El Problema Del Mal en La Filosofia Del

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El problema del mal en la filosofía del

idealismo alemán.
Luis Sánchez Rea - UNED
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ABSTRACT: Este texto indaga en el problema del mal dentro del marco del Idealismo Alemán, explorando
particularmente las perspectivas filosóficas de figuras como Fichte y Schelling. Navega por el terreno complejo
del concepto del mal mientras se entrelaza con nociones de libertad, voluntad individual y la condición humana.
El texto examina cómo los filósofos del Idealismo Alemán lidiaron con la conciliación de la idea de la libertad
con el potencial de las acciones humanas que pueden conducir a la malevolencia. Se diseccionan conceptos como
la necesidad del mal, la naturaleza del pecado, el rol de la libertad y la interconexión entre moralidad e
individualidad dentro de los marcos filosóficos presentados. Además, explora las intrincadas relaciones entre la
libertad, la voluntad divina, el mal inherente y la búsqueda humana de la individualidad dentro de los paradigmas
filosóficos de la época. El texto también arroja luz sobre el desarrollo de estas ideas dentro del contexto del
Romanticismo y cómo moldearon las percepciones de la voluntad individual, la naturaleza del mal y el
compromiso humano con dilemas morales y metafísicos. Al involucrarse con las obras de figuras destacadas en
la tradición del Idealismo Alemán, el texto ofrece perspectivas sobre las profundas complejidades subyacentes a
la agencia humana, la moralidad y la eterna pregunta sobre los orígenes y el papel del mal en el ámbito filosófico.

Introducción

El mal como concepto ético- político se adivinó en la filosofía del idealismo alemán
como el resultado de un problema que trataba de conciliar la libertad como idea central de toda
filosofía, con una acción humana libre que paradójicamente podría atentar contra la libertad
misma. Como nos indica en su trabajo sobre el problema del mal, Rosenfield destaca que
aquella filosofía no solamente fija y define el mal como parte de la esencia del hombre, sino
que también lo señala como algo que lo define en su libertad. Conceptos como “moral” o
“político” no sólo refieren a modos de actuar, sino que son estructura misma del conocimiento
de la acción humana en su dimensión histórica (26-27).

En los albores del propio idealismo, el mal se explica como algo necesario; el pecado
se considera una limitación de la finitud misma: una consecuencia del pensamiento de un Dios
que contempla todos los grados infinitos de perfección y finitud; un Dios que no desea el mal,
pero debe concebirlo, y, por ende, permitirlo (Villacañas 49). De este modo, mientras se
disminuye el valor ontológico de ese sentimiento de culpa, se aborda el origen del pecado desde
las tesis kantianas que lo ven como una consecuencia del surgimiento de la propia inteligencia,

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evocando reminiscencias bíblicas del árbol del conocimiento que Schelling y los románticos
alemanes interpretaron como una crítica no tan velada hacia la razón.

En el trabajo de Virginia López Domínguez, se puede observar claramente hacia el final


de nuestra exposición esta misma idea, profundizando en la carga ontológica de la libertad y
sus dos vertientes principales: aquella "demoníaca" que encuentra placer en la maldad, y la que
disfruta o justifica el mal argumentando su falta de responsabilidad, su carencia de voluntad o
su irrelevancia; la mera banalización del mal, que diría Arendt (López 83-87). Esta concepción
del mal trastoca numerosos conceptos y nos lleva a cuestionar otros, como la libertad, la
voluntad o incluso el concepto mismo de humanidad.

Fichte y la inercia de la voluntad como raíz del mal moral.

La filosofía de Fichte, profundamente inspirada en la razón práctica de Kant, se


aventuró más allá de la emancipación que la razón había conseguido respecto de las cadenas
de la sensibilidad. Buscó establecer la posibilidad de una acción éticamente significativa a
través de su propia virtud, y convencido de que antes de la Crítica de Kant la existencia estaba
únicamente sujeta a la necesidad, destacó el papel crucial de la libertad individual en el
establecimiento del ser humano como fundamento del orden moral.

En este marco introductorio es crucial resaltar cómo Fichte se distancia de la noción


kantiana de la "cosa en sí", percibiéndola como un límite al conocimiento que conduce a un
horizonte de incertidumbre. Frente a este escepticismo, aboga por el idealismo absoluto como
el único camino viable. Para el pensador alemán, el yo trascendental (o sujeto universal), no
sólo reinterpreta el mundo, sino que lo crea activamente. Este proceso de creación se enfrenta
inevitablemente a sensaciones externas, descritas por él como el "no-yo", un concepto que
define por la resistencia que este opone al yo. El enfrentamiento entre estas dos entidades no
sólo valida el idealismo como teoría filosófica, sino que también establece una dinámica a
través de la cual el yo adquiere autoconciencia al reconocer y superar obstáculos externos. Así,
su filosofía del acto anuncia en cierto modo doctrinas capitales como el existencialismo
contemporáneo, o incluso un marxismo en donde el hombre crea mediante el trabajo un mundo
mejor. En su Ética, Fichte nos plantea cuestiones trascendentales no sólo en torno a una moral
que no termina de desprenderse de la de su maestro Kant, sino también específicamente sobre
el tema del que aquí trataremos como parte fundamental de dicha obra.

