Compendio de Psicoanálisis VI y VII
Compendio de Psicoanálisis VI y VII
Compendio de Psicoanálisis VI y VII
[PREFACIO]
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO I
EL APARATO PSÍQUICO
E
L psicoanálisis parte de un supuesto básico cuya discusión concierne
al pensamiento filosófico, pero cuya justificación radica en sus
propios resultados. De lo que hemos dado en llamar nuestro
psiquismo (o vida mental) son dos las cosas que conocemos: por un lado, su
órgano somático y teatro de acción, el encéfalo (o sistema nervioso); por el
otro, nuestros actos de consciencia, que se nos dan en forma inmediata y cuya
intuición no podría tornarse más directa mediante ninguna descripción.
Ignoramos cuanto existe entre estos dos términos finales de nuestro
conocimiento; no se da entre ellos ninguna relación directa. Si la hubiera, nos
proporcionaría a lo sumo una localización exacta de los procesos de
consciencia, sin contribuir en lo mínimo a su mejor comprensión.
Nuestras dos hipótesis arrancan de estos términos o principios de nuestro
conocimiento. La primera de ellas concierne a la localización: presumimos
que la vida psíquica es la función de un aparato al cual suponemos
especialmente extenso y compuesto de varias partes, o sea, que lo
imaginamos a semejanza de un telescopio, de un microscopio o algo
parecido. La consecuente elaboración de semejante concepción representa
una novedad científica, aunque ya se hayan efectuado determinados intentos
en este sentido.
Las nociones que tenemos de este aparato psíquico las hemos adquirido
estudiando el desarrollo individual del ser humano. A la más antigua de esas
provincias o instancias psíquicas la llamamos ello; tiene por contenido todo
lo heredado, lo innato, lo constitucionalmente establecido; es decir, sobre
todo, los instintos originados en la organización somática, que alcanzan [en el
ello] una primera expresión psíquica, cuyas formas aún desconocemos[2529].
Bajo la influencia del mundo exterior real que nos rodea, una parte del
ello ha experimentado una transformación particular. De lo que era
originalmente una capa cortical dotada de órganos receptores de estímulos y
de dispositivos para la protección contra las estimulaciones excesivas,
desarrollóse paulatinamente una organización especial que desde entonces
oficia de mediadora entre el ello y el mundo exterior. A este sector de nuestra
vida psíquica le damos el nombre de yo.
Características principales del «yo»
CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
EL DESARROLLO DE LA FUNCIÓN SEXUAL
CAPÍTULO IV
LAS CUALIDADES PSÍQUICAS
CAPÍTULO V
LA INTERPRETACIÓN DE LOS SUEÑOS COMO
MODELO ILUSTRATIVO
SEGUNDA PARTE
APLICACIONES PRÁCTICAS
CAPÍTULO VI
LA TÉCNICA PSICOANALÍTICA
E L sueño, es, por consiguiente, una psicosis, con todas las absurdidades,
las formaciones delirantes y las ilusiones de una psicosis. Pero es una
psicosis de breve duración, inofensiva, que aún cumple una función útil, que
es iniciada con el consentimiento de su portador y concluida por un acto
voluntario de éste. Sin embargo, no deja de ser una psicosis, y nos demuestra
cómo hasta una alteración de la vida psíquica tan profunda como ésta puede
anularse y ceder la plaza a la función normal. En vista de ello, ¿acaso es
demasiada osadía esperar que también sería posible someter a nuestro influjo
y llevar a la curación las temibles enfermedades espontáneas de la vida
psíquica?
Poseemos ya algunos conocimientos necesarios para emprender esta
tarea. Según dimos por establecido, el yo tiene la función de enfrentar sus tres
relaciones de dependencia: de la realidad, del ello y del super-yo, sin afectar
su organización ni menoscabar su autonomía. La condición básica de los
estados patológicos que estamos considerando debe consistir, pues, en un
debilitamiento relativo o absoluto del yo que le impida cumplir sus funciones.
La exigencia más difícil que se le plantea al yo probablemente sea la
dominación de las exigencias instintivos del ello, tarea para la cual debe
mantener activas grandes magnitudes de anticatexias. Pero también las
exigencias del super-yo pueden tomarse tan fuertes e inexorables que el yo se
encuentre como paralizado en sus restantes funciones. Sospechamos que en
los conflictos económicos así originados el ello y el super-yo suelen hacer
causa común contra el hostigado yo, que trata de aferrarse a la realidad para
mantener su estado normal. Si los dos primeros, empero, se toman demasiado
fuertes, pueden llegar a quebrantar y modificar la organización del yo, de
modo que su relación adecuada con la realidad quede perturbada o aun
abolida. Ya lo hemos visto en el sueño: si el yo se desprende de la realidad
del mundo exterior, cae, por influjo del mundo interior, en la psicosis.
Sobre estas mismas nociones se funda nuestro plan terapéutico. El yo ha
sido debilitado por el conflicto interno; debemos acudir en su ayuda. Sucede
como en una guerra civil que sólo puede ser decidida mediante el socorro de
un aliado extranjero. El médico analista y el yo debilitado del paciente,
apoyados en el mundo real exterior, deben tomar partido contra los enemigos,
es decir, contra las exigencias instintuales del ello y las demandas morales del
super-yo. Concertamos un pacto con nuestro aliado. El yo enfermo nos
promete la más completa sinceridad, es decir, promete poner a nuestra
disposición todo el material que le suministra su autopercepción; por nuestra
parte, le aseguramos la más estricta discreción y ponemos a su servicio
nuestra experiencia en la interpretación del material influido por el
inconsciente. Nuestro saber ha de compensar su ignorancia, ha de restituir a
su yo la hegemonía sobre las provincias perdidas de la vida psíquica. En este
pacto consiste la situación analítica.
Mas apenas hemos dado este paso, ya nos espera la primera defraudación,
la primera llamada a la cautela. Para que el yo del enfermo sea un aliado útil
en nuestra labor común será preciso que, a pesar de todo el hostigamiento por
las potencias enemigas, haya conservado cierta medida de coherencia, cierto
resto de reconocimiento de las exigencias que le plantea la realidad. Pero no
esperemos tal cosa en el yo del psicótico, que nunca podrá cumplir semejante
pacto y apenas si podrá concertarlo. Al poco tiempo habrá arrojado nuestra
persona, junto con la ayuda que le ofrecemos, al montón de los elementos del
mundo exterior que ya nada le importan. Con ello reconocemos la necesidad
de renunciar a la aplicación de nuestro plan terapéutico en el psicótico,
renuncia que quizá sea definitiva, o quizá sólo transitoria, hasta que hayamos
encontrado otro plan más apropiado para ese propósito.
