Cristologia Lucas Mateo-Seco
Cristologia Lucas Mateo-Seco
Cristologia Lucas Mateo-Seco
I n st it u t o S u p e r io r d e C ie n c ia s R e l ig io sa s
U n iv e r s id a d d e N ava rra
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribu
ción, comunicación pública y transformación, total o parcial, de esta obra sin contar con auto
rización escrita de los titulares del Copyright. La infracción de los derechos mencionados puede
ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Artículos 270 y ss, del Código Penal},
E D IC IO N E S U N IV E R S ID A D D E N A VA RRA , S .A .
PA M PLO N A
' . Colección.
M a n u a l e 5¿d e l In stituto S uperior d e C iencias R eligiosas
1 Cada vez más personas se interesan por adquirir una formación filosó
fica y teológica seria y profunda que enriquezca la propia vida cristia
na y ayude a vivir con coherencia la fe. Esta formación es la base para
desarrollar un apostolado intenso y una amplia labor de evangeliza-
ción en la cultura actual Los intereses y motivaciones pará estudiar la
doctrina cristiana son variados:
2; Existe una demanda cada vez mayor de material escrito para el estudio
de disciplinas teológicas y filosóficas. En muchos casos la necesidad
procede de personas que no pueden acudir a clases presenciales, y bus
can un método de aprendizaje autónomo, o con la guía de un profesor.
Estas personas requieren un material valioso por su contenido doc
trinal y que, al mismo tiempo, esté bien preparado desde el punto de
vista didáctico (en muchos casos para un estudio personal).
jgávarra, especial
mente de sus Facultades Eclesiásticas (Teología, Filosofía y Derecho
Canónico), ia Facultad de Filosofía y Letras y la Facultad dé Educa
ción y Psicología, esta colección de manuales de estudió pretende
5
responder a esa necesidad de formación cristiana con alta calidad pro
fesional.
¡Sil
h vocabulario de palabras y expresiones usadas en el desarrollo
él t ^ a - Sityé para enriquecer el propio b a p p id e términos aca-
démicos y sirve también de autoexamen de la comprensión de los
textos.
.*■ Textos para comentar. Pueden dar pie a lecturas formativas o a ejer
cicios (guiados por un profesor).
PRESENTACIÓN
SUMARIO
El decreto Optatam totius del Concilio Vaticano II dice en el n. 14: «La ense
ñanza de la Teología debe ser la contemplación del misterio de Cristo y de la
historia de la Salvación». Con la Cristología estamos tocando, pues, el punto
nuclear de la Teología. El centro del quehacer teológico es la Cristología ya
que el cristianismo es Cristo. Del Señor importa, si se puede hablar así, mu
chísimo más su Persona -lo que Él es-, que lo que Él dijo, que su doctrina,
pues la fuerza vinculante de sus enseñanzas depende de la autoridad de su
Persona.
Las verdades de fe del Dios que se revela y del Dios que es Uno y Trino están
aseguradas para nosotros en la predicación de Cristo. Sólo por Cristo ha ad
quirido el mundo la certeza infalible de que en el Cielo hay un Padre que reina
y que desde la eternidad engendra un Hijo consustancial con Él, con quien 13
está unido en eterno amor por el Espíritu Santo. Por este Hijo se ha manifes
tado definitivamente a nosotros. No llegamos al Hijo partiendo del Padre,
sino que creemos en el Padre, porque el Hijo lo ha revelado. No fue primero
la fe trinitaria y luego la fe en Cristo, sino al revés. Sólo en el Hijo adquirimos
certeza del Padre y del Espíritu Santo porque el Hijo es la revelación viva de
la bondad paterna. Lógicamente la fe trinitaria, en sí misma, es lo primero;
pero en la historia de la revelación, lo segundo.
Lo mismo ocurre con relación a los dogmas de la creación, del estado primi
tivo del hombre, del pecado original y de la redención. Todas estas verdades
reciben de la fe en el Hijo de Dios hecho hombre su puesto peculiar en la pre
dicación cristiana, su fundamento y su justa perspectiva.
Por sí sola, la investigación histórica sobre Jesús no basta para llegar en ple
nitud al conocimiento del misterio de Cristo, pues un conocimiento verda
dero de Jesús implica la confesión de que Él es el Hijo de Dios. Esa confe
sión nos viene a través de la Iglesia. Si no tuviéramos a la Iglesia viviente, en
la que Cristo está presente ininterrumpidamente, los evangelios y las cartas
apostólicas serían para nosotros letra muerta, mero recuerdo histórico. AI leer
los evangelios, somos directamente interpelados por Cristo, no sólo en los tes
timonios literarios, sino en el testimonio vivo de la Iglesia.
En realidad, el Nuevo Testamento es fruto y testimonio de esta fe de la Igle
sia. Estos escritos nacen, por inspiración divina, en la Iglesia viviente: Ella
reconoce su autoridad y sentido; en Ella, viviente, llegan vivos a los hombres de 15
cada época. Por esta razón, lo propiamente fundamental del cristianismo no es
la Biblia, sino la predicación de la Iglesia, que, obviamente, incluye la Biblia.
Recíprocamente, fuera de la Iglesia, aislada de la Iglesia, la Escritura no puede
ser comprendida en su verdadero ser (cf. Constitución dogmática Dei Verbum,
n. 7). Es, pues, necesario superar la tentación de un biblicism o que desgajase
la Biblia de la Iglesia. En el Nuevo Testamento se refleja la fe de la primitiva
comunidad, apareciendo entre sus páginas numerosas confesiones de fe, que,
en su formulación, ponen de relieve la importancia otorgada a la nitidez con
que han de afirmarse las principales verdades en tomo al misterio de Cristo.
El Nuevo Testamento -reflejo fiel de la predicación de los apóstoles y de la vida
de la primera comunidad- reseña, entre otras cosas, aquellas homologías por
las que, en breves palabras, se recibía y se transmitía en forma condensada y
normativa lo que se estimaba como la esencia misma del testimonio apostólico
sobre Jesús.
Los hechos históricos de la vida del Señor están testimoniados, pues, en me
dio de claras confesiones de fe. Y es que el Nuevo Testamento no tiene como
finalidad una aséptica información historiográfica de lo acontecido en Jesús
de Nazaret. Ni siquiera desea hacer una biografía de Jesús en el sentido en
que en nuestro siglo se entiende la biografía como género literario. El Nuevo
Testamento/ y con él toda la Tradición de la Iglesia/ pretende/ ante todo, 17
transmitir el testimonio de la fe eclesial sobre Jesús y presentarlo en su ple
no significado de Cristo (Mesías) y K yrios (Señor). Este hecho garantiza, por
contragolpe, la veracidad de cuanto en él se narra en tomo a la vida de Jesús.
En efecto, la afirmación de que Jesús es el Cristo y Señor implica, entre otras
cosas, el respeto sagrado con que el testigo testifica aquello que sus ojos vieron
y sus manos tocaron del Verbo de la vida (cf. 1 Jn 1,1-4). Por ello, la profesión
de fe Jesús es el Cristo remite al creyente y a la Cristología a una historia
totalmente concreta, pero, a su vez, de significado universal. Remite también
al destino único de un hombre a quien se considera perfecto hombre, y, sin
embargo, no un mero hombre, pues, a la vez, es Dios.
• Jesucristo en cuanto hombre tiene una dimensión histórica accesible se
gún los métodos histórico-críticos. Se trata de una accesibilidad homólo-
ga a la de los personajes de su época.
• Jesucristo en cuanto Dios, como es obvio, posee una trascendencia que so
brepasa los métodos de investigación histórica, así como los de cualquier
otra ciencia del hombre. Ni siquiera el contacto físico de sus contemporá
neos -oír sus palabras o presenciar sus milagros- bastaban para penetrar
en el misterio interior del Hombre-Dios sin un don recibido de lo alto, y la
aceptación personal de ese don: la fe.
Por ello el teólogo, que tanto debe amar la investigación histórica sobre Jesús,
debe tener siempre presente que, por sí sola, esta investigación histórica no
basta para llegar al conocimiento del misterio de Cristo, ni siquiera al conoci
miento verdadero de Jesús, pues un conocimiento verdadero de la humani
dad de Jesús implica la confesión de que Él es Hijo de Dios.
3. La salvación,
don divino y aspiración humana
«En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene, en que Dios envió al mundo
a su Hijo único para que vivamos por medio de Él» (1 Jn 4,9; cf. Jn 3,16-17).
Es el máximo don que Dios ha podido hacer a los hombres, pues este don
comporta sobre todo la donación de Dios mismo al hombre. La encamación
es obra del Amor de Dios hacia los hombres y, antes que nada, amor a Cristo.
El amor es la razón última de toda obra de Dios, también y principalmente,
de la encamación, máxima comunicación de Dios a una naturaleza creada, la
de Cristo, y a través de ella, a la humanidad. Se cumple también aquí el cono
cido adagio: el bien es difusivo de sí mismo.
Toda obra de Dios no es otra cosa que una comunicación de su bondad y de
sus perfecciones. Pueden señalarse tres estadios distintos de esta comunica
ción de Dios:
a) la creación, por la que Dios comunica el ser a las criaturas: Dios es causa
eficiente, ejemplar y final de todo ser creado, de suerte que la creación es reflejo
de la bondad y perfecciones divinas;
Este optim ism o filo só fico , al hacer necesaria la encamación -bien sea con ne
cesidad metafísica, bien sea con necesidad moral-, restringe innecesariamente
la libertad de Dios en sus obras a d extra y olvida, por otra parte, que siempre
que la Sagrada Escritura se refiere a la encamación habla de ella como fruto
de la misericordia de Dios (cf. Jn 3,16; Rm 5,8; Ef 2,4; etc.), y nunca como si
fuera el resultado de una necesidad existente en Dios.
La encamación tampoco era necesaria, para la salvación del hombre. Dios
podía haber salvado al hombre de muchas otras maneras, sin necesidad de
la encamación (cf. Santo Tomás de Aquino, Summa contra Gentes IV, 55); por
ejemplo, perdonando sin más la ofensa cometida por el hombre, o podría ha
ber perdonado también esa ofensa mediante una satisfacción que no estuviese
basada en la estricta justicia -es decir en una reparación equivalente en valor a
la gravedad de la ofensa inferida-, sino en una pequeña reparación aceptada
benévolamente por parte dé Dios.
San Anselmo argumentaba que la justicia exige a Dios que no perdone el
pecado sin la reparación del orden natural lesionado por ese pecado, es decir,
que no perdone el pecado sin exigir la reparación de la ofensa mediante el
cumplimiento de la pena debida (San Anselmo, Cur Deus homo 1 ,14). Esta
teoría es comúnmente rechazada, entre otras razones, porque supone un con
cepto inadecuado de la justicia de Dios y de su libertad en relación con el
hombre. La justicia de Dios, en efecto, brota del Amor y no es contraria a
la misericordia, sino que está unida inseparablemente a ella. Condonar el
pecado sin que mediase reparación no iría contra la justicia de Dios, pues no 25
va contra la justicia el actuar por encima de la justicia (cf. Santo Tomás de
Aquino, Summa íheologiae III q. 46, a. 2, ad. 3).
3A Redención y salvación
Por salvación se entiende la liberación del hombre de todos los males que
le aquejan, tanto físico como morales. La palabra redención significa liberar
a alguien pagando por él un rescate. El resultado es el mismo: la liberación
del que está oprimido por el mal; pero en el segundo caso se indica que esta
liberación se ha conseguido de un modo oneroso, pagando el rescate. A Cristo
se le designa con el título de Salvador, porque libra al hombre del pecado,
del demonio y de la muerte; se le designa también con el título de Reden
tor, porque expió con su vida entregada en sacrificio la deuda contraída por
nuestros pecados. ¿Por qué tenía que sacrificarse, por qué tenía que redimir
para salvar?
Se trata acerca de la pregunta por la necesidad de la redención para la salva
ción del hombre. Los Padres de la Iglesia, al tratar este aspecto del misterio de
Cristo, suelen limitarse a considerar aquello que de hecho ha sucedido. Como
dice San Pedro, «no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el
que nosotros debamos salvamos» (Hch 4,12). Efectivamente, sólo en Cristo
está nuestra salvación. Pero esto no significa que, si Dios hubiese querido, no
hubiera podido ser de otro modo. Tampoco exigía la infinita Justicia divina
que, para redimir al hombre, fuera necesaria una satisfacción total y en senti
do estricto, puesto que la Justicia de Dios es al mismo tiempo Misericordia in
finita. Dios podía perdonar los pecados sin exigir satisfacción alguna, como
indica claramente la parábola del hijo pródigo (cf. Le 15,11-32).
Aunque la encamación no era necesaria para la salvación del hombre, sin
embargo fue el modo más conveniente para realizarla, tanto si la conside
ramos desde el punto de vista de Dios, como desde el punto de vista de la
naturaleza y necesidades del hombre.
• Por parte de Dios, era el modo más conveniente, porque la encamación
no sólo manifiesta el infinito amor de Dios a los hombres, sino también su
infinito poder y su infinita capacidad de comunicación.
# Además, el Verbo se hace hombre para salvar a la humanidad mediante
la redención. En este modo de salvar al hombre se manifiestan unidas la
justicia, la misericordia y la sabiduría divinas:
16 a) La justicia, por haber querido salvar al hombre mediante la expiación
de los pecados;
b) la misericordia, por ser el mismo Dios quien se hace hombre para ex
piar los pecados del género humano en cuanto cabeza de la humani
dad;
c) la sabiduría, por haber elegido este camino que es tan coherente con la
bondad divina y con la dignidad del hombre, pues, en Cristo, se ofrece
a la humanidad la posibilidad de que ella misma expíe su pecado.
• Se trata, finalmente, de un camino acomodado al ser del hombre, pues
como la amistad consiste en cierta igualdad, parece que no pueden unirse
amistosamente las cosas que son muy desiguales. Por consiguiente, para
que hubiese una amistad más familiar entre Dios y el hombre, era con
veniente que Dios se hiciera hombre, y así, conociendo a Dios visible
mente, nos sintiéramos arrebatados al amor de lo invisible (Santo Tomás
de Aquino, Summa contra Gentes IV, 54).
