Laura Sanz La Chica Del Pelo Azul

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La chica del pelo azul

Laura Sanz
© 2016 Laura Sanz

Diseño portada Laura Sanz


Imagen de caballero medieval de alessandroguerriero/shutterstock.com

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o


transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus
titulares, salvo excepción prevista por la ley.
“You pierce my soul. I am half agony, half hope.
Tell me not that I am too late, that such precious feelings are gone for ever.”

Persuasion - Jane Austen


Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis

Capítulo Diecisiete

Capítulo Dieciocho

Capítulo Diecinueve

Capítulo Veinte

Capítulo Veintiuno

Capítulo Veintidós

Capítulo Veintitrés

Capítulo Veinticuatro

Capítulo Veinticinco

Capítulo Veintiséis

Capítulo Veintisiete

Capítulo Veintiocho

Capítulo Veintinueve

Capítulo Treinta

Capítulo Treinta y Uno

Capítulo Treinta y Dos

Capítulo Treinta y Tres

Capítulo Treinta y Cuatro

Capítulo Treinta y Cinco

Capítulo Treinta y Seis


Capítulo Treinta y Siete

Capítulo Treinta y Ocho

Capítulo Treinta y Nueve

Capítulo Cuarenta

Capítulo Cuarenta y Uno

Sobre la autora
Capítulo Uno

La librería se encontraba cerca de la Plaza Mayor. Alguien, en un foro sobre


puertas antiguas, la mencionaba de pasada. El comentario le hubiese pasado
inadvertido si no hubiese sido porque la foto que había junto al texto le había llamado
poderosamente la atención, y casi sin percatarse, la había ampliado para observarla
con más detenimiento.

Era una foto en blanco y negro y no tenía aspecto de haber sido retocada con
photoshop; más bien parecía una foto antigua, con un marco blanco y desigual, una
de esas que se encuentran por cientos en los antiguos álbumes familiares. Solo
mostraba una puerta de madera maciza tachonada con clavos de arriba a abajo y con
una mirilla de hierro forjado. En sí nada inusual; podía haber sido una de las miles de
puertas antiguas que decoraban las casas de los cascos antiguos de tantas ciudades
españolas. Pero esta tenía algo distinto, que fue lo que llamó la atención de Álex; la
aldaba o llamador era diferente a cualquier otro que hubiese visto antes; una delgada
mano femenina parecía emerger de la puerta sosteniendo una esfera de piedra blanca
con la que se golpeaba la base. Resultaba curiosa la aldaba. Un poco tétrica, había
pensado Álex en aquel momento. Pero había sido esa aldaba precisamente la que hizo
que se fijase con más atención.

A la derecha de la puerta, atornillada a la pared de piedra, había una pequeña


placa de metal, supuso que de bronce. Tuvo que ampliar mucho la foto para poder
leer la inscripción y apenas si pudo conseguirlo ya que la foto se pixelaba bastante.
Chrétien de Troyes, librería, rezaba allí. Eso sí que le llamó la atención. Además de
ser una fanática de la lectura de cualquier tipo de libros, en su adolescencia había sido
una enamorada de Lancelot y las leyendas artúricas, y había leído Lancelot, el
Caballero de la Carreta y Perceval, el Cuento del Grial ambos de Chrétien de
Troyes, en incontables ocasiones. Le sorprendió que la librería se llamase así, como
un poeta francés del siglo doce. En el comentario que había al pie de la foto, un tal
Miguel6689 comentaba que la puerta pertenecía a una pequeña librería especializada
en documentos antiguos y cartas de navegación, y que se encontraba en una céntrica
calle de Madrid. Añadía la dirección.

Álex no tuvo que pararse a pensar demasiado, las librerías siempre habían sido
objeto de su devoción y si eran originales y en ellas se podía encontrar algún libro
peculiar, mucho mejor. Por lo general solo se limitaba a ir a La Casa del Libro de la
Gran Vía o a otras parecidas y adquirir las últimas novedades, pero de vez en cuando
alguna pequeña librería de barrio le llamaba la atención y era capaz de perderse una
mañana entera entre sus estanterías, dejando que el olor mohoso del papel antiguo
penetrase en su nariz. Así era como había conseguido sus piezas más queridas, un
ejemplar de Don Enrique el doliente de Larra, del año 1921, y los cuatro volúmenes
de la Historia de Inglaterra de David Hume, del año 1891, en un estado casi perfecto.
De modo que cuando la casualidad llamó a su puerta en forma de fotografía en blanco
y negro, no lo dudó. Empezó a planear su excursión al centro para ese mismo fin de
semana.

Era jueves, así que no tendría que esperar mucho, solo un par de días. Lo cierto
es que apenas pensó en otra cosa mientras se acercaba el sábado. Su aburrido y casi
siempre tedioso trabajo de oficina le dejaba tiempo de sobra para hacer volar su
imaginación mientras se deleitaba pensando en la gran cantidad de tesoros escritos que
iba a encontrar en la librería Chrétien de Troyes.

No es que entendiese mucho de libros antiguos, pero le fascinaban. Su tacto, su


olor… Y no solo los libros antiguos, realmente cualquier tipo de libro impreso. No
podía evitar llevárselo a la nariz y aspirar mientras cerraba los ojos… mmm, ¡qué
delicia!… por eso se negaba a pasarse a los libros electrónicos tan de moda
últimamente; si bien era cierto que en su apartamento de cincuenta metros cuadrados
apenas cabía un libro más, y que hubiese ahorrado una barbaridad de espacio con los
e-books, pero se negaba. No podía y no quería renunciar a la palabra escrita sobre el
papel.

El viernes se levantó temprano con ganas de que fuese sábado ya. Se duchó con
agua muy caliente para desentumecer los músculos agarrotados por la noche de sueño,
y se secó con vehemencia. Había puesto la radio en la cocina mientras se hacía el café
y de fondo escuchó como el locutor avisaba a los conductores de la huelga de metro
que iba a empezar en media hora e iba a durar hasta las cinco de la tarde. «Genial»,
pensó, «me va a pillar el atasco del siglo».

Decidió darse prisa con su indumentaria para salir cuanto antes de casa y no
verse abocada a pasar media hora en el acceso sur de la M-30. Se puso unos vaqueros
desgastados y la única camiseta negra que tenía planchada; completó el conjunto con
unas sandalias sin tacón y fue corriendo al baño a maquillarse un poco. Se observó en
el espejo un momento antes de coger el lápiz negro de ojos. Nadie diría que ya había
cumplido treinta y ocho años. Con la ropa juvenil que acostumbraba a llevar y el
moderno corte de pelo, corto por detrás y con un largo flequillo teñido de azul, apenas
aparentaba encontrarse camino de los cuarenta. La vida se había portado bien con ella.
Hacía ya más de cuatro años que había dejado de fumar y su cutis se lo había
agradecido volviendo a la lozanía que había tenido en la veintena. Desde su infancia
había dedicado numerosas horas a practicar natación, incluso había estado a punto de
dedicarse a ello de forma profesional, pero finalmente había decidido no darle ese
gusto a su abuela y no seguir adelante. De todas maneras seguía nadando todos los
días, así que su cuerpo no podía estar en mejor forma. Además, la dieta que había
estado siguiendo en los últimos meses le había devuelto la esbelta figura que perdió
cuando dejó de fumar.

Estaba estupenda, decidió.

Se delineó los párpados con el lápiz de ojos resaltando así sus oscuros ojos, y
apenas pasó la brocha del colorete por sus mejillas. Odiaba ir demasiado recargada.
Un poquito de pintalabios para completar el efecto, y ya. Se miró al espejo una última
vez y se colocó el mechón azul del flequillo detrás de la oreja. Perfecta.

Corrió al salón buscando su bolso, comprobó que llevaba todo: la cartera, el


móvil, las llaves de casa, las llaves del coche y un libro –volvía a releer Orgullo y
Prejuicio de Jane Austen–. No necesitaba más.

Antes de salir no pudo evitar pasar por delante del espejo del baño y echarse un
último vistazo. «Sí, todo perfecto», se dijo mientras hacía una mueca a su reflejo. Los
años y su éxito con el sexo masculino habían hecho que fuese un tanto presumida.
Sabía la impresión que causaba en el otro sexo. Lo había sabido siempre. Ya en su
adolescencia le había costado trabajo que sus compañeros de clase la dejasen en paz, y
mucho más adelante cuando empezó a trabajar, había tenido que poner las cosas claras
a algún compañero de trabajo demasiado insistente. No es que fuese espectacular, le
faltaba altura y su pecho no era demasiado voluptuoso, pero tenía un cuerpo bien
delineado gracias a la natación, y eso, sumado a su oscura mirada profunda y su
pícara sonrisa, llamaban la atención.

Cargada con el bolso, la agenda y una chaqueta salió dando un portazo. Su


vivienda era la única que estaba ocupada en esa planta del edificio por lo que no tenía
vecinos a los que molestar. Daba gracias por ello, ya que los fines de semana le
encantaba poner la música a todo volumen mientras limpiaba el apartamento.

Bajó las escaleras de los dos pisos que la separaban del garaje subterráneo de dos
en dos, decidida a llegar al acceso de la M-30 en menos de diez minutos. Era su única
oportunidad si no quería convertir un trayecto de veinte minutos en uno de dos horas.

Apenas si se había puesto el cinturón de seguridad cuando ya había arrancado el


coche y conectado la radio. Busco en el dial un canal de música; le costó encontrar
algo que no fuesen las interminables y absurdas baladas que tan de moda estaban o las
noticias cada vez más deprimentes. Justo unos doscientos metros antes de llegar al
acceso a la M-30 encontró algo que sí le gustaba: música de los 80. Cantando a voz en
grito Take on me de A-ha, se incorporó a la autovía, agradeciendo su buena suerte
por no haber pillado el atasco que probablemente, si hubiese llegado solo cinco
minutos más tarde, hubiese tenido que aguantar.

En veinte minutos estaba aparcando en el garaje de la empresa donde trabajaba.


Llevaba ya un año allí y estaba empezando a hartarse del lugar. Aunque tenía un
trabajo bien pagado como traductora, con un buen horario, un jefe simpático y unos
compañeros medianamente agradables, el trabajo no conseguía llenarla. Estaba más
que capacitada para desempeñar ese puesto, quizá demasiado capacitada, y se sentía
como si estuviese desperdiciando su tiempo, sentada ocho horas al día en esa tediosa
oficina, traduciendo documentos interminables de productos que no despertaban
interés alguno en ella.

Lo cierto es que siempre le pasaba lo mismo. No había conseguido quedarse más


de un par de años en ningún sitio desde que había terminado sus estudios y se había
marchado a Inglaterra para hacer unas prácticas. Las prácticas se convirtieron en una
estancia de seis años durante los cuales cambió más de cuatro veces de trabajo. De allí
se marchó a Francia donde estuvo cinco años haciendo un máster y trabajando
esporádicamente en varias empresas, mayoritariamente como traductora; pasado ese
tiempo, después de haberse hartado nuevamente de su vida, se marchó a Alemania
donde se quedó otros seis años, viviendo y trabajando en cinco ciudades diferentes. Y
por fin, y ni siquiera sabía el porqué, el año anterior había decidido volver a su ciudad
de origen, a Madrid, aunque no tenía ningún tipo de recuerdo o lazo sentimental allí.

No tenía familia cercana. Sus padres habían fallecido en un accidente de


automóvil cuando ella era pequeña y la había criado su abuela materna, que había
fallecido hacía unos años mientras ella estaba buscándose la vida en Inglaterra. Nunca
había sentido un cariño especial por ella. Su abuela había sido una mujer fría y nada
cariñosa, demasiado apegada a la mala opinión que había tenido del marido de su hija
y que había proyectado sobre su nieta. Nunca pudo perdonarle a su hija que se
hubiese casado con un español mediocre sin oficio ni beneficio, como le gustaba decir
de vez en cuando. Un pobre contable sin mucho que ofrecer. A su abuela le hubiese
encantado que su hija, educada en un elitista internado de Suiza, se hubiese casado
con un ingeniero alemán. Para preservar la raza aria, suponía Álex.

Waltraud Schmidt había sido uno de los tantos alemanes que habían venido a
España huyendo de Alemania cuando acabó la segunda guerra mundial, buscando
apoyo en la dictadura franquista. Perteneciente a las juventudes hitlerianas y
campeona de natación había llegado incluso a participar en los Juegos Olímpicos de
Berlín en 1936 –sin demasiado éxito–. Poco después se había casado con un integrante
del partido nazi y había sido una ferviente admiradora y seguidora de las teorías de
Hitler. Su marido había fallecido en el frente, un par de años después. Viuda, y
huyendo de los perseguidores de los nazis que se establecieron en Alemania en el año
1945 había conseguido sacar su fortuna de Alemania y se había instalado en Madrid
con su hija Cornelia de solo dos años de edad. Se había comprado un piso en el barrio
de Salamanca, moderado su ideología y se dedicó a relacionarse exclusivamente con
inmigrantes alemanes como ella. A su hija Cornelia la había enviado a un internado a
Suiza y después a la universidad a Viena. Todas sus esperanzas habían estado puestas
en ella. Por eso, su desilusión fue mayor cuando su hija, por sorpresa, y en contra de
todas sus expectativas, en una de sus estancias en Madrid, había conocido al que luego
sería el padre de Álex, Alejandro Carmona, un madrileño de una familia de clase
media. Se había enamorado locamente de él, y después de un noviazgo fugaz de solo
cinco meses se habían casado a espaldas de su madre, que estuvo a punto de sufrir un
infarto cuando se enteró.

Waltraud Schmidt nunca había podido perdonarle a su hija que hubiese


destruido el deslumbrante futuro que había previsto para ella. Nunca más volvió a
dirigirle la palabra, ni volvió a verla. La primera vez que Álex vio a su abuela
materna fue el día posterior a la muerte de sus padres, cuando el abogado encargado
de sus bienes la llevó a ese inhóspito piso del barrio de Salamanca. Nunca olvidaría el
efecto que esa señora alta, de pelo canoso y fríos ojos azules tuvo sobre ella, una niña
de cinco años. Solo podía recordar que el primer encuentro fue aterrador. Su vida que
hasta aquel entonces había estado llena de cariño, cambió para siempre.

Al principio, su déspota abuela había intentado proyectar sus sueños sobre ella,
intentando borrar cualquier rasgo o vestigio que pudiese haber heredado de su padre y
hacerla a su propia imagen y semejanza. La había llevado a un colegio privado
alemán, la matriculó en clases de solfeo y de piano, en clases de danza, la inscribió en
el equipo de natación… pero no tardó en darse cuenta de que Álex no era Cornelia, y
que había heredado el carácter independiente y rebelde de su padre. La niña se rebeló
desde el primer momento, y exceptuando la natación, que se convirtió en una
verdadera válvula de escape para ella, se había negado a participar en todo lo demás.
Después de años de enfrentamientos continuos su tiránica abuela desistió de intentar
convertirla en lo que no era. Finalmente llegaron a una especie de acuerdo tácito: Álex
sacaba buenas notas y se comportaba con exquisita educación en casa, a cambio su
abuela la dejaba en paz.

En cuanto pudo, Álex dejó esa casa tan odiada donde había pasado su infancia y
su adolescencia. Nada más acabar su carrera de Traducción e Interpretación, que
consiguió terminar en una universidad pública, pese a las amenazas de su abuela, se
había marchado al extranjero para estar lo más lejos posible de su influencia
perniciosa. No volvieron a tener contacto. Su abuela era demasiado orgullosa y Álex
estaba demasiado dolida. Cuando se enteró de su muerte ni siquiera volvió a España
para asistir al funeral o para reclamar su herencia. No creyó tampoco que le hubiese
importado demasiado a su abuela si ella asistía o no. Sabía que había sido una gran
decepción para ella. Aun así, y contra todo pronóstico, se convirtió en la heredera de
la fortuna de su abuela. Decidida a no tocar ni un solo céntimo de todo ese dinero, lo
dejó todo en manos de un abogado y se dedicó a vivir como si esa fortuna no fuese
con ella.

Por lo tanto, cuando tomó la decisión de volver a Madrid después de haber


estado más de quince años fuera, no lo hizo por motivos sentimentales. Ni siquiera
estaba muy segura de sentirse madrileña aunque su pasaporte diese fe de que lo era.
Había pasado mucho tiempo fuera y los años de su niñez y adolescencia en los que
había vivido allí no habían conseguido marcarla lo suficiente como para que sintiese
que de verdad pertenecía a esa orbe.

Realmente nunca llegó a sentir que perteneciese a ningún sitio. Jamás.

Siempre había sentido que vivía de prestado, de alguna manera. Aunque


conseguía adaptarse fácilmente a su entorno, esa parte apátrida de ella nunca
terminaba de congeniar del todo con un lugar, y en su fuero interno sabía que solo
estaba de pasada, que pasados unos meses o años volvería a echar el vuelo buscando
otro lugar al que llamar hogar por un corto periodo de tiempo.
Ya de pequeña había sabido que esa casa enorme de habitaciones oscuras y mal
ventiladas regida por su abuela con mano de hierro nunca había sido su hogar. Jamás
había podido invitar allí a sus compañeros de colegio; ni siquiera le estaba permitido
celebrar sus cumpleaños o llevar a alguien para hacer los deberes. Nadie nunca había
conseguido alcanzar los estándares que demandaba su abuela. Finalmente se convirtió
en una especia de chica solitaria con la nariz enterrada siempre dentro de algún libro.
Eso había sido lo único que nunca jamás podría echarle en cara a su abuela, nunca se
había entrometido en su hobby, había dejado que leyese todos los libros que caían en
sus manos sin decir ni una palabra sobre ello.

Aunque habían pasado muchos años y muchas cosas desde entonces, eso no
había cambiado, seguía siendo esa chica solitaria que valoraba mil veces más un buen
libro que una conversación banal. Quizá esa fuese una de las razones por las que
todavía se encontraba soltera, eso y que no solía quedarse mucho tiempo en un mismo
sitio. La mayor parte de los hombres que había conocido no cumplían con sus
expectativas. Aparte de escarceos nada serios había tenido un par de relaciones que no
habían salido bien.

Nada más llegar a Londres había estado viviendo un par de años con un inglés,
demasiado serio para su gusto. Quizá por aquel entonces era demasiado joven y no
tenía ganas de comprometerse definitivamente y él sí que estaba dispuesto. No había
funcionado.

Después, unos años más tarde, ya en Alemania, había estado a punto de dar el
gran paso con un alemán con el que había estado viviendo una temporada, pero
finalmente no había podido imaginarse pasando toda su vida junto a él y la relación
había acabado bruscamente.

No es que no quisiese encontrar a alguien con quien compartirlo todo. Le


encantaría. Lo cierto es que estaba hasta las narices de citas y de rollos esporádicos
que no llevaban a nada, pero no era fácil. Casi todos, por no decir todos los hombres
con los que había empezado algo dejaban bastante que desear, a sus ojos. Siempre
había algo que fallaba. No sabía bien qué era, pero algo no cuadraba.

Hacía tiempo que había dejado de tener esperanza. Había estado viviendo en
cuatro países diferentes y en todos ellos se había encontrado con lo mismo: nada
especial. Después de tantos años se había resignado y había aceptado su situación.
Sabía que era muy exigente, pero como no había encontrado nada parecido a lo que
verdaderamente deseaba, y no deseaba conformarse con nada menor a eso, prefería
estar sola. Bueno, sola con sus libros, claro estaba.

Probablemente la que no cuadraba en la ecuación era ella, se había repetido


cínicamente en múltiples ocasiones.

Dejó escapar un suspiro mientras tiraba el bolso y la agenda sobre la mesa. Había
conseguido llegar más que puntual a su despacho y sin tener que saludar a nadie, lo
cual era una proeza, ya que sus compañeros solían juntarse en la puerta para comentar
estupideces sin sentido que a ella verdaderamente no le interesaban, como lo que
habían cenado la noche anterior, o si habían visto el partido, o la serie de turno…
nimiedades de las que ella podía prescindir. Sin embargo esa mañana había tenido
suerte; cuando había llegado no había nadie en la puerta. Sonriendo satisfecha se
había apresurado en subir a la primera planta donde estaba su despacho y se había
encerrado.

Encendió el ordenador mientras revisaba los trabajos pendientes para el día, no


tenía gran cosa que hacer. El día anterior se había quedado un par de horas más para
terminar una traducción complicada del francés y el trabajo que podía haberle durado
tres días lo había acabado en uno, así que estaba libre para poder investigar un poco
más sobre la misteriosa librería que tanto le había intrigado.

Tecleó el nombre en Google, y por supuesto aparecieron más de novecientos mil


resultados, pero por lo que pudo apreciar después de un rato de búsqueda infructuosa
todos ellos se referían al poeta francés del siglo doce. La pequeña librería parecía no
existir. Ni siquiera introduciendo la dirección que tenía. Nada. Según el Google Maps,
allí no había nada. Si el día anterior no hubiese encontrado la foto de la puerta por
casualidad jamás hubiese llegado a conocer su existencia. Se entretuvo un rato
buscando el blog donde había visto el comentario, pero tampoco fue capaz de
encontrarlo. ¿Cómo era posible? Meneó la cabeza confusa. Eso la intrigaba. Nunca
había sido de las que desdeñaban un buen misterio y esa librería desde luego parecía
entrañar uno. Deseó que las horas pasasen más deprisa y que ya hubiese llegado el día
siguiente. Estaba emocionada.

Lo intentó un par de veces más en otros buscadores, pero al cabo de un rato


abandonó y volvió a abrir la foto de la extraña puerta de la librería, que
previsoramente había descargado el día anterior. Se quedó un buen rato
contemplándola. No sabía qué era, pero ejercía un fuerte poder sobre ella que le
impedía apartar la vista de esa foto en blanco y negro. Se sobresaltó, ¿se había
movido la aldaba? Por un momento le había parecido que la pálida mano tallada en
piedra se había alzado para golpear la puerta con su blanca esfera.

Hizo una mueca y pestañeó un par de veces. ¡Menuda tontería! ¿Desde cuándo
las fotos cobraban vida?

Sacudió la cabeza divertida, sabía que había sido un efecto óptico por haber
estado tan ensimismada mirando la imagen durante tanto rato. Volvió a mirarla
nuevamente durante unos segundos, pero no pudo encontrar nada raro. La puerta
seguía igual que antes y la aldaba no se había movido ni un milímetro, por supuesto.
¡Qué malas pasadas jugaba la mente humana a veces!

Cerró la imagen y abrió un documento de Word nuevo. Tenía que elaborar un


informe y aunque no corría prisa decidió hacerlo cuanto antes para quitárselo de en
medio. Su último pensamiento antes de enfrascarse en la tediosa tarea fue para la
tétrica aldaba. No pudo evitar que un pequeño escalofrío le recorriese la espalda.
Capítulo Dos

A las ocho en punto sonó la alarma del móvil. La melodía estridente que había
elegido como despertador era simplemente horrible, pero era la mejor manera de no
volverse a dar media vuelta y seguir durmiendo.

Apagó la alarma mientras bostezaba exageradamente. No había dormido muy


bien. Se había acostado tarde porque se había entretenido viendo una película en
blanco y negro de esas que solo ponían a altas horas de la madrugada, de Fred Astaire
y Ginger Rogers. Después, y una vez ya en la cama le había dado por leer un par de
capítulos de Orgullo y Prejuicio. Finalmente cuando apagó la lámpara de la mesilla
eran ya las tres de la mañana. Y después de eso cuando consiguió quedarse dormida
había tenido un sueño extraño de puertas antiguas y pálidas manos femeninas.

Miró por la ventana mientras sopesaba la idea de quedarse media hora más en la
cama. Hacía un día espléndido, el sol brillaba ya en el cielo a pesar de lo temprano de
la hora. Decidió no remolonear, tenía muchos planes para el fin de semana y no quería
desperdiciar ni un segundo de tiempo.

Se levantó con energía y fue a la cocina a poner la cafetera. Tarareando una


cancioncilla pegadiza que había escuchado la noche anterior en la película fue al
dormitorio a hacer la cama. Estaba excitada, no podía evitarlo. El ir en busca de la
librería Chrétien de Troyes hacía que se sintiese llena de energía. Era una especie de
aventura, y hacía ya mucho tiempo que no hacía nada emocionante. Del trabajo a casa,
de casa al trabajo, a la piscina a nadar todas las tardes y los fines de semana leía o salía
a correr. Hacía por lo menos más de un mes que no salía con sus amigos a tomar una
copa. Estaba harta de tanta monotonía, así que la visita a la misteriosa librería con su
misteriosa puerta se le antojaba como algo excitante y lleno de emoción.

El café ya estaba listo. Se preparó una tostada y sin sentarse desayunó de pie en
la cocina. Sabía que no tenía por qué apresurarse, probablemente la librería ni siquiera
abriese hasta las diez, pero su carácter inquieto no le permitía relajarse. Una vez
tomada una decisión tenía que llevarla a cabo instantáneamente.

Se entretuvo un poco más de lo habitual debajo de la ducha, le encantaba sentir


el chorro de agua caliente sobre la piel. Poco a poco sintió cómo sus músculos se iban
expandiendo lo que le proporcionó una sensación de bienestar increíble. No soportaba
ducharse con agua fría, ni en pleno verano. La temperatura tenía que ser muy caliente,
cercana a lo insoportable. Era una costumbre que había adquirido cuando se marchó
de casa de su abuela, quizá para resarcirse de todas aquellas odiosas duchas frías que
había tenido que aguantar durante toda su niñez y su adolescencia. En casa de su
abuela nunca había agua caliente, tanto en invierno como en verano la temperatura del
agua que salía del grifo era cercana a la congelación. Una vez, cuando era muy
pequeña y acabada de llegar allí, se le ocurrió preguntarle a su abuela por qué no tenía
agua caliente. La respuesta acompañada por un fuerte tirón de pelo fue lo
suficientemente desagradable como para que no quisiese preguntar nunca más.
Tiempo después descubrió que su abuela pensaba que las duchas frías fortalecían el
carácter. Las duchas frías y otras cosas aún más descabelladas que fue descubriendo a
lo largo de los años.

Quizá fue por eso que una de las primeras cosas que hizo nada más
independizarse fue asegurarse de que en el apartamento que alquiló en Londres el
calentador funcionaba perfectamente. Y en sus posteriores mudanzas había sido
siempre lo primero que había tenido en cuenta.

Mientras se secaba el pelo decidió que iba a dejar el coche en casa. Iría en metro.
Aparcar en el centro de Madrid era una locura en sábado, no tenía ningún sentido. Iría
hasta la Puerta del Sol en metro y luego hasta la librería dando un paseo. Aunque
todavía no era verano el sol calentaba lo suficiente como para que un paseo fuese una
idea agradable.

Tardó pocos minutos en decidir qué ponerse. Unos piratas negros ajustados, una
camisa negra japonesa y unas bailarinas negras. Le encantaba esa ropa. Le recordaba a
la inmortal Audrey Hepburn en Sabrina. Como era su costumbre no se maquilló
demasiado, solo kohl y un poco de pintalabios. Tenía un color de piel moreno
heredado de su familia paterna que no necesitaba demasiado artificio, gracias a Dios.

Antes de salir fue a la cocina y rebuscó dentro del armario donde guardaba el
café. Dentro de una lata de hojalata reservaba algo de efectivo para emergencias.
Nunca se sabía. Quizá hoy podía ser uno de esos días de “emergencia” Quizá
encontrase un tesoro de esos que ella adoraba en Chrétien de Troyes. Por si acaso era
así, debía ir preparada. Sacó seiscientos euros y los guardó en la cartera. No era
demasiado si en verdad la librería estaba especializada en manuscritos antiguos, pero
quizá encontrase alguna reproducción que mereciese la pena.

Cogió las gafas de sol y una mochila de cuero negra, donde pensaba guardar
todo lo que pudiese comprar por seiscientos euros, y cerró la puerta a su espalda. Una
vez en la calle se dio cuenta del magnífico día que hacía. Ni una sola nube interrumpía
el azul del cielo. Increíble. Después de haber tenido un mes lluvioso como pocos, ese
fin de semana se presentaba absolutamente primaveral.

Álex se encaminó a la parada de metro pensando que el deslumbrante color del


cielo era una señal de buenos presagios para ese día. No era supersticiosa, pero los
días grises hacían que ella misma se sintiese un poco gris. Los días soleados, sin
embargo, conseguían que su estado de ánimo se elevase hasta límites insospechados.

El vagón del metro iba casi vacío. Era temprano para un sábado por la mañana y
además no vivía precisamente en una de las zonas más concurridas de Madrid.
Cuando buscó el apartamento se aseguró de que estuviese en una zona tranquila, no
demasiado céntrico, y no se arrepentía de haberlo hecho así. Aunque le gustaban las
grandes ciudades con sus vibrantes calles y sus multitudes apabullantes, también
necesitaba un lugar donde descansar y relajarse, y había tenido que decidir. Estaba
contenta con su decisión, tenía la paz en casa, pero al mismo tiempo estaba lo
suficientemente cerca del centro como para plantarse allí en menos de media hora.

El vagón empezaba a llenarse cuanto más se acercaba al centro neurálgico de la


ciudad. Mujeres bien vestidas se codeaban con chavales mal arreglados, extranjeros de
diferentes culturas se sentaban junto a señores trajeados que leían el periódico en sus
tablets. A Álex siempre le sorprendía la cantidad de gente que aprovechaba el metro
para leer. Desde donde estaba apoyada contra la puerta podía contar seis e-books, tres
tablets y por lo menos ocho libros convencionales. Para que luego dijesen que cada
vez se leía menos.

Ella prefería no leer en el metro. Le gustaba observar a la gente. A veces se


imaginaba cómo serían sus vidas, qué sueños tenían, lo que eran, si tenían a alguien
esperándoles en casa, si estaban solos…

«Fin de trayecto», pensó Álex emocionada cuando el metro se detuvo


bruscamente minutos más tarde. Dejándose arrastrar por la cantidad de gente que
llenaba la céntrica estación de la Puerta del Sol –ahora llamada estúpidamente
Vodafone Sol–, se encaminó hacia la salida. Una variopinta multitud llenaba la famosa
plaza. Era el típico día de tiendas para los madrileños y además hacía un día
espléndido, todavía no hacía el calor del verano, pero ya había pasado el frío del
invierno. El día ideal para acercarse hasta la Puerta del Sol, si no se temía a las
multitudes.

Esquivando a un vendedor de lotería y a un par de turistas vestidos para el mes


de agosto, bajó por la calle Mayor. Allí había menos gente, aunque sabía que en un
par de horas el tumulto iba a ser insoportable. Acortó por la calle Postas, pasando por
delante de la Posada del Peine, y se entretuvo unos minutos contemplando el edificio.
Le encantaba su arquitectura, era tan peculiar…

Sacó el móvil del bolsillo y miró la hora, las nueve y media. Quizá había llegado
demasiado pronto y la librería ni siquiera estuviese abierta. Daba lo mismo, esperaría
en la puerta hasta que abriese. La impaciencia puso alas a sus pasos y atravesó la Plaza
Mayor casi sin darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor. Ignoró las figuras
vestidas de personajes infantiles que competían por que los niños se hiciesen fotos
con ellas. Ignoró la gran cantidad de cuadros que reposaban sobre los caballetes de
desconocidos pintores que nunca llegarían a ser nadie. Ignoró la gran cantidad de
turistas japoneses que se empeñaban en sacar fotos con sus eternas cámaras a la
estatua de Felipe III.

Bajó las escaleras del Arco de Cuchilleros con rapidez, incapaz de contener su
impaciencia por llegar. Dejó atrás la calle de la Cava de San Miguel y siguió por la
calle Cuchilleros. Según el Google Maps, la librería debía encontrarse en un pequeño
callejón peatonal unos cien metros más abajo.

Sí, allí estaba el callejón. El típico callejón angosto y sombrío de aquella parte de
la ciudad. En la esquina había un pequeño estanco cerrado y frente a él un portal
antiguo. Según sus anotaciones la librería debía estar tres portales más allá del estanco,
casi al final de la calle. Pasó por delante de un oscuro establecimiento de antigüedades
y de dos portales más. Ese era el número, el diez.

Extrañada se quedó mirando la fachada sin saber muy bien qué hacer. Allí no
había ninguna puerta antigua que se asemejase a la que ella había estado viendo tantas
veces en la pantalla de su ordenador.

Allí no había nada. Solo una pared de piedra de unos tres metros de alto sobre la
que sobresalían las ramas de un árbol, como si detrás de ella hubiese un patio o un
jardín.

Dejó vagar la vista por todo el callejón. Desde donde estaba podía ver
perfectamente todos los edificios y ninguna puerta era la que ella había ido buscando.
Pensativa sacó el móvil del bolsillo y consultó la nota donde había apuntado la
dirección de la librería. Sí, la dirección era correcta. Era el número diez de esa misma
calle, pero la última puerta, que pertenecía a un oscuro edificio de viviendas, era el
número ocho. Y luego solo estaba el muro de piedra.

Experimentó una pequeña punzada de decepción. Quizá el chico que había


descubierto la puerta se había equivocado de número. Recorrió la calle de nuevo
fijándose en cada puerta, cada pared, cada rincón. Nada. En la otra acera tampoco.
Solo edificios antiguos de viviendas y una tienda de ultramarinos cerrada ya hacía
décadas por el aspecto desolador de su escaparate.

El cristal de la tienda de antigüedades le devolvió el reflejo de su semblante


decepcionado. «Menudo fastidio», pensó. Llevaba días ilusionada con ese momento y
todo para nada. El letrero de la tienda decía que los sábados no abrían hasta las diez, y
solo faltaban cinco minutos. Decidió esperar y preguntar allí. Quizá ellos supiesen
algo de la misteriosa librería.

Se apoyó contra el muro donde debería haber estado su librería y se armó de


paciencia. Debido a la estrechez del callejón y a la frondosidad de los árboles, ni una
gota de sol bañaba la calle y Álex sintió como se le ponía carne de gallina. La
temperatura a la sombra no era tan agradable y se cruzó de brazos para entrar en calor.
No había nadie en la calle y un silencio extraño pesaba sobre el ambiente. Dejó que
sus ojos se paseasen por los balcones de los edificios. Ningún vecino a la vista. Era
extraño, que un lugar tan cercano al centro de Madrid estuviese de pronto tan
solitario, tan silencioso.

Un movimiento al final de la calle llamó su atención y se incorporó. Un anciano


avanzaba pausadamente y con dificultad apoyándose en un bastón. Desde donde ella
estaba no podía distinguir sus rasgos, pero por su encorvada figura y su manera de
moverse no podía tratarse más que de alguien de avanzada edad.

Álex confió en que se tratase del dueño de la tienda de antigüedades. Desde


luego, por su aspecto debía ser así. Él mismo aparentaba ser una antigüedad. Su
suposición se vio confirmada cuando el anciano se paró frente al establecimiento y
sacó un grueso manojo de llaves del bolsillo de su chaqueta.

–Disculpe que le moleste –comenzó Álex–, ¿podría usted ayudarme?

El anciano se giró lentamente. Unos acuosos ojos azules se clavaron en la cara de


Álex. Tenía una mirada profunda y penetrante, de esas que no tienen prisa, que se
toman su tiempo. Transcurrieron unos segundos, quizá menos, pero el tiempo pareció
haberse detenido. El anciano miraba a Álex y Álex miraba al anciano, sin saber muy
bien qué hacer. Decidió que quizá no la hubiese escuchado, que quizá fuese algo duro
de oído y no hubiese entendido su pregunta. Iba a volver a repetirla cuando un gesto
del anciano la hizo detenerse. Fue un simple movimiento de cabeza, como una
afirmación. Después se giró y continuó buscando la llave que abría la puerta de su
negocio. La encontró por fin y se demoró en abrir las tres cerraduras de la puerta
acristalada. Mientras tanto Álex esperaba detrás de él con cierta exasperación. No
sabía muy bien si el hombre iba a poder ayudarla, pero tampoco tenía nada mejor que
hacer, así que se armó de paciencia y esperó.

Cuando por fin estuvo abierta la puerta, el anciano le cedió el paso amablemente.
Ella entró y murmuró un «Gracias». Curiosa echó un vistazo a su alrededor. Aunque
la falta de luz le impedía ver con claridad, alcanzó a distinguir un batiburrillo de
diversos objetos apilados en estanterías, colgados de las paredes y apoyados contra
otros objetos, sin un orden aparente. Frente a ella había una mecedora de madera
oscura sobre la que se hallaba una muñeca de porcelana con un vestido de raso y
puntillas blancas. En la estantería de la izquierda multitud de objetos se disputaban el
sitio: cajitas de porcelana, broches para el pelo, pulseras, cajas de madera bellamente
talladas, anteojos antiguos, cuadros esmaltados y otras muchas cosas que a simple
vista no pudo catalogar.

El anciano se había esfumado. Supuso que había ido a encender las luces de la
tienda. Se giró para ver qué más podía descubrir y en ese momento la luz de multitud
de lámparas inundó el establecimiento convirtiendo la noche en día. Todo en aquella
tienda tenía un toque dorado, los marcos de los cuadros que colgaban de las paredes,
las cadenas de las que colgaban las lámparas del techo, la multitud de joyas y
abalorios que adornaban las vitrinas de cristal… hasta el mostrador que se encontraba
a la derecha de Álex parecía haber recibido un baño dorado.

El anciano se acercaba a ella renqueante sorteando dos pequeños sofás tapizados


con patas doradas y una cómoda con múltiples cajones cuyos tiradores también
relucían de la misma manera que toda la tienda.
–Dígame señorita, ¿cómo puedo ayudarle? –La voz era profunda, casi como si
no correspondiese a la garganta de la que había salido.

–Sí, verá –se apresuró a explicar–, es que estoy buscando una librería que
debería encontrarse en esta misma calle, se llama Chrétien de Troyes. Debería estar en
el número diez, pero el número diez no existe. Quizá estaba mal escrita la dirección.
¿No sabrá usted por casualidad si hay una librería por aquí, verdad?

El anciano se había parado delante de ella y la observaba fijamente como si no


diese crédito a lo que ella estaba preguntando. Álex sintió que se ruborizaba sin
motivo aparente. Le incomodaban esos penetrantes ojos azules.

–¿Una librería? ¿En esta calle? –El anciano dudó–. ¿Dónde ha encontrado usted
la dirección?

Álex se sintió un poco estúpida mientras le contaba cómo había encontrado la


dirección. A ella misma le había resultado extraño no haber encontrado más
información sobre la misteriosa librería en toda la red, pero como era una optimista
nata no se lo había pensado dos veces. Lo cierto es que tampoco había perdido mucho
tiempo, solo estaba un poco decepcionada por no haberla encontrado.

–Hubo hace años una librería –comenzó el anciano a hablar, mientras su mirada
se perdía por encima del hombro de Álex–. Pero no puedo recordar cómo se llamaba
y ni siquiera recuerdo muy bien dónde estaba. Era yo muy niño.

Álex dejó escapar un suspiro de desaliento. Dudaba mucho que el anciano se


refiriese a su librería, aunque quizá sí. Quizá se trataba de la misma librería y la foto
que ella había encontrado en internet era una foto de los años cuarenta. Era cierto que
le había parecido una foto antigua.

–Bueno, no se preocupe. No pasa nada. Habré metido la pata –intentó


tranquilizar Álex al anciano que semejaba estar meditabundo mientras intentaba
recordar algo sobre esa librería de su niñez.

–Nunca la conocí abierta –decía él en esos momentos como si estuviese


hablando consigo mismo–. Recuerdo que a nosotros los niños del barrio nos
encantaba apoyarnos sobre esa puerta tan extraña. Pasábamos allí muchas horas
contándonos historias de miedo. Decían que la mano que había en la aldaba había
sido la mano de la mujer del propietario. Que se la había cortado porque le había sido
infiel…

Álex escuchaba fascinada como el anciano se iba ensimismando en sus


recuerdos mientras describía la puerta con la que ella misma se había sentido tan
extraña. Sin lugar a dudas era la misma puerta, la misma aldaba, la misma mano
femenina. Sintió una curiosidad inmensa por conocer más datos.

–¿Y no recuerda usted dónde estaba?

El anciano pareció percatarse de repente de su presencia. Sobresaltado carraspeó


y se apoyó pesadamente sobre su bastón antes de volver a mirarla fijamente.

–Eso fue hace muchos años. Ni siquiera puedo recordar exactamente dónde
estaba. Solo sé que éramos niños y que nos gustaban las historias de fantasmas, quizá
por eso nos llamaba tanto la atención aquella puerta. –Hizo una pausa y suspiró
cansadamente–. Ni siquiera había vuelto a pensar en ella hasta que usted la ha
mencionado hoy. Como le digo, hace muchos años de aquello.

Álex se sintió un poco desilusionada. Le hubiese encantado averiguar algo más


sobre la misteriosa librería, pero se dio cuenta de que el anciano no mostraba interés
alguno en seguir con ese tema. Decepcionada se dispuso a marcharse dándole las
gracias por las molestias. Había abierto ya la puerta para abandonar el establecimiento
cuando su pregunta la hizo detenerse.

–Disculpe señorita, pero, ¿qué puede alguien tan joven como usted haber estado
buscando en una librería de ese tipo?

Álex sonrió tímidamente. No sabía muy bien si decirle la verdad a aquel extraño,
pero como tampoco tenía nada que perder y como dudaba mucho que fuese a
encontrarse con él nuevamente, contestó con sinceridad.

–Pensará que es una tontería, pero en el momento en que vi esa foto en internet,
sentí algo raro. Sentí que tenía que venir. No sé muy bien por qué –titubeó un
momento antes de continuar–. No es fácil de explicar y quizá sea incomprensible, solo
sé que tenía que venir –volvió a repetir mientras se encogía de hombros–. De todas
maneras muchas gracias.

El anciano contempló en silencio como Álex cerraba la puerta tras de sí y se


paraba en la acera mirando a un lado y a otro como si no supiese muy bien hacia
dónde dirigirse.

La muchacha ya no se mostraba tan decidida como cuando había entrado en la


tienda toda llena de energía con una sonrisa en los labios. Ahora su pose denotaba lo
contrario, parecía abatida, incluso. Entrecerró los ojos, pensativo. Quizá…

Álex, ajena a que era objeto de la penetrante mirada del anticuario, dudó si
marcharse o dar un paseo por la zona. Quizá debía buscar por los alrededores, tal vez
encontrase la famosa puerta de la niñez del anciano. Suspirando pesarosa por su mala
suerte se encaminó al final del callejón, e indecisa dudó si subir o bajar la calle.
Lentamente, mientras su mente divagaba comenzó a pasear mientras sus ojos
nerviosos buscaban otro callejón semajante con una puerta misteriosa.

Era una pena. No es que estuviese desesperada por comprar nada, pero odiaba
que se le estropeasen los planes. Había decidido pasar la mañana husmeando
estanterías llenas de libros viejos y ahora se encontraba en medio de la calle sin un
plan concreto. Además no sabía muy bien qué era, pero se sentía rara, como cuando
pierdes algo muy querido y sabes que nunca más lo vas a encontrar. Se regañó a sí
misma por ser tan ñoña. Menuda estupidez sentirse así de frustrada solo por no haber
encontrado la estúpida librería… era solo que cuando había visto la puerta y había
leído el nombre Chrétien de Troyes en la pequeña placa de metal en internet, había
sentido una especie de conexión. Una conexión que ahora parecía haberte roto…

Estuvo paseando por la zona por espacio de una hora y finalmente decidió darse
por vencida. No había ninguna puerta semejante en ninguna calle cercana. Era
desesperante. Si hubiese tenido la dirección del chico que publicó la foto le hubiese
escrito un mail amenazante. Sonrió ante tan tonta idea. Lo más probable es que él
mismo hubiese encontrado la foto en algún álbum de familia antiguo y la hubiese
colgado en el blog para hacerse el interesante. Eso era lo que debía haber sucedido.

Cogió el móvil y le echó un vistazo. Ya eran casi las doce. Decidió volver a casa.
Se pondría la ropa de deporte y saldría a correr unos kilómetros. Sí, eso es lo que
haría y así dejaría de pensar en la estúpida puerta de la estúpida librería. O llamaría a
su amiga Lola y le sugeriría ir de compras…

Comenzó a desandar lo andado. Al pasar por delante del callejón no pudo evitar
detenerse. Por un segundo pensó pasar de largo, realmente no tenía nada qué hacer
allí, pero su paso se fue ralentizando hasta que se quedó inmóvil mirando el final del
callejón, allá donde debería haber estado Chrétien de Troyes pero solo había
encontrado un muro de piedra.

Como si sus pies no le perteneciesen se pusieron en movimiento dirigiéndola en


aquella dirección. Apenas fue consciente de que dejaba atrás la tienda de
antigüedades, y pasaba por delante de los portales antiguos y se acercaba al muro…
Tenía la mirada fija en un punto más allá. Sus ojos no fueron realmente conscientes de
lo que estaba viendo hasta que no lo tuvo frente a ella y casi puso tocarlo con las
manos.

Allí, donde antes no había habido nada, como emergiendo del muro de piedra
sombreado por las ramas del poderoso árbol que asomaba por encima de él, estaba la
puerta.

Enorme, oscura, imponente.

Álex dejó de respirar. Sintió los latidos de su corazón acelerándose y el sudor


frío bañándole la frente.

Sí, allí estaba la aldaba con forma de mano de mujer, blanca, pálida y frágil, tan
frágil que apenas semejaba tener fuerza para sostener la pesada bola de piedra.

Parpadeó confusa. No podía apartar la vista de la extraña aparición. Solo hacía


un par de horas que había estado ahí mismo, apoyada contra esa misma pared, y esa
puerta no había estado allí.

Casi sin atreverse a apartar los ojos de la fantasmagórica mano, desvió la mirada
y leyó la placa de metal que se encontraba atornillada a la derecha de la puerta, sobre
el muro.

Chrétien de Troyes, librería.


Capítulo Tres

Álex retrocedió un par de pasos. No era muy dada a creer en lo sobrenatural y en


las cosas paranormales, pero el que la librería se hubiese materializado allí de repente
no tenía nada de normal. Era por el contrario bastante espeluznante. Comenzó a
pensar en que quizá se hubiese equivocado de callejón y que realmente estuviese en
otro lugar y que la puerta fuese real. Quizá había entrado en otra calle por
equivocación…

Recorrió la acera con la mirada. Los mismos portales antiguos, la misma tienda
de antigüedades y al principio de la calle, en la esquina, el estanco cerrado. Repitió la
misma operación con la otra acera. Enfrente, la tienda de ultramarinos cerrada hacía
décadas pareció burlarse de ella. Álex cerró los ojos momentáneamente intentando
encontrar una explicación lógica a lo que estaba sucediendo. No pudo.

Volvió a contemplar la puerta. Sí, seguía allí, no era ninguna alucinación. Medía
por lo menos tres metros de ancho por dos de alto y tenía aspecto de ser maciza y
fuerte. Era de madera oscura, desgastada por los años. Varias hileras de enormes
clavos oxidados la tachonaban de arriba a abajo y de izquierda a derecha. Una mirilla
de hierro forjado se encontraba a media altura tapada por una pequeña contrapuerta
de madera en su interior, y justo debajo de la mirilla estaba la peculiar aldaba. De una
base de piedra oscurecida por el tiempo surgía una delicada mano femenina doblada
por la muñeca. Se podían distinguir hasta las puntillas de la camisola que llevaba.
Álex se acercó un poco más para admirar el increíble trabajo realizado por
quienquiera que hubiese esculpido esa mano. Los detalles eran increíbles. Las
delicadas uñas e incluso las venas de la mano se mostraban en absoluta perfección. La
bola que sostenía era también de piedra blanca oscurecida por el tiempo, mellada por
los numerosos golpes que debía haber sufrido durante toda su existencia. Mellada se
encontraba también la base atornillada a la puerta sobre la que golpeaba la bola. El
conjunto en sí era digno de ver. Álex no estaba segura, pero creía que las aldabas o
llamadores de ese tipo no eran de piedra normalmente, sino de hierro fundido o de
algún otro metal. Quizá por eso su apariencia resultase tan extraña…

No sabía muy bien qué hacer. El que la puerta hubiese surgido por arte de magia,
quizá para otra persona menos templada hubiese sido un impedimento para entrar por
ella, pero no era su caso. Le encantaban los misterios, y esa librería se había
convertido en un misterio increíble, desde luego, aunque si era sincera consigo misma
le hubiese gustado tener algo más de información. Decidió acercarse a la tienda de
antigüedades para sonsacarle algo más al dueño. Quizá se hubiese vuelto loca y la
puerta había estado ahí todo el tiempo y ella en su enajenación mental no lo había
advertido. Agitó la cabeza confusa. No podía estar pasando eso, ¿no?

Sin quitarle los ojos de encima a su puerta por si acaso volvía a desvanecerse, se
acercó a la tienda cuyo escaparate se encontraba en la más completa oscuridad. Intentó
abrir la puerta, sin éxito. Llamó al cristal con los nudillos y esperó; quizá el anciano se
encontrase en la trastienda… Nada. Ni un movimiento. Pegó las manos al cristal para
evitar los reflejos y escudriñó el interior. Nada, no había nadie. Todos los objetos que
habían estado allí esa misma mañana seguían estando en el mismo sitio, solitarios.

Álex suspiró mientras volvía frente a la librería misteriosa. La placa de metal algo
oxidada donde aparecía el nombre de la misma le devolvió un distorsionado reflejo de
su mirada. ¿Qué podía hacer? ¿Debía entrar? Quizá lo mejor sería esperar a que
volviese el anticuario.

Giró la cabeza a derecha e izquierda. No había absolutamente nadie en toda la


calle, ni en los balcones, ni en las ventanas. El mismo silencio opresivo y extraño de la
mañana seguía envolviéndolo todo. Alzó la vista hacia la copa del árbol que parecía
crecer justo detrás de la puerta. Las ramas no se mecían con el viento. Sus hojas
estaban quietas, demasiado quietas, como si el tiempo se hubiese quedado detenido
allí en ese callejón madrileño a esa hora, y lo único vivo de toda la calle fuese ella.

Álex nunca había desdeñado un misterio, pero la repentina aparición de la puerta


en medio del muro de piedra era algo demasiado gótico, incluso para ella. Pensó que
lo mejor sería volver a casa y olvidarse de todo.

Sí, eso era lo que debía hacer.

Eso es lo que haría, decidió.

Estaba a punto de darse media vuelta para marcharse, cuando una vocecita
interior le recordó que nunca se perdonaría el haber estado delante de la puerta y no
haber entrado. Nunca sabría lo que podría haber encontrado detrás de la pesada hoja
de madera… se arrepentiría el resto de su vida si no echaba al menos un vistazo al
interior…

Acercó la mano con lentitud al llamador. Un par de centímetros antes de tocarlo


se detuvo indecisa. ¿Estaba haciendo lo correcto? «El que no arriesga no gana», se
repitió, y antes de poder arrepentirse, cerrando los ojos durante un momento, asió con
fuerza la mano de piedra. Se sorprendió de su tacto. Suave y cálido bajo su piel. «Qué
extraño», pensó. No hubiese creído que se podía sentir así. Palpó la delicada mano
femenina admirándola por un momento antes de levantarla y dejarla caer con fuerza
sobre la base. Se escuchó un sonido sordo y retumbante en el interior. Soltó la mano
y se retiró de la puerta sin aliento. La acción de llamar la había dejado exhausta y Álex
no pudo evitar sentirse un poco avergonzada por ello.

No tuvo que esperar demasiado.

Casi sin emitir ningún sonido, la pesada puerta maciza se deslizó hacia dentro lo
suficiente como para permitir pasar a una persona delgada. Álex dejó escapar el aire
que había estado conteniendo y se acercó con cuidado, titubeante. A través de la
rendija que su llamada había abierto no pudo ver otra cosa que oscuridad. Sujetando
firmemente la mochila, que amenazaba con deslizarse de su hombro, empujó la
pesada hoja de madera escudriñando el interior. Al principio no pudo ver mucho,
pero una vez que sus ojos se acostumbraron a la penumbra, pudo distinguir un
angosto pasillo frente a ella de unos diez metros de largo que giraba a la derecha y
desaparecía en la oscuridad.

El corazón le latía a una velocidad desacostumbrada. Y la respiración se le había


acelerado sobremanera.

Álex se detuvo en la entrada sin saber muy bien qué determinación tomar. Si no
seguía adelante y se daba media vuelta para marcharse, probablemente se arrepentiría
toda su vida, y si lo hacía, probablemente se evaporase en esa oscuridad para siempre
y nunca más volviese a ver la luz del sol, pensó llena de ironía.

«Alejandra Carmona Schmidt, tú eres demasiado mujer y demasiado mayor para


echarte atrás ahora», se reprendió a sí misma.

Sin pensarlo dos veces, entró en el oscuro edificio y cerró la puerta tras ella. Un
par de ventanas que parecían dar al patio o jardín donde se encontraba el árbol cuya
copa sobresalía por encima del muro eran la única fuente de iluminación. Comenzó a
recorrer el pasillo con lentitud. Las paredes desnudas desprovistas de cuadros eran
altas. El techo se encontraba por lo menos a cinco metros sobre ella y las mencionadas
ventanas también se encontraban muy por encima de su cabeza, aunque pudo ver las
ramas del árbol contra los cristales. El pasillo terminaba en un recodo a la derecha y
dudó antes de girar. La luz no llegaba hasta allí y el silencio era estremecedor. Álex
apenas se atrevía a respirar, lo hacía aspirando poco profundamente y soltando el aire
con rapidez. Sabía que no podía estar así mucho tiempo porque terminaría
hiperventilando, pero de momento era la única manera de controlar la respiración.

Lentamente giró por el pasillo sin saber muy bien lo que iba a encontrar allí. Una
librería al uso, seguro que no.

La imagen que se presentó ante sus asombrados ojos fue una imagen que no
olvidaría jamás.

A la luz de multitud de lámparas de aceite distribuidas estratégicamente se


mostraba una sala enorme de altos techos. Sus cuatro paredes estaban cubiertas desde
el suelo hasta el techo de infinidad de estanterías cuyos estantes se combaban bajo el
peso de libros de incontables tamaños y colores. En el centro mismo de la sala se
alzaban diversas vitrinas acristaladas que contenían manuscritos antiguos en diferentes
estados de conservación.

Álex se detuvo maravillada. Jamás hubiese esperado encontrar algo así detrás de
esa puerta, en ese callejón de Madrid, en ese siglo… no pertenecía a esa época. La
escena parecía sacada del pasado, de un pasado muy lejano. Si cerraba los ojos
incluso podía ver a decenas de monjes cistercienses copiando manuscritos en largas
mesas… Dejó escapar una carcajada ahogada antes de llevarse las manos a la boca y
contener su propia voz.

No había nadie. El silencio era absoluto, solamente roto por el crepitar de la


llama de la lámpara que tenía más cerca. Todo era muy extraño.

–¿Hola? ¿Hay alguien? –preguntó a la nada.

No obtuvo respuesta.

Al final de la sala vio una puerta ligeramente entornada. Quizá el propietario


estuviese en aquella habitación. Un poco insegura decidió ir hasta la puerta y
averiguarlo. Era imposible que allí no hubiese nadie.

Comenzó a adentrarse en la sala con los ojos danzando de una estantería a otra.
Había tantos libros interesantes que no sabía muy bien por dónde comenzar. La
primera estantería contenía obras de la antigua Grecia y Roma. Inclinó la cabeza para
poder leer los títulos pero no pudo, estaban escritos en griego clásico y aunque ella
había estudiado griego en el colegio, lo único que le había quedado en la cabeza eran
algunas letras como Ω, α o π. Otros sí pudo descifrarlos ya que estaban en latín.
Œdipusy Epistulae Morales ad Lucilium de Séneca, la Gesta Romanorum, Epitoma
rei militari, de Vegecio, Ars Amandi y Metamorphoseon de Ovidio, De re publica de
Cicerón, Satiricon libri de Petronio…

–No creo que ese sea el tipo de literatura que ha venido a buscar –se oyó una
profunda voz con ligero acento extranjero desde el fondo de la sala.

Álex dio un respingo sobresaltada. Se sonrojó levemente mientras se giraba para


encararse con el propietario de la voz. Al principio no le vio. Examinó la sala hasta
que vislumbró una figura masculina detrás de una de las vitrinas de cristal.

Era un hombre de estatura mediana, con el cabello gris cortado al estilo paje
peinado hacia atrás. Desde donde ella estaba y debido a la tenue luz no pudo distinguir
sus facciones, pero sí reparó en que iba muy bien vestido, con pantalones y chaqueta
oscuros, camisa blanca y un pañuelo anudado al cuello. Aparentaba haber surgido de
los años treinta o cuarenta, pensó.

–Buenos días, disculpe que haya entrado así, pero la puerta estaba abierta…

–No se disculpe. La puerta la he abierto para usted –interrumpió él, acercándose.

Por fin pudo observarle más de cerca. Tenía una frente amplia y despejada.
Pobladas cejas grises sombreaban sus ojos castaños rodeados de infinidad de
pequeñas arrugas. Una nariz recta bajo la que asomaba un fino bigote bien arreglado y
una boca de labios finos que en ese momento mostraba una amable sonrisa,
completaban el conjunto. No debía tener más de sesenta años.

–Como ya le he dicho antes no creo que haya venido usted buscando nada de
Sófocles o de Ovidio –repitió con ese acento peculiar que Álex no supo clasificar.
Sintió cómo los masculinos ojos se clavaban sobre su mechón de pelo azul con algo
de… ¿sorpresa? No pudo precisarlo.

–Bueno, no sé. Podría sorprenderse –dijo Álex un tanto contrariada.

El tono tan familiar con que él se dirigía a ella, como si la conociese de antemano
y supiese perfectamente sus gustos no terminaba de gustarle. Toda la situación era más
que perturbadora.

–No se ofenda, no querría que se sintiese incómoda, pero me vanaglorio de ser


un gran conocedor de las personas y creo que sus intereses podrían estar más
cercanos a esto que tenemos aquí –señaló con un ademán las vitrinas que tenía a su
lado.

Álex siguió su gesto con la mirada llena de curiosidad y un poco escéptica. Se


preguntó si realmente alguien podría haberla calado tan rápidamente. En la vitrina que
él señalaba no había ningún libro, solo varios manuscritos en diferentes estados de
conservación dentro de cajas individuales de cristal.

–Creo que su intuición le ha abandonado esta vez –le dedicó ella una sonrisa un
tanto irónica–. Los manuscritos antiguos no son precisamente lo que más me interesa.
Prefiero una buena novela un poco más moderna.

–Claro, claro –repuso él rápidamente–. ¿En qué estaría yo pensando? ¿Una


novela más moderna? Sígame, por favor. –Y mientras decía esto se dio la vuelta y se
encaminó al final de la sala, a la estantería que había junto a la puerta trasera.

Álex le siguió. No pudo evitar pararse un momento delante de la vitrina cuyo


contenido él había indicado sería el más acorde a los gustos de ella. Se fijó en un par
de manuscritos que le llamaron la atención, uno de ellos incluso estaba firmado por
Enrique II de Inglaterra. Quizá se había precipitado al descartar tan categóricamente el
contenido de la vitrina. Después echaría un vistazo, decidió.

–Creo que aquí encontrará lo que estaba usted buscando –le oyó decir.

Álex se apartó de la vitrina y se acercó a la estantería donde el propietario la


estaba esperando.

–Muchas gracias Sr. …., disculpe, no sé su nombre –inquirió Álex.

–Chrétien de Troyes –se presentó mirándola fijamente.


Álex entornó los ojos sorprendida. Ahora ya sabía por qué la librería se llamaba
así. ¿Sería posible que ese hombre de aspecto elegante y correcto fuese un
descendiente del auténtico Chrétien de Troyes, o simplemente se había inventado el
nombre y era una especie de pseudónimo para llamar la atención? Ni idea. Y aunque
le hubiese gustado preguntarle y satisfacer su curiosidad, era demasiado educada
como para empezar a hacer preguntas que quizá a él le resultasen molestas.

–Muchas gracias Sr. de Troyes. Es usted muy amable.

Se acercó a la estantería y ojeó los repletos estantes mientras intentaba ignorar al


extraño Sr. de Troyes que se había alejado un poco para proporcionarle intimidad.
Había muchos títulos conocidos en bellas ediciones. El corazón de Álex se aceleró al
encontrar un ejemplar en tres volúmenes de Jane Eyre, una autobiografía de Currer
Bell, que había sido el pseudónimo de Charlotte Brontë. Con cuidado sacó el primero
de los volúmenes y lo abrió. Era de 1847. Perpleja se quedó mirándolo. ¿Sería eso
posible? ¿Sería la primera edición del libro? Levantó la vista buscando al Sr. de
Troyes para preguntarle y le vio al fondo, sentado a una mesa que había junto a la
estantería de libros cásicos. Se había puesto unas gafas y ojeaba un manuscrito con
gesto crítico.

Álex carraspeó intentando llamar su atención. No lo consiguió. Con un gesto


impaciente se acercó a la mesa donde él estaba sentado. Al parecer él la había
escuchado acercarse porque levantó la cabeza del manuscrito y esperó a que ella
hablase con una sonrisa amable en el rostro.

–Disculpe Sr. de Troyes –comenzó–, he encontrado este libro y tengo una


pregunta. Me gustaría saber si realmente es una primera edición.

El señor de Troyes ni siquiera miró el libro que ella le estaba mostrando, solo la
observaba con curiosidad.

–¿Usted qué cree? –preguntó.

Álex le devolvió la mirada confusa. ¿Iba en serio? Volvió a mirar el libro con
atención; estaba muy bien conservado, encuadernado en cuero marrón un tanto
descolorido por el tiempo y las letras grabadas en un tono que en otro tiempo quizá
hubiese sido dorado. Lo abrió y leyó: JANE EYRE An Autobiography. Edited by
Currer Bell. In Three Volumes. VOL.I. LONDON. SMITH, ELDER AND CO.,
CORNHILL. 1847.
Creía haber visto fotos en internet de una primera edición de Jane Eyre que se
había subastado había un par de años en Christie’s y desde luego se parecían
muchísimo, si es que no eran iguales, a la que ella tenía en las manos. Suspiró
desencantada. Recordaba que el precio inicial de salida habían sido unas veinte mil
libras esterlinas. Ni idea por cuánto se habría vendido realmente. De todas maneras
algo no cuadraba. Si verdaderamente eran los volúmenes originales ¿qué hacían allí
entre otros tantos libros? ¿No deberían haber estado mejor guardados?, ¿más
protegidos? Quizá eran una reproducción. Ella no era una experta y desde luego no
hubiese podido distinguir entre una copia y el original.

–Supongo que depende del precio –contestó Álex sin dejarse amilanar.

–Haga una oferta –repuso él–. Quizá se sorprenda.

–Si me los vende por seiscientos euros me los quedo –respondió ella
rápidamente con una sonrisa descarada. Sabía que era una cifra ridícula y más cuando
estaba casi segura de que eran originales, pero pensó que ya que él la trataba con tanta
confianza ella no iba a ser menos, y se permitió el lujo de provocarle.

Él no reaccionó como ella esperaba. En lugar de sentirse ofendido se quedó


pensativo, mirando fijamente el libro que ella tenía entre las manos. Pasó una
eternidad mientras él barruntaba una respuesta. Álex casi se arrepintió de haber dicho
semejante tontería.

–Hagamos un trato –dijo él repentinamente sobresaltándola–. Si no encuentra


nada en toda esta sala que le guste más que eso, son suyos por seiscientos euros.

Álex se quedó petrificada. Desde luego que eran una reproducción. Ahora lo
sabía con toda seguridad. Pero parecían tan auténticos… que por un momento había
creído que sí eran originales, y el simple hecho de poder tocarlos ya había merecido la
pena… Suspiró.

–Supongo que no son orig… –comenzó, pero fue interrumpida con brusquedad.

–Aquí todo es original.

Le miró sin poder disimular su asombro. ¿Originales? ¿Todo? Ahora sí que sabía
que le estaba tomando el pelo. Eso era absolutamente imposible. Si de verdad fuese
así muchos de los libros estarían bastante peor conservados y más en esas
condiciones, sin la ventilación ni la luz adecuada, y a una temperatura impropia. Ella
sabía que las grandes bibliotecas que contenían libros y manuscritos antiguos tenían
cámaras especiales estancas para la mejor conservación de los mismos, y una sala mal
ventilada en un edificio antiguo, iluminada por lámparas de aceite, desde luego no era
el mejor sitio para conservar ningún tipo de escrito. Quizá el señor de Troyes no
estuviese bien de la cabeza…, aunque por otro lado quizá la que no estuviese bien de
la cabeza fuese ella y todo lo que estaba sucediendo solo estaba pasando en su
imaginación. ¿Acaso no había aparecido la librería como por encanto de la nada? En
los últimos minutos, había estado tan concentrada en los libros que había olvidado
cómo había llegado allí. Empezó a sentirse un poco nerviosa. Esta aventura estaba
comenzando a ser demasiado extraña para ella.

Sin hacer caso si él la seguía o no se dio media vuelta y volvió al final de la sala
a devolver el volumen a la estantería donde lo había cogido. No era una persona
miedosa, pero la situación era demasiado disparatada para su gusto.

–¿Desde cuándo tiene usted la librería? –preguntó sin girarse a mirarle, como sin
darle importancia.

–Desde hace muchos años. Una eternidad diría yo –contestó el señor de Troyes,
sin poder disimular la nostalgia que tiñó su voz.

–¿Es usted el propietario original? ¿O la ha heredado de su familia? –preguntó


Álex dándose la vuelta y observándole con curiosidad. Él se había vuelto a sentar a la
mesa, se había quitado las gafas y jugueteaba distraídamente con ellas.

–Ya le he dicho que aquí todo es original –respondió con una risita–. Hasta yo.

Álex parpadeó un par de veces.

–Es extraño –repuso finalmente–, y quizá le parezca una tontería, pero me ha


costado encontrarla. Le he preguntado al dueño de la tienda de antigüedades y me ha
contado una historia un poco descabellada sobre una librería misteriosa de cuando era
niño. Podrían ser esta… –terminó Álex mirándole de reojo para ver cómo
reaccionaba. Desde luego no iba a decirle que esa misma mañana la librería no estaba.
Todavía no tenía muy claro lo que había pasado y quería investigar un poco más sobre
el tema.

El señor de Troyes permaneció impertérrito, ni un solo músculo de su cara se


vio alterado por la afirmación de ella.

–Ah, el buen Pablo Álava –dijo sonriendo mientras sus ojos adquirían un tinte
soñador–. Siempre fue un niño muy travieso…

Álex le miró estupefacta. ¿A qué se refería con ese comentario? Sin duda trataba
de despertar su curiosidad para que ella cayese en la trampa y empezase a hacerle
preguntas. Ese era el típico comentario que se deja caer, así como quien no quiere la
cosa, para forzar al interlocutor a mostrar interés. Pues bien, ella no estaba dispuesta a
satisfacerle. No se iba a dejar engañar así como así. Fingiría que todo era de lo más
normal, que todo lo que estaba sucediendo era algo cotidiano, banal incluso. De todas
maneras, dado lo que ella había podido observar del carácter del librero, no creía que
le fuese a proporcionar ningún tipo de información útil, más bien parecía el tipo de
persona misteriosa al que le encantaba hablar con jeroglíficos y con verdades a
medias. Probablemente de niño había tenido complejo de inferioridad y sentía la
necesidad de hacerse el importante.

Contenta con su deducción decidió ignorar el misterio del señor de Troyes y


seguir adelante con su proyecto de encontrar algo que mereciese la pena llevarse a
casa.

–¿No me había comentado usted antes que quizá encontrase algo verdaderamente
interesante aquí? –continuó aproximándose a la vitrina que él había señalado con
anterioridad.

El peculiar propietario de la librería Chrétien de Troyes observó a la extraña


muchacha del pelo azul con admiración y algo de diversión. No todo el mundo tenía
el temple que estaba demostrando tener ella. Después de haber visto lo que había
visto, la puerta misteriosa, la sala repleta de libros como salida de otro siglo e incluso
a él, el extraño propietario que se dedicaba a hacer extrañas afirmaciones… muchos
ya hubiesen dado marcha atrás y se hubiesen alejado de allí a gran velocidad. Ella era
diferente. Quizá un poco nerviosa, pero lo suficientemente segura de sí misma como
para no dejarse desviar del camino que la había llevado hasta allí. Tal vez fuese la
persona indicada. Ya se vería. Todo dependía de cómo reaccionase cuando tuviese en
las manos el manuscrito.

Sí, todo dependía de su reacción.

Quizá ella fuese la elegida. Una pequeña sonrisa curvó sus labios mientras se
dirigía hacia la joven que observaba con mucho interés el interior de la vitrina.
Capítulo Cuatro

Álex estaba tan ensimismada con el manuscrito que antes le había llamado la
atención que ni siquiera le oyó acercarse. El documento no se encontraba en muy
buen estado, tenía los bordes dañados y el texto no se apreciaba con mucha claridad
sobre el oscurecido material que ella supuso sería vitela. Estaba escrito en latín con esa
típica letra insular medieval inclinada con remates en forma de espátula que hacía
imposible el poder reconocer cuáles eran las vocales y cuáles las consonantes. Solo
pudo descifrar las palabras castellum y seditio –castillo y rebelión–, el resto era
totalmente ininteligible. Justo abajo del todo y oscurecida por el tiempo se mostraba
una firma de trazos fuertes. Gracias a Dios, al lado del manuscrito se encontraba la
traducción impresa. Decía así:

Enrique, Rey de Inglaterra, Duque de Normandía y Aquitania y Conde de Anjou


a Roger Fitzmiles de Gloucester, Conde de Hereford

Siendo el segundo día del mes de mayo del año del Señor de 1155, anunciamos
que uno de los barones de la Corona, Hugh de Mortimer, Señor de Wigmore Castle y
Cleobury Mortimer se ha declarado en abierta rebeldía contra la Corona
habiéndose negado a entregar sus castillos al Reino como le había sido ordenado
por Nosotros.

Como fiel vasallo de la Corona se os conmina a levantar las armas contra el


traidor y a acudir con premura al asedio del castillo de Wigmore, donde se
encuentra el renegado.

Es deseo expreso de Nosotros que estas órdenes sean seguidas con diligencia y
presteza.
Álex no sabía mucho del rey Enrique II de Inglaterra, solo que había sido el
padre del famoso Ricardo Corazón de León, que había estado casado con Leonor de
Aquitania y que había instigado el asesinato de Thomas Becket, el arzobispo de
Canterbury. Y nada más. Pero el manuscrito le llamó la atención. No sabía precisar
muy bien por qué, ya que no era precisamente el manuscrito más llamativo de los que
se encontraban en la vitrina. Había unos códices bellísimos del siglo trece con
luminosas ilustraciones y otros manuscritos mucho mejor conservados, pero aunque
intentó entretener su vista con los otros documentos, se le iban los ojos al maltrecho
pergamino. Lo estudió durante unos segundos intentando descifrar la caligrafía
desdibujada por el tiempo. No pudo.

–No voy a volver a cometer el mismo error de antes y preguntar si es un original


–dijo sin levantar la vista, sabiendo que el librero se había acercado y contemplaba el
manuscrito con el mismo interés que ella.

–Es muy interesante ¿verdad? –preguntó él refiriéndose sin duda al pergamino


en cuestión.

–Lo cierto es que sí, aunque no puedo precisar porqué. No es que esté muy bien
conservado y apenas se puede descifrar la escritura. Tampoco es que sepa mucho de
esa época ni de ese rey. De sus hijos Ricardo y Juan sí que tengo más idea, y eso
gracias a las películas de Robin Hood –añadió con una sonrisa irónica–, pero de
Enrique II apenas sé nada. Sin embargo, me gusta. No sé por qué pero es lo que más
me ha llamado la atención de toda la vitrina.

El la miró pensativo mientras asentía lentamente. Había estado seguro de que ella
era la indicada cuando la había visto inspeccionando los libros clásicos hacía unos
minutos. Con la cabeza inclinada intentando leer los títulos y la concentración
reflejada en su rostro, le había parecido la persona idónea. Y cuando él había hablado
y había roto su concentración, la mirada que ella le había dedicado había sido
inesperada, clara y abierta, un poco descarada incluso. No era la mirada con la que
uno se encontraba todos los días y menos dedicándose a lo que él se dedicaba. Veía
tanto miedo en los ojos de las personas… por eso la seguridad aplastante de la joven
le había impresionado.

–Cuando redactó esa carta llevaba unos meses en el trono –comenzó a explicar–,
pero no todos los barones estaban de su lado. Le había costado mucho llegar al trono
y lo hizo decidido a acabar con la anarquía que había dominado el país durante los
veinte años de reinado de Esteban de Blois, su predecesor y primo de su madre, la
Emperatriz Matilde, pero no lo tuvo fácil. Una de sus primeras órdenes como monarca
fue la demolición de todos los castillos que habían sido construidos sin permiso de la
Corona en la época de Esteban, pero contó con mucha oposición. Uno de los barones
que se opuso a entregar sus castillos es ese Hugh de Mortimer que se menciona en el
manuscrito. Lo que nos ha llegado hasta nosotros es que Enrique pudo aplastar la
rebelión y recuperar los castillos, es más, indultó a Hugh de Mortimer una vez que este
se rindió y le permitió quedarse con algunas de sus propiedades.

Álex le escuchaba fascinada. Le encantaba la historia y más si el narrador era


alguien como el señor de Troyes, que relataba con esa voz profunda y ese acento
extranjero inclasificable.

–¿No era Enrique II el marido de Leonor de Aquitania? –inquirió ella.

–Sí, por aquella época llevaban ya un par de años casados. Estaba divorciada de
Luis VII de Francia. Enrique II fue su segundo marido. Su matrimonio hizo posible
que se unieran los territorios de Inglaterra, Gales, Anjou y Normandía que poseía él y
los de Aquitania, Gascuña y Guyena que poseía ella, formando el poderoso Imperio
Angevino. Tuvieron ocho hijos, dos de los cuales fueron reyes de Inglaterra, Ricardo
Corazón de León y Juan I. Debido a sus intrigas contra su marido pasó muchísimos
años encarcelada por orden de él. –El señor de Troyes se detuvo un momento antes de
continuar, como si estuviese recordando algo–. También fue una mecenas de poetas y
trovadores. Una mujer asombrosa, muy moderna para la época que le tocó vivir…
realmente asombrosa… –suspiró.

Álex había vuelto a mirar con intensidad el manuscrito mientras le escuchaba.


Era fascinante el poder que ejercía sobre ella ese trozo de pergamino ajado por el
tiempo. Mientras las palabras del señor de Troyes penetraban en su cabeza y hacían
que se imaginase a una mujer bellísima rodeada de trovadores y juglares, sus inquietos
ojos no podían despegarse del maltrecho escrito redactado hacía más de ochocientos
años por su marido. Desde el primer momento en que se había acercado a esa vitrina
había sentido una extraña inquietud, un hormigueo en la punta de los dedos y un
aleteo en el estómago. Eran las mismas sensaciones que se apoderaban de ella cuando
estaba a punto de tomar alguna decisión trascendental de esas que consiguen que la
vida cambie para siempre. Ya había pasado por unas cuantas situaciones de esas en su
vida, cada vez que repentinamente y de un día para otro había decidido dejar todo
atrás, había hecho las maletas y se había cambiado de trabajo, de ciudad y de país.
Así, sin más. Sin mirar atrás. Y la sensación justo antes de tomar esa decisión siempre
había sido la misma, esa sensación de inquietud y de emoción profunda, tan primitiva,
que la llevaba a sentirse tan viva como nunca antes se había sentido.

Eso era exactamente lo que estaba sintiendo en esos momentos, allí delante de
esa vitrina mientras contemplaba el manuscrito, en esa curiosa sala mal iluminada,
rodeada por viejos libros y siendo observada por ese extraño librero.

Cerró los ojos unos segundos mientras intentaba controlar la respiración y


librarse por un momento de las contradictorias sensaciones que la embargaban.
Respiró un par de veces profundamente hasta que consiguió que su corazón bajase las
pulsaciones a un ritmo medianamente normal. Se sintió un poco más tranquila.
Entonces volvió a abrir los ojos e inspeccionó el pergamino. Su respiración volvió a
acelerarse y el hormigueo en sus dedos regresó. ¿Qué es lo que contenía aquel escrito
que hacía que sus emociones se descontrolasen? Pegó la frente al cristal de la vitrina
y volvió a cerrar los ojos. De pronto una visión fugaz acudió a su cabeza. Le pareció
ver ante ella en un prado multitud de tiendas de campaña de aspecto medieval sobre
las que ondeaban diversos estandartes. No muy lejos detrás de un bosquecillo, sobre
un montículo, se erguía un castillo fuertemente amurallado. Pudo escuchar el relinchar
de los caballos, unas risotadas masculinas, entrechocar de espadas… y ese olor, olía a
carne asada, pero también a sudor y a algo más que no supo precisar, era un olor
metálico…

–… Enrique II era normando por lo que en su corte solo se hablaba el francés,


probablemente ni siquiera dominaba el inglés.

Álex abrió los ojos bruscamente. Las palabras del señor de Troyes penetraron a
duras pena en su cabeza. Al parecer había estado hablándole todo el rato y ella había
perdido la noción del tiempo. Por unos segundos habría podido jurar que su mente se
había escapado de su cuerpo y había viajado a otro lugar, a otro momento.

–¿Se encuentra usted bien?

La preocupada voz del librero hizo que se girase bruscamente para encontrarse
con los profundos ojos castaños de él clavados en su cara.

–Sí, sí, perfectamente –pudo articular un tanto nerviosa. No quería mostrar


ningún signo de debilidad y menos aún que pensase que estaba loca, aunque desde
que había llegado allí ella misma estaba empezando a dudar de su cordura. Consciente
de que él seguía todos sus movimientos se apartó unos pasos de la vitrina intentando
poner distancia entre ella y el origen de su desazón.
–¿Seguro que se encuentra usted bien? Está muy pálida.

–Sí, por supuesto –repuso ella prontamente–. No ha sido nada, un pequeño


mareo. Pero ya estoy bien –se apresuró a añadir al ver que él se acercaba más a ella
con la mano extendida, como si pretendiese cogerla del brazo.

–¿No quiere sentarse un momento y descansar? ¿Le traigo un vaso de agua? –


inquirió solícito aunque manteniéndose a distancia, como si hubiese notado que a ella
le molestaba el contacto físico.

–He dicho que estoy perfectamente –respondió ella con brusquedad. Tenía que
hacer esfuerzos para no volver junto a la vitrina y seguir observando el manuscrito, tal
era la sensación de angustia que había sentido al alejarse de él.

Chretién de Troyes la observaba con interés. No le sorprendía su reacción. Sabía


que el pergamino iba a ejercer ese efecto sobre ella. Ahora estaba seguro de que era la
persona indicada. Sacó una llave del bolsillo de la chaqueta y se agachó para abrir la
vitrina de cristal; con cuidado sacó la caja de metacrilato donde se hallaba el
manuscrito y se acercó con ella a la mesa donde había estado sentado antes. Álex no
pudo evitar seguirle con la mirada. Todavía intentaba reponerse.

–Acérquese –invitó él con un gesto amable. Se había puesto unos finos guantes
de látex, había abierto la caja y sacaba con infinita delicadeza el antiguo documento.

Ella se acercó lentamente incapaz de apartar la vista del frágil objeto que él
sostenía con tanto cuidado. Cogió unos guantes que él le ofreció con un gesto y se los
puso. Le temblaban las manos y estaba comenzando a sudar. A la frágil luz de una
lámpara de aceite situada encima de la mesa pudo percatarse de que debido a los años,
la superficie del pergamino estaba muy desgastada y se había vuelto casi transparente.
No se atrevía a tocarlo, tenía la sensación de que si lo hacía se convertiría en cenizas
en el mismo momento en que ella lo tocase, pero sus manos adquirieron vida propia.
Como si no le perteneciese y de una forma totalmente ajena a su voluntad su mano
derecha se acercó al manuscrito y lo tocó.

Fue como si hubiese recibido una descarga eléctrica. De nuevo volvió a ver el
prado plagado de tiendas de campaña, incluso pudo distinguir el estandarte que
ondeaba sobre la que tenía delante, un lobo rojo erguido sobre sus patas traseras sobre
fondo negro. Tras de sí oyó piafar a un caballo y se giró. Deseó no haberlo hecho. Un
enorme monstruo de color negro azabache arañaba el suelo con sus cascos mientras la
observaba con sus ojos negros. Llevaba la parte delantera y superior de la cabeza
cubierta por una especie de peto acolchado sujeto con correas a su poderoso cuello. El
enorme cuadrúpedo pareció detectar su presencia porque relinchó violentamente y se
encabritó alzándose sobre sus patas traseras. Álex pensó que había llegado su hora al
sentir los cascos amenazadores del semental tan cerca de su cara…

–¿Se encuentra mal?

La voz del señor de Troyes volvió a penetrar en su cerebro haciendo que


regresase a la realidad.

Álex abrió los ojos sobresaltada. El corazón le latía a mil por hora y apenas podía
respirar. Estremecida contempló el pergamino que había dejado caer sobre la mesa,
incapaz de creer lo que estaba sucediendo. Tenía todo el aspecto de ser un simple
trozo de papel antiguo, frágil e inocente… «¿Qué es lo que me está pasando» se
preguntó intentando enfocar la vista e ignorando al librero que la observaba con
preocupación. No conseguía controlar el temblor que se iba extendiendo por todo su
cuerpo. Sentía las palmas de las manos sudorosas debajo de los guantes de látex.
Bruscamente se deshizo de ellos y los arrojó sobre la mesa. Cerró los ojos un
momento e intentó aclarar sus ideas. Estaba claro que estaba sufriendo una especie de
alucinación bastante real. No sabía cómo era posible ni por qué le estaba sucediendo,
pero lo cierto era que estaba pasando realmente. Sabía que no estaba loca y nunca
había tenido ningún tipo de enfermedad mental. Quizá había algo en el ambiente de
esa librería que provocaba esa curiosa sensación. Algún tipo de droga o sustancia
nociva que se encontraba en el aire y que al respirarla desencadenaba esas extrañas y
vívidas alucinaciones.

No podía ser de otra manera. No había comido ni bebido nada por lo que la
droga solo podía haber entrado en su torrente sanguíneo a través de su respiración.
Desde luego esa era la única explicación, que aunque descabellada era bastante más
creíble que la otra que se asomaba a su cabeza: que el pergamino estaba hechizado y
era capaz de trasladarla al pasado, a la época en la cual había sido escrito.

–Está usted pálida –constató él tomándola del brazo y obligándola a sentarse.


Álex obedeció sin ni tan siquiera mirarle, estaba demasiado confusa como para saber
cómo reaccionar. Intentó no prestar atención al extraño pergamino aunque le costó
bastante despegar los ojos de él y dirigirlos a las manos que retorcía nerviosamente en
el regazo.
Chretién de Troyes se situó tras ella y evaluó la situación. La mayor parte de los
que acudían a su librería reaccionaban bastante peor que ella. La última vez había sido
mucho más dramática. El elegido incluso se había desmayado de la impresión y no
había vuelto en sí hasta pasadas unas horas cuando él ya había empezado a perder la
esperanza de acabar ese día con el procedimiento. Finalmente había salido bien, pero
le había costado llevarlo todo a buen término. Álex, por el contrario parecía estárselo
tomando con mucha más calma de lo que era habitual. No había gritado ni había
empezado a balbucear incoherencias como hacían la mayor parte de ellos.

Suspiró internamente. Era otra época. Probablemente nada consiguiese asustar a


la gente como ella que se había criado en pleno siglo XX, rodeada por tecnología e
inventos increíbles producto del implacable progreso. Ya nada era como antes. Ni
siquiera los elegidos reaccionaban como tenían que reaccionar.

–Creo que ya me encuentro mejor –murmuró ella incorporándose. Todavía


sentía las piernas algo temblorosas, pero quería salir de allí cuanto antes. Evitó mirar
al propietario de la librería temiendo que la desconfianza se reflejase en sus ojos y él
se diese cuenta. No quería que él supiese lo terriblemente afectada que se encontraba.
Quería marcharse rápidamente y dejar esa extraña tienda o lo que fuese atrás. Pero
también sabía una cosa: que no se iría de allí sin el manuscrito. Estaba tan segura de
eso como de que necesitaba respirar para vivir. Sabía que podía ser el responsable de
las extrañas alucinaciones que había sufrido, pero estaba dispuesta a correr el riesgo,
fuese cual fuese. Nunca antes había estado tan segura de nada como de que ese
pergamino le pertenecía.

Era suyo.

–Quiero comprarlo –dijo finalmente señalando la mesa donde estaba el escrito


que ella ya consideraba como propio mientras le miraba fijamente.

El librero la observó un tanto sorprendido, tanto por la fuerza que teñía su voz
como por su mirada directa. Aunque se veía a la legua que todavía no estaba
recuperada ya que le costaba respirar, también se apreciaba que tenía un autocontrol
admirable, poco frecuente en alguien de su edad y condición.

–¿Qué edad tiene usted? –preguntó a bocajarro con los ojos entornados.

–¿A qué viene eso ahora? ¿Acaso importa para llevar a cabo esta transacción? –
repuso ella algo indignada.
–¿Qué edad tiene usted? –repitió impertérrito.

–Treinta y ocho –respondió ella finalmente con impaciencia.

Su respuesta le sorprendió. No aparentaba más de veinticinco, veintisiete a lo


sumo. Su juvenil forma de vestir y ese absurdo mechón de pelo le habían confundido.
Ahora comprendía de dónde venía parte de su aplomo y su seguridad. No era una
muchacha como él había creído, era toda una mujer hecha y derecha. Nunca antes
nadie de su edad había sido capaz de ver la puerta. Todos habían sido mucho más
jóvenes. Mucho más jóvenes e inseguros. Ella no era así, desde luego.

–¿Está segura de que eso es lo que quiere?

–¿Tengo cara de no saber lo que quiero? –le lanzó ella levantando una ceja en
actitud provocativa.

Él tuvo que disimular una sonrisa. Desde luego que parecía saber lo que quería.
Nadie se lo iba a discutir. Era solo que le resultaba extraño que una persona como ella
hubiese terminado allí, en esa sala, eligiendo ese manuscrito. Era raro…

–Perfecto –repuso él cogiendo el manuscrito de la mesa y metiéndolo en su caja


de metacrilato. Se fijó en que ella intentaba no mirar el procedimiento y que intentaba
fijar la vista en otra parte, pero sus erráticos ojos volvían continuamente al mismo
lugar–. Voy a prepararlo –añadió mientras se alejaba hacia la puerta que había al final
de la sala, dejándola sola junto a la mesa.

Álex respiró profundamente. Estaba deseando salir de allí, pero al mismo tiempo
sentía una satisfacción innegable al saber que el manuscrito pronto estaría en su poder,
que sería suyo. Las extrañas alucinaciones que había tenido hacía unos minutos
empezaron a desdibujarse en su mente y comenzó a quitarles importancia. Esas ideas
raras que había tenido sobre la sustancia nociva en el ambiente no eran más que ideas
descabelladas que le habían acudido a la cabeza en un momento de debilidad.
Probablemente se había sentido así porque no había comido nada en toda la mañana y
estaba un poco famélica. Sí, eso era todo. Nada era tan misterioso como le había
parecido hacía un rato. Todo estaba bien.

Ya ni siquiera consideró extraño el no haber encontrado la puerta esa mañana a la


primera, probablemente se había equivocado de callejón, lo cierto es que por esa zona
casi todas las calles eran iguales. Y respecto a la librería, bueno, en fin, era un poco
extraña, esa sala enorme solo iluminada por lámparas de aceite… y su propietario tan
correctamente vestido pero al mismo tiempo tan peculiar… Lo más seguro es que solo
fuese un excéntrico ávido de clientela, por eso dejaba caer esos comentarios tan fuera
de lugar y tan misteriosos. Muy en su papel de librero misterioso. Probablemente nada
en aquella tienda fuese original y todo lo que allí había fuesen unas excelentes
reproducciones… incluso el libro de Jane Eyre que parecía real, una reproducción,
sin duda.

Impaciente sacó el móvil del bolsillo y miró la hora.

¡Las nueve y media de la noche! ¡Imposible!

¿Era posible que llevase allí tantas horas? Increíble. ¡No podía ser cierto! ¡Pero si
acababa de llegar! No sabía cómo pero había perdido la noción del tiempo. Ahora
entendía mejor lo de los mareos. Llevaba más de diez horas sin probar bocado, no era
de extrañar que tuviese temblores y mareos, probablemente había tenido hasta una
bajada de azúcar.

Abrió la mochila que había llevado todo el día al hombro y sacó los seiscientos
euros de la cartera. Eran billetes de cincuenta nuevecitos, como si los hubiesen
fabricado especialmente para ella. Sonrió. Estaba contenta de que el señor de Troyes
le fuese a vender el pergamino por seiscientos euros. Por ese precio solo podía
tratarse de una reproducción, o quizá fuese un artículo robado a algún coleccionista y
tuviese que deshacerse de él cuanto antes a cualquier precio, antes de tener problemas
con la justicia. Volvió a sonreír imaginando la escena. El pulcro señor de Troyes
escalando una fachada para acceder al despacho donde el coleccionista tenía
guardados sus tesoros más preciados para hacerse con ellos. ¡Ja!

Por fin se abrió la puerta del fondo y el librero salió por ella llevando en las
manos una caja de madera un tanto tosca. Sonriendo se acercó a la joven y puso la
caja encima de la mesa. Álex no pudo evitarlo, con cierto nerviosismo y sin apenas
fijarse en la talla que había sobre la tapa de la caja la levantó y contempló el
pergamino. Allí, protegido por una funda de plástico, reposaba sobre una especie de
almohadilla de terciopelo azul oscuro. La emoción la embargó. Con cuidado volvió a
cerrar la caja y contempló la talla con más atención. Mostraba un caballero arrodillado
ante otro rindiéndole pleitesía. El tiempo había estropeado la madera, pero seguía
siendo una bella talla.

–El cofre se lo regalo –interrumpió el librero sus pensamientos.


–Eh, muchas gracias –repuso ella alargándole los seiscientos euros mientras
cogía la caja y la introducía en la mochila con mucho cuidado.

–Ha sido un placer –repuso él cogiendo el dinero y guardándoselo en el bolsillo


de la chaqueta–. Me alegra que hayamos llegado a un acuerdo. Aparentemente ha
encontrado usted exactamente lo que estaba buscando –añadió con una sonrisa un
tanto irónica, dando a entender que no había sido así, ya que había sido él el que
había desviado la atención de ella al manuscrito.

–Lo cierto es que si no hubiese sido por usted y su conocimiento tan profundo
de sus clientes –comenzó ella mucho más relajada ahora que el pergamino estaba a
buen recaudo dentro de su mochila –, probablemente me hubiese llevado el ejemplar
de Jane Eyre. –Sonrió con humildad–. Pero gracias a usted creo que me llevo algo
mucho más especial.

–No me dé las gracias, a veces los objetos nos eligen, no somos nosotros los que
elegimos. En su caso este manuscrito la ha elegido, a juzgar por su reacción, ¿me
equivoco?

–Usted ve mucho más de lo que debería, señor de Troyes –contestó ella


acariciando la mochila distraídamente.

–No sé si volveremos a vernos, pero llámame Chrétien, y créame cuando le digo


que ha sido un verdadero placer. –Mientras decía esto le cogió la mano, la estrechó
entre las suyas y la miró fijamente a los ojos de una manera que ella no pudo
descifrar–. Le deseo mucha suerte.

Álex sintió como se sonrojaba un tanto. No estaba acostumbrada a esas formas y


que un desconocido se mostrase tan cercano le resultó extraño. Pero lo cierto es que el
día entero había sido extraño.

–Pues bien, Chrétien, ha sido un placer hacer negocios con usted –le sonrió por
última vez.

Justo antes de abandonar la sala se giró una vez más y le vio contemplando
cómo ella se marchaba con una expresión indescifrable en la cara. Le hizo un gesto de
despedida con la mano y torció por el pasillo que ahora estaba en penumbra debido a
lo avanzado de la hora. Lo atravesó rápidamente sin ser muy consciente de que lo
hacía. La puerta le pareció increíblemente ligera aun a pesar de su robusto aspecto. El
día tocaba a su fin, comprobó cuando salió a la calle, la luz crepuscular teñía las calles
envolviendo todo en sus sombras. Álex sintió el peso de la caja de madera en la
mochila a su espalda y eso la tranquilizó.

Se sentía diferente a como se había sentido esa mañana. Emocionada y al mismo


tiempo inquieta.

Suspiró.

El pequeño callejón se encontraba desierto, igual que lo había estado por la


mañana. La tienda de antigüedades cerrada a cal y canto. La temperatura había bajado
unos grados al irse el sol y Álex sintió frío. Resuelta a llegar lo antes posible a casa,
comenzó a andar con ligereza, no sin antes echarle un último vistazo a la misteriosa
puerta que dejaba a sus espaldas. Las sombras crepusculares hacían que pareciese
todavía más misteriosa, más fantasmagórica si cabe.

Sacudió la cabeza y siguió andando. Sacó el móvil del bolsillo y constató que
eran casi las diez. No iba a llegar a casa hasta las once por lo menos. Todavía no
conseguía explicarse cómo era posible que hubiese pasado tantas horas en el interior
de la librería; tenía la sensación de que solo habían transcurrido a lo sumo un par de
horas. La verdad es que el día había sido de lo más increíble, desde la aparición como
por arte de magia de la puerta, hasta las alucinaciones que había tenido y para las que
no terminaba de encontrar una explicación coherente. Solo una cosa había salido bien.
Tenía el manuscrito. Era suyo. Y no sabía por qué, pero eso hacía que se sintiese
exultante, llena de vida, plena, con ganas de comerse el mundo…

Apenas se había dado cuenta de que ya había llegado a la boca de metro en la


Puerta del Sol. Había estado tan ensimismada en sus pensamientos que no se había
dado cuenta del camino que iba recorriendo. La plaza estaba abarrotada a esa hora,
aunque los comercios ya habían cerrado, la multitud de turistas que recorrían la zona a
esas horas para ir a tomar unas tapas en cualquier bar típico del centro, era
insoportable. El metro también estaba lleno. De casualidad encontró un asiento libre y
se sentó abrazando la mochila y su precioso contenido, intentando ignorar el gruñido
de protesta que salió del interior de su estómago. Tenía un hambre feroz.

Apoyó la cabeza contra el cristal de la ventana y cerró los ojos unos segundos
pasando revista a lo que había sido un día lleno de sorpresas. Lo que había sucedido
era tan increíble que todavía no había conseguido asimilarlo del todo. Casi había sido
destrozada por un semental furioso en una de sus alucinaciones… dejó escapar una
risita nerviosa sin importarle que el vecino del asiento de al lado la mirase un poco
sorprendido. Había sido todo tan real… las tiendas de campaña, los olores, los
ruidos… demasiado real para ser una simple alucinación ¿no? Bueno, nunca antes
había tenido alucinaciones, quizá eran así de reales. No lo sabía. Dudaba de que la
librería hubiese estado contaminada por alguna droga ambiental. Aunque pensándolo
bien, quizá el humo que desprendía el aceite quemado de las lámparas era perjudicial.
Ni idea.

El metro se detuvo algo bruscamente sacándola de sus pensamientos. Era su


parada. Colgándose la mochila del hombro abandonó el vagón y se dirigió a las
escaleras mecánicas adelantando a otros viajeros en su impaciencia por llegar a casa.
Estaba impaciente por dos motivos, uno era comer algo y otro era sacar el pergamino
de su caja y echarle otro vistazo, esta vez a solas.

Una enorme luna llena brillaba en el cielo, y aunque la temperatura no era la más
adecuada para ir de manga corta, se notaba que no faltaba mucho ya para que llegase
el calor. Madrid era una ciudad de contrastes. Hacía solo un par de días había hecho
un frío extremo y probablemente en un par de días hiciese un calor horrible. Del
invierno al verano, sin pasar por la primavera. Típico.

Apenas se cruzó con nadie en su camino a casa. Esas eran las ventajas de vivir en
un barrio tan tranquilo. Solo un par de adolescentes paseando un perro y una pareja
besándose en el portal frente al suyo. Lo normal para un sábado por la noche en esa
zona.

Lo primero que hizo nada más entrar por la puerta fue dejar la mochila en la
mesa del salón, esa mesa que utilizaba como mesa para comer, estantería de libros,
almacén de pequeñas cosas… en fin, estaba abarrotada. Luego se dirigió a la cocina y
se preparó una ensalada con todo lo que pudo encontrar en la nevera, la aliñó, sacó un
poco de pan tostado de la alacena y se sirvió una copa de vino.

Con el plato en una mano, la copa en la otra y el paquete de pan debajo del brazo
se encaminó al salón. Encontró un pequeño hueco donde depositar su cena entre una
pila de libros y una fuente de cerámica rebosante de papeles varios. Antes de sentarse
a disfrutar de la comida que su estómago llevaba horas reclamando, fue al equipo de
música y lo encendió. El Imagine de John Lennon llenó la habitación. Bajó el
volumen hasta que la música solo fue parte del ambiente y se sentó a la mesa a cenar.
Mientras disfrutaba de su ensalada y bebía lentamente el vino no despegaba los ojos
de la mochila. Tuvo que hacer un esfuerzo para no hacer el plato a un lado y dedicarse
en exclusiva a inspeccionar su manuscrito. Pero su lógica se impuso. Tenía todo el
tiempo del mundo para dedicarle al pergamino, así que se concentró en la música que
salía de los altavoces del equipo y paladeó la cena y el vino.

Había encendido una lámpara de pie que proporcionaba al ambiente una luz
suave, pero el reflejo de la enorme luna llena que entraba por el amplio ventanal
hubiese bastado. Hacía tiempo que no veía una luna así, enorme, plateada y
brillante… o hacía mucho tiempo que no miraba la luna. Esa era otra posibilidad y
probablemente la más acertada. Solía tener la nariz enterrada en sus libros y no
disfrutaba mucho de lo que le rodeaba…

Presa de una repentina inquietud recogió el plato y la copa y los llevó a la cocina.
Los dejó en la encimera. Ya fregaría al día siguiente. Ahora las prioridades eran otras.

Decidió apagar la lámpara y crear un ambiente más acorde a como se sentía. La


brillante luz de la luna tiñó la habitación de plata creando sombras donde antes no las
había. Era perfecto. El ambiente ideal para su manuscrito.

Impaciente, cogió la mochila y se sentó en el sillón más cercano al ventanal. Con


lentitud y casi reverencia sacó la bella caja de la mochila y pasó los dedos suavemente
por la fina talla de su tapa, delineando los contornos con sus pulgares. Su respiración
comenzó a acelerarse y sus manos a sudar nuevamente debido a la expectación. ¿Y si
el pergamino había sido el causante de sus alucinaciones? ¿Volvería a tenerlas? Hasta
ese mismo momento había evitado pensar en ello, habiendo achacado esas extrañas
visiones a su falta de alimento, a sustancias extrañas en el ambiente… pero en el
fondo sabía que había sido el manuscrito el que había empezado todo.

Conteniendo la respiración abrió la caja lentamente; allí sobre su lecho de


terciopelo azul estaba su tesoro protegido por una fina funda de plástico transparente.
La luz de la luna también lo teñía de plata y conseguía que su ajado aspecto se tornase
bello. Alargó la temblorosa mano y con cuidado lo sacó de la caja.

Apenas si tuvo tiempo de contemplarlo cuando la oscuridad se cernió sobre ella


y no fue consciente de nada más.
Capítulo Cinco

Tenía frío.

Tenía frío y le dolía la cabeza espantosamente. Se llevó la mano a la frente


intentando encontrar algo de alivio, y estuvo unos segundos así, sintiendo los
párpados enormemente pesados. Se sentía dolorida, como si hubiese pasado una
noche de perros. Intentó abrir los ojos con cuidado para no empeorar el dolor. Una
sucia luz grisácea se abrió paso a través de sus pestañas. Parpadeó varias veces
intentando situarse. ¿Dónde narices estaba? En su apartamento no, eso era obvio.

Bajo sus piernas notó una desagradable sensación de humedad y bajó la vista.
Estaba sentada, o más bien recostada sobre un lecho de hojas y ramas mojadas.
Sorprendida y algo confusa se incorporó lentamente mientras echaba un vistazo a su
alrededor intentando evaluar dónde se encontraba. Las sombras inundaban su
entorno. Eran esas sombras tan típicas que preceden el amanecer. Se figuró que debía
estar a la intemperie, en parte debido a la humedad que sentía sobre la piel y que había
conseguido que el frío le calase hasta los huesos. Tras ella había un árbol enorme
contra el que había estado recostada. Si realmente se había quedado dormida allí no
era de extrañar que tuviese ese dolor de cabeza. Alzó la vista y pudo ver las hojas de
los árboles meciéndose levemente a bastantes metros por encima de ella.

Se encontraba en un bosque, entre los árboles.

Temblando de frío se levantó con cuidado. Sentía la cabeza muy pesada. No


sabía dónde estaba ni cómo había llegado hasta allí. Cerró los ojos e intentó recordar
qué era lo último que había estado haciendo antes de dormirse.

Había estado en casa preparándose la cena y se había tomado una copa de vino…
era de noche y había luna llena… había apagado las luces y se había sentado frente a
la ventana a… ¡el pergamino!
¡Eso era! ¡Había estado observando el pergamino frente a la ventana, a la luz de
la luna!

Ese era su último recuerdo.

Cerró los ojos mientras se apretaba las sienes con los dedos intentando recordar
si después de eso había pasado algo más, pero no pudo. Nada había en su mente que
le pudiese dar una pista de cómo había llegado hasta allí. Una especie de negrura
cubría todos los huecos de su memoria. Frustrada abrió los ojos y se concentró en lo
que la rodeaba. Estaba empezando a amanecer y poco a poco las sombras alargadas
iban cediendo paso a una luz turbia y empañada.

«Vaya por Dios, un día gris de esos que odio», pensó. Se estremeció. Estaba
congelada y no era de extrañar; su ropa estaba completamente húmeda por el rocío.
Tenía que espabilarse y moverse si no quería coger una pulmonía.

Un pequeño rayo de luz se coló por entre las ramas de los árboles e iluminó el
suelo justo frente a ella. Casi sin darse cuenta se quedó mirando el apenas abultado
montículo de hojarasca bañado por el sol. Tenía la mirada perdida y tardó en advertir
que en el suelo, entre las hojas y las ramas mojadas, asomaba algo. Álex se inclinó
lentamente cuidando de no hacer movimientos bruscos y quitó las hojas.

¡El pergamino!

Sí, allí estaba, en su funda de plástico, como se lo había entregado Chrétien de


Troyes hacía unas horas. Lo cogió con cuidado y lo miró fijamente. Se dio cuenta de
que era la primera vez que tocaba el pergamino sin que se desencadenasen visiones o
efectos extraños en ella. De pronto no le pareció nada especial. Tenía todo el aspecto
de un trozo de papel ajado por el tiempo y nada más. Meneando la cabeza lo dobló
cuidadosamente para poder guardárselo en el bolsillo de los pantalones.

Ahora que ya había amanecido y la penumbra se iba desvaneciendo podía


inspeccionar mejor su entorno. Estaba en un bosque de árboles frondosos cuyas copas
apenas dejaban que pasase la escasa luz del sol. El suelo era una mezcla de hojas y
ramas y algunos troncos de árboles probablemente caídos hacía tiempo a deducir por
el estado mohoso en que se encontraban. Álex parpadeó confusa. Ese tipo de bosque
tan húmedo y frondoso no era precisamente típico del centro de España y menos
cuando el invierno había sido tan seco. Más bien parecía un bosque típico de
Cantabria o el País Vasco, incluso de Alemania o Inglaterra; ella misma había vivido
cerca de uno, pero desde luego esto no se asemejaba a Madrid, aunque quizá en la
sierra… pero… ¿cómo había llegado hasta allí? No recordaba nada. Quizá había
sufrido una alucinación como las que había estado sufriendo durante todo el día, o
había llegado hasta allí en un ataque de sonambulismo…

Ni siquiera recordaba haberse ido a la cama.

Llevaba la misma ropa que el día anterior: los pantalones piratas negros, la
camisa japonesa y las bailarinas. La humedad le había pegado la camisa al cuerpo y se
la ahuecó tirando de ella. Al hacerlo, su mano derecha notó el bulto que tenía en el
bolsillo.

¡Su móvil!

Lo sacó del bolsillo y comprobó que funcionaba. Eran las cinco y media de la
mañana y según el símbolo que se mostraba en la parte superior de la pantalla no
había cobertura.

«Típico», pensó Álex. «Nunca hay cobertura cuando la necesitas».

Decidió explorar un poco los alrededores. De todas maneras no podía hacer otra
cosa. No podía quedarse allí rompiéndose la cabeza e intentando averiguar cómo era
posible que hubiese despertado en ese lugar.

Con cuidado para no pisar ninguna rama traicionera echó a andar. Tenía que
intentar salir del bosque y ver si había alguna carretera cerca o alguna urbanización.
Además, lo más seguro era que en campo abierto su móvil se recuperase lo suficiente
como para poder llamar a alguien.

Mientras avanzaba entre los árboles, las imágenes de lo sucedido el día anterior
cobraron fuerza en su mente. Recordaba la extraña librería y a su todavía más extraño
propietario, las inexplicables sensaciones que había experimentado cuando había
tocado el manuscrito y las alucinaciones que había tenido. Las tiendas de campaña
medievales, el castillo, el caballo negro cuyos cascos habían estado a punto de
aplastarle la cabeza…

Aunque estaba más que segura de que todo había sido producto de su
imaginación, no podía dejar de pensar que el pergamino había tenido algo que ver con
lo que había sucedido.
Mientras avanzaba con lentitud comenzó a preguntarse si esa carta fechada hacía
casi mil años no sería la responsable de que ella hubiese despertado en ese lugar y que
no recordase cómo había llegado hasta allí. Se detuvo en seco y la sacó del bolsillo. La
desdobló y la observó con suspicacia.

Nada, no sintió absolutamente nada.

La contempló unos segundos más antes de suspirar y volver a guardarla en el


bolsillo.

Siguió caminando. El bosque parecía no tener fin. Comenzó a dudar de si se


había dirigido en la dirección correcta, quizá lo que estaba haciendo era penetrar cada
vez más en él. En voz baja maldijo sus bailarinas que apenas la resguardaban de la
humedad del suelo. Sentía como por momentos se le iban empapando los pies. Volvió
a sacar el móvil del bolsillo. Nada. Cobertura cero.

Cuando ya empezaba a desesperar y pensaba que había andado más de una hora,
aunque no debían haber sido más de diez minutos, se dio cuenta de que los árboles
comenzaban a clarear frente a ella, y se imaginó que estaba llegando a la linde del
húmedo bosque. Apresuró sus pasos, impaciente por salir de la oscuridad y la
humedad que lo envolvía todo. Solo unos cientos de metros más y habría salido de
allí.

Un ruido a su derecha en unos matorrales hizo que se detuviese bruscamente y


estuvo a punto de tropezar con una rama que sobresalía del suelo. Álex sintió como el
corazón se le aceleraba. Se quedó mirando como las ramas se agitaban y de entre ellas,
súbitamente emergió un cervatillo que se quedó parado mirándola con unos enormes
ojos castaños aterrados. Álex casi soltó una carcajada histérica al darse cuenta de lo
cómico de la situación. El cervatillo y ella mirándose, los dos muertos de miedo.

–Hola preciosidad, pero qué bonito eres –susurró intentando acercarse al


cervatillo con la mano extendida.

El atemorizado animal vaciló unos segundos antes de dar un salto hacia atrás y
huir como alma que lleva el diablo. Pronto no se oyó ni el ruido de sus pequeños
cascos sobre el suelo de hojarasca.

Álex se quedó mirando el lugar por donde había huido el pequeño Bambi. De
pronto se sintió mucho mejor. El dolor de cabeza había perdido intensidad y después
del paseo notaba cómo empezaba a entrar en calor y ya no se sentía al borde de la
congelación. Lo del ciervo era sin duda una señal, se dijo. Un buen presagio. Y
echando a andar, decidida, se apresuró a dirigirse al límite del bosque.

Ante ella se abría un claro y aunque nubes plomizas ocultaban el sol, pudo
apreciar los colores verdes de la hierba y predominando sobre ella el tono rojo de las
flores salvajes. No era muy conocedora de la flora, era más bien una chica de ciudad,
pero estaba segura de que las flores rojas eran amapolas. Se prodigaban por doquier
inundando el claro. Álex pensó que si hubiese sido un día soleado el aspecto de ese
campo habría sido espectacular. El claro estaba rodeado por bosque por tres de sus
lados, solo al otro lado, frente a ella había una pequeña elevación que culminaba en
una colina no demasiado elevada.

Sacó el móvil del bolsillo y se movió por el claro buscando cobertura,


elevándolo por encima de su cabeza. Nada. No captaba ninguna señal. Suspiró.
Tendría que subir la colina y ver si desde un lugar más elevado lograba hacer que
funcionase el dichoso móvil.

La temperatura allí era más cálida que dentro del bosque, por lo menos un par de
grados más, y aunque el cielo estaba nublado y probablemente fuese a llover, su
situación había mejorado notablemente. Aún sentía frío y le dolían los pies. Las suelas
de sus zapatos eran tan finas que se había clavado la mitad de las ramas del bosque en
las plantas de los pies. Además, los hierbajos habían dejado marcas de arañazos en sus
tobillos desnudos.

Miró la hora en el móvil. Las seis de la mañana. Aunque recuperase la cobertura


en lo alto de la colina tampoco era la hora más adecuada para llamar a nadie. Quizá
pudiese llamar a su amiga Lola; esperaba que no hubiese tenido el turno de noche en
el hospital porque le iba a sentar fatal recibir una llamada a esa hora tan intempestiva.

También tenía la opción de contactar con su abogado, Santiago Peñalver; con el


que seguía reuniéndose de vez en cuando. Desde que se había encargado de gestionar
hacía años el tema de la herencia de su abuela, se veían varias veces al año, siempre
para tratar temas profesionales. Era lo más parecido a un familiar que tenía.

De todas maneras de nada servía especular con a quién iba a llamar mientras no
consiguiese hacer funcionar el maldito aparato. Con el móvil en la mano vigilando el
simbolito de la cobertura comenzó a ascender la colina. Llevaba demasiado tiempo
respirando polución y el aire fresco con ese olor a limpio del campo penetró con
fuerza en sus fosas nasales. Se detuvo un momento y respiró hondo dejando que sus
pulmones se llenasen de aire puro. Hacía años que no respiraba un aire así. Siempre
había vivido en ciudades bastante contaminadas: París, Toulouse, Lyon, Bristol,
Manchester, Londres, Berlín, Hamburgo, Düsseldorf, Madrid… por lo que sus
pulmones aceptaron ese aire tan limpio casi con reticencia.

De no haber sido porque se había detenido en medio de su ascenso, no habría


visto la cabaña medio oculta entre los árboles a su derecha. Álex se quedó mirándola
con curiosidad, la cabañita se confundía con el fondo de árboles y maleza y se diluía
con ellos. No parecía haber ningún camino que llegase hasta ella y supuso que estaría
deshabitada. En caso contrario sus propietarios se hubiesen esforzado por abrir algún
camino hasta ella ¿no?

Era extraño. ¿Qué pintaba esa peculiar cabaña allí?

La indecisión la embargó por unos instantes, pero finalmente decidió acercarse.


Tampoco perdía nada por curiosear unos instantes ¿no?

Fue al encontrarse más cerca cuando se percató de la fina columna de humo que
salía de la rudimentaria chimenea, que más bien era un agujero en el tejado de madera.
La cabaña entera en sí tenía un aspecto bastante pobre y elemental. Las paredes eran
de un color marrón sucio con paja incrustada en ellas, y la ventana y la puerta estaban
hechas de madera tosca, sin tratar. El tejado era también de madera, cubierta de moho
verdoso. No era de extrañar si se consideraba la humedad de ese bosque.

Álex avanzó unos pasos más dudando si llamar a la puerta y pedir ayuda o si
seguir adelante y ascender la colina. El aspecto extraño de la cabaña le hizo dudar. No
era la típica casita de fin de semana en la sierra. Más bien aparentaba ser una reliquia
de la antigüedad, y aunque debía haber alguien, ya que la chimenea estaba encendida,
el abandono del lugar era evidente. No sabía quién podía vivir ahí, pero la falta de
comodidades saltaba a la vista. Probablemente ni siquiera tuviesen agua caliente y
mucho menos electricidad o teléfono. Decidió rodear la cabaña e inspeccionar un
poco el terreno antes de llamar a la puerta. La maleza lo cubría casi todo exceptuando
unos pocos metros delante de la misma puerta. Al parecer el propietario sí que había
abierto un pequeño camino para poder pasar.

La parte trasera fue una sorpresa. Un pequeño huerto en el que asomaban brotes
verdes de alguna hortaliza ocupaba casi la totalidad de la superficie, y más allá atada a
un pequeño cercado pudo ver una cabra blanca y negra que la observaba
tranquilamente, sin inmutarse.

Álex parpadeó sorprendida. ¿Un huerto? ¿Una cabra? Probablemente estaba


sufriendo otra alucinación. O había ido a parar a una zona ocupada por ecologistas o
se estaba volviendo loca. Decidida a salir de dudas volvió sobre sus pasos y se dirigió
a la puerta de la cabaña. Un tanto insegura, llamó con los nudillos. La puerta no estaba
cerrada y se abrió con el impulso de su llamada.

–Hola. ¿Hay alguien? –dijo con voz queda intimidada por lo extraño de la
situación.

Nadie respondió.

No se oía el menor ruido, tan solo el crepitar de las llamas de la chimenea


encendida. Álex asomó la cabeza con desconfianza. No quería que el propietario
pensase que había venido a robar o algo parecido.

–¿Hay alguien? –volvió a preguntar.

El interior de la cabaña estaba muy oscuro. La única ventana que se encontraba


justo a su derecha apenas dejaba entrar algo de luz. Indecisa se quedó en el umbral. La
puerta se había abierto del todo permitiéndole ver toda la estancia. La cabaña entera
consistía en una habitación. A su izquierda contra la pared pudo ver lo que ella había
considerado una chimenea pero que solo era una hoguera rodeada por un murete de
piedra, sobre la que se abría un agujero en el techo. Debía ser horrible vivir allí. El
agujero era lo suficientemente grande para que el frío y la humedad se colasen por él y
a la vez suficientemente pequeño para que todo el humo que producía el fuego no
pudiese escapar por él.

Álex se preguntó por enésima vez quién podía vivir en esas condiciones. La
cabaña no era adecuada ni para pasar allí un par de horas.

Al lado de la rudimentaria chimenea, contra la pared, descubrió una especie de


catre estrecho cubierto por una manta de color grisáceo, y a su derecha una mesa de
madera tosca bajo la que pudo ver dos trozos de árbol, que supuso servían de
taburetes. Curiosa, intentó echar un vistazo a los utensilios que había encima de la
mesa, un cuenco de madera y a su lado una cuchara de madera también. Algo no
cuadraba. La escena entera parecía sacada de una película de otra época. La
ambientación era perfecta.
¿Qué diablos estaba pasando?

Álex dio un paso atrás demasiado confusa; el dolor de cabeza había vuelto. No
tenía muy claro lo que sucedía, pero una extraña sensación estaba empezando a
apoderarse de todo su cuerpo. Una sospecha comenzaba a tomar forma en su cabeza,
pero era algo tan descabellado que no se permitió pensar en ello ni un segundo más de
lo necesario. Se alejó unos pasos y contempló el entorno desde otra perspectiva. Todo
a su alrededor parecía estar en su lugar: el pacífico y húmedo bosque, la cabaña entre
los árboles, el campo plagado de amapolas… hasta el huerto y la cabra.

La única que parecía estar fuera de lugar y no pertenecer allí era ella.

Ella.

Ella era la que desentonaba en ese ambiente, la que destacaba por extraña. Todo
lo demás era correcto, cuadraba, tenía un sentido. Un sentido que ahora mismo no
podía precisar cuál era, pero lo tenía.

Se metió la mano en el bolsillo y volvió a sacar el pergamino. Lo contempló sin


verlo realmente. La desdibujada e ininteligible caligrafía se burlaba de ella. Álex cerró
los ojos y por espacio de unos segundos dejó que la sospecha que se había ido
formando en su cabeza se convirtiese en realidad en su mente.

¡No! Era demasiado descabellado. ¡Imposible!

¿Pero qué otra cosa podía estar sucediendo?

Era la única explicación que aunque del todo ilógica e increíble podía aclarar los
sucesos que llevaban ocurriendo desde el día anterior en la librería del señor de
Troyes. Sintió como sus manos temblaban y estuvo a punto de dejar caer el
manuscrito al suelo. Abrió los ojos e intentó respirar hondo. Quizá todo era una
tontería y de verdad estaba enferma, a lo mejor ahora mismo estaba tendida en alguna
cama de hospital y todo esto no eran más que alucinaciones. Se guardó el pergamino
meneando la cabeza lentamente.

Un súbito movimiento entre los árboles llamó su atención. Sin dudarlo un


segundo se apresuró a ocultarse detrás de unos matorrales. Hasta no saber dónde se
encontraba realmente prefería pasar desapercibida. Con el corazón latiéndole a toda
velocidad en el pecho observó a la persona que se acercaba a la cabaña. Pasó justo
por delante de su escondite por lo que pudo verla perfectamente.

Era una mujer entrada en años. Andaba ligeramente encorvada, bien debido a la
edad, bien debido al peso del saco que cargaba a la espalda. Llevaba el pelo canoso
largo y desaliñado y con aspecto de no haber visto el agua ni el jabón hacía por lo
menos un par de meses. Su atuendo también presentaba un aspecto sucio. Una especie
de camisa gris informe le cubría hasta las rodillas y por debajo de ella asomaba una
falda de un tono marrón llena de manchas de tierra que le llegaba hasta los pies. Unas
botas de piel llenas de barro los cubrían.

Álex contuvo la respiración. No sabía muy bien si era por la impresión o por el
hedor que desprendía la mujer y que llegaba hasta sus delicadas fosas nasales.

La propietaria de la cabaña dejó caer el saco junto a la puerta y se dio la vuelta


mirando hacia los matorrales donde se encontraba Álex. Por un segundo, la muchacha
temió haber sido descubierta, pero no, la mujer tenía la mirada ausente. Álex
aprovechó para fijarse en su cara. Estaba surcada de arrugas y los labios hundidos
daban fe de su falta de dientes. Desde donde ella estaba no pudo distinguir sus ojos,
pero parecían ser claros.

Las sospechas de Álex cada vez adquirían más consistencia. Todo apuntaba a
ello. Clavó la mirada en la pantalla del móvil sin ver realmente. Notó como se le
formaba un nudo en el pecho y respiró profundamente intentando disolverlo.

Levantó la cabeza y se dio cuenta de que la mujer había desaparecido,


probablemente dentro de la cabaña. El saco seguía allí en el suelo, por lo que Álex no
dudó en que fuese a regresar. Lentamente y evitando hacer cualquier tipo de ruido que
pudiese delatar su presencia, se incorporó. Con sumo sigilo abandonó su escondite y
se encaminó hacia la colina mirando la cabaña de reojo por si tenía que salir
corriendo. Solo tuvo que avanzar unos cien metros para que desapareciese de su vista
oculta por los árboles.

Sujetando el móvil firmemente en su mano derecha continuó su ascenso por la


colina. Una sola vez se giró para mirar atrás y echar un vistazo al campo lleno de
violetas que dejaba a su espalda. Ya no faltaba mucho para llegar a la cima. Aunque
las ramas y los hierbajos se enganchaban en sus pantalones lastimándole los tobillos
no paró. En el último tramo tuvo que agarrarse un par de veces a los matorrales para
no caer. La subida era más escarpada de lo que había pensado en un principio. El
viento comenzó a soplar ahora dificultando su ascenso. Por encima de ella las nubes
grises que antes ya habían amenazado tormenta se iban tornando cada vez más
oscuras. Y aunque cada vez estaba menos segura de ello, Álex rezaba para que una
vez alcanzada la cima, su móvil tuviese cobertura. Si no era así, no sabía muy bien lo
que iba a hacer a continuación. Le envió una plegaria al cielo.

«Por favor, por favor, haz que regresa la cobertura, o que al otro lado de esta
montaña haya una urbanización con pistas de tenis y piscina», iba murmurando
mientras cubría los últimos metros de su ascenso.

Intentando conservar una pequeña esperanza miró el móvil nuevamente. Nada.


Sin cobertura. Bueno, todavía no había llegado a la parte más alta de la colina.
Faltaban unos pocos metros. El viento que ahora arreciaba con más fuerza le agitó el
cabello y tuvo que retirárselo de la cara con la mano.

Ya, ya casi estaba. Unos pasos más y habría llegado. Se agarró a una rama que
sobresalía del suelo y se impulsó con un tirón.

Sí, ya había llegado. Estaba en la cima.

Álex se detuvo respirando con dificultad. Frente a ella, la imagen que se presentó
ante sus ojos la dejó estupefacta. Abrió la boca incapaz de pronunciar palabra.
Lentamente se dejó caer al suelo de rodillas.

No intentó comprobar si su móvil tenía cobertura.

Sabía que eso no era posible.


Capítulo Seis

Un centenar de tiendas de campaña de colores cubrían toda la planicie y la ladera


de la colina. Las había de varios tamaños, pequeñas, donde no podían caber más de
un par de hombres, y otras bastante grandes, capaces de albergar hasta una docena de
personas si la ocasión lo requería. Sobre las grandes ondeaban diversos estandartes
con motivos de lo más variopinto. Desde donde ella estaba pudo reconocer algunos;
tres leones dorados sobre fondo rojo, flechas azules sobre fondo negro, un lobo rojo
erguido sobre las patas traseras sobre fondo negro, flores negras sobre fondo amarillo
y un castillo negro sobre fondo azul; había otros, pero desde la distancia no se podía
precisar.

Frente a las tiendas, sobre toscos soportes de madera, se alineaban armaduras,


espadas y otras armas que Álex no supo reconocer a simple vista. Y entre las tiendas,
diseminadas, se podían ver fogatas protegidas por muros pequeños de piedra. Álex
contó un par de docenas de ellas. A un lado, un poco separado de las tiendas, se
levantaba un cercado de madera no muy recio, donde un grupo de no menos de
cincuenta caballos pastaba tranquilamente. Algunos de ellos eran caballos muy
grandes, mucho más grandes que los que ella estaba acostumbrada a ver. Un par de
jóvenes de corta edad estaban a su cuidado o eso le pareció a ella, estaban demasiado
lejos como para asegurarlo.

Al otro lado de la planicie descansaban varias carretas bastante rústicas tapadas


con lonas, y detrás de ellas, recortándose contra el cielo plomizo se erguían tres
enormes catapultas. Álex nunca había visto una catapulta, solo en las películas. Lo
cierto era que en directo resultaban imponentes. Se asemejaban a enormes tirachinas
gigantes compuestos de madera y cuerdas, y aunque reposaban en silencio, su aspecto
poderoso era sobrecogedor.

Desvió la mirada y la paseó por el campamento. Por todas partes había grupos de
hombres, algunos reunidos en torno a las fogatas, otros ocupados en diversos
quehaceres junto a las tiendas y otros junto a los caballos. Casi todos ellos iban
vestidos con atuendos en tonos oscuros, llevaban una especie de pantalones de
colores indefinidos, camisas amplias que les llegaban hasta las rodillas y botas hasta
media pierna. Aunque había otros cuyos trajes llamaban más la atención. Álex
entrecerró los ojos intentando enfocar para no perderse detalle. Algunos llevaban
cotas de mallas que incluso les cubrían las cabezas y otros portaban una especie de
vestido ceñido por un cinturón ancho de cuero del que colgaba una vaina donde debía
ir enfundada la espada.

Aun a pesar de lo diferente de sus atuendos todos ellos parecían tener un


denominador común, su aspecto salvaje y fiero, y su falta de higiene. El aspecto
desaliñado de algunos era perceptible incluso en la distancia y un hedor pesado cubría
todo el campamento. Álex intentaba contener la respiración pero aun así el fuerte olor
comenzaba a marearla.

Al fondo, a unos cientos de metros del campamento militar, sobre un montículo


no muy elevado se alzaba un castillo fuertemente amurallado. Y aunque estaba
familiarizada con las ruinas de los castillos que se extendían a lo largo de España, las
dimensiones y el aspecto del que tenía frente a ella la dejaron boquiabierta. Era una
construcción enorme. Gracias a estar sobre un terreno elevado pudo ver que tras el
primer muro se alzaba otro muro más allá, y que la edificación principal del castillo
estaba todavía mucho más lejos. El grueso muro exterior presentaba aquí y allá una
serie de brechas sin duda infundidas por las rocas que debían haber sido lanzadas por
las tres catapultas que tan pacíficamente descansaban en el campamento.

Era simple y llanamente imposible.

Por espacio de unos segundos la mente de Álex se negó a aceptar la realidad y


automáticamente miró la pantalla del móvil buscando el simbolito de la cobertura.
Estaba apagado, por supuesto. Volvió a dirigir la vista hacia el campamento.

«A lo mejor es una compañía medieval que está representando algún


espectáculo».

Pero antes incluso de haber terminado de hilar ese pensamiento ya sabía que se
estaba engañando a sí misma. Todo era demasiado perfecto, demasiado real para ser
una farsa. Casi no podía creer lo que estaba sucediendo, pero por otro lado las
pruebas se encontraban frente a ella.
Los últimos minutos los había pasado de rodillas detrás de un matorral, sin
preocuparse demasiado del terreno, debido a su estupor, pero ahora empezaba a ser
consciente de la multitud de piedrecitas que se le clavaban en las piernas y que le
hicieron cambiar de posición. Intentó acomodarse, algo casi del todo imposible en ese
entorno. Se sentó en el suelo y cruzó las piernas, bien cubierta por el matorral. Lo
último que deseaba era ser descubierta y encontrarse frente a frente con uno de esos
guerreros, o lo que fuesen.

«Debería estar muerta de miedo. No todos los días descubres que has sido
teletransportada al pasado», pensó. Apenas si podía dar crédito a su propia reacción,
tan fría.

Recordó un libro que había leído hacía varios años: Un yanqui en la corte del
Rey Arturo, de Mark Twain, y sintió como una risita histérica se abría paso a través de
su garganta. Se tapó la boca para contenerse.

«Vamos a ver Álex, este no es momento de perder el norte. Tienes que conservar
la calma», se reprendió enérgica sacudiendo la cabeza.

Tenía que pensar.

Debía ser práctica. No sabía muy bien cómo había llegado allí, pero cada vez
estaba más segura de que el causante de todo había sido el dichoso pergamino. Lo
sacó del bolsillo y lo observó durante unos segundos. No tenía ni idea de qué era lo
que debía buscar. Intentó recordar su contenido para ver si algo tenía sentido.
Recordaba que la traducción hablaba de un asedio al castillo de Wigmore, cuyo barón
se había declarado en rebeldía en mil ciento cincuenta y cinco. La escena que se
desarrollaba en el llano frente a ella podía muy bien ser el asedio del mencionado
castillo. Maldijo el no haber tenido tiempo para investigar algo más sobre la época o
sobre el propio asedio en sí. Se encontraba bastante desubicada.

No podía perder los nervios. Si algo había aprendido en la vida, era a no


quejarse y extraer lo mejor de cada situación. Ahora que probablemente sabía dónde y
cuándo se encontraba, lo más urgente era tomar ciertas decisiones que no admitían
demora. Ya que no sabía cuánto tiempo le llevaría descubrir cómo regresar a su propia
época, debía empezar a adaptarse a la situación. Y por supuesto recabar pruebas de
todo. Nunca se sabía dónde podía estar la solución de su vuelta a casa.

Su propia frialdad la sorprendió.


Apretando la mandíbula con decisión cogió el móvil y encendió la cámara. Se
asomó por encima de los matorrales y activó el zoom para adquirir una buena
perspectiva. Cada vez había más actividad allí abajo. Si antes había visto unas decenas
de hombres, ahora habría más de cien, calculó, y entre ellos pudo distinguir también
algunas mujeres. Desaliñadas al igual que los hombres y bastante impúdicas, se
percató. Una de ellas incluso llevaba los pechos al aire.

«Prostitutas», pensó.

Se apresuró en sacar varias fotos. No quería permanecer allí mucho tiempo. No


sabía cuál sería la reacción de esos hombres si la encontraban detrás de los matorrales,
como si fuese una espía. Ni siquiera sabía si iba a conseguir entenderse con ellos.
Probablemente, y si lo que sospechaba era cierto, serían normandos y hablarían el
franco normando, una lengua muerta antecesora del francés, que ella había estudiado
hacía años, pero que seguramente no sería capaz de descifrar.

Decidió apagar el móvil para no gastar la batería. De todas maneras tampoco le


iba a servir de mucho. Dudó unos momentos antes de dar media vuelta y volver por
donde había venido. Lo mejor sería ir a una ciudad. En una ciudad podía pasar algo
más desapercibida, aunque tanto su cabello como sus ropas tenían un aspecto muy
peculiar, demasiado moderno.

¡Joder! ¡Tenía el flequillo azul!

Se llevó las manos a la cabeza y dejó escapar un gemido. Debía hacerse con otro
tipo de atuendo y un sombrero o algo similar, desde luego algo que ocultase sus
formas de mujer. Era más que consciente de que en aquella época, las mujeres no
estaban demasiado bien consideradas, y una mujer sola, por los caminos, llevaba
todas las de perder. Era una presa fácil.

Era increíble y quizá se encontrase en estado de shock, pero no se sentía


demasiado asustada por la situación. Era más bien su falta de miedo lo que comenzaba
a inquietarla un tanto. No tenía ni idea de dónde estaba sacando ese aplomo con el que
estaba reaccionando… Hizo un movimiento negativo con la cabeza lentamente.
Siempre había sido bastante pragmática, pero su clara aceptación de lo sucedido la
dejaba pasmada.

Después de unos cuantos minutos meditando sobre su situación bajó por la


colina y se encaminó hacia el bosque donde había despertado. Sabía que tenía que
entablar contacto con alguien. Necesitaba información. Necesitaba saber a qué
distancia estaba la ciudad más próxima. Necesitaba algo de ropa. Necesitaba comer
algo.

La cabaña seguía estando allí, escondida entre los árboles. El saco que la anciana
había dejado caer antes junto a la puerta había desaparecido. Álex dudó. Quizá la
anciana vivía allí sola en esas condiciones porque no estaba bien de la cabeza… quizá
tenía algún tipo de enfermedad contagiosa y por eso la habían desterrado a ese
bosque… demasiados quizás y ninguna certeza. ¿Y si no conseguía hacerse entender?
Lo más probable era que esa mujer fuese sajona y no normanda. Hablaría el
anglosajón…

¡Por favor! Lo que le faltaba. Esperaba recordar alguna palabra para hacerse
comprender…

Preparándose para lo peor, se dirigió a la puerta y escuchó. No se oía nada. El


humo seguía saliendo por la precaria chimenea. Respiró profundamente y llamó a la
puerta suavemente con los nudillos.

