Fieldhouse, David-Los Imperios Coloniales Desde El Siglo XVIII - (1986)
Fieldhouse, David-Los Imperios Coloniales Desde El Siglo XVIII - (1986)
Fieldhouse, David-Los Imperios Coloniales Desde El Siglo XVIII - (1986)
los imperios
coloniales desde
él siglo XVIII
DAVID K. FIELDHOUSE
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C.XL15RISScanD¡sít D a n ie llu s
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HISTORIA UNIVERSAL
SIGLO XXI
Volumen 29
David K. Fieldhouse,
TRADUCTOR
DISEÑO D E LA CUBIERTA
Historia Universal
Siglo veintiuno
Volumen 29
m
siglo
veintiuno
editores
MÉXICO
ESPAÑA
ARGENTINA
COLOMBIA
> * a _____________________
siglo veintiuno editores, sa de cv
CERRO DEL AGUA 248, DELEGACIÓN COYOACÁN, 04310 MÉXICO, D.F.
PROLOGO 1
PRIMERA PARTE
V
SEGUNDA PARTE
LOS IMPERIOS COLONIALES DESPUES DE 1815
7. LA SEGUNDA EXPANSION EUROPEA, 1815-1882 125
I. El desarrollo de la potencia europea en Africa,
129.—a) La costa mediterránea, 130.—b) El Africa
occidental tropical, 134.—c) El Africa occidental ecua
torial, 137.—d) Sudáfrica, 138.—II. La expansión eu
ropea en Asia, 140.—a) La expansión de Rusia en
Asia central y en el Extremo Oriente, 140.—b) La
expansión británica en la India y fuera de la India,
143.—c) La expansión francesa en Indochina, 148.
d) La expansión holandesa en Indonesia, 150.—III.
La expansión europea en el Pacífico, 151.
8. EXPANSION, REPARTO Y NUEVA SUBDIVISION DE 1883
A 1939 157
I. El reparto sobre el mapa, 1883-1890, 160.—a) El
reparto de Africa desde 1883 hasta 1890, 163.—b)
El reparto del Pacífico desde 1884 hasta 1890, 168.
c) El reparto del Sudeste asiático, 170.—d) Madagascar
y el reparto, 171.—II. Reparto y ocupación efectiva:
1890-1914, 172.—a) El reparto definitivo de Africa,
173.—b) El Sudeste asiático después de 1890, 179.
c) China y las grandes potencias de 1890 a 1914, 180.
d) La organización del Pacífico de 1890 a 1914,
184.—III. Nueva subdivisión después de la primera
guerra mundial y última fase de la expansión eu
ropea, 187.
9. E L IMPERIO BRITANICO DESPUES DE 1815 192
I. Colonias de poblamiento y gobierno representativo
de 1815 a 1914, 193.—II. La federación imperial y
el nacimiento de la Commonwealth, 201.—III. El
imperio indio desde 1815 hasta 1947, 207.—IV. Las
posesiones coloniales después de 1815, 219.
10. E L IMPERIO COLONIAL FRANCES DESPUES DE 1815 233
11. LOS IMPERIOS COLONIALES DE HOLANDA, RUSIA Y LOS
ESTADOS UNIDOS 258
I. El imperio holandés después de 1815, 258.—II.
El imperio ruso en el Asia central, 268.—III, El im
perio de los Estados Unidos, 276.
vi
12. LOS IMPERIOS DE PORTUGAL, BELGICA Y ALEMANIA . . . 285
I. El imperio portugués después de 1815, 285.—II.
El imperio belga en el Congo, 294.—III. El imperio
colonial alemán, 302.
NOTAS 320
BIBLIOGRAFIA 323
INDICE ALFABETICO 341
VII
Prólogo
1
del mundo y los medios a los que recurrieron para dominarlo
constituyen ya, per se, un válido tema de estudio. Para dar ca
rácter unitario al tratamiento de dos siglos y medio de historia
de unos imperios dispersos por el entero mundo, me he con
centrado en tres problemas de alcance universal: primero, ¿có
mo y por qué se llegó a la posesión de colonias?; segundo, ¿có
mo eran éstas gobernadas?; tercero, ¿qué ventajas obtuvieron
los dominadores?
Pero aun tomando en cuenta semejantes limitaciones, la his
toria de los modernos imperios coloniales sigue constituyendo
un tema demasiado extenso para un solo historiador. No hu
biese siquiera intentado tal síntesis de no haberme sido solici
tada. Buena parte del material empleado fue, por pura necesi
dad, de segunda mano, de forma que los estudiosos que se han
especializado en tantos campos en los que me he aventurado
abusivamente reconocerán mis fuentes y advertirán la excesiva,
aunque para mí inevitable, simplificación de unos problemas
que son complejos y controvertidos. Espero, sin embargo, que
la presente obra indique, al menos, el camino hacia un campo
prácticamente inexplorado, es decir, el estudio comparado de
los imperios coloniales, y también espero que la bibliografía
aquí ofrecida sirva de introducción a la vastísima literatura que
hay publicada sobre el tema.
Sin el asesoramiento de amigos y colegas, de los cuales mu
chos eran personas especialmente preparadas respecto de los
problemas de que me he ocupado, no hubiese yo tenido el va
lor de exponer mis propias ideas, que a menudo se proponen
solamente en calidad de hipótesis. Entre quienes, muy cortés-
mente, leyeron el borrador de este libro, o algunas de sus par
tes, recordaré al profesor J. Gallagher, a los doctores A. F. Me.
C. Madden y C. W. Newbury, a jos señores G. Bennett, E. J.
Hutchins, R. Feltham, Pogge von Strandmann y R. Austen. De
seo igualmente dar las gracias a la señora A. Martin, que pre
paró el manuscrito, mecanografiándolo, y a la señorita J. Clark,
quien repasó la bibliografía.
D a v id F ie l d h o u s e
2
Primera parte
5
plorada Africa. El descubrimiento tanto de América como de la
ruta oceánica hacia Oriente liberaron al continente europeo
de una especie de prisión geográfica y espiritual, espoleándolo
intelectualmente y permitiéndole alcanzar más ágilmente a las
superiores civilizaciones orient'ales, a la par que estimulaban su
imaginación al ponerlo en contacto, por Occidente, con unos
pueblos totalmente diferentes. Ni los sucesivos descubrimien
tos en el Pacífico, ni la exploración espacial, iniciada en nuestro
siglo, pueden parangonarse con aquella primera ampliación de
los horizontes medievales.
Los descubrimientos y el comercio y las conquistas que de
los mismos se derivaron tuvieron consecuencias prácticas. Ca
da colonia, cada centro comercial, representaba un nuevo estí
mulo para la economía. América aportó un mercado inmenso
para la artesanía y la agricultura europeas. Los lingotes de oro
americano dieron nuevo impulso a la circulación monetaria y
aceleraron los progresos económicos y sociales ya existentes.
Las manufacturas orientales fueron imitadas por los producto
res de Europa. Las especias asiáticas y americanas acrecentaron
el volumen y los beneficios del comercio interior europeo, a la
vez que la necesidad de su transporte dio un enorme impulso
a la marina mercante y a las construcciones navales. El sistema
comercial europeo nunca estuvo totalmente cerrado, puesto que
unía al continente con el Africa septentrional y, a través de Le
vante, con Asia, pero se trataba de actividades marginales. Los
problemas económicos y prácticos planteados por los itinera
rios continentales hacia Oriente suponían un grave obstáculo a
las corrientes comerciales. Con los descubrimientos, el volumen
y el valor de los intercambios con ultramar alcanzaron el nivel
de los intercambios europeos. El comercio con Oriente siguió
siendo limitado en cuanto al volumen, pero tuvo gran impor
tancia económica; el comercio atlántico, sin embargo, ofrecía
posibilidades mucho mayores. América, al contrario que el
Oriente, quedaba obligada a depender de Europa en gran parte
de las manufacturas, y, además, se encontraba lo bastante cerca
como para otorgar ahí un buen margen de beneficio en materia
de transporte marítimo. En el siglo XVIII, las flotas mercantes
trasatlánticas sumaban millares de navios, los cuales transpor
taban cargamentos notables, bien fuese de esclavos, de azúcar,
o de maderas preciosas. El comercio con América no sustituyó
6
nunca al comercio interior europeo, pero sí representaría su
complemento indispensable.
Las tierras americanas, de otro lado, no eran quizá menos im
portantes que el comercio. No es que Europa estuviese super
poblada, pero la densidad de algunas de sus zonas era excesiva
mente alta con relación a los métodos agrícolas utilizados a la
sazón, a la par que las guerras y los conflictos de tipo religioso
creaban allí unas exigencias artificiales de espacio. Durante cua
tro siglos, América supuso la válvula de escape para el hambre
de tierra que experimentaban los europeos. En resumen, Colón
había proporcionado a Europa un apéndice occidental de mi
llares de kilómetros, que ofrecía idénticas posibilidades de ex
pansión y colonización que las ya aseguradas por Siberia a los
moscovitas.
7
cambiaban según las circunstancias. Los primeros descubri
mientos llevados a cabo por los portugueses en el noroeste de
Africa, por ejemplo, fueron la consecuencia secundaria de una
cruzada contra el Islam, iniciada con el ataque a Ceuta en 1415,
que les indujo a extenderse cada vez más al sur, siguiendo la cos
ta africana. Cuando comprobaron que había allí oro, marfil y
esclavos, continuaron su avance hasta que, en 1487, Bartolomeu
Dias descubrió el cabo de Buena Esperanza, y se abrió así para
Portugal la ruta oceánica hacia la India. Y desde aquel momen
to, las empresas lusitanas obedecieron a un empeño bien con
creto: el de comerciar directamente con las especias y las ma
nufacturas orientales, desbaratando el monopolio veneciano,
fundamentado sobre el antiguo itinerario continental; se trata
ba, pues, de establecer bases comerciales, más que de conquis
tar territorios coloniales. El celo misionero incitó a Portugal a
atacar al Islam en el mar Rojo y en el océano Indico, así como
a imponer el cristianismo a los asiáticos residentes en el interior
de sus centros fortificados, construidos en puntos aislados del
Oriente. Hasta entonces, por consiguiente, la iniciativa europea
en el área oriental se ciñó rigurosamente a un plan bien traza
do, y si no se crearon allí grandes posesiones coloniales fue por
que los portugueses se basaban en un sistema comercial que no
necesitaba territorios.
Las colonias americanas, en cambio, no correspondieron a las
esperanzas de los descubridores. En 1492, Colón zarpó hacia
Occidente confiando en hallar una ruta más breve que la usada
por los portugueses para ir a China. América supuso una enor
me desilusión, un obstáculo descorazonador en la anhelada ru
ta hacia Oriente, y sólo fue ocupada por ofrecer posibilidades
no previstas. El oro y la plata del Caribe, México y Perú esti
mularon la exploración y la conquista, amén de atraer emigran
tes. Después, la posibilidad de disponer de un territorio inmen
so y de una población indígena lo bastante dócil como para ser
utilizada en su disfrute alentó la colonización permanente y la
formación de vastas haciendas semifeudales. La existencia de
millones y millones de paganos indujo a la Iglesia católica a en
viar misioneros. Así, buscadores de tesoros, colonos y misio
neros se apoderaron de vastas zonas americanas.
Fue una colonización privada, no planificada, de la cual la
Corona de España no fue directamente responsable. También
8
Brasil, descubierto casualmente por Cabral en 1500, cuando se
dirigía a la India, fue colonizado por unos pocos súbditos por
tugueses, provistos, es cierto, de un privilegio de la Corona, pe
ro forzados a confiar solamente en sus propias fuerzas. Por es
ta razón, mientras que en Oriente el imperio portugués fue en
sus orígenes y en buena parte proyectado y realizado como ini
ciativa regia, en América las colonias de España y Portugal, y
más tarde las de Inglaterra y Francia, apenas debieron nada a
la iniciativa de los respectivos soberanos. En el siglo XVIII, la
colonización americana había asumido ya una fisonomía bien
precisa: sus sistemas de comercio y de gobierno venían impues
tos por varios Estados europeos; vistos en retrospectiva, pare
cen el producto de una planificación «mercantilista», pero no
es así. Como casi todas las colonias posteriores, nacieron casi
por reacción natural de los súbditos europeos enfrentados a una
inesperada oportunidad.
En Africa y en Oriente, sin embargo, no se habría podido re
petir la espontánea inmigración que se originó en América, aun
que Portugal no se hubiera dedicado deliberadamente al comer
cio, en vez de al asentamiento. Oriente, en particular, no estaba
abierto a la colonización. Todo esto explica la diversidad de re
laciones que Europa mantuvo, de un lado, con América y, del
otro, con Asia, antes de alcanzar los últimos decenios del si
glo XVIII.
Los medios de que disponían los europeos de los siglos XV
y XVI para establecer bases en Asia y para colonizar América
eran muy limitados. Su recurso principal era la destreza en las
artes de navegar: se hallaban en condiciones de zarpar rumbo
a cualquier parte del mundo —conocido o sólo imaginado—
con bastantes probabilidades de arribar y retornar. La nueva ar
ma de la expansión europea fue la navegación oceánica, facili
tada por la invención de muchos e ingeniosos instrumentos. En
el siglo XV, los europeos disponían ya de naves capaces de afron
tar largas recorridos marítimos, grandes carracas y esbeltas ca
rabelas que combinaban la experiencia naval de la Europa sep
tentrional y mediterránea con los hallazgos del Próximo Orien
te islámico. Brújulas magnéticas y cuadrantes, astrolabios y ba
llestillas para determinar la altura de los astros y establecer la
latitud permitían enfrentarse a la navegación en alta mar. Los
portulanos servían para dirigir a los navegantes hacia sus obje-
9
tivos, en tanto que los almanaques náuticos les facilitaban in
formaciones prácticas de esencial importancia, como la latitud
y declinación del sol en las diversas estaciones. Pero la navega
ción intercontinental continuó siendo durante largo tiempo una
cuestión de suerte y de fe, porque las cartas de navegación eran,
por lo general, defectuosas, y los pilotos carecían de los instru
mentos apropiados para calcular la longitud, antes de que fuera
inventado —en el siglo XVIII — el cronómetro. Ahora bien, aun
disponiendo tan sólo de estas naves y estos primitivos instru
mentos, algunos hombres decididos fueron capaces de alcanzar
cualquier punto de las costas americanas, asiáticas y africanas.
Claro es que todo eso no bastaba, por sí solo, para asegurar
se el dominio de aquellas tierras. Las naves no eran suficientes
para crear un imperio. Resultaban, desde luego, útiles cuando
se trataba de defender pequeñas bases fortificadas en la costa,
como las diseminadas por los portugueses en Oriente, pero in
cluso para esto había que disponer de abundantes efectivos
terrestres. Una vez desembarcados, los europeos tenían que
confiar en el equipo y la técnica militares, por lo cual la posi
bilidad de ocupar sólidamente vastos territorios dependía de la
relación de fuerzas con las poblaciones nativas. Durante los pri
meros tres siglos de colonización, los europeos no gozaron de
ninguna superioridad técnica o militar sobre los países asiáti
cos, ni sobre los sometidos al dominio islámico. En el siglo XVI,
tenían cañones y mosquetes primitivos, pero seguían usando las
viejas‘armas: la pica, la espada y la ballesta. Su eficacia bélica
dependía de la disciplina y de la experiencia adquirida en las
guerras europeas, más que de su potencia de fuego. Las naves
europeas estaban armadas de cañones y eran más poderosas que
las de los otros pueblos, pero todavía a finales del siglo XVI no
disponían de la potencia de fuego necesaria para bombardear
con éxito las embarcaciones del adversario o sus fortificaciones
terrestres.
Teniendo semejantes medios a su disposición, los europeos
se encontraron ante situaciones bien dispares en las distintas
partes del mundo que iban descubriendo. En Africa del Norte
y en el Oriente Medio no tenían superioridad alguna sobre tur
cos o árabes. En el océano Indico, y todavía más al este, no só
lo carecían de superioridad técnica, sino que se veían en des
ventaja, dada la distancia de su metrópoli, lo exiguo de sus efec-
10
tivos humanos y la carencia de caballería. De manera que, aun
que hubiesen tenido tal intención, no habrían podido estable
cer imperios territoriales en ninguna de estas regiones.
Por el contrario, casi toda el Africa al sur del Sahara, y, des
de luego, toda América eran más débiles que Europa en cuanto
a técnica militar e industrial. Los asiáticos tenían potentes or
ganizaciones políticas, unos ejércitos regulares y fusiles. Los
africanos y los indios de América carecían de todo eso. Los por
tugueses no tropezaron con dificultad alguna para imponer su
supremacía en el Congo o el Zambeze a principios del siglo XVI,
y de haberlo querido hubieran podido crear imperios territo
riales en esas y otras regiones de Africa. De hecho, no lo de
searon. El clima africano, en general, no atraía a los europeos.
El comercio con el Oriente y el transporte de esclavos a Amé
rica eran mucho más atractivos, y Brasil ofrecía a Portugal ma
yores posibilidades en lo referente a la instalación y a la crea
ción de plantaciones. En el siglo XVII se instaló en el cabo de
Buena Esperanza una pequeña colonia de holandeses que bien
pronto, y contra las intenciones de la Compañía de las Indias
Orientales que fuera su fundadora, asumió notables proporcio
nes. Pero, por lo demás, los europeos prefirieron no establecer
se en Africa; se conformaban con obtener esclavos, polvo de
oro y marfil, cosas todas que podían procurarse mediante el
trueque con mediadores africanos y que requerían únicamente
el mantenimiento de pequeñas bases costeras.
América estaba igualmente indefensa: si los europeos la ocu
paron, fue porque ofrecía múltiples ventajas. Los aztecas de
México, y los incas del Perú, eran, en muchos aspectos, pue
blos civilizadísimos y bien organizados militarmente, pero sus
armas correspondían a las de Europa en la Edad de Piedra, de
forma que no podían competir con los métodos bélicos de los
conquistadores. De haber dispuesto de tiempo suficiente, ha
brían podido adoptar las armas y procedimientos de los euro
peos, pero, su organización política fue destrozada fulminante
mente por las pequeñas bandas de aventureros españoles, como
las capitaneadas por Cortés en México o Pizarro en Perú, cuya
superioridad estaba basada, sobre todo, en la movilidad, en la
decisión y en el astuto aprovechamiento de fuerzas auxiliares in
dígenas. Vencidos militarmente dichos imperios, las partes que
lo formaban no estaban en condiciones de oponer resistencia al-
11
gima. En América, no existían otras civilizaciones de la misma
talla; los europeos se vieron ante algunas tribus menos ca
paces de resistir que las de Africa. Podían representar un cierto
peligro para los colonos fronterizos, pero en general se vieron
forzadas a retirarse a medida que la frontera avanzaba.
He aquí por qué, en el siglo XVlll, existían imperios territo
riales en América, pero no en Asia: porque solamente América
resultaba, a la vez, incitante y fácilmente conquistable para los
europeos. Este es un hecho de fundamental importancia a! es
tablecer la comparación entre los antiguos imperios coloniales
y los fundados en los siglos XIX y XX. Los primeros fueron pro
ducto de la ambición, de la decisión y de la habilidad con que
los europeos supieron aprovechar sus propios medios, aunque
limitados, más que de una superioridad efectiva sobre el resto
del mundo. Los europeos se vieron inducidos a extenderse por
el otro lado del Atlántico y a lo largo de las rutas del Oriente
para huir, en cierto sentido, de la dura realidad de su propio
continente. Las potencias marítimas no habrían estado en con
diciones de expandirse por el Africa septentrional o por Levan
te. Los turcos siguieron amenazando las costas mediterráneas
hasta finales del siglo XVI e, incluso un siglo después, todavía
eran lo bastante fuertes para invadir Australia. La Europa cris
tiana permanecía aún a la defensiva frente al mundo islámico, y
escapó del cerco volviéndose por el Oeste, hacia el continente
americano, más débil, mientras por el Este se dedicaba al co
mercio con unos países ciertamente poderosos, pero tolerantes.
La línea divisoria que separaba los dominios del Islam y de las
demás civilizaciones orientales del área de la Europa cristiana
se mantuvo hasta finales del siglo XVIII. En suma, en el siglo
XIX, los imperios europeos fueron la expresión de una supre
macía auténtica, real, y no solamente de la gran capacidad al
canzada para la navegación oceánica.
12
2. Los imperios coloniales de España
y Portugal en América
13
r G. de Santo Domingo
V A ^ C .G .
, Caracú
_a VÍRRElN
Bogotá ^
^[?f^v O E N U E V A
Quittf® nc¿a delQuit<T 1
(.G R A N A D A W
«5r
VIRREINATO DEL
Lima*1
2 VIRREINATO DEL BRASIL 5 6 *
Pernambucorf
C. G. = CAPITANIA GENERAL
C. = CAPITANIA
1 = C. Río Negro
2 = C. Pará C. G. de Chile
3 = C. Maranháo
4 = C. Piaui
5 = C. Clara
6 = C. Paraiba
7 = C. Pernambuco
8 = C. Sergipe
9 = C. Mato Grosso
10 —C. Bahía
11 = C. Minas Gerais
12 = C. Goiaz
13 = C. Río de Janeiro
14 = C. Sao Paulo
15 = C. Santa Catarina
16 = C. Río Grande do Sul
14
das a los indígenas, bajo un escaso control «fronterizo» por par
te de los gobernadores españoles o de los misioneros je
suítas. España no tenía interés por ellas, y las reivindicaba so
lamente para mantener lejos a sus rivales. Creó de este modo
un precedente largamente seguido, muchos años después, tan
to en Africa como en Oriente.
El gobierno de un imperio tan lejano y vasto presentaba di
ficultades sin precedentes. Típico de España fue no permitir el
autogobierno de sus colonias, consideradas al mismo nivel que
las posesiones europeas de la Corona de Castilla. Quedaban,
pues, sometidos al control del Consejo de Indias, en Madrid,
ayudado por otros organismos especiales que tenían la misión
de legislar en todos los detalles para las colonias, además de ase
gurarse de que los funcionarios de ultramar ejecutaran con pre
cisión las órdenes. Resulta por ello inevitable que la tentativa,
en esencia, fracasara. Y sin embargo lo cierto es que la América
española tuvo, por espacio de tres siglos, unas leyes comunes,
una administración central, una única religión y una cultura es
pañola. Por consiguiente las colonias conservaron indeleble la
huella de esa civilización; pero no se fomentaron las cualidades
necesarias para ejercitar eficazmente el autogobierno y la in
dependencia.
También en materia económica y fiscal demostró España
que era factible integrar en la metrópoli el imperio america
no. Adoptando los sistemas mercantiles monopolistas, tan di
fundidos en la Europa de la Baja Edad Media, España trató
de utilizar en su exclusivo provecho la colonización. El co
mercio con las colonias fue monopolio suyo, y hasta 1765 fue
canalizado hacia un único puerto metropolitano y reservado
a una única compañía mercantil. Los navios extranjeros no po
dían atracar en un puerto colonial; se impusieron también li
mitaciones al comercio intercolonial y a la producción de ma
nufacturas para defender el mercado metropolitano. En 1800
tales restricciones habían sido levantadas en parte, pero se
mantenía el principio del monopolio para la metrópoli. Aná
logamente, España demostró que las colonias podían hacer
también una aportación fiscal al erario de la madre patria. La
Corona reservó determinados sectores fiscales a la recauda
ción directa desde Madrid, adonde afluían asimismo los exce
dentes de los demás réditos coloniales.
15
El imperio español fue por consiguiente inmenso, centraliza
do y burocratizado, y llevó un alto grado de civilización a las
regiones más ricas de América. Por el contrario, el imperio por
tugués en América, que consistía sobre todo en Brasil, no fue
tan imponente, y esto se debió en parte al carácter del gobierno
portugués, y en parte a la diferente situación brasileña. Tuvo
allí fundamental importancia el hecho de que no se descubrie
ran yacimientos de metales preciosos antes de finales del siglo
XVII, por lo cual la emigración fue relativamente escasa. Sólo a
base de ingenio y trabajo se extraía algo del Brasil; en América
los portugueses se esforzaron particularmente por introducir el
cultivo del azúcar y otros productos exóticos del Mediterráneo
y de las islas atlánticas, como Azores y Madeira. Pero tenían
un problema de mano de obra, dado que los indios brasileños,
en general, se negaban a trabajar. Ese problema se solventó con
la importación de un gran número de esclavos de Africa occi
dental, de manera que las plantaciones de azúcar y la esclavitud
representaron la contribución de Portugal a las técnicas de la co
lonización americana, que fueron después ampliamente adopta
das por franceses e ingleses en el Caribe y en América septen
trional. Debido a ello, hasta inicios del siglo XVIII Brasil fue una
colonia de plantaciones azucareras dispersas por un territorio
inmenso donde existían pocas ciudades. No cabía una compa
ración con Nueva España o Perú, pero aquel tipo de coloniza
ción funcionaba, y luego, una vez descubiertos el oro y los dia
mantes, dio frutos de mayor riqueza.
Tampoco los métodos administrativos portugueses estuvie
ron a la altura de los españoles, porque hubieron de ser adap
tados a la diferente situación del Brasil. Los entes gubernamen
tales de Lisboa no estaban preparados para semejante tarea; al
virrey portugués en América no se le permitía ejercer un con
trol eficaz sobre sus provincias, como en cambio podía hacer
su colega de las colonias españolas, y los gobiernos coloniales
eran rudimentarios. En teoría, el gobierno portugués era auto
crítico, pero, en la práctica, los colonos criollos desempeñaban
un importante papel. De este modo apenas existía entre los fun
cionarios expatriados un resentimiento contra el gobierno co
mo el que estaba tan difundido en la América española. A este
respecto, Brasil se parecía mucho más a las colonias inglesas del
Caribe.
16
Ahora bien, en materia comercia! y fiscal, Portugal no se
mostró menos intransigente que España. El comercio con las
colonias estaba reservado a los portugueses, aunque, en la prác
tica, desempeñasen un gran papel los comerciantes de la Euro
pa septentrional. Los réditos coloniales eran patrimonio exclu
sivo de Lisboa, y hacia finales del siglo XVIII, con la repentina
prosperidad que trajeron consigo los descubrimientos de oro y
diamantes, sumas cada vez mayores afluyeron del Brasil a la
capital.
Hacia 1800 lo mismo España que Portugal eran países en de
cadencia como potencias imperiales: el futuro pertenecía a los
últimos en llegar del norte. Pero, con todo, triunfaron en una
empresa no igualada por otros países coloniales europeos: fue
ron capaces de mantener durante tres siglos estrechamente li
gadas a la madre patria unas colonias americanas habitadas por
europeos, ignorando las distancias y los factores ambientales
que podían favorecer la separación y manteniéndolas bastante
próximas al modelo de la civilización ibérica. No se conoce em
presa tan imponente en toda la historia de la expansión europea
en ultramar.
17
3. Los imperios coloniales de Francia
y Fiolanda en América
1. EL IMPERIO C O L O N IA L FRANCES
18
Fig. 2. Las Indias Occidentales en los siglos w u y xv/u
del continente y ofrecía grandes posibilidades para el futuro.
De todos modos, a Francia le resultaban mucho más valiosas
sus colonias del Caribe: San Cristóbal, Martinica, Guadalupe,
Tobago, Granada, parte de Santo Domingo, la Luisiana y Ca
yena, esta última centro clave de la región limítrofe de la Gua-
yana holandesa. Todas éstas eran colonias de plantaciones, ba
sadas en la explotación de la esclavitud, que proveían a Francia
de azúcar y tabaco, los cuales se destinaban en parte al consu
mo interior y en parte a la exportación hacia otros países euro
peos. Canadá sólo exportaba pieles de castor, y no rentaba a
Francia lo que a ésta le costaba administrarlo y defenderlo. Al
gún tiempo después Voltairc se maravillaba de que Inglaterra
gastase tanto para conquistar -quelques arpents de neige vers le
Cañada», algunos arpendes de nieve hacia Canadá.
Se ha mantenido, con frecuencia, que los franceses, a dife
rencia de los ingleses, fueron obligados a colaborar en la obra
de colonización de la Corona, y que, en definitiva, el imperio
francés de América nació por iniciativa del Estado. Pero no fue
así. La colonización en el Atlántico nació de la iniciativa aislada
de ciudadanos franceses. Verdad es, sin embargo, que la mo
narquía la apoyó y alentó por razones de Estado desde tiempos
de Enrique IV y de Richelieu. Las colonias eran necesarias a fin
de que Francia pasara a ser autosuficiente en determinadas «es
pecias», como azúcar y tabaco. Pero lo eran todavía más para
promover el desarrollo de una marina mercante que pudiera
convertir a Francia en una gran potencia naval, capaz de me
dirse con España. Desde un principio, por tanto, el gobierno
confiaba en obtener un acrecentamiento de la potencia nacio
nal, no menos que un aumento de la riqueza privada. Pero se
necesitaban mayores medios de cuantos disponía la monarquía
francesa, y por lo mismo resultaba importantísimo canalizar la
riqueza y energía de los súbditos movidos por intereses perso
nales. Y, como en Inglaterra, se recurrió a las compañías con
cesionarias para coordinar intereses estatales e inversión pri
vada.
El imperio francés fue creado por compañías con privilegios
estatales que realizaron, con gastos mínimos para el gobierno,
la labor que debía haber correspondido al Estado. Se llegaron
a contar setenta y cinco de ellas entre 1559 y 1789; en su ma
yor parte, surgieron durante el siglo XVII. En el período de
20
formación de las colonias antes de 1660, dichas compañías tu
vieron la propiedad de los territorios ocupados, el monopolio
del comercio y diversos grados de autonomía administrativa. La
Corona se reservaba exclusivamente la suprema soberanía, la re
versión de los derechos al cabo de cierto número de años y la
facultad de reservar a Francia el comercio colonial. Por su par
te, las compañías recibían apoyos sustanciales; por ejemplo, los
nobles podían formar parte de ellas sin perder su rango, y se
alentaba la emigración, obligando por decreto a todas las naves
que zarpasen rumbo a las colonias a embarcar un determinado
porcentaje de engagés, es decir de personas que se comprome
tían por contrato a trabajar en suelo colonial durante al menos
tres años, de donde derivó su remoquete de «/es trente-six
mois». Ahora bien, a pesar de todo, una gran parte de aquellas
compañías tuvo una existencia breve y es dudoso que llegaran
siquiera a obtener algún provecho en dinero contante y sonan
te. Se dieron cuenta, como por lo demás casi todas las compa
ñías privilegiadas de la historia colonial, de que fundar y admi
nistrar las colonias era un fardo demasiado pesado, susceptible
de incidir gravosamente en las ganancias obtenidas mediante la
venta de tierras y el monopolio comercial, fuentes principales
de ingresos.
Entre 1660 y 1670 la iniciativa privada había ya agotado sus
funciones. Las compañías habían desaparecido casi todas, pero
las colonias permanecieron, pasando a ser posesiones reales: Ca
nadá, en 1663, el resto de las colonias americanas en 1674, tras
la disolución de la Compañía de las Indias Occidentales funda
da por Colbert. A renglón seguido se crearon otras compañías
concesionarias para ciertas colonias, como Luisiana y Santo Do
mingo; otras tuvieron simplemente el monopolio comercial de
una colonia o de una región, como la Compañía de las Indias,
de Law, en 1719. Pero ninguna gozó verdaderamente de una lar
ga vida o de un gran éxito.
Salidas de-la crisálida de la administración por medio de las
compañías, las colonias francesas asumieron bien pronto las ca
racterísticas de la metrópoli. Francia era una monarquía abso
luta, y, por tanto, las colonias formaban parte de las posesiones
reales. El gobierno fue confiado a los representantes del rey, no
sujetos a las limitaciones de unas asambleas locales o de unas
«cartas». Edictos reales y otras disposiciones menos forma-
21
les, tenían fuerza de ley. Los impuestos eran establecidos por
medio de ordenanzas reales, y solamente en algún caso se de
jaría a unas asambleas casi representativas la facultad de decidir
su distribución. En sus primeros tiempos el gobierno colonial
de Francia no fue menos autoritario que el español.
Pero tampoco estaba organizado tan racionalmente como és
te. Francia no poseía ningún equivalente del Consejo de Indias
español. Las colonias estaban, sobre todo, bajo la responsabili
dad del ministerio de la Marina, convertido en ministerio de ple
no derecho en 1699. En 1710 pasaron a ser competencia de una
sección especial de éste, el llamado burean colonial, pero las fi
nanzas de las colonias no fueron separadas de las de la marina
hasta 1750. A partir de 1780 el burean tuvo más secciones, crea
das en base a las diferenciaciones geográficas y dotadas de atri
buciones diversas: en 1783 fue rebautizado como Intendence
Genérale. Funcionó bastante bien, habida cuenta de los límites
de la burocracia francesa en el siglo XVIII. Lo que allí faltaba
era de hecho el poder político. Colbert, como ministro de la
Marina, había centralizado el imperio para controlarlo mejor y
promover su desarrollo, pero muy pocos de sus sucesores se in
teresaron por las colonias o supieron servirse de una manera
constructiva de los poderes de que disponían. Además, en los
asuntos coloniales intervenían también otros ministerios. La de
fensa era, sobre todo, responsabilidad del de la Marina, pero
también el de la Guerra estaba interesado en el tema. El con
trolador general de Finanzas —el ministro más importante—
administraba las aduanas y una parte de los réditos coloniales
e intervenía en el reparto de cargos. El Consejo de Comercio,
reestablecido en 1730, influía en la política comercial. Los in
tendentes reales y los representantes del Conseil d'Etat podían
visitar en cualquier momento las colonias. La administración
del imperio, en suma, debía aguantar excesivas intervenciones,
mientras que las responsabilidades, en cambio, no se hallaban
excesivamente acentuadas.
Bajo este aspecto, el tratamiento reservado a las colonias no
era distinto del aplicado a las provincias metropolitanas, y en
consecuencia, la administración del interior adoptó los mismos
sistemas. A la cabeza figuraba un gobernador general, o un go
bernador, o alguien que cumplía sus funciones, según la impor
tancia de la colonia. Casi siempre noble y militar, era el re-
22
presentante personal del rey, único responsable de las fuerzas
armadas, encargado de hacer respetar los reglamentos comercia
les y de sancionar las condenas a muerte emitidas por los tri
bunales locales. Pero todo gobernador tenía su intendente, cu
yas funciones caracterizaron al gobierno colonial francés, igual
que la audiencia caracterizó al español. Su cargo era un micro
cosmos de la historia administrativa francesa transferida de las
provincias metropolitanas a las colonias. Los gobernadores pro
vinciales pertenecían siempre a la noblesse d’epée, necesarios pe
ro sospechosos por su rango y prontos a la desobediencia. Los
intendentes, en cambio, eran gente de toga, en cuya lealtad y
capacidad se podía tener plena confianza, encargados de con
trolar la actuación de los gobernadores. Hacia mediados del si
glo XVII quedaban ya en Francia pocos gobernadores provin
ciales y estos pocos tenían más bien un carácter honorario: en
realidad, la administración se encontraba en manos de los in
tendentes. Pero en las colonias el viejo sistema resistió. Los in
tendentes eran nombrados por París y eran directamente res
ponsables ante el ministro de todas las cuestiones financieras.
Controlaban la policía y los tribunales y presidían el Conseil Su-
périeur, amén de nombrar a los funcionarios menores de la ad
ministración pública. La eficacia gubernamental dependía, pues,
del grado de colaboración que se estableciese entre intendente
y gobernador, puesto que el uno podía neutralizar las iniciati
vas del otro. El sistema no tenía nada en común con el adop
tado por otros países; dejaba, sí, a la Corona el poder efectivo,
al dividir a los funcionarios locales, pero no resultaba ventajoso
para la colonia. Finalmente, en 1816 fue definitivamente aban
donado. A partir de entonces el gobernador dispuso del abso
luto control de la administración de la colonia.
Sólo había otra institución jurídica que gozase de autoridad
efectiva, y era el Conseil Souveram o Conseil Supérieur, deri
vado de los parlamentos de París y de las principales capitales
de provincias, Todas las colonias importantes tenían uno y San
to Domingo dos. Presidido por el intendente, formaban parte
de él funcionarios de la administración, oficiales superiores de
la marina y del ejército y algunos colonos, siendo todos nom
brados por el rey. Tenía dos funciones principales: la legal y la
administrativa. Acogía las apelaciones a las sentencias de los tri
bunales de primera instancia y supervisaba los diversos tri-
23
bunaies especiales, como las cortes marciales. Entre sus atribu
ciones semilegislativas, tenía derecho a registrar los edictos y
otras disposiciones emanadas de Paris, así como las ordenanzas
del gobernador o del intendente, y a este respecto gozaba de
una pizca de autonomía. Por una parte tendía a limitar la apli
cación de las leyes de la Francia metropolitana, negándose a re
gistrar aquellas que desaprobaba o consideraba inaplicables, con
el resultado de que la legislación colonial se fue diferenciando
cada vez más de la de la metrópoli; y, por otra, al discutir las
ordenanzas menores del gobernador o del intendente antes de
registrarlas, el Consejo tuvo, como se ha dicho, casi unas
prerrogativas de órgano legislativo y fue asegurándose, poco a
poco, durante la primera mitad del siglo XV1I1, unos poderes
análogos a los de las asambleas de las colonias inglesas. Esto
contradecía la teoría constitucional francesa, y en 1763 Choi-
seul, a la sazón primer ministro, redujo los poderes de dicho or
ganismo, y quiso que se llamara Conseil Supérieur para indicar
que se trataba de un tribunal (como el Parlamento de París) sin
funciones legislativas. A partir de esa fecha los consejos dispu
sieron, pues, de poderes limitados, pero de un gran prestigio lo
cal. A partir de los veinte años de fiel servicio e! consejero ad
quiría el derecho a una patente de nobleza de segunda clase.
Conforme a la norma, no hubo asambleas electivas en el im
perio francés, y también eso a imitación de la madre patria. En
Francia los Estados Generales no se reunían desde 1614 y cons
tituían más una reliquia del pasado que una institución opera
tiva. La monarquía los consideraba sospechosos. En 1762, cuan
do Frontenac, gobernador de Canadá, se decidió a convocar
una asamblea electiva, Colbert le hizo notar que era política de
la monarquía no convocar los Estados Generales en Francia, y
que las colonias debían seguir tal ejemplo. A partir de entonces
no hubo más órganos electivos en las colonias hasta 1787. Aquel
año, en Francia, se convocaron las asambleas locales, y Marti
nica y Guadalupe siguieron el ejemplo metropolitano. Pero ya
en 1759 se habían instituido en esas dos colonias, así como en
Santo Domingo, Cámaras de Agricultura y Comercio, cuyos
miembros eran nombrados por los consejos locales, que tenían
derecho a estar representados por un diputado en París para la
tutela de sus intereses y las negociaciones con el ministro.
El gobierno de las colonias francesas fue por consiguiente
24
centralizado y autocrítico, pero no arbitrario. Se ejercía dentro
del ámbito de las leyes, así como de una convención adminis
trativa que limitaba los poderes del rey y protegía los derechos
de sus súbditos. Ello resultó particularmente evidente en mate
rias financieras y fiscales, en las cuales se estuvo muy cerca de
admitir que las colonias tenían sus derechos y de aceptar el prin
cipio «ningún impuesto sin representación».
En la Francia metropolitana, la política fiscal se basaba en el
supuesto de que la Corona tenía derecho a determinados ingre
sos como parte de sus regalías. Las demás tasas fiscales eran to
das contribuciones voluntarias de los súbditos. Pero en el siglo
XVIII tal distinción se había desvanecido ante el hecho de que
el más importante de los impuestos voluntarios, la taille, cobra
do solamente al tercer estado, aun sin haber sido votado desde
el siglo XV, era recaudado de acuerdo con unas cuotas fijadas
anualmente por la Corona; en cambio, la tasa análoga sobre los
ingresos del clero, el don gratuit, seguía siendo votada periódi
camente por las asambleas eclesiásticas. La Corona percibía sus
regalías normales, incluidos los aranceles aduaneros, que iban a
formar un fondo denominado domaine d ’Occident, y además
otros impuestos. Pero no existía ningún equivalente de la taille
como impuesto sobre la renta individual o sobre la propiedad
de la tierra (las dos formas alternativas usadas en Francia), y ade
más se reconocía el principio de que estas y otras formas de ta
sas adicionales constituían una contribución voluntaria de los
colonos y debían por ello, de una manera u otra, ser aprobadas
por los mismos.
La dificultad para asegurarse tales ingresos adicionales resi
día en que la Corona no estaba dispuesta a tolerar asambleas re
presentativas. En Canadá, territorio pobre, tal problema no se
planteaba, pero las islas del Caribe, gracias al azúcar, eran ricas,
y con unos gastos cada vez mayores para afrontar su defensa
naval, la Corona, a partir de 1690, observaba con codicia seme
jante riqueza. Con el tiempo se estableció una neta distinción
entre las islas originarias, centradas en Martinica y Guadalupe,
y la colonia de Santo Domingo, cedida formalmente por Espa
ña en 1697.
En Martinica y Guadalupe la Corona estimó oportuno per
mitir que los colonos se consultaran mutuamente en asambleas
no oficiales cuando se imponían tasas adicionales pero reser-
25
vándose el derecho a hacer valer su autoridad si no se llegaba
a un acuerdo. En 1715 se convocaron en Martinica y Guadalu
pe asambleas de representantes a fin de ratificar el mantenimien
to, en tiempos de paz, de un arancel sobre la exportación que
se había fijado en tiempos de guerra, el octroi. La asamblea mar-
tiniquesa dio su consentimiento en determinadas condiciones,
pero en vista de que la de Guadelupe se oponía, el gobierno re
solvió el problema aumentando el arancel sobre las importan-
ciones y exportaciones en todas las islas de Sotavento. Pero a
partir de 1763, nuevos gastos para la defensa le indujeron a bus
car de nuevo el acuerdo. En Martinica la asamblea se reunió en
1763, y nuevamente en 1777, al objeto de discutir la fórmula de
los impuestos, y a partir de 1763 el Conseil Supérieur de Mar
tinica recibió un estado de cuentas anual de las entradas y sali
das. Se abría de tal modo la vía a las asambleas creadas en 1787.
Un trato distinto fue el reservado a Santo Domingo. Esta era
la única colonia francesa a la cual le habían sido reconocidos an
tes de 1789 derechos constitucionales análogos a los de las co
lonias inglesas. Las razones de este trato especial fueron ilus
tradas por las Instrucciones Reales al gobernador en 1703: «Es
ta colonia se ha establecido por sí sola. Durante la última guerra
sufrió pérdidas, y para no impedir su desarrollo, Su Majestad
ha querido conceder a los habitantes una total franquicia de
derechos» '.
Sobre esta base, la Corona consultó a los dos Conseils Supé-
rieurs regionales por separado en 1713 y conjuntamente en 1715,
antes de instituir un octroi, y si bien dicha tasa fue mantenida
hasta 1738, sin ulteriores convocatorias especiales de las asam
bleas (aun cuando había sido votada tan sólo por un año), las
demás condiciones de la «carta» fueron escrupulosamente ob
servadas. Hubo nuevas sesiones conjuntas de los consejos en
1738 y 1751, y en ambas oportunidades el octroi fue renovado
por cinco años, aun cuando se mantuviese de nuevo dentro de
los límites establecidos. En 1761 el ministro de la Marina criti
caba ásperamente al gobernador y al intendente por haber im
puesto una tasa adiciona! de exportación, cifrada en el 3 por 100,
basándose en el principio de que: «la constitución de Santo Do
mingo es diferente a la de las otras islas, por el hecho de que
en el primer país nunca se establecieron sino derechos de oc
troi; además, éstos no deben ser recaudados en Santo Do-
26
mingo, sino después de haber sido propuestos por sus habitan
tes, representados por los Conseils Supérieurs, y aprobados por
Su Majestad» 2.
A partir de entonces el desarrollo constitucional y político
de Santo Domingo tuvo caracteres cada vez más especiales. En
1764-1765 fueron convocadas tres asambleas por separado, una
de las cuales englobaba a colonos que eran miembros de los dos
consejos, a fin de votar determinados impuestos adicionales.
Los colonos trataron de asegurarse el control de todo el siste
ma fiscal, así como de cambiar otros aspectos del gobierno. La
Corona se alarmó. En 1766 una ordonnance estableció qué per
sonas, en adelante, estarían capacitadas para formar parte de la
asamblea, incluyendo a los oficiales superiores del ejército y a
los miembros de los consejos. Confirmaba a las asambleas el de
recho a votar cualquier impuesto adicional, pero rechazaba la
pretensión de asegurarse otros ingresos que no fueran el octroi
o de intervenir en la administración colonial. Con las citadas li
mitaciones se convocaron otras asambleas en 1770 y 1776 para
renovar y acrecentar el octroi sin más complicaciones.
En materia fiscal, pues, el sistema colonial francés no fue rí
gidamente autoritario. La Corona tenía que elegir entre una pre
cisa delimitación del rendimiento fiscal y ciertas concesiones a
cuerpos representativos que hubieran podido debilitar su poder
político. Prefirió renunciar a los ingresos, con la consecuencia
de que las colonias no hubieron de soportar graves cargas fis
cales. En vísperas de 1789 la suma de todos los impuestos co
loniales ascendía a cerca de siete millones de libras francesas de
la época, en tanto que los gastos de las colonias giraban en tor
no a los 17 millones 3. El sistema colonial francés, pese a su au
toritarismo, fue menos costoso que el inglés; a diferencia de Es
paña y Portugal, Francia no obtuvo provechos fiscales de sus
colonias.
La administración local, los tribunales, las leyes, la propie
dad de la tierra y la organización eclesiástica de las colonias ga
las siguieron fielmente el modelo metropolitano. No había au
tonomía municipal, dado que Luis XIV había revocado todos
los privilegios de los ayuntamientos franceses. La ciudad, como
las áreas agrarias, fueron administradas por el intendente y sus
subordinados, como en Francia, pero sin que existiesen los car
gos honoríficos que habían sobrevivido en la madre patria.
27
Los colonos, y particularmente aquellos que servían como ofi
ciales en el ejército, fueron adscritos a diversas funciones admi
nistrativas, pero la Corona no puso a la venta los cargos de la
administración colonial.
El sistema judicial era sencillo. Los tribunales de primera ins
tancia, compuestos por magistrados, aplicaban las leyes del de
recho consuetudinario francés, modificadas por edictos regios
y otras ordenanzas registradas por el consejo local, y se servían
de los procedimientos legales franceses. Las apelaciones eran
presentadas ante los consejos locales. Había, además, tribunales
especiales para las causas referentes a la propiedad agraria de la
tierra y el derecho marítimo, así como consejos de guerra para
casos de indisciplina. La ley sobre bienes raíces se fundamen
taba en el principio de que toda la tierra pertenecía al rey y era
concedida en feudo a particulares o a sociedades, en condicio
nes que por lo general comportaban la ocupación y el desarro
llo. Existían algunas propiedades de tipo absoluto pero eran ra
rísimas. La política de la monarquía tendía a reproducir en la
propiedad y en las relaciones sociales de las colonias el sistema
feudal existente en Francia, garantía de la autoridad real. La je
rarquía feudal se afirmó en Canadá, pero no en el Caribe. En
ninguna de las colonias, de cualquier modo, se reprodujo la es
tratificación social existente en Francia.
En lo relativo a la religión, la monarquía, tras un período ini
cial de incertidumbre, decidió establecer el catolicismo roma
no, como en Francia, y no permitir la herejía. A partir de 1683
fue negada la libertad de culto a hebreos y hugonotes; sólo en
1763 hubo un retorno a la tolerancia religiosa. Pero hubo una
cierta resistencia a crear episcopados seculares, que sin embar
go constituían una característica esencial de la Iglesia galicana.
Durante más de un siglo las diferentes órdenes religiosas —je
suítas, dominicos, franciscanos reformados— constituyeron allí
la mayoría del clero, asegurándose enormes posesiones y una
considerable influencia política, de tal manera que Canadá es
tuvo muy cerca de una teocracia. Pero una vez expulsados los
jesuítas de Francia en 1763, la Corona instituyó obispados y
parroquias en todas las colonias que le quedaban.
El año de 1763 marcó asimismo un giro importante en la de
fensa colonial. Hasta entonces, Francia'había confiado sobre to
do en la milicia local, en la que podían prestar servicio todos
28
los varones entre los dieciséis y los sesenta años de edad. Los
cuerpos de las milicias estaban al mando de oficiales regulares
franceses, pero los colonos tenían en gran estima los grados de
suboficiales, por el prestigio que conferían. La milicia canadien
se constituía una fuerza formidable, experta en la guerra contra
los indios y capaz de batirse con éxito incluso contra las tropas
regulares inglesas; pero esa fuerza militar, en el Caribe, se uti
lizó sobre todo en la represión de las rebeliones-de los esclavos.
La guerra de los Siete Años, que llevó a la pérdida de Canadá
y a la ocupación de Guadalupe por los ingleses, demostró que
las milicias no bastaban para defender las colonias si Francia no
se aseguraba el dominio de los mares, y por esto, a partir de
1763, Francia mantuvo en el Caribe tropas regulares cada vez
más numerosas y formó regimientos especiales destinados a la
defensa de sus colonias. Los gastos que todo ello provocó fue
ron una de las razones principales que indujeron a la madre pa
tria a negociar con los colonos un aumento de los impuestos,
aunque fuera a costa de hacer concesiones de tipo cons
titucional.
El sistema comercial francés no difería mucho del de los im
perios coloniales menos recientes, a los cuales tomó como mo
delo. Se basaba en los siguientes principios, conforme a la de
finición de la Enciclopedia (1751-1768): «Dado que las colonias
no han sido establecidas sino para utilidad de la metrópoli, de
ello se sigue:
1. Que han de quedar bajo su inmediata dependencia, y,
consiguientemente, bajo su protección.
2. Que el comercio debe practicarse exclusivamente con los
fundadores» 4.
Esa exclusiva, sin embargo, no existía ya en el momento de
la fundación de las colonias. Las compañías coloniales tenían
un monopolio del comercio, pero eran libres de traficar con los
demás países, y los navios extranjeros podían atracar en los
puertos de las colonias francesas. El sistema mercantilista se
aplicó a partir de 1660, cuando Colbert se sirvió de la Compa
ñía de las Indias Occidentales para excluir del comercio colo
nial a los navios de otros países, sobre todo los de Holanda.
Una serie de edictos reales, aparecidos en los años 1670, 1695
y 1717, excluía a los extranjeros de los puertos coloniales fran
ceses y prohibía todo tráfico directo entre las colonias y las
29
otras naciones. El comercio colonial, tanto de importación co
mo de exportación, debía, pues, realizarse a través de los puer
tos metropolitanos, fuera cual fuese el destino o procedencia
del mismo. Dicho sistema, denominado pacte colonial, fue con
todo menos rígido que el español, puesto que el comercio co
lonial continuó abierto a todos los súbditos franceses (exclui
das aquellas colonias que formaban parte de un monopolio co
mercial) y no estaba tampoco limitado a una flota anual o a un
solo puerto francés. Pero era más restrictivo que el sistema in
glés, dado que no había mercancía ninguna colonial francesa
considerada como «no numerada» y por tanto libre de ser en
viada directamente a los países de Europa.
El concepto de pacto colonial implicaba una convención bi
lateral que ofreciese ventajas a ambas partes, colonos y metró
poli. Esto se consiguió en parte. Francia concedió privilegios
aduaneros a los productos coloniales, pagó subvenciones a los
barcos, los esclavos y cualquiera otra cosa necesaria para los co
lonos y creó el sistema llamado engagement a fin de suminis
trar a las tierras de ultramar colonos de raza blanca. El gobier
no, de otro lado, se interesó paternalistamente por el bienestar
de sus colonias: aportó ayuda técnica a la agricultura y alentó
a los colonos a variarla incrementando el cultivo de productos
alimentarios y no limitando las exportaciones al azúcar y al ta
baco. Pero en conjunto la balanza se inclinaba obviamente del
lado francés. En los últimos años del siglo XVII, Francia no es
taba en condiciones de suministrar suficientes naves al comer
cio colonial, y durante todo el siglo XVIII sus fletes fueron su
periores a los ingleses u holandeses. Los comerciantes que te
nían el monopolio del suministro a las colonias no se preocu
paban de remitir a ultramar las mercancías precisadas por los co
lonos y cargaban la mano en los precios. Para proteger a los pro
ductores metropolitanos de coñac, se prohibió a los colonos ex
portar a Francia melazas o ron, y hasta finales de 1763 también
se les prohibió exportarlos a los mercados extranjeros. De otra
parte, mientras que en las islas francesas se permitía la elabora
ción del azúcar prohibida en las islas inglesas, a partir de 1684
ya no se toleró la construcción de nuevas refinerías y la impor
tación a Francia de azúcar refinado fue sometida a aranceles su
periores a los que gravaban al azúcar en bruto. Aun así, no se
puede afirmar que Francia tuviera derecho a alguna alabanza
30
en cuanto protectora de sus colonias: de hecho, en todas las
guerras habidas entre 1689 y 1763 éstas fueron aisladas de la ma
dre patria por el bloqueo inglés y muchas de ellas ocupadas y
devastadas.
Para atender a las peticiones de los colonos, a partir de 1763
Francia modificó las restricciones al comercio colonial; igual
que España o Inglaterra, Francia hizo algunas concesiones, de
carácter secundario, reforzando sustancialmente las bases del
sistema. Con el sistema llamado exclusif mitigé se permitió la
importación de ganado y otras mercancías de primera necesi
dad de las colonias americanas de otros países europeos, paga
das en melazas y ron, y no en dinero contante o en artículos
reservados a la metrópoli. En 1767 y en 1784 se abrió a los na
vios extranjeros un cierto número de «puertos francos»: el sis
tema era análogo al inaugurado en 1766 por Inglaterra en esa
misma zona. Sea como fuere, se procuró aplacar a los planta
dores, sin por ello reducir las ventajas de la metrópoli: mono
polio del mercado para las exportaciones a Europa, monopolio
de las mercancías coloniales más preciadas y empleo de la ma
rina mercante metropolitana para el adiestramiento de las tri
pulaciones y la creación de una potencia naval.
Las medidas encaminadas a mitigar el monopolio no satisfi
cieron a los colonos; el sistema resultaba ventajoso sobre todo
para Francia. De haber permanecido abierto el mercado colo
nial, comerciantes y armadores franceses no habrían estado en
condiciones de competir con Inglaterra, por lo que es obvio que
el monopolio les beneficiaba. En el siglo XVIII, las Indias occi
dentales constituían una de las fuentes más importantes de la
prosperidad comercial francesa, y sus beneficiarios más direc
tos eran los armadores, los comerciantes y los propietarios de
las refinerías de azúcar ubicadas en puertos tales como Burdeos,
Nantes, Le Havre, La Rochelle y Marsella. Claro que también
existían otras ventajas menos inmediatas. Los productos colo
niales eran vendidos en muchos países europeos y ayudaban a
equilibrar la balanza comercial francesa: en 1788 más de la quin
ta parte de las exportaciones francesas estaba constituida por
mercancías de las colonias, y esto era muy importante para el
comercio internacional francés. La existencia de mercados co
loniales y las necesidades propias de los colonos constituían,
además, un estímulo para la industria metropolitana. A dife-
31
rencia de España y Portugal, Francia no se limitaba a exigir tri
butos al comercio forzosamente obligado a pasar por sus puer
tos, porque era también una gran potencia industrial. Pero cier
tamente las colonias se hubiesen regocijado ante una revocación
o una modificación del pacte colonial.
La revolución de 1789 constituyó para la historia de las co
lonias francesas el suceso más importante después de la reorga
nización operada por Colbert entre 1664 y 1683. Colbert había
suprimido la administración de las compañías con carta de pri
vilegios en las colonias del Caribe, poniendo a tales colonias ba
jo la directa dependencia de la Corona, y creando un sistema
económico que subordinó los intereses coloniales a los de Fran
cia. Tan extremada subordinación de las colonias resultaba in
compatible con los principios afirmados por la Revolución
Francesa y había sido atacada ya por los liberales franceses mu
cho antes de 1789. Turgot había mantenido que una verdadera
política colonial debía conceder a las colonias «una completa li
bertad de comercio, gravándolas solamente con los gastos de su
defensa y administración», y tratarlas políticamente «no como
a provincias subyugadas sino como a Estados amigos, protegi
dos si se quiere, pero extranjeros y separados» 5.
Los colonos deseaban la libertad comercial o al menos la
igualdad con la metrópoli dentro del sistema imperial, y reivin
dicaban además un control mayor en la dirección de sus asun
tos internos, pero se hubieran contentado incluso, como dice
Dubuc, un colono que era también jefe del departamento colo
nial, con ser tratados como «provincias del reino de Francia,
francesas de sentimientos como las demás, iguales a las de
más» 6. Esto implicaba la integración con Francia, y no una di
ferenciación que hubiese constituido a las colonias en otros tan
tos Estados diferentes. Los colonos querían la igualdad con la
metrópoli, no la autonomía.
A partir de la Revolución las colonias recibieron plena igual
dad. En 1794 la asimilación había quedado ultimada. La Cons
titución del Año III (1794) afirmaba que las colonias eran «par
te integrante de la República... sometidas a las mismas leyes
constitucionales». Todas las leyes vigentes en Francia eran apli
cables en las colonias, las cuales fueron divididas en departa
mentos, gobernados por comisarios y por asambleas electivas
según el modelo de la nueva Francia. Los colonos estaban re
32
presentados en los órganos legislativos metropolitanos y tenían
el mismo sistema fiscal que los ciudadanos de la madre matria.
Basándose en tales principios se anularon los aranceles sobre el
comercio colonial con Francia, a fin de situar a las colonias en
pie de igualdad con los demás departamentos de la República;
pero el comercio exterior tenía que desarrollarse con navios
franceses o con navios del país de origen de las mercancías.
Las colonias acogieron con satisfacción esas declaraciones de
principios, pero el reverso de la medalla estuvo representado
por el régimen de la esclavitud, decidido en la metrópoli y ex
tendido después a las colonias. En 1791-1792 los mulatos libres
y los antiguos esclavos obtuvieron todos los derechos de ciu
dadanía, incluidos los electorales, y en 1794 fueron liberados to
dos los esclavos, pero en 1798 el Directorio, para atender a los
colonos que se quejaban de haber sido arruinados por la libe
ración de los esclavos, limitó el pleno goce de los derechos po
líticos a aquellos que tuvieran una profesión u oficio, a los
miembros de las fuerzas armadas y a los braceros, decretando
castigos para los antiguos esclavos que se negaran a trabajar y
se hubieran entregado al vagabundeo.
Las leyes votadas durante este decenio proporcionaron una
base teórica a los principios que regularían las relaciones entre
la República francesa y el Imperio durante todo el siglo XIX, pe
ro por el momento, en su mayor parte al menos, no pudieron
ser aplicadas en las colonias. Ya a partir de 1789, las colonias
se habían aprovechado de la confusión reinante en la metrópoli
para gobernarse mediante nuevas asambleas, aceptando tan só
lo las leyes y las ordenanzas más convenientes. Además, la
guerra con los ingleses, que estalló en 1793, llevó a la ocupa
ción de muchas colonias francesas hasta la paz de Amiens de
1802. Pero para entonces la teoría colonial de la República ha
bía sido sustituida por las del Consulado y el Imperio. El prin
cipio republicano de la asimilación fue sustituido por el de la
subordinación y la legislación separada, como antes de 1789. El
ejecutivo francés se aseguró de nuevo la facultad de legislar me
diante decretos para las colonias, cuyos representantes fueron
excluidos del parlamento; así, el gobierno colonial volvió, si
bien con algunas mutaciones de nombres, a las formas que lo
habían caracterizado antes de 1789; un capitán general sustitu
yó al gobernador, un préfet colonial al intendente, y un com
ió
missaire de justice asumió las funciones del intendente judicial.
En lo referente al comercio, se volvió a establecer un sistema
rígidamente exclusivo, con aranceles relativos sobre el comer
cio entre las colonias y Francia. La esclavitud y la trata de ne
gros volvieron a ser legales.
Pero en buena parte el nuevo sistema colonial sólo existía so
bre el papel. Santo Domingo se sublevó en 1802 contra el re
torno de la esclavitud, proclamándose independiente en 1803.
Luisiana, devuelta en 1800 por España, a la cual había sido ce
dida en 1763, fue vendida a Estados Unidos en 1803, antes de
volver a pisarla los franceses. De ahí que el sistema imperial de
Napoleón siguiera siendo no menos teórico que el republicano.
Tuvo sin embargo su importancia para el futuro, pues repre
sentó para los franceses un concepto de imperio colonial que
ejerció notable influencia durante los siglos XIX y XX. En con
tra de la concepción republicana de la completa asimilación a la
madre patria mediante el derecho, las instituciones y el comer
cio, el Imperio afirmó el principio de que el régimen de las co
lonias francesas debía ser determinado por una legislación es
pecial. Esto fue el núcleo de una concepción que terminaría por
sustituir a la de la asimilación como base de la organización im
perial francesa.
A finales del siglo XVIII, pasando por alto las ignominiosas
consecuencias de las guerras iniciadas en 1793, Francia, como
potencia colonial, no había llegado a resultados particularmen
te dignos de consideración. En 1660 había tenido las mismas óp
timas posibilidades que Inglaterra de levantar un imperio ultra
marino; en 1789 había perdido todos sus dominios de América
septentrional, con la sola excepción de las islas de Saint-Pierre
y Miquelo, frente a las costas de Terranova. Conservaba las is
las del Caribe y en 1783 reconquistó las posesiones del Africa
occidental, pero no logró asegurarse el predominio en la India,
donde sólo conservó cinco pequeñas bases comerciales. ¿Hay
que deducir que Francia no tenía interés o capacidad para con
vertirse en una potencia colonial?
La relativa falta de éxito no dependió de este o aquel aspecto
del cáracter nacional, sino de una serie de factores que difirie
ron de una a otra área. En Canadá se dependió, en última ins
tancia, de la incapacidad de hacer frente a la potencia naval bri
tánica durante la guerra de los Siete Años; pero también Ca-
34
nada era débil por la escasa inmigración francesa, que lo hizo
vulnerable al ataque de las colonias inglesas, mucho más popu
losas. Ese hecho reflejaba indudablemente una cierta resistencia
francesa a emigrar durante el siglo XVIII, puesto que el desarro
llo de la población canadiense, que alcanzó un máximo cercano
a las setenta mil almas en 1759, se debió en buena parte al in
cremento natural. Pero la disparidad entre la situación colonial
inglesa y la francesa fue el resultado de unas condiciones geo
gráficas antes que un mayor interés de los ingleses por la polí
tica colonial. En América del Norte, Inglaterra se había asegu
rado aquellas zonas que por el clima, la facilidad de acceso o la
amplitud del hinterland constituían metas naturales de los tra
bajadores que emigraban de Europa. Y las cosas no cambiaron
demasiado con las mutaciones políticas de 1763. Canadá cons
tituía una región periférica, y solamente la escasez de tierras más
al sur o una intervención política en favor de la emigración ha
brían podido llevar a una ocupación intensiva. El hecho de que
Francia no se preocupara de poblarlo en 1759 no supone que
careciera del entusiasmo o de la capacidad que distinguen a una
potencia colonial.
En cambio los franceses no tuvieron menos éxito que los in
gleses en otras regiones americanas. En la exploración de la zo
na de Misisipí-Misuri y en el comercio de las pieles se mostra
ron todavía más enérgicos. Las relaciones con los indios, de las
cuales dependía el comercio peletero, fueron en general mejo
res. Las misiones católicas francesas se aseguraron prácticamen
te el monopolio de Norteamérica. En el Caribe los plantadores
franceses alcanzaron quizá mejores resultados que los colonos
de las islas inglesas. En Africa occidental ambas naciones se vie
ron más o menos en la misma situación. Donde el fracaso de
los franceses resultó más clamoroso fue en la India, en la cual
su Compañía de las Indias no consiguió hacer frente a la com
petencia de la Compañía de las Indias Orientales británica y
Francia acabó por perder en 1763 toda posibilidad de asegurar
se una posición de predominio con relación al resto de los paí
ses europeos. En cierta medida este fracaso reflejaba la resisten
cia francesa a invertir dinero en especulaciones de ese género,
resistencia que probablemente tuvo consecuencias nefastas tam
bién en Luisiana y Cayena. Pero la pérdida de la India, como
la de Canadá y otras posesiones, dependió en última instan-
35
cía de la falta de una potencia naval. Colbert lo había intuido
perfectamente: las colonias podían estimular el desarrollo de
una gran flota, tanto mercante como de guerra, y viceversa; so
lamente podían sobrevivir si estaban defendidos por una mari
na de la adecuada potencia. En el siguiente siglo la preeminen
cia concedida a las guerras continentales condenó a Francia a
una perpetua inferioridad naval. Durante todo aquel período,
los ingleses conservaban el dominio de los mares, de tal forma
que Francia estuvo siempre expuesta al riesgo de ver conquis
tadas sus colonias y recortado su comercio. Durante la guerra
de independencia americana de 1766-1783, en cambio, los fran
ceses pudieron por primera vez enfrentarse a Inglaterra en el
mar sin estar al mismo tiempo envueltos en una guerra en el
continente europeo. El hecho de que los almirantes franceses
consiguieran asegurarse, siquiera fuese por breve tiempo, el pre
dominio en el Caribe y en el océano Indico, y de que Francia
lograra no sólo conservar sus colonias, sino también reconquis
tar Tobago y Senegal, demuestra cuán estrecha era la relación
entre la potencia naval y la potencia colonial en el siglo XVIII.
Francia hubo de ceder ante Inglaterra sobre todo porque du
rante un siglo de conflictos anglo-franceses Inglaterra concen
tró sus esfuerzos en el mar y en las colonias, mientras que Fran
cia se vio obligada a ocuparse exclusivamente de las campañas
en Europa.
36
Los comerciantes y negreros holandeses se mostraban ya ac
tivos en Africa occidental y en América a finales del siglo XVI,
pero la colonización no comenzó hasta 1621, con la fundación
de la Compañía de las Indias Occidentales. Esta fecha resulta
significativa. La Compañía había sido proyectada hacía tiempo,
pero sólo fue realizada cuando terminó la tregua de 1609 entre
España y Portugal, puesto que su objetivo fundamental era ata
car las posesiones enemigas en ultramar y distraer fuerzas de la
guerra en Europa. Naturalmente, albergaba a la vez otras espe
ranzas. Algunos de los promotores de la Compañía deseaban
crear en América colonias de poblamientos para los calvinistas
huidos de Flandes, mientras que otros querían asegurarse en el
Caribe una base para el contrabando con las colonias de los de
más países. A la larga, miras políticas y propósitos de coloni
zación demostraron ser incompatibles, pero durante un cuarto
de siglo, a partir de 1621, la alianza provisional entre los diver
sos grupos en las Provincias Unidas aseguró a la Compañía ca
pitales y apoyos políticos suficientes para la creación de un im
perio de proporciones notables.
En 1648 la Compañía tenía tres grupos de colonias. En Nor-
teámerica poseía la de Nueva Amsterdam, a orillas del río Hud-
son, y Long Island, además de Delaware, fundada en 1623 y am
pliada en 1655 tras la conquista de la vecina colonia sueca de
Nueva Suecia. Ambas eran colonias agrícolas, pero en ellas tam
bién se ejercía el comercio de pieles con los indios. El segundo
grupo estaba constituido por bases comerciales en ambos lados
del Atlántico. La Compañía arrebató a Portugal los enclaves de
Arguin, Portendic, Goree, Elmina, Santo Tomé y Luanda, to
dos ellos utilizados como centros para la trata de esclavos, y a
España San Eustaquio, Tobago, Curazao y otras pequeñas islas
del Caribe, para el contrabando con las colonias españolas. Pe
ro lo más importante de todo es que la Compañía ocupó buena
parte del Brasil y de Guinea.
En 1648 el futuro de este imperio parecía brillante, pero en
realidad se disolvió con la misma rapidez con que se había for
mado. En 1648 los portugueses recuperaron Luanda y Santo
Tomé, mientras que en 1654 los colonos portugueses consiguie
ron expulsar a los holandeses del Brasil. Los ingleses conquis
taron Nueva Amsterdam y Delaware en 1667. Los franceses se
apoderaron de Arguin, Goree y Tobago. En 1700 solamente les
37
quedaban a los holandeses algunas bases comerciales como Cu
razao, San Eustaquio y parte de San Martín, junto con las plan
taciones de la Guayana y Elmina, como bases de aprovisiona
miento de esclavos.
Las razones de tanta decadencia resultan complejas. La Com
pañía no estaba bien dirigida. La muerte del estatúder Guiller
mo II en 1650 le privó del más influyente aliado político; el si
guiente gobierno republicano se mostró hostil a la Compañía.
Portugal, a la sazón independizado de España, estaba decidido
a reconquistar sus colonias, e Inglaterra, una vez acabada la
guerra civil en 1646, se convirtió en una rival encarnizada. Los
colonos holandeses eran demasiado escasos para defender de los
ataques las posesiones más vastas. Pero, sobre todo, la Compa
ñía perdió sus posesiones porque la mayoría de las Provincias
Unidas preferían el contrabando con las colonias extranjeras a la
posesión de dominios en ultramar. Una vez terminada la guerra
con España en 1648, se juzgó que la Compañía había agotado
sus posibilidades y se le privó de todo apoyo estatal. Por sí so
la, la Compañía era incapaz de sostener el peso de la defensa
de sus dominios: en 1674 sobrevino la bancarrota y la Compa
ñía fue disuelta. Las colonias volvieron a los Estados Genera
les, pero, en vez de administrarlas, éstos las asignaron a otra
compañía concesionaria.
Al igual que la otra, la nueva Compañía de las Indias Occi
dentales reflejaba la descentralización de las Provincias Unidas.
Era un órgano federal formado por Cámaras en gran medida au
tónomas en las provincias y en las ciudades principales, cada
una de las cuales actuaba por su propia cuenta. La Compañía
como tal tenía poca autoridad sobre sus miembros y escasas fun
ciones distintivas. Estaba regida por el Consejo de los Diez,
nombrado conjuntamente por las Cámaras y por los represen
tantes de los accionistas, y a partir de 1750 por el estatúder, que
era su director general ex officio. Su principal actividad como
órgano colectivo fue la trata de esclavos entre Africa y el Cari
be, cuyo monopolio poseía; además, financiaba las iniciativas
de las Cámaras o de sus representantes, obteniendo sus benefi
cios de un impuesto sobre el comercio. Cada colonia americana
poseía una administración propia. Curazao pertenecía a la Cá
mara de Amsterdam; San Eustaquio, a la de Zelanda; Surinam
era administrada por la Sociedad del mismo nombre, fundada
38
por la Cámara de Amsterdam y por Cornelius Van Aerssen,
quien en 1770 cedió su participación a la sociedad. Berbice per
tenecía a la Sociedad de Berbice desde 1720, y Esequibo, junto
con su colonia filial, Demerara, a la Cámara de Zelanda.
El balance de la Compañía y de las sociedades dependientes
en el período 1674-1791 demuestra lo difícil que era para una
compañía concesionaria obtener beneficios de unas colonias que
también debían de administrar y defender. Entre 1674 y 1720
la media de los dividendos osciló en torno al 2,5 por 100; entre
1720 y 1722 fue del 1 por 100, y a continuación no se pagaron
más dividendos. En 1791 la Compañía quebró y se disolvió 7.
Entre las sociedades privadas, la de Surinam pagó dividendos
modestos, mientras que la de Berbice no pagó nada. En reali
dad, la administración de la Compañía no se aprovechó siquie
ra del desarrollo económico colonial. Pesaban sobre la misma
múltiples factores negativos: inversiones limitadas, restricciones
a la creación de nuevas plantaciones privadas por temor a que
hicieran competencia a las de la Sociedad, precios artificialmen
te elevados para los esclavos y otras importaciones y aranceles
sobre el comercio. Surinam tuvo mejor suerte, puesto que su co
mercio estuvo, desde el comienzo, abierto a todos los ciudada
nos de las Provincias Unidas, mientras que el de las otras co
lonias permaneció durante largo tiempo limitado a los navios
de las compañías o era dirigido forzosamente a la provincia me
tropolitana de la cual dependía la colonia. Aparte de Curazao
y San Eustaquio, ninguna colonia prosperó hasta finales del si
glo XVIII; después, acabada ya la administración de las compa
ñías en 1791, y ocupadas por los ingleses en 1796, se acrecen
taron las posibilidades mercantiles, llegaron colonos y capitales
extranjeros y el precio de los esclavos disminuyó. El período
de mayor prosperidad de la Guayana, como colonia de planta
ciones, comenzó después de que la Compañía renunciara a
administrarla.
El hecho de que en un primer momento los holandeses con
sideraran la colonización como algo solamente útil para fines
bélicos o mercantiles, sin pensar en la emigración o el pobla-
miento, hizo que el gobierno autorizase a la Compañía de las
Indias Occidentales a administrar las colonias americanas en ca
lidad de simples posesiones territoriales. Su «carta», como la de
la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales, no preveía
particulares derechos constitucionales para los colonos holan
deses. Hecho digno de mención, las tradiciones liberales de la
madre patria florecieron en Guayana porque la emigración fue
en definitiva espontánea, y no cabía hacer otra cosa que conce
der los derechos políticos y legales que reivindicaban los
colonos.
Durante el siglo xviii los mayores avances constitucionales
se dieron en Esequibo y Demerara. Las demás colonias de la
Guayana tenían ya constituciones liberales, gracias a las cuales
los colonos participaban en el gobierno y tenían voz en materia
fiscal; en las islas del Caribe los colonos eran demasiado esca
sos para que se pudieran afirmar en ellas instituciones análogas.
Esequibo y Demerara estaban gobernadas por la Cámara de Ze
landa, que, al contrario que las compañías privadas de las otras
colonias de la Guayana, se proponía fines muy limitados. Las co
lonias eran administradas por funcionarios de la Cámara como
simples plantaciones de azúcar; hasta 1716 los ciudadanos pri
vados no tuvieron derecho a crear plantaciones. Pero a partir
de entonces fue preciso hacer algunas concesiones, porque no
se podía renunciar a la colaboración de los colonos cuando se
trataba de formar una milicia, ni tampoco se podía prescindir
de su consentimiento cuando se quería imponer otras tasas fis
cales, además de las originariamente autorizadas por los Esta
dos Generales. Durante medio siglo, a partir de 1739, año en
que se admitió al primer plantador en el Consejo de la Com
pañía en Esequibo, se fue desarrollando un complejo sistema
constitucional que fue atribuyendo a los colonos funciones ca
da vez más importantes en el gobierno y en la administración
de justicia. En 1789 dicho sistema fue sancionado en el Plan de
Reparación, preparado por un Comité en representación tanto
de la compañía como dé los Estados Generales, después de que
los colonos hubiesen protestado formalmente contra ciertas li
mitaciones que se proyectaban a sus derechos. Como conse
cuencia de modificaciones ulteriores, introducidas en 1796, po
co después de la ocupación de la Guayana por los ingleses , los
colonos estuvieron representados en el gobierno por cuatro or
ganismos; de éstos el de mayor importancia era el Consejo de
Policía, responsable de una y otra colonia, formado por un di
rector general (gobernador general), tres funcionarios y cuatro
colonos. El voto del gobernador era decisivo y por ello los fun-
40
cionarios estaban en mayoría, pero no resultaba fácil ignorar el
criterio de los plantadores. Venía luego el Colegio de Kiezers,
uno por cada colonia, elegidos de por vida por los plantadores
propietarios de al menos veinticinco esclavos. Su única función
consistía en elegir a los miembros no oficiales del Consejo de
Policía. Estaban además los Consejos de Justicia, uno por pro
vincia, tribunales de segunda instancia constituidos por dos fun
cionarios y seis colonos. Y, finalmente, estaba el Consejo Con
junto, establecido en 1796, el cual quedaba formado por el Con
sejo de Policía y seis representantes financieros elegidos cada
dos años por los plantadores. Este órgano de Gobierno se reu
nía cada año para examinar la situación de la «casa de la colo
nia» —los réditos procedentes de las tasas fiscales votadas por
los plantadores para subvenir a las necesidades generales de la
colonia, a diferencia de las entradas destinadas a la «casa de la
compañía»— y votaba y distribuía las tasas para el año siguiente.
Aun cuando fuera complicado y curioso, este mecanismo
constitucional aseguraba a los colonos un control efectivo so
bre la política y los gastos de la compañía, e impuso restriccio
nes análogas a los ingleses, quienes en 1796 se comprometieron
a mantener la constitución, la cual únicamente sería abolida en
1928. Esta evolución demostró que ni siquiera el gobierno de
la compañía podía impedir a los colonos holandeses gozar de
los derechos políticos y legales consentidos a los ciudadanos de
la metrópoli. Al igual que Inglaterra, también las Provincias
Unidas creían en el gobierno representativo. Los colonos ho
landeses, para los cuales resultaba inimaginable una pérdida de
sus derechos, obligaron a la Cámara de Zelanda, que se mos
traba reacia, a reconocérselos. Guayana pasó a ser la única co
lonia americana, si se excluyen las inglesas, dotada de institu
ciones representativas. En el contraste entre esta y otras colo
nias se reflejaba, pues, la diferencia existente entre las Provin
cias Unidas y las monarquías absolutas de Francia, España y
Portugal.
41
4. El imperio colonial británico
de 1700 a 1815
42
Las posesiones británicas en América del Norte en 1763
43
t r a s te e s m á s b ien el e x iste n te e n tre el im p e r io a m e r ic a n o , re la
tiv a m e n te p e q u e ñ o y a m p lia m e n te h o m o g é n e o — tal c o m o e x is
tía a n te s d e 1763— , y el c o m p le jo im p e r io m u n d ia l d e 1815.
C o n s id e r a r lo s c o m o d o s e n tid a d e s d ife r e n te s sig n ific a e s ta b le
c e r u n a d is tin c ió n a r tific ia l, la c u a l e s sin e m b a r g o ú til p a r a d is- ‘
tin g u ir la s tr a d ic io n e s c o lo n ia le s in g le s a s fu n d a m e n ta le s, c o n
f o r m e se e x p r e sa n en la s c o lo n ia s o r ig in a r ia s , d e la s d ife r e n te s
tr a d ic io n e s q u e se d e s a r r o lla r o n a re n g ló n s e g u id o y p a r a p o d e r
a f r o n ta r lo s d iv e r s o s p r o b le m a s d e la s c o lo n ia s a d q u ir id a s en
1 7 6 3 y m á s ta rd e .
L a s c o lo n ia s y e x c o lo n ia s in g le sa s en A m é r ic a a c a b a r o n p o r
c o n v e r tir s e en lo s m á s r ic o s y p o b la d o s d e t o d o s lo s d o m in io s
e u r o p e o s d e u ltr a m a r , y el im p e r io b r itá n ic o e r a e n el s ig lo XIX
el m a y o r d e s u t ie m p o . E s t a s d o s a fir m a c io n e s p u e d e n in d u c ir
a p e n s a r q u e la s u p r e m a c ía d e G r a n B r e ta ñ a e n tr e la s p o t e n
c ia s c o lo n ia le s fu e a n te r io r a c u a lq u ie r a o tr a . A h o r a b ie n , an te s
d e 1 7 6 3 la s c o lo n ia s b r itá n ic a s en el C a r i b e y N o r te a m é r ic a n o
e ra n , p o r d e s c o n ta d o , c o m p a r a b le s en e x te n sió n , r iq u e z a , p o
b la c ió n o c iv iliz a c ió n a d e te r m in a d a s p o s e s io n e s e s p a ñ o la s , c o
m o la N u e v a E s p a ñ a o el P e r ú . S e tr a ta b a d e u n a s c o lo n ia s j ó
v e n e s, y a q u e la s m á s a n tig u a s te n ían m á s o m e n o s u n s ig lo d e
v id a , y en 1 7 1 5 n o c u b ría n la c o s ta o r ie n ta l d e N o r te a m é r ic a y
m u c h o m e n o s el in te rio r . E n su m a y o r ía e ran p o b r e s , al e sta r
p r iv a d a s d e lo s r e c u r s o s d e la s c o lo n ia s e s p a ñ o la s m á s ric a s, ta
le s c o m o y a c im ie n to s d e m e ta le s p r e c io s o s o u n a p o b la c ió n in
d íg e n a d e n s a y e s ta b le , q u e p u d ie r a s e r a p r o v e c h a d a c o m o m a
n o d e o b r a . E l a u m e n to d e la p o b la c ió n d e p e n d ía d e la in m i
g r a c ió n , lib re o f o r z o s a , y d e l in c re m e n to d e m o g r á fic o n a tu ra l.
E n 1 7 1 5 la s c o lo n ia s c o n tin e n ta le s c o n ta b a n , en c o n ju n to , e s
c a sa m e n te c u a tr o c ie n to s m il h a b ita n te s, y su d e s a r r o llo e c o n ó
m ic o se v e ía im p e d id o p o r la fa lta d e c a p ita le s. S u s e x p o r ta c io
n es o s c ila b a n en t o r n o a u n c u a r to d e m illó n d e lib r a s e ste rlin a s
al a ñ o , d u r a n te lo s p r im e r o s d e l s ig lo XVIII '. S o la m e n te c o n ta
b an c o n u n a s c u a tr o c iu d a d e s d e c ie rta im p o r ta n c ia : B o s t o n , F i-
la d e lfia , N u e v a Y o r k y C h a r le s t ó n . L o s c o lo n o s se h a b ía n c o n
c e n tr a d o en u n a fra n ja c o s te r a al e ste d e lo s A p a la c h e s. A lg u -
44
ñas islas del Caribe estaban más avanzadas y producían azúcar,
tabaco y otros artículos tropicales; las exportaciones a Ingla
terra ascendían a un promedio de 600 000 esterlinas en
1701-1705 2. Pero eran actividades primarias, frente a las gran
des provincias hispanas. Los inmensos recursos de la América
británica eran casi todos aún potenciales a comienzos del siglo
XVIIí.
Las colonias inglesas se dividían en tres categorías. A la pri
mera pertenecían las colonias de plantaciones del Caribe y la
costa meridional de América del Norte, que reproducían el mo
delo del Brasil portugués: grandes posesiones en las que se cul
tivaban productos tropicales destinados al mercado europeo,
habitadas por un número relativamente exiguo de europeos y
por una gran mayoría de esclavos importados de Africa. En el
Caribe, Inglaterra poseía Jamaica, Barbados y un grupito de is
las menores; en el continente, Virginia, Carolina del Norte y
del Sur y Georgia. Estas colonias de plantaciones constituían a
los ojos de los ingleses la parte más preciada del imperio ame
ricano. Proporcionaban las «especias» tropicales que les permi
tían no depender de importaciones, y además dejaban un mar
gen para la exportación a los demás países de Europa. Los otros
dos grupos de colonias no eran igualmente preciosas para su me
trópoli. Las «colonias centrales» del continente —Maryland,
Delaware, Nueva Jersey, Pensilvania y Nueva York—, podían
producir una gran variedad de artículos de primera necesidad,
en particular grano y maderas, que se reservaban en su mayor
parte al Caribe o la Europa meridional. Por último, las colo
nias de Nueva Inglaterra —Connecticut, Maine, Massachusetts,
Rhode Island y Nueva Hamphsire— eran contempladas con
sospecha. Producían muy poco de lo que se requería en Ingla
terra: en 1763 sus exportaciones ascendieron a 74 815 libras es
terlinas, pero ninguna de las mercancías exportadas resultaba
esencial para la economía de Inglaterra 3. Los colonos hacían la
competencia a los buques británicos en los bancos de pesca de
Terranova, construían buques rivalizando con los armadores
metropolitanos y equilibraban su balanza haciendo contraban
do con las colonias extranjeras del Caribe. En resumen, los in
gleses mostraban el máximo de aprecio por las colonias que más
se asemejaban al Brasil, y poquísima por las que, en cambio, se
parecían a la madre patria.
45
Pero fueron las colonias del norte y del centro del continen
te las que hicieron del imperio británico algo tan distinto de to
dos los demás, antes de 1763, con la excepción del Canadá fran
cés. Eran puras y simples colonias de poblamiento, cuya pobla
ción indígena se había retirado a las zonas de frontera. El clima
no era el idóneo para una economía de plantaciones y por ello
no se produjeron en ellas importaciones de esclavos africanos.
Su población aumentó gracias a la emigración y al incremento
natural, y dado que no había una clase obrera nativa, se des
arrolló un proletariado europeo. De este modo la estructura so
cioeconómica de Nueva Inglaterra, y de la mayor parte de las
colonias centrales, con los pueblos, las ciudades y los corres
pondientes mercados, la agricultura característica del clima tem
plado, los arsenales navales y el comercio, era más parecida a
la de la madre patria que a la de las colonias del Caribe y a las
meridionales. Y precisamente por esta semejanza eran impopu
lares en Inglaterra, donde de las colonias se esperaba un subsi
dio y no una competencia económica. Pese a todo, atrajeron,
no solamente de Inglaterra, sino también de Irlanda, Escocia, y
en general de Europa entera, emigrantes que soñaban con re
crear en las colonias de poblamiento el sistema de vida metro
politano. En 1763 la emigración había hecho que la cifra total
de la población de la América del Norte británica ascendiera a
cerca de dos millones y medio de personas 4, y la frontera de
la colonia empezaba a extenderse al otro lado de los Apalaches,
por el valle del Ohio. A finales de siglo, las colonias británicas
de América del Norte, ya independizadas, eran las sociedades
europeas más avanzadas y potencialmente más ricas de todo el
Nuevo Mundo.
Las estructuras sociales y económicas de las colonias inglesas
de Norteamérica fueron el producto de la situación geográfica
más que de la política británica; diferían de las colonias de plan
taciones inglesas tanto como de las colonias extranjeras. Pero la
autonomía constitucional de la que gozaban, como todas las
otras colonias británicas, fue el producto del común parentesco
con Inglaterra.
Como todas las potencias coloniales, Inglaterra transmitió a
América sus concepciones e instituciones políticas. No intentó
siquiera construir ahí nada nuevo: los gobernantes y juristas se
sirvieron del material del que ya disponían.
46
La relación entre las colonias y la metrópoli fue análoga a la
vigente en las posesiones inglesas en las islas. Existía una dis
tinción fundamental entre el «reino» de Inglaterra y Gales (y Es
cocia, a partir de 1707) y los «dominios», que comprendían a
Irlanda, las islas del Canal de la Mancha y la isla de Man. Los
dominios no eran unos reinos fraternos, al estilo español, sino
posesiones de la Corona. Disponían de instituciones políticas
propias (asamblea, sistema judicial, finanzas) y la Corona no po
día imponer tasas o decretar leyes autoritariamente, como tam
poco podía hacerlo dentro del Reino. Por otro lado, el Parla
mento de Westminster podía legislar para los dominios, aun
que éstos no se hallaran representados en su seno. Por ilógico
que resultara, era un medio esencia! para preservar la unidad y
la autoridad en las islas Británicas. La Declaratory Act irlandesa
de 1719 afirmó la supremacía del Parlamento medio siglo antes
de que este mismo principio fuese expresamente afirmado para
las colonias americanas.
