Viva Voz de Vida - Marina Tsvietaieva
Viva Voz de Vida - Marina Tsvietaieva
Viva Voz de Vida - Marina Tsvietaieva
Ahí lo tiene - los dedos… ¡Fu, qué asco! Oiga bien lo que le digo: se está
aprovechando de que su padre no está en casa… Siempre empiezan así: por
los dedos… Querida, devuélvale la carta una vez que haya subrayado estas
líneas y anote al margen: «Vengo de una casa decente y tome en cuenta
que…» No importa cómo, él tiene que saber que usted es hija de su padre…
¡Esto es lo que tiene crecer sin madre! Y usted (se detiene), tal vez, en
realidad, por una abundancia de emociones, con toda inocencia, ¿le…
acarició… la sien? Le advierto que para ellos esto significa otra cosa, muy
otra cosa.
—Pero… En primer lugar, no lo acaricié, y en segundo - aunque lo
hubiera hecho - ¡es un poeta!
—Peor aún. También de mí se enamoró un poeta, y Yuli Serguéievich
tuvo que echarlo escaleras abajo.
Así salí de ahí, con la incómoda visión de lo que pasaría: Maximilián
Voloshin, con toda su humanidad, volando escaleras abajo por los estrechos
peldaños de nuestra mezzanine - hasta llegar a la sala.
Y lo peor estaba aún por venir. Dos días después - un paquete, lo abro:
Henri de Régnier - Les Rencontres de Monsieur de Bréot.
Siglo XVIII. Un hombre decente, pero que de vez en cuando se
transformaba en fauno. Un festejo en su castillo. Dos damas - marquesas, por
supuesto, - pasean por los jardines llenos de gente en busca de soledad. Una
gruta. Y en ese momento queda claro que las marquesas buscaban la soledad
no por razones espirituales, sino porque desde la mañana no habían parado de
beber limonada. Y bien - se aíslan. Levantan la vista: a la entrada de la gruta,
tapando el sol y la salida, un enorme fauno, es decir, monsieur de Bréot en
persona.
Indignada, cierro el libro. Esta - porquería, esta - obscenidad - ¿a mí? Con
el libro en las manos y una indecible sensación de asco por esas manos que
sostienen tal porquería, voy a ver a mi amiga y la conduzco directamente a la
gruta. Brinca… y - bronca:
—Querida amiga, esto es - sencillamente - ¡pornografía! (Una pausa). Por
una cosa así habría que enviarlo a Siberia, y a ese su… poeta, en todo caso…
en ningún caso… de ninguna manera deberá permitirle que vuelva a cruzar el
umbral de su casa. (Nueva pausa). ¡Vaya con las… marquesas! ¿Ve que tenía
yo razón? Querida, tire ese horrible libro a la basura, y a él, con todo y sus
(con asco) frías sienes… ¡tírelo escaleras abajo! Se lo digo como madre, y lo
mismo le aconsejaría su papá - si estuviera enterado… ¡Ay, pobre Iván
Vladimirovich!
Siéntese inmediatamente y escriba: Muy señor mío - no, ¿¡acaso es un
señor!? - escriba simplemente: Moscú y la fecha. - Después de lo ocurrido
entre nosotros - no, mejor no poner entre nosotros, no vaya encima a jactarse
- digamos así: Le comunico que a raíz de la ofensa que me ha infligido con el
envío de una novela pornográfica francesa, ha perdido para siempre jamás el
derecho a cruzar la puerta de mi casa. Y la firma. Eso es todo.
—Suena demasiado pomposo. Se va a reír. Y además yo no quiero que
deje de visitarme.
—Bueno, pues como quiera, pero debo advertirle que: esos versos, este
libro - y lo tercero será… en una palabra, se comportará como aquel
monsieur - ¿cómo se llamaba? - en aquella… ¡válgame Dios! - gruta.
Mi carta resultó más sencilla pero no menos dura. «No logro entender
cómo usted, sabiendo qué libros me gustan, decidió enviarme una cochinada
semejante, misma que le devuelvo, sin agradecérsela, en este mismo
momento».
Al día siguiente, la aparición del propio Max, con un voluminoso paquete
bajo el brazo.
—¿Está muy enfadada conmigo?
—Estuve muy enfadada con usted.
