Gonzalez Serrano Carlos Javier - Una Filosofia de La Resistencia

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 138

Sinopsis

Vivimos en una sociedad en la que la tecnología tiene cada vez más protagonismo,
donde impera el ruido permanente, la hiperestimulación constante y una violenta
rapidez. Un mundo en el que la silenciosa dominación de nuestras emociones gobierna
todos los ámbitos de la vida. Ante este escenario, el presente libro propone una filosofía
de la resistencia que nos permita cultivar el cuidado de la atención, plantar cara a esa
emotiocracia (la dictadura de las emociones propia de la sociedad de consumo), y que
nos empuje a desarrollar con compromiso una nueva manera de desear con el fin de ser
más conscientes y responsablemente libres frente a los malestares contemporáneos.
Pensar y actuar: una revolución intelectual que pasa por dejar de observar la realidad
como sujetos pasivos para tomarla en nuestras manos como agentes activos y poder
pensarla, sí, pero, sobre todo, transformarla.
UNA FILOSOFÍA DE LA RESISTENCIA

Pensar y actuar: contra la manipulación emocional

Carlos Javier González Serrano


A mis padres, siempre generosos, que nunca pensaron —ni me educaron— en la rentabilidad de mis acciones.

A mi hermano, que me enseñó que cuidar no es reprender, sino acompañar.

A mis estudiantes, que serán mis maestros.

A quien resiste.
La auténtica libertad no se define por una relación entre el deseo y la satisfacción, sino por una relación entre el
pensamiento y la acción; sería completamente libre el hombre cuyas acciones procedieran en su totalidad de un
juicio previo acerca del fin que se propone y de la sucesión de los medios capaces de conducir a dicho fin.

SIMONE WEIL, Reflexiones sobre las causas


de la libertad y de la opresión social, 1934

Tras el vivir y el soñar, está lo que más importa: despertar.

ANTONIO MACHADO,
Proverbios y cantares, 1912

Entiéndeme bien, no es a Dios a quien rechazo, sino al mundo, al mundo creado por Él; el mundo de Dios no lo
acepto ni puedo estar de acuerdo en aceptarlo. [...] Que sea y aparezca todo esto así, bien; pero no lo acepto, ¡ni
quiero aceptarlo!

FIÓDOR DOSTOYEVSKI,
Los hermanos Karamázov, 1880

La ideología del crecimiento personal, tan optimista en la superficie, irradia pese a todo una honda
desesperanza y resignación. Es la fe de los que no tienen fe.

CHRISTOPHER LASCH,
La cultura del narcisismo, 1979

Hay un género de soledad que comienza por ser, no un aislamiento, sino un haberse desposeído de toda
propiedad.

MARÍA ZAMBRANO,
Claros del bosque, V. 8, 1977
PRÓLOGO

La docencia: una trinchera desde la que enseñar y aprender a resistir

Ante todo, soy profesor. Considero que este oficio, definido por Nuccio Ordine como
un arte en el que nos jugamos el porvenir de las futuras generaciones, encierra dos
misiones centrales: por un lado, la de enseñar y educar, pero por otro, y sobre todo, la
de acompañar a nuestros adolescentes y jóvenes en su proceso hacia la vida adulta.
Además de mi naturaleza apasionada, que intento introducir en todas mis clases, cursos
y conferencias, considero que la emoción es un ingrediente fundamental de la docencia.

Es muy difícil que se produzca un aprendizaje de hondura si la emoción no está


presente. Debemos apasionar a nuestros estudiantes a través de la materia que
impartimos para que el saber se haga significativo y cobre relevancia en sus vidas, en su
cotidianidad. No se trata de trazar un itinerario utilitarista o al servicio del mercado
laboral, sino de facilitar la aparición de las condiciones educativas más adecuadas para
que se dé un escenario proclive para la enseñanza, en el cual el componente emocional
siempre debe estar presente. Intento que mi labor no termine en el aula y por eso,
además, dirijo numerosos proyectos culturales y colaboro con diversas instituciones
públicas y privadas, nacionales e internacionales, que apuestan por el valor del
conocimiento y, prioritariamente, por un pensamiento comprometido, por el fomento
de la autonomía de juicio y el desarrollo de la independencia intelectual y emocional,
capacidades centrales para forjar un sentimiento responsable de nuestra libertad.

Detecto a diario en mis estudiantes un entusiasmo desbordado por llevar a cabo su


vocación, por cumplir con la tarea que se han encomendado o que sienten suya, pero,
igualmente, existe mucha frustración y sufrimiento cuando echan la mirada hacia el
futuro y lo observan con poca esperanza y bajo el signo de la desesperación, la angustia
o la tristeza. Desde el horizonte del adulto, suele pensarse que los adolescentes solo
piensan en su bienestar actual, pero esta perspectiva es insuficiente y equivocada. Cada
día, en cada conversación con mi alumnado, compruebo que se muestran muy
preocupados por su porvenir y que, además, esa preocupación coarta muchas veces sus
ilusiones o, lo que es peor, da como resultado el desarrollo de diversos trastornos
emocionales y de la conducta. Debemos acompañar más que nunca a nuestros niños,
adolescentes y jóvenes para que no se sientan solos en un mundo en el que,
paradójicamente, cada vez estamos más conectados, pero al mismo tiempo cada vez nos
sentimos (y se sienten) más solos.
El profesorado cumple aquí una función esencial, prioritaria e insustituible, porque
nuestros chicos y chicas pasan mucho tiempo con nosotros. No solo debemos ser
ejemplo y reflejo de cómo quieren ser en los años venideros, sino también, y ante todo,
baluartes emocionales sobre los que puedan apoyarse en el laberíntico y complejo
camino de la vida. Nuestros estudiantes se enfrentan a innumerables y difíciles retos
que tenemos que abordar de la mano, junto con ellos, contando con su opinión y con su
particular perspectiva y visión del mundo. No podemos ni debemos tratarlos como
seres pasivos; nuestra posición en colegios, institutos, universidades y familias debe ser
la de facilitadores que, a través de un sano, sincero y necesario diálogo, pongan las
bases de un futuro en el que no perdamos los valores que, a lo largo de los siglos, nos
han unido en la aspiración de darles contenido: la verdad, el bien, la belleza, la justicia.

Somos seres narrativos, cada uno de nosotros lleva sobre sí el peso de lo que le ha
sucedido o de lo que espera que le suceda. Somos un juego dramático (δράμα, es decir,
un hacer que tiene consecuencias) de pasado y de expectativas y, en medio, un presente
en el que debemos resolver nuestra propia tesitura. De nuevo, aquí la clave reside en la
educación. No se trata de dogmatizar (como suele defenderse desde promontorios
conservadores y reaccionarios), sino de mostrar la diversidad en todos sus ámbitos
(sexual, racial, intelectual, corporal, cultural, etc.) y enseñar que la condena de esa
diversidad atiende, en muchas ocasiones, a estructuras de poder que ejercen una
influencia decisiva en nuestras vidas. En definitiva, y como conclusión, debemos pensar
y cuestionar —la legitimidad de— esas estructuras que condicionan e incluso acaban
por determinar nuestra vida para poder comprobar hasta qué punto ha de llegar
nuestra implicación y actuación individuales en la creación de una sociedad más
igualitaria, más justa y con menos sufrimiento psicológico. La vida recomienza muchas
veces: al aprender a leer, al descubrir el amor, la primera lectura que nos emociona, el
adiós a alguien querido. Pero de todos esos reinicios, el principal, sin duda, es caer en la
cuenta de que cualquier persona, sin excepción, vive sus luchas diarias. Y no bajar la
mirada ante ese hecho, sino tener la valentía de mirar a los ojos del mal, la desidia o la
injusticia y ponerles coto.

La juventud debe comprometerse con los retos de su tiempo, pero, y esto es importante,
a veces necesitan un aguijón intelectual o afectivo para hacerles comprender que ellos
son parte fundamental de la solución de los problemas de nuestra actualidad. Para ello se
necesitan una sociedad y un profesorado comprometidos con su labor comunitaria. Un
docente que no apasiona a sus estudiantes está dejando de transmitir la lección más
relevante que puede comunicarles: sin implicación en lo que nos preocupa, no se darán
posibles soluciones. Hay que invitar sin miedo a nuestros jóvenes a que se consideren
parte activa e irremplazable de la sociedad, y no solo como un receptáculo pasivo que
acoge sumisamente los acontecimientos de cada día. Y para ello debemos darles voz,
escuchar sus necesidades, atender a sus demandas y acompañarlos en un camino que
nunca fue fácil: el que transita desde la adolescencia a la juventud y la adultez.

Mi mensaje para los jóvenes, sean o no mis estudiantes, es muy claro: apasionaos. Por un
amor, por una carrera de investigación, por un trabajo que alcanzar, por el bien o la
belleza, por ser un científico o una humanista de prestigio. Pero apasionaos. La pasión
es la única herramienta que, de faltar el resto, puede empujarnos a perseverar desde
una sana resistencia que se atreve a pensar la realidad de forma crítica y comprometida.

La vida no se lo pone fácil a nadie. Toda existencia está llena de sinsabores, dolores,
sufrimientos, pérdidas, duelos y contrariedades. Pero si conservamos —y aprendemos a
conservar— nuestra pasión, mantendremos también nuestra potencia para seguir a
pesar de todo y de todos. A pesar de los odios y de la polarización, a pesar de la
negligencia y la abulia, a pesar de las políticas injustas y elitistas de muchos gobiernos,
a pesar de la desigualdad social, económica y cultural. A pesar de todo, la pasión nos
empuja, nos sostiene, nos mantiene a flote. Nos hace persistir en liza. Vivir con pasión.
Sin condiciones: justamente para ponerse en la tesitura de poder superar cualquier
condicionamiento y, al fin, para conquistar el ejercicio consciente de nuestra propia
libertad.

Cuando descubrí por primera vez la filosofía, con quince o dieciséis años, me percaté de
que mi visión del mundo había permanecido sesgada tras un velo de deliberada
ingenuidad. Se trataba de un muro de contención erigido con convicciones y prejuicios
que yo no había elegido, sino que se me había dado, pero tras el que me había
encontrado a gusto hasta entonces. En aquel momento, a principios de los años 2000,
comenzó un largo itinerario —que dura hasta hoy— que, tras largos pero muy
enriquecedores años de búsqueda y cuestionamiento, tras pasar por numerosas
empresas y acometer innumerables trabajos, tras haber recorrido mundo y conocido a
mucha gente, me ha convencido de que nos jugamos prácticamente todo en la
educación, de que la resistencia intelectual se juega en qué y cómo enseñamos a
nuestros niños, adolescentes y jóvenes.

La única posibilidad de plantar cara a la interesada parcialidad, a cualquier ciego


dogmatismo y a toda desidia es resistir con una cabeza bien formada y con un corazón
firme. Desde el aula. Con y junto a ellos. Que no son el futuro. Que son nuestro presente
y, por tanto, nuestra única posibilidad de acabar con la cómoda sedación individual y
social en la que hoy nos hemos enfangado.

MADRID, 14 DE OCTUBRE DE 2023


ANIVERSARIO DEL NACIMIENTO DE HANNAH ARENDT
El terror del totalitarismo se hace inevitable cuando se torna independiente de toda oposición, y domina de
forma suprema cuando ya nadie se alza en su camino.

HANNAH ARENDT,
Los orígenes del totalitarismo, XIII, 1951
NOTA BENE

Este libro no tiene afán de exhaustividad ni persigue abarcar con completitud el muy
amplio abanico de problemas que expone, aunque nunca deja de lado el rigor ni la
investigación y observación pausadas. Más bien, se plantea como un lúcido intento de
aportar argumentos de diálogo a la esfera pública con los que discutir asuntos que
repercuten en la ciudadanía en su conjunto. Por tanto, su pretensión es incitadora y, si
se quiere, provocadora, en tanto que la filosofía nunca debe dejar de desencadenar, al
menos, el posible desacuerdo para, llegado el caso, desembocar en algún acuerdo. Un
sano consenso solo nace y crece a partir de un necesario y enriquecedor disenso. De una
indispensable pluralidad de vivencias y experiencias singularizadas.
INTRODUCCIÓN

Por qué y ante qué resistir: filosofía y resistencia


Así que, compañeros de milicia, encomendaos a la divina filosofía, guía en la vida, luz en la oscuridad,
consuelo frente al mal, para que no transitéis por la existencia como durmientes, sino como quien permanece
atento y despierto.

ARTHUR SCHOPENHAUER,
Declamatio in laudem philosophiae, 1820

Escribió María Zambrano, pensadora veleña del siglo XX, en Persona y democracia (1958),
que a los seres humanos nos son posibles dos modos opuestos de vivir: pasivamente,
resbalando por la existencia como si todo lo acontecido a nuestro alrededor fuera un
terreno ajeno que no nos repercute, o activamente, es decir, tomando parte responsable
y consciente por cuanto sucede en el escenario de nuestra existencia.

En el fondo de este mensaje zambraniano, que hoy nos interpela más que nunca, se
esconde un postulado aristotélico de primer orden: el ciudadano que solo se ocupa de
los asuntos domésticos, de lo que acaece en su casa, y se desentiende de los proyectos e
inquietudes comunes de la ciudad, incurre en un error de percepción, pues la casa,
nuestra propia casa, se inscribe en un escenario que la trasciende.

La preocupación de Zambrano y de Aristóteles era en el fondo una y la misma: el papel


activo del individuo en el funcionamiento de la ciudad, entendida esta como un
horizonte de sentido en el que los sujetos adquieren una inexcusable tarea que no se
adscribe en exclusiva a la expresión y satisfacción de las necesidades egoístas y más
descarnadas de cada uno de nosotros. Más allá del ámbito privado, existe una condición
común de posibilidad y acción para que la vida singular y particular tenga cabida.

Esta necesaria urdimbre ciudadana, el elemento comunitario y social que antecede y


permite nuestra vida privada, está descomponiéndose poco a poco y, lo que es más
peligroso, lo está haciendo de manera silenciosa e imperceptible. Nuestra cultura, tan
tecnologizada y cada vez más automatizada, no está muy lejos de otros tiempos en los
que los seres humanos se sentían víctimas sufrientes de un inexorable Destino que
escapaba de sus manos y bajo cuyo dominio solo cabía una respuesta: encomendarse a
las deidades de turno para solicitarles clemencia, perdón o alguna salvífica
intervención. Los ídolos han cambiado, pero la amenaza de dejarse arrastrar o dominar
por lo aparentemente irresistible sigue incólume, azuzada al calor de una equivocada y
tiránica idea de progreso.

Nuestra llegada al mundo no es un acontecimiento privado o aislado. No se trata solo


de que, en términos epigenéticos o contextuales, nazcamos en una peculiar y concreta
circunstancia que puede modificar la expresión de nuestros genes o determinar el modo
y las opciones en que discurren cada una de nuestras vidas. Que el nacimiento no sea
un hecho privado quiere decir, como sugirió Hannah Arendt en La condición humana
(1958), que cuando venimos al mundo se hacen posibles, a la vez, nuevas contingencias
de discurso y de acción. Esa bella e insoslayable contingencia nos convierte en seres
vulnerables sujetos a la fragilidad: somos producto de una serie de inevitables
casualidades que, sin embargo, se han hecho necesarias en tanto que han sucedido.

Decidir. Este es el verbo que una filosofía de la resistencia pone de relieve. Cada vez que
alguien nace ha de hacerse cargo de sus accidentes vitales; irrecusablemente ha de hacer
algo con ellos: debe decidir qué hacer con cuanto le sucede. La pasividad de la que nos
habla Zambrano nos aleja de la capacidad para pensar y, por consiguiente, para actuar
bajo las coordenadas de la responsabilidad. No nos sirve con refugiarnos en la masa o
en la cultura coyuntural de cada momento histórico, salvo que queramos incurrir en la
mala fe sartriana («las circunstancias me hicieron así», «no pude superar la ira», «estaba
dominado por la pasión», etc.), sino que nos es impuesto, por el hecho de haber nacido,
el compromiso de tener que despertar a la realidad, como dejó escrito Heráclito en uno
de sus más célebres fragmentos. Atreverse a permanecer en la vigilia de la reflexión
comprometida significa tomar parte activa en nuestros avatares biográficos, tanto en los
individuales como en los sociales.

El ser humano se proyecta sin descanso hacia el porvenir desde su presente. Pero ese
proyecto (del latín proiectus, estar lanzados hacia delante) solo adquiere su auténtica
relevancia cuando es asumido como una siempre inconclusa construcción, y no como
una materia maciza e inamovible ante la que nos vemos inermes y frente a la que solo
nos caben la resignación, la adaptación o el conformismo. Algo sucede en cualquiera de
nosotros cuando caemos en la cuenta de que somos agentes de nuestra propia vida; se
trata de un momento de perplejidad y extrema lucidez que nos catapulta a una continua
víspera, al instante en el que todo, siempre y sin excepción, está por hacer. Quien no se
asombra ante sus propias posibilidades permanece dormido, anestesiado, y se deja
arrastrar sin las agarraderas del pensamiento comprometido y de la pausa de la que nos
dota la reflexión filosófica. La existencia es problemática porque nos abisma a la
tesitura, complicada pero en extremo hermosa, de tener que decidir qué hacemos en cada
trance de nuestra vida. Nuestra aparición en el mundo no es un don gratuito, es un
laborioso quehacer; no es una condena, es una oportunidad que debemos acoger con
humana responsabilidad, es decir, bajo la égida del excelso deber de hacer algo con ella.

Sin embargo, este central concepto de «oportunidad», entendido por los existencialistas
del siglo XX como la capacidad insorteable de tener que hacernos cargo de nuestra vida,
ha sido perversamente corrompido. En las últimas décadas han surgido —y han
adquirido una enorme fuerza disciplinaria— toda una fétida hornada de dispositivos
emocionales de control que adocenan e incluso llegan a anular nuestra potencia de
pensar y actuar. El pensamiento positivo, el coaching emocional, la resiliencia, el
crecimiento personal, la autoayuda más ramplona, el neoestoicismo que invita a
soportar con indolencia los contratiempos vitales y los mensajes melosos del
pensamiento mágico («si quieres, puedes», «las crisis son oportunidades para crecer»)
colapsan las librerías, copan los espacios mediáticos y saturan y malversan el ánimo de
una ciudadanía desorientada a la que hacen creer que todo remedio para nuestras
contrariedades y obstáculos pasa por una solución individual: si tú te cuidas, todo
estará bien; si sanas tu mirada, el mundo te devolverá todo su esplendor. Esta clase de
mensajes y consignas han introducido al individuo contemporáneo en un sentimiento
endémico de soledad en el que el autocuidado, el autoconocimiento y la
autosatisfacción han abocado a los sujetos a un onanismo emocional que olvida y
desprecia la dimensión social y compartida de nuestra vida.

Todo ello, en paralelo, ha sido alimentado por instancias políticas y económicas a través
de lo que el filósofo Mark Fisher denominó «privatización del estrés»: si algo va mal, es
porque no has alcanzado las expectativas, porque no has aprovechado las
oportunidades tan plurales y diversas que te ofrece el mundo desarrollado. En
definitiva, todo depende de ti, y si las cosas no marchan bien, has de examinar en qué
has errado o fracasado. La culpa, como nuevo nombre para designar el pecado laico
contemporáneo, es la piedra de toque de estas técnicas disciplinarias, una silente
herramienta de mutuo control y autovigilancia que convierte a los sujetos en censores
flagelantes de sí mismos y en celosos oteadores de los demás.

El individualismo, como soterrada ideología, ha colonizado los espacios comunitarios,


donde se nos invita a sentirnos únicos culpables de nuestro éxito o de nuestro
descalabro. La incapacidad para alcanzar los estándares de eficiencia, rapidez y
bonanza económica desvelan, pues, una falla en el individuo, a quien se señala como
promotor de sus propias desgracias y frustraciones. Es entonces cuando debemos
acudir a aquellas técnicas disciplinarias que nos llaman e instigan a ser resilientes y a
aprender a extraer lo mejor de cada embate biográfico. Las semillas para mantener el
statu quo se siembran hoy mediante este adoctrinamiento —y manipulación—
emocional que se ha normativizado: las desigualdades sociales, las injusticias
estructurales y los malestares psicológicos quedan sepultados bajo toda una retórica del
cuidado de sí y de un estoicismo mal entendido. Por todo ello, y como corolario, uno de
los más flagrantes peligros de este andamiaje erigido con tanto afán por las instancias
de poder es que elude la lucha política. Al incitarnos a que pongamos el foco tan solo en
el bienestar individual, se olvida e incluso se aplaca, ridiculiza o ningunea la búsqueda
de la justicia social. El pensamiento positivo resulta perverso cuando, en lugar de
fomentar la reflexión y el compromiso cívico, invita a soportar cualquier situación y a
transformarnos en individuos tristes y abatidos al socaire de circunstancias que nos
pintan como inevitables.

En definitiva, la privatización y asunción de la culpa se ha convertido en un yugo


emocional con el que las estructuras políticas, económicas e ideológicas señalan al
individuo como exclusivo responsable de sus desventuras. Por eso podemos hablar, sin
temor a ser contundentes, de un régimen emocional disciplinario construido por
devoradoras dinámicas engranadas en torno al concepto de consumo. El grave
problema de consumir de forma inconsciente y rápida (series, películas, títulos
universitarios, libros e incluso emociones) es que impide la pausada construcción de
nuestro deseo. El filósofo danés Søren Kierkegaard señaló en su Diario de un seductor
(1843) que el goce siempre suele decepcionar, pero la posibilidad no. Con ello, nos
invitó a dar valor a la bella y sana distancia que media entre nuestros deseos y su
satisfacción. En este sentido, una reeducación de nuestro deseo, cimentada al margen de
los dispositivos disciplinarios que nos incitan a consumir —y consumirnos—, se hace
prioritaria y esencial.

La pregunta es, pues, si cabe algún tipo de resistencia frente a este ciclo ininterrumpido
que aboga sin tapujos por sumirnos en la pasividad a la que se refiere Zambrano.
Cuando Sócrates incitaba a sus conciudadanos a la introspección y al intento de
discernir quiénes eran ellos mismos no se refería a la realización de un ejercicio privado
o subjetivo. El maestro de Platón fue muy consciente de que nuestra vida solo puede
efectuarse con plenitud en medio de la polis, en el meollo de la ciudad. El idiota
(ιδιωτης) era, en la sociedad antigua ateniense, quien solo se ocupaba de —y se
circunscribía a— sus peripecias personales y particulares, o, dicho de otra forma, quien
se desentendía deliberada y jactanciosamente de las cuestiones públicas, de la polis, es
decir, quien desoía y despreciaba los asuntos políticos, lo que a todos nos afecta y
repercute.

Esta progresiva domesticación de la sociedad, a la que llamo idioticracia —en la que cada
ciudadano cree poseer un poder salvífico que puede ejercer desde el dominio privado—
, se ha hecho extensiva a grandes capas de la población, a la que se ha declarado en
minoría de edad para pensar y pensarse en este contexto de orquestada manipulación
emocional. El problema que se cierne sobre nosotros es, entonces, el de cómo despertar
de este sueño dogmático en el que insidiosos y permanentes entretenimientos nos
anclan a un continuo presente que no nos permite crear un tiempo propio para la
reflexión, un paréntesis en medio del ruido, cuyo estruendo y espectacularidad impiden
dar espacio al silencio, al sosiego y a la reflexión. Bajo una capa de ocio, se nos ofrecen a
cada instante múltiples ocupaciones que nos mantienen —voluntariamente—
idiotizados. En la voraz dinámica del consumismo, quienes primero acaban consumidos
(y tristes, y polarizados, pero en apariencia libres) somos nosotros.

En este libro no se llama a la rebelión, pero sí a una revolución intelectual y cívica que
recoge el esfuerzo por constituirnos como sujetos autónomos mediante el ejercicio
comprometido del pensamiento y una reeducación de nuestro deseo. En el llamamiento
y la valentía de forjar un juicio propio y una voluntad emancipada consiste la
resistencia que propondré en los capítulos sucesivos.

Como insistía Sócrates en medio del ágora, debemos pensar individualmente quiénes
somos para, después, volver a la ciudad y, en común, poder reflexionar sobre cómo es
posible llevar una vida buena, y no, como invitan las nuevas corrientes de autoayuda, a
«soportar», «adaptarse» o «aguantar» en soledad en medio de condiciones del todo
insufribles e inhabitables que, y este es el punto clave, se nos presentan con atractivo
dulzor y empaquetadas como una dadivosa ofrenda repleta de oportunidades para
disfrutar y aprovechar. La precariedad, la inseguridad, el desasosiego, la zozobra y la
incertidumbre se han transfigurado, en virtud de aplicar el pensamiento positivo, en
posibilidades y productos de consumo para «crecer» o aprender a ser resilientes. Y lo
cierto es que nos mantenemos en pie a fuerza de soportar nuestros malestares mientras
se tilda de obstinados, disidentes o pendencieros antisistema a quienes osan cuestionar
y pensar qué ideologías establecidas y qué estructuras normativas sustentan tales
malestares.

Hemos tolerado con enorme riesgo que para vivir debemos asumir un sufrimiento
psíquico y emocional desmedido; nuestra cultura se ha convertido en un trágico baile
de máscaras en el que cada personaje ha de aceptar un constrictivo disfraz para actuar
siempre tras él. Si la música sigue sonando, los invitados al baile continuarán
parapetados tras sus antifaces con tal de no tener que asumir —no sin dolor— que
estaban equivocados, que todo era una artimaña al servicio de intereses económicos y
políticos que nada tienen que ver con la vida buena a la que Sócrates nos concita. En
una sociedad enferma, enfermar es un síntoma de salud. Por esa razón, resulta
inaplazable el desarrollo de un cuestionamiento individual y social de todo cuanto
tenemos que —y nos invitan a— soportar para, simplemente, sobrevivir. Y es que si los
individuos se sienten domeñados y desvalidos frente a una atmósfera depredadora y
precarizante (en términos de sustento económico y emocional), en la que la única
respuesta es alimentarla sin descanso, la capacidad crítica queda colapsada en nombre
de la supervivencia. La tristeza, el miedo y la suspicacia son los motores que inauguran
y carburan la matriz totalitaria.

Saber por qué y qué estamos soportando, y a qué precio, es a lo que hoy la filosofía, si lo
es de veras, es decir, si no renuncia a su vertiente práctica, ha de dedicar sus esfuerzos.
A una vigorosa e incólume resistencia intelectual. En ello consiste la esencial naturaleza
del asombro filosófico, en crear una grieta que resquebraje nuestra monolítica visión de
la realidad para cerciorarnos de que los esquemas ideológicos sobre los que estamos
alzando los cimientos de la vida contemporánea han confeccionado una prisión
emocional asumida con placer en la que ni siquiera sabemos que estamos atrapados, al
modo de ratas skinnerianas cuya única posibilidad es responder y reaccionar a unos
estímulos dados.
FILOSOFÍA
LA FILOSOFÍA COMO ACTITUD DE RESISTENCIA CONTRA LA
MANIPULACIÓN EMOCIONAL

Filosofía y acción están ineludiblemente implicadas. Un pensamiento que no desciende


a la realidad, que no se hace carne y que no guarda la intención de hacerse efectivo es
un pensamiento estéril e infecundo. La filosofía encierra una vocación agente, es decir,
una potencia irreprimible por actuar en el mundo a través de la reflexión comprometida
con nuestras circunstancias. Por eso no es suficiente con enseñar historia de la filosofía,
sino también enseñar a filosofar —como apuntó Immanuel Kant en una de sus lecciones
más célebres—, un verbo que con asiduidad se ha banalizado. Filosofar implica tomarse
en serio el escenario en el que hablamos y actuamos para asir con fuerza y decisión las
riendas de nuestra responsabilidad y para emitir un juicio propio sobre cuanto sucede
en el mundo. Implicar a la ciudadanía —a través de la educación y la enseñanza
reglada— en este proceso conjunto de pensamiento nos impide sentirnos como seres
aislados y constituirnos a través de la sana herida de lo común, que reclama de nosotros
un hacer responsable derivado de un pensamiento libre y soberano.

La filosofía, como un pensar comprometido y emancipador, es asimismo un pensar


político, es decir, una reflexión que se ejerce en el ineludible contexto de la polis, de la
ciudad. Como ya se ha señalado, Aristóteles distinguió el terreno doméstico o privado,
donde desarrollamos nuestra vida íntima y personal, y el terreno público, allí donde
intercambiamos palabras y acciones y donde se juegan los intereses de la ciudadanía.
Mucho antes, en la Ilíada, Homero había pensado el campo de batalla como un escenario
en el que los seres humanos defienden un parecer, una postura o convicción; para
Homero, la valentía del guerrero no se queda en la demostración de violencia con la que
emplea sus letales armas bélicas, sino que también muestra públicamente la legitimidad
y validez con las que un individuo cualquiera presenta ante los otros sus propias
certezas. La actual polarización de la política institucional y el parapeto que
proporcionan las redes sociales y la digitalización de nuestra existencia nos priva hoy,
poco a poco, de este marco público presencial, donde los cuerpos comparecen, y en el
que el argumento y las razones esgrimidas exponen también el tipo de sujeto que somos
—y que decidimos ser—. En definitiva, la filosofía nos recuerda que el creciente
privatismo de nuestras vidas nos arrebata la oportunidad de encontrarnos con los
demás para intercambiar palabras que no solo nos permitan sobrevivir y adaptarnos a
los distintos imperativos de nuestro tiempo, sino, sobre todo, vivir mejor.
Por eso el uso del lenguaje es tan importante. Ninguna de nuestras palabras es inocente.
Cuando elegimos pronunciar una palabra y no otra estamos eligiendo el tipo de mundo
que queremos crear. Nuestra realidad común, pero también la esfera individual e
introspectiva, se configura a partir de nuestro discurso, porque el lenguaje instaura y
fomenta la realización de una realidad determinada y una forma de estar en ella, de
habitarla. Por eso nuestros silencios son igualmente poderosos. Aquello de lo que no se
habla, aquello que no nos atrevemos a nombrar, desaparece del escenario de lo posible,
de lo que está sujeto a debate y, por tanto, a elección.

Una filosofía de la resistencia no solo nos empuja a escoger las palabras más pertinentes
para transmitir un mensaje, sino que invita a buscar y cuestionar los conceptos con los
que representamos y calificamos nuestro mundo circundante. Hoy, por ejemplo,
hablamos poco de la tristeza, condenada como un sentimiento «negativo» bajo la tiranía
felicifoide; todo debe estar teñido por el incandescente deseo de ser felices y
funcionales, y con ello olvidamos referir y estudiar emociones como el tedio, la desidia,
la frustración o el sufrimiento, que quedan ocultas por el dominio del gobierno
emocional, que nos quiere resilientes y productivos. Por eso, cuando hablamos no solo
mostramos, sino que también ocultamos. Ejercer la resistencia filosófica nos ayuda,
pues, a sacar a la superficie numerosas categorías que incitan a reflexionar sobre qué
aspectos de la realidad estamos dejando de percibir y, en consecuencia, de pensar y
cuestionar.

Por todo ello, la filosofía —y en particular esta filosofía de la resistencia que aquí se
presenta— no es un saber frío, desapasionado o aséptico que se conforma con el
conocimiento anacrónico, erudito y académico de la historia de las ideas. Ese pensar
comprometido, por tanto, ha de traducirse necesariamente en acciones: en nuestra vida
cotidiana, en el ejercicio de la docencia, en el trato diario con nuestro círculo de
proximidad, en la capacidad para ejercer la crítica, que es la auténtica cultura. Como
dejó anotado Antonio Gramsci en su texto «Socialismo y cultura» (1916), «hay que dejar
de concebir la cultura como saber enciclopédico para el cual somos un recipiente que
hay que rellenar y apuntalar con datos empíricos. Esto no es cultura, sino pedantería; no
es inteligencia, sino intelecto, y es justo reaccionar contra ello». Porque, continuaba el
pensador italiano, la cultura consiste en la «apropiación de la personalidad propia, en la
conquista de una superior consciencia por la cual se llega a comprender el valor
histórico que uno tiene, su función en la vida, sus derechos y deberes».

Una filosofía de la resistencia, como revolución intelectual que se presenta como motor
de una conciencia crítica y de contundente penetración en nuestros andamiajes
culturales hegemónicos, nos ofrece herramientas especulativas para analizar y después
cuestionar e intervenir en aquellas estructuras sociales, políticas y económicas que
generan cualquier tipo de opresión, malestar o desigualdad. A la vez, nos empuja a
asumir nuestra responsabilidad como individuos que forman parte de una comunidad
ciudadana. Es decir, y como sostuvo Gramsci, la filosofía permite que no seamos
indiferentes y corta las alas de la indolencia, la insensibilidad e incluso de la negligencia
y la pereza intelectual. La reflexión filosófica no pretende arremeter contra el poder
establecido por un afán pueril o gratuito, sino pensar de manera irrenunciable el
funcionamiento y las implicaciones de ese poder para, llegado el caso, oponernos a él
con razones y argumentos. Como declaró Simone Weil en diversos escritos, el individuo
puede prescindir de la reflexión sobre la injusticia. Ahora bien, si cae en las garras del
desinterés y de la apatía, correrá el riesgo de ser cómplice de los mecanismos que
permiten la aparición y el desarrollo del aparataje que produce esa injusticia. Lejos de lo
que quieren hacernos pensar, la historia humana no es una historia natural, metafísica,
incólume o irremediable; nuestra historia es la historia que hacemos y, lo importante
aquí, la historia que nos dejamos hacer. «Vivir significa tomar partido», señaló en una de
sus reflexiones el dramaturgo y poeta alemán Friedrich Hebbel, a quien Gramsci cita.
Porque el desinterés y la insensibilidad nos hacen abdicar del ejercicio de la libertad y
de la voluntad. Bajo su hábil embrujo, nos abstenemos de decidir con independencia y
de estar a la altura de la responsabilidad que se nos da.

Fruto de esta indiferencia, adquirida mediante diversos artificios que examinaré a lo


largo de este libro, nos hemos distanciado unos de otros. Nuestros cuerpos se han
alejado. Conectados pero aislados. Tradicionalmente, la historia de la filosofía ha
condenado el cuerpo como un lugar en el que el alma o la razón quedaban prisioneras.
Nuestra dimensión intelectual ha prevalecido sobre nuestras categorías corporales. Pero
solo podemos pensar desde un cuerpo, desde las coordenadas que dictan las emociones,
sentimientos y sensaciones que derivan de un cuerpo singular, sufriente, consciente de
sí. Nuestro pensar es un pensar ineludiblemente corporeizado. El paulatino alejamiento
de los cuerpos del ámbito público, colonizado por las redes sociales y los ritmos y reglas
del universo digital, nos obliga así a repensar el papel de nuestro cuerpo en las
relaciones humanas. El espacio común ha quedado constituido por multitudes solitarias
que se comunican desde el aislamiento autoinfligido de sus domicilios, convertidos en
presidiarios voluntarios. Ahora bien, sin la presencia de unos cuerpos con y frente a
otros perdemos un imprescindible componente material de la realidad; sin la
comparecencia de nuestras mutuas miradas quedamos expropiados de un modo único
de comunicación y con ello nos acostumbramos a la ausencia del otro, al desierto de un
mundo hiperconectado pero deshabitado. El alejamiento nos entristece y, poco a poco,
nos sume en la apatía y la desidia. Esta ausencia siempre nos remite a una presencia
perdida, a una presencia extraviada.
Como veremos, a causa de la silente digitalización de nuestra vida y de la pérdida de
nuestra atención, la realidad ha sufrido un proceso de desencantamiento. Nos cuesta
mucho mantener despierta nuestra capacidad para sorprendernos por lo que acontece a
causa del continuo bombardeo de noticias, ruidos, interrupciones y notificaciones que
sufrimos cada día. Por eso, una filosofía de la resistencia puede ayudarnos a erotizar la
realidad, a llenarla de un impulso erótico entendido como un interés activo y un
compromiso efectivo con cuanto sucede a nuestro alrededor. Esta resistencia filosófica
nos sacude en lo más hondo y nos impide transitar el mundo de manera indolente.
Reerotizar la realidad implica volver a hacerla atractiva —en tanto que atendemos a ella
deliberadamente— como escenario en el que debemos introducirnos a través de
nuestras acciones. El erotismo que encierra la filosofía de la resistencia nos impele a
dejarnos asombrar por lo cotidiano y acogerlo como elemento ineludible que debe ser
pensado y con el que, lejos de permanecer pasivos, tenemos que entregarnos a la acción
responsable.

Vivimos, pensamos y sentimos desde un cuerpo determinado. Un cuerpo que goza y


sufre, que se duele en la enfermedad y que se solaza en el placer. En paralelo, esto
quiere decir que existimos entre cuerpos y que nuestra relación mutua supone el
choque, la caricia, el abrazo o el beso. En definitiva, los cuerpos son el emplazamiento
insustituible desde el que nos encontramos.

Sin embargo, el privatismo y la soledad a los que nos han entregado numerosos
dispositivos digitales y diversos artilugios disciplinantes del gobierno emocional hacen
que este encuentro entre cuerpos resulte cada vez más prescindible y que, incluso,
llegue a contemplarse como una amenaza. Las redes sociales y el afán por hacerse ver y
admirar por el Otro nos transforman en peligrosos y desafiantes contendientes que
pujan por el relumbrón, la fama o la celebridad. Por el «capital social». Por eso, frente al
alejamiento y la domesticación disciplinaria de nuestros cuerpos, promovidos por la
digitalización de nuestra vida, debemos recuperar un sano encuentro entre cuerpos, allí
donde las miradas, las palabras y las acciones convierten nuestro mundo privado en un
escenario irremediablemente compartido.

Hoy, más que nunca, la pregunta kantiana por antonomasia sobrevuela nuestro cielo
intelectual: ¿qué nos cabe hacer? A través de un sincero e incontenible pensamiento
comprometido con nuestro presente, y en contra de la aflicción y la indolencia a la que
nos somete el paradigma ideológico de la idioticracia, la filosofía de la resistencia que
aquí se propone intentará contagiar un denodado entusiasmo por volver a despertar la
alegría de la reflexión individual que conduce a un pensar y a un actuar en comunidad.
Porque, como dejó escrito María Zambrano, nuestra acción más propia es la de crear
camino, y nadie, en absoluto, puede llevarla a cabo por nosotros. Salvo que, por
supuesto, queramos delegar en otros lo más propio de lo humano, lo más genuinamente
nuestro: pensar y actuar.
SERVIDUMBRE EMOCIONAL: ESTRÉS, OPRESIÓN Y LIBERTAD

En mi experiencia diaria con adolescentes, compruebo con mucha preocupación cómo


ciertos ritmos frenéticos y enfermizos, relacionados con procesos económicos —y, por
tanto, asociados al consumo rápido, superfluo y desaforado—, están parasitando la
psique, las emociones y las acciones de nuestros jóvenes, sumergiéndolos en una
dinámica de autoexigencia, vacuidad y malsana competitividad. Como adultos, estamos
introduciendo a los niños, en edades cada vez más tempranas, en el funcionamiento
propio de la actividad laboral, que demanda altos índices de eficacia, rentabilidad y
productividad.

Hemos convertido la infancia y la adolescencia en periodos muy pautados y


supeditados a demandas presuntamente científicas de control y vigilancia que, en
principio, garantizarían un desarrollo adecuado en lo intelectual y en lo emocional.
Ahora bien, este exceso de supervisión crea, por un lado, un alto grado de expectativas
respecto a ciertos objetivos y patrones que cada niño debería cumplir llegado a cierta
edad o etapa madurativa, y, por otro lado, genera el espejismo de que todo en la vida ha
de estar sujeto a estrictos moldes a los que niños y adolescentes han de ajustarse para
alcanzar ciertas metas preestablecidas. Se trata de una forma de proceder muy similar a
la que emplean los llamados coaches o gestores y mentores emocionales y toda la
industria del management del crecimiento personal. Este constrictor modelo encierra una
producción de seres humanos en cadena que pretende engendrar individuos que,
avasallados por los frenéticos ritmos de nuestro tiempo histórico, solo pueden ocuparse
de «gestionar» sus emociones —sin cuestionar por qué deben hacerlo—, como si la vida
tuviera que ver con un irrespirable y kafkiano proceso de administración y tramitación
de nuestras peripecias existenciales.

Sin embargo, y por fortuna, los manuales de instrucciones y los prospectos no


funcionan en el escenario humano, siempre abierto —en expresión de Hannah Arendt—
a la imprevisibilidad y a la fragilidad de la acción de los sujetos en cada una de las
circunstancias que les acontecen. El management —o gestión— emocional no es más que
un dispositivo normativo y disciplinario que pretende aprisionar nuestras vidas en
vistosos y seductores paquetes turísticos que cuadren con la forma en que hoy debemos
mostrarnos ante los demás: selfis convenientemente aderezados, viajes envidiables,
poder adquisitivo, cuerpos adiestrados por el fitness, éxito laboral, producción
constante, etc. Todo podría ir mal bajo esta melosa pátina de atrezo, pero siempre habrá
un coach al que dirigirnos para aprender a diligenciar, domar y redirigir nuestras
emociones, y así evitar, al fin y al cabo, caer rendidos ante las apremiantes demandas de
todo cuanto se nos vende como bienestar y desarrollo personal.

El angustiante estrés por responder a tales requerimientos, que se hacen pasar por
cláusulas irremplazables para obtener la felicidad, se ha encumbrado como uno de los
más dolorosos síntomas de nuestro tiempo. Y lo más preocupante: el estrés ha tomado
la amable y apetecible forma de la libertad. Nuestra servidumbre es hoy emocional
porque lo que nos provoca malestar se ha disfrazado de requisitos ineludibles y
deseables para alcanzar lo que llaman «bienestar emocional». Nos sentimos abrumados
por un permanente trajín productivo en el que la aceleración de todos los procesos, la
eficiencia y la rentabilidad adquieren un papel decisivo y —nos dicen— necesario.
Mientras tanto, el papel del sujeto debe ceñirse a controlar y gestionar sus emociones
«negativas» para sostener en todo momento una fachada de éxito y permanente
progreso. Esta presión a la que se nos somete silenciosamente, bajo capa de libertad y
autorrealización, es un dispositivo disciplinante que aplaca todo impulso autónomo de
preguntarnos en qué condiciones estamos viviendo, y que coarta cualquier intento de
reflexionar con pausa sobre si esas condiciones son en realidad deseadas por nosotros o
si, por el contrario, es lo que más conviene a las dinámicas de consumo, que, a su vez,
alimentan un insaciable sistema productivo que absorbe nuestras energías en virtud del
rendimiento personal. Y nuestros niños y niñas se dan cuenta mientras se ven obligados
a acoger estas dinámicas como algo a lo que han de amoldarse. Hace no mucho, una
alumna de doce años, en la asignatura de Educación en Valores Cívicos y Éticos,
escribía para un ejercicio esta reflexión: «Los demás tienen en mi vida el papel de jueces,
desde pequeños solo nos entrenan para no decepcionar a los demás, a ser competitivos.
Es muy raro encontrar a alguien amable que te pregunte qué quieres».

Todos los esfuerzos de las agencias de viajes y de las compañías aéreas y hoteleras, y en
general de todo el sector del turismo, consisten en asegurarnos que, con la llegada de las
vacaciones, resulta conveniente encontrar algún producto o experiencia que nos aleje de
las garras del estrés. Una vía de escape que, por supuesto, se viste con el atractivo
atuendo de la libertad y del éxito, si bien, y es justo hacerlo notar, no todas las capas
socioeconómicas tienen la posibilidad de eludir el bucle productivo: hay quien se
encuentra aferrado a las cadenas sistémicas porque lo necesita, porque debe trabajar sin
descanso y, por tanto, el periodo vacacional deja de ser un derecho para pasar a formar
parte de un largo catálogo de privilegios de clase.

