Gonzalez Serrano Carlos Javier - Una Filosofia de La Resistencia
Gonzalez Serrano Carlos Javier - Una Filosofia de La Resistencia
Gonzalez Serrano Carlos Javier - Una Filosofia de La Resistencia
Vivimos en una sociedad en la que la tecnología tiene cada vez más protagonismo,
donde impera el ruido permanente, la hiperestimulación constante y una violenta
rapidez. Un mundo en el que la silenciosa dominación de nuestras emociones gobierna
todos los ámbitos de la vida. Ante este escenario, el presente libro propone una filosofía
de la resistencia que nos permita cultivar el cuidado de la atención, plantar cara a esa
emotiocracia (la dictadura de las emociones propia de la sociedad de consumo), y que
nos empuje a desarrollar con compromiso una nueva manera de desear con el fin de ser
más conscientes y responsablemente libres frente a los malestares contemporáneos.
Pensar y actuar: una revolución intelectual que pasa por dejar de observar la realidad
como sujetos pasivos para tomarla en nuestras manos como agentes activos y poder
pensarla, sí, pero, sobre todo, transformarla.
UNA FILOSOFÍA DE LA RESISTENCIA
A quien resiste.
La auténtica libertad no se define por una relación entre el deseo y la satisfacción, sino por una relación entre el
pensamiento y la acción; sería completamente libre el hombre cuyas acciones procedieran en su totalidad de un
juicio previo acerca del fin que se propone y de la sucesión de los medios capaces de conducir a dicho fin.
ANTONIO MACHADO,
Proverbios y cantares, 1912
Entiéndeme bien, no es a Dios a quien rechazo, sino al mundo, al mundo creado por Él; el mundo de Dios no lo
acepto ni puedo estar de acuerdo en aceptarlo. [...] Que sea y aparezca todo esto así, bien; pero no lo acepto, ¡ni
quiero aceptarlo!
FIÓDOR DOSTOYEVSKI,
Los hermanos Karamázov, 1880
La ideología del crecimiento personal, tan optimista en la superficie, irradia pese a todo una honda
desesperanza y resignación. Es la fe de los que no tienen fe.
CHRISTOPHER LASCH,
La cultura del narcisismo, 1979
Hay un género de soledad que comienza por ser, no un aislamiento, sino un haberse desposeído de toda
propiedad.
MARÍA ZAMBRANO,
Claros del bosque, V. 8, 1977
PRÓLOGO
Ante todo, soy profesor. Considero que este oficio, definido por Nuccio Ordine como
un arte en el que nos jugamos el porvenir de las futuras generaciones, encierra dos
misiones centrales: por un lado, la de enseñar y educar, pero por otro, y sobre todo, la
de acompañar a nuestros adolescentes y jóvenes en su proceso hacia la vida adulta.
Además de mi naturaleza apasionada, que intento introducir en todas mis clases, cursos
y conferencias, considero que la emoción es un ingrediente fundamental de la docencia.
Somos seres narrativos, cada uno de nosotros lleva sobre sí el peso de lo que le ha
sucedido o de lo que espera que le suceda. Somos un juego dramático (δράμα, es decir,
un hacer que tiene consecuencias) de pasado y de expectativas y, en medio, un presente
en el que debemos resolver nuestra propia tesitura. De nuevo, aquí la clave reside en la
educación. No se trata de dogmatizar (como suele defenderse desde promontorios
conservadores y reaccionarios), sino de mostrar la diversidad en todos sus ámbitos
(sexual, racial, intelectual, corporal, cultural, etc.) y enseñar que la condena de esa
diversidad atiende, en muchas ocasiones, a estructuras de poder que ejercen una
influencia decisiva en nuestras vidas. En definitiva, y como conclusión, debemos pensar
y cuestionar —la legitimidad de— esas estructuras que condicionan e incluso acaban
por determinar nuestra vida para poder comprobar hasta qué punto ha de llegar
nuestra implicación y actuación individuales en la creación de una sociedad más
igualitaria, más justa y con menos sufrimiento psicológico. La vida recomienza muchas
veces: al aprender a leer, al descubrir el amor, la primera lectura que nos emociona, el
adiós a alguien querido. Pero de todos esos reinicios, el principal, sin duda, es caer en la
cuenta de que cualquier persona, sin excepción, vive sus luchas diarias. Y no bajar la
mirada ante ese hecho, sino tener la valentía de mirar a los ojos del mal, la desidia o la
injusticia y ponerles coto.
La juventud debe comprometerse con los retos de su tiempo, pero, y esto es importante,
a veces necesitan un aguijón intelectual o afectivo para hacerles comprender que ellos
son parte fundamental de la solución de los problemas de nuestra actualidad. Para ello se
necesitan una sociedad y un profesorado comprometidos con su labor comunitaria. Un
docente que no apasiona a sus estudiantes está dejando de transmitir la lección más
relevante que puede comunicarles: sin implicación en lo que nos preocupa, no se darán
posibles soluciones. Hay que invitar sin miedo a nuestros jóvenes a que se consideren
parte activa e irremplazable de la sociedad, y no solo como un receptáculo pasivo que
acoge sumisamente los acontecimientos de cada día. Y para ello debemos darles voz,
escuchar sus necesidades, atender a sus demandas y acompañarlos en un camino que
nunca fue fácil: el que transita desde la adolescencia a la juventud y la adultez.
Mi mensaje para los jóvenes, sean o no mis estudiantes, es muy claro: apasionaos. Por un
amor, por una carrera de investigación, por un trabajo que alcanzar, por el bien o la
belleza, por ser un científico o una humanista de prestigio. Pero apasionaos. La pasión
es la única herramienta que, de faltar el resto, puede empujarnos a perseverar desde
una sana resistencia que se atreve a pensar la realidad de forma crítica y comprometida.
La vida no se lo pone fácil a nadie. Toda existencia está llena de sinsabores, dolores,
sufrimientos, pérdidas, duelos y contrariedades. Pero si conservamos —y aprendemos a
conservar— nuestra pasión, mantendremos también nuestra potencia para seguir a
pesar de todo y de todos. A pesar de los odios y de la polarización, a pesar de la
negligencia y la abulia, a pesar de las políticas injustas y elitistas de muchos gobiernos,
a pesar de la desigualdad social, económica y cultural. A pesar de todo, la pasión nos
empuja, nos sostiene, nos mantiene a flote. Nos hace persistir en liza. Vivir con pasión.
Sin condiciones: justamente para ponerse en la tesitura de poder superar cualquier
condicionamiento y, al fin, para conquistar el ejercicio consciente de nuestra propia
libertad.
Cuando descubrí por primera vez la filosofía, con quince o dieciséis años, me percaté de
que mi visión del mundo había permanecido sesgada tras un velo de deliberada
ingenuidad. Se trataba de un muro de contención erigido con convicciones y prejuicios
que yo no había elegido, sino que se me había dado, pero tras el que me había
encontrado a gusto hasta entonces. En aquel momento, a principios de los años 2000,
comenzó un largo itinerario —que dura hasta hoy— que, tras largos pero muy
enriquecedores años de búsqueda y cuestionamiento, tras pasar por numerosas
empresas y acometer innumerables trabajos, tras haber recorrido mundo y conocido a
mucha gente, me ha convencido de que nos jugamos prácticamente todo en la
educación, de que la resistencia intelectual se juega en qué y cómo enseñamos a
nuestros niños, adolescentes y jóvenes.
HANNAH ARENDT,
Los orígenes del totalitarismo, XIII, 1951
NOTA BENE
Este libro no tiene afán de exhaustividad ni persigue abarcar con completitud el muy
amplio abanico de problemas que expone, aunque nunca deja de lado el rigor ni la
investigación y observación pausadas. Más bien, se plantea como un lúcido intento de
aportar argumentos de diálogo a la esfera pública con los que discutir asuntos que
repercuten en la ciudadanía en su conjunto. Por tanto, su pretensión es incitadora y, si
se quiere, provocadora, en tanto que la filosofía nunca debe dejar de desencadenar, al
menos, el posible desacuerdo para, llegado el caso, desembocar en algún acuerdo. Un
sano consenso solo nace y crece a partir de un necesario y enriquecedor disenso. De una
indispensable pluralidad de vivencias y experiencias singularizadas.
INTRODUCCIÓN
ARTHUR SCHOPENHAUER,
Declamatio in laudem philosophiae, 1820
Escribió María Zambrano, pensadora veleña del siglo XX, en Persona y democracia (1958),
que a los seres humanos nos son posibles dos modos opuestos de vivir: pasivamente,
resbalando por la existencia como si todo lo acontecido a nuestro alrededor fuera un
terreno ajeno que no nos repercute, o activamente, es decir, tomando parte responsable
y consciente por cuanto sucede en el escenario de nuestra existencia.
En el fondo de este mensaje zambraniano, que hoy nos interpela más que nunca, se
esconde un postulado aristotélico de primer orden: el ciudadano que solo se ocupa de
los asuntos domésticos, de lo que acaece en su casa, y se desentiende de los proyectos e
inquietudes comunes de la ciudad, incurre en un error de percepción, pues la casa,
nuestra propia casa, se inscribe en un escenario que la trasciende.
Decidir. Este es el verbo que una filosofía de la resistencia pone de relieve. Cada vez que
alguien nace ha de hacerse cargo de sus accidentes vitales; irrecusablemente ha de hacer
algo con ellos: debe decidir qué hacer con cuanto le sucede. La pasividad de la que nos
habla Zambrano nos aleja de la capacidad para pensar y, por consiguiente, para actuar
bajo las coordenadas de la responsabilidad. No nos sirve con refugiarnos en la masa o
en la cultura coyuntural de cada momento histórico, salvo que queramos incurrir en la
mala fe sartriana («las circunstancias me hicieron así», «no pude superar la ira», «estaba
dominado por la pasión», etc.), sino que nos es impuesto, por el hecho de haber nacido,
el compromiso de tener que despertar a la realidad, como dejó escrito Heráclito en uno
de sus más célebres fragmentos. Atreverse a permanecer en la vigilia de la reflexión
comprometida significa tomar parte activa en nuestros avatares biográficos, tanto en los
individuales como en los sociales.
El ser humano se proyecta sin descanso hacia el porvenir desde su presente. Pero ese
proyecto (del latín proiectus, estar lanzados hacia delante) solo adquiere su auténtica
relevancia cuando es asumido como una siempre inconclusa construcción, y no como
una materia maciza e inamovible ante la que nos vemos inermes y frente a la que solo
nos caben la resignación, la adaptación o el conformismo. Algo sucede en cualquiera de
nosotros cuando caemos en la cuenta de que somos agentes de nuestra propia vida; se
trata de un momento de perplejidad y extrema lucidez que nos catapulta a una continua
víspera, al instante en el que todo, siempre y sin excepción, está por hacer. Quien no se
asombra ante sus propias posibilidades permanece dormido, anestesiado, y se deja
arrastrar sin las agarraderas del pensamiento comprometido y de la pausa de la que nos
dota la reflexión filosófica. La existencia es problemática porque nos abisma a la
tesitura, complicada pero en extremo hermosa, de tener que decidir qué hacemos en cada
trance de nuestra vida. Nuestra aparición en el mundo no es un don gratuito, es un
laborioso quehacer; no es una condena, es una oportunidad que debemos acoger con
humana responsabilidad, es decir, bajo la égida del excelso deber de hacer algo con ella.
Sin embargo, este central concepto de «oportunidad», entendido por los existencialistas
del siglo XX como la capacidad insorteable de tener que hacernos cargo de nuestra vida,
ha sido perversamente corrompido. En las últimas décadas han surgido —y han
adquirido una enorme fuerza disciplinaria— toda una fétida hornada de dispositivos
emocionales de control que adocenan e incluso llegan a anular nuestra potencia de
pensar y actuar. El pensamiento positivo, el coaching emocional, la resiliencia, el
crecimiento personal, la autoayuda más ramplona, el neoestoicismo que invita a
soportar con indolencia los contratiempos vitales y los mensajes melosos del
pensamiento mágico («si quieres, puedes», «las crisis son oportunidades para crecer»)
colapsan las librerías, copan los espacios mediáticos y saturan y malversan el ánimo de
una ciudadanía desorientada a la que hacen creer que todo remedio para nuestras
contrariedades y obstáculos pasa por una solución individual: si tú te cuidas, todo
estará bien; si sanas tu mirada, el mundo te devolverá todo su esplendor. Esta clase de
mensajes y consignas han introducido al individuo contemporáneo en un sentimiento
endémico de soledad en el que el autocuidado, el autoconocimiento y la
autosatisfacción han abocado a los sujetos a un onanismo emocional que olvida y
desprecia la dimensión social y compartida de nuestra vida.
Todo ello, en paralelo, ha sido alimentado por instancias políticas y económicas a través
de lo que el filósofo Mark Fisher denominó «privatización del estrés»: si algo va mal, es
porque no has alcanzado las expectativas, porque no has aprovechado las
oportunidades tan plurales y diversas que te ofrece el mundo desarrollado. En
definitiva, todo depende de ti, y si las cosas no marchan bien, has de examinar en qué
has errado o fracasado. La culpa, como nuevo nombre para designar el pecado laico
contemporáneo, es la piedra de toque de estas técnicas disciplinarias, una silente
herramienta de mutuo control y autovigilancia que convierte a los sujetos en censores
flagelantes de sí mismos y en celosos oteadores de los demás.
La pregunta es, pues, si cabe algún tipo de resistencia frente a este ciclo ininterrumpido
que aboga sin tapujos por sumirnos en la pasividad a la que se refiere Zambrano.
Cuando Sócrates incitaba a sus conciudadanos a la introspección y al intento de
discernir quiénes eran ellos mismos no se refería a la realización de un ejercicio privado
o subjetivo. El maestro de Platón fue muy consciente de que nuestra vida solo puede
efectuarse con plenitud en medio de la polis, en el meollo de la ciudad. El idiota
(ιδιωτης) era, en la sociedad antigua ateniense, quien solo se ocupaba de —y se
circunscribía a— sus peripecias personales y particulares, o, dicho de otra forma, quien
se desentendía deliberada y jactanciosamente de las cuestiones públicas, de la polis, es
decir, quien desoía y despreciaba los asuntos políticos, lo que a todos nos afecta y
repercute.
Esta progresiva domesticación de la sociedad, a la que llamo idioticracia —en la que cada
ciudadano cree poseer un poder salvífico que puede ejercer desde el dominio privado—
, se ha hecho extensiva a grandes capas de la población, a la que se ha declarado en
minoría de edad para pensar y pensarse en este contexto de orquestada manipulación
emocional. El problema que se cierne sobre nosotros es, entonces, el de cómo despertar
de este sueño dogmático en el que insidiosos y permanentes entretenimientos nos
anclan a un continuo presente que no nos permite crear un tiempo propio para la
reflexión, un paréntesis en medio del ruido, cuyo estruendo y espectacularidad impiden
dar espacio al silencio, al sosiego y a la reflexión. Bajo una capa de ocio, se nos ofrecen a
cada instante múltiples ocupaciones que nos mantienen —voluntariamente—
idiotizados. En la voraz dinámica del consumismo, quienes primero acaban consumidos
(y tristes, y polarizados, pero en apariencia libres) somos nosotros.
En este libro no se llama a la rebelión, pero sí a una revolución intelectual y cívica que
recoge el esfuerzo por constituirnos como sujetos autónomos mediante el ejercicio
comprometido del pensamiento y una reeducación de nuestro deseo. En el llamamiento
y la valentía de forjar un juicio propio y una voluntad emancipada consiste la
resistencia que propondré en los capítulos sucesivos.
Como insistía Sócrates en medio del ágora, debemos pensar individualmente quiénes
somos para, después, volver a la ciudad y, en común, poder reflexionar sobre cómo es
posible llevar una vida buena, y no, como invitan las nuevas corrientes de autoayuda, a
«soportar», «adaptarse» o «aguantar» en soledad en medio de condiciones del todo
insufribles e inhabitables que, y este es el punto clave, se nos presentan con atractivo
dulzor y empaquetadas como una dadivosa ofrenda repleta de oportunidades para
disfrutar y aprovechar. La precariedad, la inseguridad, el desasosiego, la zozobra y la
incertidumbre se han transfigurado, en virtud de aplicar el pensamiento positivo, en
posibilidades y productos de consumo para «crecer» o aprender a ser resilientes. Y lo
cierto es que nos mantenemos en pie a fuerza de soportar nuestros malestares mientras
se tilda de obstinados, disidentes o pendencieros antisistema a quienes osan cuestionar
y pensar qué ideologías establecidas y qué estructuras normativas sustentan tales
malestares.
Hemos tolerado con enorme riesgo que para vivir debemos asumir un sufrimiento
psíquico y emocional desmedido; nuestra cultura se ha convertido en un trágico baile
de máscaras en el que cada personaje ha de aceptar un constrictivo disfraz para actuar
siempre tras él. Si la música sigue sonando, los invitados al baile continuarán
parapetados tras sus antifaces con tal de no tener que asumir —no sin dolor— que
estaban equivocados, que todo era una artimaña al servicio de intereses económicos y
políticos que nada tienen que ver con la vida buena a la que Sócrates nos concita. En
una sociedad enferma, enfermar es un síntoma de salud. Por esa razón, resulta
inaplazable el desarrollo de un cuestionamiento individual y social de todo cuanto
tenemos que —y nos invitan a— soportar para, simplemente, sobrevivir. Y es que si los
individuos se sienten domeñados y desvalidos frente a una atmósfera depredadora y
precarizante (en términos de sustento económico y emocional), en la que la única
respuesta es alimentarla sin descanso, la capacidad crítica queda colapsada en nombre
de la supervivencia. La tristeza, el miedo y la suspicacia son los motores que inauguran
y carburan la matriz totalitaria.
Saber por qué y qué estamos soportando, y a qué precio, es a lo que hoy la filosofía, si lo
es de veras, es decir, si no renuncia a su vertiente práctica, ha de dedicar sus esfuerzos.
A una vigorosa e incólume resistencia intelectual. En ello consiste la esencial naturaleza
del asombro filosófico, en crear una grieta que resquebraje nuestra monolítica visión de
la realidad para cerciorarnos de que los esquemas ideológicos sobre los que estamos
alzando los cimientos de la vida contemporánea han confeccionado una prisión
emocional asumida con placer en la que ni siquiera sabemos que estamos atrapados, al
modo de ratas skinnerianas cuya única posibilidad es responder y reaccionar a unos
estímulos dados.
FILOSOFÍA
LA FILOSOFÍA COMO ACTITUD DE RESISTENCIA CONTRA LA
MANIPULACIÓN EMOCIONAL
Una filosofía de la resistencia no solo nos empuja a escoger las palabras más pertinentes
para transmitir un mensaje, sino que invita a buscar y cuestionar los conceptos con los
que representamos y calificamos nuestro mundo circundante. Hoy, por ejemplo,
hablamos poco de la tristeza, condenada como un sentimiento «negativo» bajo la tiranía
felicifoide; todo debe estar teñido por el incandescente deseo de ser felices y
funcionales, y con ello olvidamos referir y estudiar emociones como el tedio, la desidia,
la frustración o el sufrimiento, que quedan ocultas por el dominio del gobierno
emocional, que nos quiere resilientes y productivos. Por eso, cuando hablamos no solo
mostramos, sino que también ocultamos. Ejercer la resistencia filosófica nos ayuda,
pues, a sacar a la superficie numerosas categorías que incitan a reflexionar sobre qué
aspectos de la realidad estamos dejando de percibir y, en consecuencia, de pensar y
cuestionar.
Por todo ello, la filosofía —y en particular esta filosofía de la resistencia que aquí se
presenta— no es un saber frío, desapasionado o aséptico que se conforma con el
conocimiento anacrónico, erudito y académico de la historia de las ideas. Ese pensar
comprometido, por tanto, ha de traducirse necesariamente en acciones: en nuestra vida
cotidiana, en el ejercicio de la docencia, en el trato diario con nuestro círculo de
proximidad, en la capacidad para ejercer la crítica, que es la auténtica cultura. Como
dejó anotado Antonio Gramsci en su texto «Socialismo y cultura» (1916), «hay que dejar
de concebir la cultura como saber enciclopédico para el cual somos un recipiente que
hay que rellenar y apuntalar con datos empíricos. Esto no es cultura, sino pedantería; no
es inteligencia, sino intelecto, y es justo reaccionar contra ello». Porque, continuaba el
pensador italiano, la cultura consiste en la «apropiación de la personalidad propia, en la
conquista de una superior consciencia por la cual se llega a comprender el valor
histórico que uno tiene, su función en la vida, sus derechos y deberes».
Una filosofía de la resistencia, como revolución intelectual que se presenta como motor
de una conciencia crítica y de contundente penetración en nuestros andamiajes
culturales hegemónicos, nos ofrece herramientas especulativas para analizar y después
cuestionar e intervenir en aquellas estructuras sociales, políticas y económicas que
generan cualquier tipo de opresión, malestar o desigualdad. A la vez, nos empuja a
asumir nuestra responsabilidad como individuos que forman parte de una comunidad
ciudadana. Es decir, y como sostuvo Gramsci, la filosofía permite que no seamos
indiferentes y corta las alas de la indolencia, la insensibilidad e incluso de la negligencia
y la pereza intelectual. La reflexión filosófica no pretende arremeter contra el poder
establecido por un afán pueril o gratuito, sino pensar de manera irrenunciable el
funcionamiento y las implicaciones de ese poder para, llegado el caso, oponernos a él
con razones y argumentos. Como declaró Simone Weil en diversos escritos, el individuo
puede prescindir de la reflexión sobre la injusticia. Ahora bien, si cae en las garras del
desinterés y de la apatía, correrá el riesgo de ser cómplice de los mecanismos que
permiten la aparición y el desarrollo del aparataje que produce esa injusticia. Lejos de lo
que quieren hacernos pensar, la historia humana no es una historia natural, metafísica,
incólume o irremediable; nuestra historia es la historia que hacemos y, lo importante
aquí, la historia que nos dejamos hacer. «Vivir significa tomar partido», señaló en una de
sus reflexiones el dramaturgo y poeta alemán Friedrich Hebbel, a quien Gramsci cita.