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- Algunos aspectos sobre su doctrina moral

La necesidad de establecer una fundamentación común tanto del mundo sensible de la


naturaleza como de la moralidad supuso, por un lado, el intento de superación de la filosofía
kantiana, y, sobre todo, el de vencer un determinismo que garantizase las dimensiones éticas
de la acción libre. Todo ello se sostenía en Fichte gracias a ese principio incondicionado que
habría de encontrarse en el yo absoluto, la libertad y el pensar (Villacañas 87-88). Así, el yo
finito se configura en Fichte como una imagen de ese yo absoluto que es estructura común de
libertad, y que a través de la autodeterminación y la reflexión marca un principio de vida.

Todos estos aspectos anunciados en su Fundamento de la doctrina de la ciencia


completa, se ven en cierta manera modificados en su Ética. En esta obra, su visión de ese
absoluto cambia para dar paso al planteamiento de una ética material y de carácter comunitario.
Porque, cuando se identifica al objeto, se produce ese deseo que es fuente de conocimiento y
que permite organizar el mundo. Aquí la libertad solamente es soberana a través del
conocimiento, canaliza el instinto, y es capaz de decidir entre los objetos que se le ofrece. No
obstante, para Fichte es importante evitar la imposición de los instintos. “Cuando la libertad
reprime ese instinto natural, y lo canaliza a través de una solución racional, surge la paz de ser
nosotros mismos” (Villacañas 118). Así, la conciencia moral permite dilucidar si seremos más
o menos libres al entregarnos a una acción; suprime, diríamos, las necesidades de una manera
más o menos objetiva. Como podemos entender, aquí se observa un claro trasunto de la
religiosidad protestante que se eleva así a filosofía.

- La Ética fichteana y el mal moral

Su obra ética se constituye sobre la base de la conciencia de libertad como principio


teórico que permite la investigación del mundo. Plantea Fichte una sucesión que produce la
elevación del yo hasta la conciencia moral, o imperativo categórico, gracias a esa acción ideal
y libre. El hombre precisa así de una antítesis (el no-yo), cuya superación (la síntesis que
retomaría con feliz ocurrencia Hegel), viene exigida por el yo puro y que se manifiesta a través
del impulso moral (Fichte 37). A su vez, los planteamientos de la iniquidad se establecen a
través de la determinación de un mal radical que nos hace permanecer en la inercia del impulso
natural. Su sentido fundamental apunta a una tendencia natural del hombre hacia la pereza “el

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hombre es perezoso por naturaleza”, dirá Fichte (42). La cobardía y la falsedad son dos
perdiciones agregadas que explican, respectivamente, el vicio de la esclavitud y la mentira tan
común entre los temeroso. Suele ser este el retrato del hombre común, del yo finito, del que
Fichte pretende salvar por medio de la libertad y la moralidad.

Al abordar el concepto de mal moral (Böse), Fichte establece sus argumentos partiendo
de una certeza moral emanada de la misma capacidad de juicio, cuyo funcionamiento se ve
favorecido a su vez por el propio impulso moral. Este acto es, además, autónomo pues “la
conciencia moral no se deja guiar en absoluto por una autoridad externa” (Fichte, 220). La ética
fichteana subraya así el papel central de la libertad y la autonomía en la superación del mal
moral, ofreciendo una visión profunda de la capacidad humana para la autorreflexión y la
mejora ética. Por eso mismo reclama vehementemente que el hombre con conciencia moral
debe de juzgar por sí mismo “en caso contrario actúa de manera inmoral y sin escrúpulos”
(221).

En el trance de la búsqueda de la maldad, el §16 se adivina como fundamental dentro


de su obra ética, y sobre éste deberemos poner el foco de atención para indagar sobre las causas
que, según Fichte, inducen el mal moral en los seres racionales finitos. Señalaremos por de
pronto la idea de que el ser humano, como ser temporal, es sujeto de conciencia, y su actividad
libre y espontánea permite ubicar aquellos conceptos que lo definen. El hombre ha de ser
consciente de que actúa según un impulso natural, de acuerdo con su libertad, pero,
paradójicamente, sin clara conciencia de la misma (Fichte 223). Por la autorreflexión da el paso
sobre sí para adquirir un nivel superior; así, el yo empírico se une al yo puro gracias a la libertad
absoluta. Este proceso hace que se desprenda del impulso natural (que como veremos es el
auténtico talón de aquiles de la moralidad), y se independice de él. El hombre adquiere así
estatus de inteligencia libre, y esto le ofrece, gracias a la reflexión, una pluralidad de modos
(racionales) de satisfacer el impulso natural. “La libertad actúa según conceptos”, dirá Fichte
(224). Porque el ser humano libre elige mediante conceptos, opciones, que no dejan de ser una
transposición de las máximas morales constituidas como reglas de actuación. Incluso las
máximas moralmente malas también son achacables a la libertad del hombre.

