Filosofia Del Cuerpo
Filosofia Del Cuerpo
Filosofia Del Cuerpo
Traducido por Luis Alfonso Paláu C., Medellín, Junio – Julio de 2008
2
INTRODUCCIÓN
Uno de los problemas más grandes ante el cual se encuentran los filósofos que se
interesan en el cuerpo es su estatuto extremadamente ambiguo que no puede ser
reducido ni al de una simple cosa, ni al de la conciencia pensante. “Existen solamente
dos sentidos de la palabra existir —escribe Maurice Merleau-Ponty—. Se existe como
una cosa y se existe como una consciencia. Las existencia del cuerpo propio por el
contrario, nos revela un modo de existencia ambiguo”2.
De hecho, el cuerpo humano es ante todo un “objeto material” y, en tanto que tal,
se inscribe en el “devenir” y en el “aparecer”; por esto su carácter aparentemente
inasequible desde un punto de vista conceptual, o también el rechazo, por parte de
algunos, de tomarlo en cuenta como un sujeto filosóficamente digno de interés. Pero él
es también el “objeto que somos” y, en tanto que tal, es el signo de nuestra humanidad y
de nuestra subjetividad; por esto el interés de reflexionar sobre él especialmente cuando
se busca comprender lo que es el hombre. Por esto, sostener que el cuerpo es un objeto
no implica necesariamente que sea una cosa como las otras, excepto que se busque —al
menos mentalmente— la posibilidad de desprenderse de él. Pero ¿podemos realmente
colocar el cuerpo a distancia?
La toma de conciencia de la imposibilidad de un “distanciamiento” se debe sin
duda mucho al sitio que comienza a ocupar el “cuerpo subjetivo” en la filosofía
postkantiana. La idea que aparece entonces es que el cuerpo no puede ser solamente un
1
J.-P. Sartre. El ser y la nada. Buenos Aires: Losada, 1981. p.417.
2
M. Merleau-Ponty. Fenomenología de la percepción. Gallimard, 1945. p. 188 <Barcelona: Planeta-
Agostini, 1984>.
3
objeto. En efecto, este objeto que se llama “el cuerpo”, lejos de ser una simple cosa, un
objeto de acción o de contemplación, se ve complicado en la acción y en la
contemplación. Es así como Merleau-Ponty —como vamos a verlo— hace del cuerpo
el centro de su reflexión filosófica, el corazón mismo del “en-sí” y del “para-sí” de cada
uno; una traza en el mundo; un “alguien tangente-tocado”, “alguien vidente-visto”. Por
esto, en el curso del siglo XX el concepto de cuerpo/carne constituye un tema bien
importante, al designar la carne la modalidad misma de la existencia humana.
Aunque hoy los dualismos tradicionales ya no tengan actualidad, el cuerpo sigue
siendo una realidad de la que algunos piensan poder alejarse, ya sea por los medios
ofrecidos por la evolución de la técnica o también por la omnipotencia de una voluntad
desencarnada. Por esto la importancia de una filosofía del cuerpo capaz de descifrar la
realidad contemporánea y de interrogarse sobre el sentido de la existencia carnal de los
seres humanos. Lo que no es un asunto de poca monta, sobre todo cuando uno se da
cuenta de las actitudes contradictorias que los individuos manifiestan en el presente con
respecto a su corporeidad. En efecto, por una parte el cuerpo parece de acá en adelante
aceptado en su realidad material, en sus sufrimientos y sus necesidades, en su belleza
también, hasta el punto que se le consagra un verdadero culto. Por otra parte, él es
“avasallado”, pues se lo pone al servicio de nuestras construcciones culturales y
sociales.
La mayoría de los debates en torno al cuerpo parecen de este modo metidos en
un callejón sin salida: por un lado, se lo analiza como una materia que hay que formar al
gusto de nuestros deseos variables y siempre insatisfechos; por el otro, se lo identifica
con el destino o la fatalidad. Ciertamente, es aceptados por muchos en tanto que
sustrato carnal de cada persona y sede de las experiencias individuales; pero también es
concebido —y quizás con mucha frecuencia— como un objeto de representación, de
manipulaciones, de cuidados y de construcciones culturales y médicas. La oposición
entre cuerpo-totalidad (que parecería coincidir con la persona) y cuerpo-conjunto-de
órganos (que tendría el mismo estatuto que las cosas) es sustituida por la ambivalencia
cuerpo-sujeto y cuerpo-objeto. Pero si en el primer caso la identificación se traduce en
una reducción materialista de la persona, en el segundo la alteridad conduce a la
certidumbre de tener un cuerpo-objeto, de suerte que el hombre puede pensarse a sí
mismo como un “otro” con respecto a su cuerpo. ¿Cómo salir entonces de estas
paradojas?
3
P. Valéry. Mauvaises pensées et autres, in Obras de la Pleiade. París: Gallimard, 1960. p. 798.
4
S. de Beauvoir. Le deuxième sexe. París: Gallimard, 1949. t. 1, p. 66.
5
P. Valéry. Tel quel, in Op. cit. p. 519.
6
V. Nusinovici. “¿Tener un cuerpo?”, Journal français de psychiatrie, 24 de marzo de 2006, p. 6.
5
Capítulo I
EL DUALISMO Y SUS ETAPAS
7
Platón. Fedón. (64c). Obras completas. Madrid: Aguilar, 1979. p. 615.
6
Cuando es con el cuerpo que el alma “intenta examinar algo —escribe Platón—,
está claro que es engañada por él” 8; cuando es el cuerpo al que le toca determinar la
conducta humana, es evidente —continúa él— que el hombre se vuelve “esclavo de sus
<del cuerpo> cuidados”9. Es por esto que —para Platón—, con el fin de comprender las
“verdaderas causas” de las acciones humanas, es preciso encarar la posibilidad para el
hombre de desprenderse de su cuerpo y de actuar según la escogencia de lo mejor: “¿Y
no es al reflexionar cuando, más que en ninguna otra ocasión, se le muestra <al alma>
con evidencia alguna realidad? […] E, indudablemente, la ocasión en que reflexiona
mejor es cuando no la perturba ninguna de esas cosas, ni el oído, ni la vista, ni dolor ni
placer alguno, sino que, mandando a paseo el cuerpo, se queda en lo posible sola
consigo misma y, sin tener en lo que puede comercio alguno ni contacto con él, aspira a
alcanzar la realidad”10. Para el filósofo, el alma puede descubrir “algo de la realidad”
únicamente a través del acto de razonar, es decir una vez que ya no está atormentada por
el cuerpo y sus deseos. De esta manera el alma no es solamente un principio de vida,
sino también y sobre todo la sede del razonamiento y del pensamiento, lo que permite a
los hombres diferenciarse de los animales.
El hombre platónico, aunque esté prisionero en el cuerpo (Cratilo, 400c;
Gorgias, 493a; Fedón, 62b, 82e) no es sino el hombre de su alma (Alcibíades, 129e,
130c-131e; República, 431d, 589a-b; Leyes, 956b-c). Por esto, sólo después de la
muerte está realmente vivo, y su alma por fin libre de contemplar la verdad entera sin
estar fastidiada por los sentidos (Critón, 118a; Leyes, XII, 959b). Es así como en la
profesión de fe de los “verdaderos filósofos” (Fedón, 66b-67b), el cuerpo es presentado
como un lugar de afecciones y de enfermedades, de pasiones y de ilusiones, volviéndose
la filosofía una especie de purificación o de purga del alma y “un ejercicio de muerte”.
El alma y el cuerpo son ideas antitéticas. Su unión sólo es accidental. El alma
es un elemento eterno y divino que ha tenido la posibilidad de contemplar la belleza del
mundo de las Ideas; el cuerpo es el elemento más material. El alma puede alcanzar la
verdad; el cuerpo sólo puede ocultarla. El alma puede alcanzar la perfección; el cuerpo
es un obstáculo tanto en el orden del conocimiento con en el orden de la conducta
moral11.
8
Ibid. (65b). p. 616.
9
Ibid. (66c). p. 617.
10
Ibid. (65c). p. 616.
11
M. Labrune. “Estados de alma. El cuerpo en la filosofía de Platón”, in J.-C. Gobbard & M. Labrune.
Le corps. París: Vrin, 1992.
7
casi imposible, las reputaré vanas y falsas, de este modo, procuraré ir conociéndome
mejor y hacerme más familiar a mí propio. Soy una cosa que piensa”12.
Para Descartes, la verdad pertenece al orden del alma, sólo ella tiene la
capacidad de pensar. El alma y el cuerpo son dos substancias distintas, cuyos atributos
principales son el pensamiento y la extensión (Principios, I, 53), que pueden concebirse
claramente el uno sin la otra. El alma sola recibe el privilegio de fundar la existencia en
valor. El cuerpo está reducido a la materialidad de su extensión; se deja ver, pero sólo
puede hablar cuando es solicitado por la consciencia que lo analiza. Así, Descartes
escribe en el Discurso del método (IVª parte): “el alma, en virtud de la cual yo soy lo
que soy, es enteramente distinta del cuerpo, más fácil de conocer que éste y, aunque el
cuerpo no fuese, no dejaría de ser todo lo que es” 13. En Descartes, la unidad del alma y
del cuerpo es referida a la dualidad del pensamiento y de la “substancia extensa”, una
dualidad que es, por así decirlo, la ley del ser. La una y la otra son dos substancias
distintas y que permanecen esencialmente exteriores la una a la otra.
Al distinguir radicalmente la res extensa (la substancia extensa) de la res
cogitans (la substancia pensante, el yo, el cogito), Descartes retoma así el dualismo
platónico y se aleja de la influencia del pensamiento de Aristóteles y de los filósofos
escolásticos que, en la Edad Media, defendían la teoría del hilemorfismo según la cual
es el alma la que hace del cuerpo un cuerpo viviente14. Para Aristóteles, en efecto, en
cada hombre hay una unidad de cuerpo (materialidad) y de alma (forma), incluso si el
alma sigue siendo siempre el principio (morphé, entelécheia); el alma es el acto del
cuerpo que sólo tiene la vida en potencia, entelècheia ê pròte (Tratado del alma, B,
412a27). Es la psyché (forma substantialis) la que determina la estructura esencial de la
substancia corporal, pero al mismo tiempo la unión del alma y del cuerpo es una
simbiosis armoniosa. En este contexto, la repartición entre el cuerpo y lo que lo excede
ya no es —como en Platón— entre un “cuerpo de tierra”, mortal, y un alma inmortal
que lo habita, sino entre el ser-en-potencia de la vida en el cuerpo físico animado (Op.
cit. 412b1) y su ser-en-entelequia, dado que la realidad formal del cuerpo no es nada
distinto del alma.
Desde sus primeros escritos, Descartes piensa explicar las diversas funciones
corporales comparando el cuerpo a una máquina. Contrariamente a la enseñanza de
Aristóteles, para él, las principales funciones corporales (la digestión, la locomoción, la
respiración, pero también la memoria y la imaginación corporales) resultan de un
mecanismo que Dios quiso convertir en automático: “Deseo, digo, que sean
consideradas todas estas funciones [digestión, nutrición, respiración, etc.] sólo como
consecuencia natural de la disposición de los órganos en esta máquina; sucede lo
mismo, ni más ni menos, que con los movimientos de un reloj de pared u otro autómata,
pues todo acontece en virtud de la disposición de sus contrapesos y de sus ruedas” 15. Es
en esta representación del cuerpo —que no cesará de influir en el imaginario occidental
— donde viene a injertarse no solamente la distinción metafísica del alma y del cuerpo,
sino también la explicación de su unión en el seno del hombre.
¿Cómo el alma y el cuerpo —que son dos substancias por entero distintas—
pueden por lo demás interactuar y estar estrechamente ligadas, actuando la una sobre la
otra? En 1643, en una carta a la princesa Elísabeth, Descartes reconoce la dificultad
12
Descartes. Meditaciones metafísicas. (3ª). Madrid: Alfaguara, 1977. p. 31.
13
Descartes. Discurso del método. Madrid: Alfaguara, 1981. p. 25.
14
J.-L. Vieillard-Baron (ed.). Le problème de l´âme et du dualisme. París: Vrin, 1991.
15
Descartes. Tratado del hombre. Madrid: Nacional, 1980. p. 117.