Porque el desinterés y la insensibilidad nos hacen abdicar del ejercicio de la libertad y
de la voluntad. Bajo su hábil embrujo, nos abstenemos de decidir con independencia y
de estar a la altura de la responsabilidad que se nos da.
Sin embargo, el privatismo y la soledad a los que nos han entregado numerosos
dispositivos digitales y diversos artilugios disciplinantes del gobierno emocional hacen
que este encuentro entre cuerpos resulte cada vez más prescindible y que, incluso,
llegue a contemplarse como una amenaza. Las redes sociales y el afán por hacerse ver y
admirar por el Otro nos transforman en peligrosos y desafiantes contendientes que
pujan por el relumbrón, la fama o la celebridad. Por el «capital social». Por eso, frente al
alejamiento y la domesticación disciplinaria de nuestros cuerpos, promovidos por la
digitalización de nuestra vida, debemos recuperar un sano encuentro entre cuerpos, allí
donde las miradas, las palabras y las acciones convierten nuestro mundo privado en un
escenario irremediablemente compartido.
Hoy, más que nunca, la pregunta kantiana por antonomasia sobrevuela nuestro cielo
intelectual: ¿qué nos cabe hacer? A través de un sincero e incontenible pensamiento
comprometido con nuestro presente, y en contra de la aflicción y la indolencia a la que
nos somete el paradigma ideológico de la idioticracia, la filosofía de la resistencia que
aquí se propone intentará contagiar un denodado entusiasmo por volver a despertar la
alegría de la reflexión individual que conduce a un pensar y a un actuar en comunidad.
Porque, como dejó escrito María Zambrano, nuestra acción más propia es la de crear
camino, y nadie, en absoluto, puede llevarla a cabo por nosotros. Salvo que, por
supuesto, queramos delegar en otros lo más propio de lo humano, lo más genuinamente
nuestro: pensar y actuar.
SERVIDUMBRE EMOCIONAL: ESTRÉS, OPRESIÓN Y LIBERTAD
El angustiante estrés por responder a tales requerimientos, que se hacen pasar por
cláusulas irremplazables para obtener la felicidad, se ha encumbrado como uno de los
más dolorosos síntomas de nuestro tiempo. Y lo más preocupante: el estrés ha tomado
la amable y apetecible forma de la libertad. Nuestra servidumbre es hoy emocional
porque lo que nos provoca malestar se ha disfrazado de requisitos ineludibles y
deseables para alcanzar lo que llaman «bienestar emocional». Nos sentimos abrumados
por un permanente trajín productivo en el que la aceleración de todos los procesos, la
eficiencia y la rentabilidad adquieren un papel decisivo y —nos dicen— necesario.
Mientras tanto, el papel del sujeto debe ceñirse a controlar y gestionar sus emociones
«negativas» para sostener en todo momento una fachada de éxito y permanente
progreso. Esta presión a la que se nos somete silenciosamente, bajo capa de libertad y
autorrealización, es un dispositivo disciplinante que aplaca todo impulso autónomo de
preguntarnos en qué condiciones estamos viviendo, y que coarta cualquier intento de
reflexionar con pausa sobre si esas condiciones son en realidad deseadas por nosotros o
si, por el contrario, es lo que más conviene a las dinámicas de consumo, que, a su vez,
alimentan un insaciable sistema productivo que absorbe nuestras energías en virtud del
rendimiento personal. Y nuestros niños y niñas se dan cuenta mientras se ven obligados
a acoger estas dinámicas como algo a lo que han de amoldarse. Hace no mucho, una
alumna de doce años, en la asignatura de Educación en Valores Cívicos y Éticos,
escribía para un ejercicio esta reflexión: «Los demás tienen en mi vida el papel de jueces,
desde pequeños solo nos entrenan para no decepcionar a los demás, a ser competitivos.
Es muy raro encontrar a alguien amable que te pregunte qué quieres».
Todos los esfuerzos de las agencias de viajes y de las compañías aéreas y hoteleras, y en
general de todo el sector del turismo, consisten en asegurarnos que, con la llegada de las
vacaciones, resulta conveniente encontrar algún producto o experiencia que nos aleje de
las garras del estrés. Una vía de escape que, por supuesto, se viste con el atractivo
atuendo de la libertad y del éxito, si bien, y es justo hacerlo notar, no todas las capas
socioeconómicas tienen la posibilidad de eludir el bucle productivo: hay quien se
encuentra aferrado a las cadenas sistémicas porque lo necesita, porque debe trabajar sin
descanso y, por tanto, el periodo vacacional deja de ser un derecho para pasar a formar
parte de un largo catálogo de privilegios de clase.
Para poder mantener el ritmo exigido surgen así toda una maraña de embaucadores
artilugios emocionales (mindfulness, crecimiento personal, autoayuda, coaching,
neoestoicismo, logoterapia) que embelesan la atención y el ánimo del individuo,
aquietan todo atisbo de disidencia y, lo más alarmante, colapsan la capacidad para
pensar con claridad. Se espera de cada uno de nosotros que sepamos manejar la
angustia y el estrés, que nos convirtamos en universos privados y autónomos, en
mónadas autosuficientes, que no dependamos de nada ni de nadie para sentirnos bien y
que, por supuesto, lo hagamos con la mejor de las sonrisas.
Cada una de estas estrategias, aliadas del sistema productivo, son mecanismos de
vigilancia de nuestras emociones, controladas férreamente a distancia, pues es el propio
individuo quien debe «administrarse» a sí mismo. Nuestro estrés se encuentra
teledirigido y es supervisado por el autocumplimiento de las expectativas que exportan
empresas, redes sociales y el aparataje publicitario del bienestar emocional. Entre los
gurús de estas habilidades ha habido quien no ha dudado en asegurar —con sumo
atrevimiento y nula sensibilidad social— que somos nosotros quienes nos provocamos
las depresiones; por supuesto, somos también nosotros quienes debemos salir de ellas.
El negocio de la resiliencia y de la adaptación queda servido, mientras que el ejercicio
de una saludable resistencia intelectual, fundada en la valentía de un pensar autónomo,
es señalado como disidente, anarquista o antisistema. Es tan triste como curioso
constatar cómo el paria de nuestra época es quien se atreve a pensar, quien no se deja
adocenar, porque enseguida es señalado como un inadaptado, es tildado de desubicado
e inmaduro outsider o, en el mejor de los casos, queda caracterizado como un humorista
que no comprende cómo hay que desempeñarse adecuada y funcionalmente para
medrar en nuestro mundo.
El recurso del PIB para hablar del bienestar se ha infiltrado de manera subrepticia y
sigilosa en nuestras casas; a través de la televisión, la radio y los periódicos se nos llama
a la tranquilidad con bombardeos constantes sobre el crecimiento del PIB en nuestra
región, mientras el coste de la cesta básica de la compra se dispara, suben los precios de
las hipotecas y los alquileres y, en general, se encarece el normal discurrir de nuestras
vidas. Resulta indudable que, como medida meramente económica, el PIB aporta un
dato importante para analizar el valor de lo producido y exportado por un país en un
tiempo determinado. Ahora bien, este enfoque en exclusiva económico y, por tanto,
parcial, no tiene en cuenta la distribución equitativa de la riqueza ni mucho menos la
equidad social. Los datos son datos y, como ya escribiera Elias Canetti en Masa y poder
(1960), recogiendo una reflexión de Marx en El capital (1867), los números no sufren
cuando los estudiamos; mientras, la realidad sigue incólume y sufriente ahí fuera. No
hace falta tener hondos conocimientos de macroeconomía o sociología para saber —y
comprobar sobre el terreno cotidiano, sobre el escenario doliente y humano— que un
crecimiento del PIB no ha de traducirse en un mayor bienestar de la ciudadanía. De
hecho, nos encontramos en un momento histórico en el que numerosos países
desarrollados experimentan notorios crecimientos en su PIB y, en paralelo, afrontan
peliagudos problemas de desigualdad económica en sus poblaciones, e incluso de
pobreza y exclusión, los servicios públicos se deterioran y el acceso a bienes
fundamentales se encarece. Ni que decir tiene que, a pesar de la aparente preocupación
política e institucional por el medioambiente, el crecimiento del PIB va acompañado de
una continua explotación de nuestros ecosistemas, que se deterioran —porque los
explotamos— a ritmos inasumibles. Siempre en nombre de la bonanza económica, del
progreso y del crecimiento. Mientras, presas del adocenamiento emocional, seguimos
todos estos acontecimientos en calidad de asépticos espectadores, como ya apuntara
Susan Sontag en Ante el dolor de los demás (2003): «Lo espeluznante de la cultura de la
imagen es que nos induce a ser meros espectadores, o cobardes, incapaces de ver. Mirar
sin hacer nada nos ha vuelto insensibles».
Este breve apunte socioeconómico encubre a su vez una estrecha correspondencia con
nuestros niveles de estrés en contraste con la libertad de la que en apariencia
disfrutamos. La capciosa insistencia por permanecer activos o funcionales, por ser
resilientes, intenta inculcar la convicción de que un mayor crecimiento económico (del
país, del «sistema» o de «la sociedad») se traducirá imperativamente en un mayor
bienestar de la ciudadanía. Las consecuencias individuales de este dogma son
desastrosas para nuestro ánimo individual y para el desarrollo y mantenimiento de la
urdimbre ciudadana. Como ha denunciado James Davies, profesor de Antropología
Social y Psicoterapia en la Universidad de Roehampton de Londres, se anteponen las
exigencias de la economía a las necesidades humanas, generando así una desesperación
y una desidia que se traducen en una asfixiante sensación de tristeza y desazón por no
poder cumplir con las expectativas. Y lo peor: oprime la comunicabilidad entre sujetos y
cercena la intersubjetividad.
Quizá podamos encontrar una pista en una conocida y muy citada declaración de
Margaret Thatcher, en una entrevista concedida en 1981 a The Sunday Times, en la que
afirmó que «la economía solo es el método, pero el objetivo es transformar el corazón y
el espíritu» de la población. Resulta curioso caer en la cuenta de cómo el léxico
propiamente económico ha absorbido y se ha adueñado por completo del léxico propio
de la esfera psicológica. Thatcher sabía muy bien lo que decía. Si debemos referirnos a
la realidad con el lenguaje económico, los individuos quedamos supeditados a la lógica
del proceso productivo: nos tenemos que «gestionar», debemos «sacarnos rendimiento»
o, incluso, «ser nuestra propia empresa». Al margen de las circunstancias que rodeen al
sujeto, el problema siempre acaba siendo nuestro. Nos piden resiliencia, pero
necesitamos resistencia intelectual.
En definitiva, el sujeto debe estar preparado para solventar cualquier arremetida del
estrés, la angustia o la ansiedad, y para ello surgen una serie de técnicas disciplinarias
que le hacen encajar en lo que se espera de él: resiliencia, adaptabilidad y fortaleza. Es
prioritario pensar en esta presión que hemos introducido subrepticiamente en nuestras
vidas y rutinas diarias, traducidas en una desaforada coacción por estar en disposición
de responder, en cualquier momento y bajo cualquier circunstancia, a las demandas del
sistema productivo, cuya bandera enarbola el lema de la eficiencia y de la capacidad de
trabajo constante.
Por otra parte, estos últimos años he percibido con mucho dolor cómo la dictadura de lo
fit se ha traducido en un yugo de los cuerpos que está dando como resultado un
incremento de los casos de TCA (trastornos de la conducta alimentaria) en jóvenes y
adolescentes, sobre todo en niñas y mujeres, si bien la prevalencia es drásticamente
creciente en niños y hombres jóvenes. No solo transitamos nuestras vidas bajo la tiranía
emocional de la productividad en el orden laboral, sino que, cada vez más, habitamos
cuerpos estresados, cuerpos sometidos a los modelos y patrones que dictan las redes
sociales y el filtrado y retoque de fotografías con el fin de agradar a un Otro simbólico, a
un Otro devorador que se nutre de nuestras inseguridades y desconfianzas. De nuestro
sufrimiento. El dominio de la cultura psi, que patologiza todos nuestros malestares e
inquietudes, impide en numerosas ocasiones que cuestionemos la auténtica raíz —social
y cultural y, por tanto, estructural— de ciertas dolencias contemporáneas. El caso de los
trastornos de la alimentación es uno de ellos. El problema que subyace no reside sin
más, como suele analizarse de un modo un tanto superficial, en la idealización de
ciertos estándares físicos o en la incapacidad para alcanzar los cánones que dicta la
sociedad y que se tienen por hegemónicos. Bajo esta imposibilidad se esconde, por un
lado, la homogenización de nuestras experiencias y, por otro, el continuo estrés por el
que nuestros cuerpos son domados. Darse una vuelta rápida por Instagram o TikTok
nos informa de hasta qué punto todas nuestras vidas parecen réplicas las unas de las
otras, sobre todo en la población joven. Hasta hace no mucho, se buscaba la distinción
en la cualidad (lo distinto como bella desviación de la norma); ahora se persigue la
distinción por la cantidad: hago más que tú aunque, en el fondo, haga lo mismo (lo
distinto como un incremento rentabilista de lo igual). Esto nos convierte en
contendientes que luchan permanentemente por obtener un puesto de reconocimiento
social logrado mediante la mostración en el escaparate de las redes sociales, fiel reflejo
de los dictámenes y requerimientos que provienen de un aparataje publicitario que
funciona en connivencia con el sistema productivo.
El estrés invade nuestro modo de vivir y oprime nuestros cuerpos; hace de ellos
receptáculos repletos de heridas que, a la vez, han de estar siempre disponibles, siempre
preparados, siempre felices y dispuestos. Insuficientes pero diligentes. Sufrientes, pero
aparentemente gozosos. La manipulación emocional no solo intenta colonizar y
desactivar nuestra inteligencia; es también, y sobre todo, un mecanismo de
sometimiento corporal. No necesitamos cadenas para sentirnos engrilletados. Nos basta
con las estrictas dietas, los reels de Instagram y los eficientes planes de gimnasio que
intentan moldear y modelar —mientras disciplinan— nuestros cuerpos, en especial los
cuerpos femeninos. Como señaló Sandra Lee Bartky en sus lúcidos estudios de los años
noventa sobre feminidad y dominación, en los que trazó una fenomenología de la
opresión desde la perspectiva de género, los cuerpos femeninos son disciplinados para
cumplir con las expectativas de belleza, con lo que se alcanza, a su vez, la subordinación
de género. Con el permiso de Bart-ky, daré un paso más: este régimen correctivo que
toma los cuerpos como medios para supeditarse a los requerimientos de la eficacia en
nombre de la libertad ha irrumpido en la adolescencia y en la juventud, con
independencia del género, para construir una ciudadanía más preocupada de sí misma
que de lo común, como mostraré más adelante. En este punto, el pensamiento de Bartky
puede conectarse con el de otra filósofa a la que aún no se ha prestado la atención
necesaria, Iris Marion Young, quien defendió la necesidad de responsabilizarnos
activamente frente a las injusticias estructurales que provocan todo este tipo de
trastornos. El cuidado de sí (o autocuidado) que con tanto denuedo han enarbolado
diversas instancias políticas se ha cargado, por tanto, de una dolorosa y enfermiza
culpabilidad por estar a la altura de las exigencias del sistema productivo. La culpa nos
atomiza e individualiza sin posibilidad de comunicar nuestro propio dolor sin sentir
vergüenza, en tanto que somos nosotros quienes debemos zafarnos de él. La culpa es la
mano acusatoria y el motor de la actual servidumbre emocional.
En estrecha relación con el estrés —como dispositivo disciplinario disfrazado de
libertad— y con los trastornos de la conducta alimentaria, nos damos de bruces con otra
preocupación con la que brego a diario y que no puedo dejar de mencionar: el
incremento de los casos de suicidio, la ideación suicida y el aumento de las conductas
autolesivas. Los datos sugieren que, de media, el 30 por ciento de las personas que
padecen algún trastorno de la alimentación han llevado a cabo alguna conducta
autolítica. Los datos arrojan igualmente una espeluznante realidad: por cada suicidio
que se lleva a cabo en periodo adolescente, se estima que existen entre cien o doscientos
intentos no consumados. Según las estadísticas de la Organización Mundial de la Salud,
hay más de ochocientos mil muertos por suicidio cada año en el mundo, y es ya la
cuarta causa de muerte en población comprendida entre los quince y los veintinueve
años. En España se suicidan al día, de media, once personas, más de cuatro mil al año,
según indica en su informe de 2022 el Instituto Nacional de Estadística. En el mundo,
una persona se quita la vida cada cuarenta segundos.
Psicólogos y psiquiatras coinciden en que los individuos que piensan en acabar con su
vida no albergan como deseo central la propia muerte, sino terminar con cierta forma
de vivir que los atenaza. Esto debería empujarnos a preguntar qué condiciones
existenciales están haciendo que tanta gente sufra con la ideación suicida y que, llegado
el caso, intente quitarse la vida. En mi experiencia cotidiana con adolescentes y jóvenes,
tanto en enseñanza media como universitaria, compruebo cómo los comentarios que
aseguran que «no tengo ganas de levantarme de la cama», «no tengo razones para
seguir» o «no puedo más con este ritmo» están a la orden del día. El sufrimiento
psicológico (causado por el estrés, la permanente presión por alcanzar ciertas metas, la
hiperestimulación de las pantallas o la sensación de aislamiento) crece vertiginosamente
en las capas más jóvenes de la sociedad. Un dato que, a mi juicio y por mis propias
observaciones —ratificadas por los datos de investigaciones sociológicas recientes—,
tiene que ver con el progresivo desmembramiento del tejido comunitario y social, con el
uso indiscriminado de las redes sociales, la adicción a las pantallas (que nos desconecta
de la realidad), la continua disponibilidad del mundo (que en paralelo demanda de
nosotros una permanente atención) y —como corolario— con un sentimiento
angustiante de soledad que se hace cada vez más habitual y doloroso. Como intentaré
explicar en el siguiente capítulo, la cultura del estrés normativo está generando sujetos
absolutamente exhaustos, agotados por tener que responder a las insidiosas y
constantes demandas de un presente que promete todo tipo de oportunidades si
sabemos aprovecharlas («querer es poder»). La culpa en su versión secular, vestida de
libertad, comparece hoy como la causante de mayor sufrimiento psíquico. Una culpa
que nos han hecho asumir silenciosa y subrepticiamente mediante melosas y salvíficas
diatribas en apariencia inocentes: «Saca rendimiento de las crisis»; «Si lo sueñas, lo
conseguirás»; «Tu mirada crea el mundo». Mientras, toda una industria de la resiliencia
y la autoayuda, servida en bandeja por las instancias políticas, empresariales y
gubernamentales, como vimos con el reciente informe de la Unión Europea, pone a
nuestra disposición numerosos artefactos emocionales con los que poder adaptarnos (y
convencernos de que debemos adaptarnos) a este mundo amenazante, voluble y
zozobrante que, por supuesto, se nos vende como un escenario repleto de
oportunidades por explotar. La precariedad, la inseguridad, la fragilidad, la angustia, el
miedo o la inestabilidad se venden como atractivos productos que, sin embargo, están
al servicio de un depredador régimen emocional.
Y plantearé una tesis ante la que habrá quien se escandalice, desgajada de lo expuesto
en el presente capítulo y de mi experiencia como profesor y orientador: la autolesión, la
ideación suicida, los intentos autolíticos e incluso la comisión del suicidio no implican
necesariamente la existencia de un trastorno psicológico o psiquiátrico. Obligarnos a
«colocar en el lugar adecuado» nuestros sufrimientos mediante el dispositivo
disciplinario de la resiliencia (que acaba por convertirse en un engranaje punitivo: «el
sufrimiento es una opción») o hacernos ver que «el dolor es una oportunidad para
crecer» nos sitúa ante la incómoda e irrespirable obligación de tener que sufrir. Nos
coloca en la coyuntura de seres amedrentados y pasivos que no pueden cuestionar las
causas de su sufrimiento; solo les está permitido mitigarlo para, después, transformarlo
en una suerte de motor productivo que nos ayuda a seguir en la brecha. Todo con
buena cara. Todo como si nada pasara.
Este apunte sirve para plantear una breve reflexión sobre la normalización de los
emoticonos en nuestras relaciones, que, lejos de ser inocente, responde a un intento por
arrebatar las palabras adecuadas para comunicar —y pensar en— nuestros
sentimientos. Si cuando nos sentimos mal acudimos exclusivamente al uso de un
emoticono (genérico, aséptico, aplicable a una pluralidad de peripecias que no se
compadecen de la singularidad y unicidad de nuestras propias experiencias), con ello
estamos cercenando las posibilidades de ejercer una auténtica y consoladora descarga
emocional a través del lenguaje. Al limitar la capacidad para expresar nuestro dolor,
acotamos en paralelo la posibilidad de conmovernos y encontrarnos afectivamente los
unos con los otros. No poder decir el dolor y convertirlo en una vivencia privada nos
incomunica; si quedamos incomunicados, nos sentimos más solos, y la soledad nos
conduce, entonces, al aislamiento (hiperconectado), que es el principio del gobierno
emocional al que hoy adaptamos nuestras biografías y mediante el que domesticamos
nuestro sufrimiento.
