasión y me doy cuenta de que estoy
más irritado que apenado. Y entonces se me ocurre que sólo estoy irritado con
Augusto. «No tiene ningún derecho a llorarle —me digo—. Él no lo conoció de
verdad, ni siquiera le caía demasiado bien; probablemente, incluso ha contribuido a
provocar su muerte».
Contemplo el papiro de nuevo. Al pie del rollo, en letra mucho más pequeña, hay
algo escrito: «El procónsul de Roma, Marco Tulio Cicerón, ha fallecido de muerte
violenta en la segunda hora del séptimo día de diciembre de este año 707 de la
fundación de Roma». Cuando leo esto, a solas en el jardín de la casa que fue de
Cicerón en la ciudad, la cólera se disipa rápidamente y muy pronto tengo el rostro
bañado en lágrimas.

—¿Dónde sucedió? —pregunto.


Es casi mediodía y volvemos a estar en el pequeño despacho de Augusto, donde
damos cuenta de otra ronda más.
—Cerca de Brindisium, creo. —Se detiene y sacude la cabeza con frustración—.
Qué tonto ha sido. Su muerte era tan innecesaria… Yo tenía agentes alrededor de
él…, aunque él lo ignoraba, por supuesto. Y esos agentes no dejaban de repetirle:
«Embárcate y escapa a África o a Hispania, abandona Italia». Pero él desoyó los
consejos y lo fue retrasando hasta que, finalmente, lo han acorralado y le han dado
muerte. —Hace una pausa y la mirada empieza a nublársele otra vez—. ¡Maldición!
—exclama, al tiempo que descarga el puño sobre la mesa contigua.
—Supongo que esto habrá sido idea de Marco Antonio —apunto.
—Esto…, verás…, yo lo he aprobado. No puedo eludir el sentimiento de
culpabilidad, ni la vergüenza, pero… Bueno, sí, ¡por supuesto que ha sido idea de

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Antonio!
—¿A causa del informe?
—Del informe, de las Filípicas, de todo: de la vida entera de Cicerón.
Compréndelo, Livinio; es como esa vez en que Curio le dijo a tu primo, Loliano, que
Antonio «tenía que desaparecer». La idea es la misma. A Cicerón se le había acabado
la cuerda; por lo menos, en opinión de los poderes fácticos. Ya no podía seguir vivo;
no en la Roma de Marco Antonio y de su estimable compadre, tu seguro servidor.
Por primera vez, tengo la impresión de estar viendo fugazmente una muestra de la
notable personalidad de Augusto, una personalidad de tal complejidad, profundidad y
astucia que resulta casi insondable. No sé por qué, de repente vuelvo a pensar en el
rollo, en el mensaje en letra menuda que anunciaba la hora de la muerte de Cicerón.
Entonces me asalta la idea: el óbito se produjo el día anterior por la mañana,
precisamente a la hora en que me fijaba, por primera vez, en el interés con el que
Augusto observaba al viejo cronometrador mientras éste daba la vuelta al reloj. «¡De
modo que conocías con esa precisión el momento de la muerte de Cicerón! —me
digo—. Y ahora, en cambio, viertes lágrimas de conmoción y de pesar. ¿Cuándo
decías la verdad? ¿Ayer, cuando pronunciabas el nombre de Cicerón casi como si
escupieras, o ahora, cuando lo citas entre sollozos, lleno de indignación?».
Y entonces me doy cuenta de que no lo sé y, de hecho, nunca lo sabré con certeza.
Nadie —ni ahora, ni nunca— podrá discernir con seguridad lo que siente de verdad
este joven desconcertante, aunque, desde luego, habrá en el futuro muchos momentos
como éste. Ahora mismo, por ejemplo, que sea capaz de hablar y de llorar con tan
genuino sentimiento por un hombre al que, al menos indirectamente, ha colaborado a
asesinar… Y, sobre todo, reconocer esta complicidad… y poder seguir viviendo
consigo mismo. ¡Que sea capaz de actuar así escapa a mi comprensión, os lo aseguro!
Pero luego me digo de nuevo a mí mismo que tal vez las cosas son más sencillas
de lo que pienso. Quizá sólo suceda que Augusto posee la personalidad del perfecto
político. ¿O acaso no se precisa ni siquiera la astucia de un político para que uno le dé
la vuelta a un hecho en la cabeza de manera tan completa? ¿Acaso es algo de lo que
casi todo el mundo puede ser capaz bajo determinadas circunstancias? Por ejemplo,
una situación en la que uno puede llegar a encontrarse charlando amigablemente con
el mismo hombre que un día antes ha dado muerte a tu primo ante tus propios ojos.
«En cualquier caso —me digo—, Augusto ha mencionado un tema en el que me
gustaría profundizar».
—Hablando de Loliano, no me has dicho cómo te hiciste con su carta.
—No lo sé —responde Augusto, casi ausente.
—¿Cómo dices?
Mi tono es severo, exigente, y consigo de inmediato su atención.
—Disculpa, Livinio, tenía la cabeza en otra parte. Me refiero a que encontré la
carta entre los papeles privados de mi tío, pero no tengo la menor idea de cómo llegó