8
para concebir esta unión: “Es solamente usando para ello de la vida y de las
conversaciones ordinarias, y absteniéndose de meditar en las cosas que ejercen la
imaginación, que se aprende a concebir la unión del alma y del cuerpo” (Lettre à
Élisabeth, 28 de junio de 1643). Algunos años más tarde, regresa a esta dificultad en
una carta a Arnauld: “Que el espíritu, que es incorporal, pueda hacer que se mueva el
cuerpo, no hay ni razonamiento ni comparación sacada de otras cosas que nos la pueda
enseñar; pero sin embargo no podemos dudar de ello, puesto que experiencias
demasiado seguras y en exceso evidentes nos lo permiten conocer todos los días
manifiestamente. Y será claramente necesario que tengamos en cuenta que esta es una
de las cosas que son conocidas por sí misma, y que oscurecemos todas las veces que las
queremos explicar por otras” (Lettre à Arnauld, 29 de julio de 1648). Sin embargo fue
el año siguiente, en las Pasiones del alma (1649), cuando propone una solución al
problema apoyándose en sus conocimientos fisiológicos. El organismo humano,
disecado, analizado y estudiado a la luz de los descubrimientos de Harvey 16, se vuelve
una red compleja de circulaciones de diversos fluidos que, dilatados y contraídos a los
ritmos del corazón, actúan sobre los músculos, transportando jugos y nutrimentos. El
propio Descartes constató (en sus disecciones) el lazo estrecho existente entre los
circuitos nerviosos (y más particularmente el nervio óptico) y el cerebro. Por esto la
idea de que el alma no se unte tanto a la materia del cuerpo sino más bien a sus
funciones. “El alma está unida verdaderamente al cuerpo […] porque el cuerpo es uno
y, en cierto modo, indivisible por la disposición de sus órganos, todos los cuales se
refieren de tal manera unos a otros que si uno se quita, todo el cuerpo se hace
defectuoso”17. El alma está unida a todo el cuerpo en razón de su indivisibilidad y de su
carácter inmaterial. Todo es asunto de múltiples conexiones, por mediación de los
innumerables canales que recorren el organismo. Pero también existe un lugar
privilegiado en donde el alma ejerce sus funciones, la glándula pineal: “Glándula muy
pequeña, situada en medio de su substancia [del cerebro], y suspendida de tal manera
encima del conducto por el que tienen comunicación los espíritus de las cavidades
anteriores con los de las posteriores”18.
Esta glándula parece aportar una solución al problema de la relación
alma/cuerpo. Pero en el fondo no hace sino desplazar el problema. Pues si la glándula
es corporal ¿cómo el alma inmaterial puede actuar sobre ella?
16
W. Harvey (1628). De motu cordis et sanguinis in animalibus (Del movimiento del corazón y de la
sangre en los animales). México: UNAM, 1965.
17
Descartes. Tratado de las pasiones. Artículo XXX. Barcelona: RBA, 1994. p. 100.
18
Ibid. Artículo XXXI. p. 101.
9
De hecho, la idea de que el cuerpo representa un fardo del que tendríamos que
llegar a deshacernos para ser por fin libres, continúa atormentando la modernidad. Sin
embargo, a diferencia del pasado, el rechazo del cuerpo no se opera ya a nombre de la
verdad o de la virtud, sino a nombre del poder y de la libertad: la idea de vivir en un
mundo en que el cuerpo no exista más remite al sueño de no estar ya sometido a sus
constreñimientos, de no estar obligado a asumir sus debilidades, de salir de la finitud; el
sueño de desembarazarse de las obligaciones corporales le hace eco al fantasma de una
todopoderosa voluntad.
1. Control y dominio.- El único cuerpo que parece ser aceptable hoy es un
cuerpo perfectamente dominado. Desde las imágenes publicitarias hasta los video-clips,
estamos por lo demás confrontados a un número creciente de representaciones que
remiten todas, de una manera o de otra, a la idea de “control”: exhibir un cuerpo bien
dominado parece ser la prueba más evidente de la capacidad de un individuo para
asegurar un control sobre su propia vida. Por eso la necesidad —tanto para las mujeres
como para los hombres— de “protegerse” de los signos del tiempo y de volver a
trabajar su apariencia por medio de los regímenes alimenticios, el ejercicio físico y la
cirugía estética. Cada persona “que lo aprecia bien” no puede sino tener un “cuidado
intenso” de su cuerpo evitando entregarlo a las amenazas más peligrosas: la erupción de
la carne, la juventud que se aleja, las disimetrías de su figura. El campo semántico
utilizado por la publicidad es bastante revelador: los productos los más frecuentemente
alabados son los que permiten “adelgazar donde se quiera y cuado se lo quiera” y
“quemar grasas permaneciendo delgado”; las frases más utilizadas son: “el maquillaje
que rejuvenece”, “la crema de día que cuida el brillo y la vitalidad de la piel”, “el
producto que te permite ganar diez años en diez minutos”.
Por esto la imagen de ese cuerpo delgado, simétrico y joven, funciona tan bien
en el plano metafórico, allí donde la imagen de la alteración corporal es utilizada a
menudo en las películas de horror. Basta con pensar en algunas secuencias de la
película de Cronemberg, La Mosca, en donde la imagen de horror es la de un nuevo yo
incontrolable que brota de la carne de la víctima; o también en la serie de Alien en la
que el horror surge con el parásito extraño salido del tórax del hospedero humano.
Es la imagen corporal que seduce o choca, atrae o fastidia. Por esto la cirugía
estética, los regímenes alimenticios y el entrenamiento físico han sido tan valorizados,
en tanto que medios para emanciparse del peso del cuerpo y tomar finalmente las
riendas de su vida. Por la delgadez, o cualquier otra forma del cuidado del cuerpo, se
puede dar pruebas de control y dominio de sí mismo, mientras que por la gordura y la
falta de atención a su apariencia física, se exhibe su debilidad. El cuerpo cuidado
representa así, no solamente el símbolo de la belleza corporal, sino también la
quintaesencia del éxito social, de la felicidad y de la perfección. La belleza —que se ha
vuelto un valor en sí mismo— confiere cualidades bien más allá que físicas, como el
encanto, la competencia, la energía y el control de sí mismo19.
La retórica contemporánea está bien aceitada. Cada individuo debe ser libre de
escoger la vida que le conviene; debe poder “ser él mismo”. Pero, para ello, no es
suficiente con simplemente “ser”. La belleza y la delgadez deben ser trabajadas. El
cuerpo debe ser controlado. A nombre de la libertad, el cuerpo debe obedecer, una vez y
otra más, a ciertas normas: antes incluso de ser aquello por lo que un individuo está en
el mundo y manifiesta su deseo, él es el que debe conformarse a las leyes de la
urbanidad que, hoy, le imponen ser bello, delgado, sano, deseable, sexy. Hasta el punto
que, tras la pretendida libertad de determinar su propia vida por medio de la
domesticación del cuerpo, se oculta una dictadura de las preferencias, de los deseos y de
19
Para un análisis profundo de este punto, ver M. Marzano. Penser le corps. París: PUF, 2002.
10
20
S. Bordo. Unbearable Weigh. Feminism, Western Culture and the Body. Berkeley, University of
California, 1993. p. 46.
21
Grimm (comp.). Cuentos. México: Porrúa, 1969. p. 25.
11
cisne. ¿Qué importa haber sido empollado por un pato, habiendo salido de un huevo de
cisne?”22. Y con frecuencia para lo peor, como el reflejo del enano en el cuento de
Oscar Wilde, el Cumpleaños del Infante. El Infante de España festeja sus 12 años y el
rey le concede el permiso de jugar con los invitados que escoja. Todo el mundo se
divierte junto, gracias especialmente a la presencia de un enano que baila
maravillosamente bien. El Infante le da la rosa blanca que adorna sus cabellos y, justo
antes de ir a jugar con sus amigos, le pide que prepare otra danza. Mientras que se
pasea por entorno al castillo esperando a los niños para bailar de nuevo, el enano se
aproxima a un espejo y ve la imagen de un monstruo. Aterrorizado, mira para otro lado.
Luego, nota que el reflejo imita sus movimientos y se da cuenta que él es el monstruo
que se agita delante de él. Es feo y deforme; es el espejo el que se lo revela, incluso si
el enano no está listo para soportarlo, y muere por ello.
3.- “Ciberespacio” y “carne”.- “Es magnífico, me gustaría muchísimo olvidar
mi carne y vivir aquí. Sería feliz ¡si pudiese ser una pura consciencia!”. Son las
primeras palabras que pronuncia Mouse —el personaje de una caricatura
estadounidense23— después de haber sido transportado al mundo virtual del
ciberespacio y haber entrevisto la posibilidad de ya no ser molestado por la pesantez de
su cuerpo. Pues el cuerpo, la “carne”, es considerada por los aficionados de la realidad
virtual como un fardo que fastidia y que le impide a la consciencia ser libre de los
constreñimientos espacio-temporales de la realidad.
La palabra “ciberespacio” fue inventada por un autor norteamericano de ciencia-
ficción, William Gibson, en su novela Neuromancien, aparecida en 1984 y traducida al
francés al año siguiente. La novela tuvo inmediatamente un gran éxito no solamente
dentro del gran público sino también en la comunidad científica. En efecto, por una
parte, Gibson plantea el ciberespacio como un lugar totalmente inmaterial en donde el
cuerpo ya no tiene sitio; para vivir en el ciberespacio —esperando poder telecargar allí
nuestros cerebros y nuestros espíritus—, es suficiente con un cuerpo de sustitución
capaz de representarnos y de multiplicarse hasta el infinito; estos son los “avatares”,
nuestros dobles numéricos, construidos al gusto de nuestros deseos y que actúan según
el “perfil” escogido. Por otra parte, muy pronto, esta novela fue analizada en el seno
mismo de un cierto número de universidades norteamericanas, casi como si no
describiera un mundo imaginario sino muy posible. Muchos artículos del libro clave en
la materia: Cyberspace, First Steps, hacen referencia a ella, o incluso tienen que ver con
el análisis de la obra de Gibson24.
¿Cómo explicar el éxito de un mundo sin cuerpo? No teniendo que responder a
las leyes que rigen el mundo real y que nos obligan a someternos a la irreversibilidad
del tiempo y a las tres dimensiones espaciales (anchura, largura, profundidad), el
ciberespacio es un mundo donde todo es posible y nada tiene consecuencias definitivas.
Por lo demás, es la borradura de la materialidad del cuerpo la que hace posible todo tipo
de transformación y de acción de parte de los avatares 25. Los avatares funcionan como
máscaras que permiten a los individuos ocultarse y actuar bajo cubierta de anonimato,
como dobles virtuales que se desplazan, pueden aproximarse a los otros, seguirlos…
De hecho, la Red multiplica los contactos bajo todas sus formas; por los foros, los
blogs, los “chats”, dejando sitio a lo fantasmático. Uno se imagina a otras personas,
imaginándose a sí mismo otro. Por esto el éxito de los sitios de encuentro donde se
puede efectivamente dar rienda suelta a la imaginación y a la invención, sin que las
22
Andersen. Cuentos. México: Porrúa, 1968. p. 209.
23
S. Rockwell. Cyberpunk. Wheeling, West Virginia, Innovative Corporation, 1989.
24
M. Benedikt (dir.). Cyberspace. First Steps. The MIT Press, 1991.
25
Ver a este respecto la obra de David Le Breton. Adieu au corps. París: Métailié, 1999.
12
26
Según Médiamétrie Net-Ratings, 2.5 millones de franceses se conectaron en Internet para buscar su
alma gemela en 2005.
13
V.- La escultura de sí
2. La carne en vivo.-
Haciendo un comentario de Freud y de su teoría del yo, Jacques Lacan parte del
sueño donde el padre del psicoanálisis confiesa haber visto una de sus pacientes
boquiabierta y asocia la visión de la boca con el miedo del órgano genital femenino, y
escribe: “Hay acá un horrible descubrimiento, el de la carne que nunca vemos, el fondo
de las cosas, el reverso de la cara, del rostro, la carne en toda su suerte, en lo más
profundo del misterio, la carne en tanto que ella es informe, que su forma por sí misma
es algo que provoca la angustia […]. Visión de angustia, identificación de angustia,
última revelación del tu eres esto – tu eres esto que está lo más lejos de ti, que es lo más
informe”32. Queriendo abrir y exponer el interior de su cuerpo, Orlan parece hacer a
contrapelo el trabajo del psicoanálisis: ella pretende, por medio de una visión “total”,
borrar la angustia y, por la borradura del misterio de la carne, negar que las cosas
puedan tener un fondo desconocido. Gracias a la puesta en escena del interior del
cuerpo, ella busca sustituir la omnipotencia del conocimiento por la incertidumbre de la
duda: “En lo que concierne a las imágenes de mis operaciones […] en la mayor parte de
los casos no me excuso de atacar el cuerpo, de mostrar sus interiores […] Mi trabajo se
sitúa entre la locura de ver y la imposibilidad de hacerlo”33.
Pero el trabajo artístico de Orlan no se limita a la apertura del cuerpo y a la
borradura de las barreras entre el interior y el exterior. Su objetivo último, después de la
deconstrucción, es la reconstrucción de su imagen y, por allí mismo, la fabricación de
una identidad nueva. Así, se inspira en un cierto número de imágenes que representan
diosas y figuras míticas, como Diana, Mona Lisa, Psiquis, a las que luego les mezcla su
propia imagen, volviendo a trabajar el conjunto en el computador hasta obtener una
imagen de síntesis que después busca inscribir en su rostro. Cada operación hace parte
de un proceso de fabricación que intenta establecer una comparación entre el
autorretrato realizado por el computador y el autorretrato impuesto a su cuerpo. Desde
este punto de vista, Orlan no utiliza nunca la cirugía plástica como un medio para
adaptar su cuerpo a los estándares occidentales de belleza, sino por el contrario, para
oponerse radicalmente a ellos.
La hibridación que crea, sin embargo no está libre del ideal que Orlan tiene de
ella misma: el engendramiento de una “nueva” Orlan. Por esto, cuando las operaciones
hayan terminado, ella dice que “recurrirá a una agencia de publicidad a la cual le
solicitaré que me proponga —a partir de mi “resumen”— un apellido, un nombre, un
nombre artístico y un logo. Luego, escogeré mi nombre entre los que se me propongan.
