Fieldhouse, David-Los Imperios Coloniales Desde El Siglo XVIII - (1986)

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HISTORIA UNIVERSAL SIGLO XXI

los imperios
coloniales desde
él siglo XVIII
DAVID K. FIELDHOUSE

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HISTORIA UNIVERSAL

SIGLO XXI

Volumen 29

Los imperios coloniales


desde el siglo XVIII
EL AUTOR

David K. Fieldhouse,

nació en 1925. Estudió en el Queen’s College de Oxford. Desde 1950


hasta 1952 fue docente en el Haileybury College. Lector de Historia en
la Universidad de Canterbury (Nueva Zelanda). A partir de 1958 en­
seña Historia en la Universidad de Oxford. En 1965 es profesor visi­
tante en la Australian National University de Canberra. En el año 1969
es profesor visitante en la Universidad de Yale. Ha publicado artículos
sobre la historia del imperio británico. Es autor de varios libros, entre
ellos, de Economics and Empire, 1830-1914 (Economía e imperio. La ex­
pansión de Europa, 1830-1914), traducido al castellano y publicado por
Siglo XXI (1977).

TRADUCTOR

Agustín Gil Lasierra

DISEÑO D E LA CUBIERTA
Historia Universal

Siglo veintiuno

Volumen 29

LOS IMPERIOS COLONIALES


DESDE EL SIGLO XVIII
David. K. Fieldhouse

m
siglo
veintiuno
editores

MÉXICO
ESPAÑA
ARGENTINA
COLOMBIA
> * a _____________________
siglo veintiuno editores, sa de cv
CERRO DEL AGUA 248, DELEGACIÓN COYOACÁN, 04310 MÉXICO, D.F.

siglo veintiuno de españa editores, sa


C/PLAZA 5. MADRID 33. ESPAÑA

siglo veintiuno argentina editores, sa


siglo veintiuno de Colombia, ltda
AV. 3a. 17-73 PRIMER PISO, BOGOTA, D E COLOMBIA

primera edición en español, 1984


© siglo xxi de españa editores, s. a.
tercera edición en español, 1986
© siglo xxi editores, s. a. de c. v.
is b n 968-23-0009-6 (obra completa)
is b n 968-23-0950-6 (volumen 29)

primera edición en alemán, 1965


© fischer taschenbuch verlag gmbh, frankfurt am main
título original: die kolonialreiche seit dem 18. jahrundert

derechos reservados conforme a la ley


impreso y hecho en méxico/printed and made in mexico
Indice

PROLOGO 1

PRIMERA PARTE

LOS IMPERIOS COLONIALES ANTES DE 1815

1. INTRODUCCION: LAPRIMERA EXPANSION EUROPEA 5

2. LOS IMPERIOS COLONIALES DE ESPAÑA Y PORTUGAL


EN AMERICA 13

3. LOS IMPERIOS COLONIALES DE FRANCIA Y HOLANDA


EN AMERICA 18
I. El imperio colonial francés, 18.—II. Las colonias
holandesas de América, 36.

4. E L IMPERIO COLONIAL BRITANICO DE1700 A 1815 42


I. Las colonias inglesas de América antes de 1763,
44.—II. El imperio colonial británico desde 1763
hasta 1815, 59.
5. LA DISGREGACION DE LOS IMPERIOS COLONIALES AME­
RICANOS 72
I. Nuevo reparto y nacionalismo colonial, 72.—II.
Las revoluciones coloniales, 78.
6. LOS EUROPEOS EN ORIENTE ANTES DE 1815 82
I. Portugal y España, 82.—II. Las compañías holan­
desa, inglesa y francesa en Oriente, 88.—a) La Com­
pañía Holandesa de las Indias Orientales, 89.—b)
La Compañía Inglesa de las Indias Orientales antes
de 1757, 94.—c) La Compañía Francesa de las In­
dias, 98.—III. El desarrollo de los imperios territo­
riales en Oriente, 103.—a) Los holandeses en Ceilán
y Java, 105.—b) Los ingleses en la India antes de
1818, 108.

V
SEGUNDA PARTE
LOS IMPERIOS COLONIALES DESPUES DE 1815
7. LA SEGUNDA EXPANSION EUROPEA, 1815-1882 125
I. El desarrollo de la potencia europea en Africa,
129.—a) La costa mediterránea, 130.—b) El Africa
occidental tropical, 134.—c) El Africa occidental ecua­
torial, 137.—d) Sudáfrica, 138.—II. La expansión eu­
ropea en Asia, 140.—a) La expansión de Rusia en
Asia central y en el Extremo Oriente, 140.—b) La
expansión británica en la India y fuera de la India,
143.—c) La expansión francesa en Indochina, 148.
d) La expansión holandesa en Indonesia, 150.—III.
La expansión europea en el Pacífico, 151.
8. EXPANSION, REPARTO Y NUEVA SUBDIVISION DE 1883
A 1939 157
I. El reparto sobre el mapa, 1883-1890, 160.—a) El
reparto de Africa desde 1883 hasta 1890, 163.—b)
El reparto del Pacífico desde 1884 hasta 1890, 168.
c) El reparto del Sudeste asiático, 170.—d) Madagascar
y el reparto, 171.—II. Reparto y ocupación efectiva:
1890-1914, 172.—a) El reparto definitivo de Africa,
173.—b) El Sudeste asiático después de 1890, 179.
c) China y las grandes potencias de 1890 a 1914, 180.
d) La organización del Pacífico de 1890 a 1914,
184.—III. Nueva subdivisión después de la primera
guerra mundial y última fase de la expansión eu­
ropea, 187.
9. E L IMPERIO BRITANICO DESPUES DE 1815 192
I. Colonias de poblamiento y gobierno representativo
de 1815 a 1914, 193.—II. La federación imperial y
el nacimiento de la Commonwealth, 201.—III. El
imperio indio desde 1815 hasta 1947, 207.—IV. Las
posesiones coloniales después de 1815, 219.
10. E L IMPERIO COLONIAL FRANCES DESPUES DE 1815 233
11. LOS IMPERIOS COLONIALES DE HOLANDA, RUSIA Y LOS
ESTADOS UNIDOS 258
I. El imperio holandés después de 1815, 258.—II.
El imperio ruso en el Asia central, 268.—III, El im­
perio de los Estados Unidos, 276.

vi
12. LOS IMPERIOS DE PORTUGAL, BELGICA Y ALEMANIA . . . 285
I. El imperio portugués después de 1815, 285.—II.
El imperio belga en el Congo, 294.—III. El imperio
colonial alemán, 302.

13. EPILOGO: LADESCOLONIZACION 311

NOTAS 320

BIBLIOGRAFIA 323
INDICE ALFABETICO 341

INDICE DE LAS ILUSTRACIONES 351

VII
Prólogo

El planteamiento y el carácter del presente libro son, en buena


medida, fruto de dos circunstancias. Antes que nada, y en tan­
to se inserta dentro de una obra unitaria, sus proporciones que­
daban así rigurosamente preestablecidas, mientras que el suma­
rio debía, asimismo, hacer referencia al de los otros volúmenes.
Muchos problemas se han tratado, pues, por absoluta necesi­
dad, concisamente, y en ellos el espacio dedicado a las varias co­
lonias y a los diversos períodos históricos no siempre se ha
correspondido con la importancia intrínseca del caso: así, por
ejemplo, se ha asignado a las colonias españolas y portuguesas
de América menor espacio del que merecería su propia impor­
tancia y, a la par, se han ignorado casi completamente los orí­
genes de los movimientos nacionalistas de Africa y Asia mo­
dernas. En segundo término, el tratamiento específico dado a
la historia de las colonias refleja en parte las dificultades técni­
cas del estudio histórico de unos imperios que cubrieron, en
épocas diversas, alrededor del 85 por ciento de la superficie de
la tierra, y en parte los intereses personales del autor. Los im­
perios constituyeron agrupamientos de pueblos y de países que
se pueden considerar como formaciones orgánicas o como agru­
paciones artificiales de sociedades dispares que atravesaron una
fase transitoria de dominación extranjera. El poco espacio dis­
ponible, y mi limitado saber, no me permitían tratar separada­
mente cada sociedad colonial. La única alternativa consistía en
situarse en un punto de vista «eurocéntrico», y considerar el te­
ma como expresión de las actividades europeas en ultramar. Pe­
ro, aun asf, he debido proceder a elecciones, ignorando ciertos
importantísimos aspectos de la historia colonial, como la fun­
ción de las misiones cristianas, o las consecuencias culturales y
sociales del encuentro entre la potencia europea y unos pueblos
dependientes. De hecho, he arrancado de la premisa de que, an­
tes que nada, imperio significa potencia y autoridad, y por ello
el proceso mediante el cual los europeos se impusieron al resto

1
del mundo y los medios a los que recurrieron para dominarlo
constituyen ya, per se, un válido tema de estudio. Para dar ca­
rácter unitario al tratamiento de dos siglos y medio de historia
de unos imperios dispersos por el entero mundo, me he con­
centrado en tres problemas de alcance universal: primero, ¿có­
mo y por qué se llegó a la posesión de colonias?; segundo, ¿có­
mo eran éstas gobernadas?; tercero, ¿qué ventajas obtuvieron
los dominadores?
Pero aun tomando en cuenta semejantes limitaciones, la his­
toria de los modernos imperios coloniales sigue constituyendo
un tema demasiado extenso para un solo historiador. No hu­
biese siquiera intentado tal síntesis de no haberme sido solici­
tada. Buena parte del material empleado fue, por pura necesi­
dad, de segunda mano, de forma que los estudiosos que se han
especializado en tantos campos en los que me he aventurado
abusivamente reconocerán mis fuentes y advertirán la excesiva,
aunque para mí inevitable, simplificación de unos problemas
que son complejos y controvertidos. Espero, sin embargo, que
la presente obra indique, al menos, el camino hacia un campo
prácticamente inexplorado, es decir, el estudio comparado de
los imperios coloniales, y también espero que la bibliografía
aquí ofrecida sirva de introducción a la vastísima literatura que
hay publicada sobre el tema.
Sin el asesoramiento de amigos y colegas, de los cuales mu­
chos eran personas especialmente preparadas respecto de los
problemas de que me he ocupado, no hubiese yo tenido el va­
lor de exponer mis propias ideas, que a menudo se proponen
solamente en calidad de hipótesis. Entre quienes, muy cortés-
mente, leyeron el borrador de este libro, o algunas de sus par­
tes, recordaré al profesor J. Gallagher, a los doctores A. F. Me.
C. Madden y C. W. Newbury, a jos señores G. Bennett, E. J.
Hutchins, R. Feltham, Pogge von Strandmann y R. Austen. De­
seo igualmente dar las gracias a la señora A. Martin, que pre­
paró el manuscrito, mecanografiándolo, y a la señorita J. Clark,
quien repasó la bibliografía.

D a v id F ie l d h o u s e

2
Primera parte

Los imperios coloniales antes de 1815


1. Introducción: La primera
expansión europea

En 1700 los imperios coloniales más antiguos tenían ya un par


de siglos de vida, y su existencia se daba ya por sentada en Eu­
ropa. Sin embargo, la primera expansión europea en Africa, Asia
y América fue uno de los acontecimientos más extraordinarios
y significativos de la historia moderna. Hacia 1775, Adam
Smith, contemplando el pasado, podía afirmar: «El descubri­
miento de América, y el paso hacia las Indias Orientales a tra­
vés del cabo de Buena Esperanza, son los acontecimientos más
grandes e importantes registrados en la historia de la humani­
dad» *. Smith, bien entendido, hablaba desde un punto de vista
estrictamente eurocéntrico. Europa ntí poseía el monopolio del
comercio o de los imperios de ultramar. El imperio turco se ex­
tendía aún desde el Mediterráneo occidental hasta el océano In­
dico. Los hindúes habían colonizado el Asia sudoriental siglos
antes, y controlaban casi todo su comercio. Partiendo del Me­
dio Oriente, los musulmanes se habían extendido hacia el Asia
meridional, y, en el siglo XVII, la India, así como la mayor par­
te del sudeste asiático, eran gobernados por soberanos islámi­
cos. Todavía más hacia el este aparecía el imperio chino, el más
vasto de los imperios conocidos por los europeos, y muchos es­
tados del Asia sudoriental reconocían aún la supremacía de Pe­
kín. La importancia de la primera expansión europea estriba,
por esta razón, más en los efectos que la misma ejerció sobre
Europa que en su discutible singularidad como fenómeno mun­
dial; solamente a partir del siglo XIX influyó la existencia de los
imperios coloniales europeos en los aconteceres mundiales.
Ahora bien, para Europa, los descubrimientos constituyeron
sin duda un gran acontecimiento. Europa había poseído, en la
Edad Media, una civilización propia, pero de carácter bastante
limitado. Había sufrido, en cierta medida, el influjo del mundo
islámico y de Bizancio, pero estaba aislada del resto del mundo
por el Atlántico, el imperio moscovita, el Islam y por la inex-

5
plorada Africa. El descubrimiento tanto de América como de la
ruta oceánica hacia Oriente liberaron al continente europeo
de una especie de prisión geográfica y espiritual, espoleándolo
intelectualmente y permitiéndole alcanzar más ágilmente a las
superiores civilizaciones orient'ales, a la par que estimulaban su
imaginación al ponerlo en contacto, por Occidente, con unos
pueblos totalmente diferentes. Ni los sucesivos descubrimien­
tos en el Pacífico, ni la exploración espacial, iniciada en nuestro
siglo, pueden parangonarse con aquella primera ampliación de
los horizontes medievales.
Los descubrimientos y el comercio y las conquistas que de
los mismos se derivaron tuvieron consecuencias prácticas. Ca­
da colonia, cada centro comercial, representaba un nuevo estí­
mulo para la economía. América aportó un mercado inmenso
para la artesanía y la agricultura europeas. Los lingotes de oro
americano dieron nuevo impulso a la circulación monetaria y
aceleraron los progresos económicos y sociales ya existentes.
Las manufacturas orientales fueron imitadas por los producto­
res de Europa. Las especias asiáticas y americanas acrecentaron
el volumen y los beneficios del comercio interior europeo, a la
vez que la necesidad de su transporte dio un enorme impulso
a la marina mercante y a las construcciones navales. El sistema
comercial europeo nunca estuvo totalmente cerrado, puesto que
unía al continente con el Africa septentrional y, a través de Le­
vante, con Asia, pero se trataba de actividades marginales. Los
problemas económicos y prácticos planteados por los itinera­
rios continentales hacia Oriente suponían un grave obstáculo a
las corrientes comerciales. Con los descubrimientos, el volumen
y el valor de los intercambios con ultramar alcanzaron el nivel
de los intercambios europeos. El comercio con Oriente siguió
siendo limitado en cuanto al volumen, pero tuvo gran impor­
tancia económica; el comercio atlántico, sin embargo, ofrecía
posibilidades mucho mayores. América, al contrario que el
Oriente, quedaba obligada a depender de Europa en gran parte
de las manufacturas, y, además, se encontraba lo bastante cerca
como para otorgar ahí un buen margen de beneficio en materia
de transporte marítimo. En el siglo XVIII, las flotas mercantes
trasatlánticas sumaban millares de navios, los cuales transpor­
taban cargamentos notables, bien fuese de esclavos, de azúcar,
o de maderas preciosas. El comercio con América no sustituyó

6
nunca al comercio interior europeo, pero sí representaría su
complemento indispensable.
Las tierras americanas, de otro lado, no eran quizá menos im­
portantes que el comercio. No es que Europa estuviese super­
poblada, pero la densidad de algunas de sus zonas era excesiva­
mente alta con relación a los métodos agrícolas utilizados a la
sazón, a la par que las guerras y los conflictos de tipo religioso
creaban allí unas exigencias artificiales de espacio. Durante cua­
tro siglos, América supuso la válvula de escape para el hambre
de tierra que experimentaban los europeos. En resumen, Colón
había proporcionado a Europa un apéndice occidental de mi­
llares de kilómetros, que ofrecía idénticas posibilidades de ex­
pansión y colonización que las ya aseguradas por Siberia a los
moscovitas.

A inicios del siglo xvm, la situación geográfica de las posesio­


nes europeas de ultramar estaba bien definida. Una de sus más
prominentes características era la distribución sumamente irre­
gular de las bases y las colonias europeas en las diversas partes
del mundo. Poco a poco, América se fue cubriendo de asenta­
mientos portugueses, españoles, ingleses, franceses y holande­
ses, pero tanto en Africa como en Oriente, aun cuando abun­
daban tales establecimientos, los europeos eran pocos. Nada ha­
cía pensar, por el momento, que tales bases costeras pudieran
desarrollarse hasta llegar a constituir auténticas y reales colo­
nias. En el siglo XVIII, los imperios americanos diferían de tal
modo de aquellas bases africanas y asiáticas que se impone la
necesidad de considerar separadamente unos y otras. Pero tal
contraste supone también un problema histórico de fundamen­
tal importancia para la definición del carácter de los primeros
imperios coloniales. ¿Por qué Europa ocupó América, detenién­
dose en cambio en la periferia tanto de Asia como de Africa?
La respuesta corresponde en parte a unas motivaciones de ín­
dole europea y en parte a la naturaleza de los medios de que
disponían los fundadores de los primeros imperios.
Resulta difícil establecer a qué impulsos obedecieron los des­
cubridores y los primeros colonizadores, y tampoco caben ahí
las generalizaciones. En la mayoría de los casos, los unos abrie­
ron el camino a los otros, mientras que las intenciones iniciales

7
cambiaban según las circunstancias. Los primeros descubri­
mientos llevados a cabo por los portugueses en el noroeste de
Africa, por ejemplo, fueron la consecuencia secundaria de una
cruzada contra el Islam, iniciada con el ataque a Ceuta en 1415,
que les indujo a extenderse cada vez más al sur, siguiendo la cos­
ta africana. Cuando comprobaron que había allí oro, marfil y
esclavos, continuaron su avance hasta que, en 1487, Bartolomeu
Dias descubrió el cabo de Buena Esperanza, y se abrió así para
Portugal la ruta oceánica hacia la India. Y desde aquel momen­
to, las empresas lusitanas obedecieron a un empeño bien con­
creto: el de comerciar directamente con las especias y las ma­
nufacturas orientales, desbaratando el monopolio veneciano,
fundamentado sobre el antiguo itinerario continental; se trata­
ba, pues, de establecer bases comerciales, más que de conquis­
tar territorios coloniales. El celo misionero incitó a Portugal a
atacar al Islam en el mar Rojo y en el océano Indico, así como
a imponer el cristianismo a los asiáticos residentes en el interior
de sus centros fortificados, construidos en puntos aislados del
Oriente. Hasta entonces, por consiguiente, la iniciativa europea
en el área oriental se ciñó rigurosamente a un plan bien traza­
do, y si no se crearon allí grandes posesiones coloniales fue por­
que los portugueses se basaban en un sistema comercial que no
necesitaba territorios.
Las colonias americanas, en cambio, no correspondieron a las
esperanzas de los descubridores. En 1492, Colón zarpó hacia
Occidente confiando en hallar una ruta más breve que la usada
por los portugueses para ir a China. América supuso una enor­
me desilusión, un obstáculo descorazonador en la anhelada ru­
ta hacia Oriente, y sólo fue ocupada por ofrecer posibilidades
no previstas. El oro y la plata del Caribe, México y Perú esti­
mularon la exploración y la conquista, amén de atraer emigran­
tes. Después, la posibilidad de disponer de un territorio inmen­
so y de una población indígena lo bastante dócil como para ser
utilizada en su disfrute alentó la colonización permanente y la
formación de vastas haciendas semifeudales. La existencia de
millones y millones de paganos indujo a la Iglesia católica a en­
viar misioneros. Así, buscadores de tesoros, colonos y misio­
neros se apoderaron de vastas zonas americanas.
Fue una colonización privada, no planificada, de la cual la
Corona de España no fue directamente responsable. También

8
Brasil, descubierto casualmente por Cabral en 1500, cuando se
dirigía a la India, fue colonizado por unos pocos súbditos por­
tugueses, provistos, es cierto, de un privilegio de la Corona, pe­
ro forzados a confiar solamente en sus propias fuerzas. Por es­
ta razón, mientras que en Oriente el imperio portugués fue en
sus orígenes y en buena parte proyectado y realizado como ini­
ciativa regia, en América las colonias de España y Portugal, y
más tarde las de Inglaterra y Francia, apenas debieron nada a
la iniciativa de los respectivos soberanos. En el siglo XVIII, la
colonización americana había asumido ya una fisonomía bien
precisa: sus sistemas de comercio y de gobierno venían impues­
tos por varios Estados europeos; vistos en retrospectiva, pare­
cen el producto de una planificación «mercantilista», pero no
es así. Como casi todas las colonias posteriores, nacieron casi
por reacción natural de los súbditos europeos enfrentados a una
inesperada oportunidad.
En Africa y en Oriente, sin embargo, no se habría podido re­
petir la espontánea inmigración que se originó en América, aun­
que Portugal no se hubiera dedicado deliberadamente al comer­
cio, en vez de al asentamiento. Oriente, en particular, no estaba
abierto a la colonización. Todo esto explica la diversidad de re­
laciones que Europa mantuvo, de un lado, con América y, del
otro, con Asia, antes de alcanzar los últimos decenios del si­
glo XVIII.
Los medios de que disponían los europeos de los siglos XV
y XVI para establecer bases en Asia y para colonizar América
eran muy limitados. Su recurso principal era la destreza en las
artes de navegar: se hallaban en condiciones de zarpar rumbo
a cualquier parte del mundo —conocido o sólo imaginado—
con bastantes probabilidades de arribar y retornar. La nueva ar­
ma de la expansión europea fue la navegación oceánica, facili­
tada por la invención de muchos e ingeniosos instrumentos. En
el siglo XV, los europeos disponían ya de naves capaces de afron­
tar largas recorridos marítimos, grandes carracas y esbeltas ca­
rabelas que combinaban la experiencia naval de la Europa sep­
tentrional y mediterránea con los hallazgos del Próximo Orien­
te islámico. Brújulas magnéticas y cuadrantes, astrolabios y ba­
llestillas para determinar la altura de los astros y establecer la
latitud permitían enfrentarse a la navegación en alta mar. Los
portulanos servían para dirigir a los navegantes hacia sus obje-

9
tivos, en tanto que los almanaques náuticos les facilitaban in­
formaciones prácticas de esencial importancia, como la latitud
y declinación del sol en las diversas estaciones. Pero la navega­
ción intercontinental continuó siendo durante largo tiempo una
cuestión de suerte y de fe, porque las cartas de navegación eran,
por lo general, defectuosas, y los pilotos carecían de los instru­
mentos apropiados para calcular la longitud, antes de que fuera
inventado —en el siglo XVIII — el cronómetro. Ahora bien, aun
disponiendo tan sólo de estas naves y estos primitivos instru­
mentos, algunos hombres decididos fueron capaces de alcanzar
cualquier punto de las costas americanas, asiáticas y africanas.
Claro es que todo eso no bastaba, por sí solo, para asegurar­
se el dominio de aquellas tierras. Las naves no eran suficientes
para crear un imperio. Resultaban, desde luego, útiles cuando
se trataba de defender pequeñas bases fortificadas en la costa,
como las diseminadas por los portugueses en Oriente, pero in­
cluso para esto había que disponer de abundantes efectivos
terrestres. Una vez desembarcados, los europeos tenían que
confiar en el equipo y la técnica militares, por lo cual la posi­
bilidad de ocupar sólidamente vastos territorios dependía de la
relación de fuerzas con las poblaciones nativas. Durante los pri­
meros tres siglos de colonización, los europeos no gozaron de
ninguna superioridad técnica o militar sobre los países asiáti­
cos, ni sobre los sometidos al dominio islámico. En el siglo XVI,
tenían cañones y mosquetes primitivos, pero seguían usando las
viejas‘armas: la pica, la espada y la ballesta. Su eficacia bélica
dependía de la disciplina y de la experiencia adquirida en las
guerras europeas, más que de su potencia de fuego. Las naves
europeas estaban armadas de cañones y eran más poderosas que
las de los otros pueblos, pero todavía a finales del siglo XVI no
disponían de la potencia de fuego necesaria para bombardear
con éxito las embarcaciones del adversario o sus fortificaciones
terrestres.
Teniendo semejantes medios a su disposición, los europeos
se encontraron ante situaciones bien dispares en las distintas
partes del mundo que iban descubriendo. En Africa del Norte
y en el Oriente Medio no tenían superioridad alguna sobre tur­
cos o árabes. En el océano Indico, y todavía más al este, no só­
lo carecían de superioridad técnica, sino que se veían en des­
ventaja, dada la distancia de su metrópoli, lo exiguo de sus efec-

10
tivos humanos y la carencia de caballería. De manera que, aun­
que hubiesen tenido tal intención, no habrían podido estable­
cer imperios territoriales en ninguna de estas regiones.
Por el contrario, casi toda el Africa al sur del Sahara, y, des­
de luego, toda América eran más débiles que Europa en cuanto
a técnica militar e industrial. Los asiáticos tenían potentes or­
ganizaciones políticas, unos ejércitos regulares y fusiles. Los
africanos y los indios de América carecían de todo eso. Los por­
tugueses no tropezaron con dificultad alguna para imponer su
supremacía en el Congo o el Zambeze a principios del siglo XVI,
y de haberlo querido hubieran podido crear imperios territo­
riales en esas y otras regiones de Africa. De hecho, no lo de­
searon. El clima africano, en general, no atraía a los europeos.
El comercio con el Oriente y el transporte de esclavos a Amé­
rica eran mucho más atractivos, y Brasil ofrecía a Portugal ma­
yores posibilidades en lo referente a la instalación y a la crea­
ción de plantaciones. En el siglo XVII se instaló en el cabo de
Buena Esperanza una pequeña colonia de holandeses que bien
pronto, y contra las intenciones de la Compañía de las Indias
Orientales que fuera su fundadora, asumió notables proporcio­
nes. Pero, por lo demás, los europeos prefirieron no establecer­
se en Africa; se conformaban con obtener esclavos, polvo de
oro y marfil, cosas todas que podían procurarse mediante el
trueque con mediadores africanos y que requerían únicamente
el mantenimiento de pequeñas bases costeras.
América estaba igualmente indefensa: si los europeos la ocu­
paron, fue porque ofrecía múltiples ventajas. Los aztecas de
México, y los incas del Perú, eran, en muchos aspectos, pue­
blos civilizadísimos y bien organizados militarmente, pero sus
armas correspondían a las de Europa en la Edad de Piedra, de
forma que no podían competir con los métodos bélicos de los
conquistadores. De haber dispuesto de tiempo suficiente, ha­
brían podido adoptar las armas y procedimientos de los euro­
peos, pero, su organización política fue destrozada fulminante­
mente por las pequeñas bandas de aventureros españoles, como
las capitaneadas por Cortés en México o Pizarro en Perú, cuya
superioridad estaba basada, sobre todo, en la movilidad, en la
decisión y en el astuto aprovechamiento de fuerzas auxiliares in­
dígenas. Vencidos militarmente dichos imperios, las partes que
lo formaban no estaban en condiciones de oponer resistencia al-

11
gima. En América, no existían otras civilizaciones de la misma
talla; los europeos se vieron ante algunas tribus menos ca­
paces de resistir que las de Africa. Podían representar un cierto
peligro para los colonos fronterizos, pero en general se vieron
forzadas a retirarse a medida que la frontera avanzaba.
He aquí por qué, en el siglo XVlll, existían imperios territo­
riales en América, pero no en Asia: porque solamente América
resultaba, a la vez, incitante y fácilmente conquistable para los
europeos. Este es un hecho de fundamental importancia a! es­
tablecer la comparación entre los antiguos imperios coloniales
y los fundados en los siglos XIX y XX. Los primeros fueron pro­
ducto de la ambición, de la decisión y de la habilidad con que
los europeos supieron aprovechar sus propios medios, aunque
limitados, más que de una superioridad efectiva sobre el resto
del mundo. Los europeos se vieron inducidos a extenderse por
el otro lado del Atlántico y a lo largo de las rutas del Oriente
para huir, en cierto sentido, de la dura realidad de su propio
continente. Las potencias marítimas no habrían estado en con­
diciones de expandirse por el Africa septentrional o por Levan­
te. Los turcos siguieron amenazando las costas mediterráneas
hasta finales del siglo XVI e, incluso un siglo después, todavía
eran lo bastante fuertes para invadir Australia. La Europa cris­
tiana permanecía aún a la defensiva frente al mundo islámico, y
escapó del cerco volviéndose por el Oeste, hacia el continente
americano, más débil, mientras por el Este se dedicaba al co­
mercio con unos países ciertamente poderosos, pero tolerantes.
La línea divisoria que separaba los dominios del Islam y de las
demás civilizaciones orientales del área de la Europa cristiana
se mantuvo hasta finales del siglo XVIII. En suma, en el siglo
XIX, los imperios europeos fueron la expresión de una supre­
macía auténtica, real, y no solamente de la gran capacidad al­
canzada para la navegación oceánica.

12
2. Los imperios coloniales de España
y Portugal en América

En el siglo XVIII los dominios españoles y portugueses en Amé­


rica eclipsaban a todos los demás. La supremacía de ambos paí­
ses no procedía tan sólo del hecho de que habían sido descu­
biertas las nuevas tierras por súbditos suyos, sino también de
que habían llevado al Nuevo Mundo tres de los cuatro méto­
dos de colonización adoptados a renglón seguido por el resto
de las potencias coloniales. No nos detendremos a analizarlos
aquí, dado que son tratados exhaustivamente en el volumen 22
de esta Historia Universal (América Latina II), pero una breve
alusión a la contribución de dichos países al arte del gobierno
colonial en el siglo XVIII resulta esencia! para una comparación
con los sistemas de las otras potencias europeas.
España enseñó a Europa cómo crear grandes colonias de
asentamiento en la otra orilla del Atlántico, cómo gobernar­
las desde su continente y cómo obtener beneficios sustancia­
les, económicos y fiscales. Aun así, no se trataba de un impe­
rio homogéneo, en ningún sentido, ya que existieron dos ti­
pos distintos de colonización española. El primero —el único
que correspondió efectivamente a las expectativas de los co­
lonos y de su metrópoli— fue realizado casi exclusivamente
en Nueva España (México) y Perú, donde realmente arraiga­
ron los sistemas sociales y económicos españoles. En aquellas
regiones había una población sustancialmente española, los
criollos, que era la clase urbana y vivía de las rentas asegura­
das por las grandes haciendas y la explotación de las minas de
plata. Esto fue posible, quizá, sobre todo por la presencia de
una población amerindia dócil, utilizada como mano de obra.
Allí donde, en cambio, faltaba la plata, o donde los indígenas
nada querían saber del trabajo, los colonos eran pocos, y ta­
les áreas, que englobaban buena parte de Nuevo México,
Texas, California, Florida, Chile, La Plata, Paraguay, el norte
del Perú y las islas del Caribe, conocieron un tipo de coloni­
zación muy diferente. En gran parte estas zonas fueron deja-

13
r G. de Santo Domingo

V A ^ C .G .
, Caracú
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Bogotá ^
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«5r
VIRREINATO DEL
Lima*1
2 VIRREINATO DEL BRASIL 5 6 *
Pernambucorf

C. G. = CAPITANIA GENERAL
C. = CAPITANIA
1 = C. Río Negro
2 = C. Pará C. G. de Chile
3 = C. Maranháo
4 = C. Piaui
5 = C. Clara
6 = C. Paraiba
7 = C. Pernambuco
8 = C. Sergipe
9 = C. Mato Grosso
10 —C. Bahía
11 = C. Minas Gerais
12 = C. Goiaz
13 = C. Río de Janeiro
14 = C. Sao Paulo
15 = C. Santa Catarina
16 = C. Río Grande do Sul

F ig . 1. América Latina en 1790

14
das a los indígenas, bajo un escaso control «fronterizo» por par­
te de los gobernadores españoles o de los misioneros je­
suítas. España no tenía interés por ellas, y las reivindicaba so­
lamente para mantener lejos a sus rivales. Creó de este modo
un precedente largamente seguido, muchos años después, tan­
to en Africa como en Oriente.
El gobierno de un imperio tan lejano y vasto presentaba di­
ficultades sin precedentes. Típico de España fue no permitir el
autogobierno de sus colonias, consideradas al mismo nivel que
las posesiones europeas de la Corona de Castilla. Quedaban,
pues, sometidos al control del Consejo de Indias, en Madrid,
ayudado por otros organismos especiales que tenían la misión
de legislar en todos los detalles para las colonias, además de ase­
gurarse de que los funcionarios de ultramar ejecutaran con pre­
cisión las órdenes. Resulta por ello inevitable que la tentativa,
en esencia, fracasara. Y sin embargo lo cierto es que la América
española tuvo, por espacio de tres siglos, unas leyes comunes,
una administración central, una única religión y una cultura es­
pañola. Por consiguiente las colonias conservaron indeleble la
huella de esa civilización; pero no se fomentaron las cualidades
necesarias para ejercitar eficazmente el autogobierno y la in­
dependencia.
También en materia económica y fiscal demostró España
que era factible integrar en la metrópoli el imperio america­
no. Adoptando los sistemas mercantiles monopolistas, tan di­
fundidos en la Europa de la Baja Edad Media, España trató
de utilizar en su exclusivo provecho la colonización. El co­
mercio con las colonias fue monopolio suyo, y hasta 1765 fue
canalizado hacia un único puerto metropolitano y reservado
a una única compañía mercantil. Los navios extranjeros no po­
dían atracar en un puerto colonial; se impusieron también li­
mitaciones al comercio intercolonial y a la producción de ma­
nufacturas para defender el mercado metropolitano. En 1800
tales restricciones habían sido levantadas en parte, pero se
mantenía el principio del monopolio para la metrópoli. Aná­
logamente, España demostró que las colonias podían hacer
también una aportación fiscal al erario de la madre patria. La
Corona reservó determinados sectores fiscales a la recauda­
ción directa desde Madrid, adonde afluían asimismo los exce­
dentes de los demás réditos coloniales.

15
El imperio español fue por consiguiente inmenso, centraliza­
do y burocratizado, y llevó un alto grado de civilización a las
regiones más ricas de América. Por el contrario, el imperio por­
tugués en América, que consistía sobre todo en Brasil, no fue
tan imponente, y esto se debió en parte al carácter del gobierno
portugués, y en parte a la diferente situación brasileña. Tuvo
allí fundamental importancia el hecho de que no se descubrie­
ran yacimientos de metales preciosos antes de finales del siglo
XVII, por lo cual la emigración fue relativamente escasa. Sólo a
base de ingenio y trabajo se extraía algo del Brasil; en América
los portugueses se esforzaron particularmente por introducir el
cultivo del azúcar y otros productos exóticos del Mediterráneo
y de las islas atlánticas, como Azores y Madeira. Pero tenían
un problema de mano de obra, dado que los indios brasileños,
en general, se negaban a trabajar. Ese problema se solventó con
la importación de un gran número de esclavos de Africa occi­
dental, de manera que las plantaciones de azúcar y la esclavitud
representaron la contribución de Portugal a las técnicas de la co­
lonización americana, que fueron después ampliamente adopta­
das por franceses e ingleses en el Caribe y en América septen­
trional. Debido a ello, hasta inicios del siglo XVIII Brasil fue una
colonia de plantaciones azucareras dispersas por un territorio
inmenso donde existían pocas ciudades. No cabía una compa­
ración con Nueva España o Perú, pero aquel tipo de coloniza­
ción funcionaba, y luego, una vez descubiertos el oro y los dia­
mantes, dio frutos de mayor riqueza.
Tampoco los métodos administrativos portugueses estuvie­
ron a la altura de los españoles, porque hubieron de ser adap­
tados a la diferente situación del Brasil. Los entes gubernamen­
tales de Lisboa no estaban preparados para semejante tarea; al
virrey portugués en América no se le permitía ejercer un con­
trol eficaz sobre sus provincias, como en cambio podía hacer
su colega de las colonias españolas, y los gobiernos coloniales
eran rudimentarios. En teoría, el gobierno portugués era auto­
crítico, pero, en la práctica, los colonos criollos desempeñaban
un importante papel. De este modo apenas existía entre los fun­
cionarios expatriados un resentimiento contra el gobierno co­
mo el que estaba tan difundido en la América española. A este
respecto, Brasil se parecía mucho más a las colonias inglesas del
Caribe.

16
Ahora bien, en materia comercia! y fiscal, Portugal no se
mostró menos intransigente que España. El comercio con las
colonias estaba reservado a los portugueses, aunque, en la prác­
tica, desempeñasen un gran papel los comerciantes de la Euro­
pa septentrional. Los réditos coloniales eran patrimonio exclu­
sivo de Lisboa, y hacia finales del siglo XVIII, con la repentina
prosperidad que trajeron consigo los descubrimientos de oro y
diamantes, sumas cada vez mayores afluyeron del Brasil a la
capital.
Hacia 1800 lo mismo España que Portugal eran países en de­
cadencia como potencias imperiales: el futuro pertenecía a los
últimos en llegar del norte. Pero, con todo, triunfaron en una
empresa no igualada por otros países coloniales europeos: fue­
ron capaces de mantener durante tres siglos estrechamente li­
gadas a la madre patria unas colonias americanas habitadas por
europeos, ignorando las distancias y los factores ambientales
que podían favorecer la separación y manteniéndolas bastante
próximas al modelo de la civilización ibérica. No se conoce em­
presa tan imponente en toda la historia de la expansión europea
en ultramar.

17
3. Los imperios coloniales de Francia
y Fiolanda en América

1. EL IMPERIO C O L O N IA L FRANCES

El imperio francés en América tuvo aspectos comunes, tanto


con el sistema colonial español como con el inglés, y fue por
tanto una especie de eslabón entre estos dos. Como España y
Portugal, Francia era también una monarquía absoluta, por lo
cual gobernó a las colonias como territorios dependientes, sin
derechos constitucionales o instituciones representativas. Como
España y Portugal, Francia era un Estado de confesión católica
romana e intolerante, por lo cual no concedió la libertad reli­
giosa en América e impuso a los emigrantes la religión católica.
Ahora bien, en muchos otros aspectos, las colonias francesas se
parecían a las británicas. Dada su formación reciente, en el si­
glo XVIII eran inseguras y no estaban desarrolladas. Se trataba,
además, de unas colonias relativamente pobres, puesto que ni
Francia ni Inglaterra habían aún descubierto yacimientos de me­
tales preciosos, ni habían conseguido utilizar las poblaciones in­
dígenas como mano de obra. Ingleses y franceses poseían colo­
nias de plantadores en el Caribe, de tipo brasileño, y colonias
de poblamiento en el continente norteamericano. Finalmente,
tanto las colonias francesas como las inglesas experimentaron
una rápida expansión a comienzos del siglo XVIII.
El imperio francés aparecía distribuido entre el Caribe y el
continente norteamericano. En el norte, los franceses poseían
una línea de fuertes, ciudades y establecimientos comerciales a
todo lo largo del río San Lorenzo, desde Acadia a Montreal. A
partir de allí, comerciantes de pieles, misioneros y exploradores
penetraron en la región de los Grandes Lagos y, siguiendo el
curso del Misisipí, se extendieron hasta la Luisiana. Canadá no
tenía muchos colonos: eran 15 000 en 1700 y 70 000 en 1759.
Económicamente, no estaba en modo alguno desarrollado. Pe­
ro sí constituía un buen punto de apoyo estratégico, dado que
aislaba a las colonias inglesas de la costa atlántica del resto

18
Fig. 2. Las Indias Occidentales en los siglos w u y xv/u
del continente y ofrecía grandes posibilidades para el futuro.
De todos modos, a Francia le resultaban mucho más valiosas
sus colonias del Caribe: San Cristóbal, Martinica, Guadalupe,
Tobago, Granada, parte de Santo Domingo, la Luisiana y Ca­
yena, esta última centro clave de la región limítrofe de la Gua-
yana holandesa. Todas éstas eran colonias de plantaciones, ba­
sadas en la explotación de la esclavitud, que proveían a Francia
de azúcar y tabaco, los cuales se destinaban en parte al consu­
mo interior y en parte a la exportación hacia otros países euro­
peos. Canadá sólo exportaba pieles de castor, y no rentaba a
Francia lo que a ésta le costaba administrarlo y defenderlo. Al­
gún tiempo después Voltairc se maravillaba de que Inglaterra
gastase tanto para conquistar -quelques arpents de neige vers le
Cañada», algunos arpendes de nieve hacia Canadá.
Se ha mantenido, con frecuencia, que los franceses, a dife­
rencia de los ingleses, fueron obligados a colaborar en la obra
de colonización de la Corona, y que, en definitiva, el imperio
francés de América nació por iniciativa del Estado. Pero no fue
así. La colonización en el Atlántico nació de la iniciativa aislada
de ciudadanos franceses. Verdad es, sin embargo, que la mo­
narquía la apoyó y alentó por razones de Estado desde tiempos
de Enrique IV y de Richelieu. Las colonias eran necesarias a fin
de que Francia pasara a ser autosuficiente en determinadas «es­
pecias», como azúcar y tabaco. Pero lo eran todavía más para
promover el desarrollo de una marina mercante que pudiera
convertir a Francia en una gran potencia naval, capaz de me­
dirse con España. Desde un principio, por tanto, el gobierno
confiaba en obtener un acrecentamiento de la potencia nacio­
nal, no menos que un aumento de la riqueza privada. Pero se
necesitaban mayores medios de cuantos disponía la monarquía
francesa, y por lo mismo resultaba importantísimo canalizar la
riqueza y energía de los súbditos movidos por intereses perso­
nales. Y, como en Inglaterra, se recurrió a las compañías con­
cesionarias para coordinar intereses estatales e inversión pri­
vada.
El imperio francés fue creado por compañías con privilegios
estatales que realizaron, con gastos mínimos para el gobierno,
la labor que debía haber correspondido al Estado. Se llegaron
a contar setenta y cinco de ellas entre 1559 y 1789; en su ma­
yor parte, surgieron durante el siglo XVII. En el período de

20
formación de las colonias antes de 1660, dichas compañías tu­
vieron la propiedad de los territorios ocupados, el monopolio
del comercio y diversos grados de autonomía administrativa. La
Corona se reservaba exclusivamente la suprema soberanía, la re­
versión de los derechos al cabo de cierto número de años y la
facultad de reservar a Francia el comercio colonial. Por su par­
te, las compañías recibían apoyos sustanciales; por ejemplo, los
nobles podían formar parte de ellas sin perder su rango, y se
alentaba la emigración, obligando por decreto a todas las naves
que zarpasen rumbo a las colonias a embarcar un determinado
porcentaje de engagés, es decir de personas que se comprome­
tían por contrato a trabajar en suelo colonial durante al menos
tres años, de donde derivó su remoquete de «/es trente-six
mois». Ahora bien, a pesar de todo, una gran parte de aquellas
compañías tuvo una existencia breve y es dudoso que llegaran
siquiera a obtener algún provecho en dinero contante y sonan­
te. Se dieron cuenta, como por lo demás casi todas las compa­
ñías privilegiadas de la historia colonial, de que fundar y admi­
nistrar las colonias era un fardo demasiado pesado, susceptible
de incidir gravosamente en las ganancias obtenidas mediante la
venta de tierras y el monopolio comercial, fuentes principales
de ingresos.
Entre 1660 y 1670 la iniciativa privada había ya agotado sus
funciones. Las compañías habían desaparecido casi todas, pero
las colonias permanecieron, pasando a ser posesiones reales: Ca­
nadá, en 1663, el resto de las colonias americanas en 1674, tras
la disolución de la Compañía de las Indias Occidentales funda­
da por Colbert. A renglón seguido se crearon otras compañías
concesionarias para ciertas colonias, como Luisiana y Santo Do­
mingo; otras tuvieron simplemente el monopolio comercial de
una colonia o de una región, como la Compañía de las Indias,
de Law, en 1719. Pero ninguna gozó verdaderamente de una lar­
ga vida o de un gran éxito.
Salidas de-la crisálida de la administración por medio de las
compañías, las colonias francesas asumieron bien pronto las ca­
racterísticas de la metrópoli. Francia era una monarquía abso­
luta, y, por tanto, las colonias formaban parte de las posesiones
reales. El gobierno fue confiado a los representantes del rey, no
sujetos a las limitaciones de unas asambleas locales o de unas
«cartas». Edictos reales y otras disposiciones menos forma-

21
les, tenían fuerza de ley. Los impuestos eran establecidos por
medio de ordenanzas reales, y solamente en algún caso se de­
jaría a unas asambleas casi representativas la facultad de decidir
su distribución. En sus primeros tiempos el gobierno colonial
de Francia no fue menos autoritario que el español.
Pero tampoco estaba organizado tan racionalmente como és­
te. Francia no poseía ningún equivalente del Consejo de Indias
español. Las colonias estaban, sobre todo, bajo la responsabili­
dad del ministerio de la Marina, convertido en ministerio de ple­
no derecho en 1699. En 1710 pasaron a ser competencia de una
sección especial de éste, el llamado burean colonial, pero las fi­
nanzas de las colonias no fueron separadas de las de la marina
hasta 1750. A partir de 1780 el burean tuvo más secciones, crea­
das en base a las diferenciaciones geográficas y dotadas de atri­
buciones diversas: en 1783 fue rebautizado como Intendence
Genérale. Funcionó bastante bien, habida cuenta de los límites
de la burocracia francesa en el siglo XVIII. Lo que allí faltaba
era de hecho el poder político. Colbert, como ministro de la
Marina, había centralizado el imperio para controlarlo mejor y
promover su desarrollo, pero muy pocos de sus sucesores se in­
teresaron por las colonias o supieron servirse de una manera
constructiva de los poderes de que disponían. Además, en los
asuntos coloniales intervenían también otros ministerios. La de­
fensa era, sobre todo, responsabilidad del de la Marina, pero
también el de la Guerra estaba interesado en el tema. El con­
trolador general de Finanzas —el ministro más importante—
administraba las aduanas y una parte de los réditos coloniales
e intervenía en el reparto de cargos. El Consejo de Comercio,
reestablecido en 1730, influía en la política comercial. Los in­
tendentes reales y los representantes del Conseil d'Etat podían
visitar en cualquier momento las colonias. La administración
del imperio, en suma, debía aguantar excesivas intervenciones,
mientras que las responsabilidades, en cambio, no se hallaban
excesivamente acentuadas.
Bajo este aspecto, el tratamiento reservado a las colonias no
era distinto del aplicado a las provincias metropolitanas, y en
consecuencia, la administración del interior adoptó los mismos
sistemas. A la cabeza figuraba un gobernador general, o un go­
bernador, o alguien que cumplía sus funciones, según la impor­
tancia de la colonia. Casi siempre noble y militar, era el re-

22
presentante personal del rey, único responsable de las fuerzas
armadas, encargado de hacer respetar los reglamentos comercia­
les y de sancionar las condenas a muerte emitidas por los tri­
bunales locales. Pero todo gobernador tenía su intendente, cu­
yas funciones caracterizaron al gobierno colonial francés, igual
que la audiencia caracterizó al español. Su cargo era un micro­
cosmos de la historia administrativa francesa transferida de las
provincias metropolitanas a las colonias. Los gobernadores pro­
vinciales pertenecían siempre a la noblesse d’epée, necesarios pe­
ro sospechosos por su rango y prontos a la desobediencia. Los
intendentes, en cambio, eran gente de toga, en cuya lealtad y
capacidad se podía tener plena confianza, encargados de con­
trolar la actuación de los gobernadores. Hacia mediados del si­
glo XVII quedaban ya en Francia pocos gobernadores provin­
ciales y estos pocos tenían más bien un carácter honorario: en
realidad, la administración se encontraba en manos de los in­
tendentes. Pero en las colonias el viejo sistema resistió. Los in­
tendentes eran nombrados por París y eran directamente res­
ponsables ante el ministro de todas las cuestiones financieras.
Controlaban la policía y los tribunales y presidían el Conseil Su-
périeur, amén de nombrar a los funcionarios menores de la ad­
ministración pública. La eficacia gubernamental dependía, pues,
del grado de colaboración que se estableciese entre intendente
y gobernador, puesto que el uno podía neutralizar las iniciati­
vas del otro. El sistema no tenía nada en común con el adop­
tado por otros países; dejaba, sí, a la Corona el poder efectivo,
al dividir a los funcionarios locales, pero no resultaba ventajoso
para la colonia. Finalmente, en 1816 fue definitivamente aban­
donado. A partir de entonces el gobernador dispuso del abso­
luto control de la administración de la colonia.
Sólo había otra institución jurídica que gozase de autoridad
efectiva, y era el Conseil Souveram o Conseil Supérieur, deri­
vado de los parlamentos de París y de las principales capitales
de provincias, Todas las colonias importantes tenían uno y San­
to Domingo dos. Presidido por el intendente, formaban parte
de él funcionarios de la administración, oficiales superiores de
la marina y del ejército y algunos colonos, siendo todos nom­
brados por el rey. Tenía dos funciones principales: la legal y la
administrativa. Acogía las apelaciones a las sentencias de los tri­
bunales de primera instancia y supervisaba los diversos tri-

23
bunaies especiales, como las cortes marciales. Entre sus atribu­
ciones semilegislativas, tenía derecho a registrar los edictos y
otras disposiciones emanadas de Paris, así como las ordenanzas
del gobernador o del intendente, y a este respecto gozaba de
una pizca de autonomía. Por una parte tendía a limitar la apli­
cación de las leyes de la Francia metropolitana, negándose a re­
gistrar aquellas que desaprobaba o consideraba inaplicables, con
el resultado de que la legislación colonial se fue diferenciando
cada vez más de la de la metrópoli; y, por otra, al discutir las
ordenanzas menores del gobernador o del intendente antes de
registrarlas, el Consejo tuvo, como se ha dicho, casi unas
prerrogativas de órgano legislativo y fue asegurándose, poco a
poco, durante la primera mitad del siglo XV1I1, unos poderes
análogos a los de las asambleas de las colonias inglesas. Esto
contradecía la teoría constitucional francesa, y en 1763 Choi-
seul, a la sazón primer ministro, redujo los poderes de dicho or­
ganismo, y quiso que se llamara Conseil Supérieur para indicar
que se trataba de un tribunal (como el Parlamento de París) sin
funciones legislativas. A partir de esa fecha los consejos dispu­
sieron, pues, de poderes limitados, pero de un gran prestigio lo­
cal. A partir de los veinte años de fiel servicio e! consejero ad­
quiría el derecho a una patente de nobleza de segunda clase.
Conforme a la norma, no hubo asambleas electivas en el im­
perio francés, y también eso a imitación de la madre patria. En
Francia los Estados Generales no se reunían desde 1614 y cons­
tituían más una reliquia del pasado que una institución opera­
tiva. La monarquía los consideraba sospechosos. En 1762, cuan­
do Frontenac, gobernador de Canadá, se decidió a convocar
una asamblea electiva, Colbert le hizo notar que era política de
la monarquía no convocar los Estados Generales en Francia, y
que las colonias debían seguir tal ejemplo. A partir de entonces
no hubo más órganos electivos en las colonias hasta 1787. Aquel
año, en Francia, se convocaron las asambleas locales, y Marti­
nica y Guadalupe siguieron el ejemplo metropolitano. Pero ya
en 1759 se habían instituido en esas dos colonias, así como en
Santo Domingo, Cámaras de Agricultura y Comercio, cuyos
miembros eran nombrados por los consejos locales, que tenían
derecho a estar representados por un diputado en París para la
tutela de sus intereses y las negociaciones con el ministro.
El gobierno de las colonias francesas fue por consiguiente

24
centralizado y autocrítico, pero no arbitrario. Se ejercía dentro
del ámbito de las leyes, así como de una convención adminis­
trativa que limitaba los poderes del rey y protegía los derechos
de sus súbditos. Ello resultó particularmente evidente en mate­
rias financieras y fiscales, en las cuales se estuvo muy cerca de
admitir que las colonias tenían sus derechos y de aceptar el prin­
cipio «ningún impuesto sin representación».
En la Francia metropolitana, la política fiscal se basaba en el
supuesto de que la Corona tenía derecho a determinados ingre­
sos como parte de sus regalías. Las demás tasas fiscales eran to­
das contribuciones voluntarias de los súbditos. Pero en el siglo
XVIII tal distinción se había desvanecido ante el hecho de que
el más importante de los impuestos voluntarios, la taille, cobra­
do solamente al tercer estado, aun sin haber sido votado desde
el siglo XV, era recaudado de acuerdo con unas cuotas fijadas
anualmente por la Corona; en cambio, la tasa análoga sobre los
ingresos del clero, el don gratuit, seguía siendo votada periódi­
camente por las asambleas eclesiásticas. La Corona percibía sus
regalías normales, incluidos los aranceles aduaneros, que iban a
formar un fondo denominado domaine d ’Occident, y además
otros impuestos. Pero no existía ningún equivalente de la taille
como impuesto sobre la renta individual o sobre la propiedad
de la tierra (las dos formas alternativas usadas en Francia), y ade­
más se reconocía el principio de que estas y otras formas de ta­
sas adicionales constituían una contribución voluntaria de los
colonos y debían por ello, de una manera u otra, ser aprobadas
por los mismos.
La dificultad para asegurarse tales ingresos adicionales resi­
día en que la Corona no estaba dispuesta a tolerar asambleas re­
presentativas. En Canadá, territorio pobre, tal problema no se
planteaba, pero las islas del Caribe, gracias al azúcar, eran ricas,
y con unos gastos cada vez mayores para afrontar su defensa
naval, la Corona, a partir de 1690, observaba con codicia seme­
jante riqueza. Con el tiempo se estableció una neta distinción
entre las islas originarias, centradas en Martinica y Guadalupe,
y la colonia de Santo Domingo, cedida formalmente por Espa­
ña en 1697.
En Martinica y Guadalupe la Corona estimó oportuno per­
mitir que los colonos se consultaran mutuamente en asambleas
no oficiales cuando se imponían tasas adicionales pero reser-

25
vándose el derecho a hacer valer su autoridad si no se llegaba
a un acuerdo. En 1715 se convocaron en Martinica y Guadalu­
pe asambleas de representantes a fin de ratificar el mantenimien­
to, en tiempos de paz, de un arancel sobre la exportación que
se había fijado en tiempos de guerra, el octroi. La asamblea mar-
tiniquesa dio su consentimiento en determinadas condiciones,
pero en vista de que la de Guadelupe se oponía, el gobierno re­
solvió el problema aumentando el arancel sobre las importan-
ciones y exportaciones en todas las islas de Sotavento. Pero a
partir de 1763, nuevos gastos para la defensa le indujeron a bus­
car de nuevo el acuerdo. En Martinica la asamblea se reunió en
1763, y nuevamente en 1777, al objeto de discutir la fórmula de
los impuestos, y a partir de 1763 el Conseil Supérieur de Mar­
tinica recibió un estado de cuentas anual de las entradas y sali­
das. Se abría de tal modo la vía a las asambleas creadas en 1787.
Un trato distinto fue el reservado a Santo Domingo. Esta era
la única colonia francesa a la cual le habían sido reconocidos an­
tes de 1789 derechos constitucionales análogos a los de las co­
lonias inglesas. Las razones de este trato especial fueron ilus­
tradas por las Instrucciones Reales al gobernador en 1703: «Es­
ta colonia se ha establecido por sí sola. Durante la última guerra
sufrió pérdidas, y para no impedir su desarrollo, Su Majestad
ha querido conceder a los habitantes una total franquicia de
derechos» '.
Sobre esta base, la Corona consultó a los dos Conseils Supé-
rieurs regionales por separado en 1713 y conjuntamente en 1715,
antes de instituir un octroi, y si bien dicha tasa fue mantenida
hasta 1738, sin ulteriores convocatorias especiales de las asam­
bleas (aun cuando había sido votada tan sólo por un año), las
demás condiciones de la «carta» fueron escrupulosamente ob­
servadas. Hubo nuevas sesiones conjuntas de los consejos en
1738 y 1751, y en ambas oportunidades el octroi fue renovado
por cinco años, aun cuando se mantuviese de nuevo dentro de
los límites establecidos. En 1761 el ministro de la Marina criti­
caba ásperamente al gobernador y al intendente por haber im­
puesto una tasa adiciona! de exportación, cifrada en el 3 por 100,
basándose en el principio de que: «la constitución de Santo Do­
mingo es diferente a la de las otras islas, por el hecho de que
en el primer país nunca se establecieron sino derechos de oc­
troi; además, éstos no deben ser recaudados en Santo Do-

26
mingo, sino después de haber sido propuestos por sus habitan­
tes, representados por los Conseils Supérieurs, y aprobados por
Su Majestad» 2.
A partir de entonces el desarrollo constitucional y político
de Santo Domingo tuvo caracteres cada vez más especiales. En
1764-1765 fueron convocadas tres asambleas por separado, una
de las cuales englobaba a colonos que eran miembros de los dos
consejos, a fin de votar determinados impuestos adicionales.
Los colonos trataron de asegurarse el control de todo el siste­
ma fiscal, así como de cambiar otros aspectos del gobierno. La
Corona se alarmó. En 1766 una ordonnance estableció qué per­
sonas, en adelante, estarían capacitadas para formar parte de la
asamblea, incluyendo a los oficiales superiores del ejército y a
los miembros de los consejos. Confirmaba a las asambleas el de­
recho a votar cualquier impuesto adicional, pero rechazaba la
pretensión de asegurarse otros ingresos que no fueran el octroi
o de intervenir en la administración colonial. Con las citadas li­
mitaciones se convocaron otras asambleas en 1770 y 1776 para
renovar y acrecentar el octroi sin más complicaciones.
En materia fiscal, pues, el sistema colonial francés no fue rí­
gidamente autoritario. La Corona tenía que elegir entre una pre­
cisa delimitación del rendimiento fiscal y ciertas concesiones a
cuerpos representativos que hubieran podido debilitar su poder
político. Prefirió renunciar a los ingresos, con la consecuencia
de que las colonias no hubieron de soportar graves cargas fis­
cales. En vísperas de 1789 la suma de todos los impuestos co­
loniales ascendía a cerca de siete millones de libras francesas de
la época, en tanto que los gastos de las colonias giraban en tor­
no a los 17 millones 3. El sistema colonial francés, pese a su au­
toritarismo, fue menos costoso que el inglés; a diferencia de Es­
paña y Portugal, Francia no obtuvo provechos fiscales de sus
colonias.
La administración local, los tribunales, las leyes, la propie­
dad de la tierra y la organización eclesiástica de las colonias ga­
las siguieron fielmente el modelo metropolitano. No había au­
tonomía municipal, dado que Luis XIV había revocado todos
los privilegios de los ayuntamientos franceses. La ciudad, como
las áreas agrarias, fueron administradas por el intendente y sus
subordinados, como en Francia, pero sin que existiesen los car­
gos honoríficos que habían sobrevivido en la madre patria.

27
Los colonos, y particularmente aquellos que servían como ofi­
ciales en el ejército, fueron adscritos a diversas funciones admi­
nistrativas, pero la Corona no puso a la venta los cargos de la
administración colonial.
El sistema judicial era sencillo. Los tribunales de primera ins­
tancia, compuestos por magistrados, aplicaban las leyes del de­
recho consuetudinario francés, modificadas por edictos regios
y otras ordenanzas registradas por el consejo local, y se servían
de los procedimientos legales franceses. Las apelaciones eran
presentadas ante los consejos locales. Había, además, tribunales
especiales para las causas referentes a la propiedad agraria de la
tierra y el derecho marítimo, así como consejos de guerra para
casos de indisciplina. La ley sobre bienes raíces se fundamen­
taba en el principio de que toda la tierra pertenecía al rey y era
concedida en feudo a particulares o a sociedades, en condicio­
nes que por lo general comportaban la ocupación y el desarro­
llo. Existían algunas propiedades de tipo absoluto pero eran ra­
rísimas. La política de la monarquía tendía a reproducir en la
propiedad y en las relaciones sociales de las colonias el sistema
feudal existente en Francia, garantía de la autoridad real. La je­
rarquía feudal se afirmó en Canadá, pero no en el Caribe. En
ninguna de las colonias, de cualquier modo, se reprodujo la es­
tratificación social existente en Francia.
En lo relativo a la religión, la monarquía, tras un período ini­
cial de incertidumbre, decidió establecer el catolicismo roma­
no, como en Francia, y no permitir la herejía. A partir de 1683
fue negada la libertad de culto a hebreos y hugonotes; sólo en
1763 hubo un retorno a la tolerancia religiosa. Pero hubo una
cierta resistencia a crear episcopados seculares, que sin embar­
go constituían una característica esencial de la Iglesia galicana.
Durante más de un siglo las diferentes órdenes religiosas —je­
suítas, dominicos, franciscanos reformados— constituyeron allí
la mayoría del clero, asegurándose enormes posesiones y una
considerable influencia política, de tal manera que Canadá es­
tuvo muy cerca de una teocracia. Pero una vez expulsados los
jesuítas de Francia en 1763, la Corona instituyó obispados y
parroquias en todas las colonias que le quedaban.
El año de 1763 marcó asimismo un giro importante en la de­
fensa colonial. Hasta entonces, Francia'había confiado sobre to­
do en la milicia local, en la que podían prestar servicio todos

28
los varones entre los dieciséis y los sesenta años de edad. Los
cuerpos de las milicias estaban al mando de oficiales regulares
franceses, pero los colonos tenían en gran estima los grados de
suboficiales, por el prestigio que conferían. La milicia canadien­
se constituía una fuerza formidable, experta en la guerra contra
los indios y capaz de batirse con éxito incluso contra las tropas
regulares inglesas; pero esa fuerza militar, en el Caribe, se uti­
lizó sobre todo en la represión de las rebeliones-de los esclavos.
La guerra de los Siete Años, que llevó a la pérdida de Canadá
y a la ocupación de Guadalupe por los ingleses, demostró que
las milicias no bastaban para defender las colonias si Francia no
se aseguraba el dominio de los mares, y por esto, a partir de
1763, Francia mantuvo en el Caribe tropas regulares cada vez
más numerosas y formó regimientos especiales destinados a la
defensa de sus colonias. Los gastos que todo ello provocó fue­
ron una de las razones principales que indujeron a la madre pa­
tria a negociar con los colonos un aumento de los impuestos,
aunque fuera a costa de hacer concesiones de tipo cons­
titucional.
El sistema comercial francés no difería mucho del de los im­
perios coloniales menos recientes, a los cuales tomó como mo­
delo. Se basaba en los siguientes principios, conforme a la de­
finición de la Enciclopedia (1751-1768): «Dado que las colonias
no han sido establecidas sino para utilidad de la metrópoli, de
ello se sigue:
1. Que han de quedar bajo su inmediata dependencia, y,
consiguientemente, bajo su protección.
2. Que el comercio debe practicarse exclusivamente con los
fundadores» 4.
Esa exclusiva, sin embargo, no existía ya en el momento de
la fundación de las colonias. Las compañías coloniales tenían
un monopolio del comercio, pero eran libres de traficar con los
demás países, y los navios extranjeros podían atracar en los
puertos de las colonias francesas. El sistema mercantilista se
aplicó a partir de 1660, cuando Colbert se sirvió de la Compa­
ñía de las Indias Occidentales para excluir del comercio colo­
nial a los navios de otros países, sobre todo los de Holanda.
Una serie de edictos reales, aparecidos en los años 1670, 1695
y 1717, excluía a los extranjeros de los puertos coloniales fran­
ceses y prohibía todo tráfico directo entre las colonias y las

29
otras naciones. El comercio colonial, tanto de importación co­
mo de exportación, debía, pues, realizarse a través de los puer­
tos metropolitanos, fuera cual fuese el destino o procedencia
del mismo. Dicho sistema, denominado pacte colonial, fue con
todo menos rígido que el español, puesto que el comercio co­
lonial continuó abierto a todos los súbditos franceses (exclui­
das aquellas colonias que formaban parte de un monopolio co­
mercial) y no estaba tampoco limitado a una flota anual o a un
solo puerto francés. Pero era más restrictivo que el sistema in­
glés, dado que no había mercancía ninguna colonial francesa
considerada como «no numerada» y por tanto libre de ser en­
viada directamente a los países de Europa.
El concepto de pacto colonial implicaba una convención bi­
lateral que ofreciese ventajas a ambas partes, colonos y metró­
poli. Esto se consiguió en parte. Francia concedió privilegios
aduaneros a los productos coloniales, pagó subvenciones a los
barcos, los esclavos y cualquiera otra cosa necesaria para los co­
lonos y creó el sistema llamado engagement a fin de suminis­
trar a las tierras de ultramar colonos de raza blanca. El gobier­
no, de otro lado, se interesó paternalistamente por el bienestar
de sus colonias: aportó ayuda técnica a la agricultura y alentó
a los colonos a variarla incrementando el cultivo de productos
alimentarios y no limitando las exportaciones al azúcar y al ta­
baco. Pero en conjunto la balanza se inclinaba obviamente del
lado francés. En los últimos años del siglo XVII, Francia no es­
taba en condiciones de suministrar suficientes naves al comer­
cio colonial, y durante todo el siglo XVIII sus fletes fueron su­
periores a los ingleses u holandeses. Los comerciantes que te­
nían el monopolio del suministro a las colonias no se preocu­
paban de remitir a ultramar las mercancías precisadas por los co­
lonos y cargaban la mano en los precios. Para proteger a los pro­
ductores metropolitanos de coñac, se prohibió a los colonos ex­
portar a Francia melazas o ron, y hasta finales de 1763 también
se les prohibió exportarlos a los mercados extranjeros. De otra
parte, mientras que en las islas francesas se permitía la elabora­
ción del azúcar prohibida en las islas inglesas, a partir de 1684
ya no se toleró la construcción de nuevas refinerías y la impor­
tación a Francia de azúcar refinado fue sometida a aranceles su­
periores a los que gravaban al azúcar en bruto. Aun así, no se
puede afirmar que Francia tuviera derecho a alguna alabanza

30
en cuanto protectora de sus colonias: de hecho, en todas las
guerras habidas entre 1689 y 1763 éstas fueron aisladas de la ma­
dre patria por el bloqueo inglés y muchas de ellas ocupadas y
devastadas.
Para atender a las peticiones de los colonos, a partir de 1763
Francia modificó las restricciones al comercio colonial; igual
que España o Inglaterra, Francia hizo algunas concesiones, de
carácter secundario, reforzando sustancialmente las bases del
sistema. Con el sistema llamado exclusif mitigé se permitió la
importación de ganado y otras mercancías de primera necesi­
dad de las colonias americanas de otros países europeos, paga­
das en melazas y ron, y no en dinero contante o en artículos
reservados a la metrópoli. En 1767 y en 1784 se abrió a los na­
vios extranjeros un cierto número de «puertos francos»: el sis­
tema era análogo al inaugurado en 1766 por Inglaterra en esa
misma zona. Sea como fuere, se procuró aplacar a los planta­
dores, sin por ello reducir las ventajas de la metrópoli: mono­
polio del mercado para las exportaciones a Europa, monopolio
de las mercancías coloniales más preciadas y empleo de la ma­
rina mercante metropolitana para el adiestramiento de las tri­
pulaciones y la creación de una potencia naval.
Las medidas encaminadas a mitigar el monopolio no satisfi­
cieron a los colonos; el sistema resultaba ventajoso sobre todo
para Francia. De haber permanecido abierto el mercado colo­
nial, comerciantes y armadores franceses no habrían estado en
condiciones de competir con Inglaterra, por lo que es obvio que
el monopolio les beneficiaba. En el siglo XVIII, las Indias occi­
dentales constituían una de las fuentes más importantes de la
prosperidad comercial francesa, y sus beneficiarios más direc­
tos eran los armadores, los comerciantes y los propietarios de
las refinerías de azúcar ubicadas en puertos tales como Burdeos,
Nantes, Le Havre, La Rochelle y Marsella. Claro que también
existían otras ventajas menos inmediatas. Los productos colo­
niales eran vendidos en muchos países europeos y ayudaban a
equilibrar la balanza comercial francesa: en 1788 más de la quin­
ta parte de las exportaciones francesas estaba constituida por
mercancías de las colonias, y esto era muy importante para el
comercio internacional francés. La existencia de mercados co­
loniales y las necesidades propias de los colonos constituían,
además, un estímulo para la industria metropolitana. A dife-

31
rencia de España y Portugal, Francia no se limitaba a exigir tri­
butos al comercio forzosamente obligado a pasar por sus puer­
tos, porque era también una gran potencia industrial. Pero cier­
tamente las colonias se hubiesen regocijado ante una revocación
o una modificación del pacte colonial.
La revolución de 1789 constituyó para la historia de las co­
lonias francesas el suceso más importante después de la reorga­
nización operada por Colbert entre 1664 y 1683. Colbert había
suprimido la administración de las compañías con carta de pri­
vilegios en las colonias del Caribe, poniendo a tales colonias ba­
jo la directa dependencia de la Corona, y creando un sistema
económico que subordinó los intereses coloniales a los de Fran­
cia. Tan extremada subordinación de las colonias resultaba in­
compatible con los principios afirmados por la Revolución
Francesa y había sido atacada ya por los liberales franceses mu­
cho antes de 1789. Turgot había mantenido que una verdadera
política colonial debía conceder a las colonias «una completa li­
bertad de comercio, gravándolas solamente con los gastos de su
defensa y administración», y tratarlas políticamente «no como
a provincias subyugadas sino como a Estados amigos, protegi­
dos si se quiere, pero extranjeros y separados» 5.
Los colonos deseaban la libertad comercial o al menos la
igualdad con la metrópoli dentro del sistema imperial, y reivin­
dicaban además un control mayor en la dirección de sus asun­
tos internos, pero se hubieran contentado incluso, como dice
Dubuc, un colono que era también jefe del departamento colo­
nial, con ser tratados como «provincias del reino de Francia,
francesas de sentimientos como las demás, iguales a las de­
más» 6. Esto implicaba la integración con Francia, y no una di­
ferenciación que hubiese constituido a las colonias en otros tan­
tos Estados diferentes. Los colonos querían la igualdad con la
metrópoli, no la autonomía.
A partir de la Revolución las colonias recibieron plena igual­
dad. En 1794 la asimilación había quedado ultimada. La Cons­
titución del Año III (1794) afirmaba que las colonias eran «par­
te integrante de la República... sometidas a las mismas leyes
constitucionales». Todas las leyes vigentes en Francia eran apli­
cables en las colonias, las cuales fueron divididas en departa­
mentos, gobernados por comisarios y por asambleas electivas
según el modelo de la nueva Francia. Los colonos estaban re­

32
presentados en los órganos legislativos metropolitanos y tenían
el mismo sistema fiscal que los ciudadanos de la madre matria.
Basándose en tales principios se anularon los aranceles sobre el
comercio colonial con Francia, a fin de situar a las colonias en
pie de igualdad con los demás departamentos de la República;
pero el comercio exterior tenía que desarrollarse con navios
franceses o con navios del país de origen de las mercancías.
Las colonias acogieron con satisfacción esas declaraciones de
principios, pero el reverso de la medalla estuvo representado
por el régimen de la esclavitud, decidido en la metrópoli y ex­
tendido después a las colonias. En 1791-1792 los mulatos libres
y los antiguos esclavos obtuvieron todos los derechos de ciu­
dadanía, incluidos los electorales, y en 1794 fueron liberados to­
dos los esclavos, pero en 1798 el Directorio, para atender a los
colonos que se quejaban de haber sido arruinados por la libe­
ración de los esclavos, limitó el pleno goce de los derechos po­
líticos a aquellos que tuvieran una profesión u oficio, a los
miembros de las fuerzas armadas y a los braceros, decretando
castigos para los antiguos esclavos que se negaran a trabajar y
se hubieran entregado al vagabundeo.
Las leyes votadas durante este decenio proporcionaron una
base teórica a los principios que regularían las relaciones entre
la República francesa y el Imperio durante todo el siglo XIX, pe­
ro por el momento, en su mayor parte al menos, no pudieron
ser aplicadas en las colonias. Ya a partir de 1789, las colonias
se habían aprovechado de la confusión reinante en la metrópoli
para gobernarse mediante nuevas asambleas, aceptando tan só­
lo las leyes y las ordenanzas más convenientes. Además, la
guerra con los ingleses, que estalló en 1793, llevó a la ocupa­
ción de muchas colonias francesas hasta la paz de Amiens de
1802. Pero para entonces la teoría colonial de la República ha­
bía sido sustituida por las del Consulado y el Imperio. El prin­
cipio republicano de la asimilación fue sustituido por el de la
subordinación y la legislación separada, como antes de 1789. El
ejecutivo francés se aseguró de nuevo la facultad de legislar me­
diante decretos para las colonias, cuyos representantes fueron
excluidos del parlamento; así, el gobierno colonial volvió, si
bien con algunas mutaciones de nombres, a las formas que lo
habían caracterizado antes de 1789; un capitán general sustitu­
yó al gobernador, un préfet colonial al intendente, y un com­


missaire de justice asumió las funciones del intendente judicial.
En lo referente al comercio, se volvió a establecer un sistema
rígidamente exclusivo, con aranceles relativos sobre el comer­
cio entre las colonias y Francia. La esclavitud y la trata de ne­
gros volvieron a ser legales.
Pero en buena parte el nuevo sistema colonial sólo existía so­
bre el papel. Santo Domingo se sublevó en 1802 contra el re­
torno de la esclavitud, proclamándose independiente en 1803.
Luisiana, devuelta en 1800 por España, a la cual había sido ce­
dida en 1763, fue vendida a Estados Unidos en 1803, antes de
volver a pisarla los franceses. De ahí que el sistema imperial de
Napoleón siguiera siendo no menos teórico que el republicano.
Tuvo sin embargo su importancia para el futuro, pues repre­
sentó para los franceses un concepto de imperio colonial que
ejerció notable influencia durante los siglos XIX y XX. En con­
tra de la concepción republicana de la completa asimilación a la
madre patria mediante el derecho, las instituciones y el comer­
cio, el Imperio afirmó el principio de que el régimen de las co­
lonias francesas debía ser determinado por una legislación es­
pecial. Esto fue el núcleo de una concepción que terminaría por
sustituir a la de la asimilación como base de la organización im­
perial francesa.
A finales del siglo XVIII, pasando por alto las ignominiosas
consecuencias de las guerras iniciadas en 1793, Francia, como
potencia colonial, no había llegado a resultados particularmen­
te dignos de consideración. En 1660 había tenido las mismas óp­
timas posibilidades que Inglaterra de levantar un imperio ultra­
marino; en 1789 había perdido todos sus dominios de América
septentrional, con la sola excepción de las islas de Saint-Pierre
y Miquelo, frente a las costas de Terranova. Conservaba las is­
las del Caribe y en 1783 reconquistó las posesiones del Africa
occidental, pero no logró asegurarse el predominio en la India,
donde sólo conservó cinco pequeñas bases comerciales. ¿Hay
que deducir que Francia no tenía interés o capacidad para con­
vertirse en una potencia colonial?
La relativa falta de éxito no dependió de este o aquel aspecto
del cáracter nacional, sino de una serie de factores que difirie­
ron de una a otra área. En Canadá se dependió, en última ins­
tancia, de la incapacidad de hacer frente a la potencia naval bri­
tánica durante la guerra de los Siete Años; pero también Ca-

34
nada era débil por la escasa inmigración francesa, que lo hizo
vulnerable al ataque de las colonias inglesas, mucho más popu­
losas. Ese hecho reflejaba indudablemente una cierta resistencia
francesa a emigrar durante el siglo XVIII, puesto que el desarro­
llo de la población canadiense, que alcanzó un máximo cercano
a las setenta mil almas en 1759, se debió en buena parte al in­
cremento natural. Pero la disparidad entre la situación colonial
inglesa y la francesa fue el resultado de unas condiciones geo­
gráficas antes que un mayor interés de los ingleses por la polí­
tica colonial. En América del Norte, Inglaterra se había asegu­
rado aquellas zonas que por el clima, la facilidad de acceso o la
amplitud del hinterland constituían metas naturales de los tra­
bajadores que emigraban de Europa. Y las cosas no cambiaron
demasiado con las mutaciones políticas de 1763. Canadá cons­
tituía una región periférica, y solamente la escasez de tierras más
al sur o una intervención política en favor de la emigración ha­
brían podido llevar a una ocupación intensiva. El hecho de que
Francia no se preocupara de poblarlo en 1759 no supone que
careciera del entusiasmo o de la capacidad que distinguen a una
potencia colonial.
En cambio los franceses no tuvieron menos éxito que los in­
gleses en otras regiones americanas. En la exploración de la zo­
na de Misisipí-Misuri y en el comercio de las pieles se mostra­
ron todavía más enérgicos. Las relaciones con los indios, de las
cuales dependía el comercio peletero, fueron en general mejo­
res. Las misiones católicas francesas se aseguraron prácticamen­
te el monopolio de Norteamérica. En el Caribe los plantadores
franceses alcanzaron quizá mejores resultados que los colonos
de las islas inglesas. En Africa occidental ambas naciones se vie­
ron más o menos en la misma situación. Donde el fracaso de
los franceses resultó más clamoroso fue en la India, en la cual
su Compañía de las Indias no consiguió hacer frente a la com­
petencia de la Compañía de las Indias Orientales británica y
Francia acabó por perder en 1763 toda posibilidad de asegurar­
se una posición de predominio con relación al resto de los paí­
ses europeos. En cierta medida este fracaso reflejaba la resisten­
cia francesa a invertir dinero en especulaciones de ese género,
resistencia que probablemente tuvo consecuencias nefastas tam­
bién en Luisiana y Cayena. Pero la pérdida de la India, como
la de Canadá y otras posesiones, dependió en última instan-

35
cía de la falta de una potencia naval. Colbert lo había intuido
perfectamente: las colonias podían estimular el desarrollo de
una gran flota, tanto mercante como de guerra, y viceversa; so­
lamente podían sobrevivir si estaban defendidos por una mari­
na de la adecuada potencia. En el siguiente siglo la preeminen­
cia concedida a las guerras continentales condenó a Francia a
una perpetua inferioridad naval. Durante todo aquel período,
los ingleses conservaban el dominio de los mares, de tal forma
que Francia estuvo siempre expuesta al riesgo de ver conquis­
tadas sus colonias y recortado su comercio. Durante la guerra
de independencia americana de 1766-1783, en cambio, los fran­
ceses pudieron por primera vez enfrentarse a Inglaterra en el
mar sin estar al mismo tiempo envueltos en una guerra en el
continente europeo. El hecho de que los almirantes franceses
consiguieran asegurarse, siquiera fuese por breve tiempo, el pre­
dominio en el Caribe y en el océano Indico, y de que Francia
lograra no sólo conservar sus colonias, sino también reconquis­
tar Tobago y Senegal, demuestra cuán estrecha era la relación
entre la potencia naval y la potencia colonial en el siglo XVIII.
Francia hubo de ceder ante Inglaterra sobre todo porque du­
rante un siglo de conflictos anglo-franceses Inglaterra concen­
tró sus esfuerzos en el mar y en las colonias, mientras que Fran­
cia se vio obligada a ocuparse exclusivamente de las campañas
en Europa.

II. LAS CO LO N IAS H OLANDESAS DE AMERICA

En el siglo XVIII las colonias holandesas en América y en el At­


lántico eran tan sólo los restos de un imperio. Con todo son
importantes en la historia colonial por dos de sus característi­
cas. Hasta 1791 estuvieron bajo el control de la Compañía de
las Indias Occidentales; se pusieron así de manifiesto las con­
secuencias de una administración llevada a cabo por una com­
pañía concesionaria, en contraste con un gobierno directo de la
metrópoli. El hecho de que la mayoría de las colonias holande­
sas tuvieran, a finales del siglo XVIII, instituciones políticas re­
presentativas pone de relieve que los antiguos imperios colonia­
les tendían a reproducir las tradiciones de la madre patria.

36
Los comerciantes y negreros holandeses se mostraban ya ac­
tivos en Africa occidental y en América a finales del siglo XVI,
pero la colonización no comenzó hasta 1621, con la fundación
de la Compañía de las Indias Occidentales. Esta fecha resulta
significativa. La Compañía había sido proyectada hacía tiempo,
pero sólo fue realizada cuando terminó la tregua de 1609 entre
España y Portugal, puesto que su objetivo fundamental era ata­
car las posesiones enemigas en ultramar y distraer fuerzas de la
guerra en Europa. Naturalmente, albergaba a la vez otras espe­
ranzas. Algunos de los promotores de la Compañía deseaban
crear en América colonias de poblamientos para los calvinistas
huidos de Flandes, mientras que otros querían asegurarse en el
Caribe una base para el contrabando con las colonias de los de­
más países. A la larga, miras políticas y propósitos de coloni­
zación demostraron ser incompatibles, pero durante un cuarto
de siglo, a partir de 1621, la alianza provisional entre los diver­
sos grupos en las Provincias Unidas aseguró a la Compañía ca­
pitales y apoyos políticos suficientes para la creación de un im­
perio de proporciones notables.
En 1648 la Compañía tenía tres grupos de colonias. En Nor-
teámerica poseía la de Nueva Amsterdam, a orillas del río Hud-
son, y Long Island, además de Delaware, fundada en 1623 y am­
pliada en 1655 tras la conquista de la vecina colonia sueca de
Nueva Suecia. Ambas eran colonias agrícolas, pero en ellas tam­
bién se ejercía el comercio de pieles con los indios. El segundo
grupo estaba constituido por bases comerciales en ambos lados
del Atlántico. La Compañía arrebató a Portugal los enclaves de
Arguin, Portendic, Goree, Elmina, Santo Tomé y Luanda, to­
dos ellos utilizados como centros para la trata de esclavos, y a
España San Eustaquio, Tobago, Curazao y otras pequeñas islas
del Caribe, para el contrabando con las colonias españolas. Pe­
ro lo más importante de todo es que la Compañía ocupó buena
parte del Brasil y de Guinea.
En 1648 el futuro de este imperio parecía brillante, pero en
realidad se disolvió con la misma rapidez con que se había for­
mado. En 1648 los portugueses recuperaron Luanda y Santo
Tomé, mientras que en 1654 los colonos portugueses consiguie­
ron expulsar a los holandeses del Brasil. Los ingleses conquis­
taron Nueva Amsterdam y Delaware en 1667. Los franceses se
apoderaron de Arguin, Goree y Tobago. En 1700 solamente les

37
quedaban a los holandeses algunas bases comerciales como Cu­
razao, San Eustaquio y parte de San Martín, junto con las plan­
taciones de la Guayana y Elmina, como bases de aprovisiona­
miento de esclavos.
Las razones de tanta decadencia resultan complejas. La Com­
pañía no estaba bien dirigida. La muerte del estatúder Guiller­
mo II en 1650 le privó del más influyente aliado político; el si­
guiente gobierno republicano se mostró hostil a la Compañía.
Portugal, a la sazón independizado de España, estaba decidido
a reconquistar sus colonias, e Inglaterra, una vez acabada la
guerra civil en 1646, se convirtió en una rival encarnizada. Los
colonos holandeses eran demasiado escasos para defender de los
ataques las posesiones más vastas. Pero, sobre todo, la Compa­
ñía perdió sus posesiones porque la mayoría de las Provincias
Unidas preferían el contrabando con las colonias extranjeras a la
posesión de dominios en ultramar. Una vez terminada la guerra
con España en 1648, se juzgó que la Compañía había agotado
sus posibilidades y se le privó de todo apoyo estatal. Por sí so­
la, la Compañía era incapaz de sostener el peso de la defensa
de sus dominios: en 1674 sobrevino la bancarrota y la Compa­
ñía fue disuelta. Las colonias volvieron a los Estados Genera­
les, pero, en vez de administrarlas, éstos las asignaron a otra
compañía concesionaria.
Al igual que la otra, la nueva Compañía de las Indias Occi­
dentales reflejaba la descentralización de las Provincias Unidas.
Era un órgano federal formado por Cámaras en gran medida au­
tónomas en las provincias y en las ciudades principales, cada
una de las cuales actuaba por su propia cuenta. La Compañía
como tal tenía poca autoridad sobre sus miembros y escasas fun­
ciones distintivas. Estaba regida por el Consejo de los Diez,
nombrado conjuntamente por las Cámaras y por los represen­
tantes de los accionistas, y a partir de 1750 por el estatúder, que
era su director general ex officio. Su principal actividad como
órgano colectivo fue la trata de esclavos entre Africa y el Cari­
be, cuyo monopolio poseía; además, financiaba las iniciativas
de las Cámaras o de sus representantes, obteniendo sus benefi­
cios de un impuesto sobre el comercio. Cada colonia americana
poseía una administración propia. Curazao pertenecía a la Cá­
mara de Amsterdam; San Eustaquio, a la de Zelanda; Surinam
era administrada por la Sociedad del mismo nombre, fundada

38
por la Cámara de Amsterdam y por Cornelius Van Aerssen,
quien en 1770 cedió su participación a la sociedad. Berbice per­
tenecía a la Sociedad de Berbice desde 1720, y Esequibo, junto
con su colonia filial, Demerara, a la Cámara de Zelanda.
El balance de la Compañía y de las sociedades dependientes
en el período 1674-1791 demuestra lo difícil que era para una
compañía concesionaria obtener beneficios de unas colonias que
también debían de administrar y defender. Entre 1674 y 1720
la media de los dividendos osciló en torno al 2,5 por 100; entre
1720 y 1722 fue del 1 por 100, y a continuación no se pagaron
más dividendos. En 1791 la Compañía quebró y se disolvió 7.
Entre las sociedades privadas, la de Surinam pagó dividendos
modestos, mientras que la de Berbice no pagó nada. En reali­
dad, la administración de la Compañía no se aprovechó siquie­
ra del desarrollo económico colonial. Pesaban sobre la misma
múltiples factores negativos: inversiones limitadas, restricciones
a la creación de nuevas plantaciones privadas por temor a que
hicieran competencia a las de la Sociedad, precios artificialmen­
te elevados para los esclavos y otras importaciones y aranceles
sobre el comercio. Surinam tuvo mejor suerte, puesto que su co­
mercio estuvo, desde el comienzo, abierto a todos los ciudada­
nos de las Provincias Unidas, mientras que el de las otras co­
lonias permaneció durante largo tiempo limitado a los navios
de las compañías o era dirigido forzosamente a la provincia me­
tropolitana de la cual dependía la colonia. Aparte de Curazao
y San Eustaquio, ninguna colonia prosperó hasta finales del si­
glo XVIII; después, acabada ya la administración de las compa­
ñías en 1791, y ocupadas por los ingleses en 1796, se acrecen­
taron las posibilidades mercantiles, llegaron colonos y capitales
extranjeros y el precio de los esclavos disminuyó. El período
de mayor prosperidad de la Guayana, como colonia de planta­
ciones, comenzó después de que la Compañía renunciara a
administrarla.
El hecho de que en un primer momento los holandeses con­
sideraran la colonización como algo solamente útil para fines
bélicos o mercantiles, sin pensar en la emigración o el pobla-
miento, hizo que el gobierno autorizase a la Compañía de las
Indias Occidentales a administrar las colonias americanas en ca­
lidad de simples posesiones territoriales. Su «carta», como la de
la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales, no preveía
particulares derechos constitucionales para los colonos holan­
deses. Hecho digno de mención, las tradiciones liberales de la
madre patria florecieron en Guayana porque la emigración fue
en definitiva espontánea, y no cabía hacer otra cosa que conce­
der los derechos políticos y legales que reivindicaban los
colonos.
Durante el siglo xviii los mayores avances constitucionales
se dieron en Esequibo y Demerara. Las demás colonias de la
Guayana tenían ya constituciones liberales, gracias a las cuales
los colonos participaban en el gobierno y tenían voz en materia
fiscal; en las islas del Caribe los colonos eran demasiado esca­
sos para que se pudieran afirmar en ellas instituciones análogas.
Esequibo y Demerara estaban gobernadas por la Cámara de Ze­
landa, que, al contrario que las compañías privadas de las otras
colonias de la Guayana, se proponía fines muy limitados. Las co­
lonias eran administradas por funcionarios de la Cámara como
simples plantaciones de azúcar; hasta 1716 los ciudadanos pri­
vados no tuvieron derecho a crear plantaciones. Pero a partir
de entonces fue preciso hacer algunas concesiones, porque no
se podía renunciar a la colaboración de los colonos cuando se
trataba de formar una milicia, ni tampoco se podía prescindir
de su consentimiento cuando se quería imponer otras tasas fis­
cales, además de las originariamente autorizadas por los Esta­
dos Generales. Durante medio siglo, a partir de 1739, año en
que se admitió al primer plantador en el Consejo de la Com­
pañía en Esequibo, se fue desarrollando un complejo sistema
constitucional que fue atribuyendo a los colonos funciones ca­
da vez más importantes en el gobierno y en la administración
de justicia. En 1789 dicho sistema fue sancionado en el Plan de
Reparación, preparado por un Comité en representación tanto
de la compañía como dé los Estados Generales, después de que
los colonos hubiesen protestado formalmente contra ciertas li­
mitaciones que se proyectaban a sus derechos. Como conse­
cuencia de modificaciones ulteriores, introducidas en 1796, po­
co después de la ocupación de la Guayana por los ingleses , los
colonos estuvieron representados en el gobierno por cuatro or­
ganismos; de éstos el de mayor importancia era el Consejo de
Policía, responsable de una y otra colonia, formado por un di­
rector general (gobernador general), tres funcionarios y cuatro
colonos. El voto del gobernador era decisivo y por ello los fun-

40
cionarios estaban en mayoría, pero no resultaba fácil ignorar el
criterio de los plantadores. Venía luego el Colegio de Kiezers,
uno por cada colonia, elegidos de por vida por los plantadores
propietarios de al menos veinticinco esclavos. Su única función
consistía en elegir a los miembros no oficiales del Consejo de
Policía. Estaban además los Consejos de Justicia, uno por pro­
vincia, tribunales de segunda instancia constituidos por dos fun­
cionarios y seis colonos. Y, finalmente, estaba el Consejo Con­
junto, establecido en 1796, el cual quedaba formado por el Con­
sejo de Policía y seis representantes financieros elegidos cada
dos años por los plantadores. Este órgano de Gobierno se reu­
nía cada año para examinar la situación de la «casa de la colo­
nia» —los réditos procedentes de las tasas fiscales votadas por
los plantadores para subvenir a las necesidades generales de la
colonia, a diferencia de las entradas destinadas a la «casa de la
compañía»— y votaba y distribuía las tasas para el año siguiente.
Aun cuando fuera complicado y curioso, este mecanismo
constitucional aseguraba a los colonos un control efectivo so­
bre la política y los gastos de la compañía, e impuso restriccio­
nes análogas a los ingleses, quienes en 1796 se comprometieron
a mantener la constitución, la cual únicamente sería abolida en
1928. Esta evolución demostró que ni siquiera el gobierno de
la compañía podía impedir a los colonos holandeses gozar de
los derechos políticos y legales consentidos a los ciudadanos de
la metrópoli. Al igual que Inglaterra, también las Provincias
Unidas creían en el gobierno representativo. Los colonos ho­
landeses, para los cuales resultaba inimaginable una pérdida de
sus derechos, obligaron a la Cámara de Zelanda, que se mos­
traba reacia, a reconocérselos. Guayana pasó a ser la única co­
lonia americana, si se excluyen las inglesas, dotada de institu­
ciones representativas. En el contraste entre esta y otras colo­
nias se reflejaba, pues, la diferencia existente entre las Provin­
cias Unidas y las monarquías absolutas de Francia, España y
Portugal.

41
4. El imperio colonial británico
de 1700 a 1815

Hemos hablado de los imperios coloniales de España, Portu­


gal, Francia y Holanda como si no hubieran sufrido cambios
durante todo un siglo, antes de 1815, pero naturalmente no fue
así. Se produjeron incesantes cambios, que se sucedieron cada
vez con mayor rapidez a medida que se deshacían los imperios.
Pero se trata sólo de una distorsión parcial de la realidad por­
que, de hecho, también se produjo una continuidad sustancial.
Ningún imperio colonial cambió jamás radicalmente su postura
con relación a los problemas del gobierno o de la economía co­
lonial, ni incorporó a sus posesiones colonias de tipo totalmen­
te diferente. En 1815 todos mostraban aún las características
que les asemejaban, y todos eran aún, claramente, el producto
de la primera fase de la expansión europea.
No se puede afirmar otro tanto del imperio británico en 1815.
Hasta 1763 fue un imperio americano, en el cual se reflejaban
las tradiciones de la madre patria. Pero ya en 1815 se había
transformado radicalmente, y englobaba tanto colonias que ha­
bían pertenecido antes a otros países y eran ajenas al sistema bri­
tánico, como territorios orientales, tan vastos y complejos que
podían ser considerados completamente nuevos en la historia
de las colonias europeas. No hubo solamente una evolución: el
imperio británico fue reconstruido desde sus cimientos. Natu­
ralmente, se corre el riesgo de atribuir una excesiva importan­
cia a esta solución de continuidad y de hablar de un «primer»
y un «segundo» imperio británico como de dos entidades muy
distintas. Más bien puede afirmarse que no hubo siquiera una
verdadera y propia solución de continuidad en .el tiempo o en
las tradiciones. El «primer» imperio sobrevivió hasta el siglo XX
en las islas del Caribe en algunas pequeñas posesiones america­
nas, mientras que el «segundo» imperio, formado en 1815 por
las antiguas colonias arrebatadas a otros países y por algunas
partes de la India, existía ya antes de que las colonias norte­
americanas se hicieran independientes. Por ello el auténtico con-

42
Las posesiones británicas en América del Norte en 1763

43
t r a s te e s m á s b ien el e x iste n te e n tre el im p e r io a m e r ic a n o , re la ­
tiv a m e n te p e q u e ñ o y a m p lia m e n te h o m o g é n e o — tal c o m o e x is ­
tía a n te s d e 1763— , y el c o m p le jo im p e r io m u n d ia l d e 1815.
C o n s id e r a r lo s c o m o d o s e n tid a d e s d ife r e n te s sig n ific a e s ta b le ­
c e r u n a d is tin c ió n a r tific ia l, la c u a l e s sin e m b a r g o ú til p a r a d is- ‘
tin g u ir la s tr a d ic io n e s c o lo n ia le s in g le s a s fu n d a m e n ta le s, c o n ­
f o r m e se e x p r e sa n en la s c o lo n ia s o r ig in a r ia s , d e la s d ife r e n te s
tr a d ic io n e s q u e se d e s a r r o lla r o n a re n g ló n s e g u id o y p a r a p o d e r
a f r o n ta r lo s d iv e r s o s p r o b le m a s d e la s c o lo n ia s a d q u ir id a s en
1 7 6 3 y m á s ta rd e .

I. LAS CO LO N IA S INGLESAS D E AM ERICA ANTES D E 1763

L a s c o lo n ia s y e x c o lo n ia s in g le sa s en A m é r ic a a c a b a r o n p o r
c o n v e r tir s e en lo s m á s r ic o s y p o b la d o s d e t o d o s lo s d o m in io s
e u r o p e o s d e u ltr a m a r , y el im p e r io b r itá n ic o e r a e n el s ig lo XIX
el m a y o r d e s u t ie m p o . E s t a s d o s a fir m a c io n e s p u e d e n in d u c ir
a p e n s a r q u e la s u p r e m a c ía d e G r a n B r e ta ñ a e n tr e la s p o t e n ­
c ia s c o lo n ia le s fu e a n te r io r a c u a lq u ie r a o tr a . A h o r a b ie n , an te s
d e 1 7 6 3 la s c o lo n ia s b r itá n ic a s en el C a r i b e y N o r te a m é r ic a n o
e ra n , p o r d e s c o n ta d o , c o m p a r a b le s en e x te n sió n , r iq u e z a , p o ­
b la c ió n o c iv iliz a c ió n a d e te r m in a d a s p o s e s io n e s e s p a ñ o la s , c o ­
m o la N u e v a E s p a ñ a o el P e r ú . S e tr a ta b a d e u n a s c o lo n ia s j ó ­
v e n e s, y a q u e la s m á s a n tig u a s te n ían m á s o m e n o s u n s ig lo d e
v id a , y en 1 7 1 5 n o c u b ría n la c o s ta o r ie n ta l d e N o r te a m é r ic a y
m u c h o m e n o s el in te rio r . E n su m a y o r ía e ran p o b r e s , al e sta r
p r iv a d a s d e lo s r e c u r s o s d e la s c o lo n ia s e s p a ñ o la s m á s ric a s, ta­
le s c o m o y a c im ie n to s d e m e ta le s p r e c io s o s o u n a p o b la c ió n in ­
d íg e n a d e n s a y e s ta b le , q u e p u d ie r a s e r a p r o v e c h a d a c o m o m a ­
n o d e o b r a . E l a u m e n to d e la p o b la c ió n d e p e n d ía d e la in m i­
g r a c ió n , lib re o f o r z o s a , y d e l in c re m e n to d e m o g r á fic o n a tu ra l.
E n 1 7 1 5 la s c o lo n ia s c o n tin e n ta le s c o n ta b a n , en c o n ju n to , e s ­
c a sa m e n te c u a tr o c ie n to s m il h a b ita n te s, y su d e s a r r o llo e c o n ó ­
m ic o se v e ía im p e d id o p o r la fa lta d e c a p ita le s. S u s e x p o r ta c io ­
n es o s c ila b a n en t o r n o a u n c u a r to d e m illó n d e lib r a s e ste rlin a s
al a ñ o , d u r a n te lo s p r im e r o s d e l s ig lo XVIII '. S o la m e n te c o n ta ­
b an c o n u n a s c u a tr o c iu d a d e s d e c ie rta im p o r ta n c ia : B o s t o n , F i-
la d e lfia , N u e v a Y o r k y C h a r le s t ó n . L o s c o lo n o s se h a b ía n c o n ­
c e n tr a d o en u n a fra n ja c o s te r a al e ste d e lo s A p a la c h e s. A lg u -

44
ñas islas del Caribe estaban más avanzadas y producían azúcar,
tabaco y otros artículos tropicales; las exportaciones a Ingla­
terra ascendían a un promedio de 600 000 esterlinas en
1701-1705 2. Pero eran actividades primarias, frente a las gran­
des provincias hispanas. Los inmensos recursos de la América
británica eran casi todos aún potenciales a comienzos del siglo
XVIIí.
Las colonias inglesas se dividían en tres categorías. A la pri­
mera pertenecían las colonias de plantaciones del Caribe y la
costa meridional de América del Norte, que reproducían el mo­
delo del Brasil portugués: grandes posesiones en las que se cul­
tivaban productos tropicales destinados al mercado europeo,
habitadas por un número relativamente exiguo de europeos y
por una gran mayoría de esclavos importados de Africa. En el
Caribe, Inglaterra poseía Jamaica, Barbados y un grupito de is­
las menores; en el continente, Virginia, Carolina del Norte y
del Sur y Georgia. Estas colonias de plantaciones constituían a
los ojos de los ingleses la parte más preciada del imperio ame­
ricano. Proporcionaban las «especias» tropicales que les permi­
tían no depender de importaciones, y además dejaban un mar­
gen para la exportación a los demás países de Europa. Los otros
dos grupos de colonias no eran igualmente preciosas para su me­
trópoli. Las «colonias centrales» del continente —Maryland,
Delaware, Nueva Jersey, Pensilvania y Nueva York—, podían
producir una gran variedad de artículos de primera necesidad,
en particular grano y maderas, que se reservaban en su mayor
parte al Caribe o la Europa meridional. Por último, las colo­
nias de Nueva Inglaterra —Connecticut, Maine, Massachusetts,
Rhode Island y Nueva Hamphsire— eran contempladas con
sospecha. Producían muy poco de lo que se requería en Ingla­
terra: en 1763 sus exportaciones ascendieron a 74 815 libras es­
terlinas, pero ninguna de las mercancías exportadas resultaba
esencial para la economía de Inglaterra 3. Los colonos hacían la
competencia a los buques británicos en los bancos de pesca de
Terranova, construían buques rivalizando con los armadores
metropolitanos y equilibraban su balanza haciendo contraban­
do con las colonias extranjeras del Caribe. En resumen, los in­
gleses mostraban el máximo de aprecio por las colonias que más
se asemejaban al Brasil, y poquísima por las que, en cambio, se
parecían a la madre patria.