Si los problemas continúan vivos, ahí fuera, esperándonos y acechándonos, lo único que
cambia con la gestión emocional o con el consumo de drogas y sustancias químicas —de
uso legal o no— es la manera en que esos problemas nos afectan. Estas maquilladas
estrategias disciplinarias y opresivas solo nos permiten seleccionar por qué camino de
pasividad decantarnos: qué silencio elegimos, qué sumisión escogemos. Qué modo de
enmascarar nuestro dolor o nuestra angustia. Pero los obstáculos mismos siguen
incólumes, amenazantes, impidiéndonos habitar un mundo que, en el mejor de los
casos, nos causa un llevadero malestar que nos permite seguir con nuestras vidas. Es en
lo que nos han hecho expertos: en aguantar, en sobrellevar, en soportar, en resignarnos
y, lo más grave, en transigir muy diferentes y abundantes formas de sufrir.
Seré rotundo: a la vista de nuestra realidad, se puede rastrear una clara relación entre el
estrés personal y la opresión social. Ya lo propuso Simone Weil hace casi un siglo. El
estrés en todas sus formas y en todos los contextos no solo se ha normalizado, también
se ha normativizado: se nos imponen la carga y la responsabilidad de saber gestionarlo
al margen de nuestras circunstancias. En caso contrario, seremos manchados con la
mácula de la culpa y se nos tachará de inadaptados. Es tiempo de poner en cuestión las
coyunturas estructurales que provocan nuestras angustias y colocar al individuo en el
auténtico papel que debe ocupar: la asunción de la responsabilidad que le pertenece, la
de pensar y actuar para ejercer una libertad activa, no meramente pasiva o sufriente. La
de ser, como escribió Friedrich Schiller, no esclavo, sino legislador de su propia libertad.
En una muy poco conocida pero fundamental obra, La cultura del narcisismo, aparecida
en 1979, el profesor, historiador y crítico social Christopher Lasch denunció que el
sujeto técnico-económico de las sociedades postindustriales se ha transformado en un
sujeto psicologizado fatalmente obsesionado por encontrar un sentido definitivo a la
vida porque duda en todo momento de su lugar en el mundo. Duda de su pertinencia,
de su necesidad y, en última instancia, del sentido de su vida. En contra de lo que suele
pensarse, el narcisista lo es, ante todo, porque titubea sobre sí, sobre lo que es y sobre lo
que puede ser, y porque requiere de la validación ajena mientras, a la vez, desconfía y
recela de la pertinencia de los demás. El narcisista es un individuo inseguro que paga
con los demás sus vacilaciones y desequilibrios. Por eso, precisa de —y suspira por— la
constante aprobación de ese Otro simbólico —al que Lacan concedió tanta relevancia y
al que ya aludí en páginas anteriores—: un Otro informe pero muy presente que cobra
el papel fáctico de vigilante y violento dominador emocional. Ese Otro no es nadie y son
todos a un mismo tiempo. El narcisismo, apuntaba Lasch, tritura la continuidad
histórica, genera grietas sociales insalvables y pide de cada uno de nosotros
gratificaciones constantes que, sin embargo y a la vez, intenten apaciguar —cuando no
colmar— un deseo insaciable y perpetuamente insatisfecho.
Este proceso de sedación, tejido durante las dos últimas décadas en contubernio con los
grandes emporios económicos y políticos y que se ejecuta mediante diversos
dispositivos disciplinantes (el estrés, la rapidez, la ideología del progreso, la
psicologización de la existencia, el imperio de las pantallas, la condena de lo diferente y
lo divergente), genera un tipo de ciudadanía inconsciente sin una clara percepción de la
urdimbre social: el campo de lo político, entendido en su sentido etimológico (como
conglomerado humano que posibilita una comprometida toma de decisiones conjunta),
queda desmembrado por la inercia, la desgana y la inacción.
El sujeto sedado solo reacciona, pero no actúa. La sedación nos transforma en ratas
skinnerianas a las que únicamente les cabe una opción: responder al estímulo adecuado
(funcional) o dejarse morir. Este proceso sedativo también se ha extendido a cierto
sector de la intelectualidad, que observa y estudia el campo de lo social desde su
escritorio de oro, alejado del légamo de la realidad y parapetado desde algún terruño
ideológico bien remunerado. Desde este promontorio, como veremos, ha surgido toda
una pedagogía que instrumentaliza el conocimiento y lo pone al servicio del
entretenimiento y la gamificación en pos de alcanzar, en exclusiva, ciertas
competencias, destrezas y habilidades que introduzcan a los individuos en el mercado
laboral, privándolos así del bien más preciado que puede transmitirse en el escenario
educativo: el fortalecimiento y desarrollo de nuestra atención. Lo vivo muy de cerca a
diario: víctimas del afán productivista, estamos enfermando a nuestros niños y
adolescentes bajo la rúbrica adulta de la utilidad y la rentabilidad. Si desde pequeños
los entrenamos solamente con la finalidad de crear sujetos eficientes, y con ello
convertimos los colegios e institutos, e incluso las universidades, en despiadadas
máquinas expendedoras de empleados, con ello habremos olvidado la meta principal
de la enseñanza: transmitir la autonomía y la independencia de un pensar libre y
emancipador.
En este punto quisiera poner el acento sobre otro de los dispositivos disciplinarios más
perniciosos que emplea el conglomerado productivo, en este caso para mantener y
dilatar nuestro aislamiento, nuestro sentirnos solos e incomunicados. En los últimos
años, la importancia de la militancia política (cordial, no institucional) se ha visto
desplazada por un aparataje emocional que nos empuja a «realizarnos»
individualmente, a adquirir y consumir libros de autoayuda que nos transmitan eficaces
e indulgentes técnicas de «crecimiento personal» que, en un primer momento, podrían
parecer inocuas o inocentes. Con la paulatina desaparición del espectro religioso y la
creciente apatía política, sobre todo en las culturas occidentales, ha irrumpido con
imparable fuerza toda una serie de métodos, tácticas, fórmulas y modos de vida que nos
incitan a poner el foco en nosotros mismos para —nos dicen— cambiar nuestra mirada
del mundo. Porque, aseguran, todo estriba en nuestro mirar, en lo que esperamos
encontrar en la realidad. En lo que proyectamos. En connivencia, siempre, acechante y
agazapado, listo para adueñarse de nosotros, permanece el pensamiento mágico del «si
quieres, puedes». De nuevo, se manifiesta el dedo de la culpa, la advertencia tácita de
que somos los únicos responsables de nuestros desesperos, de nuestras desgracias y
sufrimientos. De nuevo, el gatillo del pensamiento positivo aprisionándonos en una
reclusión de incomunicación camuflada por un melindroso lenguaje que,
presuntamente, nos capacita para saber sobrellevar y soportar de forma pasiva las
embestidas de la realidad.
Lo que más bien deberíamos preguntarnos es por qué tantas veces nos sentimos —o nos
hemos sentido— despiezados, exhaustos y precarizados, de manera que hayamos
tenido la necesidad de «crecer personalmente» al margen de las circunstancias que
causan —o causaban— ese despiece, esa extenuación o esa precariedad. ¿Por qué, en
lugar de cuestionarlos y plantar resistencia ante ellos, nos ceñimos a habitar nuestros
malestares cuando la mayor parte de las veces no tienen su raíz en nuestra acción ni los
hemos causado nosotros? ¿Por qué nos hemos dejado adiestrar y buscamos el origen de
nuestra angustia, de nuestros temores y zozobras en nuestra mismidad? ¿Por qué
depositamos toda la esperanza de encontrar la serenidad psicológica en mecanismos
disciplinantes y técnicas que someten nuestras emociones en vez de preguntarnos cómo
se originan los perjuicios estructurales que sufrimos, pero que nos invitan a sobrellevar?
¿Por qué, en definitiva, debemos cubrir nuestro sentimiento de aislamiento y vaciedad
con estrategias individuales de crecimiento personal mientras permitimos que las
causas sistémicas que los provocan continúen inalteradas?
El corolario que se sigue de esta acotación aristotélica es que, en nuestros días, está
aconteciendo el movimiento contrario al deseado por el filósofo de Estagira: lo público
se ha convertido en un recinto más de lo privado, y se ha trasladado al individuo —y a
su lugar de descanso, respiro y reposo— la necesidad de bregar con lo que sucede en la
ciudad, sin que, por su parte, medie la posibilidad de hacer algo para cambiarlo. Por eso
deberíamos entregarnos —nos dice la autoayuda del crecimiento personal— a la
realización psicológica de cada individuo, al margen de lo que suceda en el espacio
público. Lo importante es encontrarse a gusto con nosotros mismos, sentirnos en paz,
en armonía y en calma con nuestra interioridad, aunque el mundo se destruya. Que yo
me sienta bien et pereat mundus.
A favor de esta perversa postura, que nos arrebata la entereza intelectual y el vigor
anímico necesarios para prestarnos a la acción cívica comprometida y a la resistencia
intelectual individual, se alza una pérfida deriva del estoicismo, a la que llamo
neoestoicismo anestesiante, que nos emplaza a vivir cualquier acontecimiento a través
de la imperturbabilidad de nuestro espíritu y del aquietamiento de nuestra voluntad.
«No intentes cambiar lo que no puedes cambiar», «sé resiliente y convierte el dolor en
una oportunidad para crecer» o «aguanta cualquier inconveniencia» son diatribas a las
que estamos muy acostumbrados y que, paulatina y solapadamente, sedan nuestras
potencias emocionales e intelectuales. Nada más lejos de esta perspectiva, el estoicismo
fue una corriente de pensamiento y de acción que intentó entender el orden del mundo
y la lógica del desarrollo de la realidad para adecuarnos a su funcionamiento mediante
la razón. No a cualquier precio, sino tras haber estudiado a conciencia nuestro contexto
y nuestras circunstancias. En contraste, el actual neoestoicismo anestesiante promueve y
garantiza la reproductibilidad —y permanente replicación— de sujetos emocionalmente
sumisos e intelectualmente resignados, organizados en hordas exhaustas y colapsadas,
que no duden ni cuestionen, que consideren la resiliencia como la más eminente virtud
y que integren y alimenten el tan corruptor como seductor mecanismo por el cual el
sistema productivo y sus artilugios disciplinarios domestican y adocenan nuestro
cotidiano vivir y nuestros cuerpos, mientras nos consideramos, orgullosos, como
individuos exitosos y funcionales.
No es casual que esta clase de artefactos ideológicos hayan surgido, sobre todo, tras la
crisis financiera de 2008, de cuyos coletazos aún seguimos recuperándonos y cuyos
efectos han provocado la aparición de lo que llamo precariado emocional, subyugado por
la tiranía de la felicidad, convertida en estandarte de una nueva organización social,
inédita hasta dicha crisis. Como expuse en el primer capítulo, todo se supedita a los
estándares económicos de rentabilidad y eficiencia, que desembocan en ciertas
demandas y expectativas emocionales: quien no se adapta —y adapta sus emociones—
a este paradigma, queda segregado. Es la nueva forma de destierro. Es el nuevo camino
para practicar la xenofobia: el extranjero, el desechable, es el incapaz de adaptarse. En
paralelo, sucede que esta precarización —económica y emocional— de la vida y el
asentamiento de un escenario en permanente inestabilidad han colocado al individuo
en una situación de desesperación que, paradójicamente, se traduce en una impaciente
actitud hedonista, promovida por la mencionada tiranía felicifoide. La esperanza en el
futuro ha quedado cortocircuitada por la incertidumbre, lo que empuja al sujeto
contemporáneo a sumergirse en continuos estímulos que parecen abstraerlo de la
realidad, los cuales amenizan su temor ante lo que está por venir y hermosean
artificialmente su sentimiento de vacuidad. Como mostraré y denunciaré más adelante,
este autoimpuesto imperativo de permanecer encadenados a una ininterrumpida serie
de distracciones insustanciales y efímeras ha llegado hasta el sistema educativo, en el
que ha de primar la gamificación y, en definitiva, el puro disfrute del estudiantado,
cuya atención debe ser captada por el profesor a través de todo tipo de mecanismos de
ludificación de la experiencia docente. La escuela se está convirtiendo a marchas
forzadas en una cantera donde, en nombre de la adquisición de ciertas competencias
para la futura vida laboral, se forja la esclavitud emocional de adultos sedados.
A diferencia de otros momentos históricos no muy lejanos, en los que el alcohol o las
drogas de diseño hicieron honda mella en la sociedad y cobraron una mayor
preponderancia (sin despreciar el papel que aún hoy ocupan), la atomización y la
soledad del precariado emocional se concretan, ratifican y expanden a través de un
aparato tecnológico que porta consigo mismo, a todas partes, y que le permite estar
extraordinariamente conectado y, a la vez, sentirse solo, angustiado y aislado. Tristes y
exhaustas multitudes solitarias se agolpan en sus casas, en el transporte público o en las
calles, mientras dirigen su mirada hacia un aparato que configura su modo de vivir y, lo
que es más preocupante, las posibilidades de ese vivir. Por su parte, el impulso
hedonista hace su trabajo y se curte, como una segunda piel, el apremiante anhelo de
ser gustados en un enorme e inaccesible escaparate que, como contrapartida emocional,
esconde una enfermiza y alienante aspiración de afectividad e intimidad perdidas. A
diario constato cómo muchos de los adolescentes con los que trato en el ejercicio de la
enseñanza y la orientación transitan por este arriesgado y atribulado desfiladero, por el
cual rastrean, desesperados, la incesante validación externa, mientras que, en el fondo,
barruntan que ningún like ni ninguna interacción digital les dará lo que en verdad
codician: calidez, sentido de pertenencia y un sincero acompañamiento.
En el orbe adulto las cosas no son muy distintas, y cada vez más progenitores se sienten
seducidos y fascinados —a través de un puro juego de imitación que intenta conservar
la eterna juventud— por estas dinámicas pueriles y destructivas de goce transitorio y
trivial que atiborran nuestra vida de vaciedad, a fuerza de intentar acabar con un
malestar soportable pero lo bastante incómodo y punzante como para procurar
desembarazarse de él. Aunque, tras este repertorio hedonista que nos espolea y nos
lanza a intentar supurar las heridas del precariado emocional, se esconde la repetición y
homogeneidad de la experiencia humana, que industrializa nuestras vivencias y las
sepulta en el infierno de lo igual. Parece que todos practicamos hábitos distintos, si bien
solo replicamos un modo único de experienciar la vida. Consumimos contenido en
apariencia distinto de maneras presuntamente diferentes, pero por todas partes reina el
imperio de lo mismo. El imperio de la imposible distinción. Lo diferente se persigue
porque anuncia la posibilidad de lo dispar, de lo disidente, de lo que se aleja de la
norma o la cuestiona, considerado como una amenaza para mantener el statu quo del
gobierno emocional.
Hemos interiorizado con tanta naturalidad los mecanismos disciplinantes que
precarizan nuestro día a día que el trabajador fabril, siempre vigilado, propio de las
sociedades industriales, ha dado paso a un trabajador transmutado en consumidor —de
experiencias, de afectos, de objetos, de sí mismo—, sometido más allá de las horas
laborales y amaestrado con dulzonas argucias para que su deseo resulte siempre
insaciable y deba nutrirlo de nuevas experiencias, entretenimientos sin fin y, por
supuesto, de crecimiento y realización personal. Solo el consumo, en cualquiera de sus
formas, mediante una pantalla o en formidables centros comerciales, y de su mano el
relumbrón que supone mostrar a los demás la propia abundancia y la bonanza
económica, llega a colmar —si bien solo momentáneamente— nuestra permanente y
lacerante insatisfacción. De modo que el fingido bienestar de los demás causa en
nosotros una demanda emocional constante que nos hiere y a la que respondemos con
un resentido ahínco por superarla: mezquinos contendientes sedados que, en medio de
su tribulación, solo hallan una efímera placidez de ánimo al encumbrarse como
triunfantes consumidores. El asalariado industrial era domado para que asimilara el
valor del trabajo, del esfuerzo y del sacrificio; al contrario, el asalariado de nuestros días
es invitado y lanzado a gozar y a deleitarse con todo cuanto puede consumir en su
tiempo de ocio mientras, de paso, se consume a sí mismo.
Recuerdo que, cuando era pequeño, mi abuela madrileña, Florencia, compartía con sus
vecinas una virgen, introducida en una bella cajita con flores, que periódicamente se
iban intercambiando entre ellas para custodiar la imagen con esmero y cariño. Mi
abuela me llevaba con ella a las casas de sus vecinas, a cuya puerta llamaba y donde
siempre encontraba complicidad, cercanía y amabilidad. La experiencia de aquel niño
que yo era no lograba ver más allá de la vergüenza sentida por estar rodeado de
personas, algo entradas en años, que pellizcaban mis mofletes y admiraban mi rápido
crecimiento, mientras luchaba por esconderme a duras penas tras las salvíficas
extremidades de mi abuela.
Con el paso del tiempo, de manera casi súbita y como una suerte de epifanía, cobré
conciencia de lo que aquel acto entrañaba. En una sociedad aún muy impregnada por
numerosos prejuicios heteropatriarcales y machistas (finales de los ochenta e inicio de la
década de los noventa), en la que las mujeres aguardaban a sus maridos en sus hogares
mientras atendían a sus hijos y se ocupaban de las tareas domésticas, aquellas vecinas
empleaban ese cofrecillo como elemento que las hermanaba en una comunidad
silenciosa de cuidados mutuos. Esa suerte de arca donde residía la virgen no era sino la
excusa para interesarse por sus iguales, para charlar con y entre ellas, para participar de
una colectividad que, en muchos aspectos, tenía cerrado el acceso a la plena
participación ciudadana. Después de hablar de ello con mi abuela, ya en su ancianidad,
me dio una de las definiciones más certeras y hermosas de nuestro cuerpo: «Hijo, somos
un almario». Nuestra carne sufriente, enfermiza y sujeta a los achaques que nos propina
el discurrir temporal también puede celebrar(se) porque no es solo carne, también es
habitáculo de lo sagrado.
Esta anécdota nada tiene que ver, al menos en términos estrictos, con la soteriología
cristiana. De hecho, mi abuela nunca ha sido una mujer especialmente devota, salvo por
la influencia que en ella hubiesen ejercido las convenciones y tradiciones familiares y
nacionales. El cuerpo de mi abuela se desplazaba —con una salud en las piernas en
paulatino e irreversible declive, producto de una dolencia neurológica degenerativa de
la que por entonces ella no tenía noticia—; se desplazaba, una escalera tras otra, hacia el
hogar de sus vecinas como el lugar de encuentro con otros cuerpos. Era así como «lo
sagrado» hacía acto de presencia: en la comparecencia de varios cuerpos que
compartían la misma coyuntura existencial y vivencial.
También me acuerdo de mi abuela murciana, Soledad, en las horas de siesta estivales,
cuando iba al pueblo a pasar unos días con ella y con mi abuelo al calor de las fiestas
patronales, junto con mis primos y otros familiares. En el denso y pastoso lapso que
mediaba entre la comida y el refrescante ocaso, cuya llegada impregnaba las calles de
inolvidable olor a azahar, mi abuela descansaba y se entretenía viendo la telenovela de
ocasión sin dejar de sostener en sus manos algún libro o alguna revista que solían versar
sobre temas piadosos. Cuando leía, movía los labios y bisbiseaba los textos que iba
recorriendo con su mirada. Aunque a pesar de mi corta edad ya era muy celoso de mi
intimidad, yo dejaba entornada la puerta de mi habitación, que desembocaba en la sala
de estar, para poder observarla en aquella actitud, tan cercana a una suerte de quietud
oracional o rito mistérico. Siempre fui un niño muy nervioso, pero aquella imagen,
impresa indeleblemente en mi memoria, me transmitía y sigue transmitiendo una
indescriptible tranquilidad. La calmada respiración y el cuerpo cercano de mi abuela me
apaciguaban, serenaban mi torrente de hiperactividad, ávido y pujante, en permanente
búsqueda de algún nuevo quehacer.
Cuando fui más mayor, y antes de que su cabeza comenzara a transitar las dolorosas
veredas del olvido a las que abisma la demencia senil, pregunté a mi abuela a qué se
debía aquel gusto por la lectura, que a mí me resultaba tan fascinante y embriagador.
Entonces me contestó que «el cuerpo come y se harta, pero el alma tiene necesidades
insaciables. Aunque sin el cuerpo ni se come ni se puede rezar». Jamás olvidaré aquel
gracejo, sincero y carente de superficial erudición, con el que me respondió. Con esa
sabiduría que mana de la vida, de haber tenido que bregar —muchas veces en franca
soledad, como si su nombre fuera profeta de su destino— con las dificultades de la
existencia.
Mis dos abuelas me han enseñado la importancia de prestar atención al cuerpo como un
elemento compartido indispensable de nuestra vida que no solo genera una sensación
personal y subjetiva de estar en el mundo, sino que también guarda efectos
comunitarios, sociales e incluso políticos. El cuerpo es receptáculo de impresiones,
sensaciones y emociones, pero nada de lo que en él sucede queda en exclusiva
restringido a la esfera privada del individuo. El cuerpo es, por definición, intersubjetivo.
