Compendio de Psicoanálisis VI y VII

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CXCVII

COMPENDIO DEL PSICOANÁLISIS[2528]


1938 [1940]

[PREFACIO]

El propósito de este trabajo es reunir los principios del psicoanálisis y


confirmarlos, como si de dogmas se tratara, en una forma la más concisa
posible y expuestos en los términos más inequívocos. La intención no es, por
supuesto, promover credulidad o despertar convicción.
Las enseñanzas del psicoanálisis están basadas en un número incalculable
de observaciones y experiencia y sólo aquél que ha repetido estas
observaciones en sí mismo y en los demás está en una posición de alcanzar
un juicio personal sobre ellas.

PRIMERA PARTE

[LA NATURALEZA DE LO PSÍQUICO]

CAPÍTULO I
EL APARATO PSÍQUICO

E
L psicoanálisis parte de un supuesto básico cuya discusión concierne
al pensamiento filosófico, pero cuya justificación radica en sus
propios resultados. De lo que hemos dado en llamar nuestro
psiquismo (o vida mental) son dos las cosas que conocemos: por un lado, su
órgano somático y teatro de acción, el encéfalo (o sistema nervioso); por el
otro, nuestros actos de consciencia, que se nos dan en forma inmediata y cuya
intuición no podría tornarse más directa mediante ninguna descripción.
Ignoramos cuanto existe entre estos dos términos finales de nuestro
conocimiento; no se da entre ellos ninguna relación directa. Si la hubiera, nos
proporcionaría a lo sumo una localización exacta de los procesos de
consciencia, sin contribuir en lo mínimo a su mejor comprensión.
Nuestras dos hipótesis arrancan de estos términos o principios de nuestro
conocimiento. La primera de ellas concierne a la localización: presumimos
que la vida psíquica es la función de un aparato al cual suponemos
especialmente extenso y compuesto de varias partes, o sea, que lo
imaginamos a semejanza de un telescopio, de un microscopio o algo
parecido. La consecuente elaboración de semejante concepción representa
una novedad científica, aunque ya se hayan efectuado determinados intentos
en este sentido.
Las nociones que tenemos de este aparato psíquico las hemos adquirido
estudiando el desarrollo individual del ser humano. A la más antigua de esas
provincias o instancias psíquicas la llamamos ello; tiene por contenido todo
lo heredado, lo innato, lo constitucionalmente establecido; es decir, sobre
todo, los instintos originados en la organización somática, que alcanzan [en el
ello] una primera expresión psíquica, cuyas formas aún desconocemos[2529].
Bajo la influencia del mundo exterior real que nos rodea, una parte del
ello ha experimentado una transformación particular. De lo que era
originalmente una capa cortical dotada de órganos receptores de estímulos y
de dispositivos para la protección contra las estimulaciones excesivas,
desarrollóse paulatinamente una organización especial que desde entonces
oficia de mediadora entre el ello y el mundo exterior. A este sector de nuestra
vida psíquica le damos el nombre de yo.
Características principales del «yo»

En virtud de la relación preestablecida entre la percepción sensorial y la


actividad muscular, el yo gobierna la motilidad voluntaria. Su tarea consiste
en la autoconservación, y la realiza en doble sentido. Frente al mundo
exterior se percata de los estímulos, acumula (en la memoria) experiencias
sobre los mismos, elude (por la fuga) los que son demasiado intensos,
enfrenta (por adaptación) los estímulos moderados y, por fin, aprende a
modificar el mundo exterior, adecuándolo a su propia conveniencia (a través
de la actividad). Hacia el interior, frente al ello, conquista el dominio sobre
las exigencias de los instintos, decide si han de tener acceso a la satisfacción,
aplazándola hasta las oportunidades y circunstancias más favorables del
mundo exterior, o bien suprimiendo totalmente las excitaciones instintivas.
En esta actividad el yo es gobernado por la consideración de las tensiones
excitativas que ya se encuentran en él o que va recibiendo. Su aumento se
hace sentir por lo general como displacer, y su disminución como placer. Es
probable, sin embargo, que lo sentido como placer y como displacer no sean
las magnitudes absolutas de esas tensiones excitativas, sino alguna
particularidad en el ritmo de sus modificaciones. El yo persigue el placer y
trata de evitar el displacer. Responde con una señal de angustia a todo
aumento esperado y previsto del displacer, calificándose de peligro el motivo
de dicho aumento, ya amenace desde el exterior o desde el interior.
Periódicamente el yo abandona su conexión con el mundo exterior y se retrae
al estado del dormir, modificando profundamente su organización. De este
estado de reposo se desprende que dicha organización consiste en una
distribución particular de la energía psíquica.
Como sedimento del largo período infantil durante el cual el ser humano
en formación vive en dependencia de sus padres, fórmase en el yo una
instancia especial que perpetúa esa influencia parental y a la que se ha dado el
nombre de super-yo. En la medida en que se diferencia el yo o se le opone,
este super-yo constituye una tercera potencia que el yo ha de tomar en cuenta.
Una acción del yo es correcta si satisface al mismo tiempo las exigencias
del yo, del super-yo y de la realidad; es decir, si logra conciliar mutuamente
sus demandas respectivas. Los detalles de la relación entre el yo y el super-yo
se tornan perfectamente inteligibles, reduciéndolos a la actitud del niño frente
a sus padres. Naturalmente, en la influencia parental no sólo actúa la índole
personal de aquéllos, sino también el efecto de las tradiciones familiares,
raciales y populares que ellos perpetúan, así como las demandas del
respectivo medio social que representan. De idéntica manera, en el curso de
la evolución individual el super-yo incorpora aportes de sustitutos y
sucesores ulteriores de los padres, como los educadores, los personajes
ejemplares, los ideales venerados en la sociedad. Se advierte que, a pesar de
todas sus diferencias fundamentales, el ello y el super-yo tienen una cosa en
común: ambos representan las influencias del pasado: el ello, las heredadas;
el super-yo, esencialmente las recibidas de los demás, mientras que el yo es
determinado principalmente por las vivencias propias del individuo; es decir,
por lo actual y accidental.
Este esquema general de un aparato psíquico puede asimismo admitirse
como válido para los animales superiores, psíquicamente similares al hombre.
Debemos suponer que existe un super-yo en todo ser que, como el hombre,
haya tenido un período más bien prolongado de dependencia infantil. Cabe
también aceptar inevitablemente la distinción entre un yo y un ello.
La psicología animal no ha abordado todavía el interesante problema que
aquí se plantea.

CAPÍTULO II

TEORÍA DE LOS INSTINTOS

El poderío del ello expresa el verdadero propósito vital del organismo


individual: satisfacer sus necesidades innatas. No es posible atribuir al ello un
propósito como el de mantenerse vivo y de protegerse contra los peligros por
medio de la angustia: tal es la misión del yo, que además está encargado de
buscar la forma de satisfacción que sea más favorable y menos peligrosa en
lo referente al mundo exterior. El super-yo puede plantear, a su vez, nuevas
necesidades, pero su función principal sigue siendo la restricción de las
satisfacciones.
Denominamos instintos a las fuerzas que suponemos tras las tensiones
causadas por las necesidades del ello. Representan las exigencias somáticas
planteadas a la vida psíquica, y aunque son la causa última de toda actividad,
su índole es esencialmente conservadora: de todo estado que un vivo alcanza
surge la tendencia a restablecerlo en cuanto haya sido abandonado. Por tanto,
es posible distinguir un número indeterminado de instintos, lo que
efectivamente suele hacerse en la práctica común. Para nosotros, empero,
tiene particular importancia la posibilidad de derivar todos esos múltiples
instintos de unos pocos fundamentales. Hemos comprobado que los instintos
pueden trocar su fin (por desplazamiento) y que también pueden sustituirse
mutuamente, pasando la energía de uno al otro, proceso éste que aún no se ha
llegado a comprender suficientemente. Tras largas dudas y vacilaciones nos
hemos decidido a aceptar sólo dos instintos básicos: el Eros y el instinto de
destrucción. (La antítesis entre los instintos de autoconservación y de
conservación de la especie, así como aquella otra entre el amor yoico y el
amor objetal, caen todavía dentro de los límites del Eros.) El primero de
dichos instintos básicos persigue el fin de establecer y conservar unidades
cada vez mayores, es decir, a la unión; el instinto de destrucción, por el
contrario, busca la disolución de las conexiones, destruyendo así las cosas.
En lo que a éste se refiere, podemos aceptar que su fin último es el de reducir
lo viviente al estado inorgánico, de modo que también lo denominamos
instinto de muerte. Si admitimos que la sustancia viva apareció después que
la inanimada, originándose de ésta, el instinto de muerte se ajusta a la
fórmula mencionada, según la cual todo instinto perseguiría el retomo a un
estado anterior. No podemos, en cambio, aplicarla al Eros (o instinto de
amor), pues ello significaría presuponer que la sustancia viva fue alguna vez
una unidad, destruida más tarde, que tendería ahora a su nueva unión[2530].
En las funciones biológicas ambos instintos básicos se antagonizan o
combinan entre sí. Así, el acto de comer equivale a la destrucción del objeto,
con el objetivo final de su incorporación; el acto sexual, a una agresión con el
propósito de la más íntima unión. Esta interacción sinérgica y antagónica de
ambos instintos básicos da lugar a toda abigarrada variedad de los fenómenos
vitales. Trascendiendo los límites de lo viviente, las analogías con nuestros
dos instintos básicos se extienden hasta la polaridad antinómica de atracción
y repulsión que rige en el mundo inorgánico[2531].
Las modificaciones de la proporción en que se fusionan los instintos
tienen las más decisivas consecuencias. Un exceso de agresividad sexual
basta para convertir al amante en un asesino perverso, mientras que una
profunda atenuación del factor agresivo lo convierte en tímido o impotente.
De ningún modo podríase confinar uno y otro de los instintos básicos a
determinada región de la mente; por el contrario, han de encontrarse
necesariamente en todas partes. Imaginamos el estado inicial de los mismos
suponiendo que toda la energía disponible del Eros —que en adelante
llamaremos libido— se encuentra en el yo-ello aún indiferenciado y sirve allí
para neutralizar las tendencias agresivas que coexisten con aquélla.
(Carecemos de un término análogo a libido para designar la energía del
instinto de destrucción.) Podemos seguir con relativa facilidad las vicisitudes
de la libido, pero nos resulta más difícil hacerlo con las del instinto de
destrucción.
Mientras este instinto actúa internamente, como instinto de muerte,
permanece mudo; sólo se nos manifiesta una vez dirigido hacia afuera, como
instinto de destrucción. Tal derivación hacia el exterior parece ser esencial
para la conservación del individuo y se lleva a cabo por medio del sistema
muscular. Al establecerse el super-yo, considerables proporciones del instinto
de agresión son fijadas en el interior del yo y actúan allí en forma
autodestructiva, siendo éste uno de los peligros para la salud a que el hombre
se halla expuesto en su camino hacia el desarrollo cultural. En general,
contener la agresión es malsano y conduce a la enfermedad (a la
mortificación). Una persona presa de un acceso de ira suele demostrar cómo
se lleva a cabo la transición de la agresividad contenida a la auto-destrucción,
al orientarse aquélla contra la propia persona: cuando se mesa los cabellos o
se golpea la propia cara, siendo evidente que hubiera preferido aplicar a otro
este tratamiento. Una parte de la autodestrucción subsiste permanentemente
en el interior, hasta que concluye por matar al individuo, quizá sólo una vez
que su libido se haya consumido o se haya fijado en alguna forma
desventajosa. Así, en términos generales, cabe aceptar que el individuo muere
por sus conflictos internos, mientras que la especie perece en su lucha estéril
contra el mundo exterior, cuando éste se modifica de manera tal que ya no
puede ser enfrentado con las adaptaciones adquiridas por la especie.
Sería difícil precisar las vicisitudes de la libido en el ello y en el super-yo.
Cuanto sabemos al respecto se refiere al yo, en el que está originalmente
acumulada toda la reserva disponible de libido. A este estado lo
denominamos narcisismo absoluto o primario; subsiste hasta que el yo
comienza a catectizar las representaciones de los objetos con libido; es decir,
a convertir libido narcisística en libido objetal. Durante toda la vida el yo
sigue siendo el gran reservorio del cual emanan las catexias libidinales hacia
los objetos y al que se retraen nuevamente, como una masa protoplástica
maneja sus seudópodos. Sólo en el estado del pleno enamoramiento el
contingente principal de la libido es transferido al objeto, asumiendo éste, en
cierta manera, la plaza del yo. Una característica de la libido, importante para
la existencia, es su movilidad, es decir, la facilidad con que pasa de un objeto
a otros. Contraria a aquélla es la fijación de la libido a determinados objetos,
que frecuentemente puede persistir durante la vida entera.
Es innegable que la libido tiene fuentes somáticas, que fluye hacia el yo
desde distintos órganos y partes del cuerpo, como lo observamos con mayor
claridad en aquella parte de la libido que, de acuerdo con su fin instintual,
denominamos «excitación sexual». Las más destacadas de las regiones
somáticas que dan origen a la libido se distinguen con el nombre de zonas
erógenas, aunque en realidad el cuerpo entero es una zona erógena
semejante. La mayor parte de nuestros conocimientos respecto del Eros —es
decir, de su exponente, la libido— los hemos adquirido estudiando la función
sexual, que en la acepción popular, aunque no en nuestra teoría, coincide con
el Eros. Pudimos formarnos así una imagen de cómo el impulso sexual,
destinado a ejercer tan decisiva influencia en nuestra vida, se desarrolla
gradualmente a partir de los sucesivos aportes suministrados por una serie de
instintos parciales que representan determinadas zonas erógenas.

