Viva Voz de Vida - Marina Tsvietaieva

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Luminoso, como el propio Maximilián Voloshin, es este texto que

Marina Tsvietáieva dedica a la memoria del poeta y pintor que falleció


bajo el sol de mediodía en Koktebel, un pueblo a orillas del mar
Negro, el 11 de agosto de 1932. Personaje entusiasta y generoso,
«constructor de tantos destinos», anfitrión de figuras como Andréi
Biely, Ósip Mandelstam o Alexandr Blok, su casa en Crimea se
convirtió en uno de los puntos de encuentro más singulares no solo
de Rusia sino de Europa. En las páginas de «Viva voz de vida», la
magia, el mito y la música de las palabras recrean la fecunda amistad
que unió a la autora con este escritor legendario al que conoció a los
diecisiete años. El mar y la tierra, la historia y el arte envuelven este
encuentro en el que se cruzan los senderos del pensamiento y la
creación.
Marina Tsvietáieva

Viva voz de vida


ePub r1.0
Titivillus 27.12.2017
Título original: Zhivoe o zhivom
Marina Tsvietáieva, 1932
Traducción: Selma Ancira

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2
¡Y yo, Lauzun, de mano más blanca que la nieve,
levanté la copa e hice un brindis por la plebe! ¡Y
yo, Lauzun, proclamé que bajo el sol de iguales
derechos gozan el noble y el leñador!
Fortuna, 1919

El once de agosto - en Koktebel - a las doce del día - murió el poeta


Maximilián Voloshin.[1]
Lo primero que sentí al leer aquellas líneas fue, tras el golpe natural de la
muerte - satisfacción: al mediodía: a su hora.
¿De la vida? No lo sé. Para el poeta siempre es la hora y siempre es
pronto para morir, y está menos ligado a los años que tiene que a las
estaciones del año o las horas de los días. Pero en todo caso en su hora del día
y de la naturaleza. Al mediodía, cuando el sol está en pleno cenit, en plena
cima, a la hora en que la sombra es vencida por el cuerpo, y el cuerpo se
funde con el cuerpo del mundo - a su hora, a la hora voloshiniana.
Y, con certeza - a su hora preferida de la naturaleza, ya que el 11 de
agosto (del nuevo estilo, es decir, a finales del viejo julio) - es claramente el
mediodía del año, el corazón mismo del verano.
Y, con certeza - a la hora más suya de Koktebel, la que, de todos sus
innumerables aspectos, es la que se nos queda grabada en la memoria bajo la
forma de ese sol que, como Dios, nos ve y al que nosotros no podemos ver.
Es la marca que el sol koktebeliano de mediodía deja en la frente de todos
los que alguna vez le hicieron frente. De un sol tan fuerte, cuyo bronceado no
lograban borrar ni los inviernos moscovitas ni los jabones de fresa, y tan
bueno que, pese a sus cincuenta grados - del primero al último día - durante
décadas enteras, permitió al poeta un doble símbolo: el de la mayor de las
libertades y el del mayor de los respetos - la cabeza descubierta. Como en el
templo.
Escribo y veo: la cabeza de Zeus sobre unos hombros fuertes, y en sus
frondosos bucles, increíblemente rizados, una delicada corona de absintio,
necesidad ineludible que los tontos toman por afectación, como también su
túnica de lienzo blanco, motivo de tantas y tan ardientes discusiones (sobre
todo entre el público femenino): lleva o no pantalones debajo.
Lienzo, absintio, sandalias - lo más puro y eterno, y ¿por qué al hombre
se le priva del derecho de preferir la pureza (lo que se lava, como el lienzo, y
lo que cambia, pero no varía, como las sandalias y el absintio) - lo puro y
eterno - a lo sucio (lo urbano) y lo casual (la moda)? ¡Y qué hay peor - que lo
urbano y la moda - a la orilla del mar, y de qué mar, y de qué orilla! Mi
fórmula para el vestido: lo que no es hermoso al viento, es horrible. La túnica
de Voloshin y la corona de absintio eran hermosas al viento.
Y bien, a su hora - a las doce del día, al mediodía, a propósito, una
palabra que él habría celebrado, ya que amaba la edad y el peso de las
palabras: su hora del día, de la naturaleza y de Koktebel. Queda lo cuarto y
principal - a la hora de su esencia. Ya que la suya es una esencia meridiana, y
el mediodía, de todas las horas del día - es el más corporal, el más material,
con cuerpos sin sombras y cuerpos que duermen sin sueños, y aun si sueñan -
es el puro sueño de la tierra. Y, al mismo tiempo, la hora más mágica, mítica
y mística del día, tan mágico-mítico-mística como la medianoche. La hora del
Gran Pan, del Démon de Midi, y nuestro modesto demonio del mediodía ruso,
del que en mi infancia, en la provincia de Kaluga, oí: «¡Lionka, vamos a
darnos un chapuzón!» - «No, yo no vo-o-oy: el demonio del mediodía me
arrastraría». - Magia, mito y mística de la tierra misma, de la composición
misma de la tierra.
Así es la obra de Voloshin, en la que, según las palabras genialmente
femeninas y espontáneas de la poetisa Adelaida Guertsyk, hay menos mar
que continente, y más orillas que ríos. La obra de Voloshin es compacta,
tangible, es casi la obra de la materia en sí, con fuerzas que no vienen de lo
alto, sino de esa tierra - el calor no la traspasa - quemada, seca, como un
pedernal, por la que tanto anduvo y en la que hoy reposa. Ya que este hombre
corpulento, casi legendariamente corpulento («siete puds de belleza
masculina» según él mismo decía) era un caminante infatigable, y sus fuertes
pies calzados con sandalias lo portaban con tanta ligereza y lo transportaban
tan alto como las delicadas patas de cabra - a los cabritos. Caminante
incansable. Caminante insaciable. Cuántas veces - él y yo - por senderos que
resonaban de sequedad, o sin senderos, así, de cresta en cresta, en pleno
mediodía, con la cabeza desnuda, sin bastones, sin la ayuda de las manos, con
un guijarro en la boca (dicen que quita la sed, pero la sed de conversar - la
respetaba), con el guijarro y a pesar del guijarro en la boca y a pesar de
nuestro constante estar juntos - como los amigos con los que nos topábamos -
una continua conversación y marcha - horas enteras - veranos enteros -
subiendo, siempre subiendo. El sudor chorreaba y se secaba, ¡no!, se secaba
antes de chorrear, pero la conversación no se secaba - era un conversador
inagotable, es decir, el mismo caminante por los senderos del pensamiento y
la palabra. Un andariego nato. Un escalariego nato.
No me pareció así la primera vez, en las puertas de la sala de nuestra casa
moscovita de Triojprudni, oh, ¡nada que ver! Suena el timbre. Abro. En el
umbral - un sombrero de copa. Bajo el sombrero de copa un rostro gigantesco
al que enmarca una barba corta y rizada.
Una voz zalamera: «¿Podría ver a Marina Tsvietáieva?» - «Soy yo». - «Y
yo soy Max Voloshin. ¿Se puede?» - «¡Adelante!».
Subimos, a las habitaciones de los niños «¿Leyó el artículo que escribí
sobre usted?» - «No» - «Me lo imaginaba y por eso se lo he traído. Hace ya
un mes que apareció».
Recuerdo los nombres: Marceline Desbordes-Valmore, Lucie Delarue-
Mardrus, Anna de Noailles - como introducción. Después solo sobre mí - el
primer artículo en mi vida (y, creo, el último importante) sobre mi libro
Álbum vespertino. Recuerdo, a propósito de la esencia del romanticismo
fuera de la tradición romántica - la siguiente frase: «Los héroes de su primera
juventud son el duque de Reichstadt, la princesa Dzhavaja, Margarita
Gautier…», y la cita:
Si se piensa - ¿dónde queda el juego? -

y la afirmación: «Tsvietáieva no piensa, - vive en sus versos». Y el


principal punto de apoyo del artículo, dos líneas de «La plegaria»:
Me diste una infancia - más bella que un cuento,
dame pues la muerte - ¡a los diecisiete!

El artículo era, de principio a fin, un himno abierto a la creatividad


femenina y a los diecisiete años.
—Salió hace mucho, más de un mes, ¿será posible que nadie se lo haya
dicho?
—No leo los periódicos ni veo a nadie. Aún hoy mi padre ignora que
publiqué un libro. O quizá lo sepa, pero no lo comenta. Tampoco en la
escuela lo comentan.
—¿Todavía va usted - a la escuela? Ah, sí, veo que lleva el uniforme. ¿Y
qué hace en la escuela?
—Poesía.
Un breve silencio, me mira tan fijamente que si no hubiera sido por esa
amplia sonrisa, esa cada vez más amplia sonrisa de simpatía que a él lo hacía
- simpático, podría haber pasado por un desvergonzado.
—¿Siempre lleva usted ese…?
—¿Bonete? Siempre, voy rapada.
—¿Y siempre va rapada?
—Siempre.
—¿Y… no podría… cómo decir, quitárselo, para que yo viera la forma de
su cráneo? Nada dice tanto de una persona como la forma de su cráneo.
—Ningún problema.
Pero aún no había tenido tiempo de levantar los brazos, cuando él -
prudente - con la prudencia del varón y del oso - me lo quitó.
—Tiene un cráneo precioso, la forma es perfecta, de verdad que no
entiendo…
Su mirada es la del escultor o del tallista en madera cuando ve - el tronco
- a propósito, sus ojos son exactamente como los del Pan de Vrúbel: dos
puntos resplandecientes - y luego, suplicante:
—¿Y no podría, ya puestos, quitarse las…?
Yo:
—¿Gafas?
Él, exultante:
—Sí, sí, las gafas, porque ¿sabe?, nada encubre tanto a una persona como
las gafas.
Yo, en esta ocasión adelantándome a su gesto:
—Pero le advierto que sin gafas no veo nada.
Él, tranquilo:
—No es usted quien necesita ver, sino yo.
Se aleja un paso y, contemplativo:
—Es increíble cuánto se parece a un seminarista romano… Han de
decírselo con frecuencia, ¿no es cierto?
—Nunca, porque nadie me ha visto rapada.
—Y entonces, ¿por qué se rapa?
—Para ponerme un bonete.
—¿Y siempre… siempre va a raparse?
—Siempre.
Él, indignado:
—¿Será posible que nunca nadie haya sentido curiosidad por la forma de
su cráneo? ¡La cabeza, en un poeta, es lo principal!… Y ahora, conversemos.
Y conversamos - sobre qué escribo y cómo escribo, qué amo y cómo amo
- la entrega absoluta, el ahondamiento, el penetramiento, los ojos puestos en
el rostro y en el alma del otro - y qué ojos: claros casi hasta la blancura,
agudos casi hasta la punzada (así brotan las lágrimas cuando miras insistente
una luz intensa, solo que aquí es la luz la que te mira con insistencia), no son
ojos, son - un taladro. Penetrantes. Y no porque sean grandes, sino porque
ven más - se ven más. Por fuera: dos gotas de agua de mar donde podría
haberse perforado la pupila, detrás de la que se habría encendido - ¿qué?
nada, son las salpicaduras que quedan en las manos cuando al grito de:
«¡Pronto! ¡pronto! ¡el mar está brillando!» corren de un lado al otro por el
jardín nocturno de Voloshin. No son dos gotas de agua de mar, sino dos
chispas de ese fósforo vivo del mar, dos gotas de agua viva.
Bajo la vigilancia de esos ojos yo, de por sí salvaje, ensalvajezco más
todavía y ni enmudezco ni me callo: directa - a lo más personal, directa - a lo
más formal:
Napoleón, al que amo desde que era una niña, Napoleón II, con L'Aiglon
de Rostand, Sarah Bernhardt a quien hace un año me lancé a ver en París y a
la que no encontré y, sin embargo, no vi otra cosa, - ese París con una N
majuscule por todos lados - con una N inicial en las fachadas de los edificios
- su París, mi París.
Sonríe con los labios, pero perforándome con los ojos, escucha,
insertando de vez en cuando, en los momentos en que tomo aliento:
—Y Baudelaire, ¿no le ha gustado nunca? ¿Conoce a Arthur Rimbaud?
—Lo conozco, no me gustó y no me gustará jamás, solo amo a Rostand y
a Napoleón I y a Napoleón II - y qué tristeza no haber nacido hombre ni en
esa época para poder acompañar al Primero a Santa Elena y al Segundo a
Schönbrunn.
Por fin, en un momento en el que me atraganté:
—¿Vive aquí?
—Sí, bueno, no exactamente aquí, quiero decir que…
—Entiendo, en Schönbrunn. Y en Santa Elena. Pero, me refiero, ¿esta es
su habitación?
—Es la habitación de los niños, fue mía, por supuesto, pero ahora es de
Asia. Asia es mi hermana.
—Me gustaría ver la suya.
Lo guío. Mi cuarto parece un camarote: estrellas doradas sobre un fondo
rojo (el empapelado que elegí: quería las abejas napoleónicas, pero como en
Moscú no las había, me tuve que conformar con las estrellas) - estrellas que
por fortuna estaban casi completamente ocultas detrás de los retratos del
Padre y del Hijo - Gérard, David, Gros, Lawrence, Meissonier, Vereshaguin -
hasta la urna para el icono en el que la Virgen ha quedado oculta por un
Napoleón que contempla a Moscú en llamas. Un sillón estrechito y, pegadito
a él - un escritorio. Eso es todo.
Max, sin intentar siquiera abrirse paso:
—¡Qué poco espacio hay aquí!
Por cierto, su peculiar gordura se ha vuelto legendaria. Nunca la percibí
como un exceso de grasa, siempre - como un exceso de vida, como era en
realidad, ya que él la llevaba con ligereza (casi diría: ¡ella lo llevaba a él!) y
sus siete puds jamás suscitaron la burla, siempre sentimientos serios, como
amor en las mujeres y amistad en los hombres, y en unos y otras - cierto
estremecimiento sagrado, que impedía que se diera con él una unión
definitiva, íntima, una enorme barrera de respeto divino, es decir, de su
procedencia divina, que se revelaba aun en su físico, bajo la forma de una
magnífica panza felina.
—¡Qué poco espacio hay aquí!
En efecto, no solo el espacio - inexistente -, sino el aire mismo había sido
desalojado con la llegada de este Zeus. Su sola cabeza bastaba para que ya no
cupiera nada más. Y como le resultaba imposible sentarse, es decir,
acomodarse - conversamos de pie.
Una voz zalamera:
—¿Nunca ha leído a Francis Jammes? ¿Y a Claudel lo ha…?
En respuesta, me afirmo, es decir, afirmo mi amor no por Francis Jammes
y Claudel, sino por - Rostand, Rostand y Rostand.
Et maintenant il faut que Ton Altesse dorme

—¿Entiende? Ton (el amor) - y sin embargo Altesse!


Ame pour qui la mort fût une guérison…

- ¿y para quién - no lo es?


Dorme dans le tombeau de sa double prison
De son cercueil de bronze et de son uniforme…

—¡Dese cuenta, el rey de Roma enterrado con uniforme austríaco!


Escucha con fervor, y ahora veo que es a mí, y no a Rostand, a mis
diecisiete años en toda la pureza de su inmolación - no impugna - solo de
cuando en cuando - tímido: -¿No ha leído a Henri de Régnier? - La Double
Maîtresse? - ¿Y a Stéphane Mallarmé, no lo ha…?
Y de pronto - au beau milieu de la Oda a Napoleón II de Victor Hugo -
ya no zalamero, sino apremiante:
—¿No podríamos ir a otro lugar?
—Claro que podríamos, podríamos bajar, pero allí la temperatura no pasa
de siete grados.
Él, con una voz ya completamente apagada:
—Soy asmático, no soporto los techos bajos, - ¿sabe?… me ahogo.
Con sumo cuidado lo conduzco por la estrecha escalera de la mezzanine.
En la sala - vacía ya y helada - suspira con toda el alma y todo el cuerpo, y
con una sonrisa amable, de la manera más tierna:
—Los ojos empezaban a hacerme chiribitas - de tanta estrella.

El gabinete de mi padre con un busto de Zeus encima del armario.


Estamos sentados, él en el sillón, yo en el apoyabrazos (estoy - más alta),
y hacemos predicciones sobre el futuro, es decir leemos: él - la palma de mi
mano, yo - su cabeza, ahí donde el remolino, donde el pelo se le arremolina.
De aquellas predicciones, honestamente, solo recuerdo una cosa:
—Cuando amas a alguien, siempre quieres que se vaya, para poder soñar
con él. Mientras más lejos se va, más tiempo puedes soñar con él. Por cierto,
debo irme, hasta luego, gracias por todo.
—¿Cómo? ¿Ya?
—¿Sabe cuántas horas hemos estado conversando? Cinco, llegué a las
dos y son las siete. Volveré pronto.
El recibidor vacío, el crujido del portón, el crujido de los tablones al
contacto con nuestros pies, la reja…
Cuando amas a alguien, siempre quieres que se vaya, para poder soñar
con él.

—Señorita, y su huésped - ¿ya se ha ido?


—Acabo de acompañarlo a la puerta.
—Pero ¿será que no le da vergüenza, señorita, - llevar esa cabeza - con un
señor tan corpulento y tan ensortijado? Y llegó con sombrero de copa - ¿será
su prometido?
—De prometido nada, es escritor. Y fue él quien me pidió que me quitara
el bonete.
—Ah, vaya… Bueno, si es escritor, pues él sabrá. Me ha gustado mucho
cuando les he ido a servir el té: fuertote, chapeteado, sólido y sonriente. Y
barbudo. Y… no se enoje, señorita, pero creo que - ¡ay! - creo que usted le
gusta: la veía así y así, no le quitaba el ojo de encima. ¿No será, señorita, que
acabará usted casándose con él? ¡Con tal de que le crezca rápido su trenza!
Al día siguiente una carta, la abro: una poesía:
¡A usted, con alegría, tiende mi alma!
¡Oh, y qué bienaventuranza emana de las hojas
del álbum vespertino!
(¿Y por qué álbum? ¿Por qué no cuaderno?).
¿Por qué oculta bajo un bonete negro
y gafas negras su semblante limpio?
Pude ver solo la dócil mirada
y el óvalo infantil de la mejilla.
Hoy estoy en la cama - con neuralgia,
el dolor es un suave violoncelo…
De sus palabras la dulce caricia
y el vuelo de columpio de sus versos
arrullan el dolor: vivimos nómadas
por un escalofrío de nostalgia…
¿De quién son esos dedos fríos y tiernos
que entre la oscuridad mis sienes rozan?
Su libro - es de allá una noticia,
una noticia de cosas felices.
Yo no creo en milagros. Mas qué dicha
es darse cuenta: ¡el milagro - existe![2]

Estoy a punto de explotar de alegría (¡los primeros buenos versos en toda


mi vida!, me han dedicado muchos, pero malos) y haciendo un gran esfuerzo
por disimular mi sonrisa, - a los de casa, por supuesto, ¡ni una palabra! - al
final del día voy a ver a mi única amiga, veinte años mayor que yo, a la que
ya le he contado, por supuesto, nuestro primer encuentro. Aún en el recibidor,
sin decir una palabra, le extiendo el poema.
Lee:
—«¡A usted, con alegría, tiende mi alma! - ¡Oh, y qué bienaventuranza
emana - de las hojas del álbum vespertino! - (¿Y por qué álbum? ¿Por qué no
cuaderno?)».
Se interrumpe:
—¿Y por qué álbum? A esto tendrá que responderle que los cuadernos
son para escribir en la escuela y los álbumes - en casa. En Smolny todas
teníamos álbumes para nuestros versos.
¿Por qué oculta bajo un bonete negro
y gafas negras su semblante limpio?

Fíjese usted, él también lo notó y es que, de verdad, es curioso: una


muchacha tan jovencita y - ¡con bonete! (¡Aunque rapada habría sido peor!)
¡Y esas horribles gafas! Siempre se lo he dicho… - «Pude ver solo la dócil
mirada y el óvalo infantil de la mejilla». - ¡Esto sí que está bien! ¡Infantil! Es
decir, ¡tan infantil como pocos! «Hoy estoy en cama - con neuralgia - el dolor
es un suave violoncelo - de sus palabras la dulce caricia - y el vuelo de
columpio de sus versos - arrullan el dolor: vivimos nómadas - por un
escalofrío de nostalgia…» - ¡Sí! Así precisamente, ¡por un escalofrío de
nostalgia! (Y de pronto, de sílaba en sílaba, encapotándose cada vez más
hacia el final, ya como una tormenta):
¿De quién son esos dedos fríos y tiernos
que entre la oscuridad mis sienes rozan?