También nuestra muerte, como desaparición del cuerpo del escenario público, encierra
significativas repercusiones. En ocasiones, la presencia de la ausencia se deja sentir con
más fuerza que una presencia viva, presentificada. Sabemos muy bien que la
experiencia del duelo —por una pérdida, por una separación o ruptura— es de las más
duras e inclementes de cuantas debemos afrontar en nuestra biografía. Por eso, Pericles,
en el célebre discurso fúnebre del que nos da noticia Tucídides, apostó por mantener
incandescente la memoria de quienes en vida honraron y respetaron las leyes civiles y
contribuyeron a ellas con loables palabras y acciones, para que la ausencia fuera
siempre un incitador estimulante por alcanzar cuanto de bello puede esconder nuestra
presencia en el mundo.
La cuestión capital aquí, que ahora quiero resaltar y que se extrae de las vivencias con
mis abuelas, es que sin un cuerpo no hay ningún espíritu, alma o psique que pueda
hablar, que pueda decir de sí. Nuestro espíritu cuenta porque se cuenta desde un cuerpo.
Porque padece o goza, se daña o se deleita, enferma o sana, porque nace, agoniza y
finalmente sucumbe. Por ello, a la vez, el cuerpo se inscribe en el terreno político, en la
ineludible esfera de la polis: se predispone y se manifiesta en y desde la ciudad. Este
movimiento es de ida y vuelta, y también la sociedad, o la cultura hegemónica, moldea,
educa e incluso adiestra ese cuerpo hasta disciplinarlo y constreñirlo a las expectativas
de cada momento histórico, como comprobamos en el capítulo anterior.
Ahora bien, nuestro sistema educativo obvia, cuando no ningunea, el papel del cuerpo
en la formación de los jóvenes. En un fragmento poco conocido de sus diálogos morales,
el pensador y poeta italiano Giacomo Leopardi denunciaba que, tras la Ilustración, el
cuerpo dejó de formar parte sustancial de la educación, que desde entonces se centró en
alcanzar la dignidad y la nobleza del espíritu, sin percatarnos —aducía Leopardi— de
que precisamente «por exceso de celo en el cultivo del espíritu, con ello se arruina
también el cuerpo» («Diálogo entre Tristán y un amigo», 1832). Por supuesto, es
fundamental transmitir el valor de la actividad física y del deporte para intentar llevar
un estilo de vida lo más saludable posible, alejándonos de adoctrinamientos que,
imbuidos por la cultura de lo fit, apuestan por tonificar —es decir, por ahormar—
nuestra figura o curtir nuestro cuerpo en largas sesiones de gimnasio que redunden en
un mayor efectismo social en la cultura del escaparatismo. Se trata más bien de recordar
a nuestros niños y adolescentes que estudian, piensan, sienten y viven desde un cuerpo
determinado, y que los cuerpos con los que se topan a su alrededor tienen, como los
suyos, sus propias vivencias. Que el cuerpo, en fin, es el gozne desde el que nos abrimos
al mundo.
A mis estudiantes les explico, cuando trato sobre estos asuntos en clase, que nuestro
cuerpo es frontera en el más amplio sentido del término: una frontera queda permeada
por ambos límites; una frontera es vigilada por quien espera al otro lado; una frontera
admite el escape y la huida, pero también el destierro o el exilio; una frontera es, en
definitiva, donde lo diferente se toca. La cultura del crecimiento personal y del
encumbramiento del yo como único promontorio desde el que encaramarse a la
realidad está minando el terreno de la intersubjetividad, de manera que el contacto
entre los cuerpos y, por tanto, entre personas, está quedando supeditado a dispositivos
ideológicos que sitúan su eje central en el autoemprendimiento y en la supervivencia
personal. Solo si yo estoy bien y me realizo —nos dicen—, podré ayudar a los demás en
su respectivo crecimiento.
Podría parecernos algo evidente que rehuir la presencia de factores estresores forma
parte del paquete de supervivencia humano. Nada más lejos de la realidad, si nos
atenemos a los principios básicos de la psicología evolutiva y diferencial: la oposición y
la dificultad son componentes básicos de nuestro desarrollo vital. Sin embargo, se nos
incita con creciente frecuencia a evitar la diferencia, lo distinto o lo que, en definitiva, es
desemejante a nosotros porque puede contaminar nuestro proceso de ascenso hacia la
ansiada felicidad, hacia la codiciada autorrealización. Todo impedimento se cataloga
como tóxico; hay que encontrar la homeostasis con el entorno, con los otros, consigo
mismo, porque cualquier elemento que nos informe de lo distinto de nosotros se
considera amenazante y desechable. Con ello se ratifica el asentamiento de una
sociedad formada por guetos emocionales que erigen su propio credo dogmático: la
astrología y los horóscopos, think tanks —disfrazados de observatorios científicos— que
promueven la endogamia de élites económicas e intelectuales, partidos políticos de
ideario extremo que polarizan la opinión y los afectos de la ciudadanía a fin de obtener
el poder y la influencia, grupos de turismo químico que emplean sustancias
alucinógenas para purgarse de las garras del sistema productivo (por descontado,
volviendo a entregarse a él una vez realizada la lúcida purga), devotos de la ley de la
atracción y del pensamiento mágico, la terapia de la memoria celular para prevenir
«bloqueos de energía», la resiliencia, el coaching ontológico, el método Grinberg (que,
como reza en su web, «ayuda a parar rutinas que dificultan la realización de tus
deseos»), la homeopatía, la logoterapia, el mindfulness, el feng shui y el influjo de las
energías espaciales, el rebirthing y la canalización de la respiración consciente, la terapia
Gestalt, la medicina antroposófica... Bajo una apariencia salvífica, todas estas técnicas
desembocan en un mismo puerto: sedar la autonomía y la independencia de los sujetos
para que, en su anestesiado discurrir por la vida, puedan sobrellevar de la mejor
manera posible los embates existenciales sin que, por ello, deban cuestionar en ningún
momento por qué se ven empujados a decantarse por uno de estos guetos emocionales,
cada vez más numerosos y encandiladores.
Nos han atiborrado con un efectismo y una artificiosidad que acaban provocando una
paulatina y cada vez más irreversible sedación intelectual que, como resultado, impide
la cooperación y la solidaridad, únicos resortes que podrían generar una resistencia
común frente al normativizado individualismo narcisista contemporáneo. Por eso, y sin
soslayar nunca nuestra responsabilidad individual, sostengo aquí que cada uno, en su
propia circunstancia vital, debe hacer un esfuerzo por cuestionar las narrativas
dominantes para llegar a saber, en un afán fichteano de no dejarse resbalar por nuestra
natural indolencia, por qué hacemos lo que hacemos, y preguntarnos si no estaremos
actuando al amparo de alguna atmósfera ideológica que nuble o que haya secuestrado
definitivamente nuestro juicio. Merece la pena citar las palabras de Fichte al final de su
escrito Algunas lecciones sobre el destino del sabio (1794): «No hay salvación para el hombre
antes de que haya combatido con éxito su indolencia natural y de que el hombre
encuentre en la actividad y solo en la actividad toda su alegría y su placer». Y culmina
con esta emocionante alocución: «Cuanto más nobles y mejores seáis, más dolorosas
serán las experiencias que os esperan; pero no os dejéis vencer por este dolor, sino
vencedlo con hechos. [...] ¡Actuar! ¡Actuar! Para eso estamos aquí».
Esta compulsión que nos aboca a la constitución de un universo humano presidido por
el entorno digital está repercutiendo con gravedad no solo en lo cognitivo y en lo
intelectual, sino también en acciones y procesos de nuestro vivir emocional, como
sucede con las relaciones afectivas. Cada vez se acepta con mayor dificultad que los
nexos humanos significativos, para que lleguen a desarrollarse en plenitud, necesitan
tiempo, frustraciones, escollos, dificultades o incluso algún encontronazo. En definitiva,
las relaciones humanas precisan de la distinción y de la diferencia. Si ponemos el foco,
por ejemplo, en las aplicaciones para flirtear en línea, observamos que se centran en
encontrar aquello que colma todos nuestros gustos y deseos, de forma que demos con lo
totalmente homogéneo, con lo que se adapta (fit) a nosotros de una manera plena, total
y sin ambivalencias, sin los claroscuros propios de la vida. Resulta útil citar aquí unas
palabras de Eva Illouz en El fin del amor (2018): el sexo casual transformado en pura
mercancía «reduce a las personas a su valor orgásmico, de modo tal que estas se
vuelven intercambiables y, por ende, abstractas, concebidas como meras funciones del
placer».
Opera aquí lo que llamo la tiranía del match: no consiste solo en gustarse; también hay
que encontrar lo igual y perder de vista la diferencia, que se percibe como una
prescindible e intimidante amenaza, como un escollo que impide la anhelada fluidez
vital. Con ello se asumen los patrones del entorno digital, donde todo resulta aséptico y
trivial, y se aplican subrepticiamente a la vida real. Por eso, defiendo sin tapujos que la
adicción a las pantallas y el dogma del nativismo digital ocultan una crisis del deseo
propiciada por el gobierno emocional, que se traduce en un asentamiento y
normalización de la inmediatez, la persistente gratificación y la hiperestimulación en las
relaciones personales, estándares a los que debemos responder y a los que tenemos que
adaptar nuestro acontecer intersubjetivo. Este es el auténtico meollo de la cuestión: la
permanente petición de adaptarnos a todo sin cuestionar nada de aquello a lo que nos
piden adaptación.
Tras esta atomización del sujeto contemporáneo volvemos a darnos de bruces con el
imperativo de felicidad, tan propio de nuestro tiempo, en virtud del cual toda
experiencia de sufrimiento, tristeza o frustración debe ser rápidamente reemplazada
por el privatismo del crecimiento personal: frente a los sentimientos considerados
«negativos» que, nos dicen, conviene evitar, debemos implementar una política de
autocuidado en la que primen los pensamientos positivos. Esta ideología disciplinaria
del bienestar, que no nos permite habitar nuestros malestares (para que no podamos
sentirlos, pensarlos ni, por tanto, ejercer la resistencia frente a ellos), nos transmuta en
meros cuerpos rentables, desechables e intercambiables que son empleados como puro
medio por el sistema productivo en cualquiera de sus facetas.
Un cerebro que se acostumbra y adapta a actuar rápido acaba por no pensar. Sin más,
reacciona. Necesitamos una reeducación de nuestro deseo que reconstruya el valor de la
dilación y de los procesos. Carecemos de una contundente formación filosófica y
humanística que muestre el valor de la espera, que logre plantar cara a las imposiciones
de la cultura digital. Quizá no debamos preguntarnos tanto qué nos falta por aportarles
a nuestros jóvenes, como qué les estamos arrebatando. Las pantallas y sus modos de
hacer nos desapropian de nuestra libertad y acaban por sedarnos intelectual y
emocionalmente, acostumbrándonos a transitar el mundo y nuestra vida bajo el signo
de la indolencia y la desidia. Se trata de una servidumbre escogida bajo capa de una
ilusoria libertad, la que se supone que nos brinda el entorno digital.
Ahora bien, me sitúo en contra de los autores que defienden que este giro hacia el
privatismo da como resultado una vida más rica. Se trata de una argucia más del
gobierno emocional: el autocuidado nos salvará del mundo, nos dicen, el crecimiento
personal nos permitirá adaptarnos a cuanto suceda. Al revés, el hecho de que solo
podamos habitar nuestra esfera privada quiere decir que lo personal deja de existir, en
tanto que todo, en nuestra existencia, acaba apelando al ámbito de la autorrealización.
El sujeto queda ahogado en un egotismo que solo le hace sentirse más solo, aislado y
desvinculado. El autos (αυτος), el sí mismo, necesita oponerse a algo —a otro sí
mismo— para llegar a saber algo de sí. En la pura referencia al yo, el individuo se
atomiza, y al enclaustrarse en su mismidad pierde la posibilidad de reintegrarse en el
tejido social.
Relata Henry David Thoreau en Walden (1854) que, cuando buscó retiro en una cabaña
en medio del bosque en julio de 1845, no quiso renegar del mundo, sino pensarlo y
pensarse a sí mismo, no fuera a ser que de no haber reflexionado sobre su vida no
hubiera vivido jamás. Thoreau se apartó del tumulto de la ciudad para, después, volver
y tomar parte activa en ella, como explica en sus ponencias y escritos sobre la
desobediencia civil. Llegó incluso a ser detenido y recluido en la prisión de Concord por
negarse a pagar los impuestos que, a su juicio, estaban alimentando una maquinaria
estatal al servicio de la guerra, de la sumisión de la ciudadanía al ámbito laboral y de la
esclavitud. Su intención queda clara, y resulta ejemplar, en un discurso pronunciado en
1848: «Lo que tengo que hacer es asegurarme de que no me presto a hacer el daño que
yo mismo condeno». También se derrama sangre, decía Thoreau, cuando se hiere la
conciencia.
Escribió Arthur Schopenhauer que lo más valioso y relevante que podemos hacer al
conocer a alguien es mirar con atención sus ojos y percatarnos de que tras ellos se
esconden miedos, inquietudes o sufrimientos iguales o peores que tras los nuestros. Y
no olvidarlo nunca, para evitar sumar nuevos miedos, inquietudes o sufrimientos a los
que ya existen y acarreamos. Casi siempre, silenciosamente. Podría resultar curioso que,
para cerrar un capítulo sobre la necesidad de la cercanía, recurra al padre del
pesimismo moderno. Pero una filosofía militante de la resistencia necesita echar por
tierra los hipnóticos delirios felicifoides que, a cambio de un espejismo de libertad y de
la promesa siempre dilatada de alcanzar el bienestar y la autorrealización, nos someten
a una nueva y perversa confección del ámbito privado: la ilusión de poder modificar las
estructuras que causan nuestros malestares a través de un exclusivo ejercicio individual.
Necesitamos desaguar nuestra culpa y comenzar a fraguar nuestra responsabilidad: ahí
fuera, con palabras y acciones, entre y con otros cuerpos dolientes.
ATENCIÓN Y DISTRACCIÓN: LA RECONQUISTA DE NUESTRO
DESEO
Aumentar los deseos hasta lo insoportable y a la vez hacer que satisfacerlos resultara cada vez más difícil: ese
era el principio en el que se basaba la sociedad occidental.
MICHEL HOUELLEBECQ,
La posibilidad de una isla, 2005
Pero hay un matiz, acaso más peliagudo y distintivo, que suele pasarse por alto y que
cada día verifico en los diálogos que mantengo con mi alumnado, sobre todo en
enseñanza media (secundaria y bachillerato), y con mayor frecuencia en la universidad
o en conversaciones con adultos: muchos adolescentes y jóvenes llegan al diagnóstico
médico, precisamente, tras percatarse de su incapacidad no tanto para mantener la
atención en un contenido determinado, como por la imposibilidad que manifiestan para
retener la información que han consumido. Más aún: a veces declaran no saber qué han
estado haciendo ni cuándo. Son dos asuntos muy distintos que desembocan en una
pregunta escalofriante en aquellos casos que son diagnosticados en una etapa
adolescente, juvenil e incluso adulta: ¿puede llegar a motivar el modo en que vivimos la
aparición de ciertos déficits atencionales y desórdenes hiperactivos, o debemos
quedarnos con la perspectiva médico-psiquiátrica, que invita a pensar en
predisposiciones genéticas y configuraciones psicobiológicas que desde el principio
estarían interviniendo en la conformación de este tipo de trastornos? Desde luego,
ambos esquemas son compatibles, pero sigue resultando muy llamativo que los
diagnósticos de TDAH hayan aumentado drásticamente en los últimos años,
coincidentes con el nacimiento de las generaciones a las que llamamos «nativas
digitales», y con una población adulta que ha debido adaptarse a una manera de vivir
apegada a las tecnologías propias de esas nuevas generaciones. A cada paso surge un
nuevo interrogante: ¿estuvo siempre presente en los seres humanos esta predisposición
psicobiológica y genética? Y, en tal caso, ¿por qué esta oleada de problemas atencionales
e hiperactividad y su creciente medicalización —dicho sea de paso— para tratarlos? Se
comulgue o no con la postura cientificista, parece claro que existen factores ambientales
coadyuvantes que alientan la manifestación de esta clase de trastornos. No se trata,
como han postulado numerosos autores, de declarar una pandemia de TDAH; resulta
pueril y no responde a los datos históricos, que ratifican una tasa de prevalencia de
entre el 3 y el 7 por ciento de la población. Consiste, más bien, en preguntarnos si
existen condiciones que facilitan la aparición de malestares relacionados con nuestra
atención y nuestra concentración (sean o no tachados de trastornos) y, de su mano, con
nuestra capacidad para distraernos, es decir, la capacidad para relajar nuestra atención.
En paralelo, y sin entrar en polémicas que, en cualquier caso, están hoy sobre la mesa de
la comunidad científica, podemos preguntarnos a qué podría deberse este notable
incremento de los malestares atencionales y nerviosos en todas las poblaciones de
países desarrollados, por qué se ha normalizado el empleo y la etiqueta «TDAH» (con la
consiguiente estigmatización, en el peor de los casos, y como un alivio para explicarse
ciertas cosas sobre uno mismo, en el mejor) y, sobre todo, qué elementos se consideran
definitivamente «disfuncionales» —u «óptimos»— cuando un médico o un profesional
de la salud mental diagnostica —o no— este trastorno. La pregunta, a fin de cuentas, es
si no habremos estado cocinando en las últimas décadas un caldo de cultivo más que
propicio para que este tipo de desórdenes de la atención —sean o no un trastorno— y
otros «desa-justes» atencionales (que, sin embargo, no llegan a ser catalogados como
trastornos) se hayan hecho tan habituales y permeen nuestro léxico como moneda
corriente de cambio. Es indudable que algo está ocurriendo con nuestra atención.
En este punto conviene exponer una coyuntura muy preocupante, relacionada con la
sedación de la ciudadanía que postulo en este libro. Y es que en el caso de la adicción a
las pantallas, a diferencia de otras adicciones químicas, no existe una «dosis» suficiente,
adecuada o apaciguadora: vivimos conectados y pegados a ellas y ni siquiera nos
percatamos de que estamos enganchados a las pantallas, que vemos la realidad a través
de ellas y que, por tanto, su uso se ha normativizado. Los efectos de las adicciones
químicas suelen calmarse, siquiera momentáneamente, con la ingesta o consumo de la
sustancia adictiva de turno. Sin embargo, en el caso de las pantallas no sucede lo
mismo: contamos con su presencia constante, con su compañía permanente e insidiosa,
y ya no imaginamos —ni queremos imaginar— nuestra vida sin su comparecencia. La
única dosis posible es la constante coexistencia en y con nosotros. La perversión ha
llegado hasta el punto de que han surgido técnicas emocionales disciplinarias como el
mindfulness digital, que nos invita a alcanzar un «equilibrio en nuestras vidas digitales»,
el coaching digital, que permite «sacar rendimiento de la desconexión para tu empresa»,
o incluso diversas tácticas de «desconexión» (bajo el eufemístico neologismo detox) que
nos prometen —con un empalagoso tono romántico— volver a una vida sin internet.
Todo ello apunta, como defenderé en este capítulo, a una grave crisis del deseo como
patología de la inmediatez y la hiperestimulación.
Ejercer la resistencia se hace cada vez más difícil porque ni siquiera contemplamos la
tesitura de poder —ni querer— existir bajo unos parámetros distintos de los
proporcionados por la tecnología digital. Nuestro estrés ha acabado vistiéndose con los
ropajes de una esclavizadora libertad. Las nuevas servidumbres se dictan y propagan
con caracteres emocionales, no necesitan cadenas, grilletes ni cilicios, sino experiencias
de vasallaje deliberadamente asumido, edulcoradas en nombre de la
autodeterminación, la autogestión y la autorrealización.
Ya señaló Guy Debord en su obra clásica La sociedad del espectáculo (1967) que el mundo
contemporáneo y su desarrollo productivo precisa de una incesante creación de
seudonecesidades, disfrazadas de satisfacción de necesidades básicas, crecimiento
económico ilimitado o reconocimiento público a través de las redes sociales. Cuando
decidimos satisfacer todo este engranaje, preparado para captar y capturar nuestra
atención, olvidamos con demasiada facilidad que con ello también entregamos nuestro
tiempo, a cambio de permanecer enganchados a una cadena infinita de estímulos que —
creemos— nos proporciona una manera más amable, más productiva, más eficaz y más
funcional de estar en el mundo. Más bien al contrario, el rapto de nuestra atención nos
desapropia del mundo, nos expropia de nuestro rasgo más propio: decidir a qué
atendemos en cada momento para, precisamente, poder hacer nuestro escenario
existencial compartido más habitable, menos grosero e inhóspito. Instigado por los
grandes emporios económicos, las empresas tecnológicas y numerosas instancias
políticas, el robo de nuestra atención esconde la incapacidad para modificar las
estructuras sociales, cognitivas, emocionales y económicas que hacen de nuestro mundo
un lugar cada vez más desolado pero hiperconectado, repleto de multitudes solitarias
que pugnan por hacerse un hueco en la espectacularidad del escaparate digital. No
debemos buscar un escabroso complot o una conspiración urdida en oscuros círculos
tras esta circunstancia, sino un hecho transparente e incontrovertible: el progreso
imparable de un proyecto económico y productivo que se efectúa mediante una
voluntaria servidumbre digital. Nuestra atención y nuestros datos son la mercancía; la
predictibilidad de nuestra conducta, el botín; la sedación de la población, el resultado
social.