Los dominios representaban un modelo constitucional al que
podían adaptarse sin dificultad incluso las nuevas colonias ame
ricanas; y, en su mayor parte, los derechos fundamentales de
las colonias fueron reconocidos en base al principio por el cual
los colonos se encontraban en la misma posición que los súb
ditos de regiones como Irlanda. Ahora bien, en el ámbito de es
ta estructura organizativa, los ingleses se sirvieron también de
otros dos procedimientos. El primero fue el sistema del palati-
nado medieval, mediante el cual la Corona delegaba poderes ca
si soberanos en un súbdito, quien gobernaba un territorio por
cuenta del monarca. Durante el siglo XVII existían todavía pa-
latinados en Durham, en las islas del Canal de la Mancha y en la
isla de Man. Por anacrónicos que fuesen, ofrecían una fórmula le
gal sumamente cómoda, con la que la Corona podía fomentar la
colonización sin renunciar a la propia autoridad. Gran parte de
las colonias americanas se basaban en esta patente de propiedad:
Maryknd, por ejemplo, le fue dado en feudo a lord Baltimore
por Carlos I. Se trataba de concesiones análogas a las donatario.
portuguesas, con la diferencia de que los ingleses nunca lograron
revocarlas todas. Maryland y Pensilvania quedaron en manos de
sus respectivos feudatarios hasta la revolución americana.
El p a la tin a d o era u n a in stitu c ió n a r c a ic a , p e r o las so c ie d a d e s
p o r a c c io n e s r e c o n o c id a s c o n u n a « c a r ta r e a l» en el sig lo XVI
47
c o n s titu ía n u n n u e v o s ist e m a q u e p e r m itía fin a n c ia r u n c o m e r
c io a r r ie s g a d o o la s a v e n tu r a s p ir a ta s , d iv id ie n d o lo s r ie s g o s e n
tre lo s a c c io n is ta s. E l h e c h o d e q u e I n g la te r r a , c o m o F r a n c ia y
H o la n d a , s e sir v ie se d e él d e m u e s tr a q u e en u n p r im e r m o m e n
t o h u b o e s c a s a d ife r e n c ia c ió n e n tre c o m e r c io y c o lo n iz a c ió n ,
s ie n d o u n o y o t r a c o n s id e r a d o s c o m o a v e n tu r a s fin a n c ie r a s. U n
c ie r to n ú m e r o d e c o lo n ia s in g le s a s fu e fu n d a d o p o r e sa s c o m
p a ñ ía s , q u e tu v ie r o n a s í u n c o n tr o l p le n o d e la re g ió n o c u p a d a ,
s o m e tid a a la a u to r id a d d e la C o r o n a . T o d a s tu v ie r o n b r e v e v i
d a ; a l ig u a l q u e s u s h e r m a n a s d e o t r o s p a ís e s , n o c o n s ig u ie r o n
c o n c ilia r la f u n d a c ió n d e la c o lo n ia c o n el r e p a r to d e d iv id e n
d o s . D e s a p a r e c e r ía n d u r a n t e la s e g u n d a m ita d d e l s ig lo XVII, d e
ja n d o s u s t e r r ito r io s b a jo la d ir e c ta d e p e n d e n c ia d e la C o r o n a ,
en c a lid a d d e « c o l o n i a s r e a le s » . P e r o d e ja r o n tr a s d e sí el c o n
c e p t o d e g o b ie r n o d e le g a d o p o r c o n c e s ió n d e u n p r iv ile g io . E n
el s i g l o XVIII s o la m e n te t r e s c o lo n ia s , R h o d e I s la n d , C o n n e c ti-
c u t y M a s s a c h u s e t ts , p o s e ía n a ú n u n a « c a r t a » v á lid a , q u e h ac ía
d e e lla s o r g a n is m o s p r iv ile g ia d o s s im ila r e s a lo s borougks in g le
s e s , q u e h a b ía n p o d id o c o n s e r v a r s u s p r iv ile g io s fre n te a la C o
ro n a . P e r o o t r a s c o lo n ia s , c o m o V ir g in ia , e n o t r o tie m p o d e
p e n d ie n te s d e u n a c o m p a ñ ía c o n c e sio n a r ia , re iv in d ic a r o n lo s d e
r e c h o s d e lo s q u e y a g o z a b a la c o m p a ñ ía m is m a ; e in c lu so a l
g u n a s c o lo n ia s q u e n o h a b ía n te n id o ja m á s u n a c o m p a ñ ía o u n a
c a r ta r e c la m a r o n lo s m is m o s d e r e c h o s . E l u s o d e la s c o m p a ñ ía s
c o n c e s io n a r ia s , p o r t a n to , c o r r o b o r ó el p r in c ip io d e q u e las c o
lo n ia s p o s e ía n u n o s d e r e c h o s p a r tic u la r e s q u e r e iv in d ic a r an te
la C o r o n a y la m a d r e p a tr ia .
D e l p a r t ic u la r o r ig e n d e l im p e r io a m e r ic a n o en el s ig lo XVII
d e r iv a r o n , p u e s , la s q u e a c a b a r ía n p o r c o n s tit u ir s u s c a r a c te r ís
tic a s t íp ic a s d u r a n te e l XVIII. E n u n p r im e r m o m e n t o , la s c o l o
n ia s c o n s e r v a r o n m ú ltip le s fo r m a s p o lític a s y m ú ltip le s r e la c io
n e s c o n s tit u c io n a le s . D e t e r m in a d a s te n ta tiv a s d e a n u la r la s d i
fe r e n c ia s y h a c e r m á s r a c io n a l el g o b ie r n o , c o n f o r m e al m o d e lo
d e la s c o lo n ia s « r e a le s » ( c a s o d e V ir g in ia o J a m a ic a ) , n o tu v ie
ro n é x ito . L a s t r e s c o lo n ia s p r iv a d a s d e N u e v a I n g la te r r a h a
b ía n p e r d i d o e l p r iv ile g io , y q u e d a r o n r e u n id a s en el « d o m in io »
d e N u e v a In g la te r r a , r e g id o e n tr e 1685 y 1688 p o r u n g o b e r n a
d o r g e n e ra l c o n p o d e r e s a b s o lu t o s . A h o r a b ie n , tr a s la r e v o lu
c ió n d e 1 6 8 8 r e c u p e r a r o n s u s d e r e c h o s e n b a s e al p r in c ip io q u e
s a n c io n a b a el r e s p e t o al d e r e c h o d e p r o p ie d a d . A n á lo g a m e n te ,
48
u n a te n ta tiv a , r e a liz a d a e n tr e 1 6 9 6 y 1 7 1 4 , d e lo g r a r la a b r o g a
c ió n d e t o d o s lo s p r iv ile g io s c o lo n ia le s f r a c a s ó an te el r e c h a z o
d el P a r la m e n to b r itá n ic o , q u e n o q u i s o in m isc u ir se en lo s d e
r e c h o s d e lo s p r o p ie ta r io s , fu e r a n é s to s in d iv id u o s o s o c ie d a
d e s. E l im p e r io a m e r ic a n o c o n tin u ó s ie n d o , p o r c o n sig u ie n te ,
un m u s e o d e in stitu c io n e s m e d ie v a le s m e z c la d a s c o n in st itu c io
n e s re c ie n te s. L a s c o lo n ia s d e l C a r ib e q u e so b r e v iv ie r o n a la
g u e r r a d e in d e p e n d e n c ia c o n s e r v a r o n tale s c a r a c te r ís tic a s, a lg u
n a s h a s ta fin a le s d e l s ig lo XIX y o t r a s in c lu so h a s ta la s e g u n d a
m ita d d e l s ig lo XX.
P e r o si el im p e r io in g lé s fu e u n e d ific io d e s v e n c ija d o , en s u s
g r ie ta s n a c ió y flo r e c ió la lib e r ta d . S u s e g u n d a c a r a c te r ístic a fu e
p r e c isa m e n te la lib e r ta d d e q u e g o z a r o n la s c o lo n ia s d u r a n te el
s ig lo XVIII. E n n in g ú n im p e r io c o lo n ia l, ni e n to n c e s ni m á s ta r
d e , tu v o m e n o s a u to r id a d d ir e c ta el p o d e r m e tr o p o lit a n o . L a a u
to n o m ía c o lo n ia l a lc a n z a r ía s u m á x im a e x p r e sió n en d o s c o lo
n ias c o n « c a r t a » d e N u e v a In g la te r r a , d o n d e in c lu so el g o b e r
n a d o r , r e p r e se n ta n te n o m in a l d e l m o n a r c a , e ra e le g id o , ju n to
c o n el c o n s e jo e je c u tiv o . A llí la C o r o n a n o te n ía n in g u n a a u t o
r id a d . E n la s c o lo n ia s d e p r o p ie d a d la te n ía , p e r o e s c a s a . E in
c lu s o e n la s c o lo n ia s « r e a le s » , d o n d e g o b e r n a d o r y c o n s e jo e ran
n o m b r a d o s p o r el r e y , y d o n d e n o e x istía n c a r ta s o p a te n te s e n
tre el re y y s u s s ú b d i t o s , el g o b ie r n o in g lé s te n ía e s c a s o s p o d e
re s. A l ig u a l q u e lo s d o m in io s b r itá n ic o s, la s c o lo n ia s « r e a le s »
fu e r o n o r g a n is m o s c o n s tit u c io n a le s , n o s im p le s m u n ic ip a lid a
d e s d e p e n d ie n te s d e l g o b ie r n o b r itá n ic o . C a d a u n a tu v o su ó r
g a n o le g is la tiv o , f o r m a d o p o r u n a a s a m b le a d e re p r e se n ta n te s y
u n a s e g u n d a c á m a r a , n o m b r a d a (y a lg u n a s v e c e s e le g id a ), q u e
a c tu a b a a s im is m o c o m o c o n s e jo e je c u tiv o . D ic h a s a s a m b le a s te
n ían p le n a a u to r id a d p a r a le g is la r en la c o lo n ia , y sie m p r e q u e
la s le y e s n o e n tr a r a n en c o n f lic t o c o n lo s e s ta tu t o s im p e ria le s y
fu e ra n c o n f ir m a d a s p o r el s o b e r a n o en L o n d r e s . D u r a n te el s i
g lo XVIII n in g u n a c o lo n ia , d e n in g ú n p a ís , tu v o ó r g a n o s le g is
la tiv o s c o n p o d e r e s p a r a n g o n a b le s a é s to s .
T a m b ié n en o t r o s a s p e c t o s d e l s iste m a d e g o b ie r n o lo s c o lo
n o s g o z a r o n d e la m is m a lib e r ta d q u e lo s s ú b d it o s q u e v iv ía n
en I n g la te r r a . A p lic a b a n el d e r e c h o c o n s u e tu d in a r io in g lé s y te
n ía n t r ib u n a le s a n á lo g o s a lo s d e la m a d r e p a tr ia . N u n c a se p u
s o en d u d a su d e r e c h o a d is p o n e r d e ju r a d o s y «babeas Corpus»
(a u n q u e n o en lo s m is m o s té r m in o s d e la Habeas Corpus Act
49
inglesa del año 1679). El gobierno local estaba en manos de los
colonos, algunos de ellos jueces de paz o, en ciertas ciudades,
miembros de la municipalidad con poderes muy similares a los
délas circunscripciones (boroughs) con «carta» de la metrópoli.
En pocas palabras, los ingleses dieron a las colonias las institu
ciones que daban por sentadas en la patria. Los colonos eran
más libres que los de otros países, precisamente porque Ingla
terra era uno de los países más liberales de Europa.
Pero en realidad las colonias tenían más autonomía de la que
se proponía conceder la metrópoli. Teóricamente debían gozar
de una versión modificada de la constitución inglesa del siglo
XVII. El ejecutivo había de ser responsabilidad exclusiva del go
bernador y del Consejo, en calidad de representantes de la Co
rona, así como el monarca en consejo era la autoridad ejecutiva
en la madre patria. Según la teoría vigente en el siglo XVII, no
podían existir lazos institucionales entre el ejecutivo y el legis
lativo, puesto que el «equilibrio de la constitución» exigía que
el uno fuera independiente del otro. En Inglaterra se fue des
arrollando, a lo largo del siglo XVII, un lazo de hecho entre la
Corona y un poder legislativo exento de responsabilidad, me
diante la responsabilización de los ministros, los cuales respon
dían singularmente de sus acciones en cuanto ministros de la
Corona, y podían ser llamados a rendir cuentas ante el Parla
mento. De ese modo, el legislativo se aseguró un cierto control
sobre los miembros de un ministerio y su política. A finales del
siglo XVIII se caminaba hacia un gobierno ejercido por un «ga
binete», colectivamente responsable, bien ante el Parlamento o
bien ante el rey; pero en realidad ésta fue una realización del
decenio 1830-1840.
En el siglo XVIII, de todas maneras, se mantenía firme en las
colonias el principio de una separación absoluta entre el legis
lativo y el ejecutivo. El sistema ministerial no era aplicable, da
do que el gobernador era responsable personalmente ante la Co
rona de todas las acciones de su gobierno. Se sobreentendía que
las asambleas tenían todas las funciones asignadas por los pri
meros Estuardo al Parlamento inglés: aprobar las leyes, votar
los impuestos y presentar peticiones; en las colonias, el ejecu
tivo tenía que ser independiente del legislativo y obedecer fiel
mente al gobierno inglés. Pero hacia mediados del siglo XVIII la
praxis no se correspondía ya con la teoría. No existía formal-
50
mente un sistema ministerial: los jefes de los distintos departa
mentos obedecían al gobernador. No existía enlace entre el eje
cutivo y el legislativo, que a menudo se hallaban enfrentados;
ahora bien, el problema de resolver tales conflictos, que llevó a
la adopción de un sistema ministerial en Inglaterra, generó un
sucedáneo en casi todas las colonias americanas, ya fueran de
propiedad, con «carta» o reales. Las asambleas aprovecharon el
hecho de tener en sus manos los cordones de la bolsa para ase
gurarse el control del gobierno, subvencionando solamente las
iniciativas aprobadas por la asamblea y amenazando con no con
tribuir a los sueldos de los funcionarios del ejecutivo: en cuatro
colonias se votaba anualmente hasta el propio sueldo del go
bernador. Las asambleas ejercían su control aunque no estuvie
sen reunidas a través de unos representantes delegados (un te
sorero y varios comisarios, o un comité estable), a quienes de
bían ser entregadas todas las tasas fiscales y cuya autorización
era indispensable para cualquier pago. No se trataba de un go
bierno ministerial, pero conseguía controlar el trabajo del go
bernador. En realidad, por tanto, las colonias estuvieron gober
nadas por las asambleas.
Al igual que los sistemas de gobierno colonial, las institucio
nes metropolitanas que debían asegurar el control de las colo
nias de América revelan la carencia de una línea teórica. La con
fusión y la ineficacia que reinaban en aquellas instituciones no
permitieron a Inglaterra frenar la autonomía de las colonias.
,Las colonias americanas eran posesiones de la Corona, como
los dominios de las islas, y por esto cada ente gubernativo o le
gislativo de la madre patria estaba autorizado a intervenir en
sus asuntos; pero dado que tenían también derechos constitu
cionales, no estaba claro hasta qué punto podía llegar dicha in
tervención. La teoría y la práctica variaron hasta tal punto en
las distintas épocas que cuando se discutieron los derechos de
las colonias, antes de la revolución americana, se pudieron sos
tener puntos de vista diametralmente opuestos, y siempre con
el aval de un precedente.
La Corona era, obviamente, responsable de la administración
colonial, pero el monarca inglés, al contrario que el español, no
tenía un ministro o un ministerio encargados exclusivamente de
los asuntos coloniales. Antes de 1768 el ministro de Estado pa
ra el departamento meridional se ocupaba de la corresponden-
51
c ia c o n la s c o lo n ia s , a s e g u r a n d o el e n la c e e n tr e lo s g o b e rn a d o -1
re s y el C o n s e jo P r iv a d o , p e r o n o h a b ía u n a o fic in a e sp e c ia li
z a d a , c o m o la fr a n c e s a , p a r a lo s a s u n t o s c o lo n ia le s . E n tr e 1768
y 1782 h u b o u n m in ist r o d e l D e p a r ta m e n t o C o lo n i a l, p e r o p o r
r a z o n e s d e e c o n o m ía el c a r g o fu e a b o lid o tr a s la g u e r r a a m e r i
c a n a . E l m in iste r io d e l I n te r io r , c r e a d o m á s ta rd e , se o c u p ó d e
lo s a s u n t o s c o lo n ia le s h a sta 1 8 0 1 , fe c h a en q u e el c a r g o p a s ó al
n u e v o D e p a r ta m e n t o d e la G u e r r a y las C o lo n i a s , d e l q u e d e
riv ó la O f ic in a C o l o n i a l d e l s ig lo XIX. P e r o a lo la r g o d e c asi
t o d o el s ig lo XVIII n o h u b o u n m in istr o q u e s u p e r v is a r a lo s
a s u n t o s im p e r ia le s o q u e fo r m u la r a u n a p o lític a c o lo n ia l.
T e ó r ic a m e n te ta le s fu n c io n e s e ra n r e s p o n s a b ilid a d d e l C o n
s e jo P r iv a d o , p e r o al c o m ie n z o d e l s ig lo XVIII e se C o n s e jo se
h a b ía c o n v e r t id o en u n e n te d e c a r á c te r e m in e n te m e n te h o n o
r ífic o , y lo s a s u n t o s c o lo n ia le s d e su in c u m b e n c ia fu e r o n c o n
fia d o s a u n c o m ité ad hoc, fo r m a d o p o r c o n s e je r o s p r iv a d o s .
A h o r a b ie n , d a d o q u e lo s m is m o s n o ten ían e x c e siv a c o m p e
te n c ia en la m a te r ia y q u e el c o m ité c a r e c ía d e u n c a r á c te r c o n
t in u a d o , el C o n s e jo r e c u r r ía a la a y u d a d e la C á m a r a d e C o
m e r c io (Board of Trade), in stitu id a en 1 6 9 6 . E s a C á m a r a era
u n a e x p r e sió n c a r a c te r ís tic a d e l s ist e m a in g lé s. N o se tr a ta b a d e
un ó r g a n o e je c u tiv o , y n o p o d ía t o m a r in ic ia tiv a s. S u p r e sid e n
te n o f o r m ó p a r te d e l g a b in e te h a sta 1 7 5 7 , a u n s ie n d o d e h e c h o
un m in istr o . P e r o fu e el e n te q u e m á s se a p r o x im ó a las fu n
c io n e s d e u n a o fic in a c o lo n ia l a n te s d e 1 7 6 8 , a p o r t a n d o in fo r
m a c io n e s y , d e c u a n d o en c u a n d o , s u g ir ie n d o e sta o a q u e lla lí
n e a p o lític a , a p e tic ió n d e o t r a s a u to r id a d e s .
L a s c o lo n ia s , p o r t a n to , e ra n c o m p e te n c ia d e t o d o s y d e n in
g u n o , y a q u e c a d a s e c t o r d e la a d m in is tr a c ió n b r itá n ic a se o c u
p a b a d ir e c ta m e n te d e e lla s c o n f o r m e a lo s p r o p i o s in te re se s. E l
t e s o r o , la s a d u a n a s, l o s c o r r e o s a c tu a b a n in d e p e n d ie n te m e n te ,
r e c la m a n d o t o d o s u n a p a r t e e n la a d m in is tr a c ió n d e lo s a su n to s
c o lo n ia le s . E l A l m ir a n t a z g o y el D e p a r ta m e n t o d e la G u e r r a ,
q u e sin e m b a r g o e ra n r e s p o n s a b le s d e la d e fe n s a d e lo s te r r ito
r io s c o lo n ia le s , r a ra m e n te se c o n s u lta b a n e n tre s í o c o n s u lta
b a n a la C á m a r a d e C o m e r c io . I n c lu s o el o b i s p o d e L o n d r e s te
n ía a lg o q u e d e c ir en m a te r ia d e a d m in istr a c ió n c o lo n ia l, d a d o
q u e n o h a b ría se d e s e p is c o p a le s en la s c o lo n ia s a n te s d e q u e se
c re a se u n a en N u e v a E s c o c ia en 1 7 8 7 , y la s ig le sia s d e la s c o
lo n ia s f o r m a b a n p a r te d e s u d ió c e s is . T a n e x tr e m a d a d is p e r s ió n
52
d e lo s p o d e r e s p r o d u c ía c o n fu s ió n e in e fic a c ia , e im p id ió en la
p r á c tic a u n a « p o lít ic a c o lo n ia l» p r o g r a m a d a . E llo , c o n ju n ta
m e n te c o n lo s p r in c ip io s c o n s titu c io n a le s s o b r e lo s c u a le s se b a
sa b a el im p e r io , h iz o q u e las c o lo n ia s n o p u d ie r a n s e r g o b e r n a
d a s d e s d e L o n d r e s . A n t e s d e 1763 é s ta s p o d ía n e s p e r a r — o t e
m e r — ú n ic a m e n te un c o n tr o l e je r c id o d e s d e le jo s o a lg u n a in
te r v e n c ió n e s p o r á d ic a . E n lo s v e in te a ñ o s sig u ie n te s s e in te n tó
m e jo r a r la a d m in is tr a c ió n , p e r o las te n ta tiv a s p a r e c ie r o n r e v o
lu c io n a r ia s a lo s c o lo n o s , t e m e r o s o s d e q u e In g la te r r a p r e te n
d ie se tr a ta r la s tie r ra s d e u ltr a m a r c o m o si fu e ra n p o s e s io n e s
im p e ria le s.
A n te la d e b ilid a d d e l p o d e r e je c u tiv o m e tr o p o lit a n o , en G r a n
B r e ta ñ a el ú n ic o ó r g a n o c a p a z d e e je r c e r e fic a z m e n te u n a c ie rta
a u to r id a d h u b ie se s id o el P a r la m e n to d e W e stm in ste r . A u n q u e
so la m e n te r e p r e se n ta b a a lo s lo r e s y lo s c o m u n e s d e l r e in o de
In g la te rr a y G a l e s , y a p a r tir d e 1 7 0 7 d e E s c o c ia , s ie m p r e h a b ía
re iv in d ic a d o y e je r c id o u n p o d e r s o b r e t o d a s la s p o s e s io n e s d e
la C o r o n a . E l p r in c ip io d e la su p r e m a c ía p a r la m e n ta r ia e ra in
c o m p a tib le c o n el d e la a u to n o m ía d e las c o lo n ia s y lo s d o m i
n io s, p e r o d e s p u é s d e la g u e r r a civ il in g le sa n o se v io se r ia m e n
te a m e n a z a d o h a s ta el d e c e n io 1 7 7 0 -1 7 8 0 . P o d ía s e r el in s t r u
m e n to d e la in te g r a c ió n d e t o d a s la s p a r te s d e l im p e r io , p u e s t o
q u e , m ie n tr a s la C o r o n a te n ía la s m a n o s a ta d a s p o r lo s p o d e r e s
r e c o n o c id o s a la s a s a m b le a s p o r lo s d e r e c h o s d e lo s c o lo n o s y
lo s s ú b d i t o s , ta le s p o d e r e s y d e r e c h o s n o p o d ía n s e r c o n tr a
p u e s t o s a la a u to r id a d d e l P a r la m e n to . Y , sin e m b a r g o , r a r a
m e n te se r e c u r r ió a e sta p o d e r o s a a r m a a n te s d e 1 7 6 3 , y c asi
n u n c a p a r a im p o n e r u n a o b e d ie n c ia a d m in istr a tiv a . C o n a n te
r io r id a d a 1 7 6 3 n in g u n a c o n s titu c ió n c o lo n ia l fu e sa n c io n a d a
p o r u n a ley v o t a d a en el P a r la m e n to : t o d a s fu e r o n c o n c e d id a s
p o r el re y en c o n s e jo . U n ic a m e n te se a p r o b a r o n a lg u n a s le y e s
re la tiv a s a lo s a s u n t o s in te rn o s d e las c o lo n ia s . D a d o q u e n in
g u n a le y b r itá n ic a e r a a p lic a d a en las c o lo n ia s , a m e n o s q u e f u e
se e llo in d isp e n s a b le o e stu v ie se e x p r e sa m e n te e s ta b le c id o así,
la le g isla c ió n d e la m a d r e p a tr ia re s u lta b a in o p e r a n te en lo s te r r i
t o r io s d e u ltr a m a r . N i n g u n a d e las le y e s p e n a le s v o ta d a s c o n tr a
lo s c a t ó lic o s o c o n tr a lo s d is id e n te s tu v o n u n c a a p lic a c ió n en
las c o lo n ia s , q u e d e s d e el c o m ie n z o fu e r o n la s ú n ic a s, e n tre las
p o s e s io n e s e u r o p e a s d e u ltr a m a r , q u e g o z a r o n d e plena libertad
re lig io sa .
53
Pero cuando el Parlamento se decidió a actuar, consiguió ha
cer de los dominios un verdadero imperio, y resulta significa
tivo que limitara su intervención al sector del comercio y la eco
nomía. No existían bases legales ni lógicas para establecer una
distinción entre los sectores económicos y los otros, aun cuan
do a partir de 1763 se realizasen, mediante sutiles disquisicio
nes, algunas tentativas en este sentido. Pero los límites conven
cionales de las acciones parlamentarias estaban muy claros. El
Parlamento no intervenía en los asuntos internos de las colo
nias, ni imponía tasas: la única autoridad que hubiese podido
dar una cierta unidad al imperio colonial nunca trató de hacer
lo. He aquí por qué las colonias se vieron tan profundamente
sacudidas después de 1763, cuando el Parlamento, por la auto
ridad que se lo permitía, intentó recaudar impuestos y ejercer
su control.
Así pues, solamente en el sector económico trataron los ingle
ses, antes de 1763, a sus colonias corno un imperio integrado. El
gobierno era en buena parte autónomo, pero el comercio, y en
cierta medida la industria, estaban rígidamente controlados, en be
neficio de la madre patria. Esta ambivalencia caracterizó a la prác
tica inglesa, distinguiéndola de la de otras naciones.
El sistema comercial inglés siguió el único criterio de la ex
clusividad. Al igual que el resto de las potencias coloniales, In
glaterra aplicó a comienzos del siglo XVII los tradicionales con
troles sobre el comercio de las colonias, inspirándose en deter
minados precedentes, como los del comercio de la lana en Ca
lais en el siglo XIV o las leyes que intentaron reservar a los na
vios ingleses el transporte de los productos de exportación. El
derecho de la navegación fue formulado a partir de 1651 y co
dificado en una serie de leyes entre 1660 y 1696. Se inspiraba
en tres principios: todo el comercio de las colonias tenía que
realizarse en buques de propiedad y tripulación inglesas (desde
1707, británicas), y por ello ningún navio extranjero podía en
trar en un puerto de las colonias. Todas las mercancías envia
das a las colonias, desde cualquier lugar, tenían que dirigirse a
un puerto inglés para ser transbordadas allí. Las exportaciones
de productos coloniales autorizados, esto es, los llamados enu-
merated goods, debían dirigirse hacia un puerto inglés, aunque
estuvieran destinadas a otros mercados. Tales fueron las bases
del «viejo sistema colonial» hasta 1820-1830.
54
La aplicación de estas leyes se vio naturalmente dificultada
por la debilidad del ejecutivo británico en las colonias. Se dis
currieron ingeniosos sistemas para asegurarse que nadie las elu
diera: para garantizar que los enumerated goods siguieran la di
rección correcta, los capitanes de los buques dedicados al co
mercio colonial debían despositar notables fianzas, que eran
confiscadas si la carga era desembarcada en un puerto no bri
tánico. Las naves que zarpaban de los puertos coloniales debían
pagar un «arancel de plantación», equivalente al arancel pagado
por entrar en un puerto británico o colonial, reduciéndose así
la conveniencia de un transporte ilícito a puertos extranjeros. A
partir de 1696 se nombró, en todas las colonias, un «oficial na
val», encargado de hacer respetar las leyes de navegación. En
las colonias, además de los funcionarios de aduanas nombrados
por las asambleas locales, había también funcionarios de adua
nas ingleses para la represión del contrabando. Se crearon tri
bunales del vicealmirantazgo para juzgar las infracciones a las
leyes sobre el tráfico naval. El comercio, por tanto, fue el único
sector donde la organización imperial británica demostró ser
verdaderamente eficaz y centralizada.
Se sancionó asimismo el principio de que las colonias no de
bían hacer la competencia a la industria metropolitana; como
España, Gran Bretaña prohibió o limitó el comercio de algunos
productos coloniales. Una ley de 1696 prohibió el transporte
de lana en bruto, de hilados y de manufacturas de lana de las
colonias, limitándose así su producción a las necesidades loca
les. En 1732 la Hat Act prohibió la exportación de sombreros
de una a otra colonia e impuso las reglamentaciones inglesas en
materia de aprendizaje y relaciones laborales. Con la ¡ron Act
de 1750 se prohibió la creación de talleres de laminación, forjas
y hornos en las colonias, estimulando, sin embargo, la produc
ción de lingotes y barras de hierro para exportar a Inglaterra.
Aunque perjudiciales en principio, estas leyes tenían en la prác
tica escaso efecto, porque el alto coste de la mano de obra y la
limitación de los mercados locales hacían sumamente improba
ble un desarrollo industrial de América en el siglo XVIII. En
cambio se fomentó la construcción naval en Nueva Inglaterra
y en las Bermudas, pues ello incrementaba la potencia naval del
imperio: en 1724 el Parlamento rechazó una tentativa de los ar
madores del Támesis de prohibir la industria colonial.
55
E n u n p r im e r m o m e n t o el s ist e m a c o m e r c ia l b r itá n ic o fu e s i
m ila r al d e E s p a ñ a y la s d e m á s p o te n c ia s c o lo n ia le s , p e r o tu v o
e fe c t o s m u c h o m e n o s n o c iv o s p a r a la p r o s p e r id a d d e las c o lo
n ia s. G r a n B r e ta ñ a n o lim itó n u n c a el c o m e r c io c o lo n ia l a u n o
o m á s p u e r t o s d e la m a d r e p a tr ia , ni o r g a n i z ó s u s n a v e s en f lo
ta s a n u a le s, n i im p u s o lim ita c io n e s al t r á fic o in te r c o lo n ia l, a p a r
te d e la s m e n c io n a d a s. Y en 1 7 6 6 su s iste m a fu e lib e r a liz a d o t o
d a v ía m á s, al s e r a u t o r iz a d a a lo s n a v io s e x tr a n je r o s la e n tr a d a
en d e t e r m in a d o s « p u e r t o s f r a n c o s » d e la s c o lo n ia s d e l C a r ib e .
A d e m á s , la s c o lo n ia s b r itá n ic a s ja m á s p a d e c ie r o n e s c a s e z d e b u
q u e s o m e r c a n c ía s , p u e s t o q u e en el s ig lo XVIII la m a rin a m e r
c a n te y la o r g a n iz a c ió n c o m e r c ia l d e G r a n B r e ta ñ a e ran las m á s
a v a n z a d a s d e E u r o p a , y se rv ía n ile g a lm e n te in c lu so a las c o lo
n ia s e x tr a n je r a s.
E x is t ía n , p o r d e s c o n t a d o , p e lig r o s in h e r e n te s a u n s iste m a d e
c o m e r c io im p e r ia l ta n a r tific ia l, a u n c u a n d o , c o m o se ñ a la b a
A d a m S m ith en 1 7 7 6 , n o a m e n a z a b a n t o d o s u n a s o la p a rte . L o s
p r o d u c t o r e s a m e r ic a n o s d e a r r o z y t a b a c o s e v ie ro n p e r ju d ic a
d o s p o r la o b lig a c ió n d e re s e r v a r s u s p r o d u c t o s al m e r c a d o b r i
tá n ic o , p e r o , d e o t r o la d o , lo s p r o d u c t o r e s d e m a d e r a , añ il, a z ú
c a r y o t r o s p r o d u c t o s se b e n e fic ia r o n , a e x p e n s a s d e l c o n t r ib u
y e n te in g lé s , d e u n a p r im a a la e x p o t a c ió n . L o s c o n s u m id o r e s
d e u n a y o t r a o r illa s o p o r t a r o n lo s a u m e n to s d e p r e c io s c o n s e
c u e n c ia d e l m o n o p o lio , p e r o lo s c o m e r c ia n te s d e las c o lo n ia s se
b e n e fic ia r o n n o m e n o s q u e lo s b r itá n ic o s d e l m o n o p o lio . V is
ta s la s c o s a s en su c o n ju n to , sin e m b a r g o , las c o lo n ia s lle v aro n
la p e o r p a r te . S e g ú n a lg u n o s c á lc u lo s , el m o n o p o lio c o m e rc ia l
y lo s p e q u e ñ o s a r a n c e le s i m p u e s t o s en G r a n B r e ta ñ a s o b r e el
c o m e r c io d e tr á n s ito h a c ia A m é r ic a re n ta r o n e n tre d o s y m e d io
y sie te m illo n e s d e lib r a s e ste rlin a s a n u a le s d u r a n te el in ic io del
d e c e n io 1 7 7 0 - 1 7 8 0 5. A e s ta s c ifr a s h ay q u e c o n tr a p o n e r el c o s
te d e la d e fe n s a d e la s c o lo n ia s , d e las g u e r r a s c o lo n ia le s d e m e
d ia d o s d e s ig lo y d e la a d m in is tr a c ió n . L o s c o lo n o s se d a b a n
c u e n ta d e e so . P o c o s p r o te s t a b a n c o n tr a las le y e s d e n a v e g a
c ió n , y to d a v ía en 1 7 7 4 la American Declaration of Rigbts (D e
c la r a c ió n d e D e r e c h o s A m e r ic a n a ), p r o m u lg a d a p o r el p r im e r
C o n g r e s o c o n tin e n ta l, a f ir m a b a : « A c e p t a m o s d e b u e n a g a n a
q u e sig a n en v ig o r la s le y e s d e l P a r la m e n to b r itá n ic o , en c u a n to
le y e s bona fide, lim itá n d o la s al c o m e r c io c o n el e x te r io r , a fin
56
de asegurar a la madre patria y a cada miembro las ventajas y
los beneficios comerciales de todo el imperio». 6
Declaraciones de este tenor de los súbditos de otros impe
rios de esa época serían inconcebibles.
El sistema imperial británico hasta 1763 fue perfectamente de
finido por Edmund Burke en 1774 como una «situación de ser
vidumbre comercial y libertad civil» 7. No cabe atribuir ningún
mérito particular a Gran Bretaña por haber creado esta «teliz y
liberal situación», porque la misma fue el producto de unos fac
tores históricos más que de una voluntad deliberada. Con to
do, Gran Bretaña no consiguió mantenerla, porque desapare
cieron las condiciones transitorias que la habían hecho posible.
Las dos principales características de las colonias de América
del Norte, su autonomía y su negativa a una colaboración re
cíproca, subsistieron solamente mientras las colonias fueron pe
queños establecimientos costeros, aislados entre sí y de las po
sesiones francesas por la distancia y el carácter precario de las
comunicaciones. Durante la primera mitad del siglo XVIII la in
migración y el incremento demográfico crearon hambre de
tierra y pusieron en movimiento las fronteras coloniales. En e!
ámbito de las colonias británicas nacieron conflictos de intere
ses entre los colonos ya establecidos y los de la frontera, y en
tre las diversas colonias por la propiedad de las tierras más allá
de unas fronteras mal definidas. La expansión al otro lado de
los Apalaches suscitó conflictos con las tribus indias y con los
franceses, agravados por la expansión paralela de la influencia
francesa. En 1740 los franceses habían completado su línea de
fuertes desde Nueva Orleans, junto a! Misisipí, hasta los Gran
des Lagos, impidiendo así a los ingleses una ulterior expansión
hacia el oeste, y ya sus comerciantes se tropezaban con las avan
zadillas británicas en la región del Ohio. Todavía más al norte,
la expansión británica hacia el lago Champlain enfrentó a las
dos naciones en una zona de importancia estratégica para am
bas. Tan sólo la fuerza de la federación de los indios iroqueses
mantuvo el equilibrio entre las dos débiles potencias europeas
hasta mediados del siglo XVIII.
Una vez que hubieron roto su aislamiento, las colonias bri
tánicas no podían continuar desunidas, como lo demostraron
las guerras anglo-írancesas de 1741-1763, cuando la falta de co
laboración entre las diversas colonias y las milicias coloniales,
57
por un lado’ y las tropas regulares por otro, puso de manifiesto
lo esencial que era el control centralizado para la defensa de las
'colonias. Análogamente, el problema del control de los territo
rios occidentales, que a partir de 1763 quedaron abiertos a la co
lonización británica, no podía ser resuelto por la iniciativa in
dependiente, de esta o aquella colonia, preocupada tan sólo por
sus propios intereses. Había que elegir entre una federación co
lonial y una autoridad central. Las colonias se negaron a unirse
en una federación en el Congreso de Albany de 1754, por lo
cual no quedaba otra alternativa que un rígido control de los
asuntos coloniales por parte de Gran Bretaña. Los problemas
de la defensa y de las relaciones con los indios planteaban, ine
vitablemente, una cuestión financiera. En el pasado, la autono
mía de la balanza colonial había sido posible porque la madre
patria había asumido pocos compromisos que exigieran gastos,
pero a partir de 1763 la perspectiva del coste del mantenimien
to de unas fuerzas regulares para la defensa de América, en sus
titución de las milicias coloniales, así como de la creación de un
sistema de administración de las tribus indias situadas al otro
lado de los montes Apalaches, precisamente en un momento en
que la deuda nacional se había agravado por los gastos de la con
quista del Canadá, obligó a Gran Bretaña a revisar toda la cues
tión financiera. Las guerras habían demostrado también que era
necesario respetar con más rigor las leyes de navegación, pues
to que fueron muchos los colonos que violaron la prohibición
de comerciar con el enemigo; estaba claro, por consiguiente,
que ya no era posible mantener la «feliz y liberal situación» del
pasado.
El decenio siguiente al año 1763 representó, por ello, el mo
mento de la verdad para el imperio británico. El problema no
se planteó de golpe en 1763, ni tampoco se llegó de improviso
a la nueva línea política, porque ésta derivó naturalmente de la
experiencia de los veinte años anteriores. Y sin embargo, los
americanos tuvieron la sensación de ver desaparecer todo aque
llo que había caracterizado los viejos tiempos. Gran Bretaña tra
taba de imponer una política y una defensa comunes para to
dos los territorios occidentales; de recaudar impuestos que le
permitieran pagar al menos en parte los costos de esta nueva po
lítica y de convertir aquellas posesiones agitadas y peligrosas en
un imperio centralizado. La consecuencia última, aunque no in-
58
mediata ni inevitable, fue la revolución americana y la conquis
ta de la independencia por los Estados Unidos. El nuevo expe
rimento había fracasado, pero no por ello concluyeron los in
gleses que habían valorado mal la situación. Concluyeron que
no debían tolerar que se les presentase ningún problema similar
en el resto del imperio, en el Caribe y en las colonias arrebata
das a Francia y España en 1763, después de medio siglo de
guerras. A finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, el impe
rio británico heredó no solamente el liberalismo intrínseco de
la primera fase de la colonización, sino también el principio de
que las colonias debían estar sometidas a un control central efi
caz. En las primeras colonias británicas había predominado el
principio de la libertad; en e! imperio moderno, a la libertad vi
no a unirse ¡a autoridad.
59
Y no todo fueron novedades en 1815. La continuidad fue ob
via, sobre todo en aquellas colonias de plantaciones del Caribe
(junto con regiones apenas pobladas por colonos, como Terra-
nova, Acadia, la bahía de Hudson y Honduras), que eran prác
ticamente todo cuanto quedaba del imperio originario de Amé
rica después de 1783. Las colonias del Caribe revistieron im
portancia desde un punto de vista constitucional porque, junto
con Nueva Escocia y Nueva Brunswick (separadas de Acadia
en 1784), fueron las únicas que conservaron las antiguas insti
tuciones representativas. Aun cuando en gran parte se produ
jeron transformaciones notables durante el siglo XIX, consti
tuían el principal eslabón entre la primera fase de la coloniza
ción inglesa y el imperio británico posterior a 1815.
No hubo solución de continuidad ni siquiera en la política
comercial. Ni la pérdida de las colonias continentales en 1783,
ni la crítica de algunos liberales como Adam Smith {La riqueza
de las naciones fue publicada en 1776) lograron quebrantar se
riamente la confianza inglesa en las leyes de navegación. Hubo,
sin embargo, algunos cambios de detalles y una cierta modifi
cación de las prioridades. Al igual que los franceses, también
los ingleses vieron las ventajas de permitir en el Caribe un co
mercio intercolonial limitado, por vez primera entre 1660 y
1670. Abriendo algunos «puertos francos», consiguieron pene
trar en las reservas comerciales ajenas y atraer hacia su sistema
mercantil el dinero español y varias materias primas que no po
dían hacerles la competencia. En vista de que el comercio di
recto con Europa estaba todavía cerrado a los extranjeros, se
mejantes modificaciones a! sistema «mercantilista» solamente
podían servir para el reforzamiento del mismo.
N o obstante, la pérdida de las colonias continentales produ
jo una nueva interpretación de los fines originarios de las leyes
de navegación. Las colonias restantes tenían una importancia li
mitada como mercados monopolísticos; incluso el azúcar del
Caribe resultó menos apreciado al saturarse el mercado azuca
rero internacional. Las leyes de navegación volvieron entonces
a cumplir las funciones que habían tenido en un principio, esto
es, la de reservar determinadas futas a la marina mercante bri
tánica a fin de reforzar las bases de su poderío naval. Hasta
aquel momento había existido una feliz coincidencia entre ven
tajas económicas y monopolio naval, pero esto dejó de suceder
60
tras la pérdida de las colonias de América del Norte. Se plan
teaba ahora el problema del comercio de las colonias del Cari
be, tratándose de establecer si los buques de los Estados Uni
dos, ahora «extranjeros», podían o no participar en el mismo.
Habría sido oportuno admitirlo, porque la prosperidad de la is
la dependía del abastecimiento en productos alimenticios y ma
dera de Norteamérica, de la disponibilidad del mercado ameri
cano para la exportación de melaza y de los bajos fletes nor
teamericanos. Pero, por otro lado, los buques de Estados Uni
dos habrían podido también monopolizar el comercio del Ca
ribe, así como el suministro de esclavos africanos y los trans
portes desde las Indias Occidentales a Europa. Ello a su vez ha
bría privado a la marina mercante británica de una ruta de am
plio recorrido con América, muy útil como «escuela de marine
ros» para la marina real. En 1783 se trataba por tanto de elegir
entre las necesidades económicas de las islas del azúcar (y los be
neficios de los plantadores británicos) y las necesidades de la se
guridad naval británica. Gran Bretaña dio preferencia a estas úl
timas y excluyó a los buques americanos incluso de los puertos
francos. Las leyes de navegación superaron la crisis y duraron in
tactas hasta 1830, siendo definitivamente abrogadas sólo en 1849.
Ahora bien, el monopolio comercial no fue aplicado por do
quier. Las leyes de navegación tenían pleno vigor solamente pa
ra el Atlántico. En el Africa occidental, la India y otras regio
nes situadas al este de El Cabo únicamente estuvieron en vigor
en la medida en que privaban a los navios extranjeros de la po
sibilidad de comerciar directamente entre esas áreas y Gran Bre
taña o sus colonias. Pero, lejos de ser excluidas, los buques ex
tranjeros fueron realmente alentados a entrar en los puertos
controlados por los ingleses. En cuanto a los puertos francos,
habían sido creados por razones prácticas, más que obedecien
do a los principios liberales. El comercio oriental se sentaba en
unas bases diferentes a las del comercio atlántico. La India, por
ejemplo, no proporcionaba productos indispensables a Gran
Bretaña, con excepción de los calicós, que por lo demás fueron
legalmente excluidos para no perjudicar a los fabricantes de te
jidos de algodón de Lancashire. Casi todos los mercados euro
peos estaban cerrados a la Compañía Inglesa de las Indias
Orientales para proteger a las compañías de los otros países. De
ahí que a la compañía británica le resultase más ventajoso ven-
61
der sus mercancías en la India a los extranjeros, quienes a su
vez las revendían en los respectivos países, siendo pagadas en
dinero contante en Europa. Eira este un medio cómodo de trans
ferir a la patria los beneficios logrados por el gobierno en la In
dia. La principal alternativa consistía en intercambiar en Can
tón los productos indios por té, que era luego enviado a Lon
dres. En resumen, en el comercio oriental fue inevitable una
cierta flexibilidad; las leyes de navegación, por tanto, no estu
vieron nunca en pleno vigor al éste del Cabo de Buena
Esperanza.
Un tercer elemento de continuidad entre el viejo imperio co
lonial y el posterior a 1783 fue la persistencia de la falta de un
control central eficaz. Aunque muchas de las nuevas colonias
no tuvieron autonomía gubernativa, la tradición por la cual
Londres no se inmiscuía en los asuntos de las colonias siguió
más o menos inalterada. No se aprovecharon plenamente los en
tes administrativos, aun mejorados. A partir de 1801 la sección
colonial del Ministerio de la Guerra y de las Colonias, aunque
no estaba en condiciones de impedir las interferencias de los
otros ministerios, pudo dedicarse a la administración colonial y
especializarse en ella, pero sin conseguir liberarse de las anti
guas tradiciones. Análogamente, los asuntos de la India fueron
sometidos al control del gobierno británico por vez primera en
1773, y la India Act de Pitt dio en 1784 al nuevo y oficial Board
of Control el derecho a imponer sus directrices a la compañía
en muchas cuestiones. Pero en esencia se limitó a intervenir tan
sólo en las cuestiones de mayor importancia, como la guerra.
La administración interna de la India quedó en manos de los go
bernadores de las tres circunscripciones administrativas de la co
lonia: Calcuta, Madrás y Bombay. En 1815 el imperio británi
co estaba aún tan descentralizado como en 1763.
Los ingleses eran conservadores, siempre que las circunstan
cias se lo permitían, pero no era posible tratar las nuevas ad
quisiciones, en su mayor parte al menos, a semejanza de las co
lonias pobladas por británicos, ya que aquéllas eran casi todas
regiones habitadas por franceses, españoles, holandeses, indios
y gentes de otras razas. La característica dominante del imperio
británico, tal como éste se presentaba en 1815, era la variedad,
e inevitablemente de ésta derivó también una diversificación en
la política colonial.
62
Las razones que impulsaban a la adquisición de una nueva po
sesión determinaban normalmente el carácter y las funciones de
la colonia. El viejo imperio colonial estaba formado, en su casi
totalidad, por territorios ocupados por colonos europeos de
seosos de establecerse y explotar los recursos. En ¡os límites de
lo posible, eran gobernados como los dominios europeos del so
berano, partiendo del supuesto de que los colonos eran súbdi
tos con los mismos derechos e intereses que los de la metrópo
li. Pero esto no era siempre aplicable a los dominios adquiridos
en 1763 o después. Con anterioridad a 1815 no hubo posesio
nes anexionadas después de una emigración espontánea, con ex
cepción de Sierra Leona, ni por iniciativa de las compañías co
lonizadoras o de los propietarios. Por vez primera, el respon
sable de la expansión del imperio no fue el súbdito, sino el go
bierno, y éste tenía diversos móviles. Con todo, las anexiones
se debieron más a circuntancias transitorias que a una política
imperialista preestablecida. Hubo dos situaciones, sobre todo,
que contribuyeron a la expansión del imperio.
La primera fue una consecuencia secundaria de la guerra y la
estrategia militar. Las grandes e incesantes guerras del período
1741-1815 situaron cada vez más a los imperios coloniales en
el ámbito de la estrategia y la diplomacia europeas. Gran Bre
taña figuró entre las naciones protagonistas de todas estas
guerras y era además una potencia naval, por lo que atacó a sus
enemigos continentales (como Francia, España y, a partir de
1793, Efolanda) en la periferia, donde éstos eran débiles y ella
fuerte. En todas las contiendas, excluida la guerra de indepen
dencia americana, los británicos ocuparon muchas de las colo
nias enemigas. En general, no se proponían conservarlas, sino
que las ocupaban para atacar al enemigo, para distraer fuerzas
de otros frentes y para asegurarse elementos de trueque, útilí
simos en la mesa de las negociaciones. Pero en ocasiones man
tuvieron la ocupación de colonias extranjeras por falta de otras
recompensas adecuadas o por su importancia, que en general
no venía dada por su valor económico intrínseco o por las po
sibilidades que ofrecía a una colonización blanca, sino por los
intereses «estratégicos» de Gran Bretaña. Ya en 1713 los ingle
ses se quedaron con Acadia porque esa colonia dominaba las
vías del acceso marítimo a Terranova y al río San Lorenzo y
amenazaba la seguridad deNuevaínglaterra. En 1763 se queda-
63
ron también con el Canadá porque el general Wolfe había in
vertido demasiado dinero y demasiada pasión para que el go
bierno pudiese cederlo, pero, sobre todo, para eliminar la ame
naza francesa a las colonias continentales.
Motivos algo diferentes determinaron los acuerdos de paz de
1763 en el Caribe. Guadalupe fue restituida a Francia aun cons
tituyendo un importante centro de producción de azúcar, por
que los plantadores de las islas británicas temían su competen
cia en el seno de! sistema imperial. Granada fue conservada por
sus plantaciones, y Dominica por su importancia como base na-
vai y centro de contrabando con las colonias extranjeras. Flo
rida fue arrebatada a España para completar la ocupación del
continente americano al este del Misisipí, más que para proce
der a su poblamiento.
Por otra parte, en 1763 predominaron los motivos «estraté
gicos»: Las bases comerciales francesas en el Senegai fueron con
servadas para poner fin al conflicto con los mercaderes ingleses
en Cambia. Los franceses conservaron cinco bases comerciales
en la india sólo a condición de no fortificarlas y no acantonar
en ellas más tropas de las estrictamente necesarias para el man
tenimiento del orden. Como sucediera en América del Norte,
los ingleses se preocuparon de asegurarse de que Francia no de
bilitara el predominio británico.
Este criterio fue seguido también en las negociaciones de paz
de 1802 y 1815. Desde hacía cerca de veinte años, Gran Breta
ña tenía el predominio naval y ocupaba prácticamente todas las
colonias francesas y holandesas, además de alguna española. De
haberlo deseado, hubiera podido tenerlas todas; sin embargo
conservó relativamente pocas. Una vez más, sus motivaciones
eran de carácter estratégico. Conservó Trinidad en 1802 por
que era una base óptima para el contrabando en el mar de las
Antillas, pero la isla fue pronto ocupada por los plantadores de
azúcar británicos y acabó asumiendo las características de las
otras colonias azucareras, aunque con una población multilin-
giie. En 1815, Gran Bretaña conservó asimismo otras islas; las
colonias holandesas en la Guayana, donde había habido emi
gración e inversión de plantadores británicos antes de 1793; To-
bago y Santa Lucía, ambas francesas, estratégicamente impor
tantes por su posición en las Antillas. En Africa conservó el Ca
bo de Buena Esperanza, esencial para las comunicaciones con
64
el Oriente, y ahora de imposible devolución a los holandeses,
por no exister seguridad alguna de que Holanda continuara
siendo una potencia amiga.
La preocupación por defender las comunicaciones con la In
dia y el Extremo Oriente explica también la mayoría de las
anexiones en 1815. Al disponer de la isla de Mauricio, Gran Bre
taña privaba a Francia de su mejor puerto en el océano Indico
meridional; al ocupar las Seychelles y las Maldivas, impedía que
se convirtieran en bases navales enemigas en las cercanías de la
India. Arrebató Ceilán a los holandeses no tanto por la canela
como por el puerto de Trincomalee, el único seguro de la bahía
de Bengala durante la estación monzónica. En 1786 se aseguró
Penang, a lo largo de la costa de Malasia, firmando un tratado
con el sultán local, para defender la ruta hacia China, y asegu
rarse un centro comercial. A cambio, devolvió a los holandeses
todo el imperio indonesio en 1815, a pesar de su valor comer
cial. En 1818 los ingleses se aseguraron Singapur, y en 1824 Ma
laca, gracias a un tratado con Holanda. Se trataba de bases na
vales y comerciales: su ocupación no significó que los ingleses
estuvieran arrepentidos de haber devuelto el grueso de las co
lonias holandesas. Razones estratégicas determinaron también
las adquisiciones realizadas en el Mediterráneo: Malta y las is
las Jónicas aseguraban el predominio naval ai este de Gibraltar
y hacían más segura la incierta ruta hacia la India a través de
Alejandría y el mar Rojo.
Basta hacer una lista de las adquisiciones de Gran Bretaña du
rante este período de nuevos repartos para ver hasta qué punto
era diferente el nuevo imperio, por su alcance y su carácter, a
los territorios ocupados durante la primera fase de coloniza
ción. Casi todas las nuevas posesiones tenían importancia para
la supremacía naval y comercial británica o funciones estratégi
cas para la protección de las viejas colonias. En general, poseían
escaso valor intrínseco para el comercio, la producción o el po-
blamiento. Muchas veces las esperadas ventajas resultaron ilu
sorias o efímeras, una vez desaparecida la situación que las ha
bía producido. Penang, por ejemplo, se reveló inútil ya en 1815
tanto para la marina como para el comercio. Otras bases per
dieron su importancia tras el descubrimiento de nuevas rutas na
vales, la adopción de nuevos criterios estratégicos o la instau
ración de nuevas relaciones internacionales. Fue en ese punto
65
cuando se reveló el carácter particular de tales colonias: pasa
ron a ser inútiles a la metrópoli. Estos fueron los primeros ejem
plos de una categoría de dominios que se amplió cada vez más
a lo largo del siglo X IX : colonias de ocupación, más que de po-
blamiento, que continuaron formando parte del imperio aun
después de que hubieran desaparecido las condiciones que las
habían hecho importantes, o cuando no servían ya para las fun
ciones a las que habían sido designadas. A diferencia de las ver
daderas colonias de poblamiento, se convirtieron en rarezas ex
hibidas en el museo imperial como reliquias de la antigua his
toria británica.
No todas las nuevas adquisiciones inglesas del período
1763-1815 fueron producto de guerras europeas. Aparte de la
India hubo dos casos particulares, Sierra Leona y Nueva Gales
del Sur, de posesiones que nunca antes habían pertenecido a po
tencias europeas.
Sierra Leona nació en 1787 como refugio de los esclavos ne
gros liberados en Inglaterra a consecuencia de la sentencia de
lord Mansfield en el caso Somerset, en 1772. En un primer mo
mento fue administrada por un grupo de filántropos que se
constituyó en compañía privilegiada en 1791. En 1808 la com
pañía ya no estaba en condiciones de subvencionar la colonia,
que pasó a la Corona. Tenía escaso valor comercial y no se pres
taba a la emigración. Más tarde revistió una relativa importan
cia como base naval para combatir la trata de esclavos, y como
centro de expansión hacia el interior. Se planteaba además el
problema de cómo gobernar una coloma que técnicamente ha
bía sido adquirida para «poblamiento» de súbditos británicos,
por lo cual legalmente tenía derecho a la constitución y las le
yes tradicionales, aun cuando fuera evidente que no estaba en
condiciones de ejercerlo como hubiera debido.
Nueva Gales del Sur nació como colonia penitenciaria en
1788 a fin de llenar el vacío creado por la pérdida de las colo
nias americanas como lugar de destino de los delincuentes. No
se pensaba crear allí otra colonia de poblamiento; se autorizó
la emigración sólo porque era necesaria para el propio mante
nimiento de la colonia penitenciaria. De Sydney partió una gran
parte de las sucesivas colonizaciones de Australia y el Pacífico
meridional, y de allí surgió una nueva generación de colonos
66
británicos que reprodujeron en las nuevas colonias las caracte
rísticas de las viejas colonias americanas.
A pesar de su variedad, los nuevos dominios británicos te
nían en común dos aspectos que les caracterizaban con respec
to a las antiguas colonias. No estaban habitados por colonos de
estirpe británica, emigrados espontáneamente, y poseían en su
mayor parte leyes, costumbres e instituciones políticas particu
lares. Es verdad que con el tiempo algunos, y particularmente
América del Norte, Sudáfrica y Nueva Gales del Sur, acogerían
a inmigrantes británicos y acabarían asemejándose a las prime
ras colonias americanas; pero en 1815 esto sólo se podía prever
en Canadá.
El carácter especial de estos dominios suscitaba problemas de
gobierno. Colonos de estirpe europea y poblaciones nativas de
diversas razas se convertían en súbditos británicos cuando se
procedía a la anexión de la colonia, pero, a diferencia de los bri
tánicos que emigraban a una colonia «poblada» desde el primer
momento por ingleses, no tenían legalmente derecho a las ins
tituciones y leyes británicas y, en general, no las comprendían
ni las deseaban. Circunstancias distintas produjeron resultados
distintos. En 1815 la uniformidad constitucional del antiguo im
perio había sido destruida y se delineaban cuatro tendencias
bien distintas: el antiguo sistema colonial, que sobrevivía en el
Caribe, Nueva Escocia y Nueva Brunswick; una versión mo
dificada en el Canadá; un gobierno derivado de los anteriores
regímenes europeos en un determinado número de colonias
conquistadas; y una forma particular de gobierno en la India y
Ceilán.
El primero de estos sistemas ya ha sido descrito, y no cam
bió durante el período que siguió a 1763. El segundo fue pro
ducto de circunstancias específicas, existentes en el Canadá tras
la conquista. Como todas las formas nuevas, fue el resultado de
experimentos empíricos más que de un plan preconcebido. En
1763 Gran Bretaña se propuso otorgar a Quebec el antiguo sis
tema de gobierno colonial británico, sin tener en cuenta el he
cho de que sus habitantes eran franceses porque se esperaba que
afluyeran allí emigrantes de las colonias más antiguas y s? pre
tendía asentarlos en el área del río San Lorenzo más que en los
territorios occidentales, donde podían surgir complicaciones
con las tribus indias. Pero en 1770 esta emigración todavía no
67
se había producido y no se podía ignorar que una constitución
y unas leyes inglesas no se adaptaban a una colonia habitada
por franceses. En 1774 el Parlamento inglés aprobó la Quebec
Act con la esperanza de asegurarse la fidelidad de los canadien
ses de origen francés. Quebec tuvo un gobierno dirigido por
un gobernador y un consejo legislativo nombrados, junto con
leyes civiles y de la propiedad de la tierra de tipo francés, así
como igualdad política y religiosa para los católicos. Quebec pa
só con ello a ser la primera colonia británica con un sistema gu
bernamental deliberadamente inspirado en el deseo de conser
var intactas las instituciones de una colonia extranjera después
de la conquista. A partir de 1793 estos conceptos fueron apli
cados generalmente a las demás colonias conquistadas.
Pero en el Canadá ese sistema tuvo una existencia breve. Des
pués de la guerra americana la influencia de los leales de lengua
inglesa del sur hizo realidad, aunque con retraso, las esperanzas
de 1763. El tipo de gobierno y legislación franceses resultaban
inaceptables para los nuevos colonos, los cuales querían el an
tiguo sistema colonial. Pero aparte de que esto no era aceptable
para la mayoría de los canadienses franceses, también en Ingla
terra se plantearon nuevas objeciones a un retorno completo al
sistema antiguo. Desde 1783 se tendía a atribuir la revolución
americana a la debilidad del gobierno y al excesivo poder con
cedido a las asambleas en las viejas colonias. Con la Constitu-
tional Act de 1791 se intentó dar al Canadá libertad constitu
cional sin destruir completamente la autoridad del gobierno.
Quebec quedó dividida en las provincias del Canadá superior e
inferior, para separar a los franceses e ingleses, y permitir a los
franceses del Canadá inferior conservar sus leyes civiles. Cada
colonia disponía de una asamblea electiva, a ejemplo de las an
tiguas, pero también tenía un numeroso consejo legislativo
nombrado, que debía hacer las veces de segunda cámara y, al
menos así se esperaba, apoyar a la Corona defendiéndola de las
tendencias democráticas de la primera cámara. Se pensó tam
bién en la creación de una nobleza de pares coloniales con de
recho a sentarse en el consejo. Se estableció la Iglesia anglicana
y se la apoyó para que hiciera propaganda de las tendencias po-
liticosociales estimadas convenientes y sirviera de bastión al eje
cutivo. La Corona conservó sustanciosas fuentes de ingresos, a
68
fin de permanecer en cierta medida económicamente indepen
diente de las votaciones anuales de la asamblea.
La ley de 1791 creó un modelo constitucional nuevo e híbri
do de gobierno colonial. Aparte de que no había un «ministe
rio» colonial, puesto que el gobernador era el único responsa
ble de la administración, se intentó exportar las características
esenciales de la coístitución británica de finales del siglo XVIII
a diferencia de la constitución del XVII, de la que gozaban las
colonias más antiguas. El ejecutivo se vio reforzado por la alian
za con el Consejo legislativo, por la parcial libertad financiera
y por las mayores posibilidades de influir en la asamblea me
diante la distribución de los cargos. Como resultado de todo
ello debía haberse dispuesto de una constitución «equilibrada»,
igual a la que se creía que existía en la madre patria. En reali
dad, el experimento fracasó casi totalmente. Algunas revueltas
en ambas provincias en 1837 introdujeron ulteriores modifica
ciones, que se resolvieron finalmente con la más importante de
las «invenciones» coloniales británicas del siglo X IX : el gobier
no de gabinete en los dominios.
En 1815, sin embargo, Canadá era la excepción, dentro del
orden general de la política británica. Todas las demás colonias
europeas recientemente adquiridas tenían una forma de admi
nistración autónoma que reflejaba sus orígenes extranjeros. A
excepción de la Guayana británica, que conservó las complejas
instituciones holandesas, usualmente esta administración estaba
constituida por un gobernador que gozaba de poderes para pro
mulgar ordenanzas, por un pequeño consejo nombrado, cuyo
parecer podía ignorar el gobernador, y por unos sencillos entes
administrativos y legales que se remitían a la práctica seguida
antes de la ocupación británica. Era un completa ruptura con
la vieja tradición inglesa; aquellas colonias no eran dominios de
la Corona, en el viejo sentido de la palabra, sino dependencias
ajenas a las tradiciones británicas.
En la historia inglesa había habido precedentes de gobiernos
autónomos: en Nueva Inglaterra, entre 1685 y 1688; en Aca-
dia, de 1713 a 1763, y en Senegambia, de 1765 a 1783. Ahora
bien, en 1763 Granada, Dominica y la Florida, como el Cana
dá, habían recibido la promesa de un gobierno representativo
y la aplicación del derecho inglés. Pero en un segundo tiempo
dos factores indujeron a los ingleses a pensárselo mejor. La ex
69
periencia de la administración de las colonias habitadas por fran
ceses o españoles, complicada por la presencia de una minoría
de inmigrantes ingleses, enseñaba que, incluso si al final se po
dían dar a todas las colonias instituciones británicas, resultaba
más ventajoso no hacerlo inmediatamente. Además, y ante la
probabilidad de tener que restituir, una vez acabada la guerra,
la mayor parte de las colqnias extranjeras Ocupadas de 1791 a
1815, era inútil modificar sus formas de gobierno durante una
ocupación militar provisional.
El problema se planteó de manera urgente a partir de 1815,
cuando fue preciso encontrar una solución para los dominios
anexionados definitivamente; pero para entonces el tiempo y la
experiencia habían enseñado algo. Los gobiernos militares pro
visionales basados en sistemas preexistentes habían ido funcio
nando durante un par de décadas. Era más ventajoso mantener
los que buscar nuevas vías, y además se sabía a aquellas alturas
que era mejor no tener que enfrentarse con las rebeldes asam
bleas locales. Dos principios sugirieron la solución. En algunas
colonias los términos de la capitulación habían especificado que
se conservarían las instituciones y el régimen jurídico anterio
res a la ocupación inglesa. Los humanitaristas de Gran Bretaña
encontraron más oportuno no proporcionar a las colonias de
plantaciones asambleas que pudieran oponerse a la política in
glesa, la cual tendía a «mejorar» la situación de los esclavos; ade
más, no estimaban justo que una minoría de propietarios blan
cos gobernara una colonia donde la población se componía ma-
yoritariamente de no europeos libres.
Ante la existencia de unos principios e intereses tan vario
pintos, las medidas adoptadas para gobernar en época de guerra
las colonias conquistadas se transformaron en un sistema per
manente, llamado luego, de modo genérico, «gobierno de las co
lonias de la Corona». Con el tiempo las instituciones se perfec
cionaron, y los principios en base a los cuales se propugnaba
aquel tipo de gobierno acabaron por ser considerados como los
motivos de su adopción. Pero el «gobierno de las colonias de
la Corona» fue en realidad la consecuencia de un accidente
histórico.
Una forma de gobierno que estaba en contradicción con la
tradición británica se había desarrollado por razones muy dife
rentes en la India y Ceilán. De la India nos ocuparemos más
70
adelante. Ceilán, transferida al departamento colonial en 1801
tras haber sido conquistada a la India, fue el primer dominio
no europeo con que hubo de enfrentarse la administración co
lonial británica. Dado que estaba habitado por asiáticos sobre
los cuales los holandeses tan sólo habían ejercido un control su
perficial, ni el viejo sistema de gobierno británico ni el método
alternativo de conservar las instituciones de los predecesores eu
ropeos de los ingleses podían ser aplicados. Los británicos adop
taron, pues, el modelo de reciente creación para la India. Go
bernaron así Ceilán de forma «directa» y autocrática, con una
administración estatal de profesionales traídos de Gran Breta
ña, pero conservaron las leyes y costumbres locales y se sirvie
ron de funcionarios indígenas para las instancias gubernamen
tales inferiores. Otra novedad la constituyó el idealismo en que
se inspiró la administración británica, y que fue definido por
uno de los primeros gobernadores como el propósito de «ase
gurar la prosperidad de la isla con el único medio de aumentar
en general la prosperidad y la felicidad de los indígenas». En
1815 Ceilán representaba una singular excepción. Adquirida
únicamente para disfrutar de la base de Trincomalee, goberna
da según se decía en interés de los indígenas, incapaces éstos du
rante algún tiempo de pagarse su administración, no se parecía
a ninguna otra colonia de la historia británica anterior. Y, sin
embargo, constituyó el prototipo de muchas otras colonias ad
quiridas luego en Africa y en Oriente por razones análogas y
limitadas, y administradas después conforme a los mismos prin
cipios por similares motivos.
En 1815, por consiguiente, el imperio británico había perdi
do su unidad. Y cosa particularmente significativa, no estaba ya
constituido por verdaderas colonias. El viejo imperio había si
do la expresión del carácter británico y el nuevo era la muestra
del poderío británico. Su historia, durante el siglo y medio si
guiente, se basó en el contraste entre las tradiciones de la colo
nización y la necesidad de la dominación. La antigua tradición
liberal fue perpetuada por las colonias de poblamiento, viejas y
nuevas, que habían alcanzado su autogobierno y acabaron sien
do los llamados «Dominions.» Las demás fueron verdaderas
posesiones.
71
5. La disgregación de los imperios
coloniales americanos
72
por territorios que España no se había molestado en ocupar.
De ahí que se tratara de proceder más a una nueva definición
de sus derechos que a un reparto colonial. Holanda fue quien
recurrió más descaradamente a una táctica de rapiña, creándose
un imperio en Brasil, Africa occidental y el Oriente a costa de
los portugueses. Entre 1660 y 1756 fueron, sin embargo, po
quísimas las colonias que cambiaron de dueño. Los holandeses
no realizaron nuevas adquisiciones. Francia se limitó a arreba
tar Santo Domingo y la Luisiana a España, y algunas islas del
Caribe y bases en Africa occidental a los holandeses. Los ingle
ses sustrajeron a Francia Acadia y San Cristóbal y se apodera
ron de algunas otras zonas reivindicadas por Francia en Terra-
nova y la bahía de Hudson.
Entre 1756 y 1815 se procedió a la redistribución de las co
lonias. A la sazón, habiéndose extendido la ocupación efectiva
a la mayor parte del territorio de América, una potencia no po
día hacer nuevas adquisiciones sin haber expulsado antes a otro
ocupante. Los incentivos estaban representados por la presión ex-
pansionista de las colonias existentes, por la rivalidad comercial
y por los problemas estratégicos planteados por las diversas
guerras. De tal reparto se beneficiaron los ingleses; ios perjudi
cados fueron los franceses. En 1815 Francia había sido despo
jada de todas las colonias del continente norteamericano y con
servaba tan sólo las islas del Caribe, Cayena y Saint-Pierre y Mi-
quelon como bases de pesca en la desembocadura del río San
Lorenzo. Los holandeses perdieron una parte de la Guayana,
el Cabo de Buena Esperanza, Ceilán y otras posesiones meno
res, también en provecho de los ingleses, y dejaron casi de ser
una potencia colonial en América. España, y ello resulta bas
tante curioso, perdió tan sólo Trinidad, que pasó a Inglaterra,
recibiendo en compensación Florida. Portugal no perdió nada.
Los cambios, pues, fueron relativamente pocos. Lo más sor
prendente fue el hecho de que España y Portugal, las más dé
biles de las potencias coloniales, salieran tan poco perjudicadas.
Portugal lo consiguió porque había permanecido fiel como alia
do de Gran Bretaña. España, que había sido en cambio su ad
versaria en todas las guerras habidas de 1739 a 1783, y durante
algún tiempo también después de 1793, no sufrió ulteriores pér
didas por dos razones. Los ingleses, durante la guerra, se ocu
paron rnás de ganar a Francia en América del Norte y el Caribe
73
y menos de ocupar las colonias por las ventajas que ello pudie
se proporcionarles. Además, en realidad no estaban interesados
por las posesiones españolas más extensas. Entonces se daban
cuenta, cosa que Cromwell no había querido admitir al atacar
la América española de 1655, de que resultaba difícil conquistar
y desventajoso mantener extensos territorios en el extranjero.
Las colonias españolas revestían importancia como mercados y
fuentes de plata y demás materias primas a los ojos de Gran Bre
taña. Esta se contentaba con dejar que España administrara los
territorios, en tanto que los comerciantes ingleses se iban infil
trando en sus mercados. Los imperios ibéricos, por consiguien
te, sobrevivieron hasta 1815 sobre todo porque era anacrónico
conquistar colonias extranjeras para mantenerlas. En definitiva,
la independencia de América Latina sirvió a los intereses de
Gran Bretaña no menos que si las posesiones en cuestión hu
bieran estado incorporadas a su imperio.
Mucho más significativo que el paso de una colonia de uno
a otro dueño fue el proceso por el cual las colonias se liberaron
de la autoridad europea para convertirse en estados soberanos.
En 1830 la América continental estaba formada por cierto nú
mero de estados independientes y por una exigua minoría de co
lonias supervivientes. Las trece colonias británicas originarias
formaron los Estados Unidos, dejando a Gran Bretaña sólo el
Canadá y otras pequeñas posesiones, tales como Nueva Esco
cia, Nueva Brunswick y Terranova. En América central y me
ridional quedaban únicamente las colonias de Francia, Gran
Bretaña y Holanda en la Guayana. En el Caribe las colonias per
manecieron prácticamente intactas: sólo Santo Domingo, antes
posesión francesa, se había convertido en un Estado soberano:
la República de Haití. Prácticamente, Europa no tenía ya el con
trol de América.
Es importante no partir del supuesto de que ¡a independen
cia americana fue un hecho inevitable y en todo caso previsible.
En realidad, fue uno de los hechos más extraordinarios de la his
toria de la expansión europea. Erraríamos si quisiéramos ver en
él una cierta analogía con el fin del dominio europeo en Africa
y Asia. En la India, por ejemplo, los ingleses eran extranjeros.
Su autoridad se fundaba en la fuerza y era previsible que ei na
cionalismo indio acabara por rebelarse contra una dominación
extranjera. Todo cuanto se ha dicho acerca de la colonización
74
americana indica que allí la autoridad europea se basaba en fun
damentos más sólidos. Las colonias americanas eran hijas na
turales de la madre patria, con la cual tenían en común institu
ciones, cultura y religión. Las colonias españolas permanecie
ron fieles durante cerca de trescientos años; las británicas du
rante cerca de un siglo y medio. Nunca habían sido dominadas
por la fuerza de las armas: antes de 1756 eran poquísimas las
tropas europeas en América, y después fueron demasiado esca
sas para mantener el control dé unos dominios que cubrían me
dio continente. La autoridad estaba muy precariamente susten
tada por la fuerza; las revueltas solamente habrían podido ser
sofocadas si la intervención imperial hubiera estado adecuada
mente apoyada por unos colonos fieles.
E- esencial, por tanto, considerar el problema de la indepen
dencia colonial en base al supuesto de que la fidelidad a la ma
dre patria era la norma y la rebelión la excepción a una tradi
ción afirmada desde largo tiempo atrás. Partiendo de este su
puesto, se plantean dos cuestiones: ¿Por qué unas colonias nor
malmente fieles faltaron a su fidelidad? ¿Cómo triunfaron en
su empeño? Son cuestiones complejas que precisan de un ade
cuado tratamiento desde un punto de vista cronológico. En una
exposición breve únicamente se pueden aislar aquellas circuns
tancias que quebrantaron la fidelidad de los colonos de todas
las nacionalidades y analizar la situación de la cual derivó la in
dependencia de los Estados Unidos, de las colonias españolas,
de Haití y del Brasil.
La autoridad de la madre patria se basaba en la actitud men
tal del colono. El imperio estaba seguro mientras el colono acep
tase su subordinación, bien porque tuviese una comunidad de
intereses con la madre patria, bien simplemente porque no vie
se otra alternativa. Y viceversa, la fidelidad faltaba cuando el co
lono se daba cuenta de que sus intereses no coincidían con los
de la madre patria: esa fue la raíz del nacionalismo colonial.
¿Hasta qué punto aceptaban los americanos su condición de
súbditos de los soberanos europeos en el curso del siglo XVIII?
¿Qué aspectos del imperio contribuyeron a quebrar esa fi
delidad ?
En la actitud de los americanos hacia la madre patria en el
siglo XVHI había una fundamental ambivalencia, producto de un
conflicto entre el sentimiento de fidelidad a los soberanos y la
75
conciencia de su particular identidad en tanto que americanos.
Aceptaban la condición de súbditos porque, como emigrantes
o descendientes de emigrantes, la encontraban natural. La fide
lidad derivaba de la comunidad de raza, lengua, religión e ins
tituciones. Además, estaba enormemente reforzada por la falta
de alternativas. Hasta que los Estados Unidos demostraron que
las colonias rebeldes podían ser libres, se consideraba obvio que
eran demasiado débiles para regirse por sí mismas; si se hubie
ran rebelado contra un amo, habría sido para someterse a otro.
Y dado que los colonos sentían apego a sus leyes, instituciones
y religión, consideraban desastroso el hecho de caer bajo una
potencia extranjera. Los ingleses no dudaban haber beneficiado
a los franceses del Canadá, después de 1763, al ofrecerles las le
yes e instituciones políticas liberales de Gran Bretaña, pero los
canadienses no pensaban lo mismo. La natural fidelidad de los
colonos se basaba por tanto en esta actitud mental, pero no era
una fidelidad incondicional, y ciertamente no significaba obe
diencia ciega a la metrópoli. Quizá el mejor modo para definir
la actitud de los americanos sea decir que si bien éstos eran fun
damentalmente fieles, por costumbre eran también desobedien
tes. La desobediencia brotaba inevitablemente de las desventa
jas que representaban para ellos muchas leyes y de la relativa
facilidad con que se las podía evadir. Tal evasión de las leyes
era la válvula de seguridad de la fidelidad americana; si no fun
cionaba, el propio imperio estaba en peligro. El imperio de
América se basaba en un casual y perfecto equilibrio entre las
imposiciones del gobierno imperial y la capacidad de no respe
tarlas por parte de los colonos.
Frente a la fidelidad fundamental de las colonias hay que con
siderar el desarrollo del nacionalismo colonial. Es difícil definir
su naturaleza y extensión en aquellas colonias pobladas por
blancos y todavía gobernadas por los estados metropolitanos
originarios. Los colonos americanos tenían clara conciencia de
los intereses locales y de los lazos con la tierra de elección, ca
da vez más fuertes y numerosos con el transcurso de los años.
Se sentían ofendidos por la arrogancia de los funcionarios me
tropolitanos y no soportaban las disposiciones que subordina
ban los intereses locales a los de la madre patria. Se sentían pe
ruanos, brasileños, canadienses o virginianos no menos que es
pañoles, portugueses, etc. El equilibrio al que antes hicimos re-
76
ferencia variaba según la situación y la clase social. Para todos
los colonos, los intereses locales tenían prioridad sobre los im
periales, pero la conciencia de una nacionalidad colonial bien di
ferenciada variaba a menudo en relación inversa a la condición
social. El colono que se había enriquecido y reafirmado era, por
lo general, aquel que se sentía ahí más europeo. Tendía a enviar
a Europa a sus hijos para que se educaran allí, a visitar con fre
cuencia la patria e incluso a asumir empleos gubernamentales
en compensación por ser excluido de cargos más altos en Amé
rica. A la inversa, los colonos menos ricos (los mestizos de la
América española, el farmer de la frontera, el inmigrante euro
peo o el obrero urbano de la América británica) estaban menos
apegados a Europa, recibían menos ventajas de sus'relaciones
con el gobierno imperial y se preocupaban exclusivamente de
los aconteceres locales. Para ellos, nacionalidad europea y de
voción a la madre patria revestían escaso significado: eran ver
daderos americanos y nacionalistas, y no pocas veces rechaza
ban con plena conciencia el Viejo Mundo. No fue casual que
quienes apoyaron los movimientos de independencia fuesen so
bre todo los hombres de condición social relativamente baja y
los hombres de la frontera más que los habitantes de los cen
tros de comercio, gobierno y civilización.
Siempre existía la posibilidad de que el equilibrio entre el na
cionalismo americano y la fidelidad a la madre patria fuese al
terado; pero no por ello hay que creer que las colonias estaban
permanentemente al borde de la revuelta a causa de su subor
dinación económica, fiscal o política. A pesar de sus progresos
materiales, y su aparente capacidad de valerse por sí solas, las
colonias americanas se encontraban establemente enmarcadas en
un esquema convencional de relaciones de carácter imperialista.
Lo que amenazó a la autoridad imperial no fue el conservadu
rismo, sino la innovación o la crisis imprevista. Las colonias se
guían siendo fieles mientras no perdiesen ningún derecho o ven
taja: los cambios, aunque sirviesen para mejorar la situación,
eran siempre probables fuentes de desorden. Así, la tranquili
dad de las colonias se vio amenazada por los nuevos impuestos,
por los nuevos monopolios comerciales, por la solicitud siem
pre creciente de hombres para el servicio militar, por las nuevas
instituciones políticas o judiciales. Pero a ello contribuyeron
asimismo las nuevas ideas, las de la Ilustración europea, las de
77
la revolución norteamericana o las de la francesa. Particular
mente peligrosas eran las soluciones de continuidad en el go
bierno de la metrópoli. El equilibrio imperial dependía de su es
tabilidad. Si las colonias quedaban sin el control de la autori
dad europea, aunque fuera por poco tiempo, y se veían obliga
das a defenderse por sí solas, podían entonces esfumarse unas
actitudes mentales que habían resistido durante siglos. Una vez
suspendido su ejercicio, la práctica y las instituciones aceptadas
desde siempre parecían intolerables. Los imperios coloniales
americanos eran un producto de la historia: eran viejos odres,
incapaces de contener un vino nuevo.
78
quisición de los nuevos territorios. Hasta entonces Gran Bre
taña no había tratado jamás de cobrar impuestos a sus colonias.
Cuando lo intentó, entre 1764 y 1774, desencadenó una enco
nada polémica acerca de los derechos de las colonias y el grado
de su autonomía, polémica que proporcionó a los americanos
una creciente conciencia de sus intereses, bien distintos a los de
la metrópoli, y por consecuencia de su nacionalismo. A la vez,
los ingleses decidieron imponer un mayor respeto a las leyes
del comercio colonial y, en general, tratar a las colonias como
panes integrantes del imperio, como hacía España, y no como
otras tantas dependencias separadas. Estas innovaciones susci
taron, en conjunto, una fuerte resistencia. En 1770 existía un po
deroso partido nacionalista en América, y particularmente en
Nueva Inglaterra, que trataba claramente de canalizar ese resen
timiento hacia la aspiración a una independencia total. Pero el
partido nacionalista sólo tuvo éxito porque varias crisis meno
res, como la provocada por la cuestión de la importación de té
por parte de la Compañía de las Indias Orientales en 1773, re
forzaron la impresión de una intransigencia británica; y tam
bién porque varios conflictos menores desembocaron en una lu
cha abierta en 1775. La Declaración de Independencia emanada
del Congreso Continental en 1776 marcó el final de la menta
lidad colonial en la América británica. Pero, aun así, Gran Bre
taña habría tenido aún posibilidades de sofocar la rebelión. Si
no lo consiguió fue sobre todo porque Francia, España y H o
landa se aliaron y le declararon la guerra, impidiéndole concen
trar sus esfuerzos en América del Norte. La guerra, por tanto,
no solamente llevó a la disolución del antiguo sistema colonial,
sino que fue asimismo la causa inmediata del éxito de los re
beldes americanos.
El tratado de 1738, por e! cual Gran Bretaña reconocía la in
dependencia de los Estados Unidos, señaló el inicio de una nue
va época en América, porque constituyó un ejemplo para las de
más colonias. Ahora bien, de no haber estallado otras guerras,
difícilmente las colonias españolas, francesas o portuguesas ha
brían tenido la capacidad o el deseo de seguir el ejemplo. Para
todas ellas tuvieron importancia decisiva las guerras originadas
por la Revolución francesa, que duraron sin interrupción hasta
1815, aunque los acontecimientos siguieron un curso distinto
en cada una de las colonias. Francia quedó aislada de sus colo-
79
nías a causa del bloqueo naval de los ingleses, de 1793 a 1815,
con una breve interrupción en los años 1801-1802, y muchas
de sus colonias fueron ocupadas por los ingleses. Con la firma
de la paz fueron restituidas casi todas. Santo Domingo, sin em
bargo, no estaba en manos inglesas y no fue recuperada, dado
que entre tanto se había producido en ella una rebelión de es
clavos, la única de toda la historia colonial. Francia había abo
lido la esclavitud en 1793 y los antiguos esclavos le habían per
manecido fieles. Napoleón intentó imponerla de nuevo en 1802,
con el resultado de que el ejército negro se rebeló y las tropas
y los funcionarios franceses hubieron de marcharse de allí. Al
reanudarse la guerra contra Inglaterra, Francia no estuvo en
condiciones de enviar expediciones militares hasta 1815, fecha
en que la empresa resultaba demasiado costosa. Finalmente, en
1825 Carlos X reconoció la soberanía e independencia de la re
pública de Haití.
Mucho más complejos fueron ios acontecimientos en las co
lonias españolas. El hecho más importante fue la ocupación de
España por Napoleón en 1808, porque los colonos no vieron
la razón para tener que jurar fidelidad al rey José, y en vez de
eso la juraron al legítimo heredero, Fernando VII, a la espera
de su restauración. Mientras, sin embargo, tuvieron que resol
ver por sí solos sus propios asuntos y lograron así imponerse
a los funcionarios españoles expatriados. En 1815 los colonos
disponían, pues, de una experiencia de casi siete años de auto
nomía política y libertad comercial, y en muchas regiones ha
bía poderosos grupos que deseaban una completa independen
cia o una libertad superior a aquella de que gozaran en el pa
sado. La restaurada monarquía española y su parlamento se ne
garon a conceder una y otra e intentaron imponer de nuevo el
antiguo régimen: el intento resultó fatal. Diez años más tarde
todas las colonias continentales habían alcanzado su indepen
dencia; España conservaba tan sólo las del Caribe. Las rebelio
nes siguieron cada una su propio curso, y en cierta medida se
influyeron mutuamente. España, por su parte, carecía de las
fuerzas militares o navales precisas para sofocarlas, pero habría
podido recibir la ayuda de Francia o Austria. La intervención
europea fue sin embargo bloqueada por Gran Bretaña que, pa
ra sus intereses comerciales, prefería una América española in
dependiente. Al reconocer oficiosamente a las nuevas repúbli-
80
c a s en 1 8 2 3 , C a n n in g h iz o u n g e s t o p r o b a b le m e n t e d e c isiv o :
G r a n B r e ta ñ a se c o n v ir tió en la m a d r e a d o p t iv a d e lo s e s ta d o s
d e A m é r ic a L a tin a .
T a m b ié n la in d e p e n d e n c ia d el B r a s il fu e u n a c o n se c u e n c ia d e
la s g u e r r a s n a p o le ó n ic a s . C u a n d o N a p o le ó n o c u p ó L i s b o a en
1 8 0 8 , la fa m ilia real m a r c h ó al e x ilio en R ío d e J a n e ir o , q u e se
c o n v ir tió d e e se m o d o en la c a p ita l d e l im p e r io p o r tu g u é s . E s o
b e n e fic ia b a al B r a s il, q u e se lib e r a b a d e c u a lq u ie r re stric c ió n d e
ín d o le c o m e rc ia l o p o lític a . P e r o el e n fr e n ta m ie n to d e c isiv o se
p r o d u jo en 1 8 1 5 , c u a n d o P o r t u g a l p id ió el r e t o r n o d e la C o r o
n a y la C o r t e y el P a r la m e n to in sis t ió en q u e B r a s il re c o b r a se
su a n tig u a p o s ic ió n s u b o r d in a d a en el c o m e r c io y en el g o b ie r
n o . E n 1 8 2 0 , a u n q u e d e m a la g a n a , el re y J u a n r e g r e s ó a L i s
b o a , d e ja n d o la r e g e n c ia d e l B r a s il a s u h ijo y h e r e d e r o , d o n P e
d r o . L o s b r a sile ñ o s , sin e m b a r g o , s e n e g a r o n a a c e p ta r tal s u
b o r d in a c ió n y en 1 8 2 2 m o n á r q u ic o s y r e p u b lic a n o s se u n ie ro n
p a r a d e c la r a r la in d e p e n d e n c ia d el B r a s il, c o n d o n P e d r o c o m o
m o n a r c a . T a m b ié n en e sa o c a s ió n el r e c o n o c im ie n to d e In g la
te r ra , o t o r g a d o en 1 8 2 5 , t u v o u n a im p o r ta n c ia d e c isiv a . E n 1828
se r o m p ie r o n lo s la z o s , in c lu so f o r m a le s, e n tr e la fa m ilia real
d e l B r a s il y la d e P o r tu g a l.
