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Iglesia Viva

Nº 254 abril-junio 2013


pp. 25-48
© Asociación Iglesia Viva
ISSN. 0210-1114

La providencia hoy:
autonomía humana
ESTUDIOS y creación por amor
Andrés Torres Queiruga. Universidad de Santiago de Compostela.

SUMARIO
La experiencia bíblica en el cambio cultural
La providencia en la tradición: dificultades y respuestas
La providencia tras la ruptura cultural de la Modernidad
La acción divina más allá del “deísmo intervencionista”
La providencia desde la creación-por-amor
El sentido último y radical de la providencia
La espiritualidad de la providencia

“El Señor es mi luz y mi salvación”, rezan de mil ma-


neras los Salmos, reflejando el sentimiento que define lo
más nuclear de toda la piedad bíblica acerca de la relación
de Dios con nuestra vida individual y colectiva. No usa la
palabra ni elabora el concepto de “providencia”. Solo en
raros casos, al final, aparece por influjo de la filosofía griega
la palabra prónoia, que en latín se traducirá por providentia.
Y, sin embargo, cabe afirmar que la Biblia está siempre ha-
blando de ella, manifestando su fe en ella: Dios que nos ha
creado, sigue activo y presente en la historia, amparando la
vida y promoviendo la salvación.

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La providencia hoy: auntonomía humana
ESTUDIOS y creación por amor

La experiencia bíblica en el cambio cultural

Este dato resulta decisivo para orientarse en la comprensión. Muestra


un rasgo que, por lo demás, aparece en todos o casi todos los grandes pro-
blemas teológicos: llegan vitalmente cargados de evidencia religiosa, pero
resultan muchas veces incomprensibles, confusos y aun contradictorios, en
cuanto buscan su conceptualización dentro de la cultura actual. La razón de
este fenómeno radica en que esos problemas responden a vivencias y expe-
riencias profundamente humanas, que remiten a lo que cabe llamar lo “común
religioso”. Pero, dado que toda experiencia se vive siempre como ya inter-
pretada, los conceptos que tratan de comprenderlas y sistematizarlas varían
con la historia y las culturas. En concreto, el concepto de providencia no solo
nos llega mediado por diversas interpretaciones, sino que —y esto es para
nosotros lo decisivo— su versión tradicional en la teología cristiana es ante-
rior a la enorme e irreversible mutación cultural operada por la entrada de la
Modernidad.
La teología lo sabe, pero no siempre toma suficientemente en serio la
importancia decisiva de la tensión introducida por este hecho. Esa tensión
explica la crisis que padece hoy la fe en la providencia. La secularización de
la cultura, el desencantamiento del mundo de la vida,
La justa actitud las filosofías de la historia, las vulgarizaciones y defor-
teoló­gica consiste maciones religiosas en este punto sensible…, todo ha
en distinguir entre contribuido a que la idea de providencia sea vista por
muchos como concepción mágica, creencia ingenua o
la verdad de la
en todo caso visión obsoleta, ajena a la vida real. Por
experiencia viva y el eso es aquí donde a un tiempo se ofrece el verdadero
modo o los modos rostro del problema y se abren los posibles caminos de
de su comprensión la solución. Estos no pueden pasar ni por una sobre-
teórica reacción fundamentalista, reafirmándose en lo que se
ha dicho siempre, como si fuese lo único válido, ni en
un abandono apresurado, como si la fe en la providencia fuese algo incom-
prensible y definitivamente caducado.
La justa actitud teológica consiste en distinguir entre la verdad de la
experiencia viva que ahí se enuncia y el modo o los modos de su comprensión
teórica. Resulta fundamental tenerlo en cuenta, por dos razones importantes.
La primera: desde un genuino punto de vista teológico (en todo caso,
de teología cristiana), la fe en la providencia es algo constitutivo e irrenuncia-
ble. Como hace ya muchos siglos dijera Lactancio, negar la providencia equi-
valdría a negar la realidad de Dios: si nihil curat, nihil providet, amisit omnem
divinitatem (“si nada cuida, si nada procura, ha perdido toda divinidad”)1. Lo

1 De ira Dei IV, 3–6. CSEL 27/2, 72.

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que ante todo y sobre todo interesa es asegurar y aclarar la fe en la realidad


de la providencia, para fundamentar y favorecer los modos de vivirla. Esa fe
constituye el sentido y el criterio de la interpretación; de suerte que ninguna
interpretación puede identificarse sin más con ella ni, menos, hacer depender
su realidad y su vivencia del propio modo de interpretarla. La diferencia en
la teoría no tiene por qué significar diferencia en la fe, sino un modo distinto
en el esfuerzo, nunca ni por nadie logrado del todo, por interpretarla en la
comunión fraternal de la búsqueda (algo que por desgracia no siempre es
debidamente atendido).
En segundo lugar y justo por eso, conviene mantener un cuidadoso
equilibrio entre el respeto a las interpretaciones recibidas desde la cultura pa-
sada y la necesidad de elaborarlas y repensarlas en la nuestra. Porque el pro-
blema es de siempre, pero las interpretaciones responden a los presupuestos
culturales de cada época. De ahí que, en mi parecer, la mayor dificultad para
una comprensión actualizada reside en seguir estudiando el problema sin re-
visar los presupuestos; es decir, sin advertir que, por normal inercia histórica,
los presupuestos heredados, por llegar incluidos en la interpretación recibida,
suelen aparecer como obvios, como “creencias” indiscutibles en el sentido
que a esta palabra da Ortega. La consecuencia inevitable es entonces afrontar
las dificultades actuales, que siempre se renuevan con el cambio cultural, con
las razones que llegan de un pasado no (debidamente) renovado2. El resultado
suele ser no pocas veces un fuerte desequilibrio entre la constringencia lógica
de las dificultades y la inadecuación actual de las respuestas. Eso explica el
hecho no infrecuente de que, creyéndose solidarias con la fe, en lugar de una
revisión seria que asegure la coherencia, esas respuestas tiendan a envolverse
en recursos retóricos y decisiones voluntaristas, que a la larga resultan increí-
bles. Tendremos ocasión de verlo en algunas aplicaciones concretas.

La providencia en la tradición: dificultades y respuestas

Incluso en la Biblia, a pesar de la inexistencia del concepto, las dificulta-


des se hicieron sentir en concreto, y hacerlo muy duramente, como lo mues-
tra la terrible crisis que emerge en el libro de Job. Pero fue sobre todo en la
filosofía griega donde aparecieron con carácter sistemático, para pasar desde
ella a la tradición teológica y a su diálogo con la cultura. Un mínimo recorrido
histórico muestra lo difícil, y aun confuso, que resulta orientarse en la tupida

2 Me he extendido sobre esto en tantas ocasiones, que no quiero repetirme. Para el problema
general, remito a mi libro Fin del cristianismo premoderno. Retos hacia un nuevo horizonte, Sal
Terrae, Santander 2000 (traducido recientemente al italiano como Quale futuro per la fede? Le
sfide del nuovo orizzonte culturale, Elledici, Torino 2013); para el problema del mal, estrechamente
relacionado con el de la providencia: Repensar el mal. De la ponerología a la teodicea, Trotta,
Madrid 2011 (original gallego, Ed. Galaxia, Vigo 2010).

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selva de las opiniones3. Por eso conviene reducirse a una visión esquemática
que ponga en relieve la estructura honda del problema.

1. Las dificultades y objeciones se presentan desde el principio en dos


frentes. Está ante todo el problema del mal: si hay providencia, ¿de donde vie-
nen el sufrimiento, los crímenes y las catástrofes, y por qué Dios no lo ordena
todo para la felicidad humana? El segundo frente, más sutil, pero efectivo y
con importancia creciente en la historia, se refiere a la libertad: si la provi-
dencia lo dirige todo, ¿qué sucede con la libertad humana? Las respuestas
tienden a repartirse entre las que se sitúan de manera clara y decidida en los
extremos y las que se sitúan en el centro, con posturas que buscan un difícil y
a menudo confuso equilibrio. En este nivel de abstracción, cabe afirmar que
esas posturas continúan repitiéndose, sobre todo en las grandes encrucijadas
culturales.
En Grecia, las teorías extremas están claramente representadas por el
estoicismo y el epicureísmo. El estoicismo es el primero en encuadrar siste-
máticamente el problema, con su identificación de la providencia con la razón
interna al mundo, con el logos que rige y orienta tanto el orden cósmico como
la historia humana. La libertad queda reducida a reconocerla y adaptarse a ella
—“vivir conforme al logos”—; en eso consisten para el estoico la sabiduría, la
grandeza y la verdadera felicidad. Nuestra cultura secularizada no suele perci-
bir la profunda valencia religiosa que esta actitud podía adoptar, procurando
una viva sensación de amparo y sentido, tal como aparece, por ejemplo, en
el Himno a Zeus de Cleantes y se hace más personal en el estoicismo tardío4;
pero tampoco cabe desconocer que de ese modo no puede existir verdade-
ra libertad. El epicureísmo se va al polo contrario: no existe un logos rector,
sino que todo es fruto del choque y la casualidad entre los átomos. No hay
por tanto providencia: los dioses existen, pero viven felices en el cielo sin
preocuparse de los asuntos humanos. Tampoco aquí, como ideal de sabiduría,
teniendo en cuenta el vaciamiento de la religión griega en su tiempo, está del
todo ausente un sentido religioso, sensible a la sacralidad de la vida, frente al
egoísmo de los cínicos y a la pura teoría de cierto platonismo5. En todo caso,
fue claramente el estoicismo el que más influyó en el pensamiento cristiano,
empezando por san Pablo.