Inspirado en el imperativo categórico, sostiene Fichte que dichas máximas se


constituyen solamente por la actuación del sujeto empírico que las convierte libremente en
reglas de actuación. El hombre debe formarse y cambiar su carácter si este no es válido: “...y
puede hacerlo, pues eso depende absolutamente de su libertad” (225). Para Kant, “[..] el mal

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moral radical en el hombre le es innato, y sin embargo tiene su fundamento en la libertad”. El
hombre que permanece en un nivel inferior de reflexión, o incluso sin reflexión alguna, lo hace
por no haber hecho uso de su libertad para elevarse. Y añade a todo esto que “[...] a pesar de
todos los malos ejemplos, y de todos los pervertidos filosofemas, el hombre debe no obstante
alzarse por encima de ellos, y también puede hacerlo; y será siempre su propia culpa si no lo
hace […]” (Fichte 228). Insiste en este sentido Fichte que “el que quiera educar en la virtud,
tiene que educar en la autonomía” (229). Por eso encuentra contradictorio que un ser moral
sopese una regla que implique actuar en contra de la ley moral: sería algo diabólico, ya que el
libre albedrío le estaría dando dos indicaciones contradictorias que se anularían. Se estaría así
subvirtiendo el imperativo categórico por el amor propio, pero no buscaríamos en ningún caso
el mal por el mal (Ware 9-10).

Así pues, y tras estas aproximaciones al problema del mal en Fichte, podemos sacar las
siguientes conclusiones: que el impulso aparece como impulso ciego, que además éste no se
nos ofrece bajo ninguna ley, y que asimismo se aleja de la máxima del provecho propio,
apareciendo en consecuencia como algo contingente y extraño a la esencia de nuestra
naturaleza.

- Naturaleza humana y el mal como pereza

Fichte entendía que la naturaleza humana no es originariamente ni buena ni mala:


solamente se llega a una causa u otra por la libertad. La reflexión supone así un límite al impulso
que lo transforma en acción cuando lo exige el deber, pues “es absolutamente imposible y
contradictorio que alguien, teniendo conciencia clara de su deber en el momento de actuar, se
decida, con buena conciencia, a no realizar su deber” (Fichte 233).

¿Cuál sería entonces la causa principal de dicho abandono?, ¿qué mecanismos


desencadenan los impedimentos del imperativo moral? Fichte señala directamente a la pereza
como una de las causas esenciales del abandono de la razón, y lo expresa con estas palabras:
“por la carencia de pensamiento y la falta de atención respecto a nuestra naturaleza superior,
con las cuales comienza necesariamente nuestra vida, nos acostumbramos a esa carencia de
pensamiento y nos encarrilamos en la vía común […]” (235). Si evitamos eso, podemos
elevarnos mediante la libertad hasta llegar, a través de un esfuerzo continuo, a nuestra
verdadera conciencia. En esta acción práctica a veces perdemos nuestro “hilo conductor”, el
que marca el recto camino de nuestro deber, y podemos captar cosas distintas de aquél (Fichte

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236). Así que, conocido dicho deber, éste impele a actuar de una determinada manera que a
veces (por pereza) postergamos. A esto Fichte señala que “[...] la ley moral no concede ningún
tiempo para pensárselo y ningún aplazamiento [...]” (237). Lo que se carece es de voluntad, no
de poder. Y precisamente es por eso que Fichte reclama la necesidad de ser agentes de nuestro
cambio.

Dentro de dicho proceso se distingue cuatro etapas: la primera, aquella reflexiva, propia
de animales o niños, en la que impera el impulso de autoconservación y en la que a pesar de
parecer libre no se es consciente de que su libertad está atada al impulso natural; la siguiente
supone una reflexión sobre dicho impulso que lleva al ser finito al retraso en la satisfacción
impulsiva y elección de diversas alternativas, para pasar así, llevado por la pulsión de la
libertad, hacia una autosuficiencia como verdadera esencia. Se llega así hacia una ley de
autolegislación (trasunto del imperativo categórico) en el que el agente autónomo ha de actuar
con la conciencia de una “autolegislación continua de un ser racional”

En el apéndice de su Ética, Fichte pretende ir un paso más allá ahondando en la idea


kantiana de un mal moral radical en el hombre. Se toma en consideración dicha idea a partir
de la obra La Religión dentro de los límites de la mera razón, y sobre el presupuesto de que la
libertad consciente del hombre puede decantarse en una pluralidad de acciones buenas o malas.
Así, el hombre actúa “oscuramente” cuando aplica la máxima del provecho propio (impulso
egoísta). Dirá Fichte: “Esto es lo que presuponemos: el hombre no hará nada que no sea
absolutamente necesario y que no tenga que hacer forzado por su ser”. (239) Por eso el mal
moral (pereza del pensar) no se explica mediante una carencia de ser, sino por una fuerza real
contraria, esto es: por un mal real, verdadero y positivo.

Se introduce aquí una versión acendrada de ese mal positivo de raíz kantiana que supuso
un cambio de paradigma filosófico en la concepción de este problema moral. Consideremos
una definición, más o menos canónica, de la “positividad del mal" como aquella que se refiere
a la idea de que el mal no es simplemente la ausencia de bien, sino algo que tiene una existencia
y agencia propias. Esta perspectiva entiende al mal como un principio o fuerza activa que
interviene en el mundo, en lugar de ser meramente un déficit o una privación de lo bueno.
Como se puede adivinar, las implicaciones de dicho concepto plantean una reconsideración de
la naturaleza del mal y su papel en el marco ético y ontológico. Schelling dará buena cuenta de
ello, pero Fichte es quien primero apunta a señalar el hábito como fenómeno universal de la
humanidad, un hábito pernicioso que coadyuva a dicha positividad. Por eso los hombres

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tienden a permanecer en lo habitual, arrastrados por la fuerza de la inercia de su naturaleza;
una fuerza de la que es difícil desprenderse, y donde la libertad permanece prácticamente
encadenada por su causa (Fichte 241). Esta inercia se convierte en una total incapacidad para
el bien; de aquí nace la cobardía (segundo vicio fundamental del hombre), pues la “cobardía es
la inercia [que nos impide] la afirmación de nuestra libertad y autonomía en acción recíproca
con los otros” (Fichte 242). Como se ha señalado, quizá la tesis adicional que se sostiene en el
§16 es que, para los seres humanos, todos los actos de reflexión son limitados (Fichte lo llama
autoridad reflexiva limitada) (Ware 4).