E n 1 8 2 5 , p o r ta n to , c a si t o d a la A m é r ic a c o n tin e n ta l se h ab ía
in d e p e n d iz a d o d e E u r o p a , c o n la s o la e x c e p c ió n d e la N o r t e
a m é r ic a b ritá n ic a y la s p e q u e ñ a s p o s e s io n e s in g le sa s, h o la n d e s a s
y fr a n c e sa s en la G u a y a n a . N i n g u n o d e e s t o s a c o n te c im ie n to s
h u b ie r a p o d id o s e r p r e v isto . L a in d e p e n d e n c ia a m e r ic a n a n o fu e
c ie r ta m e n te u n a in e v ita b le c o n s e c u e n c ia d el d e s a r r o llo d el n a
c io n a lis m o c o lo n ia l o d e la in to le r a n c ia d e l g o b ie r n o m e t r o p o
lita n o . E u r o p a p e r d ió s u s p o s e s io n e s en p a r te p o r q u e la riv a li
d a d e n tre lo s d iv e r s o s p a ís e s e u r o p e o s n o le p e r m it ió e je r c e r su
a u to r id a d c o m o h u b ie se s id o p r e c is o y en p a r te ta m b ié n p o r
q u e , h a b ie n d o p e r d id o d u r a n te a lg ú n tie m p o el c o n tr o l, las p o
te n c ia s m e tr o p o lit a n a s n o s u p ie r o n a d a p ta r s e a las n u e v a s c ir
c u n sta n c ia s. E n el f u tu r o , s o la m e n te G r a n B r e ta ñ a s e e n fr e n ta
ría a p r o b le m a s a n á lo g o s en s u s c o lo n ia s d e p o b la m ie n t o , y en
el s ig lo XIX s ó l o lo g r a r ía c o n s e r v a r la s h a c ie n d o c o n c e sio n e s q u e
a n te s d e 1 8 2 5 h a b ría n p a r e c id o in c o n c e b ib le s a lo s o jo s d e c u a l
q u ie r o t r a p o te n c ia .
81
6. Los europeos en Oriente antes de 1815
I. PORTUGAL Y ESPAÑA
82
las a u to r id a d e s in d íg e n a s , m ie n tr a s q u e lo s e s ta d o s m e n o re s
a c e p ta b a n la s o b e r a n ía p o r tu g u e s a . P e r o el p r in c ip io se n ta d o
p o r A lb u q u e r q u e , p r im e r v irr e y d e la In d ia , fu e r e s p e t a d o sie m
p re. P o r tu g a l d e b ía te n e r s o la m e n te a lg u n a s fo r t a le z a s c lav e y
fa c to r ía s c o m e r c ia le s y c o n fia r en s u p r o p ia p o te n c ia n av a l p a r a
d e fe n d e r la s. M a n te n e r un im p e r io te r r ito r ia l h a b ría c o n s titu id o
u n a e m p r e sa s u p e r io r a s u s f u e r z a s y p o c o v e n ta jo s a a d e m á s.
E n re a lid a d , n u n c a fu e p o s ib le u n d o m in io a b s o lu t o d e l o c é a
n o. L a p o te n c ia n a v a l tu r c a re s u lta b a d e m a sia d o fu e rte en el m a r
R o jo , y P o r t u g a l n o c o n s ig u ió a s e g u r a r s e el c o n tr o l d e l c o m e r
cio in te r a siá tic o . T a m p o c o lo g r ó o b te n e r el m o n o p o lio d e la im
p o r ta c ió n d e lo s p r o d u c t o s o r ie n ta le s en E u r o p a ; d e h e c h o , lo s
itin e ra rio s te r r e str e s tr a d ic io n a le s r e sistie r o n a la c o m p e te n c ia y
a d q u ir ie r o n in c lu so m a y o r im p o r ta n c ia . E l a u té n tic o é x ito d e
P o rtu g a l fu e la e x c lu sió n d e t o d o s lo s d e m á s p a ís e s e u r o p e o s
d el c o n ta c to o c e á n ic o d ir e c to c o n O r ie n t e h a s ta fin a le s d e l s i
g lo XVI.
P o r t u g a l v e ía r e c o m p e n s a d o s s u s e s fu e r z o s p o r lo s p r o d u c
to s o r ie n ta le s q u e im p o r ta b a a E u r o p a , r e v e n d ié n d o lo s c o n
e n o rm e s g a n a n c ia s. S u p o lític a c o n s is t ió en m a n te n e r lo s p r e
c io s a lto s , e x c lu y e n d o la c o m p e te n c ia y lim ita n d o s u s p r o p ia s
im p o r ta c io n e s. P a r a e v ita r in fr a c c io n e s a su c a si m o n o p o lio y
sie n d o r e d u c id o el v o lu m e n d e l c o m e r c io , e n v ia b a a O r ie n t e tan
s ó lo u n a flo ta al a ñ o . L o s in te re se s d e la C o r o n a e ran p r o te g i
d o s im p id ie n d o a lo s e x tr a n je r o s p a r tic ip a r en la a c tiv id a d c o
m e rc ia l e in c lu so p r o h ib ie n d o a lo s m is m o s c o m e r c ia n te s p o r
t u g u e se s, h a s ta 1 6 4 0 , n e g o c ia r c o n la s e sp e c ie s m á s p r e c ia d a s.
E l m o n o p o lio fu e p o s t e r io r m e n t e r e f o r z a d o c a n a liz a n d o t o d o
el c o m e r c io a tra v é s d e G o a , c a p ita l d el im p e r io o r ie n ta l
p o r tu g u é s .
E n el s ig lo XVII, l o s p r in c ip io s p o r tu g u e s e s fu e ro n a d o p t a d o s
p o r c o m p e t id o r e s y s u c e s o r e s , y o t r o ta n to s u c e d ió ah í c o n la
e n d é m ic a c o r r u p c ió n d e su s f u n c io n a r io s a d m in is tr a tiv o s y m i
lita res en O r ie n te . C iv ile s y m ilita re s eran r e c lu ta d o s m a y o r i-
ta ria m e n te en P o r t u g a l: a lo s c a r g o s s u p e r io r e s su b v e n ía la n ó
m in a re a l, en ta n to q u e p a r a el r e sto e ra la m ise r ia y la e s p e
ra n z a d e h a c e r fo r tu n a . L o s fu n c io n a r io s e sta b a n m a l p a g a d o s
y c o r r o m p id o s . E l se r v ic io en O r ie n t e o fre c ía ilim ita d a s p o s i
b ilid a d e s d e g a n a r d in e r o c o n el c o n tr a b a n d o , el p e c u la d o , la e x
p lo ta c ió n d e lo s n a tiv o s, e tc. C u a lq u ie r te n ta tiv a p o r p a r te de
83
ia Corona de investigar ios abusos era frustrada por el silencio
de los funcipnarios. Goa nunca consiguió controlar las bases
menores; sin embargo, el monopolio aseguraba tales ganancias
que la Corona podía ignorar tranquilamente la ineficacia que
reinaba en los establecimientos orientales.
Pero los sucesores no heredaron estas características de la ad
ministración imperial portuguesa. La Corona nunca delegó el
control de sus bases en compañías privadas, aunque en algunos
casos, a finales del siglo XVII y nuevamente a mediados del si
glo XVIII, bajo Pombal, se vendiera a comerciantes portugueses
el monopolio del comercio en una zona particular. La Corona,
pues, administraba directamente todas sus posesiones. El virrey
y el Consejo de Goa tenían jurisdicción sobre todas las bases
orientales (incluida Mozambique, hasta 1752) y decidían en las
causas de apelación penales y civiles. Goa tenía una administra
ción colonial enteramente portuguesa similar a la del Brasil. Las
posesiones secundarias disponían de un gobierno menos com
plejo, formado por un capitán, asistido por funcionarios civiles
y militares, y por un juez real. Lisboa trató de ejercer un cierto
control, pero con escasos resultados puesto que los poderes es
taban dispersos entre demasiadas autoridades metropolitanas.
El Consejo de Estado nombraba al virrey y a los gobernadores
e intervenía a discreción en todos los sectores de la administra
ción. El Consejo de Indias (rebautizado luego como Consejo
de Ultramar) era responsable de ¡a mayor parte de los asuntos
coloniales, pero el Consejo de Finanzas organiza las flotas
anuales y los monopolios reales, mientras que el Consejo Pri
vado asistía al monarca en cuestiones judiciales. No había, por
consiguiente, unidad en la dirección de los asuntos, pese a lo
cual Portugal fue el único Estado cuyo soberano ejerció direc
tamente el control sobre sus dominios asiáticos antes de 1800.
Otras dos características de la política portuguesa en Oriente
fueron la intolerancia religiosa y la carencia de prejuicios racia
les. En todas sus posesiones, los portugueses destruían los tem
plos no cristianos y convertían por la fuerza a los asiáticos. Só
lo los conversos, estrechamente vigilados por la Inquisición,
eran protegidos por las leyes y podían entrar al servicio de la
Corona. Se crearon en todas partes obispados y parroquias y
el clero impuso el pago del diezmo. Esta política provocó gran
des resentimientos entre los asiáticos, y quizá en muchas regio-
84
nes contribuyó a que se saludara ct>n alivio la llegada de los ho
landeses, más tolerantes. Si los portugueses hubieran dispuesto
de grandes posesiones, no habrían podido seguir esta política,
pero sus pequeñas bases permitían crear un núcleo de asiáticos
cristianizados que eran súbditos portugueses y a menudo súb
ditos muy fieles. La lealtad a un pueblo de otra raza era muy
rara en las colonias africanas y orientales, pero se veía reforza
da por la falta de prejuicios raciales entre los portugueses. Es
taban muy difundidos los matrimonios mixtos y el concubina
to; las mujeres portuguesas que se trasladaban a Oriente eran
escasísimas y también eran escasos los colonos blancos, si se ex
cluyen los funcionarios que se establecían en Oriente cuando
acababan su servicio. Los descendientes de sangre mezclada des
empeñaron un papel importante en la administración y la de
tensa, asegurando a Portugal una sólida base de apoyo. Portu
gal fue la única nación europea que dejó una cierta huella en la
sociedad asiática antes del siglo XIX.
A comienzos del siglo XVIII, sin embargo, el imperio portu
gués no existía ya prácticamente. Muchas de sus bases habían
pasado a manos holandesas e inglesas: quedaban solamente Goa,
Diu, parte de Timor y Macao, frente a Cantón. Desde 1700 so
lamente un par de naves al año zarpaban de Lisboa con rumbo
a Goa, y a su regreso transportaban apenas una quinta parte de
las mercancías importadas en el siglo XVI. A partir de 1750, sin
embargo, se produjeron ciertos cambios en la situación. Los no
cristianos fueron tolerados, en Goa se desarrollaron manufac
turas y plantaciones de algodón y el volumen del comercio de
Macao se desarrolló gracias a la demanda siempre creciente de
té en Europa. Pero en 1780 para los portugueses la administra
ción de las colonias orientales suponía una pérdida, y su lugar
fue ocupado por otros.
Las Filipinas, única colonia española fuera de América, eran
cuanto le quedaba a los españoles de su primitivo proyecto de
un imperio oriental. El tratado de Tordesillas (1494) había ex
cluido a España del comercio y las adquisiciones territoriales al
este de una línea que atravesaba el Atlántico de Norte a Sur. Pe
ro no estaba claro hasta qué punto se extendía por el este la in
fluencia portuguesa, ni si las viejas concesiones papales a Espa
ña la autorizaban a penetrar en esa esfera de influencia nave
gando hacia el oeste de Europa. Basándose en el supuesto de
85
que las concesiones continuaban teniendo validez, en 1519 Ma
gallanes, un portugués al servicio de Carlos V, zarpó con rum
bo oeste para reivindicar los derechos de los españoles sobre los
territorios del Extremo Oriente.
Las Filipinas fueron el fruto de esta expedición. Magallanes
se había propuesto alcanzar las Molucas, pero se desvió dema
siado hacia el norte, llegó a las Filipinas y murió asesinado. Las
dos naves supervivientes, mandadas por Elcano, llegaron a las
Molucas y dejaron una pequeña guarnición en Tidore, cuyo sul
tán se mostró sumamente feliz de aceptar el apoyo español con
tra los portugueses. Las perspectivas parecían buenas; ocupado
México, los españoles disponían de una base óptima para esta
blecer contactos regulares. Pero los resultados de las diferentes
expediciones hacia el archipiélago en 1524, 1526 y 1527 fueron
escasos. Los vientos del Pacífico hacían evidentemente imposi
ble el regreso a América y el poderío portugués en Oriente era
demasiado fuerte. En 1529 Carlos V, al borde de la bancarrota
financiera tras sus campañas italianas, decidió ceder sus dere
chos sobre el Oriente a fin de poder allegar algunos recursos.
En el tratado de Zaragoza aceptó 350 000 ducados y una línea
arbitraria de demarcación en el Pacífico a 17" al este de las
Molucas.
Las Filipinas estaban en la zona de influencia portuguesa, pe
ro fueron ocupadas por una expedición española al mando de
Miguel López de Legazpi en 1564. Se trataba de una iniciativa
mexicana, más que española: uno de los primeros ejemplos de
«subirnperiaiismo» colonial. Al año siguiente, Andrés de Urda-
neta, quien había visitado las Molucas en compañía de Elcano
y luego se había hecho fraile, descubrió la ruta de retorno hacia
México. Ello permitía abrir un tráfico regular y los españoles
de Nueva España acariciaron la esperanza de servirse de Manila
como base para el contrabando con las Molucas. Extrañamen
te, los portugueses no se enfadaron por la ocupación de las Fi
lipinas, pero reaccionaron con violencia frente al contrabando.
La iniciativa mexicana habría resultado inútil, en vista de que
las Filipinas ofrecían poco interés, de no haberse desarrollado
el comercio de la seda con Cantón, realizado mediante juncos
chinos y organizado por comerciantes chinos. Ese comercio al
canzó su máximo florecimiento en torno a 1597 y resultó tan
rentable como el comercio trasatlántico oficia! de España. La se-
86
da era enviada desde Acapulco, en México, a España o Perú,
que suministraba el dinero necesario para pagarla. Pero desde
el punto de vista de Madrid, este tráfico tenía sus desventajas.
Llevaba dinero a Oriente y no a España, y los mercados de
México y Perú se veían invadidos por productos orientales y
no españoles o europeos. El comercio de Manila amenazaba con
alejar a México y Perú de la función que les había sido asignada
dentro del sistema imperial español, ligándolos a Oriente. Fi
nalmente, la seda de Manila, proveniente de esta ruta secunda
ria, no podía competir con la directamente importada por Por
tugal, ni ofrecía ventajas económicas a España. Por todo esto
se impusieron controles. En 1631 fue prohibido el comercio en
tre México y Perú, y el mercado peruano fue cerrado a las mer
cancías orientales. Forzado a servir únicamente a México, el
mercado de Manila declinó. En 1720 se impusieron nuevas res
tricciones: se decretó que cada año solamente podían zarpar dos
galeones, con una cantidad limitada de dinero a bordo, los cua
les no podrían retornar con una carga de seda. En 1734 se au
mentaron las cantidades de dinero y mercancías transportadas
en el viaje de vuelta, gracias a lo cual pudo desarrollarse el trá
fico, a medida que Nueva España se hacía más próspera. Este
fue el único lazo comercial entre el Nuevo Mundo y el Oriente
antes de que comenzara el comercio de las pieles entre las cos
tas del noroeste de América, por un lado, y Japón y la China,
por el otro, a partir de 1780.
En cierto sentido, el gobierno español en Filipinas se orga
nizó en función de este comercio, y la metrópoli apenas se in
teresó por él. En general se adoptó sin modificaciones el siste
ma de la América española. Manila dispuso de un gobernador
general y una administración similar a la de las otras colonias.
Se aplicaron las leyes de Indias, que reconocían ciertos dere
chos a los no europeos. Toda la tierra fue asignada a la Corona,
quien la distribuyó entre los colonos laicos y eclesiásticos en ba
se al principio de la encomienda. Las islas constituían grandes
dominios semifeudales, superficialmente controlados por el go
bierno real, que nunca revocó sus concesiones, como sin em
bargo hizo en América. En el ámbito de este sistema las formas
sociales y políticas filipinas sobrevivieron intactas. Pero la in
fluencia que se dejó sentir particularmente entre los indígenas
fue la Iglesia católica. Al igual que en las regiones fronterizas
87
de la América española, los verdaderos colonizadores fue
ron frailes y monjes, que convirtieron a casi todos los filipinos,
edificaron iglesias y crearon un sistema de parroquias y escue
las de tipo europeo. La sociedad filipina asumió el carácter de
una teocracia. Se hizo, en cambio, bien poco por desarrollar la
economía, y Manila continuó siendo sobre todo una base co
mercial. En el siglo xvm la situación estaba estancada; las islas
se habían convertido en piezas de museo de los métodos de co
lonización española del siglo XVI, sin un número de colonos lai
cos suficiente para desarrollarlas conforme a las tiirectrices de
las colonias «mixtas» de la América española. Sin embargo, fue
el único sector de proporciones notables fuera de América don
de los europeos lograron asimilar a sus costumbres y religión
una numerosa población extranjera. La dominación española
sobrevivió a la pérdida de las colonias de la América continen
tal, hasta ser barrida por los Estados Unidos en 1898.
88
a Francia. La compañía inglesa, a pesar del cambio de las cir
cunstancias, conservó el gobierno de la India hasta 1858, aun
que a partir de 1784 fue sometida al rígido control del gobierno
británico. Los últimos imperios europeos en Asia y en Africa,
en cambio (aunque los ingleses y los alemanes, a finales del si
glo X IX , se sirvieran también de compañías privilegiadas), fue
ron creados y gobernados directamente por los estados eu
ropeos.
Las tres grandes compañías tuvieron características comunes:
las tres ejercieron el monopolio del comercio entre sus respec
tivos países y Oriente; las tres fueron creadas para poner fin a
la competencia entre los comerciantes de un mismo país; las tres
fueron fundadas con capital privado, aun cuando la compañía
francesa de 1667, y la que le sucedió en 1718, estuvieran sub
vencionadas, en medida más que notable, por el Estado. Final
mente, las tres fueron administradas desde la metrópoli por un
grupo de dirigentes prácticamente independiente. Ninguna tu
vo fines imperialistas: simplemente trataron de enriquecerse con
el comercio.
89
ras de Amsterdam y Zelanda, que nombraban respectivamente
a ocho y cuatro de los Diecisiete, por estar en sus manos la ma
yor parte del comercio, dominaban la compañía, de igual modo
que dominaban los Estados Generales. Estos tenían un control
muy relativo sobre la compañía. Verificaban sus balances y le
renovaban periódicamente el privilegio, pero no intentaban in
fluir en su política. El Estado habría podido ejercer un control
mayor cuando el estatúder Guillermo IV fue nombrado direc
tor general de la Compañía en 1749, con notables poderes, pe
ro murió en 1751, y la minoría de edad e indiferencia de su su
cesor, Guillermo V, hizo que tales innovaciones resultasen
inoperantes.
Inicialmente la compañía evitó las responsabilidades de índo
le territorial, y se aseguró únicamente las bases esenciales para
el comercio y el monopolio de determinados productos. Debía
conquistar los principales puertos portugueses, que eran la cla
ve para el acceso a Oriente, pero para asegurarse el monopolio
tenía que ocupar bases nunca utilizadas por los portugueses. A
comienzos del siglo XVIII la compañía se había posesionado del
cabo de Buena Esperanza, Calicut, Cochin y factorías menores
en la costa india de Malabar, Negapatan y Pulicat en la costa
de Coromandel, de Masulipatan y de otras factorías más hacia
el norte y en Bengala y de Ceilán. En la India, la compañía tu
vo rivales, pero en el archipiélago indonesio, que era su prin
cipal centro comercial, se aseguró prácticamente el monopolio.
Batavia, en Java, era la capital de todo el imperio oriental, con
trolado mediante bases menores o gracias a la alianza con so
beranos locales. Malaca aseguraba el control de los estrechos
del mismo nombre, y la costa occidental de Sumatra se contro
laba desde Padang. Por su parte, Macassar dominaba las Céle
bes. La mayoría de los estados indonesios estaban ligados a la
compañía mediante tratados, que les obligaban a no firmar
alianzas con los extranjeros y a no permitir el comercio al resto
de los europeos, y a menudo comportaban el pago de los tri
butos en productos locales, como la pimienta o las especias.
Más hacia el Este aún, los holandeses se aseguraron el comer
cio, pero no el poder político, a través de sus factorías en Cam-
boya, Siam, Tonquín, Mokja y Japón. Las únicas excepciones
importantes a la política de evitar los compromisos de las con
quistas territoriales fueron, primero, las islas de Banda y Am-
90
boina, enteramente ocupadas para competir con ios ingleses e
incrementar la producción de nuez moscada, y luego Ceilán,
que fue preciso ocupar para defender el monopolio de la canela.
El sistema administrativo de la compañía partía del principio
de que era preferible comerciar a gobernar. Todas las bases y
factorías habían de depender de Batavia, y solamente Ceilán po
día establecer un contacto directo con las Provincias Unidas. El
gobierno de Batavia estaba constituido por un gobernador ge
neral, un director general que supervisaba el comercio y las fi
nanzas y venía a continuación del gobernador y un consejo de
funcionarios. En teoría, el gobernador general era tan sólo pre
sidente del consejo y no podía actuar sin la aprobación de éste,
pero en la práctica era un autócrata, siempre apoyado por los
Diecisiete cuando entraba en conflicto con el consejo. Con la
aprobación de éste podía emitir decretos, regular el comercio,
supervisar la justicia y declarar la guerra a los estados no eu
ropeos. Otro órgano importante era el consejo de justicia, for
mado no por juristas, sino por simples funcionarios que servían
rotativamente, y tenía jurisdicción sobre todos aquellos que de
pendían de la compañía, pero no sobre los asiáticos. Este sen
cillo sistema de gobierno se reprodujo, a escala menor, en los
demás centros de gobierno. Las factorías comerciales eran ad
ministradas por un funcionario civil y sus ayudantes, quienes
no disponían de poderes políticos o judiciales.
El gobierno de las Indias holandesas fue prácticamente autó
nomo, y confiado en exclusiva a funcionarios. La autonomía
era inevitable por la distancia que separaba a la India de Holanda
y por los limitados intereses de la compañía. El gobierno tenía
que ser confiado necesariamente a los funcionarios, porque no
eran aquéllas colonias de poblamiento y en teoría las habitaban
tan sólo los europeos y asiáticos empleados por la compañía.
La carencia de colonos y la dificultad de enviar funcionarios a
países tan alejados por breves períodos de tiempo dieron lugar
a un tipo de administración oriental característico de todas las
administraciones europeas. Los funcionarios reclutados en las
Provincias Unidas eran empleados de por vida, aunque los con
tratos eran renovados regularmente, y constituían un grupo ex
clusivo, cuyos miembros podían llegar por antigüedad hasta los
puestos más altos. Esto aseguraba la continuidad y la experien
cia de los funcionarios, y en definitiva habría podido hacer que
91
la administración fuera sumamente eficaz. Pero de hecho no fue
así. La compañía pagaba malísimamente a sus empleados. No
admitía el comercio privado, pero daba por supuesto que sus
empleados lo ejercerían y se aprovechaba de ello para mantener
bajos los sueldos. Era un círculo vicioso. Los empleados apro
vechaban cualquier ocasión para enriquecerse a costa de la com
pañía o de los indígenas y la compañía no lograba controlarlos.
En compensación, calculaba los sueldos falseando el cambio, re
cobraba la mitad al final de cada período de servicio, y emplea
ba preferentemente personal no europeo, más dispuesto a acep
tar los bajos salarios nominales.
A un gobierno de este tipo solamente le interesaba controlar
los asuntos internos de los centros comerciales; no estaba he
cho para administrar numerosas poblaciones indígenas. La po
lítica holandesa consistía en mantener en sus puestos a los so
beranos indígenas y en no cambiar las formas de gobierno ni
las leyes locales, aun allí donde, como en casi toda Java, la com
pañía habría podido ejercer un poder efectivo. En el fondo pre
fería establecer tratados con los soberanos locales a asumir las
funciones de los mismos. La actitud de la compañía fue similar
a lo que sería llamado más tarde «gobierno indirecto»; gober
naba a través de las autoridades nativas y de acuerdo con las for
mas locales. Era ésa la política seguida también con la religión
y la cultura indígenas. Los holandeses eran tolerantes y los pas
tores calvinistas que la compañía envió a Oriente no tenían gran
vocación misionera. Los católicos eran excluidos de las misio
nes, en virtud de la lucha contra España que a la sazón se des
arrollaba en Europa, pero las demás religiones gozaron de ple
na libertad. Tampoco se propuso la compañía asimilar a los in
dígenas ofreciéndoles la ciudadanía holandesa o tratando de
educarlos a la europea. Por el contrario, dieron pruebas de una
notable mentalidad racista. Los funcionarios holandeses no se
podían casar con asiáticas, so pena de perder su pensión, y las
uniones mixtas fueron pocas. Los holandeses se ahorraron con
ello muchos problemas y muchas hostilidades, pero si hubiesen
abandonado Oriente a finales del siglo XVIII, habrían dejado es
casas huellas de su presencia, que sin embargo duró doscientos
años.
La compañía se había propuesto obtener ganancias con el co
mercio y lo logró. N o es posible hacer aquí una estimación exac-
92
ta, porque los informes presentados cada año a los Estados Ge
nerales se referían únicamente al activo y pasivo en Europa, sin
tomar en consideración el balance de Batavia. Los dividendos
no estaban forzosamente en relación, además, con el volumen
de negocios. Con todo, la compañía debió tener ganancias al
menos durante un siglo y medio, a partir de 1623. Todos los
años, salvo diecisiete, se distribuyeron dividendos (los años en
los cuales no se distribuyeron fueron años de guerra). La media
decenal no fue inferior al 11,25 por 100 en 1623-1632 y alcanzó
incluso el 36 por 100 en 1713-1722. Pero a partir de 1737, si
bien los dividendos fueron siempre superiores al 12,5 por 100,
sólo fue posible distribuirlos recurriendo a préstamos, por la
caída de los beneficios y el déficit de los balances. Por ello, en
1781, aun cuando la compañía no había aumentado el capital so
cial de 6 500 000 florines, tenía un pasivo de deuda flotante
de 22 000 000 sobre los cuales tenía que pagar intereses cada
vez más altos. En 1795 la deuda consolidada superaba los
119 000 000 de florines, y de ahí que tres años después fuera li
quidada '. Resulta difícil explicar esta quiebra, puesto que el vo
lumen del tráfico no había disminuido y tampoco hubo guerras
de importancia entre 1713 y 1793. Una de las posibles causas
fue quizá el continuo aumento del coste de la administración
oriental, paralelo al desarrollo de las responsabilidades territo
riales, pero el poder político habría podido también aumentar
los beneficios exigiendo un tributo en productos locales, como
la canela de Ceilán y el café de Java. Quizá a la quiebra con
tribuyeran el peculado y la ineficacia de los funcionarios, pero
la explicación más probable es que la compañía se había esfor
zado por distribuir dividendos demasiado altos con relación a
sus beneficios reales; ninguna otra compañía oriental propor
cionaba utilidades parangonables a aquéllas. Los márgenes ob
tenidos con la venta de las mercancías orientales iban en dismi
nución porque aparecían nuevos proveedores y también porque
los consumidores se resistían a unos precios mantenidos artifi
cialmente elevados. Los dividendos tenían que haber bajado
proporcionalmente, ya que, al esforzarse por mantener alto el
nivel, la compañía acabó llegando a la bancarrota en 1795.
De todos modos, la Compañía holandesa de las Indias orien
tales hizo mucho, tanto por las Provincias Unidas como por
sus accionistas. Contribuyó en gran medida a alimentar el era-
93
rio público, ya que partir de 1750 el tráfico con Oriente cons
tituyó casi ia cuarta parte de todo el comercio exterior. Los pro
ductos orientales favorecieron el comercio holandés en Europa.
La compañía fue una de las suministradoras de empleo princi
pales y gastó una media de más de 14 600 000 florines anuales,
en el decenio 1770-1780, en mercancías y servicios dentro de
las Provincias Unidas. La afluencia de las fortunas privadas con
seguida por sus empleados en Oriente (esto es, en buena parte
a costa de la compañía) hizo ingresar en los Países Bajos más
de 3 700 000 florines al año entre 1770 y 1779 2. Pese a la
desaparición de la compañía, las Provincias Unidas heredaron,
junto con sus deudas, vastas posesiones y grandes intereses en
Oriente. Fue un buen negocio: en el siglo XVIII Holanda obtu
vo grandes beneficios de la posesión de Indonesia.
94
Esta compañía perduró hasta 1858. Mientras fue solvente, su
monopolio y sus poderes no se vieron amenazados; tan sólo
corrieron peligro cuando, debiéndose renovar el privilegio, se
desencadenaron las protestas contra su actividad. Hasta 1773 el
privilegio fue renovado irregularmente y por lo habitual sin
oposición, aun cuando los gobiernos aprovechaban la ocasión
para obtener préstamos a favor del tesoro público. Luego el pri
vilegio fue renovado cada yeinte años, y en cada ocasión hubo
investigaciones parlamentarias y modificaciones sustanciales.
En la primera mitad del siglo XVIII, la compañía era un or
ganismo comercial respetable y conservador, ligado a los ban
queros de la City y a la Bolsa. Estaba administrada por una jun
ta de veinticuatro directores que elegían un presidente y un vi
cepresidente —los verdaderos administradores de la compa
ñía— y establecían una política. Existía asimismo una junta de
propietarios, formada por los poseedores de al menos trescien
tas libras esterlinas en acciones, cada uno de los cuales tenía de
recho a un voto para la elección de los directores y podía soli
citar modificaciones en la política de la compañía. Mientras los
directores diesen dividendos sustanciosos y no se metiesen con
la política parlamentaria, difícilmente se producían disputas in
ternas o intervenciones gubernamentales.
Oligarquía no significaba ineficacia. Entre 1661 y 1691 los ac
cionistas obtuvieron, como promedio, un dividendo anual del
22 por 100 del valor nominal de ¡os títulos. Los dividendos del
siglo XVIII fueron menos impresionantes: el 10 por 100 entre
1711-1712 y 1722; el 8 por 100 hasta 1732; el 7 por 100 hasta
1743; y nuevamente el 8 por 100 hasta 1755 3. Se trataba de
unos dividendos inferiores a los de la compañía holandesa, pe
ro más honrados, ya que reflejaban utilidades reales, conside
radas durante breves períodos, aunque no un año tras otro. El
volumen del tráfico no cesó de aumentar. Las importaciones as
cendieron a cerca de 500 000 libras esterlinas anuales a comien
zos de siglo, a más de un millón en torno al año 1750 y a
1 700 000 libras esterlinas de 1770 a 1780 4. Las exportaciones
de productos británicos eran, con gran diferencia, inferiores y
;1 déficit había de cubrirse con oro y plata. Pero ésa era una ca
racterística inevitable del comercio con Oriente para todos los
países de Europa, dado la escasa demanda de productos euro-
95
peos. El volumen de las importaciones de la India, sin embar
go, era muy inferior al previsto, y esto se debía a los reglamen
tos ingleses. Muchos productos indios fueron excluidos por le
yes destinadas a proteger las manufacturas británicas. En 1720,
la compañía podía aún importar seda en bruto, hilados de al
godón, calicó y una amplia gama de productos menores, pero
el prometedor comercio de la seda y del calicó estampado fue
bloqueado y sustituido cada vez más por el contrabando priva
do con Holanda. Como consecuencia de tales restricciones, la
compañía debió confiar cada vez más en la venta de té chino y
cada vez menos en la venta de productos indios en Londres. La
India pasó a convertirse sobre todo en proveedora de los pro
ductos vendidos en Cantón, que pagaban en parte las importa
ciones de té. Al asegurarse rentas territoriales en la India, a par
tir de 1757 la compañía pudo adquirir los productos indios sin
sacar dinero o mercancías de Inglaterra, pero en 1815 todavía
resultaba necesario recurrir al dinero para equilibrar la balanza
en Cantón.
Durante su primer siglo y medio de vida, la compañía ingle
sa evitó las responsabilidades territoriales y tuvo que contar so
bre todo con las concesiones de los soberanos orientales para
establecer puestos comerciales fortificados o depósitos (ware-
houses) en los puntos necesarios. Los ingleses habían tenido la
esperanza, en un primer momento, de comerciar en todo Orien
te, pero en 1700 tenían que limitarse casi exclusivamente a la In
dia. De todas sus iniciativas en Indonesia tan sólo quedaba la
antigua base de Benócolen, en Sumatra occidental, que tenía en
concreto la misión de atraer los productos de aquellos sobera
nos locales que estaban dispuestos a incumplir las obligaciones
previstas por los tratados con los holandeses. Los ingleses no
tuvieron más remedio que tolerar esa contradicción de su esfe
ra de influencia, ya que los holandeses estaban sólidamente es
tablecidos en Indonesia, desde 1619, y la compañía inglesa no
podía competir allí con sus fuerzas navales.
Aunque la compañía no deseara adquisiciones territoriales en
Oriente, no podía menos que procurarse bases firmes si quería
desarrollar un comercio de proporciones notables: la situación
en Oriente era peligrosa para los comerciantes que no dispo
nían de bases seguras a las que retirarse. Los objetivos de Gran
Bretaña fueron expuestos con suma precisión por sir Josiah
96
Child, gobernador de la compañía, en 1687. En vista de la si
tuación cada vez más confusa y del riesgo de verse expuestos a
las molestias de cualquier soberano indio, era necesario «esta
blecer una política de poderío civil y militar, crear y asegurarse
grandes rentas para mantenerla... como podría ser la fundación
de un dominio inglés en la India grande, sólido y seguro, des
tinado a durar para siempre» 5. Esto no implicaba la posesión
de un territorio extenso: Child tomaba como modelo el siste
ma holandés, que consistía en ocupar pequeñas bases de gran
valor estratégico y comercial, con un hinterland que proporcio
nase una cierta seguridad material frente a los ataques y asegu
rase algunos ingresos para hacer frente a los gastos administra
tivos. Sus palabras no reflejaban la ambición de conquistar un
imperio en la India.
En 1717 la compañía sólo poseía tres bases fortificadas en la
India. Bombay era el centro de la costa occidental y el único
territorio sobre el cual tenían los ingleses plena soberanía. Ha
bía sido cedido por Portugal en 1661 y transferido a la compa
ñía en 1668. Se trataba de una isla fortificada, con las institu
ciones típicas de la mayor parte de las colonias de poblamiento
británicas, aunque careciese de una asamblea representativa.
Centro floreciente, atraía a los colonos por la seguridad que
proporcionaba y permitía controlar el comercio de la compañía
en diversas factorías ubicadas en la costa de Malabar y en Su-
rat. Madrás, por su parte, era el centro de la costa de Coro-
mandel, con una serie de factorías menores en Masulipatan,
Guddalore, y otros centros. Madrás había sido una concesión
del monarca de Golconda, renovada por el gran mogol cuando
éste conquistó Golconda en 1690, a cambio de una suma sim
bólica. El centro de la compañía en Bengala, la zona más valio
sa para el comercio indio, dependía igualmente de la autoridad
del gran mogol. Tras de haber poseído solamente factorías co
merciales no fortificadas, en 1696 la compañía obtuvo permiso
para ocupar el Fuerte William, construido poco antes en Cal
cuta. Se aseguró también el zamindari, o derecho a recaudar im
puestos por cuenta del emperador, en tres aldeas a cambio del
pago de 1 200 rupias anuales. Fuerte William era, sin embargo,
la menos segura de las bases de la compañía, la cual esperaba
que la nueva convención {/arman) otorgada por el emperador
en 1717, tras largas negociaciones y sobornos a funcionarios, la
97
hiciera más firme. El farman perpetuó el zamindari y eximió a
los empleados de la compañía de todos los impuestos y aran
celes indios a cambio de 3 000 rupias al año.
Estas fueron las limitadas bases de la potencia británica en la
India hasta 1760. Las posesiones de la compañía eran exiguas y
poco seguras con excepción de Bombay. Nada hubiese hecho
pensar que se trataba de un núcleo dinámico, a partir del cual
los ingleses llegarían a dominar toda la península. La compañía
continuó ocupándose únicamente del comercio. El principal es
tímulo fue que sus empleados reclutados y tratados más o me
nos como los de la compañía holandesa, se enriquecían también
con el tráfico privado y el peculado a costa de la compañía. Es
ta no esperaba erradicar las malas costumbres, ni preveía las
consecuencias de los abusos de sus funcionarios exentos del pa
go de impuestos sobre el comercio en Bengala.
Ahora bien, durante el decenio 1750-1759 los acontecimien
tos en la India y en Gran Bretaña modificaron radicalmente las
características y los poderes de la compañía. A partir de enton
ces, su historia se confundió con la del desarrollo del imperio
británico en la India y en Oriente.
98
pañía disponía de plenos poderes en materia de gobierno, in
cluido el derecho a firmar la paz y declarar la guerra a los Es
tados no europeos. Pero la Corona se reservaba el derecho a
nombrar el gobernador general y los jueces, a suministrar el
apoyo naval, a establecer tarifas aduaneras privilegiadas y a ase
gurarse la restitución de considerable capital invertido.
En cuanto órgano comercial, la compañía fracasó. El público
compró acciones únicamente debido a la presión gubernamen
tal, hasta el punto de que en una segunda fase muchos accio
nistas se negaron a suscribir las sucesivas emisiones. Se cubrie
ron solamente 7,4 millones, de un capital nominal de 15 millo
nes, y de esos 7,4 millones 4,2 fueron suscritos por la Corona.
Se distribuyeron pocos dividendos, fijados por decreto del go
bierno y sin correspondencia con los beneficios reales. De cual
quier forma, la compañía no fracasó por falta de capitales, ni
tampoco por tratarse de una iniciativa estatal disfrazada de so
ciedad anónima, sino por la dificultad de penetrar a la fuerza
en un sistema comercial ya establecido y altamente competitivo
y por la parálisis generada por la guerra contra Holanda en
1672-1678 y la librada contra Holanda e Inglaterra casi sin in
terrupción de 1689 a 1713. La paz firmada en 1713 habría po
dido señalar el comienzo de un período de prosperidad, pero
entonces las deudas superaban el millón de libras francesas, y
el activo no era realizable. Se intentó, sin éxito, liquidar la com
pañía en 1708, y el monopolio comercial fue cedido a comer
ciantes privados. A partir de 1714, por tanto, la empresa per
maneció inactiva durante algunos años.
La segunda fase de actividad dio comienzo en 1719, cuando
la vieja compañía de Colbert fue absorbida por la nueva, cons
tituida por John Law para relanzar prácticamente todo el co
mercio colonial francés. La Compagnie des Indes nació de la
quiebra de la compañía de Law en 1723. Se trataba ahora, sobre
todo, de una sociedad financiera con 56 000 acciones de la com
pañía de Law, sobre las cuales se comprometía a pagar un in
terés de 150 libras por acción, pero estaba subvencionada por
la Corona ya que, en realidad, se trataba de liquidar una deuda
pública. Por eso, al igual que la Compañía Inglesa de los Mares
del Sur, la francesa fue una organización financiera a la cual se
le concedió, además, el monopolio del comercio oriental y el
de Luisiana, Santo Domingo y Africa occidental. Su organiza-
99
ción centralizada reflejaba su carácter casi oficial. Estaba admi
nistrada por un cuerpo de directores, con sede en París, nom
brados vitaliciamente por el rey, pero sustituibles por otros ele
gidos por los accionistas. Los intereses del monarca eran super
visados por inspectores (luego conocidos como comisarios) que
dependían del controlador general. Los intereses de los accio
nistas eran supervisados por síndicos elegidos anualmente, que
acabaron por conseguir el estatus jurídico y el sueldo de los di
rectores. La administración parisiense formaba de hecho parte
de la administración estatal del rey y se parecía más a una ofi
cina colonial del siglo XIX que a una compañía comercial de la
época. El trabajo de los empleados se repartía entre varios de
partamentos, como el Ministerio de la Marina. Lorient, la base
a la que arribaban todos los buques de la India, era una especie
de puerto regio. En 1753 la administración parisiense contaba
con más de cien empleados.
Con todo, no existían razones para que la compañía no crea
ra un imperio comercial en la India. En su mayor parte, el per
sonal metropolitano se ocupaba de las finanzas internas más que
del comercio, y sus salarios se pagaban mediante subvenciones
de la Corona. El comercio con Oriente proprocionaba pingües
beneficios. El carácter oficial de la compañía acrecentaba su
prestigio y el apoyo de la Corona era notable. La compañía ha
bía heredado un sustancioso patrimonio. En 1723, después de
haber cedido la base de Madagascar, poseía aún la isla de Fran
cia (Mauricio) y la de Borbón (Reunión), ambas excelentes ba
ses para el océano Indico. Pondicherry, en la costa de Coro-
mandel, adquirida como consecuencia de un tratado con el so
berano local, era la capital india de la compañía. Esta poseía
también factorías en Carnático, Bengala, costa de Malabar y Su-
rat, habiendo establecido múltiples contactos comerciales y po
líticos de gran utilidad. La paz internacional tras de la guerra
de Sucesión española permitió una provechosa actividad, y a
partir de 1723 el balance de la compañía se sentó sobre una sa
na base económica.
Hasta 1770 la compañía prosperó. La organización ultrama
rina era sencilla, económica y eficaz. El gobernador general con
trolaba desde Pondicherry todas las bases de la India, ayudado
únicamente por un conseil supérieur y un puñado de funciona
rios comerciales y algunos oficiales. Dado que no se trataba de
100
una colonia real, no existía intendente. Los centros menores, co
mo la isla de Francia, disponían de un director general; los más
pequeños aún tenían directeurs particuliers y consejos provin
ciales, o incluso únicamente un chef de comptoir. El funciona
miento de la compañía se asemejaba al de las otras compañías.
Daba empleo directamente a los efectivos militares de tierra, en
tanto que la protección naval venía de la marina real.
Hacia mediados del siglo XVIII, la compañía había extendido
sus bases en la India, pero sin ir más allá de Cantón por el Es
te. En la costa de Malabar se había fundado Mahé y había un
comptoir en Moka, a orillas del mar Rojo. La compañía había
desarrollado un notable tráfico con relación a las habituales ma
nufacturas indias, pero, al igual que a la inglesa, le estaba pro
hibido importar telas estampadas y seda elaborada. En cambio,
exportaba vinos franceses, coñac, tejidos y herramientas, pero,
como las demás compañías, tenía que saldar la balanza desfa
vorable por medio de metales preciosos. Las importaciones a
Francia arrojaban beneficios notabilísimos: el 96,1 por 100 so
bre la venta de productos importados a Francia por poco me
nos de 100 millones de libras francesas de la época, entre 1725
y 1736; el 93,1 por 100 sobre 120 millones de libras de 1743 a
1756. Las importaciones de China proporcionaron un benefi
cio del 104,5 por ciento sobre 18,9 millones de libras durante
el primer período y del 116,6 por 100 sobre 41,7 millones de
libras durante el segundo. El máximo florecimiento comercial
se logró entre 1740 y 1744, cuando se enviaban entre 16 y 25
buques anuales. También a partir de 1763 el tráfico se sostuvo,
y durante el último año de plena actividad de la compañía,
1768-1769, se mandaron a la India quince navios, con un bene
ficio global de 11 000 000 de libras 6.
Fue un notable récord comercial, y la compañía siguió fiel a
sus intentos mercantiles mientras le resultó posible. Todavía en
1752, los directores indicaban a Dupleix, gobernador general de
Pondicherry, que «la compañía teme cualquier ampliación de
su ámbito. Su propósito no es convertirse en una potencia terri
torial; el partido que debemos tomar es el de una estricta
neutralidad» 7.
Dos años después Dupleix sería reclamado en la metrópoli
por sus continuas e infructuosas intervenciones en la política de
la India y sus planes para expulsar a los ingleses de Carnático.
101
Entre 1744 y 1748 y de nuevo entre 1756 y 1763, !a compañía
hubo de batirse, aunque a regañadientes, con los ingleses en la
India. La derrota y la provisional pérdida de sus bases la con
vencieron de que su ruina había sido causada por la política;
consiguientemente, se limitó a centrar sus esfuerzos en el
tráfico.
¿Cómo pudo entonces quebrar la compañía francesa en 1769?
Potencialmente todavía era fuerte, con sus cinco bases princi
pales y los comptoirs menores, que le fueron devueltos en 1763,
y los derechos que el tratado le reconocía para comerciar con
China y la India. No tardó mucho en hacer florecer de nuevo
las actividades comerciales, aun cuando el margen de beneficios
bajó hasta el 58,5 por 100 en 1763, como resultado de una ma
yor competencia extranjera. Pero su ruina la produjeron las
obligaciones económicas que tenía en Francia. La pérdida de bu
ques durante las dos guerras y el coste de su intervención en la
política india, no compensado por victoria alguna, la dejaron,
en 1769, con una deuda flotante de 82 000 000 de libras y una
deuda consolidada de 149 000 000, mientras que su patrimonio
sumaba sólo 136 800 000. Unicamente la Corona podía salvar
la. El gobierno, en cambio, influido por la creciente hostilidad
de los ciudadanos franceses hacia los monopolios comerciales,
encargó al abate Morellet que investigase la situación de la fir
ma. Su informe reflejaba el liberalismo de sus convicciones eco
nómicas. Afirmó que la compañía tenía demasiadas deudas pa
ra sobrevivir, y recomendó que sus bases pasaran a convertirse
en colonias reales, abiertas al comercio de todos los franceses.
La compañía suspendió sus actividades en 1769, y en 1770 per
dió el privilegio real, sobreviviendo tan sólo como un ente fi
nanciero para la distribución de los dividendos fijos que la Co
rona siguió pagando a los accionistas.
En 1785 se creó una nueva compañía con objeto de restaurar
el monopolio comercial, pero no se le confió la administración
de las bases de la India. Vergennes esperaba que reanudase los
antiguos contactos y pusiese freno a los ayances británicos en
la India, pero se basó en el supuesto de que el tráfico francés
estaba en decadencia desde 1769 y de que no tomaban parte en
él comerciantes por su cuenta. La nueva compañía subsistió has
ta 1793. Prosperó comprando productos indios a los ingleses,
pero no logró establecer una red comercial propia. Al final de-
102
mostró que el control político no era esencial para que el co
mercio con Oriente fuera beneficioso, y que el predominio bri
tánico no excluía a Francia de los beneficios del tráfico con
la India.
El fracaso francés en la India de 1769 se debió a que, con su
indecisión, la compañía no supo aprovechar ninguna de las oca
siones que se le presentaron.. En cuanto sociedad comercial
prosperó, pero no pudo evitar verse implicada en la lucha fran
co-inglesa y se arruinó con las dos guerras. Por otra parte, si la
política de Dupleix hubiese tenido éxito y Francia hubiese lo
grado asegurarse el predominio en la India, la compañía se ha
bría salvado financieramente como la inglesa, asegurándose el
control de los ingresos indios. La lucha anglo-francesa fue una
especie de juego de azar para ambas compañías en el que la
apuesta estaba representada por la ruina financiera o por inmen
sos beneficios.
Durante todo el siglo XVII e incluso buena parte del XVIII, nin
guna potencia europea trató deliberadamente de crear un impe
rio territorial en Oriente. Las compañías con privilegio real que
se habían repartido la herencia portuguesa estaban más organi
zadas para el comercio que para la conquista o el gobierno. Y
sin embargo, a comienzos del siglo X IX , Fiolanda controlaba di
rectamente buena parte de Java y otros territorios menores en
Indonesia, y poseía gran parte de Ceilán, hasta que hubo de ce
derla a Inglaterra en 1796. En 1818 Gran Bretaña gobernaba di
rectamente, o controlaba indirectamente, toda la India salvo el
Penjab, el Sind y la frontera del noroeste. Un progreso tan ful
gurante, que significó el comienzo de la creación de los moder
nos imperios europeos en Oriente, no se puede explicar con una
simple fórmula. Pero antes de ocuparnos del desarrollo de las
posesiones territoriales holandesas y británicas, conviene exa
minar aisladamente algunas situaciones que llevaron a los euro
peos a controlar los estados asiáticos.
La causa más común fue un cambio en 1« situación política
indígena. Hasta aquel momento los europeos habían actuado se-
103
gún las condiciones políticas en que se habían visto inmersos,
y en general se habían contentado con obtener privilegios es
peciales para su comercio, extraterritorialidad para sus emplea
dos con el fin de defenderlos de los tribunales locales, y con
cesiones de terrrenos para construir almacenes y fortificaciones.
Tales eran por lo normal los derechos reconocidos a los comer
ciantes que operaban en los países extranjeros de Europa y el
Medio Oriente: los comerciantes ingleses, por ejemplo, tenían
en Cádiz más o menos la misma posición que la Compañía de
las Indias Orientales en Bengala, dejando a un lado las fortifi
caciones. Estos derechos se basaban en el mantenimiento del
status quo, ya que cualquier cambio radical en la situación po
lítica, y particularmente un debilitamiento de la autoridad na
tiva, los anulaba. Si un imperio ya estable, como sucedió en la
India, se desintegraba, los europeos debían defenderse por sí so
los. Podían establecer pactos con los estados menores que re
cogían la herencia imperial o alcanzar una independencia toda
vía mayor frente a las autoridades nativas. Los conflictos entre
los nuevos estados ofrecían la posibilidad de útiles alianzas: a
menudo los extranjeros tenían que inclinarse hacia uno u otro
bando, y una vez envueltos en las cuestiones políticas lócales re
sultaba difícil retirarse incluso para una pacífica sociedad co
mercial, puesto que su futuro dependía de la victoria de sus alia
dos. Mientras los estados locales siguieran siendo potentes, los
extranjeros, aun comprometiéndose, no tenían por qué llegar
necesariamente a una dominación directa. Pero la presencia de
los europeos tendía a agravar los conflictos políticos y a crear
un vacío en el cual no podían dejar de intervenir para asumir el
control de la situación. Por todo ello, la causa más probable de
la expansión europea en Asia fue la disgregación de un sistema
político indígena que acabó en un imprevisto y, en principio,
bien recibido acceso al poder político.
Pero cuando las autoridades indígenas en las cuales se habían
apoyado los europeos comenzaban a vacilar, factores de orden
secundario estimulaban una acción ulterior. La rivalidad entre
europeos, que carecía de importancia mientras existía una au
toridad asiática capaz de mantenerla bajo control, pasaba a re
vestir importancia apenas una nación de Europa veía la posibi
lidad de excluir a un rival. El chovinismo europeo provocaba
conflictos entre las potencias en torno a la ruina de los estados
104
asiáticos: el temor a ser excluidos sugería agresiones que la am
bición no hubiese inspirado. Otro factor secundario fue la con
ciencia de que el poderío político beneficiaba al comercio. La
existencia de las compañías estaba justificada por el hecho de
que proporcionaban dividendos. Y los dividendos habrían au
mentado si hubiera sido posible no pagar los productos desti
nados a la venta en Europa; o sea, si se hubieran visto obliga
dos los soberanos asiáticos dependientes a ofrecerlos como tri
buto. O bien el control directo y absoluto del territorio por par
te de los europeos podía asegurar ingresos utilizables para pa
gar los productos mandados a Europa. Finalmente, una com
pañía podía hacerse con el poder político para subvencionar el
propio tráfico, y el tributo ya pagado a los soberanos indígenas
podía ser transferido a los accionistas europeos mediante ex
portaciones no solicitadas. Además, el deseo de los empleados
de la compañía de asegurarse una fortuna personal robando o
extorsionando a los soberanos asiáticos, constituyó un impor
tante factor que favoreció una mayor intervención política.
Tales eran los problemas y ambiciones susceptibles de con
ducir a las primeras adquisiciones territoriales. Más tarde, fue
casi imposible resistirse al deseo de extenderlas. La necesidad
de asegurar las fronteras llevó inexorablemente a las primeras
posesiones inglesas y holandesas en la India e Indonesia al do
minio europeo sobre todo el sudeste asiático. En América, la ex
pansión de las posesiones coloniales hacia el interior se realizó
a consecuencia de la presión demográfica ejercida por la colo
nización europea; en Asia, en cambio, estuvo ligada a conside
raciones de carácter estratégico.
105
cual dependía la citada isla. La compañía holandesa heredó de
los portugueses el control de la mayor parte de los puertos y
las regiones donde se producía la canela. No quería más, pero
sus intereses no se habrían visto amenazados si las relaciones
con Kandy hubieran sido satisfactorias. Entre 1739 y 1765 las
controversias en torno al monopolio de la canela con el rajá des
embocaron en una guerra y en la conquista de la capital. El ra
já permaneció en el trono como soberano nominal de Ceilán,
pero le fue impuesto un tributo. La compañía administraba casi
toda la isla, sirviéndose sin embargo, en la medida de lo posi
ble, de intermediarios indígenas. La recompensa de este nuevo
poder político fue un aprovisionamiento de canela que no cos
taba nada.
Un proceso análogo, aunque más complejo, llevó a la comple
ta ocupación de Java. Los holandeses habían establecido su capi
tal en Batavia y controlaban una pequeña región alrededor de
ésta. Disponían de tratados con los sultanes locales para su se
guridad y para el monopolio de las especias a bajo costo. Los
soberanos más importantes de Java eran los sultanes de Banten
y Mataram, cuya familia se había asegurado la supremacía,so
bre casi toda la isla y era conocida como susuhunan (jefes su
premos). En 1646, los holandeses firmaron una alianza con el
susuhunan Amangkurat; treinta años después el sultán reinante
a la sazón les pidió ayuda contra Madura, que amenazaba su su
premacía. Los holandeses hubieron de apoyarlo para no perder
su posición de privilegio. Al mismo tiempo, el sultán de Ban
ten, contrariamente a lo estipulado en los tratados, permitió a
las compañías de Francia e Inglaterra establecer factorías en su
territorio, con la esperanza de asegurarse tierras cercanas a Ba
tavia. Los holandeses le vencieron y con un nuevo tratado que
se firmó en 1684 lo redujeron a vasallaje, asegurándose el mo
nopolio de su comercio. Y lo que es todavía más importante,
ayudaron al susuhunan y devolvieron la posición de suprema
cía absoluta a su sucesor. Pero en 1677 éste hubo de firmar un
tratado que hacía de él un fantoche en manos de los holande
ses. Garantizó a la compañía el control de diversos puertos, así
como el monopolio de la exportación de opio y tejidos de al
godón. Los holandeses adquirieron territorios en Preanger,
anexionándose Batavia, y luego lo mismo en Chirebon. Tales
logros les obligaron a asumir nuevas cargas. Para defender a la
106
dinastía de Mataram se vieron envueltos en dos guerras de su
cesión entre 1704 y 1720-1729: la intervención concluyó con
una nueva expansión. En el decenio 1740-1749 se aseguraron el
control de todas las regiones costeras de Java: ya no quedaba
en aquella isla nadie capaz de ponerles barreras.
El uso que los holandeses hicieron del poder político tuvo dos
características. Allí donde les fue posible, mantuvieron en sus
puestos a las dinastías locales, sirviéndose de ellas como panta
lla para gobernar; incluso en las zonas que pasaron a depender
directamente de la administración de la compañía, los jefes in
dígenas —los regentes— permanecieron en sus puestos e hicie
ron las veces de intermediarios políticos. Por el contrario, en
las regiones transferidas a la soberanía holandesa, se hizo un
uso muy particular del derecho a recaudar tributos, heredado
de los soberanos indígenas. Los regentes tenían la obligación de
crear plantaciones de café, en las que los campesinos eran obli
gados a trabajar gratis durante un determinado período al año:
el producto era entregado como tributo a la compañía. Este sis
tema forzoso presentaba las ventajas de una posesión territo
rial, porque aportaba a la exportación unos productos que no
habían costado nada. A partir de 1811 el sistema fue abolido
por los ingleses, que habían ocupado Java y sustituido los tri
butos por impuestos en dinero calculados de acuerdo con una
valoración de la capacidad productiva de cada aldea. Pero fue
reimplantado por los holandeses, si bien, de forma distinta, co
mo parte de! llamado «sistema de cultivos» en el decenio de
1830 a 1839.
A finales del siglo XVIII los únicos dominios territoriales ho
landeses eran Java y Ceilán. Holanda tema aún el control del resto
de Indonesia gracias a los tratados con los estados indígenas que
hacía respetar por medio de su marina y de algunas bases es
tratégicas. Pero carecía de ambición y medios para extender esas
posesiones. Ahora bien, durante el siglo siguiente, a causa de
sus intereses políticos y comerciales en el archipiélago, se vio
forzada a intervenir cada vez más y acabó dominando toda
Indonesia.
107
b) Los ingleses en la India antes de 1818
108
abolida por Akbar a fines del siglo XVI. Eso provocó la reac
ción de los hindúes, mientras que las correrías de los bandidos
maratas adquirieron un engañoso carácter nacionalista. Y tam
bién quedó comprometida la fidelidad de los pueblos guerreros
a la India septentrional, los rajputs, los sikhs y los jats. Su ne
gativa a apoyar a Delhi contra los maratas y los pathanes (af
ganos) tuvo graves consecuencias.
Durante los cincuenta años posteriores a la muerte de Au-
rangzeb se observó el práctico hundimiento del imperio mogol.
Los emperadores que se fueron sucediendo eran fantoches en
manos de las facciones cortesanas. Los maratas ignoraban la au
toridad imperial en sus provincias del Deccán y atacaban las
otras provincias en busca de botín, imponiéndoles sus dos im
puestos principales: el chauth y el sardeshmukh. Hacia 1745 in
vadieron el propio Indostán y el nabab de Bengala, Ali Vardi
Jan, tuvo que cederles parte de Orissa y pagar el chauth por
Bengala y Bihar. Otros aventureros trataron de aprovecharse de
la situación. Los sikhs se convirtieron en una potencia guerrera
independiente en el Penjab. Un ejército persa saqueó Delhi en
1738-1739. Las tribus afganas efectuaban correrías por el In-
dostán sin que nadie las detuviera, y en 1761 derrotaron a un
gran ejército marata en Panipat.
Con la decadencia de la autoridad imperial las provincias, aun
reconociéndose formalmente leales, en la práctica se convirtie
ron en estados independientes. Algunas, como Haiderabad y
Oudh, fueron gobernadas por funcionarios imperiales; otras,
como Rohilkhand, al norte de Oudh, y Mysore, lo fueron por
jefes de bandas armadas. A menudo, sin embargo, acababan por
fraccionarse más aún. En el sur, el nabab de Carnático se liberó
de la autoridad del nizam de Haiderabad, mientras que el rajá
de Tanjore y los jefes de las provincias de Coromandel pasaban
a ser soberanos. Finalmente, el imperio marata empezó a dis
gregarle tras lji batalla de Panipat. Los peshwa no podían rei
vindicar la autoridad de los descendientes de Sivaji, que por en
tonces sólo eran rajás de Satara: sus lugartenientes crearon pe
queños estados semiindependientes, como Dhar, Indore, Gwa-
lior y Baroda, unidos en una confederación militar de escasa so
lidez. La India no constituía ya una unidad sino un continente
de estados autónomos.
109
Esta fragmentación permitió que los ingleses la dominasen.
Pero no se trató de una dominación inevitable, ni tampoco pre
visible, desde el punto de vista indio. La alternativa era un pe
ríodo de conflictos endémicos, que habría originado grandes
destrucciones, pero habría acabado por llevar a un nuevo siste
ma de estados dominados por los más poderosos entre los he
rederos de la autoridad imperial. Eso fue lo que sucedió en Eu
ropa cuando se disgregó el imperio carolingio, y en Asia sudo
rienta!, donde la decadencia de la autoridad imperial china dio
vida a diversos estados autónomos que sólo reconocían teóri
camente la autoridad de Pekín. La intervención británica fue im
portante, no por haber salvado a la India del caos (puesto que
los sesenta años de guerras, después de Plassey en 1757, no fue
ron probablemente menos perjudiciales que un período de lu
chas intestinas), sino por haber impedido la inminente balcani-
zación de la India y haberle evitado, durante un siglo y medio,
las mortíferas guerras que traen consigo las desapariciones de
los grandes imperios.
La disgregación del imperio redujo la desproporción de fuer
zas entre la potencia hindú y los medios de las compañías eu
ropeas. Y sin embargo, muchos de los nuevos estados indios
eran poderosos, en tanto que las compañías sólo podían contar
con recursos financieros y militares limitados. ¿Por qué acaba
ron ganando los ingleses?
Nadie dice que Inglaterra fuera necesariamente más fuerte
que la India. Nunca hubo una confrontación directa entre el po
tencial económico y político de ambos países, mientras que la
compañía Inglesa se aseguró la posesión de la India explotando
sus riquezas. Tampoco tuvieron decisiva importancia los avan
ces de la tecnología bélica, dado que los indios no tardaron en
adoptar las armas y la táctica de los europeos.
Por otra parte, la disciplina militar europea permitía que pe
queñas formaciones de soldados indios bien adiestrados (los ci-
payos) derrotaran a grandes ejércitos que combatían siguiendo
la táctica india tradicional; rara vez las tácticas experimentadas
en-la plaza de armas demostraron ser tan eficaces en el campo
de batalla. Asimismo revistieron importancia la disciplina y de
cisión de que dieron pruebas los civiles europeos en los mo
mentos de peligro. Pero, sobre todo, los ingleses lograron ex
plotar los recursos y la política de la India mejor que sus com-
110
petidores. Cada nueva conquista les aseguraba tributos, botín o
control fiscal, que a su vez servían para financiar nuevos éxitos
militares. Por el contrario, fueron pocos los soberanos indios
que supieron movilizar todos los medios de que hubiesen po
dido disponer. Su sistema financiero y militar no estaba hecho
para este tipo de combates, y quizá sólo Haidar Ali, de Myso-
re, y su sucesor, Tipu, lograron verdaderamente resolver el pro
blema. Pero, por sí solo, el éxito militar tampoco habría basta
do para hacer definitiva la conquista inglesa. A la larga, la do
minación británica se basó en un consenso por lo menos nega
tivo, y se vio facilitada por la tolerancia en todos los aspectos
de la vida y las religiones indias, siempre que no afectara a los
impuestos. A diferencia de los portugueses, durante mucho
tiempo los ingleses no dieron pruebas de celo misionero, ni hi
cieron distinciones entre musulmanes e hindúes. Las leyes y las
costumbres indias no fueron tocadas. En este aspecto la domi
nación británica se asemejó a la autoridad de los mogoles: un
poder neutral, que permitía a los indios seguir siendo como
eran. .
Queda por considerar el problema de las causas. ¿Por qué la
Compañía de las Indias Orientales, como compañía francesa,
abandonó su vieja y bien definida política, que consistía en ne
garse a aceptar responsabilidades territoriales en la India? La
respuesta será diferente según consideremos una y otra fases: la
que va de 1741 a 1763, en que se producen las primeras cesio
nes en la política de no intervención, y la de 1767 a 1818, en
que algunas posesiones, de extensión limitada, se ampliaron has
ta dominar casi todo el subcontinente indio.
Ya se han puesto aquí de relieve dos elementos que caracte
rizaron al primer período. La presencia de pequeñas pero sóli
das bases inglesas y francesas en la costa y el debilitamiento de
la autoridad de los mogoles. Su combinación puede hallarse en
el origen de la intervención de la compañía en la política india.
Dos acontecimientos obligaron a la compañía inglesa a interve
nir, contra sus propios deseos: la guerra con Francia en el Car-
nático y un imprevisto ataque sobre Calcuta desencadenado por
el nabab de Bengala en 1757.
La crisis del Carnático empezó en 1744. Tanto la compañía
inglesa como la francesa se habían esforzado por seguir en paz
en la India incluso cuando ambos países estaban en guerra en
111
Europa. El conflicto en Oriente estalló a causa de un ataque des
encadenado por un comandante naval británico, no dependien
te de la compañía, contra algunos buques mercantes franceses
en el océano Indico. El gobierno francés ordenó a La Bourdon-
nais, gobernador de la isla de Francia, enviar una flota al Car-
nático. Esos refuerzos, y la temporal ausencia de la flota britá
nica en 1746, dieron a Dupleix, gobernador general de Pondi-
cherry, el pretexto y la posibilidad de intentar un ataque, pro
yectado desde mucho antes, contra las bases británicas en dicha
zona. Se alió con algunos soberanos indios y se sirvió también
de tropas indias bien adiestradas. La conquista de Madrás hizo
evidente para ambas partes las ventajas del método adoptado
por Dupleix. Ni la paz entre Inglaterra y Francia en 1748, ni la
devolución de Madrás pusieron fin a la lucha en el Carnático.
Dupleix estaba convencido de que ya no era posible la compe
tencia entre ambas compañías en la misma zona y pensaba que
no se podía confiar en las estructuras políticas locales. Los de
sórdenes cada vez más graves exigían que los europeos se ase
guraran el poder político, y estaba claro que el predominio de
bía corresponder a una sola potencia. En un primer momento
se impuso Dupleix, pero las hostilidades (que duraron de 1748
a 1754) concluyeron con la victoria de los ingleses, quienes dis
ponían de mayores recursos militares y financieros y sabían
aprovechar la situación política india tan bien como Dupleix.
En 1754 éste fue reclamado en su patria, y la compañía francesa
trató de retornar a una política de paz y no intervención.
Pero ya no era posible esta política, porque ambas compa
ñías estaban excesivamente envueltas en la política de la India.
La guerra de los Siete Años (1756-1763) completó ese proceso
iniciado en 1744. El nuevo gobernador general francés, conde
de Lally, trató de combatir a los británicos según el sistema de
las guerras europeas, pero fue derrotado ya que no disponía de
los necesarios apoyos navales. El principal aliado indio de Fran
cia, el nizam de Haiderabad, perdió la confianza en las posibi
lidades de los franceses e hizo la paz con los ingleses. En 1763
Francia recuperó sus bases más importantes en la India, pero a
condición de no fortificarlas. Ello excluía toda posibilidad de
una dominación francesa en la India. Hasta 1815, los franceses
soñaron con invertir la situación, basándose en la creciente hos
tilidad de los príncipes indios a la dominación inglesa. Pero su
112
éxito dependía de sus verdaderas posibilidades de apoyar efi
cazmente a sus potenciales aliados indios, y éstos a su vez de
pendían de una supremacía naval francesa en el océano Indico.
Esta supremacía fue lograda durante un breve período, entre
1782 y 1783, por el almirante De Suffren. Se abrían de este mo
do enormes perspectivas para Francia, pero con la Paz de París
(1783) cualquier esperanza de supremacía se desvaneció, para
no volver nunca más.
El conflicto anglo-francés tuvo su importancia en cuanto
obligó a la compañía inglesa a embarcarse en una política de
alianzas indias y de expansión territorial de la cual pudo ulte
riormente retirarse. Pero de no haber mediado además otros fac
tores, la extensión del dominio británico a toda la India habría
sido postergada a una época indeterminada. La guerra con Fran
cia se concentró en el Carnático, región periférica y relativa
mente pobre. Pero el verdadero centro de la política y dé la ri
queza indias era el Indostán, y el acontecimiento decisivo, com
plementario de los sucesos acaecidos en la India meridional, fue
la ocupación de Bengala a partir del año 1757.
La crisis de Bengala nació de la confusión política y del te
mor indio a que la rivalidad anglo-francesa en el sur acabara
produciendo una intervención en el norte. En 1756 el nuevo na
bab de Bengala, Siraj ud-Daula, decidió asestar un golpe deci
sivo a todos aquellos que le discutían el poder, incluidos algu
nos miembros de su familia y los ingleses de Fort William. Se
apoderó de Calcuta, y la ocupó, contraviniendo así el farman
imperial de 1717. No tardaría en producirse la reacción britá
nica, pero nadie podía prever las consecuencias que se deriva
ron de haber enviado una pequeña expedición a Madrás al man
do de Robert Clive, un funcionario de la Compañía que ya se
había distinguido en la guerra del Carnático. Clive había apren
dido las técnicas de la guerra y la política indias de Dupleix.
Aliándose a los enemigos del nabab, reforzó su posición polí
tica y en la batalla de Plassey, en 1757, atacó con ochocientos
europeos e indios al ejército del nabab, que contaba casi con cin
cuenta mil soldados, dispersándolos a cañonazos. Los ingleses
se apoderaron así de Bengala casi por casualidad. Sustituyeron
a Siraj ud-Daula por un soberano títere, y cuando éste se mos
tró recalcitrante lo cambiaron por otro, que a su vez se rebeló
y fue vencido en la batalla de Baksar, de importancia mucho
113
más decisiva, en 1764. El propio gran mogol estaba ahora en ma
nos de los ingleses, quienes podían servirse de él para sus fines.
Pero su autoridad fue respetada; la compañía prefirió limitarse
a operar como agente suyo, recaudando el diwani, o derecho a
exacciones fiscales, de Bengala. Fue nombrado otro nabab para
gobernar Bengala por cuenta de la compañía, que tenía ahora
la administración efectiva de la región y era una de las mayores
potencias de la India.
A partir de 1764, la situación cambió radicalmente. La Com
pañía Inglesa de las Indias Orientales y el gobierno británico se
vieron ante la necesidad de enfrentarse a tres problemas. En pri
mer lugar, era preciso decidir si los ingleses debían evitar ulte
riores conquistas territoriales o debían ocupar toda la India. Es
te problema todavía estaba sin solucionar en 1760-70. Las po
sesiones territoriales en la India eran de escasa entidad, y se ten
día más a crear un sistema de tratados con los estados indios
que a embarcarse en guerras costosas y de dudoso éxito. Ahora
bien, cualesquiera que fueran las decisiones con respecto a la po
lítica futura, las posesiones de Bengala y el Carnático plantea
ban problemas urgentes. ¿Se podía seguir dejando a una sociedad
anónima con finalidades mercantiles la misma independencia del
Estado y la misma libertad de movimientos, ahora que la com
pañía se había convertido en una gran potencia territorial, ca
paz de comprometer al gobierno inglés en grandes operaciones
bélicas en el Oriente? ¿Cómo debía la compañía administrar los
nuevos dominios en Bengala y el Carnático?
En un primer momento, la compañía y el gobierno inglés te
nían la esperanza de evitar ulteriores expansiones territoriales:
no era fácil renunciar a una actitud mental que había prevale
cido durante ciento cincuenta años, y, además, los gastos de una
intervención militar parecían prohibitivos. El constante temor
a una intervención francesa imponía, como precaución, la firma
de tratados con los soberanos locales. La necesidad de defender
cuanto ya se había conquistado dentro de la jungla de la polí
tica india no permitía una política aislacionista. Para la seguri
dad de los centros británicos era indispensable aliarse con los
vecinos indios, lo cual, a su vez, significaba inmiscuirse en la po
lítica y las guerras locales. Tras de cada victoria, las posesiones
británicas se ampliaban y por consiguiente era necesario firmar
nuevas alianzas para protegerlas. Durante un largo período el
114
proceso no fue dirigido desde Londres, donde más bien predo
minaba la perplejidad. Eran métodos excesivamente costosos,
que aparentemente no permitían esperar que la situación se es
tabilizara. Hacia 1800 los funcionarios de la compañía acaba
ron por darse cuenta de que de la red de alianzas locales no na
cería nunca la paz hasta que hubiera estados soberanos indios
independientes del control inglés: la política india se había vuel
to totalmente inestable. La única alternativa consistía en la crea
ción de un solo sistema de seguridad para toda la India, basado
en el poderío británico. Poco después de 1800, Londres hizo su
yo el punto de vista de Calcuta, que insistía en que se comple
tara la ocupación de la India, premisa de la paz futura y de la
prosperidad económica.
Pero aún existía otro incentivo para la expansión territorial.
Cada nueva conquista suponía un nuevo botín para los funcio
narios de la compañía y, por consiguiente, nuevos ingresos pa
ra la misma compañía. Aun sin proceder a la anexión de un Es
tado, la alianza con su soberano comportaba ventajas económi
cas como compensación por la protección concedida. Las ga
nancias del comercio y los tributos enriquecían a la compañía,
aliviándola de las preocupaciones financieras propias de un en
te comercial. La compañía inglesa sobrevivió a sus rivales de
Francia y Holanda porque no debía depender ya únicamente de
los limitados beneficios de la venta de productos orientales en
Europa.
No obstante, a partir de 1764 la conquista de la India fue
afrontada de mala gana, sin un plano preciso y sin continuidad.
Durante mucho tiempo la política de la compañía consistió en
evitar ulteriores guerras de conquista y hasta finales de siglo no
se produjeron otras adquisiciones territoriales en el Indostán.
Pero los acontecimientos del Carnático forzaron las cosas. Hai-
dar Ali, un aventurero musulmán que había conquistado Myso-
re, esperaba asegurarse toda la India meridional con el apoyo
de Francia.-En 1780, con ia alianza de Haiderabad, los maratas
y los franceses, atacó a Walajah, nabab del Carnático, soberano
títere de los ingleses, y devastó toda la región antes de ser derro
tado en 1780 y abandonado por sus aliados indios. Una vez fir
mada la paz (1783) entre Francia e Inglaterra, se vio aislado, y
en 1784 su hijo Tipu firmó la paz. Pero había heredado las am
biciones paternas, y en 1789 atacó al rajá de Travancore, aliado
115
de los ingleses. Estos, con los cuales se habían aliado ahora el
nizam de Haiderabad y los maratas, los vencieron en 1792, que
dando así como absolutos dominadores del Carnático. Sin em
bargo, no procedieron a la anexión de Mysore; crearon en cam
bio el modelo de las futuras relaciones con los estados indios
derrotados, anexionándose las provincias periféricas o cedién
dolas a sus aliados, como Haiderabad. De este modo debilita
ron a Mysore, impidiéndole toda posibilidad de firmar alianzas
en el futuro. Impusieron además el pago de una fuerte indem
nización y la firma de un tratado que preveía también un tri
buto. Mysore no estaba ya en condiciones de hacer daño y ase
guraba ventajas tangibles; con todo, la compañía no se veía obli
gada a administrarla.
La organización definitiva de la India meridional se produjo
en 1801, y fue producto de una política bien planeada y no fru
to de los acontecimientos. Cuando se perfiló nuevamente la
amenaza francesa a partir de 1793, el gobierno británico y la
compañía se dejaron convencer temporalmente por la argumen
tación de Wellesley, según la cual Inglaterra debía gobernar, o
por lo menos controlar firmemente, todos los estados indios.
En 1798 Haiderabad fue obligado a expulsar a los funcionarios
y militares franceses y a firmar un tratado «subsidiario», en ba
se al cual su Nizam se comprometía a pagar un tributo anual,
a renunciar al control de las relaciones con los extranjeros y a
acoger a residentes y soldados británicos. Un tratamiento'aná
logo fue reservado a Mysore en 1799. Tipu se había vuelto a
aliar con Francia, y fue atacado y muerto. La dinastía hindú fue
restaurada mediante un tratado subsidiario, como el impuesto
a Haiderabad, en tanto que la compañía se aseguraba la pose
sión de los nuevos territorios. En 1801, finalmente, el nabad del
Carnático fue depuesto y sus dominios fueron anexionados. De
esa forma toda la India al sur de Goa y del río Kistna pasó a
ser gobernada directamente por los ingleses, con excepción de
Mysore, Travancore y Cochin, ligadas a Inglaterra por tratados
subsidiarios.
La colonización del sur permitió estrechar las relaciones con
muchos poderosos estados indios en el Indostán, el Deccán y
la India occidental. En 1797 y 1801, Oudh hubo de firmar nue
vos tratados subsidiarios que la privaban de otros territorios y
la reducían a la condición de Estado dependiente. La guerra
116
contra los maratas, de 1802 a 1805, declarada con el pretexto de
apoyar a un pretendiente que reivindicaba los dominios y el tí
tulo de peshwa, aportó grandes territorios que incluían a Cut-
tack, el Doab, Delhi, Agrá y otras zonas del Deccán y Gujarat.
Pero la potencia de los maratas no había sido destruida, y cuan
do Wellesley fue reclamado en 1805, los británicos seguían sin
asegurarse el control de la India central. Durante los siete años
siguientes, el proyecto de Wellesley, que aspiraba a imponer a
la India una pax britannica, quedó en suspenso, mientras Ingla
terra se dedicaba a la tarea de asegurarse el control del oceáno
Indico e Indonesia frente a los franceses y a sus aliados holan
deses. El proyecto fue reconsiderado después de 1812 por el
nuevo gobernador general, lord Hastings. Entre 1816 y 1818
Hastings capitaneó las mayores expediciones militares de la his
toria de la India. En 1818 los maratas fueron definitivamente
vencidos y lord Hastings estuvo en condiciones de imponer un
acuerdo general. Ese acuerdo se basaba en el supuesto de que
la compañía tenía que anexionarse todo el territorio necesario
para garantizar su seguridad, pero en las otras zonas debían per
manecer en el trono los soberanos indios, siempre que hubie
sen firmado tratados comprometiéndose a aceptar a los residen
tes ingleses y la protección de las tropas británicas. Las tierras
de los peshwa fueron confiscadas, pero los demás Estados de
los maratas sobrevivieron. Los pequeños estados de los rajputs
fueron vinculados mediante varios tratados, pero no fueron
obligados a aceptar guarniciones de tropas británicas. La orga
nización territorial de la India quedaba completada por el mo
mento. Gran Bretaña gobernaba directamente o controlaba in
directamente toda la India, hasta los confines del Penjab y el
Sind.
Hacía ya tiempo que la Compañía Inglesa de las Indias
Orientales no era una sociedad esencialmente comercial. Dado
el cambio radical de la situación india, habría podido ser priva
da por entera de las funciones de gobierno, pero, mediante un
compromiso típico de la actitud inglesa hacia los derechos de
las sociedades anónimas en el siglo XVIII, siguió en cambio ad
ministrando la India bajo la supervisión del gobierno de
Londres.
El control estatal fue impuesto gradualmente y cada nu i
decisión fue el resultado de la decadencia de la compañía. La au-
117
tonomía de ésta se vio comprometida, en primer lugar, por los
conflictos internos. Entre 1758 y 1765, Clive y otros que ha
bían hecho una fortuna en Bengala trataron de asegurarse el
control de la junta de directores comprando acciones y divi
diéndolas en unidades de 500 libras esterlinas, cada una con de
recho a voto. De aquí nacieron polémicas y conflictos que pro
vocaron la intervención gubernamental. Después de haberse
asegurado Clive el diwani bengalí, se pensaba que la compañía
se había hecho inmensamente rica. En 1767 fue obligada a pa
gar cuatrocientas mil libras esterlinas anuales al Tesoro británi
co, a la vez que se aprobaba una ley para limitar la cuantía de
los dividendos. Pero por ironías del destino fue la pobreza y
no la riqueza de la compañía lo que indujo al Estado a asegu
rarse oficialmente su control. En 1772 sus funcionarios en la In
dia continuaban amasando fortunas mientras la compañía se en
contraba en dificultades financieras, por los enormes gastos mi
litares a que había hecho frente en Bengala, por las imprevistas
y fuertes bajas de los precios en la metrópoli y por una crisis
bancaria. La compañía solicitó del gobierno un préstamo, pero
a cambio tuvo que aceptar la llamada Regulating Act de Lord
North en 1773. La compañía seguía siendo independiente, pero
el gobierno se aseguraba el derecho de ser informado de todas
las cuestiones financieras, administrativas y militares indias y a
mantener un tribunal supremo en Calcuta. Durante 1784, a con
secuencia del clamor suscitado por los rumores de escándalos
en el gobierno de la India, la India Act de Pitt extendió el con
trol estatal, pero descargando lo menos posible a la compañía
de la administración de la India. La compañía conservaba sus
derechos y funciones comerciales y controlaba todos los nom
bramientos, pero un órgano formado por comisarios reales, en
tre los que figuraban representantes del gobierno, estaba auto
rizado a controlar y corregir todas las instrucciones dadas por
la compañía a los funcionarios residentes en la India, y a enviar
órdenes al gobernador general a través de un comisé secreto. Es
te sistema de doble control resultaba ilógico, pero funcionó has
ta 1858. El órgano de los comisarios se llamo Board of Control,
Oficina de Control, y su presidente tuvo funciones de ministro
de Estado y formó parte del gobierno. Las decisiones políticas
de mayor importancia eran tomadas o aprobadas por el gobier
no, el cual utilizó a la compañía como un aparato administativo
118
encargado de administrar la India en su nombre. La compañía
siguió distribuyendo dividendos, pero, al estar éstos limitados
por ley, no se sintió tentada a servirse de su poder político para
enriquecer a los accionistas. El sistema de doble control hacía
desperdiciar mucho tiempo, pero también, aun cuando no fue
ran éstas las intenciones de quien lo había escogido, sirvió para
proteger a la India de los caprichos de la política británica.
Quizá el resultado más curioso del compromiso tue que la
compañía asumió perfectamente sus deberes administrativos,
aunque carecía de un modelo en el que inspirarse para gober
nar a millones de asiáticos, y sus antecedentes no eran pro
metedores.
Tuvo esencial importancia la honradez de los administrado
res. La codicia que caracterizara a todos los empleados de las
compañías europeas en Oriente había tenido efectos desastro
sos cuando Clive y sus colegas la habían explotado en Bengala.
La reforma vino impuesta de modo gradual a la compañía por
una opinión pública escandalizada. La Regulating Act de 1773
trató de garantizar la honradez en los puestos de máxima res
ponsabilidad colocando al gobernador bajo el control del con
sejo. El gobernador general recuperó su independencia en 1776;
luego la práctica, normal aunque no constantemente seguida, de
nombrar para el cargo a hombres que estaban al margen de la
administración de la India, hizo que se tuviera una conciencia
cada vez mayor de las propias responsabilidades. Pero la refor
ma de mayor importancia fue la reconstrucción de la adminis
tración india, afrontada de 1786 a 1793 por lord Cornwallis. Se
estableció una clara distinción entre actividades administrativas
y comerciales. Los administradores fueron desposeídos de sus
funciones mercantiles; no pudieron ya tomar parte en el tráfico
comercial, ni aceptar donaciones o regalos de los indios. Tuvie
ron buenos sueldos y buenas pensiones, y de este modo pudie
ron más fácilmente seguir siendo honrados. Estas reformas crea
ron eL Covenanted Iridian Service, el cual ofrecía la posibilidad
de hacer una carrera, aunque no la de asegurarse una fortuna
ilícita. De este modo se acabó creando muy pronto un esprit de
corps y un sentido de responsabilidad moral en la cuestión in
dia. Con todos sus defectos y en particular el creciente distan-
ciamiento de la población india, ello proporcionaría a la India,
durante siglo y medio, un gobierno honrado e imparcial. Fue
119
la primera administración profesional expresamente organizada
y adecuadamente entrenada de la historia colonial de Europa.
Quedaba aún el problema de cómo administrar la India. Se
ofrecían dos alternativas: gobernarla a través de representantes
indios y según las formas locales de gobierno, como se había
hecho en Bengala en 1760-1780 y como habían hecho en Java
los holandeses, o gobernarla de manera directa por medio de
funcionarios enviados desde Inglaterra, usando todas las formas
que pareciesen oportunas. La realidad es que no se adoptó ja
más de manera exclusiva uno u otro criterio. En 1818 existía
una distinción fundamental entre la India británica, que englo
baba a las regiones propiedad de la compañía, y el resto. La In
dia británica era gobernada «directamente» a través de los fun
cionarios de la compañía, y el resto «indirectamente» a través
de los soberanos indios, controlados por tratados, tropas y con
sejeros residentes. La distinción duraría hasta el final de la do
minación inglesa. También en el interior de la India británica
los métodos de exacción fiscal y de gobierno variaban entre las
tres presidencias principales, Bengala, Madrás y Bombay, a las
cuales fueron agregados poco a poco los nuevos territorios
anexionados. En Bengala, por ejemplo, fue adoptado el método
de exacción fiscal llamado zammdari, que se servía de recauda
dores indios hereditarios, responsables de una suma fija esta-'
blecida en el «Acuerdo Permanente» de 1793; por su parte, Ma
drás y Bombay acabaron adoptando los impuestos por aldea o ■
la capitación (ryotwari), de acuerdo con las condiciones locales.
Análogas variaciones existían en otros sectores del gobierno y
del derecho.
Hacia 1818 se había superado casi completamente la fase de
formación de las actividades británicas en la India. Una com
pañía comercial se había asegurado el control de uno de los dos
mayores imperios de Oriente. Había superado los enormes obs
táculos prácticos y morales de la primera fase y había puesto a
punto un sistema de gobierno que le permitía ejercer un con
trol absoluto sin suscitar la resistencia de los indios. Hasta aquel
momento la dominación británica había procurado pocos o nu
los beneficios a los indios y les había gravado con impuestos
más pesados. Tres cuartos de siglo de guerras y saqueos conti
nuos, por parte de los ingleses, maratas, persas y afganos ha
bían reducido a un desierto enormes territorios. Pero el peor pe-
120
ríodo había acabado. Durante cien años, a partir de 1818, la In
dia recibió algunos de los beneficios que puede traer consigo
una dominación extranjera: paz interior, desarrollo de la acti
vidad económica, mejora de las comunicaciones y estímulo pa
ra conocer la literatura y las ideas de Europa.
La ocupación de la India tuvo repercusiones de decisiva im
portancia para el futuro desarrollo de los imperios coloniales eu
ropeos. A los ingleses se les planteó el problema de la seguri
dad de la India, que se resolvió mediante una expansión casi
ininterrumpida hacia el norte y el noroeste, por Birmania y el
sudeste asiático y finalmente por el Africa oriental y el Oriente
Medio. La India constituyó el núcleo a partir del cual se des
arrolló el nuevo imperio británico. Para los otros países euro
peos, el éxito inglés en la India fue, a la vez, una afrenta y un
desafío. Francia, y después otras naciones, creyeron que Gran
Bretaña basaba su poderío sobre todo en la India. Vieron que
se había servido de los propios recursos indios para ocuparla y
que era posible gobernar un territorio tan grande con pocos
hombres enviados desde la madre patria, sin gastos para la me
trópoli. La ocupación de la India influyó y estimuló las tenden
cias del imperialismo europeo en los siglos XIX y XX.
En lo que respecta a la historia colonial, la importancia de la
India a partir de 1818 consistió en el hecho de que se diferenció
de todas las posesiones europeas anteriores. No era una colonia
de poblamiento, ni una base comercial, ni tampoco resultaba
muy prometedora para una colonización de plantaciones con
forme al modelo americano. Ninguna potencia europea, hasta
aquel momento, había gobernado a millones de personas de otra
raza, herederas de una civilización como la india, que no po
dían ser convertidas al cristianismo ni asimiladas a la cultura eu
ropea. Los ingleses gobernaron a la India como administrado
res fiduciarios, no como colonos o plantadores. Su fuerza de
rivaba de los recursos indios, pero estaba representada por unos
pocos centeqares de ingleses llegados de la metrópoli, apoya
dos por un ejército mayoritariarnente compuesto por indios. La
India fue la primera gran posesión europea que no constituyó
una colonia en el verdadero sentido del término. Los españoles
y los portugueses crearon los prototipos de los primeros impe
rios europeos en América; Inglaterra creó el modelo de los mo
dernos imperios en Asia, Africa y el Pacífico.
Se g u n d a parte
125
sible desde e! mar y de mantener alejados a los otros. La razón
principal por la cual, a partir de 1815, parecía improbable una
nueva expansión europea era justamente que Inglaterra no pa
recía deseosa de construirse un nuevo imperio. No se mostraba
tanto «antiimperialista» como dudosa de la utilidad de las nue
vas colonias. Canadá y Australia podían absorber todos aque
llos emigrantes que no quisieran ir a Estados Unidos. Tampoco
tenía necesidad de las colonias en cuanto mercados monopolís-
ticos, porque su supremacía industrial le abría los mercados de
todo el mundo. Durante lo diecisiete años que siguieron a 1815,
Inglaterra fue la principal exponente de la política de no inter
vención en los países independientes.