Para poder mantener el ritmo exigido surgen así toda una maraña de embaucadores
artilugios emocionales (mindfulness, crecimiento personal, autoayuda, coaching,
neoestoicismo, logoterapia) que embelesan la atención y el ánimo del individuo,
aquietan todo atisbo de disidencia y, lo más alarmante, colapsan la capacidad para
pensar con claridad. Se espera de cada uno de nosotros que sepamos manejar la
angustia y el estrés, que nos convirtamos en universos privados y autónomos, en
mónadas autosuficientes, que no dependamos de nada ni de nadie para sentirnos bien y
que, por supuesto, lo hagamos con la mejor de las sonrisas.

Cada una de estas estrategias, aliadas del sistema productivo, son mecanismos de
vigilancia de nuestras emociones, controladas férreamente a distancia, pues es el propio
individuo quien debe «administrarse» a sí mismo. Nuestro estrés se encuentra
teledirigido y es supervisado por el autocumplimiento de las expectativas que exportan
empresas, redes sociales y el aparataje publicitario del bienestar emocional. Entre los
gurús de estas habilidades ha habido quien no ha dudado en asegurar —con sumo
atrevimiento y nula sensibilidad social— que somos nosotros quienes nos provocamos
las depresiones; por supuesto, somos también nosotros quienes debemos salir de ellas.
El negocio de la resiliencia y de la adaptación queda servido, mientras que el ejercicio
de una saludable resistencia intelectual, fundada en la valentía de un pensar autónomo,
es señalado como disidente, anarquista o antisistema. Es tan triste como curioso
constatar cómo el paria de nuestra época es quien se atreve a pensar, quien no se deja
adocenar, porque enseguida es señalado como un inadaptado, es tildado de desubicado
e inmaduro outsider o, en el mejor de los casos, queda caracterizado como un humorista
que no comprende cómo hay que desempeñarse adecuada y funcionalmente para
medrar en nuestro mundo.

En alguna enriquecedora y muy acalorada discusión que he mantenido con personas


que ejercen el coaching en cualquiera de sus vertientes, se me ha intentado convencer de
que las herramientas emocionales para hacer frente a las adversidades, y en particular
para mantener controlado el estrés, son un ingrediente fundamental en una sociedad
cada vez más líquida y voluble. Hay autores que, incluso, abogan por sumergirnos sin
tapujos en la convicción de que debemos adaptarnos a lo que han dado en llamar el
«mundo VICA» (volatilidad, incertidumbre, complejidad y ambigüedad). No es más
que un comercio tosco, perverso y muy dañino de nuestra fragilidad: la precariedad se
está rentabilizando, nuestra debilidad se ha puesto en venta. No existe negocio más
lucrativo que el surgido de nuestro abatimiento. El problema no es que dispongamos o
carezcamos de las herramientas emocionales pertinentes para afrontar las vicisitudes de
la existencia, sino si esas vicisitudes pueden —y deben— ser cuestionadas para que
podamos construir, poco a poco, un horizonte de habitabilidad que no nos sepulte en
un sufrimiento innecesario y del todo impuesto.

Vivimos estresados por desprendernos del estrés. En virtud de este pernicioso


funcionamiento social, la libertad se nos presenta como un parachoques psicológico o
emocional que queda reducido a una mera capacidad reactiva y pasiva consistente en la
pericia para recibir con la mayor entereza posible los embates de la cultura del estrés.
Nos invitan a fortalecer nuestra autoestima mientras se nos traspasa toda la culpa por
no estar a la altura de lo que se espera de nosotros. El imperativo de «gestionar el
estrés» esconde una opresión productiva y emocional que nos engrilleta y pone en
entredicho nuestra potencia para reflexionar sobre las causas sistémicas de nuestros
malestares contemporáneos. Por esta razón conviene reasignar un papel adecuado a la
libertad, no entendida como una herramienta psicológica para adaptarnos a lo dado,
sino como una cualidad intelectualmente activa de oposición con la que poder disentir,
resistir y contrarrestar el engranaje productivo en el que se inserta la cultura actual.

El siervo contemporáneo no necesita una cárcel en la que permanecer recluido. El


calabozo del esclavo actual se construye con muros y barrotes amables y atractivos, con
la promesa —siempre postergada— del bienestar o del éxito económico o profesional. A
cambio, ha de mantener a raya sus niveles de estrés. No por casualidad, los informes de
salud mental en España (Fundación Mutua Madrileña, 2023) apuntan a una creciente
prevalencia de trastornos psicológicos como la ansiedad o la depresión en población de
bajo nivel socioeconómico. Son datos a los que, sin embargo, se presta poca atención; se
emplean para llenar titulares de periódicos, para abrir algún telediario o para servir de
fondo en alguna tertulia amarillista, pero no calan en la sociedad, y la razón es muy
sencilla: para sobrevivir hay que permanecer enganchado a la cadena productiva. En
España, el problema de salud mental más frecuente es la ansiedad, vinculada
estrechamente con el estrés. En junio de 2023, la Unión Europea publicó un documento
(A Comprehensive Approach to Mental Health) en el que se alertaba de que la población
joven brega, cada vez con mayor frecuencia, con sentimientos de miedo o tristeza,
ansiedad, conductas autolesivas, baja autoestima y desórdenes de alimentación. Y lo
más llamativo, se habla hasta en trece ocasiones, en un texto de treinta páginas, de la
necesidad de generar «resiliencia frente a los factores estresantes» (resilience to stressors),
de «impulsar la resiliencia en los individuos y en la población» (boosting the resilience of
individuals and of the population) o, en fin, de «aumentar la resiliencia» de los sanitarios,
profesores y agricultores, «los sectores más presionados de la población activa» (increase
the resilience of the most pressured sectors of the working population). La resiliencia como una
capacidad que nos hace rentables o que, por el contrario, nos expropia de nuestra
condición de ciudadanos, puesto que quien no está en condiciones de producir resulta
gravoso, se convierte en un elemento sobrante. Así quedó recogido por la mismísima
Unión Europea en un informe de 2018 (Health at a Glance: Europe), en el que leemos que
«además del sufrimiento personal, los problemas de salud mental tienen implicaciones
financieras para nuestra sociedad. Los costes totales de los problemas de salud mental
se estiman en más del 4 por ciento del PIB (más de 600.000 millones de euros) en los 27
países de la UE y el Reino Unido». Por tanto, debemos ser resilientes: no para estar más
sanos, sino para no suponer un gasto.
Como ha señalado Jason Hickel en su libro Menos es más (2020), antropólogo económico
y miembro de la Royal Society of Arts de Londres, el PIB se ha situado como el único
elemento indicador del bienestar en las sociedades contemporáneas. Lo relevante, a
nivel macroeconómico, es que la cifra del PIB crezca constantemente, aunque en
términos sociológicos y antropológicos suponga una merma real en la calidad de vida
de los individuos o se traduzca en una mayor desigualdad o injusticia social. De manera
ciega e inmisericorde, y por paradójico que pueda resultar, el crecimiento económico se
lleva por delante a los sujetos. El «crecentismo» es una de las ideologías más aciagas
que ha establecido nuestro sistema productivo, al que, con resiliencia y funcionalidad,
los individuos han de adaptarse; como apunta Hickel, la obsesión por el crecimiento
esconde una lógica totalitaria que no tiene reparos en exterminar cualquier
impedimento que encuentre a su paso. Incluidos los individuos singulares, sus familias,
sus expectativas, sus ilusiones. Sus vidas.

El recurso del PIB para hablar del bienestar se ha infiltrado de manera subrepticia y
sigilosa en nuestras casas; a través de la televisión, la radio y los periódicos se nos llama
a la tranquilidad con bombardeos constantes sobre el crecimiento del PIB en nuestra
región, mientras el coste de la cesta básica de la compra se dispara, suben los precios de
las hipotecas y los alquileres y, en general, se encarece el normal discurrir de nuestras
vidas. Resulta indudable que, como medida meramente económica, el PIB aporta un
dato importante para analizar el valor de lo producido y exportado por un país en un
tiempo determinado. Ahora bien, este enfoque en exclusiva económico y, por tanto,
parcial, no tiene en cuenta la distribución equitativa de la riqueza ni mucho menos la
equidad social. Los datos son datos y, como ya escribiera Elias Canetti en Masa y poder
(1960), recogiendo una reflexión de Marx en El capital (1867), los números no sufren
cuando los estudiamos; mientras, la realidad sigue incólume y sufriente ahí fuera. No
hace falta tener hondos conocimientos de macroeconomía o sociología para saber —y
comprobar sobre el terreno cotidiano, sobre el escenario doliente y humano— que un
crecimiento del PIB no ha de traducirse en un mayor bienestar de la ciudadanía. De
hecho, nos encontramos en un momento histórico en el que numerosos países
desarrollados experimentan notorios crecimientos en su PIB y, en paralelo, afrontan
peliagudos problemas de desigualdad económica en sus poblaciones, e incluso de
pobreza y exclusión, los servicios públicos se deterioran y el acceso a bienes
fundamentales se encarece. Ni que decir tiene que, a pesar de la aparente preocupación
política e institucional por el medioambiente, el crecimiento del PIB va acompañado de
una continua explotación de nuestros ecosistemas, que se deterioran —porque los
explotamos— a ritmos inasumibles. Siempre en nombre de la bonanza económica, del
progreso y del crecimiento. Mientras, presas del adocenamiento emocional, seguimos
todos estos acontecimientos en calidad de asépticos espectadores, como ya apuntara
Susan Sontag en Ante el dolor de los demás (2003): «Lo espeluznante de la cultura de la
imagen es que nos induce a ser meros espectadores, o cobardes, incapaces de ver. Mirar
sin hacer nada nos ha vuelto insensibles».

La perspectiva economicista del bienestar ha dado como resultado la confección de otro


indicador que debería inquietarnos, el llamado índice de felicidad nacional bruta (FNB),
propuesto en los años setenta del pasado siglo para intentar dar respuesta al aumento
de la pobreza en sociedades donde en apariencia se da la opulencia económica en
términos de PIB. La pregunta que debemos hacernos en este contexto es qué concepto
de felicidad se está poniendo en juego y si, más allá, la felicidad no se habrá convertido
en un nuevo imperativo, en un régimen de control que solo se hace cargo de una noción
de felicidad muy restringida: eficacia, productividad, funcionalidad y rentabilidad. Y,
por tanto, digámoslo con contundencia, de desechabilidad. Aplicar la lógica económica,
numérica y meramente racionalista al bienestar de la ciudadanía parece responder a la
necesidad, por parte de las instancias políticas y de los emporios empresariales, de
poder —y hacer— olvidar al individuo singular, al sujeto sufriente que escucha en las
noticias cómo crece el PIB mientras su vida se desarrolla en el terreno de la precariedad
y la incertidumbre. No conviene omitir el hecho probado de que ciertas cifras, en
muchas ocasiones, son empleadas para ocultar la auténtica realidad. Por eso, como
comprobaremos en el capítulo sobre la urgencia de recuperar los vínculos de
comunidad, es más importante que nunca hacer hincapié en los nexos vecinales y en los
mecanismos que pueden movilizar en términos intelectuales y empoderar
emocionalmente a la población de abajo arriba, desarrollando una acción política
ciudadana que implique a todas las partes de la sociedad y que genere, al contrario de
lo que ahora sucede, un interés vivo y decisivo por responsabilizarse de los asuntos
comunes. Los datos macroeconómicos nos alejan de la realidad y nos embaucan con
una pátina de confitura impresionable, nos mantiene entretenidos y a la vez estresados
mientras buscamos técnicas con las que calmar nuestra angustia por la marcha del
mundo. Solo los rostros y las circunstancias personales de quienes tenemos al lado nos
hablan de lo que está sucediendo, en el gerundio, en el terreno vivo de la existencia. En
nuestras mutuas miradas.

Este breve apunte socioeconómico encubre a su vez una estrecha correspondencia con
nuestros niveles de estrés en contraste con la libertad de la que en apariencia
disfrutamos. La capciosa insistencia por permanecer activos o funcionales, por ser
resilientes, intenta inculcar la convicción de que un mayor crecimiento económico (del
país, del «sistema» o de «la sociedad») se traducirá imperativamente en un mayor
bienestar de la ciudadanía. Las consecuencias individuales de este dogma son
desastrosas para nuestro ánimo individual y para el desarrollo y mantenimiento de la
urdimbre ciudadana. Como ha denunciado James Davies, profesor de Antropología
Social y Psicoterapia en la Universidad de Roehampton de Londres, se anteponen las
exigencias de la economía a las necesidades humanas, generando así una desesperación
y una desidia que se traducen en una asfixiante sensación de tristeza y desazón por no
poder cumplir con las expectativas. Y lo peor: oprime la comunicabilidad entre sujetos y
cercena la intersubjetividad.

Esta descarada estrategia de rapto emocional consiste en hacernos responsables únicos


de nuestro malestar, de forma que nos sintamos cada vez más solos, cada vez más
tristes, cada vez más aislados, a pesar de que los datos macroe--conómicos apunten a un
crecimiento continuado. Por eso es tan urgente reactivar los lazos sociales de
solidaridad y cuidado mutuo. Mientras, los gurús de la autoayuda («todo cuanto te
ocurra está en tu poder») y del pensamiento mágico («si lo deseas, se cumplirá»)
defienden —sin pudor y aprovechando la debilidad de los sujetos— la capacidad para
adaptarnos o sobreponernos a cualquier adversidad. Pero ¿y si lo que está impidiendo
nuestra felicidad, nuestra alegría o nuestro bienestar no es tanto no saber aguantar o
perseverar (resiliencia) como no poder —arriesgarnos a— cuestionar o cambiar aquello
frente a lo que deberíamos resistirnos, sencillamente, porque no podemos permitirnos el
lujo de detenernos a pensar? Con terrible normalidad, escuchamos a diario mensajes
como: «Eres tú quien elige estar triste», «Eres tú quien decide tu tristeza». No. Querer
no es poder. Contra esta mezquina manipulación emocional debemos denunciar que,
primero, hay que tener la oportunidad de poner las condiciones necesarias para que
esas cosas sucedan. Es ineludible concebir, fundar y luchar por un marco desde el que
poder elegir.

Es entonces, en el meollo de esta agresión emocional, cuando intervienen todos los


artilugios disciplinarios de lo que llamo «cultura psi»: cualquier malestar se patologiza,
se psicologiza o se psiquiatriza porque no encontramos soluciones individuales o
comunitarias frente a las demandas del sistema productivo. Diversos malestares
(ansiedad, depresión, inquietud e incertidumbre, impotencia, desconsuelo, sentimiento
subjetivo de soledad, angustia, anhedonia, desazón) han colonizado nuestras vidas,
pero este no es el punto más preocupante. El elemento del que se nutre la cultura psi es
que hemos normalizado el hecho de que para sobrevivir debemos estar enfermos, que
sentirnos mal es algo normal en ese escenario al que los gurús de la autoayuda y la
gestión emocional y los coaches denominan «mundo VICA», presidido por la liquidez y
la incertidumbre. A causa del estrés que sentimos por tener que estar a la altura, por no
ahogarnos en la permanente zozobra, se ha hecho masivo el consumo de fármacos
ansiolíticos y antidepresivos. Sin embargo, la ingesta de estos productos
farmacológicos, destinados en muchas ocasiones a aplacar la sintomatología producida
por la dinámica productiva actual, no ha mejorado los muy alarmantes datos de
trastornos psicológicos y psiquiátricos, las autolesiones, la ideación suicida, los suicidios
llevados a efecto o los desasosiegos causados por nuestro modo de vivir. ¿Qué está
ocurriendo para que esto suceda? ¿A qué se debe que el gasto en investigación
psiquiátrica y médica no esté consiguiendo que nuestra salud mental mejore y que, más
bien, empeore?

Quizá podamos encontrar una pista en una conocida y muy citada declaración de
Margaret Thatcher, en una entrevista concedida en 1981 a The Sunday Times, en la que
afirmó que «la economía solo es el método, pero el objetivo es transformar el corazón y
el espíritu» de la población. Resulta curioso caer en la cuenta de cómo el léxico
propiamente económico ha absorbido y se ha adueñado por completo del léxico propio
de la esfera psicológica. Thatcher sabía muy bien lo que decía. Si debemos referirnos a
la realidad con el lenguaje económico, los individuos quedamos supeditados a la lógica
del proceso productivo: nos tenemos que «gestionar», debemos «sacarnos rendimiento»
o, incluso, «ser nuestra propia empresa». Al margen de las circunstancias que rodeen al
sujeto, el problema siempre acaba siendo nuestro. Nos piden resiliencia, pero
necesitamos resistencia intelectual.

El estrés, bajo el atractivo aparataje de la libertad (individual y económica), se ha


adueñado de todos nuestros procesos vitales. El sujeto contemporáneo debe ser
optimista, resiliente, funcional y productivo, todo lo que precisa el sistema económico
para mantenerse fuerte al margen de las vicisitudes singulares de cada sujeto. La
logoterapia, por ejemplo, surgida a raíz del superventas El hombre en busca de sentido
(1946), de Viktor Frankl, sugiere que hay que aprender a convertir el sufrimiento en un
motor para salir fortalecidos de cualquier vicisitud existencial. Al margen del indudable
valor que guarda la experiencia de Frankl en los campos de concentración, la cuestión,
de nuevo, reside en si no deberíamos primero cuestionar los orígenes de nuestro
sufrimiento antes de plantearnos si tenemos que aceptarlo y superarlo. Salvo que, por
supuesto, nuestro escenario haya asumido las mismas características funcionales de un
campo de concentración: desechar lo considerado superfluo en términos de eficacia y
rentabilidad, limpieza racial (los dramas diarios de migración), conflictos bélicos
normalizados, esclavitud (nuestro uso de las pantallas y el vasallaje digital) y maltrato
físico y psicológico. Todo ello, eso sí, bajo la apariencia de un parque de atracciones en
el que se nos presentan posibilidades ilimitadas y al que acudimos como privilegiados y
gozosos usuarios. El estrés y la opresión vestidos de libertad; la libertad convertida en
sumisión.

La aceptación que nos solicitan por doquier implica resignación, y la resignación,


mansedumbre intelectual. Toda la industria emocional del automanagement apuesta así
por el imperativo de mantener a flote y preparadas nuestras capacidades y
competencias en un escenario voluble y caprichoso que exige permanente adaptación.
Este pensamiento se ha normativizado, lo hemos hecho habitual y, a fuerza de
escucharlo y de tener que sobrevivir, la gestión emocional del «saca rendimiento de las
crisis» o «convierte los inconvenientes en oportunidades» ha hecho de nosotros títeres
descabezados que andan errantes y angustiados en busca de una felicidad siempre
postergada, siempre prometida, mas nunca realizada ni realizable. La cruda realidad es
que han conseguido introducirnos en una visión romantizada del sufrimiento, por la
cual este queda transmutado en un bien necesario. La experiencia cotidiana de nuestro
vivir se ha patologizado mientras, en paralelo, surgen numerosas estrategias
emocionales y farmacológicas que nos ayudan a bregar con un mundo hostil e
inhabitable que, para cerrar el círculo, es el que nos enferma y apesadumbra.

En medio de todo este lodazal, soterrada bajo la ideología de la rentabilidad, se asienta


lo que denomino la dictadura de lo fit (o del fitness). Nadie pondrá en duda que el
deporte y la práctica diaria de actividad física aeróbica pueden contribuir a
mantenernos saludables, a mejorar nuestra calidad de vida y a superar, incluso,
momentos de dificultad anímica gracias a la movilización de ciertas sustancias químicas
y neurotransmisores muy beneficiosos para el funcionamiento de nuestro cerebro.
Ahora bien, en las sociedades productivistas actuales se ha observado un progresivo
interés, acompañado de una perniciosa obsesión, por la imagen corporal que
proyectamos y mostramos ante los otros. La industria de productos que miden sin
descanso nuestras constantes vitales, que se adueña de datos con los que, por supuesto,
mercadean numerosas empresas, domina la preocupación por nuestro bienestar físico,
que ha de acomodarse a unos estándares normotípicos predefinidos. La problemática
de fondo es que algo positivo, el deporte y la actividad física regular, se ha
transformado en un imperativo de eficacia y productividad y en una estrategia de
vigilancia. No solo debemos estar tonificados físicamente (fit) y alcanzar ciertos
estándares de belleza hegemónica, establecida desde patrones eróticos
heteronormativos, sino que lo fitness ha tomado la forma de categoría de estilo de vida y
se ha asentado como una manera normal e incluso exigida de estar en el mundo: la
eficiencia, la rentabilidad y la productividad deben colonizar nuestros cuerpos y
nuestros hábitos de hacer y comportarnos en lo social y en lo laboral. Se espera de
nosotros que encajemos (otra de las acepciones del verbo inglés fit) y nos adaptemos a la
cultura del continuo rendimiento.

En definitiva, el sujeto debe estar preparado para solventar cualquier arremetida del
estrés, la angustia o la ansiedad, y para ello surgen una serie de técnicas disciplinarias
que le hacen encajar en lo que se espera de él: resiliencia, adaptabilidad y fortaleza. Es
prioritario pensar en esta presión que hemos introducido subrepticiamente en nuestras
vidas y rutinas diarias, traducidas en una desaforada coacción por estar en disposición
de responder, en cualquier momento y bajo cualquier circunstancia, a las demandas del
sistema productivo, cuya bandera enarbola el lema de la eficiencia y de la capacidad de
trabajo constante.

Esta dictadura de lo fit convierte nuestra vida en un centro de alto rendimiento,


alimentado por las políticas institucionales del autocuidado (eres el único responsable
de cómo te va) y de la libertad de desarrollar nuestra vida como queramos (las
oportunidades están ante ti, solo tienes que aprovecharlas). El oráculo de Thatcher se ha
cumplido: el corazón de la sociedad ha integrado el método económico. No solo los
adultos hemos interiorizado este modo de proceder, sino que se extiende
progresivamente a las capas más jóvenes de la sociedad. Por ejemplo, el consumo
normalizado y compulsivo de bebidas «energéticas», tan extendido en adolescentes
como en adultos, podría responder a los imperativos inconscientes de la «cultura hiper»
(hiperestimulación, hiperactividad, hipervelocidad) y es, sin duda, un síntoma social
más —y al mismo tiempo una consecuencia— de nuestra preocupante incapacidad para
detenernos, para crear el espacio de la reflexión autónoma e independiente. Por su
parte, los dispositivos móviles han introducido una dinámica de permanente conexión
o, expresado en negativo, de imposibilidad de desconexión que permite seguir
imponiendo, mediante atractivas aplicaciones, la dictadura de lo fit. El FOMO (fear of
missing out, miedo a quedar desvinculados de lo que está ocurriendo) provoca terribles
efectos en nuestros adolescentes, que ni siquiera pueden dormir por la intranquilidad
que les causa el hecho de no poder permanecer siempre atentos a la interminable
cadencia de datos que nos proporcionan las redes sociales, en especial desde la
introducción del scrolling infinito.

Sin duda, en el futuro se hablará de la pantallización de nuestras vidas como la


esclavitud característica del primer tercio del siglo XXI. Por si fuera poco, la Sociedad
Española de Neurología lleva varios años alertando sobre el disparado aumento de
casos de insomnio en todas las capas poblacionales. Los trastornos del sueño, a su vez,
fomentan el consumo de medicación hipnótica, de ansiolíticos y antidepresivos, y la
melatonina, de libre dispensación en farmacias, se ha convertido en uno de los
productos más demandados por jóvenes y adolescentes: bebidas energéticas para
mantener el ritmo diario y melatonina (en el mejor de los casos) para poder conciliar el
sueño. Así pues, la cultura hiper y la dictadura fit nos ahogan en la obligación de
maximizar nuestro rendimiento y nos asfixian en la imposibilidad de la desconexión
que, en paralelo, tiene como consecuencia un deterioro de nuestra capacidad para
pensar en los ritmos enfermizos que nuestras vidas han acabado adoptando de manera
adocenada, pero también obligada.

Más adelante me referiré a las nefastas consecuencias de haber acogido en nuestro


transcurrir cotidiano los ritmos acelerados de la rapidez. Solo un apunte en relación con
el estrés y el insomnio: la rapidez no implica eficacia; más bien, solo garantiza la
sensación de estar ocupados. Aparecen entonces la culpa y la frustración y, con ello, la
ansiedad por sentirnos avasallados en un mundo de presuntas oportunidades que no
son sino látigos que espolean nuestra capacidad productiva y que ponen al límite
nuestra estabilidad emocional. María Zambrano reflexionó en numerosos fragmentos
de sus obras sobre la gravedad de que resbalemos por la vida sin adentrarnos realmente
en ella, sin hacernos cargo de nuestra existencia de manera responsable, consciente y
autónoma. En contra de la advertencia zambraniana, se erige una pedagogía del
multitasking, del apremiante no parar, de un hacer continuo y disparatado que aboga
por llenar nuestra cotidianidad de actividad, aunque esta resulte irrelevante, vacía y
superflua. Nos entregan al multitasking —y a la hiperproductividad— como una ayuda
para «adaptarnos» a las exigencias de nuestro tiempo. Pero no deberíamos olvidar que
habituar a nuestro cerebro a la rapidez implica hacerlo más vulnerable, más inerme e
influenciable en términos intelectuales: la hiperactividad desemboca en una menor
conciencia de lo que se hace y, sobre todo, de por qué se hace. En este contexto, dormir
se convierte en una acción que no tiene sentido en sí misma: hay que dormir,
sencillamente, para poder seguir enganchados a la vorágine productiva. De este modo,
el caldo de cultivo para el insomnio está servido: si dormir es una obligación productiva
más, también nos estresamos al no alcanzar los estándares de sueño necesarios para
proseguir con nuestras agitadas jornadas, repletas de ocupaciones que, en muchos
casos, no hacen sino quitarnos el propio sueño, como la continua exposición a la
pantalla, el trivial y adictivo entretenimiento de las redes sociales o la velada exigencia
de consumir permanentemente (películas, música, series de televisión, ropa en
aplicaciones low cost o experiencias turísticas de todo tipo).

Por otra parte, estos últimos años he percibido con mucho dolor cómo la dictadura de lo
fit se ha traducido en un yugo de los cuerpos que está dando como resultado un
incremento de los casos de TCA (trastornos de la conducta alimentaria) en jóvenes y
adolescentes, sobre todo en niñas y mujeres, si bien la prevalencia es drásticamente
creciente en niños y hombres jóvenes. No solo transitamos nuestras vidas bajo la tiranía
emocional de la productividad en el orden laboral, sino que, cada vez más, habitamos
cuerpos estresados, cuerpos sometidos a los modelos y patrones que dictan las redes
sociales y el filtrado y retoque de fotografías con el fin de agradar a un Otro simbólico, a
un Otro devorador que se nutre de nuestras inseguridades y desconfianzas. De nuestro
sufrimiento. El dominio de la cultura psi, que patologiza todos nuestros malestares e
inquietudes, impide en numerosas ocasiones que cuestionemos la auténtica raíz —social
y cultural y, por tanto, estructural— de ciertas dolencias contemporáneas. El caso de los
trastornos de la alimentación es uno de ellos. El problema que subyace no reside sin
más, como suele analizarse de un modo un tanto superficial, en la idealización de
ciertos estándares físicos o en la incapacidad para alcanzar los cánones que dicta la
sociedad y que se tienen por hegemónicos. Bajo esta imposibilidad se esconde, por un
lado, la homogenización de nuestras experiencias y, por otro, el continuo estrés por el
que nuestros cuerpos son domados. Darse una vuelta rápida por Instagram o TikTok
nos informa de hasta qué punto todas nuestras vidas parecen réplicas las unas de las
otras, sobre todo en la población joven. Hasta hace no mucho, se buscaba la distinción
en la cualidad (lo distinto como bella desviación de la norma); ahora se persigue la
distinción por la cantidad: hago más que tú aunque, en el fondo, haga lo mismo (lo
distinto como un incremento rentabilista de lo igual). Esto nos convierte en
contendientes que luchan permanentemente por obtener un puesto de reconocimiento
social logrado mediante la mostración en el escaparate de las redes sociales, fiel reflejo
de los dictámenes y requerimientos que provienen de un aparataje publicitario que
funciona en connivencia con el sistema productivo.

El estrés invade nuestro modo de vivir y oprime nuestros cuerpos; hace de ellos
receptáculos repletos de heridas que, a la vez, han de estar siempre disponibles, siempre
preparados, siempre felices y dispuestos. Insuficientes pero diligentes. Sufrientes, pero
aparentemente gozosos. La manipulación emocional no solo intenta colonizar y
desactivar nuestra inteligencia; es también, y sobre todo, un mecanismo de
sometimiento corporal. No necesitamos cadenas para sentirnos engrilletados. Nos basta
con las estrictas dietas, los reels de Instagram y los eficientes planes de gimnasio que
intentan moldear y modelar —mientras disciplinan— nuestros cuerpos, en especial los
cuerpos femeninos. Como señaló Sandra Lee Bartky en sus lúcidos estudios de los años
noventa sobre feminidad y dominación, en los que trazó una fenomenología de la
opresión desde la perspectiva de género, los cuerpos femeninos son disciplinados para
cumplir con las expectativas de belleza, con lo que se alcanza, a su vez, la subordinación
de género. Con el permiso de Bart-ky, daré un paso más: este régimen correctivo que
toma los cuerpos como medios para supeditarse a los requerimientos de la eficacia en
nombre de la libertad ha irrumpido en la adolescencia y en la juventud, con
independencia del género, para construir una ciudadanía más preocupada de sí misma
que de lo común, como mostraré más adelante. En este punto, el pensamiento de Bartky
puede conectarse con el de otra filósofa a la que aún no se ha prestado la atención
necesaria, Iris Marion Young, quien defendió la necesidad de responsabilizarnos
activamente frente a las injusticias estructurales que provocan todo este tipo de
trastornos. El cuidado de sí (o autocuidado) que con tanto denuedo han enarbolado
diversas instancias políticas se ha cargado, por tanto, de una dolorosa y enfermiza
culpabilidad por estar a la altura de las exigencias del sistema productivo. La culpa nos
atomiza e individualiza sin posibilidad de comunicar nuestro propio dolor sin sentir
vergüenza, en tanto que somos nosotros quienes debemos zafarnos de él. La culpa es la
mano acusatoria y el motor de la actual servidumbre emocional.
En estrecha relación con el estrés —como dispositivo disciplinario disfrazado de
libertad— y con los trastornos de la conducta alimentaria, nos damos de bruces con otra
preocupación con la que brego a diario y que no puedo dejar de mencionar: el
incremento de los casos de suicidio, la ideación suicida y el aumento de las conductas
autolesivas. Los datos sugieren que, de media, el 30 por ciento de las personas que
padecen algún trastorno de la alimentación han llevado a cabo alguna conducta
autolítica. Los datos arrojan igualmente una espeluznante realidad: por cada suicidio
que se lleva a cabo en periodo adolescente, se estima que existen entre cien o doscientos
intentos no consumados. Según las estadísticas de la Organización Mundial de la Salud,
hay más de ochocientos mil muertos por suicidio cada año en el mundo, y es ya la
cuarta causa de muerte en población comprendida entre los quince y los veintinueve
años. En España se suicidan al día, de media, once personas, más de cuatro mil al año,
según indica en su informe de 2022 el Instituto Nacional de Estadística. En el mundo,
una persona se quita la vida cada cuarenta segundos.

En lo tocante a los adolescentes, este incremento en el número de suicidios ha tendido a


achacarse al efecto de la pandemia por coronavirus. Sin embargo, son muchos los
investigadores que no están de acuerdo con esta tesis. Por ejemplo, Jonathan Haidt y
Jean M. Twenge, dos reputados psicólogos sociales, publicaron en 2021 un esclarecedor
artículo («This Is Our Chance to Pull Teenagers Out of the Smartphone Trap») en The
New York Times en el que dejaron patente que la pandemia ha podido repercutir en
nuestra salud mental, pero que no todo cuanto nos ocurre, especialmente a los
adolescentes y a los jóvenes, puede ser justificado por la coyuntura pandémica. Que, en
consecuencia, las nuevas formas de relacionarnos y, sobre todo, la avasalladora
normalización de las pantallas en nuestras vidas guarda una relación directa con
numerosos malestares contemporáneos. El auge de trastornos como la ansiedad o la
depresión, así como otros desórdenes relacionados con el sentimiento subjetivo de
soledad y el aislamiento, no es un fenómeno exclusivamente pospandémico. Haidt y
Twenge observaron que el incremento en los casos de suicidio lleva dándose desde
2012, sobre todo en niñas preadolescentes. En general, detectaron que entre 2012 y 2019
las tasas de depresión en la población adolescente analizada casi se habían duplicado.

Psicólogos y psiquiatras coinciden en que los individuos que piensan en acabar con su
vida no albergan como deseo central la propia muerte, sino terminar con cierta forma
de vivir que los atenaza. Esto debería empujarnos a preguntar qué condiciones
existenciales están haciendo que tanta gente sufra con la ideación suicida y que, llegado
el caso, intente quitarse la vida. En mi experiencia cotidiana con adolescentes y jóvenes,
tanto en enseñanza media como universitaria, compruebo cómo los comentarios que
aseguran que «no tengo ganas de levantarme de la cama», «no tengo razones para
seguir» o «no puedo más con este ritmo» están a la orden del día. El sufrimiento
psicológico (causado por el estrés, la permanente presión por alcanzar ciertas metas, la
hiperestimulación de las pantallas o la sensación de aislamiento) crece vertiginosamente
en las capas más jóvenes de la sociedad. Un dato que, a mi juicio y por mis propias
observaciones —ratificadas por los datos de investigaciones sociológicas recientes—,
tiene que ver con el progresivo desmembramiento del tejido comunitario y social, con el
uso indiscriminado de las redes sociales, la adicción a las pantallas (que nos desconecta
de la realidad), la continua disponibilidad del mundo (que en paralelo demanda de
nosotros una permanente atención) y —como corolario— con un sentimiento
angustiante de soledad que se hace cada vez más habitual y doloroso. Como intentaré
explicar en el siguiente capítulo, la cultura del estrés normativo está generando sujetos
absolutamente exhaustos, agotados por tener que responder a las insidiosas y
constantes demandas de un presente que promete todo tipo de oportunidades si
sabemos aprovecharlas («querer es poder»). La culpa en su versión secular, vestida de
libertad, comparece hoy como la causante de mayor sufrimiento psíquico. Una culpa
que nos han hecho asumir silenciosa y subrepticiamente mediante melosas y salvíficas
diatribas en apariencia inocentes: «Saca rendimiento de las crisis»; «Si lo sueñas, lo
conseguirás»; «Tu mirada crea el mundo». Mientras, toda una industria de la resiliencia
y la autoayuda, servida en bandeja por las instancias políticas, empresariales y
gubernamentales, como vimos con el reciente informe de la Unión Europea, pone a
nuestra disposición numerosos artefactos emocionales con los que poder adaptarnos (y
convencernos de que debemos adaptarnos) a este mundo amenazante, voluble y
zozobrante que, por supuesto, se nos vende como un escenario repleto de
oportunidades por explotar. La precariedad, la inseguridad, la fragilidad, la angustia, el
miedo o la inestabilidad se venden como atractivos productos que, sin embargo, están
al servicio de un depredador régimen emocional.

Francisco Villar Cabeza, doctor en Psicología y psicólogo clínico especialista en suicidio


en la infancia y la adolescencia e impulsor del Programa de Atención a la Conducta
Suicida del Menor en el Hospital Sant Joan de Déu de Barcelona, señala en su libro
Morir antes del suicidio (2022) que las indagaciones de su equipo han desembocado en la
constatación de que la mayor parte de las personas que llegan al intento o a la
consecución del suicidio no responden a un acto impulsivo (aunque, por supuesto, esto
pueda suceder), sino que se trata de una acción meditada que se vive y forja
normalmente en soledad. Suele haber un desencadenante, pero este solo actúa como
disparador tras una serie de meditaciones que ya se habían llevado a cabo con
antelación. Por otro lado, y aunque se trata de fenómenos distintos, si bien pueden estar
conectados, las conductas autolesivas —tan frecuentes ahora en jóvenes y adolescentes,
sobre todo el denominado cutting (practicarse pequeños cortes, habitualmente en las
extremidades)— se presentan como un intento de aliviar el dolor emocional que los
chavales padecen: no desean morir, sino alcanzar una descarga emocional que logre
desplazar su sufrimiento de la esfera consciente de su psique. Es su manera de
gestionarlo mejor. Quieren desaparecer sin dejar de ser. Desean dejar de sufrir y no
saben cómo. Y lo más importante: no saben con exactitud por qué sufren. Para las
familias y profesionales de la educación que lean estas líneas, es conveniente saber que
existen numerosos sitios web, así como tutoriales en las redes sociales, en los que unos
adolescentes se explican a otros cuál es la mejor manera de hacerse daño sin que las
heridas sean detectadas por un adulto. Tutoriales para aliviar el sufrimiento mediante la
autolesión. Resulta tan crudo que solo cabe plantearlo en su literalidad: en su realidad.
Este es el mundo que muchos jóvenes habitan. Muchos más jóvenes, y cada vez más
niños y niñas, de los que cabe imaginar. En parte, porque viven con frecuencia
incomunicados, no tienen a quién contárselo porque sienten vergüenza de sí mismos,
porque —piensan que— no están respondiendo a las expectativas que los hostigan
permanentemente. Su sufrimiento queda encapsulado. No hay nada más lacerante y
desgarrador que este infierno en espiral que nos convierte en desesperados e
inoperantes espectadores del propio sufrimiento. El diálogo y el acompañamiento en
casa y en colegios e institutos con nuestros jóvenes y adolescentes se hace hoy urgente,
imprescindible: vital.

Y plantearé una tesis ante la que habrá quien se escandalice, desgajada de lo expuesto
en el presente capítulo y de mi experiencia como profesor y orientador: la autolesión, la
ideación suicida, los intentos autolíticos e incluso la comisión del suicidio no implican
necesariamente la existencia de un trastorno psicológico o psiquiátrico. Obligarnos a
«colocar en el lugar adecuado» nuestros sufrimientos mediante el dispositivo
disciplinario de la resiliencia (que acaba por convertirse en un engranaje punitivo: «el
sufrimiento es una opción») o hacernos ver que «el dolor es una oportunidad para
crecer» nos sitúa ante la incómoda e irrespirable obligación de tener que sufrir. Nos
coloca en la coyuntura de seres amedrentados y pasivos que no pueden cuestionar las
causas de su sufrimiento; solo les está permitido mitigarlo para, después, transformarlo
en una suerte de motor productivo que nos ayuda a seguir en la brecha. Todo con
buena cara. Todo como si nada pasara.

Este apunte sirve para plantear una breve reflexión sobre la normalización de los
emoticonos en nuestras relaciones, que, lejos de ser inocente, responde a un intento por
arrebatar las palabras adecuadas para comunicar —y pensar en— nuestros
sentimientos. Si cuando nos sentimos mal acudimos exclusivamente al uso de un
emoticono (genérico, aséptico, aplicable a una pluralidad de peripecias que no se
compadecen de la singularidad y unicidad de nuestras propias experiencias), con ello
estamos cercenando las posibilidades de ejercer una auténtica y consoladora descarga
emocional a través del lenguaje. Al limitar la capacidad para expresar nuestro dolor,
acotamos en paralelo la posibilidad de conmovernos y encontrarnos afectivamente los
unos con los otros. No poder decir el dolor y convertirlo en una vivencia privada nos
incomunica; si quedamos incomunicados, nos sentimos más solos, y la soledad nos
conduce, entonces, al aislamiento (hiperconectado), que es el principio del gobierno
emocional al que hoy adaptamos nuestras biografías y mediante el que domesticamos
nuestro sufrimiento.

Los datos y experiencias que he planteado deberían empujarnos a reflexionar, sin


aplazamiento, sobre la imposición velada y silente del estrés barnizado de libertad.
Frente a —y contra— la tiranía de la resiliencia y de la adaptación, necesitamos más
beligerancia intelectual, es decir, más compromiso a la hora de pensar nuestra realidad,
para abordar y llegar a solucionar problemas y tesituras cuya envergadura sobrepasa la
esfera de la mera gestión emocional de los individuos, aunque quieran hacernos pensar
lo contrario. Necesitamos otra libertad. Una libertad que nada tiene que ver con la
flexibilidad y la plasticidad disciplinarias que nos exigen. Una libertad entendida como
autonomía, responsabilidad y resistencia frente a las circunstancias que nos dote de una
mayor conciencia efectiva y que ponga sobre la mesa el imperativo de deliberar,
individual y colectivamente, sobre los retos de nuestro tiempo. No necesitamos
«experiencias interiores», como nos proponen el mindfulness o el coaching emocional, ni
«viajes espirituales» o «limpiezas del karma» con peyote o ayahuasca. Necesitamos
acción comprometida. Acción pensada. Necesitamos decidir.

Si los problemas continúan vivos, ahí fuera, esperándonos y acechándonos, lo único que
cambia con la gestión emocional o con el consumo de drogas y sustancias químicas —de
uso legal o no— es la manera en que esos problemas nos afectan. Estas maquilladas
estrategias disciplinarias y opresivas solo nos permiten seleccionar por qué camino de
pasividad decantarnos: qué silencio elegimos, qué sumisión escogemos. Qué modo de
enmascarar nuestro dolor o nuestra angustia. Pero los obstáculos mismos siguen
incólumes, amenazantes, impidiéndonos habitar un mundo que, en el mejor de los
casos, nos causa un llevadero malestar que nos permite seguir con nuestras vidas. Es en
lo que nos han hecho expertos: en aguantar, en sobrellevar, en soportar, en resignarnos
y, lo más grave, en transigir muy diferentes y abundantes formas de sufrir.

Seré rotundo: a la vista de nuestra realidad, se puede rastrear una clara relación entre el
estrés personal y la opresión social. Ya lo propuso Simone Weil hace casi un siglo. El
estrés en todas sus formas y en todos los contextos no solo se ha normalizado, también
se ha normativizado: se nos imponen la carga y la responsabilidad de saber gestionarlo
al margen de nuestras circunstancias. En caso contrario, seremos manchados con la
mácula de la culpa y se nos tachará de inadaptados. Es tiempo de poner en cuestión las
coyunturas estructurales que provocan nuestras angustias y colocar al individuo en el
auténtico papel que debe ocupar: la asunción de la responsabilidad que le pertenece, la
de pensar y actuar para ejercer una libertad activa, no meramente pasiva o sufriente. La
de ser, como escribió Friedrich Schiller, no esclavo, sino legislador de su propia libertad.

Es el momento —único, intransferible— de actuar con libertad y preguntarnos: ¿por qué


y a qué precio debemos adaptarnos?
SOLEDAD, ANGUSTIA Y ATOMIZACIÓN DEL SUJETO
CONTEMPORÁNEO

La filosofía y la sociología actuales han puesto el foco en un fenómeno que no es en


absoluto novedoso: el narcisismo o individualismo de las sociedades contemporáneas.
Este narcisismo, consistente en la atomización o segregación del sujeto —en aras de una
libertad mal entendida— y en la velada convicción de que resulta imposible comunicar
intersubjetivamente la propia experiencia del mundo y los propios sentimientos, ha
sumido a los individuos en un terreno de abierta hostilidad propicio para la
competitividad y el avasallamiento mutuo, acompañado de la sensación de
incomunicación. Todo ello beneficia al sistema productivo descrito en el primer
capítulo, pues nos convierte en contendientes que pujan por alcanzar un lugar social
relevante al precio de tener que asumir diversos malestares que se presentan en forma
de soledad, aislamiento e incertidumbre.