Dentro de la cabaña se oyó un ruido como si se hubiese caído algo al suelo.


Luego unas pisadas renqueantes y de repente la puerta se abrió con violencia. Álex no
sabía quién estaba más sorprendida, si ella, por lo extraño del asunto, o la otra.

Una vez recuperada de la sorpresa, los ojos grisáceos y acuosos de la anciana


recorrieron la figura de Álex de arriba abajo, primero con desconfianza, luego, como
si se hubiese dado cuenta de que la joven no representaba peligro alguno, con
curiosidad. Uno de sus ojos estaba empañado por lo que parecía ser una fina película
blanquecina, que Álex dedujo sería una catarata.

La anciana, de cerca, todavía tenía peor aspecto, la suciedad la cubría por entero.
El pelo lo llevaba apelmazado y Álex sintió cómo se le ponían los pelos de punta
cuando acertó a ver pequeños bichitos recorriendo los mechones de arriba abajo.
Piojos. Las uñas de la mano que sujetaba la puerta estaban completamente negras de
mugre. Y su olor, su olor era simplemente insoportable. Pero quitando esa suciedad
añeja, aparentaba encontrarse en sus cabales, la mirada de su único ojo sano era clara
y en ese momento y cuanto más tiempo pasaba sin que Álex pronunciase palabra,
cada vez más curiosa.

Álex era consciente del aspecto que tenía. Con suerte quizá la anciana creyese
que era un muchacho debido al pelo corto y los pantalones. Carraspeó intentando
encontrar la voz que se le había atascado en la garganta.

–Disculpe –comenzó en inglés–, no quería molestar.

La anciana puso cara de no entender. Inspeccionaba el mechón azul del pelo de


Álex con curiosidad.

–No sé si me entiende usted –siguió Álex–, pero necesito ayuda.

La anciana comenzó a hablar con rapidez señalando a Álex en repetidas


ocasiones. Después abrió la puerta de par en par y la invitó a entrar.

Álex se quedó paralizada. Apenas si había logrado entender lo que la anciana


había dicho, pero parecía creer que era un muchacho. El resto de las palabras le
habían parecido prácticamente ininteligibles. Hablaba anglosajón como ella había
sospechado. Era como una especie de inglés gutural salpicado de alguna que otra
palabra que se asemejaba al alemán. Incluso el orden de las palabras en la oración
parecía ir a la inversa.

Álex había hecho su trabajo de fin de carrera sobre Beowulf, el poema épico
anglosajón, y en su momento había sido capaz de leerlo e incluso comprenderlo, pero
una cosa era verlo sobre el papel y otra muy diferente escucharlo. Además, habían
pasado más de quince años de aquello. Meneó la cabeza con aprensión. Ni siquiera
estaba segura de si iba a poder entender algo de lo que dijese la anciana…

Sin saber muy bien cómo se encontró dentro de la cabaña mientras la vieja
cerraba la puerta tras ella.

La anciana continuaba hablando sin tener en cuanta si Álex la entendía o no.


Levantó las manos y se las mostró a Álex. Tenía los dedos retorcidos e hinchados,
prueba inequívoca de una avanzada artritis. Como si hubiese reparado en que la
muchacha no la entendía, le hizo un gesto señalando la mesa. Una sonrisa desdentada
adornaba su boca.

Álex adivinó más que entendió lo que había dicho la anciana. Se giró hacia la
mesa y una mueca de asco le cambió la cara. Tres conejos muertos yacían ante ella.
Los tres eran de color gris. Uno de ellos incluso la miraba con los oscuros ojos
vacíos… se dio la vuelta para no tener que ver la macabra imagen.
La vieja se había dado la vuelta y hurgaba dentro de un saco sin preocuparse por
ella. Había dado por sentado que Álex sabía lo que tenía que hacer. Levantó la cabeza
y se quedó mirándola con fijeza. Con un gesto exasperado le preguntó algo al tiempo
que volvía a señalar la mesa.

–Disculpe, pero no entiendo –comenzó la joven.

La vieja escupió al suelo antes de mirarla con fijeza.

–Hablas muy raro –dijo lentamente como si se estuviese dirigiendo a un niño


pequeño.

Álex casi dejó escapar un suspiro de alivio. ¡Lo había entendido!

–No eres de por aquí ¿verdad? Debes venir de algún lugar lejano –continuó la
anciana como para sí, mientras dejaba el saco y se acercaba a Álex. La muchacha tuvo
que contenerse para no dar un paso atrás cuando la anciana se acercó a menos de un
brazo de ella. Ese olor…

–¿Cómo te llamas muchacho? –inquirió mientras una de sus artríticas manos


cogía la barbilla de Álex y le giraba la cara de un lado a otro–. Quizá me esté
equivocando y no seas un muchacho después de todo –farfulló con el ceño fruncido.
Después añadió algo más que Álex no pudo entender–. Tienes piel de mujer y tus
huesos también son de mujer. Mmmm… ¿cómo te llamas muchacha?

–Álex –logró articular la joven mientras luchaba por respirar por la boca en vez
de por la nariz. Poco a poco, sus oídos comenzaban a acostumbrarse al sonido gutural
del inglés que hablaba la anciana y empezaba a entender un poco más.

–¿Álex? ¿Álex? ¿Qué nombre es ese? ¿Y por qué tienes el pelo azul? –inquirió
rozando el mechón de pelo de Álex con el dedo índice.

–Álex de Alejandra –repuso la joven ignorando la pregunta sobre su pelo.

–Alejandra… sí, suena extranjero. Sabía que no podías ser de por aquí con tu
extraña forma de hablar –masculló mientras le soltaba la cara y se quedaba mirándola
pensativa.

Álex sintió deseos de frotarse la cara con las manos para hacer desaparecer la
mugre que probablemente le impregnaba la barbilla, pero se contuvo. No quería hacer
ningún gesto que pudiese perjudicarla y poner a la anciana en su contra.

–Sí, soy extranjera. Vengo de Esp… Castilla –se corrigió rápidamente. España no
fue conocida como tal hasta los Reyes Católicos, o al menos eso creía. No estaba
demasiado segura. Por cierto… ¿quién reinaba en Castilla en el año mil ciento y pico?
¿Sancho, Alfonso VI, Urraca…? ¡Ni idea!

–¿Castilla? ¿Al norte?

–No, al sur, al otro lado del mar.

–De allí vinieron todos los normandos, los que hoy nos gobiernan –susurró con
una mueca de desagrado.

Álex tenía que esforzarse bastante para poder seguir la conversación. Era como
cuando oía hablar portugués o italiano, conseguía entenderlo casi todo, pero siempre
había alguna palabra que se le escapaba.

–No, Castilla está más lejos, más al sur.

La vieja se quedó observándola como si no supiese muy bien si creerlo o no.

–¿Cómo has llegado hasta aquí?

–Es una historia un poco larga. –Álex llevaba un buen rato pensando lo que
podía contarle, y mientras la anciana le hacía preguntas, ella había conseguido hilar
una historia que podía sonar creíble. Atropellándose con las palabras de esa lengua
olvidada, comenzó a hablar–: Mi tío era eh… comerciante de tejidos, sí… Vine con él
a venderlos hace unas semanas. Solo tardamos unos días, sí, en vender todo… todo
el género y ya pensábamos volver eh… regresar a casa, cuando unos hombres…
¿ladrones? eh… nos atacaron en el bosque. Mataron a mi tío y a eh… nuestros
criados y se llevaron todo el dinero… eh… la ¿plata?... que habíamos conseguido. –
Álex frunció el ceño profundamente concentrada. Era terriblemente arduo el construir
frases en una lengua que solo había visto escrita pero que nunca se había esforzado
por hablar. Mentalmente dio gracias a Dios por su facilidad con los idiomas. ¿Cómo
narices se habría podido apañar alguien en esa época si no hubiese sido filóloga como
ella? Hizo una pequeña pausa en su relato. Esperaba no estar metiendo la pata. Ni
siquiera sabía si su historia era realmente plausible. ¿Se pagaba con plata o en qué?–.
Yo conseguí huir, eh… escapar –prosiguió finalmente–. Estuve escondida durante un
día entero en el ¿bosque? eh… hasta estar segura de que los asesinos se habían
marchado. Eso fue hace dos días. Desde entonces voy caminando sin rumbo, eh… no
sé dónde estoy –terminó con un suspiro lastimero.

La anciana arqueó las pobladas cejas grises unos segundos, pero no hizo
comentario alguno. Álex dejó caer los hombros. Probablemente no había creído ni
una sola palabra de su historia. Por lo general mentía perfectamente, pero había sido
todo tan precipitado y ese dichoso anglosajón…

–No me creo una palabra, pero si tú quieres creer esa historia tendremos que
ayudarte ¿no crees? –dijo la anciana con una media sonrisa un tanto irónica–. Pero
primero tendrás que ayudarme tú a mí –añadió volviendo a señalar los conejos
muertos sobre la mesa.

Álex, que había estado conteniendo la respiración, se relajó. No sabía muy bien
por qué, pero la anciana, a pesar de no creerse nada de lo que había dicho, había
decidido no hacer más preguntas y ayudarla.

–Por supuesto –aceptó de buena gana–. ¿Cuál es su nombre?

–Mildred –contestó la anciana cogiendo un cuchillo que había encima de la mesa


y dándoselo a Álex. Esta se quedó mirándolo un tanto sorprendida–. Vamos
muchacha. No tengo todo el día. No tardarás mucho. Luego te daré algo de comer y
podrás marcharte, si quieres.

Álex no tuvo que preguntar más. La anciana cogió uno de los conejos y lo puso
delante de ella obligándola a cogerlo por las patas traseras. Por un momento sintió
como la bilis acudía a su garganta, pero se contuvo. Mildred la miraba impaciente. No
había escapatoria posible. Sabía que tenía que hacerlo, pero era todo tan repentino…
ella era una chica de ciudad, el campo nunca le había interesado lo más mínimo y por
supuesto, la caza todavía menos. Arrugó la nariz con desagrado.

–Yo eh… nunca lo he hecho –le confesó a la anciana–. Así que, tendrá que
explicarme paso a paso lo que tengo que hacer.

–Ya decía yo –masculló la otra y luego, mientras se llevaba las manos a la cabeza
dejó escapar una tirada de palabras con tal rapidez que Álex no fue capaz de entender
nada–. Vamos, es muy fácil. Ni siquiera tienes que destriparlos, ya lo he hecho yo. Haz
lo que yo te diga.
Y empezó a explicarle la mejor forma de desollar a un conejo acompañándose de
gestos.

Álex, apenas si conseguía seguir sus explicaciones. Nunca había sido demasiado
escrupulosa, pero desollar un conejo era algo que jamás hubiese pensado que tendría
que hacer en su vida. Agradeció que no estuviesen calientes y que no sangrasen.
Decidió no pensar y seguir las instrucciones que la anciana le iba dando.

Ató al pobre e inerte animal por las patas traseras, lo más abajo posible, y lo
colgó cabeza abajo de un gancho oxidado que pendía de la pared.

Hasta ahí todo bien, más o menos.

Pero ahora empezaba lo peor.

Con el cuchillo le tuvo que hacer unos cortes alrededor de las patas, justo por
debajo de donde las había atado y desde esos cortes, otros a lo largo hasta llegar a las
articulaciones de lo que eran las rodillas. Tuvo que presionar bastante, ya que el
cuchillo no estaba demasiado afilado y los cortes, según le dijo Mildred debían ser lo
bastante profundos para atravesar el pelo y el pellejo del conejo. Cerró los ojos varias
veces antes de proseguir. Respiró un par de veces intentando controlar el asco que
sentía mientras la anciana la observaba con fijeza.

Tenía que levantar la piel con el cuchillo y empezar a tirar, como el que se quita
una media.

No era fácil.

La piel no salía con facilidad y tuvo que pararse y meter el cuchillo un par de
veces a la altura de la cola y de las orejas. Finalmente y sin saber muy bien cómo, se
encontró con la piel del conejo en la mano y el conejo despellejado colgando del
gancho de la pared.

La anciana sonreía.

Álex dejó el cuchillo y la piel del conejo sobre la mesa. Le temblaban un poco las
manos y notaba como un reguero de sudor le bajaba por la espalda. Sintió como le
dolía espalda y supo que era por la tensión contenida. Tenía la sensación de que
habían pasado horas, aunque probablemente ni siquiera habían pasado unos minutos.
Tampoco había sido tan terrible. Algo inusual y desagradable, eso sí, pero podía
volver a hacerlo.

–Muy bien muchacha. Lo has hecho muy bien –la alabó Mildred, después cogió
la piel y se fue al fondo de la cabaña. Allí, en el suelo, había un cubo que contenía
algún líquido. Introdujo la piel y se dio la vuelta–. ¿A qué estás esperando? Te quedan
los otros dos. Vamos, vamos. Cuanto antes termines, antes podrás comer de mi sopa.

Álex no estaba muy segura de entender todo lo que Mildred decía, pero con algo
de imaginación no era difícil rellenar los huecos. Debió poner una cara extraña,
porque la anciana soltó una risita áspera. Aunque ahora que sabía lo que tenía que
hacer, decidió no perder el tiempo. Cuanto antes empezase, antes acabaría.

Mientras ella desollaba los dos conejos restantes, Mildred se había sentado en un
taburete, había colocado una olla sobre la fogata y removía su contenido. De vez en
cuando levantaba la cabeza y hacía comentarios que para Álex, que estaba
ensimismada en su tarea, no tenían ningún sentido.

Álex no le prestaba atención. Acabó de desollar el segundo conejo y le llevó la


piel a la vieja, que la metió en el cubo con la del anterior. Ya solo quedaba uno y sabía
que este le iba a llevar menos tiempo, en parte porque era más pequeño y en parte
porque ya había cogido práctica.

«Quién me iba a decir a mí que me iba a ver despellejando un conejo en la Edad


Media, en la cabaña de una mujer que probablemente la última vez que se bañó fue
cuando era adolescente».

La situación tenía su gracia y aunque todavía estaba algo asqueada por lo que
estaba haciendo, en un futuro próximo, cuando regresase a casa, se reiría de lo
acontecido.

«Si es que consigues volver a casa», le susurró una vocecita en su interior.

Por poco estuvo a punto de cortarse cuando se le resbaló el cuchillo. Intentó no


dejarse llevar por pensamientos negativos. No traían nada bueno. Ella siempre había
sido positiva y por eso siempre había salido adelante. Estaba firmemente convencida
de que todo era una cuestión de actitud. Por eso sabía que si no se dejaba amilanar
por la situación e intentaba tomarse las cosas con buen talante y positividad
probablemente, más pronto o más tarde, terminaría por encontrar la solución a su
problema. No debía dejarse vencer por la negatividad.
Volvería a casa, sin lugar a dudas.

Y mientras tuviese que permanecer en ese mundo, haría lo que tuviese que hacer
para sobrevivir. Como había hecho siempre. ¿Acaso no era una aventurera nata? ¿No
terminaba siempre en un sitio diferente teniendo que adaptarse a las nuevas
situaciones? Sí, claro, esto era un poco diferente, lo sabía, pero el principio era el
mismo.

Todos estos pensamientos cruzaban por su cabeza mientras terminaba con la


ingrata tarea de desollar al último conejo. Ya quedaba poco. Un tirón más, y ya. El
tercer conejo estaba listo. Suspirando le acercó la piel a la anciana y dejó el cuchillo
encima de la mesa. Aunque no se había manchado demasiado, tenía ganas de lavarse
las manos, pero todavía tenía más ganas de sentarse un momento a descansar. Sacó el
taburete que había bajo la mesa y se sentó con la espalda apoyada contra la pared. Los
movimientos rítmicos de la anciana removiendo el contenido de la olla tenían algo de
hipnótico y sintió cómo le pesaban los párpados.

Luego le preguntaría a Mildred dónde podía ir a lavarse las manos, y si sabía


dónde podía conseguir algo de ropa y unos zapatos más cómodos y quizá algo para
cubrirse la cabeza… Y también, cómo de lejos estaba la ciudad más próxima, y qué
castillo era el que había al otro lado del bosque, y qué estaba sucediendo y por qué
estaba siendo asediado… y también…

Poco a poco sucumbió al cansancio y a las emociones y fue cerrando los ojos
hasta quedarse dormida. Mildred la observaba con atención y mucha curiosidad desde
su lugar junto a la improvisada chimenea mientras seguía removiendo la olla sin
descanso.
Capítulo Siete

Aunque había amanecido hacía ya rato, seguía haciendo frío. El día se presentaba
igual que lo había hecho el anterior, húmedo, frío y oscuro. Un día más en el bosque.
Un bosque que había tenido que atravesar en su camino hacia el sur. Ahora Álex,
gracias a Mildred, sabía que se hallaba en Wigmore Forest, que pertenecía al feudo de
Wigmore, cuyo castillo estaba siendo asediado por algunos caballeros como Roger
Fitzmiles, segundo conde de Hereford, por orden del rey Enrique II.

Hugh de Mortimer, barón y señor del castillo se había negado a entregar su


propiedad al rey aunque este había ordenado que todos los castillos construidos sin
autorización de la Corona durante el reinado del primo de su madre, Stephen de Blois,
fuesen entregados. El asedio duraba ya más de un mes.

El bosque de Wigmore, donde se encontraba, estaba muy cerca de la frontera con


Gales, apenas a unas pocas millas de distancia, que en kilómetros serían unos veinte, y
la ciudad más cercana y con mayor densidad de población, ideal para pasar
desapercibida era Hereford, a unas veinte millas al sur. Tenía aproximadamente unos
dos mil habitantes y se dedicaba a la fabricación de lana y cuero principalmente.
Además, precisamente esos días tenía lugar la feria de Hereford, que según Mildred
atraía a gente de otros condados que acudían a vender y a comprar todo tipo de
productos. Probablemente allí encontrase algún comerciante que pudiese llevarla a
Londres, y desde allí al reino de Castilla, a su casa, le había dicho la vieja. Álex había
suspirado algo melancólica. Si fuese así de fácil volver a casa…

Su mente retornó a los tres días que había pasado con la anciana Mildred. Tres
días en los que había estado sopesando los pros y los contras de quedarse allí o de ir a
algún otro lugar. Tres días en los que había aprendido mucho. Demasiado quizá. Le
dolía todo el cuerpo de los tres días con Mildred…

Después de haber desollado los conejos y haberse quedado dormida en el


taburete, había despertado sobresaltada y con un intenso dolor de cuello debido a la
incómoda postura. Durante unos instantes había creído estar en su casa, en su cama…
hasta que había visto la cara arrugada de Mildred que había estado esperándola
pacientemente junto a su humeante olla. No sabía cuánto tiempo había dormido, pero
el hambre que sentía era feroz. La anciana había servido dos tazones de sopa, donde
flotaban unos trozos de carne blanquecina que Álex había preferido no saber de
dónde procedían, aunque más adelante descubrió que eran de carne de conejo. Al
principio había olido el caldo con desconfianza, pero después de la primera cucharada
no había sido tan reticente.

En casos así, siempre era recomendable no preguntar, simplemente comer y


callar; pero lo cierto es que la sopa le había sabido a gloria y la carne había estado
increíblemente blanda. Habían comido en silencio, observándose de soslayo la una a
la otra, de vez en cuando.

Después de comer y mientras Álex había bombardeado a la anciana con


infinidad de preguntas, habían ido hasta un pequeño riachuelo que había cerca de la
cabaña, donde Álex había podido por fin lavarse las manos bajo la extrañada mirada
de la otra, que no entendía su necesidad de hacerlo.

Álex sonrió recordándolo. Su deseo de higiene le había resultado más que


peculiar a Mildred, mientras que el deseo de la anciana de que ni una sola gota de
agua rozase su cuerpo mugriento le había resultado extraño a ella.

Se agachó un momento y se ajustó bien los rústicos zapatos de piel de conejo


que le había regalado su peculiar amiga. Se ataban con unas toscas tiras de cuero a los
tobillos. No eran precisamente los más elegantes, pero mucho mejor que sus
bailarinas, que ahora llevaba en una especie de saquito a la espalda, junto con
abundante carne seca, una hogaza de pan, un trozo de queso y un odre con ale, que a
pesar de su desagradable y amargo sabor, era lo que todo el mundo bebía en esa
época. Además, también había podido conseguir un sombrero de una especie de
fieltro marrón, de alas anchas que se anudaba justo debajo de la barbilla y que le
tapaba su original corte de pelo de color azul. Y una capa de lana gris que le llegaba
casi hasta las rodillas y la protegía del frío además de cubrir su bonita camisa negra de
corte japonés. Y por último, y lo más importante, una bolsa llena de monedas, que
Mildred le había dicho que eran peniques de plata –los había llamado pfennigs– y que
le servirían para sobrevivir unos cuantos días. No sabía por qué razón Mildred le
había dado las monedas, ni tenía idea de cómo las había conseguido, pero tenía
muchas más en una caja de madera enterrada en su huerto. Después de haber sacado
las monedas para Álex, se había ido a enterrar la caja nuevamente, en otro lugar
diferente.

Si echaba la vista atrás, realmente no había sido tan fácil conseguir las monedas,
la ropa y las provisiones. Se lo había tenido que ganar. Tenía unas agujetas terribles en
los brazos y en la espalda y no eran solo de desollar los conejos. En los últimos tres
días había aprendido todo sobre el proceso de curtir pieles, que la anciana tenía en
cantidad en diferentes estados de curtido. Algunas había tenido que golpearlas con un
palo durante horas y restregarlas con piedras hasta que los restos de carne y grasa se
habían desprendido. Otras las había sumergido en orina de cabra, que según Mildred
era la mejor para ablandar el pelo, y una vez ablandado había tenido que rasparlo con
un cuchillo. Las peores habían sido las que había tenido que embadurnar con una
solución de estiércol de cabra para ablandarlas. Y todo esto vigilada por los ojos
expertos de la anciana que no dudaba en reprenderla cuando no lo hacía
correctamente. Todavía se estremecía al recordar el hedor…

Sí, había aprendido una barbaridad…

Había tenido también que cortar las malas hierbas que crecían en el huerto,
aunque lo había hecho con la anciana a su lado, ya que ella no distinguía las malas
hierbas de las buenas. Tenía la espalda destrozada de tanto agacharse y levantarse,
pero no se había quejado ni una sola vez. Demasiada suerte había tenido al encontrar a
Mildred y su cabaña. A veces había sorprendido a la anciana mirándola pensativa, con
su único ojo sano escrutador sobre ella, pero no había hecho ningún comentario.

Había aceptado quedarse en la cabaña unos días y de la única manera que podía
pagarle a la anciana por su hospitalidad era trabajando para ella, aunque ya la primera
noche había estado a punto de arrepentirse y marcharse a la mañana siguiente de lo
agotada que estaba. Había dormido en el suelo, tapada por la capa que ahora mismo
llevaba puesta, escuchando los suaves ronquidos de Mildred que descansaba en su
catre.

Era una anciana peculiar. Su falta de higiene era quizá lo menos extraño en ella.
Lo que sí era verdaderamente raro, era el hecho de que cazase conejos. Según Álex
tenía entendido, por lo que sabía de la Edad Media, y que posteriormente la misma
Mildred se lo había confirmado, los siervos normalmente no tenían permitido cazar en
tierras de su señor.

Tampoco era muy normal el alijo de monedas que guardaba enterrado en el


huerto. No era normal, no. Era todo un misterio. Pero si exceptuaba esas rarezas
inexplicables, tenía que reconocer que había tenido mucha suerte.

Los días habían pasado volando y apenas había tenido tiempo de pensar mientras
se agotaba físicamente, pero las noches eran otra cosa. Recordaba la primera noche
claramente. Aunque estaba agotada no se había podido quedar dormida
inmediatamente. El silencio de la noche había traído otros sonidos hasta ella. Sonidos
del campamento. Voces masculinas cantando, risas, piafar de caballos... E incluso un
grito de mujer que había culminado en una risotada vulgar. Allí en la cabaña, durante
todo el día se había sentido segura y aislada y casi había conseguido olvidar que había
un castillo al otro lado de la colina, asediado por un centenar de guerreros medievales,
pero la quietud de la noche amplificaba los sonidos y los acercaba a la cabaña.

Había oído relinchar a los caballos y se había preguntado si el semental negro


que casi le había destrozado la cara en su alucinación, estaría entre ellos. Por lo que
había podido observar por la mañana, algunos de los caballos eran bastante grandes,
caballos de guerra, había deducido, especialmente entrenados para poder soportar a
un hombre con armadura sobre su lomo. Seguramente el de la visión, o lo que fuese,
también estaba allí. Se había preguntado quién sería su propietario, si sería el conde de
Hereford del que se hablaba en el manuscrito, o algún otro.

Las risas de las mujeres habían sido bastante escandalosas y Álex había
terminado preguntándose qué narices podían encontrar tan divertido en unos hombres
que no se habían lavado en meses o años, cuya dentadura no sabía lo que era un
cepillo de dientes y que además, con toda seguridad, solo se preocupasen por
satisfacerse a sí mismos, y que probablemente no tenían ni idea de lo que era un
clítoris, ni de cómo manejarlo si se lo encontraban de frente.

Durante la noche había encendido el móvil con sigilo, debajo de la manta, para
ver qué hora era. Solo eran las diez, pero llevaba ya por lo menos un par de horas en
la improvisada cama dando vueltas sin poder dormir. El día había sido largo. Largo y
demasiado inquietante. Ni siquiera sabía cómo era posible que se lo hubiese tomado
con tanta calma. Había sido un gran choque mental. Además de tener un dolor de
cabeza acuciante. Demasiadas horas intentando entender la jerga de Mildred y
esforzándose ella por hablar despacio. Aun así, muchas palabras y frases habían
escapado a su entendimiento. Por lo menos ahora sabía que podía entenderse con la
gente, al menos con los de origen sajón que hablaban ese inglés germánico tan
gutural. Todavía le quedaba escuchar a los normandos y su francés antiguo. Sabía que
para ellos ella debía tener un acento extraño, seguramente no sonaba como una
española de la época. Pero no le quedaba otra, tenía que seguir adelante con la historia
que se había inventado y le había contado a la anciana, aunque esta le había
recomendado que dijese que era un muchacho. Las mujeres solas por los caminos,
eran presa fácil, le había advertido.

Finalmente se había quedado dormida. Y lo había hecho pesadamente, sin


despertarse ni una sola vez en toda la noche. Esa noche y las dos siguientes había
dormido como un tronco hasta el momento en que la anciana la había despertado,
todavía de noche.

La primera mañana había seguido a Mildred fuera de la cabaña sin saber muy
bien adónde iban. Dolorida y algo confusa por el sueño se había encontrado frente a
frente con… ¡la cabra! Mildred la había instado a ordeñarla. Lo había intentado con
resultados bastante poco satisfactorios. Las pequeñas ubres de la cabra, que parecía
aguardar pacientemente, se le escapaban de entre los dedos y no había sido capaz de
sacar ni una gota de leche. Pero Mildred era tozuda y estaba decidida a que Álex
aprendiese a hacer cosas provechosas, le había dicho, así que después de un rato de
lucha con sus inexpertas manos lo había conseguido.

¡Álex había ordeñado una cabra y se había ganado su desayuno!

Y se lo ganó tres días seguidos. Un tazón de leche y un trozo de pan. La vieja le


había ofrecido ale –una bebida sobre la que había leído en novelas y que era lo que
llevaba ahora en su saco a la espalda–, que había resultado ser un tipo de cerveza
bastante potente. Aunque solo de pensar que a las cinco de la mañana tenía que beber
eso, se le había revuelto el estómago y había optado por la leche fresca, que si bien
sabía un poco fuerte, no estaba mal.

Se detuvo unos instantes y se agachó nuevamente para atarse el zapato derecho.


Había salido ya hacía un par de horas de la cabaña y aunque las rústicas botas habían
resultado ser mucho más suaves y cómodos que sus inútiles bailarinas para andar por
el bosque, las tiras con las que se ataban a los tobillos eran poco prácticas. La anciana
las había hecho ella misma, y ahora probablemente y gracias a la ayuda de Álex y a su
habilidad como despellejadora de conejos volvería a hacer muchos otros pares.

Observó el entorno. Desde hacía unos minutos los árboles habían empezado a
ser cada vez más escasos, y el bosque tenía el aspecto de estar llegando a su fin.
Mildred le había dicho que siguiese andando en dirección sur hasta que llegase a un
río, el río Lugg. Tenía que atravesarlo y luego seguir su curso hasta Hereford.
Probablemente y dado que era la semana de la feria de Hereford encontrase muchos
comerciantes por el camino que iban en la misma dirección, y pudiese unirse a algún
grupo. No era muy aconsejable viajar sola por los caminos, le había dicho la anciana.

Tenía por delante una marcha de unas veinte millas, lo que en kilómetros eran
algo así como unos treinta y cinco. Sabía que en condiciones normales, con unas
buenas zapatillas de deporte y por caminos asfaltados, el recorrer treinta y cinco
kilómetros, a ella que estaba acostumbrada a correr todos los días, le podía llevar unas
siete horas a paso normal, pero con sus zapatos de piel de conejo y por caminos
intransitables probablemente tardase unas ocho o nueve horas, siendo optimista y
dando por sentado que no se iba a perder. Así que llegaría a Hereford sobre las tres de
la tarde. Una buena hora.

Mildred le había ofrecido quedarse con ella en la cabaña. No había terminado de


creerse del todo la historia que Álex le había contado y estaba un poco preocupada
por ella. Después de haber convivido un par de días no tenía demasiada confianza en
que fuese lo más acertado dejarla marchar sola y así se lo había dicho. Parecía
sorprendida de su ignorancia respecto a muchas de las cosas más habituales, aunque
tal vez en ese país de donde Álex venía las cosas fuesen diferentes. Con mucha
paciencia le había explicado todo lo que necesitaba saber y Álex, que aprendía
rápidamente y escuchaba con atención, no necesitaba que le repitiesen las cosas dos
veces; se ponía manos a la obra, y mejor o peor iba haciendo todo lo que la anciana le
pedía. Y sin quejarse.

Mildred se había resistido a despedirse de ella pero comprendía que quisiese


marcharse para volver a casa. Álex había dejado que creyese que ese era el motivo.

Dos veces más había vuelto a subir la colina para observar el campamento, una
de ellas acompañada por Mildred.

–Cuando el actual barón era un niño, solía venir a visitarme con su madre. Venía
una vez al mes a por hierbas para sus migrañas. Decía que solo mis preparados podían
aliviarle. El pequeño Mortimer se ocultaba detrás de sus faldas y no se atrevía a salir.
Me tenía pánico –se había reído bajito–. Y ahora todavía me lo tiene. Piensa que soy
una bruja.

Siempre que mencionaba al barón los ojos de la anciana brillaban de una forma
especial, incluso el izquierdo, el de la catarata, y su arrugado rostro se arrugaba aún
más en una extraña mueca divertida. Álex no había logrado averiguar qué extraña
relación existía entre Mildred y el barón que hacía que este le permitiese cazar en sus
bosques. La anciana no había soltado prenda aunque Álex le había preguntado
directamente.

El trasiego del campamento había sido igual todos los días. Por las mañanas los
hombres se levantaban al alba, avivaban los fuegos que durante la noche se habían
convertido en brasas y cocinaban lo que debía ser una especie de almuerzo en grandes
ollas. La mayor parte de ellos solía comer de pie o sentados en el suelo en torno a los
fuegos, pero otros, los que iban mejor vestidos, los que tenían armaduras delante de
sus tiendas, no comían con los demás. Escuderos les llevaban la comida.

Por las tardes, esos que vestían mejor salían de las tiendas con sus armaduras y
se dirigían a un pequeño prado que había detrás del cercado de caballos, seguidos de
cerca por los escuderos que portaban sus espadas y otras armas. Y allí en el prado
luchaban unos contra otros. Entrenaban.

Algo así solo lo había visto Álex en las películas, pero esto era real. Fascinada
había observado cómo luchaban. A diferencia de las películas, aquí los combates
duraban poco. Eran violentos, pero cortos, y se notaba que el peso de las armaduras
reducía la movilidad de los guerreros y los transformaba en seres lentos y poco ágiles.
Les costaba moverse y esquivar los golpes de los adversarios, aunque algunos se
movían con bastante elegancia y agilidad. A Álex le había llamado mucho la atención
uno de los guerreros, el que había salido de la tienda sobre la que ondeaba el
estandarte cuyo emblema era el lobo rojo erguido sobre las patas traseras. Era muy
alto, o al menos eso le había parecido desde la distancia. Aparentaba ser muy fuerte
también y había aguantado algo más que los demás. Había vencido a tres caballeros
con la espada antes de quitarse el casco y lanzárselo a su escudero. Tenía el pelo
oscuro y más largo que los otros. Y se movía de una manera muy sensual, había
decidido Álex. Muy sexy. Aunque con toda seguridad le faltasen la mitad de los
dientes, si no todos, y el aliento le apestase.

La Edad Media. ¡Qué ilusión!

La segunda vez que había vuelto a subir a la colina había esperado en vano
detrás de su matorral a que los hombres fuesen a ejercitarse. No lo habían hecho, y
tampoco volvió a ver al caballero sexy del pelo oscuro. A cambio descubrió al
semental negro que casi le había destrozado la cara en su visión. Estaba entre los
caballos y aunque pastaba tranquilamente parecía estar en tensión. Golpeaba el suelo
con los cascos y agitaba la cabeza de vez en cuando. Lo reconoció por el color, era el
único caballo negro que había en todo el cercado y era tan enorme como lo recordaba.
Era precioso.

Esa vez había estado a punto de ser descubierta. Aunque nadie solía acercarse a
esa parte del bosque porque tenían un gran respeto a la bruja, le había dicho Mildred
con una sonrisa irónica, a veces un pequeño grupo de exploradores, la mayor parte de
ellos a pie y un par a caballo, subía la colina y echaba un vistazo por el bosque, sin
acercarse demasiado a la cabaña. Uno de esos grupos de exploradores había estado a
punto de tropezar con ella, que se escondía detrás del matorral mientras observaba al
enorme semental.

No se había dado cuenta de que el grupo se acercaba y solo había sido consciente
de su presencia cuando ya los tenía casi encima. Había tenido que encogerse y
esconderse lo mejor que había podido. La capa gris que llevaba le había servido de
camuflaje, pero había escuchado a los hombres hablando entre sí, en franco
normando esta vez, menos complicado de seguir que el anglosajón. Normandos.
Habían pasado de largo sin percatarse de que Álex se encontraba a solo un par de
metros de ellos.

No había vuelto a subir a la colina. Había preferido quedarse cerca de la cabaña,


en la seguridad que le ofrecía el miedo que inspiraba Mildred a aquellos hombres. No
quería precipitar los acontecimientos. Prefería no ser descubierta, de momento.

Con la mente llena de las vivencias de los días pasados, se detuvo un instante.
Encendió el móvil y miró la hora. Las doce. No le vendría mal hacer una pequeña
pausa y comer algo. Llevaba ya un buen rato siguiendo el cauce del río Lugg, como le
había indicado Mildred. Lo había atravesado hacía un par de horas y había tenido
suerte, ya que había podido vadearlo sin dificultad, por una zona donde no llevaba
mucha agua y solo cubría hasta las rodillas. Se había quitado los zapatos de conejo y
había atravesado las aguas congeladas, maldiciendo el clima en Inglaterra.

No había sido hasta después de unos cuantos kilómetros cuando había empezado
a sentir de nuevo los pies. ¡Con lo que ella odiaba el agua fría! Ya le había costado
bastante asearse en el riachuelo del bosque los últimos tres días, aunque sabía que
tenía que acostumbrarse. Una ducha de agua caliente era algo impensable, rayano en el
milagro.

Se detuvo en un pequeño claro cerca de la orilla del río y se dispuso a comer. El


pan estaba delicioso; era como uno de esos panes que solo se encuentran en los
pueblos con una corteza tostada y una miga consistente. Y el queso también estaba
estupendo. Sabía que lo elaboraba la propia anciana con la leche de su cabra. Lástima
que no tuviese otra cosa para beber que no fuese ale, pero después de que Mildred le
dijese que era lo que todo el mundo bebía, hasta los bebés, había añadido, había
comprendido que tendría que acostumbrarse. Era tan amarga y fuerte que si bebía
demasiada probablemente nunca llegase a Hereford sobria.

Decidió continuar. Todavía le quedaban por lo menos tres horas de camino hasta
su destino y no quería perder el tiempo. Lo último que necesitaba era que se le hiciese
de noche en el camino.

Había visto a otros viajeros como ella en dirección sur, probablemente iban a la
feria de Hereford, ya que algunos viajaban en carros y otros portaban grandes bultos a
la espalda, como si transportasen mercancía para vender. Había preferido dejarles
pasar y se había ocultado detrás de los árboles del camino. Aunque Mildred, esa
misma mañana cuando se despedían, le había aconsejado unirse a algún grupo, Álex
prefería viajar sola. No le apetecía dar explicaciones de por qué no iba acompañada.
Además tampoco estaba muy segura de poder hacerse pasar por un muchacho todo el
rato. Quizá algún gesto la delatase. Cuanto menos contacto tuviese con gente, mejor.

Aunque el sol estaba en su punto más alto en el cielo, no terminaba de calentar, y


Álex agradeció llevar la capa de lana gris de Mildred. Había lamentado tener que
despedirse de ella, pero no podía quedarse en la cabaña para siempre. Tenía que
intentar resolver su problema aunque no sabía muy bien cómo. Gracias a las monedas
que le había dado tenía suficiente dinero para poder alquilar una habitación en alguna
posada y pensar en su situación con calma. Necesitaba poder estudiar el pergamino
con más tranquilidad. Estaba segura de que la clave de todo estaba en él. En la cabaña
de Mildred, trabajando de sol a sol, le había resultado imposible pensar en nada.
Sonrió pensando en la anciana. Le hacía gracia que alguien pudiese pensar que era
una bruja. Solo porque vivía sola en el bosque y preparaba ungüentos y pócimas…
¡Esos prejuicios medievales!

Siguió su marcha durante un par de horas más. A veces perdía el río de vista,
otras, el camino iba justo en paralelo con él. Aunque en algunos tramos el río Lugg no
era demasiado caudaloso, en otros llevaba bastante agua y le hubiese costado mucho
atravesarlo por allí. En un par de ocasiones se arrodilló junto a la orilla y bebió agua.
«Mejor agua que ale», pensó.

No había vuelto a cruzarse con nadie más por el camino y le resultó un tanto
extraño, ya que según Mildred la feria de Hereford atraía a muchas personas. A lo
mejor la gente acostumbraba a viajar por la mañana temprano y no a primera hora de
la tarde. Quizá era eso.

No creía que tardase mucho más en llegar. Eran las dos y había salido de la
cabaña sobre las seis de la mañana. Llevaba unas ocho horas andando y había
calculado que tardaría unas ocho o nueve, así que Hereford debía encontrarse cerca.
Le emocionaba pensar que iba a ver una auténtica ciudad medieval, y una verdadera
feria medieval… no esos sucedáneos de ferias cutres y horteras que se celebraban por
doquier en los pueblos cerca de su casa.

¡Una feria medieval de verdad!

Acababa de atravesar un prado lleno de margaritas y estaba cruzando una


pequeña arboleda cuando oyó los gritos. Al otro lado del río, junto a un lago, una
mujer se tapaba la cara con las manos mientras gritaba histérica pero estaba demasiado
lejos para entender lo que estaba diciendo. Álex se detuvo perpleja y observó cómo la
mujer gritaba cada vez con más desesperación. Unos segundos más tarde el viento
cambió de dirección y trajo sus gritos hasta Álex.

–¡Ayuda! ¡Ayuda! –gritaba todo el rato en franco normando sin dejar de moverse
nerviosamente mientras señalaba el lago con las manos.

Álex dirigió la mirada hacia el punto donde miraba la mujer y en un instante fue
consciente de la gravedad de la situación.

Sobre un tronco hueco que flotaba a la deriva en medio del lago una figurita
pequeña y torpe se ponía de pie en esos momentos haciendo que el tronco se
balancease. Desde la distancia se apreciaba que era un niño de unos tres o cuatro años
que estaba llorando. Mientras la mujer de la orilla continuaba gritando histérica, el
niño, incapaz de mantener el equilibrio, se precipitó de cabeza al agua y desapareció
en un santiamén.
Capítulo Ocho

Álex había empezado a correr antes incluso de que el pequeño se hubiese caído
del tronco. Mientras atravesaba el río, que en esa zona tampoco llevaba demasiado
caudal, vio cómo caía y era engullido por el agua. Maldijo por lo bajo mientras se
acercaba al lago a toda carrera. Había dejado caer al suelo todo lo que pudiese
entorpecerle: el saco, el sombrero y la capa. Ignorando a la mujer que seguía gritando
y que ahora la miraba con desesperación, entró en el lago y comenzó a nadar
vigorosamente. El agua estaba helada, pero Álex no pensaba en otra cosa más que en
llegar a tiempo hasta el niño. Ya habían pasado por lo menos cuarenta segundos desde
que se había caído. Nadó como si la vida le fuese en ello; ni siquiera en sus tiempos
de competición lo había hecho tan rápido. En un par de segundos estaba ya en el
centro del lago junto al tronco; buscó en la superficie algún signo del pequeño. Nada.

Cogió aire y se sumergió. El lago no tendría más de tres metros de profundidad


en aquella zona, pero pequeñas partículas de tierra empañaban el agua y dificultaban
la visibilidad. Álex aguantó todo lo que pudo mientras se movía de un lado a otro.
Bajó hasta el fondo y fue avanzando mientras palpaba el suelo de tierra con las manos,
intentando ver algo a través del polvo que sus propios movimientos levantaban. Sabía
que no tenía mucho tiempo. Tenía que sacar al niño ya.

Salió a la superficie para coger aire ignorando a la mujer que seguía gritando en
la orilla. Volvió a sumergirse nuevamente y se desplazó algo a la derecha.
Metódicamente buceó otra vez hasta el suelo y siguió avanzando, intentando abarcar la
mayor cantidad de terreno posible. Le escocían los ojos pero no podía cerrarlos. Una
pared de agua marrón se levantaba ante ella y la visibilidad era casi nula. El pequeño
llevaba ya más de dos minutos debajo del agua. Era demasiado tiempo. Álex sabía que
no podía permitirse el lujo de volver a la superficie sin él, así que aunque se estaba
quedando sin aire y empezaba a notarlo en los pulmones, aguantó unos segundos más,
firmemente convencida de que el pequeño tenía que estar cerca de donde ella estaba.
Justo cuando empezaba a desesperar creyó ver algo delante de ella que destacaba
contra el polvo y la tierra que coloreaban el agua. ¡Sí! ¡Era el niño! Flotaba boca
abajo, inconsciente. Tenía los ojos cerrados en su rostro pálido enmarcado por pelo
oscuro. Álex le agarró firmemente del brazo y salió con él a la superficie. Aspiró unas
bocanadas de aire mientras sostenía la cabeza del pequeño por encima del agua y
comenzó a nadar hacia la orilla cuidando de que el niño no se le resbalase. Era tan
pequeño… De reojo pudo ver que estaba terriblemente pálido. Sabía que no respiraba
y se apresuró a llegar a tierra nadando con energía, aunque apenas le quedaban
fuerzas después de haber estado tanto tiempo sumergida.

Pronto sintió el suelo bajo sus pies y cogió al pequeño en brazos. Apenas se
había incorporado cuando sintió cómo alguien se lo arrebataba bruscamente. Perdió el
equilibrio y estuvo a punto de caer al agua, pero se recuperó y fijó la mirada sobre el
que tan bruscamente le había arrancado al pequeño. Solo vio la espalda de un
caballero cubierta por una capa de color negro que se alejaba de ella a grandes pasos
hacia la orilla.

Mientras Álex salía del agua, comprobó que la mujer que antes había estado
gritando histérica ya no lo hacía; se retorcía las manos convulsivamente mientras una
mueca de desesperación le desfiguraba la cara. Y no estaba sola. A su lado, se
congregaba una docena de caballeros todos ellos vestidos de manera parecida al que le
había arrebatado al niño de los brazos. Algunos se habían quitado el casco, otros
todavía lo llevaban puesto. Habían desmontado de sus caballos y se arremolinaban en
torno al caballero de la capa negra. Un silencio sepulcral cubría la escena. Álex se dejó
caer de rodillas e intentó recobrar el aliento. El pelo mojado le caía sobre la cara y se
lo echó para atrás con un gesto impaciente.

El hombre había depositado al pequeño en el suelo y permanecía de rodillas a su


lado. Álex no podía verle la cara ya que estaba de espaldas, pero cuando se inclinó
hacia el niño supuso que iba a hacerle la respiración boca a boca. Cuál no sería su
sorpresa cuando vio cómo el guerrero golpeaba el suelo con los puños y un gemido
salvaje surgía de su garganta, mientras los demás hombres permanecían en silencio,
observando el pequeño cuerpecito tendido en el suelo. Álex nunca había escuchado
nada igual. Había tanto dolor en ese gemido… Se le pusieron los pelos de punta. Era
un lamento de duelo. Duelo por la muerte del que sin duda era su hijo…

Álex reaccionó rápidamente. Se levantó de un salto y estuvo a punto de caer al


resbalar en el suelo cenagoso de la orilla. Decidida se acercó a la escena que tenía
lugar ante sus ojos y apartó a dos de los hombres que se interponían en su camino.
–¡Hay que hacerle la respiración boca a boca! –gritó, sin darse cuenta de que lo
hacía en español y nadie podía entenderla.

Varios pares de ojos se posaron sobre ella pero nadie reaccionó. Frustrada, se
dejó caer junto al cuerpo del niño y haciendo caso omiso de las expresiones de
asombro de los hombres le cogió por la cabeza y procedió a colocársela como le
habían enseñado hacía años en sus cursos de primeros auxilios. Como todas las
nadadoras de competición había recibido los cursos, pero nunca pensó que tendría
que poner en práctica lo aprendido con un ser humano y menos tan pequeño.

Estaba a punto de taparle la nariz al niño cuando sintió como una mano le cogía
el brazo e intentaba apartarla. ¡Joder, no tenía tiempo para eso! El niño tenía muy mal
aspecto, los labios ya se habían tornado de un tono azul, llevaba un par de minutos sin
respirar y no tenía pulso. Se giró bruscamente mientras se liberaba de la mano que
intentaba impedir que ayudase al niño. Unos ojos verdes llenos de dolor le
devolvieron la mirada.

–¿Qué vais a hacer? ¡Dejadle en paz! –dijo el propietario de los ojos verdes con
la voz cargada de furia.

Álex se había quedado mirándole sorprendida. Era un hombre terriblemente


atractivo y la voz ronca con la que le habló en franco normando era increíblemente
sexy, pero no tenía tiempo de pararse a pensar en eso. Cada segundo contaba y no
sabía cómo conseguiría convencer a ese bárbaro de que el niño todavía podía
salvarse.

–Dejadme que intente ayudarle –dijo intentando hacerse entender con su precario
francés antiguo–. Por favor, sé que puedo hacerlo. No voy a hacer nada malo.
Dejadme, por favor.

Sabía que podía llegar a ser muy convincente y había utilizado un tono
enormemente persuasivo, intentando al mismo tiempo hablar con un aplomo y una
seguridad que ella misma ni siquiera sentía. Para reforzar sus palabras puso su mano
sobre la de él y apretó con fuerza. Por un instante pareció que el caballero iba a
apartarla de un manotazo, pero un momento después bajó la mirada y la clavó sobre la
mano de ella que apretaba su mano mucho más grande y morena. Dudó, pero se
apartó mientras la miraba con los ojos entrecerrados.

Álex se apresuró a tapar la nariz del niño y comenzó con la respiración boca a
boca. Sabía que debía alternarla con el masaje cardiaco, por cada dos respiraciones,
quince masajes, dos respiraciones, quince masajes, dos respiraciones, quince masajes.
Todo a su alrededor era silencio. Todos la observaban mientras ella seguía
incansablemente, una y otra vez, intentando que algún toque de color volviese a teñir
el pálido rostro del pequeño.

No podía morir. No estaba dispuesta a dejar que eso sucediese. «No vas a morir,
no vas a morir», repetía una y otra vez en silencio, como una letanía. A pesar de estar
empapada empezó a notar cómo el calor comenzaba a invadir todo su cuerpo debido
al esfuerzo. Estaba agotada. Un par de gotas de sudor resbalaron por su frente
cayendo sobre la cara del pequeño. No sabía cuánto tiempo llevaba con la respiración
cardiopulmonar, probablemente un par de minutos, aunque a ella le parecía llevar
horas así.

Los hombres a su alrededor comenzaban a murmurar. Creyó escuchar la palabra


“muerto” de fondo y siguió intentándolo con más ahínco todavía. Dos respiraciones,
quince masajes, dos respiraciones, quince masajes, dos respiraciones, quince
masajes… dos respira…

¡Sí! El cuerpo del niño se convulsionó y Álex le giró la cara rápidamente para
que pudiese vomitar toda el agua que había tragado. Tosiendo espasmódicamente, el
pequeño empezó a soltar agua por la boca y por la nariz.

Mientras sostenía el pequeño cuerpo tembloroso levantó la cabeza y sus ojos se


encontraron con los del guerrero. Álex le sonrió exhausta. Él la miraba fijamente con
una expresión extraña en la cara que ella no supo descifrar. Volvió a mirar al niño que
había dejado de vomitar y respiraba con dificultad. Era un niño precioso. Con la nariz
un tanto respingona decorada por algunas pecas salteadas. Tenía el cabello muy
oscuro, negro, al igual que las cejas. Y los ojos que ahora la miraban confusos eran de
un verde profundo, iguales a los de su padre. Esos ojos miraron a su alrededor
buscando algo o a alguien. Y parecieron encontrar lo que andaban buscando.

–¡Papá! –exclamó sin fuerzas al descubrir al guerrero justo al lado de Álex. Sus
delgados brazos se liberaron de los brazos de Álex y los tendió hacia su padre.

El caballero se acercó con cuidado a su hijo y le levantó con delicadeza. El


pequeño apoyó la cabeza sobre su hombro y le echó los brazos al cuello. El hombre se
quitó la capa y envolvió al niño en ella mientras le observaba con preocupación.
–Me he caído al agua, papá. Tenía mucho miedo y estaba muy fría –dijo el
pequeño. Hablaba en franco normando y Álex descubrió que no tenía problema a la
hora de entenderlo–. Pero has venido y me has salvado –concluyó enterrando la
cabeza en su cuello.

El caballero apoyó la barbilla sobre la cabeza de su hijo y cerró los ojos un


instante aspirando el olor dulce de la piel del niño. Por un segundo Álex pudo ver
una mueca de dolor en su cara, pero se recobró pronto y abrió los ojos.

–Bueno, Jamie, no he sido yo el que te ha salvado. Debemos darle las gracias a


esta joven. Ella ha sido la que te ha sacado del agua.

Dos pares de ojos verdes se posaron sobre ella. Los unos inocentes y curiosos,
los otros inquisitivos y más profundos. Álex era consciente del aspecto que debía
tener. La ropa totalmente empapada se le pegaba al cuerpo haciendo que fuese
imposible ocultar que era una mujer, como acababa de comprobar. Bajó la mirada y se
percató de que había perdido los zapatos en el lago y sus pies desnudos mostraban sus
uñas pintadas de azul. Se sonrojó. ¡Lo que faltaba! Eso sí que era algo típicamente
medieval. ¡Uñas azules! Se llevó las manos a la cabeza recordando su pelo también de
color azul, pero dejó escapar un suspiro de alivio. Al estar mojado el color no era
distinguible.

Los ojos del guerrero recorrieron el cuerpo de Álex con curiosidad y


desconcierto, y al ver sus pies desnudos arqueó una ceja sorprendido, pero se abstuvo
de decir nada.

Los murmullos del resto de los hombres habían aumentado en intensidad y Álex
miró a su alrededor de reojo. Todos la miraban a ella. Algunos con curiosidad, pero la
mayoría lo hacía con cierto respeto. Incluso sorprendió a uno de ellos santiguándose.
«Muy bien», pensó. «Así se hace Álex. Desde luego es la mejor manera de pasar
desapercibida en la Edad Media. Rescatar a un niño del agua y hacerle la respiración
boca a boca delante de una docena de caballeros. Muy inteligente por tu parte».
Suspiró mientras meneaba la cabeza con resignación.

–No ha sido nada –rompió el silencio al fin. Las palabras en francés normando
salieron sin apenas dificultad de su boca–. Sabía que podía hacerlo, así que lo he
hecho. No hace falta que me deis las gracias.

–Por supuesto que os damos las gracias, las gracias y todo lo que necesitéis. Le
habéis salvado la vida a mi hijo. Estamos en deuda con vos –dijo él con esa ronca voz
tan sexy–. Soy Robert FitzStephen, señor de Black Hole Tower.

Álex estuvo a punto de dejar escapar un silbido de admiración. «Robert


FitzStephen». ¡Qué bien sonaba! Además, pronunciado con aquel acento francés…
«Pero, ¿no era un caballero? ¿No debería ser Sir Robert FitzStephen?». O a lo mejor
la denominación Sir era posterior a aquella época… Se encogió de hombros casi
imperceptiblemente. Ya lo averiguaría…

–Estáis en mis tierras. Consideraos en casa tanto tiempo como deseéis –continuó
él observándola con curiosidad–. ¿Y cuál es vuestro nombre?

–Álex.

–¿Álex? –inquirió él, frunciendo el ceño–. Extraño nombre.

–Álex de Alejandra –añadió ella.

–Habla muy raro, papá –dijo Jamie en ese instante mirándola con curiosidad.

–Eso es porque no es de por aquí –contestó su padre mirándola fijamente–. ¿De


dónde sois? Si me permitís preguntarlo.

–De Esp... de Castilla –contestó Álex con cierta dificultad. Los dientes le
castañeaban del frío que empezaba a invadirle todo el cuerpo.

Robert FitzStephen dejó escapar una maldición al darse cuenta de que la joven
estaba congelada. Rápidamente llamó a la mujer que Álex supuso sería la niñera del
niño y le entregó al pequeño, no sin antes intercambiar unas palabras con ella en voz
baja en un tono de voz bastante duro que hizo empalidecer a la pobre mujer.
«Pobrecilla», pensó Álex, «por nada del mundo me gustaría encontrarme en su lugar».
Una sonrisa divertida le curvó los labios al observar el extraño y poco práctico tocado
que lucía sobre la cabeza y que le tapaba las orejas e incluso la barbilla.

¡Menos mal que la moda había evolucionado!

Apartó la mirada de la cabizbaja mujer, que se alejaba con el niño en brazos y se


concentró en el señor de Black Hole Tower, que había llamado al que aparentaba ser
su escudero y le pedía su capa. El joven se desprendió de ella sin rechistar. Era una
capa azul, bastante gruesa y cuando se acercó a ella y se la puso sobre los hombros se
sintió mucho mejor al instante.

Alzó la vista para darle las gracias. Se encontraba justo frente a ella a solo unos
centímetros de distancia y pudo contemplarle más detenidamente. Era alto, bastante
más alto que ella, lo que no significaba mucho, ya que ella no era gran cosa, pero por
lo menos debía medir un metro ochenta y cinco. Era fuerte, o por lo menos eso
parecía, aunque con el tipo de indumentaria que llevaban, qué hombre no lo parecía.
Pero lo que más le llamó la atención aparte de sus profundos ojos verdes circundados
por pequeñas arrugas, fue la cicatriz que le desfiguraba la mejilla derecha, comenzaba
en la sien y desaparecía debajo de una espesa barba bien recortada. Era extraño, pero
no se había fijado antes y eso que no era pequeña. Había estado tan atontada
mirándole a los ojos que el resto le había pasado desapercibido.

Era un hombre guapo, muy atractivo en conjunto, incluyendo la cicatriz. Tenía el


pelo negro y brillante y lo llevaba bastante más largo que los demás, que según podía
apreciar Álex se lo cortaban a la altura de la nuca y llevaban la frente despejada. A él
le llegaba hasta los hombros y algunos rizos rebeldes le caían sobre la frente. Tenía
además las cejas bien delineadas y las pestañas negras como su cabello y largas como
las de una mujer, se fijó Álex. La nariz era recta y un pelín larga y la boca con los
labios finos mostraba ahora una sonrisa amable que dejaba al descubierto una
dentadura que para sorpresa de Álex estaba completa además de ser de un blanco muy
aceptable.

Álex se entretuvo mirándole. Era refrescante contemplar a un hombre tan…


hombre. Se parecía al actor galés de 300 ¿Cómo se llamaba? Sí, ¡Gerard Butler! Sí, se
daba un aire. Tenía ese aspecto salvaje del que carecían los hombres en la actualidad,
todos ellos tan depilados, tan suaves y delicados… Este ejemplar del sexo masculino
parecía justamente eso, un ejemplar del sexo masculino.

Tanto su rostro como sus manos mostraban un tono oscuro habitual en la gente
que pasa mucho tiempo al aire libre, curtidos por el sol y las inclemencias del tiempo.
El resto de su cuerpo solo se podía adivinar, ya que estaba tapado de pies a cabeza, las
largas piernas enfundadas en pantalones y botas de cuero, su torso cubierto por una
especie de chaleco largo de cuero marrón oscuro que se sujetaba por un ancho
cinturón del que pendía una espada. Y debajo de ese chaleco, se fijó Álex, asomaban
los brazos enfundados en una cota de mallas y muñequeras también de cuero.

El conjunto resultaba bastante imponente. Álex había visto muchas veces trajes
de caballeros medievales, la mayoría en las películas o expuestos en museos, pero ver
a un hombre así vestido, y que además se notaba que sabía cómo moverse con esa
indumentaria, era impresionante, y se descubrió a sí misma observándole como una
tonta. Su mirada se posó sobre el emblema que tenía en la parte derecha de su pecho,
un lobo rojo erguido sobre las patas traseras sobre fondo negro… Álex se sobresaltó.

¡Era él!

¡El caballero de movimientos sexys que había visto en el campamento!

Contempló sus facciones. Ella misma estaba siendo observada con curiosidad
por esos profundos ojos, que también recorrían su cuerpo de arriba abajo, sin perder
detalle. Álex se ruborizó. Sabía el aspecto que debía tener y que probablemente no
resultase muy favorecedor a los ojos de un caballero medieval acostumbrado a
damiselas de largos cabellos, cutis marfileño y carnes blandas. Probablemente su
esposa era ese tipo de mujer, una dama de suaves y opulentas carnes con cabellera
rubia y ojos azules, femenina hasta la médula, servil y complaciente…

–Decidme cómo puedo serviros. –La voz de Robert FitzStephen interrumpió los
absurdos pensamientos de Álex–. Estoy a vuestra disposición. Cualquier cosa que
necesitéis no dudéis en pedirla. Jamás podré agradeceros lo suficiente por haberle
salvado la vida a mi hijo –añadió.

Álex dirigió la mirada hacia el pequeño. Se había recuperado rápidamente.


Parloteaba excitado mientras la observaba a ella.

–Vuestro hijo debería descansar un par de días. Además, alguien debería vigilarle
mientras duerme. Todavía podría tener algo de agua dentro y quizá tenga que
expulsarla. No conviene que esté solo.

Robert FiztStephen asintió pensativo mientras seguía contemplando a su hijo.


Parecía estar dándole vueltas a algo.

–¿Cómo sabéis eso? ¿Acaso tenéis conocimientos médicos? –inquirió finalmente


girándose hacia ella–. ¿Y cómo sabíais lo que había que hacer para devolverle la vida?
Yo le tuve en brazos y no respiraba –hizo una pausa antes de continuar–. Había
muerto…

–¡No! –exclamó ella con contundencia–. No había muerto. Es cierto que no


respiraba ni tenía pulso –añadió con más tranquilidad mientras él la contemplaba
inquisitivo esperando una explicación–, pero sabed que los seres humanos pueden
sobrevivir varios minutos sin aire. Pierden la consciencia, pero no están muertos. Se
les para el corazón y no tienen pulso, pero si se hace lo que yo he hecho, soplarles aire
y animar su corazón a moverse de nuevo, la mayoría salen adelante, como lo ha hecho
vuestro hijo.

–¿Cómo sabéis vos todo eso? Jamás había oído hablar de algo parecido.

–De donde yo vengo todo el mundo lo sabe y es una práctica bastante común.
Nadie se sorprendería.

Él la miró incrédulo.

Antes de que él empezase a hacer más preguntas, Álex tomó una decisión.

–Habéis dicho que si necesitaba algo no dudase en pedíroslo ¿verdad?

–Por supuesto, y lo reitero –se apresuró él a añadir.

Detrás de ellos los otros caballeros aguardaban pacientemente. Un par de ellos


observaban la escena con curiosidad.

–Necesito alojamiento –comenzó Álex–. Un lugar donde quedarme un tiempo.

Robert la miró sorprendido.

–Podéis quedaros en el castillo todo el tiempo que deseéis. Es poco lo que pedís
en comparación con lo que me habéis dado –añadió volviendo a dirigir la mirada
hacia el lugar donde se encontraba su hijo.

–Si pudieseis proporcionarme una habitación o algo similar os estaría


eternamente agradecida. Necesito unos días de… mmm… tranquilidad antes de volver
a casa.

–Os puedo proporcionar una escolta que os lleve a vuestro hogar si eso es lo que
deseáis –se apresuró a decir él.

–No, no puedo volver a casa todavía. –Álex se mordió el labio indecisa, sin
saber muy bien qué historia contar. Aunque quizá no fuese necesario contar ninguna
historia–. ¿Puedo pediros otro favor?
–Por supuesto. Cualquier cosa.

–No deseo que me hagáis preguntas –dijo un tanto vacilante–, ni de dónde


vengo, ni quién soy, ni cuándo me marcharé. Os prometo que intentaré no ser una
molestia durante mi alojamiento en vuestro castillo.

Él arqueó una ceja con sorpresa.

–¿Estáis huyendo de alguien y necesitáis cobijo?

Álex se echó a reír con ironía. Si él supiese… Sintió cómo los ojos de él se
posaban sobre los hoyuelos que se formaban en sus mejillas cuando sonreía y estuvo
a punto de sonrojarse.

–Nadie me está buscando. Y tampoco estoy huyendo. Podéis estar seguro de que
no tendréis ningún tipo de problema por proporcionarme alojamiento. Os lo prometo.

–¿Acaso no tenéis familia?

–¿No hemos acordado que nada de preguntas? –repuso ella rápidamente


arqueando una ceja igual que lo hacía él al tiempo que sonreía.

Él le devolvió la sonrisa al tiempo que asentía.

–Es cierto. Nada de preguntas –admitió–. Tenemos un trato mi señora.

–Por favor, llamadme Álex. Simplemente Álex. Yo os llamaré Robert, si no os


importa.

Él volvió a sonreír, aunque algo confuso había aceptado la situación de manera


muy positiva. Álex sintió cómo una ola de agradecimiento le recorría el cuerpo.
Apenas si podía creer la buena suerte que había tenido.

–Nos vamos entonces –dijo él dándose la vuelta y haciendo un gesto a su joven


escudero que había estado pendiente de su señor, y que rápidamente se acercó
llevando un enorme caballo de las riendas.

–He dejado mis cosas al otro lado del río. Tengo que… –Álex se interrumpió
bruscamente cuando reconoció el caballo. ¡Era el semental de su alucinación! Negro y
poderoso movía la cabeza de un lado a otro mientras golpeaba el suelo con los cascos
haciendo que el pobre escudero tuviese dificultades para sujetarle.

A Robert le sorprendió la reacción de la joven.

–¿Os asusta mi caballo?

–No, es solo que ya lo había visto antes –contestó ella con una sonrisa–, y
también a vos. En el campamento del castillo de Wigmore, a decir verdad.

–Sí, de allí venimos –repuso él observándola con renovado interés–. Yo a vos no


os he visto por allí. Os recordaría.

–No me quedé mucho tiempo –contestó vagamente y decidió cambiar de tema–.


Si me esperáis un momento, he dejado mis cosas al otro lado del río. –Y mientras
decía esto se giró para ir a buscarlas.

–¡Esperad! Enviaré a uno de mis hombres…

–¡No os molestéis! –le dijo ella por encima del hombro alejándose rápidamente.
Prefería que nadie supiese lo que llevaba en el saco que le había regalado Mildred. Las
monedas y las provisiones no le importaban demasiado, pero su móvil era algo que
no podía dejar que nadie descubriese. Y tampoco el pergamino.

El saquito se encontraba justamente donde ella lo había arrojado, el sombrero y


la capa también. Sacó las bailarinas y se las puso, a pesar de no ser muy cómodas para
andar por el bosque, era mejor que llevar los pies desnudos con sus llamativas uñas
azules. Lo recogió todo con rapidez y se encaminó de vuelta donde Robert
FitzStephen y sus caballeros la esperaban. Ya había montado a su enorme caballo y
llevaba a su hijo justo delante de él en la silla. El niño la miraba fijamente con mucha
curiosidad mientras el padre aparentaba estar explicándole algo.

Todos los caballeros, diez sin contar a Robert, la observaban con diferentes
grados de curiosidad. Dos de ellos, los que más cerca de Robert se encontraban le
sonreían amablemente. Uno de ellos era bastante mayor, con el pelo gris cortado a lo
normando y el rostro muy arrugado. Unos penetrantes ojos azules la observaban con
curiosidad. El otro, más joven, de cara angelical, rubio y de ojos claros, sin un atisbo
de vello facial la observaba de forma apreciativa, como si estuviese encantado con lo
que veía. Los demás no parecían tan amables ni tan encantadores. Probablemente
todavía estaban intentando digerir la escena que habían presenciado unos minutos
antes, decidió Álex.

Se paró a una distancia prudencial del enorme semental.

–Espero no ser una molestia para vuestra esposa –dijo mirando al suelo. No
había sido consciente hasta ese momento de que quizá la señora del castillo no se
alegrase precisamente de su presencia.

–Mi mamá está muerta –oyó la voz de Jamie–. Y mi papá no quiere otra esposa
¿verdad papá?

Robert sonrió divertido mientras volvía los ojos hacia arriba con paciencia. Álex
también sonrió. No sabía muy bien por qué, pero pensó que era una noticia excelente.

–Cabalgaréis con mi tío William. –Señaló al caballero de cierta edad que se


encontraba a su lado.

Álex inspeccionó al tío del señor de Black Hole Tower. Tenía los ojos amables y
la miraba con benevolencia. Su caballo no era tan alto como el de Robert, era castaño
y no estaba tan nervioso, lo que fue un alivio. Nunca había estado tan cerca de un
caballo y menos todavía de ejemplares tan grandes.

Agarró la mano que William le tendía y con cierta dificultad y muy poca
elegancia subió al caballo del caballero, que la ayudó a acomodarse delante de él, de
medio lado. La postura era bastante incómoda y un ligero olor a sudor mezclado con
algo semejante al humo le llegó a la nariz. No era demasiado desagradable.

–¿Es la primera vez que montáis en un caballo? –le preguntó el caballero un


tanto sorprendido al ver cómo Álex se retorcía nerviosa.

–¿En qué lo habéis notado? ¿En mi falta de gracia a la hora de sentarme o en mi


cara de miedo cuando me he acercado? –repuso ella con una mueca al tiempo que se
peinaba el húmedo pelo hacia atrás con los dedos.

El caballero soltó una carcajada que hizo que todas las cabezas se volviesen hacia
ellos con curiosidad. Robert acercó su caballo al de su tío y los observó con una
expresión interrogante. Álex carraspeó con un gesto digno. Irguió la espalda lo que
provocó que su cabeza chocase con la barbilla de William.

–Intentemos llegar vivos al castillo, por favor –le susurró el caballero con una
risa contenida.

Álex giró la cabeza y le regaló una sonrisa encantadora, de esas que ella sabía
eran irresistibles. A él le brillaron los ojos divertidos.

Robert los observada sorprendido desde lo alto de su montura. Su tío no solía


intimar tan rápidamente con los extraños. Al contrario, solía ser bastante prudente y
frío. Cortés sí, pero poco cercano. Curioso.

Sujetando firmemente a su hijo, clavó los talones en los flancos de su caballo y


alzando la mano dio la orden de partir. De reojo examinó a la joven que parecía
sentirse un poco nerviosa cabalgando con su tío. Aunque había prometido no hacer
preguntas, la curiosidad le embargaba. ¿Quién sería la joven? ¿De dónde vendría?
Capítulo Nueve

Robert FitzStephen bajó de su caballo y tendió los brazos hacia Jamie. No pudo
evitar observar de reojo a la mujer que le había salvado la vida a su hijo, que en esos
momentos descendía del caballo ayudada por William. Durante el camino, el cabello
se le había secado dejando al descubierto extraños mechones azules en él. Varias
docenas de pares de ojos se clavaban sobre el peculiar color con diferentes grados de
curiosidad y asombro.

Jamie le había acribillado a preguntas durante la corta travesía hasta el castillo.


¿Quién era la joven? ¿Por qué iba con ellos? ¿Por qué hablaba tan raro? ¿Por qué
llevaba el pelo así? ¿Por qué las uñas de sus pies también eran azules? Tantas
preguntas para las que él no tenía respuesta. Todo en ella era extraño, su procedencia,
su extraña forma de vestir, su pelo, sus uñas, sus gestos, sus ademanes, lo que había
hecho con Jamie… todavía no terminaba de creer lo que había sucedido, aun a pesar
de haberlo visto con sus propios ojos. Había tenido el cuerpo sin vida de su hijo entre
sus brazos. No respiraba, su corazón no latía. En otras palabras, había muerto. Pero
ella había respirado en su boca, le había golpeado el pecho incansablemente y había
conseguido que su pequeño volviese a la vida.

¡Increíble!

Sí, era increíble pero tan cierto como que el día era día y la noche era noche.
Nunca podría olvidar lo que había sentido cuando había visto cómo su hijo recobraba
la consciencia y tosía convulsivamente. ¡Vivo! ¡Estaba vivo!

Jamás podría pagarle a la joven lo que había hecho por Jamie. Jamás. Y ella no
parecía ser consciente del gran servicio que le había prestado. Había salvado a su hijo,
su único hijo y heredero. Estaría en deuda con ella para siempre… Y ella se había
limitado a pedirle alojamiento… ¡Ridículo!

Él le hubiese dado mucho más, muchísimo más.


Dejó que su escudero se ocupase de su caballo y se dirigió a Beatrice. En esos
momentos John Ballard, con el que había cabalgado desde el lago, la ayudaba a
descender de su caballo. Beatrice era una prima segunda de la madre de Jamie y había
insistido en no separarse del muchacho cuando Robert había tenido que abandonar la
Normandía para ocuparse de Black Hole Tower, las tierras que le había concedido
Henry en suelo sajón. Así que cuando Robert había hecho venir a su hijo, había
venido acompañado por Beatrice, que ya no era la más joven, pero que adoraba al
pequeño.

Beatrice le vio acercarse mientras se retorcía las manos y le miraba con los ojos
angustiados.

–Robert, lo siento, lo siento terriblemente –susurró sin apenas atreverse a


mirarle. Los ojos se le llenaron de lágrimas mientras observaba al pequeño Jamie.

–Nunca, nunca jamás volveréis a poner en peligro la vida de mi hijo –le dijo con
voz dura–. Ha estado a punto de ocurrir algo terrible. Si no hubiese sido por la rápida
intervención de esa joven, hoy estaríamos lamentando una desgracia de la que seriáis
responsable, Beatrice.

La mujer se echó a llorar. Sabía que se merecía esas palabras y mucho más. ¡Por
su culpa había estado a punto de morir el pequeño Jamie, al que ella adoraba!

–Ahora quiero que os ocupéis de él y no le perdáis de vista ni cuando duerma.


Me da igual que tengáis que estar en vela el tiempo que sea necesario –añadió con voz
dura, insensible a las lágrimas de la mujer–. Esa muchacha dice que el peligro todavía
no ha pasado y que podría tener agua en su interior. Tenéis que estar pendiente de él.

Robert le tendió al pequeño y Beatrice lo cogió en brazos, el niño la abrazó con


fuerza y cubrió sus húmedas mejillas de besos.

–No entiendo qué es lo que hacíais en el lago –dijo Robert moviendo la cabeza–,
y sin escolta–añadió–. Beatrice, me decepcionáis.

–Quería probar el barquito que me había hecho Dunstan –intervino Jamie con
los ojos brillantes.

–No consideré que fuese necesaria una escolta. Solo íbamos a estar fuera un rato.
No sé cómo ha podido suceder. Solo cerré los ojos un momento –volvió a derramar
amargas lágrimas–, me debí quedar dormida. Lo siento tanto Robert…

–Está bien Beatrice. No digáis más –la interrumpió Robert algo más calmado–.
Pero no quiero que volváis al lago. No sin una escolta. ¿Me habéis entendido?

–Por supuesto. No volveré a alejarme del castillo.

Robert se dio la vuelta y buscó a la salvadora de su hijo. Estaba junto a William


observándolo todo con los ojos muy abiertos, como si nunca antes hubiese visto algo
parecido.

Robert sabía que Black Hole Tower no era muy imponente. El pequeño feudo
que le había concedido el rey no era gran cosa en comparación con el lugar donde él
se había criado en la Normandía. La propiedad de su padre, Stephen d’Avre, en
Rouen era una de las más ricas y prósperas de toda la zona. Pero no era suya y nunca
jamás lo sería.

«Los bastardos no heredan las propiedades de sus progenitores», pensó con


amargura. Ni siquiera tratándose del primogénito, como era su caso.

Black Hole Tower no era gran cosa, pero le pertenecía. Dejó que su mirada
recorriese la propiedad con algo de orgullo brillando en ella. Desde hacía ya unos
meses era suyo y sería de Jamie cuando él muriese.

El modesto castillo estaba rodeado por un foso por todos sus lados y disponía de
cuatro torres cuadradas muy robustas. Al otro lado del patio de armas se encontraba la
torre principal, o torre del homenaje, donde tenían cabida la gran sala y los aposentos
de él mismo y de su hijo. El castillo en sí era una construcción relativamente moderna,
solo tenía unos diez años. Había sido una de las edificaciones que se habían
construido sin autorización de la Corona en los años de la anarquía, pero el rey Henry
había decidido no derribarlo y se lo había entregado en pago por todos los años que le
había servido fielmente. Había sido también una cuestión de estrategia. Black Hole
Tower se encontraba en una excelente situación, muy cerca de Hereford, y Henry,
aunque ya no dudaba de la lealtad de Roger Fitzmiles de Gloucester, conde de
Hereford, sabía que no era precisamente uno de sus más fieles súbditos, y entregando
Black Hole Tower a Robert y convirtiéndole así en vasallo de Gloucester había matado
dos pájaros de un tiro, recompensar a uno de sus mejores guerreros por todos los
años de fiel servicio y tenerle cerca del conde.
Robert había pasado los primeros años de su vida en la creencia de que iba a
heredar Château Roumare, el hogar de los d’Avre en Rouen, donde se había criado.
Sabía que no era el hijo legítimo de Stephen d’Avre, que su madre solo había sido una
plebeya sajona con la que su padre había compartido el lecho, pero cuando ella
falleció y le dejó huérfano, su padre se había hecho cargo de él y se había ocupado de
que fuese educado como su heredero. Desde los seis años había sido formado como
paje en el castillo del mejor amigo de Stephen d’Avre, Gaillard Courcon, señor de
Creully, como era la costumbre. Después había servido como escudero del hijo mayor
de Gaillard, Hubert, durante los siguientes cinco años y a la temprana edad de
dieciocho, se había ganado ya las espuelas doradas y había sido armado caballero. Por
expreso deseo de su padre había tomado esposa, una esposa que su padre había
buscado para él, Melisant de Clare, que solo aportaba una pequeña dote al
matrimonio, pero que en base a lo que Robert iba a heredar no parecía ser un
problema. Era la hija menor de Walter de Clare, cuyas tierras lindaban con las de la
familia d’Avre. La unión había parecido ser ideal, aunque se trataba de un matrimonio
concertado y carente de cualquier tipo de afecto, como casi todos. Nunca antes se
habían visto. El día de la boda había sido el primero. Y si para Robert la joven había
sido una sorpresa, ya que solo tenía catorce años y se trataba de una criatura débil y
enfermiza, él también fue una decepción para ella, que esperaba un caballero dulce y
bondadoso y no el hombre de veintiún años, alto, fornido y algo salvaje y
temperamental.

Había vivido siempre con arreglo a los deseos de su padre, siguiendo los pasos
de este, sirviendo donde él había considerado conveniente…, casándose con la mujer
que él había elegido…, siempre pensando que algún día él sería el señor de Château
Roumare, por eso, el día en que su padre le citó para comunicarle la feliz noticia del
embarazo de Blanche, su esposa, con la que llevaba más de veinte años casado y se
pensaba que era estéril, y hacerle saber que si el embarazo llegaba a buen término y el
recién nacido era un varón sería su legítimo heredero, todos los sueños y planes de
futuro que había tenido Robert explotaron en el aire.

Stephen le había asegurado que no se iría de vacío, por supuesto; también era su
hijo. Le legaría unas tierras colindantes a las que le correspondían por derecho al
haberse casado con Melisant y allí podría establecerse con su mujer y sus hijos.
Robert, demasiado dolido y sintiéndose traicionado, había renunciado a lo que él
consideraba una limosna, y airado había abandonado el hogar dispuesto a regresar
solo cuando hubiese hecho fortuna. Su propia fortuna.

Dejó a Melisant al cuidado de su familia y se dedicó a viajar por la Normandía


participando en torneos. Dado que era hábil con las armas y diestro en la lucha, poco
a poco fue adquiriendo fama y fortuna.

Blanche había dado a luz a un muchacho, su medio hermano Bernard, el que


sería el verdadero heredero de Stephen d’Avre. Robert nunca le había visto, ya que
nunca más volvió a visitar el hogar de su infancia. No volvió a ver a su padre aunque
de vez en cuando le llegaban noticias de lo orgulloso que estaba de su pequeño
heredero.

En los años en los que estuvo participando en torneos, solo tres veces había ido a
visitar a su esposa. Cumplía con sus deberes y volvía a partir. Tardó meses en
enterarse de su muerte y no lloró mucho por ella. Había muerto al dar a luz a su hijo
Jamie, mientras él participaba en un torneo en Vernon. Para cuando pudo volver al
hogar de los de Clare, Melisant ya había sido enterrada, Jamie ya tenía cinco meses y
Beatrice se ocupaba de él.

Más decidido que nunca a conseguir una herencia digna para su hijo, había
abandonado los torneos y se había unido a Henry, por aquel entonces Duque de
Normandía, y le había jurado lealtad. Le había acompañado en la batalla contra Luis
VII de Francia y también había estado con él en Wallingford cuando se enfrentó a las
fuerzas del anterior monarca Stephen de Blois. Y el esfuerzo había sido
recompensado. Henry, ahora Henry II de Inglaterra le había otorgado Black Hole
Tower, y por fin tenía un lugar que legarle a Jamie, un lugar propio.

Hacía ya unos meses que había ido a buscar a su hijo, al que junto a su niñera,
había trasladado a sus nuevas tierras al otro lado del canal. Ahora Black Hole Tower
era su hogar. Un hogar que había conseguido él por sus propios méritos. Por lo que la
admiración reflejada en el rostro de Álex mientras observaba el modesto castillo le
hizo sentir cierto orgullo.

Con un par de zancadas se aproximó donde su tío William y la joven mantenían


una conversación.

–… desde marzo –alcanzó a oír cómo su tío le explicaba a la joven.

–¿Desde marzo qué, William? –inquirió mirando a Álex, que había estado
escuchando con interés.

–Desde marzo eres el señor de Black Hole Tower. Le estaba explicando a esta
jovencita que Henry te ha otorgado esta propiedad en pago por tus servicios.

–Ya habrá tiempo para explicaciones, tío. Creo que nuestra invitada necesita
cambiarse de ropa antes de que se ponga enferma –dijo Robert mirando a la joven.

–¡Pero qué descuido por mi parte! –exclamó William llevándose la mano a la


frente–. Debéis estar congelada, querida. Y yo aquí entreteniéndoos. –Tomó la mano
de la joven y se la llevó a los labios para besarla. Álex le dejó hacer sorprendida. Era
la primera vez que un hombre hacía algo así, y le resultó divertido. Un brillo pícaro
debió mostrarse en sus ojos porque Robert la miró con los ojos entornados.

–Me temo que no voy a poder cambiarme de ropa. No dispongo de nada más
que lo que llevo puesto –dijo–, pero no os preocupéis –se apresuró a añadir–, si
puedo retirarme a esa cámara que me habéis prometido ya me ocuparé de secarme. No
quiero ocasionar ninguna molestia.

–Si sois diestra con el hilo y la aguja podéis tener toda la ropa que queráis –le
dijo Robert observándola con curiosidad–. Tengo baúles enteros llenos de telas que
podéis utilizar.

Álex se echó a reír. ¿Coser? ¡Por Dios, si hasta para coserse un botón acudía a la
modista del centro comercial! Tanto Robert como William la observaron sorprendidos
sin comprender muy bien su ataque de hilaridad.

–Lo siento –se disculpó ella–, pero jamás he tenido una aguja en la mano.
Probablemente me agujerease los dedos antes de poder clavarla en la tela.

Robert y William cruzaron una mirada sorprendida.

¿Una mujer que no sabía coser?

William se alejó sonriendo y meneando la cabeza mientras Robert volvía a


recorrer el cuerpo de la joven de arriba abajo. Álex se había quitado la capa que su
escudero le había prestado y se podía apreciar claramente la ropa que la joven llevaba
puesta. Una extraña camisa negra con bellos bordados también negros en el cuello y
en las mangas cubría su cuerpo y disimulaba una figura que él había podido entrever
claramente en el lago, cuando empapada se le había pegado a la piel. Se había
percatado de que tenía un cuerpo delgado y muy bien formado, quizá menos
curvilíneo de lo habitual, pero con las curvas necesarias para hacer salivar a cualquier
hombre.

La camisa que llevaba parecía de buena calidad y le sentaba estupendamente


bien. Sin duda había sido cosida por alguien experto. En cuanto a los pantalones, se
notaba que no estaban hechos para ella, ya que no terminaban de cubrirle las piernas
dejando al descubierto los finos tobillos bien formados. Robert echó un vistazo a sus
pies, ahora cubiertos por esos zapatos negros que sin duda eran más adecuados para
bailar o pasear que para una caminata por el bosque, y la imagen de unas uñas azules
en esos perfectos pies le vino a la mente. Jamás había visto algo así. Esos pies tan bien
formados y tan bellos con esas extrañas uñas azules… debería haberse sentido
repelido por ellos, pero no, cuando los había visto por vez primera le habían parecido
exóticos y muy atrayentes.

Con la imagen de los pies de la joven todavía delante de sus ojos alzó la vista y la
posó sobre el extraño y azul flequillo, que ya seco del todo le caía graciosamente
sobre el ojo derecho. La joven sopló con energía y el cabello voló hacia atrás.

–¿Habéis terminado ya?

–¿Cómo decís? –inquirió sorprendido.

–Que si habéis terminado ya de inspeccionarme –preguntó ella con una sonrisa


maliciosa pintada en el rostro. No le molestaba que ese hombre tan atractivo la mirase
de arriba abajo, pero le hubiese gustado más que la mirada de él reflejase más
admiración y menos curiosidad.

Robert se sintió enrojecer a su pesar, algo que hacía años no le sucedía y menos
aún como reacción a las palabras de una mujer.

La muchacha era demasiado franca y directa. Él estaba acostumbrado a otro tipo


de mujeres, las que se sonrojaban, las que bajaban los ojos delante de un caballero y
nunca hablaban si no se les preguntaba algo directamente. Todo lo contrario a esa
joven, que parecía no tener pelos en la lengua y que le hacía sentirse algo inseguro,
como si supiese algo que él no sabía. Había algo en esa oscura mirada que le hacía
sentirse extraño.

–Disculpadme, quizá he sido demasiado atrevida –se apresuró Álex a afirmar al


darse cuenta de que había hecho que Robert se sintiese incómodo. Debía controlar su
lengua. No se le podía olvidar que en esa época las mujeres de clase alta
probablemente no se dirigían así a los hombres con tanto desparpajo. Suspiró
mentalmente. Le iba a resultar difícil amoldarse a la situación. Sabía que iba a cometer
muchos errores–. Sé que mi franqueza puede resultar chocante. Intentaré ser más
comedida la próxima vez, os lo aseguro.

Robert se la quedó mirando con fijeza por espacio de unos segundos.

–Quizá sea yo el que intente ser menos comedido la próxima vez, os lo aseguro –
repuso finalmente con lentitud. El no tener que pensar cada palabra antes de
expresarse, como había de hacer en presencia de otras damas, tan fáciles de ofender y
tan difíciles de tratar, le resultaba satisfactorio en grado sumo. El comportamiento de
Álex y la forma tan abierta que tenía de mirarle le recordaba a sus camaradas, y no
precisamente porque ella tuviese un ápice de masculinidad en todo su cuerpo, nada
más lejos de la realidad. Era femenina hasta la médula, a pesar de su atuendo, de su
pelo corto y sus ademanes un tanto bruscos. Cada movimiento, cada gesto y cada
rasgo de su cara eran femeninos al cien por cien. Era realmente una mujer muy
atractiva. Quizá no la belleza clásica y pálida que se suponía estaba de moda, pero
tenía una sonrisa de dientes perfectos que podía resucitar a un muerto por la calidez
que desprendía.

Sí, era muy pero que muy atractiva.

Álex, sorprendida, se quedó mirándole algo embobada. Cuando estaba de buen


humor como era el caso, le brillaban los ojos y adquirían una tonalidad verde oscura
muy atrayente. Se preguntó qué aspecto tendría sin la barba que le ocultaba la mitad
del semblante. Ya con ella era atractivo a rabiar. Sin ella, probablemente haría que le
temblasen las piernas…

–¿Habéis terminado ya?

–¿Disculpadme?

–Que si habéis terminado ya de inspeccionarme. –Esta vez fue el turno de Robert


de regalarle una sonrisa maliciosa. La joven no pudo evitarlo, se echó a reír. Robert
sonrió

Y ese fue el momento donde se creó una especie de complicidad entre ellos.

Todo el mundo en el patio de armas observaba la escena. Robert FitzStephen no


era hombre de muchas palabras y casi siempre andaba taciturno, exceptuando los
momentos que pasaba con su hijo. Por eso, el ver la sonrisa que iluminaba su cara
mientras la extraña joven se reía a su lado en medio del patio, fue toda una sorpresa
para sus hombres, para los siervos y los criados que pululaban por allí. La historia de
cómo la joven había salvado al hijo del señor de Black Hole Tower ya había hecho la
ronda, y muchos comenzaban a acercarse al patio llenos de curiosidad para ver a la
mujer que había sido capaz de traer de vuelta del reino de los muertos al pequeño
Jamie. Algunos la miraban con desconfianza, otros se sorprendían de su peculiar
aspecto y señalaban su pelo azul con nerviosismo. Unos cuantos ni siquiera querían
acercarse a ella. La superstición estaba muy extendida en aquella época y lo que había
hecho la joven les era algo sobrenatural e incluso maléfico.

Álex, ajena a lo que sucedía a su alrededor, una vez que se hubo recuperado de
su ataque de risa, con la voz muy baja y señalando a un muchacho que en esos
momentos salía de las caballerizas y se dirigía a la herrería, le dijo: –¿Sería posible
conseguir algo como lo que lleva puesto él?

–¿A qué os referís?–inquirió Robert mirando al joven sin comprender. Era uno
de los hijos de Dunstan, el herrero, un mozo de unos doce años. Llevaba unas calzas
de lana marrón, botas negras y una camisa también marrón que le llegaba a los
muslos, ceñida por un cinturón. Un atuendo de lo más sencillo y modesto–. ¿Para
vestir? ¿Queréis vestir como un siervo? –le preguntó volviéndose hacia ella con una
ceja arqueada.

–Esas ropas parecen cómodas –repuso ella–. Sí, me gustan. Si pudiese conseguir
algo semejante. Puedo pagar –añadió rápidamente–. Tengo pfennigs de sobra –
mentalmente le dio las gracias a Mildred por las preciadas monedas.

Robert negó con la cabeza divertido. ¿Cuál sería la siguiente excentricidad de la


joven?

–Os conseguiré ropas como esas y no tendréis que pagar por ellas. Ya os he
dicho que podéis pedir cualquier cosa que necesitéis. Estoy en deuda con vos y nunca
podré pagaros lo que habéis hecho por mí. Y no se hable más –se apresuró a añadir al
comprobar que la joven quería protestar–. Ahora soy yo el que se está comportando
como un necio entreteniéndoos aquí mientras seguís empapada –añadió, y antes de
que Álex pudiese decir una sola palabra la cogió por el brazo con más delicadeza de lo
que se podía esperar en un hombre de su tamaño y la guio hasta las escaleras que
conducían a la torre principal, mientras gritaba: –¡Edda!
Una mujer rolliza con los cabellos rubios y la cara picada de viruela se acercó
presurosamente como si hubiese estado esperando que su señor la llamase. Hizo una
reverencia y esperó.

–Acompaña a la señora a la cámara que está junto a los aposentos de mi hijo. Es


mi invitada y se va a quedar aquí un tiempo. Obedece sus órdenes, ya que a partir de
ahora te vas a encargar exclusivamente de su bienestar. –Todo esto lo dijo en
anglosajón con un fuerte acento francés y a Álex le costó entenderlo. Entendía mucho
mejor el francés de los normandos que el inglés de los sajones. Y aunque los tres días
con Mildred le habían servido bastante, todavía tenía mucho que aprender.

La criada volvió a hacer una reverencia y esperó con la cabeza baja a que Álex la
siguiese. La muchacha inclinó la cabeza brevemente en un gesto de agradecimiento y
se dio media vuelta dispuesta a seguir a la tal Edda.

–Si no estáis muy cansada la cena se servirá en una hora –oyó la voz de Robert
detrás de ella.

Se giró nuevamente y le sonrió.

–Lo intentaré –dijo y sin más procedió a seguir a Edda que ya ascendía por la
escalera que conducía a la sala.

Robert la siguió con la mirada. Andaba de una manera muy peculiar, que en
otras mujeres hubiese parecido poco femenina, pero que en ella se convertía en algo
fluido y natural. Se movía como un gato, decidió. Tenía el mismo aspecto que uno de
esos gatos que andaban por el castillo y que cuando caían siempre caían de pie. Sí, se
movía de una manera felina.

No pudo apartar la vista de ella hasta que no desapareció tras la pesada puerta de
madera. Y todavía después permaneció unos segundos más mirando en su dirección
con una expresión inescrutable en el rostro. Finalmente se dio la vuelta y se dirigió a
la herrería.

Mientras tanto, Álex seguía a Edda intentando no perderse detalle de la sala que
estaban atravesando, aunque la joven sajona avanzaba a tal velocidad que la
muchacha apenas pudo ver gran cosa. La sala estaba iluminada por antorchas que
pendían de las paredes y tenía unas dimensiones considerables. Largas mesas y bancos
de madera se alineaban a lo largo de las paredes de piedra. El suelo estaba cubierto de
paja y Álex notó como algunas briznas se le clavaban en los desnudos tobillos. Al
fondo, en una chimenea de grandes dimensiones chisporroteaba un fuego. Varias
personas se reunían delante de él en animada conversación, pero al verla aparecer las
conversaciones cesaron y todas las miradas se posaron sobre ella. Aparentemente, la
historia de cómo había salvado al hijo de Robert ya se había propagado por el castillo.
Uno de los que se encontraban delante de la chimenea era el tío de Robert que la
saludó con una pequeña inclinación de cabeza y una sonrisa a la que ella
correspondió.

Álex no tuvo tiempo de fijarse en nada más, Edda subía ya por una escalera que
se encontraba a la derecha, junto al muro y que a Álex le pareció bastante peligrosa
porque no tenía barandilla ni nada por el estilo donde agarrarse. Mientras ascendía
notaba como era inspeccionada por los allí presentes. No fue hasta el final de la
escalera y una vez hubieron doblado un recodo y la sala se ocultó a su vista que las
conversaciones que su presencia había interrumpido volvieron a reanudarse.

Estaban en un angosto pasillo mal iluminado. La única iluminación del mismo


procedía de una antorcha al final. Edda, al ver que Álex se detenía le hizo un gesto
señalando una puerta justo unos metros más adelante. La joven se apresuró a seguirla.
Estaba muy excitada. Tenía unas ganas terribles de verlo e inspeccionarlo todo.

Edda abrió la puerta y le cedió el paso. Álex entró en la que a partir de ese día
iba a ser su habitación. No era excesivamente grande y tenía un aspecto bastante
espartano. A la derecha de la puerta, al fondo, había una cama sin patas, a ras del
suelo, no muy grande, cubierta por una piel. A sus pies se encontraba un baúl de
madera y cuero de generosas dimensiones, y sobre la cama, en la pared, colgaba un
tapiz que representaba una escena de caza. A la izquierda de la puerta, una mesa
maciza de madera y una silla de aspecto robusto completaban la decoración. Sobre la
mesa varias velas iluminaban unos papeles y utensilios de escritura, tintero y plumas,
como si alguien hubiese estado trabajando allí. Justo frente a la puerta, al otro lado de
la habitación, unas pieles cubrían la pared, detrás de las cuales Álex supuso una
ventana.

«Cien mil veces mejor que el suelo de la cabaña de Mildred», pensó.

–Veo que la habitación ya está ocupada por alguien –dijo señalando la mesa y los
papeles–. No quisiera ser una molestia para nadie.

La criada la miró con estupor. Probablemente el que Álex conociese su idioma


la habría llenado de asombro.

–Oh, no mi señora, no está ocupada por nadie. No sois una molestia para nadie.
Mi señor ha dicho que está cámara es vuestra a partir de ahora, por lo tanto lo es.
Ahora mismo enviaré a un criado a retirar las cosas del maestro Osbert Postel. Es el
administrador del castillo y a veces revisa aquí las cuentas –se apresuró a informarle
Edda intentando evitar que su mirada se posase sobre el extraño flequillo de la joven.
No quiso añadir, que el maestro Postel, como él mismo insistía en que le llamasen,
también dormía en esa habitación y la utilizaba para otros fines, a espaldas del señor,
que siempre estaba muy ocupado y lo ignoraba. Edda sabía que el maestro Postel no
iba a tomarse muy bien el tener que abandonar esos aposentos para volver a dormir
en la sala junto a todos los demás. Y menos aún el tener que cedérselos a esa peculiar
mujer.

Edda, después de hacer una reverencia, abandonó la cámara con rapidez, Álex
dejó caer al suelo el saco que llevaba a la espalda y le echó un vistazo a los papeles
que había sobre la mesa. Parecía contabilidad elemental. Al lado de cada palabra,
escritas en latín todas ellas, aparecía una cifra, y al final de cada página la suma total.
En la primera hoja había anotaciones tales como: sal, cinnamonum, piper, myristica
fragrans, zingiber, cuminum, que Álex supuso eran especias. En otra se hacía
mención a: filum, linum, ligneus alveus, ligneus lugula, cereus, papyrum y otras
muchas que Álex no consiguió entender debido al tipo de letra tan peculiar que se
usaba en la época, tan parecida a la de su pergamino misterioso. Le sorprendió, eso sí,
que todas las páginas estuviesen duplicadas, en lo único en que se diferenciaban era
en las cantidades anotadas junto a los diversos objetos. En algunas páginas, las
cantidades eran el doble que en otras. Se encogió de hombros. No tenía ni idea de lo
que podía significar aquello y tampoco era asunto suyo.

Se acercó a la pared del fondo e hizo a un lado las pieles que la cubrían; una
estrecha y profunda ventana por la que apenas entraba la luz quedó al descubierto.
Desde donde ella estaba solo se podía ver una pequeña parte del patio, justo una
esquina de las caballerizas y el acceso a la herrería. No lo suficiente.

Un ruido a su espalda la hizo girarse. Un muchacho joven había entrado en los


aposentos y procedía a retirar las cosas del tal Osbert Postel. La miraba de reojo
mientras recogía todos los papeles que había sobre la mesa, el tintero y las plumas.
Terminó con rapidez y se apresuró a abandonar la habitación. En su prisa por salir casi
se dio de bruces contra otro muchacho que en esos momentos entraba por la puerta
cargando un barreño enorme de madera que depositó en medio de la habitación y que
Álex se quedó mirando sorprendida. ¿Eso era una bañera? ¿Iba a poder disfrutar de
un baño con agua caliente? Su corazón comenzó a palpitar con fuerza. Después de tres
días lavándose en un río helado, el poder sentir el agua caliente sobre la piel le parecía
un lujo precioso.

Unos instantes después Edda entraba en la habitación llevando un bulto de ropa


en las manos. La seguían dos muchachas que cargaban con cubos de madera
rebosantes de agua. Álex estuvo a punto de aplaudir cuando vio como las jóvenes,
que la examinaban con mal disimulada curiosidad, volcaban los cubos sobre el
barreño. Mientras tanto Edda retiraba la ropa de cama y la cubría con la otra que había
traído.

–Mi señor Robert me ha entregado esto. Es para vos.

La criada sostenía en alto algo semejante a unos pantalones, una camisa, y unas
botas de cuero marrón. ¡Genial! ¡Robert le había conseguido la ropa que había
pedido! Por fin podría deshacerse de la que llevaba puesta.

–Muchas gracias –murmuró mientas se acercaba a la bañera, ahora llena de agua


caliente. Las dos jóvenes hicieron una reverencia y se retiraron. Edda, después de
dejar un tosco trozo de jabón y un paño blanco sobre el baúl y preguntar si necesitaba
algo más, también se retiró y cerró la puerta a su espalda, dejando a Álex sola al fin.

Con impaciencia procedió a librarse de las húmedas ropas que cubrían su


cuerpo, y con un gemido de placer al sentir el agua caliente en su cuerpo, se sumergió
en la bañera, que a pesar de no ser muy profunda le pareció una absoluta delicia.

Estuvo un buen rato en el agua, con los ojos cerrados, negándose a pensar en el
¿y ahora qué? Ya tendría tiempo de analizar la situación. De pensar en cómo debía
proceder. De momento lo único que podía hacer era relajarse y disfrutar de ese
inesperado y maravilloso baño.

Se enjabonó todo el cuerpo y el pelo con el trozo de jabón. Olía a algo que no
supo precisar, pero era agradable. Se recostó contra la pared posterior del barreño y
bostezó. La luz dorada de las velas hacía que la austera habitación pareciese acogedora
y agradable. Las sombras danzaban en la pared frente a ella y los ojos de Álex
empezaron a cerrarse. Parpadeó un par de veces intentando evitar la somnolencia. No
quería quedarse dormida allí dentro, así que sumergió la cabeza bajo el agua con
dificultad y se aclaró el pelo. Luego se incorporó y cogió el paño que Edda había
dejado sobre el baúl. No era muy grande, ni demasiado suave, pero suficiente para
secarse. Su pelo corto no necesitaba cuidados especiales, ni tan siquiera un peine, lo
cual era de agradecer. Sabía que en unos minutos se habría secado.

Aunque casi hubiese sido mejor que permaneciese mojado, ocultando el


llamativo color azul. Dejó escapar un suspiro. Las miradas que atraía con ese color de
pelo no le habían pasado desapercibidas.

–Bien Álex, muy bien… Solo tú eres capaz de caer a través de un agujero en el
tiempo y llevar el pelo azul… El camuflaje perfecto para esta época. –Se hizo un gesto
obsceno a sí misma con el dedo corazón de la mano derecha–. Sí, señor. Tú sí que
sabes.

Recogió la ropa que había llevado puesta y haciendo un esfuerzo decidió lavarla
en el agua jabonosa de la bañera. No quería convertirse en una molestia para nadie, y
tampoco quería que nadie viese su ropa interior, tan diferente a la que solían usar en
esa época: bragas y sujetador deportivos de color negro. Arrugó la nariz al ver el
lamentable estado en el que se encontraban después de cuatro días de uso
ininterrumpido.

Una vez hubo lavado todo, lo colgó en el respaldo de la silla esperando que
estuviese seco al día siguiente, y se envolvió en la capa que el escudero de Robert le
había prestado. Se la devolvería al día siguiente, decidió. Era tan suave y tan cálida…

Apagó todas las velas que había sobre la mesa menos una y sumió la habitación
en penumbra. Decidió recostarse un momento antes de vestirse y bajar a la sala a
cenar algo, como Robert le había pedido. Lo cierto es que tenía ganas de tomar parte
en un banquete medieval. Sí, podía ser interesante… Pero estaba tan cansada… solo
sería un momento, decidió. Un momento de descanso y se pondría en marcha…

La última imagen que cruzó por su cabeza antes de quedarse profundamente


dormida fue un rostro masculino con una poblada barba negra y unos profundos ojos
verdes.
Capítulo Diez

Álex despertó sobresaltada. Había tenido un sueño muy extraño. Había soñado
que se encontraba en la Edad Media y que había salvado a un niño de morir en un
lago. Extraño, pero muy real.

Bostezó y se frotó los ojos adormilados. Mientras se estiraba posó los ojos sobre
la pared frente a su cama. Se sobresaltó.

¡No había sido un sueño!

La mesa de madera maciza y la silla donde había colgado su ropa para que se
secase la noche anterior le devolvieron la mirada. Un débil rayo de luz entraba por
uno de los extremos de la piel que cubría la ventana, por lo que Álex supuso que ya
era de día. Los restos de cera sobre la mesa de la vela que había dejado encendida la
noche anterior le hicieron darse cuenta de que debían haber pasado varias horas.

La bañera seguía estando en medio de la habitación, su saco en el suelo junto a la


mesa, allí donde ella lo había dejado, y ella misma envuelta en la mullida capa del
escudero. Aparentemente lo que iban a ser solo unos cuantos minutos de descanso se
habían convertido en horas de sueño reparador.

La cama sobre la que yacía era blanda, mucho más blanda que el colchón de
muelles sobre el que ella acostumbraba a dormir en casa. Y la almohada también era
mucho más mullida que la que ella poseía. Estaba rellena de plumas y una de ellas se
había salido y le acariciaba la mejilla. Cerró los ojos un momento y respiró
profundamente. El olor que penetró en su nariz era peculiar, no desagradable, pero
completamente diferente al que estaba habituada. Le parecía increíble encontrarse allí,
en ese castillo. La suerte, como tantas otras veces, había vuelto a acompañarla. Ya no
tenía que buscar un sitio donde vivir mientras estuviese en esa época, ni tendría que
preocuparse por encontrar una manera de sobrevivir; la fortuna había querido que
salvase a aquel pequeño y que su padre se sintiese en deuda con ella… Su padre…
«Robert, Robert FitzStephen», repitió mentalmente un par de veces dejando que
el nombre resonase en su cerebro. Una sonrisa curvó sus labios al pensar en el
caballero.

¡Menudo ejemplar de hombre! Quizá era demasiado varonil para la época


moderna, donde los hombres acostumbraban a depilarse todo el cuerpo, a broncearse
con rayos uva y acudían a cortarse el pelo a estilistas experimentados. Pero una cosa
estaba clara, atractivo era un rato. Muy atractivo. De esa manera salvaje y bárbara que
a ella le gustaba. Estaba un poco harta de metrosexuales con cejas depiladas que se
preocupaban por su cutis más que ella.

Robert FitzStephen no era así. Desde luego que no. Era más bien todo lo
contrario.

Suspirando lánguidamente con la imagen de ese espécimen masculino en su


cabeza abrió los ojos con lentitud y se incorporó. El gruñido con el que su estómago
la saludó hizo que Robert FitzStephen se borrase de golpe de sus pensamientos. ¡Tenía
un hambre de lobo!

Decidió vestirse cuanto antes y salir a explorar el castillo. No había podido ver
mucho de su interior el día anterior, pero el exterior le había resultado imponente. Se
le había encogido el estómago de la impresión cuando había visto las murallas
coronadas por almenas por primera vez. Dos torres cuadradas las flanqueaban y
aunque no eran muy altas, vistas de cerca impresionaban. Se había sentido como en
una película. Solo habían faltado Kevin Costner y Morgan Freeman, como en la
película de Robin Hood que había visto varias veces hacía años… Se había sentido
como una niña con zapatos nuevos, maravillada por todo lo que veía. Había leído
tantas novelas históricas en su vida… y ahora se encontraba en medio de la Historia.

Sí, Historia con mayúsculas.

¡Ella! ¡Alejandra Carmona Schmidt en la Edad Media! En su ansia por


impregnarse de todo, había estado a punto de caerse del caballo al cruzar el foso sobre
el puente levadizo. Se había inclinado tanto en la silla al pasar por debajo del enorme
rastrillo de hierro, que William había tenido que detener el caballo y la había lanzado
una contemplado lleno de curiosidad.

El patio de armas también había conseguido enmudecerla. A esa hora de la tarde


había estado abarrotado de gente. Siervos, tanto hombres como mujeres, vestidos de
forma similar a Mildred, habían ido de un lado para otro llevando diversas cosas,
fuentes con carne cruda, cubos de agua, montones de forraje, cántaros… Era como si
alguien los hubiese avisado de la llegada de su señor y estuviesen preparándolo todo
apresuradamente para él.

A la derecha había podido ver un pozo enorme de piedra y varias mujeres


reunidas en torno a él sacando agua. Al fondo a la izquierda se encontraban las
caballerizas y junto a ellas una edificación baja en cuya entrada se había dibjado la
silueta de un hombre alto y fornido vestido con un peto de cuero y que llevaba en la
mano un enorme martillo de hierro. La figura llenaba el hueco de la ancha puerta,
pero tras él se veían colgados diversos utensilios de metal por lo que Álex había
deducido que debía ser el herrero o armero, o como narices se llamase.

Detrás del pozo, al fondo, Álex había divisado grotescas figuras de madera como
postes, de estatura similar a los guerreros que la acompañaban, aunque apenas
recordaban la forma de seres humanos. Habría unas diez o doce y todas ellas
mostraban muescas y marcas de espada. Probablemente allí sería donde entrenaban
los caballeros.

Un grupo de niños desaliñados la había observado desde lo alto de una escalera


de piedra que conducía del patio de armas a la parte superior de una de las torres.
Álex los había saludado con la mano y uno de ellos, un muchacho de unos seis años
le había devuelto el saludo tímidamente. Los demás la habían mirado con enorme
curiosidad infantil.

La torre principal justo frente a la entrada del castillo, era más alta que el resto de
las edificaciones. Debía tener dos o tres alturas y resultaba abrumadora de cerca. Justo
delante de ella había detenido William el caballo. Había ayudado a Álex a descender
del mismo y mientras la muchacha contemplaba todo a su alrededor con los ojos muy
abiertos Robert se había acercado a ellos.

Álex todavía podía recordar el intercambio de palabras que había tenido lugar
entre ellos el día anterior. Le había resultado divertido. Aunque el caballero
aparentaba ser algo serio y hosco, no había tardado mucho en devolverle la sonrisa y
mostrar su parte más agradable. Ese era el efecto que Álex solía tener en todo el
mundo. La joven hizo una mueca al pensar en la cara de Robert mientras la observaba
de arriba abajo. Sabía que en su época era una joven atractiva que se llevaba a los
hombres de calle, pero allí… no era lo que los hombres podían considerar una
belleza. Con el pelo corto y azul, su cuerpo atlético y sus modales demasiado abiertos
no era precisamente una dama…

Le hubiese encantado que Robert, ese magnífico ejemplar de hombre le dirigiese


una mirada admirativa…

Suspiró.

En fin, tampoco era tan importante. Tenía otras cosas en que pensar, como por
ejemplo, en cómo narices iba a conseguir volver a casa.

Se levantó de la cama y cogió la ropa que Edda le había traído el día anterior.
Había algo parecido a unos calzoncillos de lino blanco bastante anchos y que llevaban
unas tiras de tela en la cinturilla. Las calzas, una especie de perneras de pantalón
independientes, que eran de lana marrón, también llevaban unas tiras de tela en la
parte superior y Álex sonrió divertida. Parecían unas medias de señora con ligueros.
La camisa era también de lino, blanca y suficientemente amplia, con mangas
abullonadas que se ajustaban a las muñecas también con tiras de tela. Todo llevaba
tiras de tela. Se iba a pasar la mañana haciendo nudos… Lo que daría ella ahora
mismo por una buena cremallera…

Primero se puso los calzones y se los ató a la cintura. Advirtió que le sobraban
cuatro tiras de tela que dejó colgando, sin saber muy bien qué hacer con ellas.
Probablemente tenía un aspecto ridículo, pero como no había espejo en el que poder
mirarse… daba igual. Luego se puso las calzas, primero la derecha, luego la izquierda.
Le quedaban un poco grandes. Después de pensar un rato para qué podían servir las
tiras de tela que colgaban de la parte superior de las calzas a la altura del muslo llegó a
la conclusión de que debía atarlas a las tiras de tela que colgaban de los calzones y eso
hizo.

¡Perfecto! ¡Así era! De esa forma ajustaba las calzas impidiendo que se le
deslizaran hacia abajo. ¡Muy ingenioso! Satisfecha con el resultado se puso la camisa.
Le cubría hasta los muslos y aunque la abertura del escote le llegaba hasta los pechos,
con las tiras de tela que colgaban del cuello se la ajustó de tal manera que apenas
quedó un resquicio. También se hizo varios nudos en las muñecas aunque al ser
diestra le costó bastante cerrar el puño derecho. La tela de la camisa era gruesa, y Álex
comprobó agradecida que no se le transparentaban los pechos. Lo último que
necesitaba era atraer las miradas masculinas sobre ella.

Bueno, aunque no le importaría atraer una mirada masculina específica…


Inspeccionó el resto de las cosas. Las botas de cuero marrón eran un poco
grandes para ella, pero se las puso sin dudarlo. Le llegaban a media pantorrilla y
estaban forradas de suave piel de conejo. Después de haber desollado tres de ellos
Álex podía confirmar que así era. El interior era tan suave, que Álex no echó de
menos la ausencia de medias o calcetines, y al estar forradas, tampoco le estaban tan
grandes como pensó en un principio. Además unos cordones de cuero le permitían
ajustarlas. Un cinturón ancho de cuero marrón oscuro con una bonita hebilla de metal
completaba el atuendo. Sorprendida comprobó que del cinturón pendía una vaina con
un pequeño cuchillo dentro de ella. Lo sacó. Estaba bastante afilado y el mango era de
madera. Le resultó curioso.

Contenta con su aspecto, aunque no pudiese ver su imagen en ningún espejo, se


inclinó sobre el agua fría de la bañera y se lavó las manos y la cara en ella. Luego
cogió el saco con sus escasas pertenencias y sacó las provisiones que llevaba allí. Las
dejó encima de la mesa. Tanto la carne seca como el pan estaban en muy buen estado.
Los conservaría en su habitación por su acaso tenía hambre más adelante. El resto de
sus cosas las guardó en el baúl que había a los pies de la cama, que estaba vacío.
Esperaba que nadie fuese a mirar allí. Por si acaso metió el móvil en el sombrero y lo
tapó con la capa de Mildred.

Tenía ganas de ir al baño, pero no sabía muy bien donde debía ir. En la cabaña
de Mildred había sido fácil, en medio del bosque y ya, como cuando había ido de
acampada con el colegio. Pero allí en el castillo, las cosas resultaban un tanto más
complicadas. Decidió abandonar la habitación y buscar a Edda.

El pasillo estaba desierto y a oscuras. ¡Joder, la iluminación era pésima! La


antorcha que el día anterior lo había mal iluminado estaba apagada y Álex tuvo que
andar con cuidado para no tropezar con los irregulares bordes de las piedras del suelo.
Cuando se acercó al recodo desde donde se podía ver la sala debajo de ella, escuchó
las voces de los allí reunidos. No había tenido tiempo de mirar abajo, cuando Edda se
materializó frente a ella sobresaltándola. Tenía que haber estado esperando a que la
joven abandonase sus aposentos.

–Buenos días señora –dijo haciendo una reverencia.

–Buenos días Edda –la saludó Álex dirigiéndole una sonrisa. La sajona tenía un
aspecto increíblemente saludable. Era algo más alta que ella y con curvas
pronunciadas. Tenía el pelo rubio y recogido en dos trenzas que le colgaban a la
espalda. Sus ojos eran grandes y azules y de no ser por las cicatrices que cubrían su
rostro hubiese sido una guapa muchacha. Llevaba una camisa parecida a la que Álex
se había puesto, pero de color gris oscuro, y una falda fruncida que llegaba casi hasta
el suelo en un tono marrón verdoso.

–Edda, necesito ir al servicio –comenzó Álex–. ¿Sabes dónde puedo…? –se


interrumpió al darse cuenta de que la otra no entendía a lo que se refería. ¿De qué
manera se referían a ello en la Edad Media? ¿Qué decían? ¿Evacuar? ¿Aligerarse?

–Tengo que… –volvió a interrumpirse. Hizo un gesto llevándose la mano al


vientre y poniendo cara de circunstancias.

Edda soltó una risita y asintió. Álex sonrió. El gesto era universal, al parecer. La
joven sajona echó a andar hacia el final del pasillo. Álex la siguió. Al fondo había una
pequeña puerta de madera en el muro. Incluso a Álex que era menuda le pareció
pequeña. La atravesaron y subieron unas estrechas escaleras de caracol. Arriba había
una especie de hueco practicado en el muro. Del techo pendía una piel que lo cubría
hasta el suelo. Edda apartó la rústica cortina y Álex pudo ver que era una especie de
cubículo en el que solo se encontraba un extraño asiento de piedra con una tapa de
madera redonda sobre él. El suelo estaba cubierto de paja y Álex pudo apreciar flores
secas entre las briznas. Un cubo lleno de agua estaba en el suelo. En la pared una
abertura estrecha dejaba pasar algo de luz. Olía mejor de lo que se esperaba.

–Aquí es, mi señora. Nuestro señor encargó su construcción cuando se hizo


cargo del castillo. No hay otro igual en ningún castillo de por aquí –la joven le
explicó. Sus palabras destilaban el orgullo que sentía–. Trajo la idea de la Normandía.

Álex asintió mirándola con interés. Edda se sonrojó, como si hubiese hablado
demasiado y se retiró rápidamente haciendo una reverencia. Álex la oyó bajar la
escalera de piedra.

Así que la letrina era algo fantástico, maravilloso e innovador… mmm. Ya.

Con la nariz arrugada cogió la tapa de madera que se asemejaba a la de una


cacerola y la retiró. Un agujero negro quedó al descubierto. Álex casi hubiera
preferido hacer sus necesidades en el bosque y no tener que apoyarse en ese agujero
de piedra. Le parecía un tanto asqueroso. Por otro lado sabía que la higiene en la Edad
Media dejaba bastante que desear, por eso le sorprendió que el castillo tuviese su
propia letrina y que estuviese tan bien cuidada. No creía que el detalle de las flores
secas entre la paja y el cubo de agua fuesen precisamente muy medievales. En fin,
parecía ser que en la Normandía todo era mucho más civilizado. Una suerte que el
señor de Black Hole Tower se hubiese criado allí.

Haciendo de tripas corazón utilizó el rústico urinario y luego vertió el agua por
él, echando de menos un rollo de papel higiénico. Suspiró. No quiso ponerse a pensar
donde desembocarían todos aquellos residuos. Ojos que no ven, corazón que no
siente.

Edda estaba esperándola al pie de la escalera, al otro lado de la puerta. Álex se


excusó unos instantes y volvió a su habitación para lavarse. Edad Media o no, ella no
iba a renunciar a su higiene.

******

Robert observó como la joven bajaba las escaleras siguiendo a Edda. Aunque
hacía un buen rato que tanto él como sus hombres habían acabado de comer no se
había decidido a levantarse de la mesa. Había echado de menos la presencia de la
extraña joven la noche anterior y no quería partir antes de haberla visto nuevamente.
Sus hombres llevaban un rato esperando indecisos. Ninguno había preguntado el
porqué de la tardanza, pero era un tanto extraño que Robert estuviese allí sentado,
delante de su jarra de ale, observando la escalera taciturno. Por lo general era un
hombre de acción, y el hecho de estar allí sin hacer nada, simplemente esperando, no
era propio de él.

William, sentado en otra mesa, se percató de que los ojos de su sobrino brillaban
interesados. Giró la cabeza para ver cuál era la causa y vio a Álex descendiendo la
escalera. Dejó escapar una risita. A esa distancia la joven tenía todo el aspecto de un
muchacho. Un muchacho muy atractivo desde luego. Aunque ningún muchacho podía
moverse de esa manera tan fluida y natural, como si se deslizase.

Robert estaba pensando lo mismo. La forma en que Álex iba descendiendo la


escalera le hizo entrecerrar los ojos. Nada nunca le había parecido tan femenino y
atrayente como la manera de andar de esa muchacha. Y el que fuese vestida como un
muchacho con la ropa que él mismo le había conseguido no le restaba encanto. Al
revés. Las calzas que llevaba resaltaban la forma de sus bien torneadas piernas y el
cinturón le ceñía la estrecha cintura. Sí, dentro de su originalidad era una mujer
realmente atractiva, y Robert sintió calor en la boca del estómago. No solía perder
mucho tiempo pensando en mujeres, pero debía aceptar que desde que había visto a
esa joven por ver primera no había conseguido quitarse su imagen de la cabeza.

Álex le vio en esos momentos y le saludó con la mano mientras le dirigía una
sonrisa de las suyas que convertían su bello rostro en un rostro simplemente
encantador. Robert sintió cómo el corazón le daba un vuelco.

¡Por Dios! ¡Menudo necio!

¿Acaso era un jovencito enamoradizo? Ya tenía veintiocho años y era viudo. Y


estaba endurecido de participar en numerosas batallas. ¿Por qué entonces había estado
esperando como un tonto a que la joven abandonase sus aposentos y se reuniese con
él antes de partir? Meneó la cabeza un tanto molesto consigo mismo y se levantó para
saludar a la muchacha que ya había llegado ante la mesa.

Álex no pudo evitar mirar al apuesto guerrero con su mejor sonrisa dibujada en
la cara. Si el día anterior había pensado que era atractivo, esa mañana le pareció
simplemente irresistible. Se había afeitado la barba y sus curtidas mejillas morenas
quedaban al descubierto. La cicatriz no le afeaba en absoluto haciéndole si acaso
todavía más atractivo. Llevaba el pelo peinado hacia atrás pero un par de mechones
díscolos le caían sobre la frente. Sus ropas eran parecidas a las que había llevado el
día anterior. Álex se sorprendió de que llevase puesta la cota de mallas a la mesa.
Normalmente solo se la ponían cuando iban a salir a guerrear o algo así ¿no?

–Buenos días señ… Álex –pareció recordar él el acuerdo al que habían llegado–.
Espero que hayáis dormido bien y que los aposentos hayan sido de vuestro agrado. –
Le cogió la mano y se la llevó a los labios para besársela.

Álex sintió un cosquilleo en el estómago cuando notó el roce de sus labios. La


respiración caliente de él sobre el dorso de su mano hizo que le temblasen algo las
piernas. Un tanto azorada retiró la mano bruscamente. No solía sentirse así con los
miembros del sexo masculino. Solía ser ella la que provocaba ese efecto en ellos. Ella
era bastante más fría y no perdía la cabeza.

–No hace falta que seáis tan formal Robert. Y sí, he dormido estupendamente y
los aposentos son de mi gusto. Muchas gracias por la ropa, también. Todo es perfecto
–añadió sentándose en una silla que él había retirado junto a la suya. Se sentía un
tanto ridícula hablando de aquella manera, utilizando expresiones y palabras arcaicas
que en su vida normal no habrían tenido cabida.

Edda se acercaba en ese momento portando una bandeja. Frente a ella depositó
una jarra de ale, un plato con varias rebanadas de pan blanco con nueces que tenía
una pinta exquisita, otro plato con un generoso trozo de queso y un cuenco que
contenía una miel dorada y espesa. A Álex se le hizo la boca agua. Si solo hubiese
podido sustituir la jarra de ale por un café bien cargado…

Robert sonrió al ver como la joven contemplaba la comida.

–Parecéis hambrienta. No os dejéis interrumpir por mí. Comed.

Álex no se lo pensó dos veces. Haciendo uso del cuchillo que llevaba en el
cinturón cortó un par de rebanadas de queso y se hizo una especie de sándwich con el
pan con nueces. Luego, introdujo el cuchillo en el cuenco con miel y procedió a untar
otra de las rebanadas de pan. También lo cerró convirtiéndolo en otro sándwich.

Robert la observaba perplejo y fascinado a la vez. Nunca había visto a nadie


preparándose la comida de esa manera. Debía ser típico de la zona de donde venía.

–¿De qué parte de Castilla venís? –inquirió curioso.

Álex, que había estado a punto de llevarse el apetitoso sándwich de miel a la


boca, le miró arqueando las cejas.

–¿Rompéis vuestra promesa y me hacéis preguntas?

Robert la miró con los ojos entrecerrados. Ella tenía razón, por supuesto, pero la
curiosidad que sentía por ella le había llevado a olvidarse de su promesa. Había sido
algo torpe. Si quería averiguar más sobre ella tendría que ser más cuidadoso.

–Siento haberos ofendido –dijo finalmente–. La curiosidad me ha podido esta


vez. Intentaré contenerme la próxima –añadió inclinando la cabeza al tiempo que
sonreía.

–No pasa nada –se apresuró a decir Álex, no inmune a la devastadora sonrisa del
caballero–. Podéis hacerme todas las preguntas que queráis. Solo responderé a las que
me apetezca y ya está –terminó con un leve encogimiento de hombros y un gesto con
la mano.
Robert dejó que las palabras de ella penetrasen en su cerebro. ¡Menudo descaro!
Estuvo a punto de dejar escapar una carcajada. Nunca antes ninguna mujer le había
hablado como ella lo hacía. Entornó los ojos y la contempló con interés. No era capaz
de apartar la mirada de ella. Cada gesto, cada movimiento que hacía con las manos
mientras disfrutaba de la comida, le tenían absolutamente maravillado. Si quería
averiguar más sobre ella iba a tener que ser más astuto. No iba a resultarle fácil.
Parecía que en su presencia se le olvidaba pensar…

Álex, ajena a los pensamientos de Robert dio cuenta de su desayuno mientras


observaba la sala. Era cuadrada y de generosas dimensiones. Por fuera le había
parecido más pequeña. En la pared del fondo, la que ahora quedaba a su izquierda se
encontraba la enorme chimenea. Era tan grande que hasta un hombre de la estatura de
Robert podía haber cabido totalmente erguido bajo su arco de piedra. El fuego
crepitaba en ella esparciendo a su alrededor un agradable calorcillo. El grosor de los
muros y la falta de ventanas hacían que el interior del castillo fuese bastante frío. Álex
no quería pensar qué temperatura habría allí en enero. Ahora era junio y se agradecía
la manga larga.

El suelo estaba cubierto de paja y al igual que en el cubículo de la letrina también


había flores secas entre las briznas y Álex detectó un suave y agradable olor.
Probablemente acababan de echar las flores debido a la llegada del señor del castillo.
En unos días no olería tan bien, supuso. De las paredes colgaban tapices
representando escenas de guerra y se propuso inspeccionarlos más adelante. Solo
había visto tapices en algunos museos y siempre habían estado descoloridos por el
tiempo. Estos de aquí brillaban en alegres y vivos colores. Entre ellos algunas
antorchas proporcionaban una luz suave a la sala.

Solo ella y Robert se sentaban a la mesa aunque era larga y podían haber cabido
más de quince personas. Frente a ellos en otra mesa la mayor parte de los caballeros
de Robert ni siquiera se esforzaban por disimular la curiosidad y contemplaban a Álex
de reojo. La joven alzó la mano y saludó a William que levantó su jarra de ale y le
sonrió.

–Me gusta vuestro tío –dijo retirando el plato y volviéndose a mirar a Robert.

–Después de mi hijo es mi única familia –repuso él–. No tengo contacto con los
demás.

William era el hermano de su padre y se había mantenido fiel a su sobrino y


había renegado de Stephen d’Avre cuando este había decidido nombrar heredero a su
otro hijo. William adoraba a Robert y no había dudado en abandonar Château
Roumare para irse a Inglaterra con su sobrino. Como hijo menor de los d’Avre todas
las tierras las había heredado su hermano Stephen y él siempre había vivido a su
sombra. Robert le había cedido unas cuantas hectáreas de terreno donde podía
retirarse cuando quisiera. De momento había decidido quedarse junto a él en Black
Hole Tower y participar en su reconstrucción.

En ese preciso instante un grito llenó el aire. Una pequeña figura bajaba las
escaleras corriendo. Álex sintió como se le encogía el corazón al ver como Jamie
descendía los peligrosos escalones a toda velocidad.

–¡Papá! ¡Papá! –gritaba el pequeño totalmente excitado mientras se acercaba a su


padre, que se puso en pie con una amplia sonrisa en el rostro. El niño alzó los brazos
y Robert le lanzó en el aire y le volvió a coger haciendo que las carcajadas infantiles
llenasen la sala.

–Pensaba que te había ido. Y me puse muy triste. No puedes irte sin despedirte
de mí –dijo abrazándole con fuerza.

Álex se sintió extrañamente conmovida. La imagen del guerrero ataviado con


una cota de mallas abrazando a su pequeño mientras le brillaban los ojos de orgullo
no era algo que se viese todos los días. Bueno, por lo menos ella no lo veía todos los
días.

Unos instantes después llegó Beatrice sin aliento. Era obvio que había estado
corriendo detrás del pequeño. Álex la observó con detenimiento. Era una mujer ya
entrada en años, probablemente tendría unos cincuenta o más. El color de su pelo no
se apreciaba bajo el velo semitransparente que ceñía a su frente con un aro de metal.
Su cutis increíblemente blanco estaba surcado por arrugas profundas, como si hubiese
llevado una vida de sufrimiento constante, y sus ojos castaños desprendían bondad o
al menos eso le pareció a Álex.

–Ya he ido a verte esta mañana temprano, pero estabas dormido –decía Robert en
ese momento a su hijo con la voz cargada de ternura. Sonaba extraño en un hombre
de aspecto tan fiero–. Pero como ves no me he ido todavía. Aunque ya no tardaremos
en partir.

Al escuchar esas palabras Álex se sintió un tanto desilusionada. ¿Partir? ¿Se


marchaba?

–De eso precisamente quería hablaros –oyó decir a Robert a su lado. Había
depositado al pequeño en el suelo y se había girado a mirarla–. Mis hombres y yo
volvemos nuevamente a Wigmore. Como ya sabéis tenemos que estar allí.

Álex asintió brevemente y con cierta inseguridad. ¿Lo sabía ella?

–Solo vinimos ayer para controlar que todo estuviese en orden. Wigmore no está
muy lejos y mi Señor, el conde de Hereford no tiene ningún inconveniente en que me
ausente de cuando en cuando. Los asedios son algo tedioso y aburrido. Realmente no
hacemos nada más que esperar. –Robert se fijó en que la joven tenía la mirada perdida
y no le escuchaba–. De todas manera, solo quería deciros que en mi ausencia da igual
lo que necesitéis, solo tenéis que pedirlo. –Hizo una seña con la mano y un hombre
que había estado sentado en la mesa de enfrente se incorporó y se acercó con lentitud.
Era alto, algo más alto que Robert, pero no tan robusto. Tenía el pelo castaño claro
cortado al estilo normando y los ojos oscuros algo juntos. La nariz larga y recta y bajo
ella un frondoso bigote cuyos lados bajaban casi hasta la barbilla. Tenía el semblante
serio. Al contrario que Robert su atuendo era similar al que llevaba Álex aunque algo
más elegante. Llevaba una camisa azul con bordados en el escote y las mangas. No
parecía ataviado para partir.

–Este es Ralf Ferrieres, mi hombre de confianza. Cuando yo no estoy aquí, él se


encarga de todo.

El tal Ralf Ferrieres hizo una reverencia ante ella y le devolvió una mirada que a
Álex le pareció totalmente indiferente. «Qué hombre más frío», pensó.

–Ralf, te ruego que cualquier cosa que te pida mi invitada sea puesta a su
disposición inmediatamente. Cualquier cosa –añadió remarcando bien las palabras.

Ralf asintió. Ni una palabra salió de sus labios y sin ni siquiera mirarla se retiró
tan sigilosamente como se había acercado.

–Es hombre de pocas palabras –dijo Robert viéndole partir–, pero fiel como
ninguno y podéis acudir a él siempre que necesitéis algo, sea lo que sea.

–¿Y vos? ¿Cuándo volveréis? –preguntó Álex súbitamente con ansiedad.

Robert la miró fijamente. No pudo evitar que sus ojos se detuviesen sobre el
mechón de pelo azul que le caía sobre la mejilla. A pesar de su extraño aspecto tenía la
sensación de que iba a ser muy suave al tacto… ¡Maldición! Ya estaba divagando
nuevamente. ¿Qué es lo que ella le había preguntado? Ah, sí, que cuándo iba a
volver… No tenía pensado regresar hasta pasado un mes más o menos, pero se
sorprendió a sí mismo respondiendo: –En unos diez días volveremos por aquí a echar
un vistazo.

–¡Papá!

La aguda voz de Jamie le hizo darse la vuelta y zafarse de los oscuros ojos de
Álex que le observaban fijamente.

–¡Papá, yo quiero ir al lago con mi barco!

–No –fue la dura respuesta–. No puedes ir al lago. Ya sabes lo que estuvo a


punto de pasar ayer.

–Pero yo quiero probar mi barco –dijo el pequeño haciendo un puchero mientras


se le llenaban los ojos de lágrimas.

–He dicho que no.

–Yo podría ir con él –intervino Álex. La idea se le había ocurrido de repente–.


Podría ir con él y enseñarle a nadar –propuso–. Si supiese nadar nunca más correría
peligro cerca del agua.

Robert la miró sorprendido.

–¿Eso es lo que deseáis? ¿Enseñar a nadar a mi hijo? Creía que andabais


buscando un lugar donde descansar y tener tranquilidad antes de volver a casa. No
creo que con Jamie tengáis mucha tranquilidad.

El niño la miraba ahora con los ojos brillantes. Aunque la extranjera le inspiraba
respeto, era mayor la curiosidad, y el ir al lago y aprender a nadar le parecía una
aventura terriblemente emocionante.

–Me vendrá bien tener algo que hacer. No puedo pasarme todo el día encerrada
en mis aposentos descansando –dijo Álex. El niño era una preciosidad y se parecía
mucho a su padre. No creía que le resultase muy complicado enseñarle a nadar y sabía
que a su lado el pequeño no corría ningún peligro.
Robert estaba pensando lo mismo. Sabía que si con alguien estaba seguro su hijo
en el lago era con la muchacha. Nunca antes había visto a nadie nadar así. Cuando el
día anterior había contemplado como se deslizaba por el agua a una velocidad que
parecía absolutamente imposible que un ser humano pudiese alcanzar en el agua,
había pensado que no era real, que algo sobrenatural se deslizaba por la superficie del
lago. Y cuando la había visto sumergirse y pasar tanto rato bajo el líquido elemento
sin necesidad de respirar, se había quedado estupefacto. Nadie podía aguantar la
respiración durante tanto tiempo. Bueno, ella podía, desde luego.