CAPÍTULO III
EL DESARROLLO DE LA FUNCIÓN SEXUAL

De acuerdo con la concepción corriente, la vida sexual humana consiste


esencialmente en el impulso de poner los órganos genitales propios en
contacto con los de una persona del sexo opuesto. Es acompañado por el
beso, la contemplación y la caricia manual de ese cuerpo ajeno, como
manifestaciones accesorias y como actos preparatorios. Dicho impulso
aparecería con la pubertad, es decir, en la edad de la maduración sexual, y
serviría a la procreación; pero siempre se conocieron hechos que no caben en
el estrecho marco de esta concepción: 1) es curioso que existan seres para los
cuales sólo tienen atractivo las personas del propio sexo y sus órganos
genitales; 2) no es menos extraño que existan personas cuyos deseos
parecieran ser sexuales, pero que al mismo tiempo descartan completamente
los órganos sexuales o su utilización normal: a tales seres se los llama
«perversos», 3) por fin, es notable que ciertos niños (considerados por ello
como degenerados) muy precozmente manifiestan interés por sus propios
genitales y signos de excitación en los mismos.
Es comprensible que el psicoanálisis despertara asombro y antagonismo
cuando, fundándose parcialmente en esos tres hechos desatendidos,
contradijo todas las concepciones populares sobre la sexualidad y arribó a las
siguientes comprobaciones fundamentales:
a) La vida sexual no comienza sólo en la pubertad, sino que se inicia con
evidentes manifestaciones poco después del nacimiento.
b) Es necesario establecer una neta distinción entre los conceptos de lo
«sexual» y lo «genital». El primero es un concepto más amplio y comprende
muchas actividades que no guardan relación alguna con los órganos genitales.
c) La vida sexual abarca la función de obtener placer en zonas del cuerpo,
una función que ulteriormente es puesta al servicio de la procreación, pero a
menudo las dos funciones no llegan a coincidir íntegramente.
Es natural que el interés se concentre en el primero de estos postulados, el
más inesperado de todos. Pudo comprobarse, en efecto, que en la temprana
infancia existen ciertos signos de actividad corporal a los que sólo un
arraigado prejuicio pudo negar el calificativo de sexual y que aparecen
vinculados con fenómenos psíquicos que más tarde volveremos a encontrar
en la vida amorosa del adulto, como, por ejemplo, la fijación a determinados
objetos, los celos, etc. Compruébase, además, que tales fenómenos, surgidos,
en la primera infancia, forman parte de un proceso evolutivo perfectamente
reglado, pues después de un incremento progresivo alcanzan su máximo
hacia el final del quinto año, para caer luego en un intervalo de reposo.
Mientras dura éste, el proceso se detiene, gran parte de lo aprendido se pierde
y la actividad sufre una suerte de involución. Finalizado este período, que se
denomina «de latencia», la vida sexual continúa en la pubertad, cual si
volviera a florecer. He aquí el hecho del arranque bifásico de la vida sexual,
hecho desconocido fuera de la especie humana y seguramente fundamental
para su antropomorfización[2532].
No carece de importancia el que los sucesos de este primer período de la
sexualidad sean, salvo escasos restos, víctimas de la amnesia infantil.
Nuestras concepciones sobre la etiología de la neurosis y nuestra técnica de
tratamiento analítico derivan precisamente de estas concepciones, y la
exploración de los procesos evolutivos que acaecen en dicha época precoz
también ha evidenciado la certeza de otras postulaciones.
La boca es, a partir del nacimiento, el primer órgano que aparece como
zona erógena y que plantea al psiquismo exigencias libidinales. Primero, toda
actividad psíquica está centrada en la satisfacción de las necesidades de esa
zona. Naturalmente, la boca sirve en primer lugar a la autoconservación por
medio de la nutrición, pero no se debe confundir la fisiología con la
psicología. El chupeteo del niño, actividad en la que éste persiste con
obstinación, es la manifestación más precoz de un impulso hacia la
satisfacción que, si bien originado en la ingestión alimentaria y estimulado
por ésta, tiende a alcanzar el placer independientemente de la nutrición, de
modo que podemos y debemos considerarlo sexual.
Ya durante esa fase oral, con la aparición de los dientes, surgen
esporádicamente impulsos sádicos que se generalizan mucho más en la
segunda fase, denominada «sádico-anal» porque en ella la satisfacción se
busca en las agresiones y en las funciones excretorias. Al incluir las
tendencias agresivas en la libido nos fundamos en nuestro concepto de que el
sadismo es una mezcla instintual de impulsos puramente libidinales y
puramente destructivos, mezcla que desde entonces perdurará durante toda la
vida[2533].
La tercera fase, denominada «fálica», es como un prolegómeno de la
conformación definitiva que adoptará la vida sexual, a la cual se asemeja
sobremanera. Es notable que en ella no intervengan los genitales de ambos
sexos, sino sólo el masculino (falo). Los genitales femeninos permanecen
ignorados durante mucho tiempo: el niño, en su intento de comprender los
procesos sexuales, se adhiere a la venerable teoría cloacal, genéticamente
bien justificada[2534].
Con la fase fálica y en el curso de ella, la sexualidad infantil precoz llega
a su máximo y se aproxima a la declinación. En adelante, el varón y la mujer
seguirán distintas evoluciones. Ambos han comenzado a poner su actividad
intelectual al servicio de la investigación sexual; ambos se basan en la
presunción de la existencia universal del pene; pero ahora han de separarse
los destinos de los sexos. El varón ingresa en la fase edípica; comienza a
manipular su pene con fantasías simultáneas que tienen por tema cualquier
forma de actividad sexual del mismo con la madre, hasta que los efectos
combinados de alguna amenaza de castración y del descubrimiento de la falta
de pene en la mujer le hace experimentar el mayor trauma de su vida, que
inaugura el período de latencia, con todas sus repercusiones. La niña, después
de un fracasado intento de emular al varón, llega a reconocer su falta de pene,
o más bien la inferioridad de su clítoris, sufriendo consecuencias definitivas
para la evolución de su carácter; a causa de esta primera defraudación en la
rivalidad, a menudo comienza por apartarse de la vida sexual en general.
Sería erróneo suponer que estas tres fases se suceden simplemente; por el
contrario, la una se agrega a la otra, se superponen, coexisten. En las fases
precoces cada uno de los instintos parciales persiguen su satisfacción en
completa independencia de los demás; pero en la fase fálica aparecen los
primeros indicios de una organización destinada a subordinar las restantes
tendencias bajo la primacía de los genitales, representando un comienzo de
coordinación de la tendencia hedonística general con la función sexual. La
organización completa sólo se alcanzará a través de la pubertad, en una cuarta
fase, en la fase genital. Se establece así una situación en la cual: 1) se
conservan muchas catexias libidinales anteriores; 2) otras se incorporan a la
función sexual como actos preparatorios y coadyuvantes, cuya satisfacción
suministra el denominado placer preliminar; 3) otras tendencias son excluidas
de la organización, ya sea coartándolas totalmente (represión) o empleándolas
de una manera distinta en el yo, formando rasgos del carácter o
experimentando sublimaciones con desplazamiento de sus fines.
Este proceso no siempre transcurre llanamente. Las inhibiciones de su
desarrollo se manifiestan en forma de los múltiples trastornos que puede
sufrir la vida sexual. Prodúcense entonces fijaciones de la libido a las
condiciones de fases anteriores, cuya tendencia, independiente del fin sexual
normal, se califica de perversión. Semejante inhibición del desarrollo es, por
ejemplo, la homosexualidad, siempre que llegue a ser manifiesta. El análisis
demuestra que en todos los casos ha existido un vínculo objetal de carácter
homosexual, que casi siempre subsiste, aun latentemente. La situación se
complica porque, en general, no se trata de que los procesos necesarios para
llegar a la solución normal se realicen plenamente o falten por completo, sino
que también pueden realizarse parcialmente, de modo que el resultado final
dependerá de estas relaciones cuantitativas. Así, aunque se haya alcanzado la
organización genital, ésta se encontrará debilitada por las porciones de libido
que no hayan seguido su desarrollo, quedando fijadas a objetos y fines
pregenitales. Este debilitamiento se manifiesta en la tendencia de la libido a
retornar a sus anteriores catexias pregenitales en casos de insatisfacción
genital o de dificultades en el mundo real (regresión).
Estudiando las funciones sexuales hemos adquirido una primera
convicción provisional, o más bien una presunción, de dos nociones que
demostrarán ser importantes en todo el sector de nuestra ciencia. Ante todo,
la de que las manifestaciones normales y anormales que observamos, es
decir, la fenomenología, debe ser descrita desde el punto de vista de la
dinámica y de la economía (en este caso, desde el punto de vista de la
distribución cuantitativa de la libido); luego, que la etiología de los trastornos
estudiados por nosotros se encuentra en la historia evolutiva, es decir, en las
épocas más precoces del individuo.

CAPÍTULO IV
LAS CUALIDADES PSÍQUICAS

Hemos descrito la estructura del aparato psíquico y las energías o fuerzas


que en él actúan; hemos observado asimismo en un ejemplo ilustrativo cómo
esas energías (especialmente la libido) se organizan integrando una función
fisiológica que sirve a la conservación de la especie. Nada había en todo ello
que expresase el particularísimo carácter de lo psíquico, salvo, naturalmente,
el hecho empírico de que aquel aparato y aquellas energías constituyen el
fundamento de las funciones que denominamos nuestra vida anímica. Nos
ocuparemos ahora de cuanto es únicamente característico de ese psiquismo,
de lo que, según opinión muy generalizada, hasta coincide realmente con lo
psíquico, a exclusión de todo lo demás.
El punto de partida de dicho estudio está dado por el singular fenómeno
de la consciencia, un hecho refractario a toda explicación y descripción. No
obstante, cuando alguien se refiere a la consciencia, sabemos al punto por
propia experiencia lo que con ello se quiere significar[2535].
Muchas personas, psicólogas o no, se conforman con aceptar que la
consciencia sería lo único psíquico, y en tal caso la psicología no tendría más
objeto que discernir, en la fenomenología psíquica, percepciones,
sentimientos, procesos cogitativos y actos volitivos. Se acepta generalmente,
empero, que estos procesos conscientes no forman series cerradas y
completas en sí mismas, de modo que sólo cabe la alternativa de admitir que
existen procesos físicos o somáticos concomitantes de lo psíquico, siendo
evidente que forman series más completas que las psíquicas, pues sólo
algunas, pero no todas, tienen procesos paralelos conscientes. Nada más
natural, pues, que poner el acento, en psicología, sobre esos procesos
somáticos, reconocerlos como lo esencialmente psíquico, tratar de establecer
otra categoría para los procesos conscientes. Mas a esto se resisten la mayoría
de los filósofos y muchos que no lo son, declarando que la noción de algo
psíquico que fuese inconsciente sería contradictoria en sí misma.
He aquí precisamente lo que el psicoanálisis se ve obligado a establecer y
lo que constituye su segunda hipótesis fundamental. Postula que lo
esencialmente psíquico son esos supuestos procesos concomitantes
somáticos, y al hacerlo, comienza por hacer abstracción de la cualidad de
consciencia. Con todo, no se encuentra sólo en esta posición, pues muchos
pensadores, como, por ejemplo, Theodor Lipps, han afirmado lo mismo con
idénticas palabras. Por lo demás, la general insuficiencia de la concepción
corriente de lo psíquico ha dado lugar a que hicieran cada vez más perentoria
la incorporación de algún concepto de lo inconsciente en el pensamiento
psicológico, aunque fue planteado en forma tan vaga e imprecisa que no pudo
ejercer influencia alguna sobre la ciencia.
Ahora bien: parecería que esta disputa entre el psicoanálisis y la filosofía
sólo se refiere a una insignificante cuestión de definiciones; es decir, a si el
calificativo de «psíquico» habría de ser aplicado a una u otra serie. En
realidad, sin embargo, esta decisión es fundamental, pues mientras la
psicología de la consciencia jamás logró trascender esas series fenoménicas
incompletas, evidentemente subordinadas a otros sectores, la nueva
concepción de que lo psíquico sería en sí inconsciente permitió convertir la
psicología en una ciencia natural como cualquier otra. Los procesos de que se
ocupa son en sí tan incognoscibles como los de otras ciencias, como los de la
química o la física; pero es posible establecer las leyes a las cuales obedecen,
es posible seguir en tramos largos y continuados sus interrelaciones e
interdependencias, es decir, es posible alcanzar lo que se considera una
«comprensión» del respectivo sector de los fenómenos naturales. Al hacerlo,
no se puede menos que establecer nuevas hipótesis y crear nuevos conceptos,
pero éstos no deben ser menospreciados como testimonio de nuestra
ignorancia, sino valorados como conquistas de la ciencia dotadas del mismo
valor aproximativo que las análogas construcciones intelectuales auxiliares de
otras ciencias naturales, quedando librado a la experiencia renovada y
decantada el modificarlas, corregirlas y precisarlas. Así, no ha de extrañarnos
el que los conceptos básicos de la nueva ciencia, sus principios (instinto,
energía nerviosa, etc.) permanezcan durante cierto tiempo tan indeterminados
como los de las ciencias más antiguas (fuerza, masa, gravitación).
Toda ciencia reposa en observaciones y experiencias alcanzadas por
medio de nuestro aparato psíquico; pero como nuestra ciencia tiene por
objeto precisamente a ese aparato, dicha analogía toca aquí a su fin. En
efecto, realizamos nuestras observaciones por medio del mismo aparato
perceptivo, y precisamente con ayuda de las lagunas en lo psíquico[2536],
completando las omisiones con inferencias plausibles y traduciéndolas al
material consciente. Así, establecemos, en cierto modo, una serie
complementaria consciente para lo psíquico inconsciente. La relativa certeza
de nuestra ciencia psicológica reposa sobre la solidez de esas deducciones,
pero quien profundice esta labor comprobará que nuestra técnica resiste a
toda crítica.
En el curso de esta labor se nos imponen las diferenciaciones que
calificamos como cualidades psíquicas. No es necesario caracterizar lo que
denominamos consciente, pues coincide con la consciencia de los filósofos y
del habla cotidiana. Para nosotros todo lo psíquico restante constituye lo
inconsciente. Pero al punto nos vemos obligados a establecer en este
inconsciente una importante división. Algunos procesos fácilmente se tornan
conscientes, y, aunque dejen de serlo, pueden volver a la consciencia sin
dificultad: como suele decirse, pueden ser reproducidos o recordados. Esto
nos advierte que la consciencia misma no es sino un estado muy fugaz.
Cuanto es consciente, únicamente lo es por un instante, y el que nuestras
percepciones no parezcan confirmarlo es sólo una contradicción aparente,
debida a que los estímulos de la percepción pueden subsistir durante cierto
tiempo, de modo que aquélla bien puede repetirse. Todo esto se advierte
claramente en la percepción consciente de nuestros procesos intelectivos, que
si bien pueden persistir, también pueden extinguirse en un instante. Todo lo
inconsciente que se conduce de esta manera, que puede trocar tan fácilmente
su estado inconsciente por el consciente, convendrá calificarlo, pues, como
«susceptible de consciencia» o preconsciente. La experiencia nos ha
demostrado que difícilmente existan procesos psíquicos, por más
complicados que sean, que no puedan en ocasiones permanecer
preconscientes, aunque por lo regular irrumpen a la consciencia, como lo
expresamos analíticamente. Otros procesos y contenidos psíquicos no tienen
acceso tan fácil a la conscienciación, sino que es preciso inferirlos,
adivinarlos y traducirlos a la expresión consciente, en la manera ya descrita.
Para estos procesos reservamos, en puridad, el calificativo de inconscientes.
Por tanto, hemos atribuido tres cualidades a los procesos psíquicos: éstos
pueden ser conscientes, preconscientes o inconscientes. La división entre las
tres clases de contenidos que llevan estas cualidades no es absoluta ni
permanente. Como vemos, lo preconsciente se torna consciente sin nuestra
intervención, y lo inconsciente puede volverse consciente mediante nuestros
esfuerzos, que a menudo nos permiten advertir la oposición de fuertes
resistencias. Al realizar esta tentativa en el prójimo, no olvidemos que el
relleno consciente de sus lagunas perceptivas, es decir, la construcción que le
ofrecemos, aún no significa que hayamos tornado conscientes en él los
respectivos contenidos inconscientes. Hasta este momento, el material se
encontrará en su mente en dos versiones: una, en la reconstrucción consciente
que acaba de recibir; otra, en su estado inconsciente original. Nuestros
tenaces esfuerzos suelen lograr entonces que ese inconsciente se le torne
consciente al propio sujeto, coincidiendo así ambas versiones en una sola. En
los distintos casos varía la magnitud del esfuerzo necesario, el cual nos
permite apreciar el grado de la resistencia contra la conscienciación. Lo que
en el tratamiento analítico, por ejemplo, es resultado de nuestro esfuerzo,
también puede ocurrir espontáneamente: un contenido generalmente
inconsciente se transforma en preconsciente y llega luego a la consciencia,
como ocurre profusamente en los estados psicóticos. Deducimos de ello que
el mantenimiento de ciertas resistencias internas es una condición ineludible
de la normalidad. En el estado del dormir prodúcese regularmente tal
disminución de las resistencias, con la consiguiente irrupción de contenidos
inconscientes, quedando establecidas así las condiciones para la formación de
los sueños. Inversamente, contenidos preconscientes pueden sustraerse por un
tiempo a nuestro alcance, quedando bloqueados por resistencias, como es el
caso en los olvidos fugaces, o bien un pensamiento preconsciente puede
volver transitoriamente al estado inconsciente, fenómeno que parece
constituir la condición básica del chiste. Veremos que una reversión similar
de contenidos o procesos preconscientes al estado inconsciente desempeña un
importante papel en la causación de los trastornos neuróticos.
Presentada con este carácter general y simplificado, la doctrina de las tres
cualidades de lo psíquico parece ser más bien una fuente de insuperable
confusión que un aporte al esclarecimiento. Mas no olvidemos que no
constituye una teoría propiamente dicha, sino un primer inventario de los
hechos de nuestra observación, ajustado en lo posible a esos hechos, sin tratar
de explicarlos. Las complicaciones que revela demuestran a las claras las
dificultades especiales que debe superar nuestra investigación. Es de
presumir, sin embargo, que aún podremos profundizar esta doctrina si
perseguimos las relaciones entre las cualidades psíquicas y las provincias o
instancias del aparato psíquico que hemos postulado; pero también estas
relaciones están lejos de ser simples.
El proceso de que algo se haga consciente se halla vinculado, ante todo, a
las percepciones que nuestros órganos sensoriales reciben del mundo
exterior. Por consiguiente, para la consideración topográfica es un fenómeno
que ocurre en la capa cortical más periférica del yo. Sin embargo, también
tenemos informaciones conscientes del interior de nuestro cuerpo,
sensaciones que ejercen sobre nuestra vida psíquica una influencia aún más
perentoria que las percepciones exteriores, y en determinadas circunstancias
los propios órganos sensoriales también transmiten sensaciones, por ejemplo,
dolorosas, además de sus percepciones específicas. Pero ya que estas
sensaciones (como se las llama para diferenciarlas de las percepciones
conscientes) también emanan de los órganos terminales y ya que concebimos
a todos éstos como prolongaciones y apéndices de la capa cortical, bien
podemos mantener la mencionada afirmación. La única diferencia residiría en
que el propio cuerpo reemplaza al mundo exterior para los órganos terminales
de las sensaciones e impresiones internas.
Procesos conscientes en la periferia del yo; todos los demás, en el yo,
inconscientes: he aquí la situación más simple que podríamos concebir. Bien
puede ser valedera en los animales, pero en el hombre se agrega una
complicación por la cual también los procesos internos del yo pueden adquirir
la cualidad de consciencia. Esta complicación es obra de la función del
lenguaje, que conecta sólidamente los contenidos yoicos con restos
mnemónicos de percepciones visuales y, particularmente, acústicas. Merced a
este proceso, la periferia perceptiva de la capa cortical también puede ser
estimulada, y en medida mucho mayor, desde el interior: procesos internos,
como los ideativos y las secuencias de representaciones, pueden tornarse
conscientes, siendo necesario un mecanismo particular que discierna ambas
posibilidades: he aquí la denominada prueba de realidad. Con ello ha
caducado la ecuación «percepción = realidad (mundo exterior)», llamándose
alucinaciones los errores que ahora pueden producirse fácilmente y que
ocurren con regularidad en el sueño.
El interior del yo, que comprende ante todo los procesos cogitativos o
intelectivos, tiene la cualidad de preconsciente. Ésta es característica y
privativa del yo, mas no sería correcto aceptar que la conexión con los restos
mnemónicos del lenguaje sea el requisito esencial del estado preconsciente,
pues éste es independiente de aquél, aunque la condición del lenguaje permite
suponer certeramente la índole preconsciente de un proceso. El estado
preconsciente, caracterizado de una parte por su accesibilidad a la
consciencia, y de otra por su vinculación con los restos verbales, es, sin
embargo, algo particular, cuya índole no queda agotada por esas dos
características. Prueba de ello es que grandes partes del yo —y, ante todo, del
super-yo, al que no se puede negar el carácter de preconsciente—, por lo
general permanecen inconscientes en el sentido fenomenológico. Ignoramos
por qué esto debe ser así. Más adelante trataremos de abordar el problema de
la verdadera índole de lo preconsciente.
Lo inconsciente es la única cualidad dominante en el ello. El ello y lo
inconsciente se hallan tan íntimamente ligados como el yo, y lo
preconsciente, al punto que dicha relación es aún más exclusiva en aquel
caso. Un repaso de la historia evolutiva del individuo y de su aparato
psíquico nos permite comprobar una importante distinción en el ello.
Originalmente, desde luego, todo era ello; el yo se desarrolló del ello por la
incesante influencia del mundo exterior. Durante esta lenta evolución, ciertos
contenidos del ello pasaron al estado preconsciente y se incorporaron así al
yo; otros permanecieron intactos en el ello, formando su núcleo, difícilmente
accesible. Mas durante este desarrollo el joven y débil yo volvió a desplazar
al estado inconsciente ciertos contenidos ya incorporados, abandonándolos, y
se condujo de igual manera frente a muchas impresiones nuevas que podría
haber incorporado, de modo que éstas, rechazadas, sólo pudieron dejar
huellas en el ello. Teniendo en cuenta su origen, denominamos lo reprimido a
esta parte del ello. Poco importa que no siempre podamos discernir
claramente entre ambas categorías de contenidos éllicos, que corresponden
aproximadamente a la división entre el acervo innato y lo adquirido durante
el desarrollo del yo.
Si aceptamos la división topográfica del aparato psíquico en un yo y en un
ello, con la que corre paralela la diferenciación de las cualidades
preconscientes e inconscientes; si, por otra parte, sólo consideramos estas
cualidades como signos de la diferencia, pero no como la misma esencia de
éstas, ¿en qué reside entonces la verdadera índole del estado que se revela en
el ello por la cualidad de lo inconsciente, y en el yo por la de lo
preconsciente? ¿En qué consiste la diferencia entre ambos?
Pues bien: nada sabemos de esto, y nuestros escasos conocimientos
apenas se elevan lastimosamente sobre el tenebroso fondo formado por esta
incertidumbre. Nos hemos aproximado aquí al verdadero y aún oculto enigma
de lo psíquico. Siguiendo la costumbre impuesta por otras ciencias naturales,
aceptamos que en la vida psíquica actúa una especie de energía, pero
carecemos de todos los asideros necesarios para abordar su conocimiento
mediante analogías con otras formas energéticas. Creemos reconocer que la
energía nerviosa o psíquica existe en dos formas: una libremente móvil y otra
más bien ligada; hablamos de catexias e hipercatexias de los contenidos, y
aún nos atrevemos a suponer que una «hipercatexia» establece una especie de
síntesis entre distintos procesos, síntesis en cuyo curso la energía libre se
convierte en ligada. Más lejos no hemos podido llegar, pero nos atenemos a
la noción de que también la diferencia entre el estado inconsciente y el
preconsciente radica en semejantes condiciones dinámicas, noción que nos
permitiría comprender que el uno pueda transformarse en el otro, ya sea
espontáneamente o mediante nuestra intervención.
Tras todas esas incertidumbres asoma, empero, un nuevo hecho cuyo
descubrimiento debemos a la investigación psicoanalítica. Hemos aprendido
que los procesos del inconsciente o del ello obedecen a leyes distintas de las
que rigen los procesos en el yo preconsciente. En su conjunto, denominamos
a estas leyes proceso primario, en contraste con el proceso secundario, que
regula el suceder del preconsciente, del yo. Así, pues, el estudio de las
cualidades psíquicas no ha resultado, a la postre, estéril.