Ahí lo tiene - los dedos… ¡Fu, qué asco! Oiga bien lo que le digo: se está
aprovechando de que su padre no está en casa… Siempre empiezan así: por
los dedos… Querida, devuélvale la carta una vez que haya subrayado estas
líneas y anote al margen: «Vengo de una casa decente y tome en cuenta
que…» No importa cómo, él tiene que saber que usted es hija de su padre…
¡Esto es lo que tiene crecer sin madre! Y usted (se detiene), tal vez, en
realidad, por una abundancia de emociones, con toda inocencia, ¿le…
acarició… la sien? Le advierto que para ellos esto significa otra cosa, muy
otra cosa.
—Pero… En primer lugar, no lo acaricié, y en segundo - aunque lo
hubiera hecho - ¡es un poeta!
—Peor aún. También de mí se enamoró un poeta, y Yuli Serguéievich
tuvo que echarlo escaleras abajo.
Así salí de ahí, con la incómoda visión de lo que pasaría: Maximilián
Voloshin, con toda su humanidad, volando escaleras abajo por los estrechos
peldaños de nuestra mezzanine - hasta llegar a la sala.
Y lo peor estaba aún por venir. Dos días después - un paquete, lo abro:
Henri de Régnier - Les Rencontres de Monsieur de Bréot.
Siglo XVIII. Un hombre decente, pero que de vez en cuando se
transformaba en fauno. Un festejo en su castillo. Dos damas - marquesas, por
supuesto, - pasean por los jardines llenos de gente en busca de soledad. Una
gruta. Y en ese momento queda claro que las marquesas buscaban la soledad
no por razones espirituales, sino porque desde la mañana no habían parado de
beber limonada. Y bien - se aíslan. Levantan la vista: a la entrada de la gruta,
tapando el sol y la salida, un enorme fauno, es decir, monsieur de Bréot en
persona.
Indignada, cierro el libro. Esta - porquería, esta - obscenidad - ¿a mí? Con
el libro en las manos y una indecible sensación de asco por esas manos que
sostienen tal porquería, voy a ver a mi amiga y la conduzco directamente a la
gruta. Brinca… y - bronca:
—Querida amiga, esto es - sencillamente - ¡pornografía! (Una pausa). Por
una cosa así habría que enviarlo a Siberia, y a ese su… poeta, en todo caso…
en ningún caso… de ninguna manera deberá permitirle que vuelva a cruzar el
umbral de su casa. (Nueva pausa). ¡Vaya con las… marquesas! ¿Ve que tenía
yo razón? Querida, tire ese horrible libro a la basura, y a él, con todo y sus
(con asco) frías sienes… ¡tírelo escaleras abajo! Se lo digo como madre, y lo
mismo le aconsejaría su papá - si estuviera enterado… ¡Ay, pobre Iván
Vladimirovich!
Siéntese inmediatamente y escriba: Muy señor mío - no, ¿¡acaso es un
señor!? - escriba simplemente: Moscú y la fecha. - Después de lo ocurrido
entre nosotros - no, mejor no poner entre nosotros, no vaya encima a jactarse
- digamos así: Le comunico que a raíz de la ofensa que me ha infligido con el
envío de una novela pornográfica francesa, ha perdido para siempre jamás el
derecho a cruzar la puerta de mi casa. Y la firma. Eso es todo.
—Suena demasiado pomposo. Se va a reír. Y además yo no quiero que
deje de visitarme.
—Bueno, pues como quiera, pero debo advertirle que: esos versos, este
libro - y lo tercero será… en una palabra, se comportará como aquel
monsieur - ¿cómo se llamaba? - en aquella… ¡válgame Dios! - gruta.
Mi carta resultó más sencilla pero no menos dura. «No logro entender
cómo usted, sabiendo qué libros me gustan, decidió enviarme una cochinada
semejante, misma que le devuelvo, sin agradecérsela, en este mismo
momento».
Al día siguiente, la aparición del propio Max, con un voluminoso paquete
bajo el brazo.
—¿Está muy enfadada conmigo?
—Estuve muy enfadada con usted.
—No sabía que no le gustaría, quiero decir, no sabía lo que le gustaría,
quiero decir, sabía que no le gustaría - y ahora ya sé lo que le gusta.
Y, libro tras libro, los cinco volúmenes de Joseph Balsamo de Dumas
que, añado, me gustan hasta el día de hoy, y que releí, de principio a fin,
apenas el invierno pasado - los cinco volúmenes, sin saltarme una sola
página. Esta vez Max sí supo qué me gustaría.
(Sacando el quinto libro:
—¡Marina Ivánovna! ¡Qué suerte que no escribe como los autores que le
gustan!
—¡Maximilián Alexándrovich! ¡Qué suerte que no se comporta como los
protagonistas de los libros que le gustan!).
Para no dejar ni una sombra sobre este irreprochable amigo de tantas
almas femeninas, contemplador desinteresado, y a veces, también constructor
de tantos destinos, para que no quede ni una manchita en ese sol que fue y es
para mí Max, quiero dejar claro que a pesar de los recelos de mi solícita y
experimentada amiga en cuestión de poetas - aquí no hubo la menor traza de
«corrupción de menores». Las cosas eran incomparablemente más simples y
más puras. Max siempre estaba entusiasmado con algún escritor, vivo o
muerto, del que no se separaba un solo instante y del que hablaba sin parar - a
todo el mundo. En ese momento de su vida, ese vivo o muerto era Henri de
Régnier, que él desde nuestro primer encuentro me regaló - como lo más
preciado que poseía, lo más preciado de turno. No resultó. Resultó casi - al
revés. No solo no pude con las novelas de Henri de Régnier, ni con las obras
de teatro de Claudel, ni con los poemas de Francis Jammes, sino que él tuvo
que, con sus casi veinte años más que yo, su corpulencia y su experiencia,
zambullirse conmigo en la infancia inmortal de las odas de Victor Hugo y en
la mía - mortal - y errar conmigo de la mano por los cinco volúmenes de
Balsamo, los seis de Los miserables y los seis más de Consuelo y La condesa
de Rudolstadt de George Sand. Cosa que hizo - con indecible paciencia y
tolerancia, lanzando solo de vez en cuando unos suspiros tan hondos como
los que lanzan los perros y los muy obesos: suspiros con todo el cuerpo y
toda el alma. El primer malentendido resultó ser el último, ya que el primer
tomo de las Memorias de Casanova, desde la primera página abierta, le fue
devuelto sin ofensa, con absoluta sencillez:
—Gracias: son grutas como las de tu marqués… quédatelas, por favor —
en lo que sin dudarlo me respaldó la madre de Maximilián Voloshin, Elena
Ottobáldovna.
—A los diecisiete años - las Memorias de Casanova, Max, ¡eres
verdaderamente un tonto!
—Pero mamá, es la misma época de Consuelo y de Joseph Balsamo, que
tanto le gustan… Me pareció que…
—A ti te habrá parecido que, pero a ella no le pareció. ¡A ninguna
jovencita decente pueden parecerle las memorias de Casanova a los diecisiete
años!
—¡Pero el propio Casanova, mamá, le gustaba a todas las adolescentes de
diecisiete años!
—¡A las tontas, y Marina es inteligente; a las italianas, y Marina es rusa!
Y ahora, Max, punto y aparte.
Todo encuentro empieza por un tanteo, las personas avanzan a ciegas, y
no hay, en mi opinión, peores tiempos - del amor, de la amistad, del
matrimonio - que los cacareados primeros tiempos. No es que sean los
peores, pero sí los más difíciles, los más revueltos.
Otro regalo que me hizo Max, aparte de Consuelo, Joseph Balsamo y Los
miserables - sin olvidar el maravilloso libro de una mujer La trágica casa de
las fieras y al prodigioso Axel - fue el de una heroína viva y una poeta viva,
heroína de su propio poema: la poetisa Cherubina de Gabriak. Sé que muchos
conocen ese nombre, para quienes no lo conocen, en dos palabras:
Había una vez una jovencita, una modesta maestra, Elizaveta Ivánovna
Dimítrieva que - según recuerdo - tenía un pequeño defecto físico: renqueaba.
De su vida de maestra conozco solo una anécdota, a saber, la pregunta que el
encargado del distrito hizo en una ocasión a sus alumnos:
—A ver, niños, decidme, ¿cuál es vuestro zar predilecto? —y la respuesta
unísona de los escolares:
—¡Grishka Otrépiev![3]
Esa joven maestra de escuela que renqueaba tenía un don cruel, arrogante,
poco pedagógico, un don que no únicamente no cojeaba, sino que, como
Pegaso, no ponía pie en la tierra. Vivía en ella, solo, consumiéndola y
abrasándola. Maximilián Voloshin a ese don le dio una tierra, es decir un
terreno, a esa anónima - un nombre, a esa infeliz - un destino. ¿Cómo?
Primero entendió que la maestra equis y sus poemas - caballos, capas y
espadas - no coincidían y no coincidirían jamás. Que los dioses que le dieron
la esencia que tenía, dieron a esa esencia su contrario - el exterior: un rostro y
una vida. Que aquí, frente a sus ojos - se producía una unión trágica, siempre
catastrófica, del alma con el cuerpo. No unión, ruptura. Una ruptura que ella
no podía no ver y por la que no podía no sufrir, como incesantemente
sufrieron: George Eliot, Charlotte Brontë, Julie de Lespinasse, Mary Webb y
más, y más, y más feas, predilectas de los dioses. Fealdad del rostro y de la
cotidianidad, que no puede no ser un obstáculo para su don en el momento en
que el alma se abre francamente. La confrontación de dos espejos: los
cuadernos, en los que se refleja el alma, y los espejos, en los que se refleja el
rostro y el rostro de su vida cotidiana. Los cuadernos, en los que se parece, y
los espejos, en los que no se parece. Cruel linchamiento de la inteligencia de
uno mismo que se reduce a dos grandes ojos abiertos. No puedo amar a una
yo así, con una yo así - no puedo vivir. Esa - no soy yo.
Esto a propósito de Elizaveta Ivánovna Dimítrieva entre dos espejos: de
mesa y de pared, Elizaveta Ivánovna Dimítrieva ultrajada a muerte - aun en
una isla desierta, Elizaveta Ivánovna Dimítrieva a solas consigo misma.
Pero existe la Elizaveta Ivánovna Dimítrieva - con gente. Maximilián
Voloshin conocía a la gente, es decir, conocía toda su crueldad, esa crueldad -
humana y, sobre todo, masculina - que no se justifica con nada, esa
crudelísima injusticia que no busca el alma en una mujer bella, y sí exige la
belleza en una mujer inteligente, - inteligentes y tontos, viejos y jóvenes,
guapos y horrendos, nada le piden a la mujer más que belleza. Bella - a
cualquier precio. Las bellas - son amadas, las feas - no. Esa es la ley en el
último de los caseríos samoyedos, más allá del cual ya está el polo, y también
en el refinado salón del Apolo petersburgués.[4] Con la mano en el corazón -
¿puede una maestra, modesta, coja, puede E. I. D. pagar su deuda con sus
poemas? ¿Puede E. I. D. confiar en el amor que su alma y su talento no
pueden no despertar? Es decir, ¿esperar que amándola a ella - aquella, la
amen a ella - esta? A lo que respondo - sí. Las mujeres y los grandes, los muy
grandes poetas - ¡los más grandes! - y ni eso - recordemos a Pushkin
enamorado de un objeto inanimado: Goncharova. O sea que solo las mujeres.
¿Pero acaso una joven piensa en la amistad femenina cuando piensa en el
amor? ¿Y acaso una joven piensa en otra cosa que no sea el amor? Una joven
así, con - unos poemas así…
Por lo tanto, esperanza de ser amada con un cuerpo como ese - ninguna,
más aún: el aspecto físico que tenía equivalía a la no-esperanza de ser amada.
Si mañana E. I. D. publicara sus poemas, Apolo entero se enamoraría de
ellos, es decir, de ella - pero si ella fuera a la redacción de Apolo
personalmente - tal y como es, con su cojera, su gorrita y su manguito - Apolo
entero se sentiría estafado, y dejaría de quererla, más aún - la odiaría. Desde
el ofendido: «Y yo que pensaba que…» - hasta el condescendiente: «Lástima
que…» E. I. D. no debe oírlo.
¿Qué hacer? Lo primero y más importante: dejarla ser frente a sí misma,
ser plenamente. Liberarla de ese cuerpo mediocre - de carne y de días - darle
otro cuerpo: el suyo. ¡Dejarla ser ella misma! La misma que en sus poemas,
darle al alma una carne distinta, darle el cuerpo de su alma. ¿Qué cuerpo ha
de tener esa alma? ¿quién, qué mujer ha de escribir esos versos en realidad,
quién los escribió en realidad?
Una no rusa, es obvio. Una muy bella, es obvio. Católica, es obvio. Rica,
oh, inmensamente rica, es obvio (Byron bajo la forma de una mujer, y aun sin
la cojera), es decir, una mujer en apariencia feliz, es obvio, para que pudiera
ser, en toda su honestidad y su pureza, infeliz a su manera. El lujo de una
infelicidad que solo es interna - sí, solo poética, pese a la belleza, a la riqueza
y al talento. El triunfo de la sustancia misma del poeta: la infelicidad - pese a
todo, por encima de todo y sin una razón especial. Y olvidé lo principal: libre
- es obvio: del terror de verse en el espejo del vestíbulo de Apolo y en los ojos
de sus redactores.
¿Cómo voy a llamarla? Cherubina nació en Koktebel, donde pasaba una
temporada E. I. D. Un día, hace un año, en la torre de Max, tenía yo en la
mano una raíz petrificada que llegó con la pleamar, y la bajamar no se llevó.
«Eso que tienes en las manos se llama gabriak. Cherubina lo recogió en
la playa en cuanto las olas lo liberaron. Y en ese momento quedó claro que
ella era - Gabriak» - «Pero ¿qué es - Gabriak?» - «Esa raíz que tienes en las
manos. Ella le dio su nombre a Cherubina». - «Y lo de Cherubina - ¿de dónde
salió?» - «De querubina, es decir, el femenino de querubín, pero cambiamos
la Q por Ch, para que no fuera del todo como Querubín». Yo, cayendo en la
cuenta: «Ah, entiendo. Un querubín chocolateado».
Y bien, Cherubina de Gabriak. Una francesa con nombre italiano, o una
italiana con apellido francés. Hija única, vive en el seno de una familia de
estricta observancia católica, donde las jóvenes no salen solas ni escriben
poemas, y si los escriben - no los publican. Los honorarios no le hacen falta.
Jamás irá a Apolo. Que no intenten siquiera seguirle la pista - jamás lo
conseguirán, y si lo consiguen será - un drama para ella y para ellos. Lo único
que se sabe: los domingos va a la iglesia, pero es invisible porque canta en el
coro. Es todo.
¿Cómo lograr que Apolo comprenda todo esto, es decir, la gente, es decir,
el mundo exterior? Como se logra que se comprendan las cosas: creyendo en
ellas. Y en ese círculo, en esta ocasión benevolente, se dio la progresiva
transformación de E. I. D. en Cherubina de Gabriak.[5] Escribió - y comenzó
a creer en las letras de su nueva caligrafía - el destinatario creyó en la forma
de las letras y en el significado de las palabras, - E. I. D. creyó en la respuesta
del destinatario, es decir, en la creencia del destinatario - un destinatario de
múltiples rostros, en la unicidad de la creencia de muchos y en un momento
determinado - se dio la transformación de Elizaveta Ivánovna Dimítrieva en
Cherubina de Gabriak.
—¿Empezamos, Elizaveta Ivánovna?
—¡Empecemos, Maximilián Alexándrovich!
A la redacción de Apolo llegó una carta. Una caligrafía punzantemente
vertical. Versos. Escritos por una mujer. Entre sus páginas no va una flor - va
una hoja perfumada, y en esa hoja - la hoja de un árbol. Una dirección: «Lista
de correos Ch. de G.».
A la redacción de Apolo, a los pocos días, llegó otra carta - nuevos versos
- y así siguieron llegando, unas veces con hojas de olivo, otras - de tamarisco,
y los redactores y los colaboradores de Apolo - seguían, igual que al
principio, como locos, enamorados del talento, de la caligrafía, del nombre de
esa desconocida que ocultaba su rostro.
En algún lugar de Petersburgo, más allá del foso de su linaje, de la
riqueza, del catolicismo, de la virginidad, del genio, en una mansión
inaccesible como una fortaleza, pero auténtica - ¡en algún lugar debe de
haberla! - vive una muchacha. Esa muchacha envía poemas, le responden con
flores, esa muchacha canta los domingos en la iglesia - la escuchan. Verla es
imposible, pero no verla es - morir.
Y así empezó la época Cherubina de Gabriak.
Apolo entero sucumbió - los nombres no hacen falta, puesto que los
portadores de algunos ya están bajo tierra - tomemos Apolo como una unidad.
Y Apolo perdió el sueño, y Apolo empezó a vivir al ritmo de sus cartas, y
Apolo quiso verla. Apolo era muchos, ella - una. Apolo quería verla, ella -
ocultarse. Pero Apolo - la vio, es decir, la siguió, es decir, la descubrió. La
llamaban como a una sonámbula y con sus voces la lanzaron desde lo alto de
la torre de su castillo, el suyo, el de Cherubina - a la arcilla de su vida
anterior, y se hizo añicos.
—Elizaveta Ivánovna Dimítrieva - ¿es usted?
—Sí.
Daré solo un nombre - el de Serguéi Makovski, que se comportó, según
las palabras de Voloshin, como un caballero irreprochable, es decir, no solo
no se sorprendió de verla tal y como era, sino que logró persuadirla de que
hacía tiempo que estaba enterado de todo y que si no lo había demostrado,
había sido para darle a ella, E. I. D., la posibilidad de realizarse plenamente
como Cherubina. Por este noble gesto - gracias a Serguéi Makovski.
Ese fue el final de Cherubina. No volvió a escribir. O quizá escribiera,
pero ya nadie volvió a leerla, nadie volvió a oír su voz. Pero sé que su
amistad con M. V. no tuvo fin.
De sus versos recuerdo únicamente los que han sobrevivido a veinte años
de vida y de recuerdos:
Ondea en el cielo una capa roja -
el rostro - no lo vi.

Y también:
Ni de Ronsard los sonetos
mi tristeza disiparon.
Lo que han dicho los poetas,
en mi memoria ha quedado.

Y - en respuesta a algún ramo de flores:


Odio de las desvergonzadas orquídeas
en los rostros de las gentes - ¡el rostro! -

La imagen es de Ajmátova, el énfasis - mío, y los versos son anteriores a


los de Ajmátova y a los míos - hasta ese punto es exacta mi afirmación: todas
las poesías han sido, son y serán escritas por una mujer - sin nombre.
Y lo último que recuerdo:
¡Oh, escrito estaba que yo conocería
el amor y la muerte a los trece años!

- que de una manera mágica y natural hace eco de mis propios versos:
Me diste una infancia - más bella que un cuento,
dame pues la muerte - ¡a los diecisiete!

Con la diferencia de que lo suyo estaba escrito (la muerte), mientras que
yo escribo - dame. Igualmente extraño y natural fue que Cherubina, a la que
yo, bajo la terrible impresión de su destino y sus poemas, de inmediato envié
los míos, en su carta de respuesta, de todos, mencionó solo estos, solo estos
dos versos. Recuerdo el alargado sobre color lila con la caligrafía punzante y
el fuerte olor a perfume; el sobre de Cherubina y su letra, a mí, en mi innata
sencillez, más que atraerme - me repelían. Ya que yo, por triplicado, como
mujer, como poeta y como no-esteta, no amaba a la orgullosa extranjera en
los coros de la iglesia y de la vida, amaba a la maestra Dimítrieva - con el
alma de Cherubina. Pero para Cherubina mi amor no era lo importante.
Cherubina de Gabriak murió hace dos años en Turquestán. No sé si Max
se enteró de su muerte.

¿Por qué me detuve en este episodio? En primer lugar, porque Cherubina


en la vida de Max no fue un episodio, sino un acontecimiento, es decir, él
mismo se detuvo en él mucho tiempo, para siempre. En segundo lugar, para
recrear a Max en su verdadero medio - el de las almas y los destinos de las
mujeres y de los poetas. Max en la vida de las mujeres y de los poetas era
providentiel, y cuando, como en los casos de Cherubina, Adelaida Guertsyk y
mío, eso se fundía en un todo, - cuando la mujer además de mujer era poeta o,
mejor dicho, el poeta era mujer - su amistad, su esmero, su paciencia, su
atención, su veneración y su colaboración no tenían límites. Era ante todo una
persona que colaboraba - trabajaba con. Toda su alma - ante todo y sobre
todo - era una coexistencia que algunos, un poco miopes, llamaban
«mosaico», y otros, los amantes de los términos científicos - «eclecticismo».
Esa unidad que comprendía el todo, y ese todo que era la unidad.
Dos palabras más sobre Cherubina, las últimas. Cuando sonaba su
nombre, yo con frecuencia oía:
«En realidad no lo escribió ella sino Voloshin, es decir, él se lo corregía
todo». Otros: «¿Será posible que crea usted en esa mistificación? Seguro que
quien lo escribió fue Voloshin con un pseudónimo femenino, un pseudónimo,
por cierto, muy poco afortunado». Y pese a todas mis negaciones, mi rabia,
mis llantos y crujir de dientes - «No, no, jamás existió la tal Cherubina. Era
Maximilián Voloshin - con pseudónimo»[6].
No hay versos más opuestos que los de Cherubina y Voloshin. Ya que él,
tan femenino en su vida, en su poesía era absolutamente masculino, es decir,
una cabeza y cinco sentidos, de los cuales sobre todo - la vista. Un poeta -
pintor y escultor, un poeta - contemplador, jamás afina su alma como un
poeta lírico. Y para él era imposible escribir los versos de Cherubina, como
para Cherubina - los de él. Pero es un hecho que se conocían, que uno
escribía y publicaba desde hacía tiempo, y el otro - jamás; que uno era - un
hombre, y el otro - una mujer, incluso el hecho de la presencia del absintio en
los versos de ambos hacía que la gente - ineludiblemente - afirmara una
imposibilidad tan grande como la coexistencia de esos dos poetas, la igualdad
entre lo conocido y lo desconocido, la irrelevancia - en materia de fuerza
poética - del hecho de ser hombre o mujer, y lo natural de ese absintio en sus
versos ya que crece allí - en Koktebel -, además de que todos tienen derecho
al absintio, con tal de que este resulte distinto y, finalmente, que el don divino
es propio de cada quien y que no necesita de otra enmienda que no sea la
propia experiencia. «Me encantaría escribir como Cherubina, pero soy
incapaz», - esas son las palabras exactas de M. V. a propósito de su supuesta
autoría.
Max hizo mucho más que escribir versos cherubinianos, creó a una
Cherubina viva, el mito de la propia Cherubina. No una mistificación, la
creación de un mito, y no un pseudónimo, sino el gran anónimo del pueblo
creador de mitos. Cuando Max creó a Cherubina, él se quedó en la sombra, -
de donde hoy lo hago salir, de la mano, a la luz clara de mi amor y de mi
gratitud - por Cherubina, por mí misma, por todos aquellos cuyos nombres
ignoro - gratitud.
Pero las hojitas en las que Cherubina envolvía sus versos - olivo,
tamarsico, absintio - sí eran voloshinianas, ya que habían sido arrancadas en
Koktebel.
La pasión que M. V. sentía por la creación de mitos se extendió hasta mí.
—¡Marina! ¡A ti te perjudica tu abundancia! Tienes material para más de
diez poetas - y todos - ¡extraordinarios!… ¿No te gustaría (voz zalamera), por
ejemplo, publicar con pseudónimo tus poemas sobre Rusia, aunque el
pseudónimo fuera, digamos… Petujov? Verías cómo (encendiéndose) al cabo
de diez días toda Moscú y todo Petersburgo los conocerían de memoria.
Briúsov escribiría un artículo. Yablonovski escribiría un artículo. Y yo
escribiría el prólogo. Pero tú nunca (el dedo levantado, los ojos encendidos),
nunca dirás que eres tú, Marina (suplicante), ¡si supieras cuán formidable
será! Briúsov, por ejemplo, no parará de chincharte con los versos de
Petujov: «Si usted, señora Tsvietáieva, en vez de cantarle a sus propios ojos
verdes, se volviera a los verdes campos de su país como hace el señor Petujov
que también tiene diecisiete años…». Petujov se convertirá en tu bête mire,
Marina, te atormentarán con él, Marina, pero tú ya nunca - ¿entiendes?
¡Nunca! - podrás volver a escribir nada sobre Rusia con tu nombre, de Rusia
solo escribirá Petujov, - Marina, ¡acabarás por odiar a Petujov! Y después (ya
de plano atragantándose) - ¡no! ¿por qué después? Ahora mismo, junto con
Petujov, crearemos otro poeta - ¿poetisa o poeta? - una poetisa y un poeta,
serán gemelos, gemelos de poesía, los Kriúkovy, digamos, un hermano y una
hermana. Crearemos algo que no ha existido todavía, unos gemelos geniales.
Serán ellos los autores de tus poesías románticas.
—¡Max! - ¿y a mí qué me quedará?
—¿A ti? Todo, Marina. ¡Todo lo que todavía serás!
¡Cómo me rogaba! ¡Cómo me seducía! ¡De qué manera tan cautivadora
pintaba el anonimato de esa gloria, la gloria de ese anonimato!
—Tú serás como aquel monarca, Marina, en cuyos dominios nunca se
ponía el sol. En la poesía rusa no quedará nadie que no seas tú. Con tu
Petujov y tus gemelos les sobrevivirás a todos, Marina, a Ajmátova, a
Gumiliov, a Kuzmín…
—¡Y a ti, Max!
—Y a mí, por supuesto. De nosotros no quedará nada. Tú serás - todos, tú
serás - todo. Y (los ojos en blanco, en la voz - la sordina) tampoco quedarás
tú. Tú serás - esos.
Pero la pasión mitocreadora de Max se estrelló de forma funesta contra la
roca de mi germana honestidad protestante, con ese nefasto orgullo que me
hace firmar cuanto escribo. Y… ¡qué buen poeta habría sido Petujov! Y…
¡hasta el día de hoy lloro aquellos gemelos poéticos!

