Donald Winnicott - Obras Completas

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Luchando por superar la fase de

desaliento malhumorado
1963
Trabajo basado en una conferencia dictada ante el personal superior del
Departamento de Menores del Concejo del Condado de Londres,
en febrero de 1961. Revisado y publicado en 1963

El actual interés mundial por la adolescencia y sus problemas denota las circunstancias especiales
de la época en que vivimos. Si deseamos explorar este campo de la psicología, bien podemos
comenzar por preguntarnos a nosotros mismos si los adolescentes de uno y otro sexo desean ser
comprendidos. Creo que la respuesta es: "No". En realidad, los adultos deberían comunicarse entre
sí, secretamente, lo que han llegado a comprender acerca de la adolescencia. Sería absurdo escribir
un libro sobre la adolescencia destinado a los adolescentes, porque es un período de la vida que
debe ser vivido. Fundamentalmente es un período de descubrimiento personal, en el que cada
individuo participa de manera comprometida en una experiencia de vida, un problema concerniente
al hecho de existir y al establecimiento de una identidad.

Sólo hay una cura real para la adolescencia: la maduración. Combinada con el paso del tiempo
produce, a la larga, el surgimiento de la persona adulta. No se puede apresurar el proceso aunque,
por cierto, se lo puede forzar y destruir con una manipulación torpe, o bien puede deteriorarse desde
adentro cuando el individuo padece una enfermedad psiquiátrica. A veces necesitamos que se nos
recuerde que si bien la adolescencia es algo que siempre llevamos adentro, cada adolescente se
hace adulto en pocos años. Es fácil provocar la irritación del adulto ante los fenómenos de la
adolescencia con sólo referirse a ésta, por descuido, como un problema permanente, olvidando que
cada adolescente está en vías de convertirse en un adulto responsable que se interesa y preocupa
por la sociedad.

Si examinamos los procesos de maduración, veremos que en esta fase de la vida el niño o niña
debe hacer frente a cambios importantes, relacionados con la pubertad; adquiere capacidad sexual
y aparecen las manifestaciones sexuales secundarias. El modo en que el adolescente afronta estos
cambios y las angustias que ellos generan se basa, en grado considerable, en una pauta organizada
en su temprana infancia, cuando atravesó por una fase similar de rápido crecimiento físico y
emocional. En esta fase más temprana, los niños sanos y bien cuidados adquirieron el llamado
"complejo de Edipo", o sea la capacidad de hacer frente a las relaciones triangulares, de aceptar en
toda su potencia la capacidad de amar y las complicaciones consiguientes.
El niño sano llega a la adolescencia equipado con un método personal para habérselas con nuevos
sentimientos, tolerar la desazón y rechazar o apartar de sí las situaciones que le provoquen una
angustia insoportable. Ciertas características y tendencias individuales, heredadas o adquiridas,
derivan igualmente de las experiencias vividas por cada adolescente en su temprana infancia y su
niñez; son pautas residuales de enfermedad asociadas al fracaso (más que al éxito) en el manejo de
los sentimientos propios de los dos primeros años de vida.

Las pautas formadas en conexión con experiencias vividas durante la infancia y la niñez temprana
incluyen, por fuerza, muchos elementos inconscientes y no pocas cosas que el niño ignora porque
aún no las ha vivenciado.

Siempre surge el mismo interrogante: esta organización de la personalidad, ¿cómo hará frente a la
nueva capacidad instintiva? ¿Cómo se modificarán los cambios propios de la pubertad para
amoldarlos a la pauta de personalidad de cada adolescente? Es más: ¿cómo abordará cada uno
algo tan novedoso como el poder de destruir y aun matar, un poder que no se mezclaba con sus
sentimientos de odio cuando era un pequeñuelo que daba sus primeros pasos?

En esta etapa de la vida el ambiente desempeña un papel importantísimo, a tal extremo que en un
informe descriptivo lo mejor es presumir la existencia e interés continuados de los padres biológicos
y la organización familiar más amplia. Gran parte del trabajo de un psiquiatra concierne a problemas
relacionados con fallas ambientales producidas en alguna etapa de la vida; este hecho subraya la
importancia vital del ambiente y el medio familiar. Podemos dar por sentado que la gran mayoría de
los adolescentes viven en un ambiente suficientemente bueno. La mayoría de ellos alcanzan de
hecho la madurez adulta, aun cuando en su proceso de maduración les den dolores de cabeza a
sus padres. Con todo, hasta en circunstancias óptimas, con un ambiente que facilite los procesos de
maduración, cada adolescente aún tendrá que superar muchos problemas personales y fases
difíciles.

El aislamiento del individuo

El adolescente es esencialmente un ser aislado. Cuando se lanza hacia algo que puede dar como
resultado una relación personal, lo hace desde una posición de aislamiento. Las relaciones
individuales, actuando de a una por vez, son las que con el tiempo lo conducen hacia la
socialización. El adolescente repite una fase esencial de la infancia: el bebé también es un ser
aislado, al menos hasta que puede afirmar su capacidad de relacionarse con objetos que escapan al
control mágico. El infante adquiere la capacidad de reconocer y acoger con beneplácito la existencia
de objetos que no forman parte de él, pero esto es un logro. El adolescente repite esta lucha.

Es como si debiera partir de un estado de aislamiento. Primero debe poner a prueba sus relaciones
sobre objetos subjetivos. De ahí que a veces los grupos de adolescentes de menor edad nos
parezcan aglomeraciones de individuos aislados que intentan -todos a la vez- formar un conjunto
mediante la adopción de ideas, ideales, modos de vestir y estilos de vida mutuos, como si pudieran
agruparse a causa de sus preocupaciones e intereses recíprocos. Por supuesto, pueden llegar a
constituir un grupo si son atacados como tal, pero es una agrupación reactiva que cesa al terminar la
persecución. No es satisfactoria, porque carece de dinámica interna.

Este fenómeno del aislamiento y la necesidad de asociarse basándose en los intereses mutuos
imprimen un matiz especial a las experiencias sexuales de los adolescentes más jóvenes. Por lo
demás, ¿no es cierto acaso que en esta etapa el adolescente no sabe todavía si será homosexual,
heterosexual o simplemente narcisista? En verdad, puede ser doloroso para un adolescente
percatarse de que sólo se ama a sí mismo; esto puede ser peor para el varón que para la
muchacha, porque la sociedad tolera la presencia de elementos narcisistas en la adolescente, pero
se muestra intolerante con el muchacho que se ama a sí mismo. A menudo ellos y ellas pasan por
un largo período de incertidumbre acerca de si llegarán a tener impulsos sexuales.

En esta etapa, la masturbación compulsiva puede ser un esfuerzo reiterado por liberarse del sexo,
más que una forma de experiencia sexual. En otras palabras, puede ser un intento reiterado de
abordar un problema puramente fisiológico que se torna apremiante, antes de empezar a
comprender a fondo el significado de lo sexual. Las actividades heterosexuales u homosexuales
compulsivas también pueden servir, por cierto, para liberar la tensión sexual cuando aún no se ha
adquirido la capacidad de unión entre dos seres humanos completamente desarrollados. Es más
probable que esta unión aparezca primero en el juego sexual con meta inhibida, o bien en una
conducta afectuosa que haga hincapié en la dependencia o interdependencia.

Nos hallamos una vez más ante una pauta personal que aguarda el momento oportuno para unirse
a los nuevos desarrollos instintivos; empero, en el largo período de espera, los adolescentes tienen
que hallar el modo de desahogar su tensión sexual. Por eso es previsible que los más jóvenes
recurran a la masturbación compulsiva, aunque tal vez se sientan molestos por la insensatez de ese
acto que ni siquiera les produce necesariamente placer y tiene sus complicaciones. Por supuesto, el
investigador rara vez llega a conocer la verdad acerca de estas cuestiones tan secretas; un buen
lema para él sería: "Quien haga preguntas, debe prever que le contestarán con mentiras".

El tiempo oportuno para la adolescencia

El hecho de que los adolescentes puedan serlo en el momento correcto, o sea, a la edad que
abarca el desarrollo de la pubertad, ¿no indica acaso una sociedad sana? Los pueblos primitivos
ocultan los cambios de la pubertad bajo diversos tabúes, o bien transforman al adolescente en
adulto en el lapso de algunas semanas o meses valiéndose de ciertos ritos y pruebas severas. En
nuestra sociedad actual, el adulto se forma mediante procesos naturales a partir del adolescente
que avanza impulsado por las tendencias de crecimiento. Esto significa muy probablemente que hoy
en día el joven recién llegado a la edad adulta es un individuo fuerte, estable y maduro.

Claro está que debemos pagar un precio por esto, en tolerancia y paciencia. Además, este adelanto
somete a la sociedad a una nueva tensión: para los adultos a los que les ha sido birlada su
adolescencia, es afligente verse rodeados de muchachos y chicas que gozan de una adolescencia
floreciente.

A mi entender, hay tres progresos sociales principales que, actuando en forma conjunta, han
alterado todo el clima en que se desenvuelven los adolescentes.

Las enfermedades venéreas ya no son un factor disuasivo

El fantasma de estas enfermedades ya no asusta a nadie. Las espiroquetas y los gonococos ya no


son los agentes de un Dios castigador (como se creía, por cierto, hace cincuenta años). Ahora se
pueden combatir con penicilina y otros antibióticos adecuados.

Recuerdo muy bien el caso de una muchacha a la que conocí después de la Primera Guerra
Mundial. Conversando conmigo, me dijo que el miedo a las enfermedades venéreas había sido el
único freno que le impidió convertirse en prostituta. Comenté que tal vez, algún día, esas
enfermedades podrían prevenirse o curarse, y ella replicó horrorizada que no imaginaba cómo
podría haber superado la adolescencia -que apenas había dejado atrás- sin ese miedo del que se
había valido para no desviarse del camino recto. Ahora es madre de una familia numerosa y se diría
que es una persona normal, pero debió librar la lucha de su adolescencia y enfrentar el desafío de
sus instintos. Fueron tiempos difíciles para ella; robó y mintió un poco, pero emergió como un adulto.

Los anticonceptivos

El avance de las técnicas anticonceptivas le ha dado al adolescente la libertad de explorar. Es una


nueva libertad, que le permite descubrir la sexualidad y la sensualidad no sólo aunque no desee ser
padre o madre, sino también cuando expresamente quiere evitar que venga al mundo un bebé no
deseado, que no tendrá buenos padres que lo críen. Por supuesto, siempre ocurren y seguirán
ocurriendo accidentes que derivan en abortos desgraciados y peligrosos, o en el nacimiento de hijos
ilegítimos.

No obstante, creo que al examinar el problema de la adolescencia debemos aceptar que el


adolescente moderno, si tiene ganas de hacerlo, puede explorar todo el campo de la vida sensual
sin sufrir la agonía psíquica provocada por la concepción accidental. Si bien ésta es una verdad a
medias, por cuanto aún resta la agonía psíquica vinculada al miedo a tener un accidente, este nuevo
factor ha alterado el problema en los últimos treinta años. Ahora percibimos que la agonía psíquica
no deriva tanto del miedo como del sentimiento de culpa individual. No quiero decir con esto que
todo niño nazca ya con un sentimiento de culpa, sino que el niño sano adquiere (mediante un
proceso muy complejo) un sentido de lo bueno y de lo malo y la capacidad de experiencias un
sentimiento de culpa. Además, cada niño tiene ideales propios y una noción de lo que desea para su
futuro.

Aquí entran en juego poderosísimos factores conscientes e inconscientes, sentimientos y miedos


antagónicos que sólo pueden explicarse en función de la fantasía total del individuo. Por ejemplo,
una muchacha se sintió compelida a endilgarle a su madre dos hijos ilegítimos antes de sentar
cabeza, casarse y fundar una familia. Lo hizo motivada, entre otras cosas, por un deseo de
venganza relacionado con el lugar que ella ocupaba en su familia y por la idea de que le "debía" dos
bebés a su madre; sentíase obligada a saldar esta deuda antes de iniciar una vida independiente. A
esta edad -y, a decir verdad, en todas las edades- las motivaciones conductales pueden ser
extremadamente complejas y cualquier simplificación faltaría a la verdad. Por suerte, en la mayoría
de los casos de adolescentes en dificultades, la actitud de la familia (de por sí compleja) refrena las
actuaciones alocadas y ayuda al adolescente a superar los episodios desagradables.

Se terminaron las guerras

La bomba de hidrógeno tal vez esté produciendo cambios aun más profundos que las dos
características de nuestra época que acabo de mencionar. La bomba atómica afecta la relación
entre la sociedad adulta y la marea de adolescentes que parece entrar permanentemente en ella. La
nueva bomba no es tanto el símbolo de un episodio maníaco, de un momento de incontinencia
infantil expresado mediante una fantasía hecha realidad: el furor convertido en destrucción efectiva.
La pólvora ya simbolizó todo esto, así como los aspectos más profundos de la locura, y hace ya
mucho tiempo que el mundo fue alterado por la invención de ese polvo que transformaba la magia
en realidad. La consecuencia más trascendental de la amenaza de una guerra nuclear es que de
hecho significa que no habrá otra guerra. Se argüirá que en cualquier momento podría estallar un
conflicto en algún lugar del mundo, pero, a causa de la nueva bomba, sabemos que ya no podremos
resolver un problema social organizándonos para librar una nuera-guerra. Por consiguiente, ya no
hay nada que justifique impartir una severa disciplina militar o naval. No podemos proporcionarla a
nuestros jóvenes, ni justificar su inculcación en nuestros niños, a menos que apelemos a una parte
de nuestra personalidad que debemos llamar cruel o vengativa.

Ya no tiene sentido tratar a nuestros adolescentes difíciles preparándolos para luchar por su patria y
su rey. Hemos perdido un recurso que estábamos habituados a usar, y tal pérdida nos retrotrae
violentamente a este problema: existe algo llamado adolescencia, que constituye de por sí un hecho
concreto, y la sociedad debe aprender a convivir con ella.

Podría decirse que la adolescencia es un estado de prepotencia. En la vida imaginativa del hombre,
la potencia no es una mera cuestión de rol activo y rol pasivo en el acto sexual, sino que incluye la
idea del hombre que triunfa sobre otro hombre y la admiración de la adolescente por el vencedor.
Creo que ahora tendremos que envolver todo esto en la mística de café y los ocasionales tumultos
en que se echa mano al cuchillo. Hoy en día la adolescencia tiene que contenerse -más aún: debe
contenerse como nunca se vio obligada a hacerlo hasta ahora- y hemos de tener en cuenta que
posee un potencial bastante violento.

Cuando pensamos en las atrocidades que comete de vez en cuando la juventud moderna, debemos
contraponerle todas las muertes y crueldades que ocasionaría esa guerra que ya no estallará, toda
la sexualidad liberada en cada guerra que hemos tenido y que ya no tendremos. Así pues, la
adolescencia ha venido para quedarse... y con ella han venido la violencia y la sexualidad
inherentes.
Los tres cambios enumerados se cuentan entre los que están actuando sobre nuestras actuales
preocupaciones sociales. Una de las primeras lecciones que debemos aprender es ésta: el
adolescente no es un personaje al que podamos echar del escenario a empellones, valiéndonos de
tejemanejes falsos.

La lucha por sentirse real

La negativa a aceptar soluciones falsas, ¿no es acaso una característica primordial de los
adolescentes? Su feroz moralidad sólo acepta lo que se siente como algo real. Esta moralidad, que
caracteriza igualmente a la infancia, llega mucho más hondo que la perversidad y tiene por lema "Sé
fiel a ti mismo". El adolescente está empeñado en tratar de encontrar ese self o "sí-mismo" al que
debe ser fiel.

Esto se relaciona con un hecho que ya he mencionado: la cura para la adolescencia es el paso del
tiempo, lo cual significa muy poco para el adolescente que rechaza una cura tras otra porque
encuentra en ellas algún elemento falso. Una vez que puede admitir que transigir es una actitud
permisible, quizá descubra diversos modos de suavizar la inflexibilidad de las verdades esenciales.
Por ejemplo, una solución es identificarse con figuras parentales o alcanzar una madurez sexual
prematura; puede producirse un desplazamiento del énfasis de la violencia a las proezas deportivas,
o bien de las funciones corporales a los logros o realizaciones intelectuales. Por lo general los
adolescentes rechazan estos tipos de ayuda, porque todavía no son capaces de aceptar la
transigencia. En cambio, tienen que atravesar lo que podríamos denominar una fase de desaliento
malhumorado, durante la cual se sienten fútiles.

Al decir esto pienso en un muchacho que vive con su madre en un departamento pequeño. Es muy
inteligente, pero desperdicia las oportunidades que le brinda la escuela secundaria. Pasa las horas
tendido en su cama, amenazando con tomar una sobredosis de algo y escuchando melancólicos
discos de jazz. A veces echa llave a la puerta del departamento y su madre debe llamar a la policía
para que la ayude a entrar. Tiene muchos amigos; cuando vienen todos, trayendo comida y cerveza,
el departamento se anima repentinamente. La fiesta puede durar toda una noche o un fin de
semana y en ella abunda bastante el sexo. El muchacho tiene una amiga estable y sus impulsos
suicidas se relacionan con las ideas que le rondan por la supuesta indiferencia de ella.
Le falta una figura paterna pero, en realidad, ignora esta carencia. No sabe qué quiere ser, lo cual
aumenta su sentimiento de futilidad. No le faltan oportunidades, pero las pasa por alto. No puede
dejar a su madre, pese a que ambos están cansados de soportarse mutuamente.

El adolescente que evita toda solución de compromiso, en especial el recurrir a identificaciones y


experiencias vicarias, debe partir de la nada, desechando por entero los trabajosos logros de la
historia de nuestra cultura. Los vemos pugnar por empezar desde el principio, como si no pudieran
tomar nada de nadie. Forman grupos basándose en uniformidades de menor importancia y en
ciertos aspectos superficiales visibles de cada grupo, que varían con la edad y el lugar de
residencia. Buscan una forma de identificación que no los traicione en su lucha por conquistar una
identidad, por sentirse reales, por no amoldarse a un rol asignado por los adultos y, en cambio,
pasar por todos los procesos y experiencias necesarios, sean cuales fueren. Se sienten irreales,
salvo en tanto rechacen las soluciones falsas, y eso los induce a hacer ciertas cosas que son
demasiado reales desde el punto de vista de la sociedad.

Por cierto que la sociedad queda atrapada, y en grado sumo, en esa curiosa mezcla de desafío y
dependencia que caracteriza a los adolescentes. Quienes se ocupan de ellos se preguntan,
perplejos, cómo pueden mostrarse desafiantes hasta cierto punto y, al mismo tiempo, manifestar
una dependencia pueril y aun infantil. Además, los padres se dan cuenta de que están
desembolsando su dinero para posibilitar la actitud desafiante de sus hijos aunque, por supuesto,
son ellos quienes sufren las consecuencias de esos desafíos. Este es un buen ejemplo de cómo los
que teorizan, escriben y hablan operan en un estrato diferente de aquel en que viven los
adolescentes. Los progenitores o sus sustitutos afrontan apremiantes problemas de manejo. No les
preocupa la teoría, sino el impacto recíproco entre el adolescente y su padre.

Por consiguiente, podemos hacer una lista parcial de las necesidades que atribuiríamos a los
adolescentes:

La necesidad de evitar la solución falsa, de sentirse reales o de tolerar el no sentir absolutamente


nada.
La necesidad de desafiar, en un medio en que se atiende a su dependencia y ellos pueden confiar
en que recibirán tal atención.
La necesidad de aguijonear una y otra vez a la sociedad, para poner en evidencia su antagonismo y
poder responderle de la misma manera.

Salud y enfermedad

Las manifestaciones del adolescente normal guardan relación con las de varios tipos de enfermos.
Por ejemplo, la idea de repudiar las soluciones falsas se corresponde con la incapacidad de transigir
del paciente esquizofrénico; con esto contrasta la ambivalencia psiconeurótica, así como la
impostura y el autoengaño que hallamos en personas sanas. Hay una correspondencia entre la
necesidad de sentirse real, por un lado, y los sentimientos de irrealidad asociados a la depresión
psicótica y la despersonalización, por el otro. También la hay entre la necesidad de desafiar y un
aspecto de la tendencia antisocial, tal como se manifiesta en la delincuencia.

De esto se infiere que en un grupo de adolescentes las diversas tendencias suelen ser
representadas por los individuos más enfermos. Un miembro del grupo toma una sobredosis de una
droga; otro guarda cama, afectado por la depresión; un tercero echa mano fácilmente a su navaja.
En cada caso, detrás del individuo enfermo, cuyo síntoma extremo ha hecho intrusión en la
sociedad, se agrupa una pandilla de adolescentes aislados. Aun así, la mayoría de estos individuos -
lleguen o no a participar en acciones grupales-, aunque tienen una tendencia antisocial, carecen del
impulso suficiente por debajo de ella, para traducir el síntoma en actos molestos y provocar una
reacción social. El enfermo tiene que actuar por los otros.

Digámoslo una vez más: si el adolescente ha de superar esta etapa de su desarrollo por medio de
un proceso natural, debemos prever que ocurrirá un fenómeno al que podríamos llamar "fase de
desaliento malhumorado del adolescente". La sociedad tiene que incluir este fenómeno entre sus
características permanentes, tolerarlo e ir a su encuentro, pero no debe curarlo. Cabe preguntarse si
nuestra sociedad es lo bastante sana como para hacer esto.

Un hecho viene a complicar la cuestión: algunos individuos (ya sean psiconeuróticos, depresivos o
esquizofrénicos) están demasiado enfermos para alcanzar una etapa de desarrollo emocional que
pueda denominarse adolescencia, o sólo pueden llegar a ella de un modo muy distorsionado. Me ha
sido imposible incluir en esta breve exposición un cuadro de la enfermedad psiquiátrica grave, tal
como se presenta en este nivel de edad. No obstante, hay un tipo de enfermedad que no se puede
dejara un lado en ninguna exposición referente a la adolescencia: la delincuencia.