Según la tesis de Owen Ware, la postura convencional sostiene que la naturaleza


ineludiblemente corrompida de todo ser racional se confirma bajo el yugo de una ley inercial
que permea el cosmos. No obstante, esta perspectiva tropieza al abordar la inevitabilidad del
mal, insinuando erróneamente que la maldad es una sombra inseparable de nuestra finitud. Tal
interpretación no solo aborda la maldad como un fenómeno natural, sino que también diluye la
responsabilidad personal al convertirlo en una fatalidad inexorable. Por esto, dicha tesis hace
que el mal cumpla con los requisitos de actualidad y universalidad, pero a costa de hacerlo
“inevitable” (Ware 20-21). Así que la idea que Ware sostiene es la de que lo que afecta a la
vida humana no es una fuerza de la naturaleza (éste sería tan sólo figurado), sino una tendencia
permanente de nuestro estado, algo querido “activamente”, y que se produce cuando la libertad
actúa oscureciendo nuestra conciencia del deber, o la forma de dicho deber para que no parezca
tal deber. Se expone, pues, la tesis de que el mal de Fichte está centrado en la agencia, la
racionalización, e incluso en el autoengaño (22-23).

Toda esta argumentación intenta explicar la sumisión tanto física como moral; una idea
que posteriormente Hegel tomará y desarrollará bajo la dialéctica del amo y el esclavo. Porque
este sentimiento de cobardía no se agota en sí mismo, sino que desencadena a su vez una
falsedad, identificada como el tercero de los vicios fundamentales, en un intento desesperado
para no sacrificar nuestra mismidad y libertad. “Este es el retrato del hombre natural común”,
dirá Fichte (243). Solamente por la propia libertad podremos alzarnos a la moralidad e intentar
ayudar al hombre en esta tarea (propia del sabio): la de crear en él la conciencia de esta libertad,
y que le dará la fuerza para utilizarla.

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El mal en Schelling o el drama de la libertad

Dentro del contexto del idealismo alemán, que engloba figuras destacadas como Fichte
y Hegel, la de Schelling se adivina como uno de los pilares del romanticismo filosófico
germánico. Su obra se fundamenta en la noción de la identidad absoluta entre naturaleza y
espíritu, donde se diluyen las fronteras entre sujeto y objeto, fenómeno y esencia. Este enfoque
conceptual postula que el mundo se presenta como una unidad esencial, donde las
contradicciones surgen de un absoluto que trasciende las distinciones entre lo objetivo y lo
subjetivo. Sin embargo, esta concepción de unidad defendida por Schelling es objeto de crítica
por parte de Hegel, quien, mediante su dialéctica, sugiere que en la oscuridad de su pensamiento
todas las distinciones se desdibujan y la realidad se torna un terreno donde los contrastes se
difuminan.

Rosenfield destaca cómo Schelling aborda el desafío de armonizar la libertad con una
visión sistemática del universo, evitando la simplificación de identificar el sistema con la
libertad o la necesidad. Para el filósofo alemán, la libertad está intrínsecamente ligada a la
totalidad del mundo, que debe ser entendido en términos sistemáticos debido a su propia
naturaleza. Su rechazo a un sistema determinista se configura con habilidad para abordar la
contradicción inherente entre la capacidad humana de actuar libremente y el potencial
destructivo de esa libertad cuando se ejerce de manera perjudicial (Rosenfield 98-99). En este
contexto, la libertad parece desafiar la autoridad de un ser absoluto, ya que, según Schelling, la
causalidad absoluta de un ser supremo relegaría a los demás seres a una pasividad total (117-
119). Así, la filosofía del idealismo alemán subraya la libertad como un proceso mediante el
cual la naturaleza progresa hacia la inteligencia en primer lugar, y luego hacia la voluntad
(145). Esta libertad otorgada al hombre le permite elegir entre enfocarse en su individualidad,
lo que Schelling describe como "retener la luz para sí", o permitir que esa luz se difunda hacia
otros.