Coexistencia de dos poetas - igualdad de un ilustre con un desconocido.


Yo misma soy un ejemplo vivo, ya que nadie nunca tuvo una actitud de tanta
atención y culto hacia mis poesías llamadas maduras, como M. V. a sus
treinta y seis años, por mí a mis dieciséis. La gente solo se comporta así con
lo patentado, que para ellos es - por la mayoría de voces por la fama -
incuestionable. Nunca y en nada M. V. me hizo sentir las prerrogativas de su
experiencia, por no hablar de su nombre. Me amaba también por mis
fracasos. Como a quien había sido alguien. Nada de un maître (¡y eran
tiempos de maestrear!), y todo de un igual. Puedo decir que amaba la poesía
como yo - como si él nunca la hubiera escrito, con toda la fuerza de un amor
desesperado por una fuerza inaccesible. Y, al mismo tiempo, escuchaba
cualquier buen poema como si fuera suyo. Cualquier buen verso era para él
un regalo personal, como para quien ama la naturaleza - un rayo de sol.
(«Todo eso fue, fue, fue» - y a qué punto ese fue es más grande que el es,
¡más significativo! ¡A qué punto es - es para siempre! ¡A qué punto fue - ¡ha
dejado de ser!). Me acuerdo solo de una, de una sola corrección, intento de
corrección - en todo el voluminoso Álbum vespertino al mero principio de
nuestra amistad:
Y con un suspiro, entre negras patas,
quemaremos, tristes, nuestras naves…

—¿No le parece, Marina (una pausa, los ojos expectantes)… Ivánovna,


que es un poco difícil - y retorcido - eso de quemar las naves - entre negras
patas? ¿Que para eso - entre las patas - hay poco espacio? Aunque, no cabe
duda de que son de oso, es decir, fuertes, apretadoras. Digamos que las naves
se acostumbra a quemarlas en el mar, y aquí - unas patas de oso - es obvio -
el bosque, espeso. Es difícil suponer que un oso se hubiera instalado con
usted a la orilla del mar donde - justo en ese momento - estuvieran ardiendo
sus naves.
Así se me quedó grabado: la orilla desierta de Koktebel, en ella un oso, es
decir Max, está conmigo, y justo en ese momento, en la playa - para que sea
más cómodo -, una flotilla en llamas.
Otra cosa, también un poco burlesca, pero aquí - un paréntesis sobre la
broma. Hablo de Max como él, Max, hablaba de la gente que quería; hablo de
Max - hoy, como hablaba de Max - ayer, es decir, con un amor vivo que no
solo no temía la sonrisa, sino que la buscaba - como un desahogo y una
descarga.
Y así, de todos los poemas que leyó durante una de sus visitas a mi casa,
me gustaron, sobre todo y hasta el desfallecimiento, estos dos versos:
Juntos veremos el mismo estanque un otoño oscuro.
Dos cabezas se acercan - tres en el agua se reflejan.

—Maximilián Alexándrovich, ¿y por qué no cuatro? ¡Cada uno tiene sus


propios recuerdos!
—Cuatro cabezas - serían dos parejas, dos parejas de cabezas de ganado,
y entonces no habría poema —con amabilidad contenida respondió Max.
Vencida por este argumento, y más aún por la visión de aquellos dos
pares de cabezas con cuernos en las profundidades del estanque de Versalles,
renuncio a la enmienda. La siguiente vez que me visitó, le tendí el libro que
me había regalado durante su primera visita.
—Escríbame aquí mis versos preferidos, aquellos, los más hermosos, los
que más me gustan: «Juntos entraremos al mismo estanque un otoño
oscuro…».
Él, indignado:
—¿Cómo - entraremos? (convencido) - ¡iremos! (equivocándose) -
¡vislumbraremos! - quiero decir, - ¡veremos! Hace usted que me confunda.
(Pausa. Pensativo). Aunque ¿sabe? Entraremos no está mal, creo que es
mejor todavía…
Yo:
—Sí, como dos vacas que entraron en un estanque y cantan (aquí - una
iluminación) - ¡Maximilián Alexándrovich! ¡Pero si son ellas! ¡Esos dos
pares de cabezas de ganado con cornamenta!
También me acuerdo de otros versos de Max que me gustaron desde la
primera vez que los oí:
Ahora estoy muerto, soy las hojas de un libro,
y tú, si quieres, puedes hojearme…

Obediente y cuidadosa lo hojeo y - una anotación, la leo:


(El demonio)

Soy como tú, pesado, oscuro


y desajado, como lo eres tú…

Sobre la jota de desajado, con tinta, una pesadísima ele: desalado.


Max siempre se jactaba de esa errata suya.
El libro de poemas de Max. Lo veo. De inmediato lo llevé a que le
pusieran unas pastas rojo vivo, un solo tomo - un solo domo - con los poemas
de Adelaida Guertsyk.
No era un príncipe parecido
a él - era distinto.
Bien lo sabes - soy un caminante,
cerca de todos - de todo distante.
No te olvidaré ni me olvidarás,
y, en besando las cenizas del valle,
llevaré a la gente el cuento
de la princesa Taiaj.

Oí estos versos con un doble dolor: el de la abandonada y el del


abandonador, no, había otro, un tercero: el dolor de la que ha sido hecha a un
lado: ¡no son para mí! Y a esta princesa Taiaj, al cabo de poco tiempo la vi,
con mis propios ojos, en el taller de Max en Koktebel: un inmenso rostro
sonriente de piedra, el de una mujer egipcia, en memoria de la cual se dio
nombre a aquella que yo no conocía, a aquella mujer terrestre que fue amada
y - abandonada.
Pero aquí viene a cuento un relato de la madre de Max:
—Max se acababa de casar y llegó a Koktebel con Margarita, y aquí, en
casa, vivía una señora con su hijita. Estábamos sentados a la mesa comiendo.
La niña miraba y miraba a los recién casados, primero a Max, luego a
Margarita, de nuevo a Margarita, y otra vez a Max y, de pronto, susurró en
voz muy alta al oído de su madre: «¡Mamá! ¿Por qué se habrá casado esta
princesa con este criado?». Y es que Margarita, de verdad, parecía una
princesa. En Florencia, en la calle, la llamaban: «¡Ángel!».
—¿Y nadie se ofendió?
—Nadie, Margarita se reía y Max - resplandecía.
Por mi parte quiero añadir que, a los ojos de aquella niña de tres años, el
criado era un ser mítico, y en los labios de una niña de tres años ese vocablo
era - místico. El criado corta la leña con un hacha enorme y tan pesada que
hasta da miedo mirar. El criado lleva a sus espaldas todo un bosque, el criado
enciende la estufa, es decir, juega al fuego con una enorme barra de hierro
que se llama atizador. El atizador es - de un hechizador. El criado tiene la
nieve hasta el cuello y no se congela, las palas del criado son diez veces más
grandes que las de la niña y su bota es más alta que la propia niña. El criado
no se ahoga en el agua, ni se quema en el fuego. El criado puede fabricar lo
que sirve para deslizarse, y también aquello por donde uno se desliza: el
trineo y la montaña. El criado, a fin de cuentas, es la única imagen de la
virilidad a los ojos de una niña de ese tiempo. Papá no sabe hacer nada, el
criado - todo. Es decir, el criado es un - gigante. Y quizá incluso, si se enoja -
un ogro. Y así, un niño de tres años que vino a casa de visita y se negaba
tajante a jugar en las habitaciones de abajo: «¡Quita a ese ogro!» - «¿Qué
ogro?» - «¡El de las barbas! ¡El que me está mirando desde el armario! ¡El de
los ojos blancos! ¡Me da miedo ese horrible criado!».
El horrible criado era - Zeus.

He dicho que había mandado encuadernar los poemas de Max junto a los
de A. Guertsyk. Hablar de ella es para mí un deber especial, vivo, ya que en
mi vida fue un acontecimiento tan importante como Max, y yo, en su vida, un
acontecimiento quizá aun más grande que en la vida de Max. Por lo pronto -
Uno de los talentos de Max era el de hacer que la gente se conociera, el
de inventar encuentros y destinos. De manera desinteresada, ya que a veces
sucedía que los dos que se habían encontrado gracias a Max, pronto lo
olvidaban y por mucho tiempo. A la propia idea que tenía de sí mismo como
buhonero de ideas, puedo añadir la de buhonero de amigos. Convencida hoy,
después de una vida, de lo avara que es la gente con los amigos (casi tanto
como con el dinero: ¡se va! ¡tendré menos!), de hasta qué punto lo quieren
todo y a todos para sí mismos y nada para los demás, hasta qué punto es más
fuerte en la gente el miedo de perder que la alegría de dar, no puedo no
insistir en esa cualidad innata de Max: era generoso con lo que más quería,
era - lo contrario de celoso. La gente es como Pliushin[7] con su clavo
oxidado, que lo mantenía lejos de la vista de quienquiera que fuese por si
algún día llegaba a necesitarlo. Sí, en Max no había celos ningunos - nunca,
aparte del celo por la riqueza de sus seres cercanos - que siempre existió. Él
daba como los demás toman. Con avidez. Daba como devolvía. Su casa de
Koktebel, adquirida con tantas dificultades, que él había conquistado,
merecido, tan suya por derecho moral, tribal, íntimamente suya, como venida
al mundo junto con él, más parecida a él que su busto de yeso, - no la sentía
suya, físicamente suya. Las habitaciones (por un precio irrisorio) las alquilaba
Elena Ottobáldovna. Max era incapaz, físicamente, de alquilar los cuartos a
sus amigos. Y menos aún - a extraños. Este hombre que nunca, ni frente a
nadie, ni por nada se sentía incómodo, que en las relaciones humanas se
sentía - como pez en el agua, se quedaba petrificado frente a uno, como un
niño pequeño o como un toro, con la cabeza baja.
—¡Marina! De verdad, no puedo. Es insoportable. Habla con mamá…
Yo… —y el ruido apresurado de las sandalias en su fuga por la escalera.
Pero la mar, la estepa, las montañas - los tres elementos de Koktebel y un
cuarto, un elemento colectivo - el espacio, los sentía tan suyos, como ningún
rentier de Clamart sintió nunca su «pabellón». Absintio lo pronunciaba
como: mí-o. Y Karadag (el nombre de la montaña) simplemente como: yo.
Pero tenía una propiedad física, es decir, una propiedad que incluso
físicamente reconocía: los libros. En eso era terrible. Y en eso, y únicamente
en eso - caprichoso, daba lo que quería y no lo que querías - tú.
—Max, ¿puedo?…
—Puedes, Marina, pero te aseguro que no te va a gustar. Mejor llévate…
—No, no es porque no me vaya a gustar, es porque tienes miedo de que
me guste demasiado y que, al terminarlo, lo vuelva yo a empezar, y así hasta
que acabe el verano.
—Marina, te aseguro que…
—O de que lo manche con mis cerezas. Max, soy muy cuidadosa.
—Ya lo sé, y no es por eso, sino porque estoy seguro de que para ti es
mucho más interesante el capitán Fracasse.
—Pero no quiero al capitán Fracasse, quiero a Genlis. Max, mi buen
Max, mi querido Max, mi Pliushin-Max, ¡pero si ahora no lo estás leyendo!
—Pero ¿me prometes que no se lo darás a nadie? ¿No dejarás que nadie
lo toque? Que me lo devolverás a más tardar dentro de una semana, aquí, que
me lo entregarás en mano y en el mismo estado…
—¡No, tres segundos antes y con tres páginas de más! Max, ¡lo alargaré!
Y el buen Max me lo daba, pero con un suspiro, un suspiro que se oía aun
desde el último peldaño de la escalera. Lo daba todo, lo daba - a todos. Pero
cada libro que sus manos soltaban era - una victoria sobre esa su única pasión
de atesoramiento, que para mí es sagrada: la pasión por los libros propios.
Una avidez sacrosanta.

Volvamos a Adelaida Guertsyk. Al calor de nuestra amistad incipiente,


me la describió así: sorda, fea, vieja, irresistible. Le gustan mis poemas, me
espera en su casa. Llegué y solo vi - lo irresistible. Nos hicimos íntimas
amigas. Por cierto, una errata - ¡qué suerte tenía Max con las erratas! En un
artículo sobre mí, hablando de mis predecesoras: «Los ancestrales mantos de
Adelaida Guertsyk…».
—Pero, Maximilián Alexándrovich, no entiendo ¿qué mantos tenía esta
poetisa? ¿Y encima ancestrales?
Max, radiante:
—Es que no son mantos sino llantos, me refería a los llantos de las
plañideras en la canción popular.
Y, más tarde, A. Guertsyk me dijo con aire filosófico:
—Querida, las erratas a veces encierran una gran sabiduría: todo poema, a
fin de cuentas, no es sino un manto frente a los jirones de la vida. Sobre todo
- los míos. Gracias a Dios - ¡eran ancestrales! Nada más digno de llanto que
un manto - moderno.
Y he aquí que, quizá al cabo de un año de mi encuentro con A. G., Max -
a mí:
—Marina (ya hacía tiempo que nos tuteábamos), ¿sabes que fui yo quien
aquella vez te regaló a Adelaida Kazimirovna?
—¡¿Cómo?!
—¿Acaso no sabes (profundamente serio), que las personas se pueden
regalar - sin que ellas lo sepan y que siempre es un éxito, es decir, que el
regalado se vuelve parte imprescindible del acervo espiritual de la persona a
la que haces el regalo? Pero te entregué en buenas manos.
—Max, ¡¿y no me habrás vendido?!
Él, con una seriedad absoluta:
—No, pero podría haberlo hecho. Porque A. G. estaba ávida de almas, se
pasó una tarde entera pidiéndoteme, proponiéndome a cambio a un montón
de gente: Bulgákov, Berdiáiev y no sé qué traductora del polaco. Pero a mí,
para empezar, ninguno de ellos me hace falta y, además, a los amigos no
puedo regalarles sino amigos… Y al caer la noche - te obtuvo. ¿Estás
contenta?
Silencio. Él, obsequioso:
—Yo sabía a quién te estaba entregando. Como un cachorrito de raza - en
buenas manos.
—Max, ¿y no lo lamentas?
—No. Nunca lo lamento ni siento tener menos. (Pausa). Marina, y tú - ¿lo
lamentas?
—Max, ahora soy el perro - ¡de otro jardinero!
Y qué pena sentía, cómo se me encogía el corazón - por esa libertad, mía
- de él, suya - de mí, suya - de todos. Aunque se dilataba por la alegría de que
A. G., que tanto me gustaba, hubiera estado pidiéndome toda una tarde. Se
encogía - se dilataba - en eso consiste su vida, la del corazón.
En mi primer encuentro con Adelaida Kazimirovna:
—¡Ahora sé por qué me quiere usted de manera tan especial! No, no, no
es por mis versos, ni por Alemania, ni porque nos parezcamos - bueno,
también por eso, por supuesto - pero digo de manera tan especial…
—Y ¿por qué?
—Porque Max me regaló a usted. ¡No me mire, le ruego, con esos ojos
tan llenos de candor! Me lo ha contado todo.
—¡Marina! (Guarda silencio, respira hondo). ¡Marina! Max
Alexándrovich no me la regaló, la perdió.
—¿Qué-é-é?
—Sí, querida. Cuando me trajo su libro, yo de inmediato descubrí una
ausencia total de influencias literarias, y M. A. insistía en que había una - por
descubrir. Estuvimos discutiendo toda la tarde y acabamos por hacer una
apuesta: si M. A., a lo largo de un mes no descubría esa influencia, la
perdería como al objeto más amado. Porque él la quería mucho, Marina, y
todavía la quiere, pero solo cuando y cuanto se lo permito - yo. Aparte de la
influencia de Napoleón, que no es una influencia literaria, no pudo encontrar
ninguna - porque, y yo lo sabía desde el principio, en su libro no había
influencia literaria alguna y yo, justo al cabo de un mes, el día exacto, a la
hora exacta - la recibí. Oh, hizo todo lo que pudo por quedársela, quiero
decir, quiso desenmascarar a su padre espiritual, intentó incluso hacer pasar a
Napoleón por un escritor, citando el llamado que dirigió a sus soldados:
Soldats, du haut de ces pirámides quarante siècles vous regardent… Pero
llegado ese momento fui yo quien lo desenmascaró y lo obligué a guardar
silencio. Así fue, querida, como pasó usted a ser de mi propiedad. (Con
auténtica indignación:) Y ahora va por ahí diciendo que fue un regalo… es
muy feo de su parte.
Max seguía en lo suyo. Adelaida Guertsyk - en lo suyo. Y yo no acababa
de decidirme a interrogarlos al mismo tiempo. Quizá en el fondo temía que de
pronto - en un arranque de generosidad - les diera por ponerse a regalarme el
uno al otro repetidamente, es decir, que ambos se negaran a recibirme, y yo
volviera a quedarme como perro sin dueño o, como en el cuento de Kipling,
como gata que pasea sola. Y así, nunca supe la verdad, aparte de la única
verdad de mi amor y de mi gratitud por ambos. Pero - me perdió o me regaló
- «Díganle a Marina —escribió ella en la última carta que le dirigió a quien
me transmitió estas palabras— que su libro Verstas, el que nos dejó cuando
se fue, - es lo mejor que quedó de Rusia». No cito estas palabras de despedida
por fanfarronería, sino para mostrar que, el regalo - o la pérdida - de Max, la
hizo feliz hasta el final.
Así como en aquel entonces - Maximilián Voloshin y Adelaida Guertsyk
- quedaron empastados en un solo libro (de mi juventud), así ahora y para
siempre han quedado entrelazados en la unidad de mi gratitud y de mi amor.
KOKTEBEL
El 5 de mayo de 1911, después de un maravilloso mes de soledad entre
las ruinas de la fortaleza genovesa de Gurzuf, con la compañía de peso de los
cinco volúmenes de Cagliostro y de los seis volúmenes de Consuelo, después
de todo un día de canturreante carricoche por los dédalos de la Crimea
oriental, pisé por primera vez la tierra koktebeliana, justo delante de la casa
de Max, de la que, a grandes saltos, por la blanca escalera exterior, se
precipitaba a mi encuentro un Max absolutamente nuevo, irreconocible. El
Max de la leyenda, con más frecuencia del chisme (¡malintencionado!), el
Max, entre comillas, «de la túnica», es decir, sencillamente el muy largo
camisón de lienzo, el Max de las sandalias, que por alguna razón los
habitantes solo reconocían bajo el dicho de: «No es digno de desanudar ni el
lazo de sus sandalias» y que quién sabe por qué razón rechazaban
violentamente en la vida del día a día - aunque la tierra fuera la misma, y la
vida cotidiana fuera casi la misma, una vida dictada sobre todo por la
naturaleza, - el Max de la corona de absintio y el cinturón de colores. El Max
de la amplia sonrisa y de la hospitalidad, el Max - de Koktebel.
—Y ahora voy a presentarle a mamá. Elena Ottobáldovna Volóshina -
Marina Ivánovna Tsvietáieva.
La mamá: una cabellera gris echada hacia atrás, un perfil de águila con
una mirada azul cielo, un largo caftán blanco con ribetes de plata, pantalones
bombachos azul oscuro y botas de Kazán. Pasando su cigarrillo humeante de
una mano a la otra: «¡Bienvenida!».
E. O. Volóshina, de soltera - un apellido manifiestamente alemán, que
ahora he olvidado.[8] Un físico manifiestamente germano - es decir, de
procedencia germana y no alemana: el físico de Sigfrido si hubiera llegado a
viejo, ese físico del que en una poesía dije:
- De largos cabellos y nariz recta
yo, germana, alabé a los dioses.