Aquí volvemos a percibir una estrecha relación entre las dificultades normales de la adolescencia y
la anormalidad que podríamos denominar "tendencia antisocial". La diferencia entre ambas no
radica tanto en sus respectivos cuadros clínicos, sino más bien en la dinámica (o sea, en el origen)
de cada una. En la base de la tendencia antisocial siempre hay una deprivación. Quizás haya
consistido simplemente en que, en un momento crítico, la madre se hallaba deprimida o en un
estado de retraimiento, o bien se desintegró la familia. Hasta una deprivación leve puede someter
las defensas disponibles a una tensión y esfuerzo excesivos y acarrear consecuencias duraderas, si
ocurre en un momento difícil de la vida de un niño. Detrás de la tendencia antisocial siempre está la
historia de una vida hasta cierto punto sana, en la que se produjo un corte tras el cual la situación
nunca volvió a ser como antes. El niño antisocial busca de una manera u otra, con dulzura o
violencia, el modo de lograr que el mundo reconozca la deuda que tiene hacia él; para ello, trata de
inducirlo a reformar la estructura o marco roto. Lo repito una vez más: la deprivación está en la base
de la tendencia antisocial.

No podemos decir que en la base de una adolescencia sana (tomada en un sentido general) haya
una deprivación inherente; con todo, hay algo difuso, igual a la deprivación pero cuyo grado de
intensidad no llega a imponer una tensión y esfuerzo excesivos a las defensas disponibles. Esto
significa que los miembros extremos del grupo con el que se identifique el adolescente actuarán en
nombre de todos sus integrantes. La dinámica de este grupo que se sienta a escuchar blues, o lo
que esté de moda, tiene que contener toda clase de elementos propios de la lucha del adolescente:
el robo, los cuchillos o navajas, las fugas y las violaciones de domicilio.

Si no pasa nada, los jóvenes que integran el grupo empiezan a sentirse inseguros de la realidad de
su protesta; con todo, en sí mismos no están suficientemente perturbados como para cometer un
acto antisocial. Pero si en el grupo hay una chica o muchacho antisocial que esté dispuesto a
cometer un acto de tal índole que provoque una reacción social, todos los demás se sentirán
inducidos a unírsele, se sentirán reales, y esto le proporcionará al grupo una estructura temporaria.
Cada uno será leal al individuo extremadamente antisocial que haya actuado en nombre del grupo y
le prestará apoyo, aunque ninguno habría aprobado lo hecho por él.

Creo que este principio se aplica al uso de otros tipos de enfermedad. La tentativa de suicidio de un
miembro del grupo es muy importante para todos los demás; lo mismo puede decirse cuando uno de
ellos no puede levantarse de la cama, paralizado por la depresión. Todos están al tanto de lo que
está sucediendo. Este acontecer pertenece a todo el grupo. La composición de éste varía, sus
integrantes pasan de un grupo a otro, pero por alguna razón cada uno de estos adolescentes utiliza
a los miembros extremos del grupo para ayudarse a sí mismo a sentirse real, en su lucha por
soportar este período de desaliento malhumorado.
Todo se reduce al problema de cómo ser adolescente durante la adolescencia. Serlo es todo un
desafío para cualquiera. Esto no significa que nosotros, los adultos, debamos decir constantemente:
"¡Miren a esos queridos muchachitos que pasan por su adolescencia! Tenemos que tolerarles todo y
dejar que rompan nuestras ventanas". El meollo del asunto no es éste, sino que ellos nos desafían y
nosotros respondemos al reto como parte de las funciones de la vida adulta. Insisto en señalar que
respondemos al desalo, en vez de dedicarnos a curar algo intrínsecamente saludable.

La gran amenaza del adolescente es la que va dirigida a esa pequeña parte de nosotros mismos
que no ha tenido una adolescencia efectiva. Ese pedacito de nuestro ser hace que miremos con
resentimiento a quienes son capaces de tener su fase de desaliento malhumorado, y que deseemos
encontrar una solución para ellos. Hay centenares de soluciones falsas. Todo cuanto digamos o
hagamos estará mal. Nos equivocaremos al prestarles apoyo y nos equivocaremos al retirárselo.

Quizá nos atrevamos a no ser "comprensivos". Con el tiempo, descubrimos que ese muchacho o
esa chica ha salido de la fase de desaliento malhumorado y ya es capaz de identificarse con sus
progenitores, con grupos más amplios y con la sociedad, sin sentirse amenazado de muerte, sin
temor a desaparecer como individuo.
La juventud no dormirá
1964
Escrito para New Society, 1964

"Desearía que no hubiese edad intermedia entre los 16 y 23 años o


que la juventud durmiera hasta hartarse, porque nada hay entre esas
edades como no sea dejar embarazadas a las chicas, agraviar a los
ancianos, robar y pelear."
Cuento de invierno

Esta cita pertinente apareció hace poco en The Times, incluida en una correspondencia por lo
demás necia sobre el tema de los jóvenes pandilleros. La situación actual es realmente peligrosa, y
el peor resultado a que podría llevar la actual tendencia de los adolescentes a practicar la violencia
en grupos sería empezar un movimiento comparable a la fase inicial del régimen nazi, cuando Hitler
resolvió de la noche a la mañana el problema de los adolescentes ofreciéndoles el papel de superyó
de la comunidad. Fue una solución falsa, como se advierte al echar una mirada retrospectiva, pero
que resolvió de manera temporaria un problema social que presentaba algunas semejanzas con
nuestro problema actual.

Todos preguntan cuál es la solución. Personas importantes proponen varias respuestas alternativas,
pero lo cierto es que no hay solución alguna, salvo que cada adolescente de uno u otro sexo crezca
y madure con el tiempo hasta hacerse adulto (a menos que esté enfermo). Quienes no comprenden -
como lo hizo Shakespeare- que aquí interviene el factor tiempo, reaccionan de un modo nocivo. En
verdad, la mayor parte de la alharaca proviene de individuos incapaces de tolerar la idea de dejar
que el tiempo resuelva el problema, en vez de recurrir a una acción inmediata.

Si aprehendemos la situación en su totalidad notaremos que, por supuesto, hay factores favorables.
El que infunde más esperanzas es la capacidad de la inmensa mayoría de los adolescentes para
tolerar su propia posición de "no saber hacia dónde ir". Esos jóvenes idean toda clase de actividades
interinas para hacer frente al aquí y ahora, mientras cada uno aguarda el momento en que adquirirá
el sentido de existir como una unidad; para que esto suceda, es preciso que el proceso de
socialización se haya desarrollado suficientemente bien durante la niñez y en esa fase que a veces
se denomina "período de latencia". Si observamos cómo juegan los niños a "¡Yo soy el rey del
castillo, tú eres el sucio bribón!", percibiremos que convertirse en un individuo y disfrutar la
experiencia de la autonomía plena es de por sí un acto violento.
La publicidad dada a todo acto de vandalismo cometido por pandillas se explica porque, en realidad,
el público no quiere enterarse (por vía oral o escrita) de las actividades emprendidas por
adolescentes que carezcan de una predisposición antisocial. Es más: cuando sucede un milagro,
como lo fueron los Beatles, algunos adultos dan un respingo, cuando podrían suspirar aliviados... si
no envidiaran a los jóvenes en esta época en que se privilegia la adolescencia.

Vale la pena señalar un titular aparecido en The Observer el 24 de mayo [de 1964]: "Mantienen a
raya a roqueros" (1). Es una sobria explicación de cómo funciona la autoridad, con los dos
fenómenos -la policía que "sostiene" ["holding"] y la sociedad que contiene- inherentes a la eterna
dialéctica de los individuos que crecen en una sociedad de adultos que han logrado identificarse con
ella por las buenas o por las malas. (A veces este logro es precario y depende de la existencia de un
subgrupo social.)

El hecho de que exista un elemento positivo en la actuación antisocial puede ayudarnos mucho en
nuestro examen del elemento antisocial, actual en algunos adolescentes y potencial en casi todos.
Este elemento positivo pertenece a la historia personal completa del individuo antisocial. Cuando la
actuación es muy compulsiva, se relaciona con una falla ambiental experienciada por el individuo.
Así como en el robo (si tenemos en cuenta el inconsciente) hay un momento en que el individuo
abriga la esperanza de saltar hacia atrás, por encima de una brecha, y alcanzar algo que le reclama
a un padre con pleno derecho, del mismo modo en la violencia hay un intento de reactivar un sostén
firme, perdido por el individuo en una etapa de dependencia infantil. Sin ese sostén firme un niño es
incapaz de descubrir los impulsos, y los únicos impulsos disponibles para el autocontrol y la
socialización son los que se descubren y asimilan.

Cuando una pandilla empieza a cometer actos de violencia a causa de las actividades compulsivas
de algunos muchachos y chicas verdaderamente deprivados, siempre existe en los otros
adolescentes leales al grupo la violencia potencial en espera de-esa edad que Shakespeare (en el
pasaje citado) fijó en los 23 años. Hoy en día, desearíamos más bien que "la juventud durmiese"
desde los 12 años hasta los 20, y no desde los 16 hasta los 23, pero la juventud no dormirá. La tarea
permanente de la sociedad, con respecto a los jóvenes, es sostenerlos y contenerlos, evitando a la
vez la solución falsa y esa indignación moral nacida de la envidia del vigor y la frescura juveniles. El
potencial infinito es el bien preciado y fugaz de la juventud; provoca la envidia del adulto, que está
descubriendo en su propia vida las limitaciones de la realidad.

O bien digamos, para citar una vez más a Shakespeare, que algunos no tienen "juventud ni vejez,
sino una especie de letargo de sobremesa que con ambas sueña" (Medida por medida).

(1) En el original: Rockers Held". Held" es el participio pasado del verbo inglés to hold que significa indistintamente "asir,
contener, retener, sostener, detener, mantener a raya"; de ahí el comentario del autor.
Consejos a los padres
(1957)
El título de este capítulo tal vez resulte algo equívoco. Durante toda mi vida profesional he evitado
sistemáticamente dar consejos y, si logro cumplir mi propósito aquí, quienes lean esta sección se sentirán
también menos inclinados a brindarlos.

Con todo, no quiero llevar esta actitud a extremos absurdos. Sí se le pregunta a un médico: "¿Qué debo hacer
con mi hijo, a quien le han diagnosticado fiebre reumática?", debe aconsejar a los padres que acuesten al niño
y lo hagan guardar cama hasta que el médico considere que ya no existe peligro de una lesión cardíaca. O bien,
si una enfermera encuentra piojos en la cabeza de una criatura, da instrucciones tendientes a una desinfestación
satisfactoria. En otras palabras, en el caso de enfermedades físicas los médicos y las enfermeras conocen a
veces la respuesta apropiada merced a su preparación específica, y sería censurable que no la aplicaran.

Pero muchos niños que no están físicamente enfermos requieren a veces nuestra atención; por ejemplo, en la
sala de maternidad nuestra tarea no es curativa, pues tanto la madre como el niño suelen estar sanos. Es mucho
más difícil tratar la salud que la enfermedad. Resulta interesante observar que médicos y enfermeras se sienten
a veces desconcertados cuando enfrentan problemas que no están relacionados con la enfermedad o la
deformidad física; en el campo de la salud, carecen de una preparación comparable a la que tienen en lo
relativo a la mala salud o a la enfermedad.

Mis observaciones sobre la cuestión de los consejos corresponden a tres categorías:

1. La diferencia entre el tratamiento de una enfermedad y el asesoramiento sobre la vida.

2. La necesidad de convertirse en depositarios del problema, en lugar de ofrecer una solución.

3. La entrevista profesional.

Tratamiento de la enfermedad y asesoramiento sobre la vida

Puesto que en la actualidad los médicos v las enfermeras se interesan cada vez más en la psicología, o en el
aspecto emocional o afectivo de la vida; lo primero que deben aprender es que no son expertos en psicología.
En otras palabras, deben adoptar una técnica muy distinta con los padres en cuanto llegan a la línea divisoria
entre ambos territorios, el de la enfermedad física y el de los procesos vitales. Permítaseme dar un ejemplo
algo burdo:

Un pediatra examina a un niño debido a algún problema en las glándulas del cuello. Hace su diagnóstico y se
lo informa a la madre, indicándole además, en líneas generales, cuál es el tratamiento que él considera
adecuado. La madre y el niño sienten simpatía por este pediatra porque es amable comprensivo, y porque tuvo
una buena actitud con el niño durante el examen físico. El médico, que está al día en este sentido, le da a la
madre la oportunidad de hablar un poco sobre sí misma y su hogar. La madre señala que el niño no se siente
realmente contento en la escuela y se deja intimidar por los compañeros; se pregunta si no convendría llevarlo
a otro establecimiento. Todo va bien hasta este momento, pero entonces el médico, acostumbrado a dar
consejos en su propio campo, le dice a la madre: "Sí, creo que convendría cambiarlo de escuela".

En ese momento el médico ha traspasado los límites de su dominio específico, pero sin abandonar por ello su
actitud de profesional capacitado. La madre no lo sabe, pero el médico le aconsejó un cambio de escuela
únicamente porque él mismo acababa de llevar esa sugerencia a la práctica en el caso de uno de sus hijos a
quien los compañeros acobardaban, de modo que esa idea estaba muy presente en su mente. Una experiencia
personal distinta lo hubiera llevado a aconsejar a la madre que lo dejara en el mismo establecimiento. En
realidad, el médico no estaba capacitado para brindar asesoramiento. Al escuchar el relato de la madre, estaba
cumpliendo una función eficaz, aunque sin saberlo, y luego se comportó en forma irresponsable al darle una
sugerencia, cosa por otra parte totalmente innecesaria ya que nadie se la había pedido.

Esto se da con mucha frecuencia en la labor de médicos y enfermeras, y la única forma de impedirlo es que los
médicos y las enfermeras comprendan con toda claridad que no están obligados a resolver los problemas
relativos a la vida de sus pacientes, hombres y mujeres que a menudo son más maduros que el médico o la
enfermera que los aconseja.

El siguiente ejemplo ilustra la posibilidad de seguir otro método:

Un joven matrimonio consultó a un médico acerca del problema que les planteaba el menor de sus hijos de
ocho meses de edad, porque "no había manera de destetarlo". No existía enfermedad alguna. Durante la
conversación, que duró una hora, salió a relucir que fue la abuela materna del bebé la que les sugirió que
visitaran al médico. En realidad, la abuela había tenido serias dificultades para destetar a su propia hija. En el
trasfondo existía una situación depresiva, tanto en la abuela como en la madre. Cuando todo esto se hizo
evidente, la madre se sorprendió al comprobar que estaba llorando.

La resolución de este problema se debió al reconocimiento por parte de la madre de que el problema radicaba
en su relación con su propia progenitora, después de lo cual pudo salir adelante con los problemas prácticos del
destete, que exigían que se mostrara algo cruel con su bebé además de amarlo. Los consejos no habrían servido
de mucho, porque se trataba de un problema de readaptación emocional.

En contraste, el siguiente episodio se refiere a una niña de diez años con la que mantuve una entrevista:

La dificultad consistía en que la niña, hija única, se había convertido en un permanente problema para los
padres, a pesar de quererlos mutuo. A1 tomar una historia clínica completa se comprobó que las dificultades
habían comenzado en la época del destete, cuando la niña tenía ocho meses. Lo había sobrellevado muy bien,
pero nunca más pudo disfrutar de la comida después de haber perdido el pecho materno. A los tres años la
llevaron a un médico, quien lamentablemente no advirtió que lo que la niña necesitaba era ayuda personal. Ya
se mostraba muy inquieta, incapaz de perseverar en el juego y permanentemente fastidiosa. Las palabras del
médico fueron: "Anímese, señora, pronto cumplirá cuatro años".

En otro caso, los padres consultaron a un pediatra al enfrentar ciertas dificultades relativas al destete:

El médico examinó al niño y no encontró nada anormal, cosa que comunicó a los padres. Pero no se detuvo
allí: aconsejó a la madre que consumara el destete inmediatamente, cosa que ella hizo.

El consejo no era en sí mismo bueno ni malo, pero estaba fuera de lugar; no había sino negar o pasar por alto el
conflicto inconsciente de la madre con respecto al destete de su hijo, el único que posiblemente tendría pues ya
contaba treinta y ocho años. Naturalmente, la madre no tuvo otra salida que seguir el consejo del especialista,
pero éste jamás debió habérselo dado. Debería haberse limitado a cumplir su tarea específica y dejar la
cuestión relativa a comprender la dificultad del destete en manos de alguien que estuviera en condiciones de
manejar en forma más eficaz este problema, mucho más amplio, relacionado con la vida y las relaciones
humanas.

Por desgracia, estos casos son muy frecuentes en la práctica médica cotidiana. Proporcionaré otro ejemplo, con
mayores detalles:

Recibí el llamado telefónico de una mujer, quien me dijo que si bien había recurrido ya a un hospital de niños,
quería encarar el problema relativo a su hija de otra manera. Le concedí una entrevista y acudió con la niña,
que tenía casi siete meses de edad. La joven madre tomó asiento frente a mí teniendo al bebé en la falda, lo
cual me permitió establecer las condiciones necesarias para observar a una criatura de esa edad. Me refiero a
que pude hablar con la madre y, al mismo tiempo, observar al bebé sin la ayuda o la intervención de aquélla.
Pronto se hizo evidente que era una mujer normal y que tenía una actitud espontánea y natural para con su hija;
no se dedicó a sacudirla sobre sus rodillas, ni nada que resultara artificial.

El parto de la niña había sido normal, aunque "nació adormecida", y resultaba muy difícil conseguir que
succionara; en realidad, no quería despertarse. La madre describió un intento efectuado en la sala de
maternidad para obligar a la niña a comer. Ella quería darle el pecho y sentía que estaba en condiciones de
hacerlo. Ella extraía la leche de su pecho, la cual le era administrada a la niña en un biberón; esto duró una
semana. La monja estaba empecinada en que la niña succionara, para lo cual incansablemente recurría a
métodos tales como introducir y sacar en forma rítmica la tetina del biberón en la boca del bebé, hacerle
cosquillas en los pies y sacudirlo hacia arriba y hacia abajo. Ninguno de estos procedimientos tuvo el menor
éxito de modo que, si bien mucho más tarde, la madre descubrió que toda vez que ella hacía algo activo con
respecto a la alimentación de la niña, ésta se quedaba dormida. Al cabo de la primera semana se hizo un
intento de darle el pecho, pero no se le permitió a la madre utilizar su comprensión intuitiva de las necesidades
de la niña. Todo esto le resultó sumamente penoso, pues sentía que nadie deseaba realmente que las cosas
salieran bien. Debía permanecer sentada, sin intervenir para nada, mientras la monja hacía todo lo posible para
obligar a la niña a comer. La monja, por lo común bondadosa y hábil, tomaba la cabeza de la niña entre las
manos y la empujaba contra el pecho. Luego de algunos intentos de este tipo, que no hicieron otra cosa que
producir un sueño más profundo, se renunció a la idea de amamantar a la niña; y como consecuencia de este
intento tortuoso, se observó una notable desmejoría en el bebé.

En forma algo repentina, a las dos semanas y media, se produjo una mejoría. Al cabo de un mes, la niña pesaba
algo más de tres kilos (un poco menos que cuando nació) y la madre regresó con ella a su hogar, con
indicación expresa de que debía alimentarla con una cuchara.

La madre había descubierto por su cuenta que podía alimentar a la niña sin ninguna dificultad, aunque para ese
entonces ya no tenía más leche. Al principio le daba de comer durante una hora y media, pero luego decidió
estar preparada para darle de comer en dosis muy pequeñas pero a intervalos mucho más cortos. Por esa época
un hospital de niños se había interesado en esta criatura debido a ciertas anormalidades físicas y el
departamento de pacientes externos del hospital se encargó de brindarle asesoramiento a la madre. Los
consejos ofrecidos parecían estar basados en la idea de que la madre probablemente estaba harta de todo el
asunto, cuando en realidad ella disfrutaba alimentando a la niña y no le importaba cuán difícil pudiera resultar
esa tarea. Se vio obligada a desafiar a los médicos que la aconsejaban. (A esta altura, hizo este comentario: "La
próxima vez decididamente no tendré a mi hijo en un hospital".) En el hospital se llevaron a cabo innumerables
investigaciones a pesar de las protestas de la madre, pero ésta sentía, como es natural, que debía dejar el
aspecto físico en manos de los médicos. El antebrazo izquierdo era algo más corto y la niña tenía también un
paladar hendido que sólo afectaba a los tejidos blandos.

Debido a estas anormalidades físicas, la madre creyó necesario seguir asistiendo al hospital, pero ello
significaba tener que soportar los consejos relativos a la alimentación de la niña, consejos que por lo general se
basaban en una errónea apreciación de su propia actitud. Le indicaron que le administrara alimentos sólidos a
los tres meses para evitarse el trabajo que significaba estar una hora y media dedicada a alimentar a la niña o
bien siempre dispuesta a hacerlo a intervalos muy breves. Este intento no tuvo éxito, y la madre dejó entonces
de hacerlo. A los siete meses, la niña misma comenzó a desear alimentos sólidos, como resultado de que le
permitieran sentarse junto a los padres mientras éstos comían. Cada tanto le permitían probar un bocado y esto
gradualmente le sugirió la idea de que existía otro tipo de comida. Durante ese tiempo, la habían alimentado
con leche y budín de chocolate, y pesaba un poco más de siete kilos.

¿Por qué vino a verme la madre? Porque necesitaba que le respaldaran sus propias ideas con respecto a la niña.
En primer lugar, ésta estaba bien desarrollada para su edad, es decir, no manifestaba ningún retraso, mientras
que en el hospital se le había sugerido en más de una ocasión que la niña podía ser retardada. Segundo, estaba
dispuesta a aceptar la deformidad del antebrazo pero no a pasar por innumerables investigaciones, y sobre
todo, se negaba a que le entablillaran el brazo. Es evidente que la madre era mucho más sensible a las
necesidades de la niña que los médicos y las enfermeras. Por ejemplo, se había alarmado cuando en el hospital
le pidieron que internara a la niña durante una noche, nada más que para hacerle un análisis de sangre. Negó su
autorización y el hospital efectuó las pruebas en el consultorio externo sin las complicación de internar a la
niña en una sala.

Por lo tanto, en el caso de esta madre el problema consistía en que reconocía claramente su dependencia con
respecto al hospital en cuanto a los problemas físicos, y trataba de hacer frente al hecho de que los
especialistas, orientados hacia los aspectos físicos, no habían caído en la cuenta de que el bebé también era un
ser humano. En cierto momento, cuando se opuso al proyecto de entablillarle el brazo a la criatura durante sus
primeras semanas de vida, los médicos le aseguraron categóricamente que su bebé era demasiado pequeña
como para que estas cosas le afectaran, aunque la madre estaba absolutamente convencida de que ello
entrañaba una influencia negativa para el bebé; de hecho, podía comprender que la niña sería zurda y que el
entablillado le inmovilizaría la mano izquierda en una etapa de vital importancia, en la cual la posibilidad de
tender la mano y agarrar cosas con ella contribuyen a crear el mundo.