La caída del hombre por la libertad constituye el eje central de las Investigaciones,
representando el punto culminante y el cruce de caminos entre dos visiones fundamentales en
la filosofía de Schelling: por un lado, la concepción de una voluntad inserta en un sistema
universal donde el individuo es un componente dentro de un todo orgánico, y, por otro lado, la
idea de una libertad humana abordada desde una perspectiva más individualizada y existencial.
Dicha caída solamente es explicable a partir de la actividad del yo. Al igual que en Fichte, “la
esencia del hombre es, fundamentalmente, el producto de su hacer, o literalmente, lo hecho

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como consecuencia de tal acción” (Carrasco Conde 2013, 150). Lo que se está dilucidando aquí
sería el contenido formal contra uno real de dicha libertad. Dicho contenido real se estimaría
como la capacidad para el bien y para el mal. El problema, plantea Schelling, es que, si se
admite el mal, o bien se niega la perfección de la voluntad originaria (Dios) que configura el
mundo, o si se niega, se está eliminando también la posibilidad de la libertad. En el plano
teológico estaríamos hablando entonces de Dios como copartícipe del mal, o por el contrario
cabría pensar que no existe dicho mal sino tan sólo diversos grados de perfección: “lo que
nosotros denominamos mal en ella (la naturaleza) no es más que un grado menor de
perfección…” (Schelling 153). El mal se incorporaría así al bien, a la naturaleza y a Dios como
condición de posibilidad de su propia existencia. Se podría decir, con Rosenfield, que “la
libertad se relaciona con Dios a través del mal” (103).

- Dios, el mal, y la libertad

Si la libertad se considerase como independiente de Dios, entonces, afirma Schelling,


el mal tendría una raíz también independiente de Él (155). Por otro lado, si se concibe dicho
mal como un “alejamiento” de las cosas respecto a Dios, o bien éste es involuntario (Dios arroja
al mundo a un estado de maldad e infelicidad), o bien es voluntario, dando como resultado un
“arrancarse” de Dios que deja sin explicación ni tampoco origen al mal (157). En último caso,
la materia más alejada del bien originario, nos mostraría la materia falible y la necesidad del
mal (aparece aquí la idea del mal como algo inevitable, y como algo opuesto al principio
originario de un bien supremo).

Dentro de este complejo marco conceptual, Schelling aborda el desafío ontológico que
plantea la existencia del mal como algo intrínsecamente opuesto al principio de un bien
supremo, al tiempo que rechaza (por paradójico que sea) cualquier tendencia hacia un idealismo
abstracto que se aleje de la realidad (Schelling 163). A pesar de las incertidumbres que surgen
en este contexto, el filósofo abraza la noción de un mundo configurado mediante sucesivas
escisiones, oponiéndose a la idea de inmanencia en la naturaleza y proponiendo a su vez el
devenir como la condición más adecuada para la misma. Desde esta perspectiva, aunque las
cosas derivan de Dios, son ontológicamente distintas a Él, lo que implica la necesidad de un
fundamento diferente (165). Esta idea de fundamento, será la clave de bóveda que sostendrá
todo el entramado metafísico en su ontología general.

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En el desarrollo de este devenir, la fuerza creadora se despliega gradualmente y en cada
grado de escisión surge un nuevo ser de la naturaleza. Y, además, apunta a que en todos los
seres hay un principio doble: aquél por el que todo se separa de Dios, y el que permite
transformar en luz a través del conocimiento. “En el nombre se encuentra todo el poder del
principio oscuro y a la vez toda la fuerza de la luz” (Schelling 175, 177). El alma reúne esos
dos principios, pero esa unidad, que no es divisible en Dios, sí lo es en el hombre, y dará pie a
justificar la existencia del bien y del mal. Por eso mismo surge el mal: de la escisión del hombre
del principio propio respecto al general, fuera del orden y modo divinos, la voluntad del ser
humano tiende a subvertir los principios y utilizar el espíritu débil de su cometido contra las
propias criaturas (Schelling 179, 183). Surge entonces el caos.

Como señala Carrasco Conde, el problema que se plantea viene suscitado por la
pregunta de cómo se debe entender que el primer acto de libertad del hombre haya sido malo.
¿Hasta qué punto las acciones de los hombres son libres o son consecuencia de la actuación de
estos dos principios originarios?, y, además, ¿cómo conciliar la necesidad con la libertad?
(Carrasco Conde 2013, 221). La necesidad en el contexto de Schelling (en una reinterpretación
de Lutero), podría entenderse más como la condición inherente de la libertad humana que como
su opuesto. Se plantea así la necesidad de que el mal sea posible para que la libertad sea real.
Un equilibrio delicado entre libertad y necesidad, donde la posibilidad del mal es una condición
para el ejercicio auténtico de la libertad, que refleja la complejidad de la condición humana y
la tensión entre predestinación y libre albedrío. El hombre hace el mal no por ser imperfecto,
sino por ser una criatura perfecta en su libertad (Carrasco Conde 2021, 73). El mal es así una
parte constitutiva de la esencia del hombre: una mera condición de posibilidad.

Volviendo a las Investigaciones, nos encontramos que el mal procede de la naturaleza.


Concretamente de las verdades eternas contenidas en el entendimiento divino, pero nunca
jamás de la voluntad de Dios (Schelling 187). Así, mientras que el entendimiento origina el
mal por derivación de las verdades eternas, la voluntad solamente tiende hacia el bien. Estos
dos principios independizan por sí mismos al mal de la voluntad de Dios. El mal ya no es
considerado una limitación, sino al contrario, una potencia activa. Aparece aquí, tal y como
vimos también en Fichte, la positividad del mal; la privación ya no es nada por sí misma, porque
Schelling cree erróneo que para definir un concepto positivo se le tenga que contraponer otro
de su privación. La antítesis de lo positivo está en la relación con la totalidad (se dilucida aquí
la tensión entre la unidad y la división), puesto que no es la mera separación de fuerzas lo que

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provoca la disarmonía, sino que lo es esa falsa unidad de las mismas (Schelling 191 -195). Se
podría decir con esto que el mal no es más limitado que el bien. En la totalidad de la división
se encuentran los mismos elementos que en la totalidad unida; lo único que ocurre es que,
formalmente, sí es diferente. El mal como un “no ente” que desplaza y ocupa el lugar del ente
“es, por un lado, una nada [Nichts] y, por otro lado, una esencia real [reeles Wesen]” (Carrasco
Conde 2013, 120, 122). Esto es: una acción positiva que trastoca el orden natural.