—No sabía que no le gustaría, quiero decir, no sabía lo que le gustaría,
quiero decir, sabía que no le gustaría - y ahora ya sé lo que le gusta.
Y, libro tras libro, los cinco volúmenes de Joseph Balsamo de Dumas
que, añado, me gustan hasta el día de hoy, y que releí, de principio a fin,
apenas el invierno pasado - los cinco volúmenes, sin saltarme una sola
página. Esta vez Max sí supo qué me gustaría.
(Sacando el quinto libro:
—¡Marina Ivánovna! ¡Qué suerte que no escribe como los autores que le
gustan!
—¡Maximilián Alexándrovich! ¡Qué suerte que no se comporta como los
protagonistas de los libros que le gustan!).
Para no dejar ni una sombra sobre este irreprochable amigo de tantas
almas femeninas, contemplador desinteresado, y a veces, también constructor
de tantos destinos, para que no quede ni una manchita en ese sol que fue y es
para mí Max, quiero dejar claro que a pesar de los recelos de mi solícita y
experimentada amiga en cuestión de poetas - aquí no hubo la menor traza de
«corrupción de menores». Las cosas eran incomparablemente más simples y
más puras. Max siempre estaba entusiasmado con algún escritor, vivo o
muerto, del que no se separaba un solo instante y del que hablaba sin parar - a
todo el mundo. En ese momento de su vida, ese vivo o muerto era Henri de
Régnier, que él desde nuestro primer encuentro me regaló - como lo más
preciado que poseía, lo más preciado de turno. No resultó. Resultó casi - al
revés. No solo no pude con las novelas de Henri de Régnier, ni con las obras
de teatro de Claudel, ni con los poemas de Francis Jammes, sino que él tuvo
que, con sus casi veinte años más que yo, su corpulencia y su experiencia,
zambullirse conmigo en la infancia inmortal de las odas de Victor Hugo y en
la mía - mortal - y errar conmigo de la mano por los cinco volúmenes de
Balsamo, los seis de Los miserables y los seis más de Consuelo y La condesa
de Rudolstadt de George Sand. Cosa que hizo - con indecible paciencia y
tolerancia, lanzando solo de vez en cuando unos suspiros tan hondos como
los que lanzan los perros y los muy obesos: suspiros con todo el cuerpo y
toda el alma. El primer malentendido resultó ser el último, ya que el primer
tomo de las Memorias de Casanova, desde la primera página abierta, le fue
devuelto sin ofensa, con absoluta sencillez:
—Gracias: son grutas como las de tu marqués… quédatelas, por favor —
en lo que sin dudarlo me respaldó la madre de Maximilián Voloshin, Elena
Ottobáldovna.
—A los diecisiete años - las Memorias de Casanova, Max, ¡eres
verdaderamente un tonto!
—Pero mamá, es la misma época de Consuelo y de Joseph Balsamo, que
tanto le gustan… Me pareció que…
—A ti te habrá parecido que, pero a ella no le pareció. ¡A ninguna
jovencita decente pueden parecerle las memorias de Casanova a los diecisiete
años!
—¡Pero el propio Casanova, mamá, le gustaba a todas las adolescentes de
diecisiete años!
—¡A las tontas, y Marina es inteligente; a las italianas, y Marina es rusa!
Y ahora, Max, punto y aparte.
Todo encuentro empieza por un tanteo, las personas avanzan a ciegas, y
no hay, en mi opinión, peores tiempos - del amor, de la amistad, del
matrimonio - que los cacareados primeros tiempos. No es que sean los
peores, pero sí los más difíciles, los más revueltos.
Otro regalo que me hizo Max, aparte de Consuelo, Joseph Balsamo y Los
miserables - sin olvidar el maravilloso libro de una mujer La trágica casa de
las fieras y al prodigioso Axel - fue el de una heroína viva y una poeta viva,
heroína de su propio poema: la poetisa Cherubina de Gabriak. Sé que muchos
conocen ese nombre, para quienes no lo conocen, en dos palabras:
Había una vez una jovencita, una modesta maestra, Elizaveta Ivánovna
Dimítrieva que - según recuerdo - tenía un pequeño defecto físico: renqueaba.