CAPÍTULO V
LA INTERPRETACIÓN DE LOS SUEÑOS COMO
MODELO ILUSTRATIVO

Poco nos revelará la investigación de los estados normales y estables, en


los cuales los límites del yo frente al ello, asegurados por resistencias
(anticatexias), se han mantenido firmes; en los cuales el super-yo no se
diferencia del yo porque ambos trabajan en armonía. Sólo pueden sernos
útiles los estados de conflicto y rebelión cuando el contenido del ello
inconsciente tiene perspectivas de irrumpir al yo y a la consciencia, y cuando
el yo, a su vez, vuelve a defenderse contra esa irrupción. Sólo en estas
circunstancias podemos realizar observaciones que corroboren o rectifiquen
lo que hemos dicho con respecto a ambos partícipes del mecanismo psíquico.
Mas semejante estado es precisamente el reposo nocturno, el dormir, y por
eso la actividad psíquica durante el dormir, actividad que vivenciamos como
sueños, constituye nuestro más favorable objeto de estudio. Además, nos
permite eludir la tan repetida objeción de que estructuraríamos la vida
psíquica normal de acuerdo con comprobaciones patológicas, pues el sueño
es un fenómeno habitual en la vida de todo ser normal, por más que sus
características discrepen de las producciones que presenta nuestra vida de
vigilia.
Como todo el mundo sabe, el sueño puede ser confuso, incomprensible y
aun absurdo; sus contenidos pueden contradecir todas nuestras nociones de la
realidad, y en él nos conducimos como dementes, al adjudicar, mientras
soñamos, realidad objetiva a los contenidos del sueño.
Nos abrimos camino a la comprensión («interpretación») del sueño
aceptando que cuanto recordamos como tal, después de haber despertado, no
es el verdadero proceso onírico, sino sólo una fachada tras la cual se oculta
éste. He aquí la diferenciación que hacemos entre un contenido onírico
manifiesto y las ideas latentes del sueño. Al proceso que convierte éstas en
aquél lo llamamos elaboración onírica. El estudio de la elaboración onírica
nos suministra un excelente ejemplo de cómo el material inconsciente del ello
(tanto el originalmente inconsciente como el reprimido) se impone al yo, se
torna preconsciente y, bajo el rechazo del yo, sufre aquellas transformaciones
que conocemos como deformación onírica. No existe característica alguna
del sueño que no pueda ser explicada de tal manera.
Lo más conveniente será que comencemos señalando la existencia de dos
clases de motivos para la formación onírica. O bien un impulso instintivo (un
deseo inconsciente), por lo general reprimido, adquiere durante el reposo la
fuerza necesaria para imponerse en el yo, o bien un deseo insatisfecho
subsistente en la vida diurna, un tren de ideas preconsciente, con todos los
impulsos conflictuales que le pertenecen, ha sido reforzado durante el reposo
por un elemento inconsciente. Hay, pues, sueños que proceden del ello y
sueños que proceden del yo. Para ambos rige el mismo mecanismo de
formación onírica, y también la imprescindible precondición dinámica es una
y la misma. El yo revela su origen relativamente tardío y derivado del ello,
por el hecho de que transitoriamente deja en suspenso sus funciones y
permite el retorno a un estado anterior. Como no podría ser correctamente de
otro modo, lo realiza rompiendo sus relaciones con el mundo exterior, y
retirando sus catexias de los órganos sensoriales. Puede afirmarse
justificadamente que con el nacimiento queda establecida una tendencia a
retornar a la vida intrauterina que se ha abandonado; es decir, un instinto de
dormir. El dormir representa ese regreso al vientre materno. Dado que el yo
despierto gobierna la motilidad, esta función es paralizada en el estado de
reposo, tornándose con ello superfluas buena parte de las inhibiciones
impuestas al ello inconsciente. El retiro o la atenuación de estas
«anticatexias» permite ahora al ello una libertad que ya no puede ser
perjudicial. Las pruebas de la participación del ello inconsciente en la
formación onírica son numerosos y convincentes: a) La memoria onírica tiene
mucho más vasto alcance que la memoria vigil. El sueño trae recuerdos que
el soñante ha olvidado y que le son inaccesibles durante la vigilia, b) El sueño
recurre sin límite alguno a símbolos lingüísticos cuya significación
generalmente ignora el soñante, pero cuyo sentido podemos establecer
gracias a nuestra experiencia. Proceden probablemente de fases pretéritas de
la evolución del lenguaje, c) Con gran frecuencia, la memoria onírica
reproduce impresiones de la temprana infancia del soñante, impresiones de
las que no sólo podemos afirmar con seguridad que han sido olvidadas, sino
también que se tornaron inconscientes debido a la represión. Sobre esto se
basa el empleo casi imprescindible del sueño para reconstruir la prehistoria
del soñante, como intentamos hacerlo en el tratamiento analítico de las
neurosis, d) Además, el sueño trae a colación contenidos que no pueden
proceder ni de la vida adulta ni de la infancia olvidada del soñante. Nos
vemos obligados a considerarla como una parte de la herencia arcaica que el
niño trae consigo al mundo, antes de cualquier experiencia propia, como
resultado de las experiencias de sus antepasados. Las analogías de este
material filogenético las hallamos en las más viejas leyendas de la humanidad
y en sus costumbres subsistentes. De este modo, el sueño se convierte en una
fuente nada desdeñable de la prehistoria humana.
Pero lo que hace al sueño tan valioso para nuestros conocimientos es la
circunstancia de que el material inconsciente, al irrumpir en el yo, trae
consigo sus propias modalidades dinámicas. Queremos decir con ello que los
pensamientos preconscientes mediante los cuales se expresa aquél son
tratados en el curso de la elaboración onírica como si fueran partes
inconscientes del ello; y en el segundo tipo citado de formación onírica, los
pensamientos preconscientes que se han reforzado con los impulsos
instintivos inconscientes son reducidos a su vez al estado inconsciente. Sólo
mediante este camino nos enteramos de las leyes que rigen los mecanismos
inconscientes y de sus diferencias frente a las reglas conocidas del
pensamiento vigil. Así, la elaboración onírica es esencialmente un caso de
elaboración inconsciente de procesos ideativos preconscientes. Para recurrir a
un símil de la historia: los conquistadores foráneos no gobiernan el país
conquistado de acuerdo con la ley que encuentran en éste, sino de acuerdo
con la propia. Mas es innegable que el resultado de la elaboración onírica es
una transacción, un compromiso entre dos partes. Puede reconocerse el
influjo de la organización del yo, aún no del todo paralizada, en la
deformación impuesta al material inconsciente y en las tentativas, harto
precarias a menudo, de conferir al todo una forma que pueda ser aceptada por
el yo (elaboración secundaria). En nuestro símil esto vendría a ser la
expresión de la pertinaz resistencia que ofrecen los conquistados.
Las leyes de los procesos inconscientes que así se manifiestan son muy
extrañas y bastan para explicar casi todo lo que en el sueño nos parece tan
enigmático. Cabe mencionar entre ellas, ante todo, la notable tendencia a la
condensación, una tendencia a formar nuevas unidades con elementos que en
el pensamiento vigil seguramente habríamos mantenido separados. Por
consiguiente, a menudo un único elemento del sueño manifiesto representa
toda una serie de ideas oníricas latentes, como si fuese una alusión común a
todas ellas, y, en general, la extensión del sueño manifiesto es
extraordinariamente breve en comparación con el exuberante material del que
ha surgido. Otra particularidad de la elaboración onírica, no del todo
independiente de la anterior, es la facilidad del desplazamiento de las
intensidades psíquicas (catexias) de un elemento al otro, sucediendo a
menudo que un elemento accesorio de las ideas oníricas aparezca en el sueño
manifiesto como el más claro y, por consiguiente, el más importante;
recíprocamente, elementos esenciales de las ideas oníricas son sólo
representados en el sueño manifiesto por insignificantes alusiones. Además, a
la elaboración onírica suelen bastarle concordancias harto inaparentes para
sustituir un elemento por otro en todas las operaciones subsiguientes. Es fácil
imaginar en qué medida estos mecanismos de la condensación y del
desplazamiento pueden dificultar la interpretación del sueño y la revelación
de las relaciones entre el sueño manifiesto y las ideas oníricas latentes. Al
comprobar estas dos tendencias a la condensación y al desplazamiento,
nuestra teoría llega a la conclusión de que en el ello inconsciente la energía se
encuentra en estado de libre movilidad, y que al ello le importa, más que
cualquier otra cosa, la posibilidad de descargar sus magnitudes de
excitación[2537]; nuestra teoría aplica ambas propiedades para caracterizar el
proceso primario que anteriormente hemos atribuido al ello.
El estudio de la elaboración onírica nos ha enseñado asimismo muchas
otras peculiaridades, tan notables como importantes, de los procesos
inconscientes, entre las que sólo unas pocas hemos de mencionar aquí. Las
reglas decisivas de la lógica no rigen en el inconsciente, del que cabe afirmar
que es el dominio de lo ilógico. Tendencias con fines opuestos subsisten
simultánea y conjuntamente en el inconsciente, sin que surja la necesidad de
conciliarias; o bien ni siquiera se influyen mutuamente, o, si lo hacen, no
llegan a una decisión, sino a una transacción que necesariamente debe ser
absurda, pues comprende elementos mutuamente inconciliables. De acuerdo
con ello, las contradicciones no son separadas, sino tratadas como si fueran
idénticas, de modo que en el sueño manifiesto todo elemento puede
representar también su contrario. Ciertos filólogos han reconocido que lo
mismo ocurre en las lenguas más antiguas, y que las antonimias, como
«fuerte-débil», «claro-oscuro», «alto-bajo», fueron expresadas
primitivamente por una misma raíz, hasta que dos variaciones del mismo
radical separaron ambas significaciones antagónicas. En una lengua tan
evolucionada como el latín subsistirían aún restos de este doble sentido
primitivo, como, por ejemplo, en las voces altus («alto» y «bajo») y sacer
(«sagrado» y «execrable»), entre otras.
Teniendo en cuenta la complicación y la multiplicidad de las relaciones
entre el sueño manifiesto y el contenido latente que tras él se oculta, cabe
preguntarse, desde luego, por qué camino se podría deducir el uno del otro, y
si al hacerlo dependeremos tan sólo de una feliz adivinación, apoyada quizá
por la traducción de los símbolos que aparecen en el sueño manifiesto.
Podemos responder que en la gran mayoría de los casos el problema se
resuelve satisfactoriamente, pero sólo con ayuda de las asociaciones que el
propio soñante agrega a los elementos del contenido manifiesto. Cualquier
otro procedimiento será arbitrario e inseguro. Las asociaciones del soñante,
en cambio, traen a la luz los eslabones intermedios, que insertamos en la
laguna entre el sueño manifiesto y su contenido latente, reconstruyendo con
su ayuda a éste, es decir, «interpretamos» aquél. No debe extrañar que esta
labor interpretativa, de sentido contrario a la elaboración onírica, no alcance
en ocasiones plena seguridad.
Aún queda por explicar la razón dinámica de que el yo durmiente
emprenda el esfuerzo de la elaboración onírica. Afortunadamente, es fácil
hallarla. Todo sueño en formación exige al yo, con ayuda del inconsciente, la
satisfacción de un instinto, si el sueño surge del ello; o la solución de un
conflicto, la eliminación de una duda, la adopción de un propósito, si el sueño
emana de un resto de la actividad preconsciente vigil. Pero el yo durmiente
está embargado por el deseo de mantener el reposo, percibiendo esa exigencia
como una molestia y tratando de eliminarla. Logra este fin mediante un acto
de aparente concesión, ofreciendo a la exigencia una realización del deseo
inofensiva en esas circunstancias, realización mediante la cual consigue
eliminar la exigencia. La función primordial de la elaboración onírica es,
precisamente, la sustitución de la exigencia por la realización del deseo.
Quizá no sea superfluo ilustrar tal circunstancia mediante tres simples
ejemplos: un sueño de hambre, uno de comodidad y otro animado por la
necesidad sexual. Mientras duerme, se hace sentir en el soñante la necesidad
de comida, de modo que sueña con un opíparo banquete y sigue durmiendo.
Desde luego, tenía la alternativa de despertarse para comer o de seguir
durmiendo; pero ha optado por lo último, satisfaciendo el hambre en el
sueño, por lo menos momentáneamente, pues si su apetito continúa,
seguramente acabará por despertarse. En cuanto al segundo caso: el soñante
debe despertar para llegar a determinada hora al hospital; mas sigue
durmiendo y sueña que ya se encuentra allí, aunque en calidad de enfermo
que no necesita abandonar su lecho. Por fin, supongamos que de noche sienta
ansias de gozar de un objeto sexual prohibido, como la mujer de un amigo;
sueña entonces con el acto sexual, pero no con esa persona, sino con otra que
lleva el mismo nombre, aunque le es indiferente; o bien sus objeciones se
expresan haciendo que la amada quede anónima.
Desde luego, no todos los casos son tan simples; particularmente en los
sueños que se originan en restos diurnos no solucionados y que en el estado
de reposo han hallado sólo un reforzamiento inconsciente, a menudo no es
fácil revelar el impulso motor inconsciente y demostrar su realización del
deseo, pero cabe aceptar que existe en todos los casos. La regla de que el
sueño es una realización de deseos, fácilmente despertará incredulidad si se
recuerda cuántos sueños tiene un contenido directamente penoso, o aun
provocan el despertar con angustia, sin mencionar siquiera los tan frecuentes
sueños carentes de tonalidad afectiva determinada. El argumento del sueño de
angustia, empero, no resiste al análisis, pues no debemos olvidar que el sueño
siempre es el resultado de un conflicto, una especie de transacción
conciliadora. Lo que para el ello inconsciente es una satisfacción, puede ser,
por eso mismo, motivo de angustia para el yo.
A medida que avanza la elaboración onírica, unas veces se impondrá más
el inconsciente y otras se defenderá más enérgicamente el yo. En la mayoría
de los casos, los sueños de angustia son aquéllos cuyo contenido ha sufrido la
menor deformación. Si la exigencia del inconsciente se torna excesiva, de
modo que el yo durmiente no sea capaz de rechazarla con los medios a su
alcance, entonces abandona el deseo de dormir y retoma a la vida vigil. He
aquí, pues, una definición que abarca todos los casos de la experiencia; el
sueño es siempre una tentativa de eliminar la perturbación del reposo
mediante la realización de un deseo, es decir, es el guardián del reposo. Esta
tentativa puede tener éxito más o menos completo; pero también puede
fracasar, y entonces el durmiente se despierta, al parecer por ese mismo
sueño. También al bravo sereno que ha de amparar el reposo del villorrio, en
ciertas circunstancias no le queda más remedio que alborotar y despertar a los
vecinos durmientes.
Para concluir estas consideraciones agregaremos unas palabras que
justifiquen nuestra prolongada dedicación al problema de la interpretación
onírica. Se ha demostrado que los mecanismos inconscientes revelados por el
estudio de la elaboración onírica, que nos han servido para explicar la
formación del sueño, nos facilitan también la comprensión de los curiosos
síntomas que atraen nuestro interés hacia las neurosis y las psicosis.
Semejante coincidencia nos permite abrigar grandes esperanzas.