3 Para la visión tradicional, pueden verse los extensos y nutridísimos artículos del Dictionnaire de
Théologie Catholique: Providence (13, 1936, 935-1023) y Predestination (12, 1935, 2809-3022).
Para la visión actual, cf. Vorsehung: Theologische Realenzyklopädie 35 (2003) 302-327, desde el
punto de vista teológico, y Vorsehung: Historisches Wörterbuch der Philosophie 11, 1206-1216, de
los artículos.
4 Sobre la religión en el estoicismo, cf. la clara y precisa exposición de G. Reale, Storia della filosofia
antica, vol III, Milano 1976, 362-381; más en concreto, 369-372.
5 Cf. G. Reale, Ibid., 264-267, que cita a E. Bignone, Epicuro, Bari 1920 y D. Pesce, Saggio su Epicuro,
Bari 1974.

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La postura intermedia había sido expuesta, con extraña y genial sensibi-


lidad, por Platón, que no sólo tuvo un fuerte impacto en la filosofía posterior,
sino que fue sin duda quien mayor influjo ejerció en la teología cristiana. En el
Timeo, al romper radicalmente con la idea de la “envidia de los dioses”, afirma
claramente la providencia personal y benevolente: Dios busca únicamente el
bien para todos. En el libro X de las Leyes es más
explícito: habla del “alma del mundo” que —como Las ideas de Platón,
el posterior logos estoico— guía con bondad todo
tras purificarlas de las
el universo; y —contra lo que más tarde dirán los
epicúreos— afirma que los dioses se preocupan de ambigüedades propias
la asuntos humanos (899D–905D). A medida que del carácter simbólico y
avanza el diálogo, “propone todos los argumen- del tono politeísta de su
tos que serán usados más tarde para sostener la exposición, marcarán la
doctrina de la providencia divina. […] afirma que reflexión teológica sobre
la divinidad cuida de todas las cosas, pequeñas y
la providencia
grandes (901B), y que todos somos posesión de los
dioses (902B), por la cual se interesan [de nosotros]
como propiedad suya; pero no podemos esperar que nuestra conveniencia
personal será siempre servida por la providencia divina, puesto que nosotros
somos solamente parte de un todo más amplio y la Providencia mira al todo
(903Bff.)”6. Es claro que estas ideas —purificadas, gracias al monoteísmo bí-
blico, de las ambigüedades propias del carácter simbólico y del tono politeísta
de su exposición— marcarán la reflexión teológica posterior.
En realidad, aunque no sin la presencia de las tradiciones estoica y epi-
cúrea7, la mayor parte de las teorías serán variaciones de esta propuesta fun-
damental. La teología intenta precisar de mil maneras el alcance de la provi-
dencia: a todas las personas o solo a algunas; solo a la naturaleza o también
a la libertad; a la especie o también a los individuos; a lo eterno o también
a lo transitorio; a los grandes acontecimientos o también a los pequeños; a
la historia universal o solo a la vida individual; con determinismo, permisión
o libertad efectiva; a las obras buenas o también a las malas; solo a los pre-
destinados o a todos; se cumple necesariamente o depende también de la
libertad… Una verdadera selva de teorías, de difícil orientación e imposible
sistematización.

6 Cito el artículo Providence, de J. M. Dillon en: Anchor Bible Dictionary, que hace una excelente
síntesis del pensamiento griego en este problema. Los textos de Platón pueden verse en las Obras
Completas, ed. Aguilar, Madrid 21969, 1466-1472.

7 Sin entrar en juicios concretos, sino tomando ambas posturas como “tipos ideales” (Idealtypen, de
Weber) que orienten la reflexión, ambas posturas implican intuiciones y valores que, de algún modo
y de forma más madura, reaparecerán en la modernidad. El deísmo, con su visión de un dios que,
hecha la creación, se retira al cielo, recuerda al epicureismo; Espinoza, con su deus sive natura, y
Hegel, con su razón que todo lo dirige e impulsa, recuerdan al estoicismo.

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Para introducirse en ellas tampoco ayuda demasiado la clarificación


tradicional de las diversas especies de providencia. Con todo, vale la pena
enumerar como una especie de cuadro sinóptico que intenta organizar el
complejo panorama: providentia gneralis, para las creaturas no humanas; pro-
videntia specialis, para los seres humanos en cuanto libres; providentia spe-
cialissima, para los seres humanos bajo la gracia; providentia ordinaria, para
el curso normal de los acontecimientos; providentia extraordinaria, para los
acontecimientos de la historia de la salvación, sobre todo milagrosos.

2. Todo esto se reforzará con la acentuación del problema de la libertad,


ya muy presente en san Agustín, pero que se exacerbó con la nueva insisten-
cia en lo subjetivo introducida por Lutero en la Reforma. La primacía absoluta
de la gracia y la (terrible) idea de la predestinación no ayudaron a clarificar el
problema, sino que más bien lo metieron por nuevos callejones, sin salida real.
Emil Brunner, que habla de un “determinismo desde arriba”, porque en esa
visión “todo lo que acontece, incluso la acción humana, se debe a la provi-
dencia divina”, es tajante al señalar las consecuencias,
El magisterio romano, porque eso lleva a convertir al mismo Dios en la causa
cortó la discusión De del mal y del pecado. Zwinglio lo admite abiertamen-
Auxiliis prohibiendo te: a la objeción de que si Dios incita al ladrón a come-
ter el robo, entonces este está obligado a cometerlo,
mezclar las distintas responde: “Admito que es forzado, pero a fin de que
teorías teológicas, pueda ser ejecutado”8. Calvino es menos lógico, pues
con la única común intenta negar que Dios sea causa del pecado y del mal;
confesión de fe pero, al admitir que Dios determina absolutamente
todo lo que acontece, solo puede evitar esa conclu-
sión “por un acto forzado de la voluntad que rehúsa admitir una conclusión
lógica”; Brunner llega incluso a insistir: “Este es el elemento en el pensamiento
de Calvino que es tan insatisfactorio, para no decir doloroso y deshonesto”9.
El autor es protestante y habla por tanto desde dentro. Pero sobre todo
traigo sus citas, porque muestran claramente para la teología la necesidad
perentoria de no esquivar el problema de la coherencia lógica a la hora de
afrontar problemas tan graves y decisivos. En el catolicismo la inacabable con-
troversia de auxiliis, acerca de la relación entre el concurso divino y la libertad
humana, fue menos radical; pero resultó igualmente sin salida, como lo mos-
tró la sabia decisión del Magisterio romano, cortando la discusión y prohibien-
do mezclar las teorías teológicas, que pueden ser legítimamente distintas, con
la confesión de fe, que debe ser común.

8 Dogmatik II: Die christliche Lehre von Schöpfung und Erlösung. 1950 (3. Aufl. 1972); uso la
traducción portuguesa: Dogmática. Vol 2: Doutrina cristã da criação e redencção, São Paulo 1998,
235; remite a De providentia, cap. 2.
9 Ibid., 235-236.; cf. 234-240: “La Providencia Divina y la Libertad Humana”.

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Providencia y cambio cultural: el impacto de la autonomía

Esta exposición breve y esquemática, limitada a insinuar —con un esti-


lo en cierto modo “impresionista”— la situación y dificultades del problema,
muestra el auténtico impasse con que la comprensión de la providencia ha
llegado a nosotros. Mirándolo ya con la perspectiva que nos ofrece su estudio
desde el lado de acá de la ruptura moderna, cabe señalar los presupuestos
fundamentales que han marcado de manera decisiva el tratamiento tradicio-
nal. Está en primer lugar el literalismo en la lectura de la tradición bíblica. No
cabe negar que gracias a ella la idea de providencia ha llegado a nosotros
con dos valores esenciales e irrenunciables: el carácter personal de Dios y la
certeza de su cuidado amoroso en entrega y gratuidad absolutas. Pero esas
certezas radicales se nos entregaron envueltas en una interpretación teológi-
ca que, según queda dicho, respondiendo a las demandas de su cultura, no
responde a algunas de las exigencias irrenunciables de la nuestra.