–Está bien –concluyó–. Pero una escolta os acompañará hasta allí cada vez que
vayáis.

Jamie, que había estado esperando ansioso la respuesta de su padre dejó escapar
un gritito de júbilo y se abrazó a su pierna.

Robert le lanzó una divertida mirada a Álex, que le sonrió.

–Ahora debo partir –dijo levantando a su hijo en brazos–. No olvidéis lo que os


he dicho. Cualquier cosa que necesitéis decídselo a Ralf –añadió dirigiéndose a la
joven, que asintió.

Luego, con algo de reticencia se dio media vuelta con su hijo en brazos. Beatrice
los siguió. Los caballeros habían estado esperando ese momento ya que se
apresuraron a abandonar el banco donde estaban sentados y a seguir a su señor.
William se despidió de ella con un gesto.

En unos segundos la gran sala quedó desierta. Todos habían salido. Los que no
iban a partir con su señor habían salido a despedirle. Hasta los criados se habían
marchado. Álex se descubrió totalmente sola en esa enorme sala medieval. Suspirando
se dejó caer en su silla y fijó la vista sobre la puerta por la que acababa de desaparecer
Robert FitzStephen. Era un tanto estúpido pensar que quizá iba a echar de menos al
señor del castillo.

Totalmente estúpido.
Capítulo Once

La cabeza de Álex emergió fuera del agua. Aspiró por la nariz y llenó sus
pulmones de aire. Se echó hacia atrás y flotó durante unos segundos con solo el cielo
sobre ella. Adoraba esos momentos de paz cuando el agua la envolvía y todo sonido
se desvanecía. Siempre le había parecido algo irreal ese silencio; era como encontrarse
dentro del vacío. No conocía nada mejor. Después de nadar sin pausa durante una
hora, el tumbarse en el agua y flotar a la deriva era la cosa más relajante del mundo…

No estuvo así mucho tiempo, solo hasta que su respiración se regularizó y los
latidos de su corazón adquirieron un ritmo normal. Cambió de posición y nadando
lentamente se acercó a la orilla. Con cuidado para no resbalar en las piedras cubiertas
de musgo mojado, salió del agua.

Estiró los brazos y respiró hondo. El sol todavía no calentaba demasiado a esa
hora de la mañana, pero débiles rayos se filtraban ya entre las nubes y acariciaban con
suavidad su piel bronceada. Se escurrió el pelo con las manos y cogió la capa que
había dejado junto a su ropa en la orilla, se secó superficialmente y después la
extendió sobre la hierba y se tumbó boca arriba, dejando que la débil luz solar de
principios del mes de julio calentase su cuerpo. Se había acostumbrado a ir a nadar
todas las mañanas muy temprano y ya no le molestaba el frío matinal tanto como los
primeros días.

Se estaba tan bien allí, en esa soledad, con la única compañía de los cantos de
algunos pájaros… Sabía que su escolta no vendría a molestarla. Ya el primer día
habían llegado a un acuerdo. Ellos se quedaban en el bosquecillo que había justo antes
de llegar al lago y ella avanzaba sola. Estaban muy cerca y ella lo sabía. Si necesitaba
ayuda solo tenía que gritar y ellos la oirían, pero de esa manera podía disfrutar de
algo de privacidad y nadar en ropa interior. No quería que Gilbert Maynet y Alfred
Thorel, los dos caballeros que la escoltaban a diario, entrasen en estado de shock al
ver a una joven medio desnuda…
Además de estar completamente segura de que nunca habían visto un tatuaje.

Cuando acudía al lago por las tardes con Jamie, repetían el mismo
procedimiento. Ellos esperaban en el bosquecillo y ella y el niño seguían solos. El que
el pequeño viese su tatuaje o su ropa interior no le importaba demasiado, aunque la
primera tarde que habían ido al lago hacía ya unos quince días, el niño había abierto
unos ojos como platos cuando la joven se había despojado de toda la ropa, y tanto su
tatuaje como su ropa interior deportiva negra habían quedado al descubierto. Sin
hablar de sus uñas azules. El pelo ni mencionarlo, era algo a lo que el pequeño ya se
había habituado.

–¿Qué es eso que tenéis en la pierna?¿Y por qué vuestras uñas son azules al igual
que vuestro pelo? –había preguntado mirándola fascinado.

–Mis uñas son azules porque están pintadas, como mi pelo. Y lo que tengo en la
pierna se llama tatuaje. Es un dibujo.

–¿Tatuaje? Pero cuando os metáis en el agua se borrará –había dicho después de


observar el peculiar dibujo durante unos segundos. El tatuaje era mucho más
interesante que las uñas.

–No. No desaparece con el agua. Es un dibujo especial. Está debajo de mi piel –


había explicado ella–. Ven, tócalo. Ya verás como no desaparece.

Jamie había dudado un tanto desconfiado. Había necesitado que Álex le insistiese
otra vez más antes de acercar su manita. Casi con temor había pasado primero un
dedo con suavidad y luego toda la mano por el muslo tatuado de Álex. Los ojos le
habían brillado emocionados.

–Es una cadena –había dicho casi en un susurro–. Pero está rota. Aquí. –Había
colocado los dedos en la parte delantera del muslo de Álex sobre el eslabón roto.

–Sí, está rota.

–¿Por qué?

Álex se había quedado callada unos instantes observando como la mano de


Jamie repasaba los eslabones de su cadena rota. Habían pasado muchos años desde
que se había hecho el tatuaje, unos veinte, y ahora ya no tenía el mismo significado
que había tenido para ella en aquel entonces. Había sido una forma de rebelarse contra
su abuela. Una forma de decirle que no iba a ser su esclava. Y la cadena rota le había
parecido la mejor forma de hacerlo.

Recordaba el día en que se lo había hecho como si fuese ayer. Era su cumpleaños
y había tenido una fuerte discusión con su abuela. Le había comunicado su decisión
de dejar el equipo de natación; quería centrarse en la universidad y entrenar le quitaba
mucho tiempo. Además, nunca había pretendido llegar a nada con ese deporte, solo lo
hacía por diversión. Su abuela no lo había entendido. Jamás lo hacía.

Furiosa por la testarudez de su abuela se había marchado de casa dando un


portazo y había llamado a unas amigas dispuesta a olvidarse de todo y celebrar su
cumpleaños. Habían bebido, y casi sin saber cómo, se habían visto dentro de un
estudio de tatuajes de la Calle Arenal. Sin pensarlo dos veces, se había tumbado en la
camilla y había farfullado algo de la libertad y de romper las cadenas. De no seguir
siendo una prisionera…

Nunca podría olvidar la cara de su abuela cuando un par de semanas después


había acudido a la piscina donde ella entrenaba. Jamás olvidaría el momento en que
salió del agua y vio como la ya normalmente pálida cara de su abuela había adquirido
una tonalidad casi transparente cuando vio el muslo derecho de Álex y su cadena rota
tatuada sobre él.

Nunca más volvió a dirigirle la palabra…

La pequeña mano de Jamie que seguía trazando los contornos de su cadena rota
la había sacado de sus pensamientos.

–Tiene un significado muy especial para mí –le había dicho al fin–. Significa
que nadie me puede poner cadenas, que soy libre.

El niño había seguido trazando dibujos sobre el tatuaje.

–¿Yo también puedo tener uno? –había preguntado al cabo de un rato.

Álex se había echado a reír.

–Creo que no. No conozco a nadie que pueda hacerte uno por aquí. Tendrías que
venir conmigo a mi tierra para hacerte uno.

–¿Cuándo te vayas podré ir a visitarte? Podría hacerme uno cuando vaya a verte
–había dicho con la voz cargada de esperanza.

–Ya veremos, Jamie, ya veremos –había replicado ella moviendo la cabeza de un


lado a otro.

Esa había sido la única vez que habían hablado sobre su tatuaje. Pronto, el dibujo
de tinta del muslo de Álex pasó a ser algo natural que Jamie solo tocaba cuando salían
del agua, como para asegurarse de que no se podía borrar.

La primera lección de Jamie había ido muy bien. El pequeño se había desvestido
conservando sus pequeños calzones blancos. Su cuerpo todavía tenía la típica grasa
infantil, pero se apreciaba que en un par de años se iba a convertir en un muchacho
muy alto, probablemente más alto incluso que su padre.

Le había costado meterse en el agua. Aparte de que estaba bastante fría, el miedo
que había pasado solo un par de días antes se había grabado profundamente en su
cerebro, pero con mucha paciencia y sobre todo muchas bromas, había conseguido
que lo superase.

Había resultado ser un buen alumno. No había pasado ni una semana y ya era
capaz de sostenerse él solo en el agua donde no hacía pie. Ante todo era valiente el
muchachito y tenía muchas ganas de impresionar a su padre cuando regresase.

Todas las tardes bajaban al lago y pasaban allí un par de horas. Primeramente
con las clases de natación de Jamie, después simplemente jugando o haciendo
tonterías. Habían cogido por costumbre que antes de regresar al castillo, Álex siempre
le contaba alguna historia. Había empezado por los cuentos de los hermanos Grimm y
de Andersen, pero también le contaba otras historias adaptándolas a la época. Las
favoritas del muchacho eran las historias de Juego de Tronos, cuyos libros había leído
Álex hacía poco y recordaba perfectamente su argumento. Jamie la miraba
embelesado mientras ella le relataba las aventuras de los Stark, de los Baratheon y los
Lannister. El niño las adoraba. Sobre todo le fascinaba Daenerys Targaryen y sus
dragones.

Aparte de la estrecha relación que mantenía con el pequeño, su vida en Black


Hole Tower transcurría de una forma sumamente tranquila. Había conseguido
adaptarse bastante bien. Se levantaba por las mañanas muy temprano y desayunaba en
la cocina. A pesar de las protestas iniciales de Edda y de las cocineras que
consideraban que una señora no podía permanecer en la cocina como una vulgar
plebeya, Álex se había salido con la suya. Y así, su presencia en la cocina por las
mañanas se había convertido en algo habitual. Además, se había ganado el cariño de
las dos cocineras, Edith y Gertrude, dos hermanas que llevaban toda su vida viviendo
en el castillo y que ya habían sido las cocineras del anterior señor. Gracias a eso todas
las mañanas desayunaba un cuenco de leche caliente con miel, en lugar de la
inevitable jarra de ale, cuyo sabor aborrecía.

No había podido conseguir que los criados dejasen de hacer esas absurdas
reverencias en su presencia. A pesar de haber intentado explicarles que no era
necesario, las horrorizadas miradas habían hecho que desistiese y lo aceptase. No lo
soportaba y le indignaba profundamente la diferencia de clases, pero ¿quién era ella
para venir y tratar de cambiar las cosas? Así que se había resignado, y cada vez que se
cruzaba con algún criado que se inclinaba ante ella, miraba al cielo y se mordía la
lengua.

Beatrice, con la que al principio había temido no llevarse bien por haberle
arrebatado algunas horas de Jamie, resultó estar encantada con el arreglo. Ya no era la
más joven y un niño de cuatro años resultaba agotador. A falta de una señora en el
castillo, ella era la que se ocupaba de que todo estuviese en orden. De supervisar las
tareas de limpieza, de organizar los menús, de una vez comprobados los suministros
de la semana, hacer las listas de la compra y coordinarlo todo con el maestro Postel,
que era el encargado del dinero… Hacía tantas cosas, que cuando le había detallado a
Álex todo lo que una señora de un castillo debía tener en cuenta, esta casi había
echado de menos su jornada laboral de ocho horas al día.

Beatrice era muy habladora y le había contado a Álex todo lo que había querido
saber sobre Jamie, Robert, el padre de Robert y Black Hole Tower. Álex no se había
sorprendido demasiado al conocer la historia. Ya sabía por las diversas novelas con
trasfondo histórico que había leído a lo largo de su vida lo que significaba ser un
bastardo en la Edad Media. Menos mal que las cosas habían cambiado. ¡Lo que hacían
nueve siglos de diferencia!

Al parecer en aquella época el honor lo era todo. Increíble.

Un caballero, según le había contado Beatrice, juraba sobre los Evangelios


defender a la religión, la patria, el rey y los débiles, obedecer a los superiores, ser
cortés con todos, no servir a un príncipe extranjero, no faltar jamás a la palabra
empeñada, no mentir, no injuriar o calumniar, defendiendo siempre, aun con riesgo de
su vida, toda causa justa…
Los asuntos del honor debían ser algo muy serio. Y aunque a ella le resultaba
algo ridícula toda esa parafernalia, sabía que si quería adaptarse tenía que aceptar
todas esas cosas absurdas… Ver, oír y callar…

En los quince días que habían pasado desde que Robert y sus hombres se habían
marchado había pensado en él con frecuencia. Reconocía que se sentía atraída por el
caballero. Era un hombre realmente guapo y parecía no ser consciente de ello o eso le
había parecido a ella en las pocas ocasiones que había tenido de estar cerca de él. No
le conocía en absoluto, no tenía ni idea de cómo sería su verdadero carácter, pero un
hombre que adoraba a su hijo de esa manera y que no se avergonzaba de mostrar sus
sentimientos en público solo podía ser un buen hombre. La imagen que ella había
tenido de los caballeros medievales distaba mucho de la que Robert presentaba. A
pesar de su aspecto un tanto hosco y algo salvaje, tenía unos modales excelentes, y
tampoco le faltaba sentido común e incluso delicadeza. Igual que en su época, pensó
irónicamente, donde los hombres tenían un aspecto de lo más suave, pero eran unos
verdaderos estúpidos y en ocasiones terriblemente machistas.

Álex lo sabía bien, había vivido con un par de la especie.

Se había pasado los primeros días deseando que él regresase. No es que no


tuviese otras cosas en que pensar, pero en su presencia había sentido una especie de
complicidad que no había sentido con nadie desde hacía años y le hubiese gustado
profundizar en ella. Pero después de que hubiesen pasado los diez días que él había
dicho que iba a tardar en volver y no lo hubiese hecho, Álex había decidido
concentrarse en otras cosas y dejar de pensar en él. Quizá en otro momento, en otro
lugar, en otra vida se hubiese planteado el acostarse con él. Desde luego que ganas no
le faltaban, pero eso sería complicar las cosas. Dependía totalmente de él y de su
hospitalidad y no quería estropearlo.

Abrió los ojos y contempló las nubes que pasaban rápidas por encima de su
cabeza. Ya estaba casi seca y tenía que volver al castillo. Beatrice la estaría esperando.
Había prometido mostrarle cómo hacían jabón. Álex curvó los labios en una sonrisa
imaginándose a sí misma llevando a cabo esos menesteres… ¡Quién se lo podía haber
imaginado! ¡Álex Carmona haciendo jabón!

Lo cierto es que estaba aprendiendo muchísimo de la niñera de Jamie. Tenía más


paciencia que un santo y respondía todas las preguntas de Álex sin cuestionarse cómo
era posible que la joven no supiese cosas tan elementales que hasta un niño de pocos
años sabría. Había sido la niñera la que había recorrido todo el castillo con ella, desde
la cocina hasta el gran almacén que se encontraba en otra edificación, en cuyo sótano
estaba la bodega donde se guardaban los vinos importados y ciertos alimentos
perecederos que debido a la humedad y el fresco del subsuelo allí se conservaban por
más tiempo.

También le había enseñado los aposentos de Jamie, donde ella misma dormía, y
de su padre. Álex se había quedado impresionada al ver las numerosas espadas que
adornaban las paredes. Beatrice le había explicado que Robert las había ganado
participando en torneos en la Normandía. Así era como había conseguido su fortuna,
le había dicho.

También le había llamado la atención la enorme cama cubierta por pieles de


animales –todos ellos cazados por él, según Beatrice–, y la generosa chimenea, algo de
lo que sus aposentos carecían y que iba a echar terriblemente de menos en invierno, si
es que hasta ese momento no lograba encontrar una forma de volver a casa.

La vuelta a casa era otro tema sobre el que se rompía la cabeza día sí y día
también. Todas las noches, aunque mejor sería decir tardes, se retiraba temprano a su
habitación y a la luz de una vela se dedicaba a estudiar el pergamino. Lo había leído
tantas veces que se sabía todas las borrosas palabras de memoria. Conocía cada
mancha y cada pliegue del manuscrito como si fuese la palma de su mano.

Ralf Ferrieres le había proporcionado papel, tinta y plumas. Cuando la joven, un


par de días después de su llegada le buscó para hablar con él y le preguntó si sabía
dónde podía comprar utensilios para escribir, lo único que había recibido había sido
un gesto por respuesta. Al principio pensó que la había ignorado ya que se había dado
la vuelta y la había dejado con la palabra en la boca.

Era un hombre extraño. Jamás sonreía. Desde que Álex vivía en el castillo no le
había visto más que un par de veces y siempre de pasada. Era como si él supiese
donde iba a estar ella en todo momento y rehuyese su presencia. No era posible no
coincidir nunca, y menos en un lugar donde casi todo lo que sucedía, sucedía en la
gran sala del castillo.

Al cabo de un rato, en el que la joven había pensado que iba a tener que acudir a
Beatrice y preguntarle por el papel, Ralf se había acercado a ella llevando en las
manos una caja de madera. Se la había entregado sin decir palabra y se había alejado
sin mirarla. Álex le había visto alejarse con una mezcla de enfado y extrañeza. No le
solía suceder muy a menudo que alguien la tratase con absoluta indiferencia.
La caja era del tamaño de un ordenador portátil aunque algo más profunda,
pesaba bastante y su tapa estaba tallada con motivos florales. Curiosa se había dirigido
a la larga mesa que a esas horas estaba desierta y la había abierto. Dentro había varias
hojas de papel, un pequeño recipiente metálico y unas cuantas plumas de ave blancas.
Había sacado una de las plumas y la había examinado. El cañón estaba duro, muy
duro. Había tenido que ser sometido a algún tipo de endurecimiento porque las
plumas normales no eran así. No le había hecho falta pasar el pulgar por el extremo
para darse cuenta de lo afilada que estaba. El recipiente metálico que tenía una tapa
también de metal resultó ser tinta negra. Y el papel resultó ser vitela, al tacto. Había
tocado suficientes pergaminos en su vida para saber que no era papel. Sabía que el
papel, o la vitela como era el caso, era caro y había querido darle las gracias a Ralf,
pero como de costumbre había desaparecido de su vista.

A partir de aquel día, todas las noches anotaba cualquier pensamiento que
hubiese podido ayudarle a regresar a casa. Al principio le había resultado difícil
manejar las plumas y la tinta y numerosos borrones se habían acumulado sobre el caro
papel, pero poco a poco había conseguido dominar la técnica y ahora iba camino de
convertirse en una experta amanuense.

Había copiado el manuscrito, o más bien lo que se podía leer de él. Había
analizado cada palabra y contado las letras; las había sumado intentando encontrar
alguna especie de fórmula que pudiese resolver el misterio que la había llevado hasta
allí. Estaba más que segura de que el librero había jugado un papel muy importante en
ello, y no podía dejar de pensar que su nombre no era una mera coincidencia y que
quizá se tratase del verdadero Chrétien de Troyes. Había tenido incluso la
descabellada idea de viajar hasta Troyes y buscarle, pero la había desechado al
comprender que en el hipotético caso de encontrarle, y si recordaba vagamente la
fecha del nacimiento del escritor, probablemente todavía sería un jovencito que no
tendría ni idea de lo que iba a suceder en el futuro.

Le había dado muchas vueltas a la cabeza. Demasiadas. Había días en los que
desesperaba y había llegado a pensar que nunca podría volver y que tendría que
quedarse allí para siempre, en esa época extraña. Que tendría que prescindir de los
libros, del cine, de la música, de conducir a toda velocidad por la autopista con las
ventanillas bajadas, de un buen helado de vainilla… del jabón en condiciones y no
esas pastillas toscas y rústicas… de un retrete normal, de una ducha de agua caliente,
de una aspirina contra el dolor de cabeza, de los tampones… Sí, sobre todo de los
tampones. Le había venido la regla hacía unos días, y la experiencia había sido
terriblemente embarazosa. Tres días teniendo que andar con cuidado lavando paños
empapados en sangre. ¡Qué asco!

Había tantas cosas que jamás había valorado pero que ahora le parecían
simplemente preciosas…

Desde luego lo que más echaba de menos era la higiene. Echaba de menos poder
ducharse por las mañanas, y aunque había dispuesto que en sus aposentos hubiese
siempre un cubo de agua fresca para lavarse siempre que podía, no era lo mismo. En
el plazo de una semana había gastado casi una pastilla de jabón entera, cosa que
preocupaba mucho a Beatrice, que no entendía cómo era posible gastar toda una
pastilla en ese corto periodo de tiempo. Lo que Álex no le había dicho es que cada vez
que acudía a la extraña letrina del piso superior luego bajaba a su cuarto y se lavaba.
No soportaba limpiarse con paja como hacían los demás. Le resultaba repugnante.
Sabía que sus costumbres excéntricas eran comentadas por todos en el castillo, pero le
daba igual…

¡Y lo que echaba de menos su cepillo de dientes! Beatrice le había explicado que


ella solía masticar unas hojas de menta para tener un aliento fresco, y Álex había
seguido su ejemplo. Eso, combinado con el hilo que le había pedido a Beatrice y que
utilizaba como hilo dental, y el que comía manzanas a diario, era lo más parecido a
una higiene bucal medianamente adecuada.

También echaba de menos la comida de casa. Esas copiosas ensaladas que solía
hacerse, la carne y el pescado a la plancha, la pasta y el arroz, el marisco… nada de
eso se podía conseguir allí. Los primeros días habían resultado duros, y aunque el
corto periodo de tiempo que había pasado junto a Mildred le había servido para
hacerse una idea del tipo de comida que iba a tener que comer, le había resultado
complicado acostumbrarse.

Lo que sí le encantaba era el pan, un pan blanco de trigo buenísimo al que solían
añadirle nueces y que se horneaba en un enorme horno de leña junto a la cocina en el
patio. Eso sí que eran panes. Le gustaba acercarse al horno cuando se preparaba el pan
y olfatear durante un rato. ¡Delicioso! No había nada comparable en su época.

También se comía mucha carne, mayoritariamente de conejo, venado, liebre, y


corzo. Muchas mañanas cuando volvía del lago veía cómo Ralf Ferrieres y un par de
hombres partían y se internaban en el bosque que lindaba con el lago. Iban a cazar. Y
siempre volvían con presas. El bosque parecía ser una fuente inagotable de alimento.
Así como el río Lugg, al cual acudían también y volvían con truchas y lucios de un
tamaño considerable. Verduras no se comían muchas. Según había creído entender
Álex, las consideraban como algo poco sano y dignas solo de la clase baja. Al igual
que la fruta fresca, que apenas se comía. La utilizaban para confitarla o hacer
mermeladas. Y todos los platos, absolutamente todos se servían muy especiados. Era
increíble la cantidad de especias que el maestro Postel mantenía guardadas bajo llave
en una alacena de la cocina. Solo permitía a las cocineras coger lo justo, ni un
miligramo más ni un miligramo menos. Álex sabía que tanto las especias como la sal
eran caras, pero Beatrice le había dicho que Robert no escatimaba con el dinero
dedicado a la comida. El verdadero tacaño era Postel.

No compartía la mesa con Beatrice, Jamie y los caballeros que habían quedado
en el castillo. Se había acostumbrado a comer en la cocina y organizarse un menú un
poco menos calórico que el que comían los caballeros, que debía rondar por las cinco
mil calorías. Entre las salsas, las grasas animales con las que se cocinaba todo y las
cantidades ingentes de pan que se consumían no era de extrañar que muchos de los
caballeros no viviesen más allá de los cuarenta años, probablemente la mayoría eran
hipertensos, diabéticos y tenían los niveles de colesterol por las nubes. Álex solía
comer la comida que preparaban las cocineras para los siervos, que no era tan grasa.
Comía muchas verduras en potaje o puré, que Edith solía preparar a base de coles,
nabos, rábanos, puerros, lentejas y habas, que rara vez se servían en la mesa del
castillo; y unas gachas con miel deliciosas que hacía Gertrude. La carne y el pescado
prefería comerlos sin salsa, simplemente sazonados con sal directamente de la parrilla.
Además siempre conseguía hacerse con algunas piezas de fruta fresca antes de que la
confitasen. Enormes manzanas, ciruelas y peras.

Sí, poco a poco se iba acostumbrando a las extrañas costumbres de la Edad


Media. Y los habitantes del castillo también a las extrañas costumbres de la muchacha
a la que todos llamaban ya bleuh wíf, que traducido era algo así como “mujer azul”,
debido al color de su pelo, que finalmente parecían haber aceptado. Había tenido que
explicarles que solo era un tinte que iría desapareciendo con el tiempo, ya que muchos
de ellos habían creído que era una anomalía de la naturaleza y habían reaccionado con
algo de miedo y confusión.

Incluso el idioma era algo que ya no le causaba tanta dificultad. Se entendía bien
tanto con los normandos como con los sajones. El hecho de que hablase las dos
lenguas había sido una sorpresa para muchos. El más sorprendido sin duda había sido
su gran amigo Ralf Ferrieres, que había perdido un poco de su arrogancia al
percatarse de que hablaba el anglosajón mejor que él. Álex había sentido la tentación
de sacarle la lengua y gritarle: «¿Lo ves, listo?» pero se había contenido a tiempo.
No lo estaba haciendo tan mal, después de todo. Casi había sido una suerte
desviarse del camino y llegar a Black Hole Tower. En Hereford nunca hubiese podido
llevar el tipo de vida que llevaba allí. Había tenido mucha suerte. En caso de no poder
volver a casa en un futuro inmediato, allí estaba segura. No tenía que preocuparse por
nada.

Una ligera brisa le agitó los cabellos ya secos. Se resistía a marcharse. Estaba tan
a gusto allí, sintiendo los rayos del sol, que cada vez calentaba más, sobre la piel…
Pero tenía que volver. Se lo había prometido a Beatrice.

Suspirando se incorporó y procedió al suplicio de vestirse con la infinidad de


tiras de tela que colgaban por todas partes. Un nudo aquí, otro nudo allá, dos delante,
tres detrás y otro a la derecha, dos a la izquierda… ¡Dios lo que echaba de menos el
velcro y las cremalleras!

Un ruido tras ella, en el bosquecillo, hizo que se diese la vuelta rápidamente.


Escudriñó los árboles durante unos segundos. No había nada. Probablemente había
sido un animal. Un conejo quizá. De otra manera su escolta personal la hubiese
avisado.

Terminó de vestirse tranquilamente, se puso las botas y recogió la capa que


seguía en el suelo. Hacía calor para llevarla puesta, así que se la colgó del brazo. No
volvió a mirar hacia el lugar de donde había venido el ruido, ya se había olvidado de
él. Tarareando Chiquitita de Abba se dirigió en la otra dirección, donde la estaban
esperando, dejando las tranquilas aguas del lago a su espalda.
Capítulo Doce

Robert espoleó a su caballo. El semental corcoveó un instante pero no protestó.


En unos segundos pasó de un ligero trote a un rápido galope dejando atrás a los
demás caballos y sus jinetes. Estaban a solo un par de millas del castillo y Robert
había estado conteniéndose para no hacer todo el recorrido desde Wigmore al galope.
No hubiese sido justo para su caballo, que no estaba preparado para recorrer tanta
distancia a esa velocidad. Era un caballo de guerra, preparado para soportar una carga
superior a la que podían soportar otros caballos, todo él era músculo; pero todo lo que
tenía de fuerza le faltaba en velocidad. No era un caballo de carreras.

Robert había esperado hasta divisar Black Hole Tower en el horizonte para clavar
los talones en los flancos de su caballo y hacerle galopar. Tenía unas ganas terribles de
llegar a casa. La impaciencia le consumía. Había estado fuera más tiempo del
planeado, pero a veces las cosas simplemente se complicaban. Al bueno de Henry se
le había ocurrido dejarse caer por el campamento justo el día en que Robert había
decidido volver a casa, hacía ahora cinco días. Por supuesto le había resultado
imposible emprender el viaje mientras el rey estaba de visita.

Henry había insistido mucho en que cenase con él los días que había estado allí.
Llevaban unos meses sin verse, desde el día en que le concedió el privilegio de las
tierras, y tenía mucha curiosidad por saber cómo se estaba desarrollando todo. Robert
no se había dejado engañar; sabía que Henry quería hablar del conde de Hereford, que
le había recibido en el campamento con la más profunda de las reverencias, como si
nunca hubiese habido ningún tipo de desavenencia entre ellos.

La primera noche habían cenado los tres juntos y hablado largo y tendido sobre
los progresos del asedio al castillo de Wigmore. No era el único que estaba teniendo
lugar, el rey comandaba simultáneamente los tres asaltos a las propiedades del barón
Hugh de Mortimer. Wigmore era solo una de ellas, pero también Bridgnorth y
Cleobury estaban siendo sitiadas por sus tropas y el rey iba y venía de un castillo a
otro asegurándose de que todo marchaba según lo había planeado. Cuando él estaba
ausente, allí en Wigmore, era Roger Fitzmiles conde de Hereford y señor feudal de
Robert el que estaba al mando.

A pesar de que Fitzmiles había cuestionado su autoridad al principio de su


reinado el año anterior y había estado a punto de declararse en rebeldía, el obispo de
Hereford había logrado convencerle de entregar sus castillos a la Corona. Gracias a
eso la cosa no había llegado a mayores y Henry finalmente le había permitido
conservar casi todas sus posesiones, y Roger le había jurado lealtad. Pero el rey, que a
pesar de su juventud era un estratega sagaz, había entregado Black Hole Tower, que
solo estaba a unas pocas millas de Hereford, a Robert, para que este fuese sus ojos y
sus oídos cerca del conde.

Por lo tanto, que el rey quisiese que Robert cenase con él a solas, cosa que
ocurrió la segunda noche, no era algo tan sorprendente. En unas pocas frases Robert
le informó de que la lealtad que Fitzmiles le había jurado hacía un par de meses se
encontraba intacta. Después habían disfrutado de la cena y de la conversación. Y así
había sido hasta la partida del monarca. El conde, el rey y él mismo habían cenado
juntos todas las noches restantes y bebido un vino exquisito de Castilla, que el rey
siempre llevaba consigo, estuviese donde estuviese. El delicioso vino había hecho que
los pensamientos de Robert girasen en torno a la bella extranjera que se hospedaba en
su castillo.

Lo cierto es que había pensado en ella con frecuencia. Demasiado


frecuentemente para su gusto. Él, que nunca había sido uno de esos hombres que
malgastaban el tiempo con mujeres, que siempre había considerado que el cortejo era
una pérdida de tiempo dado que los matrimonios entre los caballeros siempre eran
concertados, como había sido el suyo propio, se dedicaba ahora a pensar en la extraña
joven que se vestía como un muchacho y se pintaba las uñas de los pies y el cabello
con tintura azul.

Y no era el tipo de mujer que él solía preferir. Habitualmente le gustaban las


mujeres más altas y con más carne sobre los huesos. Siempre que acudía a visitar a
alguna prostituta solía elegir a las más robustas que se ajustaban a su alta estatura. Su
mujer, Melisant, había sido delicada y frágil y él siempre había acudido al lecho
conyugal con el temor de aplastarla con su peso. Nunca le había gustado acostarse con
ella; todo habían sido lágrimas y reproches después de culminar el acto, por lo que
Robert había acudido a ella con poca frecuencia, y solo movido por su deber de
engendrar un heredero.
Le gustaban las mujeres grandes y fuertes con las que no tenía que controlar su
fuerza y podía dejarse llevar. Por eso le sorprendía que sus pensamientos girasen en
torno a esa singular mujer. Quizá se sentía atraído por ella porque hacía mucho tiempo
desde la última vez que se había acostado con una mujer. Quizá.

El rey había partido la noche anterior y Robert había esperado impaciente a que
la primera luz del alba asomase por el horizonte para partir hacia Black Hole Tower.
Su tío William se había permitido el lujo de burlarse de su prisa por llegar, haciendo
algunos comentarios irónicos que Robert había optado por ignorar. Se había
mantenido todo el camino a la cabeza de la pequeña comitiva formada esta vez solo
por él mismo, su tío William, John Ballard, Pain FitzHugh y el joven John Adeney, su
escudero. Los demás hombres se habían quedado en Wigmore esperando su regreso
que estaba previsto para dentro de dos días.

Según se iban acercando al castillo y la impaciencia de Robert por llegar


aumentaba, tuvo que reconocerse a sí mismo que uno de los motivos por regresar
cuanto antes era Álex.

Álex de Alejandra.

Hasta el nombre sonaba bien. La franqueza de la joven y su forma de mirarle


directamente a los ojos sin ningún tipo de vergüenza o pudor le habían sorprendido.
Positivamente. Nunca se había sentido así con una mujer, con esa camaradería tan
típica entre los hombres. Las mujeres no solían actuar así, o por lo menos las mujeres
con las que él estaba familiarizado, como su mujer, su madrastra o incluso Eleanor, la
reina, o sus damas de la corte. Todas ellas coqueteaban cuando tenían a un hombre en
frente, pestañeaban exageradamente y se ruborizaban sin motivo aparente, o se
limitaban a estar en silencio intimidadas por la presencia masculina. El
comportamiento de la reina quizá no fuese tan evidente, era bastante más refinada,
pero sus coqueteos eran iguales a los de las otras damas.

Álex no parecía ser así. Más bien todo lo contrario. Era directa y clara. En ella no
había subterfugios. No había caídas de párpados, rubores absurdos, miraditas de
soslayo… Y eso le gustaba. Bueno, eso, y lo atractiva que era. Una sonrisa de esa
muchacha era capaz de calentar hasta el corazón del más frío. Se preguntó si habría
tenido éxito con Ralf, que no soportaba a las mujeres, como todos bien sabían.

Detrás de él había oído los comentarios de sus hombres. Hablaban también sobre
la joven. Había aguzado el oído.
–No está casada, de eso podéis estar seguro –había comentado Pain–. Si lo
estuviese, yo me habría dado cuenta. Es algo que puedo percibir –alardeó–. Quizá le
haga la corte cuando lleguemos. Dentro de su peculiaridad es una dama bellísima.

–No creo que se interese por ti –había contestado William–. Es toda una mujer y
tu carita de niño solo les gusta a las jovencitas insulsas y tontas –se había burlado.

Pain tenía efectivamente la cara de un ángel. La falta de vello facial, sus rizos
rubios y sus enormes ojos azules rodeados por espesas pestañas rubias le semejaban a
un querubín. A eso se sumaba su constitución delgada, su piel pálida y su sonrisa
infantil que formaba dos hoyuelos encantadores en sus mejillas. Era muy popular
entre las féminas, que se acercaban a él como abejas atraídas por la miel. Pero Álex,
como bien decía William, no era una de esas damas de la corte con las que tanto éxito
solía tener Pain.

–Ya veremos –había respondido. Siempre era el blanco de las burlas de sus
compañeros debido a su aspecto físico y estaba acostumbrado a los comentarios
jocosos–. ¿Qué edad tendrá?

–Probablemente sea más mayor que tú. Unos veinticinco o veintiséis. Edad
suficiente para haber contraído matrimonio –había replicado William.

Robert, aunque atento a la conversación no quitaba la vista del camino. Poco


faltaba ya para que las almenas del castillo se mostrasen ante sus ojos en el horizonte.
Y así fue. Segundos después espoleaba a su caballo y dejaba a sus hombres atrás.

Todavía no se había elevado del todo el rastrillo, cuando él atravesaba el puente


levadizo al galope. Una criada que iba camino del pozo tuvo que apartarse de un salto
para no ser arrollada por el semental. Robert tiró fuertemente de las riendas y el
caballo se detuvo bruscamente. Descendió ágilmente aun a pesar de la cota de mallas
que dificultaba sus movimientos. Desde la puerta de la herrería, Thomas, el hijo de
Dunstan miraba al caballo con admiración. En su prisa por llegar, Robert había dejado
atrás a su joven escudero que era el que normalmente se ocupaba de su caballo, así
que, llamó al muchacho, que se acercó a toda velocidad. El orgullo se reflejó en su
cara infantil cuando comprendió que podía cuidar del caballo de su señor hasta que el
escudero llegase. El animal agitó la cabeza nervioso, pero Robert le acarició los belfos
y le susurró algunas palabras con voz tranquilizadora. Como si supiese lo que se
requería de él, se calmó, bajó la cabeza y esperó pacientemente a que se ocupasen de
él.
Robert subió las escaleras que conducían a la gran sala de dos en dos. Un par de
muchachas barrían la paja del suelo y al fondo, sentado en uno de los bancos de
madera, el maestro Postel revisaba unos papeles a la luz de una vela. Cuando le vio
llegar se incorporó rápidamente y avanzó hacia él.

Osbert Postel, como la mayoría de los criados, ya vivía en el castillo cuando él


había llegado hacía unos meses. Había sido el administrador del dueño anterior, un
sobrino del conde de Hereford que había fallecido de unas fiebres. Robert, que no
tenía mucha práctica con los números y que leer y escribir le provocaban dolor de
cabeza, había decidido conservarle como administrador. ¿Quién mejor para
desempeñar el puesto que alguien que llevaba ocupándolo desde hacía años?

Hasta el momento no se había arrepentido de su decisión. Postel lo sabía todo


sobre el castillo y una vez a la semana insistía en sentarse con él y explicarle su
contabilidad, cosa que Robert evitaba hacer siempre que podía. Él no estaba hecho
para los números.

Postel era un hombre no muy alto, de edad indefinida, con un rostro muy
común, cabello castaño algo escaso, los ojos marrones un poco saltones y tenía la
molesta manía de arrugar la nariz con frecuencia sin motivo aparente, por lo que
parecía que siempre estuviese disgustado por algo. Con su peculiar forma de andar,
con pasitos muy cortos pero muy rápidos se acercaba a Robert en esos momentos.

–Mi señor FitzStephen, os esperábamos hace días –dijo mientras hacía una
profunda reverencia–. Avisaré a las cocineras de que habéis llegado para que lo
preparen todo.

–¿Sabéis dónde está Ralf? –preguntó Robert haciendo un gesto de asentimiento


con la cabeza. Sus ojos escudriñaron las sombras en la parte alta de las escaleras,
como si alguien fuese a bajar por ellas de un momento a otro.

–Iré a buscarle, mi señor –dijo el administrador volviendo a hacer otra exagerada


reverencia.

–Estaré en mis aposentos –añadió Robert dirigiéndose hacia la escalera.

Subió los escalones de piedra con rapidez y llegó al pasillo. La puerta de la


cámara que le había asignado a la joven estaba cerrada. Se detuvo unos instantes
delante de ella y aguzó el oído. No se oía absolutamente nada. Con el ceño fruncido
avanzó hasta llegar a su habitación. Todo seguía igual que como lo había dejado.

Se quitó el yelmo, los guantes de cuero y la capa y los arrojó sobre la cama. No
creía que John tardase mucho en llegar para ayudarle a desvestirse. ¡Qué ganas tenía
de tomar un baño! En el campamento bañarse era todo un lujo y se había tenido que
conformar con lavarse de vez en cuando. Se sentía sucio y tenía ganas de sumergirse
en una bañera de agua caliente. Probablemente Postel ya habría avisado a todo el
mundo de su llegada y no tardarían en subirle la bañera y el agua.

Se estaba desabrochando el cinturón cuando oyó un ruido junto a la puerta.


Levantó la cabeza y vio a Ralf.

–Me alegro de que estés aquí. Han surgido un par de asuntos que necesito
comentar contigo –le dijo mientras se apoyaba en el quicio de la puerta–. ¿Vas a
quedarte o tienes que volver?

–Tengo que volver. Aunque espero que no sea por mucho tiempo. Las noticias
que nos llegan es que la gente ha empezado a desesperar dentro del castillo. Hasta los
propios hombres de Mortimer dudan de que haya tomado la decisión correcta
rebelándose contra Henry –comentó Robert con un suspiro cansado mientras se
pasaba la mano derecha por la barba que le había vuelto a crecer–. Menuda pérdida de
tiempo, Ralf. Los asedios siempre me han parecido tediosos. Nada que ver con una
buena batalla ¿verdad amigo?

Ralf sonrió. Recordaba bien la época en que siguiendo a Henry se habían


enfrentado a Luis VII de Francia y a las fuerzas del rey Stephen. ¡Esos sí que habían
sido días! Aunque reconocía que una temporadita de paz como la que estaban
viviendo desde hacía unos meses en Black Hole Tower no le venía nada mal. Ya no
era el más joven precisamente, a los treinta y cuatro años muchos caballeros colgaban
sus espuelas y se retiraban a cultivar sus tierras. A él no le quedaba mucho para hacer
lo mismo. Tenía unas tierras en la Normandía a las que pensaba volver en un futuro
próximo, cuando Robert hubiese terminado de instalarse.

–Espero que esos asuntos que necesitas contarme no sean nada grave –decía
Robert en esos momentos.

–No, nada grave. –Hizo un gesto vago con la mano, como queriendo hacerle ver
que había tiempo de sobra para hablar del tema–. Son unas disputas entre los siervos
que tienes que juzgar. Luego te cuento durante la cena.
Robert asintió. Su escudero estaba tardando más de lo previsto y él estaba
empezando a impacientarse. Con un gesto de disgusto comenzó a despojarse él mismo
de la sobreveste marrón que llevaba, dejando así al descubierto la cota de mallas que
le llegaba hasta los muslos; se la quitó y la arrojó sobre la cama. Después se
desabrochó el gambesón acolchado y se deshizo de él. Libre al fin, vestido únicamente
con las calzas de cuero y la camisa blanca, se sentó en una de las sillas macizas de alto
respaldo que había junto a la chimenea y miró a Ralf fijamente.

Este le observaba desde la puerta sin decir palabra, con una extraña expresión en
el rostro, como si desease decir algo, pero no supiese muy bien por dónde empezar.

–¿Cómo está mi hijo? Supongo que todo ha ido como la seda –preguntó–. Se lo
dejé bien claro antes de partir. Le advertí que tuviese cuidado y que no hiciese
tonterías.

–Está perfectamente, Robert, por él no te preocupes –dijo Ralf acercándose a la


chimenea y apoyando el antebrazo sobre la amplia repisa de piedra.

–Te noto extraño Ralf. ¿Acaso ha sucedido algo que yo deba saber? –inquirió
Robert inclinándose hacia delante y observando a su amigo con fijeza.

Ralf vaciló. Se mantuvo unos segundos en la misma posición con la mirada


perdida en el hogar. Repentinamente se dio la vuelta y le miró con fijeza.

–Es esa muchacha –comenzó con un gesto de disgusto–. La extranjera. No me


gusta.

Robert se recostó en la silla y esperó. Sabiendo el poco afecto que Ralf le


profesaba al sexo femenino no le sorprendían demasiado esas palabras.

–Sus comportamientos son extraños y sus costumbres aún más –dijo Ralf–. Se
levanta cuando todavía es de noche. ¡Ni los siervos se levantan tan temprano! Y pasa
la mayor parte de las comidas en la cocina. Allí es donde toma sus comidas, no con
los demás en la sala. –Hizo un gesto indignado–. Figúrate que ha convencido a Edith
para que le cocine comida especial. ¡Ja! Al parecer lo que comemos nosotros no es lo
suficientemente bueno para ella. Y no para de subir cubos de agua a su habitación y
de gastar pastillas de jabón, según me ha dicho Beatrice.

Robert intentó permanecer serio mientras escuchaba cómo su amigo despotricaba


en contra de la joven. «Así que se había permitido el lujo de comer cosas diferentes a
las que sus hombres comían, y de ser terriblemente aseada». Era preocupante, desde
luego. Una sonrisa le curvó los labios.

–Todas las mañanas va a nadar al lago, según me han dicho Alfred y Gilbert, que
la escoltan hasta allí. No consiente montar a caballo. ¡Va corriendo hasta el lago!
¡Corriendo! Y ellos la siguen en sus monturas. –Ralf agitaba la cabeza terriblemente
contrariado mientras paseaba de un lado a otro de la habitación con nerviosismo.

Robert arqueó las cejas en señal de sorpresa mientras seguía escuchando a su


amigo. ¿Corriendo hasta el lago? No tenía mucho sentido, desde luego. ¿Por qué
corría?

–Por la tarde vuelve al lago otra vez, con tu hijo –dijo deteniéndose frente a
Robert–. Tengo que reconocer que Jamie está feliz con ella. No lo voy a poner en
duda. Se pasa el día entero esperando a que llegue la hora para ir a nadar.

–Entonces mi hijo está contento… ¿ha hecho progresos?

–Eso no lo sé. Cada vez que intento hablar con él del tema me contesta que es
una sorpresa para ti. Tendrás que averiguarlo por ti mismo.

–Entonces ¿eso es todo? ¿Que come diferente, se lava demasiado y corre sin
motivo? –preguntó con una media sonrisa.

Ralf le miró un tanto ofendido.

–No, eso no es todo. Sinceramente Robert, me gustaría saber de dónde viene y


quién es. ¿Sabes que se entiende perfectamente con los sajones? Habla su lengua
bastante mejor que tú y que yo. ¿Y que me pidió utensilios para escribir y se pasa las
noches encerrada en sus aposentos escribiendo? Además –añadió–, conoce múltiples
historias extrañas. Podría pasar perfectamente por una contadora de historias –dijo
con un suspiro lastimero–. Insiste en que todo el mundo la llame Álex, no señora. Y
la mayor parte de las veces, es ella la que acarrea sus propios cubos de agua… Se
comporta como una sierva, pero sabe leer y escribir… ¿Piensas que eso es normal?
Deberías hablar con ella y pedirle que te informe de su procedencia. Es extraño no
saber nada de ella. Bien podría ser una espía.

Robert escuchaba en silencio. El que la joven hablase la lengua de los sajones era
sorprendente, pero no tanto. Quizá llevase ya un tiempo por esas tierras y la hubiese
aprendido. El que supiese leer y escribir era ya harina de otro costal. No era cosa
corriente el que las mujeres supiesen hacerlo. No era algo que aprendiese cualquiera.
Él mismo que se había educado en un ambiente de bonanza apenas si podía leer,
cuando menos escribir. La lectura y la escritura estaban reservadas a los hombres de la
iglesia y a los estudiosos.

Respecto a lo de insistir en que la llamasen por su nombre y a realizar trabajos de


criada era una conducta harto excéntrica y Robert no sabía muy bien qué pensar de
ello. No conseguía entender que alguien que tenía privilegios pudiese renunciar a
ellos. Era incomprensible. Pero la suposición de que quizá era una espía le parecía
totalmente descabellada. Él no era lo suficientemente importante como para ser
espiado.

–Bien, ¿y dónde está ahora tu quebradero de cabeza? –le preguntó levantándose


de la silla y acercándose a la ventana que había al otro lado de los aposentos. Se
asomó y contempló el patio que hervía de actividad. Vio a su escudero saliendo de las
caballerizas y dirigiéndose a la torre.

–En el lago, ¿dónde si no? Es su hora de nadar. Se marchó hace un buen rato,
corriendo, seguida a caballo por Gilbert y Alfred –dijo esto en un tono despectivo que
coronó con un bufido.

Robert dejó escapar una media carcajada, pero disimuló a tiempo. Ralf podía
llegar a ser extremadamente irascible si se sentía ofendido.

–¿Y mi hijo? ¿Sigue durmiendo?

–Supongo que así es. Es temprano y no ha bajado todavía.

Robert apoyó los brazos sobre el alfeizar de piedra de la ventana. Era la única
ventana del castillo que era más grande que las demás y que podía cerrarse por dentro
con una puerta de madera. Permaneció unos segundos pensativo antes de girarse de
pronto y acercarse a la cama de dos zancadas. Cogió la capa y los guantes y se dirigió
a la puerta pasando justo por delante del sorprendido Ralf.

–¿Te vas? –farfulló el otro.

–Sí, voy a salir. No tardaré en volver –añadió mientras abandonaba sus


aposentos y desaparecía en el pasillo.

Ralf se quedó mirando la puerta mientas movía la cabeza de un lado a otro con
desaprobación.

Mientras tanto, Robert bajaba las escaleras a paso ligero ajustándose la capa. Las
dos jóvenes que anteriormente habían estado barriendo la paja ahora estaban
esparciendo nueva e hicieron sendas reverencias al verle pasar. Justo cuando iba a
salir se cruzó con su escudero.

–Señor, ya estoy aquí –jadeó el muchacho. Se había apresurado por llegar para
ayudar a su señor y le faltaba el aliento.

–Pues vuelve a las caballerizas y ensíllame un caballo. El mío no, déjale


descansar. Otro cualquiera –ordenó Robert sin detenerse.

El escudero corrió a obedecer sus órdenes y en un instante ya se había internado


en las caballerizas.

Robert, impaciente por llegar a tiempo se golpeó el muslo con los guantes en un
gesto nervioso. Quizá era una idea descabellada, pero había sentido la imperiosa
necesidad de ver a la joven. Y no podía esperar. Quería verla ya. En el lago. Quería
comprobar si su sonrisa era tan perfecta, su mirada tan brillante y su rostro tan bello
como recordaba o si su memoria le estaba jugando una mala pasada.

Se acarició la barba con la mano mientras miraba a su alrededor sin ver


realmente. Sus pensamientos estaban en otra parte. Álex ocupaba la mayor parte de
ellos. La extranjera de extrañas costumbres y hábitos… Era raro, pero en lugar de
sentirse extrañado por todo lo que le había contado Ralf de la muchacha, se había
sentido fascinado por ello. Y repentinamente solo había tenido el deseo de verla y
hablar con ella. En ese mismo instante. Ya…

Sintió un pequeño tirón en la entrepierna al pensar en ella… hacía demasiado


tiempo que no estaba con una mujer… pero también era cierto que desde que había
conocido a la joven era la única mujer en la que había pensado de esa manera…

Cerró los ojos y respiró hondo.

–¿Os acompaño, señor?


La voz de su escudero le sacó de sus poco castos pensamientos. Había salido de
las caballerizas llevando de las riendas un caballo gris de crines blancas bastante dócil.
Muy diferente al caballo de Robert que ya hubiese estado arañando el suelo con los
cascos y agitando la cabeza de un lado a otro.

–No –repuso Robert con brusquedad.

Se puso los guantes y cogiendo las riendas de las manos del muchacho, montó.
Impaciente hizo girar al caballo y se dirigió hacia la salida, ignorando a su tío y al
resto de los hombres que habían venido con él, y que estaban en la puerta de la cocina
y conversaban animadamente con dos muchachas. Los cascos del animal retumbaron
en sus oídos cuando atravesó el puente levadizo de madera. Si se daba prisa quizá
llegase antes de que la joven estuviese de camino.

Espoleó al caballo que comenzó a galopar rápidamente.


Capítulo Trece

Robert frenó su montura justo a la entrada del bosque donde se encontraba el


lago. No era muy grande, pero sí frondoso y estaba lleno de caza. Él lo sabía muy
bien. Desde que residía en la zona había ido a cazar allí con frecuencia.

Había una especie de camino que el paso de los caballos durante años había
abierto entre los árboles, aunque todavía había sitios donde tenía que inclinar la
cabeza para no ser golpeado por las ramas de los árboles, que crecían muy juntos
unos de otros y cuyas copas impedían el paso de la luz del sol. Avanzaba lentamente,
sorteando arbustos y ramas caídas, cuando oyó las voces de sus hombres. Llegaban
hasta sus oídos claramente. Se encontraban justo delante de él. Y en efecto así era.
Tras un recodo del camino se abría un pequeño claro en el bosque, y allí estaban.

Estaban sentados en el suelo, y habían extendido una capa entre ellos donde
dejaban caer los dados con los que estaban jugando. Sus caballos pastaban
tranquilamente a su lado. Cuando le vieron aproximarse dejaron el juego y se
levantaron. Gilbert fue el primero en llegar hasta él con su típico andar desgarbado.

–No os esperábamos Robert. ¿Habéis vuelto para quedaros?

–No, he de regresar en dos días. Pero no creo que el castillo tarde mucho en
rendirse. Supongo que es cosa de una o dos semanas a lo sumo. –Robert miró a su
alrededor. La curiosidad tiñó las palabras que salieron de su boca–. ¿Qué hacéis aquí
los dos? ¿Dónde está la joven a la que debíais estar escoltando?

Esta vez fue Alfred el que respondió. Había recogido los dados y la capa y se
acercaba.

–Tenemos órdenes de no acercarnos –comenzó con una mueca que bien podía
ser un amago de sonrisa–. La señora no nos permite pasar de este claro. Pero sabemos
perfectamente donde se encuentra. Justo ahí, detrás de esos árboles –añadió mientras
señalaba tras él–. Si nos necesita solo tiene que alzar la voz y la oiremos. De igual
modo, si queremos llamar su atención solo tenemos que gritar.

Alfred era un hombre no muy alto pero fornido que rondaría los cuarenta años.
Robert y él se habían conocido hacía cinco años en un torneo en Caen. Había
conseguido tirarle del caballo en la primera ronda, quedándose con su espada y su
caballo. Lejos de sentir ningún tipo de rencor, Alfred, que no tenía tierras propias, se
había unido a Robert en sus andanzas y finalmente había terminado con él en Black
Hole Tower.

Gilbert era todo lo contrario a Alfred. Si en el mundo podían existir dos personas
completamente diferentes entre sí, eran aquellos dos. Todo lo que Alfred tenía de
robusto lo tenía Gilbert de delgado y si el primero era de reducida estatura, el segundo
rondaba los siete pies. Era el hombre más alto que Robert jamás había visto. Sabía que
había tenido problemas para encontrar un herrero que le hiciese una armadura a
medida cuando había sido nombrado caballero hacía un año. Era joven, solo tenía
veintiún años, pero pese a la diferencia de edad, Alfred y Gilbert se llevaban a las mil
maravillas.

–Supongo que esta es otra de las excentricidades de mi invitada –murmuró


Robert desviando la mirada hacia los árboles que Alfred le había indicado.

–Una de tantas, Robert. Si ya has estado en el castillo supongo que ya te habrán


informado –dijo Alfred mientras dejaba escapar una risa.

–Sí, ya se ha encargado Ralf de informarme de todo.

–¡Pobre muchacha! Casi me da pena. A saber lo que el bueno de Ralf te habrá


contado sobre ella. –Alfred se retiró un par de metros, alzó la cabeza y miró a Robert,
que no había desmontado, a la cara–. No le prestes atención. La joven es encantadora
y quitando ciertas costumbres extrañas, se comporta de una manera exquisita.
Pregúntale a Beatrice. O a tu hijo, que está embobado con ella –añadió mientras
asentía vigorosamente con la cabeza. Gilbert permanecía en silencio detrás de él, pero
Robert reparó en que también asentía.

Por supuesto que no iba a tomar en serio los comentarios de Ralf. Todo el
mundo sabía que no soportaba a las mujeres, y si eran más inteligentes que él, como
seguramente era el caso, menos todavía. Robert no era estúpido, y no solía prejuzgar a
nadie por un comportamiento extravagante. Además, dado que era forastera, había
que ser más permisivo. Sus costumbres eran diferentes a las que ellos estaban
habituados. De todas maneras tampoco lo que Ralf le había dicho le había resultado
demasiado ofensivo ni incriminatorio. Nada grave. Y sinceramente, si Jamie la
adoraba, para él no había más tema de discusión. Sabía lo mucho que le debía a esa
joven. Si no hubiese sido por ella su hijo estaría muerto. Y eso jamás lo olvidaría. Por
él, la muchacha podía hacer lo que quisiera, bailar como una loca en el patio de armas
a la luz de la luna, pasarse toda la noche en vela cantando canciones paganas o ir
corriendo al lago. Podía hacer cualquier cosa. Estaba en deuda con ella.

–… viene corriendo, pero le preguntamos y nos dijo que tenía que mantenerse
en forma –decía Alfred en ese momento–. Dice que es su entrenamiento. No
entendimos muy bien por qué y para qué entrena. Era la primera vez que oíamos algo
así, ¿verdad Gilbert?

El otro asintió con gravedad, como si en vez de una descripción de las


actividades de la joven estuviese corroborando una declaración del rey.

–¿Hace mucho que habéis llegado? –preguntó Robert volviendo a mirar hacia los
árboles.

–Un buen rato. No creo que tarde mucho más en regresar. Todos los días vuelve
más o menos a la misma hora –replicó Alfred mirando también en la dirección en la
que Robert miraba.

Robert permaneció unos segundos en silencio. Había venido hasta allí decidido a
ver a Álex. El interés que sentía por esa joven a la que solo había visto un par de
horas le tenía confundido. Era la primera vez que le sucedía algo así.

–Podéis volver al castillo. Yo me quedaré a esperar –les comunicó a sus


hombres.

Alfred y Gilbert hicieron un gesto de asentimiento y se encaminaron hacia sus


caballos. El primero en montar fue Alfred. El caballo de Gilbert se echó hacia atrás
con un relincho nervioso. Era un monstruo enorme. Si las monturas de los caballeros
eran ya más grandes que los caballos normales, el enorme ejemplar de Gilbert tenía un
tamaño descomunal. Había tenido que ir a buscarlo a Gales, porque en Inglaterra no
había encontrado montura adecuada a su tamaño. Tanto el caballo como el jinete, una
vez que se hubo izado sobre su lomo tenían un aspecto un tanto grotesco y
desproporcionado.
Robert esperó a que abandonasen el claro antes de desmontar del caballo y
sujetar las riendas a la rama baja de un árbol. Sintiéndose como un vulgar espía
avanzó entre los árboles, con cuidado de no pisar ninguna rama seca que delatase su
presencia. Un poco más adelante se encontraba el lago, que a primera vista parecía
desierto. Los rayos de sol se reflejaban en la lisa superficie haciéndola parecer un
espejo. Sus ojos inquietos se pasearon por todas partes, buscando algo que le indicase
la presencia de la muchacha.

¡Allí!

Sí, cerca de la orilla, en la hierba, descubrió la ropa que probablemente era de


Álex. Se preguntó dónde estaría y… si se había quitado la ropa, ¿qué llevaba puesto?

De pronto comenzó a sudar. Había cabalgado hasta allí sin un plan concreto.
Solo había sentido el deseo de ver a la joven, pero en ningún momento había pensado
que quizá ella estuviese nadando sin ropa, que quizá estuviese desnuda y se sintiese
terriblemente ofendida al descubrir que él había estado observándola.

No podía quedarse. Era un caballero y verdaderamente ese comportamiento tan


impulsivo no era propio de él. ¿Y si ella aparecía y le veía allí agazapado entre los
árboles como un vulgar patán? No, tenía que marcharse. La vería en el castillo. Dentro
de un par de horas como muy tarde. Tampoco tenía que esperar mucho tiempo. Un
par de horas no eran nada. Decidió que no se quedaría ni un minuto más. Se daría
media vuelta y se iría. Ya.

Pero sus pies se negaban a moverse.

Y de pronto vio cómo la cabeza de la joven emergía en mitad del lago. Desde
donde él estaba no podía distinguir sus facciones pero la sensación de desasosiego
que invadió su cuerpo al verla aparecer, le confirmó que era ella. Solo podía ser ella.

Robert apoyó la espalda contra el árbol más cercano que había tras él, y examinó
los movimientos de la joven sin apenas ser consciente de que estaba conteniendo la
respiración. Le sudaban las palmas de las manos y se las frotó contra los costados de
su camisa. Sabía que lo que estaba haciendo no era muy caballeresco, pero sentía
como si una extraña fuerza le obligase a permanecer en esa posición con la vista
pegada sobre la superficie de ese lago sobre el que flotaba la muchacha.

Ella se había tumbado hacia atrás y parecía encontrarse a la deriva, allí en medio
del lago de aguas verdosas. De vez en cuando trozos de piel dorada asomaban a la
superficie y eran bañados por los débiles rayos de sol. El corazón de Robert comenzó
a latir a un ritmo más acelerado de lo normal cuando su mente comenzó a imaginar lo
que sus ojos solo podían entrever.

La joven cambió de posición y comenzó a nadar lentamente hacia la orilla. Tenía


una forma muy peculiar de hacerlo, con la cabeza sumergida bajo el agua y estirando
mucho los brazos, lo que le hacía avanzar una gran distancia con cada brazada que
daba. Nadaba con una gracia y una elegancia increíbles, como si fuese un pez. Robert
jamás había visto nada igual. Se deslizaba por la superficie sin levantar espuma. Con
razón había pensado que se trataba de un ser sobrenatural la primera vez que la había
visto nadar. Y aunque ahora lo hacía más pausadamente, los movimientos eran
parecidos. Por un segundo, deseó ser capaz de avanzar de esa manera por el agua y no
de la forma rudimentaria y poco elegante en que lo hacía él.

Álex había llegado a la parte menos profunda del lago y se disponía a salir del
agua. Solo la separaban de la posición donde él se encontraba unos pocos metros.
Poco a poco su cuerpo dorado fue emergiendo, y Robert contuvo la respiración
nuevamente. Con los rayos del sol brillando sobre su piel empapada, le pareció una
criatura pagana y excitante. No estaba desnuda; unos diminutos trozos de tela de
forma extraña cubrían lo imprescindible y se pegaban a su piel como nada que él
hubiese visto nunca antes.

Una especie de calzón negro muy ajustado y pequeño y algo semejante a un arnés
ínfimo también de color negro y ajustado que le cubría los pechos era todo lo que
llevaba puesto. Robert tuvo que hacer un esfuerzo para no dejar escapar un gemido de
asombro.

¡Era espectacular!

Y no solo lo que llevaba puesto. No. El cuerpo de la joven en sí era increíble.


Estaba bien formada y tenía todas las curvas que una mujer tenía que tener, pero al
mismo tiempo, músculos bien definidos adornaban sus brazos, su estómago y sus
piernas…

Los ojos de Robert se abrieron por la sorpresa al vislumbrar el extraño dibujo


que Álex tenía en el muslo. Desde donde él estaba no podía distinguir exactamente lo
que era, aunque parecía enroscarse a su pierna. Por un instante pensó que era una
especie de vendaje de color oscuro, pero un movimiento de la joven le hizo cambiar
de opinión. Era un dibujo, y ya que no se había borrado con el agua probablemente
fuese uno de esos dibujos que los sarracenos se hacían introduciendo la tinta bajo la
piel. Robert no había visto ninguno, pero había oído hablar de ellos a su padre, que
había participado hacía diez años en la Segunda Cruzada y viajado a Damasco. Allí,
muchos hombres e incluso algunas mujeres se tatuaban partes del cuerpo.

¿Significaba eso quizá que la joven realmente era una infiel?

Robert sabía que parte del territorio ibérico era sarraceno. Quizá ella era
sarracena… aunque aparentaba ser demasiado abierta y liberal para serlo. Todo lo que
él sabía de las mujeres sarracenas es que eran sumisas y cubrían su cara con velos.
No, no creía que Álex fuese una infiel… aunque cada vez se le planteaban más
misterios y más preguntas que no tenían respuesta…

Ahuyentando cualquier pensamiento negativo volvió a concentrarse en el bello


cuerpo de la muchacha. Ni un gramo de carne blanda a la vista. Todo en ella era
firme. Robert nunca había visto una mujer así. Acostumbrado a las mujeres de carnes
blandas y suaves, el cuerpo de Álex había sido toda una sorpresa para él. Además esa
tonalidad dorada que la cubría por entero fruto de las horas pasadas a la intemperie
era algo poco cotidiano. Las mujeres de la nobleza conservaban su piel blanca hasta el
extremo y huían de los rayos del sol. Solo las campesinas tenían los rostros morenos y
curtidos, pero no todo el cuerpo, como era el caso de Álex, que era dorada por todas
partes.

La joven estiró los brazos y los levantó por encima de la cabeza, haciendo que el
juego de sus músculos fuese todavía más evidente. Tenía los ojos cerrados y
disfrutaba del sol de la mañana sobre su cara. Se escurrió el corto cabello con las
manos y por un segundo Robert se sintió tentado de acercarse a ella y tocar esa piel
mojada que parecía al mismo tiempo tan suave y tan firme y que tenía casi al alcance
de sus manos. Sintió deseos de pasar la mano por ese extraño dibujo que adornaba su
muslo y percibir cómo era su tacto…

Se contuvo, por supuesto.

Álex, ajena a que estaba siendo observada se tumbó sobre la capa que había
extendido en la hierba, y cerró los ojos.

Robert también cerró los ojos y se llevó las manos cerradas en puños a la frente.
La imagen de la joven emergiendo del agua se le había clavado en la retina, y
probablemente jamás se olvidase de ella. Ese cuerpo firme y suave no se lo iba a
poder quitar de la mente en mucho tiempo. No recordaba haberse sentido así desde
hacía ¿meses?, ¿años?, o quizá nunca se había sentido así, con ese deseo sexual tan
intenso, que se manifestaba en una semierección que adornaba su entrepierna. Se
sintió como un adolescente inseguro y torpe y se maldijo por ello. Conteniendo las
ganas de despojarse de sus calzones y buscar su propia satisfacción respiró
profundamente.

¡Necesitaba encontrar una mujer con la que desahogarse! Lo antes posible. No


estaba seguro de poder mirar a la muchacha a la cara sin recordar ese momento tan
erótico que acababa de tener lugar y del que ella jamás sería consciente. ¡No podría
mirarle a los ojos sin pensar en lo que realmente deseaba hacer con ella!

Se sintió como un bellaco, teniendo esa clase de sentimientos lujuriosos por


alguien que había salvado la vida de su hijo y a la que debía tanto. Decidió cabalgar
hasta Hereford esa misma tarde. Necesitaba una prostituta. Una de esas mujeres de
caderas generosas y enormes pechos que podían competir con su fuerza y no le hacían
sentir como un bárbaro. Una mujer que no se pareciese en nada a la joven que tenía
delante.

Aunque quizá Álex fuese lo suficientemente fuerte como para vérselas con él, a
juzgar por su bien formado cuerpo. No aparentaba ser la delicada damisela que él
había pensado que sería. Tenía las curvas que tenía que tener… era tan…

¡Necesitaba una mujer!

«Urgentemente» pensó, notando cómo su erección crecía y no disminuía. El


saber que la joven se encontraba a solo un par de metros de él, sin apenas ropa sobre
el cuerpo, tendida allí al sol, no ayudaba precisamente a calmar sus instintos. Volvió a
contemplarla. Estaba allí tumbada con una sonrisa en su bello rostro bañado por la
luz. Su cuerpo había comenzado a secarse y solo en la zona de su ombligo y de sus
clavículas se acumulaban todavía pequeñas gotas de agua que Robert hubiese estado
encantado de lamer lentamente con su lengua.

No sabía cuánto tiempo llevaba allí, entre los árboles, pero le pareció que habían
transcurrido horas. Y a pesar del magnífico espectáculo que tenía lugar ante sus ojos y
del que probablemente jamás se cansase, deseó que la joven se marchase. Que se
vistiese y se fuese de allí, dejándole solo con sus pensamientos indecentes y su dolor
en la entrepierna provocado por el deseo insatisfecho. El poder mirarla pero no
tocarla era una tortura. Una verdadera tortura para un hombre que hacía meses no se
acostaba con una mujer.

Ignorante de lo que estaba sucediendo a su alrededor, Álex dejó escapar un


suspiro y se incorporó. Cogió su ropa y comenzó a vestirse. Se entretuvo una
barbaridad con los nudos de las mangas de la camisa. Robert sonrió divertido al ver
los esfuerzos que la joven hacía. Efectivamente, ponerse ese tipo de camisa uno solo
no era tan simple. Álex pareció tener éxito al fin y volviéndole la espalda se agachó a
coger los calzones, mostrando a los ojos de Robert una vista fabulosa de su bien
torneado trasero, solo cubierto por esa prenda ajustada que más que tapar moldeaba y
marcaba.

Robert dejó escapar un gemido.

Álex lo oyó y se giró rápidamente. Por espacio de unos instantes escudriñó los
árboles detrás de los cuales se escondía Robert, y él tuvo que controlar la respiración
y los alocados latidos de su corazón que parecía se le iba a escapar del pecho,
temiendo que la joven descubriera su poco apropiada situación.

Al cabo de unos segundos Álex se dio media vuelta y siguió vistiéndose. Robert
dejó escapar la respiración que había estado conteniendo y decidió marcharse y
esperarla en el claro donde la esperaba siempre su escolta. Era demasiado arriesgado
seguir allí.

Con cuidado de no hacer ruido, se fue alejando lentamente. Todavía sentía la


tensión en la entrepierna, pero esperó que cuando la joven volviese a aparecer frente a
él se le hubiese pasado ese estado febril y excitado que su esbelto cuerpo dorado y
mojado había provocado en él. Sabía que tenía poco tiempo para serenarse, porque en
cualquier momento ella aparecería, por lo que una vez en el claro, apoyó la frente
contra el flanco del caballo que seguía pastando sin dejarse molestar por su presencia,
cerró los ojos e intentó que otras imágenes no tan eróticas acudiesen a su mente.
Pensó en sus hombres, en los torneos en los que había participado, en Henry y en las
interminables reuniones que había mantenido con él, en el asedio al castillo de
Wigmore… y poco a poco, se fue tranquilizando.

Se apartó del caballo y apoyó la espalda contra un árbol. Sus ojos verdes estaban
fijos sobre el lugar por donde él sabía que la joven iba a regresar. Estaba impaciente.
Quería ver la reacción de ella cuando viese que era él el que la estaba esperando y no
sus hombres. ¿Cómo reaccionaría? ¿Se alegraría de verle? ¡Ojalá!
La oyó antes de verla. A través de los árboles pudo escuchar su voz tarareando
una extraña canción de melodía discordante. Un movimiento de ramas y allí estaba
ella, vestida por entero con la ropa que él mismo le había conseguido hacía días y una
capa colgada del brazo. Algunos mechones de su cabello todavía no estaban del todo
secos y hacían que su pelo pareciese todavía más oscuro.

Robert entrecerró los ojos clavándolos sobre el rostro de ella. Expectante esperó
a que la muchacha advirtiese su presencia, cosa que ocurrió en ese mismo instante.

Álex, que seguía tarareando la misma canción, buscó con la mirada a Gilbert y
Alfred. Se había acostumbrado a ellos y su compañía le resultaba grata, tanto la del
silencioso Gilbert como la del parlanchín Alfred. Se sentía a gusto con ellos.

Los ojos de la joven se posaron primeramente sobre el desconocido caballo que


pastaba tranquilamente. Frunció el ceño. Ese caballo no le resultaba familiar. Una alta
figura la esperaba apoyada contra un árbol justo al lado del caballo… y su corazón se
detuvo unos instantes al reconocer a quien pertenecía esa silueta. ¡Robert! Sintió un
vuelco en el estómago y se detuvo bruscamente. ¡Había vuelto!

Llevaba puestas unas calzas de cuero negro y una camisa blanca, y de sus
hombros pendía una capa marrón. No se había afeitado y su descuidada barba le
cubría la parte inferior de la cara. Tenía un aspecto un tanto desaliñado, pero en esos
momentos Álex pensó que era el hombre más atractivo del mundo. Creyó sentir como
el rubor cubría sus mejillas y se llamó estúpida en silencio.

Robert la observaba en silencio, pendiente de su reacción. No podía asegurarlo,


pero creyó percibir cierto nerviosismo en ella, incluso podía haber asegurado que los
ojos de la joven habían brillado de alegría al verle, pero eso era mucho suponer. No
obstante, si ella verdaderamente había sentido algo parecido a lo que él sentía en esos
momentos, no parecía afectarle significativamente. A él todavía le sudaban las manos
cuando ella se acercó.

–¡Robert! ¡Qué agradable sorpresa! ¿Cuándo habéis regresado? –La sonrisa


sincera que curvó los labios de la joven mientras se acercaba a él, hizo que las
pulsaciones de su corazón se acelerasen. ¡Y esa voz aterciopelada con ese encantador
acento!

–No hace mucho, realmente –contestó acercándose a ella. Cuando la tuvo a su


alcance le cogió la mano y se la llevó a los labios para besarla.
Álex le sonrió. El contacto de los dedos de él sobre su piel le provocó un
escalofrío en la espalda, pero se repuso inmediatamente y no dejó que ningún tipo de
emoción se reflejase en su cara. No quería que él se diese cuenta de lo mucho que le
afectaba su presencia. No quería complicaciones. Mejor mantenerse al margen de ese
tipo de cosas… pero le iba a resultar difícil.

–Os estaba esperando porque quiero hablar a solas con vos. Ralf me dijo que os
encontraría aquí.

«El misógino de Ralf», pensó Álex. Sabe Dios qué cosas le habría contado a
Robert sobre ella. Cualquier cosa que hacía, decía o pedía era recibida con un fruncir
de ceño y una expresión de disgusto.

–¿Ha pasado algo? ¿Hay algún problema?

–Por supuesto que no –se apresuró él a tranquilizarla–. Es solo que quería saber
cómo os encontráis y si todo está a vuestra satisfacción. Probablemente no tendré
tiempo más tarde de hablar con vos. Demasiados asuntos requieren mi atención. Solo
quería saber si necesitáis algo más y si os están tratando adecuadamente.

–¿Adecuadamente? –Álex meneó la cabeza divertida–. Me tratan como a una


reina, Robert. Incluso Ralf –añadió mirándole de reojo–, aunque supongo que
preferiría no hacerlo. Creo que no le gusta demasiado que abuse de vuestra
hospitalidad. –Se encogió de hombros.

–Bueno, Ralf es algo especial –se disculpó Robert–. No es precisamente el más


agradable. Lo sé. Pero es muy leal.

–¿Os ha dado muchas quejas sobre mí? –le preguntó ella llena de curiosidad.
Estaba tan cerca que tenía que alzar la cabeza para mirarle a la cara. Las pequeñas
arruguitas que se formaban en torno a sus ojos eran más visibles que de costumbre,
dando fe del cansancio que su cara reflejaba. Aparentaba más años de los veintiocho
que sabía que tenía. Beatrice había sido una fuente de información extraordinaria.

–Yo tampoco lo llamaría quejas –decía Robert en esos momentos sonriendo de


medio lado–. Se ha limitado a enumerarme algunas de vuestras excentricidades.

Álex dejó escapar una carcajada. Probablemente Robert ya había sido informado
de su afición a las pastillas de jabón y de su decisión de comer en la cocina.
–Me encantaría comentar con vos todas esas excentricidades mías, pero tengo
que regresar al castillo cuanto antes –dijo ella con pesar. Le hubiese encantado
disfrutar algo más de la compañía del señor de Black Hole Tower, pero sabía que
Beatrice la estaba esperando–. Tengo una cita con Beatrice, que ha prometido
enseñarme a hacer jabón. –Y susurrando añadió: –No sé si lo sabréis ya, pero soy la
responsable directa de que vuestras existencias de jabón hayan disminuido
considerablemente. Creo que estoy a un paso de llevaros a la ruina.

Robert soltó una carcajada que hizo que el corazón de Álex se acelerase. ¿Cómo
era posible que algo tan normal como una carcajada provocase ese efecto en ella?

–Algo me han comentado. Sí. Aunque quizá yo no iría tan lejos como para
asegurar que me estéis arruinando… tendré que consultarlo con Postel. Quizá sea un
hombre pobre y no lo sepa –terminó con los ojos brillantes de buen humor. La joven
le hacía sentir bien. Muy bien–. Bueno, ya veo que no tenéis ni unos pocos minutos
para mí. Vuestra vida social parece muy intensa. Regresaremos al castillo, entonces.
Pero habéis de prometerme que esta noche os reuniréis conmigo a la mesa. Me
gustaría que hablásemos. –La miró con esos penetrantes ojos haciendo que a Álex le
resultase del todo imposible negarse. Además, si era sincera, a ella también le apetecía
pasar más tiempo con él.

–Lo prometo. Esta noche os acompañaré a la mesa –dijo.

–Confío en vuestra palabra, mi señora. Ya podemos irnos entonces. –Robert


tomó las riendas de su caballo y ágilmente montó sobre él. Luego extendió la mano
izquierda y se la ofreció a Álex, que le observaba desde abajo con el ceño fruncido.

–Prefiero caminar, si no os importa. –Con un gesto rechazó la mano que él le


tendía y se apartó unos pasos. No le gustaba mucho montar a caballo. La experiencia
que había vivido a lomos del caballo de William le había bastado para toda la vida.
Era muy incómodo y no pensaba que fuese una forma muy segura de desplazarse.
Además, el castillo estaba muy cerca, no creía necesario tener que ir a caballo.

–Me importa –contestó él con la mano todavía extendida. El caballo corcoveó


nervioso.

–Pues yo prefer…

–Vamos Álex, no me hagáis pensar que tenéis miedo –la interrumpió él–. Es solo
un corto paseo hasta el castillo. No os dejaré caer. Lo prometo.

Álex dudó un instante. La mirada de Robert rebosaba confianza y al mismo


tiempo una especie de deseo que la sorprendió. El cabalgar pegada a ese cuerpo
varonil era algo que le apetecía hacer –bastante–, si era sincera consigo misma.

Sin perder más tiempo, se decidió, y cuando iba a poner el pie en el estribo para
encaramarse sobre el caballo, como había visto hacer en las películas, Robert se
inclinó, la cogió por las axilas y la alzó sentándola delante de él en la silla. Álex se vio
aprisionada entre la parte frontal de la silla de montar y el duro y musculoso cuerpo
de él. Intentó buscar una postura cómoda y se removió inquieta.

Robert, notó el redondeado trasero de ella contra sus muslos y su entrepierna y


se preguntó si no había sido un error convencerla de cabalgar con él. Solo imaginar lo
que se ocultaba bajo sus ropas le hacía estremecerse. Ese cuerpo de firmes carnes solo
cubierto por esas piezas ínfimas de ropa negra y ajustada… ¿De dónde las habría
sacado? Se mordió el labio inferior e intentó contener el deseo que crecía dentro de él
mientras ella se movía. La cabeza de la joven quedaba justo debajo de su barbilla y
algunos suaves mechones de pelo rebeldes le acariciaron la piel del cuello. Inclinó un
poco la cabeza y aspiró profundamente. ¡Qué bien olía! Cerró los ojos y se deleitó con
ello sabiendo que le iba a ser materialmente imposible controlarse.

Iba a ser un largo camino hasta el castillo…

Álex por su parte, sintió los largos y fuertes brazos de Robert rodeándole la
cintura y apretándola contra su atlético pecho. Bajó la vista y observó sus manos
morenas, cubiertas de un fino vello negro. Sus dedos eran largos, y en el dedo
corazón de su mano brillaba un anillo de oro con un sello. Cerró los ojos y se imaginó
esos dedos acariciándola lentamente. Se sonrojó. Se sonrojó como cuando era una
adolescente tonta e insegura. El corazón comenzó a latirle más deprisa justo debajo de
donde las manos de él la sujetaban firmemente. Cerró los ojos y disfrutó de la
sensación.

Iba a ser un largo camino hasta el castillo…


Capítulo Catorce

Álex contempló su reflejo algo distorsionado en la superficie del plato de bronce


bruñido. Era lo más parecido a un espejo que había podido encontrar. Sus ojos
oscuros le devolvieron la mirada. Guiñó uno y luego el otro. Abrió la boca y la cerró
bruscamente. Arrugó la nariz.

Echaba en falta su crema hidratante, su kohl, un poco de pintalabios quizá.


Aunque no podía quejarse, no tenía mal aspecto. El débil sol inglés le había
coloreado algo las mejillas de por sí ya morenas. Y su pelo, bastante agradecido, tenía
el mismo aspecto de siempre. El largo flequillo azul, que desafiaba las reglas de la
lógica medieval, se mantenía en su sitio. Se pasó los dedos por él, pensativa, antes de
volver a dejar el rústico espejo sobre la mesa. Si lo apoyaba contra la pared y se
alejaba unos pasos casi podía ver su cuerpo entero reflejado en él. Lo hizo.

Había decidido hacer una concesión esa noche, y volver a usar su propia ropa:
las bailarinas negras, los pantalones piratas negros y la camisa negra de raso de corte
japonés. Le encantaba esa camisa que había adquirido hacía tiempo en una tienda de
Camden Town en Londres. Se ajustaba muy favorablemente a sus curvas y le hacía
sentirse muy exótica y sensual.

Estaba un poco cansada de usar siempre el mismo tipo de ropa, un día tras otro.
Se había aburrido de las calzas y las camisas. Con lo único con lo que estaba muy
contenta era con sus botas de piel de conejo y su capa de lana gris recuerdo de
Mildred. ¿Qué sería de la anciana? Con frecuencia pensaba en ella y en los tres días
que habían pasado juntas en la cabaña. Nunca olvidaría todo lo que había aprendido
de ella. Todavía recordaba perfectamente lo que había sentido al tener que despellejar
los conejos… una mueca desfiguró su rostro cuando las imágenes se instalaron en su
cabeza.

Volvió a mirarse al improvisado espejo. Beatrice se había ofrecido a dejarle


alguno de sus vestidos, pero ante la negativa de Álex se estaba encargando de coserle
un vestido de su talla y algunas otras prendas. Álex la había observado mientras cosía,
maravillada por su agilidad con el hilo y la aguja. Parecía ser una habilidad femenina
innata, ya que el resto de las mujeres del castillo eran igualmente diestras. Álex no
había podido evitar sentirse terriblemente torpe.

Suspiró.

Le hubiese encantado poseer algo de perfume y ponerse un par de gotas detrás


de las orejas o pulverizar el aire y dejar que las diminutas gotas invisibles se
derramasen sobre ella…

Volvió a suspirar.

Era una estupidez ponerse melancólica. No tenía perfume, pero olía a lavanda
fresca gracias a las pastillas de jabón que Beatrice le había dado y que ella misma
había contribuido a fabricar esa misma mañana.

Como Álex ya se había imaginado, el paseo a caballo con Robert se había


convertido en una tortura. Había podido sentir cada pequeño movimiento del cuerpo
de él, la tensión de sus musculosos antebrazos justo debajo de sus pechos…, cómo
sus fuertes muslos se apretaban a los flancos del caballo…, la respiración de él sobre
su cabeza… Todo eso había provocado que se le encogiese el estómago.

Había sido insoportable. En otro momento, en otro lugar, ella hubiese


aprovechado la situación, se hubiese girado en su regazo y le hubiese besado hasta
quedarse sin aliento… pero se encontraba en la época equivocada…

El silencio había reinado entre ellos durante todo el camino y Álex había deseado
que fuese porque Robert estaba pensando lo mismo que ella. Ojalá estuviese
imaginando cómo sería besar sus labios, al igual que lo hacía ella.

Había estado tan concentrada en la presencia masculina a su espalda, que apenas


si se había enterado de que habían llegado al patio de armas.

John, el escudero de Robert los había estado esperando para ocuparse del caballo
de su señor. Robert había descendido ágilmente y le había tendido los brazos fijando
sobre ella una mirada inescrutable. Álex se había dejado caer en ellos, y había tenido
la deliciosa sensación de que él la sujetaba contra su cuerpo unos segundos más de lo
necesario. Aunque quizá hubiesen sido imaginaciones suyas ya que la expresión de
Robert mostraba solo una cortés amabilidad.

–Os espero esta noche, Álex. Lo habéis prometido –había susurrado él cerca de
su oído justo antes de soltarla.

Álex se había alejado un par de pasos intentando recobrar el aplomo que la


cálida respiración de él cerca de su sensible cuello le había arrebatado, antes de
contestarle.

–Por supuesto, Robert. Ahora que sé que no podéis vivir sin mí, me siento
obligada a complaceros –le había respondido ella deseando quitarle importancia al
asunto, esperando que su ingenio la rescatase de una situación con la que no sabía
todavía si se sentía cómoda o no y que comenzaba a escapársele de las manos.

Al ver la cara de sorpresa de él, Álex había dejado escapar una carcajada y se
había alejado haciendo un saludo militar con la mano, que él por supuesto no había
sabido interpretar. Sin volverse, siguió andando, consciente de la mirada estupefacta
que la seguía. ¡Menos mal que había reaccionado a tiempo! Su desparpajo la había
salvado de ponerse en ridículo.

Después de ese incidente no había vuelto a verle en todo el día. Beatrice, que
había estado esperando su regreso, había interceptado su llegada en la entrada a la
torre principal. La había cogido del brazo y parloteando alegremente se había dirigido
con ella hasta la parte más alejada del patio de armas, cerca de la entrada y el puente
levadizo. Los habitantes del castillo se habían habituado a la presencia de “la mujer
azul” y ya no les llamaba la atención tanto como al principio, que no había podido dar
un paso sin ser seguida por diversos pares de ojos. Mientras atravesaba el patio con
Beatrice, incluso había recibido varias sonrisas tanto de hombres como de mujeres, a
las que había correspondido.

Álex sonrió al recordar los acontecimientos de la mañana.

Varias mujeres rodeaban una enorme caldera de metal, que habían colocado
sobre un fuego de generosas dimensiones. Todas ellas llevaban la boca y la nariz
cubiertas con trapos atados a la nuca. Una de ellas era Edda, inconfundible con su
pelo rubio trenzado en dos. Cuando vio acercarse a la joven detrás de Beatrice la había
saludado con la mano. Álex le había sonreído. Había llegado a apreciar a la sajona.
Era muy joven, apenas tenía diecisiete años, aunque aparentaba algunos más, y por lo
que le había contado, había nacido en el castillo y vivido allí toda su vida. Era hija de
Edith, una de las cocineras.

Dos mujeres, también con los rostros cubiertos, habían salido de la edificación
contigua a la cocina que era donde se encontraban el almacén y la bodega. Cargaban
con gran esfuerzo una tinaja de barro de gran tamaño. Lentamente se habían acercado
al lugar donde las esperaban las demás.

Beatrice se había atado un paño sobre la cara y le había entregado otro a Álex
indicándole que hiciera lo mismo.

–No os acerquéis demasiado a la tinaja –le había advertido con su voz algo
distorsionada por la tela que la cubría–. El líquido que hay dentro podría quemaros la
piel.

Álex había asentido. La curiosidad se había apoderado de ella. Algo tan común
como el jabón, ¿necesitaba tantos preparativos? Jamás lo hubiese pensado. Se limitaba
a ir al súper y comprar botes de jabón líquido con aroma de coco, de mandarina, de
fresa… Ahhh qué nostalgia…

El contenido de la caldera, que según le había dicho Edda era grasa animal, había
comenzado a hervir, y las dos mujeres que habían transportado la tinaja hasta allí se
aproximaron, la izaron y empezaron a verter su contenido sobre la caldera con mucha
lentitud. Otras dos mujeres, una de ellas era Edda, comenzaron a mover la mezcla con
ayuda de unas palas de madera. Un olor fuerte, como a lejía había llenado el ambiente.
Beatrice daba vueltas en torno a la caldera diciéndoles a las mujeres en qué momento
debían mover la grasa con más fuerza y cuándo más cuidadosamente. Estas pronto
comenzaron a sudar copiosamente empapando los paños que les cubrían las caras.

Cuando el contenido de la tinaja se hubo volcado completamente sobre la


caldera, las otras mujeres se retiraron y solo Edda y su compañera, que Álex creía que
se llamaba Emma siguieron con su ardua tarea. El sudor les empapaba la cara y las
ropas se pegaban a sus cuerpos. Solo mirar había resultado agotador.

Beatrice se había acercado a ella y le había intentado explicar el proceso.

–La grasa se mezcla con el líquido corrosivo, que ya habíamos preparado con
antelación –le dijo, y Álex supuso que se trataba de alguna forma primitiva de sosa
caústica–. Cuando empiece a ponerse pastosa le añadiremos sal, hasta que cuaje. Y
después, pasaremos ese jabón líquido que queda en la superficie a esa cubeta –había
señalado a las mujeres que se habían llevado la tinaja y que ahora se acercaban con
una enorme cubeta de madera–. Allí lo mezclaremos con la esencia de las flores de
lavanda que también hemos preparado. –Mientras explicaba todo esto, Edith se había
acercado llevando un barreño de madera que contenía un líquido que olía fuertemente
a lavanda.

En esos momentos, Edda, que había dejado de mover la mezcla, había cogido un
saco y volcado su contenido sobre la mezcla pastosa. Era sal. Emma seguía
removiendo afanosamente.

Beatrice se había alejado de su lado para ir a supervisar la mezcla. Poco después


otra mujer se había acercado con dos cazos de madera de largos palos. Eran una
especie de coladores, se había fijado Álex, y probablemente servirían para colar el
jabón líquido de la superficie a la cubeta que antes le había señalado Beatrice. En
efecto. Así había sido.

Emma y otra mujer habían mezclado la esencia de lavanda con la pasta todavía
caliente. El ambiente se había cargado de un embriagador perfume algo mareante.
Álex, siguiendo el ejemplo de las otras, se había quitado de la cara, mientras Beatrice
se encargaba de controlar que Edith pusiese correctamente una tabla de madera en el
suelo sobre la que colocaron unos moldes cuadrados.

Al cabo de unos minutos, Edda, Emma y otra mujer habían procedido a volcar el
líquido pastoso con aroma a lavanda sobre los moldes de madera. Beatrice había
sonreído satisfecha mientras contaba las pastillas de jabón obtenidas.

–Cuarenta y siete –había dicho en voz alta.

–Tendríais que haber hecho más. No sé si tendré suficientes –se había dejado oír
la voz de Álex detrás de ella.

El comentario había provocado risas generalizadas. Incluso la misma Beatrice


había curvado los labios en una sonrisa. Era de sobra sabido por todo el mundo en el
castillo la afición de Álex por el jabón, algo que todos consideraban muy peculiar y
excéntrico dado que a cualquier persona una pastilla de jabón podía durarle meses.

–En un par de horas las pastillas de jabón estarán listas. Podéis coger las que
necesitéis –le había dicho Beatrice.
La camaradería que se había creado en el proceso de hacer jabón había durado
unos minutos más, mientras todas se involucraban en apagar la hoguera y en recoger
la caldera, la tinaja y los demás utensilios. Las cinco mujeres que habían participado
en el proceso, Edda, Emma, Edith, Hedwisa y Rose, y la propia Beatrice, la habían
incluido en su círculo aunque todavía no acertaban a saber cómo conducirse con ella.
No se comportaba como una señora pero tampoco era una sierva. Se dirigía a los
propios siervos con una familiaridad poco común para alguien que sabía leer y
escribir, y al mismo tiempo hablaba con los caballeros de manera poco habitual para
una mujer. Nadie tenía claro dónde pertenecía. La misma Beatrice, que en sí era una
dama y estaba por encima de todas las demás mujeres en jerarquía en el castillo,
aparentaba tener problemas a la hora de hablarle.

Todavía habían de pasar horas hasta poder hacerse con el preciado jabón. Los
trozos eran cuadrados de un tamaño bastante generoso, cada una de ellos como la
mitad de un ladrillo, y olían estupendamente bien. Álex había decidido estrenar su
trozo esa misma tarde, cuando se lavase después de volver del lago y antes de acudir a
la cena.

El resto del día también había estado muy ocupada. Jamie había ido a buscarla
cuando se encontraba de regreso en la sala y quería volver a sus aposentos. Iba
acompañado por otros tres niños y dos niñas de más o menos su misma edad. Había
insistido hasta que había conseguido convencerla para que les contase una historia.
Álex se había sentado en el suelo delante de la chimenea de la gran sala y los seis
pequeños la habían rodeado. No tardaron en escucharla fascinados con los ojos
abiertos como platos.

Dado que Jamie y otros dos de los pequeños procedían de la Normandía solo
entendían el franco normando, mientras que los demás eran hijos de los siervos y solo
entendían el anglosajón, por lo que Álex alternaba las dos lenguas como podía
mientras les hablaba de los dragones, del fuego valirio y de Invernalia. Sus caritas
infantiles se iluminaban con cada escena que ella iba describiendo.

Álex había descubierto que los niños medievales aceptaban la muerte y la


violencia como algo natural, de una forma totalmente diferente a como lo hacían los
niños de su época, que o bien crecían sobreprotegidos de escenas violentas, o bien les
causaba un morbo impresionante el cargarse a multitud de zombis en la Play Station.

Y sin embargo todos los niños del universo deseaban lo mismo, que el bueno
venciese y que el malo muriese. Cada vez que Álex describía cómo alguno de los
buenos sufría, los niños soltaban exclamaciones de pena y tristeza, y cada vez que a
algún malo le pasaba algo terrible, aplaudían llenos de alegría.

Álex había conseguido escaparse a duras penas de los pequeños y acercarse a la


cocina a comer algo. Allí la actividad era frenética. Se preparaba un banquete para esa
noche, como era la costumbre cada vez que el señor regresaba, y aunque no iba a
quedarse más que un par de días, todo tenía que estar perfecto durante su presencia.

Gertrude, la hermana mayor de Edith, había levantado la vista de la olla que


estaba removiendo y apiadándose de ella le había conseguido tres manzanas, un trozo
de pan blanco y algo de queso. Suficiente.

Se había sentado junto a la puerta de la herrería a disfrutar de su espartana


comida mientras charlaba con Dunstan, el herrero. Era un hombre enorme, con brazos
tan anchos como troncos de árbol, que tenía un carácter un tanto hosco al principio,
pero que una vez cogía confianza, llegaba a ser muy agradable. Era viudo y tenía tres
hijos, Thomas, de once años, cuyas ropas llevaba Álex, y los mellizos Joseph y Peter,
de seis años, dos de los integrantes del ferviente público de Álex. La joven se llevaba
bien con él, aunque le había costado ganarse su confianza al principio. Dunstan había
desconfiado de una dama vestida de hombre acercándose a hablar con un herrero,
pero finalmente el encanto de ella había podido con él.

Muchos días acudía a verle trabajar. Pensaba que increíble lo que ese hombre,
con unas herramientas tan rudimentarias podía llegar a conseguir. Le había visto
arreglar una cota de mallas, para lo que había tenido que hacer eslabones diminutos
como si de un orfebre se tratase, eslabones que había ensamblado sustituyendo los
dañados con ayuda de unas pequeñas tenacillas, que casi parecían desaparecer entre
sus enormes dedos. Había sido fascinante observarlo de cerca.

Desde la puerta de la herrería, Álex había podía observar la febril actividad de


los habitantes del castillo. La llegada de Robert lo había cambiado todo. Donde el día
anterior había reinado la paz y la tranquilidad, ahora predominaban la excitación y el
nerviosismo. Las mujeres se afanaban en la cocina. Algunos hombres, con Ralf a la
cabeza habían ido a cazar y regresado con varias perdices y unas cuantas liebres.
Otros, que habían ido al río, habían vuelto con varias truchas, y los demás se estaban
ocupando de subir vino y ale de la bodega. Y por todas partes, como si la
hiperactividad fuese algo contagioso, los perros del castillo merodeaban
olisqueándolo todo.
A la hora convenida, Jamie había ido a buscarla para ir al lago. Alfred y Gilbert
ya los habían estado esperando subidos a sus caballos. El pequeño se había llevado
una desilusión porque su padre no había podido ir con ellos. Quería que hubiese visto
lo que ya era capaz hacer. Álex había intentado contentarle contándole otra historia de
camino al lago. Además, según le había dicho el niño, al día siguiente Robert sí que
estaría presente en su clase de natación. Hoy había tenido que ir a Hereford, a resolver
ciertos asuntos.

El par de horas que ella y Jamie habían pasado en el lago había transcurrido de
forma muy normal, como siempre. El pequeño cada vez nadaba mejor y Álex
presentía que Robert se iba a quedar impresionado cuando viese de lo que su hijo era
capaz.

Después de un día tan agitado en el que apenas si había tenido tiempo de pensar
en nada, era ahora que por fin estaba sola en su habitación y que solo faltaban unos
minutos para volver a ver al señor del castillo, cuando se permitió el lujo de pensar en
él y comenzó a sentir cómo el corazón se le aceleraba.

Se sentía como una adolescente estúpida. Nerviosa y excitada. Creía recordar que
solo se había sentido así cuando iba al colegio y José Luis Martínez, un chico del
colegio de al lado se había fijado en ella. Recordaba las miraditas a la salida de clase.
Cómo se le encogía el estómago cada vez que él se acercaba a ella. ¡Y el primer beso!
El primer beso –un simple roce de labios– había sido increíble…

Pues así era cómo se sentía ahora, como cuando tenía doce años y José Luis
intentaba besarla detrás del muro del colegio.

¡No podía ser cierto! Había tenido diferentes parejas y diferentes historias, y
había aprendido a ser práctica en asuntos del corazón. Incrédula sobre los amores
pasionales que te quitan el aliento ya que no había conocido a nadie capaz de hacerle
sentir como se había sentido cuando José Luis la había besado a los doce años, había
buscado relaciones que le satisficiesen en la cama y con las que llevarse bien fuera de
ella. Nada más.

Nadie había conseguido que el estómago se le pusiese en la garganta y el corazón


le latiese a velocidad de vértigo.

Nadie, hasta Robert…


¡Maldita sea! ¿Por qué había tenido que conocer a un hombre que le quitaba el
aliento en la época equivocada?

«Solo tiene unos novecientos años más que yo, tampoco es tanto», se dijo a sí
misma sonriendo con ironía.

Volvió a inspeccionar su imagen en el plato de bronce. Se observó con


detenimiento. Probablemente, esa esbelta figura vestida de negro no era precisamente
la figura ideal para conquistar a un caballero medieval. Las mujeres en aquella época
no tenían mucho que ver con ella, aunque tampoco es que tuviese mucho con qué
comparar. En el castillo no había mujeres, exceptuando a Beatrice y a las criadas. Y
casi todas ellas eran entradas en carnes, con cabellos largos y de aspecto muy
femenino, cosa que no se podía decir de ella, que con su cabello corto y su cuerpo
elástico y sus músculos bien marcados, producto de sus años de entrenamiento, podía
pasar perfectamente por un muchacho.

Sabía que era atractiva, pero de una manera un tanto exótica, que probablemente
no era nada sexy para la época. Sus pechos no eran demasiado grandes, incluso eran
pequeños si los comparaba con los de Hedwisa, Edith o Rose, que podían ser el doble
o triple de los suyos, y que parecían ser las mujeres cuya anatomía era más apreciada
en el castillo. Allá donde iban llamaban la atención de los caballeros, la mayor parte
solteros. Sobre todo Rose, que aparte de enormes pechos poseía unas caderas
espectaculares y un rostro bonito de verdad, con grandes ojos azules y cabello rojizo y
largo, que siempre llevaba suelto sobre los hombros. Además, parecía bastante
dispuesta a compartir sus encantos con cualquiera que se acercase a ella y tuviese un
par de monedas disponibles. Edda le había comentado que era la muchacha más
popular del castillo y Álex había comprobado que así era, en efecto. Todos, sin
excepción, buscaban sus favores por las noches. Álex se preguntó si Robert también
buscaría los favores de la muchacha.

Esa noche lo iba a poder ver con sus propios ojos.

Al imaginarse a Robert con Rose sintió una repentina punzada de celos y sus
ojos se nublaron por la sorpresa. ¡Celosa! Ella que nunca había sentido el aguijón
envenenado de los celos, se descubría a sí misma deseando que la imagen que había
acudido a su mente jamás se convirtiese en realidad. De pronto deseó ser más alta,
más exuberante, tener más pecho y el pelo más largo…

Se llevó las manos a las mejillas y contempló su imagen en el espejo. ¿Qué


demonios le estaba pasando? Ella siempre había estado más que satisfecha con su
aspecto físico. Se gustaba. Estaba contenta con cómo era. Siempre había sido una
mujer bastante segura de sí misma. Nunca se había sentido insegura por no ser
demasiado alta o tener un pecho poco pronunciado… Y ahora esas absurdas ideas…
¡Idiota!

Álex meneó la cabeza entre asombrada y disgustada. Le parecía imposible estar


sintiendo lo que estaba sintiendo. En su vida real no había tenido nunca esos
pensamientos tan estúpidos. ¡Desear tener más pecho! ¡Ja! Y todo ello provocado por
un guerrero medieval, que nunca sabría lo que era disfrutar de un buen libro, de un
concierto de música soul o de una película espectacular de John Ford o George
Cukor. Que probablemente lo más interesante que sabía hacer era montar a caballo,
clavarle la espada a alguien en el gaznate, emborracharse o tirarse a una mujer encima
de la mesa de una taberna ruidosa. Y probablemente ni siquiera supiese cómo
conseguir que una mujer alcanzase el orgasmo... ¡Con seguridad no lo sabría!

Después de haberse repetido eso mentalmente, se sintió un poco mejor. Era


absolutamente estúpido el romperse la cabeza por un hombre con el que no tenía nada
en común, que probablemente no volviese a ver en su vida…

Algo más satisfecha consigo misma, se giró un poco y observó su perfil en el


espejo. Estaba estupenda, decidió. Y si un bárbaro como Robert no sabía apreciar lo
que tenía delante, peor para él. Si prefería los enormes pechos de Rose, era cosa suya,
se volvió a repetir. De todas maneras seguía sin agradarle la escena de Robert con otra
mujer. No, no era demasiado agradable, y con algo de desazón hubo de reconocerse a
sí misma que el señor de Black Hole Tower le interesaba.

Le interesaba de verdad.

Se acercó lentamente al espejo hasta que solo pudo ver su rostro reflejado en él.
El bronce pulido le devolvió un reflejo dorado de su cara. Un atisbo de sorpresa
asomó a sus ojos oscuros. ¿Le gustaba ese caballero realmente? O mejor dicho, ¿tanto
le gustaba ese caballero como para sentir celos? Era una locura, decidió, mientras
seguía contemplando su reflejo. Jamás podría haber algo entre ellos. Había
demasiadas diferencias, un abismo de diferencias entre ellos, novecientos años de
diferencias…

Entrecerró los ojos y sus pensamientos tomaron otros derroteros…


Por otro lado, si era una simple atracción física, ¿qué mal hacía a nadie si se
dejaba llevar por sus instintos más básicos? Si se acostaba con él, ¿qué podía pasar?
Tampoco era la primera vez que tenía un rollo de una noche con alguien. No es que lo
practicase habitualmente, pero un par de veces había terminado en la cama con alguna
persona a quien no conocía demasiado. Y no había pasado nada. Había sido algo
esporádico y sin complicaciones. Rápido y sin problemas.

Aunque no sabía si irse a la cama con alguien que podía muy bien ser un
producto de su época era lo más acertado. No conocía a Robert lo suficiente como
para saber si era un caballero –significase eso lo que significase– en la cama o si era
un bárbaro que no se lavaba con frecuencia y trataba a las mujeres como un recipiente
donde derramar su semen y nada más. Por lo que había leído, en la Edad Media, los
hombres solían ser muy egocéntricos, solo se ocupaban de sí mismos y de sus cosas, y
las mujeres se encontraban en un segundo plano y eran meros instrumentos en manos
de los hombres, cuya única función era procrear. Álex no sabía muy bien en qué
categoría entraba Robert, lo poco que sabía de él le había causado muy buena
impresión, pero no podía estar segura.

¿Y si se arriesgaba?

Suspirando se alejó un poco del espejo y volvió a inspeccionar el pergamino


maldito que se encontraba encima de la mesa. La luz de una vela lo iluminaba
haciendo que sus letras borrosas bailasen sobre él. Lo había sacado del baúl justo
antes de empezar a vestirse y había estado releyéndolo por enésima vez. Ahora, lo
contempló nuevamente. Debería dejar de pensar tanto en el señor del castillo y
concentrarse más en su vuelta a casa. Eso era lo más importante. Lo único importante,
en realidad.

Volvió a meter el pergamino en su funda protectora de plástico maravillándose


nuevamente de que el contacto físico no despertase ningún tipo de sensación en ella
como había ocurrido en el futuro, y lo guardó en el fondo del baúl debajo de todas
sus pertenencias. No era el momento adecuado para sentarse a pensar en sus opciones.
Luego lo haría, cuando la cena terminase, se propuso.

Girando sobre sus talones, se acercó a la mesa y apagó las velas. La habitación
quedó iluminaba solamente por la luz que entraba a través de la estrecha ventana,
cuyas pieles había retirado Álex. Era casi de noche y probablemente ya la estuviesen
esperando. Sin detenerse un segundo más, se dirigió a la puerta y la abrió de golpe.
Chocó contra un fuerte pecho masculino. Al parecer, el poseedor de ese pecho
había estado a punto de llamar a la puerta cuando ella la abrió tan repentinamente.

Robert todavía se encontraba con la mano levantada con la que había pretendido
llamar a la puerta y apenas pudo frenar a la muchacha. En un segundo ella había
chocado contra su cuerpo, y mientras sentía cómo sus formas se apretaban contra él,
un ligero aroma a lavanda llegó hasta sus fosas nasales.

Álex sabía perfectamente a quien pertenecía el cuerpo que tenía delante. Él


también desprendía un ligero olor a lavanda y la joven supuso que habría tomado un
baño. Apoyó las manos sobre el pecho de él, y engañándose a sí misma se convenció
de que lo hacía para no perder el equilibrio. Alzó la cabeza lentamente. En la
penumbra del pasillo mal iluminado apenas si pudo distinguir sus rasgos, pero sintió
los penetrantes ojos de él sobre su rostro. ¿Era deseo contenido lo que brillaba en
ellos?

Se estremeció.

Robert sintió el temblor que recorrió el cuerpo de Álex y la sujetó con firmeza
por los brazos. Estaba tan cerca de él, que podía oír su respiración agitada e incluso el
ligero suspiro que salió de sus labios. Labios sobre los que él posó los ojos. Ella se
lamió el labio inferior suavemente, y Robert no pudo controlarse más. Inclinó la
cabeza dispuesto a probar aquella boca que llevaba días atormentándole. Estaba tan
cerca... Sintió la respiración entrecortada de ella sobre su cara…

Álex, al advertir que él iba a besarla dio un paso atrás. En los últimos minutos
había tenido tantos pensamientos contradictorios sobre ese hombre, que reaccionó
apartándose. No sabía muy bien si estaba haciendo lo correcto, o si se iba a arrepentir
con posterioridad, pero se apartó.

Se miraron por espacio de unos segundos sin decir nada. La penumbra disimuló
el rubor que cubría el rostro de ella y la decepción que se reflejaba en el de él. Pareció
pasar una eternidad. Solo sus respiraciones eran perfectamente audibles. Álex fue la
primera en recobrar el control.

–¡Robert! Me habéis asustado. No esperaba encontraros aquí. –Su voz todavía


no había conseguido recuperar su tono tranquilo habitual. Ella misma se dio cuenta de
que se oía agitada.
Robert carraspeó y le soltó los brazos intentando recobrar la compostura.

–He venido a buscaros para acompañaros a la mesa. Veo que ya estáis preparada.
–Su voz tampoco sonaba muy serena.

–Ahhh… gracias, Robert. Sí, estoy preparada. Ya podemos irnos. –Álex cerró la
puerta tras de sí evitando mirarle, aunque la penumbra del pasillo apenas si dejaba ver
algo.

Robert cogió la mano de la joven y la deslizó por su brazo. Avanzó casi a tientas
guiando a Álex hasta la escalera. El pasillo estaba realmente oscuro. Mentalmente dio
las gracias a esa oscuridad que no le había permitido ver a la muchacha el estado de
excitación en el que se encontraba.

Como si hubiesen llegado a un acuerdo tácito sobre lo que había estado a punto
de pasar hacía unos segundos, ambos fingieron que nada había sucedido. En silencio,
cada uno sumido en sus pensamientos, descendieron los escalones que conducían a la
sala.
Capítulo Quince

Robert miró a Álex de reojo. La joven se encontraba sentada a su lado, su brazo


izquierdo casi rozando el brazo derecho de él. Solo tenía que alargar la mano unos
centímetros y podría tocarla.

Hablaba animadamente con Pain, que se sentaba a su otro lado. El angelical


rostro del muchacho mostraba un interés muy pronunciado mientras Álex le explicaba
algo relacionado con el extraño artilugio que utilizaba para comer. Había sido una
sorpresa para Robert y para todos los que se sentaban a la mesa cuando Álex había
sacado de una pequeña bolsa de cuero que llevaba colgando de la cintura, no solo el
cuchillo que él mismo le había proporcionado, sino también otro extraño aparato de
metal con tres pinchos en un extremo. Ella lo había llamado “tenedor”, y había sido
Dunstan el que lo había hecho siguiendo sus indicaciones. Al principio todos lo
habían mirado con escepticismo, pero después de haber visto con qué facilidad partía
la carne con el extraño instrumento, muchos habían decidido encargarle uno igual al
herrero.

Robert y Álex compartían el mismo plato, por lo que lo normal hubiese sido que
él se hubiese encargado de cortar la carne en trozos más pequeños, y ofrecérselos a
ella, pero con esa joven todo funcionaba al revés.

¡Era ella la que estaba cortando la carne en trozos más pequeños y


ofreciéndoselos a él! Al principio le había resultado extraño, pero cuando Álex
dirigiéndole una sonrisa de esas que conseguían acelerar su corazón, había comenzado
a partir la perdiz y a ofrecerle los trozos, Robert simplemente había aceptado la
situación.

Una carcajada de la muchacha hizo que intentase agudizar el oído. Sentía una
curiosidad enorme por saber de qué hablaba con Pain. El joven parecía embobado
mirándola, cosa poco habitual en él. Normalmente eran las mujeres las que se
quedaban embobadas mirándole a él. Pero por supuesto ella era diferente. Tenía un
aplomo y una seguridad en sí misma poco comunes en alguien de su edad. Aunque
Robert no estaba realmente seguro de cuál sería su verdadera edad. Su cuerpo y su
piel aparentaban ser los de una mujer de veintiséis, veintisiete años, pero imposible
saberlo. A veces le miraba con una intensidad tal, que parecía llevar toda la sabiduría
del mundo sobre sus hombros.

Beatrice, que se sentaba justo a su izquierda y que compartía el plato con su tío
William, le dirigió una sonrisa. Robert le sonrió también algo distraídamente. Sus
pensamientos estaban ocupados al cien por cien por su otra acompañante, que desde
que se habían sentado a la mesa aparentaba ignorarle. Llevándose a los labios la copa
de vino que ambos compartían, pero que ella no había probado, la contempló
nuevamente de soslayo.

Estaba preciosa con ese poco convencional atuendo. El color negro y brillante de
su peculiar camisa realzaba la piel morena de su rostro. La suave tela se pegaba a su
cuerpo de una manera muy provocadora y Robert había tenido que tragar saliva
cuando al llegar a la sala hacía un buen rato ya, había visto lo que la joven llevaba
puesto. Aunque no era la primera vez que usaba esa ropa, tuvo la oportunidad de
fijarse en ella con más detalle. Los pantalones se ajustaban a sus piernas y dejaban al
descubierto sus bien formados tobillos. En cualquier otra mujer, ese atuendo hubiese
resultado escandaloso, pero en ella era simplemente perfecto. Sinceramente, no podía
imaginarse a la joven luciendo uno de esos vestidos que llevaban las damas de la
corte, compuestos por metros y metros de tela. Álex, no. Estaba perfecta como estaba.

Toda ella, en su perfección, parecía tan fuera de lugar en su castillo, sentada a


aquella mesa, que Robert sintió una extraña punzada en el corazón sabiendo que de
alguna manera ella no pertenecía a su mundo, y que en cualquier momento se
marcharía.

No, no pertenecía a ese lugar. Sus extrañas costumbres, sus hábitos, su forma de
comportarse… pero no era solo eso. Había algo más en ella, algo que él no podía
precisar, pero que estaba ahí, sin duda. Y él sabía a ciencia cierta que más tarde o más
temprano se iría. Volvería a su hogar, estuviese donde estuviese.

Tenía un bello perfil, decidió. El pelo corto dejaba al descubierto su nuca


delicada, y esas patillas absurdamente largas por delante de sus pequeñas y perfectas
orejas, le hicieron pensar que no era un simple pelo corto, alguien se lo había cortado
así, midiendo a la perfección cada mechón. Era curioso. Nunca había visto un pelo
así. En ese momento, el largo flequillo azul de la joven cayó sobre su ojo derecho y
estuvo tentado de apartarlo suavemente, pero ella fue más rápida y con un ligero
movimiento de cabeza, el pelo volvió a su lugar. ¿Cómo demonios había conseguido
ese color de pelo que ni siquiera desaparecía con los lavados? Y lo más importante
¿dónde? Y ¿por qué? ¿Qué sentido tenía llevar el pelo de color azul? ¿Y las uñas de
los pies? ¿Seguirían siendo azules?

Tenía que ser sincero consigo mismo. Estaba empezando a obsesionarse con ella.
La mayor parte del día la dedicaba a pensar en Álex, en su mirada, en su sonrisa, y
desde esa mañana también en su cuerpo firme y moreno, tendido al sol. De nada había
servido el haber ido a Hereford aquella tarde. La prostituta con la que se había
acostado no le había proporcionado más que un alivio inmediato, pero incluso
mientras terminaba dentro de ella, la única mujer que le había venido a la cabeza había
sido Álex, solo Álex.

Había regresado al castillo lleno de frustración. Incluso había increpado a John


porque el agua de su baño no estaba lo suficientemente caliente. Al pobre muchacho
le había tocado aguantar el mal humor de su señor, solo provocado por la tensión
sexual que sentía y que no había podido resolver tan fácilmente como él había
pensado.

Él normalmente no era así. No se reconocía a sí mismo. Las prostitutas siempre


le habían servido para calmar sus instintos. En otra ocasión habría sido así, un alivio
rápido y listo. Pero desde que la misteriosa joven vivía en su mente, todo había
cambiado. Tenía los nervios a flor de piel. La escena que había tenido lugar en la
puerta de los aposentos de ella lo demostraba.

¡Había estado a punto de besarla!

Si no hubiese sido porque ella se había retirado, él la habría besado con toda la
pasión que llevaba conteniendo desde que la había visto aquella mañana en el lago,
casi sin ropa. Pero ella se había retirado, y la frustración en él había crecido. Quizá se
había equivocado al evaluar la situación. Había creído notar cierto interés en los ojos
de ella ¿Acaso no le consideraba atractivo? A veces creía que sí. Le miraba como si
fuese un hombre deseable. Otras veces, en cambio, la actitud de ella cambiaba y le
miraba con una expresión que él no sabía interpretar. No sabía muy bien en qué punto
se encontraba con ella. No reaccionaba como otras mujeres que él había conocido. Era
sincera y abierta, quizá demasiado y desde luego no parecía ser demasiado inocente
pero tampoco era demasiado descarada ni buscaba los favores de ningún hombre. Se
dirigía a ellos con una camaradería inusual en alguien del sexo femenino, como si
fuese una más de ellos, su igual.

Jamás había conocido una mujer así.

La mayor parte de los hombres que ocupaban la sala miraban en su dirección,


pero como Robert mismo se dio cuenta no le observaban a él. Todos los ojos estaban
puestos sobre ella, que no era consciente de la atracción que ejercía sobre los demás, o
que si lo era no le preocupaba demasiado. Ella seguía riéndose divertida de algo que le
había dicho Pain.

Robert no era un hombre celoso, pero hubiese preferido que Álex hablase con él
y no con Pain. ¿Sería posible que la joven se sintiese atraída por el muchacho? Era
cierto que Robert no podía competir en belleza con Pain, que tenía esa cara de ángel
que todas las mujeres adoraban. Y si bien Robert era apuesto, no se hacía ilusiones. La
cicatriz que lucía en la cara había desfigurado un tanto su aspecto.

Nunca le había importado mucho su físico, pero en ese momento deseó tener el
rostro perfecto de Pain y que la risa de Álex hubiese sido para él.

Volvió a llevarse la copa de vino a los labios. Apenas había comido nada. Ni el
guiso de liebre magistralmente preparado por Edith, ni las perdices escabechadas, ni
las truchas a la brasa habían conseguido tentar a su paladar. Aunque sabía que debía
comer algo; tanto vino sobre un estómago vacío solo podía provocar que al día
siguiente tuviese un dolor de cabeza colosal. Se inclinó sobre la mesa y pinchó unos
trozos de perdiz con su cuchillo.

Álex notó cómo Robert se movía a su lado. Era más que consciente de la
presencia del caballero, y aunque parecía estar muy pendiente de la conversación que
tenía con Pain, su atención estaba totalmente centrada en Robert. Robert, que llevaba
unas calzas negras y una camisa roja que hacía que su sedoso pelo negro brillase
profundamente. Robert, que se había afeitado dejando al descubierto sus duras
facciones. Robert que había estado a punto de besarla en el pasillo. Robert, que había
cogido su mano y descendido con ella la escalera mientras el corazón quería salírsele
del pecho. Robert, que la miraba de una manera que hacía que ella solo quisiese
haberle permitido besarla y cualquier otra cosa que pudiese haber venido después.

Se sintió tentada de mirarle directamente, pero entonces su fachada de seguridad


y despreocupación probablemente se vendría abajo. Llevaba un buen rato evitando
cualquier tipo de contacto visual con él, y aunque al principio le había sonreído y
había cortado la carne para los dos, luego, no demasiado segura de cómo podía
reaccionar, se había girado ligeramente hacia la derecha y había comenzado a hablar
con Pain. Sabía que estaba utilizando al joven de cara de querubín, que la miraba con
una fascinación rayana en la adoración, pero no se sentía culpable por ello. Era eso, o
sentirse totalmente indefensa bajo la profunda mirada del señor del castillo. Y no
estaba muy segura de si eso era lo que quería o necesitaba en esos momentos.

Aprovechó un momento en el que Pain se había girado para comentarle algo a


Ralf, que se sentaba a su otro lado, y se volvió a mirar a Robert. Los ojos de él se
clavaron sobre los de ella.

–Pensé que os habíais olvidado de mí –dijo el caballero en voz baja. El tono de


su voz acarició a Álex, que comenzó a sentir cómo un poco bienvenido rubor cubría
sus mejillas.

–¡Por supuesto que no! –exclamó algo atropelladamente–. Es solo que Pain tenía
muchas preguntas.

–Entonces supongo que si ya habéis terminado con él, ahora me dedicaréis algo
de tiempo a mí ¿no es cierto? –dijo él ofreciéndole la copa de vino mientras
entrecerraba los ojos y esperaba alguna respuesta de ella.

Álex le miró por espacio de unos segundos. ¿Qué estaba sucediendo? Tenía la
sensación de que él estaba intentando seducirla con esa voz aterciopelada llena de
segundas intenciones.

Decidió ser directa. Un ataque siempre era la mejor defensa.

–¿Estáis intentando seducirme, Robert? –le preguntó muy seria mientras cogía la
copa que él le ofrecía y volvía a dejarla encima de la mesa sin haber probado el vino.

Robert estuvo a punto de abrir la boca por la sorpresa, pero se contuvo a tiempo.
Entrecerró los ojos y la inspeccionó con la misma seriedad con la que ella le estaba
mirando.

–¿Y si así fuese? –preguntó al fin, sin despegar los ojos del rostro de ella,
decidido a jugársela.

Álex dudó. Bien podía seguirle el juego y decir alguna ñoñería y prolongar la
situación con algún coqueteo fácil. O también podía simplemente ser sincera y esperar
a ver cómo reaccionaba él. Se decidió por lo segundo; iba más con ella.

–Pues os diría que probablemente tengáis éxito. Y que si seguís así, mirándome
de esa manera y hablándome de esa forma no tardaré mucho en acabar en vuestra
cama –dijo mientras intentaba descifrar su reacción–. Pero también os diría, que no
me voy a quedar por aquí mucho tiempo y que no creo que terminar juntos en la cama
sea algo que nos convenga a ninguno de los dos. No soy lo que vos creéis ni
necesitáis. Somos muy diferentes. –Suspiró–. Como veis he pensado mucho en ello,
Robert, y le he dado muchas vueltas. Sinceramente, hasta que me vaya de aquí sería
mejor que nos mantuviésemos alejados el uno del otro. No quiero que esa
complicidad que hay entre nosotros se estropee por un revolcón en vuestra cama.
¿Entendéis mi dilema?

Robert no había movido ni un músculo de la cara mientras escuchaba a la


muchacha. Su brutal sinceridad le había dejado estupefacto. No le resultaba habitual
que las mujeres hablasen de aquella manera tan directa y no sabía muy bien cómo
reaccionar. Escrutó el semblante femenino intentando interpretar su gesto, pero ella
había girado la cabeza y aparentaba examinar la mesa con gran interés.

De todas las palabras que ella había dicho y que le habían dejado perplejo, solo
unas cuantas resonaban en su cabeza: ella se sentía tan atraída por él como él se sentía
por ella… Le costó reaccionar unos segundos y descifrar el significado del resto de lo
que había dicho. Aparentemente no estaba dispuesta a dejarse llevar por ese
sentimiento que él despertaba en ella…

¡Dios Santo! Mientras ella le había hablado con sinceridad, él, en lo único en lo
que había podido pensar desde el momento en que le había dicho que si seguía con su
cortejo quizá tuviese éxito, había sido en abrazar ese cuerpo, en besar esos labios, en
tumbarse sobre ella y penetrarla con fiereza…

–¿No decís nada?

La voz ansiosa de Álex llegó hasta sus oídos desterrando los pensamientos
profundamente sexuales que habían acudido a su mente.

Álex le observó con preocupación. Quizá había sido demasiado directa.


Probablemente nunca antes una mujer le había hablado así.
–Voy a intentar ser igual de sincero con vos como vos habéis sido conmigo –
comenzó él examinando la mesa al igual que ella había hecho antes–. Jamás una mujer
me había hablado como vos lo habéis hecho. Y debo decir que me ha sorprendido.
Quizá me hubiese sentido algo escandalizado tratándose de otra, Álex, pero con vos
todo parece ser diferente. No sé muy bien a qué se debe, pero sois simplemente de
otra manera, y lo que en otras me resultaría extraño, en vos es natural. –Suspiró y se
giró para mirarla directamente a la cara. Sus rostros solo estaban separados por unos
pocos centímetros y le tensión que había entre ellos parecía casi palpable–.
Sinceramente, Álex, no hay nada que desee más que llevaros a mi cama, y creo que
vos lo sabéis perfectamente.

Álex contuvo la respiración. Tuvo que cerrar los ojos un momento para no ver
cómo él la miraba, con toda esa pasión contenida a punto de desbordarse.

–Pero entiendo vuestro dilema perfectamente –continuó él unos segundos


después apartándose un poco y rompiendo así el mágico momento que se había
creado entre ellos–. Es por eso que no voy a insistir. Voy a ser lo que necesitéis de mí,
porque como muy bien habéis dicho, entre nosotros parece haber cierta complicidad y
si lo que necesitáis es alguien en quien confiar, sabéis que soy vuestro hombre, Álex.
Después de lo que habéis hecho por mi hijo, jamás podría decepcionaros. –Hizo una
pausa y volvió a llevarse la copa a los labios–. De todas maneras, quiero que sepáis
algo. Me tenéis fascinado y sinceramente me gustaría saber más acerca de quién sois,
de dónde venís y de qué es lo que hacéis aquí. Sé que os lo prometí –se apresuró a
añadir al ver el gesto de negación que hacía ella–, pero no hace falta que me contéis
nada que no queráis contarme. Solo quiero poder haceros preguntas. Vos podéis
responderlas o no. La decisión es vuestra.

Álex se quedó pensativa. La reacción de él la había sorprendido. No había


esperado tal amplitud de miras en alguien como él. Además, había sido igual de
sincero que ella. Le había dicho lo que sentía por ella y al mismo tiempo había
comprendido su dilema y aceptado su decisión. Dejó pasear la mirada por la sala.
Aunque nadie estaba pendiente de ellos y todos hablaban y comían animadamente, la
joven tuvo la sensación de que la mayoría se esforzaba por no mirar en su dirección.

–No creo que estéis preparado para saber quién soy exactamente –dijo
finalmente volviéndose a mirarle–. Pero acepto. Podéis preguntarme lo que queráis.
Yo contestaré lo que pueda –diciendo esto extendió la mano derecha y se la ofreció. Él
se quedó mirándola sin saber muy bien qué hacer.
–Debéis estrecharla –le explicó ella–. De donde yo vengo se sella así un trato.

Él lo hizo. El contacto de la mano cálida de ella hizo que se le erizasen los pelos
de la nuca y una deliciosa sensación de bienestar le invadió. La fuerza de su reacción
le sorprendió. Álex le sonrió mientras agitaba su mano y él correspondió sorprendido
por la energía de ella. Le devolvió la sonrisa. ¡Era tan difícil no hacerlo!

–Bueno –comenzó Álex soltándole la mano, inclinándose hacia la mesa y


cortando unos cuantos trozos de la exquisita liebre en salsa–, ¿qué queréis saber?

–¿Estáis casada o lo habéis estado? –La pregunta llegó rápidamente como si


hubiese estado conteniéndose.

–No, nunca. Jamás he estado casada y no creo que me case –concluyó ella
acercando los trocitos de carne que había cortado al borde del plato más cercano a él.

Robert pinchó un trozo con su cuchillo y se lo llevó a la boca. No sabía por qué,
pero había recuperado el apetito. Se dio cuenta de que tenía un hambre feroz.

–¿Nunca?

Álex negó con la cabeza.

–Robert, no quiero escandalizaros, pero de donde yo vengo no es necesario


casarse para estar con un hombre. La mayor parte de las parejas que conozco viven
juntas y no están casadas.

Robert giró la cabeza y la miró con el ceño fruncido.

–Aquí también sucede, pero no es lo natural. Las mujeres que viven con
hombres sin estar casadas no son… –se calló bruscamente sin saber muy bien cómo
continuar–, bueno, no es lo propio.

–¿Veis cómo somos muy diferentes, Robert? De donde yo vengo, las mujeres y
los hombres viven juntos y nadie piensa eso de las mujeres, ni de los hombres. Es
más, lo raro es que alguien se case.

–¿Vos también habéis ehhh… actuado así? –preguntó él mirándola fijamente.

–¿Queréis saber si he vivido con un hombre sin haber estado casada? Sí, lo he
hecho. He vivido con algún hombre. Supongo que eso me convierte en una ramera
¿no?

Robert se dejó tiempo con la respuesta. Estaba algo confuso por lo que la joven
le estaba diciendo. ¿Existía de verdad un lugar donde el matrimonio estaba
considerado tan poco importante que los hombres y las mujeres se limitaban a
juntarse y decidían ignorar ese voto sagrado? Ese lugar no era Castilla, desde luego.
Por lo que él sabía, era un reino extremadamente católico. Quizá ella proviniese de la
zona musulmana y las costumbres fuesen otras. De todas formas, la palabra ramera y
Álex eran dos cosas que no tenían ningún sentido expresadas conjuntamente. Daba
igual si la joven había vivido con algún hombre anteriormente, la última palabra que
él utilizaría para describirla sería esa.

–No –contestó él finalmente–. Jamás pensaría eso de vos.

Álex sonrió. Estaba gratamente sorprendida por la reacción de él. Ni siquiera


parecía sentirse escandalizado, un poco perplejo quizá, pero la reacción había sido
mucho más positiva de lo que la joven había esperado. Ese caballero medieval estaba
resultando ser una verdadera caja de sorpresas.

–Hay una cosa que no termina de encajar en vuestro planteamiento –dijo Robert
en ese momento inclinándose hacia delante y limpiando una inexistente mancha del
borde de la mesa con los dedos–. Si no existe el matrimonio allí de donde venís, ¿qué
pasa con los hijos? Todos ellos serán bastardos.

Álex le miró fijamente. Sabía que el asunto de los hijos ilegítimos era algo muy
serio en esa época y Robert, personalmente afectado por ello, era probablemente
especialmente suspicaz al respecto.

–De donde yo vengo no se le da importancia a eso –comenzó la joven mirándole


de reojo, pendiente de su reacción–. Es lo mismo si los padres están casados o no. Los
hijos tienen los mismos derechos.

Robert apretó la mandíbula conteniendo su furia. No estaba enfadado con Álex,


no. Se enfadaba consigo mismo por seguir dándole tanta importancia a algo que no
tenía ningún sentido ya. A algo que era agua pasada y que no se podía cambiar. Las
cosas eran como eran y él debería haber aceptado su destino y no seguir guardando
ese rencor.
Lo que la joven le estaba contando era una historia fantástica de un mundo ideal,
que probablemente no existía más que en su imaginación. ¡Los hijos ilegítimos con los
mismos derechos que los hijos legítimos! ¡Imposible! Un mundo así no existía, ni
siquiera los infieles hacían herederos a sus hijos ilegítimos habiendo hijos legítimos.
Si de verdad existía un país donde las cosas eran como las describía la muchacha, le
encantaría saber dónde se encontraba, aunque le resultaba difícil de creer.

–¿Y vuestros padres? ¿Están casados?

–Lo estaban. Murieron cuando yo era pequeña.

–Entonces ¿no tenéis familia?

–No –repuso ella–. Vivo sola.

Álex esperó la siguiente pregunta, pero no llegó. Él se había reclinado contra el


respaldo de la alta silla de madera y aparentaba estar ensimismado en sus
pensamientos. Sabía que quizá había desvelado demasiado y probablemente Robert
necesitase un tiempo para asimilar todo lo que le había contado. Suponía que no sería
fácil de aceptar, si es que la creía. A lo mejor estaba pensando que estaba como una
cabra y que se lo había inventado todo. Esa era otra posibilidad, desde luego.

La joven echó un vistazo a la mesa. La mayoría de los platos que contenían los
manjares que Edith y Gertrude habían preparado estaban vacíos. Lo primero en
desaparecer habían sido las frutas confitadas. El guiso de liebre con setas, tan
fuertemente especiado, había sido lo segundo, aunque también las truchas y las
perdices escabechadas habían durado poco. La mayoría de los comensales se
deleitaban ahora con sus copas de vino y sus picheles de ale. Según el consumo de
alcohol iba aumentando, también aumentaba el tono de las voces, y de vez en cuando
se podían oír algunas carcajadas bastante estentóreas. Las criadas habían comenzado a
repartir cuencos de agua templada por las mesas, para lavarse las manos.

A Álex le hacía gracia esa costumbre. En su época la gente se lavaba las manos
antes de comer, no después; aunque era comprensible, la ausencia de tenedores
provocaba que la mayor parte de los alimentos se comiesen con las manos, con lo cual
el lavárselas después resultaba imprescindible. Por un instante su rostro se vio
transformado por una sonrisa al pensar en la cantidad de tenedores que iba a tener que
fabricar Dunstan. Ya había visto el interés despertado en casi todos los comensales. Le
entraron ganas de reír.
«Alejandra Carmona Schmidt, estás cambiando la historia», se dijo.

Robert la observaba con curiosidad. La cara de la joven, hacía unos instantes


algo adusta, se había transformado por completo con esa sonrisa y deseó saber el
porqué de la misma. Le hubiese gustado seguir haciéndole preguntas, pero las
revelaciones de aquella noche le habían bastado, por el momento.

Todo lo que ella decía sonaba descabellado, pero al mismo tiempo, era tan franca
y directa que le costaba creer que pudiese estar mintiéndole. Además, ¿qué razón
podía tener para hacerlo? No tenía ningún sentido que le engañase con ese tipo de
información. No ganaba absolutamente nada con ello. Era una locura, pero si de algo
estaba seguro era de que la muchacha no le mentía.

Necesitaba pensar y poner en orden sus ideas.

–Creo que me voy a ir a la cama –dijo la joven en ese momento–. Estoy un poco
cansada. Además, supongo que vais a necesitar algo de tiempo para asimilar todo lo
que os he contado –añadió mirándole con suspicacia.