SEGUNDA PARTE

APLICACIONES PRÁCTICAS

CAPÍTULO VI

LA TÉCNICA PSICOANALÍTICA

E L sueño, es, por consiguiente, una psicosis, con todas las absurdidades,
las formaciones delirantes y las ilusiones de una psicosis. Pero es una
psicosis de breve duración, inofensiva, que aún cumple una función útil, que
es iniciada con el consentimiento de su portador y concluida por un acto
voluntario de éste. Sin embargo, no deja de ser una psicosis, y nos demuestra
cómo hasta una alteración de la vida psíquica tan profunda como ésta puede
anularse y ceder la plaza a la función normal. En vista de ello, ¿acaso es
demasiada osadía esperar que también sería posible someter a nuestro influjo
y llevar a la curación las temibles enfermedades espontáneas de la vida
psíquica?
Poseemos ya algunos conocimientos necesarios para emprender esta
tarea. Según dimos por establecido, el yo tiene la función de enfrentar sus tres
relaciones de dependencia: de la realidad, del ello y del super-yo, sin afectar
su organización ni menoscabar su autonomía. La condición básica de los
estados patológicos que estamos considerando debe consistir, pues, en un
debilitamiento relativo o absoluto del yo que le impida cumplir sus funciones.
La exigencia más difícil que se le plantea al yo probablemente sea la
dominación de las exigencias instintivos del ello, tarea para la cual debe
mantener activas grandes magnitudes de anticatexias. Pero también las
exigencias del super-yo pueden tomarse tan fuertes e inexorables que el yo se
encuentre como paralizado en sus restantes funciones. Sospechamos que en
los conflictos económicos así originados el ello y el super-yo suelen hacer
causa común contra el hostigado yo, que trata de aferrarse a la realidad para
mantener su estado normal. Si los dos primeros, empero, se toman demasiado
fuertes, pueden llegar a quebrantar y modificar la organización del yo, de
modo que su relación adecuada con la realidad quede perturbada o aun
abolida. Ya lo hemos visto en el sueño: si el yo se desprende de la realidad
del mundo exterior, cae, por influjo del mundo interior, en la psicosis.
Sobre estas mismas nociones se funda nuestro plan terapéutico. El yo ha
sido debilitado por el conflicto interno; debemos acudir en su ayuda. Sucede
como en una guerra civil que sólo puede ser decidida mediante el socorro de
un aliado extranjero. El médico analista y el yo debilitado del paciente,
apoyados en el mundo real exterior, deben tomar partido contra los enemigos,
es decir, contra las exigencias instintuales del ello y las demandas morales del
super-yo. Concertamos un pacto con nuestro aliado. El yo enfermo nos
promete la más completa sinceridad, es decir, promete poner a nuestra
disposición todo el material que le suministra su autopercepción; por nuestra
parte, le aseguramos la más estricta discreción y ponemos a su servicio
nuestra experiencia en la interpretación del material influido por el
inconsciente. Nuestro saber ha de compensar su ignorancia, ha de restituir a
su yo la hegemonía sobre las provincias perdidas de la vida psíquica. En este
pacto consiste la situación analítica.
Mas apenas hemos dado este paso, ya nos espera la primera defraudación,
la primera llamada a la cautela. Para que el yo del enfermo sea un aliado útil
en nuestra labor común será preciso que, a pesar de todo el hostigamiento por
las potencias enemigas, haya conservado cierta medida de coherencia, cierto
resto de reconocimiento de las exigencias que le plantea la realidad. Pero no
esperemos tal cosa en el yo del psicótico, que nunca podrá cumplir semejante
pacto y apenas si podrá concertarlo. Al poco tiempo habrá arrojado nuestra
persona, junto con la ayuda que le ofrecemos, al montón de los elementos del
mundo exterior que ya nada le importan. Con ello reconocemos la necesidad
de renunciar a la aplicación de nuestro plan terapéutico en el psicótico,
renuncia que quizá sea definitiva, o quizá sólo transitoria, hasta que hayamos
encontrado otro plan más apropiado para ese propósito.
Pero aún existe otra clase de enfermos psíquicos, sin duda muy
emparentados con los psicóticos: la inmensa masa de los neuróticos graves.
Tanto las causas de su enfermedad como los mecanismos patogénicos de la
misma tienen que ser idénticos, o por lo menos muy análogos; pero, en
cambio, su yo ha demostrado ser más resistente, no ha llegado a
desorganizarse tanto. Pese a todos sus trastornos y a la consiguiente
inadecuación, muchos de ellos aún consiguen imponerse en la vida real.
Quizá estos neuróticos se muestren dispuestos a aceptar nuestra ayuda, de
modo que limitaremos a ellos nuestro interés y trataremos de ver cómo y
hasta qué punto podemos «curarlos».
Nuestro pacto lo concertamos, pues, con los neuróticos: plena sinceridad
contra estricta discreción. Este trato impresiona como si sólo quisiéramos
oficiar de confesores laicos; pero la diferencia es muy grande, pues no
deseamos averiguar solamente lo que el enfermo sabe y oculta ante los
demás, sino que también ha de contarnos lo que él mismo no sabe. Con tal
objeto le impartimos una definición más precisa de lo que comprendemos por
sinceridad. Lo comprometemos a ajustarse a la regla fundamental del
análisis, que en el futuro habrá de regir su conducta para con nosotros. No
sólo deberá comunicarnos lo que sea capaz de decir intencionalmente y de
buen grado, lo que le ofrece el mismo alivio que cualquier confesión, sino
también todo lo demás que le sea presentado por su autoobservación, cuanto
le venga a la mente, por más que le sea desagradable decirlo y aunque le
parezca carente de importancia o aun insensato y absurdo. Si después de esta
indicación consigue abolir su autocrítica, nos suministrará una cantidad de
material: ideas, ocurrencias, recuerdos, que ya se encuentran bajo el influjo
del inconsciente, que a menudo son derivados directos de éste y que nos
colocan en situación de conjeturar sus contenidos inconscientes reprimidos,
cuya comunicación al paciente ampliará el conocimiento que su propio yo
tiene de su inconsciente.
Pero la intervención de su yo está lejos de limitarse a suministrarnos, en
pasiva obediencia, el material solicitado y a aceptar crédulamente nuestra
traducción del mismo. Lo que sucede en realidad es algo muy distinto: algo
que en parte podríamos prever y que en parte ha de sorprendernos. Lo más
extraño es que el paciente no se conforma con ver en el analista, a la luz de la
realidad, un auxiliador y consejero, al que además remunera sus esfuerzos y
que, a su vez, estaría muy dispuesto a conformarse con una función parecida
a la del guía en una ardua excursión alpina; por el contrario, el enfermo ve en
aquél una copia —una reencarnación— de alguna persona importante de su
infancia, de su pasado, transfiriéndole, pues, los sentimientos y las reacciones
que seguramente correspondieron a ese modelo pretérito. Este fenómeno de
la transferencia no tarda en revelarse como un factor de insospechada
importancia; por un lado, un instrumento de valor sin igual; por el otro, una
fuente de graves peligros. Esta transferencia es ambivalente; comprende
actitudes positivas (afectuosas), tanto como negativas (hostiles) frente al
analista, que por lo general es colocado en lugar de un personaje parental, del
padre o de la madre. Mientras la transferencia sea positiva, nos sirve
admirablemente; altera toda la situación analítica, deja a un lado el propósito
racional de llegar a curar y de librarse del sufrimiento. En su lugar aparece el
propósito de agradar al analista, de conquistar su aplauso y su amor, que se
convierte en el verdadero motor de la colaboración del paciente; el débil yo se
fortalece, y bajo el influjo de dicho propósito el paciente logra lo que de otro
modo le sería imposible: abandona sus síntomas y se cura aparentemente;
todo esto, simplemente por amor al analista. Éste deberá confesarse,
avergonzado, que emprendió una difícil tarea sin sospechar siquiera cuán
extraordinarios poderes le vendrían a las manos.
La relación de transferencia entraña además otras dos ventajas. El
paciente, colocando al analista en lugar de su padre (o de su madre), también
le confiere el poderío que su super-yo ejerce sobre el yo, pues estos padres
fueron, como sabemos, el origen del super-yo. El nuevo super-yo tiene ahora
la ocasión de llevar a cabo una especie de reeducación del neurótico y puede
corregir los errores cometidos por los padres en su educación. Aquí debemos
advertir, empero, contra el abuso de este nuevo influjo. Por más que al
analista le tiente convertirse en maestro, modelo e ideal de otros; por más que
le seduzca crear seres a su imagen y semejanza, deberá recordar que no es
ésta su misión en el vínculo analítico y que traiciona su deber si se deja llevar
por tal inclinación. Con ello no hará sino repetir un error de los padres, que
aplastaron con su influjo la independencia del niño, y sólo sustituirá la
antigua dependencia por una nueva. Muy al contrario, en todos sus esfuerzos
por mejorar y educar al paciente, el analista siempre deberá respetar su
individualidad. La medida del influjo que se permitirá legítimamente deberá
ajustarse al grado de inhibición evolutiva que halle en su paciente. Algunos
neuróticos han quedado tan infantiles, que aun en el análisis sólo es posible
tratarlos como a niños.
La transferencia tiene también otra ventaja: el paciente nos representa en
ella, con plástica nitidez, un trozo importante de su vida que de otro modo
quizá sólo hubiese descrito insuficientemente. En cierto modo actúa ante
nosotros, en lugar de contarlo.
Veamos ahora el reverso de esta relación. La transferencia, al reproducir
los vínculos con los padres, también asume su ambivalencia. No se podrá
evitar que la actitud positiva frente al analista se convierta algún día en
negativa, hostil. Tampoco ésta suele ser más que una repetición del pasado.
La docilidad frente al padre (si de éste se trata), la conquista de su favor,
surgieron de un deseo erótico dirigido a su persona. En algún momento esta
pretensión también surgirá en la transferencia, exigiendo satisfacción. Pero en
la situación analítica no puede menos que tropezar con una frustración, pues
las relaciones sexuales reales entre paciente y analista están excluidas, y
tampoco las formas más sutiles de satisfacción, como la preferencia, la
intimidad, etc., no serán concedidas por el analista sino en exigua medida.
Semejante rechazo sirve de pretexto para el cambio de actitud, como
probablemente ocurrió también en la primera infancia del paciente.
Los éxitos terapéuticos alcanzados bajo el dominio de la transferencia
positiva justifican la sospecha de su índole sugestiva. Una vez que la
transferencia negativa adquiere supremacía, son barridos como el polvo por
el viento. Advertimos con horror que todos los esfuerzos realizados han sido
vanos. Hasta lo que podíamos considerar como un progreso intelectual
definitivo del paciente —su comprensión del psicoanálisis, su confianza en la
eficacia de éste— ha desaparecido en un instante. Se conduce como un niño
sin juicio propio, que cree ciegamente en quien haya conquistado su amor,
pero en nadie más.
A todas luces, el peligro de estos estados transferenciales reside en que el
paciente confunda su índole, tomando por vivencias reales y actuales lo que
no es sino un reflejo del pasado. Si él (o ella) llega a sentir la fuerte pulsión
erótica que se esconde tras la transferencia positiva, cree haberse enamorado
apasionadamente; al virar la transferencia, se considera ofendido y
despreciado, odia al analista como a un enemigo y está dispuesto a abandonar
el análisis. En ambos casos extremos habrá echado al olvido el pacto
aceptado al iniciar el tratamiento; en ambos casos se habrá tornado inepto
para la prosecución de la labor en común. En cada una de estas situaciones el
analista tiene el deber de arrancar al paciente de tal ilusión peligrosa,
mostrándole sin cesar que lo que toma por una nueva vivencia real es sólo un
espejismo del pasado. Y para evitar que caiga en un estado inaccesible a toda
prueba, el analista procurará evitar que tanto el enamoramiento como la
hostilidad alcancen grados extremos. Se consigue tal cosa advirtiendo
precozmente al paciente contra esa eventualidad y no dejando pasar
inadvertidos los primeros indicios de la misma. Esta prudencia en el manejo
de la transferencia suele rendir copiosos frutos. Si, como sucede
generalmente, se logra aclarar al paciente la verdadera naturaleza de los
fenómenos transferenciales, se habrá restado un arma poderosa a la
resistencia, cuyos peligros se convertirán ahora en beneficios, pues el
paciente nunca olvidará lo que haya vivenciado en las formas de la
transferencia; tendrá para él mayor fuerza de convicción que cuanto haya
adquirido de cualquier otra manera.
Nos resulta muy inconveniente que el paciente actúe fuera de la
transferencia, en lugar de limitarse a recordar; lo ideal para nuestros fines
sería que fuera del tratamiento se condujera de la manera más normal posible,
expresando sólo en la transferencia sus reacciones anormales.
Nuestros esfuerzos para fortalecer el yo debilitado parten de la ampliación
de su autoconocimiento. Sabemos que esto no es todo; pero es el primer paso.
La pérdida de tal conocimiento de sí mismo implica para el yo un déficit de
poderío e influencia, es el primer indicio tangible de que se encuentra
cohibido y coartado por las demandas del ello y del super-yo. Así, la primera
parte del socorro que pretendemos prestarle es una labor intelectual de parte
nuestra y una invitación a colaborar en ella para el paciente. Sabemos que
esta primera actividad ha de allanarnos el camino hacia otra tarea más
dificultosa, cuya parte dinámica no habremos perdido de vista durante aquella
introducción. El material para nuestro trabajo lo tomamos de distintas
fuentes: de lo que nos informa con sus comunicaciones y asociaciones libres,
de lo que nos revela en sus transferencias, de lo que recogemos en la
interpretación de sus sueños, de lo que traducen sus actos fallidos. Todo este
material nos permite reconstruir tanto lo que le sucedió alguna vez, siendo
luego olvidado, como lo-que ahora sucede en él, sin que lo comprenda. Mas
en todo esto nunca dejaremos de discernir estrictamente nuestro saber del
suyo. Evitaremos comunicarle al punto cosas que a menudo adivinamos
inmediatamente, y tampoco le diremos todo lo que creamos haber
descubierto. Reflexionaremos detenidamente sobre la oportunidad en que
convenga hacerle partícipe de alguna de nuestras inferencias; aguardaremos
el momento que nos parezca más oportuno, decisión que no siempre resulta
fácil. Por regla general, diferimos la comunicación de una inferencia, su
explicación, hasta que el propio paciente se le haya aproximado tanto que
sólo le quede por dar un paso, aunque éste sea precisamente el de la síntesis
decisiva. Si procediéramos de otro modo, si lo abrumáramos con nuestras
interpretaciones antes de estar preparado para ellas, nuestras explicaciones no
tendrían resultado alguno, o bien provocarían una violenta erupción de la
resistencia, que podría dificultar o aun tornar problemática la prosecución de
nuestra labor común. Pero si lo hemos preparado suficientemente, a menudo
logramos que el paciente confirme al punto nuestra construcción y recuerde, a
su vez, el suceso interior o exterior que había sido olvidado. Cuanto más
fielmente coincida la construcción con los detalles de lo olvidado tanto más
fácil será lograr su asentimiento. Nuestro saber de este asunto se habrá
convertido entonces también en su saber.
Al mencionar la resistencia hemos abordado la segunda parte, la más
importante de nuestra tarea. Ya sabemos que el yo se protege contra la
irrupción de elementos indeseables del ello inconsciente y reprimido
mediante anticatexias cuya integridad es una condición ineludible de su
funcionamiento normal. Ahora bien: cuanto más acosado se sienta el yo, tanto
más tenazmente se aferrará, casi aterrorizado, a esas anticatexias con el fin de
proteger su precaria existencia contra nuevas irrupciones. Pero esta tendencia
defensiva no armoniza con los propósitos de nuestro tratamiento. Por el
contrario, queremos que el yo, envalentonado por la seguridad que le promete
nuestro apoyo, ose emprender la ofensiva para reconquistar lo perdido. En
este trance la fuerza de las anticatexias se nos hace sentir como resistencias
contra nuestra labor. El yo retrocede, asustado, ante empresas que le parecen
peligrosas y que amenazan provocarle displacer; para que no se nos resista es
preciso que lo animemos y aplaquemos sin cesar. A esta resistencia, que
perdura durante todo el tratamiento, renovándose con cada nuevo avance del
análisis, la llamamos, un tanto incorrectamente, resistencia de la represión.
Ya veremos que no es la única clase de resistencia cuya aparición debemos
esperar. Es interesante advertir que en esta situación se invierten, en cierta
manera, los secuaces de cada bando, pues el yo se resiste a nuestra llamada,
mientras que el inconsciente, por lo general enemigo nuestro, acude en
nuestra ayuda, animado por su «empuje de afloramiento» natural, ya que
ninguna tendencia suya es tan poderosa como la de irrumpir al yo y ascender
a la consciencia a través de las barreras que se le ha impuesto. La lucha
desencadenada cuando alcanzamos nuestro propósito y logramos inducir al
yo a que supere sus resistencias se lleva a cabo bajo nuestra conducción y con
nuestro auxilio. Es indiferente qué desenlace tenga: si llevará a que el yo
acepte, previo nuevo examen, una exigencia instintiva que hasta el momento
había repudiado, o a que vuelva a rechazarla, esta vez definitivamente. En
ambos casos se habrá eliminado un peligro permanente, se habrán ampliado
los límites del yo y se habrá tornado superfluo un costoso despliegue de
energía.
La superación de las resistencias es aquella parte de nuestra labor que
demanda mayor tiempo y máximo esfuerzo. Pero también rinde sus frutos,
pues significa una modificación favorable del yo, que subsistirá y se
impondrá durante la vida del paciente, cualquiera que sea el destino de la
transferencia. Al mismo tiempo eliminamos paulatinamente aquella
modificación del yo establecida bajo el influjo del inconsciente, pues cada
vez que hallamos derivados del mismo en el yo nos apresuramos a señalar su
origen ilegítimo e incitamos al yo a rechazarlos. Recordemos que una de las
condiciones básicas de nuestro pactado auxilio consistía en que dicha
modificación del yo por irrupción de elementos inconscientes no hubiese
sobrepasado determinada medida.
A medida que progresa nuestra labor y que se ahondan nuestros
conocimientos de la vida psíquica del neurótico, resaltan con creciente
claridad dos nuevos factores que merecen la mayor consideración como
fuentes de resistencias. Ambos son completamente ignorados por el enfermo
y no pudieron ser tenidos en cuenta al concertar nuestro pacto; además, no se
originan en el yo del paciente. Podemos englobarlos en el término común de
«necesidad de estar enfermo» o «necesidad de sufrimiento»; pero responden
a distintos orígenes, aunque por lo demás sean de índole similar. El primero
de estos dos factores es el sentimiento de culpabilidad o la consciencia de
culpabilidad, como también se lo llama, pasando por alto el hecho de que el
enfermo no lo siente ni se percata de él. Trátase, evidentemente, de la
contribución aportada a la resistencia por un super-yo que se ha tornado
particularmente severo y cruel. El individuo no ha de curar, sino que seguirá
enfermo, pues no merece nada mejor. Esta resistencia no perturba en realidad
nuestra labor intelectual, pero le resta eficacia, y aunque nos permite a
menudo superar una forma de sufrimiento neurótico, se dispone
inmediatamente a sustituirla por otra y, en último caso, por una enfermedad
somática. Este sentimiento de culpabilidad explica también la ocasional
curación o mejoría de graves neurosis bajo el influjo de desgracias reales; en
efecto, se trata tan sólo de que uno esté sufriendo, no importa de qué manera.
La tranquila resignación con que tales personas suelen soportar su pesado
destino es muy notable, pero también reveladora. Al combatir esta resistencia
hemos de limitarnos a hacerla consciente y a tratar de demoler
paulatinamente el super-yo hostil.
No es tan fácil revelar la existencia de otra resistencia, ante cuya
eliminación nos encontramos particularmente inermes. Entre los neuróticos
existen algunos en los cuales, a juzgar por todas sus reacciones, el instinto de
autoconservación ha experimentado nada menos que una inversión diametral.
Estas personas no parecen perseguir otra cosa sino dañarse a sí mismas y
autodestruirse; quizá también pertenezcan a este grupo las que realmente
concluyen por suicidarse. Suponemos que en ellas se han producido vastas
tormentas de los instintos, que liberaron excesivas cantidades del instinto de
destrucción dirigidos hacia dentro. Tales pacientes no pueden tolerar la
posibilidad de ser curados por nuestro tratamiento y se le resisten con todos
los medios a su alcance. Pero nos apresuramos a confesar que se trata de
casos cuyo esclarecimiento aún no hemos logrado del todo.
Contemplemos una vez más la situación en que nos hemos colocado con
nuestra tentativa de auxiliar al yo neurótico. Éste ya no puede cumplir la tarea
que le impone el mundo exterior, inclusive la sociedad humana. No dispone
de todas sus experiencias; se le ha sustraído gran parte de su caudal
mnemónico. Su actividad está inhibida por estrictas prohibiciones del super-
yo; su energía se consume en inútiles tentativas de rechazar las exigencias del
ello. Además, las incesantes irrupciones del ello han quebrantado su
organización, lo han dividido, ya no le permiten establecer una síntesis
ordenada y lo dejan a merced de tendencias opuestas entre sí, de conflictos no
solucionados, de dudas no resueltas. En primer lugar, hacemos que este yo
debilitado del paciente participe en la labor interpretativa puramente
intelectual, que persigue el relleno provisorio de las lagunas de su patrimonio
psíquico; dejamos que nos transfiera la autoridad de su super-yo; lo
hostigamos para que asuma la lucha por cada una de las exigencias del ello y
para que venza las resistencias así despertadas. Simultáneamente,
restablecemos el orden en su yo, investigando los contenidos y los impulsos
que han irrumpido del inconsciente y exponiéndolos a la crítica mediante la
reducción a su verdadero origen. Aunque servimos al paciente en distintas
funciones —como autoridad, como sustitutos de los padres, como maestros y
educadores—, nuestro mayor auxilio se lo rendimos cuando, en calidad de
analistas, elevamos al nivel normal los procesos psíquicos de su yo, cuando
tornamos preconsciente lo que llegó a convertirse en inconsciente y
reprimido, volviendo a restituirlo así al dominio del yo. Por parte del paciente
contamos con la ayuda de algunos factores racionales, como la necesidad de
curación motivada por su sufrimiento y el interés intelectual que en él
podemos despertar por las teorías y revelaciones del psicoanálisis; pero la
ayuda más poderosa es la transferencia positiva que el paciente nos ofrece.
En cambio, tenemos por enemigos la transferencia negativa, la resistencia
represiva del yo (es decir, el displacer que le inspira el pesado trabajo que se
le encarga); además, el sentimiento de culpabilidad surgido de su relación con
el super-yo y la necesidad de estar enfermo motivada por las profundas
transformaciones de su economía instintual. La parte que corresponda a estos
dos últimos factores decidirá el carácter leve o grave de un caso.
Independientemente de estos factores, pueden reconocerse aún otros de
carácter favorable o desfavorable. Así, de ningún modo puede convenirnos
cierta inercia psíquica, cierta viscosidad de la libido, reacia a abandonar sus
fijaciones; por otra parte, desempeña un gran papel favorable la capacidad de
la persona para sublimar sus instintos, así como su facultad para elevarse
sobre la cruda vida instintiva y, por fin, el poder relativo de sus funciones
intelectuales.
No puede defraudarnos, sino que consideraremos muy comprensible, la
conclusión de que el resultado final de la lucha emprendida depende de
relaciones cuantitativas, del caudal de energía que podamos movilizar a
nuestro favor en el paciente, comparado con la suma de las energías que
desplieguen las instancias hostiles a nuestros esfuerzos. También aquí Dios
está con los batallones más fuertes[2538]: por cierto que no logramos vencer
siempre, pero al menos podemos reconocer casi siempre por qué no hemos
vencido. Quien haya seguido nuestra exposición animado tan sólo por un
interés terapéutico quizá se aparte con desprecio después de esta confesión.
Pero la terapia sólo nos concierne aquí en la medida en que opera con
recursos psicológicos, y por el momento no disponemos de otros. El futuro
podrá enseñarnos a influir directamente, mediante sustancias químicas
particulares, sobre las cantidades de energía y sobre su distribución en el
aparato psíquico. Quizá surjan aún otras posibilidades terapéuticas todavía
insospechadas; por ahora no disponemos de nada mejor que la técnica
psicoanalítica, y por eso no se la debería desdeñar, pese a todas sus
limitaciones.