45
Pero fueron las colonias del norte y del centro del continen­
te las que hicieron del imperio británico algo tan distinto de to­
dos los demás, antes de 1763, con la excepción del Canadá fran­
cés. Eran puras y simples colonias de poblamiento, cuya pobla­
ción indígena se había retirado a las zonas de frontera. El clima
no era el idóneo para una economía de plantaciones y por ello
no se produjeron en ellas importaciones de esclavos africanos.
Su población aumentó gracias a la emigración y al incremento
natural, y dado que no había una clase obrera nativa, se des­
arrolló un proletariado europeo. De este modo la estructura so­
cioeconómica de Nueva Inglaterra, y de la mayor parte de las
colonias centrales, con los pueblos, las ciudades y los corres­
pondientes mercados, la agricultura característica del clima tem­
plado, los arsenales navales y el comercio, era más parecida a
la de la madre patria que a la de las colonias del Caribe y a las
meridionales. Y precisamente por esta semejanza eran impopu­
lares en Inglaterra, donde de las colonias se esperaba un subsi­
dio y no una competencia económica. Pese a todo, atrajeron,
no solamente de Inglaterra, sino también de Irlanda, Escocia, y
en general de Europa entera, emigrantes que soñaban con re­
crear en las colonias de poblamiento el sistema de vida metro­
politano. En 1763 la emigración había hecho que la cifra total
de la población de la América del Norte británica ascendiera a
cerca de dos millones y medio de personas 4, y la frontera de
la colonia empezaba a extenderse al otro lado de los Apalaches,
por el valle del Ohio. A finales de siglo, las colonias británicas
de América del Norte, ya independizadas, eran las sociedades
europeas más avanzadas y potencialmente más ricas de todo el
Nuevo Mundo.
Las estructuras sociales y económicas de las colonias inglesas
de Norteamérica fueron el producto de la situación geográfica
más que de la política británica; diferían de las colonias de plan­
taciones inglesas tanto como de las colonias extranjeras. Pero la
autonomía constitucional de la que gozaban, como todas las
otras colonias británicas, fue el producto del común parentesco
con Inglaterra.
Como todas las potencias coloniales, Inglaterra transmitió a
América sus concepciones e instituciones políticas. No intentó
siquiera construir ahí nada nuevo: los gobernantes y juristas se
sirvieron del material del que ya disponían.

46
La relación entre las colonias y la metrópoli fue análoga a la
vigente en las posesiones inglesas en las islas. Existía una dis­
tinción fundamental entre el «reino» de Inglaterra y Gales (y Es­
cocia, a partir de 1707) y los «dominios», que comprendían a
Irlanda, las islas del Canal de la Mancha y la isla de Man. Los
dominios no eran unos reinos fraternos, al estilo español, sino
posesiones de la Corona. Disponían de instituciones políticas
propias (asamblea, sistema judicial, finanzas) y la Corona no po­
día imponer tasas o decretar leyes autoritariamente, como tam­
poco podía hacerlo dentro del Reino. Por otro lado, el Parla­
mento de Westminster podía legislar para los dominios, aun­
que éstos no se hallaran representados en su seno. Por ilógico
que resultara, era un medio esencia! para preservar la unidad y
la autoridad en las islas Británicas. La Declaratory Act irlandesa
de 1719 afirmó la supremacía del Parlamento medio siglo antes
de que este mismo principio fuese expresamente afirmado para
las colonias americanas.
Los dominios representaban un modelo constitucional al que
podían adaptarse sin dificultad incluso las nuevas colonias ame­
ricanas; y, en su mayor parte, los derechos fundamentales de
las colonias fueron reconocidos en base al principio por el cual
los colonos se encontraban en la misma posición que los súb­
ditos de regiones como Irlanda. Ahora bien, en el ámbito de es­
ta estructura organizativa, los ingleses se sirvieron también de
otros dos procedimientos. El primero fue el sistema del palati-
nado medieval, mediante el cual la Corona delegaba poderes ca­
si soberanos en un súbdito, quien gobernaba un territorio por
cuenta del monarca. Durante el siglo XVII existían todavía pa-
latinados en Durham, en las islas del Canal de la Mancha y en la
isla de Man. Por anacrónicos que fuesen, ofrecían una fórmula le­
gal sumamente cómoda, con la que la Corona podía fomentar la
colonización sin renunciar a la propia autoridad. Gran parte de
las colonias americanas se basaban en esta patente de propiedad:
Maryknd, por ejemplo, le fue dado en feudo a lord Baltimore
por Carlos I. Se trataba de concesiones análogas a las donatario.
portuguesas, con la diferencia de que los ingleses nunca lograron
revocarlas todas. Maryland y Pensilvania quedaron en manos de
sus respectivos feudatarios hasta la revolución americana.
El p a la tin a d o era u n a in stitu c ió n a r c a ic a , p e r o las so c ie d a d e s
p o r a c c io n e s r e c o n o c id a s c o n u n a « c a r ta r e a l» en el sig lo XVI

47
c o n s titu ía n u n n u e v o s ist e m a q u e p e r m itía fin a n c ia r u n c o m e r ­
c io a r r ie s g a d o o la s a v e n tu r a s p ir a ta s , d iv id ie n d o lo s r ie s g o s e n ­
tre lo s a c c io n is ta s. E l h e c h o d e q u e I n g la te r r a , c o m o F r a n c ia y
H o la n d a , s e sir v ie se d e él d e m u e s tr a q u e en u n p r im e r m o m e n ­
t o h u b o e s c a s a d ife r e n c ia c ió n e n tre c o m e r c io y c o lo n iz a c ió n ,
s ie n d o u n o y o t r a c o n s id e r a d o s c o m o a v e n tu r a s fin a n c ie r a s. U n
c ie r to n ú m e r o d e c o lo n ia s in g le s a s fu e fu n d a d o p o r e sa s c o m ­
p a ñ ía s , q u e tu v ie r o n a s í u n c o n tr o l p le n o d e la re g ió n o c u p a d a ,
s o m e tid a a la a u to r id a d d e la C o r o n a . T o d a s tu v ie r o n b r e v e v i­
d a ; a l ig u a l q u e s u s h e r m a n a s d e o t r o s p a ís e s , n o c o n s ig u ie r o n
c o n c ilia r la f u n d a c ió n d e la c o lo n ia c o n el r e p a r to d e d iv id e n ­
d o s . D e s a p a r e c e r ía n d u r a n t e la s e g u n d a m ita d d e l s ig lo XVII, d e ­
ja n d o s u s t e r r ito r io s b a jo la d ir e c ta d e p e n d e n c ia d e la C o r o n a ,
en c a lid a d d e « c o l o n i a s r e a le s » . P e r o d e ja r o n tr a s d e sí el c o n ­
c e p t o d e g o b ie r n o d e le g a d o p o r c o n c e s ió n d e u n p r iv ile g io . E n
el s i g l o XVIII s o la m e n te t r e s c o lo n ia s , R h o d e I s la n d , C o n n e c ti-
c u t y M a s s a c h u s e t ts , p o s e ía n a ú n u n a « c a r t a » v á lid a , q u e h ac ía
d e e lla s o r g a n is m o s p r iv ile g ia d o s s im ila r e s a lo s borougks in g le ­
s e s , q u e h a b ía n p o d id o c o n s e r v a r s u s p r iv ile g io s fre n te a la C o ­
ro n a . P e r o o t r a s c o lo n ia s , c o m o V ir g in ia , e n o t r o tie m p o d e ­
p e n d ie n te s d e u n a c o m p a ñ ía c o n c e sio n a r ia , re iv in d ic a r o n lo s d e ­
r e c h o s d e lo s q u e y a g o z a b a la c o m p a ñ ía m is m a ; e in c lu so a l­
g u n a s c o lo n ia s q u e n o h a b ía n te n id o ja m á s u n a c o m p a ñ ía o u n a
c a r ta r e c la m a r o n lo s m is m o s d e r e c h o s . E l u s o d e la s c o m p a ñ ía s
c o n c e s io n a r ia s , p o r t a n to , c o r r o b o r ó el p r in c ip io d e q u e las c o ­
lo n ia s p o s e ía n u n o s d e r e c h o s p a r tic u la r e s q u e r e iv in d ic a r an te
la C o r o n a y la m a d r e p a tr ia .
D e l p a r t ic u la r o r ig e n d e l im p e r io a m e r ic a n o en el s ig lo XVII
d e r iv a r o n , p u e s , la s q u e a c a b a r ía n p o r c o n s tit u ir s u s c a r a c te r ís ­
tic a s t íp ic a s d u r a n te e l XVIII. E n u n p r im e r m o m e n t o , la s c o l o ­
n ia s c o n s e r v a r o n m ú ltip le s fo r m a s p o lític a s y m ú ltip le s r e la c io ­
n e s c o n s tit u c io n a le s . D e t e r m in a d a s te n ta tiv a s d e a n u la r la s d i­
fe r e n c ia s y h a c e r m á s r a c io n a l el g o b ie r n o , c o n f o r m e al m o d e lo
d e la s c o lo n ia s « r e a le s » ( c a s o d e V ir g in ia o J a m a ic a ) , n o tu v ie ­
ro n é x ito . L a s t r e s c o lo n ia s p r iv a d a s d e N u e v a I n g la te r r a h a ­
b ía n p e r d i d o e l p r iv ile g io , y q u e d a r o n r e u n id a s en el « d o m in io »
d e N u e v a In g la te r r a , r e g id o e n tr e 1685 y 1688 p o r u n g o b e r n a ­
d o r g e n e ra l c o n p o d e r e s a b s o lu t o s . A h o r a b ie n , tr a s la r e v o lu ­
c ió n d e 1 6 8 8 r e c u p e r a r o n s u s d e r e c h o s e n b a s e al p r in c ip io q u e
s a n c io n a b a el r e s p e t o al d e r e c h o d e p r o p ie d a d . A n á lo g a m e n te ,

48
u n a te n ta tiv a , r e a liz a d a e n tr e 1 6 9 6 y 1 7 1 4 , d e lo g r a r la a b r o g a ­
c ió n d e t o d o s lo s p r iv ile g io s c o lo n ia le s f r a c a s ó an te el r e c h a z o
d el P a r la m e n to b r itá n ic o , q u e n o q u i s o in m isc u ir se en lo s d e ­
r e c h o s d e lo s p r o p ie ta r io s , fu e r a n é s to s in d iv id u o s o s o c ie d a ­
d e s. E l im p e r io a m e r ic a n o c o n tin u ó s ie n d o , p o r c o n sig u ie n te ,
un m u s e o d e in stitu c io n e s m e d ie v a le s m e z c la d a s c o n in st itu c io ­
n e s re c ie n te s. L a s c o lo n ia s d e l C a r ib e q u e so b r e v iv ie r o n a la
g u e r r a d e in d e p e n d e n c ia c o n s e r v a r o n tale s c a r a c te r ís tic a s, a lg u ­
n a s h a s ta fin a le s d e l s ig lo XIX y o t r a s in c lu so h a s ta la s e g u n d a
m ita d d e l s ig lo XX.
P e r o si el im p e r io in g lé s fu e u n e d ific io d e s v e n c ija d o , en s u s
g r ie ta s n a c ió y flo r e c ió la lib e r ta d . S u s e g u n d a c a r a c te r ístic a fu e
p r e c isa m e n te la lib e r ta d d e q u e g o z a r o n la s c o lo n ia s d u r a n te el
s ig lo XVIII. E n n in g ú n im p e r io c o lo n ia l, ni e n to n c e s ni m á s ta r ­
d e , tu v o m e n o s a u to r id a d d ir e c ta el p o d e r m e tr o p o lit a n o . L a a u ­
to n o m ía c o lo n ia l a lc a n z a r ía s u m á x im a e x p r e sió n en d o s c o lo ­
n ias c o n « c a r t a » d e N u e v a In g la te r r a , d o n d e in c lu so el g o b e r ­
n a d o r , r e p r e se n ta n te n o m in a l d e l m o n a r c a , e ra e le g id o , ju n to
c o n el c o n s e jo e je c u tiv o . A llí la C o r o n a n o te n ía n in g u n a a u t o ­
r id a d . E n la s c o lo n ia s d e p r o p ie d a d la te n ía , p e r o e s c a s a . E in ­
c lu s o e n la s c o lo n ia s « r e a le s » , d o n d e g o b e r n a d o r y c o n s e jo e ran
n o m b r a d o s p o r el r e y , y d o n d e n o e x istía n c a r ta s o p a te n te s e n ­
tre el re y y s u s s ú b d i t o s , el g o b ie r n o in g lé s te n ía e s c a s o s p o d e ­
re s. A l ig u a l q u e lo s d o m in io s b r itá n ic o s, la s c o lo n ia s « r e a le s »
fu e r o n o r g a n is m o s c o n s tit u c io n a le s , n o s im p le s m u n ic ip a lid a ­
d e s d e p e n d ie n te s d e l g o b ie r n o b r itá n ic o . C a d a u n a tu v o su ó r ­
g a n o le g is la tiv o , f o r m a d o p o r u n a a s a m b le a d e re p r e se n ta n te s y
u n a s e g u n d a c á m a r a , n o m b r a d a (y a lg u n a s v e c e s e le g id a ), q u e
a c tu a b a a s im is m o c o m o c o n s e jo e je c u tiv o . D ic h a s a s a m b le a s te ­
n ían p le n a a u to r id a d p a r a le g is la r en la c o lo n ia , y sie m p r e q u e
la s le y e s n o e n tr a r a n en c o n f lic t o c o n lo s e s ta tu t o s im p e ria le s y
fu e ra n c o n f ir m a d a s p o r el s o b e r a n o en L o n d r e s . D u r a n te el s i­
g lo XVIII n in g u n a c o lo n ia , d e n in g ú n p a ís , tu v o ó r g a n o s le g is ­
la tiv o s c o n p o d e r e s p a r a n g o n a b le s a é s to s .
T a m b ié n en o t r o s a s p e c t o s d e l s iste m a d e g o b ie r n o lo s c o lo ­
n o s g o z a r o n d e la m is m a lib e r ta d q u e lo s s ú b d it o s q u e v iv ía n
en I n g la te r r a . A p lic a b a n el d e r e c h o c o n s u e tu d in a r io in g lé s y te ­
n ía n t r ib u n a le s a n á lo g o s a lo s d e la m a d r e p a tr ia . N u n c a se p u ­
s o en d u d a su d e r e c h o a d is p o n e r d e ju r a d o s y «babeas Corpus»
(a u n q u e n o en lo s m is m o s té r m in o s d e la Habeas Corpus Act

49
inglesa del año 1679). El gobierno local estaba en manos de los
colonos, algunos de ellos jueces de paz o, en ciertas ciudades,
miembros de la municipalidad con poderes muy similares a los
délas circunscripciones (boroughs) con «carta» de la metrópoli.
En pocas palabras, los ingleses dieron a las colonias las institu­
ciones que daban por sentadas en la patria. Los colonos eran
más libres que los de otros países, precisamente porque Ingla­
terra era uno de los países más liberales de Europa.
Pero en realidad las colonias tenían más autonomía de la que
se proponía conceder la metrópoli. Teóricamente debían gozar
de una versión modificada de la constitución inglesa del siglo
XVII. El ejecutivo había de ser responsabilidad exclusiva del go­
bernador y del Consejo, en calidad de representantes de la Co­
rona, así como el monarca en consejo era la autoridad ejecutiva
en la madre patria. Según la teoría vigente en el siglo XVII, no
podían existir lazos institucionales entre el ejecutivo y el legis­
lativo, puesto que el «equilibrio de la constitución» exigía que
el uno fuera independiente del otro. En Inglaterra se fue des­
arrollando, a lo largo del siglo XVII, un lazo de hecho entre la
Corona y un poder legislativo exento de responsabilidad, me­
diante la responsabilización de los ministros, los cuales respon­
dían singularmente de sus acciones en cuanto ministros de la
Corona, y podían ser llamados a rendir cuentas ante el Parla­
mento. De ese modo, el legislativo se aseguró un cierto control
sobre los miembros de un ministerio y su política. A finales del
siglo XVIII se caminaba hacia un gobierno ejercido por un «ga­
binete», colectivamente responsable, bien ante el Parlamento o
bien ante el rey; pero en realidad ésta fue una realización del
decenio 1830-1840.
En el siglo XVIII, de todas maneras, se mantenía firme en las
colonias el principio de una separación absoluta entre el legis­
lativo y el ejecutivo. El sistema ministerial no era aplicable, da­
do que el gobernador era responsable personalmente ante la Co­
rona de todas las acciones de su gobierno. Se sobreentendía que
las asambleas tenían todas las funciones asignadas por los pri­
meros Estuardo al Parlamento inglés: aprobar las leyes, votar
los impuestos y presentar peticiones; en las colonias, el ejecu­
tivo tenía que ser independiente del legislativo y obedecer fiel­
mente al gobierno inglés. Pero hacia mediados del siglo XVIII la
praxis no se correspondía ya con la teoría. No existía formal-

50
mente un sistema ministerial: los jefes de los distintos departa­
mentos obedecían al gobernador. No existía enlace entre el eje­
cutivo y el legislativo, que a menudo se hallaban enfrentados;
ahora bien, el problema de resolver tales conflictos, que llevó a
la adopción de un sistema ministerial en Inglaterra, generó un
sucedáneo en casi todas las colonias americanas, ya fueran de
propiedad, con «carta» o reales. Las asambleas aprovecharon el
hecho de tener en sus manos los cordones de la bolsa para ase­
gurarse el control del gobierno, subvencionando solamente las
iniciativas aprobadas por la asamblea y amenazando con no con­
tribuir a los sueldos de los funcionarios del ejecutivo: en cuatro
colonias se votaba anualmente hasta el propio sueldo del go­
bernador. Las asambleas ejercían su control aunque no estuvie­
sen reunidas a través de unos representantes delegados (un te­
sorero y varios comisarios, o un comité estable), a quienes de­
bían ser entregadas todas las tasas fiscales y cuya autorización
era indispensable para cualquier pago. No se trataba de un go­
bierno ministerial, pero conseguía controlar el trabajo del go­
bernador. En realidad, por tanto, las colonias estuvieron gober­
nadas por las asambleas.
Al igual que los sistemas de gobierno colonial, las institucio­
nes metropolitanas que debían asegurar el control de las colo­
nias de América revelan la carencia de una línea teórica. La con­
fusión y la ineficacia que reinaban en aquellas instituciones no
permitieron a Inglaterra frenar la autonomía de las colonias.
,Las colonias americanas eran posesiones de la Corona, como
los dominios de las islas, y por esto cada ente gubernativo o le­
gislativo de la madre patria estaba autorizado a intervenir en
sus asuntos; pero dado que tenían también derechos constitu­
cionales, no estaba claro hasta qué punto podía llegar dicha in­
tervención. La teoría y la práctica variaron hasta tal punto en
las distintas épocas que cuando se discutieron los derechos de
las colonias, antes de la revolución americana, se pudieron sos­
tener puntos de vista diametralmente opuestos, y siempre con
el aval de un precedente.
La Corona era, obviamente, responsable de la administración
colonial, pero el monarca inglés, al contrario que el español, no
tenía un ministro o un ministerio encargados exclusivamente de
los asuntos coloniales. Antes de 1768 el ministro de Estado pa­
ra el departamento meridional se ocupaba de la corresponden-

51
c ia c o n la s c o lo n ia s , a s e g u r a n d o el e n la c e e n tr e lo s g o b e rn a d o -1
re s y el C o n s e jo P r iv a d o , p e r o n o h a b ía u n a o fic in a e sp e c ia li­
z a d a , c o m o la fr a n c e s a , p a r a lo s a s u n t o s c o lo n ia le s . E n tr e 1768
y 1782 h u b o u n m in ist r o d e l D e p a r ta m e n t o C o lo n i a l, p e r o p o r
r a z o n e s d e e c o n o m ía el c a r g o fu e a b o lid o tr a s la g u e r r a a m e r i­
c a n a . E l m in iste r io d e l I n te r io r , c r e a d o m á s ta rd e , se o c u p ó d e
lo s a s u n t o s c o lo n ia le s h a sta 1 8 0 1 , fe c h a en q u e el c a r g o p a s ó al
n u e v o D e p a r ta m e n t o d e la G u e r r a y las C o lo n i a s , d e l q u e d e ­
riv ó la O f ic in a C o l o n i a l d e l s ig lo XIX. P e r o a lo la r g o d e c asi
t o d o el s ig lo XVIII n o h u b o u n m in istr o q u e s u p e r v is a r a lo s
a s u n t o s im p e r ia le s o q u e fo r m u la r a u n a p o lític a c o lo n ia l.
T e ó r ic a m e n te ta le s fu n c io n e s e ra n r e s p o n s a b ilid a d d e l C o n ­
s e jo P r iv a d o , p e r o al c o m ie n z o d e l s ig lo XVIII e se C o n s e jo se
h a b ía c o n v e r t id o en u n e n te d e c a r á c te r e m in e n te m e n te h o n o ­
r ífic o , y lo s a s u n t o s c o lo n ia le s d e su in c u m b e n c ia fu e r o n c o n ­
fia d o s a u n c o m ité ad hoc, fo r m a d o p o r c o n s e je r o s p r iv a d o s .
A h o r a b ie n , d a d o q u e lo s m is m o s n o ten ían e x c e siv a c o m p e ­
te n c ia en la m a te r ia y q u e el c o m ité c a r e c ía d e u n c a r á c te r c o n ­
t in u a d o , el C o n s e jo r e c u r r ía a la a y u d a d e la C á m a r a d e C o ­
m e r c io (Board of Trade), in stitu id a en 1 6 9 6 . E s a C á m a r a era
u n a e x p r e sió n c a r a c te r ís tic a d e l s ist e m a in g lé s. N o se tr a ta b a d e
un ó r g a n o e je c u tiv o , y n o p o d ía t o m a r in ic ia tiv a s. S u p r e sid e n ­
te n o f o r m ó p a r te d e l g a b in e te h a sta 1 7 5 7 , a u n s ie n d o d e h e c h o
un m in istr o . P e r o fu e el e n te q u e m á s se a p r o x im ó a las fu n ­
c io n e s d e u n a o fic in a c o lo n ia l a n te s d e 1 7 6 8 , a p o r t a n d o in fo r ­
m a c io n e s y , d e c u a n d o en c u a n d o , s u g ir ie n d o e sta o a q u e lla lí­
n e a p o lític a , a p e tic ió n d e o t r a s a u to r id a d e s .
L a s c o lo n ia s , p o r t a n to , e ra n c o m p e te n c ia d e t o d o s y d e n in ­
g u n o , y a q u e c a d a s e c t o r d e la a d m in is tr a c ió n b r itá n ic a se o c u ­
p a b a d ir e c ta m e n te d e e lla s c o n f o r m e a lo s p r o p i o s in te re se s. E l
t e s o r o , la s a d u a n a s, l o s c o r r e o s a c tu a b a n in d e p e n d ie n te m e n te ,
r e c la m a n d o t o d o s u n a p a r t e e n la a d m in is tr a c ió n d e lo s a su n to s
c o lo n ia le s . E l A l m ir a n t a z g o y el D e p a r ta m e n t o d e la G u e r r a ,
q u e sin e m b a r g o e ra n r e s p o n s a b le s d e la d e fe n s a d e lo s te r r ito ­
r io s c o lo n ia le s , r a ra m e n te se c o n s u lta b a n e n tre s í o c o n s u lta ­
b a n a la C á m a r a d e C o m e r c io . I n c lu s o el o b i s p o d e L o n d r e s te ­
n ía a lg o q u e d e c ir en m a te r ia d e a d m in istr a c ió n c o lo n ia l, d a d o
q u e n o h a b ría se d e s e p is c o p a le s en la s c o lo n ia s a n te s d e q u e se
c re a se u n a en N u e v a E s c o c ia en 1 7 8 7 , y la s ig le sia s d e la s c o ­
lo n ia s f o r m a b a n p a r te d e s u d ió c e s is . T a n e x tr e m a d a d is p e r s ió n

52
d e lo s p o d e r e s p r o d u c ía c o n fu s ió n e in e fic a c ia , e im p id ió en la
p r á c tic a u n a « p o lít ic a c o lo n ia l» p r o g r a m a d a . E llo , c o n ju n ta ­
m e n te c o n lo s p r in c ip io s c o n s titu c io n a le s s o b r e lo s c u a le s se b a ­
sa b a el im p e r io , h iz o q u e las c o lo n ia s n o p u d ie r a n s e r g o b e r n a ­
d a s d e s d e L o n d r e s . A n t e s d e 1763 é s ta s p o d ía n e s p e r a r — o t e ­
m e r — ú n ic a m e n te un c o n tr o l e je r c id o d e s d e le jo s o a lg u n a in ­
te r v e n c ió n e s p o r á d ic a . E n lo s v e in te a ñ o s sig u ie n te s s e in te n tó
m e jo r a r la a d m in is tr a c ió n , p e r o las te n ta tiv a s p a r e c ie r o n r e v o ­
lu c io n a r ia s a lo s c o lo n o s , t e m e r o s o s d e q u e In g la te r r a p r e te n ­
d ie se tr a ta r la s tie r ra s d e u ltr a m a r c o m o si fu e ra n p o s e s io n e s
im p e ria le s.
A n te la d e b ilid a d d e l p o d e r e je c u tiv o m e tr o p o lit a n o , en G r a n
B r e ta ñ a el ú n ic o ó r g a n o c a p a z d e e je r c e r e fic a z m e n te u n a c ie rta
a u to r id a d h u b ie se s id o el P a r la m e n to d e W e stm in ste r . A u n q u e
so la m e n te r e p r e se n ta b a a lo s lo r e s y lo s c o m u n e s d e l r e in o de
In g la te rr a y G a l e s , y a p a r tir d e 1 7 0 7 d e E s c o c ia , s ie m p r e h a b ía
re iv in d ic a d o y e je r c id o u n p o d e r s o b r e t o d a s la s p o s e s io n e s d e
la C o r o n a . E l p r in c ip io d e la su p r e m a c ía p a r la m e n ta r ia e ra in ­
c o m p a tib le c o n el d e la a u to n o m ía d e las c o lo n ia s y lo s d o m i ­
n io s, p e r o d e s p u é s d e la g u e r r a civ il in g le sa n o se v io se r ia m e n ­
te a m e n a z a d o h a s ta el d e c e n io 1 7 7 0 -1 7 8 0 . P o d ía s e r el in s t r u ­
m e n to d e la in te g r a c ió n d e t o d a s la s p a r te s d e l im p e r io , p u e s t o
q u e , m ie n tr a s la C o r o n a te n ía la s m a n o s a ta d a s p o r lo s p o d e r e s
r e c o n o c id o s a la s a s a m b le a s p o r lo s d e r e c h o s d e lo s c o lo n o s y
lo s s ú b d i t o s , ta le s p o d e r e s y d e r e c h o s n o p o d ía n s e r c o n tr a ­
p u e s t o s a la a u to r id a d d e l P a r la m e n to . Y , sin e m b a r g o , r a r a ­
m e n te se r e c u r r ió a e sta p o d e r o s a a r m a a n te s d e 1 7 6 3 , y c asi
n u n c a p a r a im p o n e r u n a o b e d ie n c ia a d m in istr a tiv a . C o n a n te ­
r io r id a d a 1 7 6 3 n in g u n a c o n s titu c ió n c o lo n ia l fu e sa n c io n a d a
p o r u n a ley v o t a d a en el P a r la m e n to : t o d a s fu e r o n c o n c e d id a s
p o r el re y en c o n s e jo . U n ic a m e n te se a p r o b a r o n a lg u n a s le y e s
re la tiv a s a lo s a s u n t o s in te rn o s d e las c o lo n ia s . D a d o q u e n in ­
g u n a le y b r itá n ic a e r a a p lic a d a en las c o lo n ia s , a m e n o s q u e f u e ­
se e llo in d isp e n s a b le o e stu v ie se e x p r e sa m e n te e s ta b le c id o así,
la le g isla c ió n d e la m a d r e p a tr ia re s u lta b a in o p e r a n te en lo s te r r i­
t o r io s d e u ltr a m a r . N i n g u n a d e las le y e s p e n a le s v o ta d a s c o n tr a
lo s c a t ó lic o s o c o n tr a lo s d is id e n te s tu v o n u n c a a p lic a c ió n en
las c o lo n ia s , q u e d e s d e el c o m ie n z o fu e r o n la s ú n ic a s, e n tre las
p o s e s io n e s e u r o p e a s d e u ltr a m a r , q u e g o z a r o n d e plena libertad
re lig io sa .

53
Pero cuando el Parlamento se decidió a actuar, consiguió ha­
cer de los dominios un verdadero imperio, y resulta significa­
tivo que limitara su intervención al sector del comercio y la eco­
nomía. No existían bases legales ni lógicas para establecer una
distinción entre los sectores económicos y los otros, aun cuan­
do a partir de 1763 se realizasen, mediante sutiles disquisicio­
nes, algunas tentativas en este sentido. Pero los límites conven­
cionales de las acciones parlamentarias estaban muy claros. El
Parlamento no intervenía en los asuntos internos de las colo­
nias, ni imponía tasas: la única autoridad que hubiese podido
dar una cierta unidad al imperio colonial nunca trató de hacer­
lo. He aquí por qué las colonias se vieron tan profundamente
sacudidas después de 1763, cuando el Parlamento, por la auto­
ridad que se lo permitía, intentó recaudar impuestos y ejercer
su control.
Así pues, solamente en el sector económico trataron los ingle­
ses, antes de 1763, a sus colonias corno un imperio integrado. El
gobierno era en buena parte autónomo, pero el comercio, y en
cierta medida la industria, estaban rígidamente controlados, en be­
neficio de la madre patria. Esta ambivalencia caracterizó a la prác­
tica inglesa, distinguiéndola de la de otras naciones.
El sistema comercial inglés siguió el único criterio de la ex­
clusividad. Al igual que el resto de las potencias coloniales, In­
glaterra aplicó a comienzos del siglo XVII los tradicionales con­
troles sobre el comercio de las colonias, inspirándose en deter­
minados precedentes, como los del comercio de la lana en Ca­
lais en el siglo XIV o las leyes que intentaron reservar a los na­
vios ingleses el transporte de los productos de exportación. El
derecho de la navegación fue formulado a partir de 1651 y co­
dificado en una serie de leyes entre 1660 y 1696. Se inspiraba
en tres principios: todo el comercio de las colonias tenía que
realizarse en buques de propiedad y tripulación inglesas (desde
1707, británicas), y por ello ningún navio extranjero podía en­
trar en un puerto de las colonias. Todas las mercancías envia­
das a las colonias, desde cualquier lugar, tenían que dirigirse a
un puerto inglés para ser transbordadas allí. Las exportaciones
de productos coloniales autorizados, esto es, los llamados enu-
merated goods, debían dirigirse hacia un puerto inglés, aunque
estuvieran destinadas a otros mercados. Tales fueron las bases
del «viejo sistema colonial» hasta 1820-1830.

54
La aplicación de estas leyes se vio naturalmente dificultada
por la debilidad del ejecutivo británico en las colonias. Se dis­
currieron ingeniosos sistemas para asegurarse que nadie las elu­
diera: para garantizar que los enumerated goods siguieran la di­
rección correcta, los capitanes de los buques dedicados al co­
mercio colonial debían despositar notables fianzas, que eran
confiscadas si la carga era desembarcada en un puerto no bri­
tánico. Las naves que zarpaban de los puertos coloniales debían
pagar un «arancel de plantación», equivalente al arancel pagado
por entrar en un puerto británico o colonial, reduciéndose así
la conveniencia de un transporte ilícito a puertos extranjeros. A
partir de 1696 se nombró, en todas las colonias, un «oficial na­
val», encargado de hacer respetar las leyes de navegación. En
las colonias, además de los funcionarios de aduanas nombrados
por las asambleas locales, había también funcionarios de adua­
nas ingleses para la represión del contrabando. Se crearon tri­
bunales del vicealmirantazgo para juzgar las infracciones a las
leyes sobre el tráfico naval. El comercio, por tanto, fue el único
sector donde la organización imperial británica demostró ser
verdaderamente eficaz y centralizada.
Se sancionó asimismo el principio de que las colonias no de­
bían hacer la competencia a la industria metropolitana; como
España, Gran Bretaña prohibió o limitó el comercio de algunos
productos coloniales. Una ley de 1696 prohibió el transporte
de lana en bruto, de hilados y de manufacturas de lana de las
colonias, limitándose así su producción a las necesidades loca­
les. En 1732 la Hat Act prohibió la exportación de sombreros
de una a otra colonia e impuso las reglamentaciones inglesas en
materia de aprendizaje y relaciones laborales. Con la ¡ron Act
de 1750 se prohibió la creación de talleres de laminación, forjas
y hornos en las colonias, estimulando, sin embargo, la produc­
ción de lingotes y barras de hierro para exportar a Inglaterra.
Aunque perjudiciales en principio, estas leyes tenían en la prác­
tica escaso efecto, porque el alto coste de la mano de obra y la
limitación de los mercados locales hacían sumamente improba­
ble un desarrollo industrial de América en el siglo XVIII. En
cambio se fomentó la construcción naval en Nueva Inglaterra
y en las Bermudas, pues ello incrementaba la potencia naval del
imperio: en 1724 el Parlamento rechazó una tentativa de los ar­
madores del Támesis de prohibir la industria colonial.

55
E n u n p r im e r m o m e n t o el s ist e m a c o m e r c ia l b r itá n ic o fu e s i­
m ila r al d e E s p a ñ a y la s d e m á s p o te n c ia s c o lo n ia le s , p e r o tu v o
e fe c t o s m u c h o m e n o s n o c iv o s p a r a la p r o s p e r id a d d e las c o lo ­
n ia s. G r a n B r e ta ñ a n o lim itó n u n c a el c o m e r c io c o lo n ia l a u n o
o m á s p u e r t o s d e la m a d r e p a tr ia , ni o r g a n i z ó s u s n a v e s en f lo ­
ta s a n u a le s, n i im p u s o lim ita c io n e s al t r á fic o in te r c o lo n ia l, a p a r ­
te d e la s m e n c io n a d a s. Y en 1 7 6 6 su s iste m a fu e lib e r a liz a d o t o ­
d a v ía m á s, al s e r a u t o r iz a d a a lo s n a v io s e x tr a n je r o s la e n tr a d a
en d e t e r m in a d o s « p u e r t o s f r a n c o s » d e la s c o lo n ia s d e l C a r ib e .
A d e m á s , la s c o lo n ia s b r itá n ic a s ja m á s p a d e c ie r o n e s c a s e z d e b u ­
q u e s o m e r c a n c ía s , p u e s t o q u e en el s ig lo XVIII la m a rin a m e r ­
c a n te y la o r g a n iz a c ió n c o m e r c ia l d e G r a n B r e ta ñ a e ran las m á s
a v a n z a d a s d e E u r o p a , y se rv ía n ile g a lm e n te in c lu so a las c o lo ­
n ia s e x tr a n je r a s.
E x is t ía n , p o r d e s c o n t a d o , p e lig r o s in h e r e n te s a u n s iste m a d e
c o m e r c io im p e r ia l ta n a r tific ia l, a u n c u a n d o , c o m o se ñ a la b a
A d a m S m ith en 1 7 7 6 , n o a m e n a z a b a n t o d o s u n a s o la p a rte . L o s
p r o d u c t o r e s a m e r ic a n o s d e a r r o z y t a b a c o s e v ie ro n p e r ju d ic a ­
d o s p o r la o b lig a c ió n d e re s e r v a r s u s p r o d u c t o s al m e r c a d o b r i­
tá n ic o , p e r o , d e o t r o la d o , lo s p r o d u c t o r e s d e m a d e r a , añ il, a z ú ­
c a r y o t r o s p r o d u c t o s se b e n e fic ia r o n , a e x p e n s a s d e l c o n t r ib u ­
y e n te in g lé s , d e u n a p r im a a la e x p o t a c ió n . L o s c o n s u m id o r e s
d e u n a y o t r a o r illa s o p o r t a r o n lo s a u m e n to s d e p r e c io s c o n s e ­
c u e n c ia d e l m o n o p o lio , p e r o lo s c o m e r c ia n te s d e las c o lo n ia s se
b e n e fic ia r o n n o m e n o s q u e lo s b r itá n ic o s d e l m o n o p o lio . V is ­
ta s la s c o s a s en su c o n ju n to , sin e m b a r g o , las c o lo n ia s lle v aro n
la p e o r p a r te . S e g ú n a lg u n o s c á lc u lo s , el m o n o p o lio c o m e rc ia l
y lo s p e q u e ñ o s a r a n c e le s i m p u e s t o s en G r a n B r e ta ñ a s o b r e el
c o m e r c io d e tr á n s ito h a c ia A m é r ic a re n ta r o n e n tre d o s y m e d io
y sie te m illo n e s d e lib r a s e ste rlin a s a n u a le s d u r a n te el in ic io del
d e c e n io 1 7 7 0 - 1 7 8 0 5. A e s ta s c ifr a s h ay q u e c o n tr a p o n e r el c o s ­
te d e la d e fe n s a d e la s c o lo n ia s , d e las g u e r r a s c o lo n ia le s d e m e ­
d ia d o s d e s ig lo y d e la a d m in is tr a c ió n . L o s c o lo n o s se d a b a n
c u e n ta d e e so . P o c o s p r o te s t a b a n c o n tr a las le y e s d e n a v e g a ­
c ió n , y to d a v ía en 1 7 7 4 la American Declaration of Rigbts (D e ­
c la r a c ió n d e D e r e c h o s A m e r ic a n a ), p r o m u lg a d a p o r el p r im e r
C o n g r e s o c o n tin e n ta l, a f ir m a b a : « A c e p t a m o s d e b u e n a g a n a
q u e sig a n en v ig o r la s le y e s d e l P a r la m e n to b r itá n ic o , en c u a n to
le y e s bona fide, lim itá n d o la s al c o m e r c io c o n el e x te r io r , a fin

56
de asegurar a la madre patria y a cada miembro las ventajas y
los beneficios comerciales de todo el imperio». 6
Declaraciones de este tenor de los súbditos de otros impe­
rios de esa época serían inconcebibles.
El sistema imperial británico hasta 1763 fue perfectamente de­
finido por Edmund Burke en 1774 como una «situación de ser­
vidumbre comercial y libertad civil» 7. No cabe atribuir ningún
mérito particular a Gran Bretaña por haber creado esta «teliz y
liberal situación», porque la misma fue el producto de unos fac­
tores históricos más que de una voluntad deliberada. Con to­
do, Gran Bretaña no consiguió mantenerla, porque desapare­
cieron las condiciones transitorias que la habían hecho posible.
Las dos principales características de las colonias de América
del Norte, su autonomía y su negativa a una colaboración re­
cíproca, subsistieron solamente mientras las colonias fueron pe­
queños establecimientos costeros, aislados entre sí y de las po­
sesiones francesas por la distancia y el carácter precario de las
comunicaciones. Durante la primera mitad del siglo XVIII la in­
migración y el incremento demográfico crearon hambre de
tierra y pusieron en movimiento las fronteras coloniales. En e!
ámbito de las colonias británicas nacieron conflictos de intere­
ses entre los colonos ya establecidos y los de la frontera, y en­
tre las diversas colonias por la propiedad de las tierras más allá
de unas fronteras mal definidas. La expansión al otro lado de
los Apalaches suscitó conflictos con las tribus indias y con los
franceses, agravados por la expansión paralela de la influencia
francesa. En 1740 los franceses habían completado su línea de
fuertes desde Nueva Orleans, junto a! Misisipí, hasta los Gran­
des Lagos, impidiendo así a los ingleses una ulterior expansión
hacia el oeste, y ya sus comerciantes se tropezaban con las avan­
zadillas británicas en la región del Ohio. Todavía más al norte,
la expansión británica hacia el lago Champlain enfrentó a las
dos naciones en una zona de importancia estratégica para am­
bas. Tan sólo la fuerza de la federación de los indios iroqueses
mantuvo el equilibrio entre las dos débiles potencias europeas
hasta mediados del siglo XVIII.
Una vez que hubieron roto su aislamiento, las colonias bri­
tánicas no podían continuar desunidas, como lo demostraron
las guerras anglo-írancesas de 1741-1763, cuando la falta de co­
laboración entre las diversas colonias y las milicias coloniales,

57
por un lado’ y las tropas regulares por otro, puso de manifiesto
lo esencial que era el control centralizado para la defensa de las
'colonias. Análogamente, el problema del control de los territo­
rios occidentales, que a partir de 1763 quedaron abiertos a la co­
lonización británica, no podía ser resuelto por la iniciativa in­
dependiente, de esta o aquella colonia, preocupada tan sólo por
sus propios intereses. Había que elegir entre una federación co­
lonial y una autoridad central. Las colonias se negaron a unirse
en una federación en el Congreso de Albany de 1754, por lo
cual no quedaba otra alternativa que un rígido control de los
asuntos coloniales por parte de Gran Bretaña. Los problemas
de la defensa y de las relaciones con los indios planteaban, ine­
vitablemente, una cuestión financiera. En el pasado, la autono­
mía de la balanza colonial había sido posible porque la madre
patria había asumido pocos compromisos que exigieran gastos,
pero a partir de 1763 la perspectiva del coste del mantenimien­
to de unas fuerzas regulares para la defensa de América, en sus­
titución de las milicias coloniales, así como de la creación de un
sistema de administración de las tribus indias situadas al otro
lado de los montes Apalaches, precisamente en un momento en
que la deuda nacional se había agravado por los gastos de la con­
quista del Canadá, obligó a Gran Bretaña a revisar toda la cues­
tión financiera. Las guerras habían demostrado también que era
necesario respetar con más rigor las leyes de navegación, pues­
to que fueron muchos los colonos que violaron la prohibición
de comerciar con el enemigo; estaba claro, por consiguiente,
que ya no era posible mantener la «feliz y liberal situación» del
pasado.
El decenio siguiente al año 1763 representó, por ello, el mo­
mento de la verdad para el imperio británico. El problema no
se planteó de golpe en 1763, ni tampoco se llegó de improviso
a la nueva línea política, porque ésta derivó naturalmente de la
experiencia de los veinte años anteriores. Y sin embargo, los
americanos tuvieron la sensación de ver desaparecer todo aque­
llo que había caracterizado los viejos tiempos. Gran Bretaña tra­
taba de imponer una política y una defensa comunes para to­
dos los territorios occidentales; de recaudar impuestos que le
permitieran pagar al menos en parte los costos de esta nueva po­
lítica y de convertir aquellas posesiones agitadas y peligrosas en
un imperio centralizado. La consecuencia última, aunque no in-

58
mediata ni inevitable, fue la revolución americana y la conquis­
ta de la independencia por los Estados Unidos. El nuevo expe­
rimento había fracasado, pero no por ello concluyeron los in­
gleses que habían valorado mal la situación. Concluyeron que
no debían tolerar que se les presentase ningún problema similar
en el resto del imperio, en el Caribe y en las colonias arrebata­
das a Francia y España en 1763, después de medio siglo de
guerras. A finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, el impe­
rio británico heredó no solamente el liberalismo intrínseco de
la primera fase de la colonización, sino también el principio de
que las colonias debían estar sometidas a un control central efi­
caz. En las primeras colonias británicas había predominado el
principio de la libertad; en e! imperio moderno, a la libertad vi­
no a unirse ¡a autoridad.

Ií. el IMPERIO C O LO N IA L BRITANICO DESDE 1763 HASTA 1815

El período comprendido entre 1763 y 1815 constituyó una es­


pecie de puente entre los dos imperios británicos: e! originario
y autónomo de las colonias de poblamiento americanas y el
multilingüe y en gran parte dependiente del siglo XIX. La trans­
formación fue producto de tres acontecimientos. En primer lu­
gar, la nueva distribución de buena parte de los antiguos impe­
rios coloniales, como consecuencia de las guerras entre diver­
sos países europeos que se sucedieron casi ininterrumpidamen­
te, desde 1756 hasta 1815, y cuyo beneficiario fue sobre todo
Gran Bretaña, en cuanto máxima potencia naval: sus conquis­
tas cambiaron el carácter de su imperio. En segundo lugar, la
revolución americana que, al separar del resto del imperio gran
parte de las colonias originarias, alteró el equilibrio del conjun­
to. Y finalmente, la conquista de la India, acontecimiento revo­
lucionario para la historia mundial no menos que para el impe­
rio británico. Este imperio, que englobaba a doscientos millo­
nes de asiáticos, además de un notable número de franceses, es­
pañoles, holandeses y portugueses, resultaba bien diferente del
otro, poblado por colonos ingleses, indios americanos y escla­
vos negros.

59
Y no todo fueron novedades en 1815. La continuidad fue ob­
via, sobre todo en aquellas colonias de plantaciones del Caribe
(junto con regiones apenas pobladas por colonos, como Terra-
nova, Acadia, la bahía de Hudson y Honduras), que eran prác­
ticamente todo cuanto quedaba del imperio originario de Amé­
rica después de 1783. Las colonias del Caribe revistieron im­
portancia desde un punto de vista constitucional porque, junto
con Nueva Escocia y Nueva Brunswick (separadas de Acadia
en 1784), fueron las únicas que conservaron las antiguas insti­
tuciones representativas. Aun cuando en gran parte se produ­
jeron transformaciones notables durante el siglo XIX, consti­
tuían el principal eslabón entre la primera fase de la coloniza­
ción inglesa y el imperio británico posterior a 1815.
No hubo solución de continuidad ni siquiera en la política
comercial. Ni la pérdida de las colonias continentales en 1783,
ni la crítica de algunos liberales como Adam Smith {La riqueza
de las naciones fue publicada en 1776) lograron quebrantar se­
riamente la confianza inglesa en las leyes de navegación. Hubo,
sin embargo, algunos cambios de detalles y una cierta modifi­
cación de las prioridades. Al igual que los franceses, también
los ingleses vieron las ventajas de permitir en el Caribe un co­
mercio intercolonial limitado, por vez primera entre 1660 y
1670. Abriendo algunos «puertos francos», consiguieron pene­
trar en las reservas comerciales ajenas y atraer hacia su sistema
mercantil el dinero español y varias materias primas que no po­
dían hacerles la competencia. En vista de que el comercio di­
recto con Europa estaba todavía cerrado a los extranjeros, se­
mejantes modificaciones a! sistema «mercantilista» solamente
podían servir para el reforzamiento del mismo.
N o obstante, la pérdida de las colonias continentales produ­
jo una nueva interpretación de los fines originarios de las leyes
de navegación. Las colonias restantes tenían una importancia li­
mitada como mercados monopolísticos; incluso el azúcar del
Caribe resultó menos apreciado al saturarse el mercado azuca­
rero internacional. Las leyes de navegación volvieron entonces
a cumplir las funciones que habían tenido en un principio, esto
es, la de reservar determinadas futas a la marina mercante bri­
tánica a fin de reforzar las bases de su poderío naval. Hasta
aquel momento había existido una feliz coincidencia entre ven­
tajas económicas y monopolio naval, pero esto dejó de suceder

60
tras la pérdida de las colonias de América del Norte. Se plan­
teaba ahora el problema del comercio de las colonias del Cari­
be, tratándose de establecer si los buques de los Estados Uni­
dos, ahora «extranjeros», podían o no participar en el mismo.
Habría sido oportuno admitirlo, porque la prosperidad de la is­
la dependía del abastecimiento en productos alimenticios y ma­
dera de Norteamérica, de la disponibilidad del mercado ameri­
cano para la exportación de melaza y de los bajos fletes nor­
teamericanos. Pero, por otro lado, los buques de Estados Uni­
dos habrían podido también monopolizar el comercio del Ca­
ribe, así como el suministro de esclavos africanos y los trans­
portes desde las Indias Occidentales a Europa. Ello a su vez ha­
bría privado a la marina mercante británica de una ruta de am­
plio recorrido con América, muy útil como «escuela de marine­
ros» para la marina real. En 1783 se trataba por tanto de elegir
entre las necesidades económicas de las islas del azúcar (y los be­
neficios de los plantadores británicos) y las necesidades de la se­
guridad naval británica. Gran Bretaña dio preferencia a estas úl­
timas y excluyó a los buques americanos incluso de los puertos
francos. Las leyes de navegación superaron la crisis y duraron in­
tactas hasta 1830, siendo definitivamente abrogadas sólo en 1849.
Ahora bien, el monopolio comercial no fue aplicado por do­
quier. Las leyes de navegación tenían pleno vigor solamente pa­
ra el Atlántico. En el Africa occidental, la India y otras regio­
nes situadas al este de El Cabo únicamente estuvieron en vigor
en la medida en que privaban a los navios extranjeros de la po­
sibilidad de comerciar directamente entre esas áreas y Gran Bre­
taña o sus colonias. Pero, lejos de ser excluidas, los buques ex­
tranjeros fueron realmente alentados a entrar en los puertos
controlados por los ingleses. En cuanto a los puertos francos,
habían sido creados por razones prácticas, más que obedecien­
do a los principios liberales. El comercio oriental se sentaba en
unas bases diferentes a las del comercio atlántico. La India, por
ejemplo, no proporcionaba productos indispensables a Gran
Bretaña, con excepción de los calicós, que por lo demás fueron
legalmente excluidos para no perjudicar a los fabricantes de te­
jidos de algodón de Lancashire. Casi todos los mercados euro­
peos estaban cerrados a la Compañía Inglesa de las Indias
Orientales para proteger a las compañías de los otros países. De
ahí que a la compañía británica le resultase más ventajoso ven-

61
der sus mercancías en la India a los extranjeros, quienes a su
vez las revendían en los respectivos países, siendo pagadas en
dinero contante en Europa. Eira este un medio cómodo de trans­
ferir a la patria los beneficios logrados por el gobierno en la In­
dia. La principal alternativa consistía en intercambiar en Can­
tón los productos indios por té, que era luego enviado a Lon­
dres. En resumen, en el comercio oriental fue inevitable una
cierta flexibilidad; las leyes de navegación, por tanto, no estu­
vieron nunca en pleno vigor al éste del Cabo de Buena
Esperanza.
Un tercer elemento de continuidad entre el viejo imperio co­
lonial y el posterior a 1783 fue la persistencia de la falta de un
control central eficaz. Aunque muchas de las nuevas colonias
no tuvieron autonomía gubernativa, la tradición por la cual
Londres no se inmiscuía en los asuntos de las colonias siguió
más o menos inalterada. No se aprovecharon plenamente los en­
tes administrativos, aun mejorados. A partir de 1801 la sección
colonial del Ministerio de la Guerra y de las Colonias, aunque
no estaba en condiciones de impedir las interferencias de los
otros ministerios, pudo dedicarse a la administración colonial y
especializarse en ella, pero sin conseguir liberarse de las anti­
guas tradiciones. Análogamente, los asuntos de la India fueron
sometidos al control del gobierno británico por vez primera en
1773, y la India Act de Pitt dio en 1784 al nuevo y oficial Board
of Control el derecho a imponer sus directrices a la compañía
en muchas cuestiones. Pero en esencia se limitó a intervenir tan
sólo en las cuestiones de mayor importancia, como la guerra.
La administración interna de la India quedó en manos de los go­
bernadores de las tres circunscripciones administrativas de la co­
lonia: Calcuta, Madrás y Bombay. En 1815 el imperio británi­
co estaba aún tan descentralizado como en 1763.
Los ingleses eran conservadores, siempre que las circunstan­
cias se lo permitían, pero no era posible tratar las nuevas ad­
quisiciones, en su mayor parte al menos, a semejanza de las co­
lonias pobladas por británicos, ya que aquéllas eran casi todas
regiones habitadas por franceses, españoles, holandeses, indios
y gentes de otras razas. La característica dominante del imperio
británico, tal como éste se presentaba en 1815, era la variedad,
e inevitablemente de ésta derivó también una diversificación en
la política colonial.

62
Las razones que impulsaban a la adquisición de una nueva po­
sesión determinaban normalmente el carácter y las funciones de
la colonia. El viejo imperio colonial estaba formado, en su casi
totalidad, por territorios ocupados por colonos europeos de­
seosos de establecerse y explotar los recursos. En ¡os límites de
lo posible, eran gobernados como los dominios europeos del so­
berano, partiendo del supuesto de que los colonos eran súbdi­
tos con los mismos derechos e intereses que los de la metrópo­
li. Pero esto no era siempre aplicable a los dominios adquiridos
en 1763 o después. Con anterioridad a 1815 no hubo posesio­
nes anexionadas después de una emigración espontánea, con ex­
cepción de Sierra Leona, ni por iniciativa de las compañías co­
lonizadoras o de los propietarios. Por vez primera, el respon­
sable de la expansión del imperio no fue el súbdito, sino el go­
bierno, y éste tenía diversos móviles. Con todo, las anexiones
se debieron más a circuntancias transitorias que a una política
imperialista preestablecida. Hubo dos situaciones, sobre todo,
que contribuyeron a la expansión del imperio.
La primera fue una consecuencia secundaria de la guerra y la
estrategia militar. Las grandes e incesantes guerras del período
1741-1815 situaron cada vez más a los imperios coloniales en
el ámbito de la estrategia y la diplomacia europeas. Gran Bre­
taña figuró entre las naciones protagonistas de todas estas
guerras y era además una potencia naval, por lo que atacó a sus
enemigos continentales (como Francia, España y, a partir de
1793, Efolanda) en la periferia, donde éstos eran débiles y ella
fuerte. En todas las contiendas, excluida la guerra de indepen­
dencia americana, los británicos ocuparon muchas de las colo­
nias enemigas. En general, no se proponían conservarlas, sino
que las ocupaban para atacar al enemigo, para distraer fuerzas
de otros frentes y para asegurarse elementos de trueque, útilí­
simos en la mesa de las negociaciones. Pero en ocasiones man­
tuvieron la ocupación de colonias extranjeras por falta de otras
recompensas adecuadas o por su importancia, que en general
no venía dada por su valor económico intrínseco o por las po­
sibilidades que ofrecía a una colonización blanca, sino por los
intereses «estratégicos» de Gran Bretaña. Ya en 1713 los ingle­
ses se quedaron con Acadia porque esa colonia dominaba las
vías del acceso marítimo a Terranova y al río San Lorenzo y
amenazaba la seguridad deNuevaínglaterra. En 1763 se queda-

63
ron también con el Canadá porque el general Wolfe había in­
vertido demasiado dinero y demasiada pasión para que el go­
bierno pudiese cederlo, pero, sobre todo, para eliminar la ame­
naza francesa a las colonias continentales.
Motivos algo diferentes determinaron los acuerdos de paz de
1763 en el Caribe. Guadalupe fue restituida a Francia aun cons­
tituyendo un importante centro de producción de azúcar, por­
que los plantadores de las islas británicas temían su competen­
cia en el seno de! sistema imperial. Granada fue conservada por
sus plantaciones, y Dominica por su importancia como base na-
vai y centro de contrabando con las colonias extranjeras. Flo­
rida fue arrebatada a España para completar la ocupación del
continente americano al este del Misisipí, más que para proce­
der a su poblamiento.
Por otra parte, en 1763 predominaron los motivos «estraté­
gicos»: Las bases comerciales francesas en el Senegai fueron con­
servadas para poner fin al conflicto con los mercaderes ingleses
en Cambia. Los franceses conservaron cinco bases comerciales
en la india sólo a condición de no fortificarlas y no acantonar
en ellas más tropas de las estrictamente necesarias para el man­
tenimiento del orden. Como sucediera en América del Norte,
los ingleses se preocuparon de asegurarse de que Francia no de­
bilitara el predominio británico.
Este criterio fue seguido también en las negociaciones de paz
de 1802 y 1815. Desde hacía cerca de veinte años, Gran Breta­
ña tenía el predominio naval y ocupaba prácticamente todas las
colonias francesas y holandesas, además de alguna española. De
haberlo deseado, hubiera podido tenerlas todas; sin embargo
conservó relativamente pocas. Una vez más, sus motivaciones
eran de carácter estratégico. Conservó Trinidad en 1802 por­
que era una base óptima para el contrabando en el mar de las
Antillas, pero la isla fue pronto ocupada por los plantadores de
azúcar británicos y acabó asumiendo las características de las
otras colonias azucareras, aunque con una población multilin-
giie. En 1815, Gran Bretaña conservó asimismo otras islas; las
colonias holandesas en la Guayana, donde había habido emi­
gración e inversión de plantadores británicos antes de 1793; To-
bago y Santa Lucía, ambas francesas, estratégicamente impor­
tantes por su posición en las Antillas. En Africa conservó el Ca­
bo de Buena Esperanza, esencial para las comunicaciones con

64
el Oriente, y ahora de imposible devolución a los holandeses,
por no exister seguridad alguna de que Holanda continuara
siendo una potencia amiga.
La preocupación por defender las comunicaciones con la In­
dia y el Extremo Oriente explica también la mayoría de las
anexiones en 1815. Al disponer de la isla de Mauricio, Gran Bre­
taña privaba a Francia de su mejor puerto en el océano Indico
meridional; al ocupar las Seychelles y las Maldivas, impedía que
se convirtieran en bases navales enemigas en las cercanías de la
India. Arrebató Ceilán a los holandeses no tanto por la canela
como por el puerto de Trincomalee, el único seguro de la bahía
de Bengala durante la estación monzónica. En 1786 se aseguró
Penang, a lo largo de la costa de Malasia, firmando un tratado
con el sultán local, para defender la ruta hacia China, y asegu­
rarse un centro comercial. A cambio, devolvió a los holandeses
todo el imperio indonesio en 1815, a pesar de su valor comer­
cial. En 1818 los ingleses se aseguraron Singapur, y en 1824 Ma­
laca, gracias a un tratado con Holanda. Se trataba de bases na­
vales y comerciales: su ocupación no significó que los ingleses
estuvieran arrepentidos de haber devuelto el grueso de las co­
lonias holandesas. Razones estratégicas determinaron también
las adquisiciones realizadas en el Mediterráneo: Malta y las is­
las Jónicas aseguraban el predominio naval ai este de Gibraltar
y hacían más segura la incierta ruta hacia la India a través de
Alejandría y el mar Rojo.
Basta hacer una lista de las adquisiciones de Gran Bretaña du­
rante este período de nuevos repartos para ver hasta qué punto
era diferente el nuevo imperio, por su alcance y su carácter, a
los territorios ocupados durante la primera fase de coloniza­
ción. Casi todas las nuevas posesiones tenían importancia para
la supremacía naval y comercial británica o funciones estratégi­
cas para la protección de las viejas colonias. En general, poseían
escaso valor intrínseco para el comercio, la producción o el po-
blamiento. Muchas veces las esperadas ventajas resultaron ilu­
sorias o efímeras, una vez desaparecida la situación que las ha­
bía producido. Penang, por ejemplo, se reveló inútil ya en 1815
tanto para la marina como para el comercio. Otras bases per­
dieron su importancia tras el descubrimiento de nuevas rutas na­
vales, la adopción de nuevos criterios estratégicos o la instau­
ración de nuevas relaciones internacionales. Fue en ese punto

65
cuando se reveló el carácter particular de tales colonias: pasa­
ron a ser inútiles a la metrópoli. Estos fueron los primeros ejem­
plos de una categoría de dominios que se amplió cada vez más
a lo largo del siglo X IX : colonias de ocupación, más que de po-
blamiento, que continuaron formando parte del imperio aun
después de que hubieran desaparecido las condiciones que las
habían hecho importantes, o cuando no servían ya para las fun­
ciones a las que habían sido designadas. A diferencia de las ver­
daderas colonias de poblamiento, se convirtieron en rarezas ex­
hibidas en el museo imperial como reliquias de la antigua his­
toria británica.
No todas las nuevas adquisiciones inglesas del período
1763-1815 fueron producto de guerras europeas. Aparte de la
India hubo dos casos particulares, Sierra Leona y Nueva Gales
del Sur, de posesiones que nunca antes habían pertenecido a po­
tencias europeas.
Sierra Leona nació en 1787 como refugio de los esclavos ne­
gros liberados en Inglaterra a consecuencia de la sentencia de
lord Mansfield en el caso Somerset, en 1772. En un primer mo­
mento fue administrada por un grupo de filántropos que se
constituyó en compañía privilegiada en 1791. En 1808 la com­
pañía ya no estaba en condiciones de subvencionar la colonia,
que pasó a la Corona. Tenía escaso valor comercial y no se pres­
taba a la emigración. Más tarde revistió una relativa importan­
cia como base naval para combatir la trata de esclavos, y como
centro de expansión hacia el interior. Se planteaba además el
problema de cómo gobernar una coloma que técnicamente ha­
bía sido adquirida para «poblamiento» de súbditos británicos,
por lo cual legalmente tenía derecho a la constitución y las le­
yes tradicionales, aun cuando fuera evidente que no estaba en
condiciones de ejercerlo como hubiera debido.
Nueva Gales del Sur nació como colonia penitenciaria en
1788 a fin de llenar el vacío creado por la pérdida de las colo­
nias americanas como lugar de destino de los delincuentes. No
se pensaba crear allí otra colonia de poblamiento; se autorizó
la emigración sólo porque era necesaria para el propio mante­
nimiento de la colonia penitenciaria. De Sydney partió una gran
parte de las sucesivas colonizaciones de Australia y el Pacífico
meridional, y de allí surgió una nueva generación de colonos

66
británicos que reprodujeron en las nuevas colonias las caracte­
rísticas de las viejas colonias americanas.
A pesar de su variedad, los nuevos dominios británicos te­
nían en común dos aspectos que les caracterizaban con respec­
to a las antiguas colonias. No estaban habitados por colonos de
estirpe británica, emigrados espontáneamente, y poseían en su
mayor parte leyes, costumbres e instituciones políticas particu­
lares. Es verdad que con el tiempo algunos, y particularmente
América del Norte, Sudáfrica y Nueva Gales del Sur, acogerían
a inmigrantes británicos y acabarían asemejándose a las prime­
ras colonias americanas; pero en 1815 esto sólo se podía prever
en Canadá.
El carácter especial de estos dominios suscitaba problemas de
gobierno. Colonos de estirpe europea y poblaciones nativas de
diversas razas se convertían en súbditos británicos cuando se
procedía a la anexión de la colonia, pero, a diferencia de los bri­
tánicos que emigraban a una colonia «poblada» desde el primer
momento por ingleses, no tenían legalmente derecho a las ins­
tituciones y leyes británicas y, en general, no las comprendían
ni las deseaban. Circunstancias distintas produjeron resultados
distintos. En 1815 la uniformidad constitucional del antiguo im­
perio había sido destruida y se delineaban cuatro tendencias
bien distintas: el antiguo sistema colonial, que sobrevivía en el
Caribe, Nueva Escocia y Nueva Brunswick; una versión mo­
dificada en el Canadá; un gobierno derivado de los anteriores
regímenes europeos en un determinado número de colonias
conquistadas; y una forma particular de gobierno en la India y
Ceilán.
El primero de estos sistemas ya ha sido descrito, y no cam­
bió durante el período que siguió a 1763. El segundo fue pro­
ducto de circunstancias específicas, existentes en el Canadá tras
la conquista. Como todas las formas nuevas, fue el resultado de
experimentos empíricos más que de un plan preconcebido. En
1763 Gran Bretaña se propuso otorgar a Quebec el antiguo sis­
tema de gobierno colonial británico, sin tener en cuenta el he­
cho de que sus habitantes eran franceses porque se esperaba que
afluyeran allí emigrantes de las colonias más antiguas y s? pre­
tendía asentarlos en el área del río San Lorenzo más que en los
territorios occidentales, donde podían surgir complicaciones
con las tribus indias. Pero en 1770 esta emigración todavía no

67
se había producido y no se podía ignorar que una constitución
y unas leyes inglesas no se adaptaban a una colonia habitada
por franceses. En 1774 el Parlamento inglés aprobó la Quebec
Act con la esperanza de asegurarse la fidelidad de los canadien­
ses de origen francés. Quebec tuvo un gobierno dirigido por
un gobernador y un consejo legislativo nombrados, junto con
leyes civiles y de la propiedad de la tierra de tipo francés, así
como igualdad política y religiosa para los católicos. Quebec pa­
só con ello a ser la primera colonia británica con un sistema gu­
bernamental deliberadamente inspirado en el deseo de conser­
var intactas las instituciones de una colonia extranjera después
de la conquista. A partir de 1793 estos conceptos fueron apli­
cados generalmente a las demás colonias conquistadas.
Pero en el Canadá ese sistema tuvo una existencia breve. Des­
pués de la guerra americana la influencia de los leales de lengua
inglesa del sur hizo realidad, aunque con retraso, las esperanzas
de 1763. El tipo de gobierno y legislación franceses resultaban
inaceptables para los nuevos colonos, los cuales querían el an­
tiguo sistema colonial. Pero aparte de que esto no era aceptable
para la mayoría de los canadienses franceses, también en Ingla­
terra se plantearon nuevas objeciones a un retorno completo al
sistema antiguo. Desde 1783 se tendía a atribuir la revolución
americana a la debilidad del gobierno y al excesivo poder con­
cedido a las asambleas en las viejas colonias. Con la Constitu-
tional Act de 1791 se intentó dar al Canadá libertad constitu­
cional sin destruir completamente la autoridad del gobierno.
Quebec quedó dividida en las provincias del Canadá superior e
inferior, para separar a los franceses e ingleses, y permitir a los
franceses del Canadá inferior conservar sus leyes civiles. Cada
colonia disponía de una asamblea electiva, a ejemplo de las an­
tiguas, pero también tenía un numeroso consejo legislativo
nombrado, que debía hacer las veces de segunda cámara y, al
menos así se esperaba, apoyar a la Corona defendiéndola de las
tendencias democráticas de la primera cámara. Se pensó tam­
bién en la creación de una nobleza de pares coloniales con de­
recho a sentarse en el consejo. Se estableció la Iglesia anglicana
y se la apoyó para que hiciera propaganda de las tendencias po-
liticosociales estimadas convenientes y sirviera de bastión al eje­
cutivo. La Corona conservó sustanciosas fuentes de ingresos, a

68
fin de permanecer en cierta medida económicamente indepen­
diente de las votaciones anuales de la asamblea.
La ley de 1791 creó un modelo constitucional nuevo e híbri­
do de gobierno colonial. Aparte de que no había un «ministe­
rio» colonial, puesto que el gobernador era el único responsa­
ble de la administración, se intentó exportar las características
esenciales de la coístitución británica de finales del siglo XVIII
a diferencia de la constitución del XVII, de la que gozaban las
colonias más antiguas. El ejecutivo se vio reforzado por la alian­
za con el Consejo legislativo, por la parcial libertad financiera
y por las mayores posibilidades de influir en la asamblea me­
diante la distribución de los cargos. Como resultado de todo
ello debía haberse dispuesto de una constitución «equilibrada»,
igual a la que se creía que existía en la madre patria. En reali­
dad, el experimento fracasó casi totalmente. Algunas revueltas
en ambas provincias en 1837 introdujeron ulteriores modifica­
ciones, que se resolvieron finalmente con la más importante de
las «invenciones» coloniales británicas del siglo X IX : el gobier­
no de gabinete en los dominios.
En 1815, sin embargo, Canadá era la excepción, dentro del
orden general de la política británica. Todas las demás colonias
europeas recientemente adquiridas tenían una forma de admi­
nistración autónoma que reflejaba sus orígenes extranjeros. A
excepción de la Guayana británica, que conservó las complejas
instituciones holandesas, usualmente esta administración estaba
constituida por un gobernador que gozaba de poderes para pro­
mulgar ordenanzas, por un pequeño consejo nombrado, cuyo
parecer podía ignorar el gobernador, y por unos sencillos entes
administrativos y legales que se remitían a la práctica seguida
antes de la ocupación británica. Era un completa ruptura con
la vieja tradición inglesa; aquellas colonias no eran dominios de
la Corona, en el viejo sentido de la palabra, sino dependencias
ajenas a las tradiciones británicas.
En la historia inglesa había habido precedentes de gobiernos
autónomos: en Nueva Inglaterra, entre 1685 y 1688; en Aca-
dia, de 1713 a 1763, y en Senegambia, de 1765 a 1783. Ahora
bien, en 1763 Granada, Dominica y la Florida, como el Cana­
dá, habían recibido la promesa de un gobierno representativo
y la aplicación del derecho inglés. Pero en un segundo tiempo
dos factores indujeron a los ingleses a pensárselo mejor. La ex­

69
periencia de la administración de las colonias habitadas por fran­
ceses o españoles, complicada por la presencia de una minoría
de inmigrantes ingleses, enseñaba que, incluso si al final se po­
dían dar a todas las colonias instituciones británicas, resultaba
más ventajoso no hacerlo inmediatamente. Además, y ante la
probabilidad de tener que restituir, una vez acabada la guerra,
la mayor parte de las colqnias extranjeras Ocupadas de 1791 a
1815, era inútil modificar sus formas de gobierno durante una
ocupación militar provisional.
El problema se planteó de manera urgente a partir de 1815,
cuando fue preciso encontrar una solución para los dominios
anexionados definitivamente; pero para entonces el tiempo y la
experiencia habían enseñado algo. Los gobiernos militares pro­
visionales basados en sistemas preexistentes habían ido funcio­
nando durante un par de décadas. Era más ventajoso mantener­
los que buscar nuevas vías, y además se sabía a aquellas alturas
que era mejor no tener que enfrentarse con las rebeldes asam­
bleas locales. Dos principios sugirieron la solución. En algunas
colonias los términos de la capitulación habían especificado que
se conservarían las instituciones y el régimen jurídico anterio­
res a la ocupación inglesa. Los humanitaristas de Gran Bretaña
encontraron más oportuno no proporcionar a las colonias de
plantaciones asambleas que pudieran oponerse a la política in­
glesa, la cual tendía a «mejorar» la situación de los esclavos; ade­
más, no estimaban justo que una minoría de propietarios blan­
cos gobernara una colonia donde la población se componía ma-
yoritariamente de no europeos libres.
Ante la existencia de unos principios e intereses tan vario­
pintos, las medidas adoptadas para gobernar en época de guerra
las colonias conquistadas se transformaron en un sistema per­
manente, llamado luego, de modo genérico, «gobierno de las co­
lonias de la Corona». Con el tiempo las instituciones se perfec­
cionaron, y los principios en base a los cuales se propugnaba
aquel tipo de gobierno acabaron por ser considerados como los
motivos de su adopción. Pero el «gobierno de las colonias de
la Corona» fue en realidad la consecuencia de un accidente
histórico.
Una forma de gobierno que estaba en contradicción con la
tradición británica se había desarrollado por razones muy dife­
rentes en la India y Ceilán. De la India nos ocuparemos más

70
adelante. Ceilán, transferida al departamento colonial en 1801
tras haber sido conquistada a la India, fue el primer dominio
no europeo con que hubo de enfrentarse la administración co­
lonial británica. Dado que estaba habitado por asiáticos sobre
los cuales los holandeses tan sólo habían ejercido un control su­
perficial, ni el viejo sistema de gobierno británico ni el método
alternativo de conservar las instituciones de los predecesores eu­
ropeos de los ingleses podían ser aplicados. Los británicos adop­
taron, pues, el modelo de reciente creación para la India. Go­
bernaron así Ceilán de forma «directa» y autocrática, con una
administración estatal de profesionales traídos de Gran Breta­
ña, pero conservaron las leyes y costumbres locales y se sirvie­
ron de funcionarios indígenas para las instancias gubernamen­
tales inferiores. Otra novedad la constituyó el idealismo en que
se inspiró la administración británica, y que fue definido por
uno de los primeros gobernadores como el propósito de «ase­
gurar la prosperidad de la isla con el único medio de aumentar
en general la prosperidad y la felicidad de los indígenas». En
1815 Ceilán representaba una singular excepción. Adquirida
únicamente para disfrutar de la base de Trincomalee, goberna­
da según se decía en interés de los indígenas, incapaces éstos du­
rante algún tiempo de pagarse su administración, no se parecía
a ninguna otra colonia de la historia británica anterior. Y, sin
embargo, constituyó el prototipo de muchas otras colonias ad­
quiridas luego en Africa y en Oriente por razones análogas y
limitadas, y administradas después conforme a los mismos prin­
cipios por similares motivos.
En 1815, por consiguiente, el imperio británico había perdi­
do su unidad. Y cosa particularmente significativa, no estaba ya
constituido por verdaderas colonias. El viejo imperio había si­
do la expresión del carácter británico y el nuevo era la muestra
del poderío británico. Su historia, durante el siglo y medio si­
guiente, se basó en el contraste entre las tradiciones de la colo­
nización y la necesidad de la dominación. La antigua tradición
liberal fue perpetuada por las colonias de poblamiento, viejas y
nuevas, que habían alcanzado su autogobierno y acabaron sien­
do los llamados «Dominions.» Las demás fueron verdaderas
posesiones.

71
5. La disgregación de los imperios
coloniales americanos

I. NUEVO REPARTO Y NACIO NALISM O C O LO N IA L

La historia de los imperios coloniales europeos se divide en dos


fases, que acabaron superponiéndose. La primera dio comienzo
en el siglo XV y terminó poco después de 1800; la segunda se ini­
ció a finales del siglo XVIII y duró hasta el siglo X X . En la pri­
mera fase las posesiones europeas se concentraron en América;
en la segunda, en Africa y Asia. N o hubo ninguna ruptura cro­
nológica entre ambas fases, ni tampoco razones por las cuales
Europa no tuviese que continuar dominando América mientras
ocupaba otros continentes. Pero la disgregación de gran parte
de los imperios americanos originarios, en el período 1763-1830,
constituyó una especie de línea divisoria entre dos épocas y
cambió el carácter del imperialismo europeo. Sólo este elemen­
to justifica el uso de términos tales como «antiguo» y «moder­
no», referidos a los imperios.
Ahora bien, ¿por qué se disolvieron los imperios americanos
al cabo de tres siglos, justo en el momento en que parecían más
prósperos y preciados que nunca? Dos fueron los elementos dis-
gregadores. En primer lugar, el nuevo reparto de las posesiones
coloniales entre las potencias europeas, y en segundo lugar el
completo rechazo, por parte de los colonos americanos, de la
autoridad europea.
El reparto de las posesiones fue una especie de ban­
quete de caníbales. Antes de 1660 hubo varios repartos, dado
que las potencias habían llegado tarde a la conquista —co­
mo Francia, Inglaterra y Holanda— habían sido oficialmente
excluidas de la expansión ultramarina por las varias bulas pa­
pales que habían reservado todas las zonas no cristianas del
mundo a España y Portugal. Pero se trataba de una exclusiva
poco realista e insostenible. Sin embargo, la mayor parte de las
colonias americanas de Francia e Inglaterra estaba constituida

72
por territorios que España no se había molestado en ocupar.
De ahí que se tratara de proceder más a una nueva definición
de sus derechos que a un reparto colonial. Holanda fue quien
recurrió más descaradamente a una táctica de rapiña, creándose
un imperio en Brasil, Africa occidental y el Oriente a costa de
los portugueses. Entre 1660 y 1756 fueron, sin embargo, po­
quísimas las colonias que cambiaron de dueño. Los holandeses
no realizaron nuevas adquisiciones. Francia se limitó a arreba­
tar Santo Domingo y la Luisiana a España, y algunas islas del
Caribe y bases en Africa occidental a los holandeses. Los ingle­
ses sustrajeron a Francia Acadia y San Cristóbal y se apodera­
ron de algunas otras zonas reivindicadas por Francia en Terra-
nova y la bahía de Hudson.
Entre 1756 y 1815 se procedió a la redistribución de las co­
lonias. A la sazón, habiéndose extendido la ocupación efectiva
a la mayor parte del territorio de América, una potencia no po­
día hacer nuevas adquisiciones sin haber expulsado antes a otro
ocupante. Los incentivos estaban representados por la presión ex-
pansionista de las colonias existentes, por la rivalidad comercial
y por los problemas estratégicos planteados por las diversas
guerras. De tal reparto se beneficiaron los ingleses; ios perjudi­
cados fueron los franceses. En 1815 Francia había sido despo­
jada de todas las colonias del continente norteamericano y con­
servaba tan sólo las islas del Caribe, Cayena y Saint-Pierre y Mi-
quelon como bases de pesca en la desembocadura del río San
Lorenzo. Los holandeses perdieron una parte de la Guayana,
el Cabo de Buena Esperanza, Ceilán y otras posesiones meno­
res, también en provecho de los ingleses, y dejaron casi de ser
una potencia colonial en América. España, y ello resulta bas­
tante curioso, perdió tan sólo Trinidad, que pasó a Inglaterra,
recibiendo en compensación Florida. Portugal no perdió nada.
Los cambios, pues, fueron relativamente pocos. Lo más sor­
prendente fue el hecho de que España y Portugal, las más dé­
biles de las potencias coloniales, salieran tan poco perjudicadas.
Portugal lo consiguió porque había permanecido fiel como alia­
do de Gran Bretaña. España, que había sido en cambio su ad­
versaria en todas las guerras habidas de 1739 a 1783, y durante
algún tiempo también después de 1793, no sufrió ulteriores pér­
didas por dos razones. Los ingleses, durante la guerra, se ocu­
paron rnás de ganar a Francia en América del Norte y el Caribe

73
y menos de ocupar las colonias por las ventajas que ello pudie­
se proporcionarles. Además, en realidad no estaban interesados
por las posesiones españolas más extensas. Entonces se daban
cuenta, cosa que Cromwell no había querido admitir al atacar
la América española de 1655, de que resultaba difícil conquistar
y desventajoso mantener extensos territorios en el extranjero.
Las colonias españolas revestían importancia como mercados y
fuentes de plata y demás materias primas a los ojos de Gran Bre­
taña. Esta se contentaba con dejar que España administrara los
territorios, en tanto que los comerciantes ingleses se iban infil­
trando en sus mercados. Los imperios ibéricos, por consiguien­
te, sobrevivieron hasta 1815 sobre todo porque era anacrónico
conquistar colonias extranjeras para mantenerlas. En definitiva,
la independencia de América Latina sirvió a los intereses de
Gran Bretaña no menos que si las posesiones en cuestión hu­
bieran estado incorporadas a su imperio.
Mucho más significativo que el paso de una colonia de uno
a otro dueño fue el proceso por el cual las colonias se liberaron
de la autoridad europea para convertirse en estados soberanos.
En 1830 la América continental estaba formada por cierto nú­
mero de estados independientes y por una exigua minoría de co­
lonias supervivientes. Las trece colonias británicas originarias
formaron los Estados Unidos, dejando a Gran Bretaña sólo el
Canadá y otras pequeñas posesiones, tales como Nueva Esco­
cia, Nueva Brunswick y Terranova. En América central y me­
ridional quedaban únicamente las colonias de Francia, Gran
Bretaña y Holanda en la Guayana. En el Caribe las colonias per­
manecieron prácticamente intactas: sólo Santo Domingo, antes
posesión francesa, se había convertido en un Estado soberano:
la República de Haití. Prácticamente, Europa no tenía ya el con­
trol de América.
Es importante no partir del supuesto de que ¡a independen­
cia americana fue un hecho inevitable y en todo caso previsible.
En realidad, fue uno de los hechos más extraordinarios de la his­
toria de la expansión europea. Erraríamos si quisiéramos ver en
él una cierta analogía con el fin del dominio europeo en Africa
y Asia. En la India, por ejemplo, los ingleses eran extranjeros.
Su autoridad se fundaba en la fuerza y era previsible que ei na­
cionalismo indio acabara por rebelarse contra una dominación
extranjera. Todo cuanto se ha dicho acerca de la colonización

74
americana indica que allí la autoridad europea se basaba en fun­
damentos más sólidos. Las colonias americanas eran hijas na­
turales de la madre patria, con la cual tenían en común institu­
ciones, cultura y religión. Las colonias españolas permanecie­
ron fieles durante cerca de trescientos años; las británicas du­
rante cerca de un siglo y medio. Nunca habían sido dominadas
por la fuerza de las armas: antes de 1756 eran poquísimas las
tropas europeas en América, y después fueron demasiado esca­
sas para mantener el control dé unos dominios que cubrían me­
dio continente. La autoridad estaba muy precariamente susten­
tada por la fuerza; las revueltas solamente habrían podido ser
sofocadas si la intervención imperial hubiera estado adecuada­
mente apoyada por unos colonos fieles.
E- esencial, por tanto, considerar el problema de la indepen­
dencia colonial en base al supuesto de que la fidelidad a la ma­
dre patria era la norma y la rebelión la excepción a una tradi­
ción afirmada desde largo tiempo atrás. Partiendo de este su­
puesto, se plantean dos cuestiones: ¿Por qué unas colonias nor­
malmente fieles faltaron a su fidelidad? ¿Cómo triunfaron en
su empeño? Son cuestiones complejas que precisan de un ade­
cuado tratamiento desde un punto de vista cronológico. En una
exposición breve únicamente se pueden aislar aquellas circuns­
tancias que quebrantaron la fidelidad de los colonos de todas
las nacionalidades y analizar la situación de la cual derivó la in­
dependencia de los Estados Unidos, de las colonias españolas,
de Haití y del Brasil.
La autoridad de la madre patria se basaba en la actitud men­
tal del colono. El imperio estaba seguro mientras el colono acep­
tase su subordinación, bien porque tuviese una comunidad de
intereses con la madre patria, bien simplemente porque no vie­
se otra alternativa. Y viceversa, la fidelidad faltaba cuando el co­
lono se daba cuenta de que sus intereses no coincidían con los
de la madre patria: esa fue la raíz del nacionalismo colonial.
¿Hasta qué punto aceptaban los americanos su condición de
súbditos de los soberanos europeos en el curso del siglo XVIII?
¿Qué aspectos del imperio contribuyeron a quebrar esa fi­
delidad ?
En la actitud de los americanos hacia la madre patria en el
siglo XVHI había una fundamental ambivalencia, producto de un
conflicto entre el sentimiento de fidelidad a los soberanos y la

75
conciencia de su particular identidad en tanto que americanos.
Aceptaban la condición de súbditos porque, como emigrantes
o descendientes de emigrantes, la encontraban natural. La fide­
lidad derivaba de la comunidad de raza, lengua, religión e ins­
tituciones. Además, estaba enormemente reforzada por la falta
de alternativas. Hasta que los Estados Unidos demostraron que
las colonias rebeldes podían ser libres, se consideraba obvio que
eran demasiado débiles para regirse por sí mismas; si se hubie­
ran rebelado contra un amo, habría sido para someterse a otro.
Y dado que los colonos sentían apego a sus leyes, instituciones
y religión, consideraban desastroso el hecho de caer bajo una
potencia extranjera. Los ingleses no dudaban haber beneficiado
a los franceses del Canadá, después de 1763, al ofrecerles las le­
yes e instituciones políticas liberales de Gran Bretaña, pero los
canadienses no pensaban lo mismo. La natural fidelidad de los
colonos se basaba por tanto en esta actitud mental, pero no era
una fidelidad incondicional, y ciertamente no significaba obe­
diencia ciega a la metrópoli. Quizá el mejor modo para definir
la actitud de los americanos sea decir que si bien éstos eran fun­
damentalmente fieles, por costumbre eran también desobedien­
tes. La desobediencia brotaba inevitablemente de las desventa­
jas que representaban para ellos muchas leyes y de la relativa
facilidad con que se las podía evadir. Tal evasión de las leyes
era la válvula de seguridad de la fidelidad americana; si no fun­
cionaba, el propio imperio estaba en peligro. El imperio de
América se basaba en un casual y perfecto equilibrio entre las
imposiciones del gobierno imperial y la capacidad de no respe­
tarlas por parte de los colonos.
Frente a la fidelidad fundamental de las colonias hay que con­
siderar el desarrollo del nacionalismo colonial. Es difícil definir
su naturaleza y extensión en aquellas colonias pobladas por
blancos y todavía gobernadas por los estados metropolitanos
originarios. Los colonos americanos tenían clara conciencia de
los intereses locales y de los lazos con la tierra de elección, ca­
da vez más fuertes y numerosos con el transcurso de los años.
Se sentían ofendidos por la arrogancia de los funcionarios me­
tropolitanos y no soportaban las disposiciones que subordina­
ban los intereses locales a los de la madre patria. Se sentían pe­
ruanos, brasileños, canadienses o virginianos no menos que es­
pañoles, portugueses, etc. El equilibrio al que antes hicimos re-

76
ferencia variaba según la situación y la clase social. Para todos
los colonos, los intereses locales tenían prioridad sobre los im­
periales, pero la conciencia de una nacionalidad colonial bien di­
ferenciada variaba a menudo en relación inversa a la condición
social. El colono que se había enriquecido y reafirmado era, por
lo general, aquel que se sentía ahí más europeo. Tendía a enviar
a Europa a sus hijos para que se educaran allí, a visitar con fre­
cuencia la patria e incluso a asumir empleos gubernamentales
en compensación por ser excluido de cargos más altos en Amé­
rica. A la inversa, los colonos menos ricos (los mestizos de la
América española, el farmer de la frontera, el inmigrante euro­
peo o el obrero urbano de la América británica) estaban menos
apegados a Europa, recibían menos ventajas de sus'relaciones
con el gobierno imperial y se preocupaban exclusivamente de
los aconteceres locales. Para ellos, nacionalidad europea y de­
voción a la madre patria revestían escaso significado: eran ver­
daderos americanos y nacionalistas, y no pocas veces rechaza­
ban con plena conciencia el Viejo Mundo. No fue casual que
quienes apoyaron los movimientos de independencia fuesen so­
bre todo los hombres de condición social relativamente baja y
los hombres de la frontera más que los habitantes de los cen­
tros de comercio, gobierno y civilización.
Siempre existía la posibilidad de que el equilibrio entre el na­
cionalismo americano y la fidelidad a la madre patria fuese al­
terado; pero no por ello hay que creer que las colonias estaban
permanentemente al borde de la revuelta a causa de su subor­
dinación económica, fiscal o política. A pesar de sus progresos
materiales, y su aparente capacidad de valerse por sí solas, las
colonias americanas se encontraban establemente enmarcadas en
un esquema convencional de relaciones de carácter imperialista.
Lo que amenazó a la autoridad imperial no fue el conservadu­
rismo, sino la innovación o la crisis imprevista. Las colonias se­
guían siendo fieles mientras no perdiesen ningún derecho o ven­
taja: los cambios, aunque sirviesen para mejorar la situación,
eran siempre probables fuentes de desorden. Así, la tranquili­
dad de las colonias se vio amenazada por los nuevos impuestos,
por los nuevos monopolios comerciales, por la solicitud siem­
pre creciente de hombres para el servicio militar, por las nuevas
instituciones políticas o judiciales. Pero a ello contribuyeron
asimismo las nuevas ideas, las de la Ilustración europea, las de

77
la revolución norteamericana o las de la francesa. Particular­
mente peligrosas eran las soluciones de continuidad en el go­
bierno de la metrópoli. El equilibrio imperial dependía de su es­
tabilidad. Si las colonias quedaban sin el control de la autori­
dad europea, aunque fuera por poco tiempo, y se veían obliga­
das a defenderse por sí solas, podían entonces esfumarse unas
actitudes mentales que habían resistido durante siglos. Una vez
suspendido su ejercicio, la práctica y las instituciones aceptadas
desde siempre parecían intolerables. Los imperios coloniales
americanos eran un producto de la historia: eran viejos odres,
incapaces de contener un vino nuevo.

II. LAS REV O LUCIO N ES CO LO N IALES

Toda novedad podía provocar el resentimiento de las colonias


en América, pero los cambios resultantes de las guerras entre
las potencias imperiales fueron la causa inmediata de la lucha
por la independencia que emprendieron todas estas colonias en­
tre 1776 y 1822. '
El proceso fue variable según los sitios, y no es posible ana­
lizarlo en esta obra. Será tratado más detalladamente en los vo­
lúmenes 30 (Los Estados Unidos de América) y 23 (América La­
tina III) de la presente Historia Universal. Debemos, pues, li­
mitarnos ahora a bosquejar los principales acontecimientos pa­
ra pasar luego a examinar el surgimiento de los nuevos impe­
rios a finales del siglo XVIII y en el curso del siglo XIX.
Para las colonias británicas de América del Norte, la causa
fundamental de la revolución y la independencia fue la guerra
de los Siete Años, concluida en 1763. La victoria de Gran Bre­
taña modificó la actitud mental de los colonos con respecto al
imperio y les indujo a reconsiderar su posición de súbditos.
Una vez conquistado a Francia el Canadá, la amenaza de una
agresión por la espalda quedó eliminada; pero al mismo tiempo
Gran Bretaña se vio forzada a asumir la responsabilidad de la
defensa del vasto hinterland de las viejas colonias costeras. Pe­
ro el mantenimiento del orden en estos territorios comportaba
la presencia de un costoso ejército regular; la necesidad de pro­
veer a tales gastos sugirió pedir la contribución de los colonos,
quienes en definitiva eran los máximos beneficiarios de la ad-

78
quisición de los nuevos territorios. Hasta entonces Gran Bre­
taña no había tratado jamás de cobrar impuestos a sus colonias.
Cuando lo intentó, entre 1764 y 1774, desencadenó una enco­
nada polémica acerca de los derechos de las colonias y el grado
de su autonomía, polémica que proporcionó a los americanos
una creciente conciencia de sus intereses, bien distintos a los de
la metrópoli, y por consecuencia de su nacionalismo. A la vez,
los ingleses decidieron imponer un mayor respeto a las leyes
del comercio colonial y, en general, tratar a las colonias como
panes integrantes del imperio, como hacía España, y no como
otras tantas dependencias separadas. Estas innovaciones susci­
taron, en conjunto, una fuerte resistencia. En 1770 existía un po­
deroso partido nacionalista en América, y particularmente en
Nueva Inglaterra, que trataba claramente de canalizar ese resen­
timiento hacia la aspiración a una independencia total. Pero el
partido nacionalista sólo tuvo éxito porque varias crisis meno­
res, como la provocada por la cuestión de la importación de té
por parte de la Compañía de las Indias Orientales en 1773, re­
forzaron la impresión de una intransigencia británica; y tam­
bién porque varios conflictos menores desembocaron en una lu­
cha abierta en 1775. La Declaración de Independencia emanada
del Congreso Continental en 1776 marcó el final de la menta­
lidad colonial en la América británica. Pero, aun así, Gran Bre­
taña habría tenido aún posibilidades de sofocar la rebelión. Si
no lo consiguió fue sobre todo porque Francia, España y H o­
landa se aliaron y le declararon la guerra, impidiéndole concen­
trar sus esfuerzos en América del Norte. La guerra, por tanto,
no solamente llevó a la disolución del antiguo sistema colonial,
sino que fue asimismo la causa inmediata del éxito de los re­
beldes americanos.
El tratado de 1738, por e! cual Gran Bretaña reconocía la in­
dependencia de los Estados Unidos, señaló el inicio de una nue­
va época en América, porque constituyó un ejemplo para las de­
más colonias. Ahora bien, de no haber estallado otras guerras,
difícilmente las colonias españolas, francesas o portuguesas ha­
brían tenido la capacidad o el deseo de seguir el ejemplo. Para
todas ellas tuvieron importancia decisiva las guerras originadas
por la Revolución francesa, que duraron sin interrupción hasta
1815, aunque los acontecimientos siguieron un curso distinto
en cada una de las colonias. Francia quedó aislada de sus colo-

79
nías a causa del bloqueo naval de los ingleses, de 1793 a 1815,
con una breve interrupción en los años 1801-1802, y muchas
de sus colonias fueron ocupadas por los ingleses. Con la firma
de la paz fueron restituidas casi todas. Santo Domingo, sin em­
bargo, no estaba en manos inglesas y no fue recuperada, dado
que entre tanto se había producido en ella una rebelión de es­
clavos, la única de toda la historia colonial. Francia había abo­
lido la esclavitud en 1793 y los antiguos esclavos le habían per­
manecido fieles. Napoleón intentó imponerla de nuevo en 1802,
con el resultado de que el ejército negro se rebeló y las tropas
y los funcionarios franceses hubieron de marcharse de allí. Al
reanudarse la guerra contra Inglaterra, Francia no estuvo en
condiciones de enviar expediciones militares hasta 1815, fecha
en que la empresa resultaba demasiado costosa. Finalmente, en
1825 Carlos X reconoció la soberanía e independencia de la re­
pública de Haití.
Mucho más complejos fueron ios acontecimientos en las co­
lonias españolas. El hecho más importante fue la ocupación de
España por Napoleón en 1808, porque los colonos no vieron
la razón para tener que jurar fidelidad al rey José, y en vez de
eso la juraron al legítimo heredero, Fernando VII, a la espera
de su restauración. Mientras, sin embargo, tuvieron que resol­
ver por sí solos sus propios asuntos y lograron así imponerse
a los funcionarios españoles expatriados. En 1815 los colonos
disponían, pues, de una experiencia de casi siete años de auto­
nomía política y libertad comercial, y en muchas regiones ha­
bía poderosos grupos que deseaban una completa independen­
cia o una libertad superior a aquella de que gozaran en el pa­
sado. La restaurada monarquía española y su parlamento se ne­
garon a conceder una y otra e intentaron imponer de nuevo el
antiguo régimen: el intento resultó fatal. Diez años más tarde
todas las colonias continentales habían alcanzado su indepen­
dencia; España conservaba tan sólo las del Caribe. Las rebelio­
nes siguieron cada una su propio curso, y en cierta medida se
influyeron mutuamente. España, por su parte, carecía de las
fuerzas militares o navales precisas para sofocarlas, pero habría
podido recibir la ayuda de Francia o Austria. La intervención
europea fue sin embargo bloqueada por Gran Bretaña que, pa­
ra sus intereses comerciales, prefería una América española in­
dependiente. Al reconocer oficiosamente a las nuevas repúbli-

80
c a s en 1 8 2 3 , C a n n in g h iz o u n g e s t o p r o b a b le m e n t e d e c isiv o :
G r a n B r e ta ñ a se c o n v ir tió en la m a d r e a d o p t iv a d e lo s e s ta d o s
d e A m é r ic a L a tin a .
T a m b ié n la in d e p e n d e n c ia d el B r a s il fu e u n a c o n se c u e n c ia d e
la s g u e r r a s n a p o le ó n ic a s . C u a n d o N a p o le ó n o c u p ó L i s b o a en
1 8 0 8 , la fa m ilia real m a r c h ó al e x ilio en R ío d e J a n e ir o , q u e se
c o n v ir tió d e e se m o d o en la c a p ita l d e l im p e r io p o r tu g u é s . E s o
b e n e fic ia b a al B r a s il, q u e se lib e r a b a d e c u a lq u ie r re stric c ió n d e
ín d o le c o m e rc ia l o p o lític a . P e r o el e n fr e n ta m ie n to d e c isiv o se
p r o d u jo en 1 8 1 5 , c u a n d o P o r t u g a l p id ió el r e t o r n o d e la C o r o ­
n a y la C o r t e y el P a r la m e n to in sis t ió en q u e B r a s il re c o b r a se
su a n tig u a p o s ic ió n s u b o r d in a d a en el c o m e r c io y en el g o b ie r ­
n o . E n 1 8 2 0 , a u n q u e d e m a la g a n a , el re y J u a n r e g r e s ó a L i s ­
b o a , d e ja n d o la r e g e n c ia d e l B r a s il a s u h ijo y h e r e d e r o , d o n P e ­
d r o . L o s b r a sile ñ o s , sin e m b a r g o , s e n e g a r o n a a c e p ta r tal s u ­
b o r d in a c ió n y en 1 8 2 2 m o n á r q u ic o s y r e p u b lic a n o s se u n ie ro n
p a r a d e c la r a r la in d e p e n d e n c ia d el B r a s il, c o n d o n P e d r o c o m o
m o n a r c a . T a m b ié n en e sa o c a s ió n el r e c o n o c im ie n to d e In g la ­
te r ra , o t o r g a d o en 1 8 2 5 , t u v o u n a im p o r ta n c ia d e c isiv a . E n 1828
se r o m p ie r o n lo s la z o s , in c lu so f o r m a le s, e n tr e la fa m ilia real
d e l B r a s il y la d e P o r tu g a l.
E n 1 8 2 5 , p o r ta n to , c a si t o d a la A m é r ic a c o n tin e n ta l se h ab ía
in d e p e n d iz a d o d e E u r o p a , c o n la s o la e x c e p c ió n d e la N o r t e ­
a m é r ic a b ritá n ic a y la s p e q u e ñ a s p o s e s io n e s in g le sa s, h o la n d e s a s
y fr a n c e sa s en la G u a y a n a . N i n g u n o d e e s t o s a c o n te c im ie n to s
h u b ie r a p o d id o s e r p r e v isto . L a in d e p e n d e n c ia a m e r ic a n a n o fu e
c ie r ta m e n te u n a in e v ita b le c o n s e c u e n c ia d el d e s a r r o llo d el n a ­
c io n a lis m o c o lo n ia l o d e la in to le r a n c ia d e l g o b ie r n o m e t r o p o ­
lita n o . E u r o p a p e r d ió s u s p o s e s io n e s en p a r te p o r q u e la riv a li­
d a d e n tre lo s d iv e r s o s p a ís e s e u r o p e o s n o le p e r m it ió e je r c e r su
a u to r id a d c o m o h u b ie se s id o p r e c is o y en p a r te ta m b ié n p o r ­
q u e , h a b ie n d o p e r d id o d u r a n te a lg ú n tie m p o el c o n tr o l, las p o ­
te n c ia s m e tr o p o lit a n a s n o s u p ie r o n a d a p ta r s e a las n u e v a s c ir ­
c u n sta n c ia s. E n el f u tu r o , s o la m e n te G r a n B r e ta ñ a s e e n fr e n ta ­
ría a p r o b le m a s a n á lo g o s en s u s c o lo n ia s d e p o b la m ie n t o , y en
el s ig lo XIX s ó l o lo g r a r ía c o n s e r v a r la s h a c ie n d o c o n c e sio n e s q u e
a n te s d e 1 8 2 5 h a b ría n p a r e c id o in c o n c e b ib le s a lo s o jo s d e c u a l­
q u ie r o t r a p o te n c ia .