Pero aún existe otra clase de enfermos psíquicos, sin duda muy
emparentados con los psicóticos: la inmensa masa de los neuróticos graves.
Tanto las causas de su enfermedad como los mecanismos patogénicos de la
misma tienen que ser idénticos, o por lo menos muy análogos; pero, en
cambio, su yo ha demostrado ser más resistente, no ha llegado a
desorganizarse tanto. Pese a todos sus trastornos y a la consiguiente
inadecuación, muchos de ellos aún consiguen imponerse en la vida real.
Quizá estos neuróticos se muestren dispuestos a aceptar nuestra ayuda, de
modo que limitaremos a ellos nuestro interés y trataremos de ver cómo y
hasta qué punto podemos «curarlos».
Nuestro pacto lo concertamos, pues, con los neuróticos: plena sinceridad
contra estricta discreción. Este trato impresiona como si sólo quisiéramos
oficiar de confesores laicos; pero la diferencia es muy grande, pues no
deseamos averiguar solamente lo que el enfermo sabe y oculta ante los
demás, sino que también ha de contarnos lo que él mismo no sabe. Con tal
objeto le impartimos una definición más precisa de lo que comprendemos por
sinceridad. Lo comprometemos a ajustarse a la regla fundamental del
análisis, que en el futuro habrá de regir su conducta para con nosotros. No
sólo deberá comunicarnos lo que sea capaz de decir intencionalmente y de
buen grado, lo que le ofrece el mismo alivio que cualquier confesión, sino
también todo lo demás que le sea presentado por su autoobservación, cuanto
le venga a la mente, por más que le sea desagradable decirlo y aunque le
parezca carente de importancia o aun insensato y absurdo. Si después de esta
indicación consigue abolir su autocrítica, nos suministrará una cantidad de
material: ideas, ocurrencias, recuerdos, que ya se encuentran bajo el influjo
del inconsciente, que a menudo son derivados directos de éste y que nos
colocan en situación de conjeturar sus contenidos inconscientes reprimidos,
cuya comunicación al paciente ampliará el conocimiento que su propio yo
tiene de su inconsciente.
Pero la intervención de su yo está lejos de limitarse a suministrarnos, en
pasiva obediencia, el material solicitado y a aceptar crédulamente nuestra
traducción del mismo. Lo que sucede en realidad es algo muy distinto: algo
que en parte podríamos prever y que en parte ha de sorprendernos. Lo más
extraño es que el paciente no se conforma con ver en el analista, a la luz de la
realidad, un auxiliador y consejero, al que además remunera sus esfuerzos y
que, a su vez, estaría muy dispuesto a conformarse con una función parecida
a la del guía en una ardua excursión alpina; por el contrario, el enfermo ve en
aquél una copia —una reencarnación— de alguna persona importante de su
infancia, de su pasado, transfiriéndole, pues, los sentimientos y las reacciones
que seguramente correspondieron a ese modelo pretérito. Este fenómeno de
la transferencia no tarda en revelarse como un factor de insospechada
importancia; por un lado, un instrumento de valor sin igual; por el otro, una
fuente de graves peligros. Esta transferencia es ambivalente; comprende
actitudes positivas (afectuosas), tanto como negativas (hostiles) frente al
analista, que por lo general es colocado en lugar de un personaje parental, del
padre o de la madre. Mientras la transferencia sea positiva, nos sirve
admirablemente; altera toda la situación analítica, deja a un lado el propósito
racional de llegar a curar y de librarse del sufrimiento. En su lugar aparece el
propósito de agradar al analista, de conquistar su aplauso y su amor, que se
convierte en el verdadero motor de la colaboración del paciente; el débil yo se
fortalece, y bajo el influjo de dicho propósito el paciente logra lo que de otro
modo le sería imposible: abandona sus síntomas y se cura aparentemente;
todo esto, simplemente por amor al analista. Éste deberá confesarse,
avergonzado, que emprendió una difícil tarea sin sospechar siquiera cuán
extraordinarios poderes le vendrían a las manos.
La relación de transferencia entraña además otras dos ventajas. El
paciente, colocando al analista en lugar de su padre (o de su madre), también
le confiere el poderío que su super-yo ejerce sobre el yo, pues estos padres
fueron, como sabemos, el origen del super-yo. El nuevo super-yo tiene ahora
la ocasión de llevar a cabo una especie de reeducación del neurótico y puede
corregir los errores cometidos por los padres en su educación. Aquí debemos
advertir, empero, contra el abuso de este nuevo influjo. Por más que al
analista le tiente convertirse en maestro, modelo e ideal de otros; por más que
le seduzca crear seres a su imagen y semejanza, deberá recordar que no es
ésta su misión en el vínculo analítico y que traiciona su deber si se deja llevar
por tal inclinación. Con ello no hará sino repetir un error de los padres, que
aplastaron con su influjo la independencia del niño, y sólo sustituirá la
antigua dependencia por una nueva. Muy al contrario, en todos sus esfuerzos
por mejorar y educar al paciente, el analista siempre deberá respetar su
individualidad. La medida del influjo que se permitirá legítimamente deberá
ajustarse al grado de inhibición evolutiva que halle en su paciente. Algunos
neuróticos han quedado tan infantiles, que aun en el análisis sólo es posible
tratarlos como a niños.
La transferencia tiene también otra ventaja: el paciente nos representa en
ella, con plástica nitidez, un trozo importante de su vida que de otro modo
quizá sólo hubiese descrito insuficientemente. En cierto modo actúa ante
nosotros, en lugar de contarlo.
Veamos ahora el reverso de esta relación. La transferencia, al reproducir
los vínculos con los padres, también asume su ambivalencia. No se podrá
evitar que la actitud positiva frente al analista se convierta algún día en
negativa, hostil. Tampoco ésta suele ser más que una repetición del pasado.
La docilidad frente al padre (si de éste se trata), la conquista de su favor,
surgieron de un deseo erótico dirigido a su persona. En algún momento esta
pretensión también surgirá en la transferencia, exigiendo satisfacción. Pero en
la situación analítica no puede menos que tropezar con una frustración, pues
las relaciones sexuales reales entre paciente y analista están excluidas, y
tampoco las formas más sutiles de satisfacción, como la preferencia, la
intimidad, etc., no serán concedidas por el analista sino en exigua medida.
Semejante rechazo sirve de pretexto para el cambio de actitud, como
probablemente ocurrió también en la primera infancia del paciente.
Los éxitos terapéuticos alcanzados bajo el dominio de la transferencia
positiva justifican la sospecha de su índole sugestiva. Una vez que la
transferencia negativa adquiere supremacía, son barridos como el polvo por
el viento. Advertimos con horror que todos los esfuerzos realizados han sido
vanos. Hasta lo que podíamos considerar como un progreso intelectual
definitivo del paciente —su comprensión del psicoanálisis, su confianza en la
eficacia de éste— ha desaparecido en un instante. Se conduce como un niño
sin juicio propio, que cree ciegamente en quien haya conquistado su amor,
pero en nadie más.