La tesis que aquí defiendo es que la atención no es solo una habilidad cognitiva: la
atención es, sobre todo, una potencia política que puede promover la resistencia frente
al régimen disciplinario del gobierno emocional. No intento postular una cándida lucha
contra la tecnología, sino más bien una resistencia consciente y militante frente al
imperio de los estándares tecnológicos (rapidez, productividad, hiperestimulación,
rentabilidad, gratificación inmediata) que lleve aparejada una reeducación de nuestro
deseo y que conduzca a comprender que los tiempos de la vida no se corresponden con
—ni deben acomodarse a— los tiempos de la esfera digital. Para cobrar consciencia de
ello, el ejercicio de la atención es fundamental. La pantallización de nuestra existencia
no solo tiene que ver con el uso de los dispositivos móviles (este es el síntoma), sino con
la asunción —que se cree aceptada con libertad— de las dinámicas biométricas a las que
nos expone el dominio de las pantallas y de la escena digital. Nuestra atención queda
sometida a una deliberada sumisión que permea todos los ritmos y aristas de nuestra
vida.
Pondré un ejemplo que afecta a todas las capas poblacionales, pero en especial a las más
jóvenes, las cuales todavía no han desarrollado un adecuado control del impulso. Como
he mencionado, cada noche, muchos adolescentes no logran conciliar el sueño o no
quieren dormir porque permanecen a la espera de la última notificación de su teléfono o
aguardan con ansiedad la última actualización de sus redes sociales. Es lo que he dado
en llamar «cazadores de luz»: cada noche, en medio de la oscuridad (y en soledad, en el
marco de un aislador privatismo), los chavales, y cada vez más adultos, colocan sus
teléfonos con la pantalla hacia arriba, mientras la acechan con impaciente nerviosismo,
y en ocasiones con angustia y desesperación, hasta que vuelva a iluminarse con el fin de
seguir conectados y permanentemente disponibles para un mundo que demanda su
continua atención. Hay quienes desarrollan trastornos de ansiedad generalizada (TAG)
por este deber asumido, e incluso trastornos ansioso depresivos, bien por el cansancio
cognitivo y emocional que supone esa incandescente disponibilidad, bien por no estar a
la altura de las expectativas que la permanente conexión exige. También es bien
reconocible el denominado phubbing, la persistente consulta del teléfono en medio de
cualquier conversación, relacionada con la nomofobia o intranquilidad ante el posible
alejamiento del teléfono (no mobile phone phobia). Rasgos que permiten hablar, como ya
he defendido, de una auténtica adicción a los dispositivos móviles y que esconde, como
consecuencia, una persistente vigilancia y un rentable seguimiento de nuestros datos
biométricos bajo la capa de la gratuidad y la libertad.
Asistimos a una declarada batalla, planteada por las empresas tecnológicas, que
pretende adueñarse del direccionamiento de nuestras psiques. No son pocos los
investigadores y especialistas en salud mental que ya hablan de hackeo cognitivo (o brain
hacking): a partir de la normalización de ciertos hábitos, nuestro cerebro se acostumbra a
actuar de ciertas formas. En conceptos neuropsicológicos, existen dos momentos
cognitivos bien diferenciados que pueden ayudarnos a entender este proceso de rapto
atencional que sufrimos a diario. Por un lado, la estimulación externa (o bottom-up), a la
que sucumbimos, de manera más o menos instintiva, es adaptativa y puede
informarnos de peligros inminentes o ponernos en guardia frente a sucesos
amenazantes. Por otro lado, la atención consciente (o top-down) es aquella que
empleamos cuando nos adueñamos conscientemente de nuestro foco atencional en pos
de alcanzar una meta determinada; para ello, el individuo selecciona los estímulos que
son proclives para la obtención de dicha meta, mientras que desecha otros como
prescindibles, innecesarios o irrelevantes. Las primeras veces que llevamos a cabo una
actividad novedosa, como por ejemplo conducir un coche o impartir una conferencia, es
necesario un gran esfuerzo atencional (en psicología, effortful); en sucesivas ocasiones,
ese nivel atencional reclama un menor empeño cognitivo y recurrimos a automatismos
conductuales asociados a nuestras experiencias pasadas.
Este breve apunte teórico nos pone sobre la pista del colapso atencional que, en
términos individuales y sociales, estamos padeciendo. El funcionamiento del universo
digital, en el que pasamos varias horas durante el día, está plagado de estímulos que
disparan nuestra estimulación atencional externa, de tal modo que nos resulta
imposible abstraernos del constante bombardeo de noticias, reels, stories o tiktoks al que
somos sometidos, pues bajo la forma de la insidiosa novedad se nos presenta un
contenido adaptado a nuestros gustos, deseos, emociones, afectos y convicciones
políticas. Se trata de un proceso de condicionamiento y redirección conductual que
modula y adiestra nuestra voluntad y, con ello, nuestra atención. En paralelo, nuestro
cuerpo también es disciplinado, en tanto que nuestra cabeza —en el mejor de los
casos— es dirigida hacia abajo mientras erramos por las calles de nuestras ciudades o
vagamos por el transporte público, perdiendo con ello el horizonte material del mundo,
y —en el peor de los casos— nos inmoviliza en nuestra habitación o en nuestra casa,
alejados de la comunidad mientras, sin embargo, paladeamos la rentabilista ilusión de
permanecer conectados y disponibles. Por tanto, la atención deja de decidir cuál es el foco
hacia el que desea dirigirse.
Pero no solo las grandes empresas tecnológicas luchan sin descanso por adueñarse de
nuestra atención, sino también nuestros semejantes. La sociedad queda convertida en
un panóptico global repleto de seres vigilantes y vigilados en el que la mercancía es la
atención que conseguimos robar a los otros para que la dirijan hacia nosotros. Es lo que,
con un publicitario eufemismo, se ha dado en llamar «capital social». Este hecho, urdido
por la sociedad de la vigilancia con una exquisita fineza, transforma a los individuos en
contendientes que rivalizan, se envidian y codician lo que no tienen —o lo que creen
merecer—. Ello nos lleva a una apreciación de carácter temporario: en una cultura
felicifoide en la que comparecemos como adversarios, perdemos el control de nuestro
presente. No considero, como otros autores, que hayamos llenado nuestra vida de
presentismo, de la perentoria necesidad de vivir en un presente inacabable que presenta
multitud de oportunidades por cumplir. Más bien al revés, nos han desapropiado del
presente, porque toda nuestra vida se da en la continua dilación de otro presente que se
promete como más plenificado, más completo, más rebosante. Aquí puede residir una
de las causas por las que nuestros adolescentes y jóvenes enferman con mayor
frecuencia de trastornos emocionales como la anhedonia, la distimia o la depresión: son
incapaces de vivir hoy, porque el hoy los traslada, de continuo, a la incumplida
promesa de un futuro mejor. Este mecanismo también subyace bajo la creciente
precarización de los trabajos y los sueldos, sometidos a las esperanzas de una mejora
nunca alcanzada, siempre dilatada. Nos han anclado a la frustración como modo de
vida.
Vivir nuestro presente en diferido supone que nuestra atención queda sometida al
barullo de la sobrestimulación, por una parte, y, por otra, al albur de las expectativas y
las promesas nunca consumadas —por imposibles—. De alguna forma, el individuo
como agente autónomo y responsable ha desaparecido de la escena política para
sumirse en una masa indolente que actúa de manera homogénea, sometida a la
insensibilización causada por el hipnótico y continuo acontecer de estímulos a los que
no responde, sino que reacciona. En este sentido, la atención debería formar parte de un
proceso que nos devuelva a la esfera pública como sujetos individualizados que, en su
mutuo pensar y pensarse, establecen metas comunes con el fin aristotélico de alcanzar
una vida buena, no subyugada emocionalmente.
Por eso, para reconquistar nuestra atención y fomentarla en todas las capas sociales, es
prioritario educar la empatía. Ahora bien, la empatía no es la dulzona y empalagosa
cualidad que suelen presentarnos. No consiste en un melifluo y romantizado ponerse en
el lugar del otro para, alegremente y sin ninguna consecuencia, regresar complacientes
a nuestra mismidad. Más bien tiene que ver con un activo hacerse cargo del páthos del
otro mediante un ejercicio de corresponsabilidad por los afectos de otra persona. Por
eso, entendida en su raíz y desde las coordenadas de una filosofía de la resistencia, la
empatía —como la atención— es una potencia política, una herramienta fundamental
para forjar un entramado social de cercanía afectiva, contagio intelectual y vecindad
corporal entre individuos que desemboque en un compromiso por lo común. La
educación filosófica y humanística fomenta esta libre responsabilidad en jóvenes y
adolescentes porque los coimplica en el proceso de constitución y desarrollo de su
escenario social, económico y político. No los sitúa en una indefensa minoría de edad
intelectual; muy al contrario, los instala en la posibilidad de ser agentes activos en
cuanto sucede a su alrededor.
Un pensar ejercido desde la resistencia nos enseña que la única manera auténtica de
arraigarnos en y desde nuestra circunstancia es pensándola y actuando en ella, sin dejar
de mirar nunca a los ojos de los otros, donde comprendemos que todos, sin excepción,
compartimos desvelos, preocupaciones, sufrimientos e inquietudes. Ninguno de estos
malestares, sean cuales sean, se pueden solucionar mediante los dispositivos
disciplinarios del gobierno emocional, que intentan que los mitiguemos o evadamos a
través de técnicas sedantes, tranquilizadoras y que nos aportan resiliencia.
Nuestra atención se ha capitalizado: cualquier distracción que nos aleje del rendimiento
y del provecho supone un gasto temporal para el individuo, que la considera como una
potencial pérdida de su «capital social». Si nuestra atención queda capturada por la
urgencia de no despilfarrar el tiempo, la capacidad de concentración es arrestada por
los grilletes del beneficio, la ganancia y el afán productivo. Perder nuestra atención
desemboca, por tanto, en un yugo temporal: carecer del tiempo necesario para atender
significa no disponer de tiempo para dirigir nuestra inteligencia hacia donde nosotros
deseamos y, en consecuencia, nuestra voluntad, nuestros deseos, nuestros anhelos y
expectativas quedan al socaire de lo que el disciplinamiento emocional y el sistema
productivo demandan, esto es, un continuo rendimiento —almibarado de
autorrealización y crecimiento personal.
Por todo ello, resulta prioritario configurar un proyecto pedagógico de resistencia
presidido por una reeducación de nuestro deseo, que se ha desacostumbrado a la espera
y a la dilación y se encuentra hiperestimulado con insidiosas gratificaciones tan vacuas
como inmediatas. Como dejó plasmado Simone Weil en sus reflexiones sobre los
estudios escolares, solo hay «auténtico deseo cuando hay esfuerzo de atención». En la
actualidad, y al contrario, el empeño, la insistencia, la demora y la obstinación esforzada
se declaran asunto reaccionario de épocas pasadas, porque, hoy, todo tiene que fluir,
nada ha de entorpecer la satisfacción de nuestra voluntad. El alumnado debe estar
entretenido en las clases, el trabajador debe contar con coaches emocionales que alivien
su estrés, el profesorado ha de ludificar el ejercicio de la docencia y, en fin, cualquier
proceso que requiera cierto denuedo y constancia debe encontrar una correspondiente
técnica emocional que permita sobrellevar la carga de su esfuerzo. Este problema
aparentemente individual ha derivado en un problema colectivo, al convertir a las
poblaciones en conjuntos de multitudes angustiadas e hiperconectadas que han perdido
su capacidad de atención y que se componen de sujetos transformados en meros
consumidores de productos, de experiencias y de sí mismos.
La tesis que aquí sostengo es que, en nuestros días, la libertad solo puede consistir en la
descentralización de nuestra atención, o lo que es lo mismo, en la capacidad para
distraerse voluntariamente, de manera que impidamos la explotación de nuestro foco
atencional. La distracción es el único modo de reencontrarnos con la responsabilidad
individual de actuar en el ámbito de lo público, así como para eludir el privatismo al
que nos someten los continuos estímulos del mundo digital. Como reza la cita
zambraniana que encabeza este libro, nuestra libertad se cifra en la desposesión de toda
propiedad fútil o trivial. Las instancias disciplinarias emocionales y los imperios
económicos temen que nos reencontremos con nuestra atención porque, como potencia
política, nos diferencia y singulariza, nos hace únicos porque nos devuelve nuestra
agencia, es decir, nuestra competencia para actuar como individuos autónomos e
independientes. Quien hoy reconquista su atención recobra, con ello, su poder para
decidir con libertad. El problema no es lo que hacemos con las pantallas, sino lo que
dejamos de hacer cuando estamos tras ellas. Es un coste de oportunidad que no nos
podemos permitir, a riesgo de quedar expropiados de nuestra acción y, por tanto, del
mundo tal y como deseamos configurarlo.
Quien se distrae y rescata su atención del extravío hiperestimular lo pone más difícil al
sistema extractivo que mercadea con nuestros datos y que se ocupa de monitorizar
todos nuestros quehaceres. Atender es sinónimo de dejar de estar vigilado, porque la
atención deliberada devuelve la imprevisibilidad a nuestras acciones, al no caer bajo los
imperativos logarítmicos del like, de la story y del reposteo. Permanecer —y estar—
atentos nos restituye la espontaneidad al distraernos de las imposiciones y cadencias
del acontecer digital.
EL SUJETO SEDADO: RAPIDEZ, POLARIZACIÓN E
IMPOSIBILIDAD PARA PENSAR
¡Qué cambios han producido en el mundo la máquina de vapor y el telégrafo eléctrico! Por ellos, el movimiento
de la humanidad ha pasado a adquirir un tempo diez veces más rápido, y nuestra vida se ha hecho diez veces
más estresante que antes.
PHILIPP MAINLÄNDER,
Filosofía de la redención, 1876
Ahora bien, ¿cómo es posible pensar bajo las coordenadas de un mundo cada vez más
rápido, sometido a la aceleración y a la obsesión por el crecentismo económico, que nos
convierte en sujetos en pugna? La reeducación de nuestro deseo, tanto en el ámbito
familiar como en colegios, institutos y universidades, es en este punto irremplazable.
Mencioné a Kierkegaard, filósofo danés del siglo XIX, en el primer capítulo, en una
inolvidable cita de su Diario de un seductor (1843): «El goce decepciona, pero la
posibilidad no». También podemos acudir aquí a María Zambrano, siempre lúcida: «El
objeto del amor difiere del objeto del deseo en ser algo que la posesión no destruye. El
deseo no subsiste después de haber sido. Es consumido; no trasciende. El amor llega a
lo que jamás podrá ser destruido» (Los intelectuales en el drama de España, 1937). A partir
de estos dos fragmentos, en lo sucesivo intentaré vertebrar esta reeducación del deseo,
que no es sino una reeducación sobre la importancia de la dilación y de valores
vinculados con la lentitud, relacionada con el tiempo que media entre la aparición del
deseo y su satisfacción. Una anotación de Carl Gustav Jung en sus diarios (Recuerdos,
sueños y pensamientos, 1961) nos permite asimismo trazar la sintomatología de nuestro
tiempo y poner un punto de partida: «Desenfrenadamente, se arroja uno a lo nuevo
llevado por un creciente sentimiento de insatisfacción, descontento y desasosiego. No se
vive ya de lo que se posee, sino de promesas», y apuntala, líneas más abajo, que
vivimos entre «modos pasajeros de endulzar la existencia, como, por ejemplo, las
medidas de acortamiento del tiempo que aceleran enojosamente el tempo y de este
modo nos dejan menos tiempo que antes».
En una reciente conversación que mantuve con una profesora universitaria de edad
avanzada, muy acostumbrada a los tiempos pausados de la lectura y la investigación,
me confesaba que su manera de leer y estudiar había cambiado en los últimos cinco
años, y lo achacaba sobre todo a la manera en que se relaciona con los dispositivos
electrónicos. En las pantallas tendemos a pasar la vista mucho más rápido por la
información que se nos ofrece (ya sea en un periódico en línea o con un libro
electrónico), para dar lo más rápido posible con los datos «relevantes», con el meollo de
lo que se está leyendo. Hay quien no duda en confesar que no lee los textos, sino que,
sin más, los transita a través de las palabras remarcadas en negrita o salta de titular en
titular. La tiranía de la rapidez ha llegado al punto de que en el encabezado de cada
artículo se nos indica cuál es el tiempo que deberemos emplear en su lectura. De esta
forma se estandariza el abuso por parte de los medios de comunicación de encabezados
y titulares tendenciosos que son elegidos en función del llamado clickbait, una manera
encubierta de publicidad que intenta atrapar la atención de los usuarios mediante un
eslogan de contenido atractivo que movilice sus emociones, su curiosidad. De esta
manera se genera, por un lado, una dependencia por la gratificación constante (pues
buscamos la continua confirmación de la propia opinión o, al revés, el punto de vista
opuesto para condenarlo o arremeter contra él), y, por otro, se genera una dependencia
estimular en los sujetos, que desarrollan una servidumbre digital fundada en la rapidez
y en la obligación de permanecer siempre aguijoneados por las incontenibles fauces del
deseo.
Es importante reincidir en que un cerebro que se acostumbra a la rapidez en los
procesos que acomete se encuentra ante la imposibilidad de poder pensar. La rapidez
nos arrebata nuestra paciencia cognitiva, esencial para la toma de decisiones, la
adquisición de nuevos conocimientos, la resolución de problemas complejos, el
desarrollo de la creatividad o, en fin, para emprender labores que en general requieren
una atención esforzada y continuada y un tiempo dilatado. En los adultos, el llamado
control del impulso de la conducta (o control inhibitorio ante estímulos dados) se
encuentra más asentado, si bien a través de la práctica de ciertos hábitos puede verse
mermado; en este sentido, tras el funcionamiento propio de la esfera digital se esconde
la técnica conocida como modelado de la conducta, que se inscribe en el programa de
cualquier red social y en el funcionamiento ordinario de la esfera digital.
En el caso de las capas poblacionales más jóvenes, sobre todo en niños y niñas, y
también en adolescentes, este control inhibitorio está aún formándose, y resulta más
sencillo hacerles caer en la capciosa tentación de sentirse atraídos por todo tipo de
estímulos, una y otra vez, sin descanso ni posibilidad de discriminación consciente.
Numerosas investigaciones han concluido que, cuando niños y niñas se exponen de
manera reiterada a un alto número de estímulos, se produce un cansancio cognitivo que
disminuye la posibilidad de llevar a cabo procesos de toma de decisiones lentos,
pausados y reflexivos. El inmaduro sujeto, entonces, es embaucado y secuestrado por la
tormenta estimular y, en lugar de interponer entre el estímulo y la respuesta el arbitraje
del propio juicio, se da una reacción inmediata, casi instintiva y automática, que intenta
alcanzar una urgente gratificación que no suponga ningún tipo de esfuerzo.
No se trata, tan solo, del nefasto mecanismo adictivo que las mecánicas del entorno
digital introducen en nuestras acciones cotidianas, sino también, y sobre todo, de las
dramáticas consecuencias de este modo de proceder. A través de dicho
condicionamiento, en el que interviene un cincelado conductual —e incluso, con el
tiempo, bioquímico— muy bien orquestado y ya normalizado, se desapropia al
individuo de la libertad para decidir, y, así, desaparece del espacio público la
contingencia que define la esencia de cualquier acción humana. El exceso de estímulos
facilita nuestra sedación intelectual y emocional porque causa una congestión de
nuestros receptores cerebrales, que deja de distinguir a qué debe prestar atención. El
hartazgo cognitivo provocado desemboca, entonces, en una fatiga intelectual: no
queremos pensar porque no encontramos razón para hacerlo. Se nos dan recetas,
fórmulas y prescripciones (de cómo ser felices, cómo tener el cuerpo perfecto, a qué
partido votar o qué casa comprarnos) por todas partes, de tal manera que el
cuestionamiento se considera innecesario. La dulce imposición de la fluidez. Y lo más
alarmante: cualquier duda, recelo o actitud discrepante respecto a lo instituido llega a
condenarse e incluso se vitupera. El individuo sedado se muestra belicoso, o más aún
violento, cuando se trata de extraerle de su ingrávida y superficial existencia. En
paralelo, al comunicarnos desde una soledad autoinducida, desde el aislamiento al que
nos empuja el entorno digital, creemos ser los únicos protagonistas del mundo:
cualquier comentario o diatriba expresada en redes se toma como un ataque personal,
lo que redunda en una conciencia beligerante frente al Otro, que debe ser neutralizado.
De este modo, el terreno para el bullying, el linchamiento (físico o digital), la
cancelación, la segregación (racial, homófoba, machista, etc.) o el ensañamiento queda
sembrado e implícitamente justificado: el Otro desafía, intimida, provoca. El Otro es
alguien de quien debo protegerme porque es un no-yo, porque puede atentar contra las
condiciones —privadas, y consideradas únicas e irremplazables— en que mi vida se da.
Lo que aquí quiero denunciar es que esta consideración del pensar como una actividad
residual, sobrante e incluso risible —por improductiva—, va más allá de la
narcotización intelectual propuesta por numerosos autores. El sujeto narcotizado se
sabe presa de un funcionamiento sistémico que lo trasciende y, en este sentido, decide
integrarse en él porque considera que su transformación o reconducción es inviable; con
ello se aviene a lo tenido como funcional o adaptativo y se suma conscientemente al
movimiento del engranaje productivo. La condición del sujeto sedado, propiciada por el
gobierno emocional, la dictadura felicifoide y la creciente polarización del espectro
político institucional, va un paso más allá: la sedación intelectual y emocional produce
individuos reaccionarios y conservadores, e incluso agresivos y violentos, que
defienden con denuedo las dinámicas de eficiencia, rapidez y rentabilidad del sistema
productivo, las hace suyas y considera que todo cuanto pueda amenazar su amable
transitar por él responde a un complot que pretende arrebatarle sus condiciones de
vida, que considera adecuadas y proclives para su felicidad. Desea conservar los males
que empeoran su existencia.
