Freud, Sigmund - Compendio Del Psicoanalisis Cap 1 2 8 9
Freud, Sigmund - Compendio Del Psicoanalisis Cap 1 2 8 9
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Sigmund Freíd
1938 [1940]
[PREFACIO]
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO I
EL APARATO PSÍQUICO
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Librodot Compendio del psicoanálisis Sigmund Freud
Las nociones que tenemos de este aparato psíquico las hemos adquirido estudiando
el desarrollo individual del ser humano. A la más antigua de esas provincias o instancias
psíquicas la llamamos ello; tiene por contenido todo lo heredado, lo innato, lo
constitucionalmente establecido; es decir, sobre todo, los instintos originados en la
organización somática, que alcanzan en el ello una primera expresión psíquica, cuyas
formas aún desconocemos.
Bajo la influencia del mundo exterior real que nos rodea, una parte del ello ha
experimentado una transformación particular. De lo que era originalmente una capa cortical
dotada de órganos receptores de estímulos y de dispositivos para la protección contra las
estimulaciones excesivas, desarrollóse paulatinamente una organización especial que desde
entonces oficia de mediadora entre el ello y el mundo exterior. A este sector de nuestra vida
psíquica le damos el nombre de yo.
Como sedimento del largo período infantil durante el cual el ser humano en
formación vive en dependencia de sus padres, fórmase en el yo una instancia especial que
perpetúa esa influencia parental y a la que se ha dado el nombre de super-yo. En la medida
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en que se diferencia el yo o se le opone, este super-yo constituye una tercera potencia que el
yo ha de tomar en cuenta.
Una acción del yo es correcta si satisface al mismo tiempo las exigencias del yo, del
super-yo y de la realidad; es decir, si logra conciliar mutuamente sus demandas respectivas.
Los detalles de la relación entre el yo y el super-yo se tornan perfectamente inteligibles,
reduciéndolos a la actitud del niño frente a sus padres. Naturalmente, en la influencia
parental no sólo actúa la índole personal de aquéllos, sino también el efecto de las
tradiciones familiares, raciales y populares que ellos perpetúan, así como las demandas del
respectivo medio social que representan. De idéntica manera, en el curso de la evolución
individual el super-yo incorpora aportes de sustitutos y sucesores ulteriores de los padres,
como los educadores, los personajes ejemplares, los ideales venerados en la sociedad. Se
advierte que, a pesar de todas sus diferencias fundamentales, el ello y el super-yo tienen
una cosa en común: ambos representan las influencias del pasado: el ello, las heredadas; el
super-yo, esencialmente las recibidas de los demás, mientras que el yo es determinado
principalmente por las vivencias propias del individuo; es decir, por lo actual y accidental.
Este esquema general de un aparato psíquico puede asimismo admitirse como válido
para los animales superiores, psíquicamente similares al hombre. Debemos suponer que
existe un super-yo en todo ser que, como el hombre, haya tenido un período más bien
prolongado de dependencia infantil. Cabe también aceptar inevitablemente la distinción
entre un yo y un ello.
La psicología animal no ha abordado todavía el interesante problema que aquí se
plantea.
CAPÍTULO II
El poderío del ello expresa el verdadero propósito vital del organismo individual:
satisfacer sus necesidades innatas. No es posible atribuir al ello un propósito como el de
mantenerse vivo y de protegerse contra los peligros por medio de la angustia: tal es la
misión del yo, que además está encargado de buscar la forma de satisfacción que sea más
favorable y menos peligrosa en lo referente al mundo exterior. El super-yo puede plantear,
a su vez, nuevas necesidades, pero su función principal sigue siendo la restricción de las
satisfacciones.