A todas luces, el peligro de estos estados transferenciales reside en que el
paciente confunda su índole, tomando por vivencias reales y actuales lo que
no es sino un reflejo del pasado. Si él (o ella) llega a sentir la fuerte pulsión
erótica que se esconde tras la transferencia positiva, cree haberse enamorado
apasionadamente; al virar la transferencia, se considera ofendido y
despreciado, odia al analista como a un enemigo y está dispuesto a abandonar
el análisis. En ambos casos extremos habrá echado al olvido el pacto
aceptado al iniciar el tratamiento; en ambos casos se habrá tornado inepto
para la prosecución de la labor en común. En cada una de estas situaciones el
analista tiene el deber de arrancar al paciente de tal ilusión peligrosa,
mostrándole sin cesar que lo que toma por una nueva vivencia real es sólo un
espejismo del pasado. Y para evitar que caiga en un estado inaccesible a toda
prueba, el analista procurará evitar que tanto el enamoramiento como la
hostilidad alcancen grados extremos. Se consigue tal cosa advirtiendo
precozmente al paciente contra esa eventualidad y no dejando pasar
inadvertidos los primeros indicios de la misma. Esta prudencia en el manejo
de la transferencia suele rendir copiosos frutos. Si, como sucede
generalmente, se logra aclarar al paciente la verdadera naturaleza de los
fenómenos transferenciales, se habrá restado un arma poderosa a la
resistencia, cuyos peligros se convertirán ahora en beneficios, pues el
paciente nunca olvidará lo que haya vivenciado en las formas de la
transferencia; tendrá para él mayor fuerza de convicción que cuanto haya
adquirido de cualquier otra manera.
Nos resulta muy inconveniente que el paciente actúe fuera de la
transferencia, en lugar de limitarse a recordar; lo ideal para nuestros fines
sería que fuera del tratamiento se condujera de la manera más normal posible,
expresando sólo en la transferencia sus reacciones anormales.
Nuestros esfuerzos para fortalecer el yo debilitado parten de la ampliación
de su autoconocimiento. Sabemos que esto no es todo; pero es el primer paso.
La pérdida de tal conocimiento de sí mismo implica para el yo un déficit de
poderío e influencia, es el primer indicio tangible de que se encuentra
cohibido y coartado por las demandas del ello y del super-yo. Así, la primera
parte del socorro que pretendemos prestarle es una labor intelectual de parte
nuestra y una invitación a colaborar en ella para el paciente. Sabemos que
esta primera actividad ha de allanarnos el camino hacia otra tarea más
dificultosa, cuya parte dinámica no habremos perdido de vista durante aquella
introducción. El material para nuestro trabajo lo tomamos de distintas
fuentes: de lo que nos informa con sus comunicaciones y asociaciones libres,
de lo que nos revela en sus transferencias, de lo que recogemos en la
interpretación de sus sueños, de lo que traducen sus actos fallidos. Todo este
material nos permite reconstruir tanto lo que le sucedió alguna vez, siendo
luego olvidado, como lo-que ahora sucede en él, sin que lo comprenda. Mas
en todo esto nunca dejaremos de discernir estrictamente nuestro saber del
suyo. Evitaremos comunicarle al punto cosas que a menudo adivinamos
inmediatamente, y tampoco le diremos todo lo que creamos haber
descubierto. Reflexionaremos detenidamente sobre la oportunidad en que
convenga hacerle partícipe de alguna de nuestras inferencias; aguardaremos
el momento que nos parezca más oportuno, decisión que no siempre resulta
fácil. Por regla general, diferimos la comunicación de una inferencia, su
explicación, hasta que el propio paciente se le haya aproximado tanto que
sólo le quede por dar un paso, aunque éste sea precisamente el de la síntesis
decisiva. Si procediéramos de otro modo, si lo abrumáramos con nuestras
interpretaciones antes de estar preparado para ellas, nuestras explicaciones no
tendrían resultado alguno, o bien provocarían una violenta erupción de la
resistencia, que podría dificultar o aun tornar problemática la prosecución de
nuestra labor común. Pero si lo hemos preparado suficientemente, a menudo
logramos que el paciente confirme al punto nuestra construcción y recuerde, a
su vez, el suceso interior o exterior que había sido olvidado. Cuanto más
fielmente coincida la construcción con los detalles de lo olvidado tanto más
fácil será lograr su asentimiento. Nuestro saber de este asunto se habrá
convertido entonces también en su saber.
Al mencionar la resistencia hemos abordado la segunda parte, la más
importante de nuestra tarea. Ya sabemos que el yo se protege contra la
irrupción de elementos indeseables del ello inconsciente y reprimido
mediante anticatexias cuya integridad es una condición ineludible de su
funcionamiento normal. Ahora bien: cuanto más acosado se sienta el yo, tanto
más tenazmente se aferrará, casi aterrorizado, a esas anticatexias con el fin de
proteger su precaria existencia contra nuevas irrupciones. Pero esta tendencia
defensiva no armoniza con los propósitos de nuestro tratamiento. Por el
contrario, queremos que el yo, envalentonado por la seguridad que le promete
nuestro apoyo, ose emprender la ofensiva para reconquistar lo perdido. En
este trance la fuerza de las anticatexias se nos hace sentir como resistencias
contra nuestra labor. El yo retrocede, asustado, ante empresas que le parecen
peligrosas y que amenazan provocarle displacer; para que no se nos resista es
preciso que lo animemos y aplaquemos sin cesar. A esta resistencia, que
perdura durante todo el tratamiento, renovándose con cada nuevo avance del
análisis, la llamamos, un tanto incorrectamente, resistencia de la represión.
Ya veremos que no es la única clase de resistencia cuya aparición debemos
esperar. Es interesante advertir que en esta situación se invierten, en cierta
manera, los secuaces de cada bando, pues el yo se resiste a nuestra llamada,
mientras que el inconsciente, por lo general enemigo nuestro, acude en
nuestra ayuda, animado por su «empuje de afloramiento» natural, ya que
ninguna tendencia suya es tan poderosa como la de irrumpir al yo y ascender
a la consciencia a través de las barreras que se le ha impuesto. La lucha
desencadenada cuando alcanzamos nuestro propósito y logramos inducir al
yo a que supere sus resistencias se lleva a cabo bajo nuestra conducción y con
nuestro auxilio. Es indiferente qué desenlace tenga: si llevará a que el yo
acepte, previo nuevo examen, una exigencia instintiva que hasta el momento
había repudiado, o a que vuelva a rechazarla, esta vez definitivamente. En
ambos casos se habrá eliminado un peligro permanente, se habrán ampliado
los límites del yo y se habrá tornado superfluo un costoso despliegue de
energía.