Cristo Salvación
Kyrios ad extrd
4. ¿Se puede afirmar con rigor y con veracidad que el Jesús de la historia es el
Cristo de ía fe?
5. ¿Se puede identificar el binom io «cristología desde abajo y desde arriba» con
el de «cristología ascendente y cristología descendente»?
6. El texto paulino: «Cuando llegó la plenitud d é lo s tiem pos Dios envió a su Hijo,
nacido de mujer, nacido bajo la Ley» (Gal 4, 4) podría encuadrarse dentro de
una «cristología ascendente» o de una «cristologíá descendente»?
9. Para nuestra liberación del pecado ¿era necesario que Dios asumiera la natura
leza humana?
10. ¿Podría citar algún texto de la Sagrada Escritura en que se manifieste la inicia
tiva del Dios de la Alianza en la salvación de los hombres y en el misterio de la
' encarnación?
11. ¿Qué está diciendo San Pablo cuándo presenta a Cristo com o el nuevo Adán?
¿Podría citar tos pasajes principales en que lo hace?
«Hay que decir, ante todo, que el método histórico -precisamente por la naturaleza in
trínseca de la teología y de la fe - es y sigue siendo úna dimensión del trabajo exegético
a la que no se puede renunciar: En efecto; para la fe bíblica es fundamental referirse a
hechos históricos reales. Ella no cuenta ieyendas como símbolos de verdades que van
más allá de la historia, sino que se basa éri la histpriá ocurrida sobre la faz de esta tierra.
El factum historicum no es para ella una clave simbólica que se puede sustituir, sino un
fundamento constitutivo; et incarnatüs ést con estas palabras profesamos la entrada
efectiva de Dios en la historia real. Si dejamos de lado esta historia, la fe cristiana como
tal queda eliminada y transformada en otra religión, Así pues, si la historia, lo fáctico,
forma parte esencial de la fe cristiana en este sentido, ésta debe afrontar el método
histórico. La fe misma lo exige. [...]
Por ahora, como segunda consideración; es importante que se reconozcan los límites
del método histórico-crítico mismo. Para quien; se siente hoy interpelado por la Biblia,
el primer límite consiste en que, por su naturaleza, debe dejar la palabra en el pasado.
En cuanto método histórico, busca los diversos hechos desde el contexto del tiempo
en que se formaron los textos. Intenta conocer y entender con la mayor exactitud po
sible el pasado -tal como era en sí mismo- para descubrir así lo que el autor quiso y
pudo decir en ese momento, considerando el contexto de su pensamiento y los acon
tecimientos de entonces. En la medida en que el método histórico es fiel a sí mismo, no
29
sólo debe estudiar lá palabra como algo que pertenece al pasado, sino dejarla además
en el pasado. Puede vislumbrar puntos de cdntacto con el presente, semejanzas con la
actualidad; puede intentar encontrar aplicaciones para el presente, pero no puede ha
cerla actual, «de hoy», porque ello sobrepasaría loque le es propio. Efectivamente, en la
precisión de la explicación de lo que pasó reside tanto su fuerza cómo su limitación. [.
Con todo esto se ha señalado; por un lado, la importancia del método histórico-crítico
y, por otro, se han descrito también sus limitaciones. Junto a estos límites se ha visto
-así lo espero- que el método, por su propia naturaleza, remite a algo que lo supera y
lleva en sí una apertura intrínseca a métodos complementarios. En la palabra pasada
se puede percibir lá pregunta sobre hoy; en la palabra humana resuena algo más;
grande; los diversos textos bíblicos remiten de algún modo al proceso vital de la única
Escritura que se verifica en ellos. [...]
Para mi presentación de Jésús esto significa, sobre todo, que confío en los Evangelios.
[,..] He intentado presentar al Jesús de los Evangelios como el Jesús real, como el «Je
sús histórico» en sentido propio y verdadero. Estoy convencido, y confío en que el lec
tor también pueda verlo, de que esta figura resulta más lógica y, desde el punto de vista
histórico, también más comprensible que las reconstrucciones que hemos conocido
en las últimas décadas. Pienso que precisamente este Jesús -el de los Evangelios- es
una figura históricamente sensata y convincente.
Sólo si ocurrió algo realmente extraordinario, si la figura y las palabras de Jesús su
peraban radicalmente todas las esperanzas y expectativas de la época, se explica su
crucifixión y su eficacia. Apenas veinte años después de la muerte de Jesús encontra
mos en el gran himno a Cristo de la Carta a ios Filipenses (cf.2,6-11) una cristología de
Jesús totalmente desarrollada, en la que se dice que Jesús era igual a Dios, pero que se
30
despojó de su rango, se hizo hombre, se humilló hasta la muerte en la cruz, y que a Él
corresponde ser honrado por el cosmos, ia adoración que Dios había anunciado en el
profeta Isaías (cf. 45,23) y que sólo Él merece.
* * #
Este prejuicio ideológico, y no otra razón, es la causa determinante de que D.F. Strauss,
siguiendo a Reimarus, niegue en su Vida de Jesús que el Cristo de la fe sea el Jesús de la
historia. El Jesús de la historia, es decir, el "modesto y soñador rabí de Nazaret" el de los
hechos realmente acontecidos, tendría muy poco que ver con el Cristo cre/do y pre
dicado por los apóstoles, con el Cristo de ia fe, en e! cual se habrían proyectado las
expectativas mesiánicas de los apóstoles, sometiéndolo aúna mitifiOáción falsificadora.
Para encontrar, pues/al Jesús de la historia, sería necesario rescafar/o de esa mitificación
a que habría sido sometido por sus discípulos. En consecuencia, la investigación histó
rica sobre Jesús, debe, según estos autores, sospechar la existencia de una m itifícación
de cada hecho o palabra del Nuevo Testamento que parezca contener"algo que se sale
de lo normal" algo sobrenatural.
Quien comienza el estudio de la cristología debe tener presente este prejuicio surgido
con Reimarus y que ejerce gran influencia en muchos trabajos de investigación histórica,
restándoles esa objetividad imprescindible para que puedan llamarse justamente uña
obra científica. Por eso hace notar ia Comisión Teológica Internacional: "Durante los últi
mos siglos, la investigación histórica sobré Jesús ha sido dirigida rhás de una vez contra
el dogma cristólógicó. Esta actitud dntidogmática no es én sí misma, sin embargo; ün
postulado necesario del buen Usó deí método crítico" Estaactitud ántidogm áticaho deja
de ser un vulgahprejuicio incompatible con la sincera búsqueda de ía verdad que debe
caracterizar al científico. Pero el hecho de qué en numerosas ocasiones la investigación
32
histórica sobre Jesús haya partido de "prejuicios antidógmáticos" no significa que una
correcta investigación histórica no sea, a su vez, "una exigencia de la fe cristiana"».
* * *
«La verdad del cristianismo es Cristo. Esto es lo que nosotros queremos justamente
confesar en el nombre de Jesucristo: Jesús es el Cristo. Con la fe, pues, en Cristo se man
tiene firme o se derrumba toda nuestra actitud religiosa.
¿De donde viene esta fe? Es la primera cuestión importante que tenemos que contes
tar. Esta fe la hemos recibido de nuestra madre la Iglesia; Formémonos ante todo una
idea clara sobre esta conexión entre la fe en Cristo y la Iglesia. Al principio de nuestra
fe está el credo de la Iglesia. La Iglesia nació de este creo en Jesucristo. Sólo por la con
fesión de Cristo vino ella a ser la comunidad dé los Creyentes y la iglesia cristiana. La
Iglesia ha guardado ésta fe a través de tos siglos en medio de sufrimientos sin cuento,
entre martirios del cuerpo y del espíritu, entre ataques incontables de doctrinas anti
cristianas. Desde que Pablo dijo aquella palabra de que Cristo crucificado era escánda
lo para los judíos y locura para ios gentiles, Cristo ha pasado por la humanidad como el
gran escándalo y la gran locura, como la incomprensible paradoja del Deus crucifíxus.
Él ha sido puesto, como dijera et viejo Simeón (Le 2,34), para caída de muchos y para
signo dé contradicción. Pero también fue puesto, como notó jubilosamente el mismo
Simeón, para resurrección de muchos.
KARLADAM,0O/stodenuesfrafe,
: Barcelona 1958;60-61
/
TEMA EL TESTIMONIO BIBLICO
2
_________ r
SOBRE JESÚS
Este tema está dedicado a reunir y sistematizar ios conocimientos de ía doctri
na bíblica en torno a Cristo, tanto dei Antiguo como deí Nuevo Testamento. A
este respecto, es necesario tener presente que Cristo es el centro de las Escritu
ras y que ia documentación escriturística en torno a Nuestro Señor es ingente.
La síntesis deí testimonio bíblico sobre Jesús que ofrece este tema está estruc
turada en cuatro apartados. E! primero, El Salvador esperado, está dedicado Anti-
guoTestamento y pone de relieve dos cuestiones fundamentales: ía espera me-
siánica, que vertebra toda la historia dei pueblo de la Alianza, y ios principales
títulos que corresponden ai Mesías. A continuación, en el segundo apartado, La
venida de Cristo en la plenitud de los tiempos, se realiza un acercamiento general
ai misterio de la encarnación. Este apartado tiene como centro los testimonios
sobre el misterio de Cristo en su conjunto, es decir, sobre ia afirmación de que
Él es Hijo dei Padre y descendiente de la estirpe de Adán. Por eso se pregunta
fundamentalmente por el testimonio que Jesús da de sí mismo -tanto explícita
como implícitamente- y por el testimonio apostólico en torno a la divinidad de
Cristo. A partir de aquí ios dos últimos apartados del tema están dedicados a
exponer e integrar ei testimonio de las Escrituras en torno a ía perfección de la
humanidad del Señor y la perfección de su divinidad.
SUMARIO
1, EL SALVADO R ESPERADO. 1.1. Los relatos deí Génesis en torno al pecado del
hombre y la promesa del Redentor. 1.2. La Alianza y la espera del Mesías, 1.3. Prin
cipales profecías mesiánicas • 2. LA VENIDA DE CRISTO EN LA PLENITUD DE
:/LOS TIEMPOS. 2.1. El Evangelio como buena nueva de salvación. 2.2, Las afirma
ciones de Jesús sobre su condición de Mesías y Salvador, 2.3, Et testimonio apos
tó! ico * 3L J ÉS.UCRISTO, PERFECTO HOMBRE; 3.1. La realidad de Jesús y su do
cumentación histórica. 3.2. La humanidad de Jesús en los acontecimientos de la
concepción y el nacimíénto del Señór. 3.3. Jesús, perteneciente a la descendehaá dé
Ádáfi • 4CJÉSÜ C D IÓ ¿:41 Lá fe dé la Iglesia ért la divinidád de
Cristo. 4,2. La d}vinidád de Jesús en íbs SitióptÍcos. 4.3, La divinidad de Jesús en San;
Pablo. 4.4. Cristo, Verbo é Hijo de E>ios en San Juan.
34 1. El S alvad o r esp erad o
Todo el Antiguo Testamento está orientado hacia Cristo como una gran es
pera y una gran profecía. En este apartado se pone de relieve, en forma con
creta, cómo y por qué se dice de Cristo que es el Mesías esperado. Eso es lo
que preguntan a Jesús los discípulos de Juan: «¿Eres tú el que ha de venir, o
esperamos a otro?» (Mt 11,3).
1.1. Los relatos del Génesis en tom o al pecado del hombre y la promesa del
Redentor
La historia de los orígenes del mundo y del hombre, recogida en los primeros
capítulos del Génesis bajo su peculiar forma literaria, narra acontecimientos
directamente relacionados con la historia de la salvación. A ellos se remi
ten con frecuencia los libros posteriores de la Sagrada Escritura (cf. p.e. Rm
5,12ss). Entre estos acontecimientos destacan la creación del hombre a ima
gen y semejanza de Dios, el primer pecado, y la promesa del Redentor.
Dios creó al hombre a su imagen, y lo puso en la tierra para que la trabajara.
Esta doctrina constituye uno de los puntos fundamentales de la enseñanza de
la Sagrada Escritura sobre la naturaleza del hombre.
• Con ella se pone de relieve la dignidad del hombre, a quien la imagen y
semejanza con Dios le coloca a un nivel de dignidad muy superior al del
resto de las criaturas (cf. Gn 1,26; Sb 2,23).
• La afirmación de que el hombre es imagen de Dios pone de relieve tam
bién la trascendencia divina. En efecto, no se dice del hombre que sea
igual a Dios, sino sólo que está hecho a imagen y semejanza.
• Esta afirmación de haber sido creado a imagen y semejanza de Dios im
plica cierta capacidad del hombre para recibir ulteriores y más íntimas
comunicaciones de Dios: el ser imagen implica que el hombre puede ser
elevado a la adopción de hijo por medio de la gracia. Ser imagen de un
Dios entrañablemente personal implica ser el tú de Dios, un tú querido por
el Creador desde el principio en amor de amistad.
El tema teológico del hombre creado a imagen y semejanza de Dios, tan des
tacado en Génesis l,26ss., adquiere una nueva y definitiva perspectiva en el
Nuevo Testamento, a la luz de la clara revelación de Cristo. El hombre ha
sido creado a imagen de Cristo, pues Cristo es no sólo el Salvador del hombre,
sino la Imagen perfecta del Padre. Cristo, en efecto, es la imagen de «Dios
invisible, primogénito de toda criatura» (Col 1,15), por quien y para quien 35
todo fue creado (cf. Col 1,16), hasta el punto de que el primer Adán es «el tipo
del que había de venir» (Rm 5,14).
El capítulo 3 del Génesis contiene una narración poética de la caída del hom
bre. Había un mandato de Dios que el hombre debía observar libremente,
como signo y manifestación de su dependencia del Creador. El sentido de tal
mandato era el de una prueba, pero no tanto porque Dios quisiera probar al
hombre, sino porque deseaba que el hombre recibiese la gloria no sólo como
un don gratuito, sino también como algo merecido por el mismo hombre.