De su vida de maestra conozco solo una anécdota, a saber, la pregunta que el
encargado del distrito hizo en una ocasión a sus alumnos:
—A ver, niños, decidme, ¿cuál es vuestro zar predilecto? —y la respuesta
unísona de los escolares:
—¡Grishka Otrépiev![3]
Esa joven maestra de escuela que renqueaba tenía un don cruel, arrogante,
poco pedagógico, un don que no únicamente no cojeaba, sino que, como
Pegaso, no ponía pie en la tierra. Vivía en ella, solo, consumiéndola y
abrasándola. Maximilián Voloshin a ese don le dio una tierra, es decir un
terreno, a esa anónima - un nombre, a esa infeliz - un destino. ¿Cómo?
Primero entendió que la maestra equis y sus poemas - caballos, capas y
espadas - no coincidían y no coincidirían jamás. Que los dioses que le dieron
la esencia que tenía, dieron a esa esencia su contrario - el exterior: un rostro y
una vida. Que aquí, frente a sus ojos - se producía una unión trágica, siempre
catastrófica, del alma con el cuerpo. No unión, ruptura. Una ruptura que ella
no podía no ver y por la que no podía no sufrir, como incesantemente
sufrieron: George Eliot, Charlotte Brontë, Julie de Lespinasse, Mary Webb y
más, y más, y más feas, predilectas de los dioses. Fealdad del rostro y de la
cotidianidad, que no puede no ser un obstáculo para su don en el momento en
que el alma se abre francamente. La confrontación de dos espejos: los
cuadernos, en los que se refleja el alma, y los espejos, en los que se refleja el
rostro y el rostro de su vida cotidiana. Los cuadernos, en los que se parece, y
los espejos, en los que no se parece. Cruel linchamiento de la inteligencia de
uno mismo que se reduce a dos grandes ojos abiertos. No puedo amar a una
yo así, con una yo así - no puedo vivir. Esa - no soy yo.
Esto a propósito de Elizaveta Ivánovna Dimítrieva entre dos espejos: de
mesa y de pared, Elizaveta Ivánovna Dimítrieva ultrajada a muerte - aun en
una isla desierta, Elizaveta Ivánovna Dimítrieva a solas consigo misma.
Pero existe la Elizaveta Ivánovna Dimítrieva - con gente. Maximilián
Voloshin conocía a la gente, es decir, conocía toda su crueldad, esa crueldad -
humana y, sobre todo, masculina - que no se justifica con nada, esa
crudelísima injusticia que no busca el alma en una mujer bella, y sí exige la
belleza en una mujer inteligente, - inteligentes y tontos, viejos y jóvenes,
guapos y horrendos, nada le piden a la mujer más que belleza. Bella - a
cualquier precio. Las bellas - son amadas, las feas - no. Esa es la ley en el
último de los caseríos samoyedos, más allá del cual ya está el polo, y también
en el refinado salón del Apolo petersburgués.[4] Con la mano en el corazón -
¿puede una maestra, modesta, coja, puede E. I. D. pagar su deuda con sus
poemas? ¿Puede E. I. D. confiar en el amor que su alma y su talento no
pueden no despertar? Es decir, ¿esperar que amándola a ella - aquella, la
amen a ella - esta? A lo que respondo - sí. Las mujeres y los grandes, los muy
grandes poetas - ¡los más grandes! - y ni eso - recordemos a Pushkin
enamorado de un objeto inanimado: Goncharova. O sea que solo las mujeres.
¿Pero acaso una joven piensa en la amistad femenina cuando piensa en el
amor? ¿Y acaso una joven piensa en otra cosa que no sea el amor? Una joven
así, con - unos poemas así…
Por lo tanto, esperanza de ser amada con un cuerpo como ese - ninguna,
más aún: el aspecto físico que tenía equivalía a la no-esperanza de ser amada.
Si mañana E. I. D. publicara sus poemas, Apolo entero se enamoraría de
ellos, es decir, de ella - pero si ella fuera a la redacción de Apolo
personalmente - tal y como es, con su cojera, su gorrita y su manguito - Apolo
entero se sentiría estafado, y dejaría de quererla, más aún - la odiaría. Desde
el ofendido: «Y yo que pensaba que…» - hasta el condescendiente: «Lástima
que…» E. I. D. no debe oírlo.