La superación de las resistencias es aquella parte de nuestra labor que
demanda mayor tiempo y máximo esfuerzo. Pero también rinde sus frutos,
pues significa una modificación favorable del yo, que subsistirá y se
impondrá durante la vida del paciente, cualquiera que sea el destino de la
transferencia. Al mismo tiempo eliminamos paulatinamente aquella
modificación del yo establecida bajo el influjo del inconsciente, pues cada
vez que hallamos derivados del mismo en el yo nos apresuramos a señalar su
origen ilegítimo e incitamos al yo a rechazarlos. Recordemos que una de las
condiciones básicas de nuestro pactado auxilio consistía en que dicha
modificación del yo por irrupción de elementos inconscientes no hubiese
sobrepasado determinada medida.
A medida que progresa nuestra labor y que se ahondan nuestros
conocimientos de la vida psíquica del neurótico, resaltan con creciente
claridad dos nuevos factores que merecen la mayor consideración como
fuentes de resistencias. Ambos son completamente ignorados por el enfermo
y no pudieron ser tenidos en cuenta al concertar nuestro pacto; además, no se
originan en el yo del paciente. Podemos englobarlos en el término común de
«necesidad de estar enfermo» o «necesidad de sufrimiento»; pero responden
a distintos orígenes, aunque por lo demás sean de índole similar. El primero
de estos dos factores es el sentimiento de culpabilidad o la consciencia de
culpabilidad, como también se lo llama, pasando por alto el hecho de que el
enfermo no lo siente ni se percata de él. Trátase, evidentemente, de la
contribución aportada a la resistencia por un super-yo que se ha tornado
particularmente severo y cruel. El individuo no ha de curar, sino que seguirá
enfermo, pues no merece nada mejor. Esta resistencia no perturba en realidad
nuestra labor intelectual, pero le resta eficacia, y aunque nos permite a
menudo superar una forma de sufrimiento neurótico, se dispone
inmediatamente a sustituirla por otra y, en último caso, por una enfermedad
somática. Este sentimiento de culpabilidad explica también la ocasional
curación o mejoría de graves neurosis bajo el influjo de desgracias reales; en
efecto, se trata tan sólo de que uno esté sufriendo, no importa de qué manera.
La tranquila resignación con que tales personas suelen soportar su pesado
destino es muy notable, pero también reveladora. Al combatir esta resistencia
hemos de limitarnos a hacerla consciente y a tratar de demoler
paulatinamente el super-yo hostil.
No es tan fácil revelar la existencia de otra resistencia, ante cuya
eliminación nos encontramos particularmente inermes. Entre los neuróticos
existen algunos en los cuales, a juzgar por todas sus reacciones, el instinto de
autoconservación ha experimentado nada menos que una inversión diametral.
Estas personas no parecen perseguir otra cosa sino dañarse a sí mismas y
autodestruirse; quizá también pertenezcan a este grupo las que realmente
concluyen por suicidarse. Suponemos que en ellas se han producido vastas
tormentas de los instintos, que liberaron excesivas cantidades del instinto de
destrucción dirigidos hacia dentro. Tales pacientes no pueden tolerar la
posibilidad de ser curados por nuestro tratamiento y se le resisten con todos
los medios a su alcance. Pero nos apresuramos a confesar que se trata de
casos cuyo esclarecimiento aún no hemos logrado del todo.
Contemplemos una vez más la situación en que nos hemos colocado con
nuestra tentativa de auxiliar al yo neurótico. Éste ya no puede cumplir la tarea
que le impone el mundo exterior, inclusive la sociedad humana. No dispone
de todas sus experiencias; se le ha sustraído gran parte de su caudal
mnemónico. Su actividad está inhibida por estrictas prohibiciones del super-
yo; su energía se consume en inútiles tentativas de rechazar las exigencias del
ello. Además, las incesantes irrupciones del ello han quebrantado su
organización, lo han dividido, ya no le permiten establecer una síntesis
ordenada y lo dejan a merced de tendencias opuestas entre sí, de conflictos no
solucionados, de dudas no resueltas. En primer lugar, hacemos que este yo
debilitado del paciente participe en la labor interpretativa puramente
intelectual, que persigue el relleno provisorio de las lagunas de su patrimonio
psíquico; dejamos que nos transfiera la autoridad de su super-yo; lo
hostigamos para que asuma la lucha por cada una de las exigencias del ello y
para que venza las resistencias así despertadas. Simultáneamente,
restablecemos el orden en su yo, investigando los contenidos y los impulsos
que han irrumpido del inconsciente y exponiéndolos a la crítica mediante la
reducción a su verdadero origen. Aunque servimos al paciente en distintas
funciones —como autoridad, como sustitutos de los padres, como maestros y
educadores—, nuestro mayor auxilio se lo rendimos cuando, en calidad de
analistas, elevamos al nivel normal los procesos psíquicos de su yo, cuando
tornamos preconsciente lo que llegó a convertirse en inconsciente y
reprimido, volviendo a restituirlo así al dominio del yo. Por parte del paciente
contamos con la ayuda de algunos factores racionales, como la necesidad de
curación motivada por su sufrimiento y el interés intelectual que en él
podemos despertar por las teorías y revelaciones del psicoanálisis; pero la
ayuda más poderosa es la transferencia positiva que el paciente nos ofrece.
En cambio, tenemos por enemigos la transferencia negativa, la resistencia
represiva del yo (es decir, el displacer que le inspira el pesado trabajo que se
le encarga); además, el sentimiento de culpabilidad surgido de su relación con
el super-yo y la necesidad de estar enfermo motivada por las profundas
transformaciones de su economía instintual. La parte que corresponda a estos
dos últimos factores decidirá el carácter leve o grave de un caso.
Independientemente de estos factores, pueden reconocerse aún otros de
carácter favorable o desfavorable. Así, de ningún modo puede convenirnos
cierta inercia psíquica, cierta viscosidad de la libido, reacia a abandonar sus
fijaciones; por otra parte, desempeña un gran papel favorable la capacidad de
la persona para sublimar sus instintos, así como su facultad para elevarse
sobre la cruda vida instintiva y, por fin, el poder relativo de sus funciones
intelectuales.
No puede defraudarnos, sino que consideraremos muy comprensible, la
conclusión de que el resultado final de la lucha emprendida depende de
relaciones cuantitativas, del caudal de energía que podamos movilizar a
nuestro favor en el paciente, comparado con la suma de las energías que
desplieguen las instancias hostiles a nuestros esfuerzos. También aquí Dios
está con los batallones más fuertes[2538]: por cierto que no logramos vencer
siempre, pero al menos podemos reconocer casi siempre por qué no hemos
vencido. Quien haya seguido nuestra exposición animado tan sólo por un
interés terapéutico quizá se aparte con desprecio después de esta confesión.