81
6. Los europeos en Oriente antes de 1815

I. PORTUGAL Y ESPAÑA

En e! siglo XVIII cinco naciones europeas tenían posesiones en


el Oriente, donde, sin embargo, durante mucho tiempo no exis­
tieron imperios territoriales notables. Portugal y España se dis­
tinguieron de Holanda, Inglaterra y Francia: en el siglo XVI am­
bos países fueron los primeros, entre los europeos, en estable­
cer contactos con Asia a través de rutas oceánicas y crearon al­
ternativas a la actividad colonial, imitadas por todos los países
que les siguieron. Los portugueses demostraron a Europa que
se podía comerciar ventajosamente con territorios que tenían
una civilización avanzada y poderosos gobiernos indígenas. Evi­
taron la adquisición de grandes posesiones territoriales y cons­
truyeron un sistema de puertos y bases navales que se extendía
desde Lisboa hasta China y Japón. En las Filipinas, donde las
condiciones políticas y sociales eran diferentes a las que los eu­
ropeos encontraron en la mayoría de los países asiáticos, los es­
pañoles se sirvieron de las técnicas de colonización elaboradas
en América y crearon la primera, y durante mucho tiempo tam ­
bién la única, verdadera colonia europea en Oriente. Al contra­
rio que Holanda, Francia, e Inglaterra, los dos estados ibéricos
cedieron a la Corona la posesión de los dominios orien­
tales.
Los lusitanos fueron los primeros en descubrir y desarrollar
los contactos oceánicos con Oriente, como alternativa a los iti­
nerarios a través de Persia o el mar Rojo. Con un esfuerzo sos­
tenido durante toda la primera mitad del siglo XVI, asombroso
para un país tan pequeño, fueron estableciendo bases a lo largo
de las costas africanas, y desde allí a Ormuz, Diu, Goa, Cali-
cut, Colombo, Malaca, Java, las islas Molucas y Macao. Hacia
allí afluían las mercancías de las otras regiones de la India, del
archipiélago, de China y del Japón. Establecieron alianzas con

82
las a u to r id a d e s in d íg e n a s , m ie n tr a s q u e lo s e s ta d o s m e n o re s
a c e p ta b a n la s o b e r a n ía p o r tu g u e s a . P e r o el p r in c ip io se n ta d o
p o r A lb u q u e r q u e , p r im e r v irr e y d e la In d ia , fu e r e s p e t a d o sie m ­
p re. P o r tu g a l d e b ía te n e r s o la m e n te a lg u n a s fo r t a le z a s c lav e y
fa c to r ía s c o m e r c ia le s y c o n fia r en s u p r o p ia p o te n c ia n av a l p a r a
d e fe n d e r la s. M a n te n e r un im p e r io te r r ito r ia l h a b ría c o n s titu id o
u n a e m p r e sa s u p e r io r a s u s f u e r z a s y p o c o v e n ta jo s a a d e m á s.
E n re a lid a d , n u n c a fu e p o s ib le u n d o m in io a b s o lu t o d e l o c é a ­
n o. L a p o te n c ia n a v a l tu r c a re s u lta b a d e m a sia d o fu e rte en el m a r
R o jo , y P o r t u g a l n o c o n s ig u ió a s e g u r a r s e el c o n tr o l d e l c o m e r ­
cio in te r a siá tic o . T a m p o c o lo g r ó o b te n e r el m o n o p o lio d e la im ­
p o r ta c ió n d e lo s p r o d u c t o s o r ie n ta le s en E u r o p a ; d e h e c h o , lo s
itin e ra rio s te r r e str e s tr a d ic io n a le s r e sistie r o n a la c o m p e te n c ia y
a d q u ir ie r o n in c lu so m a y o r im p o r ta n c ia . E l a u té n tic o é x ito d e
P o rtu g a l fu e la e x c lu sió n d e t o d o s lo s d e m á s p a ís e s e u r o p e o s
d el c o n ta c to o c e á n ic o d ir e c to c o n O r ie n t e h a s ta fin a le s d e l s i­
g lo XVI.
P o r t u g a l v e ía r e c o m p e n s a d o s s u s e s fu e r z o s p o r lo s p r o d u c ­
to s o r ie n ta le s q u e im p o r ta b a a E u r o p a , r e v e n d ié n d o lo s c o n
e n o rm e s g a n a n c ia s. S u p o lític a c o n s is t ió en m a n te n e r lo s p r e ­
c io s a lto s , e x c lu y e n d o la c o m p e te n c ia y lim ita n d o s u s p r o p ia s
im p o r ta c io n e s. P a r a e v ita r in fr a c c io n e s a su c a si m o n o p o lio y
sie n d o r e d u c id o el v o lu m e n d e l c o m e r c io , e n v ia b a a O r ie n t e tan
s ó lo u n a flo ta al a ñ o . L o s in te re se s d e la C o r o n a e ran p r o te g i­
d o s im p id ie n d o a lo s e x tr a n je r o s p a r tic ip a r en la a c tiv id a d c o ­
m e rc ia l e in c lu so p r o h ib ie n d o a lo s m is m o s c o m e r c ia n te s p o r ­
t u g u e se s, h a s ta 1 6 4 0 , n e g o c ia r c o n la s e sp e c ie s m á s p r e c ia d a s.
E l m o n o p o lio fu e p o s t e r io r m e n t e r e f o r z a d o c a n a liz a n d o t o d o
el c o m e r c io a tra v é s d e G o a , c a p ita l d el im p e r io o r ie n ta l
p o r tu g u é s .
E n el s ig lo XVII, l o s p r in c ip io s p o r tu g u e s e s fu e ro n a d o p t a d o s
p o r c o m p e t id o r e s y s u c e s o r e s , y o t r o ta n to s u c e d ió ah í c o n la
e n d é m ic a c o r r u p c ió n d e su s f u n c io n a r io s a d m in is tr a tiv o s y m i­
lita res en O r ie n te . C iv ile s y m ilita re s eran r e c lu ta d o s m a y o r i-
ta ria m e n te en P o r t u g a l: a lo s c a r g o s s u p e r io r e s su b v e n ía la n ó ­
m in a re a l, en ta n to q u e p a r a el r e sto e ra la m ise r ia y la e s p e ­
ra n z a d e h a c e r fo r tu n a . L o s fu n c io n a r io s e sta b a n m a l p a g a d o s
y c o r r o m p id o s . E l se r v ic io en O r ie n t e o fre c ía ilim ita d a s p o s i ­
b ilid a d e s d e g a n a r d in e r o c o n el c o n tr a b a n d o , el p e c u la d o , la e x ­
p lo ta c ió n d e lo s n a tiv o s, e tc. C u a lq u ie r te n ta tiv a p o r p a r te de

83
ia Corona de investigar ios abusos era frustrada por el silencio
de los funcipnarios. Goa nunca consiguió controlar las bases
menores; sin embargo, el monopolio aseguraba tales ganancias
que la Corona podía ignorar tranquilamente la ineficacia que
reinaba en los establecimientos orientales.
Pero los sucesores no heredaron estas características de la ad­
ministración imperial portuguesa. La Corona nunca delegó el
control de sus bases en compañías privadas, aunque en algunos
casos, a finales del siglo XVII y nuevamente a mediados del si­
glo XVIII, bajo Pombal, se vendiera a comerciantes portugueses
el monopolio del comercio en una zona particular. La Corona,
pues, administraba directamente todas sus posesiones. El virrey
y el Consejo de Goa tenían jurisdicción sobre todas las bases
orientales (incluida Mozambique, hasta 1752) y decidían en las
causas de apelación penales y civiles. Goa tenía una administra­
ción colonial enteramente portuguesa similar a la del Brasil. Las
posesiones secundarias disponían de un gobierno menos com­
plejo, formado por un capitán, asistido por funcionarios civiles
y militares, y por un juez real. Lisboa trató de ejercer un cierto
control, pero con escasos resultados puesto que los poderes es­
taban dispersos entre demasiadas autoridades metropolitanas.
El Consejo de Estado nombraba al virrey y a los gobernadores
e intervenía a discreción en todos los sectores de la administra­
ción. El Consejo de Indias (rebautizado luego como Consejo
de Ultramar) era responsable de ¡a mayor parte de los asuntos
coloniales, pero el Consejo de Finanzas organiza las flotas
anuales y los monopolios reales, mientras que el Consejo Pri­
vado asistía al monarca en cuestiones judiciales. No había, por
consiguiente, unidad en la dirección de los asuntos, pese a lo
cual Portugal fue el único Estado cuyo soberano ejerció direc­
tamente el control sobre sus dominios asiáticos antes de 1800.
Otras dos características de la política portuguesa en Oriente
fueron la intolerancia religiosa y la carencia de prejuicios racia­
les. En todas sus posesiones, los portugueses destruían los tem­
plos no cristianos y convertían por la fuerza a los asiáticos. Só­
lo los conversos, estrechamente vigilados por la Inquisición,
eran protegidos por las leyes y podían entrar al servicio de la
Corona. Se crearon en todas partes obispados y parroquias y
el clero impuso el pago del diezmo. Esta política provocó gran­
des resentimientos entre los asiáticos, y quizá en muchas regio-

84
nes contribuyó a que se saludara ct>n alivio la llegada de los ho­
landeses, más tolerantes. Si los portugueses hubieran dispuesto
de grandes posesiones, no habrían podido seguir esta política,
pero sus pequeñas bases permitían crear un núcleo de asiáticos
cristianizados que eran súbditos portugueses y a menudo súb­
ditos muy fieles. La lealtad a un pueblo de otra raza era muy
rara en las colonias africanas y orientales, pero se veía reforza­
da por la falta de prejuicios raciales entre los portugueses. Es­
taban muy difundidos los matrimonios mixtos y el concubina­
to; las mujeres portuguesas que se trasladaban a Oriente eran
escasísimas y también eran escasos los colonos blancos, si se ex­
cluyen los funcionarios que se establecían en Oriente cuando
acababan su servicio. Los descendientes de sangre mezclada des­
empeñaron un papel importante en la administración y la de­
tensa, asegurando a Portugal una sólida base de apoyo. Portu­
gal fue la única nación europea que dejó una cierta huella en la
sociedad asiática antes del siglo XIX.
A comienzos del siglo XVIII, sin embargo, el imperio portu­
gués no existía ya prácticamente. Muchas de sus bases habían
pasado a manos holandesas e inglesas: quedaban solamente Goa,
Diu, parte de Timor y Macao, frente a Cantón. Desde 1700 so­
lamente un par de naves al año zarpaban de Lisboa con rumbo
a Goa, y a su regreso transportaban apenas una quinta parte de
las mercancías importadas en el siglo XVI. A partir de 1750, sin
embargo, se produjeron ciertos cambios en la situación. Los no
cristianos fueron tolerados, en Goa se desarrollaron manufac­
turas y plantaciones de algodón y el volumen del comercio de
Macao se desarrolló gracias a la demanda siempre creciente de
té en Europa. Pero en 1780 para los portugueses la administra­
ción de las colonias orientales suponía una pérdida, y su lugar
fue ocupado por otros.
Las Filipinas, única colonia española fuera de América, eran
cuanto le quedaba a los españoles de su primitivo proyecto de
un imperio oriental. El tratado de Tordesillas (1494) había ex­
cluido a España del comercio y las adquisiciones territoriales al
este de una línea que atravesaba el Atlántico de Norte a Sur. Pe­
ro no estaba claro hasta qué punto se extendía por el este la in­
fluencia portuguesa, ni si las viejas concesiones papales a Espa­
ña la autorizaban a penetrar en esa esfera de influencia nave­
gando hacia el oeste de Europa. Basándose en el supuesto de

85
que las concesiones continuaban teniendo validez, en 1519 Ma­
gallanes, un portugués al servicio de Carlos V, zarpó con rum­
bo oeste para reivindicar los derechos de los españoles sobre los
territorios del Extremo Oriente.
Las Filipinas fueron el fruto de esta expedición. Magallanes
se había propuesto alcanzar las Molucas, pero se desvió dema­
siado hacia el norte, llegó a las Filipinas y murió asesinado. Las
dos naves supervivientes, mandadas por Elcano, llegaron a las
Molucas y dejaron una pequeña guarnición en Tidore, cuyo sul­
tán se mostró sumamente feliz de aceptar el apoyo español con­
tra los portugueses. Las perspectivas parecían buenas; ocupado
México, los españoles disponían de una base óptima para esta­
blecer contactos regulares. Pero los resultados de las diferentes
expediciones hacia el archipiélago en 1524, 1526 y 1527 fueron
escasos. Los vientos del Pacífico hacían evidentemente imposi­
ble el regreso a América y el poderío portugués en Oriente era
demasiado fuerte. En 1529 Carlos V, al borde de la bancarrota
financiera tras sus campañas italianas, decidió ceder sus dere­
chos sobre el Oriente a fin de poder allegar algunos recursos.
En el tratado de Zaragoza aceptó 350 000 ducados y una línea
arbitraria de demarcación en el Pacífico a 17" al este de las
Molucas.
Las Filipinas estaban en la zona de influencia portuguesa, pe­
ro fueron ocupadas por una expedición española al mando de
Miguel López de Legazpi en 1564. Se trataba de una iniciativa
mexicana, más que española: uno de los primeros ejemplos de
«subirnperiaiismo» colonial. Al año siguiente, Andrés de Urda-
neta, quien había visitado las Molucas en compañía de Elcano
y luego se había hecho fraile, descubrió la ruta de retorno hacia
México. Ello permitía abrir un tráfico regular y los españoles
de Nueva España acariciaron la esperanza de servirse de Manila
como base para el contrabando con las Molucas. Extrañamen­
te, los portugueses no se enfadaron por la ocupación de las Fi­
lipinas, pero reaccionaron con violencia frente al contrabando.
La iniciativa mexicana habría resultado inútil, en vista de que
las Filipinas ofrecían poco interés, de no haberse desarrollado
el comercio de la seda con Cantón, realizado mediante juncos
chinos y organizado por comerciantes chinos. Ese comercio al­
canzó su máximo florecimiento en torno a 1597 y resultó tan
rentable como el comercio trasatlántico oficia! de España. La se-

86
da era enviada desde Acapulco, en México, a España o Perú,
que suministraba el dinero necesario para pagarla. Pero desde
el punto de vista de Madrid, este tráfico tenía sus desventajas.
Llevaba dinero a Oriente y no a España, y los mercados de
México y Perú se veían invadidos por productos orientales y
no españoles o europeos. El comercio de Manila amenazaba con
alejar a México y Perú de la función que les había sido asignada
dentro del sistema imperial español, ligándolos a Oriente. Fi­
nalmente, la seda de Manila, proveniente de esta ruta secunda­
ria, no podía competir con la directamente importada por Por­
tugal, ni ofrecía ventajas económicas a España. Por todo esto
se impusieron controles. En 1631 fue prohibido el comercio en­
tre México y Perú, y el mercado peruano fue cerrado a las mer­
cancías orientales. Forzado a servir únicamente a México, el
mercado de Manila declinó. En 1720 se impusieron nuevas res­
tricciones: se decretó que cada año solamente podían zarpar dos
galeones, con una cantidad limitada de dinero a bordo, los cua­
les no podrían retornar con una carga de seda. En 1734 se au­
mentaron las cantidades de dinero y mercancías transportadas
en el viaje de vuelta, gracias a lo cual pudo desarrollarse el trá­
fico, a medida que Nueva España se hacía más próspera. Este
fue el único lazo comercial entre el Nuevo Mundo y el Oriente
antes de que comenzara el comercio de las pieles entre las cos­
tas del noroeste de América, por un lado, y Japón y la China,
por el otro, a partir de 1780.
En cierto sentido, el gobierno español en Filipinas se orga­
nizó en función de este comercio, y la metrópoli apenas se in­
teresó por él. En general se adoptó sin modificaciones el siste­
ma de la América española. Manila dispuso de un gobernador
general y una administración similar a la de las otras colonias.
Se aplicaron las leyes de Indias, que reconocían ciertos dere­
chos a los no europeos. Toda la tierra fue asignada a la Corona,
quien la distribuyó entre los colonos laicos y eclesiásticos en ba­
se al principio de la encomienda. Las islas constituían grandes
dominios semifeudales, superficialmente controlados por el go­
bierno real, que nunca revocó sus concesiones, como sin em­
bargo hizo en América. En el ámbito de este sistema las formas
sociales y políticas filipinas sobrevivieron intactas. Pero la in­
fluencia que se dejó sentir particularmente entre los indígenas
fue la Iglesia católica. Al igual que en las regiones fronterizas

87
de la América española, los verdaderos colonizadores fue­
ron frailes y monjes, que convirtieron a casi todos los filipinos,
edificaron iglesias y crearon un sistema de parroquias y escue­
las de tipo europeo. La sociedad filipina asumió el carácter de
una teocracia. Se hizo, en cambio, bien poco por desarrollar la
economía, y Manila continuó siendo sobre todo una base co­
mercial. En el siglo xvm la situación estaba estancada; las islas
se habían convertido en piezas de museo de los métodos de co­
lonización española del siglo XVI, sin un número de colonos lai­
cos suficiente para desarrollarlas conforme a las tiirectrices de
las colonias «mixtas» de la América española. Sin embargo, fue
el único sector de proporciones notables fuera de América don­
de los europeos lograron asimilar a sus costumbres y religión
una numerosa población extranjera. La dominación española
sobrevivió a la pérdida de las colonias de la América continen­
tal, hasta ser barrida por los Estados Unidos en 1898.

II. LAS COM PAÑIAS HOLANDKSA, INGLESA Y FRANCESA


EN O RIENTE

Hasta la disolución de la Compagnie des Indes francesa en 1769


y la transferencia de sus bases a la Corona, ningún Estado de
la Europa del norte tuvo colonias en Oriente. Los ciento cua­
renta años anteriores a esta fecha presenciaron el máximo flo­
recimiento de las compañías «con carta» que se repartieron el
legado portugués y lo incrementaron. Tuvieron el campo libre
porque los gobiernos no disponían de los medios necesarios pa­
ra afrontar una colonización: Oriente, que para Europa tenía
valor sobre todo desde el punto de vista comercial, resultaba
particularmente idóneo para su explotación mediante socieda­
des privadas por acciones. Sólo en dos circunstancias podía una
compañía perder el control: si se declaraba insolvente, el Esta­
do debía subvencionarla o asumir directamente la administra­
ción de sus establecimientos. Igualmente,'el hecho de que una
compañía prosperara y se convirtiera en una verdadera poten­
cia territorial podía inducir u obligar al gobierno a asegurarse
aquella potencia política. En el siglo XVIII las compañías holan­
desa y francesa se enfrentaron a la bancarrota financiera y sus
posesiones pasaron respectivamente a las Provincias Unidas y

88
a Francia. La compañía inglesa, a pesar del cambio de las cir­
cunstancias, conservó el gobierno de la India hasta 1858, aun­
que a partir de 1784 fue sometida al rígido control del gobierno
británico. Los últimos imperios europeos en Asia y en Africa,
en cambio (aunque los ingleses y los alemanes, a finales del si­
glo X IX , se sirvieran también de compañías privilegiadas), fue­
ron creados y gobernados directamente por los estados eu­
ropeos.
Las tres grandes compañías tuvieron características comunes:
las tres ejercieron el monopolio del comercio entre sus respec­
tivos países y Oriente; las tres fueron creadas para poner fin a
la competencia entre los comerciantes de un mismo país; las tres
fueron fundadas con capital privado, aun cuando la compañía
francesa de 1667, y la que le sucedió en 1718, estuvieran sub­
vencionadas, en medida más que notable, por el Estado. Final­
mente, las tres fueron administradas desde la metrópoli por un
grupo de dirigentes prácticamente independiente. Ninguna tu­
vo fines imperialistas: simplemente trataron de enriquecerse con
el comercio.

a) La Compañía Holandesa de las Indias Orientales

Todas esas características distinguieron a la compañía holande­


sa fundada en 1602. Fue creada para destruir el monopolio por­
tugués del comercio oceánico con Asia y para unificar las fuer­
zas de las diferentes ciudades de los Países Bajos, que ya se es­
taban aprovechando de la guerra contra España y Portugal para
comerciar en Oriente. Su organización interna reflejaba la es­
tructura federal de las Provincias Unidas. Estaba dirigida por
un colegio de diecisiete directores, llamados exactamente así, los
Diecisiete. Pero éstos se ocupaban únicamente de la política ge­
neral de la compañía, nombrando a los funcionarios superiores,
organizando las flotas y estableciendo los precios de venta de
las mercancías importadas. El auténtico poder estaba en manos
de los directores de las seis cámaras locales, una por cada cen­
tro comercial. Eran elegidos por tres años, pero en la práctica
constituían oligarquías que se alternaban en el cargo. Las cáma­
ras preparaban las funciones, arrendaban las naves, enviaban
contingentes de tropas y nombraban a sus oficiales. Las cáma-

89
ras de Amsterdam y Zelanda, que nombraban respectivamente
a ocho y cuatro de los Diecisiete, por estar en sus manos la ma­
yor parte del comercio, dominaban la compañía, de igual modo
que dominaban los Estados Generales. Estos tenían un control
muy relativo sobre la compañía. Verificaban sus balances y le
renovaban periódicamente el privilegio, pero no intentaban in­
fluir en su política. El Estado habría podido ejercer un control
mayor cuando el estatúder Guillermo IV fue nombrado direc­
tor general de la Compañía en 1749, con notables poderes, pe­
ro murió en 1751, y la minoría de edad e indiferencia de su su­
cesor, Guillermo V, hizo que tales innovaciones resultasen
inoperantes.
Inicialmente la compañía evitó las responsabilidades de índo­
le territorial, y se aseguró únicamente las bases esenciales para
el comercio y el monopolio de determinados productos. Debía
conquistar los principales puertos portugueses, que eran la cla­
ve para el acceso a Oriente, pero para asegurarse el monopolio
tenía que ocupar bases nunca utilizadas por los portugueses. A
comienzos del siglo XVIII la compañía se había posesionado del
cabo de Buena Esperanza, Calicut, Cochin y factorías menores
en la costa india de Malabar, Negapatan y Pulicat en la costa
de Coromandel, de Masulipatan y de otras factorías más hacia
el norte y en Bengala y de Ceilán. En la India, la compañía tu­
vo rivales, pero en el archipiélago indonesio, que era su prin­
cipal centro comercial, se aseguró prácticamente el monopolio.
Batavia, en Java, era la capital de todo el imperio oriental, con­
trolado mediante bases menores o gracias a la alianza con so­
beranos locales. Malaca aseguraba el control de los estrechos
del mismo nombre, y la costa occidental de Sumatra se contro­
laba desde Padang. Por su parte, Macassar dominaba las Céle­
bes. La mayoría de los estados indonesios estaban ligados a la
compañía mediante tratados, que les obligaban a no firmar
alianzas con los extranjeros y a no permitir el comercio al resto
de los europeos, y a menudo comportaban el pago de los tri­
butos en productos locales, como la pimienta o las especias.
Más hacia el Este aún, los holandeses se aseguraron el comer­
cio, pero no el poder político, a través de sus factorías en Cam-
boya, Siam, Tonquín, Mokja y Japón. Las únicas excepciones
importantes a la política de evitar los compromisos de las con­
quistas territoriales fueron, primero, las islas de Banda y Am-

90
boina, enteramente ocupadas para competir con ios ingleses e
incrementar la producción de nuez moscada, y luego Ceilán,
que fue preciso ocupar para defender el monopolio de la canela.
El sistema administrativo de la compañía partía del principio
de que era preferible comerciar a gobernar. Todas las bases y
factorías habían de depender de Batavia, y solamente Ceilán po­
día establecer un contacto directo con las Provincias Unidas. El
gobierno de Batavia estaba constituido por un gobernador ge­
neral, un director general que supervisaba el comercio y las fi­
nanzas y venía a continuación del gobernador y un consejo de
funcionarios. En teoría, el gobernador general era tan sólo pre­
sidente del consejo y no podía actuar sin la aprobación de éste,
pero en la práctica era un autócrata, siempre apoyado por los
Diecisiete cuando entraba en conflicto con el consejo. Con la
aprobación de éste podía emitir decretos, regular el comercio,
supervisar la justicia y declarar la guerra a los estados no eu­
ropeos. Otro órgano importante era el consejo de justicia, for­
mado no por juristas, sino por simples funcionarios que servían
rotativamente, y tenía jurisdicción sobre todos aquellos que de­
pendían de la compañía, pero no sobre los asiáticos. Este sen­
cillo sistema de gobierno se reprodujo, a escala menor, en los
demás centros de gobierno. Las factorías comerciales eran ad­
ministradas por un funcionario civil y sus ayudantes, quienes
no disponían de poderes políticos o judiciales.
El gobierno de las Indias holandesas fue prácticamente autó­
nomo, y confiado en exclusiva a funcionarios. La autonomía
era inevitable por la distancia que separaba a la India de Holanda
y por los limitados intereses de la compañía. El gobierno tenía
que ser confiado necesariamente a los funcionarios, porque no
eran aquéllas colonias de poblamiento y en teoría las habitaban
tan sólo los europeos y asiáticos empleados por la compañía.
La carencia de colonos y la dificultad de enviar funcionarios a
países tan alejados por breves períodos de tiempo dieron lugar
a un tipo de administración oriental característico de todas las
administraciones europeas. Los funcionarios reclutados en las
Provincias Unidas eran empleados de por vida, aunque los con­
tratos eran renovados regularmente, y constituían un grupo ex­
clusivo, cuyos miembros podían llegar por antigüedad hasta los
puestos más altos. Esto aseguraba la continuidad y la experien­
cia de los funcionarios, y en definitiva habría podido hacer que

91
la administración fuera sumamente eficaz. Pero de hecho no fue
así. La compañía pagaba malísimamente a sus empleados. No
admitía el comercio privado, pero daba por supuesto que sus
empleados lo ejercerían y se aprovechaba de ello para mantener
bajos los sueldos. Era un círculo vicioso. Los empleados apro­
vechaban cualquier ocasión para enriquecerse a costa de la com­
pañía o de los indígenas y la compañía no lograba controlarlos.
En compensación, calculaba los sueldos falseando el cambio, re­
cobraba la mitad al final de cada período de servicio, y emplea­
ba preferentemente personal no europeo, más dispuesto a acep­
tar los bajos salarios nominales.
A un gobierno de este tipo solamente le interesaba controlar
los asuntos internos de los centros comerciales; no estaba he­
cho para administrar numerosas poblaciones indígenas. La po­
lítica holandesa consistía en mantener en sus puestos a los so­
beranos indígenas y en no cambiar las formas de gobierno ni
las leyes locales, aun allí donde, como en casi toda Java, la com­
pañía habría podido ejercer un poder efectivo. En el fondo pre­
fería establecer tratados con los soberanos locales a asumir las
funciones de los mismos. La actitud de la compañía fue similar
a lo que sería llamado más tarde «gobierno indirecto»; gober­
naba a través de las autoridades nativas y de acuerdo con las for­
mas locales. Era ésa la política seguida también con la religión
y la cultura indígenas. Los holandeses eran tolerantes y los pas­
tores calvinistas que la compañía envió a Oriente no tenían gran
vocación misionera. Los católicos eran excluidos de las misio­
nes, en virtud de la lucha contra España que a la sazón se des­
arrollaba en Europa, pero las demás religiones gozaron de ple­
na libertad. Tampoco se propuso la compañía asimilar a los in­
dígenas ofreciéndoles la ciudadanía holandesa o tratando de
educarlos a la europea. Por el contrario, dieron pruebas de una
notable mentalidad racista. Los funcionarios holandeses no se
podían casar con asiáticas, so pena de perder su pensión, y las
uniones mixtas fueron pocas. Los holandeses se ahorraron con
ello muchos problemas y muchas hostilidades, pero si hubiesen
abandonado Oriente a finales del siglo XVIII, habrían dejado es­
casas huellas de su presencia, que sin embargo duró doscientos
años.
La compañía se había propuesto obtener ganancias con el co­
mercio y lo logró. N o es posible hacer aquí una estimación exac-

92
ta, porque los informes presentados cada año a los Estados Ge­
nerales se referían únicamente al activo y pasivo en Europa, sin
tomar en consideración el balance de Batavia. Los dividendos
no estaban forzosamente en relación, además, con el volumen
de negocios. Con todo, la compañía debió tener ganancias al
menos durante un siglo y medio, a partir de 1623. Todos los
años, salvo diecisiete, se distribuyeron dividendos (los años en
los cuales no se distribuyeron fueron años de guerra). La media
decenal no fue inferior al 11,25 por 100 en 1623-1632 y alcanzó
incluso el 36 por 100 en 1713-1722. Pero a partir de 1737, si
bien los dividendos fueron siempre superiores al 12,5 por 100,
sólo fue posible distribuirlos recurriendo a préstamos, por la
caída de los beneficios y el déficit de los balances. Por ello, en
1781, aun cuando la compañía no había aumentado el capital so­
cial de 6 500 000 florines, tenía un pasivo de deuda flotante
de 22 000 000 sobre los cuales tenía que pagar intereses cada
vez más altos. En 1795 la deuda consolidada superaba los
119 000 000 de florines, y de ahí que tres años después fuera li­
quidada '. Resulta difícil explicar esta quiebra, puesto que el vo­
lumen del tráfico no había disminuido y tampoco hubo guerras
de importancia entre 1713 y 1793. Una de las posibles causas
fue quizá el continuo aumento del coste de la administración
oriental, paralelo al desarrollo de las responsabilidades territo­
riales, pero el poder político habría podido también aumentar
los beneficios exigiendo un tributo en productos locales, como
la canela de Ceilán y el café de Java. Quizá a la quiebra con­
tribuyeran el peculado y la ineficacia de los funcionarios, pero
la explicación más probable es que la compañía se había esfor­
zado por distribuir dividendos demasiado altos con relación a
sus beneficios reales; ninguna otra compañía oriental propor­
cionaba utilidades parangonables a aquéllas. Los márgenes ob­
tenidos con la venta de las mercancías orientales iban en dismi­
nución porque aparecían nuevos proveedores y también porque
los consumidores se resistían a unos precios mantenidos artifi­
cialmente elevados. Los dividendos tenían que haber bajado
proporcionalmente, ya que, al esforzarse por mantener alto el
nivel, la compañía acabó llegando a la bancarrota en 1795.
De todos modos, la Compañía holandesa de las Indias orien­
tales hizo mucho, tanto por las Provincias Unidas como por
sus accionistas. Contribuyó en gran medida a alimentar el era-

93
rio público, ya que partir de 1750 el tráfico con Oriente cons­
tituyó casi ia cuarta parte de todo el comercio exterior. Los pro­
ductos orientales favorecieron el comercio holandés en Europa.
La compañía fue una de las suministradoras de empleo princi­
pales y gastó una media de más de 14 600 000 florines anuales,
en el decenio 1770-1780, en mercancías y servicios dentro de
las Provincias Unidas. La afluencia de las fortunas privadas con­
seguida por sus empleados en Oriente (esto es, en buena parte
a costa de la compañía) hizo ingresar en los Países Bajos más
de 3 700 000 florines al año entre 1770 y 1779 2. Pese a la
desaparición de la compañía, las Provincias Unidas heredaron,
junto con sus deudas, vastas posesiones y grandes intereses en
Oriente. Fue un buen negocio: en el siglo XVIII Holanda obtu­
vo grandes beneficios de la posesión de Indonesia.

b) La Compañía Inglesa de las Indias Orientales


antes de 1757

En 1a primera mitad del siglo XVIII, la Compañía Inglesa de las


Indias Orientales no se diferenciaba de su rival holandesa. Tam­
bién fue fundada, en 1600, para eliminar 1a competencia en la
patria y destruir el monopolio portugués de los precios. Pero
se propuso sobre todo llegar a la forma definitiva de sociedad
por acciones y asegurarse posesiones y comercios comparables
a los de la compañía holandesa. Hasta la nueva carta de 1657 el
capital se suscribía solamente por un viaje cada vez: de éste mo­
do había un capital permanente, pero el monopolio era incier­
to. En varias épocas, la Corona otorgó privilegios a compañías
rivales. Entre 1690 y 1699 la compañía fue sometida a conti­
nuos ataques por parte de los whigs, que veían con malos ojos
sus lazos con los tories, y por parte de los comerciantes inde­
pendientes, que no se resignaban a ser excluidos del comercio
con Oriente. En 1698, el Parlamento sacó a subasta el mono­
polio comercial de la compañía, derrotada en 1701 por un con­
sorcio rival que se hizo con el monopolio. De hecho, en 1702
esta «Nueva Compañía» aceptó unir su capital al capital, la ex­
periencia y las actividades orientales de la «Vieja». En 1709 se
fusionaron y nació la Compañía Unida, con privilegio parla­
mentario y monopolio.

94
Esta compañía perduró hasta 1858. Mientras fue solvente, su
monopolio y sus poderes no se vieron amenazados; tan sólo
corrieron peligro cuando, debiéndose renovar el privilegio, se
desencadenaron las protestas contra su actividad. Hasta 1773 el
privilegio fue renovado irregularmente y por lo habitual sin
oposición, aun cuando los gobiernos aprovechaban la ocasión
para obtener préstamos a favor del tesoro público. Luego el pri­
vilegio fue renovado cada yeinte años, y en cada ocasión hubo
investigaciones parlamentarias y modificaciones sustanciales.
En la primera mitad del siglo XVIII, la compañía era un or­
ganismo comercial respetable y conservador, ligado a los ban­
queros de la City y a la Bolsa. Estaba administrada por una jun­
ta de veinticuatro directores que elegían un presidente y un vi­
cepresidente —los verdaderos administradores de la compa­
ñía— y establecían una política. Existía asimismo una junta de
propietarios, formada por los poseedores de al menos trescien­
tas libras esterlinas en acciones, cada uno de los cuales tenía de­
recho a un voto para la elección de los directores y podía soli­
citar modificaciones en la política de la compañía. Mientras los
directores diesen dividendos sustanciosos y no se metiesen con
la política parlamentaria, difícilmente se producían disputas in­
ternas o intervenciones gubernamentales.
Oligarquía no significaba ineficacia. Entre 1661 y 1691 los ac­
cionistas obtuvieron, como promedio, un dividendo anual del
22 por 100 del valor nominal de ¡os títulos. Los dividendos del
siglo XVIII fueron menos impresionantes: el 10 por 100 entre
1711-1712 y 1722; el 8 por 100 hasta 1732; el 7 por 100 hasta
1743; y nuevamente el 8 por 100 hasta 1755 3. Se trataba de
unos dividendos inferiores a los de la compañía holandesa, pe­
ro más honrados, ya que reflejaban utilidades reales, conside­
radas durante breves períodos, aunque no un año tras otro. El
volumen del tráfico no cesó de aumentar. Las importaciones as­
cendieron a cerca de 500 000 libras esterlinas anuales a comien­
zos de siglo, a más de un millón en torno al año 1750 y a
1 700 000 libras esterlinas de 1770 a 1780 4. Las exportaciones
de productos británicos eran, con gran diferencia, inferiores y
;1 déficit había de cubrirse con oro y plata. Pero ésa era una ca­
racterística inevitable del comercio con Oriente para todos los
países de Europa, dado la escasa demanda de productos euro-

95
peos. El volumen de las importaciones de la India, sin embar­
go, era muy inferior al previsto, y esto se debía a los reglamen­
tos ingleses. Muchos productos indios fueron excluidos por le­
yes destinadas a proteger las manufacturas británicas. En 1720,
la compañía podía aún importar seda en bruto, hilados de al­
godón, calicó y una amplia gama de productos menores, pero
el prometedor comercio de la seda y del calicó estampado fue
bloqueado y sustituido cada vez más por el contrabando priva­
do con Holanda. Como consecuencia de tales restricciones, la
compañía debió confiar cada vez más en la venta de té chino y
cada vez menos en la venta de productos indios en Londres. La
India pasó a convertirse sobre todo en proveedora de los pro­
ductos vendidos en Cantón, que pagaban en parte las importa­
ciones de té. Al asegurarse rentas territoriales en la India, a par­
tir de 1757 la compañía pudo adquirir los productos indios sin
sacar dinero o mercancías de Inglaterra, pero en 1815 todavía
resultaba necesario recurrir al dinero para equilibrar la balanza
en Cantón.
Durante su primer siglo y medio de vida, la compañía ingle­
sa evitó las responsabilidades territoriales y tuvo que contar so­
bre todo con las concesiones de los soberanos orientales para
establecer puestos comerciales fortificados o depósitos (ware-
houses) en los puntos necesarios. Los ingleses habían tenido la
esperanza, en un primer momento, de comerciar en todo Orien­
te, pero en 1700 tenían que limitarse casi exclusivamente a la In­
dia. De todas sus iniciativas en Indonesia tan sólo quedaba la
antigua base de Benócolen, en Sumatra occidental, que tenía en
concreto la misión de atraer los productos de aquellos sobera­
nos locales que estaban dispuestos a incumplir las obligaciones
previstas por los tratados con los holandeses. Los ingleses no
tuvieron más remedio que tolerar esa contradicción de su esfe­
ra de influencia, ya que los holandeses estaban sólidamente es­
tablecidos en Indonesia, desde 1619, y la compañía inglesa no
podía competir allí con sus fuerzas navales.
Aunque la compañía no deseara adquisiciones territoriales en
Oriente, no podía menos que procurarse bases firmes si quería
desarrollar un comercio de proporciones notables: la situación
en Oriente era peligrosa para los comerciantes que no dispo­
nían de bases seguras a las que retirarse. Los objetivos de Gran
Bretaña fueron expuestos con suma precisión por sir Josiah

96
Child, gobernador de la compañía, en 1687. En vista de la si­
tuación cada vez más confusa y del riesgo de verse expuestos a
las molestias de cualquier soberano indio, era necesario «esta­
blecer una política de poderío civil y militar, crear y asegurarse
grandes rentas para mantenerla... como podría ser la fundación
de un dominio inglés en la India grande, sólido y seguro, des­
tinado a durar para siempre» 5. Esto no implicaba la posesión
de un territorio extenso: Child tomaba como modelo el siste­
ma holandés, que consistía en ocupar pequeñas bases de gran
valor estratégico y comercial, con un hinterland que proporcio­
nase una cierta seguridad material frente a los ataques y asegu­
rase algunos ingresos para hacer frente a los gastos administra­
tivos. Sus palabras no reflejaban la ambición de conquistar un
imperio en la India.
En 1717 la compañía sólo poseía tres bases fortificadas en la
India. Bombay era el centro de la costa occidental y el único
territorio sobre el cual tenían los ingleses plena soberanía. Ha­
bía sido cedido por Portugal en 1661 y transferido a la compa­
ñía en 1668. Se trataba de una isla fortificada, con las institu­
ciones típicas de la mayor parte de las colonias de poblamiento
británicas, aunque careciese de una asamblea representativa.
Centro floreciente, atraía a los colonos por la seguridad que
proporcionaba y permitía controlar el comercio de la compañía
en diversas factorías ubicadas en la costa de Malabar y en Su-
rat. Madrás, por su parte, era el centro de la costa de Coro-
mandel, con una serie de factorías menores en Masulipatan,
Guddalore, y otros centros. Madrás había sido una concesión
del monarca de Golconda, renovada por el gran mogol cuando
éste conquistó Golconda en 1690, a cambio de una suma sim­
bólica. El centro de la compañía en Bengala, la zona más valio­
sa para el comercio indio, dependía igualmente de la autoridad
del gran mogol. Tras de haber poseído solamente factorías co­
merciales no fortificadas, en 1696 la compañía obtuvo permiso
para ocupar el Fuerte William, construido poco antes en Cal­
cuta. Se aseguró también el zamindari, o derecho a recaudar im­
puestos por cuenta del emperador, en tres aldeas a cambio del
pago de 1 200 rupias anuales. Fuerte William era, sin embargo,
la menos segura de las bases de la compañía, la cual esperaba
que la nueva convención {/arman) otorgada por el emperador
en 1717, tras largas negociaciones y sobornos a funcionarios, la

97
hiciera más firme. El farman perpetuó el zamindari y eximió a
los empleados de la compañía de todos los impuestos y aran­
celes indios a cambio de 3 000 rupias al año.
Estas fueron las limitadas bases de la potencia británica en la
India hasta 1760. Las posesiones de la compañía eran exiguas y
poco seguras con excepción de Bombay. Nada hubiese hecho
pensar que se trataba de un núcleo dinámico, a partir del cual
los ingleses llegarían a dominar toda la península. La compañía
continuó ocupándose únicamente del comercio. El principal es­
tímulo fue que sus empleados reclutados y tratados más o me­
nos como los de la compañía holandesa, se enriquecían también
con el tráfico privado y el peculado a costa de la compañía. Es­
ta no esperaba erradicar las malas costumbres, ni preveía las
consecuencias de los abusos de sus funcionarios exentos del pa­
go de impuestos sobre el comercio en Bengala.
Ahora bien, durante el decenio 1750-1759 los acontecimien­
tos en la India y en Gran Bretaña modificaron radicalmente las
características y los poderes de la compañía. A partir de enton­
ces, su historia se confundió con la del desarrollo del imperio
británico en la India y en Oriente.

c) La Compañía Francesa de las Indias

La Compagnie des Indes francesa fue una empresa estatal más


que una iniciativa privada apoyada por el Estado. En los demás
aspectos, su política y sus actividades se asemejaron mucho a
las de las otras compañías. También Francia trataba de asegu­
rarse el tráfico y no un imperio.
La compañía, fundada por Colbert en 1664, era la heredera
de varias compañías privadas, escasamente apoyadas por el pú­
blico, que sólo habían conseguido asegurarse la escala de Fort
Dauphin en Madagascar. Colbert tomó la iniciativa porque que­
ría detener la fuga de capitales que servían para la compra de
productos orientales a Holanda y Gran Bretaña y abrir nuevos
sectores al comercio. Esperaba que una compañía lanzada por
el Estado se transformase en una sociedad capaz de regirse por
sí sola, y se inspiró en el modelo holandés, descentralizando los
poderes en varias cámaras provinciales que elegían luego una
Gran Cámara de veintiún directivos, con sede en París. La com-

98
pañía disponía de plenos poderes en materia de gobierno, in­
cluido el derecho a firmar la paz y declarar la guerra a los Es­
tados no europeos. Pero la Corona se reservaba el derecho a
nombrar el gobernador general y los jueces, a suministrar el
apoyo naval, a establecer tarifas aduaneras privilegiadas y a ase­
gurarse la restitución de considerable capital invertido.
En cuanto órgano comercial, la compañía fracasó. El público
compró acciones únicamente debido a la presión gubernamen­
tal, hasta el punto de que en una segunda fase muchos accio­
nistas se negaron a suscribir las sucesivas emisiones. Se cubrie­
ron solamente 7,4 millones, de un capital nominal de 15 millo­
nes, y de esos 7,4 millones 4,2 fueron suscritos por la Corona.
Se distribuyeron pocos dividendos, fijados por decreto del go­
bierno y sin correspondencia con los beneficios reales. De cual­
quier forma, la compañía no fracasó por falta de capitales, ni
tampoco por tratarse de una iniciativa estatal disfrazada de so­
ciedad anónima, sino por la dificultad de penetrar a la fuerza
en un sistema comercial ya establecido y altamente competitivo
y por la parálisis generada por la guerra contra Holanda en
1672-1678 y la librada contra Holanda e Inglaterra casi sin in­
terrupción de 1689 a 1713. La paz firmada en 1713 habría po­
dido señalar el comienzo de un período de prosperidad, pero
entonces las deudas superaban el millón de libras francesas, y
el activo no era realizable. Se intentó, sin éxito, liquidar la com­
pañía en 1708, y el monopolio comercial fue cedido a comer­
ciantes privados. A partir de 1714, por tanto, la empresa per­
maneció inactiva durante algunos años.
La segunda fase de actividad dio comienzo en 1719, cuando
la vieja compañía de Colbert fue absorbida por la nueva, cons­
tituida por John Law para relanzar prácticamente todo el co­
mercio colonial francés. La Compagnie des Indes nació de la
quiebra de la compañía de Law en 1723. Se trataba ahora, sobre
todo, de una sociedad financiera con 56 000 acciones de la com­
pañía de Law, sobre las cuales se comprometía a pagar un in­
terés de 150 libras por acción, pero estaba subvencionada por
la Corona ya que, en realidad, se trataba de liquidar una deuda
pública. Por eso, al igual que la Compañía Inglesa de los Mares
del Sur, la francesa fue una organización financiera a la cual se
le concedió, además, el monopolio del comercio oriental y el
de Luisiana, Santo Domingo y Africa occidental. Su organiza-

99
ción centralizada reflejaba su carácter casi oficial. Estaba admi­
nistrada por un cuerpo de directores, con sede en París, nom­
brados vitaliciamente por el rey, pero sustituibles por otros ele­
gidos por los accionistas. Los intereses del monarca eran super­
visados por inspectores (luego conocidos como comisarios) que
dependían del controlador general. Los intereses de los accio­
nistas eran supervisados por síndicos elegidos anualmente, que
acabaron por conseguir el estatus jurídico y el sueldo de los di­
rectores. La administración parisiense formaba de hecho parte
de la administración estatal del rey y se parecía más a una ofi­
cina colonial del siglo XIX que a una compañía comercial de la
época. El trabajo de los empleados se repartía entre varios de­
partamentos, como el Ministerio de la Marina. Lorient, la base
a la que arribaban todos los buques de la India, era una especie
de puerto regio. En 1753 la administración parisiense contaba
con más de cien empleados.
Con todo, no existían razones para que la compañía no crea­
ra un imperio comercial en la India. En su mayor parte, el per­
sonal metropolitano se ocupaba de las finanzas internas más que
del comercio, y sus salarios se pagaban mediante subvenciones
de la Corona. El comercio con Oriente proprocionaba pingües
beneficios. El carácter oficial de la compañía acrecentaba su
prestigio y el apoyo de la Corona era notable. La compañía ha­
bía heredado un sustancioso patrimonio. En 1723, después de
haber cedido la base de Madagascar, poseía aún la isla de Fran­
cia (Mauricio) y la de Borbón (Reunión), ambas excelentes ba­
ses para el océano Indico. Pondicherry, en la costa de Coro-
mandel, adquirida como consecuencia de un tratado con el so­
berano local, era la capital india de la compañía. Esta poseía
también factorías en Carnático, Bengala, costa de Malabar y Su-
rat, habiendo establecido múltiples contactos comerciales y po­
líticos de gran utilidad. La paz internacional tras de la guerra
de Sucesión española permitió una provechosa actividad, y a
partir de 1723 el balance de la compañía se sentó sobre una sa­
na base económica.
Hasta 1770 la compañía prosperó. La organización ultrama­
rina era sencilla, económica y eficaz. El gobernador general con­
trolaba desde Pondicherry todas las bases de la India, ayudado
únicamente por un conseil supérieur y un puñado de funciona­
rios comerciales y algunos oficiales. Dado que no se trataba de

100
una colonia real, no existía intendente. Los centros menores, co­
mo la isla de Francia, disponían de un director general; los más
pequeños aún tenían directeurs particuliers y consejos provin­
ciales, o incluso únicamente un chef de comptoir. El funciona­
miento de la compañía se asemejaba al de las otras compañías.
Daba empleo directamente a los efectivos militares de tierra, en
tanto que la protección naval venía de la marina real.
Hacia mediados del siglo XVIII, la compañía había extendido
sus bases en la India, pero sin ir más allá de Cantón por el Es­
te. En la costa de Malabar se había fundado Mahé y había un
comptoir en Moka, a orillas del mar Rojo. La compañía había
desarrollado un notable tráfico con relación a las habituales ma­
nufacturas indias, pero, al igual que a la inglesa, le estaba pro­
hibido importar telas estampadas y seda elaborada. En cambio,
exportaba vinos franceses, coñac, tejidos y herramientas, pero,
como las demás compañías, tenía que saldar la balanza desfa­
vorable por medio de metales preciosos. Las importaciones a
Francia arrojaban beneficios notabilísimos: el 96,1 por 100 so­
bre la venta de productos importados a Francia por poco me­
nos de 100 millones de libras francesas de la época, entre 1725
y 1736; el 93,1 por 100 sobre 120 millones de libras de 1743 a
1756. Las importaciones de China proporcionaron un benefi­
cio del 104,5 por ciento sobre 18,9 millones de libras durante
el primer período y del 116,6 por 100 sobre 41,7 millones de
libras durante el segundo. El máximo florecimiento comercial
se logró entre 1740 y 1744, cuando se enviaban entre 16 y 25
buques anuales. También a partir de 1763 el tráfico se sostuvo,
y durante el último año de plena actividad de la compañía,
1768-1769, se mandaron a la India quince navios, con un bene­
ficio global de 11 000 000 de libras 6.
Fue un notable récord comercial, y la compañía siguió fiel a
sus intentos mercantiles mientras le resultó posible. Todavía en
1752, los directores indicaban a Dupleix, gobernador general de
Pondicherry, que «la compañía teme cualquier ampliación de
su ámbito. Su propósito no es convertirse en una potencia terri­
torial; el partido que debemos tomar es el de una estricta
neutralidad» 7.
Dos años después Dupleix sería reclamado en la metrópoli
por sus continuas e infructuosas intervenciones en la política de
la India y sus planes para expulsar a los ingleses de Carnático.

101
Entre 1744 y 1748 y de nuevo entre 1756 y 1763, !a compañía
hubo de batirse, aunque a regañadientes, con los ingleses en la
India. La derrota y la provisional pérdida de sus bases la con­
vencieron de que su ruina había sido causada por la política;
consiguientemente, se limitó a centrar sus esfuerzos en el
tráfico.
¿Cómo pudo entonces quebrar la compañía francesa en 1769?
Potencialmente todavía era fuerte, con sus cinco bases princi­
pales y los comptoirs menores, que le fueron devueltos en 1763,
y los derechos que el tratado le reconocía para comerciar con
China y la India. No tardó mucho en hacer florecer de nuevo
las actividades comerciales, aun cuando el margen de beneficios
bajó hasta el 58,5 por 100 en 1763, como resultado de una ma­
yor competencia extranjera. Pero su ruina la produjeron las
obligaciones económicas que tenía en Francia. La pérdida de bu­
ques durante las dos guerras y el coste de su intervención en la
política india, no compensado por victoria alguna, la dejaron,
en 1769, con una deuda flotante de 82 000 000 de libras y una
deuda consolidada de 149 000 000, mientras que su patrimonio
sumaba sólo 136 800 000. Unicamente la Corona podía salvar­
la. El gobierno, en cambio, influido por la creciente hostilidad
de los ciudadanos franceses hacia los monopolios comerciales,
encargó al abate Morellet que investigase la situación de la fir­
ma. Su informe reflejaba el liberalismo de sus convicciones eco­
nómicas. Afirmó que la compañía tenía demasiadas deudas pa­
ra sobrevivir, y recomendó que sus bases pasaran a convertirse
en colonias reales, abiertas al comercio de todos los franceses.
La compañía suspendió sus actividades en 1769, y en 1770 per­
dió el privilegio real, sobreviviendo tan sólo como un ente fi­
nanciero para la distribución de los dividendos fijos que la Co­
rona siguió pagando a los accionistas.
En 1785 se creó una nueva compañía con objeto de restaurar
el monopolio comercial, pero no se le confió la administración
de las bases de la India. Vergennes esperaba que reanudase los
antiguos contactos y pusiese freno a los ayances británicos en
la India, pero se basó en el supuesto de que el tráfico francés
estaba en decadencia desde 1769 y de que no tomaban parte en
él comerciantes por su cuenta. La nueva compañía subsistió has­
ta 1793. Prosperó comprando productos indios a los ingleses,
pero no logró establecer una red comercial propia. Al final de-

102
mostró que el control político no era esencial para que el co­
mercio con Oriente fuera beneficioso, y que el predominio bri­
tánico no excluía a Francia de los beneficios del tráfico con
la India.
El fracaso francés en la India de 1769 se debió a que, con su
indecisión, la compañía no supo aprovechar ninguna de las oca­
siones que se le presentaron.. En cuanto sociedad comercial
prosperó, pero no pudo evitar verse implicada en la lucha fran­
co-inglesa y se arruinó con las dos guerras. Por otra parte, si la
política de Dupleix hubiese tenido éxito y Francia hubiese lo­
grado asegurarse el predominio en la India, la compañía se ha­
bría salvado financieramente como la inglesa, asegurándose el
control de los ingresos indios. La lucha anglo-francesa fue una
especie de juego de azar para ambas compañías en el que la
apuesta estaba representada por la ruina financiera o por inmen­
sos beneficios.

III. EL DESARROLLO DE LOS IMPERIOS TERRITORIALES


EN O RIENTE

Durante todo el siglo XVII e incluso buena parte del XVIII, nin­
guna potencia europea trató deliberadamente de crear un impe­
rio territorial en Oriente. Las compañías con privilegio real que
se habían repartido la herencia portuguesa estaban más organi­
zadas para el comercio que para la conquista o el gobierno. Y
sin embargo, a comienzos del siglo X IX , Fiolanda controlaba di­
rectamente buena parte de Java y otros territorios menores en
Indonesia, y poseía gran parte de Ceilán, hasta que hubo de ce­
derla a Inglaterra en 1796. En 1818 Gran Bretaña gobernaba di­
rectamente, o controlaba indirectamente, toda la India salvo el
Penjab, el Sind y la frontera del noroeste. Un progreso tan ful­
gurante, que significó el comienzo de la creación de los moder­
nos imperios europeos en Oriente, no se puede explicar con una
simple fórmula. Pero antes de ocuparnos del desarrollo de las
posesiones territoriales holandesas y británicas, conviene exa­
minar aisladamente algunas situaciones que llevaron a los euro­
peos a controlar los estados asiáticos.
La causa más común fue un cambio en 1« situación política
indígena. Hasta aquel momento los europeos habían actuado se-

103
gún las condiciones políticas en que se habían visto inmersos,
y en general se habían contentado con obtener privilegios es­
peciales para su comercio, extraterritorialidad para sus emplea­
dos con el fin de defenderlos de los tribunales locales, y con­
cesiones de terrrenos para construir almacenes y fortificaciones.
Tales eran por lo normal los derechos reconocidos a los comer­
ciantes que operaban en los países extranjeros de Europa y el
Medio Oriente: los comerciantes ingleses, por ejemplo, tenían
en Cádiz más o menos la misma posición que la Compañía de
las Indias Orientales en Bengala, dejando a un lado las fortifi­
caciones. Estos derechos se basaban en el mantenimiento del
status quo, ya que cualquier cambio radical en la situación po­
lítica, y particularmente un debilitamiento de la autoridad na­
tiva, los anulaba. Si un imperio ya estable, como sucedió en la
India, se desintegraba, los europeos debían defenderse por sí so­
los. Podían establecer pactos con los estados menores que re­
cogían la herencia imperial o alcanzar una independencia toda­
vía mayor frente a las autoridades nativas. Los conflictos entre
los nuevos estados ofrecían la posibilidad de útiles alianzas: a
menudo los extranjeros tenían que inclinarse hacia uno u otro
bando, y una vez envueltos en las cuestiones políticas lócales re­
sultaba difícil retirarse incluso para una pacífica sociedad co­
mercial, puesto que su futuro dependía de la victoria de sus alia­
dos. Mientras los estados locales siguieran siendo potentes, los
extranjeros, aun comprometiéndose, no tenían por qué llegar
necesariamente a una dominación directa. Pero la presencia de
los europeos tendía a agravar los conflictos políticos y a crear
un vacío en el cual no podían dejar de intervenir para asumir el
control de la situación. Por todo ello, la causa más probable de
la expansión europea en Asia fue la disgregación de un sistema
político indígena que acabó en un imprevisto y, en principio,
bien recibido acceso al poder político.
Pero cuando las autoridades indígenas en las cuales se habían
apoyado los europeos comenzaban a vacilar, factores de orden
secundario estimulaban una acción ulterior. La rivalidad entre
europeos, que carecía de importancia mientras existía una au­
toridad asiática capaz de mantenerla bajo control, pasaba a re­
vestir importancia apenas una nación de Europa veía la posibi­
lidad de excluir a un rival. El chovinismo europeo provocaba
conflictos entre las potencias en torno a la ruina de los estados

104
asiáticos: el temor a ser excluidos sugería agresiones que la am­
bición no hubiese inspirado. Otro factor secundario fue la con­
ciencia de que el poderío político beneficiaba al comercio. La
existencia de las compañías estaba justificada por el hecho de
que proporcionaban dividendos. Y los dividendos habrían au­
mentado si hubiera sido posible no pagar los productos desti­
nados a la venta en Europa; o sea, si se hubieran visto obliga­
dos los soberanos asiáticos dependientes a ofrecerlos como tri­
buto. O bien el control directo y absoluto del territorio por par­
te de los europeos podía asegurar ingresos utilizables para pa­
gar los productos mandados a Europa. Finalmente, una com­
pañía podía hacerse con el poder político para subvencionar el
propio tráfico, y el tributo ya pagado a los soberanos indígenas
podía ser transferido a los accionistas europeos mediante ex­
portaciones no solicitadas. Además, el deseo de los empleados
de la compañía de asegurarse una fortuna personal robando o
extorsionando a los soberanos asiáticos, constituyó un impor­
tante factor que favoreció una mayor intervención política.
Tales eran los problemas y ambiciones susceptibles de con­
ducir a las primeras adquisiciones territoriales. Más tarde, fue
casi imposible resistirse al deseo de extenderlas. La necesidad
de asegurar las fronteras llevó inexorablemente a las primeras
posesiones inglesas y holandesas en la India e Indonesia al do­
minio europeo sobre todo el sudeste asiático. En América, la ex­
pansión de las posesiones coloniales hacia el interior se realizó
a consecuencia de la presión demográfica ejercida por la colo­
nización europea; en Asia, en cambio, estuvo ligada a conside­
raciones de carácter estratégico.

a) Los holandeses en Ceilán y Java

El desarrollo de los dominios territoriales holandeses en Ceilán


y Java hacia finales del siglo XVII y en el curso del XVIII cons­
tituyó un clásico ejemplo de expansión debida a las relaciones
entre europeos y estados indígenas, más que a la competición
entre naciones de Europa. Hacia 1667 los holandeses tenían so­
beranía sólo sobre la isla de Banda, sobre Amboina y sobre una
pequeña región en torno a Batavia. Se aseguraron un verdadero
control de Ceilán tras los conflictos con el reino de Kandy, del

105
cual dependía la citada isla. La compañía holandesa heredó de
los portugueses el control de la mayor parte de los puertos y
las regiones donde se producía la canela. No quería más, pero
sus intereses no se habrían visto amenazados si las relaciones
con Kandy hubieran sido satisfactorias. Entre 1739 y 1765 las
controversias en torno al monopolio de la canela con el rajá des­
embocaron en una guerra y en la conquista de la capital. El ra­
já permaneció en el trono como soberano nominal de Ceilán,
pero le fue impuesto un tributo. La compañía administraba casi
toda la isla, sirviéndose sin embargo, en la medida de lo posi­
ble, de intermediarios indígenas. La recompensa de este nuevo
poder político fue un aprovisionamiento de canela que no cos­
taba nada.
Un proceso análogo, aunque más complejo, llevó a la comple­
ta ocupación de Java. Los holandeses habían establecido su capi­
tal en Batavia y controlaban una pequeña región alrededor de
ésta. Disponían de tratados con los sultanes locales para su se­
guridad y para el monopolio de las especias a bajo costo. Los
soberanos más importantes de Java eran los sultanes de Banten
y Mataram, cuya familia se había asegurado la supremacía,so­
bre casi toda la isla y era conocida como susuhunan (jefes su­
premos). En 1646, los holandeses firmaron una alianza con el
susuhunan Amangkurat; treinta años después el sultán reinante
a la sazón les pidió ayuda contra Madura, que amenazaba su su­
premacía. Los holandeses hubieron de apoyarlo para no perder
su posición de privilegio. Al mismo tiempo, el sultán de Ban­
ten, contrariamente a lo estipulado en los tratados, permitió a
las compañías de Francia e Inglaterra establecer factorías en su
territorio, con la esperanza de asegurarse tierras cercanas a Ba­
tavia. Los holandeses le vencieron y con un nuevo tratado que
se firmó en 1684 lo redujeron a vasallaje, asegurándose el mo­
nopolio de su comercio. Y lo que es todavía más importante,
ayudaron al susuhunan y devolvieron la posición de suprema­
cía absoluta a su sucesor. Pero en 1677 éste hubo de firmar un
tratado que hacía de él un fantoche en manos de los holande­
ses. Garantizó a la compañía el control de diversos puertos, así
como el monopolio de la exportación de opio y tejidos de al­
godón. Los holandeses adquirieron territorios en Preanger,
anexionándose Batavia, y luego lo mismo en Chirebon. Tales
logros les obligaron a asumir nuevas cargas. Para defender a la

106
dinastía de Mataram se vieron envueltos en dos guerras de su­
cesión entre 1704 y 1720-1729: la intervención concluyó con
una nueva expansión. En el decenio 1740-1749 se aseguraron el
control de todas las regiones costeras de Java: ya no quedaba
en aquella isla nadie capaz de ponerles barreras.
El uso que los holandeses hicieron del poder político tuvo dos
características. Allí donde les fue posible, mantuvieron en sus
puestos a las dinastías locales, sirviéndose de ellas como panta­
lla para gobernar; incluso en las zonas que pasaron a depender
directamente de la administración de la compañía, los jefes in­
dígenas —los regentes— permanecieron en sus puestos e hicie­
ron las veces de intermediarios políticos. Por el contrario, en
las regiones transferidas a la soberanía holandesa, se hizo un
uso muy particular del derecho a recaudar tributos, heredado
de los soberanos indígenas. Los regentes tenían la obligación de
crear plantaciones de café, en las que los campesinos eran obli­
gados a trabajar gratis durante un determinado período al año:
el producto era entregado como tributo a la compañía. Este sis ­
tema forzoso presentaba las ventajas de una posesión territo­
rial, porque aportaba a la exportación unos productos que no
habían costado nada. A partir de 1811 el sistema fue abolido
por los ingleses, que habían ocupado Java y sustituido los tri­
butos por impuestos en dinero calculados de acuerdo con una
valoración de la capacidad productiva de cada aldea. Pero fue
reimplantado por los holandeses, si bien, de forma distinta, co­
mo parte de! llamado «sistema de cultivos» en el decenio de
1830 a 1839.
A finales del siglo XVIII los únicos dominios territoriales ho­
landeses eran Java y Ceilán. Holanda tema aún el control del resto
de Indonesia gracias a los tratados con los estados indígenas que
hacía respetar por medio de su marina y de algunas bases es­
tratégicas. Pero carecía de ambición y medios para extender esas
posesiones. Ahora bien, durante el siglo siguiente, a causa de
sus intereses políticos y comerciales en el archipiélago, se vio
forzada a intervenir cada vez más y acabó dominando toda
Indonesia.

107
b) Los ingleses en la India antes de 1818

La afirmación del dominio inglés sobre la India constituyó un


proceso mucho más curioso y complicado que el de la expan­
sión holandesa en Java. Indonesia era una región de mares re­
lativamente fáciles de controlar con los medios navales de que
disponían los europeos. La India era un apéndice continental
en el que la potencia naval servía de bien poco. Los soberanos
del archipiélago eran débiles, mientras que a comienzos del si­
glo XVIII la India era un gran imperio, el segundo en Oriente
detrás de Pekín. E incluso cuando declinó el poderío de los mo­
goles de Delhi, los estados sucesores siempre fueron más ex­
tensos y poblados que la propia Gran Bretaña. ¿Cómo se las
arregló una sociedad comercial, separada por muchos meses de
navegación, para asegurarse el control de un territorio tan vasto?
La potencia británica se desarrolló como un parásito sobre la
decadencia del imperio de los mogoles. Este había alcanzado su
apogeo durante el siglo XVI, pero siguió siendo fuerte durante
todo el XVII, aunque hubo rebeliones endémicas de los gober­
nadores de las provincias, mientras se perfilaba una grave ame­
naza en el Deccán, donde Sivaji, bandido hindú, había creado
un imperio en torno a Poona. La potencia de este imperio ma-
rata iba aumentando rápidamente, aun cuando la autoridad efec­
tiva había pasado de los sucesores de Sivaji a los primeros mi­
nistros hereditarios, los peshwa. A los ojos de los comerciantes
europeos que traficaban en su periferia, el imperio mogol era
inexpugnable y sobre tal supuesto fundaban su actividad.
Pero el imperio mogol estaba en decadencia. Había sido fuer­
te por la capacidad militar y administrativa del pueblo musul­
mán que había invadido la India proveniente del otro lado del
río Oxus, el actual Amu Daria. Se había hecho obeceder por­
que era poderoso y había sido tolerado porque había asegurado
un gobierno estable y respetado las religiones y costumbres lo­
cales. Pero a finales del siglo XVII se había vuelto menos efi­
ciente y menos tolerante. Aurangzeb, el último gran empera­
dor, no había conseguido expugnar las fortalezas de los mara-
tas, y los señores de las provincias se habían vuelto aún más in­
dependientes. Por si fuera ello poco, Aurangzeb, devoto sunni,
suscitó una violenta oposición al destruir los templos hindúes
e imponer nuevamente a los no musulmanes la capitación ya

108
abolida por Akbar a fines del siglo XVI. Eso provocó la reac­
ción de los hindúes, mientras que las correrías de los bandidos
maratas adquirieron un engañoso carácter nacionalista. Y tam­
bién quedó comprometida la fidelidad de los pueblos guerreros
a la India septentrional, los rajputs, los sikhs y los jats. Su ne­
gativa a apoyar a Delhi contra los maratas y los pathanes (af­
ganos) tuvo graves consecuencias.
Durante los cincuenta años posteriores a la muerte de Au-
rangzeb se observó el práctico hundimiento del imperio mogol.
Los emperadores que se fueron sucediendo eran fantoches en
manos de las facciones cortesanas. Los maratas ignoraban la au­
toridad imperial en sus provincias del Deccán y atacaban las
otras provincias en busca de botín, imponiéndoles sus dos im­
puestos principales: el chauth y el sardeshmukh. Hacia 1745 in­
vadieron el propio Indostán y el nabab de Bengala, Ali Vardi
Jan, tuvo que cederles parte de Orissa y pagar el chauth por
Bengala y Bihar. Otros aventureros trataron de aprovecharse de
la situación. Los sikhs se convirtieron en una potencia guerrera
independiente en el Penjab. Un ejército persa saqueó Delhi en
1738-1739. Las tribus afganas efectuaban correrías por el In-
dostán sin que nadie las detuviera, y en 1761 derrotaron a un
gran ejército marata en Panipat.
Con la decadencia de la autoridad imperial las provincias, aun
reconociéndose formalmente leales, en la práctica se convirtie­
ron en estados independientes. Algunas, como Haiderabad y
Oudh, fueron gobernadas por funcionarios imperiales; otras,
como Rohilkhand, al norte de Oudh, y Mysore, lo fueron por
jefes de bandas armadas. A menudo, sin embargo, acababan por
fraccionarse más aún. En el sur, el nabab de Carnático se liberó
de la autoridad del nizam de Haiderabad, mientras que el rajá
de Tanjore y los jefes de las provincias de Coromandel pasaban
a ser soberanos. Finalmente, el imperio marata empezó a dis­
gregarle tras lji batalla de Panipat. Los peshwa no podían rei­
vindicar la autoridad de los descendientes de Sivaji, que por en­
tonces sólo eran rajás de Satara: sus lugartenientes crearon pe­
queños estados semiindependientes, como Dhar, Indore, Gwa-
lior y Baroda, unidos en una confederación militar de escasa so­
lidez. La India no constituía ya una unidad sino un continente
de estados autónomos.

109
Esta fragmentación permitió que los ingleses la dominasen.
Pero no se trató de una dominación inevitable, ni tampoco pre­
visible, desde el punto de vista indio. La alternativa era un pe­
ríodo de conflictos endémicos, que habría originado grandes
destrucciones, pero habría acabado por llevar a un nuevo siste­
ma de estados dominados por los más poderosos entre los he­
rederos de la autoridad imperial. Eso fue lo que sucedió en Eu­
ropa cuando se disgregó el imperio carolingio, y en Asia sudo­
rienta!, donde la decadencia de la autoridad imperial china dio
vida a diversos estados autónomos que sólo reconocían teóri­
camente la autoridad de Pekín. La intervención británica fue im­
portante, no por haber salvado a la India del caos (puesto que
los sesenta años de guerras, después de Plassey en 1757, no fue­
ron probablemente menos perjudiciales que un período de lu­
chas intestinas), sino por haber impedido la inminente balcani-
zación de la India y haberle evitado, durante un siglo y medio,
las mortíferas guerras que traen consigo las desapariciones de
los grandes imperios.
La disgregación del imperio redujo la desproporción de fuer­
zas entre la potencia hindú y los medios de las compañías eu­
ropeas. Y sin embargo, muchos de los nuevos estados indios
eran poderosos, en tanto que las compañías sólo podían contar
con recursos financieros y militares limitados. ¿Por qué acaba­
ron ganando los ingleses?
Nadie dice que Inglaterra fuera necesariamente más fuerte
que la India. Nunca hubo una confrontación directa entre el po­
tencial económico y político de ambos países, mientras que la
compañía Inglesa se aseguró la posesión de la India explotando
sus riquezas. Tampoco tuvieron decisiva importancia los avan­
ces de la tecnología bélica, dado que los indios no tardaron en
adoptar las armas y la táctica de los europeos.
Por otra parte, la disciplina militar europea permitía que pe­
queñas formaciones de soldados indios bien adiestrados (los ci-
payos) derrotaran a grandes ejércitos que combatían siguiendo
la táctica india tradicional; rara vez las tácticas experimentadas
en-la plaza de armas demostraron ser tan eficaces en el campo
de batalla. Asimismo revistieron importancia la disciplina y de­
cisión de que dieron pruebas los civiles europeos en los mo­
mentos de peligro. Pero, sobre todo, los ingleses lograron ex­
plotar los recursos y la política de la India mejor que sus com-

110
petidores. Cada nueva conquista les aseguraba tributos, botín o
control fiscal, que a su vez servían para financiar nuevos éxitos
militares. Por el contrario, fueron pocos los soberanos indios
que supieron movilizar todos los medios de que hubiesen po­
dido disponer. Su sistema financiero y militar no estaba hecho
para este tipo de combates, y quizá sólo Haidar Ali, de Myso-
re, y su sucesor, Tipu, lograron verdaderamente resolver el pro­
blema. Pero, por sí solo, el éxito militar tampoco habría basta­
do para hacer definitiva la conquista inglesa. A la larga, la do­
minación británica se basó en un consenso por lo menos nega­
tivo, y se vio facilitada por la tolerancia en todos los aspectos
de la vida y las religiones indias, siempre que no afectara a los
impuestos. A diferencia de los portugueses, durante mucho
tiempo los ingleses no dieron pruebas de celo misionero, ni hi­
cieron distinciones entre musulmanes e hindúes. Las leyes y las
costumbres indias no fueron tocadas. En este aspecto la domi­
nación británica se asemejó a la autoridad de los mogoles: un
poder neutral, que permitía a los indios seguir siendo como
eran. .
Queda por considerar el problema de las causas. ¿Por qué la
Compañía de las Indias Orientales, como compañía francesa,
abandonó su vieja y bien definida política, que consistía en ne­
garse a aceptar responsabilidades territoriales en la India? La
respuesta será diferente según consideremos una y otra fases: la
que va de 1741 a 1763, en que se producen las primeras cesio­
nes en la política de no intervención, y la de 1767 a 1818, en
que algunas posesiones, de extensión limitada, se ampliaron has­
ta dominar casi todo el subcontinente indio.
Ya se han puesto aquí de relieve dos elementos que caracte­
rizaron al primer período. La presencia de pequeñas pero sóli­
das bases inglesas y francesas en la costa y el debilitamiento de
la autoridad de los mogoles. Su combinación puede hallarse en
el origen de la intervención de la compañía en la política india.
Dos acontecimientos obligaron a la compañía inglesa a interve­
nir, contra sus propios deseos: la guerra con Francia en el Car-
nático y un imprevisto ataque sobre Calcuta desencadenado por
el nabab de Bengala en 1757.
La crisis del Carnático empezó en 1744. Tanto la compañía
inglesa como la francesa se habían esforzado por seguir en paz
en la India incluso cuando ambos países estaban en guerra en

111
Europa. El conflicto en Oriente estalló a causa de un ataque des­
encadenado por un comandante naval británico, no dependien­
te de la compañía, contra algunos buques mercantes franceses
en el océano Indico. El gobierno francés ordenó a La Bourdon-
nais, gobernador de la isla de Francia, enviar una flota al Car-
nático. Esos refuerzos, y la temporal ausencia de la flota britá­
nica en 1746, dieron a Dupleix, gobernador general de Pondi-
cherry, el pretexto y la posibilidad de intentar un ataque, pro­
yectado desde mucho antes, contra las bases británicas en dicha
zona. Se alió con algunos soberanos indios y se sirvió también
de tropas indias bien adiestradas. La conquista de Madrás hizo
evidente para ambas partes las ventajas del método adoptado
por Dupleix. Ni la paz entre Inglaterra y Francia en 1748, ni la
devolución de Madrás pusieron fin a la lucha en el Carnático.
Dupleix estaba convencido de que ya no era posible la compe­
tencia entre ambas compañías en la misma zona y pensaba que
no se podía confiar en las estructuras políticas locales. Los de­
sórdenes cada vez más graves exigían que los europeos se ase­
guraran el poder político, y estaba claro que el predominio de­
bía corresponder a una sola potencia. En un primer momento
se impuso Dupleix, pero las hostilidades (que duraron de 1748
a 1754) concluyeron con la victoria de los ingleses, quienes dis­
ponían de mayores recursos militares y financieros y sabían
aprovechar la situación política india tan bien como Dupleix.
En 1754 éste fue reclamado en su patria, y la compañía francesa
trató de retornar a una política de paz y no intervención.
Pero ya no era posible esta política, porque ambas compa­
ñías estaban excesivamente envueltas en la política de la India.
La guerra de los Siete Años (1756-1763) completó ese proceso
iniciado en 1744. El nuevo gobernador general francés, conde
de Lally, trató de combatir a los británicos según el sistema de
las guerras europeas, pero fue derrotado ya que no disponía de
los necesarios apoyos navales. El principal aliado indio de Fran­
cia, el nizam de Haiderabad, perdió la confianza en las posibi­
lidades de los franceses e hizo la paz con los ingleses. En 1763
Francia recuperó sus bases más importantes en la India, pero a
condición de no fortificarlas. Ello excluía toda posibilidad de
una dominación francesa en la India. Hasta 1815, los franceses
soñaron con invertir la situación, basándose en la creciente hos­
tilidad de los príncipes indios a la dominación inglesa. Pero su

112
éxito dependía de sus verdaderas posibilidades de apoyar efi­
cazmente a sus potenciales aliados indios, y éstos a su vez de­
pendían de una supremacía naval francesa en el océano Indico.
Esta supremacía fue lograda durante un breve período, entre
1782 y 1783, por el almirante De Suffren. Se abrían de este mo­
do enormes perspectivas para Francia, pero con la Paz de París
(1783) cualquier esperanza de supremacía se desvaneció, para
no volver nunca más.
El conflicto anglo-francés tuvo su importancia en cuanto
obligó a la compañía inglesa a embarcarse en una política de
alianzas indias y de expansión territorial de la cual pudo ulte­
riormente retirarse. Pero de no haber mediado además otros fac­
tores, la extensión del dominio británico a toda la India habría
sido postergada a una época indeterminada. La guerra con Fran­
cia se concentró en el Carnático, región periférica y relativa­
mente pobre. Pero el verdadero centro de la política y dé la ri­
queza indias era el Indostán, y el acontecimiento decisivo, com­
plementario de los sucesos acaecidos en la India meridional, fue
la ocupación de Bengala a partir del año 1757.
La crisis de Bengala nació de la confusión política y del te­
mor indio a que la rivalidad anglo-francesa en el sur acabara
produciendo una intervención en el norte. En 1756 el nuevo na­
bab de Bengala, Siraj ud-Daula, decidió asestar un golpe deci­
sivo a todos aquellos que le discutían el poder, incluidos algu­
nos miembros de su familia y los ingleses de Fort William. Se
apoderó de Calcuta, y la ocupó, contraviniendo así el farman
imperial de 1717. No tardaría en producirse la reacción britá­
nica, pero nadie podía prever las consecuencias que se deriva­
ron de haber enviado una pequeña expedición a Madrás al man­
do de Robert Clive, un funcionario de la Compañía que ya se
había distinguido en la guerra del Carnático. Clive había apren­
dido las técnicas de la guerra y la política indias de Dupleix.
Aliándose a los enemigos del nabab, reforzó su posición polí­
tica y en la batalla de Plassey, en 1757, atacó con ochocientos
europeos e indios al ejército del nabab, que contaba casi con cin­
cuenta mil soldados, dispersándolos a cañonazos. Los ingleses
se apoderaron así de Bengala casi por casualidad. Sustituyeron
a Siraj ud-Daula por un soberano títere, y cuando éste se mos­
tró recalcitrante lo cambiaron por otro, que a su vez se rebeló
y fue vencido en la batalla de Baksar, de importancia mucho

113
más decisiva, en 1764. El propio gran mogol estaba ahora en ma­
nos de los ingleses, quienes podían servirse de él para sus fines.
Pero su autoridad fue respetada; la compañía prefirió limitarse
a operar como agente suyo, recaudando el diwani, o derecho a
exacciones fiscales, de Bengala. Fue nombrado otro nabab para
gobernar Bengala por cuenta de la compañía, que tenía ahora
la administración efectiva de la región y era una de las mayores
potencias de la India.
A partir de 1764, la situación cambió radicalmente. La Com­
pañía Inglesa de las Indias Orientales y el gobierno británico se
vieron ante la necesidad de enfrentarse a tres problemas. En pri­
mer lugar, era preciso decidir si los ingleses debían evitar ulte­
riores conquistas territoriales o debían ocupar toda la India. Es­
te problema todavía estaba sin solucionar en 1760-70. Las po­
sesiones territoriales en la India eran de escasa entidad, y se ten­
día más a crear un sistema de tratados con los estados indios
que a embarcarse en guerras costosas y de dudoso éxito. Ahora
bien, cualesquiera que fueran las decisiones con respecto a la po­
lítica futura, las posesiones de Bengala y el Carnático plantea­
ban problemas urgentes. ¿Se podía seguir dejando a una sociedad
anónima con finalidades mercantiles la misma independencia del
Estado y la misma libertad de movimientos, ahora que la com­
pañía se había convertido en una gran potencia territorial, ca­
paz de comprometer al gobierno inglés en grandes operaciones
bélicas en el Oriente? ¿Cómo debía la compañía administrar los
nuevos dominios en Bengala y el Carnático?
En un primer momento, la compañía y el gobierno inglés te­
nían la esperanza de evitar ulteriores expansiones territoriales:
no era fácil renunciar a una actitud mental que había prevale­
cido durante ciento cincuenta años, y, además, los gastos de una
intervención militar parecían prohibitivos. El constante temor
a una intervención francesa imponía, como precaución, la firma
de tratados con los soberanos locales. La necesidad de defender
cuanto ya se había conquistado dentro de la jungla de la polí­
tica india no permitía una política aislacionista. Para la seguri­
dad de los centros británicos era indispensable aliarse con los
vecinos indios, lo cual, a su vez, significaba inmiscuirse en la po­
lítica y las guerras locales. Tras de cada victoria, las posesiones
británicas se ampliaban y por consiguiente era necesario firmar
nuevas alianzas para protegerlas. Durante un largo período el

114
proceso no fue dirigido desde Londres, donde más bien predo­
minaba la perplejidad. Eran métodos excesivamente costosos,
que aparentemente no permitían esperar que la situación se es­
tabilizara. Hacia 1800 los funcionarios de la compañía acaba­
ron por darse cuenta de que de la red de alianzas locales no na­
cería nunca la paz hasta que hubiera estados soberanos indios
independientes del control inglés: la política india se había vuel­
to totalmente inestable. La única alternativa consistía en la crea­
ción de un solo sistema de seguridad para toda la India, basado
en el poderío británico. Poco después de 1800, Londres hizo su­
yo el punto de vista de Calcuta, que insistía en que se comple­
tara la ocupación de la India, premisa de la paz futura y de la
prosperidad económica.
Pero aún existía otro incentivo para la expansión territorial.
Cada nueva conquista suponía un nuevo botín para los funcio­
narios de la compañía y, por consiguiente, nuevos ingresos pa­
ra la misma compañía. Aun sin proceder a la anexión de un Es­
tado, la alianza con su soberano comportaba ventajas económi­
cas como compensación por la protección concedida. Las ga­
nancias del comercio y los tributos enriquecían a la compañía,
aliviándola de las preocupaciones financieras propias de un en­
te comercial. La compañía inglesa sobrevivió a sus rivales de
Francia y Holanda porque no debía depender ya únicamente de
los limitados beneficios de la venta de productos orientales en
Europa.
No obstante, a partir de 1764 la conquista de la India fue
afrontada de mala gana, sin un plano preciso y sin continuidad.
Durante mucho tiempo la política de la compañía consistió en
evitar ulteriores guerras de conquista y hasta finales de siglo no
se produjeron otras adquisiciones territoriales en el Indostán.
Pero los acontecimientos del Carnático forzaron las cosas. Hai-
dar Ali, un aventurero musulmán que había conquistado Myso-
re, esperaba asegurarse toda la India meridional con el apoyo
de Francia.-En 1780, con ia alianza de Haiderabad, los maratas
y los franceses, atacó a Walajah, nabab del Carnático, soberano
títere de los ingleses, y devastó toda la región antes de ser derro­
tado en 1780 y abandonado por sus aliados indios. Una vez fir­
mada la paz (1783) entre Francia e Inglaterra, se vio aislado, y
en 1784 su hijo Tipu firmó la paz. Pero había heredado las am­
biciones paternas, y en 1789 atacó al rajá de Travancore, aliado

115
de los ingleses. Estos, con los cuales se habían aliado ahora el
nizam de Haiderabad y los maratas, los vencieron en 1792, que­
dando así como absolutos dominadores del Carnático. Sin em­
bargo, no procedieron a la anexión de Mysore; crearon en cam­
bio el modelo de las futuras relaciones con los estados indios
derrotados, anexionándose las provincias periféricas o cedién­
dolas a sus aliados, como Haiderabad. De este modo debilita­
ron a Mysore, impidiéndole toda posibilidad de firmar alianzas
en el futuro. Impusieron además el pago de una fuerte indem­
nización y la firma de un tratado que preveía también un tri­
buto. Mysore no estaba ya en condiciones de hacer daño y ase­
guraba ventajas tangibles; con todo, la compañía no se veía obli­
gada a administrarla.
La organización definitiva de la India meridional se produjo
en 1801, y fue producto de una política bien planeada y no fru­
to de los acontecimientos. Cuando se perfiló nuevamente la
amenaza francesa a partir de 1793, el gobierno británico y la
compañía se dejaron convencer temporalmente por la argumen­
tación de Wellesley, según la cual Inglaterra debía gobernar, o
por lo menos controlar firmemente, todos los estados indios.
En 1798 Haiderabad fue obligado a expulsar a los funcionarios
y militares franceses y a firmar un tratado «subsidiario», en ba­
se al cual su Nizam se comprometía a pagar un tributo anual,
a renunciar al control de las relaciones con los extranjeros y a
acoger a residentes y soldados británicos. Un tratamiento'aná­
logo fue reservado a Mysore en 1799. Tipu se había vuelto a
aliar con Francia, y fue atacado y muerto. La dinastía hindú fue
restaurada mediante un tratado subsidiario, como el impuesto
a Haiderabad, en tanto que la compañía se aseguraba la pose­
sión de los nuevos territorios. En 1801, finalmente, el nabad del
Carnático fue depuesto y sus dominios fueron anexionados. De
esa forma toda la India al sur de Goa y del río Kistna pasó a
ser gobernada directamente por los ingleses, con excepción de
Mysore, Travancore y Cochin, ligadas a Inglaterra por tratados
subsidiarios.
La colonización del sur permitió estrechar las relaciones con
muchos poderosos estados indios en el Indostán, el Deccán y
la India occidental. En 1797 y 1801, Oudh hubo de firmar nue­
vos tratados subsidiarios que la privaban de otros territorios y
la reducían a la condición de Estado dependiente. La guerra

116
contra los maratas, de 1802 a 1805, declarada con el pretexto de
apoyar a un pretendiente que reivindicaba los dominios y el tí­
tulo de peshwa, aportó grandes territorios que incluían a Cut-
tack, el Doab, Delhi, Agrá y otras zonas del Deccán y Gujarat.
Pero la potencia de los maratas no había sido destruida, y cuan­
do Wellesley fue reclamado en 1805, los británicos seguían sin
asegurarse el control de la India central. Durante los siete años
siguientes, el proyecto de Wellesley, que aspiraba a imponer a
la India una pax britannica, quedó en suspenso, mientras Ingla­
terra se dedicaba a la tarea de asegurarse el control del oceáno
Indico e Indonesia frente a los franceses y a sus aliados holan­
deses. El proyecto fue reconsiderado después de 1812 por el
nuevo gobernador general, lord Hastings. Entre 1816 y 1818
Hastings capitaneó las mayores expediciones militares de la his­
toria de la India. En 1818 los maratas fueron definitivamente
vencidos y lord Hastings estuvo en condiciones de imponer un
acuerdo general. Ese acuerdo se basaba en el supuesto de que
la compañía tenía que anexionarse todo el territorio necesario
para garantizar su seguridad, pero en las otras zonas debían per­
manecer en el trono los soberanos indios, siempre que hubie­
sen firmado tratados comprometiéndose a aceptar a los residen­
tes ingleses y la protección de las tropas británicas. Las tierras
de los peshwa fueron confiscadas, pero los demás Estados de
los maratas sobrevivieron. Los pequeños estados de los rajputs
fueron vinculados mediante varios tratados, pero no fueron
obligados a aceptar guarniciones de tropas británicas. La orga­
nización territorial de la India quedaba completada por el mo­
mento. Gran Bretaña gobernaba directamente o controlaba in­
directamente toda la India, hasta los confines del Penjab y el
Sind.
Hacía ya tiempo que la Compañía Inglesa de las Indias
Orientales no era una sociedad esencialmente comercial. Dado
el cambio radical de la situación india, habría podido ser priva­
da por entera de las funciones de gobierno, pero, mediante un
compromiso típico de la actitud inglesa hacia los derechos de
las sociedades anónimas en el siglo XVIII, siguió en cambio ad­
ministrando la India bajo la supervisión del gobierno de
Londres.
El control estatal fue impuesto gradualmente y cada nu i
decisión fue el resultado de la decadencia de la compañía. La au-

117
tonomía de ésta se vio comprometida, en primer lugar, por los
conflictos internos. Entre 1758 y 1765, Clive y otros que ha­
bían hecho una fortuna en Bengala trataron de asegurarse el
control de la junta de directores comprando acciones y divi­
diéndolas en unidades de 500 libras esterlinas, cada una con de­
recho a voto. De aquí nacieron polémicas y conflictos que pro­
vocaron la intervención gubernamental. Después de haberse
asegurado Clive el diwani bengalí, se pensaba que la compañía
se había hecho inmensamente rica. En 1767 fue obligada a pa­
gar cuatrocientas mil libras esterlinas anuales al Tesoro británi­
co, a la vez que se aprobaba una ley para limitar la cuantía de
los dividendos. Pero por ironías del destino fue la pobreza y
no la riqueza de la compañía lo que indujo al Estado a asegu­
rarse oficialmente su control. En 1772 sus funcionarios en la In­
dia continuaban amasando fortunas mientras la compañía se en­
contraba en dificultades financieras, por los enormes gastos mi­
litares a que había hecho frente en Bengala, por las imprevistas
y fuertes bajas de los precios en la metrópoli y por una crisis
bancaria. La compañía solicitó del gobierno un préstamo, pero
a cambio tuvo que aceptar la llamada Regulating Act de Lord
North en 1773. La compañía seguía siendo independiente, pero
el gobierno se aseguraba el derecho de ser informado de todas
las cuestiones financieras, administrativas y militares indias y a
mantener un tribunal supremo en Calcuta. Durante 1784, a con­
secuencia del clamor suscitado por los rumores de escándalos
en el gobierno de la India, la India Act de Pitt extendió el con­
trol estatal, pero descargando lo menos posible a la compañía
de la administración de la India. La compañía conservaba sus
derechos y funciones comerciales y controlaba todos los nom­
bramientos, pero un órgano formado por comisarios reales, en­
tre los que figuraban representantes del gobierno, estaba auto­
rizado a controlar y corregir todas las instrucciones dadas por
la compañía a los funcionarios residentes en la India, y a enviar
órdenes al gobernador general a través de un comisé secreto. Es­
te sistema de doble control resultaba ilógico, pero funcionó has­
ta 1858. El órgano de los comisarios se llamo Board of Control,
Oficina de Control, y su presidente tuvo funciones de ministro
de Estado y formó parte del gobierno. Las decisiones políticas
de mayor importancia eran tomadas o aprobadas por el gobier­
no, el cual utilizó a la compañía como un aparato administativo

118
encargado de administrar la India en su nombre. La compañía
siguió distribuyendo dividendos, pero, al estar éstos limitados
por ley, no se sintió tentada a servirse de su poder político para
enriquecer a los accionistas. El sistema de doble control hacía
desperdiciar mucho tiempo, pero también, aun cuando no fue­
ran éstas las intenciones de quien lo había escogido, sirvió para
proteger a la India de los caprichos de la política británica.
Quizá el resultado más curioso del compromiso tue que la
compañía asumió perfectamente sus deberes administrativos,
aunque carecía de un modelo en el que inspirarse para gober­
nar a millones de asiáticos, y sus antecedentes no eran pro­
metedores.
Tuvo esencial importancia la honradez de los administrado­
res. La codicia que caracterizara a todos los empleados de las
compañías europeas en Oriente había tenido efectos desastro­
sos cuando Clive y sus colegas la habían explotado en Bengala.
La reforma vino impuesta de modo gradual a la compañía por
una opinión pública escandalizada. La Regulating Act de 1773
trató de garantizar la honradez en los puestos de máxima res­
ponsabilidad colocando al gobernador bajo el control del con­
sejo. El gobernador general recuperó su independencia en 1776;
luego la práctica, normal aunque no constantemente seguida, de
nombrar para el cargo a hombres que estaban al margen de la
administración de la India, hizo que se tuviera una conciencia
cada vez mayor de las propias responsabilidades. Pero la refor­
ma de mayor importancia fue la reconstrucción de la adminis­
tración india, afrontada de 1786 a 1793 por lord Cornwallis. Se
estableció una clara distinción entre actividades administrativas
y comerciales. Los administradores fueron desposeídos de sus
funciones mercantiles; no pudieron ya tomar parte en el tráfico
comercial, ni aceptar donaciones o regalos de los indios. Tuvie­
ron buenos sueldos y buenas pensiones, y de este modo pudie­
ron más fácilmente seguir siendo honrados. Estas reformas crea­
ron eL Covenanted Iridian Service, el cual ofrecía la posibilidad
de hacer una carrera, aunque no la de asegurarse una fortuna
ilícita. De este modo se acabó creando muy pronto un esprit de
corps y un sentido de responsabilidad moral en la cuestión in­
dia. Con todos sus defectos y en particular el creciente distan-
ciamiento de la población india, ello proporcionaría a la India,
durante siglo y medio, un gobierno honrado e imparcial. Fue

119
la primera administración profesional expresamente organizada
y adecuadamente entrenada de la historia colonial de Europa.
Quedaba aún el problema de cómo administrar la India. Se
ofrecían dos alternativas: gobernarla a través de representantes
indios y según las formas locales de gobierno, como se había
hecho en Bengala en 1760-1780 y como habían hecho en Java
los holandeses, o gobernarla de manera directa por medio de
funcionarios enviados desde Inglaterra, usando todas las formas
que pareciesen oportunas. La realidad es que no se adoptó ja­
más de manera exclusiva uno u otro criterio. En 1818 existía
una distinción fundamental entre la India británica, que englo­
baba a las regiones propiedad de la compañía, y el resto. La In­
dia británica era gobernada «directamente» a través de los fun­
cionarios de la compañía, y el resto «indirectamente» a través
de los soberanos indios, controlados por tratados, tropas y con­
sejeros residentes. La distinción duraría hasta el final de la do­
minación inglesa. También en el interior de la India británica
los métodos de exacción fiscal y de gobierno variaban entre las
tres presidencias principales, Bengala, Madrás y Bombay, a las
cuales fueron agregados poco a poco los nuevos territorios
anexionados. En Bengala, por ejemplo, fue adoptado el método
de exacción fiscal llamado zammdari, que se servía de recauda­
dores indios hereditarios, responsables de una suma fija esta-'
blecida en el «Acuerdo Permanente» de 1793; por su parte, Ma­
drás y Bombay acabaron adoptando los impuestos por aldea o ■
la capitación (ryotwari), de acuerdo con las condiciones locales.
Análogas variaciones existían en otros sectores del gobierno y
del derecho.
Hacia 1818 se había superado casi completamente la fase de
formación de las actividades británicas en la India. Una com­
pañía comercial se había asegurado el control de uno de los dos
mayores imperios de Oriente. Había superado los enormes obs­
táculos prácticos y morales de la primera fase y había puesto a
punto un sistema de gobierno que le permitía ejercer un con­
trol absoluto sin suscitar la resistencia de los indios. Hasta aquel
momento la dominación británica había procurado pocos o nu­
los beneficios a los indios y les había gravado con impuestos
más pesados. Tres cuartos de siglo de guerras y saqueos conti­
nuos, por parte de los ingleses, maratas, persas y afganos ha­
bían reducido a un desierto enormes territorios. Pero el peor pe-

120
ríodo había acabado. Durante cien años, a partir de 1818, la In­
dia recibió algunos de los beneficios que puede traer consigo
una dominación extranjera: paz interior, desarrollo de la acti­
vidad económica, mejora de las comunicaciones y estímulo pa­
ra conocer la literatura y las ideas de Europa.
La ocupación de la India tuvo repercusiones de decisiva im­
portancia para el futuro desarrollo de los imperios coloniales eu­
ropeos. A los ingleses se les planteó el problema de la seguri­
dad de la India, que se resolvió mediante una expansión casi
ininterrumpida hacia el norte y el noroeste, por Birmania y el
sudeste asiático y finalmente por el Africa oriental y el Oriente
Medio. La India constituyó el núcleo a partir del cual se des­
arrolló el nuevo imperio británico. Para los otros países euro­
peos, el éxito inglés en la India fue, a la vez, una afrenta y un
desafío. Francia, y después otras naciones, creyeron que Gran
Bretaña basaba su poderío sobre todo en la India. Vieron que
se había servido de los propios recursos indios para ocuparla y
que era posible gobernar un territorio tan grande con pocos
hombres enviados desde la madre patria, sin gastos para la me­
trópoli. La ocupación de la India influyó y estimuló las tenden­
cias del imperialismo europeo en los siglos XIX y XX.
En lo que respecta a la historia colonial, la importancia de la
India a partir de 1818 consistió en el hecho de que se diferenció
de todas las posesiones europeas anteriores. No era una colonia
de poblamiento, ni una base comercial, ni tampoco resultaba
muy prometedora para una colonización de plantaciones con­
forme al modelo americano. Ninguna potencia europea, hasta
aquel momento, había gobernado a millones de personas de otra
raza, herederas de una civilización como la india, que no po­
dían ser convertidas al cristianismo ni asimiladas a la cultura eu­
ropea. Los ingleses gobernaron a la India como administrado­
res fiduciarios, no como colonos o plantadores. Su fuerza de
rivaba de los recursos indios, pero estaba representada por unos
pocos centeqares de ingleses llegados de la metrópoli, apoya­
dos por un ejército mayoritariarnente compuesto por indios. La
India fue la primera gran posesión europea que no constituyó
una colonia en el verdadero sentido del término. Los españoles
y los portugueses crearon los prototipos de los primeros impe­
rios europeos en América; Inglaterra creó el modelo de los mo­
dernos imperios en Asia, Africa y el Pacífico.
Se g u n d a parte

Los imperios coloniales después de 1815


7. La segunda expansión europea, 1815-1882

Durante el primer cuarto del siglo XIX, las proporciones de los


imperios coloniales se fueron reduciendo. Cuando conquista­
ron su independencia, las colonias españolas y portuguesas eran
más pequeñas de lo que lo habían sido jamás desde 1700. Ade­
más, no parecía probable la formación de colonias de propor­
ciones notables en otras partes del mundo, porque las condi­
ciones que hicieran ventajosa la colonización parecían haber des­
aparecido junto con los imperios americanos. El monopolio
comercial, base teórica del imperialismo «mercantilista», ya no
era factible, dado que la mayor parte de América era ahora li­
bre de comerciar a su capricho. Entre 1820 y 1829, Inglaterra
abrió a naves y productos extranjeros las colonias que le que­
daban, aun cuando conservó hasta 1849 el monopolio de los
transportes marítimos entre sus puertos y los de las colonias.
En su mayor parte los demás imperios coloniales siguieron su
ejemplo. Por iniciativa de Londres, se firmó un gran número
de tratados comerciales internacionales que abolieron las altas
tarifas arancelarias, las cláusulas preferenciales y todas las de­
más medidas proteccionistas, debido a lo cual a mediados del
siglo XIX el comercio internacional era en su mayor parte libre.
Ello quitaba toda significación a los antiguos argumentos de los
defensores de una política imperialista, puesto que el final del
monopolio equivalía, lógicamente, al final de los imperios.
También la situación política instaurada a partir de 1815 era
desfavorable al imperialismo. Durante medio siglo las rivalida­
des de los estados europeos se aplacaron. Los imperios colo­
niales no servían ya para los trueques de la diplomacia, ni eran
ya precisos para la estrategia bélica. Tuvo particular importan­
cia el predominio de Inglaterra, la cual mantuvo hasta 1890 una
incontestable supremacía naval y fue además la única potencia
dueña aún de un vasto imperio ultramarino. Inglaterra estaba
en condiciones de conquistar cualquier región del mundo acce-

125
sible desde e! mar y de mantener alejados a los otros. La razón
principal por la cual, a partir de 1815, parecía improbable una
nueva expansión europea era justamente que Inglaterra no pa­
recía deseosa de construirse un nuevo imperio. No se mostraba
tanto «antiimperialista» como dudosa de la utilidad de las nue­
vas colonias. Canadá y Australia podían absorber todos aque­
llos emigrantes que no quisieran ir a Estados Unidos. Tampoco
tenía necesidad de las colonias en cuanto mercados monopolís-
ticos, porque su supremacía industrial le abría los mercados de
todo el mundo. Durante lo diecisiete años que siguieron a 1815,
Inglaterra fue la principal exponente de la política de no inter­
vención en los países independientes.
Y, sin embargo, los imperios coloniales europeos se agran­
daron mucho más rápidamente en los cien años posteriores a
1815 que en cualquier período histórico precedente. De 1800 a
1878 Europa se aseguró casi 17 000 000 de kilómetros cuadra­
dos y otros 22 500 000 aproximadamente de 1878 a 1914. En
1800 Europa y sus posesiones (incluidas las antiguas colonias)
cubrían casi el 55 por 100 de la superficie terrestre; en 1878 el
67 por 100, y en 1914 el 84,4 por 100 1. Y la expansión prosi­
guió. En 1914 los países importantes que jamás habían estado
bajo la dominación europea eran únicamente Turquía, algunas
regiones de Arabia, Persia, China, Tíbet, Mongolia y Siam. Y
junto a las nuevas colonias aparecieron en escena nuevas poten­
cias coloniales: Italia, Bélgica, Estados Unidos y Rusia. Lejos
de señalar el fin del imperialismo, el año de 1815 marcó el ini­
cio de una nueva expansión.
¿Por qué se produjo esta nueva expansión? ¿Por qué toma­
ron parte en ella tantos estados europeos? Es conveniente di­
vidir la historia del nuevo colonialismo en dos períodos, antes
y después de 1878, y considerar los primeros setenta años co­
mo un período de expansión y los otros como un período de
delimitación de las respectivas esferas de influencia y de nuevos
repartos. *
Antes de 1882, más o menos, se puede ver una razón eviden­
te de la nueva expansión europea: no se debió a un renacimien­
to del imperialismo; es decir, a la necesidad de adquirir nuevas
colonias en interés del territorio metropolitano. Por supuesto,
históricamente no tiene sentido hablar de épocas «imperialis­
tas» y épocas «antiimperialistas», porque siempre hubo parti-

126
darios del colonialismo, como hubo siempre personas que no
veían utilidad alguna en la posesión de colonias. Pero, si hubo
jamás una fase de entusiasmo colonialista en Europa, ésta fue
el período 1815-1882. Con todo, no resulta muy exagerado afir­
mar que ninguna colonia fue conquistada en este período a con-
secuenia de un plan premeditado. De cuando en cuando un gru­
po de presión metropolitano pedía que se ocupara o mantuvie­
ra un territorio en el cual tenía interés, como hizo el partido ca­
tólico francés en los casos de Tahití y las islas Marquesas en
1840-50 y en el de la Cochinchina en 1860-70, o como hicieran
los partidarios de E. G. Wakefield en el caso de Nueva Zelanda
en 1830-40. Pero se trató sobre todo de reacciones a unas de­
terminadas situaciones en las que era cuestión de elegir entre
una adquisición o un pérdida: no fueron, necesariamente ¡a ex­
presión de una abstracta aspiración colonialista. Efectivamente,
ningún gobierno, ningún partido, ningún grupo europeo, ex­
presó la exigencia de un imperialismo colonial antes de 1800.
En este período, por consiguiente, la expansión colonial fue
casi nunca producto de un plan premeditado de Europa: estu­
vo motivada por la periferia. Este hecho la distingue muy cla­
ramente de la primera expansión de los siglos XV y XVI, y en
alguna medida también de los acontecimientos posteriores a
1882.
A comienzos del siglo XIX, Europa se hallaba inevitablemen­
te unida por muchos lazos a los países todavía independientes
del Africa, Asia y el Pacífico. El desarrollo tecnológico e in­
dustrial europeo extendió muy pronto el comercio a todas las
partes del mundo. Los buques de vapor dieron vida a comer­
cios que en otras épocas no hubieran sido remuneradores. El
cristianismo trataba de fundar misiones por doquier y los ex­
ploradores trataban de realizar mapas de continentes aún igno­
tos. Europa se había convertido en una inmensa central que irra­
diaba energía en todas direcciones, estableciendo contactos ca­
da vez más estrechos con todos los países independientes. Y es­
tos contactos siempre acababan por dar ocasión a una política
intervencionista. El armamento y la técnica militar y naval de
Europa habían progresado enormemente, destruyendo el anti­
guo equilibrio de fuerzas. Los estados islámicos y otros estados
laicos, que hasta aquel momento habían podido oponer resis­
tencia, ya no podían defenderse de los ataques de unas fuerzas

127
sin embargo escasas en número, como lo demostró dramática­
mente la victoria de Inglaterra sobre China en 1839-42. En el
pasado se había procedido muchas veces a una colonización gra­
cias a la habilidad con que se habían explotado los escasos re­
cursos disponibles, acaso partiendo de una posición ventajosa,
como había sucedido en la India. Ahora la colonización se ha­
bía hecho excesivamente fácil. Los estados indígenas, en otro
tiempo formidables obstáculos, se derrumbaban ahora al pri­
mer choque. Esas fueron las causas de la nueva expansión
europea.
Por ello, en su gran mayoría, las nuevas anexiones coloniales
a partir de 1815 se realizaron no porque hubieran sido planifi­
cadas desde la metrópoli, sino porque determinados intereses
periféricos europeos las hicieron inevitables. Muchas fueron
consecuencia directa de la existencia de otras posesiones en una
zona determinada, como expresión de los intereses locales. Es­
te proceso «subimperialista» adoptó diferentes formas. Las co­
lonias de poblamiento de blancos en Canadá, Sudáfrica, Aus­
tralia o Nueva Zelanda se desarrollaron desde el interior hacia
la periferia, debido al hambre de tierras de los colonos o a las
perspectivas de yacimientos de metales preciados, o a la exten­
sión del comercio o al reclutamiento de mano de obra. Las co­
lonias de ocupación como la India, Java o Argelia se expandie­
ron porque los gobiernos locales estaban preocupados por el
problema de la seguridad de sus fronteras. Nuevas pequeñas po­
sesiones, como las bases comerciales de! Africa occidental, fue­
ron producto de tratados con los estados indígenas limítrofes.
En muchas sociedades no europeas, como en las de las islas del
Pacífico, unos pocos misioneros o colonos blancos llegaron a
sacudir tan profundamente la estructura social local que la in­
tervención europea se hacía inevitable. Los hechos se desarro­
llaban en la periferia, pero la acción debía ser finalmente apro­
bada por el gobierno metropolitano. Con frecuencia los esta­
distas europeos preferían no asumir por entero la responsabili­
dad de administrar nuevos territorios. Entonces se recurría a
formas de intervención menos comprometidas, tales como el
«protectorado», que aseguraba un cierto control político sobre
los estados locales, sin una auténtica posesión. Otras veces las
complicaciones internacionales impedían la anexión. A la
anexión, por lo regular, se procedía cuando la metrópoli encon-

128
traba más fácil aprobar la acción o la política de los hombres
que se encontraban en el lugar de los hechos que denunciarla o
revocarla.
La expansión colonial fue por tanto producto de dos fuerzas
claves: el impacto de la Europa industrial y la potencia de los
grupos locales europeos. Algunas veces era Europa la que tenía
necesidad de una colonia, pero ló más frecuente es que se apo­
derara de ella a falta de mejor alternativa. En 1882 los nuevos im­
perios, reflejando sus orígenes, estaban constituidos por colonias
que sus poseedores no habían deseado y que resultaban inútiles
para los fines de una política imperial. Los repartos de los trein­
ta años siguientes no hicieron más que llevar a sus últimas con­
secuencias estas características particulares.