Y, sin embargo, los imperios coloniales europeos se agran
daron mucho más rápidamente en los cien años posteriores a
1815 que en cualquier período histórico precedente. De 1800 a
1878 Europa se aseguró casi 17 000 000 de kilómetros cuadra
dos y otros 22 500 000 aproximadamente de 1878 a 1914. En
1800 Europa y sus posesiones (incluidas las antiguas colonias)
cubrían casi el 55 por 100 de la superficie terrestre; en 1878 el
67 por 100, y en 1914 el 84,4 por 100 1. Y la expansión prosi
guió. En 1914 los países importantes que jamás habían estado
bajo la dominación europea eran únicamente Turquía, algunas
regiones de Arabia, Persia, China, Tíbet, Mongolia y Siam. Y
junto a las nuevas colonias aparecieron en escena nuevas poten
cias coloniales: Italia, Bélgica, Estados Unidos y Rusia. Lejos
de señalar el fin del imperialismo, el año de 1815 marcó el ini
cio de una nueva expansión.
¿Por qué se produjo esta nueva expansión? ¿Por qué toma
ron parte en ella tantos estados europeos? Es conveniente di
vidir la historia del nuevo colonialismo en dos períodos, antes
y después de 1878, y considerar los primeros setenta años co
mo un período de expansión y los otros como un período de
delimitación de las respectivas esferas de influencia y de nuevos
repartos. *
Antes de 1882, más o menos, se puede ver una razón eviden
te de la nueva expansión europea: no se debió a un renacimien
to del imperialismo; es decir, a la necesidad de adquirir nuevas
colonias en interés del territorio metropolitano. Por supuesto,
históricamente no tiene sentido hablar de épocas «imperialis
tas» y épocas «antiimperialistas», porque siempre hubo parti-
126
darios del colonialismo, como hubo siempre personas que no
veían utilidad alguna en la posesión de colonias. Pero, si hubo
jamás una fase de entusiasmo colonialista en Europa, ésta fue
el período 1815-1882. Con todo, no resulta muy exagerado afir
mar que ninguna colonia fue conquistada en este período a con-
secuenia de un plan premeditado. De cuando en cuando un gru
po de presión metropolitano pedía que se ocupara o mantuvie
ra un territorio en el cual tenía interés, como hizo el partido ca
tólico francés en los casos de Tahití y las islas Marquesas en
1840-50 y en el de la Cochinchina en 1860-70, o como hicieran
los partidarios de E. G. Wakefield en el caso de Nueva Zelanda
en 1830-40. Pero se trató sobre todo de reacciones a unas de
terminadas situaciones en las que era cuestión de elegir entre
una adquisición o un pérdida: no fueron, necesariamente ¡a ex
presión de una abstracta aspiración colonialista. Efectivamente,
ningún gobierno, ningún partido, ningún grupo europeo, ex
presó la exigencia de un imperialismo colonial antes de 1800.
En este período, por consiguiente, la expansión colonial fue
casi nunca producto de un plan premeditado de Europa: estu
vo motivada por la periferia. Este hecho la distingue muy cla
ramente de la primera expansión de los siglos XV y XVI, y en
alguna medida también de los acontecimientos posteriores a
1882.
A comienzos del siglo XIX, Europa se hallaba inevitablemen
te unida por muchos lazos a los países todavía independientes
del Africa, Asia y el Pacífico. El desarrollo tecnológico e in
dustrial europeo extendió muy pronto el comercio a todas las
partes del mundo. Los buques de vapor dieron vida a comer
cios que en otras épocas no hubieran sido remuneradores. El
cristianismo trataba de fundar misiones por doquier y los ex
ploradores trataban de realizar mapas de continentes aún igno
tos. Europa se había convertido en una inmensa central que irra
diaba energía en todas direcciones, estableciendo contactos ca
da vez más estrechos con todos los países independientes. Y es
tos contactos siempre acababan por dar ocasión a una política
intervencionista. El armamento y la técnica militar y naval de
Europa habían progresado enormemente, destruyendo el anti
guo equilibrio de fuerzas. Los estados islámicos y otros estados
laicos, que hasta aquel momento habían podido oponer resis
tencia, ya no podían defenderse de los ataques de unas fuerzas
127
sin embargo escasas en número, como lo demostró dramática
mente la victoria de Inglaterra sobre China en 1839-42. En el
pasado se había procedido muchas veces a una colonización gra
cias a la habilidad con que se habían explotado los escasos re
cursos disponibles, acaso partiendo de una posición ventajosa,
como había sucedido en la India. Ahora la colonización se ha
bía hecho excesivamente fácil. Los estados indígenas, en otro
tiempo formidables obstáculos, se derrumbaban ahora al pri
mer choque. Esas fueron las causas de la nueva expansión
europea.
Por ello, en su gran mayoría, las nuevas anexiones coloniales
a partir de 1815 se realizaron no porque hubieran sido planifi
cadas desde la metrópoli, sino porque determinados intereses
periféricos europeos las hicieron inevitables. Muchas fueron
consecuencia directa de la existencia de otras posesiones en una
zona determinada, como expresión de los intereses locales. Es
te proceso «subimperialista» adoptó diferentes formas. Las co
lonias de poblamiento de blancos en Canadá, Sudáfrica, Aus
tralia o Nueva Zelanda se desarrollaron desde el interior hacia
la periferia, debido al hambre de tierras de los colonos o a las
perspectivas de yacimientos de metales preciados, o a la exten
sión del comercio o al reclutamiento de mano de obra. Las co
lonias de ocupación como la India, Java o Argelia se expandie
ron porque los gobiernos locales estaban preocupados por el
problema de la seguridad de sus fronteras. Nuevas pequeñas po
sesiones, como las bases comerciales de! Africa occidental, fue
ron producto de tratados con los estados indígenas limítrofes.
En muchas sociedades no europeas, como en las de las islas del
Pacífico, unos pocos misioneros o colonos blancos llegaron a
sacudir tan profundamente la estructura social local que la in
tervención europea se hacía inevitable. Los hechos se desarro
llaban en la periferia, pero la acción debía ser finalmente apro
bada por el gobierno metropolitano. Con frecuencia los esta
distas europeos preferían no asumir por entero la responsabili
dad de administrar nuevos territorios. Entonces se recurría a
formas de intervención menos comprometidas, tales como el
«protectorado», que aseguraba un cierto control político sobre
los estados locales, sin una auténtica posesión. Otras veces las
complicaciones internacionales impedían la anexión. A la
anexión, por lo regular, se procedía cuando la metrópoli encon-
128
traba más fácil aprobar la acción o la política de los hombres
que se encontraban en el lugar de los hechos que denunciarla o
revocarla.
La expansión colonial fue por tanto producto de dos fuerzas
claves: el impacto de la Europa industrial y la potencia de los
grupos locales europeos. Algunas veces era Europa la que tenía
necesidad de una colonia, pero ló más frecuente es que se apo
derara de ella a falta de mejor alternativa. En 1882 los nuevos im
perios, reflejando sus orígenes, estaban constituidos por colonias
que sus poseedores no habían deseado y que resultaban inútiles
para los fines de una política imperial. Los repartos de los trein
ta años siguientes no hicieron más que llevar a sus últimas con
secuencias estas características particulares.
129
a) La costa mediterránea
La adquisición menos previsible en Africa antes de 1882 era la
de Argelia, Tunicia y Egipto, todos ellos estados islámicos en
condiciones de oponer una formidable resistencia.
La ocupación de Argelia por Francia, que dio comienzo casi
por casualidad, constituyó uno de los episodios más significa
tivos en la historia del desarrollo de la dominación europea en
el Africa septentrional. Ya habían pensado en ella Luis XIV y
Napoleón, pero en 1815 ésa no era una de las ambiciones más
hondas de Francia. La ocupación empezó en 1830, cuando Car
los X, un poco para eliminar la piratería y otro poco para ase
gurar un éxito espectacular a su impopular gobierno, envió una
flota a ocupar Argelia. Aquel mismo año cayó la monarquía de
la Restauración, pero su sucesor se sintió obligado a completar
la ocupación de la costa y a eliminar así la piratería con la con
quista de Orán y Bona. De cualquier manera, Francia no de
seaba apoderarse del resto de Argelia, pero se vio obligada a ha
cerlo —ante la alternativa de evacuarla por completo— cuando,
en 1834, estalló una revolución islámica, la cual habría de durar
sin interrupción hasta 1879. En un primer momento la eva
cuación no habría costado mucho, dejando a un lado el hecho
de que el ejército consideraba en juego su honor, pero en 1882
Argelia había sido enteramente ocupada por tropas francesas y
en los alrededores de las ciudades costeras existía una notable
población de colonos. Argelia pasó de esta manera a ser la pri
mera de las colonias híbridas modernas, ocupada no por razo
nes válidas de índole económica o estratégica, sino únicamente
debido a que la ocupación inicial, limitada a una cabeza de puen
te, había poco a poco adquirido las proporciones de una ver
dadera colonización.
El proceso que llevó a la creación de un protectorado francés
sobre Tunicia en 1881 y a la ocupación de Egipto por parte de
los ingleses en 1882 siguió un proceso análogo. Tunicia fue el
primero de los estados islámicos en perder su independencia
por haberse aprovechado en demasía de los ofrecimientos de
los bancos europeos. El bey, ya subordinado al sultán turco, re
cibió ayuda económica de Francia en 1830-40 hasta independi
zarse del todo. Existía el peligro de que Tunicia, que limitaba
con Argelia, cambiase de amo, pero los beys consiguieron du
130
rante mucho tiempo disfrutar del apoyo diplomático de Italia e
Inglaterra para neutralizar la influencia francesa, recurriendo al
mismo tiempo ampliamente a Europa con vistas a modernizar
la economía y la administración. Pero en el decenio 1850-60 las
deudas del bey con los banqueros de Francia y otras naciones
habían crecido demasiado, y en 1857 los cónsules de Inglaterra
y Francia obtuvieron poderes para supervisar su gobierno, re
conocidos también luego a Italia. En 1869 fue constituida una
comisión económica internacional, compuesta por representan
tes de los tres países acreedores, para reformar las finanzas tu
necinas. Francia, que era quien mayores intereses financieros
poseía allí, gracias también a la habilidad de su cónsul que supo
asegurarse el apoyo del ministro de finanzas tunecino, fue la
que se llevó la mejor parte. Ahora bien, París no deseaba la
anexión, puesto que no había cubierto aún los gastos de la con
quista de Argelia y una repetición de esa empresa en Túnez ha
bría podido arruinar políticamente al gabinete ministerial que
la hubiese decidido. Italia, al dar a entender que estaba dispues
ta a apoderarse de Túnez, precipitó las cosas. En 1881 las tro
pas estacionadas en Argelia fueron enviadas a las fronteras con
Tunicia, pero Francia se hubiera contentado con firmar un tra
tado de protectorado y estaba dispuesta a retirar sus tropas.
También en este caso una rebelión nacionalista la obligó a pro
ceder a la ocupación. Efectivamente, había estallado una revuel
ta entre los musulmanes contra la intervención francesa y con
tra el bey, excesivamente comprometido con los infieles. Deci
dida a sofocar la rebelión, Francia acabaría por ocupar toda Tu
nicia. Que ésta no fue originariamente su intención se puede de
ducir del hecho de que Tunicia siguió siendo un protectorado
y su gobernación nominal fue encomendada al propio bey; pe
ro en realidad se convirtió en una auténtica posesión francesa.
La quiebra financiera de Turquía coincidió con la de Tuni
cia, pero el diferente fin de los acontecimientos en Turquía in
dica qué tipo de situación internacional habría podido frenar la
expansión del colonialismo europeo. En 1876 el sultán debía ca
si doscientos millones de libras turcas y no estaba en condicio
nes de pagar. La revuelta de Bosnia en 1875 y la de Bulgaria en
1876 provocaron la intervención rusa, que vio en ello el pretex
to para asegurarse el control de la misma Turquía. Pero inopi
nadamente Rusia no consiguió apoderarse de Constantinopla en
131
1877, y en marzo del año siguiente firmaba la paz con Turquía
por el tratado de San Stéfano. Su intervención, sin embargo,
obligó a otros estados a tomar posición en favor de la indepen
dencia de Turquía, demasiado importante estratégicamente en
el Oriente Medio y en los Balcanes como para que se pudiera
tolerar que cayera en manos de otra potencia. En el Congreso
de Berlín de 1878, en el cual se llegó al primer acuerdo inter
nacional sobre un problema casi colonial, se concedió a Tur
quía tanto una tregua como la posibilidad de aliviar sus proble
mas financieros. Turquía continuó siendo políticamente libre,
pero había pasado a ser objeto de posibles cambalaches diplo
máticos, terreno fértil para las actividades de los financieros eu
ropeos y coto de caza para aquellos de cuya ayuda dependía ca
si enteramente.
Egipto fue menos afortunado, porque era menos importante
para las potencias europeas. Se había independizado de Turquía
bajo Mohamed Alí (Muhammad Alí) entre 1811 y 1847, cuan
do él y sus sucesores modernizaron el país, construyendo ca
nales y carreteras y desarrollando la economía con la colabora
ción de técnicos y capitales occidentales. Pero en 1854 Egipto
cometió la equivocación de dar a Ferdinand de Lesseps, anti
guo cónsul de Francia, la concesión para construir el Canal de
Suez. El jedive se hizo con ello corresponsable, económicamen
te, del coste del canal, mientras crecía el interésale otras poten
cias por el futuro de Egipto. Francia desempeñaba el papel prin
cipal tanto en el canal como en su financiación, pero no era me
nor el interés de Inglaterra, dado que el canal revestía una im
portancia crítica para la ruta hacia la India.
La crisis estalló en 1878, cuando el jedive Ismail tuvo que sus
pender el pago de los bonos del tesoro. Un organismo interna
cional, en el que estaban representados bien sus acreedores, bien
los accionistas del canal, quedó encargado de controlar sus fi
nanzas, y cuando Ismail, en 1879, intentó sustraerse, fue de
puesto y sustituido por un jedive más dúctil, Tawfik. Egipto se
encontraba gobernado entonces por dos comisarios nombrados
por Francia e Inglaterra, representantes de una llueva comisión
internacional de la deuda según un sistema que llegó a ser co
nocido como de «doble control». La independencia nominal de
Egipto parecía de ese modo asegurada, puesto que ninguna po
tencia extranjera habría tolerado que otra asumiera el predomi-
132
nio. Pero, como en Tunicia, una sublevación nacionalista com
prometió el equilibrio instaurado. La rebelión fue la expresión
del resentimiento general hacia los intrusos infieles; en 1882, ba
jo el mando del coronel Arabí, los insurrectos lograron hacerse
con el control de la mayor parte de Egipto. Sólo una interven
ción militar podía restablecer el Doble Control, y sólo una ac
ción conjunta podía conservar su carácter internacional. Pero
en 1882 el Parlamento francés se negó a conceder créditos a la
proyectada expedición, y Gran Bretaña actuó sola. En agosto
de este mismo año, sir Garnet Wolseley derrotó a Arabí Pachá,
restauró a Tawfik y recuperó el control efectivo de Egipto. De
esta manera empezó el control unilateral británico. Gladstone
hubiera deseado retirar las fuerzas expedicionarias y restaurar
el Doble Control, pero los franceses no estaban dispuestos a en
viar tropas y sin la presencia de tropas europeas el movimiento
nacionalista local habría ganado la partida. Por otro lado, el yi-
had o guerra santa proclamada por el mahdi Mohammed Ah-
med en el Sudán egipcio amenazaba al Egipto superior. Los bri
tánicos tuvieron que quedarse presos de su propio éxito, pero
su presencia en Egipto tuvo consecuencias importantísimas.
Francia estuvo siempre celosa, porque en un primer momento
Egipto había formado parte de su esfera de intereses, y estuvo
siempre dispuesta a crear dificultades a Inglaterra en otros sec
tores coloniales. La diplomacia británica tenía las manos atadas,
porque para administrar las finanzas egipcias debía depender de
las decisiones de una mayoría en el seno de la Comisión de la
Deuda, y Alemania, que formaba parte de la comisión, tenía la
posibilidad de regatear su voto. Egipto, por todo ello, se. con
virtió en un elemento clave de la diplomacia de los repartos co
loniales a partir de 1882, ya que Inglaterra, que hasta ese mo
mento era la principal exponente de la política de no interven
ción, se había asegurado una de las joyas más preciadas de la
diadema colonial, antes de que los otros pudieran hacer valer
sus- derechos. Si no fue Egipto la causa del reparto de Africa,
su ocupación por Inglaterra influyó poderosamente en el curso
de los acontecimientos.
133
b) El Africa occidental tropical
En el Africa occidental las causas de la expansión europea fue
ron las dificultades financieras de los endeudados sultanes y las
reacciones de los nacionalistas musulmanes, que se veían cerca
dos. También aquí existían poderosos reinos musulmanes y pa
ganos, pero en aquellos tiempos ninguno de ellos cayó por in
solvencia financiera. Las inversiones europeas derivaron más de
los intereses culturales y geográficos que de los financieros. Los
exploradores de Europa habían trazado el mapa de casi toda el
Africa occidental a mediados del siglo X IX , y en el decenio
1870-79 se concentraron en la región del Congo. Sus aventuras
suscitaron en el público europeo un gran interés, que se tradu
jo en suscripciones para la financiación de sociedades geográfi
cas y expediciones. También el movimiento misionero estaba
en pleno auge. Misiones de todas las confesiones se trasladaban
de la costa hacia el interior, y algunos misioneros, como David
Livingstone, figuraron también entre los grandes exploradores.
Pero ni los exploradores y sus misioneros ni sus financiadores
esperaban que Europa ocupara oficialmente aquellas regiones.
Se proponían iluminar al continente negro, no gobernarlo. Se
suponía que la trata de esclavos sería sustituida por el comer
cio, pero se pensaba que el comercio europeo era compatible
con la independencia de los estados africanos civilizados.
La expansión tuvo su punto de partida en las bases europeas
de! Africa occidental. Hasta 1865 aproximadamente, dichas ba
ses tuvieron una función importante en la represión de la trata
de esclavos con América, y en Europa no se tenía gran interés
por extenderse hacia el interior. Pero, por débiles que fueran,
estos núcleos dieron pruebas de una sorprendente capacidad de
expansión espontánea. Tres fueron los factores que intervinie
ron. En primer lugar, se estaba desarrollando un comercio bas
tante importante de aceites vegetales, destinados a fabricar ve
las y jabones. Los cacahuetes procedían sobre todo de Gambia
y otras regiones situadas más al sur, en tanto que el aceite de
palma venía de diversas regiones de la costa. Estos productos
no exigían la creación de plantaciones europeas, ya que eran cul
tivados o recolectados por los africanos. Sin embargo, implica
ban contactos comerciales que suscitaron la rivalidad entre las
firmas francesas e inglesas y en un momento posterior también
134
alemanas. Antes de 1882 estas actividades dieron lugar a diver
sas factorías comerciales nuevas, así como a múltiples tratados
de comercio con los soberanos de Africa, pero el verdadero pe
ríodo de rivalidad comercial, que tendió a traducirse en un con
trol territorial, vino más tarde.
Causas más inmediatas de la expansión fueron los problemas
jurisdiccionales creados por los contactos comerciales. La segu
ridad y el control del tráfico en Africa occidental comportaban
acuerdos con los soberanos indígenas que otorgaban a los di
versos estados europeos jurisdicción sobre los respectivos súb
ditos, incluso fuera de las pequeñas bases costeras. Y se firma
ron muchos tratados de este tipo. En un primer momento no
comprometieron la independencia africana, pero contenían el
germen del futuro control, porque si los estados africanos no
respetaban los acuerdos o caían, los europeos se consideraban
con derecho a intervenir y ocuparlos. Además, dado que los tra
tados contenían a menudo cláusulas comerciales preferenciales,
hacia 1882 Africa se vio cubierta por una espesa red de zonas
de influencia francesa e inglesa. Los franceses tenían el predo
minio en el Senegal y en las regiones situadas entre Cambia y
Sierra Leona; los ingleses en la Costa de Oro y alrededor de La
gos. Pero en muchos puntos las esferas de intereses se solapa
ban, como en Porto Novo, cerca de Sierra Leona, y en torno
al Níger, y se delineaba la posibilidad de que tales conflictos lle
varan a una más clara demarcación de las respectivas esferas. En
diferentes circunstancias, esto se produjo a partir de 1882.
La tercera causa de la expansión territorial europea fue la de
bilidad financiera de todas las bases del Africa occidental. Fran
cia e Inglaterra las mantenían para favorecer a sus comerciantes
y proporcionar bases de apoyo a las unidades navales dedicadas
a la lucha contra la trata de esclavos, pero no estaban dispues
tas a subvencionarlas. Las colonias eran pobres, por ser peque
ñas, y sus ingresos procedían únicamente de las aduanas. Pero
dado que los comerciantes podían evitar sus puertos para no pa
gar aduanas, los gobiernos coloniales tuvieron otra razón más
para extender sus fronteras en las costas, a fin de controlar el
mayor número posible de fondeaderos. Tanto Gran Bretaña co
mo Francia trataron de canalizar el comercio a través de sus
puertos o de imponer las mismas aduanas a los puertos inde
pendientes. Los ingleses bloquearon la Costa de Oro, gracias a
135
la adquisición de los fuertes daneses en 1850 y a la del puerto
holandés de Elmina en 1872. Se aseguraron Lagos en 1861, y
desde allí extendieron su control hacia el oeste. De todas ma
neras, por lo general, se evitaron las anexiones. Ambos países
prefirieron firmar tratados aduaneros con los soberanos de las
costas. Los franceses adoptaron este sistema en torno a Sene-
gal, Guinea y Costa de Marfil, y los británicos en torno a Sierra
Leona, Gambia y los alrededores de Lagos. En 1882 daba la sen
sación de que las dos potencias se habían asegurado todos los
puntos de acceso al Africa occidental, sobre todo para poder ex
plotar mejor sus posesiones originarias.
La ampliación de los territorios o de las esferas de influencia
no implicaba un imperialismo metropolitano ni un plan prede
terminado por parte de los funcionarios coloniales locales. Pe
ro en Senegal la expansión hacia el interior tuvo claras miras im
perialistas, que reflejaban el punto de vista de Dakar —la nueva
capital— más que el de París. De ellas se hizo defensor Louis
Faidherbe, gobernador entre 1854 y 1865. Su política estuvo ins
pirada fundamentalmente en la consideración de que la colonia
sólo podía mantenerse si se aseguraban las regiones limítrofes,
productoras de cacahuete, y se fomentaba una producción re
gular en plantaciones, llevada a cabo por los propios africanos.
Pero Louis Faidherbe se hizo también difusor de una concep
ción nueva para el Africa occidental. Ex oficial del ejército de
Argelia, daba por descontado que era imposible convivir pací
ficamente con los poderosos estados islámicos, y en particular
con el imperio tukulor, fundado en el Senegal superior por al-
Hadj Umar. Basándose en este supuesto, Francia se embarcó en
una política de conquistas no bien definidas en el Sudán occi
dental. Faidherbe inició esta tarea, derrotando a Umar en
1857-59. Ni sus sucesores en Dakar ni el gobierno francés, sin
embargo, compartían sus ideas, y su política fue abandonada
hasta el decenio de 1880-90. Pero este ensayo de imperialismo
senegalés tuvo importantes consecuencias en el momento del re
parto, porque sugirió a los imperialistas que acudieron después
la visión de un imperio francés en Africa occidental que se ex
tendería desde el Senegal al Níger y circundaría o absorbería to
das las bases extranjeras de la costa.
136
c) El Africa occidental ecuatorial
137
puente en el Gabón, se mostraban desconfiados. Savor'gnan de
Brazza, de la marina francesa, firmó al mismo tiempo que Stan
ley tratados en la orilla septentrional del Congo, oficialmente
en nombre de la sección francesa de la AIA, pero en realidad
para proteger los intereses franceses. También Inglaterra trata
ba mientras tanto de defender sus intereses comerciales en el
Congo ante la posibilidad de un monopolio de otro país, y en
diciembre de 1882 reconoció oficialmente los derechos de Por
tugal sobre la desembocadura del río Congo. Leopoldo, intro
duciendo simplemente un elemento nuevo en la situación colo
nial, había provocado una crisis internacional. Si otros hubie
ran seguido su ejemplo y hubieran empezado a plantear reivin
dicaciones coloniales en Africa o en cualquier otro sitio, la si
tuación internacional habría cambiado radicalmente. El Congo
constituyó uno de los argumentos más importantes del Con
greso de Berlín (1884) y un factor relevante en la génesis del re
parto de Africa.
d) Sudáfnca
Por artificial que fuera, la situación del Congo antes de 1882 re
presentaba una excepción. En el Africa austral la expansión eu
ropea fue el resultado natural y previsible de la situación creada
en 1815.
Desde mediados del siglo XV11I, en la región de El Cabo ope
raba un triángulo de fuerzas. En primer lugar, la política britá
nica. Los ingleses no buscaban la expansión y tenían escaso in
terés por la región de El Cabo como sede de una colonia de po-
blamiento, pero se creyeron obligados a imponer sus principios
morales a la población blanca, constituida predominantemente
por holandeses, para proteger de todo abuso a los hotentotes y
para abolir la esclavitud (1833). En segundo término, había co
lonos holandeses que tendían a extenderse hacia el norte y el es
te, en busca de tierras de pasto alejadas de la vigilancia de las
autoridades. A partir de 1830 estas tendencias se vieron alimen
tadas por las nuevas leyes inglesas en materia de servidumbre y
esclavitud y por la presencia de misioneros británicos. Final
mente, estaban los bantúes, al este del río Great Fish, que des
de hacía tiempo presionaban hacia el sur y el oeste. Ahora sus
138
desplazamientos se habían intensificado porque tenían a sus es
paldas a los zulúes de la región de Natal, que con sus incesan
tes correrías forzaban a las demás tribus bantúes a moverse en
dirección sur y norte. Las tribus más cercanas a El Cabo, por
todo ello, se desplazaban a su vez hacia el oeste, al encuentro
de los europeos que avanzaban.
La expansión bóer y los movimientos de las tribus bantúes
obligaron a los ingleses a ampliar los límites de El Cabo. En
1882 los europeos habían ocupado dos áreas: por el este, los lí
mites de la colonia iban avanzando continuamente, frenados só
lo por las repetidas guerras con los xhosa, los tembu y los pon
do y por la tendencia británica a renunciar a las conquistas he
chas después de una victoria. En 1882 sólo una pequeña zona,
que comprendía los territorios de los tembu, galeka, bomvana
y pongo, continuaba siendo nominalmente independiente, pero
estaba, aunque no de modo oficial, controlada por los británi
cos. También Natal era una colonia británica, pero había sido
adquirida como consecuencia del Gran Trek (gran éxodo) hacia
el interior, iniciado en 1836. Esta marcha se diferenció del des
plazamiento hacia el oeste del que ya se ha hablado sólo en
cuanto que fue un éxodo, parcialmente organizado, de casi diez
mil bóers, que trataban de sustraerse a la dominación británica
e intentaban crear repúblicas independientes. Los trekkers se ex
tendieron por el norte hacia el río Orange, en parte hacia Trans-
vaal y en parte hacia Natal, fundando dos pequeñas repúblicas.
Los ingleses no supieron jamás cómo tratarlos, ni cómo tratar
a la colonia del río Orange, creada poco después. Los bóers
eran ciudadanos británicos, y por tanto no podían legalmente
fundar repúblicas autónomas. Su presencia en aquellas regiones
repercutía sobre toda la frontera oriental de El Cabo, puesto
que amenazaba a las tribus bantúes allí establecidas. De cual
quier manera, Gran Bretaña no pretendía gobernar territorios
tan alejados, y dudó siempre entre la anexión y una política de
no intervención. En 1842 ocupó Natal y en 1848 las otras co
lonias bóers. Natal no fue cedido nunca, pero Inglaterra reco
noció el Transvaal en 1852, y la colonia del río Orange en 1854,
como estados soberanos. Veinte años después cambió de nuevo
su política, con la esperanza de imponer una única línea de ac
ción en toda el Africa austral. En 1877 el Transvaal fue anexio
nado, pero recibió la independencia en 1881.
139
En 1882 el futuro de la dominación inglesa en Sudáfrica era
aún incierto, pero un elemento nuevo atrajo entonces a los in
gleses hacia el Africa central. El descubrimiento de diamantes
en la zona del norte de Kimberley llevó a la anexión de la mis
ma, a pesar de las reivindicaciones del Estado libre de Orange
y del Transvaal. Las áreas diamantíferas eran controladas por
los financieros de El Cabo. Empezó a desarrollarse un nuevo
imperialismo que buscaba la expansión en Kimberley, centro
del área diamantífera, en Bechuanalandia y en el Africa central,
donde se esperaba encontrar más diamantes o metales precio
sos. Durante los treinta años siguientes estos objetivos compli
caron enormemente la posición de Gran Bretaña en Africa y
constituyeron un importante factor en el reparto definitivo del
Africa central.
140
T ig . 4 . L a expansión de Rusia en Asia central
taciones que de una emigración espontánea. Había algo de ver
dad en el dicho de que en Rusia el knut (especie de látigo, cu
yos golpes resultaban especialmente dolorosos) seguía a la ban
dera. El Amur no estaba contiguo a la Siberia oriental, pero era
fácilmente accesible desde ella. Fue ocupado en los años de
1850-60 por el gobernador general ruso de Irkutsk, quien ac
tuó por propia iniciativa, porque China, derrotada dos veces
por Inglaterra entre 1839 y 1842, había demostrado su debili
dad y porque así Rusia se aseguraba un acceso más fácil al Pa
cífico. En 1858 Pekín aceptó el control ruso mediante un tra
tado no oficial ratificado en San Petersburgo en 1860. Aprove
chando la ratificación, la región fue ampliada. Con la sucesiva
fundación de un puerto en Vladivostok, Rusia se convertía en
una potencia del Pacífico. La ocupación de la isla de Sajalín fue
lógica consecuencia de lo anterior, y puso a Rusia en estrecho
contacto con el Japón. Durante el último decenio del siglo XIX
puerto e isla resultaron muy valiosos.
Otra adquisición rusa fue la región de Asia central. Tampo
co eso había sido previsto, pero se hallaba en estrecha relación
con las necesidades reales de Rusia. Anteriormente la frontera
meridional de Siberia iba de la orilla septentrional del Caspio
hasta el río Ural, Omsk y Semipalatinsk, y desde allí hasta la
frontera con China. Por el sur se extendían las inmensas este
pas, apenas pobladas, del Kazakistán, y todavía al sur los po
derosos janatos musulmanes de Jiva, Bujara y Kokand. Rusia
tenía numerosos motivos para ocupar esa zona. Los colonos,
comerciantes y administradores de Siberia se veían perjudica
dos por el crónico desorden reinante en el sur, la estepa atraía
a los colonos, y después del ataque de los ingleses contra Af
ganistán (1839-42) los rusos temían que se expandieran por el
Turquestán. Asia central representaba un peligroso vacío, que
Rusia se sentía destinada a colmar. Pero la ocupación fue lenta
e incierta, y dependió más de la iniciativa de los militares y los
soldados que se encontraban allí que de San Petersburgo. En
1864 las zonas de la estepa estaban todas ocupadas, y San Pe
tersburgo trató de detener el avance. Pero, como siempre, exis
tían razones indiscutibles que imponían la prosecución. Con los
tres janatos meridionales era imposible establecer relaciones du
raderas, pero en 1880 el problema se había resuelto. Bujara y
Jiva, aunque con algunas mermas territoriales, conservaron no
142
minalmente su independencia, pero tuvieron que firmar trata
dos de protectorado. Kokand, en cambio, fue incorporada de
pleno y pasó a ser la provincia de Kazakistán.
A finales del decenio 1870-80, Rusia había ocupado todo Asia
central hasta Merv, y se había instalado en los confines del Af
ganistán, frustrando así las intenciones británicas. Por lo demás,
las sospechas eran mutuas, porque los ingleses se habían deci
dido a avanzar por motivos análogos. Las sospechas de ambas
partes quedaron parcialmente disipadas tras el fracaso de la ex
pedición británica contra Afganistán, entre 1878 y 1880, y la cri
sis de 1884-85, cuando un general ruso ocupó Pendjeh, hacien
do temer a los ingleses una invasión de Afganistán. Ambas po
tencias se pusieron de acuerdo para delimitar las fronteras sep
tentrionales de Afganistán, que permaneció independiente y
neutral. Pero Persia seguía preocupándoles por razones análo
gas. En 1888, tras el acuerdo para la definición de su frontera
con Afganistán y la posterior división oficiosa del país en esfe
ras de influencia rusa y británica, el problema quedó resuelto
sin recurrir a un reparto formal. El acuerdo anglo-ruso de 1907
cimentó el compromiso y permitió a Persia compartir con Af
ganistán el honor de no haber sido jamás una colonia europea.
143
En ei interior, la expansión supuso la incorporación de otros
estados indios a la India británica. Hasta 1848, año en que fue
nombrado gobernador general lord Dalhousie, Londres prefirió
casi siempre evitar iniciativas de este tipo, de modo que los esta
dos sólo perdían su independencia cuando se mostraban turbu
lentos o estaban mal gobernados. Así, en 1831 fueron incorpo
rados Coorg, de manera definitiva, y Mysore provisionalmen
te. Dalhousie, sin embargo, entendía que un gobierno inglés di
recto era preferible al de los soberanos locales, y buscaba pre
textos para proceder a las anexiones. Aplicando el principio del
lapse (según el cual la Gran Bretaña podía rechazar al heredero
adoptivo de un estado indio, conforme a la costumbre hindú)
se aseguró Satara, jaipur, Sambalpur, Baghat, Udaipur, Jhansi
y Nagpur. El estado musulmán de Oudh fue absorbido en 1856,
por estar mal gobernado, y Haiderabad se vio obligada a ceder
Berar por no haber pagado los subsidios previstos en el trata
do. La insurrección de 1857, provocada quizá también por esas
anexiones, inauguró una nueva política. En adelante hubo al
gún soberano destituido por sus fechorías, pero no se procedió
a la anexión de su Estado.
La frontera del noroeste planteaba a los ingleses el mismo
problema que Asia central a los rusos. Su punto clave era el Pen-
jab, que aseguraba el acceso a Afganistán. Muerto en 1839 Ran-
jit Singh, que había creado un Estado sikh, en la zona estalló el
caos. Los británicos tuvieron que intervenir. En 1845 los sikhs
atacaron ios territorios más allá del río Sutlej, que estaban bajo
protección inglesa, y fueron derrotados. Una tentativa de crear
un Estado sikh estable bajo la protección inglesa fracasó; aplas
tada una segunda revuelta en 1848, al año siguiente el Penjab
fue anexionado a la India británica. El Sind fue absorbido por
motivos menos urgentes. Estaba formado por una constelación
de pequeños estados, ligados a Inglaterra por tratados, pero por
lo demás independientes. Ocupado provisionalmente durante la
fallida expedición inglesa a Afganistán, en 1839-1842, se reveló
importante al constituir la mejor vía de acceso a Kabul. En 1842
ios estados de Karachi, Sukkur y Dukkur quedaron definitiva
mente anexionados. Y cuando, en 1843, los emires supervivien
tes se rebelaron ante las condiciones del nuevo tratado, también
sus estados fueron anexionados. Ninguna de estas anexiones es
taba justificada por los acontecimientos: el Sind padeció las con-
144
secuencias de la fracasada tentativa inglesa de asegurarse el con
trol de Afganistán.
Esa fue la única región del noroeste que conservó la inde
pendencia. Entre 1839 y 1842, los ingleses trataron de asegu
rarse su control instalando en el trono de Kabul a un soberano
fantoche, pero no lo lograron. Otra segunda tentativa se llevó
a cabo entre 1868 y 1880, cuando el emir se negó a aceptar a
un comisionado británico, al cual hubiese debido prestar obe
diencia. También eso falló, pero llevó, como resultado secun
dario, a la imposición de un protectorado sobre Beluchistán y
a la anexión de Quetta. Mejoradas luego las relaciones con Ru
sia, la situación en las fronteras del noroeste parecía menos ame
nazadora, puesto que Afganistán podía ser un magnífico Esta
do-cojín. A los ingleses les restaba imponer orden en las tur
bulentas provincias de los límites con el Penjab, pero ese pro
blema no sería jamás resuelto de manera satisfactoria.
La expansión inglesa en las fronteras orientales de la India
no fue producto de una política imperialista, de la codicia o del
miedo a un rival europeo —al menos antes de 1880—, sino de
las malas relaciones con un Estado asiático. En 1815 Birmania
estaba gobernada por la dinastía Konbaung, que ambicionaba
crear un imperio en todo el sudeste asiático. En 1782 Birmania
había conquistado Arakán, limitando así con Bengala. De ese
modo aparecieron problemas fronterizos, y los birmanos llega
ron a sospechar que los ingleses apoyaban a los rebeldes de Ara
kán, por lo que el rey Bodawpaya decidió conquistar Asam y
Bengala. Asam fue ocupado en 1817, y en 1824 los birmanos
atacaron Cachar, preparándose para invadir Bengala a través de
Chittagong. A fin de impedirlo, en 1826 fuerzas inglesas des
embarcaron en Rangún y conquistaron la nueva capital birma
na, Amarapura. Mediante el tratado de Yandabo se aseguraron
los territorios recientemente conquistados por Birmania: Ara
kán, Tenaserim, Asam y Manipur. La política inglesa trataba de
crear una segura zona cojín más que de obtener conquistas terri
toriales, y por ello fueron abandonados los valiosos territorios
conquistados en Pegu. Pero esto no mejoró la situación, y los
soberanos de Birmania se negaron a colaborar con los residen
tes británicos. En 1851 algunos comerciantes indios en Pegu
fueron atacados, y Dalhousie decidió intervenir. En 1852 fue
ocupado Pegu, firmándose un tratado con el nuevo rey Min-
145
don, más maleable. La Birmania superior permaneció indepen
diente, pero perdió Pegu. De esa forma quedaba aislada tanto
de la India como del mar. Parecía, pues, que no había ya mo
tivos para ulteriores conflictos, ni razones que hicieran necesa
ria para los ingleses la ocupación de la Birmania superior.
El último suceso fue producto de una situación radicalmente
nueva que se había creado en 1885-86. Ahora que Francia se ha
bía asegurado el control de Indochina, la corte birmana espera
ba el apoyo francés para sustraerse al dominio británico. En
1885 la noticia de que Jules Ferry había prometido a Birmania
ayuda financiera y militar coincidió con algunas provocaciones
birmanas contra las firmas inglesas que operaban en la Birma
nia superior. La exigencia de reparaciones y la propuesta de un
nuevo tratado de protectorado fueron rechazadas; en 1885 las
tropas indias ocuparon la Birmania superior, casi sin combatir.
Los ingleses no lograron encontrar un buen candidato al trono
de Birmania, que fue así anexionada a la India.
También la ocupación británica de Malasia fue consecuencia
de problemas locales que parecían insolubles de otro modo. La
península de Malaca estaba formada por estados menores, don
de ni los sultanes locales, ni el Estado soberano, Siam, eran ca
paces de mantener el orden. Los piratas infestaban la costa y
asaltaban las naves en ruta a China o Indonesia. Los residentes
chinos, provenientes de Singapur y en buena parte de naciona
lidad británica, se lamentaban de que los ingleses no protegie
sen su tráfico, ni sus minas de estaño. La colonia inglesa de Pe-
nang dependía para su abastecimiento de Kedah y se resentía
de los conflictos de poder locales. Los ingleses no deseaban in
miscuirse, en base al principio de Stamford Raffles, según el
cual Inglaterra no tenía interés en adquirir territorios en el con
tinente, pero a partir de 1867, cuando la Oficina Colonial asu
mió el control de los Establecimientos de los Estrechos (Pe-
nang, Malaca, Singapur), ya encomendados al lndian Office, se
decidieron a intervenir de forma limitada. Se proponían única
mente firmar con los estados malayos tratados que previeran el
envío de residentes encargados de actuar como consejeros, con
forme al sistema seguido en los estados indios. En 1874 fue fir
mado con los jefes más importantes de Perak el compromiso
de Pangkor, que obligaba al pretendiente victorioso en la suce
sión al sultanato a acoger a un residente británico, «cuyo con-
146
sejo se pediría y seguiría en todos los asuntos excepto los de la
religión y las costumbres malayas». Acuerdos similares fueron
firmados, aquel mismo año, con Selangor y Sungei Ujong; con
Pahang en 1888; con el resto de Negri Sembilan en 1895; y con
Kedah, Perlis, Kelantan y Trengganu al pasar de la soberanía
siamesa al protectorado británico en 1909. Johore sólo aceptó
un consejero británico en 1914.
La intención de los ingleses era que la ocupación de Malasia
no tuviera un carácter oficial: los estados malayos eran «prote
gidos», como los indios, y no auténticas posesiones inglesas. Pe
ro en realidad la protección y la presencia de los consejeros
pronto se convirtieron en una ocupación efectiva y en un au
téntico gobierno.
La ocupación de Labuán y Sarawak fue debida al azar, como
la de Malasia. Gran Bretaña se aseguró el control aquí gracias
ajam es Brooke, un antiguo oficial de la marina que en 1841 en
tró al servicio del sultán de Brunei y en 1846 obtuvo la com
pleta soberanía de Sarawak. Ese mismo año Londres se aseguró
la isla de Labuán como base para repostar carbón en la ruta ha
cia China. Borneo siguió siendo independiente, pero pronto im
pondrían los holandeses su control por doquier, menos sobre
las dos citadas posesiones británicas y los demás territorios per
tenecientes al sultán de Brunei.
También en China la expansión británica estuvo determina
da por las necesidades de la India. Los intereses ingleses en Chi
na eran puramente comerciales. El comercio con China era im
portante para la India británica, porque la Compañía de las In
dias Orientales usaba los créditos obtenidos en la India para
vender productos indios en Cantón, comprando allí té que lue
go vendía en Inglaterra. Por desgracia el producto más solici
tado era el opio, y el gobierno chino, como es comprensible,
no quería autorizar la importación, que fue prohibida en 1800.
Por un momento los contrabandistas trataron de burlar dicha
prohibición, pero en 1838 el nuevo comisario imperial en Can
tón cerró todas las fábricas extranjeras y confiscó más de veinte
mil cajas de opio. Era un duro golpe para los ingleses, que ya
desde hacía tiempo se lamentaban de la prohibición de comer
ciar con los puertos chinos, excepto Cantón. Gran Bretaña no
entraba en disquisiciones legales o morales, y su decisión de ac
tuar reflejó la escasa moralidad que con tanta frecuencia carac-
147
terizó las relaciones entre los países europeos, por un lado, y
el resto del mundo, por el otro, a lo largo del siglo XIX. Tras
una guerra que duró de 1839 a 1842, resuelta por la acción de
la marina inglesa, el gobierno chino aceptaba el tratado de Nan-
kín. Los ingleses, en adelante, tendrían plena soberanía sobre
Hong-Kong, como base comercial, y el permiso de comerciar
en otros cuatro puertos: Amoy, Fu-chou, Ning-po y Shanghai.
En estos puertos los súbditos británicos fueron sustraídos a la
jurisdicción china y los derechos de importación fueron limita
dos. Las misiones cristianas fueron admitidas en algunas regio
nes. Ese tratado señaló el inicio de la apertura obligada de Chi
na a Occidente. Derechos análogos serían pronto conseguidos
por Estados Unidos, Francia y Rusia, mientras que en 1855 fue
ron arrebatadas nuevas concesiones. Sin embargo, en 1882 Chi
na seguía siendo independiente; sólo había perdido Hong-Kong
y el Amur. Su futuro dependía de su capacidad de reorganizar
las actitudes y formas de gobierno para afrontar la infiltración
occidental. El hecho de que el Japón, también forzado (por Es
tados Unidos) a abrir sus puertos a los extranjeros en 1854 lo
lograra y acabara incluso convirtiéndose en una de las mayores
potencias mundiales, demuestra que no se trataba de una em
presa imposible.
148
Las misiones indochinas habían sido creadas a finales de si
glo XVIII cuando un misionero francés, Pigneau de Béhaine, es
tableció contactos más estrechos con el rey de Annam. Hasta
1820 misioneros y conversos gozaron de la protección real, pe
ro luego comenzaron las persecuciones, y el rey Tu Duc, que
reinó de 1847 a 1883, se propuso la liquidación del cristianis
mo. La intervención francesa estuvo motivada por estas perse
cuciones. En Francia, el partido católico era poderoso, y en 1847
una flota francesa, que se encontraba en los mares de Oriente
para imponer un tratado a Pekín, recibió orden de realizar una
demostración de fuerza frente a Tourane. Ni esa acción, ni otra,
en 1858, consiguieron asegurar a los cristianos garantías simila
res a las concedidas por China; y en 1858 Napoleón III se de
cidió a actuar. En 1858-60 el delta de Saigón fue ocupado por
tropas francesas, quienes hubieron de enfrentarse a una durísi
ma resistencia y en 1862 Tu Duc firmó un tratado que no sólo
aseguraba la tolerancia religiosa, sino que concedía también a
Francia las tres provincias orientales de Cochinchina, incluidas
Saigón y la isla de Pulo Condore.
A partir de ese núcleo se desarrolló la ocupación francesa del
resto de Annam, primero, y de Tonkín, Camboya y Laos, los
otros reinos de Indochina, después, más o menos como habían
hecho anteriormente los ingleses en la India. En general, París
se oponía a las anexiones: las presiones provenían de los misio
neros, de los comerciantes de Saigón que querían traficar en
otras regiones, particularmente en la del río Rojo, en Tonkín y
de los funcionarios locales franceses, convencidos de que la se
guridad de las actuales posesiones dependía de las ulteriores ad
quisiciones. A esta renuncia francesa se debe que una crisis des
encadenada en Hanoi en 1874, que hubiera podido resolverse
con la ocupación de Tonkín, tan sólo produjera la firma de un
nuevo tratado, en base al cual Annam pasaba a ser un protec
torado francés y Cochinchina una auténtica colonia. Tonkín só
lo sería ocupado en 1884, cuando los desórdenes crónicos en
aquella zona y la presión china cada vez más insistente dieron
a París el pretexto y el incentivo para su intervención. Cambo
ya fue ocupada tras una rebelión (1884-86). En adelante, Fran
cia tendría protectorados en Annam, Camboya y Tonkín, mien
tras que Cochinchina sería una verdadera colonia. De Laos y
de Siam Francia se ocupó en el último decenio del siglo XIX, pe-
149
ro su destino fue decidido sobre todo por la nueva situación in
ternacional creada por el reparto del resto del mundo in
dependiente.
150
III. LA EXPANSION EUROPEA EN EL PACIFICO
151
en particular el producto del «subimperialismo» australiano.
Desde Sydney los comerciantes, los balleneros y los misioneros
se dispersaron por todas las islas. El tráfico de signo menor pro
porcionaba buenos beneficios a los australianos o a quien se ser
vía de sus puertos, mientras que no hubiera resultado rentable
si hubiera sido realizado desde Europa. Las islas de Nueva Ze
landa fueron ocupadas las primeras. En 1820-30 ya se había es
tablecido allí una considerable colonia de europeos, que caza
ban focas o ballenas y vendían productos europeos a los mao-
ríes. El encuentro con la sociedad maorí tuvo consecuencias im
portantes, preludio de situaciones análogas que se crearían en
otras zonas del Pacífico. Los europeos formaron comunidades
sin leyes, fuera del alcance de la jurisdicción inglesa. Vendieron
armas y licor a los maoríes, destruyendo los sistemas sociales y
políticos y organizaron expediciones de castigo. Hacia 1830 re
sultaba ya obvio que Gran Bretaña debía asumir formalmente
la administración de las islas donde súbditos ingleses provoca
ban situaciones de este tipo, pero el gobierno, presionado pol
las sedes centrales de los misioneros en Londres, se mostraba
reacio a intervenir. En cierto sentido la decisión de Wakefield
de establecer otra colonia «sistemática» en Nueva Zelanda puso
en un brete al gobierno, puesto que la entrada de millares de
nuevos colonos hubiera, sin duda alguna, exacerbado los pro
blemas raciales. La decisión de afirmar la jurisdicción británica
sobre una parte al menos de Nueva Zelanda se tomó antes de
que zarpara la vanguardia de los colonos de Wakefield, en 1839,
pero luego de que éstos hubiesen arribado a su lugar de desti
no, el comisario británico, capitán Hobson, declaró la plena so
beranía británica sobre aquellas islas en 1840, adelantándose es
casamente a los franceses, quienes proyectaban la creación de
una pequeña base para la caza de la ballena en Akaroa.
Aunque reacios, los ingleses se habían asegurado así otra po
sesión. En un primer momento Nueva Zelanda fue considerada
una colonia de ocupación, donde los funcionarios británicos
iban a administrar a una mayoría maorí y a controlar a una mi
noría de colonos. En 1870, sin embargo, con el aumento de la
inmigración británica y la concesión a los colonos de un go
bierno responsable, Nueva Zelanda había pasado a ser una ver
dadera colonia de poblamiento, donde los maoríes (como los in
dios en Norteamérica) fueron empujados hacia los límites de la
152
zona en que se habían asentado ios europeos. Nueva Zelanda
constituyó de este modo otro núcleo dinámico de la expansión
inglesa por el Pacífico.
En 1843 los franceses tenían ya algunas posesiones en el Pa
cífico, hecho ese bastante curioso dado que Francia carecía de
motivaciones para la colonización de tal área: no tenía allí ba
ses en 1815 y el comercio era escaso. En 1840 sus únicos inte
reses estaban representados por las misiones católicas, los ba
lleneros procedentes de Valparaíso, y unos pocos buques que
realizaban labores de medición geográfica y protegían a los súb
ditos franceses. Y sin embargo esos tres elementos, al combi
narse, cooperarían al nacimiento de algunas colonias. Las mi
siones francesas no tenían mayor deseo que las de otros países
de fundar colonias en el Pacífico, pero en muchas áreas se ha
llaron frente a misioneros protestantes ingleses y americanos só
lidamente asentados ya. Los jefes indígenas de las islas eran a
menudo reacios a permitir la presencia de otras misiones riva
les, y los franceses se opusieron a esa especie de cuius regio eiys
religio. En Tahití y las islas Marquesas se vieron tan apoyados
por oficiales de la marina, los cuales actuaban por propia ini
ciativa, que los soberanos locales hubieron de firmar tratados y
reconocer el protectorado francés. Ese desarrollo de la situa
ción embarazaba a Guizot, primer ministro francés, quien per
seguía una política de amistad con Inglaterra. Pero estaba en jue
go el prestigio de su país y del catolicismo, aparte de que las
islas habrían proporcionado a Francia los puertos de apoyo, tan
necesarios para los balleneros y los buques de guerra. Francia,
pues, se mostró firme, y con la Declaración de Londres de 1847
Gran Bretaña reconoció esos dos protectorados. Otros protec
torados nacidos por la iniciativa de los oficiales de la marina
francesa no fueron, en cambio, reconocidos, y diversos archi
piélagos quedaron excluidos de la ocupación inglesa o francesa.
El acuerdo anglo-francés trataba de impedir ulteriores
anexiones en el Pacífico eliminando competencia. Dado que en
aquella época los Estados Unidos eran la única otra potencia
con notables intereses, comerciales o no, en la zona, se creía po
sible evitar una posterior expansión colonial. Francia se asegu
ró Nueva Caledonia en 1853, pero se trataba sólo de una colo
nia penitenciaria, y los ingleses no se opusieron. Entre 1860 y
1870 se hizo evidente, sin embargo, que era probable una co-
153
Ionización más amplia. La actividad económica de los europeos
en la zona se iba desarrollando continuamente. El comercio ori
ginario, de carácter marginal, de madera de sándalo y gasteró
podos marinos —destinados al mercado chino— iba siendo, po
co a poco, sustituido por un comercio más importante, el de
aceite de coco, equivalente del aceite de palma del Africa occi
dental, y de guano, formado por excrementos de aves marinas,
muy solicitado como abono en Europa y América. La creciente
demanda de aceite vegetal llevó a la creación de plantaciones eu
ropeas en muchos archipiélagos, y ésta a la formación de pe
queñas colonias. Como ya había ocurrido en Nueva Zelanda,
los europeos destruyeron las sociedades de Polinesia y Melane
sia, políticamente inestables. La competencia entre los europeos
de diferentes nacionalidades trajo complicaciones, y la búsque
da de mano de obra para las plantaciones desencadenó una in
tensa «caza de negros» en otras islas, ampliándose el escenario
de los desórdenes. Entre 1860 y 1870 la situación en las Fidji,
Samoa y otros archipiélagos fue empeorando y los gobiernos in
dígenas amenazaban derrumbarse bajo la presión de los acon
tecimientos.
Los gobernantes europeos, poco dispuestos a asumir respon
sabilidades políticas, continuaron durante algún tiempo buscan
do paliativos. Se sirvieron de sus cónsules para controlar a los
súbditos europeos y apoyar a los regímenes indígenas. Entre
1870 y 1880 los ingleses crearon la Alta Comisión del Pacífico
Occidental, que tenía jurisdicción sobre todos los súbditos bri
tánicos de la zona, pero una verdadera ocupación terminó ha
ciéndose inevitable, y los británicos fueron los primeros en re
conocerlo. En 1874 admitieron las repetidas solicitudes del pre
sunto rey de las Fidji y procedieron a la anexión del archipié
lago. Las Fidji se convirtieron en el cuartel general de la Alta
Comisión. También Samoa estaba madura para la anexión, pe
ro allí el equilibrio entre plantadores ingleses, alemanes y ame
ricanos era tan perfecto que no era posible una acción unilate
ral. Se intentó un compromiso en 1878-79, cuando las tres po
tencias firmaron tratados por los que se reconocía al rey nati
vo, Malietoa Laupepa, y se aseguraban derechos comerciales y
jurídicos a sus súbditos. El experimento se resolvió con un con
dominio oficioso, pero en 1882 era evidente la necesidad de que
una sola potencia se asegurara el control absoluto de las islas o
154
de que se procediera a un reparto. Otros dos estados indígenas
se mostraron más capaces de resistir a las presiones europeas:
las Hawai y las Tonga, las primeras bajo la influencia nortea
mericana y las segundas bajo la alemana y la inglesa, conserva
ron su independencia hasta los últimos años del siglo.
Hasta 1882 había habido pocas anexiones formales en el Pa
cífico, con exclusión de Australia, Nueva Zelanda, las Fidji y
algunas pequeñas islas utilizadas como colonias penales o puer
tos de apoyo. Pero la influencia siempre creciente de los euro
peos ya había demostrado que era previsible, en base a consi
deraciones morales, una verdadera administración directa del
resto de la zona; además, la creciente rivalidad entre las cuatro
potencias occidentales interesadas hacía inevitable una división
en zonas de influencia. En ninguna otra parte del mundo el re
parto de los veinte años siguientes fue producto tan natural de
la anterior expansión europea.
Los setenta años que precedieron a 1882 demostraron ser, a
pesar de las perspectivas iniciales, uno de los grandes períodos
de la expansión europea. El número de anexiones formales fue
asombroso. Y, sin embargo, bien poca de esa expansión había
sido proyectada en Europa o era consecuencia de un imperia
lismo metropolitano. Europa no era «antiimperialista» en el sen
tido de que las potencias imperiales quisieran librarse de las co
lonias que ya poseían, pero por otro lado estas potencias se mos
traban escasamente dispuestas, en base a consideraciones de ín
dole económica, política o nacionalista, a adquirir otras nuevas.
Las potencias actuaban cuando se veían forzadas por los inte
reses europeos en la periferia o por grupos de presión metro
politanos que tenían intereses especiales en la periferia. Por con
siguiente las anexiones eran realizadas con mucha prudencia, en
base a motivaciones locales y sin referencia a un proyecto ge
neral: las anexiones en una región no repercutían forzosamente
en otras. Regía el principio general de que las zonas que nin
guna potencia quisiera anexionarse debían seguir siendo inde
pendientes, mientras que las zonas anexionadas debían seguir
abiertas a las actividades, comerciales o no, de todos los países.
Este principio de «puerta abierta» fue el fundamento que per
mitía evitar el reparto internacional.
Por el contrario, característico del período del reparto fue el
cambio de estas condiciones. Las anexiones podían todavía ser
155
consecuencia de los problemas de la periferia, pero ya no eran
afrontadas una a una, sino en el marco de acuerdos generales
entre las diversas potencias. El futuro de Samoa, por ejemplo,
terminó por depender de la situación diplomática en Africa. Los
acuerdos globales no dejaban espacio a zonas de no anexión:
no intervenir podía significar verse suplantado por un rival. Los
políticos de Europa no podían ya esperar que las presiones en
sus fronteras coloniales les obligaran a actuar: tenían, por pre
caución, que reivindicar derechos incluso en regiones donde no
tenían intereses.
Estos fueron los elementos que caracterizaron el paso de la
segunda expansión de Europa al segundo reparto del mundo en
tre las potencias europeas.
156
8. Expansión, reparto y nueva subdivisión
de 1883 a 1939
157
te colonias para subvenir a estas necesidades, y se las protegió
con aranceles y monopolios para asegurar a la metrópoli una si
tuación de ventaja. Esta interpretación económica fue puesta de
manifestó por autores liberales como J. H. Hobson o marxistas
como V.I. Lenin. Estos subrayaron que el capitalismo indus
trial europeo tenía necesidad de realizar inversiones en ultra
mar, partiendo del principio de que el desarrollo del «capital fi
nanciero» y del monopolio en el interior de Europa se resolvía
en una inexorable disminución de los márgenes de beneficio pa
ra la nueva inversión. Por eso la colonización de los países tro
picales desempeñó una función muy importante en el aplaza
miento de la definitiva esterilización del capitalismo europeo y
el advenimiento de la revolución socialista.
Otra explicación que se relaciona con una causa única es la
que considera al imperialismo como una expresión del nacio
nalismo europeo. La unificación de Alemania y de Italia antes
de 1870, la derrota francesa en 1870-71 y el desarrollo del cho
vinismo en todos los países generaron una rivalidad internacio
nal de proporciones nunca vistas antes de 1815. Las colonias ali
mentaban la potencia nacional y eran símbolos de prestigio. La
presión ejercitada por el voto de unas masas incultas durante
esa primera fase de la democracia europea obligó a los estadis
tas aristocráticos a asegurar nuevas colonias a la nación; y la
competencia produjo el reparto.
N o es posible analizar aquí con detalle los puntos débiles de
estas interpretaciones. Fundamentalmente, ambas fueron des
mentidas por las fechas. Los fenómenos a los cuales se refieren
tuvieron lugar, ciertamente, en diferentes épocas, pero dema
siado tarde para haber pesado de manera decisiva sobre la fase
vital del colonialismo, que es anterior a 1900. La gran era del
«capital financiero», de los cárteles internacionales, de los trusts
bancarios, etc., vino después de 1900, y sobre todo de 1920. Es
tos fenómenos no tuvieron un gran peso en Gran Bretaña, Ru
sia, Alemania, Italia, España, Portugal y Francia durante el pe
ríodo del reparto. Incluso el imperialismo chovinista vino más
tarde, alcanzando su máxima expresión de 1920 a 1930, de ma
nera que ciertamente no se puede afirmar que los estadistas eu
ropeos tuvieran que sufrir este género de presiones en los últi
mos veinte años del siglo XIX. Casi siempre, además, tuvieron
que esforzarse por entusiasmar al público con unas adquisicio-
158
nes ya realizadas. En pocas palabras, el reparto colonial no pue
de ser atribuido a fenómenos recientes en Europa.
Un tercer tipo de interpretación parte de la hipótesis de que
el reparto no fue sino la continuación de tendencias ya eviden
tes durante el medio siglo anterior. Europa no tenía aún ham
bre de nuevas colonias, pero tampoco había elección. Las pre
siones cada vez más frecuentes sobre las sociedades no euro
peas generaban crisis como la de Tunicia o las Fidji, en las cua
les los gobiernos indígenas se derrumbaban o el nacionalismo
local reaccionaba contra una interferencia extranjera «no for
mal». Por esto, el control «oficioso» no era ya posible, y la
anexión pasó a ser la alternativa a la evacuación. El reparto ge
neral se hizo necesario porque los viejos imperialismos habían
llegado a un punto de colisión en el Africa occidental, en el Pa
cífico y en el sudeste asiático y porque había aumentado el nú
mero de estados europeos que tenían intereses comerciales o de
otra naturaleza en el mundo colonial, y esos intereses habían
de ser conciliados. Hay algo de verdad en esta interpretación,
pues pone con justicia de relieve que muchas de las nuevas ad
quisiciones se pueden explicar en términos válidos también pa
ra el medio siglo anterior, y que fueron consecuencia de situa
ciones preexistentes. Con todo, no basta para aclarar el fenó
meno del reparto. Sólo resulta satisfactorio en algunos casos.
No explica el nuevo ímpetu y las nuevas proporciones de la ex
pansión europea, dado que en muchos países que se convirtie
ron en colonias en los veinte años posteriores a 1882 no exis
tían estímulos locales que solicitaran una acción europea.
La cuarta interpretación excluye que Europa tuviera necesi
dad de las colonias tropicales por razones económicas, o que hu
biera una presión.colonialista por parte de la opinión pública.
Admite que algunos prpcesos iniciados con anterioridad tuvie
ron un desenvolvimiento acelerado, llevando así a una verdade
ra ocupación, o al reparto de determinadas regiones. Pero sos
tiene que esto no basta para explicar lo súbito y rápido del re
parto de Africa y el Pacífico después de 1882, e intenta por con
siguiente delimitar nuevos factores. Estos serían los nuevos mé
todos de la diplomacia europea: la génesis de la nueva situación
habría de ser buscada en la brusca reivindicación de colonias
por parte de Bismarck en 1884-85. Para Bismarck esas colonias
eran un medio de trueque diplomático, igual que tantos otros,
159
de los cuales una gran potencia podía servirse para negociar.
Planteando enormes exigencias en Africa y el Pacífico y llevan
do las disputas coloniales del Africa occidental a la mesa de las
conferencias internacionales, creó una especie de bolsa de títu
los coloniales, que a partir de ese instante no se pudo ignorar.
Si una potencia no planteaba reivindicaciones, aun infundadas,
corría el riesgo de verse excluida de una ulterior expansión. En
resumen, un político de la Europa central impuso el procedi
miento continental a las potencias marítimas que hasta ese mo
mento habían considerado las colonias como una especie de co
to de caza enteramente suyo. Sólo en estos términos es posible
explicar el súbito reparto de Africa y el Pacífico, o los aconte
cimientos en el sureste asiático después de 1882.
Esta última interpretación parece más ajustada a la realidad
de los hechos, y la seguiremos en el presente análisis de los acon
tecimientos desde 1883 hasta 1914.
Los ocho años siguientes a 1883 fueron los más importantes pa
ra la segunda expansión europea. En 1 8 9 0 la mayor parte de
Africa y del Pacífico había sido ya reivindicada por esta o aque
lla potencia, en cuanto situada dentro de una u otra esfera de
influencia o como verdadera posesión; el reparto del sudeste
asiático estaba casi completado; y era evidente que muy pronto
el resto del mundo independiente habría caído bajo el predo
minio de Europa.
La crisis que condujo al reparto nació de la situación que se
había instaurado en el Congo y del desacuerdo anglo-francés a
propósito de Egipto, pero fue Bismarck quien la hizo estallar.
Habría sido posible tratar las reivindicaciones de Leopoldo II
sobre el Congo como un problema de ámbito local. El resen
timiento provocado en Francia por la ocupación inglesa de
Egipto en 1882 habría estimulado probablemente la actividad
de Francia allí donde ésta tenía ya puntos de contacto con Gran
Bretaña, o sea en el Africa occidental, en el sudeste asiático y
en el Pacífico. Pero se necesitaba bastante más que una simple
disputa entre dos potencias, que no tenían intención de entrar
en conflicto por un problema tan margina!, para llegar a un re-
160
parto del mundo. Para esto era preciso que entraran en escena
otras grandes potencias europeas. La causa de la nueva fase de
expansión europea fue, de hecho, la reivindicación colonial
planteada por Alemania en 1884-85.
Las razones que indujeron a Otto von Bismarck, canciller ale
mán, a reinvindicar las colonias, son tema de discusión aún en
la actualidad. No es probable que se dejara convencer por la
propaganda de los teóricos del imperialismo alemán o por los
grupos comerciales con intereses en Africa o en el Pacífico. Re
conocía que los alemanes tenían necesidad de protección en
aquellas regiones, y que la falta de bases alemanas les perjudi
caba. Se daba cuenta de que una «política colonial» podía con
tribuir a hacerle ganar las elecciones al Reichstag de 1884. Pero
no es probable que atribuyese valor intrínseco a las colonias.
Cuando se decidió a actuar en 1884-85 lo hizo por puro cálcu
lo político. Seguía siendo un hijo de la Europa central: la segu
ridad frente a los objetivos de Rusia y Francia era para él más
importante que las dudosas ventajas comerciales que podían
ofrecer las colonias. En especial, se proponía apoyar a Francia
en el Africa occidental y Egipto, aminorando de esa forma su
resentimiento por la pérdida de Alsacia-Lorena en 1871. Al mis
mo tiempo, decidió reivindicar colonias en aquellas áreas don
de sus exigencias pudiesen molestar a Inglaterra, sin impulsarla
a una verdadera represalia, a fin de tenerla bajo control diplo
mático. Las colonias alemanas eran un arma, como el «bastón
egipcio», que Bismarck podía empuñar para tener a raya a In
glaterra. Por remotos que puedan parecer estos motivos, la en
trada de Alemania en la arena política colonial fue probable
mente «una consecuencia secundaria, absolutamente acciden
tal, de un frustrado entendimiento franco-alemán...» *.
La iniciativa de Bismarck en 1884-85 lanzó por los aires me
dio siglo de negociaciones y arreglos entre imperios. En mayo
de 1884 declaró el protectorado alemán sobre Angra Pequeña,
en el Africa del sudoeste, donde ya existían reivindicaciones
territoriales de ciudadanos alemanes. En julio de ese mismo año,
el explorador Gustav Nachtigal, obedeciendo instrucciones del
canciller, declaraba el protectorado alemán sobre Togo, al oeste
de Lagos, y sobre el Camerún. En diciembre, Bismarck impuso
un protectorado sobre la costa septentrional de Nueva Guinea,
refiriéndose a tratados firmados por una nueva sociedad de
161
plantadores alemanes. Antes, un buque de guerra alemán había
obligado a Malietoa, rey de Samoa, a firmar un nuevo tratado
que concedía a Alemania el predominio sobre Samoa. Final
mente, en febrero de 1885, Bismarck reconoció los tratados fir
mados por un explorador alemán, Karl Peters, que imponía la
protección de Alemania a una parte de la costa oriental de Afri
ca, frente a la isla de Zanzíbar.
Aunque planteadas a títulos de experimento, estas reivindi
caciones (ninguna de las cuales contemplaba algo más que un
simple protectorado que podía ser denunciado en un segundo
momento) abrieron el camino a la expansión europea durante el
cuarto de siglo siguiente. Bismarck había demostrado que cual
quier potencia lo bastante fuerte como para apoyar con una cier
ta autoridad sus reivindicaciones podía asegurarse colonias in
cluso sin ocuparlas: bastaba con firmar ambiguos tratados con
los jefes nativos. Una vez fijadas en el mapa, esas fronteras asu
mían una notable importancia, porque los rivales solamente las
podían cancelar haciendo a cambio otras concesiones a Alema
nia. Este hecho tuvo dos consecuencias. Indujo a los demás es
tados a plantear contrarreivindicaciones inspiradas en el temor
a perder buenas oportunidades o a tener que pagar luego un pre
cio excesivamente alto por un territorio que otros se hubieran
reservado, y al mismo tiempo les eximía de ocupar efectivamen
te los territorios reivindicados. El primer reparto fue, por ello,
tan sólo un ejercicio cartográfico realizado en las cancillerías eu
ropeas, y en muchos casos habría sido verdaderamente arduo
situar en el atlas las más remotas de las nuevas posesiones. Y
sin embargo el reparto tuvo graves consecuencias. Las primeras
reivindicaciones suscitaron relativamente pocas controversias
serias, pues quedaban todavía muchas zonas donde escoger. Pe
ro el apetito entra comiendo: en la última década del siglo XIX
el hambre de territorios se había hecho más fuerte y había poco
con que satisfacerla. La belicosidad internacional siempre en au
mento, que caracterizó a los veinte años a caballo entre los dos
siglos, fue producto del reparto incruento realizado en los años
1880-90.
162
a) El reparto de Africa desde 1883 hasta 1890
163
la partida, estableciendo también sus reglas. Durante el quin
quenio siguiente hubo una febril actividad colonialista en todo
el mundo no europeo.
En el Africa occidental, ingleses, franceses y alemanes se atre
vieron a plantear reivindicaciones que habrían resultado incon
cebibles tres años antes. Los ingleses se dedicaron a Níger, don
de se encontraba el corazón de su comercio; con esto perma
necían fieles a un principio superado para entonces, que limi
taba la selección a aquellas colonias que servían a intereses ge-
nuinos. En 1885 Gran Bretaña declaró el protectorado sobre la
costa de Camerún a Lagos, zona que por el interior se extendía
hasta Lokoja, a orillas del río Níger, y a Ibi, a orillas del Be-
nué. Los posteriores avances hacia el interior o por el Alto N í
ger fueron encomendados a la Compañía Real de Níger, recien
temente constituida, que fue autorizada —como las compañías
del siglo XVII — a firmar tratados, a gobernar en nombre de la
Corona y a monopolizar el comercio inglés sobre el Níger en
la zona del norte del protectorado. Las proporciones definiti
vas de la Nigeria británica dependían de la capacidad de la com
pañía para firmar más tratados que los franceses y para estable
cer una forma de gobierno cualquiera que demostrara la ocu
pación británica.
El resto del Africa occidental quedaba libre prácticamente en
manos de los franceses y los alemanes. Alemania no se mostró
interesada en extender sus reivindicaciones iniciales, porque Bis-
marck se dio cuenta de que ninguna compañía alemana estaba
dispuesta a asumir el gobierno del Camerún y Togo. Los fran
ceses tenían ante sí una enorme tarea. Los más entusiastas par
tidarios de la expansión eran los militares y administradores re
sidentes del Africa occidental, y no París, pero la crónica an-
glofobia francesa, a partir de 1882, hizo que esos hombres re
cibieran todo el apoyo necesario. La política francesa se basa
ba, grosso modo, en los principios enunciados por Faidherbe:
Francia debía extender el Senegal y otras pequeñas posesiones
hasta adueñarse de todo el interior del Africa occidental, desde
Argelia hasta el Congo. En 1890 los franceses aún no se habían
enfrentado a los estados islámicos más importantes que obsta
culizaban su predominio en el Sudán occidental, pero sí habían
ocupado gran parte de la región entre el Senegal y Costa de
Oro, y preparaban un doble ataque en la región del Alto Volta
164
y el Níger Medio. El predominio francés fue sancionado por
los convenios firmados con Gran Bretaña en 1889 y 1890, que
definían las fronteras costeras de las posesiones francesas y en
parte también las fronteras, en el interior, de Cambia y Sierra
Leona. El Sudán, al norte de la línea que iba desde Say, en el
Níger Medio, hasta Barruwa, en las inmediaciones del lago
Chad, fue asignado a la esfera francesa. No obstante, quedaban
todavía muchas cosas por decidir; las dimensiones del hinter-
land de Costa de Oro y la Nigeria británica dependían del éxi
to de las tentativas de los residentes en las regiones y del grado
de apoyo militar en el que éstos podían confiar.
Más decisivo resultó para el Africa oriental el período
1885-90, porque Gran Bretaña y Alemania pudieron llegar a
acuerdos satisfactorios sin gran dificultad. Italia se había asegu
rado Assab, en el mar Rojo, y trataba de edificar un imperio
en dicha región de Africa por razones de prestigio. Italia era un
país débil, pero formaba parte de la Triple Alianza, y por ello
podía contar con las simpatías alemanas, e inducir a Gran Bre
taña a plantear contrapropuestas. Bismarck no estaba muy in
teresado por el Africa oriental; le bastaba conque quedasen pro
tegidos los intereses de la Compañía del Africa Oriental de Karl
Peters. Bismarck apoyó a éste en todos los tratados firmados
con los africanos a fin de ampliar las reivindicaciones de la com
pañía, tratando siempre de no arriesgarse a un choque con Gran
Bretaña. En realidad, eran los ingleses quienes poseían mayores
intereses en el Africa oriental, pero se trataba de intereses típi
cos de la complicada diplomacia del reparto. Existían misiones
británicas en Uganda, y William Mackinnon, armador escocés,
estaba intentando crear un imperio comercial entre Mombasa y
el lago Victoria, que debería implicar el control sobre todos los
dominios en tierra firme del sultán árabe de Zanzíbar. Se con
cedió un privilegio a la Compañía Imperial Británica del Africa
Oriental, de Mackinnon, para permitirle competir con Peters
en la firma de tratados; pero en realidad los estadistas británi
cos estaban dispuestos a deshacerse, en caso de necesidad, bien
de las misiones, bien de la compañía. Era en la India donde In
glaterra tenía intereses vitales, y los británicos estaban conven
cidos, quizá un tanto confusamente, de que la seguridad de la
India dependía del predominio naval inglés en el oceáno Indico
y en el Oriente Medio. Si Alemania se hubiera asegurado el con-
165
trol de la costa, el predominio en el océano Indico habría esta
do en peligro, y si Alemania u otros países se hubieran asegu
rado el control de Uganda o del Nilo Superior, Egipto y el ca
nal de Suez se habrían visto amenazados. Por todo ello los po
líticos británicos, sin proponérselo incluso, se veían forzados a
apuntar sobre todo hacia el Africa oriental, la menos atractiva
de todas las regiones coloniales aún disponibles. Este elemento
dominó la diplomacia del reparto hasta 1898.
Los años clave fueron los de 1886 y 1890. En 1886 Lord Sa-
lisbury, previendo las posibles reclamaciones alemanas sobre
Uganda, reconoció el protectorado alemán sobre Dar es-Salam
y Pangani, e implícitamente también sobre Vitu y la costa de
enfrente, a cambio de una temporal esfera de influencia britá
nica al norte de la línea trazada entre Vanga y el lago Victoria.
Zamzíbar, que se hallaba bajo el control inglés y se había con
vertido en un verdadero protectorado en 1890, habría así con
trolado una larga franja costera de quince kilómetros de pro
fundidad. En 1890 Lord Salisbury tenía ya perfectamente claro
que Gran Bretaña iba a quedarse indefinidamente en Egipto,
Eso proporcionaba una importancia fundamental a Uganda. Se
llegó de este modo a una división más precisa mediante el lla
mado tratado de Heligoland. Gran Bretaña reconocía el protec
torado alemán sobre la zona que iba desde el Mozambique por
tugués hasta el lago Niasa, el lago Tanganica y la frontera del
Estado Libre del Congo al oeste del lago Victoria, pero sin lle
gar a Uganda. Alemania recibía Heligoland, que a muchos ale
manes les pareció una adquisición mucho mejor que Uganda.
A cambio, Alemania reconocía la esfera británica de influencia
que se extendía, sin solución de continuidad, al norte de la an
terior línea de demarcación, así como el protectorado inglés so
bre Zanzíbar.
Ese tratado de 1890 fijó prácticamente la distribución de las
colonias en el Africa oriental. Quedaba por saber si Gran Bre
taña convertiría su esfera de influencia en un protectorado o en
una colonia oficial, o si se limitaría a mantener a raya a Alema
nia. Además, se trataba de fijar los límites entre Uganda y el Es
tado libre del Congo y de establecer, por otro lado, si el Con
go cedería un corredor al oeste del lago Tanganica, que uniera
Uganda y Egipto con el Africa central; y finalmente, si Francia
e Italia disputarían el predominio inglés sobre el Sudán egipcio.
166
En 1890 había quedado ultimado ya también, en principio,
el reparto del Africa central. Las decisiones más importantes se
tomaron en Europa, pero se vieron complicadas, como en nin
guna otra región africana, por las ambiciones «subimperialis
tas» de los colonos británicos de El Cabo y Natal.
En 1884 el Africa central representaba un vacío político, con
una presencia reducida de misioneros, comerciantes y buscado
res de oro blancos desperdigados aquí y allá y expuesta por do
quier af avance europeo de los alemanes del Africa sudoriental
y oriental de los portugueses de Angola y Mozambique, de los
bóers y colonos de El Cabo en el sur. Por su parte Gran Bre
taña tenía pocos intereses en la zona: tan sólo las misiones es
cocesas en el lago Niasa, y la Compañía de los Lagos que las
apoyaba, pero debía plantear sus peticiones para contentar a los
colonos de El Cabo, los cuales consideraban aquella región co
mo su principal esfera de expansión y esperaban hallar en Ma-
tabeleland yacimientos auríferos no menos importantes que los
recientemente descubiertos en el Witwatersrand del Transvaal.
Podían hacer presión sobre Londres alimentando los temores a
que el Transvaal acabara engullendo a la provincia de El Cabo
si la nueva riqueza no era contrarrestada por un enriquecimien
to territorial y económico de la provincia de El Cabo, o a que
la provincia de El Cabo, desilusionada, se pusiera de acuerdo
con el Transvaal, privando así a Londres de la base naval de Si-
monstown. Por todo ello la política inglesa en el Africa central,
como la del Africa oriental, acabó en definitiva condicionada,
hecho bastante curioso, por la seguridad de la ruta hacia la In
dia, preocupación principal de! imperialismo británico.
Hacia 1890 era ya evidente el esquema definitivo del reparto
en el Africa central. Gran Bretaña estableció un protectorado
sobre Bechuanalandia, y, paso a paso (1884, 1885 y 1890), aca
bó transformando toda la zona en una verdadera colonia. Pero
sólo trataba de mantener abierta una vía hacia el norte y hacia
el este, donde sus intereses habían sido reavivados por el des
cubrimiento de oro en Matabeleland. Y sin embargo la región
del Zambeze no fue incluida en el protectorado porque Gran
Bretaña no tenía reivindicaciones efectivas que plantear, ni dis
ponía del capital diplomático necesario para obstaculiar las am
biciones alemanas o portuguesas. Como en el caso del Africa
occidental, se fundó una compañía concesionaria con el fin de
167
hacer la competencia a las dos compañías alemanas y al gobier
no portugués. En 1889 la Compañía de Sudáfrica de Cecil Rho-
des obtuvo carta blanca para ocupar y gobernar las regiones si
tuadas al norte de Bechuanalandia y el Transvaal, fuera de los
confines de la ocupación alemana y portuguesa. A fin de evitar
complicaciones internacionales, se procedió a la delimitación de
una esfera de influencia británica, mediante un tratado con Ale
mania (1890) y dos tratados con Portugal (1890 y 1891), pero
para mayor seguridad la región fue ocupada por Rhodes. Hasta
ese momento la única zona declarada protectorado inglés era la
situada al sur del lago Niasa, donde las misiones y la Compañía
de los Lagos no querían dejarse absorber por la compañía de
Cecil Rhodes. Este protectorado británico del Africa central,
como sería conocido a partir de 1893, fue posiblemente la úni
ca posesión que Gran Bretaña se aseguró mediante el reparto,
sobre todo para proteger una iniciativa misionera británica, aun
que el factor misionero también ejerció una cierta influencia so
bre el protectorado establecido en Uganda en 1894.
168
inevitables pero no estaba dispuesta a abrogar el acuerdo de
1847 con Francia, que garantizaba la independencia de un cier
to número de dichas islas, dado que podía explotarlo diplomá
ticamente. Mientras tanto el acuerdo anglo-alemán de 1886 de
finió las respectivas esferas de influencia allí. Excluía a Gran
Bretaña de las islas Salomón septentrionales, de las Carolinas y
de las Marshall, todavía españolas, pero le dejaba las manos li
bres en las Gilbert y otras islas al sur de la línea de demarcación.
Estos acuerdos no resolvían las diferencias anglo-francesas a
propósito de las islas vecinas a Tahití y las Nuevas Hébridas.
Gran Bretaña no tenía grandes intereses en ellas, pero los súb
ditos ingleses de Australia y Nueva Zelanda, preocupados por
su comercio y sus misiones, querían que se constituyese una lí
nea defensiva de islas británicas contra posibles agresiones fran
cesas o alemanas. Australia estaba ya irritada porque en 1883
Gran Bretaña había negado a Queensland la anexión de la Nue
va Guinea meridional (por cuanto se trataba de una iniciativa
que no entraba en los derechos legales de una colonia), con lo
que se permitió a los alemanes plantear su reivindicación. Por
eso Gran Bretaña se opuso a las anexiones francesas hasta que
la cosa fue diplomáticamente útil. Rapa, que era desde 1867 un
protectorado francés no reconocido por Inglaterra, fue cedida,
pero las islas Cook se convirtieron en protectorado británico
en 1888 a condición de que Nueva Zelanda, interesada por ellas,
pagara los gastos de un residente. Al cabo de cuatro años de in
tenso intercambio de correspondencia a tres bandas, se llegó a
un compromiso para las Nuevas Hébridas, donde había po
tentes misiones presbiterianas. En 1888, se creó una comisión
naval anglo-francesa, que se encargó de manera poco satisfac
toria del gobierno de las islas, pero sirvió para calmar las preo
cupaciones coloniales de Gran Bretaña.
De este modo quedó ultimado el principal reparto del Pací
fico. El futuro de Samoa, las Tonga y las Hawai, sólo quedó
decidido cuando en 1898 la disolución del imperio español en
el Pacífico ofreció por segunda vez la ocasión de reorganizar
la zona.
169
c) El reparto del Sudeste asiático
170
creación de un Estado-cojín entre Birmania y la Indochina fran
cesa, y solamente por servir de modo perfecto a este objetivo
se salvó Siam de la anexión francesa en el decenio siguiente.
d) Madagascar y el reparto
171
II. REPARTO Y OCUPACION EFECTIVA: 1890-1914
172
pañía de Rhodes combatió contra los matabelés en 1893, en tan
to que los ingleses se ocuparon del Transvaal y del Estado Li
bre de Orange entre 1899 y 1902. Los alemanes hubieron de re
primir las rebeliones de los herero en el Africa del sudoeste de
1904 a 1907, y las rebeliones de los maji-maji en Tanganica en
1905-1906, ganándose una injustificada fama de excepcional
crueldad. Los belgas afrontaron la conquista sistemática de la
región del Congo. Tan sólo los italianos no lograron hacer va
ler sus reivindicaciones sobre unos pueblos «atrasados»: derro
tados en 1896 en Adua por los abisinios, tuvieron que renun
ciar a imponer su protectorado.
La otra característica de esta fase fue el empeoramiento de
las relaciones entre las grandes potencias, debido a varias cau
sas. Después de 1904 la hostilidad fue, sobre todo, un reflejo
de las tensiones europeas y tuvo poco que ver con las colonias.
El chovinismo se extendió a la esfera colonial, en parte porque
pesaba en la diplomacia internacional y en parte porque en casi
todos los estados europeos se estaba desarrollando un entusias
mo imperialista cada vez más ardiente. Aunque llegó demasia
do tarde para influir en la fase constructiva del reparto, exacer
bó ciertamente sus últimas fases, agravando los conflictos en
torno a los territorios aún disponibles para el colonialismo.
Quedaba ya poco que dividir: este período recuerda la fase fi
nal de la distribución de los bienes eclesiásticos en la Inglaterra
de 1550-60, de la cual se dijo más tarde: «Quienes habían es
perado educadamente que el rey les diese un poco de las tierras
de las abadías, se lanzaron sobre las rentas de las pequeñas ca
pillas, casi conscientes de que se trataba del último plato del
banquete, y que después de esas capillas, como después del que
so, no era de esperar nada más» 2.
173
el Níger superior. Los tranceses estaban deseosos, por razones
militares, financieras y de prestigio nacional, de crear un blo
que de territorios, sin solución de continuidad, desde Argelia
al Congo, y, por el este, a través del Sudán: el equivalente fran
cés del sueño de Rhodes de crear un imperio británico desde El
Cabo a El Cairo. Los franceses, por tanto, se afanaron en el
Africa occidental, cercando las posesiones costeras inglesas a
fuerza de tratados y expediciones militares, y acabaron de este
modo por encontrarse frente a los imperios islámicos que les
cerraban el paso. Hasta después de 1895, los ingleses no hicie
ron gran cosa por detener ese ímpetu francés, ya que se halla
ban ocupados en el Africa oriental, y la Compañía Real del Ní
ger, de sir George Goldie, no disponía de los recursos necesa
rios para hacer la competencia a las iniciativas francesas, apo
yadas por el Estado. Joseph Chamberlain, nombrado ministro
de las colonias en 1895, dio un impulso decisivo a la política co
lonial en el Africa occidental, porque, a diferencia de muchos
de sus compatriotas, estaba verdaderamente convencido de las
ventajas económicas ofrecidas por las colonias tropicales, y qui
zá suscribía las ideas de teóricos continentales como Jules Ferry.
Durante los tres años siguientes los ingleses plantaron cara a los
franceses, firmando tratados y combatiendo. Vencieron a los
ashanti y ocuparon el hinterland de Sierra Leona. A fin de pro
teger la región del Níger Medio, Chamberlain creó la West Afri
can Frontier Forcé, que llegó a Borgu en 1898 y puso fin a la
expansión francesa en la zona. La demarcación definitiva de las
fronteras en 1898 aseguró a Gran Bretaña una vasta región en
el norte de Nigeria y un razonable hinterland para la Costa de
Oro en el Alto Volta. Francia se llevó la parte del león, pero,
como hizo notar rudamente lord Salisbury, le tocaron sobre to
do las arenas del Sahara.
También en el Africa oriental el año de 1898 fue decisivo pa
ra Francia e Inglaterra. La intervención francesa en la región
fue un hecho nuevo, porque Francia poseía únicamente peque
ñas bases en Obok y Djibuti, en Somalia. En 1894 Inglaterra
ya había impuesto su protectorado sobre Uganda y fijado las
fronteras con los territorios alemanes e italianos, así como con
el Estado Libre del Congo.