He aquí una descripción del bebé en el momento de la consulta, cuando tenía casi siete meses:

Cuando entré en la habitación, la niña me miró fijamente. En cuanto sintió que yo estaba en comunicación con
ella, se sonrió y daba toda la impresión de saber que se estaba comunicando con una persona. Tomé un lápiz
sin punta y lo sostuve frente a ella. Siempre mirándome, sonriéndome y observándome, tomó el lápiz con la
mano derecha y, sin ninguna vacilación, se lo llevó a la boca, lo cual pareció producirle gran placer. Poco
después utilizó la mano izquierda para ayudarse y luego sostuvo el lápiz con esa mano en lugar de hacerlo con
la derecha mientras lo succionaba. Comenzó a babearse. Esta situación continuó con algunas variantes hasta
que, al cabo de cinco minutos, y tal como es común que ocurra, inadvertidamente se le cayó el lápiz de la
mano. Se lo devolví y el juego se reinició. Al cabo de unos pocos minutos el lápiz volvió a caerse, pero esta
vez no en forma tan accidental. Ahora no sólo le interesaba llevárselo a la boca y en un determinado momento
se lo colocó entre las piernas. La niña estaba vestida, pues yo no había considerado necesario quitarle la ropa.
La tercera vez dejó caer el lápiz deliberadamente y lo observó mientras rodaba. La cuarta vez lo apoyó cerca
del pecho de la madre y lo dejó caer entre ésta y el brazo del sillón. Ya estábamos casi al final de la entrevista
que duró media hora. Cuando el juego con el lápiz se terminó. La niña evidentemente ya estaba cansada de la
situación y comenzó a lloriquear, y entonces se produjo una situación inevitablemente molesta durante los
minutos finales, pues la niña sentía que ya era hora de irse, y en cambio la madre aún no estaba dispuesta
hacerlo. Pero no hubo mayor problema y ambas salieron de la habitación muy satisfechas la una con la otra.

Mientras todo esto sucedía, yo hablaba con la madre y sólo en una ocasión tuve que pedirle que no le tradujera
a la niña lo que decíamos, cosa que solía hacer valiéndose del recurso de mover a la criatura; por ejemplo,
cuando la interrogué acerca del antebrazo izquierdo, el gesto natural de la madre fue levantarle la manga para
mostrármelo.
La consulta no acarreó mayores resultados, salvo en la medida en que la madre obtuvo el apoyo que
necesitaba, esto es, con respecto a su muy certera comprensión de la niña, que le resultaba imperioso defender
debido a la incapacidad de los médicos para aceptar los límites de su especialidad.

Una crítica más general es la que expresó una nurse al escribir:

He trabajado durante largos períodos en una famosa maternidad privada. He visto bebés hacinados como
ganado, con las cunitas pegadas unas a otras, encerrados toda la noche en una habitación sin ventilación, sin
que nadie prestara atención a sus llantos. He visto madres que sólo ven a sus hijos a la hora de las comidas,
cuando se los traen todos envueltos, y con baberos alrededor del cuello, y los brazos sujetos, y cómo la
enfermera obliga al niño a tomar el pezón, y trata de hacerlo comer, a veces durante una hora, hasta que la
madre queda agotada y sumida en llanto. Muchas madres jamás habían visto los pies de su bebés. Las cosas no
diferían demasiado cuando las madres internadas tenían enfermeras "especiales". He tenido ocasión de
presenciar muchos actos de crueldad de la enfermera para con un bebé. En la mayoría de los casos, las
instrucciones del médico no se tienen en cuenta para nada.

El hecho es que, en el campo de la salud, tratamos continuamente de seguir el ritmo de los procesos naturales,
pues todo apresuramiento o toda demora significa una interferencia. Además, si podemos adaptarnos a estos
procesos naturales, podemos dejar la mayor parte de los mecanismos complejos en manos de la naturaleza,
mientras nosotros nos limitamos a observar y a aprender.

Los depositarios del problema

En los ejemplos presentados se insinúa ya este tema, que creo podría formularse de la siguiente manera:
Quienes han recibido formación médica cuentan ya con sus propias aptitudes específicas, pero la pregunta es:
¿les está permitido o no traspasar los límites de esa práctica específica e internarse en el campo de la
psicología, es decir, de la vida y el vivir? Ésta es mi respuesta: sí, siempre y cuando les sea posible convertirse
en depositarios de los problemas familiares, personales o sociales que se les confían, y permitir así que la
solución surja espontáneamente. Esto significa sufrir, significa soportar la preocupación e incluso la angustia
de un caso, del conflicto en un. individuo, de inhibiciones y frustraciones, de discordias familiares, de penurias
económicas. Y no es necesario ser psicólogo para proporcionar ayuda: basta con que devolvamos lo que,
temporariamente, recibimos y conservamos en custodia, y entonces habremos ofrecido la mejor ayuda posible.
En cambio, si una persona, por motivos temperamentales, necesita actuar, aconsejar, entrometerse, provocar
los cambios que considera beneficiosos, entonces la respuesta es: no, esta persona no debe salirse del dominio
de su especialidad, la cual tiene que ver con la enfermedad física.

Tengo una amiga que se dedica al asesoramiento en problemas de tipo matrimonial. No recibió ninguna
formación especial, salvo como maestra, pero tiene un temperamento que le permite aceptar, durante la
entrevista, el problema tal como se le plantea. No necesita comprobar si los hechos son correctos o si existe
alguna parcialidad en la manera de presentar el problema; simplemente acepta lo que viniere, y vive como
propios los problemas ajenos. Y entonces el interesado se aleja sintiéndose diferente, y a menudo hasta se
siente capaz de resolver un problema que parecía insoluble. La labor de esta mujer es más eficaz que la de
muchos otros que han recibido un adiestramiento especial; casi nunca da consejos, porque no sabría qué
aconsejar, y porque no es una persona que tienda a hacerlo.

En otras palabras, quienes traspasan los límites de su capacidad pueden cumplir una función valiosa siempre y
cuando se abstengan de dar consejos.

La entrevista profesional

Por último, si se entra en la práctica de la psicología, es necesario hacerlo dentro de cierto marco: la entrevista
debe realizarse en un marco adecuado, y tener un límite de tiempo fijado de antemano. Dentro de este marco
somos confiables, mucho más que en nuestra vida diaria. Ser confiable en todos los aspectos es la principal
cualidad que necesitamos. Ello significa no sólo respetar a la persona que acude a nosotros y su derecho de
disponer de, parte de nuestro tiempo y nuestra preocupación. Todos nosotros tenemos nuestra propia escala de
valores, y eso nos permite no tratar de modificar el sentido del bien y del mal de la persona que nos consulta.
El hecho de hacer un juicio moral y expresarlo destruye la relación profesional en forma total e irrevocable. El
límite en cuanto a la duración de la entrevista profesional se establece en nuestro propio beneficio, pues la
perspectiva de que la entrevista ha de terminar neutraliza por anticipado nuestro resentimiento, el cual, de otra
manera, se deslizaría subrepticiamente y malograría la eficacia de lo que constituye nuestra auténtica tarea.

Quienes practican así la psicología, aceptando límites y padeciendo durante períodos limitados de tiempo las
agonías de cada caso, no necesitan saber mucho. Pero aprenderán, pues quienes acuden a consultarlos serán
quienes les proporcionarán esa enseñanza. Creo que cuanto más aprendan en esta forma, tanto más se
enriquecerán, y tanto menos dispuestos estarán a dar consejos.
Dos niños adoptados
(1953)

Muchos de mis lectores ya estarán familiarizados con los problemas prácticos que plantea la adopción, mucho
más de lo que yo podré llegar a estarlo alguna vez. Por otro lado, la índole de mi trabajo, que abarca ya dos
décadas de práctica psicoanalítica y pediátrica, me ha dado una comprensión teórica particular. No intentaré
trazar un amplio panorama del tema del desarrollo emocional, que comprende cosas tales como la búsqueda
del self propio, la maduración gradual de cada individuo y los cambios en la gravitación de los factores
externos que llevan a la socialización, ni ocuparme de la vasta área de la naturaleza humana. Tampoco es mi
propósito entrar en detalles teóricos.

A veces resulta difícil, quizá por motivos legales, hacer el seguimiento de los casos de adopción, pero en este
aspecto mi condición de médico particular, así como perteneciente a lo que solía llamarse un "hospital de
voluntarios", me dio la oportunidad de ser consultado durante un largo período por padres que habían adoptado
niños. Intentaré apoyarme en esta clase de experiencia y apenas haré otra cosa que presentar los casos de dos
niños, Peter y Margaret, adoptados por la misma familia. :dio obstante, quiero destacar que la teoría siempre
estuvo en el trasfondo, permitiéndome evaluar lo que yo o los padres hicimos de forma intuitiva y para
mantener el sentido de las proporciones, además de habilitarme a aplicar esa maravillosa herramienta
terapéutica a la que se refiere el lema "El tiempo todo lo cura". Debo mencionar que ambos padres adoptivos
habían estudiado psicología y habían tenido análisis personales.

Antes de empezar a relatar la historia humana, quisiera darles algunos indicadores; al final haré un breve
resumen teórico.

En primer lugar, si la adopción marcha bien, la historia humana que se desarrolla es común, y si queremos
entender los problemas especiales de la adopción tenemos que estar primero familiarizados con los trastornos y
los retrocesos de las historias humanas comunes en su infinita variación.

El segundo indicador es que, por más que una adopción tenga éxito, siempre habrá (y creo que siempre debe
haber) algo distinto de lo habitual tanto para los padres como para el niño. Por ejemplo, para el hijo hay una
modificación de su sentido de obligación que le puede provocar dificultades en un momento posterior. Los
niños no tienen que agradecerles a sus padres biológicos por haberlos concebido, aunque de hecho pueden
echarles la culpa de ello. Pueden presumir que sus padres experimentaron algo muy valioso para ellos en todo
el lapso que llevó al momento de concebirlos. Con los niños adoptados no ocurre lo mismo. Pueden expresarlo
de muy distintas maneras, pero lo cierto es que los padres biológicos que los concibieron son para ellos
desconocidos e inaccesibles, y con sus padres adoptivos la relación real no puede llegar a los niveles más
primitivos de su capacidad de relacionarse. En algunos casos, cuando hay problemas, este rasgo se torna tan
importante que una vez que los hijos adoptivos llegan a la adultez se empeñan en indagar el tema de su origen,
y no se satisfacen hasta haber encontrado a uno de sus padres reales, o a ambos.

Esto no se da en el caso de los dos niños a quienes voy a describir, aunque sólo pueda mencionar los
fenómenos de superficie. Ambos son ahora adultos y les va bien, pero si contáramos con un conocimiento
íntimo de uno u otro, es probable que descubriésemos que quedaron problemas sin resolver. En este sentido, es
de interés el siguiente fragmento de una carta dirigida a la madre adoptiva por una de las más íntimas amigas
de Margaret:

"No recuerdo una sola situación en la que Margaret se refiriera con tristeza, o amargura, o confusión, al hecho
de haber sido adoptada.[ ...]. No creo que a Margaret la haya 'preocupado' ser adoptada, como tal, pero en los
últimos seis años, más o menos, hay algunas cosas que la preocuparon y otras que la hicieron desdichada,
como sucede con todas las adolescentes, y tal vez el hecho de haber sido adoptada la volvió más sensible. [...]
Ella les pertenece a Frank y a usted de forma tan irrevocable que, creo, no tiene ninguna curiosidad acerca del
aspecto de la adopción. De todas las personas adoptadas que conozco, me parece que Margaret es la que da la
más fuerte impresión de no serlo, o sea de no ser consciente de serlo. Sé que ambas nos convertimos por
momentos en seres exasperantes (... ]ambas nos pasamos cavilando sobre las inequidades cometidas por
nuestros padres, pero en lo fundamental no nos preocupan."

El tercer claro indicador es que mucho depende de la historia del bebé previa a la adopción. Esto me impacta
tanto que soy sumamente crítico de las leyes y de las costumbres en materia de adopción que impliquen
demoras; además, pienso que si hubo embrollo en los primeros días y semanas de la infancia, el bebé debe ser
forzosamente una carga y los padres adoptivos tienen que estar bien al tanto. Esto explica que las adopciones
dispuestas con poca habilidad (por los médicos, verbigracia) suelen tener poco éxito. Yo mismo me he
entretenido en esto. Lo cierto es que si bien los padres aceptan naturalmente los resultados de sus propias fallas
en el manejo temprano de sus hijos (y a menudo deben producirse fallas relativas), ¿aceptarán tan fácilmente
las fallas que no son de ellos, y tolerarán la carga correspondiente a una falla ambiental previa a la adopción,
de la cual no pueden hacerse responsables?

En el caso de los dos niños que voy a describir, verán que el primero, Peter, tuvo un buen comienzo, y la
mayoría de las dificultades que se atravesaron en su manejo fueron problemas humanos corrientes. La segunda
criatura, Margaret, tuvo un mal comienzo, y las dificultades que se atravesaron se asemejaron mucho más al
tipo de las que pueden predecirse en el momento de la adopción.

Por eso es que divido los problemas de la adopción en dos amplias categorías: en una están los problemas
correspondientes simplemente al hecho de la adopción, que pueden estar presentes aunque no originen
angustia; en la otra, las complicaciones resultantes del manejo deficiente del bebé antes de la adopción. De la
primera podemos hablar en términos generales, y sus principios se aplican a todos los casos; en la segunda hay
evidentemente una gran variación según los casos. Mediante el estudio de la historia temprana, si la
conocemos, podemos predecirles a los padres sustitutos qué grado de dificultades habrán de encontrar y de qué
índole serán los problemas del manejo de la criatura. Si al disponer una adopción conocemos la historia inicial
del niño y el grado de embrollo ambiental que debió de complicar las primeras etapas de su desarrollo
emocional, estamos en condiciones de ver con antelación hasta qué punto se demandará de los padres
adoptivos que le ofrezcan al niño un tratamiento terapéutico, más que los cuidados comunes. Estos problemas
se conectan mucho con la psicología del niño deprivado, y si la historia temprana no fue suficientemente buena
respecto de la simplicidad ambiental, la madre sustituta no se lleva consigo un niño sino un caso, y al
convertirse en madre se convierte en terapeuta de un niño deprivado. Puede tener éxito, si la terapia que le
ofrece es exactamente la que el niño precisa, pero en todo momento lo que ella hace como madre y lo que el
padre hace como padre, y lo que ambos hacen juntos, tendrá que ser hecho con mayor deliberación, con más
conocimiento de lo que se está haciendo, y repetidas veces en lugar de una sola, dado que la terapia se
introdujo como una complicación del buen manejo común y corriente.

Otro punto obvio es que, por el hecho de que la adopción tiene que ser tan a menudo una terapia, en el sentido
a que me he referido, es aún más importante que los padres adoptivos se ocupen de su hijo hasta el fin, más
que en el caso de los padres comunes. Quiero decir que si el niño común es mucho más enriquecido por la
experiencia de que en su propio hogar se ocupen de él hasta que llega al estado adulto, en el caso del niño
adoptado si el hogar se quiebra por algún motivo, lo que falla no es tanto su enriquecimiento como su terapia,
y el resultado probable es una enfermedad del niño, especialmente una que se organiza sobre lineamientos
antisociales.

Lo fundamental que quiero decirles es recordarles (aunque no necesiten que nadie se los recuerde) que cuando
plantan un niño en medio de unos padres, no se trata de ofrecerles meramente una pequeña distracción, sino
que alteran toda su vida. Si todo sale bien, pasarán los próximos veinticinco años resolviendo el enigma que
ustedes les han planteado. Por supuesto, si las cosas no salen bien -y a menudo tendrán que salir mal-, ustedes
los habrán involucrado en la difícil tarea de la decepción y la tolerancia de la falla.

En el caso de estos dos niños, Peter y Margaret, todo salió bien en definitiva, o sea hasta la fecha.

Peter

En 1927, en los primeros tiempos de la adopción legal, una mujer acudió a la Sociedad de Adopción para
elegir una criatura. Esta mujer, que de niña siempre había tenido una gran familia y había estado rodeada de
cariño, era ahora maestra de profesión, culta e inteligente. A los 40 años se casó con un abogado, un hombre de
excepcional capacidad, muy culto, varios años menor que ella, de contextura delgada. A los 48 años, como no
había tenido hijos propios, decidió adoptar uno o dos niños.

De inmediato eligió a un varoncito notablemente sano y simpático; pero aunque este bebé era hijo ilegítimo, no
estaba disponible, ya que pertenecía a una de las empleadas del hogar de adopción, que lo cuidaba y
amamantaba personalmente. Decepcionada, la mujer se retiró sin ninguna criatura, pero al poco tiempo la
madre del bebé que había elegido se dio cuenta de que era incapaz de ofrecerle un buen hogar, y se hicieron los
arreglos para que fuese adoptado por esta pareja. Se comentaba que el niño era excepcionalmente fuerte. Su
presunto padre había sido un viajante de comercio de muy buen físico. Tenía diez meses cuando lo adoptaron,
se acostumbró en seguida y se desarrolló de forma muy natural, sólo que llegó a ser un niño inusualmente
fuerte.

Cuando tenía algo más de dos años, su progreso se vio interrumpido por el hecho de que el padre contrajo una
neumonía, y la madre cayó enferma de gripe. El médico del lugar les dijo que convenía apartar al niño por el
riesgo de que se contagiase, y al principio lo enviaron con unos amigos que vivían cerca de su casa. Esto
resultó satisfactorio, pero luego debieron trasladarlo a casa de una tía, donde comenzó a mostrar cansancio, así
que lo enviaron a que lo atendiera una enfermera pública que conocían. El niño estaba contento con ella, pero
en medio de las comidas comenzaba a llorar a mares mientras decía: "¿Dónde se fue?". (Repárese en que había
desaparecido la palabra "mamá".) Cuando su madre adoptiva finalmente fue a buscarlo, él al verla no quiso ir
con ella; ella lo tomó y no le exigió nada, simplemente lo dejó que apoyara la cabeza en su hombro y llorase.
En la casa, el niño mostró de forma indirecta lo que le había estado pasando. Había oído a un corderito balar, y
la mamá le decía: "El corderito perdió a su mamá, pero pronto la encontrará". Agregó: "Yo no lloré".

Les cuento todo esto para mostrarles cuán sano era este niño y cómo era su hogar adoptivo.

Con el tiempo, cuando Peter tuvo 8 años, lo enviaron a la escuela. Creció hasta convertirse en un joven fuerte,
reservado y parco en sus muestras de cariño. Le costaba volver a su casa al final de cada período lectivo y no
quería que lo visitaran en la escuela. Nunca disfrutaba de los juegos colectivos y cuando creció pasaba el
tiempo en el taller mecánico y en la granja de la escuela. Los padres se preguntaron durante mucho tiempo si
su inclinación por las cosas mecánicas sería más fuerte que la que tenía por los animales y todo lo que crecía.
Peter no tenía amigos y le desagradaba recibir visitas los días feriados. En la escuela se consideraba que no
tenía problemas. Su caligrafía era siempre desprolija, aunque los trabajos escolares que preparaba en la casa
eran pasables. El coeficiente de inteligencia obtenido en la escuela fue de 115, pero el que se obtuvo con
procedimientos más cuidadosos en el Instituto Nacional de Psicología Industrial dio en reiteradas ocasiones
138. De vez en cuando, la escuela informaba que se lo veía demasiado seguro de sí mismo y que en general se
combinaban en él el cuidado y la decisión de un modo muy satisfactorio; también comentaba que era
equilibrado, dueño de sí mismo y que tenía sentido del humor. Mostraba un enorme interés por sus aficiones y
se dedicaba a ellas con gran energía. No manifestaba interés en las chicas de E : escuela mixta.

A los 16 años vino a verme a raíz de dificultades de aprendizaje y mala caligrafía. En ese entonces era cuando
más fuerza física evidenciaba, y los padres debieron aceptar que este chico, pese a ser tan inteligente, no debía
dedicarse a estudios académicos. Pude comprobar que el deseo del muchacho de ser mecánico no podía
trasladarse a una carrera de ingeniero, la que implicaba tareas de oficina y con tableros de dibujo. Podía caer
fácilmente en el temor hacia su propia fuerza.

Cuando terminó la escuela y recibió su diploma, los padres, estimulados por mi consejo, lo dejaron ser
mecánico. Entró como aprendiz en talleres del ferrocarril y al principio se aburría haciendo cosas que ya había
hecho en la escuela. Me preocupé especialmente de que estuviera bajo las órdenes de alguien más fuerte que
él. Gracias a una carta que escribí, el muchacho fue trasladado al taller de máquinas antes de lo que él mismo
había supuesto, e hizo progresos de inmediato. En esa época vivía junto con un capataz retirado; entre ambos
cocinaban y hacían las tareas hogareñas, y se tenían gran cariño. Creo que esto fue importante en esa etapa.
Todos coincidíamos en que el muchacho necesitaba planear su vida, incluso en todos sus detalles, pero
necesitaba el apoyo que sólo podían brindarle quienes tuvieran un conocimiento más amplio del mundo. Al
poco tiempo adquirió una motocicleta y volvía a su casa los fines de semana. Más adelante volvió todas las
noches; en esa época su gran hobby era el cuidado del jardín.

Después de unos años, pasó a una importante empresa de ingeniería en la región central del país, y ahí trabajó
en los seminarios de investigación y conoció a la chica con la que luego habría de casarse. No contó nada de
esto en la casa, pero la madre sospechó que algo estaba pasando porque venía a su casa con menos frecuencia.
Un día, el muchacho, que era hombre de pocas palabras, preguntó indirectamente si podía traer a su novia al
hogar. La chica había tenido una niñez desdichada al cuidado de una tía con quien no simpatizaba, así que los
padres de Peter tendrían que afrontar el casamiento. No quería "ni iglesia, ni líos, quiero que sea un día común
y corriente; de lo contrario me sentiré muy mal". Y así, con una ceremonia mínima, este hijo de un conocido y
respetado abogado se casó en el Registro Civil sin otras personas presentes que los testigos. La nueva pareja
les escribió "Gracias por el agradable fin de semana que pasamos" y una semana después se fueron de luna de
miel.