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ahí. Evidentemente, fue interceptada de alguna manera, pero no tengo idea de
cuándo, cómo o por quién.
—Entre los papeles de tu tío. ¿Te refieres a los documentos privados de Julio
César?
—Exactamente.
—Y no crees que, con anterioridad, estuviera en poder de Marco Antonio,
¿verdad? —pregunto—. Es decir, crees que es auténtico, ¿no?
—¡Pues cla…! Es decir, ¿a qué te refieres? ¿Que Antonio podría haberla
falsificado para salir bien librado de sus crímenes? ¡Por Júpiter, no lo había pensado!
Pero tú crees que es auténtica, ¿no, Livinio?
—Bueno… supongo que sí —respondo. A estas alturas, no puedo evitar una leve
sonrisa pero continúo—: El estilo parece el de mi primo y está escrita de su puño y
letra, pero… —Me encojo de hombros y dejo la frase en el aire. Vuelvo la cabeza y
veo que Augusto me observa, aunque él también muestra una sonrisilla.
—¡Ah! Ya veo. Tratas de jugar un poco conmigo —murmura con una corta
carcajada burlona que suena extrañamente forzada—. Bien. ¡Muy bien! Eso
demuestra que vas aprendiendo, Livinio.
—Sí, Augusto —asiento a sus palabras—. Voy aprendiendo. Siempre he
aprendido deprisa, cuando descubro que tengo ante mí algo nuevo que merece el
esfuerzo.

Es media tarde cuando nos despedimos. Hemos deambulado por la casa y en este
momento estamos junto a la entrada del atrio, en el umbral mismo de la puerta
principal de la casa.
—Me he tomado la libertad de hacer traer a tu esposa —me dice Augusto con una
sonrisa—. Está fuera, esperándote.
¡Ah, Fulvia, qué magnífico que se haya acordado de ella! Y qué agradable
sorpresa que esté aquí.
—Recuerda —continúa Augusto—, partes hacia Capri pasado mañana. Y no te
preocupes tanto, Livinio. Confía en mí. Al final, todo saldrá bien.
Vuelvo las palmas de las manos hacia arriba en un gesto de resignación, como si
dijera: «Ocurra lo que ocurra, estoy preparado para afrontarlo». Después, salgo a la
luz brumosa de esta tarde romana del mes de diciembre y me acomodo en la litera en
la que mi esposa me espera, ya preparada, con un beso y una lágrima y una hermosa
sonrisa.

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Epílogo

Han transcurrido más de cuarenta años desde el día en que dejé a Augusto a la puerta
de la antigua casa romana de Cicerón. Y, aunque no puedo decir que acertara por
completo en todos sus pronósticos, la mayoría de ellos se ha cumplido casi al pie de
la letra. Y sería difícil señalar una sola cosa en la que se haya equivocado de medio a
medio.
Fulvia y yo permanecimos en Capri casi dos años hasta que Augusto cumplió la
primera parte de su promesa y nos trajo de vuelta a Roma. Incluso entonces,
languidecimos en las sombras durante varios años más, hasta que las disensiones
entre Augusto y Marco Antonio se hicieron más y más profundas y, finalmente,
salieron a la luz.
Fue entonces cuando mi estrella empezó a brillar de verdad. Augusto me colocó a
su lado en los puestos de mando más destacados hasta que, por último, participé con
él en la batalla de Actium, donde barrimos de los mares a Marco Antonio y
Cleopatra. Luego, los perseguimos hasta Alejandría pero, como todo el mundo sabe,
llegamos unas horas demasiado tarde: los amantes se habían suicidado antes de que
pudiéramos tener el placer de ayudarlos en su plan de darse muerte.
Cuando esto sucedió, ya hacía doce años de la muerte de Julio César. Todo este
tiempo había necesitado su astuto sobrino-nieto para consolidar su dominio sobre el
mundo romano y durante este periodo se había cometido, por decirlo con suavidad,
un número considerable de atrocidades por parte de todos los implicados. Ésta había
sido otra promesa más que Augusto había mantenido. Pero entonces cumplió también
otra.
Una vez hubo conseguido el mando único, todos los horrores terminaron. El
muchacho cogobernante, vengativo y hosco, que había aterrorizado al mundo con sus
crueldades durante tanto tiempo, daba paso ahora al joven admirable que un día,
hacía tanto tiempo, yo había tenido el privilegio de ver fugazmente en el jardín de
Cicerón. De hecho, cinco años más tarde, el muchacho ya era conocido a lo largo y
ancho de Roma como «Augusto el Grande y el Bueno».
No sé si Cicerón habría aprobado tal título. Dudo que le hubiera calificado jamás
de «bueno», al menos en el auténtico sentido en que empleaban la palabra los
estoicos, pues Augusto seguía siendo, en el fondo, un político hábil, engañoso y, en
último término, tiránico. Pero sus impulsos eran buenos. Augusto sabía sobrevivir y
comprendió con asombrosa claridad que, para lograrlo y evitar el final sangriento de
la mayoría de los déspotas, Roma tenía no sólo que sobrevivir, sino también que
prosperar. Y para que Roma prosperara necesitaba contar con un Gobierno duradero y
estable.