CAPÍTULO VII

UN EJEMPLO DE LA LABOR PSICOANALÍTICA

Hemos logrado una noción general del aparato psíquico, de las partes,
órganos e instancias que lo componen, de las fuerzas que en él actúan, de las
funciones que desempeñan sus distintas partes. Las neurosis y las psicosis
son los estados en los cuales se manifiestan los trastornos funcionales del
aparato. Hemos elegido las neurosis como objeto de nuestro estudio porque
sólo ellas parecen accesibles a los métodos de que disponemos. Mientras nos
esforzamos por influirlas, recogemos observaciones que nos ofrecen una
noción de su origen y de su modo de formación.
Anticiparemos uno de nuestros resultados principales a la descripción que
nos disponemos a emprender. Las neurosis no tienen causas específicas
(como, por ejemplo, las enfermedades infecciosas). Sería vana tarea tratar de
buscar en ellas un factor patógeno. Transiciones graduales llevan de ellas a la
así llamada normalidad, y, por Otra parte, quizá no exista ningún estado
reconocidamente normal en el que no se pudieran comprobar asomos de
rasgos neuróticos. Los neuróticos traen consigo disposiciones innatas más o
menos idénticas a las de otros seres; sus vivencias son las mismas y tienen los
mismos problemas que resolver. ¿Por qué entonces su vida es tanto peor y tan
difícil? ¿Por qué sufren en ella mayor displacer, angustia y dolor?
La respuesta a esta cuestión no puede ser difícil. Son disarmonías
cuantitativas las responsables de las inadecuaciones y los sufrimientos de los
neuróticos. Como sabemos, las causas determinantes de todas las
configuraciones que puede adoptar la vida psíquica humana deben buscarse
en el interjuego de las disposiciones congénitas y las experiencias
accidentales. Ahora bien: determinado instinto puede estar dotado de una
disposición innata demasiado fuerte o demasiado débil; cierta capacidad
puede quedar rudimentaria o no desarrollarse suficientemente en la vida; por
otra parte, las impresiones y las vivencias exteriores pueden plantear
demandas dispares en los distintos individuos, y las que aún son accesibles a
la continuación de uno ya podrán representar una empresa insuperable para la
de otro. Estas diferencias cuantitativas decidirán la diversidad de los
desenlaces.
No tardaremos en advertir, empero, la insuficiencia de esta explicación,
que es demasiado general, que explica demasiado. La etiología planteada rige
para todos los casos de sufrimiento, miseria e incapacidad psíquica; pero no
se puede llamar neuróticos a todos los estados así causados. Las neurosis
tiene características específicas, son padecimientos de especie peculiar. Por
consiguiente, a pesar de todo, tendremos que hallar causas específicas para
ellas, o bien imaginarnos que entre las tareas impuestas a la vida psíquica hay
algunas en las que fracasa con particular facilidad, de modo que la
peculiaridad de los fenómenos neuróticos, tan notables a menudo, sería
reducible a esa circunstancia, sin que necesitemos contradecir nuestras
anteriores afirmaciones. De ser cierto que las neurosis no discrepan
esencialmente de lo normal, su estudio promete suministramos preciosas
contribuciones al conocimiento de esa normalidad. Al emprenderlo, quizá
descubriremos los «puntos débiles» de toda organización normal.
Esta presunción nuestra se confirma, pues la experiencia analítica enseña
que existe, en efecto, una demanda instintual cuya superación es
particularmente propensa a fracasar o a resultar sólo parcialmente; además,
que hay una época de la vida a la cual cabe referir exclusiva o
predominantemente la formación de la neurosis. Ambos factores —naturaleza
del instinto y período de la vida— exigen consideración separada, por más
que tengan bastantes vínculos entre sí.
Podemos pronunciarnos con cierta seguridad sobre el papel que
desempeña el período de la vida. Parece que las neurosis sólo pueden
originarse en la primera infancia (hasta los seis años), aunque sus síntomas no
lleguen a manifestarse sino mucho más tarde. La neurosis infantil puede
exteriorizarse durante breve tiempo o aun pasar completamente inadvertida.
En todos los casos, la neurosis ulterior arranca de ese prólogo infantil. Quizá
sea una excepción la denominada neurosis traumática (motivada por un susto
desmesurado, por profundas conmociones somáticas, como choques de
ferrocarril, sepultamientos por derrumbamientos, etc.), por lo menos, hasta
ahora no conocemos sus vinculaciones con la condición infantil. Es fácil
explicar la predilección etiológica por el primer período de la infancia. Como
sabemos, las neurosis son afecciones del yo, y no es de extrañar que éste,
mientras es débil, inmaduro e incapaz de resistencia, fracase ante tareas que
más tarde podría resolver con la mayor facilidad. En tal caso, tanto las
demandas instintuales interiores como las excitaciones del mundo exterior
actúan en calidad de «traumas», particularmente si son favorecidas por ciertas
disposiciones. El inerme yo se defiende contra ellas mediante tentativas de
fuga (represiones), que más tarde demostrarán ser ineficaces e implicarán
restricciones definitivas del desarrollo ulterior. El daño que sufre el yo bajo el
efecto de sus primeras vivencias puede parecemos desmesurado; pero bastará
recordar, como analogía, los distintos efectos que se obtienen en las
experiencias de Roux al pinchar con la aguja una masa de células
germinativas en plena división y al dirigir el pinchazo contra el animal
adulto, desarrollado de aquel germen. Ningún ser humano queda a salvo de
tales vivencias traumáticas; ninguno se verá libre de las represiones que ellas
suscitan, y quizá semejantes reacciones azarosas del yo hasta sean
imprescindibles para alcanzar otro objetivo puesto a ese período de la vida.
En efecto, el pequeño ser primitivo ha de convertirse, al cabo de unos pocos
años, en un ser humano civilizado; deberá cubrir, en abreviación casi
inaudita, un trecho inmenso de la evolución cultural humana. La posibilidad
de hacerlo está dada en sus disposiciones hereditarias; pero casi siempre será
imprescindible la ayuda de la educación y del influjo parental que, como
predecesores del super-yo, restringen la actividad del yo con prohibiciones y
castigos, estimulando o imponiendo las represiones. Por tanto, no olvidemos
incluir también la influencia cultural entre las condiciones determinantes de
la neurosis. Nos damos cuenta de que al bárbaro le resulta fácil ser sano; para
el hombre civilizado es una pesada tarea. Comprenderemos el anhelo de tener
un yo fuerte y libre de trabas; pero, como lo muestra la época actual, esa
aspiración es profundamente adversa a la cultura. Así, pues, ya que las
demandas culturales son representadas por la educación en el seno de la
familia, también deberemos considerar en la etiología de las neurosis ese
carácter biológico de la especie humana que es su prolongado período de
dependencia infantil.
En cuanto al otro elemento, el factor instintual específico, descubrimos
aquí una interesante disonancia entre la teoría y la experiencia. Teóricamente
no hay objeción alguna contra la suposición de que cualquier demanda
instintual podría dar lugar a esas mismas represiones, con todas sus
consecuencias; pero nuestra observación nos demuestra invariablemente, en
la medida en que podemos apreciarlo, que las excitaciones patogénicas
proceden de los instintos parciales de la vida sexual. Podría decirse que los
síntomas de las neurosis siempre son, o bien satisfacciones sustitutivas de
algún impulso sexual, o medidas dirigidas a impedir su satisfacción, aunque
por lo general representan transacciones entre ambas tendencias, tal como de
acuerdo con las leyes que rigen al inconsciente pueden llegar a ser
concertadas entre pares antagónicos. Por ahora no podemos colmar esta
laguna de nuestra teoría; toda decisión al respecto es dificultada aún más por
la circunstancia de que la mayoría de los impulsos de la vida sexual no son de
naturaleza puramente erótica, sino productos de fusiones de elementos
eróticos con componentes del instinto de destrucción. Mas no puede caber la
menor duda de que aquellos instintos que se manifiestan fisiológicamente
como sexualidad desempeñan un papel predominante y de insospechada
magnitud en la causación de las neurosis —y aún queda por establecer si su
intervención no es quizá exclusiva—. Además, debe tenerse en cuenta que
ninguna otra función ha sido repudiada tan enérgica y consecuentemente
como la sexual en el curso de la evolución recogida por la cultura. Nuestra
teoría deberá conformarse con las siguientes alusiones, que revelan un nexo
más profundo: que el primer período de la infancia, durante el cual comienza
a diferenciarse el yo del ello, es también la época del primer florecimiento de
la sexualidad, que finaliza con el período de latencia; que no puede
considerarse casual el hecho de que esta importante época previa sea objeto,
más tarde, de la amnesia infantil; por fin, que en la evolución del animal
hacia el hombre deben haber tenido suma importancia ciertas modificaciones
biológicas de la vida sexual (como precisamente aquel arranque bifásico de la
función, la pérdida del carácter periódico de la excitabilidad sexual y el
cambio en la relación entre la menstruación femenina y la excitación
masculina). La ciencia futura tendrá la misión de integrar en conceptos
nuevos estas nociones todavía inconexas. No es la psicología, sino la
biología, la que al respecto presenta una laguna. Quizá no estemos errados al
decir que el punto débil de la organización del yo reside en su actitud frente a
la función sexual, como si la antinomia biológica entre la conservación de sí
mismo y la conservación de la especie hubiese hallado aquí expresión
psicológica.
Dado que la experiencia analítica nos ha convencido de la plena
veracidad que reviste la tan común afirmación de que el niño sería
psicológicamente el padre del adulto y de que las vivencias de sus años
primeros tendrían inigualada importancia para toda su vida futura, será
particularmente interesante para nosotros comprobar si existe algo así como
una experiencia central de ese período infantil. Ante todo, nos llaman la
atención las consecuencias de ciertos influjos que no afectan a todos los
niños, por más que ocurran con no poca frecuencia, como, por ejemplo, los
abusos sexuales cometidos por adultos en niños, la seducción de éstos por
otros niños algo mayores (hermanos y hermanas) y —cosa ésta que nos
resulta inesperada— la conmoción que las relaciones sexuales entre adultos
(padres) producen en los niños cuando llegan a presenciarlas como testigos
auditivos o visuales, por lo general en una época en que no se les atribuiría
interés ni comprensión por tales vivencias, ni tampoco la capacidad de
recordarlas ulteriormente. Es fácil comprobar la medida en que la
susceptibilidad sexual del niño es despertada por semejantes vivencias y
cómo sus propias tendencias sexuales son dirigidas por aquéllas hacia
determinadas vías que ya no lograrán abandonar más. Dado que dichas
impresiones sufren la represión, ya sea inmediatamente o en cuanto traten de
retornar como recuerdos, constituyen la condición básica para la compulsión
neurótica que más tarde impedirá al yo dominar su función sexual y que,
probablemente, lo inducirá a apartarse de ésta en forma definitiva. Ésta
última reacción tendrá por consecuencia una neurosis; pero, en caso de que
no se produzca, aparecerán múltiples perversiones o una insubordinación
completa de esa función, tan importante no sólo para la procreación, sino
también para toda la conformación de la existencia.
Por instructivos que sean tales casos, nuestro interés es atraído aún más
por la influencia de una situación que todos los niños están condenados a
experimentar y que resulta irremediablemente de la prolongada dependencia
infantil y de la vida en común con los padres. Me refiero al complejo de
Edipo, así denominado porque su tema esencial se encuentra también en la
leyenda griega del rey Edipo, cuya representación por un gran dramaturgo ha
llegado felizmente a nuestros días. El héroe griego mata a su padre y toma
por mujer a su madre. La circunstancia de que lo haga sin saberlo, al no
reconocer como padres suyos a ambos personajes, constituye una
discrepancia frente a la situación analítica, que comprendemos con facilidad
y que aun consideramos irremediable.
Tendremos que describir aquí, por separado, el desarrollo del varón y de
la niña (del hombre y dé la mujer), pues la diferencia sexual adquiere ahora
su primera expresión psicológica. El hecho biológico de la dualidad de los
sexos se alza ante nosotros cual un profundo enigma, como un término final
de nuestros conocimientos, resistiendo toda reducción a nociones más
fundamentales. El psicoanálisis no contribuyó con nada a la aclaración de
este problema, que evidentemente es pleno patrimonio de la biología. En la
vida psíquica sólo hallamos reflejos de esa gran polaridad, cuya
interpretación es dificultada por el hecho, hace mucho tiempo sospechado, de
que ningún individuo se limita a las modalidades reactivas de un solo sexo,
sino que siempre concede cierto margen a las del sexo opuesto, igual que su
cuerpo lleva, junto a los órganos desarrollados de un sexo, también los
rudimentos atrofiados y a menudo inútiles del otro. Para diferenciar en la vida
psíquica lo masculino de lo femenino recurrimos a una equivalencia empírica