Los instrumentos con los que hoy se nos avasalla no son los látigos, las fustas o las
jornadas laborales maratonianas, sino la capacidad —en forma de asumida exigencia—
para continuar anclados al proceso productivo en nuestro tiempo de ocio. Nos vemos
obligados a mantener siempre despierta y predispuesta nuestra capacidad productiva y
nuestra empleabilidad. Todo apunta a que nuestro papel inminente será el de meros
consumidores que no precisen siquiera del trabajo asalariado; los grandes imperios
económicos proporcionarán a las multitudes solitarias una renta básica que podrán
gastar a su gusto; cuando, motivadas por la gratificación constante, la
hiperestimulación, la oferta inabarcable de productos y la promesa de una siempre
postergada mejor vida arramblen con el crédito disponible, surgirán entonces nuevas
vías de préstamo y endeudamiento que las mantendrán aferradas a formas de
dependencia jamás imaginadas en lo económico, lo social, lo emocional y lo laboral. La
liberación del trabajo supondrá, en un futuro no muy lejano, el sometimiento como
burocratización del ser humano, que de manera definitiva quedará transformado en un
dato rastreable, reproducible y del todo prescindible, cuya única función fáctica será la
de heredar o transmitir deudas o beneficios. Nuestra potencia para decidir será anulada
si no oponemos una resistencia intelectual deliberada ante todos los artilugios
alienantes que impiden cobrar conciencia de que los actuales ritmos productivos nos
conducen inexorablemente a la expropiación de nuestro propio juicio y de nuestra
independencia cognitiva y emocional.
Este tipo de melosas diatribas calan en la población como una reconstitutiva llamada a
la enmienda interior, dejando de lado el horizonte social y político, donde realmente
pueden producirse los cambios. Es cierto que, por supuesto, debe operarse una
regeneración interior (llamémosla intelectual, anímica o espiritual) en el sujeto para que
pueda y quiera acudir a la polis a ocuparse, con y entre sus semejantes, de los asuntos
públicos; ahora bien, considero que, en este sentido, el tono que se emplea es
fundamental, y que cierta beligerancia y contundencia que agiten al individuo sedado
son mucho más necesarias que un «empoderamiento espiritual», el cual, muchas veces,
se queda en la realización de anodinas y embaucadoras prácticas de realización
personal que solo recalan en una autocomplacencia muy perjudicial para el desarrollo
del entramado social y político de una comunidad cualquiera. En el mismo sentido, me
parecen problemáticas las palabras del maestro Lev Tolstói en El camino de la vida (1911)
sobre la libertad interior: «Puedes estar en prisión, estar enfermo, haber sido privado de
cualquier actividad exterior, estar siendo humillado, atormentado, pero tu vida interior
está en tu poder». Relegar las emociones y la libertad del individuo al campo privado
de su conciencia significa, por un lado, despojarlo de su responsabilidad ciudadana y
hacer que olvide, obvie o soslaye la relevancia de comparecer los unos ante los otros; y
por otro, lo sume en la incomunicabilidad de sus malestares, al sentirse único
responsable de su emergencia; por si fuera poco, debe ejercer como su propio redentor.
En este punto me declaro mucho más cercano a Simone Weil y a su denuedo por
contagiar en la ciudadanía un pensamiento individual que quede anclado a la
implicación y al diálogo social: «El pensamiento es la suprema dignidad del ser
humano. La vida será tanto menos inhumana cuanto mayor sea la capacidad individual
para pensar y actuar. La civilización actual tiene en su interior con qué aplastarnos, pero
también con qué liberarnos» (Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión
social). La meditación personal y la percepción individual son ingredientes ineludibles
de una filosofía de la resistencia, pero solo como bastión desde el que reaparecer en el
terreno público. Si de algo ha de servirnos la autoexploración y el camino hacia el
interior ha de ser para convertirnos en una activa trinchera; no para parapetarnos en
ella, sino para estar siempre preparados y, sobre todo, predispuestos para exponernos
en el terreno público. Este verso de Ingeborg Bachmann resulta aquí paradigmático: «La
retirada ha de ser una retaguardia interior» (Rückzug muß ein inneres Hinterland). La
meta, siempre, es el afuera, el terreno donde debemos argumentar con los otros y actuar
entre los otros. Bien lo sabía el sabio chino Chuang Tse (o Zhuangzi, siglos IV y III a. C.):
«Un sabio primero mira lo interior: se gobierna a sí mismo, es recto él y solo después
pasa a la acción, cuando ya sabe hasta dónde puede llegar». O si preferimos expresarlo
de manera más literaria, Novalis escribió en su Enciclopedia (1837) que «la sede del alma
está ahí donde el mundo interior y el mundo exterior se rozan». Cualquier posibilidad
de transformación real se juega en la responsable y comprometida implicación en el
campo de la comunidad, porque, como Aristóteles, Marx y Hannah Arendt dejaron
claro, el individuo es un ser social, por mucho que las instancias económicas y políticas
intenten convertir «la sociedad» en un constructo indiscernible (en el que la
individualidad queda arrebatada), voluble y manipulable. Si lo reflejamos con una bella
expresión de Eduardo Galeano, tras recibir el premio danés Stig Dagerman: «Ojalá
podamos tener el coraje de estar solos y la valentía de arriesgarnos a estar juntos».
Este libro defiende una reeducación de nuestra voluntad fundada en un nuevo proceso
de alfabetización temporal de nuestro deseo. Tenemos que volver a aprender a construir
nuestro deseo, favoreciendo la aceptación del transcurrir temporal que nos ha sido
arrebatado, para habitarlo desde la falta, desde la normalización de la carencia. Como
señaló Kierkegaard en In vino veritas (1845): «Lo esencial en la existencia no es tener
ideas claras y sublimes, sino la resolución de la voluntad, la resolución al servicio de los
deseos». Pero si estos deseos son atiborrados por la glotonería del consumo estimular,
nuestra libertad también nos es despojada. El consumismo contemporáneo está
relacionado con el pensamiento rápido y, como señalé, un cerebro que se habitúa a la
rapidez no piensa, solo reacciona. No decide, solo se sobresalta. Al sernos arrebatada
nuestra capacidad para decidir y acostumbrarnos a transitar de un estímulo a otro,
cualquier elección consciente es observada con inquietud e incluso con angustia. La
sedación se traduce en un continuo entusiasmo que nos hace sentirnos siempre
espoleados y motivados. Pero se trata de una cadena vacua y perjudicial que satura
nuestra atención y nos impide hacernos dueños de nuestros deseos.
Desde este punto de vista, el imperativo de la «desconexión» digital se ha transformado
en un pérfido deber, en una faceta productiva más: nos invitan a desconectar porque
resulta un ejercicio rentable. Sin embargo, desconectar es tan solo un ingrediente —
socialmente admitido como— necesario para ratificar el proceso productivo mediante el
que nuestros cuerpos y comportamientos son moldeados para perpetuar el afanoso
trasiego de nuestro acontecer cotidiano. Todo ello a pesar de nuestros malestares, de
nuestras precariedades, de nuestras fragilidades y nuestros anhelos nunca cumplidos
(mas siempre prometidos por la dictadura felicifoide). Al igual que la constante
conexión, la desconexión puede convertirse en un comportamiento adictivo. Los
patrones comportamentales que subyacen a la codiciada desconexión son los mismos
que perpetramos cuando vivimos asediados por toda la retahíla de sonidos,
notificaciones y avisos, y por su brazo emocionalmente armado, la gratificación
instantánea. El asediante empeño por alcanzar la imperativa desconexión nos sumerge
en idénticos circuitos de angustia y excitación que los que prevalecen en la incansable
conexión. Nos asfixia de igual forma caer en la cuenta de que estamos conectados sin
descanso (con la consiguiente extenuación cognitiva y el creciente agotamiento
emocional) como desear una codiciada desconexión que nos resulta poco factible o
imposible.
Así pues, y en relación con la reeducación del deseo que aquí planteo, la conexión a la
esfera digital, al igual que cualquier otra actividad humana, es el resultado de practicar
una serie de costumbres que hemos interiorizado y que se disfrazan de imperativos
funcionales para responder con eficacia a las demandas de una atmósfera
hiperconectada, hiperacelerada e hiperproductiva. No nos sirve con la economizante
consigna de gestionar nuestras emociones. El punto clave reside en la recuperación de
ciertos hábitos perdidos, relegados y desatendidos a causa de la adquisición de otros
nuevos que, en nombre del progreso, han domesticado nuestra conducta y nos han
hecho olvidar que existe otra manera de habitar el mundo. Si, como explicó Aristóteles,
el transcurso de nuestra vida se erige sobre los hábitos que alojamos en ella,
necesitamos entonces reconquistar lo olvidado para resistir, poder decidir y contrarrestar
las dinámicas disciplinarias hasta ahora expuestas: la pantallización de nuestra vida, la
sumisión a los ritmos de la esfera digital, la sedación de los sujetos, la soledad de las
multitudes conectadas, el gobierno emocional, la rapidez, la capitalización de nuestro
deseo, la venta de nuestra atención, la idioticracia y la dictadura felicifoide. Estas
dinámicas disciplinarias esconden, en paralelo, artefactos punitivos mediante los que se
culpa al individuo por sus malestares y pesadumbres, mientras es intimidado por un
mundo que pide de él una ininterrumpida y agotadora disponibilidad.
El sistema productivo imperante nos subyuga a una tiranía del instante que no deja
espacio al ejercicio de un proceso cerebral que ha supuesto un gran gasto evolutivo,
nuestra paciencia cognitiva, gracias a la cual podemos pensar con pausa nuestro
entorno sin caer sometidos ante la hiperestimulación. Como hemos comprobado,
realfabetizar nuestra paciencia cognitiva podría desembocar en una resistencia
intelectual y emocional que daría como resultado una capacidad de decisión consciente
y comprometida, alejada de la urgencia estimular y de la aceleración de los procesos
que se dan en nuestros días. Además, en virtud de nuestra sujeción a los ritmos de la
esfera digital, toda experiencia puede ser replicada una y otra vez, sin necesidad de que
medie ningún esfuerzo por nuestra parte, lo que causa una progresiva modorra
intelectual tras la que el individuo se parapeta y en la que se siente cómodo, a cuyo
través fluye indolentemente, al permitirle trazar una mecánica existencial presidida por
un inconsciente automatismo.
Por añadidura, y sin que aún se haya reparado en ello con seriedad teórica y
gubernamental, la expropiación de la atención también genera nuevas clases sociales.
Sirvan tres ejemplos cotidianos para ponerlo de manifiesto. En las zonas VIP de
aeropuertos y estaciones de trenes se da un llamativo aislamiento: al haber pagado por
un servicio prémium, los usuarios pueden disfrutar de un entorno tranquilo, sin ruidos,
interrupciones ni pantallas (y si existen, suelen estar silenciadas); al contrario, el resto
de las zonas (no VIP) de espera y tránsito, por donde se mueve y vive la capa
poblacional más amplia, están expuestas al bullicio y al alboroto constantes (tiendas,
sonidos, luces, marabuntas humanas, anuncios). También sucede en colegios,
universidades e institutos: bajo capa de progreso y eufemismos como «inmersión
digital», numerosos espacios educativos se han abarrotado de pantallas (y, por tanto, de
sonidos y de luces), introduciendo desde pequeños a niños y adolescentes en la
opresión cognitiva del estímulo constante, con el consiguiente expolio de su atención,
mientras que en las escuelas de las regiones más favorecidas se intenta alejar a los niños
del permanente avasallamiento de las pantallas, e incluso se prohíbe la entrada de sus
teléfonos móviles particulares en los espacios escolares. Otra preocupante constatación
sobre nuestros paisajes urbanos, tan triste como inquietante: las casas de juegos de azar
y apuestas que invaden nuestras ciudades se acercan cada vez más a los centros
escolares y de salud (a pesar de existir leyes que lo prohíben y que, por supuesto, se
incumplen); la vulnerabilidad y la fragilidad se emplean sin ningún reparo para atraer a
nuevos clientes, para comerciar con nuestra atención a través de la explotación de
nuestras flaquezas y debilidades.
En este punto es útil recurrir a las enseñanzas vertidas por Natalia Ginzburg en uno de
los textos que componen Las pequeñas virtudes, escrito en 1960; en él, la escritora italiana
apela a la necesidad de educar a nuestros chavales en una concepción del dinero que lo
presente como un instrumento para la supervivencia y el generoso dispendio, y no
como un medio indispensable para alcanzar la felicidad: «El dinero que damos a
nuestros hijos, deberíamos dárselo sin motivo; deberíamos dárselo con indiferencia,
para que aprendan a recibirlo con indiferencia, y deberíamos dárselo no para que
aprendan a amarlo, sino para que aprendan a no amarlo», porque «está mal que se
sientan solos sin la compañía del dinero». En definitiva, han de llegar a comprender que
el dinero es impotente «para satisfacer los deseos más auténticos, que son los del
espíritu». Líneas más adelante, apunta Ginzburg que lo más valioso que podemos
ofrecer a nuestros niños y niñas es «una vocación», o, dicho en otras palabras,
obsequiarlos con el don de un lugar al que quieran libremente dirigirse. Es decir,
proveerlos de la bella capacidad para elegir de manera autónoma e independiente.
Resulta curioso que, en este mismo escrito, Ginzburg haga alusión a uno de los aspectos
centrales que abordo en este capítulo: la falta de silencio en la sociedad contemporánea.
Lo cierto es que el ruido es un mecanismo muy eficaz para someter a la ciudadanía,
para robarle su atención. Anestesiados ante su permanente invasión, en ocasiones no
somos capaces de discernir la enorme cantidad de ruido a la que nos exponemos a
diario. Nos hemos vuelto sordos al ruido constante, nos hemos insensibilizado —y, por
tanto, desarmado— frente a él. De hecho, podemos referir dos circunstancias en
apariencia paradójicas pero que encubren un mismo síntoma (el hartazgo de la
hiperestimulación): por un lado, hay individuos que, ante la comparecencia del silencio
o de la desaparición de estímulos auditivos, sienten intranquilidad, desazón o ansiedad,
y necesitan llenar con rapidez su espacio sonoro con palabras, música o con el bullir
permanente de nuestros núcleos urbanos; por otro lado, están quienes, acostumbrados
al constante bombardeo auditivo, intentan permanecer siempre unidos a algún tipo de
estímulo auditivo (es hoy paradigmático el empleo, a todas horas —y de manera
especial en población adolescente—, de los auriculares inalámbricos, cada vez más
pequeños, cada vez más ergonómicos e indetectables, hasta el punto de que hay quien
confiesa no darse cuenta de llevarlos puestos, casi forman parte de su cuerpo). Como ha
señalado Alain Corbin en su Historia del silencio (2016): «[...] el hecho decisivo no es [...]
el aumento de la intensidad del ruido en el espacio urbano», sino «la
hipermediatización», la «conexión continua» y el flujo incesante de mensajes y palabras
que se nos imponen hasta volvernos temerosos del silencio, considerado como un
elemento ansiógeno.
El problema, pues, es que hemos dejado de distinguir con fiabilidad qué estímulos son
nocivos incitadores —que pretenden movilizar nuestros impulsos— y cuáles debemos
tener en cuenta. La inasumible cantidad de excitaciones sensitivas a la que nos
exponemos a diario nos deso-rienta y aturde hasta el punto de desapropiarnos de
nuestra capacidad para discernir entre lo importante y lo superfluo. Cuando te han
despojado de la posibilidad de centrar la atención en el punto que deseas (o, en
paralelo, cuando te han arrebatado la capacidad para distraerte deliberadamente), es
muy complicado permanecer vigilante a la naturaleza de los estímulos. El escenario
circundante se transforma en un instrumento diseñado para esquilmar nuestra atención
y, en este sentido, nuestro mundo queda convertido en un contexto en el que reinan la
superfluidad, la insignificancia y la asfixiante experiencia de lo igual. Todo es lo mismo
disfrazado de una atractiva y ruidosa apariencia de distinción; al fin, tras nuestro trato
con lo igual, quedamos exhaustos, cognitiva y emocionalmente agotados, al caer en la
cuenta de que hemos empleado nuestro tiempo en una actividad del todo fútil pero en
absoluto inocua, ya que nos desapropia de nuestra capacidad para decidir. El ruido nos
reduce a meros receptores pasivos —que solo reaccionan ante lo dado— y nos supedita
al imperativo de permanecer enganchados sin descanso a una cadena estimular que
parece aligerar los malestares propios de la vida contemporánea y que nos seduce con
una agradable apariencia de libertad. El ruido reclama de nosotros una persistente y
punzante disponibilidad.
Si reparamos en el tipo de música que muchos jóvenes suelen consumir, dominada por
ritmos trepidantes y contundentes (como en el caso del reguetón), y sin entrar ahora a
tasar el valor de esta clase de melodías, nos cercioramos con facilidad de que, como
defendió Aristóteles, aquello que escuchamos también configura y acaba por
condicionar e incluso determinar nuestra manera de estar en el mundo. Un considerable
espectro de la música comercial que en la actualidad escuchan los adolescentes está
supeditado a cadencias rítmicas vertiginosas y letras huecas e intrascendentes de
dudoso talante edificante. Este último aspecto no resulta baladí: a medida que la
palabra pierde su importancia, con ello se pierde también la necesidad de ejercerla con
gusto, esmero y distinción. No se trata, por supuesto, de que niños y jóvenes tengan la
altura léxica de un filólogo o el nivel teórico de un experto en ética o moral, pero sí de
transmitirles la importancia del uso del lenguaje y cuánto nos jugamos con él en
términos humanos. Las palabras, en tanto que refieren y designan la realidad, hacen de
ella un lugar más o menos idóneo para existir. En la elección de nuestras palabras se
juega el cuidado de sí y de los demás, y, por ejemplo, la prevención del alarmante
aumento del bullying debería comenzar —primero en cada familia, después en colegios
e institutos— por esta pedagogía lingüística: poner atención en lo que decimos y en
cómo lo decimos. Ahora bien, educadores, docentes y familias debemos ser conscientes
de que las posibilidades de ese decir se fraguan en el tipo de cultura y contexto en el que
cada individuo se forma y desarrolla. Lo que escuchamos usualmente normaliza ciertas
maneras de expresión y, por eso, no podemos exigir a nuestros jóvenes que se
manifiesten de otro modo al que están aprendiendo a hacerlo. Debemos ofrecerles
estímulos contrahegemónicos que enriquezcan la amplitud con la que pueden entender
y expresar el mundo. La atención, como cualquier capacidad humana, se puede
entrenar, y de ella depende en gran medida la forma en que habitamos la realidad.
Este incesante ruido secuestra nuestra capacidad de concentración y nos impide vivir
otro tiempo que no sea la pura inmediatez. Vivimos anclados a un hostigador aquí y
ahora, sin que podamos demorarnos en nuestro pasado o reflexionar sobre el porvenir.
Desde antiguo, la filosofía nos ha invitado a hacernos dueños de nuestra atención para
poder pensar antes de actuar y, sobre todo, para alcanzar la independencia de juicio y la
autonomía en la acción. Sosegar o neutralizar el opresivo ruido de nuestro alrededor
puede ser el comienzo para reconquistar nuestra emancipación, para no ser esclavos del
entorno. No se trata de «desconectar», sino de revertir los hábitos que nos han
desapropiado de nuestras habilidades cognitivas, de contrarrestar la dinámica que nos
ha transformado en ratas skinnearianas. Ya Séneca, en el siglo I de nuestra era, planteó
este problema al escribir en el primer capítulo de De vida beata que «mientras
deambulemos de acá para allá sin seguir otro guía que los rumores y griteríos
discordantes que nos llaman hacia diferentes lugares, nuestra breve vida se consumirá
entre errores». Líneas más abajo, en un fragmento del todo profético, alude el filósofo
cordobés a la necesidad de decidir por nosotros mismos y no «por imitación,
convencidos de que lo mejor es lo admitido por el asentimiento de muchos». Como
solución, Séneca estableció vivir conforme a nuestra naturaleza racional para aprender a
decidir consciente y libremente, un punto al que solo podemos llegar si primero
sabemos «lo que apetecemos»: por tanto, hay que emprender una revolucionaria
reeducación de nuestro deseo.
Ahora bien, por mucho que necesitemos del silencio y de una voluntaria y fructífera
soledad para desarrollar el autoconocimiento, no podemos ni debemos quedarnos ahí.
La filosofía de la resistencia se ejerce en medio de la sociedad, en el veraz intercambio
de palabras entre unas personas y otras (lo que los antiguos griegos llamaron parresía).
En ello consiste la esencia del diálogo: pensar en común para, después, actuar en
común. Puede que la reflexión y el autoconocimiento se inicien en el silencio —elegido
en libertad—, pero la natural continuación del pensar es la palabra argumentada,
razonada y compartida. En definitiva, una sana y enriquecedora dialéctica en la que se
forjan la urdimbre ciudadana y los nexos de proximidad. Por su parte, las redes sociales
nos invitan a exponer sin descanso nuestras vidas, a convertirlas en un ocioso y
liberticida escaparate que genera un exceso de ruido. El yo se convierte en un producto
más de consumo que debemos exhibir ante un Otro amenazante e indeterminado (no
ante el otro particularizado y singular). Gran parte de nuestra vida ha quedado
supeditada a valores comerciales: somos lo que presentamos y exponemos de nosotros.