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Y esto ha sido lo que le ha proporcionado Augusto; en esto ha trabajado todo este
tiempo: en la elaboración de todo un nuevo sistema legal y constitucional.
Otra de las promesas que ha mantenido es que la República no sería restaurada.
Roma, según él, podía pasarse sin ella. Y debo confesar que así parece ser, hasta este
momento.

En cuanto a mi, igual que mantuve mi promesa a Lucio Flavio, Augusto cumplió la
que me hizo a mí: he vivido mucho tiempo y, más aún, he dedicado todos estos años
al servicio del Estado… y, me guste o no, esto ha significado estar al servicio de
Augusto. ¿Quién lo habría creído posible, a la vista de todo lo sucedido? Sin
embargo, he aprendido que la supervivencia exige, con frecuencia, una profunda
aceptación de lo increíble.
En fin, no es preciso que subraye que ahora soy un anciano. Fulvia ha seguido
siendo mi dedicada esposa y compañera todos estos años y todavía me cuida con una
ternura especial que me deja sin palabras, mudo de amor y de gratitud. Nunca más he
vuelto a emborracharme (gracias a los dioses). Sin embargo (o tal vez a causa de
ello), hemos tenido un total de siete hijos, tres de los cuales —un varón y dos mujeres
— han sobrevivido hasta la edad adulta, loados sean los dioses. De hecho, hoy
tenemos varios nietos alborotando por la casa, aunque reconozco que a veces me
olvido de cuántos son. Sí, sí, las cosas se me empiezan a ir de la cabeza y ésta es la
razón de que, hace más o menos un año, me retirara de la vida pública (aunque
todavía guardo en reserva un par de jugadas y un par de historias que contar). Como
la de cierto famoso poeta enviado al exilio por saber demasiado. Pero, naturalmente,
todo esto queda para otra ocasión.
¿Qué más? Dejadme ver… Finalmente, me reconcilié con mi padre, que pasó sus
últimos días en una bruma, relativamente pacífica, de vino y de aguamiel tibia. Una
vez concluidas todas las disputas por el poder, mi admirable suegro vivió todavía
otros veinte años, hasta alcanzar la venerable edad de setenta y siete años. Durante
todo este tiempo, él y yo no mencionamos jamás aquel extraordinario «pago de
protección» a Julio César que me había salvado la vida.
¿Qué ha sido de Augusto? Naturalmente, ya empieza a estar entrado en años,
aunque no tanto como yo. En realidad, sigue gobernando y aún domina todas las
riendas del poder y, según me han comentado, no da la menor muestra de aflojarlas
en lo más mínimo.
En cuanto a Cayo Escribonio Curio, aún lo recuerdo perfectamente y todavía
pienso en él de vez en cuando. Me pregunto adónde habría llegado, de haber vivido.
Al fin y al cabo, Curio era tan brillante y prometedor como el que más entre los
jóvenes romanos de su época y ahora, al volver la vista atrás a través de los años, hoy
puedo decir que los horrores que cometió no fueron peores que los llevados a cabo
por tantos otros.

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Pero ¿cuál habría sido su papel último en Roma, de haber vivido? ¿Habría sido
otro Antonio, cruel y degenerado y carente de un auténtico proyecto de gobierno? ¿O
habría sido más parecido a Augusto, en cuyo interior había lo suficiente de auténtico
hombre de Estado como para saber dominar sus impulsos menos nobles?
En cualquier caso, ¿no resulta fútil toda comparación de esa clase? ¿No debería
Curio ser juzgado por sus propios méritos? Y si así fuera, cabría preguntar: ¿y si
prefería no fiarse nunca en exceso de la pura inteligencia, por su propio bien? ¿Y
acaso no se habría pasado de listo, tarde o temprano, en algún otro tema o en algún
otro campo de batalla, militar o no (con o sin la ayuda de mi primo), y se habría
encontrado atrapado sin remedio por su propio esplendor letal? Si así fuera, mejor le
ha ido a Roma sin su presencia, pues habría podido muy bien conducirnos a todos al
abismo.
Si eso no sucedió fue, sencillamente, porque no podía suceder. Porque esto es
Roma y, al igual que los hombres que la levantaron, Roma fue proyectada para
sobrevivir, por encima de todo.