Por lo que respecta a la unidad de los principios, solamente es efectiva en Dios. Tal y
como ya se ha apuntado, el hombre puede romper dicha unidad puesto que su vínculo con
dichos principios (bien y mal) no es de orden necesario sino libre (Schelling 203). Esta
concepción trascendental de la conciencia humana hace reinterpretar el mito de la caída de la
humanidad, no ahora ya bajo un prisma moral, sino como algo que sigue los dictámenes de la
voluntad individual frente a la universal (Carrasco Conde 2013, 167-168). Es pues, la primacía
del principio del fundamento sobre el principio del amor.

- La aparición del fundamento

La entidad conocida en Schelling como fundamento [Grund] podría referirse a aquel


principio preexistente y oscuro que subyace a la existencia de todas las cosas. El fundamento
actuaría como una base irracional y no consciente de la existencia sobre la cual se erige el libre
albedrío y la conciencia. Esta fuerza ciega y necesaria para la existencia de todos los seres,
permite a la luz realizar el bien, y al libre albedrío del hombre alinearlo con el principio oscuro
del fundamento (su principio irracional), alejándolo de la conciencia moral y la racionalidad.
Entiende Carrasco Conde que el mal ya no podría concebirse como una fuerza externa o entidad
independiente, sino que es por el mal uso de la libertad humana en relación a su propio
fundamento interno por lo que no se armoniza adecuadamente dicho fundamento con su
capacidad de razón y moralidad (2013, 236).

En Schelling esta entidad, junto con el entendimiento, dan lugar a dos principios
distintos: uno vinculado al fundamento por el que los seres estarían separados de Dios y el otro
vinculado al entendimiento donde estos mismos seres buscan la difusión de sí mismos. Para
explicar el origen del mal acude Schelling a estos dos principios existentes en Dios: “Pero Dios
mismo precisa de un fundamento para poder ser, uno tal que se encuentra en Él, y no fuera de
Él, y tiene por lo tanto en sí una naturaleza, que, aunque le pertenece, sin embargo, es distinta

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de Él” (205). Y dado que el hombre ocupa el lugar de la escisión de los dos principios, es por
tanto condición de posibilidad del mal. Así pues, el mal solamente se manifestaría en la
naturaleza a través de sus efectos. Aquí la oscuridad es la base sobre la que emerge la luz
(Schelling 209).

La continuidad del análisis sobre el concepto de fundamento en la filosofía de


Schelling revela una intrincada red de ideas que abarcan la libertad humana, la voluntad divina
y la naturaleza dual del hombre como criatura vinculada al fundamento.

En primer lugar, la libertad del hombre desempeña un papel crucial en su relación con

el principio del fundamento. Esta libertad le permite elegir entre alinearse con la luz y retenerla

para sí mismo, a través del egoísmo y la maldad, o dejar que se extienda. Es esta una dinámica

que refleja el constante conflicto entre la luz y la oscuridad que subyace en la existencia

humana. Por otro lado, Schelling contrasta la voluntad de Dios, que busca universalizarlo todo,

y la del fundamento, que tiende a particularizarlo. Esta diferencia apunta a la naturaleza

específica del fundamento como principio individualizante, en contraposición a la voluntad

divina que busca la totalidad. En este contexto, el hombre ocupa una posición central como el

punto de escisión entre los principios de la luz y la oscuridad. Si bien tiene su origen en el

fundamento (independiente de Dios), su elevada posición en la creación le otorga la capacidad

de transformar el principio oscuro en luz, dando lugar al surgimiento del espíritu (Geist)

(Carrasco Conde 2013, 113-114).

Este movimiento de "mismidad", como reflexión sobre sí mismo, constituye la

reafirmación de la personalidad del hombre. Es en este proceso de autoafirmación donde se

revela la complejidad de la condición humana y su capacidad para influir en la dinámica entre

los principios fundamentales que rigen el universo, puesto que el principio del espíritu del mal

es conmovido (exaltado) por la presencia del bien: sus fuerzas se reparten, y con un continuo

entrelazamiento, el mal se convierte a positivo y no solo en fundamento (Schelling 217). Así,

la aparición del fundamento en la filosofía de Schelling se convierte en un punto de partida

para explorar las complejas interrelaciones entre libertad, voluntad divina y naturaleza humana,

y para comprender la naturaleza misma del mal y la oscuridad que perviven en el mundo.

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- El mal como particularidad

Schelling despliega una perspectiva metafísica profunda para abordar la cuestión del

mal como la desintegración de la unidad primordial. Esta perspectiva surge de un impulso hacia

la atomización ontológica, que se manifiesta en el conflicto entre la voluntad divina y la del

fundamento. En este marco conceptual, la voluntad humana debe alinearse con la voluntad

universal, ya que, como se apunta, "la voluntad propia solo es verdaderamente adecuada

cuando está alineada con la voluntad universal y no cuando está separada de ella" (Carrasco

Conde 2013, 120-121). La cuestión estriba, pues, en la difícil conciliación entre los dos tipos

de voluntades.