(Lo que los cabellos cortos son para una mujer - para un germano son los
largos). O lo que es lo mismo, pero más cercano, el rostro del viejo Goethe,
manifiestamente germano y manifiestamente divino. La primera impresión -
el porte. Lo monárquico de su porte. Todo ademán - un gesto de
condescendencia. Sensación de enaltecimiento por una sola de sus benévolas
miradas. La segunda, consecuencia natural de la primera: el temor. Una mujer
así no perdona. ¿Qué? Nada. La majestuosidad en una estatura pequeña, la
majestuosidad viene - de abajo, nuestra adoración - de arriba. Por cierto, ya
hubo un caso así: Napoleón.
La sencillez más grande, su atuendo parece adherido, es inimaginable con
otra indumentaria y, seguramente, irreconocible: ella, sin ser ella, como
resultó dos años más tarde en el bautizo de mi hija: E. O. por respeto al
padrino - mi padre - y por condescendencia hacia las prácticas humanas, se
puso una falda - pero la falda no la salvaba. Nunca olvidaré las hostiles
miradas que lanzaba el pope de Zamoskvoréchie a esa madrina que sostenía
el cojín con la niña como si fueran las joyas de la corona, y andaba alrededor
de la pila con paso de marcha ceremonial. Pero volvamos atrás, al principio.
Todo: el cigarrillo - liado por ella misma - en una boquilla de plata, la cajita
de fósforos de cornalina pura, los puños de plata de su caftán, sus pies
enfundados en unas botitas de cuento de Kazán, el plateado mechón que el
viento hacía volar hacia atrás, todo eso formaba una unidad. Su cuerpo se
correspondía con su alma.
No sé por qué - y sé por qué - la sequedad de la tierra, las jaurías de
perros salvajes o caseros, el mar liláceo a los pies de la casa, el fuerte olor a
cordero asado - ese Max, esa mamá - la impresión de entrar en la Odisea.
Elena Ottobáldovna Volóshina. De niña la consentida de Shamil, que
pasó en Kaluga sus últimos días: «Serías la más hermosa del Cáucaso si
tuvieras los ojos negros». (Ya he dicho que los tenía - azules). Le recordaba a
su adorado hijo menor: convierte la para él ajena y obligada Kaluga en su
Cáucaso natal. La infancia sobre las rodillas del derrotado Shamil - ¡cómo no
hacerse caballero de Nadezhda Dúrova o, por lo menos, cómo no traer al
mundo a un poeta! Y bien, Shamil. Pero el siguiente paso en la vida - el
instituto. Una beldad, todos la adoran. «¡Dame un beso!» - «Si me das tu
postre - te doy un beso». (Jamás le gustaron los besos). Al final de la comida,
delante de la interesada y desapasionada beldad - diez trozos de pastel, es
decir, diez corazones ardientes. Se come cinco, y los otros, con un ademán
principesco, los regala: no a quien se los había dado, a quien no se los dio.
Las vacaciones en casa, donde ya se viste de hombre, de muchachito - el
chándal en aquella época (¡hace sesenta años!) no existía, y para llevar una
chaqueta, que no fuera de un rabón monstruoso, era aún demasiado joven.
Sobre su belleza de entonces. La exclamación de un marinero que, desde
el malecón de Odesa, la vio mientras se bañaba en el mar: «¿¡Cómo le hizo
para ser tan bella!?» - el tributo oral a la belleza más perfecto que he oído en
mi vida, la antigua exclamación del pescador a la vista de Afrodita, una
exclamación - ¡casi de desespero! - que en mí se hace eco de los recientes
versos del poeta proletario Piotr Oreshin mientras pasea por un campo:
¿Acaso puedes no quitarte la gorra
ante una hermosura semejante?

Es curioso, de los padres de E. O. no recuerdo una sola palabra, como si


no hubieran existido, ni siquiera sé si alguna vez oí algo. El padre y la madre
quedaron para mí ocultos por el ala del águila de Shamil. El hijo de él, no la
hija de ellos.
Recién terminado el instituto, a los dieciséis años, el matrimonio. ¿Por
qué tan pronto y precisamente con este, es decir, un hombre que le doblaba la
edad y que no le convenía para nada? Quizá aquí, por primera vez, se
manifiesta la existencia de los padres. Sea como fuere, se casa y, casada,
sigue - espigada como un junco - vistiéndose como un jovencito,
sorprendiendo y divirtiendo a los vecinos de jardín. Todo esto sucedía en
Kiev, y los jardines allí - son inmensos.
He aquí cómo lo cuenta:
—Estoy en la sala, montada en una escalera, encalando el techo - me
encantaba pintar - y, para no ensuciarme, me había puesto unos pantalones
viejísimos y la más vieja de todas mis camisas. Suena el timbre. Hacen pasar
a alguien. Yo, sin girarme, sigo pintando. Un montón de gente visitaba al
papá de Max, imposible verlos a todos.
«Joven!» No me giro. «¡Eh, joven!» Me giro. Un señor entrado en años.
Lo miro desde mi escalera y espero, a ver qué sigue. «Tenga la amabilidad de
decirle a su papá… esto y esto…» «Con gusto». Me creyó su hijo y no su
mujer. Después se lo conté al padre de Max - resultó que aquel era un
conocido cercano. «Qué hijo tan despierto tiene, no solo le transmitió todo lo
que le pedí sin equivocarse sino que además, ¡pinta tan bien!». El padre de
Max - no se inmuta. «Sí —dice— no está mal el muchachito». (Por cierto,
nunca decía mi esposo, siempre - el padre de Max, como si de esa manera
quisiera mostrar el papel exacto que desempeñaba en su vida - el de genitor.)
Pasó algún tiempo - teníamos una comida de gala - la primera desde que me
había yo casado, todo eran colegas del papá de Max. Yo, se entiende, no iba
con pantalones sino como una verdadera ama de casa: encajes, fruncidos,
miriñaques - todo como debe ser. Uno tras otro besan mi mano. El papá de
Max me conduce hasta un señor: «¿Lo reconoces?» ¡Por supuesto que lo
reconozco!
-Es el mismo al que por poco pinto, pero él: «Permítame presentarme». Y
el padre de Max - a él: «¡Pero qué dices, hombre, si hace ya mucho que la
conoces!» - «No he tenido el placer». - «De mi hijito, el que estaba en la
escalera, ¿te acuerdas? ¿El que estaba blanqueando el techo? Pues es -ella».
A aquel se le cae la mandíbula, no respira, está a punto de morir asfixiado.
«Sí, sí, es él, perdóneme señora, por favor, ¿dónde tendría yo los ojos?» -
«No faltaba más —le digo—, donde hay que tenerlos». ¡No le bastó la tarde
para reponerse!
De esta anécdota deduzco que la pasión que Max sentía por la
mistificación le venía de sus dos progenitores. El don de la lengua,
evidentemente, de su madre. Recuerdo el primer verano en Koktebel, en la
terraza, su voz indignada:
—¡Hay que ver lo mal que se habla hoy en día! Lilia y Vera, por ejemplo,
no tienen un vocabulario de más de doscientas palabras, ¡y cómo las utilizan!
Hace poco Lilia hablaba de un conocido suyo, uno que había sido desterrado:
«Y tenía unos ojos tan grandes, tan tristes, tan intelectuales…» ¿Cómo
pueden ser intelectuales los ojos? Pero para ellas todo es intelectual: un niño
de pecho tiene - expresión intelectual, un perro - hocico intelectual, un
coronel de la gendarmería - bigotes intelectuales… La misma palabra para
todo, y encima una palabra no rusa, y no solo no rusa, sino no nada, porque
en francés intelligent quiere decir inteligente. Usted, Marina, ¿sabe qué es
esto?
—Un pince-nez.
—¡Un pince-nez! ¿Por qué tiene que utilizar una palabra francesa, cuando
tenemos una palabra tan hermosa como quevedos? ¡Y encima escribe poesía!
¿En qué lengua?
Pero volvamos a la joven E. O. Después de la pérdida de su primera
criatura - idolatrada, suya, una niña-niño, la pequeña Nadia que murió con
cuatro años y a la que aún con el cabello canoso y blanco seguía añorando -
adorando -, E. O. deja a su marido llevándose al pequeño Max que entonces
tenía dos años y se instala con él - creo que en Kishiniov. Trabaja en el
telégrafo. Max está en casa con su abuela - la madre de ella. Me acuerdo de
una pequeña fotografía, muy a la vista, en la habitación de E. O. en Koktebel:
un niño antiguo o una mujer muy joven presentan al mundo un pequeño
Hércules o Zeus - como prefieran, en todo caso algo muy lleno de rizos y
completamente desnudo.
Dos anécdotas de la infancia de Max. (Toda madre de un varón, aun si
este no escribe poesía, es un poco la madre de Goethe, quiero decir, su vida
entera - relatos sobre su hijo; y toda muchacha joven, aun si no está
enamorada del Goethe en cuestión es, frente a ella - Bettina en su banco)[9].
Vivían en la pobreza, no había juguetes, solo unos cuantos comprados en
el mercado. Vivían - en la miseria. A su alrededor, es decir, en el jardín
público donde paseaba con su abuela - niños ricos, dichosos, con rifles,
caballitos, cochecitos, pelotas, fustas - eternos juguetes de todos los tiempos.
Y en casa - siempre la misma pregunta:
—Mamá, ¿por qué otros niños tienen caballitos y yo no? ¿Por qué tienen
riendas con cascabeles y yo no?
A la que siempre seguía la misma respuesta:
—Porque ellos tienen papá y tú no.
Y luego de uno de esos papá que él no tenía - una larga pausa y, con una
claridad deslumbrante:
—Cásese.
Otra anécdota. Un jardín, en el jardín, Max de tres años con su madre.
—Mamá, póngase por favor de cara a ese rincón y no se dé la vuelta.
—¿Para qué?
—Sorpresa. Cuando yo le diga - ¡se la da!
La mamá, obediente, pega la nariz aguileña al muro de piedra. Espera,
espera:
—Max, ¿falta mucho? ¡Ya me he cansado!
—¡Ahorita, mamá! Un momentito o dos.
Por fin:
—¡Ya!
Se vuelve. Amplia sonrisa en ese morrito delicioso de un niño de tres
años que es todo mofletes.
—¿Y la sorpresa?
—Es que yo (suspiro de éxtasis - que conservó siempre) me he acercado
al pozo - y me he quedado mirándolo mu-u-ucho - y no he visto nada.
—¡Eres un niño malo, desobediente! ¿Y la sorpresa?
—Que no me he caído.
El pozo, como suele ser en el Sur, no era sino un hoyo cuadrangular en la
tierra, sin ningún tipo de vallado - un abismo cuadrado. En un pozo así, igual
que en aquella nuestra cisterna colectiva, era muy fácil entrar.
Otro episodio. Max tiene cinco años y su madre está leyendo, delante de
él, un largo poema, me parece que de Máikov, en el que una joven enumera
las cosas que no le dirá a su bienamado: «No te diré jamás cuánto te amo, ni
te diré cómo brillaban las estrellas que daban luz a mis lágrimas, no te diré
jamás cómo se encogía mi corazón al oír los pasos - que no eran tuyos, ni te
diré cómo después, al despuntar el alba…» y etcétera, etcétera. Y finalmente
- el final. Y el niño, exhalando un hondo suspiro:
—¡Mírala nada más! ¡Le prometió que no le diría nada y se lo contó todo!
El último episodio lo relataré empezando por el final. El alba. La mamá,
sorprendida de que el niño tardara tanto en ir a su recámara, va a buscarlo a
su habitación y se lo encuentra durmiendo en el alféizar de la ventana.
—Max, ¿qué significa esto?
Max, lloriqueando y bostezando:
—¡No estaba dormido! ¡Estaba - esperando! ¡No ha llegado!
—¿Quién?
—¡El pájaro de fuego! ¿Ya se le ha olvidado? Usted me prometió que si
me portaba bien…
—Cálmate, Max, mañana vendrá, sin falta. Y ahora - a tomar el té.
A la mañana siguiente - antes que despuntara el alba, un transeúnte
madrugador o desvelado podría haber visto en el alféizar de una de las
blancas casas de Kishiniov, erguido como sobre un pedestal - de cara a la
aurora - a un Zeus niño envuelto en una mantita y, al lado del pedestal, otra
cabeza, también rizada. Y podría haber oído - el transeúnte - pero a esas
horas, según dice el escritor - no pasa nadie:
Si quelqu'un était venu à passer… Mais il ne passe jamais personne… -
podría haber oído, digo, el transeúnte:
—Mamá, ¿qué es eso?
—El pájaro de fuego que estás esperando, Max - ¡el sol!
El lector, seguramente, ya habrá reparado en el delicioso «usted» a la
usanza antigua, con el que Max se dirigía a su madre - aprendido de ella, de
la forma en que ella se dirigía a la suya. El hijo y la madre rompieron el
turrón cuando yo ya había aparecido en escena: él tenía treinta y seis años y
ella cincuenta y seis - brindaron, aún los veo, con citro, la bebida de Koktebel
que no es más que una limonada. E. O. cantaba la única canción que conocía
- una marcha húngara - puras consonantes.
Pienso que aquellos lectores que conocieron a Max y a E. O.
personalmente, estarán esperando otro de sus nombres, que ahora
pronunciaré:
Pra - como a una bisabuela, y no por su edad - tenía solo cincuenta y seis
años - sino por una mistificación grandiosa, en la que ella representaba el
papel de nuestra bisabuela común, la de todos, la Dama-caballero Kirienko
(primera parte del apellido que llevaban ella y Voloshin) - que - esa
mistificación - al igual que todo ese universo que fue el primer verano en
Koktebel, algún día narraré aparte, detallada y seductoramente.
Pero la palabra Pra tenía también un origen distinto, ajeno a la guasa - el
Prototipo de la madre, la Madre de estos parajes que sus ojos de águila
descubrieron y sus flancos laboriosos volvieron habitables. Guía de toda
nuestra juventud. Primogenitora de nuestra generación - que no llegó a
realizarse: Madre - Matriarcado - Pra.
Nunca olvidaré cómo el día de mi boda, en el gran libro parroquial, en la
columna de los testigos, inesperada e incontrolablemente - a lo ancho de toda
la hoja - garabateó: «La viuda inconsolable de Kirienko-Voloshin».

En ella estaba siempre a flor de piel eso que los alemanes llaman Einfall
(ocurrencia), lo que, en esta ocasión, la acercó a la madre de Goethe junto
con quien Max podría haber dicho con amor:
Von Mütterchen - die Frohnatur
Und Lust zum Fabulieren.[10]

¡Y cuántas cosas se han quedado en el tintero! Podría escribir de ella un


libro entero, ya que ella era - ese libro entero, todo un Bilderbuch para niños
y poetas. Pero además de su excepcionalidad humana y de todos tipos,
además de su valor y de su irrepetibilidad, cualquier mujer que haya criado
sola a un hijo, merece que se hable de ella, independientemente del éxito o el
fracaso de dicha crianza. Lo importante es la suma de los esfuerzos, es decir,
la solitaria proeza de una - sin todos, es decir - contra todos. Cuando esta
madre solitaria resulta ser la madre de un poeta, es decir, de lo más sublime
que existe después del monje - de este casi eremita y siempre mártir, toda
alabanza - es poca, incluso la mía.
Con un dinero, no sé cuál, en todo caso, con poquísimo, unas cuantas
monedas, E. O. compra en Koktebel un trozo de tierra, ¡no!, ni siquiera tierra,
litoral. Max va en bicicleta a la escuela de Feodosia, dieciocho Verstas de ida,
dieciocho Verstas de vuelta. Koktebel es un desierto. En la playa no hay más
que una casa - la de los Voloshin. Koktebel, es decir, el pueblo búlgaro-
tártaro que llevaba ese nombre, se encuentra a dos Verstas del camino
principal. E. O. ofrece el samovar a las pocas personas que llegan por ahí y
por las tardes, empujada por una soledad ineludible, sale a la orilla desierta y
aúlla. Max ya publica en la gaceta de Feodosia, ya tiene fama de poeta y una
cola de alumnas de las escuelas feodosianas detrás:
—Poeta, ¡improvise!
E. O. V. nunca se volvió a casar. Esto no quiere decir que no haya amado
a nadie, esto quiere decir que amaba a Max más que a su amado y más que a
sí misma. Habiendo privado de padre a su hijo - darle un padrastro, convertir
al hijo en hijastro, al hijo propio en hijastro ajeno, y a un hijo así, sin garras y
con versos… Hubo algunas visitas de cierto caballero esbelto y espigado,
hubo - habrá que pensar - altos paseos a caballo por las montañas. Hubo, es
obvio, una última vez: «¿Sí?» - «¡No!» - después de la cual el espigado y
esbelto caballero desapareció para siempre tras el recodo del camino. Esto me
lo contaron los viejos habitantes de Feodosia e incluso mencionaron el
nombre de un extranjero. Quizá si se la hubiera llevado a su país, ella habría
sido dichosa - quién sabe… pero Maximilián Alexándrovich no soportaba a
aquel forastero, - lo dice uno de los viejos de Feodosia, del que oí todo esto, -
los quería a todos, con todos era cordial, con este señor - de entrada - no hubo
empatía.
Y este señor tampoco lo quería, incluso lo despreciaba porque había poco
de viril en él: no bebía, no montaba a caballo, si acaso en bicicleta… Y este
señor era indiferente a los versos, hablaba mal el ruso, era alemán - o checo.
Pero ¡qué guapo era! Y así, M. A. y su mamá se quedaron solos, sin el
alemán, pero en plena armonía y sin contrariedades.
Formaban una pareja inseparable, mas no bien avenida. La virilidad que
había para ambos, recayó en la madre; la feminidad - en el hijo, ya que en
Max nunca hubo ni la más elemental virilidad, como no había en E. O. ni la
más elemental feminidad. Si con el tiempo Max llegó a realizar milagros de
osadía y abnegación, quien los hizo fue el hombre - y el poeta -, pero no el
varón (el guerrero). Los hizo por la paz (la pacificación) y no por la guerra.
Una única excepción - su duelo con Gumiliov por Cherubina de Gabriak,
duelo puro de defensa. Nunca hubo en él un guerrero, lo que afligía
particularmente a la guerrera de alma y cuerpo que había en E. O.
—Max, mira a Seriozha, él sí es un hombre como es debido. Un varón. Si
hay guerra - combate. ¿Y tú? ¿Tú qué haces, Max?
—Mamá, no puedo ponerme una guerrera y disparar contra seres
humanos solo porque piensan que no piensan como yo.
—Piensan, piensan. Hay momentos, Max, en los que no hay que pensar,
¡hay que actuar! Actuar - sin pensar.
—Esos momentos, mamá, están siempre presentes en las bestias y se
llaman - instintos animales.
A tal punto no era guerrero, que nunca, ni una sola vez, peleó con nadie a
causa de nadie. De él se podría decir: Qu’il n’épousait pas les querelles de
ses amis.
En los inicios de nuestra amistad con frecuencia me estrellé, me estampé -
contra esa su impecable suavidad. Ya sin sonrisa y como siempre que se
sentía confundido, con el índice en alto en un gesto casi amenazador:
—Tú no entiendes, Marina. Es una persona diferente, hay que medirla
con un rasero distinto. Él, a su modo, tiene toda la razón - como tú, a tu
modo, también tienes toda la razón.
Y en ese «tener razón a su modo» se fundaba su vida con la gente.
Aquello no era ni car- ni indifer-encia, lo sostengo. No era carencia porque
todo lo que había en él, lo había en grandes cantidades - o directamente no lo
había; y no era indiferencia, porque cuando se hallaba entre dos, su alma se
desdoblaba, se volvía dos, íntegras, independientes, y él era al mismo tiempo
tú y tu adversario y también él mismo, y todo esto con pasión, y no es que su
alma fuese hipócrita, es que era benemérita, no había indiferencia, sino una
especie de resonancia de todo su ser - ese sol del mediodía que todo lo ve
distinto y bien.
Ni hablar de cálculo. No poniéndose de parte de ninguno, o lo que es lo
mismo, poniéndose de parte de los dos, con frecuencia era condenado por
ambos. Y es que del argumento: «Él tiene tanta razón como tú» - nosotros, no
importa quienes seamos, solo oímos: Él tiene razón e incluso: Él tiene razón,
a tal punto no hay igualdad en la justicia cuando se trata de nosotros. No
poniéndose de mi parte o de la parte de mi ofensor, o lo que es lo mismo,
poniéndose tanto de su parte como de la mía, se quedaba en su propia parte,
que estaba fuera (del campo de acción y de nuestra vision) - en el interior de
sí mismo y au-dessus de la mêlée.
Todavía nadie ha condenado al sol porque alumbre también al otro, y aun
Josué, que lo hizo detenerse, lo detuvo también para su enemigo. El hombre y
su enemigo, para Max, formaban un todo: para él mi enemigo era parte de mí.
Para él - enemistad era unión. Así veía la guerra con los alemanes y la guerra
civil, y a mí con mi ineludible enemigo. Así veía - el mundo entero. Pero así
puede verse solo desde arriba, nunca de lado, nunca desde dentro. Y así veía
no solo la enemistad de los otros, sino a sí mismo frente a quien decía ser su
enemigo, a sí mismo - su enemigo. La enemistad, como la amistad, exige
acuerdo (reciprocidad). Max no daba su acuerdo para la enemistad y de ese
modo desarmaba a la persona. Solo podía contra-ponerse a la persona, solo
con su inminencia podía contraponerse a la persona: al mal que iba hacia él.
Pienso que Max simplemente no creía en el mal, no confiaba en su
aparente sencillez y en su fuerza de persuasión: «No todo es tan sencillo,
amigo Horacio…». Para él, el mal eran las tinieblas, la desgracia, el
infortunio, un colosal malentendido - du bien mal entendu - la secular
inadvertencia de alguien y nuestra propia continua inadvertencia, con
frecuencia - una simple tontería (en la que él sí creía) - antes que nada y
después de todo - ceguera, pero jamás - maldad. En este sentido era un
verdadero civilizador, un oftalmólogo genial. El mal es una catarata, debajo -
se halla el bien.
Toda mano que se alzaba para golpearlo era transformada por él, por la
sola fuerza de su estupefacción, en una mano sumisa, y a veces, incluso en
una mano tendida. Así, en un abrir y cerrar de ojos, desarmó al viejo Repin
que, furioso, se retiraba con estas palabras: «Un hombre tan culto y
agradable, ¿cómo es posible que no le guste mi Iván el Terrible?». Y, tanto de
esta agresión frustrada de Repin o del vaso que lancé - a todo lo largo de la
terraza - contra la insolente actriz que se atrevió a llamar a Sarah Bernhardt
vieja payasa o, más tarde, de las batallas entre rusos y alemanes, y más tarde
aún, entre blancos y rojos Max, invariablemente, se quedaba fuera: a favor de
todos y en contra de nadie. Sabía ser amigo del hombre y de su enemigo, sin
que uno solo de los dos lo sintiera traidor ni se sintiera - traicionado, ambos
(juntos y por separado) sentían la devoción que él, M. V., profesaba en
exclusiva por cada uno de ellos, porque - así era. Su especialidad en la vida
era - reunir, y no separar, y sé, por testigos, que reunió a más de un rojo con
un blanco, como seres humanos - aunque solo fuera porque a cada uno, en su
momento, lo salvó del otro. Pero de esto - más tarde y más fuerte.
La pacificación de M. V. entraba dentro de su mitificación: el mito de un
hombre grande, sabio y bueno.
Si las personas pudiesen ser representadas plásticamente, Max sería - una
esfera: la imagen absoluta de la esfera: la esfera del universo, la esfera de la
eternidad, la esfera del mediodía, la esfera del planeta, la esfera de la pelota
gracias a la que, rebotando, se alejaba de la tierra (su manera de andar) y de
su interlocutor para entregarse de nuevo en sus manos, la esfera esférica de su
barriga, también los rayos que en momentos de furia lanzaban sus ojos
blancos eran, yo los vi - esféricos.
Hacerse añicos contra una esfera. Enfadarse con Max.
Sí, la esfera terrestre, en la que - ya se sabe - hay montañas, y altas, hay
abismos, y profundos y, sin embargo, sigue siendo una esfera. Y giraba él,
indiscutiblemente, alrededor de cierto sol, del que tomaba su luz, y al que
daba su luz. Satelitario: en esta larga, en esta alargada palabra está dado todo
Max con la gente - y sin la gente. Compañero solidario del primero que
pasaba y, apartándose de lo que le era más cercano, - satélite de un astro para
nosotros desconocido. La distancia y la constancia del satélite. Ese algo que
estaba siempre entre su mejor amigo y él y que nosotros percibíamos casi
como un obstáculo físico no era sino - la distancia entre el astro y su satélite,
que unas veces disminuye y otras aumenta, pero que constantemente
disminuye o aumenta, una pulgada más cerca o una pulgada más lejos - pero
que finalmente siempre es la misma. Ese equilibrio de la atracción y la
repulsión que, condenando a dos cuerpos celestes a estar juntos, los mantiene
inevitable y maravillosamente separados.