Página 224
Ultílogo

Aproximadamente cuarenta años después de donde termina nuestro relato (unos


treinta después de la muerte de Augusto), el poeta romano Lucano publicaba su
Historia de las guerras civiles romanas. En ella elogiaba el encanto personal, la
visible brillantez y la indudable valentía en el campo de batalla que mostraba un tal
Cayo Escribonio Curio. Con todo, a la conclusión de su semblanza, Lucano no pudo
pasar por alto la abrumadora presencia dominante de sus terribles defectos:
Roma nunca tuvo en su seno a un ciudadano más prometedor y a quien más debiera la
Constitución que Curio, mientras se mantuvo en el recto camino. Pero llegó el momento en
que la corrupción de la época demostró ser fatal para el Estado, en que el apego al cargo, a la
pompa y al poder de la riqueza, siempre de temer, anegaron la mente vacilante de Curio como
una inundación. Y fue este cambio en Curio, instigado por los saqueos y el oro de César, lo
que modificó el curso de la historia. Aunque el poderoso Sila, el feroz Mario y toda la estirpe
de César, salpicada de sangre, se arrogaron el poder para utilizar la espada contra nuestras
gargantas, a ninguno les fue concedido tan alto privilegio. Pues todos ellos compraron su
patria. ¡Curio vendió al Estado!

Página 225
NOTA DEL AUTOR

Los principales acontecimientos políticos descritos en Sombras de Roma se atienen a


los hechos históricos, aunque en un par de ocasiones he manipulado la cronología o
he comprimido la duración de los mismos con el propósito de imprimir mayor fuerza
dramática al relato.
El narrador de la novela, Cayo Livinio Severo, y los miembros de su familia son
personajes de ficción, pero todos los demás personajes importantes, sus actos y las
situaciones políticas que los rodean están basados en testimonios documentados.
César, Augusto, Marco Antonio, Catón y Cicerón son, por supuesto, figuras del
pasado que tuvieron existencia real. La brutalidad inicial y la transformación
posterior de Augusto, los excesos de Marco Antonio, la esporádica pérdida de lucidez
de Cicerón, junto con sus frecuentes muestras de sabiduría… Todo está documentado.
Todos los comentarios filosóficos de Cicerón, así como su diatriba o «filípica» contra
Antonio, están adaptados de sus propios escritos.
Cicerón, en efecto, fue enviado al exilio en una maniobra de Clodio (el cual
murió aproximadamente un año más tarde en una guerra de bandas en las calles de
Roma) y el anciano filósofo tuvo realmente una muerte violenta, asesinado
brutalmente como parte de las proscripciones en masa que tuvieron lugar en esos
primeros días de mandato de Antonio y Augusto.
Por lo que respecta a Cayo Escribonio Curio, aunque he embellecido su personaje
(pues, con excepción del famoso discurso en el que exhortara a César a cruzar el
Rubicón, nos han llegado muy pocos de sus escritos y de sus piezas de oratoria), creo
que lo he hecho dentro de los márgenes de su personalidad extravagante. Baste decir
que, más de dos mil años después, la aceptación del enorme soborno de César y su
connivencia en la trama para derrocar la República romana siguen constituyendo uno
de los grandes escándalos de la historia humana.

UNA NOTA ACERCA DEL NOMBRE Augusto.

El Augusto real se llamaba, al nacer, Cayo Octavio, y no empezó a utilizar el nombre


de Augusto hasta un año después de su victoria final sobre Marco Antonio.
Sin embargo, ya había dejado de emplear el de Octavio poco después de la muerte
de Julio César, para empezar a usar el de su tío abuelo. No obstante, prácticamente
todos los historiadores han escogido pasar por alto tal hecho y, para referirse a
Augusto durante estos años que van de la muerte de César a la derrota de Antonio en
Actium, han preferido emplear su nombre de la infancia, Octavio, para evitar
confusiones con su difunto pariente.

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Dado que es mucho más conocido el nombre de Augusto, en esta obra me he
limitado a invertir la solución tradicional de los historiadores y extenderlo al primer
periodo de su vida, en lugar de alargar el uso del otro hasta tal momento. Así pues, a
lo largo de toda la obra me he referido a él por el nombre que escogió para sí de
adulto.

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RON BURNS creció en Michigan y estudió Asuntos Internacionales e Historia
Europea en la Universidad de Georgetown.
Ha sido redactor y editor de noticias para United Press International en Nueva York,
columnista del Philadelphia Bulletin y reportero policial premiado del Los Angeles
Herald Examiner.
Actualmente vive en Santa Mónica, CA.
Noches de Roma fue su primera novela.

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