–Sí, algo de tiempo voy a necesitar –repuso él.

–Robert, no quiero que penséis que os miento. Sé que no es fácil de aceptar,


pero si de verdad queréis que conteste a vuestras preguntas tenéis que confiar en mí,
como yo confío en vos. Muchas de las cosas que os voy a contar os resultarán
difíciles de creer, lo sé, pero no voy a mentiros. –Álex se había acercado a él y había
dicho estas palabras en voz baja, mirándole a los ojos.

Robert no pudo evitarlo. Alzó la mano y acarició la mejilla de la joven con los
nudillos. Álex se estremeció, pero no se apartó. Cerró los ojos y deseó frotar su cara
contra la mano de él, pero se contuvo y disfrutó de la suave caricia, que apenas duró
unos instantes.

Robert observó la reacción de la joven y deseó poder cogerle la cara entre sus
manos y acercar su boca a la de él, para terminar lo que hacía un par de horas había
comenzado en el oscuro corredor. Pero consciente de que había prometido no insistir,
apartó la mano.

–Confío en vos, Álex. Por más descabellado que sea lo que me contáis, confío
en vos –dijo en voz baja. Los rostros de ambos estaban muy juntos, tanto que sus
alientos se entremezclaban–. No sé qué es lo que habéis hecho conmigo, pero no
puedo hacer otra cosa que creeros. Aunque la razón me diga que lo me contáis es
imposible. –Negó con la cabeza con los ojos cerrados–. Pero os creo.

Ahora fue el turno de Álex. Alzó la mano y le rozó delicadamente el borde de la


cicatriz allí donde esta acababa junto a la comisura de su boca. Robert abrió los ojos;
su color había pasado de ser un verde esmeralda a un tono más oscuro, más
profundo, más peligroso para ella.

–Gracias por vuestra confianza, Robert. –La muchacha apartó la mano de su cara
y se levantó precipitadamente. Estaba deseando marcharse. Todos sus buenos
propósitos se iban a ir al traste si seguía ahí, cerca de él, dejando que la tocase y
permitiéndose el lujo de tocarle. Era una locura. Lo habían hablado y habían llegado a
un acuerdo, un acuerdo que ella estaba a punto de romper.

–Dejadme que os acompañe. –Robert también se había incorporado. El resto de


los comensales seguía atentamente todos sus movimientos. Álex se percató en ese
mismo momento que la escena que acababan de protagonizar Robert y ella no había
pasado desapercibida para nadie y suspiró internamente. ¡Lo que faltaba! Que todo el
mundo pensase que había algo entre ella y el señor del castillo.

–¡No! –exclamó un tanto bruscamente. Robert se detuvo en seco y la miró algo


sorprendido. No comprendía el cambio de humor de la muchacha.

–Será mejor que hablemos mañana –murmuró ella, y sin dejarle tiempo para
reaccionar, abandonó la sala rápidamente despidiéndose con un gesto de los demás.

Robert se quedó mirando su partida hasta que la figura de la joven desapareció


en lo alto de la escalera. En ningún momento se giró y se volvió a mirarle como él
hubiese deseado. Estaba totalmente desconcertado. No entendía ese cambio brusco de
actitud en ella. ¿Qué había pasado?

Se dejó caer sobre la silla y le hizo un gesto a Edda para que volviese a llenar su
copa de vino. La criada se apresuró a hacerlo. Ignorando a Pain y a William que
intentaron involucrarle en una conversación, se llevó la copa a los labios y la vació de
un trago sin quitar la mirada del final de la escalera por donde la joven había pasado
hacía unos instantes.

Frunció el ceño. Tenía mucho en qué pensar.


Capítulo Dieciséis

Álex se despertó sobresaltada. Había estado soñando de nuevo. No era la primera


vez que le sucedía desde que había llegado al castillo. Esta era la cuarta o quinta
mañana que se despertaba con una sensación de gran desasosiego, pero por más que
lo había intentado no conseguía acordarse del sueño. Ahora tampoco lo consiguió.
Nada. El interior de su cabeza se encontraba como suspendido en jirones de niebla.

La habitación estaba sumida en una oscuridad total, como lo estaba todas las
mañanas. Las pieles que cubrían la ventana impedían que pasase el más mínimo rayo
de luz. A Álex le gustaba más ser despertada por la claridad matutina, pero dado que
por la noche bajaban mucho las temperaturas, no se podía prescindir de las pieles que
cubrían el ventanuco.

Aunque había abandonado la cena a una hora relativamente temprana, se había


acostado muy tarde. Se había sentido tan confusa que lo último en lo que había
podido pensar era en irse a la cama. Había encendido un par de velas, sacado los útiles
de escribir del baúl y había comenzado a plasmar sus impresiones sobre el papel. Las
letras se habían agolpado unas contra otras en su prisa por salir de la pluma.
Demasiadas cosas que contar y ninguna referente al pergamino y su vuelta a casa.
Había gastado cinco cuartillas por las dos caras, sin apenas dejar márgenes, y al releer
lo escrito, se había dado cuenta de que todo, absolutamente todo, versaba sobre su
extraña relación con Robert y lo que sentía por él.

Enfadada consigo misma por no poder concentrarse en lo que era importante,


había roto las cuartillas y quemado los trozos en la llama de una de las velas. Mientras
los pedacitos de papel se consumían, se había llamado tonta miles de veces. No sabía
por qué se estaba comportando así. Jamás había tenido ese tipo de contemplaciones
absurdas a la hora de irse a la cama con alguien. Sexo puro y duro, sin complicaciones
ni sentimientos. Aunque quizá ese fuese el problema, se había tenido que confesar a sí
misma. ¿Sin complicaciones ni sentimientos? ¿A quién pretendía engañar? Robert le
gustaba más de lo que estaba dispuesta a admitir. No era para nada como ella se había
imaginado. Ni siquiera se había escandalizado por sus palabras como ella había
esperado que sucediese.

Había terminado por irse a la cama totalmente frustrada, pensando que si no le


hubiese rechazado, probablemente en esos instantes estaría compartiendo el lecho con
él. Se había atormentado unos segundos preguntándose si él estaría durmiendo solo o
si se habría llevado a la exuberante Rose para que le hiciese compañía. Había sentido
una punzada de celos antes de apartar ese pensamiento de su mente y convencerse a sí
misma de que en la cena, Robert no había mirado ni una sola vez a Rose, más bien
todo lo contrario. Sus ojos habían estado permanentemente pendientes de ella. Con las
imágenes de esos expresivos ojos verdes en su cerebro se había quedado dormida.

Suspiró. El despertar tan bruscamente y las pocas horas de sueño le habían


provocado dolor de cabeza, y Álex deseó poder tomarse un Ibuprofeno. ¡Eran tantas
las cosas que echaba de menos! Sorprendentemente menos de las que ella había
esperado. Pero el Ibuprofeno en días como el de hoy era absolutamente
imprescindible. Decidió levantarse y lavarse con agua fresca. Quizá así se le pasase el
dolor de cabeza.

Un cubo con agua se encontraba preparado en el suelo junto a la mesa.


Normalmente era ella la que lo subía, pero esta vez debía haber sido Edda. ¡La
maravillosa Edda siempre pendiente de sus necesidades! Esa iba a ser una de las cosas
que iba a echar de menos cuando se fuese.

¡Marcharse!

Llevaba más de dos semanas en el castillo y había tenido tiempo de sobra para
pensar y revisar el pergamino a conciencia, y todavía no tenía ni idea de cómo iba a
conseguir llegar a casa. Había momentos en los que se decía que quizá no fuese
posible, que quizá su destino estuviese en esa época, en ese mundo… que no había un
retorno posible. Cuando esos pensamientos acudían a su mente intentaba alejarlos lo
antes posible. No se permitía pensar demasiado en esa posibilidad, aunque sabía que
en algún momento tendría que enfrentarse a esa opción.

Ahora no. No con dolor de cabeza.

Se quitó la camisa que usaba para dormir y se lavó lo mejor que pudo con su
preciado jabón de lavanda. Tiritando de frío se secó rápidamente.
¡Ah, las duchas de agua caliente! ¡Cómo las echaba de menos!

Mientras se vestía tomó la decisión de no ir al lago a nadar. Se quedaría en el


castillo. Sentía una gran curiosidad por ver cómo Robert impartía justicia. El día
anterior William le había comentado que esa misma mañana iba a tener lugar algo así
como un juicio, en el que Robert como señor de Black Hole Tower iba a actuar como
juez en dos disputas que habían acontecido entre sus siervos en su ausencia.

Álex estaba impaciente por verlo. Pensaba sentarse en un rincón y observar.


Quizá así, viendo su actuación, podría conocer algo más del carácter del señor del
castillo. Quizá si le viese actuar como un necio, se le quitase de la cabeza la absurda
idea de tirarse a sus pies y quitarse la ropa cada vez que le veía.

Sonrió con ironía.

La camisa todavía estaba algo húmeda, pero a falta de otra cosa se la tuvo que
poner. Era un fastidio no disponer de otra ropa y tener que estar lavando la misma una
y otra vez por las noches. Esperaba que Beatrice tuviese hoy algo preparado para ella.
Lo que fuese. Estaba dispuesta hasta a usar uno de esos vestidos que la niñera usaba,
con mangas larguísimas y amplias faldas de vuelo. Cualquier cosa sería mejor que
seguir utilizando las mismas calzas y la misma camisa, una y otra vez.

Era un poco tozuda y había rechazado la ropa de repuesto que Beatrice le había
conseguido. Sabía que pertenecía también al hijo de Dunstan y se había negado a
despojarle de otra camisa y otras calzas. Según había advertido los siervos no
disponían de ropa en abundancia.

Cuando abandonó sus aposentos ya había bullicio en la sala. Mientras bajaba la


escalera vio un par de criadas limpiando y recogiendo los restos de la cena de la noche
anterior, una de ellas era Rose. Tenía un aspecto de lo más lozano y Álex se preguntó
dónde habría pasado la noche. La criada la saludó con una sonrisa cuando pasó por su
lado. Álex la saludó con un gesto vago. Sabía que era una estupidez, pero el simple
hecho de pensar que Robert podía haber pasado la noche con ella hacía que le doliese
todavía más la cabeza.

Según todo indicaba se le había hecho un poco tarde. Normalmente, cuando ella
bajaba, todavía había algunos hombres durmiendo en los bancos de la sala. Pero hoy
todo el castillo se encontrase en pie.
Al principio le había llamado profundamente la atención que los siervos
durmiesen en la sala. Cuando terminaban de cenar, apartaban los bancos y los ponían
contra la pared ampliando el espacio. Algunos sobre sus capas en el suelo, otros sobre
los bancos, procedían a acostarse. Los soldados dormían en otro edificio, separado del
principal. Álex había dado gracias al cielo por poder disponer de sus propios
aposentos. Sabía que se había ganado un enemigo por ello, Osbert Postel, que aunque
nunca mostraba su disgusto abiertamente, estaba profundamente indignado por el
trato preferente que se le daba a la joven. Podía sentir su animadversión claramente
cada vez que se cruzaba con él.

Alfred y Gilbert estaban fuera, esperándola, como todos los días.

–Buenos días –les saludó –. Hoy no voy a necesitaros.

–¿Os encontráis bien? –preguntó el parlanchín de Alfred mirándola con


preocupación. Era extraño que la joven hubiese tardado tanto en bajar. Hasta ese día
había sido extremadamente puntual todas las mañanas. Y además les comunicaba que
no iba a ir al lago. Algo debía sucederle.

–Me duele la cabeza, solo eso. Nada de qué preocuparse.

–Hablad con Gertrude –se apresuró a decir Alfred. Desde su enorme altura
Gilbert observaba en silencio, sin hablar–. Ella os puede preparar una tisana fantástica
para el dolor de cabeza. Se os pasará rápidamente.

–Muchas gracias, Alfred. Ahora mismo voy a buscarla. –Álex se dio la vuelta
dispuesta a dirigirse a la cocina.

–¿Esta tarde tampoco nos necesitaréis? –oyó la voz de Alfred tras ella.

–No lo sé. Creo que Robert nos acompañará –contestó ella por encima del
hombro. Si no iban al lago esa tarde con su padre, Jamie no se lo perdonaría jamás.
Llevaba tantos días esperando ese momento… Se había sentido terriblemente
desilusionado cuando Beatrice, el día anterior, le había mandado pronto a la cama y
no le había dejado participar en la cena. Álex había tenido que recordarle que al día
siguiente irían con su padre al lago. Solo así habían conseguido que se acostase.

La cocina estaba tranquila a esa hora de la mañana. Nada que ver con el ajetreo
de la tarde anterior. El contenido de dos grandes cacerolas hervía lentamente en los
fuegos, y un aroma a pan recién hecho flotaba en el ambiente. Edith, que estaba
cortando una cebolla en la mesa alzó la mirada cuando la vio entrar. Le sonrió sin
interrumpir su trabajo. La presencia de Álex se había convertido en algo cotidiano.

–Servíos. –Hizo un gesto con la cabeza señalando el otro extremo de la mesa.


Sobre una bandeja de madera, tapado por un paño estaba el pan–. Hay pan de nueces,
recién hecho. Y la miel está justo ahí –señaló–. Si esperáis un poco a que acabe, os
conseguiré también algo de leche con canela.

–No, con el pan y la miel es suficiente –repuso Álex, sentándose en uno de los
taburetes de madera. Destapó el pan que olía increíblemente bien y se cortó una
rebanada con el cuchillo que llevaba en su cinturón. Luego se puso miel por encima y
empezó a comer–. ¿No está Gertrude? –preguntó una vez hubo tragado.

–Ha ido al huerto a trasplantar los puerros. No creo que tarde en volver –repuso
Edith mientras machacaba unos ajos. Todo lo iba echando a la cacerola que tenía
detrás de ella.

El huerto estaba al otro lado de la muralla, en la parte trasera del castillo. Álex
había estado allí un par de veces con Edith y Edda, las había ayudado a recoger
guisantes y a plantar zanahorias. No era una extensión de terreno muy grande, pero
suficiente para abastecer las necesidades de un castillo del tamaño de Black Hole
Tower.

–¿Necesitáis algo? –le preguntó Edith sin levantar la vista. Seguía aplastando ajos
con el mango de madera del cuchillo.

–Alfred me ha dicho que Gertrude prepara una tisana estupenda contra el dolor
de cabeza –contestó Álex llevándose la mano derecha a la sien y dándose un pequeño
masaje circular con los dedos.

–¡Ah sí, la tisana de Gertrude! Si esperáis un momento yo os la prepararé.


Después de muchos años de insistirle por fin nos ha confesado su secreto –dijo
mientras dejaba escapar una risita–. Ya veréis cómo después de haberla tomado os
sentiréis mucho mejor.

Álex asintió agradecida. Tanto Edith como Gertrude eran unas excelentes
mujeres, que desde el primer momento se habían comportado con ella de una forma
muy maternal, a pesar de que no eran mucho más mayores que ella misma. Edith tenía
cuarenta años y Gertrude dos más. Pero la vida en la Edad Media no era igual que la
vida que Álex había llevado, siempre practicando deporte, comiendo sano, cuidando
mucho de su higiene personal, acudiendo al salón de belleza cada dos por tres para
hacerse limpiezas de cutis… No, la vida no era igual. Las mujeres se casaban muy
temprano, tenían infinidad de hijos y en el caso de las criadas, trabajaban de sol a sol.
El resultado era el que se mostraba a los ojos de la joven, Edith con cuarenta años
aparentaba cincuenta. Gertrude, quizá porque estaba soltera y no había tenido hijos,
aparentaba alguno menos, pero la falta de piezas dentales hacía que también ella
pareciese una mujer mayor.

Edith se limpió las manos en un delantal que llevaba atado a la cintura y fue
hasta el armario de las hierbas, que como Álex sabía, estaba repleto de cestas y
saquitos llenos de hierbas secas que las mujeres recolectaban en el bosque.

Mientras Edith le preparaba la tisana, que según le contó contenía corteza de


sauce y melisa, Álex terminó de comerse lo que quedaba del pan que se había servido
y dejó volar sus pensamientos. No sabía cuándo estaba previsto que empezase el
juicio, pero no deseaba perdérselo. No era solo porque Robert fuese a ejercer de juez
en las disputas, le interesaban profundamente todos los hábitos y costumbres de la
época. Probablemente nunca nadie viviese algo semejante a lo que ella estaba
viviendo. Quería disfrutarlo al límite y empaparse bien de la situación. Luego pasaría
sus impresiones al papel y cuando regresase a casa se las llevaría con ella. Ya había
gastado todo el papel que Ralf le había proporcionado el primer día. No queriendo
tener que molestarle, y sabiendo que un criado iba a Hereford todas las semanas, la
última vez le había encargado que le comprase papel y lo había pagado de su propio
bolsillo. ¡Había resultado ser carísimo!

Edith le puso un tazón humeante justo delante de ella. Olía bien.

–Tomadla rápidamente, antes de que se enfríe.

Álex así lo hizo. Soplando para no quemarse, se bebió el contenido lentamente.


Sentía el dolor de cabeza palpitándole en la sien y esperó que la tisana le ayudase de
verdad. ¡Lo que daría ella en ese momento por una aspirina o cualquier otro
analgésico!

Después de darle las gracias efusivamente a Edith, abandonó la cocina y se


dirigió a la sala. Había muchas personas congregadas allí ya, y Álex temió que el juicio
pudiese haber empezado, pero se tranquilizó al ver que en la mesa principal solo
estaban sentados William y Postel, que arreglaba nerviosamente unas cuantas cuartillas
de papel frente a él. Justo en el centro estaba la silla de madera de alto respaldo que
correspondía al señor del castillo. La silla de Robert, que estaba vacía.

Tanto los caballeros como los siervos se daban cita allí esa mañana. Los
caballeros habían tomado asiento en los bancos que se habían retirado a los lados para
dejar libre el centro de la sala. Los siervos, tanto los que vivían dentro del castillo
como los que tenían sus propias cabañas fuera de las murallas, permanecían de pie a
la entrada de la gran sala, por lo que a Álex le costó acceder a la misma. Solo cuando
se dieron cuenta de que la que intentaba abrirse paso a través de ellos, era “la mujer
azul”, se apartaron guardando silencio. Muchos la miraban con recelo e intentaron
alejarse de ella cuanto pudieron.

La mayoría de los siervos que habitaban las chozas al otro lado de los muros del
castillo no la conocían y solo habían oído los rumores que circulaban sobre ella. No
sabían nada de ella, como los criados del castillo, que se habían adaptado a su
presencia y a sus excentricidades. Los otros, lo único que sabían era que había traído
de nuevo a la vida a Jamie, que había muerto. Por eso no era de extrañar que se
apartasen y que se hiciese el silencio, pero Álex, tomándose la situación con filosofía,
los ignoró y se encaminó a uno de los bancos donde Alfred y Gilbert le hicieron un
sitio al final del todo.

Álex les dirigió una sonrisa y se alegró de haberse sentado allí, al fondo, donde
podía observar a Robert perfectamente, pero pasar totalmente desapercibida entre la
gente.

La sala estaba razonablemente bien iluminada, por lo que Álex, desde su


posición, pudo comprobar que todos los habitantes del castillo estaban presentes,
desde el caballero más ilustre, hasta el siervo más humilde. Solo echó en falta a
Beatrice y Jamie. Probablemente un juicio de esas características no era lo más
adecuado para un niño de cuatro años.

Retazos de conversación llegaban hasta sus oídos, pero no prestó atención,


estaba más ocupada observando a los allí reunidos. Casi todos eran hombres en su
totalidad. Black Hole Tower era un hogar muy masculino, excluyéndola a ella y a
Beatrice. Y por supuesto a las criadas.

Había una diferencia considerable entre los atuendos de los caballeros y los de
los campesinos y criados. Los caballeros llevaban calzas, camisas y sobrevestes de
diversos y vivos colores. Mientras que los siervos lucían los colores típicos de los
pobres, el marrón, el gris o el verde musgo. Además, se apreciaba a la legua que los
caballeros eran de origen normando, con sus cortes de pelo tan poco favorecedores,
muy corto por detrás, mostrando la nuca, y muy corto por delante mostrando la
frente. Si Joaquín, su estilista, los viese, sufriría un infarto. Aunque los siervos, la
mayoría de origen sajón, tampoco salían ganando. Tenían un aspecto poco aseado, la
verdad. Llevaban el pelo largo, la mayoría, y la barba también. Cosa que los
normandos no hacían. Todos ellos se afeitaban la barba por algún edicto que había
dictado la iglesia, le había contado Beatrice. Robert era una excepción. Con el pelo
más largo de lo habitual y la barba que se dejaba crecer de vez en cuando era
completamente diferente a sus hombres. A Álex le gustaba esa pizca de rebeldía que
había descubierto en él.

De repente se hizo el silencio y todas las miradas se volvieron a lo alto de la


escalera de piedra. Robert FitzStephen había hecho su aparición.

Álex contuvo la respiración al verle allí, tan imponente, con gesto adusto y
severo. Llevaba unas calzas negras y una camisa blanca que le sentaba
estupendamente bien en contraste con su piel morena. Una capa negra con los bordes
ribeteados en plata sujeta por un broche también de plata representando su emblema,
el lobo erguido sobre las patas traseras, cubría sus hombros.

Nunca le había visto así con anterioridad, vestido de dueño y señor del castillo, y
por un segundo una sensación de tristeza profunda la invadió. No tenían
absolutamente nada en común… ella, la traductora del siglo veintiuno, y él, el señor
de un castillo de la Edad Media. Si alguna relación no tenía ningún futuro, era esa.

Robert descendió las escaleras con paso firme. El ejercer de juez era algo que
aunque no le gustaba demasiado, venía con el feudo y así debía ser. Él, como señor de
sus vasallos y siervos debía tomar las decisiones difíciles y decidir en las disputas, era
su obligación como Señor, al igual que él mismo era el vasallo del conde de Hereford.
Y este a su vez, era vasallo del rey. Todo tenía su razón de ser.

Saludó con un gesto a William y a Postel y tomó asiento. Se reclinó y examinó la


sala. Aparentemente todo el mundo había acudido para verle hacer justicia. Era la
primera vez que intervenía en un juicio desde que había recibido las tierras de manos
del rey y los siervos manifestaban estar ansiosos por saber a qué tipo de amo se
enfrentaban, por eso habían acudido todos.
No era un hombre injusto y tampoco le gustaba ver sufrir a sus siervos
innecesariamente, además, había visto a su padre ejercer de juez durante muchos años,
y aunque consideraba que la decisión de privarle de su herencia había sido injusta,
por lo general, Stephen d’Avre era un hombre cabal y ecuánime. Robert había
aprendido mucho de él, eso tenía que reconocerlo.

Se preguntó dónde estaría Álex. Probablemente habría ido a nadar al lago como
todas las mañanas. Suspiró internamente. ¡Lo que daría por estar en el lago junto a
ella y no aquí!

Postel carraspeó intentando llamar su atención. Robert hizo un gesto de


asentimiento. El silencio alcanzó su punto más alto. No se oía absolutamente nada.

–John Red acusa a Thomas York de haberle robado un cerdo y pide


compensación –proclamó Postel en voz lo suficientemente alta para que todos
pudiesen escucharle.

Dos hombres avanzaron y se colocaron en el centro de la sala, frente a Robert,


que los miró fijamente sin decir palabra. Uno de ellos llevaba pantalones y camisa
marrones y retorcía un sombrero entre las manos, su pelo y su barba desaliñada eran
de color rojizo. Era muy joven. No tendría más de veinte o veintidós años. El otro,
algo más mayor, iba vestido con más pulcritud, con calzas grises y una camisa blanca.
Llevaba el pelo rubio cortado al estilo normando y tenía una actitud mucho más
estirada que el otro, y parecía terriblemente angustiado.

–Hablad –les ordenó Robert.

El rubio avanzó un paso y se inclinó profundamente delante de su señor antes de


comenzar.

–Mi señor, lo que ha dicho el maestro Postel es completamente cierto. Él entró en


mi huerto por la noche, mientras dormíamos y se llevó uno de mis cerdos. El mejor
cerdo que tenía. –Un tono rojo de indignación había comenzado a cubrir su piel
mientras hablaba–. Exijo que se haga justicia.

A Robert no le gustó el tono con el que pronunció esas palabras, pero decidió
dejarlo pasar y miró al acusado con los ojos entrecerrados.

–Lo que está diciendo este hombre es una acusación muy grave. ¿Qué tienes que
decir a eso? ¿Te llevaste su cerdo? –Su tono de voz duro y frío, provocó que el joven
del cabello rojo se pusiese todavía más nervioso. Estrujó el sombrero y alzó la cabeza
poco a poco.

–Sí mi señor, me llevé su cerdo –contestó con una voz clara y potente, poco
acorde con su aspecto exterior y su actitud–. Pero lo hice porque me lo había
prometido –se apresuró a añadir–. Me prometió que si arreglaba el tejado de su casa
me daría un cerdo. Lo hice, pero cuando fui a cobrar se negó a pagarme diciendo que
no me había prometido nada.

–¡Eso es mentira! –exclamó el otro. El tono rojizo de su piel se había convertido


casi en un color púrpura.

De repente todo el mundo empezó a hablar y a expresar su opinión en voz alta.


Algunos gritaban abiertamente y maldecían al tal Thomas, otros, partidarios de este, le
gritaban improperios al tal John. Las voces llegaron a alcanzar un volumen bastante
elevado.

–¡Silencio! –Robert dejó caer el puño sobre la mesa. Los ojos le brillaban
furiosos.

El silencio se hizo en la sala.

Álex contemplaba la escena con interés. Si la historia que contaba el acusado era
cierta, el tal John era un caradura y se tenía bien merecido haberse quedado sin cerdo.
Estaba realmente expectante por saber qué sentencia iba a dictar Robert. Le miró, allí
sentado en la silla de alto respaldo. Con esa expresión de enfado en el rostro estaba
simplemente apabullante, y el corazón de la joven comenzó a latir más deprisa.

–¿Tienes algún testigo que pueda probar lo que estás diciendo? –preguntó Robert
con voz pausada mirando al joven de aspecto desaliñado.

El joven asintió sorprendido. Eso no se lo esperaba. Giró la cabeza buscando a


alguien. Dos hombres dieron un paso al frente. Uno, a pesar de su juventud, había
perdido casi todo el pelo y el otro era de escasa estatura y muy rollizo.

Ignorando al denunciante, que murmuraba improperios por lo bajo, Robert hizo


un gesto conminándoles a hablar.

–Yo mismo oí cómo John llegaba a ese acuerdo con Thomas –comenzó el
rollizo–. Estaban justo junto al molino cuando John le pidió que le reparase el tejado.
A cambio le ofreció uno de sus cerdos.

–Yo vi a Thomas arreglando el tejado de John –dijo el otro–. Tardó todo el día.
Estaba ahí cuando me fui a arar la tierra y seguía ahí cuando volví a casa, ya bien
entrada la tarde.

El tal John miraba a los dos testigos con rabia contenida. No había contado con
que alguien se personase allí y diese la cara por el muchacho y menos todavía con que
el señor quisiese escucharlos. Álex casi pudo oír cómo rechinaba con los dientes, a
pesar de la distancia.

Robert guardaba silencio. Su miraba iba de uno a otro. Estaba muy claro lo que
había sucedido. El tal John, como su aspecto anunciaba, había pensado que iba a
salirse con la suya y que nadie iba a hablar en favor del joven, pero se había
equivocado. Si la historia había sucedido tal y como la habían contado los testigos, lo
que era más que probable, Robert sabía lo que tenía que hacer.

–Thomas York –comenzó–, el castigo que se te impone, es devolver el cerdo que


te llevaste sin su permiso a John Red. Dado que es tu primera falta seré benevolente
contigo esta vez.

El joven bajó la cabeza y no dijo nada. Acataba la sentencia. Podía haber salido
mucho peor parado de aquello y lo sabía. El anterior señor le hubiese obsequiado con
un par de latigazos, y ni siquiera le hubiese dejado presentar testigos.

John Red estuvo a punto de soltar una carcajada al oír la sentencia. De nada le
habían servido a Thomas sus dos testigos.

–En cuanto a ti, John Red. Dado que prometiste entregar un cerdo a cambio de la
reparación de tu tejado y no lo cumpliste, y dado que por tu falta de cumplimiento he
tenido que abandonar otras obligaciones para poder poner fin a esta disputa sin
sentido, el castigo que se te impone es que le entregues dos cerdos de tu elección a
Thomas York, uno por el acuerdo incumplido, y otro como castigo por haberme
hecho perder el tiempo. –Una vez dicho esto, Robert se reclinó contra el respaldo de
la silla y con una media sonrisa aguardó las reacciones, que no se hicieron esperar.

Thomas sonreía de oreja a oreja. Los testigos se acercaron para darle la


enhorabuena. Juntos, palmeándose la espalda mutuamente se alejaron y se mezclaron
con el resto de los espectadores. Mientras tanto, John, que hasta hacía unos segundos
había mostrado una mueca triunfal, se puso terriblemente pálido. Incapaz de articular
palabra, se inclinó brevemente ante su señor, y totalmente envarado, se dio la vuelta y
abandonó la sala con rapidez. Los murmullos de los allí presentes le siguieron.

Álex apenas podía contener la risa. ¡Había sido estupendo ver a Robert en
acción! Le había dado su merecido al mentiroso y había premiado al joven. La
muchacha estaba encantada. Estaba disfrutando de lo lindo con la situación. Miró a
Robert y se dio cuenta de que él también la miraba a ella. Sus miradas se cruzaron y
Álex le regaló una brillante sonrisa. ¡Joder, era tan atractivo!

Robert se había sorprendido al ver allí a la joven que ocupaba el noventa por
ciento de sus pensamientos. El corazón le había dado un vuelco en el pecho al
descubrirla detrás de Gilbert, pendiente de lo que sucedía en la sala. ¡No había ido a
nadar! ¡Se había quedado para verle! A pesar de su vulgar atuendo estaba bellísima,
como siempre. O eso pensaba él. La sonrisa que le acababa de regalar le derritió por
dentro. Suspiró internamente mientras le hacía un gesto con la cabeza. Ahora no era el
momento ni el lugar de perderse en esos enormes ojos castaños.

Postel, que había estado escribiendo en un pliego de papel lo acontecido, se puso


de pie y se encaminó al centro de la sala. Los murmullos cesaron. De nuevo, un
silencio sepulcral lo envolvió todo.

Álex miró a un lado y a otro con atención. Algo era diferente. No podía precisar
qué era, pero la actitud de los presentes había cambiado. Las caras se habían tornado
más serias y hasta la expresión de Robert se había transformado. Tenía el ceño
fruncido y los labios apretados.

–Se acusa a Taff Green de practicar la caza furtiva en los bosques de Black Hole
Tower. –La voz no muy potente de Postel llegó a todos los rincones. Álex estuvo a
punto de dar un respingo. ¡Por eso estaban todos tan callados! La caza en los bosques
del señor estaba totalmente prohibida. El que se exponía a hacerlo, si era descubierto,
pagaba con su vida. Aunque Álex no llevaba mucho tiempo viviendo en esa época,
eso lo sabía perfectamente. Mildred se lo había explicado. Era la ley.

Justo junto a la puerta, se abrió un pasillo humano para dejar pasar a dos
soldados. Entre ellos, con las manos atadas con una cuerda, iba el cazador furtivo. Era
un hombre de estatura media, su pelo largo, su barba y sus ojos eran de un tono
castaño claro. Sajón por los cuatro costados. Iba vestido de manera sencilla, con
calzas y camisa en tonos grises y no llevaba zapatos de ningún tipo. Y se notaba que
nunca los había llevado; la planta de sus pies tenía un aspecto correoso y duro, como
el de que lleva toda la vida andando sobre ella. Rondaría los cuarenta años.

Los soldados condujeron al reo hasta el centro de la sala. Allí se detuvieron y se


apartaron dejando al hombre solo. Este se limitó a mirar al frente. Su cara no reflejaba
emoción alguna.

–¿Es cierto eso, Taff Green? –inquirió Robert con voz serena, observando
fijamente al acusado.

–Sí, mi señor. Es cierto. –Las palabras sonaron con fuerza en el silencio de la


sala.

Robert murmuró una maldición. No podía hacer nada por ese hombre, que
estaba confesando un crimen que se castigaba con la pena de muerte. Era la ley, y todo
el mundo la conocía. Aquel que fuese descubierto cazando en los bosques de su señor
sin permiso, sería condenado a muerte. Él mismo no creía en esa estúpida ley que
llevaba vigente desde hacía tiempo. No era justo que alguien muriese por haber
cazado un conejo, pero la ley era la ley y había que acatarla. Él lo sabía y Taff Green
también lo sabía. Sabía a lo que se había expuesto cuando había decidido cazar sin
autorización. Ahora debía pagar las consecuencias.

Robert se levantó. Su estatura era superior a la del hombre que se erguía a un par
de metros frente a él. Todos los allí presentes contuvieron la respiración en espera del
previsible veredicto.

–Ya sabes cuál es el castigo por cazar sin permiso –dijo Robert mirando al reo
fijamente. Taff Green asintió ligeramente sin quitar la vista del rostro del señor de
Black Hole Tower. Había aceptado su suerte.

–Como castigo a tu crimen recibirás veinte latigazos en la espalda y deberás


abandonar tu casa y marcharte de Black Hole Tower. Ya no eres bien recibido aquí. –
Esas palabras, dichas con un tono de voz potente y claro, sorprendieron a todos, a
Taff Green el primero. Un murmullo surgió de las filas de espectadores, que poco a
poco fue subiendo de intensidad. El acusado se había quedado paralizado, sin saber
muy bien si creer lo que había escuchado o no. Finalmente, y con lágrimas rodándole
por las mejillas, se tiró al suelo de rodillas, y empezó a balbucear palabras de
agradecimiento.
Robert hizo un gesto a su tío, que rápidamente se acercó a él y le entregó un
largo látigo enrollado. Álex, que no quitaba ojo a la escena y estaba un tanto confusa
por los acontecimientos, dedujo que Robert ya había tomado la decisión de no
condenar a ese hombre a la pena de muerte, mucho antes, ya que William había tenido
el látigo preparado.

Álex agudizó el oído para escuchar los comentarios que estaban haciendo
algunos de los allí presentes, que estaban más que sorprendidos por la decisión de
Robert.

–Veinte latigazos son muchos –decía alguien.

–Sí, pero la muerte es peor. Ha salido bien parado, después de todo.

–Pero probablemente no sobreviva al castigo –volvía a insistir el primero.

–Por lo menos así tiene una oportunidad.

Álex giró la cabeza y observó a Robert, que se había quitado la capa y la


entregaba a su escudero. La joven meneó la cabeza. No podía creer que él mismo
fuese a aplicar el castigo. ¡Le resultaba tan cruel!

Los soldados se habían acercado al reo y le ayudaban a ponerse en pie, luego, a


un gesto de su señor, le condujeron hacia fuera. Las lágrimas seguían fluyendo de los
ojos del pobre cazador furtivo, mientras se esforzaba por seguirles los pasos a los
soldados. La muchedumbre allí reunida, entre comentarios y alguna risa, se apresuró a
seguirles. Pronto no quedó nadie en la sala, exceptuando a Álex y al propio Robert,
que se había girado a mirarla. El látigo colgaba de su mano derecha.

La joven se levantó lentamente. También le miraba fijamente, todavía algo atónita


por lo sucedido. Sabía en qué época se encontraba, lo había sabido todo el tiempo.
Pero por primera vez fue realmente consciente de lo bárbaras que podían llegar a ser
las costumbres allí, y lo poco que se valoraba la vida de los siervos. Se sintió
asqueada. Sus ojos se posaron sobre el látigo.

–Álex… –comenzó él haciendo un gesto con la mano.

–No digáis nada, Robert. Id y cumplid con vuestra obligación –habló ella
mientras meneaba la cabeza de un lado a otro con cierto pesar–. Esto solo confirma lo
que yo ya sabía. Jamás podré adaptarme a vuestras bárbaras costumbres. –Alzó la
cabeza y le miró con la tristeza reflejada en sus ojos–. Somos demasiado diferentes.

Robert frunció el ceño perplejo y dio un paso en su dirección, pero Álex se


apartó. Se dio la vuelta y se encaminó a las escaleras. Sin volver la vista atrás, las
subió rápidamente y huyó hacia el piso superior, dejando a Robert completamente
solo en la sala, contemplando su partida.

Estuvo así por espacio de unos segundos, apretando los puños con gesto adusto.
La actitud de la joven le había sorprendido y enfadado al mismo tiempo. ¿Acaso ella
no entendía lo benevolente que había sido con el cazador furtivo? Cualquier otro
señor le hubiese condenado a morir; él por lo menos le estaba dando la oportunidad
de comenzar una nueva vida en otro sitio.

¡Le había perdonado la vida!

Y ella decía que sus costumbres eran bárbaras… bárbaro hubiese sido el
condenarle a muerte…

¿Pero de dónde demonios venía ella? ¿Es que en su lugar de origen no existía la
pena de muerte? Se golpeó el muslo con el látigo mientras meneaba la cabeza algo
exasperado. No tenía tiempo de pensar en nada de eso ahora. Tenía un deber que
cumplir e iba a hacerlo.

Con un gesto decidido y la mandíbula apretada se dio la vuelta y se encaminó


hacia el patio de armas, donde todos le esperaban para que ejecutase la sentencia.
Capítulo Diecisiete

Las carcajadas de Álex y Jamie resonaban con claridad en el silencio del bosque.
Robert apenas recordaba la última vez que había escuchado un sonido tan delicioso.
Justo delante de él, detrás del último grupo de árboles, se encontraba el lago, donde
Álex y su hijo le esperaban para mostrarle los progresos del niño. Llegaba tarde y lo
sabía, pero había estado muy ocupado encargándose de diversos asuntos.

El sonido de las felices carcajadas, hizo que se apresurase todavía más. Había
dejado su montura con sus hombres, en el claro donde siempre esperaban, y se había
dirigido a pie hasta allí, al igual que lo había hecho el día anterior cuando sorprendió a
la joven en medio de su baño. Por lo menos, hoy no necesitaba esconderse. Había
sido invitado, al menos por su hijo. No sabía cómo sería el recibimiento que le tenía
preparado Álex. Desde esa mañana en la sala, cuando ella había desaparecido por las
escaleras, no había vuelto a verla. Aunque, gracias a Beatrice sabía que había
permanecido todo el tiempo encerrada en sus aposentos, hasta que Jamie había ido a
buscarla para ir al lago.

Todavía no tenía muy claro qué era lo que había sucedido. La actitud de ella le
había sorprendido sobremanera. No sabía qué era lo que había podido afectarle tanto.
¿Hubiese preferido que condenase a ese pobre diablo a muerte? Sacudió la cabeza. Le
había dado muchas vueltas a la extraña reacción de la joven, pero no había sacado
nada en claro. Tenía que hablar con ella.

La escena que se presentó ante sus ojos hizo que se detuviese en seco. Procuró
no hacer ningún ruido innecesario que delatase su presencia. Con una sonrisa en los
labios, se recostó contra un árbol a la sombra de sus ramas y disfrutó de lo que
ocurría ante sus ojos.

Jamie, completamente empapado y vestido solo con sus calzones blancos que se
le pegaban a los muslos, corría veloz detrás de una también empapada Álex, que
llevaba el mismo atuendo que el día anterior tanto le había fascinado, esa especie de
piezas de ropa ajustadas y de color negro, que apenas podían ocultar nada de su
cuerpo. Robert contuvo la respiración al verla. Estaba simplemente espectacular.

El niño iba gritando como un poseso detrás de la muchacha, cuyas carcajadas


resonaban en la quietud del lago. Para huir del pequeño se metió dentro del agua,
haciendo que una multitud de gotas volasen por los aires. Jamie, ante el asombro de
Robert, la siguió y se tiró sobre ella, intentando hundirle la cabeza bajo el agua. Álex,
rápida como un pez, consiguió desasirse de los pequeños brazos del pequeño y
empezó a gritar como una posesa haciendo cómicos gestos con los brazos. El niño,
fingiendo estar asustado, pero con la risa grabada en el rostro salió huyendo y
rápidamente se encaramó a la orilla, pero dado que sus piernas eran más cortas que las
de la joven, pronto fue alcanzado. Álex le cogió en volandas y comenzó a girar con él
cada vez más deprisa mientras ambos se reían sin parar.

Robert estaba fascinado. No entendía muy bien cuál era el propósito de aquel
juego ni para que servía, pero el ver a su hijo jugando, riendo y disfrutando de esa
manera le había dejado simplemente estupefacto. Eso era lo que siempre había
deseado. Que Jamie se sintiese así. Que tuviese una infancia como la que él nunca
había tenido. Desde bien pequeño había sido educado de una manera muy estricta,
siguiendo las normas y obligaciones propias del hijo de un noble. Nunca se le había
permitido participar en los juegos de los otros niños del castillo de su padre. Había
nacido para ser el señor del castillo y desde el momento en que tuvo uso de razón, su
padre se aseguró de que nunca lo olvidase.

¡Qué ironía, si se tenía en cuenta cómo había terminado todo!, pensó con alfo de
amargura.

Además la falta de una madre que se ocupase de sus necesidades tampoco había
ayudado mucho. Robert siempre había temido que Jamie estuviese destinado a
padecer lo que él había padecido, criándose en un hogar lleno de hombres, sin el
calor de una madre. A pesar de intentar ser un padre bondadoso, sus continuadas
ausencias y la falta de una mano femenina se notaban, y aunque Beatrice era
encantadora, no era exactamente lo que Jamie necesitaba.

Jamie necesitaba a alguien como Álex, decidió en ese mismo instante.

Álex se había tumbado sobre la hierba y el niño se había sentado a horcajadas


sobre ella. Agitaba la cabeza y de su pelo negro se desprendían gotas de agua que
caían sobre la cara de la joven. Esta fingía que le molestaban y le hacía cosquillas en
los costados para que parase de hacerlo.

–¡Papá, papá! –gritó Jamie al descubrir al caballero a la sombra del árbol. Sin
más preámbulos saltó y comenzó a correr en la dirección donde su padre se
encontraba.

La risa de Álex se congeló en la garganta. Nerviosa, se incorporó y echó un


vistazo. Sí, allí estaba Robert. Sintió una punzada en el corazón al verle allí, a tan poca
distancia. Llevaba el pelo echado hacia atrás, y a la luz del sol y dado que esa mañana
se había afeitado, la cicatriz aún era más visible de lo habitual. Vestía la misma ropa
que esa mañana, las calzas y la capa negra y la camisa blanca, y la joven se preguntó si
no le habría salpicado ninguna gota de sangre del pobre Taff Green mientas le azotaba.
Odiándose a sí misma por tener esos pensamientos, se levantó, poco consciente del
efecto que su escaso atuendo podía tener sobre él.

Robert había cogido en brazos a su mojado hijo y escuchaba en silencio lo que el


muchachito en su excitación le contaba, mientras que sus ojos contemplaban fijamente
a la joven que se había incorporado y le observaba con gesto adusto.

–Y tienes que ver cómo nado y cómo meto la cabeza debajo del agua. Álex dice
que lo hago muy bien, y me deja meterme solo en el agua, y dice que nunca había
conocido a nadie que nadase tan bien como yo en tan poco tiempo. Y además me ha
prometido enseñarme a nadar tan bien como ella y también que me enseñaría a saltar
de cabeza desde las rocas, como ella lo hace, y…

–Para, para jovencito. Soy incapaz de seguirte –le interrumpió Robert bajándole
al suelo y acercándose a la joven. Si estaba poco cómoda mostrándose ante él casi
desnuda, no lo demostró. Y Robert se descubrió a sí mismo intentando ignorar todo lo
que había por debajo del femenino cuello.

Era imposible, sus ojos parecieron adquirir vida propia y se fueron hacia abajo
en contra de su voluntad. Sintió cómo se le aceleraba la respiración y su entrepierna
comenzó a moverse. Furioso consigo mismo por su falta de control, carraspeó.

Álex reparó en que su desnudez le hacía sentirse inseguro y sonrió con algo de
cinismo.

–Hola Robert. Pensaba que ya no ibais a venir –dijo. Evitó mirarle a los ojos.
–Se lo había prometido a Jamie. Y yo siempre cumplo mis promesas.

–¡Ah, sí, es cierto! Sois un caballero y un caballero nunca rompe sus promesas –
dijo la joven haciendo un gesto de indiferencia con la mano.

Más que las palabras, fue el tono con que fueron dichas lo que le enfureció, pero
decidió callar y esperar un momento más propicio para encararse con ella. Ahora lo
más importante era Jamie. Por él y solo por él, estaba allí ahora mismo, se dijo a sí
mismo con poco convencimiento.

Jamie, dando saltitos nerviosos, esperaba impaciente a que le hiciesen caso. Su


carita pecosa brillaba de emoción contenida. ¡Su padre había venido para verle nadar!
¡Era tan emocionante!

–Bueno, ¿me vas a enseñar eso que sabes hacer? –Robert se volvió hacia él y le
animó con una sonrisa.

Jamie salió disparado hacia el agua. Álex le siguió más lentamente. Robert
contempló cómo se alejaba, admirando nuevamente la forma tan increíble que tenía de
moverse, tan sensual y grácil. Sus muslos dorados y su firme trasero redondeado
hicieron que le resultase imposible apartar la mirada. Suspiró internamente. Volvía a
sentirse como un jovencito imberbe… casi se estaba convirtiendo en una costumbre.

Álex se metió en el agua y nadó hasta que esta le llegó hasta el cuello. El
pequeño Jamie comenzó a avanzar hacia ella con movimientos algo torpes, pero que
probablemente en poco tiempo fuesen igual de elegantes que los de la joven. Cada vez
que la alcanzaba, ella se alejaba y el pequeño tenía que volver a empezar. A veces
sumergía la cabeza y volvía a emerger resoplando. Luego observaba a su padre
esperando algún gesto de aprobación. Robert, desde la orilla, le animaba con palabras
de aliento.

Repitieron la escena varias veces, hasta que el niño estuvo cansado. Álex se
acercó a él y le cogió en brazos. Jamie giró la cabeza y miró a su padre con regocijo.
Se acercaron a la orilla pausadamente. La joven avanzaba con cuidado para no
resbalarse en el suelo fangoso y caerse con su preciada carga. Robert se puso en pie
rápidamente y le tendió los brazos para coger a su hijo. El pequeño se agarró a su
cuello mientras Robert le decía lo orgulloso que estaba de él.

Álex cogió su capa y se la puso por encima de los hombros al niño. Comenzó a
frotarle para secarle. El pequeño se dejó hacer. Se le iban cerrando los ojos y una
sonrisa de felicidad curvaba sus labios.

–Creo que se está quedando dormido –susurró Robert.

–Está agotado. Ha sido la emoción –dijo Álex sonriendo.

Robert se agachó y dejó al niño en el suelo, envuelto en la capa de Álex. Luego


se quitó su propia capa y se la ofreció a la joven, que había permanecido de pie a su
lado. Ella la cogió con un breve gesto de asentimiento con la cabeza, la tendió en el
suelo y se tumbó sobre ella, sin mirarle. Resuelto a no dejarse intimidar por las
muestras de indiferencia de la joven, se sentó en la hierba a su lado.

Pasó un buen rato sin que ninguno de los dos dijese nada. Ella mantenía los ojos
cerrados mientras los rayos de sol secaban su piel. Él tenía la mirada fija sobre la
superficie del lago y daba la sensación de que ignoraba la presencia de la joven. Pero
era muy consciente de su proximidad.

–Me gustaría saber por qué habéis reaccionado así esta mañana –dijo él
finalmente rompiendo el incómodo silencio.

Álex, cuya indiferencia era fingida, había estado temiendo que él le hiciese esa
pregunta. ¿Qué podía decirle? Cualquier cosa resultaría absurda a los oídos de él.
¿Qué podía justificar su reacción? ¿Que en su época nadie moría por cazar un conejo?
¿Que el látigo para castigar a alguien no se utilizaba desde hacía más de doscientos
años? ¿Que nunca había conocido a un hombre que hubiese tenido que castigar a otro
con un látigo? Nada podía justificar su reacción, solo lo que ella era y de dónde venía,
y eso no podía contárselo.

–No es culpa vuestra, Robert –comenzó con un suspiro–. Solo os diré que de
donde yo vengo las cosas no se hacen así. Y el veros actuar como habéis actuado esta
mañana, me ha hecho comprender que este no es mi lugar, y que en verdad hay más
diferencias que similitudes entre nosotros.

–Estoy cansado de oíros decir eso de “de donde yo vengo”. No sé de dónde


venís, pero lo que sí sé es de dónde no venís, y eso es Castilla. Todo lo que yo sé
sobre esa tierra, no tiene nada que ver con lo que contáis. –La voz de él sonó furiosa,
y Álex abrió los ojos. Él seguía mirando al lago, pero podía ver cómo una pequeña
vena en su sien había comenzado a latir. Estaba enfadado–. Sinceramente, Álex,
prefiero que no me engañéis. Es más, prefiero que no me digáis nada a que me contéis
una mentira.

Álex respiró hondo. No quería mentirle, pero tampoco podía decirle la verdad.

–Tenéis razón –dijo en voz baja–. No vengo de esa Castilla que vosotros
conocéis. Vengo de otro lugar, pero todavía no puedo deciros de dónde.

–¿Me lo podréis decir algún día?

–Creo… creo que sí. Cuando esté segura de que estáis preparado para saberlo os
lo diré. Os contaré absolutamente todo.

Robert se quedó callado. No sabía qué tenía que hacer para ganarse la confianza
de la muchacha, pero por el momento estaba dispuesto a esperar. No sabía cuánto
tiempo, pero confiaba en que ella finalmente le diría quién era y de dónde venía.

–En cuanto a lo de esta mañana…

–No tenéis que explicarme nada, Robert –le interrumpió ella–. Sé que le habéis
salvado la vida a ese hombre. Otro señor no hubiese sido tan benevolente y
probablemente ya estaría muerto. Lo entiendo… es solo que me ha sorprendido que
fueseis vos mismo el que impartiese el castigo.

–No puedo pretender librarme de una situación porque sea desagradable. –


Robert frunció el ceño–. No sería digno de mí dictar sentencia y luego retirarme
cómodamente a mirar cómo otros imparten el castigo que yo he decidido. ¿Qué señor
sería si hiciese eso? Como señor de todos mis vasallos, tengo obligaciones y deberes,
y no puedo descargar esas obligaciones sobre otros porque me resulte incómodo
llevarlas a cabo. No sería honorable. –Hizo una pausa antes de seguir–. Quizá mis
costumbres os parezcan bárbaras, Álex, pero os prometo que no he sentido ningún
placer castigando a ese hombre.

Álex sintió cómo algo parecido a la vergüenza la invadía al escuchar las palabras
de Robert. Deseó dar marcha atrás y no haberse expresado de esa manera tan hiriente
en la sala. ¿Quién era ella para juzgarle? Una estúpida viajera del tiempo que no tenía
ni idea de términos tales como el honor o la honra. Cuya moral estaba tan corrompida
por cientos de años de progreso, que se sentía escandalizada porque un hombre había
sido castigado por haber incumplido la ley. Quizá una ley absurda, pero ¿no lo eran
muchas de las que había en su época? Debería haber sido más abierta y no haber
emitido juicios de valor de aquella manera. Dudaba mucho que Robert hubiese
disfrutado impartiendo el castigo. Y además, tenía que reconocerle la extrema
benevolencia que había mostrado con el cazador furtivo.

–Lo siento mucho –habló en voz baja, todavía sin mirarle–. No he sido nada
justa con vos. Me he limitado a dejarme llevar por mis sentimientos en un momento
de estupidez. Espero que podáis perdonarme.

–No hay nada qué perdonar, Álex –repuso él también sin mirarla y se quedó
callado por espacio de unos instantes, como si estuviese buscando las palabras
cuidadosamente–. Solo hay una cosa que me molesta terriblemente, y es que os
empeñéis en convenceros y en convencerme a mí de lo diferentes que somos. –De
nuevo un pequeño silencio antes de volver a hablar–. Yo no lo creo. Creo que en
algunos aspectos nos asemejamos bastante.

Álex apretó los ojos con fuerza, negándose a abrirlos y a encontrarse con la
mirada de él. Estaba segura de que la observaba. Se encontraba en un momento de
debilidad y lo más probable era que sucumbiese a sus encantos. Y aunque una parte
de ella lo deseaba desesperadamente, la lógica le decía que enredarse con Robert no
tenía ni pies ni cabeza y a pesar de que él opinase que se asemejaban mucho, ella sabía
que no era así.

Robert contempló a la joven tendida a su lado con los ojos brillantes de deseo
contenido. Era perfecta. Desde sus bien formados pies, que ya no tenían las uñas
azules, pasando por sus torneadas piernas. Sus muslos eran firmes y fuertes, y ahora,
bien visible para él, pudo comprobar que el tatuaje representaba una cadena, que le
rodeaba todo el muslo y se perdía debajo de su cuerpo. El eslabón que la rompía se
encontraba justo delante, algo ladeado hacia la cara externa del muslo. Estaba muy
bien trabajado, con trazos firmes y bien sombreados.

El trozo de tela negra que cubría su zona femenina se pegaba completamente a su


cuerpo, no dejando nada a la imaginación. Robert tuvo que tragar saliva. Respirando
profundamente siguió con su inspección ocular, intentando ignorar la pequeña pieza
de tela negra tan sugerente. Pequeñas gotas de agua brillaban sobre el fino vello
dorado que cubría el abdomen de la joven, y un pequeño charquito de agua se había
formado en su ombligo.

Era tan tentador… Robert deseó introducir su lengua allí, y beber de ella…
Apretó los puños con fuerza. No sabía durante cuánto tiempo iba a poder seguir
conteniéndose.

Los pechos no demasiado grandes, pero bellísimos, subían y bajaban


rítmicamente con su respiración. El trozo de tela que los cubría era igual de peculiar
que el otro que cubría sus partes más íntimas, y tampoco dejaba nada a la
imaginación, y Robert se preguntó de dónde lo habría sacado. Era algo que él nunca
había visto, y eso que había estado casado y se había acostado con suficientes mujeres
como para saber qué aspecto tenía la ropa interior femenina. En Álex todo era
diferente. Muy diferente.

Se entretuvo largo rato en su rostro, dorado por el sol. Tenía el cabello mojado y
echado hacia atrás, lo que le permitía ver su frente despejada. Normalmente, el
extraño corte de pelo de ella siempre le tapaba la frente y parte de la cara, incluso.
Pero esta vez Robert pudo contemplar su belleza en su totalidad… sus largas pestañas,
sus cejas bien delineadas, como dibujadas a mano… sus pómulos que presentaban la
textura de un melocotón maduro, su nariz recta y no demasiado grande, y sus labios…
esos labios tan sensuales, que sin duda habían sido hechos para besar…

No pudo evitarlo. Alargó la mano y le rozó la mejilla con la punta de los dedos.

Álex se sobresaltó. Abrió los ojos y le miró con fijeza. Por un instante deseó que
no hubiese sido su mano la que se posaba sobre su mejilla. Deseó que hubiese sido su
boca…

Se contemplaron mutuamente durante una eternidad. Ninguno dijo nada. La


mano de Robert seguía acariciando la mejilla de Álex, sin que ella hiciese nada por
evitarlo. Apenas si se atrevían a respirar para no romper ese hechizo del que ambos
habían sido presa. El viento agitó las hojas de los árboles y a lo lejos se oyó el canto
de un pájaro, pero ninguno de los dos fue consciente de ello. En ese momento solo
existía la mano de Robert sobre la mejilla de Álex.

Fue ella la que estropeó la magia. Ladeando un poco la cabeza rompió el


contacto. Robert retiró la mano y volvió la cabeza hacia el lago. Una expresión
indescifrable cubrió su semblante.

Álex carraspeó algo nerviosa y se incorporó con cierta brusquedad. No tenía ni


idea de lo que hubiese podido pasar hacía un momento si no se hubiese retirado. Lo
que había sentido había sido demasiado intenso y no estaba dispuesta a dejarse llevar.
No, no estaba preparada y probablemente no lo estuviese nunca.

Jamie murmuró algo en sueños y movió la cabeza hacia un lado, atrayendo la


atención de los dos silenciosos adultos.

–Es adorable –dijo Álex finalmente rompiendo el silencio que se había


establecido ente ellos como un pesado manto, mientras contemplaba al pequeño con
la ternura dibujada en el rostro.

–Lo es –asintió Robert con voz profunda, contemplando a su hijo y a la joven


alternativamente. Al cabo de unos segundos volvió a dirigirse a ella–:Se os dan bien
los niños.

Álex se quedó pensativa. ¿Se le daban bien los niños? Nunca había tenido mucha
relación con ninguno, pero si era sincera, Jamie era un pequeño muy especial, que
había conseguido llegarle al corazón.

–Me gusta el vuestro –contestó al fin. Miró a Robert de reojo y se dio cuenta de
que estaba sonriendo. ¡Qué atractivo era!

–¿Quizá porque se parece a mí? –inquirió él arqueando las cejas con fingida
curiosidad.

–¡Sois un engreído! –soltó ella riéndose. La sonrisa de Robert se hizo más


amplia. Súbitamente los momentos de tensión que habían vivido hacía un rato se
habían disipado y la complicidad volvía a reinar entre ellos.

–Por cierto, me gusta vuestro tatuaje. –Cambió él de conversación


repentinamente mientras sus ojos bajaban hasta el muslo de la muchacha.

–Me ha sorprendido que no lo mencionaseis antes. No creo que hayáis visto


muchos por aquí –dijo ella bajando la mirada hacia el dibujo. Inconscientemente
acercó el pulgar de su mano derecha y perfiló con él los eslabones.

Robert sintió cómo se le aceleraba el pulso al ver como la joven se acariciaba el


muslo distraídamente. Tuvo que apretar los dedos en un puño para no alargar la mano
y hacer lo mismo.

–¿Sinceramente? Ya lo había visto con anterioridad –confesó.


Ella giró la cabeza y le miró con una expresión interrogante.

–Debo confesar que ayer por la mañana la curiosidad pudo conmigo.

–¿Me espiasteis? –preguntó ella fingiendo indignación. En el fondo le hacía


gracia la situación. Él, el señor de un castillo medieval, había ido a espiar el baño de
ella. ¡La situación era ridícula!

–He de confesar que sí, lo hice –confirmó él sin mostrar el menor signo de
arrepentimiento–. Y no os voy a pedir perdón, porque realmente no me arrepiento de
haberlo hecho –añadió mirándola fijamente. Ya no sonreía. Se había acercado unos
cuantos centímetros y sus ojos volvían a mostrar ese brillo inquietante que conseguía
dejar a Álex sin aliento.

La muchacha sintió cómo le daba un vuelco el estómago. Sus palabras, dichas en


ese tono tan suave y profundo, habían penetrado en sus oídos dejándola nuevamente
débil y confusa. Estaba tan cerca, que podía verse reflejada en sus ojos. Solo tenía que
inclinarse un poco y podría sentir la respiración de él sobre su cara, esos labios sobre
los suyos…

Se echó hacia atrás bruscamente, buscando algo de lejanía. No sabía qué era lo
que tenía ese hombre, que conseguía lo que no habían conseguido otros, hacerle
sentir como una adolescente inexperta ansiosa por recibir su primer beso. Agitó la
cabeza ligeramente y parpadeó intentando recobrar la razón.

–Ya estoy seca –dijo poniéndose de pie. Tenía que hacer un gran esfuerzo para
no mirarle–. Tengo frío. Será mejor que me vista.

Robert le dio la razón internamente. Sí, eso sería lo mejor. El tener el cuerpo casi
desnudo de la muchacha a tan pocos centímetros, le estaba alterando sobremanera. No
era de piedra, y si Álex completamente vestida le volvía loco, una Álex sin ropa,
bañada por la luz del sol, podía provocar que perdiese toda prudencia y rompiese su
promesa de no acercársele. Cada vez le costaba más contenerse, y sabía que a ella le
sucedía lo mismo aunque intentase negarlo. Nuevamente habían estado a punto de
besarse. Si ella no se hubiese apartado…

Sí, era mejor que se vistiese.

Álex se estaba vistiendo con rapidez, ignorando los ojos verdes que se clavaban
sobre su cuerpo.

–Robert –inquirió con curiosidad al cabo de un momento, mientras se anudaba


los puños de la camisa –, ¿no os sorprende que os muestre mi cuerpo tan libremente?
–Realmente deseaba saberlo. Aunque él no había hecho ningún comentario, Álex
sabía que tenía que resultarle muy extraño que una mujer se mostrase así, sin pudor
alguno, ante un hombre.

–Sinceramente, Álex, ya nada de lo que hacéis puede sorprenderme. Con vos,


cualquier cosa es posible. –Hizo una pequeña pausa mientras la miraba fijamente–. Y
he de reconocer que me gusta. No sé muy bien por qué, pero lo que en otra mujer me
hubiese llevado a pensar que era una falta de decoro, en vos es… es como debe ser.

Álex, que había estado conteniendo la respiración mientras esperaba su


respuesta, soltó el aire lentamente. Cerró los ojos un segundo intentando centrarse y
suspiró. Le costó recobrar la compostura, y más sabiendo que él estaba a solo un par
de metros de ella, mirándola, pero pasados unos instantes, siguió haciendo nudos.
Ignorándole.

Robert se agachó y cogió en brazos a su durmiente hijo, que murmuró algo


ininteligible pero no se despertó. Se acurrucó contra el pecho de su padre y siguió
durmiendo tan plácidamente como antes.

Como si hubiesen llegado a un acuerdo previo, ambos echaron a andar hacia el


lugar donde los hombres de Robert los estaban esperando, al otro lado de los árboles.
Ella, cabizbaja y meditabunda, sin saber muy bien qué le estaba pasando y
maldiciendo su falta de autocontrol. Él, mirando al frente, pero sin ver realmente lo
que tenía delante, totalmente inmerso en sus pensamientos. Los dos muy conscientes
de la presencia del otro caminando a su lado.
Capítulo Dieciocho

Habían regresado al castillo en silencio. Robert había accedido a hacerlo a pie y


había encargado a Alfred que se hiciese cargo de su montura, mientras él, con su hijo
en brazos, y Álex, caminaban la milla que los separaba de Black Hole Tower. Un
silencio espeso había reinado entre ambos. Un silencio que apenas había sido roto por
las voces de Alfred y Gilbert que los seguían a caballo.

Álex había observado a Robert de reojo unas cuantas veces durante el paseo. Le
hubiese gustado saber qué pasaba por su cabeza, pero su rostro, carente de toda
expresión no le proporcionó ninguna pista. Parecía totalmente indiferente a lo que
había sucedido entre ellos hacía unos minutos. Aunque, ¿qué era lo que realmente
había sucedido? Si se paraba a pensarlo, tampoco había sido nada del otro mundo. A
lo mejor le estaba dando demasiada importancia a algo que se podía resumir en un
mero intento de acercamiento frustrado.

Sí, con seguridad él estaba pensando en algún asunto importante que no tenía
nada que ver con ella.

La joven se hubiese sorprendido bastante si hubiese sabido que Robert solo tenía
un pensamiento en la cabeza: ella y lo que había estado a punto de pasar junto al lago.
Estaba firmemente decidido a romper la barrera que la joven había erigido entre ellos,
utilizando la excusa de lo diferentes que eran para no dejarse llevar por lo que
realmente sentía por él. No se iba a rendir ni a dejarse apabullar por las
demostraciones de indiferencia de la muchacha. Sabía que ella se sentía atraída por él
de la misma forma que él se sentía atraído por ella. Lo notaba en su mirada, en su
manera de hablarle, de sonreírle. ¡Si hasta ella misma se lo había confesado!

Había algo latente entre ambos, que les arrastraba el uno hacia el otro, y él
pensaba dejarse seducir por ello. No iba a romper la promesa que le había dado, pero
iba a jugar todas las cartas que tenía entre las manos y aprovechar cada situación en su
favor, como lo había hecho en el lago. Si ella necesitaba más tiempo, se lo daría, pero
sabía que finalmente algo iba a suceder. Robert estaba totalmente seguro. Era como si
el destino los hubiese unido de alguna manera.

Habían llegado al castillo hacía un par de minutos. Beatrice, como si hubiese


estado esperando su regreso, les había salido al paso en el patio de armas y había
cogido al dormido Jamie de los brazos de su padre. El pequeño ni siquiera se había
movido. La niñera ascendió las escaleras que conducían a la sala lentamente, con su
preciosa carga en brazos.

Robert miró a la joven, que había permanecido a su lado un tanto indecisa no


sabiendo si quedarse o si retirarse a sus aposentos, e hizo ademán de dirigirse a ella,
pero en ese mismo momento, Osbert Postel bajó las escaleras con su característica y
peculiar forma de andar y se plantó frente a ellos. Inclinó la cabeza respetuosamente y
esperó a que su señor le diese permiso para hablar. Robert le dirigió una mirada
cargada de exasperación, pero Postel no se dio por aludido.

–¿Sí? ¿Deseáis algo? –preguntó Robert con impaciencia.

–Señor, nuestras existencias de pergamino se han agotado. –Mientras decía esto,


miró acusadoramente a Álex, que permanecía en silencio observándole con
curiosidad–. Mañana a primera hora tengo previsto ir a Hereford y haré una visita al
fabricante.

–¿Queréis dinero, entonces?

Postel asintió humildemente bajando la vista al suelo. Al contemplar tanto


servilismo fingido Álex estuvo a punto de resoplar incrédula.

–¿Cuánto? –inquirió Robert llevándose la mano a la cinturilla del pantalón,


donde llevaba una abultada bolsa de cuero marrón.

La cantidad que mencionó Postel era completamente desorbitada. Solo hacía un


par de días que Álex había encargado a un criado la compra de varios pergaminos, y
aunque le había parecido caro, no había sido nada en comparación con lo que el
administrador estaba pidiendo. Aunque quizá se estuviese equivocando y la cantidad
de papel que Postel deseaba adquirir era muy superior a la que había comprado ella.
Pero el siguiente comentario que salió de la boca del administrador le hizo fruncir el
ceño.
–Espero que estas veinte cuartas duren más de lo que han durado las últimas –
masculló Postel, haciendo una reverencia y dándose la vuelta.

Álex observó su partida con los ojos entrecerrados. ¿Veinte cuartas? Una cuarta
era una hoja algo mayor que un folio Din A4, y era la misma cantidad que el criado le
había traído a ella. ¿Por qué había pagado mucho menos de lo que pensaba pagar
Postel? Una sospecha comenzó a tomar forma en su mente. Pensó en el día de su
llegada, cuando Edda le había mostrado sus aposentos por vez primera; sobre la mesa
había encontrado varias hojas conteniendo la contabilidad del castillo. Recordaba
haber echado un vistazo y haberse sorprendido, ya que todas las hojas parecían estar
por duplicado, pero con cantidades diferentes, en una página inferiores, y en su copia
superiores. En aquel momento y dado lo excitada que se encontraba por encontrarse
en un verdadero castillo medieval, no había sido consciente de lo que podía significar
aquello, pero ahora y después de lo que acababa de escuchar, solo podía significar
una cosa.

Robert, ajeno a los pensamientos de la joven, la miró y deseó que Postel no los
hubiese interrumpido. Desde el breve intercambio de palabras que había tenido con su
administrador, ella parecía algo ausente e incluso ansiosa por marcharse.

–Nos vemos luego en la cena –murmuró Álex. Y subió las escaleras


rápidamente. En un par de segundos había desaparecido. Robert dejó escapar una
maldición por lo bajo. ¡Imposible entender a esa mujer! Con un exasperado ademán
se dirigió hacia la herrería.

Álex, mientras tanto, trató de encontrar a Osbert Postel en la gran sala, que a esa
hora ya empezaba a bullir de actividad. Al fondo, un par de criadas comenzaban a
preparar las mesas para la cena, y a su derecha, dos criados estaban encendiendo las
antorchas encastradas en los muros. Pero ni rastro de Postel. ¿Dónde narices se habría
metido?

Se acercó a una de las criadas, que estaba limpiando la mesa principal, que
resultó ser Hedwisa, y le preguntó por el administrador. Rápidamente fue informada
de que había pasado por allí y se había dirigido al almacén por el corredor del fondo.

Era la primera vez que Álex oía hablar de ese corredor. Aparentemente la gran
sala se comunicaba directamente con el almacén donde guardaban el grano a través de
ese oscuro pasillo, que estaba tapado por unas oscuras pieles de animal. Si Hedwisa
no le hubiese dicho dónde estaba, ella jamás hubiese sospechado de su existencia.
Pero por lo que comentó la criada, todo el mundo en el castillo sabía que estaba ahí y
se utilizaba con mucha frecuencia.

Álex sabía que desde que ella había llegado y había obligado a Postel a
abandonar sus aposentos, este se había retirado a una pequeña recámara que había en
la bodega, justo debajo del almacén. Allí era donde tenía todas sus cosas y con
seguridad también tuviese la contabilidad. Decidió esperar a que el administrador
hiciese su aparición y estuviese ocupado con otra cosa antes de escabullirse y buscar
alguna prueba que demostrase que estaba en lo cierto con sus sospechas. Sabía que
Postel no tardaría mucho en llegar. Siempre estaba presente cuando las cocineras
empezaban la preparación de la cena. Era él el que tenía las llaves de la alacena de las
especias, y le producía una enorme satisfacción esperar a que Edith o Gertrude le
pidiesen que la abriese.

Presa de la excitación subió las escaleras de piedra que llevaban al primer piso a
gran velocidad. Entró en su habitación y cerró la puerta tras de sí. Se apoyó contra la
madera y cerró los ojos un instante. Si efectivamente tenía razón y Osbert Postel
estaba llevando una doble contabilidad en beneficio propio, tenía que informar a
Robert cuanto antes para que tomase las medidas oportunas antes de marcharse.

Postel. No le gustaba demasiado aquel hombrecillo nervioso. Tenía algo que no


le inspiraba confianza. Además, sabía que era uno de los que no aceptaban su
presencia en el castillo, y a pesar de que nunca le había faltado el respeto, había algo
extraño en su actitud cada vez que coincidía con ella. Al principio Álex lo había
achacado a que debido a su presencia había tenido que prescindir de sus aposentos,
pero ahora pensaba de otra manera. Recordaba la cara de sorpresa de Postel cuando se
había enterado de que era capaz de leer y escribir. En ese momento debió haber
sentido pánico al pensar que ella había visto su doble contabilidad sobre la mesa la
primera noche, meditó Álex. Quizá pensaba que ella sabía de su doble juego.

Abrió los ojos y echó un vistazo a la habitación. Solo tenía que esperar un poco
más, en un rato volvería a bajar y buscaría alguna prueba que incriminase a…

Pero, ¿qué demonios era aquello que había sobre la cama? Estupefacta
contempló el increíble vestido color rojo oscuro que aparecía extendido sobre la piel
que servía de colcha. Debía ser el vestido en el que había estado trabajando Beatrice.

Se acercó a la cama y extendió la mano para tocarlo. Era de terciopelo color


burdeos, muy suave al tacto. El escote redondo estaba ribeteado con hilo plateado. Las
mangas, que eran estrechas en los brazos, pero que se iban ampliando y finalmente se
abrían en los puños, también llevaban los mismos ribetes. El vuelo de la falda
comenzaba en la cadera y llegaba hasta el bajo. ¡Era simplemente precioso!

Álex lo cogió y lo sujetó frente a sí con los brazos estirados. Pesaba mucho y se
preguntó qué se sentiría al llevar un vestido así. Era demasiado bonito, y
probablemente poco cómodo. Sin duda, la larga falda de vuelo se le enredaría en
torno a las piernas impidiéndole caminar. Además, el escote era demasiado
pronunciado. Frunció el ceño. Algo no cuadraba. Buscó con la mirada y encontró lo
que buscaba. Había estado tan pendiente del vestido, que se le había pasado por alto la
fina camisa blanca que había debajo. Sin lugar a dudas, también obra de Beatrice.

Así sí, pensó. No es que el escote fuese demasiado pronunciado, es que la camisa
se llevaba debajo del vestido, y asomaba por encima cubriéndole los pechos. Sonrió
pensando en la cara que hubiesen puesto todos si se hubiese presentado solo con el
vestido y sin la camisa. ¡Qué situación!

Meneando la cabeza divertida, dejó el vestido sobre la cama y se preguntó si


Postel ya habría salido de la bodega. Estaba impaciente por llevar a cabo su plan.
Decidió regresar y vigilar los pasos del administrador. En cuanto tuviese una
oportunidad, bajaría a su refugio y lo registraría a conciencia.

Dicho y hecho. Rápidamente abandonó la habitación y atravesó el lóbrego


corredor. Cuando llegó a la escalera pudo escuchar perfectamente cómo algunos
caballeros hablaban entre ellos abajo, por lo que dedujo que no faltaba mucho para la
cena. Con seguridad, Postel estaría en la cocina molestando a las cocineras con su
presencia, como era su costumbre. Decidió comprobarlo antes de bajar a la bodega.

Atravesó la sala con rapidez ignorando a Pain y a William que como advirtió de
reojo, se habían incorporado con la intención de acercarse a ella. Esperaba que no se
lo tomasen a mal, pero tenía prisa. Casi corrió debido a la impaciencia. En la cocina,
Gertrude se esforzaba junto al fuego en darle la vuelta a algo grande y grasiento. Tenía
aspecto de jabalí. Edith no estaba, y al otro lado, justo al lado del armario de las
especias, estaba Postel. Al oír los pasos de Álex se giró. Sus ojillos saltones la
observaron un segundo con desagrado antes de darse la vuelta y seguir controlando el
contenido del armario.

Con los ojos brillando de júbilo, Álex abandonó la cocina antes de que Gertrude
tuviese tiempo de preguntarle si necesitaba algo. Tenía que ser rápida. No sabía si
Postel iba a volver a su guarida antes de la cena. Quizá no, pero era mejor darse prisa.
En su prisa por alcanzar la edificación donde se encontraban el almacén y la bodega,
casi se llevó por delante a Peter, uno de los gemelos de Dunstan. El pequeño se quedó
mirándola asombrado. Álex le acarició la cabeza pero no se detuvo. Tenía los
segundos contados.

La enorme puerta del almacén estaba cerrada, pero la trampilla que había en ella,
estaba abierta. Álex miró a un lado y a otro y se cercioró de que nadie la estaba
observando. En efecto, no había nadie mirando en su dirección. Se agachó y entró,
cerrando la pequeña trampilla tras de sí.

No había ninguna luz, y Álex se maldijo a sí misma por no haber llevado una
vela. ¡Menudo fastidio! Pero ya no había marcha atrás. Tenía que bajar a la bodega.
Sabía que la escalera estaba al fondo, así que, casi a tientas fue sorteando los sacos de
grano que se apilaban en diversos montones, hasta que llegó a la escalera. Dejó
escapar un suspiro de alivio cuando vio que una antorcha en la pared iluminaba el
camino hacia abajo.

La impaciencia dio alas a sus pasos, y en menos de un instante estaba abajo en la


oscura y fría bodega. También estaba iluminada; probablemente porque algún criado
había estado allí buscando la bebida que se iba a servir durante la cena. Álex dio
gracias de que así fuese. Solo había estado allí una vez anteriormente, con Beatrice, y
recordaba la multitud de corredores que como si formasen un laberinto se cruzaban
unos con otros. En uno de los corredores, el de la izquierda, pudo ver las enormes
tinajas de ale y vino y las tiras de carne seca colgando del techo. Creía recordar que el
pequeño cubículo donde Postel guardaba sus pertenencias estaba justo al final de la
escalera, a la derecha. De hecho así era. Detrás de una especie de cortina de color
pardo estaba el habitáculo del administrador. Era un lugar bastante pequeño y frío,
apenas medía dos metros por dos metros, pero Postel se las había arreglado bien.
Pegado a la pared del fondo había un catre cubierto con pieles y a sus pies, un baúl de
buen tamaño. Un taburete sobre el que había una vela, ahora apagada, servía de
mesita.

Álex se dirigió hacia el baúl. Era de madera y cuero marrón, muy similar al que
se encontraba en sus aposentos. No estaba cerrado, comprobó mientras abría la
pesada tapa. Encima del todo había diversas prendas de ropa, y Álex las sacó con
cuidado y las fue dejando en el suelo. Debajo, una caja de madera muy similar a la
que Ralf Ferrieres le había entregado con el material de escritura, hizo su aparición.
Álex levantó la tapa y comprobó que era una caja como la suya, con tinta, plumas, y
un par de cuartillas de pergamino. También la sacó del baúl. Bajo la caja había una
especie de carpetas o fundas de cuero marrón atadas con tiras de cuero. Eran dos,
muy grandes y gruesas, y el corazón de Álex se aceleró. ¡Quizá era eso lo que había
venido a buscar!

Con los dedos algo temblorosos desanudó la primera de ellas y la abrió. Cuartas
de pergamino con el mismo aspecto que las que ella había visto la primera noche en
su habitación se mostraron ante sus ojos. Apoyó la carpeta en el suelo, y desanudó la
otra, que contenía exactamente lo mismo. Con los ojos brillando triunfales, se
entretuvo un rato en cotejar las cifras. Efectivamente, en la primera carpeta los
importes eran muy inferiores a los de la segunda, pero la lista era exactamente igual.
¡Bingo! Había encontrado lo que había venido a buscar. ¡Ya tenía la prueba!

Decidida a buscar a Robert y contarle lo que había descubierto cuanto antes,


comenzó a meter todo nuevamente en el baúl. En su prisa por recoger, una capa y una
camisa se le cayeron al suelo. Un ruido sordo contra el suelo le hizo fruncir el ceño.
¿Desde cuándo la ropa que se caía sonaba así, como si fuese sólida? Con la curiosidad
pintada en el rostro, cogió las prendas. En la camisa no había nada inusual, pero
cuando desdobló la capa, una bolsa de cuero cayó al suelo abriéndose y mostrando su
contenido.

Aun a pesar de la poca iluminación, Álex pudo apreciar el brillo que despedían
las monedas de oro que contenía la bolsa. Se agachó y la recogió. Pesaba bastante, por
lo que supuso que lo que tenía entre las manos era una pequeña fortuna. Dejó escapar
un bufido de indignación. ¡Menudo cabrón ese Postel! Seguramente llevaba meses
estafando a Robert, que en su buena fe había confiado en la persona equivocada.

Con una sonrisa astuta, volvió a meter toda la ropa en el baúl y la colocó así
como la había encontrado. Con las dos carpetas y la bolsa de cuero en las manos, se
apresuró a abandonar la guarida del ladrón. No le iba a resultar fácil librarse de esta a
Postel, pensó. Las pruebas eran concluyentes. Lo único que no terminaba de
comprender era la necesidad que había tenido de hacer dos contabilidades diferentes.
Se tenía que haber limitado a hacer solo la falsa y a quedarse con el dinero. ¿Acaso
era tan arrogante que pensaba que nadie iba a pillarle? ¡Menudo cretino!

Aunque por otro lado, en el castillo los únicos que sabían leer y escribir eran
Robert y Ralf, y solo con esfuerzo y a duras penas, por lo que las probabilidades de
que el administrador fuese descubierto habían sido igual a cero. Nadie entendía de
números. ¡Hasta que había llegado ella!
Álex se detuvo un momento al final de la escalera. Abandonar el almacén por la
puerta por donde había entrado con las carpetas y la bolsa en la mano, le parecía
demasiado arriesgado. Tenía que atravesar el patio y cualquiera podía verla y
sinceramente, prefería que nadie se enterase hasta no haber hablado con Robert y
haberle enseñado lo que había encontrado.

La otra opción era hacerlo a través del pasadizo por el que el mismo Postel había
abandonado la sala anteriormente. Eso sería lo más sensato. El único problema era
que no tenía ni idea de dónde estaba, y en la oscuridad, dudaba mucho que fuese a
encontrarlo. Aunque… si la sala estaba a la izquierda de donde se encontraba el
almacén, solo podía estar en la pared de la izquierda, y más bien al fondo…

Lentamente y con la mano que tenía libre palpando la pared, fue avanzando.
Estuvo a punto de tropezar con un montón de sacos que estaban apilados contra el
muro, pero los rodeó y siguió adelante. Poco a poco sus ojos se habían ido adaptando
a la oscuridad y comenzó a distinguir vagamente los contornos de las cosas. Justo al
fondo, creyó vislumbrar una abertura en el muro y se apresuró. Esa tenía que ser la
entrada al corredor. No podía ser de otra manera.

Sin duda era así.

El corredor tampoco estaba iluminado, y aunque a ella no le asustaba la


oscuridad, el pensar que tenía que adentrarse en ese pasillo oscuro como la boca del
lobo, le ponía la carne de gallina. Se llamó imbécil en silencio por no haber sido más
previsora y haber cogido una vela. Suspirando profundamente, se pegó a la pared
izquierda y comenzó a avanzar. Unos metros más adelante, el corredor giraba a la
derecha y la poca claridad que había llegado desde el almacén se desvaneció
sumiéndolo todo en tinieblas. Álex detuvo sus pasos y tragó saliva. ¡Maldita sea! Las
carpetas que llevaba bajo el brazo se le antojaban cada vez más pesadas, y la bolsa de
monedas que se había colgado del brazo, se le resbalaba hacia abajo de manera muy
incómoda. No tenía ni idea de lo largo que podía ser ese corredor, pero tampoco había
tanta distancia entre la sala y el almacén ¿no? Esperaba que ese pasillo no se bifurcase
en otros pasillos. Sería terrible perderse en esa oscuridad.

Decidida a llegar cuanto antes, avanzó palpando la pared. Cada dos pasos, se
detenía e intentaba agudizar el oído a ver si escuchaba algo que le indicase que ya se
encontraba cerca. Al cabo de unos segundos, aunque a ella le parecieron minutos, los
ruidos y algunas risas de los reunidos en la sala llegaron hasta ella. Solo unos pasos
más, pensó, y así fue, justo delante estaba la abertura cubierta por pieles que Hedwisa
le había señalado. Dejó escapar un suspiro de alivio.

Con cuidado para no ser descubierta, retiró las pieles unos centímetros, lo justo
para poder ver sin ser vista. La mayor parte de los caballeros se encontraban ya
sentados en las mesas, pero Robert todavía no había llegado, por lo que la cena
todavía no se había servido. Tres criadas se encontraban junto a la puerta que daba al
patio de armas, preparadas para ir a buscar los platos y la bebida en cuanto el señor de
Black Hole Tower hiciese su aparición. Gracias a Dios, Postel no había llegado
todavía, pero eso podía cambiar de un momento a otro. Álex calculó las
probabilidades de llegar hasta la escalera sin ser vista. Eran más bien escasas. Tenía
que atravesar toda la sala, y sabía que por costumbre su presencia siempre llamaba la
atención. El interés que despertaba “la mujer azul” entre aquellos hombres hacía que
fuese imposible pasar desapercibida.

En fin, no tenía otra opción. Resuelta a llegar a los aposentos de Robert con su
preciada carga cuanto antes, hizo las pieles a un lado, abandonó el oscuro corredor y
como si de un asunto de vida o muerte se tratase, atravesó la sala a gran velocidad,
muy consciente de que los ojos de muchos de los allí presentes la seguían.

Ignorándolos a todos, subió las peligrosas escaleras de piedra de dos en dos sin
reducir la velocidad. La bolsa de cuero se balanceaba en su brazo de un lado a otro, y
las carpetas se le escurrían, pero apretó los dientes y no se detuvo hasta llegar a lo alto
de la escalera. Con el corazón latiéndole a mil por hora se apoyó contra la pared y
soltó el aire que había estado conteniendo. Le temblaban las piernas, pero una sonrisa
jubilosa le curvaba los labios. ¡Lo había conseguido! Ahora solo tenía que ir a los
aposentos de Robert y hablar con él. Esperaba que estuviese allí. Si no era así, dejaría
las pruebas allí e iría a buscarle.

Después de haber atravesado las tinieblas, la poca luz del mal iluminado corredor
casi le pareció exagerada. Sujetando firmemente las carpetas y la bolsa, se detuvo
delante de la puerta de la recámara de Robert. Estaba cerrada, como siempre. Llamó
con los nudillos y esperó.

Nada. Ninguna respuesta.

¡Maldición! ¡No estaba! Bueno, se dijo, entraría y ocultaría las carpetas y la bolsa
dentro e iría a buscarle, tal como había planeado.

Abrió la puerta, que se deslizó pesadamente sobre sus goznes y se dispuso a


entrar, pero la escena que se mostró ante sus ojos hizo que se detuviese en el umbral.
Se le abrió la boca por el asombro y las carpetas se le deslizaron de las manos cayendo
al suelo con gran estrépito.
Capítulo Diecinueve

Robert se había dado la vuelta al oír cómo se abría la puerta. Contrariado y con
el ceño fruncido por la intromisión, que supuso sería de John, iba a reprenderle
duramente, cuando descubrió de quién se trataba.

Álex se había quedado paralizada bajo el dintel de la puerta, abierta de par en


par, y había dejado caer algo al suelo. Tenía una extraña expresión en el rostro, mezcla
de sorpresa, asombro, admiración y sí, también algo de vergüenza.

Robert, que acababa de salir de la bañera y se había estado secando con un paño,
dejó de hacerlo y observó divertido cómo el color de las mejillas de la joven adquiría
una tonalidad rojiza.

Álex, no podía ni quería apartar la mirada de ese ejemplar de hombre que se


presentaba ante ella en todo su esplendor. ¡Estaba completamente desnudo! Y a juzgar
por el paño que tenía en la mano había estado secándose.

El pelo de Robert estaba mojado, y unos cuantos mechones le caían sobre la


frente. Los ojos de Álex fueron descendiendo desde el firme y cuadrado mentón,
bronceado por el sol, hasta el amplio pecho masculino, en el que, aun cubiertos por
una fina capa de vello negro, destacaban unos poderosos músculos. La diferencia de
color entre la cara y las manos y el resto del cuerpo era notable. Se notaba que a
Robert, aunque moreno de piel, solo le daba el sol en los brazos y en la cara.

Álex siguió explorando con sus ojos el cuerpo masculino que tenía ante ella y
que permanecía completamente quieto. Obvió lo más evidente y se fijó en sus pies,
que eran largos y delgados. Sus piernas estaban cubiertas también de vello negro y
eran muy musculosas. Capaces de dominar el enorme semental que montaba con la
simple fuerza de sus poderosos muslos, pensó Álex, y notó cómo enrojecía todavía
más, cuando pensamientos muy sexuales comenzaron a tomar forma en su cabeza.
La actitud de Robert era de absoluta indiferencia mientras soportaba pasivamente
la escrutadora inspección de la joven, pero cuando Álex posó la mirada en su más que
generosa entrepierna, un sospechoso movimiento le mostró que no era tan indiferente
como la muchacha había pensado. Irguiéndose poco a poco su miembro comenzaba a
mostrar el verdadero tamaño que podía llegar a alcanzar.

Álex tragó saliva. Estaba fascinada y complacida por saber que provocaba en él
esa reacción tan fuerte. Alzó la cabeza y sus ojos se encontraron con los de él.

El deseo brillaba en ellos.

Ella sabía que solo tenía que dar un par de pasos y acercarse a él, para que todo
ese deseo que ella veía en sus y que era un reflejo del que brillaba en los suyos,
culminase en algo que ambos deseaban. Solo un gesto y terminarían en la cama y
finalmente toda esa tensión latente que había entre ellos se resolvería.

Álex tuvo que luchar consigo misma y las ganas que tenía de que ese
acercamiento se produjese realmente. Lo correcto sería darse media vuelta y huir.
Sacudió la cabeza imperceptiblemente e intentó concentrarse en el motivo que le había
llevado hasta allí… ¿Por qué había ido a buscarle?

¡Las carpetas!

Robert había advertido que la mirada de ella ardía de pasión y no entendía su


terquedad y su obstinación negando lo evidente. Ambos eran adultos y no tenían
ningún otro compromiso. Además, si daba crédito a lo que ella le había contado, en su
lugar de origen el sacramento del matrimonio había dejado de tener importancia y las
parejas vivían amancebadas hasta que decidían separarse. Entonces, ¿qué era lo que le
impedía entregarse a él? ¿Por qué seguía resistiéndose? Estaba a punto de echar a
andar hacia ella, de cogerla del brazo, y arrastrarla si era preciso dentro de la
habitación, cuando reparó en el cambio de actitud de ella. Aparentaba haber vuelto a
la realidad y ser consciente del motivo por el que había ido hasta allí.

Suspirando, con la entrepierna dolorida, y sabiendo que la oportunidad había


pasado, se anudó el paño a la cadera, cubriéndose.

Álex, se había agachado y recogía las carpetas. Cuando se incorporó vio que
Robert se había tapado, aunque el bulto que destacaba bajo el paño evidenciaba que
no estaba tan tranquilo como deseaba aparentar. Carraspeó ligeramente intentando
recobrar la compostura.

–Lo siento –dijo finalmente–. No quería molestaros, pero tengo algo importante
que deciros.

–No me molestáis –murmuró él con la voz ronca. Iba a necesitar unos minutos
para recuperarse. ¡Si ella no le hubiese mirado de esa manera! –Pasad y cerrad la
puerta –ordenó haciendo un gesto con la mano, mientras se daba la vuelta y cogía otro
paño de encima de un baúl con el que comenzó a secarse el cabello vigorosamente.

Álex obedeció. Cerró la puerta y se apoyó contra ella observando la


impresionante musculatura de su espalda. ¿Es que ese hombre no tenía defectos?, se
preguntó exasperada. En su época solo se podía conseguir una musculatura semejante
a base de esteroides y muchas horas de entrenamiento. No obstante, si se tenía en
cuenta lo que podía llegar a pesar una armadura, no era de extrañar que tuviese ese
cuerpo.

–¿Y bien? –inquirió Robert dándose la vuelta y observando a la joven. Ambos


parecían dispuestos a ignorar la escena de hacía unos minutos.

–He descubierto algo que creo que os interesará saber –comenzó ella–. Es
referente a Postel.

Robert arqueó una ceja sorprendido. Eso no se lo esperaba. Le hizo un gesto a


Álex animándole a continuar, mientras seguía secándose.

–Vuestro administrador os engaña, y aquí tengo las pruebas. –La joven se acercó
a la maciza mesa de madera y dejó las carpetas y la bolsa de cuero, cuyo contenido
tintineó al caer sobre la superficie. Intentó ir al grano y no dejarse distraer por el
fabuloso cuerpo medio desnudo que tenía a escasos centímetros.

La mano de Robert, con la que sujetaba el paño y había estado secándose el


pecho, se detuvo. Entrecerró los ojos y se acercó a inspeccionar los objetos que ella
había depositado sobre la mesa. Cogió la bolsa de cuero; su peso le sorprendió, y
cuando la abrió su contenido le dejó estupefacto. ¡Era una fortuna en monedas de
oro!

–¿De dónde habéis sacado esto? –le preguntó a la joven con inquietud.

–Estaba en la recámara de Postel. Junto con esto –añadió ella señalando las
carpetas.

–¿Qué es eso? –La voz de Robert estaba teñida de curiosidad.

–Las cuentas del castillo. Las buenas y las malas. –Advirtiendo que Robert no
entendía a qué se refería, explicó–: Son los gastos del castillo. Los reales, y los falsos,
que probablemente sean los que os enseña a vos. Por lo que he podido leer, aunque
tenía prisa y no me ha dado tiempo a comprobarlo, lleva meses inflando los precios
de todo lo que compra y quedándose con la diferencia. Supongo que desde el
momento en que llegasteis.

Robert escuchaba en silencio. De alguna manera la noticia no le sorprendía lo


más mínimo. Nunca había terminado de confiar del todo en ese nervioso hombrecillo.
Tenía una mirada astuta que no le había convencido desde el primer momento.
Aunque debía reconocer que quizá la culpa de lo que había sucedido debiese buscarla
en él mismo. Él era el que se había desentendido de todo y lo había dejado en manos
de Postel, sin molestarse en supervisar nada de lo que hacía el administrador. Lo había
dado por bueno y punto. Él tenía otras cosas en qué pensar y no podía perder el
tiempo con números y compras, o al menos eso había pensado. Craso error como
acababa de mostrarle Álex.

–¿Cómo lo habéis descubierto? –preguntó mientras abría una de las carpetas y


ojeaba su contenido.

–¿Recordáis que hace un rato os ha pedido dinero para comprar papel?

Robert asintió algo ausente.

–Hace unos días yo misma mandé a un criado a Hereford a comprar la misma


cantidad de papel, y no me costó ni la mitad de lo que os ha pedido él –continuó ella.
Se había acercado a la mesa y observaba cómo Robert ojeaba el contenido de las
carpetas. La cercanía de su cuerpo, sin apenas ropa, la tenía un tanto confusa.

–¿Por qué no acudisteis a Ralf si necesitabais algo? Os dije que él se encargaría


de todo –replicó él volviéndose a mirarla.

–No quería ser una molestia –dijo algo impaciente y haciendo un gesto para que
él no volviese a interrumpirla, continuó–: Cuando he escuchado esta tarde cómo os
pedía dinero, me he dado cuenta de que algo estaba pasando, y he registrado sus cosas
para ver si encontraba alguna prueba que pudiese incriminarle. Entre su ropa he
encontrado lo que veis. Esto demuestra que os ha estado engañando.

Robert asintió volviendo a mirar las cuartas de papel. Comparó un par de ellas y
admitió que eran exactamente lo que Álex decía, la contabilidad buena y la mala. En
una de las carpetas los precios de las compras eran mucho más bajos que en la otra,
que era la que Postel le enseñaba a él una vez a la semana. ¡Si no le costase tanto
prestar atención a las letras y los números! Quizá podría haberlo descubierto antes.

–Os habéis arriesgado demasiado, Álex. Si Postel os hubiese visto registrando


sus cosas podríais haberos encontrado en peligro. Un hombre acorralado es capaz de
muchas cosas. Deberíais haber acudido a mí y habérmelo contado –insistió Robert
mirándola fijamente. Estaba tan cerca que ella tuvo que alzar la cabeza para poder
mirarle a los ojos. El vello negro de su pecho se encontraba a tan solo unos
centímetros de su cara y deseó subir la mano y acariciar esos rizos.

Tragó saliva.

–Bueno, ahora ya no tiene remedio, ¿no? Lo hecho, hecho está. Postel no me ha


descubierto y aquí están las pruebas –dijo mientras señalaba las carpetas que había
sobre la mesa. Fue a dar un paso atrás, pero las manos de Robert se lo impidieron. La
agarró fuertemente de los brazos y no dejó que se alejara. Álex volvió a alzar la
mirada un tanto sorprendida.

–No deseo que corráis ningún riesgo innecesario –susurró él, mientras se
acercaba peligrosamente a ella. Sus cuerpos se rozaban y Álex pudo oler el ligero
aroma a lavanda que despedía. Tuvo que cerrar los ojos, lo cual fue peor, porque así
fue incluso más consciente de su cercanía–. Prometedme que no volverá a ocurrir.
Sinceramente, Álex, no quiero que os suceda nada si yo puedo evitarlo. Estáis bajo mi
protección y soy responsable de vos. Jamás me perdonaría que os pasase algo –dijo
con un tono de voz realmente preocupado. Era increíble lo mucho que esa joven había
llegado a significar para él en tan corto espacio de tiempo.

Álex se limitó a asentir. Estaba demasiado confusa como para ser consciente del
significado de las palabras de él. En otro momento y otra situación, probablemente le
hubiese contestado algo como: yo sé cuidarme sola o no necesito a nadie, ya soy
mayorcita. Pero en ese momento con Robert dentro de su espacio vital, fue incapaz de
hacer otra cosa que no fuese asentir mientras seguía con los ojos cerrados. Incapaz de
seguir mucho tiempo más tan cerca de él, intentó soltarse apoyando las palmas de las
manos contra su pecho y empujando. El vello que lo cubría era tan suave como ella
había imaginado y la piel que había debajo se sentía muy caliente.

El gemido que salió de la boca de Robert se mezcló con el gemido que a su vez
dejó escapar Álex. Ella abrió los ojos y le miró fijamente. Le costaba respirar.
Lentamente, muy lentamente, Robert fue acercando su cara a la de la joven, dándole
tiempo a apartarse si ella lo deseaba. A solo unos milímetros de su boca, se detuvo,
esperando que ella fuese la que decidiese si apartarse o no.

No se apartó. Y entonces él la besó.

Álex se sintió totalmente desbordada por los sentimientos. Los labios de Robert
apresaron los suyos con un hambre y un ansia que rayaba en la desesperación. Ella le
correspondió del mismo modo. Los deseos que habían estado conteniendo durante
tanto tiempo se desbordaron y repentinamente todo dejó de carecer de significado. El
engaño de Postel, el lugar de donde venía ella, lo diferentes que eran, todo dejó de
importar. Solo existían ellos dos, allí y ahora.

La sensación de triunfo que había experimentado Robert al comenzar a besarla se


intensificó al darse cuenta de que ella deseaba besarle tanto como él. Mostraba la
misma pasión y la misma hambre. Su lengua exploraba su boca como él hacía con
ella, sus dientes mordisqueaban sus labios, al igual que los suyos lo hacían. Y en todo
momento sentía los brazos de Álex rodeándole el cuello y su cuerpo apretándose
contra él. Un pequeño gemido escapó de la femenina boca y él lo atrapó con la suya.

Los largos brazos de Robert que habían estado abrazando su cintura,


descendieron y sus manos la agarraron firmemente por las caderas pegándola contra
su cuerpo. En medio de la nebulosa en la que se encontraba, Álex sintió cómo el bulto
de la entrepierna de Robert comenzaba a crecer contra su estómago. Le oyó gemir.

El beso se intensificó. La lengua de él exploró los rincones más recónditos de su


boca y Álex sintió como sus pezones se endurecían al contacto con el pecho
masculino. No recordaba haber sido besada así anteriormente. Con tanta pasión y
frenesí. Sin contención. De una manera un tanto salvaje. La áspera barbilla de él se
frotaba con fuerza contra la de ella y probablemente las marcas sobre su piel no serían
fáciles de borrar, pero sin duda las marcas más difíciles de eliminar serían las que ese
beso inacabable iba a dejar en su alma…

Inesperadamente fue consciente de lo que estaba sucediendo. ¡Había sucumbido


a su enorme atracción! ¡Había sucedido! ¡No podía ser! ¡Tenía que ponerle fin!

Robert apartó su cara unos milímetros para poder contemplar la de ella. Unos
enormes y brillantes ojos castaños le devolvieron la mirada. Robert temió ahogarse en
ellos. Quiso volver a besarla, pero ese fue el momento que eligió Álex para empujarle
con energía. Algo había cambiado en los últimos instantes.

Respirando entrecortadamente y con los ojos brillantes por lo que había


sucedido, Álex dio un paso atrás liberándose por completo de los brazos de Robert,
que se quedó inmóvil contemplándola con fijeza con la decepción pintada en el rostro.
A él también le costaba respirar, y una vena le latía en el cuello manifestando la
tensión que soportaba. Ambos se miraron por espacio de lo que pareció un rato
interminable. La expresión de Álex mostraba una inmensa confusión, la de él era más
contenida pero no por ello menos intensa.

Robert fue el primero en apartar la vista. Con cierto aire de indiferencia se dio la
vuelta, se quitó el paño que cubría sus caderas dejando al descubierto su increíble y
perfecto trasero, e ignorando el gemido ahogado de Álex comenzó a vestirse con la
ropa que tenía preparada sobre la cama.

Ella, incapaz de moverse del sitio, seguía todos sus movimientos como si
estuviese hipnotizada. ¿Qué podía decir? ¿Que había sido un error? ¿Que no estaba
bien lo que había sucedido? ¡Estupideces! Ni ella misma pensaba eso. Había sido lo
correcto y había sido perfecto. Y así era cómo lo había sentido ella y seguramente él
también. Probablemente su actitud le tenía tan desconcertado como ella misma se
sentía. Era todo tan complicado… Eran tan diferentes… No tenían nada en común…
Además ella no pertenecía a aquel lugar…

¡Bah! ¿A quién pretendía engañar? Había sucedido lo que tenía que suceder y lo
que ella misma llevaba días esperando. Meneó la cabeza de un lado a otro sin saber
muy bien por qué se había apartado de él, cuando lo que más deseaba realmente era
haber seguido besándole.

Robert se dispuso a ponerse la túnica color verde que su escudero le había


preparado. Era muy consciente de la presencia de Álex a su espalda, pero no quería
darse la vuelta y ver esos enormes ojos castaños con la confusión brillando en ellos.
Él también tenía su orgullo, y si ella no estaba segura de querer estar con él, no iba a
seguir forzando la situación. Se mantendría a distancia, se prometió a sí mismo,
aunque el deseo de poseerla le estuviese matando.
Aún no había terminado de tomar forma en su mente este pensamiento, cuando
una sonrisa burlona le curvó los labios. No creía ser capaz de cumplir esa promesa. En
todo lo que se refería a Álex, dejaba de ser fiel a sí mismo. Y la dolorosa erección que
estaba tratando de ignorar lo probaba.

–Robert, yo… –comenzó ella.

–Ni una palabra, Álex –interrumpió él sin girarse para mirarla–. No quiero oír
ninguna disculpa, ni explicación. Sinceramente, preferiría que no hablásemos de lo
que ha sucedido. Ahora no –añadió categóricamente. –Tengo que solucionar lo de
Postel.

Álex apretó los labios. Bien, si él no quería hablar de ello en esos momentos, no
lo harían. Ya habría oportunidad más adelante.

Robert, que ya había terminado de vestirse, se dio la vuelta y sin mirar a la joven
se acercó a la mesa y cogió ambas carpetas y la bolsa con las monedas. Tenía una
mirada decidida y el ceño fruncido, producto de la confrontación que sabía iba a tener
lugar a continuación.

–Seguidme –le dijo a la muchacha sin detenerse a mirar si ella lo hacía. Y


abandonó los aposentos con paso firme.

Álex se apresuró a hacerlo. El corazón le latía con fuerza, no sabía bien si por el
beso de hacía unos minutos, por la actitud de Robert, o por lo que iba a suceder en la
sala.

Las animadas voces de los caballeros dieron paso a un brusco silencio cuando el
señor de Black Hole Tower hizo su aparición con cara de pocos amigos en lo que
hasta hacía unos segundos había sido una animada y festiva reunión. Advirtieron que
algo iba a suceder al observar cómo Robert se dirigía a su asiento y examinaba la sala
con cierta frialdad. Un movimiento al fondo de la misma captó su atención.

Postel, que había reconocido lo que Robert llevaba bajo el brazo, había
comenzado a temblar mientras unas gotas de sudor frío le perlaban la frente. ¿Cómo
era posible que lo hubiese encontrado? Sus ojos saltones buscaron una salida
frenéticamente. ¡La puerta que daba al patio de armas estaba abierta! Intentando pasar
desapercibido se puso en pie y con su característica forma de andar comenzó a
acercarse a la puerta lanzando miradas de soslayo al señor del castillo. Solo le
quedaban un par de metros para alcanzar la puerta. ¡Sí, lo iba a conseguir!

Robert hizo un gesto y dos soldados se incorporaron prestamente y cortaron el


paso del administrador. Postel, viéndose acorralado, se giró dispuesto a buscar otra
salida, pero un par de hombres, dándose cuenta de lo que estaba sucediendo, se
habían apresurado a levantarse y comenzaban a rodearle. Sudando copiosamente, el
administrador miró a su señor. Su rostro había adquirido una palidez cadavérica.

–Traedlo aquí –ordenó Robert desde el otro extremo de la sala sin alzar la voz.
La frialdad que se desprendía de su actitud no dejaba presagiar nada bueno.

Impasible esperó a que el traidor fuese llevado ante él. La forma en la que había
reaccionado al ver las carpetas y la bosa de dinero no daba lugar a ninguna duda. Era
culpable.

Álex se mantenía detrás de Robert, a la derecha. Por un instante, pero solo por
un instante, llegó a sentir cierta pena por el nervioso hombrecillo que William y Pain,
cada uno de un brazo, acercaban hasta la mesa, no muy delicadamente.

El silencio de los allí presentes era tal, que se hubiese podido oír perfectamente la
caída de un alfiler. Todos esperaban expectantes para averiguar qué crimen podía
haber cometido Postel. Los que más cerca estaban de la mesa y podían ver los libros
de cuentas, sospecharon que tenía que ver con las cuentas del castillo.

–¿Reconocéis esto? –preguntó Robert, una vez que Postel se halló ante él.

El hombrecillo permaneció en silencio. Sus ojos brillaban de una forma un tanto


altanera y a pesar de que las piernas habían comenzado a flojearle, se mantuvo firme y
le sostuvo la mirada.

–¿No contestáis? –inquirió Robert arqueando una ceja–. Es extraño, porque estas
son las cuentas que siempre os empeñáis en enseñarme. Yo las he reconocido
perfectamente. –Se acarició la barbilla pensativamente antes de continuar–. Lo más
extraño es que tengáis otras cuentas completamente iguales. Bueno, completamente
iguales no. En algo difieren… Y están escritas de vuestro propio puño y letra, como
las otras. Mmmm, es extraño ¿verdad?

Postel se limitó a mirar al frente sin pronunciar palabra. Un gesto de fingida


indiferencia asomaba a su semblante, pero las manos que tenía fuertemente apretadas
a los costados le temblaban visiblemente.

–Y en cuanto a esto –prosiguió Robert indiferente a la reacción de su


administrador, levantando la bolsa de cuero que contenía las monedas–, tampoco lo
habíais visto antes ¿verdad?

Postel se puso rígido, pero no reaccionó.

–Es extraño. Todo esto ha sido hallado en la pequeña recámara que ocupáis junto
a la bodega, entre vuestras cosas. –Robert dejó caer la bolsa sobre la mesa. A
consecuencia del violento golpe, algunas monedas se salieron de la bolsa y rodaron
sobre la mesa. Se oyeron algunas exclamaciones. ¡La bolsa contenía una fortuna! Un
murmullo recorrió las filas de los allí presentes, que se habían acercado para ver lo
que estaba sucediendo. El castillo en pleno se había dado cita para ser partícipe de la
suerte de Postel.

–¡Esto es un ultraje! ¡Sabéis que mi primo es el obispo de Hereford! –exclamó


Postel sorprendiéndolos a todos. Su voz temblaba de indignación.

–Permitidme que os diga que no creo que el obispo de Hereford esté muy
orgulloso de tener a un ladrón en la familia –repuso Robert fríamente. Sabía del
parentesco de su administrador y también sabía que no le podía castigar como hubiese
deseado. Si por él fuese, le hubiese mandado ahorcar. Estaba en su derecho. Pero
condenar a muerte a alguien con familia tan importante era casi un suicidio.

–¡No teníais derecho a registrar mis cosas! –gritaba ahora el administrador con el
rostro enrojecido dando un paso al frente–. ¿Quién ha osado rebuscar en mis
pertenencias? ¡Es una trampa! ¡Alguien quiere perjudicarme! –El tono de su voz se
elevaba por momentos y William tuvo que sujetarle firmemente por el brazo para que
no se acercase más a Robert.

Álex contemplaba la escena con un gesto de disgusto. El intento de huida de


Postel hacía unos minutos no había hecho más que confirmar su culpabilidad.
¡Menudo cretino! Y ahora se amparaba en su primo, el obispo, para salir bien librado.
Cualquier ápice de compasión que hubiese podido sentir antes desapareció. La escena
era patética. Meneó la cabeza.

Ese gesto de Álex llamó la atención de Postel, que clavando sus ojillos malévolos
sobre ella comenzó a gritar como un poseso.
–¡Tú! ¡Has sido tú la que me ha tendido la trampa! –Alzó el dedo y señaló a la
joven. De pronto todo el odio que antes había proyectado sobre el señor del castillo,
fue dirigido hacia Álex–. ¡Tú, hereje! ¡Tú has sido la causante de mi desgracia!
¡Hereje! ¡Adoradora del diablo! ¡Tú que resucitas a los muertos! –En su excitación, la
saliva había comenzado a agolpársele en los labios y pronto comenzó a resbalarle por
la barbilla, dándole un aspecto de lo más grotesco–. ¡Fornicadora! ¡Puerca infiel! ¡Tú
me has tendido una trampa! ¡Te arrepentir…!

El dorso de la mano de Robert se estrelló contra la mejilla de Postel,


interrumpiendo su letanía de insultos bruscamente. La cabeza del administrador, de la
fuerza del impacto, salió despedida hacia atrás, y si Pain no le hubiese sostenido, se
hubiese caído al suelo.

–Apartadle de mi vista. –La voz de Robert, muy contenida, se escuchó en el


silencio de la sala–. No quiero volver a verle jamás. Quiero que abandone el castillo
ahora mismo. Que se vaya con lo puesto.

–¡No podéis hacer eso! –gritó Postel ya recuperado del golpe. Un fino hilo de
sangre le salía de la comisura de la boca–. ¡Mi primo sabrá lo que ha sucedido aquí!
¡Pagaréis por lo que me habéis hecho!

Haciendo caso omiso de las palabras que farfullaba Postel, William y Pain le
forzaron a abandonar la sala. Los otros caballeros y los criados se apartaron para
dejarles pasar. No hubo ningún gesto de pesar entre los presentes. El administrador no
había poseído el don de hacerse amigos, precisamente.

–¡Me las pagarás, hereje! –consiguió gritar una vez más señalando a Álex y
mirándola con odio contenido, antes de que consiguiesen arrastrarle fuera de allí.

Álex se había quedado paralizada. La andanada de insultos que había salido de la


boca de Postel había conseguido descolocarla. ¡Cuánto odio podía albergar una
persona! Vio cómo Robert se dirigía hacia ella. Mostraba un aspecto preocupado y se
esforzó por curvar los labios en una especie de sonrisa para tranquilizarle. Había
pasado por cosas peores que los desvaríos de un loco llamándola hereje, se dijo.
Tampoco había sido para tanto.

–Siento que os haya afectado –comenzó él cuando llegó a su lado con


inquietud–. Me hubiese gustado haber podido ahorraros esta escena. Pero os ruego
que no tengáis en cuenta las palabras de un demente. –Su voz era cálida y
reconfortante y Álex sintió el estúpido impulso de refugiarse entre sus brazos.

–No os preocupéis, Robert. No me ha afectado demasiado –intentó quitarle


hierro al asunto–. Me gustaría agradeceros que le hayáis hecho callar de esa manera
tan eficaz. –Sonrió.

Robert le devolvió la sonrisa. La incomodidad que se había creado entre ellos


después de la escena del dormitorio había quedado atrás. La complicidad había vuelto,
o al menos eso pensaba.

–No dejemos que este incidente nos estropee la cena. Acompañadme. –Mientras
decía esto extendió la mano.

Álex se quedó mirando la mano que él le tendía. No había nada que desease más
que ofrecerle la suya y dejarse acompañar a la mesa por él, pero una desagradable
sensación en la boca del estómago sabiendo que él se marchaba al día siguiente hizo
que se los pensase dos veces. Quizá retirarse a sus aposentos fuese mucho más
inteligente.

–Disculpadme Robert, pero voy a retirarme. Creo que esta noche no sería una
compañía adecuada ni para vos ni para nadie. Me gustaría estar sola –concluyó sin
atreverse a mirarle a los ojos directamente. Sabía que su actitud era cobarde, pero no
estaba preparada para pasar un par de horas con él, simplemente hablando
cordialmente. No con todos esos sentimientos contradictorios que la abrumaban.

Robert frunció el ceño y lentamente retiró la mano que le había ofrecido. Una
sombría expresión cubrió su rostro. Algo envarado y con su orgullo herido la
contempló fijamente, consciente de que ella evitaba mirarle.

–Como deseéis –murmuró con frialdad–. Mañana parto nuevamente. Como


supongo que no nos veremos antes de que abandone Black Hole Tower, os digo lo
mismo que os dije la última vez. Cualquier cosa que necesitéis podéis acudir a Ralf, él
se ocupará de todas vuestras necesidades.

Álex asintió.

–Os deseo que tengáis un buen viaje y que no permanezcáis mucho tiempo
fuera. Muchas gracias por todo, Robert. –Su voz le sonó débil incluso a ella misma.
Odiaba lo estúpidamente insegura que se sentía. Rápidamente se dio la vuelta y
abandonó la sala.

Robert se sintió terriblemente decepcionado. El que ella saliese huyendo y él se


quedase de pie contemplando su partida comenzaba a convertirse en una costumbre.
Una costumbre que él estaba empezando a odiar.

–Sabes que Postel se puede convertir en un problema ¿verdad? –La voz de Ralf
a sus espaldas le sacó de sus cavilaciones.

–Lo sé –repuso sin darse la vuelta.

–Es astuto y cobarde y no hay nada más peligroso que eso –añadió el otro.

Robert asintió con gravedad. Ciertamente Postel era un hombre muy astuto y
como todos los cobardes nunca iba de frente. Siempre actuaba por la espalda. Tendría
que tener cuidado y no confiarse demasiado. Un hombre como Postel, con los
contactos que tenía se podía convertir en un gran problema. Un terrible problema.
Capítulo Veinte

Hacía seis días que Robert había partido y Álex le echaba de menos. El castillo
semejaba estar vacío sin su presencia. Había vuelto a sus antiguas costumbres y
tomaba sus comidas en la cocina, con Edith y Gertrude. Por las mañanas iba a nadar al
lago, aunque el tiempo había empeorado y en un par de ocasiones había sido
sorprendida por la lluvia. Estaba claro que la maravillosa temperatura tan poco
habitual en Inglaterra, de la que había podido disfrutar las dos primeras semanas,
había dejado paso al verdadero y típico clima inglés al que ella misma estaba
acostumbrada.

Las tardes se las dedicaba a Jamie como había hecho anteriormente, aunque
habían tenido que suspender las clases de natación dos días consecutivos debido a las
lluvias. Hecho que no disgustó demasiado al niño; prontamente se le ocurrió algo
nuevo y acudió a los aposentos de Álex para suplicarle que le enseñase las letras y los
números, cosa que ella había comenzado a hacer gustosamente. Era un muchachito
muy despierto y Álex sentía un gran placer al saber que estaba contribuyendo a la
educación de ese niño, que en un par de años abandonaría su hogar para convertirse
en paje de algún señor y ya no tendría tiempo de aprender nada relacionado con la
caligrafía o las matemáticas.

El resto del tiempo lo pasaba con Beatrice, que estaba encantada de tener una
oyente tan interesada. Con ella había visitado el pequeño taller de hilado situado en
una de las torres del castillo, donde cinco mujeres hilaban la lana, que como le
explicaron, provenía de las ovejas del rebaño del castillo. Lo hacían en ruecas, y Álex
se había quedado con la boca abierta al ver por primera vez los extraños artilugios que
solo conocía por fotografías o dibujos. Le resultaba fascinante ver cómo poco a poco
y con gran pericia, las mujeres iban convirtiendo los vellones de lana blanca y beige
en rústicas madejas de hilo de lana. Beatrice le explicó que esa lana se utilizaba
principalmente para vestir a los criados o para hacer mantas y cortinas, ya que era
demasiado burda y gruesa, poco adecuada para vestir a los caballeros y las damas. Los
tejidos de los que ella y las otras mujeres cosían los ropajes del señor, se compraban a
los mercaderes de telas de Hereford.

Sobre el asunto de Postel se había hablado largo y tendido los primeros días.
Nadie se había mostrado demasiado sorprendido por lo sucedido, incluso había
algunos que habían sospechado de él con anterioridad, pero habían guardado silencio
debido a la falta de pruebas y a que gozaba de la confianza absoluta de su señor.

Se comentaba que Postel había abandonado el castillo la fatídica noche con solo
la ropa que llevaba puesta, profiriendo amenazas contra Álex a la que llamaba “la
hereje” y contra Robert al que llamaba “el cómplice de la hereje”. Un criado juraba
que le había visto alzar el puño al cielo y gritar como un poseso que se iban a
arrepentir de lo que le habían hecho. Después la oscuridad de la noche se lo había
tragado.

Álex, aunque sabía que no tenía ninguna obligación, se sentía un tanto


responsable por cómo había sucedido todo, por lo que había hablado con Ralf, que
por primera vez parecía encontrarse algo más dispuesto a aceptar la ayuda de la joven,
y le había propuesto encargarse de la contabilidad hasta que Robert encontrase un
nuevo administrador. Ralf, sorprendentemente, había aceptado, y una especie de
tregua había surgido entre ellos. La frialdad del caballero no se había ausentado del
todo, pero las miradas despectivas que antes la habían taladrado, ya no la seguían a
todas partes.

Todas las tardes, justo antes de la cena, Álex y Ralf se sentaban en la sala, en la
mesa del fondo al lado de la chimenea y a la luz de una vela revisaban las cuentas de
Postel, tanto las buenas como las malas. Haciendo balance del dinero que habían
encontrado, podía haber sido mucho peor; se había conseguido recuperar la mayor
parte de lo sustraído. Al parecer, el administrador no había tenido tiempo de gastarlo o
trasladarlo.

A ella se le daban bien los números y él tenía más facilidad con el latín, por lo
que avanzaban bastante rápido, y en un par de días habían terminado de corregir las
cuentas. Ya podían dedicarse a anotar los nuevos gastos, y gracias a la especie de
tregua que había entre ellos, el trabajo se resolvía de una manera rápida y eficaz.

Si bien probablemente nunca serían amigos, la situación había mejorado


sobremanera y Álex había descubierto cómo Ralf le dirigía miradas cargadas de
curiosidad con frecuencia, como si la estuviese evaluando. En algunas ocasiones tenía
incluso la sensación de que él deseaba preguntarle algo, pero jamás le dirigía la
palabra para hablar de otras cosas que no fuesen los gastos del castillo.

Las noches se le hacían eternas a la joven. Como era su costumbre se retiraba


temprano pero no se iba a la cama. Podía pasarse horas sentada delante del
pergamino. Al principio se engañaba a sí misma diciéndose que lo hacía para intentar
encontrar la manera de volver a casa. La segunda noche tuvo que reconocer que no
eran esos los pensamientos que ocupaban su mente. Se dedicaba a pensar en Robert.

Le extrañaba.

Se sentía como una imbécil perdiendo el tiempo con esas reflexiones absurdas
que le quitaban el sueño. Soñaba con él, y lo peor de todo es que ni siquiera podía
engañarse a sí misma diciendo que era algo inconsciente, porque también lo hacía
despierta y era más que consciente de ello. Se había dicho una y mil veces que lo que
había sucedido entre ellos no podía volver a suceder. Lo que había comenzado como
un tonteo superficial y sin importancia, se estaba empezando a convertir en algo serio,
al menos para ella. No quería salir lastimada de algo que sin lugar a dudas no tenía
ningún tipo de futuro.

Y sin embargo… aun sabiendo lo que sabía, no podía evitar imaginarse cómo
sería sucumbir a sus encantos y dejarse llevar por los sentimientos. La simple idea le
hacía cerrar los ojos y un escalofrío de placer le recorría la espalda. Sería tan
maravilloso… dejarse besar y besar… dejarse tocar y tocar… dejarse caer… con él.

Hacía tanto tiempo que no se había sentido así… O quizá nunca se había sentido
así. Sus dos historias de amor más importantes habían sido con Brian y con Klaus.
Con Brian había sido demasiado joven y sinceramente no había estado enamorada.
Había sido más una aventura que se había convertido en una relación. Sin mucho
futuro y sin muchas cosas en común. Sin mucho sentimentalismo y sin grandes
dramas habían terminado como amigos.

Con Klaus había sido diferente, ella realmente había creído estar enamorada. Al
principio, Klaus, tan seguro de sí mismo y tan equilibrado le había parecido el chico
ideal, el contrapunto que ella necesitaba. Los dos primeros años habían sido
fantásticos. Quizá porque vivían en ciudades diferentes y solo se veían los fines de
semana. Por aquel entonces ella vivía y trabajaba en Düsseldorf y él en Dortmund. Se
habían conocido un fin de semana que él había estado de visita en Düsseldorf; un
amigo de un amigo los había presentado en una fiesta que organizaba una compañera
de trabajo de Álex. Era verano, hacía calor y la casa tenía un jardín enorme, con
piscina. Recordaba perfectamente el momento en que Klaus, con sus chispeantes ojos
azules y su pelo rubio y despeinado se había plantado ante ella con una cerveza y se la
había ofrecido. El resto era historia.

Mientras la relación había sido a distancia todo había sido perfecto. Los
problemas comenzaron cuando Klaus pidió el traslado en el banco donde trabajaba
para estar más cerca de ella, y se lo concedieron. La convivencia les había mostrado a
ambos lo peor del otro y ninguno de los dos pudo vivir con ello. Álex descubrió que
Klaus no era ni tan seguro ni tan equilibrado y Klaus se dio cuenta de que Álex no era
la chica dulce y entregada de los fines de semana. Era una mujer muy independiente
que valoraba mucho la soledad y no el tener a un hombre a su lado las veinticuatro
horas del día.

Después de otros dos dolorosos años, llenos de discusiones y un intento fallido


de matrimonio, vino la separación, que para los dos resultó ser un alivio.

No volvieron a verse.

Posteriormente, había tenido unas cuantas aventuras más, sin importancia. La


última de ellas con un antiguo compañero de su equipo de natación con el que había
retomado el contacto después de volver a Madrid. Hacía más de seis meses de aquello.
No había sido nada especial. Se habían visto un par de veces y ninguno de los dos
había significado gran cosa para el otro.

Si era sincera consigo misma, ni siquiera por Klaus había sentido lo que sentía
ahora cada vez que pensaba en Robert. Ese absurdo temblor de piernas y el corazón
acelerándosele… El vuelco en el estómago cada vez que él la miraba, el no poder
apartar la vista de él, el que ocupase la mayor parte de sus pensamientos… Si no se
conociese mejor a sí misma, podría comenzar a pensar que se estaba enamorando.

¡Ella, enamorada! ¡La práctica y pragmática Álex enamorada! ¡Era impensable!

Hizo un movimiento negativo con la cabeza un tanto exasperada por sus propios
pensamientos. ¡Menuda estupidez!

Se levantó de la silla bruscamente y se acercó a la ventana. Apartó las pieles y


dejó que los últimos y débiles rayos de sol entrasen en la habitación. Suspiró. El clima
frío y húmedo nunca había sido su preferido y el sol inglés no terminaba de calentar.
Inspeccionó el pequeño trozo de patio que se podía ver desde allí. No había nadie.
Probablemente todos se habían dirigido a la sala para cenar.

Ella no tenía hambre.

Alzó los ojos. A pesar de que todavía no había anochecido, la luna en su fase de
cuarto creciente destacaba contra el cielo. A Álex le encantaba la luna. Solía detenerse
a observarla con frecuencia. Siempre había sentido una afinidad especial por la luna, y
no tanto por las estrellas como les sucedía a otras personas. Las noches de luna llena
eran sus favoritas. Se sentaba frente a la ventana y disfrutaba observando su brillo
plateado.

En unos días, y si el tiempo acompañaba, podría disfrutar de ella en todo su


esplendor. Siempre había soñado con ver una luna gigante, plateada y brillante como
en aquella película de Cher, Hechizo de luna. Recordaba la escena. Una enorme y
brillante luna blanca sobre los tejados de la ciudad… Pura fantasía… La luna de su
época no era así, demasiada polución. Pero en ese mes de julio de mil ciento cincuenta
y cinco probablemente consiguiese ver una luna como la de la película. Dado que no
existía ningún tipo de contaminación ambiental, el cielo, cuando no estaba cubierto de
nubes, se presentaba totalmente límpido y claro, y la luna destacaba de una manera
casi sobrenatural contra él. La luna medieval brillaba con una fuerza increíble y su
color era todavía más plateado si cabe. Estaba deseando que llegase la noche del
dieciséis para poder disfrutarla.

Repentinamente le vino a la mente el pergamino.

Y así, sin más, sin que tuviese mucho sentido, una absurda idea comenzó a tomar
forma en su mente...

¿Cuándo había sido la última vez que había visto la luna llena? No había sido en
esa época. No la había visto desde que había llegado… No… Había sido en Madrid,
en su casa. ¿Había sido la última noche? ¿La noche del pergamino?

Álex comenzó a respirar agitadamente y notó cómo el corazón empezaba a latirle


más deprisa. Se giró bruscamente y clavó la mirada sobre la mesa donde descansaba
el pergamino en su funda de plástico transparente.

¿Sería eso posible? ¿Tendría algo que ver la luna llena?


Hasta ese mismo instante no había pensado en ello. Se había concentrado tanto
en el propio manuscrito, que había ignorado otros factores externos como el de la fase
lunar. Quizá fuese una tontería, pero… ¿y si tenía razón? ¿Podría ser la luna llena la
responsable de su viaje en el tiempo?

Recordaba perfectamente haberse sentado junto a la ventana con la caja que


contenía el pergamino en la mano. Ni siquiera había encendido una lámpara, la luz de
la brillante luna llena le había parecido suficiente…

¡La brillante luna llena!

Álex comenzó a dar paseos por la habitación. ¿Podría ser cierto? ¿La luna llena y
el manuscrito? Solo tenía que esperar unos días para comprobarlo. Un par de días y
podría salir de dudas.

Se detuvo en medio de la habitación y cerró los ojos. Cogió aire por la nariz y lo
expulsó por la boca intentando tranquilizarse. Quizá era una reflexión absurda y
rebuscada, pero una extraña sensación había comenzado a invadirla. Tenía el
presentimiento de que había encontrado la solución al enigma. Hacía tiempo que no se
sentía tan segura de algo como en ese momento.

¡Sabía cómo volver a casa!

Presa de una enorme excitación, comenzó a saltar por la habitación mientras


cantaba una canción de The Cure: Friday I’m in love, que de pronto se le antojó de lo
más apropiado, aunque no era viernes. Una carcajada se escapó de su garganta al
imaginarse la cara de Robert si la viese así, cantando y saltando como una posesa.
¡Qué ganas tenía de que él regresase! Le encantaría compartir su alegría con él.

Inesperadamente y en medio del estribillo se detuvo en seco. Respirando


agitadamente su mirada se perdió en un punto cercano a la puerta. Una sensación
desagradable había comenzado a formarse en la boca de su estómago. Sintió cómo si
una mano helada le agarrase el corazón. ¿Y si Robert no regresaba antes de la próxima
luna llena? ¿Y si no tenía oportunidad de despedirse de él? Se dejó caer sobre el borde
de la cama y sepultó la cara entre las manos.

Se masajeó la frente un par de veces con los dedos. El desánimo que la invadía
no tenía mucho sentido, ¿no? Al menos no después de la euforia que había sentido tan
solo unos segundos antes.
¿Tanto le importaba Robert?, se preguntó hundiendo la cabeza entre los hombros
con un gesto derrotista. Si no regresaba antes de la luna llena ¿se marcharía sin
volverle a ver?

Lentamente se deslizó hacia atrás hasta que sintió el colchón bajo su espalda.
Apoyó el antebrazo derecho sobre la frente y contempló el techo de la estancia. Por un
segundo se sintió totalmente incapaz de pensar en nada que no fuese el rostro de
Robert. Cerró los ojos y vio su sonrisa, sus ojos brillantes observándola fijamente, su
mano rozando su brazo, su gesto adusto cuando estaba preocupado por algo, su ceño
fruncido cuando se enfadaba… ¿De verdad podía marcharse sin despedirse de él?

Un sonido de cascos de caballos en el patio la devolvió a la realidad. Se


incorporó con brusquedad con el corazón encogido.

¡Robert! ¡Había regresado!

De un salto se bajó de la cama y apartó las pieles que cubrían el hueco de la


ventana. Creyó ver movimiento abajo en el patio, dos criados corrían a recibir a los
recién llegados. No pudo ver nada más.

Con el júbilo brillándole en los ojos sacó el plato de bronce del baúl y se observó
el rostro detenidamente. El pelo estaba bien, la cara bien. Se pellizcó las mejillas un
par de veces para darles un toque de color. En cuanto a la ropa no podía hacer mucho,
era similar a la de siempre, calzas verdes, camisa blanca y botas de piel de conejo.
Beatrice, se la había proporcionado después de comprender que no iba a ponerse el
vestido. Era demasiado bonito para usarlo a diario, pensaba Álex, y lo había guardado
en el baúl perfectamente doblado a la espera de una ocasión especial.

Quizá esa fuese la ocasión especial, se dijo, y estuvo tentada de sacar el vestido,
pero cambió de idea al darse cuenta de que no conseguiría ponérselo sola y de la
cantidad de tiempo que iba a necesitar para hacerlo. No, no quería perder más tiempo.
Quería ver a Robert ya. Cuanto antes.

Dejó el falso espejo dentro del baúl y se anudó los puños de la camisa. Se puso
el cinturón ajustándoselo a las caderas. La funda de cuero que pendía de él donde
llevaba tanto el cuchillo como el tenedor que le había fabricado Dunstan, colgaba
sobre su muslo derecho. Se agachó y se ató los cordones de la bota izquierda que se le
habían aflojado. Sí, perfecto. Ya estaba lista.
Con pasos firmes y decididos y el corazón latiéndole a un ritmo superior a lo
normal, abandonó la habitación cerrando la puerta tras de sí. El corredor en penumbra
la recibió y las voces de los reunidos en la sala llegaron hasta ella. Parecía haberse
formado algo de revuelo abajo. «Normal», pensó, «siempre sucede así cuando regresa
el señor del castillo».

Justo antes de asomarse por el recodo del final de corredor, donde comenzaba la
escalera, unas palabras dichas en un tono algo más alto de lo habitual llegaron hasta
sus oídos.

–Exijo ver la orden firmada por el obispo.

La voz de Ralf cargada de tensión retumbó en las paredes de piedra.

Se detuvo confusa. Algo no cuadraba. Nunca había oído hablar a Ralf en ese
tono. Él, que siempre era tan comedido y equilibrado, aparentaba estar a punto de
perder los papeles. Álex frunció el ceño y se detuvo. Pegó la espalda contra el muro y
agudizó el oído intentando captar la respuesta a la pregunta de Ralf.

–Aquí está –se oyó una voz masculina un tanto aguda. El tono era muy tranquilo
y suave.

Por espacio de unos segundos no se oyó nada más. Daba la sensación de que
Ralf estaba leyendo la mencionada orden firmada por el obispo.

–¿Nos creéis ahora? –preguntó finalmente la persona a la que pertenecía la voz


aguda–. Debéis entregarnos a la mujer. Cualquier intento por vuestra parte de ocultarla
o de protegerla será considerado como una traición a la Santa Madre Iglesia y traerá
consecuencias terribles para vuestro señor.

–¿De qué se la acusa? –inquirió Ralf algo más moderadamente.

–No es asunto vuestro. –La respuesta llegó rápidamente y de manera un tanto


brusca, pero como si se hubiese arrepentido de su rudeza, el extraño de voz suave
añadió–: Solo puedo deciros que no hay ninguna acusación formal. Solo pretendemos
interrogarla. Nada más.