1. La primera es que ya no cabe seguir arguyendo con textos bíblicos


tomados en su literalidad. En una cultura trabajada por la crítica ya no es po-
sible afirmar la providencia y seguir tomando a la letra, por el mero hecho de
que así está en la Biblia, que “Dios da la muerte y la vida”, que manda pestes
o que ordena pasar a cuchillo ciudades enteras. Por fortuna, en su literalidad
expresa, esto está generalmente superado, pero conviene no bajar la guardia
frente a su influjo subterráneo. Pero tampoco es ya posible acudir a expresio-
nes de san Pablo acerca de la “elección” y el destino de Israel (Rm 9-11), que
son circunstanciales y en todo caso muy condicionadas culturalmente, para se-
guir hablando de “predestinación” (“una idea de Dios que nos hace estreme-
cer”, como decía hace ya mucho tiempo Berthold Altaner10). Por fortuna para
la teología reformada, Karl Barth ha aligerado la situación, acudiendo a otro
texto paulino (Ef 1,4), para interpretar la predestinación como “la elección
salvadora de la humanidad en Cristo antes de toda eternidad”. De todos mo-
dos, como bien observa Otto Hermann Pesch, esa solución no anula “todas
las dificultades ni “cierra la boca a todas las preguntas”11, porque ese modo
de razonar sigue demasiado encerrado en “la letra” de los textos, en lugar
de atender al “espíritu vivificante” que los anima en el conjunto de la Biblia.
La segunda exigencia, acaso la principal y más decisiva, consiste en que
el descubrimiento de la autonomía mundana, en sentido de que “las cosas
creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores” (Gaudium et
Spes, n. 36). Pues tomarlo en serio, como adquisición legítima e irreversible

10 Patrología, Madrid 1962, p. 423.


11 Katholische Dogmatik. Aus ökumenischer Erfahrung. I/2 Die Geschichte der Menschen mit Gott,
Ostfildern 2008, 660; cf. 655-661.

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que es, hace no sólo anacrónico, sino incluso culturalmente imposible inter-
pretar la providencia como actuando mediante un continuo “intervencionis-
mo” divino. Eso convertiría a Dios y a su acción en una causa más entre las
causas mundanas (por grande y sublime que se la piense). De hecho, hoy no
se puede pensar que es Dios quien “manda” la lluvia, “descarga” el rayo o
“provoca” el tsunami. Esto ha revolucionado a fondo el problema del mal, tan
estrechamente ligado al de la providencia, y ha obligado a ser muy cautos
contra toda deriva ontoteológica, que convertiría a Dios mismo en “ente”
entre los entes del mundo.

2. Tenerlo en cuenta llama a invertir radicalmente la consideración, que


no debe partir ya “desde lo alto”, es decir, desde lo que Dios “podría” ha-
cer en abstracto, de potentia absoluta. Porque es cierto que Dios lo puede
todo..., pero “todo” lo que tiene sentido y por tanto puede ser realizable. Y
esto sólo podemos averiguarlo —siempre con dificultad y mucha cautela—
pensando “desde abajo”, desde la “perspectiva de la rana”, que dicen los
alemanes (Froschperspektive). En abstracto, san Pedro Damián pudo afirmar
que Dios puede hacer que no suceda lo que ya ha sucedido12. Y nótese que ni
siquiera cabe usar alegremente el principio de no-contradicción. Porque, to-
mándolo solo en pura lógica abstracta, por el mero análisis de los términos, un
triángulo-rectángulo-equilátero puede parecer un concepto coherente; pero
cuando se examina con más cuidado la expresión, resulta que carece de senti-
do, algo imposible, una contradicción. Pero lo significativo es que solo resulta
así en la geometría plana, porque no suceda así dentro de la geometría curva
de Riemann (piénsese, por ejemplo, en los cuatro triángulos que forman con
el polo y el ecuador los cuatro meridianos que dividen en cuatro el hemisferio
norte de la tierra).
Ya se comprende que no estoy haciendo un ejercicio de geometría ba-
rata, sino subrayando algo muy decisivo: averiguar qué es lo que en concreto
tiene sentido cuando hablamos de omnipotencia divina, es decir, de lo que
pensamos que Dios “puede o no puede” realmente hacer, solo podemos in-
tentarlo examinado con sumo rigor las estructuras de la realidad mundana;
y hacerlo, como enseñó el Concilio, de acuerdo con esa autonomía “que el
hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco” (Gaudium et Spes,
Ibid.)13. Es fácil ver que la afirmación de Pedro Damián es un absurdo carente
12 De divina omnipotentia, IV, 50s.
13 El párrafo, de tono extrañamente solemne y decidido, pide meditación y merecería presidir todos
los tratados de teología actual: “Si por autonomía de la realidad se quiere decir que las cosas
creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir,
emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía. No es
sólo que la reclamen imperiosamente los hombres de nuestro tiempo. Es que además responde a
la voluntad del Creador. Pues, por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas
de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe
respetar con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte. Por ello, la

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de sentido, como lo es pensar que Dios pueda dividir un aula en tres-mitades.


Pero ya no lo es tanto, por ejemplo, hablar de un triángulo-rectángulo-equi-
látero, y —lo que de verdad nos interesa aquí— resulta muy difícil verlo en la
afirmación de un mundo-finito-perfecto (que tendría que ser un mundo-finito-
infinito).

3. Bien sé que, por eso mismo, no es fácil demostrarlo, ni puedo hacerlo


aquí14. Pero cada vez estoy más convencido de que o lo tomamos en serio o
la teología tiene que reconocer su derrota ante la
inevitable deriva atea del Dilema de Epicuro en la Sólo podemos averiguar lo
cultura actual, y por supuesto renunciar al intento
que es realizable por Dios
de hacer comprensible y creíble la realidad de la
providencia divina. Porque, si un mundo perfecto pensando “desde abajo”,
fuese posible y Dios, pudiendo, no quisiera ha- desde la “perspectiva de la
cerlo, no sería bueno ni providente (los males son rana” que dicen los alemanes
tan terribles e “injustificables”, que, si pudiese,
cualquier persona mínimamente honesta lo haría); y, si, queriendo, Dios no
pudiera, no sería todopoderoso y por tanto tampoco podría ser providente.
Negar, más o menos oscuramente, la bondad divina o, de manera algo
más clara, cuestionar su omnipotencia, es hacer imposible la idea de Dios y
la fe en su realidad. Y sustraerse a la constringencia de estas razones, sea
llamando racionalismo al hecho de exigir coherencia, sea acudiendo a recur-
sos de un biblicismo fideísta (porque lo dice la Biblia, como si la revelación se
identificase con la letra) o a retóricas meramente pragmáticas (lo único que
interesa es la lucha contra el mal, como si el diagnóstico no fuese necesario
para la curación), se expone inevitablemente a los aludidos reproches de Emil
Brunner, que se atreve a hablar de voluntarismo irracional y deshonestidad
intelectual. De hecho, renunciar a una teodicea crítica y debidamente reno-
vada acaba dando razón a los que como J. L. Mackie afirman que es verda-

investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de una forma auténticamente
científica y conforme a las normas morales, nunca será en realidad contraria a la fe, porque las
realidades profanas y las de la fe tienen su origen en un mismo Dios. Más aún, quien con
perseverancia y humildad se esfuerza por penetrar en los secretos de la realidad, está llevado, aun
sin saberlo, como por la mano de Dios, quien, sosteniendo todas las cosas, da a todas ellas el ser.
Son, a este respecto, de deplorar ciertas actitudes que, por no comprender bien el sentido de la
legítima autonomía de la ciencia, se han dado algunas veces entre los propios cristianos; actitudes
que, seguidas de agrias polémicas, indujeron a muchos a establecer una oposición entre la ciencia
y la fe. Pero si autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad creada es independiente de
Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se
le oculte la falsedad envuelta en tales palabras. La criatura sin el Creador desaparece. Por lo demás,
cuantos creen en Dios, sea cual fuere su religión, escucharon siempre la manifestación de la voz de
Dios en el lenguaje de la creación”.
14 Para quien se interese por este problema fundamental, remito al capítulo III de Repensar el mal,cit,
dedicado a la “ponerología”, p. 57-109.

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deramente milagroso seguir creyendo en Dios15; y, en el fondo, equivale al


reconocimiento de que algo muy serio non funciona y urge un cambio radical.