Hoy viven en una casa rodante, para comprar la cual Peter les pidió dinero prestado a sus padres pero se lo
devolvió escrupulosamente. Está dirigiendo la construcción de su casa propia. Tienen una beba de dos años,
hacia la cual Peter muestra una actitud un poco extraña. Dice: "Seré duro con ella durante la crianza. Cuando
yo era pequeño, me cuidaron demasiado". No se sabe de dónde sacó esta idea, salvo que su madre era quizá
demasiado ansiosa y a veces frustrante. De niño había sido cariñoso hasta que fue a la escuela. En ese
momento su madre dejó de besarlo porque obviamente a él no le gustaba. Nunca les decía "gracias" y debieron
soportarlo, pero ahora que está casado todo eso cambió, muestra francamente su gratitud y escribe largas cartas
a sus padres.

Tenemos, pues, a un hombre sólido, de 26 años, marido y padre, ingeniero calificado, muy responsable de sus
propios asuntos.

Se preguntarán cuándo se le dijo al niño que había sido adoptado. Creo que fue cuando tenía unos tres años.
Había preguntado por los bebés y se le contestó; la madre le dijo: "Sabes, tú has venido del interior de otra
persona, no de mí. Yo me hice cargo de ti porque tu mamá real no podía cuidarte". Pareció aceptarlo sin
inconvenientes, y unos días más tarde, al ver una copia del cuadro de La Gioconda en la pared, preguntó: "¿Ésa
fue la señora que me llevó adentro de ella?". (Su expresión oral siempre había sido buena.) Tras unos días,
trató intensamente de hacerle decir a su madre adoptiva que él había venido de su interior, pero aparte de esto
nunca hizo referencia a su adopción. Los padres dicen estar seguros de eso.

Entre esa adopción y la siguiente, la madre hizo algunos trabajos para la Sociedad de Adopción, entrevistando
a algunos padres y encargándose de la colocación de dos niños. Su opinión personal era que los padres que
deseaban tener dos o más niños eran mucho más adecuados para adoptar que los que pensaban adoptar sólo
uno. En ese momento, se ponía cuidado en conseguir para los padres adoptivos la clase de niño adecuada. No
obstante, en el caso de Peter la discrepancia existente en cuanto a la clase social no produjo ningún desastre,
dado que el niño había tenido un desarrollo emocional sano y debido a la tolerancia de los padres, que no sólo
lo aceptaron a él sino también a la esposa que eligió entre las trabajadoras del taller mecánico.

Margaret

Cinco años después de adoptar a Peter, estos mismos padres adoptaron a Margaret, una beba de once meses.
Peter se mostró celoso sólo superficialmente; en lo manifiesto, estaba contento. Cuando le dijeron que era una
nena delicada, comentó: "Con más motivo todavía hay que cuidarla".

Margaret era muy distinta de Peter. No sé hasta qué punto se suele reconocer que ya a los once meses un niño
puede estar muy perturbado, pero Margaret lo estaba en un grado moderado. Al nacer pesaba 2,200 Kg., y tal
vez hubo algún intento de desembarazarse de ella con drogas. Tanto su padre legal como su presunto padre
biológico eran suboficiales de la Marina. La madre no tenía dinero. La beba sufrió hambre y había tenido una
neumonía. Cuando se la adoptó era delicada y tímida, muy sensible a los ruidos. No había aprendido a gatear.
Necesitaba mucha atención, y en su desarrollo físico y emocional estuvo siempre uno o dos años atrasada con
respecto a su edad.

Mucho es lo que hay que dar por sentado en cuanto al temprano manejo de Margaret, pero creo importante que
durante los primeros años de vida cobró preponderancia el tratamiento de su "visión lenta". A los 18 meses
tenía un evidente estrabismo externo y usaba anteojos. Se encontró un excelente oftalmólogo y la madre se
aplicó a tratar su estrabismo como si no le importase otra cosa en el mundo. Pienso que a esto se debió
probablemente que la niña pudiera luego recuperarse de lo que, de otro modo, habría sido un defecto
permanente de su personalidad, basado en el descuido padecido en las primeras etapas. En lo tocante al defecto
visual, la madre curó la falla de su personalidad.

Para el tratamiento del estrabismo hay, como se sabe, un aparato en el que el niño debe mirar, y ve una jaula
con un ojo y un pájaro con el otro. Cuando lo intentaba con la madre a su lado, Margaret decía que el pájaro
estaba en la jaula para complacerla. Hizo el mismo ejercicio en el consultorio y el oftalmólogo pudo asegurar
que le estaba diciendo mentirillas. La madre sintió que en esta situación con el oftalmólogo Margaret había
sabido la verdad, y se produjo un cambio significativo cuando por primera vez vio realmente al pájaro en la
jaula. Curarle el problema visual era curar algo de su personalidad, y en el tratamiento previo a la cura hubo un
período de mentiras, engaños y timidez. Como señaló la madre: "La niña aprendió la verdad del oftalmólogo".
El hecho de ver con los dos ojos a la vez fue la primera victoria. La lucha de la madre, como terapeuta, con
esta niña cobró esa forma. Así, madre e hija tuvieron una relación muy estrecha en torno de dicha tarea. El
cuidado especial de su vista comenzó cuando tenía 18 meses, y en los próximos cinco a siete años Margaret
debió someterse dos veces por día a un adiestramiento visual intensivo. Estos cuidados duraron hasta que la
niña tuvo 13 años, cuando se la declaró curada y se le dijo que podía dejar de usar los anteojos. Al iniciar la
escuela de internado estaba en mitad del tratamiento, y esto fue un motivo de trastornos e hizo que Margaret le
cobrara antipatía a la supervisora del colegio, que no estaba interesada en su tratamiento.

El hogar se hallaba en la zona bombardeada, y durante la guerra hubo que trasladarla varias veces de una
escuela a otra. Más adelante se la evacuó a un lugar seguro como pupila, y un día le dijo a su madre: "¿Quieres
que te diga algo?, no tendrían que haber hecho eso", refiriéndose a la evacuación. Pero, desde luego, en ese
momento los padres no podían mostrarse más benévolos con ella.

A medida que crecía comenzó a presentar problemas en la casa. En una ocasión le robó treinta chelines a la
madre, y se le antojaba que otros niños planeaban robarle sus cosas. Empezó a desear tener mucho dinero y
aún hoy siente que fue una niña privada de riqueza. La inquietaba que sus padres fueran mayores que los de
muchos de sus amigos, y los padres contribuyeron a que conservara esta idea consciente.

Yo entré en escena cuando Margaret tenía 10 años, y la vi varias veces en entrevistas personales. A la sazón
tenía una conducta marcadamente paranoide, y lo que encontré fue la misma expresión, a los 10 años, de la
sensibilidad al ruido y la timidez que habían sido características de esta niña cuando tenía once meses. Se
ruborizaba si le parecía que la miraban; era apocada; a la hora de comer la asaltaban vagos temores; siempre
tenía motivos para quejarse; en la escuela, decía que los maestros tenían mal carácter y que trabajaban
demasiado; tenía miedo de ir en un ómnibus de dos pisos, etcétera. No le gustaba comer, o más bien, diría que
sospechaba de las comidas. Tenía una masturbación compulsiva. En su casa mantenía tres amistades, siempre
las mismas, pero en la escuela de pupilos, aunque anhelaba contar con una amiga íntima, cada vez que
encontraba una le hallaba algún rasgo indeseable.

Le había contado que había sido adoptada. En la escuela pronto empezó a ocasionar trastornos, ya desde los
primeros días. Sus amigas eran chicas menores que ella. En la casa, siempre tenía que tener la última palabra;
fastidiaba a su madre y continuamente trataba de enfurecerla.
Pese a todo, era vivaz, dinámica y adorable, y muy cariñosa con todos. Se daba cuenta de los problemas de
manejo que ocasionaba y un día lo manifestó gritando, con las manos llenas de muñecas: "¡Toda esta familia
me hace doler!". Era dueña de una rica imaginación. En una entrevista conmigo dibujó rápidamente por toda la
hoja varias figuras, algunas desnudas, partes de personas y objetos extraños; en un caso, trazó un agujero en el
vientre de una mujer. En la escuela había tenido una racha en la que dibujó muchas chicas desnudas.

Le habían dicho que tenía un carácter inestable y débil, y una personalidad dominante y que ejercía su poder
sobre otros niños a los que (según éstos se quejaban) obligaba a hacer daños contra su voluntad. Robaba o
escondía comida o libros. Consideraba que las pocas reglas y normas disciplinarias existentes no se aplicaban a
ella. Era una artista de la mentira. No obstante, si otros niños estaban en problemas, trataba de intervenir en su
favor.

Aconsejé que pasara un tiempo en la casa a pesar de los bombardeos, y en ese lapso Margaret aprendió a tocar
el violín. Se puso muy difícil con respecto a los alimentos y surgió en ella el temor de que la encerraran en
algún lado. Cuando ya estuvo en condiciones de ir a la escuela de campo, durante el primer ciclo lectivo tuvo
muchas dificultades. Siempre estaba a punto de escaparse, para lo cual planeaba robar treinta chelines. A esta
altura, Margaret desarrolló un alto grado de dependencia respecto de una asistente social psiquiátrica del lugar,
a quien llamaba con frecuencia por teléfono y por la cual fue visitada todas las tardes, a una cierta hora,
durante algunas semanas. Fue éste un período crítico, pero de este modo la niña pudo ganar confianza como
para seguir en la escuela, y a mitad de año la madre fue a visitarla. Poco a poco fue evidenciando sus
numerosas cualidades positivas. A los 13 años, como secuela de su anterior fobia a los ómnibus, surgió en ella
el deseo de ser conductora de ómnibus. Tocó el violín en un concierto y le dijeron que sabía apreciar la belleza
musical. Jugaba bien al tenis. Además, para la época en que tuvo la neumonía en la escuela, el carácter
paranoide de su personalidad parecía haber sido "barrido", y la madre, que siempre tenía que prometerle que
iba a volver cuando Margaret se enfermaba, decidió que podía dejar que la cuidaran ahí. Margaret aceptó que
lo hicieran y le devolvieran la salud. Pasó muy feliz su último año en la escuela e hizo muchos amigos. Gracias
a la fuerte ayuda y conducción de los padres en el hogar logró diplomarse.

Después empezó estudios para trabajar con niños. Las primeras etapas de su carrera fueron precarias; era el
tipo de persona a la que los demás le robaban e infligían todos los malos tratos y desprecio que podían. Los
padres se ocupaban de todas estas situaciones de forma realista y, como es natural, comprobaron que algunas
quejas estaban justificadas. Margaret estaba todo el tiempo a punto de dejar de estudiar, y los padres debieron
abordar permanentemente diferentes situaciones y tolerar su angustia. A los 19 años, la madre decía que
parecía tener 17; durante su formación repitió la clase de trastornos que había tenido en la escuela. Por
ejemplo, tuvo que pasar una temporada en su casa a raíz de su mala postura y sus hombros caídos, y fue
extremadamente difícil de manejar en el hogar. Era perezosa, perdía el tiempo y se la veía siempre
descontenta. Esto prosiguió durante casi seis meses, con continuas enfermedades. Se enfermaba cada vez que
sus padres se iban afuera, pero no se los hacía saber hasta que regresaban.

En el lugar donde estudiaba era buena con los niños, pero celosa, y constituía una carga para el personal.
Desarrolló una técnica gracias a la cual los padres, para aliviar una molesta tensión, con frecuencia le pagaban
algo más. Siempre necesitaba lo mejor, sin importarle los medios económicos de los padres, y sólo se ponía
ropas perfectas. Hasta se daba cuenta de que en su casa era "un demonio". Sin embargo, con un empujón,
siempre lograba pasar apenas los exámenes. Dejó de robar y de ser robada, y sus mentiras fueron sustituidas
por su compulsión a buscar que se apiadasen de ella. Lo mejor que tenía era la música. Repetidas veces le dijo
a su madre que era una chica vulgar, y se jactaba de cómo la habían arruinado sus amigas inteligentes. Como
antes, el punto de viraje llegó cuando se enfermó y fue atendida en el lugar donde estudiaba, en lugar de irse a
su casa. Esa enfermedad fue probablemente de origen neurótico.

Por entonces su madre ya tenía 72 años y comenzaba a sentir las tensiones.

Luego de recobrarse de su enfermedad, Margaret empezó a interesarse mucho más en su trabajo con los niños
y al fin fue considerada una estudiante promisoria, aunque algunas de sus dificultades anteriores no habían
desaparecido. Un día le dijo a la madre: "Te consolará saber que ahora no dejaría los estudios por nada".
Finalmente la madre fue recompensada por todo lo que había pasado con Margaret, ya que la palabra
"consuelo" empleada por ésta mostraba que sabía cuánta perturbación les había causado. A la sazón, Margaret
comenzó a leer grandes obras literarias. Por último, después de haber estado una y otra vez al borde de dejar
sus estudios y necesitada de aliento constante, pasó los exámenes con excelentes calificaciones y rindió otros
dos exámenes adicionales, por consejo de su hermano Peter. Consiguió trabajo de inmediato, luego de haberse
presentado en varios puestos y de haber seleccionado el adecuado; y en la actualidad cuida a un niño en una
casa en la que le pagan suficiente dinero como para algunos gastos extras. Es una atractiva joven de 22 años, a
la que le gusta vestirse bien, y una persona capacitada y responsable. En este primer trabajo, cuidando a un
"bebé perfecto", parece haber hallado algo equivalente a lo que, según supongo, fue su concepción idealizada
de sus padres reales. Con los medios de que disponían, sus padres adoptivos no podían competir, lo cual quizás
haya sido afortunado.

Una anécdota reciente ilustra su actitud. Un día Margaret no pudo tolerar el comportamiento grosero y
desagradable de una mucama hacia la madre, y la regañó; la mucama le contestó: "¡Pero si usted también es
grosera con ella!", a lo cual Margaret le replicó: "Eso es distinto: ella es mi madre".

Resumen teórico

El primer hijo, Peter, adoptado a los diez meses de edad, tiene en la actualidad 26 años. Su experiencia como
bebé fue buena, corriente. Fue amamantado y destetado por su propia madre, y durante la mayor parte de este
período ésta no tuvo el propósito de desembarazarse del niño. Debió lidiar con las perturbaciones provocadas
por el cambio de ambiente y la pérdida de su madre real a los diez meses, pero por entonces ya había sido
destetado y se había establecido como un individuo por derecho propio. Así pues, en el caso de Peter los
problemas fueron más bien los correspondientes al cuidado común de un niño que a la adopción en particular.
En mi opinión, lo mejor es que el niño sea criado durante las primeras etapas de su infancia por su madre real,
como en este caso, o bien que los padres adoptivos se lo lleven consigo lo antes posible, quizás en sus primeros
días de vida. Pero probablemente sea raro encontrar a un niño con una prehistoria anterior a la adopción a los
diez meses tan buena como la de Peter.
La segunda niña, Margaret, adoptada a los once meses, tiene ahora 22 años, y ya en el momento de la adopción
era una niña perturbada. En otras palabras, el manejo de su temprana infancia fue bastante embrollado (aunque
no tanto como podría haberlo sido). Por consiguiente, Margaret empezó su vida adoptiva en desventaja:

a) La relativa falla ambiental, en general, privó a la niña de un buen comienzo temprano del desarrollo
personal, como el que posibilita una provisión ambiental suficientemente buena.

b) No obstante, a los once meses hubo una cierta organización de un patrón de enfermedad, lo que indica cierta
fortaleza del yo. Ese patrón de enfermedad tenía bases paranoides. O sea hubo un reordenamiento artificial de
los objetos en el sentido de que los que se sentían malos eran puestos fuera, en el mundo, en tanto que lo. que
se sentían buenos eran recogidos dentro. Los padres adoptivos tuvieron que vérselas, pues, con una niña
enferma. Mediante una provisión ambiental simplificada y permanente, los padres corrigieron poco a poco la
falla temprana, al menos en una medida considerable. El patrón de enfermedad de la niña le permitió expresar
su sospecha de que era amada en términos sucedáneos, como el dinero, los tratamientos de sus dolencias, el
reclamo de tolerancia por parte de la madre o la expectativa de que recibiría malos tratos. Su capacidad para
amar y ser amada se manifestaba en varios rasgos positivos, así como en su actividad musical y su empeño por
vestirse bien. Ahora, a los 22 años, se dedica a una tarea que implica identificarse con una madre que cuida a
su bebé. Por cierto que le esperan dificultades, y aún tendrá que recorrer un largo camino entre el actual estado
de cosas y su capacidad para asumir la responsabilidad de una familia propia. Pero los padres aún pueden
participar en el desarrollo de esta chica, y tiene además a su hermano adoptivo, imbuido de un profundo
sentido de responsabilidad por ella y que, a medida que los padres envejezcan, será como una garantía de
fondo.

El éxito de este caso de adopción de dos niños es tanto más notable cuanto que la madre tenía 48 años cuando
adoptó a Peter y 53 cuando adoptó a Margaret, y el padre era apenas unos años menor.

Ofrezco la descripción de este caso como muestra de respeto por el logro de ambos.
Obstáculos en la adopción
(1954)

El tema de la adopción es muy amplio, y no puede abarcárselo en un artículo breve. La preparación para
trabajar en el campo de la organización de las adopciones exige conocimientos legales, comprensión del
desarrollo emocional del ser humano a partir de una edad muy temprana y formación en la asistencia social
individualizada. Quienes se preparan para esta tarea realizan asistencia social individualizada bajo supervisión
y se familiarizan con la técnica de la tramitación completa del caso.

En rigor, sólo un 30 %, aproximadamente, de las adopciones son dispuestas a través de sociedades de adopción
o asociaciones dedicadas especialmente a ello. El resto son en la actualidad o bien adopciones realizadas por
terceras partes, o casos en los que el niño es ubicado de forma directa por la madre, o bien son tramitadas de
manera informal. Suele suceder que un ginecólogo o un clínico general atienda en la misma semana a una
madre incapaz de mantener consigo a su bebé y a una familia que, por uno u otro motivo, desea adoptar un
niño; ¿qué podría ser más natural que disponer la adopción? El bebé es llevado a ese hogar y luego se toman
las medidas legales. No puede negarse que estas adopciones informales suelen funcionar bien, y seguirán
haciéndolo.

No obstante, es preciso puntualizar que una cierta proporción de estas adopciones informales fallan, y las
sociedades de adopción pueden decir con frecuencia y con razón, al examinar estos fracasos, que podrían
haberlos previsto; una asistencia social individualizada, a cargo de las personas apropiadas, habría permitido
pronosticar ciertas complicaciones. Por ejemplo, es dable detectar una motivación distorsionada, y, sobre todo,
las sociedades de adopción pueden impedir que un niño le sea entregado a una mujer neurótica en la errónea
creencia, por parte del médico o de algún tercero, de que si esa mujer tuviera un niño para cuidar mejoraría.
Una buena asistencia social individualizada no sólo evita catástrofes sino que puede organizar adopciones que
de otro modo serían imposibles; y debe recordarse que una adopción fallida es por lo común desastrosa para el
niño, a punto tal de que habría sido mejor no hacer el intento.

Se preguntará: ¿hay alguna argumentación en contra del método más profesional? La objeción contra las
adopciones cuidadosamente dispuestas por una sociedad de adopción es que, precisamente por el cuidado que
se pone, suelen producirse demoras, algunas de las cuales son serias y estropean un buen trabajo. Para
asegurarse de que el bebé es sano, es preciso hacer observaciones y exámenes, todo lo cual lleva semanas o
meses; así que para la época en que los padres adoptivos tienen el bebé a su cuidado, ya han pasado
demasiadas cosas en la vida de éste. De hecho, por lo común hay embrollos en el cuidado del bebé antes de
que éste sea llevado, con la consecuencia de que los padres adoptivos no sólo cargan con un bebé sino con un
complejo problema psicológico. Además, la adaptación emocional a la idea de adoptar activa sentimientos
profundos. Cuando los padres finalmente se deciden a adoptar un bebé, están en el momento justo para
hacerlo, y una demora de meses puede ser insalubre. Varias postergaciones o una demora de meses o aun de
años harán que la adopción deje de ser positiva, pues aunque los padres aún persistan en su deseo original, han
perdido esa particular tendencia al cuidado de un bebé pequeño que habían adquirido en el momento adecuado,
más o menos como sucede (aunque de forma mucho menos intensa) con la que adquieren los padres reales
naturalmente hacia el bebé que nace después de nueve meses de espera.

Si se consideran estas pocas observaciones, será obvio que no puede seguirse una regla simple. El estudioso
del tema tendrá que leer en abundancia, y a los médicos se les puede decir que la disposición de una adopción
hecha con ligereza implica carecer de la debida comprensión de los factores involucrados. Sobre todo, las
adopciones no deberían disponerse con el objeto de curar neurosis adultas.

El principio básico subyacente es que si un bebé no puede ser criado por sus padres biológicos, lo mejor que
puede pasarle es que se lo incorpore a una familia y se lo críe como parte de ella. Por lo demás, una adopción
legal le da al niño el sentimiento de ser un integrante de la familia. Hace mucho que se descartó la idea de que
una criatura humana pueda ser criada en una institución, por buena que sea, y convertirse automáticamente en
un ser humano maduro por su solo crecimiento. La tendencia interna al desarrollo y el muy complejo
crecimiento emocional de cada bebé exige ciertas condiciones, que no deben estipularse en términos de un
buen cuidado del cuerpo. Un niño necesita ser amado, por razones que es dable poner por escrito. No es que el
ambiente o una buena crianza conformen un ser humano, ni siquiera el cuidado amoroso de sus padres, pero
ese cuidado amoroso es indispensable para los procesos innatos de crecimiento emocional.

En lugar de tratar de reunir los goces y los obstáculos a que da lugar la adopción de niños, he preferido relatar
un historial corriente. Como cualquier otro historial clínico, ilustra ciertos puntos, en especial que no basta con
el cuidado común del cuerpo. Contaré el caso de un niño adoptado por buenos motivos, que tuvo dificultades y
las está superando. La adopción no fue ideal, pero no es útil buscar siempre lo ideal. Lo cierto es que si este
niño sale adelante, se hallará en una situación mucho mejor que si hubiera sido criado desde el comienzo en
una institución. (He modificado los detalles del caso en algunos aspectos importantes para que no sea
reconocible.)