y convencional, precaria a todas luces. Llamamos masculino a todo lo fuerte
y activo; femenino, a cuanto es débil y pasivo. Este hecho de que la
bisexualidad sea también psicológica pesa sobre todas nuestras indagaciones
y dificulta su descripción.
El primer objeto erótico del niño es el pecho materno que lo nutre; el
amor aparece en anaclisis con la satisfacción de las necesidades nutricias. Al
principio, el pecho seguramente no es discernido del propio cuerpo, y cuando
debe ser separado de éste, desplazado hacia «afuera» por sustraerse tan
frecuentemente al anhelo del niño, se lleva consigo, en calidad de «objeto»,
una parte de la catexia libidinal originalmente narcisista. Este primer objeto
se completa más tarde hasta formar la persona total de la madre, que no sólo
alimenta, sino también cuida al niño y le despierta muchas otras sensaciones
corporales, tanto placenteras como displacientes. En el curso de las
puericultura la madre se convierte en primera seductora del niño. En estas dos
relaciones arraiga la singular, incomparable y definitivamente establecida
importancia de la madre como primero y más poderoso objeto sexual, como
prototipo de todas las vinculaciones amorosas ulteriores, tanto en uno como
en el otro sexo. Al respecto, las disposiciones filogenéticas tienen tal
supremacía sobre las vivencias accidentales del individuo que no importa en
lo mínimo si el niño realmente succionó el pecho de la madre o si fue
alimentado con biberón y no pudo gozar jamás el cariño del cuidado materno.
En ambos casos su desarrollo sigue idéntico camino, y en el segundo, la
añoranza ulterior quizá sea aun más poderosa. Por más tiempo que el niño
haya sido alimentado por el pecho materno, el destete siempre dejara en él la
convicción de que fue demasiado breve, demasiado escaso.
Esta introducción no es superflua, pues aguzará nuestra comprensión de
la intensidad que alcanza el complejo de Edipo. El varón (de dos a tres años)
que llega a la fase fálica de su evolución libidinal, que percibe sensaciones
placenteras emanadas de su miembro viril y que aprende a procurárselas a su
gusto mediante la estimulación manual, conviértese al punto en amante de la
madre. Desea poseerla físicamente, de las maneras que le hayan permitido
adivinar sus observaciones y sus presunciones acerca de la vida sexual; busca
seducirla mostrándole su miembro viril, cuya posesión le produce gran
orgullo; en una palabra, su masculinidad precozmente despierta lo induce a
sustituir ante ella al padre, que ya fue antes su modelo envidiado o causa de
la fuerza corporal que en él percibe y de la autoridad con que lo encuentra
investido. Ahora el padre se convierte en un rival que se opone en su camino
y a quien quisiera eliminar. Si durante la ausencia del padre pudo compartir el
lecho de la madre, siendo desterrado de éste una vez retornado aquél, la
impresionarán profundamente las vivencias de la satisfacción experimentada
al desaparecer el padre y de la defraudación sufrida al regresar éste. He aquí
el tema del complejo de Edipo, que la leyenda griega trasladó del mundo
fantástico infantil a una pretendida realidad. En nuestras condiciones
culturales, este complejo sufre invariablemente un terrorífico final.
La madre ha comprendido perfectamente que la excitación sexual del
niño está dirigida a su propia persona, y en algún momento se le ocurrirá que
no sería correcto dejarla en libertad. Cree actuar acertadamente al prohibirle
la masturbación, pero esta prohibición tiene escaso efecto, y a lo sumo lleva a
que se modifique la forma de la autosatisfacción. Por fin, la madre recurre al
expediente violento, amenazándolo con quitarle esa cosa con la cual el niño
la desafía. Generalmente delega en el padre la realización de la amenaza, para
tornarla más terrible y digna de crédito: le contará todo al padre, y éste le
cortará el miembro. Aunque parezca extraño, tal amenaza sólo surte su efecto
siempre que antes y después de ella haya sido cumplida otra condición, pues,
en sí misma, al niño le parece demasiado inconcebible que tal cosa pueda
suceder. Pero si al proferirse dicha amenaza puede recordar el aspecto de un
órgano genital femenino, o si poco después llega a ver tal órgano, al cual le
falta, en efecto, esa parte apreciada por sobre todo lo demás, entonces toma
en serio lo que le han dicho y, cayendo bajo la influencia del complejo de
castración, sufre el trauma más poderoso de su joven existencia[2539].
Los resultados de la amenaza de castración son diversos e incalculables:
afectan a todas las relaciones de un niño con su padre y con su madre y
posteriormente con los hombres y las mujeres en general. Por lo común la
masculinidad del niño no es capaz de resistir este choque. Para preservar su
órgano sexual renuncia más o menos por completo a la posesión de la madre;
con frecuencia su vida sexual resulta permanentemente trastornada por la
prohibición. Si en él existe un poderoso componente femenino —como lo
expresamos en nuestra terminología—, éste adquirirá mayor fuerza al
coartarse la masculinidad. El niño cae en una actitud pasiva frente al padre,
en la misma actitud que atribuye a la madre. Las amenazas le habrán hecho
abandonar la masturbación, pero no las fantasías acompañantes que, siendo
ahora la única forma de satisfacción sexual que ha conservado, son
producidas en grado mayor que antes; en esas fantasías seguirá
identificándose con el padre, pero al mismo tiempo, y quizá
predominantemente, también con la madre. Los derivados y los productos de
transformación de tales fantasías masturbatorias precoces suelen integrar su
yo ulterior y participar aun en la formación de su carácter.
Independientemente de esta estimulación de su femineidad, se acrecentará en
grado sumo el temor y el odio al padre. La masculinidad del niño se retrotrae
en cierta manera hacia una actitud de terquedad frente al padre, actitud que
dominará compulsivamente su futura conducta en la sociedad humana. Como
residuo de la fijación erótica a la madre, suele establecerse una excesiva
dependencia de ella, que más tarde continuará con la sujeción a la mujer. Ya
no se atreve a amar a la madre, pero no puede arriesgarse a dejar de ser
amado por ella, pues en tal caso correría peligro de que ésta lo traicionara con
el padre y lo expusiera a la castración. Estas vivencias, con todas sus
condiciones previas y sus consecuencias de las que sólo hemos descrito
algunas, sufren una represión muy enérgica, y de acuerdo con las leyes del
ello inconsciente, todas las pulsiones afectivas y las reacciones mutuamente
antagonistas que otrora fueron activadas se conservan en el inconsciente
dispuestas a perturbar después de la pubertad la evolución ulterior del yo.
Cuando el proceso somático de la maduración sexual reanime las antiguas
fijaciones libidinales aparentemente superadas, la vida sexual quedará
inhibida, careciendo de unidad y desintegrándose en impulsos mutuamente
antagónicos.
Evidentemente, el impacto de la amenaza de castración sobre la vida
sexual germinante del niño no siempre tiene estas temibles consecuencias.
Una vez más, la medida en que se produzca o se evite el daño dependerá de
las relaciones cuantitativas. Todo ese suceso, que podemos considerar como
la experiencia central de los años infantiles, como máximo problema de la
temprana existencia y como fuente más poderosa de ulteriores
inadecuaciones, es olvidado tan completamente que su reconstrucción en la
labor analítica tropieza con la más decidida incredulidad por parte del adulto.
Más aún, el rechazo de esos hechos llega a tal extremo que se pretende
condenar al silencio toda mención del espinoso tema y que, con curiosa
ceguera intelectual, se pasan por alto las expresiones más claras del mismo.
Así, por ejemplo, pudo oírse la objeción de que la leyenda del rey Edipo nada
tendría que ver, en el fondo, con esta construcción del análisis, pues se
trataría de un caso totalmente distinto, ya que Edipo no sabía que era a su
padre a quien había matado ni su madre con quien se había casado. Al decir
tal cosa se olvida que semejante deformación es imprescindible para dar
expresión poética al tema y que no introduce en éste nada extraño, sino que
sólo aprovecha hábilmente los elementos que el asunto contiene. La
ignorancia de Edipo es una representación cabal del carácter inconsciente que
la experiencia entera adquiere en el adulto, y la inexorabilidad del oráculo
que absuelve o que debería absolver al héroe representa el reconocimiento de
la inexorabilidad del destino, que ha condenado a todos los hijos a sufrir el
complejo de Edipo. En cierta ocasión, un psicoanalista señaló la facilidad con
que el enigma de otro héroe literario, del moroso Hamlet de Shakespeare,
puede resolverse reduciéndolo al complejo de Edipo, ya que el príncipe
sucumbe ante la tentativa de castigar en otra persona algo que coincide con la
sustancia de sus propios deseos edípicos. La incomprensión general del
mundo literario, empero, mostró entonces cuán grande es la disposición de la
mayoría de los hombres a aferrarse a sus represiones infantiles[2540].
No obstante, más de un siglo antes de surgir el psicoanálisis, el filósofo
francés Diderot confirmó la importancia del complejo de Edipo al expresar en
los siguientes términos la diferencia entre prehistoria y cultura: Si le petit
sauvage était abandonné à lui-même, qu’il conservâ toute son imbécillité, et
qu’il réunît au peu de raison de l’enfant au berceau la violence des passions
de l’homme de trente ans, il tordrait le cou à son père et coucherait avec sa
mère[2541]. Me atrevo a declarar que si el psicoanálisis no tuviese otro mérito
que la revelación del complejo de Edipo reprimido, esto sólo bastaría para
hacerlo acreedor a contarse entre las conquistas más valiosas de la
Humanidad.
En la niña pequeña los efectos del complejo de castración son más
uniformes, pero no menos decisivos. Naturalmente, la niña no tiene motivo
para temer que perderá el pene, pero debe reaccionar frente al hecho de que
no lo tiene. Desde el principio envidia al varón por el órgano que posee, y
podemos afirmar que toda su evolución se desarrolla bajo el signo de la
envidia fálica. Comienza por hacer infructuosas tentativas de imitar al varón
y más tarde trata de compensar su defecto con esfuerzos de mayor éxito, que
por fin pueden conducirla a la actitud femenina normal. Si en la fase fálica
trata de procurarse placer como el varón, mediante la estimulación manual de
los genitales, no logra a menudo una satisfacción suficiente y extiende su
juicio de inferioridad de su pene rudimentario a toda su persona. Por lo
común, abandona pronto la masturbación porque no quiere que ésta le
recuerde la superioridad del hermano o del compañero de juegos, y se aparta
de toda forma de sexualidad.
Si la niña persiste en su primer deseo de convertirse en un varón,
terminará en caso extremo como homosexual manifiesta, y en todo caso
expresará en su conducta ulterior rasgos claramente masculinos, eligiendo
una profesión varonil o algo por el estilo. El otro camino lleva al abandono de
la madre amada, a quien la hija, bajo el influjo de la envidia fálica, no puede
perdonar el que la haya traído al mundo tan insuficientemente dotada. En
medio de este resentimiento abandona a la madre y la sustituye, en calidad de
objeto amoroso, por otra persona: por el padre. Cuando se ha perdido un
objeto amoroso, la reacción más obvia consiste en identificarse con él, como
si se quisiera recuperarlo desde dentro por medio de la identificación. La niña
pequeña aprovecha este mecanismo y la vinculación con la madre cede la
plaza a la identificación con la madre. La hijita se coloca en lugar de la
madre, como por otra parte siempre lo hizo en sus juegos; quiere suplantarla
ante el padre, y odia ahora a la madre que antes amara, aprovechando una
doble motivación: la odia tanto por celos como por el rencor que le guarda
debido a su falta de pene. Al principio, su nueva relación con el padre puede
tener por contenido el deseo de disponer de su pene, pero pronto culmina en
el otro deseo de que el padre le regale un hijo. De tal manera, el deseo del
hijo ocupa el lugar del deseo fálico, o al menos se desdobla de éste.
Es interesante que la relación entre los complejos de Edipo y de
castración se presente en la mujer de manera tan distinta y aun antagónica a la
que adopta en el hombre. Como sabemos, en éste la amenaza de castración
pone fin al complejo de Edipo; en la mujer nos enteramos de que, por el
contrario, el efecto de la falta de pene la impulsa hacia su complejo de Edipo.
La mujer no sufre gran perjuicio si permanece en su actitud edípica femenina
(para la cual se ha propuesto el nombre de «complejo de Electra»)[2542]. En
tal caso elegirá a su marido de acuerdo con las características paternas y
estará dispuesta a reconocer su autoridad. Su anhelo de poseer un pene,
anhelo en realidad inextinguible, puede llegar a satisfacerse si logra
completar el amor al órgano convirtiéndolo en amor al portador del mismo,
tal como lo hizo antes, al progresar del pecho materno a la persona de la
madre.
Si preguntamos a un analista cuáles son, en su experiencia, las estructuras
psíquicas de sus pacientes más inaccesibles a su influjo, veremos que en la
mujer es la envidia fálica y en el hombre la actitud femenina frente al propio
sexo, actitud que, necesariamente, tendría por condición previa la pérdida del
pene.