La acción divina más allá del “deísmo intervencionista”


Enunciar una tarea de este calibre resulta siempre más fácil que reali-
zarla. Porque exige a un tiempo libertad para reconfigurar la interpretación
y fidelidad al fondo experiencial que se quiere interpretar. Esto segundo es
decisivo, porque no puede tratarse de debilitar o perder las riquezas que tan
duramente ha ido conquistando la experiencia religiosa. La finalidad de todo
el esfuerzo y el criterio último de su acierto tiene que consistir justamente
en ayudar a una comprensión que, por un lado, re-
El actual deismo sulte crítica y coherente y, por otro, anime la fe y
fomente la confianza en el cuidado providente de
intervencionista — Dios. Aunque es preciso advertir que la coherencia
Dios interviene sólo y la eficacia no pueden medirse desde los antiguos
excepcionalmente— es modos de comprensión, sino desde dentro de la
una solución híbrida y nueva propuesta: desde la inteligibilidad que su
ecléctica al problema propio planteamiento. Y la verdad es que existen
de la providencia posibilidades para una interpretación que —cuando
se procede con espíritu abierto y sintonía cordial—
demuestra que no sólo pierde nada de lo anterior,
sino que permite abrirlo a una nueva riqueza. Eso es al menos lo que las si-
guientes reflexiones intentan mostrar.
El apoyo principal reside justamente allí donde se ha manifestado la
mayor dificultad: en tomar en serio la autonomía del mundo, interpretando
desde ella el sentido de la acción divina en el cosmos y en la historia. No ha
resultado fácil, pero es ya claramente posible.
Es bien conocido que la primera reacción fue la del Deísmo: si el univer-
so es como un reloj perfecto que funciona según sus propias leyes, la provi-
dencia se hace innecesaria: la acción divina queda reducida a la creación inicial
y al juicio final. Esta solución no sólo fue inestable en la cultura (el Deísmo
como transición o bien hacia el teísmo de un Dios vivo o bien hacia el ateísmo
de la muerte de Dios), sino que resultó intolerable para la vivencia religiosa
auténtica. Pero tampoco cabía ignorar la autonomía ni negar lo que de verdad
había en su denuncia del intervencionismo divino, pues también los creyentes
van al médico y no al sacerdote cuando enferman y miran al hombre del tiem-
po y no al profeta bíblico cuando amenaza un huracán.
Lo grave fue que no se operó una verdadera síntesis entre las dos evi-
dencias, entre la realidad viva de la acción divina, por un lado, y su no interfe-
15 El milagro del teísmo, Madrid 1994.

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rencia empírica en los procesos naturales, por otro. Lo que se estableció fue
una solución híbrida y ecléctica: una especie de deísmo intervencionista, que,
de manera no siempre confesada pero muy eficaz, imagina un dios en el cielo
e incluso presente en el mundo, pero del que se espera que de vez en cuan-
do, sobre todo en ocasiones de especial necesidad, intervenga supliendo o
completando lo que no puede lograr la acción humana: se va al médico, pero
se ruega a Dios por la curación; se examinan las isobaras, pero se habla de
hacer rogativas si aprieta la sequía; en casos extremos, se pide un milagro e
incluso se puede exigir como prueba empírica para una canonización. El resul-
tado para la comprensión de la providencia en una conciencia medianamente
crítica dentro de la cultura actual son devastadores: las enfermedades siguen
sin curar y las catástrofes siguen matando, sin que la “providencia” aparezca.
Y es todavía peor, cuando se habla de que aparece, afirmando que se ha pro-
ducido un auxilio llamativo o un caso milagroso, porque entonces llueven las
preguntas: ¿por qué a unos sí y a otros no; por qué tan pocos, siendo tantas
las necesidades; por qué siguen muriendo de hambre millones de niños ino-
centes, si el milagro es posible y el poder infinito y sin esfuerzo?
Profundizando más todavía, Paul Althaus indica con toda razón que, sin
pretenderlo, ese modo que parece garantizar y hacer casi palpable la activi-
dad de la providencia divina, en realidad la reduce y parcializa al extremo:
“Tal acentuación de los huecos o excepciones tendría como consecuencia,
algo que la fe nunca puede conceder: que todo el acontecer conforme a las leyes
[naturales] dejaría de ser acción viva e inmediata de Dios en el sentido como lo
son los milagros. Entonces ya no estaríamos en condiciones de sentirnos en las
manos de Dios en cada punto de la realidad”16.
Lo sorprendente es que la verdadera respuesta está en la misma Biblia,
cuando a través de su accidentada letra logramos leer el auténtico sentido de la
creación, vista no sólo en su hondo sentido ontológico, sino en su contextuali-
zación por la presencia de un Dios siempre amorosa e incansablemente preocu-
pado por ayudarnos, protegernos y asegurar nuestra salvación definitiva. En
una palabra y sintetizando, la respuesta buscada está en la creación-por-amor.

La providencia desde la creación-por-amor

La mentalidad influida por lo que he llamado deísmo intervencionista y


acentuada por el literalismo bíblico de las narrativas tradicionales, ha impe-
dido sacar todas las consecuencias de la enorme fecundidad encerrada en la
idea de creación17. Recluida imaginativamente al comienzo inmemorial, como

16 Die Christliche Wahrheit, Güttersloh 7 1966, 321; cf. toda la interesante reflexión, p. 318-324.
17 Estudio con cierto detenimiento este tema tan decisivo en Recuperar la creación. Por una religión

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La providencia hoy: auntonomía humana
ESTUDIOS y creación por amor

realizada in illo tempore, quedó oculta su perenne actualidad como creatio


continua, creación siempre en acto. Pero el acto creador no es un comien-
zo que se deja atrás, sino un “inicio siempre acompañando en el camino”18.
Acompañando como amor de iniciativa absoluta y entrega incondicional: crea-
ción-continua- por-amor.

1. A poco que se piense, examinándola desde sí misma y no desde una


mentalidad acostumbrada a ver la acción divina únicamente en intervenciones
puntuales y palpables, esta visión no sólo no implica pasividad, sino máxima
y permanente actividad. A pesar de todo, esto lo supo siempre la mejor tra-
dición, desde los Salmos —Dios “no duerme ni dormita vigilando” en favor
de su pueblo (Sal 121,4)— hasta el Jesús joánico: “mi Padre trabaja siempre”
(Jn 5,17). Dios no necesita “entrar” en el mundo para actuar, porque está ya
siempre activo en su “más profundo centro”; ni precisa que lo llamemos o
invoquemos para que acuda y ayude, porque está sosteniendo, promoviendo,
llamando y capacitando para que podamos ser y actuar. La iniciativa es siem-
pre suya: absoluta, incesante, amorosa. Puede haber y hay pasividad e inercia
en nosotros, pero no la hay jamás en su amor infinito, siempre activo y buscan-
do únicamente el bien y la realización de todas y cada una de sus creaturas.
Una vez descubierta, esta es una evidencia que brota espontánea desde
lo más íntimo de la experiencia religiosa viva, que por eso acude siempre a
Dios, intuyendo que en su amor residen el refugio y la fortaleza, el amparo
envolvente y la garantía última. Por eso, cuando la piedad auténtica se ex-
presa desde esta intuición fontal, tiende —con razón— a manifestarse con
afirmaciones de alcance máximo e irrestricto: no existen límites para el cuida-
do amoroso de Dios y será poco todo lo que digamos o proclamemos acerca
de su providencia. Porque, atendiendo a su intención amorosa, a lo que Dios
quiere y desea para su creación, nunca seremos suficientemente optimistas;
como bien dijo Paul Tillich, “cuando se aplican a Dios, los superlativos se con-
vierten en diminutivos”19.
Esta experiencia y esta convicción deben mantenerse siempre como
guía última de la reflexión teológica. Lo que sucede es que lo que Dios quiere
y busca con amor infinito para las creaturas, tiene que realizarse en y a través
de la precaria y siempre deficiente finitud de estas. La experiencia religiosa
ha tenido que aprenderlo duramente en la carne viva de su historia pasada y
de su realidad presente. Lo que percibe como verdad en sí y como innegable
intención divina, tropieza con las dificultades concretas y las frustraciones in-
humanizadora, Santander 1997 (original gallego, Vigo 1996); a él remito, sin recargar la lectura con
citas, para quien esté interesado en estudiarlo más a fondo.
18 La expresión —mitgehender Anfang— la tomo de O-H. Pesch, que remite también a Rahner y a
D. Arenhoevel (Katholische Dogmatik. I/1 Die Geschichte der Menschen Mit Gott, Ostfildern 2008,
234).
19 Sytematic Theology I, Chicago 1961, 325.

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ESTUDIOS Andrés Torres Queiruga

acabables de su realización creatural. De ahí la tarea irrenunciable de las inter-


pretaciones que intentan explicar lo que parece una dolorosa contradicción.
Quedan aludidas las enormes dificultades de la empresa y el hecho obvio de
que cada época ha de afrontarla con los propios recursos.
La nuestra está, repitamos, muy caracterizada por el descubrimiento de
la autonomía. Ciertamente, esta ha puesto en fuerte relieve las dificultades,
pero ofrece también posibilidades nuevas y fecundas. En primer lugar, hace
evidente la necesidad de completar la intuición radical con el examen de las
posibilidades concretas en su realización efectiva. Es
decir, pide analizar desde la humilde y realista “pers- La experiencia y
pectiva de la rana” lo que significa la acción providen- convicción de la
cial, cuando se atiende a las posibilidades constitutivas creación-continua-
de la creatura, sin anularla en su ser ni frustrarla en sus por-amor deben
dinamismos. Porque tomar en serio la creación, como
acción libre y amorosa de Dios, significa comprender
mantenerse siempre
que sólo tiene sentido para que la creatura sea ella como guía última de la
misma, es decir, para que realice su propio ser y actúe reflexión teológica
con sus propios dinamismos. Sería absurdo que Dios
trajese a la existencia creaturas distintas de él para luego reabsorberlas anu-
lándolas o que las hiciese activas para después sustituir su actividad.