William, de 4 años

Los padres me trajeron a consulta a este niño adoptado, a raíz de su síntoma: golpearse la cabeza contra la
pared. Habían tenido al chico en tratamiento en una clínica de orientación infantil. Gracias a su contacto con el
personal de esa clínica, la madre había ganado mucha comprensión. El niño concurría a un pequeño grupo en
sesiones semanales. Los padres deseaban ahora una revisión general del tema.

La entrevista fue muy irregular. Primero los vi a los tres juntos. Mi intento de charlar con el chico a solas
fracasó; recibí al padre pero el chico entraba constantemente en el consultorio. Luego el padre y la madre
cambiaron de lugar y más tarde el chico se quedó solo conmigo. Finalmente, tuve una larga charla con la
madre.

El cuadro era el de un niño deprivado, y al principio me fue difícil averiguar cómo se había llegado a esto, ya
que el niño fue adoptado cuando tenía un mes (legalmente a los cuatro meses), a través de una sociedad de
adopción registrada.

Historia de la familia

El matrimonio no tenía hijos. En un momento avanzado de la consulta me enteré de que había habido un
aborto anterior al casamiento. La relación sexual era satisfactoria, pero existía una obstrucción en las trompas
de Falopio, de modo tal que no era probable que hubiese nuevos embarazos. Todo esto generó mucha culpa,
pero ahora los padres estaban en vías de recuperarse de los efectos de estos sucesos. A la madre no le
importaba haber tenido que dejar su vida profesional. Para tener una sensación de familia, estos padres habían
albergado a muchos niños en forma temporaria, de manera tal que casi siempre había niños rondando por la
casa aparte de William, lo cual lo ayudó considerablemente. En la actualidad los padres han solicitado una
niña; esta adopción puede materializarse, pero, como de costumbre, la espera ha sido muy prolongada.

Historia del niño.

Los detalles de su nacimiento son desconocidos. Fue amamantado durante tres semanas, y luego rápidamente
se le dio la mamadera a fin de prepararlo para el cambio que sobrevendría al mes. Cuando William tuvo un
mes y fue adoptado, era un bebé pequeño pero sano. No tuvo dificultades físicas durante la infancia y pocas
veces estuvo enfermo. A los dos años se le practicó una tonsilectomía. Al principio me pareció que no existía
ningún trastorno del desarrollo emocional, pero poco a poco se puso en evidencia en la consulta que ninguno
de los padres guardaba recuerdos precisos de detalles de su infancia. A los dos años el niño empezó a
golpearse la cabeza contra la pared, y esto se tornó grave. Primero se sentaba de espaldas a la pared y se
golpeaba echando la cabeza hacia atrás; después adoptó una silla especial para replegarse en ella tras cada
golpe. Se observaba con asiduidad esta secuencia: primero los golpes, luego un terrible estado de tensión, y
después flacidez, tras lo cual el niño aparecía cansado y con ojeras. Esta conducta compulsiva se tornó menos
evidente con el tiempo, y en la actualidad está representada por un vaivén de breves sacudones. A los dos o
tres años, apareció un elemento sensual en su forma de besar.

Mientras proseguía la consulta, el niño le mostraba a su madre fotos de animales, y parecía tener una relación
satisfactoria con ambos padres, aunque se notaba su inquietud. Les dije a los padres: "Este golpearse la cabeza
representa una deprivación de algún tipo, pero no puedo darme cuenta de cómo surgió".

Notas adicionales.

William nunca se succionó los dedos o pulgares, y no porque le fuera vedado. Desde los dos años, o antes,
adoptó objetos para abrazarlos cariñosamente, como es habitual, pero al irse a dormir empleaba una técnica
que era una variante del golpearse la cabeza: tendido en la cama, se sacudía la parte superior de la cabeza con
el brazo extendido. Por lo común predominaba su deseo de hacerlo, pero el elemento compulsivo se reveló
cuando, en un ataque de diarrea y descompostura, despierto, comenzó a golpearse la cabeza y debió ser
detenido. Comenzó a repetir: "¡No puedo dejar de golpearme!", mostrándose muy desdichado.

Otro hecho curioso es que nunca intentaba bajarse solo de la cuna. Mostraba apatía en su relación con el
mundo. Ni siquiera ahora sale de la cama por sí solo a la mañana. Además, mientras está jugando libremente,
de pronto se va a la silla y empieza a balancearse hacia atrás y hacia adelante. Si está interesado en alguna
actividad, como suele suceder por lapsos breves, su concentración y perseverancia son normales y agudas, pero
ante la menor frustración o daño se pierde el elemento constructivo, el juego se termina y la desesperación
ocupa el lugar del contento. Sus necesidades presentan una característica compulsiva. Nunca robó, salvo quizás
algún terrón de azúcar o un pedazo de torta, subrepticiamente. Tiene una buena imaginación, pero es difícil
desligarla de la actitud de la madre, dado que en los últimos tiempos ella ha jugado con él más de lo habitual,
en un empeño por compensarle su deprivación anterior, y alentándole los juegos imaginativos.

La clave del problema.

Sólo de a poco los padres llegaron a contarme que cuando el niño llegó a la casa no pudieron entablar con él
una buena relación. La madre estaba lidiando con su culpa por el aborto y también con el resentimiento por el
hecho de que no fuera hijo suyo. El padre, imprevistamente, sintió una profunda repulsión cuando vio al bebé.
Como consecuencia de todo esto, lo cuidaron bien físicamente, pero durante un período que quizá duró un año
no fue realmente amado; y por cierto al principio la madre no tuvo, con relación a las necesidades del niño, esa
orientación especial que es natural en una madre con un bebé propio. Estos padres no habían podido querer al
niño en un comienzo, y sólo gradualmente asumieron un cabal sentido de la responsabilidad por él y una
actitud cariñosa. En las primeras etapas los padres no pudieron hacer nada al respecto, y confiaban en que no
tuviese repercusiones; pero los golpes del niño contra la pared les hicieron ver que algún daño le habían
causado. Por fortuna, poco a poco habían empezado a encariñarse, y en la actualidad están haciendo cuanto
pueden por compensar su temprana falta de amor; me dan la impresión de quererlo realmente y de estar
disponibles para él. William es inteligente y afectuoso, aunque presenta cierta labilidad en sus afectos. Tiene
sentido común. En estos momentos es muy dependiente de su madre. Nunca expresa ningún sentimiento hacia
ella, y ambos padres piensan que ello se debe a que inicialmente, y hasta hace poco, la madre no pudo tampoco
mostrarle sus sentimientos hacia él.

Cuando se quedó conmigo a solas el chico dibujó con grandes ademanes impulsivos. Pudo decirme qué estaba
dibujando y ver el aspecto divertido del asunto. Cada dibujo que hacía se lo llevaba a la madre. Sus dibujos
evidenciaban su capacidad para una acción impulsiva que se está poniendo al servicio de la autoexpresión.
Mostraba imaginación y sentido del humor, así como una cierta capacidad para ridiculizar sus propias
particularidades. Le gustó el contacto conmigo pero también quiso irse llegado el momento. En estos aspectos,
reveló que en el desarrollo de su personalidad hubo muchos elementos normales para su edad.

Comentario

La adopción de este bebé fue dispuesta a una edad temprana adecuada. La asistencia social individualizada fue
deficitaria, por cuanto no se predijeron las dificultades que tendrían los padres. Podría afirmarse que si se
hubiera contado con mejores padres adoptivos, el niño no habría desarrollado su enfermedad; de todos modos,
no es seguro en absoluto que hubiera mejores padres, y el niño puede darse por muy contento de no haber
quedado librado a un cuidado más impersonal.

Hubo factores ligados a la vida personal de los padres que les impidieron sentir amor por el niño desde el
comienzo. Confiaban en disipar esto brindándole cuidados físicos particularmente buenos, y a la sazón no
tuvieron una comprensión suficiente de lo que estaban haciendo, ni suficiente libertad frente al sentimiento de
fracaso personal como para entregarse al estudio de los problemas asociados a la adopción de un bebé. Cuando
el niño empezó a desarrollar síntomas ya se habían encariñado con él, y con algo de ayuda pudieron finalmente
dedicarse en serio a la tarea que habían emprendido.

Ahora tienen entre manos un "caso", y se ven obligados a exagerar tal o cual aspecto de su cuidado para
satisfacer las necesidades del niño, o sea a la vez que disfrutan de su crianza le están haciendo psicoterapia.
Los pone contentos tener la oportunidad de hacer algo para corregir los efectos de su deficiencia anterior.
Están logrando éxito en su doble tarea, y aunque aún no puede predecirse si este chico tendrá más propensión a
desarrollar un carácter antisocial que un niño normal, en caso de que sus padres perseveren, como parece
probable que lo hagan, tienen muchas probabilidades de contar en el futuro con un hijo que contribuirá a su
felicidad. Personalmente, me inclinaría por que ahora adoptasen una niña.
Un elemento importante de este caso es la estabilidad del matrimonio, y en retrospectiva puede decirse que el
grado en que los perturbaron sus propias fallas para producir un niño mide, hasta cierto punto, su salud.

En esta tarea, no se busca lo ideal. Cualquier método que dé a un niño depravado un hogar real y permanente
es bienvenido. No obstante, a la larga es el asistente social bien formado el capaz de evitar los obstáculos y
disponer adopciones que tengan éxito.
El efecto de los padres psicóticos
sobre el desarrollo emocional del niño
(1959)
Al considerar la psicosis y la vida familiar en el capítulo precedente, la mayoría de los casos se describieron en
términos de los problemas creados por la psicosis en el niño. Quisiera seguir examinando ahora el efecto que la
psicosis de los padres ejerce sobre el desarrollo emocional del niño y sobre la familia.

Como punto de partida, trataré de transmitir parte de la belleza de un poema escrito por una niña de once años.
No puedo reproducirlo aquí porque ya se ha publicado en otra parte con el nombre de su autora, pero lo que sí
diré es que, a través de una serie de versos breves, ofrece una imagen perfecta de la vida hogareña en un marco
familiar feliz. La sensación que transmite es la de una familia formada por hijos de diversas edades, en la que
éstos ejercen una acción recíproca, se experimentan celos pero también se los tolera y donde toda la familia
palpita al unísono con una tremenda potencialidad vital. Por fin, llega la noche, y la atmósfera se traslada
entonces al mundo exterior, a los perros y las lechuzas. Dentro de la casa, reina la calma, la seguridad y la
quietud. Parecería que el poema no fuera sino el reflejo de la vida de su joven autora. ¿De qué otro modo
podría ella conocer todas esas cosas?

La historia de Esther

Permítaseme llamar Esther a la autora de este poema y preguntar: ¿Cuál es la historia de Esther? Es la hija
adoptiva de un matrimonio inteligente de clase medía, que tiene también un hijo adoptivo y acaba de aumentar
la familia adoptando a otra niña. El padre siempre fue muy afectuoso con Esther y muy sensible en lo que se
refiere a entenderla. La pregunta es: ¿Cuál es la historia temprana de esta niña y cómo hizo para alcanzar la
serenidad que trasunta este poema, impregnado de la atmósfera y los detalles de la vida familiar?

La verdadera madre de Esther era una mujer muy inteligente que hablaba bien varios idiomas, pero su
matrimonio fracasó y luego vivió con una especie de vagabundo. Esther fue el fruto ilegítimo de esa unión. Por
lo tanto, durante los primeros meses de su vida Esther vivió junto a una madre que le pertenecía por completo.
La madre era la menor de muchos hermanos. Durante su embarazo se le recomendó que se tratara pero ella no
aceptó ese consejo. La madre amamantó a la niña desde el nacimiento y, según el informe del asistente social,
idolatraba a su bebé.

Esta situación persistió hasta que Esther tuvo cinco meses, época en que la madre comenzó a comportarse en
forma extraña y a adquirir un aspecto algo estrafalario y dudoso. Después de una noche de insomnio, se lanzó a
vagabundear por un campo cercano a un canal, y se puso a observar a un ex policía que cavaba el terreno. A
continuación caminó hasta el canal y arrojó en él a la niña. El ex policía rescató a la niña en un santiamén,
ilesa, pero la madre fue detenida, e internada luego en un hospital como esquizofrénica con tendencias
paranoides. Así, cuando tenía cinco meses, Esther quedó bajo la custodia de las autoridades locales y más tarde
se la describió como una niña "difícil" en la nursery en la que permaneció hasta que la adoptaron cuando tenía
dos años y medio.

Durante los primeros meses posteriores a la adopción, su nueva madre tuvo que enfrentar toda clase de
dificultades, lo cual nos indica que la niña todavía no había renunciado a sus esperanzas. Por ejemplo, solía
tenderse en la calle y ponerse a gritar. Poco a poco las cosas fueron mejorando, pero los síntomas
reaparecieron cuando un nuevo bebé de seis meses fue incorporado a la familia, contando Esther por esa época
casi tres años de edad. El niño fue adoptado legalmente, cosa que no había ocurrido en el caso de Esther. Ésta
no permitía que su madre adoptiva fuera llamada "mamita" por el niño, ni que nadie se refiriera a ella como la
"mamita" del niño. Se volvió muy destructiva, pero luego modificó totalmente su actitud y comenzó a proteger
al hermano. El cambio se produjo cuando, con gran prudencia, la madre adoptiva le permitió portarse como un
bebé y la trató exactamente como si tuviera seis meses. Esther aprovechó esta experiencia en forma
constructiva y se inició en su profesión de madre y, simultáneamente, estableció una excelente relación con el
padre, la cual se mantuvo. Por esa misma época, sin embargo, la madre adoptiva y Esther comenzaron a estar
casi permanentemente en litigio, a tal punto que, debido a las continuas peleas, un psiquiatra aconsejó que
Esther, que tenía en ese momento cinco años, se alejara del hogar por algún tiempo. Quizás ahora, al mirar
retrospectivamente y comprender qué es lo que estaba ocurriendo, consideremos que fue un pésimo consejo. El
padre, siempre sensible a las necesidades de su hija, consiguió que volviera a vivir con ellos. Como él mismo
afirmó, toda la fe de la niña en su hogar adoptivo se había marchitado. El padre, aparentemente se convirtió en
la madre de Esther y quizás a ello pueda atribuirse la enfermedad paranoide que aquél desarrolló más tarde, así
como su sistema delirante en el cual veía a su mujer como a una bruja.

Esther siguió desarrollándose a pesar de las tensiones siempre presentes en la relación entre ambos
progenitores, que más adelante se separaron, dando origen a un interminable pleito legal. Asimismo, la madre
siempre prefirió abiertamente al hijo adoptivo, quien se ha desarrollado lo suficientemente bien como para
recompensarla con su amor.

Esta es, entonces la complicada y triste historia de la autora del poema que nos parece tan pleno de seguridad y
vida hogareña. Examinemos algunas de las implicaciones del caso.

Una persona tan enferma como la verdadera madre de Esther puede, sin embargo, haberle dado a su hija una
iniciación excepcionalmente buena. Creo que la madre de Esther no sólo le proporcionó una experiencia
satisfactoria de la lactancia, sino que también le brindó el apoyo yoico que un bebé necesita en las primeras
etapas, y que la madre puede dar sólo si se identifica con su hijo. Es bastante probable que esta madre haya
estado muy unida a su bebé. Yo me atrevería a conjeturar que trató de desembarazarse de esa criatura suya a la
que estaba indisolublemente unida, porque advirtió que se insinuaba ya una nueva fase que no se sentía en
condiciones de manejar; una fase en la que la niña necesitaría separarse de ella. Sentía que no sería capaz de
satisfacer esas necesidades correspondientes a una nueva etapa del desarrollo de su hija. Podía arrojar la niña al
canal, pero no separarse de ella. Sin duda, actuó impulsada por fuerzas muy profundas y, cuando arrojó la niña
al canal (después de haber elegido la hora y el lugar que prácticamente garantizaran la salvación de la niña) lo
que intentaba en realidad era solucionar algún tremendo conflicto inconsciente, como por ejemplo su temor a
experimentar el impulso de devorar a la niña en el momento de tener que separarse de ella. Sea como fuere, la
niña de cinco años puede haber perdido, en el momento de ser arrojada al canal, a una madre ideal, una madre
que aún no se había convertido en una madre mordida, repudiada, expulsada, desgarrada, despojada y odiada,
ni tampoco destructivamente amada; de hecho, una madre ideal para conservar a través de la idealización.

Siguió luego un largo período del que no conocemos los detalles, excepto que en la nursery la niña siguió
siendo difícil, esto es, conservó parte de la primera experiencia buena. No cayó en un estado de sometimiento,
lo cual hubiera significado renunciar a toda esperanza. Cuando la madre adoptiva apareció ya habían sucedido
muchas cosas. Como es natural, a medida que su nueva madre comenzó a cobrar importancia para ella, Esther
empezó a descargar en ella todo lo que su verdadera madre no le dio oportunidad de hacer: morder, repudiar,
expulsar, desgarrar, despojar y odiar. No cabe duda de que en ese momento la madre adoptiva necesitaba, casi
imperiosamente, que se le explicara a qué se exponía, qué debía esperar y cómo podía prepararse para
enfrentarlo. Tal vez se hizo algún intento por explicarle lo que estaba sucediendo, pero carecemos de
información al respecto. Recibió a una niña que había perdido a una madre ideal, y que desde los cinco meses
hasta los dos años y medio tuvo una experiencia muy caótica; asimismo, recibió a una niña con la que no tenía
ese vínculo fundamental que se establece a través del temprano cuidado infantil. De hecho nunca logró
establecer una buena relación con Esther, a pesar de que no tuvo problemas con el varón; y cuando más tarde
adoptó otra niña, no cesaba de repetirle a Esther: "Ésta es la niña que siempre quise tener".

La madre buena o idealizada en la vida de Esther fue su padre adoptivo, situación que persistió hasta que la
familia se separó. Quizás fuera precisamente esta la causa de esa separación: el hecho de que el padre se
sintiera cada vez más obligado a proporcionar a la niña la actitud materna que aquélla necesitaba, y que la
madre adoptiva se viera cada vez más obligada a asumir el papel de perseguidor en la vida de la niña. Este
problema desbordó la existencia de la madre adoptiva, que era en general satisfactoria, y que se llevaba bien
con sus otros dos hijos adoptivos.

Evidentemente, Esther heredó de su madre el placer que encontraba en las palabras y también su inteligencia, y
creo que nadie diría que se trata de una psicópata. No obstante, padece una deprivación y uno de sus problemas
es su tendencia compulsiva a robar. También tiene problemas escolares. Vive con su madre adoptiva, que se ha
vuelto muy posesiva con respecto a ella y le impide ver al padre. Además, este último ha desarrollado un serio
trastorno mental caracterizado por delirios paranoides.

Los padres adoptivos sabían que la madre de Esther era psicótica, es decir, que era una enferma mental, pero
no conocían los detalles porque en esa época el asistente social psiquiátrico advirtió que ellos temían que
Esther heredara la locura de su madre. Resulta interesante observar que la preocupación relativa a la posible
herencia de insanía en tales casos parece superponerse al problema mucho más serio del efecto que ejerce
sobre el niño el período que pasa en una nursery residencial antes de ser adoptado. Durante este período, y
desde el punto de vista de la niña, en el caso de Esther se cometieron serios errores, y ella encontró un
embrollo, donde debió haber existido algo muy simple y directo, y sin duda muy personal.

La enfermedad psicótica

La psicosis de los padres no ocasiona psicosis infantil; la etiología no es un problema tan simple. La psicosis
no se transmite directamente como el cabello oscuro o la hemofilia, ni tampoco a través de la leche con que la
madre amamanta a su hijo. Para los psiquíatras que no se interesan tanto en las personas como en las
enfermedades -enfermedades mentales, como dirían ellos- la vida es relativamente fácil, pero para quienes
tendemos a considerar a los enfermos mentales no tanto como un conjunto de enfermedades, o casos, sino
como seres humanos que integran la lista de bajas en la lucha del hombre para poder desarrollarse, adaptarse y
vivir, la tarea resulta infinitamente más compleja. Cuando vemos a un paciente psicótico, pensamos "éste, si no
fuera por la gracia de Dios, bien podría ser yo". Conocemos el trastorno, del cual sólo vemos en el paciente un
ejemplo exagerado.

Quizás algún tipo de clasificación ayude a distinguir los diversos tipos de enfermedad. En primer lugar,
podemos dividir a los progenitores psicóticos en padres y madres, pues hay ciertos efectos que sólo tienen que
ver con la relación madre-hijo, dado que ésta se inicia tan temprano, o bien, si se refieren al padre, lo hacen en
tanto aquél actúa como sustituto materno. Cabe señalar aquí que un padre puede desempeñar un papel mucho
más importante, a través del cual humaniza algo en la madre y anula en ella un elemento que, de otro modo, se
vuelve mágico y potente y menoscaba la actitud maternal de la madre. Los padres tienen sus propias
enfermedades, cuyo efecto sobre los hijos es posible estudiar, pero que no afectan a los niños en la más
temprana infancia. Además, es necesario que el niño sea antes lo bastante grande como para reconocer al padre
como un hombre.

Luego dividiría a la psicosis desde un punto de vista clínico en psicosis maníaco-depresivas, y los trastornos
esquizoides en cuyo extremo está la esquizofrenia propiamente dicha. Junto con estos últimos, se da un grado
variable de delirio de persecución, sea el que alterna con la hipocondría o el que aparece como una
hipersensibilidad paranoide general.

Consideremos ahora la esquizofrenia, la más grave de todas estas enfermedades, y avancemos hacia la salud
clínica (dejando de lado la psiconeurosis, que no nos interesa aquí).

Si consideramos las características de las personas esquizoides, encontramos una delimitación muy imprecisa
entre la realidad interna y la externa, entre lo que se concibe subjetivamente y lo que se percibe objetivamente.
Sí observamos un poco mejor, encontramos en el paciente sentimientos de irrealidad y, asimismo, que las
personas esquizoides tienen una mayor facilidad para fusionarse con objetos e individuos que las personas
normales y experimentan mayor dificultad para vivirse como entidades separadas. Notamos también una
relativa imposibilidad para establecerse sobre la base de un yo corporal: la psiquis no está claramente
vinculada con la anatomía y el funcionamiento del cuerpo. Existe una mala relación operativa entre la psiquis y
el soma y quizás los límites de la primera no correspondan exactamente a los del cuerpo. Por otro lado, puede
suceder que los procesos intelectuales pueden ser los más afectados. Los individuos esquizoides no entablan
relaciones fácilmente ni las mantienen, una vez establecidas, con objetos que son exteriores a ellos, o reales en
el sentido corriente del término. Se relacionan en sus propios términos y no en función de los impulsos de los
demás.