Pero la terapia sólo nos concierne aquí en la medida en que opera con
recursos psicológicos, y por el momento no disponemos de otros. El futuro
podrá enseñarnos a influir directamente, mediante sustancias químicas
particulares, sobre las cantidades de energía y sobre su distribución en el
aparato psíquico. Quizá surjan aún otras posibilidades terapéuticas todavía
insospechadas; por ahora no disponemos de nada mejor que la técnica
psicoanalítica, y por eso no se la debería desdeñar, pese a todas sus
limitaciones.
CAPÍTULO VII
Hemos logrado una noción general del aparato psíquico, de las partes,
órganos e instancias que lo componen, de las fuerzas que en él actúan, de las
funciones que desempeñan sus distintas partes. Las neurosis y las psicosis
son los estados en los cuales se manifiestan los trastornos funcionales del
aparato. Hemos elegido las neurosis como objeto de nuestro estudio porque
sólo ellas parecen accesibles a los métodos de que disponemos. Mientras nos
esforzamos por influirlas, recogemos observaciones que nos ofrecen una
noción de su origen y de su modo de formación.
Anticiparemos uno de nuestros resultados principales a la descripción que
nos disponemos a emprender. Las neurosis no tienen causas específicas
(como, por ejemplo, las enfermedades infecciosas). Sería vana tarea tratar de
buscar en ellas un factor patógeno. Transiciones graduales llevan de ellas a la
así llamada normalidad, y, por Otra parte, quizá no exista ningún estado
reconocidamente normal en el que no se pudieran comprobar asomos de
rasgos neuróticos. Los neuróticos traen consigo disposiciones innatas más o
menos idénticas a las de otros seres; sus vivencias son las mismas y tienen los
mismos problemas que resolver. ¿Por qué entonces su vida es tanto peor y tan
difícil? ¿Por qué sufren en ella mayor displacer, angustia y dolor?
La respuesta a esta cuestión no puede ser difícil. Son disarmonías
cuantitativas las responsables de las inadecuaciones y los sufrimientos de los
neuróticos. Como sabemos, las causas determinantes de todas las
configuraciones que puede adoptar la vida psíquica humana deben buscarse
en el interjuego de las disposiciones congénitas y las experiencias
accidentales. Ahora bien: determinado instinto puede estar dotado de una
disposición innata demasiado fuerte o demasiado débil; cierta capacidad
puede quedar rudimentaria o no desarrollarse suficientemente en la vida; por
otra parte, las impresiones y las vivencias exteriores pueden plantear
demandas dispares en los distintos individuos, y las que aún son accesibles a
la continuación de uno ya podrán representar una empresa insuperable para la
de otro. Estas diferencias cuantitativas decidirán la diversidad de los
desenlaces.
No tardaremos en advertir, empero, la insuficiencia de esta explicación,
que es demasiado general, que explica demasiado. La etiología planteada rige
para todos los casos de sufrimiento, miseria e incapacidad psíquica; pero no
se puede llamar neuróticos a todos los estados así causados. Las neurosis
tiene características específicas, son padecimientos de especie peculiar. Por
consiguiente, a pesar de todo, tendremos que hallar causas específicas para
ellas, o bien imaginarnos que entre las tareas impuestas a la vida psíquica hay
algunas en las que fracasa con particular facilidad, de modo que la
peculiaridad de los fenómenos neuróticos, tan notables a menudo, sería
reducible a esa circunstancia, sin que necesitemos contradecir nuestras
anteriores afirmaciones. De ser cierto que las neurosis no discrepan
esencialmente de lo normal, su estudio promete suministramos preciosas
contribuciones al conocimiento de esa normalidad. Al emprenderlo, quizá
descubriremos los «puntos débiles» de toda organización normal.
Esta presunción nuestra se confirma, pues la experiencia analítica enseña
que existe, en efecto, una demanda instintual cuya superación es
particularmente propensa a fracasar o a resultar sólo parcialmente; además,
que hay una época de la vida a la cual cabe referir exclusiva o
predominantemente la formación de la neurosis. Ambos factores —naturaleza
del instinto y período de la vida— exigen consideración separada, por más
que tengan bastantes vínculos entre sí.
Podemos pronunciarnos con cierta seguridad sobre el papel que
desempeña el período de la vida. Parece que las neurosis sólo pueden
originarse en la primera infancia (hasta los seis años), aunque sus síntomas no
lleguen a manifestarse sino mucho más tarde. La neurosis infantil puede
exteriorizarse durante breve tiempo o aun pasar completamente inadvertida.
En todos los casos, la neurosis ulterior arranca de ese prólogo infantil. Quizá
sea una excepción la denominada neurosis traumática (motivada por un susto
desmesurado, por profundas conmociones somáticas, como choques de
ferrocarril, sepultamientos por derrumbamientos, etc.), por lo menos, hasta
ahora no conocemos sus vinculaciones con la condición infantil. Es fácil
explicar la predilección etiológica por el primer período de la infancia. Como
sabemos, las neurosis son afecciones del yo, y no es de extrañar que éste,
mientras es débil, inmaduro e incapaz de resistencia, fracase ante tareas que
más tarde podría resolver con la mayor facilidad. En tal caso, tanto las
demandas instintuales interiores como las excitaciones del mundo exterior
actúan en calidad de «traumas», particularmente si son favorecidas por ciertas
disposiciones. El inerme yo se defiende contra ellas mediante tentativas de
fuga (represiones), que más tarde demostrarán ser ineficaces e implicarán
restricciones definitivas del desarrollo ulterior. El daño que sufre el yo bajo el
efecto de sus primeras vivencias puede parecemos desmesurado; pero bastará
recordar, como analogía, los distintos efectos que se obtienen en las
experiencias de Roux al pinchar con la aguja una masa de células
germinativas en plena división y al dirigir el pinchazo contra el animal
adulto, desarrollado de aquel germen. Ningún ser humano queda a salvo de
tales vivencias traumáticas; ninguno se verá libre de las represiones que ellas
suscitan, y quizá semejantes reacciones azarosas del yo hasta sean
imprescindibles para alcanzar otro objetivo puesto a ese período de la vida.