2. Al pensar esto, conviene distinguir con especial atención entre natu-


raleza y libertad, entre lo que actúa conforme a la regularidad necesaria de
las leyes naturales y lo que pasa a través del consentimiento y la libre decisión
humana.
En la naturaleza la providencia consiste en mantenerla en su ser y ha-
cerla capaz de realizarse conforme a la regularidad de sus leyes, de suerte
que acción creadora y providente se realiza en eficacia espontánea, sin otros
límites que los que resultan inevitables a causa de los choques, incompati-
bilidades y conflictos en el encuentro de las finitudes. Las realidades finitas,
donde “toda determinación es también una negación” (Espinoza), no siempre
pueden realizarse ni en plenitud propia ni en harmonía con las demás: de ahí
resultan los llamados “males naturales”. Cabría acaso otra ordenación en la
creación del mundo, pero, fuese cual fuese, sería siempre la de un mundo
finito y por tanto estaría igualmente expuesta a choques y conflictos. De ahí
que sea posible pensar en “otros” mundos posibles, pero no es seguro que
tenga sentido pensar en “el mejor”, pues en todo caso, siendo finito, siempre
sería perfeccionable.
Cosa distinta es la libertad, porque su ser consiste justamente en la
capacidad del sí o del no en las mismas circunstancias: para un ser libre optar
por una u otra posibilidad, escoger entre dos ofertas divergentes es tan “na-
tural” —tan conforme a su constitución íntima— como para el astro seguir su

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La providencia hoy: auntonomía humana
ESTUDIOS y creación por amor

órbita. Pero en este caso la providencia —si no quiere anular la creatura en


cuanto libre y contradecirse a sí misma en su continua acción creadora— sólo
puede consistir en fundar la libertad en su orientación fundamental al bien
y apoyarla en el esfuerzo por conseguirlo. Pero es claro que esto no puede
hacerse sustituyendo la libertad, ni siquiera —como tantas veces se preten-
de imaginativamente e incluso se presupone teológicamente— impidiéndola
cuando decide obrar mal o forzándola a obrar bien. Entrar en esa lógica —en
esa contralógica— llevaría irremediablemente a la anulación de la libertad o a
la arbitrariedad absurda de un creador que traería al ser creaturas libres para
quitarles la libertad cuando esta pretende ejercerse: con la mano izquierda
anularía lo que había creado con la derecha.

3. ¿Significa esto negar la providencia y recaer en un nuevo deísmo?


Todo lo contrario: significa interiorizarla hasta la última raíz y extenderla a
toda la realidad, en el respeto exquisito a cada modo de ser. Tal vez no resulte
fácil comprenderlo a primera vista, por culpa de los inveterados hábitos de
una visión intervencionista. Pero acaso ayude a percibirlo de manera más in-
tuitiva, si se concreta la consideración en la realidad
Como creado-por-amor, humana. Como seres corpóreos y libres participa-
puedo dar sin cesar mos de la doble presencia de la actividad providen-
gracias a Dios porque cial. Hay toda una zona en nosotros que funciona
me está sosteniendo por sí misma: yo no tengo que preocuparme de ha-
en el ser y dotándome cer circular mi sangre ni dirigir el intercambio celular.
Pero si me vivo de verdad como creado-por-amor,
de las leyes físicas que puedo dar continuamente gracias a Dios porque me
posibilitan mi vida está sosteniendo en el ser y dotándome de las leyes
físicas que posibilitan mi vida. Y porque creo en su
amor, sé que quiere para mí una vida lo más plena y saludable posible: ni un
cabello de nuestra cabeza escapa a su cuidado, enseñó Jesús de Nazaret.
Sé también que, a pesar de todo, se producen fallos y sufrimientos, a
veces terribles, y que llegará la muerte. Pero comprendo que todo eso es re-
sultado inevitable, como posibilidad constitutiva de la vida finita, pues de otro
modo no podría simplemente existir. Por eso no lo vivo como abandono o
desinterés divino, sino, por el contrario, sabiéndome acompañado por su pro-
videncia, que sigue manteniendo creadoramente la realidad natural, sostenien-
do sus capacidades de resistencia posible; y, sobre todo, que sigue animando
las realidades libres, las cuales en su misma constitución, en cuanto creadas
como solidarias y llamadas al bien, traducen a través de sentimientos de com-
pasión e de inclinación a la ayuda, la solicitud de la providencia en busca del
remedio posible. Lógrese o no, como creyente estoy seguro de que Dios, a tra-
vés de mi deseo de curación y de las distintas libertades que acogen su solici-
tación, está haciendo todo lo posible por ayudarme, de suerte que —aunque a

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ESTUDIOS Andrés Torres Queiruga

veces pueda parecer que todo indica lo contrario— sé que jamás me abandona
y que, sea cual sea la oscuridad, vivo envuelto y amparado en su providencia.
Este modo de hablar —que, lo confieso, adopto no sin cierto pudor—
puede resultar artificioso y aun excesivamente antropomófico. Es la inevitable
limitación de la palabra humana en cuestión tan honda y difícil. Me atrevo a
esperar del lector o la lectora que no se limiten a una reacción simplemente
crítica o distanciada, sino que intenten “realizar” e incluso mejorar por sí mis-
mos lo que intento insinuar. Y como en estos asuntos el lenguaje simbólico
resulta casi siempre más eficaz y sugerente, me gusta citar dos afirmaciones
de Whitehead, pues su aura poética apunta luminosamente hacia lo esencial.
La primera se refiere a la realidad en general y dice así: “Dios es el poeta
del mundo, que con amorosa paciencia lo guía mediante su visión de la ver-
dad, la belleza y la bondad”. Cabría incluso explicitar que lo guía y lo impulsa.
Pero lo fundamental está claro: en la medida en que los materiales del mundo
dan de sí a pesar de sus fallos, limitaciones y resistencias, la providencia divina
trata de sacar lo mejor de él y llevarlo a su máxima plenitud posible. La segun-
da atiende a la vida humana, con su inevitable carga de angustia y sufrimiento:
Dios es "el gran compañero: el camarada en el sufrimiento que comprende"20.
Es importante este final de la segunda cita.

El sentido último y radical de la providencia

1. Dios “comprende”. Esta observación abre el problema hacia la di-


mensión más universal y misteriosa de la providencia. Al centrar la atención
sobre la vivencia concreta, la reflexión puede estrechar la comprensión, sin
atender de manera suficiente a la dimensión universal. Por eso conviene traer
al foro explícito del discurso que Dios lo comprende todo y que su designio
amoroso no queda reducido a la vida individual, sino que no sólo abarca el
universo y la historia sino que cuenta también con el tiempo y la eternidad. La
Ilustración fue injusta en su reacción contra la concentración del Pietismo en
la providencia como guía de la intimidad espiritual, igual que Hegel exageró
en su justa preocupación por no reducirla a un “trapicheo comercial de la fe”
con las preocupaciones individuales21, insistiendo en la necesidad prioritaria

20 Proceso y realidad, Buenos Aires 1956, 465 y 471.


21 Traduzco así: “Kleinkramerei des Glaubens an die Vorsehung”. Vale la pena leer el párrafo de su
Introducción a las Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal, Madrid 1974: “…los espíritus
piadosos ven en muchos sucesos, que otros consideran como casualidades, no solo decretos de
Dios, en general, sino también de su Providencia, es decir, fines que esta se propone. Sin embargo,
esto suele suceder solamente en casos aislados. Por ejemplo, cuando un individuo, que se halla en
gran confusión y necesidad, recibe inesperadamente un auxilio, no debemos negarle la razón, si da
gracias por ello a Dios. Pero el fin mismo es de índole limitada; su contenido es tan solo el fin
particular de este individuo. Mas en la historia universal nos referimos a individuos que son
pueblos, a conjuntos que son Estados. Por tanto, no podemos contentarnos con aquella fe que

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La providencia hoy: auntonomía humana
ESTUDIOS y creación por amor

de la historia universal.
Pero, ciertamente, hablar con plena consecuencia pide encuadrar el
acontecimiento particular en el entero decurso vital, lo individual en lo univer-
sal, lo temporal en lo eterno. Es lo que está implícito en el destino de Jesús,
sobre todo en la acentuación extrema de su muerte y resurrección (pues sin
esta aquella denunciaría el fracaso definitivo de la providencia). Y es lo que
permitió a san Pablo sus osadas y magníficas observaciones. No ignora la mor-
dedura del mal, pero lo desabolutiza, colocándolo en la perspectiva integral:
“Porque estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables
con la gloria que se ha de manifestar en nosotros” (Rm 8,18). Está convencido
de que, en última instancia, incluso del mal puede salir el bien, porque “sabe-
mos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que lo aman” (Rm
8,28). Y puede hablar así, porque se apoya en la intuición radical: la fidelidad
incansable e incondicional del Dios que nos crea con un amor más fuerte que
todo posible fracaso y más poderoso que toda posible oposición:
“Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los
principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profun-
didad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado
en Cristo Jesús Señor nuestro” (Rm 8,38-39).
La vida de Pablo, que no habla desde una existencia pacata ni reflexiona
desde una especulación idealista, prueba la solidez de sus afirmaciones y la
seriedad de su convicción. Y está bien traer sus palabras después de las re-
flexiones anteriores, acaso un tanto prolijas. Sin ellas estas consideraciones no
podrán abrir las profundas perspectivas que desde ellas se abren.