¿Qué hacer? Lo primero y más importante: dejarla ser frente a sí misma,
ser plenamente. Liberarla de ese cuerpo mediocre - de carne y de días - darle
otro cuerpo: el suyo. ¡Dejarla ser ella misma! La misma que en sus poemas,
darle al alma una carne distinta, darle el cuerpo de su alma. ¿Qué cuerpo ha
de tener esa alma? ¿quién, qué mujer ha de escribir esos versos en realidad,
quién los escribió en realidad?
Una no rusa, es obvio. Una muy bella, es obvio. Católica, es obvio. Rica,
oh, inmensamente rica, es obvio (Byron bajo la forma de una mujer, y aun sin
la cojera), es decir, una mujer en apariencia feliz, es obvio, para que pudiera
ser, en toda su honestidad y su pureza, infeliz a su manera. El lujo de una
infelicidad que solo es interna - sí, solo poética, pese a la belleza, a la riqueza
y al talento. El triunfo de la sustancia misma del poeta: la infelicidad - pese a
todo, por encima de todo y sin una razón especial. Y olvidé lo principal: libre
- es obvio: del terror de verse en el espejo del vestíbulo de Apolo y en los ojos
de sus redactores.
¿Cómo voy a llamarla? Cherubina nació en Koktebel, donde pasaba una
temporada E. I. D. Un día, hace un año, en la torre de Max, tenía yo en la
mano una raíz petrificada que llegó con la pleamar, y la bajamar no se llevó.
«Eso que tienes en las manos se llama gabriak. Cherubina lo recogió en
la playa en cuanto las olas lo liberaron. Y en ese momento quedó claro que
ella era - Gabriak» - «Pero ¿qué es - Gabriak?» - «Esa raíz que tienes en las
manos. Ella le dio su nombre a Cherubina». - «Y lo de Cherubina - ¿de dónde
salió?» - «De querubina, es decir, el femenino de querubín, pero cambiamos
la Q por Ch, para que no fuera del todo como Querubín». Yo, cayendo en la
cuenta: «Ah, entiendo. Un querubín chocolateado».
Y bien, Cherubina de Gabriak. Una francesa con nombre italiano, o una
italiana con apellido francés. Hija única, vive en el seno de una familia de
estricta observancia católica, donde las jóvenes no salen solas ni escriben
poemas, y si los escriben - no los publican. Los honorarios no le hacen falta.
Jamás irá a Apolo. Que no intenten siquiera seguirle la pista - jamás lo
conseguirán, y si lo consiguen será - un drama para ella y para ellos. Lo único
que se sabe: los domingos va a la iglesia, pero es invisible porque canta en el
coro. Es todo.
¿Cómo lograr que Apolo comprenda todo esto, es decir, la gente, es decir,
el mundo exterior? Como se logra que se comprendan las cosas: creyendo en
ellas. Y en ese círculo, en esta ocasión benevolente, se dio la progresiva
transformación de E. I. D. en Cherubina de Gabriak.[5] Escribió - y comenzó
a creer en las letras de su nueva caligrafía - el destinatario creyó en la forma
de las letras y en el significado de las palabras, - E. I. D. creyó en la respuesta
del destinatario, es decir, en la creencia del destinatario - un destinatario de
múltiples rostros, en la unicidad de la creencia de muchos y en un momento
determinado - se dio la transformación de Elizaveta Ivánovna Dimítrieva en
Cherubina de Gabriak.
—¿Empezamos, Elizaveta Ivánovna?
—¡Empecemos, Maximilián Alexándrovich!
A la redacción de Apolo llegó una carta. Una caligrafía punzantemente
vertical. Versos. Escritos por una mujer. Entre sus páginas no va una flor - va
una hoja perfumada, y en esa hoja - la hoja de un árbol. Una dirección: «Lista
de correos Ch. de G.».
A la redacción de Apolo, a los pocos días, llegó otra carta - nuevos versos
- y así siguieron llegando, unas veces con hojas de olivo, otras - de tamarisco,
y los redactores y los colaboradores de Apolo - seguían, igual que al
principio, como locos, enamorados del talento, de la caligrafía, del nombre de
esa desconocida que ocultaba su rostro.
En algún lugar de Petersburgo, más allá del foso de su linaje, de la
riqueza, del catolicismo, de la virginidad, del genio, en una mansión
inaccesible como una fortaleza, pero auténtica - ¡en algún lugar debe de
haberla! - vive una muchacha. Esa muchacha envía poemas, le responden con
flores, esa muchacha canta los domingos en la iglesia - la escuchan. Verla es
imposible, pero no verla es - morir.