La digitalización y pantallización de la existencia ha convertido nuestro escenario vital
en un grotesco centro comercial donde consumimos las experiencias de los otros. Todas
estas vivencias, exhibidas en el inconmensurable expositor de las redes sociales, se
traducen en datos con los que las empresas, la publicidad y la política institucional
mercadean para aprender a dirigir con progresivo dominio nuestra conducta hacia
metas y objetivos muy bien definidos.
Propongo, por tanto, no emplear la restrictiva noción de «poder» para referirnos a este
tipo de artilugios de sometimiento emocional y hablar más bien de su deriva actual, la
emotiocracia, es decir, la silenciosa dominación de nuestras emociones, cuya máxima es
la de categorizar como desorientado, enfermo, corrompido, desviado o disfuncional al
sujeto que el zombi sedado considera como no adaptado para —y poco resiliente a— las
demandas del sistema productivo. Aún más: esta dominación se propone la aparición
deliberada de una abierta pugna entre los propios sujetos sedados mediante la cual se
busca, señala o incluso se ejerce violencia sobre quienes no resultan eficaces o
resilientes, instaurando así una cultura supremacista —disfrazada de tolerancia y libre
acomodación— que es ejecutada por los propios sujetos. Solo hay que comprobar cómo
nos creemos dueños del mundo por ser propietarios de un teléfono en el que creemos
ver contenidos todo tipo de privilegios: hace poco, en el metro de Barcelona, tuve la
desagradable experiencia de asistir a un violento conflicto verbal entre una señora
mayor y su nieta y un grupo de jóvenes que reproducían vídeos en sus teléfonos a todo
volumen. La niña se mostraba asustada, por lo que su abuela (o tal parecía) pidió a los
adolescentes que, por favor, bajaran el sonido de sus dispositivos. La contestación de los
jóvenes fue elocuente y es paradigmática sobre lo que aquí quiero mostrar: «¿Es que te
crees la puta ama del metro?». La esfera digital nos hace creer que cuanto vivimos en
nuestros dispositivos es lo único existente y, aún más, lo único valorable. Es nuestro
reducto de libertad. Y estamos dispuestos a defenderlo incluso hasta llegar a la
violencia.
La emotiocracia es, en este sentido, una sociedad de la vigilancia ejercida por la propia
ciudadanía, cuyos miembros se convierten en sus propios verdugos en función de lo
que la cultura digital y algorítmica establece como conveniente y funcional. En
definitiva, es un totalitarismo entregado a los sujetos sedados, para su libre
dispensación, en nombre de la libertad como destructivo y agotador juguete para su
propio entretenimiento mediante el que consumen y quedan consumidos.
Por si fuera poco, a través de nuestras acciones en la esfera digital, nos convertimos en
los generadores de nuestra propia propaganda: todos nuestros movimientos se rastrean
para ofrecernos las posibilidades de actuación que más se adecuan a nuestra manera de
ver el mundo, de entenderlo, sentirlo y habitarlo. Así pues, nuestra capacidad de
decisión es absorbida por un pérfido uso del sesgo de confirmación: nuestros teléfonos
móviles son aparatos que nos introducen en una espiral de ratificación de nosotros
mismos y nos sume en un privatismo del que el sujeto no desea desprenderse, en tanto
que se siente cómodo porque —le han hecho pensar que— todo está dispuesto para su
bienestar, disfrute y confort. La manipulación algorítmica nos arrebata el control de
nuestras decisiones. Somos secuestrados por un modo de vivir que, bajo el estandarte
de la libertad y el gozo, nos esclaviza en forma de melifluas recomendaciones (en
terminología informática, nudges o pequeños acicates o empujones digitales) que nos
sumergen en un angustioso torbellino de autoconfirmación desde el que lo distinto, lo
diferente, lo dispar o, simplemente, lo que no coincide con nuestros gustos, apetencias,
deseos y expectativas es desechado por considerarse desafiante, anormal, insuficiente.
La sedación hace así su trabajo, poniéndonos en guardia y habilitando procesos de
exacerbada hostilidad e incluso agresividad con los que intentamos defender a capa y
espada nuestro reducto de seguridad, que, sin embargo, no es sino el lugar desde el que
se nos vigila, monitoriza, dirige y disciplina.
Como apuntó el sociólogo Richard Sennett en su clásico La corrosión del carácter (1998),
debemos ajustarnos a la flexibilidad que demanda el sistema productivo, si bien, como
contrapartida que asumimos a través de los dispositivos disciplinantes del gobierno
emocional, «es totalmente natural que la flexibilidad cree ansiedad: la gente no sabe qué
le reportarán los riesgos asumidos ni qué caminos seguir», y, por consiguiente, lo
flexible es un disimulo afectivo para aludir, con amabilidad, a una opresión que se
ejerce mediante «un régimen de poder ilegible», concluye Sennett. Es célebre la cita del
Manifiesto comunista en la que Marx y Engels afirmaron, con extrema lucidez, que el sino
de los tiempos era convertir lo sólido en algo que «se desvanece en el aire». Así está
ocurriendo con nuestra identidad.
En paralelo, ha surgido toda una lucrativa industria que, como dementores, se alimenta
de nuestras inseguridades y zozobras: alarmas que conectan directamente con la policía,
relojes que calibran y evalúan nuestras constantes vitales, seguros de vida, dispositivos
electrónicos que monitorizan todos nuestros movimientos. Nuestra frágil sensación de
seguridad, la confortabilidad y personalización de la esfera digital, la invitación a la
flexibilidad —como libertad— y la permanente oferta de entretenimiento producen una
agradable tortura mediante la que se nos dota de estímulos continuos que, sin embargo,
no nos procuran un auténtico placer, sino una sensación de pasar el tiempo resbalando
en la fluida corriente de un no-tiempo.
Hay un punto clave que, a este respecto, no se ha señalado ni estudiado. Ese existir que
se da en un aparente no transcurrir del tiempo (al mantenernos sedados en nuestro
plácido universo singular y customizado) está causando la no aceptación de que la
naturaleza del tiempo consiste, justamente, en su propio pasar y transcurrir. Lo que
ocurre, ocurre en y a través del tiempo, pero vivimos al margen de él, anestesiados por
la tiránica brújula de la hiperestimulación y la distracción continua e irrelevante. Sin
embargo, en fulgurantes momentos de lucidez, cuando caemos en la cuenta de ese
inevitable transcurrir, nos asustamos y hasta horrorizamos, bien porque tengamos la
sensación de haber perdido nuestro tiempo (para lo que surgen todo tipo de técnicas
disciplinarias de «gestión del tiempo», ejercicios de respiración que intentan detener la
percepción de su avance o coaches y gurús de toda laya que nos enseñan a programar
nuestra cotidianidad con efectivas agendas), bien por la progresiva y normal aparición
de signos de envejecimiento en nuestro cuerpo, un miedo que confluye con la rentable y
omnipresente industria cosmética, cuya finalidad última reside en escandalizarnos ante
el progresivo marchitamiento de nuestro cuerpo. La rapidez y la intrascendencia de
nuestras experiencias son estrategias por las que, a través del consumo, nos
consumimos a nosotros mismos.
Por eso, en una sociedad compuesta por individuos sedados, es tan sencillo como
rentable aprender a predecir las conductas: los intereses, deseos, anhelos, esperanzas y
expectativas de los usuarios han sido previamente creados (bajo la acaramelada capa de
la personalización o customización) y, después, son dirigidos sin que los propios sujetos
se percaten de este proceso. Nuestra potencia atencional, que es individual, social y
política, queda supeditada al movimiento de capitales (financiero y de datos), a la
propaganda autocumplida y al fomento de una apatía, un descontento y un cansancio
en la ciudadanía que no le permitan percatarse de su indigente situación.
El uso de la tecnología digital, al igual que el empleo de algoritmos, no es neutro:
configura y acota nuestras posibilidades vitales, nuestro horizonte de acción; su
utilización y normalización encierran intereses económicos y emotiocráticos que
siembran prejuicios, establecen maneras predeterminadas de vivir, promueven la
homogeneización de la población, contribuyen a la discriminación y azuzan las
desigualdades sociales. Es una forma de opresión algorítmica que se sirve de invisibles
instrumentos de dominación; el lugar del poder ha desaparecido porque es ilocalizable
y vaporoso, y hace ya mucho que los Estados dejaron de ser los exclusivos detentadores
y operadores de su ejercicio. Como aquí defiendo, es el sujeto sedado quien hoy
actualiza las mecánicas de sometimiento sobre sí mismo y sobre los otros a través del
desarrollo de la cultura de la mutua vigilancia y la acumulación de capitales digitales
reconvertidos en capitales sociales (prestigio, interacciones). La digitalización de
nuestra existencia obstaculiza la aparición de la heterogeneidad y la diferencia a través
del pulido de nuestra personalidad y de nuestro comportamiento.
No por casualidad nuestras webs personales en redes sociales se conocen con el nombre
de «perfil», en tanto que perfilan —domestican, doman, amaestran— nuestro modo de
ser y de estar en el mundo. Somos lo que se espera que seamos y, por tanto, la
contingencia y el azar son elementos discordantes (a-perfilados, resistentes) que se
pretenden desterrar del escenario de las acciones humanas, en tanto que lo imprevisible
no está sujeto a una certera rentabilidad económica.
El hecho de convertirnos en meros datos nos aleja de la realidad fáctica, del terreno de
los hechos, un fenómeno que Elias Canetti investigó por extenso y con sutilidad en Masa
y poder. Las cifras no lloran ni sufren ni padecen dolores; las cifras nos enajenan del
contacto con el escenario de lo efectivo, de la plaza pública, de la polis. El sujeto sedado
considera que no puede hacer nada para solucionar —o siquiera pensar o cuestionar—
aspectos injustos, preocupantes o dañinos de su realidad porque la realidad queda
configurada por lo inabordable, lo incomprensible y lo inconmensurable. La
superfluidad y la intrascendencia son armas muy bien dispuestas por el gobierno
emocional que, por si fuera poco, nos hacen creer ilusoriamente que una descarga
libidinal en redes sociales puede ayudar a mejorar un aspecto que consideramos
problemático (mostrando nuestro estado de ánimo públicamente para obtener a cambio
la validación de otros sujetos que, a su vez, también buscan la mutua identificación).
Cada usuario ha de permanecer, tranquilo y amansado, en su universo privado de
entretenimiento y trivialidad, mientras considera que está contribuyendo a la mejora
del mundo publicando un tuit o un reel. Es doloroso observar cómo en la población
joven, y cada vez más en capas poblacionales adultas, se dan constantes
manifestaciones públicas en redes sociales de queja y lamento —que buscan consuelo y
alivio—, seguidas de mensajes de compadrazgo y apoyo de otros usuarios que o bien se
sienten como quienes así se muestran o, simplemente, en un vacuo ejercicio de empatía
digital, intentan atemperar los ánimos de tales usuarios.
Este uso de las redes sociales como un mecanismo de descarga libidinal del propio
sufrimiento, presentado como un libre escenario en el que expresarse y compartir las
mutuas inquietudes, tiene mucho que ver con el fenómeno denominado por Canetti
como «masa de fuga». El autor búlgaro explicó en la obra mencionada que las masas se
sienten a resguardo cuando huyen en común de un peligro conjunto. En este sentido,
las redes sociales se han transformado en un espacio en el que, por mucho que sea
imposible escapar, el individuo cree estar evadiéndose de sus amenazas y malestares,
en tanto que son compartidos: «La excitación es la misma: la energía de unos acrecienta
la de los otros, todos avanzan unidos en la misma dirección. Mientras estén juntos,
percibirán el peligro como algo repartido», escribió con lucidez Canetti, para quien, en
un análisis profético, el movimiento histórico de la humanidad consiste en la
irreprimible pugna entre un instinto de masa y un impulso individualista. Un contraste
que el gobierno emocional explota con sibilina habilidad. Mientras la sedación inocula
un placentero sentimiento de copertenencia en la esfera digital, se transmite, a la vez,
una desvinculación con el entorno real donde se comparten palabras y acciones.
El control de la ciudadanía sedada a través de los mecanismos de disciplinamiento
digital consiste, pues, en convertir el mundo en un escenario virtual de completa
irrelevancia en el que el sujeto encuentra un sentido a su existencia mediante una
intervención intrascendente —y dirigida— que deja el mundo intacto y que permite que
este siga resbalando indolentemente por dinámicas de trivialidad e insignificancia. La
opresión y el dominio han adoptado una máscara imperceptible para la ciudadanía,
desplazada a su universo privado desde el que cree estar interviniendo en el espacio
público. La cuestión principal, por tanto, como señaló Foucault en Vigilar y castigar
(1975), es preguntarse cuál es nuestra prisión y cómo accedemos libremente a ella.
Hace unos meses impartí una conferencia sobre malestares sociales en un teatro
atestado. Había cientos de personas. A medida que iba desarrollando mi hipótesis, los
murmullos fueron creciendo hasta que decidí convertir mi ponencia en un diálogo: el
hecho de haber mostrado en público que somos nosotros quienes podemos hacer algo a
través de nuestras decisiones cotidianas para salir de nuestra asumida situación
movilizó al auditorio. Muchas fueron las intervenciones y el encuentro de voces fue
apasionante y muy enriquecedor. Todo se revolucionó cuando una joven médica se
emocionó y, entre lágrimas, confesó no saber cómo actuar para salir de una situación
que reconocía inasumible para ella y sus pacientes: tener que habitar un escenario
inhabitable. Fue una la principal constatación que de allí extrajimos (en el público había
profesoras, psicólogos y psiquiatras, sociólogos, físicos... y un amplio espectro de ramas
profesionales): nos jugamos todo en nuestros contextos de proximidad, en nuestras
elecciones ordinarias, en apariencia insignificantes. Todo está por hacer aquí y ahora. Y
nos tenemos que unir para dejar de sentirnos solos e inoperantes.
Ahora bien, para pensar la felicidad en la sociedad digital debemos reflexionar sobre la
naturaleza de nuestro deseo. En la actualidad, el deseo se encuentra perversamente
limitado y dirigido por las expectativas sociales, los artilugios algorítmicos, los
imperativos felicifoides y por el alevoso utilitarismo de la sociedad de consumo,
características que desembocan en la expoliación y consiguiente expropiación de
nuestra voluntad. Para discutir los patrones contemporáneos de la felicidad, hemos de
detenernos a reflexionar, alejados de los ritmos acelerados de la esfera digital y de la
rapidez que impone el sistema productivo, para saber qué deseamos, por qué y en
virtud de quién, para, tras un examen de nuestras circunstancias, saber hacia dónde
queremos orientar nuestro deseo. La pregunta, de raigambre schopenhaueriana, sigue
incólume desde hace dos siglos: ¿nuestro querer puede llegar a ser libre? La cuestión a
la que nos abocan las anteriores constataciones es urgente: ¿podemos querer lo que
queremos?, o esbozado una forma más militante, ¿nos es posible forjar un deseo
autónomo e independiente?
La resistencia, hoy, consiste en establecerse con firmeza como sujetos con un juicio
autónomo, formado a través del inexcusable y comprometido ejercicio de un pensar
lúcido y discrepante. Mantenernos despiertos, es decir, no serviles, es una tarea que nos
repercute a todos y en la que todos debemos participar. No por casualidad, para los
antiguos griegos la verdad era un velo que se descorría (αλήθεια, alétheia), un
progresivo abrirse del Ser que, en su inagotable despliegue, acoge a sus genuinos
moradores. Es una interioridad abierta solo disponible para los despiertos, para quien
decide desprenderse del letargo que producen la indolencia emocional y la apatía
intelectual. Quien transita y se deja habitar por la verdad, por la alétheia, jamás puede
olvidar lo aprendido. Quien ha abierto una vez los ojos, ya no puede volver a cerrarlos.
No quiere, no lo permite. La oscuridad en la que nos sume el gobierno emocional no es
un estado permanente, sino un síntoma. Existir (como libre comparecencia ante uno
mismo y ante los otros) no es más que atrevernos a retirar paulatina y esforzadamente
el denso y abotargante velo de oscuridad que nos han colocado frente a los ojos y por el
que, a causa de la sedación intelectual y emocional que produce, permanecemos
cegados.
La tarea es tan ardua como apremiante: dejar de ser espectadores instalados en una
dulce y acostumbrada ignorancia, seducidos por una siempre postergada posibilidad de
ser felices, para despabilar nuestra sensibilidad, minada, distorsionada y aleccionada por
dispositivos disciplinantes que, en medio de un silencio totalitario, nos arrebatan
nuestra capacidad para resistir: para pensar y actuar.
RESISTENCIA: MÁS ALLÁ DE LA ACEPTACIÓN DE LA
VULNERABILIDAD Y LA FRAGILIDAD
De ilusiones vive el cautivo.
MI ABUELA SOLEDAD
Sabernos seres vulnerables y frágiles no moviliza nuestra agencia; solo la pone sobre
aviso o, en el mejor de los casos, la agita afectivamente, pero no la activa para
prepararse a la acción. Como muestra el hermoso Canto XXIV de la Ilíada, en el que
Príamo y Aquiles, enemigos acérrimos en la guerra troyana, lloran juntos por el
desvanecido pasado y por los seres queridos perdidos en batalla, compartir las
desgracias mutuas nos alienta para no sucumbir en términos anímicos, nos permite
considerar a nuestros semejantes no como un no-yo, sino como un sujeto que, como yo,
sufre y se duele ante los embates del destino: se trata de un movimiento anímico de
conmiseración, de una compasión recíproca que nos hermana, pero no basta para
azuzar las riendas de la acción política. De hecho, tanto Aquiles como Príamo sienten
cómo, en medio de sus afligidos lamentos, son sacudidos por las garras de las
necesidades perentorias, el hambre y la sed, mientras comparten y se duelen por sus
respectivas penas, con lo que Homero apunta a que el presente siempre está sujeto al
imperativo de la acción, esto es, a la necesidad impostergable de movilizar nuestra
capacidad de agencia para poner solución real y efectiva a nuestros problemas.
Por otro lado, la cultura psi facilita que el sujeto sedado se parapete tras su diagnóstico,
sea el que sea, y que incluso se encariñe con él, que entable con él una relación de
identificación, de dependencia y de sumisión. Cuando un individuo es diagnosticado,
sobre todo en población adolescente o juvenil y aun adulta, y cuando es consciente de
ese diagnóstico, en ocasiones adapta su conducta al trastorno que le ha sido
«encomendado», de manera que acomoda su comportamiento a lo que se espera de él
bajo la égida de dicha valoración. No cuestiono aquí, en absoluto, ni pongo en duda el
juicio clínico de especialistas médicos, psicólogos y psiquiatras, sino la creciente
tendencia, introducida por el gobierno emocional, a tener como algo normal que —para
ser funcionales en un mundo enfermo— debemos enfermar para poder seguir adelante.
Sabernos frágiles y vulnerables se convierte en un estigma metafísico e infranqueable
que transforma el diagnóstico psicológico o psiquiátrico en un modo de tranquilizarnos,
acaso el único. La etiqueta nos calma porque nos introduce en la perjudicial
normalización de lo que nos sucede. No es, como suele analizarse superficialmente, que
nos soseguemos porque pongamos nombre a lo que nos sucede (depresión, ansiedad,
trastorno obsesivo-compulsivo, déficit de atención o hiperactividad, etc.), sino que el
diagnóstico normativiza nuestros malestares y les da carta de familiaridad, los
introduce en una lógica totalitaria de sentido sin la que nos sentimos inseguros.
Por tanto, desde colegios, institutos y universidades deberíamos enseñar, con valores
humanísticos, es decir, con el objetivo de alcanzar y transmitir el desarrollo de un juicio
autónomo, la independencia emocional y la emancipación intelectual, sobre todo en las
zonas más deprimidas, que la raíz de muchos de nuestros problemas, y también su
posible solución, recae en el funcionamiento de instancias que trascienden la
responsabilidad del individuo. Que nuestras desazones e incertidumbres se deben, en
gran parte, al modo en que institucional y económicamente se opera en connivencia con
un sistema productivo que nos requiere siempre disponibles, siempre funcionales,
siempre a la orden, y que no cuenta con nuestra vulnerabilidad, sino para sacar rédito
de ella o para desecharnos cuando ya no contamos como un activo competente.
Enfermar es un síntoma de salud en una sociedad enferma. Por eso, quizá sea necesario
y urgente empezar a hablar de salud mental desde un impostergable cuestionamiento
individual y social de aquello que nos vemos obligados a soportar para sobrevivir.