Recuerdo, a propósito de su planetariedad, al principio de nuestro


encuentro - un desencuentro. Como respuesta a la notificación que le envié
sobre mi matrimonio con Seriozha Efrón, Max me mandó desde París, en vez
de una felicitación o, por lo menos, una nota de consolación - las más
genuinas condolencias, suponiéndonos a ambos demasiado auténticos para
ese falso tipo de vida en común que es el matrimonio. Yo, esposa neófita,
monté en cólera: o me aceptas como soy íntegramente, con todo lo que hago
y aún haré (¡y qué cosas llegaré a hacer!) - o… Y su respuesta: serena,
amante, infinitamente distante, inamoviblemente firme que terminaba con
estas palabras: «Y bien, hasta la próxima - ¡hasta nuestro próximo
encuentro!» - es decir, hasta que yo cayera de nuevo en la esfera de su
influencia, de la que solo me parecía - haber salido, es decir, exactamente
como el astro - al satélite. Y, al mismo tiempo - ¡ingenuidad conmovedora! -
con toda la pureza de su corazón invariablemente imaginaba que en las vidas
humanas el satélite era - él. Se ha dicho, creo, suficiente como para no
explicar por qué jamás habría podido ser un compañero de ruta - ni de aquí ni
de allá.
Max pertenecía a una ley distinta de la humana y nosotros, al caer en su
órbita, inevitablemente caíamos en su ley. El propio Max era un planeta. Y
nosotros, que girábamos alrededor de él, también girábamos con él en otro
círculo, uno mayor, alrededor de un astro que ni siquiera conocíamos.
Max era un iniciado. Tenía un secreto, del que no hablaba. Lo sabíamos
todos, del secreto nadie nunca se enteró. Estaba en sus ojos blancos que no
sonreían, jamás sonreían - pese a la eterna sonrisa de sus labios. Estaba en él,
vivía en él, como un cuerpo a nosotros ajeno que con él formaba - un todo.
No sé si él habría podido darle un nombre. Su dedo índice levantado: ¡No es
así! - mostraba con tanta fuerza qué era ese así, que así no se supiera lo que
era, era imposible dudar de su existencia. Explicar este secreto mediante la
afiliación a la antroposofía o por prácticas de magia - es demasiado simple.
He conocido a muchos steinerianos y a no pocos magos y siempre he tenido
esta impresión: el hombre - y lo que sabe; en su caso era - una unidad. El
propio Max era ese secreto, como el propio Rudolf Steiner - era su propio
secreto (el secreto de su propia fuerza) del que no quedó nada - ni en sus
escritos, ni en sus discípulos, y de M. V. - ni en su poesía, ni en sus amigos, -
un autosecreto que ambos se llevaron a la tumba.
—Hay espíritus del fuego, Marina, espíritus del agua, Marina, espíritus
del aire, Marina, y hay, Marina, espíritus de la tierra.
Caminamos por un bancal desierto, en pleno mediodía, y tengo la
sensación muy clara de ir - con uno de esos espíritus de la tierra. Porque
¿¡acaso el espíritu, un espíritu de la tierra, podría ser distinto, podría ser otro
que - este!?
Max era un auténtico brote, procreado, procurado por la tierra. La tierra
se abrió y lo procreó: tal cual, completamente listo, un gnomo inmenso, un
gigante impenetrable, un poco toro, un poco dios, erguido sobre unas piernas
fuertes, torneadas como los bolos, maleables como el acero, firmes como
columnas, aguamarinas en vez de ojos y un bosque impenetrable por
cabellera, con todas las sales de la tierra y del mar en su sangre («¿Sabes,
Marina, que nuestra sangre es un antiquísimo mar…?»), con todo lo que en el
interior de la tierra ha hervido y se ha enfriado, lo que ha hervido y aún no se
ha enfriado. Las entrañas de Max, se sentía, eran las entrañas de la tierra.
Max provenía de la tierra, y la atracción que sentía por el cielo era la
atracción que por el cielo siente - un cuerpo celeste. En Max vivía el cuarto
elemento - la tierra - que todos olvidamos. Un elemento continental - la tierra
firme. En Max vivía la masa, se puede decir que este fenómeno único era
precisamente un fenómeno de masa terrestre, de densidad, de volumen. De él,
como de las montañas, se podría decir: un macizo. Aun su masa física era un
macizo - indivisible, inamovible. Hay aerolitos celestes. Max era un -
monolito terrestre, Max era justamente lo contrario de un mosaico: un
monolito. No compuesto, - compacto. Un uno creado a partir de un todo. Solo
un geólogo podría hablar con propiedad de Max. Aun su cráneo, con esa
vegetación alocada, desbocada, difícil de llamar cabellera, se percibía
físicamente como la superficie del globo terráqueo, que por alguna razón, en
este preciso lugar, había reventado con aquella exuberancia. Jamás cabellos
ningunos demostraron tan manifiestamente su pertenencia al reino vegetal.
Tal y como crecía esta cabellera crecen la menta, el absintio, la manzanilla -
tupidos, compactos, flexibles - pero no los cabellos. Crecen, pero no en los
habitantes de nuestras zonas meridionales, crecen en pueblos enteros y no en
individuos, crecen, pero oscuros, nunca - claros. (Crecían claros, pero solo en
los dioses). Y aquella tira de absintio en los cabellos, de la que ya hablé, era
solo la prolongación natural de esa melena, su coronación natural y su límite.
—Hay tres cosas, Marina, que pueden ondularse: los cabellos, las aguas y
las hojas. Cuatro, Marina - las llamas.
De las llamas. Un relato. Uno de los admiradores fervientes de Max,
durante el primer año de nuestra amistad, me contó con voz casi inaudible
que: …en ciertos momentos de gran concentración - de la punta de sus dedos
y de la punta de sus cabellos - brotaban llamas, auténticas, abrasadoras. Y así,
en una ocasión, cuando estaba sentado escribiendo, se prendió la cortina que
tenía a la espalda.
Es posible. Una auténtica columna de chispas se elevaba sobre Catalina II
cuando le peinaban los cabellos. Y Max tenía una melena - ¡más que
catalinesca! Pero yo jamás vi ese fuego, por eso no insisto. Además, un fuego
que puede hacer arder una cortina para mí no cuenta, aunque solo sea porque
en vez de la cortina, o con ella, de pronto puede encenderse el cuaderno con
el único fuego que cuenta para mí. No insisto en el fuego, no insisto en las
llamas que brotaban de Max, pero esta leyenda no la omito ya que toda
leyenda que hable de nosotros - aun si no es más que una fábula - es una
fábula que habla de nosotros, y no del vecino. (La calumnia es el autorretrato
del calumniador).
Llamas o no, había fuego en él - tan seguro como que hay fuego en las
entrañas de la tierra. Era un enorme hogar de calor, de calor físico, un hogar
de calor tan cierto como una estufa, una hoguera, un sol. Desprendía calor
como una fogata, y sus cabellos parecían crepitar, en las puntas, como
crepitan las coníferas en el fuego. Parecía que fuera ese crepitar el que los
encrespaba. Soy incapaz de transmitir el encanto de ese físico que formaba
una buena mitad de lo psíquico y, más importante que el encanto - y en la
vida directamente opuesto al encanto - la confianza que ese físico inspiraba.
Uno siempre tenía ganas de frotarse contra él, de acariciarlo como a un
enorme gato, casi oso, y con la misma precaución. Eran tantas las ganas de
acariciarlo que, pese a todo el salvajismo y la timidez de mis diecisiete años,
en una ocasión no aguanté: «M. A., me gustaría mucho hacer una cosa…» -
«¿Qué?» - «Acariciar su cabeza…» - No había tenido tiempo de terminar la
frase, cuando una enorme cabeza se colocó, con toda buena fe, bajo la palma
de mi mano. Una caricia, dos, primero con una mano, después con las dos - y
desde abajo una cara radiante: «Qué, ¿le gusta?» - «¡Mucho!». Y, con
gentileza y cordialidad: «Por favor, no me pregunte. Siempre que tenga ganas
- adelante. A muchos les gusta», - con objetividad, como si se tratara de una
cabeza ajena. Y yo tenía la sensación de haber acariciado, con la palma de
esta mano - una montaña. La frente de una montaña.
La frente de una montaña. Escribo y veo: a la derecha, limitando la
enorme bahía de Koktebel - bahía en tierra baldía - un perfil de roca que se
adentra en el mar. El perfil de Max. Así lo llamaban. Los veraneantes ajenos
a nosotros intentaron atribuir el perfil a Pushkin, pero no tuvieron éxito, por
la presencia evidente de una barba gigantesca de la que el perfil se adentraba
en el mar. Además, Pushkin tenía una cabeza pequeñita, y esta cabeza
pertenecía, era evidente, a un cuerpo enorme, oculto debajo del mar Negro.
La cabeza de un gigante durmiente o de una divinidad. De un eterno bañista
que ha entrado en el agua y aún no ha salido, pero si saliera - levantaría una
ola que arrasaría la costa entera. Mejor que se quede quietecito. Y así - quedó
como el perfil de Max.
UN PARÉNTESIS SOBRE LA MANO
Cuando escribía sobre cómo acaricié la cabeza de Max, miré sin querer
mi mano y recordé que en una de nuestras primeras despedidas, Max - a mí:
—M. I. ¿por qué da usted la mano como si dejara abandonado a un
infante difunto?
Yo, indignada:
—¿Qué dice?
Él, tranquilo:
—Sí, sí, precisamente, a un infante difunto - sin apretar, como si no fuera
suya. La mano hay que darla abiertamente, apretar fuerte, palma contra
palma, ese es el sentido del apretón de manos, porque la palma es - la vida. Y
no extenderla como de lado, como si fuera alguna cochinada que ni usted ni
nadie necesita. En su manera de dar la mano hay falta de confianza, se podría
uno ofender. A ver, ¡deme la mano como es debido! La mano, y no…
Yo, tendiéndosela:
—¿Así?
Él, radiante:
—¡Así!
A Max le debo la firmeza y la franqueza de mi apretón de manos y, con
ellas, la confianza que empecé a sentir en la gente. Si hubiera seguido
viviendo como antes - si hubiera seguido desconfiando como antes, quizá
habría sido mejor - pero peor. Y, para terminar con la mano, una exclamación
de Max, que da el tono de nuestras relaciones:
—¡Marina! ¿Por qué tu mano se parece tanto a la pata trasera de Cíclope?

Max estaba ligado a la mitología también a través de la tierra


koktebeliana, tierra cimeria, patria de las amazonas. No en vano soñaba
eternamente con el matriarcado. He aquí el testimonio de una conversación
de 1920, en vísperas de los desórdenes de Crimea. Un habitante de Feodosia:
«M. A., usted que todo lo sabe, ¿en qué acabará todo esto?». Max, sereno:
«En matriarcado». El feodosiano, asustado: «¿Cómo?». Max, imperturbable:
«Simplemente en vez de un patriarca, habrá una matriarca». Una broma, por
supuesto, porque ¿cómo más se puede responder cuando acuden a uno como
a un oráculo? Pero, como la leyenda de la cortina en llamas - toda broma
lleva un fondo de verdad. Del imperio de las mujeres oí hablar a Max desde
1911, antes de todas las guerras alemanas y civiles.
Cimeria. La tierra por donde Orfeo entró en los Infiernos. Cuando durante
nuestros paseos de mediodía Max me hablaba de la tierra que pisábamos, yo
tenía la impresión de que a mi lado iba - ni siquiera Herodoto, ya que
Herodoto contaba lo que le habían contado y quien iba a mi lado contaba de
viva voz lo que había vivido en sus dominios.
El misterio del poeta vidente reside, sobre todo, en la visión: ver con el
ojo oculto - de todos los tiempos. Quien ve todos los tiempos es quien ve el
misterio. Y en eso no hay nada «misterioso».
Este hombre de treinta y seis años a quien los pasaportes de la policía y
de la poesía llamaban el modernista francés de la lírica rusa tenía, en realidad,
muchos miles de años, tantos miles de años como la naturaleza cuando, en
creando al hombre y al caballo, a la mujer y al pez, aún no había decidido
donde terminaba el hombre, donde el caballo, donde la mujer y donde el pez -
y por lo tanto ponía un límite a sus creaciones. Max pertenecía al mito más
por el alma y el cuerpo que por sus poemas, que en realidad pertenecían a su
conciencia. El propio Max era un mito.

Max, yo. En los remos - contrabandistas turcos. La lancha es puntiaguda


y veloz: un pez sierra. Koktebel ha quedado muchas millas atrás. Navegamos
una hora. A la derecha (definición de Max - estoy feliz de no haberla
olvidado), las catedrales de Reims y de Chartres - en roca, y para ver su cima,
hay que poner la nuca al nivel del mar, es decir, volcar la lancha - lo que
habría ocurrido, de no haber sido por el contrapeso de Max: él estaba en la
proa, yo - en la popa. Una gruta de una veintena de metros: en el seno
profundo de la grieta.
—Y esto, Marina, es la entrada a los Infiernos. Por aquí entró Orfeo a
buscar a Eurídice.
Por ahí entramos también nosotros. No hay luz, como no la había
entonces, solo destellos del agua marina que nuestros remos proyectan sobre
los muros de basalto de la entrada que parecen estrecharse, estrecharse y,
pese a todo, se abren - como se abrieron entonces. No recuerdo el final de la
gruta, es decir la salida a la entrada; no sé si atravesamos íntegra la roca, es
decir, si resultó que la entrada era el portal o si giramos nuestro pez sierra en
algún estanque de mar para volver sobre nuestras propias huellas, ya alisadas.
Se ha desvanecido. Solo recuerdo: la entrada a los Infiernos.
De Orfeo oí por primera vez con los oídos del alma y no con los de la
cabeza, de una persona que - así lo decidí entonces - fue mi primer amor, ya
que hay que fijar el primero para no encontrarse después en la penosa
necesidad de admitir que se ha amado siempre - o nunca. Era el traductor de
Heráclito y de los himnos de Orfeo. Por él me fui a Koktebel, y no para
«amar a otro», sino para no amar - a este. Y, tras la aflicción vencida,
superada, de pronto esta entrada a los infiernos, ¡con otro!
Y en respuesta a mi abstención, su no mención - de muy lejos - como si
no viniera de la otra punta de la barca sino de la otra punta del mar:
—A los Infiernos, Marina, hay que entrar solo. Y tú entraste sola, Marina,
yo - como estos turcos, no cuento, soy solo un medio, Marina, como estos
remos…
Ni yo misma sé si he olvidado o no al traductor de los himnos de Orfeo.
Pero a Max, que me hizo entrar verdaderamente en los Infiernos, que me hizo
entrar con él y sin él - no lo olvidaré jamás. Y cada vez, ya sea en mis propios
versos, ya en el Orfeo de Gluck, o simplemente con la palabra Orfeo - la
grieta de una veintena de metros en la roca, la plata del agua del mar contra
las rocas, la risa de los turcos con cada golpe afortunado de los remos - alta
como el embate…
Cuántos me han llevado a las puertas de servicio de la vida, me han hecho
entrar y me han abandonado - sal como puedas. ¿Qué más he visto yo en la
vida además de puertas de servicio? ¿Y serviles jugadas?
Esto: ¡la entrada a los Infiernos!
Otro recuerdo koktebeliano. Una larga excursión, en esta ocasión -
multitudinaria. Por los caprichos de las conversaciones y de los senderos, y
por la ley que impera en todo colectivo ruso, nos esparcimos, nos
dispersamos, y Max y yo, después de una ascensión de muchas horas - no sé
a qué altura sobre el nivel del mar, pero sé que justo al nivel del cielo que
diluviaba directamente sobre nuestras cabezas, nos encontramos en el umbral
de una blanca cabaña de labradores, la primera de toda una serie.
—¿Podemos entrar y esperar a que pase el chaparrón?
—Pueden, pueden.
—Pero estamos empapados.
—Pueden secarse a la lumbre.
Como no tenemos nada que quitarnos: Max lleva puesta su túnica, yo mis
pantalones bombachos, nos sentamos empapados al lado mismo del fuego y,
comedidos, esperamos anegarlo en cualquier momento. Pero la ancianita de
cofia blanca echa un nuevo ladrillo de boñiga seca. El fuego humea, nosotros
- nos ahumamos.
—¡Cuánto parecerse a su papá la señorita! (El ancianito).
Max, con la modestia del autor:
—Todo el mundo lo dice.
—Y el papá (la ancianita) cuánto parecerse a su hijita. ¿Tiene muchas
hijas?
Max, evasivo:
—Es la mayor.
—El papá y la hija parecen al zar, mucho.
Seguimos el dedo que señala y, a través del humo del hogar y del vapor
de nuestras ropas, distinguimos al zar Alejandro III, en blanco y rosa, del
tamaño de toda la pared.
Max:
—Este zar también es papá: papá del zar de hoy y abuelo del de mañana.
El ancianito:
—Qué bonito: ¡abuelo del de mañana! ¡Dios dé salud al zar, el papá y la
hija!
La ancianita, contemplativa:
—Pero la hija lleva pantalones.
Max:
—Es más cómodo para trepar por las montañas.
El ancianito, contemplativo:
—Y el papá - camisón.
Max, adelantándose a la pregunta sobre los pantalones: —¿Hace mucho
que viven aquí?
Los ancianitos (a una voz):
—Mucho. Ciento y veinte años.
Colonos de los tiempos de Catalina II.