No tenía prisa por enfrentarse a los poderosos califatos del
Sudán egipcio, y ello sirvió de pretexto para la intervención
174
trancesa. Francia trataba de crear una base en el Alto Nilo y
con eso demostrar que la ocupación de Egipto por los ingleses
era un hecho accidental, que había sido posible gracias a la
aquiescencia francesa. Por otro lado, la derrota italiana en Adua
en 1896 había dejado a Abisinia abierta a la influencia francesa
y permitía avanzar hacia el Nilo no sólo por el Sudán occiden
tal sino también por el este. El resultado fue una carrera entre
ingleses y franceses por establecer una adecuada fuerza militar
en la zona crítica de la orilla superior del Nilo, entre el lago Vic
toria y Jartum. Los franceses enviaron expediciones desde el
Congo y Abisinia, mientras que los ingleses se preparaban para
desplazarse desde Uganda y Egipto. Pero unos y otros trope
zaron con el obstáculo de las enormes distancias y la hostilidad
de los africanos. Al final, un exiguo grupo francés, al mano de
Marchad y procedente del Congo, llegó a Fachoda, en el Alto
Nilo, el día 10 de julio de 1898. Ningún contingente francés lle
gó por el este. Los ingleses no consiguieron mandar una expe
dición desde Uganda, pero el 19 de septiembre llegó a Fachoda
Kitchener con un gran ejército tras haber vencido el 2 de sep
tiembre, en Omdurmán, al califa. Los franceses habían llegado
allí primero, pero los ingleses disponían de fuerzas mucho ma
yores. La hostilidad entre ambas naciones podía estallar de un
momento a otro, pero la posición británica era inexpugnable y
a finales de octubre de 1898 Marchand dejó espontáneamente
Fachoda. El acuerdo franco-inglés de marzo de 1899 liquidó la
cuestión del Sudán y del Africa oriental. Francia conservaba el
Sudán desde el Congo y el lago Chad hasta Darfur, pero era
excluida del Nilo. Gran Bretaña tenía el control del Sudán
oriental, en condominio con Egipto.
175
teriores garantizaban la integridad del imperio otomano, y los
celos franco-italianos habían impedido a ambas naciones supe
rar tales obstáculos diplomáticos. La humillación padecida en
el Sudán y el deseo de apartar a Italia de la Triple Alianza in
dujo a Francia a intentar un acercamiento; de ese modo se lle
gó, en 1900, a un acuerdo secreto, gracias al cual Italia tenía las
manos libres para actuar en Libia y reconocía en cambio las rei
vindicaciones francesas sobre Marruecos.
A uno y otro les quedaba todavía por lograr el consentimien
to de los demás firmantes. Inglaterra aceptó la ocupación fran
cesa de Marruecos dentro del marco del acuerdo general de
1904. España no se opuso y pidió tan sólo que fueran respeta
dos sus derechos. Alemania no se pronunció; pero con el pre
texto —por lo demás fundado— de que el empeoramiento de
la situación política marroquí creaba desórdenes en la frontera
con Argelia, Francia decidió actuar unilateralmente. En 1902 un
primer tratado con el sultán de Marruecos le aseguró el control
de la zona de la frontera argelina y la exacción aduanera, así co
mo el derecho a conceder préstamos al sultán. En 1905 Francia
solicitó el control de la policía, de los bancos y de las obras pú
blicas, lo que equivalía más o menos a un protectorado. En ese
punto, el canciller alemán, Bülow, intervino y envió al káiser
Guillermo II a Tánger para proclamar el interés alemán por la
zona. Bülow se proponía demostrar a Francia que no podía con
tar con el apoyo británico en caso de crisis. Y lo consiguió, por
que Gran Bretaña no movió un dedo. En enero de 1906 se con
vocó una conferencia en Algeciras a fin de resolver la cuestión
marroquí. Se aceptó el predominio francés en Marruecos, a con
dición de que el sultán continuara siendo nominalmente inde
pendiente. Pero también, con el acuerdo de Algeciras, se garan
tizó «puerta abierta» a las actividades económicas de los demás
países; en Tánger se creó una banca internacional, y España asu
mió, conjuntamente con Francia, la responsabilidad de las fuer
zas de policía.
Protegida por este acuerdo, Francia empezó cautelosamente
a ampliar su control sobre Marruecos, aprovechándose de los
desórdenes internos. Entre 1907 y 1909 sus tropas ocuparon Ca-
sablanca y su región. Los alemanes protestaron, porque el sul
tán se había visto obligado a hacer concesiones bancarias y
ferroviarias a Francia, aunque eso no comprometiese a los in-
176
_ J^A ZÍLÁ N D IA (prot. brit.
„ _>ASUTOLANDIA (prot. brit.)
,---- «í'///
UNION SUDAFRICANA
11 UGANDA
12 AFRICA ORIENTAL
BRITANICA
13 RHODESIA
6 GUINEA ESPAÑOLA SEPTENTRIONAL
GAMBIA 7 CABINDA 14 RHODESIA
GUINEA PORTUGUESA 8 ERITREA MERIDIONAL
COSTA DE ORO 9 SOMALIA FRANCESA 15 NIASA
10 SOMALIA BRITANICA 16 BECHUANALANDIA
F ig . 5. Africa en 1914
177
tereses alemanes. La crisis estalló en 1911. Los franceses envia
ron tropas a Fez para proteger ai sultán (que las había solicita
do) de los rebeldes, y los alemanes mandaron a Agadir la ca
ñonera Panther, anunciando que el acuerdo de Algeciras había
sido anulado por iniciativa francesa. Una vez más intentaban
humillar a Francia y demostrarle que Inglaterra no estaba dis
puesta a apoyarla. Pero en esta ocasión el gobierno inglés in
tervino a favor de Francia y Alemania tuvo que ceder. Por el
tratado de noviembre de 1911 reconoció el protectorado fran
cés sobre Marruecos, asegurándose a cambio la cesión de una
parte notable del Congo francés al Camerún. Así fue cercenado
el Gabón del Sudán francés; Berlín lo consideró como un pri
mer paso para la conquista del Congo belga. Marruecos fue de
clarado protectorado francés en 1912.
La crisis de 1911-12 permitió el reparto definitivo del Africa
del norte y del noroeste. Italia ocupó Tripolitania; España, que
había establecido su protectorado sobre Río de Oro, al sur del
caboBojador, en 1885, lo extendió hasta la frontera meridional
de Marruecos en 1912.
La otra crisis africana de cierto relieve fue la guerra de los
bóers entre 1899 y 1902. N o fue un episodio de la expansión
europea, sino una consecuencia de la creciente hostilidad entre
los países europeos durante la última fase del reparto. Nació de
la vieja rivalidad entre la colonia del El Cabo y el Transvaal, fo
mentada por el descubrimiento de los yacimientos auríferos del
Transvaal durante el decenio 1880-89. Diez años después la re
gión se había convertido en la más rica y poderosa de Sudáfri-
ca. Al no haber conseguido Rhodes encontrar yacimientos de
oro en Rhodesia (la región del Zambeze, así rebautizada y asig
nada a Gran Bretaña), los ingleses perdieron toda esperanza de
hacer de El Cabo una zona lo suficientemente fuerte como pa
ra contrarrestar al Transvaal, y empezaron a temer que toda Su-
dáfrica acabara cayendo en manos de la dos repúblicas hostiles
de los afrikaners. Aparte de sus compromisos con sus súbditos,
Gran Bretaña estaba preocupada por Simonstown y por los
efectos de un predominio de los bóers. Hacia 1895 el gobierno
inglés esperaba que la presencia de colonos británicos y euro
peos (los uitlanders) interesados por ios yacimientos auríferos
del Witwatersrand hicieran del Transvaal un Estado anglofilo;
pero tal cosa solamente habría sucedido si los inmigrantes hu-
178
hieran gozado de plenos derechos, que Kruger, presidente del
Transvaal, parecía decidido a no conceder. En 1895, con la con
nivencia de Londres, Rhodes trató de vencer la hostilidad de
Kruger enviando una expedición militar a Johannesburgo, man
dada por su lugarteniente, el doctor Jameson. El raid fracasó,
porque la esperada rebelión de los uitlanders no se produjo,
siendo capturado el propio Jameson. Al poco tiempo los ingle
ses tuvieron que recurrir a las amenazas para arrancar derechos
políticos a favor de los inmigrantes, pero en 1899 Kruger se sen
tía lo bastante fuerte como para negárselos. Por instigación de
lord Milner, alto comisario de Gran Bretaña en la colonia de El
Cabo en 1897, las peticiones británicas se hicieron cada vez más
acuciantes y perentorias, y en 1899 Kruger declaró la guerra, se
guro de obtener una rápida victoria gracias al apoyo de Alema
nia y otras potencias europeas.
La guerra duró hasta 1902, sin que Europa interviniese en
ella. Y tras de una lucha muy superior en dureza a lo previsto,
los ingleses ocuparon las repúblicas de los bóers. El Transvaal
y el Estado Libre de Orange fueron anexionados una vez más;
el predominio inglés en Sudáfrica parecía asegurado. Pero eso
era una ilusión. Hubo que conceder un gobierno responsable a
las antiguas repúblicas, y en 1909 éstas se unieron a la colonia
de El Cabo y Natal en la nueva Unión Sudafricana, donde bien
pronto se impuso el nacionalismo de los afrikaners.
179
tuado al este del río Mekong, es decir, habría incorporado casi
todo Laos a la Indochina francesa, llevando los dominios fran
ceses hasta las fronteras de Birmania.
Esa propuesta generó una crisis, porque los ingleses no po
dían aceptar semejante expansión de los dominios de Francia y
tenían además intereses comerciales en Siam. Pero los franceses
no confiaron tan sólo en la diplomacia, y en 1893 enviaron tro
pas a Laos y efectivos navales al río Menam, apuntando a Bang
kok. Cuando los siameses abrieron fuego contra los buques
franceses, Francia dispuso ya del pretexto para plantear sus exi
gencias, que consistían en la cesión casi total del territorio sia
més al este del Mekong, incluida la mayor parte de Laos, así co
mo la devolución de las antiguas provincias camboyanas de Bat-
tambang y Angkor. Siam habría podido negarse a aceptar tales
exigencias, pero sólo si hubiese contado con el pleno apoyo bri
tánico; ahora bien, el primer ministro, lord Roseberry, se lo ne
gó, aun a regañadientes, porque consideraba a Egipto más im
portante que Laos y quería evitar una crisis a escala europea.
Francia obtuvo por consiguiente lo que deseaba.
Gran Bretaña, pues, no salvó a Laos, pero sí a Siam. Francia
en realidad se dio cuenta de que había puesto a prueba la pa
ciencia de los ingleses, y firmó en 1896 un tratado por el cual
Gran Bretaña reconocía el control francés sobre Laos, pero ga
rantizaba la independencia del resto de Siam. El entendimiento
anglofrancés de 1904 consolidó el acuerdo; éste fue seguido del
tratado francosiamés de 1907, que resolvió diversas cuestiones
de límites, y del tratado anglosiamés de 1909, mediante el que
los ingleses se aseguraron el control de los dominios malayos
de Siam a cambio de la cesión del derecho a una jurisdicción
extraterritorial siamesa. Esos tratados completaron el reparto
del Sudeste asiático. Siam había perdido su imperio, pero con
servaba la independencia por los mismos motivos que salvaron
a Persia y Afganistán.
180
Fig. 6. Asia en 1900
parto. China no podía escapar a las ambiciones europeas. Era
un país vasto, relativamente rico y políticamente débil: la oca
sión era tanto más incitante para los estados europeos que ne
cesitaban colonias nuevas donde comerciar y realizar inversio
nes. Por China se interesaron directamente cuatro de las más
importantes potencias europeas, además de Estados Unidos y
Japón. ¿Cómo no fue entonces repartida?
El período crítico se inició en 1895, cuando las fuerzas chi
nas fueron ignominiosamente vencidas por Japón en Corea. Los
buitres se precipitaron sobre aquel imperio que parecía mori
bundo. Hacia 1900 ya habían planteado sus reivindicaciones
Gran Bretaña, Rusia, Alemania, Francia, Japón y, en menor me
dida, Estados Unidos e Italia. Todas estas naciones obtuvieron
derechos a comerciar y realizar inversiones en los «puertos de
tratado», a residir en zonas internacionalizadas fuera de la ju
risdicción de los tribunales chinos, a mantener misiones cristia
nas, y a pagar tarifas aduaneras no superiores al 5 por 100 so
bre las importaciones. Por otro lado, obtuvieron casi todas el
arriendo de pequeñas bases por un período de 99 años y el re
conocimiento de esferas de influencia mucho más amplias. Los
rusos ocuparon Corea del Norte, recibieron en arriendo Port
Arthur, en Manchuria, y se aseguraron el predominio sobre el
norte y la región de Pekín. Los alemanes obtuvieron una base
naval en Kiautschau (Chiao-chou) y dominaron la mayor parte
de Shantung. Los ingleses recibieron en arriendo el puerto de
Wei-hai-wei, frente a Port Arthur, y una esfera de influencia
en la cuenca del Yangtsé, incluyendo Shanghai y Cantón. Fran
cia logró «rectificaciones» de la frontera con Tonkín y el pre
dominio en el Yunnán. Japón consiguió el protectorado de Co
rea del Sur y una pequeña esfera de influencia al sur de Shang
hai. Incluso Italia obtuvo una concesión en Tientsin y una pe
queña esfera de influencia. Unicamente los Estados Unidos no
se llevaron nsda.
Eran, claramente, los primeros pasos hacia un reparto oficial.
¿Por qué no se llegó más lejos? La explicación debe buscarse
en parte en la reacción de China y en parte en las rivalidades
europeas. Elemento importante es el hecho de que el gobierno
imperial de Pekín y los gobiernos provinciales continuaron fun
cionando, aunque sometidos a increíbles presiones. Esto pro
bablemente salvó a China, porque los europeos no se vieron ja-
182
más en la necesidad de asumir el gobierno, como habían tenido
que hacer en otras regiones donde se habrían hundido los re
gímenes locales. Además, a partir de 1902 Pekín se volvió po
líticamente más fuerte. Quizá también asustara a los europeos
la rebelión de los bóxers (1898-1900), que puso.de manifiesto
una difusa hostilidad nacionalista hacia la intervención extran
jera e hizo comprender a los europeos lo difícil que les habría
sido gobernar. Pero en definitiva China se salvó debido al con
flicto de intereses entre las potencias extranjeras. Japón y Rusia
ambicionaban partes del territorio chino, porque ambas eran
potencias locales y desconfiaban la una de la otra. Las demás
potencias estaban decididas a no consentir a nadie la exclusiva
del control político de importantes regiones de China, pero no
deseaban grandes territorios chinos. Se interesaban sobre todo
por el comercio, por la posibilidad de realizar inversiones co
merciales y de prestar fondos al gobierno imperial. Ninguna de
ellas resultaba lo bastante fuerte como para asegurarse el mo
nopolio de toda China, así que tenían que elegir entre el repar
to y la política de «puertas abiertas». En un determinado mo
mento pareció que la división en protectorados debía ser el re
sultado natural de la delimitación de las esferas de influencia,
pero en realidad un reparto completo no podía dejar de provo
car roces internacionales. La existencia de una esfera de influen
cia no excluía las actividades, económicas u otras, de los euro
peos, mientras que el reparto habría conducido al monopolio
de las inversiones, las tarifas preferenciales y otras facilidades
para las potencias protectoras. Ningún reparto habría asegura
do partes iguales. Las zonas mejores del país eran la región del
Yangtsé y la Manchuria meridional, porque en 1902 el 14 por
100 de las inversiones extranjeras se concentraba sólo en Shang
hai y el 27,4 por 100 en Manchuria meridional. Si se excluían
las inversiones generales, solamente el 22,5 por 100 afectaba a
las demás regiones de China 3. Por ello un reparto habría be
neficiado sobre todo a dos de los competidores: la política de
«puertas abiertas» era la única solución aceptable para todos. Y
era todavía más atractiva porque la actividad económica más
rentable para los europeos eran los préstamos a un gobierno de
Pekín en plena bancarrota, concedidos a intereses exorbitantes
y con la garantía de los ingresos aduaneros chinos. Obviamente
era preferible repartirse los préstamos y servirse de la adnunis-
183
tración imperial para recaudar las tasas fiscales destinadas al pa
go de los intereses, en vez de afrontar por cuenta propia tareas
nada populares.
China fue por eso la región donde el «imperialismo econó
mico», actuando a través del control no oficial de un gobierno
nativo, pudo sobrevivir en la forma típica de mediados del si
glo XIX. La política de «puertas abiertas» se afirmó entre 1899
y 1905. Propuesta por Estados Unidos en 1899, fue aceptada
en principio por todas las potencias, con exclusión de Rusia. En
1900 un acuerdo anglogermano obligaba a ambas potencias a
no proceder unilateralmente a adquisiciones territoriales y a
mantener las puertas abiertas en sus respectivas posesiones y zo
nas de influencia. Por el tratado anglojaponés de 1902, Japón
se comprometió a no apoderarse de territorios en China, ase
gurándose a cambio la neutralidad británica, o incluso su alian
za, en caso de ser atacado por una o dos potencias. La victoria
de Japón sobre Rusia en 1904-1905 alejó la amenaza rusa, y tam
bién la francesa, para la integridad de China. Hasta 1914 China
estuvo políticamente segura, bajo la protección de Gran Breta
ña, Alemania y Estados Unidos. Fue explotada por las finanzas
extranjeras, pero estuvo en condiciones de proceder a una re
construcción y de prepararse para enfrentarse a Occidente.
184
ES
Holanda
Dinamarca
¡ ¡ H Italia
F ig . 7 . E l mundo en 1914
i Países que no han estado nunca
USA
• bajo el dominio coiomai europeo
i Antiguas colonias de estados europeos Japón
Por primera vez los Estados Unidos se asomaban a la escena
imperialista. Poseían ya Midway como puerto de apoyo, pero
ahora procedieron a la anexión de Puerto Rico, de las Filipinas
y Guam. España obtuvo, como compensación, veinte millones
de dólares, y Alemania, que había planteado sus pretensiones
sobre las Filipinas, pudo comprar el resto de las posesiones es
pañolas: las Carolinas, las Marianas y las Palaos, que entraban
dentro de su zona de influencia. La inédita rapidez con que los
norteamericanos se aseguraron las colonias provocó nuevos
cambios. La anexión de las Hawai, desde tiempo atrás bajo la
influencia americana, había sido ya solicitada en 1893, y ahora
fue ultimada. En el caso de Samoa se había llegado a un punto
muerto, al negarse Estados Unidos a aceptar el reparto, pero en
diciembre de 1899 un acuerdo tripartido con Gran Bretaña y
Alemania dividió el archipiélago de las Samoa en protectorados
alemán y americano. Como compensación, Gran Bretaña pudo
ocupar las Tonga, varias islas alemanas en las Salomón, la isla
Savage y (hecho característico del reparto) la zona discutida en
tre Costa de Oro y Togo. El reparto del Pacífico fue comple
tado en 1906, cuando una convención anglofrancesa hizo per
manente el condominio sobre las Nuevas Hébridas.
Hacia 1914 daba la sensación de que la expansión de los im
perios coloniales se había detenido. A partir de 1900 fueron po
cas las anexiones. Los puntos muertos de la política internacio
nal protegían a China, Siam, Afganistán y Persia. Los Estados
Unidos dominaban el Caribe y América Latina, y mantenían
alejados a los salteadores europeos. Tan sólo el Imperio otoma
no en el Oriente Medio no se había visto aún afectado, pero
también allí el equilibrio de los intereses internacionales en una
zona de importancia vital para muchas potencias impedía bien
una división formal, bien una anexión unilateral. Alemania se
llevó la mejor parte. Una sociedad alemana se había asegurado
el derecho a construir un ferrocarril a Bagdad en 1899, oficiales
alemanes adiestraban a las tropas turcas, y los diplomáticos y
financieros alemanes dominaban la corte del sultán. Pero Ale
mania sabía que no podía ir más allá. El Imperio turco sobre
vivió porque era demasiado débil y demasiado importante.
186
IU. NUEVA SUBDIVISION DESPUES DE LA PRIMERA GUERRA
M UNDIAL Y ULTIMA FASE DE LA EXPANSION EUROPEA
187
Ese anticuado sistema de división del botín quedaba justifi
cado, a los ojos de un mundo que miraba con creciente sospe
cha al «imperialismo», por el principio de la «administración fi
duciaria». Las colonias que habían cambiado de amo iban a ser
gobernadas bajo un control internacional por cuenta de los res
pectivos habitantes. Era ésta una idea con honrosos anteceden
tes, derivada dél acuerdo de Berlín de 1885, del acuerdo de la
conferencia de Bruselas de 1890, del acuerdo de la conferencia
de Algeciras de 1906 y de otras tesis mantenidas por liberales
de todos los países. El artículo 22 del pacto de la Sociedad de
Naciones declaraba que dichos territorios habían sido asigna
dos no como colonias, sino como «mandatos», bajo el control
de la Comisión Permanente de Mandatos. Estos se dividían en
tres categorías. Los mandatos «A» (Siria, Libia, Transjordania,
Palestina e Irak) habían de ser preparados para una próxima in
dependencia; los mandatos «B» (Camerún, Togo, Tanganica,
y Ruanda-Urundi) habían de ser tratados como colonias nor
males, sujetas a determinadas obligaciones morales, económicas
y políticas, pero no incorporados a las otras posesiones colo
niales; los mandatos «C » (islas del Pacífico y Africa del sudoes
te) no tenían limitaciones de tipo político o económico.
En 1923, cuando, mediante el tratado de Lausana, Turquía
aceptó la pérdida de sus territorios, se pudo proceder a una eva
luación de las consecuencias de la guerra en lo referente a los
imperios coloniales. Tres de ellas eran evidentes. Alemania ha
bla sido totalmente excluida de las filas de los imperialistas. El
Oriente Medio era a la sazón un campo abierto a todas las ini
ciativas europeas, e Inglaterra tenía allí ei predominio político.
Dio la plena independencia a Irak en 1930, y liberó a Egipto
en 1936, pero en realidad disponía prácticamente del monopo
lio del petróleo, cuya importancia era ignorada por entero cuan
do Gran Bretaña se aseguró aquellas zonas. Finalmente, daba
la impresión de que la guerra hubiera agotado los instintos im
perialistas de las potencias principales. Ya no se estaba tan se
guro de que estuviera moralmente justificado imponer a otros
pueblos un gobierno extranjero, y el socialismo iba corroyendo
y apagando los entusiasmos nacionalistas. La eliminación de
Alemania, el retorno al aislacionismo en Estados Unidos y las
preocupaciones internas en la Rusia bolchevique fueron tres ele
mentos que se combinaron para hacer desaparecer la tensión po-
188
lírica que anteriormente había estimulado la expansión. Ningu
na potencia colonial pensaba realmente en la emancipación de
sus propias colonias, pero, en compensación, ninguna se mos
traba deseosa de adquirir más. Fue la era de la consolidación de
los imperios, de los elevados conceptos de la administración fi
duciaria y del desarrollo económico. El imperialismo parecía ha
ber alcanzado su máxima expresión, más allá de la cual no era
posible ir.
De todos modos, entre 1931 y 1945, hubo otro breve perío
do de expansión imperial, motivado escasamente por criterios
económicos y mucho en1cambio por el credo político de los es
tados fascistas, Alemania e Italia. Alemania exigió que le fueran
restituidas las antiguas colonias para tener «un lugar al sol», pe
ro en realidad concentró sus esfuerzos en la conquista de un im
perio mucho más valioso en Austria, Checoslovaquia y Polo
nia. Italia, que por ser débil no tenía otras alternativas, reanudó
sus antiguas ambiciones. En 1935-36 atacó y ocupó Abisinia pa
ra vengar Adua y extender su imperio «romano» en el Africa
del noroeste. El hecho de que la opinión pública europea se vie
ra hondamente sacudida por aquella conquista, que habría pa
sado casi inadvertida de haberse emprendido en el último de
cenio del siglo XIX, demostraba cuánto se había avanzado al res
pecto en los otros países, pero ni la Sociedad de Naciones ni-
las demás potencias intervinieron contra Italia.
Entre 1930 y 1940 se estaba formando un imperio muy im
portante en el Extremo Oriente. Japón había aprendido los mé
todos del imperialismo occidental a fines del siglo XIX, al adop
tar la tecnología de Occidente: en la década de 1930, Tokio se
guía aún los criterios de la ética del reparto, comunes a todas
las demás potencias antes de 1914. Japón ambicionaba aún rea
lizar adquisiciones territoriales en China, y por primera vez sus
ambiciones parecían realizables, porque a pesar de sus recientes
esfuerzos por convertirse en un país moderno, China era débil
y no estaba ya protegida por un eficaz control europeo. En 1931
Japón ocupó Manchuria con el pretexto, típico de la época an
terior a 1914, de que los chinos no estaban en condiciones de
proteger los intereses de los ferrocarriles construidos por los ja
poneses en la región. El ataque decisivo contra China fue des
encadenado en 1937, y también esta vez se rodeó de una cierta
plausibilidad por la creciente amenaza china a los intereses de
189
Japón. Durante su primera fase, la guerra fue una réplica de las
viejas guerras de ocupación, pero a partir de 1941 fue absorbi
da por el más vasto conflicto mundial. En 1945 Japón perdió
todas sus posesiones de ultramar, y los acontencimientos suce
sivos demostraron lo poco que en realidad necesitaba el espa
cio y las materias primas que había pretendido obtener en
China.
La segunda guerra mundial tuvo escasas repercusiones inme
diatas sobre los imperios coloniales, en comparación con la
guerra de 1914-18, si se exceptúa la pérdida de Abisinia por par
te de Italia. Los beneficiarios fueron sobre todo Rusia, que
transformó toda la Europa oriental en un protectorado sovié
tico, y los Estados Unidos, que se aseguraron bases y control
no oficiales en la mayor parte del mundo no comunista. Pero
a partir de 1945 las concepciones imperialistas cedieron terreno
ante los ideales de la época de la guerra, y el equilibrio inter
nacional que se estableció en la postguerra impidió nuevas ad
quisiciones. Las Naciones Unidas asumieron los mandatos co
mo «territorios fiduciarios», y afirmaron el principio de que to
dos los pueblos dependientes tenían derecho a la autodetermi
nación. Con 1945 se inició la era de la descolonización.
Es importante analizar el proceso de desarrollo de los impe
rios coloniales modernos, entre 1815 y 1939, ya que compren
der cómo y por qué se conquistó esa o aquella colonia es esen
cial para comprender su carácter y sus funciones. De ahí se des
prende sobre todo una conclusión: durante todo aquel período
fueron escasísimas las colonias anexionadas como consecuencia
de una deliberada evaluación de su potencial económico. Algu
nas, como las colonias de poblamiento británicas en Australia,
Nueva Zelanda, Canadá y Sudáfrica, fueron el desarrollo de la
iniciativa de unos colonos que se habían asentado allí más o me
nos por las mismas razones por las que en el pasado se había
poblado América: los europeos las querían para vivir y crear
allí una réplica de la sociedad de la madre patria. Otras colo
nias fueron anexionadas por ser necesarias para la seguridad o
los intereses de las colonias preexistentes, como la India, Java
o la Siberia rusa. Pocas colonias fueron expresión de un calcu
lado chovinismo europeo, norteamericano o japonés. Pero, en
su gran mayoría, las anexiones posteriores a 1882 fueron pro
ducto de complicados procesos, donde la influencia de los in-
190
tereses europeos en la periferia, que hubiese podido llevar fi
nalmente a la anexión, pasaba a un segundo plano con respecto
a las presiones de la diplomacia internacional y al temor nacio
nalista a quedar excluidos por una potencia rival. En resumen,
en los imperios modernos no hay huellas de la existencia de un
plan racional: fueron productos fortuitos de complejas fuerzas
históricas que operaron por espacio de siglos y siglos, y más
particularmente a partir de 1815.
Los imperios coloniales modernos reflejaban el carácter ac
cidental de sus orígenes. Esencialmente fueron museos que die
ron testimonio de las efímeras ambiciones o de las situaciones
políticas de las que nacieron. En su mayor parte, las colonias
no servían para propósitos imperialistas demostrables, y podían
por tanto ser definidas como «colonias de ocupación». Natu
ralmente algunas adquisiciones recientes resultaron ser muy va
liosas. Hubiese sido imposible que los europeos conquistaran,
como conquistaron entre 1900 y 1914, casi el 30 por 100 de la
superficie terrestre, excluyendo las reivindicaciones y adquisi
ciones precedentes, sin realizar afortunados hallazgos: el cobre
en el Congo y en la Rhodesia septentrional, los diamantes en
el Africa sudoriental, el oro y diamantes en el Africa central, el
petróleo en el Oriente Medio e Indonesia, la posibilidad de cul
tivar caucho y otros productos valiosos en muchas regiones tro
picales. Ahora bien, estos afortunados hallazgos han deslum
brado a los observadores, dándoles la impresión de que los im
perios coloniales eran otros tantos Eldorados. No fue así. Los
criterios de selección predominantes en la expansión colonial
antes de 1883 fueron en parte expresión de la conciencia de que
buena parte de lo que se rechazaba no valía la pena de ser con
servado. El reparto indiscriminado en los treinta años siguien
tes fue una carrera en la que pocos se alzaron con el trofeo, bas
tante escondido, por lo demás, en el momento del reparto. En
realidad, muchos de los participantes sólo se llevaron, en cam
bio, auténticos «elefantes blancos», es decir, trofeos aparentes
pero embarazosos, que solamente con muy buena voluntad ha
brían podido tener un cierto valor en el futuro. Y estas des
agradables verdades dominaron la historia de la política colonial
y de la administración colonial europeas durante un siglo y me
dio, a partir del año 1815.
191
9. El imperio británico después de 1815
192
I. CO LO N IAS DE POBLAM IENTO Y GO BIERNO REPRESENTATIVO
DE 1815 A 1914
193
dición, no porque fuera bueno. En Quebec, dividida en las pro
vincias del Canadá Superior e Inferior en 1791, existían otros
problemas. Los ingleses habían tratado de evitar los defectos
convencionales del gobierno representativo construyendo un
«sistema»: ésa fue la primera tentativa deliberada de modificar
la constitución británica a fin de exportarla a las colonias. Pro
porcionando a los gobernadores ingresos independientes y ma
yores poderes en cuanto, a la atribución de los cargos, y crean
do una numerosa cámara alta cuyos miembros, nombrados y
no elegidos, eran los notables de mentalidad conservadora de
las colonias, se esperaba reforzar el ejecutivo frente al legislati
vo y defender la autoridad británica. En la medida en que los
gobiernos del Canadá Superior e Inferior llegaron a operar, pe
se a los conflictos con las asambleas, el sistema funcionó, pero
no consiguió asegurar un buen gobierno. Los gobernadores no
estaban en condiciones de procurarse fondos adicionales para
importantes obras públicas; los decretos oficiales eran bloquea
dos; era imposible formar partidos gubernativos estables en las
asambleas; los representantes no podían entrar a formar parte
de los consejos ejecutivos sin ser considerados traidores a la cau
sa del pueblo. Ninguna de ambas partes lograba predominar so
bre la otra, y de todo esto se derivaban un mal gobierno y ten
sión política.
Se llegó a la crisis de 1837 por dos rebeliones —aunque de
proporciones modestas— en el Canadá Superior e Inferior. Aun
cuando tuvieron originariamente carácter local, repercutieron
en todo el Imperio británico, dado que provocaron el primer
replanteamiento de los principios del gobierno de las colonias
de poblamiento a partir de 1791: el renovado entusiasmo de los
ingleses por la colonización y los principios propugnados por
los reformadores llevaron a la adopción de una nueva fórmula
de autogobierno de las colonias.
Era indispensable hallar una fórmula mejor para combinar la
autoridad imperial con la autonomía colonial: imperium y li
bertas. La solución consistió en la adopción de dos principios
nuevos. El primero era aquel sobre el que se basaba el «gobier
no de gabinete» en Gran Bretaña: el soberano no participante
en el gobierno y delegando sus poderes en un ministerio de
miembros del Parlamento pertenecientes al partido en condi
ciones de asegurarse una mayoría. El segundo principio, que de-
194
bía mucho al pensamiento de Bentham, era que los diversos sec
tores gubernamentales eran distribuidos entre los ministerios.
Dentro del contexto colonial esto comportaba una distinción
entre intereses «imperiales» e intereses «coloniales». Los prime
ros podían aún ser confiados al control exclusivo del goberna
dor y del gobierno de Londres; los segundos podían ser trans
feridos a un gabinete de colonos. Vista restrospectivamente, la
solución puede parecer tan lógica que es necesario subrayar que
no estuvo disponible hasta finales del decenio 1830-40. El go
bierno de gabinete, en esa forma madura, se había desarrollado
recientemente en Gran Bretaña, y puede decirse que antes de
1835 no existía. Análogamente, sólo fue posible aislar los asun
tos internos de la colonia de los intereses «imperiales» cuando
la libertad de comercio y la carencia de cuestiones «estratégi
cas» de importancia vital eliminaron la necesidad de que la me
trópoli controlase la administración colonial. El gobierno de ga
binete —denominado normalmente en las colonias «gobierno
responsable» (responsible government)— y la «diarquía», la di
visión de los sectores del gobierno colonial en competencias ex
clusivas y transferibles, no habían sido ignorados completamen
te por los gobiernos británicos antes de 1837, pero sólo a partir
de entonces se presentaron como posibilidades reales.
Si fueron prontamente adoptados fue sobre todo gracias a
lord Durham, un wbig que se alineó con los reformadores de
las colonias, enviado en 1838 a Canadá como gobernador ge
neral para indagar las causas de las dos rebeliones. Su famoso
Informe del año 1839 constituyó una especie de manifiesto de
los pensadores progresistas sobre los temas coloniales. En él se
proponía la fusión de las dos provincias canadienses para ali
viar los problemas locales, partiendo del supuesto de que los co
lonos franceses estaban más dispuestos al obstruccionismo que
los ingleses; la fusión les habría situado en minoría dentro de
la asamblea legislativa. Pero el Informe tuvo su importancia por
cuanto propuso el gobierno de gabinete, moderado por la diar
quía, como fórmula de gobierno de las colonias de poblamien-
to. Lord Durham daba por supuesta la bondad del gobierno de
gabinete en un Estado soberano. Podía ser adoptado también
en una colonia sin debilitar la autoridad imperial o amenazar
los intereses británicos: bastaba transferir al ministerio de la co
lonia únicamente aquellos sectores en los cuales la metrópoli no
195
tenía intereses. Tanto el gobierno británico como el goberna
dor debían conservar el pleno control de cuatro sectores: «la
constitución de la forma de gobierno, la conducción de las re
laciones con el exterior y del comercio con la madre patria, las
demás colonias británicas y los países extranjeros, y la asigna
ción de las tierras públicas...» 2
El Informe acabó por convertirse en la biblia del nuevo im
perio de poblamiento británico, pero sus propuestas no fueron
adoptadas de inmediato. El Canadá Superior e Inferior no se
unieron en 1840, y los estadistas británicos no se convencían de
que un gobernador colonial pudiera, como dijo lord Russell, re
cibir «al mismo tiempo instrucciones de la reina y consejos del
ejecutivo, totalmente contrapuestos entre sí» 3. Para aceptar los
principios de Durham se precisaba de un acto de fe; y acto de
fe fue el de lord Grey, discípulo de los reformistas y ministro
de las colonias en 1846. En 1847 fue nombrado gobernador ge
neral de Canadá lord Elgin, y se le dijo que era libre de actuar
conforme a los principios de Durham, si le parecían los idó
neos ahí. El primer auténtico gabinete colonial fue formado en
Nueva Escocia en 1848, pero la plena adopción del «gobierno
responsable» fue sancionada cuando lord Elgin aceptó un mi
nisterio análogo, un poco más tarde durante ese mismo año, y
cuando firmó su Rebellion Losses Bill, contrario a sus intereses
y a los de la mayor parte de los canadienses de lengua inglesa,
por cuanto establecía que los rebeldes que habían sufrido da
ños durante la represión de las revueltas de 1837 tenían que ser
resarcidos. Lord Elgin había estimado que ése era un tema que
afectaba únicamente a los canadienses, había actuado siguiendo
el parecer de los ministros responsables y había hecho efectiva
mente operante la diarquía.
Este primer experimento de «gobierno responsable» en Ca
nadá y Nueva Escocia planteó unos problemas políticos que do
minaron la historia de las colonias de poblamiento británicas
durante tres cuartos de siglo. ¿Era posible aplicar el mismo sis
tema a todas las demás colonias británicas, recreando la unifor
midad constitucional que había caracterizado al siglo XVIII y so
lucionando el nuevo conflicto entre las colonias de poblamien
to y las posesiones gobernadas autocráticamente? ¿Era satisfac
toria la arbitraria distinción entre súbditos «coloniales» e «im
periales» hecha por Durham, y sería posible conservarla inde-
196
filudamente? ¿Podía el «gobierno responsable» ser considerado
como una solución permanente del problema de la autoridad
imperial contrapuesta al nacionalismo de las colonias, y serviría
para impedir la secesión de las que ya estuviesen maduras para
el autogobierno?
Para juzgar si el gobierno reponsable era aplicable a todas las
colonias después de 1848, los estadistas británicos se plantea
ron tres preguntas. En primer lugar, ¿tenían interés para la me
trópoli las colonias? Si se trataba de una base militar, como Gi-
braltar, o de una colonia penal, como aún lo era Tasmania en
1849, el autogobierno quedaba automáticamente excluido. En
segundo término, ¿estaba la colonia en condiciones de adminis
trarse ella sola? Si era demasiado pequeña, demasiado pobre o
estaba habitada sobre todo por no europeos, tampoco reunía
las condiciones necesarias para un gobierno responsable. Basán
dose en este principio, quedaban excluidas las colonias tropica
les de adquisición reciente, India incluida. Finalmente, estaba el
problema de la mezcla racial. En el pasado, Inglaterra no ha
bría dudado en otorgar un gobierno representativo a pequeños
grupos europeos, aunque ello les pusiera en condiciones de do
minar a mayorías no europeas. Pero el humanitarismo del siglo
XIX complicaba más las cosas. ¿Debía conservar el gobierno im
perial el pleno control de las colonias «mixtas» en interés de los
no europeos? En tal caso las islas azucareras del Caribe, la co
lonia de El Cabo y Nueva Zelanda no reunían las condiciones
necesarias para un gobierno responsable.
Tales criterios impidieron que el gobierno responsable tuvie
ra una aplicación universal. La mayoría de las posesiones bri
tánicas, con la única excepción de tres de las islas más antiguas
de las Indias occidentales, que ya habían tenido precedentemen
te órganos representativos, acabaron convirtiéndose en colonias
de la Corona y siguieron siéndolo hasta 1940. En resumidas
cuentas, habían retrocedido en la jerarquía constitucional. Por
otra parte, las colonias australianas, la colonia de El Cabo, N a
tal y Nueva Zelanda, a pesar de obstáculos iniciales de toda cla
se, acabaron logrando un gobierno responsable y tuvieron to
das, excepto Natal, gabinetes hasta 1872.
En 1872, por consiguiente, estaba claro que Gran Bretaña
concedería el gobierno responsable a todas aquellas colonias que
contaran con un número suficiente de europeos para participar
197
en él y fueran económicamente autosuficientes, aun cuando hu
biera grandes poblaciones no europeas sin derecho de ciudada
nía. Estos principios continuaron en vigor hasta 1923, año en
que fueron aplicados por última vez a la Rhodesia meridional,
que tuvo un gobierno responsable, con algunas salvaguardias in
suficientes de los intereses de los nativos, en el momento de ser
cedida por la Compañía Inglesa de Sudáfrica. Más tarde la po
lítica británica cambió, a medida que se afirmaban los princi
pios de la «administración fiduciaria». Kenia, donde una no
table minoría de colonos blancos reclamaba al menos un órga
no representativo, ya que no un auténtico gobierno responsa
ble, no obtuvo ni una ni otra cosa, en base al principio de que
los intereses de los africanos eran ya «soberanos». Ninguna otra
colonia con una minoría de colonos blancos reunía, pues, las
condiciones necesarias para un gobierno responsable si las reu
nía Kenia.
Casi todo el nuevo imperio británico había sido excluido del
gobierno responsable en base al principio de que los no euro
peos no estaban en condiciones de hacer funcionar un sistema
parlamentario, un poco porque no estaban preparados para ello,
y un poco porque no eran europeos. Pero en 1920 estos prin
cipios no eran tan sólidos. Gran Bretaña se había convertido en
una verdadera democracia y el derecho al voto no era ya nece
sariamente reconocido en base al censo o al grado de instruc
ción. Las teorías raciales eran atacadas. ¿Por qué entonces ne
gar aún a los indios y a los otros pueblos el autogobierno? La
negativa carecía de base teórica, pero debido a su mentalidad,
imbuida de autoritarismo, los ingleses se mostraban reacios a
aplicar sus propios principios políticos a aquellas posesiones.
En 1919 se dio un primer paso en la India: las provincias ad
quirieron una responsabilidad ministerial conforme al principio
de la diarquía, más o menos como Canadá en 1848. Desde en
tonces hasta la definitiva desaparición del Imperio británico, a
partir de 1960, fue sólo cuestión de tiempo que todos los terri
torios coloniales, independientemente de su capacidad política,
obtuvieran el gobierno de gabinete. Así, justamente cuando lle
gaba a su fin, el Imperio británico estuvo por breve tiempo uni
do por unas formas constitucionales comunes, que reflejaban
las tradiciones políticas de la madre patria.
En el período 1848-1964 la concesión de responsabilidad rni-
198
nisterial a una colonia planteaba en todo momento problemas
transcendentes ¿Era sostenible la distinción entre sectores «im
periales» y «coloniales» de gobierno? Si no lo era, y si se trans
ferían a los colonos todos los intereses «imperiales», ¿cuándo
dejaban de tener aplicación los principios de Durham? ¿Cuán
do, en realidad, pasaba una colonia a ser Estado soberano? Lo
esencial, a partir de 1848, fue que los ingleses ya no observaron
escrupulosamente el principio de la diarquía: de haberlo obser
vado, habrían inducido a los politicastros más ambiciosos de las
colonias a optar por la independencia. Prefirieron arrojar por
la ventana todo aquello que una vez consideraran vital para sus
intereses en las colonias, con tal de mantener, al menos formal
mente, un cierto lazo con ellas. Con el tiempo, esta enorme
flexibilidad transformó el imperio, dominado por Gran Breta
ña, en la Commonwealth, donde Gran Bretaña sólo tenía
influencia.
Bien pronto se comprobó que era posible desembarazarse de
dos de los cuatro sectores «imperiales» del gobierno de Dur
ham y transferirlos a los ministerios coloniales. Las «tierras pú
blicas» (tierras sin cultivar) que Durham, como buen discípulo
de Wakefield, había estimado importantes, fueron confiadas a la
responsabilidad ministerial en Canadá en 1852, y en otras co
lonias. El control del comercio colonial se redujo cuando se
abolieron las cláusulas preferenciales en 1846 y después, y tam
bién se redujo el control del tráfico marítimo en 1849, cuando
fueron revocadas las leyes de navegación. En 1859 Canadá pu
do proteger su naciente industria frente a las exportaciones bri
tánicas; otras colonias siguieron su ejemplo. Al control de los
asuntos locales, cuando no entraban en los sectores que Dur
ham consideraba de competencia exclusiva de la madre patria,
se renunció, apenas fue posible, tanto en Nueva Zelanda como
en El Cabo.
Transferidos éstos, quedaban aún dos sectores reservados al
control de la madre patria. La política exterior se consideraba
necesariamente un problema imperial, puesto que un dominio
dependiente no podía, por definición, tener relaciones indepen
dientes con un Estado extranjero. La política de las constitu
ciones coloniales era un tema más ambiguo porque la forma en
que se gobernase una colonia no era necesariamente importante
para la Gran Bretaña, con tal de que sus intereses no se viesen
199
amenazados. Las constituciones coloniales se basaban casi to
das en leyes del Parlamento, y no podían ser modificadas sin la
sanción del Parlamento inglés. Las comisiones e instrucciones
reales asignaban a los gobernadores de las colonias poderes dis
crecionales muy superiores a los reconocidos prácticamente, en
la madre patria, a la reina: por ejemplo, conceder la gracia a los
criminales o negar la ratificación a las leyes aprobadas por las
asambleas locales. Además, el gobierno británico tenía la facul
tad de revocar o rechazar las leyes de las colonias en un plazo
de dos años a partir de su aprobación. Estos y otros factores
distinguían al «gobierno responsable», aun en aquellos sectores
reservados a éste por definición, del gobierno de un Estado au
ténticamente soberano, como el de Gran Bretaña. ¿Habrían to
lerado las colonias hasta el infinito semejante situación?
Durante los sesenta años que siguieron a 1850 desaparecie
ron muchos residuos del pasado imperial. Dos procesos contri
buyeron a su eliminación. En primer lugar, Gran Bretaña acep
tó habitualmente las peticiones de modificación de las consti
tuciones coloniales o de las instituciones privilegiadas, como las
comisiones reales y las cartas patentes, que definían los poderes
de los gobernadores. En segundo término, a medida que se iba
delineando y elaborando la lógica de la responsabilidad minis
terial, ya no les fue posible a los gobernadores servirse de su
poder efectivo para actuar con independencia de los ministros,
y para esto no hubo necesidad de modificaciones oficiales; nin
gún gobernador podía apelar a sus poderes nominales cuando
los ministros poseían una firme posición política y amenazaban
con dimitir si su opinión no era escuchada. Hacia 1914 los go
bernadores de las colonias se encontraban más o menos en la
misma situación que el soberano en Gran Bretaña: eran jefes de
Estado de las colonias más que representantes de la autoridad
imperial. Como en Gran Bretaña, algunas de sus prerrogativas
no fueron nunca cedidas por entero a los ministros: por ejem
plo, la facultad de decidir la disolución anticipada de las cáma
ras o la elección de un nuevo primer ministro. Otras funciones,
como la concesión de honores y condecoraciones, estaban re
servadas de manera expresa al soberano inglés. Pero el control
ministerial del gobierno se había ampliado cuanto era posible
sin infringir la letra de los estatutos legales británicos o provo
car la resistencia del gobierno de Londres. La adopción del tér-
200
mino dominión en 1907 para definir a las «colonias constitucio
nales», si bien no llevó a cambios concretos, reflejaba su nueva
condición jurídica. Si técnicamente eran todavía colonias, en la
práctica eran estados soberanos en todo lo referente a cuestio
nes internas. Y de momento nadie deseaba más.
201
bara separándose, sabiendo que Gran Bretaña no lo impediría,
o bien, la colonia podía servirse de su libertad para estrechar ca
da vez más sus lazos con Gran Bretaña y con las demás colo
nias, no ya en posición de subordinada, sino de asociada a to
dos los efectos, participando de la autoridad británica en mate
ria de legislación, política exterior y defensa, y transformando
el imperio de gobiernos autónomos en una especie de federa
ción. Esta era la única alternativa real, que sólo podía evitarse
si se modificaba el significado de las palabras y de los princi
pios. Ahora bien, si la «fidelidad» colonial no implicaba ya obe
diencia a Inglaterra, y si la plena soberanía resultaba de algún
modo compatible con la autoridad imperial, los dominions po
dían quedar dentro de la estructura imperial aun actuando co
mo estados soberanos. Una solución de este tipo quitaba al «im
perio» todo sentido, pero poseía la ventaja de dar a las colonias
la libertad deseada, sin forzarles a romper formalmente los la
zos históricos con Gran Bretaña y con las otras colonias.
El período crucial, en el que aún era posible la elección, fue
el medio siglo transcurrido entre 1880 y 1931. Se dejó de tomar
en serio la secesión, posible únicamente para la Unión Sudafri
cana, donde dominaban los afrikaner, a partir de 1909, y para
el Estado Libre de Irlanda, a partir de 1922, que no deseaban
seguir siendo dominions. Por lo demás, se trataba de escoger en
tre una verdadera integración y una simple asociación, con más
o menos autonomía.
La idea de una asociación más estrecha entre las «colonias
constitucionales» y la madre patria nació en Gran Bretaña y fue
siempre sobre todo un concepto inglés. Apareció poco después
de 1870 como reacción a la hipótesis de que el autogobierno de
bía conducir necesariamente a la secesión, y en su origen tuvo
motivaciones de índole sentimental. Los nuevos «imperialistas»,
como se les llamaba, sostenían que las colonias de poblamiento
eran extensiones de la Gran Bretaña misma, y no entidades se
paradas. Por consiguiente, la secesión hubiera privado a la ma
dre patria de una parte de sí misma. Ese punto de vista fue ex
puesto en un discurso de lord Roseberry, en Sydney, en 1883.
«Las colonias —dijo— están unidas por un fuerte vínculo de
afecto y ascendencia. Están cimentadas, con mayor fuerza que
por cualquier otra cosa, por el hecho de que pocos de nos
otros, en Inglaterra, no tenemos algún pariente en Australia» 4.
202
Pero no tardarían en plantearse motivos de orden material en
apoyo de los argumentos basados en los lazos de sangre. Las
colonias aportaban una reserva de tierra a la emigración y eran
mercados en expansión para los productos británicos. En un pe
ríodo de tensión internacional cada vez mayor y de carrera ar
mamentista en el continente europeo, las colonias podían con
tribuir a los gastos de la marina británica y suministrar hom
bres al ejército. De estas raíces se alimentó el movimiento en fa
vor de la «federación imperial».
La principal propagandista de estas ideas fuea la Liga para la
Federación Imperial, fundada en 1884. Tenía ramificaciones en
diversas colonias y contaba entre sus miembros con muchos
eminentes políticos británicos. Sin embargo, no fue nunca ca
paz de ofrecer una plataforma común para una acción positiva.
La dificultad consistía en que la «federación imperial» no podía
ser definida en términos precisos, aceptables tanto para Ingla
terra como para las colonias. Los ingleses estaban a favor del
libre comercio; los colonos, a favor del proteccionismo. Los in
gleses querían mercados abiertos en las colonias, y no estaban
dispuestos a adoptar sistemas proteccionistas que concedieran
tratos preferenciales. Viceversa, las colonias estaban dispuestas
a ofrecer un trato preferencial a los ingleses, pero aumentando
las tarifas, altas ya, sobre los productos extranjeros, y no reba
jando las que hubieran favorecido las importaciones británicas.
Por eso no fue posible una Zollverein —una unión aduanera—
de tipo imperial.
En el sector de la defensa las dificultades eran análogas. Aus
tralia, Nueva Zelanda y la colonia de El Cabo aceptaron pagar
pequeños subsidios para la marina británica a partir de 1887,
aunque tanto Australia como la Unión Sudafricana sólo lo ha
rían hasta 1909. Ninguna colonia se hallaba dispuesta a mante
ner cuerpos expedicionarios regulares que lucharan al lado de
las tropas británicas, o a consentir que Gran Bretaña decidiese
en materia de problemas defensivos locales. Las colonias envia
ron pequeños contingentes a Sudáfrica durante la guerra contra
los bóers, y numerosas tropas a Europa y Oriente Medio des
pués de 1914. Pero no se comprometieron nunca por anticipa
do a combatir, y no podían, pues, ser consideradas como parte
del sistema defensivo imperial.
De manera análoga se reveló imposible la integración políti
203
ca. Gran Bretaña habría dominado de hecho una eventual asam
blea o consejo imperial, y por ello una federación, fuera cual
fuese la forma que hubiera asumido, habría privado parcialmen
te a las colonias de su libertad. Sin embargo, el sistema de las
conferencias imperiales fue una consecuencia de la idea de una
asociación política. Comenzó oficiosamente con las «Conferen
cias Coloniales» de 1887 y 1897, convocadas para festejar el ani
versario de la reina, y luego se hicieron regulares. A partir de
1907 se llamaron «Conferencias Imperiales» y fueron asambleas
de carácter oficial. Después de 1937 recibieron el nombre de
«Conferencia de los Primeros Ministros de los Dominios» (más
tarde Commonwealth) y revistieron un carácter privado y no
oficial. En ellas se tomaban pocas decisiones concretas, pero es
tas mesas redondas, en las cuales se discutían los problemas co
munes, alimentaron el sentido de una comunidad de intereses.
Las referidas asambleas se acercaron al máximo al ideal federa
lista en 1917-18, cuando Lloyd George convocó a los represen
tantes de las colonias a su «ministerio de la guerra», al que de
nominó «Ministerio Imperial de la Guerra» y les consultó en
las cuestiones más importantes de la estrategia de guerra y de
paz. Los más entusiastas partidarios de la federación, como lord
Milner, saludaron en este ministerio el núcleo de un órgano eje
cutivo permanente del imperio; pero el intento no cuajó. A par
tir de 1919 los dominios no quisieron verse implicados en la di
plomacia internacional británica, y desde 1923 en adelante las
conferencias tornaron a su forma prebélica.
El fracaso de los intentos de crear una unión más estrecha hi
zo así que la Commonwealth moderna asumiera la forma de
una asociación, no muy estrecha, entre iguales, en vez de con
vertirse en una federación o un imperio. El formidable esfuer
zo militar realizado por los dominios entre 1914 y 1918 les au
torizaba a exigir esta recompensa. En 1919 pidieron autoriza
ción para firmar tratados de paz con las demás naciones, aun
cuando ésta era una petición ilógica por parte de unas posesio
nes que estaban aún vinculadas a la firma del plenipotenciario
británico. En 1923, los canadienses insistieron en firmar un tra
tado independiente con los Estados Unidos, y la Conferencia
Imperial de aquel mismo año sancionó el derecho de todos los
dominios a firmar tratados, con la única condición de informar
a todos los demás miembros del imperio. La guerra había eli
204
minado, pues, el primer obstáculo a la soberanía de los domi
nios, y con él la unidad diplomática del imperio.
El segundo cayó en 1926. Como consecuencia de las presio
nes ejercidas por Canadá, Irlanda y Sudáfrica, que tenían todos
motivos de tipo interno para subrayar oficialmente su indepen
dencia, la Conferencia Imperial se puso de acuerdo para hacer
una nueva definición de la situación jurídica de los dominios.
Como dijo lord Balfour en su famoso proyecto de ley, los do
minios eran a la sazón «comunidades autónomas en el interior
del imperio británico, iguales en cuanto a su posición jurídica
y en modo alguno subordinadas entre sí en todos los asuntos
internos o externos, aun estando unidas por la común fidelidad
a la Corona y libremente asociadas dentro de la comunidad bri
tánica de naciones» 5. Estas expresiones, casi de teólogo, podían
significar lo que quisieran los ingleses o los dominios. Lo único
claro era que los dominios eran estados soberanos, aun sin ser
estados extranjeros los unos para los otros, porque eran todos
fieles a la Corona. Una medida más práctica tomada en aquella
conferencia llevó a una nueva definición de la posición y las fun
ciones de los gobernadores generales, como fueron llamados to
dos los gobernadores de los dominios a partir de 1907. Estos
tendrían, «en relación con la administración de los asuntos pú
blicos en los dominios, la misma posición que tiene Su Majes
tad el Rey en Gran Bretaña» 6. Así, pues, no serían ya repre
sentantes del gobierno británico, sino virreyes, y actuarían so
lamente por cuenta del rey y podrían sustituir a los jefes de Es
tado, nombrados por recomendación del gobierno de los do
minios. En vista de que los gobernadores generales no iban ya
a actuar en calidad de representantes del gobierno británico, fue
ron enviados a todos los dominios altos comisarios para desem
peñar las funciones casi diplomáticas que los altos comisarios
de los dominios desempeñaban en Londres.
Pero incluso con estas modificaciones, los dominios sujetos
a las leyes británicas no gozaban aún de plena soberanía. En
1931, el Estatuto de Westminster, tras dos años de discusiones,
liberó a los dominios de la supremacía parlamentaria en la me
dida en que cada uno de ellos lo quisiera. Los países que lo acep
taron (Irlanda, Canadá y Sudáfrica inmediatamente, Australia
en 1942 y Nueva Zelanda en 1947) dejaron de estar vinculados
por cualquier ley, pasada o futura, de Gran Bretaña, a menos
205
que estuviera entre las especificadas en el Estatuto de 1931, o a
menos que una ley posterior afirmara expresamente que el do
minio había «pedido y aceptado la promulgación» de la ley en
cuestión 7. Y viceversa, ninguna ley de los dominios podía ser
invalidada sólo porque estuviera en contradicción con una ley
británica pasada o futura. Las leyes de los dominios adquirían
plena validez incluso fuera de sus límites territoriales. La futura
modificación de las normas de la sucesión real, o de los títulos
reales, debía ser aprobada por los parlamentos de los dominios.
La pertenencia a la Commonwealth (como fue oficialmente lla
mado el conjunto de Gran Bretaña y los dominios a partir de
1926) únicamente estaba condicionada por la declaración de fi
delidad a la Corona.
El Estatuto de Westminster completó la evolución de los do
minios y proporcionó una base legal definitiva a la Common
wealth. Pero hasta 1947 la Commonwealth continuó siendo una
comunidad exclusiva, que representaba tan sólo una pequeña
parte del aún vasto Imperio británico. En definitiva, era impor
tante, porque las colonias de poblamiento habían creado un or
ganismo en el que podía entrar, en calidad de miembro, cual
quier parte del imperio, una vez logrado el autogobierno. Y una
organización que hubiera impuesto obligaciones precisas no ha
bría resultado aceptable para los nuevos estados afroasiáticos;
la Commonwealth ofrecía ventajas, sin imponer obligaciones
concomitantes. Basándose en ello, la India, Ceilán y Pakistán
escogieron convertirse en miembros de la misma en 1947-48, en
el momento de adquirir la «independencia», como fue definido
por primera vez el estatuto jurídico de los dominios. Otras co
lonias siguieron su ejemplo a medida que alcanzaban la «inde
pendencia». Tan sólo Birmania se negó a entrar en la Common
wealth, en tanto que Irlanda la abandonó en 1948.
La entrada en la Commonwealth de los nuevos estados no so
lamente cambió su carácter, haciendo de ella un organismo mul-
tirracial y ampliando enormemente sus dimensiones, sino que
planteó también el problema de los requisitos mínimos necesa
rios para la admisión en su seno. En 1931 se había hecho obli
gatoria la declaración de fidelidad a la Corona. En 1949 India
decidió convertirse en república, y dado que sus ciudadanos no
iban a seguir siendo súbditos, no podían jurar fidelidad. Hubo
que transigir. En 1949 la Conferencia de Primeros Ministros
206
decidió que la India continuaría formando parte de la Com-
monwealth, aun siendo una república; y con el tiempo, muchos
otros nuevos estados se aprovecharon de tal precedente. Pero
el procedimiento legal, en 1949, imponía que cada uno de los
estados convertidos en república solicitara de nuevo la admi
sión en la Commonwealth. Por consiguiente, Sudáfrica, que fi
guraba sin embargo entre sus miembros fundadores, se vio obli
gada a abandonarla debido a las fuertes críticas a su política
racista.
La Commonwealth fue el producto final de tres siglos y me
dio de construcción del edificio imperial británico, pero no se
trataba del viejo imperio bajo una forma distinta, de un inge
nioso truco para permitir a Gran Bretaña mantener un control
no formal sobre las colonias emancipadas. Sus miembros eran
absolutamente independientes, y Gran Bretaña no tenía autori
dad sobre los mismos. No había un sistema común para la de
fensa, la diplomacia, el derecho o la moneda de la Common
wealth: los vínculos económicos •—como el afea de la libra es
terlina, cuyos miembros tenían en Londres su banca internacio
nal, o las tarifas preferenciales— eran sólo acuerdos bilaterales,
accesibles incluso a los estados que no formaban parte de la
Commonwealth. Dicho con pocas palabras: como órgano co
lectivo, la Commonwealth no hacía nada, ni tenía funciones in
dispensables. Carecía de homogeneidad, puesto que entre los es
tados miembros había monarquías y repúblicas, y la antigua dis
tinción entre colonias de poblamiento y colonias de ocupación
se reflejaba en la subsistencia de contrastes entre lenguas, cul
turas y puntos de vista. La Commonwealth sólo serviría para
preservar y utilizar ciertos intereses comunes, que eran como
depósitos de aluvión de las diversas fases de la común sujeción
a Gran Bretaña. Pero como experimento de cooperación y con
sulta internacional ofrecía múltiples ventajas a los países miem
bros.
207
bernada por la Compañía de las Indias Orientales; pero la In
dia exigía un tratamiento especial también porque tenía carac
terísticas particulares. La India no tenía nada en común con las
colonias de poblamiento, en cuanto los ingleses fueron siempre
allí como huéspedes de paso; difería, además, de todas las otras
colonias de ocupación porque era muchísimo mayor y más po
pulosa. Pero sobre todo tenía una función precisa como pose
sión británica: proporcionaba a Gran Bretaña poderío político
y militar. Su territorio era vastísimo y contaba en 1860-70 con
una población de casi doscientos millones de individuos. En de
terminados aspectos era un país pobre, pero la explotación de
sus recursos había estado al servicio de un gran imperio militar
ya antes de la llegada de los ingleses. Estos no tuvieron más que
conservar y mejorar cuanto habían heredado del gran mogol pa
ra convertir a la India en una de las dos grandes potencias orien
tales, Era como si hubieran conquistado un Estado continental,
como Rusia, y fueran libres de explotar sus recursos. Ningún
otro país europeo podía alardear de haber adquirido una pose
sión comparable en tiempos recientes.
Estas ventajas no resultaban obvias en el momento de la con
quista ni tampoco la motivaron. Los ingleses adquirieron la In
dia para proteger el comercio y reforzar sus cabezas de puente.
Pero una vez ultimada su conquista, pronto se comprendió cuál
había de ser la función de! gobierno británico y qué frutos par
ticulares se podían obtener allí. Se descartaron, pues, las actitu
des convencionales frente a la colonización. Un asentamiento
de colonos europeos era improbable, e inútil una cultura de
plantaciones. Tampoco se podía imponer el monopolio comer
cial, y por lo demás éste no parecía deseable. La compañía per
dió el monopolio del comercio indio en 1813. Los puertos in
dios estaban ya abiertos a los extranjeros, de manera que Gran
Bretaña aplicó prontamente la libertad comercial. La India era
un mercado valioso, pero formaba parte de un sistema comer
cial multilateral. Los ingleses, por lo demás, no aspiraban a
transformar o a hacer progresar a la India. Algunos, en Ingla
terra, querían «asimilar» a los indios a la cultua europea, pero
en la práctica la política colonial apuntó más bien a adiestrarlos
para desempeñar funciones subordinadas en el gobierno. Las
misiones cristianas fueron autorizadas a partir de 1813, pero
con escasos resultados. En pocas palabras, los ingleses gober-
208
naron la India como un gran país oriental adquirido por casua
lidad. A cambio, se aseguraron un poderío político basado en
el ejército indio, del que fue símbolo.
Para comprender la importancia del ejército hay que tener
presente cuál era la posición internacional de Gran Bretaña en
el siglo XIX. Era la máxima potencia naval, pero desde un pun
to de vista militar tenía un peso insignificante. Su ejército re
gular, con unos efectivos de cerca de 250 000 soldados, debía
controlar un imperio que se extendía por todo el mundo. La In
dia iba a convertirla en la máxima potencia territorial de Orien
te, poniendo a su disposición un ejército de casi 150 000 hom
bres que podían ser rápidamente movilizados en caso de guerra.
Esto fue una ganancia neta para Gran Bretaña, porque este ejér
cito era pagado enteramente con los ingresos de la India; en
cambio, las contribuciones que los federalistas imperiales espe
raban obtener de las colonias con gobierno independiente a par
tir de 1880 serían insignificantes. Disponiendo de la India, Gran
Bretaña pudo asumir en los asuntos mundiales una posición que
el contribuyente británico no habría estado dispuesto a subven
cionar, con lo que pudo tener un papel preeminente en el re
parto del Africa oriental y del Sudeste asiático y conquistar una
buena parte del imperio otomano durante la primera guerra
mundial.
La historia del gobierno británico en la India gira en torno
a dos preguntas esenciales: ¿Cómo se las compusieron los in
gleses para gobernar la India explotando plenamente sus recur
sos? ¿Por qué acabaron por perderla? Para responder a la pri
mera pregunta hay que examinar los métodos con que una mi
núscula administración extranjera consiguió gobernar un domi
nio tan vasto. Y para contestar a la segunda es preciso analizar
el desarrollo de un tipo de nacionalismo muy diferente al de la
América colonial.
El estudio de los métodos administrativos usados se compli
ca por el hecho de que la India fue dividida en dos regiones,
tratadas de modo muy diferente. La India británica fue some
tida a un «gobierno directo»; los estados indios a un «gobier
no indirecto». En ninguno de los otros dominios británicos hu
bo jamás un contraste tan marcado.
El gobierno de la India británica fue un ensayo de adminis
tración profesional basada en un cuerpo de funcionarios civiles,
209
un ejército y una policía eficaces. Fue un gobierno absoluto,
conforme al esquema del antiguo régimen, durante mucho tiem
po exento de las complicaciones de los principios constitucio
nales o de las presiones políticas. Londres se preocupó bien po
co de dar una base teórica a su dominación. Esta se hubiese po
dido justificar, dentro de una estricta interpretación jurídica,
con la tesis de que los soberanos británicos habían heredado la
autoridad de los mogoles en 1858, cuando se sancionó el fin del
viejo imperio. Este concepto romántico, aún más romántico en
1876, cuando Disraeli dio a la reina el título de emperatriz de
la India, aseguró a Gran Bretaña la supremacía de que ya go
zaran los mogoles sobre los príncipes indios independientes. Pe
ro aun habiendo adoptado los símbolos de los mogoles, los in
gleses, dadas sus tradiciones constitucionales, tenían que justi
ficar el absolutismo ante sí mismos. Y lo hicieron sobre dos ba
ses. La primera era que los indios, a diferencia de los colonos
británicos, no aspiraban a un gobierno representativo, particu
lar producto inglés que nada tenía que ver con la India. Los in
dios sólo habrían podido reivindicar un derecho moral al gobier
no representativo si hubieran demostrado estar en condiciones de
hacer funcionar un sistema parlamentario. Los liberales, como
T. B. Macaulay, se sentían en el deber de mantener abierta esta
posibilidad; en su famoso discurso de 1833 admitía: «Pudiera
ser que la oponión pública en la India evolucionara bajo nues
tro sistema hasta superarlo; que mediante un buen gobierno lo
gráramos educar a nuestros súbditos y hacerlos capaces de go
bernar mejor; que, una vez instruidos en la cultura europea, pu
dieran un día pedir instituciones europeas. N o sé si llegará ese
día, pero nunca trataré de impedir que llegue, o de pos
tergarlo» s.
Esto, sin embargo, no suponía que se siguiera una línea po
lítica encaminada a realizarlo. El autogobierno era, simplemen
te, el producto lógico de la política usual, destinada a educar a
los indios de tal manera que, por citar una vez más a Macaulay,
surgiese un día «una clase de indios por el color de la piel y la
sangre, pero ingleses por sus gustos, opiniones, moral e intelec
to» 9. Dichas condiciones solamente se dieron a finales de si
glo, y antes los ingleses se consideraron con derecho a gober
nar de forma absolutista.
Pero a finales del siglo XIX muchos observadores británicos
210
lubían adoptado un segundo y más fundamental argumento pa
ra no compartir el poder con los indios. Como lo expresase sir
John Strachey en 1888, reflejaba la actitud más difundida entre
los funcionarios civiles tras la rebelión de los cipayos: «Aun
que mi opinión es que ningún gobierno extranjero ha sido ja
más aceptado con menor repugnancia que el gobierno británico
en la India, sigue siendo una realidad que nunca hubo un país
en el cual un gobierno extranjero fuese realmente popular. Si lo
olvidásemos, y confiáramos mayores poderes ejecutivos a los
nativos, basándonos en el supuesto de que serán siempre leales
y convencidos defensores de nuestro gobierno, ello será el prin
cipio del fin de nuestro imperio» 10.
Este, dicho sea sin rebozos, era el dominio británico. El im
perio se basaba en la fuerza; liberalizarlo, habría sido destruir
lo, porque cuando un gobierno despótico empieza a hacer con
cesiones, se prepara para abdicar. Lo que quedaba por ver era
si las condiciones para un gobierno absolutista se seguirían dan
do en la India hasta el infinito.
Gobierno absoluto quería decir que el poder llegaba de la cú
pula y se concentraba en las manos de unos pocos. La máxima
autoridad era la del Parlamento británico y la Corona; en la
práctica, era ejercida por el gobernador general, que era tam
bién virrey para los estados indios. Por espacio de cien años, a
partir de 1815, fue prácticamente un déspota oriental, digno su
cesor del gran mogol. Debía obedecer al Parlamento de Lon
dres, a la Compañía de las Indias Orientales (hasta 1858) y lue
go al Indian Office. Pero todos ésos eran entes lejanos. Incluso
cuando se importó el telégrafo, en 1860-70, la independencia de
Calcuta no se resintió gran cosa. En el interior de la India no
había nadie que pudiera ponerle freno. La autoridad ejecutiva
estaba limitada solamente por un pequeño consejo de funcio
narios. En 1833 el gobernador general tuvo por vez primera la
facultad de promulgar leyes para las presidencias subordinadas
—Madrás y Bombay— así como para Bengala cuando actuaba
con un consejo más amplio. Este órgano se extendió gradual
mente hasta englobar a los funcionarios, jueces y miembros
nombrados entre los no funcionarios en 1853 y 1861; en 1892
se añadieron a él miembros casi electos, y en 1909 miembros
electos. De esa manera se convirtió en el núcleo de un Parla
mento panindio, potencialmente un verdadero medio de con-
211
trol de los poderes absolutos del gobernador general; pero has
ta 1921 fue poco más que una sede de debates y peticiones, sin
posibilidad de promover actos legislativos, o de obstaculizar loj
labor del gobierno.
La total concentración de los poderes legislativos resultante'
de las modificaciones de 1833 no duró mucho. En 1861 las dos
presidencias originarias recuperaban las funciones legislativas, y
al crearse otras provincias, éstas tuvieron igualmente consejos
legislativos. Conforme ya sucediera con el de Calcuta, los con
sejos pasaron a ser, parcialmente y por grados, órganos repre
sentativos con una mayoría de miembros elegidos a partir de
1909. En 1935 existían once verdaderas provincias (aparte de
Birmania) provistas de órganos legislativos, y cuatro comisaria-
dos y la agencia de Beluchistán, que no los tenían. Se perfilaba
un sistema de gobierno federal para la India. Pero antes de 1921
los consejos no lograron disminuir los poderes del gobernador
general, porque dependían económicamente de Calcuta y sus
decisiones en materia de aquellos problemas locales que seguían
siendo de su competencia tenían que ser aprobados por el go
bierno central. La India continuó, pues, siendo un Estado cen
tralizado en el que algunas funciones municipales fueron trans
feridas a entes subordinados.
La unidad de la India británica se vio consolidada por la exis
tencia de una sola administración civil para todo el país y, asi
mismo, por la unificación del ejército y la policía. Estas eran
las armas de la autoridad británica, las razones de su éxito.
La India precisaba de una administración centralizada y pro
fesional, contrariamente a todas las tradiciones británicas, por
que Gran Bretaña era una potencia de ocupación extranjera y
porque la misma tradición india no conocía formas de gobier
no independiente que superasen el nivel de la comunidad de al
dea. La calidad del gobierno británico estuvo determinada por
la administración civil india, primer cuerpo administrativo de
esa clase en La historia colonial británica y europea. En su cali
dad de «Covenanted. Service», derivó de la Charter Act de 1793,
así como de las reformas de Cornwallis en la última década del
siglo XVIII. Era un órgano puramente administrativo, sin fun
ciones comerciales. Los funcionarios recibían sueldos adecua
dos, buenas pensiones y ascensos, y todo ello atraía a personas
capacitadas, de buena familia, que en esa labor veían una alter-
212
nativa a las profesiones convencionales: la abogacía, la carrera
eclesiástica, la medicina, la enseñanza y la carrera militar. Hasta
1853 eran nombrados desde arriba; luego se adoptó el sistema
de oposiciones, pero esto no cambió mucho el carácter de la ad
ministración porque sus tradiciones ya estaban formadas. Se tra
taba de una élite que tendía a constituir una casta cerrada y con
servadora, pero llevó a la India la fidelidad e incluso el idealis
mo que caracterizaban a la administración civil en Gran Breta
ña. Sus miembros fueron quizá los primeros funcionarios de las
colonias que consideraron su labor como una vocación, más
que como una simple fuente de ingresos.
La administración civil marcó la pauta a todo el dominio in
glés en la India: autocrática y extranjera, pero justa y deseosa
de hacer progresar al país. El hecho de que fuese una sola para
toda la India británica contribuyó a la unidad de principios y
prácticas. Con todo, el Covenanted Service representó, numé
ricamente, sólo una pequeña parte de la administración india:
en 1893 contaba sólo con 898 funcionarios de un total de 4 849.
Los demás formaban parte del Uncovenanted Service, reforma
do en 1889 como administración provincial y subordinada. En
su gran mayoría, los funcionarios de ésta eran indios, pero, al
ser subordinados, el monopolio británico del poder no se veía
comprometido. Se trataba de decidir si era conveniente autori
zar la presencia de indios en el ámbito más limitado del Cove
nanted Service, haciéndolos partícipes de las responsabilidades
mayores. En 1833 se decidió que los indios podrían entrar en
él, pero en realidad no fueron acogidos antes de 1864, porque
los candidatos indios se enfrentaban a obstáculos de naturaleza
práctica, como la obligación de realizar un examen de ingreso,
a partir de 1853, en Gran Bretaña. Bajo la presión india se in
tentaron diversos métodos para aumentar sus posibilidades, pe
ro en 1915 solamente había 63 indios en la administración, el 5
por 100. En 1922 dieron comienzo los exámenes simultáneos
en Gran Bretaña y la India, con lo que en 1935 el porcentaje
había subido hasta el 32 por 100, y, a partir de ese año, la «in-
dianización» hizo rápidos progresos. Pero el Covenanted Ser
vice conservó su carácter extranjero y particularmente británi
co hasta el final.
Covenanted y Uncovenanted Service tuvieron sobre todo tres
funciones de gobierno: recaudación de impuestos, administra-
213
ción general y magistratura. Las dos primeras eran desempeña
das por los mismos funcionarios, mientras que una sección es
pecífica se ocupaba de la administración judicial y proveía de
personal a los tribunales. De esta forma se conservaba la im
portantísima separación entre gobierno y magistratura. Los
otros servicios principales eran independientes. El político apor
taba residentes a los diversos estados indios y diplomáticos pa
ra los países extranjeros. El departamento de obras públicas, el
forestal, el de higiene y la policía contrataban funcionarios por
su propia cuenta, sin formar parte del Covenanted Service. El
departamento más importante era el de policía, aunque durante
mucho tiempo fue inferior a los otros por la calidad de sus fun
cionarios. Hasta 1860-70, los británicos conservaron el sistema
heredado de la Compañía, basado en funcionarios de aldea no
pagados y tradicionalmente corruptos, sometidos al control de
antiguos oficiales del ejército británico, los superintendentes.
Las primeras fuerzas permanentes de policía fueron creadas, a
nivel provincial, en 1860-70, y sus oficiales superiores se reclu
taron en Inglaterra. El primer servicio de policía compuesto so
lamente por indios fue el creado por lord Curzon en 1905; sus
miembros ocuparon los puestos más elevados de la policía pro
vincial y formaron un cuerpo propio equiparable al Covenan
ted Service. Además, se instituyó un departamento de policía
criminal para toda la India, especializado en la represión de las
conspiraciones políticas y la lucha contra los tbugs (asesinos
rituales).
Todos los sectores de la administración civil revestían una vi
tal importancia para el dominio británico, pero éste se basaba
sobre todo en el ejército, puesto que en definitiva toda domi
nación extranjera debe fundamentarse en la fuerza. A partir de
1740 los ingleses confiaron en un ejército formado esencialmen
te por indios, porque mantener tropas exclusivamente británi
cas habría resultado demasiado costoso. Tal ejército precisaba
de una esmerada organización; en 1857 los ingleses estuvieron
a punto de perder la India porque la Compañía había dejado de
caer la eficiencia de su ejército. En 1857 había cerca de dieciséis
mil europeos distribuidos en diferentes regimientos y alrededor
de doscientos mil indios cipayos, mandados por oficiales indios
hasta el nivel de compañía. Por lo demás, cuando fue nece
sario, se enviaron a la India regimientos del ejército regular bri-
214
tánico. La rebelión mostró los defectos del sistema: en particu
lar, la relación numérica entre británicos e indios era inadecua
da. Así pues, se emprendieron modificaciones radicales. Los tres
ejércitos presidenciales fueron fusionados en 1893 en un único
ejército. Pero la relación entre soldados europeos e indios se es
tableció a razón de uno a uno en Bengala (la región peligrosa
donde había estallado la rebelión) y de uno a dos en Madrás y
Bombay. En 1885 en los tres ejércitos había 73 000 ingleses y
154 000 indios. Se mantuvo la distinción entre regimientos bri
tánicos y cipayos. Los primeros eran ahora formaciones del
ejército metropolitano, que servían rotativamente en la India, a
costa del presupuesto de este país. Los segundos tenían oficia
les indios hasta el nivel de compañía y oficiales superiores bri
tánicos, ya que hasta 1917 los despachos de oficial para los in
dios sólo eran concedidos por el virrey; más tarde pudieron re
cibir también despachos reales y alcanzar las más altas gradua
ciones militares. En parte para asegurarse la lealtad de los regi
mientos indios y en parte porque eran los mejores luchadores,
los cipayos fueron reclutados casi exclusivamente entre las ra
zas tradicionalmente «marciales» del Penjab, de la frontera del
noroeste de Chachemira, de las provincias unidas y del Estado
independiente de Nepal. De este modo, el ejército se componía
de soldados profesionales, ajenos a la política india. Dieron
pruebas de su fidelidad durante los desórdenes de los años de
entreguerra y de su valor en las dos guerras mundiales. Fue el
mejor ejército jamás conocido en una posesión colonial, poten
cialmente a la altura de los ejércitos permanentes europeos.
En definitiva, la dominación inglesa en la India estuvo basa
da en la fuerza, y la rebelión de 1857 demostró que un ejército
rebelde habría podido eliminarla. De todos modos la sola fuer
za no habría sido suficiente, porque un ejército de 200 000 sol
dados no habría podido reducir a la impotencia a una pobla
ción sublevada de 200 000 000 de seres humanos. Por ello, el do
minio británico se basó también en el consentimiento, pasivo o
no, de los indios y si duró tanto tiempo fue porque tal consen
timiento no disminuyó, en términos generales. Vista retrospec
tivamente, la sumisión de los indios puede sorprender, pero no
su contexto histórico. Los ingleses la cultivaron asiduamente in
troduciendo poquísimas modificaciones en la estructura funda
mental de la vida india y, además, gobernando bien.
215
Los ingleses fueron conservadores dentro de los límites de lo
posible. Mantuvieron las costumbres sociales y jurídicas indias,
protegieron todas las religiones, no introdujeron cambios sus
tanciales en el sistema de propiedad de la tierra y llegaron a con
servar intactas las normas y la terminología del imperio mogol.
Hubieran deseado también servirse de las clases dominantes he
reditarias locales, y en los principados eso fue lo que hicieron.
Pero en otros sitios la aristocracia latifundista, mantenida como
zamindar en Bengala, no demostró ser buena aliada, porque ca
recía de autoridad en su propia sociedad y se mostraba reacia
a aceptar las técnicas administrativas de los europeos. La alter
nativa estaba representada por las clases medias, constituidas
por comerciantes, banqueros y profesionales liberales. Todos
éstos se mostraban, en general, dispuestos a colaborar, pero eran
demasiado escasos como para que se les dejara solos. Como
«postulantes» —que mendigaban una participación en el po
der—, poco a poco los miembros de todos estos grupos socia
les acomodados obtuvieron puestos en la administración civil,
que estaba en un proceso de desarrollo, pero con funciones su
bordinadas, y no en virtud de su posición social o de su in
fluencia. En última instancia, los ingleses tuvieron que asumir
plenamente el gobierno «directo». Lograron que el poder ab
soluto no les corrompiera e impusieron a la India una domina
ción extranjera, pero ofreciendo a cambio un buen gobierno.
Un rasgo típico de la dominación británica fue el gran con
traste existente entre la India británica y los principados indios.
Mientras que en la primera los europeos gobernaban directa
mente, en los segundos lo hacían de forma indirecta, a través
de los príncipes nativos. En el siglo XIX existían cerca de seis
cientos principados, en su mayoría bastante pequeños, que se
habían mantenido gracias al hecho de que, hasta 1818, los in
gleses prefirieron vincularse a los príncipes mediante tratados,
sin ocupar sus territorios. Más tarde se permitió la superviven
cia de aquellos principados que se mostraban reacios a ser asi
milados, y tras la rebelión de los soldados indios dejó de pare
cer posible una política de asimilación. Los principados cons
tituían de hecho protectorados británicos, pero tan sólo una dé
cima parte de los príncipes habían estipulado tratados formales
con Gran Bretaña. Los ingleses justificaban en general su do
minación por el hecho de haber recogido ellos la herencia del
216
gran mogol. He aquí cómo definía lord Curzon en 1903 la ex
tremada variedad de las relaciones con estos príncipes, relacio
nes que calificaba de «únicas» en el mundo entero; «El sistema
político de la India no es un sistema feudal ni una federación
de estados. N o se identifica con ninguna constitución, ni se fun
damenta en ningún tratado. Nada tiene en común con una con
federación. Se trata, más bien, de una serie de relaciones, que
se han formado en circunstancias extremadamente variadas, en
tre la Corona y los príncipes indios, y que en el curso del tiem
po se han ido adaptando gradualmente a una forma unitaria» 11.
En realidad, todos esos estados solamente tenían en común
dos características fundamentales: sus relaciones con el extran
jero se hallaban en manos de los ingleses, y por lo demás, o sea
en lo referente a los aspectos fiscales, jurídicos y administrati
vos, erárx autónomos, y sólo estaban sometidos a la supervisión
y al asesoramiento del residente inglés. Poco a poco, sin em
bargo, sus relaciones con la India británica se hicieron más es
trechas, gracias a la mejora del comercio y al hecho de que los
oríncipes recibían educación en escuelas y universidades britá-
aicas y en los principados se acogía a funcionarios que habían
trabajado en la India británica. La sección política de la admi
nistración colonial enviaba a los principados residentes encar
gados de introducir reformas de todo tipo. Muchos residentes
estaban convencidos de que los principados constituían la for
ma ideal de dominio, porque en ellos se podían introducir las
ventajas de la civilización moderna conservando los modos de
vida tradicionales de la India. Quizá los residentes desaproba
ban incluso a los políticos occidentalizantes que surgían a la sa
zón en la India británica, pero que eran todavía raros en los
principados. Si se miran los resultados, los estados bien gober
nados podían equipararse con la India británica. Ese era un he
cho que hablaba en favor de la conservación de un poder «in
directo» ejercido a través de los príncipes.
A finales del siglo XIX, los ingleses habían obtenido en la In
dia numerosos e importantes resultados. Habían llevado la ley
y el orden a un subcontinente dominado hasta entonces por el
caos, y habían introducido una administración progresista y
centralizada, leyes adaptadas a las necesidades del país, tribu
nales honrados, buenas fuerzas de policía y un ejército de gran
valor. En el terreno económico habían creado el mejor sistema
8 217
de carreteras, ferrocarriles y canales existente en Asia. Habían
realizado la unidad del país y hecho posible en gran medida el
desarrollo de la industria y de la agricultura. La liberalización
del comerico había arruinado a los sectores artesanales tradicio
nales, particularmente en el textil; con todo, los ingleses favo
recieron la exportación de nuevos productos e insertaron a la
India en la economía mundial.
Se había creado un sistema educativo acorde con los mode
los europeos que quizá estuviera demasiado rígidamente entron
cado con Inglaterra y Europa en general y preparara demasiado
estrictamente para la carrera administrativa, pero que no obs
tante tenía la ventaja de ofrecer a las personas instruidas una len
gua común y un medio de comunicarse con el mundo exterior.
Sin embargo, el dominio inglés estaba caracterizado más bien
por una actitud conservadora y prudente que por atrevidas in
novaciones. Dos siglos de jercicio del poder por los ingleses aca
baron dejando, sorprendentemente, escasísimas huellas en la
cultura de la India. La religión hindú y el sistema de castas con
tinuaron siendo la base del ordenamiento social indio. Tan sólo
una pequeña minoría de la población experimentó la influencia
del modo de pensar y de vivir de los europeos. Bajo la protec
ción del gobierno británico, los indios conservaron su plena
independencia.
Hacia finales del siglo XIX la autoridad británica, que se ba
saba en un uso eficaz del poder y en una sabia limitación de los
objetivos, parecía indestructible. Con todo, sólo medio siglo
después la India conquistaría su independencia, y se convertiría
en una república. Eso demostraba que un imperio colonial per
teneciente a una potencia europea no era invulnerable. La India
hizo ver a otros pueblos sometidos que era posible desembara
zarse de sus amos ¿Cómo se llegó a este resultado?
La respuesta debe buscarse principalmente en el desarrollo
de un movimiento nacionalista que surgió en las últimas déca
das del siglo XIX y acabó destruyendo las bases esenciales del
gobierno inglés: la aquiescencia pasiva de la gente y la coope
ración con la potencia ocupante. Resulta imposible considerar
aquí las características de este movimiento, las concesiones he
chas poco a poco por los británicos y su éxito definitivo en
1947: este tema entra dentro del surgimiento del nacionalismo
en el Asia moderna, y por consiguiente está tratado con mayor
218
amplitud en el volumen 33 de la presente Historia Universal
(Asia contemporánea), pero el hecho de que el nacionalismo
pudiera salir victorioso en la India, que entre las diversas pose
siones europeas era quizá la gobernada con mayor atención y
eficacia, demostró de manera concluyente que los imperios co
loniales tropicales se basaban más en el consentimiento de los
pueblos dominados que en la potencia de las naciones do
minantes.
219
dia. Todas conservaron una importancia estratégica al menos
hasta 1945. Irak, además, aseguraba una rica provisión de pe
tróleo, cosa que no se sabía en el momento de su conquista.
Las posesiones del Africa occidental eran a su vez fruto de
los encontrados intereses británicos en el curso de varios siglos.
Gambia reflejaba los intereses comerciales del período anterior
a 1815, Costa de Oro, los de la trata de esclavos antes de 1807,
Sierra Leona era la expresión del humanitarismo de finales del
siglo XVIII, y Lagos era producto del desarrollo del comercio
del aceite de palma a mediados del siglo XIX. El interior de es
tas colonias había sido conquistado durante la fase secundaria
de la actividad británica, tras la lenta expansión del período an
terior a 1880 y el imprevisto reparto de los veinte años siguien
tes. Durante casi todo el siglo XIX no se atribuyó ningún valor
a las posesiones costeras más antiguas, al igual que a las islas
del Caribe, pero a finales de siglo se hicieron más valiosas a me
dida que crecía la demanda de sus productos. Exportaban acei
te y semillas de palma, maderas tropicales, marfil, oro, cacahue
tes, cacao, algodón y otros productos menores, e importaban
en medida siempre creciente las manufacturas inglesas. En
1911-14, el comercio ultramarino del Africa occidental británi
ca ascendía a 26 418 000 libras esterlinas 12, y más tarde creció
notablemente, proporcionando a la Gran Bretaña importantes
intereses económicos en la zona.