Álex sintió cómo se le helaba la sangre en las venas. No estaba muy segura, pero
creía saber que lo que estaba sucediendo allí abajo tenía que ver con ella. ¿Quiénes
eran los que habían venido a buscarla y por qué? Por lo que había podido entender,
eran hombres enviados por el obispo. ¿Qué narices podía querer el obispo de ella? El
obispo de… ¿dónde?... Repentinamente la cara de Osbert Postel convertida en una
máscara de odio, acudió a su mente. ¿No había gritado aquella noche que su primo
era el obispo de Hereford? ¿Y acaso no había jurado vengarse de ella?

Álex sintió cómo se le ponía la carne de gallina. De pronto, imágenes de mujeres


quemadas en la hoguera por brujería acudieron a su cabeza. ¿Ya existía eso? ¿Se
quemaba a las brujas en la hoguera? ¿Había una especie de inquisición? ¿A qué tipo
de interrogatorio iban a someterla?

El corazón le latía tan fuerte que temió que incluso los de abajo pudiesen oírlo.
Había comenzado a respirar de manera tan descontrolada que tuvo miedo de
hiperventilar. Intentó serenarse, pero crueles visiones de mujeres quemadas y de
fuego volvían a acudir a su cabeza impidiéndole pensar con claridad.

¿Qué podía hacer ahora? ¿Huir? Giró la cabeza y se percató de que no tenía
escapatoria. La única salida estaba allí abajo, atravesando la sala que estaba ocupada
por los hombres que habían venido a buscarla. Tragó saliva ruidosamente. ¿Qué
podía hacer? ¿Qué podía hacer…?

Quizá exageraba. Estaba demasiado nerviosa.

Pero por otro lado, sabía de muchas historias de personas condenadas


injustamente por la iglesia. La época medieval no había sido precisamente una época
de claridad y de lógica.

Había leído muchas historias de pruebas a las que sometían a los acusados de
herejía. Había diversas pruebas como la del fuego, en la que se obligaba al acusado a
poner la mano en un brasero o a andar con los pies desnudos por carbones
encendidos. O la prueba del hierro candente, para la que se enrojecían al fuego rejas
de arado y se obligaba al supuesto hereje a andar sobre ellas; o esa en la que se
calentaba una barra de hierro al rojo vivo y se le obligaba a sujetarla durante unos
segundos. También estaba la prueba caldaria, donde el acusado debía meter la mano
en una caldera de agua hirviendo. En todas ellas, si la piel no presentaba quemaduras
al cabo de unos días, el acusado era declarado inocente de todos los cargos. Cosa que
jamás sucedía, claro. ¿Quién narices no presentaba quemaduras después de haber
tenido la mano metida en agua hirviendo o haber andado por encima de unas brasas?

«Aunque si tengo suerte a lo mejor me tiran al río con una piedra atada al cuello.
Si floto soy inocente, si me ahogo, culpable», reflexionó con sarcasmo.

¡Perfectamente lógico y justo!

El ruido de unas pisadas subiendo la escalera la sacó de sus lúgubres


cavilaciones. Más rápido de lo que se había movido en su vida huyó a su habitación.
Allí, se quedó paralizada. Sus ojos se movieron erráticos de una pared a otra, sin saber
muy bien qué podía hacer. No había ningún sitio dónde ir, ningún sitio dónde
esconderse. Con las manos cerradas en puños a la altura de los muslos, se giró
lentamente y esperó, dispuesta a mirar a la cara de la persona que entrase a buscarla.

La pesada puerta se abrió despacio. La suave luz de la vela que había sobre la
mesa iluminó las facciones del visitante.

Era Ralf.

El alivio se reflejó en los ojos de Álex, aunque la extraña expresión, mezcla de


preocupación y angustia, que mostraba el rosto de Ralf, hizo que sus miedos
regresasen.

–No tenemos mucho tiempo –comenzó Ralf entrando en la estancia y cerrando la


puerta–. Me han permitido venir a buscaros, pero tenemos que bajar inmediatamente.
No sé si sabéis lo que está sucediendo, pero…

–Lo he oído –le interrumpió ella. Le temblaba la voz, pero no pensaba sentarse a
lloriquear como una tonta–. Ha sido Postel ¿verdad?

Ralf asintió. Se quedó quieto contemplando a la extraña muchacha cuya


presencia tanto le había desagradado al principio. No es que ahora fuesen amigos,
pero había comenzado a sentir cierto respeto por ella en los últimos días. Nunca había
conocido a una mujer como ella, tan poco dada a los sentimentalismos y tan práctica.
Tenía la mentalidad de un hombre. Quizá por eso había comenzado a dejar de
molestarle su presencia. No era tan astuta y sibilina como lo eran las mujeres
normalmente. La joven parecía ser franca, directa y sincera. Cualidades harto extrañas
en alguien de su sexo.

–¿Qué es lo que va a pasar ahora? –inquirió ella sin apartar los ojos de la cara de
él.

–Os van a conducir ante el obispo de Hereford. Por lo visto quiere interrogaros.
El hombre que ha enviado a buscaros es el canciller de la diócesis, Jocelyn Giscard. –
Hizo una pausa sin saber muy bien si debía continuar o no. Viendo la entereza que
estaba demostrando la muchacha con su actitud se decidió por decirle la verdad–. No
es habitual que el canciller en persona venga a buscar a alguien para que sea
interrogado, por lo que el motivo debe ser grave.

Álex tragó saliva.

–¿Sabéis qué es lo que van a hacer conmigo?

Ralf negó con la cabeza. No quería sembrar el miedo en ella, pero el asunto no
pintaba bien. En el concilio de Reims, hacía unos años, el Papa Eugenio III había sido
bastante estricto y la iglesia había comenzado a tomarse muy en serio las
persecuciones a los herejes. Él mismo había visto cómo un hombre había sido
condenado por herejía a la prueba de fuego. Le habían obligado a andar sobre una
hoguera. Había fallecido unos días después a consecuencia de las quemaduras.

–No deseo que Robert se vea envuelto… –comenzó la muchacha.

–No os preocupéis por Robert –la interrumpió él con un gesto impaciente–. Él


sabe cuidar de sí mismo. Enviaré un mensajero en su búsqueda para informarle de lo
que está sucediendo. No creo que le guste lo que ha pasado. –La miró fijamente con
los oscuros ojos nublados por algo parecido a la preocupación–. Tened por seguro de
que las cosas no van a quedar así. Si en algo le conozco, en cuanto sepa lo que ha
sucedido, regresará.

Aunque Álex no deseaba convertirse en una carga para Robert, las palabras de
Ralf la tranquilizaron. El saber que había alguien que se preocupaba por ella, por la
razón que fuese, consiguió que las manos dejasen de temblarle y que el ritmo de su
corazón descendiese.

–Tenemos que bajar –decía Ralf en ese momento–. No tardarán en subir a


registrar vuestras cosas.

Al oír esa frase las piernas de Álex cedieron bajo su peso y tuvo que agarrarse al
borde de la cama para no caer al suelo. Ralf dio un paso hacia ella, dispuesto a
sostenerla, pero la joven le hizo detenerse con un gesto de la mano. Con el corazón
encogido y un nudo en el estómago le miró.
¡Joder! ¡Joder! ¡Joder!

¡El pergamino! ¡El móvil! ¿Qué sucedería si encontraban esas cosas? Un miedo
atroz se reflejó en sus ojos castaños.

–¿Qué os sucede? –inquirió él con el ceño fruncido. La joven estaba tan pálida
que por un segundo temió que fuese a desmayarse.

Álex no tuvo tiempo de contestar. En ese preciso instante la puerta de la


habitación se abrió con violencia. En el umbral aparecieron dos hombres ataviados
con cotas de malla, los típicos cascos normandos con protectores de nariz y
sobrevestes rojas. Ambos habían apoyado las manos sobre las empuñaduras de sus
espadas con gesto amenazante. El más fornido de ellos clavó la mirada sobre la joven
y entró en la habitación con paso firme.

–Tenemos órdenes de escoltarla hasta la sala. –Su dentadura imperfecta quedó al


descubierto cuando escupió esas palabras en un tono realmente ofensivo. También sus
ojos claros lo eran cuando recorrieron la figura de la muchacha de arriba abajo.

Ralf arqueó las cejas sin dejarse impresionar lo más mínimo por la actitud del
soldado. Ignorando a los dos hombres, se acercó a la joven, que se había quedado sin
habla y la tomó por el brazo. Álex le dirigió una mirada suplicante.

–¡Apresuraos! –ladró el soldado que había entrado en la habitación–. No


tenemos todo el día. –Y mientras decía esto se acercó a la joven e intentó tomarla por
el brazo que tenía libre.

Ralf giró la cabeza y le miró fijamente sin disimular su desprecio. El soldado,


después de unos instantes, se dio cuenta de que solo podía salir perdiendo ante la
frialdad de aquel hombre. Dejó caer la mano con la que había intentado agarrar a Álex
y gruñó algo parecido a que debían darse prisa. Siguió mirando a la joven de manera
ofensiva, pero no intentó acercarse de nuevo.

Álex, desesperada, sin pensarlo demasiado se aferró al cuello de Ralf,


sorprendiéndolos a ambos. Él estaba a punto de apartarla con incomodidad cuando se
dio cuenta de que ella le murmuraba unas palabras al oído con gran rapidez.

–En el baúl hay un manuscrito, unas cuartillas escritas por mí y un objeto negro
y brillante con forma de caja plana. Cogedlos y entregádselos a Robert. No dejéis que
nadie los encuentre. ¡Por favor!

Había pronunciado las palabras tan deprisa que Ralf todavía no había tenido
tiempo de reaccionar cuando ella ya le había soltado y se giraba para ir al encuentro de
los dos soldados. Para cualquier espectador, la escena se había asemejado a una tierna
despedida. La joven se había abrazado al caballero y le había besado en la mejilla
despidiéndose emotivamente. Incluso se había podido oír el suspiro lastimero que
había escapado de los labios de ella mientras le besaba.

Álex respiró un par de veces profundamente antes de dirigirse al soldado que tan
rudamente se había dirigido a ella. Se paró ante él y le miró fijamente. Era más alto
que ella, pero sin dejarse intimidar por la diferencia de estatura, irguió los hombros y
alzó la barbilla. Y esperó.

Si la actitud de la joven sorprendió al soldado, no dio muestras de ello.


Mascullando unas palabras malhumoradas y sin volver a mirar a Ralf, que todavía no
se había repuesto de la sorpresa, tomó a la joven del brazo y se encaminó con ella
fuera de los aposentos. El otro soldado, que hasta ese momento no se había movido
de su puesto junto a la puerta, los siguió.

Saliendo de su estupor, Ralf dio un paso al frente, dispuesto a seguir a la joven y


a su escolta, pero justo en ese instante ella giró la cabeza y le miró. Todo el aplomo y
la entereza que mostraba ante los soldados que la guiaban desapareció cuando sus
implorantes ojos se dirigieron primero al baúl y después a él. La desesperación teñía
sus facciones. Sus labios formaron las palabras Por favor, sin que de su boca saliese
sonido alguno. El brillo húmedo de sus enormes ojos castaños fue lo que más
conmovió a Ralf.

Después no hubo tiempo de nada más. Álex volvió a mirar al frente y se dejó
guiar por los soldados.

Ralf se quedó solo en la habitación.


Capítulo Veintiuno

Hacía dos días ya que Wigmore Castle había caído. Hugh de Mortimer y sus
hombres se habían rendido finalmente. Atrás quedaban los dos meses de asedio a las
tres propiedades del barón. Wigmore había salido bien parado en comparación con
Cleobury que había sido totalmente destruido durante el asedio. Henry se encontraba
en Bridgnorth Castle, a unas treinta millas de allí, detrás de cuyas murallas el barón
había resistido los feroces ataques del rey y sus hombres. Era allí donde había tenido
lugar el consejo en el que Henry había decidido despojar a Mortimer de Bridgnorth
Castle, que había vuelto a recaer sobre la Corona. A cambio de su juramento de
lealtad, el barón había recuperado Wigmore Castle.

Roger Fitzmiles de Gloucester, conde de Hereford había encomendado a Robert


el quedarse en Wigmore y encargarse de los interrogatorios a los rebeldes, mientras él
partía al encuentro del rey. La mayor parte de los traidores iban a perder sus tierras y
sus privilegios por haberse unido a Hugh de Mortimer, pero debían estar agradecidos
con su suerte. Normalmente, los reyes no solían ser tan benévolos ante la sublevación
que se consideraba una traición.

Robert estaba hastiado. Él era un hombre de acción y la inactividad prolongada


que había supuesto primero el asedio y posteriormente las interminables horas de
interrogatorios inútiles a hombres cuya culpa estaba más que demostrada y cuyas
penas ya estaban decididas, le frustraba. Con frecuencia su mente se evadía y sus
pensamientos se centraban en la enigmática mujer que le había hechizado. Sobre todo
por las noches, cuando se tumbaba sobre el duro jergón militar de su tienda de
campaña, no podía evitar que su imaginación desenfrenada conjurase mil imágenes de
la joven.

Al principio se había intentado convencer de que lo que sentía era una simple
atracción sexual hacia ella, nada más. Pero según iban transcurriendo los días y no era
capaz de sacársela de la cabeza, había comenzado a pensar que quizá se tratase de algo
más. Algo más profundo.

Nunca había estado enamorado. Ni lo estuvo de su mujer, cuyo matrimonio de


conveniencia había sido arreglado por su padre, ni de ninguna otra. No había tenido
tiempo, se había dicho siempre. Los hombres que perdían la cabeza por unas faldas
siempre le habían parecido hombres estúpidos. Y ahora, él mismo pertenecía a ese
grupo.

Gracias a Dios, después de más de dos días de fútiles interrogatorios, la tortura


había llegado a su fin. Estaba previsto que él y sus hombres regresasen a casa a la
mañana siguiente y había de reconocer que tenía muchas ganas de volver. Deseaba
pasar algo de tiempo con su hijo antes de que Henry volviese a reclamarle para una
nueva campaña. Después de la anarquía vivida en los últimos años en el país, el
restaurar la paz estaba costando más de lo que el propio rey había pensado.

A sus pies, justo delante de su jergón, tumbado sobre una manta en el suelo, su
escudero roncaba suavemente. Durante unos instantes deseó ser como el joven John y
poder dormir con tanta facilidad en cualquier sitio y a cualquier hora. A él cada vez le
costaba más conciliar el sueño. No sabía si era por la edad, o por culpa de Álex que
había tomado posesión de su mente. Robert clavó la mirada en el techo de la tienda y
suspiró. Si era sincero consigo mismo, no solo quería volver a casa para ver a su hijo,
no… No era su hijo el que le mantenía despierto la mayor parte de las noches y le
rondaba por la cabeza también por el día… No, no era su hijo.

¡Maldición! Se removió inquieto en el incómodo catre y cerró los ojos con


fuerza, intentando ahuyentar la imagen que su mente conjuraba nuevamente.

Imposible.

Voces masculinas justo delante de su tienda llegaron hasta sus oídos. Aunque no
hablaban demasiado alto, Robert reconoció perfectamente la voz de su tío William
entre ellas. Era extraño, William se había retirado a su propia tienda mucho antes que
él. ¿Qué estaría haciendo ahí fuera?

Intrigado, se incorporó. Sigilosamente, para no despertar a John, buscó sus


botas. Junto con la sobreveste y por supuesto la cota de mallas era lo único que se
había quitado antes de echarse en el jergón. Dormía con las calzas, la camisa, y la
espada a mano, como todo buen soldado.
Todavía no había tenido tiempo de ponerse la primera bota, cuando las voces
subieron de tono, y la tela que servía como puerta de la tienda fue echada a un lado.
El contorno de William se dibujó en el umbral antes de adentrarse en la tienda. Tras él,
otro hombre accedió también al interior.

–¿Qué sucede? –inquirió extrañado. No era normal que su tío irrumpiese de


aquella manera en medio de la noche. La oscuridad no le permitía reconocer a quién
le acompañaba.

–Alfred trae un mensaje de Black Hole Tower. Ha ocurrido algo. –Las palabras
de su tío, pronunciadas en un tono grave y profundo hicieron que se tensase.
Bruscamente se puso la otra bota y se acercó a la oscura figura que permanecía al lado
de William.

Debido al revuelo, John se había despertado. Consciente de la situación,


procedió a encender un par de velas que había sobre la mesa junto al jergón de su
señor. Una pálida y suave luz bañó el interior de la tienda, mostrando el rostro de un
Alfred, que parecía extenuado. Tenía la frente perlada de sudor y respiraba
dificultosamente. Robert no perdió el tiempo.

–¿Qué ha sucedido? –preguntó.

–Se han llevado a la joven. A Álex –masculló Alfred con una mueca de disgusto.

–¿Qué estás diciendo? ¿Quién? –ladró Robert. Estuvo a punto de coger a Alfred
por la camisa y zarandearle. ¿Qué demonios estaba diciendo?

–Hombres del obispo de Hereford. Ralf me ha enviado a buscaros. Hace solo


unas horas que se la han llevado. Dicen que para interrogarla.

Robert sintió cómo la sangre se le helaba en las venas y el estómago se le


encogía. ¿Hombres del obispo? ¿Qué podía querer el obispo de Hereford de Álex?
¡Eso había sido obra de Postel! ¡Ese cerdo había utilizado a su familia para vengarse
de él y de Álex!

Soltó una maldición mientras se golpeaba el muslo con el puño cerrado. ¡Tenía
que haberlo imaginado! Postel era un cobarde. ¡Maldito canalla!

Sin prestar atención a Alfred o a su tío, que habían estado esperando órdenes
suyas, cogió su cinturón y se lo ciñó a la cintura con movimientos enérgicos. Tenía el
ceño fruncido y se mostaba profundamente concentrado.

–John, prepara mi caballo –ordenó sin mirar al muchacho, que salió disparado
de la tienda.

–¿Qué vas a hacer, Robert? –preguntó su tío.

Robert le miró por primera vez desde que había entrado a la tienda. Solo llevaba
calzas y camisa, al igual que él mismo hasta hacía unos segundos. Probablemente
había estado durmiendo cuando llegó Alfred. Sus brillantes ojos azules le observaban
con preocupación.

–Me voy a Black Hole Tower –repuso–. Encárgate tú de todo. Podéis partir
mañana como estaba previsto. Y tú Alfred, quédate también y descansa –añadió
mirando al hombre que probablemente había destrozado su montura por llegar cuanto
antes a buscarle.

William no hizo comentario alguno, solo asintió. Si en algo conocía a su sobrino,


sabía por la expresión de su cara, que ya había tomado una decisión. Cualquier intento
por su parte de hacerle cambiar de parecer, chocaría contra un muro infranqueable.
Apretando los puños se apresuró en seguirle. Abandonaba la tienda con grandes
zancadas.

John estaba terminando de ensillar al enorme caballo. El semental piafaba


nervioso y golpeaba el suelo de tierra con los cascos. El pobre escudero tenía que
esforzarse para poder ajustar las cinchas.

Robert, al igual que su caballo, golpeaba impaciente el suelo con el pie. Se puso
los guantes de cuero y examinó lo que quedaba del campamento. Apenas quedaban
tiendas ya. La mayoría de los caballeros habían regresado a sus hogares o habían
partido con destino a Bridgnorth, siguiendo al rey. Solo él y un par de señores y sus
vasallos se habían quedado. Grandes extensiones de hierba aplastada, apenas
alumbradas por un par de hogueras, daban fe de que hasta solo hacía un par de días
una gran cantidad de tiendas y otros objetos pesados habían descansado allí.

El relinchar de su caballo le hizo levantar la cabeza bruscamente. John había


terminado de ensillarle y le acercaba las riendas. Robert no perdió el tiempo.
Ágilmente subió el pie en el estribo y se alzó sobre su montura. No solía montar sin
cota de mallas o armadura y la diferencia de peso confundió al semental, que
corcoveó algo inquieto. Sin dejarse intimidar por el nerviosismo de su caballo clavó
las rodillas sobre los flancos y sin más despedida que una breve inclinación de cabeza,
partió a toda velocidad dejando a los dos hombres tras él, que le siguieron con la
mirada hasta que la oscuridad de la noche se lo tragó.

Nunca antes había espoleado así a su caballo. Los vigorosos músculos de su


semental se expandían y contraían a un ritmo muy superior al que estaba
acostumbrado. Robert lo sintió por su montura, pero no podía demorarse ni un
instante en llegar a casa.

La oscuridad era casi completa. La luna creciente apenas conseguía iluminar un


par de pasos por delante del hocico de su caballo, aunque Robert se sentía afortunado
de que las nubes que habían llenado el cielo durante todo el día hubiesen
desaparecido y la luna hubiese hecho acto de presencia. Al menos de esa manera
podía orientarse y seguir la dirección correcta.

A pesar de que había un camino que llevaba a Hereford, había decidido tomarlo
más adelante y acortar por un atajo, atravesando campos y zonas boscosas. Era algo
más incómodo, pero mucho más rápido. Las sombras de árboles y arbustos pasaban
raudas ante él e incluso en un par de ocasiones tuvo que inclinarse sobre el cuello del
caballo para evitar que algunas ramas bajas le golpeasen.

Mientras galopaba de esa manera suicida, se preguntaba una y mil veces dónde
habrían llevado a la joven y qué estaría pasando con ella en esos instantes. No se
había tomado muy en serio la amenaza de Postel y ahora se arrepentía de su
arrogancia. Se había creído a salvo de cualquier represalia y la que iba a pagar ahora
por su estupidez, era Álex. Debería haberlo previsto y haber tomado medidas.
¡Maldición!

No debería haber sido tan benévolo con Postel. Debería haberle entregado a la
justicia. Había tenido en sus manos pruebas más que suficientes en su contra, desde
luego. Las dobles cuentas habrían bastado para que hubiese sido juzgado por ladrón y
traidor. Debería habérselo comunicado al conde de Hereford. Y más, conociendo su
parentesco con el obispo. Debería haber actuado de otra manera. Sí, debería…

Un gruñido se le escapó de la garganta. De nada servía lamentarse por lo que


debería haber hecho. Lo hecho, hecho estaba. Ahora lo que tenía que hacer era
ocuparse de que a Álex no le sucediese nada y de que volviese sana y salva a Black
Hole Tower, y aunque fuese lo último que hiciese en su vida, estaba dispuesto a
conseguirlo.

Con una expresión furiosa dibujada sobre el rostro, azuzó al caballo a ir más
deprisa, aun a sabiendas de que era imposible. Todavía no habían recorrido ni la
mitad del camino y el frenético ritmo que llevaban ya había comenzado a pasar factura
al pobre animal, que de vez en cuando agitaba la cabeza con nerviosismo, si bien
todavía no había comenzado a mostrar signos de fatiga. El hecho de tener que ir
zigzagueando entre los árboles tampoco contribuía a calmar los nervios del caballo, ni
tampoco los de él, pero de esa manera se había ahorrado casi una hora de marcha.

¿De qué iban a acusar a Álex? Esa pregunta le rondaba por la cabeza desde hacía
un buen rato. Esperaba estar equivocado, pero una sospecha había comenzado a
tomar forma en su mente. Si tenía razón, le iba a resultar difícil liberarla.

Maldijo en silencio. Acudiría al rey. Henry le estaba muy agradecido por todos
los años que había servido con él y se sentía en deuda por no haberle podido otorgar
un feudo más importante que Black Hole Tower. Robert se sentía satisfecho con esa
propiedad, que era más que suficiente para él y para su hijo, pero sabía que Henry,
con su carácter ambicioso, no compartía su opinión. Siempre le recordaba lo mucho
que le hubiese gustado concederle otro feudo con más tierras productivas. Pues bien,
si era necesario Robert pensaba utilizar esa deuda que Henry tenía con él para liberar a
la joven. Aunque esperaba que no fuese necesario; los favores que otorgaba el rey,
solía cobrárselos después.

¿Solo querían interrogarla, o ya tenían un veredicto preparado? ¿La iban a acusar


de hereje? Si era así, que era lo que él sospechaba, esperaba llegar a tiempo. No iba a
permitir que la muchacha pasase por una de esas horribles farsas que la iglesia
llamaba pruebas de fe, que últimamente eran tan populares. Todas ellas solían
terminar con la muerte de los pobres infelices que eran acusados de herejía. La última
vez que había estado presente en una de esas prácticas había sido en Winchester, hacía
un par de años, cuando estuvo allí con Henry durante la firma del tratado de
Wallingford, en el que Stephen reconocía a Henry como su sucesor.

Todavía se estremecía cuando recordaba los gritos de la pobre mujer, no mucho


mayor que él mismo, cuando la habían obligado a introducir el brazo en una tinaja
llena de agua hirviendo. La escena había sido francamente horrible, y hasta él, un
soldado avezado y curtido, había sentido nauseas al ver el brazo de la supuesta hereje,
cuando lo sacó del agua. Se había tornado de un color rojo oscuro y en algunos
lugares la piel ya había formado ampollas enormes e incluso sanguinolentas. La mujer
se había desmayado por el dolor y habían tenido que llevársela de allí en brazos.

No supo lo que había sido de ella, probablemente las quemaduras habrían


empeorado y habría perdido el brazo o quizá la vida, como era lo usual. No deseaba
que algo así le sucediese a Álex. No si él podía evitarlo. A Álex no, repitió una y otra
vez en su cabeza como una letanía.

–¡Dios mío, no permitas que le suceda nada! –murmuró.

Al oír su propia voz sobre los cascos del caballo reparó en que no había sido un
murmullo lo que había salido de sus labios, había sido un grito. Un estertor de
desesperación surgió de su garganta y gruñendo furiosamente volvió a concentrarse
en el camino. Ya habían abandonado el atajo y alcanzado el camino, y el caballo lo
tenía mucho más fácil sin tener que ir esquivando ramas y arbustos a su paso. Los
signos de cansancio que mostraba eran más que evidentes, pero Robert no tuvo
piedad. Ya descansaría cuando llegase a Black Hole Tower. No quedaba mucho para
eso, a lo sumo unas cuantas millas más.

El resto del camino evitó pensar en Álex. Solo imaginar que algo malo podía
llegar a sucederle le llenaba de rabia y le hacía desear matar a alguien con sus propias
manos. Su duro entrenamiento militar le ayudó a dejar la mente en blanco y
concentrarse única y exclusivamente en la cabalgada.

Sus ojos, aun a pesar de la oscuridad reinante, pronto reconocieron la zona que
estaba atravesando, era el bosquecillo que rodeaba el lago en el que Álex había
salvado a su hijo de una muerte segura. Sabía que desde el próximo recodo ya podría
ver Black Hole Tower, y en verdad así fue.

La negra silueta del castillo se erguía en el horizonte, destacando solo ligeramente


por encima del cielo oscuro. Los pálidos rayos de luna la iluminaban suavemente
confiriéndole un aspecto algo fantasmagórico. Según se iba acercando, se dio cuenta
de que el aspecto del castillo no era el usual de una noche cualquiera. Demasiadas
luces brillaban por todas partes, tanto en las torres delanteras y como en la puerta
principal, como si Ralf hubiese estado al tanto de su llegada y lo hubiese preparado
todo para recibirle.

Salvó la última media milla en lo que le pareció una eternidad, pero que no
debieron ser más que unos pocos segundos. El puente levadizo estaba abierto y el
rastrillo levantado. Creyó distinguir las figuras de un par de hombres portando
antorchas justo delante de la barbacana, lo que le confirmó que Ralf le había estado
esperando.

Detuvo su montura con violencia en el centro del patio de armas, apenas


consciente de la febril actividad que reinaba allí a esas horas de la noche. Unas manos
cogieron las riendas de su destrozado caballo, que echaba espuma por la boca y tenía
el cuerpo empapado en sudor. Robert ni siquiera se percató de que alguien se ocupaba
de su montura. Respirando agitadamente recorrió con la mirada el iluminado y
concurrido patio. La puerta que daba acceso a la sala se abrió, y la silueta de su
segundo se recortó contra el umbral.

–Te esperábamos en un par de horas –se oyó la voz de Ralf mientras bajaba las
escaleras y se acercaba a su agotado amigo. Su rostro parecía haber envejecido un par
de años desde la última vez que Robert le había visto. Profundas arrugas de
preocupación surcaban su frente. Tenía las mejillas hundidas, y sus ojos oscuros se
mostraban apagados.

–Me he apresurado en llegar –repuso.

Sin apenas detenerse para saludarle, se encaminó a la sala con grandes zancadas,
sabiendo que su amigo iba tras él. Las antorchas de los muros iluminaban cada rincón
del lugar, y las mesas y los bancos estaban dispuestos como si la cena fuese a ser
servida en ese preciso instante y en realidad no fuese pasada la medianoche. Robert
apenas reparó en ello. Se dirigió a su silla y se sentó. Como por arte de magia, un par
de segundos después, dos criadas aparecieron portando bandejas con comida, una
botella de vino y dos copas. Ignoró la comida, cogió la botella y se sirvió una
generosa porción de vino. Estaba ansioso por escuchar lo que Ralf tuviese que
contarle sobre lo sucedido.

Ralf, que había procedido a sentarse a su lado y también se había servido una
copa de vino, le miró fijamente.

–Fue Postel –dijo finalmente, después de haber bebido un trago.

–Lo suponía –contestó Robert mirando el contenido de su copa con mucha


intensidad. ¡Maldito cerdo! ¡El muy desgraciado quería vengarse!

Ralf procedió a relatarle cómo habían ocurrido los hechos. Al mencionar que el
propio canciller de la diócesis, Jocelyn Giscard, había acudido en persona para apresar
a Álex, el semblante de Robert se oscureció más aún si cabe. El asunto era muy serio,
y el que Gilbert Foliot, obispo de Hereford hubiese enviado al mismísimo canciller
para ocuparse de ello, lo demostaba. Si la cosa era tal como él pensaba, iba a tener que
acudir al rey como había sospechado.

Ralf no se abstuvo de contarle nada. Le informó de cómo se habían llevado a la


joven fuertemente custodiada por soldados, que no habían permitido que se llevase ni
una sola de sus pertenencias. Habían traído un carro de madera completamente
cerrado, como los que usaban para el transporte de ciertos prisioneros. Al oír esto,
Robert apretó los labios con fuerza. No podía ni imaginarse la angustia por la que
tenía que estar pasando la muchacha. Esperaba liberarla antes de que tuviese que pasar
por ningún tipo de prueba absurda. Sabía que podía conseguirlo. Si Postel tenía
contactos, él también los tenía y pensaba utilizarlos.

–¿Sabe mi hijo lo que ha sucedido? –preguntó cambiando de tema.

–No, está durmiendo. Beatrice está con él. Dado el cariño que siente por ella,
pensé que quizá sería mejor que se lo dijeses tú –repuso Ralf con semblante serio.

Robert asintió ligeramente. Como él mismo había podido comprobar los dos días
que había pasado allí hacía una semana, Jamie estaba muy unido a Álex y cuando se
enterase de que ella no estaba, no quería ni pensar en su reacción. ¡Dios!

–¿Dijeron de qué la acusaban? –inquirió llevándose la mano a la frente y


frotándosela distraídamente.

–No, solo que el obispo deseaba interrogarla. Nada más. Y traían una orden
firmada por monseñor Foliot.

Robert asintió despacio, procesando toda la información. Debía ser muy


cuidadoso a partir de ese momento y actuar fríamente y con mucha cabeza. Aunque
estaba muy preocupado por ella y sentía unas ganas terribles de verla, tomarla entre
sus brazos e intentar tranquilizarla, sabía que el acudir como un loco tras ella, no era
lo más acertado. Lo mejor sería acudir a primera hora de la mañana y solicitar
audiencia con el obispo. Debía convertir el asunto en algo oficial y no en el intento
desesperado de liberación de un hombre enamorado.

¡Enamorado!
Unos segundos antes de que esa palabra se hubiese materializado en su mente ya
se había dado cuenta de que era la realidad más absoluta. ¡Estaba profunda y
completamente enamorado de esa joven terca y esquiva! Una expresión de
incredulidad se mostró en su cara… ¡Era imposible! Apenas se conocían… Pero sabía
que por más que intentase convencerse a sí mismo de que aquello no era cierto, no iba
a tener ningún éxito…

¡Enamorado!

–Me dio algo para ti. –Las palabras de Ralf le sacaron de sus cavilaciones–.
Bueno, no me lo dio exactamente. Me dijo que lo cogiese para que ellos no pudiesen
encontrarlo, y que te lo diese a ti cuando llegases.

Robert giró la cabeza y le miró con una mezcla de curiosidad y preocupación.


Hasta ese momento no se había dado cuenta de que Ralf llevaba una especie de
paquete en la mano. Fue en el instante en el que su amigo lo mencionó, cuando
Robert reparó en el pequeño bulto envuelto en un paño. Ralf lo había depositado
encima de la mesa. Lentamente lo empujó con la mano hasta que el objeto se encontró
justo delante de Robert.

El señor de Black Hole Tower dudó un instante antes de acercar la mano y


desenvolver el paño de color blanco y dejar su contenido al descubierto. Dentro, una
especie de objeto negro brillante y plano con un par de orificios diminutos en uno de
los laterales más alargados y una ligera protuberancia en el lateral más estrecho,
apareció ante su vista. Era extremadamente suave al tacto, como un canto rodado, y
no debía pesar más de cuatro o cinco onzas. Robert frunció el ceño intrigado. No tenía
ni idea de lo que era aquello, jamás había visto nada igual. Cuidadosamente lo
depositó sobre la mesa y contempló los otros objetos que se hallaban dentro del
paquete. Unas cuantas cuartas escritas por ambos lados con letra de Álex, en una
lengua que no consiguió identificar. Las apartó. Debajo de ellas, había un manuscrito
firmado por el propio Henry, y aunque estaba muy desgastado, se podía apreciar
fácilmente que el remitente de la misiva era su propio señor, el conde de Hereford.

¿Cómo narices se encontraba aquel manuscrito en manos de Álex? ¿Dónde lo


había conseguido?

Alzó la cabeza un segundo y sus ojos se cruzaron con los de Ralf, que parecía
estar pensando lo mismo que él.
El pergamino brillaba de una forma poco natural y Robert acercó la mano y la
pasó por encima. Era extraño. Ningún pergamino que él hubiese tocado nunca se
había sentido de aquella manera tan suave y resbaladiza. El papel de pergamino y en
concreto el de vitela, que era el que utilizaba Henry para sus escritos, era rugoso y
desigual. Extrañado lo cogió. Lo giró entre sus manos y se dio cuenta que la parte
posterior era igual de suave y brillante. Uno de los laterales del manuscrito tenía una
abertura, y Robert pasó el pulgar por ella. Sus ojos se abrieron sorprendidos al notar
que lo que él había estado tocando no era el pergamino, si no que este se encontraba
en el interior de una especie de funda transparente extremadamente delgada. Frunció
el ceño perplejo.

Sin poder apartar la vista de tan extraño material, intentó concentrarse sobre las
palabras. Su latín no era precisamente bueno y sus ojos interrogantes se posaron sobre
el rostro de Ralf, que pareció comprender su silenciosa pregunta.

–Es la petición de Henry al conde de Hereford para que acuda al asedio de


Wigmore. Está fechada el dos de mayo, aunque por su aspecto yo diría que aparenta
ser mucho más antigua –respondió Ralf con la mirada clavada sobre el manuscrito.
Una enigmática expresión se reflejaba en su cara. Daba la sensación de que había
pensado mucho en ello y no había conseguido llegar a ninguna conclusión.

Robert contempló los objetos con los ojos entrecerrados, como si alguno de ellos
fuese a proporcionarle alguna pista sobre el pasado de la muchacha, pero lo cierto era
que si antes había pensado que Álex era una persona misteriosa a la que apenas
conocía, ahora sabía que no la conocía en absoluto. Los orígenes y los motivos de la
joven cada vez eran más oscuros. Tenía que conseguir liberarla y desentrañar el
misterio que la envolvía. Tenía que hacerlo.

Lentamente, depositó las cuartas, el manuscrito y el extraño y brillante objeto


negro dentro del paño y los tapó. Dejó descansar la mano sobre ellos y cerró los ojos
un instante. Tanto Ralf como los criados que se encontraban en la sala y que le
contemplaban con curiosidad dejaron de existir para él. La imagen de Álex acudió a
su cerebro.

Solo sabía una cosa, que ella había confiado en él al entregarle esas pertenencias
a Ralf, y que él estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por ella.

Suficiente.
Capítulo Veintidós

Álex se despertó sobresaltada. Por unos instantes, su mente no asimiló dónde se


encontraba y creyó que estaba en casa, en Madrid. Alargó la mano buscando la mesilla
de noche para apagar el despertador. Cuando su mano vaciló en el aire tocando
simplemente el vacío, abrió los ojos lentamente. El techo de piedra de la que era su
prisión se materializó ante su vista.

«Día siete», pensó. «Otro día más en este infierno».

Llevaba ya seis días en aquella cárcel, calabozo, prisión o como quisiese


llamarse. Seis días y siete noches. Seis días de pasar hambre y siete noches de pasar
frío.

Solo le llevaban dos comidas al día, ambas consistentes en un plato de gachas de


avena, un trozo de pan y un pichel de ale caliente. El primer día de su cautiverio y
debido al hambre feroz que sentía, había devorado el plato de gachas casi en su
totalidad, antes de reparar en los pequeños gusanos que se retorcían en los restos de
comida. Una serie de violentas arcadas habían sacudido su cuerpo y sin poder evitarlo
había vomitado todo el contenido de su estómago en un rincón de su nueva
habitación. No había vuelto a probar las gachas. El pan se había convertido en su
única fuente de alimento y la amarga cerveza de desagradable sabor era lo único que
la salvaba de no morir de deshidratación.

Un temblor sacudió su cuerpo y sintió cómo le castañeteaban los dientes. Se


abrazó a sí misma fuertemente intentando entrar en calor, mientras se frotaba los
brazos, a pesar de saber que cualquier esfuerzo era inútil. La fina manta que le habían
proporcionado no conseguía ahuyentar ni el frío ni la humedad que se colaban por las
grietas de los muros de su prisión.

Todas las mañanas amanecía así, completamente aterida de frío y con los
músculos del cuerpo contraídos debido a la postura en la que dormía, completamente
encogida, para no desperdiciar el poco calor que le proporcionaba la raída manta. Y
aunque era reacia a abandonar el incómodo jergón, sabía que debía hacerlo cuanto
antes y ponerse en movimiento para entrar en calor. Además, el criado que le llevaba
las comidas, un hombre hosco y desagradable, no tardaría en traerle el ansiado trozo
de pan de todas las mañanas y su estómago ya protestaba por la impaciencia.

Juntó las manos y se sopló aire caliente en ellas. Después, sin remolonear
demasiado, se levantó y con cuidado fue estirando las extremidades y las diferentes
partes de su cuerpo hasta que poco a poco comenzó a sentirse algo mejor.

Recorrió la prisión con la vista como tantas veces había hecho ya. Era una
especie de cubículo –a falta de un nombre mejor– con paredes de piedra de unos tres
metros de ancho por tres metros de largo, que solo disponía de una estrecha y
pequeña ventana muy por encima de su cabeza. Aunque no podía ver el exterior por
ella –lo había intentado el primer día, subiéndose encima de la mesa, sin éxito–, por lo
menos sabía cuándo era de día y cuándo de noche. Los únicos muebles que había, si
es que se podían llamar así, eran un jergón con un incómodo colchón relleno de paja,
una mesa de tres patas y un cubo para que pudiese hacer sus necesidades. Nada más.

Desde que había llegado no le habían traído ni una sola gota de agua para
lavarse, por lo que su aspecto era todo un poema, sucio y desaliñado. Olía a sudor y a
sabía Dios qué más. Su pelo estaba sucio y enredado, y tenía un mal sabor de boca
permanente. La única deferencia que tenían con su persona era retirar el cubo de
excrementos una vez al día y volverlo a traer una vez vaciado.

Debido a la falta de alimento había perdido un par de kilos, y las calzas y la


camisa, ya grandes de por sí, le colgaban del cuerpo de manera ridícula y grotesca.
Tampoco es que eso le preocupase demasiado, si se tenía en cuenta lo poco animada
que era su vida social esos días, pensaba con su característico humor negro. En los
seis días que llevaba allí no había pronunciado una sola palabra, exceptuando las que
hablaba consigo misma. Sus intentos de hablar con su carcelero o criado habían caído
en saco roto; solo había recibido un mohín de advertencia por respuesta.

Lo más desesperante era no saber dónde se encontraba. El carro en el que había


sido transportada había sido un carro cerrado, sin ventanas. Solo sabía que el trayecto
no había sido excesivamente largo. Cuando había bajado de su transporte, la luz de las
antorchas que portaban los hombres que la habían conducido hasta allí, la había
cegado por completo, por lo que no sabía si estaba en una ciudad, en un castillo en
medio del campo o en algún otro lugar. La verdad era, que todo lo acaecido aquella
noche estaba poco definido en su cabeza. Había sentido tal preocupación por poner a
salvo su pergamino y su móvil que todo lo demás se le desdibujaba en la cabeza.

¡Ojalá Ralf hubiese escondido sus pertenencias!

Aunque sabía que no era precisamente santo de la devoción de Ralf Ferrieres,


esperaba que la precaria tregua que habían establecido los últimos días de su estancia
en Black Hole Tower, hubiese servido para que él siguiese sus instrucciones y le
hubiese entregado sus cosas a Robert.

Robert… ese era otro tema que la llenaba de incertidumbre. Los primeros días
todavía había tenido la esperanza de que Robert fuese a buscarla, pero después del
tercer día y viendo que nada sucedía, las dudas habían comenzado a inundarla y se
pasaba el día entero sumida en cavilaciones mientras centenares de preguntas
rondaban por su cabeza. ¿Y si Ralf no había podido localizar a Robert? ¿Le habría
sucedido algo? Y la peor de todas, ¿y si Robert sabía perfectamente dónde estaba ella
y no había movido un dedo para ir a buscarla?

Álex cerró los ojos y apretó los labios con fuerza. Cada vez que ese pensamiento
acudía a su cabeza, sentía cómo si una nube enorme y negra derramase litros de agua
sobre ella, como en ese momento. La simple idea de que Robert pudiese no acudir en
su ayuda era algo insoportable. Absolutamente insoportable. Prefería no pensar en
ello y concentrarse en otras cosas.

Se había obligado a andar durante un par de horas todos los días para no perder
elasticidad. Seis pasos desde la puerta hasta la pared del fondo. Cuatro pasos desde el
jergón a la pared de enfrente. Así una vez y otra vez y otra vez más.

El sonido de la llave girando en la cerradura hizo que se detuviese bruscamente.


Un brillo expectante apareció en sus ojos. ¡Comida!

Como todos los días, el criado-carcelero con su típica cara de pocos amigos
entro en la celda cargando con la bandeja. Depositó el plato con las odiadas gachas, el
trozo de pan y el pichel de ale sobre la desvencijada mesa y sin dirigirle ni una mirada,
abandonó la habitación cerrando la puerta tras de sí.

Álex no perdió el tiempo. Todavía no se había cerrado la puerta cuando ella ya se


abalanzaba sobre el trozo de pan y el ale. Sentada sobre el jergón, devoró el pan con
avidez, a pesar de lo duro que estaba, y bebió unos cuantos tragos de cerveza.
Sus ojos fueron a encontrarse con la estrecha abertura de la ventana. Desde allí
podía ver el cielo. El sol brillaba en lo alto del firmamento y no se veía ni una sola
nube. Iba a ser un día caluroso. Probablemente esa noche el cielo estaría despejado.
Perfecto para poder ver las estrellas y la luna llena. Un suspiro se escapó de su boca...
y una sensación de pérdida la embargó.

La luna llena.

Esa iba a ser la noche que había estado esperando ansiosa. La noche en que por
fin podría abandonar ese lugar y regresar a casa. Faltaban solo unas horas para que
sus deseos pudiesen convertirse en realidad… y gracias al odioso Postel se encontraba
prisionera y sin ningún tipo de posibilidad de acceso al pergamino. ¡Era desesperante!
¡La situación era tan injusta que podía ponerse a gritar de frustración!

Si conseguía salir de esa prisión en algún momento iba a tener que aguardar otro
mes más para volver a intentarlo. Hasta la siguiente luna llena. Esperaba, por lo
menos, que Robert hubiese guardado el manuscrito y no le hubiese sucedido nada. El
simple hecho de imaginar que el absurdo pergamino se perdía y se veía condenada a
pasar toda su vida en aquella época oscura y nefasta, hacía que se le pusiesen los
pelos de punta.

¡Qué diferente había sido todo no hacía mucho! Incluso se había permitido el
lujo de imaginar un futuro en común con el señor de Black Hole Tower. ¡Ja!

¡Menuda locura! La atracción que había sentido por Robert le había nublado la
razón y le había hecho concebir ideas ridículas. ¿Qué rayos pintaba una mujer
moderna como ella en esos tiempos de incultura, ceguera y fanatismo religioso? Ella,
una mujer cuyos mayores placeres se encontraban en la lectura, en ir al cine, en
escuchar música y en hacer deporte. Una mujer que amaba el calor, la comida
saludable, la libertad de expresión… Que no soportaba el machismo ni a los machistas
y a la que le tocaba las narices que los hombres siguiesen teniendo un sueldo más
elevado que el suyo aunque fuesen bastante menos capaces e inteligentes. Que no
creía en el matrimonio y que pensaba que una mujer era algo más que un recipiente
para traer hijos al mundo…

¿Qué demonios pintaba ella allí?

Todo lo que había aprendido de la Edad Media le decía a gritos que debía volver
a casa. Si bien había vivido momentos estupendos en el castillo, enseñando a nadar a
Jamie y aprendiendo cosas de Beatrice, por no nombrar los fantásticos aunque escasos
ratos que había pasado junto a Robert, sabía que solo eran momentos puntuales. No
había sido muy consciente de la realidad. Había vivido en Black Hole Tower como si
estuviese de vacaciones en una especie de parque temático, ignorando el momento y
el lugar donde realmente se encontraba. Se había permitido el lujo de olvidar que se
encontraba en el año mil ciento cincuenta y cinco, en una época donde se podía
encerrar a alguien en prisión, simplemente porque había salvado la vida de un niño en
circunstancias poco cristianas.

Sí, los comentarios de los hombres que la habían trasladado hasta allí habían
puesto de manifiesto que ese era el motivo por el que el obispo deseaba interrogarla.

Había sido una imbécil al pensar que podía llegar, actuar como había actuado, y
salir indemne de todo aquello. ¡Ilusa! No hay nada peor que el miedo a lo
desconocido combinado con la sed de venganza.

Su decisión estaba más que tomada. En caso de que lograse salir viva de toda esa
historia, algo que ya estaba comenzando a dudar, accedería al pergamino como fuese y
se largaría a toda prisa de esa época donde se podía someter a juicio a una persona sin
ningún tipo de prueba, y condenarla a muerte, sin más.

Y Robert… bueno, olvidaría a Robert al igual que había tenido que olvidar a
otros hombres a lo largo de su vida.

Sí, volvería a su vida y le olvidaría, de decía una y otra vez con obstinación.

Una sombra de tristeza cruzó por su rostro al pensar en ello. ¿Olvidar a Robert?
Probablemente no fuese tan fácil como lo había sido el olvidar a otros…

Dejó el pichel de ale medio lleno encima de la mesa. Hasta el atardecer, su


amable carcelero no iba a traerle nada de beber, por lo que había aprendido a
racionarse. ¡Lo que hubiese dado por una Coca Cola o un buen granizado de limón!
Algo dulce que le quitase el sabor amargo que dejaba la cerveza en su boca.

Durante unos minutos su mente se quedó en blanco, hasta que la imagen de su


pequeño alumno acudió a su cabeza. ¿Qué estaría haciendo Jamie ahora?
Probablemente volviendo loca a Beatrice… Era un niño tan activo… Suspiró. ¿Estaría
echándola de menos? Ella sí que le añoraba. El pequeño se había ganado un
rinconcito en su corazón con mucha rapidez. Era tan tierno cuando se acercaba a ella y
le rodeaba el cuello con los brazos y le decía muy serio al oído que cuando fuese
mayor se casaría con ella… A Álex se le formaba un nudo en la garganta solo de
pensar que cuando volviese a casa, a su época, no volvería a ver a Jamie.

Era extraño. Nunca se había relacionado mucho con niños, ni había sentido
ningún afecto especial por ninguno, pero Jamie era diferente. Si cerraba los ojos podía
ver perfectamente su nariz respingona cubierta de pecas, sus brillantes ojos verdes y
su preciosa sonrisa que siempre terminaba en una risa infantil muy contagiosa. Como
no querer a ese muchachito, que se asemejaba tanto a su padre…

Su padre… daba igual en lo que pensase, siempre, de una forma u otra, Robert
acababa por colarse en su cabeza…

Había descubierto que el tiempo pasaba más deprisa si mantenía la mente


ocupada, no con cavilaciones sobre su situación, no, eso solo empeoraba su humor y
hacía que se sintiese nerviosa. Sino con pensamientos mecánicos como canciones o
historias que repetía mentalmente. También lo había intentado con complejas
operaciones matemáticas, pero dado que las mates nunca habían sido su fuerte y que
no disponía de lápiz y papel para ir anotando los resultados, había terminado
totalmente frustrada.

Se levantó del precario lecho y comenzó a andar de una pared a otra, mientras
entonaba un silencioso repertorio de canciones. Empezó con La vie en rose y Non, je
ne regrette de rien de Edith Piaf, siguió con todo lo que pudo recordar de Elvis y
después se lanzó a interpretar The resistance y Knights of cydonia de Muse. De vez en
cuando se detenía y observaba la posición del sol por la ventana. No habrían pasado
más de dos horas desde que se había levantado. Todavía quedaba mucho tiempo hasta
que su carcelero viniese a traerle la segunda comida del día.

Estaba empezando a cantar Don’t go breakin’ my heart de Elton John, cuando


escuchó el sonido de la llave en la cerradura, algo inusual a esa hora del día. En el
mismo momento en que su carcelero entró por la puerta, Álex fue consciente de que
algo había cambiado. La actitud del hombre, aunque no precisamente amigable, era
completamente diferente a la que había mostrado hasta ese instante. Su poco
agraciado rostro no presentaba la mueca malhumorada de siempre, en lugar de ella se
apreciaba una especie de ¿interés?, ¿curiosidad? No supo precisarlo.

Sin lugar a dudas lo más sorprendente fue el gesto que le hizo invitándola a
acompañarle fuera de la prisión. Álex se quedó estupefacta, pero sin titubear ni un
segundo se apresuró a seguirle fuera de esas cuatro paredes que había llegado a odiar.

Aparentemente, la celda donde ella había estado cautiva era la última al final de
un corredor de piedra bien iluminado por una docena de antorchas encastradas en los
muros. Mientras lo atravesaban, Álex contó seis puertas más de madera, cuatro a su
izquierda, dos a su derecha, que dedujo serían habitáculos como el suyo.

Al final del corredor, una angosta escalera de piedra, que Álex no recordaba
haber bajado, conducía a los pisos superiores. El carcelero subió los escalones con tal
lentitud que le entraron ganas de empujarle y saltar por encima de él. ¿Dónde la
llevaba? ¿La trasladaba a otro calabozo?, se preguntaba todo el tiempo. No lo creía
muy probable; la actitud del hombre que iba delante de ella no era la de un vigilante
trasladando a un prisionero.

Detrás de un recodo, la luz del sol la cegó y tuvo que entornar los ojos. Se llevó
la mano a la frente y la utilizó como visera. La escalera había desembocado en un
patio de grandes dimensiones, totalmente desierto. Una torre redonda de aspecto
bastante imponente se erguía justo enfrente de donde ellos se encontraban. Su sombra
alargada sobre el suelo de piedra del patio proporcionaba algo de alivio contra la
fuerte luz solar y Álex se dirigió hacia allí para descansar sus sensibles ojos. Después
de seis días de haber vivido en una penumbra casi absoluta, esos rayos de sol eran
más de lo que podía soportar.

El carcelero se detuvo frente a una puerta de madera a la derecha de la torre.


Miró por encima del hombro y observó como la muchacha se resguardaba del sol. No
intentó detenerla. Parecía como si en vez de un carcelero fuese un criado solícito. Álex
le miró con desconfianza. No entendía lo que estaba sucediendo. Pero cuanto antes se
pusiese en marcha, antes lo averiguaría, pensó, y echó a andar siguiendo a su paciente
guía.

La puerta conducía a otro largo y estrecho corredor, que como el que


desembocaba en su celda, estaba muy bien iluminado, pero en vez de antorchas
encastradas en los muros, eran altos candeleros de forja sobre los que ardían las
llamas que proporcionaban la iluminación, y Álex se dio cuenta de que la zona del
castillo hacia la cual se dirigían, estaba en mucho mejor estado y más cuidada. No
tenía absolutamente nada que ver con su prisión.

Habían recorrido unos cincuenta metros aproximadamente, en los que Álex no


dejó de preguntarse a dónde narices la estaban llevando y qué demonios estaba
sucediendo, cuando el amable criado en el que se había convertido su carcelero, se
detuvo ante una puerta tan repentinamente que la joven estuvo a punto de chocar
contra su espalda.

El criado abrió la puerta y haciendo casi una reverencia le cedió el paso. Álex le
miró sorprendida. ¿Qué sucedía? La situación era del todo abstracta. Había estado
siete días encerrada muriéndose de hambre y de frío, y ahora esto…

¡Incomprensible!

Meneando la cabeza entró en la habitación y sintió como la puerta se cerraba tras


ella. La visión que se presentó ante sus ojos hizo que se tambalease. Se encontraba en
una amplia alcoba, mucho más grande que la del señor de Black Hole Tower. Con
enormes ojos maravillados recorrió la habitación llevándose una mano al corazón, que
había comenzado a latirle rápidamente. Un alegre fuego crepitaba en la inmensa
chimenea a su izquierda y una enorme cama con dosel ocupaba la pared de la derecha.
Al fondo, una mesa y una silla finamente trabajadas descansaban bajo una enorme
ventana, ahora cerrada por dos enormes contraventanas de madera talladas con
motivos florales. El fuego de la chimenea y unas cuantas velas que ardían sobre la
mesa, proporcionaban una suave luz cálida, dándole un aire muy acogedor y
confortable a la escena.

Pero lo que más llamó la atención de la joven y que hizo que se le saltasen las
lágrimas, fue la tina de madera llena de agua caliente, a juzgar por el vapor que surgía
de ella, que se encontraba en el centro de la estancia. Junto a ella sobre un pequeño
taburete, paños y una pastilla de jabón esperaban a ser usados. Se acercó e introdujo
una mano dentro del agua… mmm ¡Deliciosa!

El aroma de algo indefinido llegó hasta su nariz y alzó la barbilla oliendo el aire.
Sobre la mesa… ¡Joder! … Sobre la mesa, una bandeja con diversas viandas: muslos
de algo que podría ser pato, pan blanco y frutas confitadas, además de una copa de
vino, le devolvió la mirada. La boca se le hizo agua y un rugido de protesta salió de su
pobre estómago.

Indecisa, dudó entre darse un baño antes de que se le enfriase el agua o comer
antes de que se enfriase la comida. No se lo pensó dos veces. Se desembarazó de las
botas y se desnudó rápidamente dejando caer la asquerosa ropa al suelo. Luego, cogió
los platos, el pan y el vino y los puso en el suelo junto a la bañera. Con un muslo de
pato de la boca, se sumergió en la bañera dejando escapar un gruñido de satisfacción
al sentir como el agua caliente envolvía todo su cuerpo. ¡Qué sensación tan
maravillosa! ¡Hacía una barbaridad de tiempo que no sentía algo así!

La tina era grande, pero no como una bañera convencional, por lo que ciertas
partes de su cuerpo no podían sumergirse en el líquido elemento, y aun así, ese baño
se convirtió en el mejor de su vida. Con los ojos cerrados fue saboreando la comida.
Primero devoró tres muslos de pato, después probó el pan blanco recién hecho y se
comió un par de ciruelas confitadas, luego volvió a comerse otro muslo de pato.

Luego una pera confitada, luego más pan.

Otro muslo. Más pan. Ciruela. Pan. Pato. Pan. Ciruela.

Y entre bocado y bocado, el contenido de la copa de vino se esfumó. ¡Por fin


algo diferente y no la asquerosa cerveza caliente!

El agua había comenzado a enfriarse cuando dio por terminado su festín. Con el
estómago lleno y una sonrisa de satisfacción en el rostro, se enjabonó. La pastilla de
jabón olía bien aunque no supo precisar a qué, exactamente. Se lavó el pelo dos veces
y se frotó todas las partes de su cuerpo casi con violencia con un paño pequeño. Una
de las cosas que más odiaba de aquella época era la falta de higiene. No podía
comprender cómo la mayoría de las mujeres y por supuesto los hombres, solo se
bañaban una vez al mes, como mucho, y el resto del tiempo disimulaban su olor con
perfumes y aceites. O ni siquiera eso, como era el caso de los siervos. Ella solo había
estado siete días sin lavarse y había sido horrible. ¡Horrible!

Algún tiempo después, una vez que se sintió verdaderamente limpia, se puso de
pie y cogió el paño grande para secarse. Mientras lo hacía comenzó a pensar en el
motivo por el que había sido liberada de su cautiverio. No le cabía ninguna duda de
que el responsable de su libertad había sido Robert. Algo tenía que haber hecho,
desde luego. Álex no tenía idea de lo que podía haber sido, pero había sido muy
efectivo, desde luego. Esperaba que no hubiese tenido que pagar mucho dinero por
ello, o que no hubiese tenido que pedir ningún favor a alguien poderoso. Sabiendo lo
importante que era el honor y la palabra para él, si había tenido que hacerlo,
probablemente estaría en deuda de por vida con quien fuese, y ella con él.

Suspiró al tiempo que sonreía. Robert… ¿dónde estaría ahora?, y ¿cuándo podría
verle?, ¿vendría alguien a buscarla?, o ¿tenía que volver a ponerse su asquerosa ropa
y salir de allí a buscarse la vida? Solo pensar que tenía que volver a usar la misma
camisa y las mismas calzas de la última semana, le hacía estremecerse de asco. Prefería
envolverse en el paño y salir de allí medio desnuda, en caso de no tener otra opción.

Aunque pronto descubrió que eso no iba a ser necesario. Sobre la cama,
extendido y sin una sola arruga, se encontraba el fabuloso vestido de terciopelo color
burdeos que Beatrice había cosido para ella en Black Hole Tower, y a su lado, la fina
camisa blanca que completaba el conjunto.

Sorprendida se acercó y tocó el suave terciopelo con la punta de los dedos.


¿Cómo había llegado ese vestido a parar allí? Ahora ya no le quedaba duda alguna de
que Robert había sido el responsable directo de su liberación. ¿Quién si no tenía
acceso a ese vestido?

¡Dios mío!

¡Si el vestido estaba allí, seguramente Robert también se encontrase allí!

Con un pequeño gritito de júbilo dejó caer al suelo el paño con el que se cubría,
cogió la fina camisa blanca y se la puso. Le llevó un rato atar las diversas tiras de tela
que colgaban de los puños, pero mucho menos que hacía un mes, reconoció.

La camisa era increíblemente suave, nada parecida a las que ella había estado
usando, y tenía un tacto fantástico contra su piel. Satisfecha, cogió el vestido y se lo
pasó por la cabeza. Le costó algo de trabajo, ya que pesaba lo suyo, pero finalmente
logró ponerlo todo en su sitio, sin embargo rápidamente se percató de que había
adelgazado más de lo que pensaba. Ni ajustando al máximo los cordones que el
vestido llevaba a la espalda conseguía que se ciñese a su cuerpo, como había sido el
caso hacía un par de semanas.

Suspiró estoicamente y se encogió de hombros. No podía cambiarlo. Esta era la


nueva y flaca Álex. Hasta nueva orden.

La fina camisa blanca asomaba por el escote redondo y por los amplios puños
ribeteados y a pesar de que no había ningún espejo donde poder verse, el simple
hecho de llevar esa preciosidad puesta le hizo sentirse la mujer más bella de la tierra.
El único inconveniente era la carencia de ropa interior. Se sentía un poco extraña,
expuesta… pero eso era lo que había, así que se resignó. Se peinó el flequillo con los
dedos y se pellizcó las mejillas para conseguir algo de color. No sabía si esperar o salir
en busca de alguien que le pudiese indicar dónde estaba Robert. Se miró los pies
indecisa. Ni siquiera tenía zapatos. Un momento… quizá…

¡Sí! En el suelo al otro lado de la cama estaban sus bailarinas negras. Feliz de
poder ponerse algo propio, se las calzó, se sentó en la cama y admiró sus pies en ellas.
Se le saltaron las lágrimas. ¡Qué tonta era! El que unos zapatos provocasen esa
reacción en ella no era lógico. Estaba excesivamente débil, decidió. Demasiados días a
pan y ale no habían sido nada buenos para su salud mental.

Sin saber muy bien cómo proceder a continuación, rodeó la mesa, se acercó a las
contraventanas y acarició el bajo relieve floral que las cubría. Estaba bellamente
cincelado, con gran detalle. Álex volvió a preguntarse dónde se encontraría y a quién
pertenecería ese castillo. Porque que era un castillo le había quedado claro después de
haber pasado por el patio y haber visto la imponente torre redonda coronada de
almenas.

Decidida a averiguar algo más de la que hasta aquel día había sido su prisión,
agarró el picaporte de bronce que mantenía las contraventanas cerradas y tiró con
fuerza de él. La contraventana derecha se abrió prontamente llenando la habitación de
una claridad sobrecogedora. Álex se vio cegada y tuvo que cerrar los ojos. Poco a
poco los fue abriendo, dejando que sus retinas se acostumbrasen a la cegadora luz. A
punto estaba de abrir la contraventana izquierda, cuando la puerta de la habitación se
abrió bruscamente sin que nadie hubiese llamado previamente.

La muchacha se dio la vuelta, pero miles de puntitos de luz blancos danzaban


ante sus ojos impidiéndole reconocer al visitante, que se había quedado parado en el
umbral sin decir una sola palabra. Parpadeando ligeramente se apartó de la ventana y
trató de fijar la vista sobre la alta figura masculina.

–¿Álex? –dijo el recién llegado desde la puerta, con la voz cargada de


preocupación.

¡Oh! ¡Era él!

–¡Robert! –exclamó ella llevándose las manos al corazón que había comenzado a
latir desbocado.

Sin pensárselo dos veces echó a correr y se lanzó a los brazos de él, que se
abrieron para recibirla.
Capítulo Veintitrés

Robert estrechó a la joven fuertemente entre sus brazos y enterró la cara en su


frágil cuello, mientras cerraba los ojos y aspiraba la suave fragancia femenina. ¡Olía
tan bien! Había sido una tortura no saber nada de ella todos esos días; pensar en lo
que podía estar sucediéndole y ser absolutamente incapaz de ayudarla. Había sido una
sensación horrible, por lo que el sentirla ahora tan viva y cálida entre sus brazos era
algo tan increíblemente perfecto, que hubiese deseado alargar ese momento hasta el
infinito.

Robert la levantó del suelo hasta que sus rostros estuvieron a la misma altura y
en esos momentos se dio cuenta de lo poco que pesaba. Álex siempre había estado
delgada, como sus ojos habían podido comprobar aquel día en el lago, pero la figura
que se aferraba a él casi con desesperación y que enterraba la cara en su cuello, no era
la misma Álex de hacía solo unos días. Incluso a través de la pesada tela de terciopelo
del vestido, Robert podía sentir sus costillas; y el hecho de que aun con ese vestido,
no pesase más que una pluma, cuando él había podido comprobar lo magníficamente
bien formada que estaba, le hacía sospechar que su cautiverio no había sido
precisamente un lecho de rosas, aunque el mismísimo obispo de Hereford hubiese
tratado de convencerle de lo contrario.

Frunciendo el ceño, sostuvo a la joven con un solo brazo y con la otra mano le
levantó la barbilla, impaciente por ver las facciones que tanto había echado de menos.
Ella alzó la cara reticentemente y Robert pudo comprobar que efectivamente su
sospecha había sido correcta. Estaba pálida y sus bellos pómulos destacaban más,
debido a que tenía las mejillas algo hundidas, pero lo que más le dolió, fue ver los
oscuros ojos húmedos por lágrimas no derramadas, mostrando una expresión de
absoluta tristeza mezclada con algo de melancolía. Una expresión que él jamás hubiese
pensado que iba a llegar a ver en esos ojos, siempre tan chispeantes de vida y
cargados de picardía.
Cerró los ojos un instante y apoyó la frente contra la frente de ella. ¡Dios! ¿Qué
diablos le habían hecho? Respirando profundamente intentó controlar la furia que
comenzaba a embargarle

–Sabía que vendrías a buscarme. –El susurro de Álex rompió el silencio en el


que ambos se habían sumido. La voz de la joven, algo ronca, hizo que Robert abriese
los ojos. Se encontraban tan cerca el uno del otro, que la imagen de su rostro llegó
desdibujada a sus retinas.

–Por supuesto, ¿acaso lo dudabas? –repuso él con la voz cargada de emociones


diversas, al tiempo que se apartaba unos centímetros de ella para poder observarla
mejor. La sonrisa que le regaló le derritió el corazón. Sentía unos deseos irrefrenables
de tomar posesión de esos labios que solo se encontraban a unos centímetros de los
suyos, pero un tanto inseguro debido a la fragilidad que presentaba la muchacha, se
contuvo.

Álex notaba cómo los sentimientos la desbordaban. Había esperado que él


viniese a buscarla, por supuesto, pero jamás hubiese podido imaginar que su reacción
al verle pudiese ser tan sobrecogedora. Se había aferrado a él con todas sus fuerzas,
que no eran muchas en ese momento, e incluso había notado cómo se le llenaban los
ojos de lágrimas sin saber muy bien por qué. Había sido extraño, pero los brazos de él
estrechándola de esa manera le había hecho sentirse como si por fin hubiese regresado
a casa. Como si él fuese su hogar.

Y de pronto se había descubierto a sí misma prescindiendo del formal vous que


había usado para hablar con él hasta ese momento y recurriendo al menos formal tu.
Y él la había sorprendido respondiendo de la misma manera. Y había sido como si la
fina barrera que había existido entre ellos se hubiese derribado. Así, sin más.

–¿Qué es lo que ha pasado? ¿Qué te han hecho? –inquirió él en ese momento,


mientras la depositaba lentamente en el suelo.

–Nada que no se pueda arreglar con un par de buenas comidas –le aseguró ella
con una sonrisa. Al ver el gesto incrédulo de él, añadió: –Sinceramente, Robert, nada.
Solo han dejado que pasase algo de hambre y frío. Nada más.

Robert apretó la mandíbula con furia contenida mientras se alejaba un par de


pasos de ella. ¡Maldito Postel y maldito Gilbert Foliot! ¡Si no hubiese sido por la
promesa que le había hecho a Henry, estaría encantado de retorcerles el cuello a
ambos!

Álex observó cómo la furia oscurecía el semblante de Robert, y se preguntó si


realmente tenía tan mal aspecto. No sabía qué era lo que le habían contado a Robert o
por qué había tardado tanto tiempo en llegar hasta ella, pero quería convencerle a toda
costa de que no se sentía tan mal como él pensaba.

–Robert, estoy bien –le dijo intentando tranquilizarle mientas se aproximaba a él


y le tocaba el brazo–. No te preocupes. No sé qué es lo que has hecho para sacarme de
donde estaba, pero ha causado efecto.

Él la miró por espacio de unos segundos. Sus ojos brillaban de una manera que a
Álex le resultó imposible de interpretar.

–Tenemos que hablar –repuso él finalmente, y tomándola de la mano la condujo


hasta la cama. La empujó suavemente para que se sentase en el borde y ella obedeció
dócilmente. Esperó que él se sentase a su lado, pero permaneció de pie, delante de
ella, con la cabeza ligeramente ladeada hacia la izquierda y la mirada clavada sobre las
franjas de luz que entraban por la ventana y que se dibujaban sobre la mesa.

Transcurrieron lo que a ella le parecieron minutos, aunque probablemente no


fuesen más que unos instantes, pero no dijo nada. Él aparentaba estar tan decidido a
hacer las cosas a su modo, que se armó de paciencia y le dejó que encontrase el hilo
de sus pensamientos. Tenía una expresión profundamente concentrada en el rostro,
como si le estuviese costando hallar las palabras más adecuadas para esa ocasión.
Finalmente, cuando giró la cabeza y la miró, su semblante presentaba una expresión
decidida.

Y entonces comenzó a hablar.

Le contó cómo había sido esa semana para él y lo que había tenido que hacer
para poder encontrarla. Le describió con toda suerte de detalles cómo habían sido los
primeros momentos de angustia cuando Alfred había llegado al campamento para
informarle de lo que había sucedido. Cómo había galopado frenéticamente hasta
Black Hole Tower, sin tener ningún tipo de consideración con su montura.

Cuando mencionó que había hablado con Ralf y que este le había hecho entrega
de los objetos que la muchacha había dejado para él, Álex se puso tensa, pensando
que el momento de las explicaciones había llegado, pero se equivocaba. Robert siguió
hablando, como sin darle demasiada importancia al suceso.

Le relató cómo había ido al día siguiente a Hereford, a enfrentarse con el obispo,
llevando varios hombres con él. Y cómo, después de una espera de más de cuatro
horas, en las que sus nervios habían sido puestos a prueba, por fin había sido
conducido a un despacho en la parte trasera de la catedral, donde un sacerdote con
aspecto aniñado le había comunicado que ni el obispo ni su canciller se encontraban
allí. El obispo llevaba varios días ausente, le había informado; había acudido a
Bridgnorth junto al rey, y su canciller no había regresado de una misión que había ido
a cumplir la noche anterior.

Totalmente frustrado había regresado a casa para pensar en su siguiente


movimiento, pero había dejado un par de hombres en Hereford, que tenían órdenes de
hacerle llegar aviso en caso de que apareciese el canciller.

En Black Hole Tower solo había permanecido hasta el día siguiente y eso solo
porque no había querido abandonar a Jamie, al que la brusca desaparición de Álex le
había afectado mucho. Prometiendo a su hijo no regresar sin ella, había partido al
amanecer hacia Bridgnorth, donde esperaba encontrar a Gilbert Foliot, obispo de
Hereford, que debía saber adónde había conducido su canciller a la muchacha, ya que
él mismo había firmado la orden. Las cuarenta y cinco millas que separaban su hogar
del lugar donde el rey y la mayoría de su ejército se encontraban, las había salvado en
menos de la mitad de tiempo que se necesitaba normalmente para ello.

Bridgnorth había sido otra tremenda desilusión. El rey, sus barones y otros altos
dignatarios eclesiásticos, entre ellos el obispo de Hereford, se hallaban reunidos
decidiendo la suerte que habrían de correr los traidores y lo que habría de suceder con
sus tierras y sus castillos, por lo que Robert había tenido que esperar a ser recibido.
Tres días había estado paseando de un lado a otro, sin atreverse a alejarse demasiado
de la casa donde estaba teniendo lugar la asamblea, enviando mensajeros todos los
días a Black Hole Tower para ver si había alguna novedad. Sin éxito.

El conflicto provocado por los traidores, una vez sofocado, había dejado paso a
una especie de reunión distendida de nobles, clérigos, soldados y el pueblo llano, que
festejaba que el rey se encontrase presente. Y dado que el monarca siempre iba
acompañado de multitud de caballeros, las familias nobles del lugar habían abierto sus
casas poniéndolas a disposición de los visitantes. El ambiente que se respiraba en la
ciudad había sido bastante festivo y ruidoso, demasiado para Robert, que tenía los
nervios a flor de piel y pocas ganas de diversión. Él y los hombres que le habían
acompañado, habían levantado su tienda de campaña a las afueras de la ciudad, al
igual que otros muchos caballeros, pero solo la utilizaban para ir a dormir, el resto del
tiempo se lo habían pasado merodeando por el centro de Bridgnorth. Esperando.

Finalmente y cuando ya se hallaba desesperado, el rey, enterado de su presencia,


le había recibido. Henry, aunque sorprendido, se había alegrado mucho de verle y
había insistido en que le informase de por qué se encontraba allí.

En ese momento Robert se detuvo en su narración y permaneció un rato en


silencio. Hasta ese instante había hablado ininterrumpidamente y sin mirar a Álex a la
cara. Ahora lo hizo.

–Tienes que entender, que aunque Henry es un rey comprensivo –dijo en voz
baja–, a veces es tozudo e inflexible –añadió como para sí mismo con la mirada
ausente. Estaba preosupado.

Álex no comprendió el alcance de esa frase. ¿Qué significaba eso? ¿Acaso


Robert no estaba ahí para salvarla? Frunció el ceño un tanto confusa. La actitud tan
cautelosa y ¿culpable? que Robert mostraba en esos momentos no acababa de
entenderla.

–Foliot ya le había relatado su versión de los hechos y Henry ya sabía por qué
me encontraba allí pero quería oír mi versión–. Hizo una pausa–. Por lo menos eso
tengo que agradecérselo –murmuró.

–¿Qué le dijiste?

–No hay mucho que pueda decir sobre ti, Álex. Lo cierto es que me has contado
más bien poco –suspiró llevándose una mano a la cabeza y echándose el pelo hacia
atrás–. Tuve que mentir –concluyó.

Álex le miró con la sorpresa reflejada en sus ojos castaños. ¿Robert mintiendo a
su rey? ¡Pero si para él el honor lo era todo! ¡Imposible! Debía haber sido una difícil
decisión, aunque no pudo evitar sentirse algo halagada porque lo hubiese hecho por
ella.

Robert todavía recordaba lo poco que le había importado mentir por ella. Las
mentira habían surgido de su garganta y se habían deslizado a través de sus labios de
una forma tan simple y fácil que por unos instantes se había preguntado si su honor
de caballero no habría quedado comprometido para siempre, pero se había repuesto
rápidamente, sabiendo que no había tenido otra opción. Mentir era lo único que podía
hacer para salvar a Álex de los planes que el obispo, hábilmente manipulado por su
primo, tenía para ella.

–Quiero que entiendas que no me quedó otra opción –continuó él–. No sé si en


tu lugar de origen las cosas se hacen así, pero aquí, no había mucho que pudiese hacer
por ti. –Suspiró–. No tienes familia, ni nadie que pueda responder por ti. Nadie te
conoce. Tampoco tienes riquezas, o por lo menos no has querido hacer mención a
ellas. –Nuevamente se detuvo unos segundos–. Y te has ganado el odio de una familia
muy importante, por intentar ayudarme. Me siento responsable por ello.

–¡No digas eso! –le interrumpió ella–. Lo hice de buena gana, y lo volvería a
hacer cien veces.

Robert sonrió por primera vez desde que había llegado a esos aposentos.
Aparentemente la fiereza que caracterizaba a la muchacha no se había perdido del
todo.

–Lo sé, Álex, pero si te encuentras en esta situación es por mi culpa. ¡No! –se
apresuró a replicar al ver que ella iba a volver a contradecirle–. No digas nada.
Tampoco viene al caso. Solo quería que supieras lo que ha sucedido.

Álex cerró la boca algo contrariada. Pensaba que era absurdo que Robert
siempre buscase la culpa en él mismo… Pero lo dejó pasar. Estaba muy intrigada por
saber qué podía haberle contado al rey para que la hubiese dejado libre. Incapaz de
esperar más para averiguar cómo se había resuelto todo, se puso de pie y le animó a
seguir con un gesto.

Robert, incapaz de decirle todavía cuál era el acuerdo al que había llegado con su
rey para salvarla, se dio la vuelta dándole la espalda y miró la chimenea fijamente.

–La historia de cómo salvaste a mi hijo ya había llegado a los oídos de mucha
gente, Henry incluido. Solo que la habían transformado y había adquirido unas
proporciones grotescas –bajó el tono de su voz–. En la nueva versión, tú eras una
especie de demonio y mi hijo ya llevaba muerto varios días cuando tú llegaste para
devolverle al mundo de los vivos.

Álex se agitó nerviosamente.


Ignorante del efecto que sus palabras habían provocado en la muchacha, Robert
comenzó a recordar cómo se había sentido cuando el obispo le había escupido a la
cara aquella versión de lo acaecido, utilizando muchas veces la palabra “demonio” y
“hereje” cada vez que se refería a Álex. Había estado a punto de enterrar su puño en
su arrogante rostro cuando había comenzado a referirse a su hijo como “engendro”,
pero un gesto de Henry, que escuchaba pacientemente todas las acusaciones, le había
hecho contenerse. Impasible como una estatua de sal había permanecido allí de pie, en
el centro de aquella sala bellamente decorada por tapices que representaban escenas de
caza, mientras los exabruptos del obispo aumentaban en volumen y acaloramiento. El
rey, también impávido, sentado en una alta silla de madera maciza se había limitado a
observar al indignado obispo y de vez en cuando a lanzar miradas de reojo a su amigo
FitzStephen.

–Lo cierto es que todos los argumentos que esgrimí para convencer a Foliot de
que su primo estaba llevando a cabo una cruzada personal contra mí porque le había
descubierto robándome no sirvieron de nada. –La voz de Robert sonó exasperada–. Él
ya había emitido su propio juicio sobre ti y no estaba dispuesto a ceder ni un ápice, y
aunque Henry escuchó mis razonamientos, y mi versión de la historia de lo sucedido
con Jamie le pareció verosímil, en el fondo no quería enemistarse con la iglesia. Y
Foliot estaba más que decidido a no pasar por alto lo que había sucedido. No sé qué
demonios le habría contado Postel, pero su resentimiento era más que evidente. –La
pausa que hizo en ese momento fue más larga que las anteriores y Álex, que tenía las
manos fuertemente apretadas contra los muslos debido a la expectación, estuvo a
punto de ordenarle que no se detuviese y que siguiese hablando.

–Quería que pasases por una prueba de fuego para demostrar tu inocencia –
habló finalmente.

Al escuchar esas palabras Álex sintió como un escalofrío le recorría la columna


vertebral. Las piernas le flojearon y alargó el brazo para buscar sostén, pero no había
nada a lo que agarrarse. Robert se acercó a ella rápidamente y la cogió por los brazos.
Con suma delicadeza la condujo hasta la cama, donde ella volvió a sentarse. Su rostro
había perdido el color y se había tornado ceniciento.

–No va a suceder –intentó él tranquilizarla–. No tienes nada que temer. Henry ha


decidido en contra de esa barbaridad y por tanto a favor nuestro.

–¿A cambio de qué? –Su propia voz le sonó extraña, como si perteneciese a otra
persona más débil y asustada. Se odió por ello.
Robert vio llegada la hora de la verdad y vaciló. En todo momento había sabido
que era la única opción para salvarla, y en el fondo era una idea que si bien le había
rondado la cabeza con anterioridad, solo cuando la había expresado en voz alta,
delante de su rey, había sabido que era exactamente lo que deseaba en realidad.

Otra cosa era lo que opinase Álex. Sospechaba que ni siquiera en su estado de
debilidad y confusión actual, iba a estar de acuerdo con que alguien hubiese decidido
su futuro por ella.

–Tuve que decirles que eras mi prometida y que íbamos a casarnos.

Álex casi dejó escapar una carcajada al oír aquello. La simple idea de contraer
matrimonio le causaba hilaridad, pero contraer matrimonio con un guerrero medieval
era demasiado para ella. Y el hecho de que Robert se lo hubiese dicho con tanta
seriedad y cara de circunstancias solo hacía que la idea se le antojase todavía más
descabellada e incluso cómica. Había estado tan preocupada imaginándose situaciones
terriblemente peores, que la simplicidad de lo que Robert acababa de decir hizo que
un peso enorme se le quitase de encima. Sus mejillas volvieron a adquirir una
tonalidad más saludable, sus labios se curvaron en una media sonrisa y un brillo
pícaro apareció en sus ojos.

¡Casarse con Robert! ¡Eso sí que era gracioso!

Robert contemplaba la reacción de la joven sin saber muy bien qué pensar.
¿Dónde estaba el enfado que él había pensado que la noticia provocaría en ella?
¿Dónde las protestas? Meneó la cabeza contrariado y algo confuso por su actitud.

–Jamás pensé que la idea pudiese divertirte tanto –se dirigió a ella. El tono
ofendido de su voz hizo que la sonrisa de la joven se hiciese más amplia.

–Te agradezco muchísimo que te hayas ofrecido como mi prometido, aunque la


idea me resulte absurda –repuso.

El rostro de Robert que un segundo antes había mostrado una expresión


ofendida, se tornó impasible ante aquellas palabras.

–Ya sé que solo es una farsa y que el fin justifica los medios –continuó ella algo
más seria mientras se incorporaba y se dirigía hacia la ventana–, y que solo lo has
hecho para librarme de lo que el obispo tenía preparado para mí. –Y para sí misma,
murmuró quedamente–: La idea es simplemente descabellada. ¿Tú y yo? ¿Casados? –
Negó con la cabeza.

–¿Acaso es algo tan difícil de creer? –inquirió él con un tinte de dureza en la voz.
Sus ojos habían comenzado a brillar con frialdad mientras contemplaba la figura de
ella al trasluz.

Álex se giró bruscamente al oír esas palabras y le miró fijamente. Entrecerró los
ojos como si buscase algo que no terminó de encontrar. La expresión de él era
insondable.

–Por supuesto que es difícil de creer. ¡Míranos! –Hizo un gesto con la mano al
tiempo que se señalaba a sí misma y a él–. Venimos de mundos distintos, de lugares
distintos, con costumbres e ideas totalmente diferentes. Tú eres un guerrero, un
hombre de armas. Estás en la flor de tu vida. Lo que realmente necesitas es una mujer
dulce, dócil, una señora para tu castillo que te complemente y que te dé todos los hijos
que desees tener, Robert. –Hizo una pequeña pausa antes de continuar–. Yo soy todo
lo contrario a ti. Odio la guerra y la violencia y ni siquiera creo en el matrimonio.
Jamás podría ser la señora de un castillo ni la esposa de un guerrero. Y mucho menos
la madre de nadie. En el hipotético caso de que ese matrimonio fuese real, lo más
probable es que nunca pudiésemos tener hijos. Tengo treinta y ocho años, Robert, y
no creo que…

–Yo ya tengo un hijo –interrumpió él el monólogo exaltado de la muchacha.

Ante esa afirmación, Álex se quedó sin palabras. No sabía si por la frialdad de su
mirada o por el tono que había empleado, pero de repente todos sus argumentos le
parecieron estúpidos.

–Lo sé –susurró cansadamente–. Ya lo sé. Tienes un hijo maravilloso y


probablemente quieras tener más…

–No sabes qué es lo que quiero y lo que no quiero –volvió a interrumpirla él con
dureza.

Álex enmudeció. Bajó la vista y la posó sobre el bajo de su vestido. En ese


instante sintió todo el cansancio acumulado de los últimos días sobre sus hombros.
No quería discutir con Robert. Solo quería que él comprendiese lo absurdo de todo
aquello. Aunque por otro lado ¿cómo iba a comprenderlo si no sabía nada de ella? No
tenía ni idea de sus orígenes ni de dónde procedía. Supuso que había llegado el
momento de contárselo todo. De decirle toda la verdad y esperar a ver si la creía.

Alzó la cabeza y le miró. Él no se había movido ni un milímetro. Su expresión


era indescifrable, solo el palpitar de una vena en su cuello y su mandíbula contraída
mostraban algo de la tensión que estaba experimentando.

Álex suspiró abatida.

Mientras la contemplaba, Robert se maldijo a sí mismo una y mil veces en


silencio, por haber llegado a pensar que ella podía haber correspondido a sus
sentimientos. ¡Estúpido de él! Había creído que quizá ese falso matrimonio podía
convertirse en algo más… con el tiempo… ¡Imbécil! Era más que evidente que ella no
pensaba lo mismo que él. Sí, quizá se sentía atraída por él, como bien se había visto
en el pasado, pero nada más.

Álex no sentía lo mismo por él que él por ella.

Y al comprenderlo Robert FitzStephen, guerrero curtido en cientos de batallas, se


sintió profundamente dolido y decepcionado.

–Tienes razón, Robert. –Las palabras de la muchacha le sacaron de su


ensimismamiento–. Quizá no sepa qué es lo que tú quieres, pero sí sé qué es lo que
yo quiero. –Su tono de voz adquirió firmeza–. Quiero volver a casa, a mi mundo, a
mi vida –continuó mirándole fijamente–. Y si me ayudas, esta misma noche podría
marcharme.

A Robert se le heló la sangre en las venas.


Capítulo Veinticuatro

El silencio que siguió a las palabras de Álex fue más que elocuente. Mientras ella
observaba su reacción expectante, Robert, que se había quedado absolutamente
desconcertado, intentaba que las emociones que sentía no se reflejasen en su rostro.
No quería que ella supiese cuánto le afectaban sus palabras. El orgullo le impedía
mostrarle lo que verdaderamente sentía en esos momentos. Ambos deseaban cosas
diferentes, eso era evidente.

Él se había enamorado de ella como un estúpido y estaba dispuesto a compartir


su vida con ella, a hacerla su esposa y convertirla en la señora de su castillo.

Ella, por el contario, lo único que deseaba era marcharse de allí y volver a su
hogar. Fuese lo que fuese lo que había sentido por él, si es que había llegado a sentir
algo más que deseo, no era suficiente.

El desaliento le embargó.

Álex, ignorante de los lúgubres pensamientos que poblaban la cabeza de él,


esperaba algún tipo de reacción que no llegó. El semblante masculino permaneció
impertérrito.

–¿Has oído lo que te he dicho? –rompió ella finalmente el silencio.

–Sí –fue la concisa respuesta de él después de unos segundos de silencio–.


¿Cómo puedo ayudarte? –inquirió al fin.

–Necesito el pergamino que te dio Ralf. Es lo único que podría llevarme a casa y
tiene que ser esta noche. Esta noche hay luna llena.

Robert arqueó una ceja algo escéptico.


–Sí, ya sé que suena descabellado –argumentó la muchacha acercándose–, pero
es así. Es difícil de explicar y ni yo misma lo creería si alguien me lo hubiese contado,
pero es cierto, Robert –apoyó una mano sobre el brazo de él y le miró fijamente–.
Tienes que creerme.

Robert contempló la mano que ella había depositado sobre su antebrazo y se


maravilló de la diferencia de tamaño que había entre sus pequeños y delicados dedos
y los suyos, mucho más grandes, cubiertos de cicatrices del manejo de la espada. Alzó
los ojos y admiró el cutis fino y suave de su tez. ¿Treinta y ocho años, había dicho? A
esa edad muchas mujeres que él conocía ya eran abuelas. Pero Álex, con su sonrisa
perfecta, sus oscuros ojos brillantes y su inmaculada tez, podía pasar perfectamente
por una muchacha. ¿De dónde diablos venía ella para ser tan diferente a todo lo que él
conocía? ¿Qué es lo que había dicho referente a la luna llena y al pergamino? Tienes
que creerme, había dicho hacía un segundo, y Robert sabía que iba a hacerlo. ¿Cómo
podía desconfiar de la mujer que había arriesgado su vida para salvar la de su hijo?
¿Cómo podía desconfiar de la mujer de la que estaba enamorado?

–Sabes que sí –repuso finalmente–. Por supuesto que voy a creerte.

Álex, al escuchar estas palabras, dejó escapar el aire que había estado
conteniendo. Confiaba en él, pero la extraña actitud que había adoptado en los últimos
minutos, desde que había comenzado a hablar del ridículo matrimonio, había llegado
a desconcertarla.

–Es complicado, por lo que te pido que no me interrumpas.

Él asintió. Contrariado observó cómo ella se apartaba y comenzaba a dar vueltas


por la habitación como si no supiese muy bien cómo empezar. Apoyó la espalda
contra la pared al lado de la chimenea, cruzó los brazos sobre el pecho, y fingiendo
una tranquilidad que no sentía, esperó.

–Como ya te he dicho o más bien dejado entrever en muchas ocasiones, mi


mundo no es este. No pertenezco aquí. Vengo de un lugar muy lejano no solo en la
distancia sino también en el tiempo. Quizá te resulte difícil de asimilar, pero cuando
llegué aquí hace casi un mes, fue simplemente así. Me quedé dormida en mi casa, con
el pergamino en la mano y cuando desperté estaba en el bosque, cerca de Wigmore
Castle. No tenía ni idea de cómo había llegado hasta allí ni por qué. –Hizo una
prolongada pausa mientras intentaba poner en orden sus ideas–. Mi casa está en
España, en Madrid, en lo que aquí se conoce como el reino de Castilla, pero no es
exactamente la Castilla que tú crees, no la que podrías conocer tú si fueses allí ahora.
Vengo del futuro, Robert, del año dos mil trece –concluyó con voz trémula dándole la
espalda, sin atreverse a mirarle.

Un silencio sepulcral siguió a su declaración. Álex mantuvo la mirada baja


esperando algún tipo de reacción por parte de él. Reacción que no llegó.

–Continúa –dijo la masculina voz a su espalda.

–La noche que todo ocurrió había luna llena –se apresuró a decir, casi
atropellándose con las palabras en su prisa por acabar–. Creo que la única opción para
regresar, es leer el manuscrito a la luz de la luna llena. Y eso es esta noche.

Pasó una eternidad, pero ninguno de los dos se movió. Álex tenía el corazón
acelerado y respiraba con dificultad. El haberle confesado a Robert toda la verdad
había conseguido dejarla exhausta. Sin embargo no había resultado tan terrible como
había imaginado. Supuso que él no había reaccionado todavía porque estaba tratando
de asimilar la situación, lo cual era comprensible si se tenía en cuenta la bomba que
ella acababa de dejar caer. ¿Debería mirarle? ¿Acercarse a él? No se veía capaz. Sabía
que era una actitud cobarde pero en esos momentos se sentía terriblemente vulnerable.

Robert observaba la delgada silueta de la joven que permanecía totalmente


inmóvil a solo un par de metros de él. Desde donde estaba podía oír su respiración
agitada y casi podía palpar la tensión que emanaba de su frágil cuerpo. Como en una
bruma, las palabras que ella había pronunciado flotaban en su cerebro. ¿Qué era lo
que había dicho exactamente? ¿Que venía del futuro? ¿Del año dos mil trece? Poco a
poco, la bruma se fue aclarando y el significado de lo que ella había dicho le alcanzó
brutalmente y sintió una gran opresión en el pecho. Se le atenazó la garganta y se le
encogió el estómago.

¿Año dos mil trece? ¿Del futuro?

Las palabras rebotaban una y otra vez en su cabeza, mientras hacía esfuerzos por
encontrar la lógica a aquel sinsentido. Hoy iba a haber luna llena y necesitaba leer el
pergamino a la luz de la luna para poder volver a casa… Había aparecido en medio del
bosque sin saber cómo ni por qué con el pergamino en la mano… El pergamino que
había enviado Henry al conde de Hereford… En Wigmore Castle… Año dos mil
trece… Del futuro… Tuvo que echar mano a todo su autocontrol, que no era poco,
para concentrarse y no perder los nervios. Poco a poco, tanto su respiración como los
latidos acelerados de su corazón fueron disminuyendo y adquiriendo un ritmo normal.

Álex se dio la vuelta lentamente y observó la alta figura masculina. No se había


movido ni un milímetro y tenía la mirada perdida en el vacío como si estuviese
profundamente concentrado en algo que solo él podía ver. Le sorprendió la
tranquilidad que mostraba su semblante.

–Ya sé… –comenzó ella.

–¡No digas nada! –la interrumpió él bruscamente.

Álex tragó saliva y no intentó volver a hablar. Si Robert necesitaba tiempo, se lo


daría. Algo temblorosa, debido a los nervios y a la debilidad, se acercó nuevamente al
lecho y se sentó en el borde. Los rayos de sol que entraban por la ventana hacían que
las pequeñas partículas de polvo que flotaban en el ambiente fuesen más visibles.
Álex se entretuvo viéndolas moverse de un lado a otro mientras esperaba la reacción
del caballero.

Robert volvió a mirar a la muchacha por enésima vez desde que había llegado a
esos aposentos, nuevamente maravillado por su increíble belleza, tan fuera de lugar.
Quizá era eso lo que le había atraído de ella desde el primer momento, que parecía
completamente diferente a todas las mujeres que él había conocido. Tenía un encanto
exótico y especial, como si no perteneciese a su mundo y hubiese venido de otro. No
había podido explicarse qué era, pero después de lo que ella acababa de contarle, todo
tenía sentido. Incluso sin tenerlo.

Tenía sentido que ella pensase de una manera extraña y que sus costumbres
fuesen diferentes. Que hablase con ese extraño acento y con giros idiomáticos que a
él, a veces le costaba entender. Que fuese una experta en la lectura y la escritura. Su
forma de hablarle y de mirarle, como si fuesen iguales, como si ella misma fuese un
caballero, algo que él nunca había experimentado con otra mujer. Que supiese cosas,
muchas cosas, como el respirar en la boca de alguien para devolverle a la vida…

Todo tenía una explicación ahora. Aunque resultase del todo increíble. De no
haber sido Álex la protagonista de esa historia y si él no hubiese visto con sus propios
ojos como le había devuelto la vida a su hijo, hubiese podido pensar que todo aquello
era obra del diablo o de fuerzas extrañas y maléficas. Pero no era así, de eso estaba
seguro. No sabía si había sido Dios el que la había enviado, pero era obvio que en
Álex no había una pizca de maldad.
¿Cómo debía reaccionar él ahora? Dudaba sobre cuál debía ser su proceder. Él,
que siempre se había vanagloriado de tener las ideas muy claras y saber siempre hacia
dónde ir, se sentía perdido. Perdido y terriblemente confuso.

Ella le había pedido ayuda para volver a casa. Y él había prometido ayudarla. Si
de verdad era cierto lo que había dicho y necesitaba leer el pergamino a la luz de la
luna para volver a casa… él tenía el deber moral de entregárselo, pero, ¿cómo iba a
hacerlo? No podía. No quería hacerlo. No. No deseaba perderla. Todavía no.

¡Nunca!

¡Cómo habían cambiado las cosas en cuestión de minutos! Él, que hacía apenas
unas horas solo se había preocupado de cómo podía decirle a Álex que el rey había
decidido que se casasen, ahora se encontraba allí, en un mar de dudas, deseando
ayudarla y odiándose a sí mismo a la vez, por tener que hacerlo.

–Hay un pequeño problema –rompió el silencio al fin.

Álex levantó la cabeza bruscamente al oír su voz. Sus ojos se encontraron.


Centenares de interrogantes flotaron en el aire, entre ellos.

–No tengo el pergamino aquí –continuó él–. Está en Black Hole Tower, a buen
recaudo, junto con las otras cosas que dejaste allí.

Álex asintió. No le sorprendía demasiado. No había esperado que él lo llevase


encima. Durante un breve instante se alegró de que así fuese. El simple hecho de
pensar que hubiese tenido que despedirse de Robert para siempre se le figuraba algo
inimaginable. Prefirió ignorar la sensación de vacío que la embargó cuando ese
pensamiento le vino a la cabeza y concentrarse en otra cosa.

–¿Estamos muy lejos de Black Hole Tower? –inquirió. Daba la sensación de que
ninguno de los dos estaba muy dispuesto a hablar de los orígenes de ella. Era extraño,
pero parecía que ambos deseaban evitar el tema.

–Estamos en un castillo propiedad de la familia Foliot, a unas cuantas millas de


Hereford.

–¿Muy lejos de Black Hole Tower? –insistió.

–No. Pero es absolutamente imposible que pueda conseguir el pergamino antes


de esta noche –dijo él en un tono tan categórico, que Álex frunció el ceño.

–¿Por qué no? – Se levantó y se acercó a él; se detuvo a solo un paso de


distancia. Estaban tan cerca, que tuvo que alzar la cabeza para poder mirarle a la cara.

–Antes, la idea de nuestro matrimonio se te ha antojado tan ridícula que no he


tenido ocasión de contarte cómo he llegado hasta aquí. –Su voz sonó algo dolida,
aunque la expresión de su cara no cambió, por lo que Álex pensó que quizá fuesen
imaginaciones suyas–. Como ya te he dicho, tuve que decir que eras mi prometida y
que íbamos a casarnos –habló él clavando la mirada sobre ella–. Lo que fue bastante
difícil de sostener, ya que el procedimiento adecuado hubiese sido que primeramente
hubiese informado a mi señor, el conde de Hereford, y que hubiésemos firmado un
contrato de compromiso. Y así me lo recordó el obispo, que aunque no dijo
claramente que pensaba que todo era una farsa, lo dejó entrever en un par de
ocasiones. –Hizo una pequeña pausa antes de seguir hablando, mientras observaba el
rostro de la joven que le miraba con interés. ¿No se daba cuenta de lo perdidamente
enamorado que estaba de ella? ¿No lo veía?–. Tengo que agradecerle a Henry su
intervención –continuó tratando de apartar eses ingratos pensamientos de su mente–,
ya que nos dio su bendición antes de que Foliot pudiese seguir protestando. Henry me
debe un par de favores y al rey no le gusta deber favores. Debe estar encantado
sabiendo que ya ha saldado todas sus deudas conmigo concediéndome tu mano y sin
haber tenido que pagar nada –terminó con cierto sarcasmo.

Álex asintió gravemente. Comprendía todo lo que Robert le estaba contando,


pero seguía sin saber por qué no podían marcharse de allí en ese momento y regresar
a Black Hole Tower, donde su pergamino la estaba esperando.

–Solo hay un pequeño problema. El obispo, quizá por venganza, porque sabe
que realmente tú y yo no estábamos comprometidos, quizá por ira, no sé, ha
manifestado su deseo de estar presente en la ceremonia de nuestra boda. Y Henry ha
accedido.

Robert volvió a guardar silencio. Alargó las manos y las apoyó sobre los
hombros de ella. Algo indeciso al principio, pero con firmeza después, la atrajo hacia
sí y la estrechó entre sus brazos, incapaz de aguantar ni un segundo más sin sentir su
cuerpo cerca de él. Álex, presa del mismo deseo, se dejó abrazar. Hundió la cabeza en
el pecho masculino y aspiró el aroma que despedía, mezcla de cuero, sudor y algo
indefinido que no supo precisar, pero que era la esencia misma de Robert.
–Está aquí –susurró él en su oído–. La ceremonia va a tener lugar en cuanto
salgamos de esta habitación.

Al oír estas palabras, Álex se tensó. Apoyó las manos contra el pecho de él e
intentó alejarle, pero Robert se lo impidió. Abrazándola más estrechamente intentó
mantenerla cerca, pero ella se resistió. Arqueó la espalda intentando aumentar la
distancia que había entre ambos. Empleó todas sus fuerzas, empujando y
retorciéndose, pero fue en vano. Después de un rato de forcejear con él, que no dio su
brazo a torcer y siguió sujetándola, se rindió.

–¡Suéltame! –jadeó finalmente apoyando la cabeza contra el pecho de él. Sonaba


totalmente exhausta.

–¡No! –repuso él. Y mientras la sujetaba firmemente dejó caer la cabeza hacia
delante y la apoyó sobre la cabeza de ella. Cerró los ojos y suspiró con algo semejante
a la desesperación.

El suspiro llegó hasta los oídos de Álex, que durante un segundo contuvo la
respiración. Un centenar de pensamientos a cual más confuso se agolparon en su
mente.

¡Menudo desastre! ¡Qué confusión! ¡Pobre Robert! ¡Cómo se habían podido


complicar así las cosas! De pronto se sintió terriblemente culpable por haber pensado
única y exclusivamente en ella. ¡Maldición! La situación era mucho más complicada
para él, desde luego. Ella, cuando llegase la próxima luna llena, cogería su pergamino
y se marcharía; solo tenía que esperar un mes más. Él, tendría que quedarse allí,
cautivo de un matrimonio que no había deseado… y sin esposa.

Frenéticamente, intentó encontrar alguna solución o milagro que pudiese


resolver la situación en la que se encontraban. En vano. Había sido todo tan
precipitado que no conseguía pensar con claridad. Solo sabía que iba a casarse con
Robert y que tenía que esperar todo un mes más para poder volver a casa… Se sintió
abrumada.

Y mientras el caos invadía su mente, comenzó a ser consciente de dónde se


encontraba y del calor que emanaba del cuerpo de Robert pegado al de ella. Podía
sentir los fuertes latidos de su corazón bajo la palma de su mano derecha. Los brazos
masculinos la estrechaban con determinación. Solo hubiese tenido que girar la cabeza
unos centímetros para sentir la mejilla cubierta de una incipiente barba, sobre su
frente. Se sintió más segura y protegida de lo que nunca jamás se había sentido.

En ese momento se permitió el lujo de soñar con ser su mujer y sentirse así para
siempre. Un instante. Solo se permitió soñarlo un instante. Un suspiro se escapó de
sus labios.

–Tenemos que hablar. –La voz de él rompió la magia en la que ella se hallaba
inmersa–. Y no tenemos mucho tiempo.

Los brazos de Robert dejaron de abrazarla y una sensación de vacío la envolvió.


Sin exteriorizar la sensación de pérdida que sentía en esos momentos, se apartó unos
pasos y asintió gravemente.

–Como he dicho, no tenemos mucho tiempo. Sé que esto no es precisamente lo


que querías, pero no tenemos otra alternativa. El obispo está abajo y nos está
esperando para ser testigo de nuestra unión. No podemos hacer gran cosa. –Se
encogió de hombros–. La suerte está echada.

–Lamento que te veas envuelto en esta situación por mi culpa –repuso ella
mirándole fijamente e intentando encontrar algún vestigio en su rostro de que lo que
estaba sucediendo le importaba algo, pero no lo encontró. Robert permanecía
impávido.

–En todo caso, la culpa es de Postel y de su vengativa familia. No te mortifiques


–dijo intentando quitarle importancia, y añadió en tono algo sarcástico–: No había
pensado buscar una esposa tan rápido, y menos aún una que planea abandonarme en
la próxima luna llena, pero a veces las cosas son así.

Álex se sonrojó sin poder evitarlo.

–Robert, yo…

–No importa. Esta situación no es ideal para ninguno de los dos. Ni yo deseaba
una esposa, ni tú un marido –mintió él sin inmutarse–. Pero no podemos hacer otra
cosa. Ya hablaremos sobre las consecuencias más adelante. Si no me equivoco vamos
a tener un mes para poder discutir sobre el tema largo y tendido, ¿no?

Ella asintió. La actitud fría y pragmática que había adoptado él no le agradaba.


Sintió una punzada de desencanto y desilusión. ¡Estúpida!, se dijo. ¿Qué había
esperado? ¿Que un hombre como Robert estuviese deseoso de comprometerse con
alguien como ella? ¿Una viajera en el tiempo? ¿Una mujer que le sacaba diez años?...
Se dio cuenta de que estaba desvariando. Ella misma era la que no deseaba ninguna
clase de compromiso. La que estaba deseando largarse de aquella época caótica.
¿Acaso se estaba volviendo loca?

–Además –continuó él–, tienes muchas cosas que explicarme sobre el lugar de
donde procedes, ¿no crees?

Ella volvió a asentir.

–Lo mejor será que bajemos y que acabemos con esto cuanto antes, ¿no te
parece? –Su voz, fría e impersonal, carente de toda emoción, hizo que Álex dudase.
¿Qué era lo que había sucedido para que la actitud de Robert hubiese cambiado tan
radicalmente? ¿Por qué súbitamente nada parecía importarle demasiado?

Robert, fingiendo una indiferencia que en absoluto sentía, se sacudió una mota
de polvo imaginaria de la manga de su camisa. De reojo observó como el semblante
de la joven mostraba una expresión de tristeza que él deseó poder borrar. Sabía que
ella se echaba la culpa de lo que estaba sucediendo y que la máscara de frialdad que él
había adoptado contribuía a que se reafirmase en esa idea.

Podía ser sincero y decirle la verdad. Decirle que él deseaba ese matrimonio
forzado porque estaba enamorado de ella. Podía decírselo y ahuyentar los
sentimientos de culpabilidad que ella sentía. Sí, podía. Pero su orgullo herido se lo
impidió. Decidió callar y seguir fingiendo desinterés. Era mejor no mostrar ninguna
debilidad ante ella… Protegerse…

Muy en su papel se acercó y la tomó del brazo. Sin apenas detenerse, se


encaminó hacia la puerta. Un instante antes de abrirla, la joven trastabilló y tuvo que
agarrarse con fuerza a su brazo para no tropezar. Robert procuró no mirarla,
consciente de que todo lo que sentía por ella se reflejaba en sus ojos en ese momento;
pero su mano grande y cálida buscó la mano de ella, que estaba helada, y la estrechó
con fuerza.

El gesto hizo que Álex respirase hondo y levantase la cabeza. Instintivamente


supo que ese hombre iba a estar a su lado, pasase lo que pasase.

Y así, de la mano, se dirigieron abajo, sabedores de que su destino los


aguardaba.
Capítulo Veinticinco

Gilbert Foliot, obispo de Hereford, se había ganado su posición debido a su


inteligencia, su ambición y sobre todo a su diplomacia, adquirida a lo largo de muchos
años. Ya desde su juventud cuando había sido ordenado monje de la orden de Cluny
y posteriormente prior de su abadía, había tenido que aprender a desenvolverse en el
ambiente marcadamente político que teñía la iglesia de aquella época. Habiendo
estudiado leyes en Bolonia, teología en Oxford, y poseyendo conocimientos de
retórica, se consideraba a sí mismo un erudito y experto en lidiar con asuntos de
estado. Como abad de Gloucester ya había tenido que demostrar su valía, saliendo
victorioso de diversas disputas con otros abades. Y desde su controvertida elección
como obispo de Hereford en el concilio de Reims hacía ya siete años, había tenido que
hacer uso de toda su diplomacia y astucia para seguir estando donde estaba.

Y aspiraba a llegar mucho más lejos.

Habían sido esa diplomacia y esa experiencia de las que hacía gala, las que le
habían aconsejado aceptar su derrota en el caso del señor de Black Hole Tower y
acatar los deseos de Henry II, que había decidido dar la historia de Robert FitzStephen
sobre la extraña joven, por válida.

A Gilbert Foliot no le gustaba perder, y menos aún cuando el nombre de su


familia estaba de por medio. Osbert Postel era el hijo de la hermana de su madre, y
aunque no tenía demasiada relación con esa rama de la familia, también era un Foliot,
y por lo tanto sangre de su sangre. La historia que le había relatado sobre la muchacha
que devolvía la vida a los muertos se le había figurado de lo más descabellada, pero la
afrenta de la que había sido objeto por el señor de Black Hole Tower, no podía quedar
incontestada, por lo que el obispo había enviado a su canciller en busca de la joven,
sabiendo que eso molestaría al señor del castillo, según las informaciones que le había
hecho llegar su primo sobre el nivel de complicidad que existía entre él y su huésped.
No obstante nada había salido como él había previsto. Primero, la historia que su
primo le había contado semejaba ser cierta, pero Postel no había podido encontrar un
solo testigo que respaldase su testimonio, y segundo, si tenía que dar crédito al relato
que Robert FitzStephen le había expuesto a Henry, no todos los hechos acontecidos en
el castillo en relación con su primo habían sido tal y como habían llegado a sus oídos.
Además, la relación tan cercana entre el rey y el señor de Black Hole Tower también
había sido una sorpresa para él, por lo que después de haber sopesado la situación y
haber reparado en que tenía las de perder, había retrocedido elegantemente, aceptando
su derrota.

Si bien se había asegurado de que si la historia de FitzStephen no era cierta y la


joven no era en realidad su prometida, este pagase por sus mentiras y terminase
cayendo en su propia trampa.

Una sonrisa de satisfacción curvó sus carnosos labios al pensar en el poco


agraciado matrimonio. ¡Una mujer sin dote, sin familia, sin posesiones! ¡Pobre
FitzStephen! Al intentar rescatar a la muchacha se había cavado su propia tumba.
¿Quién demonios querría tener una esposa como aquella?

Gilbert Foliot podía sentirse satisfecho con el resultado.

Estos eran los pensamientos que ocupaban su mente, cuando un movimiento al


fondo de la sala llamó su atención. Entornó los ojos y los fijó sobre la pareja que
descendía los últimos escalones de la larga escalera de piedra que conducía a los pisos
superiores. Desde donde él se encontraba, justo al otro lado de la sala, y debido a la
docena de personas que se interponía en su campo visual, no pudo apreciar
demasiado de las dos figuras, solo pudo ver que iban de la mano.

Eso era inusual.

Arqueó las cejas un tanto sorprendido.

Algunos de los hombres de FitzStephen habían ido al encuentro de su señor y le


saludaban, aunque no se entretuvieron demasiado. El señor de Black Hole Tower
parecía estar buscando a alguien con la mirada y cuando posó los ojos sobre él y le
miró fijamente, Gilbert Foliot supo que había estado buscándole a él. Después de un
intercambio rápido de palabras, sus hombres se apartaron y Robert y la muchacha se
encaminaron hacia donde él se encontraba.
El castillo en el que la joven había estado prisionera los últimos siete días
pertenecía al tío de Foliot, William de Chesney, que en esos momentos no se
encontraba allí, por lo que era el obispo el que ejercía de anfitrión. Se había sentado
en la silla maciza de madera que solía corresponder al señor del castillo y que se
encontraba al fondo, en la parte elevada de la sala. Tenía que reconocer que se sentía
muy a gusto en su piel, observando a todos los allí reunidos desde aquella elevación.

Su tía Margaret, sus primos, y otros habitantes del castillo seguían a la pareja con
los ojos según iba avanzando. Los examinó a ambos mientras se acercaban. A
FitzStephen ya le había visto más veces de las que hubiese deseado y apenas reparó en
él. En cambio, a la joven que caminaba a su lado, la estudió con manifiesta curiosidad.

Era muy menuda, apenas le llegaba al pecho al caballero que caminaba a su lado,
y estaba muy delgada. A simple vista y con ese corte de pelo tan estrafalario y poco
apropiado, le pareció insignificante y muy poco femenina. ¡Y ese absurdo color azul
en el pelo! ¡Qué demonios! Casi dejó escapar una risa maligna al darse cuenta de lo
ridículo de su aspecto. FitzStephen se merecía esa mediocridad.

Pero cuando se acercó más, otros atributos menos evidentes a simple vista le
llamaron la atención. Tenía una mirada franca y abierta y quizá algo descarada, y
Gilbert Foliot, habituado a que tanto hombres como mujeres bajasen los ojos ante él,
arqueó las cejas asombrado, al ver la indiferencia e incluso desdén que mostraba la
cara de la joven. Con un gesto reprobatorio observó cómo hacía una reverencia, de
manera breve e insuficiente, y solo porque FitzStephen le había instado a hacerla con
un gesto.

Algo había de diferente en esa mujer y no supo precisar qué era. Era algo casi
imperceptible, que no tenía solo que ver con que ella tuviese un aspecto diferente a las
demás féminas. No, era algo más, algo latente... Otra cosa.

«Interesante», pensó. Si la historia que le había relatado su primo sobre cómo


había salvado la vida del pequeño heredero de Black Hole Tower era cierta, quizá
convendría no perderla de vista en los tiempos venideros.

Más que dispuesto a aumentar la tensión que se respiraba en el ambiente, se


tomó su tiempo en dirigirse a la pareja que le observaba con diferentes grados de
intensidad. El caballero lo hacía con displicencia y ella con un gesto algo ofensivo
parecido a la ¿arrogancia? Sintió cómo la sangre le hervía en las venas.
¡Era inaceptable!

Decidido a poner a ambos en su sitio, se recostó sobre el respaldo de la silla y se


acarició la barbilla con lentitud. Las piedras preciosas de los anillos que lucía en su
mano reflejaron las luces de las lámparas de aceite que iluminaban la sala.

–Bien, bien, bien –murmuró como para sí mismo–. Así que esta es la joven que
va a convertirse en vuestra esposa y por la que habéis estado a punto de enemistaros
conmigo. Espero que haya merecido la pena –añadió en un tono algo ofensivo,
mientras sus ojos azules la miraban con fijeza.

–Sí –repuso Robert con frialdad–, esta es la mujer que va a convertirse en mi


esposa y por lo tanto en la señora de Black Hole Tower, según mis deseos y los deseos
del rey, como bien sabéis.

–Sí. Cierto. Según los deseos del rey. –Su voz se había tornado fría al igual que
la del caballero, sobre el que posó la mirada un breve instante antes de volverse a
dirigir a la muchacha–. Acercaos, señora, dejadme que os haga unas preguntas.

Álex no se movió. Le miró con un gesto de incomprensión dibujado en el


semblante.

–¡Acercaos! –repitió el obispo alzando la voz–. Quiero haceros unas cuantas


preguntas.

La muchacha vaciló. Confusa miró primero a Robert y luego al fornido hombre


de iglesia que se mostraba impaciente y algo enfadado.

–Yo… no entiendo –contestó finalmente con mucha lentitud y con un marcado


acento, y luego añadió algunas palabras más en otro idioma.

Gilbert Foliot entornó los párpados con suspicacia. ¿Acaso la joven no hablaba
otro idioma que no fuese el suyo propio? No era eso lo que le había contado su
primo. Por el contrario, le había asegurado que hablaba tanto el francés normando
como el sajón, y que era bastante capaz en la lectura y la escritura. Sospechando que
todo era una artimaña para no tener que responder a sus preguntas, frunció el ceño
receloso y se irguió en la silla. Sabía la impresión que causaba en otras personas y que
tenía un aspecto imponente con su túnica morada y su sobreveste negra sobre la que
destacaba el enorme crucifijo de oro adornado con rubíes que llevaba al cuello, por lo
que su sorpresa fue quizá mayor al ver la falta de reacción tanto en la joven como en
el caballero. FitzStephen era arrogante y se sentía protegido por su cercanía con el rey,
pero una mujer como aquella, sin títulos, ni familia, ni propiedades, y que acababa de
pasar una semana encerrada en una cárcel a su merced ¿no sentía el más mínimo
respeto hacia su persona? ¿Hacia lo que él representaba? Desde su elevada posición
clavó sus penetrantes ojos en los de ella y puso todo su empeño en hacer que se
sintiese pequeña e insignificante.

Sin éxito.

Los ojos cargados de inocencia de la muchacha le devolvieron la mirada


abiertamente. O en verdad era tan ingenua como aparentaba, o interpretaba su papel a
la perfección. La frustración le invadió. Sabía que no podía hacer nada en contra de
FitzStephen ni de su prometida. El rey había bendecido esa unión y él estaba allí
simplemente como testigo de las nupcias. No podía oponerse al matrimonio. No tenía
nada que objetar sin contrariar el deseo expreso del monarca de que su buen amigo
Robert desposase a esa extranjera.

De todos modos, y aunque había sido él mismo el que había propuesto que el
matrimonio se celebrase sin dilación, ya estaba comenzando a arrepentirse de ello.
Había dado por hecho que la mujer que vivía en Black Hole Tower y había sido
acusada de hereje, era poco menos que una vulgar prostituta que empleaba malas artes
para conseguir sus propósitos, y había considerado una venganza estupenda que
FitzStephen se viese obligado a casarse con alguien de esa calaña. Pero ahora, una vez
que había conocido a la muchacha, se veía obligado a cambiar de opinión. Su
intuición y su profundo conocimiento de las personas, le decían que tras esa máscara
de ingenuidad e inocencia que presentaba la joven, se ocultaba algo más, algo más
complicado y profundo. El brillo de sus ojos castaños la delataba.

Además, la actitud del caballero que le observaba con frialdad, no era


precisamente de desagrado, encontrándose a solo unos minutos de contraer
matrimonio con una mujer no deseada; más bien todo lo contrario. Su rostro, incluso
con una expresión de frío desdén, dejaba traslucir un atisbo de satisfacción, cada vez
que observaba a la mujer que se encontraba a su lado.

Gilbert Foliot odiaba que se burlasen de él y en ese momento se sintió como un


estúpido… como si ellos supiesen algo que él no sabía. Frunció el ceño y decidió no
perderles de vista. En toda esa historia había gato encerrado, y él iba a averiguar qué
era lo que estaba sucediendo.
–No importa –murmuró con un gesto digno de un gato que se hubiese comido a
un ratón–, no importa –repitió. Y se incorporó lentamente de su asiento.

Ciertamente era un hombre imponente, de elevada estatura y fornida figura, que


presentaba más músculos que grasa, de lo cual estaba muy orgulloso. Se diferenciaba
de otros hombres en su misma posición como la noche del día. La mayor parte de los
eclesiásticos en tan altas esferas solían presentar enormes barrigas y colgantes
papadas, incluso a una edad temprana, cosas de la que carecía él gracias a su pasión
por la caza.

Álex y Robert observaron la erguida figura con diferentes grados de intensidad.


Robert con irritación. Estaba harto de los jueguecitos del obispo y solo tenía ganas de
terminar con aquella farsa para poder llegar a casa y estar a solas con la muchacha.
Álex, aunque se sentía algo amedrentada por la situación y con los nervios a flor de
piel, disimulaba a la perfección, decidida a no mostrarle al enemigo el efecto que
causaba sobre ella.

Gilbert Foliot posó la mirada sobre un hombre que se encontraba a unos cuantos
metros a su derecha mientras hacía un gesto de asentimiento con la cabeza. El
desconocido había estado esperando esa señal. Rápidamente se levantó del banco
donde había estado sentado y se dirigió hacia ellos. Su indumentaria delataba qué era
lo que había venido a hacer allí y por qué Foliot le había llamado. Era un monje.

La cabeza tonsurada del recién llegado se inclinó profundamente ante el obispo


de Hereford, que le ofreció su mano derecha para que besase el enorme anillo,
símbolo de su rango y posición. Llevaba un hábito marrón no muy apropiado para
una ceremonia de matrimonio, y por debajo de él, unos pies enfundados en sandalias
de cuero, quedaban al descubierto. Además, su flaca figura bajo el hábito –un par de
tallas más grande de lo adecuado–, no le hacía merecedor de ser alguien con quien el
obispo de Hereford se relacionase frecuentemente.

Como si Foliot hubiese adivinado sus pensamientos, volvió a mirarles ignorando


durante unos instantes al monje que tan ávido y presto había acudido a su llamada.

–Es el hermano Jacominus, de la abadía de Gloucester. Ha querido la casualidad


que estuviese de visita con nosotros. Él será quien lleve a cabo la ceremonia –explicó
dirigiéndose a Robert–. Hemos decidido ser un poco permisivos dadas las
circunstancias, y no considerar que quizá no estéis en ayunas y que el mediodía ya ha
pasado. Tampoco vamos a examinar la genealogía ya que aparentemente es imposible
que tengáis ningún pariente en común, dado vuestro origen. ¿Me equivoco,
FitzStephen? –preguntó con altivez.

Robert apretó los labios conteniendo la ira, pero decidió ignorar la insinuación
velada sobre su nacimiento ilegítimo y negó brevemente con la cabeza. Estaba
deseando que todo acabase de una vez. Notaba cómo Álex, a su lado, se iba tensando
cada vez más, aunque se esforzaba por disimularlo, pero había llegado a conocerla lo
suficiente como para saber que su actitud en apariencia tan tranquila se debía al
nerviosismo que sentía. Le hubiese gustado poder cogerla y marcharse de allí en ese
mismo momento, pero sabía que no podían hacer eso. Tenían que aguantar hasta el
final.

Le apretó la mano deseando poder tranquilizarla. Ella le devolvió el apretón.

Como si una orden muda hubiese partido de la imponente figura del obispo,
todos los presentes en la enorme y bien iluminada sala, que hasta ese momento se
habían mantenido al margen y en silencio, algo alejados de lo que estaba sucediendo,
comenzaron a acercarse. Había una treintena de hombres, muchos de ellos caballeros
y probablemente habitantes del castillo. Otros, a juzgar por su indumentaria, soldados
a las órdenes del obispo. Y al frente de todos ellos, los hombres de Robert, entre ellos
su tío William, Pain FitzHugh, John Ballard, los fieles escoltas de Álex, Gilbert Maynet
y Alfred Thorel y el joven escudero John Adeney, que se apresuraron a situarse cerca
de su señor y de la muchacha, en señal de su apoyo y lealtad.

También había algunas mujeres elegantemente vestidas, que sin lugar a dudas
debían ser la señora del castillo y sus damas, ya que se movían por la sala con gran
familiaridad. Con manifiesta curiosidad se acercaron todo lo que pudieron a la pareja
que estaba a punto de desposarse. No todos los días tenían la oportunidad de ver
como un caballero tan apuesto se desposaba con una joven tan poco común, sobre la
corrían tantos rumores.

Gilbert Foliot se hizo a un lado, permitiendo que el servil monje se colocase ante
la pareja. Este, en voz muy baja comenzó a recitar algunas palabras en latín haciendo
la señal de la cruz en el aire con la mano derecha, primero ante Robert, después ante
Álex. Acto seguido cerró los ojos y comenzó a murmurar una oración.

Álex se sintió como si todo lo que estaba sucediendo no tuviese nada que ver
con ella. La situación era tan irracional e incoherente…
¿Qué narices hacía ella allí? ¿Casándose con un caballero medieval en el año mil
ciento cincuenta y cinco? Nada tenía sentido. Nada. Si no hubiese estado tan segura de
estar completamente cuerda, hubiese pensado que su mente le estaba jugando una
mala pasada y que se estaba volviendo loca.

De reojo, observó a Robert, que permanecía muy quieto y estirado a su lado.


Desde su perspectiva no podía verle la cara, pero probablemente tenía el ceño
fruncido y los labios apretados. No era de extrañar, desde luego. Estaba siendo
obligado a contraer matrimonio sin desearlo, y para agravar más la situación, su
“prometida” le había dicho poco antes de la ceremonia que pensaba abandonarle en el
plazo de un mes, para no regresar jamás. ¡Estupenda situación para él! Álex estuvo a
punto de dejar escapar un suspiro lastimero, pero los ojos del obispo sobre su rostro
le hicieron contenerse a tiempo. Lo último que deseaba era proporcionarle a ese
hombre algo que pudiese usar en su contra o en contra de Robert, por lo que volvió a
ponerse la máscara de extranjera ingenua y le miró.

El obispo de Hereford se erguía a unos pasos a la izquierda del monje que


oficiaba la ceremonia. Había descendido los tres escalones de la elevación donde
había estado, y ahí, tan cerca del menudo monje, se ponía de manifiesto su gran
estatura. Era incluso un par de centímetros más alto que Robert. Su túnica y su
sobreveste ricamente bordada con hilos dorados sobre la que destacaba el enorme
crucifijo, eran dignas de contemplación. De su talle pendía un cinturón adornado con
las mismas piedras preciosas que lucía el crucifijo. Y las manos ricamente enjoyadas
de diversos anillos brillaban más que un árbol de navidad. Álex se había
acostumbrado a ver a Robert y a sus hombres, que vestían de una manera modesta,
por lo que el lujo en la vestimenta del obispo le sorprendió. Nunca había visto nada
similar. En comparación, los obispos y cardenales de su época quedaban deslucidos y
sin brillo, como pequeñas palomitas de segunda al lado de enormes pavos reales.

Sus oscuros ojos se encontraron con los azules ojos de Gillbert Foliot, que la
contemplaba sin ningún disimulo, y Álex le devolvió la mirada fingiendo una
tranquilidad que en modo alguno sentía. El semblante masculino reflejaba una
inteligencia y astucia fuera de lo común y no era precisamente poco atractivo. Quizá
tuviese los pómulos demasiado marcados, o el labio inferior demasiado grueso para
su gusto, pero en conjunto era un rostro bien parecido.

Tan ensimismada estaba, que cuando Robert le soltó la mano se sorprendió. Le


miró confusa. Al sentir el brillo de esos ojos sobre ella se le encogió el estómago.
¿Conseguiría acostumbrarse a que Robert estuviese tan cerca de ella sin que le
temblasen las piernas? Tragó saliva. Probablemente no.

–Con este anillo me caso con vos y con mi cuerpo os honro –le oyó pronunciar
y antes de que pudiese darse cuenta de lo que estaba sucediendo en realidad, sintió
como le tomaba la mano izquierda y le deslizaba un anillo en el dedo corazón.
Totalmente aturdida, bajó la cabeza y contempló el anillo de sello que él solía llevar en
su propia mano y que ahora se encontraba en su dedo. Era demasiado grande y tuvo
que cerrar la mano en un puño para que no se cayese. Sin saber por qué se le llenaron
los ojos de lágrimas y se le atenazó la garganta. Incapaz de mirar la alta figura que se
encontraba a su lado, desvió la cabeza y volvió a mirar al obispo, que la observaba
ahora con renovado interés.

Robert estuvo a punto de dejar escapar un gemido de frustración. Al ver su


anillo en el dedo de Álex, la sensación de estar haciendo lo correcto había recorrido
todo su cuerpo, provocándole un cosquilleo en la boca del estómago. Se había sentido
bien, muy bien…, pero cualquier atisbo de esperanza que pudiese haber albergado, se
había evaporado rápidamente fulminado por la reacción de ella. Cerró los ojos un
instante antes de respirar profundamente y alzar la vista para posarla sobre el monje,
que en ese instante les daba su bendición con un tono muy solemne.

Estaba hecho. Estaban casados.

Gilbert Foliot observó a los recién casados con una mezcla de contrariedad y
suspicacia. El haberse salido con la suya y haber forzado el casamiento no le había
proporcionado el regocijo que él había esperado. Una amarga sensación de
insatisfacción le invadió, sabedor de que en toda aquella situación había algo que se le
escapaba y no tenía ni idea de lo que podía ser. Fingiendo una sonrisa se acercó a los
desposados y se dirigió a Robert, aunque sus ojos la examinaban a ella.

–Enhorabuena FitzStephen –dijo–. Ahora solo nos queda firmar el contrato y


será cosa hecha. Seguidme. –Y se dirigió al fondo de la sala. Subió los escalones y se
detuvo junto a una enorme mesa de madera con robustas patas.

Robert tomó a Álex del brazo y la instó a seguirle. Estaba deseando terminar con
todo aquello aunque sabía que todavía iban a tener que soportar unas horas más.
Antes de subir a buscar a Álex, había escuchado cómo Foliot daba órdenes a la señora
del castillo para que una vez terminada la ceremonia tuviese lugar un ágape en honor
de los recién casados. La animadversión que el obispo sentía hacia él ya era lo
suficientemente grande como para echar más leña al fuego y no asistir al banquete.
Tendrían que soportarlo, si bien sabía que iba a ser un duro golpe para Álex, que
probablemente esperaba poder retirarse después de aquello.

La mesa delante de la cual los aguardaba Foliot estaba iluminada por varias
velas. Sobre ella, en el centro, destacaba el pergamino que contenía el contrato
matrimonial que Robert ya había visto con anterioridad y que el propio rey había
sellado y firmado en señal de su aprobación. Ahora solo restaba que él mismo y Álex
procediesen a firmarlo.

El obispo de Hereford tomó una pluma y sumergió su punta en el recipiente de la


tinta. Sin mucha floritura se la tendió a Robert al tiempo que seguía observando a
Álex con los ojos entornados.

–Realmente lo del contrato es un mero formulismo en esta ocasión, dado que la


novia no aporta absolutamente nada al matrimonio. No es una unión muy provechosa
para vos, ¿no os parece FitzStephen? –dejó caer con la voz cargada de malicia.

Los ojos de la muchacha despidieron un brillo indignado al oír aquellas palabras


y Foliot curvó los labios en una sonrisa triunfal. ¡Le había entendido! ¡Toda su
ingenuidad y su inocencia eran fingidas!

Álex estuvo a punto de dejar escapar un gemido de frustración cuando se percató


de la sonrisa satisfecha del obispo. ¡Qué idiota! Había caído en la trampa como una
niña inexperta. Bien, nada se podía hacer ya. Estiró los hombros y alzó la cabeza
mientras tomaba la pluma que Robert le ofrecía. Se inclinó sobre el contrato y con
trazos firmes y seguros estampó su firma junto a la de su marido. Después dejó la
pluma sobre la mesa y se irguió.

–Me basta y me sobra con su persona –repuso Robert en ese momento con la
voz cargada de frialdad.

Tanto Foliot como Álex le miraron con diferentes grados de sorpresa, pero
Robert se limitó a ofrecerle su brazo a la estupefacta joven que se apresuró a depositar
la mano sobre él. El brillo dorado del anillo que llevaba puesto en su dedo corazón
hizo que ambos desviasen la mirada y la posasen sobre él. Acto seguido, como si
fuese un acto reflejo, los dos alzaron la cabeza al mismo tiempo y se miraron.

Y en ese preciso instante, todo desapareció.


Despareció el contrato que ambos acababan de firmar, el obispo que los
observaba desconcertado, el monje que los miraba expectante, todos los testigos de la
ceremonia que a sus espaldas ya habían empezado a murmurar… Todo se esfumó…
Nada existía en ese momento…

Solo Álex y Robert.


Capítulo Veintiséis

Los rayos de luz que entraban a raudales por la ventana se derramaron por la
estancia, bañando la cama y a su ocupante, que algo confusa intentó liberarse de los
últimos jirones de un sueño profundo. Parpadeó repetidamente y se llevó las manos a
la cara mientras bostezaba, pero no terminó de abrir los ojos. No quería hacerlo. Sabía
que el día anterior algo había sucedido, pero se negaba a despertar del todo y
enfrentarse a la realidad. Prefería la nebulosa que ahora mismo empañaba su cerebro.
Estiró las extremidades y se deleitó con ello… mmm…. ¿No podía quedarse en la
cama y seguir durmiendo?

Pero su felicidad no duró demasiado. Imágenes de los acontecimientos acaecidos


el día anterior comenzaron a sucederse en su cabeza, una detrás de otra. El obispo de
Hereford, el monje, la ceremonia, el anillo, el banquete y cómo no… Robert. Álex
gimió deseando estar viviendo una pesadilla. Pero no era tal. Todo era y había
sucedido de aquella manera. No era un sueño, era realidad.

Lentamente y consciente de donde se encontraba, abrió los ojos. El sol debía


estar muy alto en el cielo porque la luz que entraba en la habitación era devastadora.
Debía ser mediodía. Se sorprendió de haber dormido hasta tan tarde, aunque después
de haber tenido que soportar la interminable cena sentada al lado del obispo sin poder
decir ni una palabra, no era de extrañar que hubiese caído agotada en el lecho. Lo
cierto era, que ni siquiera recordaba cómo había llegado hasta allí. Frunció la frente
intentando recordar, pero lo último que le vino a la cabeza fue la ruidosa sala llena de
personas que no conocía, y que habían acudido a celebrar su boda.

¡Su boda!

Álex gimió y hundió la cabeza en la almohada mientas cerraba los ojos


fuertemente. ¡Estaba casada!

–¿Te encuentras bien? –La profunda voz de Robert al otro lado de la ventana, la
asustó. Abrió los ojos sobresaltada y se incorporó rápidamente buscándole con la
mirada.

Estaba sentado en una silla de madera y cuero a solo un par de metros del lecho,
con las piernas cruzadas y los brazos apoyados en los reposabrazos. La actitud
relajada de su cuerpo se contradecía con el brillo inquieto de sus ojos, que parecían
taladrarla. Llevaba la misma ropa que el día anterior: calzas marrones, camisa roja y
sobreveste granate. La capa marrón forrada de piel, sin adornos ni artificios colgaba
del respaldo de la silla. Pero incluso en su sencillez, su figura era mucho más
impresionante que la de cualquier otro caballero vestido mucho más ricamente que él,
como Álex había podido comprobar la noche anterior durante el banquete. Ninguno
de los que habían estado presentes le llegaba a los talones a Robert. Él había destacado
entre todos ellos, como una gema en bruto entre piezas de bisutería brillante y barata.
Y ahora, esa gema en bruto estaba sentada a solo un par de metros de ella y la miraba
de una manera tan intensa, que Álex tuvo ganas de apartar la ropa de cama e invitarle
a acostarse con ella.