Denominamos instintos a las fuerzas que suponemos tras las tensiones causadas por
las necesidades del ello. Representan las exigencias somáticas planteadas a la vida psíquica,
y aunque son la causa última de toda actividad, su índole es esencialmente conservadora: de
todo estado que un vivo alcanza surge la tendencia a restablecerlo en cuanto haya sido
abandonado. Por tanto, es posible distinguir un número indeterminado de instintos, lo que
efectivamente suele hacerse en la práctica común. Para nosotros, empero, tiene particular
importancia la posibilidad de derivar todos esos múltiples instintos de unos pocos
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fundamentales. Hemos comprobado que los instintos pueden trocar su fin (por
desplazamiento) y que también pueden sustituirse mutuamente, pasando la energía de uno
al otro, proceso éste que aún no se ha llegado a comprender suficientemente. Tras largas
dudas y vacilaciones nos hemos decidido a aceptar sólo dos instintos básicos: el Eros y el
instinto de destrucción. (La antítesis entre los instintos de autoconservación y de
conservación de la especie, así como aquella otra entre el amor yoico y el amor objetal,
caen todavía dentro de los límites del Eros.) El primero de dichos instintos básicos persigue
el fin de establecer y conservar unidades cada vez mayores, es decir, a la unión; el instinto
de destrucción, por el contrario, busca la disolución de las conexiones, destruyendo así las
cosas. En lo que a éste se refiere, podemos aceptar que su fin último es el de reducir lo
viviente al estado inorgánico, de modo que también lo denominamos instinto de muerte. Si
admitimos que la sustancia viva apareció después que la inanimada, originándose de ésta, el
instinto de muerte se ajusta a la fórmula mencionada, según la cual todo instinto perseguiría
el retorno a un estado anterior. No podemos, en cambio, aplicarla al Eros (o instinto de
amor), pues ello significaría presuponer que la sustancia viva fue alguna vez una unidad,
destruida más tarde, que tendería ahora a su nueva unión.
Las modificaciones de la proporción en que se fusionan los instintos tienen las más
decisivas consecuencias. Un exceso de agresividad sexual basta para convertir al amante en
un asesino perverso, mientras que una profunda atenuación del factor agresivo lo convierte
en tímido o impotente.
De ningún modo podríase confinar uno y otro de los instintos básicos a determinada
región de la mente; por el contrario, han de encontrarse necesariamente en todas partes.
Imaginamos el estado inicial de los mismos suponiendo que toda la energía disponible del
Eros -que en adelante llamaremos libido- se encuentra en el yo-ello aún indiferenciado y
sirve allí para neutralizar las tendencias agresivas que coexisten con aquélla. (Carecemos de
un término análogo a libido para designar la energía del instinto de destrucción.) Podemos
seguir con relativa facilidad las vicisitudes de la libido, pero nos resulta más difícil hacerlo
con las del instinto de destrucción.
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autodestrucción, al orientarse aquélla contra la propia persona: cuando se mesa los cabellos
o se golpea la propia cara, siendo evidente que hubiera preferido aplicar a otro este
tratamiento. Una parte de la autodestrucción subsiste permanentemente en el interior, hasta
que concluye por matar al individuo, quizá sólo una vez que su libido se haya consumido o
se haya fijado en alguna forma desventajosa. Así, en términos generales, cabe aceptar que
el individuo muere por sus conflictos internos, mientras que la especie perece en su lucha
estéril contra el mundo exterior, cuando éste se modifica de manera tal que ya no puede ser
enfrentado con las adaptaciones adquiridas por la especie.
Es innegable que la libido tiene fuentes somáticas, que fluye hacia el yo desde
distintos órganos y partes del cuerpo, como lo observamos con mayor claridad en aquella
parte de la libido que, de acuerdo con su fin instintual, denominamos «excitación sexual».