[. EL DESARROLLO DE LA POTENCIA EUROPEA EN AFRICA

En 1815 África no atraía la colonización europea. La costa me­


diterránea se prestaba al comercio y al poblamiento, pero se veía
excluida de la colonización por la presencia de estados islámi­
cos que estaban todos en mayor o menor medida bajo la sobe­
ranía turca. Más accesible resultaba la costa occidental; había
verdaderas colonias en Senegal, Gambia, Sierra Leona y Ango­
la, además de numerosas factorías comerciales. Pero la decaden­
cia de la trata de esclavos, aun cuando ésta no cesó del todo has­
ta 1860-1870, reducía el interés de Europa por la zona. La trata
de esclavos acabó siendo sustituida por el comercio de la nuez
de coco y el aceite de palma, pero durante mucho tiempo este
comercio tuvo un valor limitado, y dado que estos productos
eran suministrados por intermediarios africanos, el comercio en
sí no representaba un incentivo para la colonización. Los por­
tugueses eran demasiado débiles para extender su territorio de
Mozambique, y en el resto de la costa oriental los intereses o
Jas bases europeas eran escasos. Tan sólo en el Africa austral,
donde la colonia europea de El Cabo se extendía en dirección
al este, era previsible en 1815 la adquisición de nuevos terri­
torios.

129
a) La costa mediterránea
La adquisición menos previsible en Africa antes de 1882 era la
de Argelia, Tunicia y Egipto, todos ellos estados islámicos en
condiciones de oponer una formidable resistencia.
La ocupación de Argelia por Francia, que dio comienzo casi
por casualidad, constituyó uno de los episodios más significa­
tivos en la historia del desarrollo de la dominación europea en
el Africa septentrional. Ya habían pensado en ella Luis XIV y
Napoleón, pero en 1815 ésa no era una de las ambiciones más
hondas de Francia. La ocupación empezó en 1830, cuando Car­
los X, un poco para eliminar la piratería y otro poco para ase­
gurar un éxito espectacular a su impopular gobierno, envió una
flota a ocupar Argelia. Aquel mismo año cayó la monarquía de
la Restauración, pero su sucesor se sintió obligado a completar
la ocupación de la costa y a eliminar así la piratería con la con­
quista de Orán y Bona. De cualquier manera, Francia no de­
seaba apoderarse del resto de Argelia, pero se vio obligada a ha­
cerlo —ante la alternativa de evacuarla por completo— cuando,
en 1834, estalló una revolución islámica, la cual habría de durar
sin interrupción hasta 1879. En un primer momento la eva­
cuación no habría costado mucho, dejando a un lado el hecho
de que el ejército consideraba en juego su honor, pero en 1882
Argelia había sido enteramente ocupada por tropas francesas y
en los alrededores de las ciudades costeras existía una notable
población de colonos. Argelia pasó de esta manera a ser la pri­
mera de las colonias híbridas modernas, ocupada no por razo­
nes válidas de índole económica o estratégica, sino únicamente
debido a que la ocupación inicial, limitada a una cabeza de puen­
te, había poco a poco adquirido las proporciones de una ver­
dadera colonización.
El proceso que llevó a la creación de un protectorado francés
sobre Tunicia en 1881 y a la ocupación de Egipto por parte de
los ingleses en 1882 siguió un proceso análogo. Tunicia fue el
primero de los estados islámicos en perder su independencia
por haberse aprovechado en demasía de los ofrecimientos de
los bancos europeos. El bey, ya subordinado al sultán turco, re­
cibió ayuda económica de Francia en 1830-40 hasta independi­
zarse del todo. Existía el peligro de que Tunicia, que limitaba
con Argelia, cambiase de amo, pero los beys consiguieron du­

130
rante mucho tiempo disfrutar del apoyo diplomático de Italia e
Inglaterra para neutralizar la influencia francesa, recurriendo al
mismo tiempo ampliamente a Europa con vistas a modernizar
la economía y la administración. Pero en el decenio 1850-60 las
deudas del bey con los banqueros de Francia y otras naciones
habían crecido demasiado, y en 1857 los cónsules de Inglaterra
y Francia obtuvieron poderes para supervisar su gobierno, re­
conocidos también luego a Italia. En 1869 fue constituida una
comisión económica internacional, compuesta por representan­
tes de los tres países acreedores, para reformar las finanzas tu­
necinas. Francia, que era quien mayores intereses financieros
poseía allí, gracias también a la habilidad de su cónsul que supo
asegurarse el apoyo del ministro de finanzas tunecino, fue la
que se llevó la mejor parte. Ahora bien, París no deseaba la
anexión, puesto que no había cubierto aún los gastos de la con­
quista de Argelia y una repetición de esa empresa en Túnez ha­
bría podido arruinar políticamente al gabinete ministerial que
la hubiese decidido. Italia, al dar a entender que estaba dispues­
ta a apoderarse de Túnez, precipitó las cosas. En 1881 las tro­
pas estacionadas en Argelia fueron enviadas a las fronteras con
Tunicia, pero Francia se hubiera contentado con firmar un tra­
tado de protectorado y estaba dispuesta a retirar sus tropas.
También en este caso una rebelión nacionalista la obligó a pro­
ceder a la ocupación. Efectivamente, había estallado una revuel­
ta entre los musulmanes contra la intervención francesa y con­
tra el bey, excesivamente comprometido con los infieles. Deci­
dida a sofocar la rebelión, Francia acabaría por ocupar toda Tu­
nicia. Que ésta no fue originariamente su intención se puede de­
ducir del hecho de que Tunicia siguió siendo un protectorado
y su gobernación nominal fue encomendada al propio bey; pe­
ro en realidad se convirtió en una auténtica posesión francesa.
La quiebra financiera de Turquía coincidió con la de Tuni­
cia, pero el diferente fin de los acontecimientos en Turquía in­
dica qué tipo de situación internacional habría podido frenar la
expansión del colonialismo europeo. En 1876 el sultán debía ca­
si doscientos millones de libras turcas y no estaba en condicio­
nes de pagar. La revuelta de Bosnia en 1875 y la de Bulgaria en
1876 provocaron la intervención rusa, que vio en ello el pretex­
to para asegurarse el control de la misma Turquía. Pero inopi­
nadamente Rusia no consiguió apoderarse de Constantinopla en

131
1877, y en marzo del año siguiente firmaba la paz con Turquía
por el tratado de San Stéfano. Su intervención, sin embargo,
obligó a otros estados a tomar posición en favor de la indepen­
dencia de Turquía, demasiado importante estratégicamente en
el Oriente Medio y en los Balcanes como para que se pudiera
tolerar que cayera en manos de otra potencia. En el Congreso
de Berlín de 1878, en el cual se llegó al primer acuerdo inter­
nacional sobre un problema casi colonial, se concedió a Tur­
quía tanto una tregua como la posibilidad de aliviar sus proble­
mas financieros. Turquía continuó siendo políticamente libre,
pero había pasado a ser objeto de posibles cambalaches diplo­
máticos, terreno fértil para las actividades de los financieros eu­
ropeos y coto de caza para aquellos de cuya ayuda dependía ca­
si enteramente.
Egipto fue menos afortunado, porque era menos importante
para las potencias europeas. Se había independizado de Turquía
bajo Mohamed Alí (Muhammad Alí) entre 1811 y 1847, cuan­
do él y sus sucesores modernizaron el país, construyendo ca­
nales y carreteras y desarrollando la economía con la colabora­
ción de técnicos y capitales occidentales. Pero en 1854 Egipto
cometió la equivocación de dar a Ferdinand de Lesseps, anti­
guo cónsul de Francia, la concesión para construir el Canal de
Suez. El jedive se hizo con ello corresponsable, económicamen­
te, del coste del canal, mientras crecía el interésale otras poten­
cias por el futuro de Egipto. Francia desempeñaba el papel prin­
cipal tanto en el canal como en su financiación, pero no era me­
nor el interés de Inglaterra, dado que el canal revestía una im­
portancia crítica para la ruta hacia la India.
La crisis estalló en 1878, cuando el jedive Ismail tuvo que sus­
pender el pago de los bonos del tesoro. Un organismo interna­
cional, en el que estaban representados bien sus acreedores, bien
los accionistas del canal, quedó encargado de controlar sus fi­
nanzas, y cuando Ismail, en 1879, intentó sustraerse, fue de­
puesto y sustituido por un jedive más dúctil, Tawfik. Egipto se
encontraba gobernado entonces por dos comisarios nombrados
por Francia e Inglaterra, representantes de una llueva comisión
internacional de la deuda según un sistema que llegó a ser co­
nocido como de «doble control». La independencia nominal de
Egipto parecía de ese modo asegurada, puesto que ninguna po­
tencia extranjera habría tolerado que otra asumiera el predomi-

132
nio. Pero, como en Tunicia, una sublevación nacionalista com­
prometió el equilibrio instaurado. La rebelión fue la expresión
del resentimiento general hacia los intrusos infieles; en 1882, ba­
jo el mando del coronel Arabí, los insurrectos lograron hacerse
con el control de la mayor parte de Egipto. Sólo una interven­
ción militar podía restablecer el Doble Control, y sólo una ac­
ción conjunta podía conservar su carácter internacional. Pero
en 1882 el Parlamento francés se negó a conceder créditos a la
proyectada expedición, y Gran Bretaña actuó sola. En agosto
de este mismo año, sir Garnet Wolseley derrotó a Arabí Pachá,
restauró a Tawfik y recuperó el control efectivo de Egipto. De
esta manera empezó el control unilateral británico. Gladstone
hubiera deseado retirar las fuerzas expedicionarias y restaurar
el Doble Control, pero los franceses no estaban dispuestos a en­
viar tropas y sin la presencia de tropas europeas el movimiento
nacionalista local habría ganado la partida. Por otro lado, el yi-
had o guerra santa proclamada por el mahdi Mohammed Ah-
med en el Sudán egipcio amenazaba al Egipto superior. Los bri­
tánicos tuvieron que quedarse presos de su propio éxito, pero
su presencia en Egipto tuvo consecuencias importantísimas.
Francia estuvo siempre celosa, porque en un primer momento
Egipto había formado parte de su esfera de intereses, y estuvo
siempre dispuesta a crear dificultades a Inglaterra en otros sec­
tores coloniales. La diplomacia británica tenía las manos atadas,
porque para administrar las finanzas egipcias debía depender de
las decisiones de una mayoría en el seno de la Comisión de la
Deuda, y Alemania, que formaba parte de la comisión, tenía la
posibilidad de regatear su voto. Egipto, por todo ello, se. con­
virtió en un elemento clave de la diplomacia de los repartos co­
loniales a partir de 1882, ya que Inglaterra, que hasta ese mo­
mento era la principal exponente de la política de no interven­
ción, se había asegurado una de las joyas más preciadas de la
diadema colonial, antes de que los otros pudieran hacer valer
sus- derechos. Si no fue Egipto la causa del reparto de Africa,
su ocupación por Inglaterra influyó poderosamente en el curso
de los acontecimientos.

133
b) El Africa occidental tropical
En el Africa occidental las causas de la expansión europea fue­
ron las dificultades financieras de los endeudados sultanes y las
reacciones de los nacionalistas musulmanes, que se veían cerca­
dos. También aquí existían poderosos reinos musulmanes y pa­
ganos, pero en aquellos tiempos ninguno de ellos cayó por in­
solvencia financiera. Las inversiones europeas derivaron más de
los intereses culturales y geográficos que de los financieros. Los
exploradores de Europa habían trazado el mapa de casi toda el
Africa occidental a mediados del siglo X IX , y en el decenio
1870-79 se concentraron en la región del Congo. Sus aventuras
suscitaron en el público europeo un gran interés, que se tradu­
jo en suscripciones para la financiación de sociedades geográfi­
cas y expediciones. También el movimiento misionero estaba
en pleno auge. Misiones de todas las confesiones se trasladaban
de la costa hacia el interior, y algunos misioneros, como David
Livingstone, figuraron también entre los grandes exploradores.
Pero ni los exploradores y sus misioneros ni sus financiadores
esperaban que Europa ocupara oficialmente aquellas regiones.
Se proponían iluminar al continente negro, no gobernarlo. Se
suponía que la trata de esclavos sería sustituida por el comer­
cio, pero se pensaba que el comercio europeo era compatible
con la independencia de los estados africanos civilizados.
La expansión tuvo su punto de partida en las bases europeas
de! Africa occidental. Hasta 1865 aproximadamente, dichas ba­
ses tuvieron una función importante en la represión de la trata
de esclavos con América, y en Europa no se tenía gran interés
por extenderse hacia el interior. Pero, por débiles que fueran,
estos núcleos dieron pruebas de una sorprendente capacidad de
expansión espontánea. Tres fueron los factores que intervinie­
ron. En primer lugar, se estaba desarrollando un comercio bas­
tante importante de aceites vegetales, destinados a fabricar ve­
las y jabones. Los cacahuetes procedían sobre todo de Gambia
y otras regiones situadas más al sur, en tanto que el aceite de
palma venía de diversas regiones de la costa. Estos productos
no exigían la creación de plantaciones europeas, ya que eran cul­
tivados o recolectados por los africanos. Sin embargo, implica­
ban contactos comerciales que suscitaron la rivalidad entre las
firmas francesas e inglesas y en un momento posterior también

134
alemanas. Antes de 1882 estas actividades dieron lugar a diver­
sas factorías comerciales nuevas, así como a múltiples tratados
de comercio con los soberanos de Africa, pero el verdadero pe­
ríodo de rivalidad comercial, que tendió a traducirse en un con­
trol territorial, vino más tarde.
Causas más inmediatas de la expansión fueron los problemas
jurisdiccionales creados por los contactos comerciales. La segu­
ridad y el control del tráfico en Africa occidental comportaban
acuerdos con los soberanos indígenas que otorgaban a los di­
versos estados europeos jurisdicción sobre los respectivos súb­
ditos, incluso fuera de las pequeñas bases costeras. Y se firma­
ron muchos tratados de este tipo. En un primer momento no
comprometieron la independencia africana, pero contenían el
germen del futuro control, porque si los estados africanos no
respetaban los acuerdos o caían, los europeos se consideraban
con derecho a intervenir y ocuparlos. Además, dado que los tra­
tados contenían a menudo cláusulas comerciales preferenciales,
hacia 1882 Africa se vio cubierta por una espesa red de zonas
de influencia francesa e inglesa. Los franceses tenían el predo­
minio en el Senegal y en las regiones situadas entre Cambia y
Sierra Leona; los ingleses en la Costa de Oro y alrededor de La­
gos. Pero en muchos puntos las esferas de intereses se solapa­
ban, como en Porto Novo, cerca de Sierra Leona, y en torno
al Níger, y se delineaba la posibilidad de que tales conflictos lle­
varan a una más clara demarcación de las respectivas esferas. En
diferentes circunstancias, esto se produjo a partir de 1882.
La tercera causa de la expansión territorial europea fue la de­
bilidad financiera de todas las bases del Africa occidental. Fran­
cia e Inglaterra las mantenían para favorecer a sus comerciantes
y proporcionar bases de apoyo a las unidades navales dedicadas
a la lucha contra la trata de esclavos, pero no estaban dispues­
tas a subvencionarlas. Las colonias eran pobres, por ser peque­
ñas, y sus ingresos procedían únicamente de las aduanas. Pero
dado que los comerciantes podían evitar sus puertos para no pa­
gar aduanas, los gobiernos coloniales tuvieron otra razón más
para extender sus fronteras en las costas, a fin de controlar el
mayor número posible de fondeaderos. Tanto Gran Bretaña co­
mo Francia trataron de canalizar el comercio a través de sus
puertos o de imponer las mismas aduanas a los puertos inde­
pendientes. Los ingleses bloquearon la Costa de Oro, gracias a

135
la adquisición de los fuertes daneses en 1850 y a la del puerto
holandés de Elmina en 1872. Se aseguraron Lagos en 1861, y
desde allí extendieron su control hacia el oeste. De todas ma­
neras, por lo general, se evitaron las anexiones. Ambos países
prefirieron firmar tratados aduaneros con los soberanos de las
costas. Los franceses adoptaron este sistema en torno a Sene-
gal, Guinea y Costa de Marfil, y los británicos en torno a Sierra
Leona, Gambia y los alrededores de Lagos. En 1882 daba la sen­
sación de que las dos potencias se habían asegurado todos los
puntos de acceso al Africa occidental, sobre todo para poder ex­
plotar mejor sus posesiones originarias.
La ampliación de los territorios o de las esferas de influencia
no implicaba un imperialismo metropolitano ni un plan prede­
terminado por parte de los funcionarios coloniales locales. Pe­
ro en Senegal la expansión hacia el interior tuvo claras miras im­
perialistas, que reflejaban el punto de vista de Dakar —la nueva
capital— más que el de París. De ellas se hizo defensor Louis
Faidherbe, gobernador entre 1854 y 1865. Su política estuvo ins­
pirada fundamentalmente en la consideración de que la colonia
sólo podía mantenerse si se aseguraban las regiones limítrofes,
productoras de cacahuete, y se fomentaba una producción re­
gular en plantaciones, llevada a cabo por los propios africanos.
Pero Louis Faidherbe se hizo también difusor de una concep­
ción nueva para el Africa occidental. Ex oficial del ejército de
Argelia, daba por descontado que era imposible convivir pací­
ficamente con los poderosos estados islámicos, y en particular
con el imperio tukulor, fundado en el Senegal superior por al-
Hadj Umar. Basándose en este supuesto, Francia se embarcó en
una política de conquistas no bien definidas en el Sudán occi­
dental. Faidherbe inició esta tarea, derrotando a Umar en
1857-59. Ni sus sucesores en Dakar ni el gobierno francés, sin
embargo, compartían sus ideas, y su política fue abandonada
hasta el decenio de 1880-90. Pero este ensayo de imperialismo
senegalés tuvo importantes consecuencias en el momento del re­
parto, porque sugirió a los imperialistas que acudieron después
la visión de un imperio francés en Africa occidental que se ex­
tendería desde el Senegal al Níger y circundaría o absorbería to­
das las bases extranjeras de la costa.

136
c) El Africa occidental ecuatorial

En 1882 la expansión europea en el Africa occidental tropical


revestía aún proporciones mínimas. Los sucesos, por otra par­
te, no eran fruto de un imperialismo europeo. Pero en el Con­
go se había creado una situación que reflejaba un deliberado
plan colonial, sin relación con los núcleos coloniales ya exis­
tentes.
El Congo formaba parte de la región reivindicada, pero no
ocupada, por Portugal. Había sido explorado, entre otros, por
H. M. Stanley en 1870-80 y Europa se había interesado mucho
por él. El proyecto de colonización, sin embargo, fue obra per­
sonal del rey de Bélgica, Leopoldo II. Bélgica no poseía colo­
nias, ni las necesitaba, pero Leopoldo, tras estudiar los demás
imperios coloniales, se había convencido de que, con los capi­
tales y la capacidad de los europeos, se podían obtener ganan­
cias fabulosas de las posesiones tropicales. Probablemente se
inspiraba en la Indonesia holandesa, donde la explotación
agrícola había producido los únicos dividendos en dinero con­
tante jamás percibidos por potencia imperial durante la primera
mitad del siglo XIX. Tras el fracaso de otros varios proyectos,
el rey Leopoldo decidió crear una colonia en el Congo. No te­
nía derechos que hacer valer ni el apoyo de su gobierno, y las
grandes potencias se habrían opuesto ciertamente al proyecto,
de haber tenido conocimiento del mismo. Por todo esto, deci­
dió actuar con suma circunspección. En 1876 organizó un con­
greso geográfico internacional en Bruselas y se sirvió de él para
fundar la Asociación Internacional Africana (A IA ) y reunir el
dinero necesario para la exploración de la región del Congo.
Siempre sobre dicha base, creó en 1878 el Comité d’Etudes du
Haut Congo, sociedad anónima que recurrió privadamente a
otros capitales a fin de proseguir las exploraciones. Ya en 1882
se había asegurado su propiedad, y a través de la sociedad con­
trató a Stanley, quien durante mucho tiempo estuvo convenci­
do de trabajar para una organización filantrópica, con objeto de
que firmase tratados que aseguraran al Comité la soberanía po­
lítica y los derechos comerciales sobre la orilla meridional del
río Congo. Aquella iba a ser la base de una nueva colonia belga.
Estas iniciativas suscitaron muy pronto la rivalidad de los
otros países. Los franceses, que ya disponían de una cabeza de

137
puente en el Gabón, se mostraban desconfiados. Savor'gnan de
Brazza, de la marina francesa, firmó al mismo tiempo que Stan­
ley tratados en la orilla septentrional del Congo, oficialmente
en nombre de la sección francesa de la AIA, pero en realidad
para proteger los intereses franceses. También Inglaterra trata­
ba mientras tanto de defender sus intereses comerciales en el
Congo ante la posibilidad de un monopolio de otro país, y en
diciembre de 1882 reconoció oficialmente los derechos de Por­
tugal sobre la desembocadura del río Congo. Leopoldo, intro­
duciendo simplemente un elemento nuevo en la situación colo­
nial, había provocado una crisis internacional. Si otros hubie­
ran seguido su ejemplo y hubieran empezado a plantear reivin­
dicaciones coloniales en Africa o en cualquier otro sitio, la si­
tuación internacional habría cambiado radicalmente. El Congo
constituyó uno de los argumentos más importantes del Con­
greso de Berlín (1884) y un factor relevante en la génesis del re­
parto de Africa.

d) Sudáfnca

Por artificial que fuera, la situación del Congo antes de 1882 re­
presentaba una excepción. En el Africa austral la expansión eu­
ropea fue el resultado natural y previsible de la situación creada
en 1815.
Desde mediados del siglo XV11I, en la región de El Cabo ope­
raba un triángulo de fuerzas. En primer lugar, la política britá­
nica. Los ingleses no buscaban la expansión y tenían escaso in­
terés por la región de El Cabo como sede de una colonia de po-
blamiento, pero se creyeron obligados a imponer sus principios
morales a la población blanca, constituida predominantemente
por holandeses, para proteger de todo abuso a los hotentotes y
para abolir la esclavitud (1833). En segundo término, había co­
lonos holandeses que tendían a extenderse hacia el norte y el es­
te, en busca de tierras de pasto alejadas de la vigilancia de las
autoridades. A partir de 1830 estas tendencias se vieron alimen­
tadas por las nuevas leyes inglesas en materia de servidumbre y
esclavitud y por la presencia de misioneros británicos. Final­
mente, estaban los bantúes, al este del río Great Fish, que des­
de hacía tiempo presionaban hacia el sur y el oeste. Ahora sus

138
desplazamientos se habían intensificado porque tenían a sus es­
paldas a los zulúes de la región de Natal, que con sus incesan­
tes correrías forzaban a las demás tribus bantúes a moverse en
dirección sur y norte. Las tribus más cercanas a El Cabo, por
todo ello, se desplazaban a su vez hacia el oeste, al encuentro
de los europeos que avanzaban.
La expansión bóer y los movimientos de las tribus bantúes
obligaron a los ingleses a ampliar los límites de El Cabo. En
1882 los europeos habían ocupado dos áreas: por el este, los lí­
mites de la colonia iban avanzando continuamente, frenados só­
lo por las repetidas guerras con los xhosa, los tembu y los pon­
do y por la tendencia británica a renunciar a las conquistas he­
chas después de una victoria. En 1882 sólo una pequeña zona,
que comprendía los territorios de los tembu, galeka, bomvana
y pongo, continuaba siendo nominalmente independiente, pero
estaba, aunque no de modo oficial, controlada por los británi­
cos. También Natal era una colonia británica, pero había sido
adquirida como consecuencia del Gran Trek (gran éxodo) hacia
el interior, iniciado en 1836. Esta marcha se diferenció del des­
plazamiento hacia el oeste del que ya se ha hablado sólo en
cuanto que fue un éxodo, parcialmente organizado, de casi diez
mil bóers, que trataban de sustraerse a la dominación británica
e intentaban crear repúblicas independientes. Los trekkers se ex­
tendieron por el norte hacia el río Orange, en parte hacia Trans-
vaal y en parte hacia Natal, fundando dos pequeñas repúblicas.
Los ingleses no supieron jamás cómo tratarlos, ni cómo tratar
a la colonia del río Orange, creada poco después. Los bóers
eran ciudadanos británicos, y por tanto no podían legalmente
fundar repúblicas autónomas. Su presencia en aquellas regiones
repercutía sobre toda la frontera oriental de El Cabo, puesto
que amenazaba a las tribus bantúes allí establecidas. De cual­
quier manera, Gran Bretaña no pretendía gobernar territorios
tan alejados, y dudó siempre entre la anexión y una política de
no intervención. En 1842 ocupó Natal y en 1848 las otras co­
lonias bóers. Natal no fue cedido nunca, pero Inglaterra reco­
noció el Transvaal en 1852, y la colonia del río Orange en 1854,
como estados soberanos. Veinte años después cambió de nuevo
su política, con la esperanza de imponer una única línea de ac­
ción en toda el Africa austral. En 1877 el Transvaal fue anexio­
nado, pero recibió la independencia en 1881.

139
En 1882 el futuro de la dominación inglesa en Sudáfrica era
aún incierto, pero un elemento nuevo atrajo entonces a los in­
gleses hacia el Africa central. El descubrimiento de diamantes
en la zona del norte de Kimberley llevó a la anexión de la mis­
ma, a pesar de las reivindicaciones del Estado libre de Orange
y del Transvaal. Las áreas diamantíferas eran controladas por
los financieros de El Cabo. Empezó a desarrollarse un nuevo
imperialismo que buscaba la expansión en Kimberley, centro
del área diamantífera, en Bechuanalandia y en el Africa central,
donde se esperaba encontrar más diamantes o metales precio­
sos. Durante los treinta años siguientes estos objetivos compli­
caron enormemente la posición de Gran Bretaña en Africa y
constituyeron un importante factor en el reparto definitivo del
Africa central.

II. LA EXPANSIO N EUROPEA EN ASIA

En 1882 la situación del Oriente había cambiado, como conse­


cuencia de otros acontecimientos mucho más importantes: la
dominación europea se había extendido a Asia central, China,
la India, el sudeste asiático e Indonesia. Con todo, la expansión
no fue producto de un plan premeditado en esta o aquella ca­
pital europea con vistas a la adquisición de nuevos territorios.

a) La expansión de Rusia en Asia central


y en el Extremo Oriente

La expansión rusa se realizó en Asia central y en la China sep­


tentrional. En las dos zonas fue consecuencia de los problemas
que se suscitaron en las posesiones rusas preexistentes, y fue fru­
to de la iniciativa de los hombres que se hallaban sobre el
terreno.
En Extremo Oriente los rusos habían conseguido de China la
provincia del Amur, y habían llegado hasta el Pacífico a través
del continente asiático. La colonización de Siberia continuó^du­
rante todo el siglo XIX, siendo en algunos extremos similar a la
expansión hacia el oeste de los Estados Unidos, con la diferencia
de que la ocupación de Siberia fue más resultado de las depor-

140
T ig . 4 . L a expansión de Rusia en Asia central
taciones que de una emigración espontánea. Había algo de ver­
dad en el dicho de que en Rusia el knut (especie de látigo, cu­
yos golpes resultaban especialmente dolorosos) seguía a la ban­
dera. El Amur no estaba contiguo a la Siberia oriental, pero era
fácilmente accesible desde ella. Fue ocupado en los años de
1850-60 por el gobernador general ruso de Irkutsk, quien ac­
tuó por propia iniciativa, porque China, derrotada dos veces
por Inglaterra entre 1839 y 1842, había demostrado su debili­
dad y porque así Rusia se aseguraba un acceso más fácil al Pa­
cífico. En 1858 Pekín aceptó el control ruso mediante un tra­
tado no oficial ratificado en San Petersburgo en 1860. Aprove­
chando la ratificación, la región fue ampliada. Con la sucesiva
fundación de un puerto en Vladivostok, Rusia se convertía en
una potencia del Pacífico. La ocupación de la isla de Sajalín fue
lógica consecuencia de lo anterior, y puso a Rusia en estrecho
contacto con el Japón. Durante el último decenio del siglo XIX
puerto e isla resultaron muy valiosos.
Otra adquisición rusa fue la región de Asia central. Tampo­
co eso había sido previsto, pero se hallaba en estrecha relación
con las necesidades reales de Rusia. Anteriormente la frontera
meridional de Siberia iba de la orilla septentrional del Caspio
hasta el río Ural, Omsk y Semipalatinsk, y desde allí hasta la
frontera con China. Por el sur se extendían las inmensas este­
pas, apenas pobladas, del Kazakistán, y todavía al sur los po­
derosos janatos musulmanes de Jiva, Bujara y Kokand. Rusia
tenía numerosos motivos para ocupar esa zona. Los colonos,
comerciantes y administradores de Siberia se veían perjudica­
dos por el crónico desorden reinante en el sur, la estepa atraía
a los colonos, y después del ataque de los ingleses contra Af­
ganistán (1839-42) los rusos temían que se expandieran por el
Turquestán. Asia central representaba un peligroso vacío, que
Rusia se sentía destinada a colmar. Pero la ocupación fue lenta
e incierta, y dependió más de la iniciativa de los militares y los
soldados que se encontraban allí que de San Petersburgo. En
1864 las zonas de la estepa estaban todas ocupadas, y San Pe­
tersburgo trató de detener el avance. Pero, como siempre, exis­
tían razones indiscutibles que imponían la prosecución. Con los
tres janatos meridionales era imposible establecer relaciones du­
raderas, pero en 1880 el problema se había resuelto. Bujara y
Jiva, aunque con algunas mermas territoriales, conservaron no­

142
minalmente su independencia, pero tuvieron que firmar trata­
dos de protectorado. Kokand, en cambio, fue incorporada de
pleno y pasó a ser la provincia de Kazakistán.
A finales del decenio 1870-80, Rusia había ocupado todo Asia
central hasta Merv, y se había instalado en los confines del Af­
ganistán, frustrando así las intenciones británicas. Por lo demás,
las sospechas eran mutuas, porque los ingleses se habían deci­
dido a avanzar por motivos análogos. Las sospechas de ambas
partes quedaron parcialmente disipadas tras el fracaso de la ex­
pedición británica contra Afganistán, entre 1878 y 1880, y la cri­
sis de 1884-85, cuando un general ruso ocupó Pendjeh, hacien­
do temer a los ingleses una invasión de Afganistán. Ambas po­
tencias se pusieron de acuerdo para delimitar las fronteras sep­
tentrionales de Afganistán, que permaneció independiente y
neutral. Pero Persia seguía preocupándoles por razones análo­
gas. En 1888, tras el acuerdo para la definición de su frontera
con Afganistán y la posterior división oficiosa del país en esfe­
ras de influencia rusa y británica, el problema quedó resuelto
sin recurrir a un reparto formal. El acuerdo anglo-ruso de 1907
cimentó el compromiso y permitió a Persia compartir con Af­
ganistán el honor de no haber sido jamás una colonia europea.

b) La expansión británica en la India


y fuera de la India

La expansión británica dentro y fuera de las fronteras de la In­


dia a partir de 1815 fue un ejemplo clásico de expansión espon­
tánea. La organización de 1818 dio a Gran Bretaña el dominio
de la India, pero dejó una semiindependencia a un cierto nú­
mero de príncipes indios, no se aplicó al Penjab, al Sind, o a
las fronteras del noroeste y no definió la frontera oriental. Ade­
más, existían problemas relacionados con el comercio indio er,
Indonesia y China. La expansión del dominio inglés, nacida de
tales problemas, fue el resultado de los intereses y de la política
india, más que de la política británica. El gobierno indio de Cal­
cuta no era independiente de Londres, pero tenía un punto de
vista propio y tenía su ejército, pagado con la recaudación de
los impuestos locales. En la mayor parte de los casos, para Lon­
dres todo lo que Calcuta estimaba necesario respondía también
a los intereses británicos.

143
En ei interior, la expansión supuso la incorporación de otros
estados indios a la India británica. Hasta 1848, año en que fue
nombrado gobernador general lord Dalhousie, Londres prefirió
casi siempre evitar iniciativas de este tipo, de modo que los esta­
dos sólo perdían su independencia cuando se mostraban turbu­
lentos o estaban mal gobernados. Así, en 1831 fueron incorpo­
rados Coorg, de manera definitiva, y Mysore provisionalmen­
te. Dalhousie, sin embargo, entendía que un gobierno inglés di­
recto era preferible al de los soberanos locales, y buscaba pre­
textos para proceder a las anexiones. Aplicando el principio del
lapse (según el cual la Gran Bretaña podía rechazar al heredero
adoptivo de un estado indio, conforme a la costumbre hindú)
se aseguró Satara, jaipur, Sambalpur, Baghat, Udaipur, Jhansi
y Nagpur. El estado musulmán de Oudh fue absorbido en 1856,
por estar mal gobernado, y Haiderabad se vio obligada a ceder
Berar por no haber pagado los subsidios previstos en el trata­
do. La insurrección de 1857, provocada quizá también por esas
anexiones, inauguró una nueva política. En adelante hubo al­
gún soberano destituido por sus fechorías, pero no se procedió
a la anexión de su Estado.
La frontera del noroeste planteaba a los ingleses el mismo
problema que Asia central a los rusos. Su punto clave era el Pen-
jab, que aseguraba el acceso a Afganistán. Muerto en 1839 Ran-
jit Singh, que había creado un Estado sikh, en la zona estalló el
caos. Los británicos tuvieron que intervenir. En 1845 los sikhs
atacaron ios territorios más allá del río Sutlej, que estaban bajo
protección inglesa, y fueron derrotados. Una tentativa de crear
un Estado sikh estable bajo la protección inglesa fracasó; aplas­
tada una segunda revuelta en 1848, al año siguiente el Penjab
fue anexionado a la India británica. El Sind fue absorbido por
motivos menos urgentes. Estaba formado por una constelación
de pequeños estados, ligados a Inglaterra por tratados, pero por
lo demás independientes. Ocupado provisionalmente durante la
fallida expedición inglesa a Afganistán, en 1839-1842, se reveló
importante al constituir la mejor vía de acceso a Kabul. En 1842
ios estados de Karachi, Sukkur y Dukkur quedaron definitiva­
mente anexionados. Y cuando, en 1843, los emires supervivien­
tes se rebelaron ante las condiciones del nuevo tratado, también
sus estados fueron anexionados. Ninguna de estas anexiones es­
taba justificada por los acontecimientos: el Sind padeció las con-

144
secuencias de la fracasada tentativa inglesa de asegurarse el con­
trol de Afganistán.
Esa fue la única región del noroeste que conservó la inde­
pendencia. Entre 1839 y 1842, los ingleses trataron de asegu­
rarse su control instalando en el trono de Kabul a un soberano
fantoche, pero no lo lograron. Otra segunda tentativa se llevó
a cabo entre 1868 y 1880, cuando el emir se negó a aceptar a
un comisionado británico, al cual hubiese debido prestar obe­
diencia. También eso falló, pero llevó, como resultado secun­
dario, a la imposición de un protectorado sobre Beluchistán y
a la anexión de Quetta. Mejoradas luego las relaciones con Ru­
sia, la situación en las fronteras del noroeste parecía menos ame­
nazadora, puesto que Afganistán podía ser un magnífico Esta­
do-cojín. A los ingleses les restaba imponer orden en las tur­
bulentas provincias de los límites con el Penjab, pero ese pro­
blema no sería jamás resuelto de manera satisfactoria.
La expansión inglesa en las fronteras orientales de la India
no fue producto de una política imperialista, de la codicia o del
miedo a un rival europeo —al menos antes de 1880—, sino de
las malas relaciones con un Estado asiático. En 1815 Birmania
estaba gobernada por la dinastía Konbaung, que ambicionaba
crear un imperio en todo el sudeste asiático. En 1782 Birmania
había conquistado Arakán, limitando así con Bengala. De ese
modo aparecieron problemas fronterizos, y los birmanos llega­
ron a sospechar que los ingleses apoyaban a los rebeldes de Ara­
kán, por lo que el rey Bodawpaya decidió conquistar Asam y
Bengala. Asam fue ocupado en 1817, y en 1824 los birmanos
atacaron Cachar, preparándose para invadir Bengala a través de
Chittagong. A fin de impedirlo, en 1826 fuerzas inglesas des­
embarcaron en Rangún y conquistaron la nueva capital birma­
na, Amarapura. Mediante el tratado de Yandabo se aseguraron
los territorios recientemente conquistados por Birmania: Ara­
kán, Tenaserim, Asam y Manipur. La política inglesa trataba de
crear una segura zona cojín más que de obtener conquistas terri­
toriales, y por ello fueron abandonados los valiosos territorios
conquistados en Pegu. Pero esto no mejoró la situación, y los
soberanos de Birmania se negaron a colaborar con los residen­
tes británicos. En 1851 algunos comerciantes indios en Pegu
fueron atacados, y Dalhousie decidió intervenir. En 1852 fue
ocupado Pegu, firmándose un tratado con el nuevo rey Min-

145
don, más maleable. La Birmania superior permaneció indepen­
diente, pero perdió Pegu. De esa forma quedaba aislada tanto
de la India como del mar. Parecía, pues, que no había ya mo­
tivos para ulteriores conflictos, ni razones que hicieran necesa­
ria para los ingleses la ocupación de la Birmania superior.
El último suceso fue producto de una situación radicalmente
nueva que se había creado en 1885-86. Ahora que Francia se ha­
bía asegurado el control de Indochina, la corte birmana espera­
ba el apoyo francés para sustraerse al dominio británico. En
1885 la noticia de que Jules Ferry había prometido a Birmania
ayuda financiera y militar coincidió con algunas provocaciones
birmanas contra las firmas inglesas que operaban en la Birma­
nia superior. La exigencia de reparaciones y la propuesta de un
nuevo tratado de protectorado fueron rechazadas; en 1885 las
tropas indias ocuparon la Birmania superior, casi sin combatir.
Los ingleses no lograron encontrar un buen candidato al trono
de Birmania, que fue así anexionada a la India.
También la ocupación británica de Malasia fue consecuencia
de problemas locales que parecían insolubles de otro modo. La
península de Malaca estaba formada por estados menores, don­
de ni los sultanes locales, ni el Estado soberano, Siam, eran ca­
paces de mantener el orden. Los piratas infestaban la costa y
asaltaban las naves en ruta a China o Indonesia. Los residentes
chinos, provenientes de Singapur y en buena parte de naciona­
lidad británica, se lamentaban de que los ingleses no protegie­
sen su tráfico, ni sus minas de estaño. La colonia inglesa de Pe-
nang dependía para su abastecimiento de Kedah y se resentía
de los conflictos de poder locales. Los ingleses no deseaban in­
miscuirse, en base al principio de Stamford Raffles, según el
cual Inglaterra no tenía interés en adquirir territorios en el con­
tinente, pero a partir de 1867, cuando la Oficina Colonial asu­
mió el control de los Establecimientos de los Estrechos (Pe-
nang, Malaca, Singapur), ya encomendados al lndian Office, se
decidieron a intervenir de forma limitada. Se proponían única­
mente firmar con los estados malayos tratados que previeran el
envío de residentes encargados de actuar como consejeros, con­
forme al sistema seguido en los estados indios. En 1874 fue fir­
mado con los jefes más importantes de Perak el compromiso
de Pangkor, que obligaba al pretendiente victorioso en la suce­
sión al sultanato a acoger a un residente británico, «cuyo con-

146
sejo se pediría y seguiría en todos los asuntos excepto los de la
religión y las costumbres malayas». Acuerdos similares fueron
firmados, aquel mismo año, con Selangor y Sungei Ujong; con
Pahang en 1888; con el resto de Negri Sembilan en 1895; y con
Kedah, Perlis, Kelantan y Trengganu al pasar de la soberanía
siamesa al protectorado británico en 1909. Johore sólo aceptó
un consejero británico en 1914.
La intención de los ingleses era que la ocupación de Malasia
no tuviera un carácter oficial: los estados malayos eran «prote­
gidos», como los indios, y no auténticas posesiones inglesas. Pe­
ro en realidad la protección y la presencia de los consejeros
pronto se convirtieron en una ocupación efectiva y en un au­
téntico gobierno.
La ocupación de Labuán y Sarawak fue debida al azar, como
la de Malasia. Gran Bretaña se aseguró el control aquí gracias
ajam es Brooke, un antiguo oficial de la marina que en 1841 en­
tró al servicio del sultán de Brunei y en 1846 obtuvo la com­
pleta soberanía de Sarawak. Ese mismo año Londres se aseguró
la isla de Labuán como base para repostar carbón en la ruta ha­
cia China. Borneo siguió siendo independiente, pero pronto im­
pondrían los holandeses su control por doquier, menos sobre
las dos citadas posesiones británicas y los demás territorios per­
tenecientes al sultán de Brunei.
También en China la expansión británica estuvo determina­
da por las necesidades de la India. Los intereses ingleses en Chi­
na eran puramente comerciales. El comercio con China era im­
portante para la India británica, porque la Compañía de las In­
dias Orientales usaba los créditos obtenidos en la India para
vender productos indios en Cantón, comprando allí té que lue­
go vendía en Inglaterra. Por desgracia el producto más solici­
tado era el opio, y el gobierno chino, como es comprensible,
no quería autorizar la importación, que fue prohibida en 1800.
Por un momento los contrabandistas trataron de burlar dicha
prohibición, pero en 1838 el nuevo comisario imperial en Can­
tón cerró todas las fábricas extranjeras y confiscó más de veinte
mil cajas de opio. Era un duro golpe para los ingleses, que ya
desde hacía tiempo se lamentaban de la prohibición de comer­
ciar con los puertos chinos, excepto Cantón. Gran Bretaña no
entraba en disquisiciones legales o morales, y su decisión de ac­
tuar reflejó la escasa moralidad que con tanta frecuencia carac-

147
terizó las relaciones entre los países europeos, por un lado, y
el resto del mundo, por el otro, a lo largo del siglo XIX. Tras
una guerra que duró de 1839 a 1842, resuelta por la acción de
la marina inglesa, el gobierno chino aceptaba el tratado de Nan-
kín. Los ingleses, en adelante, tendrían plena soberanía sobre
Hong-Kong, como base comercial, y el permiso de comerciar
en otros cuatro puertos: Amoy, Fu-chou, Ning-po y Shanghai.
En estos puertos los súbditos británicos fueron sustraídos a la
jurisdicción china y los derechos de importación fueron limita­
dos. Las misiones cristianas fueron admitidas en algunas regio­
nes. Ese tratado señaló el inicio de la apertura obligada de Chi­
na a Occidente. Derechos análogos serían pronto conseguidos
por Estados Unidos, Francia y Rusia, mientras que en 1855 fue­
ron arrebatadas nuevas concesiones. Sin embargo, en 1882 Chi­
na seguía siendo independiente; sólo había perdido Hong-Kong
y el Amur. Su futuro dependía de su capacidad de reorganizar
las actitudes y formas de gobierno para afrontar la infiltración
occidental. El hecho de que el Japón, también forzado (por Es­
tados Unidos) a abrir sus puertos a los extranjeros en 1854 lo
lograra y acabara incluso convirtiéndose en una de las mayores
potencias mundiales, demuestra que no se trataba de una em­
presa imposible.

c) La expansión francesa en Indochina

La expansión británica en Asia antes de 1882 partió de los terri­


torios e intereses que ya tenía Gran Bretaña, pero es difícil ex­
plicar la primera fase de la expansión francesa en Indochina co­
mo la expansión de un núcleo ya existente. Como en Argelia,
Francia se aseguró el dominio de Indochina en parte por casua­
lidad y en parte a consecuencia de decisiones tomadas en la
metrópoli.
En 1815 las únicas posesiones de los franceses en Oriente
eran las cinco bases comerciales no fortificadas de la India, y su
tráfico era limitado. Los contactos quedaban asegurados por las
fuerzas navales y las misiones católicas. Y sin embargo fue en
tales bases donde nació el imperio colonial francés en Indochi­
na y el Pacífico.

148
Las misiones indochinas habían sido creadas a finales de si­
glo XVIII cuando un misionero francés, Pigneau de Béhaine, es­
tableció contactos más estrechos con el rey de Annam. Hasta
1820 misioneros y conversos gozaron de la protección real, pe­
ro luego comenzaron las persecuciones, y el rey Tu Duc, que
reinó de 1847 a 1883, se propuso la liquidación del cristianis­
mo. La intervención francesa estuvo motivada por estas perse­
cuciones. En Francia, el partido católico era poderoso, y en 1847
una flota francesa, que se encontraba en los mares de Oriente
para imponer un tratado a Pekín, recibió orden de realizar una
demostración de fuerza frente a Tourane. Ni esa acción, ni otra,
en 1858, consiguieron asegurar a los cristianos garantías simila­
res a las concedidas por China; y en 1858 Napoleón III se de­
cidió a actuar. En 1858-60 el delta de Saigón fue ocupado por
tropas francesas, quienes hubieron de enfrentarse a una durísi­
ma resistencia y en 1862 Tu Duc firmó un tratado que no sólo
aseguraba la tolerancia religiosa, sino que concedía también a
Francia las tres provincias orientales de Cochinchina, incluidas
Saigón y la isla de Pulo Condore.
A partir de ese núcleo se desarrolló la ocupación francesa del
resto de Annam, primero, y de Tonkín, Camboya y Laos, los
otros reinos de Indochina, después, más o menos como habían
hecho anteriormente los ingleses en la India. En general, París
se oponía a las anexiones: las presiones provenían de los misio­
neros, de los comerciantes de Saigón que querían traficar en
otras regiones, particularmente en la del río Rojo, en Tonkín y
de los funcionarios locales franceses, convencidos de que la se­
guridad de las actuales posesiones dependía de las ulteriores ad­
quisiciones. A esta renuncia francesa se debe que una crisis des­
encadenada en Hanoi en 1874, que hubiera podido resolverse
con la ocupación de Tonkín, tan sólo produjera la firma de un
nuevo tratado, en base al cual Annam pasaba a ser un protec­
torado francés y Cochinchina una auténtica colonia. Tonkín só­
lo sería ocupado en 1884, cuando los desórdenes crónicos en
aquella zona y la presión china cada vez más insistente dieron
a París el pretexto y el incentivo para su intervención. Cambo­
ya fue ocupada tras una rebelión (1884-86). En adelante, Fran­
cia tendría protectorados en Annam, Camboya y Tonkín, mien­
tras que Cochinchina sería una verdadera colonia. De Laos y
de Siam Francia se ocupó en el último decenio del siglo XIX, pe-

149
ro su destino fue decidido sobre todo por la nueva situación in­
ternacional creada por el reparto del resto del mundo in­
dependiente.

d) La expansión holandesa en Indonesia

La extensión de los dominios holandeses en Indonesia a partir


de 1815 fue, sencillamente, la continuación de un proceso que
se venia desarrollando en Java desde hacía ya cerca de dos siglos.
El final de las guerras napoleónicas y la resolución de los con­
flictos territoriales con Gran Bretaña en 1824 dejaron a Indo­
nesia dentro de la esfera de intereses de Holanda, pero única­
mente parte de Java, la isla de Banda, Amboina y un cierto nú­
mero de fuertes y bases comerciales eran verdaderas posesiones
holandesas. En otras partes, la influencia de Holanda se basaba
en tratados con los soberanos independientes y en su fuerza na­
val. Tres factores llevaron a la ocupación efectiva. La piratería
amenazaba el comercio. Las rebeliones de los soberanos indo­
nesios provocaron guerras punitivas y un control mayor. Los
intereses económicos de los ciudadanos holandeses y el gobier­
no de Batavia representaron un incentivo para la ocupación de
unos territorios que proporcionaban estaño, café, carbón y
otros productos. En 1882 Java se encontraba casi totalmente ba­
jo la soberanía directa de Batavia, mientras que los dos estados
supervivientes, Jogyakarta y Surakarta, habían perdido gran
parte de sus territorios y estaban políticamente inermes. Bali
fue anexionado en 1850 tras una revuelta, parte de las Célebes
en 1858-59 para eliminar la piratería y Billiton por sus minas
de estaño. El sultanato de Bandjarmasia, en Borneo, fue anexio­
nado en 1859-63 tras una revuelta contra el predominio holan­
dés. Sumatra cayó poco a poco bajo el control holandés, y en
1882 aún proseguía la guerra, destinada a durar hasta 1908, con
Atjeh, el último Estado poderoso superviviente.
La ocupación efectiva de Indonesia por parte de los holan­
deses se realizó, pues, gradualmente y fue obra de Batavia más
que de La Haya. En 1882 todavía no había sido completada, pe­
ro en 1914 los holandeses poseían Borneo (excluidas las zonas
británicas), las Célebes, parte de Nueva Guinea, Java, Sumatra
y la mayoría de las islas menores.

150
III. LA EXPANSION EUROPEA EN EL PACIFICO

La ocupación europea del Pacífico fue tardía. El conocimiento


geográfico de esta zona fue completado entre finales del siglo
XVIII y comienzos del XIX, y las exploraciones demostraron que
tenía bien poco que ofrecer a Europa. Y dado que estaba muy
alejada de las otras colonias europeas y de las principales rutas
comerciales, la ocupación sólo se afrontó tras muchas va­
cilaciones.
La colonización del Pacífico partió de unos pocos núcleos lo­
cales, producto de los intereses de los europeos que se habían
establecido en esa zona, más que de Europa. Antes de 1882 Aus­
tralia había sido la zona de mayor actividad, pero se convirtió
en una colonia británica casi por azar. La primera base inglesa
en Sydney en 1788 fue una colonia penal, elegida justamente
por la lejanía. La colonización del resto del continente prosi­
guió lentamente y sin un plan preciso. Los colonos libres fue­
ron primero alentados a establecerse en Nueva Gales del Sur pa­
ra apoyar la colonia penal. La escasez de tierras en torno a
Sydney impulsó a los colonos a buscar zonas de pasto para sus
ovejas, que se habían convertido en la base de la economía aus­
traliana. Con el tiempo, la subcolonización realizada por los ga­
naderos, más parecida al trek sudafricano que a la bien definida
frontera de poblamiento de América del Norte, dio lugar a las
colonias filiales de Victoria y Queensland. Probablemente con
el tiempo, mediante un proceso análogo, habrían sido ocupadas
asimismo las otras zonas vacías del continente, pero el pobla-
miento se aceleró debido a dos iniciativas privadas, nacidas en
Gran Bretaña, que se parecían en cierto sentido a las iniciativas
del siglo XVII en América del Norte. Una de ellas llevó a la crea­
ción de una colonia en Australia occidental en 1829, y la otra,
organizada por E. G. Wakefield, para demostrar la bondad de
su teoría acerca de la «colonización sistemática», fundó la Aus­
tralia del Sur en 1836.
Australia constituyó de este modo, en muchos sentidos, una
reencarnación de las primeras colonias inglesas, de poblamien-
to «puro», en América, producto de la iniciativa privada más
que de la estatal.
Durante casi todo el siglo XIX Australia fue el elemento do­
minante en el Pacífico; la expansión británica en dicha zona fue

151
en particular el producto del «subimperialismo» australiano.
Desde Sydney los comerciantes, los balleneros y los misioneros
se dispersaron por todas las islas. El tráfico de signo menor pro­
porcionaba buenos beneficios a los australianos o a quien se ser­
vía de sus puertos, mientras que no hubiera resultado rentable
si hubiera sido realizado desde Europa. Las islas de Nueva Ze­
landa fueron ocupadas las primeras. En 1820-30 ya se había es­
tablecido allí una considerable colonia de europeos, que caza­
ban focas o ballenas y vendían productos europeos a los mao-
ríes. El encuentro con la sociedad maorí tuvo consecuencias im­
portantes, preludio de situaciones análogas que se crearían en
otras zonas del Pacífico. Los europeos formaron comunidades
sin leyes, fuera del alcance de la jurisdicción inglesa. Vendieron
armas y licor a los maoríes, destruyendo los sistemas sociales y
políticos y organizaron expediciones de castigo. Hacia 1830 re­
sultaba ya obvio que Gran Bretaña debía asumir formalmente
la administración de las islas donde súbditos ingleses provoca­
ban situaciones de este tipo, pero el gobierno, presionado pol­
las sedes centrales de los misioneros en Londres, se mostraba
reacio a intervenir. En cierto sentido la decisión de Wakefield
de establecer otra colonia «sistemática» en Nueva Zelanda puso
en un brete al gobierno, puesto que la entrada de millares de
nuevos colonos hubiera, sin duda alguna, exacerbado los pro­
blemas raciales. La decisión de afirmar la jurisdicción británica
sobre una parte al menos de Nueva Zelanda se tomó antes de
que zarpara la vanguardia de los colonos de Wakefield, en 1839,
pero luego de que éstos hubiesen arribado a su lugar de desti­
no, el comisario británico, capitán Hobson, declaró la plena so­
beranía británica sobre aquellas islas en 1840, adelantándose es­
casamente a los franceses, quienes proyectaban la creación de
una pequeña base para la caza de la ballena en Akaroa.
Aunque reacios, los ingleses se habían asegurado así otra po­
sesión. En un primer momento Nueva Zelanda fue considerada
una colonia de ocupación, donde los funcionarios británicos
iban a administrar a una mayoría maorí y a controlar a una mi­
noría de colonos. En 1870, sin embargo, con el aumento de la
inmigración británica y la concesión a los colonos de un go­
bierno responsable, Nueva Zelanda había pasado a ser una ver­
dadera colonia de poblamiento, donde los maoríes (como los in­
dios en Norteamérica) fueron empujados hacia los límites de la

152
zona en que se habían asentado ios europeos. Nueva Zelanda
constituyó de este modo otro núcleo dinámico de la expansión
inglesa por el Pacífico.
En 1843 los franceses tenían ya algunas posesiones en el Pa­
cífico, hecho ese bastante curioso dado que Francia carecía de
motivaciones para la colonización de tal área: no tenía allí ba­
ses en 1815 y el comercio era escaso. En 1840 sus únicos inte­
reses estaban representados por las misiones católicas, los ba­
lleneros procedentes de Valparaíso, y unos pocos buques que
realizaban labores de medición geográfica y protegían a los súb­
ditos franceses. Y sin embargo esos tres elementos, al combi­
narse, cooperarían al nacimiento de algunas colonias. Las mi­
siones francesas no tenían mayor deseo que las de otros países
de fundar colonias en el Pacífico, pero en muchas áreas se ha­
llaron frente a misioneros protestantes ingleses y americanos só­
lidamente asentados ya. Los jefes indígenas de las islas eran a
menudo reacios a permitir la presencia de otras misiones riva­
les, y los franceses se opusieron a esa especie de cuius regio eiys
religio. En Tahití y las islas Marquesas se vieron tan apoyados
por oficiales de la marina, los cuales actuaban por propia ini­
ciativa, que los soberanos locales hubieron de firmar tratados y
reconocer el protectorado francés. Ese desarrollo de la situa­
ción embarazaba a Guizot, primer ministro francés, quien per­
seguía una política de amistad con Inglaterra. Pero estaba en jue­
go el prestigio de su país y del catolicismo, aparte de que las
islas habrían proporcionado a Francia los puertos de apoyo, tan
necesarios para los balleneros y los buques de guerra. Francia,
pues, se mostró firme, y con la Declaración de Londres de 1847
Gran Bretaña reconoció esos dos protectorados. Otros protec­
torados nacidos por la iniciativa de los oficiales de la marina
francesa no fueron, en cambio, reconocidos, y diversos archi­
piélagos quedaron excluidos de la ocupación inglesa o francesa.
El acuerdo anglo-francés trataba de impedir ulteriores
anexiones en el Pacífico eliminando competencia. Dado que en
aquella época los Estados Unidos eran la única otra potencia
con notables intereses, comerciales o no, en la zona, se creía po­
sible evitar una posterior expansión colonial. Francia se asegu­
ró Nueva Caledonia en 1853, pero se trataba sólo de una colo­
nia penitenciaria, y los ingleses no se opusieron. Entre 1860 y
1870 se hizo evidente, sin embargo, que era probable una co-

153
Ionización más amplia. La actividad económica de los europeos
en la zona se iba desarrollando continuamente. El comercio ori­
ginario, de carácter marginal, de madera de sándalo y gasteró­
podos marinos —destinados al mercado chino— iba siendo, po­
co a poco, sustituido por un comercio más importante, el de
aceite de coco, equivalente del aceite de palma del Africa occi­
dental, y de guano, formado por excrementos de aves marinas,
muy solicitado como abono en Europa y América. La creciente
demanda de aceite vegetal llevó a la creación de plantaciones eu­
ropeas en muchos archipiélagos, y ésta a la formación de pe­
queñas colonias. Como ya había ocurrido en Nueva Zelanda,
los europeos destruyeron las sociedades de Polinesia y Melane­
sia, políticamente inestables. La competencia entre los europeos
de diferentes nacionalidades trajo complicaciones, y la búsque­
da de mano de obra para las plantaciones desencadenó una in­
tensa «caza de negros» en otras islas, ampliándose el escenario
de los desórdenes. Entre 1860 y 1870 la situación en las Fidji,
Samoa y otros archipiélagos fue empeorando y los gobiernos in­
dígenas amenazaban derrumbarse bajo la presión de los acon­
tecimientos.
Los gobernantes europeos, poco dispuestos a asumir respon­
sabilidades políticas, continuaron durante algún tiempo buscan­
do paliativos. Se sirvieron de sus cónsules para controlar a los
súbditos europeos y apoyar a los regímenes indígenas. Entre
1870 y 1880 los ingleses crearon la Alta Comisión del Pacífico
Occidental, que tenía jurisdicción sobre todos los súbditos bri­
tánicos de la zona, pero una verdadera ocupación terminó ha­
ciéndose inevitable, y los británicos fueron los primeros en re­
conocerlo. En 1874 admitieron las repetidas solicitudes del pre­
sunto rey de las Fidji y procedieron a la anexión del archipié­
lago. Las Fidji se convirtieron en el cuartel general de la Alta
Comisión. También Samoa estaba madura para la anexión, pe­
ro allí el equilibrio entre plantadores ingleses, alemanes y ame­
ricanos era tan perfecto que no era posible una acción unilate­
ral. Se intentó un compromiso en 1878-79, cuando las tres po­
tencias firmaron tratados por los que se reconocía al rey nati­
vo, Malietoa Laupepa, y se aseguraban derechos comerciales y
jurídicos a sus súbditos. El experimento se resolvió con un con­
dominio oficioso, pero en 1882 era evidente la necesidad de que
una sola potencia se asegurara el control absoluto de las islas o

154
de que se procediera a un reparto. Otros dos estados indígenas
se mostraron más capaces de resistir a las presiones europeas:
las Hawai y las Tonga, las primeras bajo la influencia nortea­
mericana y las segundas bajo la alemana y la inglesa, conserva­
ron su independencia hasta los últimos años del siglo.
Hasta 1882 había habido pocas anexiones formales en el Pa­
cífico, con exclusión de Australia, Nueva Zelanda, las Fidji y
algunas pequeñas islas utilizadas como colonias penales o puer­
tos de apoyo. Pero la influencia siempre creciente de los euro­
peos ya había demostrado que era previsible, en base a consi­
deraciones morales, una verdadera administración directa del
resto de la zona; además, la creciente rivalidad entre las cuatro
potencias occidentales interesadas hacía inevitable una división
en zonas de influencia. En ninguna otra parte del mundo el re­
parto de los veinte años siguientes fue producto tan natural de
la anterior expansión europea.
Los setenta años que precedieron a 1882 demostraron ser, a
pesar de las perspectivas iniciales, uno de los grandes períodos
de la expansión europea. El número de anexiones formales fue
asombroso. Y, sin embargo, bien poca de esa expansión había
sido proyectada en Europa o era consecuencia de un imperia­
lismo metropolitano. Europa no era «antiimperialista» en el sen­
tido de que las potencias imperiales quisieran librarse de las co­
lonias que ya poseían, pero por otro lado estas potencias se mos­
traban escasamente dispuestas, en base a consideraciones de ín­
dole económica, política o nacionalista, a adquirir otras nuevas.
Las potencias actuaban cuando se veían forzadas por los inte­
reses europeos en la periferia o por grupos de presión metro­
politanos que tenían intereses especiales en la periferia. Por con­
siguiente las anexiones eran realizadas con mucha prudencia, en
base a motivaciones locales y sin referencia a un proyecto ge­
neral: las anexiones en una región no repercutían forzosamente
en otras. Regía el principio general de que las zonas que nin­
guna potencia quisiera anexionarse debían seguir siendo inde­
pendientes, mientras que las zonas anexionadas debían seguir
abiertas a las actividades, comerciales o no, de todos los países.
Este principio de «puerta abierta» fue el fundamento que per­
mitía evitar el reparto internacional.
Por el contrario, característico del período del reparto fue el
cambio de estas condiciones. Las anexiones podían todavía ser

155
consecuencia de los problemas de la periferia, pero ya no eran
afrontadas una a una, sino en el marco de acuerdos generales
entre las diversas potencias. El futuro de Samoa, por ejemplo,
terminó por depender de la situación diplomática en Africa. Los
acuerdos globales no dejaban espacio a zonas de no anexión:
no intervenir podía significar verse suplantado por un rival. Los
políticos de Europa no podían ya esperar que las presiones en
sus fronteras coloniales les obligaran a actuar: tenían, por pre­
caución, que reivindicar derechos incluso en regiones donde no
tenían intereses.
Estos fueron los elementos que caracterizaron el paso de la
segunda expansión de Europa al segundo reparto del mundo en­
tre las potencias europeas.

156
8. Expansión, reparto y nueva subdivisión
de 1883 a 1939

Tres características distinguen a los treinta años que van desde


1883 hasta el estallido de la primera guerra mundial. El ritmo
de la expansión imperialista aumentó notablemente: se adqui­
rieron más territorios coloniales durante ese período que en los
tres cuartos de siglo anteriores. Las anexiones no eran ya única
o necesiariamente el producto de las fuertes presiones de la pe­
riferia sobre gobiernos europeos reacios. El número de las po­
tencias europeas interesadas en la expansión colonial se-multi­
plicó con el despertar de los intereses coloniales de España y
Portugal y con la intervención de estados que jamás habían te­
nido tradición colonial, tales como Alemania, Italia, los Esta­
dos Unidos y la Bélgica del rey Leopoldo II. Estos elementos
revistieron la importancia suficiente como para distinguir el pe­
ríodo del reparto del de la expansión, pero en realidad no eran
en absoluto nuevos. No existió, pues, una solución de conti­
nuidad en la expansión europea, ni dejaron de operar las fuer­
zas que hasta ese momento habían contribuido a la formación
de los imperios coloniales. La pregunta fundamental con rela­
ción a los acontecimientos que se produjeron a partir de 1883
es la siguiente: ¿por qué algunas adquisiciones bien delimitadas
por parte de unos pocos estados como respuesta a problemas
de la periferia llevaron de improvisto a un reparto del mundo
entre muchos estados?
Se han propuesto cuatro explicaciones fundamentales, dos de
las cuales atribuyen una motivación dominante al nuevo impe­
rialismo. La primera hace depender el reparto de las necesida­
des económicas. La industrialización de la Europa continental
y el resucitado proteccionismo del último cuarto del siglo XIX
hicieron que las colonias tropicales fueran más necesarias que
nunca en cuanto mercados para las manufacturas de la metró­
poli, sectores de inversión para los excedentes de capital y se­
gura fuente de materias primas. Se adquirieron deliberadamen-

157
te colonias para subvenir a estas necesidades, y se las protegió
con aranceles y monopolios para asegurar a la metrópoli una si­
tuación de ventaja. Esta interpretación económica fue puesta de
manifestó por autores liberales como J. H. Hobson o marxistas
como V.I. Lenin. Estos subrayaron que el capitalismo indus­
trial europeo tenía necesidad de realizar inversiones en ultra­
mar, partiendo del principio de que el desarrollo del «capital fi­
nanciero» y del monopolio en el interior de Europa se resolvía
en una inexorable disminución de los márgenes de beneficio pa­
ra la nueva inversión. Por eso la colonización de los países tro­
picales desempeñó una función muy importante en el aplaza­
miento de la definitiva esterilización del capitalismo europeo y
el advenimiento de la revolución socialista.
Otra explicación que se relaciona con una causa única es la
que considera al imperialismo como una expresión del nacio­
nalismo europeo. La unificación de Alemania y de Italia antes
de 1870, la derrota francesa en 1870-71 y el desarrollo del cho­
vinismo en todos los países generaron una rivalidad internacio­
nal de proporciones nunca vistas antes de 1815. Las colonias ali­
mentaban la potencia nacional y eran símbolos de prestigio. La
presión ejercitada por el voto de unas masas incultas durante
esa primera fase de la democracia europea obligó a los estadis­
tas aristocráticos a asegurar nuevas colonias a la nación; y la
competencia produjo el reparto.
N o es posible analizar aquí con detalle los puntos débiles de
estas interpretaciones. Fundamentalmente, ambas fueron des­
mentidas por las fechas. Los fenómenos a los cuales se refieren
tuvieron lugar, ciertamente, en diferentes épocas, pero dema­
siado tarde para haber pesado de manera decisiva sobre la fase
vital del colonialismo, que es anterior a 1900. La gran era del
«capital financiero», de los cárteles internacionales, de los trusts
bancarios, etc., vino después de 1900, y sobre todo de 1920. Es­
tos fenómenos no tuvieron un gran peso en Gran Bretaña, Ru­
sia, Alemania, Italia, España, Portugal y Francia durante el pe­
ríodo del reparto. Incluso el imperialismo chovinista vino más
tarde, alcanzando su máxima expresión de 1920 a 1930, de ma­
nera que ciertamente no se puede afirmar que los estadistas eu­
ropeos tuvieran que sufrir este género de presiones en los últi­
mos veinte años del siglo XIX. Casi siempre, además, tuvieron
que esforzarse por entusiasmar al público con unas adquisicio-

158
nes ya realizadas. En pocas palabras, el reparto colonial no pue­
de ser atribuido a fenómenos recientes en Europa.
Un tercer tipo de interpretación parte de la hipótesis de que
el reparto no fue sino la continuación de tendencias ya eviden­
tes durante el medio siglo anterior. Europa no tenía aún ham­
bre de nuevas colonias, pero tampoco había elección. Las pre­
siones cada vez más frecuentes sobre las sociedades no euro­
peas generaban crisis como la de Tunicia o las Fidji, en las cua­
les los gobiernos indígenas se derrumbaban o el nacionalismo
local reaccionaba contra una interferencia extranjera «no for­
mal». Por esto, el control «oficioso» no era ya posible, y la
anexión pasó a ser la alternativa a la evacuación. El reparto ge­
neral se hizo necesario porque los viejos imperialismos habían
llegado a un punto de colisión en el Africa occidental, en el Pa­
cífico y en el sudeste asiático y porque había aumentado el nú­
mero de estados europeos que tenían intereses comerciales o de
otra naturaleza en el mundo colonial, y esos intereses habían
de ser conciliados. Hay algo de verdad en esta interpretación,
pues pone con justicia de relieve que muchas de las nuevas ad­
quisiciones se pueden explicar en términos válidos también pa­
ra el medio siglo anterior, y que fueron consecuencia de situa­
ciones preexistentes. Con todo, no basta para aclarar el fenó­
meno del reparto. Sólo resulta satisfactorio en algunos casos.
No explica el nuevo ímpetu y las nuevas proporciones de la ex­
pansión europea, dado que en muchos países que se convirtie­
ron en colonias en los veinte años posteriores a 1882 no exis­
tían estímulos locales que solicitaran una acción europea.
La cuarta interpretación excluye que Europa tuviera necesi­
dad de las colonias tropicales por razones económicas, o que hu­
biera una presión.colonialista por parte de la opinión pública.
Admite que algunos prpcesos iniciados con anterioridad tuvie­
ron un desenvolvimiento acelerado, llevando así a una verdade­
ra ocupación, o al reparto de determinadas regiones. Pero sos­
tiene que esto no basta para explicar lo súbito y rápido del re­
parto de Africa y el Pacífico después de 1882, e intenta por con­
siguiente delimitar nuevos factores. Estos serían los nuevos mé­
todos de la diplomacia europea: la génesis de la nueva situación
habría de ser buscada en la brusca reivindicación de colonias
por parte de Bismarck en 1884-85. Para Bismarck esas colonias
eran un medio de trueque diplomático, igual que tantos otros,

159
de los cuales una gran potencia podía servirse para negociar.
Planteando enormes exigencias en Africa y el Pacífico y llevan­
do las disputas coloniales del Africa occidental a la mesa de las
conferencias internacionales, creó una especie de bolsa de títu­
los coloniales, que a partir de ese instante no se pudo ignorar.
Si una potencia no planteaba reivindicaciones, aun infundadas,
corría el riesgo de verse excluida de una ulterior expansión. En
resumen, un político de la Europa central impuso el procedi­
miento continental a las potencias marítimas que hasta ese mo­
mento habían considerado las colonias como una especie de co­
to de caza enteramente suyo. Sólo en estos términos es posible
explicar el súbito reparto de Africa y el Pacífico, o los aconte­
cimientos en el sureste asiático después de 1882.
Esta última interpretación parece más ajustada a la realidad
de los hechos, y la seguiremos en el presente análisis de los acon­
tecimientos desde 1883 hasta 1914.

I. EL REPARTO SOBRE EL MAPA, 1 8 8 3 -1 8 9 0

Los ocho años siguientes a 1883 fueron los más importantes pa­
ra la segunda expansión europea. En 1 8 9 0 la mayor parte de
Africa y del Pacífico había sido ya reivindicada por esta o aque­
lla potencia, en cuanto situada dentro de una u otra esfera de
influencia o como verdadera posesión; el reparto del sudeste
asiático estaba casi completado; y era evidente que muy pronto
el resto del mundo independiente habría caído bajo el predo­
minio de Europa.
La crisis que condujo al reparto nació de la situación que se
había instaurado en el Congo y del desacuerdo anglo-francés a
propósito de Egipto, pero fue Bismarck quien la hizo estallar.
Habría sido posible tratar las reivindicaciones de Leopoldo II
sobre el Congo como un problema de ámbito local. El resen­
timiento provocado en Francia por la ocupación inglesa de
Egipto en 1882 habría estimulado probablemente la actividad
de Francia allí donde ésta tenía ya puntos de contacto con Gran
Bretaña, o sea en el Africa occidental, en el sudeste asiático y
en el Pacífico. Pero se necesitaba bastante más que una simple
disputa entre dos potencias, que no tenían intención de entrar
en conflicto por un problema tan margina!, para llegar a un re-

160
parto del mundo. Para esto era preciso que entraran en escena
otras grandes potencias europeas. La causa de la nueva fase de
expansión europea fue, de hecho, la reivindicación colonial
planteada por Alemania en 1884-85.
Las razones que indujeron a Otto von Bismarck, canciller ale­
mán, a reinvindicar las colonias, son tema de discusión aún en
la actualidad. No es probable que se dejara convencer por la
propaganda de los teóricos del imperialismo alemán o por los
grupos comerciales con intereses en Africa o en el Pacífico. Re­
conocía que los alemanes tenían necesidad de protección en
aquellas regiones, y que la falta de bases alemanas les perjudi­
caba. Se daba cuenta de que una «política colonial» podía con­
tribuir a hacerle ganar las elecciones al Reichstag de 1884. Pero
no es probable que atribuyese valor intrínseco a las colonias.
Cuando se decidió a actuar en 1884-85 lo hizo por puro cálcu­
lo político. Seguía siendo un hijo de la Europa central: la segu­
ridad frente a los objetivos de Rusia y Francia era para él más
importante que las dudosas ventajas comerciales que podían
ofrecer las colonias. En especial, se proponía apoyar a Francia
en el Africa occidental y Egipto, aminorando de esa forma su
resentimiento por la pérdida de Alsacia-Lorena en 1871. Al mis­
mo tiempo, decidió reivindicar colonias en aquellas áreas don­
de sus exigencias pudiesen molestar a Inglaterra, sin impulsarla
a una verdadera represalia, a fin de tenerla bajo control diplo­
mático. Las colonias alemanas eran un arma, como el «bastón
egipcio», que Bismarck podía empuñar para tener a raya a In­
glaterra. Por remotos que puedan parecer estos motivos, la en­
trada de Alemania en la arena política colonial fue probable­
mente «una consecuencia secundaria, absolutamente acciden­
tal, de un frustrado entendimiento franco-alemán...» *.
La iniciativa de Bismarck en 1884-85 lanzó por los aires me­
dio siglo de negociaciones y arreglos entre imperios. En mayo
de 1884 declaró el protectorado alemán sobre Angra Pequeña,
en el Africa del sudoeste, donde ya existían reivindicaciones
territoriales de ciudadanos alemanes. En julio de ese mismo año,
el explorador Gustav Nachtigal, obedeciendo instrucciones del
canciller, declaraba el protectorado alemán sobre Togo, al oeste
de Lagos, y sobre el Camerún. En diciembre, Bismarck impuso
un protectorado sobre la costa septentrional de Nueva Guinea,
refiriéndose a tratados firmados por una nueva sociedad de

161
plantadores alemanes. Antes, un buque de guerra alemán había
obligado a Malietoa, rey de Samoa, a firmar un nuevo tratado
que concedía a Alemania el predominio sobre Samoa. Final­
mente, en febrero de 1885, Bismarck reconoció los tratados fir­
mados por un explorador alemán, Karl Peters, que imponía la
protección de Alemania a una parte de la costa oriental de Afri­
ca, frente a la isla de Zanzíbar.
Aunque planteadas a títulos de experimento, estas reivindi­
caciones (ninguna de las cuales contemplaba algo más que un
simple protectorado que podía ser denunciado en un segundo
momento) abrieron el camino a la expansión europea durante el
cuarto de siglo siguiente. Bismarck había demostrado que cual­
quier potencia lo bastante fuerte como para apoyar con una cier­
ta autoridad sus reivindicaciones podía asegurarse colonias in­
cluso sin ocuparlas: bastaba con firmar ambiguos tratados con
los jefes nativos. Una vez fijadas en el mapa, esas fronteras asu­
mían una notable importancia, porque los rivales solamente las
podían cancelar haciendo a cambio otras concesiones a Alema­
nia. Este hecho tuvo dos consecuencias. Indujo a los demás es­
tados a plantear contrarreivindicaciones inspiradas en el temor
a perder buenas oportunidades o a tener que pagar luego un pre­
cio excesivamente alto por un territorio que otros se hubieran
reservado, y al mismo tiempo les eximía de ocupar efectivamen­
te los territorios reivindicados. El primer reparto fue, por ello,
tan sólo un ejercicio cartográfico realizado en las cancillerías eu­
ropeas, y en muchos casos habría sido verdaderamente arduo
situar en el atlas las más remotas de las nuevas posesiones. Y
sin embargo el reparto tuvo graves consecuencias. Las primeras
reivindicaciones suscitaron relativamente pocas controversias
serias, pues quedaban todavía muchas zonas donde escoger. Pe­
ro el apetito entra comiendo: en la última década del siglo XIX
el hambre de territorios se había hecho más fuerte y había poco
con que satisfacerla. La belicosidad internacional siempre en au­
mento, que caracterizó a los veinte años a caballo entre los dos
siglos, fue producto del reparto incruento realizado en los años
1880-90.

162
a) El reparto de Africa desde 1883 hasta 1890

Ofreceremos aquí resumidamente y por zonas la cronología del


reparto antes de 1890. No hubo nunca un congreso de todas
las naciones para decidir la distribución del botín: las reivindi­
caciones eran planteadas unilateralmente y ratificadas por tra­
tados que se firmaban con la parte interesada. La tentativa más
parecida a un acuerdo general fue la realizada en la Conferencia
de Berlín entre noviembre de 1884 y febrero de 1885, convo­
cada conjuntamente por Alemania y Francia tras la nueva po­
lítica de amistad emprendida por Bismarck. Esa conferencia tu­
vo resultados limitados. Reconoció las reivindicaciones de Leo­
poldo II sobre el Congo, que de ese modo pasó a ser el Estado
Libre del Congo, pero la región convencional del río Congo se
convirtió en una zona comercial franca, abierta a todos. Las rei­
vindicaciones francesas sobre la orilla norte del Congo fueron
también reconocidas. De este modo se resolvió el problema con­
goleño. No se intentó, sin embargo, resolver el problema del
Africa occidental, igualmente controvertido, porque sólo afec­
taba a dos grandes potencias. Se reconocieron los protectora­
dos alemanes, pero también se reconocieron las reivindicacio­
nes al predominio de Gran Bretaña y Francia, países a.los cua­
les se dejó libres de dirimir sus diferencias por su cuenta, a con­
dición de no limitar la libertad de navegación en el río Níger.
La conferencia no se ocupó de otras zonas del mundo, pero sí
hubo intentos de definir una convención para las futuras rei­
vindicaciones en Africa. Estas debían ser notificadas a todos los
firmantes del acta del congreso. Las reivindicaciones de los terri­
torios costeros implicaban úna «ocupación efectiva» y la res­
ponsabilidad de la protección de todos los europeos que allí re­
sidieran; tenía que quedar asegurada la libertad de comercio,
aun cuando no se eliminaran los aranceles ni tarifas preferen-
ciales. Prácticamente esos principios revistieron escasa impor­
tancia."Se exigía la «ocupación efectiva» para las colonias, no pa­
ra los protectorados o las esferas de influencia, y se la limitaba
a las regiones costeras, a la sazón casi todas asignadas ya. Dado
que el posterior reparto tuvo por objeto el Africa continental,
la conferencia de Berlín tuvo un peso limitado.
El congreso-solucionó pocas cuestiones, pero dio un enorme
impulso a la expansión colonial. Declaró, en sustancia, abierta

163
la partida, estableciendo también sus reglas. Durante el quin­
quenio siguiente hubo una febril actividad colonialista en todo
el mundo no europeo.
En el Africa occidental, ingleses, franceses y alemanes se atre­
vieron a plantear reivindicaciones que habrían resultado incon­
cebibles tres años antes. Los ingleses se dedicaron a Níger, don­
de se encontraba el corazón de su comercio; con esto perma­
necían fieles a un principio superado para entonces, que limi­
taba la selección a aquellas colonias que servían a intereses ge-
nuinos. En 1885 Gran Bretaña declaró el protectorado sobre la
costa de Camerún a Lagos, zona que por el interior se extendía
hasta Lokoja, a orillas del río Níger, y a Ibi, a orillas del Be-
nué. Los posteriores avances hacia el interior o por el Alto N í­
ger fueron encomendados a la Compañía Real de Níger, recien­
temente constituida, que fue autorizada —como las compañías
del siglo XVII — a firmar tratados, a gobernar en nombre de la
Corona y a monopolizar el comercio inglés sobre el Níger en
la zona del norte del protectorado. Las proporciones definiti­
vas de la Nigeria británica dependían de la capacidad de la com­
pañía para firmar más tratados que los franceses y para estable­
cer una forma de gobierno cualquiera que demostrara la ocu­
pación británica.
El resto del Africa occidental quedaba libre prácticamente en
manos de los franceses y los alemanes. Alemania no se mostró
interesada en extender sus reivindicaciones iniciales, porque Bis-
marck se dio cuenta de que ninguna compañía alemana estaba
dispuesta a asumir el gobierno del Camerún y Togo. Los fran­
ceses tenían ante sí una enorme tarea. Los más entusiastas par­
tidarios de la expansión eran los militares y administradores re­
sidentes del Africa occidental, y no París, pero la crónica an-
glofobia francesa, a partir de 1882, hizo que esos hombres re­
cibieran todo el apoyo necesario. La política francesa se basa­
ba, grosso modo, en los principios enunciados por Faidherbe:
Francia debía extender el Senegal y otras pequeñas posesiones
hasta adueñarse de todo el interior del Africa occidental, desde
Argelia hasta el Congo. En 1890 los franceses aún no se habían
enfrentado a los estados islámicos más importantes que obsta­
culizaban su predominio en el Sudán occidental, pero sí habían
ocupado gran parte de la región entre el Senegal y Costa de
Oro, y preparaban un doble ataque en la región del Alto Volta

164
y el Níger Medio. El predominio francés fue sancionado por
los convenios firmados con Gran Bretaña en 1889 y 1890, que
definían las fronteras costeras de las posesiones francesas y en
parte también las fronteras, en el interior, de Cambia y Sierra
Leona. El Sudán, al norte de la línea que iba desde Say, en el
Níger Medio, hasta Barruwa, en las inmediaciones del lago
Chad, fue asignado a la esfera francesa. No obstante, quedaban
todavía muchas cosas por decidir; las dimensiones del hinter-
land de Costa de Oro y la Nigeria británica dependían del éxi­
to de las tentativas de los residentes en las regiones y del grado
de apoyo militar en el que éstos podían confiar.
Más decisivo resultó para el Africa oriental el período
1885-90, porque Gran Bretaña y Alemania pudieron llegar a
acuerdos satisfactorios sin gran dificultad. Italia se había asegu­
rado Assab, en el mar Rojo, y trataba de edificar un imperio
en dicha región de Africa por razones de prestigio. Italia era un
país débil, pero formaba parte de la Triple Alianza, y por ello
podía contar con las simpatías alemanas, e inducir a Gran Bre­
taña a plantear contrapropuestas. Bismarck no estaba muy in­
teresado por el Africa oriental; le bastaba conque quedasen pro­
tegidos los intereses de la Compañía del Africa Oriental de Karl
Peters. Bismarck apoyó a éste en todos los tratados firmados
con los africanos a fin de ampliar las reivindicaciones de la com­
pañía, tratando siempre de no arriesgarse a un choque con Gran
Bretaña. En realidad, eran los ingleses quienes poseían mayores
intereses en el Africa oriental, pero se trataba de intereses típi­
cos de la complicada diplomacia del reparto. Existían misiones
británicas en Uganda, y William Mackinnon, armador escocés,
estaba intentando crear un imperio comercial entre Mombasa y
el lago Victoria, que debería implicar el control sobre todos los
dominios en tierra firme del sultán árabe de Zanzíbar. Se con­
cedió un privilegio a la Compañía Imperial Británica del Africa
Oriental, de Mackinnon, para permitirle competir con Peters
en la firma de tratados; pero en realidad los estadistas británi­
cos estaban dispuestos a deshacerse, en caso de necesidad, bien
de las misiones, bien de la compañía. Era en la India donde In­
glaterra tenía intereses vitales, y los británicos estaban conven­
cidos, quizá un tanto confusamente, de que la seguridad de la
India dependía del predominio naval inglés en el oceáno Indico
y en el Oriente Medio. Si Alemania se hubiera asegurado el con-

165
trol de la costa, el predominio en el océano Indico habría esta­
do en peligro, y si Alemania u otros países se hubieran asegu­
rado el control de Uganda o del Nilo Superior, Egipto y el ca­
nal de Suez se habrían visto amenazados. Por todo ello los po­
líticos británicos, sin proponérselo incluso, se veían forzados a
apuntar sobre todo hacia el Africa oriental, la menos atractiva
de todas las regiones coloniales aún disponibles. Este elemento
dominó la diplomacia del reparto hasta 1898.
Los años clave fueron los de 1886 y 1890. En 1886 Lord Sa-
lisbury, previendo las posibles reclamaciones alemanas sobre
Uganda, reconoció el protectorado alemán sobre Dar es-Salam
y Pangani, e implícitamente también sobre Vitu y la costa de
enfrente, a cambio de una temporal esfera de influencia britá­
nica al norte de la línea trazada entre Vanga y el lago Victoria.
Zamzíbar, que se hallaba bajo el control inglés y se había con­
vertido en un verdadero protectorado en 1890, habría así con­
trolado una larga franja costera de quince kilómetros de pro­
fundidad. En 1890 Lord Salisbury tenía ya perfectamente claro
que Gran Bretaña iba a quedarse indefinidamente en Egipto,
Eso proporcionaba una importancia fundamental a Uganda. Se
llegó de este modo a una división más precisa mediante el lla­
mado tratado de Heligoland. Gran Bretaña reconocía el protec­
torado alemán sobre la zona que iba desde el Mozambique por­
tugués hasta el lago Niasa, el lago Tanganica y la frontera del
Estado Libre del Congo al oeste del lago Victoria, pero sin lle­
gar a Uganda. Alemania recibía Heligoland, que a muchos ale­
manes les pareció una adquisición mucho mejor que Uganda.
A cambio, Alemania reconocía la esfera británica de influencia
que se extendía, sin solución de continuidad, al norte de la an­
terior línea de demarcación, así como el protectorado inglés so­
bre Zanzíbar.
Ese tratado de 1890 fijó prácticamente la distribución de las
colonias en el Africa oriental. Quedaba por saber si Gran Bre­
taña convertiría su esfera de influencia en un protectorado o en
una colonia oficial, o si se limitaría a mantener a raya a Alema­
nia. Además, se trataba de fijar los límites entre Uganda y el Es­
tado libre del Congo y de establecer, por otro lado, si el Con­
go cedería un corredor al oeste del lago Tanganica, que uniera
Uganda y Egipto con el Africa central; y finalmente, si Francia
e Italia disputarían el predominio inglés sobre el Sudán egipcio.

166
En 1890 había quedado ultimado ya también, en principio,
el reparto del Africa central. Las decisiones más importantes se
tomaron en Europa, pero se vieron complicadas, como en nin­
guna otra región africana, por las ambiciones «subimperialis­
tas» de los colonos británicos de El Cabo y Natal.
En 1884 el Africa central representaba un vacío político, con
una presencia reducida de misioneros, comerciantes y buscado­
res de oro blancos desperdigados aquí y allá y expuesta por do­
quier af avance europeo de los alemanes del Africa sudoriental
y oriental de los portugueses de Angola y Mozambique, de los
bóers y colonos de El Cabo en el sur. Por su parte Gran Bre­
taña tenía pocos intereses en la zona: tan sólo las misiones es­
cocesas en el lago Niasa, y la Compañía de los Lagos que las
apoyaba, pero debía plantear sus peticiones para contentar a los
colonos de El Cabo, los cuales consideraban aquella región co­
mo su principal esfera de expansión y esperaban hallar en Ma-
tabeleland yacimientos auríferos no menos importantes que los
recientemente descubiertos en el Witwatersrand del Transvaal.
Podían hacer presión sobre Londres alimentando los temores a
que el Transvaal acabara engullendo a la provincia de El Cabo
si la nueva riqueza no era contrarrestada por un enriquecimien­
to territorial y económico de la provincia de El Cabo, o a que
la provincia de El Cabo, desilusionada, se pusiera de acuerdo
con el Transvaal, privando así a Londres de la base naval de Si-
monstown. Por todo ello la política inglesa en el Africa central,
como la del Africa oriental, acabó en definitiva condicionada,
hecho bastante curioso, por la seguridad de la ruta hacia la In­
dia, preocupación principal de! imperialismo británico.
Hacia 1890 era ya evidente el esquema definitivo del reparto
en el Africa central. Gran Bretaña estableció un protectorado
sobre Bechuanalandia, y, paso a paso (1884, 1885 y 1890), aca­
bó transformando toda la zona en una verdadera colonia. Pero
sólo trataba de mantener abierta una vía hacia el norte y hacia
el este, donde sus intereses habían sido reavivados por el des­
cubrimiento de oro en Matabeleland. Y sin embargo la región
del Zambeze no fue incluida en el protectorado porque Gran
Bretaña no tenía reivindicaciones efectivas que plantear, ni dis­
ponía del capital diplomático necesario para obstaculiar las am­
biciones alemanas o portuguesas. Como en el caso del Africa
occidental, se fundó una compañía concesionaria con el fin de

167
hacer la competencia a las dos compañías alemanas y al gobier­
no portugués. En 1889 la Compañía de Sudáfrica de Cecil Rho-
des obtuvo carta blanca para ocupar y gobernar las regiones si­
tuadas al norte de Bechuanalandia y el Transvaal, fuera de los
confines de la ocupación alemana y portuguesa. A fin de evitar
complicaciones internacionales, se procedió a la delimitación de
una esfera de influencia británica, mediante un tratado con Ale­
mania (1890) y dos tratados con Portugal (1890 y 1891), pero
para mayor seguridad la región fue ocupada por Rhodes. Hasta
ese momento la única zona declarada protectorado inglés era la
situada al sur del lago Niasa, donde las misiones y la Compañía
de los Lagos no querían dejarse absorber por la compañía de
Cecil Rhodes. Este protectorado británico del Africa central,
como sería conocido a partir de 1893, fue posiblemente la úni­
ca posesión que Gran Bretaña se aseguró mediante el reparto,
sobre todo para proteger una iniciativa misionera británica, aun­
que el factor misionero también ejerció una cierta influencia so­
bre el protectorado establecido en Uganda en 1894.

b) El reparto del Pacífico desde 1884 hasta 1890

Al igual que en Africa, también en el Pacífico fue Alemania


quien, lanzándose a la arena colonial en 1884, provocó un re­
parto, puesto que las demás potencias se apresuraron a conte­
ner sus reinvindicaciones. Pero allí, más que en el Africa orien­
tal o central, el reparto estuvo estrechamente ligado a los pro­
cesos en marcha, dando a los europeos la posibilidad de resol­
ver conflictos preexistentes y de asumir, aunque fuera con re­
traso, las responsabilidades del gobierno de los territorios
insulares.
Los asentamientos más importantes se produjeron en 1885-86
y produjeron escasísimas fricciones. En 1885 Francia y Gran
Bretaña reconocieron el protectorado alemán sobre partes de
Nueva Guinea y Nueva Bretaña. A su vez, Alemania reconoció
la ocupación inglesa de la Nueva Guinea sudoriental y los pro­
tectorados franceses sobre Raiatea y las islas Sotavento, que se
remontaban al año 1880. Los alemanes reconocían así el dere­
cho de Francia a anexionarse cualquier isla del Pacífico orien­
tal. Gran Bretaña sabía que estas anexiones eran probablemente

168
inevitables pero no estaba dispuesta a abrogar el acuerdo de
1847 con Francia, que garantizaba la independencia de un cier­
to número de dichas islas, dado que podía explotarlo diplomá­
ticamente. Mientras tanto el acuerdo anglo-alemán de 1886 de­
finió las respectivas esferas de influencia allí. Excluía a Gran
Bretaña de las islas Salomón septentrionales, de las Carolinas y
de las Marshall, todavía españolas, pero le dejaba las manos li­
bres en las Gilbert y otras islas al sur de la línea de demarcación.
Estos acuerdos no resolvían las diferencias anglo-francesas a
propósito de las islas vecinas a Tahití y las Nuevas Hébridas.
Gran Bretaña no tenía grandes intereses en ellas, pero los súb­
ditos ingleses de Australia y Nueva Zelanda, preocupados por
su comercio y sus misiones, querían que se constituyese una lí­
nea defensiva de islas británicas contra posibles agresiones fran­
cesas o alemanas. Australia estaba ya irritada porque en 1883
Gran Bretaña había negado a Queensland la anexión de la Nue­
va Guinea meridional (por cuanto se trataba de una iniciativa
que no entraba en los derechos legales de una colonia), con lo
que se permitió a los alemanes plantear su reivindicación. Por
eso Gran Bretaña se opuso a las anexiones francesas hasta que
la cosa fue diplomáticamente útil. Rapa, que era desde 1867 un
protectorado francés no reconocido por Inglaterra, fue cedida,
pero las islas Cook se convirtieron en protectorado británico
en 1888 a condición de que Nueva Zelanda, interesada por ellas,
pagara los gastos de un residente. Al cabo de cuatro años de in­
tenso intercambio de correspondencia a tres bandas, se llegó a
un compromiso para las Nuevas Hébridas, donde había po­
tentes misiones presbiterianas. En 1888, se creó una comisión
naval anglo-francesa, que se encargó de manera poco satisfac­
toria del gobierno de las islas, pero sirvió para calmar las preo­
cupaciones coloniales de Gran Bretaña.
De este modo quedó ultimado el principal reparto del Pací­
fico. El futuro de Samoa, las Tonga y las Hawai, sólo quedó
decidido cuando en 1898 la disolución del imperio español en
el Pacífico ofreció por segunda vez la ocasión de reorganizar
la zona.