En una muy poco conocida pero fundamental obra, La cultura del narcisismo, aparecida
en 1979, el profesor, historiador y crítico social Christopher Lasch denunció que el
sujeto técnico-económico de las sociedades postindustriales se ha transformado en un
sujeto psicologizado fatalmente obsesionado por encontrar un sentido definitivo a la
vida porque duda en todo momento de su lugar en el mundo. Duda de su pertinencia,
de su necesidad y, en última instancia, del sentido de su vida. En contra de lo que suele
pensarse, el narcisista lo es, ante todo, porque titubea sobre sí, sobre lo que es y sobre lo
que puede ser, y porque requiere de la validación ajena mientras, a la vez, desconfía y
recela de la pertinencia de los demás. El narcisista es un individuo inseguro que paga
con los demás sus vacilaciones y desequilibrios. Por eso, precisa de —y suspira por— la
constante aprobación de ese Otro simbólico —al que Lacan concedió tanta relevancia y
al que ya aludí en páginas anteriores—: un Otro informe pero muy presente que cobra
el papel fáctico de vigilante y violento dominador emocional. Ese Otro no es nadie y son
todos a un mismo tiempo. El narcisismo, apuntaba Lasch, tritura la continuidad
histórica, genera grietas sociales insalvables y pide de cada uno de nosotros
gratificaciones constantes que, sin embargo y a la vez, intenten apaciguar —cuando no
colmar— un deseo insaciable y perpetuamente insatisfecho.

Algunas décadas antes, Max Horkheimer y Theodor Adorno, filósofos fundadores de la


Escuela de Frankfurt, habían desarrollado una ferviente crítica de la razón instrumental.
Una razón que pierde su rumbo cívico e ilustrado y se transforma en un destructivo
instrumento ideológico que olvida al individuo, lo clasifica y maneja como mero dato y
lo convierte en una pieza más, tan intercambiable como fútil e irrelevante, del engranaje
productivo. Para la razón instrumental, la figura kafkiana del funcionario obediente,
compungido y resignado cobra la forma del ciudadano perfecto. El gerifalte nazi Adolf
Eichmann, tan estudiado por Hannah Arendt, es aquí el paradigma: alguien que no
titubea ni pregunta, alguien que solo actúa en nombre de lo establecido y de las órdenes
recibidas, del orden constituido (sea justo o no); alguien que no cuestiona. Alguien que
es un alguien cualquiera, un alguien indeterminado entre los demás y que, sin embargo,
puede cometer las mayores tropelías en nombre de la ley, del orden y del sostenimiento
del statu quo.

El sujeto actual, supeditado a la dinámica del estrés, es la evolución del individuo


psicologizado de Lasch, al que denomino sujeto sedado. Se trata de un paso más allá de la
caracterización del sujeto narcotizado que postuló Mar-shall McLuhan: la narcosis o
modorra anestesiada de McLuhan se relaciona con un individuo al que se ha
transmitido la convicción de que, haga lo que haga, nada puede cambiar, mientras
permanece solazado con los entretenimientos que le proporciona una pantalla o un
pasatiempo cualquiera. El narcotizado puede llegar a despertar, y una vez que lo ha
hecho le resulta difícil volver a caer, al menos conscientemente, en las dinámicas
narcotizantes. La narcotización es un adormecimiento más o menos profundo del que,
empero, se puede llegar a resurgir. Al contrario, el sujeto sedado ha asumido con
mucho gusto y presunta libertad este rol pasivo, y su existencia consiste en un plácido
dejarse arrastrar por una cómoda corriente que, en paralelo, no le permite saber que
está en movimiento ni hacia dónde se dirige. La sedación, en ocasiones, se hace
irreversible, porque el sujeto cree haberla elegido en el pleno uso de su albedrío,
cuando, en realidad, solo ejecuta de manera refleja, condicionada y maquinal los
dictados de la razón productiva, que hace suyos como una suerte de configuración
epigenética irreversible. Hablaré de ello más adelante. Por ahora me interesa señalar
que la producción arquetípica de sujetos sedados también cobra dimensiones sociales,
aislando y hundiendo a la ciudadanía en un fango de desidia, zozobra, inapetencia y
sensación de sinsentido e irrelevancia que aleja a sus miembros de un proyecto común.
Los arranca de la posibilidad de comunicarse auténticamente entre ellos y, por tanto, los
hace sentirse más solos —y, esta es la trampa emocional, más únicos, en consonancia
con la cruel lógica del selfi: aun en mi soledad puedo autoafirmarme y cerciorarme de
mi existencia a través del autorretrato, que perfecciono a mi antojo mediante un sinfín
de posturas y requiebros ante la cámara y con una multiplicidad de filtros que hacen de
mí una imagen perfecta... en el cuerpo de un sujeto solo y olvidado excepto para sí
mismo.

Este proceso de sedación, tejido durante las dos últimas décadas en contubernio con los
grandes emporios económicos y políticos y que se ejecuta mediante diversos
dispositivos disciplinantes (el estrés, la rapidez, la ideología del progreso, la
psicologización de la existencia, el imperio de las pantallas, la condena de lo diferente y
lo divergente), genera un tipo de ciudadanía inconsciente sin una clara percepción de la
urdimbre social: el campo de lo político, entendido en su sentido etimológico (como
conglomerado humano que posibilita una comprometida toma de decisiones conjunta),
queda desmembrado por la inercia, la desgana y la inacción.

El sujeto sedado solo reacciona, pero no actúa. La sedación nos transforma en ratas
skinnerianas a las que únicamente les cabe una opción: responder al estímulo adecuado
(funcional) o dejarse morir. Este proceso sedativo también se ha extendido a cierto
sector de la intelectualidad, que observa y estudia el campo de lo social desde su
escritorio de oro, alejado del légamo de la realidad y parapetado desde algún terruño
ideológico bien remunerado. Desde este promontorio, como veremos, ha surgido toda
una pedagogía que instrumentaliza el conocimiento y lo pone al servicio del
entretenimiento y la gamificación en pos de alcanzar, en exclusiva, ciertas
competencias, destrezas y habilidades que introduzcan a los individuos en el mercado
laboral, privándolos así del bien más preciado que puede transmitirse en el escenario
educativo: el fortalecimiento y desarrollo de nuestra atención. Lo vivo muy de cerca a
diario: víctimas del afán productivista, estamos enfermando a nuestros niños y
adolescentes bajo la rúbrica adulta de la utilidad y la rentabilidad. Si desde pequeños
los entrenamos solamente con la finalidad de crear sujetos eficientes, y con ello
convertimos los colegios e institutos, e incluso las universidades, en despiadadas
máquinas expendedoras de empleados, con ello habremos olvidado la meta principal
de la enseñanza: transmitir la autonomía y la independencia de un pensar libre y
emancipador.

La manera en que educamos también nos predispone a vivir —y vivenciar cuanto


vivimos— de una manera determinada. Los estilos educativos que recibimos en casa y
en el colegio inclinan nuestras emociones, conductas y conocimientos a ser empleados
en una u otra dirección. Por eso, la enseñanza reglada no solo ha de capacitar para el
universo laboral; también nos debe imbricar en el mundo como seres interconectados
que, mediante la intersubjetividad, crean una red de relaciones por las que no solo
pretenden sobrevivir, sino también vivir bien. En este sentido, sigo las convicciones de
Adorno, quien aseguró en su proyecto de educación para la emancipación que el
profesorado, y en general cualquier figura de apego seguro, ha de mantener con su
trabajo intelectual un nexo social ine-ludible; somos, en parte, lo que aprendemos y
cómo lo aprendemos. En particular, la filosofía —y las humanidades en general— no
puede conformarse con ofrecer un saber aséptico y desligado de la realidad; una
filosofía que no moviliza, que no empuja a pensar nuestra circunstancia particular (y
que tan solo pretende dotar de instrumentos teóricos a nuestro entendimiento); una
filosofía, en fin, y como escribió Arthur Schopenhauer, que no se hace cargo de los
dolores del mundo genera un saber estéril en el campo de la acción, el más decisivo de
la esfera humana. Pensar —e invitar a hacerlo— para actuar es fundamental; es la
acción, como resultado efectivo de nuestras reflexiones, lo que nos pone en la tesitura
de poder evaluar el resultado objetivo de lo pensado subjetivamente. Un pensar que no
tiene como meta la acción es un pensar vacuo, yermo e infértil. Un pensar que no desea
transformar su circunstancia, que se queda en ejercicio personal o diletante, se entrega a
la pasividad, a la sedación y que, consecuentemente, aísla y cercena la posibilidad de
crear un mundo compartido. Porque, como defendió Hannah Arendt, el «entre» que
separa (y une) a los seres humanos solo puede ser llenado y vertebrado a través de
palabras y acciones —compartidas—, de manera que no vivamos en un páramo
poblado por autómatas sometido a un pensar onanista y autocomplaciente, sino en un
enriquecedor escenario donde se realiza un pensar que se atreve a ser confrontado con
el de otros.

En este punto quisiera poner el acento sobre otro de los dispositivos disciplinarios más
perniciosos que emplea el conglomerado productivo, en este caso para mantener y
dilatar nuestro aislamiento, nuestro sentirnos solos e incomunicados. En los últimos
años, la importancia de la militancia política (cordial, no institucional) se ha visto
desplazada por un aparataje emocional que nos empuja a «realizarnos»
individualmente, a adquirir y consumir libros de autoayuda que nos transmitan eficaces
e indulgentes técnicas de «crecimiento personal» que, en un primer momento, podrían
parecer inocuas o inocentes. Con la paulatina desaparición del espectro religioso y la
creciente apatía política, sobre todo en las culturas occidentales, ha irrumpido con
imparable fuerza toda una serie de métodos, tácticas, fórmulas y modos de vida que nos
incitan a poner el foco en nosotros mismos para —nos dicen— cambiar nuestra mirada
del mundo. Porque, aseguran, todo estriba en nuestro mirar, en lo que esperamos
encontrar en la realidad. En lo que proyectamos. En connivencia, siempre, acechante y
agazapado, listo para adueñarse de nosotros, permanece el pensamiento mágico del «si
quieres, puedes». De nuevo, se manifiesta el dedo de la culpa, la advertencia tácita de
que somos los únicos responsables de nuestros desesperos, de nuestras desgracias y
sufrimientos. De nuevo, el gatillo del pensamiento positivo aprisionándonos en una
reclusión de incomunicación camuflada por un melindroso lenguaje que,
presuntamente, nos capacita para saber sobrellevar y soportar de forma pasiva las
embestidas de la realidad.

De esta manera, las preocupaciones y los problemas colectivos y comunes se trasladan a


la esfera individual, transformándolos en tesituras susceptibles de ser solventadas de
forma plena y exclusivamente individual y personalizada. Para cualquier contrariedad
sistémica, existe una terapia o una técnica con la que el sujeto puede aliviar sus
malestares o, conforme a lo aquí defendido, con las que puede disciplinarse y acogerse a
las exigencias productivistas, si bien él lo considerará, a causa de la manipulación
emocional que contra él se ejerce, como un ejercicio de salvación real, libre y efectiva.
Resulta tan curioso como alarmante observar cómo una masiva venta de libros de
autoayuda, un incremento en las prácticas de mindfulness (y métodos afines) y un
aumento en las tasas de psiquiatrización de la población no se traducen, a pesar de lo
que cabría esperar, en una mayor felicidad y bienestar psicológico de la ciudadanía. Y
ello, sostengo, porque el consumo de tales técnicas y de psicofármacos no son una
consecuencia, sino un síntoma de cuanto ocurre furtivamente. Nadie dudará que, en
momentos de desfallecimiento personal, pueden suponer un sostén puntual (de días,
semanas, meses o incluso años), pero, como he señalado más arriba, los problemas y
desarreglos permanecerán campantes e intactos, esperando nuestra respuesta efectiva,
aun cuando —en apariencia— nosotros nos sintamos bien y hayamos logrado
«encontrarnos a nosotros mismos». Por tanto, lo que aquí defiendo es que el atractivo
eufemismo de «crisis personal» alude a un método punitivo y correctivo por el cual las
instancias políticas y económicas, amparadas por el sistema productivo, procuran
traspasar un problema cualquiera —político, económico, social y en definitiva
estructural— a los individuos, con lo que, además, se consigue una progresiva
disgregación social en virtud de la que cada cual ha de buscar una solución personal a
un problema que trasciende su responsabilidad y, desde luego, su capacidad de acción.

Lo que más bien deberíamos preguntarnos es por qué tantas veces nos sentimos —o nos
hemos sentido— despiezados, exhaustos y precarizados, de manera que hayamos
tenido la necesidad de «crecer personalmente» al margen de las circunstancias que
causan —o causaban— ese despiece, esa extenuación o esa precariedad. ¿Por qué, en
lugar de cuestionarlos y plantar resistencia ante ellos, nos ceñimos a habitar nuestros
malestares cuando la mayor parte de las veces no tienen su raíz en nuestra acción ni los
hemos causado nosotros? ¿Por qué nos hemos dejado adiestrar y buscamos el origen de
nuestra angustia, de nuestros temores y zozobras en nuestra mismidad? ¿Por qué
depositamos toda la esperanza de encontrar la serenidad psicológica en mecanismos
disciplinantes y técnicas que someten nuestras emociones en vez de preguntarnos cómo
se originan los perjuicios estructurales que sufrimos, pero que nos invitan a sobrellevar?
¿Por qué, en definitiva, debemos cubrir nuestro sentimiento de aislamiento y vaciedad
con estrategias individuales de crecimiento personal mientras permitimos que las
causas sistémicas que los provocan continúen inalteradas?

El dogma del crecimiento personal, y de su mano la atomización y la soledad de los


sujetos, se ha alzado como la ideología más devoradora a nivel emocional en términos
individuales. La «conciencia plena» del presente por la que suspira el mindfulness no es
más que un constructo alienante que —bajo capa de ejercicio meditativo— transfiere la
culpa a la ciudadanía y la arroja a una conmoción individualizante y paralizadora. Nos
vemos así abocados a ocupar un espacio singular, privado, incomunicado, pero es un
espacio en el que se nos prometen la emancipación y la liberación, cuando en realidad
se trata de un proceso de adiestramiento e instrucción. Es curioso caer en la cuenta de
que todo este tipo de prácticas se llevan a cabo en un contexto grupal y pautado, en el
que se nos dice cómo y cuándo respirar, cuándo y cómo debemos pensar (o dejar de
hacerlo) como si de una instrucción marcial se tratara. La controversia que se erige ante
nosotros no debería ser la de cómo sobrellevar y gestionar nuestras emociones en un
entorno líquido e inhóspito, sino por qué hemos sucumbido a la idea de que el
privatismo es la mejor opción para alcanzar una solución a nuestros problemas o para
hacerlos más tolerables.

Ya puntualizó Aristóteles con suma fineza al comienzo del Libro I de su Política,


esgrimiendo no pocas razones, que en el entorno doméstico, es decir, en el ámbito de lo
privado, no rigen las mismas normas que en el ámbito público, en el de la polis o ciudad.
Siempre que se respeten las leyes ciudadanas, los progenitores pueden ejercer su patria
potestad sobre su descendencia en forma de regulaciones y preceptos varios (horarios,
cultos religiosos, educación, vestimenta, régimen alimenticio o de ocio, etc.). Ahora
bien, en la ciudad, en el terreno de lo político, han de confrontarse necesariamente unos
discursos con otros para, en el mejor de los casos, llegar a un consenso que cuaje en
leyes aceptadas por toda la ciudadanía en común asamblea. Porque el ciudadano no lo
es —sigue Aristóteles en el Libro III de la Política— por «ser oriundo de un lugar
determinado», sino porque «tiene la posibilidad de participar en la función
deliberativa», o, en otras palabras, el ciudadano lo es porque tiene la capacidad para
elegir. Para decidir. Y para que esa elección no sea meramente privada (en tanto que
cabría la posibilidad de la injusticia), sino compartida con el resto de los ciudadanos con
el fin de establecer si esa decisión privada se acomoda al bien vivir que busca la
comunidad, pues «el fin de la ciudad es el vivir bien» y «buscar lo justo».

El corolario que se sigue de esta acotación aristotélica es que, en nuestros días, está
aconteciendo el movimiento contrario al deseado por el filósofo de Estagira: lo público
se ha convertido en un recinto más de lo privado, y se ha trasladado al individuo —y a
su lugar de descanso, respiro y reposo— la necesidad de bregar con lo que sucede en la
ciudad, sin que, por su parte, medie la posibilidad de hacer algo para cambiarlo. Por eso
deberíamos entregarnos —nos dice la autoayuda del crecimiento personal— a la
realización psicológica de cada individuo, al margen de lo que suceda en el espacio
público. Lo importante es encontrarse a gusto con nosotros mismos, sentirnos en paz,
en armonía y en calma con nuestra interioridad, aunque el mundo se destruya. Que yo
me sienta bien et pereat mundus.
A favor de esta perversa postura, que nos arrebata la entereza intelectual y el vigor
anímico necesarios para prestarnos a la acción cívica comprometida y a la resistencia
intelectual individual, se alza una pérfida deriva del estoicismo, a la que llamo
neoestoicismo anestesiante, que nos emplaza a vivir cualquier acontecimiento a través
de la imperturbabilidad de nuestro espíritu y del aquietamiento de nuestra voluntad.
«No intentes cambiar lo que no puedes cambiar», «sé resiliente y convierte el dolor en
una oportunidad para crecer» o «aguanta cualquier inconveniencia» son diatribas a las
que estamos muy acostumbrados y que, paulatina y solapadamente, sedan nuestras
potencias emocionales e intelectuales. Nada más lejos de esta perspectiva, el estoicismo
fue una corriente de pensamiento y de acción que intentó entender el orden del mundo
y la lógica del desarrollo de la realidad para adecuarnos a su funcionamiento mediante
la razón. No a cualquier precio, sino tras haber estudiado a conciencia nuestro contexto
y nuestras circunstancias. En contraste, el actual neoestoicismo anestesiante promueve y
garantiza la reproductibilidad —y permanente replicación— de sujetos emocionalmente
sumisos e intelectualmente resignados, organizados en hordas exhaustas y colapsadas,
que no duden ni cuestionen, que consideren la resiliencia como la más eminente virtud
y que integren y alimenten el tan corruptor como seductor mecanismo por el cual el
sistema productivo y sus artilugios disciplinarios domestican y adocenan nuestro
cotidiano vivir y nuestros cuerpos, mientras nos consideramos, orgullosos, como
individuos exitosos y funcionales.

No es casual que esta clase de artefactos ideológicos hayan surgido, sobre todo, tras la
crisis financiera de 2008, de cuyos coletazos aún seguimos recuperándonos y cuyos
efectos han provocado la aparición de lo que llamo precariado emocional, subyugado por
la tiranía de la felicidad, convertida en estandarte de una nueva organización social,
inédita hasta dicha crisis. Como expuse en el primer capítulo, todo se supedita a los
estándares económicos de rentabilidad y eficiencia, que desembocan en ciertas
demandas y expectativas emocionales: quien no se adapta —y adapta sus emociones—
a este paradigma, queda segregado. Es la nueva forma de destierro. Es el nuevo camino
para practicar la xenofobia: el extranjero, el desechable, es el incapaz de adaptarse. En
paralelo, sucede que esta precarización —económica y emocional— de la vida y el
asentamiento de un escenario en permanente inestabilidad han colocado al individuo
en una situación de desesperación que, paradójicamente, se traduce en una impaciente
actitud hedonista, promovida por la mencionada tiranía felicifoide. La esperanza en el
futuro ha quedado cortocircuitada por la incertidumbre, lo que empuja al sujeto
contemporáneo a sumergirse en continuos estímulos que parecen abstraerlo de la
realidad, los cuales amenizan su temor ante lo que está por venir y hermosean
artificialmente su sentimiento de vacuidad. Como mostraré y denunciaré más adelante,
este autoimpuesto imperativo de permanecer encadenados a una ininterrumpida serie
de distracciones insustanciales y efímeras ha llegado hasta el sistema educativo, en el
que ha de primar la gamificación y, en definitiva, el puro disfrute del estudiantado,
cuya atención debe ser captada por el profesor a través de todo tipo de mecanismos de
ludificación de la experiencia docente. La escuela se está convirtiendo a marchas
forzadas en una cantera donde, en nombre de la adquisición de ciertas competencias
para la futura vida laboral, se forja la esclavitud emocional de adultos sedados.

A diferencia de otros momentos históricos no muy lejanos, en los que el alcohol o las
drogas de diseño hicieron honda mella en la sociedad y cobraron una mayor
preponderancia (sin despreciar el papel que aún hoy ocupan), la atomización y la
soledad del precariado emocional se concretan, ratifican y expanden a través de un
aparato tecnológico que porta consigo mismo, a todas partes, y que le permite estar
extraordinariamente conectado y, a la vez, sentirse solo, angustiado y aislado. Tristes y
exhaustas multitudes solitarias se agolpan en sus casas, en el transporte público o en las
calles, mientras dirigen su mirada hacia un aparato que configura su modo de vivir y, lo
que es más preocupante, las posibilidades de ese vivir. Por su parte, el impulso
hedonista hace su trabajo y se curte, como una segunda piel, el apremiante anhelo de
ser gustados en un enorme e inaccesible escaparate que, como contrapartida emocional,
esconde una enfermiza y alienante aspiración de afectividad e intimidad perdidas. A
diario constato cómo muchos de los adolescentes con los que trato en el ejercicio de la
enseñanza y la orientación transitan por este arriesgado y atribulado desfiladero, por el
cual rastrean, desesperados, la incesante validación externa, mientras que, en el fondo,
barruntan que ningún like ni ninguna interacción digital les dará lo que en verdad
codician: calidez, sentido de pertenencia y un sincero acompañamiento.

En el orbe adulto las cosas no son muy distintas, y cada vez más progenitores se sienten
seducidos y fascinados —a través de un puro juego de imitación que intenta conservar
la eterna juventud— por estas dinámicas pueriles y destructivas de goce transitorio y
trivial que atiborran nuestra vida de vaciedad, a fuerza de intentar acabar con un
malestar soportable pero lo bastante incómodo y punzante como para procurar
desembarazarse de él. Aunque, tras este repertorio hedonista que nos espolea y nos
lanza a intentar supurar las heridas del precariado emocional, se esconde la repetición y
homogeneidad de la experiencia humana, que industrializa nuestras vivencias y las
sepulta en el infierno de lo igual. Parece que todos practicamos hábitos distintos, si bien
solo replicamos un modo único de experienciar la vida. Consumimos contenido en
apariencia distinto de maneras presuntamente diferentes, pero por todas partes reina el
imperio de lo mismo. El imperio de la imposible distinción. Lo diferente se persigue
porque anuncia la posibilidad de lo dispar, de lo disidente, de lo que se aleja de la
norma o la cuestiona, considerado como una amenaza para mantener el statu quo del
gobierno emocional.
Hemos interiorizado con tanta naturalidad los mecanismos disciplinantes que
precarizan nuestro día a día que el trabajador fabril, siempre vigilado, propio de las
sociedades industriales, ha dado paso a un trabajador transmutado en consumidor —de
experiencias, de afectos, de objetos, de sí mismo—, sometido más allá de las horas
laborales y amaestrado con dulzonas argucias para que su deseo resulte siempre
insaciable y deba nutrirlo de nuevas experiencias, entretenimientos sin fin y, por
supuesto, de crecimiento y realización personal. Solo el consumo, en cualquiera de sus
formas, mediante una pantalla o en formidables centros comerciales, y de su mano el
relumbrón que supone mostrar a los demás la propia abundancia y la bonanza
económica, llega a colmar —si bien solo momentáneamente— nuestra permanente y
lacerante insatisfacción. De modo que el fingido bienestar de los demás causa en
nosotros una demanda emocional constante que nos hiere y a la que respondemos con
un resentido ahínco por superarla: mezquinos contendientes sedados que, en medio de
su tribulación, solo hallan una efímera placidez de ánimo al encumbrarse como
triunfantes consumidores. El asalariado industrial era domado para que asimilara el
valor del trabajo, del esfuerzo y del sacrificio; al contrario, el asalariado de nuestros días
es invitado y lanzado a gozar y a deleitarse con todo cuanto puede consumir en su
tiempo de ocio mientras, de paso, se consume a sí mismo.

Visto en la superficie podría resultar paradójico, pero lo cierto es que nuestros


malestares se sostienen y se nutren al socaire del fomento de nuestras insatisfacciones e
insuficiencias, artificialmente creadas, de las que a la vez y sin descanso el sujeto
pretende liberarse. Por supuesto, sin éxito. La manipulación emocional parte del
supuesto metafísico schopenhaueriano de que la voluntad es voraz e infatigable, que
nada podrá complacernos de una vez para siempre, y que la carencia es nuestra
condición originaria. Esta experiencia del ciudadano como consumidor compulsivo
muestra en toda su crudeza la atomización del individuo contemporáneo, instado a
encontrar un consuelo personal en un desmesurado proceso de adquisición de bienes
superfluos e intercambiables o a través de alguna práctica «espiritual» que permita su
«crecimiento personal»: es el homo consumens.

Todo lo que he expuesto me conduce a clamar por la urgencia de una filosofía de la


resistencia —como despertar emocional y revolución intelectual— que cobre la forma
efectiva de la responsabilidad individual y que desemboque en la responsabilidad
cívica o comunitaria. Si la filosofía es un ahínco y amor por el conocimiento, y el
conocimiento no es independiente de las condiciones materiales en las que el mundo se
da, este conocer no puede ni debe permanecer recluido en el campo de lo especulativo,
de lo desiderativo o en el de la expectativa, al que nos han acostumbrado (todo está
siempre por llegar: la felicidad, la plenitud, el éxito, un buen puesto de trabajo); al
contrario, el conocimiento de nuestras circunstancias, como conocimiento material, ha
de empujarnos a hacerlo real bajo el signo de lo más humano: la palabra y la acción. No
podemos aplazar más un deliberado cuestionamiento de las narrativas dominantes, que
disfrazan nuestros malestares de deslumbrantes oportunidades mientras nos sumergen
en un cándido resbalar por la realidad que nos seda y alecciona en silencio y con
alevosía. Los gestos disidentes en nuestros círculos de influencia, por pequeños que
puedan parecer, crean una conciencia progresiva de comunidad y de compromiso
intelectual individual. Un pensar y actuar colectivos, posibilitados por individuos
intelectualmente espabilados y azuzados, solo pueden venir dados por un paulatino
proceso de reflexión conjunta, compartida, que nos concilie en la conciencia irreprimible
de la resistencia.
COMUNIDAD, CUERPO E INDIVIDUO: RECUPERAR LA
CERCANÍA

Recuerdo que, cuando era pequeño, mi abuela madrileña, Florencia, compartía con sus
vecinas una virgen, introducida en una bella cajita con flores, que periódicamente se
iban intercambiando entre ellas para custodiar la imagen con esmero y cariño. Mi
abuela me llevaba con ella a las casas de sus vecinas, a cuya puerta llamaba y donde
siempre encontraba complicidad, cercanía y amabilidad. La experiencia de aquel niño
que yo era no lograba ver más allá de la vergüenza sentida por estar rodeado de
personas, algo entradas en años, que pellizcaban mis mofletes y admiraban mi rápido
crecimiento, mientras luchaba por esconderme a duras penas tras las salvíficas
extremidades de mi abuela.

Con el paso del tiempo, de manera casi súbita y como una suerte de epifanía, cobré
conciencia de lo que aquel acto entrañaba. En una sociedad aún muy impregnada por
numerosos prejuicios heteropatriarcales y machistas (finales de los ochenta e inicio de la
década de los noventa), en la que las mujeres aguardaban a sus maridos en sus hogares
mientras atendían a sus hijos y se ocupaban de las tareas domésticas, aquellas vecinas
empleaban ese cofrecillo como elemento que las hermanaba en una comunidad
silenciosa de cuidados mutuos. Esa suerte de arca donde residía la virgen no era sino la
excusa para interesarse por sus iguales, para charlar con y entre ellas, para participar de
una colectividad que, en muchos aspectos, tenía cerrado el acceso a la plena
participación ciudadana. Después de hablar de ello con mi abuela, ya en su ancianidad,
me dio una de las definiciones más certeras y hermosas de nuestro cuerpo: «Hijo, somos
un almario». Nuestra carne sufriente, enfermiza y sujeta a los achaques que nos propina
el discurrir temporal también puede celebrar(se) porque no es solo carne, también es
habitáculo de lo sagrado.

Esta anécdota nada tiene que ver, al menos en términos estrictos, con la soteriología
cristiana. De hecho, mi abuela nunca ha sido una mujer especialmente devota, salvo por
la influencia que en ella hubiesen ejercido las convenciones y tradiciones familiares y
nacionales. El cuerpo de mi abuela se desplazaba —con una salud en las piernas en
paulatino e irreversible declive, producto de una dolencia neurológica degenerativa de
la que por entonces ella no tenía noticia—; se desplazaba, una escalera tras otra, hacia el
hogar de sus vecinas como el lugar de encuentro con otros cuerpos. Era así como «lo
sagrado» hacía acto de presencia: en la comparecencia de varios cuerpos que
compartían la misma coyuntura existencial y vivencial.
También me acuerdo de mi abuela murciana, Soledad, en las horas de siesta estivales,
cuando iba al pueblo a pasar unos días con ella y con mi abuelo al calor de las fiestas
patronales, junto con mis primos y otros familiares. En el denso y pastoso lapso que
mediaba entre la comida y el refrescante ocaso, cuya llegada impregnaba las calles de
inolvidable olor a azahar, mi abuela descansaba y se entretenía viendo la telenovela de
ocasión sin dejar de sostener en sus manos algún libro o alguna revista que solían versar
sobre temas piadosos. Cuando leía, movía los labios y bisbiseaba los textos que iba
recorriendo con su mirada. Aunque a pesar de mi corta edad ya era muy celoso de mi
intimidad, yo dejaba entornada la puerta de mi habitación, que desembocaba en la sala
de estar, para poder observarla en aquella actitud, tan cercana a una suerte de quietud
oracional o rito mistérico. Siempre fui un niño muy nervioso, pero aquella imagen,
impresa indeleblemente en mi memoria, me transmitía y sigue transmitiendo una
indescriptible tranquilidad. La calmada respiración y el cuerpo cercano de mi abuela me
apaciguaban, serenaban mi torrente de hiperactividad, ávido y pujante, en permanente
búsqueda de algún nuevo quehacer.

Cuando fui más mayor, y antes de que su cabeza comenzara a transitar las dolorosas
veredas del olvido a las que abisma la demencia senil, pregunté a mi abuela a qué se
debía aquel gusto por la lectura, que a mí me resultaba tan fascinante y embriagador.
Entonces me contestó que «el cuerpo come y se harta, pero el alma tiene necesidades
insaciables. Aunque sin el cuerpo ni se come ni se puede rezar». Jamás olvidaré aquel
gracejo, sincero y carente de superficial erudición, con el que me respondió. Con esa
sabiduría que mana de la vida, de haber tenido que bregar —muchas veces en franca
soledad, como si su nombre fuera profeta de su destino— con las dificultades de la
existencia.

Mis dos abuelas me han enseñado la importancia de prestar atención al cuerpo como un
elemento compartido indispensable de nuestra vida que no solo genera una sensación
personal y subjetiva de estar en el mundo, sino que también guarda efectos
comunitarios, sociales e incluso políticos. El cuerpo es receptáculo de impresiones,
sensaciones y emociones, pero nada de lo que en él sucede queda en exclusiva
restringido a la esfera privada del individuo. El cuerpo es, por definición, intersubjetivo.
También nuestra muerte, como desaparición del cuerpo del escenario público, encierra
significativas repercusiones. En ocasiones, la presencia de la ausencia se deja sentir con
más fuerza que una presencia viva, presentificada. Sabemos muy bien que la
experiencia del duelo —por una pérdida, por una separación o ruptura— es de las más
duras e inclementes de cuantas debemos afrontar en nuestra biografía. Por eso, Pericles,
en el célebre discurso fúnebre del que nos da noticia Tucídides, apostó por mantener
incandescente la memoria de quienes en vida honraron y respetaron las leyes civiles y
contribuyeron a ellas con loables palabras y acciones, para que la ausencia fuera
siempre un incitador estimulante por alcanzar cuanto de bello puede esconder nuestra
presencia en el mundo.

La cuestión capital aquí, que ahora quiero resaltar y que se extrae de las vivencias con
mis abuelas, es que sin un cuerpo no hay ningún espíritu, alma o psique que pueda
hablar, que pueda decir de sí. Nuestro espíritu cuenta porque se cuenta desde un cuerpo.
Porque padece o goza, se daña o se deleita, enferma o sana, porque nace, agoniza y
finalmente sucumbe. Por ello, a la vez, el cuerpo se inscribe en el terreno político, en la
ineludible esfera de la polis: se predispone y se manifiesta en y desde la ciudad. Este
movimiento es de ida y vuelta, y también la sociedad, o la cultura hegemónica, moldea,
educa e incluso adiestra ese cuerpo hasta disciplinarlo y constreñirlo a las expectativas
de cada momento histórico, como comprobamos en el capítulo anterior.

Ahora bien, nuestro sistema educativo obvia, cuando no ningunea, el papel del cuerpo
en la formación de los jóvenes. En un fragmento poco conocido de sus diálogos morales,
el pensador y poeta italiano Giacomo Leopardi denunciaba que, tras la Ilustración, el
cuerpo dejó de formar parte sustancial de la educación, que desde entonces se centró en
alcanzar la dignidad y la nobleza del espíritu, sin percatarnos —aducía Leopardi— de
que precisamente «por exceso de celo en el cultivo del espíritu, con ello se arruina
también el cuerpo» («Diálogo entre Tristán y un amigo», 1832). Por supuesto, es
fundamental transmitir el valor de la actividad física y del deporte para intentar llevar
un estilo de vida lo más saludable posible, alejándonos de adoctrinamientos que,
imbuidos por la cultura de lo fit, apuestan por tonificar —es decir, por ahormar—
nuestra figura o curtir nuestro cuerpo en largas sesiones de gimnasio que redunden en
un mayor efectismo social en la cultura del escaparatismo. Se trata más bien de recordar
a nuestros niños y adolescentes que estudian, piensan, sienten y viven desde un cuerpo
determinado, y que los cuerpos con los que se topan a su alrededor tienen, como los
suyos, sus propias vivencias. Que el cuerpo, en fin, es el gozne desde el que nos abrimos
al mundo.

A mis estudiantes les explico, cuando trato sobre estos asuntos en clase, que nuestro
cuerpo es frontera en el más amplio sentido del término: una frontera queda permeada
por ambos límites; una frontera es vigilada por quien espera al otro lado; una frontera
admite el escape y la huida, pero también el destierro o el exilio; una frontera es, en
definitiva, donde lo diferente se toca. La cultura del crecimiento personal y del
encumbramiento del yo como único promontorio desde el que encaramarse a la
realidad está minando el terreno de la intersubjetividad, de manera que el contacto
entre los cuerpos y, por tanto, entre personas, está quedando supeditado a dispositivos
ideológicos que sitúan su eje central en el autoemprendimiento y en la supervivencia
personal. Solo si yo estoy bien y me realizo —nos dicen—, podré ayudar a los demás en
su respectivo crecimiento.

Esta ideología alienante y privatista, que nos adentra en un solipsismo emocional,


alberga el peligro de desatender la inevitable intersubjetividad en la que nuestros
cuerpos viven y cohabitan el escenario del mundo. Si nuestras biografías se ciñen a
consumar la gestión emocional de uno mismo para blindarse frente a las insistentes
exigencias del sistema productivo, el individuo se vuelve suspicaz y temeroso y acaba
parapetándose en su mismidad frente a un escenario que le resulta agreste y hostil. Es
un narcisismo orquestado que socava los vínculos sociales y que, a la vez, nos
transforma en adversarios y competidores que luchan por alcanzar, al margen de —y
contra— los otros, el éxito, la distinción económica, el bienestar o el reconocimiento
social.

En virtud de tales artilugios emocionales, que ponen su foco en el dogma del


autocrecimiento, la imprescindible cercanía entre cuerpos está en vías del colapso (en
este sentido no pueden ignorarse, por supuesto, los efectos del normativo
«distanciamiento social» impuesto en el periodo de la pandemia por coronavirus,
aunque no debemos ceñirnos, por insuficiente y coyuntural, a esta posición). Una
cultura que convierte a los individuos en sujetos beligerantes en la búsqueda exclusiva
y particular de su crecimiento personal los trueca, asimismo, en sujetos contendientes y
competitivos en insoslayable enfrentamiento y rivalidad. Como resultado, y a causa de
este antagonismo —muchas veces tan solo implícito o insinuado, pero siempre
sentido—, florecen todo tipo de acarameladas técnicas en la industria de la autoayuda
para, en apariencia, regresar al redil social y así impedir que emerja un sentimiento de
soledad en medio de esta frenética lucha por el ascenso y el progreso personal. Por
ejemplo, nos invitan a descubrir a nuestras «personas vitamina» como único modo de
encontrar a un otro significativo. Quienes defienden estos métodos explican que una
persona vitamina es la que «nos apoya y ayuda siempre que lo necesitamos». Si, como
dijimos, la felicidad es un dispositivo disciplinario que nos empuja a sentirnos bien
(enraizados en un escenario de permanente crisis), y hay individuos que pueden
proporcionarnos —o que nos pueden acercar a— ese ansiado elixir felicifoide, de ello se
sigue que debemos acercarnos en exclusiva a quienes nos entienden y compadecen
mientras seguimos embebidos en nuestra inacabable tarea del crecimiento personal. La
divergencia y la discrepancia se perciben así como una litigiosa amenaza.

Podría parecernos algo evidente que rehuir la presencia de factores estresores forma
parte del paquete de supervivencia humano. Nada más lejos de la realidad, si nos
atenemos a los principios básicos de la psicología evolutiva y diferencial: la oposición y
la dificultad son componentes básicos de nuestro desarrollo vital. Sin embargo, se nos
incita con creciente frecuencia a evitar la diferencia, lo distinto o lo que, en definitiva, es
desemejante a nosotros porque puede contaminar nuestro proceso de ascenso hacia la
ansiada felicidad, hacia la codiciada autorrealización. Todo impedimento se cataloga
como tóxico; hay que encontrar la homeostasis con el entorno, con los otros, consigo
mismo, porque cualquier elemento que nos informe de lo distinto de nosotros se
considera amenazante y desechable. Con ello se ratifica el asentamiento de una
sociedad formada por guetos emocionales que erigen su propio credo dogmático: la
astrología y los horóscopos, think tanks —disfrazados de observatorios científicos— que
promueven la endogamia de élites económicas e intelectuales, partidos políticos de
ideario extremo que polarizan la opinión y los afectos de la ciudadanía a fin de obtener
el poder y la influencia, grupos de turismo químico que emplean sustancias
alucinógenas para purgarse de las garras del sistema productivo (por descontado,
volviendo a entregarse a él una vez realizada la lúcida purga), devotos de la ley de la
atracción y del pensamiento mágico, la terapia de la memoria celular para prevenir
«bloqueos de energía», la resiliencia, el coaching ontológico, el método Grinberg (que,
como reza en su web, «ayuda a parar rutinas que dificultan la realización de tus
deseos»), la homeopatía, la logoterapia, el mindfulness, el feng shui y el influjo de las
energías espaciales, el rebirthing y la canalización de la respiración consciente, la terapia
Gestalt, la medicina antroposófica... Bajo una apariencia salvífica, todas estas técnicas
desembocan en un mismo puerto: sedar la autonomía y la independencia de los sujetos
para que, en su anestesiado discurrir por la vida, puedan sobrellevar de la mejor
manera posible los embates existenciales sin que, por ello, deban cuestionar en ningún
momento por qué se ven empujados a decantarse por uno de estos guetos emocionales,
cada vez más numerosos y encandiladores.

La tesis que aquí sostengo es que mediante la práctica de estos dispositivos


disciplinantes del gobierno emocional se elude un genuino contacto con los otros y,
como consecuencia de la incomunicación ciudadana, demasiado atareada en ocupar su
tiempo en terapias que alivian sus múltiples malestares, se silencia, condena e incluso
persigue la lucha política, aquí entendida como un compromiso cívico que alberga el
aristotélico cometido común de lograr un buen vivir. Al centrarse solo en el bienestar
individual, se omite la posibilidad de buscar la justicia social o de impedir las
desigualdades; estamos demasiado ocupados con nuestra mismidad. El precariado
emocional se ve obligado a soportar y a adaptarse a cualquier situación mientras el
correctivo pensamiento positivo maquilla la precariedad y la inestabilidad como
oportunidades para nuestro desarrollo personal. La reflexión, que requiere una puesta
en paréntesis de la insidiosa cadena estimular a la que nos sometemos en nuestro vivir
cotidiano, y la resistencia quedan así colapsadas, y ello se debe, en gran parte, a la
habilidad de estas técnicas para mantenernos separados en guetos emocionales, bajo la
pérfida premisa de que salvándonos a nosotros mismos salvamos también el mundo.
En precisa expresión de Erich Fromm, la sociedad se ha transformado en una
«fraternidad comercializable» bajo la que nos amparamos en nuestra acendrada
soledad: parece que no estamos solos porque permanecemos gran parte de nuestro
tiempo conectados; precisamente, la imposibilidad real y efectiva de unirnos para
afrontar los malestares que nos atenazan es facilitada de continuo por esa necesidad de
superficial e insignificante conexión. Lo que debería preocuparnos, más allá de la
atomización y soledad del sujeto contemporáneo, es la asunción irreprimible de este
tipo de nexos insustanciales, es decir, el hecho de haber aceptado que lo normal (porque
así lo pide el acelerado «progreso» de nuestra cultura) es el establecimiento de
relaciones efímeras, reemplazables y rápidas, es decir, la fundación de las relaciones
humanas sobre los criterios que rigen el dominio económico y el flujo continuo del
capital: rentabilidad, eficacia, volatilidad.

Nos han atiborrado con un efectismo y una artificiosidad que acaban provocando una
paulatina y cada vez más irreversible sedación intelectual que, como resultado, impide
la cooperación y la solidaridad, únicos resortes que podrían generar una resistencia
común frente al normativizado individualismo narcisista contemporáneo. Por eso, y sin
soslayar nunca nuestra responsabilidad individual, sostengo aquí que cada uno, en su
propia circunstancia vital, debe hacer un esfuerzo por cuestionar las narrativas
dominantes para llegar a saber, en un afán fichteano de no dejarse resbalar por nuestra
natural indolencia, por qué hacemos lo que hacemos, y preguntarnos si no estaremos
actuando al amparo de alguna atmósfera ideológica que nuble o que haya secuestrado
definitivamente nuestro juicio. Merece la pena citar las palabras de Fichte al final de su
escrito Algunas lecciones sobre el destino del sabio (1794): «No hay salvación para el hombre
antes de que haya combatido con éxito su indolencia natural y de que el hombre
encuentre en la actividad y solo en la actividad toda su alegría y su placer». Y culmina
con esta emocionante alocución: «Cuanto más nobles y mejores seáis, más dolorosas
serán las experiencias que os esperan; pero no os dejéis vencer por este dolor, sino
vencedlo con hechos. [...] ¡Actuar! ¡Actuar! Para eso estamos aquí».

Los dispositivos disciplinarios que se ocupan de mantenernos conectados —pero


solos— impregnan las relaciones sociales de vecindad y comunidad, pero también las
más cercanas de amistad y amor. Escribió Fichte en el mismo lugar que el ser humano
«está destinado a vivir en sociedad; debe vivir en sociedad. Si vive aislado, no está
completo y se contradice a sí mismo».