Las más destacadas de las regiones somáticas que dan origen a la libido se distinguen con el
nombre de zonas erógenas, aunque en realidad el cuerpo entero es una zona erógena
semejante. La mayor parte de nuestros conocimientos respecto del Eros -es decir, de su
exponente, la libido- los hemos adquirido estudiando la función sexual, que en la acepción
popular, aunque no en nuestra teoría, coincide con el Eros. Pudimos formarnos así una
imagen de cómo el impulso sexual, destinado a ejercer tan decisiva influencia en nuestra
vida, se desarrolla gradualmente a partir de los sucesivos aportes suministrados por una
serie de instintos parciales que representan determinadas zonas erógenas.
CAPÍTULO III
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TERCERA PARTE
RESULTADOS TEÓRICOS
CAPÍTULO VIII
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El estudio de un trastorno psíquico fugaz, inofensivo y aun útil, que ocurre durante
el reposo, nos ha suministrado la clave de las enfermedades anímicas permanentes y
nocivas para la existencia. Ahora nos permitimos afirmar que la psicología de la
consciencia no fue capaz de comprender la función psíquica normal mejor que el sueño.
Los datos de la autopercepción consciente, los únicos de que disponía, se han revelado en
todo respecto insuficientes para penetrar la plenitud y la complejidad de los procesos
psíquicos, para revelar sus conexiones y para reconocer así las causas determinantes de su
perturbación.
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El ello, aislado del mundo exterior, tiene un mundo propio de percepciones. Percibe
con extraordinaria agudeza ciertas alteraciones de su interior, especialmente las
oscilaciones en la tensión de sus necesidades instintuales, oscilaciones que se consciencian
como sensaciones de la serie placer-displacer. Desde luego, es difícil indicar por qué vías y
con ayuda de qué órganos terminales de la sensibilidad llegan a producirse esas
percepciones. De todos modos, no cabe duda que las autopercepciones -tanto las
sensaciones cenestésicas indiferenciadas como las sensaciones de placer-displacer-
dominan con despótica tiranía los procesos del ello. El ello obedece al inexorable principio
del placer, mas no sólo el ello se conduce así. Parecería que también las actividades de las
restantes instancias psíquicas sólo consiguen modificar el principio del placer, pero no
anularlo, de modo que subsiste el problema -de suma importancia teórica y aún no resuelto-
de cómo y cuándo se logra superar el principio del placer, si es que ello es posible. La
noción de que el principio del placer requiere la reducción -y en el fondo quizá aun la
extinción- de las tensiones instintuales (es decir, un estado de nirvana) nos conduce a
relaciones aún no consideradas entre el principio del placer y las dos fuerzas primordiales:
Eros e instinto de muerte.
La otra instancia psíquica, la que creemos conocer mejor y en la cual nos resulta
más fácil reconocernos a nosotros mismos -el denominado yo- se ha desarrollado de aquella
capa cortical del ello que, adaptada a la recepción y a la exclusión de estímulos, se
encuentra en contacto directo con el mundo exterior (con la realidad). Partiendo de la
percepción consciente, el yo ha sometido a su influencia sectores cada vez mayores y capas
cada vez más profundas del ello, exhibiendo en la sostenida dependencia del mundo
exterior el sello indeleble de su primitivo origen (algo así como el «Made in Germany»). Su
función psicológica consiste en elevar los procesos del ello a un nivel dinámico superior
(por ejemplo, convirtiendo energía libremente móvil en energía ligada, como corresponde
al estado preconsciente); su función constructiva, en cambio, consiste en interponer entre la
exigencia instintual y el acto destinado a satisfacerla una actividad intelectiva que, previa
orientación en el presente y utilizando experiencias interiores, trata de prever las
consecuencias de los actos propuestos por medio de acciones experimentales o «tanteos».