En el Africa central, Gran Bretaña poseía dos protectorados:
Rhodesia (dividida en 1923 entre el protectorado de Rhodesia
del Norte y la colonia de Rhodesia del Sur) y Niasa. Durante
mucho tiempo ambas parecieron carecer de valor, y Niasa, efec
tivamente, no lo tuvo nunca. Pero con el asentamiento de los
colonos blancos, Rhodesia del Sur se convirtió en una colonia
«mixta», con una floreciente agricultura, mientras que el cobre
convertía a la Rhodesia del Norte en una de las más ricas co
lonias africanas. En Sudáfrica, aparte de las colonias dotadas de
un gobierno autónomo, Gran Bretaña tenía los protectorados
de Bechuanalandia, Basutolandia y Swazilandia. Fueron pro
ducto de necesidades históricas momentáneas y no ofrecían ven
tajas a gran escala'. Unicamente fueron conservados porque los
humanitaristas de Inglaterra se mostraban reacios a cederlos a
la Unión Sudafricana, cuya política para con los indígenas
aborrecían.
220
Las posesiones del Africa oriental, constituidas por Uganda,
Kenia, Somalia, Zanzíbar, en el Sudán egipcio, y Tanganica des
pués de 1918, no eran tampoco rentables. Fueron producto del
reparto y de la primera guerra mundial, y Gran Bretaña se las
aseguró para salvaguardar el océano Indico y Egipto. A pesar
del aliciente representado por los productos locales de Uganda
(algodón y café) y el desarrollo de los cultivos en las altiplani
cies de Kenia, poseían escaso valor económico, planteando en
cambio graves problemas políticos y económicos.
En torno al Africa oriental y al océano Indico existían dife
rentes dominios tomados en un primer momento por razones
estratégicas: Adén y los protectorados del golfo Pérsico, la isla
Mauricio y las Seychelles. Al igual que las colonias del Medi
terráneo, conservaron su importancia política durante el siglo
XX; los territorios del golfo Pérsico suministraban además pe
tróleo. Ceilán fue ocupada porque el puerto de Trincomalee era
una base naval indispensable; luego, la base fue transferida a Co-
lombo. En menor medida, Ceilán planteaba los mismos proble
mas administrativos que la India, pero resultaba mucho menos
rentable.
También las diversas posesiones británicas más al este tenían
un carácter muy diverso. Birmania, Malasia, Singapur, algunas
zonas de Borneo y Hong-Kong fueron adquiridas por motivos
diferentes, y muchas de ellas perdieron luego su importancia,
aunque ofrecieron nuevas ventajas una vez agotada su función
originaria. Birmania, conquistada para proteger la frontera in
dia, ofrecía aceite, madera de teca, arroz y otros importantes
productos de exportación. Malasia, ocupada para proteger las
rutas comerciales hacia la China, adquirió valor por el estaño y
el caucho. Borneo, conquistado para eliminar la piratería, apor
taba aceite y caucho. Hong-Kong y Singapur conservaron, en
cambio, su función originaria: continuaron siendo las bases
principales para las exportaciones británicas hacia Oriente.
Las posesiones del Pacífico constituían un excelente ejemplo
de colonias privadas de cualquier función económica o estraté
gica. Inglaterra se las había anexionado por razones humanita-
ristas o en beneficio de Australia y Nueva Zelanda. Continuó
administrando las Fidji, Tonga y algunos grupos menores; a
Australia le fue confiado el control de Nueva Guinea y de las
islas alemanas más al este, mientras Nueva Zelanda recibía por
221
mandato la responsabilidad de las islas Cook y las Samoa oc
cidentales. Basta enumerar los componentes del Imperio britá
nico para indicar sus aspectos predominantes. No tenían un ca
rácter unitario ni unas funciones indispensables. Algunos tenían
valor económico, en particular los que producían bienes vendi
bles en el mercado internacional, tales como el caucho, e! esta
ño, el cobre, e! petróleo, ayudándose de ese modo a la balanza
comercial británica. Pero muchos producían y consumían po
co, y en cualquier caso la libertad de comercio no aseguró, an
tes de 1932, especiales beneficios a Inglaterra con respecto a sus
rivales extranjeros. Las colonias privadas de valor económico
no eran necesariamente inútiles: algunas aseguraban ventajas es
tratégicas en regiones de vital importancia, permitiendo a los in
gleses explotar todo su poderío. Aun así, en conjunto, es pro
bable que si los británicos hubieran tenido que enumerar las co
lonias que merecía la pena conservar, habrían eliminado una
parte notable de las mismas.
La estructura política de las posesiones coloniales británicas,
a partir de 1815, puede ser reducida a tres características: uni
formidad, subordinación y autonomía local. Las dos primeras
eran comunes a la mayor parte de los imperios contemporá
neos, pero la autonomía de las colonias, aun sin ser caracterís
tica sólo del imperio inglés, constituiría un patrimonio especí
fico de su antigua tradición.
La evidente uniformidad de su gobierno colonial reflejaba la
aplicación generalizada de las instituciones y principios del
«Gobierno de las Colonias de la Corona». Pero ocultaba una
tremenda variedad de estatutos jurídicos entre las diferentes po
sesiones. Para 1920 la dominación inglesa se basaba en cuatro
principios bien distintos. Había colonias «de poblamiento»
(desde el punto de vista legal, aunque no todas hubieran sido
pobladas por emigrantes) que tenían, conforme al derecho co
mún, leyes inglesas e instituciones representativas. Otras habían
sido conquistadas u obtenidas por tratado de otros países de Eu
ropa: pudieron conservar las instituciones anteriores, especifi
cadas en las condiciones de la capitulación o cesión, pero no tu
vieron derecho a las leyes o a las instituciones británicas. Los
protectorados y ios estados protegidos no eran verdaderas co
lonias, sino estados extranjeros colocados bajo la protección de
Inglaterra, que conservaban su nacionalidad y sus formas de
222
Gobierno. Finalmente estaban los mandatos de la Sociedad de
Naciones. Los mandatos de «A» y «B» siguieron siendo esta
dos extranjeros, mientras que los de la categoría «C » fueron in
corporados, y sus habitantes pasaron a ser súbditos británicos.
La variedad en las formas de gobierno era la previsible con
secuencia de la diferencia de estatuto jurídico y de origen de la
colonia. Se acentuó a finales del siglo XIX, cuando reaparecie
ron las compañías privilegiadas como órganos administrativos
de las zonas de influencia y de los protectorados británicos. A
finales del siglo XIX había cuatro compañías: la Compañía Real
del Níger, la Compañía Imperial Británica del Africa Oriental,
la Compañía Británica de Sudáfrica, y la Compañía Británica
del Borneo septentrional. Como las compañías «con carta» de
comienzos del siglo XVII, todas ellas tenían plenos poderes para
gobernar la región asignada por la concesión. Dos de aquellas
exóticas alternativas a la administración metropolitana normal
no duraron mucho. La Compañía Imperial Británica del Africa
Oriental renunció a sus privilegios en 1893; la Compañía Real
del Níger en 1900. Pero la Compañía Británica de Sudáfrica
continuó gobernando Rhodesia hasta 1923, y la Compañía Bri
tánica del Borneo septentrional resistió hasta la invasión japo
nesa en 1942. Por ello tan sólo Rhodesia y Borneo septentrio
nal fueron administradas, durante cierto tiempo, por una com
pañía. Nigeria septentrional y Africa oriental pasaron a la ad
ministración real apenas completada, si se puede decir, su
ocupación.
De esa variedad los ingleses extrajeron poco a poco un sis
tema de administración colonial ampliamente uniforme. Las po
siciones jurídicas particulares fueron armonizadas en el marco
de las leyes británicas. Las colonias de poblamiento que no te
nían un «gobierno responsable» fueron casi todas privadas del
derecho a las instituciones representativas con las Settlements
Acts, y algunas, en las Indias orientales, renunciaron a ellas es
pontáneamente. Solamente las Bermudas, las Bahamas y la isla
de Barbados conservaron asambleas de representantes sin plena
responsabilidad ministerial; las otras tuvieron instituciones tí
picas de las colonias de la Corona y fueron asimiladas a las co
lonias conquistadas. También éstas perdieron poco a poco sus
instituciones peculiares, heredadas de los fundadores europeos,
partiendo del supuesto de que el tiempo cancelaba las promesas
223
formuladas en el momento de la conquista o de la cesión. Con
todo, la Guayana británica conservó su posición hasta 1928,
mientras que en otras colonias sobrevivieron varias leyes ex
tranjeras e instituciones menores.
También los protectorados y los estados protegidos fueron
gradualmente asimilados a las «Colonias de la Corona». Algu
nos, como Ashanti, Kenia y Rhodesia del Sur, fueron transfor
mados en auténticas colonia? mediante una ley votada por el
Parlamento. Los demás siguieron siendo técnicamente protec
torados, y por consiguiente estados extranjeros; pero las Fo-
reign Jurisdiction Acts permitieron al gobierno administrarlos
como colonias. Nada se oponía legalmente a una anexión, pero
el hecho de que los habitantes no se convirtiesen en súbditos
ingleses, quedando, pues, excluidos de las instituciones y leyes
de la madre patria, favorecía su administración; se podía, por
ejemplo, mantener en vigor las leyes locales y atribuir a los fun
cionarios británicos poderes policiales, e incluso simijudiciales,
prácticamente ilimitados. Aparte de esto, sin embargo, los pro
tectorados fueron casi todos gobernados como verdaderas «Co
lonias de la Corona».
Las excepciones fueron los estados protegidos, como Egipto,
Zanzíbar, Brunei, los estados malayos y Tonga. Estos conser
varon los soberanos y las formas políticas nativas, pero los re
sidentes británicos recibieron notables poderes políticos, y en
algunos estados fue la burocracia inglesa la que se encargó de
la administración. Formalmente, no estuvieron nunca bajo la so
beranía británica, pero en otros aspectos estuvieron muy cerca
de los principados indios.
Una distinción análoga sobrevivió entre los diversos tipos de
mandatos ingleses. Los mandatos «A» (Palestina, Irak y Jorda
nia) fueron tratados como estados protegidos, y los «B» (Tan-
ganica, Togo y Camerún) como protectorados: el primero fue
tratado como «Colonia de la Corona», y los otros anexionados
a Costa de Oro y Nigeria.
La uniformidad en el interior de las dependencias coloniales
pasó a ser casi —pero no enteramente—, completa: en defini
tiva, la diferencia más importante era la que existía entre los es
tados protegidos y los mandatos «A», y el resto. Los primeros
conservaban una cierta identidad nacional, y, al menos formal
mente, un gobierno autónomo; el resto quedó asimilado al ge-
224
nérico Crown Colony Government (Gobierno de las Colonias
de la Corona).
La subordinación a la autoridad británica era universal. Las
colonias de poblamiento tenían derechos constitucionales por
que eran auténticos dominios; las «Colonias de la Corona» no
los tenían, porque o bien eran territorios conquistados, o bien
los habían perdido con las Settlements Acts o las Foreign Juris-
diction Acts. Constituciones y leyes podían ser modificadas me
diante una simple decisión del gabinete, y los asuntos internos
estaban sometidos a la autoridad del Parlamento inglés. Las co
lonias de las potencias continentales siempre habían conocido
este tipo de subordinación, que, en cambio, resultaba una no
vedad para la tradición imperial británica.
Con todo, las «Colonias de la Corona» británicas gozaron
de una autonomía notablemente mayor que la de casi todas las
colonias extranjeras contemporáneas, en parte debido a la per
sistencia de la antigua tradición, según la cual las colonias de
bían autogobernarse y en parte debido a que la Oficina Colo
nial no podía administrar sino en líneas generales un imperio
tan amplio. Por tanto, las «Colonias de la Corona» podían apro
bar leyes, en los consejos legislativos, u «ordenanzas», en los
consejos ejecutivos, aunque no dispusieran de un verdadero ór
gano legislativo. Tenían la iniciativa en todas las cuestiones in
ternas y presupuestos propios. Conservaban los excedentes de
los ingresos, pedían préstamos destinados a las obras públicas
e incrementaban los servicios sociales. Para todas esas cuestio
nes era necesaria la autorización de la Oficina Colonial, que en
cambio era superflua en las colonias dotadas de «gobierno res
ponsable». Por lo normal, la autorización era concedida siem
pre que no se vieran lesionados ios intereses o los principios bri
tánicos, pero el precio de la autonomía era la solvencia econó
mica. Una colonia rica podía hacer muchas cosas, pero una co
lonia pobre, sobre todo si dependía de las subvenciones impe
riales, debía someterse a un riguroso control.
Esta autonomía era administrativa más que constitucional, y
no implicaba necesariamente el control del gobierno por parte
de los súbditos coloniales. Los consejos legislativos solían in
cluir a algunos miembros nombrados o elegidos, que no tenían
un carácter oficial; ahora bien, hasta que Jamaica no tuvo una
asamblea compuesta exclusivamente por miembros electos en
225
1944, únicamente Ceilán (de 1923 a 1931) y la Guayana britá
nica contaron con una mayoría de miembros electos en sus con
sejos. La iniciativa «local» correspondía, pues, a los funciona
rios británicos y a los notables indígenas, nombrados desde arri
ba, que controlaban los consejos legislativos; éstos, por lo co
mún, se limitaban a hacer la voluntad del gobernador. Este, a
su vez, no podía evitar las presiones de los intereses locales y
de la prensa colonial, y algunos adoptaban, casi siempre a la ma
nera del camaleón, los puntos de vista de los gobernantes. Pe
ro, en última instancia, la autonomía colonial no significó otra
cosa que una delegación de poderes en los representantes de la
autoridad imperial, en lugar de un control directo del Par
lamento.
El «Gobierno de las Colonias de la Corona» constituyó un
buen procedimiento, pero no representó una solución al pro
blema específico de los imperios tropicales modernos: cómo go
bernar a unas numerosas poblaciones no europeas.
En las posesiones británicas más antiguas (islas del Caribe,
colonias conquistadas antes de 1815), así como en las pequeñas
colonias del Africa occidental, como Sierra Leona, Costa de
Oro y Lagos, antes de que adquiriesen vastos territorios en el
interior, el problema no revistió importancia. Las más antiguas
de las colonias azucareras disponían de una vasta población
blanca, y la mayoría de los hombres de color, los antiguos es
clavos, habían asimilado ya las costumbres europeas. Los habi
tantes de las colonias pequeñas, adquiridas en las primeras dé
cadas del siglo X I X en Africa occidental y en otras regiones, eran
súbditos británicos y se servían del derecho británico o euro
peo. Los asuntos locales eran administrados por municipios o
jueces de paz; en la propiedad de la tierra se aplicaban los prin
cipios legales europeos. En resumen, tales colonias marítimas
se adaptaban a los sistemas europeos y no exigían una forma es
pecial de administración colonial.
No podía afirmarse otro tanto de la mayoría de las posesio
nes tropicales británicas a finales del siglo X I X . Tenían poquí
simos habitantes europeos y en cualquier caso eran demasiado
grandes y populosas para ser asimiladas con facilidad a las cos
tumbres europeas. La sociedad nativa se basaba en las tribus,
las aldeas o los pequeños reinos, y el individuo, tan importante
en la legislación europea, no tenía un estatuto jurídico defini-
226
do. Por consiguiente no se podían aplicar los viejos módulos
de gobierno: Nigeria septentrional no podía ser tratada como
Lagos. De todos modos, era preciso imponer alguna forma de
gobierno, si no se quería arriesgar la seguridad del control bri
tánico; además, la necesidad de la recaudación fiscal comporta
ba la existencia de una administración. Se trataba, pues, de de
cidir qué método de gobierno se adaptaría mejor a esta parti
cular situación.
Hacia 1900 el problema de la formulación de una «política
indígena» para las dependencias tropicales británicas se limita
ba a Africa, porque los métodos de administración o control de
las sociedades no europeas en Asia y el Pacífico estaban ya bien
definidos. En un primer momento pareció probable que se apli
cara por doquier una forma de «gobierno directo» conforme al
esquema de la India británica, dado que pocos gobiernos indí
genas eran lo bastante firmes o eficientes como para ser trata
dos de igual modo que los estados protegidos, y el control ase
gurado por los métodos de un «gobierno indirecto», menos rí
gido, no era suficiente. El «gobierno directo» fue aplicado al
Africa occidental británica (Kenia y Uganda) y a otras colonias,
como Sierra Leona, donde había sido constituida una red de co
misarios británicos y funcionarios africanos. Los ingleses actua
ban muchas veces a través de los sistemas nativos, pero consi
deraban a los soberanos hereditarios, o a los «jefes garantes»
nombrados en su lugar, como asalariados de una administra
ción colonial. En definitiva, estas regiones fueron gobernadas
más o menos como la India británica, aun siendo mucho me
nos compleja su administración.
El mismo proceso estaba en curso en otras partes del Africa
británica, y probablemente se habría hecho universal de no ha
ber sido por F. D. Lugard, alto comisario del nuevo protecto
rado de Nigeria septentrional de 1900 a 1906 y gobernador de
Nigeria —que para entonces comprendía la colonia de Lagos y
los protectorados de la Nigeria meridional y septentrional—
desde 1912 hasta 1919. Lugard puso a punto su sistema de ad
ministración indígena durante su mandato en Nigeria septen
trional, donde el poder de los emires musulmanes era tal que
hacía inevitable una forma de «gobierno indirecto». Lugard lo
aceptaba, pero.buscaba algo más. Como hiciera Gordon en las
islas Fidji (cuyas ideas habían sido introducidas en la Nigeria
227
meridional, en 1899, por un antiguo subordinado suyo, sir W.
McGregor), Lugard quería conservar la estructura social y po
lítica de la sociedad africana y evitarle las peores consecuencias
de la influencia europea. Al mismo tiempo los ingleses se ha
bían propuesto hacer «progresar» a Africa, eliminando los sis
temas que consideraban moralmente discutibles e introducien
do las mejores cosas de Europa, tales como la educación y la
honradez administrativa. El «gobierno directo» habría sido de
masiado perjudicial, en el caso de que hubiera sido posible, por
que habría destruido el autogobierno y la organización social;
el «gobierno indirecto» convencional era demasiado débil, por
que no otorgaba suficiente autoridad a los europeos, ni permi
tía ejercer una beneficiosa influencia sobre los indígenas. Lu
gard pensó resolver el problema uniendo al riguroso control
asegurado por el dominio «directo» la tolerancia hacia los de
rechos de los nativos, característica del «indirecto». Elaboró su
sistema en la Nigeria septentrional, trató de extenderlo al resto
de Nigeria después de 1912, y lo propagó en The dual manda-
te, en 1922, tras jubilarse. Su principio básico era que las colo
nias africanas debían ser mantenidas bajo el control de gobier
nos británicos fuertes, pero que la administración debía ser de
jada de hecho en manos de las «autoridades indígenas» y pre
feriblemente de los jefes hereditarios’, libres de restricciones, pe
ro siempre subordinados. Libres de restricciones quería decir
que habían de ser en buena medida autónomos, con su tesoro
público, tribunales, leyes, etc. Subordinados significaba que no
eran autónomos en las relaciones con el exterior, que debían
obedecer las leyes emanadas del gobierno colonial y las órde
nes de los funcionarios británicos, y contribuir con parte de los
ingresos al tesoro de la colonia. El sistema, por tanto, trataba
de equilibrar la autonomía de los indígenas con la autoridad im
perial, permitiendo a los no europeos tomar parte activa en el
gobierno del país, sin poner en peligro el control británico.
Los principios de Lugard y las reglas preciosas que éste ela
boró para su aplicación tuvieron una amplia difusión y fueron
llevados por sus discípulos a otras regiones africanas. Otros,
con objeto de adaptar la teoría a un medio distinto, introduje
ron algunas modificaciones desaprobadas por Lugard. En Tan-
ganica, por ejemplo, sir Donal Cameron aplicó el mismo siste
ma con muchas variantes. Así pues, la enorme difusión del «go-
228
bierno indirecto», tal como fue definido por Lugard, tuvo más
que ver con su concepción de la «política indígena» y de las re
giones no europeas en general que con unas reglas en particu
lar. Agradó a los humanitaristas, alarmados por los gritos de
horror ante la «pacificación» que se estaba llevando a cabo en
las colonias británicas y extranjeras, porque ponía de relieve el
derecho de los pueblos indígenas a ser respetados. Era compa
tible con la nueva antropología, que contradecía el antiguo su
puesto de que todos los no europeos eran bárbaros incapaces
de autogobernarse, aptos sólo para aprovecharse de una com
pleta asimilación a los sistemas de vida y gobierno de Europa.
Resolvía también el problema de cómo podían los europeos ac
tuar en calidad de «administradores fiduciarios» de otros pue
blos, porque les permitía conservar su identidad bajo la protec
ción de una autoridad extranjera. Y, finalmente, satisfacía a
cuantos exigían que se realizaran economías en la administra
ción colonial, porque las «autoridades indígenas» debían ser
económicamente autosuficientes. El éxito de la teoría de Lu
gard se debió, por tanto, en buena parte, a la coincidencia de
diversas circunstancias: aportaba la solución a unos problemas
acuciantes.
El resultado fue que entre 1920 y 1945 el proceso de inten
sificación del control británico sobre las posesiones africanas
asumió la forma de un «gobierno indirecto» ejercido a través
de los órganos indígenas tradicionales, más que mediante fun
cionarios de profesión. Pocos eran los países que se prestaban
a tal experimento tanto como la Nigeria septentrional; en mu
chos, para aplicar la fórmula, hubo que crear instituciones tri
bales y jefes que suplieran a las «autoridades indígenas». En
Africa oriental la nueva teoría se plasmó en la adición de «con
sejos de nativos» a la burocracia del «dominio directo» y la
adopción de la teoría de las «dos pirámides» del avance euro
peo y africano. A la teoría se recurrió incluso en el Africa aus
tral .y central para justificar la autonomía concedida a los afri
canos en sus reservas. Entre 1920 y 1939 el «gobierno indirec
to» fue el factor más eficaz de la política británica en el Africa
tropical.
A finales de la década 1940-1949 fue posible evaluar los re
sultados a largo plazo de los dos elementos fundamentales del
dominio británico en las colonias tropicales: «Gobierno de las
229
Colonias de la Corona» y política indígena. En su favor hay
que decir que el dominio inglés, tras la primera fase destructi
va, fue honrado, humano y tolerante. En muchas regiones, y ba
jo formas profundamente diversas, conservó lo mejor de las ins
tituciones, de las leyes y de las costumbres indígenas. Eliminó
la esclavitud y muchas costumbres ofensivas para la sensibili
dad occidental. Introdujo los medios de comunicación, la me
dicina, la educación, los métodos avanzados de cultivo occiden
tales, y creó la infraestructura de un Estado moderno. No se
puede ciertamente afirmar que el gobierno británico significara
tiranía o explotación.
Su mayor defecto, que se puso de relieve tras la descoloniza
ción, es que fue demasiado negativo. Se basó en dos supuestos,
que luego se revelaron erróneos. En primer lugar, pretendía la
autosuficiencia económica de las colonias, y por ello Gran Bre
taña, antes de 1940, hizo bien poco por «desarrollarlas». Las co
lonias pobres lo siguieron siendo, y sólo aquellas naturalmente
ricas estuvieron en condiciones de permitirse las ventajas de la
civilización moderna. En segundo lugar, los ingleses se basaron
en el supuesto de que su imperio estaba destinado a mantenerse
eternamente, y que la colonización de los trópicos era una ope
ración destinada a durar indefinidamente. Las potencias no se
preocuparon de preparar a las colonias para la independencia.
Ahí fue donde se reveló sobre todo el significado del «Gobier
no de las Colonias de la Corona» y del «gobierno indirecto».
El primero era ejercido por ciudadanos expatriados y no ofre
cía perspectivas a los aspirantes, políticos de las colonias que de
seaban aprender el arte de gobernar. El segundo, conservando
los aspectos tradicionales del Estado y la sociedad indígenas, su
puso una barrera para el desarrollo de unas naciones modernas,
unitarias, progresistas, que ofrecieran oportunidades de hacer
carrera a los hombres capaces. Ambos sistemas eran perfecta
mente adecuados para la administración de las posesiones, pero
no fueron, pese a cuanto se dijo en el período de la descoloni
zación, la cuna de la independencia.
El resultado fue que durante los veinte años posteriores a
1945, cuando el deseo de independencia se hizo irresistible, la
política inglesa tuvo que ser transformada de modo radical. Las
instituciones de las «Colonias de la Corona» adquirieron un ca
rácter protoparlamentario, aumentando el número de elemen-
230
tos representativos en los consejos legislativos, y los no euro
peos fueron admitidos en los consejos ejecutivos, mientras que
los soberanos de los estados protegidos eran persuadidos para
que se federaran y adoptaran las instituciones democráticas. Se
comenzó a preparar a los no europeos para asumir puestos cla
ve, administrativos o no. Hubo que descartar tanto el «gobier
no directo» como el «indirecto». Las autoridades locales elec
tivas sustituyeron a los jefes tradicionales y a los funcionarios
no europeos; costumbres y leyes regionales se fusionaron en sis
temas jurídicos y magistraturas nacionales. La democracia sus
tituyó a la autocracia tradicional. En veinte años fue necesario
demoler el complejo sistema laboriosamente contruido durante
los largos períodos del dominio colonial.
En 1964 el proceso estaba casi completado: en su mayoría,
las posesiones inglesas se habían convertido en estados sobera
nos. Si durante esa última fase los británicos se mostraron a me
nudo reacios a transferir los poderes supremos con la urgencia
deseada por los africanos y asiáticos, fue más por conservadu
rismo y por una valoración realista de los problemas a que esas
naciones artificiales tendrían que enfrentarse, que por oposición
al proceso de descolonización.
Se ha afirmado que en casi todas sus colonias los ingleses sal
vaguardaron de manera óptima sus intereses, excluyendo a las
otras potencias y manteniendo la estabilidad política, presu
puesto indispensable para la actividad económica. El imperio
colonial en sí no fue una empresa lucrativa, aunque el apetito
entra comiendo. Cuando las colonias estaban en condiciones de
vivir como estados libres y de administrarse, Gran Bretaña te
nía poco o nada que perder con su independencia. Los intere
ses estratégicos no eran ya los de la época del reparto: en ge
neral, las bases militares y navales no tenían ya importancia vi
tal, aunque se mantuvieran algunas, con el consentimiento de
los nuevos estados, tras la descolonización. Los intereses eco
nómicos se habrían visto perjudicados si hubiera disminuido la
seguridad política, pero los nuevos estados no estaban en con
diciones de negarse a vender sus productos al mundo occiden
tal y no era probable que la descolonización privase a Europa
de los productos alimenticios o minerales del trópico. Por ello
las dependencias imperiales de Gran Bretaña, a diferencia de las
colonias de poblamiento, fueron expresión de circunstancias
231
transitorias, producto de unas necesidades británicas concretas
en unas situaciones mundiales concretas. El imperio tropical fue
sólo un acto de ocupación y pudo ser abandonado sin pérdidas
significativas. Pero la colonización fue un hecho imborrable,
aun cuando las colonias se convirtieran en países soberanos.
En la era poscolonial, ésa fue la principal característica que
siguió diferenciando a la colonización británica en América y
Australasia de la ocupación británica de territorios en Africa,
Asia y el Pacífico.
232
10. El imperio colonial francés después
de 1815
233
rún. También en Africa, los franceses poseían Somalia, Mada-
gascar, la isla de Reunión y las Comores. Así pues, las seme
janzas entre el Africa francesa y la británica eran evidentes. Am
bas comprendían algunos territorios islámicos en el norte, un
bloque tropical, colonias «mixtas» de poblamiento e islas en el
océano Indico. Estas posesiones habían sido adquiridas en el
mismo período y más o menos por las mismas razones, y plan
teaban similares problemas de política y gobierno.
Este dualismo se repetía en otras partes del mundo. En el
Oriente Medio Francia tenía mandatos sobre Siria y Líbano. En
la India tenía cinco pequeñas bases, vestigios de sus ambiciones
en el siglo XVIII. En el Asia sudoriental tenía la Unión Indo
china, federación que incluía la colonia de Cochinchina y los
protectorados de Annam (Vietnam), Tonkín, Camboya y Laos.
En el océano Pacífico poseía Nueva Caledonia, un grupo de is
las en torno a Tahití (Oceanía) y un condominio con Gran Bre
taña sobre las Nuevas Hébridas.
El carácter del imperio francés reflejaba los módulos según
los cuales se había desarrollado en el curso del siglo XIX. Al
igual que el británico, en general no había seguido en su for
mación las pautas de un pian bien definido, ni tenía unidad de
carácter o de funciones. Muchas colonias francesas eran pro
ducto de la expansión, no planificada, de núcleos preexistentes:
Senegal y buena parte del Africa occidental habían nacido de in
tereses comerciales locales y de problemas de jurisdicción. Tu
nicia fue producto de la iniciativa de financieros franceses y de
la rivalidad con Italia. Indochina fue ocupada como consecuen
cia de las dificultades con que tropezaran las misiones francesas
y de la inestabilidad de la cabeza de puente en Cochinchina.
Oceanía fue adquirida por la iniciativa de los misioneros y la
intervención de oficiales de la marina de guerra. En este senti
do, el Imperio francés fue más o menos producto de unas cir
cunstancias y unos problemas periféricos, como el Imperio
británico.
Pero había una diferencia. En 1815 Francia tenía pocas colo
nias que pudieran tender a expandirse en los territorios veci
nos, y su comercio ultramarino tenía proporciones demasiado
reducidas como para constituir un fuerte incentivo a las con
quistas territoriales. Probablemente Francia habría podido evi
tar un segundo imperio colonial, pero Gran Bretaña no. Fran-
234
cía no trató insistentemente de asegurarse la gloria a través de
la colonización, y el imperialismo metropolitano fue esporádi
co. Con todo, en diversas ocasiones ciertas presiones en el in
terior de Francia llevaron a adquisiciones territoriales que ha
brían podido ser evitadas o que fueron mayores de lo que exi
gía la crisis en la periferia. En un primer momento Argelia fue
fruto de la política seguida por la monarquía de la Restaura
ción, deseosa de lograr algún éxito espectacular, y a la comple
ta ocupación se llegó por las ambiciones de los militares de
carrera. Indochina se desarrolló tras de una crisis secundaria, a
comienzos de la década de 1860-70, alimentada por los entu
siasmos colonialistas de la metrópoli. La adquisición de nume
rosos territorios africanos, a partir de 1884, fue reflejo de la hos
tilidad de Francia hacia Gran Bretaña y del interés cada vez ma
yor por las posesiones tropicales; la de Marruecos fue sobre to
do un medio de salvar el honor tras el incidente de Fachoda.
Mucho más que el británico, por consiguiente, el moderno
Imperio francés fue producto de un premeditado deseo de con
quista. Los franceses lo sabían Bien y se tomaron la cuestión
muy en serio. También por esto se especializaron en la teoriza
ción de la política colonial. Pero había también otras razones.
Francia era una potencia continental para la que las colonias só
lo tenían una importancia marginal. Los más acérrimos colo
nialistas debían justificar el imperio en términos de política con
tinental: a partir de 1871, en especial, a fin de demostrar que
podía servir para la reconquista de Alsacia-Lorena. Antes de
1870 el imperio era pequeño. La pretensión de Guizot de que
Francia necesitaba points d ’appui justificaba las bases comercia
les menores, en tanto que la argumentación de Bugeaud de que
Francia necesitaba colonias de poblamiento justificaba la pose
sión de Argelia. Pero la colonización tropical a gran escala, con
los gastos correspondientes, precisaba de otros pretextos; y una
vez conquistadas tales colonias, los teóricos estuvieron dispues
tos a justificarlas. Adoptando la distinción de Leroy-Beauiieu
(«las colonias o factorías comerciales, las colonias agrícolas or
dinarias o de poblamiento, y las llamadas colonias de planta
ción o de explotación») 2, mantuvieron que la mayoría de las
posesiones, con excepción de Argelia (colonia«mixta») entraban
dentro de la última categoría. Era, pues, necesario definir la
«utilidad» particular que Francia podía obtener de ellas, y en-
235
tonces se pretendió que aseguraban dos ventajas. Las colonias
tropicales ofrecían mercados a la exportación, daban empleo al
excedente de capital y proporcionaban materias primas: harían
a Francia rica y poderosa en Europa. Además, podían aportar
soldados al ejército, remediando la inferioridad con respecto a
Alemania y Rusia. Naturalmente jamás se demostró que asegu
rasen realmente estos beneficios, pero, convencidos de ello, los
colonialistas más fanáticos tenían las manos libres para actuar.
La teoría imperialista tenía, sin embargo, raíces igualmente
en la tradición política y filosófica. La Francia posrevoluciona
ria heredó el igualitarismo y la preocupación por los principios
de la libertad política de la Ilustración y la Revolución, la cen
tralización administrativa y la autocracia del Antiguo Régimen
y del Primer Imperio, y la precisión en materia constitucional
y legal del Derecho romano y del Código de Napoleón. Y el
moderno imperio reflejaba todas esas influencias. En teoría era
liberal, pero en la práctica era centralizador y autoritario; su ad
ministración estuvo marcada por una bien definida óptica jurí
dica y una especie de pasión por la simetría. Muchos historia
dores franceses han subrayado excesivamente los aspectos pu
ramente teóricos del imperio, pero es justamente esta tentativa
de imponer una uniformidad y una racionalidad a un imperio
casi tan diverso como el inglés lo que otorga un interés especial
a la historia colonial francesa.
La actitud de Francia hacia el imperio se basaba en las fun
ciones económicas de éste. Los franceses jamás olvidaron el ri
guroso supuesto del Antiguo Régimen según el cual las colo
nias debían ser económicamente útiles a la metrópoli, y perma
necieron fieles al viejo principio de la exlusividad. No les ha
bría convenido adoptar la libertad de comercio porque Gran
Bretaña tenía la ventaja de su industria y su flota mercante; has
ta 1861, por tanto, el «mercantilismo» sobrevivió prácticamen
te inalterado. Las colonias solamente podían vender a Francia
e importar de Francia o a través de Francia, y debían servirse
de su marina mercante. Más tarde Francia adoptó provisional
mente la libertad de comercio, no porque le agradase, sino en
parte porque el Segundo Imperio tenía necesidad de mejorar las
relaciones con Gran Bretaña y en parte porque las colonias fran
cesas en el Africa occidental y en el caribe dependían económi
camente de las importaciones de productos ingleses. Por el tra-
236
tado anglofrancés de 1860 Francia se comprometió a abrir ios
mercados coloniales, así como a reducir las tarifas arancelarias.
Las islas del Caribe tuvieron libertad comercial en 1861, Gua-
yana y Senegal en 1864, Argelia en 1867, y en 1868 un edicto
general abolió las leyes, de diversos orígenes, que habían cons
tituido el antiguo pacte colonial. Pero a partir de 1880 la situa
ción cambió de nuevo. Francia estaba en malas relaciones con
Inglaterra, mientras que Alemania y los demás estados euro
peos estaban adoptando un proteccionismo rígido. Además, las
nuevas colonias pesaban en el presupuesto y era preciso justi
ficarlas a los ojos de la opinión pública. Los colonialistas se vol
vieron, pues, automáticamente, hacia el exclusivismo. De este
modo se expresaba en 1891 Eugéne Etienne, decano del partido
colonialista: «Puesto que Francia debe cumplir las obligaciones
que el dominio colonial comporta, estamos convencidos de que
es justo hacer de él un mercado reservado a los productos
franceses» 3.
La libertad comercial no tardó en ser repudiada. Nunca com
pletamente, puesto que las colonias continuaron abiertas al co
mercio y la navegación extranjeros, pero Francia se las arregló
para establecer un anillo aduanero alrededor de su imperio. Es
te nuevo sistema dividía a las colonias en dos categorías. Per
tenecían a la primera aquellas que habían sido teóricamente asi
miladas al sistema arancelario metropolitano y formaban par
te integrante de éste. En 1884 y 1887, respectivamente, Argelia
e Indochina aplicaron las tarifas metropolitanas. En 1892 el mi
nistro Méline impuso la primera tarifa proteccionista general en
Francia, extendiéndola luego a todas las colonias, salvo las del
Africa occidental, el Congo y el Pacífico, excluidas porque las
colonias africanas entraban en los acuerdos impuestos por los
tratados internacionales, mientras que las del Pacífico depen
dían del comercio con las vecinas posesiones inglesas. Cada una
tuvo, pues, un régimen fiscal propio, pero en todas el comercio
francés gozó de un trato preferencial. Este doble sistema duró
prácticamente hasta 1945, pero no resultó satisfactorio para nin
guna de las partes. Las colonias integradas con la metrópoli se
veían perjudicadas por la unilateralidad del sistema. Francia im
ponía tasas a diversos productos tropicales, aunque teóricamen
te su mercado fuera completamente libre para las colonias asi
miladas a sus tarifas. En determinado instante pareció incluso
237
probable el recurso a medidas proteccionistas para la defensa de
la industria de la metrópoli, expuesta a la competencia de las co
lonias. Con todo, Francia no conseguió asegurarsel el monopo
lio del comercio colonial. En valor, las importaciones del exte
rior a las colonias no bajaron nunca del 50 por 100 de las im
portaciones provenientes de Francia, y llegarían incluso a los
dos tercios en 1926. Las exportaciones coloniales hacia el exte
rior aumentaron casi un 50 por 100 respecto de las exportacio
nes a la madre patria durante la última década del siglo, hasta
alcanzar, también en este caso, los dos tercios en la década
1920-30. La proporción del comercio global de ultramar con las
colonias fue siempre exigua: alrededor del 10 por 100 en 1897
y el 12,7 por 100 en 1927 4. En pocas palabras, las colonias ja
más constituyeron para Francia una reserva exclusiva y no tu
vieron jamás una importancia primordial para ella. La realidad
económica se impuso a la teoría del imperio entendido como
factor de utilidad económica.
En lo referente al gobierno y al derecho colonial, la historia
del Imperio francés es interesante por el contraste entre la ra
cionalidad y universalidad de la teoría y la variedad de la
práctica.
Los franceses pensaban que las relaciones constitucionales en
tre metrópoli y colonias debían basarse en un supuesto deriva
do de los principios republicanos de 1789. La república era una
e indivisible: las colonias eran parte integrante de ella y debían,
idealmente, asimilarse a ella en todo y para todo. La assimila-
tion fue por consiguiente la idea imperial de todos los gobier
nos republicanos, si se excluyen los de los períodos 1815-48 y
1852-71. Se definió como «el sistema que tiende a anular toda
diferencia entre colonias y madre patria, en cuanto las conside
ra exclusivamente una prolongación de esta última en ultra
mar» 5. Ello comportaba no solamente un sistema arancelario
único, sino también la aplicación de la organización guberna
mental y legislativa de la metrópoli, la presencia de represen
tantes de las colonias en la asamblea francesa y una completa
asimilación cultural. Francia no admitió nunca otra posibilidad,
ni siquiera teóricamente. El assujetissement —la completa su
bordinación, característica del Antiguo Régimen— era incom
patible con los derechos del hombre, y la autonomía, conforme
al modelo británico, estaba en contradicción con la unidad de
238
la república. Los problemas prácticos obligaron a los franceses
a reconocer la necesidad de adoptar el principio de la associa-
tion, según el cual las colonias deberían mantener su identidad
y ser gobernadas pragmáticamente. Con todo, esa asociación si
guió siendo un simple sustituto, dictado por exigencias prácti
cas, de la asimilación. La misión imperial tenía que consistir en
modelar las colonias hasta convertirlas en otras tantas réplicas
de la misma Francia, para luego incorporarlas a la metrópoli.
Traducidos a la práctica administrativa, tales principios die
ron al Imperio francés dos características principales: una in
tensa concentración del poder en París y una falta de autono
mía en las colonias.
La autoridad central suprema era la Asamblea francesa, que
tenía poder legislativo para cada región del imperio. En la prác
tica, este hecho equiparaba a la Asamblea francesa con el Par
lamento británico; en teoría, su autoridad tenía raíces distintas,
porque las colonias estaban representadas y tenían derecho a
aprobar o rechazar las leyes que les concernían, por lo menos
durante el período republicano, de 1848 a 1852, e ininterrum
pidamente a partir de 1870. La presencia de diputados colonia
les se ajustaba por ello a los principios republicanos, pero por
lo demás no servía de mucho. Tan sólo las auténticas colonias
(islas del Caribe, Senegal, Argelia, Reunión, Cochinchina, terri
torios de la India y del Pacífico) enviaron representantes; el res
to del imperio, en cuanto constituido por protectorados o man
datos que no formaban parte de la república, no los tuvieron.
Pero la representación colonial quedaba muy por debajo de lo
debido: en 1848 había sólo ocho delegados de las colonias en
una cámara de 750 miembros; en 1936, 20 de un total de 612,
y entre 1946 y 1958, 80 de un total de 600: demasiado pocos
para constituir un partido o influir en la legislación. Hasta 1946
las limitaciones electorales comportaban que tales diputados no
fuesen ni siquiera representantes de las colonias en su conjun
to; y, sin embargo, estaban obligados a imponer el respeto a las
leyes francesas en los países respectivos.
Efectivamente, la Asamblea francesa no desempeñó en el go
bierno del Imperio un papel mayor que el que desempeñó el
Parlamento británico. EÍ poder efectivo estaba en las manos del
ejecutivo. De 1800 a 1848, primero el emperador y luego el rey,
tuvieron el control tanto de la legislación como de la adminis-
239
tración. Más adelante, el presidente o el emperador tuvieron el
poder de promulgar decretos que tenían pleno vigor en las co
lonias, y solamente estaban subordinados a las leyes votadas en
la Asamblea. Durante la década de 1850-60, sin embargo, se es
tableció una clara distinción jurídica en el tipo de legislación
que se debería aplicar a las colonias francesas. En última ins
tancia, pues, el Imperio fue administrado por el gobierno de la
república, es decir, por el gabinete francés y el ministro
correspondiente.
Aun así, al ser un Estado centralizado y eminentemente bu
rocrático, Francia se decidió muy tarde a crear un auténtico mi
nisterio de las colonias, más tarde incluso que Gran Bretaña.
Había tres obstáculos. En primer lugar, muchos republicanos
sostenían que la assimilation lo hacía inútil, puesto que las co
lonias eran únicamente departamentos de ultramar, a adminis
trar por medio de los ministerios normales según la naturaleza
de las medidas. En segundo lugar, era tradición francesa que to
dos los ministros pudiesen intervenir en la administración co
lonial. Y finalmente, durante largo tiempo, las colonias fueron
demasiado pocas para que se impusiera la necesidad de un mi
nisterio, y por tradición, las existentes eran confiadas al minis
terio de Marina. De ahí que entre 1815 y 1858 los asuntos co
loniales fueran competencia de una subsección de este ministe
rio, como antes de 1789. Argelia, que a la sazón era la única co
lonia de cierta importancia, fue en un primer momento admi
nistrada por el ministerio de la Guerra y en 1848 asimilada com
pletamente a Francia gracias al llamado rattachement de los
asuntos argelinos al gobierno francés. El verdadero ministerio
de las colonias fue creado por Napoleón III en 1858, sobre to
do para dar un cargo a su sobrino, el príncipe Napoleón. Pero
en 1860, cuando éste se desinteresó del tema, el ministerio fue
suprimido. Argelia volvió a su rattachement, y las demás colo
nias al ministerio de Marina.
Pero en 1883 el imperio había crecido mucho y se impuso la
necesidad de crear un ministerio específico. De 1883 a 1894 las
colonias dependieron de un subsecretario, que no estaba subor
dinado al ministerio de Marina ni era personalmente responsa
ble ante la cámara. Para someterlo a la supervisión parlamenta
ria en 1894 se creó un verdadero ministerio de las Colonias, aun
que sus poderes aún eran limitados. N o tuvo nunca jurisdic
240
ción sobre Argelia, aún asimilada a la metrópoli, ni sobre Tu
nicia, Marruecos o los mandatos posteriores a 1918, los cuales
eran administrados por el ministerio de Asuntos Exteriores. El
Ministerio de las Colonias debía colaborar con el ejército y la
marina en temas de defensa, y su presupuesto anual tenía que
ser aprobado por la Cámara. El ministerio habría debido ser
guiado por comités especiales en representación de los intereses
de las colonias: el Conseil Supérieur des Colonies, creado en
1883, que duró hasta 1939; el Haut Comité Mediterranéen,
creado en 1935; y, a partir de 1946, el Haut Conseil de l’Union
Frangaise, representando a los gobiernos de los estados miem
bros. Pero se trataba sólo de organismos consultivos, sin auto
ridad efectiva. A pesar de las teorías republicanas, el Imperio
francés fue gobernado directamente por el ministerio de las Co
lonias, como cualquier otro imperio colonial.
Características distintivas del dominio colonial francés fue
ron el gobierno autoritario y la centralización. Esto tuvo dos
aspectos: la autoridad atribuida a la metrópoli, y las limitacio
nes de las instituciones autónomas de las colonias. Pero la au
toridad central era la que decidía. Las colonias estaban obliga
das a respetar las leyes emanadas de la asamblea y los decretos
firmados por el presidente a propuesta del ministro competen
te. Los gobernadores disponían de amplios poderes, pero esta
ban sometidos a un estricto control metropolitano. A partir de
1894 los funcionarios coloniales recibieron su formación en la
Ecole Coloniale y con el tiempo formaron parte de un cadre es
pecial, habituado a la obediencia. En 1887 se creó una organi
zación específica, la Inspection des Colonies, encargada de con
trolar la administración colonial. La política general decidida o
aprobada en París, y las propuestas presentadas por los diferen
tes consejos coloniales u otros órganos consultivos siempre po
dían acabar siendo rechazadas por la metrópoli. El control más
riguroso era el ejercido sobre las finanzas coloniales, clave de
la autonomía local. A los franceses Íes habría gustado asimilar
completamente los presupuestos coloniales en el de Francia, de
jando a las colonias sólo la escasa autonomía de que gozaban
los departamentos y municipios franceses, pero en la práctica
hubieron de conceder una mayor iniciativa local, aunque trata
ron de limitarla lo más posible. En cada caso los aranceles ve
nían fijados por París. Hasta 1841 las Antillas y Reunión pu
241
dieron recaudar impuestos y pagar sus propios gastos, pero es
te experimento de liberalización fracasó debido a que las asam
bleas locales se negaron a votar impuestos demasiado elevados
y Francia se vio obligada a subvencionar los gobiernos. A par
tir de ese momento el control metropolitano se hizo cada vez
más riguroso. Hacia 1900 las finanzas coloniales se clasificaban
en tres categorías: Francia definía el importe de las exacciones
fiscales locales destinadas al pago de los servicios obligatorios.
Se hacía cargo de los gastos de la defensa de la colonia y de ¡os
servicios coloniales en la metrópoli, pero para éstos podía exi
gir la contribución de la colonia. Las colonias eran libres de im
poner otras tasas fiscales, con otros fines, pero sólo después de
haber atendido a los gastos obligatorios y haber obtenido la au
torización de la metrópoli. Por tanto, sólo una minoría de aque
llas colonias que disponían de conseils généraux gozaron en cier
ta medida de libertad fiscal.
La finalidad de este riguroso control presupuestario era lo
grar que la colonia no fuera un peso para la metrópoli. En rea
lidad, sin embargo, las colonias resultaban costosas. En francos
constantes de antes de 1914, los gastos netos de la metrópoli pa
saron de 110 119 000 francos en 1875 a un máximo de
558 140 000 francos en 1913. Luego disminuyeron pero en 1930
continuaban siendo de 378 000 000. La mayor parte de los gas
tos, con todo, eran de carácter militar; las subvenciones civiles
eran únicamente de 40 670 000 francos en 1895 6 y fueron en
disminución constante. Las guerras en Tonkín en 1880-90, en
el Africa occidental en la última década del siglo, y en Argelia
y Marruecos a continuación, representaron enormes desembol
sos. La centralización presupuestaria no permitió nunca a Fran
cia obtener una herramienta fiscal de su imperio, como hicieran
España y Portugal en el siglo XVIII.
El reverso de la centralización del control en París fue la au
tocracia en las colonias. El poder efectivo estaba en manos de
los gobernadores y de los gobernadores generales, los cuales,
en su calidad de representantes directos del presidente, tenían
plenos poderes en sus respectivos territorios. Técnicamente no
existía diferencia de estatuto legal entre gobernadores y gober
nadores generales, pero los gobernadores generales de las tres
federaciones (Africa occidental, Africa ecuatorial e Indochina)
dispusieron de mayor libertad de acción que los otros, en par-
242
ticular que el gobernador general de Argelia, continuamente
atormentado por el Ministerio de la Guerra y por los otros mi
nisterios directamente interesados en los asuntos argelinos. En
apariencia, los gobernadores franceses eran autócratas. Excepto
en Argelia, disponían del control de la administración francesa,
de la policía, de las fuerzas armadas, de la administración local
y de la magistratura. Podían, si bien no oficialmente, hacer ino
perantes las leyes y decretos franceses no promulgándolos. Pe
ro su poder efectivo era moderado mediante varios procedi
mientos. Debían obedecer las órdenes de los ministros y eran
vigilados por inspectores. Su viejo rival, el intendente, fue abo
lido a partir de 1815, pero fue sutituido primero por un ordon-
nateur, que tenía el control de las sumas enviadas por París, ra
tificaba el presupuesto y promulgaba sus propias ordonnances,
y luego, a partir de 1880 más o menos, por un secretario de las
colonias. Los funcionarios coloniales que no se mostraban con
formes con los gobernadores podían apelar a tribunales admi
nistrativos especiales, y en segunda instancia al Consejo de Es
tado en Francia. La opinión pública colonial ejercía una cierta
influencia sobre los gobernadores a través de los consejos loca
les, la prensa, los diferentes grupos de presión, y también, en
algunas colonias, mediante ios propios representantes en la Cá
mara metropolitana. Finalmente, todas las colonias dispusieron
de consejos que los gobernadores debían consultar para casi to
do género de cuestiones.
El órgano consultivo fundamental en todas las verdaderas co
lonias era el conseil d’administration, equivalente al consejo eje
cutivo británico. Normalmente era un organismo oficial, aun
que a veces acogía a una minoría de representantes no oficiales.
Los gobernadores generales de las federaciones dispusieron asi
mismo de un conseil de gouvemement para toda la región y de
una commission permanente de funcionarios encargados de los
servicios administrativos. Ninguno de tales organismos tenía, sin
embargo, autoridad sobre el gobernador, que podía rechazar
sus propuestas, pero en todo caso estaba obligado a remitirlas
al ministerio, lo que permitía a París una cierta supervisión.
En todos estos sectores la práctica francesa fue más o menos
igual a la inglesa: la diferencia estribaba en la carencia de un
equivalente del consejo legislativo británico. En la teoría colo
nial francesa no había espacio para legislaturas coloniales, por-
243
que las colonias eran parte integrante de la república y las otras
posesiones dependían de ella. Francia no podía delegar parte de
su soberanía en las dependencias. Los organismos más pareci
dos a una legislatura eran los conseils généraux, o conseils colo-
niaux, en las cuatro anciennes colonies (Martinica, Guadalupe,
la Guayana y Reunión), en las bases de la India, Senegal, Nue
va Caledonia, Oceanía, Saint-Pierre, Miquelon y Argelia. Pero
se trataba únicamente de órganos administrativos, copiados de
los conseils généraux de los departamentos de la Francia metro
politana. Los del Caribe tuvieron un breve período de gloria en
tre 1833 y 1848, cuando fueron autorizados a votar leyes y dis
pusieron del pleno control de las finanzas locales; después, nin
guno de ellos tuvo auténticos poderes legislativos, en tanto que
severas restricciones fueron impuestas a su autonomía en el te
ma presupuestario.
A pesar de tener poderes limitados, estos consejos eran con
siderados como un privilegio excepcional; en su mayoría, las
posesiones francesas no tuvieron tales consejos, bien porque no
eran colonias verdaderas, bien porque contaban con pocos ciu
dadanos franceses. Con todo, al irse consolidando las nuevas co
lonias, la necesidad de obtener mayores ingresos fiscales y la
cooperación voluntaria de los pueblos sometidos permitieron
experimentos de análoga inspiración. Argelia, el eterno banco
de pruebas de los experimentos coloniales, fue la pionera.
Antes de 1898 dispuso de'tres consejos departamentales en
Argel, Orán y Bona; no tuvo, sin embargo, un consejo general,
por hallarse asimilada a Francia. La necesidad de una organiza
ción regional eficaz impuso más adelante la creación de dos ór
ganos que tenían jurisdicción sobre toda Argelia. El conseil su-
périeur fue más o menos un .consejo colonial normal, aunque
disponía de una mayoría de miembros electos. Carácter más ex
perimental revistieron las délégations financiéres, que consti
tuían la cámara baja de un sistema bicameral. Estaban formadas
por tres órganos, que se reunían por separado. Uno era elegido
por los ciudadanos franceses propietarios de explotaciones agrí
colas; otro por ciudadanos que figuraban en el censo; y el ter
cero por los musulmanes de los departamentos septentrionales
y de la zona meridional sometida al control del ejército. Cada
sección votaba resoluciones sobre los gastos públicos, sobre el
sistema impositivo y sobre las obras públicas; luego, dichas re-
244
s o lu c io n e s era n a g r u p a d a s y r e m itid a s al conseil supérieur p ara
su u lt e r io r e x a m e n . E n c a s o d e s e r a p r o b a d a s , e ra n s o m e tid a s
al g o b e r n a d o r g e n e ra l y lu e g o al m in iste r io d e P a r ís , q u e d e c i
d ía en ú ltim a in sta n c ia . S in e m b a r g o e s te c o m p le jo s iste m a r e
p r e se n ta tiv o n o p r o p o r c io n ó a lo s c o lo n o s y a las p o b la c io n e s
s o m e tid a s el c o n tr o l d e l g o b ie r n o . S u s p r o p u e s t a s p o d ía n s e r
b lo q u e a d a s , y si s e n e g a b a n a v o t a r la s p a r t id a s o b lig a t o r ia s d e l
p r e s u p u e s to p r e se n t a d o p o r el g o b ie r n o , el C o n s e jo d e E s t a d o
fra n c é s p o d ía h a c e rla s e fe c tiv a s d e t o d o s m o d o s .
Esta fue la máxima concesión de Francia en materia de auto
gobierno colonial antes de 1946, y tan sólo de forma excepcio
nal se concedieron instituciones análogas a las colonias cualifi
cadas. Ni el Africa occidental ni el Africa ecuatorial dispusie
ron nunca de consejos electos o délégations, aunque acabaron
teniendo ambas consejos consultivos formados por notables
africanos nombrados. Madagascar tuvo délégations économiques
en 1924, y Oceanía un organismo similar en 1932. También In
dochina tenía obviamente derecho a alguna cosa de este tipo,
porque residían allí demasiados ciudadanos franceses, y porque
la población nativa estaba muy civilizada. Cochinchina, como
colonia a todos los efectos, dispuso de un conseil colonial nor
mal. Los cuatro protectorados tuvieron asambleas locales, par
cialmente elegidas, con análogas funciones consultivas, con sec
ciones separadas para los ciudadanos franceses y para los de
más, salvo en Laos. Además, la Unión Indochina tuvo un grand
conseil federal, similar a las délégations argelinas. Este disponía
de sesiones separadas para los ciudadanos franceses y los otros,
pero se reunía en sesión plenaria, con una mayoría de ciudada
nos franceses de 28 a 23. Era un verdadero organismo federal,
en cuanto sus miembros eran indirectamente elegidos por las
asambleas provinciales, pero sólo disponía de poderes equipa
rables a los de las délégations argelinas, y sus propuestas po
dían ser bloqueadas o modificadas por el gobernador general.
El gobierno colonial francés fue, por todo ello, en sus nive
les superiores, autocrático. Los ciudadanos franceses y los súb
ditos de las colonias únicamente podían ejercer funciones con
sultivas. Esto era, no obstante, coherente con los principios re
publicanos, porque Francia deseaba asimilar las colonias a la
metrópoli, y no quería alentar instituciones autónomas, suscep
tibles de favorecer el separatismo. Este mismo deseo lógico de
245
llegar a la asimilación de las colonias, moderado por procedi
mientos ad hoc para cubrir las necesidades prácticas hasta que
la asimilación se hubiera realizado, caracterizó todos los otros
aspectos de la administración colonial.
El carácter de las instituciones coloniales francesas derivaba
(le la claridad de ideas a propósito de dos cuestiones importan
tes: la condición jurídica de los diversos tipos de posesiones y
el derecho de ciudadanía. Las colonias francesas se dividían en
tres grupos. Las colomes incorporées eran el equivalente de las
colonias británicas auténticas (dominions), aun cuando Francia
no hiciese distinciones entre cólonias de poblamiento y de con
quista. Los protectorados y los mandatos eran los mismos en
ambos casos, y sólo diferían por la ciudadanía. Gran Bretaña
distinguía entre dos categorías de ciudadanos en las colonias,
los súbditos de la Corona y los protegidos; Francia distinguía
entre tres. Los habitantes de las colonias incorporadas asumían
automáticamente la nacionalidad francesa, pero en su gran ma
yoría no eran ciudadanos franceses. Los que tenían la naciona
lidad francesa en la metrópoli eran ciudadanos, pero los habi
tantes de otros territorios que no podían aspirar a la ciudadanía
por derecho de sangre eran a priori solamente súbditos y obte
nían la ciudadanía únicamente en determinadas condiciones, va
riables según las zonas. En este punto el sistema era arbitrario.
En 1833 todos los hombres libres de nacionalidad francesa de
las colonias del Caribe y de la isla de Reunión, y en 1880 todos
los habitantes de Tahití, recibieron plena ciudadanía. En el res
to de las colonias, los súbditos debían reunir ciertas condicio
nes, que usualmente comportaban la renuncia a las religiones
no cristianas y a las costumbres sociales y a los derechos legales
indígenas, así como exámenes de lengua, cultura general y otros.
Como resultado de esto, Francia tuvo un imperio de súbditos:
en 1939, por ejemplo, tan sólo el 0,5 por 100 de los habitantes
del Africa occidental eran ciudadanos franceses.
Este hecho tuvo importantes consecuencias para la adminis
tración colonial y la política indígena. Las colonias donde la ma
yoría de los súbditos no tenían la ciudadanía no disfrutaron de
las clásicas libertades públicas de la metrópoli —libertad de
prensa y de reunión y un derecho penal liberal— : sólo las An
tillas, Reunión, Saint-Pierre y Miquelon gozaron de ellas. Ade
más, los súbditos no podían elegir representantes para la Asam -
246
blea francesa. Las colonias que no contaban con un número su
ficientemente elevado de ciudadanos no tenían derecho a los
consejos coloniales, y así sucesivamente. La administración lo
cal se vio simplificada por el hecho de que los súbditos no eran
administrados conforme al derecho francés, y podían, por tan
to, ser gobernados arbitrariamente, aunque no de manera ofi
cial, mediante instituciones legales del todo arbitrarias, como el
indigénat, y ser sometidos a trabajos obligatorios, denomina
dos prestations. En la práctica, los ingleses se basaban más o me
nos en los mismos principios y gobernaban a la mayoría de los
súbditos no europeos del mismo modo que los franceses, aun
que los protegidos de éstos diferían jurídicamente de los súb
ditos de Gran Bretaña. La diferencia consistía en que mientras
que los ingleses aplicaban, sin plantearse problemas al respecto,
las instituciones no británicas y los métodos arbitrarios de ad
ministración, los franceses preferían justificar sus métodos alu
diendo a unos claros principios legales. Esto se hizo particular
mente evidente en los tres sectores del gobierno municipal, el
derecho y la administración indígena.
Las instituciones municipales reflejaban el estatuto jurídico
de las posesiones y la proporción de ciudadanos que éstas te
nían. Las colonias incorporadas a todos los efectos y las que
contaban con un número suficiente de ciudadanos tenían com-
munes de plein exercice, según el modelo metropolitano, en las
que los alcaldes elegidos, los ayudantes y los concejales admi
nistraban el municipio bajo la supervisión del gobernador, quien
asumía así las funciones del prefecto metropolitano. El grado
de libertad de acción, con todo, era variable. En las Antillas los
municipios eran más o menos autónomos, como los franceses;
en Senegal, Nueva Caledonia, Tahití, Guayana, algunas zonas
de Madagasc^r y Cochinchina, el control, en cambio, era rígi
do. En Argelia los tres departamentos septentrionales tenían
municipios con las mismas funciones que los metropolitanos,
pero dotados de dobles colegios electorales, a fin de que los no
ciudadanos pudieran elegir una minoría de concejales.
A un nivel inferior al de los municipios propiamente dichos,
había tres tipos de municipios menos autónomos. A partir de
1913 casi todo Madagascar obtuvo communes de moyen exer
cice, elegidas por colegios dobles de ciudadanos y súbditos, con
las mismas funciones que los municipios propiamente dichos,
247
aunque los funcionarios del ejecutivo fueran de nombramiento
imperial. Un grado por debajo estaban las denominadas com-
munes m ixta, que aparecieron primero en la zona militarizada
de Argelia (1868) y después, en gran número, en el Africa oc
cidental y ecuatorial. También en este caso los cargos oficiales
eran ocupados por administradores franceses, pero los consejos
eran de diversos tipos y oscilaban entre los compuestos por re
presentados nombrados y los compuestos sólo por miembros
elegidos. Finalmente, estaban los municipios indígenas, institu
ciones tradicionales formalmente reconocidas como unidades de
gobierno local, aunque no todas ellas obtuvieron el reconoci
miento. En 1868 los gobernantes nativos de la Argelia meridio
nal (douars) y sus consejos (yemaas) fueron reconocidos y so
brevivieron a la creación de los municipios mixtos en 1875. En
Africa occidental, los franceses se sirvieron de muchas institu
ciones libres, que sin embargo no fueron formalmente recono
cidas como municipios. En Madagascar, Gallieni mantuvo la
unidad de la aldea, el fokon’olona, que se convirtió en el susti
tuto habitual de los municipios, dándose cuenta de que estos úl
timos no respondían a las exigencias locales. Análogamente fue
ron considerados municipios los consejos de aldea de Indochi
na, donde se elegía a un notable con funciones de alcalde. El
gobierno local se atuvo de ese modo a los principios franceses.
En muchas zonas estuvo constituido por organismos indígenas
creados expresamente y controlados rigurosamente; pero se
partía del supuesto de que esos órganos acabarían evolucionan
do y convirtiéndose en verdaderos municipios electos, según el
modelo metropolitano.
El derecho y la organización de la magistratura se basaban
en estos mismos principios. Lo óptimo era considerado el de
recho francés, que habría debido hacerse universal, pero sola
mente los ciudadanos tenían derecho a gozar del mismo, mien
tras que los súbditos debían ser tratados conforme a otras bases
que respondiesen mejor al alcance e inspiración de los diferen
tes principios étnicos. De este modo, las Antillas y Reunión,
que estaban habitadas exclusivamente por ciudadanos franceses
de pleno derecho, obtuvieron en la práctica el sistema jurídico
de la madre patria, mientras que las otras colonias dispusieron,
casi todas, de un sistema doble que establecía distinciones entre
ciudadanos y súbditos. Los tribunales coloniales que aplicaban
248
el derecho francés eran similares a los de Francia, pero, con gran
escándalo de los puristas, adoptaron procedimientos simplifica
dos y dispusieron de magistrados que podían ser despedidos
por orden del ejecutivo. Existían también tribunales adminis
trativos, formados por funcionarios y jueces, encargados de de
cidir en aquellos casos que afectaban al gobierno. Los tribuna
les que aplicaban el derecho trancés disponían de jurisdicción
exclusiva sobre todos los ciudadanos, aunque una de las partes
en litigio no poseyera la ciudadanía. Se alentaba a los súbditos
a dirigirse a dichos tribunales, como incentivo para tener op
ción a la ciudadanía; pero la gran mayoría de los súbditos depen
dían de un sistema aparte de magistratura, formado más bien por
administradores que por jueces, los cuales aplicaban el derecho
consuetudinario indígena en las causas civiles (aunque no en las
penales). Los tribunales indígenas se constituyeron primero en
Argelia; en el siglo XX había tres categorías fundamentales. Al
gunos eran administrados solamente por súbditos, pero su nú
mero era escaso. Otros, la mayoría, tenían en cambio un fun
cionario europeo como presidente, asesorado por consejeros in
dígenas, que utilizaban el procedimiento francés, pero aplica
ban el derecho consuetudinario local. Para todos estos tribuna
les existían, sin embargo, otros de segunda y tercera instancia,
compuestos usualmente por funcionarios y jueces franceses
ayudados por consejeros indígenas.
A los franceses no les gustaba el dualismo del sistema, y es
peraban que, con el tiempo, se adoptara universalmente en sus
colonias el derecho y ei procedimiento franceses. Pero aquello
resultaba imposible hasta que el imperio estuviera constituido
exclusivamente por ciudadanos franceses de pleno derecho, y
eso sólo se conseguiría en 1946.
La política administrativa francesa derivó naturalmente del
ideal de la assimilation y del principio jurídico conforme al cual
los súbditos no podían disponer de los derechos legales metro
politanos; pero la práctica se inspiró más en la utilidad inme
diata que en los principios. Francia se vio enfrentada a proble
mas administrativos diferentes y más difíciles en comparación
con Gran Bretaña. N o cabía adoptar una única solución para
todos los restos de los reinos, otrora tan poderosos, del Sudán
occidental y Dahomey, derrumbados en 1894; para las regiones
políticamente fragmentarias del Africa occidental y ecuatorial;
9
249
para los estados protegidos, como Tunicia, Marruecos, Annam,
Camboya y Laos, donde subsistían las dinastías locales; para
Madagascar, donde la dinastía Hova no estaba dispuesta a re
presentar a Francia; o para otras regiones de Indochina y la is
las del Pacífico. Además, el papel desempeñado por los milita
res en las fases iniciales de la conquista y de la ocupación tuvo
una importancia fundamental, porque sólo algunos de ellos se
preocuparon de salvaguardar las formas indígenas, y adoptaron
medidas prácticas que tuvieron una influencia duradera. A co
mienzos del siglo X X , Francia se dio cuenta de que los presu
puestos universalistas de la teoría republicana y de la mission ci-
vilisatrice eran inaplicables y terminó por adoptar esporádica
mente soluciones apropiadas a las necesidades contingentes.
Argelia fue teatro del primer experimento de administración
indígena, pero la resistencia musulmana no permitió una assi-
milation completa. Argelia nunca fue asimilada: en 1936 sólo
7 817 personas habían reunido las condiciones para obtener la
ciudadanía, renunciando al islamismo y al puesto ocupado en
la sociedad nativa. Por ello Argelia fue dividida. El norte pasó
a ser una colonia «mixta», dominada por los colonos blancos,
con una comunidad musulmana en minoría, pero muy lejos de
ser asimilada. La región meridional fue controlada, más que go
bernada, por el ejército francés y por los bureaux arabes en ba
se al principio de la «frontera». El fracaso de la asimilación se
repitió en todos los territorios más vastos adquiridos durante
la segunda mitad del siglo XIX. En las sociedades política y cul
turalmente avanzadas, como Tunicia, Marruecos e Indochina,
fue imposible convertir a la mayoría de los súbditos al cristia
nismo o sustituir las instituciones sociales y políticas indígenas.
La experiencia realizada en la Cochinchina antes de 1890 rema
chó con toda claridad las lecciones de Argelia: no era posible
tratar al territorio conquistado como una tabla rasa, especial
mente allá donde los colonos europeos eran poco numerosos.
Por diversos caminos se llegó a conclusiones análogas también
en el Africa occidental y ecuatorial. Derrotados los principales
reinos indígenas, no existían ya obstáculos para una plena do
minación francesa, del tipo que fuese, puesto que la sociedad
africana no tenía la capacidad de resistencia de que habían dado
pruebas Argelia y el Sudeste asiático. Pero las dificultades y los
gastos que hubiera habido que afrontar en el caso de una ad-
250
ministración exclusivamente francesa en aquellas regiones enor
mes y relativamente pobres eran insuperables. No cabía otra al
ternativa a la assimilation que el riguroso control de la me
trópoli.
En la última década del siglo XIX, en realidad, ninguno de
los grandes procónsules franceses creía ya en la misión civiliza
dora como política práctica a breve plazo. Indochina fue el vi
vero principal de sistemas nuevos, porque la situación argelina
se vio complicada por la presencia de los colonos europeos, y
fue allí donde hombres como Auguste Pavie, De Lannesan, Ga-
llieni y Doumer elaboraron el planteamiento más empírico de
la administración indígena, que más tarde Gallieni aplicó en Ma-
dagascar y Lyautey, su protegido, en Marruecos. Mientras tan
to, Paul Cambon realizaba por su cuenta un experimento aná
logo en Tunicia. Una vez adoptado en la práctica, el nuevo plan
teamiento pronto tuvo su expresión teórica. Gallieni definió sus
criterios principales en Principes de pacification et d ’organisa-
tion (1896):
«1) La organización administrativa de un país debe estar per
fectamente relacionada con la naturaleza de ese país, de sus ha
bitantes y del objetivo propuesto.
2) Toda organización administrativa debe seguir el desarro
llo natural del país» 7.
Siguieron otras definiciones, pero fue Jules Harmand, tam
bién él producto de Indochina, quien resumió mejor que nadie
las actitudes al uso en su libro Domination et colomsation, pu
blicado en 1910. Con los nuevos sistemas se pretendía «mejo
rar en todos los sentidos las condiciones del aborigen, pero só
lo en aquellas direcciones que le resulten útiles, dejándolo pro
gresar a su modo, manteniendo a cada uno en su sitio, con sus
propias funciones, su propio role; tocando con mano ligerísima
las costumbres y tradiciones locales y sirviéndose de la organi
zación local para llegar a estos objetivos. En una palabra, la as-
sociation es el rechazo sistemático de la assimilation, y tiende a
sustituir el régimen de la administración directa, necesariamen
te rígido y opresivo, por el del gobierno indirecto, conservan
do, aunque sea ocultamente, y dirigiéndolas, las instituciones
del pueblo sometido, con respeto hacia su pasado.» 8
251
En 1 9 1 0 tales ideas eran corrientes en Francia y tuvieron im
portantes consecuencias para la política colonial. De un lado da
ban expresión práctica a las concepciones de los filántropos, gra
vemente preocupados por el escandaloso tratamiento reservado
en un primer momento a los pueblos de las colonias por el ré-
foulement del período anterior a 1870 en Argelia, cuando los
franceses expulsaron a la mayoría de los argelinos de sus pro
pias tierras, por el trato infligido a Nueva Caledonia y por los
poderes concedidos a las sociedades monopolistas en el Congo
francés, durante la última década del siglo. Estos y otros abu
sos no eran característica exclusiva de la colonización francesa,
pero ahora podían ser eficazmente frenados, una vez reconoci
da la importancia del derecho moral de los pueblos sometidos
a conservar su identidad y su propiedad.
Naturalmente las consecuencias políticas del nuevo plantea
miento variaron sobremanera, pero entre 1920 y 1930 Francia
procuró salvaguardar, más que destruir, las instituciones indí
genas que quedaban. En el sur de Argelia se ejerció un mode
rado control sobre las unidades tribales y sus jefes, mientras que
Tunicia y Marruecos fueron tratados como estados protegidos,
manteniendo la autoridad nominal del bey y del sultán y con
servando las formas de gobierno y las leyes indígenas. Mada-
gascar no podía ser tratada como un protectorado, puesto que
no se podía mantener a la dinastía Hova. Por ello, Gallieni abo
lió el reino Hova y aplicó el «gobierno indirecto» de forma di
ferente en las distintas zonas de la isla. También Indochina pre
cisaba de un tratamiento especial. En Cochinchina las institu
ciones indígenas habían sido destruidas de forma irreparable,
pero los franceses se sirvieron de los mandarines en la burocra
cia y reconocieron las leyes locales. En Tonkín la administra
ción tradicional, destruida durante la conquista, fue reconstrui
da y apoyadas las funciones de los ayuntamientos en las aldeas,
aunque los residentes franceses continuaron desarrollando una
función muy activa. Annam continuaba siendo nominalmente
un protectorado: los franceses actuaron a través de la corte real
y de los mandarines, pero también ahí su autoridad siguió sien
do enorme. Laos y Camboya, en fin, siguieron siendo, en apa
riencia, protectorados, pero los residentes franceses conserva
ron el control a todos los niveles.
En las posesiones del Africa septentrional (excluida, sin em-
252
bargo, Argelia), así como en Indochina y Madagascar, los fran
ceses habían conservado la fachada de la «protección» a fin de
enmascarar su dominación directa. En Africa occidental y ecua
torial, y en la mayoría de las posesiones del Pacífico, sin em
bargo, no era posible aplicar los mismos criterios. En Nueva
Caledonia y Oceanía los franceses habían dejado decaer la au
toridad local, e incluso la suya propia, antes de adoptar la nue
va política destinada a conservarla; por eso fue necesario con
servar el «gobierno directo», que fue también la norma en Afri
ca occidental, aunque por motivos diferentes. Una vez destrui
da la autoridad de los estados africanos, los franceses no se
preocuparon de conservarlos como unidades de gobierno; por
lo demás, en ninguna región, o en casi ninguna, habían consti
tuido grandes unidades políticas. Recurrieron, pues, a un siste
ma análogo al de la India, pero traduciéndolo a términos adap
tados a una sociedad tribal. Los administradores franceses te
nían el pleno control. Se servían en muchos casos de los afri
canos y a menudo actuaban a través de los jefes locales, pero
éstos debían siempre su situación jurídica a un nombramiento
y no a derechos hereditarios: eran más o menos como los «je
fes garantes» del Africa oriental británica, sin el tesoro privado
y la autoridad judiciaria que Lugard había asignado a sus «au
toridades nativas».
Por todo esto resulta imposible definir una política francesa
como típica; en 1940 el Imperio francés contaba con una varie
dad no menor que la mostrada del Imperio británico. Desta
can, con todo, tres características. En primer lugar, mediante la
distinción legal entre ciudadanos y súbditos, Francia disponía
de una clara base jurídica para los dos aspectos comunes de la
colonización tropical moderna, el trabajo obligatorio y un sis
tema judicial confiado al arbitrio de los administradores: los ciu
dadanos franceses estaban exentos del uno y del otro. En se
gundo lugar, podía enrolar a los no europeos para el servicio
militar en ultramar. Y, finalmente, el dominio francés, fuera cual
fuese su forma, llevó a generar una pequeña élite de indígenas
asimilados, ligada a la cultura francesa. Pero en su conjunto las
analogías entre la política británica y la francesa superaron, con
mucho, los contrastes. Hacia 1945 una y otra potencias dispo
nían del control absoluto de sus posesiones y habían adoptado
el principio del «mandato» para los pueblos «atrasados». Unos
253
y otros se basaron en el supuesto de que imperios tropica
les estaban destinados a tener una duración indefinida.
En 1939 la diferencia más importante entre la actitud france
sa y la inglesa ante el desarrollo de sus respectivas colonias era,
por tanto, ésta: mientras que el ideal francés seguía siendo la asi
milación de todas las posesiones ultramarinas, los ingleses te
nían en la Commonwealth y los dominios un modelo para el
posible autogobierno de las colonias. La segunda guerra mun
dial y los movimientos nacionalistas de la posguerra destruye
ron prácticamente incluso esa diferencia: a partir de 1945 tam
bién los franceses debieron recurrir a métodos que tendían a de
volver el poder a las colonias, como única alternativa a la inde
pendencia absoluta.
La segunda guerra mundial tuvo consecuencias importantísi
mas para el imperio francés. En 1940 la metrópoli perdió el con
trol de las posesiones de ultramar; en 1945 casi todas ellas ha
bían asumido una nueva fisonomía. Los mandatos de Siria y Lí
bano exigieron la independencia en 1941 y Francia no consi
guió recuperarlos. Indochina quedó bajo la ocupación japonesa
entre 1941 y 1945. Una convención franco-japonesa en 1940 re
conoció en principio los derechos de Francia, pero durante la
ocupación un movimiento nacionalista anterior a la guerra, el
Vietminh, se hizo cada vez más fuerte y se aseguró el control
de Tonkín y Annam. En 1945 Francia reconoció la autonomía
de esta «República del Vietnam» en el seno de la federación in
dochina, pero esperando conservar un cierto control sobre to
da el área. También en el Africa mediterránea su autoridad vio
minados sus fundamentos. Los aliados ocuparon esos territo
rios en 1942-43, resucitaron los partidos nacionalistas antes de
la guerra y reclamaron una participación cada vez mayor en las
tareas de gobierno hasta la plena independencia. Sólo en el Afri
ca occidental y ecuatorial, en Madagascar, el Caribe y el Pací
fico, no se vio el poder francés seriamente comprometido por
los movimientos nacionalistas antes de 1945.
A partir de 1945 tales acontecimientos forzaron a Francia a
una revisión de toda su política colonial: ello se produjo en tres
fases. La primera dio comienzo en 1946 con la transformación
del viejo imperio en la Unión Francesa, dividida en dos secto
res. El primero estaba constituido por el territorio metropoli
tano, los Departements d ’Outre-Mer (las colonias del Caribe,
254
Saint-Pierre y Miquelon, y Argelia) y por los Territoires d’Ou-
tre-Mer (Africa occidental y ecuatorial, Madagascar y las islas
del Pacífico). Todos juntos formaban una sola entidad política:
la República francesa. Tenían un presidente, un gobierno y un
Parlamento comunes, y puesto que la naturaleza de su relación
estaba sancionada por la Constitución, no se podía modificar
sin modificar la propia Constitución. Todos los residentes de
la República eran ciudadanos franceses, aunque no dispusieran
todos de derechos electorales; todos los territorios se hallaban
representados en la Asamblea, aunque no proporcionalmente a
sus respectivas poblaciones. Los «Departamentos de Ultramar»
fueron completamente asimilados a la metrópoli (y todos, ex
cepto Argelia, perdieron sus consejos locales). Los «Territorios
de Ultramar» siguieron siendo una unidad política en sí, bajo
la dependencia del rebautizado Ministere d ’Outre-Mer. Por to
do ello la república pasó a formar parte del viejo imperio cen
tralizado, con nombres diversos, puesto que Francia gobernaba
todavía sus territorios a modo de dependencias coloniales. Los
únicos en beneficiarse de la innovación fueron los antiguos súb
ditos de los «territorios», los cuales, en su calidad de ciudada
nos, quedaban ahora liberados del trabajo obligatorio y de la ar
bitraria administración judicial, pudiendo gozar de casi todas
las libertades públicas de la madre patria.
El otro sector de la Unión Francesa podía equipararse a la
Commonwealth, pero existía en el papel más que en la reali
dad. Además de la República incluía a los «Estados asociados»:
los protectorados de Tunicia y Marruecos y la antigua Unión
Indochina. A todos ellos les fue reconocida la plena autonomía,
con algunas restricciones acordadas con Francia, pero no en po
lítica exterior, pareciéndose por consiguiente a los dominios bri
tánicos anteriores a 1919. El presidente de la República era jefe
ex-officio de la Unión; por lo demás, la unidad de ésta quedaba
asegurada también por la existencia de un Haut Conseil en re
presentación de los diversos gobiernos, y por la de una asam
blea de 240 miembros, la mitad de ellos procedentes de la me
trópoli y la otra mitad de los «Departamentos de Ultramar»,
los «Territorios» y los «Estados asociados».
La Unión Francesa representó un interesante intento de com
binar el imperialismo francés con una mayor libertad colonial
pero fue un fracaso. Sus órganos, diferentes de los de la Repú
255
blica, no funcionaron nunca. Los «Estados asociados» se sepa
raron de ella: Indochina en 1954, Marruecos en 1955, Tunicia
en 1956. Francia intentó definir un tipo de relación especial con
cada Uno de los nuevos estados soberanos, pero tropezó con un
fracaso casi total. De esta manera tan sólo quedó la República,
y en la mayor parte de sus «Territorios de Ultramar» las fuer
zas nacionalistas empezaron a exigir cambios cada vez más pro
fundos. Desaparecido del poder De Gaulle, que se había opues
to a los principios de 1946, en 1958 se llegó a la disolución de
la Unión Francesa. Esta fue sustituida por la Comunidad Fran
cesa, intento de transformar los antiguos «Territorios de Ultra
mar» en «Estados asociados». Argelia debía seguir formando
parte de la República, aunque con una cierta autonomía legis
lativa y administrativa; a las demás dependencias aún no asimi
ladas a Francia se les ofrecía la posibilidad de elegir, mediante
un referéndum general, entre la asociación y la separación de
finitiva. La asociación comportaba la subordinación a la políti
ca exterior, defensiva y económica de la Comunidad, que tenía
la estructura de un gobierno federal, con un presidente, un con
sejo ejecutivo, un secretario, un senado, un Conseil Economi-
que et Social, una magistratura y una ciudadanía comunes. To
dos los «Territorios de Ultramar» votaron por la asociación,
con la excepción de Guinea, que prefirió la independencia, y de
las regiones que, por ser demasiado pequeñas o pobres para re
girse como estados soberanos (islas Comore, Somalia francesa,
Saint-Pierre y Miquelon, Nueva Caledonia, islas de Oceanía) si
guieron siendo «Territorios de Ultramar».
Pero tampoco la comunidad federal fue la etapa final. En 1961
Argelia conquistó la plena independencia. Aquel mismo año
Francia disolvió la Comunidad, y todos ios estados africanos y
Madagascar pasaron a ser independientes. Del Imperio francés
únicamente quedaban los Départements d’Outre-Mer, ya pie»
namente incorporados a la metrópoli, y los escasos Territoires
d’Outre-Mer que seguían siendo colonias. Francia no había da
do vida a una organización parangonabie a la Commonwealth
británica, y con esta diferencia se puede ejemplificar el contras
te entre el colonialismo francés y el británico. Pero en la prác
tica, la huella dejada por la potencia imperial francesa no fue dis
tinta de la del Imperio británico. Las 'antiguas colonias france
sas se distinguieron por su asimilación natural a la civilización
256
francesa. Francia firmó con muchos de los antiguos miembros
de la Comunidad diversos tratados que preveían apoyo militar,
ayuda económica y asistencia en materia de educación y en otros
terrenos. Varias naciones africanas pudieron, gracias a la asidua
asistencia de los franceses, convertirse en miembros asociados
de la Comunidad Económica Europea. En última instancia, la
descolonización resultó ser una niveladora de las diferencias en
tre la teoría y la práctica de la política colonial no menos po
tente que los acontecimientos de la colonización tropical tres
cuartos de siglo antes.
257
11. Los imperios coloniales de Holanda, Rusia
y los Estados Unidos
258
1800. Era el único de los imperios modernos que en 1945 no
había crecido en comparación con el de 1815, porque Holanda
no participó en la rebatiña general del siglo XIX, y se contentó
con conservar y desarrollar aquellas regiones de las Indias orien
tales que formaban parte de su esfera de influencia desde el si
glo XVII.
Imperio holandés e Indonesia fueron prácticamente sinóni
mos. En el Caribe los holandeses conservaban todavía la peque
ña y escasamente poblada colonia azucarera de Surinam y las
bases comerciales de San Eustaquio' y Curazao, pero habían per
dido todas las demás colonias americanas. En el Africa occiden
tal conservaron Elmina, recuerdo de la trata de esclavos, hasta
1882, pasando más adelante a Gran Bretaña. Ceilán y las bases
en la India habían pasado a Gran Bretaña ya antes de 1815,
mientras que Malaca y Singapur, que aseguraban el predominio
en Malasia, fueron definitivamente cedidas en 1824. Quedaba,
pues, únicamente el archipiélago indonesio, pero éste constitu
yó durante casi tres cuartos de siglo una de las posesiones eu
ropeas más valiosas.
Una vez transferida la administración de las colonias holan
desas a los Estados Generales, comenzó una nueva fase de la his
toria indonesia, aunque para la historia de la administración co
lonial la cosa no tuvo consecuencias importantes. Principio fun
damental de la administración de las compañías había sido que
las Indias debían ser gobernadas por Batavia, y no por Holan
da. Y tal principio continuó siendo válido: La Haya no inter
vino en los asuntos indonesios más de lo que Westminster in
tervino en los de la India.
Los organismos metropolitanos que heredaron los poderes
de la Compañía de las Indias Orientales se parecían mucho a
los de las otras potencias. Hasta 1848 las colonias quedaron a
cargo de la Corona; después la supervisión administrativa pasó
a los Estados Generales, los cuales, sin embargo, se ocuparon
poco de ella. Se limitaron a promulgar leyes sobre aduanas y
moneda, a escuchar el informe del ministerio de las Colonias
durante la discusión del presupuesto anual y, de vez en cuando,
a solicitar algunas modificaciones en la política general. Por lo
demás, los asuntos coloniales quedaron en manos de los fun
cionarios de carrera. El poder ejecutivo pasó de la Corona al mi
nistro de las colonias y su despacho; ningún otro departamento
259
ministerial podía pasar por encima de ellos. Los ministros ho
landeses de las colonias representaron una excepción, puesto
que todos ellos fueron técnicos más que políticos, y raramente
participaron en una de las dos cámaras. Muchos habían ocupa
do cargos oficiales en Indonesia: nueve de los veinticinco go
bernadores generales nombrados a partir de 1815 acabaron con
virtiéndose en ministros de las colonias. Los asuntos de las In
dias orientales eran tratados por el ministerio competente co
mo si fueran misterios vedados a los no iniciados. También por
esto la política colonial acabó convirtiéndose en materia de ex
pertos y Batavia tuvo la precedencia sobre La Haya, pero de
ahí derivaron una cierta cerrazón mental y ásperas críticas por
parte de los parlamentarios que podían influir poco sobre el
legislativo.
Batavia constituyó, pues, el verdadero centro del imperio co
lonial holandés. La figura central en Batavia fue el gobernador
general. Teóricamente éste tenía que obedecer las leyes del Par
lamento y las órdenes del ministro, pero en la práctica no era
menos poderoso que el gobernador general británico en Calcu
ta, y estaba tan libre como él de cualquier interferencia de los
organismos locales. Disponía de su aparato administrativo, su
presupuesto y sus fuerzas armadas. El consejo ejecutivo estaba
formado por cinco funcionarios, cuya carrera dependía de sus
buenos oficios. Su independencia frente al ejecutivo varió de
una época a otra, pero en general estaba obligado a solicitar su
aprobación, aunque era libre de rechazar las decisiones.
Durante un siglo, a partir de 1815, no hubo órganos legisla
tivos, ni electivos ni nombrados. Hasta 1900 no se empezó a
plantear un gobierno representativo, y esto dio lugar a la crea
ción en Batavia, en 1916, de un volksraat, formado en un pri
mer momento en parte por notables nombrados por el gobier
no y en parte por hombres elegidos por los gremios profesio
nales. Este volksraat tuvo en ¡os primeros tiempos solamente
poderes consultivos y vínculos no europeos al gobierno, aun
que sin concederles por ello una función de control. El volks
raat tenía que ser consultado para la aprobación del presupues
to anual, podía votar recomendaciones y protestar, pero no po
día legislar. No obstante, sus proporciones y sus funciones se
desarrollaron rápidamente. En 1929 contaba con 61 miembros,
260
de los cuales no menos de 38 eran elegidos indirectamente por
colegios raciales separados y podían legislar dentro de unos lí
mites bien definidos en determinados temas, aunque permane
ciendo todavía fuera del gobierno. El gobernador general seguía
aún teniendo la facultad de legislar sin su consentimiento, y los
Estados Generales podían hacer que entraran en vigor ciertas
partidas del presupuesto indonesio si el volksraat no las apro
baba en la fecha prevista. No existía un apartado ministerial y
por ello la iniciativa seguía, en manos del gobernador general.