169
c) El reparto del Sudeste asiático

Al contrario de lo acontecido en Africa y el Pacífico, el perío­


do de los repartos no contempló la entrada de nuevas fuerzas
en el Asia sudoriental. Los acontecimientos dependían aún, es­
pecialmente, de las relaciones de Inglaterra y Francia con los es­
tados indígenas, y de ambas potencias entre sí. La principal no­
vedad fue ¡a hostilidad creciente entre los dos países.
El acontecimiento más importante fue la conquista de Ton-
kín, iniciada en 1884, por parte de Francia. Pero esta conquista
se había decidido ya en 1881, y era producto del desorden cró­
nico que afligía a la zona del delta del río Rojo, así como del
deseo de administradores y militares franceses de asegurarse el
control de una región que limitaba con Annam. Los desastres
iniciales de 1884 llevaron a una nueva expedición y a la victoria
en 1885, pero también a otras campañas en el norte para sofo­
car el bandidaje y las revuelcas nacionalistas. Un nuevo tratado
con Annam (1884) reforzó la posición de Francia, y llevó a la
fundación en 1887 de la Unión de Indochina, que reagrupaba
los tres protectorados de Annam, Tonkin y Camboya con la co­
lonia de Cochinchina bajo la administración de un único go­
bernador general, demostrando entre otras cosas lo que conta­
ba la distinción entre «protección» y anexión en los nuevos
territorios coloniales. Laos y Siam continuaban independientes,
pero sólo porque los franceses tenían demasiadas cosas que ha­
cer en Tonkin para ocuparse de ellos antes de 1890.
La ocupación inglesa de la Birmania superior en 1885 fue un
producto característico de la hostilidad anglo-francesa. Quizá
Gran Bretaña hubiese terminado de cualquier modo por ocu­
par este residuo del imperio birmano, dada la intransigente hos­
tilidad de los indígenas, pero se vio en la necesidad urgente de
actuar cuando el gobierno birmano inició contactos con Fran­
cia. Los rumores de una promesa de apoyo por parte de Fran­
cia coincidieron con algunas provocaciones birmanas contra las
firmas inglesas que operaban en la Birmania superior con pri­
vilegios especiales, y a finales de 1885 las tropas británicas ocu­
paron Birmania superior. N o había un candidato a mano. Al po­
co tiempo la política británica estaba dedicada sobre todo a la

170
creación de un Estado-cojín entre Birmania y la Indochina fran­
cesa, y solamente por servir de modo perfecto a este objetivo
se salvó Siam de la anexión francesa en el decenio siguiente.

d) Madagascar y el reparto

La otra importante adquisición realizada por Europa en 1880-90


fue Madagascar, donde la intervención francesa fue producto de
los roces entre europeos y sociedades no europeas, más que de
la nueva situación internacional.
Para Francia, Madagascar formaba parte de su esfera de in­
tereses desde que en el siglo XVII fracasaran sus tentativas de
fundar una colonia en Fort-Dauphin, pero solamente disponía
de un protectorado sobre parte del noroeste de la isla que se re­
montaba al decenio de 1840-50, junto con algunos privilegios,
reconocidos mediante tratados, reservados a los ciudadanos
franceses. Idéntica influencia tenían los ingleses: los misioneros
protestantes, los militares, los maestros y los financieros britá­
nicos gozaban, incluso de mayores simpatías entre la dinastía
Hova, que aspiraba a la soberanía de la isla. La intervención
francesa fue sobre todo la reacción a una campaña antifrancesa
iniciada por los monarcas Hova a partir de 1880, campaña que
obligó a Francia a recurrir a algunas represalias para no perder
los privilegios ya asegurados a sus súbditos. Una expedición na­
val organizada para intimidar a los Hova en 1883 llevó a un tra­
tado de protectorado en 1885. Pero Francia tuvo en realidad es­
casa autoridad, y su situación continuó siendo precaria. Ingla­
terra reconoció el protectorado en 1890, renunciando a apro­
vecharse de la oportunidad para explotar las simpatías de los ha­
bitantes de la isla, y en 1898 Francia se enfrentó resueltamente
a la conquista de Madagascar. Probablemente las malas relacio­
nes franco-británicas, a partir de 1882, contribuyeron a asegu­
rar a los gobiernos de Francia el apoyo de la Cámara para di­
cha aventura, pero, esencialmente, la ocupación francesa de Ma­
dagascar entró en el proceso de expansión europea todavía an­
terior al período de los repartos.

171
II. REPARTO Y OCUPACION EFECTIVA: 1890-1914

En torno a 1890, la primera fase del reparto había concluido y


se delineaban las grandes líneas de los imperios coloniales mo­
dernos. La segunda fase, que había de durar hasta 1914, fue con­
secuencia inevitable de la primera. En tanto que el reparto so­
bre el mapa resultó fácil, económico y relativamente amigable,
esta segunda fase fue difícil y costosa, y provocó graves friccio­
nes entre los países.
Este período tuvo dos características principales. En primer
lugar, todos los países que habían participado en la fase prime­
ra se vieron obligados a ocupar las respectivas esferas de inte­
reses, para no verlas reivindicadas por otros, y a imponer efec­
tivamente la autoridad europea sobre los pueblos indígenas, los
cuales hasta ese momento sólo habían tratado con algunos in­
dividuos que les habían pedido que formaran tratados. La ocu­
pación comportó encuentros armados. Se trataba de guerras de
poca monta, pero costaban dinero y vidas humanas, y tenían ne­
fastas consecuencias para las sociedades indígenas. En definiti­
va, resultaban inevitables. Aparte de los peligros internaciona­
les cada potencia colonial fue gravada con el fardo económico
impuesto por las nuevas posesiones. Como ya había acontecido
en la India, Indonesia, y más recientemente, en el Africa occi­
dental, la necesidad de obtener beneficios inmediatos impuso el
gobierno directo de las nuevas posesiones. Luego estaba tam­
bién el incentivo de la «pacificación» de los estados que se en­
contraban en la periferia de las colonias. Siempre que la metró­
poli estuviera dispuesta a pagar, las operaciones no presentaban
dificultades desde el punto de vista militar. La ametralladora
Maxi fue el símbolo de la segunda fase del reparto, así como la
cartografía de los diplomáticos había sido característica de la
primera.
Para 1914 la mayor parte de las nuevas colonias había sido
ya pacificada y ocupada. Los franceses tuvieron que librar lar­
gas y costosas guerras contra los estados islámicos ubicados en
el Sudán occidental, y también en Dahomey, Madagascar e In­
dochina, y conquistar Marruecos como en el pasado Argelia.
Los ingleses tuvieron que combatir mediante la fuerza a los
ashanti y al califato del Sudán egipcio y afrontar campañas me­
nores en la región del Níger y en el Africa oriental. La Com-

172
pañía de Rhodes combatió contra los matabelés en 1893, en tan­
to que los ingleses se ocuparon del Transvaal y del Estado Li­
bre de Orange entre 1899 y 1902. Los alemanes hubieron de re­
primir las rebeliones de los herero en el Africa del sudoeste de
1904 a 1907, y las rebeliones de los maji-maji en Tanganica en
1905-1906, ganándose una injustificada fama de excepcional
crueldad. Los belgas afrontaron la conquista sistemática de la
región del Congo. Tan sólo los italianos no lograron hacer va­
ler sus reivindicaciones sobre unos pueblos «atrasados»: derro­
tados en 1896 en Adua por los abisinios, tuvieron que renun­
ciar a imponer su protectorado.
La otra característica de esta fase fue el empeoramiento de
las relaciones entre las grandes potencias, debido a varias cau­
sas. Después de 1904 la hostilidad fue, sobre todo, un reflejo
de las tensiones europeas y tuvo poco que ver con las colonias.
El chovinismo se extendió a la esfera colonial, en parte porque
pesaba en la diplomacia internacional y en parte porque en casi
todos los estados europeos se estaba desarrollando un entusias­
mo imperialista cada vez más ardiente. Aunque llegó demasia­
do tarde para influir en la fase constructiva del reparto, exacer­
bó ciertamente sus últimas fases, agravando los conflictos en
torno a los territorios aún disponibles para el colonialismo.
Quedaba ya poco que dividir: este período recuerda la fase fi­
nal de la distribución de los bienes eclesiásticos en la Inglaterra
de 1550-60, de la cual se dijo más tarde: «Quienes habían es­
perado educadamente que el rey les diese un poco de las tierras
de las abadías, se lanzaron sobre las rentas de las pequeñas ca­
pillas, casi conscientes de que se trataba del último plato del
banquete, y que después de esas capillas, como después del que­
so, no era de esperar nada más» 2.

a) El reparto definitivo de Africa

La fases finales del reparto de Africa produjeron invitables cri­


sis entre las naciones europeas en Nigeria, Sudán egipcio,
Marruecos y el Africa austral. Pero solamente esta última lle­
garía a revestir gravedad.
El reparto del Africa occidental entre ingleses y franceses
afectó al hinterland de las posesiones británicas y de la costa y

173
el Níger superior. Los tranceses estaban deseosos, por razones
militares, financieras y de prestigio nacional, de crear un blo­
que de territorios, sin solución de continuidad, desde Argelia
al Congo, y, por el este, a través del Sudán: el equivalente fran­
cés del sueño de Rhodes de crear un imperio británico desde El
Cabo a El Cairo. Los franceses, por tanto, se afanaron en el
Africa occidental, cercando las posesiones costeras inglesas a
fuerza de tratados y expediciones militares, y acabaron de este
modo por encontrarse frente a los imperios islámicos que les
cerraban el paso. Hasta después de 1895, los ingleses no hicie­
ron gran cosa por detener ese ímpetu francés, ya que se halla­
ban ocupados en el Africa oriental, y la Compañía Real del Ní­
ger, de sir George Goldie, no disponía de los recursos necesa­
rios para hacer la competencia a las iniciativas francesas, apo­
yadas por el Estado. Joseph Chamberlain, nombrado ministro
de las colonias en 1895, dio un impulso decisivo a la política co­
lonial en el Africa occidental, porque, a diferencia de muchos
de sus compatriotas, estaba verdaderamente convencido de las
ventajas económicas ofrecidas por las colonias tropicales, y qui­
zá suscribía las ideas de teóricos continentales como Jules Ferry.
Durante los tres años siguientes los ingleses plantaron cara a los
franceses, firmando tratados y combatiendo. Vencieron a los
ashanti y ocuparon el hinterland de Sierra Leona. A fin de pro­
teger la región del Níger Medio, Chamberlain creó la West Afri­
can Frontier Forcé, que llegó a Borgu en 1898 y puso fin a la
expansión francesa en la zona. La demarcación definitiva de las
fronteras en 1898 aseguró a Gran Bretaña una vasta región en
el norte de Nigeria y un razonable hinterland para la Costa de
Oro en el Alto Volta. Francia se llevó la parte del león, pero,
como hizo notar rudamente lord Salisbury, le tocaron sobre to­
do las arenas del Sahara.
También en el Africa oriental el año de 1898 fue decisivo pa­
ra Francia e Inglaterra. La intervención francesa en la región
fue un hecho nuevo, porque Francia poseía únicamente peque­
ñas bases en Obok y Djibuti, en Somalia. En 1894 Inglaterra
ya había impuesto su protectorado sobre Uganda y fijado las
fronteras con los territorios alemanes e italianos, así como con
el Estado Libre del Congo.
No tenía prisa por enfrentarse a los poderosos califatos del
Sudán egipcio, y ello sirvió de pretexto para la intervención

174
trancesa. Francia trataba de crear una base en el Alto Nilo y
con eso demostrar que la ocupación de Egipto por los ingleses
era un hecho accidental, que había sido posible gracias a la
aquiescencia francesa. Por otro lado, la derrota italiana en Adua
en 1896 había dejado a Abisinia abierta a la influencia francesa
y permitía avanzar hacia el Nilo no sólo por el Sudán occiden­
tal sino también por el este. El resultado fue una carrera entre
ingleses y franceses por establecer una adecuada fuerza militar
en la zona crítica de la orilla superior del Nilo, entre el lago Vic­
toria y Jartum. Los franceses enviaron expediciones desde el
Congo y Abisinia, mientras que los ingleses se preparaban para
desplazarse desde Uganda y Egipto. Pero unos y otros trope­
zaron con el obstáculo de las enormes distancias y la hostilidad
de los africanos. Al final, un exiguo grupo francés, al mano de
Marchad y procedente del Congo, llegó a Fachoda, en el Alto
Nilo, el día 10 de julio de 1898. Ningún contingente francés lle­
gó por el este. Los ingleses no consiguieron mandar una expe­
dición desde Uganda, pero el 19 de septiembre llegó a Fachoda
Kitchener con un gran ejército tras haber vencido el 2 de sep­
tiembre, en Omdurmán, al califa. Los franceses habían llegado
allí primero, pero los ingleses disponían de fuerzas mucho ma­
yores. La hostilidad entre ambas naciones podía estallar de un
momento a otro, pero la posición británica era inexpugnable y
a finales de octubre de 1898 Marchand dejó espontáneamente
Fachoda. El acuerdo franco-inglés de marzo de 1899 liquidó la
cuestión del Sudán y del Africa oriental. Francia conservaba el
Sudán desde el Congo y el lago Chad hasta Darfur, pero era
excluida del Nilo. Gran Bretaña tenía el control del Sudán
oriental, en condominio con Egipto.

El fracaso de Francia en el Sudán oriental y el de Italia en Abi­


sinia tuvieron consecuencias sorprendentes, si bien estrecha­
mente" ligadas: Francia obtuvo Marruecos e Italia Tripolitania.
Francia tenía claros intereses en Marruecos, por cuanto limita­
ba con Argelia y era un territorio valioso no reivindicado to­
davía por otras naciones. Italia codiciaba Tripolitania, como
compensación por Tunicia, que se le había escapado. Una
anexión resultaba imposible tanto en el caso de Marruecos co­
mo en el de Tripolitania, puesto que tratados internacionales an-

175
teriores garantizaban la integridad del imperio otomano, y los
celos franco-italianos habían impedido a ambas naciones supe­
rar tales obstáculos diplomáticos. La humillación padecida en
el Sudán y el deseo de apartar a Italia de la Triple Alianza in­
dujo a Francia a intentar un acercamiento; de ese modo se lle­
gó, en 1900, a un acuerdo secreto, gracias al cual Italia tenía las
manos libres para actuar en Libia y reconocía en cambio las rei­
vindicaciones francesas sobre Marruecos.
A uno y otro les quedaba todavía por lograr el consentimien­
to de los demás firmantes. Inglaterra aceptó la ocupación fran­
cesa de Marruecos dentro del marco del acuerdo general de
1904. España no se opuso y pidió tan sólo que fueran respeta­
dos sus derechos. Alemania no se pronunció; pero con el pre­
texto —por lo demás fundado— de que el empeoramiento de
la situación política marroquí creaba desórdenes en la frontera
con Argelia, Francia decidió actuar unilateralmente. En 1902 un
primer tratado con el sultán de Marruecos le aseguró el control
de la zona de la frontera argelina y la exacción aduanera, así co­
mo el derecho a conceder préstamos al sultán. En 1905 Francia
solicitó el control de la policía, de los bancos y de las obras pú­
blicas, lo que equivalía más o menos a un protectorado. En ese
punto, el canciller alemán, Bülow, intervino y envió al káiser
Guillermo II a Tánger para proclamar el interés alemán por la
zona. Bülow se proponía demostrar a Francia que no podía con­
tar con el apoyo británico en caso de crisis. Y lo consiguió, por­
que Gran Bretaña no movió un dedo. En enero de 1906 se con­
vocó una conferencia en Algeciras a fin de resolver la cuestión
marroquí. Se aceptó el predominio francés en Marruecos, a con­
dición de que el sultán continuara siendo nominalmente inde­
pendiente. Pero también, con el acuerdo de Algeciras, se garan­
tizó «puerta abierta» a las actividades económicas de los demás
países; en Tánger se creó una banca internacional, y España asu­
mió, conjuntamente con Francia, la responsabilidad de las fuer­
zas de policía.
Protegida por este acuerdo, Francia empezó cautelosamente
a ampliar su control sobre Marruecos, aprovechándose de los
desórdenes internos. Entre 1907 y 1909 sus tropas ocuparon Ca-
sablanca y su región. Los alemanes protestaron, porque el sul­
tán se había visto obligado a hacer concesiones bancarias y
ferroviarias a Francia, aunque eso no comprometiese a los in-

176
_ J^A ZÍLÁ N D IA (prot. brit.
„ _>ASUTOLANDIA (prot. brit.)
,---- «í'///
UNION SUDAFRICANA

11 UGANDA
12 AFRICA ORIENTAL
BRITANICA
13 RHODESIA
6 GUINEA ESPAÑOLA SEPTENTRIONAL
GAMBIA 7 CABINDA 14 RHODESIA
GUINEA PORTUGUESA 8 ERITREA MERIDIONAL
COSTA DE ORO 9 SOMALIA FRANCESA 15 NIASA
10 SOMALIA BRITANICA 16 BECHUANALANDIA

F ig . 5. Africa en 1914

177
tereses alemanes. La crisis estalló en 1911. Los franceses envia­
ron tropas a Fez para proteger ai sultán (que las había solicita­
do) de los rebeldes, y los alemanes mandaron a Agadir la ca­
ñonera Panther, anunciando que el acuerdo de Algeciras había
sido anulado por iniciativa francesa. Una vez más intentaban
humillar a Francia y demostrarle que Inglaterra no estaba dis­
puesta a apoyarla. Pero en esta ocasión el gobierno inglés in­
tervino a favor de Francia y Alemania tuvo que ceder. Por el
tratado de noviembre de 1911 reconoció el protectorado fran­
cés sobre Marruecos, asegurándose a cambio la cesión de una
parte notable del Congo francés al Camerún. Así fue cercenado
el Gabón del Sudán francés; Berlín lo consideró como un pri­
mer paso para la conquista del Congo belga. Marruecos fue de­
clarado protectorado francés en 1912.
La crisis de 1911-12 permitió el reparto definitivo del Africa
del norte y del noroeste. Italia ocupó Tripolitania; España, que
había establecido su protectorado sobre Río de Oro, al sur del
caboBojador, en 1885, lo extendió hasta la frontera meridional
de Marruecos en 1912.
La otra crisis africana de cierto relieve fue la guerra de los
bóers entre 1899 y 1902. N o fue un episodio de la expansión
europea, sino una consecuencia de la creciente hostilidad entre
los países europeos durante la última fase del reparto. Nació de
la vieja rivalidad entre la colonia del El Cabo y el Transvaal, fo­
mentada por el descubrimiento de los yacimientos auríferos del
Transvaal durante el decenio 1880-89. Diez años después la re­
gión se había convertido en la más rica y poderosa de Sudáfri-
ca. Al no haber conseguido Rhodes encontrar yacimientos de
oro en Rhodesia (la región del Zambeze, así rebautizada y asig­
nada a Gran Bretaña), los ingleses perdieron toda esperanza de
hacer de El Cabo una zona lo suficientemente fuerte como pa­
ra contrarrestar al Transvaal, y empezaron a temer que toda Su-
dáfrica acabara cayendo en manos de la dos repúblicas hostiles
de los afrikaners. Aparte de sus compromisos con sus súbditos,
Gran Bretaña estaba preocupada por Simonstown y por los
efectos de un predominio de los bóers. Hacia 1895 el gobierno
inglés esperaba que la presencia de colonos británicos y euro­
peos (los uitlanders) interesados por ios yacimientos auríferos
del Witwatersrand hicieran del Transvaal un Estado anglofilo;
pero tal cosa solamente habría sucedido si los inmigrantes hu-

178
hieran gozado de plenos derechos, que Kruger, presidente del
Transvaal, parecía decidido a no conceder. En 1895, con la con­
nivencia de Londres, Rhodes trató de vencer la hostilidad de
Kruger enviando una expedición militar a Johannesburgo, man­
dada por su lugarteniente, el doctor Jameson. El raid fracasó,
porque la esperada rebelión de los uitlanders no se produjo,
siendo capturado el propio Jameson. Al poco tiempo los ingle­
ses tuvieron que recurrir a las amenazas para arrancar derechos
políticos a favor de los inmigrantes, pero en 1899 Kruger se sen­
tía lo bastante fuerte como para negárselos. Por instigación de
lord Milner, alto comisario de Gran Bretaña en la colonia de El
Cabo en 1897, las peticiones británicas se hicieron cada vez más
acuciantes y perentorias, y en 1899 Kruger declaró la guerra, se­
guro de obtener una rápida victoria gracias al apoyo de Alema­
nia y otras potencias europeas.
La guerra duró hasta 1902, sin que Europa interviniese en
ella. Y tras de una lucha muy superior en dureza a lo previsto,
los ingleses ocuparon las repúblicas de los bóers. El Transvaal
y el Estado Libre de Orange fueron anexionados una vez más;
el predominio inglés en Sudáfrica parecía asegurado. Pero eso
era una ilusión. Hubo que conceder un gobierno responsable a
las antiguas repúblicas, y en 1909 éstas se unieron a la colonia
de El Cabo y Natal en la nueva Unión Sudafricana, donde bien
pronto se impuso el nacionalismo de los afrikaners.

b) El Sudeste asiático después de 1890

A partir de 1890, Siam ocupó en el Sudeste asiático más o me­


nos el mismo lugar que Afganistán en el Asia central: el de un
Estado independiente de importancia para las potencias euro­
peas rivales. Los ingleses no querían anexionárselo porque ser­
vía de cojín entre Indochina y Birmania. En cambio, los fran­
ceses estaban decididos a asegurarse el pleno control de Indo­
china ocupando Laos, que estaba bajo la soberanía de Siam, y
habían puesto los ojos en Siam, por ser ésa la región económi­
camente más rica del Asia sudoriental. Hicieron planes para
ocupar Laos mientras estaban todavía combatiendo en Tonkín,
y en 1892 propusieron a Gran Bretaña una línea de demarca­
ción que habría proporcionado a Francia todo el territorio si-

179
tuado al este del río Mekong, es decir, habría incorporado casi
todo Laos a la Indochina francesa, llevando los dominios fran­
ceses hasta las fronteras de Birmania.
Esa propuesta generó una crisis, porque los ingleses no po­
dían aceptar semejante expansión de los dominios de Francia y
tenían además intereses comerciales en Siam. Pero los franceses
no confiaron tan sólo en la diplomacia, y en 1893 enviaron tro­
pas a Laos y efectivos navales al río Menam, apuntando a Bang­
kok. Cuando los siameses abrieron fuego contra los buques
franceses, Francia dispuso ya del pretexto para plantear sus exi­
gencias, que consistían en la cesión casi total del territorio sia­
més al este del Mekong, incluida la mayor parte de Laos, así co­
mo la devolución de las antiguas provincias camboyanas de Bat-
tambang y Angkor. Siam habría podido negarse a aceptar tales
exigencias, pero sólo si hubiese contado con el pleno apoyo bri­
tánico; ahora bien, el primer ministro, lord Roseberry, se lo ne­
gó, aun a regañadientes, porque consideraba a Egipto más im­
portante que Laos y quería evitar una crisis a escala europea.
Francia obtuvo por consiguiente lo que deseaba.
Gran Bretaña, pues, no salvó a Laos, pero sí a Siam. Francia
en realidad se dio cuenta de que había puesto a prueba la pa­
ciencia de los ingleses, y firmó en 1896 un tratado por el cual
Gran Bretaña reconocía el control francés sobre Laos, pero ga­
rantizaba la independencia del resto de Siam. El entendimiento
anglofrancés de 1904 consolidó el acuerdo; éste fue seguido del
tratado francosiamés de 1907, que resolvió diversas cuestiones
de límites, y del tratado anglosiamés de 1909, mediante el que
los ingleses se aseguraron el control de los dominios malayos
de Siam a cambio de la cesión del derecho a una jurisdicción
extraterritorial siamesa. Esos tratados completaron el reparto
del Sudeste asiático. Siam había perdido su imperio, pero con­
servaba la independencia por los mismos motivos que salvaron
a Persia y Afganistán.

c) China y las grandes potencias de 1890 a 1914

También el imperio chino sobrevivió a la expansión de los im­


perios europeos, y este hecho en sí arroja ya luz en abundancia
sobre la naturaleza de las fuerzas que funcionaron durante el re-

180
Fig. 6. Asia en 1900
parto. China no podía escapar a las ambiciones europeas. Era
un país vasto, relativamente rico y políticamente débil: la oca­
sión era tanto más incitante para los estados europeos que ne­
cesitaban colonias nuevas donde comerciar y realizar inversio­
nes. Por China se interesaron directamente cuatro de las más
importantes potencias europeas, además de Estados Unidos y
Japón. ¿Cómo no fue entonces repartida?
El período crítico se inició en 1895, cuando las fuerzas chi­
nas fueron ignominiosamente vencidas por Japón en Corea. Los
buitres se precipitaron sobre aquel imperio que parecía mori­
bundo. Hacia 1900 ya habían planteado sus reivindicaciones
Gran Bretaña, Rusia, Alemania, Francia, Japón y, en menor me­
dida, Estados Unidos e Italia. Todas estas naciones obtuvieron
derechos a comerciar y realizar inversiones en los «puertos de
tratado», a residir en zonas internacionalizadas fuera de la ju­
risdicción de los tribunales chinos, a mantener misiones cristia­
nas, y a pagar tarifas aduaneras no superiores al 5 por 100 so­
bre las importaciones. Por otro lado, obtuvieron casi todas el
arriendo de pequeñas bases por un período de 99 años y el re­
conocimiento de esferas de influencia mucho más amplias. Los
rusos ocuparon Corea del Norte, recibieron en arriendo Port
Arthur, en Manchuria, y se aseguraron el predominio sobre el
norte y la región de Pekín. Los alemanes obtuvieron una base
naval en Kiautschau (Chiao-chou) y dominaron la mayor parte
de Shantung. Los ingleses recibieron en arriendo el puerto de
Wei-hai-wei, frente a Port Arthur, y una esfera de influencia
en la cuenca del Yangtsé, incluyendo Shanghai y Cantón. Fran­
cia logró «rectificaciones» de la frontera con Tonkín y el pre­
dominio en el Yunnán. Japón consiguió el protectorado de Co­
rea del Sur y una pequeña esfera de influencia al sur de Shang­
hai. Incluso Italia obtuvo una concesión en Tientsin y una pe­
queña esfera de influencia. Unicamente los Estados Unidos no
se llevaron nsda.
Eran, claramente, los primeros pasos hacia un reparto oficial.
¿Por qué no se llegó más lejos? La explicación debe buscarse
en parte en la reacción de China y en parte en las rivalidades
europeas. Elemento importante es el hecho de que el gobierno
imperial de Pekín y los gobiernos provinciales continuaron fun­
cionando, aunque sometidos a increíbles presiones. Esto pro­
bablemente salvó a China, porque los europeos no se vieron ja-

182
más en la necesidad de asumir el gobierno, como habían tenido
que hacer en otras regiones donde se habrían hundido los re­
gímenes locales. Además, a partir de 1902 Pekín se volvió po­
líticamente más fuerte. Quizá también asustara a los europeos
la rebelión de los bóxers (1898-1900), que puso.de manifiesto
una difusa hostilidad nacionalista hacia la intervención extran­
jera e hizo comprender a los europeos lo difícil que les habría
sido gobernar. Pero en definitiva China se salvó debido al con­
flicto de intereses entre las potencias extranjeras. Japón y Rusia
ambicionaban partes del territorio chino, porque ambas eran
potencias locales y desconfiaban la una de la otra. Las demás
potencias estaban decididas a no consentir a nadie la exclusiva
del control político de importantes regiones de China, pero no
deseaban grandes territorios chinos. Se interesaban sobre todo
por el comercio, por la posibilidad de realizar inversiones co­
merciales y de prestar fondos al gobierno imperial. Ninguna de
ellas resultaba lo bastante fuerte como para asegurarse el mo­
nopolio de toda China, así que tenían que elegir entre el repar­
to y la política de «puertas abiertas». En un determinado mo­
mento pareció que la división en protectorados debía ser el re­
sultado natural de la delimitación de las esferas de influencia,
pero en realidad un reparto completo no podía dejar de provo­
car roces internacionales. La existencia de una esfera de influen­
cia no excluía las actividades, económicas u otras, de los euro­
peos, mientras que el reparto habría conducido al monopolio
de las inversiones, las tarifas preferenciales y otras facilidades
para las potencias protectoras. Ningún reparto habría asegura­
do partes iguales. Las zonas mejores del país eran la región del
Yangtsé y la Manchuria meridional, porque en 1902 el 14 por
100 de las inversiones extranjeras se concentraba sólo en Shang­
hai y el 27,4 por 100 en Manchuria meridional. Si se excluían
las inversiones generales, solamente el 22,5 por 100 afectaba a
las demás regiones de China 3. Por ello un reparto habría be­
neficiado sobre todo a dos de los competidores: la política de
«puertas abiertas» era la única solución aceptable para todos. Y
era todavía más atractiva porque la actividad económica más
rentable para los europeos eran los préstamos a un gobierno de
Pekín en plena bancarrota, concedidos a intereses exorbitantes
y con la garantía de los ingresos aduaneros chinos. Obviamente
era preferible repartirse los préstamos y servirse de la adnunis-

183
tración imperial para recaudar las tasas fiscales destinadas al pa­
go de los intereses, en vez de afrontar por cuenta propia tareas
nada populares.
China fue por eso la región donde el «imperialismo econó­
mico», actuando a través del control no oficial de un gobierno
nativo, pudo sobrevivir en la forma típica de mediados del si­
glo XIX. La política de «puertas abiertas» se afirmó entre 1899
y 1905. Propuesta por Estados Unidos en 1899, fue aceptada
en principio por todas las potencias, con exclusión de Rusia. En
1900 un acuerdo anglogermano obligaba a ambas potencias a
no proceder unilateralmente a adquisiciones territoriales y a
mantener las puertas abiertas en sus respectivas posesiones y zo­
nas de influencia. Por el tratado anglojaponés de 1902, Japón
se comprometió a no apoderarse de territorios en China, ase­
gurándose a cambio la neutralidad británica, o incluso su alian­
za, en caso de ser atacado por una o dos potencias. La victoria
de Japón sobre Rusia en 1904-1905 alejó la amenaza rusa, y tam­
bién la francesa, para la integridad de China. Hasta 1914 China
estuvo políticamente segura, bajo la protección de Gran Breta­
ña, Alemania y Estados Unidos. Fue explotada por las finanzas
extranjeras, pero estuvo en condiciones de proceder a una re­
construcción y de prepararse para enfrentarse a Occidente.

d) La organización del Pacífico de 1890 a 1914

De 1890 a 1898 no se produjeron modificaciones territoriales


de importancia en el Pacífico; las potencias se dedicaron a la
consolidación de las esferas de influencia ya obtenidas. Se pro­
cedió a la organización definitiva después de 1898, como resul­
tado directo de la guerra entre Estados Unidos y España.
La guerra empezó en el Caribe y fue provocada por la situa­
ción de Cuba. Los Estados Unidos atacaron a España en dos
océanos a la vez, ocupando Manila en 1898. No habían calcu­
lado quedarse con las Filipinas, pero luego decidieron no de­
volvérselas a España. Sin las Filipinas, España no estaba en con­
diciones de conservar sus posesiones menores en el Pacífico. El
imperio español del Pacífico fue liquidado y se aceleró de esta
manera la resolución de las cuestiones más importantes.

184
ES
Holanda
Dinamarca
¡ ¡ H Italia

F ig . 7 . E l mundo en 1914
i Países que no han estado nunca
USA
• bajo el dominio coiomai europeo
i Antiguas colonias de estados europeos Japón
Por primera vez los Estados Unidos se asomaban a la escena
imperialista. Poseían ya Midway como puerto de apoyo, pero
ahora procedieron a la anexión de Puerto Rico, de las Filipinas
y Guam. España obtuvo, como compensación, veinte millones
de dólares, y Alemania, que había planteado sus pretensiones
sobre las Filipinas, pudo comprar el resto de las posesiones es­
pañolas: las Carolinas, las Marianas y las Palaos, que entraban
dentro de su zona de influencia. La inédita rapidez con que los
norteamericanos se aseguraron las colonias provocó nuevos
cambios. La anexión de las Hawai, desde tiempo atrás bajo la
influencia americana, había sido ya solicitada en 1893, y ahora
fue ultimada. En el caso de Samoa se había llegado a un punto
muerto, al negarse Estados Unidos a aceptar el reparto, pero en
diciembre de 1899 un acuerdo tripartido con Gran Bretaña y
Alemania dividió el archipiélago de las Samoa en protectorados
alemán y americano. Como compensación, Gran Bretaña pudo
ocupar las Tonga, varias islas alemanas en las Salomón, la isla
Savage y (hecho característico del reparto) la zona discutida en­
tre Costa de Oro y Togo. El reparto del Pacífico fue comple­
tado en 1906, cuando una convención anglofrancesa hizo per­
manente el condominio sobre las Nuevas Hébridas.
Hacia 1914 daba la sensación de que la expansión de los im­
perios coloniales se había detenido. A partir de 1900 fueron po­
cas las anexiones. Los puntos muertos de la política internacio­
nal protegían a China, Siam, Afganistán y Persia. Los Estados
Unidos dominaban el Caribe y América Latina, y mantenían
alejados a los salteadores europeos. Tan sólo el Imperio otoma­
no en el Oriente Medio no se había visto aún afectado, pero
también allí el equilibrio de los intereses internacionales en una
zona de importancia vital para muchas potencias impedía bien
una división formal, bien una anexión unilateral. Alemania se
llevó la mejor parte. Una sociedad alemana se había asegurado
el derecho a construir un ferrocarril a Bagdad en 1899, oficiales
alemanes adiestraban a las tropas turcas, y los diplomáticos y
financieros alemanes dominaban la corte del sultán. Pero Ale­
mania sabía que no podía ir más allá. El Imperio turco sobre­
vivió porque era demasiado débil y demasiado importante.

186
IU. NUEVA SUBDIVISION DESPUES DE LA PRIMERA GUERRA
M UNDIAL Y ULTIMA FASE DE LA EXPANSION EUROPEA

La primera guerra mundial removió nuevamente las aguas. No


empezó como una guerra por una nueva división imperial, co­
mo afirmó Lenin en 1916, sino por el predominio europeo.
Ahora bien, dado que dos de los beligerantes derrotados, Ale­
mania y Turquía, tenían posesiones, su derrota llevó en 1918 a
la primera importante subdivisión de las colonias que se regis­
traba desde 1815.
Durante la contienda todas las posesiones alemanas y buena
parte de las turcas habían sido ocupadas por los aliados. Estos
no contemplaban la posibilidad de anexionarse territorios ene­
migos, pero después de 1918 encontraron razones óptimas para
hacerlo. Había una razón irrefutable para no devolver las po­
sesiones de Turquía: habría sido imposible reconstruir el Im­
perio otomano, que había sido mantenido vivo tanto tiempo
únicamente gracias a estimulantes artificiales. El nacionalismo
árabe había asumido proporciones notables. A los árabes se les
había prometido la independencia a cambio del apoyo prestado
a los aliados, y los ingleses habían complicado aún más las co­
sas prometiendo a los hebreos una «patria nacional» eii Pales­
tina a cambio del apoyo sionista. Pero en cambio no existían
motivos irrefutables para dejar de restituir las colonias alema­
nas, y los aliados recurrieron al pretexto de que, en sus colo­
nias, Alemania había demostrado no estar capacitada para go­
bernar a otros pueblos.
Era más fácil conservar las posesiones alemanas y turcas que
decidir cómo distribuirlas. Tras un prolongado regateo, Togo
y Camerún fueron divididos entre los vecinos ingleses y fran­
ceses, obteniendo Francia la mayor parte. Africa del sudoeste
pasó a la Unión Sudafricana, que la había conquistado. Tanga-
nica pasó a Inglaterra, y más tarde Ruanda-Urundi fue transfe­
rida a Bélgica. Las colonias alemanas del Pacífico se repartieron
entre Japón, Nueva Zelanda, Australia e Inglaterra. En cuanto
a las posesiones turcas en el Oriente Medio, Francia obtuvo Si­
ria y Líbano, e Inglaterra, Palestina, Transjordania e Irak. Italia
recibió de Gran Bretaña una franja en Somalia, incluyendo el
puerto de Kismayo. Virtuosamente, los Estados Unidos renun­
ciaron a tomar parte en el reparto.

187
Ese anticuado sistema de división del botín quedaba justifi­
cado, a los ojos de un mundo que miraba con creciente sospe­
cha al «imperialismo», por el principio de la «administración fi­
duciaria». Las colonias que habían cambiado de amo iban a ser
gobernadas bajo un control internacional por cuenta de los res­
pectivos habitantes. Era ésta una idea con honrosos anteceden­
tes, derivada dél acuerdo de Berlín de 1885, del acuerdo de la
conferencia de Bruselas de 1890, del acuerdo de la conferencia
de Algeciras de 1906 y de otras tesis mantenidas por liberales
de todos los países. El artículo 22 del pacto de la Sociedad de
Naciones declaraba que dichos territorios habían sido asigna­
dos no como colonias, sino como «mandatos», bajo el control
de la Comisión Permanente de Mandatos. Estos se dividían en
tres categorías. Los mandatos «A» (Siria, Libia, Transjordania,
Palestina e Irak) habían de ser preparados para una próxima in­
dependencia; los mandatos «B» (Camerún, Togo, Tanganica,
y Ruanda-Urundi) habían de ser tratados como colonias nor­
males, sujetas a determinadas obligaciones morales, económicas
y políticas, pero no incorporados a las otras posesiones colo­
niales; los mandatos «C » (islas del Pacífico y Africa del sudoes­
te) no tenían limitaciones de tipo político o económico.
En 1923, cuando, mediante el tratado de Lausana, Turquía
aceptó la pérdida de sus territorios, se pudo proceder a una eva­
luación de las consecuencias de la guerra en lo referente a los
imperios coloniales. Tres de ellas eran evidentes. Alemania ha­
bla sido totalmente excluida de las filas de los imperialistas. El
Oriente Medio era a la sazón un campo abierto a todas las ini­
ciativas europeas, e Inglaterra tenía allí ei predominio político.
Dio la plena independencia a Irak en 1930, y liberó a Egipto
en 1936, pero en realidad disponía prácticamente del monopo­
lio del petróleo, cuya importancia era ignorada por entero cuan­
do Gran Bretaña se aseguró aquellas zonas. Finalmente, daba
la impresión de que la guerra hubiera agotado los instintos im­
perialistas de las potencias principales. Ya no se estaba tan se­
guro de que estuviera moralmente justificado imponer a otros
pueblos un gobierno extranjero, y el socialismo iba corroyendo
y apagando los entusiasmos nacionalistas. La eliminación de
Alemania, el retorno al aislacionismo en Estados Unidos y las
preocupaciones internas en la Rusia bolchevique fueron tres ele­
mentos que se combinaron para hacer desaparecer la tensión po-

188
lírica que anteriormente había estimulado la expansión. Ningu­
na potencia colonial pensaba realmente en la emancipación de
sus propias colonias, pero, en compensación, ninguna se mos­
traba deseosa de adquirir más. Fue la era de la consolidación de
los imperios, de los elevados conceptos de la administración fi­
duciaria y del desarrollo económico. El imperialismo parecía ha­
ber alcanzado su máxima expresión, más allá de la cual no era
posible ir.
De todos modos, entre 1931 y 1945, hubo otro breve perío­
do de expansión imperial, motivado escasamente por criterios
económicos y mucho en1cambio por el credo político de los es­
tados fascistas, Alemania e Italia. Alemania exigió que le fueran
restituidas las antiguas colonias para tener «un lugar al sol», pe­
ro en realidad concentró sus esfuerzos en la conquista de un im­
perio mucho más valioso en Austria, Checoslovaquia y Polo­
nia. Italia, que por ser débil no tenía otras alternativas, reanudó
sus antiguas ambiciones. En 1935-36 atacó y ocupó Abisinia pa­
ra vengar Adua y extender su imperio «romano» en el Africa
del noroeste. El hecho de que la opinión pública europea se vie­
ra hondamente sacudida por aquella conquista, que habría pa­
sado casi inadvertida de haberse emprendido en el último de­
cenio del siglo XIX, demostraba cuánto se había avanzado al res­
pecto en los otros países, pero ni la Sociedad de Naciones ni-
las demás potencias intervinieron contra Italia.
Entre 1930 y 1940 se estaba formando un imperio muy im­
portante en el Extremo Oriente. Japón había aprendido los mé­
todos del imperialismo occidental a fines del siglo XIX, al adop­
tar la tecnología de Occidente: en la década de 1930, Tokio se­
guía aún los criterios de la ética del reparto, comunes a todas
las demás potencias antes de 1914. Japón ambicionaba aún rea­
lizar adquisiciones territoriales en China, y por primera vez sus
ambiciones parecían realizables, porque a pesar de sus recientes
esfuerzos por convertirse en un país moderno, China era débil
y no estaba ya protegida por un eficaz control europeo. En 1931
Japón ocupó Manchuria con el pretexto, típico de la época an­
terior a 1914, de que los chinos no estaban en condiciones de
proteger los intereses de los ferrocarriles construidos por los ja­
poneses en la región. El ataque decisivo contra China fue des­
encadenado en 1937, y también esta vez se rodeó de una cierta
plausibilidad por la creciente amenaza china a los intereses de

189
Japón. Durante su primera fase, la guerra fue una réplica de las
viejas guerras de ocupación, pero a partir de 1941 fue absorbi­
da por el más vasto conflicto mundial. En 1945 Japón perdió
todas sus posesiones de ultramar, y los acontencimientos suce­
sivos demostraron lo poco que en realidad necesitaba el espa­
cio y las materias primas que había pretendido obtener en
China.
La segunda guerra mundial tuvo escasas repercusiones inme­
diatas sobre los imperios coloniales, en comparación con la
guerra de 1914-18, si se exceptúa la pérdida de Abisinia por par­
te de Italia. Los beneficiarios fueron sobre todo Rusia, que
transformó toda la Europa oriental en un protectorado sovié­
tico, y los Estados Unidos, que se aseguraron bases y control
no oficiales en la mayor parte del mundo no comunista. Pero
a partir de 1945 las concepciones imperialistas cedieron terreno
ante los ideales de la época de la guerra, y el equilibrio inter­
nacional que se estableció en la postguerra impidió nuevas ad­
quisiciones. Las Naciones Unidas asumieron los mandatos co­
mo «territorios fiduciarios», y afirmaron el principio de que to­
dos los pueblos dependientes tenían derecho a la autodetermi­
nación. Con 1945 se inició la era de la descolonización.
Es importante analizar el proceso de desarrollo de los impe­
rios coloniales modernos, entre 1815 y 1939, ya que compren­
der cómo y por qué se conquistó esa o aquella colonia es esen­
cial para comprender su carácter y sus funciones. De ahí se des­
prende sobre todo una conclusión: durante todo aquel período
fueron escasísimas las colonias anexionadas como consecuencia
de una deliberada evaluación de su potencial económico. Algu­
nas, como las colonias de poblamiento británicas en Australia,
Nueva Zelanda, Canadá y Sudáfrica, fueron el desarrollo de la
iniciativa de unos colonos que se habían asentado allí más o me­
nos por las mismas razones por las que en el pasado se había
poblado América: los europeos las querían para vivir y crear
allí una réplica de la sociedad de la madre patria. Otras colo­
nias fueron anexionadas por ser necesarias para la seguridad o
los intereses de las colonias preexistentes, como la India, Java
o la Siberia rusa. Pocas colonias fueron expresión de un calcu­
lado chovinismo europeo, norteamericano o japonés. Pero, en
su gran mayoría, las anexiones posteriores a 1882 fueron pro­
ducto de complicados procesos, donde la influencia de los in-

190
tereses europeos en la periferia, que hubiese podido llevar fi­
nalmente a la anexión, pasaba a un segundo plano con respecto
a las presiones de la diplomacia internacional y al temor nacio­
nalista a quedar excluidos por una potencia rival. En resumen,
en los imperios modernos no hay huellas de la existencia de un
plan racional: fueron productos fortuitos de complejas fuerzas
históricas que operaron por espacio de siglos y siglos, y más
particularmente a partir de 1815.
Los imperios coloniales modernos reflejaban el carácter ac­
cidental de sus orígenes. Esencialmente fueron museos que die­
ron testimonio de las efímeras ambiciones o de las situaciones
políticas de las que nacieron. En su mayor parte, las colonias
no servían para propósitos imperialistas demostrables, y podían
por tanto ser definidas como «colonias de ocupación». Natu­
ralmente algunas adquisiciones recientes resultaron ser muy va­
liosas. Hubiese sido imposible que los europeos conquistaran,
como conquistaron entre 1900 y 1914, casi el 30 por 100 de la
superficie terrestre, excluyendo las reivindicaciones y adquisi­
ciones precedentes, sin realizar afortunados hallazgos: el cobre
en el Congo y en la Rhodesia septentrional, los diamantes en
el Africa sudoriental, el oro y diamantes en el Africa central, el
petróleo en el Oriente Medio e Indonesia, la posibilidad de cul­
tivar caucho y otros productos valiosos en muchas regiones tro­
picales. Ahora bien, estos afortunados hallazgos han deslum­
brado a los observadores, dándoles la impresión de que los im­
perios coloniales eran otros tantos Eldorados. No fue así. Los
criterios de selección predominantes en la expansión colonial
antes de 1883 fueron en parte expresión de la conciencia de que
buena parte de lo que se rechazaba no valía la pena de ser con­
servado. El reparto indiscriminado en los treinta años siguien­
tes fue una carrera en la que pocos se alzaron con el trofeo, bas­
tante escondido, por lo demás, en el momento del reparto. En
realidad, muchos de los participantes sólo se llevaron, en cam­
bio, auténticos «elefantes blancos», es decir, trofeos aparentes
pero embarazosos, que solamente con muy buena voluntad ha­
brían podido tener un cierto valor en el futuro. Y estas des­
agradables verdades dominaron la historia de la política colonial
y de la administración colonial europeas durante un siglo y me­
dio, a partir del año 1815.

191
9. El imperio británico después de 1815

En dos aspectos, sobre todo, el moderno imperio británico se


diferenció del antiguo y de los demás imperios contemporá­
neos. El primero se refiere a sus dimensiones y a su variedad.
En el apogeo, este imperio (1933) englobaba unos 31 600 000 ki­
lómetros cuadrados, o sea el 23,85 por 100 de toda la superficie
terrestre, con una población de cerca de 502 millones de perso­
nas ', casi la cuarta parte del total mundial. Tan inmenso con­
glomerado era producto de tres siglos de expansión, durante los
cuales todas las regiones que Gran Bretaña había tenido oca­
sión de anexionarse, a excepción de los Estados Unidos, se ha­
bían conservado en el museo imperial británico. En conjunto,
el imperio carecía de unidad de carácter o de funciones. La uni­
dad originaria, constitucional y geográfica, quedó destruida a
partir de 1763 con la anexión de las colonias extranjeras con­
quistadas y de la India, y la expansión de los siglos XIX y X X
acentuó esa prodigiosa variedad. Todas aquellas posesiones só­
lo tenían en común el hecho de pertenecer al mismo país. Cons­
tituían tres imperios distintos, e incluso más, según se proceda
a una clasificación geográfica o política. Nosotros los clasifica­
remos en tres grupos: el imperio de las colonias de poblamien-
to, el imperio de la India y el imperio de las colonias de­
pendientes.
El otro aspecto que caracterizó al imperio británico fue que
a partir de 1830 gozó de plena libertad comercial. Ningún otro
imperio renunció del todo a las restricciones «mercantilistas»:
por espacio de un siglo el libre comercio ejerció una vital in­
fluencia sobre la formación de la política imperial y de las co­
lonias británicas.

192
I. CO LO N IAS DE POBLAM IENTO Y GO BIERNO REPRESENTATIVO
DE 1815 A 1914

Durante un siglo, a partir de 1815, las colonias de «puro» po-


blamiento a las cuales les fue reconocido el derecho al autogo­
bierno representaron la única contribución británica a la histo­
ria colonial europea. Hasta entonces las colonias británicas se
habían diferenciado de las colonias de plantación o «mixtas» de
América más por el grado en que poseían unas determinadas ca­
racterísticas que por la diversidad de las características en sí;
una vez independientes, las colonias españolas no eran ya, prác­
ticamente, colonias de poblamiento extranjero, a excepción de
Argelia, que acabó por convertirse en una colonia «mixta» de
tipo hispanoamericano. Así pues, las restantes colonias inglesas
de América del Norte y las nuevas colonias de poblamiento en
Sudáfrica y Australasia conservaron las tradiciones de la expan­
sión europea, como fieles reproducciones de la sociedad euro­
pea. N o tuvieron nada en común con la mayor parte de las nue­
vas colonias tropicales de ocupación en Africa, Asia y el
Pacífico.
El priniipio conforme al cual las colonias debían gobernarse
por sí solas, mediante una asamblea representativa, no había si­
do nunca enteramente abandonado. Sobrevivía en las colonias
británicas del Caribe, que conservaron las formas constitucio­
nales del siglo XVII, y en Nueva Escocia y Nueva Brunswick,
que habían recibido estas mismas instituciones en 1783. Incluso
la antigua provincia francesa de Quebec fue dotada en 1791 de
un gobierno representativo, después de que la llegada de nume­
rosos colonos «leales» de Estados Unidos hiciese insostenible
la constitución autoritaria de 1774. Y sin embargo entre 1830 y
1850 el sistema representativo no funcionó sin tropiezos en
ninguna de estas regiones. En las islas azucareras del Caribe, en
Nueva Brunswick y en Nueva Escocia, proseguían los tradicio­
nales conflictos entre el ejecutivo y el legislativo. Los goberna­
dores eran independientes de las asambleas, sí, pero el hecho de
que éstas hubiesen de aprobar los presupuestos paralizaba la la­
bor de aquéllos. Alguna asamblea no responsable se sirvió de
los apuros económicos del gobierno para hacerse con el control
político de fado. Un gobierno semejante podía asegurar la li­
bertad, pero no la eficacia: resistía porque se basaba en la tra-

193
dición, no porque fuera bueno. En Quebec, dividida en las pro­
vincias del Canadá Superior e Inferior en 1791, existían otros
problemas. Los ingleses habían tratado de evitar los defectos
convencionales del gobierno representativo construyendo un
«sistema»: ésa fue la primera tentativa deliberada de modificar
la constitución británica a fin de exportarla a las colonias. Pro­
porcionando a los gobernadores ingresos independientes y ma­
yores poderes en cuanto, a la atribución de los cargos, y crean­
do una numerosa cámara alta cuyos miembros, nombrados y
no elegidos, eran los notables de mentalidad conservadora de
las colonias, se esperaba reforzar el ejecutivo frente al legislati­
vo y defender la autoridad británica. En la medida en que los
gobiernos del Canadá Superior e Inferior llegaron a operar, pe­
se a los conflictos con las asambleas, el sistema funcionó, pero
no consiguió asegurar un buen gobierno. Los gobernadores no
estaban en condiciones de procurarse fondos adicionales para
importantes obras públicas; los decretos oficiales eran bloquea­
dos; era imposible formar partidos gubernativos estables en las
asambleas; los representantes no podían entrar a formar parte
de los consejos ejecutivos sin ser considerados traidores a la cau­
sa del pueblo. Ninguna de ambas partes lograba predominar so­
bre la otra, y de todo esto se derivaban un mal gobierno y ten­
sión política.
Se llegó a la crisis de 1837 por dos rebeliones —aunque de
proporciones modestas— en el Canadá Superior e Inferior. Aun
cuando tuvieron originariamente carácter local, repercutieron
en todo el Imperio británico, dado que provocaron el primer
replanteamiento de los principios del gobierno de las colonias
de poblamiento a partir de 1791: el renovado entusiasmo de los
ingleses por la colonización y los principios propugnados por
los reformadores llevaron a la adopción de una nueva fórmula
de autogobierno de las colonias.
Era indispensable hallar una fórmula mejor para combinar la
autoridad imperial con la autonomía colonial: imperium y li­
bertas. La solución consistió en la adopción de dos principios
nuevos. El primero era aquel sobre el que se basaba el «gobier­
no de gabinete» en Gran Bretaña: el soberano no participante
en el gobierno y delegando sus poderes en un ministerio de
miembros del Parlamento pertenecientes al partido en condi­
ciones de asegurarse una mayoría. El segundo principio, que de-

194
bía mucho al pensamiento de Bentham, era que los diversos sec­
tores gubernamentales eran distribuidos entre los ministerios.
Dentro del contexto colonial esto comportaba una distinción
entre intereses «imperiales» e intereses «coloniales». Los prime­
ros podían aún ser confiados al control exclusivo del goberna­
dor y del gobierno de Londres; los segundos podían ser trans­
feridos a un gabinete de colonos. Vista restrospectivamente, la
solución puede parecer tan lógica que es necesario subrayar que
no estuvo disponible hasta finales del decenio 1830-40. El go­
bierno de gabinete, en esa forma madura, se había desarrollado
recientemente en Gran Bretaña, y puede decirse que antes de
1835 no existía. Análogamente, sólo fue posible aislar los asun­
tos internos de la colonia de los intereses «imperiales» cuando
la libertad de comercio y la carencia de cuestiones «estratégi­
cas» de importancia vital eliminaron la necesidad de que la me­
trópoli controlase la administración colonial. El gobierno de ga­
binete —denominado normalmente en las colonias «gobierno
responsable» (responsible government)— y la «diarquía», la di­
visión de los sectores del gobierno colonial en competencias ex­
clusivas y transferibles, no habían sido ignorados completamen­
te por los gobiernos británicos antes de 1837, pero sólo a partir
de entonces se presentaron como posibilidades reales.
Si fueron prontamente adoptados fue sobre todo gracias a
lord Durham, un wbig que se alineó con los reformadores de
las colonias, enviado en 1838 a Canadá como gobernador ge­
neral para indagar las causas de las dos rebeliones. Su famoso
Informe del año 1839 constituyó una especie de manifiesto de
los pensadores progresistas sobre los temas coloniales. En él se
proponía la fusión de las dos provincias canadienses para ali­
viar los problemas locales, partiendo del supuesto de que los co­
lonos franceses estaban más dispuestos al obstruccionismo que
los ingleses; la fusión les habría situado en minoría dentro de
la asamblea legislativa. Pero el Informe tuvo su importancia por
cuanto propuso el gobierno de gabinete, moderado por la diar­
quía, como fórmula de gobierno de las colonias de poblamien-
to. Lord Durham daba por supuesta la bondad del gobierno de
gabinete en un Estado soberano. Podía ser adoptado también
en una colonia sin debilitar la autoridad imperial o amenazar
los intereses británicos: bastaba transferir al ministerio de la co­
lonia únicamente aquellos sectores en los cuales la metrópoli no

195
tenía intereses. Tanto el gobierno británico como el goberna­
dor debían conservar el pleno control de cuatro sectores: «la
constitución de la forma de gobierno, la conducción de las re­
laciones con el exterior y del comercio con la madre patria, las
demás colonias británicas y los países extranjeros, y la asigna­
ción de las tierras públicas...» 2
El Informe acabó por convertirse en la biblia del nuevo im­
perio de poblamiento británico, pero sus propuestas no fueron
adoptadas de inmediato. El Canadá Superior e Inferior no se
unieron en 1840, y los estadistas británicos no se convencían de
que un gobernador colonial pudiera, como dijo lord Russell, re­
cibir «al mismo tiempo instrucciones de la reina y consejos del
ejecutivo, totalmente contrapuestos entre sí» 3. Para aceptar los
principios de Durham se precisaba de un acto de fe; y acto de
fe fue el de lord Grey, discípulo de los reformistas y ministro
de las colonias en 1846. En 1847 fue nombrado gobernador ge­
neral de Canadá lord Elgin, y se le dijo que era libre de actuar
conforme a los principios de Durham, si le parecían los idó­
neos ahí. El primer auténtico gabinete colonial fue formado en
Nueva Escocia en 1848, pero la plena adopción del «gobierno
responsable» fue sancionada cuando lord Elgin aceptó un mi­
nisterio análogo, un poco más tarde durante ese mismo año, y
cuando firmó su Rebellion Losses Bill, contrario a sus intereses
y a los de la mayor parte de los canadienses de lengua inglesa,
por cuanto establecía que los rebeldes que habían sufrido da­
ños durante la represión de las revueltas de 1837 tenían que ser
resarcidos. Lord Elgin había estimado que ése era un tema que
afectaba únicamente a los canadienses, había actuado siguiendo
el parecer de los ministros responsables y había hecho efectiva­
mente operante la diarquía.
Este primer experimento de «gobierno responsable» en Ca­
nadá y Nueva Escocia planteó unos problemas políticos que do­
minaron la historia de las colonias de poblamiento británicas
durante tres cuartos de siglo. ¿Era posible aplicar el mismo sis­
tema a todas las demás colonias británicas, recreando la unifor­
midad constitucional que había caracterizado al siglo XVIII y so­
lucionando el nuevo conflicto entre las colonias de poblamien­
to y las posesiones gobernadas autocráticamente? ¿Era satisfac­
toria la arbitraria distinción entre súbditos «coloniales» e «im­
periales» hecha por Durham, y sería posible conservarla inde-

196
filudamente? ¿Podía el «gobierno responsable» ser considerado
como una solución permanente del problema de la autoridad
imperial contrapuesta al nacionalismo de las colonias, y serviría
para impedir la secesión de las que ya estuviesen maduras para
el autogobierno?
Para juzgar si el gobierno reponsable era aplicable a todas las
colonias después de 1848, los estadistas británicos se plantea­
ron tres preguntas. En primer lugar, ¿tenían interés para la me­
trópoli las colonias? Si se trataba de una base militar, como Gi-
braltar, o de una colonia penal, como aún lo era Tasmania en
1849, el autogobierno quedaba automáticamente excluido. En
segundo término, ¿estaba la colonia en condiciones de adminis­
trarse ella sola? Si era demasiado pequeña, demasiado pobre o
estaba habitada sobre todo por no europeos, tampoco reunía
las condiciones necesarias para un gobierno responsable. Basán­
dose en este principio, quedaban excluidas las colonias tropica­
les de adquisición reciente, India incluida. Finalmente, estaba el
problema de la mezcla racial. En el pasado, Inglaterra no ha­
bría dudado en otorgar un gobierno representativo a pequeños
grupos europeos, aunque ello les pusiera en condiciones de do­
minar a mayorías no europeas. Pero el humanitarismo del siglo
XIX complicaba más las cosas. ¿Debía conservar el gobierno im­
perial el pleno control de las colonias «mixtas» en interés de los
no europeos? En tal caso las islas azucareras del Caribe, la co­
lonia de El Cabo y Nueva Zelanda no reunían las condiciones
necesarias para un gobierno responsable.
Tales criterios impidieron que el gobierno responsable tuvie­
ra una aplicación universal. La mayoría de las posesiones bri­
tánicas, con la única excepción de tres de las islas más antiguas
de las Indias occidentales, que ya habían tenido precedentemen­
te órganos representativos, acabaron convirtiéndose en colonias
de la Corona y siguieron siéndolo hasta 1940. En resumidas
cuentas, habían retrocedido en la jerarquía constitucional. Por
otra parte, las colonias australianas, la colonia de El Cabo, N a­
tal y Nueva Zelanda, a pesar de obstáculos iniciales de toda cla­
se, acabaron logrando un gobierno responsable y tuvieron to­
das, excepto Natal, gabinetes hasta 1872.
En 1872, por consiguiente, estaba claro que Gran Bretaña
concedería el gobierno responsable a todas aquellas colonias que
contaran con un número suficiente de europeos para participar

197
en él y fueran económicamente autosuficientes, aun cuando hu­
biera grandes poblaciones no europeas sin derecho de ciudada­
nía. Estos principios continuaron en vigor hasta 1923, año en
que fueron aplicados por última vez a la Rhodesia meridional,
que tuvo un gobierno responsable, con algunas salvaguardias in­
suficientes de los intereses de los nativos, en el momento de ser
cedida por la Compañía Inglesa de Sudáfrica. Más tarde la po­
lítica británica cambió, a medida que se afirmaban los princi­
pios de la «administración fiduciaria». Kenia, donde una no­
table minoría de colonos blancos reclamaba al menos un órga­
no representativo, ya que no un auténtico gobierno responsa­
ble, no obtuvo ni una ni otra cosa, en base al principio de que
los intereses de los africanos eran ya «soberanos». Ninguna otra
colonia con una minoría de colonos blancos reunía, pues, las
condiciones necesarias para un gobierno responsable si las reu­
nía Kenia.
Casi todo el nuevo imperio británico había sido excluido del
gobierno responsable en base al principio de que los no euro­
peos no estaban en condiciones de hacer funcionar un sistema
parlamentario, un poco porque no estaban preparados para ello,
y un poco porque no eran europeos. Pero en 1920 estos prin­
cipios no eran tan sólidos. Gran Bretaña se había convertido en
una verdadera democracia y el derecho al voto no era ya nece­
sariamente reconocido en base al censo o al grado de instruc­
ción. Las teorías raciales eran atacadas. ¿Por qué entonces ne­
gar aún a los indios y a los otros pueblos el autogobierno? La
negativa carecía de base teórica, pero debido a su mentalidad,
imbuida de autoritarismo, los ingleses se mostraban reacios a
aplicar sus propios principios políticos a aquellas posesiones.
En 1919 se dio un primer paso en la India: las provincias ad­
quirieron una responsabilidad ministerial conforme al principio
de la diarquía, más o menos como Canadá en 1848. Desde en­
tonces hasta la definitiva desaparición del Imperio británico, a
partir de 1960, fue sólo cuestión de tiempo que todos los terri­
torios coloniales, independientemente de su capacidad política,
obtuvieran el gobierno de gabinete. Así, justamente cuando lle­
gaba a su fin, el Imperio británico estuvo por breve tiempo uni­
do por unas formas constitucionales comunes, que reflejaban
las tradiciones políticas de la madre patria.
En el período 1848-1964 la concesión de responsabilidad rni-

198
nisterial a una colonia planteaba en todo momento problemas
transcendentes ¿Era sostenible la distinción entre sectores «im­
periales» y «coloniales» de gobierno? Si no lo era, y si se trans­
ferían a los colonos todos los intereses «imperiales», ¿cuándo
dejaban de tener aplicación los principios de Durham? ¿Cuán­
do, en realidad, pasaba una colonia a ser Estado soberano? Lo
esencial, a partir de 1848, fue que los ingleses ya no observaron
escrupulosamente el principio de la diarquía: de haberlo obser­
vado, habrían inducido a los politicastros más ambiciosos de las
colonias a optar por la independencia. Prefirieron arrojar por
la ventana todo aquello que una vez consideraran vital para sus
intereses en las colonias, con tal de mantener, al menos formal­
mente, un cierto lazo con ellas. Con el tiempo, esta enorme
flexibilidad transformó el imperio, dominado por Gran Breta­
ña, en la Commonwealth, donde Gran Bretaña sólo tenía
influencia.
Bien pronto se comprobó que era posible desembarazarse de
dos de los cuatro sectores «imperiales» del gobierno de Dur­
ham y transferirlos a los ministerios coloniales. Las «tierras pú­
blicas» (tierras sin cultivar) que Durham, como buen discípulo
de Wakefield, había estimado importantes, fueron confiadas a la
responsabilidad ministerial en Canadá en 1852, y en otras co­
lonias. El control del comercio colonial se redujo cuando se
abolieron las cláusulas preferenciales en 1846 y después, y tam­
bién se redujo el control del tráfico marítimo en 1849, cuando
fueron revocadas las leyes de navegación. En 1859 Canadá pu­
do proteger su naciente industria frente a las exportaciones bri­
tánicas; otras colonias siguieron su ejemplo. Al control de los
asuntos locales, cuando no entraban en los sectores que Dur­
ham consideraba de competencia exclusiva de la madre patria,
se renunció, apenas fue posible, tanto en Nueva Zelanda como
en El Cabo.
Transferidos éstos, quedaban aún dos sectores reservados al
control de la madre patria. La política exterior se consideraba
necesariamente un problema imperial, puesto que un dominio
dependiente no podía, por definición, tener relaciones indepen­
dientes con un Estado extranjero. La política de las constitu­
ciones coloniales era un tema más ambiguo porque la forma en
que se gobernase una colonia no era necesariamente importante
para la Gran Bretaña, con tal de que sus intereses no se viesen

199
amenazados. Las constituciones coloniales se basaban casi to­
das en leyes del Parlamento, y no podían ser modificadas sin la
sanción del Parlamento inglés. Las comisiones e instrucciones
reales asignaban a los gobernadores de las colonias poderes dis­
crecionales muy superiores a los reconocidos prácticamente, en
la madre patria, a la reina: por ejemplo, conceder la gracia a los
criminales o negar la ratificación a las leyes aprobadas por las
asambleas locales. Además, el gobierno británico tenía la facul­
tad de revocar o rechazar las leyes de las colonias en un plazo
de dos años a partir de su aprobación. Estos y otros factores
distinguían al «gobierno responsable», aun en aquellos sectores
reservados a éste por definición, del gobierno de un Estado au­
ténticamente soberano, como el de Gran Bretaña. ¿Habrían to­
lerado las colonias hasta el infinito semejante situación?
Durante los sesenta años que siguieron a 1850 desaparecie­
ron muchos residuos del pasado imperial. Dos procesos contri­
buyeron a su eliminación. En primer lugar, Gran Bretaña acep­
tó habitualmente las peticiones de modificación de las consti­
tuciones coloniales o de las instituciones privilegiadas, como las
comisiones reales y las cartas patentes, que definían los poderes
de los gobernadores. En segundo término, a medida que se iba
delineando y elaborando la lógica de la responsabilidad minis­
terial, ya no les fue posible a los gobernadores servirse de su
poder efectivo para actuar con independencia de los ministros,
y para esto no hubo necesidad de modificaciones oficiales; nin­
gún gobernador podía apelar a sus poderes nominales cuando
los ministros poseían una firme posición política y amenazaban
con dimitir si su opinión no era escuchada. Hacia 1914 los go­
bernadores de las colonias se encontraban más o menos en la
misma situación que el soberano en Gran Bretaña: eran jefes de
Estado de las colonias más que representantes de la autoridad
imperial. Como en Gran Bretaña, algunas de sus prerrogativas
no fueron nunca cedidas por entero a los ministros: por ejem­
plo, la facultad de decidir la disolución anticipada de las cáma­
ras o la elección de un nuevo primer ministro. Otras funciones,
como la concesión de honores y condecoraciones, estaban re­
servadas de manera expresa al soberano inglés. Pero el control
ministerial del gobierno se había ampliado cuanto era posible
sin infringir la letra de los estatutos legales británicos o provo­
car la resistencia del gobierno de Londres. La adopción del tér-

200
mino dominión en 1907 para definir a las «colonias constitucio­
nales», si bien no llevó a cambios concretos, reflejaba su nueva
condición jurídica. Si técnicamente eran todavía colonias, en la
práctica eran estados soberanos en todo lo referente a cuestio ­
nes internas. Y de momento nadie deseaba más.

II. LA FEDERA CION IMPERIAL. Y EL NACIM IENTO


DE LA COMMONW EALTH

La evolución del gobierno responsable más allá de los límites


establecidos por lord Durham planteó un problema de funda­
mental importancia para el futuro del Imperio británico. Mu­
cho antes de 1900, el equilibrio entre autoridad imperial y au­
tonomía colonial imaginado por Durham se había modificado
en beneficio de las colonias. Gran Bretaña conservaba dos ele­
mentos fundamentales de autoridad que demostraban que las
colonias no eran estados soberanos, aunque, en la práctica, es­
tos elementos estuvieran perdiendo fuerza. Las leyes británicas
eran aún vinculantes para sus colonias, pero estaba tácitamente
estipulado que el Parlamento no aprobaría ninguna ley referen­
te a las colonias sin el consentimiento de las mismas y que acep­
taría las peticiones de modificación de las leyes existentes. La
supremacía de! Parlamento estaba de ese modo convirtiéndose
en un dogma jurídico carente de significado práctico para la po­
lítica imperial. Aun así, las colonias no podían actuar como en­
tes internacionales: carecían de facultades para aprobar leyes vá­
lidas fuera de sus fronteras, firmar tratados, hacer la paz o de­
clarar la guerra. Con todo, en la práctica tenían derecho a acep­
tar o rechazar los nuevos tratados comerciales, y sus represen­
tantes participaban a menudo en las discusiones, cuando se tra­
taba de temas relativos a su colonia. Por lo demás, las colonias
no estaban obligadas a participar activamente en las guerras de­
claradas por Gran Bretaña. Eri resumen, hacia 1900 los últimos
obstáculos a la plena soberanía de las colonias estaban a punto
de desaparecer. El sistema de Durham no había creado un equi­
librio imperial permanente.
La historia de la colonización europea no aportaba ahí pre­
cedentes a la situación, pero por lógica sólo podían darse dos
consecuencias posibles. La más probable era que la colonia aca­

201
bara separándose, sabiendo que Gran Bretaña no lo impediría,
o bien, la colonia podía servirse de su libertad para estrechar ca­
da vez más sus lazos con Gran Bretaña y con las demás colo­
nias, no ya en posición de subordinada, sino de asociada a to­
dos los efectos, participando de la autoridad británica en mate­
ria de legislación, política exterior y defensa, y transformando
el imperio de gobiernos autónomos en una especie de federa­
ción. Esta era la única alternativa real, que sólo podía evitarse
si se modificaba el significado de las palabras y de los princi­
pios. Ahora bien, si la «fidelidad» colonial no implicaba ya obe­
diencia a Inglaterra, y si la plena soberanía resultaba de algún
modo compatible con la autoridad imperial, los dominions po­
dían quedar dentro de la estructura imperial aun actuando co­
mo estados soberanos. Una solución de este tipo quitaba al «im­
perio» todo sentido, pero poseía la ventaja de dar a las colonias
la libertad deseada, sin forzarles a romper formalmente los la­
zos históricos con Gran Bretaña y con las otras colonias.
El período crucial, en el que aún era posible la elección, fue
el medio siglo transcurrido entre 1880 y 1931. Se dejó de tomar
en serio la secesión, posible únicamente para la Unión Sudafri­
cana, donde dominaban los afrikaner, a partir de 1909, y para
el Estado Libre de Irlanda, a partir de 1922, que no deseaban
seguir siendo dominions. Por lo demás, se trataba de escoger en­
tre una verdadera integración y una simple asociación, con más
o menos autonomía.
La idea de una asociación más estrecha entre las «colonias
constitucionales» y la madre patria nació en Gran Bretaña y fue
siempre sobre todo un concepto inglés. Apareció poco después
de 1870 como reacción a la hipótesis de que el autogobierno de­
bía conducir necesariamente a la secesión, y en su origen tuvo
motivaciones de índole sentimental. Los nuevos «imperialistas»,
como se les llamaba, sostenían que las colonias de poblamiento
eran extensiones de la Gran Bretaña misma, y no entidades se­
paradas. Por consiguiente, la secesión hubiera privado a la ma­
dre patria de una parte de sí misma. Ese punto de vista fue ex­
puesto en un discurso de lord Roseberry, en Sydney, en 1883.
«Las colonias —dijo— están unidas por un fuerte vínculo de
afecto y ascendencia. Están cimentadas, con mayor fuerza que
por cualquier otra cosa, por el hecho de que pocos de nos­
otros, en Inglaterra, no tenemos algún pariente en Australia» 4.

202
Pero no tardarían en plantearse motivos de orden material en
apoyo de los argumentos basados en los lazos de sangre. Las
colonias aportaban una reserva de tierra a la emigración y eran
mercados en expansión para los productos británicos. En un pe­
ríodo de tensión internacional cada vez mayor y de carrera ar­
mamentista en el continente europeo, las colonias podían con­
tribuir a los gastos de la marina británica y suministrar hom­
bres al ejército. De estas raíces se alimentó el movimiento en fa­
vor de la «federación imperial».
La principal propagandista de estas ideas fuea la Liga para la
Federación Imperial, fundada en 1884. Tenía ramificaciones en
diversas colonias y contaba entre sus miembros con muchos
eminentes políticos británicos. Sin embargo, no fue nunca ca­
paz de ofrecer una plataforma común para una acción positiva.
La dificultad consistía en que la «federación imperial» no podía
ser definida en términos precisos, aceptables tanto para Ingla­
terra como para las colonias. Los ingleses estaban a favor del
libre comercio; los colonos, a favor del proteccionismo. Los in­
gleses querían mercados abiertos en las colonias, y no estaban
dispuestos a adoptar sistemas proteccionistas que concedieran
tratos preferenciales. Viceversa, las colonias estaban dispuestas
a ofrecer un trato preferencial a los ingleses, pero aumentando
las tarifas, altas ya, sobre los productos extranjeros, y no reba­
jando las que hubieran favorecido las importaciones británicas.
Por eso no fue posible una Zollverein —una unión aduanera—
de tipo imperial.
En el sector de la defensa las dificultades eran análogas. Aus­
tralia, Nueva Zelanda y la colonia de El Cabo aceptaron pagar
pequeños subsidios para la marina británica a partir de 1887,
aunque tanto Australia como la Unión Sudafricana sólo lo ha­
rían hasta 1909. Ninguna colonia se hallaba dispuesta a mante­
ner cuerpos expedicionarios regulares que lucharan al lado de
las tropas británicas, o a consentir que Gran Bretaña decidiese
en materia de problemas defensivos locales. Las colonias envia­
ron pequeños contingentes a Sudáfrica durante la guerra contra
los bóers, y numerosas tropas a Europa y Oriente Medio des­
pués de 1914. Pero no se comprometieron nunca por anticipa­
do a combatir, y no podían, pues, ser consideradas como parte
del sistema defensivo imperial.
De manera análoga se reveló imposible la integración políti­

203
ca. Gran Bretaña habría dominado de hecho una eventual asam­
blea o consejo imperial, y por ello una federación, fuera cual
fuese la forma que hubiera asumido, habría privado parcialmen­
te a las colonias de su libertad. Sin embargo, el sistema de las
conferencias imperiales fue una consecuencia de la idea de una
asociación política. Comenzó oficiosamente con las «Conferen­
cias Coloniales» de 1887 y 1897, convocadas para festejar el ani­
versario de la reina, y luego se hicieron regulares. A partir de
1907 se llamaron «Conferencias Imperiales» y fueron asambleas
de carácter oficial. Después de 1937 recibieron el nombre de
«Conferencia de los Primeros Ministros de los Dominios» (más
tarde Commonwealth) y revistieron un carácter privado y no
oficial. En ellas se tomaban pocas decisiones concretas, pero es­
tas mesas redondas, en las cuales se discutían los problemas co­
munes, alimentaron el sentido de una comunidad de intereses.
Las referidas asambleas se acercaron al máximo al ideal federa­
lista en 1917-18, cuando Lloyd George convocó a los represen­
tantes de las colonias a su «ministerio de la guerra», al que de­
nominó «Ministerio Imperial de la Guerra» y les consultó en
las cuestiones más importantes de la estrategia de guerra y de
paz. Los más entusiastas partidarios de la federación, como lord
Milner, saludaron en este ministerio el núcleo de un órgano eje­
cutivo permanente del imperio; pero el intento no cuajó. A par­
tir de 1919 los dominios no quisieron verse implicados en la di­
plomacia internacional británica, y desde 1923 en adelante las
conferencias tornaron a su forma prebélica.
El fracaso de los intentos de crear una unión más estrecha hi­
zo así que la Commonwealth moderna asumiera la forma de
una asociación, no muy estrecha, entre iguales, en vez de con­
vertirse en una federación o un imperio. El formidable esfuer­
zo militar realizado por los dominios entre 1914 y 1918 les au­
torizaba a exigir esta recompensa. En 1919 pidieron autoriza­
ción para firmar tratados de paz con las demás naciones, aun
cuando ésta era una petición ilógica por parte de unas posesio­
nes que estaban aún vinculadas a la firma del plenipotenciario
británico. En 1923, los canadienses insistieron en firmar un tra­
tado independiente con los Estados Unidos, y la Conferencia
Imperial de aquel mismo año sancionó el derecho de todos los
dominios a firmar tratados, con la única condición de informar
a todos los demás miembros del imperio. La guerra había eli­

204
minado, pues, el primer obstáculo a la soberanía de los domi­
nios, y con él la unidad diplomática del imperio.
El segundo cayó en 1926. Como consecuencia de las presio­
nes ejercidas por Canadá, Irlanda y Sudáfrica, que tenían todos
motivos de tipo interno para subrayar oficialmente su indepen­
dencia, la Conferencia Imperial se puso de acuerdo para hacer
una nueva definición de la situación jurídica de los dominios.
Como dijo lord Balfour en su famoso proyecto de ley, los do­
minios eran a la sazón «comunidades autónomas en el interior
del imperio británico, iguales en cuanto a su posición jurídica
y en modo alguno subordinadas entre sí en todos los asuntos
internos o externos, aun estando unidas por la común fidelidad
a la Corona y libremente asociadas dentro de la comunidad bri­
tánica de naciones» 5. Estas expresiones, casi de teólogo, podían
significar lo que quisieran los ingleses o los dominios. Lo único
claro era que los dominios eran estados soberanos, aun sin ser
estados extranjeros los unos para los otros, porque eran todos
fieles a la Corona. Una medida más práctica tomada en aquella
conferencia llevó a una nueva definición de la posición y las fun­
ciones de los gobernadores generales, como fueron llamados to­
dos los gobernadores de los dominios a partir de 1907. Estos
tendrían, «en relación con la administración de los asuntos pú­
blicos en los dominios, la misma posición que tiene Su Majes­
tad el Rey en Gran Bretaña» 6. Así, pues, no serían ya repre­
sentantes del gobierno británico, sino virreyes, y actuarían so­
lamente por cuenta del rey y podrían sustituir a los jefes de Es­
tado, nombrados por recomendación del gobierno de los do­
minios. En vista de que los gobernadores generales no iban ya
a actuar en calidad de representantes del gobierno británico, fue­
ron enviados a todos los dominios altos comisarios para desem­
peñar las funciones casi diplomáticas que los altos comisarios
de los dominios desempeñaban en Londres.
Pero incluso con estas modificaciones, los dominios sujetos
a las leyes británicas no gozaban aún de plena soberanía. En
1931, el Estatuto de Westminster, tras dos años de discusiones,
liberó a los dominios de la supremacía parlamentaria en la me­
dida en que cada uno de ellos lo quisiera. Los países que lo acep­
taron (Irlanda, Canadá y Sudáfrica inmediatamente, Australia
en 1942 y Nueva Zelanda en 1947) dejaron de estar vinculados
por cualquier ley, pasada o futura, de Gran Bretaña, a menos

205
que estuviera entre las especificadas en el Estatuto de 1931, o a
menos que una ley posterior afirmara expresamente que el do­
minio había «pedido y aceptado la promulgación» de la ley en
cuestión 7. Y viceversa, ninguna ley de los dominios podía ser
invalidada sólo porque estuviera en contradicción con una ley
británica pasada o futura. Las leyes de los dominios adquirían
plena validez incluso fuera de sus límites territoriales. La futura
modificación de las normas de la sucesión real, o de los títulos
reales, debía ser aprobada por los parlamentos de los dominios.
La pertenencia a la Commonwealth (como fue oficialmente lla­
mado el conjunto de Gran Bretaña y los dominios a partir de
1926) únicamente estaba condicionada por la declaración de fi­
delidad a la Corona.
El Estatuto de Westminster completó la evolución de los do­
minios y proporcionó una base legal definitiva a la Common­
wealth. Pero hasta 1947 la Commonwealth continuó siendo una
comunidad exclusiva, que representaba tan sólo una pequeña
parte del aún vasto Imperio británico. En definitiva, era impor­
tante, porque las colonias de poblamiento habían creado un or­
ganismo en el que podía entrar, en calidad de miembro, cual­
quier parte del imperio, una vez logrado el autogobierno. Y una
organización que hubiera impuesto obligaciones precisas no ha­
bría resultado aceptable para los nuevos estados afroasiáticos;
la Commonwealth ofrecía ventajas, sin imponer obligaciones
concomitantes. Basándose en ello, la India, Ceilán y Pakistán
escogieron convertirse en miembros de la misma en 1947-48, en
el momento de adquirir la «independencia», como fue definido
por primera vez el estatuto jurídico de los dominios. Otras co­
lonias siguieron su ejemplo a medida que alcanzaban la «inde­
pendencia». Tan sólo Birmania se negó a entrar en la Common­
wealth, en tanto que Irlanda la abandonó en 1948.
La entrada en la Commonwealth de los nuevos estados no so­
lamente cambió su carácter, haciendo de ella un organismo mul-
tirracial y ampliando enormemente sus dimensiones, sino que
planteó también el problema de los requisitos mínimos necesa­
rios para la admisión en su seno. En 1931 se había hecho obli­
gatoria la declaración de fidelidad a la Corona. En 1949 India
decidió convertirse en república, y dado que sus ciudadanos no
iban a seguir siendo súbditos, no podían jurar fidelidad. Hubo
que transigir. En 1949 la Conferencia de Primeros Ministros

206
decidió que la India continuaría formando parte de la Com-
monwealth, aun siendo una república; y con el tiempo, muchos
otros nuevos estados se aprovecharon de tal precedente. Pero
el procedimiento legal, en 1949, imponía que cada uno de los
estados convertidos en república solicitara de nuevo la admi­
sión en la Commonwealth. Por consiguiente, Sudáfrica, que fi­
guraba sin embargo entre sus miembros fundadores, se vio obli­
gada a abandonarla debido a las fuertes críticas a su política
racista.
La Commonwealth fue el producto final de tres siglos y me­
dio de construcción del edificio imperial británico, pero no se
trataba del viejo imperio bajo una forma distinta, de un inge­
nioso truco para permitir a Gran Bretaña mantener un control
no formal sobre las colonias emancipadas. Sus miembros eran
absolutamente independientes, y Gran Bretaña no tenía autori­
dad sobre los mismos. No había un sistema común para la de­
fensa, la diplomacia, el derecho o la moneda de la Common­
wealth: los vínculos económicos •—como el afea de la libra es­
terlina, cuyos miembros tenían en Londres su banca internacio­
nal, o las tarifas preferenciales— eran sólo acuerdos bilaterales,
accesibles incluso a los estados que no formaban parte de la
Commonwealth. Dicho con pocas palabras: como órgano co­
lectivo, la Commonwealth no hacía nada, ni tenía funciones in­
dispensables. Carecía de homogeneidad, puesto que entre los es­
tados miembros había monarquías y repúblicas, y la antigua dis­
tinción entre colonias de poblamiento y colonias de ocupación
se reflejaba en la subsistencia de contrastes entre lenguas, cul­
turas y puntos de vista. La Commonwealth sólo serviría para
preservar y utilizar ciertos intereses comunes, que eran como
depósitos de aluvión de las diversas fases de la común sujeción
a Gran Bretaña. Pero como experimento de cooperación y con­
sulta internacional ofrecía múltiples ventajas a los países miem­
bros.

III. EL IMPERIO INDIO DESDE 1 8 1 5 HASTA 1 9 4 7

Los ingleses consideraron y trataron siempre a la India de mo­


do distinto a las demás posesiones. Ello se debió en parte al he­
cho, históricamente accidental, de que había sido ocupada y go­

207
bernada por la Compañía de las Indias Orientales; pero la In­
dia exigía un tratamiento especial también porque tenía carac­
terísticas particulares. La India no tenía nada en común con las
colonias de poblamiento, en cuanto los ingleses fueron siempre
allí como huéspedes de paso; difería, además, de todas las otras
colonias de ocupación porque era muchísimo mayor y más po­
pulosa. Pero sobre todo tenía una función precisa como pose­
sión británica: proporcionaba a Gran Bretaña poderío político
y militar. Su territorio era vastísimo y contaba en 1860-70 con
una población de casi doscientos millones de individuos. En de­
terminados aspectos era un país pobre, pero la explotación de
sus recursos había estado al servicio de un gran imperio militar
ya antes de la llegada de los ingleses. Estos no tuvieron más que
conservar y mejorar cuanto habían heredado del gran mogol pa­
ra convertir a la India en una de las dos grandes potencias orien­
tales, Era como si hubieran conquistado un Estado continental,
como Rusia, y fueran libres de explotar sus recursos. Ningún
otro país europeo podía alardear de haber adquirido una pose­
sión comparable en tiempos recientes.
Estas ventajas no resultaban obvias en el momento de la con­
quista ni tampoco la motivaron. Los ingleses adquirieron la In­
dia para proteger el comercio y reforzar sus cabezas de puente.
Pero una vez ultimada su conquista, pronto se comprendió cuál
había de ser la función de! gobierno británico y qué frutos par­
ticulares se podían obtener allí. Se descartaron, pues, las actitu­
des convencionales frente a la colonización. Un asentamiento
de colonos europeos era improbable, e inútil una cultura de
plantaciones. Tampoco se podía imponer el monopolio comer­
cial, y por lo demás éste no parecía deseable. La compañía per­
dió el monopolio del comercio indio en 1813. Los puertos in­
dios estaban ya abiertos a los extranjeros, de manera que Gran
Bretaña aplicó prontamente la libertad comercial. La India era
un mercado valioso, pero formaba parte de un sistema comer­
cial multilateral. Los ingleses, por lo demás, no aspiraban a
transformar o a hacer progresar a la India. Algunos, en Ingla­
terra, querían «asimilar» a los indios a la cultua europea, pero
en la práctica la política colonial apuntó más bien a adiestrarlos
para desempeñar funciones subordinadas en el gobierno. Las
misiones cristianas fueron autorizadas a partir de 1813, pero
con escasos resultados. En pocas palabras, los ingleses gober-

208
naron la India como un gran país oriental adquirido por casua­
lidad. A cambio, se aseguraron un poderío político basado en
el ejército indio, del que fue símbolo.
Para comprender la importancia del ejército hay que tener
presente cuál era la posición internacional de Gran Bretaña en
el siglo XIX. Era la máxima potencia naval, pero desde un pun­
to de vista militar tenía un peso insignificante. Su ejército re­
gular, con unos efectivos de cerca de 250 000 soldados, debía
controlar un imperio que se extendía por todo el mundo. La In­
dia iba a convertirla en la máxima potencia territorial de Orien­
te, poniendo a su disposición un ejército de casi 150 000 hom­
bres que podían ser rápidamente movilizados en caso de guerra.
Esto fue una ganancia neta para Gran Bretaña, porque este ejér­
cito era pagado enteramente con los ingresos de la India; en
cambio, las contribuciones que los federalistas imperiales espe­
raban obtener de las colonias con gobierno independiente a par­
tir de 1880 serían insignificantes. Disponiendo de la India, Gran
Bretaña pudo asumir en los asuntos mundiales una posición que
el contribuyente británico no habría estado dispuesto a subven­
cionar, con lo que pudo tener un papel preeminente en el re­
parto del Africa oriental y del Sudeste asiático y conquistar una
buena parte del imperio otomano durante la primera guerra
mundial.
La historia del gobierno británico en la India gira en torno
a dos preguntas esenciales: ¿Cómo se las compusieron los in­
gleses para gobernar la India explotando plenamente sus recur­
sos? ¿Por qué acabaron por perderla? Para responder a la pri­
mera pregunta hay que examinar los métodos con que una mi­
núscula administración extranjera consiguió gobernar un domi­
nio tan vasto. Y para contestar a la segunda es preciso analizar
el desarrollo de un tipo de nacionalismo muy diferente al de la
América colonial.
El estudio de los métodos administrativos usados se compli­
ca por el hecho de que la India fue dividida en dos regiones,
tratadas de modo muy diferente. La India británica fue some­
tida a un «gobierno directo»; los estados indios a un «gobier­
no indirecto». En ninguno de los otros dominios británicos hu­
bo jamás un contraste tan marcado.
El gobierno de la India británica fue un ensayo de adminis­
tración profesional basada en un cuerpo de funcionarios civiles,

209
un ejército y una policía eficaces. Fue un gobierno absoluto,
conforme al esquema del antiguo régimen, durante mucho tiem­
po exento de las complicaciones de los principios constitucio­
nales o de las presiones políticas. Londres se preocupó bien po­
co de dar una base teórica a su dominación. Esta se hubiese po­
dido justificar, dentro de una estricta interpretación jurídica,
con la tesis de que los soberanos británicos habían heredado la
autoridad de los mogoles en 1858, cuando se sancionó el fin del
viejo imperio. Este concepto romántico, aún más romántico en
1876, cuando Disraeli dio a la reina el título de emperatriz de
la India, aseguró a Gran Bretaña la supremacía de que ya go­
zaran los mogoles sobre los príncipes indios independientes. Pe­
ro aun habiendo adoptado los símbolos de los mogoles, los in­
gleses, dadas sus tradiciones constitucionales, tenían que justi­
ficar el absolutismo ante sí mismos. Y lo hicieron sobre dos ba­
ses. La primera era que los indios, a diferencia de los colonos
británicos, no aspiraban a un gobierno representativo, particu­
lar producto inglés que nada tenía que ver con la India. Los in­
dios sólo habrían podido reivindicar un derecho moral al gobier­
no representativo si hubieran demostrado estar en condiciones de
hacer funcionar un sistema parlamentario. Los liberales, como
T. B. Macaulay, se sentían en el deber de mantener abierta esta
posibilidad; en su famoso discurso de 1833 admitía: «Pudiera
ser que la oponión pública en la India evolucionara bajo nues­
tro sistema hasta superarlo; que mediante un buen gobierno lo­
gráramos educar a nuestros súbditos y hacerlos capaces de go­
bernar mejor; que, una vez instruidos en la cultura europea, pu­
dieran un día pedir instituciones europeas. N o sé si llegará ese
día, pero nunca trataré de impedir que llegue, o de pos­
tergarlo» s.
Esto, sin embargo, no suponía que se siguiera una línea po­
lítica encaminada a realizarlo. El autogobierno era, simplemen­
te, el producto lógico de la política usual, destinada a educar a
los indios de tal manera que, por citar una vez más a Macaulay,
surgiese un día «una clase de indios por el color de la piel y la
sangre, pero ingleses por sus gustos, opiniones, moral e intelec­
to» 9. Dichas condiciones solamente se dieron a finales de si­
glo, y antes los ingleses se consideraron con derecho a gober­
nar de forma absolutista.
Pero a finales del siglo XIX muchos observadores británicos

210
lubían adoptado un segundo y más fundamental argumento pa­
ra no compartir el poder con los indios. Como lo expresase sir
John Strachey en 1888, reflejaba la actitud más difundida entre
los funcionarios civiles tras la rebelión de los cipayos: «Aun­
que mi opinión es que ningún gobierno extranjero ha sido ja­
más aceptado con menor repugnancia que el gobierno británico
en la India, sigue siendo una realidad que nunca hubo un país
en el cual un gobierno extranjero fuese realmente popular. Si lo
olvidásemos, y confiáramos mayores poderes ejecutivos a los
nativos, basándonos en el supuesto de que serán siempre leales
y convencidos defensores de nuestro gobierno, ello será el prin­
cipio del fin de nuestro imperio» 10.
Este, dicho sea sin rebozos, era el dominio británico. El im­
perio se basaba en la fuerza; liberalizarlo, habría sido destruir­
lo, porque cuando un gobierno despótico empieza a hacer con­
cesiones, se prepara para abdicar. Lo que quedaba por ver era
si las condiciones para un gobierno absolutista se seguirían dan­
do en la India hasta el infinito.
Gobierno absoluto quería decir que el poder llegaba de la cú­
pula y se concentraba en las manos de unos pocos. La máxima
autoridad era la del Parlamento británico y la Corona; en la
práctica, era ejercida por el gobernador general, que era tam­
bién virrey para los estados indios. Por espacio de cien años, a
partir de 1815, fue prácticamente un déspota oriental, digno su­
cesor del gran mogol. Debía obedecer al Parlamento de Lon­
dres, a la Compañía de las Indias Orientales (hasta 1858) y lue­
go al Indian Office. Pero todos ésos eran entes lejanos. Incluso
cuando se importó el telégrafo, en 1860-70, la independencia de
Calcuta no se resintió gran cosa. En el interior de la India no
había nadie que pudiera ponerle freno. La autoridad ejecutiva
estaba limitada solamente por un pequeño consejo de funcio­
narios. En 1833 el gobernador general tuvo por vez primera la
facultad de promulgar leyes para las presidencias subordinadas
—Madrás y Bombay— así como para Bengala cuando actuaba
con un consejo más amplio. Este órgano se extendió gradual­
mente hasta englobar a los funcionarios, jueces y miembros
nombrados entre los no funcionarios en 1853 y 1861; en 1892
se añadieron a él miembros casi electos, y en 1909 miembros
electos. De esa manera se convirtió en el núcleo de un Parla­
mento panindio, potencialmente un verdadero medio de con-

211
trol de los poderes absolutos del gobernador general; pero has­
ta 1921 fue poco más que una sede de debates y peticiones, sin
posibilidad de promover actos legislativos, o de obstaculizar loj
labor del gobierno.
La total concentración de los poderes legislativos resultante'
de las modificaciones de 1833 no duró mucho. En 1861 las dos
presidencias originarias recuperaban las funciones legislativas, y
al crearse otras provincias, éstas tuvieron igualmente consejos
legislativos. Conforme ya sucediera con el de Calcuta, los con­
sejos pasaron a ser, parcialmente y por grados, órganos repre­
sentativos con una mayoría de miembros elegidos a partir de
1909. En 1935 existían once verdaderas provincias (aparte de
Birmania) provistas de órganos legislativos, y cuatro comisaria-
dos y la agencia de Beluchistán, que no los tenían. Se perfilaba
un sistema de gobierno federal para la India. Pero antes de 1921
los consejos no lograron disminuir los poderes del gobernador
general, porque dependían económicamente de Calcuta y sus
decisiones en materia de aquellos problemas locales que seguían
siendo de su competencia tenían que ser aprobados por el go­
bierno central. La India continuó, pues, siendo un Estado cen­
tralizado en el que algunas funciones municipales fueron trans­
feridas a entes subordinados.
La unidad de la India británica se vio consolidada por la exis­
tencia de una sola administración civil para todo el país y, asi­
mismo, por la unificación del ejército y la policía. Estas eran
las armas de la autoridad británica, las razones de su éxito.
La India precisaba de una administración centralizada y pro­
fesional, contrariamente a todas las tradiciones británicas, por­
que Gran Bretaña era una potencia de ocupación extranjera y
porque la misma tradición india no conocía formas de gobier­
no independiente que superasen el nivel de la comunidad de al­
dea. La calidad del gobierno británico estuvo determinada por
la administración civil india, primer cuerpo administrativo de
esa clase en La historia colonial británica y europea. En su cali­
dad de «Covenanted. Service», derivó de la Charter Act de 1793,
así como de las reformas de Cornwallis en la última década del
siglo XVIII. Era un órgano puramente administrativo, sin fun­
ciones comerciales. Los funcionarios recibían sueldos adecua­
dos, buenas pensiones y ascensos, y todo ello atraía a personas
capacitadas, de buena familia, que en esa labor veían una alter-

212
nativa a las profesiones convencionales: la abogacía, la carrera
eclesiástica, la medicina, la enseñanza y la carrera militar. Hasta
1853 eran nombrados desde arriba; luego se adoptó el sistema
de oposiciones, pero esto no cambió mucho el carácter de la ad­
ministración porque sus tradiciones ya estaban formadas. Se tra­
taba de una élite que tendía a constituir una casta cerrada y con­
servadora, pero llevó a la India la fidelidad e incluso el idealis­
mo que caracterizaban a la administración civil en Gran Breta­
ña. Sus miembros fueron quizá los primeros funcionarios de las
colonias que consideraron su labor como una vocación, más
que como una simple fuente de ingresos.
La administración civil marcó la pauta a todo el dominio in­
glés en la India: autocrática y extranjera, pero justa y deseosa
de hacer progresar al país. El hecho de que fuese una sola para
toda la India británica contribuyó a la unidad de principios y
prácticas. Con todo, el Covenanted Service representó, numé­
ricamente, sólo una pequeña parte de la administración india:
en 1893 contaba sólo con 898 funcionarios de un total de 4 849.
Los demás formaban parte del Uncovenanted Service, reforma­
do en 1889 como administración provincial y subordinada. En
su gran mayoría, los funcionarios de ésta eran indios, pero, al
ser subordinados, el monopolio británico del poder no se veía
comprometido. Se trataba de decidir si era conveniente autori­
zar la presencia de indios en el ámbito más limitado del Cove­
nanted Service, haciéndolos partícipes de las responsabilidades
mayores. En 1833 se decidió que los indios podrían entrar en
él, pero en realidad no fueron acogidos antes de 1864, porque
los candidatos indios se enfrentaban a obstáculos de naturaleza
práctica, como la obligación de realizar un examen de ingreso,
a partir de 1853, en Gran Bretaña. Bajo la presión india se in­
tentaron diversos métodos para aumentar sus posibilidades, pe­
ro en 1915 solamente había 63 indios en la administración, el 5
por 100. En 1922 dieron comienzo los exámenes simultáneos
en Gran Bretaña y la India, con lo que en 1935 el porcentaje
había subido hasta el 32 por 100, y, a partir de ese año, la «in-
dianización» hizo rápidos progresos. Pero el Covenanted Ser­
vice conservó su carácter extranjero y particularmente británi­
co hasta el final.
Covenanted y Uncovenanted Service tuvieron sobre todo tres
funciones de gobierno: recaudación de impuestos, administra-

213
ción general y magistratura. Las dos primeras eran desempeña­
das por los mismos funcionarios, mientras que una sección es­
pecífica se ocupaba de la administración judicial y proveía de
personal a los tribunales. De esta forma se conservaba la im­
portantísima separación entre gobierno y magistratura. Los
otros servicios principales eran independientes. El político apor­
taba residentes a los diversos estados indios y diplomáticos pa­
ra los países extranjeros. El departamento de obras públicas, el
forestal, el de higiene y la policía contrataban funcionarios por
su propia cuenta, sin formar parte del Covenanted Service. El
departamento más importante era el de policía, aunque durante
mucho tiempo fue inferior a los otros por la calidad de sus fun­
cionarios. Hasta 1860-70, los británicos conservaron el sistema
heredado de la Compañía, basado en funcionarios de aldea no
pagados y tradicionalmente corruptos, sometidos al control de
antiguos oficiales del ejército británico, los superintendentes.
Las primeras fuerzas permanentes de policía fueron creadas, a
nivel provincial, en 1860-70, y sus oficiales superiores se reclu­
taron en Inglaterra. El primer servicio de policía compuesto so­
lamente por indios fue el creado por lord Curzon en 1905; sus
miembros ocuparon los puestos más elevados de la policía pro­
vincial y formaron un cuerpo propio equiparable al Covenan­
ted Service. Además, se instituyó un departamento de policía
criminal para toda la India, especializado en la represión de las
conspiraciones políticas y la lucha contra los tbugs (asesinos
rituales).
Todos los sectores de la administración civil revestían una vi­
tal importancia para el dominio británico, pero éste se basaba
sobre todo en el ejército, puesto que en definitiva toda domi­
nación extranjera debe fundamentarse en la fuerza. A partir de
1740 los ingleses confiaron en un ejército formado esencialmen­
te por indios, porque mantener tropas exclusivamente británi­
cas habría resultado demasiado costoso. Tal ejército precisaba
de una esmerada organización; en 1857 los ingleses estuvieron
a punto de perder la India porque la Compañía había dejado de­
caer la eficiencia de su ejército. En 1857 había cerca de dieciséis
mil europeos distribuidos en diferentes regimientos y alrededor
de doscientos mil indios cipayos, mandados por oficiales indios
hasta el nivel de compañía. Por lo demás, cuando fue nece­
sario, se enviaron a la India regimientos del ejército regular bri-

214
tánico. La rebelión mostró los defectos del sistema: en particu­
lar, la relación numérica entre británicos e indios era inadecua­
da. Así pues, se emprendieron modificaciones radicales. Los tres
ejércitos presidenciales fueron fusionados en 1893 en un único
ejército. Pero la relación entre soldados europeos e indios se es­
tableció a razón de uno a uno en Bengala (la región peligrosa
donde había estallado la rebelión) y de uno a dos en Madrás y
Bombay. En 1885 en los tres ejércitos había 73 000 ingleses y
154 000 indios. Se mantuvo la distinción entre regimientos bri­
tánicos y cipayos. Los primeros eran ahora formaciones del
ejército metropolitano, que servían rotativamente en la India, a
costa del presupuesto de este país. Los segundos tenían oficia­
les indios hasta el nivel de compañía y oficiales superiores bri­
tánicos, ya que hasta 1917 los despachos de oficial para los in­
dios sólo eran concedidos por el virrey; más tarde pudieron re­
cibir también despachos reales y alcanzar las más altas gradua­
ciones militares. En parte para asegurarse la lealtad de los regi­
mientos indios y en parte porque eran los mejores luchadores,
los cipayos fueron reclutados casi exclusivamente entre las ra­
zas tradicionalmente «marciales» del Penjab, de la frontera del
noroeste de Chachemira, de las provincias unidas y del Estado
independiente de Nepal. De este modo, el ejército se componía
de soldados profesionales, ajenos a la política india. Dieron
pruebas de su fidelidad durante los desórdenes de los años de
entreguerra y de su valor en las dos guerras mundiales. Fue el
mejor ejército jamás conocido en una posesión colonial, poten­
cialmente a la altura de los ejércitos permanentes europeos.
En definitiva, la dominación inglesa en la India estuvo basa­
da en la fuerza, y la rebelión de 1857 demostró que un ejército
rebelde habría podido eliminarla. De todos modos la sola fuer­
za no habría sido suficiente, porque un ejército de 200 000 sol­
dados no habría podido reducir a la impotencia a una pobla­
ción sublevada de 200 000 000 de seres humanos. Por ello, el do­
minio británico se basó también en el consentimiento, pasivo o
no, de los indios y si duró tanto tiempo fue porque tal consen­
timiento no disminuyó, en términos generales. Vista retrospec­
tivamente, la sumisión de los indios puede sorprender, pero no
su contexto histórico. Los ingleses la cultivaron asiduamente in­
troduciendo poquísimas modificaciones en la estructura funda­
mental de la vida india y, además, gobernando bien.