De esta manera el yo decide si la tentativa de satisfacción debe ser realizada o diferida, o si
la exigencia del instinto no habrá de ser suprimida totalmente por peligrosa (he aquí el
principio de la realidad). Así como el ello persigue exclusivamente el beneficio placentero,
así el yo está dominado por la consideración de la seguridad. El yo tiene por función la
autoconservación, que parece ser desdeñada por el ello. Utiliza las sensaciones de angustia
como señales que indican peligros amenazantes para su integridad. Dado que los rastros
mnemónicos pueden tornarse conscientes igual que las percepciones, en particular por su
asociación con los residuos verbales, surge aquí la posibilidad de una confusión que podría
llevar a desconocer la realidad. El yo se protege contra esto estableciendo la función del
juicio o examen de realidad, que, merced a las condiciones reinantes al dormir, bien puede
quedar abolida en los sueños. El yo, afanoso de subsistir en un medio lleno de fuerzas
mecánicas abrumadoras, es amenazado por peligros que proceden principalmente de la
realidad exterior pero no sólo de allí. El propio ello es una fuente de peligros similares, en
virtud de dos causas muy distintas. Ante todo, los instintos excesivamente fuertes pueden
perjudicar al yo de manera análoga a los «estímulos» exorbitantes del mundo exterior. Es
verdad que no pueden destruirlo, pero sí pueden aniquilar la organización dinámica que
caracteriza al yo, volviendo a convertirlo en una parte del ello. Además, la experiencia
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habrá enseñado al yo que la satisfacción de una exigencia instintual, tolerable por sí misma,
implicaría peligros emanados del mundo exterior, de modo que la propia demanda
instintual se convierte así en un peligro. Por consiguiente, el yo combate en dos frentes:
debe defender su existencia contra un mundo exterior que amenaza aniquilarlo, tanto como
contra un mundo interior demasiado exigente. Emplea contra ambos los mismos métodos
de defensa, pero la protección contra el enemigo interno es particularmente inadecuada.
Debido a la identidad de origen con este enemigo y a la íntima vida en común que ambos
han llevado ulteriormente, el yo halla la mayor dificultad en escapar a los peligros
interiores que subsisten como amenazas aun cuando puedan ser domeñados
transitoriamente.
Hasta ahora siempre nos hemos visto obligados a destacar que el yo debe su origen
y sus más importantes características adquiridas a la relación con el mundo exterior real; en
consecuencia, estamos preparados para aceptar que los estados patológicos del yo, en los
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El punto de vista según el cual en todas las psicosis debe postularse una escisión del
yo no merecería tal importancia si no se confirmara también en otros estados más
semejantes a las neurosis, y finalmente también en estas últimas. Por primera vez me
convencí de ello en casos de fetichismo. Esta anormalidad, que puede incluirse entre las
perversiones, se basa, como sabemos, en que el enfermo, (casi siempre del sexo masculino)
no acepta la falta del pene de la mujer, defecto que le resulta desagradable en extremo, pues
representa la prueba de que su propia castración es posible. Por eso reniega de sus propias
percepciones sensoriales, que le han demostrado la ausencia del pene en los genitales
femeninos, y se aferra a la convicción contraria. Pero la percepción renegada no ha dejado
de ejercer toda influencia, pues el enfermo no tiene el coraje de afirmar haber visto
realmente un pene. En cambio, toma otra cosa, una parte del cuerpo o un objeto, y le
confiere el papel del pene que por nada quisiera echar de menos. Por lo común se trata de
algo que realmente vio entonces, cuando contempló los genitales femeninos, o bien de algo
que se presta para sustituir simbólicamente al pene. Pero sería injusto calificar de escisión
yoica a este mecanismo de formación del fetiche, pues se trata de una transacción alcanzada
con ayuda del desplazamiento, tal como ya lo conocemos en el sueño. Pero nuestras
observaciones nos muestran algo más. El fetiche fue creado con el propósito de aniquilar la
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prueba según la cual la castración sería posible, de modo que permitiera evitar la angustia
de castración. Si la mujer poseyera un pene, como otros seres vivientes, ya no sería
necesario tener que temblar por la conservación del propio pene.
Ahora bien: también nos encontramos con fetichistas que han desarrollado la misma
angustia de castración que los no fetichistas, reaccionando frente a ella de idéntica manera.