Cuando la mujer y el hombre traspasaron el mandato divino queriendo esta
blecer ellos mismos el bien y el mal, cometieron un pecado cuya gravedad es
difícil comprender. Se trató de una rebelión contra Dios que los teólogos lla
man a veces el pecado primordial. El relato del Génesis prosigue enumerando
las consecuencias de este primer pecado (Gn 3,17.19; comparar con Sb 2,23-24;
Rm 5,12-21).
Tras este primer pecado, Dios no abandonó a los hombres, sino que inmedia
tamente prometió un redentor (cf. Gn 3,15). A su tiempo, llamó a Abrahán,
para hacer de él un gran pueblo (cf. Gn 12,2-3), al que, después de los patriar
cas, enseñó por medio de Moisés y de los profetas.
El anuncio y la consiguiente espera del Redentor tuvieron su inicio con las
palabras que dirigió Dios a la serpiente: «pondré enemistad entre ti y la mu
jer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su
calcañar» (Gn 3,15). A este versículo del Génesis se le llama Protoevangelio,
precisamente porque constituye el primer anuncio de la Salvación.
c) Los Salmos
Salmo 2. Es un salmo davídico y mesiánico citado frecuentemente en el Nuevo
Testamento (cf. Hch 4,24-28; Hb 1,5; 5,5; Ap 2,26-28). Consta de tres estrofas:
a) w . 1-3: describe la sedición de los pueblos y los tumultos de las naciones
contra Dios y su Ungido.
b) vv. 4-6: Dios, en una antítesis dramática, se ríe de sus enemigos y anuncia
«que ha constituido al Rey sobre Sión, su monte santo».
c) w . 7-9: este Rey promulga el decreto de Yahvé: «Tú eres mi hijo, yo hoy te
he engendrado. Pídeme y te dará a las gentes por heredad, y tus posesio
nes hasta los confines de la tierra».
Salmo 21 (22). Es también un salmo davídico y mesiánico. Tiene tres partes:
a) vv. 242: muestra las lamentaciones que el varón atribulado dice a Dios:
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (cf, Mt 27,46).
b) vv. 13-22; describe la imagen dolorosa deí justo sufriente. 39
c) w . 23-32: indica los efectos provechosos del sufrimiento del justo.
Salmo 44 (45). Este salmo celebra las nupcias de un rey con una reina. No es
aplicable a Salomón, sino sólo a un rey singular y divino. Es un salmo alegó
rico, como el Cantar de los Cantares. Hb l , 8 ss. refiere este salmo al Mesías.
Describiendo la dignidad del Cristo, tiene una gran concordancia con otros
salmos que son típicamente mesiánicos (Sal 2 y 109).
Salmo 68 (69). Contiene la súplica a Dios del varón inmerso en el mar de las
tribulaciones. En el Nuevo Testamento se aplica este salmo al Mesías en Jn
2,17; Hch 1,20; Rm 15,3.
Salmo 109 (110). Citado por el mismo Señor, como una pregunta que hace a
los fariseos (Mt 22,41ss). Está citado en Hechos 2,34 y es texto clave la Carta a
los Hebreos (cf. Hb 5,10ss.).
a) vv. 1-3: se celebra al Mesías como Rey.
b) v. 4: se considera la dignidad sacerdotal del Mesías.
c) vv. 5-7: la guerra del Mesías contra sus enemigos y su victoria.
d) Los Profetas
2. La venida de Cristo
en la plenitud de los tiempos
«Evangelio» significa buena noticia. Esta buena noticia es antes que nada que
«tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo
el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). Este amor
de Dios restituye al hombre a su primitiva dignidad. He aquí cómo sintetiza
esta cuestión Juan Pablo II:
«Cristo Redentor, como se ha dicho anteriormente, revela plenamente el hom
bre al mismo hombre. Tal es -si se puede expresar así- la dimensión humana
del misterio de la redención. En esta dimensión el hombre vuelve a encontrar la
grandeza, la dignidad y el valor propios de su humanidad. En el misterio de la
redención el hombre es "confirmado" y en cierto modo es nuevamente creado.
¡El es creado de nuevo! "Ya no es judío ni griego; ya no es esclavo ni libre; no es
hombre ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús". El hombre que
quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo -no solamente según criterios
y medidas del propio ser inmediatos, parciales, a veces superficiales e incluso
aparentes-, debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y
pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo
así, entrar en Él con todo su ser, debe "apropiarse" y asimilar toda la realidad de
la encamación y de la redención para encontrarse a sí mismo. Si se realiza en él
este hondo proceso, entonces él da frutos no sólo de adoración a Dios, sino tam
bién de profunda maravilla de sí mismo. ¡Qué valor debe tener el hombre a los
ojos del Creador, si ha "merecido tener tan grande Redentor", si "D ios ha dado
a su H ijo", a fin de que él, el hombre, "no muera sino que tenga la vida eterna"!
- Mt 11,3-6: «Id y anunciad a Juan lo que estáis viendo y oyendo». Jesús res
ponde de esta forma a los discípulos del Bautista, citando a Is 35,6; 61,1.
- Mt 26,64: «Te conjuro por Dios vivo que nos digas si tú eres el Mesías, el
Hijo de Dios. Jesús le respondió: tú lo has dicho. Además os digo que en
adelante veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del Poder y venir
sobre las nubes del cielo». Son las palabras de Jesús en el interrogatorio
ante Caifas y cita de Dn 7,13.
Esa estrecha unión que, en razón de la encamación, existe entre Cristo y cada
uno de los hombres explica el modo en que es llevada a cabo nuestra reden
ción. Cristo satisface por nuestros pecados, porque entre Él y nosotros se da
una estrecha unión, ya que formamos con Él quasi una persona mystica (cf.
Santo Tomás de Aquino, ST h, III, q, 48, a. 2, ad 1). Se pone aquí de relieve una
misteriosa solidaridad entre los hombres y, sobre todo, entre Cristo y cada
uno de los hombres. El hacerse solidario de nuestra humanidad para redimir
nos, es la razón de la encamación.
Al tomar sobre sí la naturaleza humana, el Hijo de Dios quiso asumir con ella
las características naturales de esta humanidad y, entre ellas, la pasibilidad y
la mortalidad. Como enseña San Pablo, por un hombre entró el pecado en el
mundo y por el pecado la muerte, pero donde abundó el delito, sobreabundó
la grada, de forma que por la justicia de otro hombre, Jesucristo, llega a todos
la justificación, pues así como, por la desobediencia de uno, muchos fueron 49
hechos pecadores, así también, por la obediencia de uno, muchos serán he
chos justos (cf. Rm 5,12-20). Los variados aspectos que la Teología contempla
en el misterio de la redención han de ser considerados a la luz de la solida
ridad del género humano con Cristo y, sobre todo, de Cristo con el género
humano en razón de ser el Nuevo Adán.
Desde la confesión de San Pedro («Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo», Mt
16,16), y hasta nuestros días, la Iglesia no ha cesado de proclamar que Jesús
de Nazaret, naddo de María Virgen, siendo verdadero hombre, es a la vez
Hijo verdadero de Dios, el Unigénito del Padre, y en este sentido y por esta
razón Dios verdadero de Dios verdadero. Esta confesión de fe se fue hacien
do más explícita conforme se hizo necesario para hacer frente a las herejías.
Ya en el siglo I, los ebionitas “Cristianos provenientes del judaismo y de ten
dencias judaizantes- consideraron a Cristo como un simple hombre, aunque
santísimo. Es posible que el apóstol San Juan los tuviera presentes cuando
escribió el cuarto Evangelio «para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de
Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre» 0n 20,31).
En el siglo H, hubo algunos que enseñaron que Jesús es hijo de Dios, pero en
el sentido de hijo adoptivo. Esta doctrina -conocida como adopcionismo-,
sostenida sobre todo por Teodoto de Bizancio y Pablo de Samosata, era tam
bién consecuencia de un error sobre la Trinidad. Afirmaban que Dios es una
sola persona (monarquianismo), y que Jesús es un hombre en el que habita el
Verbo, pero el Verbo no sería más que la «fuerza» de Dios.
Más tarde, tuvo mucha difusión la herejía de Arrio (el arrianismo), quien sos
tenía que el Verbo no es una Persona divina, sino la primera y más perfecta
criatura. Arrio fue condenado en el Concilio de Nicea (a. 325). En el Símbolo
de este Concilio se reafirmó solemnemente la fe «en un solo Señor Jesucristo,
Hijo de Dios, nacido Unigénito del Padre, esto es de la sustancia del Padre,
Dios de Dios, Luz de Luz, Dios Verdadero de Dios Verdadero, nacido, no he
cho, consustancial al Padre, y por El fueron creadas todas las cosas en el cielo
y en la tierra, quien por nuestra salvación, descendió, se encarnó y se hizo
hombre» (Concilio I de Nicea, Símbolo, D S 130).
- Mt 12,42: «ved que aquí hay algo más que Jonás... ved que aquí hay algo
más que Salomón».
- Mt 12,6: «Os digo que aquí está el que es mayor que el Templo».
- Mt 9,6: «Pues para que veáis que el Hijo del Hombre tiene poder para per
donar los pecados, dijo al paralítico: levántate toma tu camilla». Jesús, al
curar al paralítico con sólo su palabra, les hace ver a los judíos que tiene la
potestad para curar los efectos del pecado y el pecado mismo.
Evangelio * \ferbO
: Ejerclti®2. Güwáééstüd^
Contesta a las siguientes preguntas:
4/ ¿A qué libro del A ntiguó Testamento pertenece la figura del «Hijo del hombre»
y qué dimensiones cristológicas resalta esa figura?
5. ¿Podría citar algún texto de los Evangel¡os donde se aprecié que Jesús tenía
conciencia de su condición de Mesías?
9 ¿Qué textos de los Evangelios puede aportar para demostrar que Jesús es des
cendiente de Adán?
10. ¿Quiénes negaron en ios albores de la predicación cristiana que Jesús era ver
dadero hombre? ¿Qué presupuestos les llevaban a sostener esa tesis?
16. Indique algunos textos de los Evangelios Sinópticos en los que se manifiesta ía
divinidad de Cristo.
«Jesús no deja sin respuesta a Juan y a sus mensajeros: Id y comunicad a Juan lo que
habéis visto y oído: ios ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los
sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados (Le 7,2¿J; Con esta
respuesta Jesús pretende confirmar su misión mesiánica y recurre en concreto a las
palabras de Isaías (cf. Is 35,4^5; 6,1). Y concluye: Bienaventurado quién nó se escandaliza
de mí (Le 7,23). Efectivamente, en su predicación, Juan Había delineado la figura del
Mesías como la de un juez severo. En este sentido Había Hablado dé la ira Trimiriente,
del hacha puesta ya a la raíz del árbol (Le 3,7-9), para cortar todas las plantas que no den
buen fruto (Le 3,9). ES cierto que Jesús no dudaría en tratar con firmeza e incluso con
aspereza, cuando fue necesario, la obstinación y la rebelión contra la palabra de Dios;
pero Él iba a ser, sobre todo el anunciador de la buena nüévá a los pobres y con sus
obras y prodigios revelaría la voluntad salvífica de Dios, Padre misericordioso.
La respuesta que Jesús da a Juan presenta también otro momento que es interesante
subrayar: Jesús evita proclamarse Mesías abiertamente. De hecho, en el contexto social
de la época ese título resultaba ambiguo: la gente lo interpretaba por lo general en
sentido político. Por ello Jesús prefiere referirse al testimonio ofrecido por sus obras,
deseoso sobre todo de persuadir y de suscitar la fe.
Ahora bien, en ios Evangelios no faItan casos especiales, como el diáiogo con la sama
nta na, narrado en el Evangelio de Juan. A ía mujer que le dice: Yo sé que eí Mesías, el
que se llama Cristo, está para venir y que cuando venga nos hará saber todas (as cosas,
Jesús le responde: Yo soy, el que habla contigo (Jn 4,25-26).
Según el contexto del diálogo, Jesús convenció a la samanta ha, cuya disponibilidad
para la escucha había intuido; de hecho cuando esta mujer volvió a su ciudad, se apre
suró a decir a la gente: Venid a ver un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho
(Jn 4,28-29). Animados por su palabra, muchos samaritános salieron al encuentro de
Jesús, lo escucharon, y concluyeron a su vez: Éste es verdaderamente el Salvador del
mundo {Jn 4,42)».
# * #
«Es ese amor de Cristo el que cada uno de nosotros debe esforzarse por realizar, en la
propia vida. Pero para ser ipse Chrístus hay que mirarse en Él, No basta con tener una
idea general del espíritu de Jesús, sino que hay que aprender de Él detalles y actitudes.
Y, sobre todó/ hay que contemplar su paso por la tierra, sus huellas, para sacar dé ahí
fuerza, luz, serenidad, paz.
Cuando se ama a una persona se desea saber hasta los más mínimos detalles de su
existencia, de su carácter, para así identificarse con ella. Por eso hemos de meditar ¡a
historia de Cristo, desde su nacimiento en un pesebre* hasta su muerte y su resurrec
ción. En los primeros años de mi labor sacerdotal* solía regalar ejemplares del Evangelio
o libros donde se narraba la vida de Jesús. Porque hace falta que la conozcamos bien,
que la tengamos toda entera en ía cabeza y en el corazón, de modo que, en cualquier
momento, sin necesidad de ningún libro, cerrando los ojos, podamos contemplarla
como en una película; de forma que, en las diversas situaciones demuestra conducta,
acudan a la memoria las palabras y los hechos del Señor.
Así nos sentiremos metidos en su vida. Porque no se trata sólo de pensar en Jesús, de
representarnos aquellas escenas. Hemos de meternos de lleno en ellas, ser actores. Se
guir a Cristo tan de cerca como Santa María, su Madre, como los primeros doce, como
las santas mujeres, como aquellas muchedumbres que se agolpaban a su alrededor.