Los padres que poseen estas características fracasan en múltiples y sutiles maneras en el manejo de sus hijos,
excepto en la medida en que, conscientes de sus propias deficiencias, los dejan en manos de otras personas.

La necesidad de apartar al niño de un progenitor enfermo

Quisiera aclarar otra cuestión: en mi experiencia he reconocido siempre la existencia de cierto tipo de caso en
el que resulta esencial apartar a un niño de uno de sus progenitores, sobre todo cuando este último es psicótico
o seriamente neurótico. Podría ofrecer muchos ejemplos, de los cuales elegiré sólo uno, el caso de una niña que
padecía severa anorexia:

Esta niña tenía ocho años cuando la aparté de su madre, y en cuanto se hubo alejado comenzó a tener un
comportamiento totalmente normal. La madre se encontraba en un estado de depresión, que en ese momento
constituía una reacción frente a la ausencia de su esposo, que se encontraba en el frente durante la guerra. Cada
vez que la madre se deprimía, la niña tenía anorexia. Más tarde, la madre tuvo un varón, quien a su vez
presentó el mismo síntoma como defensa contra la anormal necesidad de la madre de demostrar sus méritos
atiborrando a los niños de comida. Esta vez fue la hija quien solicitó tratamiento para su hermano. No pude
conseguir que éste se alejara de la madre ni siquiera durante un breve período, y hasta el momento no ha
podido independizarse del todo de su madre.

A menudo debemos aceptar el hecho de que un niño queda irremediablemente atrapado en la enfermedad de un
progenitor sin que pueda hacerse nada al respecto. Debemos reconocer que ello es así, a fin de conservar
nuestra propia salud mental.

De muy diversas maneras, estas características psicóticas de los padres, sobre todo cuando se trata de la madre,
afectan el desarrollo del niño. Con todo, es necesario recordar que la enfermedad del niño es exclusivamente
del niño, aunque en la etiología del caso, las fallas ambientales resulten decisivas. A veces un niño encuentra la
manera de crecer a pesar de los factores ambientales, o bien enferma a pesar de que se le proporcionan
excelentes cuidados. Cuando tomamos las medidas necesarias para que un niño se aleje de un progenitor
psicótico, confiamos en poder trabajar con él, pero nos encontramos con que el niño rara vez se comporta en
forma normal cuando se lo aparta del progenitor enfermo, como ocurrió en el caso ya citado.
La madre "caótica"

La vida de los niños se ve seriamente perturbada cuando la madre se encuentra en lo que se llama un estado
caótico, de hecho, un estado de caos organizado. Se trata aquí de una defensa: se establece un estado caótico y
se lo mantiene firmemente, sin duda para ocultar una desintegración subyacente más grave que constituye una
amenaza constante. La convivencia con madres que padecen este tipo de enfermedad resulta casi intolerable,
como lo demuestra el siguiente ejemplo:

Una paciente que completó su análisis conmigo tenía una madre de este tipo, y quizás se trate de la clase más
difícil de madre enferma que sea posible encontrar. El hogar parecía bueno, el padre era benévolo y firme y los
hijos eran numerosos. Todos ellos se vieron afectados, de una manera u otra, por el trastorno mental de la
madre, muy similar al de su propia madre.

Este caos organizado obligaba constantemente a la madre a fragmentarlo todo y a introducir una serie infinita
de distracciones en la vida de los hijos. De innumerables maneras, y sobre todo a partir de que mi paciente,
cuando era niña, aprendió a hablar, la madre no había hecho otra cosa que confundirla. No siempre actuaba de
esta manera; a veces era una madre excelente pero siempre confundía todo con distracciones y con acciones
inesperadas y por lo tanto traumáticas. Cuando hablaba con la hija utilizaba retruécanos y juegos de palabras,
ciencia ficción y hechos reales presentados como fantasías. Los estragos que causó fueron casi ilimitados.
Todos sus hijos tuvieron serios problemas y el padre nada pudo hacer al respecto, y su única alternativa fue
enfrascarse totalmente en su trabajo.

Progenitores depresivos

La depresión puede constituir una enfermedad crónica, que empobrece a un progenitor en cuanto a su
provisión de afecto, o bien presentarse como una enfermedad grave con fases alternativas y una retracción más
o menos repentina del rapport. La depresión a que me refiero aquí no es tanto de tipo esquizoide como
reactivo. Cuando un niño está en la etapa en que necesita que la madre se ocupe de él, puede resultarle
seriamente perturbador el hecho de comprobar de pronto que la madre se ocupa de alguna otra cosa, de algo
que simplemente pertenece a la vida de aquélla. Un niño se siente infinitamente abandonado en esa situación.
El siguiente caso muestra la influencia de este factor en una etapa algo más tardía, pues se trata de un niño de
dos años.

Tony tenía una obsesión por los piolines cuando lo trajeron para que lo examinara a los siete años de edad.
Estaba a punto de convertirse en un perverso con peligrosas habilidades, y ya había jugado a que estrangulaba
a la hermana. La obsesión desapareció cuando la madre, siguiendo mi consejo, habló con él sobre su temor a
perderla. Dicho temor obedecía a varias separaciones tempranas, la peor de las cuales, y también la que mayor
repercusión tuvo, fue la depresión sufrida por la madre cuando el niño tenía dos años.

Una fase aguda de la enfermedad depresiva de la madre la apartó totalmente del niño, y toda reaparición de la
depresión en los años posteriores renovaba la obsesión de Tony con respecto a los piolines. Para él, un piolín
constituye el último recurso, la posibilidad de unir cosas que parecen estar separadas (1).

Así, la fase melancólica en la depresión crónica de una madre excelente en un buen hogar, fue la causa de la
privación que, a su vez, provocaba el síntoma manifiesto en el caso de Tony.

En otros casos, la fuente de dificultad para los hijos son las oscilaciones maníaco-depresivas en el estado de
ánimo de los progenitores. Resulta sorprendente comprobar que hasta los niños muy pequeños aprenden a
percibir el estado de ánimo de los padres. Lo hacen al despuntar de cada día y a veces aprenden a vigilar con
un ojo a la madre y con el otro al padre durante casi todo el tiempo. Supongo que, cuando son más grandes,
contemplan el cielo o escuchan el boletín meteorológico de la BBC.

Citaré como ejemplo a un niño de cuatro años, muy sensible y temperamentalmente muy parecido a su padre.
Estaba en mi consultorio, jugando en el suelo con un tren, mientras la madre y yo hablábamos sobre él. De
pronto dijo, sin levantar la vista: "Doctor Winnicott, ¿está cansado?". Le pregunté por qué pensaba eso y me
respondió: "por su cara". Evidentemente, me había mirado bien al entrar a la habitación. Lo cierto es que me
sentía muy cansado pero confiaba en haberlo ocultado. La madre dijo que el niño siempre sabía cómo se sentía
la gente, porque el padre, un buen clínico y excelente padre, no siempre se sentía con ánimos como para jugar
con el niño y éste debía sondear primero cuál era el estado de ánimo de su progenitor, que se sentía a menudo
cansado y deprimido.

Por lo tanto, los niños pueden prepararse para soportar los cambios en el estado de ánimo de sus padres si los
observan atentamente, pero lo que les resulta traumático es la imposibilidad de predecir cuál será la reacción
de aquellos. Una vez que los niños han pasado por las primeras etapas de máxima dependencia, creo pueden
hacer frente a casi cualquier factor adverso que permanezca constante o que sea posible prever. Naturalmente,
los niños de gran inteligencia tienen una gran ventaja en lo que se refiere a la predicción, pero a veces
comprobamos que la capacidad intelectual de los niños muy inteligentes ha sido sometida a un esfuerzo
desmedido, que la inteligencia se ha prostituido en aras de la tarea de predecir estados de ánimo y tendencias
muy complejas en los padres.

Los padres enfermos como terapeutas

La existencia de una seria enfermedad mental no impide que madres o padres soliciten ayuda para sus hijos en
el momento adecuado.

Percival, por ejemplo, acudió a mi consultorio debido a un agudo episodio psicótico cuando tenía once años.
Su padre había tenido esquizofrenia a los veinte y fue precisamente el psiquiatra de aquél quien me envió al
niño. El padre tenía en ese momento más de cincuenta años y había llegado a manejar bastante bien su
enfermedad mental crónica. Se mostró tremendamente comprensivo con su hijo cuando éste enfermó. La
madre de Percival es también una personalidad esquizoide, con un sentido de la realidad muy limitado, a pesar
de lo cual pudo cuidar de su hijo durante la primera fase de su enfermedad hasta que el niño estuvo en
condiciones de recibir tratamiento fuera del hogar. Percival necesitó tres años para recuperarse de su
enfermedad, que estaba muy vinculada a la de sus padres.

He presentado este caso porque pude utilizar a ambos progenitores, a pesar de su enfermedad, o quizás gracias
a ella, para que ayudaran a Percival a atravesar la primera fase crítica de su enfermedad. La madre se convirtió
en una excelente enfermera y permitió que la personalidad de Percival se fundiera con la propia en la forma en
que el niño lo necesitaba. Yo sabía que no podría tolerar esta situación durante demasiado tiempo y, al cabo de
seis meses, cuando recibí el pedido de ayuda que ya esperaba, alejé a Percival del hogar sin demora, pero para
ese entonces, la principal parte de la tarea ya había sido cumplida.

La experiencia del padre con su propia esquizofrenia le permitió tolerar la locura extrema en el niño, y la
enfermedad de la madre la hizo participar en la enfermedad de su hijo hasta que ella misma comenzó a
necesitar también un período de cuidado psicológico. Desde luego, a medida que el niño mejoró, una de las
cosas que tuvo que aprender fue que sus padres también eran enfermos, cosa que logró hacer sin mayores
dificultades. Ahora, ya entrado en la pubertad, y gracias en gran medida a sus padres muy enfermos, es un niño
sano.

Veamos aquí otro caso, muy distinto, tomado de mi consultorio hospitalario.

En este caso, el padre padece de cáncer, no de un trastorno psiquiátrico. Milagrosamente, los médicos lo han
mantenido vivo durante diez años a pesar de la gravedad de su dolencia. El resultado es que su esposa, madre
de muchos niños, no ha tenido un solo día de descanso desde hace quince años, y ha renunciado por completo
a toda esperanza. Simplemente vegeta, totalmente dedicada al cuidado de su esposo, que no puede abandonar
la cama, y al manejo de la casa, que es oscura, abarrotada y deprimente. Se siente tremendamente culpable
cada vez que algo sale malo que otro de sus hijos abandona el hogar. Uno de ellos se hizo alcohólico en la
adolescencia, pero los otros hijos se han manejado bastante bien. La única fuente de felicidad en la vida de la
madre es su trabajo, que cumple de seis a ocho de la mañana. Utiliza la excusa de que necesita dinero, pero en
realidad lo que busca es cambiar de ambiente, ya que ese trabajo constituye su única recreación. Creo que el
cáncer del padre es en realidad un factor que desorganiza la vida de toda la familia. No es posible hacer nada
porque el cáncer se yergue allí, soberano, en la cabecera del lecho del padre, sonriente y omnipotente.

Se trata sin duda de una situación terrible, pero creo que las cosas son aún peores cuando uno de los
progenitores, aunque físicamente sano, padece un trastorno psiquiátrico de índole psicótica.

Las etapas del desarrollo y la psicosis de los padres

En la teoría subyacente a estas consideraciones, siempre se tiene presente la etapa del desarrollo del niño en el
momento en que aparece un factor traumático. El niño puede ser totalmente dependiente, estar fusionado con
la madre, o bien ser moderadamente dependiente y avanzar en forma gradual hacia la independencia, o
también puede ocurrir que ya haya alcanzado cierto grado de independencia. En relación con estas etapas,
podemos considerar el efecto de los padres psicóticos y graduar la enfermedad de los padres de la siguiente
manera aproximada:

a) Padres muy enfermos. En este caso otras personas se hacen cargo de los niños.

b) Padres menos enfermos. En algunos períodos otras personas se hacen cargo de los niños.

c) Progenitores bastante sanos como para proteger a sus hijos de su propia enfermedad y solicitar ayuda.

d) Padres cuya enfermedad incluye al niño, de modo que nada puede hacerse por este último sin violar los
derechos que un progenitor tiene sobre su propio hijo.

Por mi parte, nunca sugiero que las autoridades intervengan para apartar a los hijos de los padres, salvo que
una actitud cruel o de tremendo descuido despierte la conciencia moral de la sociedad. No obstante, sé que en
muchos casos se ha tomado la decisión de separar a los niños de padres psicóticos. Cada caso requiere un
cuidadoso examen o, en otras palabras, un trabajo de caso (casework) sumamente hábil. NOTAS:

(1) Véase D. W. Winnicott, "String", en The Maturational Processes and the Facilitating Environment (Londres: Hogarth Press,
1965).
Los efectos de la enfermedad depresiva
en ambos progenitores o en uno de ellos
(1958)
En el capítulo anterior examiné algunos de los factores, inherentes tanto a los padres como a los hijos, que
promueven la desorganización de la vida familiar. Me propongo continuar con este tema general en los tres
capítulos siguientes, refiriéndome a la desintegración de la familia que puede ser el resultado de una
enfermedad psiquiátrica. Cuando se recurre a nosotros en situaciones en que la dinámica familiar
evidentemente ha fracasado, tratamos de comprender los factores subyacentes a las dificultades que se nos
describen, a fin de que nuestra ayuda sea más eficaz. No nos incumbe emitir juicios morales en estas
cuestiones, y tampoco me referiré al problema económico, que rara vez constituye la única fuente de las
dificultades.

Aquí examinaré las consecuencias que la enfermedad depresiva tiene para la familia en ambos progenitores o
en uno de ellos. En primer lugar, me referiré brevemente a las características de ciertas formas de enfermedad
psiquiátrica.

Clasificación de los trastornos psiquiátricos

La enfermedad psiquiátrica puede dividirse artificialmente en dos clases: psiconeurosis y psicosis. Esta última
tiene que ver con la locura o con un elemento de insanía oculto en la personalidad. La psiconeurosis utiliza el
mismo patrón que las defensas organizadas en la personalidad intacta, evitando o manejando la ansiedad
originada en la fantasía o en las relaciones interpersonales. El trastorno psiconeurótico del padre o la madre
significa una complicación para el niño, pero la psicosis configura una amenaza más sutil para el desarrollo
sano.

Por psicosis (1) entiendo una línea más profunda de defensa, los cambios que tienen lugar en la personalidad
del individuo frente a tensiones que superan su capacidad para manejarlas mediante los mecanismos
defensivos habituales, quizás porque dicha tensión y el patrón correspondiente a ella surgieron antes de tiempo.
El extremo de la psicosis es el individuo que debe ser internado en un hospital psiquiátrico. Un derrumbe
psicótico muy serio se parece a una dolencia física, en el sentido de que es fácil reconocerlo como enfermedad,
y los médicos saben cómo asumir su responsabilidad frente a un trastorno tan evidente.

La depresión, el tema que trataré aquí, es un trastorno afectivo o anímico, pero existen dos estados especiales
que quisiera describir ahora.

Uno de ellos corresponde a la personalidad psicopática, y aquí nos interesan sobre todo el padre, mientras que
la depresión afecta en particular a las madres. El psicópata es un adulto que no ha dejado atrás la delincuencia
de la infancia, la cual, en la historia del individuo, representó originalmente una tendencia antisocial en un niño
depravado. A1 comienzo, la deprivación fue real y como tal la percibió el niño; significó la pérdida de algo que
era bueno, y pienso que algo sucedió en la realidad, después de lo cual nada volvió a ser igual. Por lo tanto, la
tendencia antisocial constituyó una compulsión a obligar a la realidad externa a aumentar el trauma original
que, desde luego, fue rápidamente olvidado, lo cual impidió que una simple reversión solucionara el problema.
En el psicópata, esa compulsión a obligar a la realidad a compensarlo persiste en la vida adulta, y a menudo
nos vemos llamados a solucionar los problemas que esta compulsión, en un progenitor o en ambos, crea en el
marco familiar.

El otro estado especial es el matiz particular que puede acompañar a la depresión o la tendencia antisocial, y
que tiene que ver con el delirio de persecución o la suspicacia. La tendencia a sentirse perseguido es una
complicación de la depresión, y en general hace que esta última resulte menos evidente como tal, porque esta
especie de locura (el delirio de persecución) sirve como un desvío que permite canalizar el sentimiento de
culpa que caracteriza a los melancólicos y los depresivos. Quienes padecen de este tipo de enfermedad oscilan
entre un absurdo sentimiento de maldad personal y la sensación irracional de que se los maltrata. En cualquiera
de los dos casos, podemos encontrarnos con que no estamos en condiciones de hacer nada para solucionar el
problema y debemos limitarnos a aceptar la enfermedad. El panorama es más optimista cuando la depresión no
está complicada por la suspicacia y el delirio de persecución, pues en estos casos más normales, el individuo
manifiesta cierta flexibilidad y una alternación más fácil entre el estado de ánimo depresivo y el sentimiento de
que algo en el mundo externo constituye una mala influencia o un perseguidor.

La depresión en la madre o el padre

Voy a considerar ahora el tema de la depresión, que resulta de particular interés dada su más estrecha relación
con la vida corriente pues, aunque en un extremo de la escala ubicamos a la melancolía, en el otro está la
depresión, un trastorno común a todos los seres humanos integrados. Cuando Keats dice, refiriéndose al
mundo: Where hit to think is to be full of sorrow and leaden-eyed despair, no quiere dar a entender que él
mismo carecía de valores o que estaba mentalmente enfermo. Se trata aquí de un individuo que corrió el riesgo
de sentir las cosas profundamente y de asumir la responsabilidad. En un extremo, por lo tanto, están los
melancólicos, que se sienten responsables por todos los males del mundo, en particular los que a todas luces
nada tienen que ver con ellos, y en el otro, las personas verdaderamente responsables del mundo, las que
aceptan la realidad de su propio odio, su mezquindad, su crueldad, que coexisten con su capacidad para amar y
construir. A veces el sentimiento de su propia maldad las sume en profundo abatimiento.

Si consideramos la depresión en esta forma, entendemos que son las personas realmente valiosas de este
mundo las que se deprimen, incluyendo a los padres y las madres. Quizás sea una pena que sufran de
depresión, pero peor aún es la imposibilidad de dudar o experimentar desaliento. Y la forzada alegría que
indica negación de la depresión se hace tediosa al cabo de un cierto tiempo, incluso durante una fiesta o una
celebración.

No existe una clara línea divisoria entre la desesperanza de una madre y un padre con respecto a un hijo y la
duda generalizada con respecto a la vida y el sentido de la vida. En la práctica, observamos la oscilación entre
la preocupación y la desesperanza, y a veces basta una pequeña ayuda de un amigo o de un médico para que un
individuo pase de la desesperanza a la esperanza, por lo menos momentáneamente. Quizás este planteo vincule
la depresión común con la experiencia corriente de la vida. Sé que la depresión puede ser una enfermedad
paralizante, que requiere tratamiento, pero, por lo común es lo que todos nosotros sentimos cada tanto. No
queremos que nadie intente con bromas o consejos, "levantarnos el ánimo", pero un verdadero amigo nos
tolera, nos ayuda un poco y espera.

He tenido oportunidad de observar la depresión en madres y padres porque tengo mi propio consultorio
externo en un hospital de niños desde hace treinta años. Miles de madres han acudido a él y allí hemos
examinado niños con todo tipo de trastornos, físicos y psicológicos. A menudo el niño no está enfermo, pero la
madre está preocupada hoy por su hijo; quizás mañana no lo esté, aunque las circunstancias lo justifiquen. No
tardé en aprender a pensar en mi consultorio como en una sección para el manejo de la hipocondría materna y
paterna. (Naturalmente, aunque en general eran las madres las que traían a los chicos, a veces lo hacían
también los padres, pero no me refiero aquí a ellos por motivos de orden práctico.)

Para las madres es importante poder llevar a sus hijos al médico cuando se sienten algo deprimidas. Desde
luego, a veces acuden a un consultorio para adultos y expresan su preocupación por el funcionamiento de sus
órganos internos o de alguna parte de su organismo que no está completamente sana. También puede ocurrir
que visiten a un psiquiatra para hablar abiertamente de su depresión; otras veces consultan a un sacerdote por
sus dudas con respecto a su propia bondad, o recurren a un charlatán o un curandero. El hecho es que el
sentimiento de duda está muy cerca de su opuesto, esto es, la creencia, y de un sentido de los valores, así como
del sentimiento de que hay cosas que vale la pena preservar.

Por lo tanto, al llamar la atención sobre la depresión, me refiero no sólo a una seria enfermedad psiquiátrica,
sino también a un fenómeno casi universal entre personas sanas, estrechamente vinculado con su capacidad,
cuando no están deprimidas, para cumplir una buena tarea.

Una de esas tareas consiste en formar y conservar una familia, por lo cual ésta es una de las cosas que pueden
peligrar cuando el marido o la mujer está deprimido. Permítaseme ofrecer un ejemplo:

Una madre trae a su hijo al consultorio externo porque observa que ha adelgazado durante la semana anterior.
Me resulta evidente que se trata de una mujer crónicamente deprimida, y doy por sentado que, por el momento,
la preocupación por su hijo le proporciona cierto alivio, ya que habitualmente se preocupa algo vagamente por
sí misma. A través de mi contacto con el niño descubro que su enfermedad comenzó con uno de los habituales
choques entre el padre y la madre, ocasión en que el padre preguntó de improviso a los dos hijos: "¿Quieren
vivir conmigo o con mamá?", dando a entender que pensaban separarse. En realidad, el marido maltrata a su
esposa constantemente; es un hombre inmaduro e irresponsable, que se siente completamente feliz. Pero aquí
me interesa la madre y su estado depresivo crónico.

¿Cómo manejo la preocupación de esta mujer con respecto a la pérdida de peso de su hijo? En mi consultorio
externo el tratamiento no consiste en manejar la depresión de la madre por medio de la psicoterapia, sino en
examinar al niño. Por lo común no encuentro enfermedad alguna. Elijo este caso porque se trata de un niño que
había comenzado a desarrollar diabetes. Un examen objetivo de su estado de salud y el consiguiente
tratamiento eran lo que la madre necesitaba. Su marido seguirá maltratándola; ella continuará con su depresión
crónica y, a veces, se sentirá profundamente deprimida. Pero, dentro de los límites del problema, logré aliviar
su angustia. Naturalmente, además de un tratamiento para la diabetes, se ayudó al niño a comprender la
situación hogareña. Con todo, no me sorprende comprobar que lo que hago no resuelve el problema más grave,
es decir, la depresión crónica de la madre.