Después, contrataré un abogado para que solicite al procurador de la República que
acepte mis nuevas identidades con mi nuevo rostro”34. Lo que implica numerosas
31
D. Anzieu. Le moi-peau. París: Dunot, 1985.
32
J. Lacan. Le séminaire II. Le moi dans la théorie de Freud et dans la technique de la psychanalyse.
París: Seuil, 1978. p. 186.
33
Orlan. “Sobre todo no juiciosa como una imagen”, Quasimodo, 5, 1998, p. 95.
34
Orlan. De l´art charnel au baiser de l´artiste. Pp. 40-41. Sin embargo conviene recordar que, desde
1993, Orlan no se ha sometido a ninguna intervención quirúrgica. Entre 1999 y 2003 Orlan se ha
concentrado por el contrario en autorretratos numerizados, Self-Hybridations, que fusionan
escarificaciones, tatuajes y máscaras valorizadas en mujeres de otras culturas con su propio rostro
15
paradojas: ¿cómo es posible considerar el cuerpo como una entidad obsoleta y, al mismo
tiempo, confiarle sólo a él el encargo de definir su propia identidad? ¿Cómo es posible
pretender que la identidad sea siempre un work in progress y, al mismo tiempo, querer
que su nueva identidad y su nuevo rostro sean reconocidos por la autoridad pública?
Por una parte, Orlan se opone a la dictadura de la genética y a la creencia en que
todo está determinado por adelantado; el individuo tiene el derecho y la posibilidad de
no aceptar lo que él es y de no dejar eso a la suerte. Por otra parte, no parece querer
aceptar las consecuencias de sus escogencias. Conforme a una lógica del “y-y”, para
Orlan, todo siempre es posible: toda decisión es reversible, ninguna elección es
definitiva: “Actualmente el y me parece ¡la única preferencia eficaz y pertinente!
También en mi trabajo, el y es recurrente: lo público y lo privado, lo reputado bello y lo
considerado feo, lo natural y lo artificial, lo interior y lo exterior” 35. Según esta lógica
del “y-y”, se puede siempre modificar su cuerpo y volverse atrás, modificarlo de nuevo
y retroceder una vez más, y así sucesivamente, sin que ello entrañe consecuencias
particulares e irreversibles. En la lógica del “y-y”, se puede ser a la vez un hombre y
una mujer, o —como lo dice ella— “una hombre” y “un mujer”.
Recuperando por su cuenta la consigna feminista “mi cuerpo me pertenece”,
Orlan la empuja hasta su extremo: su cuerpo se vuelve un material maleable; utiliza su
carne para exponer la imagen ideal que tiene de ella misma. Ya no hay “espejo” exterior
capaz de aproximar el objeto de su modelo mientras se instaura una separación. El
único espejo que permanece es su mirada que observa cómo cambia su rostro según sus
directrices; su mirada que se busca en los ojos a menudo aterrorizados de su público.
reconfigurado. Ver, con este objeto, el libro/catálogo de su última exposición: Orlan, méthodes de l
´artiste 1964-2004. París: Flammarion, 2004. <www.orlan.net>
35
Orlan. “Sobre todo no juiciosa como una imagen”, p. 99.
16
Capítulo II
DEL MONISMO A LA FENOMENOLOGÍA
Spinoza sustituye la concepción del cuerpo como substancia extensa por una
comprensión del cuerpo como dispositivo material complejo y organizado, dotado de
una considerable potencia. Una tal potencia, que ante todo se da a entender como una
capacidad muy grande de interacción con los cuerpos exteriores, sólo tiene que ver con
la configuración material interna del cuerpo humano. No depende por consiguiente de
ninguna causa extramaterial. También el cuerpo del hombre, en tanto que cuerpo
viviente, se sitúa él mismo en el origen de su persistencia en el ser, contrariamente a la
doctrina aristotélica del alma identificada con el principio de vida y de la organización
del cuerpo.
El monismo spinozista busca así conciliar la identidad y la alteridad, partiendo
de la evidencia innegable de que el hombre piensa. Sin embargo, este pensamiento no
solamente toma modalidades diferentes —según que el hombre imagine, sienta, desee,
ame u odie— sino que tiene también como objeto privilegiado el cuerpo: “El Alma no
se conoce a sí misma mas que en cuanto percibe las ideas de las afecciones del Cuerpo”
(Ética, II, XXIII). E incluso, si el conocimiento del cuerpo exterior no es “adecuado” y
las ideas de las afecciones del cuerpo no son “claras y distintas”, lo evidente es que se
percibe bien que cuerpos exteriores nos afectan y que el dolor y el placer que sentimos
se refieren precisamente a nuestro cuerpo: “El Alma humana tiene ideas por las que se
percibe a sí misma, percibe su propio Cuerpo y los cuerpos exteriores existentes en
acto” (Ética, II, XLVII, demostración).
A partir de este monismo Spinoza puede también posteriormente concederle un
puesto muy importante a los deseos y a los apetitos, al ser estos últimos la manifestación
de los esfuerzos que el individuo realiza para perseverar en su ser. “Este esfuerzo,
cuando se relaciona sólo con el Alma, se llama Voluntad; pero, cuando se relaciona a la
vez con el Alma y con el Cuerpo, se llama Apetito; éste no es, pues, otra cosa que la
esencia misma del hombre y de la naturaleza de dicha esencia; se sigue, necesariamente,
lo que sirve para su conservación; así, el hombre es determinado a realizarlo. Además,
no hay diferencia alguna entre el Apetito y el Deseo; únicamente, el Deseo se relaciona
generalmente en los hombres, en cuanto tienen conciencia de sus apetitos y puede, por
esta razón, definirse de este modo: el Deseo es el Apetito con conciencia de sí mismo”
(Ética, III, IX, <escolio>). Para Spinoza el afecto no se reduce pues a una acción o a
una pasión del alma y posee a la vez una realidad física y una realidad psicológica. Lo
que le permite al filósofo oponer a la hipótesis cartesiana de una fuerza del alma cuyos
efectos se terminarían en el cuerpo (Descartes, Pasiones del alma, art. 18) la idea que
existe una simultaneidad del alma y del cuerpo en todo impulso necesario para la
acción37.
1. El hombre-máquina de La Mettrie.-
Igualmente para La Mettrie sólo existe en el universo una sola substancia. Sin
embargo, a diferencia de Spinoza, el autor de El Hombre-Máquina (1747) considera que
esta sustancia no es la Naturaleza sino la materia. Por esto la convicción de que el alma
sólo es “un vano término del que no tenemos ninguna idea”.
Filósofo materialista, La Mettrie piensa que la materia está animada por un
principio inmanente: la facultad de sentir, y rechaza pues completamente la noción de
alma; para él, el término “alma” designa solamente el órgano que nos permite pensar, es
decir el cerebro que debe a su vez ser concebido como extenso y material. En este
cuadro, todas las funciones que se atribuyen tradicionalmente al alma, son concebidas
37
C. Jacquet. L´unité du corps et de l´esprit. Affects, actions, passions chez Spinoza. París: PUF, 2004.
18
como el resultado de ciertos procesos físicos que se pasan en un substrato material (las
fibras) con una organización específica (vegetal o animal). Por consiguiente, las
diferentes capacidades de los seres vivos no son explicadas por una diferencia
ontológica sino por una diferencia física: la diversidad entre los seres depende de la
complejidad de su organización. Por esto la idea de que no existe diferencia esencial
entre el hombre y los otros animales: “En general, la forma y la composición del cerebro
de los cuadrúpedos es aproximadamente la misma que la del hombre. La misma figura,
la misma disposición en todo, con la diferencia esencial de que el hombre es, entre
todos los animales, el que tiene más cerebro y el cerebro más sinuoso en relación a la
masa de su cuerpo. Seguidamente, el mono, el castor, el elefante, el perro, el zorro, el
gato, etc., son los animales que se parecen más al hombre, pues en ellos se observa
también la misma analogía graduada, con respecto al cuerpo calloso”38.
Desde un cierto punto de vista, La Mettrie se considera un cartesiano coherente,
un cartesiano que lleva hasta sus últimas consecuencias el mecanismo de la física de
Descartes y —como buen materialista— elimina el alma inmaterial. Es pues con él que
se confronta el comienzo del materialismo moderno. Pero ¿qué se entiende
exactamente por “materialismo”? ¿Es simplemente un primado de la materia sobre el
espíritu?
Es así como lo entiende Engels cuando escribe: “La materia no es un producto
del espíritu; el espíritu mismo no es mas que el producto supremo de la materia” 39. Sin
embargo, esta definición en apariencia límpida, sigue siendo oscura desde que se trata
de precisar su sentido. ¿Qué se entiende en efecto por espíritu? ¿Se trata del cerebro?
Y —si este es el caso— ¿cómo puede el estudio del cerebro ayudarnos a comprender el
funcionamiento del cuerpo y la emergencia de las emociones?
millones de células nerviosas, las neuronas, que establecen entre ellas cantidades
enormes de conexiones, las sinapsis. Estas neuronas transportan impulsos eléctricos y
sustancias químicas, los neurotransmisores. El encéfalo del hombre se presenta así
como un gigantesco ensamblaje de decenas de millares de “telas de araña” neuronales
en las cuales se propagan miríadas de impulsos eléctricos. Después de haber probado
que la actividad mental podía resumirse en propiedades fisico-químicas, Changeux
aplica los nuevos conocimientos a comportamientos precisos y explica cómo marcha el
cerebro cuando su propietario experimenta un dolor, conoce el éxtasis, analiza un
problema, habla, actúa, piensa.
Pero las dificultades y las dudas persisten, a pesar de estas fascinantes
explicaciones sobre el funcionamiento de lo humano. Pues ¿se puede realmente reducir
nuestros comportamientos a la organización de las neuronas y a sus sinapsis?
Ciertamente se puede identificar una sensación con un cierto estado neurológico, pero si
este estado es por ejemplo el dolor, decir que sufro no parece que se pueda reducir al
hecho de que estoy en un estado particular. ¿No hay una experiencia del dolor que no se
puede explicar únicamente con respecto a un estado neurológico?
45
J.-P. Sartre. El ser y la nada. Buenos Aires: Losada, 1981. p.417.
46
E. Husserl. Ideas directrices para una fenomenología y una filosofía fenomenológica puras (1950-
1952). I-II. París: PUF, 1982-1993.
47
M. Merleau-Ponty. Fenomenología de la percepción. París: Gallimard, 1945. p. 161 <Barcelona:
Planeta-Agostini, 1985>.
48
Ibid. p. 175.
49
Ibid. p. 231.
50
R. Barbaras. Le tournant de l´expérience. Recherches sur la philosophie de Merleau-Ponty. París:
Vrin, 1998.
21
general para tener un mundo” y el depositario de la visión y del tacto. El cuerpo es una
traza en el mundo, un “doblez externo” del alma, un “tangente-tocado”, un “vidente-
visto”51. Ya no existe límite entre el cuerpo y el mundo; ellos se entrelazan en toda
sensación, se cruzan de una manera tal que ya no se puede decir que el cuerpo está en el
mundo y la visión en el cuerpo. Constituyen un solo y mismo tejido, la carne, en la que
el cuerpo sintiente y el cuerpo sentido son como el anverso y el reverso 52. La tentativa
para superar la oposición del que siente y de lo sentido en la sensación conduce así a
hacer de la subjetividad un fenómeno de enrollamiento de lo sensible sobre sí mismo, lo
que supone una comunidad, de naturaleza carnal, un círculo, una reversibilidad del que
siente y de lo sentido. El mundo tiene una carne como cada uno de nosotros: “Lo que
constituye el peso, el espesor, la carne de cada color, de cada sonido, de cada textura
táctil, del presente y del mundo, es que el que los capta se siente emerger de ellos por
una suerte de enrollamiento o de redoblamiento, fundamentalmente homogéneo con
ellos, que él es lo sensible mismo viniendo hacia sí, y que de rebote lo sensible es a sus
ojos como su doble o una extensión de su carne” 53. La carne es indistintamente materia
o substancia, y reflexividad sensible, en una acepción cuasi cósmica, y no designa ya al
sujeto como tal sino a la indivisión del sujeto sensible “y de todo el resto que se siente”
en él54.
En este contexto se inscribe la obra de Levinas, donde la preocupación por la
corporeidad, por la afección y por la sensibilidad está siempre en primer plano. Desde
El tiempo y el otro, el cuerpo es concebido por Levinas como lo que supera el dominio y
la posesión por la consciencia, y como lo que da a ver la vulnerabilidad y la fragilidad
del ser humano. Pero es sobre todo en De otro modo que ser, o más allá de la esencia,
donde el filósofo nos entrega una concepción original del cuerpo, explicando en ella que
él nunca es “mío”, en la medida en que él no es ni mi objeto ni mi propiedad. Pero
Levinas no rompe solamente con la categoría del “tener” sino también con la del “ser”;
no soy mi cuerpo en la medida en que “estoy anudado a los otros antes de estarlo a mi
cuerpo”55. Para Levinas, en una cierta medida es siempre el otro el que nos hace nacer,
que hace nacer nuestro cuerpo, ya se trate del nacimiento biológico, o de los
nacimientos ulteriores, a través de las caricias, de los amores, pero también de los
golpes y de las heridas que se suceden a todo lo largo de una vida: “En la caricia,
relación aún, por una parte, sensible, el cuerpo se desnuda ya de su forma misma para
ofrecerse como desnudez erótica. En lo carnal de la ternura, el cuerpo deja el orden del
ente”56. En esta relación de ternura, no hay ni objeto ni sujeto; lo carnal no es ni el
cuerpo-objeto del fisiólogo, ni el cuerpo-sujeto del poder. No conocemos nuestra
corporeidad sino a partir del llamado del otro. Por tanto, solamente como ser carnal la
subjetividad puede ser sensible a este llamado: “La subjetividad del sujeto es la
vulnerabilidad, exposición a la afección, sensibilidad, pasividad más pasiva que
cualquier pasividad, tiempo irrecuperable, dia-cronía imposible de ensamblar de la
paciencia, exposición constante a exponerse, exposición a expresar y, por tanto, lo
mismo a Decir y a Dar”57
51
M. Merleau-Ponty. El ojo y el espíritu. Buenos Aires: Paidós, 1977.
52
M. Merleau-Ponty. Lo visible y lo invisible. Barcelona: Seix Barral, 1970 <p. 172>.
53
Ibid. p.