Como señalan numerosos filósofos de la ciencia y no pocos ingenieros y


programadores, la tecnología no es neutral. Cada vez que empleamos un dispositivo
electrónico nos estamos sometiendo a las posibilidades exclusivas y cerradas que dicho
dispositivo nos ofrece para actuar. La acción queda acotada por lo que es posible hacer
con y desde el instrumento. Sin embargo, de manera tan silenciosa y subrepticia como
melosa, el instrumento ha acabado por instrumentalizarnos. Sobre todo las
generaciones más jóvenes, nacidas al albur del «nativismo digital», están convencidas
de que con sus teléfonos pueden abrirse al mundo de una manera total, adogmática,
libre e ilimitada. Ahora bien, el eufemismo «nativo digital» es el concepto que emplean
las grandes empresas tecnológicas (acogido de buena gana por gobiernos y empleado
sin reflexión por los medios de comunicación) para no adoptar una perspectiva
cuestionadora sobre la no neutralidad de la tecnología. Todo aquello que usamos
configura nuestro hacer. Las posibilidades de nuestras acciones quedan restringidas a
un modo muy determinado y encapsulado de ser y estar en el mundo. Nos han vendido
la «revolución tecnológica» en las aulas como progreso y avance educativos y, a mi
juicio, está suponiendo el más terrible atraso desde hace décadas. El estudiantado no
sabe qué hacer sin una pantalla delante. Estamos idiotizando a generaciones enteras
bajo el paraguas conceptual de «nativos digitales». Que haya generaciones de jóvenes
«nativos digitales» no quiere decir que nazcan con la habilidad de valorar los efectos de
la tecnología digital en sus vidas. El uso indiscriminado y acrítico de la tecnología
desemboca en una despiadada y premeditada manipulación y en la indolencia y reduce
la paciencia cognitiva de nuestros jóvenes.

Esta compulsión que nos aboca a la constitución de un universo humano presidido por
el entorno digital está repercutiendo con gravedad no solo en lo cognitivo y en lo
intelectual, sino también en acciones y procesos de nuestro vivir emocional, como
sucede con las relaciones afectivas. Cada vez se acepta con mayor dificultad que los
nexos humanos significativos, para que lleguen a desarrollarse en plenitud, necesitan
tiempo, frustraciones, escollos, dificultades o incluso algún encontronazo. En definitiva,
las relaciones humanas precisan de la distinción y de la diferencia. Si ponemos el foco,
por ejemplo, en las aplicaciones para flirtear en línea, observamos que se centran en
encontrar aquello que colma todos nuestros gustos y deseos, de forma que demos con lo
totalmente homogéneo, con lo que se adapta (fit) a nosotros de una manera plena, total
y sin ambivalencias, sin los claroscuros propios de la vida. Resulta útil citar aquí unas
palabras de Eva Illouz en El fin del amor (2018): el sexo casual transformado en pura
mercancía «reduce a las personas a su valor orgásmico, de modo tal que estas se
vuelven intercambiables y, por ende, abstractas, concebidas como meras funciones del
placer».

En su Breviario político de psicoanálisis (2022), el profesor y escritor Jorge Alemán se ha


referido al amor como un afecto sometido a los dispositivos disciplinarios del
rendimiento. El amor, sugiere Alemán, ha quedado anclado a las dinámicas de
producción rentabilistas, que intentan ocultar los límites y misterios en los que este
sentimiento nos introduce. Todo ha de ser prístino, inmaculado y transparente, sin
posibilidad de error o desviación, como un contrato mercantil: «Existe el propósito de
programar las relaciones y borrar el carácter contingente del encuentro», olvidando con
ello que «el amor es el encuentro entre dos faltas que nunca se pueden colmar», sostiene
el autor argentino.

Opera aquí lo que llamo la tiranía del match: no consiste solo en gustarse; también hay
que encontrar lo igual y perder de vista la diferencia, que se percibe como una
prescindible e intimidante amenaza, como un escollo que impide la anhelada fluidez
vital. Con ello se asumen los patrones del entorno digital, donde todo resulta aséptico y
trivial, y se aplican subrepticiamente a la vida real. Por eso, defiendo sin tapujos que la
adicción a las pantallas y el dogma del nativismo digital ocultan una crisis del deseo
propiciada por el gobierno emocional, que se traduce en un asentamiento y
normalización de la inmediatez, la persistente gratificación y la hiperestimulación en las
relaciones personales, estándares a los que debemos responder y a los que tenemos que
adaptar nuestro acontecer intersubjetivo. Este es el auténtico meollo de la cuestión: la
permanente petición de adaptarnos a todo sin cuestionar nada de aquello a lo que nos
piden adaptación.

Tras esta atomización del sujeto contemporáneo volvemos a darnos de bruces con el
imperativo de felicidad, tan propio de nuestro tiempo, en virtud del cual toda
experiencia de sufrimiento, tristeza o frustración debe ser rápidamente reemplazada
por el privatismo del crecimiento personal: frente a los sentimientos considerados
«negativos» que, nos dicen, conviene evitar, debemos implementar una política de
autocuidado en la que primen los pensamientos positivos. Esta ideología disciplinaria
del bienestar, que no nos permite habitar nuestros malestares (para que no podamos
sentirlos, pensarlos ni, por tanto, ejercer la resistencia frente a ellos), nos transmuta en
meros cuerpos rentables, desechables e intercambiables que son empleados como puro
medio por el sistema productivo en cualquiera de sus facetas.

Desde mi experiencia diaria con adolescentes y jóvenes en colegios e institutos y en la


universidad, se puede lanzar la hipótesis, nada descabellada, de que existe una cada vez
más incorregible —por invisibilizada— adicción a las pantallas, que se traduce en un
comportamiento compulsivo que pasa por encima del control del impulso de la
conducta. Y esto, sobre todo en la población joven, es muy peligroso, sencillamente
porque han asumido que todo debe suceder a los ritmos que imponen los dispositivos
digitales. Sin embargo, la vida maneja otros tiempos. Los tiempos de la espera, de la
dilación, de lo por hacer: el tiempo de la víspera. Hemos normativizado este uso
coercitivo de las pantallas en nuestras vidas. Una adicción que no se diferencia en lo
esencial del resto de las adicciones químicas, pues, como he señalado, implican una falta
de control de la conducta, una profundísima dependencia y angustia cuando el
dispositivo no se encuentra a la mano o se permanece un tiempo sin emplearlo. Esta
sobreexposición está causando una disminución en las horas y en la calidad del sueño,
una merma de la actividad física, está provocando no pocas dificultades para mantener
relaciones presenciales (porque el Otro, como cuerpo y como constructo indeterminado,
es un ser hostil y litigante) y nuestra manera de atender —de prestar atención— se está
viendo dañada y se modifica porque se adapta a los patrones de la rapidez, la
recompensa inmediata y la recurrencia de aparición de estímulos. No por casualidad los
índices de adicciones a juegos de apuestas en línea, y con ello la prevalencia de la
ludopatía, está aumentando en la población adolescente y juvenil, atrapada en un
siniestro bucle de estímulos y gratificaciones sin fin que genera tanta frustración como
necesidad de permanecer enganchados a él.

Un cerebro que se acostumbra y adapta a actuar rápido acaba por no pensar. Sin más,
reacciona. Necesitamos una reeducación de nuestro deseo que reconstruya el valor de la
dilación y de los procesos. Carecemos de una contundente formación filosófica y
humanística que muestre el valor de la espera, que logre plantar cara a las imposiciones
de la cultura digital. Quizá no debamos preguntarnos tanto qué nos falta por aportarles
a nuestros jóvenes, como qué les estamos arrebatando. Las pantallas y sus modos de
hacer nos desapropian de nuestra libertad y acaban por sedarnos intelectual y
emocionalmente, acostumbrándonos a transitar el mundo y nuestra vida bajo el signo
de la indolencia y la desidia. Se trata de una servidumbre escogida bajo capa de una
ilusoria libertad, la que se supone que nos brinda el entorno digital.

Sin una enseñanza filosóficamente comprometida en colegios, institutos, universidades


y centros de formación profesional, la adolescencia (y antes la niñez) seguirá siendo un
periodo sometido al pensamiento hegemónico de que la tecnología, en sí misma, es
buena y esconde la clave del progreso humano. La pregunta es qué progreso. Porque
todo progreso, por definición (en tanto que algo queda superado, rebasado o
dominado), esconde una servidumbre y una oposición entre lo nuevo y lo obsoleto,
entre lo bueno y lo malo, entre lo conveniente y lo perjudicial.

Una filosofía de la resistencia ha de basar sus principios en la clarificación y depuración


crítica de los conceptos establecidos, en mostrar a la población la importancia de parar
mientes en nuestras acciones, en por qué y cómo actuamos, y bajo qué patrones —
supuestamente neutrales— respondemos a las apremiantes exigencias de nuestro
tiempo histórico. Niños y adolescentes no componen una masa apática y pasiva, ajena e
inconsciente, que no barrunta los problemas que enfrenta. Durante mucho tiempo de
sus vidas los mantenemos anclados a la dinámica digital, en la que no tienen que
responder más que a las demandas de las notificaciones de sus dispositivos y, de
repente, en un momento dado (para ellos casi siempre traumático, doloroso y cada vez
menos ilusionante), les exigimos que decidan: sus estudios, su futuro personal y
profesional, su orientación vital, en definitiva. No educamos en una deseable mayoría
de edad intelectual, sino en la silenciosa dominación de las estructuras emocionales y
digitales que subyugan nuestro juicio y lo someten a los imperativos vigentes. En lugar
de declararlos y tratarlos como sujetos inoperantes, colegios y familias debemos dotar a
niños, adolescentes y jóvenes de capacidades y conocimientos que les permitan afrontar
una realidad muy compleja y en ocasiones hostil. El progreso no es la tecnología, no son
las redes sociales ni la inteligencia artificial. El progreso es poder contar con las
herramientas intelectuales necesarias para ser legisladores de nuestra propia libertad, y
para ello se necesita un aparataje humanístico que, como a Ulises de vuelta a Ítaca, los
ponga sobre la pista de una meta libremente asumida, con pleno uso del juicio propio,
de la independencia de criterio y de la autonomía emocional.

Jamás olvidaré una lúcida aportación de un alumno, en segundo de Bachillerato,


mientras les explicaba el pensamiento de Aristóteles. En un momento dado comenzó en
clase una discusión acalorada y apasionante sobre la felicidad. Siempre fomento este
tipo de acciones docentes porque alientan el contacto directo y dialógico, el sano
intercambio de palabras, la mirada interpelante e incluso el contacto físico amable —
que pide complicidad cuando se defiende una postura propia—, y porque, a fin de
cuentas, la filosofía que no desciende al fangoso terreno de la vida y no se traduce en
palabra asumida y en acción comprometida no acaba por calar. Mientras comentaba los
conceptos de virtud, eudaimonía y de vida buena en Aristóteles, este alumno levantó la
mano y, refiriéndose a un titular que él había leído en prensa esa misma mañana sobre
el incremento de casos de depresión en adolescentes, dijo lo siguiente: «Quizá quieren
mantenernos entretenidos con satisfacciones fáciles no para hacernos felices, sino para
que olvidemos que en el contexto actual es imposible ser feliz». Como escribió Kant en
las primeras líneas de la Crítica de la razón pura (1781), existen asuntos y pormenores de
la vida a los que, por nuestra intrínseca condición racional, no podemos —ni
deseamos— renunciar. En este sentido, cuando se espolea la inteligencia de los
adolescentes, cobran conciencia de las problemáticas que enfrentan y, entonces, se
despierta en ellos un interés inquebrantable por poner en palabras sus malestares, por
comunicarlos y, llegado el caso, por intentar solucionarlos. Pero necesitan tener voz, y
debemos dársela, a partir de una educación que les permita sentirse parte de un
entramado social, de una comunidad. No como víctimas ni como sujeto abstracto
vulnerable. Se sienten fuertes —emocionalmente— y capaces —intelectualmente—
cuando se les extrae del universo privado en el que los ha introducido el gobierno
emocional. A este respecto siempre recuerdo un contundente fragmento de Victor Hugo
en Los miserables (Parte I, Libro I, cap. 4, 1862): «A los ignorantes, enseñadles cuanto
podáis; la sociedad es culpable por no dar instrucción gratuita; carga con la
responsabilidad de la oscuridad que causa. El culpable no es quien comete el pecado,
sino el que causa la oscuridad». Y por supuesto, siempre perspicaz y aguda, Simone
Weil: «Los miembros de una sociedad opresiva no se distinguen solo por el lugar más
elevado o más bajo en el que se encuentran enganchados al mecanismo social, sino
también por el carácter más consciente o más pasivo de sus relaciones con dicho
mecanismo» (Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social, 1934). Esa
consciencia se conquista, en gran parte, en el entorno educativo (allí donde se concitan
unos cuerpos con otros), que debe estar al servicio de la formación de la independencia
de juicio y de la autonomía crítica de los estudiantes. Es decir, al servicio de la forja de
una libertad individual que se asume como responsabilidad cívica.

Ahora bien, me sitúo en contra de los autores que defienden que este giro hacia el
privatismo da como resultado una vida más rica. Se trata de una argucia más del
gobierno emocional: el autocuidado nos salvará del mundo, nos dicen, el crecimiento
personal nos permitirá adaptarnos a cuanto suceda. Al revés, el hecho de que solo
podamos habitar nuestra esfera privada quiere decir que lo personal deja de existir, en
tanto que todo, en nuestra existencia, acaba apelando al ámbito de la autorrealización.
El sujeto queda ahogado en un egotismo que solo le hace sentirse más solo, aislado y
desvinculado. El autos (αυτος), el sí mismo, necesita oponerse a algo —a otro sí
mismo— para llegar a saber algo de sí. En la pura referencia al yo, el individuo se
atomiza, y al enclaustrarse en su mismidad pierde la posibilidad de reintegrarse en el
tejido social.

Relata Henry David Thoreau en Walden (1854) que, cuando buscó retiro en una cabaña
en medio del bosque en julio de 1845, no quiso renegar del mundo, sino pensarlo y
pensarse a sí mismo, no fuera a ser que de no haber reflexionado sobre su vida no
hubiera vivido jamás. Thoreau se apartó del tumulto de la ciudad para, después, volver
y tomar parte activa en ella, como explica en sus ponencias y escritos sobre la
desobediencia civil. Llegó incluso a ser detenido y recluido en la prisión de Concord por
negarse a pagar los impuestos que, a su juicio, estaban alimentando una maquinaria
estatal al servicio de la guerra, de la sumisión de la ciudadanía al ámbito laboral y de la
esclavitud. Su intención queda clara, y resulta ejemplar, en un discurso pronunciado en
1848: «Lo que tengo que hacer es asegurarme de que no me presto a hacer el daño que
yo mismo condeno». También se derrama sangre, decía Thoreau, cuando se hiere la
conciencia.

Esta conciencia no puede desarrollarse si no cuenta con un afuera que la interpele y


empuje a actuar. El lucrativo negocio del crecimiento personal y de la autorrealización
esconde amonestaciones desquiciantes y correctivas que aíslan a la ciudadanía en su
presunta responsabilidad de tener que hacerse cargo de todos sus malestares, y la
encandila para que sea salvadora de sí misma en el ámbito privado (ya sea en la propia
casa atiborrándose con series y películas, buscando a su persona vitamina en las redes
sociales o a través de «sanadoras» sesiones de abrazoterapia o coaching ontológico). El
sujeto queda así sedado, olvida con gusto su capacidad para decidir (mientras
permanece ocupado en su propia salvación, vestida de libertad de acción), y el statu quo
permanece invariable.

Ambos factores, la progresiva pantallización de nuestra existencia y la imposibilidad de


contar con una vida personal auténtica, acarrean graves consecuencias en lo tocante al
movimiento de nuestros cuerpos. Cuanto más tiempo pasamos delante de los
dispositivos electrónicos, alimentando la supuesta realización de nuestra vida privada,
menos nos movemos: existe una relación proporcional entre el tiempo que estamos tras
la pantalla y el tiempo que dejamos de transitar materialmente el mundo. Creemos hacer
nuestro el mundo cuando lo introducimos en las dinámicas digitales mediante sus
diversos artilugios disciplinarios y restrictivos. Incluso cuando recorremos las calles de
nuestras ciudades o viajamos, la mirada se dirige hacia abajo, esperando encontrar más
novedades en la pantalla que en el entorno fáctico. El like, el retuit o el reposteo son
técnicas reproductivas y alienantes para hacer del contexto digital el único posible, de
forma que, poco a poco, vamos restringiendo nuestras experiencias a las experiencias
vividas en, con y mediante el dispositivo digital. Aristóteles sostuvo en su Metafísica y
en sus escritos sobre biología que el movimiento es el principio de la vida. Andar,
transitar, caminar, deambular o vagar es, a la vez, esperanzarse, abalanzarse hacia el
futuro de forma activa. Cuando vamos de un sitio a otro esperamos dar con algo o
alguien, con lo otro de nosotros mismos. Con lo diferente que nos enriquece en la
constatación y el descubrimiento de la divergencia. Y en ese transitar, nos encontramos
con otros sujetos que tienen, como nosotros, diversas inquietudes. La pantalla, al
contrario, nos conecta con lo igual que, empero, cobra la apariencia de lo distinto, y así
permanecemos bajo una ilusoria acción que parece conectarnos con lo diferente pero
que nos mantiene anclados a la homogeneidad y la uniformidad —disciplinantes— en
el campo experiencial. Lo igual no permite la disidencia o el desacuerdo ni admite la
aparición del espacio o la grieta por los que podría resquebrajarse el enfermizo
privatismo de nuestra vida.

En contraste, como leemos al comienzo del segundo capítulo de La condición humana de


Hannah Arendt, la vida de la ciudad (la vida política, de la polis) suponía para los
antiguos griegos un segundo nacimiento mediante el que participaban del entramado
social que permite superar el restrictivo campo de las necesidades privadas y de los
imperativos domésticos, relacionados con la supervivencia. A juicio de Aristóteles,
también citado por Arendt, dos son las actividades necesarias para participar en la
comunidad humana (o bios politikos): la acción y el discurso. Es así como emerge lo que
la pensadora alemana denominó en alemán Zwischenraum: el espacio intersticial en el
que se generan las interacciones humanas, el entre que consigue mantener a los
individuos comunicados en un escenario vivo, cambiante y contingente, como vivos,
cambiantes y contingentes son nuestras acciones y discursos. Esta contingencia queda
borrada en la actualidad bajo el signo de la comodidad, la rapidez y la inmediatez. Y
bajo el signo del miedo: lo que se diferencia de la norma es condenado porque
introduce un posible elemento de caos o inseguridad frente a lo esperado. La garantía
de la expectativa cumplida es uno de los ídolos de nuestro tiempo, sobre todo en lo
tocante a las relaciones afectivas (recordemos la tiranía del match). Sin embargo —y aquí
la paradoja—, inmersos en esa homogeneidad, todo individuo desea distinguirse,
(a)parecer diferente en el escaparate de la vida contemporánea. Arendt señala un punto
muy interesante que suele pasarse por alto: ese «entre» que es nuestro vivir unos junto a
otros se parece a una mesa alrededor de la cual nos sentamos. Esa mesa nos une, pero
también nos separa e «impide que caigamos uno sobre el otro». La distinción y la
diferencia son para Arendt decisivas en el campo de la ciudad. Al contrario, cuando no
hay opción para lo dispar, surgen entonces movimientos políticos, religiosos o
emocionales extremos que intentan polarizar las intenciones, los afectos y los
comportamientos de los distintos grupos sociales, de las solitarias multitudes que hoy
constituyen nuestras sociedades: individuos solos, aislados y atomizados frente a una
pantalla que parece dotarlos de una conexión de inabarcables posibilidades. Cada vez
más conectados, cada vez más solos. Es el inicio del silencio y del colapso de la
intersubjetividad. Es el comienzo de un encubierto totalitarismo enmascarado de
presunta libertad.

Como me enseñaron mis abuelas, nuestros cuerpos ocupan un lugar en el mundo y su


comparecencia ante otros cuerpos distintos configura la disposición de la realidad. Esta
disposición estructura a la vez nuestras posibilidades de acción: sin otros cuerpos que
escuchen y emitan discursos, quedamos recluidos en una irrespirable esfera
autorreferencial de la que cuesta cada vez más esfuerzo salir, gracias al influjo de las
dulzonas recetas de crecimiento personal y autorrealización que nos brindan los
artilugios disciplinares del gobierno emocional. Es posible que no podamos arreglar
nada en el ámbito público, pero siempre podremos consolarnos con unas prácticas
meditativas de relajación, leyendo un libro de autoayuda (diez sencillos pasos para
atraer el éxito a tu vida), yendo de turismo low cost a cualquier parte insospechada del
planeta, con una respiración consciente, comprando compulsivamente en Shein o
embutiéndonos en sesiones maratonianas de Netflix, Amazon Prime o HBO. Se trata de
formas amables de mantener a la ciudadanía bajo control —sin que por supuesto lo
parezca— mediante la dominación digital (vendida como libertad y oportunidades por
descubrir y explotar) y la dominación emocional (la reclusión en el ámbito doméstico
como servidumbre voluntaria al servicio de un presunto autocuidado y desarrollo
personal que coarta el movimiento de los cuerpos).
El ágora ciudadana, la plaza pública, necesita ser revitalizada con nuestra presencia
física, con la insustituible comparecencia de nuestra corporalidad. Numerosas empresas
tecnológicas se han referido a la intención de crear una «aldea global» o «ágora
democrática» en la que, a través de nuestros dispositivos, todos podríamos participar.
Pero, en primer lugar, es una falacia hablar de igualdad en el acceso a la tecnología: aún
existen amplias capas sociales que no saben ni siquiera cómo encender un teléfono
móvil o un ordenador, y mucho menos cómo usarlos (pensemos en nuestros mayores,
en personas con algún tipo de discapacidad intelectual o, también, en quien decide
libremente vivir sin conexión a internet). Por otro lado, y en atención a los acuerdos de
privacidad que firmamos a diario en forma de inocentes cookies, este tipo de eufemismos
esconden el propósito de mantenernos conectados sin descanso para, en paralelo,
recopilar la mayor cantidad de datos posibles para su uso, dispensación y venta. Ceder
el espacio público al entorno digital significa hacernos cada vez más dependientes de
emporios económicos que pujan por apoderarse de nuestras conductas, cada vez más
predecibles, cada vez más dirigidas.

Escribió Arthur Schopenhauer que lo más valioso y relevante que podemos hacer al
conocer a alguien es mirar con atención sus ojos y percatarnos de que tras ellos se
esconden miedos, inquietudes o sufrimientos iguales o peores que tras los nuestros. Y
no olvidarlo nunca, para evitar sumar nuevos miedos, inquietudes o sufrimientos a los
que ya existen y acarreamos. Casi siempre, silenciosamente. Podría resultar curioso que,
para cerrar un capítulo sobre la necesidad de la cercanía, recurra al padre del
pesimismo moderno. Pero una filosofía militante de la resistencia necesita echar por
tierra los hipnóticos delirios felicifoides que, a cambio de un espejismo de libertad y de
la promesa siempre dilatada de alcanzar el bienestar y la autorrealización, nos someten
a una nueva y perversa confección del ámbito privado: la ilusión de poder modificar las
estructuras que causan nuestros malestares a través de un exclusivo ejercicio individual.
Necesitamos desaguar nuestra culpa y comenzar a fraguar nuestra responsabilidad: ahí
fuera, con palabras y acciones, entre y con otros cuerpos dolientes.
ATENCIÓN Y DISTRACCIÓN: LA RECONQUISTA DE NUESTRO
DESEO
Aumentar los deseos hasta lo insoportable y a la vez hacer que satisfacerlos resultara cada vez más difícil: ese
era el principio en el que se basaba la sociedad occidental.

MICHEL HOUELLEBECQ,
La posibilidad de una isla, 2005

Comienzo con una preocupante constatación que corroboro a diario en el ejercicio de la


docencia: numerosos especialistas en psicología y psiquiatría alertan, con creciente
inquietud, del elevado número de jóvenes y adolescentes que sufren un trastorno por
déficit de atención e hiperactividad, más conocido por sus siglas TDAH, cuyo uso se ha
hecho habitual. Se estima que, en España, entre un 6 y un 8 por ciento de la población
infantil padece este desorden atencional, y que en más de la mitad de estos casos se
arrastra hasta la edad adulta. Hasta la fecha, se reconoce desde la comunidad médica y
científica que este trastorno puede estar causado por causas neurobiológicas y
genéticas, aunque los expertos no acaban de ponerse de acuerdo en cómo se desarrolla
exactamente, lo que conduce a que las dudas se ciernan sobre la pertinencia —o la
infalibilidad— de su diagnóstico. Además, gran parte de los estudios realizados en
Europa y Estados Unidos llaman la atención sobre el hecho de que la constante
estimulación que caracteriza nuestra época, sobre todo a través de la pantalla de un
dispositivo móvil, puede agravar los síntomas en personas que ya cuentan con el
diagnóstico médico de TDAH.

Pero hay un matiz, acaso más peliagudo y distintivo, que suele pasarse por alto y que
cada día verifico en los diálogos que mantengo con mi alumnado, sobre todo en
enseñanza media (secundaria y bachillerato), y con mayor frecuencia en la universidad
o en conversaciones con adultos: muchos adolescentes y jóvenes llegan al diagnóstico
médico, precisamente, tras percatarse de su incapacidad no tanto para mantener la
atención en un contenido determinado, como por la imposibilidad que manifiestan para
retener la información que han consumido. Más aún: a veces declaran no saber qué han
estado haciendo ni cuándo. Son dos asuntos muy distintos que desembocan en una
pregunta escalofriante en aquellos casos que son diagnosticados en una etapa
adolescente, juvenil e incluso adulta: ¿puede llegar a motivar el modo en que vivimos la
aparición de ciertos déficits atencionales y desórdenes hiperactivos, o debemos
quedarnos con la perspectiva médico-psiquiátrica, que invita a pensar en
predisposiciones genéticas y configuraciones psicobiológicas que desde el principio
estarían interviniendo en la conformación de este tipo de trastornos? Desde luego,
ambos esquemas son compatibles, pero sigue resultando muy llamativo que los
diagnósticos de TDAH hayan aumentado drásticamente en los últimos años,
coincidentes con el nacimiento de las generaciones a las que llamamos «nativas
digitales», y con una población adulta que ha debido adaptarse a una manera de vivir
apegada a las tecnologías propias de esas nuevas generaciones. A cada paso surge un
nuevo interrogante: ¿estuvo siempre presente en los seres humanos esta predisposición
psicobiológica y genética? Y, en tal caso, ¿por qué esta oleada de problemas atencionales
e hiperactividad y su creciente medicalización —dicho sea de paso— para tratarlos? Se
comulgue o no con la postura cientificista, parece claro que existen factores ambientales
coadyuvantes que alientan la manifestación de esta clase de trastornos. No se trata,
como han postulado numerosos autores, de declarar una pandemia de TDAH; resulta
pueril y no responde a los datos históricos, que ratifican una tasa de prevalencia de
entre el 3 y el 7 por ciento de la población. Consiste, más bien, en preguntarnos si
existen condiciones que facilitan la aparición de malestares relacionados con nuestra
atención y nuestra concentración (sean o no tachados de trastornos) y, de su mano, con
nuestra capacidad para distraernos, es decir, la capacidad para relajar nuestra atención.

En paralelo, y sin entrar en polémicas que, en cualquier caso, están hoy sobre la mesa de
la comunidad científica, podemos preguntarnos a qué podría deberse este notable
incremento de los malestares atencionales y nerviosos en todas las poblaciones de
países desarrollados, por qué se ha normalizado el empleo y la etiqueta «TDAH» (con la
consiguiente estigmatización, en el peor de los casos, y como un alivio para explicarse
ciertas cosas sobre uno mismo, en el mejor) y, sobre todo, qué elementos se consideran
definitivamente «disfuncionales» —u «óptimos»— cuando un médico o un profesional
de la salud mental diagnostica —o no— este trastorno. La pregunta, a fin de cuentas, es
si no habremos estado cocinando en las últimas décadas un caldo de cultivo más que
propicio para que este tipo de desórdenes de la atención —sean o no un trastorno— y
otros «desa-justes» atencionales (que, sin embargo, no llegan a ser catalogados como
trastornos) se hayan hecho tan habituales y permeen nuestro léxico como moneda
corriente de cambio. Es indudable que algo está ocurriendo con nuestra atención.

Antes he empleado intencionadamente la expresión «consumir contenidos». Los


investigadores coinciden también en que el TDAH comparte cierta comorbilidad, a
causa de la compulsión que provoca este trastorno, con conductas adictivas que pueden
conducir a la práctica de juegos de azar, las apuestas o incluso al uso de drogas y
sustancias químicas ilegales. De nuevo nos asaltan las preguntas: ¿habremos
normalizado ciertos comportamientos que podrían asimilarse a hábitos adictivos y que,
sin embargo, se han asentado en el devenir cotidiano de nuestra vida? En la actualidad,
aún no se habla desde un punto de vista médico o científico de adicción a las pantallas,
pero si echamos un vistazo a nuestra realidad cotidiana no resultaría en absoluto
descabellado plantear esta hipótesis, teniendo en cuenta que las adicciones se
caracterizan, fundamentalmente, por dos rasgos: una falta en el control del impulso y la
dependencia del elemento adictivo (en este caso, las pantallas). A este respecto sería útil
tener en cuenta todo de cuanto alerta Francisco Villar, psicólogo clínico del Hospital San
Joan de Déu de Barcelona, especialista en conducta suicida en población adolescente y
juvenil, en su reciente libro Cómo las pantallas devoran a nuestros hijos (2023).

En este punto conviene exponer una coyuntura muy preocupante, relacionada con la
sedación de la ciudadanía que postulo en este libro. Y es que en el caso de la adicción a
las pantallas, a diferencia de otras adicciones químicas, no existe una «dosis» suficiente,
adecuada o apaciguadora: vivimos conectados y pegados a ellas y ni siquiera nos
percatamos de que estamos enganchados a las pantallas, que vemos la realidad a través
de ellas y que, por tanto, su uso se ha normativizado. Los efectos de las adicciones
químicas suelen calmarse, siquiera momentáneamente, con la ingesta o consumo de la
sustancia adictiva de turno. Sin embargo, en el caso de las pantallas no sucede lo
mismo: contamos con su presencia constante, con su compañía permanente e insidiosa,
y ya no imaginamos —ni queremos imaginar— nuestra vida sin su comparecencia. La
única dosis posible es la constante coexistencia en y con nosotros. La perversión ha
llegado hasta el punto de que han surgido técnicas emocionales disciplinarias como el
mindfulness digital, que nos invita a alcanzar un «equilibrio en nuestras vidas digitales»,
el coaching digital, que permite «sacar rendimiento de la desconexión para tu empresa»,
o incluso diversas tácticas de «desconexión» (bajo el eufemístico neologismo detox) que
nos prometen —con un empalagoso tono romántico— volver a una vida sin internet.
Todo ello apunta, como defenderé en este capítulo, a una grave crisis del deseo como
patología de la inmediatez y la hiperestimulación.

Cada mañana, al entrar en el colegio, me encuentro con estudiantes que me comunican


un estado consciente de cansancio porque, confiesan, no han dormido bien o lo
suficiente. Entonces les pregunto a qué creen que se deben estas circunstancias, y me
contestan, en la mayor parte de los casos, que estuvieron hasta altas horas de la
madrugada con el móvil (scrolleando en TikTok o Instagram) y después les cuesta mucho
conciliar el sueño. Detrás de este hecho, que podría analizarse sin mucho cuidado como
un efecto de nuestro contacto compulsivo con los dispositivos móviles y las pantallas
(este es tan solo el efecto, pero no la causa), se esconde un elemento aún más oneroso: la
permanente y dolorosa disponibilidad del mundo, que se traduce en un agotamiento
cognitivo y emocional potencialmente crónico. El problema no son las pantallas, sino la
normalización y subrepticia asunción en nuestras vidas de los procesos a los que nos
someten sus dinámicas, así como el funcionamiento propio de la tecnología digital, que
se rige por los estándares de la rapidez, el bombardeo estimular y la gratificación
inmediata, lo que deriva en la inviabilidad de la desconexión. Más allá: desemboca en la
imposibilidad de cuestionar el modo en que estamos viviendo nuestras vidas.

Ejercer la resistencia se hace cada vez más difícil porque ni siquiera contemplamos la
tesitura de poder —ni querer— existir bajo unos parámetros distintos de los
proporcionados por la tecnología digital. Nuestro estrés ha acabado vistiéndose con los
ropajes de una esclavizadora libertad. Las nuevas servidumbres se dictan y propagan
con caracteres emocionales, no necesitan cadenas, grilletes ni cilicios, sino experiencias
de vasallaje deliberadamente asumido, edulcoradas en nombre de la
autodeterminación, la autogestión y la autorrealización.

Ya señaló Guy Debord en su obra clásica La sociedad del espectáculo (1967) que el mundo
contemporáneo y su desarrollo productivo precisa de una incesante creación de
seudonecesidades, disfrazadas de satisfacción de necesidades básicas, crecimiento
económico ilimitado o reconocimiento público a través de las redes sociales. Cuando
decidimos satisfacer todo este engranaje, preparado para captar y capturar nuestra
atención, olvidamos con demasiada facilidad que con ello también entregamos nuestro
tiempo, a cambio de permanecer enganchados a una cadena infinita de estímulos que —
creemos— nos proporciona una manera más amable, más productiva, más eficaz y más
funcional de estar en el mundo. Más bien al contrario, el rapto de nuestra atención nos
desapropia del mundo, nos expropia de nuestro rasgo más propio: decidir a qué
atendemos en cada momento para, precisamente, poder hacer nuestro escenario
existencial compartido más habitable, menos grosero e inhóspito. Instigado por los
grandes emporios económicos, las empresas tecnológicas y numerosas instancias
políticas, el robo de nuestra atención esconde la incapacidad para modificar las
estructuras sociales, cognitivas, emocionales y económicas que hacen de nuestro mundo
un lugar cada vez más desolado pero hiperconectado, repleto de multitudes solitarias
que pugnan por hacerse un hueco en la espectacularidad del escaparate digital. No
debemos buscar un escabroso complot o una conspiración urdida en oscuros círculos
tras esta circunstancia, sino un hecho transparente e incontrovertible: el progreso
imparable de un proyecto económico y productivo que se efectúa mediante una
voluntaria servidumbre digital. Nuestra atención y nuestros datos son la mercancía; la
predictibilidad de nuestra conducta, el botín; la sedación de la población, el resultado
social.

La tesis que aquí defiendo es que la atención no es solo una habilidad cognitiva: la
atención es, sobre todo, una potencia política que puede promover la resistencia frente
al régimen disciplinario del gobierno emocional. No intento postular una cándida lucha
contra la tecnología, sino más bien una resistencia consciente y militante frente al
imperio de los estándares tecnológicos (rapidez, productividad, hiperestimulación,
rentabilidad, gratificación inmediata) que lleve aparejada una reeducación de nuestro
deseo y que conduzca a comprender que los tiempos de la vida no se corresponden con
—ni deben acomodarse a— los tiempos de la esfera digital. Para cobrar consciencia de
ello, el ejercicio de la atención es fundamental. La pantallización de nuestra existencia
no solo tiene que ver con el uso de los dispositivos móviles (este es el síntoma), sino con
la asunción —que se cree aceptada con libertad— de las dinámicas biométricas a las que
nos expone el dominio de las pantallas y de la escena digital. Nuestra atención queda
sometida a una deliberada sumisión que permea todos los ritmos y aristas de nuestra
vida.

Pondré un ejemplo que afecta a todas las capas poblacionales, pero en especial a las más
jóvenes, las cuales todavía no han desarrollado un adecuado control del impulso. Como
he mencionado, cada noche, muchos adolescentes no logran conciliar el sueño o no
quieren dormir porque permanecen a la espera de la última notificación de su teléfono o
aguardan con ansiedad la última actualización de sus redes sociales. Es lo que he dado
en llamar «cazadores de luz»: cada noche, en medio de la oscuridad (y en soledad, en el
marco de un aislador privatismo), los chavales, y cada vez más adultos, colocan sus
teléfonos con la pantalla hacia arriba, mientras la acechan con impaciente nerviosismo,
y en ocasiones con angustia y desesperación, hasta que vuelva a iluminarse con el fin de
seguir conectados y permanentemente disponibles para un mundo que demanda su
continua atención. Hay quienes desarrollan trastornos de ansiedad generalizada (TAG)
por este deber asumido, e incluso trastornos ansioso depresivos, bien por el cansancio
cognitivo y emocional que supone esa incandescente disponibilidad, bien por no estar a
la altura de las expectativas que la permanente conexión exige. También es bien
reconocible el denominado phubbing, la persistente consulta del teléfono en medio de
cualquier conversación, relacionada con la nomofobia o intranquilidad ante el posible
alejamiento del teléfono (no mobile phone phobia). Rasgos que permiten hablar, como ya
he defendido, de una auténtica adicción a los dispositivos móviles y que esconde, como
consecuencia, una persistente vigilancia y un rentable seguimiento de nuestros datos
biométricos bajo la capa de la gratuidad y la libertad.

El negocio de la atención se funda, pues, en la conformación de una ciudadanía sedada


por el dominio de la pantalla, que transforma a los sujetos en individuos siempre
pendientes del imperativo de no ser olvidados por quienes están al otro lado del resto
de las pantallas, y que deriva en una compulsión acompañada de ansiedad. Las
multitudes solitarias se alimentan de su mutuo desamparo, de su mutua soledad. El
nerviosismo y el desasosiego que nutren este funcionamiento existencial impide que
podamos descentrar nuestra atención y nos convierte en zombis tecnológicos que ni
siquiera son conscientes de las perversas dinámicas en las que han encallado sus
biografías. Al amparo de la resiliencia y la funcionalidad en un mundo cambiante,
voluble y demandante, la capacidad para apartar nuestra atención del móvil impide,
con ello, que podamos focalizarla en asuntos que trascienden la pantalla. Todo es
contemplado y sentido desde los estrechos límites de la esfera digital y bajo la sombra
de sus estándares, a cuyo resguardo el zombi digital se siente seguro y cobijado. Como
he apuntado en capítulos anteriores, ni la tecnología en sí misma ni su uso son
neutrales, sino que encubren un modo muy determinado de ser y estar en el mundo.
Esta manera de ser y de estar despolitiza nuestra atención, la desactiva en términos
individuales, sociales y cívicos.

Asistimos a una declarada batalla, planteada por las empresas tecnológicas, que
pretende adueñarse del direccionamiento de nuestras psiques. No son pocos los
investigadores y especialistas en salud mental que ya hablan de hackeo cognitivo (o brain
hacking): a partir de la normalización de ciertos hábitos, nuestro cerebro se acostumbra a
actuar de ciertas formas. En conceptos neuropsicológicos, existen dos momentos
cognitivos bien diferenciados que pueden ayudarnos a entender este proceso de rapto
atencional que sufrimos a diario. Por un lado, la estimulación externa (o bottom-up), a la
que sucumbimos, de manera más o menos instintiva, es adaptativa y puede
informarnos de peligros inminentes o ponernos en guardia frente a sucesos
amenazantes. Por otro lado, la atención consciente (o top-down) es aquella que
empleamos cuando nos adueñamos conscientemente de nuestro foco atencional en pos
de alcanzar una meta determinada; para ello, el individuo selecciona los estímulos que
son proclives para la obtención de dicha meta, mientras que desecha otros como
prescindibles, innecesarios o irrelevantes. Las primeras veces que llevamos a cabo una
actividad novedosa, como por ejemplo conducir un coche o impartir una conferencia, es
necesario un gran esfuerzo atencional (en psicología, effortful); en sucesivas ocasiones,
ese nivel atencional reclama un menor empeño cognitivo y recurrimos a automatismos
conductuales asociados a nuestras experiencias pasadas.

Este breve apunte teórico nos pone sobre la pista del colapso atencional que, en
términos individuales y sociales, estamos padeciendo. El funcionamiento del universo
digital, en el que pasamos varias horas durante el día, está plagado de estímulos que
disparan nuestra estimulación atencional externa, de tal modo que nos resulta
imposible abstraernos del constante bombardeo de noticias, reels, stories o tiktoks al que
somos sometidos, pues bajo la forma de la insidiosa novedad se nos presenta un
contenido adaptado a nuestros gustos, deseos, emociones, afectos y convicciones
políticas. Se trata de un proceso de condicionamiento y redirección conductual que
modula y adiestra nuestra voluntad y, con ello, nuestra atención. En paralelo, nuestro
cuerpo también es disciplinado, en tanto que nuestra cabeza —en el mejor de los
casos— es dirigida hacia abajo mientras erramos por las calles de nuestras ciudades o
vagamos por el transporte público, perdiendo con ello el horizonte material del mundo,
y —en el peor de los casos— nos inmoviliza en nuestra habitación o en nuestra casa,
alejados de la comunidad mientras, sin embargo, paladeamos la rentabilista ilusión de
permanecer conectados y disponibles. Por tanto, la atención deja de decidir cuál es el foco
hacia el que desea dirigirse.

Despolitizar nuestra atención significa claudicar ante la explotación de nuestras psiques


y nuestros cuerpos. Es urgente llevar a cabo, individualmente —y en esto reside nuestra
responsabilidad singular—, un proceso de desquiciamiento de nuestra atención, de
descentralización de sus dinámicas, aplacadas y dominadas por el entorno digital.
Prestar atención significa implicarse, comprometerse. Significa, a fin de cuentas, estar
presentes en el ejercicio de la propia responsabilidad y de la autonomía de juicio. La
plenitud no se alcanza con técnicas de autorrealización o de crecimiento personal, con
respiraciones guiadas o mindfulness, prácticas todas ellas que nos devuelven, indemnes
y extraviados, al problemático terreno de la vida. Al contrario, la plenitud es presencia
comprometida ejercida desde la emancipación intelectual y desde la independencia
emocional.

Pero no solo las grandes empresas tecnológicas luchan sin descanso por adueñarse de
nuestra atención, sino también nuestros semejantes. La sociedad queda convertida en
un panóptico global repleto de seres vigilantes y vigilados en el que la mercancía es la
atención que conseguimos robar a los otros para que la dirijan hacia nosotros. Es lo que,
con un publicitario eufemismo, se ha dado en llamar «capital social». Este hecho, urdido
por la sociedad de la vigilancia con una exquisita fineza, transforma a los individuos en
contendientes que rivalizan, se envidian y codician lo que no tienen —o lo que creen
merecer—. Ello nos lleva a una apreciación de carácter temporario: en una cultura
felicifoide en la que comparecemos como adversarios, perdemos el control de nuestro
presente. No considero, como otros autores, que hayamos llenado nuestra vida de
presentismo, de la perentoria necesidad de vivir en un presente inacabable que presenta
multitud de oportunidades por cumplir. Más bien al revés, nos han desapropiado del
presente, porque toda nuestra vida se da en la continua dilación de otro presente que se
promete como más plenificado, más completo, más rebosante. Aquí puede residir una
de las causas por las que nuestros adolescentes y jóvenes enferman con mayor
frecuencia de trastornos emocionales como la anhedonia, la distimia o la depresión: son
incapaces de vivir hoy, porque el hoy los traslada, de continuo, a la incumplida
promesa de un futuro mejor. Este mecanismo también subyace bajo la creciente
precarización de los trabajos y los sueldos, sometidos a las esperanzas de una mejora
nunca alcanzada, siempre dilatada. Nos han anclado a la frustración como modo de
vida.
Vivir nuestro presente en diferido supone que nuestra atención queda sometida al
barullo de la sobrestimulación, por una parte, y, por otra, al albur de las expectativas y
las promesas nunca consumadas —por imposibles—. De alguna forma, el individuo
como agente autónomo y responsable ha desaparecido de la escena política para
sumirse en una masa indolente que actúa de manera homogénea, sometida a la
insensibilización causada por el hipnótico y continuo acontecer de estímulos a los que
no responde, sino que reacciona. En este sentido, la atención debería formar parte de un
proceso que nos devuelva a la esfera pública como sujetos individualizados que, en su
mutuo pensar y pensarse, establecen metas comunes con el fin aristotélico de alcanzar
una vida buena, no subyugada emocionalmente.