En efecto, el pequeño ser primitivo ha de convertirse, al cabo de unos pocos
años, en un ser humano civilizado; deberá cubrir, en abreviación casi
inaudita, un trecho inmenso de la evolución cultural humana. La posibilidad
de hacerlo está dada en sus disposiciones hereditarias; pero casi siempre será
imprescindible la ayuda de la educación y del influjo parental que, como
predecesores del super-yo, restringen la actividad del yo con prohibiciones y
castigos, estimulando o imponiendo las represiones. Por tanto, no olvidemos
incluir también la influencia cultural entre las condiciones determinantes de
la neurosis. Nos damos cuenta de que al bárbaro le resulta fácil ser sano; para
el hombre civilizado es una pesada tarea. Comprenderemos el anhelo de tener
un yo fuerte y libre de trabas; pero, como lo muestra la época actual, esa
aspiración es profundamente adversa a la cultura. Así, pues, ya que las
demandas culturales son representadas por la educación en el seno de la
familia, también deberemos considerar en la etiología de las neurosis ese
carácter biológico de la especie humana que es su prolongado período de
dependencia infantil.
En cuanto al otro elemento, el factor instintual específico, descubrimos
aquí una interesante disonancia entre la teoría y la experiencia. Teóricamente
no hay objeción alguna contra la suposición de que cualquier demanda
instintual podría dar lugar a esas mismas represiones, con todas sus
consecuencias; pero nuestra observación nos demuestra invariablemente, en
la medida en que podemos apreciarlo, que las excitaciones patogénicas
proceden de los instintos parciales de la vida sexual. Podría decirse que los
síntomas de las neurosis siempre son, o bien satisfacciones sustitutivas de
algún impulso sexual, o medidas dirigidas a impedir su satisfacción, aunque
por lo general representan transacciones entre ambas tendencias, tal como de
acuerdo con las leyes que rigen al inconsciente pueden llegar a ser
concertadas entre pares antagónicos. Por ahora no podemos colmar esta
laguna de nuestra teoría; toda decisión al respecto es dificultada aún más por
la circunstancia de que la mayoría de los impulsos de la vida sexual no son de
naturaleza puramente erótica, sino productos de fusiones de elementos
eróticos con componentes del instinto de destrucción. Mas no puede caber la
menor duda de que aquellos instintos que se manifiestan fisiológicamente
como sexualidad desempeñan un papel predominante y de insospechada
magnitud en la causación de las neurosis —y aún queda por establecer si su
intervención no es quizá exclusiva—. Además, debe tenerse en cuenta que
ninguna otra función ha sido repudiada tan enérgica y consecuentemente
como la sexual en el curso de la evolución recogida por la cultura. Nuestra
teoría deberá conformarse con las siguientes alusiones, que revelan un nexo
más profundo: que el primer período de la infancia, durante el cual comienza
a diferenciarse el yo del ello, es también la época del primer florecimiento de
la sexualidad, que finaliza con el período de latencia; que no puede
considerarse casual el hecho de que esta importante época previa sea objeto,
más tarde, de la amnesia infantil; por fin, que en la evolución del animal
hacia el hombre deben haber tenido suma importancia ciertas modificaciones
biológicas de la vida sexual (como precisamente aquel arranque bifásico de la
función, la pérdida del carácter periódico de la excitabilidad sexual y el
cambio en la relación entre la menstruación femenina y la excitación
masculina). La ciencia futura tendrá la misión de integrar en conceptos
nuevos estas nociones todavía inconexas. No es la psicología, sino la
biología, la que al respecto presenta una laguna. Quizá no estemos errados al
decir que el punto débil de la organización del yo reside en su actitud frente a
la función sexual, como si la antinomia biológica entre la conservación de sí
mismo y la conservación de la especie hubiese hallado aquí expresión
psicológica.
Dado que la experiencia analítica nos ha convencido de la plena
veracidad que reviste la tan común afirmación de que el niño sería
psicológicamente el padre del adulto y de que las vivencias de sus años
primeros tendrían inigualada importancia para toda su vida futura, será
particularmente interesante para nosotros comprobar si existe algo así como
una experiencia central de ese período infantil. Ante todo, nos llaman la
atención las consecuencias de ciertos influjos que no afectan a todos los
niños, por más que ocurran con no poca frecuencia, como, por ejemplo, los
abusos sexuales cometidos por adultos en niños, la seducción de éstos por
otros niños algo mayores (hermanos y hermanas) y —cosa ésta que nos
resulta inesperada— la conmoción que las relaciones sexuales entre adultos
(padres) producen en los niños cuando llegan a presenciarlas como testigos
auditivos o visuales, por lo general en una época en que no se les atribuiría
interés ni comprensión por tales vivencias, ni tampoco la capacidad de
recordarlas ulteriormente. Es fácil comprobar la medida en que la
susceptibilidad sexual del niño es despertada por semejantes vivencias y
cómo sus propias tendencias sexuales son dirigidas por aquéllas hacia
determinadas vías que ya no lograrán abandonar más. Dado que dichas
impresiones sufren la represión, ya sea inmediatamente o en cuanto traten de
retornar como recuerdos, constituyen la condición básica para la compulsión
neurótica que más tarde impedirá al yo dominar su función sexual y que,
probablemente, lo inducirá a apartarse de ésta en forma definitiva. Ésta
última reacción tendrá por consecuencia una neurosis; pero, en caso de que
no se produzca, aparecerán múltiples perversiones o una insubordinación
completa de esa función, tan importante no sólo para la procreación, sino
también para toda la conformación de la existencia.
Por instructivos que sean tales casos, nuestro interés es atraído aún más
por la influencia de una situación que todos los niños están condenados a
experimentar y que resulta irremediablemente de la prolongada dependencia
infantil y de la vida en común con los padres. Me refiero al complejo de
Edipo, así denominado porque su tema esencial se encuentra también en la
leyenda griega del rey Edipo, cuya representación por un gran dramaturgo ha
llegado felizmente a nuestros días. El héroe griego mata a su padre y toma
por mujer a su madre. La circunstancia de que lo haga sin saberlo, al no
reconocer como padres suyos a ambos personajes, constituye una
discrepancia frente a la situación analítica, que comprendemos con facilidad
y que aun consideramos irremediable.
Tendremos que describir aquí, por separado, el desarrollo del varón y de
la niña (del hombre y dé la mujer), pues la diferencia sexual adquiere ahora
su primera expresión psicológica. El hecho biológico de la dualidad de los
sexos se alza ante nosotros cual un profundo enigma, como un término final
de nuestros conocimientos, resistiendo toda reducción a nociones más
fundamentales. El psicoanálisis no contribuyó con nada a la aclaración de
este problema, que evidentemente es pleno patrimonio de la biología. En la
vida psíquica sólo hallamos reflejos de esa gran polaridad, cuya
interpretación es dificultada por el hecho, hace mucho tiempo sospechado, de
que ningún individuo se limita a las modalidades reactivas de un solo sexo,
sino que siempre concede cierto margen a las del sexo opuesto, igual que su
cuerpo lleva, junto a los órganos desarrollados de un sexo, también los
rudimentos atrofiados y a menudo inútiles del otro. Para diferenciar en la vida
psíquica lo masculino de lo femenino recurrimos a una equivalencia empírica
y convencional, precaria a todas luces. Llamamos masculino a todo lo fuerte
y activo; femenino, a cuanto es débil y pasivo. Este hecho de que la
bisexualidad sea también psicológica pesa sobre todas nuestras indagaciones
y dificulta su descripción.