Si obramos así, si no ponemos obstáculos, las palabras de Cristo entrarán hasta en los
pliegues del alma y del espíritu, hasta el fondo del alma y nos transformarán. Porque
«la palabra de Dios es viva y eficaz, y más penetrante que espada de dos filos, y se in
traduce hasta en las junturas y tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones
del corazón» (Hb 4,12).
Cristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, para hacer llegar a los hombres su doctrina
de salvación y manifestarles el amor de Dios, procedió de modo humano y divino. Dios
condesciende con el hombre, toma nuestra naturaleza sin reservas, con excepción del
pecado.
Me produce una honda alegría considerar que Cristo ha querido ser plenamente hom
bre, con carne como la nuestra. Me emociona contemplar la maravilla de un Dios que
ama con corazón de hombre».
I SUMARIO
y en San Ireneo (f ca. 202): «He aquí lo que nos asegura la fe tal y como nos la
han trasmitido los apóstoles y los presbíteros. Ella nos obliga antes que nada a
acordamos de que hemos recibido el bautismo para la remisión de los pecados en
el nombre de Dios Padre y en el nombre de Jesucristo, el Hijo de Dios encamado,
muerto y resucitado, y en el Espíritu Santo de Dios...» (San Ireneo, Demostración
de la fe apostólica, 3).
Esto mismo aparece en los textos de la Didacké, de San Justino y de San Ireneo
citados hace poco. San Ireneo habla incluso de tres artículos de nuestra fe, unien
do lo que hemos dado en llamar perspectiva cristológica y perspectiva trinitaria:
«A quien preside, los hermanos le traen pan y un cáliz de agua y vino, y él,
después de haberlos tomado, dirige una plegaria de alabanza y gloria al Padre
de todo el universo en el nombre del Hijo y del Espíritu Santo, y luego hace
una larga acción de gracias por los dones recibidos. Terminada la oración de
acción de gracias, todo el pueblo adama diciendo Amén» (San Justino, Primera
Apología, 65).
«En todas nuestras ofrendas bendecimos al Hacedor del universo por medio de
su Hijo Jesucristo y del Espíritu Santo» (ibíd),
Los textos litúrgicos que se acaban de citar muestran cómo la oración cristia
na, al igual que la fe, es esencialmente trinitaria. La oración cristiana hereda
muchos rasgos de la oración judía, pero se distingue de ella por una rasgo
fundamental: se dirige a Dios por la mediación de Jesucristo, nuestro Señor.
En efecto, según la enseñanza del Nuevo Testamento, Cristo es siempre y uni
versalmente el mediador y sacerdote de la Nueva Alianza. De ahí que desde
los primeros momentos sea costumbre cristiana dirigir la oración al Padre por
medio del Hijo.
Los escritos del Nuevo Testamento y los testimonios más antiguos de la vida
de la Iglesia contienen unas netas profesiones de fe y una clara enseñanza en
tomo al misterio de Jesús y al misterio de Dios. Esta enseñanza, como hemos
visto, se expresa en un lenguaje extraordinariamente concreto y claro. No exis
ten ambigüedades ni en el tono ni en la forma en que se confiesa a Jesús como
Cristo y Señor, Hijo y Salvador.
Quizás nada más gráfico que el símbolo del pez (IX&Y1/ichthys en griego). Los
primeros cristianos lo utilizaron como expresión gráfica, que resumía su fe en
Jesús de Nazaret. En efecto, el conocido acróstico resume los principales títulos
cristológicos de esta forma: «Jesús (’lrjcoí)^), Cristo (Xpiaxó^), Dios (©só$), Hijo
(Yúx;), Salvador (Eraxrjp)». Este símbolo iconográfico, que es uno de los primeros,
constituye una buena síntesis de la fe de los primeros cristianos.
Los primeros Padres de la Iglesia son, por así decirlo, los primeros eslabo
nes de una tradición que encuentra su origen y fundamento en la influencia
avasalladora de Jesús de Nazaret. La Iglesia es consciente de su unión con
los acontecimientos originarios, se siente en plena posesión de las palabras
y hechos del Señor y de toda su historia, y está firmemente empeñada en ser
fiel a ellos. Como anota A. Grillmeier, esta es la base de la enseñanza y de
la predicación de la Iglesia, el fundamento último de las fórmulas eclesiales
para anunciar a Cristo, y también la fuente de los evangelios escritos que solo
pretendieron ser la expresión del único mensaje (cf. A. Grillmeier, Cristo en la
tradición cristiana, Salamanca 1997,157). La fe en Cristo como Dios y como
hombre juntamente fue la espina dorsal de la tradición de la Iglesia sobre
Cristo y la base de todo el desarrollo teológico posterior.
Los Padres de la Iglesia tuvieron que proclamar este mensaje hacia el interior
y hacia el exterior de la Iglesia. Se trata de una tarea extremadamente varia
da, como extremadamente variado era el contexto en que debían predicar la fe
en Cristo. Tampoco contaban con el vocabulario y desarrollo del pensamiento
adecuado para expresarlo en un lenguaje uniforme. Solo contaban con la ex
periencia fundante de la Iglesia -la palabra viva de Jesús, la predicación de los
apóstoles- y el acto que celebraban en la liturgia como recuerdo vivo de los
acontecimientos salvadores. El resto era tarea por hacer. Y la realizaron en los
variados contextos de su época, esforzándose por proteger la identidad de su
fe ante las dificultades que provenían de los ambientes más diversos y de las
primeras herejías.
El comienzo de la reflexión teológica estuvo, pues, incentivada en gran me- 53
dida por las herejías a las que la Iglesia hubo de enfrentarse, en especial los
docetas y los gnósticos. Entre los teólogos de los primeros tiempos destaca
San Ireneo con su visión de Cristo como aquel que recapitula en sí todas las
cosas y en quien encuentra su centro la historia de la salvación. Con ello nos
adentramos en la época más vital y agitada en lo que se refiere a la determina
ción y estructuración del dogma cristológico. Su estudio forma parte esencial
de la cristología y es el objeto principal de este tema. Se trata de conocer cómo
ha ido explicitando la Iglesia su confesión de fe en Cristo.
2.2. El gnosticismo
• Así explican el origen del hombre y la concepción de que dentro de él, re
cubierto por una materia despreciable, se halla un elemento divino que es
lo que ha de ser salvado. En efecto, para los gnósticos el hombre lograría
su salvación por el conocimiento de su origen divino, pues es esa con
ciencia la que le hace retomar al principio divino del que procede y ser
rescatado de la materia.
* Desde una perspectiva así, Jesús es concebido como una emanación de 55
un eón divino al que también se llama Cristo. Su papel de salvador se re
duce al de ser despertador del hombre que está aletargado por el mundo
material. La figura de Cristo es mitificada como un eón de la divinidad y
su obra salvadora es reducida a la del maestro que «despierta» al hombre
revelándole su origen divino.
• Lógicamente, para los gnósticos, la muerte de Cristo no habría tenido
carácter redentor y, por supuesto, la resurrección del Señor no habría te
nido lugar ya que esa resurrección habría consistido en unirse de nuevo
a la materia, cosa absurda si se tiene presente que, para el gnosticismo, la
materia es perversa.
En definitiva, el contenido esencial del gnosticismo se encuentra muy aleja
do del pensamiento cristiano, de forma que resulta difícil considerarlo inclu
so como una auténtica herejía cristiana. Desde luego, a pesar de su sensibili
dad teológica y de su conocimiento de la Escritura, es impensable considerar
a los gnósticos como representes de una primera teología cristiana, puesto que
el emanacionismo y el dualismo profundo que mantienen son radicalmente
extraños al cristianismo y comportan, entre otras muchas cosas, una cristolo-
gía de tipo doceta que niega la encamación.
Frente a las especulaciones de las sectas gnósticas, Ireneo se preocupa por vol
ver a la sencillez de las afirmaciones de fe. De ahí el subrayado tan intenso que
encontramos en sus escritos de la historia de la salvación y de la meditación
catequética en torno a los hechos de la vida del Salvador. La cristología de
Ireneo está marcada por su antignosticismo. Recalca la unidad de la econo
mía de la salvación, entre otras cosas, mostrando cómo Jesús, nuevo Adán,
recapitula en sí mismo la historia y toda la creación: recapitula la historia
humana en los acontecimientos de su propia vida, y recapitula también todo
el universo, porque Él en cuanto Verbo le da consistencia a todo y todo tiende
hacia Él.
He aquí un ejemplo, entre los muchos que se pueden citar, referido a cómo con
su encamación, el Verbo recapitula la creación del primer Adán:
«¿De dónde viene, pues, la sustancia de la primera criatura? De la voluntad y de
la sabiduría de Dios y de una tierra virgen, pues, como dice la Escritura, Dios
no había hecho llover antes de que el hombre fuese hecho y no había nadie para
trabajar la tierra (Gn 2,5). Así pues, fue de esta tierra, cuando aún era virgen, que
66 Dios tomó barro e hizo al hombre, comienzo de nuestra humanidad. En con
secuencia, el Señor, recapitulando en sí mismo a este hombre, asume la misma
economía de la corporalidad que él naciendo de una Virgen según la voluntad y
la sabiduría de Dios, a fin de mostrar también Él la identidad de su corporalidad
con relación a Adán y convertirse en aquel que se había descrito al principio
como imagen y semejanza de Dios» (San Ireneo, Demostración de la predicación
apostólica, 32).
Ireneo se mueve en la Teología de los dos adanes expresada con tanta fuerza
por San Pablo en Rm 5,12-19. También los hechos históricos son recapitula
dos por Cristo: el nuevo Adán borra con su obediencia la desobediencia del
primer Adán. Ireneo extiende aquí esta recapitulación hasta el modo mismo
de la concepción de Jesús: su cuerpo es modelado de su Madre, que es tierra
virgen. También extenderá este paralelismo hasta Santa María a la que califica
de nueva Eva. Jesús recapitula en sí todo el universo.
Esta visión de Cristo que aporta la salvación precisamente recapitulando en
sí todas las cosas facilita a Ireneo su exposición del misterio de la encarna
ción, iluminando la cristología desde la soteriología. En una economía de
la salvación así, el mediador debía ser al mismo tiempo Dios y hombre. Él
debía ser verdadero hombre, pues recapitula en sí al primer Adán. De ahí el
fuerte subrayado de la verdadera carne del Verbo contra los docetas y su
rechazo del subordinacionismo, afirmando decididamente que Jesús es el
nuevo Adán y Dios verdadero. La cristología ireneana se caracteriza por
afirmar la unidad de la historia de la salvación basada en el misterio de la
encarnación.
Y es que, para Ireneo, la salvación aportada por Cristo es una auténtica salus
cam is, una salvación de la carne, del hombre entero, que incluye la resurrec
ción. A Ireneo se deben pensamientos tan conocidos como éstos: «Dios se ha
hecho hombre, para que el hombre se hiciera Dios»; «la gloria de Dios es el
hombre viviente y la vida del hombre es la visión de Dios» (San Ireneo, AH III
19,1 y AH IV 20,7).
No existen más que dos caminos para negar esta pluralidad de personas: o
negar que Cristo sea verdaderamente Dios, o negar que sea un subsistente
realmente distinto del Padre. En el siglo III se practicaron los dos caminos, y a
ellos responden dos líneas de monarquianismo.
• La primera línea hace de Cristo un hombre divinizado, es decir, un hombre
ad op tad o por Dios como hijo con tanta fuerza que «puede decirse» que
es Dios, pero que no lo es realmente. Según ello, para esta postura, Jesús
de Nazaret sería hijo adoptivo, no natural, ni engendrado de la sustancia
del Padre. Por esta razón se le llama monarquianismo adopcionista.
• La segunda línea sí dice que Cristo es Dios, pero niega que sea realmente
distinto del Padre. Cristo sólo seria uno de los m odos en que el Padre se
68 nos ha revelado o ha actuado en la historia. De ahí la denominación de
monarquianismo modalista. Algunos de estos monarquianos, para hacer
aún más contundente su afirmación de que Cristo es sólo un modo en que
Dios se nos ha revelado, llegan a decir incluso que el Padre sufrió en la
cruz. De ahí el sobrenombre de monarquianistas patripasianos.
El subordinacionismo designa aquellas concepciones en las que el Hijo
aparece como inferior y subordinado otológicam ente al Padre.
Si en un comienzo, el subordinacionismo consiste en una tendencia que consi
dera al Hijo inferior al Padre, motivada por el hecho de que el Hijo es la segun
da persona de la Santísima Trinidad - deúteros Theós, segundo Dios, lo llama
Orígenes-; en el siglo IV se radicaliza hasta el punto de considerar al Logos
como un Dios de segundo orden o, mejor, como la primera de las criaturas.
El caso típico es el de Arrio, que estudiaremos en seguida.
3.3. El arrianismo
En vista de los subterfugios de Arrio para negar la perfecta divinidad del Hijo,
los Padres de Nicea decidieron incluir una glosa de suma importancia: «es
decir, de la esencia {ousía) del Padre». Se proclama así en forma inequívoca
que el Hijo no es algo hecho por el Padre, sino una comunicación del propio
ser del Padre por modo de generación. Es de suma importancia doctrinal y
teológica el inciso de este «es decir». Los Padres de Nicea tienen la convic
ción de que no están dando un paso más allá de la afirmación de que el Hijo
es engendrado por el Padre. No se trata de un «desarrollo» de la doctrina ya
profesada, sino que se trata de señalar el sentido en que esa misma doctrina ha
de tomarse. La expresión engendrado ha de tomarse en toda su radicalidad:
como una generación en la que el Padre «entrega» verdaderamente su propia
sustancia al Hijo. No es pues una generación por gracia, sino una generación
por naturaleza. Precisamente porque el Padre entrega al Hijo su propia sus
tancia al engendrarle, es necesario decir que el Hijo tiene la misma sustancia
que el Padre.
El punto neurálgico del Símbolo es el hom ousios. Por eso la lucha por la
implantación o el rechazo de la doctrina nicena se entablará precisamente
en tomo a la aceptación o el rechazo de este vocablo: los que defienden la fe
de Nicea se reconocen en la aceptación del homousios; los que la rechazan se
denominarán anomeos (que rechazan absolutamente la igualdad de sustan
cia) y homeousianos (que rechazan la igualdad de sustancia, pero aceptan la
semejanza).