2. Empezando por la más inmediata, referida a su conexión profunda


con el problema del mal. Afirmar que la providencia puede hacer que todo
contribuya al bien, es una afirmación osada y aun excesivamente contrafáctica
como para tomarla a la ligera. Sin negar lo que de certero hay en la intuición
de la conciencia vulgar, cuando afirma que “Dios escribe derecho con líneas
torcidas”, es preciso alejarla de toda contaminación mágica o mecanicista. Y
lo mismo cabe afirmar de la famosa “astucia de la razón” (List der Vernunft)
hegeliana22: no basta el desarrollo inmanente de la lógica racional ni efec-
tividad de las relaciones entre los factores históricos. Como queda visto, la
administra la Providencia al por menor [Kleinkramerei], digámoslo así; ni tampoco con la fe
meramente abstracta e indeterminada que se satisface con la fórmula general de que hay una
Providencia que rige el mundo, pero sin querer entrar en lo determinado y concreto, sino que
hemos de proceder detenidamente en este punto. Lo concreto, los caminos de la Providencia son
los medios, los fenómenos en la historia, los cuales están patentes ante nosotros; y debemos
referirlos a aquel principio universal”. El texto alemán puede verse en tomo 12, p. 26 de la edición
de W. Weischedel.
22 J. Köhler, en el citado artículo Vorsehung, del “Historisches Wörterbuch der Philosophie”, advierte
que esta idea no sólo está muy presente en Vico, sino que en tiempos de la Ilustración se encuentra
también “de manera diversa en muchos autores” (con referencias en la nota 29).

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ESTUDIOS Andrés Torres Queiruga

conciencia creyente sabe las dos cosas: a) es verdad que la providencia divina
trata, incansable, de sacar bien del mismo mal; pero b) en la historia humana
esa verdad sólo puede realizarse a través del compromiso de la libertad. E
incluso así, hay que contar con que la realización de la providencia permanece
sometida a la dialéctica del “ya-todavía no”: es ya efectiva en el trabajo del
tiempo, pero la seguridad del éxito definitivo queda todavía reservada a “la
gloria que se ha de manifestar en nosotros”.
Paul Tillich expresó esto en un sermón universitario, breve pero de gran
intensidad religiosa, comentando justamente Romanos 8,38-39 e insistiendo
tanto en su importancia decisiva para la vida real como en los graves equívo-
cos a que está expuesta. Habla en el duro contesto de los terribles episodios
de la guerra mundial, con sus crímenes y catástrofes, con la destrucción de
cuerpos y almas, de individuos y pueblos enteros, para afirmar que es “en
este tiempo, y justamente en este tiempo, cuando podemos presumir (boast),
que incluso nada de esto puede separarnos del amor de Dios”. Y aclara:
“La fe en la providencia divina es la fe en que nada puede
impedirnos de cumplir el sentido último de nuestra existencia. La providencia
no significa una planificación divina por la que todo está predeterminado, como
en una máquina eficaz. Más bien, la providencia significa que en toda situación
está implicada una posibilidad creativa y salvadora, que no puede ser destruida
por ningún acontecimiento”23.

3. Lo cual abre a su vez la gran pregunta acerca del sentido definiti-


vo de la historia y, en conexión íntima con ella, del fundamento último de la
esperanza cristiana. Este tema preocupó siempre —de modo muy expreso
desde Agustín y Orosio— en forma de teología de la historia y se seculari-
zó de algún modo en la filosofía de la historia. Tradicionalmente la teología
enfocó la cuestión desde el poder de Dios sobre el destino del mundo y de
la humanidad. Con una doble perspectiva: cuando enfocó el poder desde el
amor, como en Orígenes, aspiró a la apokástasis ton panton, soñando con
“la restitución de toda la realidad” a su origen divino; cuando, en cambio, lo
enfocó desde el juicio, como sucedió en el aspecto más desafortunado de la
teología agustiniana, la providencia se interpretó como predestinación rigu-
rosa, a unos a la salvación y a otros a la condenación, con anterioridad a las
decisiones de la libertad.
Algo queda dicho del horror a que puede llevar esta segunda perspecti-
va. La primera, en cambio, sigue ejerciendo su fascinación, incluso en teólogos
tan tradicionales como Hans Urs von Balthasar. Pienso que esta idea cuenta
con una clara razón de fondo, en cuanto acentúa la fuerza del amor creador

23 The Shaking of the Foundations, New York 1953, 106; un sermón que merece ser meditado: “The
Meaning of providence” (p. 104-107). Existe una traducción castellana, algo antigua y ya agotada.
Es pena que no podamos disponer de una traducción de sus tres magníficos libros de sermones.

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La providencia hoy: auntonomía humana
ESTUDIOS y creación por amor

y de su “bendición original” 24, nunca retirada. Bendición que constituye el


vínculo irrompible entre la creatura y su Creador y funda el cimiento más firme
de la esperanza bíblica. Pero hoy no cabe descuidar la presencia decisiva de
la libertad como componente intrínseco en la realización de la creatura. Por
eso no tendría sentido una “restitución” que fuese simple vuelta al principio,
puesto que, en definitiva, llevaría a una reabsorción indiferenciada en Dios,
haciendo inútil la historia y privándola de toda significación (una observación
que acaso no tengan siempre en cuenta algunas especulaciones “no-dualis-
tas”).

4. Continuando con la insistencia en conjuntar creación por amor y sen-


tido histórico, parece posible acoger lo mejor de esta perspectiva. Personal-
mente lo he intentado tratando de interpretar la grave intención de la “con-
denación eterna”, acogiendo lo que hay de verdad de la “apocatástasis”. En
el sentido de que no me parece posible una ruptura
total con el amor creador de Dios por parte de una
No me parece posible libertad finita y por tanto nunca totalmente dueña
una ruptura total con de sí misma. Pero, dado que la libertad finita no deja
el amor creador de de ser libertad real, es preciso tener en cuenta que
Dios por parte de una los efectos de sus decisiones finitamente malas no
libertad finita y por quedan sin consecuencia. Lo cual permite interpre-
tanto nunca totalmente tar la condenación como la pérdida eterna, al impe-
dir una mayor plenitud en la acogida de la salvación
dueña de sí misma dada por Dios. Creo que solo una consideración
comercial de méritos y deméritos puede ocultar lo
estremecedor que resulta el hecho terrible de que la cerrazón egoísta de la li-
bertad estreche para siempre posibilidades en la felicidad eterna que el amor
divino busca para todos y cada una de sus hijas e hijos.
Se trata, claro está, de un hipótesis teológica, que debe dejar toda
seguridad ante las puertas del misterio25. Pero es posible encontrar buenos
apoyos en la Escritura. Incluso en el Antiguo Testamento, que, aunque habla
de la distinta suerte en el Sheol para los justos y los injustos, también estos
permanecen en ese mismo “lugar”, sin que se rompa toda relación con Dios26.
En todo caso, con mayor claridad habla san Pablo en su misteriosa alusión a
una salvación “como a través del fuego” (1 Cor 3,15). Y sobre todo, cuando,

24 Aludo al libro de Cf. M. Fox, Original Blessing, Santa Fe 1983.


25 La expongo con mayor amplitud en mi librito ¿Qué queremos decir cuando decimos “infierno”?,
Santander 1995. J. L. Segundo, El Infierno. Un diálogo con Karl Rahner, Montevideo 1997, con
razonamientos algo más complejos, sostiene la misma opinión. Y son bien conocidas las
preocupaciones afines de H. U. von Balthasar, Was dürfen wir hoffen?, Einsiedeln 1988 (es
importante la edición francesa: Esperer pour les autres, Paris 1987).
26 Cf. las consideraciones de O-H. Pesch, Katholische Dogmatik. Aus ökumenischer Erfahrung. 2 Die
Geschichte Gottes mit den Menschen, Ostfildern 2008, 982-983.