La simple idea de imaginar como él se acercaba y se tendía a su lado, le provocó


un agradable temblor en las piernas y una sensación de calor en el vientre.

–¿Te encuentras bien? –volvió a preguntar él, devolviéndola a la realidad.

–Eh… sí, sí. Bastante bien –logró responder ella torpemente. Avergonzada notó
cómo su rostro ardía y se maldijo en silencio por su debilidad tan aparente–. ¿Qué
hora es? Debe ser muy tarde –intentó disimular su azoramiento.

–Ya ha pasado el mediodía –contestó él mirándola con extrañeza durante unos


instantes. Luego se incorporó y se dirigió hacia la puerta. La abrió y cruzó algunas
palabras con alguien que aguardaba en el corredor, antes de volver a cerrarla y
dirigirse nuevamente a la silla donde había estado sentado.

–¿Tan tarde? –se sobresaltó ella–. ¿Por qué no me has despertado antes?

–No tenemos prisa y tú necesitabas dormir. Los últimos días no han sido
precisamente fáciles para ti. Y ayer el día fue largo…

Álex asintió lentamente. Así era, el día anterior había sido excesivamente largo.
Desde que había despertado por la mañana en su horrible prisión, hasta que se había
acostado de madrugada después de la interminable y desagradable cena, habían
sucedido demasiadas cosas.

–Sí que fue largo –dijo y le miró frunciendo el ceño–. Estaba tan cansada que ni
siquiera recuerdo cómo llegué hasta aquí.

–Yo te traje –contestó él desviando la mirada–. Te quedaste dormida en la silla.

–Ah –dejó escapar ella un ligero suspiro de entendimiento. Bajó la cabeza y


apartó unos centímetros la piel que cubría la cama y que había estado sujetando
firmemente contra su pecho. No estaba desnuda. Llevaba puesta la fina camisa blanca
que había usado bajo el vestido. Sus labios se curvaron en una sonrisa. ¿Qué había
esperado? ¿Qué Robert le hubiese quitado toda la ropa? ¡Ja! Era demasiado caballero
y demasiado medieval para hacer eso.

Sin saber muy bien a qué se debía, su humor cambió y se sintió estupendamente.
Una increíble sensación de placidez la invadió y la pequeña sonrisa que había
esbozado hacía un instante se amplió y adquirió proporciones más acordes con su
carácter habitual. Volvió a ser Álex, la de siempre, y como si un duendecillo travieso
hubiese tomado posesión de su cuerpo y de su mente, dejó escapar un largo suspiro
intentando llamar la atención de su adusto acompañante. Lo consiguió. Giró la cabeza
despacio y la miró con curiosidad.

–Ya veo que no te has atrevido a quitarme la camisa –dijo enarcando una ceja.

Un gesto de sorpresa se dibujó en la curtida cara de Robert. Entornó los ojos e


intentó ahondar en la mente de la que ahora era su mujer. ¿Cómo diablos iba a
conseguir comprender a alguien tan cambiante? ¿Acaso el día anterior su actitud no
había sido otra? Más lúgubre y trágica. ¿Qué diablos había sucedido para que ella
reaccionase de tan buen humor esa mañana? Robert no lo sabía, pero decidió
aprovechar la situación y regocijarse con ella.

–No fue por falta de ganas, desde luego –repuso imitando el tono desenfadado
que ella había utilizado con él.

El corazón de Álex se aceleró al tiempo que su sonrisa se hacía más amplia. ¡Qué
atractivo era! Cuando la miraba de aquella manera, como si estuviese dispuesto a
devorarla de un mordisco, le temblaban las rodillas como a una quinceañera
inexperta. No sabía qué tenía ese hombre que le hacía sentirse de aquella manera, pero
no pensaba dejar escapar la oportunidad que se le presentaba.
–Menuda noche de bodas desperdiciada –murmuró mirándole de reojo.

Inesperadamente, y con una rapidez inusitada, Robert se situó junto a la cama de


un par de zancadas, y se inclinó sobre ella, de manera que solo un par de centímetros
separaron sus rostros. Álex tragó saliva expectante. El corazón comenzó a latirle a una
velocidad sospechosamente anormal. Clavó sus enormes ojos castaños en los verde
esmeralda de él, que despedían un insólito fulgor, y un suspiro de deseo estuvo a
punto de escapar de sus labios entreabiertos.

–Ten cuidado con lo que deseas –dijo él muy lentamente con un tono de voz
insoportablemente sugestivo que hizo que a Álex se le erizase todo el vello de su
cuerpo–. Podría convertirse en realidad. Solo tienes que estar lo suficientemente
convencida y no serás mi mujer solo sobre el papel. Te convertiré en mi mujer en
todos los sentidos –concluyó de una manera tan solemne y a la vez tan pasional, que
Álex perdió las ganas de juguetear. Sin duda la situación para él era más seria que para
ella.

Estaban tan cerca el uno del otro, que Robert solo tenía que inclinarse un poco
más si quería sentir los suaves labios bajo los suyos. No lo hizo. Conteniendo la
respiración aguardó algún tipo de respuesta alentadora por parte de la joven, pero lo
único que vio reflejado en los ojos de ella fue un brillo de indecisión e inseguridad
que antes no había estado ahí. Despacio y con un gran esfuerzo, se retiró poco a poco.

Estaba algo desconcertado. ¿A qué diablos estaba jugando ella? Primero le hacía
insinuaciones y luego se arrepentía de haberlas hecho y daba marcha atrás. Entornó
los ojos contrariado y la observó fijamente.

Álex sintió como le ardía la cara. Avergonzada por su cobarde retirada apretó la
ropa de cama contra su pecho y parpadeó varias veces. Estuvo a punto de apartar la
mirada para huir de los decepcionados y acusadores ojos masculinos, pero una voz
interior le aconsejó que no lo hiciera. En el fondo sabía que no podía dejar las cosas
así y que Robert se merecía una explicación de por qué había cambiado de actitud tan
bruscamente.

–Creo que habría que dejar las cosas claras antes de… –comenzó, pero fue
interrumpida bruscamente por el tono cortante de él.

–¿Las cosas claras? No hay nada más claro que lo que tú me estabas ofreciendo y
yo estaba dispuesto a tomar, ¿no crees? ¿O acaso en tu mundo es diferente?
–No, es solo que… –Álex dudó, no sabiendo muy bien cómo expresarse. ¿De
qué manera le podía hacer comprender a un caballero medieval cuya principal regla
por la que se regía era el honor, que acostarse juntos una noche no le daba ningún tipo
de derecho sobre ella aunque estuviesen casados? Difícil, si no imposible–. No sé si
tenemos lo mismo en mente –comenzó de nuevo–. Lo que yo estoy dispuesta a darte
puede ser que no coincida con lo que tú piensas.

–¿Y qué es lo que yo pienso, Álex? –preguntó él de una manera un tanto


exasperada, al tiempo que se daba la vuelta y se acercaba a la ventana.

–Quizá pienses que si nos acostamos, me vea obligada a seguir adelante con este
matrimonio y cambie de opinión en cuanto a marcharme dentro de un mes. O al
menos eso he creído entender de tus palabras hace un momento –se apresuró a añadir.

–¿Y cómo estás tan segura de que no va a ser así? –inquirió él sin darse la vuelta.
Su voz sonaba algo forzada, y Álex deseó que la mirase y poder leer en su rostro lo
que estaba pensando.

–Robert, todavía no hemos hablado en profundidad de mis orígenes, pero


cuando lo hagamos te darás cuenta de que no me puedo quedar aquí. Es
absolutamente imposible –dijo meneando la cabeza–. Es imposible.

Robert no dijo nada. Se limitó a quedarse parado frente a la ventana sin mostrar
ningún signo de que las palabras de ella le hubiesen afectado de manera alguna.
Parecía como si ni siquiera las hubiese oído.

Pero sí lo había hecho. Había escuchado cada una de ellas y había sentido como
penetraban en su cerebro lenta pero inexorablemente. Dejó que su mente repitiese una
y otra vez: Imposible, imposible… no me puedo quedar aquí, es imposible.
Imposible…

«¿Qué demonios estás haciendo Robert FitzStephen?», se increpó. «No dejes que
ella se dé cuenta de lo mucho que te afecta lo que dice. No lo permitas. Síguele el
juego y llévatela a tu terreno. Jamás te has dado por vencido cuando has deseado algo
¿verdad? ¿Vas a rendirte ahora? No, no puedes rendirte. ¿Acaso tus enemigos no te
han considerado siempre un genial estratega? Demuéstralo ahora y consigue que se
quede contigo. Tienes un mes».

Álex, ajena al soliloquio que Robert mantenía consigo mismo, comenzó a


inquietarse. Desde el día anterior, los episodios silenciosos de Robert se sucedían con
frecuencia y eso hacía que ella se pusiese nerviosa. ¡Cómo deseaba volver a sentirse
como antes en su presencia! Había habido una complicidad especial entre ellos, y no
todos esos malentendidos y mutismos perturbadores…

–Muy bien, querida. –La voz de él rompió el incómodo silencio–. Entiendo


perfectamente lo que quieres decir. Quieres pasar el rato conmigo antes de volver a
casa, ¿no es así? –la interpeló mientras se giraba y se acercaba a la cama.

–Bueno, yo no lo llamaría exactamente…

–Llamémoslo por su nombre, querida –la cortó–. Quieres pasar el rato conmigo
y ya está. –Hizo una pequeña pausa antes de continuar–. Me parece bien –añadió con
un tono algo frío–. Pasemos el rato –concluyó. Y rápidamente se inclinó sobre ella
como había hecho anteriormente, pero esta vez no se limitó a dejar unos centímetros
entre ellos. Esta vez sus labios tomaron posesión de los de la joven y la besó con
pasión.

A Álex el asalto la pilló totalmente desprevenida y fue incapaz de hacer otra cosa
que quedarse allí pasmada y dejar que él la besase con brusquedad sin oponer ningún
tipo de resistencia. Pasaron unos instantes antes de que fuese realmente consciente de
lo que estaba sucediendo; fue entonces cuando cerró los ojos que había tenido
abiertos por la sorpresa y correspondió al beso masculino mientras le echaba los
brazos al cuello y le abrazaba vehementemente.

Robert, habiéndose percatado de la reacción positiva de la muchacha a su beso,


lo suavizó, dejando que su lengua entrase en contacto con la femenina al tiempo que
trazaba con ella lentos círculos dentro de su boca. Álex gimió y se aferró con más
fuerza a él. Robert la estrechó fuertemente contra sí y se deleitó en el placer que ese
beso y el cuerpo de la joven estaban provocando en él. Sus manos, que antes la
habían sujetado por los hombros, se deslizaron suavemente a lo largo de su cuerpo y
terminaron en las suaves caderas apenas cubiertas por la fina camisa.

Ambos gimieron.

Álex separó su boca apenas unos milímetros y abrió los ojos. Le costaba respirar
y advirtió que a él también. Sus alientos se mezclaron mientras se observaban
fijamente durante una eternidad. El silencio de la habitación solo era roto por la
respiración trabajosa de ambos. Álex se apartó unos centímetros para poder ver mejor
el atractivo rostro masculino. Lentamente y con mucha delicadeza recorrió la cicatriz
que le desfiguraba la cara con la punta de su dedo índice, mientras Robert se limitaba
a contemplarla con un brillo de deseo contenido en los ojos.

Unos enérgicos golpes en la puerta estropearon toda la magia que estaba teniendo
lugar en esos instantes y los sacaron del trance en el que se hallaban sumidos.

Soltando una maldición, Robert se incorporó sin dejar de mirarla.

–¡Adelante! –masculló entre dientes con un tono de voz algo forzado. Se notaba
a la legua que intentaba controlarse y apagar lo que hasta hacía unos segundos había
estado ardiendo en su interior.

Una procesión de criados portando cubos de agua entró en la habitación,


seguidos de cerca por dos criadas, una de ellas llevaba una bandeja con comida, la
otra, diversas prendas de ropa colgadas del brazo.

Álex, que todavía no había conseguido reponerse del apasionado beso, se tapó
hasta el cuello y observó cómo los criados llenaban la bañera, mientras su cerebro
intentaba analizar lo que había sucedido. Había sido un simple beso, solo un beso,
entonces, ¿cómo era posible que se sintiese así? De reojo miró a Robert, para
comprobar si él estaba igual de conmovido que ella, pero sus facciones no mostraban
nada. Lo único que revelaba que no estaba tan tranquilo como quería aparentar, eran
las venas de su cuello que mostraban una tensión poco común.

Las criadas dejaron la comida y la ropa sobre la mesa y se detuvieron indecisas,


pero a un gesto de Robert se limitaron a hacer una rápida reverencia y a abandonar la
habitación. Unos segundos después, los criados las siguieron.

Estaban solos otra vez.

–Es tarde –dijo él, y se encaminó hacia la puerta por la que acababa de salir el
tropel de criados–. Mis hombres y yo te estaremos esperando abajo. No te demores
demasiado, cuanto antes nos vayamos de este lugar mucho mejor.

Atónita, Álex se quedó mirándole mientras abandonaba la habitación y cerraba la


puerta tras de sí. Pero, ¿qué bicho le había picado ahora?, se preguntó frunciendo el
ceño. No entendía nada. Primero había sido extremadamente frío, después habían
intercambiado un beso maravilloso y por último esa despedida imposible de asimilar.
¿Qué diablos estaba pasando? ¿Estaba él tan confuso como ella?

Dispuesta a no hacerle esperar y no provocar otro de sus incomprensibles


enfados, salió de la cama y se quitó la camisa mientras se dirigía a la bañera. El agua
estaba deliciosamente caliente, y aunque no tenía verdadero frío ya que fuera brillaba
un sol espléndido que había caldeado la habitación, el sumergirse y sentirse rodeada
de tanto calor, hizo que se le escapase un suspiro de placer. Permaneció con los ojos
cerrados unos minutos, sin moverse, dejando simplemente que su mente evocase
imágenes de lo sucedido hacía unos minutos entre Robert y ella. Se sintió abrumada
por una placentera sensación y solo el pensar que aquello solo había sido el comienzo
hizo que su corazón se acelerase y que le costase respirar.

¡Había sido increíble! ¡Y solo había sido un beso!

Meneando la cabeza algo incrédula por la profundidad de lo que estaba


sintiendo, se apresuró a lavarse con la pastilla de jabón que había utilizado el día
anterior y que se encontraba en el mismo lugar, en un pequeño taburete junto a la
bañera. Decidió no lavarse la cabeza para no perder tiempo. De todas maneras, se la
había lavado el día de antes y su pelo, gracias a Dios, era en extremo agradecido y con
solo un par de pasadas con las manos recuperaba su forma rápidamente.

Mientras se secaba, echó una ojeada a la ropa que le habían traído las criadas.
Debía pertenecer a alguna de las damas del castillo, de cuya presencia en su boda
apenas si se había dado cuenta. Primero había estado demasiado nerviosa por
esquivar la mirada inquisitiva del obispo y posteriormente demasiado cansada de
fingir una expresión de vacía inocencia, por lo que las comensales del sexo femenino
se le habían antojado más como visiones desdibujadas que como verdaderas mujeres
de carne y hueso. Recordaba que una o dos debían tener su estatura o por lo menos
eso parecía a juzgar por la ropa que tenía delante. Había una fina camisa blanca
exquisitamente bordada en cuello y puños, un vestido semejante al que Beatrice le
había hecho de un color azul oscuro más que aceptable y una fina capa de un color
azul más claro. También le habían traído unos zapatos bastante peculiares, negros y
terminados en punta. Esbozando una sonrisa se los probó y se sintió como una figura
de un cuento de Las mil y una noches.

El vestido le quedaba algo suelto, incluso ajustando los cordones que llevaba en
los laterales, pero no le importó, el pequeño cinturón dorado que lo acompañaba
conseguía disimularlo. Lamentó no tener un espejo a mano, pero dado que no podía
hacer nada, se resignó a no saber qué aspecto tenía.
El olor a comida que despedía la bandeja que la criada había dejado sobre la
mesa, llevaba ya un buen rato torturándola. Tenía un hambre feroz y su estómago no
paraba de recordarle que la noche anterior apenas había probado bocado, tan inquieta
y desasosegada como se había sentido, sentada entre su nuevo flamante marido y el
astuto obispo que no paraba de observarla abiertamente y sin ningún disimulo. Había
comido un par de trozos de carne que Robert había apartado para ella y que le habían
sabido a serrín –aunque todos los demás parecían haber disfrutado sobremanera del
banquete– y nada más. Por lo que ahora se sentía famélica y estaba dispuesta a comer
cualquier cosa que tuviese aspecto de comida.

Decidida como estaba a no hacer esperar demasiado a Robert, no disfrutó de las


estupendas viandas como estas se merecían. Apresuradamente dio buena cuenta del
guiso de carne con verduras, que estaba exquisito, y de los panecillos rellenos de
mermelada, que superaban en mucho a cualquier postre que hubiese probado con
anterioridad. El vino apenas si lo probó. ¡Qué manía tenían en aquella época de servir
vino o cerveza cada dos por tres! No acostumbraba a beber alcohol y sabía que si
bebía demasiado de ese vino oscuro y pesado probablemente se le subiría a la cabeza
y terminaría mareada.

Echó un último vistazo a la habitación. Lo único que descubrió y que no pensaba


dejar allí, era la camisa con la que había dormido. La cogió y la dobló
cuidadosamente. No había ni rastro del vestido que había llevado el día anterior ni
tampoco de sus bailarinas. Lástima, el vestido era precioso y lamentaría perderlo y sus
adorados zapatos los iba a echar de menos, pero como bien había dicho Robert, lo
mejor era marcharse de allí cuanto antes. No podía olvidar que se encontraban en
territorio enemigo. Resopló. ¡Ojalá no se encontrase con el desagradable obispo!

Se sacudió unas motas de polvo de la falda de su vestido, sujetó la fina camisa


doblada bajo el brazo y se irguió. Con un ligero carraspeo se dirigió a la puerta y la
abrió enérgicamente. Se detuvo en el umbral por espacio de unos instantes, respiró
hondo y expulsó el aire lentamente.
Capítulo Veintisiete

Como ya había sucedido anteriormente, cabalgar con Robert se convirtió en una


tortura para Álex. El musculoso pecho masculino a su espalda y los poderosos muslos
pegados a sus piernas no le permitían relajarse ni un segundo. Cada movimiento del
caballo le hacía ser muy consciente de partes del cuerpo masculino en las cuales
prefería no pensar. Ya tendría tiempo suficiente de romperse la cabeza más adelante,
cuando hubiesen llegado a Black Hole Tower y tomasen la decisión de consumar el
matrimonio, o de no hacerlo.

Se alegraba de haber abandonado el castillo de los Chesney. No se podía decir


que su estancia allí hubiese sido especialmente positiva.

«Bueno», se dijo con cierto sarcasmo, «tampoco puedo quejarme. He conseguido


un marido bien situado y amigo personal del rey, un caballero honorable, diestro en la
batalla y poseedor de propiedades y tierras. No está mal para una simple traductora
huérfana, ¿no? Si hago caso de todos los comentarios de los hombres de Robert, me
estoy llevando una joya, desde luego».

Cuando había bajado a la sala, hacía poco más de media hora, los caballeros de
Black Hole Tower, Robert incluido, la habían estado esperando. Inesperadamente,
Wiliam la había estrechado entre sus brazos y le había plantado un beso en la mejilla al
tiempo que le decía lo feliz que se sentía porque se hubiese casado con su sobrino. A
ella no le había quedado más remedio que sonreír. Después, manifestaciones
parecidas, aunque quizá no tan efusivas, habían surgido de los demás, que la noche
anterior se habían abstenido de felicitar a la recién estrenada pareja debido a la
incómoda presencia del obispo.

Gilbert Foliot había partido esa misma mañana muy temprano, por lo que ahora
los hombres de Robert recuperaban el tiempo perdido deseándole lo mejor a la novia.
Había habido muchas reverencias, besamanos, algún que otro apretón cariñoso, y
todo ello regado con palabras de alabanza hacia su maravilloso marido. Marido que
había observado la escena a cierta distancia, con el ceño fruncido y una actitud tan
poco amigable, que había desmentido todos los elogios que sus hombres no paraban
de repetir.

Poco había durado la despedida. Álex había hecho una forzada reverencia ante la
señora del castillo, interpretando su papel de ingenua que no entendía una sola palabra
nuevamente, y se había limitado a sonreír estúpidamente; por el contrario, Robert se
había despedido con más formalidad tanto de su anfitriona como de sus hijos adultos.

Los ojos de Álex habían recorrido la sala con cierta curiosidad, admirando por
vez primera el lujo que se respiraba en ese castillo. Había estado tan nerviosa y
cansada la noche anterior, que no se había enterado de gran cosa. Bellos tapices
cubrían las paredes y alfombras el suelo. La mesa y las sillas eran mucho más
ornamentales que las de Black Hole Tower, y numerosas lámparas de aceite
iluminaban cada rincón de la enorme estancia. Pero lo que más le había llamado la
atención habían sido las vidrieras de cristal que lucían las ventanas. ¡Impresionantes!
Ella pensaba que ese tipo de vidrieras solo se encontraba en las catedrales. Según
parecía estaba equivocada. Ashen Grove Castle era indudablemente mucho más rico
que Black Hole Tower.

No habían tardado mucho en ponerse en camino. Una docena de enormes


sementales les esperaban en el patio de armas, preparados para partir. John y otros
muchachos pertenecientes al castillo se esforzaban por mantenerlos separados para
que no se embistiesen los unos a los otros y aun así, los grandes cuadrúpedos
aprovechaban cualquier momento de distracción de sus cuidadores para lanzarse
dentelladas al cuello. Indomables criaturas.

Álex se había mantenido a distancia de ellos. Aunque llevaba ya un mes viviendo


en esa época, había sido incapaz de acostumbrarse a ellos y probablemente nunca lo
hiciese. Se había apartado y colocado estratégicamente detrás de todos los caballeros,
esperando que Robert montase y se dirigiese a ella, cosa que había sucedido a
continuación. Todos los caballeros habían montado ya, solo quedaba en el suelo el
joven John, que se acercó solícito a ella para ayudarla a encaramarse al caballo de su
señor. Álex le había dirigido una sonrisa al azorado muchacho, pero antes de haber
podido incluso hacer ni el más mínimo gesto, se había visto levantada en volandas
desde atrás. Sin apenas realizar esfuerzo alguno, Robert se había inclinado y la había
levantado del suelo como si de una pluma se tratase, colocándola después ante él, de
medio lado, a lomos de su caballo. Posición que había resultado ser incomodísima
debido al vestido que llevaba puesto.

Y así, entre bromas de los jinetes, e incluso algún que otro silbido al comprobar
el tono rosado del rostro de la muchacha, habían abandonado Ashen Grove Castle y
puesto rumbo a Black Hole Tower, que como William no tardó en informar a Álex, se
encontraba a unas diez millas de allí, por lo que no tardarían más de tres horas en
llegar.

Hacía un día espléndido; el sol brillaba en un cielo desprovisto de nubes por


completo, aunque la vegetación del campo por el que iban avanzando denotaba que
las lluvias eran frecuentes en la zona. La temperatura era tan cálida que si cerraba los
ojos y dejaba que el sol le bañase la cara, Álex casi podía sentirse como si estuviese en
España disfrutando de uno de esos fantásticos días de verano.

Lo hizo.

Cerró los ojos y se dejó envolver por la calidez que sentía debido al sol y al
cuerpo masculino sobre el que se apoyaba. El paso tranquilo del caballo hizo que
poco a poco se fuese sumergiendo en un agradable estado de semiconsciencia muy
parecido al sueño.

Robert la contemplaba de soslayo. ¿Cómo era posible que esa mujer que ahora
mismo se mostraba tan relajada y satisfecha entre sus brazos fuese la misma que le
llevaba de cabeza desde que la había conocido? Imposible. No conseguía
comprenderla; a ratos era descarada, a ratos tímida… Puede que fuese la primera vez
desde el día anterior que la veía tan tranquila y con una actitud tan distendida en su
presencia. Su cercanía la ponía en tensión desde la escena que había tenido lugar hacía
un rato en los aposentos que habían compartido. El que ella ahora se recostase contra
su pecho y cerrase los ojos, le sorprendió sobremanera.

Aprovechando la inesperada situación, hizo caso omiso de las conversaciones de


sus hombres a su espalda y del camino que se abría ante él y se concentró en cada
milímetro del rostro femenino que se presentaba ante sus ojos. Su expresión se
suavizó al mirarla.

Suspiró internamente mientras levantaba la vista y la fijaba en la lejanía. No lo


había planeado, pero se había enamorado tan profundamente de ella, que no sabía lo
que iba a hacer si verdaderamente decidía marcharse dentro de un mes. Jamás había
tenido sentimientos tan profundos por nadie, exceptuando por su hijo, por supuesto,
pero eso era algo totalmente diferente.

No podía imaginarse un mundo en el que Álex no estuviese.

A pesar del poco tiempo transcurrido desde que se habían conocido, desde el
primer momento había presentido que esa era la mujer a la que había estado
esperando toda su vida, sin saberlo. Había sido extraño, pero nunca hubiese creído,
antes de conocerla, que se podía llegar a sentir tanta afinidad con alguien.

Álex dejó escapar un pequeño suspiro y se acurrucó todavía más contra su


pecho.

Robert bajó la cabeza y se dio cuenta de que estaba profundamente dormida. No


le sorprendió. La tensión y las privaciones a las que había estado sometida los últimos
días se estaban cobrando sus frutos. Su mirada descendió hasta donde las femeninas
manos reposaban. En la mano izquierda, el anillo de oro con su escudo, el lobo
rampante, ahora símbolo de su unión, brillaba en su dedo corazón. Una oleada de
ternura le embargó. Ternura y orgullo. Se sentía orgulloso de que una mujer como
Álex fuese su esposa. Una mujer inteligente, fuerte, decidida, valiente, tenaz y algo
impetuosa. Esa era la mujer que él siempre había deseado a su lado y ahora se
encontraba allí, entre sus brazos, descansando tranquilamente, a su merced.

La intensidad con la que la contemplaba era tal, que si Álex hubiese abierto los
ojos en ese momento, probablemente se hubiese alarmado.

En ese instante se prometió a sí mismo que haría todo lo humanamente posible


para no dejar que le abandonase y se fuese a ese mundo suyo del futuro.

Se quedaría con él, decidió.

Costase lo que costase.

El ataque fue tan repentino, que incluso aunque Robert no hubiese estado
distraído contemplando a su esposa, sin prestar demasiada atención al camino, no
hubiese podido hacer nada por evitarlo. Al igual que sus hombres, que tampoco
fueron conscientes hasta el último momento de que estaban siendo asaltados.

Acababan de internarse en una zona conocida como Westfield Wood. Era un área
boscosa y provista de numerosos matorrales, algo sombría debido a los árboles de
frondosas copas que no dejaban pasar la luz del sol y que ofrecían el entorno perfecto
para una emboscada, como estaban pudiendo comprobar en ese mismo momento.

Dado que eran tiempos de paz, ninguno de ellos iba preparado para la lucha. Y
aunque llevaban sus cotas de malla y sus cascos, los escudos colgaban inútiles de los
flancos de los caballos, por lo que las primeras flechas disparadas desde lo alto de las
copas de los árboles, alcanzaron los blancos que perseguían, antes de que ninguno
hubiese podido reaccionar de manera adecuada.

Una flecha se clavó justo a los pies del caballo de Robert haciendo que este se
encabritase del susto. Gracias a eso, otra flecha que sin duda iba dirigida al corazón de
la joven que dormía entre sus brazos, se desvió y penetró en su brazo.

Álex fue arrancada del sueño por un dolor penetrante en la parte superior de su
brazo izquierdo. El gemido que se escapó de sus labios se mezcló con los gritos de los
hombres y el histérico relinchar de los caballos. Durante unos segundos no fue muy
consciente de dónde se encontraba, solo veía oscuridad en torno a ella y se sentía
zarandeada y sacudida sin delicadeza alguna. El brazo le dolía terriblemente.

Sobre su cabeza escuchó la varonil voz de Robert gritando órdenes a sus


hombres. Les decía que se replegasen y que retrocediesen. Álex, por encima del fragor
de la lucha, oyó gritar a alguien y luego un ruido sordo y pesado contra el suelo. Otros
gritos vinieron a mezclarse con el primero. No pudo entender lo que decían, ya que
hablaban muy deprisa, pero hablaban sajón. No eran hombres de Robert.

A tientas y con gran dificultad se llevó la mano derecha al brazo izquierdo. Sus
dedos palparon una sustancia caliente y viscosa que descendía rápidamente hasta su
muñeca. Siguió el rastro hacia arriba y tocó algo que se asemejaba a una rama
saliendo de su brazo. El dolor fue tan intenso que se desmayó.

Robert notó como el cuerpo de la joven se aflojaba entre sus brazos y lanzó una
plegaria al cielo porque solo estuviese inconsciente y no fuese algo peor. No sabía el
daño que podía haberle causado la flecha, solo sabía que le había perforado el brazo,
pero no había tenido tiempo de evaluar la gravedad de la herida. Un rugido surgió de
su garganta mientras aferraba a la muchacha con fuerza y aferraba con fuerza su capa
y su escudo con los que había cubierto el cuerpo de Álex.

Masculló una maldición al tiempo que giraba la cabeza para comprobar que
todos sus hombres habían conseguido escapar. Detrás de él, a solo unos metros,
William y Pain le seguían. William había sido alcanzado en la pierna y el caballo de
Pain llevaba un trozo de flecha clavado en el flanco, pero hasta ahora se mantenía en
pie y sosteniendo a su jinete.

Tenían que dar gracias a Dios de haber salido indemnes de aquella emboscada. Si
no hubiese sido por su rápida capacidad de reacción y porque los maleantes no eran
arqueros muy capaces, la situación podía haberse convertido en una carnicería.

Robert odiaba huir y no darles su merecido a esos miserables, pero la preciosa


carga que llevaba entre sus brazos era más importante que cualquier otra cosa. Ya
tendría tiempo de perseguir a los forajidos y hacerles pagar por lo que habían hecho.

Pronto dejaron atrás Westfield Wood y a sus asaltantes, y se dirigieron a


Bodenham Lake, un pequeño lago en medio de un claro, cuya situación despejada era
ideal para que no pudiesen volver a emboscarles. Si alguien intentaba acercarse, ellos
serían los primeros en divisarlos.

Robert frenó su montura intentando no ser demasiado brusco. Sin preocuparse


por sus hombres, como hubiese hecho sin lugar a dudas en cualquier otra ocasión,
desmontó del caballo con la desmayada joven en brazos. Se apartó unos pasos
dejando que el nervioso semental tuviese espacio y se arrodilló en la orilla del
tranquilo lago. Tiró el escudo a un lado y con mucho cuidado apartó su capa de la
cabeza de la muchacha. La palidez que presentaban sus mejillas hizo que dejase
escapar un gemido de impotencia. ¡Dios Santo! ¡No se movía! ¿Acaso la flecha había
atravesado algún órgano vital?

Un rápido vistazo le confirmó que no había sido así. La flecha había atravesado
el brazo limpiamente y su punta asomaba por el otro lado. Dio gracias de que así
fuese, de esa manera sería mucho más fácil poder sacarla.

El pecho de la joven subía y bajaba con regularidad dando fe de que solo estaba
inconsciente. Un reguero de sangre había empapado toda la manga del vestido y
alcanzado su mano, la mano en la que brillaba su anillo. Incluso inconsciente
mantenía la mano apretada en un puño, como si tuviese miedo de perderlo.
Suavemente acarició la pálida mejilla con los nudillos. Su rostro anormalmente pálido
le conmovió.

Permaneció unos segundos más mirándola fijamente antes de tomar una


decisión. Black Hole Tower estaba demasiado lejos para que Álex pudiese llegar hasta
allí cabalgando, no con la flecha en su brazo. Otra opción era regresar a Ashen Grove
Castle, pero el que los forajidos les hubiesen asaltado tan cerca del castillo y como si
hubiesen sabido exactamente que su grupo iba a pasar por Westfield Wood, le hacía
desconfiar. A pesar de la hospitalidad que les habían ofrecido, no debía olvidar que
Ashen Grove Castle era propiedad de una rama de la familia Foliot. Ya buscaría
responsabilidades más adelante. Ahora lo importante era Álex.

Apretó los labios y tensó la mandíbula. No tenía otra opción. Tendrían que
sacarle la flecha allí mismo y vendarle el brazo lo mejor que pudiesen, solo de esa
manera resistiría la cabalgada hasta Black Hole Tower. Ojalá que no despertase y se
mantuviese inconsciente. Eso le ahorraría mucho dolor.

Decidido a llevar a cabo el procedimiento cuanto antes, se giró y echó un vistazo


a sus hombres. Como pudo comprobar no le habían echado en falta. Eran hombres
competentes y curtidos en la batalla como él mismo y se sabían valer por sí mismos.
Desde donde estaba hizo balance de los daños sufridos.

William tenía la pierna herida, pero no debía ser muy grave, ya que aun a pesar
de estar apoyado contra una roca y tener la cara contraída por el dolor, impartía
órdenes con su potente voz de barítono.

Pain tenía un rasguño en el brazo pero se encontraba perfectamente. Estaba


ocupándose de los caballos junto con Alfred. Tenían algo de dificultad en controlarlos
ya que el ataque los había puesto muy nerviosos.

Su escudero John Adeney era el otro herido. Sangraba profusamente por una
herida que una flecha le había provocado al arrancarle el lóbulo de una oreja y su
joven rostro barbilampiño estaba igual de pálido que el de Álex. Gilbert se había
acercado a él y sostenía un paño contra la herida para detener la hemorragia.

El peor parado de todos había sido el caballo de Pain, que se había mantenido
firme hasta que habían llegado al lago para luego caer sobre sus patas y no volver a
levantarse mientras la sangre manaba a borbotones de la herida que tenía en el flanco
y que iba tiñendo de rojo la hierba que había debajo de él. Pobre animal. Tendrían que
sacrificarlo.

Robert volvió a contemplar a la muchacha tendida sobre su capa, antes de


incorporarse y dirigirse a sus hombres. Todos le miraron con preocupación. Incluso el
joven John que estaba sufriendo lo suyo le observó inquisitivo esperando una
respuesta.
–Es una herida limpia –dijo antes de que ninguno hubiese preguntado–. Pero
tenemos que sacar la flecha, no creo que aguante cabalgando hasta Black Hole Tower
–añadió dejando escapar un suspiro de resignación –¿Vosotros estáis bien?

Todos asintieron.

–¿Y no podemos volver a Ashen Grove Castle? –preguntó su joven escudero.

El semblante de Robert se endureció.

–No creo que estén libres de toda sospecha en lo que ha sucedido. Los hombres
que nos han atacado sabían que íbamos a pasar por ahí y nos estaban esperando.
Alguien ha debido decirles cuándo íbamos a atravesar Westfield Wood. No es una
zona muy transitada, así que no pueden haber sido unos vulgares ladrones ¿no creéis?

Estas palabras de Robert no sorprendieron demasiado a sus hombres. Algunos ya


habían deducido lo mismo que él. Se miraron entre sí asintiendo con gravedad.

–Será mejor no perder el tiempo –dijo William en ese instante rompiendo el


silencio que se había creado–. Aunque no creo que se atrevan a emboscarnos aquí, en
territorio despejado donde no tienen donde esconderse, no deberíamos quedarnos
más de lo necesario. –Se acercó cojeando donde yacía la muchacha y observó la
herida con ojos de experto–. No será difícil de sacar, pero por su bien espero que no
recupere el conocimiento.

Robert asintió con gravedad. Le hizo un gesto a Pain para que se acercase, al
tiempo que se arrodillaba junto a ella.

–Voy a cortarla –anunció después de haber examinado el brazo de Álex con


atención. El trozo de astil que había decidido cortar era el del extremo posterior, al que
iban acopladas las plumas, y que sobresalía de la herida unas veinte pulgadas más o
menos–. Necesito un cuchillo afilado.

Alfred, que estaba junto a los caballos, sacó un cuchillo de la bolsa que llevaba
atada a su silla de montar y se acercó con él.

–Creo que este servirá.

Robert lo cogió y lo balanceó sobre la palma de la mano. Después pasó la yema


del dedo pulgar sobre la afilada hoja y asintió satisfecho.
Pain se había arrodillado al lado de la cabeza de la joven y había apoyado sus
manos sobre los femeninos hombros. Con un gesto le indicó a John Ballard que
tomase posición junto a las piernas de la muchacha y le sujetase los tobillos con
firmeza. Había visto ese tipo de operaciones muchas veces y sabía lo que tenía que
hacer.

Robert respiró hondo un par de veces. Evitó dirigir la mirada hacia el rostro de la
que ahora era su mujer, tan pálido y demacrado. Sabía que si la miraba no iba a ser
capaz de hacerlo. Cerró los ojos un instante y cuando volvió a abrirlos un brillo
decidido resplandecía en ellos. Lentamente pero con mano firme procedió a cortar la
manga del vestido empapada en sangre. Su delgado brazo quedó al descubierto.

–Necesito agua y un paño para limpiarla –ordenó en voz alta.

Segundos después, Alfred se acercaba con lo que parecía ser una camisa blanca
empapada en agua. Se la tendió.

Robert la cogió y comenzó a frotar el brazo intentando ser lo más delicado


posible cuando se acercaba a la herida. Aun así no pudo evitar que a pesar de su
inconsciencia, la muchacha se estremeciese de vez en cuando y arrugase la cara por el
dolor que estaba sintiendo. Él dejó escapar una maldición en voz baja y se apresuró a
terminar, a sabiendas de que lo que venía ahora iba a ser mucho peor.

No le temblaba el pulso cuando cogió el cuchillo y lo acercó al astil. Haciéndole


un gesto a Pain para que estuviese alerta, comenzó la ardua tarea. El cuchillo demostró
ser el ideal para tamaña empresa, ya que apenas unos segundos después se encontraba
con el trozo de flecha en la mano. Álex se había agitado un poco, pero seguía
inconsciente. Robert tiró el trozo de flecha y contempló el resultado. Tenía que
asegurarse de que el corte había sido limpio, ya que ahora tenía que tirar de la punta y
sacarla del brazo, y no debía haber ninguna astilla, por minúscula que fuera, que
pudiese permanecer en la herida y provocar que empeorase posteriormente. En el
campo de batalla había visto una vez como uno de los caballeros del rey perecía por
culpa de una flecha que no había sido bien extraída de su pierna, o al menos eso era lo
que había dicho el médico.

En el corte, gracias al afilado cuchillo, no había astillas que pudiesen quedar en


la herida, así que, sin más preámbulos, levantó el brazo de la muchacha y agarró con
firmeza la punta de la flecha. Desvió la mirada un momento hacia el femenino rostro,
que estaba ahora cubierto por una fina película de sudor e igual de demacrado que
antes.

–Lo siento, Álex –murmuró entre dientes. Y comenzó a tirar.

Álex se retorció. Dado que Pain y John la tenían firmemente sujeta por los
hombros y las piernas, no pudo librarse del dolor, pero movió la cabeza violentamente
al tiempo que arqueaba la espalda y gemía con angustia.

Robert cerró los ojos un instante para no tener que ver el sufrimiento de la
muchacha, pero los abrió inmediatamente después, y con decisión, de un último tirón,
sacó la flecha de la herida, que comenzó a sangrar nuevamente.

–Ahora debes vendársela –dijo William que había estado observando el proceso
a su espalda–. Pon estas hierbas dentro del vendaje –añadió entregándole un puñado
de hojas verdes y un trozo de tela–. Harán que la herida cure antes.

Robert cogió la tela y las hierbas, que a decir verdad no le inspiraban demasiada
confianza. La lógica le decía que esas hierbas manchadas de barro no debían aplicarse
sobre una herida abierta, aunque por otro lado, él mismo había visto como los
médicos aplicaban todo tipo de hierbas y ungüentos en heridas como aquella, por lo
que aun a pesar de su desconfianza, dedujo que su tío tenía razón.

Cuando iba a comenzar a vendarla, un gemido escapado de la garganta de la


muchacha le hizo detenerse.

–No… lo… hagas.

Robert giró la cabeza y se encontró con los oscuros ojos de Álex que le
observaban fijamente. La palidez marmórea de su rostro acentuaba el brillo poco
natural que los empañaba.

–¡Álex! –exclamó él acercando la cara a la de ella, al tiempo que le acariciaba la


mejilla con suavidad–. ¿Estás bien? ¡No, no hables! Tranquila. Deja que yo me ocupe
de todo. No te preocupes… Todo va a salir bien… –Las palabras surgieron de sus
labios a borbotones.

La muchacha hizo un esfuerzo y acercó la mano que podía mover a la boca de él


para intentar silenciarle. La punta de sus dedos rozó los cálidos labios masculinos, que
al suave contacto permanecieron en silencio.
–Lávame la… herida con un paño limpio y a… agua… y luego véndamela… sin
esas hierbas –consiguió decir Álex entrecortadamente. El simple hecho de hablar le
supuso un gran esfuerzo. Sentía como el brazo entero le ardía y notaba los
desproporcionados latidos de su corazón en la herida. De buena gana se hubiese
sumido nuevamente en la semiinconsciencia de la que probablemente su instinto de
supervivencia acababa de despertarla.

Robert no dudó. Si Álex decía eso, debía estar en lo cierto. Ella era la que sabía y
conocía cosas de las que ellos no tenían ni la menor idea. ¿Acaso no había salvado a
su hijo respirando sobre su boca? Arrojó las hierbas a un lado y ordenó a sus
hombres que le trajesen un paño limpio empapado en agua, y otro seco.

–No te preocupes. Todo va a salir bien –volvió a dirigirse a ella con seguridad.

Álex, intentando que el dolor no le nublase la mente, se concentró en esos


maravillosos ojos verdes que la miraban de una manera como jamás la había mirado
nadie. Y a pesar de lo sucedido, en ese instante no deseó encontrarse en ningún otro
sitio que no fuese ese, a solo unos centímetros de Robert, sintiéndose tan cuidada y
protegida como nunca antes se había sentido.

–¿Te duele mucho? –inquirió él en voz queda con los ojos brillantes de
preocupación.

–No sabes… lo que daría yo ahora por un… nolotil –murmuró ella.

La cara de confusión de Robert casi consiguió que Álex soltase una carcajada,
pero se sentía tan débil, que lo único que su boca pudo hacer fue esbozar una frágil
sonrisa.

–No… me hagas caso. Era… una broma.

Robert enarcó una ceja y siguió contemplándola maravillado. ¿Acaso esa mujer
no iba a dejar de sorprenderle nunca? Incluso en su estado se permitía el lujo de
bromear… Una oleada de orgullo le invadió.

Sí, esa mujer extraordinariamente fuerte que le miraba sonriéndole, era su mujer.

¡Su mujer!

En ese momento Alfred se acercó llevando un paño empapado en agua y unas


cuantas tiras de tela preparadas para servir como vendaje. Robert cogió el paño y con
mucho cuidado comenzó a limpiar la herida, deteniéndose cada vez que Álex dejaba
escapar un gemido.

–Sigue… sigue. No te… detengas. Cuanto antes… acabes, es mejor –le animó
ella a continuar. Un par de gruesas lágrimas se deslizaron por sus mejillas.

Robert apretó los dientes y con gran destreza logró limpiar la herida, que ya
apenas sangraba.

Álex tuvo que esforzarse por mantenerse serena y no gritar. El dolor se había
convertido en algo insoportable, a pesar de todo el cuidado que estaba teniendo
Robert. Cuando la herida estuvo completamente limpia, se permitió soltar el aire que
había estado conteniendo todo el rato y su cuerpo se relajó. Pain y John, que habían
estado sujetándola todo el tiempo, aflojaron un poco la presión, lo que le permitió
relajarse unos instantes, pero la sensación duró poco.

En el momento en que Robert comenzó a vendarle la herida, el dolor se hizo


inaguantable y perdió el conocimiento.
Capítulo Veintiocho

Álex no volvió a recuperar el conocimiento hasta mucho tiempo después, por lo


que tanto el trayecto a caballo, como la llegada a Black Hole Tower pasaron totalmente
desapercibidos para ella. No fue partícipe de la indignación que reflejaron los rostros
de los habitantes del castillo al enterarse de lo que había sucedido, ni de la
preocupación de Beatrice y las demás mujeres, que se apresuraron a ofrecerse para
cuidar de la enferma, ofrecimiento que fue rechazado por Robert. Tampoco fue
consciente de las lágrimas que el pequeño Jamie derramó al ver su pálida tez y cómo
su cuerpo inerte era trasladado con cuidado a los aposentos de Robert, aposentos que
ahora le correspondía ocupar por derecho.

Ajena a todo esto, no fue sino hasta muchas horas después, cuando ya el sol se
había puesto y la penumbra se imponía, cuando finalmente abrió los ojos, y con un
gesto algo confuso parpadeó varias veces intentando concentrarse. Tardó unos
instantes en darse cuenta de dónde se encontraba y a quién pertenecía ese cuarto.

Ignorando el dolor sordo que sentía en el brazo, se incorporó unos centímetros y


recorrió la estancia con la mirada. A su izquierda, el fuego que chisporroteaba en la
chimenea era, aparte de una fuente de calor, la única fuente de luz que iluminaba la
estancia. Las llamas se reflejaban en las numerosas espadas que colgaban de las
paredes otorgándoles un aspecto un tanto grotesco, y sin querer, Álex se estremeció.
Giró la cabeza y contempló el resto de la habitación. Sobre el baúl que se encontraba a
los pies de la cama había diversos trozos de tela y un cuenco lleno de agua, lo que le
indujo a pensar que alguien iba a venir a cambiarle el vendaje. Bajó la vista y
contempló la venda que le cubría la parte superior del brazo. Una pequeña cantidad de
sangre había conseguido traspasar las capas de tela y las había humedecido. Álex
frunció el ceño mientras contemplaba las manchadas vendas; esperaba que la herida
no se infectase. Todavía se agitaba solo de pensar que Robert había estado a punto de
hacerle caso a su tío y de ponerle aquellas sucias hierbas sobre la herida. ¡Menos mal
que había recuperado la consciencia en el momento preciso!
El esfuerzo de mantenerse erguida la estaba dejando exhausta por lo que se dejó
caer sobre la almohada. El brazo le dolía mucho y comenzó a imaginarse que en lugar
de encontrarse allí, se encontraba en un hospital provisto de todas las comodidades,
con una enfermera dedicada en exclusiva a cuidarla, con el gotero en el brazo y una
gran cantidad de calmantes a su disposición. El mero hecho de pensar en ello hizo que
se le saltasen las lágrimas.

¿Qué narices pintaba ella allí, en ese mundo violento y lleno de peligros? ¿Qué
se había creído el idiota del librero que le había vendido el pergamino? ¿Acaso tenía
ella pinta de mujer medieval? ¿De poder vivir en esa época?

Llena de autocompasión, quizá debido al dolor que estaba sintiendo, dio rienda
suelta a las lágrimas que normalmente tanto le costaba derramar, y se abandonó a su
sufrimiento. Con los ojos clavados en el techo, sollozó quedamente durante un rato,
dejándose llevar por la pena y la tristeza de no estar en su casa, en su mundo, en su
época.

Así permaneció unos segundos, ahogándose en su miseria, hasta que su propia


voz interior comenzó a reprocharle su pueril actitud. Empezó a increparse a sí misma
por su debilidad y a recordarse lo fuerte que siempre había sido y que nunca se había
dejado llevar por la amargura.

Avergonzada por su conducta débil y pesimista, sacudió la cabeza con violencia y


se secó las húmedas mejillas con el dorso de la mano derecha, al tiempo que aspiraba
ruidosamente y se tragaba el resto de las lágrimas, dispuesta a no volver a sucumbir al
desconsuelo.

Ella nunca había sido así.

«Puede ser, pero nunca te habían disparado una flecha», se dijo a sí misma,
disculpando a medias la flaqueza de hacía unos instantes.

Volvió a menear la cabeza bruscamente haciéndose daño en el brazo.

–¡No! ¡Joder, Álex tú no eres así! –exclamó en voz alta–. ¡Se acabó el llorar!

Fue el eco de su propia voz lo que le hizo sentirse mejor. De pronto dejó de
verse como una pobre víctima para verse como lo que verdaderamente era, una mujer
valiente y animosa. Y como si de una señal se tratase, en ese momento su estómago
dejó escapar un fuerte rugido de hambre, que hizo que una sonrisa irónica se dibujase
en su cara.

Y esa fue la primera imagen que de ella tuvo Robert al entrar en sus aposentos.
Los labios de Álex curvados en una sonrisa mientras contemplaba el techo con la
mirada perdida.

Arqueó las cejas fascinado. ¡Esa mujer era increíble! Acababa de pasar por una
situación terrible, que podía haberle costado la vida incluso, y ahí estaba, tendida en
su enorme cama, ¡sonriendo!

Álex giró la cabeza y descubrió la alta figura de Robert en el umbral de la puerta.


Su corazón dio un pequeño salto de alegría al verle allí y su sonrisa se hizo aún más
profunda.

–Espero que debajo de esa capa lleves por lo menos un buen plato de carne y
una hogaza de pan –dijo con un tono desenfadado–. ¡Me muero de hambre!

Robert meneó la cabeza, divertido, al tiempo que cerraba la puerta tras de sí.

–Veo que no es necesario preguntarte qué tal te encuentras. Creo que nos hemos
preocupado por ti en vano –añadió mirándola con fingida seriedad, acercándose al
lecho.

–El brazo me duele bastante –repuso ella intentando incorporarse–, pero me


encuentro bien dadas las circunstancias –concluyó. Y aceptó agradecida que Robert, al
ver sus inútiles esfuerzos, le pasase un brazo por detrás de la espalda y la ayudase a
erguirse. Sin poder ni querer evitarlo, se agarró a él más tiempo del necesario y
cerrando los ojos aspiró el aroma que despedía su cuerpo. ¡Olía tan bien! ¿Cómo era
posible? Su idea de que los caballeros medievales solo debían oler a sudor y a
suciedad por la falta de aseo, se iba al traste con este hombre. Robert siempre olía
bien. Demasiado bien.

Robert se aprovechó de la debilidad de la joven y se deleitó en el abrazo, que


estaba durando más de lo que hubiese debido durar. Sentía las curvas de su mujer a
través de la fina tela de la camisa de dormir, con la que las mujeres del castillo la
habían vestido hacía apenas unas horas. Suspiró quedamente deseando prolongar ese
espontáneo abrazo.
Un gemido llegó a sus oídos y le hizo regresar a la realidad. Con algo de
reticencia, rompió el contacto con ella y se retiró. Su respiración se había acelerado
imperceptiblemente.

–¿Te he hecho daño? –inquirió volviendo a retomar el autocontrol férreo que le


caracterizaba.

–No has sido tú –repuso ella casi sin aliento. ¡La cercanía de ese hombre siempre
terminaba por sacarla de sus casillas! ¡Qué débil se sentía siempre en su presencia!
Desvió la mirada y la posó sobre las vendas y el cuenco de agua que reposaban sobre
el baúl–. ¿Has venido a cambiarme el vendaje? –cambió de tema.

–Esa era mi intención, pero si quieres puedo procurarte algo de comer antes de
hacerlo.

–¡Sería fantástico! –exclamó olvidando su azoramiento anterior. Estuvo a punto


de dar palmas de entusiasmo, pero justo a tiempo recordó la herida de su brazo y se
contuvo.

Robert arqueó las cejas con cierta sorpresa. Toda la preocupación que había
estado sintiendo por ella iba disminuyendo poco a poco. Después de haberla
observado durante unos minutos ya no le quedaba la menor duda de que iba a sanar
muy pronto de su herida.

–¿Por qué me miras así? –le preguntó ella llena de curiosidad.

–¿Acaso no debo hacerlo? –repuso él recobrando la compostura al instante–.


¿No eres mi esposa?

A Álex, aquellas palabras le sonaron a música celestial. Dispuesta a ser lo más


sincera posible con él, le respondió con la verdad.

–De momento solo de nombre, amor –puso todo el énfasis del que fue capaz en
esa palabra–. Y si no me cuidas bien, probablemente siga así durante mucho tiempo.

Robert entornó los ojos dudando de su capacidad auditiva. ¿Había dicho ella lo
que él creía que había dicho? Los femeninos ojos brillaban de una forma harto
provocativa dando a entender que cada una de las palabras que acababa de
pronunciar, aun en broma, eran totalmente ciertas.
No lo dudó; se dio la vuelta y alcanzó la puerta de una zancada; la abrió de par en
par con vigor y comenzó a gritar a quien pudiese oírle que su mujer tenía hambre y
que necesitaba que le trajesen comida, ya. Acto seguido cerró la puerta y se giró para
mirarla. Sus ojos resplandecían joviales.

Álex dejó escapar una carcajada profunda y ronca, muy atractiva.

Él se acercó al lecho y sentó en el borde. Su mirada se posó brevemente sobre el


herido brazo de ella y apretó la mandíbula unos instantes, pero se repuso rápidamente
y volvió a buscar sus ojos, que le miraban fijamente. La risa todavía brillaba en ellos.

–Me confundes ¿sabes? –comenzó él en un tono de voz serio, desmintiendo la


diversión que habían compartido hacía apenas unos segundos–. Eres contradictoria. A
veces creo que no hay nada que desees más que estar conmigo, pero cuando me
acerco a ti, me alejas y pretendes que no hay nada entre ambos. –Hizo una pequeña
pausa al tiempo que desviaba la vista y la dirigía a las llamas que crepitaban en la
chimenea –¿Qué es lo que quieres, Álex? –concluyó volviéndola a mirar.

La joven bajó la vista un tanto avergonzada. Él tenía razón. No sabía qué era lo
que le sucedía, pero desde que le había conocido su actitud había sido de lo más
equívoca y paradójica. Ella no solía ser así, tan voluble e indecisa. Si bien era cierto
que nunca antes un hombre había provocado tales sensaciones en ella. Y eso le hacía
sentir profundamente insegura.

Por otro lado, también estaba cansada de ese estúpido juego del gato y el ratón
que ella misma había provocado y que probablemente no les estuviese haciendo
ningún bien a ambos. Sinceramente, tenía ganas de decirle lo que sentía y de disfrutar
del momento con él, y que sucediese lo que tuviese que suceder.

Levantó la cabeza. Robert la observaba sin decir palabra, con una expresión en la
cara que ella no supo comprender.

–Tienes razón –comenzó–. Me estoy comportando como una niña consentida. A


mi edad ya debería saber lo que hacer en una situación como esta –añadió con un tinte
de ironía–. Quiero ser sincera contigo, Robert. Quiero que sepas lo que siento por ti y
lo que me gustaría que sucediese entre tú y yo. –Se detuvo.

Robert esperó pacientemente a que ella continuase. Le hubiese gustado hacerle


mil preguntas, pero decidió aguardar a que fuese ella la que siguiese el hilo de la
conversación.

–Francamente Robert, creo que hay una gran atracción física entre tú y yo, y no
me molestaría nada que nos dejásemos llevar y acabásemos compartiendo esta cama.
Cuanto antes mejor. –Estas palabras fueron acompañadas de una sonrisa–. Pero hay
algo que quiero dejar muy claro antes de nada y que ya hemos hablado con
anterioridad. De donde yo vengo, el acostarse con alguien es algo que sucede
simplemente, y no hay ningún tipo de compromiso o de derechos adquiridos porque
algo así suceda. Nuestro caso, ahora mismo, aquí y ahora, es diferente. Sé, que a los
ojos de todo el mundo soy tu mujer y sé lo que todos, incluido tú, esperáis de mí. –
Hizo una pausa al tiempo que intentaba leer la expresión de él sin conseguirlo–. No
voy a poder cumplir con vuestras expectativas, Robert. Este no es mi mundo y no
quiero estar aquí. Quiero volver a casa. ¿Lo comprendes? Suceda lo que suceda entre
tú y yo, no me puedo quedar. Y esto es todo lo que puedo ofrecerte… un mes hasta
que me vaya. Nada más. Espero que aceptes lo que te propongo, porque nada me
gustaría más que poder pasar este mes contigo, en tu cama o donde nos apetezca a los
dos.

Si la propuesta de Álex, expresada en un tono nada habitual para una mujer de la


época, había escandalizado a Robert, nada en su gesto lo delató. Es más, se podría
incluso decir que la había acogido con absoluta indiferencia. Pero la joven, que poco
a poco iba conociendo el autocontrol del caballero, percibió que una vena latía en su
sien derecha y que la cicatriz que afeaba su mejilla resaltaba algo más de lo usual
mostrando a las claras la tensión que debía estar sintiendo en esos instantes.

Álex decidió armarse de paciencia. Sabía que lo que acababa de decirle no era
fácil de digerir ni siquiera para un hombre de su época, cuanto menos para un hombre
como él. Y aunque ella había podido comprobar hasta el momento que era una
persona bastante abierta y racional, todo tenía un límite, y el que una mujer le hablase
así a un caballero del siglo doce, podía ser la gota que colmase el vaso.

Robert seguía mirando las llamas. Las palabras de Álex y la forma cómo las
había pronunciado le habían llevado a comprender el terrible abismo que existía entre
los mundos de ambos. Ella llevaba advirtiéndoselo durante mucho tiempo pero él no
había terminado de creer en ello. De alguna manera había pensado que todo lo que
ella le contaba sobre sus orígenes era una fantasía surgida de su cabeza, aunque otra
parte de su mente sabía que había verdad en las afirmaciones de la joven. De todos
modos, ninguna mujer y probablemente ningún hombre de su época podría haberse
expresado así como lo había hecho ella hacía un instante. Jamás había escuchado tanta
franqueza de los labios de alguien.

No sabía cómo reaccionar.

Sabía que ella estaba esperando que él tomase algún tipo de decisión y si era
sincero consigo mismo él también deseaba pasar ese mes que le ofrecía tan
abiertamente de la misma forma que proponía; pero también sabía que él deseaba
más… mucho más, y creía que fuese honorable ocultarle sus intenciones a ella, que
tan sincera había sido.

De pronto deseó saber más sobre ese futuro de donde ella venía para poder
comprenderla mejor.

–Me gustaría poder decirte que acepto lo que sugieres sin ningún tipo de
restricción –comenzó mientras giraba la cabeza y la miraba–, pero no sería cierto.
Todo lo que soy y en lo que creo me obliga a decirte que no puedo aceptar lo que
propones. Tú eres mi mujer ante los ojos de todos y ante los ojos de Dios, y si bien es
cierto que este matrimonio ha comenzado como una farsa, podría dejar de serlo en el
mismo momento en que ambos aceptemos que realmente estamos casados.

Álex, al escuchar estas palabras, dejó caer la cabeza y suspiró profundamente.


¿Qué había esperado de un honorable caballero medieval? ¿Qué aceptase su
deshonesta proposición y se convirtiese en su amante?

–Por otro lado –continuó el–, y aun yendo en contra de mis principios, voy a
aceptar tu proposición y voy a hacer valer mis derechos como esposo durante este
mes, sin pensar en lo que pueda pasar después. –El tono de su voz cambió para
convertirse en un susurro ronco–. Álex, quiero compartir este mes contigo. Te quiero
en mi cama, a mi lado, en mi vida –y diciendo esto cogió la cara de la muchacha, que
le observaba sorprendida, entre sus manos, y acercó sus labios a los de ella.

Álex sintió cómo el corazón le daba un vuelco en el pecho. Ignorando el dolor


que sentía en la herida, le abrazó por el cuello con el brazo sano, y se dejó besar. Los
dedos de él se hundieron en sus mejillas obligándola a acercarse más y a entregarse
por entero. Dejando escapar un gemido de placer, abrió los labios y permitió que la
lengua de él entrase en su boca y explorase los rincones más profundos; dejó que le
acariciase los dientes, el paladar y su propia lengua, con un ritmo lento y delicioso que
hizo que cada vez le costase más trabajo respirar debido a la excitación que estaba
comenzando a sentir.
Robert sintió como la joven correspondía a su beso con avidez abriéndose por
completo. Un ahogado rugido de satisfacción surgió de su garganta.

¡Por fin!

Esta era quizá la primera vez que ella se dejaba llevar del todo. Había habido
otros besos entre ellos, pero siempre había sido como si ella se estuviese reservando,
como si no se estuviese entregando del todo. Esta vez era diferente; podía sentirlo. En
ese beso, Álex estaba dándolo todo, al igual que él hacía.

Álex se pegó todavía más al cuerpo de Robert, siendo ella ahora la que utilizaba
su lengua para explorar todos los rincones de la masculina boca. La introducía y la
sacaba con deliberada lentitud provocándoles a ambos placenteras sensaciones.
Jugueteó con sus dientes mordisqueando los labios de él, ahora más suavemente,
ahora con más fuerza, comprobando al instante como su inocente y pasional juego
hacía que él, poco a poco, fuese perdiendo ese autocontrol del que tanto presumía;
pronto se encontró sepultada bajo el cuerpo masculino, que ciego de pasión había
caído sobre ella empujándola contra el colchón. Notó su miembro endurecido contra
su vientre y prontamente sintió como la humedad bañaba sus partes más íntimas. Se
apretó fuertemente contra él maldiciendo la ropa que ambos llevaban puesta y que
formaba una inoportuna barrera.

Robert, aunque enardecido, todavía era consciente del estado en el que se


encontraba la muchacha; levantó la cabeza unos centímetros y contempló el rostro de
la joven que estaba enrojecido por la pasión. Un brillo hambriento refulgió en los ojos
masculinos, pero se esforzó por respirar un par de veces profundamente intentando
calmar el ardor que sentía.

–No sabes cuánto tiempo llevaba esperando esto –susurró con voz ronca antes
de volver a bajar la cabeza y posar los labios sobre el cuello de ella. Allí, donde el
latido de su corazón se concentraba, depositó varios besos con extraña delicadeza.

Álex enredó las manos en su pelo negro y arqueó la espalda, deseando que él no
se contuviese de aquella manera. Pero un agudo pinchazo en el brazo herido hizo que
un gemido de dolor escapase de sus labios.

Robert se incorporó al instante y la miró con preocupación.

–¿Te he hecho daño?


–No, no has sido tú. He sido yo misma –repuso ella con la cara contraída por el
dolor–. No sé cómo ni por qué, pero algo ha hecho que me olvidase de la herida y he
sido descuidada –añadió con una sonrisa un tanto traviesa.

Robert la observó con calidez. ¡Era tan bella cuando sonreía!

–Creo que tenemos que aplazar la consumación de este matrimonio para más
adelante, cuando seas una oponente digna de mí –bromeó acariciándole la mejilla.

La sonrisa de Álex se ensanchó mostrando una fila de bellos y cuidados dientes.


Iba a replicarle cuando la puerta de la habitación se abrió bruscamente y el ávido
rostro de Jamie apareció en el umbral.

–¡Álex! –gritó jubiloso al ver que la muchacha estaba despierta. Echó a correr
hacia la cama pero al llegar junto a ella se detuvo bruscamente como si de repente se
hubiese dado cuenta de que la joven estaba convaleciente y quizá pudiese hacerle
daño.

–Ten cuidado, Jamie, Álex no se encuentra bien –le reprendió Robert sin
excesiva severidad.

El niño asintió solemnemente. Tenía los ojos hinchados de haber estado llorando,
pero cuando los posó sobre la cara de la muchacha, una enorme sonrisa infantil
desmintió cualquier lágrima que pudiese haber derramado anteriormente. Inquieto,
como solamente un niño de cuatro años puede ser, se retorció las manos en silencio,
al tiempo que miraba alternativamente a la joven que reposaba en la cama y a su
padre, que permanecía en pie a su lado.

–No pasa nada Jamie, me encuentro bien –le tranquilizó Álex y con un gesto le
animó a acercarse más a ella.

El muchachito no se lo pensó dos veces; sin mirar a su padre, por si acaso volvía
a reprenderle, se apresuró a encaramarse a la cama y a echarle los brazos al cuello a la
que en poco tiempo se había convertido en su profesora, amiga y sustituta de madre.
Álex dejó escapar un gemido de satisfacción al sentir el cálido cuerpo del pequeño
abrazándola. ¡Era adorable!

Robert enarcó las cejas positivamente sorprendido al ver a su hijo abrazado al


cuello de Álex mientras le susurraba cosas al oído que la hacían reír. Parecía haberse
olvidado de todo lo demás y solo tenía ojos para Jamie.

En esos instantes llegó Beatrice, seguida de cerca por William, que venía
cojeando, y por Ralf. Tras ellos, dos criadas traían sendas bandejas con comida y
bebida.

–Se me ha escapado –se disculpó Beatrice señalando a Jamie, que se había


sentado junto a Álex en la cama y recostado contra su pecho.

–Está bien Beatrice, no pasa nada –se apresuró Álex a contestar, en defensa del
pequeño.

William se acercó al lecho y con aire preocupado comenzó a hacerle preguntas


sobre su estado de salud. Incluso Ralf, el siempre desconfiado y misógino Ralf, se
acercó a ella y la observó con aire de preocupación.

En un instante, el apacible dormitorio en el que apenas unos minutos antes


Robert y Álex se habían besado en absoluta intimidad, se había convertido en la plaza
de un abarrotado mercado. Beatrice había comenzado a preparar los vendajes, William
y Ralf se habían apostado a los pies de la cama y comentaban cuál era la mejor forma
de que una herida de esas características se curase. Las dos criadas estaban sirviendo
la comida junto a la mesa, y Jamie se había acurrucado junto a Álex y apenas dejaba
que se moviese un milímetro.

Robert retrocedió un par de pasos y apoyó la espalda contra la pared


contemplando la escena con satisfacción. Sonrió internamente al ver como la joven se
soplaba el flequillo azul para apartarlo de su cara, un gesto habitual en ella. Escuchaba
con mucho interés a William y a Ralf, y a Beatrice, que de vez en cuando se inmiscuía
en la conversación de los dos caballeros y añadía algunas frases. Su mano sana
acariciaba distraídamente la cabeza del pequeño que se había hecho un ovillo a su
lado y la miraba con adoración.

Repentinamente levantó la mirada y le sorprendió mirándola. Le sonrió con algo


parecido a la resignación, al tiempo que se encogía de hombros casi
imperceptiblemente.

Robert sonrió.

Nunca antes la había querido tanto como en ese momento.


Capítulo Veintinueve

Ya era noche cerrada y la mayor parte de los habitantes del castillo dormía. Álex
se hallaba sentada en una silla junto a la chimenea, rodeada de cómodos almohadones
que Beatrice había dispuesto allí para ella. Aunque no hacía mucho frío, el
reconfortante calor de la chimenea y el vaso de leche caliente con miel que Edith había
preparado especialmente para ella, y del que estaba disfrutando a pequeños sorbos, le
estaban provocando somnolencia.

Después de que los hombres, incluido un contrito Jamie, hubiesen abandonado


la habitación, Beatrice le había cambiado el vendaje aplicando sobre la herida una
especie de ungüento de flores de caléndula, que según le había asegurado, además de
calmarle el dolor, aceleraría la cicatrización. A regañadientes y con desconfianza, había
aceptado que le embadurnase el brazo con la pasta anaranjada. Posteriormente había
disfrutado de la frugal comida que le habían llevado las criadas, y de la que apenas
había dejado restos, probando así lo hambrienta que había estado. Después, con ayuda
de Beatrice, se había aseado y se había puesto una especie de bata de terciopelo rojo
oscuro, que según la niñera, ahora era de su propiedad, ya que era la señora del
castillo. Álex no había conseguido saber de dónde había salido tal prenda, ya que las
explicaciones de Beatrice habían sido más bien vagas, pero dado que parecía ser de su
talla, no había protestado.

Y ahí estaba, sentada frente a la chimenea con su bata de terciopelo, su vendaje


limpio y su vaso de leche con miel, esperando a que Robert decidiese unirse a ella.

Suspiró recordando la escena que había tenido lugar hacía un par de horas en
aquellos aposentos. Desvió la mirada hacia el lecho donde se habían besado ella y
Robert con tanta pasión; si cerraba los ojos casi podía sentir los labios de él sobre su
piel… sobre su boca, su cuello… Agitando la cabeza para ahuyentar las imágenes que
comenzaban a inundar su mente, volvió a abrir los ojos e intentó concentrarse en otra
cosa que no le trajese a la cabeza esas escenas tan comprometedoras.
Contempló las llamas frente a ella y empezó a pensar en lo que él había dicho
cuando había aceptado su descabellada proposición. Había mencionado que aunque
iba en contra de sus principios, aceptaba estar con ella ese mes. Sí, eso había dicho.

¿No era increíble que un hombre de su época y sus creencias hubiese


reaccionado como él lo había hecho? ¿Acaso tenía unas intenciones diferentes a las
que había expuesto? ¡No, eso era absolutamente imposible! Era un hombre de honor;
jamás utilizaría una mentira para salirse con la suya; de eso estaba segura.

El ruido de la puerta a su espalda la sobresaltó. No se dio la vuelta; conocía


aquellas pisadas a la perfección.

–¿Cómo te encuentras? –oyó la voz de él.

–Muy bien –repuso–. Beatrice se ha empeñado en cuidarme como si fuese un


polluelo y ella mamá gallina. He tenido que arrebatarle la cuchara de las manos e
impedirle que me diese de comer como a un niño pequeño.

Robert sonrió. La forma de hablar de Álex era bastante peculiar. Además, si a


eso le sumaba el gracioso acento que tenía y cómo algunas veces confundía las
palabras, resultaba del todo encantadora.

–Te he traído algo –anunció, al tiempo que se acercaba y tomaba asiento en la


silla que había junto a la de ella.

Álex le miró con curiosidad. Al parecer se había dado un baño, ya que su cabello
todavía estaba mojado y peinado hacia atrás. Llevaba además el atuendo típico de
estar por casa –en ese caso por el castillo–: una amplia camisa, unas calzas marrones y
unos cómodos escarpines de cuero. La mirada de la joven se clavó sobre la mata de
pelo que asomaba por la abertura de su camisa blanca. Tuvo que llamarse al orden
mentalmente cuando comenzó a imaginar la suavidad de aquel rizado vello negro.

«Para», se ordenó a sí misma. «Para y concéntrate».

Robert sostenía un pequeño paquete en sus manos. No abultaba demasiado.


Estaba envuelto en una tela de un vivo color rojo.

–¿Es para mí?

–Es tuyo –repuso él y se lo tendió.


Álex lo cogió y lo desenvolvió cuidadosamente. Ya antes de que el contenido se
mostrase a sus ojos, sabía lo que tenía en las manos. Al apartar la última capa de tela,
las cuartas, el pergamino y su móvil quedaron al descubierto. Miró a Robert fijamente.

–Gracias –dijo, y le tendió la mano, que él tomó, un tanto sorprendido. Tras un


breve y afectuoso apretón, la retiró.

Un pesado silencio se estableció entre ellos. Robert permanecía expectante. Había


tantas cosas que le hubiese gustado saber y preguntar, que apenas podía contener su
impaciencia, pero haciendo gala de todo su autocontrol, se reclinó contra el respaldo
de la silla y la miró de reojo. Álex, ignorando el pergamino y las cuartas, que
permanecían olvidadas en su regazo, había cogido la brillante caja negra y jugueteaba
con ella distraídamente. Daba la sensación de que tenía deseos de decir algo, y no era
capaz de encontrar las palabras.

–Me gustaría enseñarte algo –comenzó finalmente con un ligero titubeo–, pero
tienes que prometerme, que te cuente lo que te cuente, no te marcharás. Necesito que
tengas la mente abierta.

Robert arqueó las cejas con gesto de incomprensión, pero asintió lentamente. No
sabía qué era lo que ella iba a mostrarle, pero no era ningún pusilánime que se
acobardase ante nada; era un guerrero audaz como había demostrado en muchas
batallas.

Álex asió firmemente el móvil con las dos manos y pulsó el botón de encendido.
Unos instantes después, la pantalla se iluminó y la característica música de la marca se
dejó oír. Rápidamente introdujo el PIN, antes de volver la cabeza y mirar a Robert,
intentando descifrar la expresión que mostraba su cara, sin conseguirlo.

Robert, a pesar de haber visto muchas cosas en su vida, se había quedado


estupefacto al contemplar cómo la cajita negra desprendía una luz brillante y un
extraño y estridente sonido brotaba de su interior. ¡Increíble! ¡Era cosa de magia!
Incapaz de apartar la mirada del singular artefacto, intentaba asimilar lo que se
mostraba a sus ojos.

La escena quedó marcada por un incómodo silencio que ninguno de los dos se
atrevió a romper. Álex estaba demasiado nerviosa a la espera de que él reaccionase.
Robert, por su parte, estaba intentado encontrar la voz que se le había quedado
atascada en la garganta.
–¿Cómo has hecho eso? –preguntó al fin, después de carraspear un par de
veces–. ¿Cómo has podido hacer que la caja se ilumine y produzca sonidos? ¿Es cosa
de magia? –añadió, sin atreverse a expresar lo que realmente estaba pensando, que
algo así solo podía ser cosa de brujería.

–No es una caja. Es un teléfono móvil –repuso ella mirándole de reojo–. Sirve
para hablar con personas que están lejos. Bueno, y para otras muchas cosas. También
puede hacer fotos y grabar vídeos, y reproducir música y conectarse a internet…
bueno, sirve para muchas cosas –finalizó su explicación al darse cuenta de que Robert
la miraba como si le hubiesen salido cuernos. Se sonrojó.

–¿Cómo puedes hablar con personas que están lejos con esa caja? –inquirió
Robert con un gesto de incredulidad dibujado en el rostro.

–Puedes hablar con otra persona si tiene un teléfono móvil como este, aunque
esté a miles de millas de distancia. –Viendo el interés que mostraba el semblante de
Robert se puso a explicarle la manera cómo funcionaban los móviles y para lo que se
utilizaban. Le habló de las antenas, altas como torres de castillos y de las ondas
invisibles que volaban por el cielo como insectos diminutos.

Cuanto más hablaba ella y más profundizaba en su explicación, menos


comprendía Robert. Su escepticismo iba creciendo por momentos. De vez en cuando
examinaba con aprensión la pequeña caja que se apagaba por sí sola y volvía a
encenderse cada vez que Álex la manipulaba, lo que hacía de una manera distraída,
sin ser consciente de que aquello solo provocaba mayor confusión en él.

Álex, percatándose de que su ampliamente desarrollada exposición sobre el


funcionamiento de los teléfonos móviles no estaba sirviendo de nada y de que lo
único que hacía era desconcertar más a Robert, se detuvo en medio de una frase. Él
parecía no escucharla; contemplaba con curiosidad el móvil que ella no paraba de
bloquear y desbloquear en su nerviosismo, haciendo así que la pantalla se encendiese
y apagase una y otra vez.

–Es inútil explicarte para qué sirve un móvil cuando ni siquiera te lo puedo
mostrar. Lo mejor es que te enseñe otras cosas. Mira esto… –y diciendo esto accedió
al álbum de fotos del móvil con un simple movimiento del pulgar derecho. Buscó una
fotografía en concreto y le mostró la pantalla.

Robert apenas pudo dar crédito a sus ojos. Allí, sobre la caja iluminada, como un
reflejo perfecto y diminuto estaba la imagen de Álex.

¡Sí, era Álex! Con otra ropa y otro peinado, pero la sonrisa y los ojos eran los
mismos, sin duda. ¿Cómo era posible que una pintura de Álex hubiese aparecido de
pronto en esa caja? Estaba seguro de que anteriormente no se encontraba ahí. No lo
entendía.

Extendió la mano y con las yemas de sus dedos rozó la superficie plana de la
caja, justo encima de la perfecta boca de Álex. Inesperadamente la imagen se
transformó haciéndose mucho más grande. La cara de Álex ocupó toda la superficie.
Robert retiró la mano rápidamente.

La carcajada de la muchacha le hizo levantar la vista. Sus ojos verdes brillaron


algo ofendidos.

–¡Lo siento, Robert! –murmuró ella intentando contener la risa–. No quería


reírme de ti, pero es que tenías que haberte visto la cara.

–¿Qué truco es este que haces con la caja? –inquirió él, ignorando el ataque de
hilaridad de ella. De pronto se le antojaba enormemente importante saber más sobre
ese extraño artilugio.

–No es un truco –repuso ella recuperando la compostura, al ver que él estaba


muy serio–. En esta caja, como tú la llamas, se pueden guardar muchas cosas. Se
pueden guardar fotos, vídeos e incluso música. Una foto es lo que acabas de ver, es la
imagen de algo o alguien. Un vídeo es lo mismo, pero en movimiento.

–Muéstramelo –dijo él volviendo a mirar fijamente el móvil. Su curiosidad iba


en aumento.

Álex comenzó a mostrarle diversas fotos, haciéndolas pasar con un movimiento


del dedo índice. En la mayoría de ellas estaba ella sola en diferentes poses, pero había
otras en las que se encontraba acompañada, casi siempre de compañeros del equipo
de natación con los que había mantenido el contacto y con los que había ido de cena
en alguna ocasión. Pero la foto que más le llamó la atención a Robert y con un gesto
le indicó que parase, fue una en la que aparecía ella misma con Mateo, el guapo
entrenador de natación con el que había tenido una aventura hacía ya meses. Álex
recordaba bien aquella noche en la que había sido tomada la foto. Habían salido a
cenar con otros amigos y después de ir a un pub, donde se habían hecho esa foto y
otras muchas, habían terminado en casa de él. No estuvo mal, pero tampoco había
sido nada del otro mundo.

–¿Quién es? –inquirió Robert con el ceño fruncido. Los celos que había sentido
de repente al ver a Álex abrazando a ese hombre, amenazaban con desbordarle.

–Nadie especial. Solo un antiguo compañero de mi equipo de natación. Eh… me


refiero a que es un amigo con el que solía ir a nadar –se apresuró a rectificar al
advertir que su explicación estaba confundiéndole nuevamente.

–¿Un amigo? ¿Solo un amigo? ¿Abrazas así a todos tus amigos?

Álex le miró fijamente algo contrariada. ¿Iba a tener que darle explicaciones de
su vida sentimental?

Suspiró.

Probablemente sí.

–Ya te he dicho muchas veces que de donde yo vengo es diferente, Robert. Allí,
las mujeres podemos actuar como actuáis aquí los hombres. Podemos tener “amigos”
–hizo hincapié en la palabra–, sin tener que casarnos con ellos. Igual que hacéis
vosotros los hombres, aquí.

Robert apretó las mandíbulas intentando controlar la furia que se despertaba en


él. No hacía falta que ella le dijese nada más; lo había sabido en el mismo momento en
que había visto la mirada hambrienta del hombre de la imagen. Era la misma mirada
que brillaba en sus ojos cuando la miraba.

Abrió y cerró los puños un par de veces y trató de mantener la calma. Todo lo
que Álex le había dicho desde un principio era cierto. Todo. Era cierto que ella venía
del futuro como su cajita mágica le acababa de mostrar. En las imágenes que ella le
acababa de enseñar había podido ver a más gente como ella, con extraños ropajes y
cortes de pelo. Había podido constatar que la mayoría de las mujeres llevaban vestidos
escandalosamente cortos y tenían las piernas bronceadas y musculosas, y los hombres
no tenían vello corporal. ¿Cómo era eso posible? ¿Eran así todos los hombres en el
futuro?

Negó con la cabeza con incredulidad. Sentía una extraña opresión en el pecho y
no era capaz de pensar con claridad.
–¿Estás bien, Robert? –llegó a sus oídos la voz de ella, cargada de preocupación.

–Sí, estoy bien –mintió.

Álex no le creyó. Había llegado a conocerle lo suficientemente bien como para


saber que no estaba diciendo la verdad. Su férreo autocontrol no le iba a servir de
mucho esta vez. Había sido demasiada información de golpe. Demasiadas cosas que
asimilar.

–Bien, se acabó –dijo al tiempo que apagaba el móvil con un movimiento


enérgico–. Creo que ya hemos visto suficiente por hoy. Mañana, con más tiempo,
podemos seguir viendo todo lo que hay aquí guardado.

Robert seguía mirando la pantalla del móvil fijamente, pero sus ojos no la veían
realmente. Se encontraba a miles de millas de allí.

–Quiero que me cuentes cómo es tu vida allí –anunció de repente rompiendo el


silencio que se había creado.

–¿Mi vida? –Una sonrisa curvó sus labios. Dejó el móvil, el pergamino y las
otras hojas, que había tenido todo el tiempo en su regazo, sobre la mesa que tenía a su
izquierda. Luego cogió el olvidado vaso de leche y dio un par de sorbos. Hizo una
mueca de disgusto. Estaba fría. Carraspeó un par de veces y le miró. Él la observaba
con atención, incluso se había recostado contra el respaldo de la silla y parecía mucho
más relajado desde que ella había apagado el móvil.

–Sí, me gustaría saber qué es lo que haces, dónde vives, si tienes familia… y
sinceramente, también me gustaría saber cómo diablos has llegado aquí –añadió con el
ceño fruncido.

Álex tardó en contestar. ¿Cómo narices le podía explicar ella a un caballero


medieval todo lo que él quería saber? ¿Por dónde podía empezar?

Tardó unos segundos en pensar cómo iba a ordenar sus palabras para que él
fuese capaz de seguir sus explicaciones. Finalmente, suspirando, comenzó a hablarle
de sí misma, de sus padres, de su abuela, de la forma en que vivía. Le contó a qué se
dedicaba y cómo subsistía. A veces él le interrumpía y le hacía preguntas llenas de
curiosidad. Conceptos tan simples como sueldo, deporte, instituto, edificio de
apartamentos o accidente de tráfico merecían explicaciones más detalladas y más
complejas.

Robert apenas podía dar crédito a lo que estaba escuchando. Le resultaba muy
difícil de creer, incluso teniendo la mente abierta y siendo receptivo como ella le había
pedido. Los hechos que ella le relataba parecían sacados de fábulas inventadas para
asustar a los niños.

Todo el mundo tenía carros de hierro que no necesitaban bueyes ni caballos y


que eran capaces de adquirir velocidades impensables…

Las personas vivían en enormes construcciones de muchas plantas, una sobre


otra, y accedían a ellas en cuadradas cajas metálicas que subían y bajaban como por
arte de magia…

Pájaros de metal que surcaban los cielos transportando pasajeros y mercancías en


sus vientres…

Y todo el mundo sabía leer y escribir, hasta los niños más pequeños hablaban
varios idiomas…

Ya no había caballeros y la lucha cuerpo a cuerpo solo se utilizaba para hacer


“exhibiciones deportivas”, lo había llamado ella…

Todos tenían que trabajar y ganar dinero para poder comprar los carros de hierro
y las casas que había dentro de las construcciones…

Era simplemente increíble.

Todavía no había conseguido asimilar la mayor parte de lo que ella le había


contado, cuando Álex comenzó a hablar de cómo había llegado hasta allí. Le habló de
la extraña librería y de su misterioso dueño. Le contó lo que había sentido cuando
tocó el pergamino por primera vez, y le confesó que en su visión había visto y sentido
la presencia de su caballo. También le dijo lo que había sucedido después, cómo se
había desvanecido al leer el manuscrito a la luz de la luna llena, y había aparecido de
repente en el bosque, cerca de Wigmore Castle, donde él mismo había estado
acampado con sus hombres.

Robert no la interrumpió. Aunque algo contrariado por el deseo de ella de volver


a ese mundo loco del que provenía, también se sentía fascinado por la forma que tenía
de relatar cómo había sucedido todo. Los enormes ojos castaños brillaban al tiempo
que recordaba y un gesto añoranza, que la embellecía aún más si cabe, cubría su
semblante.

–¿Crees que la luna llena fue lo que te trajo aquí? –inquirió él, mirándola
fijamente.

–Lo creo, sí –repuso ella–. ¿Qué otra cosa si no? Es por eso que quiero intentar
recrear la escena en la próxima luna llena. Si estoy en lo cierto, volveré a casa, si no,
tendré que buscar otra manera.

–¿Y en caso de que no puedas volver?

–¡No digas eso! –exclamó. Su voz sonaba herida–. Tengo que creer que hay una
manera, Robert. Si te encontrases en mi situación, probablemente querrías volver a
casa, también.

Robert no respondió. Aunque le costase admitirlo sabía que ella tenía razón;
probablemente él también desease volver a casa si se encontrase en un mundo
completamente desconocido para él, con costumbres diferentes y rodeado de gente
extraña… Intentó ponerse en su lugar; apenas podía imaginar cómo debía haberse
sentido en el momento en que abrió los ojos en el bosque de Wigmore Castle, para
descubrir que todo lo que había conocido hasta ese momento ya no existía. El simple
hecho de que hubiese conseguido mantener la cordura daba fe de su fortaleza.

–Tienes razón, Álex –le dijo al cabo de unos minutos de silencio, que ambos
habían aprovechado para sumirse en sus más profundos pensamientos–. Entiendo que
desees volver a tu casa, a tu mundo. Y si hay algo que pueda hacer para que lo logres,
solo tienes que pedírmelo –añadió, mientras le cogía la mano y la apretaba con
firmeza. Le había costado pronunciar esas palabras, que no expresaban lo que él
verdaderamente deseaba, pero las había dicho en serio. No iba a poner trabas a que
ella pudiese conseguir su objetivo, aunque odiase pensar en ello.

Álex, aferrando su masculina y poderosa mano, se inclinó sobre el brazo de


madera de la silla y acercó su cara a la de él, de manera que solo unos centímetros les
separaron.

–Sabía que podía contar contigo –le susurró con ese acento tan melodioso que
había conseguido hechizarle.
Robert solo dudó un breve instante antes de inclinarse y posar sus labios sobre
los de ella, que le recibieron húmedos y hambrientos. Un gemido se escapó de su boca
al tomar posesión de la de ella. Igual que las otras veces, la pasión que un simple beso
podía despertar en ambos fue increíble. Al cabo de solo unos momentos de sensual
roce de labios, dientes y lenguas, se separaron jadeantes, mirándose a los ojos con
intensidad. Álex estiró la mano para acariciarle el rostro, pero una mueca de dolor se
dibujó en su cara. Se había olvidado por completo de su brazo herido.

–Será mejor que me vaya –dijo él con la voz cargada de preocupación–.


Necesitas descansar y mi presencia aquí no te ayuda precisamente. –Se levantó.

–¿Marcharte? ¡Pero si estos son tus aposentos! –exclamó ella alarmada,


incorporándose con rapidez.

Robert la contempló indeciso. Sinceramente no había planeado pasar la noche en


otro lugar que no fuese en su propia cama, pero la mueca de dolor de Álex le había
recordado que ella no se encontraba bien todavía y que probablemente estuviese más
cómoda durmiendo sola, por eso había decidido marcharse.

–¡No te vayas! –le insistió ella, al ver que él no decía nada. Con ligereza se dio la
vuelta y se encaminó al lecho. Se recostó en el borde y palmeó con la mano la manta
de pieles a su lado– ¿Ves? Hay sitio de sobra. Yo apenas ocupo sitio –añadió con la
mirada esperanzada clavada en el rostro de él.

Robert no pudo evitar sonreír. Álex era simplemente… Álex. Lentamente se


acercó a la cama y despojándose de sus escarpines se recostó junto a ella. Álex le
regaló una sonrisa al tiempo que apoyaba la cabeza en su pecho.

–Me quedo, pero solo si prometes no roncar –susurró junto a su oído.

Ella le golpeó en el muslo sin demasiada fuerza; alzando la cabeza con fingida
indignación.

–¡Qué descaro! –le espetó–. No hagas que me arrepienta de haberte pedido que
te quedes.

Robert curvó los labios en una sonrisa. Era tan difícil conservar la seriedad a su
lado… Le acarició la cabeza con ternura hasta que ella volvió a recostarse contra su
pecho. Tenía un pelo tan suave… con mucha delicadeza le apartó el flequillo de la
frente, tenía tendencia a caer hacia delante tapándole el ojo derecho, y ella tenía que
soplar hacia arriba para apartárselo de la cara.

–¿Por qué no me cuentas algo de ti? –preguntó en ese momento ella en voz baja.

–¿De mí?

–Sí, siempre hablamos de mí. Me gustaría saber más sobre ti.

Robert vaciló. ¿Qué podía contarle? ¿Debía hablarle de sus orígenes como
bastardo? ¿De la amargura que le había causado que su padre hubiese decidido
nombrar heredero a su medio hermano Bernard, un niño de pecho, por encima de él,
a pesar de todos los años que se había dedicado en cuerpo y alma a prepararse para
ser señor de Château Roumare? ¿Del desdichado matrimonio que había contraído con
Melisant solo para complacer a su progenitor? ¿De los años en los que se había
dedicado a ir de torneo en torneo y de batalla en batalla? ¿De las guerras en las que
había participado junto a Henry?

No había muchas cosas buenas que contar, exceptuando a Jamie. Si algo tenía
que agradecer a su padre, era que le hubiese obligado a casarse con Melisant, porque
de esa unión había nacido su adorado hijo.

Suspiró. No quería hablar de sí mismo. Hubiese preferido seguir escuchándola a


ella. Tenía miles de preguntas que le hubiese gustado hacerle sobre ese mundo del que
provenía. Sentía una gran curiosidad por todo lo que ella podía descubrirle, y aunque
la mayor parte de las cosas que ella le había contado no tenían el menor sentido para
él, estaba deseando saber más. Sin embargo, quizá fuese mejor dejar la conversación
para otro momento; si era sincero consigo mismo, cada vez que ella le intentaba
explicar algo nuevo, la cabeza terminaba por darle vueltas. Demasiada información.

Sí, quizá fuese lo mejor no hablar del futuro hasta otro momento. Su pobre
cerebro tenía que descansar, y Álex también.

Álex estaba a punto de insistirle para que le contase algo de sí mismo, cuando
Robert comenzó a hablar. Las palabras surgieron de su boca con algo de reticencia,
como si no le apeteciese demasiado contar cosas sobre su vida. Empezó contándole
quién era su padre y quién había sido su madre, una lavandera sajona fallecida hacía
ya mucho tiempo cuando él era solo un niño. A partir de ahí había sido su padre el
que lo había criado. Le relató cómo había sido su infancia en Château Roumare y
aunque Álex ya conocía la historia porque la había escuchado de labios de Beatrice, el
oírsela contar a él, le pareció fascinante.

Cerró los ojos y su respiración se fue acompasando al ritmo de los latidos del
masculino corazón bajo su oreja. La voz ronca de Robert iba relatando acontecimiento
tras acontecimiento, batalla tras batalla, torneo tras torneo…
Capítulo Treinta

Nada más descender las escaleras aquella mañana y poner el pie en la sala,
Robert se dio cuenta de que algo no marchaba bien. Ralf le estaba esperando sentado
a la mesa. Parecía llevar allí un buen rato, observando la escalera. El gesto que se
reflejaba en su cara no dejaba presagiar nada bueno. Robert le hizo un gesto a Edda,
que se afanaba en limpiar el otro extremo de la mesa, para que les sirviese algo de
comer, y se encaminó al encuentro de su hombre de su confianza.

Ralf se incorporó con presteza. Tenía el ceño fruncido y las profundas arrugas de
preocupación que surcaban su frente hacían que aparentase más edad de la que
realmente tenía.

–Te esperaba.

Robert asintió con gravedad al tiempo que tomaba asiento. Ralf le imitó.

–Por tu expresión supongo que lo que has averiguado no son buenas noticias.

Ralf asintió lentamente.

–Definitivamente es lo que sospechábamos. Postel está detrás del ataque que


sufristeis ayer, y según ha podido averiguar mi contacto, no va a parar hasta que
consiga tu cabeza y la cabeza de tu mujer –dijo en voz baja, como si temiese que
alguien pudiese escucharles, aunque nadie más se hallaba en la sala a tan temprana
hora. Solo un par de criados en el otro extremo se afanaban en descolgar las pieles
que adornaban la pared para sacudirlas.

–Que venga –murmuró Robert con las mandíbulas fuertemente apretadas–. Le


estaremos esperando. Puedes estar seguro que no va a volver a cogerme por sorpresa,
como sucedió ayer.
–Algunos de los hombres que os asaltaron en el bosque se encontraban ayer por
la noche en El oso y la doncella jactándose de haber herido a tu esposa. Green estuvo
recorriendo las tabernas de Hereford donde suelen darse cita los forajidos y
finalmente tuvo suerte y los encontró allí. Al principio fueron comedidos, pero
después de que el vino soltase sus lenguas, ya no tuvo ninguna duda. Casi a gritos
proclamaron el nombre de su pagador y también el tuyo y el de tu dama.

Robert escuchó en silencio las palabras de Ralf. Su expresión controlada e


incluso indiferente podía haber confundido a muchos, pero cualquiera que le
conociese bien podía apreciar que hervía de ira. Su cicatriz había empalidecido y una
vena latía en su cuello con violencia.

¡Malditos canallas! ¿Cómo se atrevían a repetir el nombre de Álex en una taberna


de mala muerte?

–¿Sabemos dónde se encuentra el gusano de Postel? –preguntó, conteniéndose a


duras penas.

–Todavía no, pero Green ha hecho buenas migas con un par de los bandidos.
Cree que podrá sacarles la información.

–Eso espero –masculló Robert.

En ese momento, llegó Edda con dos cuencos llenos de gachas con miel y dos
picheles de ale. Depositó la comida frente a ellos y se dio la vuelta dispuesta a
retirarse.

–¡Espera! –la llamó Robert–. No despiertes a mi esposa hasta más tarde. Ha


pasado muy mala noche y necesita descansar.

La muchacha asintió al tiempo que saludaba respetuosa. Después abandonó la


sala con pasos rápidos.

Ralf contempló la partida de la criada mientras se apoyaba en el respaldo de su


silla y bebía un largo sorbo de ale. Tras secarse los labios y las puntas del húmedo
bigote con la manga de su camisa, miró a Robert, que se encontraba absorto en sus
pensamientos y que había hecho caso omiso a la comida y la bebida.

–Supongo que deberíamos brindar por tu matrimonio –le dijo, alzando el pichel.
Robert arqueó una ceja.

–No hay muchas razones para brindar –repuso.

–¿No? –preguntó el otro sorprendido–. Creía que aunque no ha sido exactamente


como tú lo deseabas, esta unión era de tu agrado. –Al ver que Robert no reaccionaba,
añadió–: ¡Por Dios y por la Virgen! Si desde que la conoces no has hecho otra cosa
que pensar en ella noche y día. ¡Tus ojos la siguen donde quiera que va! ¡No lo
puedes negar!

–¡No lo niego! –exclamó pegando un puñetazo sobre la mesa, que hizo que el ale
del pichel se derramase.

–¿Cuál es el problema, entonces?

–Que ella no siente lo mismo por mí –murmuró.

Esas palabras y la actitud algo derrotista de su amigo al pronunciarlas,


provocaron el desconcierto en Ralf. ¿Acaso los sentimientos de Robert eran más
profundos de lo que parecían? Era insólito verle reaccionar de aquella manera. Al
igual que él mismo, Robert siempre había presumido de estar por encima de ese tipo
de sensiblerías. ¿Había terminado por sucumbir? ¿Sería posible que una exótica
extranjera hubiese conseguido lo que ni las damas más bellas de la corte de la reina
Eleanor habían podido lograr?

De todos modos algo no terminaba de encajar. Ralf estaba convencido de que la


muchacha sí le correspondía. Sus miradas la delataban.

–¿Estás seguro? –inquirió dubitativo.

Robert resopló con exasperación.

–Por supuesto. Ya lo hemos hablado. Esta unión no significa nada para ella. En
cuanto pueda volver a su casa, lo hará.

–¡Pero… eso es una barbaridad!

Robert no respondió. Volvió a mirar con fijeza el pichel de ale, como si las
respuestas a todas sus preguntas pudiesen surgir del dorado líquido.
–¿Ya sabías cuál era su actitud antes de casarte con ella? –El silencio fue la única
y reveladora respuesta–. ¿Y aceptaste, aun así? –Arqueó las cejas con incredulidad–.
¿Sabe ella en lo que te va a convertir eso? Un caballero al que abandona su dama es
un hombre cuyo honor queda mancillado para siempre. Serás la comidilla de toda la
corte… se burlarán de ti a tus espaldas…

–¡Suficiente! –bramó. Sus ojos despedían chispas de ira–. ¿Crees que no lo sé?

–¿Y vas a permitirlo?

–¡Maldición! ¿Acaso tengo otra opción? ¿Crees que puedo obligarla a quedarse a
mi lado en contra de su voluntad? ¿No lo entiendes? –La desesperación tiñó su voz–.
No puedo hacer eso, Ralf. Me importa demasiado… –añadió con voz queda–. Pero si
ella no desea estar conmigo, tendré que dejarla marchar.

Ralf tardó unos segundos en asimilar lo que acababa de escuchar.

–No te reconozco, Robert. ¿Así de rápido te vas a dar por vencido? Eso no es
propio de ti.

Robert permaneció en silencio. Ralf tenía razón, el ceder tan fácilmente cuando
algo le importaba no era propio de él. Por otro lado, si Álex hubiese sido otro tipo de
mujer, él jamás permitiría que le abandonase, pero las circunstancias eran otras bien
diferentes. No podía contarle a Ralf lo que ella le había revelado sobre sus orígenes y
ese futuro del que provenía. Existían poderosas razones para no intentar detenerla y
dejar que volviese a casa. De alguna manera iba a tener que aceptar que Álex no tenía
cabida ni en su mundo ni en su vida.

Además, ella afirmaba que sus sentimientos solo eran pasajeros, por lo que no
tenía sentido intentar detenerla ¿no?

No podía contarle eso a Ralf.

–Tengo un mes de plazo para convencerla de que no se marche. Hasta la próxima


luna llena –susurró para sí mismo, como si el otro no estuviese presente y pendiente
de sus palabras.

Ralf se quedó perplejo. No entendía nada. ¿Qué narices estaba murmurando


Robert sobre un mes de plazo? Era sumamente extraño que la joven le hubiese dado
ese ultimátum a su amigo. ¿No sabía que Robert había sacrificado todo para salvarle
la vida? No podía comprender esa actitud… no era de recibo. Entornó los ojos y miró
fijamente a su amigo, que semejaba estar completamente ausente.

–Si ella se va a marchar, ¿no sería mejor solicitar una anulación del matrimonio
al Papa? –arguyó.

–¿Alegando qué? ¿Consanguineidad? –se mofó Robert.

–Podéis jurar que la unión no ha sido consumada debido a… –dudó. La causa


más común de no consumación era la de mal formación de la novia.

–Se consumará –gruñó Robert–. Si de algo estoy seguro es de que este


matrimonio se va a consumar. –Se levantó con brusquedad empujando la silla hacia
atrás–. No quiero volver a hablar sobre esto, Ralf –y cambiando de tema, añadió–: En
cuanto Green averigüe el paradero de Postel me lo haces saber. En privado. No quiero
preocupar a Álex inútilmente. –Se dirigió a la escalera, dejando tras de sí a un
estupefacto Ralf, que se limitó a llevarse el pichel de ale a los labios lentamente al
tiempo que meneaba la cabeza con pesar.

Robert subió los escalones de dos en dos. La conversación con su segundo le


había puesto de mal humor, de un humor de perros. Necesitaba descargar su ira con
algo y la mejor forma de hacerlo era con la espada en la mano. Había decidido
cambiarse de ropa y bajar al patio de armas a entrenar con sus hombres. De todas
maneras era lo que solía hacer casi a diario, con pocas excepciones. El entrenamiento
físico era lo mejor para despejar la mente y agotar el cuerpo, y eso era lo que él
precisaba en esos momentos.

Su joven escudero, John Adeney, le estaba esperando delante de la puerta de sus


aposentos. Un vendaje blanco le cubría la mayor parte de la cabeza y su rostro estaba
algo pálido, pero la expresión de su cara era la de siempre, decidida y servicial.

–Mi señor –se dirigió a él–, no sabía muy bien si entrar. Edda me ha dicho que
no deseáis que vuestra esposa sea molestada, pero tengo que preparar vuestra ropa y
vuestras armas –añadió, enrojeciendo vivamente. El hecho de que su señor hubiese
tomado una esposa le hacía sentir confuso. Robert sonrió por dentro. Él mismo
tampoco sabía muy bien cómo actuar.

–John, hoy no te voy a necesitar –le informó, palmeándole el hombro–.


Recupérate y mañana hablaremos de cómo vamos a hacerlo a partir de ahora.
El joven hizo una pequeña reverencia y se apresuró a marchar. Robert esperó a
que hubiese abandonado el corredor antes de fijar su mirada sobre la puerta de sus
aposentos. Indeciso, alzó la mano y agarró el picaporte. Se le aceleró el corazón
sabedor de que Álex se encontraba a tan solo unos cuantos metros de él. Solo hacía
un par de horas que se había marchado y ya la echaba de menos. Era incapaz de
mantenerse alejado por mucho tiempo de su esposa.

Con cuidado abrió la puerta y entró. La habitación estaba en penumbra; el fuego


de la chimenea se había extinguido del todo, pero hacía mucho calor y Robert no
consideró necesario volver a avivarlo. La pequeña figura de Álex permanecía inmóvil
bajo las pieles, tal y como él la había dejado hacía unas horas. Se acercó al lecho y la
contempló. Dormía de lado, con las manos entrelazadas bajo la mejilla y el pelo detrás
de la oreja, como él se lo había puesto para que no le cayese sobre la cara. Respiraba
profundamente y sus facciones mostraban una expresión de placidez total. Su belleza
era tal, que Robert sintió cómo se le encogía el corazón.

Había sido una noche muy larga. Después de que ella se hubiese quedado
dormida entre sus brazos, él no había podido pegar ojo. De una parte, porque no
quería desperdiciar ese momento perfecto mientas sentía el cuerpo femenino pegado
al suyo, y de otra, porque todo lo que ella le había contado sobre sus orígenes le había
calado muy hondo y no había podido parar de darle vueltas en su cabeza. Le resultaba
muy difícil de asimilar. Ese mundo extraño del futuro era complicado y alarmante y
había tantas preguntas que deseaba hacerle… Dormir no había encajado con su estado
de ánimo aquella noche.

El amanecer le había pillado por sorpresa, con los músculos entumecidos por no
haber cambiado de postura para no despertarla a ella, y con la mente totalmente
confundida. Se había levantado con cuidado, y la había arropado con delicadeza.
Después se había vestido apresuradamente y había abandonado la habitación.

Pero ahora, y con la excusa de ir en busca de su espada, otra vez se encontraba


allí, como si hubiese sido atraído por una fuerza extraña e incomprensible junto a ese
lecho, donde yacía su obstinada y terca esposa, que parecía delicada y frágil entre las
pieles de su cama… Nada más lejos de la realidad. Álex podía ser cualquier cosa, pero
¿delicada y frágil? Nunca.

Robert resistió el impulso de acariciarle la mejilla. Dejando escapar un suspiro


exasperado, se dirigió al baúl que había junto a la chimenea, en el que guardaba las
armas y la ropa de combate, y lo abrió. Intentando no hacer demasiado ruido, sacó su
pesada cota de mallas y su gambesón corto, también los guantes y su cinturón de
cuero con espada envainada. Habría sido tarea de su escudero, pero dado que el
muchacho no se encontraba recuperado y que la presencia de una esposa en sus
aposentos no era algo con lo que estuviese familiarizado, de momento se ocuparía él
mismo de esos menesteres.

Todo había sido muy diferente con Melisant, ya que nunca habían compartido
cuarto. Él se había limitado a acudir a la habitación de ella para cumplir con sus
obligaciones maritales y luego se había marchado a su propia recámara.

«Contigo no va a ser así, Álex», se prometió a sí mismo acercándose al lecho


donde yacía la durmiente, que no se había movido ni un palmo desde que él había
llegado. Asiendo firmemente su equipamiento militar para evitar hacer ningún ruido
innecesario, se dio la vuelta, no sin antes dirigirle una última mirada. Finalmente
abandonó el cuarto cerrando la puerta tras de sí.

Bajó los escalones de piedra con rapidez, impaciente por entrenar con sus
hombres. Ralf ya no se encontraba en la sala, pero el pichel de ale y las gachas que
antes no había probado todavía reposaban sobre la mesa. Se acercó y cogió el pichel;
llevándoselo a los labios lo vació de un trago. Se limpió la boca con la manga de la
camisa e ignorando a los criados que se ocupaban en encender un fuego en la
chimenea, abandonó la sala y salió al patio de armas.

Aunque todavía era temprano, el sol brillaba ya en el cielo, prometiendo un día


caluroso. Robert, cargando con su cota de mallas y su espada, se encaminó al otro
extremo del patio, donde algunos de sus hombres ya habían comenzado a entrenar a
las órdenes de su tío William, que permanecía sentado en un taburete, a la sombra del
muro. Un grueso vendaje blanco le cubría el muslo donde le había herido la flecha.

–¡Buenos días! –bramó William al verle, al tiempo que se llevaba la mano a la


frente para protegerse del sol.

–Veo que ni las flechas son capaces de hacer que te quedes en la cama –le espetó
Robert acercándose a él. Dejó caer su equipamiento al suelo y buscó a Thomas, el hijo
de Dunstan, con la mirada. El muchacho, que andaba rondando por allí como era su
costumbre, se acercó corriendo a ellos.

–¡Bah! –gruñó William–. ¿Este pequeño rasguño me va a recluir en la cama? Ya


dormiré cuando me muera, ¿no crees?
Robert no respondió. Estaba ocupado ayudando al pequeño, que se había subido
a un taburete para poder ponerle la cota de mallas. No era tarea fácil y menos si no se
tenía experiencia en hacerlo, además, solo la cota corta, que era la que había elegido,
pesaba unas veinte libras. Demasiado peso para que un niño de esa edad se la pasase
por encima de la cabeza. Se inclinó profundamente para facilitarle el trabajo al
pequeño. Una vez hubo terminado la cara enrojecida pero satisfecha del niño le hizo
sonreír. Con una breve inclinación de cabeza le dio las gracias, y el muchachito salió
corriendo, radiante de felicidad.

–¿Cómo se encuentra Al… tu esposa? –se corrigió William rápidamente.

–En realidad, bastante bien. Es fuerte y se recuperará pronto. –El orgullo que
teñía sus palabras era más que evidente.

–Desde luego fuerte sí que es esa muchacha. –William le contempló pensativo–.


No todas las mujeres se recuperan tan rápido de una herida como esa. Y ni una
lágrima, ni una. Sinceramente, muchacho, por fin has encontrado la mujer perfecta
para ti.

Robert le sostuvo la mirada durante unos instantes, pero no dijo ni una palabra.

–¿Qué sucede? ¿No te alegras? Creía que este matrimonio era lo que deseabas.

–No empieces tú también. Ya he tenido suficiente con Ralf esta mañana. ¿Acaso
es tan fácil adivinar lo que siento? –Robert desenvainó la espada con un movimiento
firme de su brazo derecho. Cortó el aire con ella varias veces, como si en vez de pesar
varias libras, no pesase más que una simple rama de abedul.

–En este caso sí –repuso William sin dejarse intimidar por la cara de pocos
amigos de su sobrino–. Nunca antes te había visto tan interesado en alguien, la verdad
sea dicha. Es por eso que me sorprende que reacciones así.

–¡FitzHugh! –gritó Robert ignorando a su tío y dirigiéndose a Pain, que acababa


de llegar al patio dispuesto a entrenar.

Pain giró la cabeza y le miró. Al ver la furia asesina brillando en los ojos de su
señor y amigo, una sonrisa iluminó sus bellos rasgos.

¡Esto prometía!
Apenas si había tenido tiempo de desenvainar la espada, cuando una certera
estocada estuvo a punto de alcanzarle en el hombro izquierdo. Pero gracias a su
agilidad y destreza pudo repelerla a tiempo.

El resto de los hombres que habían estado entrenando dejaron de hacerlo al ver
cómo su señor se enfrentaba a Pain. Lanzando gritos de ánimo tanto a uno como a
otro, se acercaron a contemplar el combate. Incluso algunos criados y Dunstan, el
herrero, que había escuchado los gritos, se aproximaron a presenciar la pelea.

Ajenos al público que cada vez se hacía más numeroso, Robert y Pain
continuaban repartiendo mandobles y parando estocadas. Según iba evolucionando el
combate, daba la sensación de que era Robert el que iba a salir vencedor, ya que su
espada, manejada con gran destreza, estaba consiguiendo desconcentrar al otro, que
tenía grandes dificultades en parar los golpes. Robert avanzaba y le iba ganando
terreno a Pain, que no cesaba de retroceder, y que poco a poco iba acusando el
cansancio en los brazos. Pero en ese momento, quiso la fortuna que un tropezón
cambiase el rumbo de la liza, y Pain, que había sido el que tropezase, sacó provecho
de su propia torpeza y utilizó el descuido de Robert, que ya daba la lucha casi por
ganada, para girarse rápidamente y asestarle un buen golpe al otro con la parte roma
de la espada en el flanco izquierdo.

El público aulló entregado al ver cómo Robert se estremecía bajo el golpe que le
acababa de propinar su oponente. Unos cuantos comenzaron a apostar a ver quién
resultaba vencedor. Si antes el favorito absoluto había sido el señor de Black Hole
Tower, ahora y debido al golpe de suerte de FitzHugh, las tornas habían cambiado.

Pain, crecido por las voces de ánimo, intentaba acertar a Robert, que había
adoptado una actitud defensiva y paraba todas las embestidas de la espada contraria.
No se engañaba a sí mismo, sabía que no tenía muchas posibilidades de ganar, ya que
Robert era mucho más fuerte y corpulento y eso se notaba; mientras que él ya estaba
jadeando, Robert apenas si había comenzado a respirar con dificultad.

Sacando fuerzas de flaqueza, levantó la espada con las dos manos e hizo un
amago de golpear por la derecha, pero en el último instante cambió de opinión y
arremetió por la izquierda, intentando sorprender a su adversario. No lo consiguió.
Como si Robert hubiese sabido en todo momento por donde iba a venir la estocada,
acero chocó contra acero, levantando chispas, tal fue la fuerza del impacto. Un dolor
sordo se expandió por los brazos de Pain, que retrocedió unos pasos. Sin resuello y
poco a poco fue bajando su espada, sabiéndose vencido.
Los espectadores comenzaron a silbar y a gritar, decepcionados por la brevedad
del combate.

Robert arrojó su espada al suelo y se acercó a su amigo de un par de zancadas.


Luciendo una sonrisa de oreja a oreja, le palmeó la espalda.

–¿Cómo… es posible… que ni siquiera te… falte el aire? –resopló Pain, sin
apenas voz. Su rostro barbilampiño brillaba sudoroso–. Si por lo menos…
manifestases… cansancio, la derrota… no sería tan humillante.

–Deberías dedicar más tiempo al entrenamiento y menos a coquetear con


mujeres –le espetó Robert–. Hoy ha resultado muy fácil vencerte.

Pain no se dejó provocar; estaba acostumbrado a que Robert siempre le tomase


el pelo después de enfrentarse a él, lo que ocurría con frecuencia. La mayor parte de
las veces era el perdedor como había sucedido hoy, pero en otras ocasiones conseguía
sorprenderle, e incluso una vez, hacía ya tiempo, había logrado desarmarle.

–Sabes perfectamente que te lo he puesto fácil. No quería dejarte mal delante de


tu esposa –dijo, al tiempo que alzaba la mirada y la fijaba en un punto detrás de
Robert, que se giró rápidamente para ver a qué se refería Pain.

Álex se encontraba en la ventana de sus aposentos. Llevaba puesta la bata de


terciopelo con la que había dormido y tenía el pelo alborotado. Incluso a esa distancia
se podía apreciar bien la sonrisa divertida que curvaba sus labios.

–¿Por qué luchabas? –se dejó escuchar su voz en el silencio que su presencia en
la ventana había creado en el patio.

–Por ti, ¿por quién si no? –repuso él siguiéndole el juego. Estas palabras fueron
jaleadas por los silbidos y los gritos de sus hombres.

–Veo que has ganado –continuó ella, y llevándose el dedo índice a la barbilla,
fingió estar meditando unos instantes–. Supongo que te mereces un premio.

–Soy vuestro servidor –contestó él, inclinando la cabeza–. Lo que deseéis


entregarme con gusto lo aceptaré.

La sonrisa de Álex se hizo más amplia. Ignorando a los demás que estaban en el
patio y que estaban pendientes de la escena y de lo que iba a suceder a continuación,
esperó hasta que él volvió a mirarla. Cuando lo hizo, se inclinó sobre el alfeizar y
lentamente se llevó la mano a los labios donde depositó un beso que después con un
gesto le lanzó.

Robert, quizá por primera vez en su vida, sintió como el rubor cubría sus
mejillas. Sin poder apartar la vista de su esposa, que permanecía inmóvil en la ventana
esperando una reacción, se agachó y recogió la espada que minutos antes había dejado
caer al suelo. Por espacio de unos segundos no estuvo seguro de si debía hacer lo que
deseaba hacer, pero los ojos brillantes de Álex le dieron la respuesta.

–Mi señora, voy a recoger mi recompensa –dijo con decisión. Y tanto él como
Álex sabían a qué se refería con ello.

–Aquí os espero –anunció ella, y sin más se retiró de la ventana.

Robert no lo dudó. Rápidamente y haciendo caso omiso a los comentarios


maliciosos de Pain y de su tío, se dirigió al interior del castillo, seguido por el
murmullo de aprobación de sus hombres.

Si alguien en algún momento había desconfiado de la autenticidad de ese


matrimonio, después de presenciar la escena que acababa de tener lugar entre el señor
del castillo y su esposa, todas las dudas habían quedado despejadas.
Capítulo Treinta y Uno

El corazón de Álex avanzaba a mil por hora. Tenía la respiración entrecortada y


sentía una extraña sequedad en la garganta. Se llevó la mano al cuello y respiró
hondamente un par de veces, intentando tranquilizarse.

«Tampoco es para tanto», se dijo. «Solo estoy a punto de consumar mi


matrimonio, de acostarme con un guerrero medieval… lo de siempre, vamos», pensó
con sarcasmo.

Acababa de despedir a los criados que habían subido varios baldes de agua
caliente para llenar la tina de agua y también a Beatrice que había acudido a cambiarle
el vendaje. A pesar de las protestas de la preocupada mujer, Álex había insistido en
que dejase allí los utensilios necesarios para curar su herida, argumentando que
Robert estaba a punto de llegar y que él podría ocuparse de ello. Después, se había
alisado el rebelde pelo con las manos y se había sentado en el borde de la cama a
esperar.

Muy consciente de que él estaba a punto de hacer acto de presencia, se pellizcó


las mejillas intentando adquirir algo de color en ellas. No tenía ni idea de cuál era su
aspecto, pero tampoco podía ser peor que de costumbre. Su mirada se posó un
instante en la bañera llena de tentadora agua caliente. ¿Y si…? No. Mejor esperar en
una posición menos vulnerable que totalmente desnuda…

Se levantó deprisa y lamentó haberlo hecho. Le temblaban las piernas. Sacudió


la cabeza ligeramente al tiempo que se apoyaba contra la pared. Le resultaba del todo
incomprensible encontrarse en ese estado de febril expectación. ¿Qué narices le estaba
sucediendo?

Y lo más importante… ¿por qué tardaba tanto él? No se necesitaban más de


cinco minutos en subir una planta ¿no? Ella había sido lo suficientemente directa ¿o
acaso no había sido así? Aunque algo cursi y ñoña –muy medieval– su invitación no
podía haber sido más clara; solo había faltado que se hubiese abierto la bata y le
hubiese enseñado su cuerpo desnudo.

«Quizá hubiese sido más efectivo», se dijo a sí misma con ironía.

En ese instante la puerta del dormitorio se abrió con violencia. El corazón de


Álex volvió a hacer cabriolas en su pecho.

¡Allí estaba él!

Con el mismo aspecto fiero que había tenido unos minutos antes en el patio de
armas; el pelo revuelto y húmedo de sudor le caía sobre la frente y sus ojos brillaban
de una manera muy inquietante cuando los posó sobre la figura femenina. Avanzó
unos pasos lentamente y cerró la puerta tras de sí, sin apartar los ojos de la joven, que
permanecía erguida junto al lecho fingiendo una serenidad que realmente no sentía.

Se miraron por espacio de unos segundos, pero ninguno de los dos aparentaba
estar dispuesto a dar un paso más. En el silencio que reinaba en los aposentos solo se
oían las respiraciones aceleradas de ambos. Pareció transcurrir una eternidad hasta
que por fin, como si una fuerza extraña le hubiese empujado, Robert se puso en
movimiento. De dos zancadas llegó donde ella estaba y agarrándola por el talle con un
único brazo, la levantó en el aire y tomó posesión de su boca con fiereza. Álex se
aferró a su cuello con el brazo sano y correspondió al beso con la misma intensidad.

Él la apretó contra su excitado cuerpo al tiempo que devoraba la boca femenina


sin piedad y ella le correspondió de igual manera, agarrándole húmedos mechones de
cabello de la nuca y enroscando sus dedos en ellos sin delicadeza alguna, haciéndole
gemir de deseo. Sus labios, lenguas y alientos se mezclaron, convirtiendo sus bocas en
una sola. Incapaces de contener toda la pasión que ambos habían estado reprimiendo
desde hacía semanas, lo que había comenzado como un simple beso se convirtió en
algo más. Álex notó cómo el miembro endurecido de él presionaba contra su vientre y
esto provocó que una sospechosa y cálida humedad bañase sus partes íntimas.

Robert, sin separarse un milímetro de ella, la hizo descender lentamente,


depositándola en el suelo. La diferencia de estaturas le obligó a inclinarse para poder
seguir besándola, pero sus labios no se despegaron ni un instante. La agarró por los
hombros y con suavidad pero con firmeza, la empujó hacia atrás al tiempo que
introducía unos de sus muslos entre sus piernas. Ella dejó escapar un gemido excitado
y cayó sobre el lecho arrastrándole con ella; el peso de su cuerpo la aplastó contra la
cama, dejándola sin aliento. Un apagado murmullo de protesta surgió de sus labios.

–¿Te he… hecho daño? –Robert levantó la cabeza y la miró con preocupación.
Su respiración era irregular y le costaba trabajo articular las palabras.

–¿No crees que… deberías… quitarte esto? –logró decir ella señalando la pesada
cota de mallas. Los ojos de él desprendían un brillo hambriento y ella tuvo que
controlarse para no volver a aferrarse a su cuello y continuar con el sensual beso que
tan bruscamente había sido interrumpido.

–Sí –repuso él incorporándose despacio–. Supongo que debería quitármelo. –Se


alejó un par de pasos con reticencia y sin apartar la vista de ella se desabrochó el
cinturón de la espada, que cayó al suelo con gran estrépito.

Álex se incorporó y se dirigió hacia la bañera mientras le observaba con los ojos
entrecerrados. Su respiración también era desacompasada.

–¿Crees que podríamos caber los dos? –le preguntó casi en un susurro
introduciendo una mano en el agua.

Robert, que había estado a punto de quitarse la cota, se detuvo en medio del
movimiento. Solo el hecho de imaginarse a sí mismo y a ella completamente desnudos
en esa bañera, hizo que cierta parte de su cuerpo se irguiese desafiante.

–Podemos probarlo –murmuró con voz ronca y profunda. Sin dejar de mirarla
se apresuró a desembarazarse de la pesada cota de mallas, que arrojó al suelo; acto
seguido se liberó del gambesón, y a punto estaba de quitarse la camisa cuando los
gestos de Álex le interrumpieron; la joven se había llevado las manos a los lazos que
mantenían su bata cerrada y estaba desanudándolos con lentitud. Primero desató el
más cercano al cuello, luego el que estaba sobre el pecho y finalmente el que se
encontraba a la altura de la cintura. Robert, incapaz de apartar la vista, siguió cada uno
de sus movimientos como si se encontrase hipnotizado.

Álex echó los hombros hacia atrás y la bata cayó al suelo a sus pies, dejando al
descubierto la fina camisa blanca que apenas ocultaba los encantos del cuerpo
desnudo que había debajo. Robert, con la respiración entrecortada, posó la mirada
sobre las partes de la anatomía de su esposa que acababan de quedar al descubierto, y
las que apenas se vislumbraban a través del tejido de la fina camisa. Suspiró con
satisfacción. Aunque no era la primera vez que veía su cuerpo casi desnudo, nunca
antes había podido contemplarlo tan de cerca ni tan abiertamente, y se sintió el
hombre más afortunado del mundo. Esa belleza tan atípica que tenía delante era su
mujer.

Álex, consciente del efecto que su casi desnudez tenía sobre él, comenzó a
moverse seductoramente mientras mentalmente tarareaba en su cabeza You can leave
your hat on de Joe Cocker. Agarró el bajo de su camisa y con agónica lentitud y no
sin esfuerzo debido al dolor del brazo, comenzó a subírsela, dejando poco a poco al
descubierto su atlético y poco medieval cuerpo femenino.

Robert tragó saliva ruidosamente mientras seguía los curiosos y no poco


voluptuosos movimientos de ella. Al ver como los perfectos muslos con su cadena de
eslabones rotos tatuada quedaban al descubierto tuvo que cerrar los puños con fuerza,
intentando contenerse y no abalanzarse sobre ella. Cuando el breve triángulo de rizos
oscuros –más breve de lo estaba acostumbrado a ver– quedó al descubierto, sintió
como si su miembro fuese a estallarle. Un rugido animal brotó de su garganta.

Álex, impertérrita, siguió adelante con su procaz interpretación al tiempo que


observaba el enrojecido rostro masculino. El firme vientre quedó al descubierto,
después el ombligo y paulatinamente sus pechos se mostraron ante los ojos de él.

–Eres bella –susurró Robert observándola extasiado–. Nunca antes había estado
con una mujer tan bella como tú. Me dejas sin aliento.

Álex arrojó la camisa al suelo, y sin quitarle la vista de encima, se metió dentro
de la bañera. Por un breve instante se giró ofreciéndole una magnífica vista de su
espalda y su firme trasero, antes de sentarse y dejar que el agua caliente le cubriese
hasta el cuello y tapase todos sus encantos. Con cuidado para no mojarse el brazo
herido, se acomodó en la tina y le esperó. Seguía tarareando la erótica melodía.

Robert se había quedado paralizado. No sabía exactamente qué era lo que había
esperado, pero aquello no, desde luego. Esa manera de tentarle tan impropia de una
dama, y al mismo tiempo tan propia de Álex, le tenía totalmente maravillado. Nunca
antes una mujer le había hecho sentir como ella lo hacía.

Álex, impaciente, cogió la pastilla de jabón que reposaba sobre el pequeño


taburete junto a la bañera, y la sumergió en el agua caliente. Sin apartar la vista de su
caballero medieval, que observaba cada uno de sus movimientos con deseo, comenzó
a enjabonarse el cuello, los hombros y el pecho.
–Voy a necesitar ayuda –murmuró con una voz tentadoramente ronca, esperando
que esas palabras sacasen a Robert del letargo en el que se había sumido.

Y así fue. Una sonrisa juguetona curvó los labios de la muchacha al ver la
presteza con la que él se desembarazaba de su camisa. El musculoso pecho masculino
cubierto de vello negro, que ella ya había visto y admirado con anterioridad, quedó al
descubierto; un suspiro de admiración se escapó de sus labios.

¡Era tan masculino!

Habituada como estaba a ver los cuerpos desnudos de sus compañeros de


natación y de la mayoría de hombres de su época, que se depilaban más a conciencia
que ella, un fornido pecho lleno de vello oscuro era algo realmente apetecible.

Robert, ajeno a los pensamientos de ella, se apresuró a quitarse las botas y el


resto de prendas que todavía le cubrían. Totalmente desnudo avanzó un par de pasos
hacia la bañera, pero la mirada apreciativa de Álex, que le recorría de arriba abajo, le
hizo detenerse. Sabía que tenía un cuerpo fuerte y musculoso, y que su virilidad no
tenía nada que envidiar a la de otros hombres, por eso se regocijó en silencio por la
admiración que despertaba en ella.

Álex contempló fascinada el erguido miembro masculino, que mostraba a las


claras cuál era el estado de ánimo de su propietario. Solo de pensar que en unos
instantes esa parte de él iba a estar dentro de ella, hizo que un gemido de placer
anticipado se escapase de su boca.

–Dime que me deseas –susurró él en voz queda, sin acercarse. Tenía los ojos
clavados en el pecho de ella, y Álex se dio cuenta de que sus pezones asomaban a la
superficie del agua jabonosa.

–Te deseo –repuso ella, casi sin aliento.

Lentamente, como si dispusiesen de todo el tiempo del mundo, Robert se acercó


a la bañera. Su forma de andar le recordó a Álex a un animal salvaje. Ya la primera
vez que le había visto entrenar con sus hombres en Wigmore Castle, hacía ya semanas,
había pensado lo mismo.

Robert se metió dentro de la bañera, pero en lugar de sentarse, permaneció de pie


frente a ella. Álex levantó la cabeza y le observó detenidamente, sus musculosas
piernas, su endurecida entrepierna que parecía a punto de estallar, el camino de negro
vello que comenzaba en su vientre y se ensanchaba al llegar al fornido pecho… Se
lamió los labios expectante. Él le ofreció la mano, que ella tomó sin dudar después de
dejar caer la pastilla de jabón dentro del agua. Tirando suavemente la ayudó a
incorporarse, luego, con mucha parsimonia, la tomo por las caderas y la atrajo hacia
sí. Las pieles desnudas de ambos, suave la de ella, áspera y dura la de él, se fundieron
en una sola.

Álex apoyó la cabeza contra el masculino pecho; podía sentir a la perfección los
rizos oscuros acariciándole la mejilla, y más allá de la piel y los músculos, los rápidos
latidos de su corazón. Notaba cómo las grandes y callosas manos de él la sujetaban
firmemente por las caderas, y cómo su erecto pene iba endureciéndose cada vez más
contra su vientre. Suspiró. Nunca antes se había sentido tan segura y protegida como
en ese momento. Por un pequeño y absurdo instante, pensó que ese era el lugar al que
ella realmente pertenecía.

Robert disfrutaba del abrazo de igual manera, si no más que ella. El húmedo y
cálido cuerpo femenino se acoplaba al suyo a la perfección, como si hubiese sido
creado para él. Bajó la cabeza y cerró los ojos. Aspiró profundamente y el aroma de
Álex mezclado con un ligero toque de lavanda le embargó. Hundió los dedos en la
carne de sus torneadas caderas y se deleitó con el gemido de placer que escapó de los
labios entreabiertos de ella. La sangre pulsaba en su miembro, que empujaba contra la
tersa piel de su estómago, ansioso por poseerla.

Ella fue la primera en reaccionar. Levantó la mirada y la fijó sobre el atractivo


rostro masculino, que se inclinaba hacia ella. El brillo hambriento de sus ojos la dejó
sin respiración. ¿Acaso se podían expresar más cosas con una mirada? Alzó la mano y
con la punta de los dedos recorrió la cicatriz que afeaba su mejilla de arriba abajo.

Robert cerró los ojos y se dejó llevar por la increíble sensación que el roce de sus
dedos sobre su cara provocaba en él. Respiró profundamente y ladeó un poco la
cabeza para poder alcanzar los dedos de ella con sus labios. Lentamente y todavía con
los ojos cerrados, fue depositando suaves besos desde la punta de sus dedos hasta la
palma de su mano. La sintió estremecer contra su cuerpo.

Probablemente no habían transcurrido más que unos pocos instantes desde que
el íntimo abrazo había comenzado, pero Álex sentía como si llevase unida a él toda su
vida. Respirando entrecortadamente, se separó unos centímetros y contempló el
fascinante semblante de su caballero medieval, que al notar que ella se apartaba, abrió
los ojos y la miró con deseo.

–Llevaba soñando con este instante desde el primer día. ¿Sabes cuánto tiempo he
querido hacer esto? –inquirió él con voz profunda.

Dejó que sus manos subiesen despacio hasta el femenino talle donde apenas
permanecieron unos segundos. Su objetivo era otro. Continuó su ascenso hasta
detenerlas justo debajo de sus pechos con los pulgares a escasos milímetros de los
endurecidos pezones de Álex, que gimió excitada.

–Probablemente el mismo tiempo que yo he estado deseando que lo hicieras –


repuso ella con la voz ronca.

Sin apartar los ojos ni un instante del rostro femenino, Robert siguió adelante
con sus caricias provocando que la joven temblase entre sus brazos. Por fin, sus
manos cubrieron los senos femeninos, tan suaves al tacto como la seda. Un rugido de
placer brotó de su garganta. ¡Cuánto había deseado acariciar esos pechos!

Álex se aferró a los atléticos hombros y apretó su cuerpo contra el de él, al


tiempo que echaba la cabeza hacia atrás y le ofrecía su garganta. Robert, sin dejar de
acariciar con algo de rudeza los femeninos pechos, se arqueó sobre ella e inclinando la
cabeza, tomó posesión de su cuello, besándolo con pasión.

–¡Dios mío! –balbuceó ella–. ¿Qué es lo que me estás haciendo? –Sonaba


sorprendida y eso le excitó más todavía.

Álex le agarró por los cabellos, ignorando el dolor punzante que sentía en su
brazo herido. Con los ojos cerrados y el corazón desbocado en su pecho, se esforzó
por concentrarse únicamente en la boca que continuaba descendiendo desde su cuello
hasta su pecho, dejando regueros de fuego por donde pasaba. Robert, acicateado por
los gemidos de placer de la joven, se volvía cada vez más osado en su proceder, y
comenzó a besarle y mordisquearle los pechos con avidez. Utilizando su lengua para
describir círculos alrededor de sus pezones, consiguió que se pusiesen más duros
todavía. Satisfecho por la reacción de ella, levantó la cabeza y la miró con un brillo
posesivo en la mirada. Los oscuros ojos de Álex brillaban febriles.

Repentinamente y de forma inesperada, Robert frunció el ceño. Manchas rojizas


de sangre fresca salpicaban la blanca tela del vendaje que cubría el brazo de la joven.
–¡Maldición! –juró, enfadado consigo mismo. La indecisión brilló en sus ojos
durante unos instantes, pero finalmente venció la cordura y se separó de ella con
reticencia.

–Estoy bien –dijo ella rápidamente–. No me duele –mintió.

–Creo que será mejor que hagamos una pausa y te miremos esa herida –
argumentó él, respirando con dificultad todavía. La cercanía de su cuerpo desnudo y
excitado le volvía loco.

Álex asintió a regañadientes. Comprendía la necesidad de cambiarse el vendaje,


pero la interrupción había sido tan abrupta… Suspirando frustrada, volvió a sentarse
dentro de la bañera y dejó que el agua caliente cubriese su cuerpo… y sus ganas.

–No tardo nada –dijo él saliendo de la bañera.