En los años que siguen al Concilio, la gran figura es San Atanasio (f 373).
El centro de la teología atanasiana es la afirmación de que el Verbo se ha he
cho hombre en orden a la divinización del hombre. San Atanasio considera al
arrianismo principalmente como un peligro para la soteriología cristiana.
72 En efecto, nuestra salvación consiste en participar de la vida divina por me
dio del espíritu de adopción que hemos recibido al ser incorporados a Cristo.
Pero ¿cómo podría tener lugar esta salvación si Cristo no fuese Dios? y ¿cómo
podría Cristo ser Dios, si el Verbo no fuese verdadero Dios?
San Atanasio, que enseña con rotundidad la igualdad de las tres divinas
Personas, no consigue, en cambio, expresar con igual claridad la distinción
entre ellas. Esta distinción es profundizada por los Padres Capadocios -San
Basilio (t 379), San Gregorio de Nacianzo (f ca. 390) y San Gregorio de Nisa
(t ca. 396)-, cuya contribución doctrinal trajo consigo la definitiva refutación
del arrianismo. En efecto, los Capadocios, al distinguir entre ousía e hy~
póstasis, encuentran el camino expedito para afirmar la diferencia entre
las personas divinas, sin comprometer por ello la unidad de la esencia o
sustancia. Entienden por ou sía la naturaleza, que es común a todos los seres
de una misma especie, mientras que por hypóstasis entienden esas mismas
cualidades concretadas en una existencia individual, en la que lo genérico
recibe expresión individual y concreta. Es a esta realidad a lo que llaman
persona.
3.6. El apolinarismo
Así se dice que El subsiste antes de los siglos y que ha sido engendrado por el
Padre, que ha sido engendrado según la carne por una mujer, no porque su
naturaleza divina haya comenzado a existir en la santa Virgen (...) Porque
no nació primeramente un hombre ordinario de la santa Virgen y luego sobre
Él descendió el Verbo, sino que decimos que, unido a la carne desde el seno
materno, se sometió a nacimiento camal, reivindicando este nacimiento como
suyo propio.
En este sentido decimos que Él sufrió y resucitó, no porque el Dios Verbo haya
sufrido en su propia naturaleza las llagas, los agujeros de los clavos, y las otras
heridas (la divinidad es impasible, porque es incorporal); sino que, ya que el cuer
po hecho suyo propio padeció estas heridas, se dice una vez más que Él (el Ver
bo) padeció por nosotros: el impasible estaba en un cuerpo pasible. Del mismo
modo pensamos respecto a su muerte. Pues el Verbo de Dios es por naturaleza
inmortal, incorruptible, vivo, vivificante, pero puesto que además tiene su propio
cuerpo, por la grada de Dios gustó la muerte para bien de todos, como dice San
Pablo (Hb 2,9), se dice que sufrió la muerte para bien de todos nosotros; no que
haya experimentado la muerte en lo que atañe a su propia naturaleza (sería locu
ra decirlo o pensarlo), sino porque, como he dicho hace poco, su carne ha gustado
la muerte (...)
Decir que el Verbo se ha hecho carne, no quiere decir sino esto: que Él ha parti
cipado como nosotros de la carne y de la sangre (Hb 2,14); que Él ha hecho suyo
nuestro cuerpo y que vino al mundo como hombre nacido de mujer; que Él no ha
abandonado su ser divino ni su generación del Dios Padre, sino que, asumien
do una carne, permaneció como era.
Nestorio recrimina a Cirilo que, al leer Nicea, haya entendido que el Verbo,
al encarnarse se ha hecho pasible en su naturaleza divina, cosa que nunca
ha dicho Cirilo. La cuestión de fondo está bien vista por Nestorio: hay que
mantener la unidad de filiación y la distinción de naturalezas. Sin embargo,
la inexacta aplicación de los nombres abstractos y concretos enreda su pen
samiento. Nestorio estima que, si se dice que el Verbo nace de Santa María se
está diciendo inevitablemente que nace de ella en su divinidad. Buen cuidado
ha tenido San Cirilo en no mezclar ambas cuestiones.
Ya se ha dicho que la terminología de San Cirilo no era aún muy precisa. Hay
textos cirilianos en los que se aprecia un claro m onofisism o v e r b a l Algunas
de sus expresiones, que en el conjunto de su posición sondaras, sacadas fuera
de su contexto podían entenderse en forma monofisita. Esto fue lo que hizo
Eutiques.
El monofisismo que tiene delante el Concilio de Calcedonia es el de Eutiques
(f 454). Su monofisismo es del primer tipo señalado, es decir, afirma que Cris
to es una Persona de dos naturalezas (ex duobus naturis), pero que por la
unión que hay entre ambas ya no subsiste in duobus naturis, sino una sola
naturaleza. La naturaleza humana habría quedado absorbida en la divina.
Es necesario tener presente que el término monofisismo sólo muy tarde ha
pasado a designar la doctrina típicamente condenada por el Concilio de Cal
cedonia. Antes la afirmación de una naturaleza sola en Cristo podía implicar
una doctrina herética o una doctrina compatible con la fe cristiana imperfec
tamente expresada. Mucho depende de cómo se entienda al término physis.
Eutiques no advirtió que el término physis de San Cirilo tenía en Antioquía
una connotación diversa: mientras en San Cirilo designaba el sujeto concreto,
para los antioquenos designaba directamente a la naturaleza. San Cirilo decía
a veces que, a partir de la encamación, había una sola physis, es decir, una sola
realidad personal en Cristo. Eutiques lo repitió literalmente, entendiendo que
antes de la encarnación había dos naturalezas, la divina y la humana y que
después de la encarnación quedaba en Cristo sólo la naturaleza divina, pues
la humanidad habría sido absorbida por la divinidad. Su pensamiento se
sintetiza en esta frase, que repite incansablemente: «Yo confieso que antes de
la unión Nuestro Señor era de dos naturalezas, pero después de la unión, no
hay más que una naturaleza» (cf, E. Schwartz, ACO II, 1,1,145).
Comenta Th, Camelot: «Una sola naturaleza después de la unión he aquí toda la
teología de Eutiques. Para el archimandrita, hablar de dos naturalezas, es negar
el dogma de la unidad de Cristo; es ser nestoriano; es incapaz de comprender que
estas palabras tienen un sentido perfectamente ortodoxo, y que la realidad de las
dos naturalezas es también el fundamento de nuestra fe y de nuestra salvación»
[cf. Th. Camelot, Éfeso y Calcedonia, 95]).
6.1. El monotelismo
Sergio plantea la cuestión con una gran habilidad y con un claro sofisma. La
habilidad consiste en insinuar que se trata de una más de las interminables
discusiones orientales en cuestión terminológica; el sofisma consiste en dar a
entender que, de la existencia de dos actividades en Cristo, se seguiría ne
cesariam ente la posibilidad de la existencia de dos voluntades contrarias. Y
para evitar esta posibilidad, mutila la voluntad humana de Cristo privándola
de su actividad natural.
Pero esto equivale a quitarle a la humanidad de Cristo toda capacidad de decisión
propia y, en consecuencia, toda capacidad de obedecer. La propuesta de Sergio
lesiona la integridad de la naturaleza humana del Señor, que deja de ser prin
cipio libre de acción. En consecuencia, la salvación realizada por Cristo no es ya
el fruto de un acto verdaderamente humano, sino la acción del Verbo cumplida
mecánicamente por la naturaleza humana del Señor. Estamos otra vez en terreno
apolinarista.
Esta respuesta no podía menos de satisfacer a Sergio, ya que el Papa había caí
do en todas sus emboscadas: reduce la controversia a problema gramatical, y
sitúa la cuestión en la contrariedad de voluntades y en la unicidad del agente,
y no en la dualidad de naturalezas.
No es éste el momento de tratar «la cuestión del papa Honorio» (sobre esta
cuestión, cf. F. X. Murphy- P. Sherwood, Constantinople II et III, 160-162). Baste
señalar que el texto griego de la carta habla de un solo thélema, un solo que
rer, una palabra que se refiere más al acto del querer -a la conformidad de
voluntades- que a la facultad volitiva como tal, para la que se usan con más
propiedad los términos boulésis o thélesis. En cualquier caso, lo que interesa
destacar en este momento es la complejidad de lenguaje de esta cuestión, pues
la palabra voluntad tiene diversas acepciones. Así, p.e., de dos personas que
se encuentran muy unidas se dice que tienen un solo corazón, una sola alma,
un solo querer, una misma voluntad.
« Confesión de fe » Ousía
* Didaché *■Physis
* Docetas * Apolinarism o
* Gnosticism o * Theotokos
>■ M onarquianism o * Christotokos
* Arrianismo • Nestorianismo
* Logos-sarx • M onofisism o
* Logos-anthropos • M onoenergism o
* Homousios .* M onoteiism o
3. ¿Puede explicar resumidamente cuáles son las tesis cristológicas del adopcio-
nismo y del subordinaclonismo?
7. ¿Por qué razón niega Nestorio que Santa María sea Madre de Dios?
Arrio, que ni podía ni quería abolir eí título de Hijo de Dios, tan inculcado en la Escritura,
lo quería reducir a una filiación adoptiva, semejante a la nuestra. Y, puesto a interpre
tar a su manera y en sentido muy lato, estaba dispuesto incluso a firmar todos estos
artículos en los que se proclama que Jesucristo es el Hijo Unigénito engendrado por
el Padre. "Engendrado"-decía é l- impropiamente como nosotros; de hecho, creado, y
como toda criatura, producido por un decreto de la voluntad del Padre y no por comu
nicación de su naturaleza o esencia. Como que Arrio pensaba que esa naturaleza del
Padre era incomunicable, pues si por absurdo imagináramos en Él verdadera paterni
dad, no podríamos evitar el que el Padre disminuyera al ceder su esencia, y al mismo
tiempo se modificara y alterara dándose un nuevo estado y relación íntima; todo ello
en abierta antítesis con la simplicidad,-perfección e inalterabilidad de la esencia divina
poseída por el Padre.
En vistas de estos subterfugios, los padres de Nicea decidieron incluir aquí, a modo
de glosa, un inciso breve pero sumamente importante: "es decir, de la esencia {ousía)
del Padre" Tanto por el testimonio del testigo Atanasio como por el examen analítico
de! símbolo, llegamos fácilmente a la inteligencia del texto añadido. Los obispos han
querido insistir en la idea de la estricta generación natural, origen del Hijo, generación
que no es resultado externo debido a una intervención de la voluntad del Padre, como
95
cuando se trata de los hijos adoptivos que son criaturas, sino comunicación interna del
propio ser vivo por parte deí que engendra».
#*
«Todas las fiestas de Nuestra Señora son grandes, porque constituyen ocasiones que la
Iglesia nos brinda para demostrar con hechos nuestro amor a Santa María. Pero si tu
viera que escoger una, entre esas festividades, prefiero la de hoy: la Maternidad divina
de !a Santísima Virgen.
Esta celebración nos lleva a considerar algunos de los misterios centrales de nuestra fe:
a meditar en la encarnación del Verbo, obra de las tres Personas de la Trinidad Santísi
ma. María, Hija de Dios Padre, por la encarnación del Señor en sus entrañas inmacula-:
das es Esposa de Dios Espíritu Santo y Madre de Dios Hijo.
Cuando la Virgen respondió que sí, libremente, a aquellos designios que el Creador le
revelaba, el Verbo divino asumió la naturaleza humana: el alma racional y el cuerpo for
mado en el seno purísimo de María. La naturaleza divina y la humana se unían en una
ú n ica Perso na ¡Jesucristo, verdadero Dios y, desde entonces, verdadero Hombre; Uni
génito eterno del Padre y, a partir de aquel momento, como Hombre, hijo verdadero de
María: por eso Nuestra Señora es Madre del Verbo encarnado, de la segunda Persona
de la Santísima Trinidad que ha unido a sí para siempre -sin confusión- la naturaleza
humana. Podemos decir bien alto a la Virgen Santa, como la mejor alabanza, esas pala
bras que expresan su más alta dignidad: Madre de Dios.
Esa ha sido siempre la fe segura. Contra los que la negaron, el Concilio de Éfeso procla
mó que "si alguno no confiesa que el Emmanuel es verdaderamente Dios, y que por eso
la Santísima Virgen es Madre de Dios, puesto que engendró según la carne al Verbo de
Dios encarnado, sea anatema" (Concilio de Éfeso, en, 1; DS 252).
La historia nos ha conservado testi mon ios de la alegría de los cristianos ante estas deci
siones claras, netas, que reafirmaban lo que todos creían:"el pueblo entero de la ciudad
de Éfeso, desde las primeras horas de la mañana hasta la noche, permaneció ansioso
en espera de la resolución... Cuando se supo que el autor de las blasfemias había sido
96
depuesto, todos a üná voz comenzarona glorificar a Dios y a aclamar"al Sínodo; porque
había caído ei enemigo de la fe. Apenas salidos de la iglesia, fuimos acompañados con
antorchas a nuestras casas. Era de noche: toda la ciudad estaba alegre é iluminada"
{San Cirilo de Alejandría, Epistoiae, XXIV, PG 77,138). Así escribe San Cirilo, y no puedo
negar qué, aun a distancia de dieciséis siglos, aquella reacción de piedad me impresio
na hondamente
Quiera Dios Nuestro Señor que ésta misma fe arda en nuestros corazones y que se alce
de nuestros labios un cantó dé áCción de gracias: porqué la trinidad Santísima, al haber
elegido a María cómo Madre dé Cristo, Hombre como nosotros, nos ha puesto a cada
uno bajo su manto maternal. Es Madre de Dios yMadrenuestra»^^^^^^^^^^^^^
«El acontecimiento único y singular de la encarnación del Hijo de Dios no significa que
Jesucristo sea en parte Dios y en parte hombre, ni que sea ei resultado de una mezcla
confusa entre lo divino y lo humano. Él se hizo verdaderamente hombre sin dejar de
ser verdaderamente Dios. Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. La Iglesia
debió defender y aclarar esta verdad de fe durante los primeros siglos frente a unas
herejías que la falseaban.