Hacíamos más salidas al mediodía que a medianoche. A medianoche eran


llegadas - después del trabajo y de las ascensiones, por lo general solitarias, al
Karadag o a alguna otra montaña - llegadas de medianoche a las casas de los
amigos dispersas por el jardín. Yo vivía al fondo. Pero aquí no puedo dejar de
mencionar a los perros koktebelinos. Cuando llegué ya eran muchos, pero
conforme iba yo viviendo allá, iban aumentando hasta convertirse en muy
muchos. Acabaron por ser - jauría. De los que tenían nombre recuerdo a
Lapko, Cíclope y Chocolate. Lapko tenía una doble ortografía, lapko- pata - y
lobko— frente - pero justificaba solo esta última, ya que se acercaba siempre
de frente, y la pata - no la daba. Lo suyo era embestir. Era un pastor de
Crimea, o lo que es lo mismo, un inmenso lobo, una raza a la que solo en
broma podría uno imaginar cuidando ovejas. Pero, gracias a Dios, no había
ovejas. Había un inmenso y bello lobo, que no cuidaba de nada ni de nadie, y
no atemorizaba a las ovejas, sino a las personas. A mí no. Yo de entrada, la
primera vez que me embistió de frente, tomé con ambas manos sus
mandíbulas trémulas de gruñidos y lo besé en esa misma frente, sintiendo que
besaba, por lo menos, el Etna. Hacia el final del verano ya lo besaba sin
manos y en respuesta recibía su pata. Pero cada vez que llegaba yo de nuevo -
el mismo estruendoso hocico bajo los belfos, - Lapko se olvidaba de mí
durante el invierno, y de nuevo había que inculcarle - besuquearle - toda la
ciencia de la amistad. Así era Lapko. El segundo, mucho menos agraciado,
era Cíclope, un ser rosado de sarna y sin más atributos espirituales que el
miedo, que es un atributo físico. El tercero, hijo de Cíclope (resultó Ciclopea)
era Chocolate, de pequeño un cachorrito divino, en adelante - un adefesio.
Los demás no tenían nombre, porque solo aparecían de noche y desaparecían
al alba. Esos eran - un montón. Pero - bautizados o ábaptos - todos vivían
justo frente a mi casa, es más, frente a mi puerta. Y una mañana, en la terraza,
mientras tomábamos un té descolorido con una rosquita, o sin rosquita (en
Koktebel se comía mal, rápido y poco, igual que se dormía), Max - a mí:
—Marina, anoche quise ir a verte (anoche en el lenguaje koktebeliano
quería decir entre las doce y las tres).
—¿Quisiste?
—Sí, me encaminé, pero no conseguí llegar. Has proliferado una cantidad
tan grande de… perros, que todo el tiempo pisaba yo algo vivo, quiero decir,
una especie de cuerpos exánimes que gruñían aborrecibles y amenazantes.
Cuando por fin me abrí paso entre esa multitud e iba a poner un pie en tu
escalinata, la concurrencia se levantó y todos a una, muy quedo, me
enseñaron los dientes. Como comprenderás, después de eso…
Nunca olvidaré cómo en la negrura absoluta de la noche, al desplomarme
sobre un sillón de mimbre que estaba abierto, fui a dar no sobre el sillón, sino
sobre un enorme perro, que no tardó en hacerme caer - de él y del sillón.
A Max no le gustaban demasiado los perros. No los quería, pero estoy
convencida de que cuando no había gente delante, conversaba con ellos, con
Lapko sin lugar a dudas, como conmigo, no con entonaciones, sino con
palabras, y sin saltarse ninguna. Por ejemplo: para echar a Cíclope del
sembrado: «¡Cíclope, te aconsejo que te vayas antes de que te vea mamá!»,
con el dedo levantado y sin levantar la voz, con frialdad, como cuando
echaba de ese mismo sembrado a un niño. Y Cíclope obedecía - como el
niño: no por miedo de mamá, sino por un terror sagrado frente a Max. Para
Max un perro era como una persona, el propio Max era más que una persona.
Y Cíclope obedecía a Max no como a un dios conocido, sino como a un dios
desconocido. No recuerdo que Max haya acariciado nunca a un perro, para él
hacer una caricia a un perro era un acto de tanta responsabilidad como hacer
una caricia a una persona, ¡sobre todo desconocida! Lapko era el más altivo,
el más hosco y el menos perruno de todos los perros de Koktebel, ya que era
un lobo - con desgano, a una versta de distancia, pero acababa por seguir a
Max. Arriba, en las montañas, vivían unos perros pastores salvajes que
habían hecho trizas a un ciclista junto con su bicicleta. Cuando Max era dos
veces más joven y más delgado, también había sido un ciclista con bicicleta.
Y en una ocasión - el ataque: la jauría de pastores - al ciclista en bicicleta. Y
el pastor - una colina más allá, de perfil, en el vacío azul, esculpido, como
una cabra. De las ovejas - ni sus luces… - «¿Cómo saliste de esa, Max?» -
«¡No iba a ponerme a pelear con los perros! Hablé con ellos».
Alguna vez a Kérenski lo llamaron, en broma y sin mala fe, «el persuasor
en jefe», pero el verdadero persuasor en jefe era Max - y siempre tenía éxito,
ya que no trataba con multitudes, sino con personas sueltas, siempre uno y
siempre a solas: con la conciencia sola o la vanidad del solitario. Y poco
importaba que fuera un comisario, un jefe de destacamento o un pastor de
Crimea, jefe de la jauría - el éxito estaba asegurado.
La labor de convencimiento se desarrollaba así, supongo:
Max, apartando al más fiero:
—Tú que eres el más inteligente y el más fuerte, dime, por favor, ¿de qué
les sirve a ellos mi bicicleta? En primer lugar, no tiene buen sabor, en
segundo, yo la necesito y ellos no. Diles, además, que está muy mal eso de
atacar a un hombre desarmado y solo. Y no te olvides de recordarles que son
pastores, es decir, que lo suyo es cuidar de las ovejas, que no son lobos, es
decir, que no tienen por qué atacar a los humanos. Y ahora permíteme
estrechar tu magnánima pata y agradecer tu comprensión (que por lo pronto
el jefe demostraba con un buen gruñido).
No sé si era porque Max estaba verdaderamente convencido de la
humanidad del perro pastor o del enfurecido comandante rojo - o blanco -,
pero el hecho es que los convencía. No me cabe duda de que años después,
cuando en su pacífica y mítica dacha irrumpió una u otra banda, lo primero
que debe de haber hecho, cuando lo llamaron, es guardar un largo silencio,
para luego decir: «Me gustaría hablar con alguien, uno solo», - un deseo
siempre halagador y una exigencia siempre satisfacible, ya que en cada
multitud siempre hay alguien (e incluso a veces alguienes) que se siente
precisamente ese uno. El éxito de sus persuasiones de masas no era sino el
llamado a la unicidad.
Para terminar con los perros. Al cabo de dos años - aquel invierno estaba
yo viviendo en Feodosia - el raro regocijo de la aparición de Max con su
jubón de lana a rayas - como un molinero, o el hijo del molinero, o el Gato
con botas.
—¡Marina! He venido con invitados. ¡Adivina! ¡Rápido, rápido! Están
muy inquietos.
Salgo corriendo. Detrás de Max - desde el soportal hasta la puerta, en tres
puestos de guardia, por orden de edad y de belleza: Lapko - Cíclope -
Chocolate.
—¡Marina! ¿Estás feliz? ¿Verdad que los echabas de menos?
Hay que saber lo incomprensible que era para Max mi nostalgia de los
perros y el grado de fealdad de Chocolate y de Cíclope, con los cuales tuvo
que atravesar toda la ciudad, para poder apreciar esta visita en todo lo que
vale.
Durante la Revolución y la hambruna, hubo que envenenar a todos mis
perros para que no se los comieran los búlgaros y los tártaros, que comían
cosas peores. Lapko escapó a ese destino porque huyó a las montañas - a
morir solo. Eso lo supe por la última carta de Max que recibí en Moscú, la
misma con la que fui al Kremlin, convocada por Lunacharski, a informar
sobre los escritores que estaban pasando hambre en Crimea.

El invierno de aquella visita canina fue el único, a lo largo de todos los


años de nuestra amistad, en que recibimos el Año Nuevo con Max. Salimos
en plena tormenta de nieve, Seriozha Efrón, mi hermana Asia y yo. Con un
viento del norte como aquel no habría quien nos llevara, y ni pensar en hacer
dieciocho Verstas a pie - puro vientumbamiento. Y así, Max se habría
quedado esperándonos, de no haber sido por el cochero Adam, que conocía y
conducía a Max desde que este era un joven imberbe y pesaba la mitad - y
que pese al paso del tiempo y al aumento de peso y de los precios en el
mercado feodosiano, no aumentaba los suyos. Transportaba a la gente, se
puede decir, gratis y - con éxtasis. Nos encaramamos en su desvencijado
carromato, Adam nos cubrió con lo que pudo y - nos dispusimos a emprender
la marcha. Y la emprendimos, pero no avanzamos. Los caballos resbalaban
sobre la nieve recién caída y las ruedas no giraban, pero ¿de qué no serán
capaces el antiquísimo nombre Adam, un par de viejos rocines y tres
impetuosos viajeros, que juntos no sumaban sino cincuenta y cuatro años?
Como pudimos salimos de la ciudad. Y ahí empezaron aquellas dieciocho
Verstas de distancia - entre nosotros y la torre de Max, entre nosotros y el
Nuevo Año 1914. La tormenta no amainaba, la nieve se nos metía en los ojos
y no solo se colaba por debajo de la manta que nos arropaba, sino que se nos
metía por debajo de la piel, que ya no sentía siquiera la manta. Aquel viento
del noreste se estrellaba contra el pecho y salía por entre los omóplatos, no
teníamos ni cuerpo, ni camino, ni certeza de nada: solo aquel viento del
noreste. No, había una cosa cierta: el certero muro de nieve de la espalda de
Adam, con una barba en blanco y negro que tan pronto aparecía como
desaparecía: «¿Qué, cómo están, señores, siguen vivos?».
No hacía frío, es decir, ya no había quien sintiera el frío, éramos alegres
almas desnudas, que no temían que el carruaje volcara, a las que ya no pasaba
nada. «¡Asia!» - «Sí, Marina, así viajaremos después de la muerte!». Por
cierto, viajaba con nosotros también una cesta pesada, real, a la que pasaba de
todo y sí podía volcarse. Y si nosotros entonces - con los caballos, el carruaje,
Adam - no salimos volando directamente al cielo, fue únicamente gracias al
cargamento de Max para el Año Nuevo, a ese delicado Riesling que él
adoraba, y que no podíamos dejar de llevar.
¡Y esa risa! Mientras más fuerte era la tormenta - más nos balanceábamos
- de risa, mientras más fuerte nos golpeaban las ráfagas de viento, más nos
dábamos unos contra otros - de risa. La tempestad del Guía de La hija del
capitán. ¡Y Adam tenía la misma barba!
El viento no nos tumbó, Adam no nos traicionó. La casa. El hogar. Max.
—¡Seriozha! ¡Asia! ¡Marina! Es - increíble. Es - imposible.
—Max, ¿no te acuerdas?

Yo no creo en milagros. Mas qué dicha


es darse cuenta: ¡el milagro - existe!

Como un triple milagro, o más bien, como tres milagros empapados,


fuimos sacudidos del carruaje, de la tempestad, del cesto, de las riendas y, de
pie en el cálido estudio de Max, nos descongelamos en charcos sobre el
suelo. Damos Riesling a Adam tan generosamente como él dará agua a sus
caballos.
Max está solo, E. O. está en Moscú. La casa no ha sido calentada, está
helada, inhabitable - ¿acaso hay algo más triste que los lugares estivales en
invierno, esas refrescantes paredes blancas, azuladas de estío - en pleno
invierno? - El mar está más cerca de lo que estaba, se revuelca a los pies de la
torre, como un animal. Estamos en la torre. Una torre - faro. Dos palabras
sobre la torre. Era una habitación grande, espaciosa, a la que con el tiempo
Max añadió otro piso, que más tarde derribó, - y quedó un espacio de dos
plantas y dos iluminaciones. Abajo estaba el estudio, desde donde, por una
escalera interior, se podía subir a la biblioteca situada en la galería. Allí
dormía Max sobre algo rojizo, color arena o león. En lo más alto de la torre,
en una gran terraza rodeada de barandales, pasaban los días, según la
expresión envidiosa de los veraneantes, «adorando al sol», es decir, tumbados
en bañador, los caballeros por un lado y las damas por el otro, y las noches, a
decir de los mismos veraneantes, «adorando a la luna», es decir, conversando
y recitando.
El estudio estaba vacío, solo un caballete y unos lienzos; la parte de
arriba, con la abrumadora cabeza de la egipcia Taiaj, repleta a reventar.
Muchos miles de tomos de libros y los milagros y maravillas de todos los
viajes de Max - los modestos milagros cotidianos de los países en los que
había vivido: un cuchillo vasco, una taza bretona, abalorios de Samarcanda,
castañuelas de Sevilla - una cotidianidad ajena que al llegar al país del viajero
se vuelve milagrosa, - pero no solo la cotidianidad humana, también la del
mar, y la del bosque, y la de las montañas - un arbusto de corales blancos, un
fósil marino, un manojo de plumas de faisán, el abultamiento natural del
cristal de roca…
En la torre hace calor. El voluminoso Max sube y baja con tazas sin asas
y cuchillos sin mangos.
—Mamá lo dejó todo bajo llave para que no se lo fueran a robar, pero
¿quién se lo iba a robar? - los perros no comen con tenedor.
—Max, ¿y dónde están…?
—En la dacha de Junge, porque, ya sabes, yo no dejo ni las migajas
(poniendo unos ojos terribles): Je mange tout. Aquí estuvieron viviendo unas
dos semanas pero al ver que les esperaba la muerte por inanición, se fueron a
la casa de Junge. Un buen día me desperté - y no había nadie.
Un cráter rojo y el ulular de la estufa de hierro. Pero - sobre esta estufa -
un relato. Antes de que conociera yo a los Voloshin, a E. O. y a Max, en
verano solían tener a su servicio a una pareja: un tártaro y su esposa, con
nombre tártaro que, según la traducción de Max, quería decir «barrigona».
Barrigona se había puesto vieja, flaca y horrenda y el tártaro decidió casarse
con una joven. Algunas de las jovencitas antroposóficas que entonces se
hospedaban en casa de Max intentaron disuadirlo: «¡Cómo no te da
vergüenza! ¡Con lo fiel que te ha sido! ¡Toda una vida con ella, y ahora se te
antoja casarte con una jovencita! ¿Acaso es la juventud lo que importa? ¿O la
belleza? ¡Lo que importa es el alma, Selím, entiéndelo, el Alma, siempre
llena y siempre joven!». El tártaro las oía y las oía y cuando se dio cuenta de
que le estaban insinuando que no podría pagar por esta nueva novia: «Tú eres
razón, señorita, al pobre no queda sino vivir con su alma».
Esta misma alma, con la que al pobre no le queda más remedio que vivir,
era una ladrona de miedo, para los científicos - una cleptómana, para el
pueblo - una urraca. A Max se le ocurrió poner una estufa. Él mismo la
compró, la transportó y se dio a la tarea de instalarla. La instaló. La encendió.
Humareda por toda la casa. Bueno, por ser la primera vez, pase. Pero la
segunda, y la tercera - una humareda de locomotora. Estuvo pensando,
sacando conjeturas y, sobre todo, olisqueando los tubos, los codillos - ni
rastros de la clave del enigma. Y, de pronto, una iluminación: ¡Barrigona!
Salió corriendo, embistiendo con la cabeza baja como un toro, rumbo al
cuchitril que ella habitaba; se metió debajo de la cama, al nido de los objetos
robados y, al fondo de todo - un codillo, minúsculo, no un codillo, un
codillitito, la pieza más importante. «¿Por qué cogiste esto, Barrigona? -
Silencio. - ¿De qué te sirve? - Silencio. - ¿Te das cuenta de que podría
haberme asfixiado por tu culpa? ¡A-ho-ga-do!». Aquella, en silencio, entornó
sobre su cara amarilla unos negros ojos-abalorios. Dicen que Max lloró - de
contrariedad.
Con los ojos puestos en el cráter rojo del hierro, y la muy leída Biblia de
Max en las manos, hacemos predicciones sobre lo que nos deparará el Nuevo
1914. Más allá de la ventana triangular sopla el noreste. El mar enfurecido -
ruge. La estufa enfurecida - ruge. Estamos en una isla. La torre es el faro.
Debajo de la gigantesca cabeza de Taiaj, el pequeño y fiel reloj de Max.
Indique lo que indique - será la hora correcta, ya que no hay más relojes.
Faltan veinte minutos, faltan quince. «¿Por qué no intentamos adivinar si ya
llegó Adam de regreso?». A duras penas y de manera un poco figurada nos
sale que ya llegó. Faltan diez minutos. Cinco. Llenamos y levantamos tres
vasos y una taza y bebemos por el Nuevo 1914 - ignorantes de cómo sería - el
primero de qué años sería - ese Año Nuevo. De pronto, Asia: «Max, ¿no
sientes que huele raro?» - «Siempre que hay noreste huele así». Recitamos
nuestras poesías. Max, yo. Como siempre, son muchos los versos, sobre todo
los míos.
Y de pronto, ¿qué es eso? De debajo del suelo, a una arshina de distancia
de la estufa, un hilillo de humo. Primero pensamos que salía de la estufa.
Pero no, el hilillo sale justamente de ahí, de ese trocito de suelo - y es un
poco raro, lanza leves estallidos, como si alguien se hubiera sentado del otro
lado del suelo y echara volutas de humo. Lo observamos. Nos miramos y,
Seriozha, de pronto sin aguantar más:
—Max, ¡pero si es un incendio! ¡Está ardiendo la torre!
Nunca olvidaré la cara ausente con la que respondió Max, una cara de la
que había huido toda posibilidad de sonrisa. Sus ojos que comprendían y no
comprendían de pronto se dilataron:
—¿Abajo hay cubos? ¿Aunque sea uno?
—No pensarás, Seriozha, que podremos apagar el fuego a golpe de
cubo…
A toda velocidad - Seriozha, Asia y yo - bajamos, nos apoderamos de dos
cubos y un cántaro, con cuerpo y alma volamos hasta el mar atronando con
los cacharros de latón en las manos y los guijarros bajo los pies, irrumpimos
de nuevo anegando la escalera - y de nuevo al mar, y de nuevo a la torre…
El humo aumenta, ya hay dos cráteres, tres. Max no se mueve, sigue
sentado. Mira atento el fuego, con el cuerpo todo y con el alma. Ese incendio
sería el final. En un instante de pausa entre una ida y otra, uno de nosotros:
—¡¡¿Será posible que no entiendas que esto no puede arder?!! ¿¡Eh!?
Y - en respuesta - el primer destello de vida en su mirada. ¡Reaccionó!
Despertó.
—Nosotros - el agua, pero tú… ¡Es el colmo!
Yotra vez bajamos, al encuentro del noreste; atronando y tropezando, con
plena conciencia de que como no contamos más que con agua, esta agua -
tiene que ser.
Y en un momento dado entramos corriendo y - la vision relampagueante
de Max que se ha levantado y, con una mano en alto, dirige al fuego unas
palabras inaudibles pero bien claras.
El incendio - se extinguió. Y el humo, tal y como había llegado,
desapareció. Con dos cubos y un cántaro, es obvio, habría sido imposible
apagarlo. ¡Estaba ardiendo - el sótano! Y desde hacía mucho, ya que el olor,
que Asia pronunció, nosotros, todos, hacía tiempo que lo notábamos, pero
con la alegría de la llegada, del encuentro, del año, no lo habíamos hecho
consciente todavía.
No se quemó nada: ni los amados cuadros de Bogaevski, ni los milagros
llegados de distintas partes del mundo, ni la egipcia Taiaj, ni se consumió
entre las llamas una sola página de los miles de tomos de la biblioteca. El
mundo, reunido gracias al amor y a la voluntad de un solo hombre, quedó
intacto. Maximilián Voloshin, el amo de estos lugares, que no había querido
salvar una cosa y sacrificar otra, que aun delante del fuego se había negado a
elegir y había sido incapaz de preferir, ya que era todo aquello y se hallaba
íntegro en cada objeto, Maximilián Voloshin lo conservó - todo.
¿Y nuestros cubos? La pura buena voluntad de quienes se saben
incapaces de detener el fuego con una mano levantada, que saben que las
manos les han sido dadas - para acarrear. Nada más que un desfogue de
energía: no quedarse con los brazos cruzados - frente al fuego.
Apagó el incendio - la palabra.
Lo más notable de aquella memorable noche de Año Nuevo fue que Asia
y yo, con un nuevo cubo de agua en las manos, pese a que, era obvio, ya no
hacía falta, de pronto nos quedamos dormidas como troncos. Allí donde cada
una se detuvo al entrar. Poco a poco fuimos resbalándonos y dormimos tan
profundamente que, al ver sobre nosotros la inmensa sonrisa de Max - una
sonrisa que ocupaba toda la cara: la sonrisa era la cara y la cara la sonrisa —,
sin querer entornamos los ojos, como frente al sol de mediodía.
MAX Y EL CUENTO
Mientras más hondo miro en el pozo sin fondo de la memoria, más
nítidos emergen a mi encuentro dos rasgos de Max: el del mito griego y el del
cuento alemán. Los cuentos de Grimm. El ogro bueno, el oso manso, el
gnomo casero y, más amplio: un bosque impenetrable por el que el oso
manso camina en pos de una niña. Max no solo era un personaje, era el lugar
mismo de la acción del cuento de Grimm. El oso-Max, detrás de Rosa-Roja y
Blanca-Nieves, se abría paso entre la maleza de sus propios rizos.
Recuerdo una imagen que estaba encima de mi cama de niña: en un
bosque que parecía de musgo por la talla de quien estaba acostado, un bosque
menudo y ensortijado como el musgo, en el flanco de una montaña, como
sobre su propio flanco, dormía un gigante. Cuando al cabo de diez años
conocí a Max, reconocí a ese gigante y ese bosque. Ese bosque era Max, ese
gigante era Max. Y así, gracias a lo azaroso de aquel cuadro de infancia sobre
la cama, se restablece misteriosamente la misteriosa pertenencia de Max al
mundo alemán, y con mi reconocimiento de Grimm en él - se confirma. En la
sangre alemana de Max, yo, durante todos los años de nuestra amistad, no
pensé; ahora, regresando a las fuentes de su patria primera y de mi primera
infancia - veo en él esa sangre y la afirmo.
En su físico no había nada ruso. Ni siquiera los cabellos ensortijados (a
fin de cuentas nada tenía que pedir prestado: los mocetones de los cuentos y
los cocheros, todos, tienen el pelo rizado) habrían pasado por los de un
cochero. (La característica de los cabellos rusos es su docilidad, se rizan con
cualquier cosa, los cabellos de Max eran imposibles de domar). Y unos ojos
gélidos y verdiazulosos, como los suyos, jamás brillaron bajo las cejas
cibelinas de ningún mocetón. A nadie se le habría ocurrido llamarlo «un
hércules». Hércules es sobre todo peso (como un gigante es sobre todo
velocidad). Un peso que no es ni siquiera físico, sino espiritual. Lo físico
convertido en lo psíquico. El gigante es el paso, hércules - el peso. Un
hércules no puede siquiera caminar sobre la tierra, porque se hundiría, la
hundiría - a la tierra. Al hércules no le queda más que ir montado en su
caballo o permanecer sentado en su estufa.[11] (Hubo uno que debido a su
propia fuerza, es decir, a su peso, se hundió en la tierra, primero hasta las
rodillas, luego hasta la cintura, y finalmente del todo). La fuerza del hércules
es la fuerza de la inercia, es decir - de la pesantez. En Max no había nada ni
del sentado, ni del pesado, ni del hercúleo. ¡Él era - el caballo! Recuerdo que
en el banco frente a la puerta - yo sentada, él - de pie, donde me recitaba un
poema suyo que terminaba con distintas islas griegas, de pronto: Naxos - un
salto, Delos - un salto y Míkonos - ¡un salto al cielo!
Su imponderable cuerpo no ejercía presión sobre la tierra, como su
imponderable amistad no la ejercía sobre el alma de sus amigos. Y se trepaba
en los roquedales como la más ágil de las cabras. Las vastas plantas de sus
pies ensandaliados se sostenían sobre la roca solo por la confianza que tenían
en la roca, formando con ella un todo.
Otra particularidad de nuestros cuentos: la total ausencia de confort: un
miedo amenazante. Max en la vida cotidiana era puro confort. Y el
sentimiento que despertaba en nosotros aun en sus momentos de cólera era un
miedo sonriente, la certeza de que todo acabaría bien, lo mismo que
despiertan los gigantes de los hermanos Grimm, y jamás despertará Kashéi o
cualquier otro de los monstruos de nuestros cuentos. Pues la cólera de Max -
como la cólera de una divinidad o un niño - inesperadamente podía acabar en
risa - ¡un arcoíris! La cólera del hércules indefectiblemente termina con un
golpe en la cabeza, es decir, la muerte. Max era un cuento con final feliz. De
Max, como de mi hijo, - de niños, por cierto, muy parecidos, - puedo decir
que:
… del desazón eslavo
¡Ni sombra hay en tu belleza!

De los eslavos tardíos, es decir, de los intelectuales.