Por eso, la atención cobra un papel negativo o privativo: el de desaturar nuestra


experiencia en medio de la hiperestimulación para ahorrarnos lo superfluo, ese
continuo fluir y refluir de aguijones que puja por arrebatarnos nuestra agencia porque,
de su mano, nos despoja de nuestra capacidad para atender. Este verbo guarda la clave
filosófica de lo que aquí quiero plantear: «atender» (attendere) es, si recurrimos a la
etimología, disponer el espíritu en alguna dirección, dirigir nuestra mirada hacia un
punto determinado de manera deliberada. En mis clases y conferencias suelo explicar
este punto a través de una cita reveladora de María Zambrano: «[...] aquel que mira ya
no muere. El que ha sabido mirar, siquiera sea un árbol, ya no muere» (Hacia un saber
sobre el alma, 1959). La inmortalidad no se juega en el campo de lo trascendente, sino en
la materialidad y finitud de nuestro mundo, puesto que quien decide —y se atreve a—
recuperar el rumbo de su mirada, con ello recobra la independencia de su hacer y de su
hablar, que pone a disposición del presente y de la posteridad. Ya sostuvo Pericles que
solo será recordado quien, mediante su «virtud y esfuerzo», entregue a las sucesivas
generaciones una «tierra libre». Trascender significa, por tanto, saber atender.

Solo de una atención comprometida surgen un decir y un hacer independientes. Ahora


bien: ¿qué ocurre —y qué hacer— en sociedades que se dicen desarrolladas pero que no
encuentran salida a la precarización de amplios sectores poblacionales? En el caso de
España, y a pesar de que este porcentaje se ha reducido en los últimos años, a fecha de
abril de 2023 (en datos de la European Anti Poverty Net-work) unos 12,3 millones de
personas (un 26 por ciento de la población) se encuentran en situación de riesgo de
pobreza o exclusión, de las cuales más de 9,6 millones viven con ingresos inferiores a
10.088 euros anuales. En la Unión Europea hay más de 95,3 millones de personas en
riesgo AROPE (At Risk of Poverty and/or Exclusion), lo que representa el 21,6 por ciento
de la población total. A este respecto no podemos engañarnos. Aquí no sirven terapias
milagrosas ni libros de autoayuda: la precarización de la existencia también conduce a
una precarización de la mirada, de la atención. Vivir en condiciones de escasez material
—y de una consiguiente zozobra anímica— repercute en cómo podemos atender al
mundo, en qué condiciones nos dirigimos a él y de qué manera lo habitamos. Como
señaló con extrema sensibilidad Natalia Ginzburg en Las pequeñas virtudes (1962), «el
sufrimiento hace que la fantasía se vuelva débil» porque «nos cuesta apartar la vista de
nuestra vida y de nuestra alma, de la sed y de la inquietud que nos embarga». La
intervención del profesorado a este respecto —como agente cívico— en zonas modestas
o deprimidas económicamente es fundamental para poner a las nuevas generaciones
sobre la pista de las desigualdades inherentes al sistema productivo al que debemos
adaptar nuestras vidas.

Por eso, para reconquistar nuestra atención y fomentarla en todas las capas sociales, es
prioritario educar la empatía. Ahora bien, la empatía no es la dulzona y empalagosa
cualidad que suelen presentarnos. No consiste en un melifluo y romantizado ponerse en
el lugar del otro para, alegremente y sin ninguna consecuencia, regresar complacientes
a nuestra mismidad. Más bien tiene que ver con un activo hacerse cargo del páthos del
otro mediante un ejercicio de corresponsabilidad por los afectos de otra persona. Por
eso, entendida en su raíz y desde las coordenadas de una filosofía de la resistencia, la
empatía —como la atención— es una potencia política, una herramienta fundamental
para forjar un entramado social de cercanía afectiva, contagio intelectual y vecindad
corporal entre individuos que desemboque en un compromiso por lo común. La
educación filosófica y humanística fomenta esta libre responsabilidad en jóvenes y
adolescentes porque los coimplica en el proceso de constitución y desarrollo de su
escenario social, económico y político. No los sitúa en una indefensa minoría de edad
intelectual; muy al contrario, los instala en la posibilidad de ser agentes activos en
cuanto sucede a su alrededor.

Un pensar ejercido desde la resistencia nos enseña que la única manera auténtica de
arraigarnos en y desde nuestra circunstancia es pensándola y actuando en ella, sin dejar
de mirar nunca a los ojos de los otros, donde comprendemos que todos, sin excepción,
compartimos desvelos, preocupaciones, sufrimientos e inquietudes. Ninguno de estos
malestares, sean cuales sean, se pueden solucionar mediante los dispositivos
disciplinarios del gobierno emocional, que intentan que los mitiguemos o evadamos a
través de técnicas sedantes, tranquilizadoras y que nos aportan resiliencia.

No podemos seguir sucumbiendo a las argucias del crecimiento personal y de la


autorrealización, que somete nuestra atención a los permanentes estímulos a los que
somos expuestos a causa de la condena a nuestro universo privado. Es esta una relación
de la que no se ha hablado y que merece ser comentada: el sentimiento subjetivo de
soledad y la pérdida de nuestra capacidad atencional son hechos mutuamente
implicados. Cuanto más nos arrinconan la pantallización y la digitalización de nuestra
vida al ámbito doméstico, más subyugados quedamos a los dispositivos electrónicos
que saturan nuestra existencia de avisos, notificaciones y requerimientos de todo tipo,
domeñados por la persistente necesidad de permanecer disponibles para el mundo
digital. Somos seres enchufados y enganchados a una corriente indomable de estímulos
a causa del aislamiento paulatino que, en paralelo, debemos sobrellevar con técnicas
disciplinarias a las que están sujetos nuestra psique y nuestro cuerpo. Una disminución
de nuestros movimientos implica un menor encuentro con los otros, y esta cesación de
la actividad física nos impide aparecer con y ante los otros, lo que nos obliga a
conectarnos a la red a través de todo tipo de aparatos electrónicos que domestican
nuestro decir y nuestro hacer.

Antes me he referido a la pobreza material y al riesgo de exclusión social, que repercute


en la capacidad para contar con las herramientas atencionales para poder ejercer un
pensamiento comprometido, pero también se da una peligrosa disminución del tiempo
que contamos para nuestro ocio, aquí entendido como tiempo liberado del trabajo
asalariado y eximido de las necesidades perentorias de la supervivencia. El gobierno
emocional también se ocupa de arrebatarnos los tiempos libres al declararlos inútiles —
por improductivos e infecundos—. Con ello, toda una lucrativa industria ha irrumpido
en nuestra vida con el objetivo de adueñarse de los tiempos «improductivos» para
convertirlos, justamente, en algo productivo, útil y sobre todo rentable. De nuevo
hallamos aquí una relación poco explorada: la que vincula nuestra capacidad atencional
con el imperativo de no desperdiciar nuestro tiempo —a riesgo de sentirnos culpables—
. La sobremesa de cualquier comida no puede estar exenta de la preceptiva fotografía al
suculento postre, que ha de exhibirse en redes sociales (con la consiguiente mención al
restaurante de turno, que repostea la story y afianza así, mediante un engranaje
económico disfrazado de afectividad, la cadena productiva); el último ejercicio que nos
ha enseñado nuestro entrenador de crossfit en el gimnasio debe quedar registrado ante
el escaparate digital (y, de paso, mostramos nuestro capital físico, sometido a la
disciplina de la cultura fit y a la tiranía del match).

Nuestra atención se ha capitalizado: cualquier distracción que nos aleje del rendimiento
y del provecho supone un gasto temporal para el individuo, que la considera como una
potencial pérdida de su «capital social». Si nuestra atención queda capturada por la
urgencia de no despilfarrar el tiempo, la capacidad de concentración es arrestada por
los grilletes del beneficio, la ganancia y el afán productivo. Perder nuestra atención
desemboca, por tanto, en un yugo temporal: carecer del tiempo necesario para atender
significa no disponer de tiempo para dirigir nuestra inteligencia hacia donde nosotros
deseamos y, en consecuencia, nuestra voluntad, nuestros deseos, nuestros anhelos y
expectativas quedan al socaire de lo que el disciplinamiento emocional y el sistema
productivo demandan, esto es, un continuo rendimiento —almibarado de
autorrealización y crecimiento personal.
Por todo ello, resulta prioritario configurar un proyecto pedagógico de resistencia
presidido por una reeducación de nuestro deseo, que se ha desacostumbrado a la espera
y a la dilación y se encuentra hiperestimulado con insidiosas gratificaciones tan vacuas
como inmediatas. Como dejó plasmado Simone Weil en sus reflexiones sobre los
estudios escolares, solo hay «auténtico deseo cuando hay esfuerzo de atención». En la
actualidad, y al contrario, el empeño, la insistencia, la demora y la obstinación esforzada
se declaran asunto reaccionario de épocas pasadas, porque, hoy, todo tiene que fluir,
nada ha de entorpecer la satisfacción de nuestra voluntad. El alumnado debe estar
entretenido en las clases, el trabajador debe contar con coaches emocionales que alivien
su estrés, el profesorado ha de ludificar el ejercicio de la docencia y, en fin, cualquier
proceso que requiera cierto denuedo y constancia debe encontrar una correspondiente
técnica emocional que permita sobrellevar la carga de su esfuerzo. Este problema
aparentemente individual ha derivado en un problema colectivo, al convertir a las
poblaciones en conjuntos de multitudes angustiadas e hiperconectadas que han perdido
su capacidad de atención y que se componen de sujetos transformados en meros
consumidores de productos, de experiencias y de sí mismos.

La tesis que aquí sostengo es que, en nuestros días, la libertad solo puede consistir en la
descentralización de nuestra atención, o lo que es lo mismo, en la capacidad para
distraerse voluntariamente, de manera que impidamos la explotación de nuestro foco
atencional. La distracción es el único modo de reencontrarnos con la responsabilidad
individual de actuar en el ámbito de lo público, así como para eludir el privatismo al
que nos someten los continuos estímulos del mundo digital. Como reza la cita
zambraniana que encabeza este libro, nuestra libertad se cifra en la desposesión de toda
propiedad fútil o trivial. Las instancias disciplinarias emocionales y los imperios
económicos temen que nos reencontremos con nuestra atención porque, como potencia
política, nos diferencia y singulariza, nos hace únicos porque nos devuelve nuestra
agencia, es decir, nuestra competencia para actuar como individuos autónomos e
independientes. Quien hoy reconquista su atención recobra, con ello, su poder para
decidir con libertad. El problema no es lo que hacemos con las pantallas, sino lo que
dejamos de hacer cuando estamos tras ellas. Es un coste de oportunidad que no nos
podemos permitir, a riesgo de quedar expropiados de nuestra acción y, por tanto, del
mundo tal y como deseamos configurarlo.

La distracción es, en consecuencia, un acto subversivo: quien levanta los ojos de la


pantalla transgrede el orden temporario hegemónico, dictado por los ritmos digitales
ante los que debemos ser funcionales y adaptativos. Esta filosofía humanista de la
resistencia defiende que quien se distrae y atiende con conciencia a las necesidades de
sus semejantes, a las demandas y al discurso de un otro que no es un sí mismo (un otro
distintivo, diferenciado, singularizado), pone con ello una traba a un sistema
productivo que nos quiere en permanente pugna y rivalidad por ocupar un puesto
privilegiado en el entorno digital, donde se gana el prestigio y se consigue permanecer
siempre visible, disponible y rentable.

Quien se distrae y rescata su atención del extravío hiperestimular lo pone más difícil al
sistema extractivo que mercadea con nuestros datos y que se ocupa de monitorizar
todos nuestros quehaceres. Atender es sinónimo de dejar de estar vigilado, porque la
atención deliberada devuelve la imprevisibilidad a nuestras acciones, al no caer bajo los
imperativos logarítmicos del like, de la story y del reposteo. Permanecer —y estar—
atentos nos restituye la espontaneidad al distraernos de las imposiciones y cadencias
del acontecer digital.
EL SUJETO SEDADO: RAPIDEZ, POLARIZACIÓN E
IMPOSIBILIDAD PARA PENSAR
¡Qué cambios han producido en el mundo la máquina de vapor y el telégrafo eléctrico! Por ellos, el movimiento
de la humanidad ha pasado a adquirir un tempo diez veces más rápido, y nuestra vida se ha hecho diez veces
más estresante que antes.

PHILIPP MAINLÄNDER,
Filosofía de la redención, 1876

Una filosofía de la resistencia intenta hacernos dueños de nuestra atención como


fundamento ineludible de nuestra libertad y como elemento constitutivo de la oposición
a la alienación provocada por la pantallización de nuestras vidas, expuestas a los ritmos
del entorno digital. Además, cuando recobramos nuestra atención hacemos con ello que
los otros también la recuperen, al prestarnos atención, al ocuparnos los unos de los
otros: al convivir. Y ello porque, como he defendido, la atención es una potencia política
que puede poner las bases de una integración y cooperación social perdida a causa del
privatismo inducido por el gobierno emocional. En el encuentro con otros cuerpos y con
otras circunstancias, al mirarnos a los ojos y reconocernos en nuestros mutuos desvelos y
preocupaciones, sembramos un campo propicio para el cuidado recíproco —a través del
ejercicio de una auténtica empatía— y para la instauración de lazos de colaboración,
coimplicación y solidaridad.

Ahora bien, ¿cómo es posible pensar bajo las coordenadas de un mundo cada vez más
rápido, sometido a la aceleración y a la obsesión por el crecentismo económico, que nos
convierte en sujetos en pugna? La reeducación de nuestro deseo, tanto en el ámbito
familiar como en colegios, institutos y universidades, es en este punto irremplazable.
Mencioné a Kierkegaard, filósofo danés del siglo XIX, en el primer capítulo, en una
inolvidable cita de su Diario de un seductor (1843): «El goce decepciona, pero la
posibilidad no». También podemos acudir aquí a María Zambrano, siempre lúcida: «El
objeto del amor difiere del objeto del deseo en ser algo que la posesión no destruye. El
deseo no subsiste después de haber sido. Es consumido; no trasciende. El amor llega a
lo que jamás podrá ser destruido» (Los intelectuales en el drama de España, 1937). A partir
de estos dos fragmentos, en lo sucesivo intentaré vertebrar esta reeducación del deseo,
que no es sino una reeducación sobre la importancia de la dilación y de valores
vinculados con la lentitud, relacionada con el tiempo que media entre la aparición del
deseo y su satisfacción. Una anotación de Carl Gustav Jung en sus diarios (Recuerdos,
sueños y pensamientos, 1961) nos permite asimismo trazar la sintomatología de nuestro
tiempo y poner un punto de partida: «Desenfrenadamente, se arroja uno a lo nuevo
llevado por un creciente sentimiento de insatisfacción, descontento y desasosiego. No se
vive ya de lo que se posee, sino de promesas», y apuntala, líneas más abajo, que
vivimos entre «modos pasajeros de endulzar la existencia, como, por ejemplo, las
medidas de acortamiento del tiempo que aceleran enojosamente el tempo y de este
modo nos dejan menos tiempo que antes».

Lo cierto es que cada vez más personas reconocen la dificultad o incluso la


imposibilidad de permanecer atentos a una tarea determinada durante un tiempo
dilatado a causa de la rapidez con la que vivimos. Según los últimos datos de 2023,
proporcionados por la plataforma We Are Social, un usuario español pasa de media 5
horas y 45 minutos conectado de alguna forma a internet, de las cuales más de la mitad
están mediatizadas por el teléfono móvil (el resto se distribuyen entre tablets,
ordenadores, televisión, servicios de streaming o videoconsolas). Lo preocupante de este
dato no es el uso de la tecnología, sino las normalizadas dinámicas en las que nos
introduce el mundo digital.

En una reciente conversación que mantuve con una profesora universitaria de edad
avanzada, muy acostumbrada a los tiempos pausados de la lectura y la investigación,
me confesaba que su manera de leer y estudiar había cambiado en los últimos cinco
años, y lo achacaba sobre todo a la manera en que se relaciona con los dispositivos
electrónicos. En las pantallas tendemos a pasar la vista mucho más rápido por la
información que se nos ofrece (ya sea en un periódico en línea o con un libro
electrónico), para dar lo más rápido posible con los datos «relevantes», con el meollo de
lo que se está leyendo. Hay quien no duda en confesar que no lee los textos, sino que,
sin más, los transita a través de las palabras remarcadas en negrita o salta de titular en
titular. La tiranía de la rapidez ha llegado al punto de que en el encabezado de cada
artículo se nos indica cuál es el tiempo que deberemos emplear en su lectura. De esta
forma se estandariza el abuso por parte de los medios de comunicación de encabezados
y titulares tendenciosos que son elegidos en función del llamado clickbait, una manera
encubierta de publicidad que intenta atrapar la atención de los usuarios mediante un
eslogan de contenido atractivo que movilice sus emociones, su curiosidad. De esta
manera se genera, por un lado, una dependencia por la gratificación constante (pues
buscamos la continua confirmación de la propia opinión o, al revés, el punto de vista
opuesto para condenarlo o arremeter contra él), y, por otro, se genera una dependencia
estimular en los sujetos, que desarrollan una servidumbre digital fundada en la rapidez
y en la obligación de permanecer siempre aguijoneados por las incontenibles fauces del
deseo.
Es importante reincidir en que un cerebro que se acostumbra a la rapidez en los
procesos que acomete se encuentra ante la imposibilidad de poder pensar. La rapidez
nos arrebata nuestra paciencia cognitiva, esencial para la toma de decisiones, la
adquisición de nuevos conocimientos, la resolución de problemas complejos, el
desarrollo de la creatividad o, en fin, para emprender labores que en general requieren
una atención esforzada y continuada y un tiempo dilatado. En los adultos, el llamado
control del impulso de la conducta (o control inhibitorio ante estímulos dados) se
encuentra más asentado, si bien a través de la práctica de ciertos hábitos puede verse
mermado; en este sentido, tras el funcionamiento propio de la esfera digital se esconde
la técnica conocida como modelado de la conducta, que se inscribe en el programa de
cualquier red social y en el funcionamiento ordinario de la esfera digital.

En el caso de las capas poblacionales más jóvenes, sobre todo en niños y niñas, y
también en adolescentes, este control inhibitorio está aún formándose, y resulta más
sencillo hacerles caer en la capciosa tentación de sentirse atraídos por todo tipo de
estímulos, una y otra vez, sin descanso ni posibilidad de discriminación consciente.
Numerosas investigaciones han concluido que, cuando niños y niñas se exponen de
manera reiterada a un alto número de estímulos, se produce un cansancio cognitivo que
disminuye la posibilidad de llevar a cabo procesos de toma de decisiones lentos,
pausados y reflexivos. El inmaduro sujeto, entonces, es embaucado y secuestrado por la
tormenta estimular y, en lugar de interponer entre el estímulo y la respuesta el arbitraje
del propio juicio, se da una reacción inmediata, casi instintiva y automática, que intenta
alcanzar una urgente gratificación que no suponga ningún tipo de esfuerzo.

En términos fisiológicos y anatómicos, la corteza prefrontal de nuestro cerebro,


encargada del control de los impulsos, queda relegada a una función subsidiaria, que
malacostumbra a nuestro tronco encefálico a dar respuestas nerviosas inmediatas a
cualquier estímulo que encuentra a su paso. Con ello, el campo para la polarización, la
sugestión y la manipulación (emocional e intelectual) queda sembrado: no hay tiempo
para pensar porque hemos olvidado hacerlo. Y lo más grave: estamos haciendo olvidar
a nuestros niños y adolescentes la capacidad para resistir el chaparrón estimular. Bajo la
fachada de un embaucador entretenimiento que llena todos sus tiempos, acaban por
sentirse avasallados, muchas veces exhaustos e incluso tristes, aislados y angustiados.
Su tiempo se satura, queda atiborrado, y no hay espacio para crear la bella e
imprescindible grieta de la espera, de la expectativa, de la posibilidad. Toda dilación se
contempla como amenazante: lo vacío apabulla, la desocupación produce miedo. El
imperativo hiperproductivo se ha introducido en sus cabezas y en sus conductas sin
que tengan herramientas para cuestionarlo ni mucho menos frenarlo. Por eso la
educación, tanto en casas como en colegios e institutos y universidades, debe cifrarse en
una reconquista del foco de nuestro deseo, en readueñarnos de nuestra voluntad.
La compulsión con la que se consumen contenidos acompaña al progresivo avance de
un terreno sesgado y polarizado. Los dispensadores de noticias y las redes sociales
como Twitter están diseñados como una inagotable casa de apuestas en la que el
usuario, convertido en ludópata de sí mismo, puede competir o arriesgar (a través de
comentarios), concitarse con otros jugadores para sentirse respaldado (mensajes de
apoyo y «me gusta») o donde puede acudir para encontrar alivio de su vida real (en
términos psicológicos, como un refuerzo negativo que busca una vía de escape ante
situaciones incómodas o desagradables); además, puede hacer todo ello bajo la dulzona
capa de la gratuidad y de la libertad, por mucho que, en realidad, los datos
proporcionados por sus comentarios, likes y reposteos se estén empleando sin reparos
para mantenerlos enganchados a esta inacabable ruleta que parece diseñada en
exclusiva para su éxito, goce y provecho.

Podríamos pensar que un cerebro conectado digitalmente es un cerebro que no está


solo, pero sucede todo lo contrario: una acrítica conexión tecnológica nos aísla porque
quedamos recluidos en una paradójica y dolorosa conectada incomunicación. Cuando, al
revés, los cuerpos se concitan y nos encontramos, las personas actúan como freno de
estos estímulos constantes: la comunidad nos hace más atentos, nos separa de la
sucesión estimular ininterrumpida alimentada por la esfera digital y nos permite,
además, entablar relaciones mamíferas. No debemos olvidar que, al nacer, somos
recibidos por el cuerpo de nuestra madre. Somos animales que, desde el principio de su
vida, precisan del contacto afectivo y corporal del otro; en contraste, en el entorno
digital, el resto de los individuos quedan transformados en un informe Otro
amenazante y hostil.

No se trata, tan solo, del nefasto mecanismo adictivo que las mecánicas del entorno
digital introducen en nuestras acciones cotidianas, sino también, y sobre todo, de las
dramáticas consecuencias de este modo de proceder. A través de dicho
condicionamiento, en el que interviene un cincelado conductual —e incluso, con el
tiempo, bioquímico— muy bien orquestado y ya normalizado, se desapropia al
individuo de la libertad para decidir, y, así, desaparece del espacio público la
contingencia que define la esencia de cualquier acción humana. El exceso de estímulos
facilita nuestra sedación intelectual y emocional porque causa una congestión de
nuestros receptores cerebrales, que deja de distinguir a qué debe prestar atención. El
hartazgo cognitivo provocado desemboca, entonces, en una fatiga intelectual: no
queremos pensar porque no encontramos razón para hacerlo. Se nos dan recetas,
fórmulas y prescripciones (de cómo ser felices, cómo tener el cuerpo perfecto, a qué
partido votar o qué casa comprarnos) por todas partes, de tal manera que el
cuestionamiento se considera innecesario. La dulce imposición de la fluidez. Y lo más
alarmante: cualquier duda, recelo o actitud discrepante respecto a lo instituido llega a
condenarse e incluso se vitupera. El individuo sedado se muestra belicoso, o más aún
violento, cuando se trata de extraerle de su ingrávida y superficial existencia. En
paralelo, al comunicarnos desde una soledad autoinducida, desde el aislamiento al que
nos empuja el entorno digital, creemos ser los únicos protagonistas del mundo:
cualquier comentario o diatriba expresada en redes se toma como un ataque personal,
lo que redunda en una conciencia beligerante frente al Otro, que debe ser neutralizado.
De este modo, el terreno para el bullying, el linchamiento (físico o digital), la
cancelación, la segregación (racial, homófoba, machista, etc.) o el ensañamiento queda
sembrado e implícitamente justificado: el Otro desafía, intimida, provoca. El Otro es
alguien de quien debo protegerme porque es un no-yo, porque puede atentar contra las
condiciones —privadas, y consideradas únicas e irremplazables— en que mi vida se da.

En este complejo y preocupante contexto, existe un componente socioeconómico que


aún no se ha estudiado ni explorado y que es muy perturbador. No solo dejamos de
pensar porque lo estimamos superfluo. El punto crítico es que cada vez más jóvenes y
adolescentes consideran que tener que pensar es un asunto de personas sin recursos, de
individuos a quienes no les va lo bastante bien en términos laborales o económicos y
que, por tanto, necesitan realizar un esfuerzo intelectual para buscarse la vida a través
de la reflexión. Tradicionalmente, y en contraste, el ejercicio de la filosofía se ha tenido
como un quehacer destinado a gentes privilegiadas que disponían de tiempo para
meditar sobre el bien, la justicia o la belleza, pues se trataba de personas que estaban
exentas de tener que buscarse el sustento, podían dedicarse a observar su entorno y a
reflexionar sobre él. En nuestros días sucede todo lo contrario: el paria es quien se ve
obligado a detener los tiempos productivos propios de la esfera digital, que no admite
una dilación en la respuesta o una demora en la reacción. Pensar es, desde esta
perspectiva, una patológica excrecencia propia de sujetos precarios. La mano invisible
de la economía ha sido reemplazada por la mano invisible del contexto digital: todo ha
de hacerse conforme a sus patrones, tiempos, dinámicas y estándares. A su vez, se ha
configurado un régimen totalitario productivista que condena todo atisbo de
pensamiento disidente porque amenaza con atenazar, paralizar o atentar contra la
cómoda homogeneidad y fluidez por las que todo el espectro humano parece resbalar
por la existencia. El pensar incomoda porque actúa como un cortocircuito inesperado en
el seno de la articulación «normal» y funcional del mundo. Pareciera que el cometido
prioritario del sistema productivo hegemónico es el de impedir y, más allá, el de hacer
pasar como trivial, bufo y vacuo cualquier intento de poner en duda los patrones
existenciales que dominan la vida contemporánea.

Lo que aquí quiero denunciar es que esta consideración del pensar como una actividad
residual, sobrante e incluso risible —por improductiva—, va más allá de la
narcotización intelectual propuesta por numerosos autores. El sujeto narcotizado se
sabe presa de un funcionamiento sistémico que lo trasciende y, en este sentido, decide
integrarse en él porque considera que su transformación o reconducción es inviable; con
ello se aviene a lo tenido como funcional o adaptativo y se suma conscientemente al
movimiento del engranaje productivo. La condición del sujeto sedado, propiciada por el
gobierno emocional, la dictadura felicifoide y la creciente polarización del espectro
político institucional, va un paso más allá: la sedación intelectual y emocional produce
individuos reaccionarios y conservadores, e incluso agresivos y violentos, que
defienden con denuedo las dinámicas de eficiencia, rapidez y rentabilidad del sistema
productivo, las hace suyas y considera que todo cuanto pueda amenazar su amable
transitar por él responde a un complot que pretende arrebatarle sus condiciones de
vida, que considera adecuadas y proclives para su felicidad. Desea conservar los males
que empeoran su existencia.

Al igual que la estructura productiva dominante, el sujeto sedado se ve a sí mismo


como un capital libre y listo para la explotación que va en busca de la máxima
rentabilidad, y para ello esquilma cualquier atisbo que desafíe su desarrollo. Como
sucede en el mercado de capitales, los individuos sedados se vuelcan sobre los filones
que parecen más provechosos (una posición política, la mostración en redes sociales, el
consumo de técnicas de gestión emocional) para que su valor de mercado se afiance e
incremente. Cualquier presión que el sujeto sedado sienta y considere un riesgo para el
valor de su cotización como trabazón indispensable del mecanismo productivo, intenta
aplacarla mediante cualquiera de los dispositivos disciplinantes que ha tomado como
funcionales, adaptativos y eficaces para su vida: la cultura fit, la tiranía felicifoide, la
idioticracia o la gestión emocional. Es una espiral cuyo centro descansa en una
indolente y dulzona inconsciencia y, por otro lado, en un pensar homogéneo que se le
vende como original y genuino y que consiste en la universalización de la razón
económica, que utiliza a los individuos para convertirlos en sujetos calculadores que
creen estar al servicio de su propio lucro, goce y beneficio. El sujeto ya no está
involuntariamente narcotizado, sino que se ha asentado en una deliberada sedación
intelectual y emocional de la que no desea despertar y que incluso está dispuesto a
defender con vehemencia y, llegado el caso, con hostilidad.

La sedación provocada por este modo de existir también dispara la uniformidad en


nuestras maneras de pensar. La rapidez de la red digital impide que exista tiempo para
reflexionar y, por tanto, nos quedamos con la opción (política, estética, económica,
social) que más se adecua a nuestra presunta manera de ser, domesticada, a su vez, por
los algoritmos y el vaivén comercial de nuestros datos. Ya he apuntado en otro capítulo
que nuestra dependencia del entorno digital desemboca en un menor movimiento
corporal de la ciudadanía, encerrada en sus habitáculos domésticos desde donde cree
manejar con solvencia su circunstancia vital. Además, cuando salimos a la calle, nos
desplazamos de forma más aséptica, más transaccional (es decir, menos contemplativa);
es curioso comprobar, como señalan algunas investigaciones, que los ritmos con los que
caminamos por las grandes ciudades desde 1950 se ha incrementado en un diez por
ciento. No caminamos, transitamos. Como ha defendido el antropólogo Marc Augé,
existimos en no-lugares: en espacios de mero tránsito, donde la vida no acontece, sino
que tan solo pasa. La distribución y estructura de los espacios arquitectónicos por los
que nos desplazamos a diario configuran la forma en que nos desenvolvemos en tales
espacios. Predisponen nuestras posibilidades existenciales. En los grandes núcleos
urbanos existen cada vez menos espacios verdes y parques infantiles, menos bancos
para sentarse en la vía pública y los lugares destinados a la recreación deportiva y de
ocio se hacen de pago. Los más exitosos imperios comerciales colonizan paulatinamente
las calles más importantes de las ciudades para albergar en ellos cada vez más clientes y
cada vez menos ciudadanos.

La calle ha dejado de ser un lugar de encuentro entre personas para convertirse en un


espacio estratégico de descarnada circulación de capitales y autómatas sedados. Resulta
curioso constatar cómo todas aquellas avenidas que las instituciones gubernamentales
han ampliado (un proceso voceado con ruidosos programas propagandísticos),
haciendo con ello más anchas las aceras y zonas peatonales, coinciden por lo general y
llamativamente con los emplazamientos de mayor concentración de grandes comercios.
Pareciera que no aumentan los espacios en los que estar, sino las galerías por las que
vagar. No por casualidad se han puesto en boga los paseos por centros comerciales. Si la
vía pública se vuelve impracticable o queda transfigurada en un océano de marabuntas
que bailan al son de tiendas, bazares, negocios, hoteles y grandes almacenes, las
opciones de los ciudadanos se reducen con drasticidad: recluirse en sus casas, donde
encuentran una frágil y voluble tranquilidad que, sin embargo, se vuelve asfixiante por
el imperativo de permanecer conectados; aceptar el funcionamiento propio de las
grandes ciudades, donde imperan el alboroto, las prisas y las compras compulsivas,
prácticas todas ellas que acaban contagiándose; o ejercer la «desconexión» rural o
turística, eufemismo contemporáneo para designar la necesidad de alejarnos de las
causas de nuestros malestares.

Desde el advenimiento de la sociedad industrial, siempre ha existido un amplio


contraste entre la afluencia y sobreabundancia de mercancías y el subconsumo
ciudadano, es decir, la imposibilidad de que el mercado absorba a través de la venta
todo lo que la industria produce. Esta dinámica dio un vuelco a finales del siglo XIX, con
la normalización e introducción en los espacios públicos de las grandes superficies
comerciales. Es decir, tuvo que buscarse una solución inmediata a esa desmedida
producción, creando para ello condiciones proclives para un consumo igualmente
desmesurado. En connivencia, el aparataje publicitario puso sobre la espalda del
individuo, bajo la forma de la culpa, la necesidad de satisfacer todo tipo de deseos y
anhelos innecesarios. También se definió un importe fijo para determinadas mercancías,
de manera que el regateo no supusiera una posible subida de los precios; pero si el
consumo aumentaba, lo hacía de su mano la producción, lo que, hasta nuestros días, ha
dado como resultado una cultura de la especulación, la sobreproducción y el
despilfarro. No solo en los bienes materiales, sino también en la alimentación. Tanto es
así que Naciones Unidas ha creado un «índice de desperdicio de alimentos» (Food Waste
Index), que apunta a una cifra anual de más de 930 millones de toneladas de comida
cuyo destino es la basura. Respecto a la ropa, las cifras mundiales registradas hablan de
más de 39.000 toneladas anuales desechadas. Un verdadero escándalo consentido en
beneficio del continuo crecimiento económico, de la fluidez del progreso y de nuestras
disipadas e indolentes vidas en países desarrollados. Todo ello en detrimento del
comercio de proximidad, que no contó desde el principio con las mismas posibilidades
que los poderosos imperios económicos, los cuales podían facilitar el pago de sus
productos a través de cómodos plazos a los consumidores y ofrecían, en general,
condiciones más ventajosas que las tiendas de barrio. La paulatina destrucción de la
vida afectiva y comunitaria de nuestros barrios y núcleos vecinales garantiza nuestra
incomunicación, ya que nos empuja al meollo de los centros urbanos o a las vistosas
plataformas comerciales, donde nos convertimos en nadie, en un elemento anónimo
más de las multitudes solitarias y mudas que, a pesar de todo, hablan un mismo
idioma, el del consumo desaforado y la apatía intelectual.

Nada en nuestra configuración arquitectónica ciudadana está dejado al azar. La


sedación de los sujetos ha sido preparada progresivamente por diversos procesos
históricos y económicos que, estudiados en retrospectiva, cobran una clara intención:
vertebrar la indolencia de la ciudadanía frente a estructuras que la trascienden
administrativa y económicamente y ante las que se ve y se siente impotente. Los
escaparates, que hoy tenemos tan asimilados en la disposición visual de nuestro
espectro urbano, nacieron a principios del siglo XX y convirtieron el espacio público en
una amalgama de espectacularidad al servicio del gasto, del tráfico de capitales y del
dispendio disfrazado de deleite personal o familiar. Es la posibilidad de gastar lo que
nos congrega; es el consumo lo que nos atrae y reúne en un magma humano
indistinguible que se mueve al son de anuncios y predisposiciones algorítmicas.
Nuestro contacto ha quedado mediatizado por todo tipo de mecanismos disciplinantes
que prefiguran nuestras experiencias, que le dan forma antes de que siquiera se haya
producido. Resulta sugerente pensar cómo los sabios y filósofos del pasado, orientales y
occidentales, pensaron el deseo desmedido como algo que debíamos tener bajo
custodia; el individuo que domina su deseo sabe dominarse a sí mismo. Hoy, al
contrario, y en virtud de la cultura del consumo y de la sedación de los sujetos, la
satisfacción del deseo consumista es la máxima expresión de nuestra libertad, cuya
amplitud se mide por la capacidad para gastar —con independencia de que lo
adquirido se disfrute o no, o de que se haya adquirido, como sucede tan a menudo, para
mostrar a los otros la propia envergadura económica—. En términos antropológicos, la
decreciente carga lectiva en humanidades en colegios e institutos (en beneficio de
asignaturas «útiles» que promueven nuestra condición de consumidores) ha
desmembrado nuestra relación con valores inmarcesibles y trascendentes, de manera
que el único marco en el que podemos disfrutar de la vida es el estrictamente material.
Cabe decir que la cultura del consumo impidió que la sociedad industrial feneciera; la
pregunta, nunca mejor dicho, es a qué precio sobrevivió.

Es doloroso comprobar cómo todas estas perversas exigencias comerciales han


desembarcado en el ámbito educativo, de manera que los colegios se convierten en
centros destinados a la exclusiva preparación para el mercado laboral y en promotores
del emprendimiento económico y empresarial mientras, como contraparte emocional, se
exige al estudiantado resiliencia ante las dificultades del mercado laboral y frente a un
escenario crecientemente precario y precarizante. Se los invita a ser orgullosos
consumidores y originales emprendedores, pero no cuentan —en tanto que se les priva
de ellas— con las herramientas suficientes de resistencia para poder ejercer un lúcido
cuestionamiento de las condiciones que crean sus malestares presentes y futuros.

La sedación emocional e intelectual se siembra y disemina desde el terreno educativo en


niños y adolescentes y se afianza y prolifera mediante la conformación de adultos
frustrados, tristes y exhaustos que solo encuentran consuelo en el consumo. Se cumple
aquí el certero oráculo de Marx: «La propiedad privada nos ha hecho tan estúpidos y
unilaterales» que solo admitimos la existencia de un objeto cuando es «utilizado por
nosotros» (Manuscritos de economía y filosofía, «Tercer manuscrito», 1932). O líneas antes
(al comienzo del «Segundo manuscrito»), cuando señaló con desgarradora clarividencia
que la vida del ser humano es hoy «entendida como una oferta de mercancía igual que
cualquier otra. El trabajador produce el capital, el capital lo produce a él». Nos
definimos por cuanto podemos producir y, después, consumir, en un proceso
ininterrumpido, presentado bajo la apariencia de apetecible y gratuito servicio a nuestra
disposición, teniendo siempre en cuenta que resulta imperativo que la masa trabajadora
sea esclava de sus necesidades y no cuente con tiempo suficiente para que sus
facultades más humanas se puedan desarrollar con libertad.

Los instrumentos con los que hoy se nos avasalla no son los látigos, las fustas o las
jornadas laborales maratonianas, sino la capacidad —en forma de asumida exigencia—
para continuar anclados al proceso productivo en nuestro tiempo de ocio. Nos vemos
obligados a mantener siempre despierta y predispuesta nuestra capacidad productiva y
nuestra empleabilidad. Todo apunta a que nuestro papel inminente será el de meros
consumidores que no precisen siquiera del trabajo asalariado; los grandes imperios
económicos proporcionarán a las multitudes solitarias una renta básica que podrán
gastar a su gusto; cuando, motivadas por la gratificación constante, la
hiperestimulación, la oferta inabarcable de productos y la promesa de una siempre
postergada mejor vida arramblen con el crédito disponible, surgirán entonces nuevas
vías de préstamo y endeudamiento que las mantendrán aferradas a formas de
dependencia jamás imaginadas en lo económico, lo social, lo emocional y lo laboral. La
liberación del trabajo supondrá, en un futuro no muy lejano, el sometimiento como
burocratización del ser humano, que de manera definitiva quedará transformado en un
dato rastreable, reproducible y del todo prescindible, cuya única función fáctica será la
de heredar o transmitir deudas o beneficios. Nuestra potencia para decidir será anulada
si no oponemos una resistencia intelectual deliberada ante todos los artilugios
alienantes que impiden cobrar conciencia de que los actuales ritmos productivos nos
conducen inexorablemente a la expropiación de nuestro propio juicio y de nuestra
independencia cognitiva y emocional.

El sujeto económico actual transitará, si no oponemos ninguna contención, al sujeto


sedado y complacido que ni siquiera puede parar mientes en las estrategias sistémicas
que lo conducen a la imposibilidad de cuestionar los poderes establecidos. Considerará
superfluo cualquier acto de pensamiento comprometido, como si fuera el resultado de
un ejercicio pueril de disidencia que atenta contra la funcionalidad del sistema
productivo. No necesitamos una rebelión o una insurrección violentas, sino una
reflexión pausada y beligerante en términos intelectuales que nos permita dar cuenta de
los conflictos y complejas tesituras que hoy enfrentamos. Y esto solo se conseguirá
mediante una educación centrada en valores humanistas, es decir, en el compromiso
por fomentar en la ciudadanía la formación de un juicio independiente y en una
libertad entendida como responsabilidad legisladora de los actos individuales y
comunitarios.

Antes me referí de soslayo al turismo. Merece la pena detenerse a pensar por un


momento en esta actividad que parece inocua. Viajar y hacer turismo no son sinónimos.
El viaje implica sendero, recorrido, riesgo de perderse en el transcurso, en el entre. El
viajero disfruta del periplo; el turista, al contrario, solo cambia de lugar para hacer las
mismas cosas de distinta manera en diferentes lugares. Cambia la cantidad, no la
cualidad. Viajar es habitar y existir en el camino, es una metáfora de la vida. El viaje se
configura en y por el espacio intersticial, por el lugar que media entre dos lugares, por
el ir y el venir, no por el estar. «Viaje» deriva del latín, via (‘camino’): lo esencial es el
transcurso que media entre un punto y otro. Tanto es así que, a juicio de numerosos
autores, no precisamos del desplazamiento físico para viajar. Nietzsche habló del viaje a
sí mismo —en el Zaratustra— como «el más largo de mi vida». También el Tao Te Ching
explica que «sin salir de la puerta se conoce el mundo. Sin mirar por la ventana se
contemplan los caminos del cielo. Cuanto más lejos se sale, menos se aprende». O, en fin,
Fernando Pessoa apuntó en el Libro del desasosiego (fragmento 451) que «para viajar
basta con existir. Voy de día en día, como de estación en estación, en el tren de mi
cuerpo, o de mi destino [...]. Cuando imagino, viajo». Ahora bien, estos mensajes se han
malinterpretado, cuando no malversado, y han desembocado en un melifluo y dañino
neoestoicismo que cifra toda capacidad de disfrute y salvación en la esfera individual,
un movimiento que nos condena al privatismo y nos hace olvidar la esfera social,
sentenciándonos a la sedación intelectual y a la desmembración social. Existen toda
clase de gurús de la autoayuda y del crecimiento personal que caracterizan la libertad
como una posibilidad interior en la que se forja todo lo posible, todo cuanto podemos
llegar a ser. Las tecnologías disciplinarias del gobierno emocional contribuyen así a
cargar de culpa las espaldas de los sujetos precarizados, como si la posibilidad de
cambiar las causas de sus malestares estuviera en su mano, o expresado con sus
eufemismos, en su libertad interior.

Este tipo de melosas diatribas calan en la población como una reconstitutiva llamada a
la enmienda interior, dejando de lado el horizonte social y político, donde realmente
pueden producirse los cambios. Es cierto que, por supuesto, debe operarse una
regeneración interior (llamémosla intelectual, anímica o espiritual) en el sujeto para que
pueda y quiera acudir a la polis a ocuparse, con y entre sus semejantes, de los asuntos
públicos; ahora bien, considero que, en este sentido, el tono que se emplea es
fundamental, y que cierta beligerancia y contundencia que agiten al individuo sedado
son mucho más necesarias que un «empoderamiento espiritual», el cual, muchas veces,
se queda en la realización de anodinas y embaucadoras prácticas de realización
personal que solo recalan en una autocomplacencia muy perjudicial para el desarrollo
del entramado social y político de una comunidad cualquiera. En el mismo sentido, me
parecen problemáticas las palabras del maestro Lev Tolstói en El camino de la vida (1911)
sobre la libertad interior: «Puedes estar en prisión, estar enfermo, haber sido privado de
cualquier actividad exterior, estar siendo humillado, atormentado, pero tu vida interior
está en tu poder». Relegar las emociones y la libertad del individuo al campo privado
de su conciencia significa, por un lado, despojarlo de su responsabilidad ciudadana y
hacer que olvide, obvie o soslaye la relevancia de comparecer los unos ante los otros; y
por otro, lo sume en la incomunicabilidad de sus malestares, al sentirse único
responsable de su emergencia; por si fuera poco, debe ejercer como su propio redentor.