Y así empezó la época Cherubina de Gabriak.
Apolo entero sucumbió - los nombres no hacen falta, puesto que los
portadores de algunos ya están bajo tierra - tomemos Apolo como una unidad.
Y Apolo perdió el sueño, y Apolo empezó a vivir al ritmo de sus cartas, y
Apolo quiso verla. Apolo era muchos, ella - una. Apolo quería verla, ella -
ocultarse. Pero Apolo - la vio, es decir, la siguió, es decir, la descubrió. La
llamaban como a una sonámbula y con sus voces la lanzaron desde lo alto de
la torre de su castillo, el suyo, el de Cherubina - a la arcilla de su vida
anterior, y se hizo añicos.
—Elizaveta Ivánovna Dimítrieva - ¿es usted?
—Sí.
Daré solo un nombre - el de Serguéi Makovski, que se comportó, según
las palabras de Voloshin, como un caballero irreprochable, es decir, no solo
no se sorprendió de verla tal y como era, sino que logró persuadirla de que
hacía tiempo que estaba enterado de todo y que si no lo había demostrado,
había sido para darle a ella, E. I. D., la posibilidad de realizarse plenamente
como Cherubina. Por este noble gesto - gracias a Serguéi Makovski.
Ese fue el final de Cherubina. No volvió a escribir. O quizá escribiera,
pero ya nadie volvió a leerla, nadie volvió a oír su voz. Pero sé que su
amistad con M. V. no tuvo fin.
De sus versos recuerdo únicamente los que han sobrevivido a veinte años
de vida y de recuerdos:
Ondea en el cielo una capa roja -
el rostro - no lo vi.
Y también:
Ni de Ronsard los sonetos
mi tristeza disiparon.
Lo que han dicho los poetas,
en mi memoria ha quedado.
- que de una manera mágica y natural hace eco de mis propios versos:
Me diste una infancia - más bella que un cuento,
dame pues la muerte - ¡a los diecisiete!
Con la diferencia de que lo suyo estaba escrito (la muerte), mientras que
yo escribo - dame. Igualmente extraño y natural fue que Cherubina, a la que
yo, bajo la terrible impresión de su destino y sus poemas, de inmediato envié
los míos, en su carta de respuesta, de todos, mencionó solo estos, solo estos
dos versos. Recuerdo el alargado sobre color lila con la caligrafía punzante y
el fuerte olor a perfume; el sobre de Cherubina y su letra, a mí, en mi innata
sencillez, más que atraerme - me repelían. Ya que yo, por triplicado, como
mujer, como poeta y como no-esteta, no amaba a la orgullosa extranjera en
los coros de la iglesia y de la vida, amaba a la maestra Dimítrieva - con el
alma de Cherubina. Pero para Cherubina mi amor no era lo importante.
Cherubina de Gabriak murió hace dos años en Turquestán. No sé si Max
se enteró de su muerte.
He dicho que había mandado encuadernar los poemas de Max junto a los
de A. Guertsyk. Hablar de ella es para mí un deber especial, vivo, ya que en
mi vida fue un acontecimiento tan importante como Max, y yo, en su vida, un
acontecimiento quizá aun más grande que en la vida de Max. Por lo pronto -
Uno de los talentos de Max era el de hacer que la gente se conociera, el
de inventar encuentros y destinos. De manera desinteresada, ya que a veces
sucedía que los dos que se habían encontrado gracias a Max, pronto lo
olvidaban y por mucho tiempo. A la propia idea que tenía de sí mismo como
buhonero de ideas, puedo añadir la de buhonero de amigos. Convencida hoy,
después de una vida, de lo avara que es la gente con los amigos (casi tanto
como con el dinero: ¡se va! ¡tendré menos!), de hasta qué punto lo quieren
todo y a todos para sí mismos y nada para los demás, hasta qué punto es más
fuerte en la gente el miedo de perder que la alegría de dar, no puedo no
insistir en esa cualidad innata de Max: era generoso con lo que más quería,
era - lo contrario de celoso. La gente es como Pliushin[7] con su clavo
oxidado, que lo mantenía lejos de la vista de quienquiera que fuese por si
algún día llegaba a necesitarlo. Sí, en Max no había celos ningunos - nunca,
aparte del celo por la riqueza de sus seres cercanos - que siempre existió. Él
daba como los demás toman. Con avidez. Daba como devolvía. Su casa de
Koktebel, adquirida con tantas dificultades, que él había conquistado,
merecido, tan suya por derecho moral, tribal, íntimamente suya, como venida
al mundo junto con él, más parecida a él que su busto de yeso, - no la sentía
suya, físicamente suya. Las habitaciones (por un precio irrisorio) las alquilaba
Elena Ottobáldovna. Max era incapaz, físicamente, de alquilar los cuartos a
sus amigos. Y menos aún - a extraños. Este hombre que nunca, ni frente a
nadie, ni por nada se sentía incómodo, que en las relaciones humanas se
sentía - como pez en el agua, se quedaba petrificado frente a uno, como un
niño pequeño o como un toro, con la cabeza baja.