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ESTUDIOS Andrés Torres Queiruga

apoyándose en el núcleo más íntimo de su teología, propone la visión insupe-


rable del final glorioso de la historia humana:
“El último enemigo en ser destruido será la Muerte. Porque ha sometido
todas las cosas bajo sus pies. […] Cuando hayan sido sometidas a él todas las
cosas, entonces también el Hijo se someterá a Aquel que ha sometido a él
todas las cosas, para que Dios sea todo en todo” (1 Cor 15,26-28).
Todo en todo. Pero no un “todo” de simple vuelta al comienzo, a una
indiferenciación inicial; sino un todo de avance y maduración hacia el encuen-
tro consciente y amorosamente personal. Un todo enriquecido con la carga de
la historia vivida, envuelta y amparada por la providencia amorosa que busca
para nosotros y con nosotros el crecimiento hacia una plenitud auténtica, en
comunión irrestricta, apertura fraternal y comunión sin fronteras.

La espiritualidad de la providencia

Asomarse a las cumbres de esta visión gloriosa, no puede quedarse


en mera especulación. Carecería de todo sentido, si no convoca a un intenso
cultivo de la vivencia íntima y de la realización práctica.

1. Implica, desde luego, trabajar por una verdadera conversión noética,


una metánoia, es decir un “cambio de mente”, que la habitúe a ir viéndolo
todo desde el punto de vista de la providencia divina. Empezando por la per-
cepción básica, radical: la de interpretar el mundo y la vida no como un pro-
ducto casual y arbitrario, por el juego ciego del “azar y la necesidad”, que nos
dejaría desamparados cual “zíngaros al borde de un universo que nos ignora”,
sordo a nuestras músicas e indiferente a nuestros sufrimientos27, sino la de
saberlo fruto querido del amor personal y entrañable de Dios. Amor volcado
incansablemente sobre nuestra vida de hijas e hijos, ni siquiera de súbditos o
servidores. Cultivar esta convicción como garantía preciosa de esa “confianza
básica” (basic trust), tan necesaria para una vida sana y una existencia con sen-
tido, debe ser preocupación prioritaria en toda reflexión sobre la providencia.
Sobre este fondo general, se precisa un revisión de los hábitos mentales
y afectivos. Ante todo, respecto de Dios mismo, acabando con los fantasmas
que lo presentan como amo y señor que pide “gloria” y exige “servicio”, re-
compensado con premios o amenazando con castigos. Es necesario clavar en
nuestra inteligencia y en nuestra sensibilidad la increíble maravilla de un amor
sin frontera ni medida, de ternura infinita e iniciativa absoluta, no solo antes
de todos los tiempos, sino también dentro de la historia, incluso “cuando to-
davía éramos pecadores” (Rm 5,8). Conviene alimentar con cuidado la seguri-

27 Aludo, claro está la libro de J. Monod, El azar y la necesidad, Barcelona 1971.

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La providencia hoy: auntonomía humana
ESTUDIOS y creación por amor

dad firme en una providencia que jamás se retira en la ausencia ni se oculta en


el silencio, como tantas veces se dice, confundiendo nuestras impresiones con
la realidad, los eclipses de la conciencia humana con la desaparición del sol
divino. Por eso debe ser desterrada toda retórica que habla tan fácilmente del
“silencio” o de la “ausencia” de Dios. Porque Él, que en su providencia, está
más interesado que nosotros mismos en nuestra propia salvación, permanece
siempre presente y actuante, tratando de hacer sentir su presencia, de abrir
nuestros oídos y romper nuestras resistencias.
Por eso también la revisión debe ejercerse sobre nuestras actitudes,
esforzándonos por ir construyendo una disposición consecuente con esa com-
prensión. Primera y principalmente, con exquisito cuidado de que nuestros
hábitos “comerciales” no lesionen ni deformen la situación, oscureciendo la
iniciativa absoluta de una providencia que ha querido estar ya siempre entre-
gada en disponibilidad sin medida.
Aquí aparece la importancia decisiva la oración, una de cuyas finalida-
des principales debería ser la de trabajar el espíritu humano para que se deje
empapar por esta presencia que nos funda con su poder y nos antecede con
su amor, modelando sobre ella hábitos de confianza, gratitud y amor; y, desde
ahí, fomentando la decisión de escucha, acogida, discernimiento y obedien-
cia. Creer de verdad en la providencia significa, en definitiva, dejarse guiar por
los caminos que ella, como continuidad de la creación por amor, trata de abrir
para la auténtica realización de nuestra vida.
Y espero que en este punto se comprenda mi insistencia en la importan-
cia decisiva de revistar el tema crucial de la oración de petición. No se trata
de criticar la tradición ni, menos, de juzgar intenciones. Lo que interesa es
únicamente estudiar la estructura objetiva de ese modo de orar y sus efectos
dentro de la situación creada por la cultura actual. Si lo visto hasta aquí es fiel
a lo más genuino y originario de la experiencia bíblica, no resulta difícil ver
que, con independencia de la intención subjetiva del orante y aun en contra
de su conciencia expresa, lo que en la petición se dice invierte radicalmente el
sentido de la providencia.
Ante todo, porque cambia los papeles, colocando al orante en el lugar
de Dios y a Dios en el lugar del orante: de ser Dios quien despierta la con-
ciencia y convoca a la acogida y a la acción, es el orante quien llama a Dios
y trata de lograr que acoja y actúe. La terrible inversión que, aunque sea sin
pretenderlo, se opera así es tan evidente que, una vez alertada la atención,
un simple examen de gran parte de las peticiones que se hacen en la oración,
tanta privada como oficial, causa asombro y puede llevar al escándalo. ¿Cómo
podemos nosotros decirle a Dios que sea compasivo, que se acuerde de los
pobres y tenga piedad de los que mueren de hambre o asesinados? ¿No es
justamente Dios quien, con la preocupación infinita reflejada en la misma Bi-
blia, nos está llamando continua e insistentemente a nosotros?

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ESTUDIOS Andrés Torres Queiruga

Cierto que la repetición continua, desde la infancia, de este tipo de


oraciones aminora el impacto de lo que se dice. Pero, como cada vez con
mayor energía enseñan tanto la lingüística como la sicología, no por ello el
lenguaje deja de configurar fuertemente el espíritu individual y colectivo: el
lenguaje “nos piensa”, a veces mucho más de lo que nosotros mismos pensa-
mos o lo pensamos. Un mal lenguaje religioso aca-
ba deformando gravísimamente la imagen de Dios. Asusta pensar en
Sería bueno que la teología, en lugar de enredarse
en consideraciones sutiles, se centrase en los efec-
nuestra responsabilidad
tos —tan evidentes— sobre muchas prácticas de la pastoral respecto de
piedad popular y sobre impacto que la imagen di- la imagen de Dios
vina así creada está teniendo en la cultura general. que así estamos
Sobre todo, teniendo en cuenta el hecho masivo de ofreciendo a una
que gran parte de las personas educadas en la ac- cultura tan duramente
tual cultura secularizada no conocen ni han repetido
las oraciones; con la consecuencia inevitable de que,
trabajada por la crítica
cuando las escuchan, no tienen otra posibilidad que antirreligiosa
la de interpretarlas en su sentido obvio y literal, en
lo que objetivamente dicen. Asusta pensar en nuestra responsabilidad pasto-
ral respecto de la imagen de Dios que así estamos ofreciendo a una cultura
tan duramente trabajada por la crítica antirreligiosa.
Lo curioso es que la tradición, de modo muy expreso en Agustín y To-
más, fue muy consciente del problema, indicando que la petición no podía
tener por objeto informar o convencer a Dios, sino a nosotros. Se entiende
que en su circunstancia, no sólo por el problema de la autonomía sino sobre
todo por el literalismo al leer la Biblia —“en la cual es impío (nefas) creer que
algo es falso”28—, tuviesen que recurrir a recursos tan artificiosos como el de
que la petición es “para conseguir lo que Dios dispuso que fuese conseguido
por las oraciones de los santos”29. Pero hoy la fidelidad consiste justamente
en superar la letra, para ir al verdadero espíritu, so pena de incurrir en la “im-
piedad” de hacer increíble la verdad de la Escritura30.

2. A la conversión noética, la espiritualidad de la providencia necesita


unir la consecuencia práctica. Después de lo visto hasta aquí, resulta evidente
28 STh I-II, q. 103, ad 2.
29 STh II-II, q. 83, a. 3, c. Vale la pena leer el artículo entero, por la honestidad en reconocer las
objeciones y el condicionamiento cultural de las respuestas. R. Garrigou-Lagrange, comentándolo,
lo pone tan evidente, que muestra todavía más claramente lo artificioso del recurso: “Cette
réponse consiste en ceci: la vraie prière faite dans les conditions voulues est infailliblemente
efficase, pace que Dieu, qui ne peut pas se dédire, a decreté qu’elle le serait” (Providence: DTC
13, 1936, 1019).
30 Puede verse un diálogo sereno sobre esta cuestión en A. Torres Queiruga, Más allá de la oración
de petición: Selecciones de Teología 51/202 (2012) 83-102 y J. Martín Velasco, Modesta apología
de la oración de petición: Ibd., 103-111.