El físico de Max era un ancho portón hacia su esencia, su vastedad física -
no más que una introducción a la vastedad de su alma, el fuego físico de su
grueso cuerpo no más que el efluvio de esa otra luz, de ese otro fuego de un
espíritu que a todos cobijaba y a todos calentaba; todo su mítico físico no era
más que la entrada e introducción a ese mito que era él y con el que él - era.
Pero con esto no se agotan los vínculos entre Max y el cuento. Este
personaje y lugar de la acción era también un cuentacuentos: un creador de
mitos. Oh, ante todo - un cuentacuentos. Pero no narrador, sino autor. La
manera que tenía de relacionarse con la gente era una pura creación de mitos,
es decir, extraía de las personas la esencia y la sacaba a la luz. Reforzaba la
esencia a costa de «las circunstancias», las opiniones a costa del azar, los
destinos a costa de la vida. A los héroes de Homero los vemos porque son
homéricos. La creación del mito: lo que podría y debía haber sido, es lo
opuesto al chejovismo: lo que existe, que es, en mi opinión, lo que no existe.
Reforzaba los rasgos principales de una persona hasta que Max, la persona y
yo, no veíamos sino eso. Todo lo demás: lo pequeño, lo advenedizo, lo
casual, desaparecía. Es decir, el mismo principio creador de la memoria, del
que oí, de boca del propio Max: La mémoire a bon goût, es decir, lo
intrascendente, es decir, el noventa por ciento - lo olvida.
Max hablaba de los acontecimientos como el pueblo, y de las personas -
como de los pueblos. Para mí la exactitud de sus descripciones siempre
estaba fuera de duda, como fuera de duda está la exactitud de toda epopeya.
Aquiles no puede no ser como es, o no sería Aquiles. Todos llevamos dentro
una medida divina de la verdad, y solo si pecamos contra esa medida,
mentimos. La mistificación, según algunos, ya es un principio de verdad, y
cuando crece hasta la creación del mito, entonces es - la verdad al completo.
Así le ocurrió a Max en el caso de Cherubina. Lo que no es esencial - es
superfluo. Así nacen los dioses y los héroes. Solo en los relatos de Max las
personas eran parecidas, más parecidas que en la vida donde te encuentras
con ellas no como quisieras y donde quisieras, donde te encuentras no con
quien quisieras, donde ellas mismas no son como quisieran y son -
irreconocibles. Recuerdo de boca de Max las siguientes palabras de una niña
pequeña. (La niña había ido por primera vez al zoológico y le escribe una
carta a su papá:)
—Vi al león - no se parece en nada.
En Max el león siempre era parecido. Por cierto, antes de que lo olvide.
Tengo aquí, en Clamart, sobre la mesa en la que escribo, debajo del tintero,
un plato. Las mesas y los tinteros han cambiado, el plato es el mismo, me lo
llevé de Feodosia en 1913, y desde entonces no nos hemos separado. En mis
manos ha envejecido veinte años. Es un plato terriblemente pesado, de
porcelana, antiguo, inglés, blanco con un ribete ocre formado por héroes
griegos y generales ingleses. En el centro un rostro, una faz: un león. En
realidad es un león entero pero, debido al tamaño de la cabeza, el cuerpo - ha
desaparecido. La melena que se vuelve barba, y desde debajo de la melena
los dos pequeños agujeros blancos de los ojos. Este león es el más parecido
de todos los retratos de Max. Este león es Max, Max al completo, es más
Max que Max. En esta ocasión fue la vida quien se ocupó de la creación del
mito.
Un único ejemplo - de mi vida viva. El día que llegué a Koktebel - todo el
mundo ha oído hablar de las piedras preciosas de su playa - hay incluso una
cala que se llama Cornalina, - el día que llegué a Koktebel le pregunté a Max:
«M. A., ¿cree que podría usted adivinar cuál de las piedras de la playa es mi
preferida?». Y al cabo de una hora, oigo que dicen: «¡Mamá! ¿Sabes que me
pidió M. I.? ¡Que encontrara y le llevara la piedra que más le gusta de todas
las de la playa!». ¿Acaso no es mejor así? ¿Acaso no es más que yo? Yo fui
el borrador que Max al instante corrigió.
La mirada aguda de Max sobre una persona era una lente de
concentración, de concentración - es decir, de incendiación. Todo lo que la
persona poseía, lo suyo, es decir, el principio creador, se encendía y crecía y
se volvía fogata y jardín. Max jamás aplastó a nadie, ni a una sola persona,
con sus conocimientos, su experiencia, su talento. Con su sed de lo
verdadero, obligaba a la persona a ser ella misma. «Cuando tengo necesidad
de mí - me voy, si vengo a ti es porque te necesito - a ti». He estado a punto
de escribir «sed de lo auténtico», pero he recordado, casi lo he oído con mis
propios oídos: «¡Marina! No utilices jamás la palabra “auténtica”». - «¿Por
qué? ¿Por qué acaba como catastrófica?» - «Es que es catastrófica. ¿Sabes lo
que es una catasta? ¡Un potro de tortura! Una verdad auténtica es una verdad
arrancada en la catasta donde descoyuntan al condenado. Es decir, una verdad
falsa. Una verdad auténtica - es una catastrófica verdad de catasta».
Todo lo que aprendí de Max, lo aprendí para toda la vida.
Ybien, Max, con su insaciable sed de lo verdadero, obligaba a la persona
a ser ella misma. Sé que para los poetas jóvenes que tenían lo suyo, Max era
irremplazable, como lo era también para los jóvenes poetas - que no lo tenían.
Me acuerdo, en los inicios de nuestra amistad, de una velada literaria en casa
de Alexéi Tolstói. Estaba declamando un oficial de la guardia: la luna, la
barca, las lilas, una jovencita… En respuesta a tanto lugar común - un pesado
silencio por parte de los oyentes. Y Max, engatusador, como pisando ascuas
con la voz: «Tiene usted una agradabilísima voz de barítono. ¿Canta?» -
«No». - «Pues debería cantar, tiene que cantar de lo que no hay remedio».
Juro que en estas palabras no había ni el más remoto dejo de ironía: con voz
de barítono - hay que cantar.
Yotro relato a propósito de la poetisa Maria Papper.
—M. I., ¿no ha venido a verla Maria Papper?
—No.
—Ah, pues ya vendrá. Ha venido a ver a todos los poetas: a Jodasiévich,
a Boris Nikoláievich,[12] y a Briúsov.
—¿Y quién es?
—Una poetisa. Su rasgo distintivo: unos chanclos gigantescos en
cualquier época del año. Los más ordinarios chanclos de hombre, pero que en
la punta, sobre un cuello delgadito como una cerilla, tienen unos gigantescos
ojos negros, de hilo, como de rana. Aparece siempre por la puerta de servicio
antes de que salga el sol, y va directamente a la cocina. «¿Qué se le ofrece,
señorita?» - «Ver al señor». - «El señor está durmiendo todavía». - «Pues lo
espero». Las siete, las ocho, las nueve de la mañana. Los poetas, como bien
sabe usted, se levantan tarde. A veces la cocinera, apiadándose de ella:
«¿Quiere que despierte al señor? Si es algo urgente… Hay veces que el señor
aparece solo a eso de la una. Y otras - ni se levanta». - «No, no hace falta,
estoy bien así». Al final la cocinera no aguanta más y acaba por anunciarla:
«Ha venido a verlo una señorita, colegial o estudiante, desde las siete de la
mañana la tengo sentada en mi cocina, esperando». - «¡Tonta! ¿por qué no la
hiciste pasar al salón?» - «Ya me habría gustado, pero ella: estoy bien aquí,
estoy bien aquí. Le ofrecí un té, se lo serví, hasta yo me tomé uno yo con ella,
no la desatendí».
Finalmente se encuentran: el «señor» y la «señorita». Se miran:
Jodasiévich a Maria Papper, Maria Papper a Jodasiévich. «¿Con quién tengo
el honor?». Con una vocecita de ratón, todo como con i: «Soyyy - Mariiia Pa-
apper». - «¿En qué puedo servirla?» - «Escriiibo poesííía…».
Y, de no se sabe dónde, aparece un enorme portafolio - del ministerio.
Jodasiévich se sienta a la mesa, Maria Papper en el sofá. Las diez, las once,
las doce del día. Maria Papper - declama. Jodasiévich escucha. ¡¡Escucha -
como hechizado!! Pero por ahí en el fondo, de sus entrañas o de su alma, en
todo caso en ese sitio inalcanzable destinado a la comezón, un escozor. El
escozor no hace más que crecer, Maria Papper no hace más que recitar. De
pronto, un primer bostezo, con las fuerzas que le quedaban - un brinco, mira
su reloj: «Discúlpeme - estoy muy ocupado - me está esperando mi editor - y
yo - estoy esperando a un amigo». - «Siii es asííí, me voyyy, yyy otro dííía
vuelvo»:
Liberado, Jodasiévich de pronto se vuelve amistoso: «No cabe duda de
que tiene usted talento, pero debe trabajar más sus versos…». «Pero siii todo
el tiiiempo escriii-bo…». «Es que no hay que escribir todo el tiempo, sino de
otra manera…». «También puedo de otra manera… Tengo aquííí…».
Jodasiévich, dándose cuenta de la amenaza que se le viene encima:
«Bueno, en realidad es usted todavía muy joven, tiene tiempo de… No,
no, no es por ahí, permítame acompañarla hasta la puerta principal».
La puerta principal está cerrada con candado. El dueño de casa, plácido,
hace crujir las articulaciones de sus manos y de sus pies y, de pronto - como
una tempestad - con las manos enfundadas en los chanclos sobre la cabeza -
de la cocina a la entrada - la cocinera:
«¡Señorita! ¡Señorita! ¡Ay, Dios mío, qué calamidad! ¡Se le olvidaron los
chanclos!…».
… Sabe, M. L, no siempre terminan tan bien las cosas, a veces los
chanclos salen volando a alcanzarla… En ocasiones, sobre todo cuando se los
lanzan desde el piso superior, le dan en la cabeza, pero da igual que le caigan
en la cabeza o en los pies, que se trate de Jodasiévich o (modesto) de mí,
porque también me ha pasado - en una palabra: al cabo de una semana el
poeta está escribiendo un soneto y… «Señor, eh, señor». - «¿Qué quieres?» -
«Ha venido a buscarlo una señorita, lleva esperando desde las siete… Ya
tomamos té dos veces… Me ha contado su vida y milagros… (Como con
desconcierto). Es escritora».

Y así, a algunas personas Max las elevaba al rango de quimeras.


Max me trajo su libro. Se titulaba La vela. Me acuerdo de uno de los
poemas.
En mí hierve y bulle la ola
de la ardiente sangre semítica.
Y tiemblo y estoy llena toda
de la oculta incógnita estética.
Voy para arriba y para abajo.
Escucho un canto en muchos timbres -
mi hermana se volvió una lince
mi hermano, un insondable lago.[13]

Y también esta cuarteta:


Lo grandioso: inesperado.
Lo imposible: lo que ruego.
Con el río de lo deseado
el mármol eterno riego.[14]

Tenía un cuento para cada ocasión en la vida; con un cuento respondía - a


cualquier pregunta. He aquí uno, en respuesta a una - mía:
«Había una vez un joven, hijo de un rey. Su maestro, por considerar que
todo el mal del mundo venía de las mujeres, decidió que no vería ninguna
hasta que fuese mayor de edad. (Como sabes, Marina, en el Monte Athos no
hay un solo animal hembra, todos son machos). Y el día que cumplió
dieciséis años, el maestro lo tomó de la mano, y lo condujo por las distintas
salas del palacio, donde habían sido reunidas todas las maravillas del mundo.
En una sala estaban todas las piedras preciosas, en otra - todas las armas, en
la tercera - todos los instrumentos musicales, en la cuarta - todos los tejidos
preciosos, en la quinta, en la sexta (malicioso) - y así hasta llegar a la
trigésima que contenía todos los aforismos de los sabios en pergaminos
enrollados, la trigésimo primera - todas las plantas raras, y, finalmente, en la
centésima sala - había sentada una mujer.
—¿Y eso qué es? —preguntó el hijo del rey a su maestro.
—Esto —respondió el maestro— son los malos demonios que acaban con
la gente.
Después de haber visitado todo el palacio y visto todas sus maravillas, al
final del séptimo día el maestro preguntó al muchacho:
—¿Qué es, hijo mío, de todo lo que has visto, lo que más te ha gustado?
—¡Por supuesto que los malos demonios que acaban con la gente!».

—¡Marina! ¡Marina! ¡Escucha!


Cuando Gakon ya creció
Dios un reino le ofreció,
pero aquella cancioncita
olvidarla no logró:
Arre, arre, caballito
Bianca canta a su niñito.

Estoy intentando reconstruir: ¿qué es?, ¿de dónde? Es obvio que si es


Gakon - será noruego, es obvio que si es «arre, arre, caballito» se trata de una
nana o de alguna tonada de caballito para un niño pequeño - de una madre,
probablemente viuda, que se llamaba Bianca - a un desdichado Gakon, que
acabaría por conquistar el trono. El principio de la canción ha desaparecido,
podemos pensar: los enemigos le han quitado el trono y el caballo de su padre
y no le han dejado más trono y más caballo que las rodillas de la madre. La
traducción es de Max. Veo cómo resplandecía. Así se resplandece solo ante
el milagro de la traducción lograda.
Y, otra cancioncita, de un libro para niños de Knebel:
Hundida en la nieve
que hay alrededor
mi casita estaba
llena de esplendor…

—¿Te gusta, Marina?


—Mucho.
—Lástima que no lo haya escrito yo.

Y una última canción, definitivamente conmovedora que me cantaba - a


mí:
Arro-rro oseznos
arro-rro ositos
de patas torcidas
y despeinaditos…

Todo lo que entonces podría gustarme, Max me lo traía como una presa.
Entre los dientes. Como el oso - al osito. Max tenía un rostro distinto para
cada edad. A mi casi infancia de entonces se presentaba como un mago y un
oso; a mi casi edad madura - o como se llame - llega como un creador de
mitos, un creador de mundos y un creador de paz. Max lo daba todo a sus
amigos, salvo la constancia de su presencia porque, visto lo incontable de sus
amistades, habría tenido que ser omnipresente, es decir una imposibilidad
física. De los cuentos, recuerdo, a Max los que más le gustaban eran los de
animales, los más antiguos - los primeros, las parábolas - las alegorías. Pero
de su amor por el cuento se puede hablar si existe el no-cuento. Para Max el
no-cuento era inexistente y, sin transición ninguna, podía pasar del cuento de
una zorra a un hecho de su vida real, como la zorra - del bosque a su
madriguera.
Hay algo que no era: autor de cuentos escritos. Ni lo fabuloso de su físico
ni su fabulosidad se transmitían a su obra. A ese Voloshin - a esos dos
Voloshines en su obra - extensa en extremo - no los daba. Si se tratase de mí,
no insistiría tanto en su fabulosidad. Él mismo era salido de una fábula, él
mismo era una fábula, y, para afianzar esa imagen, hago lo que los
recolectores de cuentos, con la diferencia de que los recolectores transcriben
lo que oyen, y yo doy voz a lo que he visto y a la vida que he vivido con Max:
la vie vécue.

En esta expresión francesa irremplazable (y en ruso - inexistente) me


detengo, para hablar de Max y Francia.
La fuente más clara de su obra durante los primeros años de nuestro
encuentro, que fueron los últimos de la preguerra, era, sin lugar a dudas,
Francia. Aunque solo sea por los libros que prestaba a sus amigos, a mí entre
otros: Casanova o Claudel, Axel o Consuelo - en años y años nadie recibió de
sus manos ni un solo libro alemán o ruso. Nadie oyó de sus labios ningún
relato que no fuera sobre la vida de los franceses - escritores o personajes de
la historia. Siempre tenía a Francia en la boca. Giraba la cabeza siempre -
hacia Francia. Así vivía, con la cabeza vuelta hacia París. El París del siglo
XIII, o el nuestro, el actual; había recorrido el París de las calles del mismo
modo que el París de los siglos. En todos los Parises se sentía como en su
casa, y en ningún lugar que no fuera París, en ese momento de su vida y de su
ser, se sentía en casa. (No hablo del eterno Koktebel, que más tarde dio
origen - a todo). Sus ires y venires por Moscú y Petersburgo, su infalible
presencia en todos los lugares donde se leía poesía y se daban cita las
personas pensantes, no eran más que una recreación de París. Como algunos
de nosotros, en todo caso, como las niñeras rusas suelen convertir el Arc de
Triomphe en las Puertas triunfales y hasta tumbales y Passy en Arbat, Max en
aquellos años convertía Arbat en Passy y el río Moscú en el Sena. El París del
pasado, el París del presente, el París de los escritores, el París de los
vagabundos, el París de los museos, el París de los mercados, el París de los
parisinos, el París - de los kaluguinos (¡lo había en esa época!), el París de la
primera crónica sobre él y el París de la última canción de Mistinguett, - todo
París, con toda su universalidad, cabía en Max. (¿Cabría Max en París?).
Pero había algo que Max no incluía en París. Ahora verán qué. «M. A.,
¿qué es lo que más le gusta de París?». Max, como un relámpago: «La Torre
Eiffel». - «¿De verdad?» -
«Sí, porque es el único lugar desde donde no se ve». Max odiaba la Torre
Eiffel como era incapaz de odiar a una persona. «¿Sabes, Marina, qué rima
con Eiffel?» - Y temiendo que me adelantara: «Teufel!»[15].
No tengo su primer libro, pero recuerdo que no importaba en qué página
lo abrieras, siempre aparecía París. Era raro el pasaje donde París no se
sentía, si no directamente, por lo menos alegóricamente. Una buena mitad de
su primer libro era extranjera. En esto se parece a la mayoría de los poetas de
la preguerra: Balmont - de allende el mar; Briúsov - de todas las historias,
menos la rusa; el primer Blok - La desconocida - de Occidente; el Biely de El
oro en el azul- del gótico y el romanticismo. Y, más tarde: Gumiliov - Africa,
Kuzmín - Francia, incluso la primera Ajmátova, la Ajmátova del primer libro,
si menciona a Rusia, lo hace como un huésped - del país del Amor, que en
Rusia también es exotismo. Solo el extranjerismo de Max (aparte del
«exotismo» de Ajmátova) era más discreto y más concentrado.
Y ahora quiero precisar algo. Todo lo que acabo de decir de Max y el
mundo, de Max y la gente, de Max y el mito es - una realidad, es decir,
incontestable, es decir, habría podido firmarlo e incluso escribirlo - él mismo.
Lo que sigue son mis ideas - irrefutables solo para mí. Desgraciadamente no
tengo con quien verificarlas, ya que solo a él le creería más que a mí misma.
Dije: la fuente más clara de su obra, porque también hay fuentes ocultas,
manantiales ocultos, arroyuelos ocultos con largos cauces subterráneos que se
van alimentando por el camino y emergen - a su hora. Estos manantiales, en
Max, eran dos: Alemania, que nunca se volvió evidente, y Rusia, que se
volvió evidente - justo a su hora. Del parentesco físico de Max con Alemania,
es decir, de su sangre alemana, ya hablé. Pero, según yo, había también un
parentesco espiritual, profundo, muy profundo, que - y aquí comienza la parte
más peligrosa y de mayor responsabilidad de mi afirmación - con Francia no
había. Que me perdone Max si me equivoco, pero no puedo no decirlo.
Ampliémoslo: entre Francia y nosotros nunca ha habido parentesco.
Somos - distintos. Hemos sentido y sentimos amor por Francia, hemos
estado, y quizá estemos, y si no lo estamos ahora, quizá más tarde volvamos a
estar - enamorados; nuestras relaciones con Francia son las de la fascinación
pese al no entendimiento, sí, no solo su no entendimiento - de nosotros, sino
nuestro no entendimiento de lo que es ella, ya que entender al otro - significa
volverse ese otro aunque solo sea una hora. Y nosotros somos incapaces de
volvernos franceses aunque solo sea una hora. Toda la fuerza de la
fascinación, toda su fuente está - en ese ser ajeno.
Ampliémoslo más todavía, abordémoslo suprapersonalmente. Nosotros le
debemos mucho a Francia - y también Max, lo reconocemos - y yo lo
reconozco por Max; algunos aspectos de nuestra historia convergen - diría
aún más: sentimos algunos aspectos de la historia francesa como nuestros.
Más nuestros, incluso, que los nuestros.
Tomemos los últimos ciento cincuenta años. La Revolución francesa en
toda su extensión: del Terror al Temple (unos por el Terror, otros por el
Temple, pero todo ruso encontrará su amor en la Revolución francesa), toda
la napoleonada, el año 1848, con el ruso Rudin en las barricadas, el sacrificio
vespertino de la Comuna, incluso la catástrofe de 1870.
Vous avez pris l’Alsace et la Lorraine.
Mais notre coeur vous ne l’aurez jamais… -

todo esto es nuestra propia historia, la hemos mamado. Hugo, Dumas,


Balzac, George Sand, y muchos muchos otros - son escritores nuestros, tan
nuestros como sus contemporáneos rusos. Esto lo sé, lo afirmo y lo firmo,
pero - solo hasta cierta profundidad, es decir, no deja de estar muy cerca de la
superficie, y solo más abajo comienza nuestra esencia: Francia nos es ajena.
En la superficie de la piel, más abajo - empieza la sangre.
Nuestros parientes, nuestra familia es - ese tímido y poco agraciado
vecino nuestro, Alemania, a la que - en algún momento, hace mucho tiempo,
en la persona de los mejores cerebros y corazones de nuestro país - amamos,
pero de la que jamás hemos estado enamorados. Como no nos enamoramos
de nosotros mismos. No se trata de momentos históricos: «En el siglo XVIII
amamos a Francia, y en la primera mitad del XIX - a Alemania», no se trata
de la historia, sino de la ante-historia, no de los momentos, que pasan, sino de
nuestra sangre común con Alemania, una misma patria en común, de esa
culpa de la que habló el poeta ruso Ósip Mandelstam en pleno apogeo de la
guerra:
Bebo el vino de los tiempos -
fuente del habla italiana,
y allá en la cuna pre-aria
el lino eslavo y germano.