La herejía nestoriana veía en Cristo una persona humana junto a la persona divina del
Hijo de Dios. Frente a ella S. Cirilo de Alejandría y el tercer Concilio Ecuménico reunido
en Éfeso, en el año 431, confesaron que "ei Verbo, al unirse en su persona a una carne
animada por un alma racional, se hizo hombre" (D5 250). La humanidad de Cristo no
tiene más sujeto que la persona divina del Hijo de Dios que la ha asumido y hecho suya
97
desde su concepción. Por eso el Concilio de Éfeso proclamó en el año 431 qué María
llegó a ser con verdad Madre de Dios mediante la concepción humana del Hijo de Dios
en su seno: "Madre de Dios, no porque el Verbo haya tomado de ella su naturaleza
divina, sino porque es de ella, de quien tiene el cuerpo sagrado dotado de un alma
racional, unido a la persona del Verba de quien se dice que el Verbo nació según la
■ícámé"(Dsa5ifc;>
Los monofisitas afirmaban que la naturaleza humana había dejado de existir como tal
íe n Cristo^al ser asurhida porsu persona divina de Hijo de Dios. Enfrentado a esta he
rejía, el cuarto Concilio Ecuménico, en Calcedonia; cóh fe sóé n e íá ñ o 451: "SÍ0üiéhdb>
pues a ios Santos Padres, enseñamos unánimemente que hay que confesar a un solo y
mismo Hijo y Señor nuestro Jesucristo: perfecto en la divinidad y perfecto en lahuma
nidad..."(cf. OS 301-302)».
* * *
«Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. Por otra parte, la cualidad de las
naturalezas no hiere, de manera alguna, la unidad de Cristo, que es dada por la unidad
perfecta de la Persona divina.
Hay que observar aún qué; según la lógica del dogma cristológicó, el efecto dé la düa-
lidad de naturalezas en Cristo es la dualidad de voluntades y óperaciónes, aun enJa uni
dad de persóna. Esta verdad fue defihida por el Concilio III dé Constantinopla (Vi Con
cilio Ecuménico); en el año 681 -com o por otra parte lo hizo ya el Concilio Lateranénse
del 649 (cf. DS 500)- contra los errores de los monoteletás, que atribuían á Cristo Una
sola voluntad.
El Concilio condenó "la herejía de una sola voluntad y una sola operación en dos na
turalezas... de Cristo" que mutilaba en el mismo Cristo una parte esencial de su hu
manidad, y siguiendo a los cinco santos Concilios Ecuménicos y a tos santos e insignes
Padres/ de acuerdo con ellos; "definía y confesaba" que en Cristo hay "dos voluntades
naturales y dos operaciones naturales.. .; dos voluntades que no están en contraste
entre sí... sino (que son) talesque la voluntad humana permanece sin oposición o re
pugnancia/ o mejor, esté sometida a su voluntad divina omnipotente.. .según loque Él
mismo dicec'Porque he bajado del cielo no para hacer mi voluntad/sino la voluntad del
que me ha enviado' (Jn 6,38)" (cf. DS 556).
98
Ésta es ia enseñanza de ios primeros Concilios: en eiios, junto con la divinidad, queda
totalmente ciara la dim ensión humana de Cristo. Él es verdadero hombre por naturale
za, capaz de actividad humana, conocimiento humano, voluntad humana, conciencia
humana y, añadamos, sufrimiento humano, paciencia, obediencia, pasión y muerte.
Sólo por ia fuerza de esta plenitud humana se pueden comprender y explicar los textos
sobre la obediencia de Cristo hasta ia muerte (cf. Fip 2,8; Rm 5,19; Hb 5,8), y, sobre todo,
la oración de Getsemaní:"no se haga mi voluntad, sino la tuya" {Le 22,42; cf. Me 11,36).
Pero es verdad igualmente que la voluntad humana y el obrar humano de Jesús perte
necen a la Persona divina del Hijo: precisamente en Getsemaní tiene lugar la invocación
"Abbá Padre" (Me 14,36)».
SU M A R IO
La unión hipostática es, pues, una unión que no tiene equivalente en el ám
bito de nuestra experiencia: humanidad y divinidad permanecen en Cristo
como sustancias distintas, pero constituyen un solo supósito, una sola persona.
La unión es estrechísima, pues la persona del Verbo se expresa a través de su
naturaleza humana con la misma intimidad con que la persona humana se
expresa a través de su propia naturaleza: las acciones de Cristo, el nacer y el
morir por ejemplo, son acciones del Verbo.
3. Algunos aspectos
de ía unidad persona! de Cristo
«Cur non dixit noster? Quia aliter noster et aliter s u ü s : ¿Por qué no dijo "nuestro"?
Porque (es Padre) nuestro de forma distinta a como es (Padre) suyo» (Adriano,
Epist. Si lamen licet, ad episcopos Hispaniae, 793-794, DS 611).
«Creemos que el mismo Hijo de Dios, Verbo de Dios, eternamente nacido del Pa
dre, consustancial, coomnípotente e igual en todo al Padre en la divinidad, nació
temporalmente del Espíritu Santo y de María siempre Virgen, con alma racional;
que tiene dos nacimientos, un nacimiento eterno del Padre y otro temporal de la
madre: Dios verdadero y hombre verdadero, propio y perfecto en una y otra natu
raleza, no adoptivo ni fantástico, sino uno y único H ijo de Dios en dos y de dos
naturalezas, es decir, divina y humana, en la singularidad de una sola persona»
(Concilio II de Lyon, 6-VII4274, DS 852).
La doctrina conciliar no hace más que leer con sencillez la enseñanza del Nue
vo Testamento en tomo a la unidad de filiación en Cristo. En efecto, tanto a
Aquel que ha nacido eternamente del Padre como a Aquel que ha nacido en
el tiempo de María Virgen, se le llama «Hijo de Dios, Hijo del Altísimo» (cf.
Le 1,32-35), «Hijo predilecto del Padre» (cf. Le 3,22), su «propio Hijo» (cf. Rm
8,32). Es indudable que el Nuevo Testamento no atribuye a Jesús dos relacio
nes de filiación al Padre: una natural y otra adoptiva. Incluso, como ya ano
taba el Papa Adriano, el mismo Señor distingue siempre su filiación natural
de nuestra filiación adoptiva, pues nunca se refiere a ellas colocándolas en el
mismo nivel. Así, por ejemplo, dice a María Magdalena: «Ve a mis hermanos y
diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios» (Jn 20,17).
Pero, a la vez, el Padre es el mismo en ambos casos; y es que, de hecho, la fi
liación de los discípulos al Padre es una participación de la filiación natural
del Verbo al Padre.
3.2. Lenguaje humano sobre el misterio de Cristo:
la comunicación de idiomas
Entre las diversas consideraciones que podrían hacerse sobre el lenguaje teo
lógico, en Cristología hay una de particular importancia que es consecuencia
directa de la encamación: la comunicabilidad y el cambio recíproco de las
propiedades divinas y humanas de Cristo, denominada tradicionalmente
con la expresión, de origen griego, com unicación de idiom as.
Como Jesucristo es Dios y es Hombre, es posible nombrar a su Persona a tra
vés de palabras que hagan referencia a cada naturaleza. Se puede, en efecto,
nombrar a Cristo como hijo de Dios, como Verbo, como Dios; pero se le puede
también nombrar como Jesús de Nazaret, Hijo de David, etc. Y por esto, se
puede atribuir a la Persona designada mediante un nombre divino atributos
humanos; y, viceversa, a la Persona designada mediante un nombre humano,
atributos divinos. Así, por ejemplo, se puede decir que Dios murió en la cruz,
que el Hijo de David es omnipotente, etc.
Este modo de hablar fue utilizado desde el inicio; es más, el mismo Nuevo
Testamento nos ofrece expresiones típicas de la com unicación de idiom as:
• Por ejemplo, cuando San Pedro, dirigiéndose a los judíos, dijo: «matasteis
al autor de la vida» (Hch 3,15), atribuyó algo humano (el ser matado) a
Jesús nombrado mediante su divinidad (autor de la vida).
• También en las palabras mismas de Jesucristo, podemos encontrar afir
maciones de este tipo: por ejemplo, cuando dijo a Nicodemo: «nadie ha
subido al cielo, sino el que bajó del cielo» (Jn 3,13); aquí Jesús se atribuye
a sí mismo, designando mediante su divinidad (aquel que ha bajado del
cielo) algo humano (subir al cielo).
• Véase también Hch 20,28; Rm 8,32; 1 Co 2,8; 1 Jn 3,16.
Los Padres hablan también a menudo de esta manera, especialmente cuando
se refieren a la Pasión de Cristo como sufrimiento de Dios, para subrayar así
el valor de la Pasión y muerte de Jesús.
San Juan Damasceno (f antes del 754) expuso así el fundamento de este modo de
hablar: «El Verbo, ya que son suyas las propiedades de su santa humanidad, re
vindica para sí las propiedades humanas y hace partícipe a la humanidad de sus
(divinas) propiedades, según una mutua comunicación» (San Juan Damasceno,
Defide orthodoxa 3,3: PG 94,993).
■y Ejercido.'1.:- Vocabularfo : ^
Identifica e! significado de las siguientes palabras y expresiones utilizadas:
* Hypóstasis * Yo
» Substantia • F ilia c ió n n a tu ra l
• P e rso n a • F ilia c ió n a d o p tiv a
* U n ió n h ip o s tá tic a * A d o p c io n is m o h is p á n ic o
• C o n c ie n c ia • C o m u n ic a c ió n d e id io m a s
2. ¿En q u é c o n siste la a p o r ta c ió n d e R ic a rd o d e S an V íc to r s o b re la n o c ió n d e
p e rso n a ?
3. ¿ Q u é se e n tie n d e p o r p e rs o n a ?
4. ¿C u á n ta s p e rs o n a s h a y e n C risto ?
5; ¿ Q u é e s la u n ió n h ip o s tá tic a ?
Lee los siguientes textos y haz un comentario personal utilizando Sos conte
nidos aprendidos:
«La mentalidad; contemporánea no se presenta de: ninguna manera impenetrable al
razonamiento sobre ias "razones supremas'- de la vida y su fundamento en Dios. De
aquí nace también la posibilidad de un discurso serio y leal sobre eí Cristo de ios Evan
gelios y de ia historia, formulado aun a sabiendas del misterio y, por consiguiente, casi
balbuciendo, pero sin renunciar a la claridad de los conceptos elaborados con ia ayuda
deí Espíritu por los Concilios y los Padres y transmitidos hasta nosotros por ia Iglesia.
Esta catequesis deberá presentar la verdad Integral de Cristo como Hijo y Verbo de Dios
en la grandeza de la Trinidad (otro dogma fundamental cristiano), que se encarna por
nuestra salvación y realiza así la máxima unión pensabley posible entre la creatura y el
Creador, en el ser humano y en todo el universo. Dicha catequesis no podrá descuidar,
además, la verdad de Cristo que tiene una propia realidad ontológíca de humanidad
perteneciente a la Persona divina, pero que tiene también una íntima conciencia de su
divinidad^ de la unidad entre su humanidad y su divinidad y de la misión salvífica que,
como hombre, le fue confiada».
# *
Ü fl
«El dato bíblico es la base de la afirmación teológica de la realidad del único yo de
Cristo. El Yo del Verbo es el sujeto de la conciencia humaría; Una manifestación típica
de esa unidad de sujeto reside en el uso cristológíco de la fórmula "Yo soy" o "soy yo"
(egó eimí) en el cuarto evangelio y en los sinópticos. Dirigiéndose a sus oyentes, Jesús
afirma: "Si no creéis que Yo soy, moriréis en vuestros pecados" (in 8,24). E inmediata-
mente añade: "Cuando hayáis elevado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Soy yo :
y no hago nada por mi cuenta, sino que hablo de lo que me ha enseñado mi Padre" (Jn
8,28). Y concluye: "En verdad, en verdad os digo: antes que Abrahán existiera, Yo soy"
{Jn 8,58)v Y también, dirigiéndose a sus discípulos reunidos en la Última Cena, Jesús les
dice:"Os lo digo ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis que Yo soy"
(Jn 13,19). La expresión "Yo soy" se encuentra también en otros pasajes joaneos: en el
encuentro con la Samaritana (cf. Jn 4,26), en la aparición improvisada a los discípulos
en el lago de Genesaret durante la tempestad (cfJn; 6,20); en la escena de la detención
de Jesús en Getsemaní, cuando dice "Soy yo" {Jn 18,5). En este pasaje, el evangelista
ofrece un dato impresionante: En cuanto (Jesús) dijo "Soy yo, se echaron para atrás y
cayeron en tierra" (Jn 18,6).
Esta afirmación misteriosa y fuerte, que aterra al que la escucha, forma parte del len
guaje de revelación de Yahvé en el AT en refació neo nía g ra n teofanía de Ex 3,14, o con
la fórmula habitual "Yo soy el Señor"(Is 43,11; cf. 41,4; 43/10; 44,6; 45,5.18.23; 46,4; 48,12;
Dt 32,39; Gn 28,13; 26,24). Al usar este lenguaje, Jesús se muestra consciente de que su
presencia entre los hombres significa una intervención actual de Dios en la historia, de
una importancia decisiva para los destinos de la humanidad
Ei "Yo soy" es, por tanto, la manifestación del Yo divino de Jesús a través de su concien
cia humana».
SUMARIO
«No están estos borrachos, como vosotros suponéis, pues no es aún la hora de
tercia; esto es lo dicho por el profeta Joel: Y sucederá en los últimos días, dice
Dios, que derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y
vuestras hijas (...) y sobre mis siervos y siervas derramaré mi Espíritu en aquellos
días y profetizarán» (Hch 2,15-18, cf. J12,28-32).