—¡Marina! De verdad, no puedo. Es insoportable. Habla con mamá…
Yo… —y el ruido apresurado de las sandalias en su fuga por la escalera.
Pero la mar, la estepa, las montañas - los tres elementos de Koktebel y un
cuarto, un elemento colectivo - el espacio, los sentía tan suyos, como ningún
rentier de Clamart sintió nunca su «pabellón». Absintio lo pronunciaba
como: mí-o. Y Karadag (el nombre de la montaña) simplemente como: yo.
Pero tenía una propiedad física, es decir, una propiedad que incluso
físicamente reconocía: los libros. En eso era terrible. Y en eso, y únicamente
en eso - caprichoso, daba lo que quería y no lo que querías - tú.
—Max, ¿puedo?…
—Puedes, Marina, pero te aseguro que no te va a gustar. Mejor llévate…
—No, no es porque no me vaya a gustar, es porque tienes miedo de que
me guste demasiado y que, al terminarlo, lo vuelva yo a empezar, y así hasta
que acabe el verano.
—Marina, te aseguro que…
—O de que lo manche con mis cerezas. Max, soy muy cuidadosa.
—Ya lo sé, y no es por eso, sino porque estoy seguro de que para ti es
mucho más interesante el capitán Fracasse.
—Pero no quiero al capitán Fracasse, quiero a Genlis. Max, mi buen
Max, mi querido Max, mi Pliushin-Max, ¡pero si ahora no lo estás leyendo!
—Pero ¿me prometes que no se lo darás a nadie? ¿No dejarás que nadie
lo toque? Que me lo devolverás a más tardar dentro de una semana, aquí, que
me lo entregarás en mano y en el mismo estado…
—¡No, tres segundos antes y con tres páginas de más! Max, ¡lo alargaré!
Y el buen Max me lo daba, pero con un suspiro, un suspiro que se oía aun
desde el último peldaño de la escalera. Lo daba todo, lo daba - a todos. Pero
cada libro que sus manos soltaban era - una victoria sobre esa su única pasión
de atesoramiento, que para mí es sagrada: la pasión por los libros propios.
Una avidez sacrosanta.
(Lo que los cabellos cortos son para una mujer - para un germano son los
largos). O lo que es lo mismo, pero más cercano, el rostro del viejo Goethe,
manifiestamente germano y manifiestamente divino. La primera impresión -
el porte. Lo monárquico de su porte. Todo ademán - un gesto de
condescendencia. Sensación de enaltecimiento por una sola de sus benévolas
miradas. La segunda, consecuencia natural de la primera: el temor. Una mujer
así no perdona. ¿Qué? Nada. La majestuosidad en una estatura pequeña, la
majestuosidad viene - de abajo, nuestra adoración - de arriba. Por cierto, ya
hubo un caso así: Napoleón.
La sencillez más grande, su atuendo parece adherido, es inimaginable con
otra indumentaria y, seguramente, irreconocible: ella, sin ser ella, como
resultó dos años más tarde en el bautizo de mi hija: E. O. por respeto al
padrino - mi padre - y por condescendencia hacia las prácticas humanas, se
puso una falda - pero la falda no la salvaba. Nunca olvidaré las hostiles
miradas que lanzaba el pope de Zamoskvoréchie a esa madrina que sostenía
el cojín con la niña como si fueran las joyas de la corona, y andaba alrededor
de la pila con paso de marcha ceremonial. Pero volvamos atrás, al principio.