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La providencia hoy: auntonomía humana
ESTUDIOS y creación por amor

que creer de verdad en un Dios providente, que está haciendo todo lo po-
sible por ayudarnos a llevar adelante la vida y la historia, solo tiene sentido
incluyéndose en su dinamismo, acogiéndolo en el discernimiento honesto y en
la acogida activa. Lo contrario equivaldría a una fe muerta, a una adoración
de los labios (en este número Javier Vitoria lo aclara con su habitual y aguda
elocuencia). Existe incluso un dicho tradicional que apunta al centro de la ac-
titud correcta: “ora como si todo dependiera de Dios y actúa como si todo
dependiera de ti”, que va de Agustín de Hipona a Ignacio de Loyola. Dicho
que, debidamente insertado y contextualizado en la cultura actual, apunta a
una certera interiorización de la providencia, que actuando desde el fondo
más radical del ser, hace ver que nuestra acción es ya siempre respuesta a la
iniciativa divina. Algo que, por otra parte, no hace más que tomar en serio la
doctrina tradicional de la prioridad absoluta de la gracia.
Por eso aquí voy a limitarme a insistir en un acento, cuya importan-
cia la radicalización de conciencia de la autonomía ha traído a primer plano
en nuestra cultura secular. La visión premoderna —que no la desconocía del
todo, como lo muestra el realismo de las “causas segundas”— podía toda-
vía conjuntar la autonomía con la creencia en intervenciones puntuales divi-
nas en el decurso natural. Pero la situación ha cambiado. Se nos ha hecho
evidente que todo lo que sucede empíricamente en el mundo, es decir, en
el ámbito de las leyes de su funcionamiento, sea físico, social o sicológico,
tiene su causa dentro del mundo. De suerte que lo que nosotros no hagamos,
quedará irremediablemente sin hacer. Dicho con simbolismo evangélico, si el
Samaritano no pasase por aquel camino, el herido moriría desangrado; igual
que hoy, si no logramos cambiar las políticas alimentarias, millones de niños
seguirán muriendo de hambre. Todo nos dice que “encargárselo” a Dios con
peticiones o rogativas, aparte de ser objetivamente injusto y intolerablemen-
te ofensivo para su amor, acaba convirtiéndose en un escapismo religioso,
deformador de su imagen y —acaso subliminalmente— excusador de nuestra
responsabilidad.
Lo cual no implica —ahora podemos comprenderlo mejor— restar un
ápice a la actividad de la providencia, sino todo lo contrario: reconocerla en
su entrega absoluta y sin reserva, a la que, ciertamente, no somos nosotros
los encargados de motivar para que actúe. El núcleo de la confesión cristia-
na nos enseña que, si algo falta en la realización del proyecto salvador, no
es jamás por parte de la iniciativa y de la acción divina, sino por parte de la
respuesta humana. Porque, repitamos, solo en nuestra respuesta, en cuanto
constitutivamente necesaria, puede la acción trascendente de Dios convertir-
se “samaritanamente” en efectividad histórica. Muchas veces el fallo sucede
por impotencia humana —cuando realmente no nos resulta posible—, otras
por culpa libre—cuando pudiendo, no queremos—; pero nunca tiene sentido
hacer responsable a Dios, aunque sea en la forma (inconscientemente) disimu-

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ESTUDIOS Andrés Torres Queiruga

lada de la petición (si se lo pedimos, es porque puede hacerlo; y si no lo hace,


es responsable).
Esta es la ley de la encarnación, que marca a un tiempo nuestra glo-
ria y nuestra responsabilidad humana, nuestra carga pero también nuestra
oportunidad. Nosotros no estamos pasivos, sino que somos con toda verdad
“colaboradores” de Dios. Más aun, como parte constitutiva de la realización
histórica somos parte esencial de la providencia, las verdaderas manos de
Dios en el mundo.
Cabe incluso asomarse al tema fascinante de que la libertad humana es
el único lugar donde la iniciativa divina —sin romper la autonomía creatural—
puede cambiar y mejorar el curso del mundo. Este es
el verdadero, universal y continuo milagro que acon- La ley de la encarnación,
tece en el mundo, cada vez que alguien cura a un en- marca a un tiempo
fermo, consuela a un triste o aumenta en algún punto
nuestra gloria y nuestra
la alegría y el bienestar de la humanidad. Y no sobra
notar que la insistencia en los “milagros” empiristas, responsabilidad
tan piadosa en apariencia, está ocultando la eviden- humana: somos
cia de esta magnífica verdad. En cambio, cuando se parte esencial de
toma en serio y los cristianos y las cristianas somos la providencia, las
fieles a ella, no solo hace visible la ley fundamental de verdaderas manos de
la encarnación, sino que se traduce —pese a tantas
Dios en el mundo
acusaciones, desde Nietzsche a los innumerables y no
siempre justos sucesores— en la máxima “fidelidad
a la tierra”. Fidelidad, sin límite posible, porque es consciente de que jamás
puede cesar en el trabajo por acercarse a la plenitud, siempre mayor, del Rei-
no.
Y para terminar, permítaseme volver a otra modalidad de la oración,
que también debe ser examinada a esta luz. Hoy se habla mucho de la oración
de intercesión. No pretendo negar sus méritos, en la medida en que escapa
al egoísmo, acoge la valencia fundamental del amor como preocupación por
los demás y fomenta la gran verdad de la comunión de los santos. Pero con-
viene notar que esos valores, que son reales y preciosos, pertenecen a toda
oración auténtica. No son algo exclusivo de la intercesión e, igual que decía
de la petición en general, también aquí conviene distinguir entre la intención
subjetiva y lo que objetivamente va implicado en el modo de expresarla.
La preocupación por los demás es justa, como es bueno el cultivo de la
comunión; pero esos valores no pueden ejercerse y expresarse en una estruc-
tura oracional que también aquí invierte radicalmente el sentido de nuestra
relación con Dios. Observemos, por ejemplo, como María Moliner explica el
significado de interceder: “Abogar, mediar, intervenir con una persona para
que no castigue o trate mal a otra o para que acceda a algo pedido por esta”.
Pregunto, de acuerdo con una observación anterior: ¿qué entienden espon-

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ESTUDIOS y creación por amor

táneamente un joven o una joven actuales cuando escuchan esto aplicado a


Dios y qué imagen de Dios se configura en su mente? Creo que huelga todo
comentario. Si en la petición normal entraba el peligro de comercializar la
relación con Dios, ahora se corre el riesgo de introducirla en los fangales de la
política: quien tenga valedores, estará mejor situado. Y lo más grave es que,
además, sin pretenderlo, las palabras están implicando que hay alguien que
está más cercano que Dios al orante, que es más accesible y que lo ama más.
Me cuesta hacer estos comentarios, pues en modo alguno pretendo re-
currir a la ironía, pero creo que, incluso por el honor de Dios y desde luego por
nuestro bien, estas consideraciones deben hacerse “desde dentro”, antes de
que lleguen como críticas o acusaciones desde fuera. Porque lo importante es
que la realidad de esos valores debe y puede ser preservada y mejorada, con
solo introducirlos de modo justo en el cálido ámbito de la providencia divina.
Pongamos un ejemplo. Si hay un enfermo, no somos nosotros, sino Dios el pri-
mero en amarlo y preocuparse por él; y es Dios quien a través de nuestro ser o
de alguna persona nos lo recuerda y nos anima a hacer cuanto podamos. Pero,
como con cierta irreverencia me atreví a decir hace ya tiempo, nuestra ayuda
no puede ser por “vía satélite”, mandando la señal a Dios —en este caso,
además a través de un intermediario— para que el influjo llegue después a
su destino. La ayuda tiene que ser por “vía terrestre”, es decir, acogiendo
la llamada divina para ver la manera de hacerla fecunda a través de nuestra
conducta, por contacto directo si es posible, mediante la visita o la misiva, y,
en todo caso, si no puede ser así, aprovechando, por ejemplo, para cultivar
una actitud verdaderamente cristiana ante este y parecidos problemas. (No es
cuestión de entrar aquí en cuestiones distintas acerca de la existencia o no de
influjos “positivos” a través de la solidaridad de la vida, de la sintonía cerebral
o de otras posibilidades. No me siento con ánimo ni competencia para entra
en ello. Pero si algo hubiere y se consigue, bendito sea; lo decisivo es que eso
no cambiaría la cuestión, pues en definitiva consistiría en abrir nuevas caminos
para la “vía terrestre”).
Es hora de poner fin a estas largas y complejas reflexiones. Y nada me-
jor que hacerlo volviendo al principio, a la experiencia honda y común. En
definitiva, habrán valido la pena, si nuestra visión de la providencia nos lleva a
exclamar: “Mi refugio y fortaleza, mi Dios, en quien confío” (Sal 91,2).

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