En este punto me declaro mucho más cercano a Simone Weil y a su denuedo por
contagiar en la ciudadanía un pensamiento individual que quede anclado a la
implicación y al diálogo social: «El pensamiento es la suprema dignidad del ser
humano. La vida será tanto menos inhumana cuanto mayor sea la capacidad individual
para pensar y actuar. La civilización actual tiene en su interior con qué aplastarnos, pero
también con qué liberarnos» (Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión
social). La meditación personal y la percepción individual son ingredientes ineludibles
de una filosofía de la resistencia, pero solo como bastión desde el que reaparecer en el
terreno público. Si de algo ha de servirnos la autoexploración y el camino hacia el
interior ha de ser para convertirnos en una activa trinchera; no para parapetarnos en
ella, sino para estar siempre preparados y, sobre todo, predispuestos para exponernos
en el terreno público. Este verso de Ingeborg Bachmann resulta aquí paradigmático: «La
retirada ha de ser una retaguardia interior» (Rückzug muß ein inneres Hinterland). La
meta, siempre, es el afuera, el terreno donde debemos argumentar con los otros y actuar
entre los otros. Bien lo sabía el sabio chino Chuang Tse (o Zhuangzi, siglos IV y III a. C.):
«Un sabio primero mira lo interior: se gobierna a sí mismo, es recto él y solo después
pasa a la acción, cuando ya sabe hasta dónde puede llegar». O si preferimos expresarlo
de manera más literaria, Novalis escribió en su Enciclopedia (1837) que «la sede del alma
está ahí donde el mundo interior y el mundo exterior se rozan». Cualquier posibilidad
de transformación real se juega en la responsable y comprometida implicación en el
campo de la comunidad, porque, como Aristóteles, Marx y Hannah Arendt dejaron
claro, el individuo es un ser social, por mucho que las instancias económicas y políticas
intenten convertir «la sociedad» en un constructo indiscernible (en el que la
individualidad queda arrebatada), voluble y manipulable. Si lo reflejamos con una bella
expresión de Eduardo Galeano, tras recibir el premio danés Stig Dagerman: «Ojalá
podamos tener el coraje de estar solos y la valentía de arriesgarnos a estar juntos».

Tanto el turismo (de lo mucho y de lo lejos, de los destinos exóticos e instagrameables, de


los paquetes low cost accesibles para todos los públicos mediante los que asediamos en
términos ecológicos a nuestro planeta) como las expediciones interiores (en busca del
autocrecimiento y la autorrealización) son formas, perjudiciales y negligentes, de
instalar la rapidez, la superfluidad y la indolencia en nuestras vidas. La tendencia del
entorno digital es aportarnos la sensación de estar concluyendo procesos —muy
pautados— de manera constante en busca de la permanente, mas siempre insuficiente,
gratificación: subir una fotografía, tuitear mientras se espera la interacción del Otro,
scrollear para mitigar el aburrimiento, eliminar aquella fotografía porque no ha obtenido
las suficientes interacciones del Otro, retuitear o comentar algún tuit con el que no se
está de acuerdo para espolear nuestra voluntad y sentirnos integrados, agotarse de
scrollear y sentir frustración, ansiedad o tristeza, postear sobre el agotamiento que
producen las redes sociales, borrar el post porque muestra vulnerabilidad ante el Otro,
cuestionar si es conveniente ocultar la propia fragilidad («necesito una sesión de crossfit,
un viaje o unas respiraciones conscientes»), subir un reel sobre la fragilidad a la que nos
expone nuestra época y, al fin, volver a subir la foto borrada porque, qué más da —nos
confesamos—, el mundo seguirá igual al margen de nuestras acciones. Un bucle
perverso, agotador e interminable que nos mantiene recluidos en el inagotable y voraz
aparataje de lo inmediato, lo rápido y lo emocionalmente absorbente.

Para ejercer la resistencia intelectual se requieren otras cadencias, otros ritmos. Se


requiere una ruptura temporal. De ahí la importancia de recuperar y defender la
lentitud en nuestros procesos vitales. No se trata tanto de arremeter contra la rapidez
propia de los entornos digitales como de aceptar y recordar que la mayor parte de las
dinámicas de la vida necesitan ritmos distintos a los que se dan en la esfera digital. Al
comienzo de este capítulo aludí a Kierkegaard y a María Zambrano en dos citas que se
refieren al deseo y a la posibilidad. En la actualidad, tanto el deseo como la posibilidad
—o la expectativa— han sido saturados: están siempre llenos, colmados y, por tanto,
han dejado de ser contingentes, azarosos, imprevisibles. Lo vacío no se permite; el
hueco nos aterra. La mayor parte de nuestro tiempo diario se ha comercializado: la
permanente conexión, con la que nos sentimos libres, brinda datos muy valiosos a las
empresas, que dirigen nuestras vidas mientras pensamos que somos nosotros quienes
sostienen la sartén por el mango. De media, un sujeto espera entre tres y diez segundos
parar pasar de un vídeo, de una canción, de una story o de un reel a otro. Nuestro deseo
se ha puesto en venta, al igual que nuestro tiempo y nuestra atención, y con él también
las expectativas que guardamos respecto al desarrollo de nuestra vida. La
pantallización de la existencia supone la expropiación de nuestra concentración, como
potencia política, y la sumisión a avasalladores estímulos que generan una silenciosa
adicción espoleada por una agotadora hiperexcitación.

Este libro defiende una reeducación de nuestra voluntad fundada en un nuevo proceso
de alfabetización temporal de nuestro deseo. Tenemos que volver a aprender a construir
nuestro deseo, favoreciendo la aceptación del transcurrir temporal que nos ha sido
arrebatado, para habitarlo desde la falta, desde la normalización de la carencia. Como
señaló Kierkegaard en In vino veritas (1845): «Lo esencial en la existencia no es tener
ideas claras y sublimes, sino la resolución de la voluntad, la resolución al servicio de los
deseos». Pero si estos deseos son atiborrados por la glotonería del consumo estimular,
nuestra libertad también nos es despojada. El consumismo contemporáneo está
relacionado con el pensamiento rápido y, como señalé, un cerebro que se habitúa a la
rapidez no piensa, solo reacciona. No decide, solo se sobresalta. Al sernos arrebatada
nuestra capacidad para decidir y acostumbrarnos a transitar de un estímulo a otro,
cualquier elección consciente es observada con inquietud e incluso con angustia. La
sedación se traduce en un continuo entusiasmo que nos hace sentirnos siempre
espoleados y motivados. Pero se trata de una cadena vacua y perjudicial que satura
nuestra atención y nos impide hacernos dueños de nuestros deseos.
Desde este punto de vista, el imperativo de la «desconexión» digital se ha transformado
en un pérfido deber, en una faceta productiva más: nos invitan a desconectar porque
resulta un ejercicio rentable. Sin embargo, desconectar es tan solo un ingrediente —
socialmente admitido como— necesario para ratificar el proceso productivo mediante el
que nuestros cuerpos y comportamientos son moldeados para perpetuar el afanoso
trasiego de nuestro acontecer cotidiano. Todo ello a pesar de nuestros malestares, de
nuestras precariedades, de nuestras fragilidades y nuestros anhelos nunca cumplidos
(mas siempre prometidos por la dictadura felicifoide). Al igual que la constante
conexión, la desconexión puede convertirse en un comportamiento adictivo. Los
patrones comportamentales que subyacen a la codiciada desconexión son los mismos
que perpetramos cuando vivimos asediados por toda la retahíla de sonidos,
notificaciones y avisos, y por su brazo emocionalmente armado, la gratificación
instantánea. El asediante empeño por alcanzar la imperativa desconexión nos sumerge
en idénticos circuitos de angustia y excitación que los que prevalecen en la incansable
conexión. Nos asfixia de igual forma caer en la cuenta de que estamos conectados sin
descanso (con la consiguiente extenuación cognitiva y el creciente agotamiento
emocional) como desear una codiciada desconexión que nos resulta poco factible o
imposible.

Así pues, y en relación con la reeducación del deseo que aquí planteo, la conexión a la
esfera digital, al igual que cualquier otra actividad humana, es el resultado de practicar
una serie de costumbres que hemos interiorizado y que se disfrazan de imperativos
funcionales para responder con eficacia a las demandas de una atmósfera
hiperconectada, hiperacelerada e hiperproductiva. No nos sirve con la economizante
consigna de gestionar nuestras emociones. El punto clave reside en la recuperación de
ciertos hábitos perdidos, relegados y desatendidos a causa de la adquisición de otros
nuevos que, en nombre del progreso, han domesticado nuestra conducta y nos han
hecho olvidar que existe otra manera de habitar el mundo. Si, como explicó Aristóteles,
el transcurso de nuestra vida se erige sobre los hábitos que alojamos en ella,
necesitamos entonces reconquistar lo olvidado para resistir, poder decidir y contrarrestar
las dinámicas disciplinarias hasta ahora expuestas: la pantallización de nuestra vida, la
sumisión a los ritmos de la esfera digital, la sedación de los sujetos, la soledad de las
multitudes conectadas, el gobierno emocional, la rapidez, la capitalización de nuestro
deseo, la venta de nuestra atención, la idioticracia y la dictadura felicifoide. Estas
dinámicas disciplinarias esconden, en paralelo, artefactos punitivos mediante los que se
culpa al individuo por sus malestares y pesadumbres, mientras es intimidado por un
mundo que pide de él una ininterrumpida y agotadora disponibilidad.

El único camino para despertar y rebelarse frente a este adiestramiento conductual es el


de establecer y desarrollar nuevas maneras de vivir, nuevos modos de hacer y nuevas
formas de estar a través de un decidir consciente, opositor, comprometido, disidente.
Necesitamos redescubrir nuevos estilos existenciales para habitar nuestro cuerpo y para
pensar críticamente nuestro hacer, cada vez más subyugado por el atractivo mecanismo
que nos hace sentir bien cuando somos productivos y funcionales, y que nos penaliza
cuando nos entristecemos o nos sublevamos. Este redescubrimiento solo se producirá
mediante el ejercicio de una filosofía de la resistencia que nos permita entender que es a
través de la acción, y de los hábitos que conformamos a través de ella, como podemos
llegar a cuestionar y, llegado el caso, a desarticular las pérfidas cadenas del gobierno
emocional. Y entonces, decir con María Zambrano: «Ha llegado la hora del
conocimiento. [...] La tarea ineludible hoy es descender hasta las entrañas de la historia
portando una luz implacable que purifique y revele» (Persona y democracia, 2).
RESISTENCIA
RUIDO Y PANTALLAS: ANTE LA OPRESIÓN DEL ESTÍMULO
CONSTANTE
Y lo grave es que tal cosa: resbalar sobre la propia vida, sin adentrarse en ella, puede ocurrir con suma
facilidad. Por eso es necesario que intentemos desentrañar lo que hay dentro de esta realidad a que aludimos al
decir crisis.

MARÍA ZAMBRANO, Hacia un saber sobre el alma,


«La vida en crisis», 1950

El sistema productivo imperante nos subyuga a una tiranía del instante que no deja
espacio al ejercicio de un proceso cerebral que ha supuesto un gran gasto evolutivo,
nuestra paciencia cognitiva, gracias a la cual podemos pensar con pausa nuestro
entorno sin caer sometidos ante la hiperestimulación. Como hemos comprobado,
realfabetizar nuestra paciencia cognitiva podría desembocar en una resistencia
intelectual y emocional que daría como resultado una capacidad de decisión consciente
y comprometida, alejada de la urgencia estimular y de la aceleración de los procesos
que se dan en nuestros días. Además, en virtud de nuestra sujeción a los ritmos de la
esfera digital, toda experiencia puede ser replicada una y otra vez, sin necesidad de que
medie ningún esfuerzo por nuestra parte, lo que causa una progresiva modorra
intelectual tras la que el individuo se parapeta y en la que se siente cómodo, a cuyo
través fluye indolentemente, al permitirle trazar una mecánica existencial presidida por
un inconsciente automatismo.

He mostrado en capítulos anteriores que la atención es una potencia política y, en este


sentido, es también una habilidad performativa, es decir, que en su ejercicio mismo
transforma la realidad —en tanto que nos hace responsabilizarnos de ella—. La
pantallización de nuestra vida ha convertido nuestra atención en el capital con el que
las grandes empresas y los partidos políticos trabajan con el fin de hacer nuestras
conductas lo más previsibles y predecibles posible y para, de esta forma, suprimir del
escenario humano la contingencia y el azar. Este proceso, afianzado y silencioso, ha
conducido al establecimiento de toda una economía y mercadotecnia de la atención, con
la que se especula no solo en la esfera digital, sino también en las calles y en los
escenarios físicos de nuestras ciudades.

Por añadidura, y sin que aún se haya reparado en ello con seriedad teórica y
gubernamental, la expropiación de la atención también genera nuevas clases sociales.
Sirvan tres ejemplos cotidianos para ponerlo de manifiesto. En las zonas VIP de
aeropuertos y estaciones de trenes se da un llamativo aislamiento: al haber pagado por
un servicio prémium, los usuarios pueden disfrutar de un entorno tranquilo, sin ruidos,
interrupciones ni pantallas (y si existen, suelen estar silenciadas); al contrario, el resto
de las zonas (no VIP) de espera y tránsito, por donde se mueve y vive la capa
poblacional más amplia, están expuestas al bullicio y al alboroto constantes (tiendas,
sonidos, luces, marabuntas humanas, anuncios). También sucede en colegios,
universidades e institutos: bajo capa de progreso y eufemismos como «inmersión
digital», numerosos espacios educativos se han abarrotado de pantallas (y, por tanto, de
sonidos y de luces), introduciendo desde pequeños a niños y adolescentes en la
opresión cognitiva del estímulo constante, con el consiguiente expolio de su atención,
mientras que en las escuelas de las regiones más favorecidas se intenta alejar a los niños
del permanente avasallamiento de las pantallas, e incluso se prohíbe la entrada de sus
teléfonos móviles particulares en los espacios escolares. Otra preocupante constatación
sobre nuestros paisajes urbanos, tan triste como inquietante: las casas de juegos de azar
y apuestas que invaden nuestras ciudades se acercan cada vez más a los centros
escolares y de salud (a pesar de existir leyes que lo prohíben y que, por supuesto, se
incumplen); la vulnerabilidad y la fragilidad se emplean sin ningún reparo para atraer a
nuevos clientes, para comerciar con nuestra atención a través de la explotación de
nuestras flaquezas y debilidades.

En la actualidad, es lo que aquí defiendo, la posibilidad de poder elegir dónde ponemos


nuestra atención es un privilegio de clase. La sedación a la que sucumbe el zombi
tecnológico es una estrategia de dominación, una opresión cognitiva que desemboca en
una indolencia intelectual y emocional y, por consiguiente, en una desidia política y
social. En paralelo, la constante presencia de incentivos y aguijones estimulares hace
que el gobierno emocional de la autoayuda, que nos sume en el universo del privatismo
y en nuestros yoes encapsulados e incomunicados, nos seduzca con sus permanentes
llamadas al crecimiento personal y a la gestión funcional de nuestros afectos y
sensaciones, como si nuestra mismidad fuera una suerte de espacio de compensación
donde podemos aliviarnos y consolarnos de los inhabitables ritmos del mundo exterior.
Esta desvinculación del escenario público pervierte el dictado délfico-socrático
«conócete a ti mismo» y lo transforma en una indigesta fórmula que nos hace olvidar
que el yo no es una entidad separada o independiente del contexto en el que se da: la
sedación neutraliza nuestra capacidad para resistir y decidir. Como apunté en el
capítulo anterior, la llamada a «desconectar» esconde la intención de desensamblarnos
del espacio público: solo encontraremos la paz, el sosiego y la calma en un aislamiento
autoinfligido, adornado con las melosas argucias de todo tipo de técnicas de gestión
emocional. Como ya vaticinó Ortega y Gasset en su Meditación de la técnica (1939):
«Acaso la enfermedad básica de nuestro tiempo sea una crisis de los deseos». La
adicción a las pantallas y, de su mano, el gusto por los artilugios emocionales que nos
conducen a un aislamiento que se presenta como sanador oculta una merma de nuestra
atención y de nuestra capacidad para desear (y, así, para decidir con responsabilidad),
hechos auspiciados por la patología de la inmediatez, la rapidez y la hiperestimulación.

Aquí se hace necesario un apunte sociopolítico. Nuestro sufrimiento y nuestras


vulnerabilidades han sido absorbidos por la maquinaria del sistema productivo, que los
normaliza como aspectos de un funcional desenvolvimiento en nuestra circunstancia
presente. Es normal, nos dicen, sentir cierto malestar por las dinámicas de un mundo
voluble, líquido y exponencialmente inestable, por lo que debemos encontrar la manera
de calmarnos y proseguir nuestra marcha con la mejor de las sonrisas. Vivimos
asediados por un sinfín de estímulos de los que, sin embargo y a la vez, nos instan a
desembarazarnos, en una exhausta búsqueda de independencia que, como resultado,
deriva en una omisión del terreno fáctico. Con una celeridad imperceptible, nos
separamos los unos de los otros en aras de hallar en nuestro interior la quietud y el
confort que resultan imposibles de alcanzar en el mundo exterior: los artilugios del
gobierno emocional nos enclaustran en un supuesto yo interior que se exhibe y publicita
como el espacio de la autenticidad y del verdadero crecimiento. El endiosado yo, altivo
y creador, se alza como el nuevo adalid desde el que —se cree ilusoriamente que— se
puede salvar el mundo: la esperanza de la redención personal como ideología que
oculta nuestras miserias y pesadumbres y que alimenta el desamparo del precariado
emocional. Esto quiere decir que, sobre todo en capas poblacionales de rentas medias y
bajas, en tanto que cuentan con menos recursos económicos y, en consecuencia, están
más expuestas a la precariedad y a la fragilidad material, se produce una desafección y
un alejamiento de la política y de lo político.

La industria de los juegos de azar y de las apuestas es muy consciente de esta


desensibilización y no duda en emplearla para atraer a nuevas víctimas hacia sus
garras. Hace algunos años, se puso en circulación una campaña publicitaria por parte
de Loterías y Apuestas del Estado, en España, cuyo lema rezaba: «No tenemos sueños
baratos». La violencia emocional que encierra este mensaje es aplastante. A diario
percibo en mis estudiantes de educación secundaria una creciente obsesión por el
dinero que va adueñándose de sus deseos y expectativas y que les crea todo tipo de
miedos, temores e inseguridades. No se trata de una salutífera preocupación por contar
con los bienes materiales necesarios para vivir, sino de una auténtica fijación que, en
ocasiones, deriva en enconadas envidias, en aspiraciones irrealizables, con la
consiguiente frustración e incluso en trastornos ansioso depresivos y de la alimentación.
Se trata de una obcecación nutrida por el arrollador imperio de las pantallas en sus
vidas, que los atiborra de continuas posibilidades en las que solo podrían recalar si
contaran con un excedente económico. También repercute en este hecho la
democratización del uso y abuso de las redes sociales, que hace que niños y
adolescentes consideren a las celebridades como «iguales» que emplean los mismos
mecanismos de comunicación que ellos, lo que los sume en una ficticia sensación de
equidad mediante la que creen existir con las mismas prebendas y los mismos
privilegios que sus adinerados ídolos.

En este punto es útil recurrir a las enseñanzas vertidas por Natalia Ginzburg en uno de
los textos que componen Las pequeñas virtudes, escrito en 1960; en él, la escritora italiana
apela a la necesidad de educar a nuestros chavales en una concepción del dinero que lo
presente como un instrumento para la supervivencia y el generoso dispendio, y no
como un medio indispensable para alcanzar la felicidad: «El dinero que damos a
nuestros hijos, deberíamos dárselo sin motivo; deberíamos dárselo con indiferencia,
para que aprendan a recibirlo con indiferencia, y deberíamos dárselo no para que
aprendan a amarlo, sino para que aprendan a no amarlo», porque «está mal que se
sientan solos sin la compañía del dinero». En definitiva, han de llegar a comprender que
el dinero es impotente «para satisfacer los deseos más auténticos, que son los del
espíritu». Líneas más adelante, apunta Ginzburg que lo más valioso que podemos
ofrecer a nuestros niños y niñas es «una vocación», o, dicho en otras palabras,
obsequiarlos con el don de un lugar al que quieran libremente dirigirse. Es decir,
proveerlos de la bella capacidad para elegir de manera autónoma e independiente.

Resulta curioso que, en este mismo escrito, Ginzburg haga alusión a uno de los aspectos
centrales que abordo en este capítulo: la falta de silencio en la sociedad contemporánea.
Lo cierto es que el ruido es un mecanismo muy eficaz para someter a la ciudadanía,
para robarle su atención. Anestesiados ante su permanente invasión, en ocasiones no
somos capaces de discernir la enorme cantidad de ruido a la que nos exponemos a
diario. Nos hemos vuelto sordos al ruido constante, nos hemos insensibilizado —y, por
tanto, desarmado— frente a él. De hecho, podemos referir dos circunstancias en
apariencia paradójicas pero que encubren un mismo síntoma (el hartazgo de la
hiperestimulación): por un lado, hay individuos que, ante la comparecencia del silencio
o de la desaparición de estímulos auditivos, sienten intranquilidad, desazón o ansiedad,
y necesitan llenar con rapidez su espacio sonoro con palabras, música o con el bullir
permanente de nuestros núcleos urbanos; por otro lado, están quienes, acostumbrados
al constante bombardeo auditivo, intentan permanecer siempre unidos a algún tipo de
estímulo auditivo (es hoy paradigmático el empleo, a todas horas —y de manera
especial en población adolescente—, de los auriculares inalámbricos, cada vez más
pequeños, cada vez más ergonómicos e indetectables, hasta el punto de que hay quien
confiesa no darse cuenta de llevarlos puestos, casi forman parte de su cuerpo). Como ha
señalado Alain Corbin en su Historia del silencio (2016): «[...] el hecho decisivo no es [...]
el aumento de la intensidad del ruido en el espacio urbano», sino «la
hipermediatización», la «conexión continua» y el flujo incesante de mensajes y palabras
que se nos imponen hasta volvernos temerosos del silencio, considerado como un
elemento ansiógeno.

El problema, pues, es que hemos dejado de distinguir con fiabilidad qué estímulos son
nocivos incitadores —que pretenden movilizar nuestros impulsos— y cuáles debemos
tener en cuenta. La inasumible cantidad de excitaciones sensitivas a la que nos
exponemos a diario nos deso-rienta y aturde hasta el punto de desapropiarnos de
nuestra capacidad para discernir entre lo importante y lo superfluo. Cuando te han
despojado de la posibilidad de centrar la atención en el punto que deseas (o, en
paralelo, cuando te han arrebatado la capacidad para distraerte deliberadamente), es
muy complicado permanecer vigilante a la naturaleza de los estímulos. El escenario
circundante se transforma en un instrumento diseñado para esquilmar nuestra atención
y, en este sentido, nuestro mundo queda convertido en un contexto en el que reinan la
superfluidad, la insignificancia y la asfixiante experiencia de lo igual. Todo es lo mismo
disfrazado de una atractiva y ruidosa apariencia de distinción; al fin, tras nuestro trato
con lo igual, quedamos exhaustos, cognitiva y emocionalmente agotados, al caer en la
cuenta de que hemos empleado nuestro tiempo en una actividad del todo fútil pero en
absoluto inocua, ya que nos desapropia de nuestra capacidad para decidir. El ruido nos
reduce a meros receptores pasivos —que solo reaccionan ante lo dado— y nos supedita
al imperativo de permanecer enganchados sin descanso a una cadena estimular que
parece aligerar los malestares propios de la vida contemporánea y que nos seduce con
una agradable apariencia de libertad. El ruido reclama de nosotros una persistente y
punzante disponibilidad.

Si reparamos en el tipo de música que muchos jóvenes suelen consumir, dominada por
ritmos trepidantes y contundentes (como en el caso del reguetón), y sin entrar ahora a
tasar el valor de esta clase de melodías, nos cercioramos con facilidad de que, como
defendió Aristóteles, aquello que escuchamos también configura y acaba por
condicionar e incluso determinar nuestra manera de estar en el mundo. Un considerable
espectro de la música comercial que en la actualidad escuchan los adolescentes está
supeditado a cadencias rítmicas vertiginosas y letras huecas e intrascendentes de
dudoso talante edificante. Este último aspecto no resulta baladí: a medida que la
palabra pierde su importancia, con ello se pierde también la necesidad de ejercerla con
gusto, esmero y distinción. No se trata, por supuesto, de que niños y jóvenes tengan la
altura léxica de un filólogo o el nivel teórico de un experto en ética o moral, pero sí de
transmitirles la importancia del uso del lenguaje y cuánto nos jugamos con él en
términos humanos. Las palabras, en tanto que refieren y designan la realidad, hacen de
ella un lugar más o menos idóneo para existir. En la elección de nuestras palabras se
juega el cuidado de sí y de los demás, y, por ejemplo, la prevención del alarmante
aumento del bullying debería comenzar —primero en cada familia, después en colegios
e institutos— por esta pedagogía lingüística: poner atención en lo que decimos y en
cómo lo decimos. Ahora bien, educadores, docentes y familias debemos ser conscientes
de que las posibilidades de ese decir se fraguan en el tipo de cultura y contexto en el que
cada individuo se forma y desarrolla. Lo que escuchamos usualmente normaliza ciertas
maneras de expresión y, por eso, no podemos exigir a nuestros jóvenes que se
manifiesten de otro modo al que están aprendiendo a hacerlo. Debemos ofrecerles
estímulos contrahegemónicos que enriquezcan la amplitud con la que pueden entender
y expresar el mundo. La atención, como cualquier capacidad humana, se puede
entrenar, y de ella depende en gran medida la forma en que habitamos la realidad.

Como he mostrado en otro capítulo, la rapidez y la hiperestimulación, vengan de donde


vengan, encierran el peligro de caer bajo el dominio del llamado brain hacking, que
intenta dirigir nuestro funcionamiento cognitivo —y, por tanto, aleccionar nuestro
comportamiento—, adecuándolo a la rapidez del entorno digital a través del
bombardeo de noticias, de las continuas notificaciones y la permanente disponibilidad.
Nuestra vida, hoy, se configura a través del ruido perpetuo. Un ruido que no solo tiene
que ver con el campo auditivo, sino también con nuestros ojos o con el tacto, como en el
caso del teléfono móvil o de la tablet, objetos que casi nunca abandonamos y de cuyo
influjo no solemos sustraernos o distraernos. Y ello porque no podemos, porque
permanecemos sedados. El violento flujo de información al que nos exponemos
neutraliza nuestra capacidad para poner el mundo entre paréntesis, es decir, para
detenernos y reflexionar. Se nos arroja a la imposibilidad de decidir con criterio propio.

Este incesante ruido secuestra nuestra capacidad de concentración y nos impide vivir
otro tiempo que no sea la pura inmediatez. Vivimos anclados a un hostigador aquí y
ahora, sin que podamos demorarnos en nuestro pasado o reflexionar sobre el porvenir.
Desde antiguo, la filosofía nos ha invitado a hacernos dueños de nuestra atención para
poder pensar antes de actuar y, sobre todo, para alcanzar la independencia de juicio y la
autonomía en la acción. Sosegar o neutralizar el opresivo ruido de nuestro alrededor
puede ser el comienzo para reconquistar nuestra emancipación, para no ser esclavos del
entorno. No se trata de «desconectar», sino de revertir los hábitos que nos han
desapropiado de nuestras habilidades cognitivas, de contrarrestar la dinámica que nos
ha transformado en ratas skinnearianas. Ya Séneca, en el siglo I de nuestra era, planteó
este problema al escribir en el primer capítulo de De vida beata que «mientras
deambulemos de acá para allá sin seguir otro guía que los rumores y griteríos
discordantes que nos llaman hacia diferentes lugares, nuestra breve vida se consumirá
entre errores». Líneas más abajo, en un fragmento del todo profético, alude el filósofo
cordobés a la necesidad de decidir por nosotros mismos y no «por imitación,
convencidos de que lo mejor es lo admitido por el asentimiento de muchos». Como
solución, Séneca estableció vivir conforme a nuestra naturaleza racional para aprender a
decidir consciente y libremente, un punto al que solo podemos llegar si primero
sabemos «lo que apetecemos»: por tanto, hay que emprender una revolucionaria
reeducación de nuestro deseo.

Pasamos demasiado tiempo absorbidos por instrumentos que nos han


instrumentalizado. Somos prisioneros voluntarios, vanidosos y arrogantes —y
potencialmente violentos— que han sido empujados con todo tipo de melindres
emocionales a ser felices a pesar de las circunstancias que nos toquen en suerte. Nuestro
yo queda así encapsulado en un mar de ruido y de estímulos y no logramos escuchar
sus auténticas necesidades, nuestras necesidades, que son atropelladas por el
imperativo de la funcionalidad, el goce inmediato y la productividad mientras se nos
ofrecen ficticias satisfacciones a través del crecimiento personal, que nos anquilosa en
un dañino privatismo. Quedamos mudos para nosotros mismos y somos condenados a
una hostigadora incomunicación, a pesar de vivir inmersos en una hiperconexión que,
sin embargo, nos conecta como masa, no como individuos. Además, la rapidez y
aceleración de nuestra época nos impiden poner en cuestión los distintos imperativos a
los que nos someten los ideales de progreso, éxito, rentabilidad, eficacia o felicidad. Al
contrario, una filosofía de la resistencia aboga por crear una grieta en las entrañas
mismas del asentado edificio donde moran las fabulaciones del gobierno emocional;
para escuchar nuestros propios deseos, para llegar a saber quiénes somos, para —en las
bellas palabras de Rosalía de Castro— poder escuchar «el sonido de nuestras cadenas»
y comenzar a cuestionarlas. Porque, en la conocida expresión de Rosa Luxemburgo,
solo quien se mueve nota el peso de sus grilletes. Como indicó Séneca, «hay que
determinar primero lo que apetecemos» para saber «adónde nos dirigimos y por
dónde».

Ahora bien, por mucho que necesitemos del silencio y de una voluntaria y fructífera
soledad para desarrollar el autoconocimiento, no podemos ni debemos quedarnos ahí.
La filosofía de la resistencia se ejerce en medio de la sociedad, en el veraz intercambio
de palabras entre unas personas y otras (lo que los antiguos griegos llamaron parresía).
En ello consiste la esencia del diálogo: pensar en común para, después, actuar en
común. Puede que la reflexión y el autoconocimiento se inicien en el silencio —elegido
en libertad—, pero la natural continuación del pensar es la palabra argumentada,
razonada y compartida. En definitiva, una sana y enriquecedora dialéctica en la que se
forjan la urdimbre ciudadana y los nexos de proximidad. Por su parte, las redes sociales
nos invitan a exponer sin descanso nuestras vidas, a convertirlas en un ocioso y
liberticida escaparate que genera un exceso de ruido. El yo se convierte en un producto
más de consumo que debemos exhibir ante un Otro amenazante e indeterminado (no
ante el otro particularizado y singular). Gran parte de nuestra vida ha quedado
supeditada a valores comerciales: somos lo que presentamos y exponemos de nosotros.
La digitalización y pantallización de la existencia ha convertido nuestro escenario vital
en un grotesco centro comercial donde consumimos las experiencias de los otros. Todas
estas vivencias, exhibidas en el inconmensurable expositor de las redes sociales, se
traducen en datos con los que las empresas, la publicidad y la política institucional
mercadean para aprender a dirigir con progresivo dominio nuestra conducta hacia
metas y objetivos muy bien definidos.

En definitiva, el ruido que ocasiona nuestra constante exposición genera un


conocimiento de nuestras vidas que nos controla y subyuga. Vivimos —y nos dejamos
vivir— en esta obscena cultura de la vigilancia en la que todo es mostrable y, por lo
tanto, medible y cuantificable. Y, llegado el caso, censurable. Frente a esta honda crisis
de la libertad, debemos pensar, más que nunca, mediante el disidente ejercicio de una
filosofía que no solo intenta conocer, sino que también resiste frente a las narrativas
preponderantes, nuestra relación con el totalitarismo digital, la idioticracia y las garras
del gobierno emocional. La hiperestimulación y el ruido desembocan, mediante la
mercantilización de nuestro deseo y la capitalización de nuestra atención, en la continua
reproductibilidad del sujeto sedado.

El individuo contemporáneo se siente cómodo en medio de este anestesiado discurrir


que —piensa— redunda en un indudable beneficio para él: la vida resulta así menos
tosca (todo lo que no se dirige desde el teléfono móvil y requiere un mayor esfuerzo que
un toque de pantalla es considerado como una tarea de clases desfavorecidas), más
fácil, más accesible, más atractiva. Por eso, las masas sedadas se amotinan con violencia
contra la posibilidad de despertar, porque no aceptan la contingencia intrínseca de la
existencia: todo debe circular con sencillez, todo debe fluir sin cabida para la
interrupción. La publicidad de nuestros días se encarga de que deseemos todo y de que
nos creamos con el derecho y la obligación de alcanzarlo.

La cruel rueda de la manipulación emocional se sirve en el plato de nuestra libertad,


vendida a los intereses de grandes imperios económicos e intereses políticos que
ofrecen una gratificación instantánea que, poco a poco, nos aleja de la posesión de
nuestra voluntad. La pérdida, la falta, el hueco o la insatisfacción se han vuelto
condenables e insoportables, por lo que el sujeto sedado, que se siente poderoso,
relevante y repleto de posibilidades, recurre indefinidamente al torrente de este tipo de
recompensas hueras y estériles. Su entretenimiento es su condena. El precio es muy
peligroso: el desprecio de lo cotidiano en virtud de la promesa de lo imposible. De esta
manera, el campo para la frustración, la depresión, el abatimiento, el cansancio, la
soledad y el sentimiento de futilidad queda sembrado, y con él, el de la apatía, la
desazón y la desidia. La posibilidad del pensamiento y, por tanto, la posibilidad del
cambio comprometido quedan obstruidas.
Como defendió Lauren Berlant (1957-2021), profesora en la Universidad de Chicago
durante muchos años, «una relación de optimismo cruel es aquella que se establece
cuando eso mismo que deseamos obstaculiza nuestra prosperidad» (El optimismo cruel,
«Introducción», 2011). Por ello, la clave de bóveda de una filosofía de la resistencia se
sitúa en una profiláctica inspección, serena y alejada del ruido, de aquello que
anhelamos. ¿Cuánto de aquello que decimos desear no es sino producto de fantasías,
expectativas, posibilidades y esperanzas que nos han vendido como aquello que
merecemos (tener, alcanzar, poseer) y sin lo cual nuestra vida no merecería la pena? A
través de la venta de una eventual aparición de la felicidad, se nos sume en el fango de
una precariedad emocional que nos entristece y que adormece nuestras potencias
intelectuales.
CONTRA LA EMOTIOCRACIA: SOCIEDAD ALGORÍTMICA Y
PREDICCIÓN DE NUESTRA CONDUCTA
La cohesión solo es posible entre una pequeña cantidad de seres humanos. Más allá, solo hay una
yuxtaposición de individuos, es decir, debilidad.

SIMONE WEIL, «Meditación sobre la obediencia


y la libertad», 1937

Si la sedación es el proceso mediante el cual el gobierno emocional ejerce una opresión


punitiva y culpabilizadora sobre sujetos que son refractarios a maneras alternativas o
disidentes de vivir y observar su realidad, evadiéndolos de la responsabilidad de
pensar y pensarse en su circunstancia para explorar nuevas formas —o hábitos— para
existir, resulta evidente que la cuestión de cómo se efectúa este poder sistémico es un
punto central de la manipulación emocional y que, en consecuencia, su estudio ha de
ser, necesariamente, uno de los asuntos principales de discusión de una filosofía de la
resistencia que desee denunciar y cuestionar dicho poder, así como discutir sus
seductoras narrativas hegemónicas.

En el individuo reacio a abandonar la engañosa facilidad con la que discurre su vida, se


practica un dominio que trasciende el clásico análisis de Michel Foucault sobre las
relaciones entre el poder y el Estado: no solo somos los vehículos del poder, a través de
los cuales se ejerce —de abajo arriba— en una suerte de autosometimiento que se
inocula en nuestros quehaceres cotidianos mediante diversos artilugios (leyes,
instituciones, estructuras urbanas, régimen policial, etc.). Más bien, este biopoder,
ejecutado con manos invisibles (o aún peor, mediante nuestras propias manos), encierra
la peculiaridad de convertirnos en sujetos reaccionarios y agresivos que consideran
amenazante o aberrante cualquier tipo de lúcida distorsión reflexiva que pueda poner
en entredicho su cómodo resbalar por la vida (por mucho que padezcan —y que tengan
que adaptarse a— profundos malestares que, sin embargo, se consideran incapaces de
solucionar, si bien les resultan tan llevaderos que los consideran como un mal menor y,
por supuesto, preceptivos respecto al fluir de sus existencias sedadas). En connivencia,
el desarrollo de potentes inteligencias artificiales y de algoritmos predictivos se
encargan de mantener la sedación en marcha, al ofrecer la vida que presuntamente esos
individuos desean.

Propongo, por tanto, no emplear la restrictiva noción de «poder» para referirnos a este
tipo de artilugios de sometimiento emocional y hablar más bien de su deriva actual, la
emotiocracia, es decir, la silenciosa dominación de nuestras emociones, cuya máxima es
la de categorizar como desorientado, enfermo, corrompido, desviado o disfuncional al
sujeto que el zombi sedado considera como no adaptado para —y poco resiliente a— las
demandas del sistema productivo. Aún más: esta dominación se propone la aparición
deliberada de una abierta pugna entre los propios sujetos sedados mediante la cual se
busca, señala o incluso se ejerce violencia sobre quienes no resultan eficaces o
resilientes, instaurando así una cultura supremacista —disfrazada de tolerancia y libre
acomodación— que es ejecutada por los propios sujetos. Solo hay que comprobar cómo
nos creemos dueños del mundo por ser propietarios de un teléfono en el que creemos
ver contenidos todo tipo de privilegios: hace poco, en el metro de Barcelona, tuve la
desagradable experiencia de asistir a un violento conflicto verbal entre una señora
mayor y su nieta y un grupo de jóvenes que reproducían vídeos en sus teléfonos a todo
volumen. La niña se mostraba asustada, por lo que su abuela (o tal parecía) pidió a los
adolescentes que, por favor, bajaran el sonido de sus dispositivos. La contestación de los
jóvenes fue elocuente y es paradigmática sobre lo que aquí quiero mostrar: «¿Es que te
crees la puta ama del metro?». La esfera digital nos hace creer que cuanto vivimos en
nuestros dispositivos es lo único existente y, aún más, lo único valorable. Es nuestro
reducto de libertad. Y estamos dispuestos a defenderlo incluso hasta llegar a la
violencia.

La emotiocracia es, en este sentido, una sociedad de la vigilancia ejercida por la propia
ciudadanía, cuyos miembros se convierten en sus propios verdugos en función de lo
que la cultura digital y algorítmica establece como conveniente y funcional. En
definitiva, es un totalitarismo entregado a los sujetos sedados, para su libre
dispensación, en nombre de la libertad como destructivo y agotador juguete para su
propio entretenimiento mediante el que consumen y quedan consumidos.

Este tipo de gobierno encierra la claudicación de nuestras potencias intelectuales y


garantiza nuestra sumisión emocional en aras de diseminar una recíproca dominación a
través de un proceso mimético: lo visto u oído muchas veces se considera lo normal o
deseable. En este punto, la normalización de los algoritmos en nuestra vida entra de
lleno en el debate de cómo se ejerce la dominación. Nuestras existencias, dirigidas
desde el entorno digital, se encuentran sojuzgadas por el imperio del extractivismo de
datos. Por eso puede decirse que la tecnología es el perverso instrumento, vestido con
los ropajes de la autodeterminación, por el que las instancias del gobierno emocional
nos han entregado la potestad en virtud de la cual nos oprimimos los unos a los otros.
Mediante nuestro cotidiano deambular por la esfera digital, dejamos una huella que es
rastreada sin pudor y con altos rendimientos económicos y sociales por empresas y
gobiernos. No se trata tan solo, en un análisis superficial, de que nuestros datos se
empleen para comerciar con ellos, sino que, más allá, se nos ha entregado la tecnología
digital para creernos poseedores de una libertad que nos encadena a peligrosos circuitos
de correctiva vigilancia, angustia, cansancio, envidia y suspicacia. Es el sujeto quien
ejecuta el poder, y lo hace de manera inconsciente. Cuando cobra mínima conciencia de
su responsabilidad, es decir, cuando cae en la cuenta de que el poder ha sido
depositado en sus propias manos y comienza a sentir cierta inquietud o desazón, acude
entonces a los diversos mecanismos de disciplinamiento emocional para tranquilizar
sus sensaciones y sentimientos. Es así como la emotiocracia se protege de cualquier
atisbo de discrepancia u oposición, a través del tiránico modelado de nuestros afectos.

Este mecanismo correctivo y sancionador está en relación con el privatismo. Al haber


sido expulsados de la esfera pública, que queda supeditada a las voluntades
económicas y políticas, se brinda al sujeto sedado la —carcelaria— oportunidad de
mantenerse conectado a la red desde la aislada comodidad de su propio hogar. En
términos antropológicos, la digitalización y la pantallización de nuestras vidas encubre
una nefasta consecuencia para la configuración efectiva del espacio público: se empuja a
que el individuo considere que su experiencia del mundo es la auténtica realidad, la
única válida, con lo que se acentúa y garantiza, por un lado, la permanente hostilidad
mutua y, por otro, se produce una subjetivización de la existencia, cuya validez queda
supeditada a las creencias, convicciones y patrones de cada individuo, que considera
cualquier disenso como una confrontación directa que atenta contra las condiciones en
que se da su vida.

Por si fuera poco, a través de nuestras acciones en la esfera digital, nos convertimos en
los generadores de nuestra propia propaganda: todos nuestros movimientos se rastrean
para ofrecernos las posibilidades de actuación que más se adecuan a nuestra manera de
ver el mundo, de entenderlo, sentirlo y habitarlo. Así pues, nuestra capacidad de
decisión es absorbida por un pérfido uso del sesgo de confirmación: nuestros teléfonos
móviles son aparatos que nos introducen en una espiral de ratificación de nosotros
mismos y nos sume en un privatismo del que el sujeto no desea desprenderse, en tanto
que se siente cómodo porque —le han hecho pensar que— todo está dispuesto para su
bienestar, disfrute y confort. La manipulación algorítmica nos arrebata el control de
nuestras decisiones. Somos secuestrados por un modo de vivir que, bajo el estandarte
de la libertad y el gozo, nos esclaviza en forma de melifluas recomendaciones (en
terminología informática, nudges o pequeños acicates o empujones digitales) que nos
sumergen en un angustioso torbellino de autoconfirmación desde el que lo distinto, lo
diferente, lo dispar o, simplemente, lo que no coincide con nuestros gustos, apetencias,
deseos y expectativas es desechado por considerarse desafiante, anormal, insuficiente.
La sedación hace así su trabajo, poniéndonos en guardia y habilitando procesos de
exacerbada hostilidad e incluso agresividad con los que intentamos defender a capa y
espada nuestro reducto de seguridad, que, sin embargo, no es sino el lugar desde el que
se nos vigila, monitoriza, dirige y disciplina.

La emotiocracia afecta también al fomento y desarrollo de la deliberación que debería


caracterizar los escenarios democráticos. Si nuestras actuaciones son acaudilladas y
administradas (como ansiolíticos emocionales que nos permiten creernos a salvo en una
artificial zona de confort creada para su no cuestionamiento), con ello perdemos nuestra
capacidad para decidir. Por tanto, alguien o algo tendrá que hacerlo por nosotros:
delegamos lo más humano, nuestra potencia para elegir, en sistemas informáticos y en
intereses empresariales, gubernamentales o políticos.