Álex aprovechó el momento para contemplar su poderosa anatomía. Como ya


había podido comprobar antes, sus movimientos para un hombre de esa estatura, eran
increíblemente sensuales. Tenía las piernas cubiertas de vello y extremadamente
musculosas, probablemente debido a todas las horas que debía pasar montando a
caballo. Su trasero era firme y prieto –y libre de vello–, agradeció Álex; y la espalda,
ancha y atlética. Su pelo, más largo de lo habitual para un normando, se enroscaba
graciosamente sobre sus hombros.

Le resultó curioso comprobar la diferencia de color de su piel. Allá donde el sol


la había rozado, como la cara y los brazos, presentaba un tono más oscuro que el
resto de su cuerpo. Estuvo a punto de dejar escapar una carcajada. En su época eso se
llamaba “moreno albañil”.

Pero sin duda a Robert le sentaba bien, decidió. Aunque… ¿acaso había algo que
no le gustase de él?

Robert cogió los vendajes limpios y el ungüento de flores de caléndula que


Beatrice había dejado sobre el baúl y se acercó a la bañera, poco consciente de su
desnudez y del efecto que esta producía sobre Álex. Su erección había bajado de
tamaño, pero la mirada lasciva que la muchacha le dirigió hizo que una oleada de
calor le invadiese y que su miembro recuperase el tamaño anterior.

–No me mires así –ordenó arqueando una ceja–. Necesito concentrarme.


El proceso de curar y volver a vendar la herida apenas si duró unos minutos.
Ambos estaban ansiosos por terminar cuanto antes y volver a lo que habían estado
haciendo. Robert, aunque algo torpe al principio, se desenvolvía bien, y Álex solo se
mordió los labios en un par de ocasiones intentando aguantar el dolor sordo que él,
incluso intentando ser lo más cuidadoso posible, provocó con sus dedos al extender el
ungüento sobre la herida.

–Ya está –dijo observando su obra con ojo crítico–. Deberíamos ser más
cuidadosos –añadió con un toque de reproche en la voz–. No me gustaría que
volviese a abrirse.

Álex asintió circunspecta. Aunque le dolía el brazo no estaba dispuesta a


renunciar a algo que había estado deseando por espacio de semanas. Se irguió y dejó
que sus pechos asomasen por encima de la superficie del agua, consciente de que la
mirada de él se desviaba exactamente hacia donde ella quería.

–Seremos más cuidadosos, ¿verdad? –susurró, mientras alargaba la mano y la


posaba sobre el muslo de él, que después de curarle la herida se había incorporado y
permanecía al lado de la bañera. La reacción fue inmediata. La sangre volvió a
agolparse en su pene haciendo que se endureciese nuevamente. Álex sonrió con
malicia.

Robert no vaciló. Con la determinación brillando en sus ojos, se inclinó, agarró a


la joven por debajo de las axilas y la sacó de la bañera de un tirón. A Álex se le escapó
un grito de sorpresa, que pronto se convirtió en carcajada. Robert la cogió en brazos y
atrapó su boca en un beso profundo; ella enroscó sus piernas en torno al masculino
talle y los brazos en torno a su cuello y correspondió al beso con avidez mientras
Robert la llevaba a la cama. Sin interrumpir el beso la depositó con cuidado sobre las
suaves pieles y mirándola con pasión se apartó. Ella dejó escapar un gemido de
protesta, pero él solo hizo un gesto con las manos.

–No tardo nada –repuso, y se acercó a la tinaja. Rápidamente y sin dejar de


mirarla cogió el jabón y procedió a frotarse el cuerpo con él eliminando así cualquier
resto de sudor que pudiese quedar sobre su piel. Después se aclaró con el paño y
mojado se volvió a acercar a ella, que le miraba con los ojos nublados por la pasión.
Lentamente se inclinó y mirándola con fijeza poco a poco y con cuidado de no rozar
su brazo herido se tumbó sobre ella.

En el momento en que las dos húmedas pieles entraron en contacto, todo,


exceptuando la búsqueda del placer propio y el placer del otro, dejó de existir y de
importar.

Los párpados de Álex se abrieron y revelaron una pasión parecida a la que él


estaba experimentando. Casi con reverencia acercó sus labios a la boca de él y le besó
suavemente.

–No te contengas, Robert –susurró.

–Mía –repuso él con voz ronca–. Eres mía.

–Lo soy. Toda tuya. Quiero que me poseas. –La súplica de ella expresada con
voz ronca y entrecortada le hizo perder el control por completo. Con voracidad apresó
los femeninos labios al tiempo que con sus manos exploraba su cuerpo con frenesí.
Con brusquedad se colocó entre las piernas de la joven y su duro miembro buscó el
centro caliente de ella.

–¡Espera! –le detuvo ella empujando su pecho suavemente–. ¡No tan rápido!
Antes quiero explorarte con mi lengua y que tú me explores a mí.

Robert se detuvo indeciso. Los ojos de la joven brillaban de excitación y su


respiración era trabajosa al igual que la suya. Intentó descifrar el significado de las
palabras de ella. A veces, las extrañas expresiones que ella utilizaba le resultaban
difíciles de entender. ¿Explorar con la lengua había dicho? ¿Acaso se refería a lo que
él estaba pensando? Entornó los ojos tratando de ignorar el calor que desprendía el
sexo de la joven tan cerca de su excitación y la contempló en silencio unos instantes.

–¿Qué es lo que deseas? –preguntó. No sabía exactamente qué era lo que iba a
responder ella. De pronto se sintió un tanto inseguro. Si bien estaba acostumbrado a
acostarse con mujeres, exceptuando a su fallecida esposa, todas habían sido prostitutas
y nunca se había preocupado demasiado por buscar su placer. Había supuesto que lo
obtenían al igual que él lo hacía, pero en esos instantes la duda le embargó.

¿Y si Álex deseaba algo más?

¿Algo que él no sabía o no podía darle?

Había dicho que deseaba explorarle con su lengua. Eso no era nuevo para él
aunque no lo había practicado con frecuencia; la mayor parte de las prostitutas
preferían no hacerlo y él no era alguien a quien le gustase obligar a una mujer… pero
Álex parecía desearlo… El corazón se le aceleró solo de pensar en los labios y la
lengua de Álex recorriéndole…

¡Dios Santo!

¿Y ella deseaba que él la saborease igualmente?

Era demasiado increíble para ser verdad. Nunca antes había hecho algo
semejante, pero la boca se le hizo agua solo de pensar que iba a poder introducir su
lengua en el ardiente pasaje femenino…

Impaciente esperó a que ella contestase.

–Deseo recorrer con mi lengua cada rincón de tu cuerpo –repuso ella finalmente
sacándole de su agonía mientras le empujaba a un lado y le hacía acostarse sobre su
espalda al tiempo que se sentaba a horcajadas sobre su vientre.

¡Diablos!

Robert se estremeció al sentir la humedad de su sexo justo debajo del ombligo.


Primero con los ojos y después con las manos exploró los perfectos pechos de la
joven. Eran suaves y redondeados con las aureolas oscuras y no muy grandes.
Acarició los pezones suavemente antes de atraparlos entre el pulgar y el dedo índice y
apretar con firmeza, algo que aparentemente le gustó a Álex ya que gimió
profundamente. Robert levantó la vista y posó sus ojos sobre su cara. Ella le
observaba con los ojos nublados por la pasión.

Álex se sintió eufórica. No tenía ni idea de por qué había esperado tanto tiempo
para acostarse con Robert, pero ahora que había llegado el momento iba a disfrutarlo
hasta el final. Sin apartar la mirada de su cara, le cogió las manos que se esforzaban
por provocarle placenteras sensaciones en los pezones y se las levantó por encima de
la cabeza, dominándole. Él se dejó hacer.

Después, lentamente se inclinó y comenzó a recorrer con sus labios y su lengua


cada centímetro del masculino cuerpo como le había dicho hacía unos segundos.
Comenzó por la parte interna de los brazos y siguió por su cuello, allí donde una
gruesa vena latía rápidamente a consecuencia de la excitación. Sin detenerse le
mordisqueó el lóbulo de la oreja y notó cómo él se estremecía.

Sonrió.
El masculino miembro que se pegaba a su trasero se agitó un par de veces
reclamando su atención y Álex se incorporó despacio para deslizarse más abajo y
seguir besando primero el imponente pecho masculino y después el firme abdomen.
Robert dejaba escapar roncos gemidos de placer. Aunque Álex ya no le sujetaba los
brazos, no los había movido y seguía con ellos por encima de su cabeza abriendo y
cerrando los puños convulsivamente.

Álex se maravilló de cómo el cuerpo de él reaccionaba a sus caricias. Apoyó las


manos sobre las caderas de él y se incorporó para observarle con más detenimiento.
Los brillantes ojos verdes oscurecidos por la pasión la miraban fijamente y el fornido
pecho masculino subía y bajaba con rapidez.

–No sabes lo que me estás haciendo, Álex –murmuró él y en ese instante bajó los
brazos y le acarició la cara suavemente.

–Sí lo sé, Robert. Sí lo sé –susurró ella contemplando la erección que se


encontraba a solo unos centímetros de su boca. Lentamente y con los ojos fijos en el
rostro de Robert para no perderse su reacción, sacó su rosada lengua y lamió la punta
del masculino pene con delicadeza. Robert gimió mientras cerraba los ojos y dejaba
caer la cabeza hacia atrás. Sus manos se enredaron en el pelo femenino.

–Álex… –susurró él de manera apenas audible.

Ella levantó la cabeza y sonrió. El tener todo el control sobre un hombre como
Robert, que en esos momentos se encontraba a su merced, la hizo sentirse poderosa.

–¿Te gusta? –murmuró al tiempo que le cogía con la mano derecha y comenzaba
a acariciarle suavemente hacia arriba y hacia abajo maravillándose de la sedosidad de
su tacto y del enorme tamaño. Su mano apenas era capaz de abarcarle. Tembló de
placer al pensar en él dentro de ella.

–¡Dios! ¡Sabes que sí!

Álex volvió a inclinarse y sin más preámbulos le lamió desde la base hasta el
extremo para después acogerle en su boca mientras le masajeaba con más fuerza.
Sintió como la punta le rozaba la garganta mientras las caderas de él temblaban debajo
de su cuerpo.

–¡Álex! Tienes que parar… –susurró él–. Tienes que parar o voy a acabar en tu
boca… Es demasiado… demasiado…

Robert la sujetó por la barbilla intentando que se detuviese. El roce de la lengua y


los labios femeninos contra su miembro le estaban destrozando. Nunca antes se había
sentido así, tan vulnerable y al mismo tiempo tan poderoso. Era extraño. Jamás.
Nunca una mujer le había proporcionado tal placer. ¡Dios! Estaba a punto de
estallar…

Álex se detuvo inesperadamente. Con una última y pesarosa mirada al pulsante


miembro masculino se incorporó. Sus carnosos labios brillaban húmedos y Robert
sintió cómo su excitación aumentaba todavía más si es que eso era posible. Decidido a
corresponder a la que era su esposa, con un ágil movimiento pero con cuidado de no
hacerle daño, la tumbó sobre su espalda y se echó sobre ella.

–Quiero sentirte dentro de mí –susurró la joven.

–Lo harás, pero ahora es mi turno –murmuró él contemplándola con los ojos
oscurecidos por la pasión.

Mientras le sujetaba los brazos sobre la cabeza, al igual que ella había hecho con
él hacía unos instantes, sus labios y su lengua comenzaron a recorrer el cuerpo
femenino. Comenzó a besarle el cuello con suavidad, después su boca descendió
sobre sus pechos. Empleando sus dientes mordisqueó sus oscuros pezones con
delicadeza, haciéndola gemir y agitarse. Su estómago, su vientre… todas y cada una
de las partes más sensibles de la joven fueron objeto de exploración y de deleite.

Álex enredó las manos en el pelo masculino y agitó la cabeza hacia un lado y al
otro.

–¡No sé si voy a poder aguantar! ¡Me vuelves loca! –susurró con la voz
entrecortada–. Quiero sentirte dentro de mí…

–Y yo quiero sentir tu calor en mi boca –repuso él con voz aterciopeladamente


ronca, deteniéndose justo ante el triángulo de vello oscuro entre sus piernas. Su
mirada de fuego se posó sobre el rostro femenino y sin dejar de observar la reacción
de ella, inclinó la cabeza y con la lengua separó los húmedos labios femeninos y lamió
su esencia de mujer.

Álex dejó escapar un grito ahogado y se dejó caer hacia atrás. Golpeó la cama
con los puños y balbuceó palabras ininteligibles incluso para ella.

¡Era insoportable!

Sentía como si estuviese ardiendo por dentro. Deseaba que Robert la poseyese.
¡Ya! Estaba tan excitada que no sabía cuánto tiempo iba a poder aguantar aquella
tortura.

Robert se deleitó en el desconocido sabor femenino. Era completamente


diferente a lo que él había esperado, más intenso y más caliente de lo que se hubiese
podido imaginar. Inhaló con fuerza y una curiosa sensación de plenitud le invadió.

¡Era increíble!

Los gemidos ahogados de la joven llegaron hasta sus oídos y se esforzó aun más
por proporcionarle placer. Si al principio se había sentido algo dubitativo e inseguro,
la reacción de ella le había hecho sentirse más seguro y poderoso. Lentamente
introdujo la lengua en el cálido pasaje femenino y gimió roncamente al sentir cómo el
sabor de ella explotaba en su boca. Sus manos, que al principio había apoyado
pasivamente sobre el estómago de la muchacha se movieron ahora y comenzaron a
acariciar el suave y rizado triángulo de vello femenino. Mientras la penetraba una y
otra vez con su lengua, sus dedos encontraron la suave perla escondida entre sus
húmedos pliegues y comenzó a acariciarla, con suavidad y algo de torpeza primero,
con más ímpetu después al darse cuenta de que eso provocaba gran placer en ella.
Pronto pareció haber conseguido el ritmo más adecuado y siguió adelante complacido
con los suspiros que escapaban de boca femenina.

Álex comenzó a sentir cómo una sensación de calor se formaba en su estómago y


aunque estaba deseosa de alcanzar el orgasmo, deseaba hacerlo junto a él. Jadeando
intentó apartar la cálida boca que la estaba torturando tirando de los brazos de Robert.

Él la ignoró y siguió lamiéndola y acariciándola como si le fuese la vida en ello.

–¡Por favor, Robert! ¡Detente! Estoy a punto de acabar sin ti… –gimió–. Y deseo
que sea mientras estás dentro de mí… ¡Por favor!

Robert abrió los ojos y contempló las enrojecidas mejillas de la joven que
respiraba con dificultad. Despacio y sin dejar de mirarla pasó su lengua una vez más
por su ardiente sexo haciendo que ella temblase de placer. Poco a poco se retiró.
Como si ambos hubiesen alcanzado un acuerdo sin palabras, se movieron al
unísono colocándose en la posición más adecuada para consumar ese extraño
matrimonio. Él se tumbó sobre ella dispuesto a tomar posesión de ese cuerpo que le
volvía loco y ella se abrió de piernas lentamente para facilitarle el acceso. Ambos
respiraban con dificultad y gotas de sudor perlaban sus rostros. Sus bocas se unieron
en un violento beso y Álex pudo saborearse a sí misma en los labios de él. En ese
mismo instante Robert se dejó caer y su erección se adentró en las profundidades del
sexo femenino.

El gemido de placer que rasgó el silencio de los aposentos bien pudo ser de él o
de ella, aunque lo más probable es que fuese de ambos, ya que sus dos voces se
convirtieron en una en ese preciso momento.

Robert sintió cómo el cálido conducto se estrechaba alrededor de su pene y sintió


un escalofrío de placer. Abandonó los labios de ella un instante y levantó la cabeza
para mirarla. Nunca antes se había sentido así con ninguna mujer. Hundido hasta el
fondo en el mismo centro de ella, con su cuerpo sudoroso envolviéndola y con el
corazón latiéndole a una velocidad desproporcionada se sintió el hombre más feliz de
la tierra. Los ojos oscuros de Álex le contemplaban entrecerrados y una ligera sonrisa
le curvaba los labios.

–¿Estás bien? ¿Te hago daño? –murmuró.

–¿Estás loco? ¡Joder, no! Me llenas por completo y es perfecto… Ni se te ocurra


salirte… –repuso ella lamiéndose los labios, lo que hizo que el pene de Robert se
endureciese aún más si eso era posible.

–Créeme, salirme es lo último que se me pasa por la cabeza, Álex… –contestó él


mordisqueando su cuello con suavidad.

Con cuidado de no aplastarla se apoyó sobre un brazo mientras que con el otro le
agarraba la cadera firmemente. Pausadamente comenzó a moverse entrando y saliendo
de ella con suavidad, provocando una placentera fricción que los hizo gemir a ambos.

Álex le abrazó con fuerza y casi sin ser consciente de ello le clavó las uñas en la
espalda deseosa de que él acelerase el ritmo de sus embestidas. Robert pareció
entender su muda súplica ya que repentinamente se apartó de ella para volver a
introducir su miembro hasta el mismo fondo. Álex gimió de placer mientras le
sujetaba firmemente con las piernas y se agarraba a su cuello casi con desesperación.
Robert siguió adelante incrementando la velocidad al percatarse de que a ella le
gustaba que fuese un poco más agresivo. Él mismo notó cómo el placer se le iba
concentrando en la parte baja de la espalda. Constató que no iba a poder aguantar
mucho más.

Álex echó la cabeza hacia atrás mientras resistía las deliciosas y poderosas
acometidas de Robert. El tamaño de su miembro la llenaba por completo y si bien no
le producía ningún dolor, el sentirse tan llena era casi agónico. Poco a poco comenzó
a notar cómo el calor tomaba posesión de su cuerpo y supo que estaba a punto de
alcanzar el orgasmo. Atrajo la cabeza de él hacia sí y tomó posesión de la boca
masculina. El último pensamiento coherente que tuvo antes de que multitud de
espasmos recorriesen su cuerpo fue que esa era la primera vez que un hombre
conseguía hacer que se corriese solo penetrándola.

Robert sintió cómo el cuerpo femenino se contraía y notó como su ardiente sexo
se estrechaba en torno a él. Mientras sentía cómo las olas de placer de ella le envolvían
tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para esperar a que ella terminase; después,
temblando por el esfuerzo y la excitación empujó una vez más y en medio de febriles
convulsiones alcanzó el orgasmo y se derramó dentro de ella susurrando su nombre
una y otra vez.
Capítulo Treinta y Dos

El agua estaba congelada o al menos esa fue la sensación que Álex tuvo al
introducir los dedos del pie izquierdo en el lago. Toda la piel de su cuerpo se erizó.
Desde el suave vello que cubría sus brazos hasta los mechones de pelo de su nuca.
Incluso los pezones, bajo la elástica tela del sujetador negro, se le pusieron duros. El
cosquilleo de la carne de gallina expandiéndose por su cuerpo hizo que un temblor
recorriese su columna vertebral.

Quizá había sido un error dejarse convencer para ir a nadar al lago. El sol ya se
había puesto y el crepúsculo comenzaba a bañar el paisaje con sus sombras,
convirtiéndolo todo en manchas borrosas e indefinidas; la temperatura, a pesar de ser
agosto, descendía al caer la tarde. Pero hacía tanto tiempo que no iba al lago y se daba
un buen chapuzón…, que cuando Robert le había propuesto hacer esa pequeña
escapada, no lo había dudado. Rápidamente se había cambiado de ropa, e impaciente
había esperado al pie de la escalera a que Robert y los cuatro hombres que iban a
cabalgar con ellos se preparasen.

Habían pasado ya dos semanas desde que la flecha le atravesó el brazo y la


herida había cicatrizado muy bien gracias al ungüento de flores de caléndula, que
según le había dicho Beatrice era un remedio fantástico para heridas de ese tipo.

Giró la cabeza y se contempló el brazo con ojo crítico. Apenas le dolía, y a pesar
de que la herida no había sido suturada, la cicatriz que le había quedado no era
demasiado grande ni demasiado fea. En unas cuantas semanas más apenas si se
notaría.

Volvió a mirar la tranquila superficie del lago con la decisión brillándole en la


mirada. Con algo más de energía que la mostrada hasta ese momento, introdujo
nuevamente el pie en el agua, poco dispuesta a dejarse amilanar por el frío. Esta vez la
temperatura del agua no le pareció tan terrible. Era soportable, decidió. Lentamente,
comenzó a avanzar por el suelo resbaladizo de la orilla. Las piedras cubiertas de
musgo no facilitaban el avance. El agua le cubrió primero los tobillos, luego las
rodillas, los muslos y con un poco más de esfuerzo, las caderas y el estómago.
Cuando el agua le llegaba por la cintura, dejó escapar un suspiro placentero, se inclinó
hacia delante y se sumergió de cabeza en el helado elemento levantando pequeñas olas
espumosas, que agitaron la hasta ese momento calmada superficie del lago.

Se mantuvo bajo el agua, avanzando sin rumbo hasta que sintió como los
pulmones protestaban en su pecho. Impulsándose en el blando suelo de lodo, emergió
súbitamente, al tiempo que cogía una bocanada de aire. Después, disfrutando de la paz
y la quietud del entorno, ya sin sentir frío alguno, se limitó a flotar y a dejarse mecer
por las olas que sus propios movimientos provocaban en el agua. Tenía la vista fija en
la orilla. En el lugar por donde sabía que Robert aparecería en poco tiempo.

–Robert…

El nombre salió de sus labios en forma de susurro, y el simple hecho de


pronunciarlo provocó en ella una especie de sensación de inquietante anhelo. Cerró
los ojos por un instante y sintió como un calor abrasador invadía su cuerpo. Casi se
había acostumbrado a reaccionar así cada vez que pensaba en él, o le veía acercarse, o
sentía su presencia. Eran demasiadas las emociones desconocidas o ya olvidadas que
desde hacía días la tenían absolutamente desconcertada y perpleja. Los días sin él se le
hacían eternos y aburridos y las noches a su lado eran tan breves… el amanecer
llegaba demasiado pronto, siempre.

Odiaba el momento en que él se inclinaba sobre ella y con cuidado para no


despertarla la besaba y se marchaba. Ella siempre fingía dormir. No quería que supiese
lo mucho que detestaba separarse de él. Nunca antes se había sentido tan vulnerable al
lado de alguien y era una sensación que no terminaba de gustarle.

Además, el mes que se había regalado a sí misma para disfrutarlo con él, poco a
poco se acercaba a su fin. Solo quedaban trece días para que la luna estuviese en la
fase adecuada. Solo trece días para volver a casa.

A veces, ese pensamiento la llenaba de euforia. «¡Por fin!», pensaba. Iba a poder
regresar finalmente y dejar atrás ese mundo extraño en el que no terminaba de
encajar… Se iban a acabar las extrañas vestiduras, las comidas grasientas, la falta de
higiene, la escasez de lectura… aunque también tenía que reconocer que algunas cosas
las iba a echar de menos.
Iba a extrañar a muchas personas que desde el primer día e incondicionalmente
le habían brindado su apoyo, como Edith, Gertrude, Edda, Dunstan, William, Pain, e
incluso Ralf, que la había aceptado finalmente, aunque de vez en cuando le sorprendía
mirándola fijamente como si estuviese evaluándola.

También iba a echar mucho de menos a Jamie. El pequeño se había convertido


en una especie de hermanito pequeño –no se atrevía a darle el nombre que realmente
le correspondía: hijastro– que la seguía a todas partes y tenía mil preguntas que
hacerle. Le encantaba su forma de sonreír, tan parecida a la de su padre.

Su padre…

Robert…

Ese era el verdadero problema. Robert. ¿Cómo narices iba a poder marcharse sin
mirar atrás, después de todo lo que había sucedido entre ellos? Ella, tan pagada de sí
misma, con esa arrogancia tan propia de alguien que se cree que está por encima de
todo, había pensado que podía pasar un mes divirtiéndose con él, compartiendo su
cama y su vida y creando lazos afectivos, para después, transcurrido el tiempo
convenido y con el corazón intacto, regresar a casa.

Así, sin más.

¡Qué equivocada había estado!

Desde el momento en que se habían acostado por primera vez, ya nada había
vuelto a ser igual. Robert había resultado ser un amante fantástico, exactamente como
a ella le gustaba, a veces tierno, otras veces impetuoso y vehemente. Y si al principio
había sido un tanto inseguro e incluso inexperto en ciertas lides, no había tardado
nada en ponerse a su altura, superando con mucho cualquier expectativa.

Pero no era solo el sexo. No. Había algo más. Algo que la tenía completamente
desconcertada. Después de haber pasado muchas horas pensando en ello, había
llegado a la conclusión de que lo que sentía por Robert no era una mera atracción
sexual, insulsa y superficial, no, lo que sentía por él iba mucho más allá de lo físico.

Se había enamorado de él.

Se le encogió el estómago, como cada vez que ese pensamiento le acudía a la


cabeza. Resultaba del todo increíble, pero sabía que era cierto. Ella, una mujer
moderna del siglo veintiuno, enamorada de un caballero medieval del siglo doce, diez
años más joven.

¡Era una locura! ¡Una insensatez! ¡Una barbaridad!

–¡Joder! –masculló en voz alta, y el taco pronunciado en español, le hizo sentir


mejor por un instante.

Llevaba días intentando convencerse de que lo único que sentía por Robert era
un capricho pasajero, una atracción física sin importancia, pero sabía que se engañaba
a sí misma. Estaba loca por él, como nunca lo había estado por nadie, ni por Brian ni
por Klaus, con el que había estado a punto de casarse. Era algo absurdo y sin
fundamento, pero así era.

Había estado demasiado tiempo quieta en el agua y el frío comenzaba a


expandirse por su cuerpo. Enérgicamente dio un par de brazadas intentando
ahuyentarlo. Sus ojos recorrieron la orilla con cierta intranquilidad. ¿No estaba
tardando demasiado Robert? Desde que habían sufrido el ataque a manos de los
secuaces de Postel, nunca abandonaban el castillo sin suficiente protección. Incluso
para acudir al lago que apenas estaba a una milla, Robert había considerado necesario
llevar varios hombres. Nada más dejar a Álex en el lago, se habían desplegado para
inspeccionar el terreno, Robert entre ellos. Aunque el entorno pareciese solitario, ella
sabía que solo tenía que alzar la voz para que cuatro hombres armados hasta los
dientes apareciesen.

En ese momento, un movimiento en los arbustos más cercanos a la orilla llamó


su atención. Entornó los ojos, intentando distinguir en la penumbra que ya lo invadía
todo, quién era el visitante. La alta figura de Robert emergió. Desde donde ella estaba
pudo distinguir como se quedaba parado y la buscaba con la mirada hasta que
descubrió su cabeza en el agua. Álex le observó. Tenía un aspecto imponente su
guerrero, con las calzas ajustadas, las botas altas y la casaca negra de cuero endurecido
que sustituía a la cota de mallas. Con la melena negra cayéndole sobre los hombros y
la mandíbula oscurecida por la barba que había comenzado a crecerle de nuevo y allí
parado con las piernas separadas y la mano izquierda apoyada en el puño de la espada
parecía un personaje de otra época.

Dejó escapar una risa tonta cuando ese pensamiento acudió a su mente. ¡Era un
personaje de otra época!
Con la sonrisa dibujada en su cara le hizo un gesto invitándole a unirse a ella.
Vio como él negaba con la cabeza.

–¡Vamos! –gritó–. El agua está estupenda.

Robert volvió a negar con la cabeza al tiempo que sonreía. Nada le hubiese
apetecido más que sumergirse junto a ella en el lago, pero no podía permitirse ese
lujo. Todavía no. En caso de que los hombres de Postel apareciesen de repente, el
estar desnudo y empapado no era lo más adecuado para defenderse de un ataque.
Hasta que no estuviese seguro de que no había peligro, no podía dejarse llevar de esa
manera.

Observó como ella daba un par de brazadas elegantes y se alejaba todavía más.
Luego su figura se ocultó debajo del agua sin provocar apenas ningún movimiento en
la superficie. Durante largo rato esperó a que ella emergiese. Aún a sabiendas de que
era una excelente nadadora y que podía aguantar la respiración durante mucho
tiempo, su ausencia le intranquilizó. Nervioso, dio un par de pasos hacia la orilla,
sabedor de que en caso de que le sucediese algo, no podría hacer absolutamente nada.
Ansioso, oteó la superficie. Frunció el ceño. ¿No había pasado demasiado tiempo
desde que ella había desaparecido?

Una risa burlona a su derecha le hizo girar la cabeza. A solo unos metros, a la
sombra de un sauce llorón, ella le observaba divertida.

–Cuando salgas del agua vas a tener que pagar –gruñó.

–Deberías haberte visto la cara –repuso ella con la voz chispeante por la risa.

Él dio un par de pasos en su dirección con fingido gesto amenazante y ella se


escabulló rápidamente volviendo a sumergirse en el agua.

La vio alejarse con los ojos brillantes por todo lo que sentía en esos momentos,
una mezcla de orgullo, diversión, y profundo cariño. Era extraño lo rápido que Álex
había conseguido penetrar en su corazón. Desde el primer momento había existido
atracción entre ellos, pero ahora y después de todo lo que habían compartido, lo que
sentía por ella solo se podía comparar con lo que sentía por su hijo, un amor
profundo y avasallador. ¡Qué importaba que ella no perteneciese a su mundo! ¡Le
pertenecía a él! Apretó las mandíbulas con fuerza. No quería ni pensar en que el día
que ella había fijado para su partida se acercaba lenta pero inexorablemente.
Desde el momento en que su matrimonio había sido consumado, había pasado
junto a ella cada minuto que sus obligaciones se lo permitían. Odiaba tener que
marcharse por las mañanas y dejarla, suave y cálida, durmiendo en su lecho. Las
horas que pasaba con sus hombres, rastreando a Postel y a sus secuaces se le hacían
eternas. Solo ansiaba poder volver al castillo para estar con ella. Adoraba cada
segundo que pasaban juntos, ya fuese en la cama o fuera de ella. Le encantaba
sentarse a su lado, junto al fuego y escuchar como ella le relataba historias del futuro.
Él atendía con avidez y la interrumpía mil veces con preguntas de todo tipo. A veces,
su escepticismo era tal, que ella tenía que encender el aparato que llamaba móvil y
enseñarle cosas absolutamente inverosímiles. Había visto imágenes móviles que salían
de su cajita negra y mostraban a personas diminutas hablando y caminando. Incluso la
propia Álex estaba atrapada allí dentro; se reía y sacaba la lengua de forma muy
graciosa. Él no conseguía entender lo que decía porque hablaba en español, pero se
había quedado maravillado al ver la imagen de ella, moviéndose.

Todo era muy confuso y demasiado complicado.

Al principio se había negado a aceptar ciertas cosas, como que en el futuro la


mayoría de los países no tuviesen reyes y que una cosa llamada democracia se
hubiese impuesto a las monarquías. No conseguía entender que todo el mundo
pudiese votar para decidir quiénes iban a ser sus gobernantes. No entendía que el
mundo hubiese evolucionado en una dirección donde no hubiese criados ni señores,
aunque según ella le había explicado, también había matices en aquella forma de vivir.

También le había costado mucho aceptar que los hombres pudiesen casarse con
otros hombres, y las mujeres con otras mujeres. Su mente no estaba preparada para
aceptar eso. Álex se reía cada vez que una de sus respuestas conseguía dejarle con la
boca abierta, lo que sucedía con frecuencia.

Lo que más fascinado le tenía era lo que ella le había contado sobre los bebés;
que la gente que no podía tener hijos, en lugar de resignarse, acudía a un lugar
llamado laboratorio, donde el semen del hombre y la semilla de la mujer eran
manipulados y el bebé se creaba en un recipiente y luego era introducido en el cuerpo
femenino. Todo eso le resultaba blasfemo y contrario a la doctrina católica que
predicaba la iglesia. Pero ella se expresaba de una manera tan entusiasta y tan
apasionada, que resultaba del todo imposible no dar crédito a sus palabras, por más
descabelladas que le pareciesen. Y cuanto más hablaba ella y le describía lo
maravilloso que era ese futuro de donde venía, más lo odiaba él, y deseaba que todo
fuese una fábula y una invención, aunque las pruebas hablasen por sí solas.
Con el ceño fruncido por sus lúgubres pensamientos, se desabrochó el cinturón
de la espada y lo dejó caer al suelo, a su lado, lo suficientemente cerca como para
poder desenvainar a la mínima sensación de peligro. Luego se sentó sobre la hierba y
observó la grácil figura de su mujer. Era una delicia contemplar cómo nadaba; parecía
que hubiese nacido para estar en el agua. Sus movimientos eran perfectos mientras
avanzaba a gran velocidad de un extremo a otro del lago, sin apenas alterar la
superficie.

Tenía que admitir que Álex había puesto su vida patas arriba. Había llegado
como un vendaval, arrasando todo a su paso, destruyendo sus convicciones más
arraigadas y sus ideas más genuinas. Y sin ni siquiera pretenderlo, se había ido
introduciendo lentamente en su corazón, de manera que no sabía de qué modo iba a
poder vivir sin ella el día que se marchase.

Todo su mundo giraba en torno a esa mujer.

Desde el mismo instante en que habían compartido el lecho por primera vez,
había sabido que nunca antes y nunca después iba a darse una comunión tan perfecta
entre un hombre y una mujer. Él jamás había experimentado esa complicidad y ese
entendimiento físico. Era como si ella supiese exactamente lo que él deseaba en cada
momento. A veces ni siquiera tenía que expresarlo con palabras, ella lo entendía. Y
sabía que al contrario, era igual. Una especie de instinto le indicaba lo que había de
hacer o decir en cada momento, para complacerla.

Era una unión perfecta.

Si solo ella pensase lo mismo…

Faltaban dos semanas para la temida luna llena y él no sabía si había conseguido
convencerla para que no se marchase. Tampoco quería preguntarle. Temía demasiado
la respuesta…

–¿Te vas a quedar ahí parado mientras yo me muero de frío? –La voz de ella a
poca distancia le devolvió a la realidad. Alzó la vista y la vio a solo un par de metros a
su derecha. Había salido del agua y le contemplaba con curiosidad. Su cuerpo
empapado, que él conocía tan bien, se mostraba en todo su esplendor, apenas cubierto
por esas extrañas y ajustadas prendas negras.

Robert se levantó lentamente; una sonrisa juguetona curvaba sus labios.


–Debería dejarte ahí, muerta de frío, por el susto que me has dado antes. ¿No te
he dicho que ibas a tener que pagar? –inquirió con fingida severidad, al tiempo que la
observaba de arriba abajo, admirando sus curvas y la suavidad de su piel.

–Preferiría pagarte de otra manera –dijo ella. Su voz había adquirido un tono
aterciopelado, que dejaba lo suficientemente claras sus intenciones. Con deliberación
dejó que la punta de su lengua asomase entre sus labios y lamiese un par de gotas de
agua que se habían deslizado hasta el labio superior.

Robert la miró con un anhelo apenas contenido. Entornó los ojos y los clavó
sobre la femenina y deseable boca. Cientos de imágenes eróticas de todo lo que ella
había hecho con esa boca, acudieron a su mente. Su entrepierna se endureció.

Álex le observaba con una sonrisa burlona dibujada en los labios. Sabía que
podía sacarle de sus casillas con cualquier comentario o gesto procaz, y lo hacía
constantemente. Le encantaba verle así, con las mandíbulas apretadas y los ojos
brillantes por el deseo contenido.

–Tendremos que esperar, mi bravo guerrero –repuso ahora, cambiando el tono


de su voz por uno mucho más práctico e impaciente–. Si no me seco, probablemente
cogeré una pulmonía. –Y si sus palabras no habían sido lo suficientemente claras, el
temblor que recorrió su cuerpo de arriba abajo sí lo fue. Se abrazó el cuerpo con los
brazos y le miró con un brillo de reproche en los ojos.

Robert se dio cuenta por fin de que la muchacha tenía frío. Con un gruñido casi
feroz, se acercó a ella de un par de zancadas y la envolvió entre sus brazos.

–Te vas a mojar –exclamó ella intentando apartarse de él, sin éxito–. ¿No tienes
una capa?

–Sí –contestó él, pero no se movió ni un ápice. La tenía firmemente sujeta entre
sus brazos y la miraba con intensidad. Lentamente, bajó la cabeza y la besó.

Álex dejó escapar un suspiro entrecortado antes de que la boca de Robert


alcanzase la suya. Como de costumbre, siempre que Robert la besaba, todo lo demás
dejaba de importar. Olvidado quedó el frío.

El beso duró apenas unos instantes, pero cuando sus labios se separaron, ambos
jadeaban.
–¿Se te ha pasado el frío? –preguntó él con voz ronca.

Álex estuvo a punto de contestar que sí, pero una vocecita traviesa en su interior
la frenó.

–Lo cierto es…, que tengo las piernas congeladas –repuso finalmente,
levantando una ceja en actitud provocadora.

Robert la apartó de sí unos centímetros y frunciendo el ceño le lanzó una mirada


ofendida. ¡Era imposible hablar en serio con ella!

Álex dejó escapar una carcajada. ¡Adoraba bromear con su guerrero!

–Voy a buscar la capa –gruñó él, y soltándola, se alejó.

En el momento en que se apartó de ella, Álex sintió todo el frío que había dejado
de sentir mientras se encontraba entre sus brazos. Comenzó a temblar
incontroladamente mientras observaba como él se alejaba. Desapareció entre los
arbustos y una sensación de profunda melancolía la invadió haciendo que un nudo se
le formase en su garganta. Angustiada quiso llamarle y pedirle que no se marchase…

Sacudió la cabeza sorprendida por tan estúpidos pensamientos. Solo había ido a
por la capa y en unos segundos volvería a estar a su lado… ¿cómo podía ser tan
tonta?

Y sin embargo la extraña sensación que la había embargado persistió hasta que él
volvió a aparecer. El crepúsculo teñía el paisaje de sombras, pero Robert brillaba con
luz propia, o al menos eso pensaba ella. Con su peculiar forma de andar, ágil y
decidida se acercaba con la prometida capa bajo el brazo.

Álex no pudo evitar que su corazón saltase en su pecho.

Estaba loca por él y lo sabía.

–Sabes lo mucho que significas para mí, ¿verdad?–. Las palabras salieron de su
boca sin que pudiese contenerlas.

Robert se detuvo bruscamente. A veces, ella hacía o decía algo como aquello,
que le desconcertaba y le confundía. No era estúpido y sabía perfectamente lo mucho
que significaban el uno para el otro. Era más que evidente. Pero el modo en que ella
había formulado la pregunta y el momento…, y con ese tono de voz tan
melancólico… Tuvo un mal presentimiento. Quiso responder, pero no tuvo tiempo,
rápidamente y como si de pronto hubiese advertido lo que acababa de decir, la actitud
de ella cambió completamente. Una sonrisa curvó los femeninos labios.

–¡Me muero de frío! –exclamó.

Robert reaccionó y le pasó la capa por encima de los hombros. Era de gruesa
lana gris y le llegaba hasta los tobillos. Álex le dirigió una sonrisa agradecida mientras
se envolvía en ella.

–Así nunca vas a entrar en calor –murmuró él, dirigiendo la mirada a los
desnudos pies de la joven, que asomaban por debajo de la capa. Inesperadamente, se
inclinó y pasándole un brazo por la espalda y otro por debajo de las piernas, la levantó
en el aire, haciendo que a ella se le escapase una carcajada ahogada. Luego, y sin
esfuerzo aparente, se dejó caer sobre la hierba con ella sentada sobre su regazo. Álex
le había rodeado el cuello con los brazos y apoyado la cabeza contra su pecho; tenía
los ojos cerrados y una plácida expresión en su cara.

Robert comenzó a frotar el aterido cuerpo de la muchacha con vigor, intentando


que entrase en calor. Sus enérgicas caricias hicieron que recuperase la temperatura
antes de lo esperado. Pequeños gemidos de satisfacción se escapaban de los labios de
ella, según la humedad de su cuerpo iba siendo absorbida por la lana. Robert había
sido extremadamente delicado al secarle el brazo herido, cosa que ella agradeció. Sus
pies, sus piernas y el resto de su cuerpo no tardaron en estar secos del todo; solo su
pelo permanecía mojado, pero él, tomando un extremo de la capa, comenzó a frotarle
los cortos mechones de cabello con suavidad. Álex abrió los ojos y le observó; los
rasgos de Robert reflejaban una expresión de profunda concentración.

–Me encantaría quedarme así para siempre –susurró ella.

–Está en tus manos –repuso él, después de haber hecho una breve pausa en sus
movimientos–. Quédate –murmuró con voz ronca, volviendo a frotar con algo más de
energía que antes.

Ella bajó la cabeza y la apoyó contra el pecho de él, cubierto por el cuero
endurecido de su casaca. Permaneció así unos segundos mientras las enérgicas
caricias terminaban de absorber toda la humedad de su pelo. Los fuertes músculos de
sus brazos se marcaban a través de la tela de su camisa, y Álex siguió los movimientos
con la mirada, incapaz de encontrar una respuesta que complaciese a ambos.

–Sabes que no puedo –contestó finalmente, alzando la vista y mirándole con


fijeza. La suave luz crepuscular le impidió interpretar la expresión que se dibujó en el
rostro de él al oír aquellas palabras.

Robert permaneció en silencio. Desde el momento en que se habían convertido


en una verdadera pareja, habían evitado hablar del tema de la inminente partida de
ella. Hasta ese instante. Era la primera vez que él tenía ocasión de decirle que no
deseaba que se marchase, y era la primera vez que ella tenía ocasión de expresar lo
que pensaba al respecto.

No había esperanza.

–Sabes que sí puedes, Álex. Sabes que sí –murmuró contra su pelo ya casi seco.
Una oleada de tristeza le invadió, al ver que pasaban los segundos y ella no
contestaba.

Los pensamientos de Álex formaban un caleidoscopio de colores en su cabeza.


La frase que Robert acababa de pronunciar con ese tono ronco de voz tan
característico, le había llegado al alma. Cerró los ojos y apoyó la espalda contra su
pecho. Por primera vez desde hacía años sintió como un ardor comenzaba formarse
detrás de sus párpados y un nudo le atenazó la garganta.

Al sentir como Álex se recostaba contra él, Robert intensificó su abrazo. Apoyó
la barbilla sobre la cabeza de ella y dejó que su mirada se perdiese en el horizonte más
allá del lago, mientras sentía como la rabia infinita y una profunda impotencia
anidaban en su corazón.

Ambos permanecían ajenos a los últimos vestigios de claridad que desteñían el


bello paisaje que los rodeaba.
Capítulo Treinta y Tres

El retorno al castillo estuvo marcado por el desánimo. Robert y Álex cabalgaban


sobre la montura de Robert, flanqueados por los cuatro hombres que habían partido
con ellos hacia el lago hacía tan solo un par de horas, entre ellos Alfred y Gilbert. El
ambiente, que a la ida había sido distendido e incluso cargado de una insólita alegría,
se había enrarecido, cosa de la que los hombres de Robert eran más que conscientes.
Lanzándose miradas interrogadoras, cabalgaban en silencio, contagiados por el
abatimiento que embargaba a su señor y a su esposa.

A pesar de que no habían vuelto a cruzar más palabras, las pocas que habían
intercambiado mientras Álex se secaba, habían bastado para que el desaliento de
ambos fuese evidente. No habían permanecido mucho tiempo más en el lago después
de aquello. En silencio y casi como si tuviese miedo de decir algo inadecuado, Álex se
había quitado la ropa interior mojada y había procedido a vestirse, evitando mirarle.
Robert, por su parte, se había hundido en un hosco silencio y quizá con más rudeza de
la necesaria, la había conminado a partir cuanto antes.

El regreso en la oscuridad se estaba haciendo más largo de lo habitual. La luna


brillaba por su ausencia y los caballos avanzaban con cuidado, temerosos de pisar
donde no debían.

Para Álex, que cabalgaba algo envarada y evitaba apoyar la espalda contra el
pecho de un más que disgustado Robert, el divisar las antorchas que iluminaban las
almenas de Black Hole Tower, fue un gran alivio. Dejó escapar un suspiro de
satisfacción, que no pasó desapercibido para nadie. Notó como los brazos de Robert
se tensaban pero no hizo ningún comentario.

Los vigías habían estado esperándoles. El caballo de Robert, ansioso por acceder
al interior del castillo, corcoveó y retrocedió nervioso, haciendo que Álex chocase
violentamente contra el pecho de Robert, algo que había estado intentando evitar
desde que habían abandonado el lago. Giró la cabeza y le miró. Él estaba concentrado
en controlar su montura, cosa que consiguió en un par de segundos. Ignorando los
ojos inquisitivos de la joven, fijó la mirada en el rastrillo que terminaba de levantarse.

Álex arqueó una ceja. La absurda actitud de él la sacó de quicio de repente.

–No puedes fingir que no me ves, Robert. Estoy justo delante de ti y te estoy
mirando. Así que intenta no ser tan infantil y si tienes algo que decirme o
reprocharme, hazlo, pero no juegues conmigo.

Robert bajó la vista bruscamente y la miró con manifiesta sorpresa. Ella tenía el
ceño fruncido y le brillaban los ojos furiosos.

–Aquí no –repuso él en un susurro, tras mirar de reojo a sus hombres, que se


hallaban pendientes de la conversación aunque se esforzasen por disimularlo.

Álex apretó los labios, pero no repuso nada. Muy bien, si eso era lo que deseaba,
esperaría hasta que estuviesen solos para decirle lo que opinaba de su estúpida actitud.
¿Acaso no habían llegado a un acuerdo? No tenía derecho a hacer que se sintiese
culpable o a reprocharle absolutamente nada. Las reglas del juego estaban muy claras
y lo habían estado desde el principio. ¡Nada había cambiado! La indignación de Álex
crecía por momentos. ¿Cómo se atrevía él a enfadarse con ella?

Cuando el caballo se detuvo en mitad del patio de armas, Álex no esperó a que
Robert descendiese y la ayudase a bajar. Sin demasiado esfuerzo, pasó la pierna por
encima del cuello del ya calmado semental y se deslizó con suavidad al suelo,
ignorando la mano que Robert había extendido para ayudarla. Con la cabeza levantada
y los labios apretados pasó por delante del joven John que se dirigía hacia su señor
para ocuparse de su montura, sin ni siquiera mirarle. El muchacho se apartó
sorprendido poco acostumbrado a semejante actitud.

Álex, ajena a las confusas expresiones de los criados y los hombres de Robert,
subió las escaleras que conducían a la gran sala de dos en dos. Las cómodas calzas y
las botas que había vuelto a ponerse después de varios días de utilizar vestidos largos
e incómodos, facilitaban sus movimientos. Hervía de furia y sabía que si no
encontraba algo que la distrajese su cólera iba a ir en aumento. Atravesó la sala
rápidamente sin molestarse en mirar a su alrededor aunque por el rabillo del ojo se
percató de que la mesa estaba dispuesta para la cena y que varias personas se
encontraban ya esperándoles, entre ellos William y Beatrice. Se apresuró en subir las
escaleras que llevaban a sus aposentos. No deseaba que nadie le dirigiese la palabra.
Prefería estar a solas unos minutos y calmarse. Al llegar a su habitación, cerró la
puerta tras de sí, se apoyó contra ella y cerró los ojos; estaba temblando de
indignación.

Sabía que su reacción había sido exagerada, pero llevaba demasiado tiempo
conteniendo sus sentimientos y poniendo al mal tiempo buena cara, y de alguna
manera, la forma en que Robert se había comportado con ella, le había parecido de lo
más injusta y pueril y había terminado por enojarla de una forma poco habitual.

Todavía seguía apoyada contra la puerta, cuando una brusca sacudida en la


misma, la hizo apartarse de un salto. Justo a tiempo. La pesada puerta de madera
chocó contra la pared con un fuerte golpe sordo.

Álex se dio la vuelta todavía algo alarmada por el estruendo. Un indignado


Robert ocupaba el umbral. Los ojos verdes le brillaban furiosos y su cicatriz destacaba
claramente más pálida de lo habitual.

–¿Estás loco? –le increpó ella–. ¡Podías haberme matado con esa puerta!

Robert no respondió. Entró en la habitación y cerró la puerta de un atronador


golpe.

Álex meneó la cabeza enfadada.

––¿Crees que está bien lo que haces? ¿Pegar esos golpes? –Inconscientemente,
había cambiado de idioma y se expresaba en francés moderno–. ¿No te piensas que tu
actitud deja mucho que desear? No me lo esperaba de ti. Había pensado que a pesar de
ser quien eres, eras un hombre medianamente coherente con el que se podía razonar, y
que no eras un bárbaro ignorante y machista como los hombres de tu época. Pero al
parecer estaba equivocada. En el momento en que las cosas no han salido como tú
esperabas que saliesen, se te han cruzado los cables y has empezado a comportarte
como un gilipollas. Eso, como un verdadero…

–¡Silencio! –la interrumpió él sin elevar la voz, pero con un tono de rabia
contenida que hizo que Álex parase en su andanada y se quedase mirándole con la
boca abierta por la sorpresa–. Silencio –repitió él–, porque si no guardas silencio voy
a tener que obligarte a guardarlo –volvió a repetir entre dientes.
Álex le observó estupefacta. ¿Qué le sucedía a Robert? Nunca antes le había
hablado de ese modo. Completamente desarmada por la reacción de él, retrocedió
unos pasos hasta que sintió el borde de la cama contra sus pantorrillas. Lentamente se
sentó y le observó.

Robert tenía los ojos entornados y la mandíbula fuertemente apretada. Se notaba


que estaba manteniendo una feroz lucha interna consigo mismo para calmarse. Hacía
mucho tiempo que nada ni nadie habían conseguido sacarle de sus casillas de esa
manera.

–Voy a decirte algo, Álex –logró articular él por fin, con un gran esfuerzo. Sentía
como una vena le palpitaba en el cuello y apretó los puños contra los muslos, al
tiempo que respiraba profundamente intentando aplacar su ira–. ¿Crees que fue fácil
para mí el aceptar una situación como la que me propusiste? Ya sé que en tu mundo es
algo normal y corriente, pero yo no vengo de tu mundo –recalcó–. Aquí se hacen las
cosas de otra manera –su tono de voz, calmado aparentemente, contrastaba
profundamente con la tensión que se mostraba en su rostro. Poco a poco, mientras
hablaba, se iba acercando a ella–. Quizá consideres que soy un bárbaro ignorante,
pero no tienes ni la menor idea de lo que es ser un bárbaro –hizo una pausa antes de
inclinarse sobre ella–, ni la menor idea –susurró junto a su cara.

Álex pudo sentir el aliento de él acariciándole la mejilla. Solo hubiese tenido que
girar la cabeza unos milímetros y sus bocas se hubiesen encontrado, tan poca era la
distancia que los separaba.

–Y otra cosa –continuó él sin apartarse–, ya sé que de donde tú vienes no tiene


ningún sentido, pero ahora mismo eres mi esposa aunque te pese, y estás aquí, y
mientras estés aquí debes comportarte como tal. No vuelvas a hablarme así delante de
mis hombres y mis criados, Álex. A solas puedes hablarme como quieras, pero nunca
en público. ¿Lo entiendes? –Mientras hablaba había levantado las manos y las había
apoyado sobre sus hombros. La falta de reacción de ella hizo que la zarandease
ligeramente–. ¿Lo entiendes? –volvió a preguntar.

Álex asintió imperceptiblemente.

–Bien –repuso él, apartándose bruscamente–, entonces todo está claro. –Y sin
volver a dirigirle la mirada se encaminó a la puerta, que abrió lentamente esta vez.
Justo antes de abandonar los aposentos se giró y la miró–. Como señor del castillo
debo bajar y compartir la cena con mis hombres. Tú, como mi esposa, deberías
acompañarme. Pero si no lo deseas, puedes quedarte aquí. Le diré a Edda que te suba
algo de comer –pronunció estas palabras con indiferencia, como si realmente no le
importase demasiado si ella accedía a bajar con él a la sala, o no. Después abandonó la
habitación, dejando a una confusa Álex tras de sí.

Pasaron un par de minutos antes de que consiguiese reaccionar. Pasó revista a lo


que había sucedido entre ellos desde que habían hablado en el lago, intentando
entender la extraña actitud de Robert. Era cierto lo que él había dicho respecto a que
las cosas se hacían de otra manera en su época, y que probablemente no había sido
fácil para él aceptar la situación. Nada fácil.

Se mordisqueó el labio inferior.

Había sido una idiota, se dijo. Había medido a Robert con el mismo rasero con el
que medía a los hombres de su época, sin considerar que su forma de pensar y de
actuar era completamente diferente. Sí, había sido una idiota. Le había pedido
comprensión y cuando él no había reaccionado como ella esperaba, le había llamado
bárbaro ignorante.

Y después, para terminar de torcer las cosas, le había dejado en evidencia delante
de sus hombres rechazando su ayuda y huyendo de él.

–Joder, ¿en qué demonios estaba pensando? –susurró–. Demasiado bien ha


reaccionado. ¿Cómo se me ha ocurrido echarle esas cosas en cara? Llamarle bárbaro,
machista y gilipollas… Espero que no me haya entendido…

Se levantó y comenzó a dar paseos por la habitación. Se sentía terriblemente


culpable de repente. Se había comportado como una niña malcriada, sin tener en
cuenta para nada los sentimientos de él.

–Es un caballero medieval y yo pretendiendo que se comporte como un hombre


del siglo veintiuno. ¡Soy una imbécil! ¡Imbécil! ¡Imbécil! –repetía una y otra vez en
voz alta.

¿Qué podía hacer ahora? Desde luego que no debía quedarse allí y esperar a que
Edda le subiese la cena. Debía bajar a la sala y compartir la mesa con él. Se lo debía.

Rápidamente, sacó el plato de bronce bruñido del baúl y se observó en él. Se


pellizcó las mejillas tratando de poner algo de color en su cara y se pasó los dedos por
el pelo colocándose el azul flequillo. Respecto a su atuendo no podía hacer mucho. Se
observó críticamente, las calzas negras y la camisa roja no estaban tan mal; Beatrice las
había confeccionado para ella y por lo menos eran de su talla. Sabía que a Robert le
gustaba su poco habitual forma de vestir, así que decidió no perder más tiempo y
bajar cuanto antes.

Todavía seguía llamándose imbécil en silencio mientras descendía las escaleras


que conducían a la sala. Las voces de los allí reunidos resonaban en los gruesos
muros del castillo, creando una cacofonía de sonidos. El ambiente era distendido,
como era habitual.

Álex bajó los últimos escalones de piedra y deslizó su mirada por la sala. Todos
estaban allí. William, Beatrice, Ralf y Pain ocupaban la mesa principal junto a su
señor, como era la costumbre. Al lado de Robert, a su derecha, la silla reservada para
la señora del castillo estaba vacía.

Como si en ese momento todos se hubiesen dado cuenta de su presencia, las


conversaciones cesaron. Álex no solía avergonzarse pero sintió como el corazón le
palpitaba con más fuerza de lo normal y el rubor le inundó las mejillas. Docenas de
pares de ojos estaban pendientes de ella y de lo que fuese a hacer a continuación, pero
ella solo tenía ojos para Robert, que había abandonado la conversación que mantenía
con su tío y la observaba fijamente. Desde esa distancia no pudo descifrar su
expresión.

El silencio comenzaba a convertirse en algo opresivo. Incluso los criados se


habían detenido en sus quehaceres y la observaban expectantes.

«¡Dios mío!», pensó. «Lo que ha pasado entre nosotros es más grave de lo que
yo creía».

Tragó saliva y alzó la cabeza. Ignorando los curiosos murmullos comenzó a


acercarse a la mesa principal, esforzándose por no mostrar la inseguridad que sentía
en esos momentos. Unas palabras que su abuela le había repetido hasta la saciedad le
vinieron a la cabeza: Nunca jamás muestres tu debilidad. Anda siempre con la cabeza
bien alta. Y eso hizo.

Cuanto más se acercaba a la mesa, más dudas la embargaban. ¿Qué se suponía


que debía hacer ahora? No había esperado ese recibimiento. Había pensado que todo
el mundo se iba a comportar como siempre, que ella podía bajar y sentarse al lado de
Robert como si nada hubiese pasado… pero esto… ¿Qué debía hacer para volver a
enderezar las cosas? ¿Arrodillarse ante él? ¿Era eso lo habitual?... ¡No! Eso sería
demasiado exagerado… ¿Inclinarse? ¿Hacer una declaración pública de intenciones y
pedir perdón a gritos?...

¡Joder, joder, joder!

¡No tenía ni idea! Y ya solo le faltaban dos pasos para llegar a la mesa…

Robert tomó la decisión por ella. Consciente de la angustia que se reflejaba en


los ojos de la joven, aunque se esforzase por disimularlo, se levantó y fue a su
encuentro. El que ella hubiese decidido bajar y acompañarle significaba mucho para
él. Sabiendo que no podía comprender ciertas costumbres y maneras, no se había
atrevido a esperar que hiciese acto de presencia, pero lo había deseado. Y cuando la
había visto llegar una ola de inconfesable alivio le había embargado. Con cierto
orgullo la había visto acercarse, tan serena y segura como siempre, como si el
incómodo silencio no le afectase en absoluto. Pero la cercanía había revelado que
estaba más afectada de lo que aparentaba y él había decidido intervenir.

Se detuvo frente a ella y la miró a los ojos. Álex alzó la cabeza y le miró también.
El arrepentimiento brillaba en su mirada.

–Gracias –murmuró él con voz queda al tiempo que extendía la mano y se la


ofrecía.

Álex la tomó agradecida mientras dejaba escapar el aire que había estado
conteniendo.

–Gracias a ti, Robert –repuso acelerada–. No tenía ni idea de lo que tenía que
hacer ahora. No sabía si arrodillarme, pedir perdón o simplemente hacer como si nada
hubiese sucedido –se le atropellaban las palabras–. Menos mal que has venido a mi
encuentro. Me tiemblan tanto las piernas, que creo que si no me sujetas me voy a caer.

Robert curvó los labios en una sonrisa al tiempo que la sujetaba más firmemente.
Le resultaba del todo imposible enfadarse con ella. ¡Era encantadora!

–¿Hago algo más? –susurró ella–. ¿Debo inclinarme ante ti?

–¡No! Es suficiente. Has venido y eso es todo lo que importa. –Estas palabras,
pronunciadas en voz baja, pero con gran solemnidad, hicieron que Álex le mirase
fijamente.

–Lo siento mucho, Robert…

–No te disculpes. Todo está bien –la interrumpió, apretándole la mano. Y en


efecto así era. Toda la ira que había sentido unos minutos antes se había disipado. Era
increíble lo que la simple presencia de esa mujer provocaba en él.

Álex le sonrió.

El mundo volvió a ser perfecto.

Con lentitud se llevó la mano de ella a los labios y depositó un ligero beso sobre
sus nudillos, sin dejar de mirarla.

–Sería un honor para mí que me acompañaseis, mi señora –dijo con galantería, al


tiempo que inclinaba la cabeza ante ella y la miraba no sin cierta ironía.

–¡Por fin! Pensaba que no me lo ibais a pedir nunca –bromeó ella guiñándole un
ojo y haciendo una reverencia un tanto extravagante por lo extraño de su atuendo–.
¡Me muero de hambre!

Robert levantó la cabeza hacia el techo como pidiendo paciencia, pero una
sonrisa curvaba sus labios. ¡Era incorregible!

Ella dejó escapar una risa ahogada. Ajena a las curiosas, y en algunos casos,
divertidas miradas de los presentes, Álex entrelazó su mano con la de él, que algo
sorprendido aunque encantado por ese gesto, se dejó conducir a la mesa de esa
curiosa manera. No fue consciente de los susurros que la escena había provocado en
el público. Solo tenía ojos para su mujer, que se acomodó en la silla a su lado y saludó
a los allí reunidos con una amplia sonrisa.

Ralf, que había observado la escena en silencio, esperó a que Robert ocupase su
asiento para dirigirse a él.

–Supongo que ya está todo bien y puedes volver a comportarte como una
persona –le espetó en voz baja, con ironía.

Robert giró la cabeza y le miró.


–¿Celoso? –inquirió con una sonrisa.

Ralf dejó escapar un bufido.

–¿Celoso yo? ¿De quién? ¿De esa extraña mujercita que se niega a quitarse las
calzas y que dentro de poco te va a obligar a que te las quites tú? ¡Ja! No me hagas reír
–pronunció estas palabras sin acritud alguna, incluso con una pequeña sonrisa.

Robert sonrió.

¡Hasta el propio Ralf había caído presa de los encantos de Álex! Probablemente
no había ni una persona en todo el castillo que no adorase a Álex.

La miró. Aparentaba estar muy atenta a algo que William y Beatrice le estaban
contando. Asentía de vez en cuando y su peculiar flequillo le caía sobre los ojos,
teniendo que retirárselo, bien con la mano, bien soplando como era su costumbre. Le
encantaba observarla cuando ella no se daba cuenta; siempre descubría algún gesto
apenas perceptible que le llamaba la atención.

La cena duró siglos, o al menos eso pensó Robert, que no tenía apetito y solo
deseaba retirarse cuanto antes a sus aposentos con Álex. Ninguno de los exquisitos
platos que los criados iban sirviendo pudo despertar su interés. Ni la perdiz, ni el
guiso de conejo, ni el queso fresco con miel consiguieron tentarle. Después de un par
de bocados desganados, se echó hacia atrás en su silla y se limitó a asentir cada vez
que Ralf o Pain le hacían alguna pregunta, y a contemplar a su esposa, que parecía
realmente hambrienta. Desde que había llegado, no había parado de comer. Con gran
habilidad manejaba el cuchillo y el extraño utensilio de tres pinchos que le había
fabricado Dunstan, y que ahora muchos de los habitantes del castillo utilizaban,
aunque no con tanta destreza como ella.

Ese futuro del que ella venía tenía tantas cosas increíbles… que no era de
extrañar que desease volver allí. Lo que él podía ofrecerle a cambio, se quedaba
bastante pequeño en comparación. A una mujer que estaba acostumbrada a ser su
propia dueña sin tener que darle cuentas a nadie, a trabajar para ganarse la vida y a
viajar y tener una vida social como la que ella le había descrito, la vida como señora
de un castillo debía parecerle tediosa y sin atractivo. Demasiado sencilla y elemental.

Inconscientemente dejó escapar un suspiro y Álex giró la cabeza y le miró


extrañada. Maldiciéndose en silencio por su desliz, se irguió en la silla y le sonrió,
pero ella entornó los ojos y escudriñó su rostro como buscando alguna explicación al
suspiro.

–Tenías hambre, ¿verdad? –preguntó él, señalando el montón de huesecillos que


se apilaban en su lado de la mesa e intentando desviar su atención.

Álex frunció el ceño, sabedora de que lo único que quería hacer él, era distraerla.
Decidió dejarlo correr y seguirle la corriente.

–No, no mucha –repuso con voz inocente.

Robert soltó una carcajada.

–Entonces no te importará si nos retiramos ya –susurró, acercándose a ella al


tiempo que le tomaba la mano.

Álex arqueó una ceja, divertida.

–Pensaba que no me lo ibas a pedir nunca, Robert –repuso, coqueta–. Llevo


esperando desde que nos hemos sentado a la mesa. Has de saber que solo he cenado
por compromiso. Lo que realmente me apetecía era otra cosa, mi señor –añadió
bajando la vista y fingiendo una timidez poco propia en ella.

Robert se incorporó tan bruscamente, que la pesada silla de madera salió


despedida hacia atrás, sobresaltando al pobre John, que se encontraba allí, atento a los
deseos de su señor. Después, tiró de la joven, que intentaba contener la risa a duras
penas y la sujetó por el talle. Murmurando una excusa poco creíble y ante la atónita
mirada de los presentes, atravesó la sala a grandes pasos arrastrando a Álex tras de sí,
que tuvo que correr para igualar su paso al de él.

Los comentarios hechos a media voz y algunas risas contenidas los siguieron. Ni
siquiera cuando llegaron a las escaleras y se encontraron a salvo de los curiosos,
aminoraron el paso; siguieron hasta llegar a sus aposentos, y no fue hasta que cerraron
la pesada puerta tras ellos que se detuvieron. A solo unos centímetros el uno del otro
se miraron por espacio de unos instantes antes de sonreírse con complicidad.

–¿Demasiada precipitación? –preguntó él con los ojos brillantes clavados en el


sonriente rostro de ella.

–No –susurró ella, mirándole fijamente mientras se humedecía los labios con la
punta de la lengua.

–Estupendo –repuso él, y antes de que ella pudiese reaccionar, la tomó entre sus
brazos y la levantó en el aire al tiempo que su boca se apoderaba de la de ella con
vehemencia.

Álex correspondió al beso con pasión mientras le rodeaba el cuello con los
brazos y enroscaba las piernas a su talle.

Robert la condujo hacia el lecho.


Capítulo Treinta y Cuatro

Los días pasaban volando y Álex se descubrió a sí misma deseando que no fuese
así. Nunca antes había anhelado algo tanto, como ser capaz de poder parar el tiempo.
Desde la noche de la discusión que tan satisfactoriamente había terminado, había
transcurrido una semana. Una semana en la que había pasado mucho tiempo con
Robert y descubierto nuevas facetas de su carácter. Aunque ya le había visto impartir
justicia y le consideraba un hombre cabal y adelantado a su época, no se había dado
cuenta de lo fuertemente comprometido que se encontraba con sus tierras y sus
siervos. A lo largo de esa semana le había acompañado a visitar sus dominios y había
escuchado fascinada los planes que tenía para mejorar el feudo que Henry le había
concedido.

Cansado de batallar y de no tener un hogar estable desde hacía años, Robert


había aceptado agradecido el feudo de Black Hole Tower y había decidido poner todo
su empeño en que tanto el castillo como las tierras colindantes recobrasen todo su
antiguo esplendor, que aunque modesto no había sido nada despreciable. La mala
gestión del antiguo señor del castillo había provocado que los habitantes de la ahora
inexistente aldea se trasladasen a Hereford. Una sucesión de malas cosechas y las
absurdas subidas de impuestos les habían obligado a abandonar sus hogares. Hogares,
que según comprobó Álex, todavía seguían en pie aunque terriblemente deteriorados
por el paso del tiempo y la falta de cuidado. La aldea, que en otro tiempo había
albergado a más de treinta familias, se encontraba casi deshabitada. Solo unos cuantos
aldeanos habían regresado al enterarse de que Black Hole Tower tenía un nuevo señor.

Robert le había explicado que todo su afán radicaba en que las familias que se
habían marchado pudiesen volver a sus hogares y de ese modo convertir Black Hole
en un próspero lugar como había sido hacía tiempo antes de los años de la anarquía.
Pero también le había hablado de la falta de medios para conseguirlo. Todo el dinero
que había acumulado con su participación en torneos lo había invertido en la
renovación de las murallas del castillo, que había encontrado muy deterioradas
cuando llegó por primera vez; en la construcción del molino y en la adquisición de
telares. Después de eso no le había quedado mucho más. Reacio a ahogar a sus pocos
súbditos en impuestos que de todas maneras no iban a poder pagar, se planteaba el
volver a la Normandía para participar nuevamente en alguno de los torneos
importantes que se celebraban a lo largo del año.

Álex le había preguntado si no había otra opción para conseguir medios y Robert
le había contestado con una sonrisa: –La otra opción hubiese sido casarme con una
rica heredera que aportase una generosa dote al matrimonio…

Aunque él había pronunciado esas palabras con un tono despreocupado y sin


reproche alguno, a Álex se le habían quedado grabadas. Durante los siguientes días,
esa frase acudió con frecuencia a sus pensamientos. Había sospechado que Robert se
había sacrificado al casarse con ella, pero hasta ese momento no había sabido cuánto.
Cada vez que acudía a su mente la estampa de las tierras de cultivo baldías y las
humildes chozas de adobe abandonadas, se le encogía el corazón. Se sentía
responsable.

Si no se hubiese inmiscuido y se hubiese mantenido al margen en el asunto de


Postel, probablemente no se habría visto envuelta en aquella horrible situación y
Robert no se habría visto obligado a casarse con ella para salvarla, y de esa manera,
no habría perdido la oportunidad de encontrar una esposa adinerada, se repetía una y
otra vez. Y si…, y si…

¡Basta!

Las cosas eran como eran y ahora solo se podía mirar hacia delante e intentar
encontrar una solución. Sabía lo que debía hacer. Por el bien de ambos debía volver a
su época. Era la decisión correcta… no obstante, de vez en cuando se descubría
fantaseando con una vida en común…

Era imposible… y no tenía ningún sentido. No podía quedarse, pero cada vez le
costaba más el imaginarse de vuelta en su mundo, sin él, sin su caballero medieval…

Beatrice, que a pesar de ser familia de su primera esposa, adoraba a Robert por
encima de todo, le había comentado en varias ocasiones lo afortunada que había sido
al contraer matrimonio con él. No había muchos caballeros tan honorables ni tan
cercanos al rey que poseyesen su apostura, le había dicho con orgullo. Aparentemente
la lista de damas que habrían dado cualquier cosa por encontrarse en su lugar era
larga.
Álex sabía que tenía razón. Su amistad con el rey había quedado más que
demostrada y respecto a su apostura y gallardía, solo tenía que seguir los ojos de
cualquiera de las criadas; jóvenes, viejas, casadas y solteras, todas ellas le observaban
con arrobo, y a ella, desde que se había convertido en su mujer, con envidia.

No, no le iba a costar demasiado encontrar una nueva esposa cuando ella ya no
estuviese allí…

Tales eran los pensamientos que danzaban por su cabeza en ese momento.

Se encontraba en la gran sala sentada junto a Jamie, que se esforzaba por imitar
las letras que ella había plasmado en un trozo de pergamino. El pequeño tenía
dificultades para sostener la pluma y conseguir que la tinta no gotease sobre la
cuartilla. La punta de la lengua le asomaba entre los labios y su rostro mostraba una
expresión de profunda concentración.

–No puedo –repuso en ese instante, con la voz cargada de frustración al tiempo
que levantaba la vista y la miraba.

Álex parpadeó un par de veces y centró su atención en el pergamino.

–¡Pero si está perfecto! –exclamó–. ¡Lo has hecho realmente bien!

–¿En serio? –La cara del muchachito se iluminó de satisfacción y el corazón de


Álex se encogió. ¡Se parecía tanto a su padre! Se contuvo para no apretarle contra su
pecho y cubrirle las mejillas de besos.

–Sí. Te ha quedado muy bien. Mira, ahora voy a poner mi nombre y el de tu


padre para que practiques y cuando venga le muestres todo lo que has aprendido.

Jamie asintió con entusiasmo. Le tendió la pluma y observó fascinado cómo ella
sumergía la punta en la tinta y sin derramar ni una sola gota y con gran pericia escribía
los nombres.

–Ya está. Vamos, prueba tú –le animó entregándole la pluma.

Mientras Jamie se inclinaba sobre el pergamino, Álex siguió con los ojos los
movimientos de la exuberante Rose que a pocos metros de ella retiraba la paja que
cubría el suelo de piedra con una rústica escoba. Un par de criados habían apartado
las mesas y los bancos para facilitarle la tarea. Sus prominentes pechos se movían al
compás de sus caderas según empujaba las briznas de paja con la escoba, hacia
delante y hacia detrás, y mientras Álex seguía sus movimientos con los ojos,
distraídamente, se preguntaba qué pasaría cuando ella ya no estuviese allí. ¿Terminaría
la joven criada en la cama de su señor? Sintió una punzada de celos de tan solo
imaginar cómo aquella bella mujer podía llegar a acariciar el musculoso cuerpo de
Robert, o a besar sus labios, o a sentir su calor corporal, o a escucharle murmurar
todas aquellas palabras ininteligibles contra su cuello cuando llegaba el momento de…

Suspiró y desvió la mirada. Una extraña sensación de amargura había comenzado


a apoderarse de ella. Sabía que no iba a ser fácil marcharse, pero había pensado
mucho en ello y estaba completamente segura de su decisión.

Muy segura.

Pero las sensuales caderas de Rose seguían presentes en su cerebro…

–¡He terminado! –exclamó Jamie sacándola de sus poco gratos pensamientos.


Álex le sonrió; iba a inclinarse para examinar el trabajo del pequeño, cuando un
excitado Ralf entró corriendo en la sala. Venía del patio de armas.

–¿Dónde está Robert? –les preguntó al divisarles a ella y a Jamie en la mesa del
fondo.

–Está revisando los libros en sus aposentos –repuso Álex levantándose y yendo a
su encuentro. Nunca antes había visto a Ralf tan agitado y se acercó a él con una
mueca de curiosidad pintada en el rostro.

Ralf se detuvo frente a ella, la indecisión se reflejaba en su semblante.


Finalmente, después de dudarlo unos instantes, dejó escapar una especie de suspiro
resignado.

–Es Postel. Sabemos dónde está.

Álex sintió como si una mano fría le encogiese el corazón. Eso significaba que
Robert iría a darle caza…

––¿Cómo lo habéis averiguado? –preguntó, intentando controlar el temblor de su


voz.

–Green acaba de llegar. Ha cabalgado toda la noche para traernos la noticia.


Postel y su grupo están escondidos a unas cuarenta millas al sur de aquí, en un
bosquecillo junto al río Wye. –El tono de su voz denotaba la impaciencia que sentía
por comunicárselo a Robert–. Tengo que hablar con Robert, es la noticia que
estábamos esperando.

Álex lo sabía, ya que Robert le había hablado de Green e informado de sus


planes. Aun así no pudo evitar sentirse profundamente decepcionada. Era tan poco el
tiempo que le quedaba junto a él, que lo último que deseaba era que partiese a
enfrentarse con Postel y sus secuaces, precisamente en ese momento, cuando solo
quedaban tres días para la luna llena.

–Iré a buscarle –repuso con decisión, sabedora de que era lo que Ralf necesitaba
oír en ese instante. Haciéndole un gesto a Jamie, que los observaba con curiosidad, se
dio la vuelta en dirección a la escalera.

–¿A buscar a quién? –La profunda voz de Robert desde lo alto de la escalera hizo
que Álex se detuviese y alzase la cabeza. Ralf también se giró y se adelantó un par de
pasos.

Robert se detuvo unos instantes y contempló la escena. Su hijo Jamie parecía


muy pequeño sentado en la enorme silla del señor del castillo. Había olvidado que
sostenía la pluma en la mano derecha y enormes gotas de tinta caían sobre el
pergamino en el que estaba practicando su escritura. Robert sonrió. Estaba muy
orgulloso de su hijo, que gracias a Álex, nadaba como un pez y escribía mejor de lo
que él mismo era capaz. Su mirada se detuvo en su amigo y en su esposa, que le
contemplaban con diferentes grados de ansiedad. Ralf se encontraba en exceso agitado
y Álex tenía una expresión peculiar que le inquietó.

–¿Ha sucedido algo que… ? –preguntó con suspicacia al llegar abajo.

–Sabemos dónde está Postel –le interrumpió Ralf.

La actitud de Robert al oír esas palabras cambió radicalmente. Apretó los labios
con fuerza y frunció el ceño.

–¿Dónde está?

–Acampado a unas cuarenta millas de aquí, cerca de Striguil, a la orilla del río
Wye –respondió Ralf en tono grave–. Sus hombres llevaban varios días esperándole.
Aparentemente llegó allí ayer. Green ha galopado toda la noche para venir a avisarnos.

Robert asintió, pensativo. Parecía haberse olvidado de la presencia de Álex, que


le miraba fijamente, pendiente de sus palabras.

–¿Su ausencia no les hará sospechar?

–Dice que no, que les ha hecho creer que tiene amoríos con una mujer casada y
que solo pueden verse en ciertas ocasiones. Le han creído.

–Bien. Perfecto. Dile a Green que quiero hablar con él y encárgate de que los
hombres estén preparados para partir –ordenó.

Ralf asintió brevemente y se apresuró a abandonar la sala.

–¿Te vas, entonces?

La voz de Álex a su espalda le sobresaltó. Se giró lentamente y la miró. Iba


vestida como acostumbraba con calzas y camisa. Un cinturón de cuero se ajustaba a
sus caderas. Unos cuantos mechones de pelo azul le caían sobre la frente, pero no se
molestaba en apartarlos, señal inequívoca de que algo le preocupaba.

–Sí –repuso mirándola fijamente a los ojos–. Tenemos que darnos prisa. No
quiero que ese desgraciado vuelva a escapar.

Álex asintió. Sabía que ese momento tenía que llegar pero de alguna manera
había conseguido convencerse a sí misma de que Postel no iba a aparecer hasta
después de que ella se hubiese marchado. Cerró los ojos. Solo quedaban tres días
para irse y hubiese deseado pasarlos junto a Robert. ¡Maldición!

Robert se fijó en la sombra que cubría los ojos de la muchacha y maldijo en


silencio. Probablemente estaba pensando lo mismo que él. En tres noches habría luna
llena y ella se marcharía para siempre si su teoría era cierta. En solo tres noches… Y él
iba a marcharse y quizá ni siquiera podría regresar a tiempo de despedirse… Pero,
tenía que hacerlo. Tenía que ocuparse de que ese hombre no pudiese volver a hacer
daño a nadie. Ni a Álex, ni a él mismo, ni a nadie de su familia. Incluso el propio
Jamie podía encontrarse en peligro.

Tenía que pararle los pies a ese miserable.


–Lo entiendo –habló ella en ese momento. Sus ojos brillaban de manera extraña
pero su voz era firme–. No puedes desaprovechar esta oportunidad. Haz lo que tengas
que hacer.

Robert dejó escapar un suspiro. Por espacio de unos instantes la indecisión brilló
en su mirada al contemplar a la peculiar mujer que se encontraba frente a él y que
fingiendo una indiferencia que no sentía, le instaba a alejarse de ella. Pero la duda
desapareció rápidamente. Tenía que cumplir con su obligación. No podía quedarse.
No. Aunque lo desease con todo su corazón, era imposible. Debía partir.

–Tengo que hacerlo –murmuró con voz ronca.

–Lo sé.

–Tengo que atraparle.

–Lo sé, Robert. No hace falta que lo vuelvas a repetir. Lo sé –manifestó ella con
gravedad–. Es tu obligación y sinceramente me decepcionaría mucho que no fueses
fiel a tus principios.

Robert la contempló en silencio. Se encontraban a solo unas pulgadas de


distancia. Solo un paso y sus cuerpos entrarían en contacto.

Lo dio.

Álex no retrocedió. Al sentirle tan cerca de ella, alzó las manos y las apoyó sobre
las masculinas mejillas cubiertas por tupido vello negro. Él la sujetó por las caderas y
la atrajo hacia sí.

–Espera a que vuelva –susurró él–. No te vayas sin despedirte de mí.

Álex cerró los ojos un instante.

–No me pidas eso, Robert. Mi decisión está tomada. Tengo que marcharme… –se
le quebró la voz y tragó saliva intentando calmarse.

Robert la observaba con intensidad. Tenía la mandíbula tensa y el entrecejo


fruncido.

–Bien –articuló finalmente entre dientes–. Entonces tendré que estar de regreso
antes de que te vayas. –Acto seguido inclinó la cabeza e inesperadamente se apoderó
de los labios femeninos con cierta rudeza.

El beso, si es que se le podía llamar así, apenas duró un instante. Álex todavía no
se había repuesto de la sorpresa, cuando él ya se había apartado.

–Antes de tres noches habré regresado –dijo y sus palabras sonaron como una
sentencia, tan categóricamente fueron pronunciadas.

Sin volver a mirarla se acercó a la mesa desde donde su hijo había contemplado
la escena con los ojos abiertos como platos. Intercambió algunas palabras con él y le
alborotó el pelo de forma cariñosa. Después, con una expresión decidida en el rostro,
se dirigió a la enorme puerta de madera que daba al patio de armas, bajo cuyo umbral
le estaba esperando Green; juntos abandonaron la sala.

Álex le vio marchar con una mezcla de sentimientos. Una parte de ella hubiese
deseado salir corriendo tras él y tirarse a su cuello, suplicarle que no se fuese… Y otra
parte, la más coherente, sabía que Robert debía partir y cumplir con su obligación.
Como buen caballero de honor que era no podía quedarse quieto y no reaccionar ante
el cobarde ataque del que habían sido objeto por parte de los hombres de Postel. ¿En
qué lugar quedaría si no respondía adecuadamente al asalto? Álex llevaba suficiente
tiempo viviendo en aquella época como para saber cuál era la respuesta adecuada. El
fuego se combatía con fuego y la espada con la espada. Y Robert no era precisamente
un pusilánime que acudiese a solicitar la ayuda de su rey con frecuencia, aunque fuese
su amigo.

No, Robert era un hombre que resolvía los problemas por su cuenta. Quizá esa
fuese una de las razones por las que a ella le gustaba tanto. Bueno, el verbo gustar no
era el más apropiado para describir lo que sentía por él.

–Papá se marcha y no ha tenido tiempo de ver lo que he hecho.

La voz lastimera de Jamie a su espalda la sacó de sus pensamientos.


Apresuradamente se dirigió hacia el pequeño que la miraba con los ojos húmedos por
lágrimas no derramadas.

–No pasa nada –intentó tranquilizarle acariciándole la mejilla–. Lo verá cuando


regrese y seguro que estará encantado de ver cuánto has progresado. Ya lo verás.
Jamie sorbió por la nariz y asintió lentamente. Después como si ya no le
importase demasiado lo que su padre fuese a decir de su técnica caligráfica, se deslizo
al suelo y salió corriendo, al tiempo que gritaba:

–¡Voy a ver la rana que han encontrado Joseph y Peter!

Una sonrisa curvó los labios de Álex mientras observaba cómo el pequeño
cruzaba la sala a gran velocidad. ¡Era tan fácil contentar a un niño!

Lentamente comenzó a recoger los utensilios de escritura que Jamie había dejado
abandonados, sin apreciar que la tinta goteaba y manchaba la mesa; tenía la cabeza en
otra parte, lejos de allí, ocupada con pensamientos poco agradables. ¿Y si Robert no
regresaba a tiempo? ¿Y si le sucedía algo? ¿Y si…?

¡Demasiados y si, y si…! Exasperada por su propia actitud, sacudió bruscamente


la cabeza. No era una persona que perdiese el tiempo lamentándose por eso no
comprendía lo que le sucedía últimamente. ¡Estaba tan susceptible y sensiblera! No
era normal.

Decidida a no dejarse arrastrar por esa especie de absurda melancolía que la


embargaba a veces se encaminó con paso firme hacia las escaleras. Se cruzó con Rose,
que la miraba con curiosidad, y a la que apenas si dirigió una breve mirada de reojo.
Era raro pero los voluptuosos movimientos de cadera de la bella criada habían dejado
de tener importancia. Subió los escalones de piedra con rapidez y atravesó el oscuro
pasillo con ligereza. Una vez dentro del dormitorio, cerró la puerta y se acercó a la
ventana cuyas celosías estaban abiertas de par en par y dejaban entrar el deslumbrante
sol de la mañana. Se sentó sobre el alfeizar de piedra y utilizó la mano a manera de
visera. Abajo, en el patio de armas, los hombres se preparaban para partir.

Estuvo allí sentada un buen rato contemplando las idas y venidas de criados,
escuderos y caballeros. La actividad era frenética y al mismo tiempo increíblemente
ordenada. Como si de un preciso ballet se tratase, todos los abajo reunidos parecían
saber exactamente lo que tenían que hacer y la manera correcta de hacerlo. Los
encargados de las cuadras preparaban a los enormes sementales, colocándoles los
pesados petos acolchados y las aparatosas sillas de montar. Algunos relinchaban
nerviosos, como si supiesen el motivo por el que estaban siendo enjaezados. Al otro
lado del patio, los criados iban distribuyendo pequeños fardos con provisiones entre
los escuderos, fardos que posteriormente colgarían de las grupas de sus monturas, no
tan espectaculares como las de sus señores. Un par de caballeros, ya ataviados con la
cota de mallas, esperaban junto a sus caballos a que sus jóvenes escuderos les llevasen
las pesadas espadas y las capas. Entre ellos, Álex pudo distinguir a William y a Pain.
El tío de Robert, al verla asomada a la ventana le hizo un gesto con la mano, al que
ella correspondió distraídamente. Buscaba a Robert con la ojos pero no era capaz de
encontrarlo.

Notó cómo se le aceleraba el corazón mientras sus ojos vagaban erráticos de un


lado a otro, intentando localizar la morena cabeza de su marido entre todas las demás.

¡Allí! Sí, allí estaba.

Se encontraba junto al pozo escuchando con atención las palabras de un hombre


mucho más bajito que él, que vestía como un siervo y no como un caballero. De vez
en cuando asentía gravemente.

Álex supuso que su menudo interlocutor sería Green, aunque nunca había
llegado a conocerle. Ciertamente tenía cara de comadreja, con los ojos negros y la
cabeza pequeña. Eso, unido a las desgastadas ropas que llevaba puestas, hacían que
pareciese el maleante perfecto…

En esos momentos vio a John que intentaba sujetar a duras penas el caballo de su
señor, que corcoveaba nervioso, notando que las manos que portaban las riendas no
eran las manos expertas de su amo. «Pobre John», pensó Álex, «siempre le pasa lo
mismo».

Robert se había dado la vuelta al notar la presencia del excitado semental a su


espalda. Como por arte de magia en el momento en que se acercó al caballo y tomó
las riendas de manos de su escudero, el enorme cuadrúpedo se calmó al instante. John
aprovechó para salir corriendo e ir a buscar la capa y la espada de su señor. En su
prisa casi estuvo a punto de chocar con otro de los jóvenes escuderos, que avanzaba
cargado también con los útiles de su señor y que tuvo que apartarse rápidamente para
no ser derribado. Álex, silenciosa espectadora desde la ventana, dejó escapar una
carcajada. ¡El pobre John era tan servicial y al mismo tiempo tan torpe!

Todavía no había tenido tiempo de recobrar la compostura, cuando vio al joven


regresar a toda velocidad, cargado con la cota de mallas, la capa y la espada de Robert.
El peso de lo que transportaba era tal, que se balanceaba peligrosamente de un lado a
otro de una manera bastante grotesca y Álex no pudo evitar volver a echarse a reír.
Robert, percibiendo los apuros de su escudero, dejó suelto a su caballo, que
como si se tratase de un caballo percherón, permaneció tranquilo y sereno,
desmintiendo así la escena que había protagonizado hacía tan solo unos minutos;
acercándose a John le cogió la espada y la capa, que dejó sobre uno de los taburetes
de madera que había junto al pozo; luego se sentó en otro de ellos, y se dejó poner la
cota de mallas por el ansioso joven. Era una cota de mallas corta, la adecuada para
montar a caballo, que solo le llegaba hasta cadera y que no pesaba tanto como la otra,
la larga, que solía cubrir a los caballeros hasta las pantorrillas. Acto seguido y sin
ayuda de su escudero se puso una sobreveste negra que llevaba bordado en rojo sobre
el pecho el lobo rampante.

Álex sintió como el corazón se le aceleraba. Robert estaba simplemente increíble,


vestido así. Tenía el aspecto de una de esas fantásticas ilustraciones que se ven en los
libros de historia. Con la mirada perdida, su imaginación conjuró imágenes de su
apuesto caballero medieval apenas consciente de que abajo en el patio él se ajustaba el
cinturón con la espada y se ponía la capa roja. Solo cuando vio que se encaramaba a
su caballo y cogía el casco normando que su escudero le tendía, salió por fin del
estúpido trance de absurdas imágenes en el que se había sumergido y fijó la vista en
él.

Robert se dirigía a sus hombres. Desde donde ella estaba no podía entender
exactamente lo que les estaba diciendo, pero las caras de los caballeros reflejaban una
determinación tal, que no era muy difícil imaginar el contenido de sus palabras.

El grupo de jinetes preparado para partir alcanzaba la docena y Álex se preguntó


si serían suficientes para enfrentarse al nutrido grupo de asaltantes, que si mal no
recordaba había sido mucho más numeroso. Aunque rápidamente se reprobó a sí
misma el pensar de esa manera. No podía haber comparación entre doce hombres
armados hasta los dientes con entrenamiento militar y medio centenar de forajidos
desorganizados.

En ese momento, Robert, ya con el casco puesto que le ocultaba la frente y la


nariz deformándole las facciones, hizo girar a su caballo y se aproximó lentamente
deteniéndose bajo la ventana a la que ella estaba asomada. Sus brillantes ojos apenas
visibles desde la distancia se clavaron en el rostro femenino.

Álex se inclinó sobre el alfeizar y sus oscuros ojos llenos de calidez se posaron
sobre los de él. Como tantas otras veces las palabras no fueron necesarias. Ambos se
entendieron perfectamente sin necesidad de tener que despegar los labios.
Transcurridos unos instantes Robert hizo un gesto apenas perceptible con la
cabeza al tiempo que un murmullo salía de su boca: «Espérame», pareció decir. A lo
que Álex, correspondiendo con un breve asentimiento respondió también en un
susurro: «Lo haré».

Acto seguido hizo girar a su caballo y lo espoleó con brío. Los cascos del
semental levantaron una pequeña polvareda en el suelo de tierra del patio, a la que
pronto se unieron las provocadas por los caballos de los demás caballeros que se
apresuraron a seguir a su señor.

Álex les siguió con la mirada mientras abandonaban el patio y cruzaban el puente
levadizo.

Siguió sentada allí hasta mucho después de que el último de los jinetes hubiese
desaparecido de su vista.
Capítulo Treinta y Cinco

Robert levantó la mano indicando así a sus hombres que cabalgaban tras él que
se detuviesen. Después inclinó la cabeza intentando agudizar el oído. Según las
indicaciones que les había proporcionado Green, los hombres de Postel debían
encontrarse justo detrás del bosquecillo que estaban a punto de alcanzar.

–¡Pain! ¡Alfred! –llamó en voz no excesivamente alta.

Ambos hombres se separaron de los demás y se acercaron.

–Adelantaos e inspeccionad el terreno. Os esperaremos aquí.

Con la gravedad reflejada en sus facciones, tanto Pain como Alfred se


apresuraron a seguir sus indicaciones. Como si ya hubiesen hecho lo mismo en
innumerables ocasiones, cada uno se encaminó en una dirección diferente; mientras
que el bello Pain tomaba el camino de la derecha, el fornido Alfred hacía lo propio
con el de la izquierda. Los dos caballeros y sus monturas desaparecieron entre el
follaje.

–Esperemos que sigan en el mismo sitio –murmuró William a espaldas de


Robert.

–Si Green tiene razón y verdaderamente han confiado en él, no veo por qué no
habría de ser así –repuso este sin darse la vuelta.

Pasaron unos minutos. Los ruidos del bosque, que se habían visto silenciados
por la extraña presencia de los caballeros, regresaron. El sonido que producían los
cascos de los bien adiestrados caballos se mezclaba con el del viento que mecía las
copas de los árboles y con los susurros de los arbustos, provocados sin duda por
algún conejo u otro animal semejante en busca de su guarida.
Robert se mantenía alerta, pendiente de cualquier sonido fuera de lo común. Por
enésima vez recorrió los alrededores con los ojos. La luz crepuscular confería un
extraño aspecto a las sombras distorsionadas de los árboles y matorrales. Maldijo entre
dientes. Hubiese preferido llegar antes para poder atacar el campamento a plena luz
del día, pero la pierna herida de su tío les había hecho retrasarse; habían tenido que
detenerse en un par de ocasiones para que William pudiese estirar su entumecida
extremidad, que todavía no estaba curada del todo. ¡Qué tozudo! Aun a sabiendas de
que no estaba recuperado, había insistido en acompañarles e incluso se había
enfurecido cuando Robert había puesto en duda su capacidad física.

Dejó escapar un suspiro. No se podía hacer nada. Lo hecho, hecho estaba. Era
evidente que no iban a poder atacar el campamento hasta el día siguiente. Las nubes
que se habían ido formando a lo largo del día habían convertido el cielo azul de la
mañana en algo indefinido de color gris sucio que había ocultado el sol y que con
seguridad también ocultaría la luna. Atacar a un grupo de hombres en un terreno
desconocido, una noche sin luna, era una temeridad, y Robert podía ser muchas
cosas, pero desde luego no era un demente.

Tras él podía oír los murmullos algo impacientes de sus hombres. Al igual que él
mismo, habían llegado allí con muchas ganas de enfrentarse a los bandidos, y esos
minutos de espera se les estaban antojando eternos. Robert, además, tenía la
preocupación añadida de su ansiedad por retornar cuanto antes a Black Hole Tower y
poder despedirse de Álex antes de que se marchase.

Una punzada de dolor le atravesó el corazón.

¡Maldición! No era el momento de pensar en ella y distraerse de sus


obligaciones. Tenía que tener todos los sentidos alerta. Bien lo sabía él. Gracias a su
capacidad de concentración había sobrevivido a tantas batallas y torneos. Ya pensaría
en la manera de llegar a tiempo a Black Hole Tower una vez hubiese acabado con
Postel y sus secuaces. Esa era su prioridad, ahora.

Según transcurrían los minutos la oscuridad se iba haciendo cada vez más
evidente y pronto no podrían ver más allá de los belfos de sus caballos. En cuanto
regresasen Pain y Alfred y les pusiesen al corriente de la posición exacta de los
hombres de Postel, acamparían y descansarían unas horas antes de ponerse en
marcha y caer sobre los forajidos. El momento ideal para un ataque por sorpresa era
justo el instante previo a que la claridad del amanecer comenzase a ahuyentar los
últimos vestigios de oscuridad de la noche.
El ahogado bufido de un caballo a su derecha hizo que Robert se irguiese sobre
la silla e intentase ver más allá de los matorrales sumidos en la penumbra. Segundos
después, un sigiloso Pain aparecía ante sus ojos. Iba inclinado sobre el cuello de su
caballo acariciándole el flanco y hablándole quedamente al oído, cosa que
tranquilizaba al equino, que avanzaba lentamente.

Robert, impaciente, se acercó a él.

Pain alzó la cabeza; una amplia sonrisa curvaba sus labios.

–Como Green nos había dicho. Están muy confiados además; ni siquiera tienen
vigías apostados. Incluso he conseguido ver a Postel. Ya no tiene la pinta que tenía
cuando era tu administrador. El vivir en los bosques no parece estar sentándole
demasiado bien.

Robert no dijo nada, pero sus ojos reflejaron un brillo decidido. Asintió con
gravedad antes de darse la vuelta e indicar al resto de los hombres que desmontasen y
se preparasen para pasar la noche allí. Él mismo desmontó ágilmente y comenzó a
desbridar a su caballo.

Todavía no habían comenzado a montar el improvisado campamento, cuando


Alfred regresó. Al igual que Pain, también había podido ver a Postel con sus hombres.

Poco después, una vez que los caballos habían sido atendidos y los catres
extendidos en el suelo, Robert, William, Pain y los demás, se sentaron a discutir sobre
la mejor manera de proceder al día siguiente mientras sacaban trozos de carne seca,
pan y ale y daban cuenta de una espartana cena. No habían querido encender ningún
fuego para no llamar demasiado la atención.

La reunión no duró demasiado. No era la primera vez que Robert y sus hombres
se enfrentaba a una situación de esas características y aunque el terreno donde se
encontraban era desconocido, todos tenían claro como habían de proceder.
Rápidamente se decidió el turno de las guardias. Robert haría la primera, después
Pain, Alfred, Gilbert, William, Ballard y John se encargarían de las siguientes. Era
importante que todos estuviesen descansados y que las horas de sueño fuesen
suficientes antes de un enfrentamiento, por eso las guardias se dispusieron así.

Después de una guardia tranquila, de la que fue relevado por Pain, y antes de
tenderse en el catre que su escudero le había preparado, Robert se despojó de la capa,
que le sirvió como almohada; el resto de su atuendo, incluida la cota de mallas, lo
conservó. Estaba habituado a dormir de aquella manera y aunque no era la forma más
cómoda, en peores situaciones se había visto. No se quitó las botas y mantuvo el
cinturón con la espada a mano. Cerró los ojos e intentó no pensar en nada que
pudiese distraerle. Tenía que dormir.

La noche pareció durar poco menos que un suspiro, o al menos esa fue la
impresión que tuvo al abrir los ojos. Todavía no había amanecido, pero el cielo estaba
despejado en su oscuridad. Las nubes que el día anterior lo habían ido cubriendo se
habían desvanecido y un manto de estrellas iluminaba el paisaje boscoso facilitando
bastante la visibilidad.

Se incorporó lentamente y examinó el campamento al tiempo que hacía unos


cuantos movimientos circulares con la cabeza para desentumecer el cuello. Apenas si
sintió la cota de mallas, su peso era algo a lo que estaba muy acostumbrado. Su tío
William, que también se había incorporado en el catre, le saludó con un gesto. El resto
de los hombres seguía durmiendo, exceptuando a su escudero John Adeney que
estaba sentado con la espalda apoyada contra un árbol con los ojos abiertos como
platos. Robert sonrió. Aunque no era la primera guardia del muchacho, todavía era
incapaz de relajarse y se tensaba ante cualquier ruido. El joven, al ver que su señor
estaba despierto, se levantó presuroso y se acercó a él.

–Todo tranquilo, señor –susurró.

–Perfecto, John. Ve preparando los caballos, no tardaremos en partir.

Mientras el escudero se afanaba en cumplir las órdenes de Robert, el resto de los


caballeros comenzó a levantarse. Curtidos en esas lides, no tardaron en recoger el
campamento, sin apenas cruzar una palabra entre ellos. Otros dos escuderos se habían
unido a John y le ayudaban a enjaezar los caballos.

Robert contemplaba la escena con impaciencia. Ahora que por fin había llegado
el momento apenas si podía aguardar los minutos que le separaban de ajustar cuentas
con su antiguo administrador. Inquieto se pasó las manos por el cabello y respiró
profundamente. Esperaba que Postel no se rindiese. En caso de hacerlo no le iba a
quedar otra alternativa que tener que perdonarle la vida y cogerle prisionero. Y eso era
lo último que deseaba hacer.

Lo último.
Un hombre –si es que se le podía llamar así– de su calaña lo único que se
merecía después de haber intentado que otros pagasen por sus vilezas era la hoja de
una espada en el corazón. Y él iba a estar más que encantado de poder aplicarle ese
tipo de justicia. ¡Ojalá no se rindiese!

Después de aliviarse detrás de unos matorrales, se ajustó el cinturón y comprobó


varias veces, como hacía siempre antes de enfrentarse a un enemigo, que la espada
salía con limpieza y suavidad de la vaina. Satisfecho, se dirigió hacia los caballos. Su
escudero se esforzaba con el enorme semental, que se tranquilizó al instante al sentir la
presencia de su amo.

–Está bien John, ya me encargo yo –dijo, tomando las riendas de manos del
muchacho–. Ve y ocúpate de ayudar a los demás. Tenemos que partir cuanto antes.
Antes de que amanezca.

El jovencito salió corriendo y Robert terminó de ensillar a su caballo, que no


cesaba de mover la cabeza de un lado a otro, poniendo de manifiesto una impaciencia
reflejo de la que él mismo sentía. Encaramándose a su grupa se dirigió al resto de los
hombres; la mayoría ya estaban preparados.

–Pronto amanecerá –constató Pain a su lado.

–Será mejor que te adelantes, como habíamos quedado y compruebes que todo
sigue igual que ayer –repuso Robert.

Pain sonrió. Llevaban demasiado tiempo ejercitándose en el patio de Black Hole


Tower sin tomar parte en ninguna batalla real. El asedio de Wigmore Castle había sido
aburrido y decepcionante y ellos, como hombres de guerra, necesitaban acción,
aunque fuese una simple escaramuza como la de enfrentarse a los hombres de Postel.
Su sonrisa se hizo más profunda al girar la montura y escabullirse entre el follaje.

Robert y los demás no tardaron mucho en seguirle. El plan era sencillo. Cuando
Pain diese la señal, Robert y la mitad de sus hombres por el flanco derecho y Alfred
guiando a la otra mitad por el flanco izquierdo, caerían sobre el campamento de los
forajidos.

Una luz mortecina comenzaba a vislumbrarse por encima de las copas de los
árboles mientras marchaban en silencio. El terreno era irregular y los caballos tenían
que avanzar despacio para no tropezar con algún tronco o piedra ocultos entre la
maleza, pero la suerte estuvo de su lado y unos minutos después, habían atravesado el
bosque.

Robert levantó el brazo al tiempo que detenía su montura. Los demás le imitaron.
Solo una fila de árboles los separaba del campamento de Postel. Sintió cómo se le
aceleraba el corazón. Siempre era así en los momentos antes de una batalla.
Lentamente, como si tuviese todo el tiempo del mundo, desenvainó su espada y
aguardó. No se molestó en girar la cabeza, sabía que sus hombres habían hecho lo
mismo y se encontraban igual de preparados que él. Habían luchado juntos en
multitud de ocasiones.

Los minutos pasaron inexorablemente y los ruidos del bosque se mezclaron con
las apenas audibles respiraciones del grupo de hombres que aguardaban la señal
acordada.

El canto de un búho rompió el silencio.

¡La señal!

Los hombres que hasta ese momento habían dormido con placidez a la luz de
unas cuantas hogueras casi consumidas, apenas si pudieron reaccionar al ser atacados
desde dos flancos al mismo tiempo. Algunos, ni siquiera tuvieron tiempo de
incorporarse en los catres y antes de que hubiesen podido alcanzar sus armas, ya
habían sido reducidos por los hombres de Robert. Otros, en cambio, presentaron más
resistencia y a pesar de la sorpresa se repusieron con rapidez y lograron hacer frente a
los atacantes.

Los ojos de Robert buscaban frenéticamente a Postel al tiempo que se enfrentaba


a dos adversarios, que como pudo comprobar tenían mucho ímpetu pero poca
experiencia con el manejo de la espada. Desde lo alto de su montura le asestó un
mandoble al primero en el hombro que le hizo caer al suelo y perder su acero. El
segundo, algo inseguro, intentó golpear con su espada al semental en el pecho, pero
gracias a la pechera protectora de cuero endurecido, el golpe solo sirvió para
enfurecer al caballo que se encabritó e irguiéndose sobre sus patas traseras intentó
alcanzar al agresor con sus cascos. No lo consiguió por solo unas pulgadas, pero el
forajido, con una mueca de horror en el rostro, retrocedió espantado, con tan mala
fortuna que tropezó y cayó justo encima de las brasas de una de las hogueras. Sus
alaridos de dolor se mezclaron con los sonidos de lucha que llenaban todo el
campamento. Robert, sin detenerse a auxiliarle hizo girar su montura y se esforzó por
localizar a Postel.

El panorama que se mostró ante sus ojos le hizo sentirse profundamente


satisfecho. A su derecha, John Adeney y los otros dos escuderos que les habían
acompañado, vigilados por Gilbert y Ballard, se esforzaban por atar las manos y los
pies de al menos dos decenas de forajidos. A su izquierda, tres de sus hombres a
caballo acosaban a un grupo de hombres haciéndoles retroceder hacia los árboles. En
el centro mismo del claro, Pain y otros dos caballeros habían descendido de sus
monturas y se enfrentaban a unos cuantos hombres armados con espadas y algún
hacha, que a pesar de su fiereza, no tenían demasiadas opciones contra los hombres
de Black Hole Tower, que con paciencia y técnica les iban agotando.

Algunos maleantes habían conseguido escapar hacia el bosque y Robert,


temiendo que Postel estuviese entre ellos, y sabedor de que la situación allí estaba
controlada, le hizo una seña a Alfred conminándole a que le siguiese. Este, que
acababa de tumbar a uno de los forajidos de un golpe en la cabeza con la parte roma
de su espada se apresuró a hacerlo. William, que a pesar de los dolores de la pierna
había conseguido desembarazarse de un par de ellos, se unió a su sobrino y a Alfred
en la persecución.

Sorteando árboles fueron penetrando más y más en lo profundo del bosque,


siguiendo a la decena de figuras que se movían a gran velocidad justo delante de ellos.
En algunos tramos los caballos tuvieron dificultades para avanzar debido a la espesura
y las ramas bajas, pero Robert, a golpe de espada, iba abriéndose camino. Uno de los
asaltantes, aparentemente menos familiarizado que los demás a las carreras por el
bosque, comenzó a quedarse rezagado y Robert pudo distinguir claramente la cara
angustiada de Postel cuando el perseguido se giró para ver cuánta era la distancia a la
que se encontraban sus perseguidores. Por un instante las miradas de ambos se
cruzaron; la del señor de Black Hole Tower llena de satisfacción y determinación; la de
Postel, de miedo y desesperación.

Los otros hombres comenzaron a desperdigarse entre los árboles, pero Robert
los ignoró. Sabía que su tío y Alfred irían tras ellos. Él puso toda su atención en el
hombre que cada vez corría más despacio delante de su caballo y que intentaba, sin
éxito, esquivar piedras y árboles. Las ramas de los arbustos habían dejado su ropa
hecha jirones aquí y allá, y sus piernas y brazos mostraban profundos arañazos
sangrantes. Tropezó en un par de ocasiones cayendo de bruces al suelo y sus gemidos
de dolor llenaron el bosque. Robert frenó su montura y le dejó levantarse y continuar
con su fracasada huida, como si se tratase de un pequeño ratón asustado perseguido
por un gato hambriento.

Postel no aguantó mucho más. Al cabo de un par de vacilantes pasos volvió a


caer de rodillas, agotado por la carrera. Sus hombros subían y bajaban trabajosamente
mientras intentaba recuperar el aliento.

Robert detuvo la montura a solo un par de metros del hombre que en otro
tiempo había sido su administrador y le contempló en silencio. La excitación que
segundos antes le había poseído al comienzo de la persecución había dejado paso a
una súbita calma. Se sentía extrañamente tranquilo mientras pasaban los segundos y
nada se movía en el bosque. Incluso el semental, como si estuviese en perfecta
comunión con su amo, se mantenía totalmente inmóvil, observando al hombre
arrodillado ante él.

Distorsionados por la distancia y el follaje llegaron algunos gritos y ruido de


espadas entrechocando entre sí.

Postel irguió la cabeza.

Robert apretó la empuñadura de su espada con más fuerza.

En ese instante, y como si hubiese sido picado por una serpiente, el antiguo
castellano se dio la vuelta de un salto y se lanzó contra el caballo; en la mano derecha
empuñaba una daga de considerable tamaño. Robert apenas si tuvo tiempo de acertar
a ver su cara desfigurada por el odio antes de maniobrar con rapidez para evitar que
su montura saliese herida. Había estado esperando el ataque y eso salvó el cuello de su
caballo.

Postel, gruñendo de rabia ante su fracaso, intentó volver a atacar, pero Robert no
se lo permitió. Con una agilidad que desmentía el peso de la cota de mallas que
llevaba puesta, se deslizó de la grupa del caballo y blandiendo la espada se interpuso
entre el animal y Postel.

–¡Vos y vuestra zorra sois los responsables de mi miseria! –Las palabras llenas
de rabia surgieron de la boca de Postel mientras tiraba la ahora inútil daga al suelo y
desenfundaba la espada que llevaba al cinto.

Los ojos de Robert se iluminaron. ¡Gracias a Dios el canalla de Postel había


decidido no rendirse! ¡Eso era exactamente lo que él había deseado!
–¡Si ella no hubiese aparecido, yo todavía seguiría en Black Hole Tower!

Robert clavó la mirada en los huidizos ojos saltones de su administrador, que


aparentaba encontrarse poseído. No cesaba de murmurar imprecaciones, la mayor
parte de ellas dirigidas contra Álex, al tiempo que se balanceaba de un lado a otro y
agitaba la espada en el aire.

–¡Ella es la culpable! ¡Esa mujer poseída por el diablo! ¡Apareció de la nada y os


embrujó! –farfullaba una y otra vez.

«No le falta razón», se dijo Robert. «Álex es una bruja que ha conseguido
hechizarme, aunque no como él piensa».

En ese momento, Postel se avalanzó hacia adelante con la espada sujeta entre las
dos manos intentando propinarle una estocada pero Robert levantó su acero
anticipando el golpe y la repelió fácilmente. Ni siquiera tuvo que esforzarse en sujetar
la espada con las dos manos; la escasa fuerza de Postel no podía medirse a la de un
guerrero entrenado. Supo al instante que no era adversario para él. Solo tenía que ver
cómo sostenía su arma para darse cuenta de ello. Casi con delicadeza levantó su hoja y
lanzó un golpe contra el flanco derecho del otro. Postel paró el ataque, pero la
expresión de dolor que se pintó en su sudorosa cara mostró el esfuerzo que le suponía
enfrentarse a un hombre como Robert.

El combate no iba a durar mucho. Las fuerzas eran demasiado desiguales.


Después de unos cuantos ataques frustrados, Postel jadeaba lastimosamente y el sudor
le chorreaba por todo el cuerpo, mientras que la respiración de Robert seguía siendo
regular; ni siquiera había necesitado agarrar su acero con las dos manos, tan débiles
eran las embestidas del otro. Una expresión pesarosa asomó a su rostro. Le hubiese
gustado enfrentarse a un adversario más digno, que le hubiese dado motivos para
poder hundir la espada en su cuerpo hasta la empuñadura, pero no era el caso. Era
más que probable que Postel saliese de aquella sin pagar con su vida, ya que Robert
no era un asesino. Contempló al que había sido su hombre de confianza con un atisbo
de conmiseración. Postel, apoyado contra un árbol, apenas sin fuerzas para sujetar la
espada, le devolvió la mirada. El odio brillaba en ella.

–Y bien, ¿os rendís? –preguntó Robert al cabo de unos segundos–, ¿o vamos a


seguir con esta farsa de lucha mucho tiempo más?

Un fogonazo de ira brilló en los ojos del antiguo administrador, pero no dijo
nada. Lentamente y sin dejar de mirar a Robert a los ojos, bajó el brazo que sostenía el
acero y lo dejó caer al suelo.

Robert suspiró en silencio. Ciertamente había sabido que la lucha iba a acabar así
y que no iba a tener oportunidad de vengarse como le hubiese gustado. Ahora tendría
que tomarle prisionero y llevarle ante el conde de Hereford. Era más que probable que
el desgraciado nunca pagase por lo que había hecho…

Se dio la vuelta y se acercó a su caballo, ignorando por completo al hombre que


dejaba a su espalda, o al menos eso fue lo que pareció.

El ruido tras él no le sorprendió, ni tampoco el grito lleno de odio que salió de la


garganta de Postel. Lo había esperado. ¡Lo había deseado!

Se giró ágilmente enarbolando su arma y dirigiéndola hacia donde sabía se


encontraba el cuerpo de su agresor. Y allí estaba, justo como él había previsto, casi
encima de él, a solo un metro de distancia. La hoja de su espada se clavó hasta la
empuñadura en el pecho de Postel debido al impulso que había tomado el atacante.
Atravesó piel, músculos y huesos, sin que Robert tuviese que hacer apenas esfuerzo.

Los ojos saltones de Postel se abrieron enormemente y le miraron sin


comprender. Un hilillo de sangre se escapó de la comisura de su boca al tiempo que
un estertor surgía de su garganta. Su mano derecha, en la que empuñaba un pequeño
y afilado cuchillo cayó pesada e inofensivamente, sin fuerza ya, sobre el hombro de
Robert, rasgando levemente su sobreveste. Pero ni siquiera fue consciente de ello,
antes incluso de que su brazo hubiese descendido, la muerte ya le había alcanzado.

Robert liberó su espada con un movimiento brusco y el cuerpo sin vida de Postel
cayó al suelo. Una cierta satisfacción le embargó al contemplarlo. ¡Había obtenido su
merecido! Sin dejar de mirar el cadáver, cogió el bajo de su capa y limpió la sangre
que ensuciaba la hoja de su espada, tiñendo de esta manera de oscuro el rojo de su
capa.

Enfundó la espada y se dirigió a su caballo con andar decidido. Ahora solo le


quedaba una cosa por hacer: regresar a Black Hole Tower.
Capítulo Treinta y Seis

Un ligero escalofrío recorrió la columna vertebral de Álex al tiempo que miraba


por enésima vez por la ventana. Llevaba varias horas allí, de pie, sin moverse del sitio,
conteniendo la respiración cada vez que cualquier sonido parecido a los cascos de un
caballo llegaba a sus oídos. Sabía que era poco probable que esto sucediese, ya que el
grosor de las murallas exteriores impedía el paso de cualquier sonido inferior al
producido por un ejército de cientos de hombres aullando, pero aun así, se mantenía
junto a la ventana y agudizaba el oído. Probablemente, la primera señal del regreso de
Robert y sus hombres sería el ruido de las cadenas levantando el rastrillo de acceso, o
el grito de los vigías anunciando la cercanía de su señor, y hasta ese momento ninguna
de esas cosas había sucedido.

El rastrillo se mantenía inmóvil, y las siluetas de los vigías en las almenas,


recortadas contra la oscuridad del firmamento, permanecían tranquilas ajenas al
nerviosismo de Álex.

Se había sentido inquieta durante todo el día desde que se había levantado esa
mañana. No estaba realmente preocupada por lo que le pudiese suceder a Robert,
sabía que Postel no tenía nada que hacer contra él y sus hombres. Lo que realmente le
angustiaba era que no regresase a tiempo para poder despedirse. Según habían ido
pasando las horas, su angustia había ido creciendo más y más. Le había resultado
completamente imposible concentrarse en nada que no fuese el enorme portón del
castillo. Sus ojos se habían posado sobre él cientos, miles, millones de veces durante
las interminables horas que habían transcurrido desde que había abierto los ojos al
alba y se había dado cuenta de que era el último día que pasaba en Black Hole Tower.

Había procurado aprovechar el tiempo y pasar todos los minutos posibles con
Jamie, al que iba a echar mucho de menos. Habían ido a nadar al lago y a duras penas
había conseguido disimular su melancolía, sabedora de que aquella iba a ser la última
vez que iba a ver a Jamie en el agua. Esperaba que una vez que ella se hubiese
marchado, Robert acompañase al pequeño a nadar. ¡Disfrutaba tanto haciéndolo!

Después de secarse al sol habían regresado al castillo y Jamie le había cogido de


la mano y la había mirado de forma extraña, como si supiese que ese paseo no se iba a
repetir nunca más. Álex había sentido un nudo en la garganta. Se había agachado y
había abrazado al niño con todas sus fuerzas con los ojos cerrados al tiempo que había
aspirado el suave aroma a lavanda que desprendían sus cabellos. Había suspirado con
tristeza pero antes de que Jamie le preguntase por qué estaba triste, se había
incorporado y había echado a correr animándole a seguirla. El pequeño había lanzado
un grito de júbilo y la había acompañado en su carrera.

Álex no había vuelto a dejarse llevar por la tristeza, pero Jamie ya no se había
separado de ella en todo el día. De vez en cuando la observaba de reojo, pero no decía
nada. Se había mantenido a su lado mientras ella daba una vuelta por la cocina y
conversaba con Edith y con Gertrude; tampoco se había separado de ella mientras
había estado repasando los libros de cuentas con Ralf. Sus ojos, tan semejantes a los
de su padre, parecían seguirla allá donde ella iba. No le había resultado fácil
convencerle de que se fuese con Beatrice cuando decidió retirarse a sus aposentos a la
espera del regreso de Robert. Había tenido que prometerle que pasaría todo el día
siguiente con él. ¡Se había sentido tan culpable por engañarle!

Pero no había sido el único que había estado observándola con desconfianza.
Tanto Ralf como Beatrice habían estado siguiendo sus idas y venidas con aire
pensativo, y Álex había tenido que esforzarse mucho por disimular la melancolía que
asomaba a sus ojos cada vez que pasaba cerca de ellos y pensaba que esa era la última
vez que los veía. Aunque de nada servía lamentarse. Ya se había decidido.

Desde que se había encerrado en los aposentos de Robert había tenido tiempo
suficiente para meditar sobre si su decisión era acertada. Era más que probable que
nunca encontrase a nadie que le hiciese sentir lo que Robert le hacía sentir, pero por
otro lado, ella, como mujer independiente que era, no podía basar una decisión tan
importante en los sentimientos.

Tenía que ser racional.

La Edad Media no era para ella. Tenía necesidades que no iba a poder satisfacer
en ese mundo, de eso no le cabía ninguna duda. Era cierto que iba a echar mucho de
menos ciertas cosas y a ciertas personas sobre todo, pero tenía muy claro que su
futuro no se encontraba allí, en el siglo doce. Era de todo punto imposible. Amaba
demasiado los libros, la música y el cine como para renunciar a ellos. Una vida sin
esos placeres se le antojaba tan vacía…

Si bien por otro lado, una vida sin Robert…

Agitó la cabeza intentando alejar esos pensamientos poco gratos. No quería


pensar más en ello. La decisión estaba tomada.

Se sentó en el borde del lecho y se sacó el móvil del bolsillo de los pantalones.
Lo encendió e introdujo el PIN. Había repetido tantas veces esa operación en los
últimos meses, que apenas si quedaba batería ya. Rápidamente accedió a la galería y la
abrió. Se entretuvo contemplando las últimas imágenes. Las primeras eran del asedio a
Wigmore, las restantes habían sido tomadas a escondidas en Black Hole Tower. En
algunas se veía el castillo, en otras a sus habitantes. Había una foto estupenda de Jamie
saliendo del lago, que Álex contempló con cariño. El niño se estaba riendo a
carcajadas y no se había percatado en ningún momento del objeto que ella tenía en la
mano y que había enfocado en su dirección. Álex sonrió recordando el momento.

Deslizó el dedo índice por la pantalla y pasó a la siguiente imagen. Era la última,
su favorita. Un primer plano de Robert durmiendo. Había conseguido captarlo hacía
unos días, al amanecer. Amplió la fotografía y se deleitó observando las perfectas
facciones. Aunque tenía los ojos cerrados y los labios ligeramente entreabiertos, los
músculos de su rostro se encontraban en tensión. Ni siquiera en sueños era capaz de
relajarse.

Recordó el instante.

Se había levantado sigilosamente, temiendo que él pudiese despertar en cualquier


momento. Había encendido el móvil y se había apresurado a sacar la fotografía. Pocos
segundos después él había despertado y se había quedado mirándola fijamente
durante unos segundos, de esa manera tan peculiar que conseguía hacerle perder el
aliento. Después se había acercado a ella lentamente y la había tomado entre sus
brazos al tiempo que sus labios cubrían los de ella…

Álex cerró los ojos al tiempo que un involuntario suspiro se escapaba de su


boca. Las imágenes eran tan vívidas que sintió un pinchazo en el corazón.

En ese mismo instante la voz de uno de los vigías llegó hasta ella. Se levantó
precipitadamente y estuvo a punto de dejar caer el móvil al suelo. Agudizó el oído.
Unos segundos después el ruido de las pesadas cadenas levantando el rastrillo rompió
el silencio de la noche. Comenzó a respirar agitadamente. Incapaz de asomarse a la
ventana se quedó quieta al lado de la cama, escuchando. Pronto percibió los cascos de
los caballos sobre la madera del puente levadizo y las voces de los criados y los
caballeros se mezclaron unas con otras en el patio.

Esperó.

El corazón le latía furioso en el pecho.

El ruido de unos pasos rápidos subiendo las escaleras llegó hasta ella a través de
la gruesa hoja de madera.

Contuvo la respiración.

La puerta se abrió violentamente golpeando contra el muro. En el umbral, la


imponente silueta de Robert se recortó contra la luz mortecina del pasillo. Tenía un
aspecto algo desaliñado, con la ropa manchada de barro, polvo y algo más oscuro que
parecía ser sangre seca. Su pelo estaba revuelto y algunas gotas de sudor brillaban en
su frente. Y aunque la barba ocultaba su rígida mandíbula, el fiero brillo de sus ojos
mostraba a la perfección cuál era su estado de ánimo.

Álex tragó saliva con dificultad. Cada vez que le veía le parecía más y más
atractivo. No se saciaba de mirarle.

–Creía que llegaba tarde y que te habías marchado –susurró él sin dejar de
mirarla al tiempo que entraba en la estancia y cerraba la puerta tras de sí.

–Te dije que te esperaría –murmuró ella humedeciéndose los labios con
nerviosismo.

–Lo sé.

Un opresivo silencio siguió a esa afirmación. Transcurrieron varios segundos en


los que ninguno dijo o hizo nada. Ambos se encontraban petrificados en sus
posiciones, ella al lado de la cama, él junto a la puerta, sin apartar la mirada el uno del
otro.

El corazón de Robert se encogió al observar a su esposa y reconocer su


indumentaria y el objeto que tenía en la mano. Apretó los puños. Durante una breve
milésima de segundo había esperado otra cosa.

–¿Cuándo te vas? –preguntó.

–Ahora –repuso Álex con un hilo de voz, al mismo tiempo que se maldecía
internamente por demostrar tanta debilidad. Carraspeó–. ¿Y Postel?

–Se acabó. Ha muerto.

Ella asintió. No le sorprendía lo más mínimo.

Un incómodo silencio volvió a invadir la estancia.

Álex cerró los ojos un instante y se mordió los labios indecisa. Había tantas cosas
que le hubiese gustado decir y ahora que se encontraba cara a cara con él no sabía ni
cómo ni por dónde empezar.

Robert, como si no pudiese soportar ni un segundo más el seguir


contemplándola, se giró y comenzó a despojarse de su ropa. Se quitó la capa, la
sobreveste y con algo más de esfuerzo la pesada cota de mallas y el gambesón.
Después, solo ataviado con las calzas, las botas y la camisa, que presentaba un aspecto
lamentable, se volvió hacia ella, que le observaba en silencio. Dejó escapar un
suspiro.

–Si continuas mirándome así es muy posible que no te deje marchar.

–No digas eso, Robert. Tampoco es fácil para mí –repuso ella moviendo la
cabeza bruscamente. Incapaz de mirarle a los ojos, bajó la vista y la clavó sobre el
pecho de él. La abertura de la camisa mostraba los fornidos músculos cubiertos de
vello, y al notar cómo se le aceleraba el corazón, Álex comprendió que había
cometido un error.

–Entonces no te vayas. Quédate conmigo. –La voz de él, ronca y suave al mismo
tiempo provocó que se le acelerase el pulso.

–¡No puedo! –gimió ella.

Robert se acercó velozmente y le sujetó la cara con ambas manos, obligándola a


levantar la vista. El contacto de sus dedos sobre las mejillas la hizo estremecer. Alzó la
cabeza y comprobó que una expresión atormentada desfiguraba sus facciones.
–¿No puedes o no quieres? –susurró él. Su cálido aliento le rozó la mejilla.
Volvió a cerrar los ojos. –¡Mírame! –ordenó él sacudiéndola ligeramente–. ¡Mírame y
dime que no quieres quedarte!

–¡Joder, Robert, no es tan sencillo! –exclamó ella liberándose de las manos que
la mantenían prisionera y dando un paso atrás–. Ya lo hemos hablado mil veces y te
he explicado por qué no puedo quedarme. Este no es mi mundo. No encajo aquí.
Nada me es familiar. Todo es extraño.

–¿Yo también te soy extraño? –inquirió él.

–¡Por supuesto que sí! ¡Apenas nos conocemos! –casi gritó ella–. El que
hayamos compartido la cama durante unos días no hace que sepamos mucho el uno
del otro, ¿no crees?

Robert apretó la mandíbula al oír esas palabras. Sus ojos despidieron un brillo
enojado. Respiró profundamente unas cuantas veces antes de hablar.

–Supongo entonces que está todo dicho ¿no? No ha sucedido entre nosotros
nada importante o digno de mención. Tú te vas y yo me quedo. Ya está. –Hizo una
pequeña pausa antes de proseguir con un tono algo más sereno–. ¿Qué haces aquí,
Álex? ¿Por qué no te has marchado? ¿A qué estás esperando?

Álex se mordió el labio inferior. Había sabido que no iba a ser fácil pero esa
despedida estaba resultando mucho más complicada de lo que había pensado.

–Quería verte antes de partir –dijo finalmente con cierta vacilación–. Creí que
sería lo correcto.

–¡Lo correcto! –estalló él apretando los puños–. ¡No hables de lo que es


correcto, porque no tienes ni idea de lo que es eso! ¡Lo correcto sería que mi esposa
permaneciese a mi lado!

Álex gimió desesperada.

¡Otra vez iba a empezar con eso!

Sabía que la decisión que él había tomado cuando la desposó había sido algo
muy serio y muy importante para un caballero como él, y se sentía en deuda. Jamás
podría pagarle todo lo que había hecho por ella, jamás. Pero no podía quedarse.
¡Era imposible!

–Siento mucho no poder corresponderte como te mereces, Robert –repuso


finalmente en voz baja sin mirarle–. Sé que jamás podré recompensarte todo lo que
has hecho por mí. Ni aunque viviese mil años podría saldar la deuda que he contraído
contigo…, pero… no puedo quedarme. Sé que no lo entiendes, pero he de partir. ¡Por
favor, no me lo pongas más difícil! –susurró levantando la vista. Sus ojos destilaban
una inmensa tristeza.

Después de unos segundos que a Álex le parecieron horas, Robert asintió


lentamente. Estaba conteniendo su temperamento y tenía un extraño brillo en la
mirada, pero no dijo nada más, se limitó a observar cómo ella se acercaba al lecho y
cogía con mucho cuidado el pergamino protegido por la funda de plástico.

–¿Y si no funciona? –inquirió él.

Ella giró la cabeza y le miró.

–Tiene que funcionar.

–Pero no lo sabes.

–No, no lo sé, pero no puede ser de otra manera.

Robert se acercó a ella y la cogió suavemente por la muñeca obligándola a


mirarle.

–¿Por qué no te quedas un mes más? ¿Por qué no lo intentas con la siguiente
luna llena?

La combinación de su voz ronca y sus ojos verdes hicieron que a Álex le diese
un vuelco el estómago. Un mes más… ¡Qué tentación! Cerró los ojos con fuerza e
intentó ignorar la poderosa presencia de Robert. Sabía que si él seguía a su lado
susurrándole al oído flaquearía en su decisión. Se apartó con brusquedad.

–No. La decisión está tomada.

Robert dejó escapar un gemido de impotencia. Incapaz de aguantar más, decidió


jugárselo todo. Tampoco le quedaba otra opción. Volvió a cogerla del brazo algo
bruscamente y la atrajo hacia sí. Acercó su cara a la de ella, de forma que solo unos
milímetros los separaban. Álex no se resistió. De alguna manera había sabido que eso
iba a suceder.

–¡Dios mío, Álex! ¿No entiendes que estoy loco por ti? ¿No eres consciente de lo
mucho que me importas? ¿Acaso no sabes que no hay nada en esta vida que desee
más que a ti? –dejó escapar él entre dientes mientras cerraba los ojos y apoyaba la
frente contra la frente de ella–. ¡Te amo! ¡Jamás he amado a nadie como te amo a ti!

El francés normando que él utilizaba para expresarse nunca le había sonado tan
bien a Álex como cuando le oyó pronunciar esas palabras. Penetraron en su cerebro y
se abrieron paso hasta su corazón, su estómago e incluso sus extremidades, llenándola
de una manera como nunca ninguna palabra había conseguido llenarla.

Sintió cómo le ardían los ojos, que había cerrado cuando Robert aproximó su
rostro al suyo. Advirtió sorprendida que ese ardor correspondía a lágrimas que
pugnaban por salir. Intentó respirar hondo, pero él estaba demasiado cerca y su aroma
lo impregnaba todo. Era una mezcla a sudor, caballo y Robert. Una mezcla que ella
conocía muy bien. Intentó hablar, pero solo un balbuceo se escapó de sus labios.

Robert la estrechó entre sus brazos y con su boca buscó la de ella, silenciándola.
Los masculinos labios apresaron los suyos con un hambre y un ansia que rayaba en la
desesperación. Consciente de que aquel iba a ser el último beso que intercambiasen,
puso toda su alma en él y como si se tratase del último trago de agua de un condenado
a muerte, bebió de la joven con avidez. Álex le correspondió de igual manera y se
aferró a él con fuerza. Los alientos de ambos se mezclaron convirtiéndose en uno
solo. Durante unos instantes no se supo bien donde acababa él y donde comenzaba
ella.

Él fue el primero en apartarse. Lo hizo lentamente y solo lo suficiente para poder


fijar la mirada en ella. Respiraba con dificultad.

–Dime ahora que no sientes lo mismo que yo –susurró.

Álex no respondió. Se limitó a dejarse caer contra él y apoyó la cabeza en su


pecho. Los acelerados latidos del masculino corazón eran el eco de los suyos propios.
Permaneció así por espacio de unos segundos, disfrutando de la calidez que emanaba
de su cuerpo. Sabía que eran los últimos instantes que iba a pasar con ese hombre y
deseaba aprovecharlos al máximo. Sintió como Robert le acariciaba el pelo y un
suspiro se escapó de sus labios. Una vocecita interior le dijo que eso que tenía con él
era algo especial, que nunca iba a encontrar a nadie que le hiciese sentir así. Apretó
los ojos con fuerza y ahuyentó esos pensamientos. Ella era una mujer del futuro. El
simple hecho de pensar que iba a tener que quedarse para siempre en la Edad Media le
provocaba escalofríos.

Robert notó como ella se estremecía y la abrazó con más fuerza. Su pequeño
cuerpo parecía frágil comparado con el de él. Y sin embargo sabía que no era así, su
fragilidad aparente era engañosa. Era una mujer valiente y lo había demostrado con
creces. Era la compañera perfecta para él.

Álex decidió terminar con el abrazo. Cada instante que transcurría entre sus
brazos ponía en peligro la decisión tomada. Con lentitud se liberó de las manos de él,
que mostraban reticencia a dejarla marchar. Se apartó un par de pasos y le miró. Sus
ojos castaños reflejaban una incertidumbre tal, que Robert sintió como la esperanza
volvía a renacer en su corazón. Pero un segundo más tarde, las facciones de la joven
se endurecieron y un brillo decidido asomó a su mirada.

Robert suspiró internamente.

Había perdido.

–No puedo expresar con palabras lo agradecida que estoy, Robert. Tanto tú como
los tuyos me habéis tratado como si perteneciese aquí. Jamás podré pagarte lo que has
hecho por mí –murmuró ella–. Quiero que sepas que significas mucho para mí y que
no voy a olvidarte.

Robert la escuchaba en silencio. Una profunda tristeza le invadió.

–Me gustaría poder quedarme con tu rostro como tú te llevas el mío –dijo
finalmente dirigiendo la mirada hacia el móvil que ella había sostenido en la mano
todo el rato.

Álex le contempló sorprendida. Creía que él no sabía lo de la foto. Se sonrojó


algo azorada sin saber qué decir.

–Creo que será mejor que te vayas –dijo él con firmeza–. Esta despedida está
durando demasiado, Álex.

Ella asintió. Sus ojos se posaron sobre el manuscrito que había dejado caer al
suelo cuando Robert la había abrazado. Se agachó y lo recogió. Pareció quemarle la
piel y estuvo a punto de soltarlo. ¿No brillaban las letras algo más que de costumbre?
Frunció el ceño. Lo había sostenido infinidad de veces en sus manos durante el último
mes pero nunca le había llamado tanto la atención como en ese momento. Lo cogió
con firmeza y se encaminó hacia la ventana evitando mirar a Robert. La luna llena
enorme y blanca destacaba sobre el negro firmamento. Álex respiró profundamente.
Dudó unos instantes, pero finalmente giró la cabeza y le miró con pesar.