54
Ibid. p.
55
E. Levinas. De otro modo que ser, o más allá de la esencia. Salamanca: Sígueme, 1987. p. 135.
56
E. Levinas. Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad. Salamanca: Sígueme, 1977. p. 268.
57
E. Levinas. De otro modo que ser, o más allá de la esencia. p. 103.
22
La experiencia más inmediata del hombre nos muestra que él esta claramente en
un universo físico, cuerpo entre los otros, fabricado de la misma manera que las
realidades que lo rodean. Como para todo cuerpo, el primer carácter del cuerpo humano
es: ocupar extensión, lo que se traduce en términos de especialidad, volumen y
materialidad. Sin embargo, aunque sea extenso, resistente, pesado y opaco, el cuerpo
humano no es un cuerpo como los otros. Es una cosa, pero una cosa que “yo soy”. Lo
que hay de único en un cuerpo humano es, en efecto, la encarnación de una persona; es
el lugar donde nacen y se manifiestan nuestros deseos, nuestras sensaciones y nuestras
emociones; es el medio por el cual podemos demostrar qué tipo de seres morales somos.
Por esto la relación con la corporeidad de cada uno puede dar resultados muy diferentes.
Podemos tener con nuestro cuerpo una relación de dependencia y de identificación
completa, pero podemos también buscar librarnos de su materialidad. Podemos buscar
reducir al otro a su cuerpo e instrumentalizar así su persona, pero podemos también
reconocer que el otro no es simplemente un cuerpo para utilizar, pues él sigue siendo
siempre una persona que está presente ante nosotros por medio de su cuerpo.
Cada persona mantiene con su cuerpo una relación a la vez instrumental y
constitutiva. Vivimos una tensión continua con respecto a nuestra existencia física:
estamos completamente ligados a nuestro cuerpo al mismo tiempo que estamos lejos de
él; permanecemos en una zona de frontera entre el ser y el tener cuyos límites pueden
ser conocidos “por razón de esa especie de usurpación irresistible de mi cuerpo sobre mí
que es inherente a mi condición de hombre o de criatura” 58. Somos exactamente lo que
somos, pues somos nuestro cuerpo al mismo tiempo que lo tenemos.
Contrariamente a los otros cuerpos del mundo, mi cuerpo parece pues
“adherido” a mí a tal punto que no puede retirármelo. Estoy “en” mi cuerpo, y las
figuras del retiro con respecto a esa inserción siempre tienen algo de metafórico; por
ejemplo, se puede muy bien decidir no prestarle atención a un fuerte dolor, pero esta
manera de “no estar en su cuerpo” supone todavía que se esté en él. Hasta el punto que
si se puede ignorar el cuerpo, no se puede por lo mismo anularlo. El cuerpo es una
especie de “institución simbólica” que liga la objetividad del cuerpo físico con la
subjetividad del cuerpo propio. Si desde un punto de vista exterior, aparece como un
dispositivo orgánico complejo, un sistema en equilibrio de órganos ligados los unos a
los otros, desde un punto de vista subjetivo e interior es también un lugar de
interrogación existencial.
Habitualmente, tenemos consciencia de que nuestro vínculo con el cuerpo es
mucho más fuerte que el que tenemos con todos los otros objetos; cuando corremos,
comemos o nos divertimos, experimentamos una identidad entre nosotros y nuestro
cuerpo, porque somos el cuerpo que corre, come y se divierte. Sin embargo, vivimos a
veces nuestro cuerpo como un objeto físico, no diferente de los otros objetos que
podemos utilizar y dominar. A la vez próximo y lejano, el cuerpo ofrece a cada quien la
experiencia de la intimidad más profunda y de la alteridad más radical.
1. La experiencia de la enfermedad.
Es precisamente esta ambigüedad la que se encuentra en el caso de la
enfermedad. En efecto, si la enfermedad es —como nos lo enseña la medicina— un
disfuncionamiento del cuerpo-objeto que le impide a los individuos actuar libremente en
el mundo, ella es también una experiencia subjetiva de cada individuo enfermo en su
cuerpo. Ella es una experiencia que nos recuerda nuestra condición de seres carnales
puesto que no solamente estamos enfermos cuando nuestro cuerpo está enfermo, sino
58
G. Marcel. “Ser y tener”. Diario metafísico. Madrid: Guadarrama, 1969. p. 103.
23
que sabemos también hasta qué punto es insistente —para no decir obsesivo— el
sufrimiento relativo al cuerpo en las neurosis y en las psicosis.
A través de la experiencia de la enfermedad, el cuerpo nos manifiesta el
sufrimiento; no solamente hay un dolor que afecta nuestro cuerpo sino que también
experimentamos el dolor y sufrimos a través de nuestro cuerpo enfermo. Concibo mi
cuerpo —cuando no tengo ningún dolor— como siendo la inmediatez mediadora de mi
ser en la situación. No dispongo de mi mano que escribe como un instrumento. Soy a
través de mi mano el que asiste al devenir de mi pensamiento que se afirma en signos de
escritura. En desquite, al momento del dolor estoy frente a una parte de mi cuerpo (por
ejemplo mi mano), no como un observador, sino sin defensa con respecto a la región
adolorida. Mi mano me duele; me posee, me agobia, se me impone. El cuerpo que se
descubre en la enfermedad se revela así diferente del que pensábamos conocer. Como
lo escribe Proust en La parte de Guermantes, I: “Es en la enfermedad cuando nos
damos cuenta de que no vivimos solos sino encadenados a un ser de un reino diferente,
del que nos separan abismos, que no nos conoce y del que es imposible hacernos
comprender: nuestro cuerpo”59. Nuestro cuerpo enfermo ya no es un compañero
discreto sino una realidad que se impone insidiosamente y que se niega a hacerse
olvidar. “No he logrado deshacerme de mí. Me he vuelto el objeto único de mi
atención. Se me ha impuesto a mí mismo. Se me ha clavado a mi persona”60.
La enfermedad rehabilita la exigencia de una relación estrecha con nuestro
cuerpo, pues no podemos ya tener la ilusión de que podemos vivir independientemente
de él. Si mi cuerpo es precisamente aquello por lo que existo y me distingo del otro, la
enfermedad empuja esta realidad hasta su extremo. Al mismo tiempo, el hombre
enfermo experimenta la impotencia; comprende que no hay posibilidad de hacer todo lo
que desearía hacer, pues su cuerpo es él mismo y no una cosa exterior. Todo individuo
puede buscar alejarse de su cuerpo, pero, si está enfermo, no puede negar las
sensaciones que el cuerpo le da y que le impiden vivir como vivía cuando no estaba
enfermo.
2. Injertos e identidad
Otro ejemplo emblemático de la estrecha y ambivalente relación que existe entre
cada uno de nosotros y su cuerpo es el de los transplantes. Cada vez que una persona es
sometida a un injerto de órgano, el trabajo de duelo del órgano perdido y de apropiación
y de integración del órgano recibido es extremadamente largo y complejo. El problema
ante el que se encuentra un injertado es el de aprender a aceptar dentro de sí a un
“extraño”: “Yo he (¿quién, “yo”?, es precisamente la pregunta, la vieja cuestión: cuál es
ese sujeto de la enunciación, siempre extraño al sujeto de su enunciado, del que es
forzosamente el intruso, y sin embargo ineludiblemente el motor, el embragador o el
corazón) yo he recibido pues el corazón de otro, dentro de pronto hace diez años —
escribe J.-L. Nancy—. Me lo injertaron. Mi propio corazón (es todo el asunto de lo
“propio” […]) estaba pues fuera de uso, por una razón que nunca se aclaró. Se
precisaba pues, para vivir, recibir el corazón de otro” 61. El filósofo muestra muy bien
cómo lo que está en juego en el momento de un trasplante es la dificultad de aceptar el
surgimiento de la alteridad en el seno mismo de la identidad. Dificultad tanto más
excepcional si se piensa que en general —incluso si los otros pueden ver y tocar nuestro
cuerpo— nosotros somos los únicos en tener una consciencia inmediata e íntima que
59
M. Proust. A la busca del tiempo perdido. “La parte de Guermantes, 1”. Vol II. Madrid: Valdemar,
2002. p. 265.
60
C. Bourdin. Le Fil. París: La Différence, 1994. p. 167.
61
J.-L. Nancy. L´intrus. París: Galilée, 2000. p. 13.
24
nos permite trazar instintivamente la frontera entre nosotros mismos y el resto del
mundo.
En El intruso pues, “yo” se interroga sobre “yo”. “Yo” trata de comprender su
cuerpo y su funcionamiento. “Yo” busca tomar la altura sobre su vida y su identidad. Y
todo esto a partir de una desgarradura, de un corte claro con el pasado, de un salto
espacio-temporal. La vida y la muerte se mezclan. Un órgano toma el sitio de otro. La
vida continúa. “Yo” vive de nuevo. Pero ¿quién es él? Es la alteridad que surge en el
“corazón” mismo del “yo” y que lo obliga a plantearse de nuevo la pregunta: “¿Quién
soy yo?”. ¿Qué conoce él, en efecto, de su cuerpo que sólo sobrevive gracias a un
intruso? ¿Qué piensa él del extraño que lo habita y pide ser integrado dentro de su
organismo? Un cuerpo. Una vida. Un funcionamiento. Una identidad.
“Yo” interroga. Un “yo” que ya no sabe quién es él. Un “yo” que está obligado
a aprender a vivir con un “intruso”. Pero, aquí, la cuestión de la identidad va mucho
más allá de una simple querella. Aquí, el filósofo busca saber si su “yo” con un órgano
extraño sigue siendo el “mismo”, si “su” cuerpo es siempre “su” cuerpo. Otro se entró
en “su” vida. Es un extraño que le permite sobrevivir. Es un intruso que lo salva.
¿Pero es él todo el tiempo la misma persona? ¿Qué papel juega el intruso? ¿Es un
“huésped” o un “enemigo”? “Lo siento claramente, es mucho más fuerte que una
sensación; nunca la extrañeza de mi propia identidad, que sin embargo me fue siempre
tan viva, no me ha tocado con esta agudeza. “Yo” se ha vuelto claramente el índice
formal de un encadenamiento inverificable e impalpable. Entre yo y mí, siempre ha
habido espacio-tiempo; pero en el presente existe la abertura de una incisión y lo
irreconciliable de una inmunidad contrariada”62.
Entre “yo” y ”yo” hay siempre una dialéctica sutil y compleja. Más o menos
acentuada. Mas o menos desgarradora. Que nunca cesa. Pero cuando la desgarradura
es tal que la sobrevivencia depende del órgano de otro, “yo” no está ya solamente
obligado a aceptar la lasitud que existe entre el sujeto de la enunciación y el sujeto del
enunciado. “Yo” está también obligado a jugar con su reflejo, a digerir la presencia de
otro, a integrar la presencia de un extraño. Pues es el “diferente de sí” el que le permite
al “yo” sobrevivir a pesar del rechazo del cuerpo y de sus defensas inmunitarias; es el
“diferente de sí” el que toma el sitio de un “propio” desfalleciente que consume al “yo”
de adentro. “La posibilidad del rechazo instala en una doble extrañeza: por una parte, la
de ese corazón injertado que el organismo identifica y ataca en tanto que extraño, y por
otra parte, la del estado en el que la medicina instala al injertado para protegerlo. Ella le
rebaja su inmunidad para que él soporte al extraño. Lo convierte pues en extraño a sí
mismo, a esta identidad inmunitaria que es un poco su firma fisiológica” 63. El “mío” y
el “suyo” se mezclan. Lo propio y lo ajeno intercambian lugares. Y cuando “yo” busco
expulsar al intruso, la medicina interviene contra “mí”. Contra “mí”, pero al mismo
tiempo a favor “mío”. Pues es el intruso el que permite la sobrevivencia del “yo”, al
mismo tiempo que introduce una extrañeza existencial dentro de su vida. Colocado en
la situación de extrañeza de sí mismo, “yo” se siente desconocido en un cuerpo
conocido; ya no está “en su casa”, pero no se puede ir a otra parte sin morir. Otras
sensaciones lo habitan. Otras emociones lo invaden. Otras pasiones lo animan. El
cuerpo se vuelve el lugar de una ruptura existencial y hace bascular al “yo” en otro
universo, el de una identidad en plena recomposición.