Sin entrar ahora a valorar la calidad y efectividad de nuestras democracias, en su mayor


parte representativas tal y como las conocemos, y sin posibilidad de una intervención
real en los asuntos públicos, más allá de una estatuida votación cada cierto tiempo
(maquillada con expresiones eufemísticas e infantilizadoras como «celebra la fiesta de la
democracia», «votar es libertad», «tú decides con tu voto»), lo cierto es que la paulatina
desaparición de la diversidad de nuestros horizontes vitales facilita la generación de un
terreno muy fértil para la polarización y el direccionamiento de nuestro
comportamiento. Por ejemplo, los buscadores que habitualmente usamos en la red y
que, pensamos, nos ofrecen la información más fidedigna a nuestros requerimientos no
responden sino a filtros de personalización, presididos por el brain hacking, que hace de
nuestra experiencia digital algo único e individualizado y, por lo tanto, algo agradable y
cautivador. Es lo que se conoce como «efecto portero»: los motores de búsqueda nos
introducen en flujos de información diseñados ex profeso para dotar al individuo de un
entorno particularizado que, de nuevo, lo devuelve al universo del privatismo que
empero él considera como un ámbito de seguridad y certidumbre, de tranquilidad y
confort, cuando en realidad se trata de un perverso cautiverio. También en las redes
sociales todo responde a la animación del conflicto o de la identificación (o imitación),
es decir, a crear un contexto emocional por el que nos sintamos seducidos para seguir
enganchados a sus dinámicas, aunque ello nos suponga sufrimiento, angustia o
malestar. En niños y adolescentes es común este tipo de prácticas: cuando, por ejemplo,
un grupo quiere excluir a un niño o a una niña, suben una story, un reel o un tiktok en el
que la persona despreciada no aparece y, así, esta se siente discriminada; a su vez, la
víctima de esta práctica, airada, toma represalias y publica información (verdadera o
falsa) en sus redes sobre las personas que la han vilipendiado. Estos mecanismos de
ciberbullying suceden a diario, y los estamos permitiendo los adultos. Más allá de los
casos particulares de bullying y conflictividad infantil, adolescente y juvenil, deberíamos
preguntarnos qué caldo de cultivo estamos sirviendo para los adultos del futuro,
acostumbrados a este tipo de devoradoras dinámicas sociales.
El contexto digital y la emotiocracia se presentan como un vasto campo plagado de
emotional triggers (o disparadores emocionales) que avivan nuestro aparataje
socioafectivo. Se nos influye para actuar de cierta forma sin que seamos conscientes de
este silente dominio, que se extiende a todas las capas de nuestra vida: dónde y qué
compramos, qué zonas deseamos visitar, qué gustos tenemos, con qué personas
interactuar, en qué lugares queremos trabajar, qué y cuándo debemos comer (o ayunar),
etc. La pluralidad propia del espacio público, donde el disenso y la divergencia son
elementos constitutivos, se cortocircuita y transforma en un conglomerado de masas
arremolinadas en función de conductas e intereses presuntamente compartidos. El
objetivo de la emotiocracia es crear este tipo de masas adormecidas que, pensándose
independientes y autónomas, caen en la almibarada ilusión de compartir una identidad
común: aunque no lo queramos, cualquier interacción en la esfera digital conforma
gradual e intencionadamente nuestras conductas mientras caemos hechizados por la
quimera de vivir en un contexto en el que nos sentimos acompañados por personas
(indistinguibles, anónimas, macizas) que comparten nuestros mismos gustos, aficiones
y maneras de ver la vida. En población adolescente y juvenil es usual dar con
testimonios que aseguran que hoy es muy difícil encontrar auténticas amistades «de
carne y hueso», porque siempre acaban por surgir problemas o desavenencias; al
contrario, numerosos chavales aseguran que prefieren tener contacto con grupos de
pertenencia en los que sienten reforzadas sus propias convicciones, donde no existe la
discordancia, aunque sea en la red y no existan contactos presenciales.

Como apuntó el sociólogo Richard Sennett en su clásico La corrosión del carácter (1998),
debemos ajustarnos a la flexibilidad que demanda el sistema productivo, si bien, como
contrapartida que asumimos a través de los dispositivos disciplinantes del gobierno
emocional, «es totalmente natural que la flexibilidad cree ansiedad: la gente no sabe qué
le reportarán los riesgos asumidos ni qué caminos seguir», y, por consiguiente, lo
flexible es un disimulo afectivo para aludir, con amabilidad, a una opresión que se
ejerce mediante «un régimen de poder ilegible», concluye Sennett. Es célebre la cita del
Manifiesto comunista en la que Marx y Engels afirmaron, con extrema lucidez, que el sino
de los tiempos era convertir lo sólido en algo que «se desvanece en el aire». Así está
ocurriendo con nuestra identidad.

En paralelo, ha surgido toda una lucrativa industria que, como dementores, se alimenta
de nuestras inseguridades y zozobras: alarmas que conectan directamente con la policía,
relojes que calibran y evalúan nuestras constantes vitales, seguros de vida, dispositivos
electrónicos que monitorizan todos nuestros movimientos. Nuestra frágil sensación de
seguridad, la confortabilidad y personalización de la esfera digital, la invitación a la
flexibilidad —como libertad— y la permanente oferta de entretenimiento producen una
agradable tortura mediante la que se nos dota de estímulos continuos que, sin embargo,
no nos procuran un auténtico placer, sino una sensación de pasar el tiempo resbalando
en la fluida corriente de un no-tiempo.

Hay un punto clave que, a este respecto, no se ha señalado ni estudiado. Ese existir que
se da en un aparente no transcurrir del tiempo (al mantenernos sedados en nuestro
plácido universo singular y customizado) está causando la no aceptación de que la
naturaleza del tiempo consiste, justamente, en su propio pasar y transcurrir. Lo que
ocurre, ocurre en y a través del tiempo, pero vivimos al margen de él, anestesiados por
la tiránica brújula de la hiperestimulación y la distracción continua e irrelevante. Sin
embargo, en fulgurantes momentos de lucidez, cuando caemos en la cuenta de ese
inevitable transcurrir, nos asustamos y hasta horrorizamos, bien porque tengamos la
sensación de haber perdido nuestro tiempo (para lo que surgen todo tipo de técnicas
disciplinarias de «gestión del tiempo», ejercicios de respiración que intentan detener la
percepción de su avance o coaches y gurús de toda laya que nos enseñan a programar
nuestra cotidianidad con efectivas agendas), bien por la progresiva y normal aparición
de signos de envejecimiento en nuestro cuerpo, un miedo que confluye con la rentable y
omnipresente industria cosmética, cuya finalidad última reside en escandalizarnos ante
el progresivo marchitamiento de nuestro cuerpo. La rapidez y la intrascendencia de
nuestras experiencias son estrategias por las que, a través del consumo, nos
consumimos a nosotros mismos.

En medio de este panorama, el sujeto sedado no encuentra —ni puede encontrar—


espacio para la resistencia. Nuestro tiempo se mercantiliza al servicio de la extracción
de datos, nuestra atención se capitaliza y queda supeditada a un sinfín de estímulos y,
mientras el mundo acontece ahí fuera y afianza un statu quo donde no cabe la
disidencia, nosotros permanecemos embotados bajo el embrujo de un asfixiante
presente que nos expropia de la capacidad para elegir con independencia y, por ello,
nos enflaquece emocional e intelectualmente, si bien nos dota de una ficticia sensación
de comodidad y prosperidad a través de los diversos artilugios disciplinarios del
gobierno emocional.

Por eso, en una sociedad compuesta por individuos sedados, es tan sencillo como
rentable aprender a predecir las conductas: los intereses, deseos, anhelos, esperanzas y
expectativas de los usuarios han sido previamente creados (bajo la acaramelada capa de
la personalización o customización) y, después, son dirigidos sin que los propios sujetos
se percaten de este proceso. Nuestra potencia atencional, que es individual, social y
política, queda supeditada al movimiento de capitales (financiero y de datos), a la
propaganda autocumplida y al fomento de una apatía, un descontento y un cansancio
en la ciudadanía que no le permitan percatarse de su indigente situación.
El uso de la tecnología digital, al igual que el empleo de algoritmos, no es neutro:
configura y acota nuestras posibilidades vitales, nuestro horizonte de acción; su
utilización y normalización encierran intereses económicos y emotiocráticos que
siembran prejuicios, establecen maneras predeterminadas de vivir, promueven la
homogeneización de la población, contribuyen a la discriminación y azuzan las
desigualdades sociales. Es una forma de opresión algorítmica que se sirve de invisibles
instrumentos de dominación; el lugar del poder ha desaparecido porque es ilocalizable
y vaporoso, y hace ya mucho que los Estados dejaron de ser los exclusivos detentadores
y operadores de su ejercicio. Como aquí defiendo, es el sujeto sedado quien hoy
actualiza las mecánicas de sometimiento sobre sí mismo y sobre los otros a través del
desarrollo de la cultura de la mutua vigilancia y la acumulación de capitales digitales
reconvertidos en capitales sociales (prestigio, interacciones). La digitalización de
nuestra existencia obstaculiza la aparición de la heterogeneidad y la diferencia a través
del pulido de nuestra personalidad y de nuestro comportamiento.

No por casualidad nuestras webs personales en redes sociales se conocen con el nombre
de «perfil», en tanto que perfilan —domestican, doman, amaestran— nuestro modo de
ser y de estar en el mundo. Somos lo que se espera que seamos y, por tanto, la
contingencia y el azar son elementos discordantes (a-perfilados, resistentes) que se
pretenden desterrar del escenario de las acciones humanas, en tanto que lo imprevisible
no está sujeto a una certera rentabilidad económica.

Si lo pensamos bajo el prisma de la publicidad, lo distinto ha sido absorbido por la


mercadotecnia digital y algorítmica. Paradójicamente, son muchos los anuncios que nos
invitan a tomar vías «alternativas», a ser distintos, aunque no por ello dejemos de ser
replicadores de lo igual. En una carrera desesperada por distinguirnos de la masa
informe compuesta por millones de consumidores alienados por la cautivadora
customización de su experiencia virtual, caemos seducidos por todo tipo de artilugios
propagandísticos que nos hacen sentir diferentes. Las stories de Instagram son el
ejemplo paradigmático del intento por distinguirse de lo homogéneo. Bajo capa de lo
distinto, los usuarios postean sus experiencias, presuntamente únicas, en un repositorio
efímero de duración determinada que pide ser alimentado de continuo para, con ello,
permanecer expuestos ante el Otro y, en paralelo, para intentar sobresalir y
singularizarse frente al todo informe del conjunto de los usuarios. La sedación
emocional actúa aquí como aquietador de una auténtica resistencia, en tanto que nos
aporta una engañosa percepción de ser distintos, aunque sigamos haciendo lo mismo en
una cadena ininterrumpida que es atiborrada permanentemente por cada uno de
nosotros. Con ello, nuestro tiempo libre se transforma en un tiránico látigo al servicio de
la captación de datos por parte de las grandes tecnológicas, que venden la información
cosechada al mejor postor, con el fin de mantener garantizado nuestro secuestro
algorítmico mientras pensamos estar actuando al amparo de una extrema libertad que
llena nuestra vida de posibilidades por explotar.

El hecho de convertirnos en meros datos nos aleja de la realidad fáctica, del terreno de
los hechos, un fenómeno que Elias Canetti investigó por extenso y con sutilidad en Masa
y poder. Las cifras no lloran ni sufren ni padecen dolores; las cifras nos enajenan del
contacto con el escenario de lo efectivo, de la plaza pública, de la polis. El sujeto sedado
considera que no puede hacer nada para solucionar —o siquiera pensar o cuestionar—
aspectos injustos, preocupantes o dañinos de su realidad porque la realidad queda
configurada por lo inabordable, lo incomprensible y lo inconmensurable. La
superfluidad y la intrascendencia son armas muy bien dispuestas por el gobierno
emocional que, por si fuera poco, nos hacen creer ilusoriamente que una descarga
libidinal en redes sociales puede ayudar a mejorar un aspecto que consideramos
problemático (mostrando nuestro estado de ánimo públicamente para obtener a cambio
la validación de otros sujetos que, a su vez, también buscan la mutua identificación).
Cada usuario ha de permanecer, tranquilo y amansado, en su universo privado de
entretenimiento y trivialidad, mientras considera que está contribuyendo a la mejora
del mundo publicando un tuit o un reel. Es doloroso observar cómo en la población
joven, y cada vez más en capas poblacionales adultas, se dan constantes
manifestaciones públicas en redes sociales de queja y lamento —que buscan consuelo y
alivio—, seguidas de mensajes de compadrazgo y apoyo de otros usuarios que o bien se
sienten como quienes así se muestran o, simplemente, en un vacuo ejercicio de empatía
digital, intentan atemperar los ánimos de tales usuarios.

Este uso de las redes sociales como un mecanismo de descarga libidinal del propio
sufrimiento, presentado como un libre escenario en el que expresarse y compartir las
mutuas inquietudes, tiene mucho que ver con el fenómeno denominado por Canetti
como «masa de fuga». El autor búlgaro explicó en la obra mencionada que las masas se
sienten a resguardo cuando huyen en común de un peligro conjunto. En este sentido,
las redes sociales se han transformado en un espacio en el que, por mucho que sea
imposible escapar, el individuo cree estar evadiéndose de sus amenazas y malestares,
en tanto que son compartidos: «La excitación es la misma: la energía de unos acrecienta
la de los otros, todos avanzan unidos en la misma dirección. Mientras estén juntos,
percibirán el peligro como algo repartido», escribió con lucidez Canetti, para quien, en
un análisis profético, el movimiento histórico de la humanidad consiste en la
irreprimible pugna entre un instinto de masa y un impulso individualista. Un contraste
que el gobierno emocional explota con sibilina habilidad. Mientras la sedación inocula
un placentero sentimiento de copertenencia en la esfera digital, se transmite, a la vez,
una desvinculación con el entorno real donde se comparten palabras y acciones.
El control de la ciudadanía sedada a través de los mecanismos de disciplinamiento
digital consiste, pues, en convertir el mundo en un escenario virtual de completa
irrelevancia en el que el sujeto encuentra un sentido a su existencia mediante una
intervención intrascendente —y dirigida— que deja el mundo intacto y que permite que
este siga resbalando indolentemente por dinámicas de trivialidad e insignificancia. La
opresión y el dominio han adoptado una máscara imperceptible para la ciudadanía,
desplazada a su universo privado desde el que cree estar interviniendo en el espacio
público. La cuestión principal, por tanto, como señaló Foucault en Vigilar y castigar
(1975), es preguntarse cuál es nuestra prisión y cómo accedemos libremente a ella.

La resistencia, tal y como es entendida en este libro, consiste en hacernos conscientes de


esta coacción invisible y autoinfligida que se traduce en diversos malestares y miedos
disimulados que logramos superar —en un servil proceso de adaptación funcional— en
virtud de las diferentes estrategias que el gobierno emocional pone a nuestra
disposición. La nueva servidumbre se escribe con caracteres libertarios: estamos
cautivos en tanto que consentimos estarlo; una vez asumida la sumisión, el sujeto
sedado es refractario a practicar cualquier resistencia que lo expulse de un lugar y un
espacio a los que ha accedido bajo el presupuesto de la libertad. Por eso, emplear
eufemismos aparentemente inocuos como «nativos digitales» para referirnos a nuestros
jóvenes y adolescentes significa sembrar la semilla del dominio emocional e intelectual
en las futuras generaciones. Nuestro modo de actuar se configura a través de hábitos
que, ya antes, han sido sellados por una forma de designar las cosas y el mundo. El
lenguaje conforma nuestros modos de habitar la realidad.

Un apunte sociológico a este respecto. Con la acrítica y masiva digitalización y


pantallización de todas las facetas de nuestra vida, hemos sido arrojados a un presidio
tecnológico desde el que nos resulta imposible empatizar realmente con el resto de las
experiencias humanas. Comentamos publicaciones ajenas y esparcimos likes a modo de
marcadores territoriales como si tales procesos indicaran un contacto efectivo con el
mundo. Como si fuera la única manera de habitarlo. La hiperconexión ha dado como
resultado un desmembramiento progresivo de las redes significativas de proximidad.
Lo más alarmante, como señaló hace décadas Susan Sontag en Ante el dolor de los demás,
es que nos hemos transmutado en higienizados observadores de la realidad, en
acomodados voyeurs que, parapetados tras la pantalla en su universo singular, no
cuentan con la posibilidad real de intervenir en esa realidad: asumen que su papel se
circunscribe a la continua mostración de su acuerdo o desacuerdo con lo que ven,
«mientras cada miseria se exhibe ante la vista», escribe Sontag, gracias al
«entretenimiento doméstico de la pequeña pantalla». Todo resulta plena y dulcemente
intrascendente, todo dura lo que dura un gesto de nuestro pulgar. Por eso resulta
capital y muy urgente concienciar y sensibilizar a las nuevas generaciones, y a gran
parte de las familias, de la pertinencia de volver a la polis, de reconquistar los espacios
públicos fácticos para —como sostuvo Hannah Arendt— hablar en comunidad de los
asuntos que nos preocupan como sociedad. Para encontrarnos y evitar la apatía y la
desatención. Porque, en palabras de Sontag, «la pasividad es lo que embota los
sentimientos».

Hace unos meses impartí una conferencia sobre malestares sociales en un teatro
atestado. Había cientos de personas. A medida que iba desarrollando mi hipótesis, los
murmullos fueron creciendo hasta que decidí convertir mi ponencia en un diálogo: el
hecho de haber mostrado en público que somos nosotros quienes podemos hacer algo a
través de nuestras decisiones cotidianas para salir de nuestra asumida situación
movilizó al auditorio. Muchas fueron las intervenciones y el encuentro de voces fue
apasionante y muy enriquecedor. Todo se revolucionó cuando una joven médica se
emocionó y, entre lágrimas, confesó no saber cómo actuar para salir de una situación
que reconocía inasumible para ella y sus pacientes: tener que habitar un escenario
inhabitable. Fue una la principal constatación que de allí extrajimos (en el público había
profesoras, psicólogos y psiquiatras, sociólogos, físicos... y un amplio espectro de ramas
profesionales): nos jugamos todo en nuestros contextos de proximidad, en nuestras
elecciones ordinarias, en apariencia insignificantes. Todo está por hacer aquí y ahora. Y
nos tenemos que unir para dejar de sentirnos solos e inoperantes.

Sin embargo, los dispositivos electrónicos pretenden hacernos creer lo contrario y se


comportan como una mediatización normativizada que disciplina, modela y dirige
nuestro contacto con el mundo: hemos interpuesto un artefacto entre nuestro cuerpo y
nuestro entorno que a su vez impregna nuestra circunstancia con la sufriente marca del
abandono. Estamos solos con nuestro teléfono en un entorno repleto de individuos que
están solos con sus teléfonos. Nos han hecho creer que lo relevante, en exclusiva, es
nuestro estado de ánimo privado, nuestra circunstancia personal, desactivando así la
posibilidad de generar vínculos significativos de proximidad. El precio de este
narcisismo privatista ha sido la imposición del control bajo la forma del autocontrol
(ataviado con melindres de libertad) y del autodisciplinamiento. El privatismo no solo
nos aleja a unos de otros, también nos enferma; mas, al permanecer encapsulados en
nuestros habitáculos hiperconectados, ese dolor se hace incomunicable y, por tanto, y
en muchas ocasiones, resulta insoportable, de donde podría extraerse una posible
hipótesis del igualmente preocupante incremento de conductas autolesivas y
autolíticas.

Por eso, una filosofía de la resistencia ha de defender que la responsabilidad individual


nunca puede desentenderse de la responsabilidad colectiva. No puede haber proyecto
de felicidad particular si no lo es amparado en el contexto de una comunidad, de un
sujeto colectivo que, nunca debemos olvidarlo, se compone de individualidades
indomeñables, sufrientes, singularizadas. El entorno digital y la gobernanza algorítmica
descontextualiza nuestros cuerpos y nos atomiza emocional e intelectualmente,
haciéndonos pensar que lo podemos ser todo en y desde nuestra esfera privada, que el
autocuidado y el crecimiento personal son suficientes para alcanzar la plenitud. Como
señaló Ortega y Gasset, y mucho tiempo antes Aristóteles, cualquier sujeto se encuentra
inserto en una circunstancia determinada. Esa circunstancia, única e impostergable,
introduce al individuo en una red de relaciones en medio de la que acontece
irremediablemente toda su biografía. Por eso, frente a la dictadura felicifoide y la
gobernanza algorítmica que nos homogeneiza y convierte en sujetos reproducibles, esta
filosofía de la resistencia sostiene que ninguna concepción de la felicidad depende —ni
puede depender— de modo exclusivo de nuestra concepción individual y privada.
Debemos contar, sin posibilidad de soslayo, con el contexto en que nuestra vida se da.
La vida privada a la que pretenden constreñirnos, desde la que cada cual ha de pensar
su propio y particular concepto de felicidad, es una táctica de direccionamiento
emocional (que nos inculpa) y de amedrentamiento intelectual (la reflexión y la
disidencia como síntomas disfuncionales) que nos aleja de la empatía entendida como
un responsable hacerse cargo de nuestra coyuntura social.

Si, además, queremos recurrir a la evidencia científica y no solo a la argumentación


filosófica y antropológica, contamos con un reciente estudio de la prestigiosa
publicación Nature («A systematic review of the strength of evidence for the most
commonly recommended happiness strategies in mainstream media», julio de 2023) en
el que se refuta la tesis unívoca de que algunas de las «estrategias más recomendadas»
en la actualidad para «aumentar la felicidad», como expresar gratitud, practicar
mindfulness o meditación o aumentar nuestro contacto con la naturaleza, entre otras,
puedan ayudarnos a ser más felices. Si bien pueden contribuir —coyunturalmente y en
momentos puntuales— a sentirnos mejor con nosotros mismos, estas técnicas dejan de
lado aspectos sociales, económicos y estructurales que siguen ilesos y acechándonos
una vez que hemos realizado tales ejercicios. El gobierno emocional y la emotiocracia
intentan sedar nuestra potencia intelectual, única capacidad que nos permite cuestionar
los dispositivos que posibilitan la aparición de nuestros malestares contemporáneos
mientras nos invitan a recluirnos en un universo privado en el que, se supone,
deberíamos encontrar soluciones definitivas, consuelo, resiliencia y alivio.

Ahora bien, para pensar la felicidad en la sociedad digital debemos reflexionar sobre la
naturaleza de nuestro deseo. En la actualidad, el deseo se encuentra perversamente
limitado y dirigido por las expectativas sociales, los artilugios algorítmicos, los
imperativos felicifoides y por el alevoso utilitarismo de la sociedad de consumo,
características que desembocan en la expoliación y consiguiente expropiación de
nuestra voluntad. Para discutir los patrones contemporáneos de la felicidad, hemos de
detenernos a reflexionar, alejados de los ritmos acelerados de la esfera digital y de la
rapidez que impone el sistema productivo, para saber qué deseamos, por qué y en
virtud de quién, para, tras un examen de nuestras circunstancias, saber hacia dónde
queremos orientar nuestro deseo. La pregunta, de raigambre schopenhaueriana, sigue
incólume desde hace dos siglos: ¿nuestro querer puede llegar a ser libre? La cuestión a
la que nos abocan las anteriores constataciones es urgente: ¿podemos querer lo que
queremos?, o esbozado una forma más militante, ¿nos es posible forjar un deseo
autónomo e independiente?

La presión digital y el direccionamiento algorítmico nos hacen olvidar la


responsabilidad individual —la relevancia de nuestras acciones y palabras—,
convencidos de que nuestra existencia se da en un dulce resbalar diseñado para nuestro
gusto y disfrute. Sin embargo, si queremos practicar una filosofía de la resistencia
debemos ser conscientes de que nuestros gestos diarios y nuestras decisiones cotidianas
crean un escenario presente desde el que configuramos las posibilidades del futuro.
Tenemos que tomar muy en serio el hecho de que todo cuanto hacemos y decimos
repercute en nuestra vida y, correlativamente, en nuestro entorno. Somos ejemplo para
nuestros niños, adolescentes y jóvenes, y nuestras acciones y palabras son
fundamentales para apoyar, de igual manera, las necesidades de nuestros mayores,
tantas veces olvidados en el voraz esquema de la productividad. Todos transitamos un
mismo camino y compartimos un mismo escenario, si bien, cada cual, desde su
particular promontorio vital. La masa en la que la esfera digital nos difumina y que nos
convierte en individuos replicables e intrascendentes se caracteriza por la inexistencia
de individualidades pensantes, todo es instinto gregario potencialmente dirigible.

En una sociedad idiotizada, sedada y manipulada, la ciudadanía (que ha dejado de


serlo para transformarse en una voluble argamasa al servicio del sistema productivo) se
da por contenta con cualquier sucedáneo de libertad. Ya escribió Étienne de La Boétie
que «los tiranos solo son grandes porque nos ponemos de rodillas» (Discurso de la
servidumbre voluntaria, 1577). Más aún: creyendo que alcanzamos la felicidad en la
posesión de bienes, dejamos de poseernos a nosotros mismos. Permanecemos dormidos
en el sueño en el que nos ha sumido el imperio de la idioticracia, que nos impide
ocuparnos del desdeñado campo de lo común. Como mencioné más arriba, una filosofía
de la resistencia no llama a la revolución, pero sí al intento tenaz y continuado de
despertar a la convocatoria de la auténtica libertad, es decir, de nuestra independencia de
juicio, de deseo y de acción.

La resistencia, hoy, consiste en establecerse con firmeza como sujetos con un juicio
autónomo, formado a través del inexcusable y comprometido ejercicio de un pensar
lúcido y discrepante. Mantenernos despiertos, es decir, no serviles, es una tarea que nos
repercute a todos y en la que todos debemos participar. No por casualidad, para los
antiguos griegos la verdad era un velo que se descorría (αλήθεια, alétheia), un
progresivo abrirse del Ser que, en su inagotable despliegue, acoge a sus genuinos
moradores. Es una interioridad abierta solo disponible para los despiertos, para quien
decide desprenderse del letargo que producen la indolencia emocional y la apatía
intelectual. Quien transita y se deja habitar por la verdad, por la alétheia, jamás puede
olvidar lo aprendido. Quien ha abierto una vez los ojos, ya no puede volver a cerrarlos.
No quiere, no lo permite. La oscuridad en la que nos sume el gobierno emocional no es
un estado permanente, sino un síntoma. Existir (como libre comparecencia ante uno
mismo y ante los otros) no es más que atrevernos a retirar paulatina y esforzadamente
el denso y abotargante velo de oscuridad que nos han colocado frente a los ojos y por el
que, a causa de la sedación intelectual y emocional que produce, permanecemos
cegados.

La tarea es tan ardua como apremiante: dejar de ser espectadores instalados en una
dulce y acostumbrada ignorancia, seducidos por una siempre postergada posibilidad de
ser felices, para despabilar nuestra sensibilidad, minada, distorsionada y aleccionada por
dispositivos disciplinantes que, en medio de un silencio totalitario, nos arrebatan
nuestra capacidad para resistir: para pensar y actuar.
RESISTENCIA: MÁS ALLÁ DE LA ACEPTACIÓN DE LA
VULNERABILIDAD Y LA FRAGILIDAD
De ilusiones vive el cautivo.

MI ABUELA SOLEDAD

La puesta en marcha de una resistencia filosófica no puede quedarse en la constatación


de que somos seres vulnerables y precarios. Puede ser un punto de partida, pero no de
llegada. La empatía, tal y como se entiende en este libro, es decir, como una potencia
política mediante la cual nos corresponsabilizamos y nos hacemos cargo del páthos o
sentir del otro y tomamos partido por la acción independiente y autónoma para
cuestionar y superar nuestros comunes malestares, no puede provenir, sin más, de la
aséptica verificación de nuestra esencial fragilidad.

Sabernos seres vulnerables y frágiles no moviliza nuestra agencia; solo la pone sobre
aviso o, en el mejor de los casos, la agita afectivamente, pero no la activa para
prepararse a la acción. Como muestra el hermoso Canto XXIV de la Ilíada, en el que
Príamo y Aquiles, enemigos acérrimos en la guerra troyana, lloran juntos por el
desvanecido pasado y por los seres queridos perdidos en batalla, compartir las
desgracias mutuas nos alienta para no sucumbir en términos anímicos, nos permite
considerar a nuestros semejantes no como un no-yo, sino como un sujeto que, como yo,
sufre y se duele ante los embates del destino: se trata de un movimiento anímico de
conmiseración, de una compasión recíproca que nos hermana, pero no basta para
azuzar las riendas de la acción política. De hecho, tanto Aquiles como Príamo sienten
cómo, en medio de sus afligidos lamentos, son sacudidos por las garras de las
necesidades perentorias, el hambre y la sed, mientras comparten y se duelen por sus
respectivas penas, con lo que Homero apunta a que el presente siempre está sujeto al
imperativo de la acción, esto es, a la necesidad impostergable de movilizar nuestra
capacidad de agencia para poner solución real y efectiva a nuestros problemas.

La lamentación y la queja compartidas, por sí mismas, si bien pueden llegar a


consolarnos, no nos sanan, y de hecho, pueden llegar a tomar la peligrosa forma de
artilugios emocionales y disciplinantes que tan solo nos conforten por momentos
mientras la raíz de nuestras preocupaciones persiste incólume. Los discursos
catastrofistas, que aseguran que tenemos todo perdido, nos hunden en la apatía en
lugar de motivarnos a la acción. Nos jugamos mucho en el uso de las palabras, que
configuran nuestra manera de estar y de ser en el mundo. Una de las más bellas
lecciones de Homero, tanto en la Ilíada como en la Odisea, es el papel del llanto: los
guerreros, contendientes enfrentados, lloran juntos por los amigos y compañeros caídos.
El llanto hermana a los enemigos en su penar. Las lágrimas se transforman en el
elemento material que transporta el consuelo mutuo y es signo de comunidad y
concordia (unión de corazones) de quienes se conmueven en tristezas y alegrías. Ahora
bien, también en Homero, las palabras son «aladas» (ἔπεα πτερόεντα) por su
fragilidad, es decir, las palabras pueden ser olvidadas e incluso pueden ser
pronunciadas sin la adecuada atención. Aunque también son ellas las que, por otra
parte, sellan nuestras promesas, las que cuidan, advierten y aconsejan. Pero, y este es el
punto, las palabras pueden herir como una flecha, en lo individual y en lo colectivo.

Por eso, en nuestra cultura digitalizada y pantallizada, en la que el Otro vigilante


permanece siempre alerta ante las debilidades ajenas para sobreponerse en un escenario
repleto de eventuales contendientes y rivales, advertir nuestra condición de fragilidad
no resulta suficiente para ejercer la resistencia emocional e intelectual. El peligro de
reconocer, aceptar y adaptarse de continuo a la vulnerabilidad de la existencia es que
puede ser empleada y mediatizada por los artilugios de la emotiocracia para hacernos
pensar que esa misma vulnerabilidad ha de constituir nuestra forma de habitar el
mundo. Es decir, puede llegar a emplearse como un mecanismo disciplinante y
punitivo con el que se condena al individuo a su universo privado, desde el que ha de
salvarse de las onerosas condiciones en que acontece su vida. Por tanto, el mero
reconocimiento pasivo de la fragilidad nos sume poco a poco en la sedación emocional y
nos desarticula en el plano intelectual. Un amigo psiquiatra siempre me explica que no
sirve con acudir a terapia: si el profesional de la salud mental no logra crear un vínculo
con el paciente de manera que logre transmitirle la importancia de que este ponga de su
parte, el proceso terapéutico correrá el riesgo de no llevarse a cabo. Nos jugamos todo
en la acción.

La acertada caracterización de nuestro escenario como un contexto líquido, sin suelo


firme y fijo, que trazó el sociólogo Zygmunt Bauman ha sido empleada por la
mercadotecnia emocional para hundirnos en nuestra condición vulnerable; más aún,
nos ha condenado a la única posibilidad de tener que aclimatarnos a ella, de transigir con
una fragilidad que solo podemos soportar o sobrellevar mientras, con ello, queda
cortocircuitada la capacidad intelectual para ejercer una acción comprometida que
intente pensar por qué hemos llegado a existir en esta enrevesada trama que nos
sumerge en la dolorosa constatación de que nada podemos hacer para cambiar las
cosas. Porque, como rezan tantos libros de crecimiento personal bañados de inoperante
neoestoicismo, lo importante es ser funcionales y acomodarse a lo incontrolable. No se
trata de negar nuestra condición vulnerable, sino de tomar parte militante en la
reflexión sobre por qué nos han empujado a tomar como hegemónica y aceptable la
afirmación de que nuestro mundo es voluble, incierto y volátil. La pregunta que
debemos hacernos y practicar desde una filosofía de la resistencia es la que se interroga
por el camino que nos ha llevado a asentir ante la exigencia de una fragilidad impuesta.

No se puede habitar la existencia en y desde la permanente duda y la constante


incertidumbre. Necesitamos pisar nuestro suelo vital desde ciertas premisas y certezas
que nos permitan tomar parte en el mundo a través de la acción y no solo desde la
reactividad. La fragilidad, la precariedad o la vulnerabilidad han sustituido a las
antiguas imposiciones del Destino, la Fatalidad o la Providencia; son formas laicas de
sojuzgar, culpar y someter al individuo a instancias trascendentes que lo incapacitan
para ocuparse del mundo y que evitan el surgimiento de actitudes de resistencia,
emancipación o disidencia. En definitiva, mantienen a buen recaudo la imposibilidad de
que comparezca la militancia intelectual y, con ella, la capacidad para resistir. En este
sentido, resulta urgente poner en entredicho los cimientos de la «cultura psi», que ha
institucionalizado el sufrimiento como un elemento patológico y patologizante que
debemos superar en exclusiva en el entorno de una terapia de manera individual para
poder transitar funcionalmente la existencia. Toda una serie de malestares, que hemos
acomodado en nuestras vidas bajo el estandarte de la resiliencia y del imperativo de la
adaptabilidad, han colonizado el vivir contemporáneo y también nuestras formas de
hablar. El perverso peligro que se encarama desde esta tesitura existencial no es el de
sentirnos mal, sino pensar que debemos vivir con la conciencia y la inevitabilidad del
sufrimiento, porque así lo exigen la vulnerabilidad y fragilidad propias de un escenario
líquido y voluble.

Por otro lado, la cultura psi facilita que el sujeto sedado se parapete tras su diagnóstico,
sea el que sea, y que incluso se encariñe con él, que entable con él una relación de
identificación, de dependencia y de sumisión. Cuando un individuo es diagnosticado,
sobre todo en población adolescente o juvenil y aun adulta, y cuando es consciente de
ese diagnóstico, en ocasiones adapta su conducta al trastorno que le ha sido
«encomendado», de manera que acomoda su comportamiento a lo que se espera de él
bajo la égida de dicha valoración. No cuestiono aquí, en absoluto, ni pongo en duda el
juicio clínico de especialistas médicos, psicólogos y psiquiatras, sino la creciente
tendencia, introducida por el gobierno emocional, a tener como algo normal que —para
ser funcionales en un mundo enfermo— debemos enfermar para poder seguir adelante.
Sabernos frágiles y vulnerables se convierte en un estigma metafísico e infranqueable
que transforma el diagnóstico psicológico o psiquiátrico en un modo de tranquilizarnos,
acaso el único. La etiqueta nos calma porque nos introduce en la perjudicial
normalización de lo que nos sucede. No es, como suele analizarse superficialmente, que
nos soseguemos porque pongamos nombre a lo que nos sucede (depresión, ansiedad,
trastorno obsesivo-compulsivo, déficit de atención o hiperactividad, etc.), sino que el
diagnóstico normativiza nuestros malestares y les da carta de familiaridad, los
introduce en una lógica totalitaria de sentido sin la que nos sentimos inseguros.

A diario, en mi trabajo como orientador, compruebo cómo se crean lo que he dado en


denominar «guetos psiquiatrizados». Existen grupos de adolescentes y jóvenes que se
arremolinan en torno al padecimiento de un trastorno o bajo la etiqueta de un
diagnóstico común. No lo hacen para apoyarse unos a otros, sino para reconocerse
distintos frente a quienes no han recibido tales juicios y valoraciones. La normalización
del diagnóstico genera la nociva ficción de pertenecer a una comunidad que se siente
orgullosa de sus malestares, de sus sufrimientos y dificultades. Los grupos de terapia
usuales, tal y como los conocíamos hasta ahora, se conformaban para obtener consuelo,
acompañamiento, consejo, cuidado mutuo y para desarrollar terapias de común
afrontamiento de una dolencia cualquiera; por contraste, este tipo de guetos conforman
minorías aisladas que solo encuentran alivio en la mutua identificación a partir de sus
padecimientos, y que no aceptan entre sus miembros a quienes no participan de ellos.
Funciona aquí el mecanismo, mencionado en otro capítulo, de la masa de fuga
explicado por Canetti: cuando un sufrimiento, dolor, indisposición o trastorno es
compartido y combatido por varios individuos, tiende a considerarse como un daño
repartido. El problema no es que los adolescentes se apoyen entre sí, sino que se
originan masas beligerantes y reaccionarias que se recluyen del resto de los individuos
con el sentimiento de ser especiales, cuando, en realidad, lo que subyace es una
manipulación emocional que hace pasar una enfermedad o un trastorno como
elementos necesarios para existir en un contexto voluble y precarizante que nos genera
fragilidad, inseguridad y que, poco a poco, nos enajena de nuestra capacidad para
reflexionar sobre el origen de tales malestares.

Por tanto, desde colegios, institutos y universidades deberíamos enseñar, con valores
humanísticos, es decir, con el objetivo de alcanzar y transmitir el desarrollo de un juicio
autónomo, la independencia emocional y la emancipación intelectual, sobre todo en las
zonas más deprimidas, que la raíz de muchos de nuestros problemas, y también su
posible solución, recae en el funcionamiento de instancias que trascienden la
responsabilidad del individuo. Que nuestras desazones e incertidumbres se deben, en
gran parte, al modo en que institucional y económicamente se opera en connivencia con
un sistema productivo que nos requiere siempre disponibles, siempre funcionales,
siempre a la orden, y que no cuenta con nuestra vulnerabilidad, sino para sacar rédito
de ella o para desecharnos cuando ya no contamos como un activo competente.
Enfermar es un síntoma de salud en una sociedad enferma. Por eso, quizá sea necesario
y urgente empezar a hablar de salud mental desde un impostergable cuestionamiento
individual y social de aquello que nos vemos obligados a soportar para sobrevivir.
Resulta tan llamativa como pérfida la continua llamada de instancias gubernamentales
(que apuestan por el «autoem-prendimiento» y el «autodesarrollo») a que salgamos de
nuestra zona de confort. Nuestro éxito económico y social, nos dicen, depende en
exclusiva de la capacidad de iniciativa y autopromoción que seamos capaces de
movilizar. Nos empujan a ser «la mejor versión» de nosotros mismos, a sacar
rendimiento a nuestras habilidades y capacidades y a aprovechar las adversidades para
nuestro crecimiento personal. Y nos empujan a ello como si solo dependiera de
nosotros, como si todo estuviera en nuestra mano, de forma que, si fracasamos, la
responsabilidad tan solo recaerá sobre nuestras espaldas. Por supuesto, también la
culpa, y con ello, la angustia y el señalamiento. Cuando caigamos, siempre existirá
alguna estrategia de «autorregulación emocional» para que podamos recomponernos y
seguir, tristes y exhaustos pero siempre incombustibles, en la brecha productiva, en el
progresivo camino hacia el éxito —siempre prometido, siempre postergado, que nunca
acaba de llegar salvo para quien parte de una situación inicial ventajosa—. Transigimos,
aguantamos, nos adaptamos y acomodamos nuestras vidas a crueles y silenciosas
mecánicas que nos exigen aleccionar, diligenciar y gestionar nuestras emociones
mientras nos hacen olvidar nuestra capacidad para abordar con reflexión y compromiso
activo las problemáticas sociales, económicas y estructurales que provocan nuestros
malestares. Tal es el drama del gobierno emocional.

Este permanente imperativo para abandonar nuestra zona de confort se ha convertido


en uno de los mantras contemporáneos que emplea la emotiocracia para mantenernos
siempre activos, siempre ocupados, siempre diligentes, conectados y actualizados. Sin
embargo, y es lo que aquí denuncio, para la mayor parte de la población lo difícil es
llegar a poder construir una zona de comodidad, bonanza, calma y sosiego. Contar con
las posibilidades para ello. Al contrario, nos hostigan con insistencia mediante
empalagosos mensajes, en apariencia inocuos, que incitan a salir de la zona de confort
como la mayor culminación del emprendimiento y de la valentía personal. Quieren
hacernos olvidar qué significa vivir en el bienestar para tener que habituarnos a un
panorama hostil, zozobrante, siempre voluble, siempre cambiante y saturado de una
inhabitable y angustiante incertidumbre a la que, sin embargo, debemos aclimatarnos.
Lo difícil no es salir del confort, sino contar con las oportunidades necesarias para
poder crearla.

La alevosa deriva de esta tiranía, sobrevenida por la imposición normativa del


pensamiento positivo que nos azuza con melindrosas invectivas como «obstínate y
conseguirás el éxito», «si luchas, alcanzarás tus sueños», «sé resiliente y saca provecho
de tus crisis y fracasos», es la meritocracia. Mientras se siga alimentando la ciega fe en
este pensamiento mágico, la manipulación emocional estará garantizada. La resiliencia
de mercadillo que se nos demanda por todas partes para aceptar, sobrellevar y superar
la situación que nos ha tocado en suerte, por onerosa que sea, se nutre de un corruptor y
vicioso mecanismo que permite que las superestructuras que subyugan nuestro vivir
cotidiano ejerzan su influencia sin cabida para una saludable oposición intelectual: lo
importante es reconocerse vulnerable y frágil ante un mundo líquido y cambiante,
asumir nuestra precariedad metafísica y ejercer la dosis precisa de adaptación para
sacar rendimiento de nuestros dolores y sufrimientos.

Nuestra perspectiva de la realidad ha sido adulterada a causa de la nociva influencia de


mensajes como «no puedes hacer nada por cambiar las cosas, adáptate», «mejórate a ti
mismo y cambia tu visión del mundo», «sonríe y la vida te sonreirá». El efecto
psicológico consiguiente es claro: aplacar la posibilidad de que comparezca en el
escenario público cualquier atisbo de pensamiento cuestionador. Haría mucho bien
reconocer que el debate sobre la meritocracia será siempre tramposo mientras parta de
una premisa falsa que hemos aceptado como verdadera a fuerza de tener que
sobrevivir: que se puede obtener cualquier posición social o económica con
independencia de las condiciones materiales de partida. La auténtica meritocracia,
imposible desde los goznes de la emotiocracia, significaría hacer esa premisa verdadera.
El pensamiento positivo y todos sus dispositivos de manipulación emocional están
causando un daño intelectual irreparable, en tanto que empuja silentemente a abdicar
del elemento disidente de nuestra inteligencia. Cuando el acaramelado optimismo
felicifoide dicta que debemos ver el vaso medio lleno, no medio vacío, olvida
preguntarse qué o quiénes vaciaron la mitad de ese vaso.

Una filosofía de la resistencia plantea la exigencia de hacernos cargo del presente a


través de un activo compromiso político que no se conforme con la aceptación de
nuestra fragilidad y vulnerabilidad, sino que se pregunta por su origen,
institucionalización y posterior desarrollo. A este respecto nos puede servir el modo
desde el que se encarama a la realidad la escritora Chantal Maillard, quien, a la contra
de la posición esencialista platónica, nos invita a contemplar la realidad desde la
irremplazabilidad del acontecimiento singular. Constructos como «la sociedad», «la
economía» o «la política» no se hacen cargo de nuestras vidas individuales, de nuestras
biografías malheridas al socaire de las exigencias del sistema productivo. No está de
más recordar en este punto que Sócrates no murió defendiendo la ley, sino la justicia
que se le presupone a la ley. Las conquistas sociales siempre llegaron de manos del
ejercicio de un pensamiento en activa disidencia, en permanente cuestionamiento de las
estructuras que cargan al individuo con toda la culpa de su sufrir y penar. Me permito
citar aquí a dos pensadoras que en el presente libro cobran una relevancia central. Por
un lado, Simone Weil, quien aseguraba en sus escritos sobre opresión y libertad que
«quienes velan por el mantenimiento indefinido del statu quo son quienes quieren
mantener intactos los privilegios y son los peores enemigos de la paz civil, pues así
esconden formas de coacción y opresión aplastantes». Por su parte, Hannah Arendt
defendía en un artículo de 1968 que en política «la actitud conservadora —que acepta el
mundo como es y solo lucha por preservar el statu quo— puede llevar a la destrucción,
porque el mundo está sometido a la ruina del tiempo a menos que estemos decididos a
crear cosas nuevas».