En Batavia el gobierno continuó siendo esencialmente un go
bierno de funcionarios de carrera, pero la invasión japonesa de
1941 puso fin al experimento de gobierno representativo, que
quizá se hubiera desarrollado hasta convertirse en algo seme
jante al estatuto de los dominios en el seno de la Common-
wealth británica.
El aspecto característico del dominio holandés en Indonesia
fue su tratamiento del problema de la administración indígena
y de las relaciones raciales, heredado de la Compañía de las In
dias Orientales. Los Países Bajos nunca pensaron estar investi
dos de una misión civilizadora. Se daba por sentado que los in
donesios eran distintos, pero no por ello necesariamente infe
riores. Los holandeses nunca hicieron un serio intento de di
fundir el cristianismo, la lengua holandesa o la cultura europea.
Fueron los primeros europeos que partieron deí supuesto de
que en una dependencia tropical los intereses de los no euro
peos debían seguir siendo primordiales. Por ello, y a pesar de
una notable inmigración de europeos después de 1815, jamás se
pensó que Indonesia tuviera que convertirse en un «país de
blancos», dominados por los emigrados.
Estos principios fueron particularmente evidentes en los cua
tro sectores más importantes del gobierno: la administración in
dígena, el derecho, la propiedad de la tierra y la asistencia social.
Bajo el gobierno de la Compañía, la administración indígena
había sido dejada, en la medida de lo posible, en manos indo
nesias. A partir de 1815 ese método fue modificado poco a po
co, pero no los principios del «gobierno indirecto», que se ex
presaron de dos maneras bien diferentes. Algunos estados na
tivos estaban ligados a los holandeses por tratados; las otras
áreas estaban bajo soberanía holandesa. Con el tiempo la pro
porción cambió a medida que las crisis políticas y la ampliación
261
de las actividades europeas llevaban a la anexión de un Estado
indígena tras otro. Entre 1830 y 1840 quedó bajo soberanía ho
landesa el 93 por 100 de Java y más de la mitad de las «islas
exteriores».
Hasta los últimos años del siglo XIX los holandeses conser
varon los métodos de la Compañía en la administración de
aquellas regiones de las que tenían el pleno control a través de
los «regentes» hereditarios nativos, príncipes ya soberanos de
los sultanatos indígenas. Sus distritos se llamaron «regencias»,
reagrupadas en «residencias» bajo la supervisión de un residen
te europeo. En este «sistema indirecto javanés» los regentes eran
nombrados por Batavia y podían ser destituidos, pero en la me
dida de lo posible se les dejaba su independencia. Sin embargo,
en el curso del siglo XIX el control europeo se hizo más rígido,
debido a que el incremento de la actividad y de la población eu
ropea exigía un gobierno más eficaz que el que podían ejercer
los nobles de Java, faltos de preparación e incluso a menudo
analfabetos. En torno a 1900 el «gobierno indirecto» era en rea
lidad un gobierno muy centralizado, ejercido por los residentes
y sus subordinados europeos, rígidametne controlados por Ba
tavia. Esta tendencia, análoga a la que se manifestaba en Mala
sia, desagradaba en Holanda. Las alternativas eran, o bien un
absoluto dominio directo europeo, o bien la adaptación de los
viejos métodos a las nuevas situaciones. Esta última solución
fue la escogida. Para descentralizar la administración, se creó
un buen número de unidades gubernativas de una cierta con
sistencia y provistas de considerable autonomía. Y para permi
tir una mayor participación de los indonesios en el gobierno se
crearon residencias y regencias con varias formas de gobierno
representativo. En 1939 Java estaba formada por tres provin
cias, subdivididas en regencias, y dos estados indígenas; tam
bién las «islas exteriores» fueron reagrupadas en tres provincias,
divididas en residencias (o gobernadurías) y subdivididas en dis
tritos. Los funcionarios europeos ejercían un estrecho control,
a todos los niveles, pero no obstaculizaban la participación de
los indonesios. En Java sobrevivieron los regentes en su calidad
de miembros de la administración gubernativa: administraban
la regencia junto con consejos electivos y comités ejecutivos,
siempre elegidos. Las zonas urbanas fueron dotadas de institu
ciones municipales electivas. Las regencias y los consejos mu-
262
nicipales elegían al consejo provincial, el cual tenía poder legis
lativo para la provincia. En las «islas exteriores» había mayor
variedad, y las instituciones copiaban menos los modelos de Oc
cidente. No existían regencias, y el control europeo se ejercía
únicamente al máximo nivel; pero en la medida de lo posible
se utilizaron las instituciones tribales para formar «comunida
des de grupos» y «municipios étnicos», con mayor autonomía
que las regencias javanesas. El ataque japonés de 1941 puso fin
a los experimentos de descentralización, pero ya entonces se
tendía claramente hacia un sistema de gobierno federal en todas
las Indias, con una notable participación de los indonesios.
Después de 1815 hubo cambios también en la posición de los
estados indígenas. Muchos fueron absorbidos por los territo
rios gubernamentales, y los que quedaron fueron incorporados
a las residencias, como unidades de gobierno subordinadas. A
partir de 1900 la práctica de una «Breve declaración» de carác
ter unitario sustituyó a los tratados separados, cada vez que se
presentaba la ocasión de reducir la autonomía de los estados.
Luego, en 1927, Batavia preparó los «Reglamentos para los Es
tados Indígenas» y definió la condición jurídica de los prínci
pes. En 1941 los estados sobrevivientes eran protectorados co
loniales más que auténticos estados protegidos, pero los holan
deses no parecían dispuestos a abolirlos. Solamente desapare
cieron al alcanzar Indonesia la independencia.
En la esfera del derecho, los holandeses conservaron la per
sonalidad jurídica de los indonesios, constituyendo sistemas ju-
diciarios diferentes para nativos y europeos. Los indonesios po
dían renunciar al derecho consuetudinario y someterse a los tri
bunales europeos, pero si no lo hacían su personalidad jurídica
no quedaba por ello menoscabada. Este sistema binario estuvo
acompañado de una triple subdivisión de los tribunales. Aproxi
madamente una quinta parte de Indonesia, compuesta sobre to
do por estados indígenas, dispuso de tribunales administrados
exclusivamente por indonesios, los cuales aplicaban los proce
dimientos y las penas tradicionales y estaban vinculados al sis
tema gubernativo solamente por el derecho de apelación. La ma
yoría de los indonesios estaba bajo la jurisdicción de tribunales
gubernamentales dotados de personal europeo. En ellos se apli
caba el derecho consuetudinario local en las causas civiles, y el
derecho romano-holandés en las penales; el juicio de apelación
263
correspondía a los consejos de justicia de los centros provincia
les y en segunda instancia al Tribunal Supremo de Batavia. Los
demás tribunales que tenían jurisdicción sobre los indonesios
eran los landgerecbten, creados en 1914 para decidir las causas
penales menores que interesaban a la vez a indonesios y euro
peos. Para los europeos, y también para otros (incluidos algu
nos asiáticos) que tenían derecho a dirigirse a sus tribunales, se
creó un tercer sistema, el cual desde las regencias hasta el tri
bunal supremo era paralelo al de los tribunales indígenas. Los
holandeses no intentaron codificar las leyes o unificar las juris
dicciones, como los ingleses en la India. Su sistema jurídico fue
siempre expresión del principio de que cada uno ha de ser juz
gado por sus iguales.
La política agrícola y la laboral tuvieron una inmensa impor
tancia en una sociedad «mixta» como la indonesia, y también
en este terreno actuaron los holandeses de manera un tanto in
sólita y en general buena. ■ ' ...■ . ■ •■ .
La política de la Compañía de las Indias Orientales había con
sistido en prohibir una permanente enajenación de la propie
dad de los nativos en beneficio de los europeos. Ello respondía
a sus intereses, dado que impedía la competencia, pero a partir
de 1815 el principio fue reafirmado sobre bases morales. Entre
1800 y 1815, sin embargo, primero el gobierno holandés y des
pués el británico, permitieron la enajenación de las tierras, y así
una parte notable de Java pasó a ser «tierra privada» de propie
dad. Con el retorno a la vieja política, más tarde, se puso fin a
la expropiación, pero se creó un grave problema económico.
Las plantaciones europeas eran indispensables para la produc
ción de fibras destinadas a la exportación, y por ello las tierras
eran necesarias. Así pues, se adoptaron dos tipos de solución.
El gobierno tomó, como dominio público, toda la tierra no ex
plotada por los indonesios (aunque aquí la ignorancia de los
usos indígenas provocó injusticias y violencias) y se la arrendó
a los europeos en bloques de proporciones limitadas, con con
tratos de hasta 75 años. Y además se autorizó a los plantadores
y las sociedades agrícolas a arrendar las tierras de los príncipes
locales o las comunidades de aldeas. Tales métodos aseguraron
vastas extensiones de terreno a las plantaciones de los europeos.
En 1928 los no indonesios poseían en Java y Madura, además
de las 552 310 hectáreas de «tierras privadas» en propiedad ab-
264
soluta, 690 030 hectáreas arrendadas al gobierno y 209 044 hec
táreas arrendadas a indonesios. En las «islas exteriores»
2 567 343 hectáreas fueron dadas en arriendo o concesión por
el gobierno sobre todo en Sumatra '. De este modo, y a pesar
de la política agraria gubernamental, fue desarrollándose en In
donesia una típica economía de plantaciones. Los europeos pro
ducían la mayor parte del azúcar, el tabaco, el té, el caucho, el
café y la copra que, junto con el petróleo y el estaño, consti
tuían los productos de exportación.
La economía de plantación plantea problemas de mano de
obra. En Java había mucha; de lo que se trataba era de impedir
su explotación. Los europeos solían emplear, por lo general,
obreros retribuidos, pero algunos se aprovechaban de las cos
tumbres locales para imponer el trabajo obligatorio. Los pro
pietarios de las «tierras privadas» tenían derecho a cincuenta y
dos días de trabajo gratuito al año, por parte de los arrendata
rios, en sustitución de la renta. Los plantadores que arrendaban
tierras de las aldeas y los arrendatarios de las tierras guberna
mentales con frecuencia obtenían de los jefes de las aldeas ma
no de obra gratuita. El gobierno trató de regular esos métodos,
pero no conseguió eliminarlos. En realidad, su posición era dé
bil, porque en Batavia estaba aún vigente la prestación de tra
bajo para las obras públicas, heredada de los soberanos indíge
nas. Tal derecho no fue nunca cedido a los plantadores y la pres
tación de trabajo podía ser sustituida por una suma de dinero;
pero, mientras estuviera vigente, difícilmente se podía impedir
a los plantadores que se aprovechasen de estos derechos tra
dicionales.
En Sumatra y en las otras «islas exteriores», en cambio, la ma
no de obra era muy escasa, debido a la menor densidad demo
gráfica, y además reacia a trabajar en las plantaciones. Batavia
autorizó por ello el reclutamiento de trabajadores en Java y en
otros lugares. Otras potencias coloniales aplicaron el mismo sis
tema; pero los contratos firmados por los holandeses tenían una
característica muy criticada por los filántropos: la ruptura del
contrato por parte del trabajador era perseguible penalmente.
La obra de los holandeses en materia de propiedad de la tierra
y de trabajo fue por lo genera! positiva, teniendo siempre pre
sente que se daba por descontado que los europeos debían des
empeñar un papel rector en la economía de una dependencia
265
tropical. Y sin embargo, a mediados del siglo XIX los holande
ses se ganaron una pésima fama entre los filántropos, quienes
les acusaban de explotar su poder político en Indonesia en pro
vecho de la metrópoli. ¿Estaba justificada la acusación?
La citada fama fue producto del denominado «sistema de cul
tivo» aplicado en Java entre 1830 y 1870-80. Se basaba en la rea
nudación de una práctica seguida por la Compañía antes de
1800. La Compañía obtenía las especias destinadas a los mer
cados europeos en parte de sus plantaciones y en parte también
de la imposición del pago de un tributo en especie a los prín
cipes y a los regentes protegidos. En Java, pero no en otros lu
gares, los ingleses abolieron el sistema, sustituyendo por una ta
sa en metálico, impuesta a la comunidad de la aldea, el tributo
en especie pagado por los regentes, y procedieron a inspeccio
nes in situ para establecer de manera rigurosa las disponibilida
des de cada aldea. Raffles, al cual se debió el cambio, esperaba
que éste beneficiara a los campesinos javaneses, pero por iro
nías del destino fue justo el principio de la evaluación de la ba
se imponible de cada aldea lo que dio lugar a los peores aspec
tos del «sistema de cultivo».
Entre 1815 y 1830 los holandeses mantuvieron el nuevo sis
tema de tasación en metálico. Ello provocó una crisis económi
ca y financiera. Los precios mundiales del café y del azúcar de
producción gubernativa bajaron de tal manera que los impues
tos aportaban ingresos en metálico, pero no productos para la
exportación. Los indonesios no estaban dispuestos a cultivarlos
a costa de la producción de arroz. Para estimular el cultivo de
los productos de exportación, el gobernador general Van den
Bosch propuso la vuelta al pago en especie.
Tal y como fue proyectado en 1830, el sistema era moral
mente irreprensible. La tasación por aldea fue sustituida por la
obligación de cultivar determinados productos por cuenta del
gobierno. N o se estableció su cantidad, que de cualquier modo
debía estar en relación con la extensión de las tierras de pro
piedad común de la aldea, hasta un máximo de una quinta par
te; los campesinos, por otro lado, no estaban forzados a prestar
su trabajo personal en una medida superior a la precisa para cul
tivar arroz en esas mismas tierras. Si una aldea suministraba pro
ductos por un valor superior al de la tasa, se le pagaba la
diferencia.
266
En lo fundamental, el sistema era bueno; los problemas co
menzaron cuando los sucesores de Van den Bosch y sus fun
cionarios invirtieron su principio. En vez de definir las propor
ciones de la zona que había de ser reservada a la producción des
tinada al gobierno, fijaron la cantidad del producto, y los fun
cionarios de ambas razas, que llevaban un porcentaje sobre los
productos cosechados, fijaron cantidades irracionales. Durante
los años 1860-70 filántropos y dogmáticos del liberalismo, que
no veían con buenos ojos la participación del gobierno en la
producción y el comercio, empezaron a atacar el sistema. Ga
naron una primera batalla en 1870, cuando se puso fin al siste
ma de la producción forzosa, manteniéndose sin embargo el de
las plartaciones gubernamentales de café. Batavia redujo sus im
puesto' en metálico, confiando cada vez más en los impuestos
indirectos. Los productos reservados a la exportación fueron su
ministrados, a partir de entonces, por los plantadores europeos
y por aquellos de los campesinos indígenas que estaban dispues
tos a cultivarlos.
El «sistema de cultivo» fue un escándalo, pero no fue menos
un fabuloso éxito financiero. Entre 1831 y 1877 permitió a Ba
tavia enviar al tesoro holandés 823 000 000 de florines: un pro
medio de 18 000 000 anuales, siendo el presupuesto holandés de
casi 60 000 000 2. Holanda utilizó esas sumas para enjugar la
deuda de la Compañía de las Indias Orientales, para reducir la
deuda nacional y para llevar adelante obras públicas. Además,
el transporte de unas cantidades tan grandes de productos de
las Indias orientales, reservado al monopolio holandés, dio nue
va vida a la marina mercante holandesa y colocó a Amsterdam
en el centro del mercado de especias de Europa. La abolición
del sistema representó por tanto una notable pérdida para Ho
landa. Los liberales, que pretendían que el liberalismo econó
mico habría dado beneficios aún mayores, se equivocaban. In
donesia floreció, pero Holanda sacó poco provecho de aquello.
La abolición del «sistema de cultivo» coincidió con la adopción
de la libertad de comercio, y los holandeses acabaron teniendo
una participación muy escasa en el comercio indonesio. La pro
porción de los productos exportados a los Países Bajos bajó de
un 76,6 por 100 en 1870 a un 15,3 por 100 en 1930; por su la
do, las importaciones indonesias de Holanda descendieron del
40,6 por 100 al 16,8 por 100 del total.3 A partir de 1877 los sub-
267
sidios fiscales dejaron de afluir al tesoro holandés; de vez en
cuando, por el contrario, la metrópoli debía cubrir el déficit in
donesio. Los Países Bajos obtuvieron notables ventajas de sus
inversiones en las plantaciones, el petróleo, el estaño y otras ac
tividades económicas, y también de la afluencia de los benefi
cios a la metrópoli y del ahorro de los funcionarios. Pero todo
ello fue fruto de un duro trabajo. No se volvería ya a los días
felices en que el «sistema de cultivo» suscitaba la codicia de los
observadores continentales, como Leopoldo de Bélgica, mos
trando las ganancias que se podían obtener, sin esfuerzo, de la
colonización de los trópicos.
Desde el punto de vista de los indonesios, el último período
de la dominación holandesa, antes de 1941, fue el mejor. Que
daban aún algunos aspectos del viejo planteamiento del gobier
no indirecto, pero el Estado empezó a interesarse, aunque fuese
bajo una óptica paternalista, por la asistencia social. Se difun
dió rápidamente la instrucción pública, con clases separadas pa
ra nativos y europeos por debajo del nivel de la enseñanza se
cundaria. La administración pública fue abierta a todos, sin dis
criminación racial alguna. Se crearon servicios de asesoramien-
to para fomentar la producción local. Se mejoraron enorme
mente carreteras y ferrocarriles. La población aumentó, pasan
do de 37 000 000 de habitantes en 1905 a 70 000 000 en 1940 4;
las exportaciones pasaron de 175 000 000 de florines en 1880 a
un máximo de 2 228 000 000 en 1920 5. La economía se hizo
más diferenciada. La carga fiscal pasó en buena parte de los
hombros de los indonesios a los de los europeos más ricos. La
Indonesia holandesa continuó siendo típicamente «colonial» en
su estructura económica y en su gobierno paternalista, pero en
el ámbito de las convenciones vigentes en los dominios colo
niales contemporáneos la obra desarrollada por Holanda fue
verdaderamente notable.
268
una masa continua de tierras que se extendía desde Polonia has
ta el estrecho de Bering. En 1945 comprendía regiones tan di
versas como Crimea, la cuenca del Volga, Ucrania, Asia cen
tral, Siberia y el Amur, a las que hay que añadir los estados de
la Europa oriental ocupados por Rusia durante la segunda
guerra mundial, que acabaron luego pareciéndose mucho a es
tados protegidos. Pero, ¿cuáles de estas regiones podían consi
derarse colonias? Muchas presentaban las características de és
tas. Siberia era una colonia de poblamiento similar a Australia,
creada mediante un proceso análogo de emigración penal y es
pontánea. Las provincias caucásicas eran claramente posesiones
no europeas de la Rusia europea. Sin embargo, aquí sólo nos
ocuparemos del Asia central rusa, producto de la expansión del
siglo XIX, más que de los siglos anteriores, que presentaba pro
blemas característicos de las colonias. Además, el hecho de que
la zona no estuviera completamente asimilada al resto del Im
perio ruso en 1917 permite establecer una comparación entre
los métodos zaristas y los soviéticos en el tratamiento de las
colonias.
El dominio sobre el Asia central dio comienzo con la ocu
pación militar destinada a crear una zona de protección en la
frontera meridional de Siberia, pero luego se convirtió en una
verdadera colonización. Ese proceso se hallaba ya muy avanza
do en 1917, pero fue completado por la Unión de Repúblicas
Socialistas Soviéticas.
La conquista del Asia central, iniciada durante la década
1840-50 y prácticamente finalizada en 1770, colocó a San Pe-
tersburgo ante una serie de complejos problemas. El Asia cen
tral era tan grande como toda la Europa occidental y carecía de
unidad natural. Estaba habitada por pueblos de razas diversas
que tenían poco en común entre sí, excepto la fe musulmana.
Tres de ellos eran nómadas: los kazakos, que ocupaban la ma
yor parte de las estepas, entre Siberia y el río Syr Daria; los kir
guises, en el este, en torno al lago Issyk-kul; y los turcomanos,
en el sudoeste, entre el Syr Daria y el mar Caspio. Los uzbe-
kos, en cambio, que ocupaban los territorios al sur y al este de
los turcomanos, eran sedentarios y agricultores, y los janatos
uzbekos de Bujara, Kokand y Jiva, constituían los únicos esta
dos fuertes de toda el Asia central. La región, pues, se encon
traba fragmentada y era un cementerio de pasadas conquistas e
269
imperios disueltos. Económicamente estaba estancada, porque
los itinerarios internacionales que en otros tiempos constituye
ran su riqueza, eran desde hacía mucho impracticables, por el
desorden político.
En vista de sus objetivos militares —seguridad de la frontera
siberiana, barrera contra la avanzada británica en la India— los
rusos esperaban limitarse a controlar la zona. La solución más
natural habría sido la creación de un sistema de estados prote
gidos, pero resultaba irrealizable porque se carecía, casi por do
quier, de una autoridad nativa que sirviese para el cargo. Bujara
y Jiva sobrevivieron, aunque en proporciones reducidas, ligadas
a Rusia mediante tratados de protectorado, pero Kokand no es
tuvo a la altura de la tarea y, como todas las demás zonas, fue
sometida a la directa administración rusa. En 1898 el Asia central
estaba compuesta por dos provincias, la Estepa y el Turquestán,
cada una de ellas bajo la dependencia de un gobernador general.
Otras zonas de la estepa fueron absorbidas por Siberia.
El gobierno de la Estepa y el Turquestán fue el característico
de las regiones fronterizas: un gobierno militar, autocrático y
centralizador. Los dos gobernadores generales eran responsa
bles ante el zar en persona (no existía de hecho un ministro de
las colonias) y eran libres de ignorar las propuestas del consejo
de gobernadores militares y de los jefes de los distritos admi
nistrativos. Este esquema se repetía dentro de las unidades me
nores del gobierno, que iban de los oblast a los uezd y los ujas-
tok. Los funcionarios concentraban siempre en sus manos la au
toridad militar y la civil, siendo también responsables de la ad
ministración de la justicia hasta que el Asia central tuvo el mis
mo aparato judicial que la Rusia europea, en 1884. De todas ma
neras, en los asuntos locales se toleraba una cierta autonomía.
Las ciudades principales surgieron como centros militares, pe
ro tuvieron después comités administratrivos de colonos y fun
cionarios locales. Las colonias agrícolas establecidas por los
emigrantes rusos tuvieron derecho a las instituciones concedi
das a las aldeas de Rusia tras la liberación de los siervos de la
gleba, en 1861. Eran administradas por asambleas de jefes de fa
milia, presididas por un anciano elegido, que tenía también po
deres judiciales de alcance menor. Las aldeas fueron reagrupa
das en volost, con organismos análogos.
Aun siendo de origen europeo, el sistema de autoadministra-
270
ción se adaptaba fácilmente a la sociedad nativa. Los ancianos
de las aldeas del Turquestán y los jefes de familiares del Kaza-
kistán tuvieron calidad de funcionarios y estipendios del go
bierno. Las aldeas indígenas fueron reagrupadas en volost, y los
tribunales de la aldea y del volost fueron libres de aplicar el de
recho islámico: el derecho adat, no escrito, en la estepa, y el sa
rtat, escrito, en el Turquestán. Esta autonomía era muy limita
da, dado que los funcionarios rusos intervenían con una fre
cuencia excesiva para que los indígenas pudiesen actuar respon
sablemente, pero no se preocupaban de enseñar honradez y efi
cacia. Los funcionarios más jovenes estaban mal pagados y eran
corruptos y a menudo eran antiguos oficiales separados de los
regimientos rusos por incapacidad. Hacia 1914 se notaba una
cierta mejora, pero Rusia no se preocupó jamás de formar un
cuerpo de administradores coloniales de carrera, bien pre
parados. .
La ambivalencia de la actitud rusa hacia la función del Asia
occidental fue el origen de la mudable política seguida con re
lación a la propiedad de la tierra y a la inmigración europea.
Hasta 1890 aproximadamente, se basó en el supuesto general de
que, af tratarse de un territorio fronterizo, los nativos debían
ser protegidos de la inmigración, para que Rusia pudiera contar
con su fidelidad. Por eso la inmigración fue rigurosamente pro
hibida en el Turquestán hasta 1890, mientras que se la toleraba
en las regiones escasamente pobladas de la estepa al sur de Si-
beria. Dicha política cambió en la década 1880-90, cuando los
nuevos problemas internos de Rusia —los grandes deplazamien-
tos de masas de campesinos hambrientos de tierra, el incremen
to demográfico y el radicalismo político— hicieron que la in
migración pareciera una panacea. Para el Asia central la suerte
quedó echada con las conclusiones de la Comisión Ignatiev, que
en 1884 recomendaba la colonización campesina del Turques
tán y la estepa. A partir de entonces se fomentó oficialmente la
inmigración hacia el Kazakistán, y luego los colonos se exten
dieron por el Turquestán. En 1914, cerca del 40 por 100 de la
población de la estepa estaba formada por inmigrados, campe
sinos en su mayor parte. En el Turquestán, proporcionalmente,
eran menos: 407 000 (el 6 por 100) de una población de unos
6 493 000 habitantes en 1911, la mitad de ellos campesinos6.
De este modo ambas zonas se convirtieron en colonias «mix-
271
tas», pero el Turquestán conservó su carácter, esencialmente no
ruso.
La inmigración modificó necesariamente la política rusa con
respecto a los nativos. Inicialmente, esa política habría sido leal,
conservadora, encaminada a no suscitar la oposición local. Se
adoptó una política de absoluta tolerancia en materia de reli
gión. No se introdujeron nuevas formas impositivas, aunque sí
se modificaron o eliminaron determinadas exacciones en vigor
antes de la ocupación. No hubo irhpuestos, capitación ni tra
bajo forzoso, y ni siquiera servicio militar obligatorio, hasta
1916. Las poblaciones locales pasaron, a todos los efectos, a ser
súbditas del zar, y quienes cumplían los requisitos exigidos a
los electores rusos gozaron del derecho al voto en las eleccio
nes de la Duma central en 1906. Sobre todo revistió importan
cia aquí la política con respecto a la tierra, durante largo tiem
po inspirada en criterios equitativos. La Corona reivindicó la
propiedad de todas las tierras, como herencia de los soberanos
anteriores. Conservó los derechos sobre las tierras no ocupa
das, pero reconoció el equivalente de una propiedad absoluta,
con derecho a enajenación, a los ocupantes del resto. Se trataba
de una auténtica revolución social. En el Turquestán, la mayor
parte de la tierra había sido una posesión casi feudal de la aris
tocracia, que la arrendaba a los campesinos. Los rusos transfor
maron el Turquestán, con excepción de los estados protegidos,
en una región de pequeños propietarios y cultivadores directos.
Sólo cuando la solicitud de tierras por parte de los colonos se
hizo más insistente, empezó la política rusa a atentar gravemen
te cohtra los intereses de los indígenas. Las repetidas inspeccio
nes de las tierras vírgenes de la estepa, llevadas a cabo ignoran
do las necesidades especiales de un pueblo nómada, acabaron
arrebatando a los kazakos muchos pastizales y forzándoles a la
agricultura sedentaria. Como en muchas otras colonias «mix
tas», los intereses de los nativos hubieron de someterse a los de
los colonos blancos.
La tolerancia hacia la estructura social indígena fue obvia
mente un instrumento útil durante la primera fase de la ocupa
ción, pero estaba en contradicción con las tradiciones rusas. El
imperio estaba formado por regiones diversas, más o menos asi
miladas a la Rusia europea: también el Asia central acabaría
siéndolo, antes o después. El medio más inmediato para conse-
272
guirlo fue, naturalmente, la educación. En la estepa y el Tur-
questán se aplicaron diversos sistemas, pero en esencia todos es
taban destinados a enseñar el ruso junto con las lenguas locales.
En los niveles inferiores existían escuelas separadas para rusos
y nativos, pero éstos, si lo deseaban, podían frecuentar las pri
meras. En cifras, los frutos de la educación fueron escasos, para
los no rusos del Asia central, antes de 1914. En 1913 solamente
el 7,5 por 100 de los 105 200 niños inscritos en las escuelas de
la estepa eran kazakos. En el oblast de Syr Daria, en 1912, re
cibía enseñanza primaria un 95 por 100 de los niños rusos, pe
ro únicamente el 2,02 por 100 de los no rusos 7. Esta baja cifra
de asistencia a la escuela se debía en parte a la aversión de los
nativos a la cultura occidental, pero faltaba también un incen
tivo, como hubiera sido, por ejemplo, la posibilidad de acceso
a los más altos puestos de la administración gubernativa. La
gran mayoría de los indígenas no recibió una educación y no
fue asimilada, e incluso la pequeña minoría de gente instruida
que encontró trabajo en la enseñanza, en los puestos inferiores
de la administración o en los servicios técnicos, siguió siendo
musulmana, más influenciada por el renacimiento del islamis
mo que se estaba entonces manifestando en Crimea y en las re
giones del Volga que por el cristianismo o la cultura occidental.
En 1914, el Asia central constituía, por tanto, una sociedad
cada vez más «mixta», donde la mayoría de los no rusos con
tinuaba siendo conservadora, inculta y no cristiana. Pero en
otros campos Rusia obtuvo buenos resultados. Hubo de en
frentarse únicamente a dos revueltas de escaso alcance, que re
flejaban más bien la aversión a las novedades por parte de mu
sulmanes conservadores que una verdadera hostilidad hacia lo
extranjero. Hubo de llegar la imposición del reclutamiento for
zoso, en 1916, para suscitar en diversas regiones una rebelión
campesina de amplias proporciones; e incluso ésta fue más ex
presión de viejos rencores contra los funcionarios locales rusos
y los notables indígenas que de un deliberado nacionalismo.
También en materia económica la obra rusa fue positiva. Creó
una infraestructura de carreteras, ferrocarriles y otros servicios
modernos, y restauró el antiguo sistema de irrigación, que es
taba en ruinas. El mercado ruso estimuló la producción de mu
chos géneros y la administración siguió una constructiva polí
tica paternalista. Aunque reducidos a ocupar una región más li-
273
tnitada, los kazakos incrementaron su gandería. En el Turques-
tán se fomentó la producción de algodón mediante tarifas pre-
ferenciales, y se redujeron los fletes y la importación de ganado
de calidad de Norteamérica. En 1913 la producción del algo
dón cubría casi una quinta parte del territorio de regadío en to
dos los oblast, con excepción de Semirechie, y constituía más
de la mitad de la renta agrícola del Turquestán. La excesiva li
mitación cualitativa de la producción agrícola tuvo algunas con
secuencias negativas; entre otras cosas, las malas cosechas y las
fluctuaciones de los precios obligaban al campesinado a endeu
darse y vender sus propiedades. Pero el algodón continuó sien
do el primer renglón en las exportaciones del Turquestán.
En 1917 el Asia central era una típica sociedad colonial, go
bernada autocráticamente por extranjeros, con una población
de colonos en permanente aumento, una profunda división cul
tural y lingüística entre indígenas e inmigrantes, y una econo
mía de subsistencia a un nivel muy primitivo. Con la revolu
ción bolchevique de 1917 y el hundimiento del imperio zarista
se abrieron nuevas posibilidades. El Asia central podía ser libe
rada del control ruso, o completamente asimilada en calidad de
Estado socialista, perdiendo sus características «coloniales». En
realidad, hoy en día no se ha producido ni lo uno ni lo otro.
El Asia central forma parte aún de Rusia, pero no tiene una ver
dadera autonomía, ni paridad económica con la Rusia europea.
Sigue siendo «colonial» de hecho, aunque no lo sea no
minalmente.
En principio, Lenin reconocía que los grupos étnicos dife
rentes tenían derecho a separarse, o a gobernarse por sí mis
mos, pero en la práctica el Asia central era demasiado impor
tante para que Rusia renunciara a ella. Sus productos agrarios
y sus materias primas de uso industrial revestían una vital im
portancia para la economía rusa. Y estratégicamente era la clave
para los contactos con el Oriente Medio, la India y China. Por
ello, la política imperialista, aunque fuese con el pretexto de ser
vir a los intereses del proletariado del Asia central, debía
continuar.
La Constitución de la URSS, al ofrecer la ilusión de una au
tonomía colonial, se prestaba a la salvaguardia de la unidad. Me
diante las reformas constitucionales de 1924-25, completadas
solamente en 1936, el viejo imperio se convirtió en una unión
274
de repúblicas federadas. La Rusia europea, Siberia y el Amur
formaron la República Socialista Federativa Soviética Rusa
(RSFSR). Las otras regiones se conviertieron en repúblicas autó
nomas, en el seno de la Unión de Repúblicas Socialistas Sovié
ticas. La fórmula se asemejaba mucho a la de la Unión France
sa de 1946, pero la realidad era diferente. En conjunto, la URSS
estaba unida al Soviet Supremo, donde una Cámara repre
sentaba, sobre una base proporcional, a toda la población, mien
tras que la otra representaba a las diferentes repúblicas. El Pre
sidium, elegido por ambas cámaras, disponía del gobierno eje
cutivo, y el partido comunista de la Unión, que en realidad es
taba detrás del Soviet y del Presidium, estuvo en un primer mo
mento organizado sobre una base unitaria y no federal. La cen
tralización quedaba de manifiesto también en todos los demás
aspectos del gobierno. Los departamentos administrativos de
Moscú tenían amplios poderes en las repúblicas, cada uno en el
ámbito de las propias competencias; incluso los gobiernos, no
minalmente autónomos, dependían de ellos. Algunos ministe
rios, directamente responsables ante él gobierno central, y no
ante los gobiernos locales, disponían de jurisdicción sobre toda
La Unión, y eran los que controlaban los sectores clave. Rusia
era un Estado unitario, donde algunos poderes, limitados, eran
transferidos a los órganos locales. En comparación con el viejo
imperio zarista, la organización estaba todavía más centralizada.
En el Asia central la asimilación de los no europeos era aho
ra la política oficial. La estructura administrativa originaria fue
sustituida en 1936 por una subdivisión en cinco provincias:
Turkmenistán, Uzbekistán, Kirguisistán, Tadjikistán y Kaza-
kistán. Teóricamente cada nacionalidad estaba concentrada en
una sola provincia, pero en la realidad esa política estaba enca
minada a impedir la afirmación de un nacionalismo común a to
das la poblaciones del Asia central. N o se ahorró ningún pro
cedimiento para separar a las masas de los más eminentes re
presentantes de las clases superiores y convencerlas de que tam
bién ellas formaban parte del proletariado panruso. Se boico
tearon y se eliminaron después los tribunales donde regía el de
recho musulmán. Se hizo una intensa propaganda contra el is
lamismo. En el sector de la instrucción pública se intensificó la
vieja política de asimilación, difundiendo el ruso y adoptando
el alfabeto ruso a las lenguas indígenas en 1939; los avances de
275
la a lfa b e tiz a c ió n y la a s iste n c ia a la e sc u e la fu e r o n im p r e s io n a n
te s. C o m o en lo s d e m á s re g ím e n e s c o lo n ia le s , ta m b ié n el r u so
se s ir v ió d e la in str u c c ió n c o m o d e l a r m a m á s e fic a z p a r a c o m
b a tir el a p e g o d e lo s n a tiv o s a s u s a n tig u a s tr a d ic io n e s.
También en el terreno económico obtuvo la Rusia soviética
resultados sorprendentes, pero la subordinación a las necesida
des económicas de la metrópoli fue mucho más rigurosa en el
Asia central que en otras colonias. La propaganda bolchevique
había prometido la industrialización, pero, aparte del textil, que
utilizó el algodón local, antes de 1939 tan sólo tuvieron un cier
to desarrollo las industrias mineras. Rusia tenía necesidad de
productos alimenticios y materias primas, y por ello la econo
mía del Asia central se organizó para subvenir a esas necesida
des. Con las granjas colectivas, que sustituyeron a la propiedad
campesina, aumentó enormemente la producción de grano,
mientras descendía el número de cabezas de ganado en las es
tepas. Se introdujeron nuevos cultivos, como el de la remola
cha azucarera, y se procedió a la mecanización agrícola. El pun
to de contacto más evidente con el pasado colonial fue el in
cremento de la producción algodonera, que en 1928 había re
cuperado las áreas de cultivo de antes de la guerra, con 800 000
hectáreas plantadas, y en 1937 llegó a 1 446 000 ha. Pese a una
notable inmigración de trabajadores entre las dos guerras mun
diales, los no europeos continuaron siendo en su gran mayoría
agricultores, productores de bienes de subsistencia.
El principal resultado de la dominación rusa fue que el Asia
central fue el único territorio colonial, con una población for
mada básicamente por no europeos, que no alcanzó jamás la in
dependencia. Como Estados Unidos en las Hawai, Francia en
sus colonias menores, y Portugal en Africa, Rusia combatió el
nacionalismo colonial con la completa integración. Por ironías
de la historia, la Rusia socialista consiguió conservar y explotar
sus posesiones coloniales mejor que los países «imperialistas»,
a los que había denunciado.
276
una revolución contra el imperialismo británico, el antiimperia
lismo se había convertido en parte integrante de su ética nacio
nal. Los ideales republicanos, como los marxistas, resultaban in
compatibles con la dominación de otros pueblos, porque la De
claración de Independencia afirmaba que «los hombres han si
do creados iguales, y todos han sido dotados por su Creador
de ciertos derechos inalienables, entre los cuales se encuentran
la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad». Hasta 1898,
todos los territorios norteamericanos, a excepción del puerto
carbonero de Midway, se hallaban en el continente norteame
ricano. Habían sido conquistados honradamente, mediante la
colonización de «tierras no ocupadas» (a expensas de los ame
rindios nómadas) o con el consentimiento de los habitantes in
migrados de Europa (como en los estados limítrofes con Méxi
co). Y cosa todavía más importante, se habían mantenido los
principios republicanos, porque las nuevas adquisiciones se ha
bían convenido en estados de la Unión, plenamente iguales a
los otros, aun cuando algunos, como Alaska, debieron superar
largos períodos de prueba como «territorios» dependientes. Los
Estados Unidos habían realizado su «destino manifiesto», sin
por ello violar los principios republicanos.
El imperio colonial americano se formó en 1898, e ideológi
camente suscitó un cierto embarazo. Los Estados Unidos no
querían colonias. En la última década del siglo no existía prác
ticamente un movimiento nacionalista-expansionista, y se re
chazaron todas las ocasiones de participar en el reparto inter
nacional. El imperio se formó espontáneamente, como conse
cuencia de la tensión internacional y los desórdenes políticos en
el Caribe. El punto de ruptura del aislacionismo americano fue
Cuba, donde los americanos poseían enormes intereses econó
micos. Cuba se rebeló contra los españoles en 1895. La opinión
pública americana se enojó ante los métodos de represión es
pañoles, y el hundimiento de un barco estadounidense en La
Habana, en abril de 1898, proporcionó el pretexto para la in
tervención. La estrategia naval llevó a la ocupación de Cuba, y
luego de Filipinas, Guam y las Marianas: una vez ocupados, ta
les territorios no podían ser devueltos a España, que según los
americanos no estaba moralmente en condiciones de gobernar
los. Se trataba de escoger entre la independencia y la anexión,
por parte de los Estados Unidos o de otra potencia. Cuba ob-
277
tuvo la independencia, pero Puerto Rico fue anexionada para
impedir una intervención europea en la esfera de intereses ame
ricana. Las Filipinas y Guam, bases estratégicas para el comer
cio con China, fueron asimismo anexionadas, pero España pu
do vender sus otras islas del Pacífico a Alemania.
Los Estados Unidos eran ya una potencia imperial, y una res
ponsabilidad imperial conducía a otras. Las Hawai, desde hacía
tiempo dominadas por plantadores y misioneros americanos,
habían pedido la anexión y fueron incorporadas a la Unión en
1898. La isla de Wake fue anexionada en 1899 para unir a Ho
nolulú con Guam. Aquel mismo año, Washington se decidió a
superar el punto muerto de la situación de las Samoa recurrien
do a un reparto con Alemania; en 1900, por tanto, fueron
anexionadas Tutuila y otras islas. Los Estados Unidos poseían
por consiguiente grandes intereses en el Pacífico. También en
el Caribe sus nuevas responsabilidades comportaron una exten
sión del dominio, aunque de forma menos oficial. Se precisaba
en aquel entonces un enlace directo con el Pacífico que permi
tiera a la flota operar en ambos océanos; de ahí que Panamá fue
se ayudada a obtener la independencia de Colombia. Mediante
el tratado de 1904, Panamá aceptó la protección americana y ce
dió una franja del istmo para la construcción del canal. La es
tabilidad del Caribe se había convertido, por consiguiente, en
algo esencial para la seguridad del canal, y en 1904 el «Corola
rio de Roosevelt» a la doctrina de Monroe afirmó el derecho
americano a intervenir en cualquier estado política o económi
camente inestable. Ahora bien, dado que la inestabilidad era
crónica, diversos estados pasaron bajo el control americano. Se
firmaron tratados que concedían la ocupación militar o el de
recho a supervisar las finanzas públicas con Cuba en 1903, con
la República Dominicana en 1904, con Nicaragua en 1911 y
1916 y con Haití en 1915. A partir de 1916 Haití y la Repúbli
ca Dominicana fueron ocupadas y gobernadas por los Estados
Unidos, mientras que de las finanzas nicaragüenses se ocupa
ban interventores americanos. Una y otra vez, las fuerzas ar
madas americanas intervinieron en Cuba. Para completar el con
trol del Caribe, en 1917 Washington compró a Dinamarca las
islas Vírgenes.
Los Estados Unidos habían adquirido de este modo un im
perio que se extendía por dos océanos y estaba formado en par-
278
te por verdaderas posesiones y en parte por estados protegidos.
Era un imperio colonial como los demás, pero el hecho de que
los americanos no se sirviesen jamás de términos como «colo
nia», «posesión» o «protectorado» es significativo de su des
arrollo histórico. Característico de los Estados Unidos como
potencia colonial fue el hecho de que se las ingeniaran para en
cuadrar a las colonias en la estructura republicana, que las con
sideraran o bien como protoestados de la Unión que debían ser
plenamente absorbidos en un segundo momento, o bien como
estados soberanos aliados a los Estados Unidos que en un se
gundo momento se liberarían de esa tutela. N o todas sus de
pendencias podían entrar en una u otra categoría, pero la prác
tica se vio mitigada por el hecho de que los Estados Unidos de
seaban sinceramente conseguirlo.
Fundamento de la política colonial americana fueron la Cons
titución de los Estados Unidos y el procedimiento seguido en
el pasado para la admisión de los nuevos estados de la Unión.
N o hubo propósito de formular principios o crear institucio
nes expresamente concebidas para posesiones coloniales per
manentes.
La práctica administrativa de Washington se basó en esos su
puestos. N o hubo un órgano que tuviera la exclusiva o la res
ponsabilidad general de la administración de las dependencias.
Estas fueron administradas por varios ministerios, conforme al
principio francés del rattachement; por pura conveniencia, los
diversos territorios y protectorados fueron asignados a los de
partamentos del Interior, de la Guerra, de la Marina y del Es
tado, que asumieron la tarea de la administración. Ahora bien,
en 1934 se creó una división de los territorios y posesiones in
sulares en el seno del departamento del Interior para supervisar
los asuntos de todas las dependencias —con excepción de Guam
y las Samoa, que siguieron en manos de la Marina, y de la zona
del canal de Panamá, que fue administrada por el ejército— y
para sustituir a la Oficina de los Dominios, para las Filipinas,
a la sazón prácticamente independientes. Hecho bastante típi
co, tal división carecía de jefe político y de autoridad ejecutiva.
Ejercía una función consultiva ante el presidente, el Congreso
y los gobiernos coloniales, y aseguraba la conexión con los otros
departamentos; pero no gobernaba el imperio.
El Imperio americano no tuvo nunca una constitución for-
279
mal, afinque legalmente, según la estructura definida por los tri
bunales de los Estados Unidos, se distinguieran tres categorías.
Los estados del Caribe, vinculados mediante tratados, eran es
tados exteriores. Alaska y Hawai fueron incorporados en la
Unión por el Congreso y entraron dentro del ámbito constitu
cional. En 1959 pasaron a ser estados con plenos derechos. To
dos los demás eran territorios incorporados, colonias de hecho,
aunque no de nombre. La atribución de la ciudadanía seguía los
mismos criterios y distinciones. Los habitantes de los estados
incorporados se convertían en ciudadanos de los Estados Uni
dos, amén de serlo de sus estados respectivos; los demás eran
«extranjeros» (en los protectorados) o «de nacionalidad esta
dounidense», y ciudadanos de sus respectivos países. En la prác
tica, sin embargo, el Congreso distribuyó los derechos de plena
ciudadanía con mayor largueza: a todos los puertorriqueños en
1917, a los habitantes de las islas Vírgenes en 1927 y a los de
Guam en 1950.
La distinción legal entre estados incorporados y no incorpo
rados tuvo escasa importancia práctica en cuanto al gobierno;
la diferencia, en realidad, fue la que se creó entre las colonias
que los americanos consideraban inmaduras para la autonomía
y el resto. En 1917 Hawai, Alaska, Puerto Rico y las Filipinas
obtuvieron constituciones prácticamente idénticas, copiadas de
la americana, con un gobierno, un sistema bicameral con po
deres legislativos, y delegados sin derecho a voto en la Cámara
de Representantes. El derecho y el sistema judicial correspon
día a los de los estados de la Unión; los tribunales de apelación
iban desde los regionales hasta los federales locales, o al Tribu
nal Supremo de Washington. Esas colonias, por tanto, eran en
apariencia totalmente autónomas, pero no sucedía así en la rea
lidad; bajo la máscara de las instituciones americanas seguían
siendo dependientes. Los gobernadores eran representantes del
presidente y recibían órdenes de Washington. Dado que según
la Constitución americana el jefe del Estado era la única auto
ridad ejecutiva, los gobernadores no podían actuar según las
propuestas de sus respectivos consejos ejecutivos, y únicamen
te cuando éstos fueron electivos pudieron las dependencias ase
gurarse un auténtico autogobierno. Las Filipinas lo consiguie
ron en 1935 y Puerto Rico en 1948, Hawai y Alaska debieron
esperar hasta 1959.
280
Igualmente limitados eran los poderes legislativos de las
asambleas coloniales. Establecían el destino de los ingresos fis
cales, pero si se negaban a aprobar el presupuesto fijado por el
gobierno, se renovaban de modo automático los impuestos del
año anterior. Podían aprobar leyes para todas las cuestiones in
ternas, pero el gobernador podía vetarlas, y otro tanto podía ha
cer el presidente de los Estados Unidos si el veto del goberna
dor era rechazado por una mayoría de dos tercios. El Congre
so podía aprobar leyes para todos los sectores y anular las pro
mulgadas por las colonias. La autonomía, por tanto, fue muy
inferior a la soberanía de que gozaron los Estados Unidos o los
dominios de la Commonwealth británica.
El liberalismo básico de las cuatro constituciones de las colo
nias indicaba que éstas se hubieran convertido en estados de la
Unión c habrían conseguido la plena independencia. No suce
día lo mismo, sin embargo, con las posesiones menores del Pa
cífico, inadaptadas al sistema constitucional americano. En el ca
so de Guam, Samoa y las otras islas, los Estados Unidos tenían
un interés exclusivamente estratégico, y por ello quedaron bajo
el control de la Marina. Eran administradas empíricamente por
oficiales que tenían poderes autocráticos y seguían, llegado el
caso, las recomendaciones de los consejos de notables indíge
nas. De esto resultó una especie de «gobierno indirecto» que
conservó el sistema nativo de la administración de distritos y al
deas, sin preocuparse de asimilar a los isleños al sistema ame
ricano. Pero durante mucho tiempo los oficiales americanos se
mostraron inexpertos en tal tarea, y muchos de los cambios de
alguna importancia fueron simplemente fruto de la ignorancia.
Otro aspecto unitario de la política colonial americana fue el
sistema arancelario. También en este caso la tradición continen
tal que contemplaba tarifas proteccionistas comunes para el ex
terior y libertad de comercio en el interior fue aplicada a todas
las dependencias, salvo aquellas donde existía el obstáculo de
unas obligaciones internacionales. Alaska y Hawai fueron in
corporadas al sistema arancelario americano apenas adquiridas;
Puerto Rico lo fue en 1900, las Filipinas en 1909, y las islas Vír
genes en el momento de su anexión. De todas las dependencias
auténticas sólo fueron excluidas la zona del canal de Panamá y
las Samoa; la primera porque seguía siendo un área exterior, y
las segundas por el tratado tripartito de 1899 con Gran Bretaña
281
10
y Alemania, que sancionaba el principio de «puertas abiertas».
La unificación arancelaria hizo del imperio americano el úni
co imperio colonial, además del ruso, que constituía un solo sis
tema económico, y de ellos derivó su excepcional cohesión. Pe
ro el balance era favorable a las colonias. Todas ellas eran pro
ductoras de bienes de subsistencias y hallaron un mercado óp
timo en los Estados Unidos, con escasos inconvenientes. Sola
mente en el caso de Puerto Rico no resultó demasiado venta
josa la incorporación, porque los beneficios asegurados por la
favorable cuota del azúcar exportado a los Estados Unidos que
daban anulados por los precios demasiado altos de los alimen
tos que debía importar Puerto Rico, a causa de las medidas pro
teccionistas ventajosas para los productores americanos. Para
todas las colonias, los vínculos económicos suponían un argu
mento válido contra la secesión. En 1933 las Filipinas rechaza
ron provisionalmente la oferta de los Estados Unidos de con
cederles la independencia al cabo de diez años, porque eso com
portaba la gradual exclusión de las tarifas arancelarias america
nas. Y viceversa, los Estados Unidos tuvieron poco que ganar
de esa zollverein o unión aduanera. Algunos de los productos
coloniales les hacían la competencia. Por lo general las colonias
compraban y vendían en Norteamérica, pero el volumen de ese
comercio tenía una importancia marginal para los Estados Uni
dos. En 1920, por ejemplo, sólo el 3,8 por 100 de las exporta
ciones americanas iba a sus colonias, y ese porcentaje había au
mentado tan sólo a un 4,9 por 100 en 1925. Escasa importancia
tenían asimismo las colonias, como campo de inversión. Se be
neficiaron ampliamente de los capitales americanos, pero en
1943 las inversiones americanas en Puerto Rico y en las Filipi
nas constituían apenas el 2,5 por 100 del total de las inversiones
en ultramar 8. Los estados independientes, tales como México,
Cuba o Canadá, eran mucho más importantes para los capita
listas americanos. También la política con respecto a la tierra
trató más de impedir la enajenación de las propiedades nativas
que de beneficiar a los colonos o a las sociedades agrícolas ame
ricanas, aunque en Puerto Rico no se impusieran restricciones
eficaces hasta 1935. Los Estados Unidos no necesitaban de
las colonias para el sostenimiento de su propia economía, y
de ahí que no las «explotasen». La asimilación de los aranceles
metropolitanos fue sólo la expresión de la aplicación de los
282
principios republicanos a los nuevos territorios americanos.
Los Estados Unidos podían afirmar que seguían siendo re
publicanos más que imperialistas por otras dos razones; libera
ron todas las dependencias que no estaban destinadas a una
completa incorporación o que no eran capaces, o no estaban dis
puestas a regirse por sí solas. En 1945 rechazaron definitiva
mente la ocasión de construir, con su potencia militar, un nue
vo imperio mundial.
La descolonización tuvo lugar primero en los semiprotecto-
rados del Caribe. Análogamente a lo que había ocurrido en los
otros imperios, habrían podido ser transformados gradualmen
te en verdaderas posesiones. En vez de eso, los americanos los
consideraron como mandatos provisionales y se retiraron ape
nas se diluyó la amenaza de una intervención europea, después
de 1918. La ocupación militar de la República Dominicana fi
nalizó entre 1922 y 1924; el derecho de intervención en Cuba,
en 1925. Los marines fueron retirados de Nicaragua en 1925,
llamados nuevamente por el presidente de Nicaragua en 1927,
y retirados de modo definitivo en 1933. Las tropas americanas
dejaban Haití en 1933-34. También el «corolario de Xoosevelt»
fue tácitamente abandonado y sustituido por la política de «bue
na vecindad» de F. D. Roosevelt. En 1941 los Estados Unidos
habían renunciado al control de los estados del Caribe, que ca
yeron en el caos político y las revoluciones.
En 1945 se abandonó definitivamente cualquier política im
perial. Las Filipinas obtuvieron su plena independencia en 1946,
aunque la misma se hubiese decidido ya en 1933. En otros si
tios, el vasto imperio militar creado por la derrota de Alemania
y Japón fue casi completamente desmantelado. Los Estados
Unidos conservaron únicamente los mandatos japoneses en el
Pacífico, las Ryukyu, las Bonin y las Vulcano, que formaban
parte del Japón, las bases en las Indias occidentales, Islandia,
Groenlandia, las Azores, Trípoli y Arabia, siempre a consecuen
cia de acuerdos libremente suscritos por los países interesados.
Siguieron fieles a los principios y las promesas de la Carta del
Atlántico, por la cual tanto los Estados Unidos como Gran Bre
taña se habían comprometido a no agrandar sus respectivos
territorios. Luego, como ya hiciera Gran Bretaña en el siglo
XIX, los Estados Unidos aprovecharon su enorme poderío para
asegurarse una influencia y un predominio no oficiales en vez
283
de nuevas posesiones. En 1964, casi todo su imperio colonial ha
bía sido incorporado o emancipado. Puerto Rico alcanzó la ple
na autonomía, convirtiéndose en algo muy semejante a un do
minio británico. Solamente los pequeños territorios del Pacífi
co continuaron siendo verdaderas posesiones, y en dichos paí
ses los Estados Unidos tropezaron con los mismos obstáculos
a una total independencia, aparentemente insuperables, con los
que ya habían topado las demás potencias que disponían de co
lonias en el Pacífico.
284
12. Los imperios de Portugal, Bélgica
y Alemania
285
cenia las Azores y las Madera, incorporadas a la metrópoli a to
dos los efectos en 1832; las islas de Cabo Verde, que estaban
en decadencia con la industria del azúcar; la Guinea portugue
sa, sobre la que ejerció sólo un control teórico; las islas de San
to Tomé y Príncipe, primero bases de la trata de esclavos an
goleña y luego productoras de cacao, y finalmente Angola. Ahí
Portugal controlaba efectivamente poco más que los puertos de
Luanda y Rengúela y la trata de esclavos (y en un momento pos
terior el tráfico de mano de obra atada por contrato) del inte
rior. Pero a mediados del siglo XIX, iniciada la colonización de
la meseta, los plantadores de café brasileños se encontraron con
que la mano de obra africana comenzaba a escasear. En el Afri
ca oriental, Portugal conservó únicamente Mozambique, algu
nos fuertes de la costa y los prazos o principados feudales del
Alto Zambeze, prácticamente independientes. Aún más hacia el
este estaban los tres territorios indios de Goa, Damao y Diu;
parte de la isla de Timor en Indonesia; y la península de Ma-
cao, en las inmediaciones de Cantón, como reliquia del flore
ciente comercio internacional con China. Estos territorios eran
suficientes para mantener viva la tradición imperial de Portu
gal, pero no para hacer de éste una importante potencia colonial.
El reparto de Africa, en los últimos años del siglo XIX, hu
biese podido privar a Portugal de lo poco que aún tenía en ese
continente, pero en cambio obtuvo de él un imperio más vasto
que el que poseía antes de 1822. Sus intereses eran el reflejo de
los de los otros. Entre 1860 y 1880 las aspiraciones británicas
a la bahía de Delagoa revelaron a los portugueses la importan
cia del puerto de Lorenzo Márquez, y el hecho de que el arbi
traje del presidente francés en 1875 apoyase las reivindicaciones
portuguesas proporcionó un útil precedente para las otras zo
nas. Pero entre 1880 y 1890, cuando la competencia se hizo más
intensa y las diferentes potencias se mostraron menos dispues
tas a aceptar sus antiguas reivindicaciones, Portugal hubo de so
portar la pérdida de vastas extensiones en el interior de Angola,
Mozambique y Guinea, y de la mayor parte del Congo en 1884.
Fue salvado por la rivalidad de las otras potencias y el pronto
reconocimiento de una franja continua de territorio portugués,
desde Angola a Mozambique, por parte de Francia y Alemania,
que pretendían así crear una barrera contra las anexiones de
Gran Bretaña. Y por ironías del destino fue precisamente Gran
286
Bretaña, usualmente aliada de Portugal, que había apoyado sus
reivindicaciones sobre el Congo en 1882-84, la que haría des
vanecerse ese sueño rosado (mapa cor de rosa). Gran Bretaña
no tenía más derechos que Portugal sobre el Africa central, pe
ro era una gran potencia, sus misiones en Niasa protestaban
contra la invasión del catolicismo portugués, y Cecil Rhodes ne
cesitaba la zona para la Compañía Británica de Sudáfrica. En
1890 Lord Salisbury presentó a Lisboa el célebre ultimátum que
exigía el alejamiento de las tropas portuguesas de la región del
río Shire y Mashonaland, imponiendo luego un acuerdo por el
que se creó una esfera de influencia británica entre los dos blo
ques de las posesiones africanas de Portugal. Los límites fueron
fijados en el tratado angloportugués de 1891 y en tratados fir
mados en la década siguiente con las otras potencias coloniales.
El reparto había suscitado las esperanzas portuguesas, sólo
para verlas truncadas casi por entero. Sin embargo, Portugal te
nía ahora, en vez de míticas reivindicaciones, territorios reco
nocidos por las otras naciones. La Guinea portuguesa engloba
ba casi 36 000 kilómetros cuadrados de territorio inexplorado;
Angola cerca de 1 240 000 y Mozambique 770 000 1. Además,
estimulado por la competencia, Portugal tomó conciencia de las
ocasiones que se le ofrecían; nació un partido colonialista que
sostenía que las colonias representaban la salvación económica
para el país y que Portugal, como potencia africana, podía po
nerse a la altura de los gigantes industriales de la Europa del nor
te: Alemania, Gran Bretaña, Francia y Bélgica. Estaba por ver,
sin embargo, si tendría los recursos políticos y económicos ne
cesarios para ir abriendo y desarrollando aquellas enormes po
sesiones tropicales.
En comparación con las potencias coloniales contemporá
neas, Portugal no tuvo suerte. Aunque a partir de 1890 imitó a
los otros imperios y se benefició de la riqueza que los avances
del Africa meridional y central hacían afluir a sus colonias, en
conjunto se mostró incompetente, anticuado y a menudo dis
cutible desde un punto de vista moral. Esto, naturalmente, es
válido también para los primeros siglos de la colonización,
cuando Portugal hacía una triste figura frente a la grandeza del
imperio español. No obstante, teniendo en cuenta sus posibili
dades lusitanas y el puesto que ocupaba en Europa, su obra no
fue despreciable.
287
Su sistema administrativo y sus objetivos políticos no eran
muy diferentes de los de Francia: ambas naciones creían en la
integración. La Asamblea Nacional portuguesa era la autoridad
suprema de todo el imperio. Hubiese debido representar a to
das sus regiones, y a partir de 1930 participaron en ella dipu
tados de las colonias. El poder efectivo estuvo, con todo, siem
pre en manos del ejecutivo —rey o presidente— o del Consejo
de Ministros. Hasta 1911 no existió un departamento colonial
independiente, aunque de cuando en cuando los asuntos de las
colonias eran confiados a un subdepartamento del Ministerio
de la Marina y Ultramar, que pasó después a ser Ministe
rio de Ultramar. El ministro en cuestión estaba asistido, para la
preparación de los decretos que se relacionaban con las colonias,
por el Consejo de Ultramar (que en 1643 sustituyera al Con
sejo de Indias) y por esporádicas conferencias de los goberna
dores, y una conferencia económica de ultramar. Pero en rea
lidad, tras el establecimiento del Nuevo Estado en 1930, los
asuntos coloniales fueron sometidos a la rigurosa supervisión
del presidente del Consejo, Salazar.
También el gobierno colonial fue muy parecido al de las co
lonias francesas. Los territorios menores disponían de goberna
dores; Angola y Mozambique tuvieron gobernadores generales
(llamados Altos Comisarios en los años veinte, lo que revela
una efímera intención de dar la independencia a las colonias).
Todos tuvieron más autonomía de lo que pudiera implicar el
principio de la integración y todos manejaban sus propios pre
supuestos. Estos, sin embargo, eran estrechamente vigilados en
Lisboa, y todas las cuestiones locales eran estudiadas por un
cuerpo especializado de inspectores. El gobierno ejecutivo era
administrado conforme a los criterios convencionales por un
consejo ejecutivo formado por funcionarios y burócratas; pero
las colonias portuguesas tuvieron también consejos legislativos,
con facultades para promulgar leyes a escala local. Antes de 1930
dichos consejos estuvieron formados por funcionarios y resi
dentes locales nombrados, y más adelante por una mayoría de
ciudadanos portugueses elegidos. Teóricamente, su aprobación
era necesaria para la legislación y la preparación del presupues
to, pero en esencia el gobernador general podía saltarse a la opo
sición. El gobierno de las colonias siguió, pues, siendo autocrá-
288
tico; en 1964 se parecía aún al gobierno de las «Colonias de la
Corona» británicas de la generación anterior.
En el pasado, el gobierno local en las colonias portuguesas
se había basado en los municipios (concelkos) conforme al mo
delo de la metrópoli, pero en el nuevo imperio africano, en ge
neral, no fue posible adoptar el mismo criterio. Aquellas pocas
zonas donde residía una apreciable población europea tuvieron
municipios, y las demás formas convencionales de administra
ción nativa. Angola y Mozambique fueron divididas en distri
tos, cada uno dotado de un gobernador; esos distritos, a su vez,
fueron subdivididos en concelkos europeos o circumscriqdes. En
un primer momento se consideraron únicamente distritos milita
res, pero hacia 1914 pasaron a depender de administradores ci
viles y jefes locales subordinados, todos ellos europeos. A los
africanos se les reservaron, en cambio, puestos de nivel inferior,
pero más como miembros de la jerarquía oficial que como so
beranos hereditarios. Donde fue posible se nombraron régulos,
jefes indígenas, pero éstos eran «jefes garantes», según la tradi
ción del «gobierno directo» inglés y francés, porque Portugal
no aceptaba las premisas en las que se basaba el mantenimiento
de las instituciones africanas conforme al «gobierno indirecto».
De ese modo fue configurándose el sistema de la administra
ción portuguesa en Africa, pero se llegó a él lentamente. Por
tugal era un país pobre y, en Mozambique al menos, prefirió
dejar la carga de la ocupación efectiva a las compañías conce
sionarias «con carta». Se crearon tres de ellas, todas con capital
extranjero, que recibieron grandes concesiones, formadas en
parte por los viejos prazeros de las que la Corona había acaba
do por hacerse cargo en 1880. Las tres compañías tuvieron el
monopolio de la propiedad de la tierra, del comercio, de las mi
nas, de la pesca y de la exacciones fiscales, todo por períodos
definidos. Las compañías de Mozambique y Niasa asumieron
la plena administración, pero la de Zambezia no. Ninguna ob
tuvo un clamoroso éxito financiero, pero todas ayudaron a Por
tugal importando capitales para la primera fase del desarrollo
económico y asegurando un control efectivo sobre los africa
nos. Mientras estas concesiones tuvieron validez, Mozambique
estuvo inevitablemente dominado por los intereses extranjeros,
y en particular por los británicos, pero Portugal acabó reco
giendo los beneficios.
289
Hasta ese punto no había habido nada de excepcional en la
obra de Portugal como potencia colonial moderna en Africa. Su
mala fama procede de la política adoptada en relación con la ma
no de obra africana y del hecho de haber conservado intacto
hasta nuestros días un sistema colonial típico en otros imperios
de los años veinte.
El problema de convencer a los africanos de que trabajasen
existía en todas las colonias del continente, pero resultaba más
grave en zonas como Mozambique, donde las compañías con
cesionarias habían creado plantaciones y donde los impuestos
sobre la mano de obra inmigrante, atraída temporalmente por
los yacimientos auríferos del Rand, eran esenciales para equili
brar el presupuesto. Todas las potencias coloniales presionaban
a los africanos para convencerles de que debían trabajar a cam
bio de una retribución; Portugal, sin embargo, era acusado de
recurrir a sanciones particularmente graves y de haberlas man
. tenido después de que las otras potencias hubieran adoptado cri
terios más liberales.
Los portugueses habían tardado en ponerse al día ya en el si
glo XIX, porque la trata de esclavos continuó en vigor hasta el
año 1836 (y en realidad también después) y la esclavitud sólo
fue abolida en 1876. Desde entonces hasta 1926, las leyes labo
rales unas veces prohibieron y otras sancionaron el trabajo for
zoso; pero, en la práctica el gobierno apoyó siempre el reclu
tamiento obligatorio de mano de obra para obras públicas y pri
vadas y consideró delito posible de condena la ruptura del con
trato por parte de un africano. De todo ello resultó la adopción
a gran escala del trabajo forzoso, retribuido generalmente con
salarios irrisorios. Las graves consecuencias del sistema tuvie
ron una difusión internacional y se llegó así a una nueva legis
lación en 1926. Conforme a las nuevas disposiciones, los no eu
ropeos podían ser obligados a prestar su trabajo tan sólo para
la realización de obras de utilidad pública (las cuales, sin em
bargo, podían ser encomendadas a firmas privadas). Debían ser
retribuidos, a menos que las obras redundaran en exclusivo pro
vecho de los nativos (carreteras, locales, etc.). Pero los deteni
dos y los evasores de impuestos podían ser sometidos al traba
jo forzoso, y el Estado siguió haciendo las veces de empresario
y supervisor en los contratos de los empresarios privados. Las
sanciones penales por ruptura de contrato no fueron derogadas.
290
Esas reformas alinearon más o menos a Portugal con las de
más potencias; sus sistemas ya no eran muy diferentes de los
adoptados para la realización de obras públicas en las colonias
africanas de Francia. Pero las sanciones penales contempladas
en los contratos privados se oponían a las convenciones inter
nacionales sobre trabajo forzoso de 1930 y 1946 y a la conven
ción sobre trabajadores nativos de 1936. Portugal se sustrajo a
las obligaciones impuestas por estas convenciones alegando que
las colonias formaban parte del territorio de ultramar de Por
tugal y no eran dependencias, pero el control estatal de las con
diciones laborales se hizo más eficaz, y en 1961 una comisión
internacional de la Organización del Trabajo absolvió a Portu
gal. De cualquier modo, los principios de su colonialismo se
guían siendo anticuados. Finalmente, en 1960 las sanciones pe
nales fueron abolidas definitivamente y se puso fin al trabajo
forzoso
Portugal se había ganado su mala fama perpetuando hasta me
diados del siglo XX los males comunes al colonialismo de fina
les del siglo XIX. Pero esto dependía menos de su especial du
reza que de un planteamiento de los problemas laborales carac
terístico también de las leyes vigentes en la madre patria. Por
tugal no había tenido ni una revolución industrial ni un mo
vimiento humanitario. Su legislación en materia de trabajo se
guía constituyendo un arcaísmo. Y sus colonias se vieron per
judicadas por la extensión de los principios vigentes en la me
trópoli a las mismas, así como por la pobreza del gobierno, que
imponía la explotación de todos los recursos disponibles.
El mismo retraso con respecto a las otras potencias se dio en
los sectores de la ciudadanía y el derecho. Las leyes en materia
de ciudadanía eran semejantes a las francesas, con idéntica dis
tinción entre ciudadanos y súbditos y un acento análogo en la
asimilación final de todos en la plena ciudadanía. Aparte de un
breve interludio liberal después de 1932, en el que todos los ha
bitantes de las colonias fueron declarados ciudadanos, sólo ob
tuvieron la plena ciudadanía los nacidos en Portugal. Los otros
fueron considerados súbditos sometidos al regime do indigena-
to. Podían, teóricamente, llegar a ser assimilados; pero en 1950
los assimilados eran únicamente 30 089 en Angola y 4 353 en
Mozambique 2.-También estas distinciones resultaban anticua
das. En 1961 Portugal abolió el regime do indigenato y todos
291
se convirtieron en ciudadanos. Ahora que el trabajo forzoso ha
bía sido prohibido, la cuestión revestía poca importancia, por
que continuaba existiendo la vieja distinción legal entre súbdi
tos y ciudadanos. Como siempre, los ciudadanos fueron some
tidos a las leyes y tribunales basados en el derecho consuetudi
nario y en los códigos civil y penal metropolitanos. Los africa
nos no asimilados eran juzgados, conforme a los usos y cos
tumbres locales, por tribunales especiales. No había nada de in
trínsecamente negativo en este dualismo legal, puesto que refle
jaba la innegable realidad de una sociedad dual, pero en el pe
ríodo de la descolonización ofendía a la sensibilidad de las nue
vas naciones africanas y daba una base a las acusaciones a Por
tugal de actuar aún como una potencia «imperialista».
Igualmente convencionales fueron la política y la práctica co
loniales de Portugal en casi todos los demás problemas. La po
lítica de tierras se basaba en el supuesto de que era necesario
proporcionárselas a las plantaciones y a las industrias mineras
europeas. Por consiguiente, fueron creadas reservas para los in
dígenas, a los que se les compensaba cada vez que eran exclui
dos de sus territorios. La política adoptada en materia de edu
cación se inspiró en la asimilación final, pero siguió confiada a
las misiones católicas subvencionadas por el Estado, y las cifras
de alfabetización o asistencia a la escuela fueron bajas en com
paración con el Congo. La política aduanera, a partir de finales
del siglo XIX, fue convencionalmente «neomercantilista»: fue
ron concedidos grandes privilegios a las importaciones portu
guesas y se redujeron los derechos arancelarios sobre el comer
cio intercolonial y sobre los productos coloniales que entraban
en Portugal. Los ingresos fiscales se basaron en los arbitrios de
importación, en la capitación impuesta a los africanos, en los pa
gos de las compañías concesionarias y, en Mozambique, en un
tributo impuesto a los trabajadores que se trasladaban a Rho-
desia y Sudáfrica con contratos temporales. A partir de 1930,
Portugal adoptó una política paternalista, promoviendo servi
cios sociales y mejorando las comunicaciones, aunque la repug
nancia del Nuevo Estado a aceptar capital extranjero, indesea
ble «injerencia» en sus asuntos, creó no pocas dificultades. En
los años sesenta, el Africa portuguesa estaba todavía más o me
nos en la misma situación en que se encontraron veinte años an
tes las otras colonias de Africa.
292
Lógicamente, el paso sucesivo habría debido ser la descolo
nización, pero una vez más se manifestó la paradoja de la his
toria colonial portuguesa. Portugal rechazó el principio de la
«liberación» de las colonias, afirmando que no se trataba de de
pendencias, sino de partes integrantes del territorio portugués
de ultramar. Dicha afirmación, hecha por otras potencias colo
niales, habría parecido justamente sospechosa, pero en el caso
de Portugal tenía un fondo de verdad. Portugal tenía un obvio
interés material en conservar sus colonias, que aportaban un
mercado preferencial y una «afluencia» de dinero a la metrópo
li con las pensiones de los funcionarios, los intereses de los prés
tamos, etc. El comercio exterior se beneficiaba de las exporta
ciones de minerales de Angola y Mozambique, y las divisas ase
guradas por las exportaciones de productos tropicales resulta
ban indispensables para el mantenimiento del escudo. Las co
lonias, además, representaban una salida para los emigrantes
portugueses. Estas ventajas hacían creíble la acusación hecha a
Portugal de ser la última de las potencias «imperialistas» deci
dida a explotar hasta el límite a sus colonias.
Sin embargo, la política portuguesa fue menos cínica de lo
que se podía suponer. Se basaba verdaderamente en la convic
ción de que las colonias formaban parte integrante de la metró
poli y tenían qué evolucionar, como Brasil, hasta convertirse en
sociedades portuguesas estrechamente unidas a la madre patria.
Además, Portugal rechazaba las premisas racistas sobre las cua
les se basaba el nacionalismo africano y asiático. La nacionali
dad portuguesa no era más ajena a los ciudadanos africanos de
cuanto pudieran serlo las artificiosas nacionalidades construidas
por los nuevos estados de Africa, y no implicaba inferioridad
alguna en relación con los europeos. Angola y Mozambique no
eran «países de blancos», como Rhodesia del Sur y Sudáfrica,
sino sociedades multirraciales. En suma, si Rusia había asimila
do el Asia central sin ser acusada de colonialismo, ¿por qué no
podía Portugal asimilar de modo análogo sus territorios afri
canos?
En 1964 la asimilación portuguesa y el nacionalismo africano
aparecían equilibrados. El verdadero banco de pruebas de la te
sis de la asimilación, mantenida tan sólo en aquella época por
Portugal, sería la elección que realizarían los súbditos africanos.
¿Optarían por la ciudadanía portuguesa? ¿Se extendería la re-
293
belión nacionalista iniciada en el sur de Angola en 1961? ¿Co
menzaría un movimiento análogo en Mozambique? Siempre
que no se produjese un ataque desde el exterior, la decisión de
pendería de los africanos, puesto que Portugal no poseía la po
tencia necesaria para sofocar una eventual rebelión de cuatro mi
llones y medio de ciudadanos en Angola y seis millones en
Mozambique.
294
nistrado con criterios comerciales. Leopoldo creó una tachada
administativa en Bruselas, con un nombre adaptado a un Esta
do soberano. Creó también un Conseil Supérieur du Congo co
mo órgano asesor y tribunal de apelación, un secretario de Es
tado y una burocracia. Pero el poder se concentraba por entero
en sus manos y las finanzas del Estado Libre no diferían de las
suyas. Se procuró que el gobierno del Congo resultara lo más
económico y estuviera lo más controlado posible. Había un go
bernador general y una administración en Boma, pero no exis
tían consejos ejecutivos ni legislativos. El gobierno provincial
se basaba en grandes distritos, subdivididos en zonas, sectores
y puestos, cada uno a cargo de un funcionario europeo. Los afri
canos eran administrados empíricamente por medio de jefes na
tivos o aventureros árabes dispuestos a servir: se ignoraron las
tradiciones locales y las unidades tribales. La institución más
importante, con mucho, así como la principal representante de
la política de Leopoldo, fue la Forcé Publique, un ejército de
mercenarios que en 1905 contaba con 360 oficiales europeos de
varias nacionalidades y 16 000 soldados africanos.
En el contexto de aquella época, caracterizada por formas de
gobierno rudimentarias y por la ocupación efectiva de toda el
Africa tropical, esta administración reducida al mínimo no era
algo insólito. Fue importante en parte porque el principio bá
sico de una absoluta centralización del poder en Bruselas jamás
fue abandonado, y en parte porque fue demasiado débil para im
pedir los abusos cometidos por los pequeños funcionarios. Y ta
les abusos, precisamente, fueron los que crearon la mala fama
del sistema de Leopoldo hacia 1908.
Leopoldo consideraba al Congo ni más ni menos que una em
presa financiera, como el Canal de Suez, y quería que produ
jera buenos dividendos. El escándalo se produjo justamente
porque no se conseguía sacar de él un beneficio. El Congo era
inmensamente rico en minerales, pero para que pudiera rendir
era necesario explorar la zona y proporcionar capitales para las
comunicaciones y las instalaciones mineras. En 1890 Leopoldo
había agotado su capital privado y no podía esperar más. De
cidió, pues, explotar los recursos naturales que exigían unos gas
tos mínimos: marfil, aceite de palma, caucho. Para ello recurrió
a dos sistemas aceptados: el monopolio y la imposición de tri
butos a los africanos. El monopolio en el interior de la cuenca
295
del Congo quedó prohibido por la Conferencia de Berlín, pero
en 1892 Leopoldo dividió el Congo en tres sectores, dos de los
cuales (el Dómame Privé y el Domaine de la Couronne) que
daron reservados al comercio del Estado y de sus concesiona
rios. Solamente la tercera zonafta menos rentable, fue abierta
a los otros. Los territorios de los dominios fueron explotados
por representantes de Leopoldo o cedidos a compañías conce
sionarias, en las que Leopoldo tenía la mayoría de las acciones.
La más importante de estas compañías, como la de Katanga y
las afines, el Comité Spécial du Katanga, la Union Miniére du
Haut-Katanga y la Société Anversoise de Commerce au Congo,
iban a tener una parte esencial en la historia congoleña.
El escándalo del Congo a comienzos del siglo XX fue provo
cado por el uso que las compañías concesionarias y el propio
Estado belga hicieron de sus poderes para obtener el máximo
beneficio. Sólo la mano de obra africana hubiese podido trans
formar los recursos naturales en bienes y productos, pero en el
Congo los africanos no eran menos reacios que en otras regio
nes tropicales a trabajar por la mísera paga ofrecida. Por eso, la
solución más difundida a finales del siglo XIX consistió en la
adopción del «sistema de cultivo» holandés (sin sus complica
das astucias) y en la imposición de tasas pagaderas en trabajo o
en determinados productos. Esto provocó abusos por doquier,
pero en el Congo fueron excepcionales porque no se intentó im
poner un control a los subordinados europeos y a los funcio
narios africanos. Los episodios difundidos por varios observa
dores extranjeros, entre ellos un misionero norteamericano, J.
B. Murphy, y dos ingleses, E. D. Morel y Roger Casement, con
movieron a la opinión internacional no menos que los relatos
de esa misma época sobre el sistema de contratos de trabajo en
uso en las colonias portuguesas. En 1904, finalmente, Leopol
do se creyó en e! deber de nombrar una comisión internacional
de investigación formada por tres miembros. La comisión re
cogió testimonios contradictorios, pero la opinión común, tal
como la recogió un geógrafo belga en 1911, fue la siguiente:
«En los distritos del caucho en vez de imponer trabajo se asig
naban los impuestos en base a muchos kilos de caucho. Si la can
tidad establecida no era entregada al “tesoro”, se recurría a me
didas drásticas para imponer obediencia. Los jefes permanecían
encarcelados hasta que su gente aportaba la cuota de caucho fi-
296
jada; se tomaban rehenes; se encarcelaba a mujeres y niños; se
utilizaba la chicotte (látigo de cuero) para el que no entregaba
la cantidad de caucho prescrita. El trabajo de los nativos era vi
gilado por centinelas. Las aldeas refractarias recibían la visita de
patrullas militares. De vez en cuando se organizaban expedicio
nes de castigo para dar ejemplo. Algunas aldeas fueron incen
diadas. Se desfogaron los peores instintos...» 4
Estos escándalos sacudieron al Estado Libre del Congo. La
opinión tanto católica como liberal, hostil ya a las responsabi
lidades coloniales, pedía ahora la nacionalización del Congo.
Leopoldo no quería saber nada del tema, puesto que ahora ob
tenía beneficios sustanciosos (aunque no enormes) y deseaba
conservar el Domaine de la Couronne para su familia. Pero se
vio obligado a ceder: a finales de 1908, el Congo se convirtió
en una verdadera colonia.
La nacionalización no tuvo tanto el efecto de destruir el sis
tema de gobierno de Leopoldo, con sus ambiciones económi
cas, como el de hacerlo más humano. Como colonia, el Congo
salió beneficiado por la conciencia y eficacia de la avanzada de
mocracia industrial que ahora lo administraba.
Continuó la centralización. La auténtica capital del Congo
era Bruselas; Boma (y luego Léopoldville) eran sólo la sede de
la administración provincial. En general, se introdujo allí el sis
tema administrativo de la madre patria. El Parlamento podía vo
tar leyes, y de hecho aprobó una ley fundamental, que se de
nominó «Carta Colonial», para definir el estatuto jurídico y la
constitución del Congo, pero dejaba la administración normal
en manos de la Corona. El rey, siguiendo el consejo de los mi
nistros responsables, podía promulgar edictos que, sin embar
go, habían de ser sometidos al examen de un Consejo Colonial
análogo al de Francia o Portugal. El ministerio y la Oficina Co
lonial tuvieron funciones normales, pero estuvieron también re
presentados en los consejos directivos de las compañías conce
sionarias, en las cuales estaba interesada la Corona. El único as
pecto característico del pensamiento constitucional belga fue
que el Congo continuó siendo una entidad jurídicamente dis
tinta y dispuso de leyes especiales en todos los terrenos.
El sistema de gobierno se ajustó al modelo de las otras po
sesiones tropicales; el gobernador general estaba rigurosamente
controlado por Bruselas, pero en otros aspectos era un autó-
297
crata. Podía dictar leyes con una validez de seis meses, y su con
sejo, formado por funcionarios y por algunos ciudadanos bel
gas, únicamente poseía poderes consultivos. N o era, pues, un
consejo legislativo. Existían^ con todo, dos instituciones insóli
tas, destinadas a impedir otros escándalos. Hasta 1921 el pro-
cureur général, encargado de los servicios legales e independien
te del gobernador general, controlaba a todos los funcionarios
gubernamentales para impedir abusos y presidía además el Co
mité para la Protección de los Aborígenes, el cual tenía como
misión informarle anualmente sobre las condiciones de los na
tivos. Ese informe era directamente transmitido al rey y publi
cado, para impedir que los abusos fueran ocultados.
La administración local perpetuó y perfeccionó el sistema de
Leopoldo. Al final se formaron seis grandes provincias (aparte
de Ruanda-Urundi), cada una de las cuales dependía de un vi
cegobernador general, que reproducían las instituciones de Léo-
poldville. Estas provincias fueron divididas en distritos, que de
pendían a su vez de comisarios, y los distritos en subdistritos,
que dependían de administradores. El sistema estaba dirigido a
la administración de los africanos, no de los europeos, en el ám
bito de la estructura tribal. En 1935 solamente había en el Con
go tres municipios, y también en éstos el comisario local tenía
la iniciativa, sirviéndose de comités electivos, formados por eu
ropeos, para recaudar impuestos, y para cubrir los servicios ad
ministrativos y sociales.
Y era natural que así fuese. El Congo no era una colonia de
pobiamiento, y en 1941 contaba únicamente con 27 790 resi
dentes europeos, el 0,27 por 100 de la población. Por ello, go
bierno debía equivaler a administración nativa. En 1908 Bélgica
tenía mucho que aprender, pero estaba dispuesta a imitar los
mejores métodos de otros. En 1908 el modelo era el del «go
bierno indirecto», teorizado por Lugard, que fue adoptado sin
reservas. La política escogida consistió en gobernar a través de
las instituciones locales y en defender la cultura indígena. Pero
aquí la dificultad estribaba en que buena parte de las unas y de
la otra había sido destruida durante el período de la ocupación,
y sólo quedaba una nube de pequeños estados, fragmentos de
estados, o de unidades tribales mayores. El gobierno los rea
grupó, formando con cerca de 6 000 unidades menores 432 chef-
feries, y obtuvo 509 secteurs reagrupando de modo absoiuta-
298
mente artificial aldeas aisladas. Las unidades resultantes tenían
una población media de 12 000 individuos y eran lo bastante
grandes como para gozar de una cierta autonomía. Eran gober
nadas por jefes, asistidos por consejos de notables bajo control
europeo. Casi todas estas unidades tenían un secretario, un te
soro, un tribunal, efectivos policiales, escuelas y centros médi
cos. Era un «gobierno indirecto», pero en buena pane artificial.
El único grupo importante de africanos a los que no llegaban
estas autoridades indígenas eran los que habían sido «destriba-
lizados»; es decir, los que habían sido transferidos a un gran
centro urbano, minero o industrial. También éstos fueron ad
ministrados de conformidad con los principios del «gobierno
indirecto». Fueron reagrupados en centres extra-coutumiers,
con poderes y funciones semejantes a los de las chefferies. Otros
grupos menores constituyeron las cités indigénes, con sus jefes
y sus consejos, pero con menor autonomía. Fueron segregados
de los grupos europeos, pero a partir de 1957 muchas de estas
unidades urbanas fueron transformadas en municipios de tipo
occidental.
El «gobierno indirecto» no se contradecía con la práctica bel
ga en materias de ciudadanía y derecho. Solamente los nacidos
en Bélgica poseían la ciudadanía, los otros eran súbditos. Estos
últimos podían ser ifnmatriculés (asimilados) pero no se les alen
taba a ello de un modo especial. Las leyes y los tribunales te
nían presente esa distinción. Los africanos eran juzgados por
sus propios tribunales, administrados por nativos o por funcio
narios iocales, que aplicaban el derecho consuetudinario local a
las causas civiles. Los europeos disponían de tribunales parale
los, con funcionarios de carrera, que aplicaban el derecho bel
ga. También los africanos podían acudir a estos tribunales, pe
ro se les juzgaba en base al derecho consuetudinario local.
La política laboral siguió una fórmula de compromiso entre
el respeto a los principios al uso en el «mandato fiduciario» y
la necesidad de proporcionar trabajadores a las plantaciones y
a las minas. Se podía recurrir al trabajo forzoso solamente para
obras de utilidad pública, y los africanos podían ser obligados
a cultivar determinados productos (como el algodón) en las
tierras comunales, pero no a trabajar para empresarios privados
europeos; el gobierno, con todo, fomentaba el reclutamiento
por contrato, imponiendo una capitación en metálico y sirvién-
299
dose de los jefes locales como agentes de reclutamiento. Estas
prácticas fueron corrientes en Africa durante el período de en
treguerras. Los belgas se distinguieron únicamente por la efica
cia con que mantuvieron su control sobre los contratos y sobre
las condiciones de trabajo. Se limitaron las cuotas de hombres
aptos para ser reclutados en cada una de las regiones. En otras,
las firmas europeas que ya habían recurrido al trabajo forzoso
fueron prohibidas; se establecieron, e hicieron respetar, las con
diciones de trabajo y los salarios; en los centros mineros se crea
ron puntos de asistencia y diversión de toda índole. Probable
mente ninguna otra colonia en Africa tuvo mejores condiciones
laborales. El Congo se benefició del hecho de estar en condi
ciones de recompensar el trato privilegiado, y de la eficacia ca
racterística de una nación de la Europa del Norte altamente in
dustrializada y dotada de servicios avanzados de asistencia
social.
Se procuró también difundir la educación, sobre todo a tra
vés de las misiones católicas subvencionadas por el gobierno.
En 1959 el Congo podía presumir de un elevado porcentaje de
asistencia a la escuela primaria (56 por 100), aunque pocos alum
nos pasaban a la secundaria. N o se intentó llegar a la asimila
ción lingüística o cultural. Se daba especial importancia a la for
mación de tipo práctico porque, como toda política seguida con
respecto a los indígenas, la educación estaba encaminada a en
cuadrar a los africanos en la estructura de un Estado colonial.
Se trató, en resumen, de un buen ejemplo de «mandato fidu
ciario», pero de una pésima preparación para la independencia.