TERCERA PARTE

RESULTADOS TEÓRICOS

CAPÍTULO VIII

EL APARATO PSÍQUICO Y EL MUNDO EXTERIOR

T ODOS los conocimientos generales y las premisas que mencionamos


en el primer capítulo fueron adquiridos, naturalmente, mediante una
minuciosa y paciente labor individual, de la que dimos un ejemplo en el
capítulo precedente. Quisiéramos examinar ahora los beneficios para nuestro
saber surgidos de aquella labor y los caminos que se abren a nuevos
progresos. En ese examen advertiremos con sorpresa cuán frecuentemente
nos vimos obligados a trascender los límites de la ciencia psicológica, pero
tendremos en cuenta que los fenómenos que nos ocupan no pertenecen
únicamente a la psicología, sino que también tienen su faz orgánica y
biológica, y en consecuencia, al construir el psicoanálisis hemos hecho
también importantes descubrimientos biológicos y no pudimos rehuir nuevas
hipótesis de esta índole.
Limitémonos, por el momento, a la psicología. Ya reconocimos que no es
posible separar científicamente la normalidad psíquica de la anormalidad, de
modo que, píese a su importancia práctica, sólo cabe atribuir valor
convencional a esta diferenciación. Con ello hemos fundado nuestro derecho
a comprender la vida psíquica normal mediante la indagación de sus
trastornos, cosa que no sería lícita si estos estados patológicos, estas neurosis
y psicosis reconocieran causas específicas, de efecto similar al de los cuerpos
extraños en patología.
El estudio de un trastorno psíquico fugaz, inofensivo y aun útil, que
ocurre durante el reposo, nos ha suministrado la clave de las enfermedades
anímicas permanentes y nocivas para la existencia. Ahora nos permitimos
afirmar que la psicología de la consciencia no fue capaz de comprender la
función psíquica normal mejor que el sueño. Los datos de la autopercepción
consciente, los únicos de que disponía, se han revelado en todo respecto
insuficientes para penetrar la plenitud y la complejidad de los procesos
psíquicos, para revelar sus conexiones y para reconocer así las causas
determinantes de su perturbación.
Nuestra hipótesis de un aparato psíquico espacialmente extenso,
adecuadamente integrado y desarrollado bajo el influjo de las necesidades
vitales; un aparato que sólo en un determinado punto y bajo ciertas
condiciones da origen a los fenómenos de consciencia, nos ha permitido
establecer la psicología sobre una base semejante a la de cualquier otra
ciencia natural, como, por ejemplo, la física. Ésta como aquélla persiguen el
fin de revelar, tras las propiedades (cualidades) del objeto investigado, que se
dan directamente a nuestra percepción, algo que sea más independiente de la
receptividad selectiva de nuestros órganos sensoriales y que se aproxime más
al supuesto estado de cosas real. No esperemos captar este último, pues,
según vemos, toda nueva revelación psicológica debe volver a traducirse al
lenguaje de nuestras percepciones, del cual evidentemente no podemos
librarnos. He aquí la esencia y la limitación de la psicología. Es como si en la
física declarásemos: contando con la suficiente agudeza visual,
comprobaríamos que un cuerpo, sólido al parecer, consta de partículas de
determinada forma, dimensión y posición relativa, Entre tanto, tratamos de
llevar al máximo, mediante recursos artificiales, la capacidad de rendimiento
de nuestros órganos sensoriales; pero cabe esperar que todos estos esfuerzos
nada cambiarán en definitiva. La realidad siempre seguirá siendo
«incognoscible». La elaboración intelectual de nuestras percepciones
sensoriales primarias nos permite reconocer en el mundo exterior relaciones y
dependencias que pueden ser reproducidas o reflejadas fielmente en el mundo
interior de nuestro pensamiento, poniéndonos su conocimiento en situación
de «comprender» algo en el mundo exterior, de preverlo y, posiblemente,
modificarlo. Así procedemos también en psicoanálisis. Hemos hallado
recursos técnicos que permiten colmar las lagunas de nuestros fenómenos
conscientes, y los utilizamos tal como los físicos emplean el experimento. Por
ese camino elucidamos una serie de procesos que en sí mismos son
«incognoscibles»; los insertamos en la serie de los que nos son conscientes, y
si afirmamos, por ejemplo, la intervención de un determinado recuerdo
inconsciente, sólo queremos decir que ha sucedido algo absolutamente
inconceptuable para nosotros, pero algo que, si hubiese llegado a nuestra
consciencia, sólo hubiese podido ser así, y no de otro modo.
Naturalmente, en cada caso dado la crítica decidirá el derecho y el grado
de seguridad que nos asisten para tales inferencias e interpolaciones; no
puede negarse que esa decisión plantea a menudo arduas dificultades,
expresadas en la falta de unanimidad entre los psicoanalistas. La novedad del
asunto, es decir, la falta de experiencia, es parcialmente responsable de ese
estado de cosas, pero también interviene un factor inherente al propio tema,
ya que en psicología no siempre se trata, como en física, de cosas que sólo
pueden despertar frío interés científico. Así, no nos extraña si una
psicoanalista que no se ha convencido suficientemente de la intensidad de su
propia envidia fálica, tampoco es capaz de prestar la debida consideración a
ese factor en sus pacientes. Mas, a la postre, estos errores originados en la
ecuación personal no tienen mayor importancia. Si releyéramos viejos
tratados de microscopía, nos asombraríamos de las extraordinarias
condiciones que entonces debía cumplir el observador, cuando la técnica de
ese instrumento aún estaba en pañales, mientras que hoy ni siquiera se
mencionan esas condiciones.
No podemos bosquejar aquí un cuadro completo del aparato psíquico y de
sus funciones; por otra parte, tampoco lo permitiría el hecho de que el
psicoanálisis aún no ha tenido tiempo de estudiar a fondo todas esas
funciones. Por consiguiente, nos limitaremos a repetir con mayor extensión
los hechos reseñados en el capítulo inicial.
El núcleo de nuestra esencia está formado por el oscuro ello, que no se
comunica directamente con el mundo exterior y sólo es accesible a nuestro
conocimiento por intermedio de otra instancia psíquica. En este ello actúan
los instintos orgánicos, formados a su vez por la fusión en proporción
variable de dos fuerzas primordiales (Eros y destrucción), y diferenciados
entre sí por sus respectivas relaciones con órganos y sistemas orgánicos. La
única tendencia de estos instintos es la de alcanzar su satisfacción, que
procuran alcanzar mediante determinadas modificaciones de los órganos, con
ayuda de objetos del mundo exterior. Mas la satisfacción instintual inmediata
e inescrupulosa, tal como la exige el ello, llevaría con harta frecuencia a
peligrosos conflictos con el mundo exterior y a la destrucción del individuo.
El ello no tiene consideración alguna por la seguridad individual, no reconoce
el miedo o, para decirlo mejor, aunque puede producir los elementos
sensoriales de la angustia, no es capaz de aprovecharlos. Los procesos
posibles en y entre los supuestos elementos psíquicos del ello (proceso
primario) discrepan ampliamente de los que la percepción consciente nos
muestra en nuestra vida intelectual y afectiva; además, para ellos no rigen las
restricciones críticas de la lógica, que rechaza una parte de esos procesos,
considerándolos inaceptables y tratando de anularlos.
El ello, aislado del mundo exterior, tiene un mundo propio de
percepciones. Percibe con extraordinaria agudeza ciertas alteraciones de su
interior, especialmente las oscilaciones en la tensión de sus necesidades
instintuales, oscilaciones que se consciencian como sensaciones de la serie
placer-displacer. Desde luego, es difícil indicar por qué vías y con ayuda de
qué órganos terminales de la sensibilidad llegan a producirse esas
percepciones. De todos modos, no cabe duda que las autopercepciones —
tanto las sensaciones cenestésicas indiferenciadas como las sensaciones de
placer-displacer— dominan con despótica tiranía los procesos del ello. El ello
obedece al inexorable principio del placer, mas no sólo el ello se conduce así.
Parecería que también las actividades de las restantes instancias psíquicas
sólo consiguen modificar el principio del placer, pero no anularlo, de modo
que subsiste el problema —de suma importancia teórica y aún no resuelto—
de cómo y cuándo se logra superar el principio del placer, si es que ello es
posible. La noción de que el principio del placer requiere la reducción —y en
el fondo quizá aun la extinción— de las tensiones instintuales (es decir, un
estado de nirvana) nos conduce a relaciones aún no consideradas entre el
principio del placer y las dos fuerzas primordiales: Eros e instinto de muerte.
La otra instancia psíquica, la que creemos conocer mejor y en la cual nos
resulta más fácil reconocernos a nosotros mismos —el denominado yo— se
ha desarrollado de aquella capa cortical del ello que, adaptada a la recepción
y a la exclusión de estímulos, se encuentra en contacto directo con el mundo
exterior (con la realidad). Partiendo de la percepción consciente, el yo ha
sometido a su influencia sectores cada vez mayores y capas cada vez más
profundas del ello, exhibiendo en la sostenida dependencia del mundo
exterior el sello indeleble de su primitivo origen (algo así como el «Made in
Germany»). Su función psicológica consiste en elevar los procesos del ello a
un nivel dinámico superior (por ejemplo, convirtiendo energía libremente
móvil en energía ligada, como corresponde al estado preconsciente); su
función constructiva, en cambio, consiste en interponer entre la exigencia
instintual y el acto destinado a satisfacerla una actividad intelectiva que,
previa orientación en el presente y utilizando experiencias interiores, trata de
prever las consecuencias de los actos propuestos por medio de acciones
experimentales o «tanteos». De esta manera el yo decide si la tentativa de
satisfacción debe ser realizada o diferida, o si la exigencia del instinto no
habrá de ser suprimida totalmente por peligrosa (he aquí el principio de la
realidad). Así como el ello persigue exclusivamente el beneficio placentero,
así el yo está dominado por la consideración de la seguridad. El yo tiene por
función la autoconservación, que parece ser desdeñada por el ello. Utiliza las
sensaciones de angustia como señales que indican peligros amenazantes para
su integridad. Dado que los rastros mnemónicos pueden tornarse conscientes
igual que las percepciones, en particular por su asociación con los residuos
verbales, surge aquí la posibilidad de una confusión que podría llevar a
desconocer la realidad. El yo se protege contra esto estableciendo la función
del juicio o examen de realidad, que, merced a las condiciones reinantes al
dormir, bien puede quedar abolida en los sueños. El yo, afanoso de subsistir
en un medio lleno de fuerzas mecánicas abrumadoras, es amenazado por
peligros que proceden principalmente de la realidad exterior, pero no sólo de
allí. El propio ello es una fuente de peligros similares, en virtud de dos causas
muy distintas. Ante todo, los instintos excesivamente fuertes pueden
perjudicar al yo de manera análoga a los «estímulos» exorbitantes del mundo
exterior. Es verdad que no pueden destruirlo, pero sí pueden aniquilar la
organización dinámica que caracteriza al yo, volviendo a convertirlo en una
parte del ello. Además, la experiencia habrá enseñado al yo que la
satisfacción de una exigencia instintual, tolerable por sí misma, implicaría
peligros emanados del mundo exterior, de modo que la propia demanda
instintual se convierte así en un peligro. Por consiguiente, el yo combate en
dos frentes: debe defender su existencia contra un mundo exterior que
amenaza aniquilarlo, tanto como contra un mundo interior demasiado
exigente. Emplea contra ambos los mismos métodos de defensa, pero la
protección contra el enemigo interno es particularmente inadecuada. Debido a
la identidad de origen con este enemigo y a la íntima vida en común que
ambos han llevado ulteriormente, el yo halla la mayor dificultad en escapar a
los peligros interiores que subsisten como amenazas aun cuando puedan ser
domeñados transitoriamente.
Ya sabemos que el débil e inmaduro yo del primer período infantil queda
definitivamente lisiado por los esfuerzos que se le imponen para defenderse
contra los peligros característicos de esa época de la vida. El amparo de los
padres protege al niño contra los peligros que lo amenazan desde el mundo
exterior, pero debe pagar esta seguridad con el miedo a la pérdida del amor,
que lo dejaría indefenso a merced de los peligros exteriores. Dicho factor
hace sentir su decisiva influencia en el desenlace del conflicto cuando el
varón llega a la situación del complejo de Edipo, dominándolo la amenaza
dirigida contra su narcisismo por la castración, reforzada desde fuentes
primordiales. Impulsado por la fuerza combinada de ambas influencias —por
el peligro real inmediato y por el filogenético, recordado—, el niño emprende
sus tentativas de defensa (represiones), que, si bien parecen eficaces por el
momento, resultarán psicológicamente inadecuadas en cuanto la reanimación
ulterior de la vida sexual haya exacerbado las exigencias instintivas que
otrora pudieron ser rechazadas. Biológicamente expresada, esta condición
equivale a un fracaso del yo en su tarea de dominar las excitaciones del
primer período sexual, porque su inmadurez no le permite enfrentarlas. En
este retardo de la evolución yoica frente a la evolución libidinal reconocemos
la condición básica de las neurosis, y hemos de concluir que éstas podrían
evitarse si se le ahorrase dicha tarea al yo infantil; es decir, si se dejase en
plena libertad la vida sexual del niño, como sucede en muchos pueblos
primitivos. La etiología de las afecciones neuróticas quizá sea más compleja
de lo que aquí hemos descrito, pero en todo caso hemos logrado destacar una
parte sustancial de la complejidad etiológica. Tampoco debemos olvidar las
influencias filogenéticas, que de alguna manera aún ignorada están
representadas en el ello y que seguramente actúan sobre el yo, en esa época