Schelling postula que, con el pecado y la muerte, se desvanece la particularidad en el

hombre, insinuando una suerte de purificación platónica, donde éste retorna a la universalidad

del todo (221). Sin embargo, el mal persiste como una elección propia, una manifestación de

la "egoidad", que en Dios se interpreta como el anhelo de ser en sí mismo (su fundamento), y

que en el plano humano se transforma en mismidad. Bajo este planteamiento, el movimiento

de contracción se contrapone con la potencia expansiva del amor: dos fuerzas primordiales en

Dios que generan, por un lado, la singularidad mediante la contracción sobre sí mismo, y por

otro, una donación de sí a través del amor.

En el ser humano este proceso se desvirtúa, ya que el ansia schellingniana (o Sehnsucht)

de recogimiento sobre sí mismo implica una creencia en la propia distinción y unicidad por

encima del orden natural. En este sentido, "la mismidad se convierte en una alteridad

excluyente" (Carrasco Conde 2013, 137). Pero, como siempre queda en el punto de mira la

necesidad de salvar el libre albedrío, Schelling responde que sólo es libre aquello que actúa

según las leyes de su propia esencia y que no se encuentra determinado por ninguna cosa ni

dentro ni fuera de él. La explicación de la caída del hombre se adivina, así como la acción del

yo a través de la transgresión de la máxima kantiana (Carrasco Conde 2013, 176), por lo que

Schelling entiende que no se es malo de una manera contingente o arbitraria: el “malo” no

actúa, pues, contrariamente a su voluntad (Schelling 231, 241, 267).

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Por otro lado, el surgimiento del mal radical, un mal que permea tanto nuestro ser

interior como el mundo que nos rodea, es concebido por Schelling como un fenómeno

espiritual, arraigado desde el nacimiento. Este mal da cuenta del surgimiento del mundo finito

y del tiempo histórico. Como señala él mismo, "todos los que nacen vienen al mundo con el

principio oscuro del mal, aunque este mal solo se manifiesta cuando surge la oposición" (237).

Es un mal que reside tanto dentro como fuera de nosotros, influenciando nuestras acciones bajo

la égida de un espíritu bueno o malo, sin que ello menoscabe nuestra libertad. Dejar que uno u

otro espíritu actúe es el resultado de un acto inteligible que determina nuestra esencia y nuestro

destino (239).

La tendencia a adoptar la mismidad como principio dominante encuentra explicación

en el análisis de Carrasco Conde, quien traza un hilo conductor que conecta a Schelling con

Kant. Según esta interpretación, el ser humano no busca el mal por el mal en sí mismo, sino

que anhela liberarse de la dependencia de Dios. Por tanto, el mal no es una mera expresión de

perversidad, sino más bien una afirmación del yo, cuyo origen se encuentra en la libertad y que,

negativamente, conlleva una ruptura del orden natural del logos humano y, positivamente, una

afirmación de la individualidad (Carrasco Conde 2013, 178). Cuando los principios de luz y

oscuridad entran en conflicto, se rompe la comunión con Dios.

En el corazón de la filosofía de Schelling se encuentra un dilema intrigante: el mal. Su

enfoque, desde la peculiar postura del idealismo alemán, aborda la libertad humana, la voluntad

divina y la complejidad del ser con una perspectiva única. A través de su obra, Schelling nos

invita a adentrarnos en un laberinto de reflexiones donde la libertad del individuo choca

constantemente con los principios universales que rigen el cosmos. La caída del hombre, como

una tragedia entre su voluntad y la ruptura del deber, redefine el concepto del mal desde sus

raíces. La introducción del fundamento en su discurso revela un enigma aún más profundo,

donde la libertad y el destino convergen en una dialéctica metafísica. En este panorama

filosófico, el mal se presenta como una incógnita sin resolver, una pregunta eterna que sigue

resonando en la mente de los pensadores audaces.

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- A modo de conclusión: el mal en la raíz
del romanticismo -
De las concepciones filosóficas que han abordado tradicionalmente el problema del
mal, el romanticismo heredó quizá aquella que lo había percibido como el resultado de un orden
estructural que lo produce y normaliza. En el ocaso del siglo XVIII, el movimiento Sturm und
Drang liderado por Herder, y sobre el que se agruparon numerosos pensadores y artistas,
abogaba por un retorno nostálgico a una naturaleza primordial, así como por una defensa
vehemente de una individualidad arraigada en lo emocional. Sin embargo, esta búsqueda de
individualidad y conexión con lo primigenio allanó paradójicamente el camino hacia uno de
los movimientos colectivos más aterradores de la historia como fue el fascismo.