Resulta tan llamativa como pérfida la continua llamada de instancias gubernamentales
(que apuestan por el «autoem-prendimiento» y el «autodesarrollo») a que salgamos de
nuestra zona de confort. Nuestro éxito económico y social, nos dicen, depende en
exclusiva de la capacidad de iniciativa y autopromoción que seamos capaces de
movilizar. Nos empujan a ser «la mejor versión» de nosotros mismos, a sacar
rendimiento a nuestras habilidades y capacidades y a aprovechar las adversidades para
nuestro crecimiento personal. Y nos empujan a ello como si solo dependiera de
nosotros, como si todo estuviera en nuestra mano, de forma que, si fracasamos, la
responsabilidad tan solo recaerá sobre nuestras espaldas. Por supuesto, también la
culpa, y con ello, la angustia y el señalamiento. Cuando caigamos, siempre existirá
alguna estrategia de «autorregulación emocional» para que podamos recomponernos y
seguir, tristes y exhaustos pero siempre incombustibles, en la brecha productiva, en el
progresivo camino hacia el éxito —siempre prometido, siempre postergado, que nunca
acaba de llegar salvo para quien parte de una situación inicial ventajosa—. Transigimos,
aguantamos, nos adaptamos y acomodamos nuestras vidas a crueles y silenciosas
mecánicas que nos exigen aleccionar, diligenciar y gestionar nuestras emociones
mientras nos hacen olvidar nuestra capacidad para abordar con reflexión y compromiso
activo las problemáticas sociales, económicas y estructurales que provocan nuestros
malestares. Tal es el drama del gobierno emocional.
No podemos consentir que se nos obligue a vivir en la continua espera, bajo la tiranía
de la expectativa nunca cumplida, en la permanente dilación de la plenitud, el progreso
o la felicidad, mientras con ello permanecemos anclados a una fragilidad y
vulnerabilidad instauradas con suma habilidad. La resistencia filosófica ha de ejercerse
desde el promontorio individual de cada sujeto, quien, en común discusión con sus
iguales y preocupándose por los asuntos comunes, debe poner en marcha su
inteligencia y actuar en comunidad —de cuerpos e inteligencias— para despertar la
conciencia de la ciudadanía. Consiste en espabilar la capacidad para decidir, para no ser
manoseados y vapuleados por los artilugios disciplinantes del gobierno emocional. De
nada nos sirve sabernos frágiles y vulnerables si con ello no activamos nuestra potencia
política atencional para poner el foco en la raíz sistémica de nuestros malestares, si los
aceptamos acríticamente en calidad de víctimas sedadas. Solo a fuerza de sentirnos
libres para elegir, y de ejercer esa libertad en comunidad, la manipulación comenzará a
expirar.
UN SALUTÍFERO PESIMISMO FRENTE A LA DICTADURA
FELICIFOIDE
El pesimista, como el optimista, no dudará en acudir al dentista y librarse así de un gravoso dolor de muelas, y
con el mismo placer pagará la entrada para escuchar un agradable concierto musical. Pero dará mucha menos
importancia a la búsqueda de la felicidad que el optimista, con lo que se protege mejor de las ilusiones
eudemonistas en las que este último permanece enfangado.
Se cuenta que Immanuel Kant, al ser preguntado en una ocasión sobre la felicidad,
aseguró que el ser humano nunca es feliz, sino que siempre está por serlo. Porque
nunca dejamos de estar en el camino. Afortunadamente. Hoy, al contrario, la felicidad
se vende en forma de producto consumible bajo la forma de bienes materiales o a través
de todo tipo de recetas que condenan cualquier sensación o sentimiento considerados
«negativos», como la tristeza o la frustración.
Por eso es esencial recuperar un presente activo, y no solo reactivo, como espacio factual
desde el que pensamos, hablamos y actuamos. Un presente conformado no por un
presenciar o vivenciar pasivo, sino por un actuar autónomo y responsable. Porque,
como escribió Fernando Pessoa por boca de su heterónimo Fernando Reis en uno de sus
poemas, somos «el lugar que piensa»: el emplazamiento único donde el pensamiento se
deja sentir. Al contrario, desde la maquinaria de la publicidad autodirigida y de la
dominación algorítmica intentan impedirnos que contemos con ese necesario tiempo
para construir nuestro deseo, un tiempo muy relevante en nuestras vidas porque nos
ayuda a conocernos, a sondear nuestros deseos y a actuar en consecuencia. En gran
parte de los anuncios publicitarios que hoy hostigan nuestra atención, nos presentan la
felicidad como un producto más de consumo que tenemos al alcance de la mano en
función de nuestro poder adquisitivo: porque «no tenemos sueños baratos».
Desde una filosofía de la resistencia debemos cuestionar esta noción de felicidad como
un producto, como algo que se obtiene tras haber adquirido el objeto de nuestro deseo,
porque de este modo quedamos transformados en un mero depositario de los intereses
empresariales y publicitarios, marionetas movidas al socaire del mercado y del
desenfreno del consumo. Como declaró Arthur Schopenhauer en el primer volumen de
El mundo como voluntad y representación (Libro IV, § 57, 1818) en un análisis del todo
actual, somos «una sed imposible de saciar» cuya vida transcurre entre «un terrible
vacío y el aburrimiento». Cuando nos convertimos en una carga para nosotros mismos,
aducía Schopenhauer, recurrimos entonces a toda clase de pasatiempos y
entretenimientos que nos liberan de la tarea de tener que pensar nuestra realidad, y así
«vamos sin descanso de deseo en deseo», aunque «cada satisfacción alcanzada, por
mucho que prometa, no nos satisface sino que la mayoría de las veces se presenta muy
pronto como un error vergonzoso», de forma que nuestra existencia transcurre en un
exhausto correr hacia nuevos deseos que jamás acaban de colmar nuestra voluntad,
insaciable y convenientemente alimentada por la industria publicitaria, por los ritmos
rápidos y por la inmediatez de la esfera digital. Las grandes empresas tecnológicas
conocen muy bien estos asertos schopenhauerianos, de los que sacan rentable partido.
También Lucrecio, poeta latino del siglo I a. C., nos prevenía contra la naturaleza voraz
del deseo en Sobre la naturaleza de las cosas (Libro III, vv. 1080-1085): «Mientras falta lo
que deseamos, esto parece superar todo lo demás; después, cuando nos ha tocado en
suerte aquello, deseamos otra cosa y siempre la misma sed de vida nos mantiene
anhelantes».
El punto clave que aquí se defiende es que a elegir dónde ponemos la atención se
aprende, de igual forma que el individuo sedado deviene en su naturaleza amodorrada a
fuerza de haberse habituado a perder el foco de su concentración y atención, que
deposita en los intereses de la sociedad algorítmica y confía en las bonanzas del
gobierno emocional, que siempre lo lanza a un futuro mejor mas siempre postergado.
En esta reeducación del deseo, sobre todo en las generaciones más jóvenes, nos jugamos
gran parte de nuestra servidumbre emocional e intelectual: por tanto, a elegir se aprende,
y debemos enseñar a hacerlo; debemos recordar a nuestros niños, jóvenes y adolescentes,
pero también a los adultos, que quizá no podamos configurar nuestro espacio
circundante, pero sí está en nuestra mano saber qué queremos hacer con y en él. Nos
han hecho olvidar qué significa decidir. Nuestra tarea como docentes y familias es traer
al recuerdo esta capacidad que nos transfiere autonomía intelectual y emancipación
emocional, es decir, compromiso, responsabilidad e independencia para emitir nuestros
propios juicios.
De modo que, podemos decir, la felicidad y la atención también están relacionadas. La
maquinaria publicitaria pone en movimiento nuestro deseo y además lo redirige con
astucia hacia aquello que se pretende vender. Y todo ello se lleva a cabo con
herramientas emocionales, apelando a nuestra vertiente más afectiva. Deseamos por
pura impulsividad, por compulsión. Tras este entramado tan bien orquestado intentan
expropiarnos de nuestra atención y someter nuestro deseo con técnicas conductuales de
modificación de nuestro comportamiento que tienen que ver con la asociación de
emociones positivas a la vista de un producto cualquiera o con la gratificación
inmediata tras haberlo obtenido. Por eso es tan urgente que reflexionemos en qué
consiste para cada uno de nosotros la felicidad y pensar sobre los insidiosos estímulos a
los que prestamos atención. En definitiva, educar nuestra atención y nuestra
concentración es también educar nuestro sentido de la felicidad.
La felicidad no tiene que ver con sentirnos colmados o realizados por todo cuanto se
desea (en tanto que el deseo, ya lo hemos visto, resulta ser insaciable e incluso
destructivo), sino que, más bien, estriba en contar con las condiciones —materiales,
ideológicas— propicias para construir nuestro deseo. Desde esta perspectiva de una
resistencia filosófica, puede llegar a ser feliz quien cuenta con las posibilidades de
pensar en los medios para alcanzar lo que desea. Nuestra contemporaneidad se
caracteriza, al contrario, por una precariedad económica, intelectual y emocional
deliberadamente transmitida que nos impide situarnos con libertad, es decir, con
independencia, en ese horizonte de posibilidades. De ahí se derivan el éxito y auge de la
autoayuda, el mindfulness o el coaching emocional, porque los individuos sedados
necesitan sentirse bien con aquello que hacen, aunque lo que hagan no tenga nada que
ver con sus aspiraciones y deseos. Es suficiente con que lo parezca. Tales técnicas cifran
su cometido en procurarnos mecanismos emocionales para soportar nuestro malestar.
Contra este cruel optimismo, que nos quiere siempre felices, productivos y funcionales,
deberíamos preguntarnos si lo auténticamente importante para nuestra felicidad sería
más bien contar con los instrumentos emocionales e intelectuales necesarios para poder
investigar y cuestionar las estructuras que hacen posible nuestro malestar. Por eso
pensar la felicidad tiene tanto que ver con una filosofía de la resistencia: para que, como
explicó María Zambrano, no corramos el riesgo de resbalar por la vida sin saber qué
estamos haciendo de ella y con ella. Si, como suelen decirnos, ser feliz es una aspiración
humana inevitable, debemos pensar en qué consiste esa aspiración y qué se esconde tras
ella. Qué se oculta tras nuestro deseo.
Frente a esta dictadura felicifoide, que inunda nuestras vidas con la tiránica obligación y
obsesión por ser felices, soslayando con ello la capacidad para pensar críticamente la
realidad, se alza poderoso un salutífero pesimismo que, lejos de lo que suele sostenerse,
no nos hunde en los aspectos más onerosos de la existencia, sino que nos ayuda a no
dejarlos de lado y nos empuja a practicar una salvífica resistencia ante los embates del
gobierno emocional. El pesimismo bien entendido no consiste en contaminarnos de las
circunstancias más peliagudas y adversas de la vida, sino en cobrar conciencia del mal
en todas sus formas y en entregarnos a la realidad en su compleja pluralidad. Solo
asumiendo y constatando la existencia del mal y nuestra condición de náufragos en el a
veces inhóspito terreno de la existencia, podremos obtener una conciencia libre de
engaños, es decir, cabal y responsabilizada por cuanto ocurre.
Tras los números siempre queda el resto de la huella humana: individuos muy
determinados que viven en circunstancias muy determinadas que no se dejan abstraer
en categorías. Hoy, más que nunca, en una escena dominada por la pantallización y los
ritmos de la esfera digital, la resistencia filosófica consiste en no prestarnos a la
comodidad de las cifras, a resbalar a través de la irrelevancia de lo mucho. Consiste en
responsabilizarse de que no hay felicidad, progreso ni futuro sin un ahora que se haga
cargo de lo impostergable, es decir, de nuestras vidas singulares con sus peculiares
problemáticas. Suele caracterizarse el pesimismo como una corriente que siempre
espera lo peor y que recomienda la resignación. Y no. El pesimista que resiste es, en el
fondo, un humanista que, a la vista del mal y el sufrimiento, intenta no aumentarlos. El
pesimismo es humanista porque, lejos de vender humo felicifoide, nos expone a —y nos
hermana en— la intemperie, auténtico escenario de la vida. El pesimismo no quiere que
las cosas vayan mal: asegura que, a la vista de la historia, es posible que nunca vayan a
mejor y que, por eso, quizá sea preferible tender la mano al otro (conmovidos, con
atención) en lugar de resguardarnos en estupidizantes y dañinas utopías felicifoides
que solo fomentan el statu quo desde el gobierno emocional. Como escribió Cioran en su
Breviario pasional (1944), debemos fomentar una alegre «complicidad entre nuestras
soledades» porque, a fin de cuentas, somos «compañeros de desconsuelo».
EDUCACIÓN Y RESISTENCIA: UNA PROPUESTA
(CONTRA)PEDAGÓGICA
... aprendan ustedes con alegría, con ansia de saber, con afán de conocer el mundo y de conocerse a sí mismas,
con hambre y sed de justicia, sobre todo, porque conocimiento que no nos sirve para ser más justos es
conocimiento perdido.
MARÍA LEJÁRRAGA,
artículo en Blanco y Negro de abril de 1915
La filosofía nunca ha tenido fácil abrirse paso en el sistema educativo. Sin embargo, de
una u otra forma, con menor o mayor presencia lectiva, su necesaria comparecencia
siempre se ha hecho valer. Si se enseña como disciplina abierta al insoslayable diálogo y
al encuentro activo con las ideas del pasado y las problemáticas del presente, la filosofía
se convierte en una escuela de libertad dentro de colegios, institutos y universidades.
Como expuse en la introducción, María Zambrano señaló que existe un peligro en vida
mucho más decisivo que el de la propia muerte. Ese peligro es el de dejarse resbalar por
la vida, como si no tuviéramos una responsabilidad individual por intervenir en cuanto
ocurre en el mundo. Existen dos formas de habitar nuestra circunstancia. Una de ellas
es la indiferencia, que nos hace cómplices de los acontecimientos, y con ella el oneroso
silencio, que no se atreve a denunciar las injusticias o vergüenzas de nuestro tiempo y
que además nos encapsula en el privatismo. La otra actitud posible es la del
compromiso, o lo que es lo mismo, asumir que nuestras acciones y palabras pueden ser
decisivas para lo mejor y para lo peor.
Por otro lado, hoy asistimos a la tiránica imposición de la «competencia digital» en las
aulas. Se ha introducido, con peligrosa normalidad, un modo de enseñar que privilegia
las dinámicas y los ritmos propios de la esfera digital: versatilidad, pantallización,
rapidez y, sobre todo, estimulación constante del estudiantado, al que se debe tener
permanentemente entretenido mediante técnicas de gamificación o ludificación. Las
clases magistrales quedan desterradas de esta nueva pedagogía, por considerarse un
método vetusto e incluso reaccionario que no se adecua al compás del progreso
tecnológico. Escuchar, atender y comprender se considera hoy retrógrado, insuficiente,
conservador. En el Libro VIII (cap. 4) de la Política de Aristóteles, leemos que enseñar a
leer y escribir a los jóvenes no es solo una actividad con un fin útil, sino también y sobre
todo una ocupación «libre y bella», y es que «buscar en todo la utilidad es lo que menos
conviene a las personas libres». También Horacio, poeta latino del siglo I a. C., declaró
que la constante búsqueda del lucro y de bienes materiales, así como jactarnos frente a
los demás de nuestro poder adquisitivo, nos esclaviza al someternos a un espejismo de
libertad —identificada con el boato y la ostentación—: las sociedades que solo anhelan
el provecho económico, sostenía Horacio, se condenan a la expropiación de su tiempo
de ocio en pos de un ideal de progreso impregnado por la bicoca del progreso
económico y del crecentismo, y nos empuja a la desaparición de la posibilidad de ejercer
el derecho para entregarnos a la ociosidad, a la contemplación, al silencio, al desarrollo
de un juicio propio no contaminado por los prejuicios hegemónicos.
La pregunta que desde el ámbito educativo y desde las familias nos debemos hacer
resulta insoslayable: ¿depende de nosotros cortocircuitar esta marcha del mundo? Mi
respuesta es que sí. Y lo defiendo sin disimulo: la posibilidad de detener y poner límites
a la aceleración, pantallización, automatización y mecanización de la existencia está en
nuestras manos, en las acciones cotidianas de cada una y cada uno de nosotros. No hay
que caer en la ingenuidad ni desdeñar la útil labor de la tecnología en nuestra
cotidianidad o en procesos de investigación médica o científica. Ahora bien, la cuestión
radica en la necesidad de acomodar todos los procesos de nuestras vidas a las dinámicas
propias de los dispositivos digitales. La tesis que aquí quiero defender es que la
dependencia de la tecnología es autoinfligida y que, por tanto, hay lugar para una libre
resistencia: como sucede con cualquier otro hábito, quedamos subyugados a los
aparatos y a sus modos de operar de forma voluntaria. El zombi digital no llega a serlo
porque se le haya inoculado un virus, sino porque, de manera deliberada y progresiva,
ha consentido convertirse en un sujeto sedado, estéril y aturdido. Indiferente e indolente.
La clave del asunto no se asienta en el hecho de que los dispositivos electrónicos nos
mantengan entretenidos, sino que hemos dejado que secuestren nuestra capacidad para
percatarnos de ello, raptando nuestra atención. Y lo han hecho porque queremos.
Friedrich Schiller redactó entre 1793 y 1795 sus hermosas Cartas sobre la educación estética
de la humanidad, donde desarrolló un profético análisis de nuestra situación
contemporánea. Schiller, humanista y poeta, estaba convencido de que no podemos
estar en disposición de alcanzar la felicidad si no es a través de la contemplación de la
belleza y la práctica de la libertad, y para obtenerlas es necesario, sobre todo, aprender a
—y recordar que podemos— desencadenarnos de los impulsos sensibles, de la
impresión y la tiranía del momento, que catalogó como «la más terrible esclavitud». Y
añadía, con atinada precisión: «En la actualidad impera la necesidad y su yugo tiránico
somete a la humanidad postrada. La utilidad es el gran ídolo de nuestra época, y a él
deben complacer todos los poderes y rendir homenaje todos los talentos». Schiller
estaba persuadido de que la sensibilidad para captar la belleza y el desarrollo de las
potencias espirituales del ser humano (geistige Kräfte) son la única senda posible por la
que podemos encaminarnos hacia la libertad.
De media, consultamos el teléfono móvil unas ciento cincuenta veces al día. Cada día. El
preocupante problema no es que con esta merma atencional se pierda, como indica el
estudio, nuestra eficacia. El auténtico drama es lo que dejamos de hacer mientras
permanecemos anclados a las pantallas y las maneras y formas que estamos perdiendo
y olvidando con la introducción de la esfera digital en nuestras vidas. Hemos
descuidado el tiempo de la detención y la contemplación. Aquí merece la pena citar, de
nuevo, a María Zambrano en el «Apéndice» de sus Claros del bosque (1977): «La
contemplación es la ley que la belleza lleva consigo. Y en la contemplación, como se
sabe, es indispensable un mínimo de quietud, o por lo menos de aquietamiento; un
tiempo largo, indefinido, que fluye amplia y mansamente. Es el tiempo de la
contemplación que da respiro, libertad». También son pertinentes las palabras de un
maestro contemporáneo: «La época que nos ha tocado vivir está dominada por un ritmo
vertiginoso que no da pie a un verdadero conocimiento o experiencia. Es cierto que la
velocidad crea una ilusión de inmortalidad y de consagración del instante, pero
también puede provocarnos una sensación de fatiga continua, extenuante e
injustificada» (Las pasiones según Rafael Argullol, 2020).
La propuesta que aquí defiendo es clara y terminante: una educación sin una carga
lectiva considerable en humanidades nos entrega al vasallaje intelectual y emocional. Si
la educación se convierte en esclava de la productividad, la rentabilidad, la eficiencia y
la utilidad, estaremos educando para producir sujetos sedados y serviles. El
conocimiento no puede ni debe estar al servicio exclusivo del mercado laboral y sus
expectativas; el conocimiento ha de fomentar, ante todo, la crítica y la autonomía y, de
su mano, la forja de un pensar independiente y potencialmente disidente. Una
educación que solo enseña lo útil solo sirve para servir —a los intereses económicos y
políticos de turno—. Resulta muy llamativo que cuanto más se intenta expulsar de la
educación a las artes, la filosofía, la música, las ciencias básicas y, en general, a las
humanidades, más precisamos de su auxilio. Su falta siempre crea su inapelable y
apremiante necesidad. Y ese es su vigor, su ineludible vigencia. Son en y por ellas, a
través de las humanidades, como sostuvo Schiller, mediante las que pasamos de ser
esclavos a legisladores de nuestra propia libertad.
Los estudios también apuntan a que los dispositivos electrónicos, tan expuestos a la
esclavitud del multitasking, son más proclives a fomentar una superficial divagación y la
falta de concentración consciente, frente a medios educativos más tradicionales como
los libros. Por eso también defiendo aquí que volver a los libros en papel es un ejercicio
de resistencia. El libro no es un objeto pulido, perfecto y sin mácula, como sí lo son las
pantallas; los libros físicos guardan relación con la piel humana, que puede magullarse
y que está sujeta a los vaivenes del paso del tiempo, es porosa y sensible a los
condicionantes del entorno. Además, las pantallas fomentan la impaciencia cognitiva,
de manera que los estudiantes intentan aminorar el tiempo de concentración y esfuerzo
intelectual acudiendo a las fuentes más concisas y concentradas, poniendo el foco en la
rapidez con la que pueden acceder a la información que buscan. Al contrario, los libros
demandan un trato más pausado con la realidad y con ello ralentizan nuestros modos
acelerados de vivir. Escribir con la mediatización de dispositivos electrónicos o leer
menos desarticula nuestras habilidades cognitivas y, además, depaupera nuestra
relación y contacto con el mundo. Libros, papel y bolígrafos son objetos que podemos
tocar y ser tocados y afectados por ellos. Al igual que nosotros, guardan sus propias
cicatrices, que son las del paso del tiempo: se trata de las heridas de la belleza causada
por la imposible perfección. Como he defendido a lo largo de este libro, el uso de la
tecnología no es neutral: puede que nos conecte más, pero también nos aleja de una
relación significativa con el mundo.
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