215
Los ingleses fueron conservadores dentro de los límites de lo
posible. Mantuvieron las costumbres sociales y jurídicas indias,
protegieron todas las religiones, no introdujeron cambios sus­
tanciales en el sistema de propiedad de la tierra y llegaron a con­
servar intactas las normas y la terminología del imperio mogol.
Hubieran deseado también servirse de las clases dominantes he­
reditarias locales, y en los principados eso fue lo que hicieron.
Pero en otros sitios la aristocracia latifundista, mantenida como
zamindar en Bengala, no demostró ser buena aliada, porque ca­
recía de autoridad en su propia sociedad y se mostraba reacia
a aceptar las técnicas administrativas de los europeos. La alter­
nativa estaba representada por las clases medias, constituidas
por comerciantes, banqueros y profesionales liberales. Todos
éstos se mostraban, en general, dispuestos a colaborar, pero eran
demasiado escasos como para que se les dejara solos. Como
«postulantes» —que mendigaban una participación en el po­
der—, poco a poco los miembros de todos estos grupos socia­
les acomodados obtuvieron puestos en la administración civil,
que estaba en un proceso de desarrollo, pero con funciones su­
bordinadas, y no en virtud de su posición social o de su in­
fluencia. En última instancia, los ingleses tuvieron que asumir
plenamente el gobierno «directo». Lograron que el poder ab­
soluto no les corrompiera e impusieron a la India una domina­
ción extranjera, pero ofreciendo a cambio un buen gobierno.
Un rasgo típico de la dominación británica fue el gran con­
traste existente entre la India británica y los principados indios.
Mientras que en la primera los europeos gobernaban directa­
mente, en los segundos lo hacían de forma indirecta, a través
de los príncipes nativos. En el siglo XIX existían cerca de seis­
cientos principados, en su mayoría bastante pequeños, que se
habían mantenido gracias al hecho de que, hasta 1818, los in­
gleses prefirieron vincularse a los príncipes mediante tratados,
sin ocupar sus territorios. Más tarde se permitió la superviven­
cia de aquellos principados que se mostraban reacios a ser asi­
milados, y tras la rebelión de los soldados indios dejó de pare­
cer posible una política de asimilación. Los principados cons­
tituían de hecho protectorados británicos, pero tan sólo una dé­
cima parte de los príncipes habían estipulado tratados formales
con Gran Bretaña. Los ingleses justificaban en general su do­
minación por el hecho de haber recogido ellos la herencia del

216
gran mogol. He aquí cómo definía lord Curzon en 1903 la ex­
tremada variedad de las relaciones con estos príncipes, relacio­
nes que calificaba de «únicas» en el mundo entero; «El sistema
político de la India no es un sistema feudal ni una federación
de estados. N o se identifica con ninguna constitución, ni se fun­
damenta en ningún tratado. Nada tiene en común con una con­
federación. Se trata, más bien, de una serie de relaciones, que
se han formado en circunstancias extremadamente variadas, en­
tre la Corona y los príncipes indios, y que en el curso del tiem­
po se han ido adaptando gradualmente a una forma unitaria» 11.
En realidad, todos esos estados solamente tenían en común
dos características fundamentales: sus relaciones con el extran­
jero se hallaban en manos de los ingleses, y por lo demás, o sea
en lo referente a los aspectos fiscales, jurídicos y administrati­
vos, erárx autónomos, y sólo estaban sometidos a la supervisión
y al asesoramiento del residente inglés. Poco a poco, sin em­
bargo, sus relaciones con la India británica se hicieron más es­
trechas, gracias a la mejora del comercio y al hecho de que los
oríncipes recibían educación en escuelas y universidades britá-
aicas y en los principados se acogía a funcionarios que habían
trabajado en la India británica. La sección política de la admi­
nistración colonial enviaba a los principados residentes encar­
gados de introducir reformas de todo tipo. Muchos residentes
estaban convencidos de que los principados constituían la for­
ma ideal de dominio, porque en ellos se podían introducir las
ventajas de la civilización moderna conservando los modos de
vida tradicionales de la India. Quizá los residentes desaproba­
ban incluso a los políticos occidentalizantes que surgían a la sa­
zón en la India británica, pero que eran todavía raros en los
principados. Si se miran los resultados, los estados bien gober­
nados podían equipararse con la India británica. Ese era un he­
cho que hablaba en favor de la conservación de un poder «in­
directo» ejercido a través de los príncipes.
A finales del siglo XIX, los ingleses habían obtenido en la In­
dia numerosos e importantes resultados. Habían llevado la ley
y el orden a un subcontinente dominado hasta entonces por el
caos, y habían introducido una administración progresista y
centralizada, leyes adaptadas a las necesidades del país, tribu­
nales honrados, buenas fuerzas de policía y un ejército de gran
valor. En el terreno económico habían creado el mejor sistema

8 217
de carreteras, ferrocarriles y canales existente en Asia. Habían
realizado la unidad del país y hecho posible en gran medida el
desarrollo de la industria y de la agricultura. La liberalización
del comerico había arruinado a los sectores artesanales tradicio­
nales, particularmente en el textil; con todo, los ingleses favo­
recieron la exportación de nuevos productos e insertaron a la
India en la economía mundial.
Se había creado un sistema educativo acorde con los mode­
los europeos que quizá estuviera demasiado rígidamente entron­
cado con Inglaterra y Europa en general y preparara demasiado
estrictamente para la carrera administrativa, pero que no obs­
tante tenía la ventaja de ofrecer a las personas instruidas una len­
gua común y un medio de comunicarse con el mundo exterior.
Sin embargo, el dominio inglés estaba caracterizado más bien
por una actitud conservadora y prudente que por atrevidas in­
novaciones. Dos siglos de jercicio del poder por los ingleses aca­
baron dejando, sorprendentemente, escasísimas huellas en la
cultura de la India. La religión hindú y el sistema de castas con­
tinuaron siendo la base del ordenamiento social indio. Tan sólo
una pequeña minoría de la población experimentó la influencia
del modo de pensar y de vivir de los europeos. Bajo la protec­
ción del gobierno británico, los indios conservaron su plena
independencia.
Hacia finales del siglo XIX la autoridad británica, que se ba­
saba en un uso eficaz del poder y en una sabia limitación de los
objetivos, parecía indestructible. Con todo, sólo medio siglo
después la India conquistaría su independencia, y se convertiría
en una república. Eso demostraba que un imperio colonial per­
teneciente a una potencia europea no era invulnerable. La India
hizo ver a otros pueblos sometidos que era posible desembara­
zarse de sus amos ¿Cómo se llegó a este resultado?
La respuesta debe buscarse principalmente en el desarrollo
de un movimiento nacionalista que surgió en las últimas déca­
das del siglo XIX y acabó destruyendo las bases esenciales del
gobierno inglés: la aquiescencia pasiva de la gente y la coope­
ración con la potencia ocupante. Resulta imposible considerar
aquí las características de este movimiento, las concesiones he­
chas poco a poco por los británicos y su éxito definitivo en
1947: este tema entra dentro del surgimiento del nacionalismo
en el Asia moderna, y por consiguiente está tratado con mayor

218
amplitud en el volumen 33 de la presente Historia Universal
(Asia contemporánea), pero el hecho de que el nacionalismo
pudiera salir victorioso en la India, que entre las diversas pose­
siones europeas era quizá la gobernada con mayor atención y
eficacia, demostró de manera concluyente que los imperios co­
loniales tropicales se basaban más en el consentimiento de los
pueblos dominados que en la potencia de las naciones do­
minantes.

IV. LAS POSESIONES CO LO N IA LES DESPUES DE 1815

Aun sin tomar en cuenta las colonias de poblamiento y la In­


dia, el Imperio británico a partir de 1815 era aún enormemente
variado y vasto, pero ya no era el único. Este «imperio depen­
diente», como bien puede ser llamado, se asemejaba al imperio
francés de la época por las proporciones, la geografía y ios orí­
genes históricos; tornadas una a una, las colonias inglesas po­
seían muchos rasgos en común con las posesiones de los impe­
rios europeos menores en las mismas regiones.
Las colonias botánicas pueden ser divididas en ocho grupos.
'Las más antiguas e, ui las del Caribe: Jamaica, Bahamas, Ber-
mudas, islas de Sotavento, Barlovento, Trinidad, Guayana bri­
tánica y Honduras británica (Belice). Eran los restos de un im­
perio más grande: habían sido conquistadas antes de 1815 y por
ello tenían escasa importancia para Inglaterra. La gran prospe­
ridad asegurada por el azúcar llegó a su término a principios
del siglo X IX ; el fin del monopolio comercial en 1 8 2 0 -3 0 les pri­
vó de sus funciones imperiales; la abolición de la esclavitud en
1833 y la revocación de las normas preferenciales a partir de
1 8 4 6 completaron la decadencia económica. Aquellas que en
otro tiempo habían sido el orgullo del imperio británico eran
ahora sus colonias más escuálidas.
En el Mediterráneo, Gran Bretaña poseía territorios cuyo ori­
gen y valía se derivaban de la estrategia naval. Gibraltar, Malta
y las islas jónicas fueron conquistadas antes de 1 8 1 5 ; Chipre fue
ocupada en 1878 y Egipto cuatro años después, a fin de asegu­
rar la ruta hacia la India. Palestina, Irak y Jordania fueron con­
quistadas durante la primera guerra mundial y mantenidas bajo
mandato para hacer más seguras a Egipto y la ruta hacia la In-

219
dia. Todas conservaron una importancia estratégica al menos
hasta 1945. Irak, además, aseguraba una rica provisión de pe­
tróleo, cosa que no se sabía en el momento de su conquista.
Las posesiones del Africa occidental eran a su vez fruto de
los encontrados intereses británicos en el curso de varios siglos.
Gambia reflejaba los intereses comerciales del período anterior
a 1815, Costa de Oro, los de la trata de esclavos antes de 1807,
Sierra Leona era la expresión del humanitarismo de finales del
siglo XVIII, y Lagos era producto del desarrollo del comercio
del aceite de palma a mediados del siglo XIX. El interior de es­
tas colonias había sido conquistado durante la fase secundaria
de la actividad británica, tras la lenta expansión del período an­
terior a 1880 y el imprevisto reparto de los veinte años siguien­
tes. Durante casi todo el siglo XIX no se atribuyó ningún valor
a las posesiones costeras más antiguas, al igual que a las islas
del Caribe, pero a finales de siglo se hicieron más valiosas a me­
dida que crecía la demanda de sus productos. Exportaban acei­
te y semillas de palma, maderas tropicales, marfil, oro, cacahue­
tes, cacao, algodón y otros productos menores, e importaban
en medida siempre creciente las manufacturas inglesas. En
1911-14, el comercio ultramarino del Africa occidental británi­
ca ascendía a 26 418 000 libras esterlinas 12, y más tarde creció
notablemente, proporcionando a la Gran Bretaña importantes
intereses económicos en la zona.
En el Africa central, Gran Bretaña poseía dos protectorados:
Rhodesia (dividida en 1923 entre el protectorado de Rhodesia
del Norte y la colonia de Rhodesia del Sur) y Niasa. Durante
mucho tiempo ambas parecieron carecer de valor, y Niasa, efec­
tivamente, no lo tuvo nunca. Pero con el asentamiento de los
colonos blancos, Rhodesia del Sur se convirtió en una colonia
«mixta», con una floreciente agricultura, mientras que el cobre
convertía a la Rhodesia del Norte en una de las más ricas co­
lonias africanas. En Sudáfrica, aparte de las colonias dotadas de
un gobierno autónomo, Gran Bretaña tenía los protectorados
de Bechuanalandia, Basutolandia y Swazilandia. Fueron pro­
ducto de necesidades históricas momentáneas y no ofrecían ven­
tajas a gran escala'. Unicamente fueron conservados porque los
humanitaristas de Inglaterra se mostraban reacios a cederlos a
la Unión Sudafricana, cuya política para con los indígenas
aborrecían.

220
Las posesiones del Africa oriental, constituidas por Uganda,
Kenia, Somalia, Zanzíbar, en el Sudán egipcio, y Tanganica des­
pués de 1918, no eran tampoco rentables. Fueron producto del
reparto y de la primera guerra mundial, y Gran Bretaña se las
aseguró para salvaguardar el océano Indico y Egipto. A pesar
del aliciente representado por los productos locales de Uganda
(algodón y café) y el desarrollo de los cultivos en las altiplani­
cies de Kenia, poseían escaso valor económico, planteando en
cambio graves problemas políticos y económicos.
En torno al Africa oriental y al océano Indico existían dife­
rentes dominios tomados en un primer momento por razones
estratégicas: Adén y los protectorados del golfo Pérsico, la isla
Mauricio y las Seychelles. Al igual que las colonias del Medi­
terráneo, conservaron su importancia política durante el siglo
XX; los territorios del golfo Pérsico suministraban además pe­
tróleo. Ceilán fue ocupada porque el puerto de Trincomalee era
una base naval indispensable; luego, la base fue transferida a Co-
lombo. En menor medida, Ceilán planteaba los mismos proble­
mas administrativos que la India, pero resultaba mucho menos
rentable.
También las diversas posesiones británicas más al este tenían
un carácter muy diverso. Birmania, Malasia, Singapur, algunas
zonas de Borneo y Hong-Kong fueron adquiridas por motivos
diferentes, y muchas de ellas perdieron luego su importancia,
aunque ofrecieron nuevas ventajas una vez agotada su función
originaria. Birmania, conquistada para proteger la frontera in­
dia, ofrecía aceite, madera de teca, arroz y otros importantes
productos de exportación. Malasia, ocupada para proteger las
rutas comerciales hacia la China, adquirió valor por el estaño y
el caucho. Borneo, conquistado para eliminar la piratería, apor­
taba aceite y caucho. Hong-Kong y Singapur conservaron, en
cambio, su función originaria: continuaron siendo las bases
principales para las exportaciones británicas hacia Oriente.
Las posesiones del Pacífico constituían un excelente ejemplo
de colonias privadas de cualquier función económica o estraté­
gica. Inglaterra se las había anexionado por razones humanita-
ristas o en beneficio de Australia y Nueva Zelanda. Continuó
administrando las Fidji, Tonga y algunos grupos menores; a
Australia le fue confiado el control de Nueva Guinea y de las
islas alemanas más al este, mientras Nueva Zelanda recibía por

221
mandato la responsabilidad de las islas Cook y las Samoa oc­
cidentales. Basta enumerar los componentes del Imperio britá­
nico para indicar sus aspectos predominantes. No tenían un ca­
rácter unitario ni unas funciones indispensables. Algunos tenían
valor económico, en particular los que producían bienes vendi­
bles en el mercado internacional, tales como el caucho, e! esta­
ño, el cobre, e! petróleo, ayudándose de ese modo a la balanza
comercial británica. Pero muchos producían y consumían po­
co, y en cualquier caso la libertad de comercio no aseguró, an­
tes de 1932, especiales beneficios a Inglaterra con respecto a sus
rivales extranjeros. Las colonias privadas de valor económico
no eran necesariamente inútiles: algunas aseguraban ventajas es­
tratégicas en regiones de vital importancia, permitiendo a los in­
gleses explotar todo su poderío. Aun así, en conjunto, es pro­
bable que si los británicos hubieran tenido que enumerar las co­
lonias que merecía la pena conservar, habrían eliminado una
parte notable de las mismas.
La estructura política de las posesiones coloniales británicas,
a partir de 1815, puede ser reducida a tres características: uni­
formidad, subordinación y autonomía local. Las dos primeras
eran comunes a la mayor parte de los imperios contemporá­
neos, pero la autonomía de las colonias, aun sin ser caracterís­
tica sólo del imperio inglés, constituiría un patrimonio especí­
fico de su antigua tradición.
La evidente uniformidad de su gobierno colonial reflejaba la
aplicación generalizada de las instituciones y principios del
«Gobierno de las Colonias de la Corona». Pero ocultaba una
tremenda variedad de estatutos jurídicos entre las diferentes po­
sesiones. Para 1920 la dominación inglesa se basaba en cuatro
principios bien distintos. Había colonias «de poblamiento»
(desde el punto de vista legal, aunque no todas hubieran sido
pobladas por emigrantes) que tenían, conforme al derecho co­
mún, leyes inglesas e instituciones representativas. Otras habían
sido conquistadas u obtenidas por tratado de otros países de Eu­
ropa: pudieron conservar las instituciones anteriores, especifi­
cadas en las condiciones de la capitulación o cesión, pero no tu­
vieron derecho a las leyes o a las instituciones británicas. Los
protectorados y ios estados protegidos no eran verdaderas co­
lonias, sino estados extranjeros colocados bajo la protección de
Inglaterra, que conservaban su nacionalidad y sus formas de

222
Gobierno. Finalmente estaban los mandatos de la Sociedad de
Naciones. Los mandatos de «A» y «B» siguieron siendo esta­
dos extranjeros, mientras que los de la categoría «C » fueron in­
corporados, y sus habitantes pasaron a ser súbditos británicos.
La variedad en las formas de gobierno era la previsible con­
secuencia de la diferencia de estatuto jurídico y de origen de la
colonia. Se acentuó a finales del siglo XIX, cuando reaparecie­
ron las compañías privilegiadas como órganos administrativos
de las zonas de influencia y de los protectorados británicos. A
finales del siglo XIX había cuatro compañías: la Compañía Real
del Níger, la Compañía Imperial Británica del Africa Oriental,
la Compañía Británica de Sudáfrica, y la Compañía Británica
del Borneo septentrional. Como las compañías «con carta» de
comienzos del siglo XVII, todas ellas tenían plenos poderes para
gobernar la región asignada por la concesión. Dos de aquellas
exóticas alternativas a la administración metropolitana normal
no duraron mucho. La Compañía Imperial Británica del Africa
Oriental renunció a sus privilegios en 1893; la Compañía Real
del Níger en 1900. Pero la Compañía Británica de Sudáfrica
continuó gobernando Rhodesia hasta 1923, y la Compañía Bri­
tánica del Borneo septentrional resistió hasta la invasión japo­
nesa en 1942. Por ello tan sólo Rhodesia y Borneo septentrio­
nal fueron administradas, durante cierto tiempo, por una com­
pañía. Nigeria septentrional y Africa oriental pasaron a la ad­
ministración real apenas completada, si se puede decir, su
ocupación.
De esa variedad los ingleses extrajeron poco a poco un sis­
tema de administración colonial ampliamente uniforme. Las po­
siciones jurídicas particulares fueron armonizadas en el marco
de las leyes británicas. Las colonias de poblamiento que no te­
nían un «gobierno responsable» fueron casi todas privadas del
derecho a las instituciones representativas con las Settlements
Acts, y algunas, en las Indias orientales, renunciaron a ellas es­
pontáneamente. Solamente las Bermudas, las Bahamas y la isla
de Barbados conservaron asambleas de representantes sin plena
responsabilidad ministerial; las otras tuvieron instituciones tí­
picas de las colonias de la Corona y fueron asimiladas a las co­
lonias conquistadas. También éstas perdieron poco a poco sus
instituciones peculiares, heredadas de los fundadores europeos,
partiendo del supuesto de que el tiempo cancelaba las promesas

223
formuladas en el momento de la conquista o de la cesión. Con
todo, la Guayana británica conservó su posición hasta 1928,
mientras que en otras colonias sobrevivieron varias leyes ex­
tranjeras e instituciones menores.
También los protectorados y los estados protegidos fueron
gradualmente asimilados a las «Colonias de la Corona». Algu­
nos, como Ashanti, Kenia y Rhodesia del Sur, fueron transfor­
mados en auténticas colonia? mediante una ley votada por el
Parlamento. Los demás siguieron siendo técnicamente protec­
torados, y por consiguiente estados extranjeros; pero las Fo-
reign Jurisdiction Acts permitieron al gobierno administrarlos
como colonias. Nada se oponía legalmente a una anexión, pero
el hecho de que los habitantes no se convirtiesen en súbditos
ingleses, quedando, pues, excluidos de las instituciones y leyes
de la madre patria, favorecía su administración; se podía, por
ejemplo, mantener en vigor las leyes locales y atribuir a los fun­
cionarios británicos poderes policiales, e incluso simijudiciales,
prácticamente ilimitados. Aparte de esto, sin embargo, los pro­
tectorados fueron casi todos gobernados como verdaderas «Co­
lonias de la Corona».
Las excepciones fueron los estados protegidos, como Egipto,
Zanzíbar, Brunei, los estados malayos y Tonga. Estos conser­
varon los soberanos y las formas políticas nativas, pero los re­
sidentes británicos recibieron notables poderes políticos, y en
algunos estados fue la burocracia inglesa la que se encargó de
la administración. Formalmente, no estuvieron nunca bajo la so­
beranía británica, pero en otros aspectos estuvieron muy cerca
de los principados indios.
Una distinción análoga sobrevivió entre los diversos tipos de
mandatos ingleses. Los mandatos «A» (Palestina, Irak y Jorda­
nia) fueron tratados como estados protegidos, y los «B» (Tan-
ganica, Togo y Camerún) como protectorados: el primero fue
tratado como «Colonia de la Corona», y los otros anexionados
a Costa de Oro y Nigeria.
La uniformidad en el interior de las dependencias coloniales
pasó a ser casi —pero no enteramente—, completa: en defini­
tiva, la diferencia más importante era la que existía entre los es­
tados protegidos y los mandatos «A», y el resto. Los primeros
conservaban una cierta identidad nacional, y, al menos formal­
mente, un gobierno autónomo; el resto quedó asimilado al ge-

224
nérico Crown Colony Government (Gobierno de las Colonias
de la Corona).
La subordinación a la autoridad británica era universal. Las
colonias de poblamiento tenían derechos constitucionales por­
que eran auténticos dominios; las «Colonias de la Corona» no
los tenían, porque o bien eran territorios conquistados, o bien
los habían perdido con las Settlements Acts o las Foreign Juris-
diction Acts. Constituciones y leyes podían ser modificadas me­
diante una simple decisión del gabinete, y los asuntos internos
estaban sometidos a la autoridad del Parlamento inglés. Las co­
lonias de las potencias continentales siempre habían conocido
este tipo de subordinación, que, en cambio, resultaba una no­
vedad para la tradición imperial británica.
Con todo, las «Colonias de la Corona» británicas gozaron
de una autonomía notablemente mayor que la de casi todas las
colonias extranjeras contemporáneas, en parte debido a la per­
sistencia de la antigua tradición, según la cual las colonias de­
bían autogobernarse y en parte debido a que la Oficina Colo­
nial no podía administrar sino en líneas generales un imperio
tan amplio. Por tanto, las «Colonias de la Corona» podían apro­
bar leyes, en los consejos legislativos, u «ordenanzas», en los
consejos ejecutivos, aunque no dispusieran de un verdadero ór­
gano legislativo. Tenían la iniciativa en todas las cuestiones in­
ternas y presupuestos propios. Conservaban los excedentes de
los ingresos, pedían préstamos destinados a las obras públicas
e incrementaban los servicios sociales. Para todas esas cuestio­
nes era necesaria la autorización de la Oficina Colonial, que en
cambio era superflua en las colonias dotadas de «gobierno res­
ponsable». Por lo normal, la autorización era concedida siem­
pre que no se vieran lesionados ios intereses o los principios bri­
tánicos, pero el precio de la autonomía era la solvencia econó­
mica. Una colonia rica podía hacer muchas cosas, pero una co­
lonia pobre, sobre todo si dependía de las subvenciones impe­
riales, debía someterse a un riguroso control.
Esta autonomía era administrativa más que constitucional, y
no implicaba necesariamente el control del gobierno por parte
de los súbditos coloniales. Los consejos legislativos solían in­
cluir a algunos miembros nombrados o elegidos, que no tenían
un carácter oficial; ahora bien, hasta que Jamaica no tuvo una
asamblea compuesta exclusivamente por miembros electos en

225
1944, únicamente Ceilán (de 1923 a 1931) y la Guayana britá­
nica contaron con una mayoría de miembros electos en sus con­
sejos. La iniciativa «local» correspondía, pues, a los funciona­
rios británicos y a los notables indígenas, nombrados desde arri­
ba, que controlaban los consejos legislativos; éstos, por lo co­
mún, se limitaban a hacer la voluntad del gobernador. Este, a
su vez, no podía evitar las presiones de los intereses locales y
de la prensa colonial, y algunos adoptaban, casi siempre a la ma­
nera del camaleón, los puntos de vista de los gobernantes. Pe­
ro, en última instancia, la autonomía colonial no significó otra
cosa que una delegación de poderes en los representantes de la
autoridad imperial, en lugar de un control directo del Par­
lamento.
El «Gobierno de las Colonias de la Corona» constituyó un
buen procedimiento, pero no representó una solución al pro­
blema específico de los imperios tropicales modernos: cómo go­
bernar a unas numerosas poblaciones no europeas.
En las posesiones británicas más antiguas (islas del Caribe,
colonias conquistadas antes de 1815), así como en las pequeñas
colonias del Africa occidental, como Sierra Leona, Costa de
Oro y Lagos, antes de que adquiriesen vastos territorios en el
interior, el problema no revistió importancia. Las más antiguas
de las colonias azucareras disponían de una vasta población
blanca, y la mayoría de los hombres de color, los antiguos es­
clavos, habían asimilado ya las costumbres europeas. Los habi­
tantes de las colonias pequeñas, adquiridas en las primeras dé­
cadas del siglo X I X en Africa occidental y en otras regiones, eran
súbditos británicos y se servían del derecho británico o euro­
peo. Los asuntos locales eran administrados por municipios o
jueces de paz; en la propiedad de la tierra se aplicaban los prin­
cipios legales europeos. En resumen, tales colonias marítimas
se adaptaban a los sistemas europeos y no exigían una forma es­
pecial de administración colonial.
No podía afirmarse otro tanto de la mayoría de las posesio­
nes tropicales británicas a finales del siglo X I X . Tenían poquí­
simos habitantes europeos y en cualquier caso eran demasiado
grandes y populosas para ser asimiladas con facilidad a las cos­
tumbres europeas. La sociedad nativa se basaba en las tribus,
las aldeas o los pequeños reinos, y el individuo, tan importante
en la legislación europea, no tenía un estatuto jurídico defini-

226
do. Por consiguiente no se podían aplicar los viejos módulos
de gobierno: Nigeria septentrional no podía ser tratada como
Lagos. De todos modos, era preciso imponer alguna forma de
gobierno, si no se quería arriesgar la seguridad del control bri­
tánico; además, la necesidad de la recaudación fiscal comporta­
ba la existencia de una administración. Se trataba, pues, de de­
cidir qué método de gobierno se adaptaría mejor a esta parti­
cular situación.
Hacia 1900 el problema de la formulación de una «política
indígena» para las dependencias tropicales británicas se limita­
ba a Africa, porque los métodos de administración o control de
las sociedades no europeas en Asia y el Pacífico estaban ya bien
definidos. En un primer momento pareció probable que se apli­
cara por doquier una forma de «gobierno directo» conforme al
esquema de la India británica, dado que pocos gobiernos indí­
genas eran lo bastante firmes o eficientes como para ser trata­
dos de igual modo que los estados protegidos, y el control ase­
gurado por los métodos de un «gobierno indirecto», menos rí­
gido, no era suficiente. El «gobierno directo» fue aplicado al
Africa occidental británica (Kenia y Uganda) y a otras colonias,
como Sierra Leona, donde había sido constituida una red de co­
misarios británicos y funcionarios africanos. Los ingleses actua­
ban muchas veces a través de los sistemas nativos, pero consi­
deraban a los soberanos hereditarios, o a los «jefes garantes»
nombrados en su lugar, como asalariados de una administra­
ción colonial. En definitiva, estas regiones fueron gobernadas
más o menos como la India británica, aun siendo mucho me­
nos compleja su administración.
El mismo proceso estaba en curso en otras partes del Africa
británica, y probablemente se habría hecho universal de no ha­
ber sido por F. D. Lugard, alto comisario del nuevo protecto­
rado de Nigeria septentrional de 1900 a 1906 y gobernador de
Nigeria —que para entonces comprendía la colonia de Lagos y
los protectorados de la Nigeria meridional y septentrional—
desde 1912 hasta 1919. Lugard puso a punto su sistema de ad­
ministración indígena durante su mandato en Nigeria septen­
trional, donde el poder de los emires musulmanes era tal que
hacía inevitable una forma de «gobierno indirecto». Lugard lo
aceptaba, pero.buscaba algo más. Como hiciera Gordon en las
islas Fidji (cuyas ideas habían sido introducidas en la Nigeria

227
meridional, en 1899, por un antiguo subordinado suyo, sir W.
McGregor), Lugard quería conservar la estructura social y po­
lítica de la sociedad africana y evitarle las peores consecuencias
de la influencia europea. Al mismo tiempo los ingleses se ha­
bían propuesto hacer «progresar» a Africa, eliminando los sis­
temas que consideraban moralmente discutibles e introducien­
do las mejores cosas de Europa, tales como la educación y la
honradez administrativa. El «gobierno directo» habría sido de­
masiado perjudicial, en el caso de que hubiera sido posible, por­
que habría destruido el autogobierno y la organización social;
el «gobierno indirecto» convencional era demasiado débil, por­
que no otorgaba suficiente autoridad a los europeos, ni permi­
tía ejercer una beneficiosa influencia sobre los indígenas. Lu­
gard pensó resolver el problema uniendo al riguroso control
asegurado por el dominio «directo» la tolerancia hacia los de­
rechos de los nativos, característica del «indirecto». Elaboró su
sistema en la Nigeria septentrional, trató de extenderlo al resto
de Nigeria después de 1912, y lo propagó en The dual manda-
te, en 1922, tras jubilarse. Su principio básico era que las colo­
nias africanas debían ser mantenidas bajo el control de gobier­
nos británicos fuertes, pero que la administración debía ser de­
jada de hecho en manos de las «autoridades indígenas» y pre­
feriblemente de los jefes hereditarios’, libres de restricciones, pe­
ro siempre subordinados. Libres de restricciones quería decir
que habían de ser en buena medida autónomos, con su tesoro
público, tribunales, leyes, etc. Subordinados significaba que no
eran autónomos en las relaciones con el exterior, que debían
obedecer las leyes emanadas del gobierno colonial y las órde­
nes de los funcionarios británicos, y contribuir con parte de los
ingresos al tesoro de la colonia. El sistema, por tanto, trataba
de equilibrar la autonomía de los indígenas con la autoridad im­
perial, permitiendo a los no europeos tomar parte activa en el
gobierno del país, sin poner en peligro el control británico.
Los principios de Lugard y las reglas preciosas que éste ela­
boró para su aplicación tuvieron una amplia difusión y fueron
llevados por sus discípulos a otras regiones africanas. Otros,
con objeto de adaptar la teoría a un medio distinto, introduje­
ron algunas modificaciones desaprobadas por Lugard. En Tan-
ganica, por ejemplo, sir Donal Cameron aplicó el mismo siste­
ma con muchas variantes. Así pues, la enorme difusión del «go-

228
bierno indirecto», tal como fue definido por Lugard, tuvo más
que ver con su concepción de la «política indígena» y de las re­
giones no europeas en general que con unas reglas en particu­
lar. Agradó a los humanitaristas, alarmados por los gritos de
horror ante la «pacificación» que se estaba llevando a cabo en
las colonias británicas y extranjeras, porque ponía de relieve el
derecho de los pueblos indígenas a ser respetados. Era compa­
tible con la nueva antropología, que contradecía el antiguo su­
puesto de que todos los no europeos eran bárbaros incapaces
de autogobernarse, aptos sólo para aprovecharse de una com­
pleta asimilación a los sistemas de vida y gobierno de Europa.
Resolvía también el problema de cómo podían los europeos ac­
tuar en calidad de «administradores fiduciarios» de otros pue­
blos, porque les permitía conservar su identidad bajo la protec­
ción de una autoridad extranjera. Y, finalmente, satisfacía a
cuantos exigían que se realizaran economías en la administra­
ción colonial, porque las «autoridades indígenas» debían ser
económicamente autosuficientes. El éxito de la teoría de Lu­
gard se debió, por tanto, en buena parte, a la coincidencia de
diversas circunstancias: aportaba la solución a unos problemas
acuciantes.
El resultado fue que entre 1920 y 1945 el proceso de inten­
sificación del control británico sobre las posesiones africanas
asumió la forma de un «gobierno indirecto» ejercido a través
de los órganos indígenas tradicionales, más que mediante fun­
cionarios de profesión. Pocos eran los países que se prestaban
a tal experimento tanto como la Nigeria septentrional; en mu­
chos, para aplicar la fórmula, hubo que crear instituciones tri­
bales y jefes que suplieran a las «autoridades indígenas». En
Africa oriental la nueva teoría se plasmó en la adición de «con­
sejos de nativos» a la burocracia del «dominio directo» y la
adopción de la teoría de las «dos pirámides» del avance euro­
peo y africano. A la teoría se recurrió incluso en el Africa aus­
tral .y central para justificar la autonomía concedida a los afri­
canos en sus reservas. Entre 1920 y 1939 el «gobierno indirec­
to» fue el factor más eficaz de la política británica en el Africa
tropical.
A finales de la década 1940-1949 fue posible evaluar los re­
sultados a largo plazo de los dos elementos fundamentales del
dominio británico en las colonias tropicales: «Gobierno de las

229
Colonias de la Corona» y política indígena. En su favor hay
que decir que el dominio inglés, tras la primera fase destructi­
va, fue honrado, humano y tolerante. En muchas regiones, y ba­
jo formas profundamente diversas, conservó lo mejor de las ins­
tituciones, de las leyes y de las costumbres indígenas. Eliminó
la esclavitud y muchas costumbres ofensivas para la sensibili­
dad occidental. Introdujo los medios de comunicación, la me­
dicina, la educación, los métodos avanzados de cultivo occiden­
tales, y creó la infraestructura de un Estado moderno. No se
puede ciertamente afirmar que el gobierno británico significara
tiranía o explotación.
Su mayor defecto, que se puso de relieve tras la descoloniza­
ción, es que fue demasiado negativo. Se basó en dos supuestos,
que luego se revelaron erróneos. En primer lugar, pretendía la
autosuficiencia económica de las colonias, y por ello Gran Bre­
taña, antes de 1940, hizo bien poco por «desarrollarlas». Las co­
lonias pobres lo siguieron siendo, y sólo aquellas naturalmente
ricas estuvieron en condiciones de permitirse las ventajas de la
civilización moderna. En segundo lugar, los ingleses se basaron
en el supuesto de que su imperio estaba destinado a mantenerse
eternamente, y que la colonización de los trópicos era una ope­
ración destinada a durar indefinidamente. Las potencias no se
preocuparon de preparar a las colonias para la independencia.
Ahí fue donde se reveló sobre todo el significado del «Gobier­
no de las Colonias de la Corona» y del «gobierno indirecto».
El primero era ejercido por ciudadanos expatriados y no ofre­
cía perspectivas a los aspirantes, políticos de las colonias que de­
seaban aprender el arte de gobernar. El segundo, conservando
los aspectos tradicionales del Estado y la sociedad indígenas, su­
puso una barrera para el desarrollo de unas naciones modernas,
unitarias, progresistas, que ofrecieran oportunidades de hacer
carrera a los hombres capaces. Ambos sistemas eran perfecta­
mente adecuados para la administración de las posesiones, pero
no fueron, pese a cuanto se dijo en el período de la descoloni­
zación, la cuna de la independencia.
El resultado fue que durante los veinte años posteriores a
1945, cuando el deseo de independencia se hizo irresistible, la
política inglesa tuvo que ser transformada de modo radical. Las
instituciones de las «Colonias de la Corona» adquirieron un ca­
rácter protoparlamentario, aumentando el número de elemen-

230
tos representativos en los consejos legislativos, y los no euro­
peos fueron admitidos en los consejos ejecutivos, mientras que
los soberanos de los estados protegidos eran persuadidos para
que se federaran y adoptaran las instituciones democráticas. Se
comenzó a preparar a los no europeos para asumir puestos cla­
ve, administrativos o no. Hubo que descartar tanto el «gobier­
no directo» como el «indirecto». Las autoridades locales elec­
tivas sustituyeron a los jefes tradicionales y a los funcionarios
no europeos; costumbres y leyes regionales se fusionaron en sis­
temas jurídicos y magistraturas nacionales. La democracia sus­
tituyó a la autocracia tradicional. En veinte años fue necesario
demoler el complejo sistema laboriosamente contruido durante
los largos períodos del dominio colonial.
En 1964 el proceso estaba casi completado: en su mayoría,
las posesiones inglesas se habían convertido en estados sobera­
nos. Si durante esa última fase los británicos se mostraron a me­
nudo reacios a transferir los poderes supremos con la urgencia
deseada por los africanos y asiáticos, fue más por conservadu­
rismo y por una valoración realista de los problemas a que esas
naciones artificiales tendrían que enfrentarse, que por oposición
al proceso de descolonización.
Se ha afirmado que en casi todas sus colonias los ingleses sal­
vaguardaron de manera óptima sus intereses, excluyendo a las
otras potencias y manteniendo la estabilidad política, presu­
puesto indispensable para la actividad económica. El imperio
colonial en sí no fue una empresa lucrativa, aunque el apetito
entra comiendo. Cuando las colonias estaban en condiciones de
vivir como estados libres y de administrarse, Gran Bretaña te­
nía poco o nada que perder con su independencia. Los intere­
ses estratégicos no eran ya los de la época del reparto: en ge­
neral, las bases militares y navales no tenían ya importancia vi­
tal, aunque se mantuvieran algunas, con el consentimiento de
los nuevos estados, tras la descolonización. Los intereses eco­
nómicos se habrían visto perjudicados si hubiera disminuido la
seguridad política, pero los nuevos estados no estaban en con­
diciones de negarse a vender sus productos al mundo occiden­
tal y no era probable que la descolonización privase a Europa
de los productos alimenticios o minerales del trópico. Por ello
las dependencias imperiales de Gran Bretaña, a diferencia de las
colonias de poblamiento, fueron expresión de circunstancias

231
transitorias, producto de unas necesidades británicas concretas
en unas situaciones mundiales concretas. El imperio tropical fue
sólo un acto de ocupación y pudo ser abandonado sin pérdidas
significativas. Pero la colonización fue un hecho imborrable,
aun cuando las colonias se convirtieran en países soberanos.
En la era poscolonial, ésa fue la principal característica que
siguió diferenciando a la colonización británica en América y
Australasia de la ocupación británica de territorios en Africa,
Asia y el Pacífico.

232
10. El imperio colonial francés después
de 1815

El moderno imperio francés, con una superficie de cerca de 12


millones de kms2 y una población (incluida la madre patria) de
alrededor de 108 153 000 habitantes en 1933 ', era menos ex­
tenso que el británico y no tenía posesiones comparables por
su importancia a la India o con características similares a los do­
minios ingleses dotados de gobierno autónomo. Y sin embargo
ambos imperios se asemejaban en múltiples aspectos y tenían
una fisonomía absolutamente propia frente al resto de los im­
perios contemporáneos. Los dos constituían sistemas comple­
jos que se extendían por muchos continentes, y en bastantes
puntos se equilibraban; los dos presentaban rasgos típicos de ca­
da una de las fases de la colonización europea desde el inicio
del siglo XVI en adelante.
Las colonias francesas de América eran el testimonio más evi­
dente de que Francia era una antigua potencia colonial: conser­
vaba las colonias azucareras de Guadalupe, Martinica y la Gua-
yana en el Caribe, y las bases pesqueras de Saint-Pierre y Mi-
quelon, frente a las costas de Terranova. Los territorios africa­
nos, por otro lado, daban fe del puesto preeminente que ocupó
Francia en la expansión y los repartos del siglo XIX. En el norte
de Africa tenía Argelia, su única colonia «mixta», y los protec­
torados de Marruecos y Tunicia. En el Africa tropical tenía un
enorme bloque de colonias, más vasto que el de las otras po­
tencias, que se extendía desde la Argelia meridional hasta el
Congo, y por el este hasta los confines del Sudán egipcio. Esta
inmensa región estaba dividida administrativamente en dos fe­
deraciones, a su vez subdivididas en colonias, con estructura y
nombres-que cambiaron de una época a otra. En 1939, la Fe­
deración del Africa Occidental Francesa comprendía las colo­
nias de Mauritania, Senegal, Guinea, Costa de Marfil, Daho-
mey, Sudán francés, Guinea francesa, Alto Volta y Níger.
El Africa ecuatorial francesa comprendía el Chad, Gabón,
Congo Medio y Ubangui-Chari. Siempre en el Africa occiden­
tal, estaban los antiguos mandatos alemanes de Togo y Came­

233
rún. También en Africa, los franceses poseían Somalia, Mada-
gascar, la isla de Reunión y las Comores. Así pues, las seme­
janzas entre el Africa francesa y la británica eran evidentes. Am­
bas comprendían algunos territorios islámicos en el norte, un
bloque tropical, colonias «mixtas» de poblamiento e islas en el
océano Indico. Estas posesiones habían sido adquiridas en el
mismo período y más o menos por las mismas razones, y plan­
teaban similares problemas de política y gobierno.
Este dualismo se repetía en otras partes del mundo. En el
Oriente Medio Francia tenía mandatos sobre Siria y Líbano. En
la India tenía cinco pequeñas bases, vestigios de sus ambiciones
en el siglo XVIII. En el Asia sudoriental tenía la Unión Indo­
china, federación que incluía la colonia de Cochinchina y los
protectorados de Annam (Vietnam), Tonkín, Camboya y Laos.
En el océano Pacífico poseía Nueva Caledonia, un grupo de is­
las en torno a Tahití (Oceanía) y un condominio con Gran Bre­
taña sobre las Nuevas Hébridas.
El carácter del imperio francés reflejaba los módulos según
los cuales se había desarrollado en el curso del siglo XIX. Al
igual que el británico, en general no había seguido en su for­
mación las pautas de un pian bien definido, ni tenía unidad de
carácter o de funciones. Muchas colonias francesas eran pro­
ducto de la expansión, no planificada, de núcleos preexistentes:
Senegal y buena parte del Africa occidental habían nacido de in­
tereses comerciales locales y de problemas de jurisdicción. Tu­
nicia fue producto de la iniciativa de financieros franceses y de
la rivalidad con Italia. Indochina fue ocupada como consecuen­
cia de las dificultades con que tropezaran las misiones francesas
y de la inestabilidad de la cabeza de puente en Cochinchina.
Oceanía fue adquirida por la iniciativa de los misioneros y la
intervención de oficiales de la marina de guerra. En este senti­
do, el Imperio francés fue más o menos producto de unas cir­
cunstancias y unos problemas periféricos, como el Imperio
británico.
Pero había una diferencia. En 1815 Francia tenía pocas colo­
nias que pudieran tender a expandirse en los territorios veci­
nos, y su comercio ultramarino tenía proporciones demasiado
reducidas como para constituir un fuerte incentivo a las con­
quistas territoriales. Probablemente Francia habría podido evi­
tar un segundo imperio colonial, pero Gran Bretaña no. Fran-

234
cía no trató insistentemente de asegurarse la gloria a través de
la colonización, y el imperialismo metropolitano fue esporádi­
co. Con todo, en diversas ocasiones ciertas presiones en el in­
terior de Francia llevaron a adquisiciones territoriales que ha­
brían podido ser evitadas o que fueron mayores de lo que exi­
gía la crisis en la periferia. En un primer momento Argelia fue
fruto de la política seguida por la monarquía de la Restaura­
ción, deseosa de lograr algún éxito espectacular, y a la comple­
ta ocupación se llegó por las ambiciones de los militares de
carrera. Indochina se desarrolló tras de una crisis secundaria, a
comienzos de la década de 1860-70, alimentada por los entu­
siasmos colonialistas de la metrópoli. La adquisición de nume­
rosos territorios africanos, a partir de 1884, fue reflejo de la hos­
tilidad de Francia hacia Gran Bretaña y del interés cada vez ma­
yor por las posesiones tropicales; la de Marruecos fue sobre to­
do un medio de salvar el honor tras el incidente de Fachoda.
Mucho más que el británico, por consiguiente, el moderno
Imperio francés fue producto de un premeditado deseo de con­
quista. Los franceses lo sabían Bien y se tomaron la cuestión
muy en serio. También por esto se especializaron en la teoriza­
ción de la política colonial. Pero había también otras razones.
Francia era una potencia continental para la que las colonias só­
lo tenían una importancia marginal. Los más acérrimos colo­
nialistas debían justificar el imperio en términos de política con­
tinental: a partir de 1871, en especial, a fin de demostrar que
podía servir para la reconquista de Alsacia-Lorena. Antes de
1870 el imperio era pequeño. La pretensión de Guizot de que
Francia necesitaba points d ’appui justificaba las bases comercia­
les menores, en tanto que la argumentación de Bugeaud de que
Francia necesitaba colonias de poblamiento justificaba la pose­
sión de Argelia. Pero la colonización tropical a gran escala, con
los gastos correspondientes, precisaba de otros pretextos; y una
vez conquistadas tales colonias, los teóricos estuvieron dispues­
tos a justificarlas. Adoptando la distinción de Leroy-Beauiieu
(«las colonias o factorías comerciales, las colonias agrícolas or­
dinarias o de poblamiento, y las llamadas colonias de planta­
ción o de explotación») 2, mantuvieron que la mayoría de las
posesiones, con excepción de Argelia (colonia«mixta») entraban
dentro de la última categoría. Era, pues, necesario definir la
«utilidad» particular que Francia podía obtener de ellas, y en-

235
tonces se pretendió que aseguraban dos ventajas. Las colonias
tropicales ofrecían mercados a la exportación, daban empleo al
excedente de capital y proporcionaban materias primas: harían
a Francia rica y poderosa en Europa. Además, podían aportar
soldados al ejército, remediando la inferioridad con respecto a
Alemania y Rusia. Naturalmente jamás se demostró que asegu­
rasen realmente estos beneficios, pero, convencidos de ello, los
colonialistas más fanáticos tenían las manos libres para actuar.
La teoría imperialista tenía, sin embargo, raíces igualmente
en la tradición política y filosófica. La Francia posrevoluciona­
ria heredó el igualitarismo y la preocupación por los principios
de la libertad política de la Ilustración y la Revolución, la cen­
tralización administrativa y la autocracia del Antiguo Régimen
y del Primer Imperio, y la precisión en materia constitucional
y legal del Derecho romano y del Código de Napoleón. Y el
moderno imperio reflejaba todas esas influencias. En teoría era
liberal, pero en la práctica era centralizador y autoritario; su ad­
ministración estuvo marcada por una bien definida óptica jurí­
dica y una especie de pasión por la simetría. Muchos historia­
dores franceses han subrayado excesivamente los aspectos pu­
ramente teóricos del imperio, pero es justamente esta tentativa
de imponer una uniformidad y una racionalidad a un imperio
casi tan diverso como el inglés lo que otorga un interés especial
a la historia colonial francesa.
La actitud de Francia hacia el imperio se basaba en las fun­
ciones económicas de éste. Los franceses jamás olvidaron el ri­
guroso supuesto del Antiguo Régimen según el cual las colo­
nias debían ser económicamente útiles a la metrópoli, y perma­
necieron fieles al viejo principio de la exlusividad. No les ha­
bría convenido adoptar la libertad de comercio porque Gran
Bretaña tenía la ventaja de su industria y su flota mercante; has­
ta 1861, por tanto, el «mercantilismo» sobrevivió prácticamen­
te inalterado. Las colonias solamente podían vender a Francia
e importar de Francia o a través de Francia, y debían servirse
de su marina mercante. Más tarde Francia adoptó provisional­
mente la libertad de comercio, no porque le agradase, sino en
parte porque el Segundo Imperio tenía necesidad de mejorar las
relaciones con Gran Bretaña y en parte porque las colonias fran­
cesas en el Africa occidental y en el caribe dependían económi­
camente de las importaciones de productos ingleses. Por el tra-

236
tado anglofrancés de 1860 Francia se comprometió a abrir ios
mercados coloniales, así como a reducir las tarifas arancelarias.
Las islas del Caribe tuvieron libertad comercial en 1861, Gua-
yana y Senegal en 1864, Argelia en 1867, y en 1868 un edicto
general abolió las leyes, de diversos orígenes, que habían cons­
tituido el antiguo pacte colonial. Pero a partir de 1880 la situa­
ción cambió de nuevo. Francia estaba en malas relaciones con
Inglaterra, mientras que Alemania y los demás estados euro­
peos estaban adoptando un proteccionismo rígido. Además, las
nuevas colonias pesaban en el presupuesto y era preciso justi­
ficarlas a los ojos de la opinión pública. Los colonialistas se vol­
vieron, pues, automáticamente, hacia el exclusivismo. De este
modo se expresaba en 1891 Eugéne Etienne, decano del partido
colonialista: «Puesto que Francia debe cumplir las obligaciones
que el dominio colonial comporta, estamos convencidos de que
es justo hacer de él un mercado reservado a los productos
franceses» 3.
La libertad comercial no tardó en ser repudiada. Nunca com­
pletamente, puesto que las colonias continuaron abiertas al co­
mercio y la navegación extranjeros, pero Francia se las arregló
para establecer un anillo aduanero alrededor de su imperio. Es­
te nuevo sistema dividía a las colonias en dos categorías. Per­
tenecían a la primera aquellas que habían sido teóricamente asi­
miladas al sistema arancelario metropolitano y formaban par­
te integrante de éste. En 1884 y 1887, respectivamente, Argelia
e Indochina aplicaron las tarifas metropolitanas. En 1892 el mi­
nistro Méline impuso la primera tarifa proteccionista general en
Francia, extendiéndola luego a todas las colonias, salvo las del
Africa occidental, el Congo y el Pacífico, excluidas porque las
colonias africanas entraban en los acuerdos impuestos por los
tratados internacionales, mientras que las del Pacífico depen­
dían del comercio con las vecinas posesiones inglesas. Cada una
tuvo, pues, un régimen fiscal propio, pero en todas el comercio
francés gozó de un trato preferencial. Este doble sistema duró
prácticamente hasta 1945, pero no resultó satisfactorio para nin­
guna de las partes. Las colonias integradas con la metrópoli se
veían perjudicadas por la unilateralidad del sistema. Francia im­
ponía tasas a diversos productos tropicales, aunque teóricamen­
te su mercado fuera completamente libre para las colonias asi­
miladas a sus tarifas. En determinado instante pareció incluso

237
probable el recurso a medidas proteccionistas para la defensa de
la industria de la metrópoli, expuesta a la competencia de las co­
lonias. Con todo, Francia no conseguió asegurarsel el monopo­
lio del comercio colonial. En valor, las importaciones del exte­
rior a las colonias no bajaron nunca del 50 por 100 de las im­
portaciones provenientes de Francia, y llegarían incluso a los
dos tercios en 1926. Las exportaciones coloniales hacia el exte­
rior aumentaron casi un 50 por 100 respecto de las exportacio­
nes a la madre patria durante la última década del siglo, hasta
alcanzar, también en este caso, los dos tercios en la década
1920-30. La proporción del comercio global de ultramar con las
colonias fue siempre exigua: alrededor del 10 por 100 en 1897
y el 12,7 por 100 en 1927 4. En pocas palabras, las colonias ja­
más constituyeron para Francia una reserva exclusiva y no tu­
vieron jamás una importancia primordial para ella. La realidad
económica se impuso a la teoría del imperio entendido como
factor de utilidad económica.
En lo referente al gobierno y al derecho colonial, la historia
del Imperio francés es interesante por el contraste entre la ra­
cionalidad y universalidad de la teoría y la variedad de la
práctica.
Los franceses pensaban que las relaciones constitucionales en­
tre metrópoli y colonias debían basarse en un supuesto deriva­
do de los principios republicanos de 1789. La república era una
e indivisible: las colonias eran parte integrante de ella y debían,
idealmente, asimilarse a ella en todo y para todo. La assimila-
tion fue por consiguiente la idea imperial de todos los gobier­
nos republicanos, si se excluyen los de los períodos 1815-48 y
1852-71. Se definió como «el sistema que tiende a anular toda
diferencia entre colonias y madre patria, en cuanto las conside­
ra exclusivamente una prolongación de esta última en ultra­
mar» 5. Ello comportaba no solamente un sistema arancelario
único, sino también la aplicación de la organización guberna­
mental y legislativa de la metrópoli, la presencia de represen­
tantes de las colonias en la asamblea francesa y una completa
asimilación cultural. Francia no admitió nunca otra posibilidad,
ni siquiera teóricamente. El assujetissement —la completa su­
bordinación, característica del Antiguo Régimen— era incom­
patible con los derechos del hombre, y la autonomía, conforme
al modelo británico, estaba en contradicción con la unidad de

238
la república. Los problemas prácticos obligaron a los franceses
a reconocer la necesidad de adoptar el principio de la associa-
tion, según el cual las colonias deberían mantener su identidad
y ser gobernadas pragmáticamente. Con todo, esa asociación si­
guió siendo un simple sustituto, dictado por exigencias prácti­
cas, de la asimilación. La misión imperial tenía que consistir en
modelar las colonias hasta convertirlas en otras tantas réplicas
de la misma Francia, para luego incorporarlas a la metrópoli.
Traducidos a la práctica administrativa, tales principios die­
ron al Imperio francés dos características principales: una in­
tensa concentración del poder en París y una falta de autono­
mía en las colonias.
La autoridad central suprema era la Asamblea francesa, que
tenía poder legislativo para cada región del imperio. En la prác­
tica, este hecho equiparaba a la Asamblea francesa con el Par­
lamento británico; en teoría, su autoridad tenía raíces distintas,
porque las colonias estaban representadas y tenían derecho a
aprobar o rechazar las leyes que les concernían, por lo menos
durante el período republicano, de 1848 a 1852, e ininterrum­
pidamente a partir de 1870. La presencia de diputados colonia­
les se ajustaba por ello a los principios republicanos, pero por
lo demás no servía de mucho. Tan sólo las auténticas colonias
(islas del Caribe, Senegal, Argelia, Reunión, Cochinchina, terri­
torios de la India y del Pacífico) enviaron representantes; el res­
to del imperio, en cuanto constituido por protectorados o man­
datos que no formaban parte de la república, no los tuvieron.
Pero la representación colonial quedaba muy por debajo de lo
debido: en 1848 había sólo ocho delegados de las colonias en
una cámara de 750 miembros; en 1936, 20 de un total de 612,
y entre 1946 y 1958, 80 de un total de 600: demasiado pocos
para constituir un partido o influir en la legislación. Hasta 1946
las limitaciones electorales comportaban que tales diputados no
fuesen ni siquiera representantes de las colonias en su conjun­
to; y, sin embargo, estaban obligados a imponer el respeto a las
leyes francesas en los países respectivos.
Efectivamente, la Asamblea francesa no desempeñó en el go­
bierno del Imperio un papel mayor que el que desempeñó el
Parlamento británico. EÍ poder efectivo estaba en las manos del
ejecutivo. De 1800 a 1848, primero el emperador y luego el rey,
tuvieron el control tanto de la legislación como de la adminis-

239
tración. Más adelante, el presidente o el emperador tuvieron el
poder de promulgar decretos que tenían pleno vigor en las co­
lonias, y solamente estaban subordinados a las leyes votadas en
la Asamblea. Durante la década de 1850-60, sin embargo, se es­
tableció una clara distinción jurídica en el tipo de legislación
que se debería aplicar a las colonias francesas. En última ins­
tancia, pues, el Imperio fue administrado por el gobierno de la
república, es decir, por el gabinete francés y el ministro
correspondiente.
Aun así, al ser un Estado centralizado y eminentemente bu­
rocrático, Francia se decidió muy tarde a crear un auténtico mi­
nisterio de las colonias, más tarde incluso que Gran Bretaña.
Había tres obstáculos. En primer lugar, muchos republicanos
sostenían que la assimilation lo hacía inútil, puesto que las co­
lonias eran únicamente departamentos de ultramar, a adminis­
trar por medio de los ministerios normales según la naturaleza
de las medidas. En segundo lugar, era tradición francesa que to­
dos los ministros pudiesen intervenir en la administración co­
lonial. Y finalmente, durante largo tiempo, las colonias fueron
demasiado pocas para que se impusiera la necesidad de un mi­
nisterio, y por tradición, las existentes eran confiadas al minis­
terio de Marina. De ahí que entre 1815 y 1858 los asuntos co­
loniales fueran competencia de una subsección de este ministe­
rio, como antes de 1789. Argelia, que a la sazón era la única co­
lonia de cierta importancia, fue en un primer momento admi­
nistrada por el ministerio de la Guerra y en 1848 asimilada com­
pletamente a Francia gracias al llamado rattachement de los
asuntos argelinos al gobierno francés. El verdadero ministerio
de las colonias fue creado por Napoleón III en 1858, sobre to­
do para dar un cargo a su sobrino, el príncipe Napoleón. Pero
en 1860, cuando éste se desinteresó del tema, el ministerio fue
suprimido. Argelia volvió a su rattachement, y las demás colo­
nias al ministerio de Marina.
Pero en 1883 el imperio había crecido mucho y se impuso la
necesidad de crear un ministerio específico. De 1883 a 1894 las
colonias dependieron de un subsecretario, que no estaba subor­
dinado al ministerio de Marina ni era personalmente responsa­
ble ante la cámara. Para someterlo a la supervisión parlamenta­
ria en 1894 se creó un verdadero ministerio de las Colonias, aun­
que sus poderes aún eran limitados. N o tuvo nunca jurisdic­

240
ción sobre Argelia, aún asimilada a la metrópoli, ni sobre Tu­
nicia, Marruecos o los mandatos posteriores a 1918, los cuales
eran administrados por el ministerio de Asuntos Exteriores. El
Ministerio de las Colonias debía colaborar con el ejército y la
marina en temas de defensa, y su presupuesto anual tenía que
ser aprobado por la Cámara. El ministerio habría debido ser
guiado por comités especiales en representación de los intereses
de las colonias: el Conseil Supérieur des Colonies, creado en
1883, que duró hasta 1939; el Haut Comité Mediterranéen,
creado en 1935; y, a partir de 1946, el Haut Conseil de l’Union
Frangaise, representando a los gobiernos de los estados miem­
bros. Pero se trataba sólo de organismos consultivos, sin auto­
ridad efectiva. A pesar de las teorías republicanas, el Imperio
francés fue gobernado directamente por el ministerio de las Co­
lonias, como cualquier otro imperio colonial.
Características distintivas del dominio colonial francés fue­
ron el gobierno autoritario y la centralización. Esto tuvo dos
aspectos: la autoridad atribuida a la metrópoli, y las limitacio­
nes de las instituciones autónomas de las colonias. Pero la au­
toridad central era la que decidía. Las colonias estaban obliga­
das a respetar las leyes emanadas de la asamblea y los decretos
firmados por el presidente a propuesta del ministro competen­
te. Los gobernadores disponían de amplios poderes, pero esta­
ban sometidos a un estricto control metropolitano. A partir de
1894 los funcionarios coloniales recibieron su formación en la
Ecole Coloniale y con el tiempo formaron parte de un cadre es­
pecial, habituado a la obediencia. En 1887 se creó una organi­
zación específica, la Inspection des Colonies, encargada de con­
trolar la administración colonial. La política general decidida o
aprobada en París, y las propuestas presentadas por los diferen­
tes consejos coloniales u otros órganos consultivos siempre po­
dían acabar siendo rechazadas por la metrópoli. El control más
riguroso era el ejercido sobre las finanzas coloniales, clave de
la autonomía local. A los franceses Íes habría gustado asimilar
completamente los presupuestos coloniales en el de Francia, de­
jando a las colonias sólo la escasa autonomía de que gozaban
los departamentos y municipios franceses, pero en la práctica
hubieron de conceder una mayor iniciativa local, aunque trata­
ron de limitarla lo más posible. En cada caso los aranceles ve­
nían fijados por París. Hasta 1841 las Antillas y Reunión pu­

241
dieron recaudar impuestos y pagar sus propios gastos, pero es­
te experimento de liberalización fracasó debido a que las asam­
bleas locales se negaron a votar impuestos demasiado elevados
y Francia se vio obligada a subvencionar los gobiernos. A par­
tir de ese momento el control metropolitano se hizo cada vez
más riguroso. Hacia 1900 las finanzas coloniales se clasificaban
en tres categorías: Francia definía el importe de las exacciones
fiscales locales destinadas al pago de los servicios obligatorios.
Se hacía cargo de los gastos de la defensa de la colonia y de ¡os
servicios coloniales en la metrópoli, pero para éstos podía exi­
gir la contribución de la colonia. Las colonias eran libres de im­
poner otras tasas fiscales, con otros fines, pero sólo después de
haber atendido a los gastos obligatorios y haber obtenido la au­
torización de la metrópoli. Por tanto, sólo una minoría de aque­
llas colonias que disponían de conseils généraux gozaron en cier­
ta medida de libertad fiscal.
La finalidad de este riguroso control presupuestario era lo­
grar que la colonia no fuera un peso para la metrópoli. En rea­
lidad, sin embargo, las colonias resultaban costosas. En francos
constantes de antes de 1914, los gastos netos de la metrópoli pa­
saron de 110 119 000 francos en 1875 a un máximo de
558 140 000 francos en 1913. Luego disminuyeron pero en 1930
continuaban siendo de 378 000 000. La mayor parte de los gas­
tos, con todo, eran de carácter militar; las subvenciones civiles
eran únicamente de 40 670 000 francos en 1895 6 y fueron en
disminución constante. Las guerras en Tonkín en 1880-90, en
el Africa occidental en la última década del siglo, y en Argelia
y Marruecos a continuación, representaron enormes desembol­
sos. La centralización presupuestaria no permitió nunca a Fran­
cia obtener una herramienta fiscal de su imperio, como hicieran
España y Portugal en el siglo XVIII.
El reverso de la centralización del control en París fue la au­
tocracia en las colonias. El poder efectivo estaba en manos de
los gobernadores y de los gobernadores generales, los cuales,
en su calidad de representantes directos del presidente, tenían
plenos poderes en sus respectivos territorios. Técnicamente no
existía diferencia de estatuto legal entre gobernadores y gober­
nadores generales, pero los gobernadores generales de las tres
federaciones (Africa occidental, Africa ecuatorial e Indochina)
dispusieron de mayor libertad de acción que los otros, en par-

242
ticular que el gobernador general de Argelia, continuamente
atormentado por el Ministerio de la Guerra y por los otros mi­
nisterios directamente interesados en los asuntos argelinos. En
apariencia, los gobernadores franceses eran autócratas. Excepto
en Argelia, disponían del control de la administración francesa,
de la policía, de las fuerzas armadas, de la administración local
y de la magistratura. Podían, si bien no oficialmente, hacer ino­
perantes las leyes y decretos franceses no promulgándolos. Pe­
ro su poder efectivo era moderado mediante varios procedi­
mientos. Debían obedecer las órdenes de los ministros y eran
vigilados por inspectores. Su viejo rival, el intendente, fue abo­
lido a partir de 1815, pero fue sutituido primero por un ordon-
nateur, que tenía el control de las sumas enviadas por París, ra­
tificaba el presupuesto y promulgaba sus propias ordonnances,
y luego, a partir de 1880 más o menos, por un secretario de las
colonias. Los funcionarios coloniales que no se mostraban con­
formes con los gobernadores podían apelar a tribunales admi­
nistrativos especiales, y en segunda instancia al Consejo de Es­
tado en Francia. La opinión pública colonial ejercía una cierta
influencia sobre los gobernadores a través de los consejos loca­
les, la prensa, los diferentes grupos de presión, y también, en
algunas colonias, mediante ios propios representantes en la Cá­
mara metropolitana. Finalmente, todas las colonias dispusieron
de consejos que los gobernadores debían consultar para casi to­
do género de cuestiones.
El órgano consultivo fundamental en todas las verdaderas co­
lonias era el conseil d’administration, equivalente al consejo eje­
cutivo británico. Normalmente era un organismo oficial, aun­
que a veces acogía a una minoría de representantes no oficiales.
Los gobernadores generales de las federaciones dispusieron asi­
mismo de un conseil de gouvemement para toda la región y de
una commission permanente de funcionarios encargados de los
servicios administrativos. Ninguno de tales organismos tenía, sin
embargo, autoridad sobre el gobernador, que podía rechazar
sus propuestas, pero en todo caso estaba obligado a remitirlas
al ministerio, lo que permitía a París una cierta supervisión.
En todos estos sectores la práctica francesa fue más o menos
igual a la inglesa: la diferencia estribaba en la carencia de un
equivalente del consejo legislativo británico. En la teoría colo­
nial francesa no había espacio para legislaturas coloniales, por-

243
que las colonias eran parte integrante de la república y las otras
posesiones dependían de ella. Francia no podía delegar parte de
su soberanía en las dependencias. Los organismos más pareci­
dos a una legislatura eran los conseils généraux, o conseils colo-
niaux, en las cuatro anciennes colonies (Martinica, Guadalupe,
la Guayana y Reunión), en las bases de la India, Senegal, Nue­
va Caledonia, Oceanía, Saint-Pierre, Miquelon y Argelia. Pero
se trataba únicamente de órganos administrativos, copiados de
los conseils généraux de los departamentos de la Francia metro­
politana. Los del Caribe tuvieron un breve período de gloria en­
tre 1833 y 1848, cuando fueron autorizados a votar leyes y dis­
pusieron del pleno control de las finanzas locales; después, nin­
guno de ellos tuvo auténticos poderes legislativos, en tanto que
severas restricciones fueron impuestas a su autonomía en el te­
ma presupuestario.
A pesar de tener poderes limitados, estos consejos eran con­
siderados como un privilegio excepcional; en su mayoría, las
posesiones francesas no tuvieron tales consejos, bien porque no
eran colonias verdaderas, bien porque contaban con pocos ciu­
dadanos franceses. Con todo, al irse consolidando las nuevas co­
lonias, la necesidad de obtener mayores ingresos fiscales y la
cooperación voluntaria de los pueblos sometidos permitieron
experimentos de análoga inspiración. Argelia, el eterno banco
de pruebas de los experimentos coloniales, fue la pionera.
Antes de 1898 dispuso de'tres consejos departamentales en
Argel, Orán y Bona; no tuvo, sin embargo, un consejo general,
por hallarse asimilada a Francia. La necesidad de una organiza­
ción regional eficaz impuso más adelante la creación de dos ór­
ganos que tenían jurisdicción sobre toda Argelia. El conseil su-
périeur fue más o menos un .consejo colonial normal, aunque
disponía de una mayoría de miembros electos. Carácter más ex­
perimental revistieron las délégations financiéres, que consti­
tuían la cámara baja de un sistema bicameral. Estaban formadas
por tres órganos, que se reunían por separado. Uno era elegido
por los ciudadanos franceses propietarios de explotaciones agrí­
colas; otro por ciudadanos que figuraban en el censo; y el ter­
cero por los musulmanes de los departamentos septentrionales
y de la zona meridional sometida al control del ejército. Cada
sección votaba resoluciones sobre los gastos públicos, sobre el
sistema impositivo y sobre las obras públicas; luego, dichas re-

244
s o lu c io n e s era n a g r u p a d a s y r e m itid a s al conseil supérieur p ara
su u lt e r io r e x a m e n . E n c a s o d e s e r a p r o b a d a s , e ra n s o m e tid a s
al g o b e r n a d o r g e n e ra l y lu e g o al m in iste r io d e P a r ís , q u e d e c i­
d ía en ú ltim a in sta n c ia . S in e m b a r g o e s te c o m p le jo s iste m a r e ­
p r e se n ta tiv o n o p r o p o r c io n ó a lo s c o lo n o s y a las p o b la c io n e s
s o m e tid a s el c o n tr o l d e l g o b ie r n o . S u s p r o p u e s t a s p o d ía n s e r
b lo q u e a d a s , y si s e n e g a b a n a v o t a r la s p a r t id a s o b lig a t o r ia s d e l
p r e s u p u e s to p r e se n t a d o p o r el g o b ie r n o , el C o n s e jo d e E s t a d o
fra n c é s p o d ía h a c e rla s e fe c tiv a s d e t o d o s m o d o s .
Esta fue la máxima concesión de Francia en materia de auto­
gobierno colonial antes de 1946, y tan sólo de forma excepcio­
nal se concedieron instituciones análogas a las colonias cualifi­
cadas. Ni el Africa occidental ni el Africa ecuatorial dispusie­
ron nunca de consejos electos o délégations, aunque acabaron
teniendo ambas consejos consultivos formados por notables
africanos nombrados. Madagascar tuvo délégations économiques
en 1924, y Oceanía un organismo similar en 1932. También In­
dochina tenía obviamente derecho a alguna cosa de este tipo,
porque residían allí demasiados ciudadanos franceses, y porque
la población nativa estaba muy civilizada. Cochinchina, como
colonia a todos los efectos, dispuso de un conseil colonial nor­
mal. Los cuatro protectorados tuvieron asambleas locales, par­
cialmente elegidas, con análogas funciones consultivas, con sec­
ciones separadas para los ciudadanos franceses y para los de­
más, salvo en Laos. Además, la Unión Indochina tuvo un grand
conseil federal, similar a las délégations argelinas. Este disponía
de sesiones separadas para los ciudadanos franceses y los otros,
pero se reunía en sesión plenaria, con una mayoría de ciudada­
nos franceses de 28 a 23. Era un verdadero organismo federal,
en cuanto sus miembros eran indirectamente elegidos por las
asambleas provinciales, pero sólo disponía de poderes equipa­
rables a los de las délégations argelinas, y sus propuestas po­
dían ser bloqueadas o modificadas por el gobernador general.
El gobierno colonial francés fue, por todo ello, en sus nive­
les superiores, autocrático. Los ciudadanos franceses y los súb­
ditos de las colonias únicamente podían ejercer funciones con­
sultivas. Esto era, no obstante, coherente con los principios re­
publicanos, porque Francia deseaba asimilar las colonias a la
metrópoli, y no quería alentar instituciones autónomas, suscep­
tibles de favorecer el separatismo. Este mismo deseo lógico de

245
llegar a la asimilación de las colonias, moderado por procedi­
mientos ad hoc para cubrir las necesidades prácticas hasta que
la asimilación se hubiera realizado, caracterizó todos los otros
aspectos de la administración colonial.
El carácter de las instituciones coloniales francesas derivaba
(le la claridad de ideas a propósito de dos cuestiones importan­
tes: la condición jurídica de los diversos tipos de posesiones y
el derecho de ciudadanía. Las colonias francesas se dividían en
tres grupos. Las colomes incorporées eran el equivalente de las
colonias británicas auténticas (dominions), aun cuando Francia
no hiciese distinciones entre cólonias de poblamiento y de con­
quista. Los protectorados y los mandatos eran los mismos en
ambos casos, y sólo diferían por la ciudadanía. Gran Bretaña
distinguía entre dos categorías de ciudadanos en las colonias,
los súbditos de la Corona y los protegidos; Francia distinguía
entre tres. Los habitantes de las colonias incorporadas asumían
automáticamente la nacionalidad francesa, pero en su gran ma­
yoría no eran ciudadanos franceses. Los que tenían la naciona­
lidad francesa en la metrópoli eran ciudadanos, pero los habi­
tantes de otros territorios que no podían aspirar a la ciudadanía
por derecho de sangre eran a priori solamente súbditos y obte­
nían la ciudadanía únicamente en determinadas condiciones, va­
riables según las zonas. En este punto el sistema era arbitrario.
En 1833 todos los hombres libres de nacionalidad francesa de
las colonias del Caribe y de la isla de Reunión, y en 1880 todos
los habitantes de Tahití, recibieron plena ciudadanía. En el res­
to de las colonias, los súbditos debían reunir ciertas condicio­
nes, que usualmente comportaban la renuncia a las religiones
no cristianas y a las costumbres sociales y a los derechos legales
indígenas, así como exámenes de lengua, cultura general y otros.
Como resultado de esto, Francia tuvo un imperio de súbditos:
en 1939, por ejemplo, tan sólo el 0,5 por 100 de los habitantes
del Africa occidental eran ciudadanos franceses.
Este hecho tuvo importantes consecuencias para la adminis­
tración colonial y la política indígena. Las colonias donde la ma­
yoría de los súbditos no tenían la ciudadanía no disfrutaron de
las clásicas libertades públicas de la metrópoli —libertad de
prensa y de reunión y un derecho penal liberal— : sólo las An
tillas, Reunión, Saint-Pierre y Miquelon gozaron de ellas. Ade­
más, los súbditos no podían elegir representantes para la Asam -

246
blea francesa. Las colonias que no contaban con un número su­
ficientemente elevado de ciudadanos no tenían derecho a los
consejos coloniales, y así sucesivamente. La administración lo­
cal se vio simplificada por el hecho de que los súbditos no eran
administrados conforme al derecho francés, y podían, por tan­
to, ser gobernados arbitrariamente, aunque no de manera ofi­
cial, mediante instituciones legales del todo arbitrarias, como el
indigénat, y ser sometidos a trabajos obligatorios, denomina­
dos prestations. En la práctica, los ingleses se basaban más o me­
nos en los mismos principios y gobernaban a la mayoría de los
súbditos no europeos del mismo modo que los franceses, aun­
que los protegidos de éstos diferían jurídicamente de los súb­
ditos de Gran Bretaña. La diferencia consistía en que mientras
que los ingleses aplicaban, sin plantearse problemas al respecto,
las instituciones no británicas y los métodos arbitrarios de ad­
ministración, los franceses preferían justificar sus métodos alu­
diendo a unos claros principios legales. Esto se hizo particular­
mente evidente en los tres sectores del gobierno municipal, el
derecho y la administración indígena.
Las instituciones municipales reflejaban el estatuto jurídico
de las posesiones y la proporción de ciudadanos que éstas te­
nían. Las colonias incorporadas a todos los efectos y las que
contaban con un número suficiente de ciudadanos tenían com-
munes de plein exercice, según el modelo metropolitano, en las
que los alcaldes elegidos, los ayudantes y los concejales admi­
nistraban el municipio bajo la supervisión del gobernador, quien
asumía así las funciones del prefecto metropolitano. El grado
de libertad de acción, con todo, era variable. En las Antillas los
municipios eran más o menos autónomos, como los franceses;
en Senegal, Nueva Caledonia, Tahití, Guayana, algunas zonas
de Madagasc^r y Cochinchina, el control, en cambio, era rígi­
do. En Argelia los tres departamentos septentrionales tenían
municipios con las mismas funciones que los metropolitanos,
pero dotados de dobles colegios electorales, a fin de que los no
ciudadanos pudieran elegir una minoría de concejales.
A un nivel inferior al de los municipios propiamente dichos,
había tres tipos de municipios menos autónomos. A partir de
1913 casi todo Madagascar obtuvo communes de moyen exer­
cice, elegidas por colegios dobles de ciudadanos y súbditos, con
las mismas funciones que los municipios propiamente dichos,

247
aunque los funcionarios del ejecutivo fueran de nombramiento
imperial. Un grado por debajo estaban las denominadas com-
munes m ixta, que aparecieron primero en la zona militarizada
de Argelia (1868) y después, en gran número, en el Africa oc­
cidental y ecuatorial. También en este caso los cargos oficiales
eran ocupados por administradores franceses, pero los consejos
eran de diversos tipos y oscilaban entre los compuestos por re­
presentados nombrados y los compuestos sólo por miembros
elegidos. Finalmente, estaban los municipios indígenas, institu­
ciones tradicionales formalmente reconocidas como unidades de
gobierno local, aunque no todas ellas obtuvieron el reconoci­
miento. En 1868 los gobernantes nativos de la Argelia meridio­
nal (douars) y sus consejos (yemaas) fueron reconocidos y so­
brevivieron a la creación de los municipios mixtos en 1875. En
Africa occidental, los franceses se sirvieron de muchas institu­
ciones libres, que sin embargo no fueron formalmente recono­
cidas como municipios. En Madagascar, Gallieni mantuvo la
unidad de la aldea, el fokon’olona, que se convirtió en el susti­
tuto habitual de los municipios, dándose cuenta de que estos úl­
timos no respondían a las exigencias locales. Análogamente fue­
ron considerados municipios los consejos de aldea de Indochi­
na, donde se elegía a un notable con funciones de alcalde. El
gobierno local se atuvo de ese modo a los principios franceses.
En muchas zonas estuvo constituido por organismos indígenas
creados expresamente y controlados rigurosamente; pero se
partía del supuesto de que esos órganos acabarían evolucionan­
do y convirtiéndose en verdaderos municipios electos, según el
modelo metropolitano.
El derecho y la organización de la magistratura se basaban
en estos mismos principios. Lo óptimo era considerado el de­
recho francés, que habría debido hacerse universal, pero sola­
mente los ciudadanos tenían derecho a gozar del mismo, mien­
tras que los súbditos debían ser tratados conforme a otras bases
que respondiesen mejor al alcance e inspiración de los diferen­
tes principios étnicos. De este modo, las Antillas y Reunión,
que estaban habitadas exclusivamente por ciudadanos franceses
de pleno derecho, obtuvieron en la práctica el sistema jurídico
de la madre patria, mientras que las otras colonias dispusieron,
casi todas, de un sistema doble que establecía distinciones entre
ciudadanos y súbditos. Los tribunales coloniales que aplicaban

248
el derecho francés eran similares a los de Francia, pero, con gran
escándalo de los puristas, adoptaron procedimientos simplifica­
dos y dispusieron de magistrados que podían ser despedidos
por orden del ejecutivo. Existían también tribunales adminis­
trativos, formados por funcionarios y jueces, encargados de de­
cidir en aquellos casos que afectaban al gobierno. Los tribuna­
les que aplicaban el derecho trancés disponían de jurisdicción
exclusiva sobre todos los ciudadanos, aunque una de las partes
en litigio no poseyera la ciudadanía. Se alentaba a los súbditos
a dirigirse a dichos tribunales, como incentivo para tener op­
ción a la ciudadanía; pero la gran mayoría de los súbditos depen­
dían de un sistema aparte de magistratura, formado más bien por
administradores que por jueces, los cuales aplicaban el derecho
consuetudinario indígena en las causas civiles (aunque no en las
penales). Los tribunales indígenas se constituyeron primero en
Argelia; en el siglo XX había tres categorías fundamentales. Al­
gunos eran administrados solamente por súbditos, pero su nú­
mero era escaso. Otros, la mayoría, tenían en cambio un fun­
cionario europeo como presidente, asesorado por consejeros in­
dígenas, que utilizaban el procedimiento francés, pero aplica­
ban el derecho consuetudinario local. Para todos estos tribuna­
les existían, sin embargo, otros de segunda y tercera instancia,
compuestos usualmente por funcionarios y jueces franceses
ayudados por consejeros indígenas.
A los franceses no les gustaba el dualismo del sistema, y es­
peraban que, con el tiempo, se adoptara universalmente en sus
colonias el derecho y ei procedimiento franceses. Pero aquello
resultaba imposible hasta que el imperio estuviera constituido
exclusivamente por ciudadanos franceses de pleno derecho, y
eso sólo se conseguiría en 1946.
La política administrativa francesa derivó naturalmente del
ideal de la assimilation y del principio jurídico conforme al cual
los súbditos no podían disponer de los derechos legales metro­
politanos; pero la práctica se inspiró más en la utilidad inme­
diata que en los principios. Francia se vio enfrentada a proble­
mas administrativos diferentes y más difíciles en comparación
con Gran Bretaña. N o cabía adoptar una única solución para
todos los restos de los reinos, otrora tan poderosos, del Sudán
occidental y Dahomey, derrumbados en 1894; para las regiones
políticamente fragmentarias del Africa occidental y ecuatorial;

9
249
para los estados protegidos, como Tunicia, Marruecos, Annam,
Camboya y Laos, donde subsistían las dinastías locales; para
Madagascar, donde la dinastía Hova no estaba dispuesta a re­
presentar a Francia; o para otras regiones de Indochina y la is­
las del Pacífico. Además, el papel desempeñado por los milita­
res en las fases iniciales de la conquista y de la ocupación tuvo
una importancia fundamental, porque sólo algunos de ellos se
preocuparon de salvaguardar las formas indígenas, y adoptaron
medidas prácticas que tuvieron una influencia duradera. A co­
mienzos del siglo X X , Francia se dio cuenta de que los presu­
puestos universalistas de la teoría republicana y de la mission ci-
vilisatrice eran inaplicables y terminó por adoptar esporádica­
mente soluciones apropiadas a las necesidades contingentes.
Argelia fue teatro del primer experimento de administración
indígena, pero la resistencia musulmana no permitió una assi-
milation completa. Argelia nunca fue asimilada: en 1936 sólo
7 817 personas habían reunido las condiciones para obtener la
ciudadanía, renunciando al islamismo y al puesto ocupado en
la sociedad nativa. Por ello Argelia fue dividida. El norte pasó
a ser una colonia «mixta», dominada por los colonos blancos,
con una comunidad musulmana en minoría, pero muy lejos de
ser asimilada. La región meridional fue controlada, más que go­
bernada, por el ejército francés y por los bureaux arabes en ba­
se al principio de la «frontera». El fracaso de la asimilación se
repitió en todos los territorios más vastos adquiridos durante
la segunda mitad del siglo XIX. En las sociedades política y cul­
turalmente avanzadas, como Tunicia, Marruecos e Indochina,
fue imposible convertir a la mayoría de los súbditos al cristia­
nismo o sustituir las instituciones sociales y políticas indígenas.
La experiencia realizada en la Cochinchina antes de 1890 rema­
chó con toda claridad las lecciones de Argelia: no era posible
tratar al territorio conquistado como una tabla rasa, especial­
mente allá donde los colonos europeos eran poco numerosos.
Por diversos caminos se llegó a conclusiones análogas también
en el Africa occidental y ecuatorial. Derrotados los principales
reinos indígenas, no existían ya obstáculos para una plena do­
minación francesa, del tipo que fuese, puesto que la sociedad
africana no tenía la capacidad de resistencia de que habían dado
pruebas Argelia y el Sudeste asiático. Pero las dificultades y los
gastos que hubiera habido que afrontar en el caso de una ad-

250
ministración exclusivamente francesa en aquellas regiones enor­
mes y relativamente pobres eran insuperables. No cabía otra al­
ternativa a la assimilation que el riguroso control de la me­
trópoli.
En la última década del siglo XIX, en realidad, ninguno de
los grandes procónsules franceses creía ya en la misión civiliza­
dora como política práctica a breve plazo. Indochina fue el vi­
vero principal de sistemas nuevos, porque la situación argelina
se vio complicada por la presencia de los colonos europeos, y
fue allí donde hombres como Auguste Pavie, De Lannesan, Ga-
llieni y Doumer elaboraron el planteamiento más empírico de
la administración indígena, que más tarde Gallieni aplicó en Ma-
dagascar y Lyautey, su protegido, en Marruecos. Mientras tan­
to, Paul Cambon realizaba por su cuenta un experimento aná­
logo en Tunicia. Una vez adoptado en la práctica, el nuevo plan­
teamiento pronto tuvo su expresión teórica. Gallieni definió sus
criterios principales en Principes de pacification et d ’organisa-
tion (1896):
«1) La organización administrativa de un país debe estar per­
fectamente relacionada con la naturaleza de ese país, de sus ha­
bitantes y del objetivo propuesto.
2) Toda organización administrativa debe seguir el desarro­
llo natural del país» 7.
Siguieron otras definiciones, pero fue Jules Harmand, tam­
bién él producto de Indochina, quien resumió mejor que nadie
las actitudes al uso en su libro Domination et colomsation, pu­
blicado en 1910. Con los nuevos sistemas se pretendía «mejo­
rar en todos los sentidos las condiciones del aborigen, pero só­
lo en aquellas direcciones que le resulten útiles, dejándolo pro­
gresar a su modo, manteniendo a cada uno en su sitio, con sus
propias funciones, su propio role; tocando con mano ligerísima
las costumbres y tradiciones locales y sirviéndose de la organi­
zación local para llegar a estos objetivos. En una palabra, la as-
sociation es el rechazo sistemático de la assimilation, y tiende a
sustituir el régimen de la administración directa, necesariamen­
te rígido y opresivo, por el del gobierno indirecto, conservan­
do, aunque sea ocultamente, y dirigiéndolas, las instituciones
del pueblo sometido, con respeto hacia su pasado.» 8

251
En 1 9 1 0 tales ideas eran corrientes en Francia y tuvieron im­
portantes consecuencias para la política colonial. De un lado da­
ban expresión práctica a las concepciones de los filántropos, gra­
vemente preocupados por el escandaloso tratamiento reservado
en un primer momento a los pueblos de las colonias por el ré-
foulement del período anterior a 1870 en Argelia, cuando los
franceses expulsaron a la mayoría de los argelinos de sus pro­
pias tierras, por el trato infligido a Nueva Caledonia y por los
poderes concedidos a las sociedades monopolistas en el Congo
francés, durante la última década del siglo. Estos y otros abu­
sos no eran característica exclusiva de la colonización francesa,
pero ahora podían ser eficazmente frenados, una vez reconoci­
da la importancia del derecho moral de los pueblos sometidos
a conservar su identidad y su propiedad.
Naturalmente las consecuencias políticas del nuevo plantea­
miento variaron sobremanera, pero entre 1920 y 1930 Francia
procuró salvaguardar, más que destruir, las instituciones indí­
genas que quedaban. En el sur de Argelia se ejerció un mode­
rado control sobre las unidades tribales y sus jefes, mientras que
Tunicia y Marruecos fueron tratados como estados protegidos,
manteniendo la autoridad nominal del bey y del sultán y con­
servando las formas de gobierno y las leyes indígenas. Mada-
gascar no podía ser tratada como un protectorado, puesto que
no se podía mantener a la dinastía Hova. Por ello, Gallieni abo­
lió el reino Hova y aplicó el «gobierno indirecto» de forma di­
ferente en las distintas zonas de la isla. También Indochina pre­
cisaba de un tratamiento especial. En Cochinchina las institu­
ciones indígenas habían sido destruidas de forma irreparable,
pero los franceses se sirvieron de los mandarines en la burocra­
cia y reconocieron las leyes locales. En Tonkín la administra­
ción tradicional, destruida durante la conquista, fue reconstrui­
da y apoyadas las funciones de los ayuntamientos en las aldeas,
aunque los residentes franceses continuaron desarrollando una
función muy activa. Annam continuaba siendo nominalmente
un protectorado: los franceses actuaron a través de la corte real
y de los mandarines, pero también ahí su autoridad siguió sien­
do enorme. Laos y Camboya, en fin, siguieron siendo, en apa­
riencia, protectorados, pero los residentes franceses conserva­
ron el control a todos los niveles.
En las posesiones del Africa septentrional (excluida, sin em-

252
bargo, Argelia), así como en Indochina y Madagascar, los fran­
ceses habían conservado la fachada de la «protección» a fin de
enmascarar su dominación directa. En Africa occidental y ecua­
torial, y en la mayoría de las posesiones del Pacífico, sin em­
bargo, no era posible aplicar los mismos criterios. En Nueva
Caledonia y Oceanía los franceses habían dejado decaer la au­
toridad local, e incluso la suya propia, antes de adoptar la nue­
va política destinada a conservarla; por eso fue necesario con­
servar el «gobierno directo», que fue también la norma en Afri­
ca occidental, aunque por motivos diferentes. Una vez destrui­
da la autoridad de los estados africanos, los franceses no se
preocuparon de conservarlos como unidades de gobierno; por
lo demás, en ninguna región, o en casi ninguna, habían consti­
tuido grandes unidades políticas. Recurrieron, pues, a un siste­
ma análogo al de la India, pero traduciéndolo a términos adap­
tados a una sociedad tribal. Los administradores franceses te­
nían el pleno control. Se servían en muchos casos de los afri­
canos y a menudo actuaban a través de los jefes locales, pero
éstos debían siempre su situación jurídica a un nombramiento
y no a derechos hereditarios: eran más o menos como los «je­
fes garantes» del Africa oriental británica, sin el tesoro privado
y la autoridad judiciaria que Lugard había asignado a sus «au­
toridades nativas».
Por todo esto resulta imposible definir una política francesa
como típica; en 1940 el Imperio francés contaba con una varie­
dad no menor que la mostrada del Imperio británico. Desta­
can, con todo, tres características. En primer lugar, mediante la
distinción legal entre ciudadanos y súbditos, Francia disponía
de una clara base jurídica para los dos aspectos comunes de la
colonización tropical moderna, el trabajo obligatorio y un sis­
tema judicial confiado al arbitrio de los administradores: los ciu­
dadanos franceses estaban exentos del uno y del otro. En se­
gundo lugar, podía enrolar a los no europeos para el servicio
militar en ultramar. Y, finalmente, el dominio francés, fuera cual
fuese su forma, llevó a generar una pequeña élite de indígenas
asimilados, ligada a la cultura francesa. Pero en su conjunto las
analogías entre la política británica y la francesa superaron, con
mucho, los contrastes. Hacia 1945 una y otra potencias dispo­
nían del control absoluto de sus posesiones y habían adoptado
el principio del «mandato» para los pueblos «atrasados». Unos

253
y otros se basaron en el supuesto de que imperios tropica­
les estaban destinados a tener una duración indefinida.
En 1939 la diferencia más importante entre la actitud france­
sa y la inglesa ante el desarrollo de sus respectivas colonias era,
por tanto, ésta: mientras que el ideal francés seguía siendo la asi­
milación de todas las posesiones ultramarinas, los ingleses te­
nían en la Commonwealth y los dominios un modelo para el
posible autogobierno de las colonias. La segunda guerra mun­
dial y los movimientos nacionalistas de la posguerra destruye­
ron prácticamente incluso esa diferencia: a partir de 1945 tam­
bién los franceses debieron recurrir a métodos que tendían a de­
volver el poder a las colonias, como única alternativa a la inde­
pendencia absoluta.
La segunda guerra mundial tuvo consecuencias importantísi­
mas para el imperio francés. En 1940 la metrópoli perdió el con­
trol de las posesiones de ultramar; en 1945 casi todas ellas ha­
bían asumido una nueva fisonomía. Los mandatos de Siria y Lí­
bano exigieron la independencia en 1941 y Francia no consi­
guió recuperarlos. Indochina quedó bajo la ocupación japonesa
entre 1941 y 1945. Una convención franco-japonesa en 1940 re­
conoció en principio los derechos de Francia, pero durante la
ocupación un movimiento nacionalista anterior a la guerra, el
Vietminh, se hizo cada vez más fuerte y se aseguró el control
de Tonkín y Annam. En 1945 Francia reconoció la autonomía
de esta «República del Vietnam» en el seno de la federación in­
dochina, pero esperando conservar un cierto control sobre to­
da el área. También en el Africa mediterránea su autoridad vio
minados sus fundamentos. Los aliados ocuparon esos territo­
rios en 1942-43, resucitaron los partidos nacionalistas antes de
la guerra y reclamaron una participación cada vez mayor en las
tareas de gobierno hasta la plena independencia. Sólo en el Afri­
ca occidental y ecuatorial, en Madagascar, el Caribe y el Pací­
fico, no se vio el poder francés seriamente comprometido por
los movimientos nacionalistas antes de 1945.
A partir de 1945 tales acontecimientos forzaron a Francia a
una revisión de toda su política colonial: ello se produjo en tres
fases. La primera dio comienzo en 1946 con la transformación
del viejo imperio en la Unión Francesa, dividida en dos secto­
res. El primero estaba constituido por el territorio metropoli­
tano, los Departements d ’Outre-Mer (las colonias del Caribe,

254
Saint-Pierre y Miquelon, y Argelia) y por los Territoires d’Ou-
tre-Mer (Africa occidental y ecuatorial, Madagascar y las islas
del Pacífico). Todos juntos formaban una sola entidad política:
la República francesa. Tenían un presidente, un gobierno y un
Parlamento comunes, y puesto que la naturaleza de su relación
estaba sancionada por la Constitución, no se podía modificar
sin modificar la propia Constitución. Todos los residentes de
la República eran ciudadanos franceses, aunque no dispusieran
todos de derechos electorales; todos los territorios se hallaban
representados en la Asamblea, aunque no proporcionalmente a
sus respectivas poblaciones. Los «Departamentos de Ultramar»
fueron completamente asimilados a la metrópoli (y todos, ex­
cepto Argelia, perdieron sus consejos locales). Los «Territorios
de Ultramar» siguieron siendo una unidad política en sí, bajo
la dependencia del rebautizado Ministere d ’Outre-Mer. Por to­
do ello la república pasó a formar parte del viejo imperio cen­
tralizado, con nombres diversos, puesto que Francia gobernaba
todavía sus territorios a modo de dependencias coloniales. Los
únicos en beneficiarse de la innovación fueron los antiguos súb­
ditos de los «territorios», los cuales, en su calidad de ciudada­
nos, quedaban ahora liberados del trabajo obligatorio y de la ar­
bitraria administración judicial, pudiendo gozar de casi todas
las libertades públicas de la madre patria.
El otro sector de la Unión Francesa podía equipararse a la
Commonwealth, pero existía en el papel más que en la reali­
dad. Además de la República incluía a los «Estados asociados»:
los protectorados de Tunicia y Marruecos y la antigua Unión
Indochina. A todos ellos les fue reconocida la plena autonomía,
con algunas restricciones acordadas con Francia, pero no en po­
lítica exterior, pareciéndose por consiguiente a los dominios bri­
tánicos anteriores a 1919. El presidente de la República era jefe
ex-officio de la Unión; por lo demás, la unidad de ésta quedaba
asegurada también por la existencia de un Haut Conseil en re­
presentación de los diversos gobiernos, y por la de una asam­
blea de 240 miembros, la mitad de ellos procedentes de la me­
trópoli y la otra mitad de los «Departamentos de Ultramar»,
los «Territorios» y los «Estados asociados».
La Unión Francesa representó un interesante intento de com­
binar el imperialismo francés con una mayor libertad colonial
pero fue un fracaso. Sus órganos, diferentes de los de la Repú­

255
blica, no funcionaron nunca. Los «Estados asociados» se sepa­
raron de ella: Indochina en 1954, Marruecos en 1955, Tunicia
en 1956. Francia intentó definir un tipo de relación especial con
cada Uno de los nuevos estados soberanos, pero tropezó con un
fracaso casi total. De esta manera tan sólo quedó la República,
y en la mayor parte de sus «Territorios de Ultramar» las fuer­
zas nacionalistas empezaron a exigir cambios cada vez más pro­
fundos. Desaparecido del poder De Gaulle, que se había opues­
to a los principios de 1946, en 1958 se llegó a la disolución de
la Unión Francesa. Esta fue sustituida por la Comunidad Fran­
cesa, intento de transformar los antiguos «Territorios de Ultra­
mar» en «Estados asociados». Argelia debía seguir formando
parte de la República, aunque con una cierta autonomía legis­
lativa y administrativa; a las demás dependencias aún no asimi­
ladas a Francia se les ofrecía la posibilidad de elegir, mediante
un referéndum general, entre la asociación y la separación de­
finitiva. La asociación comportaba la subordinación a la políti­
ca exterior, defensiva y económica de la Comunidad, que tenía
la estructura de un gobierno federal, con un presidente, un con­
sejo ejecutivo, un secretario, un senado, un Conseil Economi-
que et Social, una magistratura y una ciudadanía comunes. To­
dos los «Territorios de Ultramar» votaron por la asociación,
con la excepción de Guinea, que prefirió la independencia, y de
las regiones que, por ser demasiado pequeñas o pobres para re­
girse como estados soberanos (islas Comore, Somalia francesa,
Saint-Pierre y Miquelon, Nueva Caledonia, islas de Oceanía) si­
guieron siendo «Territorios de Ultramar».
Pero tampoco la comunidad federal fue la etapa final. En 1961
Argelia conquistó la plena independencia. Aquel mismo año
Francia disolvió la Comunidad, y todos ios estados africanos y
Madagascar pasaron a ser independientes. Del Imperio francés
únicamente quedaban los Départements d’Outre-Mer, ya pie»
namente incorporados a la metrópoli, y los escasos Territoires
d’Outre-Mer que seguían siendo colonias. Francia no había da­
do vida a una organización parangonabie a la Commonwealth
británica, y con esta diferencia se puede ejemplificar el contras­
te entre el colonialismo francés y el británico. Pero en la prác­
tica, la huella dejada por la potencia imperial francesa no fue dis­
tinta de la del Imperio británico. Las 'antiguas colonias france­
sas se distinguieron por su asimilación natural a la civilización

256
francesa. Francia firmó con muchos de los antiguos miembros
de la Comunidad diversos tratados que preveían apoyo militar,
ayuda económica y asistencia en materia de educación y en otros
terrenos. Varias naciones africanas pudieron, gracias a la asidua
asistencia de los franceses, convertirse en miembros asociados
de la Comunidad Económica Europea. En última instancia, la
descolonización resultó ser una niveladora de las diferencias en­
tre la teoría y la práctica de la política colonial no menos po­
tente que los acontecimientos de la colonización tropical tres
cuartos de siglo antes.