Dicho movimiento tuvo una fundamentación filosófica de carácter sistemático en


autores como Schelling o Fichte, cuyos postulados movieron a los románticos a considerar la
voluntad como algo ingobernable. El logro del hombre consistía, pues, no en conocer los
valores morales sino en crearlos (López 61). Tal y como afirmaba Berlin en su Raíces del
Romanticismo: “creamos los valores, los objetivos, los fines, y, en definitiva, creamos nuestra
propia visión del universo [...]” (168). Además, dicha visión se conjugaba con una
determinación sobre la carencia de estructura de las cosas; solamente hay un flujo interminable
de creatividad propia del mundo, y este sujeto activo del idealismo que heredó el movimiento
romántico podía ser tanto el individuo como el universo, la clase social, la raza, o la nación
(Berlin 169). Se podría decir que el yo era una entidad fundamental que se hacía evidente en el
choque entre lo que deseamos y la realidad que nos rodea. Fichte desarrolló esta idea sugiriendo
que lo valioso es la actividad creativa del yo y su capacidad para imponer sus formas sobre la
materia. Esta concepción tendrá implicaciones políticas, ya que, si el yo se identifica con
entidades más amplias como una comunidad o un Estado, puede convertirse en una voluntad
intrusa que impone su personalidad sobre el mundo exterior y sus elementos constitutivos
(Berlin 138-39).

No se debe pasar por alto que el núcleo del romanticismo y su 'asalto a la razón' se
relacionaba en gran medida con un absoluto que anulaba la conciencia individual, contingente
y relativa ante la totalidad. La consecuencia lógica de este reconocimiento de pertenencia a
dicha totalidad (ya sea la nación, la raza, etc.) tuvo como resultado no deseado la creencia en

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que a veces somos meros instrumentos de fuerzas poderosas que nos impide entender el que
podamos convertirnos tanto en algo vil como en justamente lo contrario (López 66-68; Berlin
196). Nadie puede escapar ni evitar su destino. En consecuencia, algunos encontraron en los
mitos el único modo de comprender la realidad, salvando la dualidad sujeto-objeto y el
conflicto entre la libertad y la totalidad del destino. Así, la primera quiebra vino de la mano de
los revolucionarios franceses que, en su sentido de libre albedrío, mostraron también su faceta
más arbitraria, aquella que postulaba que “la esencia pretendidamente libre de la naturaleza
humana podía igualmente volverse contra ella misma” (Rosenfield 46). Luego llegó el
fascismo, arraigado en los mitos románticos, que no sólo fue perverso por su irracionalidad,
sino también, como señala Berlin, por su noción de voluntad imprevisible heredada del
idealismo. Esta voluntad, tanto individual como grupal, no puede predecirse ni racionalizarse
(Berlin 199). Los conceptos de una 'voluntad superior' que prevalece y aniquila a la inferior
son en parte el legado directo (aunque indeseado) del romanticismo.

Por otro lado, los intentos de justificación que buscaban resguardar al hombre bajo el
manto de lo natural, solo sirvieron para profundizar en una lógica perversa, construida sobre
una interpretación errónea del estoicismo, mientras intentaban absolver a un individuo ansioso
por "vivir conforme a los dictados de la naturaleza" (Carrasco Conde, 2021, pp. 90-93). Esta
fuerza destructiva, una suerte de hybris griega que reside en nuestra naturaleza, buscaba, en
definitiva, exculparnos por ser agentes del mal. Quizá por ello, se pueda interpretar en buena
medida al mal, bajo la perspectiva del idealismo alemán, como el resultado de un inconsciente
propio y compartido con la naturaleza. Y, sin embargo, no debemos olvidar que fue Schelling
también el que señaló que el ser humano a veces inflige daño porque busca deliberadamente
perpetuar dicho sufrimiento; es un afán de dominio que no puede ser sometido ni redimido
hasta que sale a la luz. Como nos advierte Carrasco Conde, la imaginación romántica también
posee la facultad de concebir formas infinitas de sufrimiento (2021, 97).

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- Bibliografía -

— Berlin, Isaiah. Las Raíces del Romanticismo. Editorial Taurus, 2015.

— Carrasco Conde. Decir el Mal: La Destrucción del Nosotros. Galaxia Gutenberg, 2021.

— Carrasco Conde. La Limpidez Del Mal: El Mal y la Historia en la Filosofía de F.W.J.


Schelling. Plaza y Valdés, 2013.

— Fichte J. G. Ética. Akal, 2005.

— López Domínguez, Virginia. Cuando lo Infinito Asoma Desde el Abismo: Estudios sobre
Romanticismo en Lengua Alemana e Inglesa. Taugenit, 2021.

— Rosenfield, Denis. Del Mal: Ensayo Para Introducir En Filosofía El Concepto Del Mal.
Fondo de Cultura Económica, 2003.

— Schelling, F. W. J. Investigaciones Filosóficas Sobre la Esencia de la Libertad Humana y


los Objetos Con Ella Relacionados. Anthropos, 1989.

— Tillería, L. "Una Aproximación Al Problema Del Mal En Schelling." Prometeica - Revista


De Filosofía Y Ciencias, no. 23, Aug. 2021, pp. 123-35.
doi:10.34024/prometeica.2021.23.10968.

— Villacañas Berlanga, José Luis. La Filosofía del Idealismo Alemán (Vol. I): Del Sistema de
la Libertad en Fichte al Principio de la Teología en Schelling. Editorial Síntesis, 2001.

— Ware, Owen. "Agency and Evil in Fichte’s Ethics." Philosophers' Imprint, vol. 15, no. 11,
Mar. 2015, pp. 1-21. http://hdl.handle.net/2027/spo.3521354.0015.011.

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