En su conducta se expresan, pues, al mismo tiempo dos presuposiciones contrarias. Por un
lado reniegan del hecho de su percepción, según la cual no han visto pene alguno en los
genitales femeninos; pero por otro lado reconocen la falta de pene en la mujer y extraen de
ella las conclusiones correspondientes. Ambas actitudes subsisten la una junto a la otra
durante la vida entera, sin afectarse mutuamente. He aquí lo que justificadamente puede
llamarse una escisión del yo. Esta circunstancia también nos permite comprender que el
fetichismo sólo esté, con tal frecuencia, parcialmente desarrollado. No domina con carácter
exclusivo la elección de objeto, sino que deja lugar para una medida más o menos
considerable de actitudes sexuales normales, y a veces aun llega a restringirse a un papel
modesto o a una mera insinuación. Por consiguiente, los fetichistas nunca logran
desprender completamente su yo de la realidad del mundo exterior.
Los hechos concernientes a la escisión yoica que aquí hemos descrito no son tan
originales y extraños como parecería a primera vista. En efecto, el que la vida psíquica de
una persona presente en relación con determinada conducta dos actitudes distintas, opuestas
entre sí y mutuamente independientes, responde a una característica general de las neurosis,
sólo que en este caso una de aquéllas pertenece al yo, y la antagónica, estando reprimida,
forma parte del ello. La diferencia entre ambos casos es, en esencia, topográfica o
estructural, y no siempre es fácil decidir ante cuál de ambas posibilidades nos encontramos
en un caso determinado. Mas la concordancia importante entre ambos casos reside en lo
siguiente: cualquier caso que emprenda el yo en sus tentativas de defensa, ya sea que
repudie una parte del mundo exterior real o que pretenda rechazar una exigencia instintual
del mundo interior, el éxito jamás será pleno y completo. Siempre surgirán dos actitudes
antagónicas, de las cuales también la subordinada, la más débil, dará lugar a
complicaciones psíquicas. Para finalizar, sólo señalaremos cuán poco nos enseñan nuestras
percepciones conscientes acerca de todos estos procesos.
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CAPÍTULO IX
EL MUNDO INTERIOR
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desempeñando ante el yo el papel de un mundo exterior, por más que se haya convertido en
parte integrante del mundo interior. Para todas las épocas ulteriores de la vida representará
la influencia de la época infantil del individuo, de los cuidados, la educación y la
dependencia de los padres; en suma, la influencia de la infancia, tan prolongada en el ser
humano por la convivencia familiar. Y con ello no sólo perduran las cualidades personales
de esos padres, sino también todo lo que a su vez tuvo alguna influencia determinante sobre
ellos; es decir, las inclinaciones y las normas del estado social en el cual viven, las
disposiciones y tradiciones de la raza de la cual proceden. Quien prefiera las formulaciones
generales y las distinciones precisas podrá decir que el mundo exterior, al cual se encuentra
expuesto el individuo una vez separado de los padres, representa el poderío del presente; su
ello, en cambio, con todas sus tendencias heredadas, representa el pasado orgánico; por fin,
el super-yo, adquirido más tarde, representa ante todo el pasado cultural, que el niño debe,
en cierta manera, reexperimentar en los pocos años de su primera infancia. Sin embargo,
tales generalizaciones difícilmente pueden tener vigencia universal. Una parte de las
conquistas culturales se sedimenta evidentemente en el ello; mucho de lo que el super-yo
trae consigo despertará, pues, un eco en el ello; parte de lo que el niño vivencia por primera
vez tendrá efecto reforzado, porque repite una arcaica vivencia filogenética:
De tal manera, el super-yo asume una especie de posición intermedia entre el ello y
el mundo exterior, reúne en sí las influencias del presente y del pasado. En el
establecimiento del super-yo vemos, en cierta manera, un ejemplo de cómo el presente se
convierte en el pasado...
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