Robert le sostuvo la mirada con firmeza. Nada en su expresión delataba lo que


verdaderamente estaba sintiendo en esos instantes. Con la mandíbula apretada esperó
a que ella dejase de mirarle. Sentía como su fachada impostada se iba resquebrajando
poco a poco.

Álex decidió no prolongar más la agonía. Volvió a girar la cabeza con el corazón
desbocado, muy consciente de la masculina presencia detrás de ella. La luz de la luna
se reflejaba en sus facciones mientras bajaba la vista y la posaba sobre el pergamino.
Por un momento casi deseó que no funcionase, que hubiese perdido su poder o que
no fuese la luna la responsable de la situación… Cerró los ojos con fuerza intentando
ahuyentar esos pensamientos negativos y se concentró solo en el manuscrito.
Lentamente abrió la funda que lo protegía y con cuidado lo sacó, sujetándolo con
delicadeza con el índice y el pulgar de la mano derecha. Se le aceleró la respiración. El
texto que tan bien conocía brillaba con una extraña intensidad. Lo cogió con ambas
manos y levantó la vista hacia la luna, que brillaba inocente en el cielo.

No sabía exactamente cuánto tiempo tenía que esperar, no recordaba…

Robert había cerrado los ojos. Si el pergamino no funcionaba, no deseaba ver la


desilusión dibujada en el rostro de su esposa, y si sí lo hacía, no deseaba ser testigo de
cómo ella se desvanecía ante sus ojos.

El sonido apenas perceptible de un objeto ligero cayendo al suelo llegó hasta él.
Abrió los ojos bruscamente y su corazón se detuvo un instante al darse cuenta de que
se encontraba solo en la estancia.

Álex había desaparecido.

Sin pensarlo demasiado se abalanzó sobre la ventana y se inclinó sobre el grueso


muro. El suelo de tierra del patio justo debajo estaba vacío. Permaneció unos
segundos como en trance, sin reaccionar, con la mirada perdida en el vacío. Un único
pensamiento le daba vueltas por la cabeza: ¡Se ha ido! ¡Se ha ido!...
El recuerdo del sonido que había escuchado antes le hizo volver en sí, poco a
poco. Se incorporó algo inseguro y se dio la vuelta. Delante de él, a sus pies, yacía el
manuscrito que unos segundos antes había estado en las manos de su esposa. Se
agachó y lo recogió. Apretó el trozo de pergamino ajado por el tiempo mientras un
dolor profundo comenzaba a crecerle en el pecho y le impedía respirar. Lo estrujo con
desesperación, arrojándolo seguidamente contra la pared. Su mirada errática vagó por
la habitación. Sobre el baúl que había al pie de la cama pudo ver las ropas que Álex
había dejado allí. Con una mueca atormentada desfigurándole las facciones tomó la
capa de lana que ella acostumbraba a llevar y se la llevó a la nariz.

Olía a ella.

La ira y la amargura le embargaron.

Notó cómo una presión insoportable crecía en su interior y le atenazaba la


garganta. Intentó coger aire pero le resultó imposible. Sintió cómo se ahogaba. Estuvo
así por espacio de unos instantes, antes de que el dolor por fin saliese de su pecho,
atravesase su garganta y un grito desgarrador rompiese el silencio de la noche.

La capa de lana hecha jirones salió volando por el aire.


Capítulo Treinta y Siete

Una carcajada infantil fue lo que la despertó. Al principio creyó que se trataba de
Jamie y una sonrisa le curvó los labios. Pero repentinamente la nebulosa en la que se
encontraba su cerebro se fue despejando y adquirió consciencia de donde se
encontraba. Las voces infantiles que llegaban hasta ella no podían pertenecer a Jamie.

El primer indicio de que ya no se encontraba en Black Hole Tower fue la dureza


de la superficie donde se hallaba tendida. Los colchones rellenos de plumas y telas de
la Edad Media, a los que tanto tiempo había tardado en acostumbrarse, no eran así.

Incluso sin abrir los ojos supo con exactitud donde se encontraba; estaba
tumbada en el suelo de tarima flotante de su piso en Madrid; podía sentirlo al tacto.
Abrió los ojos lentamente. Los párpados le pesaban más de lo habitual. Fijó la mirada
sobre el techo del cual colgaba la lámpara de IKEA de su dormitorio y dejó escapar un
gemido. Tenía un horrible dolor de cabeza y la luz que entraba por la ventana no
ayudaba absolutamente en nada a mejorarlo. Llevándose la mano a la cabeza y
haciéndose un ligero masaje con el pulgar y el índice sobre la frente, se incorporó. Las
voces infantiles y los chapoteos llegaban hasta ella. Era agosto, por lo que la piscina
de la urbanización estaría llena de niños de vacaciones, dedujo.

Se levantó e inspeccionó la estancia, tan familiar y tan extraña al mismo tiempo.


Todo estaba absolutamente igual que antes. Nada había cambiado. La cama con su
edredón de rayas, la mesa junto a la ventana sobre la que reposaba su portátil, las
cortinas blancas algo entreabiertas, los libros apilados en las mesillas… Incluso unos
pantalones vaqueros sobre la silla junto a la mesa. Todo seguía allí. Esperando su
regreso.

La vibración de su móvil en el bolsillo la sorprendió. Lo sacó, lo desbloqueó y


observó la pantalla. Una gran cantidad de avisos, llamadas perdidas y mensajes
comenzaron a entrar. Tenía una cobertura excelente, todas las rayitas. Una absurda
idea comenzó a tomar forma en su mente, y se apresuró a acceder a la galería de
imágenes, ignorando las vibraciones de los avisos. Durante un instante pensó que
quizá su extraño viaje hubiese sido un sueño, algún producto de su imaginación, pero,
cuando el rostro de Robert apareció en la pantalla, dejó escapar el aire que había
estado reteniendo. Había sucedido. Todo había sido real.

Tiró el móvil sobre la cama y se encaminó al baño. En el cajón debajo del lavabo
guardaba ibuprofeno y rápidamente se tomó una pastilla. Apenas fue consciente del
gemido de placer que escapó de sus labios cuando abrió el grifo y contempló el agua.

¡Agua corriente!

Sumergió las manos y dejó que el líquido elemento se escurriese entre sus dedos.
Evaluó atentamente su aspecto en el espejo. No había cambiado apenas. Estaba más
morena y quizá algo más delgada y su corte de pelo necesitaba unos retoques, pero
seguía siendo ella misma. Se llevó las manos mojadas a la cara. Le parecía un milagro
seguir teniendo el mismo aspecto después de todo lo que había vivido. Meneó la
cabeza lentamente. ¿De verdad había sucedido? Las fotos que tenía en el móvil así lo
probaban, pero todo era tan irreal…

Cerró los ojos un instante. Imágenes de Robert en el momento de la despedida


acudieron a su mente. Sintió como le faltaba el aire y trató de respirar hondo. El dolor
de cabeza se intensificó.

«¡Basta!», se reprendió a sí misma. «Tienes que dejar de pensar en él».

Cerró el grifo con cierta brusquedad y volvió a mirarse en el espejo. La decisión


le brillaba en los ojos. Tenía muchas cosas que hacer y no sabía muy bien por dónde
empezar. Uno de los puntos que debía resolver era el de su trabajo. Había estado dos
meses fuera y no había informado a nadie. Según la fecha que ponía en su móvil, era
dieciocho de agosto y su empresa cerraba todo el mes, por lo que no podía hacer
absolutamente nada hasta septiembre. Mejor. No le apetecía demasiado hablar con el
jefe de personal. Era un cretino. Ya lo solucionaría más adelante. O buscaría otra cosa.
De todas maneras ya estaba harta de ese trabajo.

Decidió tomar una ducha y con rapidez se despojó de la ropa que llevaba puesta.
La ropa interior deportiva tenía un aspecto lamentable después de haberla usado casi a
diario como bikini. Una sonrisa le curvó los labios. Tenía un cajón lleno de bragas y
sujetadores. ¡Jamás iba a tener que volverse a poner aquellas prendas!
Nunca antes una ducha le había parecido algo tan delicioso. Después de tanto
tiempo lavándose con agua fría o tomando baños, el hecho de sentir como el agua
caliente le resbalaba por el cuerpo fue increíble. Se enjabonó el pelo varias veces con
champú de verdad y disfrutó olisqueando su gel de baño con olor a coco. Poco a
poco, y mientras sentía el chorro de agua sobre la piel, el dolor de cabeza fue
remitiendo. Con reticencia terminó por salir de la bañera y secarse con una esponjosa
toalla.

Mmmm, ¡qué diferente de los paños que usaba en Black Hole Tower!

Con la toalla anudada en el pecho, decidió revisar el móvil para ver quién había
intentado contactar con ella durante su ausencia. También encendió el portátil para
echarle un vistazo a su cuenta de correo.

Tenía un par de llamadas perdidas de Santiago Peñalver, el abogado familiar y de


su amiga Lola. También un par de compañeros de trabajo habían intentado localizarla
e incluso Mateo, su antigua aventura, la había llamado. Solo Santiago le había dejado
un mensaje de voz. Lo escuchó. Con su tono frío y descarnado tan característico le
pedía que contactase con él cuando regresase de donde estuviese. Ni una sola palabra
de preocupación. Álex sonrió. Santiago Peñalver era quizá una de las personas que
mejor la conocían en el mundo y estaba muy acostumbrado a sus idas y venidas. No
era la primera vez que ella se marchaba sin avisar y tardaba semanas en contactar con
él. Revisó los wasaps. Aparte de algunos poco interesantes de su trabajo, que eliminó
sin apenas leerlos, vio que Lola le había enviado muchos. Leyó algunos. La
preocupación que sentía era más que evidente.

Tenía que llamarla, a ella y a Santiago. Algo iba a tener que inventarse para
explicar su prolongada ausencia. Lo mejor y lo que más cuadraba con ella era
contarles que se había sentido profundamente agobiada y había decidido tomarse un
respiro y largarse un tiempo para meditar. Sí, eso es lo que les diría. Ya iría
improvisando sobre la marcha.

Se dirigió a la cocina y preparó café. El delicioso aroma no tardó en inundar el


pequeño apartamento y Álex estuvo a punto de echarse a llorar de felicidad. ¡Cuánto
había echado de menos ese olor! Se sirvió una taza y se sentó en el salón, dispuesta a
disfrutar de su primer desayuno decente en meses.

Suspirando de placer al sentir el caliente líquido deslizándose por su garganta


llamó a Santiago. Estaba en su despacho y su secretaria no tardó en pasarle la llamada.
Si no se tragó la historia de sus agobios y su meditación no lo dijo. Se limitó a
recordarle que tenían una reunión dentro de unos días. Álex prometió asistir. Después
llamó a Lola. La llamada fue algo más complicada. Ante la insistencia de su curiosa
amiga, finalmente tuvo que contarle que había conocido a alguien especial y que había
decidido hacer una escapada con él. Quedaron en verse al día siguiente cuando Lola
saliese del hospital donde trabajaba.

Una vez solucionados esos temas, se sentó frente al ordenador y estuvo


revisando los emails. La mayoría eran de publicidad. Otros eran de su empresa. El jefe
de personal le había enviado varios. En el último, de hacía un par de semanas, había
una especie de amenaza implícita si no se ponía en contacto con él. Álex lo leyó con
cierto aburrimiento. En ese momento decidió no volver a esa empresa. Buscaría otra
cosa más interesante. O quizá tomase otra decisión más drástica. Quizá iba siendo
hora de cambiar de ambiente.

Quizá.

Cerró el correo electrónico y abrió el buscador. La pantalla blanca con las seis
letras de colores de Google se mostró. Inconscientemente tecleó su nombre: Robert
FitzStephen. En un instante aparecieron los resultados. ¡Más de veintidós mil
entradas! El corazón comenzó a latirle con fuerza. Abrió el primer resultado, el de la
Wikipedia y ávidamente comenzó a leer. Le costó unos momentos comprender que no
era él. Era un caballero irlandés, coetáneo de Robert, pero no era él. No cuadraba ni la
edad ni el lugar de residencia. Una sensación de pesar la invadió. Siguió investigando
los demás resultados, pero todos se referían al mismo caballero irlandés.

Suspiró con tristeza. ¿No había quedado nada de Robert? ¿El tiempo había hecho
evaporarse a ese hombre extraordinario?

Meneó la cabeza con brusquedad. Tenía que dejar de pensar en él y centrarse en


lo que importaba. Había regresado a casa y tenía muchas cosas que hacer. No podía
permitirse el lujo de quedarse sentada con la mente perdida en otra época. Eso no iba
a servirle de nada. Lo mejor era mantenerse activa y retomar su vida.

Y eso hizo.

El día pasó en un suspiro. Después de inspeccionar el frigorífico y tirar toda la


comida caducada, Álex cogió su coche y se fue a la compra. Pisando el acelerador a
tope, abrió las ventanillas y dejó que el caluroso aire de agosto le agitase los cabellos.
Era increíble poder viajar a esa velocidad. ¡Adoraba esa sensación de libertad!

Perdió casi toda la mañana en el supermercado, deleitándose con la gran cantidad


de cosas que había añorado: ensalada envasada, aceite de oliva, pasta, especias,
helados, refrescos, fruta, verduras… y tantas otras viandas… no se cansaba de mirar
las estanterías repletas de productos. Finalmente regresó a casa muy satisfecha, con el
maletero del coche lleno a rebosar. Tuvo que hacer varios viajes desde el garaje a casa
para conseguir subir toda la compra.

Por la tarde, y después de haber comido un plato de pasta con salsa al pesto, que
le supo delicioso, se dedicó a limpiar el apartamento mientras escuchaba música a
todo volumen. Bob Dylan, The Police y Muse. ¡Cuánto había echado eso de menos!
Después, agotada, se tiró en el sofá y cogió uno de sus libros favoritos, Norte y Sur de
Elizabeth Gaskell, se lo llevó a la nariz y aspiró el aroma del papel al tiempo que
cerraba los ojos… ¡Qué placer! Esa era otra de las cosas que tanto había echado en
falta… sus libros… Leyó algunos capítulos antes de decidir marcharse a la cama.
Estaba agotada. El día había sido muy intenso.

Cuando apoyó la cabeza sobre la almohada se felicitó a sí misma por su


comportamiento. Apenas si había desperdiciado un minuto en pensar en su extraña
aventura y eso era bueno. Estaba segura de que en un par de días habría superado la
experiencia y todo volvería a la normalidad.

No tardó en dormirse.

Fue una noche calurosa y terriblemente larga. Se despertó varias veces


sobresaltada y tuvo problemas para volver a conciliar el sueño. En un principio lo
achacó al calor y a que su cuerpo extrañaba la cama, pero en el fondo sabía que no era
así. Las imágenes que durante el día podía alejar de sus pensamientos manteniéndose
ocupada, por la noche regresaban en sus sueños y se apoderaban de su mente.

Soñó con él.

Aunque apenas podía recordar qué era lo que soñaba, cada vez que se despertaba
tenía la certeza de que todo giraba en torno a él. Esos ojos verdes la perseguían cada
vez que cerraba los ojos e intentaba dormir. Una extraña sensación de vacío se instaló
en sus entrañas y cuando por fin la luz del alba comenzó a inundar su habitación se
levantó agradecida. A plena luz del día todo aparentaba ser diferente y se sintió
inmensamente aliviada de que la noche hubiese llegado a su fin.
Se preparó un café y una tostada con aceite y desayunó frente al portátil mientras
leía las noticias y se ponía al día. Un golpe de estado, un trágico accidente de tren, el
nacimiento de un niño importante, otro traspaso de fútbol…

El mundo había seguido su curso sin ella.

Se entretuvo un rato más navegando por internet hasta que estuvo segura de que
su peluquería ya había abierto. Llamó y concertó una cita. Necesitaba un buen repaso
con urgencia. Después de darse una ducha se puso el bañador y se dirigió al club de
natación donde acudía con frecuencia. Era temprano y agosto, por lo que apenas había
gente. Lo agradeció. No tenía ganas de hablar con nadie. Solo había un par de
nadadores a los que conocía de vista. Los saludó con un gesto.

El agua estaba templada y Álex se sumergió rápidamente. El recuerdo de un


fondo cubierto de lodo y un agua mucho más fría acudió a su mente. Se reprendió
con dureza por dejarse llevar por pensamientos inútiles y comenzó a nadar con
rapidez intentando ahuyentar esos malditos recuerdos. Las furiosas brazadas la
calmaron.

Pasó allí la mayor parte de la mañana, haciendo tiempo hasta la hora en que tenía
que estar en la peluquería.

Comió una ensalada y un bocadillo en la cafetería del club antes de marcharse.


Después cogió el coche que había dejado en el aparcamiento subterráneo para socios y
poniendo la radio en su emisora favorita disfrutó de la conducción por las desiertas
calles del verano madrileño. No tuvo problema para encontrar un hueco donde dejar
el coche, aunque la peluquería se encontraba bastante céntrica. Pasó las siguientes
horas en manos de su peluquero y una esteticista. Se hizo la manicura y la pedicura y
dudó sobre su corte de pelo. Le gustaba su flequillo azul, pero al mismo tiempo cada
vez que lo miraba recordaba cómo los habitantes de Black Hole Tower se habían
referido a ella como bleuh wíf… Quizá lo mejor sería intentar borrar cualquier
recuerdo de su mente…

Se decidió por cortarlo.

El mechón azul cayó al suelo justo frente a ella a un golpe de tijera, así sin más.
Si solo el arrancar ciertos pensamientos de su mente fuese tan fácil…

Sin dejarse llevar por la melancolía, disfrutó de un tranquilo paseo por las
tórridas calles dejando que la ropa se le pegase al cuerpo mientras esperaba la hora en
que había quedado con Lola. Llevaba una falda corta y una camiseta de tirantes,
dejando sus muslos y brazos al descubierto y un par de hombres trajeados con los que
se cruzó la miraron admirativamente. Álex no pudo evitar preguntarse qué pensaría
Robert si la viese así ahora, en su elemento. Probablemente se escandalizaría por la
brevedad de su atuendo. Dejó escapar una carcajada imaginándose a su caballero
medieval en aquella época.

¡Robert no encajaría de ninguna manera!

Meneando la cabeza divertida, se encaminó a la céntrica terraza donde había


quedado con su amiga. Lola ya la estaba esperando.

Alta, delgada y con el pelo excesivamente rubio debido a su afición por los
tintes, apenas si dejó que Álex llegase a la mesa antes de ponerse en pie y abrazarla
efusivamente.

–Es tan propio de ti largarte sin decir nada –le reprochó mientras la besaba en
ambas mejillas.

–Sí, ya me conoces –murmuró Álex sentándose frente a ella–. Lo cierto es que


estaba muy agobiada y el conocer a Robert me ha venido estupendamente.

–Bien, cuenta, cuenta. Y no te dejes nada. Necesito saberlo todo con pelos y
señales.

Mientras tomaban un café con hielo Álex le puso al día de su aventura. Hubo
más mentiras que verdades, pero tampoco le quedaba otra opción.

¿Quién iba a creerse que había encontrado una librería misteriosa donde había
comprado un pergamino que la había llevado al pasado? Era ridículo.

Lo que sí pudo describirle a Lola con todo lujo de detalles fue a Robert, el
hombre maravilloso que había conseguido que abandonase toda su vida para
quedarse un par de meses junto a él. Y aunque adornó cosas tales como su profesión
–le convirtió en un criador de caballos inglés–, en casi todo lo demás se ciñó a la más
pura verdad. Lola, que era una romántica empedernida, quedó impresionada con la
historia e hizo cientos de preguntas sobre el fabuloso y masculino inglés por el que su
amiga se había colado. Álex respondió a todas y cada una de ellas con más o menos
agrado, inconsciente del brillo que asomaba a sus ojos cuando hablaba de él.
Finalmente, no quiso hablar más del tema y Lola se quedó algo confusa por los
motivos que esgrimió Álex para haber terminado con él. Le asombraba comprobar lo
que un par de meses habían cambiado a su amiga. Álex no solía ser así.

–Es una pena que hayáis terminado –comentó al fin mirándola de reojo–. Si
estabais tan bien…

–Prefiero no hablar más sobre ello. Se acabó y punto –repuso Álex con firmeza
al tiempo que hacía un gesto algo ambiguo con la mano–. ¿Y tú? ¿Qué has hecho
estos dos meses? –inquirió rápidamente cambiando de tema.

Lola la observó con suspicacia, pero no insistió. El resto de la tarde lo pasaron


hablando de trivialidades y de posibles proyectos de futuro y el tema Robert no volvió
a ser mencionado.

Volvieron juntas a casa en el coche de Álex y aunque Lola se pasó todo el


trayecto mirándola de reojo, no le hizo más preguntas, lo que Álex agradeció. Se
despidieron en el portal, quedando en volver a verse en unos días.

Álex suspiró aliviada en cuanto hubo cerrado la puerta de casa detrás de ella. Se
apoyó contra la hoja de madera y cerró los ojos. Había aguantado todas las preguntas
de su amiga con estoicismo, pero la red de medias verdades y mentiras que había
tejido durante toda la tarde la había dejado agotada.

Esa noche fue igual que la anterior, apenas si pudo conciliar el sueño y cuando
consiguió quedarse dormida vívidas imágenes de Robert acudieron a su cabeza. Se
levantó infinidad de veces y deambuló por la casa algo perdida. Una extraña sensación
de desasosiego la embargaba. El amanecer la encontró en el salón, viendo una vieja
película en blanco y negro, de esas que solo ponían a horas intempestivas.

Ese mismo día acudió a su médico de cabecera para que le recetase pastillas para
dormir. Jamás había tenido esos trastornos de sueño y aunque sabía a qué se debían,
no deseaba pasarse las noches en vela pensando en él hasta que su psique se
recuperase.

Las pastillas no le ayudaron demasiado. Si bien conseguía dormir, caía en un


sueño pesado y artificial del que se despertaba entumecida y agotada por las mañanas,
y con la sensación de haber soñado igualmente con él, ya que su imagen era lo
primero que acudía a su mente en cuanto abría los ojos. Después de dos noches de
sueño inducido por medicamentos decidió no volver a tomar nada. Había resultado
peor el remedio que la enfermedad. Incluso había perdido el apetito.

El día que decidió no volver a tomar pastillas lo pasó en el club de natación. Se


había propuesto agotarse físicamente para llegar cansada a casa y poder dormir.
Estuvo nadando como hacía tiempo que no lo hacía, como cuando entrenaba en serio
para competiciones. A media tarde sus músculos empezaron a protestar y tuvo que
parar. Extenuada pero satisfecha, regresó a su piso y después de cenar se quedó
viendo la televisión hasta muy tarde. La programación era pésima, como siempre en
verano, pero casi de casualidad encontró un documental sobre vikingos que le pareció
muy interesante. Eran más de las doce cuando apagó el televisor y se preparó para irse
a la cama. Subió la persiana del salón, que durante el día bajaba para que el sol no
calentase demasiado la estancia, y un rayo de luna se introdujo en la habitación
iluminando sus facciones.

Álex sintió cómo se le encogía el estómago.

En el cielo oscuro brillaba una luna llena enorme y plateada.

Álex se estremeció. Apoyó la frente contra el cristal y contempló la blanca esfera.


Cientos de imágenes acudieron a su mente. Imágenes de la última vez que había visto
a Robert en otra noche de luna llena de hacía cientos de años, aunque realmente solo
hacía unos días de aquello. Todo parecía estar tan cerca y tan lejos al mismo tiempo…

Cerró los ojos.

¿Qué estaría haciendo él en esos momentos? ¿Estaría pensando en ella como ella
pensaba en él? ¿Le asaltarían los recuerdos? ¿La echaría de menos?

Respiró hondo y cerró los puños con fuerza intentando controlar la debilidad
que comenzaba a invadirla. No entendía nada. Había vivido situaciones como esa en
muchas ocasiones. A lo largo de los años había tenido diversas relaciones que habían
fracasado y nunca antes se había sentido de esa manera, tan vacía y perdida. ¿Por
qué?

–¿Por qué? ¿Qué me sucede? –las palabras surgieron de su boca y quedaron


colgadas en el aire. Sin respuesta.
Lentamente, como si le costase moverse, se giró y se encaminó hacia el
dormitorio. El reflejo de la luna quedó a su espalda.

Se tumbó sobre la cama sin quitarse la ropa que llevaba puesta. Sabía que esa
noche no iba a poder dormir, pero no quiso tomar ninguna pastilla. Quizá lo más
acertado fuese dejarse llevar simplemente por sus sentimientos y no luchar contra
ellos. Aceptar que algo diferente y especial había sucedido en su vida que la había
cambiado para siempre. No podía negarlo. Había pasado. Ella no era la misma de
antes y no iba a poder retomar su vida anterior tan fácilmente como había pretendido.
Debía enfrentarse a la realidad. Llevaba días comportándose como una autómata,
intentando convencerse a sí misma de que todo estaba bien y solo era cuestión de
tiempo el recuperarse.

Engañándose.

Por primera vez desde que había regresado dejó que los recuerdos del tiempo
que había pasado en Black Hole Tower la envolviesen. Escenas vividas junto a Robert,
Jaime, Beatrice, Ralf y los demás la inundaron. Recordó los momentos graciosos con
Edith y Gertrude en la cocina, o el día que había ayudado a las mujeres a hacer jabón
y la satisfacción que sintió por haber participado en esa tarea; el placer que había
sentido yendo a nadar con Jamie al lago y sus largos paseos por los prados y las
historias que les había contado a él y a los otros niños del castillo. ¡Y los tres días que
había pasado en la cabaña de Mildred despellejando conejos! Sonrió divertida
pensando en lo que debió haber pensado Mildred de ella.

Le había costado hacer ciertas cosas y aceptar otras y aunque al principio se


había sentido tonta y desvalida, no había tardado mucho tiempo en acostumbrarse a
esa vida. Había habido momentos en los que incluso había llegado a sentirse en casa,
como si verdaderamente perteneciese a ese mundo. Había considerado Black Hole
Tower como un hogar. Allí se había sentido segura y querida. Y sabía perfectamente
por qué había sido así.

Por Robert.

Robert había sido el artífice de que ella se sintiese tan protegida, tan querida…
Había vivido muchas experiencias increíbles… pero sin lugar a dudas la experiencia
que más la había marcado y la que más echaba de menos, era la de haberse
convertido en la mujer de Robert.
Pasó revista a los instantes pasados junto a él y según iba recordando más y más
momentos un nudo se iba formando en su garganta. Habían sido tantas las ocasiones
en las que él se había sacrificado por ella… ¡si hasta había llegado a convertirla en su
esposa para salvarla de Foliot! Tantas veces se había preocupado por su bienestar y le
había demostrado lo que sentía… Y ella, arrogante y altiva, se había limitado a aceptar
lo que tenían como algo pasajero, efímero, sin importancia, como una buena mujer
del siglo veintiuno.

¡Qué imbécil había sido!

No tenía ni idea de cómo había llegado a suceder, ya que había intentado no


enamorarse de él, pero había pasado. Ella, Alejandra Carmona Schmidt, traductora
madrileña de treinta y ocho años estaba completamente loca por un caballero
normando del siglo doce, diez años más joven que ella.

Un gemido ahogado se escapó de entre sus labios al tiempo que se llevaba las
manos a la cara y se tumbaba en posición fetal. ¿Qué había hecho? Había sacrificado
su oportunidad de ser feliz junto a un hombre al que amaba como nunca había amado
antes y por el que era amada, para regresar a su vacía y anodina vida. Volvió a gemir.
Llevaba varios días intentando regocijarse con su regreso y tratando de disfrutar de
todo lo que había echado de menos durante su ausencia, pero si era sincera consigo
misma, y en ese momento lo estaba siendo, había estado intentando vivir una mentira.
Nada, nada de todo lo que poseía parecía tener sentido si lo comparaba con la
angustiosa sensación que sentía cada vez que pensaba en Robert.

Sintió cómo le faltaba la respiración y el nudo en el pecho se hizo más y más


grande. Un sollozo ahogado se escapó de su garganta. Las lágrimas que durante tanto
tiempo había contenido brotaron de sus ojos y rodaron por su rostro hasta caer en la
almohada. Los sollozos comenzaron a sacudir su cuerpo mientras lamentaba su
obstinación y su ceguera. El reconocer que había cometido un terrible error
marchándose hizo que sollozase aún más fuerte si cabe.

¡Lo cambiaría todo por volver a su lado!

Súbitamente esa frase que se había formado en su mente adquirió sentido. Se


incorporó bruscamente y paró de llorar en el acto.

¿Por qué no?, se preguntó. ¿Por qué no volver junto a él? ¿Qué era lo que la
detenía?
¡Nada! ¡Absolutamente nada!

¿Su trabajo? Le aburría.

¿Su familia? No tenía.

¿Sus amigos? Apenas si tenía contacto con nadie excepto con Lola.

¿Qué tenía realmente que le importase tanto como para quedarse?

¿Sus libros? ¿La música? ¿El cine? ¿Su coche? ¿Su libertad? ¿Su felicidad?

Meneó la cabeza pesarosa. Sabía que tanto libertad como felicidad no le habían
faltado en Black Hole Tower. Había sido una tonta ya que probablemente esos últimos
dos meses habían sido los más felices de su vida, pero había estado tan empeñada en
planear su regreso, que no había querido verlo.

¡Qué idiota!

Y respecto a las demás cosa, las cosas materiales… ¿de verdad eran tan
importantes como para renunciar a Robert?

¡Tenía que volver!

¡El pergamino!

¡La luna llena!

Presa de una profunda excitación se levantó y encendió la lámpara de la mesilla


de noche. Buscó el pergamino con la mirada pero no lo encontró. No recordaba
haberlo visto desde su regreso. Había despertado en el suelo, a los pies de la cama por
lo que se agachó y miró debajo, pero no había absolutamente nada. Hizo memoria y
trató de recordar dónde podía haberlo dejado, pero si de algo estaba segura era de que
no lo había cogido. Volvió a agacharse y a mirar en todas partes, pero nada. No
estaba. Deshizo la cama; abrió el armario y buscó en los cajones; apartó las mesillas y
buscó detrás… Nada.

El pergamino no estaba.

La desesperación se reflejó en su rostro cuando una idea horrible comenzó a


tomar forma en su mente: … ¿acaso el manuscrito no había regresado con ella?
Capítulo Treinta y Ocho

Después de haberse pasado toda la noche en vela poniendo la casa patas arriba
en una frenética búsqueda, había comprendido que el pergamino no había vuelto con
ella. Eso le había hecho llegar a la conclusión de que tenía que volver a la librería de
Chrétien de Troyes y pedirle ayuda.

Apenas si pudo soportar la espera hasta que amaneció. Con los nervios a flor de
piel se preparó un café y lo tomó de pie, en la cocina. Se sentía demasiado inquieta
como para sentarse tranquilamente y disfrutar del desayuno. Miraba la pantalla de su
móvil para consultar la hora cada par de minutos y el tiempo no avanzaba.

Se le aceleraba la respiración cada vez que sus pensamientos giraban en torno a


su regreso a Black Hole Tower. El simple hecho de imaginarse que iba a volver a estar
con Robert hacía que su corazón palpitase con más fuerza. Iba a poder abrazarle de
nuevo y sentir su cuerpo contra el suyo… Cerraba los ojos y veía su cálida mirada
posada sobre su rostro y se estremecía.

¿Cómo no se había dado cuenta antes de que todo lo que deseaba estaba allí, con
él? ¿Por qué había sido tan gilipollas? ¿En qué narices había estado pensando para
ignorar que estaba completamente enamorada de él?

¡Qué idiota!

Permaneció un buen rato bajo la ducha intentando hacer tiempo. El chorro de


agua caliente sobre su nuca era reconfortante y una sonrisa irónica curvó sus labios al
pensar que dentro de poco y si todo salía bien, no iba a volver a sentir nada parecido
el resto de su vida.

«Así sea», murmuró. «Las duchas están sobrevaloradas».

Se secó con lentitud mientras observaba su imagen difuminada en el espejo


empañado por el vapor de agua. Por un instante le pareció ver otra silueta
recortándose en el espejo junto a la suya; una silueta masculina, fuerte y alta. Entornó
los ojos.

¡Sí! ¡Había algo!

Se giró bruscamente, pero se encontraba sola en el baño. Volvió a mirar el espejo


con el corazón palpitándole furiosamente. Seguía allí, junto a ella. Acercó la mano al
empañado cristal y frotó la superficie con violencia.

¡Nada! No había nada. Dejó escapar un suspiro. La visión le había parecido tan
real… Su mente comenzaba a jugarle malas pasadas.

Con la inquietud todavía reflejada en el semblante se dirigió al dormitorio.


Escogió unos vaqueros cortos y una camiseta blanca de tirantes al azar, apenas
consciente de lo que hacía. Se puso unas sandalias y volvió a encaminarse al baño
para contemplar su imagen en el ahora limpio espejo. Una extraña sensación la
invadió al ver su figura reflejada sobre la bruñida superficie donde hacía unos
minutos había creído ver reflejado a alguien más. No pudo evitar estremecerse. Apagó
la luz y abandonó la estancia con rapidez. Cogió su bolso, se aseguró de que llevaba
todo lo necesario, el móvil, la cartera, las llaves… y se marchó.

Al igual que había hecho hacía solo un par de meses, emprendió el trayecto hacia
la librería misteriosa. Como aquella otra mañana de junio fue hasta la estación de
metro más cercana. Era muy temprano, pero el sol calentaba ya con fuerza. Todo era
igual y al mismo tiempo completamente diferente. Y no es que la ciudad hubiese
cambiado. No. Era ella la que lo había hecho.

La estación del metro estaba casi desierta a aquella hora de la mañana, solo un
par de estudiantes con cascos y un hombre vestido de manera poco adecuada para
agosto, con jersey y chaqueta, se encontraban en el andén. Álex se sentó a esperar con
impaciencia. En el panel luminoso las letras rezaban que el siguiente metro tardaría
cuatro minutos en llegar. Álex sacó el móvil y contempló la pantalla. Las ocho y
media.

Hacía calor en el andén, pero el hombre del jersey no parecía notarlo. Uno de los
estudiantes había sacado de su bolsillo un móvil de última generación y tecleaba a una
velocidad absurda.
Las ocho y treinta dos.

Álex clavó la mirada en el panel luminoso. Dos minutos.

El ascensor al otro extremo del andén se abrió y una señora con un carrito de
bebé se bajó. Lentamente fue aproximándose hasta donde Álex se encontraba. Tenía
cara de cansada y aunque probablemente no tuviese más de veinticinco años
aparentaba unos treinta.

Las ocho y treinta y tres.

Álex comenzó a mover la pierna con nerviosismo. Desde que la noche anterior
había tomado la que pensaba era la única decisión posible, se encontraba en un estado
de excitación febril. Le costaba concentrarse y sus pensamientos revoloteaban por su
mente con demasiada rapidez como para centrarse en ninguno de ellos. En su cerebro
se había instalado una única idea: Iba a volver con Robert. Y como si de una letanía
se tratase, esas palabras resonaban una y otra vez en su cabeza.

¿Dónde narices estaba el metro? Ya debería haber llegado…

Las luces de la locomotora saliendo del túnel a su derecha interrumpieron su


muda queja.

El vagón iba vacío, pero según iban acercándose a la Puerta del Sol, más y más
gente iba subiendo, y los asientos no tardaron en ocuparse. Álex se levantó de donde
había estado sentada y le cedió su asiento a una señora entrada en años, que se lo
agradeció con una sonrisa.

Finalmente el metro llegó a su destino y con una extraña sensación de déjà vu,
descendió y emprendió el mismo camino que aquella otra mañana de junio. Atravesó
la Puerta del Sol, ajena a los turistas, madrileños madrugadores, vendedores de lotería
e inmigrantes enfundados en trajes de personajes infantiles. Bajó por la calle Mayor y
acortó por la calle Postas sin detenerse a observar la fachada de la Posada del Peine,
como acostumbraba a hacer. Atravesó la Plaza Mayor y bajó las escaleras del Arco de
Cuchilleros. Según se iba acercando a su destino el corazón le latía con más fuerza.

¿Y si la librería no estaba allí? ¿Y si no se mostraba ante sus ojos? ¿Y si Chrétien


de Troyes no podía ayudarla? ¿Y si…?

Todas esas preguntas acudieron a su mente de improviso, dejándola


completamente desarmada. Estuvo a punto de tropezar y tuvo que apoyarse contra la
pared.

«¡Para!», se recriminó a sí misma. «No adelantes acontecimientos». Y respirando


hondo siguió su camino. Dejó atrás la calle de la Cava de San Miguel y siguió por la
calle Cuchilleros. Justo delante, a solo unos metros, vio el angosto callejón donde se
encontraba la librería. Todo estaba absolutamente igual a como ella lo recordaba; en la
esquina el pequeño estanco cerrado y frente a él el portal antiguo. La tienda de
antigüedades de Pablo Álava tenía un pequeño cartel en la puerta en el que ponía:
Cerrado por vacaciones hasta el 1 de septiembre.

El corazón saltó en su pecho lleno de júbilo y la piel de su nuca se erizó cuando


sus ojos se posaron sobre la enorme puerta de la librería. Todas las dudas que había
sentido hacía solo unos minutos le parecieron absurdas. Allí estaba enorme y oscura,
tal y como la recordaba, y sobre ella la curiosa aldaba con forma de mano de mujer,
blanca, pálida y frágil, sosteniendo la pesada bola de piedra.

Las piernas de Álex temblaron mientras leía la placa de metal atornillada a la


derecha de la puerta: Chrétien de Troyes, librería.

Nada había cambiado. Nada.

Antes de que pudiese coger el tirador y llamar a la puerta, esta se abrió unos
centímetros, como si alguien desde dentro la hubiese visto llegar y estuviese
cediéndole el paso. Álex, a pesar de lo misterioso del asunto, no dudó. Demasiadas
cosas misteriosas y sobrenaturales le habían sucedido ya.

Empujó la puerta un poco más, lo suficiente como para poder entrar, y accedió al
oscuro corredor que tan bien recordaba. La puerta se cerró silenciosamente tras ella.

Respiró profundamente antes de comenzar a recorrer el pasillo con lentitud. La


escasez de iluminación era la misma que la última vez; las ramas de los árboles del
patio, al otro lado de los altos ventanales, provocaban extrañas sombras sobre las
desnudas paredes y Álex se apresuró a llegar hasta el recodo que accedía a la gran
sala.

Todo seguía absolutamente igual y sin embargo era diferente. La luz de las
lámparas de aceite iluminaba las estanterías y vitrinas repletas de libros y manuscritos
como entonces, pero algo parecía haber cambiado. No sabía exactamente qué era,
pero algo no terminaba de encajar.

Álex recorrió el lugar con la mirada. Al fondo, inclinado sobre una mesa de
madera, se encontraba el propietario de la librería.

–No esperaba que regresase, Álex –se dejó oír su voz profunda y la joven se
sobresaltó. ¿Cómo sabía él que era ella?

–¿Perdón? –murmuró confusa.

Chrétien de Troyes se levantó y se dio la vuelta. Su aspecto era el mismo de


entonces, elegante con su traje oscuro y el pañuelo anudado al cuello. El cabello
peinado hacia atrás dejaba al descubierto su frente amplia y sus ojos castaños miraron
a la joven con interés. No dijo nada más. Se acercó lentamente y esperó a que ella
hablase.

Álex le observó en silencio. La primera vez que había estado allí la sospecha de
que él fuese el verdadero Chrétien de Troyes le había parecido simplemente absurda,
pero después de todo lo que había sucedido, ya no pensaba que fuese algo tan
descabellado. Se preguntó por qué estaría allí, en esa librería en Madrid, en pleno
siglo veintiuno. No tenía ningún sentido, pero era así.

–¿Por qué yo? –inquirió.

Él pareció sorprendido.

–No todo el mundo puede encontrarme. Solo algunos consiguen llegar hasta
aquí. Y después… como ya le dije, los manuscritos eligen… –Se encogió de hombros
al tiempo que sonreía–. Por eso me sorprende tanto que haya regresado; no es lo
habitual.

Álex negó con la cabeza. Estaba confusa y necesitada de respuestas, pero lo más
importante era que él pudiese ayudarla.

–Necesito volver –repuso. Las palabras surgieron de su boca a borbotones. La


sonrisa se hizo más ancha en los labios del señor de Troyes.

–¿Volver? ¿Otra vez? Hágalo. Espere a la luna llena y regrese. No es habitual que
uno de mis clientes descubra con tanta rapidez cómo regresar, pero las veces que ha
sucedido, han esperado a la siguiente luna llena y han vuelto.
–No lo entiende. No puedo. No tengo el pergamino.

El librero dejó de sonreír. Una arruga de preocupación se dejó ver sobre su


despejada frente. Negó con la cabeza mientras que exhalaba un suspiro.

–Es una lástima–murmuró con pesar–. Sin el pergamino no podemos hacer nada.
Absolutamente nada.

Álex dejó escapar el aire que había estado conteniendo. De alguna manera había
sabido que él iba a decir algo semejante. Un nudo comenzó a formarse en su garganta
y notó cómo se le encogía el estómago.

–¡Pero tiene que haber algo que pueda hacer! –gimió Álex–. ¡Seguro que sí!
¿Otro pergamino? ¡Aquí debe de haber cientos! –Sus ojos recorrieron la sala de un
lado a otro. Las estanterías cuyos estantes se combaban por el peso de los libros y las
vitrinas de cristal brillaban a la luz de las lámparas de aceite. De pronto Álex se
percató de cuál era la diferencia que había podido apreciar antes. La vitrina del centro,
en la que hacía un par de meses había estado su pergamino, no estaba. Solo había un
hueco en el centro de la sala.

–No sirven –decía el señor de Troyes en ese momento–. No sirven para usted.

–Falta una vitrina –susurró ella.

–Exacto. Falta su vitrina.

Álex le miró sin comprender. Sentía cómo un vacío enorme había comenzado a
crecer en su interior.

–No lo entiendo –susurró.

–Esa vitrina estaba ahí por usted. Una vez que eligió su pergamino y se marchó
dejó de ser necesaria y se desvaneció. Es así de simple.

Álex escuchaba en silencio, casi sin atreverse a respirar. Según iban saliendo las
palabras de la masculina boca, el brillo de sus ojos se apagaba y sentía como una
tremenda lasitud iba apoderándose de ella.

–Sé que no es lo quería escuchar, pero es así y yo no puedo hacer nada para
cambiarlo –murmuró él apesadumbrado por la imagen que presentaba la alicaída
joven frente a él–. No tengo absolutamente nada que se acerque remotamente al siglo
doce y a la Inglaterra de Enrique II.

Un profundo silencio siguió a estas palabras. Silencio que se vio roto por un
gemido que surgió de la garganta de Álex.

–¡No puede ser! –exclamó, y como si hubiese despertado de un trance, se dirigió


a la vitrina más cercana y comenzó a buscar ansiosamente con la mirada. Siglo diez,
siglo trece, siglo quince, siglo diecinueve, siglo catorce… todos y cada uno de los
manuscritos que allí se encontraban fueron objeto de su escrutinio. Rápidamente se
dirigió a otra vitrina para encontrarse con el mismo resultado. Después a otra, y a otra.
Chrétien de Troyes la observaba en silencio con un brillo apenado en sus ojos
castaños. Ella seguía revisando todas las vitrinas, ajena al librero. Después continuó
con las estanterías, recorriendo los títulos de los libros con febril interés. Siglo veinte,
siglo once, siglo diecisiete, siglo tres, siglo cuatro… Pronto no le quedó nada por
revisar y se detuvo al final de la última estantería. Apoyó la frente sobre el estante más
próximo a su cabeza y trató de serenarse. Sin éxito.

–Lo siento. –La voz del señor de Troyes a su espalda llegó hasta sus oídos como
si estuviese a miles de kilómetros de distancia.

Álex sintió como si una enorme losa hubiese sido depositada sobre su pecho. Su
respiración se tornó dificultosa y trató de abrir la boca para coger algo de aire. No le
resultó fácil. A duras penas consiguió respirar entrecortadamente. Su pecho parecía
querer estallar en mil pedazos. Escuchó un sollozo ahogado y se preguntó a quién
pertenecería. No tardó en darse cuenta de que había sido ella misma la que lo había
proferido. Aturdida y confusa se tocó las mejillas. Estaban empapadas.

La mano del señor de Troyes sobre su hombro la hizo sobresaltarse. Lentamente


se dio la vuelta y se encontró con la bondadosa mirada del librero.

–Nunca antes había sucedido algo así –decía él en ese momento–. No sé cómo
puedo ayudar. Lo lamento muchísimo.

Y entonces Álex hizo algo que no había hecho hacía muchos años pero que
últimamente era algo casi innato en ella: Dio rienda suelta a sus lágrimas y se dejó
consolar por él. Apoyó la cabeza sobre el masculino hombro al tiempo que los
sollozos sacudían su cuerpo. Él intentó calmarla dándole suaves palmaditas en la
espalda.
Transcurrieron varios minutos en un silencio únicamente roto por los suaves
gemidos de ella y los murmullos tranquilizadores de Chrétien de Troyes.

El tiempo se había detenido en aquella sala repleta de viejos volúmenes y


manuscritos.

–Tengo que encontrar una solución –susurró ella finalmente algo más calmada.
Lentamente se apartó de él mirándole algo avergonzada por su estallido lacrimógeno.
Se disculpó en silencio con un gesto al darse cuenta de que el suave tejido de su
americana estaba empapado.

–No sé cuál –volvió a repetir él negando con la cabeza.

–¿Si consigo un manuscrito de la misma época en alguna subasta o anticuario? –


La desesperación se filtraba en cada una de sus palabras.

–No. No es así como funciona– repuso él alejándose unos pasos–. Tanto los
manuscritos como las personas vienen a mí. Por diferentes cauces, eso sí. Y este es
simplemente el lugar donde yo los reúno. Cada manuscrito con su persona
correspondiente. No es factible que usted me traiga un manuscrito cualquiera, Álex.

La muchacha dejó caer los hombros. Las palabras de Chrétien de Troyes se


fueron clavando una tras otra en su destrozado corazón. Era inútil. Había perdido su
última oportunidad. Nunca más iba a volver a ver a Robert. Jamás volvería a estar con
él y a sentirle entre sus brazos. La magnitud de lo sucedido la embargó y el dolor que
sentía en el alma fue aumentando hasta alcanzar proporciones insospechadas. Sin
saber muy bien lo que hacía, se dio media vuelta y se encaminó hacia el oscuro
corredor que llevaba a la salida.

–¡Espere! – la llamó él.

Álex no le escuchó. Como si se encontrase en una especie de trance siguió


andando sin percatarse de lo que le rodeaba. No vio el pasillo, ni la pesada puerta, ni
el callejón angosto. No vio absolutamente nada. Como una autómata siguió andando y
andando, poniendo un pie delante del otro con un único pensamiento en su cabeza:
¡No podía volver a Black Hole Tower!

De vez en cuando una lágrima que ni siquiera se molestaba en limpiar rodaba por
su mejilla y aterrizaba en su cuello. Ajena a las miradas curiosas de las personas con
las que se cruzaba, al tráfico, y al bullicio de ese día de verano, continuó andando algo
insegura hasta que no pudo más y buscando la paz del portal en sombra de un viejo
edificio se apoyó allí y cerró los ojos.

«¡Imbécil! ¡Idiota!», se increpaba a sí misma una y otra vez al tiempo que


meneaba la cabeza de un lado a otro incapaz de aceptar la verdad. Todas sus
esperanzas se habían desvanecido. Jamás volvería a verle.

–¿Qué voy a hacer ahora? –murmuró con voz queda–. ¿Qué?

No obtuvo respuesta. No la había. Se llevó las manos a la cara e intentó respirar


hondo. Exhaló el aire con lentitud intentando calmarse. Era imposible. La sensación
de angustia era tan grande que le impedía incluso respirar. Sintió cómo se le llenaban
los ojos de lágrimas nuevamente.

–¡Eres una estúpida! –exclamó en voz alta recriminándose su actitud, pero por
más que lo intentaba era incapaz de contenerse.

Una presencia a su espalda hizo que se sobresaltase. Un joven trajeado había


abierto la puerta del portal y trataba de salir. Álex se apartó y giró la cabeza con
brusquedad. Notó cómo él le dirigía una mirada cargada de curiosidad antes de
alejarse y sintió vergüenza. Nunca antes había perdido los papeles de esa manera en
público. Al sentir los ojos de varias personas más posados sobre ella, decidió salir de
allí cuanto antes. Sacó sus gafas de sol del bolso y se protegió los llorosos ojos. Con
la vista fija en el suelo echó a andar deprisa y antes de lo esperado se encontró en el
metro, esperando en el andén, como había hecho miles de veces antes de aquella, pero
en esa aquella ocasión, la gente que la rodeaba había dejado de existir. Nunca antes se
había sentido tan sola como en ese momento y en ese lugar, repleto de personas.

Casi sin saber cómo, se encontró frente a la puerta de su apartamento. Sacó la


llave y la introdujo en la cerradura con la mano temblorosa. Tuvo que hacer varios
intentos pero finalmente lo consiguió. Una espesa niebla parecía haberse adueñado de
su cerebro. Agitó la cabeza intentando ahuyentarla, en vano, mientras entraba en el
piso. Cerró la puerta a su espalda y se apoyó contra ella. Dejó caer el boso al suelo, a
su lado y sin ser realmente consciente de lo que hacía, se sacó el móvil del bolsillo.
Como por inercia, sus dedos lo desbloquearon y accedieron a la galería de imágenes.

El rostro de Robert ocupó toda la pantalla.


Álex sintió un dolor sordo en el pecho. Lentamente y sin quitar la vista del móvil
se fue deslizando hasta quedar sentada en el suelo.

–¿Qué voy a hacer ahora? –susurró con una extraña voz que no le pertenecía.

Un gemido desgarrador escapó de su garganta.


Capítulo Treinta y Nueve

El móvil de Álex comenzó a reproducir el Bad Things de Jace Everett, sacándola


de su ensimismamiento. Miró la pantalla y no reconoció el número, por lo que decidió
bloquear la llamada con un suspiro de impaciencia. Era la tercera vez que la llamaban
desde ese mismo número en la última hora y no tenía ganas de hablar con quien
seguramente sería un comercial de telefonía o de seguros, ansioso por realizar una
venta.

Se pasó la mano por la frente y se apartó el flequillo que había comenzado a


crecerle nuevamente de la cara al tiempo que posaba la mirada sobre la pantalla del
ordenador que tenía delante de ella.

Llevaba varias horas sentada allí y apenas había conseguido avanzar con el
trabajo. La traducción que debía entregar al día siguiente se le resistía. Aunque no era
de extrañar. No sabía cómo narices se le había ocurrido aceptar ese encargo. Nada más
y nada menos que la traducción de una novela de seiscientas páginas ambientada en la
Inglaterra del siglo doce. No sabía qué clase de estúpido masoquismo la había llevado
a decir que sí al editor. Tenía que haberlo sabido. Cada página se convertía en una
tortura. Los recuerdos la atormentaban.

Habían pasado casi cuatro meses desde su regreso. El verano había dado paso al
otoño y el otoño al invierno. Pronto sería Navidad.

Había tardado más de lo que hubiese deseado en recuperarse del shock. El


aceptar que un regreso a Black Hole Tower era del todo imposible, había sido duro.
Muy duro. Las primeras semanas se había sentido embargada por una sensación de
angustia extrema y no le había resultado fácil sobreponerse. Pero poco a poco –
demasiado poco a poco, en su opinión– había comenzado a aceptar lo inevitable y
había retomado su vida.

Había dejado su tedioso trabajo y se había buscado otro mucho más interesante.
Lentamente todo había comenzado a colocarse en su sitio y una especie de normalidad
se había ido instaurando.

Había vuelto a recuperar el apetito y retomado su escasa vida social. De vez en


cuando salía con Lola y con sus antiguos compañeros de equipo. Le había costado,
pero cada vez pensaba menos en lo que había perdido y más en lo que el futuro podía
depararle. Robert se estaba comenzando a convertir en un bello recuerdo y aunque
todavía sentía cómo se le encogía el corazón cada vez que el masculino rostro acudía a
su mente ya no derramaba más lágrimas por él.

Había comenzado a superarlo…

Y entonces cometió el gran error de aceptar el encargo de traducir esa maldita


novela…

Era el primer libro de un escritor irlandés que había cosechado buenas críticas en
su país y la editorial para la que ella trabajaba había comprado los derechos de la obra
y esperaba ganar mucho dinero con su publicación. Eso, si Álex terminaba la
traducción de una vez. Ni siquiera era una buena novela, o al menos a ella no se lo
parecía. Había encontrado algunos errores históricos y ciertas vaguedades en las
descripciones, pero transcurría en la época de Enrique II y solo el hecho de leer
algunos pasajes relacionados con el rey y sus caballeros la llenaban de melancolía. Era
incapaz de controlar sus pensamientos, que una y otra vez volaban libres y pasaban de
la historia de ficción a medio traducir, a la historia verdadera que había vivido junto a
Robert.

Dejó escapar un suspiro lastimero. Tenía que acabar cuanto antes; solo le restaba
terminar el último capítulo. Sacudiendo la cabeza con energía posó las manos sobre el
teclado del ordenador y continuó escribiendo donde lo había dejado. Poco a poco
volvió a sumergirse en la historia y se concentró en encontrar las palabras adecuadas.
Afuera, el día se iba convirtiendo en noche lentamente y la luz crepuscular tiñó las
sombras de oscuro. Álex apenas si era consciente de ello; sus ojos releían lo traducido
y cambiaban alguna palabra, después seguía escribiendo. Transcurrieron al menos un
par de horas hasta que pudo teclear la palabra “Fin”. Una sonrisa curvó sus labios al
tiempo que se recostaba contra el respaldo de la silla.

¡Lo había conseguido!

Abrió su email y se apresuró a enviar la traducción a la editorial. No quería tener


nada más que ver con ese tipo de historias.

Se incorporó estirándose lánguidamente. El estar tantas horas en la misma


posición le había entumecido los músculos de la espalda. Notó un crujido cerca del
omoplato derecho y bajó el brazo con cuidado. Llevaba un tiempo sin ir a nadar y la
falta de ejercicio le estaba pasando factura.

El móvil volvió a sonar. Dejó escapar una maldición. ¿Es que esos gilipollas no
se hartaban de llamar? Lo cogió con violencia y comprobó que se trataba del mismo
número; murmurando una palabrota lo descolgó.

–¿Sí?

–¿Álex? –La voz le resultó vagamente familiar.

–Sí, soy yo –respondió algo más calmada al reparar en que debía ser alguien que
la conocía–. ¿Quién es?

–Soy Chrétien de Troyes.

Estuvo a punto de dejar caer el teléfono. De repente el corazón comenzó a latirle


con violencia y se le hizo un nudo en la garganta. Tuvo que cerrar los ojos y respirar
un par de veces profundamente. ¿Cómo era posible? ¿Qué podía querer el señor de
Troyes de ella? ¿Y cómo había conseguido su número de móvil? Quizá había
sucedido algo…

–¿Cómo ha conseguido mi número? –consiguió murmurar al fin.

–Eso no importa. Tengo que hablar con usted urgentemente. ¿Puede venir a
verme? –sonaba impaciente.

–¿Ahora? –consiguió farfullar Álex.

–Sí. Ahora mismo. La estaré esperando.

–¿Ha sucedido algo?

–He encontrado algo.

–¿Algo? ¿A qué se refiere? –inquirió ella con algo más de fuerza en la voz.
–Será mejor que venga –dijo él con brusquedad. Y colgó el teléfono.

Álex contempló el móvil llena de estupor. ¿Era cierto lo que acababa de suceder?
¿De verdad acababa de hablar con Chrétien de Troyes? Notó como le temblaban las
manos y un escalofrío le recorría la espalda. ¿Qué había querido decir con que había
encontrado algo?

Pero, ¿qué estaba haciendo ahí parada? Dejó escapar un grito ahogado antes de
correr hacia el dormitorio para ponerse unas botas y coger un abrigo. En menos de
dos minutos se encontraba en la calle camino del metro.

Con el corazón latiéndole desbocado y la mente totalmente invadida por las más
absurdas ideas, el camino hasta la calle donde se encontraba la librería le pareció
eterno. El metro, a aquella hora de un sábado a solo un par de semanas de la Navidad,
estaba repleto de gente. Tuvo que conformarse con apoyarse contra una barra,
flanqueada por una señora cargada de bolsas de El Corte Inglés y dos adolescentes de
largas melenas castañas excesivamente maquilladas que no paraban de hablarse en
susurros y de lanzar risitas tontas.

Álex no era consciente de todo aquello; estaba demasiado absorta en


especulaciones sobre el descubrimiento de Chrétien de Troyes. Su instinto le decía
que solo podía tratarse de una cosa: había aparecido el pergamino.

La salida del metro de la Puerta del Sol estaba abarrotada. Álex tuvo que abrirse
paso a codazos para poder subir las escaleras. Una vez en la calle se detuvo algo
confusa y sus ojos se perdieron entre el hervidero de gente que poblaba la plaza.
Cientos de turistas y curiosos se alternaban con los madrileños ávidos por realizar sus
compras navideñas. Las luces de navidad iluminaban la plaza y coloreaban los rostros
de las personas en tonalidades diversas. Se respiraba un ambiente festivo; y todos,
absolutamente todos aparentaban saber exactamente dónde ir. Solo ella, sorprendida
por el bullicio, permanecía de pie, sin moverse.

¿Ya era Navidad?

Meneando la cabeza algo sorprendida salió de su letargo inicial y se apresuró a


escapar de todo el gentío. Recorrió el camino ya tan conocido para ella presa de una
gran excitación, ignorando las tiendas, las luces y a las personas con las que se
cruzaba. Pronto se encontró en el callejón y con curiosidad apreció que incluso hasta
allí había llegado la Navidad.
No es que la calle estuviese iluminada, pero la tiendecita de Pablo Álava tenía
adornos y luces navideñas en su escaparate, y lo más extraño de todo, como pudo
comprobar al detenerse justo delante de la puerta de la librería; también allí sobre la
placa Chrétien de Troyes, librería había una ramita de muérdago y una pequeña luz
que iluminaba la placa y la rama.

Le resultó curioso.

La puerta estaba abierta y no tuvo necesidad de llamar. Se apresuró a entrar y a


cerrarla tras ella. El corredor que en su memoria tenía un aspecto lóbrego y oscuro, no
se lo pareció tanto. El corazón le latía desbocado mientras lo atravesaba y llegaba a la
sala de los libros. Todo estaba igual que como ella lo recordaba. La luz de las
inevitables lámparas de aceite confería a la estancia un aspecto cálido y acogedor.

El señor de Troyes se encontraba de pie frente a una estantería y colocaba un


libro en su sitio cuando la oyó llegar; se dio la vuelta y fue a su encuentro
rápidamente. Había estado esperándola.

Álex le observó acercarse conteniendo la respiración. Como las veces anteriores


lucía un traje oscuro que le otorgaba esa especie de elegancia discreta que le
caracterizaba. Una sonrisa curvaba sus finos labios.

–Es un placer volver a verla –dijo tomándola de las manos con afecto y clavando
la mirada en el pálido rostro de la joven.

Álex sonrió algo nerviosa. Una mezcla de confusión e impaciencia se reflejó en


su cara, pero no dijo nada. Era curioso, pero ahora que por fin había llegado hasta allí
cargada de preguntas, sentía la boca seca y pastosa y le costaba articular palabra
alguna.

–Seguramente desea saber por qué la he hecho venir de manera tan precipitada –
añadió él apreciando la actitud de la joven–. No me voy a andar por las ramas. Ha
aparecido un manuscrito que creo podría serle útil. Más que útil –añadió esperando
una reacción por parte de ella. Reacción que no se hizo esperar.

–¿Un manuscrito? ¿Otro diferente? ¿Es eso posible? ¿Y aun así podría utilizarlo
para volver? ¿Está seguro? ¿Cómo ha sucedido? ¿Dónde? –Álex sintió como su voz
entrecortada se atropellaba impaciente por conocer más detalles.
–A muchas de esas preguntas no tengo respuestas –repuso él negando con la
cabeza–. Lo que sí sé, es que con este pergamino en la próxima luna llena podrá
regresar. Todavía desea regresar, ¿no? –inquirió mirándola preocupado.

Álex cerró los ojos un instante. Ni en sus más descabellados sueños había
imaginado que iba a encontrarse en esa situación. Había renunciado a pensar que
podía existir cualquier tipo de esperanza. Le había costado tanto recuperar su vida…
Después de esas primeras semanas en las que el vacío y la angustia lo habían invadido
todo, había conseguido recuperarse poco a poco y había comenzado a tener cierta
estabilidad emocional. No tenía una mala vida, tenía un trabajo que le gustaba, tenía
amigos, paz interior…

–Sí –respondió–. Todavía deseo regresar. Es lo que más deseo. –Al escucharse a
sí misma diciendo eso en voz alta, comprendió que era cierto. Era lo que más deseaba.

¡Volver junto a Robert!

Sus ojos brillaron con audacia.

¡Al diablo con su paz interior!

Chrétien de Troyes sonrió. Antes de que ella pudiese hacer ninguna otra pregunta
le soltó las manos que hasta ese momento había mantenido entre las suyas y se dirigió
a una de las macizas mesas. Álex le siguió con la mirada. Vio como cogía una caja de
madera muy parecida a la caja donde había estado guardado el pergamino que hacía
meses la había llevado al siglo doce, y con ella en la mano se acercó y se la ofreció.

Álex apenas si dudó un instante. Ignorando las bellas tallas que adornaban la
caja, abrió la tapa lentamente. Dentro de ella, sobre una suave tela oscura reposaba un
pergamino enrollado semejante al que ella había comprado hacía meses. Posó sus ojos
sobre él y el efecto fue instantáneo; comenzó a sentir un hormigueo en la punta de los
dedos y una especie de extraño vértigo. Eran las mismas sensaciones que se habían
apoderado de ella hacía meses, con el primer pergamino. Con mucha lentitud acercó
la mano derecha y lo tocó.

Fue como si hubiese recibido una descarga eléctrica.

De pronto, a su mente acudieron unas imágenes increíblemente reales de ella


misma y de Robert el día en que habían contraído matrimonio. Todo era tan vívido
que le pareció encontrarse nuevamente frente a Foliot. Bajó la vista y se fijó en su
mano. El anillo de sello que Robert le había entregado brillaba en su dedo corazón. Lo
sentía caliente al tacto. Levantó la cabeza y observó el hermoso y duro rostro de
Robert a su lado. La miraba con una expresión indefinida en los ojos, exactamente
igual que aquel día… ¡Joder, cuánto le había extrañado! El corazón comenzó a latirle a
gran velocidad…

–¡Álex! –la voz de Chrétien de Troyes la sobresaltó.

Abrió los ojos conmocionada. La escena que hacía unos segundos le había
parecido tan real solo había tenido lugar en su imaginación. Parpadeó confusa. Se
miró la mano. No había ningún anillo, por supuesto. Volvió a examinar el pergamino.
Temblaba.

–Será mejor que utilice esto –dijo en ese momento el librero, tendiéndole unos
guantes de látex. Álex los tomó y se apresuró a ponérselos.

Profundamente inquieta sacó el manuscrito de la caja e intentó ignorar el


suave calambre que sintió en la punta de los dedos. Sin lugar a dudas los guantes
atenuaban las sensaciones. Con cierta parsimonia lo desenrolló. Lo primero que captó,
aunque algo difuminada por el tiempo, fue su propia firma al pie del pergamino.

Dejó escapar un gemido de sorpresa.

¿Era posible?

Frenéticamente recorrió el texto. No era la primera vez que lo veía. Y aunque


hacía más de ochocientos años apenas si le había prestado atención, sabía
perfectamente qué era lo que tenía en las manos.

¡Su propio contrato matrimonial!

–¿Cómo es posible? –consiguió farfullar finalmente. Levantó la mirada y


contempló al librero con fijeza. La sorpresa nublaba sus facciones.

–No tengo una explicación lógica. Esta mañana estaba ahí en esa vitrina –señaló
a su espalda–. Siempre es así. Los escritos aparecen y poco después las personas
acuden. Yo me limito a ser el intermediario. Aunque es cierto que es la primera vez
que sucede algo así. Nunca antes había llegado un manuscrito firmado por la propia
persona interesada. Es sorprendente –murmuró al tiempo que meneaba la cabeza con
incredulidad–. Sabía que tenía que localizarla cuanto antes. Este pergamino no solo es
para usted, es suyo.

Álex le escuchaba atentamente aunque seguía inspeccionando el pergamino con


avidez. La firma de Robert junto a la suya hizo que el corazón le latiese más fuerte.
También estaba algo borrosa, pero ella reconocía perfectamente su caligrafía de trazos
firmes. Le vinieron a la mente las imágenes de aquel día, menos reales que las que
acababa de visualizar al tocar el pergamino, borrosas como eran los recuerdos después
de un tiempo…

Se vio a sí misma casándose con él y se sintió avergonzada. Avergonzada por


cómo se había sentido y cómo se había comportado con él. Había sido una
desagradecida y no había sido consciente de lo que verdaderamente importaba hasta
que lo había perdido.

¡Gracias a Dios podía enmendar su error!

Repentinamente las dudas la asaltaron y sintió cómo si su corazón latiese


desacompasado… ¿Y si Robert la había olvidado? ¿Y si había intentado pasar página
como ella misma había hecho? ¡No! ¡No podía ser así! No había pasado tanto tiempo,
¿no? Además, él le había dicho que la amaba… Pero quizá…

¡No! No podía permitirse el lujo de pensar así. Después de todo lo que había
sucedido tenía que confiar en que todo iba a salir bien. ¿Acaso no había aparecido el
pergamino? ¿Qué otro motivo podía haber si no el que ella pudiese regresar junto a
él?

Chrétien de Troyes la observaba en silencio con curiosidad. La expresión de la


joven había pasado de la emoción a la esperanza, pasando por la vergüenza, la ilusión
y el miedo en tan solo unos segundos. Se preguntó qué pensamientos eran los que
ocupaban su mente.

–¿Cuándo es la próxima luna llena? –inquirió ella súbitamente.

–El martes –respondió él sin dudar.

–¿Cómo? ¡El martes! ¡Pero si hoy es sábado! ¡Joder! ¡Tengo que hacer un
millón de cosas antes de poder marcharme! –Álex reaccionó de golpe. Miró al señor
de Troyes con la duda reflejada en el rostro antes de volver a colocar el manuscrito en
la caja. No sabía si podía llevarse la bella caja de madera o si debía guardarse solo el
pergamino, pero él le sonrió animándola a coger el cofre. Álex cerró la tapa y sin
pensárselo más abrió el bolso que llevaba e introdujo la caja con cuidado.

–No sé de qué manera expresarle mi gratitud –dijo finalmente. Sabía que sus
palabras sonaban muy rebuscadas, pero cuando hablaba con él se sentía cómoda
utilizando esos términos.

–No he hecho nada –repuso él con modestia–. Es mi deber hacer que ciertos
destinos se cumplan y el suyo había quedado en suspenso. Solo he hecho lo que tenía
que hacer.

–Aun así… le estoy profundamente agradecida. No sabe lo que esto significa


para mí… Ya creía que…

–Sé perfectamente lo que significa para usted –la interrumpió y antes de que ella
pudiese seguir hablando levantó la mano y añadió–: No diga nada más. Le deseo lo
mejor, Álex.

La joven sonrió levemente. Era un extraño e irreal personaje ese Chrétien de


Troyes. Le hubiese gustado saber más acerca de por qué un escritor del siglo doce
había terminado en una librería fantasma en un callejón oscuro de Madrid a principios
del siglo veintiuno. Pero sabía que él no iba a decirle nada más. Su sonrisa se hizo
más amplia mientras le observaba. Repentinamente se sintió pletórica de felicidad y
sorprendiéndole a él y a sí misma, le abrazó fugazmente al tiempo que depositaba un
beso en la masculina mejilla.

Chrétien de Troyes abrió los ojos sorprendido, pero antes de que pudiese
reaccionar adecuadamente, ella ya se había dado la vuelta y se marchaba con rapidez.
La vio alejarse con ese andar suyo tan peculiar. Se llevó la mano a la mejilla donde
ella había depositado el beso y sonrió. Después meneando la cabeza ligeramente se dio
la vuelta y continuó con lo que había estado haciendo cuando ella llegó.

Álex, por su parte, apenas notaba el suelo bajo sus pies de tan ligera como se
sentía. Le costaba respirar debido a la sensación de júbilo que se iba extendiendo por
su interior.

¡Voy a volver con él! ¡Voy a volver con él!, se repetía una y otra vez.
Abandonó el callejón y se adentró en las bulliciosas calles que bordeaban la
Plaza Mayor. Inconscientemente sonreía a todo aquel con el que se cruzaba. Se sentía
como cuando tenía quince años y se había enamorado por primera vez. Se le escapó
una risa estúpida y se detuvo unos instantes frente al escaparate de una tienda de ropa
intentando recuperar la compostura. El rostro que vio reflejado en el cristal la
sorprendió. No parecía ella misma.

¿Le pertenecían esos ojos chispeantes de felicidad? ¿Esa amplia sonrisa?

Era como si de golpe hubiese rejuvenecido diez años y no fuese más que una
simple adolescente. Se llevó las manos a las mejillas y el rostro reflejado en el cristal
hizo lo mismo. Un suspiro de felicidad extrema se escapó de sus labios. Respiró
hondo. Tenía que serenarse y pensar un poco en todo lo que tenía que hacer antes de
marcharse.

–Debería hacer una lista con todas las cosas que quiero llevarme –comenzó a
hablar en voz alta con la mirada perdida en un punto vacío, ajena a las miradas que le
dirigían otras personas–. Y también tengo que hablar con Santiago Peñalver
urgentemente. Sí, necesito hablar con él ahora mismo.

Sacó el móvil del bolsillo y le llamó. Un plan descabellado había comenzado a


tomar forma en su mente y esperaba poder tener suficiente tiempo hasta el martes para
poder llevarlo a cabo. Echó a andar camino del metro ignorando el bullicio y las luces
navideñas. El corazón le latía deprisa y la sonrisa seguía iluminando su cara mientras
le contaba a su abogado lo que necesitaba de él.
Capítulo Cuarenta

Había empezado a nevar hacía unas horas y un manto blanco cubría ya todo lo
que abarcaba la vista. Las ramas de los árboles comenzaban a combarse bajo el peso
de la nieve que cada vez caía con más fuerza. La nieve en sí no era mala, pero el
viento que se había levantado hacía unos minutos hacía casi imposible seguir adelante
con los trabajos de reconstrucción de las cabañas. Robert dirigió la mirada al cielo y
dejó escapar una maldición; el aspecto que presentaba no presagiaba nada bueno. Era
más que probable que la ventisca durase varios días. No podían seguir trabajando en
esas condiciones.

Buscó a sus hombres y con un gesto les ordenó que parasen. Vio como Pain se
dirigía a él e intentaba decirle algo, pero las palabras se perdieron en el fuerte viento.

–Vamos con retraso –gritó Pain acercándose más con cierta dificultad por la
acumulación de nieve.

–¿Crees que no lo sé? –gritó a su vez Robert por encima del vendaval–. Pero no
tiene ningún sentido que sigamos aquí. Tenemos que volver.

Pain asintió. Se cubrió la cabeza con la capucha de su capa, se dio media vuelta y
desapareció en la ventisca.

Robert se dirigió a una de las carretas que habían llevado para transportar los
utensilios necesarios y dejó caer el hacha con la que había estado cortando madera
hasta hacía solo unos minutos. Después se dirigió hacia su caballo que corcoveaba
inquieto junto al árbol donde lo había atado. Tenía los agujeros de la nariz muy
abiertos y movía los ojos de un lado a otro. Ni siquiera la presencia de su amo le
calmó.

–Ya lo sé, ya lo sé –susurró Robert dándole unas palmaditas cariñosas en el


cuello–. No te gusta este tiempo, lo sé. A mí tampoco. No te preocupes, ya nos vamos.
El enorme semental, como si le hubiese entendido, se dejó montar dócilmente.
Robert se echó la capucha de su capa de piel sobre la cabeza para protegerse de la
nieve y el viento y espoleó su montura. El tiempo empeoraba por momentos.

La situación era frustrante. No solo le faltaban los recursos necesarios para


reconstruir el pueblo, sino que además el tiempo se había convertido en su enemigo.
Primero, el verano había sido tan caluroso ese año, que gran parte de las cosechas se
habían malogrado y no tenía ni idea de cómo iba a conseguir alimentar a todos sus
siervos y vasallos durante el invierno. Dudaba mucho que el grano almacenado fuese
suficiente. Y ahora el temporal de nieve les obligaba a retrasar los trabajos de
reconstrucción. La mayor parte de los campesinos que habían regresado a Black Hole
Tower no tenían un techo donde cobijarse.

¡Maldición!

Si lograban sobrevivir a ese invierno tendría que plantearse el regresar a la


Normandía a participar en más torneos. No tenía otra manera de conseguir dinero.

La suerte parecía haberle abandonado. Desde que Álex se había marchado…

¡No!

Dejó escapar un gruñido y se negó a dejarse llevar por la melancolía. Ya habían


pasado cuatro meses, pero el dolor seguía tan vivo en su interior como al principio.
¡Dios, cómo la echaba de menos! Apenas si pasaba un solo día en que no pensase en
ella cientos de veces.

Apretó la mandíbula y se irguió en la silla. El viento le arrancó la capucha de la


cabeza. Cerró los ojos durante un instante y dejó que la nieve le azotase la cara. No
sintió el frío. Respiró hondo y dejó escapar el aire lentamente. Su respiración se
convirtió en vapor nada más salir de su boca. El caballo notó su falta de atención y
cabeceó algo nervioso. Robert abrió los ojos y agarró las riendas con más firmeza.
Sacudió la cabeza procurando alejar de sus pensamientos la imagen que su cerebro
había conjurado de Álex y entrecerró los ojos intentando vislumbrar la silueta de
Black Hole Tower a través de la nieve.

Allí estaba, justo frente a él. Espoleó al caballo deseoso de llegar cuanto antes y
dejar atrás la tormenta de nieve. Aunque estaba más que acostumbrado a soportar
penalidades, todavía no había terminado de habituarse al crudo clima de Inglaterra.
Era muy diferente al clima normando.

No tardó mucho en cruzar el puente levadizo y atravesar el portón. Se bajó del


caballo y buscó con la mirada a su escudero que se acercó rápidamente envuelto en
una capa de lana, levantando remolinos de nieve con sus pies. Le entregó las riendas
y se apresuró a subir las escaleras que conducían a la sala, mientras se quitaba la capa
de piel con impaciencia. Un criado cerró la puerta detrás de él, dejando fuera la
ventisca.

Solo se oía el fuerte sonido del viento que se filtraba a través de las rendijas de la
puerta.

Robert arrojó la capa sobre uno de los bancos y se acercó a la chimenea a


calentarse las manos. Algunos de sus hombres se habían reunido allí, huyendo del
frío. Beatrice también estaba allí sentada mientras trabajaba en su labor, le sonrió
brevemente antes de volverse a concentrar en su trabajo. Jamie estaba sentado en el
suelo a su lado jugando con un muñeco de madera. Semejaba estar extrañamente feliz,
lo que era poco habitual en los últimos meses, desde que Álex se había ido…

Cuando le vio acercarse se levantó de un salto y saltó a sus brazos.

–¡Papá! –exclamó emocionado–. ¡Mira lo que Dunstan me ha traído! –dijo


mostrándole la figura–. ¿Crees que a Álex le gustará cuando regrese?

Un brillo de amargura acudió a los ojos de Robert al escuchar esa pregunta. Era
la misma pregunta que Jamie le llevaba haciendo casi a diario desde que ella se había
marchado, y como en la mayoría de las ocasiones no respondió. Se limitó a abrazar a
su hijo con fuerza. El niño no quería creer que ella no fuese a regresar por más que él
se lo había intentado explicar varias veces. En momentos como aquel deseaba poder
odiarla. Pero sabía que era imposible. Ni siquiera cuando Jamie se despertaba llorando
por las noches gritando el nombre de ella, era capaz de ello.

–Habéis regresado temprano–. La voz de Ralf a su espalda le hizo girarse. Su


amigo se acercaba con rapidez. Justo antes de llegar a su lado se detuvo un instante
para pedirle a un criado que trajese unos picheles de ale.

Robert dejó a su hijo en el suelo antes de contestar. El niño se sentó junto a


Beatrice y siguió jugando. Aparentaba haber olvidado lo que acababa de preguntarle a
su padre.
–El tiempo ha empeorado mucho. No había nada que pudiésemos hacer –repuso
Robert acercándose a uno de los bancos y sentándose. Ralf se sentó junto a él.

–¿Y los demás?

–No creo que tarden en llegar. Venían justo detrás de mí.

Ralf observó a Robert en silencio durante unos segundos. No le gustaba el


aspecto que tenía su amigo. Parecía realmente agotado. No había vuelto a ser el mismo
desde que ella se había marchado.

¡Maldita mujer!

Precisamente en ese momento la puerta que daba al patio de armas se abrió


bruscamente y Pain, William y Alfred entraron en la sala sacudiéndose la nieve de sus
capas. Un par de criados acudieron a cerrar la puerta, lo que consiguieron con algo de
dificultad. La tormenta de nieve parecía empeorar.

–¡Qué tiempo tan horrible! –masculló William acercándose a ellos. Tenía la


barba llena de copos de nieve y cojeaba ligeramente. La herida que había sufrido en la
pierna había dejado sus secuelas. Se dejó caer pesadamente en uno de los bancos
frente a Robert y Ralf.

–Desde luego esto no es la Normandía –gruñó Alfred aproximándose. Pain le


seguía de cerca frotándose las manos. Ambos se sentaron también.

Una criada acababa de traer los picheles de ale y durante unos instantes nadie
más dijo nada, se limitaron a beber en silencio. De vez en cuando la puerta se abría y
más y más siervos acudían a guarecerse de la ventisca. La sala se iba llenando poco a
poco y el volumen de las conversaciones también aumentaba.

Robert se mantenía en silencio. Tenía el ceño fruncido. Pensamientos poco


agradables ocupaban su mente.

Inconscientemente comenzó a dar golpecitos con la mano derecha sobre la mesa.


El ruido del anillo de oro que llevaba en su dedo corazón le sobresaltó. Clavó los ojos
sobre él.

Ese anillo era el que le había entregado a Álex el día de su boda.


Ese anillo era el que ella había olvidado o quizá dejado a propósito sobre la mesa
de su dormitorio antes de marcharse para no volver jamás.

Se le oscureció la mirada. Cerró la mano en un puño y apretó los labios. Tenía


otras cosas más importantes de las que ocuparse, decidió. No podía seguir pensando
en ella una y otra vez. Gruñó enfadado.

Ralf le observaba en silencio. No era la primera vez que reaccionaba así. En los
últimos meses se había convertido en algo habitual, como si los malos pensamientos
invadiesen su mente. Y él sabía perfectamente cuáles eran esos pensamientos. Todos
giraban en torno a ella. ¡Álex! La mujer que de pronto se había desvanecido sin dejar
rastro.

Ralf recordaba perfectamente aquella noche. Robert había permanecido mucho


tiempo en sus aposentos y no había sido hasta pasada la medianoche cuando había
vuelto a mostrarse. Él todavía no se había retirado ya que había estado esperando que
Robert le pusiese al tanto de lo sucedido con Postel. Jamás olvidaría el aspecto de su
amigo cuando por fin se había reunido con él en la sala. Había estado completamente
desorientado y tenía la mirada oscurecida por el dolor. Ralf nunca le había visto así
con anterioridad. Ni siquiera cuando se había enemistado con su padre y había
abandonado Château Roumare. Algo muy grave tenía que haber sucedido.

Robert no tardó en contarle que Álex se había marchado y que no iba a volver
nunca más. Fue escueto y apenas si se explayó en la explicación. Ralf había intentado
averiguar algo más, ya que la situación era absolutamente inexplicable. ¿Cómo era
posible que Álex se hubiese marchado sin que nadie se hubiese dado cuenta de ello?
No tenía ningún sentido. Él mismo había permanecido todo el tiempo en el castillo y
no le constaba que Álex lo hubiese abandonado. Había insistido, pero Robert no había
aceptado que se le hiciesen preguntas. Se había negado a volver a hablar del tema.
Ralf había tenido que aceptar a regañadientes que su amigo no se sincerase con él.
Desde aquella noche, el nombre de Álex no había vuelto a ser mencionado entre
ellos.

Al día siguiente Robert les había explicado tanto a sus hombres como a Beatrice
y Jamie que Álex se había marchado y que no iba a regresar. El niño había llorado y
se había negado a creerlo. Todavía se negaba a hacerlo y seguía preguntando por ella a
todas horas.

En los días posteriores a la desaparición se habían desatado las más salvajes


especulaciones entre los habitantes del castillo sobre el paradero de la joven; se
comentaba que ella había decidido abandonarle por otro, también era frecuente
escuchar que el malvado Foliot había vuelto para buscarla nuevamente; y no faltaba
quien afirmaba que había desaparecido tan misteriosamente como había aparecido y
se santiguaba al hablar de ello. Las habladurías habían ido en aumento hasta que Ralf
se había encarado con los autores de las mismas y les había prohibido volver a
mencionar el nombre de la muchacha.

Pero incluso él mismo había intentado hacer averiguaciones. Había interrogado a


todos los habitantes del castillo y estaba más que convencido de que Álex no podía
haberse marchado de una manera natural. No era posible, pero cuando se lo había
insinuado a Robert, este había reaccionado de manera un tanto violenta y se había
marchado dejándole con la palabra en la boca.

Ya habían pasado cuatro meses desde la misteriosa desaparición y Ralf sabía,


aunque Robert intentase disimular y vivir su vida como antes de conocer a Álex, que
todo había cambiado. Y no era el único que se había dado cuenta. Todos sabían que
Robert no era el mismo de antes. Si bien seguía entrenando con sus hombres todos los
días y ocupándose de sus obligaciones, no lo hacía con el mismo interés. A menudo se
le veía taciturno y no era infrecuente que se encerrase en sus aposentos buscando la
soledad. Ralf podía jurar que no le había visto sonreír desde aquella maldita noche.

Levantó la mirada y la posó sobre los hijos gemelos de Dunstan y otros dos
niños de aproximadamente la misma edad, que daban vueltas por la sala. Estaban algo
tristes. Desde que Álex se había marchado, los niños del castillo deambulaban
perdidos, como un caballo sin dueño. ¡Era increíble lo que la ausencia de la joven
parecía haber provocado! Tuvo que morderse la lengua para no hacer ningún
comentario.

Pain no fue tan prudente.

–Es curioso, pero desde que Álex se fue es como si ya nada les interesase, ¿no os
parece? –señaló al grupo de niños. También había estado contemplándolos–. Y no
solo los niños se comportan de manera extraña –continuó Pain, ajeno a la reacción de
Robert, como si estuviese hablando consigo mismo–. Los criados también la echan de
menos. ¡Qué demonios! Yo también la echo de menos. Era como una brisa fresca en
el calor del verano.
Un opresivo silencio siguió a estas palabras. Ralf, Alfred y William permanecían
en silencio observando a Robert de reojo. A pesar de que se mostraba impasible ante
el comentario de Pain, la rigidez de su mandíbula denotaba que no era así. Los
nudillos de la mano con la que sostenía el pichel de ale se pusieron blancos por la
tensión contenida.

Ralf no pudo soportarlo.

–¡Maldita mujer! –masculló–. No ha traído más que desgracia sobre nosotros.

El rugido que escapó de la garganta de Robert fue espeluznante. Con los ojos
brillantes por la ira se levantó súbitamente y golpeó la mesa con el puño
violentamente, haciendo que el ale de los picheles se derramase.

–¡No vuelvas a hablar así de ella! ¡Jamás! –bramó.

El silencio se hizo en la sala. De una punta a otra las conversaciones cesaron y


todas las miradas se dirigieron a la mesa donde se encontraba el señor de Black Hole
Tower y sus hombres de confianza. Jamie se levantó de golpe y se acurrucó contra
Beatrice mirando a su padre con la sorpresa reflejada en el rostro.

Robert no se dio cuenta; miraba a Ralf fijamente, que a su vez le observaba


desafiante.

–Es mi esposa y me gustaría que no lo olvidases y que hablases de ella con


respeto –dejó escapar despaci entre dientes. La furia teñía sus palabras y se notaba que
tenía que hacer un gran esfuerzo por controlarse.

–¿Tu esposa? El lugar de una esposa es al lado de su esposo, y no parece…

Robert le dirigió una mirada tan fría y al mismo tiempo tan cargada de dolor,
que Ralf decidió no seguir adelante con el tema, aunque le hubiese gustado decir un
par de cosas más. En algún momento su amigo iba a tener que abrir los ojos o
comenzar a dar explicaciones.

La tensa situación pareció durar eternamente. Robert seguía de pie observando a


Ralf con cólera contenida y Ralf le devolvía la mirada con el enfado brillándole en los
oscuros ojos.

Finalmente fue William el que rompió la tensión. Con su voz estridente llamó a
un criado y le encargó que sirviese más ale.

Ralf terminó por desviar la vista meneando la cabeza lentamente. Poco a poco y
percatándose de que no iba a suceder nada, los siervos y los caballeros retomaron las
conversaciones que habían dejado a medias y el bullicio comenzó a invadir la sala
nuevamente. El pequeño Jamie, sin dejar de observar a su padre terminó por volver a
su lugar frente a la chimenea y pasados unos segundos le dedicó toda su atención a la
figura de madera. Edda y Rose trajeron nuevos picheles de ale y William levantó el
suyo para pedir que el tiempo mejorase.

Todo volvió a la normalidad.

Robert se sentó pausadamente. Cogió su pichel de ale y bebió un par de tragos


mientras dejaba vagar los ojos por la sala. Algunos de sus hombres le observaban de
soslayo. Los ignoró. Sabía que había reaccionado como un necio pero no había
podido evitarlo ni quería que fuese de otra manera. No iba a consentir que nadie
dijese una sola palabra en contra de Álex. Nunca. Solo él sabía cuáles habían sido los
motivos reales por los que ella había tenido que marcharse y no iba a permitir que
nadie ensuciase su memoria.

Por supuesto que había escuchado las habladurías, no era estúpido ni estaba
sordo, aunque nadie se atrevía a hacer ningún comentario delante de él. Sabía
perfectamente lo que opinaban algunos habitantes del castillo.

Le traía sin cuidado.

Él sabía la verdad y era más que suficiente. Cuando su hijo fuese más mayor
intentaría explicarle por qué ella había tenido que marcharse. No tenía que darle
explicaciones a nadie más.

Dejó escapar un suspiro apenas perceptible.

La echaba de menos.

Como bien había dicho Pain, ella había sido como una brisa fresca en el calor del
verano. Había venido para cambiar su mundo, para cambiarle a él, para cambiarlo
todo. Y después se había marchado y lo había dejado todo hecho añicos. Robert sabía
que le iba a costar recuperarse. Álex había sido la única mujer a la que había amado y
su ausencia le resultaba muy dolorosa, más de lo que podía admitir.
Por las noches se encerraba en sus aposentos y se pasaba las horas contemplando
los escritos que ella había dejado y que él no había conseguido descifrar, aunque
algunas palabras pareciesen semejantes al latín. Había descubierto su nombre entre
ellas y había ardido en deseos por saber qué había escrito la joven sobre él, pero ni
siquiera el monje que había hecho noche en el castillo hacía un par de meses y al que
había consultado en secreto, había podido descifrar el texto.

Robert se sentía frustrado.

A pesar de que sabía perfectamente que ella no iba a volver, tenía la secreta
esperanza de que si resolvía lo que ponía en esas cuartillas quizá pudiese entender
algo de lo que había sucedido, quizá pudiese encontrar una forma de hacerla regresar.

¡Qué necedad!

Aun a sabiendas de que era algo totalmente estúpido había pasado las últimas
lunas llenas en vela, con el ajado manuscrito de Henry en la mano, mirando por la
ventana hasta el alba. Maldiciendo cada segundo que malgastaba en pensar en ella,
pero incapaz de dejar de hacerlo.

No había servido de nada.

Y los días pasaban y la vida seguía. Y el dolor se había convertido en un


compañero habitual que estaba presente desde que se levantaba al rayar el alba hasta
que se acostaba al caer la noche. De nada servía que intentase distraerse con trabajos
duros propios de siervos, como la reconstrucción de la aldea, y con entrenamientos
feroces. Ni siquiera las preocupaciones por el bienestar de sus siervos conseguían
apartar ni un instante el dolor de su lado.

Había regresado al lago una única vez desde que ella se marchase. Como un
estúpido se había detenido allí en la orilla y había contemplado las cristalinas aguas
como si Álex fuese a emerger de ellas de un momento a otro. En vano.

No había vuelto al lago. ¿Para qué?

De reojo observó a los hombres que le rodeaban y que siempre habían sido sus
hombres de confianza. Hablaban entre ellos en voz baja, como si no quisiesen volver
a despertar su cólera. Al principio le habían hecho muchas preguntas, preguntas que él
no podía ni quería responder. Su tío había sido uno de los más insistentes, pero
después de obtener varias negativas se había sentido ofendido por la falta de
confianza y no había vuelto a preguntar nada más. Pain había sido más discreto y se
había mantenido al margen. Era quizá el único que no tenía ningún reparo en
pronunciar el nombre de Álex delante de él y lo hacía con frecuencia, bien lo sabía
Robert, que tenía que apretar los dientes cada vez que lo escuchaba…

Y Ralf… Ralf era harina de otro costal. No era un secreto que las mujeres no le
agradaban demasiado y que no tenía ninguna confianza en ellas. La desaparición de
Álex lo único que había hecho era reforzar la opinión negativa que Ralf tenía del sexo
femenino. Y aunque intentaba ocultar lo que sentía por respeto a Robert, no le
resultaba fácil. No era la primera vez que se enfrentaban porque Ralf había sido
incapaz de morderse la lengua y había dejado escapar una maldición refiriéndose a
Álex.

Robert apuró el resto de ale que todavía le quedaba y le hizo un gesto a Rose
para que le trajese otro pichel. Quizá lo mejor fuese seguir bebiendo hasta quedarse
inconsciente; seguramente el alcohol le nublase los pensamientos y el recuerdo de
Álex se difuminase.

La criada se acercó diligentemente, contoneándose, como era su costumbre. Sus


enormes pechos se dibujaban perfectamente a través de la camisa que llevaba. Robert
apenas la miró. Desde que Álex se había marchado no había sentido ningún deseo de
acostarse con otra mujer. No había ninguna que le tentase lo suficiente. Ninguna tenía
esa piel morena aterciopelada tan suave al tacto… ni tenía ese extraño dibujo en el
muslo… ni esos músculos bien definidos adornando sus brazos, su estómago y sus
piernas… Ninguna tenía esos labios, esos ojos, esas mejillas… Ninguna tenía el pelo
corto y azul… Ninguna sonreía como ella.

Ninguna era Álex, en definitiva.

Se hallaba tan ensimismado en sus pensamientos que tardó en darse cuenta de


que al otro lado de la sala, junto a la puerta que daba acceso al patio de armas, algo
estaba sucediendo. Fue la voz de Pain la que le hizo levantar la cabeza.

–¿Qué diablos está sucediendo allí? –masculló este incorporándose.

Robert dirigió la mirada hacia el lugar donde todos miraban. En un momento, la


mayor parte de los siervos y caballeros que habían buscado refugio en la sala se
habían agolpado junto a la puerta. Las voces excitadas tanto de hombres como de
mujeres comenzaron a subir de volumen. Incluso se pudo escuchar algún que otro
grito ahogado. Hasta los perros que habían entrado buscando cobijo comenzaron a
aullar. Robert se puso de pie intrigado, pero no pudo distinguir lo que estaba
ocurriendo ya que el tumulto tapaba la puerta y unas voces se entremezclaban con
otras. Percibió que algunas caras se volvían en su dirección y le miraban con
expresiones asombradas. Vio como una de las criadas se santiguaba y se apresuraba en
apartarse.

–¿Qué demonios está pasando? –bramó William incapaz de ocultar la


curiosidad–. ¿Quién ha llegado?

Robert entornó los ojos con desconfianza. Estaba a punto de gritar una orden
llamando a la calma cuando la voz de su hijo le hizo detenerse.

–¡Álex! –gritó el pequeño Jamie junto a él, y antes de que nadie hubiese tenido
tiempo de reaccionar, el niño dejó caer al suelo la figura con la que había estado
jugando y salió corriendo en dirección a la puerta.

El silencio se hizo en la sala. Incluso los perros dejaron de ladrar.

Los siervos y caballeros que hasta hacía un segundo se habían interpuesto en el


campo de visión de Robert, se apartaron formando una especie de pasillo por el que
Jamie avanzaba velozmente. Al final de él, una figura menuda vestida de negro de los
pies a la cabeza se había agachado y esperaba en esa posición para abrazar al pequeño.
Lucía un extraño atuendo con una capucha que cubría su cabeza y que impedía ver
sus facciones. La nieve se había acumulado sobre sus hombros tiñéndolos de blanco.

El niño se detuvo justo a unos centímetros delante de la figura como si de pronto


hubiese sufrido un ataque de timidez.

Lentamente, la persona que acababa de copar toda la atención de la sala levantó


los brazos y echó hacia atrás la negra capucha dejando al descubierto su cabello corto
y castaño.

Jamie dejó escapar un grito de felicidad antes de arrojarse en sus brazos.

Y Robert sintió cómo su corazón daba un vuelco.


Capítulo Cuarenta y Uno

Apenas habían transcurrido unos segundos pero para Robert fue como si el
tiempo se hubiese detenido. Mientras que todos los demás parecían tener algo que
decir y se acercaban a Álex movidos por la sorpresa y la curiosidad con miles de
preguntas saliendo de sus bocas, él permanecía en silencio, de pie junto a la mesa,
inmóvil, incapaz de reaccionar. No se atrevía a creer lo que estaba sucediendo. Su
mente se negaba a aceptar lo que sus ojos veían. Había soñado tantas veces con ese
momento…

–¡Es increíble! –decía William a su lado. Se había incorporado y dirigía la mirada


alternativamente entre la joven y su sobrino, con una mezcla de sorpresa y alegría
contenida.

Ralf, por su parte, permanecía sentado contemplando la escena con aire


taciturno. Aparte de Robert era el único que todavía no había reaccionado. En cuanto
a Pain y Alfred, se habían apresurado a acercarse a la muchacha y la abrumaban con
preguntas, al igual que Beatrice y un par de docenas más de habitantes del castillo.
Todos hablaban atropelladamente y se arremolinaban en torno a ella.

Álex se limitaba a estrechar a Jamie entre sus brazos. Tenía los ojos cerrados y
aspiraba el aroma que desprendía el pequeño, ajena al revuelo que se había formado a
su alrededor. Quería disfrutar al máximo de ese momento. Se le humedecieron los
ojos tras los párpados. Hasta ese mismo momento no había sido plenamente
consciente de lo mucho que había echado de menos al pequeño. Casi tanto como
había echado de menos a su padre.

Su padre.

Robert.

Lentamente abrió los ojos y buscó la alta figura. Sus oscuros iris se encontraron
con los de él.

Álex sintió cómo el corazón le palpitaba con más fuerza.

A pesar de la distancia, Robert se percató del brillo en la mirada de la joven y un


rayo de esperanza atravesó su corazón. ¿Sería posible? ¿Habría vuelto para quedarse?
No deseaba hacerse ilusiones vanas, pero esa mirada… esa mirada parecía decir cosas
que ella nunca antes le había dicho…

Apretó la mandíbula intentando controlar la emoción que le embargaba y


reaccionó al fin. Depositó el pichel de ale sobre la mesa y sin apartar los ojos de la
joven comenzó a andar en su dirección. Todos sus movimientos desprendían un
engañoso aire calmado.

Los allí presentes comenzaron a darse codazos unos a otros y a bajar la voz
según su señor se aproximaba. La expectación crecía por momentos.

Álex le observó acercarse con el corazón latiéndole a mil por hora. Las calzas
marrón oscuro y las negras botas altas le marcaban las musculosas piernas, y la camisa
gruesa de lana y el chaleco de cuero negro le otorgaban un aspecto sombrío. Intentó
escudriñar la expresión del masculino rostro, sin éxito. El gesto de Robert era
imperturbable. La inseguridad la invadió y sintió cómo le temblaban las rodillas. Tuvo
que dejar a Jamie en el suelo, incapaz de sostenerle ni un minuto más.

Inesperadamente y antes de que hubiese tenido tiempo de asimilarlo, Robert se


encontraba frente a ella a solo un paso. Tuvo que inclinar la cabeza hacia atrás para
poder mirarle a los ojos. No recordaba que fuese tan alto.

–¿Lo ves, papá? ¡Es Álex! ¡Te dije que volvería! –parloteaba Jamie con
excitación mientras se agarraba a la pierna de la joven–. ¡Lo sabía! ¡Sabía que
volvería!

Robert contempló la cara de la mujer que amaba con ansiedad contenida.


Exceptuando que estaba algo pálida, tenía el mismo aspecto que él había preservado
en su memoria durante todos esos meses de ausencia. Los mismos ojos oscuros
brillantes que le deleitaban, la misma piel morena aterciopelada, los pómulos altos, los
labios carnosos que él había besado tantas veces… y ese ridículo corte de pelo que
había llegado a adorar, pero que ahora ya no era azul, ahora todo su pelo presentaba el
mismo color castaño…
Tenía tantas ganas de estrecharla entre sus brazos, que el mero hecho de no
hacerlo, le provocaba dolor. Pero se controló. Necesitaba saber qué era lo que la había
traído de vuelta.

Álex a su vez, era incapaz de apartar la mirada. Robert estaba allí, justo delante
de ella… Se había imaginado esa escena tantas veces en las últimas horas… Recorrió
el amado semblante con avidez. Tenía un aspecto cansado, pero eso no le restaba
ningún atractivo. Se había afeitado la barba dejando al descubierto su poderoso
mentón y la cicatriz que cubría su mejilla derecha. Tuvo deseos de levantar la mano y
acariciarle, pero la expresión inescrutable de sus ojos verdes la detuvo. No aparentaba
estar muy contento de verla.

¿Acaso se había equivocado regresando junto a él?

Allí se encontraban los dos, en medio de aquella enorme sala rodeados de


personas y murmullos, pero tanto Robert como Álex solo tenían ojos el uno para el
otro. El resto del mundo había dejado de existir. Y mientras que era más que evidente
para todos los espectadores que les contemplaban, que lo que ambos deseaban era
estar en brazos el uno del otro, ellos se limitaban a mirarse con la desconfianza
brillando en sus ojos, temerosos de dar el primer paso y hacerse vulnerables.

Finalmente fue Robert el que rompió el silencio que se había establecido entre
ellos.

–Tenemos que hablar –dijo con brusquedad. Y acto seguido agarró a la joven del
brazo con firmeza y sin esperar una reacción por parte de ella se dio la vuelta y la
arrastró tras él.

Álex sintió cómo un escalofrío de angustia le recorría la espalda. Ese


recibimiento no era el que ella había esperado, pero dispuesta a no dejarse amedrentar
intentó igualar su paso al masculino y le siguió, tratando de ignorar a los curiosos que
les seguían con la mirada mientras atravesaban la sala. Vio cómo William levantaba la
mano en señal de saludo y si la situación no hubiese sido tan grotesca le hubiese
devuelto el gesto, pero Robert tiraba de ella hacia las escaleras que conducían al piso
superior. Apenas si tuvo tiempo de girarse un instante para mirar a Jamie, que
observaba lo que sucedía con los ojos abiertos como platos.

La sala y sus ocupantes se ocultaron a su vista al alcanzar el primer piso. El


oscuro corredor estaba igual que como Álex lo recordaba, pero antes de poder fijarse
en ningún otro detalle, Robert la arrastró al interior de sus aposentos y no la soltó
hasta que no hubo cerrado la puerta tras ellos. Después, se dirigió a la repisa de la
chimenea y encendió unas velas. Una luz tenue y cálida bañó todos los rincones de la
estancia.

Álex permaneció de pie en medio de la habitación siguiendo todos y cada uno de


sus movimientos. Él, después de encender las velas, había apoyado las manos sobre la
repisa de la chimenea y seguía dándole la espalda. La tensión de los músculos de sus
hombros era más que evidente, incluso bajo la gruesa ropa de invierno que llevaba.
No parecía nada dispuesto a hablar con ella todavía y Álex dejó vagar la mirada por la
cámara sopesando si debía ser ella la que iniciase la conversación.

Sus ojos se posaron sobre la gran cama cubierta de pieles y las imágenes de ellos
dos yaciendo allí acudieron a su mente. Se le aceleró la respiración. Intentó
ahuyentarlas meneando la cabeza ligeramente y clavó la vista en el baúl que se
encontraba a los pies de la cama; sobre él, pulcramente colocadas, se encontraban las
cuartillas de papel que ella había escrito hacía meses y que le habían servido como
una especie de diario. Levantó las cejas algo sorprendida. Era extraño que Robert no
se hubiese deshecho de ellas… no tenían ningún sentido para él, ¿verdad?

Volvió a mirarle con ansiedad; seguía dándole la espalda. Álex no sabía muy bien
qué pensar. Aparentaba encontrarse realmente enfadado, algo, que tampoco le
sorprendía demasiado, después de su necio comportamiento. No obstante ella hubiese
preferido mil veces que él se diese la vuelta y le gritase a ese tenso e incómodo
silencio. Suspiró quedamente. La mochila que llevaba a la espalda pesaba una
barbaridad y después de haber andado con ella durante tantas horas en la ventisca
tenía unas ganas horribles de desembarazarse de ella. La dejó caer al suelo y se estiró
para desentumecer los músculos.

El ruido que provocó sacó a Robert de su letargo. Pausadamente se dio la vuelta


y observó a la joven de arriba abajo. Parecía inquieta. Como siempre, su aspecto no
era nada convencional; llevaba un extraño abrigo negro de tela brillante que le llegaba
hasta las caderas y sus piernas iban cubiertas por una especie de calzas gruesas
también negras. Las botas que calzaban sus pies eran altas e iban anudadas
complicadamente hasta las rodillas. A sus pies yacía el bulto que había dejado caer
hacía un instante.

Robert posó la vista sobre el rostro femenino.


–¿Qué haces aquí? –preguntó finalmente con aspereza.

Álex se estremeció ante su tono. Todo lo que había pensado decirle durante las
horas que había tardado en llegar comenzó a mezclarse en su mente. Le miró
fijamente, buscando alguna señal que le indicase que no se había equivocado al
regresar, pero él le devolvió la mirada con frialdad.

–He regresado –consiguió balbucear al fin después de un ligero carraspeo. Eran


las primeras palabras que pronunciaba desde su llegada.

Robert arqueó una ceja esperando que ella continuase hablando, pero Álex
enmudeció. Una sensación de inseguridad y vulnerabilidad había comenzado a
expandirse por su cuerpo.

–Es obvio –repuso él con sequedad después de aguardar un rato. El corazón se le


había acelerado al ver cómo los ojos de ella se oscurecían de dolor al notar su
impostada frialdad. La esperanza crecía en su interior, pero se obligó a sí mismo a
seguir mostrando indiferencia. Ella le había herido en lo más profundo de su orgullo y
no deseaba que volviese a suceder.

–Supongo que no te alegras de verme –dejó escapar ella al fin, escudriñando el


masculino semblante con desazón. Robert no movió ni un músculo, parecía
absolutamente impasible.

–¿Te sorprende?

Álex sintió un nudo enorme en la garganta y bajó la vista para ocultar que los
ojos se le llenaban de lágrimas.

Robert apretó los puños intentando contener la excitación que le embargaba.


Saber que ella estaba allí a solo unos pasos al alcance de sus manos le estaba
volviendo loco. Había soñado tantas veces con ese momento… Pero necesitaba
seguridad.

–Permíteme que me siente un instante. No ha sido fácil llegar hasta aquí con la
tormenta –dijo ella en ese instante evitando cualquier contacto visual. Acto seguido se
sentó en el borde de la cama y se frotó las manos para entrar en calor.

Robert dejó escapar una maldición ahogada al advertirlo. Sin decir una palabra
se dio la vuelta, cogió la yesca y el pedernal que se encontraban sobre la repisa de la
chimenea y se apresuró en encenderla. Un crepitante fuego comenzó a esparcir su
calor por toda la habitación. Acercó una silla y le hizo un gesto a Álex para que se
aproximase. Ella, ajena a la manera en que Robert la devoraba con la mirada, se
incorporó y procedió a quitarse el anorak; debajo llevaba un jersey de lana también de
color negro. Se sentó en la silla y acercó las heladas manos a las llamas.

–¿De dónde vienes? –inquirió él a su espalda.

–De Ashen Grove Castle, o al menos eso creo.

–¿Ashen Grove Castle?–. La voz de él sonó sorprendida. –¿Qué hacías allí?

Ella se encogió de hombros con desgana. No tenía ganas de dar muchas


explicaciones, no hasta no saber con seguridad qué terreno pisaba.

–El pergamino. El pergamino me ha llevado hasta allí –repuso finalmente en voz


baja.

–¿El pergamino? ¿Cómo es eso posible? El pergamino se quedó aquí, lo tengo yo


–replicó Robert confuso.

–No, no es el mismo pergamino. Es otro –dijo ella sin mirarle, al tiempo que se
metía la mano en el bolsillo del pantalón y sacaba un papel arrugado y oscurecido por
el tiempo. Se lo tendió.

Robert lo cogió, evitando cuidadosamente que sus manos se rozasen. Lo abrió y


procedió a leer el contenido. Una expresión de incredulidad se reflejó en su rostro.

–Esto es…

–Sí, lo es –le interrumpió ella antes de que siguiese hablando.

Durante unos segundos ninguno de los dos dijo nada. Álex contemplaba el fuego
pensativa mientras que Robert no podía apartar la vista del manuscrito. Las firmas de
ambos, una junto a la otra, acaparaban toda su atención. Finalmente levantó la vista y
la posó sobre el perfil de la joven, suavemente iluminado por el fuego. Se sintió
tentado de levantar la mano y acariciarle la mejilla, pero se contuvo.

–Y bien, Álex, ¿por qué has regresado?


Ella tragó saliva antes de contestar.

–Echaba de menos mi vida aquí –repuso al cabo de un rato dirigiéndole una


mirada de reojo–. Todo es más sencillo en esta época. Allí mi vida es un caos.

Un brillo airado apareció en los ojos de él. No era eso lo que deseaba oír. ¿Acaso
se había equivocado? El rayo de esperanza que se había alojado en su corazón cuando
la había visto abajo en la sala por primera vez, comenzaba a perder intensidad. Apretó
los puños con impotencia. Se apartó unos pasos alejándose, pero se lo pensó mejor y
terminó dirigiéndose a la pared justo frente a ella. Apoyó un codo sobre la repisa de la
chimenea y la miró fingiendo un desinterés que no sentía.

–¿Hasta cuándo piensas quedarte?

Álex se encogió de hombros. La angustia la invadía. No quería mirarle y


encontrarse con esa frialdad.

–No lo sé. No esperaba... –se interrumpió sin saber muy bien cómo proseguir.
No sabía qué era lo que había esperado, pero desde luego no esa actitud en él.

–¿Y qué esperabas? –dejó escapar él entre dientes. Parecía estar conteniendo su
enfado.

Ella cerró los ojos atormentada al escucharle.

Un opresivo silencio se esparció por la habitación. Solo se oía el crepitar de las


llamas. Pasó un minuto y luego otro, y luego otro, y ninguno de los dos mostraba
intenciones de decir nada más. Álex permanecía tensa, con los ojos cerrados,
intentando controlar su corazón que latía furiosamente. Se sentía tan expuesta… ¿Qué
pasaría si le decía a Robert lo que verdaderamente sentía por él y él la rechazaba?

«Cobarde», se decía a sí misma una y otra vez. «Lo has echado todo a perder.
Todo».

–Les diré a los criados que preparen tu antigua habitación –rompió él el silencio.
Su voz seguía conservando el tono áspero–. Puedes quedarte el tiempo que consideres
conveniente. No importa ya. Qué más da –murmuró y evitando mirarla se dio la
vuelta y se encaminó hacia la puerta.

–¡Espera! ¡No te vayas! –dejó escapar ella ahogadamente al tiempo que se


levantaba bruscamente. ¡No podía creer que eso estuviese pasando! La indiferencia de
Robert la hería en lo más profundo. Notó cómo sus ojos volvían a llenarse de
lágrimas y dejó escapar un gemido de frustración.

Él se había detenido a unos pasos de la puerta y permanecía allí inmóvil, como


esperando algo.

–¿Qué quieres, Álex? Tengo muchas cosas de las que ocuparme –formuló de
nuevo con desinterés.

Álex notó cómo las lágrimas comenzaban a rodar por sus mejillas. Se maldijo a
sí misma por su debilidad, pero al mismo tiempo se sentía tan impotente…

Todo estaba perdido.

–No puedo soportar que me hables así –comenzó vacilante con la voz
temblorosa–. Con tanta indiferencia y frialdad, como si nunca hubiese habido nada
entre nosotros. Siento mucho lo que hice. Lo siento de veras. Soy consciente del daño
que te causé y si pudiese cambiarlo, lo cambiaría. Si pudiese dar marcha atrás en el
tiempo, lo haría. No sabes lo horribles que han sido los últimos meses pensando que
nunca iba a poder regresar. ¡Dios mío! He sido tan estúpida, he estado tan ciega… –se
atropellaba con las palabras y se maldijo en silencio por no ser capaz de expresar de
una manera inteligible lo que verdaderamente deseaba decirle. Ni siquiera era capaz
de articular frases completas–. Después de todo lo que hiciste por mí… quiero
decir…, no, no es de extrañar que me desprecies… ¡Es una locura pretender…! ¡Oh,
si pudiese volver atrás! –dejó escapar un sollozo y se limpió las lágrimas con el dorso
de las manos–. Sé que ahora es demasiado tarde. Lo veo… en tu actitud. ¿Qué he
hecho? ¡Cuánto lo siento! ¡Lo siento, lo siento! Por favor, mírame y dime algo–
suplicó–. ¡Dime que todavía hay esperanza! Dime que todavía hay algo entre
nosotros. ¡Joder! ¡No puede ser que esto sea todo! ¡No puede ser! –hizo una pequeña
pausa esperando una reacción por su parte pero casi al instante se dio cuenta de que él
no iba a decir nada–. ¿Qué puedo hacer para que vuelvas a quererme? –gimió con la
voz rota por la angustia, e incapaz de seguir hablando se dejó caer sobre la silla. No
podía soportar que él siguiese dándole la espalda mientras ella le abría su corazón.

No podía.

Casi con furia volvió a limpiarse las lágrimas y apretó la mandíbula. Él no se


había movido ni un ápice, completamente indiferente al llanto y a las súplicas
femeninas. Álex comenzó a negar con la cabeza y se cubrió la cara con las manos. ¡No
podía creerse lo que estaba sucediendo! Era demasiado aterrador para ser verdad. ¡Lo
había dejado todo por él! ¡Todo! ¿Y para qué?

Intentó tranquilizarse y se enjugó nuevamente las lágrimas con algo más de


sosiego, aunque el nudo que tenía en la garganta casi le impedía respirar. Había
perdido los papeles por completo, constató. Nunca antes le había sucedido eso. Ella,
que siempre se había jactado de tener la cabeza fría se había comportado como una
imbécil llorona.

–Ni siquiera puedes mirarme –susurró finalmente con amargura–, aunque casi
prefiero que no me mires a que me mires como lo has estado haciendo hasta ahora. Es
insoportable. Duele demasiado –hizo una pequeña pausa antes de proseguir–. Creo
que será mejor que me vaya. Ya no hay nada aquí para mí.

Habiendo dicho esto cogió el anorak que había arrojado sobre la cama e
ignorando la mochila que dejó en el suelo, se apresuró a dirigirse a la puerta. Pasó a
solo unos centímetros del inmóvil Robert. Sus brazos casi se rozaron. Acababa de
coger el picaporte cuando notó un movimiento a su espalda.

–No –escuchó la voz ronca de él.

No tuvo tiempo de girarse; en ese momento sintió cómo el cuerpo de Robert se


pegaba contra su espalda y las manos de él se apoyaron contra la puerta sobre su
cabeza, impidiéndole que la abriese. El contacto con su cuerpo hizo que se
estremeciese. Dejó escapar un gemido.

–Deja que me vaya –musitó.

–No –volvió a decir él con un susurro. Parecía tener dificultades para controlar
su respiración.

–¡Por Dios, Robert! ¡Deja que me vaya! ¿No ves que no tiene sentido?

Robert cerró los ojos y aspiró el aroma que ella desprendía. Olía tan bien…

–Tiene todo el sentido del mundo, Álex –susurró en su oído y sintió cómo ella
temblaba–. No tienes que hacer nada para que vuelva a quererte, porque nunca he
dejado de hacerlo –respondió con voz grave a la pregunta que ella le había hecho
antes–. Nunca
–¡No juegues conmigo! –gimió ella con la voz temblorosa. Había apoyado la
frente contra la puerta dejando su desnuda y perfecta nuca al descubierto.

Robert depositó un cálido beso justo en el nacimiento de su cabello. Álex sintió


el cálido aliento y una ola de calor se expandió por su cuerpo. Dejó escapar un suspiro
y se permitió creer por un segundo que Robert decía la verdad.

–No juego contigo, Álex. Es cierto. Nunca he dejado de quererte. Eres mi esposa.
Y yo solo soy un pobre estúpido herido en su orgullo que pretendía protegerse con
una máscara de indiferencia.

Álex se quedó sin aliento. Robert no era el mismo de hacía unos minutos. Le
había hablado con una ternura indescriptible. A duras penas, ya que Robert la tenía
prácticamente aprisionada contra la puerta, se dio la vuelta y le miró a los ojos.

Robert la contemplaba con una mezcla de incredulidad y regocijo. Una parte de


él no podía creer que verdaderamente estuviese sucediendo aquello con lo que tantas
veces había soñado, y la otra parte estaba simplemente pletórica de felicidad porque
sus deseos se habían convertido en realidad.

¡Era tan hermosa!

Tenía las largas pestañas negras empapadas por las lágrimas y no pudo evitar
acercar la mano y pasar el dedo por ellas. Ella cerró los ojos y dejó escapar un
suspiro. Robert también suspiró. Apoyó la frente contra la de ella, cerró los ojos y
comenzó a acariciarle las mejillas con ambas manos, que como comprobó
sorprendido, le temblaban.

La suavidad de la piel de Álex era increíble. Podría pasar horas simplemente


acariciándola. Volvió a suspirar y notó cómo ella se estremecía bajo el peso de su
cuerpo. Sabía que estaba aplastándola contra la puerta, pero a ella parecía no
importarle. Sintió cómo ella le rodeaba con sus brazos y se apretaba contra él y abrió
los ojos. Se apartó unos centímetros para poder verla mejor. Ella le miraba con los
ojos brillantes. Era quizá la primera vez que le miraba así, con tanta intensidad.

–¿Sabes lo mucho que te quiero? –susurró ella.

Robert sintió cómo el corazón saltaba en su pecho. No podía creer que tanta
felicidad fuese posible. Casi imperceptiblemente asintió sin dejar de mirarla. Después
la agarró firmemente por la cintura y enterró la cara en su cuello aspirando el suave
aroma femenino; lentamente comenzó a depositar fugaces besos allí y poco a poco fue
ascendiendo hasta llegar a la comisura de su boca. Se detuvo un instante y levantó la
cabeza.

–¡Dios Santo, Álex! ¡Cuánto te he añorado!

Y casi con violencia se apoderó de su boca.

Álex dejó escapar un sollozo de felicidad y correspondió al beso con pasión.

¡Adoraba su boca, sus labios, su lengua!

Entreabrió los labios para dejar que la lengua de Robert se encontrase con la suya
y absorbió con su boca el gemido de placer que salió de la garganta de él. El beso se
alargó en el infinito y las suaves caricias se convirtieron en algo más. Álex se apretó
contra el cuerpo masculino y aferró sus poderosos hombros con las manos, al tiempo
que él la agarraba por las caderas. El beso se tornó más profundo y pasional.

Se separaron unos centímetros y maravillados se miraron a los ojos. Aunque ya


se habían besado en muchas otras ocasiones, esta vez era diferente y los dos lo sabían.
Por primera vez no había ninguna sombra en el futuro, ambos estaban donde querían
estar.

–Es increíble que de verdad estés aquí –susurró él–. He soñado tantas veces con
este momento…

–Yo también, Robert. No te imaginas lo insoportables que han sido los últimos
cuatro meses.

Robert no la dejó terminar; volvió a estrecharla entre sus brazos y tomó posesión
de su boca, dando gracias al cielo en silencio por haberla traído de vuelta. Sin separar
los labios de los de ella la cogió en brazos y la apretó fuertemente contra sí. Álex dejó
escapar un pequeño grito de felicidad y se agarró firmemente a él con brazos y
piernas.

–¡Oh, Álex! No sabes lo mucho que he añorado poder besarte y abrazarte así –
susurró ásperamente contra su boca. Adoraba ese cuerpo femenino, tan suave y a la
vez tan fuerte. Apenas si podía esperar a sentir la desnuda piel de ella contra la de él.
Ella se agitó entre sus brazos, ardiente y desesperada. Con las bocas unidas en un
interminable beso Robert la aprisionó contra la puerta apenas sin darse cuenta de ello.
Las manos de ella se enredaron en el oscuro pelo masculino al tiempo que él se
apretaba contra ella, consumiéndola. La boca de él descendió febrilmente hasta el
sensible cuello de ella y comenzó a depositar ávidos besos. Su lengua y sus dientes se
unieron a sus labios y Álex sintió cómo la humedad crecía entre sus piernas. Le
abrazó con más fuerza y notó cómo los músculos de la masculina espalda se tensaban
bajo la palma de sus manos.

Robert se apartó lo justo para poder deslizar una de sus manos entre ambos
cuerpos, luego, con mucha lentitud y sin dejar de observarla comenzó a acariciar los
femeninos senos a través de la ropa cuya forma tan bien recordaba. Álex gimió y dejó
caer la cabeza hacia atrás. Él la contempló con adoración.

–Álex. Eres mía. Mía. Mía –repitió una y otra vez con un suspiro de júbilo.

Ella le observó a través de sus tupidas pestañas y una breve sonrisa curvó sus
perfectos labios. Con cuidado bajó las piernas de la cintura de él y se apoyó en el
suelo. Estaba temblorosa y tuvo que sujetarse firmemente a su cuello. Lentamente y
sin decir ni una sola palabra le empujó para apartarle, lo justo para poder
desembarazarse del jersey y la camiseta que llevaba debajo y tirarlos al suelo.

Robert devoró con los ojos brillantes de deseo los suaves pechos de la joven
apenas cubiertos por el diminuto arnés negro. Un espasmo recorrió su cuerpo y su
miembro erecto se apretó dolorosamente contra sus ajustadas prendas. Su mano
acarició la perfecta redondez de su seno izquierdo antes de levantar a la joven en
volandas y de dos zancadas llevarla a la cama. La depositó allí con cuidado y sin dejar
de mirarla procedió a quitarse el chaleco de cuero y la camisa de un tirón.

Álex sintió cómo un placentero calor invadía su cuerpo. Contuvo la respiración


al ver su torso desnudo.

¡Era perfecto!

¡Tan masculino!

¡Joder, había pasado tantas noches pensando en él, en su cuerpo, en sus manos,
en su boca…!
Se mordió los labios y se le oscurecieron los ojos de placer. No sabía cuánto
tiempo iba a poder esperar.

Robert dejó que los oscuros ojos de ella recorriesen su cuerpo deleitándose en el
momento. ¡Había ansiado tanto que llegase ese instante! Se quitó las botas, las calzas y
los calzones y se presentó ante ella completamente desnudo.

Álex se humedeció los labios con la lengua. La excitación que sentía era la
misma que había sentido aquella primera vez con él hacía meses, en ese mismo cuarto.
Dejó que sus ojos se clavasen sobre el impresionante miembro erecto de su marido.
Volvió a lamerse los labios impaciente y advirtió que la excitación de él crecía todavía
más si es que eso era posible. Un gemido ronco e impaciente escapó de su garganta.

Robert sintió cómo se le aceleraba el corazón al advertir esa mirada cargada de


deseo sobre su cuerpo. Inclinándose, apoyó las manos sobre el abdomen de ella y
buscó la manera más rápida de quitarle las extrañas calzas gruesas que llevaba. Álex
no le dejó tiempo de pensar, con un movimiento rápido de sus manos abrió el curioso
cierre metálico y esperó a que él procediese a quitárselas. Lo que él hizo sin dudar un
instante. Admirando las suaves y bien formadas piernas que iban quedando al
descubierto las deslizó hacia abajo hasta que llegó a sus tobillos donde quedaron
atrapadas por las negras botas.

–Espera –susurró Álex levántandose.

Sin dejar de observarle se inclinó y se desabrochó los toscos y complicados


nudos de su calzado con rapidez. Después se deshizo bruscamente de los pantalones y
sin permitirse un solo segundo de vacilación ni pudor también de la ropa interior
arrojándola al suelo.

Ambos respiraban con dificultad cuando finalmente se encontraron de pie uno


frente al otro.

Desnudos.

–¡Eres tan bella! –susurró él contemplando el anhelado cuerpo femenino con


admiración.

Ella dejó escapar una carcajada de felicidad y le echó los brazos al cuello.

La boca de Robert acalló la carcajada femenina mientras la besaba hambriento.


Después sus besos se trasladaron a sus mejillas y su cuello. Los suaves pechos
femeninos acariciaban su pecho, y deseando sentir su sabor contra su lengua
descendió lentamente hasta que aprisionó unos de los oscuros y tensos pezones en su
boca.

Álex dejó escapar un gemido de placer.

–¡Sí! –susurró ella guiando su cabeza hacia su otro pecho con las manos.

Mientras él besaba, lamía y mordisqueaba sus senos con deleite ella aprovechó
para deslizar una de sus manos por el musculoso cuerpo de él y alcanzar su rígido y
aterciopelado pene.

Él contuvo el aliento por espacio de unos segundos y dejó que ella le acariciase
un par de veces antes de apartarse bruscamente.

–No sigas, Álex… han sido muchos meses… –murmuró entrecortadamente–. No


voy a… poder contenerme…

Álex sintió cómo la humedad que hacía rato sentía entre sus piernas creció al
escucharle decir esas palabras.

¡No había estado con ninguna otra mujer durante todo ese tiempo!

Vibró de placer.

Sin apartar la mirada del apasionado rostro de él, cogió una de las masculinas
manos y la dirigió hacia su entrepierna. Robert no vaciló. Tomando la iniciativa
comenzó a acariciar el triángulo de oscuros rizos con suavidad. Los empapados
pliegues femeninos acogieron sus dedos con avidez. Gimió al sentir la humedad que
bañaba los muslos de ella y que parecía estar esperándole.

Mientras Álex se retorcía de placer debajo de sus caricias él se colocó entre sus
muslos y cerrando los ojos para magnificar la sensación descendió lentamente sobre
ella y comenzó a penetrarla despacio, centímetro a centímetro, sin dejar de acariciar el
suave y excitado centro de placer femenino abultado por la pasión.

El calor abrasador de su sexo le envolvió y los músculos interiores de ella se


ajustaron a su tamaño perfectamente. La sensación era indescriptible. Robert dejó
escapar el aire que había estado conteniendo y abrió los ojos.
Álex fijó la vista en los verdes iris de él, oscurecidos por la pasión y no pudo
evitar estremecerse. Era tanto lo que la mirada de Robert le mostraba…

¡Se sentía llena de amor por él! ¡Le quería tanto!

Estaba sucediendo algo especial y ambos lo sabían. Los dos cuerpos se fundieron
en uno solo con lentitud y ese momento de unión fue indescriptible. Robert jamás se
había sentido tan pletórico y fuerte como en ese momento y el corazón de Álex latía al
doble de velocidad de lo normal. Sin dejar de mirarse ni un solo segundo a los ojos
comenzaron a moverse al unísono.

–Estás tan mojada… –susurró él–, que no sé si voy a aguantar mucho más…
quiero ir despacio, pero… no sé…

Álex agitó la cabeza excitada por las ardorosas embestidas de él y por las caricias
de su mano contra su clítoris.

–¡No vayas despacio! –casi gritó. Estaba a punto de alcanzar su clímax y deseaba
que él lo alcanzase con ella.

Robert no se hizo de rogar, apartó la mano del sexo de ella y con fuerza le sujetó
los brazos sobre la cabeza y comenzó a acelerar el ritmo. Le brillaban los ojos de una
manera casi antinatural, gotas de sudor perlaban su frente y tenía la mandíbula
contraída por el esfuerzo. Justo un instante antes de experimentar una convulsión
final le sujetó el rostro casi con fiereza.

–¡Nunca vuelvas a dejarme! –susurró entre dientes.

Y se derramó dentro de ella dejando escapar un suspiro ahogado.

Álex se aferró al cuello masculino y se dejó caer con él. Gritó de placer y sintió
como los espasmos de un increíble orgasmo recorrían su cuerpo.

Solo sus respiraciones entrecortadas y el crepitar de las llamas en la chimenea


rompían el silencio.

Pasaron unos minutos antes de que alguno pudiese reaccionar. Robert había
enterrado la cara en el cuello femenino y respiraba con dificultad. Álex había cerrado
los ojos y acariciaba la húmeda espalda masculina con suavidad.
–Nunca –murmuró ella finalmente junto a su oído y Robert levantó la cabeza con
lentitud. Posó los ojos sobre sus mejillas y reparó en que estaban mojadas. Se
incorporó con cierta brusquedad liberándola de su peso.

–¿Por qué lloras? –inquirió preocupado–. ¿Te he hecho daño?

Ella negó con la cabeza y le regaló una sonrisa cálida. Robert no pudo evitarlo, se
inclinó y selló su boca con un beso. ¡Cómo quería a esa mujer!

–Soy feliz –repuso Álex finalmente con la voz algo temblorosa cuando él se
apartó–. Nunca antes había sido así.

Robert, emocionado por sus palabras, volvió a inclinarse y le secó las lágrimas
con sus besos. Álex se pegó contra el cuerpo masculino y dejó escapar un suspiro de
felicidad.

Los siguientes minutos transcurrieron en silencio. Se besaban, se miraban,


volvían a besarse, volvían a mirarse. El mundo a su alrededor se había desvanecido.

–Tengo un regalo para ti –dijo ella tiempo después acariciándole el negro cabello
y apartando un mechón de su frente. Hacía ya un rato que Robert había cogido las
pieles que cubrían la cama y las había echado sobre ambos. Estaban tendidos uno
frente al otro y se miraban con intensidad.

–Mi regalo eres tú –murmuró él cogiendo la mano con la que ella le estaba
acariciando y acercándola a su boca para depositar un beso allí donde comenzaba la
muñeca.

–¡Por supuesto! –exclamó ella con fingida arrogancia. Sus ojos oscuros brillaban
divertidos–. Aun así, te he traído un regalo.

Robert enarcó una ceja con curiosidad.

Álex se apartó de él y salió de la cama ignorando la mirada cargada de deseo con


la que él recorrió su desnudo cuerpo. Cogió la camisa que él se había quitado antes y
se la puso; le llegaba hasta las rodillas. Dejó escapar una carcajada al ver cómo la
miraba decepcionado. Fue hasta donde había dejado caer su mochila, se agachó y la
abrió. Después se giró para mirarle. Los ojos le brillaban con emoción contenida.

Robert solo tenía ojos para ella y tardó unos segundos en girar la vista y clavarla
en la bolsa que ella había transportado hasta allí. La sonrisa se le congeló en la cara
cuando se fijó en lo que contenía.

Una gran cantidad de brillantes barras de oro se apilaban una contra otra.

–Pero… ¿qué demonios? –exclamó estupefacto levantándose y acercándose.

–Es mi dote –replicó sonriendo de oreja a oreja al ver la sorpresa reflejada en las
masculinas facciones. Robert se había detenido junto a ella en su espléndida desnudez.

–¿Tu dote? ¿Pero, qué dices? –Los ojos de él se posaron sobre el rostro de ella.
La miraba sin comprender muy bien a qué se refería.

–Sé lo que perdiste casándote conmigo, Robert –repuso ella poniéndose de pie y
mirándole fijamente–. Sé que si no hubiese sido por mí estarías casado con una joven
heredera con una dote importante. Así que, aquí está. Mi dote –concluyó haciendo un
gesto un tanto cómico con la mano al tiempo que señalaba la bolsa negra a sus pies.

Robert la miró con una mezcla de confusión y enfado. ¿Acaso pensaba ella que
le debía algo? ¡Dios! Era cierto que los matrimonios eran meros contratos en los que
el hombre se comprometía a proteger y cuidar a su esposa a cambio de herederos y
riquezas que ella aportaba a esa unión, o al menos así era entre la nobleza. Pero lo
suyo con Álex no era lo usual. Nada era como debía ser. Y estaba bien así. No eran la
pareja más convencional y no tenían por qué serlo. Ella provenía de un mundo
imposible y aun así, estaba allí, con él, en su mundo. ¿Qué importancia tenía su dote?
¡Ella era la mujer de sus sueños! Y lo había dejado todo por él…

–¡Por el amor de Dios, Álex! –murmuró finalmente–. ¿No sabes lo que


realmente siento por ti? ¿Qué me importa a mí tu dote? Cuando te fuiste hace meses te
llevaste mi alma contigo y no ha sido hasta hoy que por fin he podido recuperarla. Te
amo, mujer –le dijo al oído y la abrazó con fiereza.

Ella dejó escapar un suspiro de satisfacción y correspondió al abrazo. Enterró la


cabeza en el cuello masculino y aspiró su aroma. Olvidada quedó la mochila y su
precioso contenido. Algún día le contaría lo difícil que le había resultado conseguir
esas barras de oro y cómo su abogado había estado a punto de volverse loco en los
dos días que ella le había dado de plazo para arreglarlo todo. Algún día se lo diría.
Pero por el momento solo quería perderse en los musculosos brazos de su caballero
del siglo doce. Su marido.
–Álex –susurró el cogiéndole el rostro con ambas manos y mirándola con sus
maravillosos ojos verdes–. Esto es para siempre. Para siempre.

Y Álex solo pudo asentir y repetir en voz baja:

–Para siempre, Robert.

Fin
Sobre la autora

Laura Sanz aprendió a leer antes que a hablar y a escribir antes que a andar. Así que
después de largos años de no saber qué hacer con su vida, además de irse al
extranjero y aprender idiomas, trabajar en sitios diversos y escribir compulsivamente
en servilletas de bar... decidió publicar.

La chica del pelo azul es su primera novela, pero está trabajando en una serie que
verá la luz en los próximos meses.
Todos sus libros tienen #happyending garantizado.

Actualmente vive en Madrid con su marido y sus tres gatos.

Le encanta recibir mensajes de sus admiradores y detractores. Por favor contactad con
ella en [email protected]

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