La responsabilidad limitada en el trabajo social

En muchos casos resulta factible manejar eficazmente la depresión de una madre examinando el problema que
la preocupa y tratando de resolverlo. Por ejemplo, su manejo de la casa puede ser caótico, y quizás haya
contraído inadvertidamente algunas deudas, a pesar de que desaprueba la deshonestidad; o tal vez su marido se
haya quedado sin empleo y ella no puede pagar las cuotas del aparato de televisión.

Otra madre me trae a su hijita, por motivos que no resultan muy claros; casi se diría que los síntomas que me
describe dependen de la sala del hospital que haya elegido. Si se tratara de un otorrinolaringólogo le
preguntaría si es necesario operar a la niña de las amígdalas; si fuera un oculista, querría saber si la pequeña ve
bien. Puede anticiparse a las expectativas de un médico y describir cualquier síntoma que parezca interesarle.
Gracias a que logro redactar una cuidadosa historia clínica, la madre puede darse cuenta de sus propias
fluctuaciones en lo que respecta a su actitud para con la niña y comprobar que, en general, su hija se desarrolla
bien a pesar de las preocupaciones que experimenta cada tanto con respecto a ella. En realidad, la niña presenta
algunos síntomas, que incluyen una cierta pérdida del apetito.

En este caso, decido que mi tarea consiste en decir a la madre algo parecido a esto: "Hizo usted muy bien en
traerme a la niña cuando empezó a preocuparse por ella; para eso estamos. En mi opinión, la niña se encuentra
muy sana en este momento, y estoy dispuesto a reconsiderar mi opinión la semana que viene o cuando usted
quiera volver".

Aquí la madre ha recibido la reaseguración que necesita gracias a que he examinado a la niña y he tornado en
serio todos sus comentarios. Le resulta difícil creer que la niña está bien, pero quizás mañana habrá olvidado
su ansiedad. Sería totalmente absurdo que un médico le dijera a una madre de este tipo que está haciendo un
alboroto por nada, sobre todo cuando ello es absolutamente cierto.

Además, es importante recordar que cuando los padres padecen una enfermedad psiquiátrica, si queremos ser
un apoyo para la familia debemos estar dispuestos a mantenernos "del lado del hogar contra" la autoridad, o
cualquier otro factor que se haya convertido en un anatema para la madre o el padre.

A veces nos preguntamos por qué personas como las que he descrito no logran obtener ayuda por medios
naturales, con lo cual la acumulación de caos y desesperanza se convierte en parálisis. En la vida corriente, un
amigo habría hecho lo misma que nosotros en nuestra relación profesional. Pero algunas personas no hacen
amigos con facilidad. A menudo las personas con las que trabajamos son desconfiadas y se muestran retraídas
o indiferentes; otras veces sucede que se han mudado de un barrio a otro, y carecen de la técnica necesaria para
establecer contacto con los vecinos. Por lo común la gente es capaz de resolver las dificultades pequeñas, pero
un fracaso puede activar fácilmente una depresión latente, y el mero hecho de no poder pagar una cuota de un
crédito puede bastar para que surja la desesperanza con respecto a la vida y al sentido de la vida. Se ha
desencadenado algo que tiene que ver con cuestiones mucho más profundas que la adquisición de un aparato
de televisión.

Resulta claro que nuestra tarea no apunta tan sólo a solucionar los problemas a medida que van surgiendo día a
día, pero dicho manejo es uno de los métodos que las personas emplean en su lucha contra la depresión. El
manejo eficaz de un solo día de la vida significa esperanza; pero basta una pequeña dificultad para que surja la
amenaza de un estado completamente caótico del que no habrá recuperación posible.

La asistencia social como terapia

En buena parte de nuestra labor profesional actuamos como psicoterapeutas, aunque no hagamos
interpretaciones del inconsciente. Tratamos las depresiones, prevenirnos depresiones y ayudamos a la gente a
salir de ellas. Somos enfermeros mentales. En los hospitales para enfermos mentales, la dificultad de las
enfermeras radica en que resulta muy difícil tener éxito, aunque, por fortuna, nosotros a menudo contamos con
la oportunidad de lograrlo. Lo que se exige de una enfermera en este tipo de instituciones es la tolerancia frente
al fracaso, que forma parte integral de su trabajo. Sin duda, ella debe envidiarnos por la oportunidad que
tenemos de triunfar debido a que nuestro contacto con la depresión tiene lugar en el extremo de la escala donde
existe una tendencia a la autocuración que a menudo podemos reforzar a través de nuestra labor. Al mismo
tiempo, debemos reconocer que también nosotros encontramos a veces casos graves y debemos tolerar el
fracaso y, sin duda, tenemos que aprender a esperar antes de estar seguro de que se ha obtenido algún
resultado. Como psicoanalista, he tenido un excelente adiestramiento en lo que se refiere a esperar
interminablemente. También hay otros resultados exitosos que no lo parecen en el papel: cuando nos sentimos
seguros de que lo que hicimos valió la pena, aunque quizás el individuo en cuestión termine por volver a la
cárcel, o una mujer se haya suicidado, o los niños hayan quedado bajo custodia judicial.

¿Cuál es la diferencia entre una enferma depresiva internada en un hospital y la depresión que a menudo
podemos aliviar? No existe una diferencia esencial en cuanto a la psicología de los dos casos. La paciente
melancólica hospitalizada, incapaz de hacer nada durante meses o incluso años, se golpea el pecho con los
puños y dice: "¡Desdichada de mi!"; es incapaz de preocuparse por nada en particular porque no puede
acercarse siquiera a la verdadera causa. En cambio, siente una culpa sin límite y sufre interminablemente, y al
final, todos sufrimos a causa de su padecimiento. A veces afirma que ha matado a alguien que amaba, o que
por su culpa se produjo un accidente ferroviario en el Japón. No tiene sentido discutir con ella: nada logrará
convencerla.

Por otro lado, los casos más promisorios son aquellos en que la mujer que está deprimida puede deprimirse por
algo, algo que tiene sentido. Se preocupa porque no puede mantener su casa limpia, y aquí podemos
comprender que la realidad está entretejida con la fantasía; la depresión le impide cumplir con esa tarea, lo
cual, a su vez, la deprime.

Si la depresión asume la forma de una preocupación por algo, hay esperanzas, tenemos un camino de acceso.
Nuestra tarea no consiste en tratar de ayudar a la mujer a llegar a la verdadera fuente de su sentimiento de
culpa, como podría hacerse en un tratamiento psicoanalítico de varios años, pero sí en ayudarla durante un
período de tiempo precisamente allí donde el individuo habla de fracaso, e infundirle así alguna esperanza.

Lo que quiero decir es que cuando la depresión de una madre se expresa en términos de preocupación o
confusión contamos con una manera de tratar la depresión, ya que podemos referirnos a la preocupación o la
situación caótica concreta. Por lo común, no resolveremos la depresión en esta forma, y a menudo lo más que
podemos lograr es romper un círculo vicioso en el que el caos o la desatención de los hijos refuerza la
depresión. En defensa de nuestra propia cordura, debemos tener siempre presente que el problema radica en la
depresión y no en la preocupación concreta que se nos plantea. A menudo vemos que la depresión desaparece
y que la madre puede entonces manejar detalles o pequeños inconvenientes que durante muchas semanas o
incluso meses le resultaron insuperables, o bien comienza a recurrir una vez más a la ayuda de sus amigos.

Y cuando la depresión desaparece, la mujer nos dice que todo se debió a una constipación, de la que se curó
tomando unas yerbas que le recomendó la esposa del almacenero. No debemos preocuparnos por ello; sabemos
que hemos cumplido nuestro papel, influyendo indirectamente sobre la enfermedad de esta mujer y ayudándola
a resolver el conflicto interno que la sumergía tanto en el inconsciente.

Ejemplos clínicos

Una joven acude a mí para solicitar tratamiento analítico. (No me referiré aquí al prolongado análisis de su
tendencia a la depresión.) Ahora ya ha salido del hospital en el que permaneció durante un año, ha vuelto a
trabajar y tiene cierta tendencia a pasar por breves fases depresivas. Hace poco llegó muy deprimida por algo
que tenía que ver con la calefacción de su nuevo departamento. Habría tratado de arreglar la instalación
antigua para ahorrar dinero, y ahora se encontraba con que debía adquirir artefactos nuevos. Cómo podría
llegar a ganar lo suficiente para vivir? No veía nada alentador en su futuro, tan sólo una batalla perdida de
antemano y una vida solitaria. Lloró durante toda la sesión.

Cuando regresó a su casa se encontró con que el problema de la calefacción ya estaba resuelto y con que
alguien le había enviado algún dinero. Con todo, lo importante para nosotros es que su depresión desapareció
antes de llegar a su casa y enterarse de que ambos problemas ya no existían. Cuando lo comprobó, ya se sentía
llena de esperanzas, y aunque su situación real en el mundo no había cambiado en absoluto, no abrigaba dudas
en el sentido de que podía ganarse la vida y yo había compartido su fase de desesperanza.

Pienso que nuestra tarea se vuelve inteligible y gratificadora si tenemos presente el tremendo peso de la
depresión que debe disiparse dentro de la persona deprimida, mientras tratamos de ayudarla con su problema
inmediato, cualquiera sea éste. Hay un aspecto económico en nuestra tarea, y podemos llevarla a cabo si
hacemos lo adecuado en el momento propicio; pero si intentamos lograr lo imposible, el resultado es que
también nosotros nos deprimimos y el paciente no cambia.
Permítaseme ofrecer ahora otros dos ejemplos:

Se trata de excelentes personas que me consultaron en forma privada. Constituyen una familia tradicional y
viven en una hermosa casa rodeada de un amplio parque con toda clase de comodidades materiales. Me traen a
uno de sus hijos, pues piensan que su desarrollo sigue un camino falso. El muchacho tiene modales perfectos,
pero de alguna manera u otra, lo que ha perdido es su infancia.

Lo que quiero señalar es que, después de haber entrevistado en varias oportunidades a los dos hijos, descubrí
gradualmente que era necesario que estuvieran a cargo de alguien que no fuera su madre, quien estaba pasando
por un período muy depresivo. Sigue un tratamiento y no cabe duda de que resolverá el problema, pero mi
labor con sus hijos, que hasta ahora ha tenido bastante éxito, ha hecho que la madre experimente una tremenda
sensación de fracaso. Le ha resultado traumático tener que permitir que otra persona cuide de ellos. Lo que
hace ahora es preocuparse por su hija, que es absolutamente normal. Me pide que trate a la niña y es
importante que le haga saber cada tanto que la he estudiado desde todo los puntos de vista posibles y estoy
dispuesto a reconsiderar el caso, pero que por el momento, la considero una niña normal. Cualquier duda que
yo pudiera expresar sería entendida por la madre como una confirmación de su propia ansiedad en el sentido
de que es un fracaso como madre. Desde luego, se trata de una excelente persona, y ella y su marido han
logrado construir un hogar que perdurará y podrá velar por los hijos hasta que hayan dejado atrás la
adolescencia y alcanzado esa independencia que comenzamos a llamar vida adulta. Tuve oportunidad de
entrevistarme con esta madre después de haber escrito estas líneas. Se está tratando v se siente mucho menos
deprimida que antes. Me dijo: "Hemos arreglado la casa y eso significa que ha desaparecido una grieta que
había en el cielo raso de una de las habitaciones". Mi hija entró y dijo: "Qué suerte que esa grieta ya no está
más". (Solía sentir terror cuando la veía.) Le respondí: "Evidentemente, su hija ha notado que usted está
mejor".

Uno de mis colegas se resistió durante mucho tiempo a aceptar todo lo relacionado con la psicología. Era
cirujano, y creo que él mismo se sorprendió cuando me dijo un día que quería que examinara a sus hijos
porque le parecía que estaban plagados de síntomas. Lo que encontré fue una vida familiar sana, con mucha
tensión entre los padres pero suficiente estabilidad. Los síntomas de los niños eran normales para su edad, y
sabemos qué enorme cantidad de síntomas pueden presentar los niños cuando tienen dos, tres, y cuatro años.
Estuve a punto de pasar por alto lo más importante, esto es, la depresión de un colega, que asumía la forma de
dudas acerca de su capacidad como esposo y padre. Por fortuna, me di cuenta a tiempo y le dije: "Estos chicos
son lo que yo llamo normales". Su alivio fue enorme y duradero, v la familia ha seguido creciendo y
prosperando. Hubiera sido desastroso que, después de ver las ansiedades y dificultades en la vida de esos niños
y en la relación entre los padres, yo hubiera intentado resolverlas. Mi tarea era limitada y creo que en este caso
actué con eficacia, pero era necesario hacerlo inmediatamente, sin demora alguna y con tranquila certeza.
Pienso que incluso un test de inteligencia, o cualquier expresión de duda por mi parte, habría transformado este
caso en un problema muy difícil de manejar durante un largo período de tiempo. Sé que la esposa de mi colega
me habría odiado si yo hubiera sugerido que los niños necesitaban psicoterapia.

Quisiera ahora llamar la atención sobre el grado de depresión que un individuo puede soportar, sin dañar
seriamente a los demás. He aquí un caso que servirá como ilustración:

Se trata de una mujer particularmente brillante en el campo intelectual y que sin duda habría podido ocupar un
cargo de gran responsabilidad en la esfera de la educación. Con todo, prefirió casarse y ha criado tres hijos,
que ya están casados; tiene ahora ocho nietos. Se podría decir que su vida ha sido notablemente exitosa, sobre
todo en lo que se refiere a la educación de los hijos y la formación de una familia. Pudo soportar la muerte
prematura del esposo, y logró no apoyarse excesivamente en los hijos, cuando siendo ya viuda, se vio obligada
a trabajar a fin de canalizar sus energías y ganarse la vida. Pude enterarme de que esta mujer padece desde
hace muchos años un severo episodio depresivo todas las mañanas. Desde que despierta hasta que toma el
desayuno y se arregla, experimenta una muy profunda depresión que no sólo la lleva a llorar sino también a
veces a experimentar impulsos suicidas.
Creo que esta mujer es tan enferma, desde que se levanta hasta que toma el desayuno, como muchos
melancólicos internados en hospitales psiquiátricos. Ha sufrido intensamente, y, sin duda, su familia habría
llevado una vida aún más feliz sí ella no hubiera tenido que luchar contra esta enfermedad. No obstante, en este
caso, como en el de tantas otras personas, la depresión se ha mantenido dentro de ciertos límites, sin afectar
mayormente a los demás. En la medida de lo posible esta mujer ha llegado a aceptar que así es la vida para
ella. Durante el resto del día, lo único que podría decirse es que se trata de una persona muy valiosa y que su
sentido de la responsabilidad es precisamente lo que los niños necesitan para sentirse seguros.

Con todo, estas personas bastantes normales que padecen depresiones tienen amigos, amigos que los conocen,
los quieren y los valoran, por lo que pueden proporcionarles el apoyo adecuado cuando ello resulta necesario.
Pero, ¿qué ocurre con los individuos que además tienen dificultades para hacer amigos y recurrir a los vecinos?
Esta es la complicación que hace necesaria nuestra intervención, en forma profesional, a fin de ofrecer el
mismo tipo de ayuda que puede proporcionar un amigo, pero de manera profesional y con ciertas limitaciones.
La misma desconfianza que le impide hacer amistades entorpecerá la capacidad de una persona para utilizarnos
en el terreno profesional. O bien puede ocurrir que se nos acepte como amigos y se nos idealice, de modo que
permanentemente oímos hablar mal de alguna otra persona, sea una asistente social, las autoridades locales, el
comité para la vivienda, la familia de negros que vive en la planta baja, o los suegros. Este es un sistema
paranoide, dentro del cual lo bueno y lo malo están separados por una nítida línea divisoria. Cuando por algún
motivo se nos ubica del lado de lo malo, quedamos excluidos.

Psicología de la depresión

Concluiré con una breve descripción de la psicología de la depresión. Éste constituye, sin duda, un tema
sumamente complejo, sobre todo porque hay varios tipos de depresión:

melancolía severa; depresión que alterna con manía; depresión que se manifiesta como negación de la
depresión (estado hipomaníaco); depresión crónica, con ansiedad más o menos paranoide; fases depresivas en
personas normales; depresión reactiva, relacionada con el duelo.

Todos estos estados clínicos presentan ciertos rasgos comunes. Lo más importante es que la depresión indica
que el individuo acepta la responsabilidad por los elementos agresivos y destructivos en la naturaleza humana.
Significa que la persona deprimida tiene la capacidad de soportar una cierta cantidad de culpa acerca de
cuestiones que son en general inconscientes, lo cual permite la búsqueda de una oportunidad para la actividad
constructiva.

La depresión constituye un signo de crecimiento y salud en el desarrollo emocional del individuo. Cuando las
etapas tempranas del desarrollo emocional no se han cumplido en forma satisfactoria, el individuo no llega a
sentirse deprimido. Quizás esto resultará más claro si me refiero al desarrollo de un sentimiento de
preocupación. Si el crecimiento individual es normal, y solo en ese caso, en algún momento el niño comienza a
preocuparse por sí mismo y por los resultados de su amor. Amar no significa tan sólo un contacto afectuoso,
sino que debe reunir en sí mismo las urgencias instintivas que tienen un origen biológico, y la relación que se
desarrolla entre un niño y una madre (o el padre u alguna otra persona) contiene ideas destructivas. No es
posible amar libre y plenamente sin tener ideas que son destructivas. El surgimiento de un sentimiento de culpa
por esas ideas y urgencias destructivas que son inherentes al hecho de amar está seguido de la necesidad de dar
y reparar, y de amar en forma más adulta. (Desde luego, "amar" es paralelo a "ser amado".) La oportunidad
para la actividad constructiva forma parte integral del proceso del crecimiento y está íntimamente relacionada
con la capacidad para experimentar culpa y duda, y para deprimirse.

Con todo, gran parte de todo esto siempre es inconsciente, y la depresión como estado de ánimo refleja
precisamente este hecho. Cuando la agresión y la destructividad que forman parte de la naturaleza humana, y la
ambivalencia, como se la llama a veces, en las relaciones humanas, se han alcanzado en el desarrollo personal,
pero han sido profundamente reprimidas y se han vuelto inaccesibles, entonces la melancolía se presenta como
una enfermedad, una enfermedad en la que el sentimiento de culpa que es el agente paralizador ya carece de
sentido, y éste solo puede recuperarse a través de un largo y profundo tratamiento psicoanalítico.

Con todo, conviene recordar que puesto que hay un poco de salud allí donde hay depresión, ésta tiende a
curarse por sí misma, y a menudo una pequeña ayuda exterior constituye el factor determinante de su
desaparición. La base para esta ayuda es la aceptación de la depresión y no la urgencia de curarla. Es
precisamente cuando el individuo puede dejarnos donde podemos proporcionarle ayuda, que tenemos nuestra
oportunidad para ofrecérsela en forma indirecta, recordando que lo que en realidad hacemos es actuar como
enfermeros mentales en un caso de depresión. NOTAS:

(1) El efecto de las psicosis en la vida familiar es tratado en los Caps. 8 y 9.


Efectos de la pérdida en los niños
-1968-

Es curioso, pero cierto, que a la gente haya que recordarle que los SENTIMIENTOS importan. Nuestros
propios sentimientos forman una parte importante de lo que somos, y sin embargo cuando se trata de los
sentimientos ajenos fácilmente nos desentendemos y suponemos que todo anda bien. Ya es bastante
difícil declarar lo que pensamos en lo que atañe a los sentimientos positivos de amor y confianza, y
obramos con timidez al respecto; cuando se trata de sentimientos negativos, o asociados al odio, el temor
y la sospecha, somos muy precavidos y tendemos a negar lo que sabemos verdadero. Peor aún es la
tendencia que hallamos en nosotros a negar la tristeza o la aflicción de otros, a simular ante nosotros
mismos que en realidad todo marcha bien.

Tal vez pueda perdonársenos. Cada cual lleva consigo mucha tristeza y confusión y hasta desesperanza,
y apenas si podemos levantarnos por la mañana a hacer nuestro trabajo dejando a un lado ciertas cosas
graves. Por eso, cuando nos encontramos con la aflicción de algún otro, pronto le ponemos fin a la fase
de connivencia mórbida y entonces nos sentimos perfectamente bien y esperamos que el otro se sienta así
también.

Es como si hubiera terminado el juego de los soldaditos. Todas las personas y los animales de juguete
que están muertos, tirados en el suelo, se vuelven a poner de pie, y el mundo se puebla otra vez de seres
vivos.

Pero la vida no es un juego, y para quien ha sufrido una pérdida ésta es permanente por más que se
recupere, y ello a partir de que vuelva a surgir el sentimiento de que la persona muerta está viva, de
modo tal que el período de duelo puede decirse que acabó, salvo quizá para los aniversarios, o cuando
algún hecho especial trae un recuerdo que, de pronto, no hay oportunidad de compartir.

Nos resulta sencillo subestimar los efectos de la pérdida en los niños. ¡Los niños se distraen con tanta
facilidad, y la vida sigue bullendo, les guste o no! Pero la pérdida de un progenitor, un amigo, una
mascota o un juguete predilecto puede quitarle todo valor al vivir, de manera tal que lo que
erróneamente creemos que es la vida constituye para el niño un enemigo, que engaña a todos menos a él.
El niño sabe que hay que pagar un precio por ese estar vivo.

O tal vez no se le dé tiempo para pagar el precio por esta aflicción y desesperanza subyacentes, y
entonces se crea una falsa personalidad, chistosa, superficial y capaz de distraerse infinitamente.
Entonces uno se lamenta de que el niño nunca se conforma con nada, o pasa de una relación a otra sin
poder hacerse de amigos.

Esto puede calar muy hondo, y ser difícil de curar. No obstante, vale la pena que advirtamos que
rehusándole al niño el pesar y la desesperanza reales, o aun las ideas autodestructivas directamente
ligadas a la grave pérdida sufrida, no contribuimos a aliviar su malestar.

