Esperando a la pianista
Por Hugo Burel
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Esperando a la pianista - Hugo Burel
Esperando a la pianist
Hugo Burel
Cover image: Shutterstock
Copyright © 1983, 2020 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726513769
1. e-book edition, 2020
Format: EPUB 3.0
All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
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ESPERANDO A LA PIANISTA
Sin mirar el calendario Julián podía estar seguro de que ese día era domingo. Se lo decía el silencio de la tarde que se encaminaba hacia el crepúsculo y las persianas bajas del almacén de Farías. También podía saberlo por esa luz oblicua que atravesaba el hilo de las cortinas y lamía la colcha gastada y el costado de su pantalón. Era domingo, además, porque la espera no era urgente como en otras tardes y esa luz no vista en otros días se descomponía tranquilamente, cediendo al débil resplandor, a la penumbra.
Julián fumaba, inmóvil y abandonado sobre la cama. De vez en cuando alzaba la vista y proyectaba el oído hacia la puerta cerrada. El corredor sombrío, la escalera de madera, el patio con las begonias y la enredadera, el zaguán: los recorría con la lenta penetración de sus sentidos, aguzados de tanta espera, de tanto domingo.
Era fácil detectar las infinitas variantes del silencio, y sólo el escándalo de algún vecino recriminando la pelota de trapo contra la celosía entornada interrumpía aquel inventario. Y los chiquilines, claro, huyendo hasta la próxima cuadra. Ahora Julián sabía que el próximo sonido sería el chasquido de un fósforo para encender otro cigarrillo. Y otra recorrida, otro inventario. Como el de las manchas en la pared, con el perfil del gigante del Tibet, visto una vez en un circo que visitó o soñó. Y la mano que parece abrirse sobre la nada, perpendicular al espejo oval que ahora lo refleja, remoto y rodeado de la aureola del humo y la luz crepuscular.
Este domingo, si tan sólo este domingo —se dijo con desesperanza, como jurando en vano— esta tardecita, carajo; pero no, para qué pensar.
Se levantó despacio, manoteó la botella de la mesa de luz y bebió un largo trago. El vino espeso y tibio le bajó por la garganta, ahogando un bostezo y un nuevo insulto. El recuerdo de la pianista rígida y graciosa sobre su taburete, demasiado cerca o lejos del teclado, atenta a la partitura y él apoyándose clandestino contra la baranda de la escalinata. Tanta gente presenciando aquel concierto final del conservatorio, sin reparar en su terno gastado y en su avidez al contemplar la espalda cubierta de seda, la graciosa nuca siguiendo el ritmo del vals, el caprichoso moño que sería maravilloso deshacer. Pero entonces no era domingo, o en el recuerdo podía ser cualquier otro día. Sería tan sólo la caminata en una nochecita de abril, esa sonrisa tan de ella al negarse y a la vez asentir, pedir, imponer la mano sobre el hombro y el privilegio de llevar las partituras. Después el zaguán y el rumor del viento sobre los plátanos umbrosos, la cara de ella demasiado cercana para huir del beso.
Sobrevino la urgencia de una cita entre el piano y la costura, la intimidad de una confitería mal iluminada y un atardecer lluvioso en que los padres habían salido. Sucedió junto al piano, y en el apuro las partituras cayeron y se mezclaron con ellos sobre la alfombra. Tendido junto a la pianista, Julián paladeó su felicidad entre la penumbra de muebles pesados y empapelados sofocantes.
Fue como una trampa —dijo mientras daba otro sorbo a la botella—, los padres se habían ido a propósito.
Se acercó a la ventana y contempló la calle marginada de plátanos, las persianas bajas de lo de Farías y el itinerario de un perro que olfateaba latas de basura. Una vecina barría hojas secas y su marido preparaba una fogata.
Sin dificultad pudo recordar a la pianista, erguida en su taburete, afanándose sobre el teclado, completamente desnuda y sin prestar atención a su ansiedad de hombre pasional y confundido. Se podía recordar turbado y ridículo, espiando desde la calle, traspasando con su mirada el voile de la celosía, contemplando a la pianista que tocaba desnuda, desafiante y sintiéndose mirada. El busto erguido y los rojizos pezones que una vez había besado, y más abajo el talle generoso en perfecta posición de ejecutante, las piernas bien proporcionadas y tensas sobre los pedales del Steinway. Todo visto a través del voile y la turbación de entrever a alguien más, hombre o mujer, difuso en la penumbra, atento a la música y a los secretos de la pianista.
Ahora estaba tendido nuevamente sobre la cama y el rumor de un tango mal silbado le llegaba desde el patio.
El había silbado tangos luego de amarse con la pianista. Allí mismo lo había hecho mientras contemplaba el experto ir y venir de los dedos sobre el pelo, las horquillas, el moño ya recompuesto. Expresaba la ternura de ese momento, sin saber que era una tristeza lo que silbaba.
A la pianista le gustaban sus tangos pero jamás los ejecutaba al piano. Solamente le gustaban silbados por él, en esa suerte de lirismo que después de amarla le acometía de improviso. Y luego de la despedida en el vano de la puerta, seguía silbando un rato más: como para inmovilizar el olor, las horquillas, toda la figura de la pianista en su ir y venir por la habitación.
Un día la pianista dejó de venir. Sucedieron esquives en la calle y ausencias al puesto de verduras. Había dejado de concurrir al conservatorio y en su casa parecía no estar nunca. La pasión comenzó a devorar a Julián, y sucumbió a inútiles esperas en esquinas por las que nunca pasaba y a encuentros casuales que nunca se