257
11. Los imperios coloniales de Holanda, Rusia
y los Estados Unidos

Entre los imperios coloniales inglés y francés, por un lado, y


los del resto del mundo, por otro, las diferencias de índole po­
lítica no eran inferiores a las diferencias de tamaño. Gran Bre­
taña y Francia tenían unos imperios mundiales de carácter va­
riadísimo, mientras que los demás imperios eran relativamente
pequeños y estaban geográficamente localizados. Si se excluye
el imperio estadounidense, los otros tenían todos un centro pro­
pio de gravitación. Para Portugal, Alemania y Bélgica, ese cen­
tro estaba en Africa. El imperio holandés era casi exclusivamen­
te indonesio. Las colonias rusas se encontraban en diversas re­
giones, pero tenían una continuidad territorial. A fin de man­
tener las justas proporciones, describiremos de modo breve es­
tos seis imperios menores, dividiéndolos en dos grupos. Las co­
lonias de Alemania, Bélgica y Portugal entran por su naturale­
za en un mismo grupo, puesto que eran sobre todo territorios
africanos en un bloque prácticamente continuo. A las otras las
uniremos, por así decir, en un matrimonio de conveniencia.
Ignoraremos, en cambio, otros tres imperios: el español, por­
que se trataba de unos restos al borde de la descomposición y
estaba prácticamente destruido en 1898; y el italiano en el Afri­
ca septentrional y oriental porque sólo tuvo modestas propor­
ciones y breve vida, y porque se tratará de él en el volumen 32,
Africa, de la presente Historia Universal. El imperio japonés en
Extremo Oriente merecería una cierta atención, pero no entra
en la historia de la expansión europea.

I. EL IMPERIO H O LAN DES DESPUES DE 1813

El imperio holandés a partir de 1815 fue una herencia que de­


jaron tanto la Compañía de las Indias Occidentales como la
Compañía de las Indias Orientales, desaparecidas en torno a

258
1800. Era el único de los imperios modernos que en 1945 no
había crecido en comparación con el de 1815, porque Holanda
no participó en la rebatiña general del siglo XIX, y se contentó
con conservar y desarrollar aquellas regiones de las Indias orien­
tales que formaban parte de su esfera de influencia desde el si­
glo XVII.
Imperio holandés e Indonesia fueron prácticamente sinóni­
mos. En el Caribe los holandeses conservaban todavía la peque­
ña y escasamente poblada colonia azucarera de Surinam y las
bases comerciales de San Eustaquio' y Curazao, pero habían per­
dido todas las demás colonias americanas. En el Africa occiden­
tal conservaron Elmina, recuerdo de la trata de esclavos, hasta
1882, pasando más adelante a Gran Bretaña. Ceilán y las bases
en la India habían pasado a Gran Bretaña ya antes de 1815,
mientras que Malaca y Singapur, que aseguraban el predominio
en Malasia, fueron definitivamente cedidas en 1824. Quedaba,
pues, únicamente el archipiélago indonesio, pero éste constitu­
yó durante casi tres cuartos de siglo una de las posesiones eu­
ropeas más valiosas.
Una vez transferida la administración de las colonias holan­
desas a los Estados Generales, comenzó una nueva fase de la his­
toria indonesia, aunque para la historia de la administración co­
lonial la cosa no tuvo consecuencias importantes. Principio fun­
damental de la administración de las compañías había sido que
las Indias debían ser gobernadas por Batavia, y no por Holan­
da. Y tal principio continuó siendo válido: La Haya no inter­
vino en los asuntos indonesios más de lo que Westminster in­
tervino en los de la India.
Los organismos metropolitanos que heredaron los poderes
de la Compañía de las Indias Orientales se parecían mucho a
los de las otras potencias. Hasta 1848 las colonias quedaron a
cargo de la Corona; después la supervisión administrativa pasó
a los Estados Generales, los cuales, sin embargo, se ocuparon
poco de ella. Se limitaron a promulgar leyes sobre aduanas y
moneda, a escuchar el informe del ministerio de las Colonias
durante la discusión del presupuesto anual y, de vez en cuando,
a solicitar algunas modificaciones en la política general. Por lo
demás, los asuntos coloniales quedaron en manos de los fun­
cionarios de carrera. El poder ejecutivo pasó de la Corona al mi­
nistro de las colonias y su despacho; ningún otro departamento

259
ministerial podía pasar por encima de ellos. Los ministros ho­
landeses de las colonias representaron una excepción, puesto
que todos ellos fueron técnicos más que políticos, y raramente
participaron en una de las dos cámaras. Muchos habían ocupa­
do cargos oficiales en Indonesia: nueve de los veinticinco go­
bernadores generales nombrados a partir de 1815 acabaron con­
virtiéndose en ministros de las colonias. Los asuntos de las In­
dias orientales eran tratados por el ministerio competente co­
mo si fueran misterios vedados a los no iniciados. También por
esto la política colonial acabó convirtiéndose en materia de ex­
pertos y Batavia tuvo la precedencia sobre La Haya, pero de
ahí derivaron una cierta cerrazón mental y ásperas críticas por
parte de los parlamentarios que podían influir poco sobre el
legislativo.
Batavia constituyó, pues, el verdadero centro del imperio co­
lonial holandés. La figura central en Batavia fue el gobernador
general. Teóricamente éste tenía que obedecer las leyes del Par­
lamento y las órdenes del ministro, pero en la práctica no era
menos poderoso que el gobernador general británico en Calcu­
ta, y estaba tan libre como él de cualquier interferencia de los
organismos locales. Disponía de su aparato administrativo, su
presupuesto y sus fuerzas armadas. El consejo ejecutivo estaba
formado por cinco funcionarios, cuya carrera dependía de sus
buenos oficios. Su independencia frente al ejecutivo varió de
una época a otra, pero en general estaba obligado a solicitar su
aprobación, aunque era libre de rechazar las decisiones.
Durante un siglo, a partir de 1815, no hubo órganos legisla­
tivos, ni electivos ni nombrados. Hasta 1900 no se empezó a
plantear un gobierno representativo, y esto dio lugar a la crea­
ción en Batavia, en 1916, de un volksraat, formado en un pri­
mer momento en parte por notables nombrados por el gobier­
no y en parte por hombres elegidos por los gremios profesio­
nales. Este volksraat tuvo en ¡os primeros tiempos solamente
poderes consultivos y vínculos no europeos al gobierno, aun­
que sin concederles por ello una función de control. El volks­
raat tenía que ser consultado para la aprobación del presupues­
to anual, podía votar recomendaciones y protestar, pero no po­
día legislar. No obstante, sus proporciones y sus funciones se
desarrollaron rápidamente. En 1929 contaba con 61 miembros,

260
de los cuales no menos de 38 eran elegidos indirectamente por
colegios raciales separados y podían legislar dentro de unos lí­
mites bien definidos en determinados temas, aunque permane­
ciendo todavía fuera del gobierno. El gobernador general seguía
aún teniendo la facultad de legislar sin su consentimiento, y los
Estados Generales podían hacer que entraran en vigor ciertas
partidas del presupuesto indonesio si el volksraat no las apro­
baba en la fecha prevista. No existía un apartado ministerial y
por ello la iniciativa seguía, en manos del gobernador general.
En Batavia el gobierno continuó siendo esencialmente un go­
bierno de funcionarios de carrera, pero la invasión japonesa de
1941 puso fin al experimento de gobierno representativo, que
quizá se hubiera desarrollado hasta convertirse en algo seme­
jante al estatuto de los dominios en el seno de la Common-
wealth británica.
El aspecto característico del dominio holandés en Indonesia
fue su tratamiento del problema de la administración indígena
y de las relaciones raciales, heredado de la Compañía de las In­
dias Orientales. Los Países Bajos nunca pensaron estar investi­
dos de una misión civilizadora. Se daba por sentado que los in­
donesios eran distintos, pero no por ello necesariamente infe­
riores. Los holandeses nunca hicieron un serio intento de di­
fundir el cristianismo, la lengua holandesa o la cultura europea.
Fueron los primeros europeos que partieron deí supuesto de
que en una dependencia tropical los intereses de los no euro­
peos debían seguir siendo primordiales. Por ello, y a pesar de
una notable inmigración de europeos después de 1815, jamás se
pensó que Indonesia tuviera que convertirse en un «país de
blancos», dominados por los emigrados.
Estos principios fueron particularmente evidentes en los cua­
tro sectores más importantes del gobierno: la administración in­
dígena, el derecho, la propiedad de la tierra y la asistencia social.
Bajo el gobierno de la Compañía, la administración indígena
había sido dejada, en la medida de lo posible, en manos indo­
nesias. A partir de 1815 ese método fue modificado poco a po­
co, pero no los principios del «gobierno indirecto», que se ex­
presaron de dos maneras bien diferentes. Algunos estados na­
tivos estaban ligados a los holandeses por tratados; las otras
áreas estaban bajo soberanía holandesa. Con el tiempo la pro­
porción cambió a medida que las crisis políticas y la ampliación

261
de las actividades europeas llevaban a la anexión de un Estado
indígena tras otro. Entre 1830 y 1840 quedó bajo soberanía ho­
landesa el 93 por 100 de Java y más de la mitad de las «islas
exteriores».
Hasta los últimos años del siglo XIX los holandeses conser­
varon los métodos de la Compañía en la administración de
aquellas regiones de las que tenían el pleno control a través de
los «regentes» hereditarios nativos, príncipes ya soberanos de
los sultanatos indígenas. Sus distritos se llamaron «regencias»,
reagrupadas en «residencias» bajo la supervisión de un residen­
te europeo. En este «sistema indirecto javanés» los regentes eran
nombrados por Batavia y podían ser destituidos, pero en la me­
dida de lo posible se les dejaba su independencia. Sin embargo,
en el curso del siglo XIX el control europeo se hizo más rígido,
debido a que el incremento de la actividad y de la población eu­
ropea exigía un gobierno más eficaz que el que podían ejercer
los nobles de Java, faltos de preparación e incluso a menudo
analfabetos. En torno a 1900 el «gobierno indirecto» era en rea­
lidad un gobierno muy centralizado, ejercido por los residentes
y sus subordinados europeos, rígidametne controlados por Ba­
tavia. Esta tendencia, análoga a la que se manifestaba en Mala­
sia, desagradaba en Holanda. Las alternativas eran, o bien un
absoluto dominio directo europeo, o bien la adaptación de los
viejos métodos a las nuevas situaciones. Esta última solución
fue la escogida. Para descentralizar la administración, se creó
un buen número de unidades gubernativas de una cierta con­
sistencia y provistas de considerable autonomía. Y para permi­
tir una mayor participación de los indonesios en el gobierno se
crearon residencias y regencias con varias formas de gobierno
representativo. En 1939 Java estaba formada por tres provin­
cias, subdivididas en regencias, y dos estados indígenas; tam­
bién las «islas exteriores» fueron reagrupadas en tres provincias,
divididas en residencias (o gobernadurías) y subdivididas en dis­
tritos. Los funcionarios europeos ejercían un estrecho control,
a todos los niveles, pero no obstaculizaban la participación de
los indonesios. En Java sobrevivieron los regentes en su calidad
de miembros de la administración gubernativa: administraban
la regencia junto con consejos electivos y comités ejecutivos,
siempre elegidos. Las zonas urbanas fueron dotadas de institu­
ciones municipales electivas. Las regencias y los consejos mu-

262
nicipales elegían al consejo provincial, el cual tenía poder legis­
lativo para la provincia. En las «islas exteriores» había mayor
variedad, y las instituciones copiaban menos los modelos de Oc­
cidente. No existían regencias, y el control europeo se ejercía
únicamente al máximo nivel; pero en la medida de lo posible
se utilizaron las instituciones tribales para formar «comunida­
des de grupos» y «municipios étnicos», con mayor autonomía
que las regencias javanesas. El ataque japonés de 1941 puso fin
a los experimentos de descentralización, pero ya entonces se
tendía claramente hacia un sistema de gobierno federal en todas
las Indias, con una notable participación de los indonesios.
Después de 1815 hubo cambios también en la posición de los
estados indígenas. Muchos fueron absorbidos por los territo­
rios gubernamentales, y los que quedaron fueron incorporados
a las residencias, como unidades de gobierno subordinadas. A
partir de 1900 la práctica de una «Breve declaración» de carác­
ter unitario sustituyó a los tratados separados, cada vez que se
presentaba la ocasión de reducir la autonomía de los estados.
Luego, en 1927, Batavia preparó los «Reglamentos para los Es­
tados Indígenas» y definió la condición jurídica de los prínci­
pes. En 1941 los estados sobrevivientes eran protectorados co­
loniales más que auténticos estados protegidos, pero los holan­
deses no parecían dispuestos a abolirlos. Solamente desapare­
cieron al alcanzar Indonesia la independencia.
En la esfera del derecho, los holandeses conservaron la per­
sonalidad jurídica de los indonesios, constituyendo sistemas ju-
diciarios diferentes para nativos y europeos. Los indonesios po­
dían renunciar al derecho consuetudinario y someterse a los tri­
bunales europeos, pero si no lo hacían su personalidad jurídica
no quedaba por ello menoscabada. Este sistema binario estuvo
acompañado de una triple subdivisión de los tribunales. Aproxi­
madamente una quinta parte de Indonesia, compuesta sobre to­
do por estados indígenas, dispuso de tribunales administrados
exclusivamente por indonesios, los cuales aplicaban los proce­
dimientos y las penas tradicionales y estaban vinculados al sis­
tema gubernativo solamente por el derecho de apelación. La ma­
yoría de los indonesios estaba bajo la jurisdicción de tribunales
gubernamentales dotados de personal europeo. En ellos se apli­
caba el derecho consuetudinario local en las causas civiles, y el
derecho romano-holandés en las penales; el juicio de apelación

263
correspondía a los consejos de justicia de los centros provincia­
les y en segunda instancia al Tribunal Supremo de Batavia. Los
demás tribunales que tenían jurisdicción sobre los indonesios
eran los landgerecbten, creados en 1914 para decidir las causas
penales menores que interesaban a la vez a indonesios y euro­
peos. Para los europeos, y también para otros (incluidos algu­
nos asiáticos) que tenían derecho a dirigirse a sus tribunales, se
creó un tercer sistema, el cual desde las regencias hasta el tri­
bunal supremo era paralelo al de los tribunales indígenas. Los
holandeses no intentaron codificar las leyes o unificar las juris­
dicciones, como los ingleses en la India. Su sistema jurídico fue
siempre expresión del principio de que cada uno ha de ser juz­
gado por sus iguales.
La política agrícola y la laboral tuvieron una inmensa impor­
tancia en una sociedad «mixta» como la indonesia, y también
en este terreno actuaron los holandeses de manera un tanto in­
sólita y en general buena. ■ ' ...■ . ■ •■ .
La política de la Compañía de las Indias Orientales había con­
sistido en prohibir una permanente enajenación de la propie­
dad de los nativos en beneficio de los europeos. Ello respondía
a sus intereses, dado que impedía la competencia, pero a partir
de 1815 el principio fue reafirmado sobre bases morales. Entre
1800 y 1815, sin embargo, primero el gobierno holandés y des­
pués el británico, permitieron la enajenación de las tierras, y así
una parte notable de Java pasó a ser «tierra privada» de propie­
dad. Con el retorno a la vieja política, más tarde, se puso fin a
la expropiación, pero se creó un grave problema económico.
Las plantaciones europeas eran indispensables para la produc­
ción de fibras destinadas a la exportación, y por ello las tierras
eran necesarias. Así pues, se adoptaron dos tipos de solución.
El gobierno tomó, como dominio público, toda la tierra no ex­
plotada por los indonesios (aunque aquí la ignorancia de los
usos indígenas provocó injusticias y violencias) y se la arrendó
a los europeos en bloques de proporciones limitadas, con con­
tratos de hasta 75 años. Y además se autorizó a los plantadores
y las sociedades agrícolas a arrendar las tierras de los príncipes
locales o las comunidades de aldeas. Tales métodos aseguraron
vastas extensiones de terreno a las plantaciones de los europeos.
En 1928 los no indonesios poseían en Java y Madura, además
de las 552 310 hectáreas de «tierras privadas» en propiedad ab-

264
soluta, 690 030 hectáreas arrendadas al gobierno y 209 044 hec­
táreas arrendadas a indonesios. En las «islas exteriores»
2 567 343 hectáreas fueron dadas en arriendo o concesión por
el gobierno sobre todo en Sumatra '. De este modo, y a pesar
de la política agraria gubernamental, fue desarrollándose en In­
donesia una típica economía de plantaciones. Los europeos pro­
ducían la mayor parte del azúcar, el tabaco, el té, el caucho, el
café y la copra que, junto con el petróleo y el estaño, consti­
tuían los productos de exportación.
La economía de plantación plantea problemas de mano de
obra. En Java había mucha; de lo que se trataba era de impedir
su explotación. Los europeos solían emplear, por lo general,
obreros retribuidos, pero algunos se aprovechaban de las cos­
tumbres locales para imponer el trabajo obligatorio. Los pro­
pietarios de las «tierras privadas» tenían derecho a cincuenta y
dos días de trabajo gratuito al año, por parte de los arrendata­
rios, en sustitución de la renta. Los plantadores que arrendaban
tierras de las aldeas y los arrendatarios de las tierras guberna­
mentales con frecuencia obtenían de los jefes de las aldeas ma­
no de obra gratuita. El gobierno trató de regular esos métodos,
pero no conseguió eliminarlos. En realidad, su posición era dé­
bil, porque en Batavia estaba aún vigente la prestación de tra­
bajo para las obras públicas, heredada de los soberanos indíge­
nas. Tal derecho no fue nunca cedido a los plantadores y la pres­
tación de trabajo podía ser sustituida por una suma de dinero;
pero, mientras estuviera vigente, difícilmente se podía impedir
a los plantadores que se aprovechasen de estos derechos tra­
dicionales.
En Sumatra y en las otras «islas exteriores», en cambio, la ma­
no de obra era muy escasa, debido a la menor densidad demo­
gráfica, y además reacia a trabajar en las plantaciones. Batavia
autorizó por ello el reclutamiento de trabajadores en Java y en
otros lugares. Otras potencias coloniales aplicaron el mismo sis­
tema; pero los contratos firmados por los holandeses tenían una
característica muy criticada por los filántropos: la ruptura del
contrato por parte del trabajador era perseguible penalmente.
La obra de los holandeses en materia de propiedad de la tierra
y de trabajo fue por lo genera! positiva, teniendo siempre pre­
sente que se daba por descontado que los europeos debían des­
empeñar un papel rector en la economía de una dependencia

265
tropical. Y sin embargo, a mediados del siglo XIX los holande­
ses se ganaron una pésima fama entre los filántropos, quienes
les acusaban de explotar su poder político en Indonesia en pro­
vecho de la metrópoli. ¿Estaba justificada la acusación?
La citada fama fue producto del denominado «sistema de cul­
tivo» aplicado en Java entre 1830 y 1870-80. Se basaba en la rea­
nudación de una práctica seguida por la Compañía antes de
1800. La Compañía obtenía las especias destinadas a los mer­
cados europeos en parte de sus plantaciones y en parte también
de la imposición del pago de un tributo en especie a los prín­
cipes y a los regentes protegidos. En Java, pero no en otros lu­
gares, los ingleses abolieron el sistema, sustituyendo por una ta­
sa en metálico, impuesta a la comunidad de la aldea, el tributo
en especie pagado por los regentes, y procedieron a inspeccio­
nes in situ para establecer de manera rigurosa las disponibilida­
des de cada aldea. Raffles, al cual se debió el cambio, esperaba
que éste beneficiara a los campesinos javaneses, pero por iro­
nías del destino fue justo el principio de la evaluación de la ba­
se imponible de cada aldea lo que dio lugar a los peores aspec­
tos del «sistema de cultivo».
Entre 1815 y 1830 los holandeses mantuvieron el nuevo sis­
tema de tasación en metálico. Ello provocó una crisis económi­
ca y financiera. Los precios mundiales del café y del azúcar de
producción gubernativa bajaron de tal manera que los impues­
tos aportaban ingresos en metálico, pero no productos para la
exportación. Los indonesios no estaban dispuestos a cultivarlos
a costa de la producción de arroz. Para estimular el cultivo de
los productos de exportación, el gobernador general Van den
Bosch propuso la vuelta al pago en especie.
Tal y como fue proyectado en 1830, el sistema era moral­
mente irreprensible. La tasación por aldea fue sustituida por la
obligación de cultivar determinados productos por cuenta del
gobierno. N o se estableció su cantidad, que de cualquier modo
debía estar en relación con la extensión de las tierras de pro­
piedad común de la aldea, hasta un máximo de una quinta par­
te; los campesinos, por otro lado, no estaban forzados a prestar
su trabajo personal en una medida superior a la precisa para cul­
tivar arroz en esas mismas tierras. Si una aldea suministraba pro­
ductos por un valor superior al de la tasa, se le pagaba la
diferencia.

266
En lo fundamental, el sistema era bueno; los problemas co­
menzaron cuando los sucesores de Van den Bosch y sus fun­
cionarios invirtieron su principio. En vez de definir las propor­
ciones de la zona que había de ser reservada a la producción des­
tinada al gobierno, fijaron la cantidad del producto, y los fun­
cionarios de ambas razas, que llevaban un porcentaje sobre los
productos cosechados, fijaron cantidades irracionales. Durante
los años 1860-70 filántropos y dogmáticos del liberalismo, que
no veían con buenos ojos la participación del gobierno en la
producción y el comercio, empezaron a atacar el sistema. Ga­
naron una primera batalla en 1870, cuando se puso fin al siste­
ma de la producción forzosa, manteniéndose sin embargo el de
las plartaciones gubernamentales de café. Batavia redujo sus im­
puesto' en metálico, confiando cada vez más en los impuestos
indirectos. Los productos reservados a la exportación fueron su­
ministrados, a partir de entonces, por los plantadores europeos
y por aquellos de los campesinos indígenas que estaban dispues­
tos a cultivarlos.
El «sistema de cultivo» fue un escándalo, pero no fue menos
un fabuloso éxito financiero. Entre 1831 y 1877 permitió a Ba­
tavia enviar al tesoro holandés 823 000 000 de florines: un pro­
medio de 18 000 000 anuales, siendo el presupuesto holandés de
casi 60 000 000 2. Holanda utilizó esas sumas para enjugar la
deuda de la Compañía de las Indias Orientales, para reducir la
deuda nacional y para llevar adelante obras públicas. Además,
el transporte de unas cantidades tan grandes de productos de
las Indias orientales, reservado al monopolio holandés, dio nue­
va vida a la marina mercante holandesa y colocó a Amsterdam
en el centro del mercado de especias de Europa. La abolición
del sistema representó por tanto una notable pérdida para Ho­
landa. Los liberales, que pretendían que el liberalismo econó­
mico habría dado beneficios aún mayores, se equivocaban. In­
donesia floreció, pero Holanda sacó poco provecho de aquello.
La abolición del «sistema de cultivo» coincidió con la adopción
de la libertad de comercio, y los holandeses acabaron teniendo
una participación muy escasa en el comercio indonesio. La pro­
porción de los productos exportados a los Países Bajos bajó de
un 76,6 por 100 en 1870 a un 15,3 por 100 en 1930; por su la­
do, las importaciones indonesias de Holanda descendieron del
40,6 por 100 al 16,8 por 100 del total.3 A partir de 1877 los sub-

267
sidios fiscales dejaron de afluir al tesoro holandés; de vez en
cuando, por el contrario, la metrópoli debía cubrir el déficit in­
donesio. Los Países Bajos obtuvieron notables ventajas de sus
inversiones en las plantaciones, el petróleo, el estaño y otras ac­
tividades económicas, y también de la afluencia de los benefi­
cios a la metrópoli y del ahorro de los funcionarios. Pero todo
ello fue fruto de un duro trabajo. No se volvería ya a los días
felices en que el «sistema de cultivo» suscitaba la codicia de los
observadores continentales, como Leopoldo de Bélgica, mos­
trando las ganancias que se podían obtener, sin esfuerzo, de la
colonización de los trópicos.
Desde el punto de vista de los indonesios, el último período
de la dominación holandesa, antes de 1941, fue el mejor. Que­
daban aún algunos aspectos del viejo planteamiento del gobier­
no indirecto, pero el Estado empezó a interesarse, aunque fuese
bajo una óptica paternalista, por la asistencia social. Se difun­
dió rápidamente la instrucción pública, con clases separadas pa­
ra nativos y europeos por debajo del nivel de la enseñanza se­
cundaria. La administración pública fue abierta a todos, sin dis­
criminación racial alguna. Se crearon servicios de asesoramien-
to para fomentar la producción local. Se mejoraron enorme­
mente carreteras y ferrocarriles. La población aumentó, pasan­
do de 37 000 000 de habitantes en 1905 a 70 000 000 en 1940 4;
las exportaciones pasaron de 175 000 000 de florines en 1880 a
un máximo de 2 228 000 000 en 1920 5. La economía se hizo
más diferenciada. La carga fiscal pasó en buena parte de los
hombros de los indonesios a los de los europeos más ricos. La
Indonesia holandesa continuó siendo típicamente «colonial» en
su estructura económica y en su gobierno paternalista, pero en
el ámbito de las convenciones vigentes en los dominios colo­
niales contemporáneos la obra desarrollada por Holanda fue
verdaderamente notable.

II. E L IMPERIO RUSO EN E L ASIA C E N T R A L

El principal problema que plantea el análisis del imperio colo­


nial ruso es el de distinguir entre colonias y territorios metro­
politanos. Los demás imperios estaban separados de la madre
patria por el mar; el ruso, en cambio, estaba constituido por

268
una masa continua de tierras que se extendía desde Polonia has­
ta el estrecho de Bering. En 1945 comprendía regiones tan di­
versas como Crimea, la cuenca del Volga, Ucrania, Asia cen­
tral, Siberia y el Amur, a las que hay que añadir los estados de
la Europa oriental ocupados por Rusia durante la segunda
guerra mundial, que acabaron luego pareciéndose mucho a es­
tados protegidos. Pero, ¿cuáles de estas regiones podían consi­
derarse colonias? Muchas presentaban las características de és­
tas. Siberia era una colonia de poblamiento similar a Australia,
creada mediante un proceso análogo de emigración penal y es­
pontánea. Las provincias caucásicas eran claramente posesiones
no europeas de la Rusia europea. Sin embargo, aquí sólo nos
ocuparemos del Asia central rusa, producto de la expansión del
siglo XIX, más que de los siglos anteriores, que presentaba pro­
blemas característicos de las colonias. Además, el hecho de que
la zona no estuviera completamente asimilada al resto del Im­
perio ruso en 1917 permite establecer una comparación entre
los métodos zaristas y los soviéticos en el tratamiento de las
colonias.
El dominio sobre el Asia central dio comienzo con la ocu­
pación militar destinada a crear una zona de protección en la
frontera meridional de Siberia, pero luego se convirtió en una
verdadera colonización. Ese proceso se hallaba ya muy avanza­
do en 1917, pero fue completado por la Unión de Repúblicas
Socialistas Soviéticas.
La conquista del Asia central, iniciada durante la década
1840-50 y prácticamente finalizada en 1770, colocó a San Pe-
tersburgo ante una serie de complejos problemas. El Asia cen­
tral era tan grande como toda la Europa occidental y carecía de
unidad natural. Estaba habitada por pueblos de razas diversas
que tenían poco en común entre sí, excepto la fe musulmana.
Tres de ellos eran nómadas: los kazakos, que ocupaban la ma­
yor parte de las estepas, entre Siberia y el río Syr Daria; los kir­
guises, en el este, en torno al lago Issyk-kul; y los turcomanos,
en el sudoeste, entre el Syr Daria y el mar Caspio. Los uzbe-
kos, en cambio, que ocupaban los territorios al sur y al este de
los turcomanos, eran sedentarios y agricultores, y los janatos
uzbekos de Bujara, Kokand y Jiva, constituían los únicos esta­
dos fuertes de toda el Asia central. La región, pues, se encon­
traba fragmentada y era un cementerio de pasadas conquistas e

269
imperios disueltos. Económicamente estaba estancada, porque
los itinerarios internacionales que en otros tiempos constituye­
ran su riqueza, eran desde hacía mucho impracticables, por el
desorden político.
En vista de sus objetivos militares —seguridad de la frontera
siberiana, barrera contra la avanzada británica en la India— los
rusos esperaban limitarse a controlar la zona. La solución más
natural habría sido la creación de un sistema de estados prote­
gidos, pero resultaba irrealizable porque se carecía, casi por do­
quier, de una autoridad nativa que sirviese para el cargo. Bujara
y Jiva sobrevivieron, aunque en proporciones reducidas, ligadas
a Rusia mediante tratados de protectorado, pero Kokand no es­
tuvo a la altura de la tarea y, como todas las demás zonas, fue
sometida a la directa administración rusa. En 1898 el Asia central
estaba compuesta por dos provincias, la Estepa y el Turquestán,
cada una de ellas bajo la dependencia de un gobernador general.
Otras zonas de la estepa fueron absorbidas por Siberia.
El gobierno de la Estepa y el Turquestán fue el característico
de las regiones fronterizas: un gobierno militar, autocrático y
centralizador. Los dos gobernadores generales eran responsa­
bles ante el zar en persona (no existía de hecho un ministro de
las colonias) y eran libres de ignorar las propuestas del consejo
de gobernadores militares y de los jefes de los distritos admi­
nistrativos. Este esquema se repetía dentro de las unidades me­
nores del gobierno, que iban de los oblast a los uezd y los ujas-
tok. Los funcionarios concentraban siempre en sus manos la au­
toridad militar y la civil, siendo también responsables de la ad­
ministración de la justicia hasta que el Asia central tuvo el mis­
mo aparato judicial que la Rusia europea, en 1884. De todas ma­
neras, en los asuntos locales se toleraba una cierta autonomía.
Las ciudades principales surgieron como centros militares, pe­
ro tuvieron después comités administratrivos de colonos y fun­
cionarios locales. Las colonias agrícolas establecidas por los
emigrantes rusos tuvieron derecho a las instituciones concedi­
das a las aldeas de Rusia tras la liberación de los siervos de la
gleba, en 1861. Eran administradas por asambleas de jefes de fa­
milia, presididas por un anciano elegido, que tenía también po­
deres judiciales de alcance menor. Las aldeas fueron reagrupa­
das en volost, con organismos análogos.
Aun siendo de origen europeo, el sistema de autoadministra-

270
ción se adaptaba fácilmente a la sociedad nativa. Los ancianos
de las aldeas del Turquestán y los jefes de familiares del Kaza-
kistán tuvieron calidad de funcionarios y estipendios del go­
bierno. Las aldeas indígenas fueron reagrupadas en volost, y los
tribunales de la aldea y del volost fueron libres de aplicar el de­
recho islámico: el derecho adat, no escrito, en la estepa, y el sa­
rtat, escrito, en el Turquestán. Esta autonomía era muy limita­
da, dado que los funcionarios rusos intervenían con una fre­
cuencia excesiva para que los indígenas pudiesen actuar respon­
sablemente, pero no se preocupaban de enseñar honradez y efi­
cacia. Los funcionarios más jovenes estaban mal pagados y eran
corruptos y a menudo eran antiguos oficiales separados de los
regimientos rusos por incapacidad. Hacia 1914 se notaba una
cierta mejora, pero Rusia no se preocupó jamás de formar un
cuerpo de administradores coloniales de carrera, bien pre­
parados. .
La ambivalencia de la actitud rusa hacia la función del Asia
occidental fue el origen de la mudable política seguida con re­
lación a la propiedad de la tierra y a la inmigración europea.
Hasta 1890 aproximadamente, se basó en el supuesto general de
que, af tratarse de un territorio fronterizo, los nativos debían
ser protegidos de la inmigración, para que Rusia pudiera contar
con su fidelidad. Por eso la inmigración fue rigurosamente pro­
hibida en el Turquestán hasta 1890, mientras que se la toleraba
en las regiones escasamente pobladas de la estepa al sur de Si-
beria. Dicha política cambió en la década 1880-90, cuando los
nuevos problemas internos de Rusia —los grandes deplazamien-
tos de masas de campesinos hambrientos de tierra, el incremen­
to demográfico y el radicalismo político— hicieron que la in­
migración pareciera una panacea. Para el Asia central la suerte
quedó echada con las conclusiones de la Comisión Ignatiev, que
en 1884 recomendaba la colonización campesina del Turques­
tán y la estepa. A partir de entonces se fomentó oficialmente la
inmigración hacia el Kazakistán, y luego los colonos se exten­
dieron por el Turquestán. En 1914, cerca del 40 por 100 de la
población de la estepa estaba formada por inmigrados, campe­
sinos en su mayor parte. En el Turquestán, proporcionalmente,
eran menos: 407 000 (el 6 por 100) de una población de unos
6 493 000 habitantes en 1911, la mitad de ellos campesinos6.
De este modo ambas zonas se convirtieron en colonias «mix-

271
tas», pero el Turquestán conservó su carácter, esencialmente no
ruso.
La inmigración modificó necesariamente la política rusa con
respecto a los nativos. Inicialmente, esa política habría sido leal,
conservadora, encaminada a no suscitar la oposición local. Se
adoptó una política de absoluta tolerancia en materia de reli­
gión. No se introdujeron nuevas formas impositivas, aunque sí
se modificaron o eliminaron determinadas exacciones en vigor
antes de la ocupación. No hubo irhpuestos, capitación ni tra­
bajo forzoso, y ni siquiera servicio militar obligatorio, hasta
1916. Las poblaciones locales pasaron, a todos los efectos, a ser
súbditas del zar, y quienes cumplían los requisitos exigidos a
los electores rusos gozaron del derecho al voto en las eleccio­
nes de la Duma central en 1906. Sobre todo revistió importan­
cia aquí la política con respecto a la tierra, durante largo tiem­
po inspirada en criterios equitativos. La Corona reivindicó la
propiedad de todas las tierras, como herencia de los soberanos
anteriores. Conservó los derechos sobre las tierras no ocupa­
das, pero reconoció el equivalente de una propiedad absoluta,
con derecho a enajenación, a los ocupantes del resto. Se trataba
de una auténtica revolución social. En el Turquestán, la mayor
parte de la tierra había sido una posesión casi feudal de la aris­
tocracia, que la arrendaba a los campesinos. Los rusos transfor­
maron el Turquestán, con excepción de los estados protegidos,
en una región de pequeños propietarios y cultivadores directos.
Sólo cuando la solicitud de tierras por parte de los colonos se
hizo más insistente, empezó la política rusa a atentar gravemen­
te cohtra los intereses de los indígenas. Las repetidas inspeccio­
nes de las tierras vírgenes de la estepa, llevadas a cabo ignoran­
do las necesidades especiales de un pueblo nómada, acabaron
arrebatando a los kazakos muchos pastizales y forzándoles a la
agricultura sedentaria. Como en muchas otras colonias «mix­
tas», los intereses de los nativos hubieron de someterse a los de
los colonos blancos.
La tolerancia hacia la estructura social indígena fue obvia­
mente un instrumento útil durante la primera fase de la ocupa­
ción, pero estaba en contradicción con las tradiciones rusas. El
imperio estaba formado por regiones diversas, más o menos asi­
miladas a la Rusia europea: también el Asia central acabaría
siéndolo, antes o después. El medio más inmediato para conse-

272
guirlo fue, naturalmente, la educación. En la estepa y el Tur-
questán se aplicaron diversos sistemas, pero en esencia todos es­
taban destinados a enseñar el ruso junto con las lenguas locales.
En los niveles inferiores existían escuelas separadas para rusos
y nativos, pero éstos, si lo deseaban, podían frecuentar las pri­
meras. En cifras, los frutos de la educación fueron escasos, para
los no rusos del Asia central, antes de 1914. En 1913 solamente
el 7,5 por 100 de los 105 200 niños inscritos en las escuelas de
la estepa eran kazakos. En el oblast de Syr Daria, en 1912, re­
cibía enseñanza primaria un 95 por 100 de los niños rusos, pe­
ro únicamente el 2,02 por 100 de los no rusos 7. Esta baja cifra
de asistencia a la escuela se debía en parte a la aversión de los
nativos a la cultura occidental, pero faltaba también un incen­
tivo, como hubiera sido, por ejemplo, la posibilidad de acceso
a los más altos puestos de la administración gubernativa. La
gran mayoría de los indígenas no recibió una educación y no
fue asimilada, e incluso la pequeña minoría de gente instruida
que encontró trabajo en la enseñanza, en los puestos inferiores
de la administración o en los servicios técnicos, siguió siendo
musulmana, más influenciada por el renacimiento del islamis­
mo que se estaba entonces manifestando en Crimea y en las re­
giones del Volga que por el cristianismo o la cultura occidental.
En 1914, el Asia central constituía, por tanto, una sociedad
cada vez más «mixta», donde la mayoría de los no rusos con­
tinuaba siendo conservadora, inculta y no cristiana. Pero en
otros campos Rusia obtuvo buenos resultados. Hubo de en­
frentarse únicamente a dos revueltas de escaso alcance, que re­
flejaban más bien la aversión a las novedades por parte de mu­
sulmanes conservadores que una verdadera hostilidad hacia lo
extranjero. Hubo de llegar la imposición del reclutamiento for­
zoso, en 1916, para suscitar en diversas regiones una rebelión
campesina de amplias proporciones; e incluso ésta fue más ex­
presión de viejos rencores contra los funcionarios locales rusos
y los notables indígenas que de un deliberado nacionalismo.
También en materia económica la obra rusa fue positiva. Creó
una infraestructura de carreteras, ferrocarriles y otros servicios
modernos, y restauró el antiguo sistema de irrigación, que es­
taba en ruinas. El mercado ruso estimuló la producción de mu­
chos géneros y la administración siguió una constructiva polí­
tica paternalista. Aunque reducidos a ocupar una región más li-

273
tnitada, los kazakos incrementaron su gandería. En el Turques-
tán se fomentó la producción de algodón mediante tarifas pre-
ferenciales, y se redujeron los fletes y la importación de ganado
de calidad de Norteamérica. En 1913 la producción del algo­
dón cubría casi una quinta parte del territorio de regadío en to­
dos los oblast, con excepción de Semirechie, y constituía más
de la mitad de la renta agrícola del Turquestán. La excesiva li­
mitación cualitativa de la producción agrícola tuvo algunas con­
secuencias negativas; entre otras cosas, las malas cosechas y las
fluctuaciones de los precios obligaban al campesinado a endeu­
darse y vender sus propiedades. Pero el algodón continuó sien­
do el primer renglón en las exportaciones del Turquestán.
En 1917 el Asia central era una típica sociedad colonial, go­
bernada autocráticamente por extranjeros, con una población
de colonos en permanente aumento, una profunda división cul­
tural y lingüística entre indígenas e inmigrantes, y una econo­
mía de subsistencia a un nivel muy primitivo. Con la revolu­
ción bolchevique de 1917 y el hundimiento del imperio zarista
se abrieron nuevas posibilidades. El Asia central podía ser libe­
rada del control ruso, o completamente asimilada en calidad de
Estado socialista, perdiendo sus características «coloniales». En
realidad, hoy en día no se ha producido ni lo uno ni lo otro.
El Asia central forma parte aún de Rusia, pero no tiene una ver­
dadera autonomía, ni paridad económica con la Rusia europea.
Sigue siendo «colonial» de hecho, aunque no lo sea no­
minalmente.
En principio, Lenin reconocía que los grupos étnicos dife­
rentes tenían derecho a separarse, o a gobernarse por sí mis­
mos, pero en la práctica el Asia central era demasiado impor­
tante para que Rusia renunciara a ella. Sus productos agrarios
y sus materias primas de uso industrial revestían una vital im­
portancia para la economía rusa. Y estratégicamente era la clave
para los contactos con el Oriente Medio, la India y China. Por
ello, la política imperialista, aunque fuese con el pretexto de ser­
vir a los intereses del proletariado del Asia central, debía
continuar.
La Constitución de la URSS, al ofrecer la ilusión de una au­
tonomía colonial, se prestaba a la salvaguardia de la unidad. Me­
diante las reformas constitucionales de 1924-25, completadas
solamente en 1936, el viejo imperio se convirtió en una unión

274
de repúblicas federadas. La Rusia europea, Siberia y el Amur
formaron la República Socialista Federativa Soviética Rusa
(RSFSR). Las otras regiones se conviertieron en repúblicas autó­
nomas, en el seno de la Unión de Repúblicas Socialistas Sovié­
ticas. La fórmula se asemejaba mucho a la de la Unión France­
sa de 1946, pero la realidad era diferente. En conjunto, la URSS
estaba unida al Soviet Supremo, donde una Cámara repre­
sentaba, sobre una base proporcional, a toda la población, mien­
tras que la otra representaba a las diferentes repúblicas. El Pre­
sidium, elegido por ambas cámaras, disponía del gobierno eje­
cutivo, y el partido comunista de la Unión, que en realidad es­
taba detrás del Soviet y del Presidium, estuvo en un primer mo­
mento organizado sobre una base unitaria y no federal. La cen­
tralización quedaba de manifiesto también en todos los demás
aspectos del gobierno. Los departamentos administrativos de
Moscú tenían amplios poderes en las repúblicas, cada uno en el
ámbito de las propias competencias; incluso los gobiernos, no­
minalmente autónomos, dependían de ellos. Algunos ministe­
rios, directamente responsables ante él gobierno central, y no
ante los gobiernos locales, disponían de jurisdicción sobre toda
La Unión, y eran los que controlaban los sectores clave. Rusia
era un Estado unitario, donde algunos poderes, limitados, eran
transferidos a los órganos locales. En comparación con el viejo
imperio zarista, la organización estaba todavía más centralizada.
En el Asia central la asimilación de los no europeos era aho­
ra la política oficial. La estructura administrativa originaria fue
sustituida en 1936 por una subdivisión en cinco provincias:
Turkmenistán, Uzbekistán, Kirguisistán, Tadjikistán y Kaza-
kistán. Teóricamente cada nacionalidad estaba concentrada en
una sola provincia, pero en la realidad esa política estaba enca­
minada a impedir la afirmación de un nacionalismo común a to­
das la poblaciones del Asia central. N o se ahorró ningún pro­
cedimiento para separar a las masas de los más eminentes re­
presentantes de las clases superiores y convencerlas de que tam­
bién ellas formaban parte del proletariado panruso. Se boico­
tearon y se eliminaron después los tribunales donde regía el de­
recho musulmán. Se hizo una intensa propaganda contra el is­
lamismo. En el sector de la instrucción pública se intensificó la
vieja política de asimilación, difundiendo el ruso y adoptando
el alfabeto ruso a las lenguas indígenas en 1939; los avances de

275
la a lfa b e tiz a c ió n y la a s iste n c ia a la e sc u e la fu e r o n im p r e s io n a n ­
te s. C o m o en lo s d e m á s re g ím e n e s c o lo n ia le s , ta m b ié n el r u so
se s ir v ió d e la in str u c c ió n c o m o d e l a r m a m á s e fic a z p a r a c o m ­
b a tir el a p e g o d e lo s n a tiv o s a s u s a n tig u a s tr a d ic io n e s.
También en el terreno económico obtuvo la Rusia soviética
resultados sorprendentes, pero la subordinación a las necesida­
des económicas de la metrópoli fue mucho más rigurosa en el
Asia central que en otras colonias. La propaganda bolchevique
había prometido la industrialización, pero, aparte del textil, que
utilizó el algodón local, antes de 1939 tan sólo tuvieron un cier­
to desarrollo las industrias mineras. Rusia tenía necesidad de
productos alimenticios y materias primas, y por ello la econo­
mía del Asia central se organizó para subvenir a esas necesida­
des. Con las granjas colectivas, que sustituyeron a la propiedad
campesina, aumentó enormemente la producción de grano,
mientras descendía el número de cabezas de ganado en las es­
tepas. Se introdujeron nuevos cultivos, como el de la remola­
cha azucarera, y se procedió a la mecanización agrícola. El pun­
to de contacto más evidente con el pasado colonial fue el in­
cremento de la producción algodonera, que en 1928 había re­
cuperado las áreas de cultivo de antes de la guerra, con 800 000
hectáreas plantadas, y en 1937 llegó a 1 446 000 ha. Pese a una
notable inmigración de trabajadores entre las dos guerras mun­
diales, los no europeos continuaron siendo en su gran mayoría
agricultores, productores de bienes de subsistencia.
El principal resultado de la dominación rusa fue que el Asia
central fue el único territorio colonial, con una población for­
mada básicamente por no europeos, que no alcanzó jamás la in­
dependencia. Como Estados Unidos en las Hawai, Francia en
sus colonias menores, y Portugal en Africa, Rusia combatió el
nacionalismo colonial con la completa integración. Por ironías
de la historia, la Rusia socialista consiguió conservar y explotar
sus posesiones coloniales mejor que los países «imperialistas»,
a los que había denunciado.

III. EL IMPERIO DE LOS ESTADOS UNIDOS

Los Estados Unidos fueron la última potencia occidental en


conquistar un imperio colonial, y la que menos de todas pre­
sentó las características formales del imperialismo. Nacidos de

276
una revolución contra el imperialismo británico, el antiimperia­
lismo se había convertido en parte integrante de su ética nacio­
nal. Los ideales republicanos, como los marxistas, resultaban in­
compatibles con la dominación de otros pueblos, porque la De­
claración de Independencia afirmaba que «los hombres han si­
do creados iguales, y todos han sido dotados por su Creador
de ciertos derechos inalienables, entre los cuales se encuentran
la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad». Hasta 1898,
todos los territorios norteamericanos, a excepción del puerto
carbonero de Midway, se hallaban en el continente norteame­
ricano. Habían sido conquistados honradamente, mediante la
colonización de «tierras no ocupadas» (a expensas de los ame­
rindios nómadas) o con el consentimiento de los habitantes in­
migrados de Europa (como en los estados limítrofes con Méxi­
co). Y cosa todavía más importante, se habían mantenido los
principios republicanos, porque las nuevas adquisiciones se ha­
bían convenido en estados de la Unión, plenamente iguales a
los otros, aun cuando algunos, como Alaska, debieron superar
largos períodos de prueba como «territorios» dependientes. Los
Estados Unidos habían realizado su «destino manifiesto», sin
por ello violar los principios republicanos.
El imperio colonial americano se formó en 1898, e ideológi­
camente suscitó un cierto embarazo. Los Estados Unidos no
querían colonias. En la última década del siglo no existía prác­
ticamente un movimiento nacionalista-expansionista, y se re­
chazaron todas las ocasiones de participar en el reparto inter­
nacional. El imperio se formó espontáneamente, como conse­
cuencia de la tensión internacional y los desórdenes políticos en
el Caribe. El punto de ruptura del aislacionismo americano fue
Cuba, donde los americanos poseían enormes intereses econó­
micos. Cuba se rebeló contra los españoles en 1895. La opinión
pública americana se enojó ante los métodos de represión es­
pañoles, y el hundimiento de un barco estadounidense en La
Habana, en abril de 1898, proporcionó el pretexto para la in­
tervención. La estrategia naval llevó a la ocupación de Cuba, y
luego de Filipinas, Guam y las Marianas: una vez ocupados, ta­
les territorios no podían ser devueltos a España, que según los
americanos no estaba moralmente en condiciones de gobernar­
los. Se trataba de escoger entre la independencia y la anexión,
por parte de los Estados Unidos o de otra potencia. Cuba ob-

277
tuvo la independencia, pero Puerto Rico fue anexionada para
impedir una intervención europea en la esfera de intereses ame­
ricana. Las Filipinas y Guam, bases estratégicas para el comer­
cio con China, fueron asimismo anexionadas, pero España pu­
do vender sus otras islas del Pacífico a Alemania.
Los Estados Unidos eran ya una potencia imperial, y una res­
ponsabilidad imperial conducía a otras. Las Hawai, desde hacía
tiempo dominadas por plantadores y misioneros americanos,
habían pedido la anexión y fueron incorporadas a la Unión en
1898. La isla de Wake fue anexionada en 1899 para unir a Ho­
nolulú con Guam. Aquel mismo año, Washington se decidió a
superar el punto muerto de la situación de las Samoa recurrien­
do a un reparto con Alemania; en 1900, por tanto, fueron
anexionadas Tutuila y otras islas. Los Estados Unidos poseían
por consiguiente grandes intereses en el Pacífico. También en
el Caribe sus nuevas responsabilidades comportaron una exten­
sión del dominio, aunque de forma menos oficial. Se precisaba
en aquel entonces un enlace directo con el Pacífico que permi­
tiera a la flota operar en ambos océanos; de ahí que Panamá fue­
se ayudada a obtener la independencia de Colombia. Mediante
el tratado de 1904, Panamá aceptó la protección americana y ce­
dió una franja del istmo para la construcción del canal. La es­
tabilidad del Caribe se había convertido, por consiguiente, en
algo esencial para la seguridad del canal, y en 1904 el «Corola­
rio de Roosevelt» a la doctrina de Monroe afirmó el derecho
americano a intervenir en cualquier estado política o económi­
camente inestable. Ahora bien, dado que la inestabilidad era
crónica, diversos estados pasaron bajo el control americano. Se
firmaron tratados que concedían la ocupación militar o el de­
recho a supervisar las finanzas públicas con Cuba en 1903, con
la República Dominicana en 1904, con Nicaragua en 1911 y
1916 y con Haití en 1915. A partir de 1916 Haití y la Repúbli­
ca Dominicana fueron ocupadas y gobernadas por los Estados
Unidos, mientras que de las finanzas nicaragüenses se ocupa­
ban interventores americanos. Una y otra vez, las fuerzas ar­
madas americanas intervinieron en Cuba. Para completar el con­
trol del Caribe, en 1917 Washington compró a Dinamarca las
islas Vírgenes.
Los Estados Unidos habían adquirido de este modo un im­
perio que se extendía por dos océanos y estaba formado en par-

278
te por verdaderas posesiones y en parte por estados protegidos.
Era un imperio colonial como los demás, pero el hecho de que
los americanos no se sirviesen jamás de términos como «colo­
nia», «posesión» o «protectorado» es significativo de su des­
arrollo histórico. Característico de los Estados Unidos como
potencia colonial fue el hecho de que se las ingeniaran para en­
cuadrar a las colonias en la estructura republicana, que las con­
sideraran o bien como protoestados de la Unión que debían ser
plenamente absorbidos en un segundo momento, o bien como
estados soberanos aliados a los Estados Unidos que en un se­
gundo momento se liberarían de esa tutela. N o todas sus de­
pendencias podían entrar en una u otra categoría, pero la prác­
tica se vio mitigada por el hecho de que los Estados Unidos de­
seaban sinceramente conseguirlo.
Fundamento de la política colonial americana fueron la Cons­
titución de los Estados Unidos y el procedimiento seguido en
el pasado para la admisión de los nuevos estados de la Unión.
N o hubo propósito de formular principios o crear institucio­
nes expresamente concebidas para posesiones coloniales per­
manentes.
La práctica administrativa de Washington se basó en esos su­
puestos. N o hubo un órgano que tuviera la exclusiva o la res­
ponsabilidad general de la administración de las dependencias.
Estas fueron administradas por varios ministerios, conforme al
principio francés del rattachement; por pura conveniencia, los
diversos territorios y protectorados fueron asignados a los de­
partamentos del Interior, de la Guerra, de la Marina y del Es­
tado, que asumieron la tarea de la administración. Ahora bien,
en 1934 se creó una división de los territorios y posesiones in­
sulares en el seno del departamento del Interior para supervisar
los asuntos de todas las dependencias —con excepción de Guam
y las Samoa, que siguieron en manos de la Marina, y de la zona
del canal de Panamá, que fue administrada por el ejército— y
para sustituir a la Oficina de los Dominios, para las Filipinas,
a la sazón prácticamente independientes. Hecho bastante típi­
co, tal división carecía de jefe político y de autoridad ejecutiva.
Ejercía una función consultiva ante el presidente, el Congreso
y los gobiernos coloniales, y aseguraba la conexión con los otros
departamentos; pero no gobernaba el imperio.
El Imperio americano no tuvo nunca una constitución for-

279
mal, afinque legalmente, según la estructura definida por los tri­
bunales de los Estados Unidos, se distinguieran tres categorías.
Los estados del Caribe, vinculados mediante tratados, eran es­
tados exteriores. Alaska y Hawai fueron incorporados en la
Unión por el Congreso y entraron dentro del ámbito constitu­
cional. En 1959 pasaron a ser estados con plenos derechos. To­
dos los demás eran territorios incorporados, colonias de hecho,
aunque no de nombre. La atribución de la ciudadanía seguía los
mismos criterios y distinciones. Los habitantes de los estados
incorporados se convertían en ciudadanos de los Estados Uni­
dos, amén de serlo de sus estados respectivos; los demás eran
«extranjeros» (en los protectorados) o «de nacionalidad esta­
dounidense», y ciudadanos de sus respectivos países. En la prác­
tica, sin embargo, el Congreso distribuyó los derechos de plena
ciudadanía con mayor largueza: a todos los puertorriqueños en
1917, a los habitantes de las islas Vírgenes en 1927 y a los de
Guam en 1950.
La distinción legal entre estados incorporados y no incorpo­
rados tuvo escasa importancia práctica en cuanto al gobierno;
la diferencia, en realidad, fue la que se creó entre las colonias
que los americanos consideraban inmaduras para la autonomía
y el resto. En 1917 Hawai, Alaska, Puerto Rico y las Filipinas
obtuvieron constituciones prácticamente idénticas, copiadas de
la americana, con un gobierno, un sistema bicameral con po­
deres legislativos, y delegados sin derecho a voto en la Cámara
de Representantes. El derecho y el sistema judicial correspon­
día a los de los estados de la Unión; los tribunales de apelación
iban desde los regionales hasta los federales locales, o al Tribu­
nal Supremo de Washington. Esas colonias, por tanto, eran en
apariencia totalmente autónomas, pero no sucedía así en la rea­
lidad; bajo la máscara de las instituciones americanas seguían
siendo dependientes. Los gobernadores eran representantes del
presidente y recibían órdenes de Washington. Dado que según
la Constitución americana el jefe del Estado era la única auto­
ridad ejecutiva, los gobernadores no podían actuar según las
propuestas de sus respectivos consejos ejecutivos, y únicamen­
te cuando éstos fueron electivos pudieron las dependencias ase­
gurarse un auténtico autogobierno. Las Filipinas lo consiguie­
ron en 1935 y Puerto Rico en 1948, Hawai y Alaska debieron
esperar hasta 1959.

280
Igualmente limitados eran los poderes legislativos de las
asambleas coloniales. Establecían el destino de los ingresos fis­
cales, pero si se negaban a aprobar el presupuesto fijado por el
gobierno, se renovaban de modo automático los impuestos del
año anterior. Podían aprobar leyes para todas las cuestiones in­
ternas, pero el gobernador podía vetarlas, y otro tanto podía ha­
cer el presidente de los Estados Unidos si el veto del goberna­
dor era rechazado por una mayoría de dos tercios. El Congre­
so podía aprobar leyes para todos los sectores y anular las pro­
mulgadas por las colonias. La autonomía, por tanto, fue muy
inferior a la soberanía de que gozaron los Estados Unidos o los
dominios de la Commonwealth británica.
El liberalismo básico de las cuatro constituciones de las colo­
nias indicaba que éstas se hubieran convertido en estados de la
Unión c habrían conseguido la plena independencia. No suce­
día lo mismo, sin embargo, con las posesiones menores del Pa­
cífico, inadaptadas al sistema constitucional americano. En el ca­
so de Guam, Samoa y las otras islas, los Estados Unidos tenían
un interés exclusivamente estratégico, y por ello quedaron bajo
el control de la Marina. Eran administradas empíricamente por
oficiales que tenían poderes autocráticos y seguían, llegado el
caso, las recomendaciones de los consejos de notables indíge­
nas. De esto resultó una especie de «gobierno indirecto» que
conservó el sistema nativo de la administración de distritos y al­
deas, sin preocuparse de asimilar a los isleños al sistema ame­
ricano. Pero durante mucho tiempo los oficiales americanos se
mostraron inexpertos en tal tarea, y muchos de los cambios de
alguna importancia fueron simplemente fruto de la ignorancia.
Otro aspecto unitario de la política colonial americana fue el
sistema arancelario. También en este caso la tradición continen­
tal que contemplaba tarifas proteccionistas comunes para el ex­
terior y libertad de comercio en el interior fue aplicada a todas
las dependencias, salvo aquellas donde existía el obstáculo de
unas obligaciones internacionales. Alaska y Hawai fueron in­
corporadas al sistema arancelario americano apenas adquiridas;
Puerto Rico lo fue en 1900, las Filipinas en 1909, y las islas Vír­
genes en el momento de su anexión. De todas las dependencias
auténticas sólo fueron excluidas la zona del canal de Panamá y
las Samoa; la primera porque seguía siendo un área exterior, y
las segundas por el tratado tripartito de 1899 con Gran Bretaña

281
10
y Alemania, que sancionaba el principio de «puertas abiertas».
La unificación arancelaria hizo del imperio americano el úni­
co imperio colonial, además del ruso, que constituía un solo sis­
tema económico, y de ellos derivó su excepcional cohesión. Pe­
ro el balance era favorable a las colonias. Todas ellas eran pro­
ductoras de bienes de subsistencias y hallaron un mercado óp­
timo en los Estados Unidos, con escasos inconvenientes. Sola­
mente en el caso de Puerto Rico no resultó demasiado venta­
josa la incorporación, porque los beneficios asegurados por la
favorable cuota del azúcar exportado a los Estados Unidos que­
daban anulados por los precios demasiado altos de los alimen­
tos que debía importar Puerto Rico, a causa de las medidas pro­
teccionistas ventajosas para los productores americanos. Para
todas las colonias, los vínculos económicos suponían un argu­
mento válido contra la secesión. En 1933 las Filipinas rechaza­
ron provisionalmente la oferta de los Estados Unidos de con­
cederles la independencia al cabo de diez años, porque eso com­
portaba la gradual exclusión de las tarifas arancelarias america­
nas. Y viceversa, los Estados Unidos tuvieron poco que ganar
de esa zollverein o unión aduanera. Algunos de los productos
coloniales les hacían la competencia. Por lo general las colonias
compraban y vendían en Norteamérica, pero el volumen de ese
comercio tenía una importancia marginal para los Estados Uni­
dos. En 1920, por ejemplo, sólo el 3,8 por 100 de las exporta­
ciones americanas iba a sus colonias, y ese porcentaje había au­
mentado tan sólo a un 4,9 por 100 en 1925. Escasa importancia
tenían asimismo las colonias, como campo de inversión. Se be­
neficiaron ampliamente de los capitales americanos, pero en
1943 las inversiones americanas en Puerto Rico y en las Filipi­
nas constituían apenas el 2,5 por 100 del total de las inversiones
en ultramar 8. Los estados independientes, tales como México,
Cuba o Canadá, eran mucho más importantes para los capita­
listas americanos. También la política con respecto a la tierra
trató más de impedir la enajenación de las propiedades nativas
que de beneficiar a los colonos o a las sociedades agrícolas ame­
ricanas, aunque en Puerto Rico no se impusieran restricciones
eficaces hasta 1935. Los Estados Unidos no necesitaban de
las colonias para el sostenimiento de su propia economía, y
de ahí que no las «explotasen». La asimilación de los aranceles
metropolitanos fue sólo la expresión de la aplicación de los

282
principios republicanos a los nuevos territorios americanos.
Los Estados Unidos podían afirmar que seguían siendo re­
publicanos más que imperialistas por otras dos razones; libera­
ron todas las dependencias que no estaban destinadas a una
completa incorporación o que no eran capaces, o no estaban dis­
puestas a regirse por sí solas. En 1945 rechazaron definitiva­
mente la ocasión de construir, con su potencia militar, un nue­
vo imperio mundial.
La descolonización tuvo lugar primero en los semiprotecto-
rados del Caribe. Análogamente a lo que había ocurrido en los
otros imperios, habrían podido ser transformados gradualmen­
te en verdaderas posesiones. En vez de eso, los americanos los
consideraron como mandatos provisionales y se retiraron ape­
nas se diluyó la amenaza de una intervención europea, después
de 1918. La ocupación militar de la República Dominicana fi­
nalizó entre 1922 y 1924; el derecho de intervención en Cuba,
en 1925. Los marines fueron retirados de Nicaragua en 1925,
llamados nuevamente por el presidente de Nicaragua en 1927,
y retirados de modo definitivo en 1933. Las tropas americanas
dejaban Haití en 1933-34. También el «corolario de Xoosevelt»
fue tácitamente abandonado y sustituido por la política de «bue­
na vecindad» de F. D. Roosevelt. En 1941 los Estados Unidos
habían renunciado al control de los estados del Caribe, que ca­
yeron en el caos político y las revoluciones.
En 1945 se abandonó definitivamente cualquier política im­
perial. Las Filipinas obtuvieron su plena independencia en 1946,
aunque la misma se hubiese decidido ya en 1933. En otros si­
tios, el vasto imperio militar creado por la derrota de Alemania
y Japón fue casi completamente desmantelado. Los Estados
Unidos conservaron únicamente los mandatos japoneses en el
Pacífico, las Ryukyu, las Bonin y las Vulcano, que formaban
parte del Japón, las bases en las Indias occidentales, Islandia,
Groenlandia, las Azores, Trípoli y Arabia, siempre a consecuen­
cia de acuerdos libremente suscritos por los países interesados.
Siguieron fieles a los principios y las promesas de la Carta del
Atlántico, por la cual tanto los Estados Unidos como Gran Bre­
taña se habían comprometido a no agrandar sus respectivos
territorios. Luego, como ya hiciera Gran Bretaña en el siglo
XIX, los Estados Unidos aprovecharon su enorme poderío para
asegurarse una influencia y un predominio no oficiales en vez

283
de nuevas posesiones. En 1964, casi todo su imperio colonial ha­
bía sido incorporado o emancipado. Puerto Rico alcanzó la ple­
na autonomía, convirtiéndose en algo muy semejante a un do­
minio británico. Solamente los pequeños territorios del Pacífi­
co continuaron siendo verdaderas posesiones, y en dichos paí­
ses los Estados Unidos tropezaron con los mismos obstáculos
a una total independencia, aparentemente insuperables, con los
que ya habían topado las demás potencias que disponían de co­
lonias en el Pacífico.

284
12. Los imperios de Portugal, Bélgica
y Alemania

I. EL IMPERIO PORTUGUES DESPUES DE 1815

El moderno Imperio portugués abundaba en paradojas que ha­


cen difícil su comparación con los imperios contemporáneos.
Era el más antiguo imperio de ultramar, pero geográficamente
la mayor parte del mismo no fue adquirida hasta después de
1884. Durante siglos pareció estar a punto de sucumbir a los ata­
ques desde el exterior y al crónico letargo portugués, y en cam­
bio sobrevivió a todos los demás en la era de la descoloniza­
ción. Portugal era un país pobre, y militarmente débil, que no
habría estado en condiciones de conservar las colonias más ex­
tensas én contra de la voluntad de éstas, y sin embargo, tras la
secesión de Brasil en 1822, no tuvo otras pérdidas hasta la ocu­
pación de Goa y de las otras posesiones indias por parte de la
India, en 1961. Los portugueses nunca fueron insensibles a las
diferencias raciales, como pretendían, porque mantuvieron mu­
cho tiempo una distinción entre ciudadanos portugueses o no,
pero jamás existió una barrera racial en las colonias de Portu­
gal, y en la década de 1960 era el único Estado europeo en con­
diciones de mantener, sin enrojecer, el ideal de una completa in­
tegración dentro de un Estado multirracial. Efectivamente, la
historia colonial de Portugal se diferenció de la de todos los es­
tados de la Europa del norte precisamente porque Portugal era
diferente. En la Edad Moderna solamente España hubiera po­
dido mantener los mismos criterios, pero en 1898 había perdi­
do prácticamente todo cuanto le quedaba de su imperio co­
lonial.
La historia moderna de las posesiones portuguesas de ultra­
mar gira en torno a la década de 1880-90. Hasta entonces el im­
perio parecía estar en decadencia. Entre 1580 y 1822, Portugal
había perdido una tras otra sus colonias. Tras la secesión del
Brasil, carecía de otras posesiones en América. En el Atlántico

285
cenia las Azores y las Madera, incorporadas a la metrópoli a to­
dos los efectos en 1832; las islas de Cabo Verde, que estaban
en decadencia con la industria del azúcar; la Guinea portugue­
sa, sobre la que ejerció sólo un control teórico; las islas de San­
to Tomé y Príncipe, primero bases de la trata de esclavos an­
goleña y luego productoras de cacao, y finalmente Angola. Ahí
Portugal controlaba efectivamente poco más que los puertos de
Luanda y Rengúela y la trata de esclavos (y en un momento pos­
terior el tráfico de mano de obra atada por contrato) del inte­
rior. Pero a mediados del siglo XIX, iniciada la colonización de
la meseta, los plantadores de café brasileños se encontraron con
que la mano de obra africana comenzaba a escasear. En el Afri­
ca oriental, Portugal conservó únicamente Mozambique, algu­
nos fuertes de la costa y los prazos o principados feudales del
Alto Zambeze, prácticamente independientes. Aún más hacia el
este estaban los tres territorios indios de Goa, Damao y Diu;
parte de la isla de Timor en Indonesia; y la península de Ma-
cao, en las inmediaciones de Cantón, como reliquia del flore­
ciente comercio internacional con China. Estos territorios eran
suficientes para mantener viva la tradición imperial de Portu­
gal, pero no para hacer de éste una importante potencia colonial.
El reparto de Africa, en los últimos años del siglo XIX, hu­
biese podido privar a Portugal de lo poco que aún tenía en ese
continente, pero en cambio obtuvo de él un imperio más vasto
que el que poseía antes de 1822. Sus intereses eran el reflejo de
los de los otros. Entre 1860 y 1880 las aspiraciones británicas
a la bahía de Delagoa revelaron a los portugueses la importan­
cia del puerto de Lorenzo Márquez, y el hecho de que el arbi­
traje del presidente francés en 1875 apoyase las reivindicaciones
portuguesas proporcionó un útil precedente para las otras zo­
nas. Pero entre 1880 y 1890, cuando la competencia se hizo más
intensa y las diferentes potencias se mostraron menos dispues­
tas a aceptar sus antiguas reivindicaciones, Portugal hubo de so­
portar la pérdida de vastas extensiones en el interior de Angola,
Mozambique y Guinea, y de la mayor parte del Congo en 1884.
Fue salvado por la rivalidad de las otras potencias y el pronto
reconocimiento de una franja continua de territorio portugués,
desde Angola a Mozambique, por parte de Francia y Alemania,
que pretendían así crear una barrera contra las anexiones de
Gran Bretaña. Y por ironías del destino fue precisamente Gran

286
Bretaña, usualmente aliada de Portugal, que había apoyado sus
reivindicaciones sobre el Congo en 1882-84, la que haría des­
vanecerse ese sueño rosado (mapa cor de rosa). Gran Bretaña
no tenía más derechos que Portugal sobre el Africa central, pe­
ro era una gran potencia, sus misiones en Niasa protestaban
contra la invasión del catolicismo portugués, y Cecil Rhodes ne­
cesitaba la zona para la Compañía Británica de Sudáfrica. En
1890 Lord Salisbury presentó a Lisboa el célebre ultimátum que
exigía el alejamiento de las tropas portuguesas de la región del
río Shire y Mashonaland, imponiendo luego un acuerdo por el
que se creó una esfera de influencia británica entre los dos blo­
ques de las posesiones africanas de Portugal. Los límites fueron
fijados en el tratado angloportugués de 1891 y en tratados fir­
mados en la década siguiente con las otras potencias coloniales.
El reparto había suscitado las esperanzas portuguesas, sólo
para verlas truncadas casi por entero. Sin embargo, Portugal te­
nía ahora, en vez de míticas reivindicaciones, territorios reco­
nocidos por las otras naciones. La Guinea portuguesa engloba­
ba casi 36 000 kilómetros cuadrados de territorio inexplorado;
Angola cerca de 1 240 000 y Mozambique 770 000 1. Además,
estimulado por la competencia, Portugal tomó conciencia de las
ocasiones que se le ofrecían; nació un partido colonialista que
sostenía que las colonias representaban la salvación económica
para el país y que Portugal, como potencia africana, podía po­
nerse a la altura de los gigantes industriales de la Europa del nor­
te: Alemania, Gran Bretaña, Francia y Bélgica. Estaba por ver,
sin embargo, si tendría los recursos políticos y económicos ne­
cesarios para ir abriendo y desarrollando aquellas enormes po­
sesiones tropicales.
En comparación con las potencias coloniales contemporá­
neas, Portugal no tuvo suerte. Aunque a partir de 1890 imitó a
los otros imperios y se benefició de la riqueza que los avances
del Africa meridional y central hacían afluir a sus colonias, en
conjunto se mostró incompetente, anticuado y a menudo dis­
cutible desde un punto de vista moral. Esto, naturalmente, es
válido también para los primeros siglos de la colonización,
cuando Portugal hacía una triste figura frente a la grandeza del
imperio español. No obstante, teniendo en cuenta sus posibili­
dades lusitanas y el puesto que ocupaba en Europa, su obra no
fue despreciable.

287
Su sistema administrativo y sus objetivos políticos no eran
muy diferentes de los de Francia: ambas naciones creían en la
integración. La Asamblea Nacional portuguesa era la autoridad
suprema de todo el imperio. Hubiese debido representar a to­
das sus regiones, y a partir de 1930 participaron en ella dipu­
tados de las colonias. El poder efectivo estuvo, con todo, siem­
pre en manos del ejecutivo —rey o presidente— o del Consejo
de Ministros. Hasta 1911 no existió un departamento colonial
independiente, aunque de cuando en cuando los asuntos de las
colonias eran confiados a un subdepartamento del Ministerio
de la Marina y Ultramar, que pasó después a ser Ministe­
rio de Ultramar. El ministro en cuestión estaba asistido, para la
preparación de los decretos que se relacionaban con las colonias,
por el Consejo de Ultramar (que en 1643 sustituyera al Con­
sejo de Indias) y por esporádicas conferencias de los goberna­
dores, y una conferencia económica de ultramar. Pero en rea­
lidad, tras el establecimiento del Nuevo Estado en 1930, los
asuntos coloniales fueron sometidos a la rigurosa supervisión
del presidente del Consejo, Salazar.
También el gobierno colonial fue muy parecido al de las co­
lonias francesas. Los territorios menores disponían de goberna­
dores; Angola y Mozambique tuvieron gobernadores generales
(llamados Altos Comisarios en los años veinte, lo que revela
una efímera intención de dar la independencia a las colonias).
Todos tuvieron más autonomía de lo que pudiera implicar el
principio de la integración y todos manejaban sus propios pre­
supuestos. Estos, sin embargo, eran estrechamente vigilados en
Lisboa, y todas las cuestiones locales eran estudiadas por un
cuerpo especializado de inspectores. El gobierno ejecutivo era
administrado conforme a los criterios convencionales por un
consejo ejecutivo formado por funcionarios y burócratas; pero
las colonias portuguesas tuvieron también consejos legislativos,
con facultades para promulgar leyes a escala local. Antes de 1930
dichos consejos estuvieron formados por funcionarios y resi­
dentes locales nombrados, y más adelante por una mayoría de
ciudadanos portugueses elegidos. Teóricamente, su aprobación
era necesaria para la legislación y la preparación del presupues­
to, pero en esencia el gobernador general podía saltarse a la opo­
sición. El gobierno de las colonias siguió, pues, siendo autocrá-

288
tico; en 1964 se parecía aún al gobierno de las «Colonias de la
Corona» británicas de la generación anterior.
En el pasado, el gobierno local en las colonias portuguesas
se había basado en los municipios (concelkos) conforme al mo­
delo de la metrópoli, pero en el nuevo imperio africano, en ge­
neral, no fue posible adoptar el mismo criterio. Aquellas pocas
zonas donde residía una apreciable población europea tuvieron
municipios, y las demás formas convencionales de administra­
ción nativa. Angola y Mozambique fueron divididas en distri­
tos, cada uno dotado de un gobernador; esos distritos, a su vez,
fueron subdivididos en concelkos europeos o circumscriqdes. En
un primer momento se consideraron únicamente distritos milita­
res, pero hacia 1914 pasaron a depender de administradores ci­
viles y jefes locales subordinados, todos ellos europeos. A los
africanos se les reservaron, en cambio, puestos de nivel inferior,
pero más como miembros de la jerarquía oficial que como so­
beranos hereditarios. Donde fue posible se nombraron régulos,
jefes indígenas, pero éstos eran «jefes garantes», según la tradi­
ción del «gobierno directo» inglés y francés, porque Portugal
no aceptaba las premisas en las que se basaba el mantenimiento
de las instituciones africanas conforme al «gobierno indirecto».
De ese modo fue configurándose el sistema de la administra­
ción portuguesa en Africa, pero se llegó a él lentamente. Por­
tugal era un país pobre y, en Mozambique al menos, prefirió
dejar la carga de la ocupación efectiva a las compañías conce­
sionarias «con carta». Se crearon tres de ellas, todas con capital
extranjero, que recibieron grandes concesiones, formadas en
parte por los viejos prazeros de las que la Corona había acaba­
do por hacerse cargo en 1880. Las tres compañías tuvieron el
monopolio de la propiedad de la tierra, del comercio, de las mi­
nas, de la pesca y de la exacciones fiscales, todo por períodos
definidos. Las compañías de Mozambique y Niasa asumieron
la plena administración, pero la de Zambezia no. Ninguna ob­
tuvo un clamoroso éxito financiero, pero todas ayudaron a Por­
tugal importando capitales para la primera fase del desarrollo
económico y asegurando un control efectivo sobre los africa­
nos. Mientras estas concesiones tuvieron validez, Mozambique
estuvo inevitablemente dominado por los intereses extranjeros,
y en particular por los británicos, pero Portugal acabó reco­
giendo los beneficios.

289
Hasta ese punto no había habido nada de excepcional en la
obra de Portugal como potencia colonial moderna en Africa. Su
mala fama procede de la política adoptada en relación con la ma­
no de obra africana y del hecho de haber conservado intacto
hasta nuestros días un sistema colonial típico en otros imperios
de los años veinte.
El problema de convencer a los africanos de que trabajasen
existía en todas las colonias del continente, pero resultaba más
grave en zonas como Mozambique, donde las compañías con­
cesionarias habían creado plantaciones y donde los impuestos
sobre la mano de obra inmigrante, atraída temporalmente por
los yacimientos auríferos del Rand, eran esenciales para equili­
brar el presupuesto. Todas las potencias coloniales presionaban
a los africanos para convencerles de que debían trabajar a cam­
bio de una retribución; Portugal, sin embargo, era acusado de
recurrir a sanciones particularmente graves y de haberlas man­
. tenido después de que las otras potencias hubieran adoptado cri­
terios más liberales.
Los portugueses habían tardado en ponerse al día ya en el si­
glo XIX, porque la trata de esclavos continuó en vigor hasta el
año 1836 (y en realidad también después) y la esclavitud sólo
fue abolida en 1876. Desde entonces hasta 1926, las leyes labo­
rales unas veces prohibieron y otras sancionaron el trabajo for­
zoso; pero, en la práctica el gobierno apoyó siempre el reclu­
tamiento obligatorio de mano de obra para obras públicas y pri­
vadas y consideró delito posible de condena la ruptura del con­
trato por parte de un africano. De todo ello resultó la adopción
a gran escala del trabajo forzoso, retribuido generalmente con
salarios irrisorios. Las graves consecuencias del sistema tuvie­
ron una difusión internacional y se llegó así a una nueva legis­
lación en 1926. Conforme a las nuevas disposiciones, los no eu­
ropeos podían ser obligados a prestar su trabajo tan sólo para
la realización de obras de utilidad pública (las cuales, sin em­
bargo, podían ser encomendadas a firmas privadas). Debían ser
retribuidos, a menos que las obras redundaran en exclusivo pro­
vecho de los nativos (carreteras, locales, etc.). Pero los deteni­
dos y los evasores de impuestos podían ser sometidos al traba­
jo forzoso, y el Estado siguió haciendo las veces de empresario
y supervisor en los contratos de los empresarios privados. Las
sanciones penales por ruptura de contrato no fueron derogadas.

290
Esas reformas alinearon más o menos a Portugal con las de­
más potencias; sus sistemas ya no eran muy diferentes de los
adoptados para la realización de obras públicas en las colonias
africanas de Francia. Pero las sanciones penales contempladas
en los contratos privados se oponían a las convenciones inter­
nacionales sobre trabajo forzoso de 1930 y 1946 y a la conven­
ción sobre trabajadores nativos de 1936. Portugal se sustrajo a
las obligaciones impuestas por estas convenciones alegando que
las colonias formaban parte del territorio de ultramar de Por­
tugal y no eran dependencias, pero el control estatal de las con­
diciones laborales se hizo más eficaz, y en 1961 una comisión
internacional de la Organización del Trabajo absolvió a Portu­
gal. De cualquier modo, los principios de su colonialismo se­
guían siendo anticuados. Finalmente, en 1960 las sanciones pe­
nales fueron abolidas definitivamente y se puso fin al trabajo
forzoso
Portugal se había ganado su mala fama perpetuando hasta me­
diados del siglo XX los males comunes al colonialismo de fina­
les del siglo XIX. Pero esto dependía menos de su especial du­
reza que de un planteamiento de los problemas laborales carac­
terístico también de las leyes vigentes en la madre patria. Por­
tugal no había tenido ni una revolución industrial ni un mo­
vimiento humanitario. Su legislación en materia de trabajo se­
guía constituyendo un arcaísmo. Y sus colonias se vieron per­
judicadas por la extensión de los principios vigentes en la me­
trópoli a las mismas, así como por la pobreza del gobierno, que
imponía la explotación de todos los recursos disponibles.
El mismo retraso con respecto a las otras potencias se dio en
los sectores de la ciudadanía y el derecho. Las leyes en materia
de ciudadanía eran semejantes a las francesas, con idéntica dis­
tinción entre ciudadanos y súbditos y un acento análogo en la
asimilación final de todos en la plena ciudadanía. Aparte de un
breve interludio liberal después de 1932, en el que todos los ha­
bitantes de las colonias fueron declarados ciudadanos, sólo ob­
tuvieron la plena ciudadanía los nacidos en Portugal. Los otros
fueron considerados súbditos sometidos al regime do indigena-
to. Podían, teóricamente, llegar a ser assimilados; pero en 1950
los assimilados eran únicamente 30 089 en Angola y 4 353 en
Mozambique 2.-También estas distinciones resultaban anticua­
das. En 1961 Portugal abolió el regime do indigenato y todos

291
se convirtieron en ciudadanos. Ahora que el trabajo forzoso ha­
bía sido prohibido, la cuestión revestía poca importancia, por­
que continuaba existiendo la vieja distinción legal entre súbdi­
tos y ciudadanos. Como siempre, los ciudadanos fueron some­
tidos a las leyes y tribunales basados en el derecho consuetudi­
nario y en los códigos civil y penal metropolitanos. Los africa­
nos no asimilados eran juzgados, conforme a los usos y cos­
tumbres locales, por tribunales especiales. No había nada de in­
trínsecamente negativo en este dualismo legal, puesto que refle­
jaba la innegable realidad de una sociedad dual, pero en el pe­
ríodo de la descolonización ofendía a la sensibilidad de las nue­
vas naciones africanas y daba una base a las acusaciones a Por­
tugal de actuar aún como una potencia «imperialista».
Igualmente convencionales fueron la política y la práctica co­
loniales de Portugal en casi todos los demás problemas. La po­
lítica de tierras se basaba en el supuesto de que era necesario
proporcionárselas a las plantaciones y a las industrias mineras
europeas. Por consiguiente, fueron creadas reservas para los in­
dígenas, a los que se les compensaba cada vez que eran exclui­
dos de sus territorios. La política adoptada en materia de edu­
cación se inspiró en la asimilación final, pero siguió confiada a
las misiones católicas subvencionadas por el Estado, y las cifras
de alfabetización o asistencia a la escuela fueron bajas en com­
paración con el Congo. La política aduanera, a partir de finales
del siglo XIX, fue convencionalmente «neomercantilista»: fue­
ron concedidos grandes privilegios a las importaciones portu­
guesas y se redujeron los derechos arancelarios sobre el comer­
cio intercolonial y sobre los productos coloniales que entraban
en Portugal. Los ingresos fiscales se basaron en los arbitrios de
importación, en la capitación impuesta a los africanos, en los pa­
gos de las compañías concesionarias y, en Mozambique, en un
tributo impuesto a los trabajadores que se trasladaban a Rho-
desia y Sudáfrica con contratos temporales. A partir de 1930,
Portugal adoptó una política paternalista, promoviendo servi­
cios sociales y mejorando las comunicaciones, aunque la repug­
nancia del Nuevo Estado a aceptar capital extranjero, indesea­
ble «injerencia» en sus asuntos, creó no pocas dificultades. En
los años sesenta, el Africa portuguesa estaba todavía más o me­
nos en la misma situación en que se encontraron veinte años an­
tes las otras colonias de Africa.

292
Lógicamente, el paso sucesivo habría debido ser la descolo­
nización, pero una vez más se manifestó la paradoja de la his­
toria colonial portuguesa. Portugal rechazó el principio de la
«liberación» de las colonias, afirmando que no se trataba de de­
pendencias, sino de partes integrantes del territorio portugués
de ultramar. Dicha afirmación, hecha por otras potencias colo­
niales, habría parecido justamente sospechosa, pero en el caso
de Portugal tenía un fondo de verdad. Portugal tenía un obvio
interés material en conservar sus colonias, que aportaban un
mercado preferencial y una «afluencia» de dinero a la metrópo­
li con las pensiones de los funcionarios, los intereses de los prés­
tamos, etc. El comercio exterior se beneficiaba de las exporta­
ciones de minerales de Angola y Mozambique, y las divisas ase­
guradas por las exportaciones de productos tropicales resulta­
ban indispensables para el mantenimiento del escudo. Las co­
lonias, además, representaban una salida para los emigrantes
portugueses. Estas ventajas hacían creíble la acusación hecha a
Portugal de ser la última de las potencias «imperialistas» deci­
dida a explotar hasta el límite a sus colonias.
Sin embargo, la política portuguesa fue menos cínica de lo
que se podía suponer. Se basaba verdaderamente en la convic­
ción de que las colonias formaban parte integrante de la metró­
poli y tenían qué evolucionar, como Brasil, hasta convertirse en
sociedades portuguesas estrechamente unidas a la madre patria.
Además, Portugal rechazaba las premisas racistas sobre las cua­
les se basaba el nacionalismo africano y asiático. La nacionali­
dad portuguesa no era más ajena a los ciudadanos africanos de
cuanto pudieran serlo las artificiosas nacionalidades construidas
por los nuevos estados de Africa, y no implicaba inferioridad
alguna en relación con los europeos. Angola y Mozambique no
eran «países de blancos», como Rhodesia del Sur y Sudáfrica,
sino sociedades multirraciales. En suma, si Rusia había asimila­
do el Asia central sin ser acusada de colonialismo, ¿por qué no
podía Portugal asimilar de modo análogo sus territorios afri­
canos?
En 1964 la asimilación portuguesa y el nacionalismo africano
aparecían equilibrados. El verdadero banco de pruebas de la te­
sis de la asimilación, mantenida tan sólo en aquella época por
Portugal, sería la elección que realizarían los súbditos africanos.
¿Optarían por la ciudadanía portuguesa? ¿Se extendería la re-

293
belión nacionalista iniciada en el sur de Angola en 1961? ¿Co­
menzaría un movimiento análogo en Mozambique? Siempre
que no se produjese un ataque desde el exterior, la decisión de­
pendería de los africanos, puesto que Portugal no poseía la po­
tencia necesaria para sofocar una eventual rebelión de cuatro mi­
llones y medio de ciudadanos en Angola y seis millones en
Mozambique.

II. EL IMPERIO BELGA EN EL C O N G O

El Imperio belga estaba formado por un único territorio, el


Congo, al cual se agregarían más tarde los antiguos territorios
alemanes de Ruanda y Urundi. Todos juntos tenían una super­
ficie de 2 330 000 kilómetros cuadrados, con una población de
13 500 000 habitantes en 1933 3. Aunque relativamente peque­
ño y concentrado, ese imperio fue, no obstante, importante pa­
ra la historia del colonialismo moderno, como microcosmos
—casi caricatura— de la actitud europea hacia las posesiones
africanas. Leopoldo II se aseguró el Congo no como colonia
belga, sino como posesión privada, y quitó hierro al hecho de
que la colonización moderna estuviese inspirada por motivos
económicos al considerarlo una pura y simple inversión finan­
ciera. Daba además la razón a los filántropos, quienes deplora­
ban que imperio significara explotación de pueblos no europeos
sirviéndose de métodos escandalosos de gobierno y de aprove­
chamiento de la riqueza del Congo. Con todo, después de que
el Congo se convirtiera en una verdadera colonia belga en 1908,
el colonialismo belga volvió a caracterizar todo un período,
creando uno de los más eficientes y benéficos regímenes de Afri­
ca. Finalmente, los desastres posteriores a la independencia del
Congo en 1960 demostraron, con la máxima evidencia, lo peli­
groso que era abandonar el control de un imperio antes de que
éste estuviese maduro para su libertad.
La génesis del Estado Libre del Congo, entre 1876 y 1885,
ha sido ya descrita. En teoría, pertenecía a la Association Inter­
nationale du Congo y tenía objetivos humanitarios. Pero Leo­
poldo era el único dueño de la Association, de la que el Congo
era propiedad privada, como las posesiones de las compañías
privilegiadas contemporáneas en Africa, y el Congo era admi-

294
nistrado con criterios comerciales. Leopoldo creó una tachada
administativa en Bruselas, con un nombre adaptado a un Esta­
do soberano. Creó también un Conseil Supérieur du Congo co­
mo órgano asesor y tribunal de apelación, un secretario de Es­
tado y una burocracia. Pero el poder se concentraba por entero
en sus manos y las finanzas del Estado Libre no diferían de las
suyas. Se procuró que el gobierno del Congo resultara lo más
económico y estuviera lo más controlado posible. Había un go­
bernador general y una administración en Boma, pero no exis­
tían consejos ejecutivos ni legislativos. El gobierno provincial
se basaba en grandes distritos, subdivididos en zonas, sectores
y puestos, cada uno a cargo de un funcionario europeo. Los afri­
canos eran administrados empíricamente por medio de jefes na­
tivos o aventureros árabes dispuestos a servir: se ignoraron las
tradiciones locales y las unidades tribales. La institución más
importante, con mucho, así como la principal representante de
la política de Leopoldo, fue la Forcé Publique, un ejército de
mercenarios que en 1905 contaba con 360 oficiales europeos de
varias nacionalidades y 16 000 soldados africanos.
En el contexto de aquella época, caracterizada por formas de
gobierno rudimentarias y por la ocupación efectiva de toda el
Africa tropical, esta administración reducida al mínimo no era
algo insólito. Fue importante en parte porque el principio bá­
sico de una absoluta centralización del poder en Bruselas jamás
fue abandonado, y en parte porque fue demasiado débil para im­
pedir los abusos cometidos por los pequeños funcionarios. Y ta­
les abusos, precisamente, fueron los que crearon la mala fama
del sistema de Leopoldo hacia 1908.
Leopoldo consideraba al Congo ni más ni menos que una em­
presa financiera, como el Canal de Suez, y quería que produ­
jera buenos dividendos. El escándalo se produjo justamente
porque no se conseguía sacar de él un beneficio. El Congo era
inmensamente rico en minerales, pero para que pudiera rendir
era necesario explorar la zona y proporcionar capitales para las
comunicaciones y las instalaciones mineras. En 1890 Leopoldo
había agotado su capital privado y no podía esperar más. De­
cidió, pues, explotar los recursos naturales que exigían unos gas­
tos mínimos: marfil, aceite de palma, caucho. Para ello recurrió
a dos sistemas aceptados: el monopolio y la imposición de tri­
butos a los africanos. El monopolio en el interior de la cuenca

295
del Congo quedó prohibido por la Conferencia de Berlín, pero
en 1892 Leopoldo dividió el Congo en tres sectores, dos de los
cuales (el Dómame Privé y el Domaine de la Couronne) que­
daron reservados al comercio del Estado y de sus concesiona­
rios. Solamente la tercera zonafta menos rentable, fue abierta
a los otros. Los territorios de los dominios fueron explotados
por representantes de Leopoldo o cedidos a compañías conce­
sionarias, en las que Leopoldo tenía la mayoría de las acciones.
La más importante de estas compañías, como la de Katanga y
las afines, el Comité Spécial du Katanga, la Union Miniére du
Haut-Katanga y la Société Anversoise de Commerce au Congo,
iban a tener una parte esencial en la historia congoleña.
El escándalo del Congo a comienzos del siglo XX fue provo­
cado por el uso que las compañías concesionarias y el propio
Estado belga hicieron de sus poderes para obtener el máximo
beneficio. Sólo la mano de obra africana hubiese podido trans­
formar los recursos naturales en bienes y productos, pero en el
Congo los africanos no eran menos reacios que en otras regio­
nes tropicales a trabajar por la mísera paga ofrecida. Por eso, la
solución más difundida a finales del siglo XIX consistió en la
adopción del «sistema de cultivo» holandés (sin sus complica­
das astucias) y en la imposición de tasas pagaderas en trabajo o
en determinados productos. Esto provocó abusos por doquier,
pero en el Congo fueron excepcionales porque no se intentó im­
poner un control a los subordinados europeos y a los funcio­
narios africanos. Los episodios difundidos por varios observa­
dores extranjeros, entre ellos un misionero norteamericano, J.
B. Murphy, y dos ingleses, E. D. Morel y Roger Casement, con­
movieron a la opinión internacional no menos que los relatos
de esa misma época sobre el sistema de contratos de trabajo en
uso en las colonias portuguesas. En 1904, finalmente, Leopol­
do se creyó en e! deber de nombrar una comisión internacional
de investigación formada por tres miembros. La comisión re­
cogió testimonios contradictorios, pero la opinión común, tal
como la recogió un geógrafo belga en 1911, fue la siguiente:
«En los distritos del caucho en vez de imponer trabajo se asig­
naban los impuestos en base a muchos kilos de caucho. Si la can­
tidad establecida no era entregada al “tesoro”, se recurría a me­
didas drásticas para imponer obediencia. Los jefes permanecían
encarcelados hasta que su gente aportaba la cuota de caucho fi-

296
jada; se tomaban rehenes; se encarcelaba a mujeres y niños; se
utilizaba la chicotte (látigo de cuero) para el que no entregaba
la cantidad de caucho prescrita. El trabajo de los nativos era vi­
gilado por centinelas. Las aldeas refractarias recibían la visita de
patrullas militares. De vez en cuando se organizaban expedicio­
nes de castigo para dar ejemplo. Algunas aldeas fueron incen­
diadas. Se desfogaron los peores instintos...» 4
Estos escándalos sacudieron al Estado Libre del Congo. La
opinión tanto católica como liberal, hostil ya a las responsabi­
lidades coloniales, pedía ahora la nacionalización del Congo.
Leopoldo no quería saber nada del tema, puesto que ahora ob­
tenía beneficios sustanciosos (aunque no enormes) y deseaba
conservar el Domaine de la Couronne para su familia. Pero se
vio obligado a ceder: a finales de 1908, el Congo se convirtió
en una verdadera colonia.
La nacionalización no tuvo tanto el efecto de destruir el sis­
tema de gobierno de Leopoldo, con sus ambiciones económi­
cas, como el de hacerlo más humano. Como colonia, el Congo
salió beneficiado por la conciencia y eficacia de la avanzada de­
mocracia industrial que ahora lo administraba.
Continuó la centralización. La auténtica capital del Congo
era Bruselas; Boma (y luego Léopoldville) eran sólo la sede de
la administración provincial. En general, se introdujo allí el sis­
tema administrativo de la madre patria. El Parlamento podía vo­
tar leyes, y de hecho aprobó una ley fundamental, que se de­
nominó «Carta Colonial», para definir el estatuto jurídico y la
constitución del Congo, pero dejaba la administración normal
en manos de la Corona. El rey, siguiendo el consejo de los mi­
nistros responsables, podía promulgar edictos que, sin embar­
go, habían de ser sometidos al examen de un Consejo Colonial
análogo al de Francia o Portugal. El ministerio y la Oficina Co­
lonial tuvieron funciones normales, pero estuvieron también re­
presentados en los consejos directivos de las compañías conce­
sionarias, en las cuales estaba interesada la Corona. El único as­
pecto característico del pensamiento constitucional belga fue
que el Congo continuó siendo una entidad jurídicamente dis­
tinta y dispuso de leyes especiales en todos los terrenos.
El sistema de gobierno se ajustó al modelo de las otras po­
sesiones tropicales; el gobernador general estaba rigurosamente
controlado por Bruselas, pero en otros aspectos era un autó-

297
crata. Podía dictar leyes con una validez de seis meses, y su con­
sejo, formado por funcionarios y por algunos ciudadanos bel­
gas, únicamente poseía poderes consultivos. N o era, pues, un
consejo legislativo. Existían^ con todo, dos instituciones insóli­
tas, destinadas a impedir otros escándalos. Hasta 1921 el pro-
cureur général, encargado de los servicios legales e independien­
te del gobernador general, controlaba a todos los funcionarios
gubernamentales para impedir abusos y presidía además el Co­
mité para la Protección de los Aborígenes, el cual tenía como
misión informarle anualmente sobre las condiciones de los na­
tivos. Ese informe era directamente transmitido al rey y publi­
cado, para impedir que los abusos fueran ocultados.
La administración local perpetuó y perfeccionó el sistema de
Leopoldo. Al final se formaron seis grandes provincias (aparte
de Ruanda-Urundi), cada una de las cuales dependía de un vi­
cegobernador general, que reproducían las instituciones de Léo-
poldville. Estas provincias fueron divididas en distritos, que de­
pendían a su vez de comisarios, y los distritos en subdistritos,
que dependían de administradores. El sistema estaba dirigido a
la administración de los africanos, no de los europeos, en el ám­
bito de la estructura tribal. En 1935 solamente había en el Con­
go tres municipios, y también en éstos el comisario local tenía
la iniciativa, sirviéndose de comités electivos, formados por eu­
ropeos, para recaudar impuestos, y para cubrir los servicios ad­
ministrativos y sociales.
Y era natural que así fuese. El Congo no era una colonia de
pobiamiento, y en 1941 contaba únicamente con 27 790 resi­
dentes europeos, el 0,27 por 100 de la población. Por ello, go­
bierno debía equivaler a administración nativa. En 1908 Bélgica
tenía mucho que aprender, pero estaba dispuesta a imitar los
mejores métodos de otros. En 1908 el modelo era el del «go­
bierno indirecto», teorizado por Lugard, que fue adoptado sin
reservas. La política escogida consistió en gobernar a través de
las instituciones locales y en defender la cultura indígena. Pero
aquí la dificultad estribaba en que buena parte de las unas y de
la otra había sido destruida durante el período de la ocupación,
y sólo quedaba una nube de pequeños estados, fragmentos de
estados, o de unidades tribales mayores. El gobierno los rea­
grupó, formando con cerca de 6 000 unidades menores 432 chef-
feries, y obtuvo 509 secteurs reagrupando de modo absoiuta-

298
mente artificial aldeas aisladas. Las unidades resultantes tenían
una población media de 12 000 individuos y eran lo bastante
grandes como para gozar de una cierta autonomía. Eran gober­
nadas por jefes, asistidos por consejos de notables bajo control
europeo. Casi todas estas unidades tenían un secretario, un te­
soro, un tribunal, efectivos policiales, escuelas y centros médi­
cos. Era un «gobierno indirecto», pero en buena pane artificial.
El único grupo importante de africanos a los que no llegaban
estas autoridades indígenas eran los que habían sido «destriba-
lizados»; es decir, los que habían sido transferidos a un gran
centro urbano, minero o industrial. También éstos fueron ad­
ministrados de conformidad con los principios del «gobierno
indirecto». Fueron reagrupados en centres extra-coutumiers,
con poderes y funciones semejantes a los de las chefferies. Otros
grupos menores constituyeron las cités indigénes, con sus jefes
y sus consejos, pero con menor autonomía. Fueron segregados
de los grupos europeos, pero a partir de 1957 muchas de estas
unidades urbanas fueron transformadas en municipios de tipo
occidental.
El «gobierno indirecto» no se contradecía con la práctica bel­
ga en materias de ciudadanía y derecho. Solamente los nacidos
en Bélgica poseían la ciudadanía, los otros eran súbditos. Estos
últimos podían ser ifnmatriculés (asimilados) pero no se les alen­
taba a ello de un modo especial. Las leyes y los tribunales te­
nían presente esa distinción. Los africanos eran juzgados por
sus propios tribunales, administrados por nativos o por funcio­
narios iocales, que aplicaban el derecho consuetudinario local a
las causas civiles. Los europeos disponían de tribunales parale­
los, con funcionarios de carrera, que aplicaban el derecho bel­
ga. También los africanos podían acudir a estos tribunales, pe­
ro se les juzgaba en base al derecho consuetudinario local.
La política laboral siguió una fórmula de compromiso entre
el respeto a los principios al uso en el «mandato fiduciario» y
la necesidad de proporcionar trabajadores a las plantaciones y
a las minas. Se podía recurrir al trabajo forzoso solamente para
obras de utilidad pública, y los africanos podían ser obligados
a cultivar determinados productos (como el algodón) en las
tierras comunales, pero no a trabajar para empresarios privados
europeos; el gobierno, con todo, fomentaba el reclutamiento
por contrato, imponiendo una capitación en metálico y sirvién-

299
dose de los jefes locales como agentes de reclutamiento. Estas
prácticas fueron corrientes en Africa durante el período de en­
treguerras. Los belgas se distinguieron únicamente por la efica­
cia con que mantuvieron su control sobre los contratos y sobre
las condiciones de trabajo. Se limitaron las cuotas de hombres
aptos para ser reclutados en cada una de las regiones. En otras,
las firmas europeas que ya habían recurrido al trabajo forzoso
fueron prohibidas; se establecieron, e hicieron respetar, las con­
diciones de trabajo y los salarios; en los centros mineros se crea­
ron puntos de asistencia y diversión de toda índole. Probable­
mente ninguna otra colonia en Africa tuvo mejores condiciones
laborales. El Congo se benefició del hecho de estar en condi­
ciones de recompensar el trato privilegiado, y de la eficacia ca­
racterística de una nación de la Europa del Norte altamente in­
dustrializada y dotada de servicios avanzados de asistencia
social.
Se procuró también difundir la educación, sobre todo a tra­
vés de las misiones católicas subvencionadas por el gobierno.
En 1959 el Congo podía presumir de un elevado porcentaje de
asistencia a la escuela primaria (56 por 100), aunque pocos alum­
nos pasaban a la secundaria. N o se intentó llegar a la asimila­
ción lingüística o cultural. Se daba especial importancia a la for­
mación de tipo práctico porque, como toda política seguida con
respecto a los indígenas, la educación estaba encaminada a en­
cuadrar a los africanos en la estructura de un Estado colonial.
Se trató, en resumen, de un buen ejemplo de «mandato fidu­
ciario», pero de una pésima preparación para la independencia.
Como colonia africana, el Congo representó una excepción
porque respondió ampliamente a las esperanzas económicas de
su fundador. Los beneficios obtenidos del marfil y el caucho só­
lo duraron hasta 1915. Luego fueron sustituidos por las ganan­
cias aseguradas por algunos minerales —cobre, diamantes, ra­
dio y uranio— y por ciertos productos típicos de la agricultura
tropical: aceite de palma, algodón, copal y café. Esos produc­
tos provenían en su mayor parte de las plantaciones y fábricas
europeas, aunque el gobierno hiciese grandes esfuerzos por fo­
mentar la producción del campesinado nativo y asegurase óp­
timos servicios de asesoramiento y capacitación. Pero la base de
la economía congoleña era la producción minera en manos de
unas pocas grandes firmas. En 1932 operaban en el Congo al-

300
rededor de doscientas sociedades, setenta y una de las cuales po­
seían los dos tercios del capital invertido. Esas sociedades, a su
vez, eran controladas por cuatro grupos financieros: la Société
Générale, el Groupe Empain, el Groupe Cominiére y la Ban-
que de Bruxelles. La primera invertía en el Congo más del cuá­
druple del capital de todas las otras juntas. Ahora bien, dado
que el Estado era un gran accionista de la sociedad, el gobierno
belga controlaba eficazmente la economía. La Société Générale,
a través de sus múltiples funcionarios, controlaba prácticamen­
te toda la producción de mineral, además de poseer fuertes in­
tereses en el transporte, las plantaciones, la electricidad y la ban­
ca. Como observaba una comisión del Senado belga en 1934,
«sin el grupo de la Société Générale se puede decir que, econó­
micamente, el Congo no habría existido» 5.
De esta manera el Congo estuvo muy cerca de realizar el sue­
ño de Leopoldo, quien quería hacer de él una colonia belga de
inversión. A finales de 1936 se calculaba que había recibido sub­
venciones por valor total de 143 000 000 de libras esterli­
nas 6, y por valor de 1 000 000 000 en 1960 7. Bélgica se había
sabido asegurar un buen bocado en el reparto. Pero no extrajo
ganancias excesivas. El beneficio medio, sobre el total de las in­
versiones durante un largo período de tiempo, se ha calculado
en un 4 ó un 5 por 100 8. Se habrían podido obtener intereses
superiores invirtiendo ese dinero en iniciativas europeas. Ade­
más, Bélgica no trató de exprimir el Congo transfiriendo sus ga­
nancias al tesoro metropolitano; al contrario, con anterioridad
a 1937, subvencionó en más de una ocasión el presupuesto
colonial.
En múltiples aspectos, pues, Bélgica se convirtió en una po­
tencia colonial modelo después de 1908. No se mostró ya, sin
embargo, a la altura de la situación después de 1960, cuando se
hizo evidente que no había preparado al Congo para su inde­
pendencia. Se limitó durante demasiado tiempo a seguir una po­
lítica paternalista. Antes de 1945 los africanos cultos, evolués,
no tuvieron oportunidades de acceso a la política o a los más al­
tos cargos de la administración. Los notables africanos ocupa­
ron, a partir de 1947, escaños en los consejos consultivos cen­
trales y provinciales. En 1957 se empezó a nombrar en ambos
órganos grupos de representantes, pero antes de 1960, año de
la independencia, no se autorizaron elecciones directas. De mo-

301
do análogo, los más altos cargos de la administración estatal,
así como los cargos de responsabilidad en los sectores indus­
triales, no fueron accesibles a los africanos hasta 1959. Los bel­
gas estaban tan ciegos ante la realidad'ael nacionalismo congo­
leño que los desórdenes de Léopoldville en 1959 les pillaron
por sorpresa. Luego tuvieron una reacción demasiado precipi­
tada. Carentes de experiencia y habituados a creer que el Con­
go era una dependencia dócil y resignada, no tuvieron el valor
de luchar. Concedieron la independencia con la misma rapidez
con que habían adoptado el principio del «mandato fiduciario»
en 1908. En la mesa redonda de Bruselas en enero de 1960 pro­
pusieron una transferencia gradual de poderes a lo largo de va­
rios años, pero acabaron capitulando ante la exigencia de una
retirada inmediata del Congo presentada por los inexpertos po­
líticos africanos. El primer Parlamento representativo se reunió
en Léopoldville en mayo de 1960, y el 30 de junio de ese mis­
mo año fue declarada la independencia. Dos meses más tarde,
la Forcé Publique se había rebelado, Katanga había proclamado
la independencia y el Congo estaba sumido en el caos. En sep­
tiembre, solamente podía confiar en las tropas de las Naciones
Unidas para mantener su unidad nacional y quizá incluso para
sobrevivir. Fue una consecuencia de la política paternalista pro­
longada durante demasiado tiempo en la era de la desco­
lonización.