Acoger al extraño exige ante todo aprobar su intrusión. Por esto es preciso
tiempo y espacio: el tiempo para comprender que el “yo” debe soltar presa en su cuerpo;
el espacio para aceptar al intruso y transformarlo en algo “propio”. “Una vez que está
62
Ibid. p. 36.
63
Ibid. p. 31.
25
3. El injerto de rostro.
La práctica quirúrgica que permite el injerto de rostro es muy reciente y consiste
—como en el caso del injerto de mano— en un alotransplante de tejidos compuestos
(ATC). Ello implica la extracción, de un donador en estado de muerte cerebral, de un
conjunto de tejidos necesarios para la reconstrucción de una zona particular, incluyendo
elementos vasculares y nerviosos. Contrariamente a los transplantes de órganos como
el hígado, el corazón, el riñón, etc., los tejidos heteróclitos (composites) son
heterogéneos y pueden provocar fácilmente reacciones de rechazo65.
El primer transplante de mano se remonta a septiembre de 1998, cuando el
equipo dirigido en Lyon por J.-M. Dubernard injertó en un hombre de 48 años,
amputado de la mano derecha, un antebrazo sacado de un hombre de 41 años en estado
de muerte cerebral. Después, 11 alotransplantes de mano han sido realizados en el
mundo. Pero fue sólo en noviembre de 2005 que en el hospital universitario de Amiens,
J.-M- Dubernard injertó por primera vez un rostro, el “triángulo nariz-labio-mentón”.
La muchacha operada, Isabelle Dinoire, había sido mordida por su perra y se había
despertado, luego del accidente, completamente desfigurada. No pudiendo encender un
cigarrillo, fue a verse al espejo y descubrió con horror que no tenía rostro: “En el
hospital, durante mes y medio no salí de mi habitación, pues tenía miedo de la mirada
de los otros —cuenta ella dos meses después de su operación, en una conferencia de
prensa—. Ya no podía alimentarme normalmente… sólo podía abrir tres milímetros de
boca… Después del día de la operación, tengo un rostro como todo el mundo. Puedo
abrir la boca y comer. De hecho quiero volver a vivir normalmente…”
Cuando el cirujano se entrevistó con ella, y ella se quitó la máscara, él no tuvo
ninguna duda. Ella no tenía rostro. Pero el rostro que se le transplantó, y que la permite
ser “como todo el mundo” ¿es el “suyo”? Seguramente que necesitaba un rostro para
sobrevivir y nutrirse; para reencontrar una imagen de sí; para afrontar la mirada de los
64
Ibid. pp. 11-12.
65
M. Siegler. Ethical issues innovative surgery. Should we attempt a cadaveric hand transplantation in a
human subject? Transplant Proc. 1998, 30, pp. 2779-2782; J. H. Barker et al. Proceedings of the second
international symposium on composite tissue allotransplantation. Microsurgery, 2000, pp. 357-469.
26
66
CCNE. El alotransplante de tejidos heteróclitos (ATC) a nivel de la cara (Injerto total o parcial de un
rostro). Avis nº 82. febrero de 2004.
67
E. Levinas. Totalidad e infinito. p.
68
G. Deleuze. La imagen-movimiento. Barcelona: Paidos, 1984. p. 133.
27
injerto, sino también un traumatismo relacional, dado que lo más a menudo los otros
nos identifican por él. Es lo que ocurre en la película Vanilla Sky (2002) de Cameron
Crowe. David Aames es un joven y brillante editor newyorkino que tiene todo para él:
dinero, éxito profesional y las mujeres. Cuando conoce a Sofía, David se enamora.
Pero el idilio sólo dura algunos días. Mientras que David se disputa en el vehículo con
Julie, una de sus ex-amantes loca de celos, la mujer acelera y se produce el accidente.
Julie muere. Atrozmente desfigurado, David es transportado de urgencia al hospital
donde los médicos no pueden realizar milagros. David cubre con una máscara lo que
queda de su rostro, pero la máscara inexpresiva aleja a todo el mundo. Incluso Sofía lo
evite, y su vida se tambalea.
El rostro es siempre lo que permite el encuentro, el intercambio de miradas, el
surgimiento de la palabra. Es una especie de trazo, un mapa por descifrar que reenvía al
resto del cuerpo y, simultáneamente, a la interioridad de cada uno y a sus
contradicciones secretas. Es el signo de la condición humana. Se presenta como una
superficie que permite a la mirada explorar el territorio individual del que está al frente
de nosotros para orientarnos en su mundo, pero como una “superficie ahuecada” que
remite a otras cavidades del cuerpo. “Ya no miro los ojos de la mujer que tengo entre
mis brazos, sino que los atravieso a nado, cabeza, brazos, y piernas por entero, y veo
que tras las órbitas de esos ojos, se extiende un mundo inexplorado, mundo de cosas
futuras, y de ese mundo toda lógica está ausente” 69. El rostro nunca es una simple
superficie exterior. Manifiesta a la vez la unidad y el fraccionamiento de cada
individuo.
Capítulo III
69
H, Miller. Trópico de capricornio. Barcelona: Bruguera, 1980.
70
G. Vigarello. Le corps redressé. París: Delarge, 1978, p. 9; ver también: A. Corbin, J.-J. Courtine, G.
Vigarello. Historia del cuerpo. 3 t. Madrid: Taurus, 2005.
71
M. Mauss. “La expresión obligatoria de los sentimientos” (1921) in Essais de sociologie. París: Seuil,
1968; “Las técnicas del cuerpo” (1936) in Sociología y antropología. Madrid: Tecnos, 1979.
28
1. La cultura: lo que permite a los hombres elevarse por encima de su ser natural.
El debate sobre la oposición entre naturaleza y cultura, innato y adquirido se
remonta atrás en el tiempo y se encuentran sus orígenes ya en la antigüedad. En
Aristóteles, por ejemplo, en la Ética a Nicómaco, existe una distinción entre zoè (es
decir la vida) que los humanos tienen en común con todos los seres vivos, y bios,
entendido como el modo de vida de una persona o de un grupo en particular. La
naturaleza es pues considerada como lo que comparten los animales y los seres
humanos, siendo en desquite la cultura lo que permite a los hombres elevarse por
encima de su ser natural y alcanzar su perfección en el seno de la polis. Idea que
persiste en el seno de la cultura y del pensamiento occidental durante siglos. Por esto,
por ejemplo, la estricta partición entre la palabra, el logos, y el grito, la phonè. Es la
distinción que realiza Aristóteles entre los hombres y los otros animales, especialmente
al comienzo de la Política, donde dice que “el hombre es por naturaleza un animal
político” (I, 2, 1253 a 3), y que es “de todos los animales el único que posee el lenguaje
(logos)” (1253 a 10); o también en Sobre el alma, donde el filósofo precisa que “todo
ruido producido por el animal no es voz […] pues la voz es un ruido que significa, y no
solamente sopla aire”. Es la distinción que retoma, aunque en un registro diferente, san
Agustín: “Tenemos aquí dos cosas: la voz y el verbo […] Una palabra cualquiera que
no ofreciera ningún sentido, no es una palabra (verbum). Una voz en efecto, que sólo
resuena, que no presenta ninguna significación; por ejemplo el sonido que sale de la
boca de alguien que grita en vez de hablar, se dice: es una voz, pero no una palabra.
Tomemos un gemido, es una voz… es un sonido vago que golpea los oídos pero no dice
72
M. Mauss. “La expresión obligatoria…”. p. 81
73
Ibid. p. 88.
29
82
F. Dreifuss-Netter. “Empreinte génétique”, y D. Thouvenin. “Tests génétiques”, in M. Marzano (dir.).
Diccionaire du corps. París: PUF, 2007.
83
C. Cabal. El valor científico de la utilización de las huellas genéticas en el dominio judicial. Oficina
parlamentaria de evaluación de las selecciones científicas y tecnológicas. Asamblea nacional, nº 3121, y
Senado, nº 364, 7 de junio de 2001.
84
A. Miras, M. Mali, D. Malicier. L´identification en médecine légale. Lyon: Lacassagne, 1991. pp.
136-137.
32
85
A. Corbin et al. Historia del cuerpo. II. De la revolución a la Gran Guerra. Madrid: Taurus, 2005. p.
17.
33
desarrolla bajo la axila una especie de dardo eréctil que va a transformarla en vampira
—, Cronenberg podría ser resumido por el eslogan de Videodrome (1983): “¡Larga vida
a la nueva carne!”, que hace referencia al nacimiento del hombre tecnológico. “La
interpretación más accesible de la nueva carne —dice Cronenberg— sería que sea
posible realmente cambiar lo que significa ser humano en el plano físico” 86.
Videodrome es desde este punto de vista una obra muy importante para el realizador,
pues subraya cómo para él la fusión absoluta entre las máquinas, los espíritus y los
cuerpos es de acá en adelante inevitable. Max, el héroe de la película, dirige una
pequeña cadena de televisión sobre una red cableada, y propone a sus telespectadores
secuencia choque que no se encuentran en otros canales. Un día, cae por azar en un
programa titulado “Videodrome”: sin intriga ni personaje, la película es una serie de
asesinatos y de torturas. Al comienzo fascinado por esas imágenes, Max se da cuenta
progresivamente que “Videodrome” tiene el poder de modificar su espíritu y su cuerpo.
De hecho, la sociedad “Spectacular Optical”, productora de “Videodrame”, es una
organización política que desea utilizar los signos-videos para manipular los
espectadores. Max se sumerge así en una ilusión permanente y comienza a creer que los
cambios físicos y psíquicos que conoce pueden conducirle a una evolución positiva: la
nueva carne.
¿Se trata sin embargo de una evolución positiva o de una pesadilla? Las escenas
finales de la película son equívocas: Max se entrega a la nueva carne, y Videodrome se
cierra sobre el eslogan: “¡Viva la carne nueva!”, lanzado por nuestro héroe en el
momento mismo en que se apresta a suicidarse en un caos de una última y devastadora
alucinación. En el trasfondo, una voz femenina lo guía: “Aquí estoy para guiarte Max.
Aprendí que la muerte no es el fin. Puedo ayudarte. Debes ahora ir hasta el fondo, una
total transformación. No tengas miedo de dejar morir tu cuerpo, conténtate con venir
hacia mí Max, ven hacia Nicki. Mira, te voy a mostrar cuán fácil es…”
1. Sexo y género
86
P. Handling, P. Véronneau (dir.). L´horrreur intérieur: les films de David Cronenberg. París: Cerf,
1990.
35
¿Qué es ser un hombre? ¿Qué es ser una mujer? ¿Qué es lo que constituye
nuestras identidades sexuales? En lengua francesa <y española>, la palabra “sexo”
designa tradicionalmente no solamente la identidad biológica (la que hace que uno sea
reconocido como un macho o una hembra), sino también la identidad social (es decir el
conjunto de los rasgos de personalidad que hacen que uno se identifique como un
hombre o una mujer), mientras que en inglés hay dos términos diferentes, gender y sex,
el “género” y el “sexo”. El primero designa el conjunto de reglas implícitas o explícitas
que rigen las relaciones entre los hombres y las mujeres; la palabra “sexo”, en desquite,
califica las características biológicas que se dice distinguen las “hembras” de los
“machos”.
El primero en utilizar el término “genre” es el Dr. John Money, en 1955. A partir
de sus estudios sobre la ambigüedad genital, Money emplea el término “genre” para
designar la dimensión psicológica que hace que uno se sienta hombre o mujer. Para el
médico estadounidense, cualquiera sea su sexo biológico de origen, un niño criado
como niña se piensa niña, y un niño levantado como niño se piensa niño. Lo que
plantea evidentemente un cierto número de problemas en el caso de los hermafroditas,
cuando los órganos genitales tienen un aspecto ambiguo y se le asigna un sexo al niño
realizándole las transformaciones quirúrgicas y hormonales necesarias. Es a partir de
estos estudios que el término “genre” comienza a ser utilizado como una herramienta de
investigación, especialmente en los años 1970 con los “women´s studies”, los estudios
sobre las mujeres. Subrayar la diferencia entre sexo biológico y sexo social se vuelve
—para las feministas— el medio de darle un golpe de gracia a la ideología
“naturalizadora” que hacía de la diferencia de los sexos un dato natural inalterable. Al
lado sin embargo de las reflexiones consagradas a la deconstrucción de la dominación
masculina y a la afirmación de la igualdad hombre/mujer, a partir de los años 1990, se
comienza a ver la emergencia de un movimiento radical que, a nombre de la igualdad,
pretende borrar a la vez las diferencias de género y las diferencias de sexo.
En 1990, Judith Butler publica en los Estados Unidos un libro que marca un hito,
Gender Troubles, Feminism and the Politics of Subversion (traducido al francés en 2005
bajo el título: Trouble dans le genre, pour un féminisme de la subversion; traducido al
español como Deshacer el género, Barcelona: Paidós, 2006). En la base de sus
investigaciones existe la voluntad de pensar histórica y políticamente el orden sexual y
sus normas. Judith Butler insiste sobre la construcción social del género y sobre el
hecho de que no existe ningún lazo real entre la pertenencia morfológica a un sexo y su
género. Lejos de ser “esencias”, para Butler los géneros nacen de las prácticas
cotidianas del cuerpo que la sociedad empuja a adoptar; indeterminado en su nacimiento
todo individuo “se vuelve” un hombre o una mujer únicamente porque él/ella
interpretan sin cesar los papeles normados de hombre o de mujer que la sociedad
sugiere interpretar. Desde este punto de vista, para Butler, “ser un hombre” o “ser una
mujer” consiste en realizar las actuaciones de la masculinidad y de la feminidad; el
conjunto de los actos que un individuo realiza y que son los llamados a expresar su
identidad sexuada sólo son invenciones fabricadas y mantenidas gracias a “signos”
corporales. Pero ¿qué ha sido del sexo? ¿Es también el fruto de una construcción? ¿Es
un simple “signo”?