Todo: el cigarrillo - liado por ella misma - en una boquilla de plata, la cajita
de fósforos de cornalina pura, los puños de plata de su caftán, sus pies
enfundados en unas botitas de cuento de Kazán, el plateado mechón que el
viento hacía volar hacia atrás, todo eso formaba una unidad. Su cuerpo se
correspondía con su alma.
No sé por qué - y sé por qué - la sequedad de la tierra, las jaurías de
perros salvajes o caseros, el mar liláceo a los pies de la casa, el fuerte olor a
cordero asado - ese Max, esa mamá - la impresión de entrar en la Odisea.
Elena Ottobáldovna Volóshina. De niña la consentida de Shamil, que
pasó en Kaluga sus últimos días: «Serías la más hermosa del Cáucaso si
tuvieras los ojos negros». (Ya he dicho que los tenía - azules). Le recordaba a
su adorado hijo menor: convierte la para él ajena y obligada Kaluga en su
Cáucaso natal. La infancia sobre las rodillas del derrotado Shamil - ¡cómo no
hacerse caballero de Nadezhda Dúrova o, por lo menos, cómo no traer al
mundo a un poeta! Y bien, Shamil. Pero el siguiente paso en la vida - el
instituto. Una beldad, todos la adoran. «¡Dame un beso!» - «Si me das tu
postre - te doy un beso». (Jamás le gustaron los besos). Al final de la comida,
delante de la interesada y desapasionada beldad - diez trozos de pastel, es
decir, diez corazones ardientes. Se come cinco, y los otros, con un ademán
principesco, los regala: no a quien se los había dado, a quien no se los dio.
Las vacaciones en casa, donde ya se viste de hombre, de muchachito - el
chándal en aquella época (¡hace sesenta años!) no existía, y para llevar una
chaqueta, que no fuera de un rabón monstruoso, era aún demasiado joven.
Sobre su belleza de entonces. La exclamación de un marinero que, desde
el malecón de Odesa, la vio mientras se bañaba en el mar: «¿¡Cómo le hizo
para ser tan bella!?» - el tributo oral a la belleza más perfecto que he oído en
mi vida, la antigua exclamación del pescador a la vista de Afrodita, una
exclamación - ¡casi de desespero! - que en mí se hace eco de los recientes
versos del poeta proletario Piotr Oreshin mientras pasea por un campo:
¿Acaso puedes no quitarte la gorra
ante una hermosura semejante?
En ella estaba siempre a flor de piel eso que los alemanes llaman Einfall
(ocurrencia), lo que, en esta ocasión, la acercó a la madre de Goethe junto
con quien Max podría haber dicho con amor:
Von Mütterchen - die Frohnatur
Und Lust zum Fabulieren.[10]
Todo lo que entonces podría gustarme, Max me lo traía como una presa.
Entre los dientes. Como el oso - al osito. Max tenía un rostro distinto para
cada edad. A mi casi infancia de entonces se presentaba como un mago y un
oso; a mi casi edad madura - o como se llame - llega como un creador de
mitos, un creador de mundos y un creador de paz. Max lo daba todo a sus
amigos, salvo la constancia de su presencia porque, visto lo incontable de sus
amistades, habría tenido que ser omnipresente, es decir una imposibilidad
física. De los cuentos, recuerdo, a Max los que más le gustaban eran los de
animales, los más antiguos - los primeros, las parábolas - las alegorías. Pero
de su amor por el cuento se puede hablar si existe el no-cuento. Para Max el
no-cuento era inexistente y, sin transición ninguna, podía pasar del cuento de
una zorra a un hecho de su vida real, como la zorra - del bosque a su
madriguera.
Hay algo que no era: autor de cuentos escritos. Ni lo fabuloso de su físico
ni su fabulosidad se transmitían a su obra. A ese Voloshin - a esos dos
Voloshines en su obra - extensa en extremo - no los daba. Si se tratase de mí,
no insistiría tanto en su fabulosidad. Él mismo era salido de una fábula, él
mismo era una fábula, y, para afianzar esa imagen, hago lo que los
recolectores de cuentos, con la diferencia de que los recolectores transcriben
lo que oyen, y yo doy voz a lo que he visto y a la vida que he vivido con Max:
la vie vécue.