El primer objeto erótico del niño es el pecho materno que lo nutre; el
amor aparece en anaclisis con la satisfacción de las necesidades nutricias. Al
principio, el pecho seguramente no es discernido del propio cuerpo, y cuando
debe ser separado de éste, desplazado hacia «afuera» por sustraerse tan
frecuentemente al anhelo del niño, se lleva consigo, en calidad de «objeto»,
una parte de la catexia libidinal originalmente narcisista. Este primer objeto
se completa más tarde hasta formar la persona total de la madre, que no sólo
alimenta, sino también cuida al niño y le despierta muchas otras sensaciones
corporales, tanto placenteras como displacientes. En el curso de las
puericultura la madre se convierte en primera seductora del niño. En estas dos
relaciones arraiga la singular, incomparable y definitivamente establecida
importancia de la madre como primero y más poderoso objeto sexual, como
prototipo de todas las vinculaciones amorosas ulteriores, tanto en uno como
en el otro sexo. Al respecto, las disposiciones filogenéticas tienen tal
supremacía sobre las vivencias accidentales del individuo que no importa en
lo mínimo si el niño realmente succionó el pecho de la madre o si fue
alimentado con biberón y no pudo gozar jamás el cariño del cuidado materno.
En ambos casos su desarrollo sigue idéntico camino, y en el segundo, la
añoranza ulterior quizá sea aun más poderosa. Por más tiempo que el niño
haya sido alimentado por el pecho materno, el destete siempre dejara en él la
convicción de que fue demasiado breve, demasiado escaso.
Esta introducción no es superflua, pues aguzará nuestra comprensión de
la intensidad que alcanza el complejo de Edipo. El varón (de dos a tres años)
que llega a la fase fálica de su evolución libidinal, que percibe sensaciones
placenteras emanadas de su miembro viril y que aprende a procurárselas a su
gusto mediante la estimulación manual, conviértese al punto en amante de la
madre. Desea poseerla físicamente, de las maneras que le hayan permitido
adivinar sus observaciones y sus presunciones acerca de la vida sexual; busca
seducirla mostrándole su miembro viril, cuya posesión le produce gran
orgullo; en una palabra, su masculinidad precozmente despierta lo induce a
sustituir ante ella al padre, que ya fue antes su modelo envidiado o causa de
la fuerza corporal que en él percibe y de la autoridad con que lo encuentra
investido. Ahora el padre se convierte en un rival que se opone en su camino
y a quien quisiera eliminar. Si durante la ausencia del padre pudo compartir el
lecho de la madre, siendo desterrado de éste una vez retornado aquél, la
impresionarán profundamente las vivencias de la satisfacción experimentada
al desaparecer el padre y de la defraudación sufrida al regresar éste. He aquí
el tema del complejo de Edipo, que la leyenda griega trasladó del mundo
fantástico infantil a una pretendida realidad. En nuestras condiciones
culturales, este complejo sufre invariablemente un terrorífico final.
La madre ha comprendido perfectamente que la excitación sexual del
niño está dirigida a su propia persona, y en algún momento se le ocurrirá que
no sería correcto dejarla en libertad. Cree actuar acertadamente al prohibirle
la masturbación, pero esta prohibición tiene escaso efecto, y a lo sumo lleva a
que se modifique la forma de la autosatisfacción. Por fin, la madre recurre al
expediente violento, amenazándolo con quitarle esa cosa con la cual el niño
la desafía. Generalmente delega en el padre la realización de la amenaza, para
tornarla más terrible y digna de crédito: le contará todo al padre, y éste le
cortará el miembro. Aunque parezca extraño, tal amenaza sólo surte su efecto
siempre que antes y después de ella haya sido cumplida otra condición, pues,
en sí misma, al niño le parece demasiado inconcebible que tal cosa pueda
suceder. Pero si al proferirse dicha amenaza puede recordar el aspecto de un
órgano genital femenino, o si poco después llega a ver tal órgano, al cual le
falta, en efecto, esa parte apreciada por sobre todo lo demás, entonces toma
en serio lo que le han dicho y, cayendo bajo la influencia del complejo de
castración, sufre el trauma más poderoso de su joven existencia[2539].
Los resultados de la amenaza de castración son diversos e incalculables:
afectan a todas las relaciones de un niño con su padre y con su madre y
posteriormente con los hombres y las mujeres en general. Por lo común la
masculinidad del niño no es capaz de resistir este choque. Para preservar su
órgano sexual renuncia más o menos por completo a la posesión de la madre;
con frecuencia su vida sexual resulta permanentemente trastornada por la
prohibición. Si en él existe un poderoso componente femenino —como lo
expresamos en nuestra terminología—, éste adquirirá mayor fuerza al
coartarse la masculinidad. El niño cae en una actitud pasiva frente al padre,
en la misma actitud que atribuye a la madre. Las amenazas le habrán hecho
abandonar la masturbación, pero no las fantasías acompañantes que, siendo
ahora la única forma de satisfacción sexual que ha conservado, son
producidas en grado mayor que antes; en esas fantasías seguirá
identificándose con el padre, pero al mismo tiempo, y quizá
predominantemente, también con la madre. Los derivados y los productos de
transformación de tales fantasías masturbatorias precoces suelen integrar su
yo ulterior y participar aun en la formación de su carácter.
Independientemente de esta estimulación de su femineidad, se acrecentará en
grado sumo el temor y el odio al padre. La masculinidad del niño se retrotrae
en cierta manera hacia una actitud de terquedad frente al padre, actitud que
dominará compulsivamente su futura conducta en la sociedad humana. Como
residuo de la fijación erótica a la madre, suele establecerse una excesiva
dependencia de ella, que más tarde continuará con la sujeción a la mujer. Ya
no se atreve a amar a la madre, pero no puede arriesgarse a dejar de ser
amado por ella, pues en tal caso correría peligro de que ésta lo traicionara con
el padre y lo expusiera a la castración. Estas vivencias, con todas sus
condiciones previas y sus consecuencias de las que sólo hemos descrito
algunas, sufren una represión muy enérgica, y de acuerdo con las leyes del
ello inconsciente, todas las pulsiones afectivas y las reacciones mutuamente
antagonistas que otrora fueron activadas se conservan en el inconsciente
dispuestas a perturbar después de la pubertad la evolución ulterior del yo.