90
C. Dejours. Le corps d´abord. París: Payot, 2001. p. 11.
91
Ibid. p. 155.
92
S. Freud. El yo y el ello. Madrid: Nueva, 1924. p. 257.
93
C. Bigwood. “Renaturalizing the body with the help of Merleau-Ponty”, in D. Welton (dir.). Body and
Flesh. Oxford: Blackwell, 1998. p. 103.
38
Capítulo IV
ABYECCIÓN Y REIFICACIÓN: LA OPACIDAD DE LA MATERIA
¿Es necesario partir y será preciso regresar?, se pregunta Santosh, el joven hindú
de una novela de W. S. Naipaul, que se encuentra lejos de Bombay, en Washington, una
ciudad de la que no conoce ni las leyes ni los códigos 94. Santosh trata de volver
aprender a vivir con su cuerpo dislocado. Echa de menos la fusión mística con la
naturaleza que conocía en su país y se encuentra ante un cuerpo-objeto para alimentar y
vestir: “En el pasado, estaba mezclado con el agua del río, nunca estuve separado con
una vida para mí; pero yo me contemplé en un espejo y decidí ser libre. La única
ventaja de esta libertad ha sido la de permitirme descubrir que tenía un cuerpo y que
debía durante un cierto número de años, nutrir y vestir ese cuerpo. Y luego todo
terminará…” Salido de su cultura, Santosh no llega a comprender cómo ser a la vez
libre de vivir en un cuerpo que le pertenece (y que por tanto no es ya pues una parte del
cosmos) y capaz de no sucumbir a las exigencias materiales de su cuerpo biológico. Su
problema es aprender a hacer con su cuerpo y su materialidad, sin por ello terminar
reducido a eso; comprender que el cuerpo remite a la realidad de la condición humana y
a sus límites, pero también que es dentro de esos límites que puede ser libre de ser él
mismo.
Puro e impuro.
El carácter imperativo de la separación de lo puro y de lo impuro encuentra uno
de sus fundamentos en la Biblia. En el Levítico especialmente, se le pide al pueblo
judío que respete un cierto número de prohibiciones. Por ejemplo, es impuro todo lo
que sale del cuerpo, como las secreciones (“Cualquier hombre que padezca flujo
seminal en su carne será inmundo”, Lv 15, 2), o la sangre menstrual (“La mujer que
tiene su flujo, flujo de sangre en su carne, estará siete días en su impureza. Quien la
tocare será impuro hasta la tarde”, Lv 15, 19). Pero es impuro también el cuerpo en su
totalidad, especialmente cuando está muerto y se vuelve cadáver: “El que tocare un
muerto, cualquier cadáver humano, se hace impuro por siete días” (Números 19, 11);
“Quien tocare un muerto, el cadáver de un hombre, y no se purificare, contamina el
tabernáculo de Yavé, y será borrado de Israel, porque no se purificó con el agua lustral,
será inmundo, quedando sobre él su inmundicia” (Nm 19,13). Por esto —especialmente
en la tradición judía— existen ritos de purificación específicos que buscan transformar
la impureza en pureza. En la Torah, como en el Talmud, las principales fuentes de
impureza son: el cadáver, la lepra y los flujos de origen sexual. El contacto con un
cadáver, o su simple presencia, entraña el más alto grado de impureza, que puede ser
transmitida a otras personas, a objetos o a alimentos. De hecho, todo objeto puede
volverse impuro exceptuando los de piedra y de arcilla cocida, y —según un decreto
rabínico— los de madera y los de hueso.
Incluso si la aproximación cristiana busca invertir el sistema puro/impuro en
adentro/afuera —“No es lo que entra por la boca lo que hace impuro al hombre, sino lo
que sale de la boca, eso es lo que al hombre lo hace impuro”, escribe Mateo (Mt 15, 11);
y algunos versículos más adelante añade: “Lo que entra por la boca va al vientre y acaba
en el seceso. Pero lo que sale de la boca procede del corazón, y eso hace impuro al
hombre” (Mt 15, 17-18)—, la obsesión por las impurezas corporales continúa
“polucionando” al espíritu humano, y convenciendo a los hombres de que el cuerpo, en
tanto que tal, no puede ser sino abyecto y peligroso.
96
J. Kristeva. Pouvoir de l´horreur: essai sur l´abjection. París: Seuil, 1980. p. 86.
40
1. Un cuerpo/cosa
En 1947, dos años después de su regreso de Auschwitz, Primo Levi publica el
relato trastornador de su detención. La “necesidad de contarle a los otros” es imperiosa;
la voluntad “de hacer participar a los otros” una necesidad. Es el fragmento que hace el
relato. Es el impulso que construye la narración. Es la violencia sufrida y tragada la
que se vuelve memoria “con miras a una liberación interior”. Pues se trata para él, de
reencontrar por medio de la escritura su dignidad y su integridad; se trata de comprender
si “el que pena en el fango”, que “no conoce el reposo” y que “muere por un sí o por un
no” es aún un hombre.
Levi entra a Auschwitz en 1944, con otras 659 “piezas” (Stück). Los alemanes
pasan lista. Con una precisión absurda a la cual, tarde que temprano, todo el mundo se
habitúa. Tratados como ganado, sólo se reciben golpes y órdenes. Se le golpea “sin
cólera”. Se lo borra “sin razón”. Todo es absurdo. Nada tiene sentido. Pues ningún
“por qué” ni ningún “porque” son admitidos en el campo. “Empujado por la sed le he
echado la vista encima a un gran carámbano que había por fuera de una ventan al
alcance de la mano. Abrí la ventana, arranqué el carámbano, pero inmediatamente se ha
acercado un tipo alto y gordo que estaba dando vueltas afuera y me lo ha arrancado
brutalmente. Warum? le pregunté en mi pobre alemán. Hier ist kein warum (aquí no
hay ningún por qué) me ha contestado, echándome dentro de un empujón. La
explicación es sencilla, aunque revuelva el estómago: en este lugar está prohibido todo,
no por ninguna razón oculta sino porque el campo (Lager) se ha creado para este
propósito”97.
La palabra repetida que resuena es Schnell! (“más rápido”). Desde su llegada,
los deportados son hostigados y apresurados hasta el agotamiento total de su energía
física y psíquica. Todo lo que “produce sentido” o “vínculo” es progresivamente
destruido. Los hombres son separados de las mujeres. Las mujeres son separadas de
los niños. Todo son privados de sus pertenencias personales y de sus objetos íntimos.
Según un procedimiento metódico y progresivo que destruye todo lazo intersubjetivo e
intrasubjetivo. El primer gesto de los SS es la separación del prisionero de los “suyos”
y la mezcla desordenada de los unos y de los otros: “Desaparecieron así en un instante,
a traición, nuestras mujeres, nuestros padres, nuestros hijos. Casi nadie pudo despedirse
de ellos. Los vimos un poco tiempo como una masa oscura en el otro extremo del
andén, luego ya no vimos nada”98. El rompimiento de los lazos familiares es brutal. No
poder decir adiós desgarra a los prisioneros y les da un sentimiento de impotencia, de
inutilidad, de aniquilamiento. El segundo gesto es aún más violento: es la
despersonalización, el anonimato. Los detenidos son todos rasurados. Todos tienen el
mismo vestido. Todos con la misma mirada vacía. Ya nada les pertenece. Ni siquiera
tienen nombre, pues pronto aprenden que sólo son un número tatuado en el brazo
izquierdo. Pero ¿cómo no “perderse uno mismo” cuando se “lo ha perdido todo”99?
97
P. Levi. Si esto es un hombre. Barcelona: Muchnik, 1999. pp. 30-31.
98
Ibid. p. 21.
99
Ibid. p. 28.
41
2. La pérdida de identidad
El campo se inscribe sobre el cuerpo de los prisioneros y borra su identidad. En
todo momento “visibles” y “disponibles”, los deportados no tienen por lo demás el
derecho de “ver” y de “mirar”; cruzar la mirada de los torturadores o dirigirles la
palabra está estrictamente prohibido: “Ningún rostro tenía nada que expresar al SS, nada
que hubiese podido ser el comienzo de un diálogo y que hubiera podido suscitar en el
rostro del SS algo que no fuese esa negación permanente e igual para todos. Así que,
como no solamente era inútil, sino más bien peligroso, a su pesar habíamos llegado a
hacer nosotros mismos, en nuestras relaciones con el SS, un esfuerzo de negación de
nuestro propio rostro, perfectamente sincronizado con el SS” 102. “Inspeccionados”
como animales de laboratorio, no pueden mirar, encarar el mundo que los rodea, poner
atención, estar sobre aviso, protegerse. La mirada de los SS es ofensiva y mortífera,
como la de la Medusa que petrifica, enceguece, paraliza y aniquila. El objetivo de los
SS es empujar progresivamente a los detenidos a aceptar su propia desaparición. Y a
menudo lo consiguen. Pues, como lo muestra Bettelheim, el prisionero que se deja
dominar por los SS, no solamente física sino afectivamente, se pone a interiorizar su
actitud y termina por creer que él es “menos que un hombre, que no debe actuar por sí
mismo, que no tiene voluntad personal”103.
La renuncia se propaga mantenida por el miedo y las amenazas. Los hombres y
las mujeres se someten progresivamente a un encadenamiento de compromiso que les
quita toda posibilidad de escapar al mecanismo infernal, hasta la aceptación pasiva de su
estado de “cosas”. Lo que va a alimentar todavía aún más el círculo vicioso de la
deshumanización. Como lo dice cínicamente Franz Stangl, director del campo de
Sobibor, a Gitta Sereny que le pregunta qué diferencia hay para él entre el “odio” y el
“menosprecio” que resulta del hecho de considerar a las personas como “cargazón”:
“Eran tan débiles; no hacían nada para oponerse a lo que les ocurría, se dejaban hacer
100
P. Levi. Op. cit. pp. 130-131.
101
E. Wiesel. La nuit. París: Minuit, 1958. p. 62.
102
R. Antelme. La especie humana (1957). Madrid: Arena, 2001. p. 56.
103
B. Bettelheim. La fortaleza vacía (1967). Madrid: Paidós, 2001.
42
todo. Era gente con la que no se tenía nada en común. Es así como nace el
menosprecio”104.
1. El dolor de existir.
Los principios que animan la obra del divino marqués son en el fondo bastante
simples. Para Sade, todos los seres son idénticos a los ojos de la naturaleza. Al mismo
tiempo, es la disimetría la que caracteriza a sus personajes: la energía de los libertinos
los coloca claramente mas bajo que la multitud; Sade les confiere un poder de
dominación que aplasta a todos los otros. Lo que le permite afirmar no solamente que
nada le obliga a sacrificarse por los otros y su conservación, sino también que se tiene el
derecho a disponer de ellos si eso hace posible su propia felicidad 107. La libertad se
vuelve así la libertad de disponer de los otros y obligarlos, si es preciso, a someterse a
sus deseos.
Al mismo tiempo que proclama la identidad de los seres humanos, Sade reduce
así a la humanidad a un pequeño número de individuos todopoderosos, pertenecientes
en general a una clase privilegiada: reyes, duques, príncipes… todos caracterizados por
la insensibilidad y por las ganas de satisfacer sus deseos. El imperativo categórico
kantiano, que exigía tratar los hombres siempre como fines y nunca únicamente como
medios, se vuelve en Sade un imperativo de goce: “Tengo el derecho de gozar de tu
104
G. Sereny. Au fond des ténèbres. París: Denoël, 1975. p. 232.
105
Sade. La filosofía en el tocador. Copyright http://www.librodot.com,
http://www.librodot.com 2002. p. 21 <Las frases citadas
están apenas mal parafraseadas in Marqués de Sade. Obras completas [sic]. México: Edasa, 1969. p.
216, n. de Paláu>.
106
Ibid. p. 44 <En las Obras completas [sic.] del Dr. Gillette, p. 219, faltan todas las disquisiciones de
Dolmancé sobre los placeres de la crueldad, n. de Paláu>.
107
M. Blanchot. Sade et Restif de la Bretonne. París: Gallimard, 1969.
43
cuerpo y ese derecho lo ejerceré sin que ningún límite me detenga en el capricho de las
exacciones que he tenido el gusto de saciar aquí”108. Por esto, incluso allí donde se tiene
la sensación de estar confrontado con diálogos contradictorios entre los libertinos y sus
víctimas, en realidad es siempre la voz del libertino la que triunfa. Incluso si Sade
busca todo el tiempo explicarse —“Sé de sobra que una infinidad de imbéciles, que
nunca se dan cuenta de sus sensaciones, comprenderán mal los sistemas que
establezco”109—, lo que él justifica siempre son los vínculo de lo sexual con el
despotismo y del despotismo con la masculinidad: “No hay hombre que no quiera ser
déspota cuando está arrecho”110. Si en Kant la relación con el otro toma la forma del
respeto —cada persona tiene una dignidad que la distingue de todo el resto que sólo
tiene precio—, en Sade es por el contrario la violencia la que caracteriza las relaciones
humanas: el libertino humilla su víctima y la tortura a nombre de su propio goce y sin
ninguna consideración por su sufrimiento y su dignidad. “El sadismo —escribe a este
respecto Lacan— le achaca al Otro el dolor de existir”111.