No podemos consentir que se nos obligue a vivir en la continua espera, bajo la tiranía
de la expectativa nunca cumplida, en la permanente dilación de la plenitud, el progreso
o la felicidad, mientras con ello permanecemos anclados a una fragilidad y
vulnerabilidad instauradas con suma habilidad. La resistencia filosófica ha de ejercerse
desde el promontorio individual de cada sujeto, quien, en común discusión con sus
iguales y preocupándose por los asuntos comunes, debe poner en marcha su
inteligencia y actuar en comunidad —de cuerpos e inteligencias— para despertar la
conciencia de la ciudadanía. Consiste en espabilar la capacidad para decidir, para no ser
manoseados y vapuleados por los artilugios disciplinantes del gobierno emocional. De
nada nos sirve sabernos frágiles y vulnerables si con ello no activamos nuestra potencia
política atencional para poner el foco en la raíz sistémica de nuestros malestares, si los
aceptamos acríticamente en calidad de víctimas sedadas. Solo a fuerza de sentirnos
libres para elegir, y de ejercer esa libertad en comunidad, la manipulación comenzará a
expirar.
UN SALUTÍFERO PESIMISMO FRENTE A LA DICTADURA
FELICIFOIDE
El pesimista, como el optimista, no dudará en acudir al dentista y librarse así de un gravoso dolor de muelas, y
con el mismo placer pagará la entrada para escuchar un agradable concierto musical. Pero dará mucha menos
importancia a la búsqueda de la felicidad que el optimista, con lo que se protege mejor de las ilusiones
eudemonistas en las que este último permanece enfangado.

EDUARD VON HARTMANN,


Ethische Studien, 7, 1876

Se cuenta que Immanuel Kant, al ser preguntado en una ocasión sobre la felicidad,
aseguró que el ser humano nunca es feliz, sino que siempre está por serlo. Porque
nunca dejamos de estar en el camino. Afortunadamente. Hoy, al contrario, la felicidad
se vende en forma de producto consumible bajo la forma de bienes materiales o a través
de todo tipo de recetas que condenan cualquier sensación o sentimiento considerados
«negativos», como la tristeza o la frustración.

Junto con el estrés, la funcionalidad y la rapidez, el imperativo de felicidad se ha


convertido en la torcida columna vertebral de un régimen de dominación emocional
que nos obliga a habitar nuestros malestares sin posibilidad de cuestionarlos, de buscar
su auténtica raíz más allá de nuestros condicionamientos y vicisitudes personales. En
una clase de Filosofía de cuarto de la ESO, donde trabajo con alumnos de quince y
dieciséis años, y mientras explicaba algunas teorías éticas y su relación con la felicidad,
uno de los estudiantes levantó la mano y confesó: «Siento que las redes sociales y la
publicidad me roban mi felicidad. A veces me cuesta mucho distinguir qué quiero yo y
qué me están obligando a querer». Nuestros niños y adolescentes no son en absoluto
ajenos a las dinámicas felicifoides que secuestran la independencia de nuestro deseo.

La imposición de la perjudicial obsesión por «lo feliz» se ha convertido en un


procedimiento disciplinar para imponer los medios más eficientes para alimentar el
funcionamiento de las estructuras productivas, económicas y políticas. El individuo que
se considera feliz no protesta, no piensa en cuestionar el contexto emocional en que
vive: simplemente lo acepta o se adapta a él porque o bien se siente feliz o, en paralelo,
estima que la felicidad siempre está por llegar, la merece y la alcanzará. Pero como
escribió la aún muy desconocida filósofa Agnes Taubert (1844-1877) en su obra El
pesimismo y sus adversarios (1873), alertando ya en pleno siglo XIX sobre la dictadura
felicifoide y en un camino muy similar al que practicaría un siglo más tarde Susan
Sontag en Ante el dolor de los demás —donde denuncia la narcotización de nuestra
compasión y empatía a fuerza de presenciar la realidad como asépticos y
despreocupados espectadores—, «quienes solo buscan la felicidad no piensan en el
dolor general, no se inmutan frente a él»; y apuntalaba Taubert que por eso se
promueven la irreflexión y la indolencia en la ciudadanía, «para que nadie tome
conciencia de su situación».

Por eso es esencial recuperar un presente activo, y no solo reactivo, como espacio factual
desde el que pensamos, hablamos y actuamos. Un presente conformado no por un
presenciar o vivenciar pasivo, sino por un actuar autónomo y responsable. Porque,
como escribió Fernando Pessoa por boca de su heterónimo Fernando Reis en uno de sus
poemas, somos «el lugar que piensa»: el emplazamiento único donde el pensamiento se
deja sentir. Al contrario, desde la maquinaria de la publicidad autodirigida y de la
dominación algorítmica intentan impedirnos que contemos con ese necesario tiempo
para construir nuestro deseo, un tiempo muy relevante en nuestras vidas porque nos
ayuda a conocernos, a sondear nuestros deseos y a actuar en consecuencia. En gran
parte de los anuncios publicitarios que hoy hostigan nuestra atención, nos presentan la
felicidad como un producto más de consumo que tenemos al alcance de la mano en
función de nuestro poder adquisitivo: porque «no tenemos sueños baratos».

Sin embargo, como ya planteara Aristóteles en su Ética a Nicómaco, la felicidad es


esencialmente una actividad, un camino. La felicidad es un tránsito, el proceso, y no
consiste tanto en el resultado o la meta. Es esta relación con el itinerario lo que se ha
perdido o ha quedado muy desdibujada e incluso menospreciada. Todo lo podemos
tener aquí y ahora. Se ha volatilizado la frontera que separaba el deseo y la satisfacción.
Hacemos un pedido en la plataforma de turno y en cuestión de horas tenemos al presto
mensajero en la puerta de nuestras casas, en nuestro universo privado, donde todo
fluye sin ninguna inconveniencia ni contratiempo.

Desde una filosofía de la resistencia debemos cuestionar esta noción de felicidad como
un producto, como algo que se obtiene tras haber adquirido el objeto de nuestro deseo,
porque de este modo quedamos transformados en un mero depositario de los intereses
empresariales y publicitarios, marionetas movidas al socaire del mercado y del
desenfreno del consumo. Como declaró Arthur Schopenhauer en el primer volumen de
El mundo como voluntad y representación (Libro IV, § 57, 1818) en un análisis del todo
actual, somos «una sed imposible de saciar» cuya vida transcurre entre «un terrible
vacío y el aburrimiento». Cuando nos convertimos en una carga para nosotros mismos,
aducía Schopenhauer, recurrimos entonces a toda clase de pasatiempos y
entretenimientos que nos liberan de la tarea de tener que pensar nuestra realidad, y así
«vamos sin descanso de deseo en deseo», aunque «cada satisfacción alcanzada, por
mucho que prometa, no nos satisface sino que la mayoría de las veces se presenta muy
pronto como un error vergonzoso», de forma que nuestra existencia transcurre en un
exhausto correr hacia nuevos deseos que jamás acaban de colmar nuestra voluntad,
insaciable y convenientemente alimentada por la industria publicitaria, por los ritmos
rápidos y por la inmediatez de la esfera digital. Las grandes empresas tecnológicas
conocen muy bien estos asertos schopenhauerianos, de los que sacan rentable partido.
También Lucrecio, poeta latino del siglo I a. C., nos prevenía contra la naturaleza voraz
del deseo en Sobre la naturaleza de las cosas (Libro III, vv. 1080-1085): «Mientras falta lo
que deseamos, esto parece superar todo lo demás; después, cuando nos ha tocado en
suerte aquello, deseamos otra cosa y siempre la misma sed de vida nos mantiene
anhelantes».

Lo fundamental, por tanto, es reflexionar sobre la naturaleza de nuestro deseo y pensar


en qué lo hemos convertido. Los seres humanos somos máquinas deseantes, individuos
mediatizados por el deseo. Resulta incuestionable, en términos biológicos y
antropológicos, que el deseo es parte constitutiva de nuestro ser, y en este sentido
debemos aceptarlo con naturalidad. La sobrestimulación no es perniciosa en sí misma,
siempre y cuando tengamos despierta nuestra atención, aunque puede responder a
intereses perversos y perfectamente articulados. Es necesario hacer hincapié en que
somos nosotros quienes elegimos prestar atención a unos estímulos y desechar otros.
Forma parte de nuestro andamiaje supervivencial. Es decir, está —o debería estar— a
nuestro alcance la elección de entregarnos al permanente y seductor transcurrir al que
nos entregan la publicidad, las noticias, las redes sociales o las grandes corporaciones
empresariales.

El punto clave que aquí se defiende es que a elegir dónde ponemos la atención se
aprende, de igual forma que el individuo sedado deviene en su naturaleza amodorrada a
fuerza de haberse habituado a perder el foco de su concentración y atención, que
deposita en los intereses de la sociedad algorítmica y confía en las bonanzas del
gobierno emocional, que siempre lo lanza a un futuro mejor mas siempre postergado.
En esta reeducación del deseo, sobre todo en las generaciones más jóvenes, nos jugamos
gran parte de nuestra servidumbre emocional e intelectual: por tanto, a elegir se aprende,
y debemos enseñar a hacerlo; debemos recordar a nuestros niños, jóvenes y adolescentes,
pero también a los adultos, que quizá no podamos configurar nuestro espacio
circundante, pero sí está en nuestra mano saber qué queremos hacer con y en él. Nos
han hecho olvidar qué significa decidir. Nuestra tarea como docentes y familias es traer
al recuerdo esta capacidad que nos transfiere autonomía intelectual y emancipación
emocional, es decir, compromiso, responsabilidad e independencia para emitir nuestros
propios juicios.
De modo que, podemos decir, la felicidad y la atención también están relacionadas. La
maquinaria publicitaria pone en movimiento nuestro deseo y además lo redirige con
astucia hacia aquello que se pretende vender. Y todo ello se lleva a cabo con
herramientas emocionales, apelando a nuestra vertiente más afectiva. Deseamos por
pura impulsividad, por compulsión. Tras este entramado tan bien orquestado intentan
expropiarnos de nuestra atención y someter nuestro deseo con técnicas conductuales de
modificación de nuestro comportamiento que tienen que ver con la asociación de
emociones positivas a la vista de un producto cualquiera o con la gratificación
inmediata tras haberlo obtenido. Por eso es tan urgente que reflexionemos en qué
consiste para cada uno de nosotros la felicidad y pensar sobre los insidiosos estímulos a
los que prestamos atención. En definitiva, educar nuestra atención y nuestra
concentración es también educar nuestro sentido de la felicidad.

La felicidad no tiene que ver con sentirnos colmados o realizados por todo cuanto se
desea (en tanto que el deseo, ya lo hemos visto, resulta ser insaciable e incluso
destructivo), sino que, más bien, estriba en contar con las condiciones —materiales,
ideológicas— propicias para construir nuestro deseo. Desde esta perspectiva de una
resistencia filosófica, puede llegar a ser feliz quien cuenta con las posibilidades de
pensar en los medios para alcanzar lo que desea. Nuestra contemporaneidad se
caracteriza, al contrario, por una precariedad económica, intelectual y emocional
deliberadamente transmitida que nos impide situarnos con libertad, es decir, con
independencia, en ese horizonte de posibilidades. De ahí se derivan el éxito y auge de la
autoayuda, el mindfulness o el coaching emocional, porque los individuos sedados
necesitan sentirse bien con aquello que hacen, aunque lo que hagan no tenga nada que
ver con sus aspiraciones y deseos. Es suficiente con que lo parezca. Tales técnicas cifran
su cometido en procurarnos mecanismos emocionales para soportar nuestro malestar.

Contra este cruel optimismo, que nos quiere siempre felices, productivos y funcionales,
deberíamos preguntarnos si lo auténticamente importante para nuestra felicidad sería
más bien contar con los instrumentos emocionales e intelectuales necesarios para poder
investigar y cuestionar las estructuras que hacen posible nuestro malestar. Por eso
pensar la felicidad tiene tanto que ver con una filosofía de la resistencia: para que, como
explicó María Zambrano, no corramos el riesgo de resbalar por la vida sin saber qué
estamos haciendo de ella y con ella. Si, como suelen decirnos, ser feliz es una aspiración
humana inevitable, debemos pensar en qué consiste esa aspiración y qué se esconde tras
ella. Qué se oculta tras nuestro deseo.

Frente a esta dictadura felicifoide, que inunda nuestras vidas con la tiránica obligación y
obsesión por ser felices, soslayando con ello la capacidad para pensar críticamente la
realidad, se alza poderoso un salutífero pesimismo que, lejos de lo que suele sostenerse,
no nos hunde en los aspectos más onerosos de la existencia, sino que nos ayuda a no
dejarlos de lado y nos empuja a practicar una salvífica resistencia ante los embates del
gobierno emocional. El pesimismo bien entendido no consiste en contaminarnos de las
circunstancias más peliagudas y adversas de la vida, sino en cobrar conciencia del mal
en todas sus formas y en entregarnos a la realidad en su compleja pluralidad. Solo
asumiendo y constatando la existencia del mal y nuestra condición de náufragos en el a
veces inhóspito terreno de la existencia, podremos obtener una conciencia libre de
engaños, es decir, cabal y responsabilizada por cuanto ocurre.

La psicología positiva, la autoayuda y el resto de los dispositivos disciplinarios de la


emotiocracia emplean el lenguaje económico para describir la felicidad como un
«activo» que nos ofrece jugosos dividendos. La felicidad se ha convertido en un capital
con el que se comercia a expensas de nuestras vicisitudes personales y sociales. La
felicidad como un dispositivo disciplinario que nos hace soportar nuestras
circunstancias en pos de un futuro más deseable, más llevadero y confortable. Por tanto,
la felicidad es un codiciado bien —indefinible, intangible, pero muy bien dispuesto
teóricamente para causar dependencia—, siempre pospuesto.

Un sano pesimismo, a hombros de una filosofía de la resistencia, nos hace percatarnos


de que ese continuo aplazamiento de la felicidad es un intento de hacernos transigir con
la conveniencia de todos los obstáculos que encontramos en nuestro camino y que
acabamos naturalizando. Se normaliza que existan trabajadores precarios (tener un
empleo no garantiza poder pagar las facturas), que tengamos que estar enfermos
psicológica y físicamente por adaptarnos a las dinámicas productivas, que la
contaminación en las grandes ciudades sea insostenible, que existan desigualdades
económicas globales presentadas como inevitables. Cualquier inconveniente o estorbo
es acogido por la población sedada como un percance colateral ineludible, porque la
felicidad es todo cuanto queda más allá de esos percances tras los cuales se esconde la
plenitud y la prosperidad. Es así como nuestra resistencia ha de cerciorarse de que estas
melifluas promesas, así como las consiguientes expectativas que se derivan de ellas, con
las que el gobierno emocional nos tienta, no son más que argucias para sostener un
sistema productivo que fomenta el direccionamiento de nuestros deseos hacia lugares
muy determinados. Así pues, la felicidad ha dejado de ser un valor o una pretensión
para transformarse en una técnica de dominación.

Incluso en medio de la incertidumbre y el desasosiego, de la zozobra y la angustia —


nos dicen—, tenemos que saber agarrarnos, con resiliencia, entereza y adaptación, a
todas las oportunidades que nos brinda la cultura contemporánea para prosperar y
llegar a ser quienes en realidad queremos ser, sin que haya espacio y lugar para que
podamos poner en cuestión ese querer. El pesimismo entendido como herramienta de
resistencia intelectual aboga por la importancia e irremplazabilidad del diálogo entre
iguales, por la urgente necesidad de mirarnos a los ojos unos a otros (alejados de ese
Otro indeterminado que nos observa, hostiga y vigila en el entorno digital), de manera
que podamos compartir nuestras experiencias de dolor e inquietud, pero también de
alegrías y satisfacciones, para trazar un análisis cercano, aterrizado y
antropológicamente fidedigno del escenario en el que vivimos. El pesimismo no es
anticipar los males futuros, sino contar con la materialidad de los males presentes para,
quizá, mejorar nuestra condición moral y no causar así más sufrimiento del que ya
existe. Percatarnos del dolor y de los tormentos propios y ajenos para no ser partícipes
conscientes y coadyuvantes de ellos y, llegado el caso, para poder aliviarlos —o, al
menos, no aumentarlos.

Me gusta denominar a este pesimismo esperanzado o heroico, que se atreve a discutir el


gobierno emocional, humanismo trágico: atreverse a sostener la mirada del otro, a
acompañar el dolor del otro, no para alimentar melindrosas posibilidades de un futuro
mejor siempre postergado, sino para caer en la cuenta de que la única respuesta ante
nuestra insignificancia metafísica es nuestra militancia antropológica. Es decir, hacernos
conscientes de que nuestra indiferencia y apatía también provocan efectos perniciosos,
que la sedación y la aparente fluidez en que transcurren nuestras vidas alteran y
coartan nuestras potencias intelectuales y nos manipulan emocionalmente. Simone Weil
lo dejó escrito de forma tan bella como certera en sus Cuadernos (1951): «Contemplar la
desgracia ajena sin apartar la mirada, no solo la mirada de los ojos, sino la mirada de la
atención [...] es hermoso. Porque es contemplar lo no contemplable», en tanto que nos
causa dolor y, por ello, nos conmueve.

Junto con la reeducación de nuestro deseo y la recuperación de nuestra capacidad para


decidir, debemos rescatar esta sensibilidad para con-movernos, para hacernos cargo,
mediante una empatía entendida como potencia política que nos sumerge en la
corresponsabilidad por lo que sucede en una comunidad, en nuestro escenario
compartido. No se trata de instaurar un edulcorado comunitarismo auspiciado por
reglas políticas e institucionales, sino de abrir nuestra mirada y nuestra atención a
cuanto sucede a nuestro alrededor, sin que dejemos que enmarañen nuestro juicio con
constructos como «la sociedad» o «la economía».

Tras los números siempre queda el resto de la huella humana: individuos muy
determinados que viven en circunstancias muy determinadas que no se dejan abstraer
en categorías. Hoy, más que nunca, en una escena dominada por la pantallización y los
ritmos de la esfera digital, la resistencia filosófica consiste en no prestarnos a la
comodidad de las cifras, a resbalar a través de la irrelevancia de lo mucho. Consiste en
responsabilizarse de que no hay felicidad, progreso ni futuro sin un ahora que se haga
cargo de lo impostergable, es decir, de nuestras vidas singulares con sus peculiares
problemáticas. Suele caracterizarse el pesimismo como una corriente que siempre
espera lo peor y que recomienda la resignación. Y no. El pesimista que resiste es, en el
fondo, un humanista que, a la vista del mal y el sufrimiento, intenta no aumentarlos. El
pesimismo es humanista porque, lejos de vender humo felicifoide, nos expone a —y nos
hermana en— la intemperie, auténtico escenario de la vida. El pesimismo no quiere que
las cosas vayan mal: asegura que, a la vista de la historia, es posible que nunca vayan a
mejor y que, por eso, quizá sea preferible tender la mano al otro (conmovidos, con
atención) en lugar de resguardarnos en estupidizantes y dañinas utopías felicifoides
que solo fomentan el statu quo desde el gobierno emocional. Como escribió Cioran en su
Breviario pasional (1944), debemos fomentar una alegre «complicidad entre nuestras
soledades» porque, a fin de cuentas, somos «compañeros de desconsuelo».
EDUCACIÓN Y RESISTENCIA: UNA PROPUESTA
(CONTRA)PEDAGÓGICA
... aprendan ustedes con alegría, con ansia de saber, con afán de conocer el mundo y de conocerse a sí mismas,
con hambre y sed de justicia, sobre todo, porque conocimiento que no nos sirve para ser más justos es
conocimiento perdido.

MARÍA LEJÁRRAGA,
artículo en Blanco y Negro de abril de 1915

La filosofía nunca ha tenido fácil abrirse paso en el sistema educativo. Sin embargo, de
una u otra forma, con menor o mayor presencia lectiva, su necesaria comparecencia
siempre se ha hecho valer. Si se enseña como disciplina abierta al insoslayable diálogo y
al encuentro activo con las ideas del pasado y las problemáticas del presente, la filosofía
se convierte en una escuela de libertad dentro de colegios, institutos y universidades.

En una sociedad crecientemente digitalizada, en la que los patrones de rapidez y


aceleración afectan y contaminan todos los órdenes de la vida, sobre todo en la
población más joven, debemos acostumbrar a niños y adolescentes a pensar por sí
mismos en un escenario dominado por la polarización, la demagogia, la mentira sin
tapujos y la espectacularidad. La paciencia cognitiva que exige la filosofía para
reflexionar pausadamente nos introduce en ritmos distintos de los acostumbrados, en
un paréntesis que ofrece, a los más jóvenes pero también a los adultos, un lugar desde el
que poder pensar, hablar y disponerse a actuar. La filosofía en la educación muestra el
valor de no dejarse adocenar por los estándares hegemónicos, por lo acostumbrado o
establecido, y siembra en los estudiantes el coraje de la duda, que los acompañará para
siempre en una sociedad dominada por respuestas definitivas y asfixiantes y en la que
cualquier atisbo de disidencia es señalado como un elemento amenazador. Muy al
contrario, la violencia comienza con la imposición de una única forma de pensar, de ser,
de actuar.

En una cultura que promueve, mediante diversos dispositivos disciplinantes, la


desafección cívica y la manipulación emocional, el papel de la filosofía en la educación
cobra una función central, porque dota al estudiantado de un sentido de pertenencia a
la polis. Esta conciencia de lo común que promueve el pensamiento comprometido con
la realidad nos insta a tomar conciencia de —y a no olvidar jamás— nuestra
responsabilidad individual en el funcionamiento de nuestros barrios, municipios y
ciudades. Aristóteles afirmó que la polis se compone de iguales (mesotés), es decir, de
sujetos que se reconocen mutuamente su capacidad para hablar y actuar en igualdad de
condiciones, desde el mismo promontorio existencial. Alcanzar esta igualdad depende,
por supuesto, de las decisiones de las instancias políticas institucionales, pero también
de los lazos de cooperación y solidaridad generados entre los miembros de una
sociedad. Ambos procesos están coimplicados. Una filosofía de la resistencia, como
pensar comprometido y emancipador, incita a la ciudadanía a pujar por la equidad y la
igualdad que nos ponen en condiciones de desarrollar nuestras respectivas potencias y
capacidades, y permite, además, que nadie deba dejar de pensar porque tenga que ocuparse
con urgente necesidad de su supervivencia. En una de las últimas cartas de
Schopenhauer, dirigida a dos jóvenes estudiantes que le habían pedido consejo, incitaba
a confiar siempre en la filosofía, que es una luz incandescente en la oscuridad. Y, ante
todo, un modo de estar en la realidad que nos aleja del adormecimiento emocional y
que nos invita a la resistencia intelectual.

La filosofía nos invita a permanecer despiertos —o a no caer sedados— en un entorno


que nos anestesia e idiotiza a través de una aceleración de todos los procesos vitales y
que no nos deja tiempo para reflexionar sobre el modo en que estamos viviendo. El
valor de la filosofía consiste en no guardarse ningún interrogante en el corazón, en
defender y mostrar públicamente la valentía para preguntar en un escenario donde las
respuestas son múltiples y dogmáticas, pero donde se señalan como sospechosas la
duda o la discrepancia razonadas. El ejercicio crítico de la filosofía es hoy una
resistencia frente al dominio de la rapidez, del estrés, del ruido, de la polarización y de
la lógica digital. En definitiva, la filosofía es la disciplina que nos permite reapropiarnos
de nuestra atención y que nos empuja a resistir a los imperativos de nuestro tiempo,
lejos de caer seducidos por las lógicas disciplinarias que nos piden ser funcionales,
resilientes o adaptativos.

Como expuse en la introducción, María Zambrano señaló que existe un peligro en vida
mucho más decisivo que el de la propia muerte. Ese peligro es el de dejarse resbalar por
la vida, como si no tuviéramos una responsabilidad individual por intervenir en cuanto
ocurre en el mundo. Existen dos formas de habitar nuestra circunstancia. Una de ellas
es la indiferencia, que nos hace cómplices de los acontecimientos, y con ella el oneroso
silencio, que no se atreve a denunciar las injusticias o vergüenzas de nuestro tiempo y
que además nos encapsula en el privatismo. La otra actitud posible es la del
compromiso, o lo que es lo mismo, asumir que nuestras acciones y palabras pueden ser
decisivas para lo mejor y para lo peor.

Renunciar en la enseñanza reglada a la filosofía, que es un sincero ahínco por saber


siempre más y un motor para la acción responsable, significa dejar a un lado el ejercicio
consciente de nuestra atención, hoy puesta en venta y con la que se trafica en las cloacas
del gobierno emocional. Por ello, renunciar a la filosofía es dejar de atender
deliberadamente a nuestra realidad, y privar a nuestros jóvenes de la posibilidad de
hacerlo. Pensar nuestra circunstancia no debería ser un privilegio de intelectuales o
especialistas. Pensar ha de ser un derecho ejercido por toda la ciudadanía desde la
independencia intelectual y la autonomía emocional. Para ello, necesitamos una
educación comprometida con las humanidades que nos empuje a ser dueños de nuestra
propia libertad. Expulsar las humanidades —y las ciencias de base en beneficio de las
ciencias aplicadas— de la educación y sustituirlas por asignaturas como
«emprendimiento», «gestión emocional» u «orientación empresarial y laboral» solo
prepara a nuestros niños, adolescentes y jóvenes para normalizar y normativizar su
condición de consumidores que han de servir imperativamente a un sistema productivo
que no les permite la posibilidad de cuestionar su funcionamiento y sus dinámicas. Los
transforma en individuos sedados desde edades tempranas que no pueden contar con
las herramientas intelectuales suficientes para reflexionar sobre los prejuicios en los que
están creciendo y de los que su vida se está nutriendo —y en la que se está
consumiendo a medida que ellos mismos se convierten en nada más que consumidores.

Por otro lado, hoy asistimos a la tiránica imposición de la «competencia digital» en las
aulas. Se ha introducido, con peligrosa normalidad, un modo de enseñar que privilegia
las dinámicas y los ritmos propios de la esfera digital: versatilidad, pantallización,
rapidez y, sobre todo, estimulación constante del estudiantado, al que se debe tener
permanentemente entretenido mediante técnicas de gamificación o ludificación. Las
clases magistrales quedan desterradas de esta nueva pedagogía, por considerarse un
método vetusto e incluso reaccionario que no se adecua al compás del progreso
tecnológico. Escuchar, atender y comprender se considera hoy retrógrado, insuficiente,
conservador. En el Libro VIII (cap. 4) de la Política de Aristóteles, leemos que enseñar a
leer y escribir a los jóvenes no es solo una actividad con un fin útil, sino también y sobre
todo una ocupación «libre y bella», y es que «buscar en todo la utilidad es lo que menos
conviene a las personas libres». También Horacio, poeta latino del siglo I a. C., declaró
que la constante búsqueda del lucro y de bienes materiales, así como jactarnos frente a
los demás de nuestro poder adquisitivo, nos esclaviza al someternos a un espejismo de
libertad —identificada con el boato y la ostentación—: las sociedades que solo anhelan
el provecho económico, sostenía Horacio, se condenan a la expropiación de su tiempo
de ocio en pos de un ideal de progreso impregnado por la bicoca del progreso
económico y del crecentismo, y nos empuja a la desaparición de la posibilidad de ejercer
el derecho para entregarnos a la ociosidad, a la contemplación, al silencio, al desarrollo
de un juicio propio no contaminado por los prejuicios hegemónicos.

Debemos plantearnos con urgencia si hemos renunciado de manera definitiva y


voluntaria a nuestra libertad, y en nombre de qué o de quién. La coacción, el afán
productivo, el apremio, el multitasking y la eficacia, características propias del ámbito
laboral, así como los patrones cognitivos y conductuales de la esfera digital (inmediatez,
gratificación meliflua y permanente, vida fluida), imponen hoy las cadencias de nuestra
existencia y recetan los estándares educativos de la pedagogía de las habilidades y las
competencias, de forma que las condiciones del sistema productivo —que disfrazan la
autoexplotación bajo capa de falsaria libertad de acción— han acabado por imponerse
hasta el punto de que la ciudadanía termina por sentirse cansada, exhausta, abatida y
sola. Y pensando que las cosas solo pueden —y deben— ser así. La aceleración y la
continua ocupación nos encandilan con una fingida sensación de libertad: a cambio de
experiencias intrascendentes, efímeras e incesantes, nos otorga la atractiva promesa de
un interminable y seductor siempre-volver-a-comenzar. En virtud del inagotable y
enloquecido ritmo de lo digital, nuestra vida se ve impulsada hacia un futuro de
anhelada plenitud que, empero, nunca llega, si bien esta insatisfacción se mitiga con la
esperanza de que, tras cualquier final, siempre-podemos-volver-a-comenzar. Se trata de
la renovación contemporánea del mito de la rueda de Ixión o del barril de las Danaides:
un eterno retorno de lo absurdo en cuya vacua repetición se encuentra el sentido. La
rapidez de todos los procesos de nuestra vida nos ceba —como si de fast food se
tratara— de un modo tal que nunca nos vemos saciados, pero, misteriosamente, nos
sentimos colmados: de vacuidad y fruslerías, nutrientes muy poco saludables. Es
curioso que todos declaremos ser muy conscientes de esta dinámica de trivialidad y
vaciedad (el scrolling infinito, permanecer enganchados durante horas a TikTok o a los
reels o stories de Instagram, consultar con compulsión nuestro teléfono), y a la vez nos
autodeclaramos del todo incapaces de romper esa adictiva corriente por la que
quedamos instrumentalizados, dirigidos y sedados.

La pregunta que desde el ámbito educativo y desde las familias nos debemos hacer
resulta insoslayable: ¿depende de nosotros cortocircuitar esta marcha del mundo? Mi
respuesta es que sí. Y lo defiendo sin disimulo: la posibilidad de detener y poner límites
a la aceleración, pantallización, automatización y mecanización de la existencia está en
nuestras manos, en las acciones cotidianas de cada una y cada uno de nosotros. No hay
que caer en la ingenuidad ni desdeñar la útil labor de la tecnología en nuestra
cotidianidad o en procesos de investigación médica o científica. Ahora bien, la cuestión
radica en la necesidad de acomodar todos los procesos de nuestras vidas a las dinámicas
propias de los dispositivos digitales. La tesis que aquí quiero defender es que la
dependencia de la tecnología es autoinfligida y que, por tanto, hay lugar para una libre
resistencia: como sucede con cualquier otro hábito, quedamos subyugados a los
aparatos y a sus modos de operar de forma voluntaria. El zombi digital no llega a serlo
porque se le haya inoculado un virus, sino porque, de manera deliberada y progresiva,
ha consentido convertirse en un sujeto sedado, estéril y aturdido. Indiferente e indolente.
La clave del asunto no se asienta en el hecho de que los dispositivos electrónicos nos
mantengan entretenidos, sino que hemos dejado que secuestren nuestra capacidad para
percatarnos de ello, raptando nuestra atención. Y lo han hecho porque queremos.

Friedrich Schiller redactó entre 1793 y 1795 sus hermosas Cartas sobre la educación estética
de la humanidad, donde desarrolló un profético análisis de nuestra situación
contemporánea. Schiller, humanista y poeta, estaba convencido de que no podemos
estar en disposición de alcanzar la felicidad si no es a través de la contemplación de la
belleza y la práctica de la libertad, y para obtenerlas es necesario, sobre todo, aprender a
—y recordar que podemos— desencadenarnos de los impulsos sensibles, de la
impresión y la tiranía del momento, que catalogó como «la más terrible esclavitud». Y
añadía, con atinada precisión: «En la actualidad impera la necesidad y su yugo tiránico
somete a la humanidad postrada. La utilidad es el gran ídolo de nuestra época, y a él
deben complacer todos los poderes y rendir homenaje todos los talentos». Schiller
estaba persuadido de que la sensibilidad para captar la belleza y el desarrollo de las
potencias espirituales del ser humano (geistige Kräfte) son la única senda posible por la
que podemos encaminarnos hacia la libertad.

De media, consultamos el teléfono móvil unas ciento cincuenta veces al día. Cada día. El
preocupante problema no es que con esta merma atencional se pierda, como indica el
estudio, nuestra eficacia. El auténtico drama es lo que dejamos de hacer mientras
permanecemos anclados a las pantallas y las maneras y formas que estamos perdiendo
y olvidando con la introducción de la esfera digital en nuestras vidas. Hemos
descuidado el tiempo de la detención y la contemplación. Aquí merece la pena citar, de
nuevo, a María Zambrano en el «Apéndice» de sus Claros del bosque (1977): «La
contemplación es la ley que la belleza lleva consigo. Y en la contemplación, como se
sabe, es indispensable un mínimo de quietud, o por lo menos de aquietamiento; un
tiempo largo, indefinido, que fluye amplia y mansamente. Es el tiempo de la
contemplación que da respiro, libertad». También son pertinentes las palabras de un
maestro contemporáneo: «La época que nos ha tocado vivir está dominada por un ritmo
vertiginoso que no da pie a un verdadero conocimiento o experiencia. Es cierto que la
velocidad crea una ilusión de inmortalidad y de consagración del instante, pero
también puede provocarnos una sensación de fatiga continua, extenuante e
injustificada» (Las pasiones según Rafael Argullol, 2020).

La propuesta que aquí defiendo es clara y terminante: una educación sin una carga
lectiva considerable en humanidades nos entrega al vasallaje intelectual y emocional. Si
la educación se convierte en esclava de la productividad, la rentabilidad, la eficiencia y
la utilidad, estaremos educando para producir sujetos sedados y serviles. El
conocimiento no puede ni debe estar al servicio exclusivo del mercado laboral y sus
expectativas; el conocimiento ha de fomentar, ante todo, la crítica y la autonomía y, de
su mano, la forja de un pensar independiente y potencialmente disidente. Una
educación que solo enseña lo útil solo sirve para servir —a los intereses económicos y
políticos de turno—. Resulta muy llamativo que cuanto más se intenta expulsar de la
educación a las artes, la filosofía, la música, las ciencias básicas y, en general, a las
humanidades, más precisamos de su auxilio. Su falta siempre crea su inapelable y
apremiante necesidad. Y ese es su vigor, su ineludible vigencia. Son en y por ellas, a
través de las humanidades, como sostuvo Schiller, mediante las que pasamos de ser
esclavos a legisladores de nuestra propia libertad.

Los estudios también apuntan a que los dispositivos electrónicos, tan expuestos a la
esclavitud del multitasking, son más proclives a fomentar una superficial divagación y la
falta de concentración consciente, frente a medios educativos más tradicionales como
los libros. Por eso también defiendo aquí que volver a los libros en papel es un ejercicio
de resistencia. El libro no es un objeto pulido, perfecto y sin mácula, como sí lo son las
pantallas; los libros físicos guardan relación con la piel humana, que puede magullarse
y que está sujeta a los vaivenes del paso del tiempo, es porosa y sensible a los
condicionantes del entorno. Además, las pantallas fomentan la impaciencia cognitiva,
de manera que los estudiantes intentan aminorar el tiempo de concentración y esfuerzo
intelectual acudiendo a las fuentes más concisas y concentradas, poniendo el foco en la
rapidez con la que pueden acceder a la información que buscan. Al contrario, los libros
demandan un trato más pausado con la realidad y con ello ralentizan nuestros modos
acelerados de vivir. Escribir con la mediatización de dispositivos electrónicos o leer
menos desarticula nuestras habilidades cognitivas y, además, depaupera nuestra
relación y contacto con el mundo. Libros, papel y bolígrafos son objetos que podemos
tocar y ser tocados y afectados por ellos. Al igual que nosotros, guardan sus propias
cicatrices, que son las del paso del tiempo: se trata de las heridas de la belleza causada
por la imposible perfección. Como he defendido a lo largo de este libro, el uso de la
tecnología no es neutral: puede que nos conecte más, pero también nos aleja de una
relación significativa con el mundo.

A la contra de un enfoque centrado en el desarrollo de habilidades, destrezas y


competencias destinadas a ser desplegadas en el futuro ámbito laboral del
estudiantado, una filosofía de la resistencia ampara una vuelta a la importancia del
conocimiento (del qué) por encima de la utilidad (del para qué). Como escribió Hermann
Hesse en un artículo de 1904 en Die Zeit, «nuestra educación se ha esforzado por
arrebatarnos la libertad y la personalidad y por meternos desde la más tierna infancia
en una situación de forzoso trajín y sin una pausa de respiro, y se ha producido una
decadencia y una falta de ejercicio de la ociosidad». Volver a otorgar la relevancia
debida al conocimiento significa reapropiar a los adolescentes de la posibilidad para
cuestionar las garras de la sedación y del gobierno emocional. Si transformamos los
colegios e institutos en espacios donde se prepara exclusivamente para el mercado
laboral, el alumnado pierde de vista el valor del saber y pone su atención en la utilidad,
en el «para qué» de lo que aprende, dejando así de lado la importancia del conocimiento
para su desempeño no solo laboral, sino también vital, emocional y anímico.

El miedo que nos transmiten la dictadura felicifoide y las técnicas disciplinarias de la


emotiocracia solo puede combatirse con la pasión por conocer. Por eso, la más
innovadora mejora educativa que puede implementarse es hacer pervivir y transmitir el
valor del conocimiento para eludir las cadenas autoimpuestas de la indiferencia. El
conocimiento es la auténtica resistencia.
BREVE BIBLIOGRAFÍA PARA PENSAR Y RESISTIR

Ahmed, S., La promesa de la felicidad. Una crítica cultural al imperativo de la alegría, Caja
Negra, Buenos Aires, 2019.

Alegre, S., Libertad de pensamiento. La larga lucha por liberar nuestra mente, Akal, Madrid,
2023.

Alemán, J., Breviario político de psicoanálisis, NED Ediciones, Barcelona, 2022.

Aloisi, A., El poder de la distracción, Alianza Editorial, Madrid, 2022.

Arendt, Hannah, La condición humana, Paidós, Barcelona, 2012.

—, Verdad y mentira en la política, Página Indómita, Barcelona, 2016.

Argullol, R., Danza humana, Acantilado, Barcelona, 2023.

Augé, M., Los «no lugares». Espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad,
Gedisa, Barcelona, 2000.

Bartky, S. L., Femininity and Domination, Routledge, Londres, 1991.

Bataille, G., El erotismo, Anagrama, Barcelona, 2023.

Benatar, D., El dilema humano. Una guía sin adornos sobre los grandes interrogantes de la
vida, Alianza Editorial, Madrid, 2022.

Berlant, L., El optimismo cruel, Caja Negra, Buenos Aires, 2020.

Bilbeny, N. y Terradas, I. (eds.), Ciudadanía bajo control. Perfiles políticos y culturales,


Icaria, Barcelona, 2021.

Bodei, R., Dominio y sometimiento. Esclavos, animales, máquinas, inteligencia artificial,


Alianza Editorial, Madrid, 2022.

Boétie, É. de La, Discurso de la servidumbre voluntaria, Trotta, Madrid, 2014.

Canetti, E., Masa y poder, DeBolsillo, Barcelona, 2011.


Carmona, M. y Padilla, J., Malestamos. Cuando estar mal es un problema colectivo, Capitán
Swing, Madrid, 2022.

Coeckelbergh, M., La filosofía política de la inteligencia artificial. Una introducción, Cátedra,


Madrid, 2023.

Corbin, A., Historia del silencio. Del Renacimiento a nuestros días, Acantilado, Barcelona,
2019.

Davies, J., Sedados. Cómo el capitalismo moderno creó la crisis de la salud mental, Capitán
Swing, Madrid, 2022.

Desmurget, M., La fábrica de cretinos digitales. Los peligros de las pantallas para nuestros
hijos, Península, Barcelona, 2020.

Ehrenreich, B., Sonríe o muere. La trampa del pensamiento positivo, Turner, Madrid, 2019.

Fernández-Savater, A. y Etxeberria, O. (coords.), El eclipse de la atención, NED Ediciones,


Barcelona, 2022.

Fichte, J. G., Algunas lecciones sobre el destino del sabio, Akal, Madrid, 2002.

Fisher, M., Realismo capitalista, Caja Negra, Buenos Aires, 2016.

Ginzburg, N., Las pequeñas virtudes, Acantilado, Barcelona, 2021.

González Serrano, C. J., El mundo según Lea, Beascoa, Barcelona, 2023.

Gramsci, A., Antología, Akal, Madrid, 2013.

Hartmann, E. von, Filosofía de lo inconsciente, Alianza Editorial, Madrid, 2022.

Hickel, J., Menos es más. Cómo el decrecimiento salvará el mundo, Capitán Swing, Madrid,
2023.

Illouz, E., El fin del amor. Una sociología de las relaciones negativas, Katz, Madrid, 2020.

Lasch, C., La cultura del narcisismo. La vida en una era de expectativas decrecientes, Capitán
Swing, Madrid, 2023.

Ligotti, T., La conspiración contra la especie humana, Valdemar, Madrid, 2015.


Luengo, J. A., El dolor adolescente, Plataforma Editorial, Barcelona, 2023.

Maffei, L., Alabanza de la lentitud, Alianza Editorial, Madrid, 2018.

Meijer, E., Los límites de mi lenguaje. Meditaciones sobre la depresión, Katz, Madrid, 2021.

Mèlich, J.-C., La fragilidad del mundo. Ensayo sobre un tiempo precario, Anagrama,
Barcelona, 2021.

—, La condición vulnerable, Fragmenta Editorial, Barcelona, 2022.

Patino, B., La civilización de la memoria de pez. Pequeño tratado sobre el mercado de la


atención, Alianza Editorial, Madrid, 2020.

Pérez Álvarez, M., El individuo flotante. La muchedumbre solitaria en los tiempos de las redes
sociales, Deusto, Barcelona, 2023.

Pérez Cornejo, M., Arturo o el pesimismo, Huso Editorial, Madrid, 2022.

Purser, R. E., McMindfulness. Cómo el mindfulness se convirtió en la nueva espiritualidad


capitalista, Alianza Editorial, Madrid, 2021.

Sennett, R., La corrosión del carácter, Anagrama, Barcelona, 2006.

Schopenhauer, A., Parábolas y aforismos, Alianza Editorial, Madrid, 2018.

Sontag, S., Ante el dolor de los demás, DeBolsillo, Barcelona, 2010.

Thoreau, H. D., Desobediencia civil y otros escritos, Alianza Editorial, Madrid, 2012.

Turkle, S., Alone Together. Why We Expect More from Technology and Less from Each Other,
Basic Books, Nueva York, 2017.

—, La vida en la pantalla: la construcción de la identidad en la era de Internet, Paidós,


Barcelona, 1997.

Valverde Fonseca, P. G., Prevenir el suicidio. Una guía para ayudarte a ayudar, Editorial
Almuzara, Córdoba, 2022.

Véliz, C., Privacy is Power. Why and How You Should Take Back Control of Your Data,
Bantam Press, Londres, 2020.
Villar Cabeza, F., Morir antes del suicidio. Prevención en la adolescencia, Herder, Barcelona,
2022.

—, Cómo las pantallas devoran a nuestros hijos, Herder, Barcelona, 2023.

Weil, S., Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social, Trotta, Madrid,
2018.

—, Opresión y libertad. Ensayos de crítica social y política, Página Indómita, Barcelona, 2020.

Young, I. M., Responsabilidad por la justicia, Ediciones Morata, Madrid, 2011.

Zafra, R., El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital, Anagrama,


Barcelona, 2017.

—, El bucle invisible, Ediciones Nobel, Oviedo, 2022.

Zambrano, M., Persona y democracia, Alianza Editorial, Madrid, 2019.

Zuboff, S., La era del capitalismo de la vigilancia. La lucha por un futuro humano frente a las
nuevas fronteras del poder, Paidós, Barcelona, 2021.

También podría gustarte