La expresión de Cabeza y Cuerpo místico, tan usadas por San Pablo, (cf.,
por ejemplo, Rm 12,4-6; 1 Co 6,15; 12,12-30; Ef 4,7-12; Col 1,18; etc.), se aplica
a Jesucristo por analogía con la cabeza y el cuerpo físicos del hombre. En
concreto, se dice de Cristo que es Cabeza del Cuerpo místico:
122 • Por su conformidad con el cuerpo: es hombre, de la misma naturaleza que
aquellos de quienes es cabeza;
• Y, sobre todo, porque de Él, en cuanto cabeza, fluye la vida a los miembros
y da unidad al cuerpo.
Cristo es el primogénito de toda criatura (cf. Col 1,15-18). Él es también ca
beza de la humanidad regenerada, como Adán fue cabeza de la humanidad
creada en estado de justicia original y caída por el pecado original (cf. Rm
5,15-21). Cristo, nuevo Adán, mantiene con los redimidos análoga relación
a la que tiene la vid con los sarmientos. Sólo se puede dar fruto, si se perma
nece unido a Él en forma parecida a como el sarmiento está unido a la vid. Es
de la vid de donde el sarmiento recibe la savia, la vida (cf. Jn 15,1-8). A la luz
de esta alegoría cobra relieve la afirmación de Jn 1,6: «De su plenitud hemos
recibido todos, gracia sobre gracia». Cristo es cabeza de la Iglesia, como con
tanta insistencia ha enseñado San Pablo (cf., p.e., Rm 8,29; 12,3-8; 1 Co 15,45;
Ef 2,22-24; 4,7-16; 5,23-29; Col 1,18-20; Tt 3,6; Hb 5,9). «A cada uno de nosotros
nos ha sido dada la gracia en la medida del don de Cristo» (Ef 4,7).
A Cristo, pues, ha sido otorgada la gracia no sólo en atención a su dignidad
de Hijo, sino también en atención a su misión de nuevo Adán y Cabeza de la
Iglesia, para santificarla, pues Él es el autor y principio de toda santidad y de
Él dimana toda la gracia que santifica a los creyentes.
La analogía utilizada por San Pablo habla de influjo real de Cristo en sus
miembros, de unidad de la Iglesia con Cristo. Tan estrecha es la unión exis
tente que se puede decir que la cabeza y los miembros son «como una sola
persona mística» (Santo Tomás de Aquino, STh III, q. 48, a. 2, ad 1: quasi una
persona mystica): «Cuantos en Cristo habéis sido bautizados, os habéis vestido
de Cristo. No hay ya judío o griego, no hay siervo o libre, no hay varón o hem
bra, porque todos sois uno en Cristo» (Ga 3,26-27).
Como dice el Concilio Vaticano II: «Cristo es «la cabeza del cuerpo que es la Igle
sia (...) Es necesario que todos los miembros se asemejen a Él hasta que Cristo
quede formado en ellos (cf. Ga 4,19). Por eso somos asumidos en los misterios de
su vida, conformes con Él, consepultados y resucitados juntamente con Él hasta
que conreinemos con Él (...) Por Él, "el cuerpo entero, alimentado y trabado por
las coyunturas y ligamentos, crece con crecimiento divino" (Col 2,19)» (Concilio
Vaticano II, C onst Lumen gentium, n. 7).
La claridad con que S. Pablo habla de la Iglesia como Cuerpo místico influye
poderosamente en la patrística, de forma que esta verdad se encuentra fre
cuentemente presente en los escritos de los Santos Padres. Especial relevancia
adquiere en la patrística griega, que subraya que la naturaleza humana de
Cristo, por su unión con el Verbo, no sólo quedó deificada en sí misma, sino
que adquirió un poder deificante respecto de los demás hombres. Todos
constituimos un cuerpo místico con Jesucristo en cuanto que de Él recibimos
la vida de la gracia.
La gracia capital de Cristo no es una gracia distinta de la gracia personal de
la humanidad del Señor, sino un aspecto de esa misma gracia: su capitalidad,
su causalidad santificadora. La misma gracia habitual de Cristo, en cuanto
es fuente y causa de toda gracia que reciben los hombres, se llama gracia
capital. La gracia capital, por tanto, es la grada de Cristo en cuanto principio
de la gracia en todos sus miembros.
Nos encontramos, pues, con la necesidad de explicar que sea a la vez libre e
impecable: afirmar la impecabilidad de Cristo, lleva inevitablemente a plan
tearse la cuestión de su libertad. ¿Cómo puede decirse que Cristo era absoluta
mente impecable en razón de su propia Persona, al mismo tiempo que poseía
una auténtica libertad humana?
Es al hilo de la libertad obediente de Cristo en su muerte como se ha acos
tumbrado a plantear y resolver la cuestión de cómo se conjugan en Cristo
libertad e impecabilidad: si Cristo era impecable, ¿cómo podía desobedecer?
Y si obedecía sin poder desobedecer, ¿cómo se puede decir que fuese libre en
su muerte?
La cuestión pareció tan insoluble a importantes teólogos, que algunos de ellos
procuraron eludirla. Sin embargo, conviene afrontarla con la humildad de
quien se sabe ante el misterio, pero también con la certeza de que los dos
extremos de la cuestión -libertad e impecabilidad de Cristo- pertenecen a
la fe.
2. La ciencia de Cristo
A pesar de ello, Tomás de Aquino se resiste a aceptar que Cristo haya recibido
verdaderamente una enseñanza por parte de nadie. En consecuencia, se ve obli
gado a restar importancia a aquellos textos del NT en los que el Señor pregunta,
muestra admiración etc., siguiendo la exégesis de Orígenes, según la cual Cristo
preguntaría no para saber algo, sino «para enseñar preguntando» (cf. Santo To
más de Aquino, STh III, q. 12, a. 3, ad 1). Aunque en algunos de estos lugares Je
sús, como es habitual en el lenguaje humano, pregunta sin realizar una auténtica
interrogación (cf., por ejemplo, Mt 8,26; 9,4), y en otros lugares el mismo evange
lista advierte que Jesús pregunta no como quien no sabe, sino pedagógicamente
(cf., por ejemplo, Jn 6,5), en otros textos parece mostrarse a un Jesús que pregunta
como quien quiere saber algo (cf., por ejemplo, Me 6,38; 11,13; Le 8,30). Negarle
a Cristo hombre, a Jesús niño, la posibilidad de ser enseñado verdaderamente
implica negar que aprendiese de su Madre, como los demás niños, el habla, las
costumbres de su pueblo, etc. Es decir, en cierto sentido, significa limitar la ma
ternidad de María sobre Jesús y la profunda realidad de la encamación.
4. «La conciencia que Cristo tiene de ser el enviado por el Padre para la salva
ción del mundo y para al convocación de todos los hombres en el pueblo
de Dios implica, misteriosamente, el amor de todos los hombres, de ma
nera que todos podemos decir que «el Hijo de Dios me ha amado y se ha
entregado por mí» (Ga 2,20)».
El texto paulino con que concluye la cuarta proposición es verdaderamente per
sonalista y ha de ser tomado en toda su radicalidad: Cristo ha muerto por mí.
Desde aquí ha de leerse la conciencia que Jesús tenía de su misión y de su unión
con cada hombre, pues ofrece su vida por cada uno.
Ejercido 1. Vocabulario
Identifica el significado de las siguientes palabras y expresiones titiladas:
Impecabilidad infalibilidad
# * *
«Esta alma humana que el Hijo de Dios asumió está dotada de un verdadero conoci
miento humano. Como tal, éste no podía ser de por sí ilimitado: se desenvolvía en ías
condiciones históricas de su existencia en el espacio y en el tiempo. Por eso el Hijo de
Dios, al hacerse hombre, quiso progresaran sabiduría, en estatura y en gracia" (Le 2,52)
e igualmente adquirir aquello que en la condición humana se adquiere de manera ex
perimental (cf. Me 6,38; 8,27; Jn 11,34), Eso correspondía a la realidad de su anonada
miento voluntario en "la condición de esclavo" (Ftp 2,7).
Pero, al mismo tiempo, este conocimiento verdaderamente humano del Hijo de Dios
expresaba la vida divina de su persona (cf. San Gregorio Magno, Carta Sicut aqua: DS
475). "El Hijo de Dios conocía todas las cosas; y esto por sí mismo, que se había revesti
do de la condición humana; no por su naturaleza, sino en cuanto estaba unida ai Verbo
La naturaleza humana, en cuanto estaba unida al Verbo, conocida todas las cosas,
incluso las divinas, y manifestaba en sí todo lo que conviene a Dios" (San Máximo el
Confesor, Qt/oesf/ones ef dubia, 66: PG 90, 840). Esto sucede ante todo en lo que se
refiere al conocimiento íntimo e inmediato que el Hijo de Dios hecho hombre tiene de
su Padre (cf. Me 14,36; Mt 11,27; Jn 1,18; 8,55; etc.}. El Hijo, en su conocimiento humano,
mostraba también la penetración divina que tenía de los pensamientos secretos del
corazón de ios hombres (cf. Me 2,8; Jn 2,25; 6,61; etc.).
Debido a su unión con la Sabiduría divina en la persona del Verbo encarnado, el cono
cimiento humano de Cristo gozaba en plenitud de la ciencia de los designios eternos
que había venido a revelar (cf. Me 8,31; 9,31; 10,33-34; 14,18-20.26-30). Lo que reconoce
ignorar en este campo (cf. Me 13,32), declara en otro lugar no tener misión de revelarlo
(cf. Hch 1,7)».
SUMARIO
ÍNtRÓbüttlÓÑL^
CIÓÑ DE CRISTO. 1.1. Existencia y naturaieza déla mediación en CrÍsto.1.2. Unión
hipostática y mediación. 1.3. Los tría muñera Christi o los tres ministerios del Media
dor > 2, EL MINISTERIO REGIO O PASTORAL DE CRISTO. 2 1 índole y ejercicio
de la realeza dé CristO; 2.2; Cristo sü p rern6 leg isi a do r y juez « 3v ELMÍÑISTERlO
P R O F if ICO DE CRISTO. 3.1. Eí magisterio de Cristo - 4. EL MINISTERIO SACER
DOTAL DE CRISTO. 4.1. La mediación de Cristo, mediación sacerdotal. 4.2. Cristo,
Sumó Sacerdote de la Nueva Ley y origen de todo sacerdocio. 43. Características
del sacerdocio de Cristo.
introducción: de la crístología a la soteriología
1. La mediación de Cristo
Mediador es aquel que establece la unión entre dos realidades separadas. En
tre Dios y los hombres, en cierto sentido, no hay separación, porque la presen
cia de Dios en el hombre es tan íntima que -como dice San Pablo- en Él vivi
mos, nos movemos y existimos (Hch 17,28). Pero, en otro sentido, el pecado
determina una total separación del hombre de la vida íntima de Dios a la que
había sido elevado por la gracia. Dios habría podido restablecer esta unión
directamente, sin la intervención de un mediador, pero el designio divino ha
sido el de reparar el pecado y restablecer al hombre en lá condición de hijo de
Dios, por medio de la encamación de su Hijo Unigénito.
El concepto de mediador aplicado a Cristo puede tomarse en dos sentidos:
a) Ontológico: cuando se refiere a la naturaleza de mediador que posee el
Señor en razón de ser perfecto Dios y perfecto Hombre;
b) Dinámico: si se hace referencia a su oficio de mediador, es decir, a los
actos por los que une a los hombres con Dios. En Cristo, esta función
de mediador es consecuencia de su naturaleza de mediador, de su ser
mediador.
La mediación de Cristo es perfecta precisamente porque es la mediación
más inm ediata posible: Él une en sí mismo lo divino y lo humano; unidos a Él
como nuevo Adán, en Él encontramos inmediatamente a Dios.
140 Con el término m inisterio se designan las funciones que corresponden a
Cristo en cuanto M ediador, Estos ministerios o muñera Christi son tres y pue
den entreverse significados en las palabras del mismo Cristo, cuando declaró:
«Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6):
• El ministerio real o pastoral;
• El ministerio prof ético o magisterial;
• El ministerio sacerdotal.
Estos tres ministerios, estrechamente relacionados entre sí, tienen como fin
la salvación de los hombres: Cristo nos salva ejerciendo su Magisterio, su
Sacerdocio y su Realeza.
Como explica san Agustín, «entre la Trinidad y la debilidad del hombre y su ini
quidad, fue hecho mediador un hombre, no inicuo, sino débil, para que por la
parte que no era inicuo te uniera a Dios y por la parte que era débil se acercara
a ti y así, para ser mediador entre el hombre y Dios, el Verbo se hizo carne» (San
Agustín, Enarrationes in Psalmos, 29,1).
En la mediación de Jesús se distinguen los llamados tria murtera Christi: son los
aspectos fundamentales de su mediación que, en cierto modo, pueden están
significados en las palabras del mismo Cristo, cuando declaró: «Yo soy el ca
mino, la verdad y la vida» (Jn 14,6): su realeza, su magisterio y su sacerdocio.
Como señala el Concilio Vaticano II: «Para esto envió Dios a su Hijo, a quien cons
tituyó en heredero de todo (cf. Hb 1,2), para que sea Maestro, Rey y Sacerdote
de todos, la Cabeza del pueblo nuevo y universal pueblo de los hijos de Dios» (
Concilio Vaticano II, Cortst. Lumen gentium, n. 13).
Estas tres funciones no son independientes, sino que, por el contrario, son
diversas facetas de una misma y única mediación con la que Cristo acerca
la salvación a los hombres. En cada acción y en cada palabra, Cristo ejerce
su Magisterio, su Sacerdocio y su Realeza. Sin embargo, cada uno de estos
aspectos se manifiesta a nosotros de manera especial en determinados mo
mentos de la existencia de Jesús.
La mediación de Cristo es una mediación sacerdotal. Es en su calidad de
Gran Sacerdote de la Nueva Alianza como Cristo está «sentado a la derecha
del Padre», es decir, es en su calidad de sacerdote como ejerce la potestad
regia; de igual forma es su Sacerdocio lo que da tono característico a su oficio
profético. La totalidad del misterio y de la obra de Cristo es sacerdotal, por
que Él es sustancialm ente sacerdote, como es sustancialmente ungido y santo
en virtud de la unión hipostática.