Jeremías, y transforma el reposo que el hombre está pensando encontrar cerca del “Dios
de toda carne” en un contacto epidérmico entre carnes desnudas, sino sobre todo que él
reduce los seres humanos a objetos que uno desplaza a su antojo, que uno utiliza a su
amaño. Las mujeres sólo son decorado. Su carne no es mas que un tejido. Su persona
no es sino un instrumento al servicio del goce. Sade humilla el cuerpo: cada uno está
reclutado en su sitio en una especie de cadena de montaje donde, en todo momento, la
pieza que falla puede ser reemplazada.
Pero es sobre todo en Las 120 jornadas de Sodoma donde Sade ofrece a los
lectores su concepción de lo humano y de su cuerpo. Las víctimas se encuentran
encerradas en un castillo aislado en el fondo de la Selva negra y rodeado de montañas.
Cuando toda la compañía está instalada, uno de los libertinos, Durcet, hace cortar el
puente y tapiar todas las puertas. “La clausura sadiana es, pues, encarnizada —escribe
Roland Barthes—; tiene una doble función; primero, por supuesto, aislar, resguardar la
lujuria de las empresas punitivas del mundo […] [Pero] tiene otra función: funda una
autarquía social. Una vez encerrados, los libertinos, sus ayudantes y sus dependientes
forman una sociedad completa, provista de una economía, de una moral, de una palabra
y de un tiempo, articulado en horarios, en trabajos y en fiestas” 113. Es en el fondo la
economía del sueño señorial que se ha hecho desde entonces imposible por el
advenimiento absolutista.
Luego el lector descubre los reglamentos establecidos por los organizadores de
los libertinajes que escenifican “los deslizamientos progresivos del placer” según
condiciones rigurosas. El coito es siempre una actividad de grupo: los protagonistas,
que construyen andamios de posturas extremadamente complejas que se transforman a
todo lo largo del relato, son hombres, mujeres, niños, viejos, madres e hijas, padres e
hijos, nobles y canallas, religiosas y putas. Todo se enreda. Todo se mezcla. Según una
promesa ilusoria que va de la sodomía al incesto, hasta la coprofagía. El objetivo es
reducir a todo el mundo al estado de excremento. Como lo explican Bach y Schwartz,
en Sade, “toda la fisiología humana es degradada en un rompecabezas de partículas que
son equivalentes a los alimentos y a las heces, y que se vuelven intercambiables” 114. Y
todo esto siguiendo las reglas de la exhaustividad y de la reciprocidad. “Es necesario
que sean adoptadas el número más grande de posturas simultáneamente”, y que ningún
protagonista se quede desempleado; es preciso que todos los lugares del cuerpo sean
“saturados”; es menester que cada “figura” pueda invertirse, los muchachos tomando el
lugar de las niñas y viceversa115. Una vez más, la única excepción es el libertino que
dispone del monopolio del suplicio sin participar en él forzosamente. Mientras que son
sobre todo las mujeres las que —si no son ellas mismas los acólitos de los libertinos o
de los criminales (Juliette, Delbène, las historiadoras, etc.)— son el objeto del más
grande menosprecio. “Pensad que de ninguna manera os miramos como creaturas
humanas —dicen los libertinos—, sino únicamente como animales que se alimentan
para el servicio que se espera de ellos, y a los que se muele a golpes cuando se rehúsan a
prestarlo”.
La feminidad de la mujer es aniquilada. Mujeres, no se desea sino el orificio
anal. El sexo femenino es un objeto de repulsión: “En general, ofreceos siempre muy
poco por delante; acordaos de que esta parte infecta que la naturaleza no formó sino
desvariando es siempre la que más nos repugna”116.
113
R. Barthes. Sade, Fourier, Loyola. Caracas: Monte Ávila, 1977. pp. 20-21.
114
S. Bach, L. Schwartz. “A dream of the Marquis de Sade: Psychoanalytics reflections on narcissistic
trauma, decompensation, and the reconstitution of a delusional self”. Journal of the American
Psycohanalytic Association, 20, 3, 1972, p. 460.
115
R. Barthes. Op. cit. pp. 32-33.
116
Sade. Las 120 jornadas de Sodoma o la escuela del libertinaje. Akal mensual 13. p. 59.
45
3. El cuerpo despedazado.
Es en la descripción mecánica de los acoplamientos donde Sade multiplica las
palabras, fuerza el lenguaje, busca “decirlo todo”. Si no se interesa en los retratos de
sus personajes (los libertinos tienen todos una bella estampa y un aire fresco; las
víctimas tienen siempre derecho a retratos abstractos y “retóricos”, como lo dice muy
bien Barthes), y si nunca se demora en describir los paisajes, Sade cae en la logorrea
cuando toca lo vivo del tema: busca decirlo todo, mostrarlo todo, explicarlo todo. El
cuerpo es literalmente autopsiado, por medio de un despedazamiento continuo que
acaba con toda unidad: “El lenguaje sólo aprehende el cuerpo si lo despedaza; el cuerpo
total está fuera del lenguaje, a la escritura sólo llegan pedazos de cuerpo; para hacer ver
un cuerpo, es necesario o desplazarlo, refractarlo en la metonimia de su vestimenta, o
reducirlo a una de sus partes”117. Es así como la persona desaparece completamente de
la escena, en provecho de tal o cual parte de su cuerpo, hasta terminar progresivamente
reducida a sus orificios: “Material orgánico, amontonado en revoltillo con sus
deyecciones y su sangre, piltrafa y pronto osario. Consecuencia lógica: la
deshumanización radical de las víctimas, arrastradas a la fuerza a esta escenificación
mórbida”118. Y seguro que todo esto en un orden casi obsesivo, que construye las
escenas sexuales de manera metódica. Por esto toda una serie de expresiones que
regresan sistemáticamente en los textos sadianos, como por ejemplo: “disponer el
grupo”, “ejecutar una nueva escena”, “formar el cuadro más nuevo y más libertino”, etc.
Lo que se escenifica en las obras de Sade es un mundo donde nadie se preocupa
por lo que puede experimentar la persona que padece la violencia, puesto que a los ojos
de todo el mundo ella no puede sentir, no es sino un objeto. Desde este punto de vista,
el mundo de Sade es un mundo “perverso” en el sentido de Deleuze, el mundo sin otro
del que habla el filósofo en su comentario de la novela de Michel Tournier, Viernes o
los limbos del Pacífico. Deleuze muestra que la relación entre Robinson y Viernes no es
una relación entre dos personas. Se trata más bien de la localización de una relación en
la cual la “estructura del otro” está ausente. Robinson disuelve progresivamente la
estructura del otro y se encierra en su “isla interior”. Y cuando encuentra a Viernes, ya
no es como un “otro” que lo capta: “Viernes no funciona del todo como un otro
reencontrado. Es demasiado tarde, pues la estructura ha desaparecido. Ora funciona
como un objeto insólito, ora como un extraño cómplice” 119. Por esto Robinson lo trata
ora como un esclavo que busca integrar al orden económico de la isla, ora como el
detentador de un secreto que amenaza su economía psíquica. Este mundo sin otro es de
hecho el protocolo mismo de toda relación escenificada por Sade: un universo donde los
personajes interpretan cada vez ora el papel de la víctima, ora el papel del cómplice:
“Ya sólo quedan profundidades infranqueables, distancias y diferencias absolutas, o
bien, por el contrario, insoportables repeticiones, como longitudes exactamente
superpuestas”120. Suprimiendo la estructura otro, Sade convierte en ficticia la relación
con lo real y reduce los seres humanos a objetos parciales de goce: “Adoctrinando sobre
la ley del goce como pudiendo fundamentar no sé yo cuál sistema de sociedad
idealmente utópica, Sade se expresa así […]: «Prestadme la parte de vuestro cuerpo que
puede satisfacerme un instante, y gozad —si queréis—, de la mía que pueda serte
agradable». Podemos ver en el enunciado de esta ley fundamental, por la cual se
expresa un momento del sistema de Sade en tanto que se pretende socialmente
117
R. Barthes. Op. cit. pp. 139-140.
118
F. Ost. Sade et la loi. París: Jacob, 2005. p. 257.
119
G. Deleuze. “Michel Tournier y el mundo sin otro” (1969), in Michel Tournier. Vendredi ou les limbes
du Pacifique. París: Gallimard, 1972. p. 277 <in Lógica del sentido. Barcelona: Barral, 1970. p. 401>.
120
Ibid. p. 264 <Ibid. p. 390>.
46
121
J. Lacan. Le Séminaire VII: L´éthique de la psychanalyse. París: Seuil, 1986. pp. 237-238.
47
Capítulo V
SEXUALIDAD Y SUBJETIVIDAD: LA REALIZACIÓN DE LA CARNE
Uno de los dominios donde se revelan las relaciones complejas que cada uno
mantiene con su cuerpo y con el cuerpo de los otros es el dominio sexual. Así sólo sea
porque nuestras más intensas relaciones con el otro son las sexuales, y porque el deseo
erótico es siempre una apertura al otro a la vez en su corporeidad y en su subjetividad.
Sin embargo, es precisamente este dominio el que ha sido durante mucho tiempo
abandonado por los filósofos, al ser percibida con frecuencia la sexualidad como algo
peligroso.
Según Platón, el deseo sexual estaba inscrito en la naturaleza animal del hombre
y no tenía nada en común con el amor que estaba, por el contrario, ligado a su
naturaleza racional. En el Banquete, la definición del amor como deseo, y del deseo
como carencia y como ansias de posesión, no es sino una etapa de un razonamiento más
complejo que busca mostrar que el verdadero amor es en realidad un deseo de “parto en
la belleza según el cuerpo y según el espíritu” (El Banquete, 206 b). Por lo demás, por
medio de la moderación del deseo sexual como se puede llegar al deseo-plenitud que
desata una dinámica productora de belleza y de bondad: la persona amada no es un
objeto de deseo por poseer, sino una ocasión de amor con miras al conocimiento. Por
esto, el verdadero amor es “filósofo” y permite la emergencia del bien en el alma; es
una atracción sensible para lo suprasensible; un “deseo de perpetua posesión del bien”
(El Banquete, 206 a). Y, en el Filebo, el filósofo reproduce exactamente el mismo
proceder: define ante todo el placer como ligado al deseo-carencia (34 d – 35 a); luego
hace notar que existe un placer que no está ligado a la ausencia y al vacío (51 a);
finalmente, muestra que este placer es una forma de plenitud y que concierne a lo bello
y al bien.
Los Padres de la Iglesia, que parten del presupuesto de una diferencia cualitativa
entre las “pasiones del alma” y los “apetitos carnales”, asociarán la relación sexual entre
Eva y Adán con el pecado original. Es así como san Agustín argumenta a favor de una
sexualidad sin emoción y sin placer, buscando como finalidad únicamente la
procreación, y Clemente de Alejandría pretende no solamente que nos “moderemos
deseando” sino también “que nos abstengamos de desear”122.
En cuanto a Kant, no pudo eximirse de insistir en muchas ocasiones en que el
matrimonio es, para el hombre y para la mujer, el único medio de gozar recíprocamente
el uno del otro sin degradarse, al ser para él las relaciones por fuera del matrimonio
crimina carnis: “Puesto que la atracción sexual no es una inclinación por otro ser
humano en sí, sino una inclinación por su sexo, ella es un principio de degradación de la
humanidad; por ella, al preferirse el sexo a otra cosa, esta inclinación deshonra para
satisfacerse”123. De este modo Kant se inclina por la solución jurídica del matrimonio,
por un contrato que compromete formalmente a las dos partes, pero que no nos dice
nada a propósito de la naturaleza del vínculo sexual o del estatuto del cuerpo que desea
y del cuerpo deseado. Para Kant, la naturaleza del deseo sexual es la que nos arrastra a
la animalidad y a la degradación; el deseo no es sino apetito; el objeto sexual, en tanto
que objeto de apetito, no tiene ninguna característica personal y moral: “La inclinación
que tiene un hombre por una mujer no está dirigida hacia ella porque ella sea un ser
122
Para un análisis del pensamiento cristiano de los primeros siglos, ver Peter Brown. La renuncia a la
carne. Virginidad, celibato y continencia en el cristianismo primitivo. París: Gallimard, 1995.
123
Emmanuel Kant. Lecciones de ética (1775-1780). París: Poche, 1997. p. 291.
48
humano, sino porque es una mujer; el hecho de que sea también un ser humano lo deja
indiferente; sólo su sexo es el objeto de su deseo”124.