precoz, con mayor poder que en fases ulteriores. Por otra parte, alcanzamos a
entrever que un represamiento tan precoz del instinto sexual, una adhesión
tan decidida del joven yo al mundo exterior, contra el mundo interior, actitud
que se le impone merced a la prohibición de la sexualidad infantil, no puede
dejar de ejercer influencia decisiva sobre la futura aptitud cultural del
individuo. Las demandas instintuales, apartadas de su satisfacción directa, se
ven obligadas a adoptar nuevas vías que llevan a satisfacciones sustitutivas, y
en el curso de esos rodeos pueden ser desexualizadas, aflojándose su
vinculación con sus fines instintivos originales. Así, podemos anticipar la
noción de que muchos de nuestros tan preciados bienes culturales han sido
adquiridos a costa de la sexualidad, por la coerción de las energías instintivas
sexuales.
Hasta ahora siempre nos hemos visto obligados a destacar que el yo debe
su origen y sus más importantes características adquiridas a la relación con el
mundo exterior real; en consecuencia, estamos preparados para aceptar que
los estados patológicos del yo, en los cuales vuelve a aproximarse más al ello,
se fundan en la anulación o el relajamiento de esa relación con el mundo
exterior. De acuerdo con esto, la experiencia clínica nos demuestra que la
causa desencadenante de una psicosis radica en que, o bien la realidad se ha
tornado intolerablemente dolorosa, o bien los instintos han adquirido
extraordinaria exacerbación, cambios que deben sufrir idéntico efecto,
teniendo en cuenta las exigencias contrarias planteadas al yo por el ello y por
el mundo exterior. El problema de las psicosis sería simple e inteligible si el
desprendimiento del yo con respecto a la realidad pudiese efectuarse
íntegramente. Pero esto sucede, al parecer, sólo en raros casos, o quizá nunca.
Aun en estados que se han apartado de la realidad del mundo exterior en
medida tal como los de confusión alucinatoria (amencia), nos enteramos, por
las comunicaciones que nos suministran los enfermos una vez curados, que
aun entonces se mantuvo oculta en un rincón de su mente —como suelen
expresarlo— una persona normal que dejaba pasar ante sí la fantasmagórica
patología, como si fuera un observador imparcial. No sé si cabe aceptar que
siempre sucede así, pero podría aducir experiencias similares en otras
psicosis menos tormentosas. Recuerdo un caso de paranoia crónica[2543] en el
que, después de cada acceso de celos, un sueño ofrecía al analista la
representación correcta del motivo, libre de todo elemento delirante.
Resultaba así la interesante contradicción de que, mientras por lo general
descubrimos en los sueños del neurótico los celos que no aparecen en su vida
diurna, en este caso de un psicótico el delirio dominante durante el día
aparecía rectificado por el sueño. Quizá podamos presumir, con carácter
general, que el fenómeno presentado por todos los casos semejantes es una
escisión psíquica. Se han formado dos actitudes psíquicas, en lugar de una
sola: la primera, que tiene en cuenta la realidad y que es normal; la otra, que
aparta al yo de la realidad bajo la influencia de los instintos. Ambas actitudes
subsisten la una junto a la otra. El resultado final dependerá de su fuerza
relativa. Si la última tiene o quiere mayor potencia, quedará establecida con
ello la precondición de la psicosis. Si la relación se invierte, se producirá una
curación aparente del trastorno delirante. Pero en realidad sólo se habrá
retirado al inconsciente, como también se debe colegir a través de numerosas
observaciones que el delirio se encontraba desarrollado durante mucho
tiempo, hasta que por fin llegó a desencadenarse manifiestamente.
El punto de vista según el cual en todas las psicosis debe postularse una
escisión del yo[2544] no merecería tal importancia si no se confirmara también
en otros estados más semejantes a las neurosis, y finalmente también en estas
últimas. Por primera vez me convencí de ello en casos de fetichismo. Esta
anormalidad, que puede incluirse entre las perversiones, se basa, como
sabemos, en que el enfermo, (casi siempre del sexo masculino) no acepta la
falta del pene de la mujer, defecto que le resulta desagradable en extremo,
pues representa la prueba de que su propia castración es posible. Por eso
reniega de sus propias percepciones sensoriales, que le han demostrado la
ausencia del pene en los genitales femeninos, y se aferra a la convicción
contraria. Pero la percepción renegada no ha dejado de ejercer toda
influencia, pues el enfermo no tiene el coraje de afirmar haber visto
realmente un pene. En cambio, toma otra cosa, una parte del cuerpo o un
objeto, y le confiere el papel del pene que por nada quisiera echar de menos.
Por lo común se trata de algo que realmente vio entonces, cuando contempló
los genitales femeninos, o bien de algo que se presta para sustituir
simbólicamente al pene. Pero sería injusto calificar de escisión yoica a este
mecanismo de formación del fetiche, pues se trata de una transacción
alcanzada con ayuda del desplazamiento, tal como ya lo conocemos en el
sueño. Pero nuestras observaciones nos muestran algo más. El fetiche fue
creado con el propósito de aniquilar la prueba según la cual la castración sería
posible, de modo que permitiera evitar la angustia de castración. Si la mujer
poseyera un pene, como otros seres vivientes, ya no sería necesario tener que
temblar por la conservación del propio pene.
Ahora bien: también nos encontramos con fetichistas que han
desarrollado la misma angustia de castración que los no fetichistas,
reaccionando frente a ella de idéntica manera. En su conducta se expresan,
pues, al mismo tiempo dos presuposiciones contrarias. Por un lado reniegan
del hecho de su percepción, según la cual no han visto pene alguno en los
genitales femeninos; pero por otro lado reconocen la falta de pene en la mujer
y extraen de ella las conclusiones correspondientes. Ambas actitudes
subsisten la una junto a la otra durante la vida entera, sin afectarse
mutuamente. He aquí lo que justificadamente puede llamarse una escisión del
yo. Esta circunstancia también nos permite comprender que el fetichismo sólo
esté, con tal frecuencia, parcialmente desarrollado. No domina con carácter
exclusivo la elección de objeto, sino que deja lugar para una medida más o
menos considerable de actitudes sexuales normales, y a veces aun llega a
restringirse a un papel modesto o a una mera insinuación. Por consiguiente,
los fetichistas nunca logran desprender completamente su yo de la realidad
del mundo exterior.
No debe creerse que el fetichismo represente un caso excepcional en lo
que a la escisión del yo se refiere, pues no es más que una condición
particularmente favorable para su estudio. Retomemos nuestra indicación de
que el yo infantil, bajo el dominio del mundo real, liquida las exigencias
instintuales inconvenientes mediante la denominada represión.
Completémosla ahora con la nueva comprobación de que en la misma época
de su vida el yo se ve a menudo en la situación de rechazar una pretensión del
mundo exterior que le resulta penosa, cosa que logra mediante la renegación
o repudiación[2545] de las percepciones que lo informan de esa exigencia
planteada por la realidad. Tales repudiaciones son muy frecuentes no sólo
entre los fetichistas; cada vez que logramos estudiarlas resultan ser medidas
de alcance parcial, tentativas incompletas para desprenderse de la realidad. El
rechazo siempre se complementa con una aceptación; siempre se establecen
dos posiciones antagónicas y mutuamente independientes, que dan por
resultado una escisión del yo. El desenlace depende, una vez más, de cuál de
ambas posiciones logre alcanzar la mayor intensidad.
Los hechos concernientes a la escisión yoica que aquí hemos descrito no
son tan originales y extraños como parecería a primera vista. En efecto, el
que la vida psíquica de una persona presente en relación con determinada
conducta dos actitudes distintas, opuestas entre sí y mutuamente
independientes, responde a una característica general de las neurosis, sólo
que en este caso una de aquéllas pertenece al yo, y la antagónica, estando
reprimida, forma parte del ello. La diferencia entre ambos casos es, en
esencia, topográfica o estructural, y no siempre es fácil decidir ante cuál de
ambas posibilidades nos encontramos en un caso determinado. Mas la
concordancia importante entre ambos casos reside en lo siguiente: cualquier
caso que emprenda el yo en sus tentativas de defensa, ya sea que repudie una
parte del mundo exterior real o que pretenda rechazar una exigencia instintual
del mundo interior, el éxito jamás será pleno y completo. Siempre surgirán
dos actitudes antagónicas, de las cuales también la subordinada, la más débil,
dará lugar a complicaciones psíquicas. Para finalizar, sólo señalaremos cuán
poco nos enseñan nuestras percepciones conscientes acerca de todos estos
procesos.

CAPÍTULO IX
EL MUNDO INTERIOR

Para transmitir el conocimiento de una simultaneidad compleja no


tenemos otro recurso sino su descripción sucesiva, de modo que todas
nuestras representaciones adolecen básicamente de una simplificación
unilateral, siendo preciso que se las complemente, que se las reestructure y, al
mismo tiempo, que se las rectifique.
La noción de un yo que media entre el ello y el mundo exterior, que
asume las demandas instintuales del primero para conducirlas a su
satisfacción, que recoge percepciones en el segundo y las utiliza como
recuerdos, que, preocupado por su propia conservación, se defiende contra
demandas excesivas de ambas partes, guiándose en todas sus decisiones por
los consejos de un principio del placer modificado; esta noción sólo rige, en
realidad, para el yo hasta el final del primer período infantil alrededor de los
cinco años. Hacia esa época se produce una importante modificación. Una
parte del mundo exterior es abandonada, por lo menos parcialmente, como
objeto, y en cambio es incorporada al yo mediante la identificación; es decir,
se convierte en parte integrante del mundo interior. Esta nueva instancia
psíquica continúa las funciones que anteriormente desempeñaron las personas
correspondientes del mundo exterior: observa al yo, le imparte órdenes, lo
corrige y lo amenaza con castigos, tal como lo hicieron los padres, cuya plaza
ha venido a ocupar. A esta instancia la llamamos super-yo, y en sus funciones
judicativas la sentimos como conciencia. No deja de ser notable que el super-
yo despliegue a menudo una severidad de la cual los padres reales no
sentaron precedentes, y también que no sólo llame a rendir cuentas al yo por
sus actos cabales, sino también por sus pensamientos e intenciones no
realizadas, que parece conocer perfectamente. Recordamos aquí que también
el héroe de la leyenda edípica se siente culpable por sus actos y se impone un
autocastigo, pese a que la compulsión del oráculo debería redimirlo de toda
culpa, tanto en nuestro juicio como en el propio. El super-yo es, en efecto, el
heredero del complejo de Edipo y sólo queda establecido una vez liquidado
éste. Por consiguiente, su excesivo rigor no se ajusta a un prototipo real, sino
que corresponde a la intensidad del rechazo dirigido contra la tentación del
complejo de Edipo. Quizá haya una vaga sospecha de esta circunstancia en
las afirmaciones de filósofos y creyentes, según las cuales el hombre no
adquiriría su sentido moral por la educación o por la influencia de la vida en
sociedad, sino que sería implantado en él por una fuente superior.
Mientras el yo opera en plena concordancia con el super-yo, no es fácil
discernir las manifestaciones de ambos, pero las tensiones y las discrepancias
entre ellos se expresan con gran claridad. El tormento causado por los
reproches de la conciencia corresponde exactamente al miedo del niño a
perder el amor, amenaza reemplazada en él por la instancia moral. Por otra
parte, cuando el yo resiste con éxito a la tentación de hacer algo que sería
objetable por el super-yo, se siente exaltado en su autoestima y reforzado en
su orgullo, como si hubiese hecho una preciosa adquisición. De tal manera, el
super-yo continúa desempeñando ante el yo el papel de un mundo exterior,
por más que se haya convertido en parte integrante del mundo interior. Para
todas las épocas ulteriores de la vida representará la influencia de la época
infantil del individuo, de los cuidados, la educación y la dependencia de los
padres; en suma, la influencia de la infancia, tan prolongada en el ser humano
por la convivencia familiar. Y con ello no sólo perduran las cualidades
personales de esos padres, sino también todo lo que a su vez tuvo alguna
influencia determinante sobre ellos; es decir, las inclinaciones y las normas
del estado social en el cual viven, las disposiciones y tradiciones de la raza de
la cual proceden. Quien prefiera las formulaciones generales y las
distinciones precisas podrá decir que el mundo exterior, al cual se encuentra
expuesto el individuo una vez separado de los padres, representa el poderío
del presente; su ello, en cambio, con todas sus tendencias heredadas,
representa el pasado orgánico; por fin, el super-yo, adquirido más tarde,
representa ante todo el pasado cultural, que el niño debe, en cierta manera,
reexperimentar en los pocos años de su primera infancia. Sin embargo, tales
generalizaciones difícilmente pueden tener vigencia universal. Una parte de
las conquistas culturales se sedimenta evidentemente en el ello; mucho de lo
que el super-yo trae consigo despertará, pues, un eco en el ello; parte de lo
que el niño vivencia por primera vez tendrá efecto reforzado, porque repite
una arcaica vivencia filogenética:

Was du ererbt von deinen Vätern hast,


Erwirb es, um es zu besitzen[2546].

De tal manera, el super-yo asume una especie de posición intermedia


entre el ello y el mundo exterior, reúne en sí las influencias del presente y del
pasado. En el establecimiento del super-yo vemos, en cierta manera, un
ejemplo de cómo el presente se convierte en el pasado…

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