Cuando nos encontramos con un niño retraído e infeliz, sin duda una operación de sostén comprensivo
será más eficaz que arrastrarlo a un estado de olvido y de falsa animación. Si esperamos y esperamos
junto a él, a menudo seremos recompensados por cambios reales, que indican una tendencia natural a
recobrarse de la pérdida y del sentimiento de culpa que alienta el niño, por más que de hecho él no haya
contribuido al suceso trágico.
El efecto de la psicosis en la vida familiar
(1960)
Quizás convendría que intentara explicar primero qué significa para mí la palabra psicosis. Es una enfermedad
de naturaleza psicológica pero no es una psiconeurosis. En algunos casos tiene una base física (por ejemplo,
arteriosclerosis). Es una enfermedad que se da entre los seres humanos, y las personas que la padecen no son
bastantes sanas como para ser psiconeuróticas. Resultaría más sencillo comprender esto si se pudiera decir que
psicosis significa "muy enfermo" y psiconeurosis "bastante enfermo"; pero la complicación radica en que las
personas sanas pueden "juguetear" con la psicosis, mientras que ello no sucede a menudo con la psiconeurosis.
La psicosis es algo mucho más concreto y más relacionado con los elementos de la personalidad y la existencia
humanas que la psiconeurosis, y, para citarme a mí mismo, sin duda somos muy pobres si somos totalmente
cuerdos.

Psicosis puede tomarse como el término popular que designa esquizofrenia, depresión maníaca y melancolía
con complicaciones más o menos paranoides. No existe una clara división entre una enfermedad y otra, y a
menudo sucede que una persona obsesiva, por ejemplo, se vuelve deprimida o confusa, para luego regresar a
su estado obsesivo; aquí las defensas psiconeuróticas se transforman en psicóticas y recuperan luego su
carácter habitual. O bien ocurre que personas esquizoides se transforman en depresivas. La psicosis representa
una organización de las defensas, y detrás de todas las defensas organizadas existe la amenaza de la confusión,
de un derrumbe de la integración.

Lo que nos revelará con mayor claridad cuál es el efecto de la psicosis sobre la vida familiar, será el examen de
casos concretos. Quienes nos interesamos por estos problemas sabemos que muchas familias se deshacen
debido a la existencia de psicosis en uno de sus miembros, y que la mayoría de ellas probablemente
permanecerían intactas si fuera posible aliviarlas de esa tensión intolerable. Esto constituye un tremendo
problema práctico y existe una imperiosa necesidad de contar con medidas preventivas, sobre todo en la forma
de una atención psiquiátrica hospitalaria para los niños. Pienso aquí en términos de un centro residencial que se
hiciera cargo de los niños durante un período indefinido, y del cual fuera posible sacarlos y someterlos a un
tratamiento psicoanalítico diario a cargo de profesionales que, al mismo tiempo, trataran también otro tipo de
pacientes, incluyendo adultos.

Los problemas planteados por la psicosis son los mismos que los ocasionados por la deficiencia mental
primaria, deficiencias físicas tales como diplejia espástica y trastornos relacionados, los efectos secundarios de
la encefalitis (por fortuna, menos comunes hoy que en la década de 1920), y las diversas formas clínicas de la
tendencia antisocial que revela deprivación. Con todo, para nuestros fines concretos, la psicosis propiamente
dicha indicaría un trastorno del desarrollo emocional en un nivel temprano, sin que exista lesión cerebral. En
algunos casos se advierte una fuerte tendencia a la psicosis hereditaria, mientras que en otros ello no constituye
un rasgo significativo.

Comenzaré con un caso que seguí durante muchos años sin poder modificar en absoluto la situación.
Una mujer algo masculina tuvo un niño, que resultó ser una especie de caricatura del padre. Éste dependía en
alto grado de su mujer, y casi nunca tomaba decisiones ni asumía responsabilidades. No obstante, se ganaba
bien la vida como experto en un tema muy especializado. Muy pronto el niño reveló signos de que poseía una
excelente inteligencia y era psicótico. Su trastorno no se reconoció desde el comienzo porque todos los signos
podían tomarse como una reproducción de las características de la infancia de su propio padre. La abuela decía
siempre: "Pero eso es lo que hacía su padre". Por ejemplo, con la actitud típica del psicótico, se acercaba a su
abuela que estaba en la sala y le decía: "Te has hecho caca encima". También su padre tergiversaba las cosas y
solía decir lo mismo cuando era niño.

Mientras que las especializaciones del padre resultaron provechosas, las del niño eran totalmente
inconducentes. Por ejemplo, llegó a clasificar hasta treinta y ocho clases diferentes de señales de tránsito en las
calles de Londres, pero, en cambio, nunca consiguió especializarse en nada provechoso.

Desde luego, no podía sumar porque no conocía el significado de UNO, pero, con un poco de suerte, habría
podido prescindir de las sumas y entrar directamente a las matemáticas superiores, o bien convertirse en un
prodigio del ajedrez. Pero no fue así. Ahora tiene treinta años y sus padres se han visto obligados a enfrentarse
a los problemas inmediatos y también a pensar en el futuro. Han economizado a fin de dejarle una provisión de
dinero suficiente que asegurará su cuidado futuro. No se atrevieron a tener más hijos. Lo que resulta aún más
lamentable es que ellos mismos podrían haber crecido, como ocurre con muchas otras parejas, y quizás más
tarde podrían haberse separado y cada uno por su lado comenzar una nueva vida matrimonial más madura;
pero la psicosis se interpuso y mantuvo a estas dos personas responsables atrapadas en un círculo vicioso del
que resulta imposible escapar.

Al relatar este caso he dejado deslizar algunas opiniones personales sobre el matrimonio y la posibilidad de
volver a casarse. Hay quienes creen genuinamente en la posibilidad de crecer; tales personas, al no haber
tenido adolescencia, pasarán si es preciso por esa etapa en algún momento de la edad madura. La cuestión es:
¿Pero, hasta qué punto las ventajas pueden llegar a compensar semejante aflicción? Cuando la psicosis o un
trastorno similar domina el cuadro puede no haber otra salida que seguir tratando de soportar la situación,
excepto, quizás, para los irresponsables.

He aquí otro caso a largo plazo:

Fui consultado acerca de un niño de siete años y medio, hijo único, que nació con signos evidentes de lesión
cerebral. Por la época de la consulta se lo consideraba mentalmente deficiente, pero, por otro lado, había
numerosas indicaciones de que era inteligente. Aprendió a leer a los ocho años simplemente porque tuvo una
niñera que se empeñó en enseñarle a leer aunque le hiciera daño. Esta nueva posibilidad fue muy importante y
proporcionó cierto alivio a los padres. El niño (que ahora tiene veinte años), empezó a presentar problemas
desde temprano. Era hijo único y posiblemente su concepción fue el resultado de un descuido. Supongo que
estos padres nunca quisieron tener un hijo o bien que no estaban preparados para ello. Dedicaban todo su
tiempo al trabajo, a los caballos y a las actividades que les proporcionaban placer; su plan de vida consistía en
dedicar algunos días y noches de concentrado trabajo de oficina entre semana, alojados en un pequeño y
coqueto departamento, todo eso intercalado entre fines de semana transcurridos en el corazón de Inglaterra
viviendo al aire libre, participando en cacerías del zorro y en las fiestas posteriores a ellas. La verdadera vida
de estas personas transcurría durante los fines de semana.

Y ahora pensemos en lo que debió significar, en ese contexto, la aparición de un niño psicótico que grita
durante toda la noche, que se ensucia y se moja encima, que no le gusta nada la vida de campo, tiene miedo de
los perros y se niega a montar un caballo. Es algo sencillamente catastrófico.

Estas excelentes personas tuvieron que hacer una adaptación muy artificial a un tipo de vida adecuado para el
niño, pero el problema consistía en que nada le resultaba adecuado. Hicieron enormes sacrificios para costearle
un tratamiento, pero tampoco esto sirvió para curarlo. El padre murió prematuramente de apoplejía, cuando
estaba en la cumbre de su carrera, y la madre ha quedado desamparada, y única responsable del niño. Por
fortuna, un instituto le ha ofrecido su ayuda y el niño está actualmente internado allí, aunque sin ninguna
perspectiva de llegar a convertirse en una persona madura, capaz de asumir responsabilidades. Lo peor es que
se trata de una criatura encantadora a la que nadie pensaría en dañar, pero que siempre necesitará contar con el
tipo de atención que resulta fácil brindar a un niño normal de cinco años, pero que ya no es tan fácil si
debemos dispensarla de por vida a un mismo niño.

Quisiera presentar ahora un caso menos infortunado:

Un niño, hijo de padres muy responsables, comenzó a atrasarse en su desarrollo en un momento dado, el cual,
aparentemente coincidió con el embarazo de la madre. Desarrolló una profunda psicosis infantil y, hasta hace
poco, se habría podido pensar que el niño era un deficiente mental.

En este caso fue posible someterlo a una psicoterapia, y el tratamiento logró resultados razonablemente
satisfactorios. Los padres hicieron cuanto estaba en sus manos por costear dicho tratamiento y por aguardar a
que éste comenzara a surtir efecto, pero no habrían podido mantener el hogar intacto de no haber sido por un
arreglo al que se llegó a través del dispensario del hospital, merced al cual varias veces por semana, un
automóvil recorre veinte millas para buscar al niño y luego lo lleva de vuelta a su casa, cosa que se viene
realizando hace más de dos años. El gasto ha sido enorme pero plenamente justificado.

En este caso, la familia apenas si pudo soportar la enfermedad del niño. Quisiera mencionar aquí que el
tratamiento exitoso de un hijo puede resultar traumático para ambos progenitores o para uno de ellos. La
psicosis latente en el adulto, que hasta ese momento se mantenía oculta y dormida, sale a la superficie debido a
los profundos cambios positivos del niño, y reclama reconocimiento y atención. En el siguiente caso, un
internado aceptó al niño como pupilo:

El director de una escuela pública tenía un hijo que estuvo a punto de arruinar su carrera, lo cual era
catastrófico ya que carecía de aptitudes para desempeñarse en otra actividad. El niño, el menor de varios hijos,
todos los cuales eran normales, desarrolló un estado confusional que persistió convirtiéndolo en una persona
desagradable en su escuela y en la institución en la que pasaba las noches. Se mostraba tremendamente
alborotado e imprevisible. Su madre habría podido tal vez manejar una criatura más normal, pero ya no era tan
joven como para lidiar con su hijo menor, cuyo estado le imponía un constante desasosiego. El padre se
recluyó en su estudio y en su rutina, mientras observaba todo de muy lejos, como quien contempla algo a
través de un telescopio invertido.

La madre es una mujer de gran tenacidad, y siempre trata de ayudar a los padres que se encuentran en una
situación similar a la de ella. La familia se habría deshecho de no haber sido porque una institución se hizo
cargo del niño y lo aceptó tal como era, sin esperar que realizara ningún cambio positivo. En la actualidad tiene
casi veinte años y sigue en el mismo establecimiento educativo.

Cada vez es mayor el número de internados que procuran que sus alumnos progresen; o sino, contamos
también con escuelas para niños inadaptados. El niño al que me he referido aquí no era inadaptado ni
manifestaba ningún tipo de tendencia antisocial; es un muchacho afectuoso y siempre espera que lo quieran.
Pero sus episodios confusionales son frecuentes o, en el mejor de los casos, logra organizarse en varios
fragmentos disociados. ¿Era posible proporcionarle tratamiento? Lo entrevisté varias veces, pero no encontré
ningún lugar que lo alojara y cuidara de él, y al mismo tiempo le permitiera acudir diariamente a mi
consultorio o al de un colega.

Los casos como éste no encuentran solución porque carecen de esa tendencia antisocial que obliga a las
autoridades a imponer algún límite, sea emocional o físico. La enfermedad de este niño simplemente va
desgastando la estructura familiar y aquél ni siquiera obtiene placer o ventajas del hecho de intentar, fracasar o
tener éxito. Los demás hijos de tales familias se alejan en la primera oportunidad que se les presenta y los
padres, a medida que envejecen, se van marchitando, preocupados por lo que ocurrirá cuando ellos ya no estén
en condiciones de cuidar del hijo enfermo. No viene al caso determinar aquí si fue algo relacionado con los
padres lo que dio origen a la enfermedad del niño, como suele suceder; en todo caso, lo importante es que el
daño no fue intencional ni solapadamente provocado, sino que simplemente tuvo lugar.

Un profesor del norte del país y su esposa tenían una buena familia y todo anduvo bien hasta que se manifestó
una psicosis infantil, basada en un cretinismo que hasta ese momento había pasado desapercibido. A los padres
les resultó sencillamente imposible hacer frente a la psicosis de su hija.

En este caso tuve la suerte de poder recurrir a personas amigas en una institución oficial, gracias a lo cual no
tardamos en encontrar un hogar adoptivo para esta niña, una familia de clase obrera que vivía en un distrito en
el sur de Inglaterra. Aquí, la niña atrasada, pero cuyo desarrollo no se había detenido, fue aceptada como una
criatura convaleciente de una enfermedad. Esta solución permitió salvar a la familia del profesor, quien pudo
seguir adelante con su carrera. Me interesó observar que la diferencia entre el status social de los padres y el de
la familia adoptiva no parecía tener importancia alguna, y para la niña fue muy importante que nadie esperara
de ella un desempeño intelectual brillante. Además, me alegró que hubiera tanta distancia entre el hogar de los
padres de la niña y su hogar adoptivo.

A menudo ocurre que los padres se sienten culpables de la enfermedad del hijo. Sin que puedan explicarlo,
confunden la enfermedad del niño con un merecido castigo. Los padres adoptivos no soportan este tipo de
carga, lo cual les otorga una mayor libertad para aceptar que el niño es grosero, extraño, atrasado, incontinente
y dependiente.

Por más que caiga de su peso, quiero insistir sobre este punto: jamás debería permitirse que una familia se
desintegre debido a la psicosis de uno de los hijos o de uno de los progenitores. Por lo menos deberíamos estar
en condiciones de ofrecer algún alivio, cosa que en la actualidad por lo común no podemos hacer. No sé a
ciencia cierta por qué la mayoría de los ejemplos que he presentado se refieren a niños varones. ¿Será un hecho
accidental, o tendrán tal vez las niñas mayores recursos para disimular, para representar un papel, para
parecerse a la madre, al tiempo que preservan internamente su identidad de bebés que aún no han nacido? Creo
que existe algo de cierto en la teoría de que a una niña le resulta más fácil que a un varón arreglárselas con un
falso self, capaz de someterse e imitar; esto es, a una niña le resulta más fácil evitar el examen de un psiquiatra
de niños. Es probable que el psiquiatra deba intervenir cuando la niña desarrolla anorexia o colitis, o se
muestra insoportable en la adolescencia, o se convierte en una joven depresiva.

Una niña de trece años, que vivía a más de ciento cincuenta kilómetros de mi consultorio, me fue enviada por
las autoridades locales que habían agotado ya todos sus recursos al respecto. Vi en la sala de espera a una
jovencita sumamente desconfiada, junto a su padre, que parecía dispuesto a fulminarme en cualquier momento.
Tuve que actuar rápidamente y le rogué al padre que esperara mientras entrevistaba a la niña durante una hora.
Así, al ponerme de su lado, pude establecer con ella un contacta profundo que duró muchos años y que aún
persiste. Tuve que aceptar sus delirios paranoides con respecto a su familia, delirios que venían envueltos en
hechos que probablemente eran exactos.

Luego de una hora me permitió ver al padre, quien había asumido una actitud muy arrogante y estaba a la
defensiva, pues era un personaje importante en el gobierno de su ciudad y sentía que su posición estaba en
peligro por los embustes que la niña contaba a todo el mundo. Debido a la posición política del padre, las
autoridades locales no habían podido actuar como correspondía, y no parecía existir ninguna solución definida
para el problema.

Lo única que pude hacer fue afirmar que la niña nunca debía regresar a su casa. Sobre esta base vivió un par de
años en un instituto especial que tenía una directora excepcional, y donde se sintió feliz y se le pudo confiar el
cuidado de niños más pequeños.

Con todo, fue ella misma la que empezó a visitar a su familia, y es probable que inconscientemente, existiera
una alianza recíproca con la madre. No tardaron en surgir nuevamente dificultades.
Luego me enteré que estaba en una escuela especial junto con una serie de jóvenes prostitutas. Allí permaneció
durante uno o dos años sin convertirse en prostituta porque no era una criatura deprivada con tendencias
antisociales. Las jóvenes compulsivamente heterosexuales con las que vivió durante esos años solían burlarse
de ella por no dedicarse a la misma actividad.

Pero esta muchacha seguía siendo sumamente paranoide. Creaba situaciones de celos y luego huía. Por fin, la
enviaron a una institución para inadaptados, y luego se recibió de enfermera. Solía llamarme por teléfono, a
cualquier hora, para decirme que se había metido en dificultades en el hospital. Las enfermeras y las monjas
eran muy buenas y aprobaban su trabajo y los pacientes la querían, pero siempre había alguna cosa que la
ponía en un aprieto: mentiras que había dicho para obtener el empleo, deudas impagas, etc., pero ella misma
sabía que yo nada podía hacer y se despedía de mí y cortaba. La misma historia se repetía luego en otro
hospital y también la misma desesperanza. Siguió siendo un alma acosada, y la base de mi relación con ella
fueron estas palabras: "Usted nunca debe volver a su casa". Pero nadie que tuviera un contacto mayor con su
familia habría podido decirlo, porque no se trataba en realidad de un mal hogar y, de haber superado su
enfermedad paranoide, esta joven habría podido aceptar su hogar como algo bastante tolerable.

La enfermedad psicótica en uno de los progenitores por lo común nos derrota precisamente porque la
responsabilidad recae en ese caso sobre las personas enfermas. No siempre es cierto que queda el otro
miembro de la pareja para llevar las cosas adelante, y puede muy bien suceder que el progenitor sano se aleja
para proteger su propia cordura, aun cuando ello signifique dejar a un hijo abandonado a la psicosis del otro
progenitor.

En este caso, eran los padres quienes padecían la enfermedad:

El caso se refiere a un varón y una niña, que sólo se llevaban un año de diferencia. La niña era mayor, cosa que
en este caso constituyó un verdadero desastre. Eran los dos únicos hijos de un matrimonio muy enfermo. El
padre era un hombre de mucho éxito en los negocios y la madre, una artista que sacrificó su carrera para
casarse. Puesto que padecía una esquizofrenia latente, resultaba muy inadecuada como madre. Cerró los ojos y
se zambulló en el matrimonio, y tuvo esos dos hijos a fin de socializarse dentro de su círculo familiar. El padre
era un individuo maníaco-depresivo y prácticamente un psicópata.

La madre comenzó a soportar a su hijo cuando éste dejó de "ensuciarse"; en general, no le gustaban los bebés.
Le hacía el amor en forma continua y violenta -aunque no físicamente que yo sepa- y el niño tuvo un derrumbe
esquizofrénico al llegar a la adolescencia. La niña tenía un fuerte vínculo con el padre, lo cual le brindó una
segunda oportunidad; esperó a tener cuarenta años y a que sus padres hubieran muerto antes de poder
derrumbarse. Mientras tanto, se convirtió en una exitosa mujer de negocios, y se hizo cargo de las tareas de su
padre después de la muerte de éste. Despreciaba a los hombres y, "no entendía por qué motivo se pensaba que
eran superiores"; y a través de su trabajo demostró que no tenía nada que envidiarles en ese campo, mientras
que su hermano carecía de todo aquello que caracteriza a un hombre. El hermano se casó, tuvo hijos y luego se
libró de su esposa a fin de hacer de madre de sus hijos, papel que desempeñó a la perfección.

Eventualmente, luego de haber borrado todo su pasado, esta mujer extremadamente enferma y con un falso self
exitoso acudió en busca de tratamiento. Quería que la ayudaran a derrumbarse, a encontrar su propia
esquizofrenia, cosa que logró. El médico que me la envió no se sintió sorprendido cuando le informé por carta,
antes de comenzar el tratamiento, que si todo iba bien la paciente se derrumbaría y requeriría, una atención
permanente. En efecto, consiguió que la declararan oficialmente insana, luego de lo cual en poco tiempo pudo
reponerse de su enfermedad y hacer que la dieran de alta antes de ser sometida a electroshock y leucotomías,
métodos que, lógicamente, aborrecía.

Así, tenemos aquí una psicosis en los padres cuyos efectos se hicieron sentir en dos hijos muy inteligentes que
en la actualidad tienen casi cuarenta y cinco años. La mujer tal vez tenga alguna posibilidad de llevar la vida de
una verdadera persona, aunque no estoy todavía completamente seguro de ello. (Resultados del estudio Follow
up: favorables.)

Si se me presentara otro caso como éste en el futuro, prudentemente dejaría que algún otro asumiera la
responsabilidad de contribuir al derrumbe de la paciente; pero, sin embargo, me alegro de haber sido testigo
presencial del alivio que ese derrumbe puede proporcionar a una persona que posee un falso self tan armado y
en un grado tan extremo.

La pregunta es: ¿Qué es lo que descubrimos a través de la breve descripción de este caso? Quizás lo importante
aquí sea que no existía para la niña la menor posibilidad de alivio hasta que sus padres hubieran muerto y ella
lograra establecerse como una persona independiente. El precio de la espera fue tremendo: la hizo sentirse,
inútil e irreal, exceptuando algunos fugaces reflejos de la realidad concreta que obtuvo a través de las artes
visuales y de la música.

Es un hecho terrible y, no obstante, innegable, que a veces no existe ninguna esperanza para los hijos sino
hasta después que los padres hayan muerto. En estos casos, la psicosis se da en el progenitor, y su efecto sobre
el niño es tal que la única salida posible es el desarrollo de un falso self. Desde luego, puede ocurrir que el niño
muera antes que su progenitor pero, de cualquier manera, su verdadero self ha conservado su integridad, oculto
y a salvo de toda violación.

Estos casos revelan parte de la desesperanza que es imposible evitar en el curso de la labor clínica con seres
humanos. A veces, cuando enfrentamos una enfermedad muy seria, no debemos intervenir demasiado, sino
aguardar, quizás hasta que la familia se derrumbe debido a la tensión reinante; a veces nuestra tarea consiste en
terminar con una situación antes de que el deterioro aumente, en otras ocasiones tratamos de eliminar la
confusión existente. Con excesiva frecuencia, no tenemos motivo alguno para abrigar esperanzas, y es preciso
que aceptemos este hecho, pues no podremos ayudar a los demás si nosotros mismos nos dejamos paralizar por
la desesperanza.

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