Fórmula genial de nuestra unión - de nacimiento y por los siglos de los


siglos - con Alemania.
Pero volvamos a Max. La afirmación gratuita de su germanidad, como la
mención del factor sangre, por fuerte que este sea - no me satisfacen. Sin
embargo, sé una cosa: que esa germanidad existía. Debe averiguarse: dónde.
¿En la vida? A primera vista no. Ni su vivacidad, ni su manera de pintar, ni
su manera pintoresca de ser, ni sus, al parecer, muchos amores, ni sus muchos
amigos, ni la velocidad con la que hacía migas, ni su ritmo exterior eran -
alemanes. Parecía más borgoñés que alemán. (Por cierto, Max no tomaba una
gota de vino como no fuera en Año Nuevo: ¡no lo necesitaba!).
Y bien - empecemos por la vida cotidiana: lo puntilloso, incluso lo
pedante de sus hábitos, «esto lo tengo allá, y esto aquí, y aquí se quedará», y
al mismo tiempo - la pasión por el trabajo matutino: La función del trabajo
matutino, y la cultura del libro, y el culto a la propiedad del libro, y la pasión
por el sol y la repulsión por la ropa superflua (Luftbad, Sonnenbad), y - sus
caminatas y, estamos en el umbral de las cosas más serias - su soledad: ocho
meses al año solo en Koktebel con ese su mar que bramaba y sus propios
pensamientos, - y su pasión activa por la naturaleza, fuera de la que se
asfixiaba, físicamente, - como su capacidad para permanecer frente a su mesa
de trabajo (su Awakum, según expresión suya, lo fundió siete veces)[16] y su
constancia para escalar montañas, - Max no vivía sobre una avenida, como
los rusos, no era ni un vagabundo, ni, en el sentido popular, un peregrino, ni
un paseante - era un Wanderer, alguien que sale con una meta determinada:
conquistar una montaña y, al final del día, o del verano, purificado y
enriquecido, vuelve a casa. Y - la solidez de sus amistades que no se
desgastaban, que eran eternas, que no tenían plazo, su profundísima fidelidad
humana, el esmero en el estudio del alma del otro eran, evidentemente,
alemanes. Era un amigo del País de los Amigos, es decir, Alemania. Para que
quede claro: con una sociabilidad abiertamente francesa - la calidad alemana
de la amistad, de entrada - borgoñés, pero después y para toda la vida -
alemán. Aquí valdría la pena mencionar la probada y legendaria deutsche
Treue, fidelidad, a la que ningún pueblo que no sea el alemán, puede añadir
un adjetivo posesivo.
Esto sobre la vida cotidiana y con la gente - la más evidente. Pero más
importante y más difícil de explorar que la vida con la gente es la vida de la
persona sin la gente - con el mundo, consigo misma, con Dios, la vida
interior. Aquí afirmo abiertamente el germanismo de Max. Su profundísimo
panteísmo: esa toda-deidad, esa deidad-en-todo, esa deidad-en-todos, que él
irradiaba con una fuerza tan gigantesca que lo incluía a él mismo y, por
hallarnos próximos a él, también a nosotros, en el enjambre de dioses -
aunque fueran menores. Ese profundísimo panteísmo, con el que había
nacido, era evidentemente alemán, - prealemán y goetheano. Max, tal vez lo
supiera o tal vez no, pero era goetheano, y aquí, creo, está el puente a su
steinerismo, su aspecto más secreto, del que no sé nada, salvo que en él lo
había, y era más fuerte que todo lo demás.
Max era un místico encubierto, es decir, un místico verdadero, un
discípulo secreto de la enseñanza secreta del secreto. Un místico - encubierto
es poco - enterrado. Jamás una palabra más allá del umbral de sus generosos
labios que la riqueza del corazón hacía habladores. De ahí concluyo que era
iniciado. Esa esencia suya fue, verdaderamente, enterrada junto con él. Y,
quizá, algún día allá, en la montaña koktebeliana donde reposa, aparezca, sin
que se sepa quién la puso - la capa de los rosacruces.
Ya sé que no he demostrado su germanismo, pero también sé por qué. El
germanismo en él era la fuente de su sangre, la fuente de su misticismo - las
fuentes más secretas entre las secretas y las más ocultas entre las ocultas.
Francés por su cultura, ruso por su alma y su palabra, alemán - por su
espíritu y su sangre.
Así, creo, nadie se sentirá ofendido.
A su otra casa, Rusia, Max, es evidente, volvió. Este poeta francés, no
ruso al principio - se volvió un poeta ruso y será siempre un poeta ruso. Eso
se lo debemos a la Revolución.
Pensábamos que éramos pobres, que no teníamos nada…
La acción de nuestro encuentro duró de 1911 a 1917 - seis años.

1917. El Octubre moscovita acaba de apaciguarse. Koktebel. Las canas


desmelenadas del mar. Max, Pra, yo misma y dos oficiales que se acaban de
graduar y a los que los bolcheviques acaban de soltar, vivos, de la escuela
Alexandrovski de Moscú, donde habían resistido hasta el último momento.
Uno de ellos, aquel mismo Seriozha que con tanto ímpetu apagaba, con un
cubo agujereado, el incendio de Año Nuevo.
He aquí la voz viva de mis notas de aquellos días:
Moscú, a 4 de noviembre de 1917.
Por la noche partimos: S., su amigo Góltsev y yo, a Crimea. Góltsev
alcanza a recibir del Kremlin su salario de oficial (doscientos rublos). No
olvidar este gesto de los bolcheviques.

Llegada a Koktebel en medio de una terrible tormenta de nieve. El mar


encanecido. La alegría inmensa, casi físicamente abrasante de Max V. al ver
a Seriozha vivo. Inmensos panes blancos.

La visión de Max en un escaloncito de la torre, con Thiers en las rodillas,


friendo cebolla. Y mientras la cebolla se fríe, la lectura en voz alta, a S. y a
mí, del mañana y el pasado mañana de Rusia.
—Y ahora, Seriozha, pasará esto y esto…
Y, con encanto, casi con alegría, como un mago bueno a los niños,
imagen tras imagen - toda la revolución rusa con cinco años de adelanto: el
terror, la guerra civil, los fusilamientos, los puestos fronterizos, la Vendée, la
crueldad, la pérdida de identidad, los espíritus desencadenados de los
elementos, la sangre, la sangre, la sangre…

El 25 de noviembre de 1917 salí rumbo a Moscú a buscar a mis hijas, con


las que debía volver inmediatamente a Koktebel, donde había decidido vivir
o morir, ya se vería, pero al lado de Max y de Pra, no lejos de Seriozha, que
en esos días debía dejar Koktebel e ir al Don.
Adam. El carruaje. Los mismos caballos. Pra y yo nos abrazamos.
—Pero dese prisa, Marina, vuelva enseguida, déjelo todo, nada tiene
importancia, solo sus cuadernos y las niñas, pasaremos juntas aquí el
invierno…
—¡Marina! —el pie de Max en el estribo del carruaje—. Date mucha
prisa, acuérdate de que ahora habrá dos países: el Norte y el Sur.
Esas fueron sus últimas palabras. No volví a ver ni a Max ni a Pra.

En noviembre de 1920, inmediatamente después del desastre de Crimea,


recibí una carta de Max, la primera en tres años, y lo primero que leí fue - la
muerte de Pra. La restauro de memoria:
«En tal fecha murió mamá de un enfisema pulmonar. Envejeció mucho
durante el último año, pero mantenía el buen ánimo y en ocasiones incluso
cantaba, como en otra época, su marcha húngara. La mayor de sus alegrías
durante estos últimos años era Seriozha, en quien encontró (subrayado) un
verdadero hijo - un guerrero. También la hizo feliz la carta de Alia, a todo el
mundo se la enseñaba y presumía - ya sabes cómo le gustaba presumir: “¡Esa
es mi ahijada! ¡La mejor de las ahijadas del mundo! Tú, Max, que eres poeta,
serías incapaz de escribir una carta así”».
La descripción de la hambruna en Feodosia y Koktebel, los cadáveres
devorados no por los perros sino por las personas, y luego, Pra: «Los últimos
meses de su vida comía las águilas que la anciana Antonida - seguramente la
recuerdas - atrapaba para ella en el Karadag, echándoles su falda encima. Lo
último que comió fue un aguilucho». Y más adelante: «Por Seriozha no te
preocupes. Sé que está vivo y que vivirá, lo supe desde el primer momento y
lo he sabido todos estos años».
El 11 de agosto de 1932 yo, en un puesto de baratijas al lado del bosque
de Clamart, descubro los cinco volúmenes de Joseph Balsamo. Ocho francos,
todos, los cinco y en pasta dura. Pero no tengo más que dos francos, con los
que compro el Juana de Arco del inglés Andrew Lang - por cierto (y como es
natural) el mejor libro que se ha escrito sobre Juana de Arco. Y, cuando en el
reloj de la mairie suenan las doce, vuelvo a casa, desgarrándome entre un
sentimiento de traición - no rescaté a Balsamo, es decir, a Max, es decir, mi
propia juventud - y uno de alegría: rescaté de entre tanta baratija a Juana de
Arco.
Esa misma noche estaba de visita en casa de A. I. Andréieva y hablaba de
los bolcheviques y de los escritores:
—Desde su punto de vista Voloshin, por ejemplo, es un
contrarrevolucionario declarado y, sin embargo, tiene asignada una pensión
de doscientos cuarenta rublos al mes y, estoy convencida, sin que él la haya
solicitado.
A. I.:
—Pero ¿acaso Voloshin no ha muerto?
Yo, presa del pánico:
—¡Muerto! ¡Qué dice! ¡Está vivo y bien, gracias a Dios! Tuvo una crisis
de asma, pero se recuperó, lo sé de cierto.

El 16 de agosto leo en Pravda:


El 11 de agosto - en Koktebel - a las doce del día - murió el poeta
Maximilián Voloshin, es decir, justo en el momento en que yo regateaba
Balsamo en el puesto de Clamart.
Y he aquí unas líneas de una carta de mi hermana Asia: «Enterraron a
Max en el monte Yanychary, muy alto - allí, donde se eleva el sol. Es la
continuación del Camaleón, que cae en el mar, en el extremo izquierdo de la
cala. Así lo quería él y así se hizo. Recibía una pensión y estaba rodeado de
atenciones. Y así - con su perfil que se adentra en el mar en un extremo y su
tumba en el otro - Max abraza su Koktebel».
Y he aquí unas líneas de una carta que recibió el padre Serguéi Bulgákov:
«Alrededor de un mes y medio antes, tuvo una crisis de asma muy fuerte, se
esperaba una segunda, y no creían que hubiera esperanza. Sufrió mucho, pero
su mansedumbre era sorprendente. Pidió ser enterrado en el lugar más alto. El
lugar más alto ahí es la llamada Montaña Santa (mi paréntesis: ahí está
enterrado un santo tártaro), a la que es muy difícil subir y, en un lugar
excepcionalmente difícil».
Y he aquí otras líneas de la carta de Ekaterina Alexéievna Balmont
(Moscú):
«… Estuvo sintiéndose mal todo el invierno, se ahogaba terriblemente.
Con la llegada de la primavera aquello empeoró. Las crisis de asma se
hicieron más frecuentes. En verano decidieron llevarlo a Essentuki. Pero
contrajo una gripe que se complicó con su enfisema pulmonar, de lo que
murió en medio de grandes sufrimientos. Conservó la paciencia y la
humildad, sabía que estaba agonizando. Esperó su final con valentía. Estuvo
rodeado de amigos que se turnaban para atenderlo y a los que no dejaba de
sorprender. Al cabo de un día, su rostro adquirió una hermosura y una
solemnidad extraordinarias. Me lo imagino muy bien. Lo enterraron, porque
así lo quería él, en la roca que tiene la forma de la cabeza de Max de perfil.
Desde allí, la vista al mar es de una belleza sublime.
Su casa y su biblioteca hacía tiempo que él mismo las había donado a la
Unión de Escritores. Los papeles y los manuscritos que quedaron los están
revisando sus amigos».
Asia escribe Yanychary, según otras fuentes está - en la Montaña Santa,
otras más dicen que en la roca «con su perfil»… He aquí el principio del
mito. Max acabará siendo enterrado en todas las montañas de su Koktebel.
¡Qué feliz le haría!

Para describir a Max Voloshin durante la Revolución bastan dos palabras:


salvaba a los rojos de los blancos y a los blancos de los rojos, más bien, al
rojo de los blancos y al blanco de los rojos, es decir, al hombre de la jauría, al
uno contra todos, al vencido de los vencedores. Sé también que su poema El
marinero circulaba en octavillas gubernamentales en ambos frentes, de lo que
se concluye que su marinero no era un marinero rojo, ni era un marinero
blanco, sino un marinero del mar, un marinero del mar Negro.
Y al igual que su marinero era un verdadero marinero, el poeta Voloshin
era un verdadero poeta, y el ser humano - un verdadero ser humano que pagó
por todas las cuentas - es decir, por la única cuenta de su necesidad interior.
Su amor a la soledad - con ocho meses al año de soledad absoluta, y a partir
del año 17 - con los doce meses; su amor a la comunidad - con su continua
conversación interior; su amor a la poesía - escuchando horas, volúmenes de
versos; su amor a las almas - no con conversaciones de dos horas, sino de
veinte o treinta años que solo cesaron con la muerte del interlocutor y, tal vez,
ni siquiera cesaron. Su amor a los amigos - con los actos, es decir, consigo
mismo; su amor a los enemigos - con eso mismo.
Este hombre, de una manera prodigiosa, tenía suficiente para todo, lo más
contrario, lo que se excluía: el ascetismo - la sociabilidad, la alegría por la
vida - la mortificación. Lo diré con una imagen: era ese santo al que en la
roca, que era él mismo, acudió a curarse una pata un centauro enfermo, que
era él mismo, bajo el sol, que era él mismo.
Solo una cosa le faltó, o más bien, solo una cosa no lo cautivó: ser del
partido, algo a todas luces ni humano, ni animal, ni divino que destruye en el
hombre al hombre, al animal y al dios.
No tenía convicciones políticas, tenía una convicción del mundo; no tenía
una concepción del mundo - lo creaba. La creación del mito es la creación del
mundo, y durante los últimos años de su vida y de su lira, creó el mundo de
nuevo.
El simple hecho de su pensión de doscientos cuarenta rublos, una pensión
asignada por los enemigos a quien podría considerarse su enemigo - no es ni
simple ni hecho, es un acto espiritual de victoria sobre la idea misma de la
hostilidad, la idea misma del mal.
Y así, a través de los caminos llenos de rodeos del misticismo, la
sabiduría, el talento, y a través de la influencia directa del ejemplo, Max, a
quien resulta extraño llamar cristiano porque lo era todo, todavía lo es todo,
obligó a aquellos que lo imaginaban su enemigo, no solo a perdonar al
enemigo, sino a respetarlo.
Por eso todos, sin distinción de partido - que él no distinguía -, nos
inclinamos frente a ese hogar del Bien que es su lejana tumba en la montaña,
y después, echando la nuca a la espalda, entrecerrando los ojos y, con todo,
sonriendo, miramos su amado sol del mediodía - y lo recordamos.
ÚLTIMA VISIÓN
Y seco mi vetusta casulla
en una roca al sol.

«… Después de habernos reunido con los otros al pie de un peñasco, nos


pusimos a conversar y sin darnos cuenta llegamos a la parte oriental de la
cala. La figura conocida de un viejo con una espesa barba muy larga y muy
blanca, vestido con una camisa como las que usaba Tolstói y unos pantalones
amplios y sencillos y un calzado antediluviano que se caía a pedazos, salió a
nuestro encuentro de un recodo del camino, tanteando el suelo con su bastón.
—¿Quién es ese anciano decrépito? —le pregunté al periodista I. Grozni
que iba con nosotros.
No recibí respuesta, pero “Clara Cetkin” (una mujer de mal vivir y falta
de escrúpulos, que fascinada participaba en todas las reuniones del C. C., que
para ella significaba “Con Cariño”) ya había empezado a marear al viejo.
—¡Ah, sapientientísimo viejo Voloshin, reciba nuestro saludo proletario!
¡Cuánto tiempo hacía que no lo veíamos!
Grozni la hizo callar y la apartó y, acercándose a la oreja del viejo, se
presentó respetuosamente:
—¡Buenas, Maximilián Maximiliánovich! Soy yo, Grozni.
El viejo frunció los ojos, se acercó la mano a la oreja para oír mejor y se
detuvo. En la otra mano llevaba una cesta… con cantos.
El periodista advirtió mi asombro e irritado me susurró: —¿No conoce
usted a Voloshin? En una época fue célebre en toda Rusia… Un poeta…
—No, no había oído de él. ¿Me está tomando el pelo? Pero en ese
momento el viejo continuó:
—Ya no me dedico a la literatura. No me publican. Dicen que me he
vuelto loco. Me dedico a dibujar, a veces los veraneantes me compran alguna
cosa, de eso vivo. Y recojo cantos.
Vasili Vasílievich bostezó y haciendo crujir la mandíbula dijo:
—¡Vámonos! No perdamos el tiempo hablando con él…».
(Transcrito de Moskvin: Últimas noticias,
«Por los caminos de las universidades»).

Querido Max, solo tenías cincuenta y siete años y te pintan como a un


viejo, eras Alexándrovich, y te llaman Maximiliánovich, tenías el oído agudo
como un zorro y te hacen sordo, tenías la vista de un lince - y te tildan de
ciego, eras Max - y te vuelven Kuzmich, pero - ¡lee atentamente! - no dijiste
nada y te obligan a «continuar», diste hasta el final de tus días - y te obligan a
«vender»… Y si el autor no se hubiera detenido, tú - con la mano puesta
alrededor de la oreja habrías dicho:
—¿Cómo?
Y de todas formas te pareces. En la grandeza.
Si dijiste o no las palabras que te adjudican, si las dijiste así o de otra
manera, si por última vez te reíste o no de la tontería entrando en el papel del
viejo que ha perdido la cordura, o si simplemente te sacaste de encima a
aquellos inoportunos intrusos («¡No perdamos el tiempo hablando con
él!…»).
-Torbellino de imágenes: Molinero - Santón - Papá Noel - Lear - Nereo -
—Mistificación o autodefensa, el último juego, o bien, por última vez - la
creación del mito.
El peñasco. Detrás - él solo. Contra ese él solo - todos. Entre tres
desiertos: el mar, la tierra, el cielo - tu última aparición frente a nosotros, para
nosotros, con el báculo de peregrino en una mano y el botín del juego del
arcoíris en la otra, con el báculo para evitarnos, y el arcoíris que ofrecernos.
Y el último destello que tuve de ti, sobre ti: aquellas cornalinas que, durante
decenios, con tanto esmero triabas de entre montones de piedras ordinarias -
reconociéndolas a todas y cada una y queriendo a cada una más que a las
demás, - Max, ¿acaso no es lo mismo que durante decenios hiciste con
nosotros, triando siempre de cada montón - un montón gris de piedras
ordinarias - a aquel que no tenía precio? Y la última revelación sobre ti: el
linaje de tu corazón: ¡la cornalina!
La turba que en aquella ocasión salió a tu encuentro, te fue útil, ya que
entre ella había un chupatintas que, en describiéndote como pudo,
inevitablemente se convirtió en tu rapsoda.
De barbas canas y melena cana, canoso como el mar, con una cesta en la
mano, pantalones anchos que bien podrían haber sido, y eran, una clámide -
el mediodía, el báculo, la arena - Max, eso podía haber sido entonces, fue -
siempre, será - para siempre.
Así tú, de la mano de un costumbrista desconocido, aun antes de reunirte
con los elementos, en vida, te convertiste en mito.
1932
MARINA TSVIETÁIEVA (Moscú, 1892). Vivió en Rusia hasta 1922, año en
que emigró a Occidente para reunirse con su marido, entonces oficial de la
Guardia Blanca. Vivió primero en Praga y luego en París hasta 1939. De
regreso en la Unión Soviética fue víctima de una hostilidad total, y en 1941
puso fin a su vida.
Su obra, una de las más destacadas de la literatura rusa de este siglo, es una
espaciosa estructura de poemas, ensayos, relatos, cartas y diarios, entre los
que cabe destacar El poema de la montaña y El poema del fin (1924), Relato
de Sóniechka (1937), Indicios terrestres (1917-1919) y El poeta y el tiempo
(1932), un volumen de ensayos publicado por Anagrama en su colección
Argumentos.
Notas
[1]El estilo literario de Marina Tsvietáieva es conciso y sonoro. Pulveriza las
palabras, trastoca las formas. El controvertido uso que hace de los guiones es
una forma de dar mayor precisión emotiva a sus ideas. Es una pausa, un signo
que equivale al silencio en la partitura vocal. Esta traducción respeta esa
característica de su escritura. Nota de la traductora. En adelante solo se
señalarán las que no lo sean. <<
[2] Versión de Selma Ancira y Francisco Segovia. <<
[3] Mejor conocido como el Falso Dimitri, que se hizo proclamar zar en 1605.
<<
[4]Revista artística y literaria publicada en Petersburgo entre 1909 y 1917 por
los poetas Voloshin, Gumiliov, Kuzmín, Ánnenski y Maiakovski, entre otros.
<<
[5]Pongo solo las iniciales porque Rúdniev es avaro con el espacio. (¡Mi
espacio en su revista!) (N. de la A.). <<
[6]Mantengo en castellano la forma pseudónimo por respeto al apego que
Tsvietáieva sentía por la vieja ortografía y en particular por la letra iat, que la
reforma ortográfica rusa de 1918 suprimió del alfabeto cirílico. <<
[7] Personaje de Almas muertas de Gógol. <<
[8]NB! ¡Ahora lo recuerdo! Titz. (¡El 5 de abril de 1938, cuando corregía las
pruebas definitivas hace cinco años!) (TV. de la A.). <<
[9]Se refiere a la escritora alemana Bettina von Arnim (1785-1859), amiga y
admiradora de Goethe, que publicó toda la correspondencia que mantuvo con
el poeta. <<
[10] De mi madre - el carácter alegre / y el gozo de contar historias. <<
[11]En el folklore ruso hay un personaje, Ilyá Múromets, que pasa los
primeros treinta años de su vida sentado sobre una estufa. Deja la estufa para
montarse en un caballo y salir a la defensa de Rus. <<
[12] Se refiere al poeta Andréi Biely. <<
[13] Traducción de Selma Ancira y Francisco Segovia. <<
[14] Versión de Selma Ancira y Francisco Segovia. <<
[15] Diablo, en alemán. <<
[16] Se refiere al poema de Voloshin El arcipreste Avvakum (1918). <<

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