III. F.L IMPERIO C O LO N IA L ALEMÁN

El imperio colonial alemán tuvo la vida más corta de todos: sur­


gido en 1884, desapareció en 1919. Sin embargo, su obra fue im­
portante. Demuestra que una potencia industrial rica y eficaz
podía afrontar, aun sin una experiencia anterior, los complejos
problemas de la colonización tropical en el curso de una gene­
ración. Su actuación real desmiente además dos tópicos: que
Alemania merecía perder sus colonias porque había dado prue­
bas de una extremada irresponsabilidad en el gobierno de pue­
blos no europeos, y que las colonias eran esenciales para la pros­
peridad económica de Alemania. La verdad es que Alemania,
como potencia colonial, no fue peor que las demás antes de
1914, y que las colonias no tuvieron para ella gran importancia.

302
El grueso del imperio alemán estaba representado por las pose­
siones africanas. Tanganica tenía 932 000 kilómetros cuadrados;
Africa de! Sudoeste, 836 000; Camerún, 790 000 ; Togo, 88 000.
Las posesiones alemanas en el Pacífico eran relativamente pe­
queñas: 240 000 kilómetros cuadrados en Nueva Guinea; el ar­
chipiélago de las Bismarck; las islas Carolinas, Marianas y Mars-
hall; Upolu y Savaü, en las Samoa; varias islas menores y la con­
cesión de Kiautschau (Chiao-chou) en China. En total, el im­
perio abarcaba cerca de 2 500 000 kilómetros cuadrados y una
población de 15 000 000 de habitantes 9. Fue un producto típi­
co del reparto, un imperio de ocupación que ofrecía escasas ven­
tajas económicas. Sólo unas pocas regiones de Tanganica y Afri­
ca del Sudoeste atrajeron a inmigrantes de Alemania, y apane
de cienos yacimientos limitados en Africa del Sudoeste, no en­
cerraban riquezas. Alemania inauguró el reparto, pero obtuvo
de él menos que los otros.
La historia de la colonización alemana se divide en tres pe­
ríodos sucesivos, que giran en torno a 1899 y 1906; el primero
fue un período de experimentación, el segundo de ocupación-
efectiva y el tercero de maduración política.
El período que va de 1884 a 1890 reveló la particular idio­
sincrasia de la actitud de Bismarck ante el imperio alemán. El
canciller pensaba que Alemania no tenía necesidad de colonias
ni para su economía ni para su emigración. Planteó reivindica­
ciones solamente para apoyar a la diplomacia alemana y com­
placer a las minorías que deseaban las colonias. Decidió que
quienes deseaban semejantes conquistas y pensaban obtener
provecho de ellas luego, también serían administradores respon­
sables. Todas las dependencias, por consiguiente, debían ser
protectorados (para limitar los compromisos imperiales) admi­
nistrados por compañías «con cana». De esa forma el imperio
no impondría obligaciones excesivas. Pero las cosas fueron por
una vía diferente. La administración de las compañías privile­
giadas habría sido posible si los inversores alemanes hubiesen
considerado las colonias como una provechosa especulación y
hubiesen constituido compañías capaces de administrarlas. De
hecho, nunca se consiguió dar vida a una compañía susceptible
de administrar territorios como Camerún o Togo, y desde el co­
mienzo hubo de ocuparse de ellos el propio gobierno. Todas
las demás posesiones, con excepción de Kiautschau, fueron ini-

303
cialmente asignadas a compañías, pero el Estado tuvo al final
que exonerarlas de sus responsabilidades administrativas.
El Africa del Sudoeste fue encomendada a una compañía for­
mada en 1885, con el objetivo de hacerse cargo de las conce­
siones que Lüderitz ya había ocupado. Pero se trataba de un en­
te artificial. La mayor parte de su exiguo capital fue suminis­
trada (tras las presiones de Bismarck) por Hansemann y Von
Bleichróder, dos eminentes banqueros que tuvieron mucho que
ver en todas las compañías concesionarias. Pero la citada em­
presa no supo explotar los yacimientos mineros y fue exonera­
da de sus cargas administrativas en 1888; sólo sobrevivió como
compañía privilegiada comercial y territorial. La Compañía del
Africa Oriental vivió otros dos años. Fue fundada por Cari Pe-
ters, quien había firmado con los africanos los tratados sobre
los cuales se basaba el control de Alemania, pero le sucedieron
banqueros, también en este caso como consecuencia de las pre­
siones de Bismarck, al negarse el público a suscribir sus accio­
nes. La compañía recibió plenos derechos soberanos, pero no
el monopolio comercial, prohibido por el Congreso de Berlín.
Encontró muy gravoso para sus finanzas el coste de la repre­
sión de la trata de esclavos realizada por los árabes y de la su­
misión de los africanos, y en 1890 el gobierno la exoneró de
sus funciones gubernativas. La Compañía logró mantener los
ingresos garantizados por las aduanas, el monopolio minero, la
posesión de las tierras no ocupadas y el' derecho a crear un ban­
co de emisión. Pero Alemania tuvo que cargar con otro fardo
poco rentable.
En cambio, las dos compañías del Pacífico tuvieron una vida
más prolongada. La de Nueva Guinea fue una auténtica aven­
tura comercial. Había sido formada antes de que Bismarck re­
clamara parte de la isla a fin de proporcionar un campo de ac­
ción. Pero no sacó nada en limpio. Abandonó provisionalmen­
te la administración de 1889 a 1892, y definitivamente en 1899,
recibiendo una compensación financiera y 150 000 hectáreas de
tierras. En resumen, la compañía Jaluit, formada para comer­
ciar con las islas menores, fue la única compañía «con carta»
que obtuvo un cierto éxito financiero, probablemente por dejar
la administración en manos del comisario imperial para las islas
Marshall, pagando sus pocos gastos y dedicándose a las planta­
ciones y al comercio. Perdió su privilegio en 1906, después de

304
que Australia protestara porque practicaba tarifas aduaneras es­
peciales, contrariamente al acuerdo angloalemán de 1886, pero
siguió operando como una próspera firma comercial.
Así, cuando Bismarck dimitió en 1890, su concepto de un im­
perio gobernado por las compañías había demostrado ser un fra­
caso. Alemania vino a encontrarse en la posición que había tra­
tado de evitar, con un imperio que organizar y subvencionar.
La segunda fase, de 1890 a 1906, fue testigo de muchas des­
ilusiones. Pero tampoco eso impidió a Guillermo II conquistar
nuevas colonias, en el marco de su política estratégica, fuerte­
mente apoyado por algunos grupos patrióticos, tales como la
Liga Naval, la Pangermanista o la Sociedad Colonial. Por en­
tonces las colonias eran consideradas más como una responsa­
bilidad que como una ventaja económica, pero no obstante de­
bían ser ocupadas y «pacificadas». En 1906 esto se había con­
seguido, pero mientras tanto Alemania había adquirido una pé­
sima fama.
Para todas las potencias coloniales la ocupación efectiva de
Africa comportó una serie de pequeñas guerras, pero Alemania
fue acusada de haberlas librado con excesiva brutalidad. Y en
realidad no cabe duda de que la revuelta de los herero en 1904-7
en el Africa del Sudoeste y la de los magi-magi en el sur de Tan-
ganica en 1905-6 fueron reprimidas con brutalidad. Fue espe­
cialmente negativa para la fama de Alemania la tentativa de ex­
pulsar a los herero de sus tierras y exterminarlos. Pero es pre­
ciso ver estos horrores en su justa perspectiva. Alemania care­
cía de administradores expertos en materia colonial y de solda­
dos. Así es que sus representantes recurrieron al terror. Los re­
cursos alemanes en Africa se vieron gravemente comprometi­
dos por aquellas revueltas simultáneas, y las represiones trata­
ron de impedir que se repitiesen. Pero los alemanes no tuvie­
ron el monopolio de estas represiones: métodos análogos los
usaron los franceses en Argelia y el Sudán occidental, los bel­
gas en él Congo y los ingleses en el Sudán egipcio. Hubo desde
luego algunos alemanes, como Leist, quien tenía funciones de
gobernador del Camerún en 1893, que se comportaron bárba­
ramente, pero lo más importante es que Leist fue destituido de
su cargo y condenado por un tribunal especial en Alemania. Los
métodos alemanes para imponer autoridad efectiva fueron crue­
les y duros, pero sus auténticas cualidades como administrado-

305
res sólo pudieron ser valoradas con justicia a partir de 1906, al
haberse completado la ocupación de las colonias africanas.
La tercera fase dio comienzo aproximadamente en 1906. Las
críticas a los costes siempre crecientes y a ios episodios de bru­
talidad llegaron a su punto culminante cuando el Reichstag re­
chazó un presupuesto suplementario para las colonias en 1906.
El canciller von Bülow admitió que se imponía un cambio y
transfirió la mayor parte de las colonias del ministerio de Asun­
tos Exteriores a un organismo ad fyoc, el Kolonialamt, a las ór­
denes de Bernhard Demburg. Así entró el imperio alemán en
su fase de madurez.
Una vez que las compañías con privilegios fueron elimina­
das, el sistema de gobierno colonial alemán se diferenció de los
demás sobre todo porque la propia Constitución alemana era
bastante especial. El emperador era el único que disponía de po­
deres legislativos y ejecutivos en las colonias. Sus decretos de­
bían ser convalidados por el Bundesrat (la cámara alta de la
asamblea federal), mientras que el Reichstag (la cámara baja) se
limitaba a votar los presupuestos anuales para las colonias y a
plantear preguntas, aunque en la práctica no tuvo menor in­
fluencia política que los demás parlamentos. En realidad, la au­
toridad del emperador era ejercida por el canciller, quien, en au­
sencia de un sistema ministerial, era personalmente responsable
de toda la política gubernativa; pero los asuntos coloniales fue­
ron, en su mayor parte, confiados al ministro de las Colonias
y al Kolonialamt.
En ese aspecto la práctica alemana fue convencional. El Ko-
lonialrat combinaba la eficiencia administrativa germana con
principios que reflejaban el surgimiento de una conciencia eu­
ropea en materia colonial. Racionalizó la administración, adop­
tó ciertas prácticas seguidas en otros imperios y formó un cuer­
po administrativo de carrera. Este profesionalismo llevó al es­
tablecimiento del Kolonialrat, consejo de administradores afi­
cionados, creado en 1890 para asesorar al ministerio de Asun­
tos Exteriores en cuestiones coloniales. Con todo, la Oficina
Colonial no consiguió evitar las presiones externas. Los social-
demócratas y, durante breve tiempo, el partido centrista, criti­
caron los derroches y los pretendidos abusos del Reichstag. La
Sociedad Colonial y su comité económico no podían ser igno­
rados, dado que ejercían una notable influencia sobre la opi-

306
nión pública, y su boletín, el Kolonialzeitung, poseía un carác­
ter semioficial. La oficina debía contemporizar con los grupos
de presión de la metrópoli y de las colonias, asegurándose de
que las propuestas de economía fiscal o la política económica
que favorecía a los intereses privados no provocaran, como ya
había sucedido antes de 1906, abusos en la administración, ni
prepotencia con respecto a las poblaciones indígenas.
Y dicha política tuvo en buena parte éxito. La administración
colonial alemana fue sencilla pero alcanzó un alto nivel en 1914.
Los gobernadores tenían poderes absolutos en materia ejecuti­
va y legislativa, estando asistidos por pequeños consejos de fun­
cionarios alemanes y otros residentes. La administración fue bu­
rocrática y eficaz, pero no militarista. La policía civil, que de­
pendía de la administración colonial, tuvo mayor importancia
allí que las fuerzas armadas, bajo la dependencia directa del mi­
nisterio de Marina. Por ejemplo, en 1914 el Camerún tenía cer­
ca de 1 300 hombres en la policía indígena a las órdenes de 30
oficiales, y 1 550 soldados africanos a las órdenes de 185 oficia­
les alemanes. Para un territorio tan vasto, se trataba de una fuer­
za militar bastante exigua que no podía constituir la base del
gobierno.
En materia de ciudadanía y legislación, los principios aplica­
dos por los alemanes en sus colonias siguieron los modelos con­
vencionales. Dado que las colonias eran todas protectorados,
sólo los funcionarios y los colonos alemanes eran súbditos del
emperador y dependían de los tribunales y las leyes alemanes.
Los africanos y demás habitantes eran tan sólo protegidos y dis­
ponían de tribunales propios. Estos tenían como jueces a jefes
locales, ayudados por europeos, y aplicaban el derecho consue­
tudinario. De cualquier modo, los africanos podían apelar al go­
bernador, o al Oberrichter, quien presidía los tribunales supe­
riores europeos. Las penas eran severas, pero normales para
Africa. Aparte de determinados episodios esporádicos de bru­
talidad en el período inicial, el gobierno alemán ha sido justa­
mente definido como un régimen «muy rígido, duro en ocasio­
nes, pero siempre justo» 10.
La administración de los indígenas supuso un problema nue­
vo para los alemanes. Antes de 1906 habían reflexionado poco
sobre las implicaciones morales del tema y habían hecho gran­
des concesiones territoriales a las compañías privilegiadas; ha-

307
bían impuesto el trabajo forzoso y no se habían preocupado de
sostener a las autoridades locales tradicionales. Pero pronto
aprendieron y no dudaron en adoptar métodos que otros ha­
bían puesto a punto. En general, recurrieron al «gobierno di­
recto». Se sirvieron ampliamente de los jefes indígenas, pero co­
mo funcionarios, más que como «autoridades» hereditarias de
pleno derecho. Esos jefes hubieron de aprender la lengua ale­
mana (por razones prácticas y no con vistas a su asimilación) y
vestir uniformes alemanes. Pero en algunas zonas del Camerún
y Ruanda, donde la situación se asemejaba a la existente en la
Nigeria septentrional/los alemanes adoptaron los principios del
«gobierno indirecto» de Lugard, nombrando a residentes en­
cargados de supervisar, más que de gobernar, e interviniendo
lo menos posible.
Por lo demás, la política alemana siguió los criterios de los
mejores modelos contemporáneos. La venta de armas de fuego
a los no europeos estuvo en un primer momento controlada, y
después prohibida. Las importaciones de alcohol fueron limi­
tadas por doquier, y prohibidas en el Africa oriental y en las
islas del Pacífico. La imposición fiscal a los nativos, en especial
la capitación y el fogaje, no fue excesiva, y su propósito no
fue tanto obtener unos ingresos como obligar a los africanos a
trabajar. Oficialmente no hubo trabajo forzoso, pero los gober­
nadores obligaban a los evasores fiscales y a los condenados por
delitos comunes a trabajar en las obras públicas, mientras que
los funcionarios alentaban a los jefes nativos a enrolar trabaja­
dores con contrato para las plantaciones europeas. En determi­
nadas plantaciones del Camerún la tasa de mortalidad entre es­
tos trabajadores fue elevada a veces, pero el gobierno de Berlín
se tomó en serio sus responsabilidades, y no tardó en asegurar
un control y una asistencia médica no menos eficaces que los
de otras colonias. También la política territorial mejoró tras las
indiscriminadas expropiaciones del primer decenio. A partir de
1896 las tierras no cultivadas fueron generalmente declaradas
propiedad de la Corona y arrendadas a los europeos por perío­
dos de veinticinco años, bajo una normativa bien precisa. Se im­
pidió a ios nativos la enajenación de sus tierras por períodos de
tiempo superiores a veinticinco años. Se produjeron algunas in­
justicias; por ejemplo, la decisión de alejar a los africanos de la
ciudad de Duala en el Camerún, a partir de 1911, para impedir

308
que enajenasen sus tierras a entidades privadas europeas no fue
prudente y provocó mucha resistencia. De cualquier modo, da­
das las tesis de la época, según las cuales las plantaciones euro­
peas eran indispensables para el desarrollo económico, la polí­
tica de las reservas indígenas y de los arriendos gubernativos
era prueba de buenas intenciones.
En 1914 el imperio colonial alemán había superado los erro­
res cometidos durante el período anterior, de manera que el pre­
texto con el cual Alemania fue privada de sus colonias era in­
fundado. Pero todo hace pensar que Alemania no perdió gran
cosa al renunciar a su imperio colonial. Antes de 1914 no había
obtenido de sus colonias grandes ventajas económicas o fisca­
les, y lo cierto es que las potencias que la sustituyeron no rea­
lizaron grandes progresos.
Todas las colonias alemanas, con excepción de Togo y Sa-
moa, debían recurrir a las subvenciones de la metrópoli para lle­
gar a equilibrar sus presupuestos. En 1914 éstos ascendían a más
de cincuenta millones de libras esterlinas al cambio, y si a ello
se agregan las subvenciones secretas a la marina mercante y a
la defensa naval y los préstamos a bajo interés, se pueden cal­
cular los gastos totales para el contribuyente alemán en
100 000 000 de libras n . Tales gastos no se vieron compensa­
dos por ventajas económicas; el volumen total del comercio ale­
mán con sus colonias de 1894 a 1913, excluida la parte que cons­
tituían los beneficios de la metrópoli, fue inferior al total gas­
tado por Alemania en las colonias. Los mercados coloniales tu­
vieron escasa importancia. El volumen total del comercio con
Alemania pasó de 61 494 000 marcos en 1904 a 286 172 000
ídem en 1913, pero siguió siendo sólo el 0,5 por 100 del total
del comercio con ultramar. Además, a pesar de las medidas pro­
teccionistas, la parte alemana en este comercio disminuyó de
una media del 35,2 por ciento entre 1894 y 1903 a un 26,6 por
100 entre 1904 y 1914 12. Las colonias no permitieron a Alema­
nia independizarse del exterior en materias primas o productos
alimenticios. En 1910 aportaban solamente un 0,25 por 100 de
las necesidades de algodón y el 2,12 por 100 de las de aceites y
grasas, y para los demás productos, porcentajes en ningún caso
superiores al 13,62 por 100 de las importaciones de caucho l3.
También en cuestiones de inversión de capital las colonias hi­
cieron bien poco para satisfacer lo que, según Lenin, era una des-

309
esperada necesidad de nuevos campos de los financieros ale­
manes. A fines de 1913 Alemania llevaba invertidos cerca de
505 000 000 de marcos en sus colonias, que representaban más
o menos el equivalente a la inversión alemana en los yacimien­
tos auríferos del Rand durante el último decenio del siglo XIX 14.
Y aun así, gran parte de estas inversiones coloniales únicamente
fueron conseguidas gracias a los tipos de interés garantizados y
a las presiones ejercidas sobre los banqueros; en definitiva, los
alemanes demostraron una neta preferencia por las inversiones
en Europa, en comparación con las inversiones en ultramar.
Los resultados hablan por sí solos: económicamente, el im­
perio alemán constituyó un fracaso. Con.todo, tal realidad im­
presionó muy escasamente a los fanáticos colonialistas que pre­
tendían que si aquellas colonias habían procurado pocos bene­
ficios, Alemania debía procurarse otras, como por ejemplo el
Congo o las colonias portuguesas del Africa central. Se aferra­
ban también a argumentos de índole estratégica, según los cua­
les Alemania no debía depender de países extranjeros o poten­
cialmente enemigos para satisfacer sus necesidades de materias
primas, y predecían que, en el futuro, Alemania podía necesitar
salidas monopolistas para sus capitales. Estos argumentos se­
guían siendo propuestos aún en los años treinta. Pero no eran
realistas: Alemania había perdido su «lugar al sol».
Aunque determinados intereses de la metrópoli se resintie­
ron de ello, la nación alemana se vio liberada de los gastos y
los inconvenientes de un imperio colonial poco rentable.

310
13. Epílogo: La descolonización

Nada en la historia de los imperios coloniales fue más especta­


cular que la velocidad con que desaparecieron. En 1939 pare­
cían estar en el cénit, y en 1965 prácticamente habían dejado de
existir. La cosa fue todavía más sorprendente desde el momen­
to en que las principales potencias coloniales —Gran Bretaña,
Francia, Estados Unidos, Bélgica y Holanda— habían salido ga­
nadoras de la segunda guerra mundial y continuaban siendo las
principales potencias. Por todo ello el final de los imperios no
puede ser explicado en términos de una decadencia de Occiden­
te, porque Occidente conservó su preponderancia económica y
política. ¿Por qué entonces hubo una descolonización?
La explicación se halla únicamente en un anájisis particulari­
zado de cada uno de los imperios y de cada uno de los sectores
coloniales, y para eso remitimos al lector a los volúmenes >32,
Africa, y 33, Asia contemporánea, de la presente Historia Uni­
versal. Aquí podemos, para concluir este estudio de los impe­
rios coloniales, resumir los factores principales en juego y ofre­
cer la cronología de los acontecimientos de la descolonización.
El proceso estuvo dominado por dos elementos. Por una par­
te, el desarrollo del nacionalismo —y la intolerancia de la do­
minación extranjera— que en colonias tropicales de ocupación
fue enteramente diferente del nacionalismo del siglo XVIII en
las colonias americanas de poblamiento. Por otra, una signifi­
cativa desconfianza en sí mismos que se estaba difundiendo en
los países imperiales y que acabó convirtiéndose en un senti­
miento de culpa por el ejercicio del dominio sobre otros pue­
blos. Los dos elementos empezaron a actuar a finales del siglo
XIX, pero no se manifestaron plenamente hasta después de 1945.
El nacionalismo colonial en su forma moderna se desarrolló pri­
mero en Oriente, en la India, Ceilán y el Sudeste asiático; esto
es, en aquellas colonias que tenían una civilización y unas reli­
giones avanzadas y donde la influencia europea existía ya desde
hacía mucho tiempo. Viceversa, en el Africa tropical el nacio-

311
nalismo sólo empezó a revestir importancia después de 1945. Si
estos movimientos fueron reacciones espontáneas al dominio
extranjero, determinadas por cambios económicos y sociales, o
fueron producto de la propaganda de conceptos nacionalistas,
resulta difícil de establecer. Pero a partir de 1945 la mayor par­
te de las colonias se oponían activamente al dominio extranjero
y lo sentían como un peso intolerable: la exigencia del autogo­
bierno y de la independencia se hizo cada vez más fuerte.
El problema consistía en saber si Occidente intentaría sofo­
car esta exigencia o aceptaría la premisa según la cual todos los
pueblos tenían derecho a la autodeterminación. El problema era
grave, porque el dominio europeo se había basado por doquier
en el apoyo positivo o en el consentimiento tácito de los pue­
blos sometidos, y cada una de las potencias coloniales confiaba
ampliamente en el ejército y la policía indígenas para mantener
su autoridad. Prolongar el dominio colonial mediante el recur­
so a las fuerzas armadas europeas habría sido un esfuerzo de­
masiado caro y destinado, a la larga, a fracasar ante unos mo­
vimientos políticos de masas. Por otro lado, no todos los mo­
vimientos nacionalistas podían contar con un amplio apoyo de
la opinión pública local, y en muchas regiones estaba claro que
el dominio extranjero habría podido ser impuesto materialmen­
te por un plazo mucho más largo de lo que lo fue. Así pues,
¿por qué las potencias coloniales estuvieron casi todas bien dis­
puestas a capitular después de 1945?
Esencialmente, las razones fueron dos. Primero, la prolonga­
da influencia de las ideas filantrópicas, liberales y socialistas,
que se remontaban a finales del siglo XIX, acabó por convencer
a buena parte de la opinión pública de los estados coloniales de
que sus colonias tenían derecho a la libertad, una vez demos­
trado que tal era el deseo de la mayoría y que estaban maduras
para autogobernarse. Así, hacia 1945 la voluntad de dominar se
había ido debilitando y la opinión pública de la mayoría de los
estados de Occidente no parecía dispuesta a aceptar el coste fi­
nanciero y moral de la represión violenta de los movimientos
nacionalistas. Hasta ese extremo se había modificado el clima,
en el seno de la opinión pública, desde finales del siglo XIX. Pe­
ro a la carencia de convicciones morales a partir de 1945 se unie­
ron razones más concretas, que aconsejaban no oponer resis­
tencia a ios movimientos independentistas de las posesiones co-

312
loniales. En 1945 no existía en realidad la posibilidad de con­
servar las colonias más importantes de Oriente. En 1942 se ha­
bía prometido la independencia a la India y la plena autonomía
a Ceilán. Birmania y la península malaya habían sufrido la ocu­
pación japonesa y sus movimientos nacionalistas se habían vuel­
to poderosísimos. La Indochina francesa y la Indonesia holan­
desa habían sido también ocupadas por los japoneses, y a partir
de 1945 fue imposible restablecer allí el dominio europeo. To­
dos estos países, por consiguiente, debían alcanzar lo antes po­
sible su independencia. Pero su éxito tuvo consecuencias im­
portantes para los demás sectores coloniales, especialmente en
Africa. La independencia de los asiáticos proporcionó un tre­
mendo estímulo a los movimientos nacionalistas africanos e hi­
zo mucho más difícil negar a éstos lo que los asiáticos ya ha­
bían conquistado. Pero la independencia de Asia tuvo también
repercusiones en la actitud europea, y particularmente en la bri­
tánica con respecto a las colonias que quedaban. El imperio bri­
tánico había sido en cierta medida un sistema político interde­
pendiente, en el cual cada territorio era indispensable para la se­
guridad de los demás. Así, cuando fueron abandonadas las po­
sesiones orientales, las del Africa oriental perdieron en buena
parte su importancia estratégica. Puesto que se podía afirmar
que no tenían otras funciones imperiales, nada se oponía ya a
la concesión de la independencia, excepto el temor al caos que
podía presentarse tras la evacuación por parte de las potencias
imperiales. Pero semejante argumentación no era aplicable a las
demás regiones de Africa, donde se trataba sencillamente de es­
tablecer si valía la pena pagar el precio de la represión del na­
cionalismo. En general, todas las potencias coloniales, salvo Es­
paña y Portugal, decidieron aceptar la inevitabilidad de la des­
colonización. A comienzos de la década de 1950 sólo se trataba
ya de establecer a qué ritmo se debía proceder a la evacuación.
Tales fueron las raíces de la descolonización. No siempre es
posible asignar una fecha precisa a la obtención de la «indepen­
dencia» de los territorios coloniales, porque existieron múlti­
ples fases intermedias entre la absoluta sujeción y la plena so­
beranía. Se ha utilizado como criterio la adquisición de! total au­
togobierno interior y de la libertad para cortar todos ios vín­
culos con la metrópoli.

11 313
Los veinte años posteriores a 1945 se dividen en dos partes.
Antes de 1950 Europa abandonó únicamente aquellas colonias
que estaban a punto de conquistar la independencia en 1939 y
se hallaban en condiciones de aspirar a ella como consecuencia
directa de la segunda guerra mundial. Durante la segunda fase,
que dio comienzo más o menos en torno a 1956, fue liberada
la mayor parte de las colonias restantes, aun cuando en 1945 pa­
reciesen, por regla general, poco aptas para la independencia, al
menos durante una generación. En el primer período los nue­
vos estados surgieron casi todos en el Oriente Medio islámico
o en Oriente; en la segunda fase, en cambio, la mayoría de los
nuevos estados surgieron en Africa.
Durante cuatro años, a partir de 1945, la descolonización pro­
cedió con extremada rapidez. En 1946 las Filipinas se convir­
tieron en un estado soberano, mientras que Jordania y Siria ce­
saban de ser mandatos ingleses o franceses. En 1947 la India y
Pakistán obtuvieron la independencia como miembros de la
Commonwealth. Ceilán les siguió en 1948; Birmania, que se hi­
zo independiente aquel mismo año, no quiso entrar en ella; a
Israel, que se había liberado del mandato británico, no se le pro­
puso el ingreso. En 1949 Holanda reconoció la independencia
y la soberanía de Indonesia, pero hasta 1956 continuó esperan­
do mantener con ésta estrechos vínculos políticos. También en
1949 Francia concedió la soberanía a Laos, Camboya y Viet-
nam (Annam y Tonkín), pero estos países permanecieron den­
tro de la Unión Francesa hasta que Francia fue desposeída de
Indochina en 1954.
Aparte de la liberación, en 1951, de Libia, que había estado
bajo control británico y francés después de haber sido conquis­
tada a Italia en el curso de la guerra, se produjo una pausa. Eu­
ropa no estaba aún convencida de que el Imperio fuese moral­
mente discutible, mientras que los problemas de las sociedades
multirraciales de Argelia, Africa central y Kenia complicaban
las cosas. Casi todas las potencias trataron, pues, de atender a
las reivindicaciones nacionalistas con juiciosas concesiones.
La segunda fase comenzó en 1956, cuando Marruecos y Tu­
nicia denunciaron sus lazos con Francia y se salieron de la
Unión Francesa. En este mismo año Gran Bretaña evacuó el
Sudán egipcio, y en 1957 la Federación malaya se convirtió en
un Estado soberano, miembro de la Commonwealth, mientras

314
Singapur, Borneo septentrional y Sarawak no ingresaban hasta
1963 en la nueva Federación de Malasia. Ninguna de estas con­
cesiones fue verdaderamente sorprendente, porque se trataba en
todos los casos de estados islámicos que habían gozado, en di­
versa medida, de una cierta autonomía como protectorados bri­
tánicos o franceses. El hecho crucial, que señaló el inicio de la
última fase de la descolonización y demostró hasta qué punto
se había debilitado enormemente la voluntad europea de domi­
nio, fue la independencia de Costa de Oro —rebautizado como
Ghana— en 1957. Fue la primera colonia «pagana» que se hizo
completamente libre. Era una colonia tropical africana que ca­
recía de unidad natural y que no había gozado de ningún gé­
nero de autonomía en 1945. Debió su primacía en parte a su ri­
queza, pero todavía más a la habilidad política de Kwame Nkru-
mah, líder del principal partido nacionalista, que hizo insoste­
nible el dominio británico. Su nombramiento como primer mi­
nistro en 1951 hizo época, puesto que estimuló los movimien­
tos nacionalistas en toda Africa. Así, también, la independencia
de Ghana (1957) fue la señal para la descolonización generali­
zada. Poco después el paso más importante fue dado por Fran­
cia, que en 1958 abolió la Unión Francesa, y dio a todas sus co­
lonias libertad para elegir entre la completa independencia y la
soberanía en el interior de la nueva Comunidad Francesa. Tan
sólo la Guinea francesa optó por la primera solución, obtenien­
do la independencia en 1958. El resto conquistó la independen­
cia en 1960 cuando se disolvió la Comunidad.
1960 fue el año más importante para la descolonización, por­
que durante el mismo se independizaron la mayoría de las co­
lonias del Imperio francés. Las federaciones del Africa occiden­
tal y ecuatorial se dividieron en una serie de estados soberanos,
que sin embargo conservaron lazos especiales con Francia: Cos­
ta de Marfil, Dahomey, Alto Volta, Senegal, Mauritania, Nige­
ria, Malí, Gabón, República Centroafricana y Chad. También
Togo y el Camerún, ambos territorios de mandato, alcanzaron
la independencia, incluyendo también el segundo la región an­
tes administrada por Gran Bretaña. Madagascar se independizó
y asumió el nombre de República Malgache. En 1960 Londres
liberó a Nigeria; la Somalia británica y la italiana se fusionaron
en la República Somalí; también alcanzó la independencia el
Congo belga. «Los vientos del cambio» continuaron soplando

315
con fuerza. En 1961 Gran Bretaña puso fin a su control sobre
Chipre, Sierra Leona, Tanganica y Kuwait; en 1962 liberó a Ja­
maica, Trinidad-Tobago (como consecuencia de la disolución
de la Federación de las Indias occidentales, no independiente,
creada en 1957) y Uganda. En ese mismo año Francia puso tér­
mino a su larga guerra en Argelia, concediendo a esta la total
independencia. En 1963 Gran Bretaña dio la libertad a Zanzí­
bar y Kenia: es significativo que este último país se convirtiera
en un Estado africano donde la antes influyente comunidad bri­
tánica pasara a ser tan sólo una minoría que se toleraba. El mis­
mo rechazo de la pretcnsión europea a gobernar a las mayorías
africanas se expresó con la disolución de la Federación de Rho-'
dcsia y Niasalandia a finales de 1963, que fue seguida de la in­
dependencia para Niasalandia (Malawi) y para Rhodesia del
Norte (Zambia) en 1964. Rhodesia continuó sometida a Gran
Bretaña: era improbable la independencia antes de que su cons­
titución asegurase a la mayoría africana el poder político. Tam­
bién en 1964, Londres concedió la independencia a Malta. Da­
do que esto iba en contra de la voluntad de muchos malteses,
se hizo evidente que Gran Bretaña tenía prisa por liquidar el res­
to de su imperio.
En 1965 el proceso de descolonización estaba casi ultimado:
de los viejos imperios quedaban únicamente territorios plena­
mente incorporados a las metrópolis (o que éstas esperaban aún
incorporar) y regiones evidentemente demasiado pequeñas o
pobres para regirse por sí solas. Francia conservó la Martinica,
Guadalupe, Reunión y Guayana como departamentos de ultra­
mar plenamente incorporados, y también Polinesia, Nueva Ca-
ledonia, Somalia, las islas Comore, Saint-Pierre y Miquelon, y
un puñado de islas como territorios de ultramar dependientes.
Portugal, que por entonces era el principal exponente del prin­
cipio de la incorporación como alternativa a la descolonización,
conservaba la mayor parte de su imperio: las islas de Madera y
las Azores (hacía tiempo incorporadas a la metrópoli), las islas
de Cabo Verde, Guinea, Santo Tomé, Angola, Mozambique,
Macao y parte de Timor. Holanda conservaba Surinam y las
Antillas neerlandesas, también estrechamente ligadas a la madre
patria. España había incorporado por completo las islas Cana­
rias y conservaba los pequeños territorios del Africa occidental
—Ifni, el Sahara español, Río Muni y Fernando Poo— . Rusia

316
conservaba todos sus territorios coloniales del Asia central y
del Estremo Oriente, pero los consideraba pane integrante de
la URSS. Los Estados Unidos incorporaron Hawai, que se con­
virtió en un Estado de la Unión en 1959. Conservaron Puerto
Rico como territorio dependiente con un gobierno plenamente
autónomo, pero reconocieron su derecho a la secesión. Las is­
las Vírgenes, las Samoa americanas y otras posesiones menores
en el Pacífico continuaron siendo dependencias norteamerica­
nas. Gran Bretaña, que había poseído el imperio más grande,
conservó asimismo el mayor número de dependencias: las más
importantes eran Aden, las Bahamas, las Bermudas, las Barba­
dos, las islas de Sotavento y Barlovento, la Guayana británica,
Honduras británica (Belice) y otras islas del Caribe; las Malvi­
nas (Falkland) y otras islas en el Atlántico; las Fidji, Gambia
(que alcanzaría la independencia en 1965), Gibraltar, los terri­
torios de la Alta Comisión de Sudáfrica, Hong-Kong, las Mal­
divas, Mauricio, Tonga y los territorios de la Alta Comisión del
Pacífico occidental. Para diversas posesiones se preveía la con­
cesión de independencia en un próximo futuro. Pero Gran Bre­
taña, al igual que otras potencias imperiales, se enfrentaría al
problema, aparentemente insoluble, de decidir el futuro de mul­
titud de pequeños territorios que no tenían, evidentemente, ca­
pacidad para ejercer una plena soberanía como estados.
Resulta todavía demasiado pronto para juzgar las consecuen­
cias del «colonialismo» o de la descolonización. Ni el uno ni la
otra fueron enteramente buenos o malos. Pero el fin de los im­
perios puso en evidencia casi todos sus defectos, de igual ma­
nera que la quiebra de una empresa comercial revela su debili­
dad oculta. El lado positivo del imperialismo europeo consistió
en proporcionar una estructura de estabilidad política a Africa,
el Sudeste asiático y el Pacífico, en un momento en que la po­
tencia y la intervención de Europa estaban destruyendo los es­
tados indígenas y sus formas sociales, y en que la competencia
.internacional habría podido originar una situación de choques
incesantes. El colonialismo fue también un medio para trans­
mitir el conocimiento de las conquistas técnicas e intelectuales
de Occidente a las demás partes del mundo. Su lado negativo
fue que el dominio extranjero destruyó no menos de cuanto
creó. Las instituciones sociales y políticas indígenas debieron
ser modificadas o eliminadas para permitir el gobierno colonial;

317
de ahí que no fuese posible restaurarlas en su primitiva forma,
y que la desaparición de los imperios coloniales creara inevita­
blemente un peligroso vacío. Con tiempo y claridad de ideas su­
ficientes, Europa habría podido trasplantar sus valores políti­
cos, económicos y culturales al suelo indígena, no asimilando,
sino cultivando una especie de híbrido nuevo y vital. En algu­
nas regiones la empresa triunfó: en la India, en Ceilán y quizá
en Java, donde el dominio extranjero duró más de siglo y me­
dio. Pero casi todas las demás posesiones en el momento de su
independencia se hallaban a caballo entre dos mundos, incapa­
ces de volver al pasado, pero todavía inexpertas en el manejo
de los sistemas europeos. Moralmente, Occidente hizo bien en
otorgar aquella libertad tan insistentemente exigida; política­
mente, se vio obligado a ello, porque el precio de su rechazo
habría sido demasiado alto. Pero el período posterior estaba lle­
no de peligros. La estabilidad de unos cuantos grandes impe­
rios intercontinentales fue sustituida por la ¡ncertidumbre de
una multitud de pequeños estados soberanos, muchos de ellos
privados de uniaad, de recursos económicos o de experiencia
política. El final de los imperios significó la balcanización de
Africa y del Sudeste asiático.
El futuro de las antiguas colonias seguía siendo por todo es­
to una incógnita. Para los nuevos estados, el fin de la subordi­
nación parecía ser el punto de arranque de un mundo nuevo:
se convertirían en potentes naciones industrializadas, como
China o Japón, y asegurarían el equilibrio político entre los
grandes bloques de Oriente y Occidente. Pero el testimonio de
la historia pasada no daba motivo para tamaño optimismo. Los
Estados Unidos y los dominios británicos eran ejemplos de an­
tiguas colonias convertidas en estados soberanos florecientes.
Pero el término del poderío español en América, la disolución
de la potencia turca en los Balcanes y el caos que con frecuen­
cia siguió a los imperios, en el más remoto pasado, debían ha­
cer pensar también que la descolonización podía generar con­
fusión y decadencia económica. En 1964 era más probable que
el fin de los imperios en Africa y el Sudeste asiático llevara a la
dictadura política, la decadencia económica y a las guerras en­
démicas que a nuevas y brillantes civilizaciones.
La conclusión resultaba obvia. Las potencias occidentales no
habían logrado preparar sus colonias para la libertad antes de

318
que la reivindicación de esa libertad se hiciera moralmente irre­
sistible: no podían quitarse de encima todas sus responsabilida­
des al conceder la soberanía. Era necesario, ya que no expiar pa­
sadas «explotaciones» —que no constituyeron un aspecto im­
portante del imperialismo europeo— compensar el fracaso con
una acción más positiva. En la era poscolonial era su deber, y
también su interés, ayudar a los antiguos súbditos a construir
naciones prósperas y autosuficientes, surgidas de las ruinas de
los imperios coloniales.

319
Notas

P R IM E R A P A R T E : L O S IM P E R IO S C O L O N I A L E S A N T E S D E 1815

C a p . I: INTRODUCCIÓN. LA PRIMERA EXPANSIÓN EUROPEA

1 A d am Sm ith , The wealth of nations, libro IV, cap. v il, parte fli [Investigación
sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, M éxico, I CE, 19 5 8 J.

C ap. y. los imperios coloniales de i-rancia y holanda en américa

1 M. L . E . M oreau de Sain t-M éry , Lois et constitutions des colonies franqoises


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5 A . R. j . T u rgo t, «M ém oire au Roi su r la guerre d ’A m ériq u e», en L . D es-
ch am ps, Histoire de la question coloniale en Trance, P arís, 1891, p . 314.
6 L . D esch am p s, op. dt., p. 316.
7 C. de Lan n n oy y H. V. Lin d en , Histoire de 1‘expansión coloniale des peuples
européens. Néerlande et Danemark, B ru selas, 1911, pp. 353-54.

C ap . 4: EL IMPERIO COLONIAL BRITÁNICO DE 1700 A 18!s

5 E . B. Sch u m peter, English overseas trade statistics, 1697-1808, O x fo r d , 1960,


págin a 18.
2 Ibid.
3 American colonial documents to ¡776, co m p . p or M , Jen sen , 1955, p. 392.
4 J . C . M iller, Origins of the American Revolution, Stan ford , 2 .1 ed., 1959, pá­
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5 L . A . H a rp er, «T h e effect o f the N avigation A cts on the thirteen co lo n ies»,
en The era of the American Revolution, com p . p o r R. B. M orris, N u ev a Y o rk,
1939, p. 37.
6 Jen sen , op. dt., p. 807.
7 Cobbett's parliamentary history o f England, com p . p or W. C o b b ett, 36 vols.,
L o n d res, 1806-20, vo!. x v » , col. 1236-1237.

320
C ap. 6: l o s e u r o p e o s e n o r ie n t e a n t e s d e isis

1 C. de L an n oy y H . V. Lin d en , op. cit., pp. 344 y ss.


2 Ibid., pp. 336-57.
3 «C am brid ge h istory o f In d ia», vol. v , British India, ¡497-1858, C am b rid ge,
1929, p p. 96 y 109.
4 Ibid., p. 108; Schum peter, op. cit., p. 18.
5 Cambridge history of India, vol. V, p. 102.
6 H . W eber, La Compagnie Franqaise des Indes, París, 1904, pp. 492-500.
7 Ibid., p. 394.

S E G U N D A P A R T E : L O S IM P E R IO S C O L O N I A L E S D E S P U E S D E 1815

C ap . 7: LA SEGUNDA EXPANSIÓN EUROPEA, 1815-1882

1 G . C lark , The balance sheets of imperialism, N u e v a Y ork, 1936, pp. 5 y 6.

C ap . 8: EXPANSIÓN. REPARTO Y NUEVA SUBDIVISIÓN DE 1883 A 1939

1 A . J . P. T a y lo r, Germany's first bid for colonies, 1884-1885, L on d res, 1939,


página 6.
2 T . F u ller, The Church history of Britain, 1655, 3 vols., L on d res, 1837, vol.
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3 C . F. R em er, Foreign investments in China, N u ev a Y ork, 1933, p. 73, cu a­
dro 6.

C ap . 9: EL IMPERIO BRITÁNICO DESPUÉS DE 1815

1 C lark , op. cit., p. 23.


2 A . B . Keith, Selected speeches and documents on British colonial policy,
1763-1917, Lon d res, 1953, Prim era parte, p. 139.
3 Ibid., p p. 174-75.
4 G . Bennett, The concept of Empire, L o n d res, 1953, p. 282.
5 A . B. K eith, Speeches and documents on the British Dominions, 1918-1931,
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6 Ibid., p. 164.
7 Ibid., p. 305.
8 E . S to k es, The English utilitarians and India, O x fo rd , 1959, p. 45.
9 Ibid., p. 46.
10 Ibid., p. 284.
" «C am brid ge history o f In d ia», vol. vi, The Indian Empire, 1858-1918, C a m ­
bridge, 1932, p . 505.
12 A . M cPhee, The economic revolution in British West Africa, Lon d res, 1926,
página 313.

12 321
C ap. 10: EL IMPERIO COLONIAL FRANCÉS DESPUÉS DI- 1815

1 C lark , op. cit., p. 23.


2 P. Leroy-B eau lieu , De la colonisation chez les peuples modernes, 6.a ed., Pa­
rís, 1908, vol. n, p. 540. E n la p rim era edición, L eroy-B eau lieu las llam aba sim ­
plem ente •colonies de commercc», •colonies agricoles» y •colonies de plantations»
(págin a 534).
3 S. H . R o b erts, History of French colonialpolicy, 1870-192$, 2 vols., Lon dres,
1929, vol. i, p. 44.
4 C . So u th w orth , The French colonial venture, L o n d res, 1931, p . 61 y cuadros
III y iv.
5 R o b erts, op. cit., vol. i, p . 67.
h So u th w orth , op. cit., p. 50 y cu ad ro s i y ll.
7 H . B ru n schw ig, La colonisation franqaise, P arís, 1949, p. 184.
8 R o b erts, op. cit., vol. I, p. 113.

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4 J . S. Furn ivall, Colonial policy and practice, C am b rid ge, 1948, p. 255.
s J . S. Furn ivall, Netherlands India, p . 336.
6 R . A . Pierce, Russian Central Asia, ¡867-1917, B erkeley y L o s A n geles, 1960,
página 137.
7 Ibid., pp. 218-19.
8 J . W. Pratt, America’s colonial experiment, N u ev a Y o rk , 1950, pp. 243-44.

C ap . i2: lo s im perios d i : Po r t u g a l , b élg ic a y Alem ania

1 J . D u ffy , Portuguese Africa, C am b rid ge (M ass.), 1959, p. 1.


2 Ibid., p. 295.
3 C lark , op. cit., p . 23.
4 A . J . W auters, Histoire politique du Congo belge, B ru selas, 1911; Naval ¡n-
telligence División: The Belgian Congo, L o n d res, 1944, pp. 206-7.
5 S. H . Fran k el, Capital investment in Africa, L o n d res, 1938, pp. 292-95.
6 Ibid., pp. 158-59.
7 G . M artelli, Leopold to Lumumba, L o n d res, 1962, p . 215.
8 Op. cit., p . 215.
9 W . O . H en d erson , Studies in Germán colonial history, L o n d res, 1962, p. 5.
10 H . R . R u d in , Germans in the Cameroons, 1884-1914, L o n d res, 1938, p. 419.
11 H e n d erso n , op. cit., pp. 33-34.
12 C la rk , op. cit., p . 11.
13 H en d erson , op. cit., p. 134.
*4 Ibid., p. 58; M . E. T o w n sen d , The rise and fall of Germany's colonial em­
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Dado que el período anterior a 1700 no entra en el argumen­


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340
Indice alfabético

A bisin ia, 175, 189 • ecuatorial, 136-138 — Latin a, 73, 81, 186
abisin ios, 169 • tropical, 133-137 — septentrional, 35, 44­
A cadia, 18, 60, 63 , 69, — oriental, 165-167, 221 46, 57
73 — septentrional, 129-133 am ericanos, 58, 75-76, 78­
Acapulco, 87 africanos, 10, 134, 164­ 79, 186, 277-279, 282­
Acto Constitucional, 68 165, 175, 229, 231, 288­ 283
Acuerdo de Algeciras, 296, 298-302, 304, 307­ Am erican D eclarations of
176, 179, 188 308 Rights (Declaración de
Acuerdo de Berlín, 163, afrikaners, 178, 179, 202 Derechos Am ericana),
188, 296, 304 Agadir, 178 56
Acuerdo de la conferen­ Agrá, 117 americana, colonia, 41
cia de Bruselas, 188 A karoa, 152 am erindios, 277
Adén, 221, 317 A kbar, 109 Am iens, paz de, 33
Administración de la co­ A laska, 277, 280-281 Amsterdam
lonia alem ana, 306-310 A lbania, Congreso de, 58 — Cámara de, 38, 90,
Adm inistración de la co­ Albuquerque, 83 267
lonia francesa, 22-28, alcohol, 308 Amoy, 148
32-33, 238-257 A lejandría, 65 Amu D aría, 108
Adm inistración del Im pe­ alemanes, 164-165, 167, Am ur, 140, 148, 269, 275
rio ruso, 270-277 169, 178, 179, 182, 304, anexión, 128
Adm inistración de la co­ 307 Angkor, 180
lonia holandesa, 259­ Alem ania, 133, 157, 158, A ngola, 129, 167, 286­
268 161-162, 164-168, 176, 288, 291-293, 316
Adm inistración de la co­ 178-179, 182, 184, 186­ Angra Pequeña, 161
lonia inglesa, 46-56, 189, 236-237 , 258, 278, Annam, 149, 170, 234,
193-195 283, 286-287, 302-306, 250, 252, 254, 314
309-310 A ntillas, 241, 246-247,
Adm inistración de la co­ A lgeciras, 176
lonia portuguesa, 15-16, 316
— acuerdo de, 178 — M ar de las, 64
83-84 — conferencia de, 188
Adm inistración de la co­ A li Vardi Ja n , nabab de Apalaches, 44 , 46, 57-58
lonia española, 13-16, Bengala, 109 árabes, 10, 187, 304
88 A lsacia, 161, 235 A rabí, pachá, 133
A dua, 173, 175, 189 A lta com isión de Bata- A rabia, 126, 283
Afganistán, 142-145, 179­ via, 264 Arakán, 145
180, 1CÓ A lta iv>uuaiou aeí Pacífi­ arancel de plantación, 55
afganos, 109, 120 co occidental, 154, 317 A rgel, 244
A frica, 1, 6, 7, 9-11, 15, Amarapura, 145 A rgelia, 128-130, 136,
34, 35, 38, 45, 61, 64, Am boina, 91, 105, 150 148, 164, 173-176, 193,
71, 72, 82, 89, 99, 121, Am érica, 1, 5-12, 16, 35­ 233-237, 239-241, 242,
129-140, 156, 159, 170, 37, 55, 56, 58-61, 67, 243 , 247, 252, 253, 255­
172-179, 187-189, 191, 72-81, 85, 87, 105, 121, 256, 305, 314-315
193 , 209 , 220, 223, 226­ 125, 134, 151-153, 190, argelinos, 252
230, 532-234, 236-237, 192, 209, 232, 233 , 274, Arguin, 37
242, 245-246 , 248 , 250, 282, 285, 311, 318 Asam , 145
252-254, 258-259, 276, — colonia holandesa, 36­ ashanti, 172, 174, 224
285-287, 292, 295, 300, 41 A sia, 1, 5-10, 12, 72, 74,
302-303, 305, 307-310, — colonia inglesa antes 85, 90, 105, 121, 127,
311 de 1763 , 44-59 138-151, 179, 193, 218,
— austral, 138-139 — im perio colonial espa­ 219, 227, 232, 234
— central, 138, 140, 166­ ñol, 13-17 — central, 140-145 , 293,
167 . — im perio colonial fran­ 313, 316
—- ecuatorial francesa, 234 cés, 18-37 — sudoriental, 5, 110,
— occidental, 163-165, — im perio colonial por­ 234
220 tugués, 13-17 asiáticos, 7, 11, 19, 71,

341
91-92, 231, 263-264, Bentham , J . , 195 Bu jara, 142, 269
313, 314 Benué, 164 Bulgaria, 131
Asociación Internacional Berar, 144 Bülow , Bem hard von,
Africana (A IA ), 137, Bcrbice, 39 176, 305
138 Berbice, com pañía de, 38 Bundesrat, 306
A ssab, 165 Bering, estrecho de, 269 Burdeos, 31
assim ilados, 291 Berlín, 178 burcaux arabes, 250
A ssociation Internationale 2 % , 304 Burke, Edm und, 57
du Congo, 294 — acuerdo de, 163, 188,
Atlántico, océano, 5, 12­ 2 % , 304 Cabo, E l, 129, 139-140,
13, 16, 36-37, 61, 85, — congreso de, 132, 138 199
285, 317 Berm udas, 55, 219, 223 — región de, 138-139, 178
audiencia, 23 Bihar, 109 — ciudad de, 174
Aurangzelo, 108 Billinton, 150 — colonia de, 178, 179,
A ustraíasia, 193 Birm ania, 121, 145, 146, 197, 203
A ustralia, 66, 126, 128, 170-171, 180, 206, 212, Cabo V erde, islas, 286,
151, 155, 169, 187, 190, 221, 313, 314 316
202, 205, 221, 305 birm anos, 146 C abra!, Pedro A lvares, 9
— d el N orte, 151-152 Bism arck, O tto von, 159­ Cachar, 145
— d el Sur, 151-152 163, 165, 303, 304 Cachemira, 215
australianos, 152 Bism arck, archipiélago de, C ádiz, 104
A ustria, 12, 80, 189 303 C airo, E l, 174
Azores, 16, 283, 286, 316 Bizancio, 5 C alais, 54
aztecas, 11 Bleichroder, Gerson von, Calcuta, 62, 97, 111, 113,
304 115, 143, 211-212, 260
Bagdad, 186 Board o f C ontrol, 62, 118 C alicu t, 82, 90
Baghat, 144 . Board o f Trade (Cám ara C aliforn ia, 13
Baham as, 219, 223, 317 de Com ercio), 52 calvinistas, 37
Baksar, batalla de, 113 Bodaw paya, 145 — pastores, 92
Balcanes, 318 bóer, 139, 167 C ám aras, 38
B alfou r, A . J . , 205 Bojador, cabo, 178 — de Agricultura y Co­
B ali, 150 Bom a, 295, 297 m ercio, 24
Baltim ore, 47 Bom bay, 62, 97, 120, 211, — de Am sterdam, 38, 90
Banda, 90, 105, 150 215 — de Zelanda, 38, 40,
Bandjarm asia, sultanato bomvana, 139 41, 90
de, 150 Bona, 130, 244 Cambon, P aul, 251
Bangkok, 180 Bonin, isla, 283 Camboya, 90, 149, 170,
Banque de Bruxelles, 301 Borbón, 100 234, 250, 252, 314
B anten, 106 Borgu, 174 Cameron, Sir D onald,
bantúes, 138 Bosch, Johannes van den, 228 .............
— tribu, 139 266-267 _ Camerún, 161, 164, 178,
Barbados, 45, 223, 317 Borneo, 1 4 7 ^ 1 5 0 , 221­ 187, 188, 224, 234, 303,
Barlovento, islas, 219, 223, 313 305, 307-308, 315
317 boroughs, 48, 50 Canadá, 20, 21, 24, 25,
Baroda, 109 Bosnia, 131 28, 29, 34, 35, 46, 58,
Barruw a, 165 Boston, 44 64, 67-70, 78, 126, 190,
Basutolandia, 220 bóxers 194-1%, 198, 205, 282
Batavia, 90, 91, 93, 105­ — rebelión de los, 183 canadienses, 1%
106, 150, 259-263 , 265, B rasil, 9, 11, 16-17, 37, Canal de la Mancha, is­
267 45, 73, 75, 81, 84, 285, las d e, 47
— Tribunal Suprem o de, 293 C anarias, islas, 316
264 brasileños, 81 Canning, G eorge, 81
Battam bang, 180 británicos, 63, 66, 132, C antón, 62, 85, % , 101,
Bechuanalandia, 140, 167, 214, 217-218 147, 182, 286
220 — colonia, 66 capitán general, 33
Béhaine, Pigneau d e, 149 Brooke, Jam es, 147 C aribe, islas de, 8, 13,
Bélgica, 126, 137, 157, Brunei, 147, 224 16, 18, 25, 28, 29, 32,
187, 258, 287, 297, 298, Bruselas, 137, 295, 297­ 34-40, 42, 44-45, 49, 56,
301, 311 298 59-61, 67 , 73-74, 80,
belgas, 173, 299, 300, — acuerdo general de la 184, 186, 193, 197, 219­
302, 305 Conferencia de, 188 220, 226, 237, 239, 244,
Beluchistán, 145, 212 — mesa redonda d e, 302 246, 254, 259, 277-280,
Bengala, 90, 97 , 98, 100, Buena Esperanza, cabo 283, 317
104, 109, 111-114, 118­ de, 5, 8, 11, 61, 64, C arlos I , rey de Ingla­
120, 145, 211, 215, 216 73, 90 terra, 47
— bahía de, 65 Bugeaud de la Piconne- C arlos V em perador, 86
Benguela, 286 rie, Thomas Robert, Carlos X , rey de Fran­
Benocolen, 96 235 cia, 80, 130

342
C am ático, 100, 109, 111, C om pañías, 20-21, 39, 47­ C onseil Econom ique et
115, 116 48, 61, 83-84, 87-89, Social, 256
Carolina 292-293, 296, 298, 304 C onseil d ’E tat, 22
— del N orte, 45 — de Africa O riental, C onseil Souverain o Con­
— del Sur, 45 165, 304 seil Supérieur, 23-24,
C arolinas, islas, 169, 186 — británica del Borneo 26
cartas, 21, 94 septentrional, 223 C onseil Supérieur, 23-24,
C arta del A tlántico, 283 — con «carta», 88, 289 26
C arta C olonial, 297 — Im perial británica del C onseil Supérieur des co­
Casablanca, 176 A frica O rien tal, 165, lon ies, 241
Casement, Roger, 296 223 C onseil Supérieur du
C aspio, M ar, 142 — de la In d ia, 21, 35 C ongo, 295
catolicism o, 28 • francesa, 98-102, conseils coloniaux, 244
Cayena, 20, 35, 73 111-112 C onsejo de Comercio, 22
C eilán, 65, 67, 70-71, 90, véase también Com pa­ conseils généraux, 242,
91, 93, 103, 105, 106, ñía de las Indias 244
206, 221, 226, 259, 311, — de las Indias Occiden­ Consejo de In dias, 15, 22,
313, 314, 318 tales, 21, 29, 36-41, 84, 288
C élebes, 90, 150 258 C onsejo de Ultram ar, 84,
Ceuta, 8 • C onsejo de las, 40, 288
cipayos, 110, 215 41 Constant inopia, 131
— rebelión de, 211 — de las Indias O rien­ C onstitución del Año I I I
circumscri^oes, 289 tales, 11, 35, 61-63, (1974), 32
C live, R o b o t, 113, 118­ 79, 102-103 C onsulado, 33
119 • holandesa, 88-94, Controlador General de
C ochin, 90, 116 106, 259-261, 264, Finanzas, 22
Cochinchina, 127, 149, 266, 267
170, 234, 239, 245, 247, Convenanted Indian Ser­
• inglesa, 94-99, 110­
250, 252 vice, 119, 212, 213
120, 147, 208, 211, Convenciones internacio­
C olbert, Jean-B aptiste, 214
21, 24, 29, 32, 36, 98­ nales sobre trabajo for­
— inglesa de lo s M ares
99 zoso, 291
del Sur, 99
C olegio de K iezers, 41 — Ja lu it, 304 C ook, islas, 169, 222
C olom bia, 278 — de Katanga, 296 C oorg, 144
Colom bo, 82, 221 — de los L agos, 167-168 Corea, 182
Colón, C ristóbal, 7, 8 — de M ozam bique, 289 C om w allis, Charles, mar­
colonias — de N iasa, 289 qués de, 119, 212
— británica, 42-71 — de N ueva G uin ea, 305 Corom andel, 90, 97, 100,
— española, 75, 125 — Real del N iger, 164, 109
— inglesas de Am érica, 174, 223 C ortés, H ernán, 11
44-60 — de Sudáfrica, 168, 169, C osta de M arfil, 136, 233,
— de los estrechos, 146 189, 223, 287 315
colonies incorporées, 246 — U nida, 94 C osta de O ro, 135, 165,
Com isaría de Ju sticia, 33 — de Zam bezia, 289 174, 186, 220, 224-225
Com isión Ignatiev, 271 Com unidad Económ ica Crim ea, 269, 273
Com isión Internacional Europea, 257 Cromw ell, O liver, 74
del T rabajo, 291 concelhos, 289 Crown Colony Govern­
Com ité d ’Etudes du H aut Conferencias ment, 225
Congo, 137 — coloniales, 204 C uba, 277, 278, 282, 283
Com ité para la Protección — im periales, 204-205 Curazao, 37-39, 259
de los Aborígenes, 298 — dom inios, 204 . Curzon, George Natha-
Com ité Spécial du Katan- — del Primer M inistro n iel, 214, 217
ga, 2 % de la Commonwealth, C uttack, 117
Comm onwealth, 199, 201­ 204, 207
207, 254, 256, 261, 281, Congo, 11, 134, 137-138, Chad, lago, 165, 175, 233
314 160, 163, 164, 166, 174­ Cham berlain, Josep h , 170
— Conferencias de los 175, 178, 191, 233, 237, Cham plain, lago, 57
Prim eros M inistros, 252, 286, 292, 297, 305, C harlcstón, 44
204 310, 315 Charter A ct, 212
commimes mixtea, 248 — Estado L ibre del, 163, chauth, 109
communes de moyen 166, 174, 294 C hevoslovaquia, 189
exercise, 247 — Im perio belga en, 294­ C hild, sir Josiah , 96-97
communes de plein exer­ 302 C hile, 13
cise, 247 — M edio, 233 China, 8, 65, 82, 87, 101,
Com ores, islas, 234, 256, Congreso C optinental, 79 102, 126, 128, 140, 143,
316 Connecticut, 45, 48 146-149, 180-184, 186,
Compagnie des In des, 88, conquistadores, 11 189, 221, 274, 286, 303,
98-99 C onseil colonial, 245 318

343
chinos, 189 D ukkur, 144 Faidherbe, L ou is, 136,
Chipre, 219, 316 D u pleix, Joseph-Frangois, 164
Chirebon, 106 101, 103, 112-113 Fachoda, 175
Cbittagong, 145 D urham , John George Falklands, islas, 317
Ghoiseul, Etienne-Fran- Lam bton, conde de, 47, farm an, 97, 113
90ÍS, duque de, 24 195-196, 199-201 farmer, 77
— Inform e, 195 Federación de Africa O c­
Dahom ey, 172, 233, 249, cidental francesa, 233
315 Ecole C oloniale, 241 Federación de las Indias
D akar, 136 Egipto, 130-133, 160, 166, occidentales, 316
D alhousie, Jam es Andrew 175, 188, 219, 221, 224 Federación malaya, 314
Brown-Ramsay, mar­
Elcano, Ju an Sebastián, Federación de Rhodesia y
qués de, 144-145 86 N iasalandia, 316
D am ao, 286 Elgin y Kincardine, J a ­ Fernando V I I rey de E s­
Dar-es-Salam , 166 mes Bruce, conde de, paña, 80
D arfur, 175 196 Fem ando Poo, 316
Deccán, 108-109, 117 Elm ina, 37, 136, 259 Ferry, Ju les, 146, 174
Declaración de Indepen­ encomienda, 87 Fez, 178
dencia, 79, 277 Enciclopedia, 29 F id ji, 154-155, 159, 221,
D eclaración de Londres, enumerated goods, 54-55 227, 317
153 Enrique IV rey de Fran­ F ilad elfia, 44
Declaratory Act, 47 cia, 20 F ilip in as, 82, 85-87, 184,
D e G aulle, Charles, 256 Escocia, 46, 47 , 53 277, 279-283, 314
D elagoa, bahía de, 286 Esequibo, 39-40 filip in os, 87-88
D elaw are, 37 España, 8, 18, 20, 25, 27, Flandes, 37
délégations économ iques, 31, 34, 37-38, 41, 42, F lorida, 13, 69, 73
245 51, 55, 59, 63 , 72-73, fogaje, 308
79-81, 82-88, 92, 157, fokon’olona, 248
délégations finañeiéres, Forcé Publique, 295, 302
244 158, 176, 178, 184, 242,
277, 285, 313, 316 Foreign Jurisdiction A cts,
D elh i, 109, 117 224-225
D em erara, 39, 40 españoles, 59, 62-63, 70,
82-83, 85-86, 121, 277 Fort D auphin, 98, 171
Departam entos de U ltra­ Fort William, 97, 113
mar, 255-256 E stados asociados, 256
Estados G enerales, 24, Franceses, 16, 18, 20, 31,
Départem ents d ’O utre- 34-35, 37 , 57 , 59-60, 62­
M er, 254-256 38-41, 90, 93, 259, 261
64, 67-68 , 70, 73 , 75,
derecho de navegación, 54 E stados U nidos, 34, 58,
101-102, 112-113, 115­
D em burg, Berahard, 306 61, 74-75, 79, 88, 126,
117, 133, 135-136, 148,
D har, 109 140, 148, 155, 157, 182,
152-153, 163-165, 169,
D ias, Bartolom eu, 8 184, 186, 187-190, 192­
172-176, 179, 233, 235­
D iecisiete, L o s, 89, 91 193, 204, 276, 311, 317,
318 236 , 238-239, 241-242,
D inam arca, 278 251-254, 305
D irectorio, 33 estepa, 270-272 Francia, 9, 41, 42, 48, 59,
D israeli, Benjam ín, 210 Estuardo, 50 63, 65, 72-74, 78-82,
D iu, 82, 85, 286 Etienne, Eugéne, 237 88 , 98, 100-103, 106,
diw ani, 114, 118 Europa, 5-13, 15-16, 35, 111-113, 115-117, 120,
D jib u ti, 174 37, 45, 50, 56, 61, 72­ 129-133, 135-136, 145­
D oab, 117 73 , 74, 77, 81-83 , 85, 149, 152-153, 158, 160­
87 , 88, 92-94, 104-105,
Dominations et colonisa- 109, 112, 115-116, 121,
165, 166, 168-171, 174­
tion (Ju les Harm and), 176, 178-182, 233-246,
251 126-129, 151-152, 154­ 248-258 , 276, 286-287,
159, 161, 167, 171, 179, 290, 297, 311, 314-315
D om inica, 64, 69 189, 191, 203, 218, 228­
dom inicos, 28 franciscanos, 28
229, 231, 235, 269, 277, Frontenac, Lou is de
D om iníons, 71, 201, 204­ 285, 287, 309, 313-314,
206, 233 , 245, 254, 255, Bouade, conde de Pal-
317 luau y de, 24
261, 279-281, 318 europeos, 1, 7-12, 16, 44­
— Conferencia de los P ri­ Fu-chou, 148
45, 132-133, 137, 163,
meros M inistros, 204 168, 171, 182, 184, 190,
— oficina de los D om i­ G abón, 138, 178, 233
197, 214, 216-219, 228­ galeka, 139
nios, 279 229, 261, 263-264, 268, G ales, 47, 53
douars, 248 294, 298-299, 307-308 G allien i, Joseph-Sim on,
don gratuit, 25 — en el Pacífico, 150­ 248 , 251-252
Doum er, P aul, 251 154 G am bia, 64, 129, 134-135,
D ual mándate, The (de — en O riente antes de 165, 220, 317
F . D . Lugard), 228 1815, 82-121 G eorgia, 45
D uaía, 308 Extrem o Oriente passim G hana, 315
D ubuc, 32 exclusif m itige, 31 G ibraltar, 65, 197, 219

344
G ilbert, islas, 169 H a ití, 74, 75, 80, 278,
In dia, 5 , 34-35, 42, 62­
G ladstone, W illiam, E ., 283 67, 70, 74, 83, 89, 96­
133 H anoi, 149 97, 100-105, 107-121,
G o a, 82-83, 85, 116, 285, Hansemann, D avid, 304 127-128, 132, 140, 143­
286 H arm and, Ju le s, 281 148, 166-168, 172, 190,
— consejo de, 84 H astings, Warren, 117 192, 197, 198, 206-221,
gobierno responsable, 195 Hat Act, 55 227, 233-234 , 239, 264,
Golconda, 97 H aut Comité Mediterra- 270, 274, 285, 311, 313,
G o ld ie, George Dash- néen, 241 ' 314, 318
wood Taubm ann, 174 H aut Conseil de l ’Union
— estado de, 208
G ordon, 227 Frangaise, 241 India A ct, 62, 118
Goree, 37 H avre, L e, 31 Indian O ffice, 146, 211
Gran Bretaña, 44, 46, 53, H aw ai, 155, 169, 276,
In dias, 8, 259, 262
55-59, 61, 63, 66, 67, 278, 280-281, 317 — C onsejo de, 15, 22, 84,
70-71, 73-75, 78-81, 98, hebreos, 28, 187 288
108, 117-119, 133, 135, H eligoland, 166 — holandesas, 91
140, 143-144, 147-150, — tratado de, 166 — O ccidentales, 29, 61,
152, 158, 160, 163-169, herero, 173, 305 282
174-177, 178-182, 186, hindúes, 5, 110 • islas de las, 197­
192, 194, 197-210, 212­ H obson, J . A ., 152, 158
198
213, 216-222, 230-231, H olanda, 42, 48, 63, 65,
— O rientales, 5, 223 , 258,
234-236, 240 , 246, 249, 72, 74, 79, 82, 91, 96,
267
258-260, 283, 286, 287, 98, 99, 103, 107, 115,
311, 314, 316 Indico, océano, 5, 8, 10,
150, 259-260, 261, 267­
gran m ogol, 97, 114, 209 268, 311, 314, 316 65, 112, 116-117, 165,
G ranada, 20 , 64, 69 221, 234
holandeses, 37, 39-40, 59,
G randes Lagos, región de indios, 62, 111-112, 119­
62, 64, 71-74, 92, 97,
los, 18, 57 121, 208, 210, 213-215,
117, 120, 138, 147, 150,
G reat Fisb River, 138 259, 261-264, 266 , 267217-218
G rey, Henry, conde de, — brasileños, 16
— en Ceilán y Jav a, 105­
196 107 indios de América, 10-11,
Groenlandia, 283 — en Indonesia, 150 13, 35, 37-38, 58-59,
Groupe Cominiére, 301 H onduras, 60, 219, 317 152, 153
Groupe Em pain, 301 — iroqueses, 57
Hong-Kong, 148, 221, 317
G uadalupe, 20, 24-25, 29, H onolulú, 278 Indochina, 146, 148, 150,
233, 244, 316 hotentotes, 138 171, 172, 179, 234-235,
Guara, 186, 277, 280-281 237, 242, 245, 249-254,
H ova, dinastía, 185, 250,
G uayana, 38, 39-41, 64, 252 256, 313
69 , 81, 213 , 224 , 226, H udson, 37 Indonesia, 90, 96, 103,
233, 237, 244, 247, 316 — Bahía de, 60, 73 105, 107, 108, 117, 137,
G uaddalore, 97 hugonotes, 28 143, 146, 147, 150, 172,
guerra bóer, 178, 203 191, 259-261, 313, 314
guerra de independencia Ib i, 164 indonesios, 260-267
am ericana, 36 Ifn i, 316 Indore, 109
guerra de los Siete Años, Iglesia anglicana, 68 Indostán, 109, 115, 116
29, 34, 78, 112 Iglesia galicana, 28 Informe Durham, 195
Guillerm o I I , emperador Ignatiev, Com isión, 271 Inglaterra, 9, 20, 31, 33­
de Alemania y rey de Im perio(s) 38, 41, 45-48, 50-53, 54,
Prusia, 176, 305 — belga en el Congo, 65, 67, 72, 73, 79-80,
G uin ea, 37, 136, 233, 293-302 82 , 96, 99, 102-103,
286-287, 315-316 — colonial(es) 106, 110-111, 115-116,
G uizot, Frangois, 153, 235 • alem án, 302-310 120-121, 125-128, 130­
G ujarat, 117 • americano, 72 131, 132-134, 138-139,
G w alior, 109 • británico, 42-72, 142, 144, 146-147, 153,
Guillerm o I I , estatúder 192-232 161, 168-171, 173, 175,
de H olanda, 38 • francés, 233-257 178, 184, 187-188, 199­
Guillerm o IV , estatúder — chino, 182 203, 208, 211, 217-218,
de H olanda, 90 — de los Estados Uni­ 219-22, 236
Guillerm o V , estatúder dos, 276-284 ingleses, 16, 20, 29, 31,
de H olanda, 90 — holandés, 258-268 34-35, 37, 39-41, 44-45,
— ibérico, 207-218 47-48, 49, 54, 57, 59­
habeas corpus, 49 — indonesio, 65 76, 78-80, 96-97, 102­
Habeas Corpus Act, 49 — otom ano, 209 103, 107-121, 130, 134­
al-Hadj Um ar, 136 — portugués, 8-9, 285­ 136, 138-139, 142-149,
H aidar A lí, 111, 115 294 152-153, 164-166, 170,
H aiderabad, 109, 116, — ruso, 268-277 * 172-174, 178-180, 187,
144 — turco, 1, 81, 186-187 193-194, 198, 199, 204,
— nizam de, 109, 116 Incas, 11 207-210, 215-218, 221-

345
224, 227-228, 230-231, K ism ayo, 187 Lugard, F . D ., 227-229,
247, 254, 264, 305 K istn a, 116 253, 298, 308
In quisición , 84 Kitchener, H oracio Her- L u is X I V , rey de Fran­
Inspection des C olonias, bert, 175 cia, 27, 130
241 Kokand, 142, 269, 270 Luisian a, 20, 21, 34-35,
Instrucciones R eales, 26 K olon ialam t, 306 73, 99
Intendence Générale, 22 K olon ialrat, 306 Lyautey, Lou is - Hubert-
Irak , 187-188, 219, 224 Kolonialzeitung, 307 G onzalve, 251
Irkutsk, 142 Konbaung, dinastía, 145
Irlan da, 46-47, 206 Kruger, Stephanus Jo- M acao, 82, 85, 316
— E stado L ib re, 202 hames Panlus, 179 M acassar, 90
Iron A ct, 55 K uw ait, 316 M ac-Gregor, W illiam, 228
iraqueses, indios, 57 M ackinnon, W illiam, 162
Isla de Francia, 101, 112 L a Bourdonnais, Bertrand M adagascar, 98, 100, 171­
islam ism o, 5, 8, 10, 12, Fran^oise, conde M abé 172, 234, 245, 247-249,
127, 129-130, 134, 136, de, 112 252, 254, 256, 315
174, 233, 315 Labuán, 147 M adera, 16, 286, 316
Islan dia, 283 L agos, 135-136, 161, 164, M adrás, 62, 97, 112, 113,
«isla s exteriores», 262, 220, 226-227 120, 211, 215
265 L a H aban a, 277 M adrid, 15, 87
Israel, 314 L a H aya, 150, 260 M adura, 106, 264
Issyk-kul, 269 Lally, Thom as Arthur, M agallanes, Fem ando, 86
Italia, 86, 126, 131, 157­ conde de, 112 M ahé, 101
158, 165, 167, 175, 176, Lancashire, 61 m aji-m aji, 173, 305
178, 182, 187-190, 234, landgerechten, 264 M aine, 45
314 Lannesan, D e, 251 M alabar, 90, 97, 100
italian os, 173, 176 L ao s, 149, 170, 179, 180, M alaca, 65, 82, 90, 146,
234, 245, 252, 314 259
Jaip u r, 144 lapse, 144 — estrecho de. 90
Jam aica, 45, 48, 219, 225, Lausana M alasia, 146, 147, 221,
316 — tratado de, 188 259, 262
Jam eson, Leander, 179 Law , Joh n , 21, 99 M alaw i, 316
Jh an si, 144 Legazpi, M iguel López m alaya, península, 313
Jap ó n , 82, 87, 90, 142, de, 86 m alayos, estados, 224
148, 182-184, 187, 189, L c ist, 305 M aldivas, 65, 317
283, 318 L en in , V . I . , 158, 187, M alí, 315
japoneses, 189 M alietoa Laupepa, 154,
274 , 309
Jartu m , 175 162
jats, 109 Leopoldo I I , rey de B él­
M alta, 65, 316
Ja v a , 82, 90, 92, 93, 103, gica, 137, 157, 160, 163,
M alvinas, islas, 317
105-107, 119, 128, 150, 294-298, 301
M anchuria, 182, 183, 189
190, 262-266, 318 Léopoldville, 297-298, 302
M an ila, 86, 87, 184
jesu ítas, 15, 28 Leroy-Beaulieu, P ., 235
M an, isla de, 47
Jiv a , 142, 269-270 L esseps, Ferdinand de,
M anipur, 145
Jo gyakarta, 150 132
M ansfield, William Mu-
Johannesburgo, 179 Levante, 6 , 12 rray, conde de, 66
Johore, 147 Líbano, 187, 234, 254 m aoríes, 152
Jó n icas, islas, 65, 219 L ib ia, 176, 188, 314 m aratas, 108-109, 115-116,
Jo rdan ia, 219, 224, 314 L ig a N aval alem ana, 305 120
Jo sé Bonaparte, rey de L ig a para la Federación Marchand, Jean-Baptiste,
E spañ a, 80 Im perial británica, 203 175
Ju an V I de Braganza, rey L ig a Pangerm anista, 305 M arianas, islas, 186, 277,
de P ortugal, 81 L isb o a , 17, 81, 82, 84, 303
85, 287-288 M arquesas, islas, 127, 153
K ab u l, 145 Livingstone, I>avid, 134 M arruecos, 172, 175, 176,
Kandy, 105 Lloyd G eorge, D avid , 178, 233-235, 241, 242­
K arachi, 144 204 250, 255, 314
K atan ga, 302 L ok oja, 164 M arsella, 31
K azakistán, 142, 271, 275 Londres, 49, 52, 62, 96, M arshall, isla, 169, 303.
kazakos, 269, 272, 274 115, 143, 152, 167, 205, 304
K edah, 147 207 M artinica, 20, 24-25, 233,
K elantan, 147 — declaración d e, 153 244, 316
K enia, 198, 221, 224, 227, Long Islan d, 37 M aryland, 45, 47
314, 316 Lorena, 161, 235 M ashonaland, 287
K iautschau, 182, 303 Lorenzo M árquez, 286 M assachusetts, 45, 48
Kim berley, 140 Lorient, 100 M asulipatan, 90, 97
k irguises, 269 Luanda, 37, 286 M atabeland, 167
K irgu isistán , 275 Lüderitz, A d olf, 304 M ataram , 106, 107

346
M auricio, isla de, 65, sobrino de Napoleón, Omdurm án, 175
100, 221, 317 240 O m sk, 142
M auritania, 233, 313 N atal, 139, 167, 179, 197 O rán, 130, 244
M axim , am etralladora, N egapatan, 90 Orange
172 N egri Sem bilan, 147 — colonia del, 139
M editerráneo, 12, 13, 64­ N epal — río, 139
65, 219 — E stado independiente, — E stado libre de, 140,
M ekong, 18 215 169, 179
M elanesia, 134 N iasa, 220, 287, 316 o reíannance, 27
M éline, F élix-Ju les, 236 Véase también M alaw i Oriente, 5-11, 13, 82-121,
M enam , río, 180 — lago, 165-167 140, 148, 209, 221, 311,
M erv, 143 N icaragua, 278, 283 314, 318
m estizos, 77 N íger, 135, 136, 164-165, — Extrem o, 65, 86, 140­
M éxico, 8, 11-13, 86-87, 172, 173, 233 144, 189, 258, 317
277 — Compañía real de, 164 — M e d i o , 5, 104, 121,
— Nuevo, 13 — M edio, 174 132* 165, 186-188, 191,
M ilner, A lfred, 179, 204 203, 234, 274, 314
N igeria, 164-165, 173-174,
M indon, rey de Pegu, 224, 227-229, 308, 315 — C olonia portuguesa en.
146 82-88
M inistére d ’Outre-Mer, N ilo, 166, 175
— A lto, 175 — Colonia española en,
255 Ning-po, 148 82-88
M iquelon, 34, 73, 233, O rissa, 109
244, 246, 255, 256, 316 Nkrumah, Kw am e, 315
Ormuz, 82
N oblesse d ’epée, 23
m isioneros, m ision es, 8, O udh, 105, 116, 144
N orth, Frederick, conde
15, 93, 127, 134. 147­ O xus, 108
de G u ilford , 118
148, 152-153, 165-171,
208, 278, 287, 296 Nueva Am sterdam, 37
Nueva Bretaña, 168 P acífico, océano, 6 , 66,
M isisip í, 18, 35, 57, 64 86, 121, 127-129, 140,
M isu rí, 35 Nueva Brunsw ick, 60, 67,
142, 148, 151-156, 159­
M ocea, 101 74, 193
161, 168, 184, 186, 193,
m ogoles, 106, 111, 210­ Nueva C eledonia, 153, 221, 227, 232, 237, 239,
211, 215 234, 244, 247, 252, 253, 253, 254, 278, 281, 284,
— im perio, 108-109 256, 316 303, 317
Véase también gran Nueva E sc o d a, 52, 60, 67,
— islas del, 188, 250,
mogol 74, 193, 196 254, 278, 308
M ohamed A ll, 132 Nueva E spañ a, 13, 16, — A l a Com isión del Pa­
M okja, 90 44 87 cífico O ccidental, 317
M olucaa, 82, 86 Véase también México — com pañía d el, 304
M om basa, 165 Nueva G ales del Sur, 66­pacte colonial, 30, 32
M ongolia, 126 67, 151 Padang, 90
m onjes, 88 Nueva G uin ea, 150, 161,P aíses B ajos, 89, 94, 261,
M onroe, doctrina, 278 168, 221, 303 267
M ontreal, 18 Nueva H am pshire, 45 Véase también Holanda
M otel, E . D ., 296 N uevas H ébridas, 169, Pahang, 147
M orellet, abate, 102 186, 234 Pakistán, 206, 314
M o sc o v ia, Im perio, 3 , 7 N ueva Inglaterra, 45, 48,
P alaos, las, 186
M oscú, 275 55, 63, 69, 79 P alestina, 188, 219, 224
M ozam bique, 84, 129, Nueva Jersey, 45 Panamá, 278
166-167, 286-289, 291­ Nueva O rleans, 57 — canal de, 278, 279, 281
293, 316 N ueva S u e d a , 37 Pagani, 166
musulm anes, 5 , 108, 111, Nueva Y ork, 44-45 Pangkor, im perio de, 146
131, 134, 273 Nueva Unión Sudafrica­ Panipat, 109
— janatos, 142 na, 179 Paraguay, 13
— em ires, 226 Nueva Zelanda, 127, 128, P arís, 23-25, 98, 100, 136,
M urphy, J . B ., 296 152-155, 169, 187, 190, 149, 164, 239, 241, 242
Mysore, 109-111, 116, 197, 199, 203, 205, 221
— paz de, 113
144 Nuevo M éxico, 13 Parlam ento inglés, 225­
N uevo M undo, 46, 87 226
N achtigal, G u s a v , 161 Parlam ento inglés de
N aciones U n idas, 190, 302 W estminster, 47, 49­
Nagptir, 144 Oberrichter, 313 50, 53-54
N ankin, 148 oblast, 270, 273, 274 Parlam entos de P arís, 23
N antes, 31 O bok, 174 pathanes, 109
Napoleón I , 34, 80-81, O ceanía, 234, 244, 245, Paulo Condore, 149
130 253, 256 P avie, A uguste, 251
Napoleón n i, 149 octroi, 26-27 Pedro I , em perador del
Napoleón I I I , príncipe, O hio, 46, 57 B rasil, 81

347
Pegu, 145 Q uebec, 67 184, 188, 190, 208, 236,
Pekín, 5, 108, 110, 142, Quebec Act, 68, 193 267-276, 293, 316
149, 183 Q ueensland, 151, 168 rusos, 142, 182, 270-272
Penang, 65, 146 Q uetta, 145 Russel, John , 196
Penjab, 103, 109, 117, ryotwari, 120
143-146, 215 R affles, Stam ford, 146, Ryukyu, 283
P ensilvam a, 45, 47 266
Perak, 146 Raiatea, 168 Sahara, 11, 174
Perlis, 147 rajputs, 109 — español, 316
persas, 120 Rand,, 290, 310. Saigón, 149
Persia, 82, 126, 143, 180 Rangún, 145 Saint-Pierre, 34, 73 , 233,
Pérsico, golfo, 221 Ranjit Singh, 144 244, 246, 255, 256, 316
Perú, 8, 11, 13, 16, 44, R apa, 169 Sajalín , isla, 142
87 . Rebellion Losses B ill, 196 Saíazar, Antonio de Oli-
peshw a, 108, 109, 117 regalías, 25 veira, 288
Peters, K arl, 162, 165, regirae do incligcnato, 291 Salisbury, Robert Arthur
304 Regulating A ct, 118 Talbot Gascoyne- Cecil,
P itt, W illiam , 62, 118 régulos, 289 marqués de, 166, 174,
Pizarro, Francisco, 11 Reichstag, 161, 306 287
Plan de Reparación, 40 República Centroafricana, Salom ón, islas, 169, 186
P lata, L a, 13 315 Sam balpur, 144
Plassey, batalla de, 110, R epública Dom inicana, Samoa, 154, 156, 162,
113 278, 283 169, 186, 222, 278-281,
Polinesia, 154, 316 R epública M algache, 315 303, 309, 317
Polonia, 189, 269 República Socialista Fe­ San C ristóbal, 20
Pom bal, Sebastiáo José derativa Soviética Ru­ San Eustaquio, 37-39, 259
de C arvalho y N elo, sa, 275 San Lorenzo, 18, 63, 67,
marqués de, 84 República Som alí, 315 73
Pondicherry, 100, 101, Reunión, 100 San M artín, 38
112 Reunión( es), 233 , 239, San Petersburgo, 142, 269
pondo, 139 241-243 , 245-248, 316 S^n Stéfano, 132
Poona, 108 Revolución colon ial, 77­ Santa Lu cía, 64
Fort A rthur, 182 81 Santo D om ingo, 20, 21,
Portendic, 37 Revolución francesa, 32, 25-27 , 34, 73 , 74, 80,
Porto N ovo, 135 79 99
Portugal, 9, 11, 18, 27, Rhode Isian d , 45, 48 Santo Tom é, 37, 286, 316
32, 38, 41, 42, 72-73, Rhodes, C ecil, 168, 174, Sarawak, 147, 315
81-87, 97, 137-138, 157, 178, 287 Sardeshmukh, 109
158, 168, 242, 258, 276, Rhodesia, 178, 191, 198, sariat, 271 .
285-287 , 289-293, 297, 220, 223-224, 292-293, Satara, 144
316 — rajás de, 109
313 — Rhodesia del Norte, Savage, isla, 186
portugueses, 7, 9, 11, 16­ 316 Savorgnan de Brazza, 138
17, 37, 59, 73, 82, 84­ Véase también Zam- Savaü, 303
87, 106, 1Í0, 121, 129, bia Say, 165
166-167, 285, 286, 289­ R ichelieu, Arm and-Jean Selangor, 147
290 Du P lessis, 20 Sem ipalatinsk, 142
prazeros, 289 R ío de Jan eiro, 81 Sem irechie, 274
prazos (principados feu­ Río M uni, 316 Senegal, 36, 64, 129, 135­
dales), 286 R ío de O ro, 178 137, 164, 233, 234, 237,
préfet colonial, 33 Piqueta de las naciones, 239, 244, 247, 315
Primer Congreso Conti­ La (de Adam Sm ith), 60 Senegam bia, 69
nental, 56 Rocheile, L a, 31 Settlem ents A cts, 223 , 225
Príncipe, isla, 286 Rohilkhand, 109 Seychelles, 65, 220
Principes de pacificaron R ojo, M ar, 8, 65, 82, 101, Shanghai, 148, 182
et d’organisation (de 165 Shantung, 182
J . S. G allien i), 251 R ojo, río, 170 Shire, 286
protectorado, 128 — región del, 149 Siam , 90, 126, 149, 170,
Protectorado británico de Roosevelt, F . D ., 283 171, 179, 180, 186
Africa central, 167 — «C orolario de», 278, siam eses, 180
Provincias U nidas, 37-41, 283 Siberia, 7, 140, 142, 190,
88-91, 93 Roseberry, Archibald Phil- 269-270, 275
Puerto R ico, 186, 278, lip Prim rose, 180, 202 Sierra Leona, 63 , 66, 129,
280-284, 317 Ruanda, 294 , 308 135, 136, 165, 174, 220,
puertorriqueños, 280 Ruanda-Urundi, 187, 188, 316
P ulicat, 90 298 sikhs, 109, 144 .
«puertos francos», 31, 56, R u sia, 126, 131, 140-143, — estado, 144
60 145, 148, 158, 161, 182, Simonstown, 167, 178

348
Sind, 103, 117, 143-144 Tenaserim , 145 Uncovenante Service, 213
Singapur, 65, 146, 221, teoría de las «d os pirá­ Unión (de los Estados
259, 315 m ides», 229 am ericanos), 277-280,
Siraj ud-D aula, nabab de Terranova, 34, 45, 63, 73, 317
Bengala, 113 74, 233 Véase también Estados
S iria, 187, 234, 254, 314 Territorios de la A lta Co­ Unidos
S iv aji, bandido hindú, misión de Sudáfrica, Unión francesa, 254-255,
108-109 317 275, 314-315
Sm ith, Adam, 5, 56, 60 Territorios d ’O utre-Mer, Unión Indochina, 170,
Sociedad C olonial, 305, 255-256, 316 234, 245, 220, 255
306 T exas, 13 Union M iniére du Haut-
Sociedad de N aciones, thugs, 214 Katanga, 285
188, 189, 223 T íbet, 126 Unión Sudafricana, 187,
Socíété Anversoise de Tidore, 86 202, 203
Commerce au Congo, Tientsin, 182 U polu, 303
296 Tim or, 85, 286, 316 U ral, río, 142
Société G enérale, 301 T ipu , sultán de Mysore, Urdaneta, Andrés de, 86
Som alia, 174, 187, 221, 111, 115-116 U R SS, 275, 317
234, 256, 315-316 Tobago, 20, 36-37 , 64, Urundi, 294
Véase también R epúbli­ 316 Uzbekistán, 275
ca de Som alia Togo, 161, 164, 186-188, uzbekos, 269
Somerset, caso, 66 224, 233, 303, 309, 315
Sotavento, islas, 26, 168, Tonga, 155, 169, 186, 221, V írgenes, islas, 278, 280,
219, 317 224, 317 281, 317
Stanley, Henry Morton, Tonkín, 90, 149, 170, 179, V irginia, 45, 48
137-138 182 , 234 , 242, 252, 254, V alparaíso, 153
Strachey, Joh n , 211 314 Van Aerssen, C om elius,
Sudáfrica, 67, 128, 138­ Tordesillas, tratado de, 85 39
140, 178, 179, 190, 203­ tories, 94 Vanga, 166
207 , 220, 292-293 Tourane, 149 Vergennes, Charles Gra-
Sudán, 133, 136, 164, 166, Transjordania, 187 vier, conde de, 102
172-175, 178, 221, 233, Transvaal, 139, 140, 167, V ictoria, 151
249, 305, 314 168, 173, 178, 179 V ictoria, lago, 165, 175
Sudeste asiático, 5, 105, Travancore, 116 V iejo Mundo, 77
121, 140, 145, 159-160, — rajá de, 115 Vietnam , 234, 314
170-171, 179, 180, 209, trekkers, 139, 151 — República del, 254
250, 311, 317 Trengganu, 147 Vietm inh, 254
Suez, canal de, 132, 166, Trincom alee, 65, 71, 221 V itu, 166
295 Trinidad, 64, 73, 219, 316 Vladivostok, 142
Suffren, de Saint-Tropez, T riple Alianza, 165, 176 V olga, 269
Pierre André de, 113 T ríp oli, 283 — regiones del, 273
Sukkur, 144 Tripolitan ia, 175, 178 volksraat, 260
Sum atra, 90, 96, 150, 265 Tu D uc, rey de Annam, volost, 271
Sungei U jong, 147 149 V olta, 164
Surakarta, 150 tukulor, im perio, 136 — A lto, 174, 233, 315
Surat, 97, 100 Túnez, 131 V oltaire, Frangois M arie
Surinam, 38, 259, 316 Tunicia, 130-133, 159, Arouet, 20
Susuhunan Amangkurat, 175, 234, 241, 250-252, Vulcano, islas, 283
106 255, 314
Su tlej, río, 144 turcomanos, 269 Wake, isla de, 278
Sw azilandia, 220 turcos, 10, 12 W akefield, E . G ., 127,
Sydney, 66, 150, 151, 202 Turgot, Robert Jacques, 151, 199
Syr D aría, 269 , 273 32 W alajah, nabab del Car-
Turkm enistán, 275 nático, 115
T ah ití, 127, 153, 169, 234, Turquestán, 142, 270-274 w arehouses, 96
246 , 247 Turquía, 126, 131, 187, W ashington, 278-280
taille, 25 188 W ei-hai-wei, 182
Tám esis, 55 T u tu ila, 278 Wellesley, Richard Colley,
Tanganica, 173, 187-188, marqués de, 116-117
221, 224, 228, 303-305, Ubangui-Chari, 233 W est Africa Frontier For­
316 Ucrania, 269 cé, 174
— lago de, 166 U daipur, 144 W estminster, 47, 53, 259
Tánger, 176 uezd, 270 — Estatuto de, 205, 206
Tanjore, rajá de, 109 Uganda, 165-168, 174-175, w higs, 94, 195
Tasm ania, 197 221, 227, 316 W itwatersrand, 167, 178
T aw fik, 132 uitlanders, 178-179 W olfe, Jam es, 64
tembu, 139 ujastok, 270 W olseley, Gaímet, 133

349
xbosa, 139 Zam beze, 11, 167, 178, Zaragoza, Tratado d e, 86
216 Zelanda
Y andabo, tratado de, 145 — A lto, 286 — Cám ara de, 38, 40, 41,
Yangtsú, 182 Z am bia, 316 90
yem aas, 248 zam indari, 97, 120 zulúes, 139
yihad, 133 Zanzíbar, 162, 165, 166,
Ynnnán, 182 221, 224, 316

350
Indice de ilustraciones

1. América Latina en 1790 14

2. Las Indias Occidentales en los siglos XVII y XVIII 19

3. Las posesiones británicas en América delNorteen 1763 43

4. La expansión de Rusia en Asia central 141

5. Africa en 1914 177

6. Asia en 1900 181

7. El mundo en 1914 185


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impreso en editorial andrómeda, s. a.


av.' año de juárez 226 local c/col. granjas san antonio
del. iztapalapa-09070 méxico, d. £.
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6 de noviembre de 1986
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