Cuando el proceso somático de la maduración sexual reanime las antiguas
fijaciones libidinales aparentemente superadas, la vida sexual quedará
inhibida, careciendo de unidad y desintegrándose en impulsos mutuamente
antagónicos.
Evidentemente, el impacto de la amenaza de castración sobre la vida
sexual germinante del niño no siempre tiene estas temibles consecuencias.
Una vez más, la medida en que se produzca o se evite el daño dependerá de
las relaciones cuantitativas. Todo ese suceso, que podemos considerar como
la experiencia central de los años infantiles, como máximo problema de la
temprana existencia y como fuente más poderosa de ulteriores
inadecuaciones, es olvidado tan completamente que su reconstrucción en la
labor analítica tropieza con la más decidida incredulidad por parte del adulto.
Más aún, el rechazo de esos hechos llega a tal extremo que se pretende
condenar al silencio toda mención del espinoso tema y que, con curiosa
ceguera intelectual, se pasan por alto las expresiones más claras del mismo.
Así, por ejemplo, pudo oírse la objeción de que la leyenda del rey Edipo nada
tendría que ver, en el fondo, con esta construcción del análisis, pues se
trataría de un caso totalmente distinto, ya que Edipo no sabía que era a su
padre a quien había matado ni su madre con quien se había casado. Al decir
tal cosa se olvida que semejante deformación es imprescindible para dar
expresión poética al tema y que no introduce en éste nada extraño, sino que
sólo aprovecha hábilmente los elementos que el asunto contiene. La
ignorancia de Edipo es una representación cabal del carácter inconsciente que
la experiencia entera adquiere en el adulto, y la inexorabilidad del oráculo
que absuelve o que debería absolver al héroe representa el reconocimiento de
la inexorabilidad del destino, que ha condenado a todos los hijos a sufrir el
complejo de Edipo. En cierta ocasión, un psicoanalista señaló la facilidad con
que el enigma de otro héroe literario, del moroso Hamlet de Shakespeare,
puede resolverse reduciéndolo al complejo de Edipo, ya que el príncipe
sucumbe ante la tentativa de castigar en otra persona algo que coincide con la
sustancia de sus propios deseos edípicos. La incomprensión general del
mundo literario, empero, mostró entonces cuán grande es la disposición de la
mayoría de los hombres a aferrarse a sus represiones infantiles[2540].
No obstante, más de un siglo antes de surgir el psicoanálisis, el filósofo
francés Diderot confirmó la importancia del complejo de Edipo al expresar en
los siguientes términos la diferencia entre prehistoria y cultura: Si le petit
sauvage était abandonné à lui-même, qu’il conservâ toute son imbécillité, et
qu’il réunît au peu de raison de l’enfant au berceau la violence des passions
de l’homme de trente ans, il tordrait le cou à son père et coucherait avec sa
mère[2541]. Me atrevo a declarar que si el psicoanálisis no tuviese otro mérito
que la revelación del complejo de Edipo reprimido, esto sólo bastaría para
hacerlo acreedor a contarse entre las conquistas más valiosas de la
Humanidad.
En la niña pequeña los efectos del complejo de castración son más
uniformes, pero no menos decisivos. Naturalmente, la niña no tiene motivo
para temer que perderá el pene, pero debe reaccionar frente al hecho de que
no lo tiene. Desde el principio envidia al varón por el órgano que posee, y
podemos afirmar que toda su evolución se desarrolla bajo el signo de la
envidia fálica. Comienza por hacer infructuosas tentativas de imitar al varón
y más tarde trata de compensar su defecto con esfuerzos de mayor éxito, que
por fin pueden conducirla a la actitud femenina normal. Si en la fase fálica
trata de procurarse placer como el varón, mediante la estimulación manual de
los genitales, no logra a menudo una satisfacción suficiente y extiende su
juicio de inferioridad de su pene rudimentario a toda su persona. Por lo
común, abandona pronto la masturbación porque no quiere que ésta le
recuerde la superioridad del hermano o del compañero de juegos, y se aparta
de toda forma de sexualidad.
Si la niña persiste en su primer deseo de convertirse en un varón,
terminará en caso extremo como homosexual manifiesta, y en todo caso
expresará en su conducta ulterior rasgos claramente masculinos, eligiendo
una profesión varonil o algo por el estilo. El otro camino lleva al abandono de
la madre amada, a quien la hija, bajo el influjo de la envidia fálica, no puede
perdonar el que la haya traído al mundo tan insuficientemente dotada. En
medio de este resentimiento abandona a la madre y la sustituye, en calidad de
objeto amoroso, por otra persona: por el padre. Cuando se ha perdido un
objeto amoroso, la reacción más obvia consiste en identificarse con él, como
si se quisiera recuperarlo desde dentro por medio de la identificación. La niña
pequeña aprovecha este mecanismo y la vinculación con la madre cede la
plaza a la identificación con la madre. La hijita se coloca en lugar de la
madre, como por otra parte siempre lo hizo en sus juegos; quiere suplantarla
ante el padre, y odia ahora a la madre que antes amara, aprovechando una
doble motivación: la odia tanto por celos como por el rencor que le guarda
debido a su falta de pene. Al principio, su nueva relación con el padre puede
tener por contenido el deseo de disponer de su pene, pero pronto culmina en
el otro deseo de que el padre le regale un hijo. De tal manera, el deseo del
hijo ocupa el lugar del deseo fálico, o al menos se desdobla de éste.
Es interesante que la relación entre los complejos de Edipo y de
castración se presente en la mujer de manera tan distinta y aun antagónica a la
que adopta en el hombre. Como sabemos, en éste la amenaza de castración
pone fin al complejo de Edipo; en la mujer nos enteramos de que, por el
contrario, el efecto de la falta de pene la impulsa hacia su complejo de Edipo.
La mujer no sufre gran perjuicio si permanece en su actitud edípica femenina
(para la cual se ha propuesto el nombre de «complejo de Electra»)[2542]. En
tal caso elegirá a su marido de acuerdo con las características paternas y
estará dispuesta a reconocer su autoridad. Su anhelo de poseer un pene,
anhelo en realidad inextinguible, puede llegar a satisfacerse si logra
completar el amor al órgano convirtiéndolo en amor al portador del mismo,
tal como lo hizo antes, al progresar del pecho materno a la persona de la
madre.
Si preguntamos a un analista cuáles son, en su experiencia, las estructuras
psíquicas de sus pacientes más inaccesibles a su influjo, veremos que en la
mujer es la envidia fálica y en el hombre la actitud femenina frente al propio
sexo, actitud que, necesariamente, tendría por condición previa la pérdida del
pene.
TERCERA PARTE
RESULTADOS TEÓRICOS
CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO IX
EL MUNDO INTERIOR