Como colonia africana, el Congo representó una excepción
porque respondió ampliamente a las esperanzas económicas de
su fundador. Los beneficios obtenidos del marfil y el caucho só
lo duraron hasta 1915. Luego fueron sustituidos por las ganan
cias aseguradas por algunos minerales —cobre, diamantes, ra
dio y uranio— y por ciertos productos típicos de la agricultura
tropical: aceite de palma, algodón, copal y café. Esos produc
tos provenían en su mayor parte de las plantaciones y fábricas
europeas, aunque el gobierno hiciese grandes esfuerzos por fo
mentar la producción del campesinado nativo y asegurase óp
timos servicios de asesoramiento y capacitación. Pero la base de
la economía congoleña era la producción minera en manos de
unas pocas grandes firmas. En 1932 operaban en el Congo al-
300
rededor de doscientas sociedades, setenta y una de las cuales po
seían los dos tercios del capital invertido. Esas sociedades, a su
vez, eran controladas por cuatro grupos financieros: la Société
Générale, el Groupe Empain, el Groupe Cominiére y la Ban-
que de Bruxelles. La primera invertía en el Congo más del cuá
druple del capital de todas las otras juntas. Ahora bien, dado
que el Estado era un gran accionista de la sociedad, el gobierno
belga controlaba eficazmente la economía. La Société Générale,
a través de sus múltiples funcionarios, controlaba prácticamen
te toda la producción de mineral, además de poseer fuertes in
tereses en el transporte, las plantaciones, la electricidad y la ban
ca. Como observaba una comisión del Senado belga en 1934,
«sin el grupo de la Société Générale se puede decir que, econó
micamente, el Congo no habría existido» 5.
De esta manera el Congo estuvo muy cerca de realizar el sue
ño de Leopoldo, quien quería hacer de él una colonia belga de
inversión. A finales de 1936 se calculaba que había recibido sub
venciones por valor total de 143 000 000 de libras esterli
nas 6, y por valor de 1 000 000 000 en 1960 7. Bélgica se había
sabido asegurar un buen bocado en el reparto. Pero no extrajo
ganancias excesivas. El beneficio medio, sobre el total de las in
versiones durante un largo período de tiempo, se ha calculado
en un 4 ó un 5 por 100 8. Se habrían podido obtener intereses
superiores invirtiendo ese dinero en iniciativas europeas. Ade
más, Bélgica no trató de exprimir el Congo transfiriendo sus ga
nancias al tesoro metropolitano; al contrario, con anterioridad
a 1937, subvencionó en más de una ocasión el presupuesto
colonial.
En múltiples aspectos, pues, Bélgica se convirtió en una po
tencia colonial modelo después de 1908. No se mostró ya, sin
embargo, a la altura de la situación después de 1960, cuando se
hizo evidente que no había preparado al Congo para su inde
pendencia. Se limitó durante demasiado tiempo a seguir una po
lítica paternalista. Antes de 1945 los africanos cultos, evolués,
no tuvieron oportunidades de acceso a la política o a los más al
tos cargos de la administración. Los notables africanos ocupa
ron, a partir de 1947, escaños en los consejos consultivos cen
trales y provinciales. En 1957 se empezó a nombrar en ambos
órganos grupos de representantes, pero antes de 1960, año de
la independencia, no se autorizaron elecciones directas. De mo-
301
do análogo, los más altos cargos de la administración estatal,
así como los cargos de responsabilidad en los sectores indus
triales, no fueron accesibles a los africanos hasta 1959. Los bel
gas estaban tan ciegos ante la realidad'ael nacionalismo congo
leño que los desórdenes de Léopoldville en 1959 les pillaron
por sorpresa. Luego tuvieron una reacción demasiado precipi
tada. Carentes de experiencia y habituados a creer que el Con
go era una dependencia dócil y resignada, no tuvieron el valor
de luchar. Concedieron la independencia con la misma rapidez
con que habían adoptado el principio del «mandato fiduciario»
en 1908. En la mesa redonda de Bruselas en enero de 1960 pro
pusieron una transferencia gradual de poderes a lo largo de va
rios años, pero acabaron capitulando ante la exigencia de una
retirada inmediata del Congo presentada por los inexpertos po
líticos africanos. El primer Parlamento representativo se reunió
en Léopoldville en mayo de 1960, y el 30 de junio de ese mis
mo año fue declarada la independencia. Dos meses más tarde,
la Forcé Publique se había rebelado, Katanga había proclamado
la independencia y el Congo estaba sumido en el caos. En sep
tiembre, solamente podía confiar en las tropas de las Naciones
Unidas para mantener su unidad nacional y quizá incluso para
sobrevivir. Fue una consecuencia de la política paternalista pro
longada durante demasiado tiempo en la era de la desco
lonización.
302
El grueso del imperio alemán estaba representado por las pose
siones africanas. Tanganica tenía 932 000 kilómetros cuadrados;
Africa de! Sudoeste, 836 000; Camerún, 790 000 ; Togo, 88 000.
Las posesiones alemanas en el Pacífico eran relativamente pe
queñas: 240 000 kilómetros cuadrados en Nueva Guinea; el ar
chipiélago de las Bismarck; las islas Carolinas, Marianas y Mars-
hall; Upolu y Savaü, en las Samoa; varias islas menores y la con
cesión de Kiautschau (Chiao-chou) en China. En total, el im
perio abarcaba cerca de 2 500 000 kilómetros cuadrados y una
población de 15 000 000 de habitantes 9. Fue un producto típi
co del reparto, un imperio de ocupación que ofrecía escasas ven
tajas económicas. Sólo unas pocas regiones de Tanganica y Afri
ca del Sudoeste atrajeron a inmigrantes de Alemania, y apane
de cienos yacimientos limitados en Africa del Sudoeste, no en
cerraban riquezas. Alemania inauguró el reparto, pero obtuvo
de él menos que los otros.
La historia de la colonización alemana se divide en tres pe
ríodos sucesivos, que giran en torno a 1899 y 1906; el primero
fue un período de experimentación, el segundo de ocupación-
efectiva y el tercero de maduración política.
El período que va de 1884 a 1890 reveló la particular idio
sincrasia de la actitud de Bismarck ante el imperio alemán. El
canciller pensaba que Alemania no tenía necesidad de colonias
ni para su economía ni para su emigración. Planteó reivindica
ciones solamente para apoyar a la diplomacia alemana y com
placer a las minorías que deseaban las colonias. Decidió que
quienes deseaban semejantes conquistas y pensaban obtener
provecho de ellas luego, también serían administradores respon
sables. Todas las dependencias, por consiguiente, debían ser
protectorados (para limitar los compromisos imperiales) admi
nistrados por compañías «con cana». De esa forma el imperio
no impondría obligaciones excesivas. Pero las cosas fueron por
una vía diferente. La administración de las compañías privile
giadas habría sido posible si los inversores alemanes hubiesen
considerado las colonias como una provechosa especulación y
hubiesen constituido compañías capaces de administrarlas. De
hecho, nunca se consiguió dar vida a una compañía susceptible
de administrar territorios como Camerún o Togo, y desde el co
mienzo hubo de ocuparse de ellos el propio gobierno. Todas
las demás posesiones, con excepción de Kiautschau, fueron ini-
303
cialmente asignadas a compañías, pero el Estado tuvo al final
que exonerarlas de sus responsabilidades administrativas.
El Africa del Sudoeste fue encomendada a una compañía for
mada en 1885, con el objetivo de hacerse cargo de las conce
siones que Lüderitz ya había ocupado. Pero se trataba de un en
te artificial. La mayor parte de su exiguo capital fue suminis
trada (tras las presiones de Bismarck) por Hansemann y Von
Bleichróder, dos eminentes banqueros que tuvieron mucho que
ver en todas las compañías concesionarias. Pero la citada em
presa no supo explotar los yacimientos mineros y fue exonera
da de sus cargas administrativas en 1888; sólo sobrevivió como
compañía privilegiada comercial y territorial. La Compañía del
Africa Oriental vivió otros dos años. Fue fundada por Cari Pe-
ters, quien había firmado con los africanos los tratados sobre
los cuales se basaba el control de Alemania, pero le sucedieron
banqueros, también en este caso como consecuencia de las pre
siones de Bismarck, al negarse el público a suscribir sus accio
nes. La compañía recibió plenos derechos soberanos, pero no
el monopolio comercial, prohibido por el Congreso de Berlín.
Encontró muy gravoso para sus finanzas el coste de la repre
sión de la trata de esclavos realizada por los árabes y de la su
misión de los africanos, y en 1890 el gobierno la exoneró de
sus funciones gubernativas. La Compañía logró mantener los
ingresos garantizados por las aduanas, el monopolio minero, la
posesión de las tierras no ocupadas y el' derecho a crear un ban
co de emisión. Pero Alemania tuvo que cargar con otro fardo
poco rentable.
En cambio, las dos compañías del Pacífico tuvieron una vida
más prolongada. La de Nueva Guinea fue una auténtica aven
tura comercial. Había sido formada antes de que Bismarck re
clamara parte de la isla a fin de proporcionar un campo de ac
ción. Pero no sacó nada en limpio. Abandonó provisionalmen
te la administración de 1889 a 1892, y definitivamente en 1899,
recibiendo una compensación financiera y 150 000 hectáreas de
tierras. En resumen, la compañía Jaluit, formada para comer
ciar con las islas menores, fue la única compañía «con carta»
que obtuvo un cierto éxito financiero, probablemente por dejar
la administración en manos del comisario imperial para las islas
Marshall, pagando sus pocos gastos y dedicándose a las planta
ciones y al comercio. Perdió su privilegio en 1906, después de
304
que Australia protestara porque practicaba tarifas aduaneras es
peciales, contrariamente al acuerdo angloalemán de 1886, pero
siguió operando como una próspera firma comercial.
Así, cuando Bismarck dimitió en 1890, su concepto de un im
perio gobernado por las compañías había demostrado ser un fra
caso. Alemania vino a encontrarse en la posición que había tra
tado de evitar, con un imperio que organizar y subvencionar.
La segunda fase, de 1890 a 1906, fue testigo de muchas des
ilusiones. Pero tampoco eso impidió a Guillermo II conquistar
nuevas colonias, en el marco de su política estratégica, fuerte
mente apoyado por algunos grupos patrióticos, tales como la
Liga Naval, la Pangermanista o la Sociedad Colonial. Por en
tonces las colonias eran consideradas más como una responsa
bilidad que como una ventaja económica, pero no obstante de
bían ser ocupadas y «pacificadas». En 1906 esto se había con
seguido, pero mientras tanto Alemania había adquirido una pé
sima fama.
Para todas las potencias coloniales la ocupación efectiva de
Africa comportó una serie de pequeñas guerras, pero Alemania
fue acusada de haberlas librado con excesiva brutalidad. Y en
realidad no cabe duda de que la revuelta de los herero en 1904-7
en el Africa del Sudoeste y la de los magi-magi en el sur de Tan-
ganica en 1905-6 fueron reprimidas con brutalidad. Fue espe
cialmente negativa para la fama de Alemania la tentativa de ex
pulsar a los herero de sus tierras y exterminarlos. Pero es pre
ciso ver estos horrores en su justa perspectiva. Alemania care
cía de administradores expertos en materia colonial y de solda
dos. Así es que sus representantes recurrieron al terror. Los re
cursos alemanes en Africa se vieron gravemente comprometi
dos por aquellas revueltas simultáneas, y las represiones trata
ron de impedir que se repitiesen. Pero los alemanes no tuvie
ron el monopolio de estas represiones: métodos análogos los
usaron los franceses en Argelia y el Sudán occidental, los bel
gas en él Congo y los ingleses en el Sudán egipcio. Hubo desde
luego algunos alemanes, como Leist, quien tenía funciones de
gobernador del Camerún en 1893, que se comportaron bárba
ramente, pero lo más importante es que Leist fue destituido de
su cargo y condenado por un tribunal especial en Alemania. Los
métodos alemanes para imponer autoridad efectiva fueron crue
les y duros, pero sus auténticas cualidades como administrado-
305
res sólo pudieron ser valoradas con justicia a partir de 1906, al
haberse completado la ocupación de las colonias africanas.
La tercera fase dio comienzo aproximadamente en 1906. Las
críticas a los costes siempre crecientes y a ios episodios de bru
talidad llegaron a su punto culminante cuando el Reichstag re
chazó un presupuesto suplementario para las colonias en 1906.
El canciller von Bülow admitió que se imponía un cambio y
transfirió la mayor parte de las colonias del ministerio de Asun
tos Exteriores a un organismo ad fyoc, el Kolonialamt, a las ór
denes de Bernhard Demburg. Así entró el imperio alemán en
su fase de madurez.
Una vez que las compañías con privilegios fueron elimina
das, el sistema de gobierno colonial alemán se diferenció de los
demás sobre todo porque la propia Constitución alemana era
bastante especial. El emperador era el único que disponía de po
deres legislativos y ejecutivos en las colonias. Sus decretos de
bían ser convalidados por el Bundesrat (la cámara alta de la
asamblea federal), mientras que el Reichstag (la cámara baja) se
limitaba a votar los presupuestos anuales para las colonias y a
plantear preguntas, aunque en la práctica no tuvo menor in
fluencia política que los demás parlamentos. En realidad, la au
toridad del emperador era ejercida por el canciller, quien, en au
sencia de un sistema ministerial, era personalmente responsable
de toda la política gubernativa; pero los asuntos coloniales fue
ron, en su mayor parte, confiados al ministro de las Colonias
y al Kolonialamt.
En ese aspecto la práctica alemana fue convencional. El Ko-
lonialrat combinaba la eficiencia administrativa germana con
principios que reflejaban el surgimiento de una conciencia eu
ropea en materia colonial. Racionalizó la administración, adop
tó ciertas prácticas seguidas en otros imperios y formó un cuer
po administrativo de carrera. Este profesionalismo llevó al es
tablecimiento del Kolonialrat, consejo de administradores afi
cionados, creado en 1890 para asesorar al ministerio de Asun
tos Exteriores en cuestiones coloniales. Con todo, la Oficina
Colonial no consiguió evitar las presiones externas. Los social-
demócratas y, durante breve tiempo, el partido centrista, criti
caron los derroches y los pretendidos abusos del Reichstag. La
Sociedad Colonial y su comité económico no podían ser igno
rados, dado que ejercían una notable influencia sobre la opi-
306
nión pública, y su boletín, el Kolonialzeitung, poseía un carác
ter semioficial. La oficina debía contemporizar con los grupos
de presión de la metrópoli y de las colonias, asegurándose de
que las propuestas de economía fiscal o la política económica
que favorecía a los intereses privados no provocaran, como ya
había sucedido antes de 1906, abusos en la administración, ni
prepotencia con respecto a las poblaciones indígenas.
Y dicha política tuvo en buena parte éxito. La administración
colonial alemana fue sencilla pero alcanzó un alto nivel en 1914.
Los gobernadores tenían poderes absolutos en materia ejecuti
va y legislativa, estando asistidos por pequeños consejos de fun
cionarios alemanes y otros residentes. La administración fue bu
rocrática y eficaz, pero no militarista. La policía civil, que de
pendía de la administración colonial, tuvo mayor importancia
allí que las fuerzas armadas, bajo la dependencia directa del mi
nisterio de Marina. Por ejemplo, en 1914 el Camerún tenía cer
ca de 1 300 hombres en la policía indígena a las órdenes de 30
oficiales, y 1 550 soldados africanos a las órdenes de 185 oficia
les alemanes. Para un territorio tan vasto, se trataba de una fuer
za militar bastante exigua que no podía constituir la base del
gobierno.
En materia de ciudadanía y legislación, los principios aplica
dos por los alemanes en sus colonias siguieron los modelos con
vencionales. Dado que las colonias eran todas protectorados,
sólo los funcionarios y los colonos alemanes eran súbditos del
emperador y dependían de los tribunales y las leyes alemanes.
Los africanos y demás habitantes eran tan sólo protegidos y dis
ponían de tribunales propios. Estos tenían como jueces a jefes
locales, ayudados por europeos, y aplicaban el derecho consue
tudinario. De cualquier modo, los africanos podían apelar al go
bernador, o al Oberrichter, quien presidía los tribunales supe
riores europeos. Las penas eran severas, pero normales para
Africa. Aparte de determinados episodios esporádicos de bru
talidad en el período inicial, el gobierno alemán ha sido justa
mente definido como un régimen «muy rígido, duro en ocasio
nes, pero siempre justo» 10.
La administración de los indígenas supuso un problema nue
vo para los alemanes. Antes de 1906 habían reflexionado poco
sobre las implicaciones morales del tema y habían hecho gran
des concesiones territoriales a las compañías privilegiadas; ha-
307
bían impuesto el trabajo forzoso y no se habían preocupado de
sostener a las autoridades locales tradicionales. Pero pronto
aprendieron y no dudaron en adoptar métodos que otros ha
bían puesto a punto. En general, recurrieron al «gobierno di
recto». Se sirvieron ampliamente de los jefes indígenas, pero co
mo funcionarios, más que como «autoridades» hereditarias de
pleno derecho. Esos jefes hubieron de aprender la lengua ale
mana (por razones prácticas y no con vistas a su asimilación) y
vestir uniformes alemanes. Pero en algunas zonas del Camerún
y Ruanda, donde la situación se asemejaba a la existente en la
Nigeria septentrional/los alemanes adoptaron los principios del
«gobierno indirecto» de Lugard, nombrando a residentes en
cargados de supervisar, más que de gobernar, e interviniendo
lo menos posible.
Por lo demás, la política alemana siguió los criterios de los
mejores modelos contemporáneos. La venta de armas de fuego
a los no europeos estuvo en un primer momento controlada, y
después prohibida. Las importaciones de alcohol fueron limi
tadas por doquier, y prohibidas en el Africa oriental y en las
islas del Pacífico. La imposición fiscal a los nativos, en especial
la capitación y el fogaje, no fue excesiva, y su propósito no
fue tanto obtener unos ingresos como obligar a los africanos a
trabajar. Oficialmente no hubo trabajo forzoso, pero los gober
nadores obligaban a los evasores fiscales y a los condenados por
delitos comunes a trabajar en las obras públicas, mientras que
los funcionarios alentaban a los jefes nativos a enrolar trabaja
dores con contrato para las plantaciones europeas. En determi
nadas plantaciones del Camerún la tasa de mortalidad entre es
tos trabajadores fue elevada a veces, pero el gobierno de Berlín
se tomó en serio sus responsabilidades, y no tardó en asegurar
un control y una asistencia médica no menos eficaces que los
de otras colonias. También la política territorial mejoró tras las
indiscriminadas expropiaciones del primer decenio. A partir de
1896 las tierras no cultivadas fueron generalmente declaradas
propiedad de la Corona y arrendadas a los europeos por perío
dos de veinticinco años, bajo una normativa bien precisa. Se im
pidió a ios nativos la enajenación de sus tierras por períodos de
tiempo superiores a veinticinco años. Se produjeron algunas in
justicias; por ejemplo, la decisión de alejar a los africanos de la
ciudad de Duala en el Camerún, a partir de 1911, para impedir
308
que enajenasen sus tierras a entidades privadas europeas no fue
prudente y provocó mucha resistencia. De cualquier modo, da
das las tesis de la época, según las cuales las plantaciones euro
peas eran indispensables para el desarrollo económico, la polí
tica de las reservas indígenas y de los arriendos gubernativos
era prueba de buenas intenciones.
En 1914 el imperio colonial alemán había superado los erro
res cometidos durante el período anterior, de manera que el pre
texto con el cual Alemania fue privada de sus colonias era in
fundado. Pero todo hace pensar que Alemania no perdió gran
cosa al renunciar a su imperio colonial. Antes de 1914 no había
obtenido de sus colonias grandes ventajas económicas o fisca
les, y lo cierto es que las potencias que la sustituyeron no rea
lizaron grandes progresos.
Todas las colonias alemanas, con excepción de Togo y Sa-
moa, debían recurrir a las subvenciones de la metrópoli para lle
gar a equilibrar sus presupuestos. En 1914 éstos ascendían a más
de cincuenta millones de libras esterlinas al cambio, y si a ello
se agregan las subvenciones secretas a la marina mercante y a
la defensa naval y los préstamos a bajo interés, se pueden cal
cular los gastos totales para el contribuyente alemán en
100 000 000 de libras n . Tales gastos no se vieron compensa
dos por ventajas económicas; el volumen total del comercio ale
mán con sus colonias de 1894 a 1913, excluida la parte que cons
tituían los beneficios de la metrópoli, fue inferior al total gas
tado por Alemania en las colonias. Los mercados coloniales tu
vieron escasa importancia. El volumen total del comercio con
Alemania pasó de 61 494 000 marcos en 1904 a 286 172 000
ídem en 1913, pero siguió siendo sólo el 0,5 por 100 del total
del comercio con ultramar. Además, a pesar de las medidas pro
teccionistas, la parte alemana en este comercio disminuyó de
una media del 35,2 por ciento entre 1894 y 1903 a un 26,6 por
100 entre 1904 y 1914 12. Las colonias no permitieron a Alema
nia independizarse del exterior en materias primas o productos
alimenticios. En 1910 aportaban solamente un 0,25 por 100 de
las necesidades de algodón y el 2,12 por 100 de las de aceites y
grasas, y para los demás productos, porcentajes en ningún caso
superiores al 13,62 por 100 de las importaciones de caucho l3.
También en cuestiones de inversión de capital las colonias hi
cieron bien poco para satisfacer lo que, según Lenin, era una des-
309
esperada necesidad de nuevos campos de los financieros ale
manes. A fines de 1913 Alemania llevaba invertidos cerca de
505 000 000 de marcos en sus colonias, que representaban más
o menos el equivalente a la inversión alemana en los yacimien
tos auríferos del Rand durante el último decenio del siglo XIX 14.
Y aun así, gran parte de estas inversiones coloniales únicamente
fueron conseguidas gracias a los tipos de interés garantizados y
a las presiones ejercidas sobre los banqueros; en definitiva, los
alemanes demostraron una neta preferencia por las inversiones
en Europa, en comparación con las inversiones en ultramar.
Los resultados hablan por sí solos: económicamente, el im
perio alemán constituyó un fracaso. Con.todo, tal realidad im
presionó muy escasamente a los fanáticos colonialistas que pre
tendían que si aquellas colonias habían procurado pocos bene
ficios, Alemania debía procurarse otras, como por ejemplo el
Congo o las colonias portuguesas del Africa central. Se aferra
ban también a argumentos de índole estratégica, según los cua
les Alemania no debía depender de países extranjeros o poten
cialmente enemigos para satisfacer sus necesidades de materias
primas, y predecían que, en el futuro, Alemania podía necesitar
salidas monopolistas para sus capitales. Estos argumentos se
guían siendo propuestos aún en los años treinta. Pero no eran
realistas: Alemania había perdido su «lugar al sol».
Aunque determinados intereses de la metrópoli se resintie
ron de ello, la nación alemana se vio liberada de los gastos y
los inconvenientes de un imperio colonial poco rentable.
310
13. Epílogo: La descolonización
311
nalismo sólo empezó a revestir importancia después de 1945. Si
estos movimientos fueron reacciones espontáneas al dominio
extranjero, determinadas por cambios económicos y sociales, o
fueron producto de la propaganda de conceptos nacionalistas,
resulta difícil de establecer. Pero a partir de 1945 la mayor par
te de las colonias se oponían activamente al dominio extranjero
y lo sentían como un peso intolerable: la exigencia del autogo
bierno y de la independencia se hizo cada vez más fuerte.
El problema consistía en saber si Occidente intentaría sofo
car esta exigencia o aceptaría la premisa según la cual todos los
pueblos tenían derecho a la autodeterminación. El problema era
grave, porque el dominio europeo se había basado por doquier
en el apoyo positivo o en el consentimiento tácito de los pue
blos sometidos, y cada una de las potencias coloniales confiaba
ampliamente en el ejército y la policía indígenas para mantener
su autoridad. Prolongar el dominio colonial mediante el recur
so a las fuerzas armadas europeas habría sido un esfuerzo de
masiado caro y destinado, a la larga, a fracasar ante unos mo
vimientos políticos de masas. Por otro lado, no todos los mo
vimientos nacionalistas podían contar con un amplio apoyo de
la opinión pública local, y en muchas regiones estaba claro que
el dominio extranjero habría podido ser impuesto materialmen
te por un plazo mucho más largo de lo que lo fue. Así pues,
¿por qué las potencias coloniales estuvieron casi todas bien dis
puestas a capitular después de 1945?
Esencialmente, las razones fueron dos. Primero, la prolonga
da influencia de las ideas filantrópicas, liberales y socialistas,
que se remontaban a finales del siglo XIX, acabó por convencer
a buena parte de la opinión pública de los estados coloniales de
que sus colonias tenían derecho a la libertad, una vez demos
trado que tal era el deseo de la mayoría y que estaban maduras
para autogobernarse. Así, hacia 1945 la voluntad de dominar se
había ido debilitando y la opinión pública de la mayoría de los
estados de Occidente no parecía dispuesta a aceptar el coste fi
nanciero y moral de la represión violenta de los movimientos
nacionalistas. Hasta ese extremo se había modificado el clima,
en el seno de la opinión pública, desde finales del siglo XIX. Pe
ro a la carencia de convicciones morales a partir de 1945 se unie
ron razones más concretas, que aconsejaban no oponer resis
tencia a ios movimientos independentistas de las posesiones co-
312
loniales. En 1945 no existía en realidad la posibilidad de con
servar las colonias más importantes de Oriente. En 1942 se ha
bía prometido la independencia a la India y la plena autonomía
a Ceilán. Birmania y la península malaya habían sufrido la ocu
pación japonesa y sus movimientos nacionalistas se habían vuel
to poderosísimos. La Indochina francesa y la Indonesia holan
desa habían sido también ocupadas por los japoneses, y a partir
de 1945 fue imposible restablecer allí el dominio europeo. To
dos estos países, por consiguiente, debían alcanzar lo antes po
sible su independencia. Pero su éxito tuvo consecuencias im
portantes para los demás sectores coloniales, especialmente en
Africa. La independencia de los asiáticos proporcionó un tre
mendo estímulo a los movimientos nacionalistas africanos e hi
zo mucho más difícil negar a éstos lo que los asiáticos ya ha
bían conquistado. Pero la independencia de Asia tuvo también
repercusiones en la actitud europea, y particularmente en la bri
tánica con respecto a las colonias que quedaban. El imperio bri
tánico había sido en cierta medida un sistema político interde
pendiente, en el cual cada territorio era indispensable para la se
guridad de los demás. Así, cuando fueron abandonadas las po
sesiones orientales, las del Africa oriental perdieron en buena
parte su importancia estratégica. Puesto que se podía afirmar
que no tenían otras funciones imperiales, nada se oponía ya a
la concesión de la independencia, excepto el temor al caos que
podía presentarse tras la evacuación por parte de las potencias
imperiales. Pero semejante argumentación no era aplicable a las
demás regiones de Africa, donde se trataba sencillamente de es
tablecer si valía la pena pagar el precio de la represión del na
cionalismo. En general, todas las potencias coloniales, salvo Es
paña y Portugal, decidieron aceptar la inevitabilidad de la des
colonización. A comienzos de la década de 1950 sólo se trataba
ya de establecer a qué ritmo se debía proceder a la evacuación.
Tales fueron las raíces de la descolonización. No siempre es
posible asignar una fecha precisa a la obtención de la «indepen
dencia» de los territorios coloniales, porque existieron múlti
ples fases intermedias entre la absoluta sujeción y la plena so
beranía. Se ha utilizado como criterio la adquisición de! total au
togobierno interior y de la libertad para cortar todos ios vín
culos con la metrópoli.
11 313
Los veinte años posteriores a 1945 se dividen en dos partes.
Antes de 1950 Europa abandonó únicamente aquellas colonias
que estaban a punto de conquistar la independencia en 1939 y
se hallaban en condiciones de aspirar a ella como consecuencia
directa de la segunda guerra mundial. Durante la segunda fase,
que dio comienzo más o menos en torno a 1956, fue liberada
la mayor parte de las colonias restantes, aun cuando en 1945 pa
reciesen, por regla general, poco aptas para la independencia, al
menos durante una generación. En el primer período los nue
vos estados surgieron casi todos en el Oriente Medio islámico
o en Oriente; en la segunda fase, en cambio, la mayoría de los
nuevos estados surgieron en Africa.
Durante cuatro años, a partir de 1945, la descolonización pro
cedió con extremada rapidez. En 1946 las Filipinas se convir
tieron en un estado soberano, mientras que Jordania y Siria ce
saban de ser mandatos ingleses o franceses. En 1947 la India y
Pakistán obtuvieron la independencia como miembros de la
Commonwealth. Ceilán les siguió en 1948; Birmania, que se hi
zo independiente aquel mismo año, no quiso entrar en ella; a
Israel, que se había liberado del mandato británico, no se le pro
puso el ingreso. En 1949 Holanda reconoció la independencia
y la soberanía de Indonesia, pero hasta 1956 continuó esperan
do mantener con ésta estrechos vínculos políticos. También en
1949 Francia concedió la soberanía a Laos, Camboya y Viet-
nam (Annam y Tonkín), pero estos países permanecieron den
tro de la Unión Francesa hasta que Francia fue desposeída de
Indochina en 1954.
Aparte de la liberación, en 1951, de Libia, que había estado
bajo control británico y francés después de haber sido conquis
tada a Italia en el curso de la guerra, se produjo una pausa. Eu
ropa no estaba aún convencida de que el Imperio fuese moral
mente discutible, mientras que los problemas de las sociedades
multirraciales de Argelia, Africa central y Kenia complicaban
las cosas. Casi todas las potencias trataron, pues, de atender a
las reivindicaciones nacionalistas con juiciosas concesiones.
La segunda fase comenzó en 1956, cuando Marruecos y Tu
nicia denunciaron sus lazos con Francia y se salieron de la
Unión Francesa. En este mismo año Gran Bretaña evacuó el
Sudán egipcio, y en 1957 la Federación malaya se convirtió en
un Estado soberano, miembro de la Commonwealth, mientras
314
Singapur, Borneo septentrional y Sarawak no ingresaban hasta
1963 en la nueva Federación de Malasia. Ninguna de estas con
cesiones fue verdaderamente sorprendente, porque se trataba en
todos los casos de estados islámicos que habían gozado, en di
versa medida, de una cierta autonomía como protectorados bri
tánicos o franceses. El hecho crucial, que señaló el inicio de la
última fase de la descolonización y demostró hasta qué punto
se había debilitado enormemente la voluntad europea de domi
nio, fue la independencia de Costa de Oro —rebautizado como
Ghana— en 1957. Fue la primera colonia «pagana» que se hizo
completamente libre. Era una colonia tropical africana que ca
recía de unidad natural y que no había gozado de ningún gé
nero de autonomía en 1945. Debió su primacía en parte a su ri
queza, pero todavía más a la habilidad política de Kwame Nkru-
mah, líder del principal partido nacionalista, que hizo insoste
nible el dominio británico. Su nombramiento como primer mi
nistro en 1951 hizo época, puesto que estimuló los movimien
tos nacionalistas en toda Africa. Así, también, la independencia
de Ghana (1957) fue la señal para la descolonización generali
zada. Poco después el paso más importante fue dado por Fran
cia, que en 1958 abolió la Unión Francesa, y dio a todas sus co
lonias libertad para elegir entre la completa independencia y la
soberanía en el interior de la nueva Comunidad Francesa. Tan
sólo la Guinea francesa optó por la primera solución, obtenien
do la independencia en 1958. El resto conquistó la independen
cia en 1960 cuando se disolvió la Comunidad.
1960 fue el año más importante para la descolonización, por
que durante el mismo se independizaron la mayoría de las co
lonias del Imperio francés. Las federaciones del Africa occiden
tal y ecuatorial se dividieron en una serie de estados soberanos,
que sin embargo conservaron lazos especiales con Francia: Cos
ta de Marfil, Dahomey, Alto Volta, Senegal, Mauritania, Nige
ria, Malí, Gabón, República Centroafricana y Chad. También
Togo y el Camerún, ambos territorios de mandato, alcanzaron
la independencia, incluyendo también el segundo la región an
tes administrada por Gran Bretaña. Madagascar se independizó
y asumió el nombre de República Malgache. En 1960 Londres
liberó a Nigeria; la Somalia británica y la italiana se fusionaron
en la República Somalí; también alcanzó la independencia el
Congo belga. «Los vientos del cambio» continuaron soplando
315
con fuerza. En 1961 Gran Bretaña puso fin a su control sobre
Chipre, Sierra Leona, Tanganica y Kuwait; en 1962 liberó a Ja
maica, Trinidad-Tobago (como consecuencia de la disolución
de la Federación de las Indias occidentales, no independiente,
creada en 1957) y Uganda. En ese mismo año Francia puso tér
mino a su larga guerra en Argelia, concediendo a esta la total
independencia. En 1963 Gran Bretaña dio la libertad a Zanzí
bar y Kenia: es significativo que este último país se convirtiera
en un Estado africano donde la antes influyente comunidad bri
tánica pasara a ser tan sólo una minoría que se toleraba. El mis
mo rechazo de la pretcnsión europea a gobernar a las mayorías
africanas se expresó con la disolución de la Federación de Rho-'
dcsia y Niasalandia a finales de 1963, que fue seguida de la in
dependencia para Niasalandia (Malawi) y para Rhodesia del
Norte (Zambia) en 1964. Rhodesia continuó sometida a Gran
Bretaña: era improbable la independencia antes de que su cons
titución asegurase a la mayoría africana el poder político. Tam
bién en 1964, Londres concedió la independencia a Malta. Da
do que esto iba en contra de la voluntad de muchos malteses,
se hizo evidente que Gran Bretaña tenía prisa por liquidar el res
to de su imperio.
En 1965 el proceso de descolonización estaba casi ultimado:
de los viejos imperios quedaban únicamente territorios plena
mente incorporados a las metrópolis (o que éstas esperaban aún
incorporar) y regiones evidentemente demasiado pequeñas o
pobres para regirse por sí solas. Francia conservó la Martinica,
Guadalupe, Reunión y Guayana como departamentos de ultra
mar plenamente incorporados, y también Polinesia, Nueva Ca-
ledonia, Somalia, las islas Comore, Saint-Pierre y Miquelon, y
un puñado de islas como territorios de ultramar dependientes.
Portugal, que por entonces era el principal exponente del prin
cipio de la incorporación como alternativa a la descolonización,
conservaba la mayor parte de su imperio: las islas de Madera y
las Azores (hacía tiempo incorporadas a la metrópoli), las islas
de Cabo Verde, Guinea, Santo Tomé, Angola, Mozambique,
Macao y parte de Timor. Holanda conservaba Surinam y las
Antillas neerlandesas, también estrechamente ligadas a la madre
patria. España había incorporado por completo las islas Cana
rias y conservaba los pequeños territorios del Africa occidental
—Ifni, el Sahara español, Río Muni y Fernando Poo— . Rusia
316
conservaba todos sus territorios coloniales del Asia central y
del Estremo Oriente, pero los consideraba pane integrante de
la URSS. Los Estados Unidos incorporaron Hawai, que se con
virtió en un Estado de la Unión en 1959. Conservaron Puerto
Rico como territorio dependiente con un gobierno plenamente
autónomo, pero reconocieron su derecho a la secesión. Las is
las Vírgenes, las Samoa americanas y otras posesiones menores
en el Pacífico continuaron siendo dependencias norteamerica
nas. Gran Bretaña, que había poseído el imperio más grande,
conservó asimismo el mayor número de dependencias: las más
importantes eran Aden, las Bahamas, las Bermudas, las Barba
dos, las islas de Sotavento y Barlovento, la Guayana británica,
Honduras británica (Belice) y otras islas del Caribe; las Malvi
nas (Falkland) y otras islas en el Atlántico; las Fidji, Gambia
(que alcanzaría la independencia en 1965), Gibraltar, los terri
torios de la Alta Comisión de Sudáfrica, Hong-Kong, las Mal
divas, Mauricio, Tonga y los territorios de la Alta Comisión del
Pacífico occidental. Para diversas posesiones se preveía la con
cesión de independencia en un próximo futuro. Pero Gran Bre
taña, al igual que otras potencias imperiales, se enfrentaría al
problema, aparentemente insoluble, de decidir el futuro de mul
titud de pequeños territorios que no tenían, evidentemente, ca
pacidad para ejercer una plena soberanía como estados.
Resulta todavía demasiado pronto para juzgar las consecuen
cias del «colonialismo» o de la descolonización. Ni el uno ni la
otra fueron enteramente buenos o malos. Pero el fin de los im
perios puso en evidencia casi todos sus defectos, de igual ma
nera que la quiebra de una empresa comercial revela su debili
dad oculta. El lado positivo del imperialismo europeo consistió
en proporcionar una estructura de estabilidad política a Africa,
el Sudeste asiático y el Pacífico, en un momento en que la po
tencia y la intervención de Europa estaban destruyendo los es
tados indígenas y sus formas sociales, y en que la competencia
.internacional habría podido originar una situación de choques
incesantes. El colonialismo fue también un medio para trans
mitir el conocimiento de las conquistas técnicas e intelectuales
de Occidente a las demás partes del mundo. Su lado negativo
fue que el dominio extranjero destruyó no menos de cuanto
creó. Las instituciones sociales y políticas indígenas debieron
ser modificadas o eliminadas para permitir el gobierno colonial;
317
de ahí que no fuese posible restaurarlas en su primitiva forma,
y que la desaparición de los imperios coloniales creara inevita
blemente un peligroso vacío. Con tiempo y claridad de ideas su
ficientes, Europa habría podido trasplantar sus valores políti
cos, económicos y culturales al suelo indígena, no asimilando,
sino cultivando una especie de híbrido nuevo y vital. En algu
nas regiones la empresa triunfó: en la India, en Ceilán y quizá
en Java, donde el dominio extranjero duró más de siglo y me
dio. Pero casi todas las demás posesiones en el momento de su
independencia se hallaban a caballo entre dos mundos, incapa
ces de volver al pasado, pero todavía inexpertas en el manejo
de los sistemas europeos. Moralmente, Occidente hizo bien en
otorgar aquella libertad tan insistentemente exigida; política
mente, se vio obligado a ello, porque el precio de su rechazo
habría sido demasiado alto. Pero el período posterior estaba lle
no de peligros. La estabilidad de unos cuantos grandes impe
rios intercontinentales fue sustituida por la ¡ncertidumbre de
una multitud de pequeños estados soberanos, muchos de ellos
privados de uniaad, de recursos económicos o de experiencia
política. El final de los imperios significó la balcanización de
Africa y del Sudeste asiático.
El futuro de las antiguas colonias seguía siendo por todo es
to una incógnita. Para los nuevos estados, el fin de la subordi
nación parecía ser el punto de arranque de un mundo nuevo:
se convertirían en potentes naciones industrializadas, como
China o Japón, y asegurarían el equilibrio político entre los
grandes bloques de Oriente y Occidente. Pero el testimonio de
la historia pasada no daba motivo para tamaño optimismo. Los
Estados Unidos y los dominios británicos eran ejemplos de an
tiguas colonias convertidas en estados soberanos florecientes.
Pero el término del poderío español en América, la disolución
de la potencia turca en los Balcanes y el caos que con frecuen
cia siguió a los imperios, en el más remoto pasado, debían ha
cer pensar también que la descolonización podía generar con
fusión y decadencia económica. En 1964 era más probable que
el fin de los imperios en Africa y el Sudeste asiático llevara a la
dictadura política, la decadencia económica y a las guerras en
démicas que a nuevas y brillantes civilizaciones.
La conclusión resultaba obvia. Las potencias occidentales no
habían logrado preparar sus colonias para la libertad antes de
318
que la reivindicación de esa libertad se hiciera moralmente irre
sistible: no podían quitarse de encima todas sus responsabilida
des al conceder la soberanía. Era necesario, ya que no expiar pa
sadas «explotaciones» —que no constituyeron un aspecto im
portante del imperialismo europeo— compensar el fracaso con
una acción más positiva. En la era poscolonial era su deber, y
también su interés, ayudar a los antiguos súbditos a construir
naciones prósperas y autosuficientes, surgidas de las ruinas de
los imperios coloniales.
319
Notas
P R IM E R A P A R T E : L O S IM P E R IO S C O L O N I A L E S A N T E S D E 1815
1 A d am Sm ith , The wealth of nations, libro IV, cap. v il, parte fli [Investigación
sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, M éxico, I CE, 19 5 8 J.
320
C ap. 6: l o s e u r o p e o s e n o r ie n t e a n t e s d e isis
S E G U N D A P A R T E : L O S IM P E R IO S C O L O N I A L E S D E S P U E S D E 1815
12 321
C ap. 10: EL IMPERIO COLONIAL FRANCÉS DESPUÉS DI- 1815
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1944, p. 253.
2 B. H . M . V lekke, Nusantara, C am b rid ge (M ass.), 1943, p. 273.
3 J . S. Furn ivall, Netherlands India, 2.a ed., C am b rid ge, 1944, p. 338.
4 J . S. Furn ivall, Colonial policy and practice, C am b rid ge, 1948, p. 255.
s J . S. Furn ivall, Netherlands India, p . 336.
6 R . A . Pierce, Russian Central Asia, ¡867-1917, B erkeley y L o s A n geles, 1960,
página 137.
7 Ibid., pp. 218-19.
8 J . W. Pratt, America’s colonial experiment, N u ev a Y o rk , 1950, pp. 243-44.
322
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Indice alfabético
A bisin ia, 175, 189 • ecuatorial, 136-138 — Latin a, 73, 81, 186
abisin ios, 169 • tropical, 133-137 — septentrional, 35, 44
A cadia, 18, 60, 63 , 69, — oriental, 165-167, 221 46, 57
73 — septentrional, 129-133 am ericanos, 58, 75-76, 78
Acapulco, 87 africanos, 10, 134, 164 79, 186, 277-279, 282
Acto Constitucional, 68 165, 175, 229, 231, 288 283
Acuerdo de Algeciras, 296, 298-302, 304, 307 Am erican D eclarations of
176, 179, 188 308 Rights (Declaración de
Acuerdo de Berlín, 163, afrikaners, 178, 179, 202 Derechos Am ericana),
188, 296, 304 Agadir, 178 56
Acuerdo de la conferen Agrá, 117 americana, colonia, 41
cia de Bruselas, 188 A karoa, 152 am erindios, 277
Adén, 221, 317 A kbar, 109 Am iens, paz de, 33
Administración de la co A laska, 277, 280-281 Amsterdam
lonia alem ana, 306-310 A lbania, Congreso de, 58 — Cámara de, 38, 90,
Adm inistración de la co Albuquerque, 83 267
lonia francesa, 22-28, alcohol, 308 Amoy, 148
32-33, 238-257 A lejandría, 65 Amu D aría, 108
Adm inistración del Im pe alemanes, 164-165, 167, Am ur, 140, 148, 269, 275
rio ruso, 270-277 169, 178, 179, 182, 304, anexión, 128
Adm inistración de la co 307 Angkor, 180
lonia holandesa, 259 Alem ania, 133, 157, 158, A ngola, 129, 167, 286
268 161-162, 164-168, 176, 288, 291-293, 316
Adm inistración de la co 178-179, 182, 184, 186 Angra Pequeña, 161
lonia inglesa, 46-56, 189, 236-237 , 258, 278, Annam, 149, 170, 234,
193-195 283, 286-287, 302-306, 250, 252, 254, 314
309-310 A ntillas, 241, 246-247,
Adm inistración de la co A lgeciras, 176
lonia portuguesa, 15-16, 316
— acuerdo de, 178 — M ar de las, 64
83-84 — conferencia de, 188
Adm inistración de la co A li Vardi Ja n , nabab de Apalaches, 44 , 46, 57-58
lonia española, 13-16, Bengala, 109 árabes, 10, 187, 304
88 A lsacia, 161, 235 A rabí, pachá, 133
A dua, 173, 175, 189 A lta com isión de Bata- A rabia, 126, 283
Afganistán, 142-145, 179 via, 264 Arakán, 145
180, 1CÓ A lta iv>uuaiou aeí Pacífi arancel de plantación, 55
afganos, 109, 120 co occidental, 154, 317 A rgel, 244
A frica, 1, 6, 7, 9-11, 15, Amarapura, 145 A rgelia, 128-130, 136,
34, 35, 38, 45, 61, 64, Am boina, 91, 105, 150 148, 164, 173-176, 193,
71, 72, 82, 89, 99, 121, Am érica, 1, 5-12, 16, 35 233-237, 239-241, 242,
129-140, 156, 159, 170, 37, 55, 56, 58-61, 67, 243 , 247, 252, 253, 255
172-179, 187-189, 191, 72-81, 85, 87, 105, 121, 256, 305, 314-315
193 , 209 , 220, 223, 226 125, 134, 151-153, 190, argelinos, 252
230, 532-234, 236-237, 192, 209, 232, 233 , 274, Arguin, 37
242, 245-246 , 248 , 250, 282, 285, 311, 318 Asam , 145
252-254, 258-259, 276, — colonia holandesa, 36 ashanti, 172, 174, 224
285-287, 292, 295, 300, 41 A sia, 1, 5-10, 12, 72, 74,
302-303, 305, 307-310, — colonia inglesa antes 85, 90, 105, 121, 127,
311 de 1763 , 44-59 138-151, 179, 193, 218,
— austral, 138-139 — im perio colonial espa 219, 227, 232, 234
— central, 138, 140, 166 ñol, 13-17 — central, 140-145 , 293,
167 . — im perio colonial fran 313, 316
—- ecuatorial francesa, 234 cés, 18-37 — sudoriental, 5, 110,
— occidental, 163-165, — im perio colonial por 234
220 tugués, 13-17 asiáticos, 7, 11, 19, 71,
341
91-92, 231, 263-264, Bentham , J . , 195 Bu jara, 142, 269
313, 314 Benué, 164 Bulgaria, 131
Asociación Internacional Berar, 144 Bülow , Bem hard von,
Africana (A IA ), 137, Bcrbice, 39 176, 305
138 Berbice, com pañía de, 38 Bundesrat, 306
A ssab, 165 Bering, estrecho de, 269 Burdeos, 31
assim ilados, 291 Berlín, 178 burcaux arabes, 250
A ssociation Internationale 2 % , 304 Burke, Edm und, 57
du Congo, 294 — acuerdo de, 163, 188,
Atlántico, océano, 5, 12 2 % , 304 Cabo, E l, 129, 139-140,
13, 16, 36-37, 61, 85, — congreso de, 132, 138 199
285, 317 Berm udas, 55, 219, 223 — región de, 138-139, 178
audiencia, 23 Bihar, 109 — ciudad de, 174
Aurangzelo, 108 Billinton, 150 — colonia de, 178, 179,
A ustraíasia, 193 Birm ania, 121, 145, 146, 197, 203
A ustralia, 66, 126, 128, 170-171, 180, 206, 212, Cabo V erde, islas, 286,
151, 155, 169, 187, 190, 221, 313, 314 316
202, 205, 221, 305 birm anos, 146 C abra!, Pedro A lvares, 9
— d el N orte, 151-152 Bism arck, O tto von, 159 Cachar, 145
— d el Sur, 151-152 163, 165, 303, 304 Cachemira, 215
australianos, 152 Bism arck, archipiélago de, C ádiz, 104
A ustria, 12, 80, 189 303 C airo, E l, 174
Azores, 16, 283, 286, 316 Bizancio, 5 C alais, 54
aztecas, 11 Bleichroder, Gerson von, Calcuta, 62, 97, 111, 113,
304 115, 143, 211-212, 260
Bagdad, 186 Board o f C ontrol, 62, 118 C alicu t, 82, 90
Baghat, 144 . Board o f Trade (Cám ara C aliforn ia, 13
Baham as, 219, 223, 317 de Com ercio), 52 calvinistas, 37
Baksar, batalla de, 113 Bodaw paya, 145 — pastores, 92
Balcanes, 318 bóer, 139, 167 C ám aras, 38
B alfou r, A . J . , 205 Bojador, cabo, 178 — de Agricultura y Co
B ali, 150 Bom a, 295, 297 m ercio, 24
Baltim ore, 47 Bom bay, 62, 97, 120, 211, — de Am sterdam, 38, 90
Banda, 90, 105, 150 215 — de Zelanda, 38, 40,
Bandjarm asia, sultanato bomvana, 139 41, 90
de, 150 Bona, 130, 244 Cambon, P aul, 251
Bangkok, 180 Bonin, isla, 283 Camboya, 90, 149, 170,
Banque de Bruxelles, 301 Borbón, 100 234, 250, 252, 314
B anten, 106 Borgu, 174 Cameron, Sir D onald,
bantúes, 138 Bosch, Johannes van den, 228 .............
— tribu, 139 266-267 _ Camerún, 161, 164, 178,
Barbados, 45, 223, 317 Borneo, 1 4 7 ^ 1 5 0 , 221 187, 188, 224, 234, 303,
Barlovento, islas, 219, 223, 313 305, 307-308, 315
317 boroughs, 48, 50 Canadá, 20, 21, 24, 25,
Baroda, 109 Bosnia, 131 28, 29, 34, 35, 46, 58,
Barruw a, 165 Boston, 44 64, 67-70, 78, 126, 190,
Basutolandia, 220 bóxers 194-1%, 198, 205, 282
Batavia, 90, 91, 93, 105 — rebelión de los, 183 canadienses, 1%
106, 150, 259-263 , 265, B rasil, 9, 11, 16-17, 37, Canal de la Mancha, is
267 45, 73, 75, 81, 84, 285, las d e, 47
— Tribunal Suprem o de, 293 C anarias, islas, 316
264 brasileños, 81 Canning, G eorge, 81
Battam bang, 180 británicos, 63, 66, 132, C antón, 62, 85, % , 101,
Bechuanalandia, 140, 167, 214, 217-218 147, 182, 286
220 — colonia, 66 capitán general, 33
Béhaine, Pigneau d e, 149 Brooke, Jam es, 147 C aribe, islas de, 8, 13,
Bélgica, 126, 137, 157, Brunei, 147, 224 16, 18, 25, 28, 29, 32,
187, 258, 287, 297, 298, Bruselas, 137, 295, 297 34-40, 42, 44-45, 49, 56,
301, 311 298 59-61, 67 , 73-74, 80,
belgas, 173, 299, 300, — acuerdo general de la 184, 186, 193, 197, 219
302, 305 Conferencia de, 188 220, 226, 237, 239, 244,
Beluchistán, 145, 212 — mesa redonda d e, 302 246, 254, 259, 277-280,
Bengala, 90, 97 , 98, 100, Buena Esperanza, cabo 283, 317
104, 109, 111-114, 118 de, 5, 8, 11, 61, 64, C arlos I , rey de Ingla
120, 145, 211, 215, 216 73, 90 terra, 47
— bahía de, 65 Bugeaud de la Piconne- C arlos V em perador, 86
Benguela, 286 rie, Thomas Robert, Carlos X , rey de Fran
Benocolen, 96 235 cia, 80, 130
342
C am ático, 100, 109, 111, C om pañías, 20-21, 39, 47 C onseil Econom ique et
115, 116 48, 61, 83-84, 87-89, Social, 256
Carolina 292-293, 296, 298, 304 C onseil d ’E tat, 22
— del N orte, 45 — de Africa O riental, C onseil Souverain o Con
— del Sur, 45 165, 304 seil Supérieur, 23-24,
C arolinas, islas, 169, 186 — británica del Borneo 26
cartas, 21, 94 septentrional, 223 C onseil Supérieur, 23-24,
C arta del A tlántico, 283 — con «carta», 88, 289 26
C arta C olonial, 297 — Im perial británica del C onseil Supérieur des co
Casablanca, 176 A frica O rien tal, 165, lon ies, 241
Casement, Roger, 296 223 C onseil Supérieur du
C aspio, M ar, 142 — de la In d ia, 21, 35 C ongo, 295
catolicism o, 28 • francesa, 98-102, conseils coloniaux, 244
Cayena, 20, 35, 73 111-112 C onsejo de Comercio, 22
C eilán, 65, 67, 70-71, 90, véase también Com pa conseils généraux, 242,
91, 93, 103, 105, 106, ñía de las Indias 244
206, 221, 226, 259, 311, — de las Indias Occiden Consejo de In dias, 15, 22,
313, 314, 318 tales, 21, 29, 36-41, 84, 288
C élebes, 90, 150 258 C onsejo de Ultram ar, 84,
Ceuta, 8 • C onsejo de las, 40, 288
cipayos, 110, 215 41 Constant inopia, 131
— rebelión de, 211 — de las Indias O rien C onstitución del Año I I I
circumscri^oes, 289 tales, 11, 35, 61-63, (1974), 32
C live, R o b o t, 113, 118 79, 102-103 C onsulado, 33
119 • holandesa, 88-94, Controlador General de
C ochin, 90, 116 106, 259-261, 264, Finanzas, 22
Cochinchina, 127, 149, 266, 267
170, 234, 239, 245, 247, Convenanted Indian Ser
• inglesa, 94-99, 110
250, 252 vice, 119, 212, 213
120, 147, 208, 211, Convenciones internacio
C olbert, Jean-B aptiste, 214
21, 24, 29, 32, 36, 98 nales sobre trabajo for
— inglesa de lo s M ares
99 zoso, 291
del Sur, 99
C olegio de K iezers, 41 — Ja lu it, 304 C ook, islas, 169, 222
C olom bia, 278 — de Katanga, 296 C oorg, 144
Colom bo, 82, 221 — de los L agos, 167-168 Corea, 182
Colón, C ristóbal, 7, 8 — de M ozam bique, 289 C om w allis, Charles, mar
colonias — de N iasa, 289 qués de, 119, 212
— británica, 42-71 — de N ueva G uin ea, 305 Corom andel, 90, 97, 100,
— española, 75, 125 — Real del N iger, 164, 109
— inglesas de Am érica, 174, 223 C ortés, H ernán, 11
44-60 — de Sudáfrica, 168, 169, C osta de M arfil, 136, 233,
— de los estrechos, 146 189, 223, 287 315
colonies incorporées, 246 — U nida, 94 C osta de O ro, 135, 165,
Com isaría de Ju sticia, 33 — de Zam bezia, 289 174, 186, 220, 224-225
Com isión Ignatiev, 271 Com unidad Económ ica Crim ea, 269, 273
Com isión Internacional Europea, 257 Cromw ell, O liver, 74
del T rabajo, 291 concelhos, 289 Crown Colony Govern
Com ité d ’Etudes du H aut Conferencias ment, 225
Congo, 137 — coloniales, 204 C uba, 277, 278, 282, 283
Com ité para la Protección — im periales, 204-205 Curazao, 37-39, 259
de los Aborígenes, 298 — dom inios, 204 . Curzon, George Natha-
Com ité Spécial du Katan- — del Primer M inistro n iel, 214, 217
ga, 2 % de la Commonwealth, C uttack, 117
Comm onwealth, 199, 201 204, 207
207, 254, 256, 261, 281, Congo, 11, 134, 137-138, Chad, lago, 165, 175, 233
314 160, 163, 164, 166, 174 Cham berlain, Josep h , 170
— Conferencias de los 175, 178, 191, 233, 237, Cham plain, lago, 57
Prim eros M inistros, 252, 286, 292, 297, 305, C harlcstón, 44
204 310, 315 Charter A ct, 212
commimes mixtea, 248 — Estado L ibre del, 163, chauth, 109
communes de moyen 166, 174, 294 C hevoslovaquia, 189
exercise, 247 — Im perio belga en, 294 C hild, sir Josiah , 96-97
communes de plein exer 302 C hile, 13
cise, 247 — M edio, 233 China, 8, 65, 82, 87, 101,
Com ores, islas, 234, 256, Congreso C optinental, 79 102, 126, 128, 140, 143,
316 Connecticut, 45, 48 146-149, 180-184, 186,
Compagnie des In des, 88, conquistadores, 11 189, 221, 274, 286, 303,
98-99 C onseil colonial, 245 318
343
chinos, 189 D ukkur, 144 Faidherbe, L ou is, 136,
Chipre, 219, 316 D u pleix, Joseph-Frangois, 164
Chirebon, 106 101, 103, 112-113 Fachoda, 175
Cbittagong, 145 D urham , John George Falklands, islas, 317
Ghoiseul, Etienne-Fran- Lam bton, conde de, 47, farm an, 97, 113
90ÍS, duque de, 24 195-196, 199-201 farmer, 77
— Inform e, 195 Federación de Africa O c
Dahom ey, 172, 233, 249, cidental francesa, 233
315 Ecole C oloniale, 241 Federación de las Indias
D akar, 136 Egipto, 130-133, 160, 166, occidentales, 316
D alhousie, Jam es Andrew 175, 188, 219, 221, 224 Federación malaya, 314
Brown-Ramsay, mar
Elcano, Ju an Sebastián, Federación de Rhodesia y
qués de, 144-145 86 N iasalandia, 316
D am ao, 286 Elgin y Kincardine, J a Fernando V I I rey de E s
Dar-es-Salam , 166 mes Bruce, conde de, paña, 80
D arfur, 175 196 Fem ando Poo, 316
Deccán, 108-109, 117 Elm ina, 37, 136, 259 Ferry, Ju les, 146, 174
Declaración de Indepen encomienda, 87 Fez, 178
dencia, 79, 277 Enciclopedia, 29 F id ji, 154-155, 159, 221,
D eclaración de Londres, enumerated goods, 54-55 227, 317
153 Enrique IV rey de Fran F ilad elfia, 44
Declaratory Act, 47 cia, 20 F ilip in as, 82, 85-87, 184,
D e G aulle, Charles, 256 Escocia, 46, 47 , 53 277, 279-283, 314
D elagoa, bahía de, 286 Esequibo, 39-40 filip in os, 87-88
D elaw are, 37 España, 8, 18, 20, 25, 27, Flandes, 37
délégations économ iques, 31, 34, 37-38, 41, 42, F lorida, 13, 69, 73
245 51, 55, 59, 63 , 72-73, fogaje, 308
79-81, 82-88, 92, 157, fokon’olona, 248
délégations finañeiéres, Forcé Publique, 295, 302
244 158, 176, 178, 184, 242,
277, 285, 313, 316 Foreign Jurisdiction A cts,
D elh i, 109, 117 224-225
D em erara, 39, 40 españoles, 59, 62-63, 70,
82-83, 85-86, 121, 277 Fort D auphin, 98, 171
Departam entos de U ltra Fort William, 97, 113
mar, 255-256 E stados asociados, 256
Estados G enerales, 24, Franceses, 16, 18, 20, 31,
Départem ents d ’O utre- 34-35, 37 , 57 , 59-60, 62
M er, 254-256 38-41, 90, 93, 259, 261
64, 67-68 , 70, 73 , 75,
derecho de navegación, 54 E stados U nidos, 34, 58,
101-102, 112-113, 115
D em burg, Berahard, 306 61, 74-75, 79, 88, 126,
117, 133, 135-136, 148,
D har, 109 140, 148, 155, 157, 182,
152-153, 163-165, 169,
D ias, Bartolom eu, 8 184, 186, 187-190, 192
172-176, 179, 233, 235
D iecisiete, L o s, 89, 91 193, 204, 276, 311, 317,
318 236 , 238-239, 241-242,
D inam arca, 278 251-254, 305
D irectorio, 33 estepa, 270-272 Francia, 9, 41, 42, 48, 59,
D israeli, Benjam ín, 210 Estuardo, 50 63, 65, 72-74, 78-82,
D iu, 82, 85, 286 Etienne, Eugéne, 237 88 , 98, 100-103, 106,
diw ani, 114, 118 Europa, 5-13, 15-16, 35, 111-113, 115-117, 120,
D jib u ti, 174 37, 45, 50, 56, 61, 72 129-133, 135-136, 145
D oab, 117 73 , 74, 77, 81-83 , 85, 149, 152-153, 158, 160
87 , 88, 92-94, 104-105,
Dominations et colonisa- 109, 112, 115-116, 121,
165, 166, 168-171, 174
tion (Ju les Harm and), 176, 178-182, 233-246,
251 126-129, 151-152, 154 248-258 , 276, 286-287,
159, 161, 167, 171, 179, 290, 297, 311, 314-315
D om inica, 64, 69 189, 191, 203, 218, 228
dom inicos, 28 franciscanos, 28
229, 231, 235, 269, 277, Frontenac, Lou is de
D om iníons, 71, 201, 204 285, 287, 309, 313-314,
206, 233 , 245, 254, 255, Bouade, conde de Pal-
317 luau y de, 24
261, 279-281, 318 europeos, 1, 7-12, 16, 44
— Conferencia de los P ri Fu-chou, 148
45, 132-133, 137, 163,
meros M inistros, 204 168, 171, 182, 184, 190,
— oficina de los D om i G abón, 138, 178, 233
197, 214, 216-219, 228 galeka, 139
nios, 279 229, 261, 263-264, 268, G ales, 47, 53
douars, 248 294, 298-299, 307-308 G allien i, Joseph-Sim on,
don gratuit, 25 — en el Pacífico, 150 248 , 251-252
Doum er, P aul, 251 154 G am bia, 64, 129, 134-135,
D ual mándate, The (de — en O riente antes de 165, 220, 317
F . D . Lugard), 228 1815, 82-121 G eorgia, 45
D uaía, 308 Extrem o Oriente passim G hana, 315
D ubuc, 32 exclusif m itige, 31 G ibraltar, 65, 197, 219
344
G ilbert, islas, 169 H a ití, 74, 75, 80, 278,
In dia, 5 , 34-35, 42, 62
G ladstone, W illiam, E ., 283 67, 70, 74, 83, 89, 96
133 H anoi, 149 97, 100-105, 107-121,
G o a, 82-83, 85, 116, 285, Hansemann, D avid, 304 127-128, 132, 140, 143
286 H arm and, Ju le s, 281 148, 166-168, 172, 190,
— consejo de, 84 H astings, Warren, 117 192, 197, 198, 206-221,
gobierno responsable, 195 Hat Act, 55 227, 233-234 , 239, 264,
Golconda, 97 H aut Comité Mediterra- 270, 274, 285, 311, 313,
G o ld ie, George Dash- néen, 241 ' 314, 318
wood Taubm ann, 174 H aut Conseil de l ’Union
— estado de, 208
G ordon, 227 Frangaise, 241 India A ct, 62, 118
Goree, 37 H avre, L e, 31 Indian O ffice, 146, 211
Gran Bretaña, 44, 46, 53, H aw ai, 155, 169, 276,
In dias, 8, 259, 262
55-59, 61, 63, 66, 67, 278, 280-281, 317 — C onsejo de, 15, 22, 84,
70-71, 73-75, 78-81, 98, hebreos, 28, 187 288
108, 117-119, 133, 135, H eligoland, 166 — holandesas, 91
140, 143-144, 147-150, — tratado de, 166 — O ccidentales, 29, 61,
152, 158, 160, 163-169, herero, 173, 305 282
174-177, 178-182, 186, hindúes, 5, 110 • islas de las, 197
192, 194, 197-210, 212 H obson, J . A ., 152, 158
198
213, 216-222, 230-231, H olanda, 42, 48, 63, 65,
— O rientales, 5, 223 , 258,
234-236, 240 , 246, 249, 72, 74, 79, 82, 91, 96,
267
258-260, 283, 286, 287, 98, 99, 103, 107, 115,
311, 314, 316 Indico, océano, 5, 8, 10,
150, 259-260, 261, 267
gran m ogol, 97, 114, 209 268, 311, 314, 316 65, 112, 116-117, 165,
G ranada, 20 , 64, 69 221, 234
holandeses, 37, 39-40, 59,
G randes Lagos, región de indios, 62, 111-112, 119
62, 64, 71-74, 92, 97,
los, 18, 57 121, 208, 210, 213-215,
117, 120, 138, 147, 150,
G reat Fisb River, 138 259, 261-264, 266 , 267217-218
G rey, Henry, conde de, — brasileños, 16
— en Ceilán y Jav a, 105
196 107 indios de América, 10-11,
Groenlandia, 283 — en Indonesia, 150 13, 35, 37-38, 58-59,
Groupe Cominiére, 301 H onduras, 60, 219, 317 152, 153
Groupe Em pain, 301 — iroqueses, 57
Hong-Kong, 148, 221, 317
G uadalupe, 20, 24-25, 29, H onolulú, 278 Indochina, 146, 148, 150,
233, 244, 316 hotentotes, 138 171, 172, 179, 234-235,
Guara, 186, 277, 280-281 237, 242, 245, 249-254,
H ova, dinastía, 185, 250,
G uayana, 38, 39-41, 64, 252 256, 313
69 , 81, 213 , 224 , 226, H udson, 37 Indonesia, 90, 96, 103,
233, 237, 244, 247, 316 — Bahía de, 60, 73 105, 107, 108, 117, 137,
G uaddalore, 97 hugonotes, 28 143, 146, 147, 150, 172,
guerra bóer, 178, 203 191, 259-261, 313, 314
guerra de independencia Ib i, 164 indonesios, 260-267
am ericana, 36 Ifn i, 316 Indore, 109
guerra de los Siete Años, Iglesia anglicana, 68 Indostán, 109, 115, 116
29, 34, 78, 112 Iglesia galicana, 28 Informe Durham, 195
Guillerm o I I , emperador Ignatiev, Com isión, 271 Inglaterra, 9, 20, 31, 33
de Alemania y rey de Im perio(s) 38, 41, 45-48, 50-53, 54,
Prusia, 176, 305 — belga en el Congo, 65, 67, 72, 73, 79-80,
G uin ea, 37, 136, 233, 293-302 82 , 96, 99, 102-103,
286-287, 315-316 — colonial(es) 106, 110-111, 115-116,
G uizot, Frangois, 153, 235 • alem án, 302-310 120-121, 125-128, 130
G ujarat, 117 • americano, 72 131, 132-134, 138-139,
G w alior, 109 • británico, 42-72, 142, 144, 146-147, 153,
Guillerm o I I , estatúder 192-232 161, 168-171, 173, 175,
de H olanda, 38 • francés, 233-257 178, 184, 187-188, 199
Guillerm o IV , estatúder — chino, 182 203, 208, 211, 217-218,
de H olanda, 90 — de los Estados Uni 219-22, 236
Guillerm o V , estatúder dos, 276-284 ingleses, 16, 20, 29, 31,
de H olanda, 90 — holandés, 258-268 34-35, 37, 39-41, 44-45,
— ibérico, 207-218 47-48, 49, 54, 57, 59
habeas corpus, 49 — indonesio, 65 76, 78-80, 96-97, 102
Habeas Corpus Act, 49 — otom ano, 209 103, 107-121, 130, 134
al-Hadj Um ar, 136 — portugués, 8-9, 285 136, 138-139, 142-149,
H aidar A lí, 111, 115 294 152-153, 164-166, 170,
H aiderabad, 109, 116, — ruso, 268-277 * 172-174, 178-180, 187,
144 — turco, 1, 81, 186-187 193-194, 198, 199, 204,
— nizam de, 109, 116 Incas, 11 207-210, 215-218, 221-
345
224, 227-228, 230-231, K ism ayo, 187 Lugard, F . D ., 227-229,
247, 254, 264, 305 K istn a, 116 253, 298, 308
In quisición , 84 Kitchener, H oracio Her- L u is X I V , rey de Fran
Inspection des C olonias, bert, 175 cia, 27, 130
241 Kokand, 142, 269, 270 Luisian a, 20, 21, 34-35,
Instrucciones R eales, 26 K olon ialam t, 306 73, 99
Intendence Générale, 22 K olon ialrat, 306 Lyautey, Lou is - Hubert-
Irak , 187-188, 219, 224 Kolonialzeitung, 307 G onzalve, 251
Irkutsk, 142 Konbaung, dinastía, 145
Irlan da, 46-47, 206 Kruger, Stephanus Jo- M acao, 82, 85, 316
— E stado L ib re, 202 hames Panlus, 179 M acassar, 90
Iron A ct, 55 K uw ait, 316 M ac-Gregor, W illiam, 228
iraqueses, indios, 57 M ackinnon, W illiam, 162
Isla de Francia, 101, 112 L a Bourdonnais, Bertrand M adagascar, 98, 100, 171
islam ism o, 5, 8, 10, 12, Fran^oise, conde M abé 172, 234, 245, 247-249,
127, 129-130, 134, 136, de, 112 252, 254, 256, 315
174, 233, 315 Labuán, 147 M adera, 16, 286, 316
Islan dia, 283 L agos, 135-136, 161, 164, M adrás, 62, 97, 112, 113,
«isla s exteriores», 262, 220, 226-227 120, 211, 215
265 L a H aban a, 277 M adrid, 15, 87
Israel, 314 L a H aya, 150, 260 M adura, 106, 264
Issyk-kul, 269 Lally, Thom as Arthur, M agallanes, Fem ando, 86
Italia, 86, 126, 131, 157 conde de, 112 M ahé, 101
158, 165, 167, 175, 176, Lancashire, 61 m aji-m aji, 173, 305
178, 182, 187-190, 234, landgerechten, 264 M aine, 45
314 Lannesan, D e, 251 M alabar, 90, 97, 100
italian os, 173, 176 L ao s, 149, 170, 179, 180, M alaca, 65, 82, 90, 146,
234, 245, 252, 314 259
Jaip u r, 144 lapse, 144 — estrecho de. 90
Jam aica, 45, 48, 219, 225, Lausana M alasia, 146, 147, 221,
316 — tratado de, 188 259, 262
Jam eson, Leander, 179 Law , Joh n , 21, 99 M alaw i, 316
Jh an si, 144 Legazpi, M iguel López m alaya, península, 313
Jap ó n , 82, 87, 90, 142, de, 86 m alayos, estados, 224
148, 182-184, 187, 189, L c ist, 305 M aldivas, 65, 317
283, 318 L en in , V . I . , 158, 187, M alí, 315
japoneses, 189 M alietoa Laupepa, 154,
274 , 309
Jartu m , 175 162
jats, 109 Leopoldo I I , rey de B él
M alta, 65, 316
Ja v a , 82, 90, 92, 93, 103, gica, 137, 157, 160, 163,
M alvinas, islas, 317
105-107, 119, 128, 150, 294-298, 301
M anchuria, 182, 183, 189
190, 262-266, 318 Léopoldville, 297-298, 302
M an ila, 86, 87, 184
jesu ítas, 15, 28 Leroy-Beaulieu, P ., 235
M an, isla de, 47
Jiv a , 142, 269-270 L esseps, Ferdinand de,
M anipur, 145
Jo gyakarta, 150 132
M ansfield, William Mu-
Johannesburgo, 179 Levante, 6 , 12 rray, conde de, 66
Johore, 147 Líbano, 187, 234, 254 m aoríes, 152
Jó n icas, islas, 65, 219 L ib ia, 176, 188, 314 m aratas, 108-109, 115-116,
Jo rdan ia, 219, 224, 314 L ig a N aval alem ana, 305 120
Jo sé Bonaparte, rey de L ig a para la Federación Marchand, Jean-Baptiste,
E spañ a, 80 Im perial británica, 203 175
Ju an V I de Braganza, rey L ig a Pangerm anista, 305 M arianas, islas, 186, 277,
de P ortugal, 81 L isb o a , 17, 81, 82, 84, 303
85, 287-288 M arquesas, islas, 127, 153
K ab u l, 145 Livingstone, I>avid, 134 M arruecos, 172, 175, 176,
Kandy, 105 Lloyd G eorge, D avid , 178, 233-235, 241, 242
K arachi, 144 204 250, 255, 314
K atan ga, 302 L ok oja, 164 M arsella, 31
K azakistán, 142, 271, 275 Londres, 49, 52, 62, 96, M arshall, isla, 169, 303.
kazakos, 269, 272, 274 115, 143, 152, 167, 205, 304
K edah, 147 207 M artinica, 20, 24-25, 233,
K elantan, 147 — declaración d e, 153 244, 316
K enia, 198, 221, 224, 227, Long Islan d, 37 M aryland, 45, 47
314, 316 Lorena, 161, 235 M ashonaland, 287
K iautschau, 182, 303 Lorenzo M árquez, 286 M assachusetts, 45, 48
Kim berley, 140 Lorient, 100 M asulipatan, 90, 97
k irguises, 269 Luanda, 37, 286 M atabeland, 167
K irgu isistán , 275 Lüderitz, A d olf, 304 M ataram , 106, 107
346
M auricio, isla de, 65, sobrino de Napoleón, Omdurm án, 175
100, 221, 317 240 O m sk, 142
M auritania, 233, 313 N atal, 139, 167, 179, 197 O rán, 130, 244
M axim , am etralladora, N egapatan, 90 Orange
172 N egri Sem bilan, 147 — colonia del, 139
M editerráneo, 12, 13, 64 N epal — río, 139
65, 219 — E stado independiente, — E stado libre de, 140,
M ekong, 18 215 169, 179
M elanesia, 134 N iasa, 220, 287, 316 o reíannance, 27
M éline, F élix-Ju les, 236 Véase también M alaw i Oriente, 5-11, 13, 82-121,
M enam , río, 180 — lago, 165-167 140, 148, 209, 221, 311,
M erv, 143 N icaragua, 278, 283 314, 318
m estizos, 77 N íger, 135, 136, 164-165, — Extrem o, 65, 86, 140
M éxico, 8, 11-13, 86-87, 172, 173, 233 144, 189, 258, 317
277 — Compañía real de, 164 — M e d i o , 5, 104, 121,
— Nuevo, 13 — M edio, 174 132* 165, 186-188, 191,
M ilner, A lfred, 179, 204 203, 234, 274, 314
N igeria, 164-165, 173-174,
M indon, rey de Pegu, 224, 227-229, 308, 315 — C olonia portuguesa en.
146 82-88
M inistére d ’Outre-Mer, N ilo, 166, 175
— A lto, 175 — Colonia española en,
255 Ning-po, 148 82-88
M iquelon, 34, 73, 233, O rissa, 109
244, 246, 255, 256, 316 Nkrumah, Kw am e, 315
Ormuz, 82
N oblesse d ’epée, 23
m isioneros, m ision es, 8, O udh, 105, 116, 144
N orth, Frederick, conde
15, 93, 127, 134. 147 O xus, 108
de G u ilford , 118
148, 152-153, 165-171,
208, 278, 287, 296 Nueva Am sterdam, 37
Nueva Bretaña, 168 P acífico, océano, 6 , 66,
M isisip í, 18, 35, 57, 64 86, 121, 127-129, 140,
M isu rí, 35 Nueva Brunsw ick, 60, 67,
142, 148, 151-156, 159
M ocea, 101 74, 193
161, 168, 184, 186, 193,
m ogoles, 106, 111, 210 Nueva C eledonia, 153, 221, 227, 232, 237, 239,
211, 215 234, 244, 247, 252, 253, 253, 254, 278, 281, 284,
— im perio, 108-109 256, 316 303, 317
Véase también gran Nueva E sc o d a, 52, 60, 67,
— islas del, 188, 250,
mogol 74, 193, 196 254, 278, 308
M ohamed A ll, 132 Nueva E spañ a, 13, 16, — A l a Com isión del Pa
M okja, 90 44 87 cífico O ccidental, 317
M olucaa, 82, 86 Véase también México — com pañía d el, 304
M om basa, 165 Nueva G ales del Sur, 66pacte colonial, 30, 32
M ongolia, 126 67, 151 Padang, 90
m onjes, 88 Nueva G uin ea, 150, 161,P aíses B ajos, 89, 94, 261,
M onroe, doctrina, 278 168, 221, 303 267
M ontreal, 18 Nueva H am pshire, 45 Véase también Holanda
M otel, E . D ., 296 N uevas H ébridas, 169, Pahang, 147
M orellet, abate, 102 186, 234 Pakistán, 206, 314
M o sc o v ia, Im perio, 3 , 7 N ueva Inglaterra, 45, 48,
P alaos, las, 186
M oscú, 275 55, 63, 69, 79 P alestina, 188, 219, 224
M ozam bique, 84, 129, Nueva Jersey, 45 Panamá, 278
166-167, 286-289, 291 Nueva O rleans, 57 — canal de, 278, 279, 281
293, 316 N ueva S u e d a , 37 Pagani, 166
musulm anes, 5 , 108, 111, Nueva Y ork, 44-45 Pangkor, im perio de, 146
131, 134, 273 Nueva Unión Sudafrica Panipat, 109
— janatos, 142 na, 179 Paraguay, 13
— em ires, 226 Nueva Zelanda, 127, 128, P arís, 23-25, 98, 100, 136,
M urphy, J . B ., 296 152-155, 169, 187, 190, 149, 164, 239, 241, 242
Mysore, 109-111, 116, 197, 199, 203, 205, 221
— paz de, 113
144 Nuevo M éxico, 13 Parlam ento inglés, 225
N uevo M undo, 46, 87 226
N achtigal, G u s a v , 161 Parlam ento inglés de
N aciones U n idas, 190, 302 W estminster, 47, 49
Nagptir, 144 Oberrichter, 313 50, 53-54
N ankin, 148 oblast, 270, 273, 274 Parlam entos de P arís, 23
N antes, 31 O bok, 174 pathanes, 109
Napoleón I , 34, 80-81, O ceanía, 234, 244, 245, Paulo Condore, 149
130 253, 256 P avie, A uguste, 251
Napoleón n i, 149 octroi, 26-27 Pedro I , em perador del
Napoleón I I I , príncipe, O hio, 46, 57 B rasil, 81
347
Pegu, 145 Q uebec, 67 184, 188, 190, 208, 236,
Pekín, 5, 108, 110, 142, Quebec Act, 68, 193 267-276, 293, 316
149, 183 Q ueensland, 151, 168 rusos, 142, 182, 270-272
Penang, 65, 146 Q uetta, 145 Russel, John , 196
Penjab, 103, 109, 117, ryotwari, 120
143-146, 215 R affles, Stam ford, 146, Ryukyu, 283
P ensilvam a, 45, 47 266
Perak, 146 Raiatea, 168 Sahara, 11, 174
Perlis, 147 rajputs, 109 — español, 316
persas, 120 Rand,, 290, 310. Saigón, 149
Persia, 82, 126, 143, 180 Rangún, 145 Saint-Pierre, 34, 73 , 233,
Pérsico, golfo, 221 Ranjit Singh, 144 244, 246, 255, 256, 316
Perú, 8, 11, 13, 16, 44, R apa, 169 Sajalín , isla, 142
87 . Rebellion Losses B ill, 196 Saíazar, Antonio de Oli-
peshw a, 108, 109, 117 regalías, 25 veira, 288
Peters, K arl, 162, 165, regirae do incligcnato, 291 Salisbury, Robert Arthur
304 Regulating A ct, 118 Talbot Gascoyne- Cecil,
P itt, W illiam , 62, 118 régulos, 289 marqués de, 166, 174,
Pizarro, Francisco, 11 Reichstag, 161, 306 287
Plan de Reparación, 40 República Centroafricana, Salom ón, islas, 169, 186
P lata, L a, 13 315 Sam balpur, 144
Plassey, batalla de, 110, R epública Dom inicana, Samoa, 154, 156, 162,
113 278, 283 169, 186, 222, 278-281,
Polinesia, 154, 316 R epública M algache, 315 303, 309, 317
Polonia, 189, 269 República Socialista Fe San C ristóbal, 20
Pom bal, Sebastiáo José derativa Soviética Ru San Eustaquio, 37-39, 259
de C arvalho y N elo, sa, 275 San Lorenzo, 18, 63, 67,
marqués de, 84 República Som alí, 315 73
Pondicherry, 100, 101, Reunión, 100 San M artín, 38
112 Reunión( es), 233 , 239, San Petersburgo, 142, 269
pondo, 139 241-243 , 245-248, 316 S^n Stéfano, 132
Poona, 108 Revolución colon ial, 77 Santa Lu cía, 64
Fort A rthur, 182 81 Santo D om ingo, 20, 21,
Portendic, 37 Revolución francesa, 32, 25-27 , 34, 73 , 74, 80,
Porto N ovo, 135 79 99
Portugal, 9, 11, 18, 27, Rhode Isian d , 45, 48 Santo Tom é, 37, 286, 316
32, 38, 41, 42, 72-73, Rhodes, C ecil, 168, 174, Sarawak, 147, 315
81-87, 97, 137-138, 157, 178, 287 Sardeshmukh, 109
158, 168, 242, 258, 276, Rhodesia, 178, 191, 198, sariat, 271 .
285-287 , 289-293, 297, 220, 223-224, 292-293, Satara, 144
316 — rajás de, 109
313 — Rhodesia del Norte, Savage, isla, 186
portugueses, 7, 9, 11, 16 316 Savorgnan de Brazza, 138
17, 37, 59, 73, 82, 84 Véase también Zam- Savaü, 303
87, 106, 1Í0, 121, 129, bia Say, 165
166-167, 285, 286, 289 R ichelieu, Arm and-Jean Selangor, 147
290 Du P lessis, 20 Sem ipalatinsk, 142
prazeros, 289 R ío de Jan eiro, 81 Sem irechie, 274
prazos (principados feu Río M uni, 316 Senegal, 36, 64, 129, 135
dales), 286 R ío de O ro, 178 137, 164, 233, 234, 237,
préfet colonial, 33 Piqueta de las naciones, 239, 244, 247, 315
Primer Congreso Conti La (de Adam Sm ith), 60 Senegam bia, 69
nental, 56 Rocheile, L a, 31 Settlem ents A cts, 223 , 225
Príncipe, isla, 286 Rohilkhand, 109 Seychelles, 65, 220
Principes de pacificaron R ojo, M ar, 8, 65, 82, 101, Shanghai, 148, 182
et d’organisation (de 165 Shantung, 182
J . S. G allien i), 251 R ojo, río, 170 Shire, 286
protectorado, 128 — región del, 149 Siam , 90, 126, 149, 170,
Protectorado británico de Roosevelt, F . D ., 283 171, 179, 180, 186
Africa central, 167 — «C orolario de», 278, siam eses, 180
Provincias U nidas, 37-41, 283 Siberia, 7, 140, 142, 190,
88-91, 93 Roseberry, Archibald Phil- 269-270, 275
Puerto R ico, 186, 278, lip Prim rose, 180, 202 Sierra Leona, 63 , 66, 129,
280-284, 317 Ruanda, 294 , 308 135, 136, 165, 174, 220,
puertorriqueños, 280 Ruanda-Urundi, 187, 188, 316
P ulicat, 90 298 sikhs, 109, 144 .
«puertos francos», 31, 56, R u sia, 126, 131, 140-143, — estado, 144
60 145, 148, 158, 161, 182, Simonstown, 167, 178
348
Sind, 103, 117, 143-144 Tenaserim , 145 Uncovenante Service, 213
Singapur, 65, 146, 221, teoría de las «d os pirá Unión (de los Estados
259, 315 m ides», 229 am ericanos), 277-280,
Siraj ud-D aula, nabab de Terranova, 34, 45, 63, 73, 317
Bengala, 113 74, 233 Véase también Estados
S iria, 187, 234, 254, 314 Territorios de la A lta Co Unidos
S iv aji, bandido hindú, misión de Sudáfrica, Unión francesa, 254-255,
108-109 317 275, 314-315
Sm ith, Adam, 5, 56, 60 Territorios d ’O utre-Mer, Unión Indochina, 170,
Sociedad C olonial, 305, 255-256, 316 234, 245, 220, 255
306 T exas, 13 Union M iniére du Haut-
Sociedad de N aciones, thugs, 214 Katanga, 285
188, 189, 223 T íbet, 126 Unión Sudafricana, 187,
Socíété Anversoise de Tidore, 86 202, 203
Commerce au Congo, Tientsin, 182 U polu, 303
296 Tim or, 85, 286, 316 U ral, río, 142
Société G enérale, 301 T ipu , sultán de Mysore, Urdaneta, Andrés de, 86
Som alia, 174, 187, 221, 111, 115-116 U R SS, 275, 317
234, 256, 315-316 Tobago, 20, 36-37 , 64, Urundi, 294
Véase también R epúbli 316 Uzbekistán, 275
ca de Som alia Togo, 161, 164, 186-188, uzbekos, 269
Somerset, caso, 66 224, 233, 303, 309, 315
Sotavento, islas, 26, 168, Tonga, 155, 169, 186, 221, V írgenes, islas, 278, 280,
219, 317 224, 317 281, 317
Stanley, Henry Morton, Tonkín, 90, 149, 170, 179, V irginia, 45, 48
137-138 182 , 234 , 242, 252, 254, V alparaíso, 153
Strachey, Joh n , 211 314 Van Aerssen, C om elius,
Sudáfrica, 67, 128, 138 Tordesillas, tratado de, 85 39
140, 178, 179, 190, 203 tories, 94 Vanga, 166
207 , 220, 292-293 Tourane, 149 Vergennes, Charles Gra-
Sudán, 133, 136, 164, 166, Transjordania, 187 vier, conde de, 102
172-175, 178, 221, 233, Transvaal, 139, 140, 167, V ictoria, 151
249, 305, 314 168, 173, 178, 179 V ictoria, lago, 165, 175
Sudeste asiático, 5, 105, Travancore, 116 V iejo Mundo, 77
121, 140, 145, 159-160, — rajá de, 115 Vietnam , 234, 314
170-171, 179, 180, 209, trekkers, 139, 151 — República del, 254
250, 311, 317 Trengganu, 147 Vietm inh, 254
Suez, canal de, 132, 166, Trincom alee, 65, 71, 221 V itu, 166
295 Trinidad, 64, 73, 219, 316 Vladivostok, 142
Suffren, de Saint-Tropez, T riple Alianza, 165, 176 V olga, 269
Pierre André de, 113 T ríp oli, 283 — regiones del, 273
Sukkur, 144 Tripolitan ia, 175, 178 volksraat, 260
Sum atra, 90, 96, 150, 265 Tu D uc, rey de Annam, volost, 271
Sungei U jong, 147 149 V olta, 164
Surakarta, 150 tukulor, im perio, 136 — A lto, 174, 233, 315
Surat, 97, 100 Túnez, 131 V oltaire, Frangois M arie
Surinam, 38, 259, 316 Tunicia, 130-133, 159, Arouet, 20
Susuhunan Amangkurat, 175, 234, 241, 250-252, Vulcano, islas, 283
106 255, 314
Su tlej, río, 144 turcomanos, 269 Wake, isla de, 278
Sw azilandia, 220 turcos, 10, 12 W akefield, E . G ., 127,
Sydney, 66, 150, 151, 202 Turgot, Robert Jacques, 151, 199
Syr D aría, 269 , 273 32 W alajah, nabab del Car-
Turkm enistán, 275 nático, 115
T ah ití, 127, 153, 169, 234, Turquestán, 142, 270-274 w arehouses, 96
246 , 247 Turquía, 126, 131, 187, W ashington, 278-280
taille, 25 188 W ei-hai-wei, 182
Tám esis, 55 T u tu ila, 278 Wellesley, Richard Colley,
Tanganica, 173, 187-188, marqués de, 116-117
221, 224, 228, 303-305, Ubangui-Chari, 233 W est Africa Frontier For
316 Ucrania, 269 cé, 174
— lago de, 166 U daipur, 144 W estminster, 47, 53, 259
Tánger, 176 uezd, 270 — Estatuto de, 205, 206
Tanjore, rajá de, 109 Uganda, 165-168, 174-175, w higs, 94, 195
Tasm ania, 197 221, 227, 316 W itwatersrand, 167, 178
T aw fik, 132 uitlanders, 178-179 W olfe, Jam es, 64
tembu, 139 ujastok, 270 W olseley, Gaímet, 133
349
xbosa, 139 Zam beze, 11, 167, 178, Zaragoza, Tratado d e, 86
216 Zelanda
Y andabo, tratado de, 145 — A lto, 286 — Cám ara de, 38, 40, 41,
Yangtsú, 182 Z am bia, 316 90
yem aas, 248 zam indari, 97, 120 zulúes, 139
yihad, 133 Zanzíbar, 162, 165, 166,
Ynnnán, 182 221, 224, 316
350
Indice de ilustraciones