De hecho, hubo que esperar a Freud y al psicoanálisis para comprender hasta
qué punto todo, en el ser humano, está influido por la sexualidad: la relación con el
mundo, la relación con la vida, al apego al otro 125. Para Freud, las “pulsiones sexuales”
son pulsiones vitales que animan la existencia y que, incluso cuando son reprimidas y
sublimadas, continúan jugando un papel central en la manera que tenemos de trabajar,
de tener relaciones con los otros, de referirse a sí mismo 126. La sexualidad impregna la
condición humana, su existencia terrestre, su finitud. Pone siempre en juego deseos y
necesidades, apetitos y pulsiones, miedos y frustraciones, fantasmas y heridas. Es “una
vivencia dada a todos y siempre accesible, de la condición humana en sus momentos
más generales de autonomía y de dependencia”127.
En efecto, cuando se desea se comprende lo que puede significar esperar la
respuesta del otro y vivir en su cuerpo una sensación de carencia y de impotencia. Pero
también es por su deseo que uno está confrontado a las ganas de apropiarse del otro y de
transformarlo en objeto de dominación: “En cuanto tengo un cuerpo —escribe Merleau-
Ponty—, puedo ser reducido a objeto bajo la mirada del otro y no contar ya para él
como persona, o bien, al contrario, puedo pasar a ser su dueño y mirarlo a mi vez, pero
este dominio es un callejón sin salida, porque, en el momento en que mi valor es
reconocido por el deseo del otro, el otro no es ya la persona por la que yo deseaba ser
reconocido, es un ser fascinado, sin libertad, y que, por eso, no cuenta ya para mí […]
Con la importancia atribuida al cuerpo, las contradicciones del amor se vinculan, pues, a
un drama más general que depende de la estructura metafísica de mi cuerpo,
simultáneamente objeto para el otro y sujeto para mí”128.
124
Ibid. p. 291.
125
Cuando Freud comenzó su trabajo cerca de las grandes histéricas de Charcot, la reina Victoria reinaba
todavía. Y apenas acababa de morir cuando publicó, en 1905, sus Tres ensayos sobre la teoría sexual. Es
el momento de apoteosis del puritanismo burgués, un puritanismo que imponía —a nombre de la utilidad
y del orden— fuertes restricciones a las pulsiones sexuales; sin embargo, no lograba administrar bien sus
propias contradicciones y funcionaba sobre un doble discurso: el ser y el aparecer, el secreto y lo visible,
lo privado y lo público.
126
En psicoanálisis, el término “pulsión” fue introducido en las traducciones francesas de Freud como
equivalente del alemán Trieb, palabra utilizada para calificar un “empuje” que tiene una finalidad y un
objeto específicos, como es el caso de las pulsiones que se localizan en las excitaciones y el
funcionamiento del aparato genital. Desde este punto de vista, la pulsión es diferente del instinto que
califica, en desquite, un comportamiento animal fijado por herencia y característico de una especie.
127
M. Merleau-Ponty. Fenomenología de la percepción. Barcelona: Planeta-Agostini, 1984. p. 184.
128
Ibid. pp. 183-184.
49
Muchos malos entendidos surgen sin duda del hecho que hay formas de
objetivación, que son no solamente independientes las unas de las otras, sino también
cualitativamente diferentes. Es necesario siempre analizar el contexto y las
circunstancias en las que tiene lugar una relación, con el fin de comprender si la
objetivación de un individuo —que es un objeto de deseo y de placer sexual— es una
instrumentalización de su cuerpo o si ella es, por el contrario, un tomar en consideración
su existencia carnal. Objetivar a otro, tratándolo por ello como una cosa, es
intrínsecamente diferente a la objetivación que lo respeta en tanto que persona; en el
primer caso, podemos hablar de reificación, en el segundo sería necesario hablar más
bien de encarnación.
La objetivación transforma siempre al otro en un objeto, pero decir que el otro es
un “objeto” no hace por ello de él una “cosa”. Los términos “objeto” y “cosa” no son
aparentemente sinónimos. Si abrimos cualquier diccionario, se lee que un objeto es
“toda cosa (comprendidos aquí los seres animados) que afecta los sentidos”. Una de las
significaciones de la palabra “objeto” es pues la de “cosa sólida que tiene unidad e
independencia, y que responde a una cierta destinación”. Pero el término designa
también al ser al que se dirige un sentimiento, aquel hacia el cual tienden los deseos, la
voluntad, el esfuerzo y la acción; por esto su significación de “fin”. En desquite, una
cosa indica en general una entidad material, inanimada y completamente disponible; por
esto la dificultad en derecho de hacer entrar en la categoría de las “cosas” a los
animales, como también al cuerpo humano.
¿Qué ocurre pues en relación con el objeto en el momento de una relación
sexual? En realidad, esa relación siempre es extremadamente compleja; remite
sistemáticamente a la experiencia que un individuo ha vivido con sus padres, cuando la
felicidad residía para él en la fusión con la madre. Crecer significa adquirir una
“identidad separada” y renunciar a esta fusión. Y esto, incluso si la renuncia entraña un
sentimiento de “pérdida”, y un deseo posterior de reencontrar el “objeto perdido”. Por
esto, en un encuentro sexual, cada uno revela a la vez su debilidad y su poder, su deseo
de reencontrar el objeto perdido y su necesidad de dominarlo completamente. La
manera que cada uno tiene de desear está sometida a ciertas condiciones. “Resulta así
un cliché (o una serie de ellos) —escribe Freud—, repetido o reproducido luego
regularmente, a través de toda la vida, en cuanto lo permiten las circunstancias
exteriores y la naturaleza de los objetos eróticos asequibles, pero susceptible también de
alguna modificación bajo la acción de las impresiones recientes”129.
129
S. Freud. “La dinámica de la transferencia” (1912) in Técnica de la psicoanálisis, t. XIV de las Obras
Completas. Buenos Aires: Rueda, 1953. pp. 95-96.
50
130
E. Levinas. Totalidad e infinito. Salamanca: Sígueme, 1977. p. 268.
131
D. H. Lawrence. Pornografía y obscenidad (1929). París: 2001. p. 31.
51
1. Virilidad y feminidad
Incluso si la virilidad se caracteriza por el deseo de tener acceso al cuerpo del
otro, y puede implicar fantasmas de prepotencia, ella no implica sin embargo una puesta
entre paréntesis de los miedos y de las angustias que estallan cuando se está frente a su
intimidad y que uno se planta desnudo ante el otro. “Aun cuando se concentre en su
pene —escribe el psicoanalista Didier Dumas—, el goce masculino no se limita a la
conquista del territorio que representa el cuerpo de la mujer. Razona también a partir de
toda la interioridad de sí mismo. Corresponde para él también a la apertura del jardín
secreto de su ser cuyas puertas le están habitualmente cerradas” 133. Hasta el punto que
recurrir a la brutalidad y a la violencia no es a veces mas que una manera de
tranquilizarse sobre su propia virilidad, y de ilusionarse con que el hombre, en tanto
macho, no depende de ninguna manera de las mujeres. Por eso, si no se llegan a
presentar fantasmas de violación, se dan al menos fantasmas de prepotencia capaces de
valorizar el sexo masculino, y de sostener la capacidad de un hombre para conquistar el
cuerpo de una mujer.
Por lo demás, es menester no olvidar que —como lo subrayan algunos
psicoanalistas— el hombre nunca está al abrigo completamente del miedo
experimentado la primera vez ante el sexo femenino y su anatomía particular, ante “esa
cavidad que no es ni un hueco ni un abismo, excepto para el pensamiento y para la
acción”134. Por eso el incesante movimiento de aproximación y de alejamiento de la
mujer, el deseo de unirse a ella y el miedo de desaparecer con ella. La mujer está
movida por el deseo de ser penetrada. Deseo que a veces es sostenido por un fantasma
132
F. Perrier. “Seminario sobre el amor” (1970-1971). La chaussée d´Antin (1978). París: Albin Michel,
1994. p. 349-536.
133
D. Dumas. La sexualité masculine (1990). París: Hachette, 2002. p. 118.
134
W. Granoff. La pensée et le féminin. París: Minuit, 1976. p. 289.
52
de sumisión. Al mismo tiempo, la mujer puede también estar aterrorizada por la idea de
una penetración sin precaución de parte del hombre.
Los problemas de la sexualidad dependen de la historia personal de cada uno, de
sus eventuales dificultades para aproximarse al otro y para dejarse aproximar del otro.
La primerísima experiencia del ser humano es por lo demás la de su propia
dependencia. El bebé que viene al mundo depende por entero de los cuidados de sus
padres. Solo, no podría sobrevivir. Sólo, se hundiría tanto física como psíquicamente.
Todo bebé, ya se trate de un niño o de una niña, depende completamente del otro y está
en una posición de objeto: un objeto de cuidados; un objeto de amor; un objeto de
proyecciones… Sólo progresivamente el pequeño puede desprenderse y puede
comenzar a afirmarse como un sujeto. Su “yo” emerge progresivamente, gracias a un
proceso de identificaciones y de oposiciones.
2. Identificación y autonomía
Los adultos representan modelos y antagonistas. Se busca progresivamente su
sitio afirmándose como hombre o mujer. Y en todo esto, el papel de los padres es
imperativamente central. Así sea porque se trata de los primeros modelos para el niño.
Modelos que podrán ser reforzados o reemplazados posteriormente. Modelos que las
imágenes y las representaciones de una sociedad contribuyen a fabricar. Cuando se
habla de Edipo y del complejo de castración, de sexualidad polimorfa y de
estructuración del psiquismo, en el fondo no se hace sino ponerle nombres a
mecanismos de identificaciones y de oposiciones que ninguna forma de deconstrucción
podrá nunca borrar. Pues, incluso allí donde los juegos de identificación, de imitaciones
o de oposiciones funcionan de manera diferente —al estar a veces la sociedad
estructurada de manera diferente— el niño tendrá siempre tendencia a ligarse a los que
se ocupan de él, a tomarlos como modelos, a estructurarse sobre la base de los mensajes
que recibe. Para un muchacho, por ejemplo, el lugar ocupado por la madre cerca de él y
cerca del padre, va a jugar un papel central. Es la primera experiencia que tiene de la
mujer, una mujer que es su madre y también la compañera de su padre. El lugar que
ella ocupe cerca al padre determinará posteriormente —al menos en parte— la imagen
que tendrá de la mujer. Lo que explica por qué los hombres están a menudo
atormentados entre la imagen de una mujer asexuada (la madre) y la de una mujer
objeto-sexual (la que su padre desea, o que se imagina que él desea). La dificultad para
cada uno está en no poder hender estas dos figuras, no llegar a creer que la madre pueda
ser un objeto de deseo para el padre, y que la que es objeto de su deseo no puede ser
madre.
El esfuerzo más difícil, en este contexto de dependencia, es claramente la
conquista de la autonomía. Una autonomía a la vez vital y peligrosa. Vital, pues sin
independencia de los otros no se puede ni crecer, ni captar su deseo, ni desplegarse en el
espacio y en el tiempo de su propia vida. Pero también peligrosa pues, cuando se
vuelve absoluta, puede conducir a una derrota de su propia humanidad. Nadie es
completamente independiente de los otros, excepto que se encierre en un mundo de
soledad y de desespero, o también: que construya en torno a sí un entorno inhumano.
Por supuesto que cada quien busca defenderse de la dependencia por todos sus
medios. La dependencia total de los otros puede ser una forma de adicción y está
destinada al fracaso con consecuencias más o menos desastrosas. Aquel (o aquella) que
es incapaz de sobreponerse al abandono o al rechazo, y por consiguiente al miedo del
abandono y del rechazo, vive toda relación como una experiencia terrorífica, capaz de
poner en peligro su “yo”. Lo que se expresa en la necesidad patológica de amor, la
53
exigencia casi totalitaria de pruebas de amor, la dependencia total con respecto al objeto
de amor y de su mirada.
Pero no hundirse en esta forma de dependencia extrema no significa por tanto
que no se tenga alguna relación de dependencia. Bajo pena, una vez más, de
sufrimiento y de fracasos. Pues aquel (o aquella) que busca la independencia absoluta
no puede sino desprenderse por completo de los otros y encerrarse en un universo irreal
o sádico. La independencia absoluta del mundo real es la locura o la perversión. Es el
desprendimiento del mundo y de los otros. Es el indigente que deambula por la ciudad
y que no puede ya comunicarse con los otros. Es el internauta que se desliza y surfea en
la Internet, incapaz de mantener una relación humana y sexual real, prisionero de las
imágenes. Pero es también el perverso que considera, como Sade, que todos los seres
humanos son objetos de su libre disposición. Se cree autónomo. Se considera
todopoderoso. Es un feudal en el campo de la sexualidad. La única ley es la suya.
Piensa que lo puede controlar todo y dominarlo todo. Los objetos como las personas.
Las personas en tanto que objetos, como lo eran los siervos medievales. Hasta gozar de
su capacidad de manipular y destruir a los otros apoyándose sobre sus debilidades.
54
Conclusión
135
A. Artaud. Cahiers de Rodez, in Œuvres complètes. XVI. París: Gallimard, 1981. p. 109.
136
W. Szymborska. Vista con granello di sabbia. Poesie (1957-1993). Milan: Adelphi, 1998. p. 125.
55
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56
TABLA DE MATERIAS
Introducción 2
I.- El estatuto ambiguo del cuerpo humano, 2
II.- El ser humano: una persona encarnada, 3
1. El dolor de existir, 43
2. Una mirada glacial, 44
3. El cuerpo despedazado, 46
Conclusión 55
Bibliografía 56