El Credo afirma de Cristo que «está sentado a la derecha del Padre, desde
allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos», y añade que «su reino
no tendrá fin», repitiendo así la expresión del anuncio hecho a María: «Él será
llamado Hijo del Altísimo y el Señor Dios le dará el trono de David, su pa
dre; y reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin»
(Le 1,32-33).
144 La dignidad real de Cristo ya había sido anunciada en el Antiguo Testamen
to (cf. Sal 2,6; Is 9,6; 11,1-9; Dn 7,14; Mi 4,7; etc.), y había sido equiparada a la
condición de Pastor del pueblo; pueblo que es considerado como su grey (cf.
Is 4,9-11; Sal 78,52; Mi 2,12-13; Jr 3,15; etc.).
La conciencia de la condición real del Mesías era viva entre los contempo
ráneos de Jesús. Por ejemplo, los Magos a su llegada a Jerusalén preguntaron:
«¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido?» (Mt 2,2); y Natanael, reco
nociendo en Jesús al Mesías, dice: «Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey
de Israel» (Jn 1,49).
Precisamente porque entre los judíos estaba difundida una concepción muy
material y terrena del Reino mesiánico, Jesús no habló mucho de su rea
leza; así, cuando el pueblo maravillado después de la multiplicación de los
panes quiere proclamarlo Rey, Él se alejó de ellos (cf. Jn 6,15). Pero, en una
circunstancia particularmente solemne, contestando a la pregunta de Pilato,
Jesús afirmó: «Tú lo dices: Yo soy Rey» (Jn 18,37). En el Nuevo Testamento,
encontramos otros muchos testimonios sobre la realeza de Cristo, sobre todo
con la afirmación de que Cristo es el Señor (cf. Hch 2,36; Flp 2,11; Rm 10,9; 1
Co 12,3; etc.). Finalmente, el Apocalipsis describe a Jesús en la gloria con un
manto real: «Lleva escrito un nombre en su manto y en su muslo: Rey de reyes
y Señor de señores» (Ap 19,16).
Jesús es Rey. No viene Jesús como un nuevo Rey para un reino ya existente;
Él es quien constituye su Reino. En efecto, Cristo comienza su predicación
anunciando la venida del Reino de Dios (cf. Me 1,15), y realiza el reino de D ios
en todo el desarrollo de su misión, por lo que el Reino nace y se expande ya
en el tiempo, como germen sembrado en la historia del hombre y del mundo.
Esta realización del Reino se hace mediante la palabra del Evangelio y la en
tera vida terrena del Hijo del hombre, coronada en el misterio pascual con la
cruz y la resurrección.
Profeta es quien habla a los hombres las palabras de Dios. Muchos fueron los
profetas en el Antiguo Testamento, y el mismo Mesías fue anunciado tam
bién como un gran Profeta. Así, por ejemplo, leemos en el Deuteronomio: «Yo
les suscitaré, de en medio de sus hermanos, un profeta semejante a ti, pondré
mis palabras en su boca, y él les dirá todo lo que yo le mande» (Dt 18,18).
Cristo es el único Maestro de la Nueva Ley: «No os hagáis llamar maestros,
porque uno solo es vuestro maestro: el Mesías» (Mt 23,10). Jesús manifiesta
claramente que ha sido enviado por el Padre y ha sido ungido por el Espíritu
para predicar la Buena Nueva. Así, por ejemplo, en Nazaret, al aplicarse las
palabras del profeta Isaías (Is 61,1): «El Espíritu del Señor está sobre mí, por
que el Señor me ha ungido; me ha enviado a predicar la buena nueva a los
pobres...» ( Mt 4,18).
El Señor no sólo no se opone a que se le designe con los términos de profeta y 147
maestro, sino que Él mismo se aplica este título: «Vosotros me llamáis maestro
y Señor, y hacéis bien, porque lo soy» (Jn 13,13). Es lo mismo que se encuentra
implícito en afirmaciones de Jesús como «Yo soy la luz del mundo» (Jn 8,12);
«Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). Dar testimonio de la ver
dad y liberar a los hombres del error es uno de los aspectos intrínsecos del
mesianismo de Jesús. Así lo afirma ante Pilato: «Yo he nacido y venido a este
mundo para dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37).
La salvación del pueblo mediante los sufrimientos del Mesías incluye la afir
mación de que su muerte es redentora en el sentido preciso de que es un sa
crificio. En la Última Cena, Jesús presenta su muerte como el sacrificio de la
Nueva Alianza, ofrecido por Él mismo para la remisión de los pecados (cf. Me
14,24; Mt 26,28; Le 22,20; 1 Co 11,24-25). El hecho de que la muerte de Cristo
haya sido entendida por Él mismo como un sacrificio, implica la afirmación
de que es sacerdote. En efecto, ofrecer el sacrificio es el acto propio del sacer
docio.
El autor de la Carta a los Hebreos no sólo hará del sacerdocio de Nuestro Señor
el tema central de su mensaje, sino que presentará toda la obra mesiánica de
Cristo como una mediación sacerdotal, designándole como «Gran Sacerdote
de la Nueva Alianza». El hilo argumentativo de la Carta puede resumirse así:
toda alianza implica un sacrificio y, por tanto, un mediador con funciones sa
cerdotales. Al hablar, pues, de nueva alianza, es necesario hablar también de
nuevo sacerdocio.
La misma naturaleza de la alianza -llamada Nueva en referencia a la Antigua-
pedía tratar detenidamente en qué sentido Jesucristo continuaba y en qué sentido
superaba a la Antigua Alianza. Jesucristo había cumplido en Sí mismo, superán
dolo, el profetismo anunciado del Mesías; también había cumplido en Sí, supe
rándolo, el carácter regio preanunciado del Mesías (cf. Hch 3,20-23; 2,36). Era ló
gico, pues, preguntarse si el sacerdocio del Antiguo Testamento había encontrado
a su vez su cumplimiento eminente en Cristo. Esto es lo que hace la Carta a los
Hebreos.
Ejercicio ^.'Vocabulario
M e d ia c ió n R e a le za d e C ris to
M e d ia c ió n a s c e n d e n te M a e s tro
M e d ia c ió n d e s c e n d e n te S u m o S a c e rd o te
M e d ia d o r S a c e rd o c io d e C ris to
R e in o de Dios Nüéva le y
Ejercicio 2. Guía de estudio
Contesta a las siguientes preguntas:
2. ¿Qué se está diciendo cuando se itama a Cristo «mediador entre Dios y los
hombres»?
10. Enumere algunas de las características del sacerdocio de Cristo según la Carta
a los Hebreos.
«En realidad; e! misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encar
nado. Porque Adán, el primer hombre/ era figura del que había de venir, es decir, Cristo
nuestro Señor, Cristo/ el nuevo Adán/ en la misma revelación del misterio del Padré y dé
su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre Ja sublimi
dad de su vocación. Nada extraño, pues, que todas las verdades hasta aquí expuestas
encuentren en Cristo su fuente y su corona.
Elque es imagen de Dios invisible (Col 1,15) es también el hombre perfecto, que ha
devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina;deformada por el primer pe
cado. En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en
nosotros a dignidad sin igual.
E! Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre.
Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad
154
de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdades
ramente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado.
Cordero inocente, con !a entrega libérrima de su sangre nos mereció ia vida. En El Dios
nos reconcilió consigo y con nosotros y nos liberó de la esclavitud deí diablo y del pe
cado, por lo que cualquiera de nosotros puede decir con el Apóstol: Eí Hijo de Dios
"me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Ga 2,20). Padeciendo por nosotros, nos dio
ejem plo para seguir sus pasos y, además abrió eí camino, con cuyo seguimiento la vida
y la muerte se santifican y adquieren nuevo sentido.
El hombre cristiano, conformado con la imagen del Hijo, que es el Primogénito entre
muchos hermanos, recibe "las primicias del Espíritu" (Rm 8,23), las cuales le capacitan
para cumplir la ley nueva del amor. Por medio de este Espíritu, que es "prenda de la
herencia" {Ef 1,14), se restaura internamente todo el hombre hasta que llegue "la re
dención del cuerpo" (Rm 8,23). "Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los
muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará
tam bién vida a vuestros cuerpos mortales por virtud de su Espíritu que habita en voso
tros" (Rm 8,11). Urgen al cristiano la necesidad y el deber de luchar, con muchas tribu
laciones, contra el demonio, e incluso de padecer la muerte. Pero, asociado al misterio
pascual, configurado con la muerte de Cristo, llegará, corroborado por la esperanza, a
la resurrección.
Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos tos hombres de
buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por
todos, y ta vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina.
En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos ía posibilidad de
que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual.
Este es el gran misterio del hombre que la Revelación cristiana esclarece a los fieles. Por
Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio
nos envuelve en absoluta oscuridad Cristo resucitó; con su muerte destruyó la muerte
y nos dio la vida, para que, hijos en eí Hijo, clamemos en el Espíritu: "fAbba!, jPadre!" (cf.
Rm 8,15; Ga4,6)»«
* * *
«Cristo Señor, Pontífice tomado de entre ios hombres (cf, Hb 5,1-5), a su nuevo pueblo
"lo hizo Reino de sacerdotes para Dios, su Padre" (cf. Ap 1,6; 5,9-10). Los bautizados
son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo por la regeneración y por la
unción del Espíritu Santo, para que por medio de todas las obras del hombre cristiano
ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien las maravillas de quien los llamó de las ti
nieblas a la luz admirable (cf. 1 P 2,4-10). Por ello, todos los discípulos de Cristo, perse
verando en la oración y alabanza a Dios (cf. Hch 2,42.47), han de ofrecerse a sí mismos
como hostia viva, santa y grata a Dios (cf. Rm 12,1), han de dar testimonio de Cristo en
todo lugar, y a quien se la pidiere; han de dar también razón de la esperanza que tienen
en ía vida eterna (cf. 1 P 3,15).
ConcilioVaticano II,
Const. Lumen gentium, n. 10
TEMA i | LOS MISTERIOS DE LA
7 11 VIDA DE CRISTO
Cristo ejerció su triple fundón mediadora -real, profética y sacerdotal-,
en todos los momentos de su existencia terrena, y continúa ejerciéndola
en el cielo. Él es esencialmente el $alvador,Todo acto humano de Jesús,
al ser un acto humano de Dios, posee un valor trascendente de salva
ción, de redención para nosotros. Incluso en los actos aparentemente
menos importantes de la vida de Jesús, hay un eficaz ejercicio de su me
diación entre Dios y los hombres.
A lo largo de este tema se hace un repaso de la vida de! Señor, desde
su nacimiento hasta su muerte en la cruz, según el testimonio de los
evangelios y se estudia el carácter salvador de todos los hechos de la
vida terrena de Cristo.
Todos ios actos de la vida de Jesucristo son mediación y salvación. Todos
esos actos -cada uno de valor infinito-, constituyen en su conjunto, una
unidad de eficacia redentora. En efecto, toda la vida terrena de Jesús está
orientada hada el misterio pascual de su muerte, resurrección y ascen
sión, que son ios momentos culminantes de su obra y que dan sentido a
todo el caminar de Jesús sobre la tierra.
SUMARIO
La esencia del acto redentor es el amor del Hijo de Dios, en cuanto ofrenda
de su humanidad al Padre por la salvación de los hombres. Este amor se
manifiesta en su obediencia al Padre, en el sometimiento de su voluntad hu
mana al designio divino, un sometimiento que es permanente durante toda
su existencia: «Mi alimento -dice Jesús- es hacer la voluntad del que me ha
enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4,34); y también: «El que me ha enviado
está conmigo [...], porque yo hago siempre lo que le agrada a Él» (Jn 8,29). Por
esto, toda la vida de Jesús forma -en el designio salvador y en la obediencia
al Padre- una unidad con el misterio pascual.
Esta solidaridad con todo el género humano -solidaridad que proviene del
hecho mismo de la encamación- está en la base de que la satisfacción que
Cristo ofrece al Padre sea satisfacción por los pecados de la humanidad.
Como escribiera Tomás de Aquíno, respondiendo a la objeción de que la satisfac
ción corresponde sólo a aquel que hizo la ofensa -y por lo tanto sólo al pecador
mismo-, «la cabeza y los miembros forman como una persona mística. Y, en con
secuencia, la satisfacción de Cristo pertenece a todos los fieles como a sus miem
bros» (cf. Santo Tomás de Aquino, STh III, q. 48, a. 3, ad. 1).
Esta unión de Cristo con todos los hombres, como nuevo Adán, en el hecho
mismo de la encamación es ya, por eso mismo, una unión salvadora hasta
tal punto que, en mariología, se dirá que la Virgen comienza a ser madre dé los
hombres precisamente en el momento en que se hace Madre de Cristo, Cabeza
de la humanidad.
«Esta maternidad de María -enseña el Concilio Vaticano II-, perdura sin cesar en
la economía de la gracia, desde el momento en que prestó fiel asentimiento en la
Anunciación, y lo mantuvo sin vacilación al pie de la cruz, hasta la consumación
perfecta de todos los elegidos» (Concilio Vaticano II, Const. Lumen gentium, n. 62).
De cuanto acabamos de ver, resulta patente que los años de la vida ocu lta
de Cristo no sean una simple preparación para su ministerio público, sino
auténticos actos redentores, orientados hacia la consumación del Misterio
Pascual:
«Con el anonadamiento, con la sencillez, con la obediencia: con la divinización
de la vida corriente y vulgar de las criaturas, el Hijo de Dios fue vencedor» (San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, Madrid 1989, n. 21).
El Señor realiza nuestra redención también durante los muchos años de tra
bajo de su vida oculta, cumpliendo el quehacer que el Creador encomendó al
hombre al colocarle sobre la tierra: que la trabajase (cf. Gn 2,15). Dentro de la
modestia de su trabajo de artesano, solidario también en este cometido con
sus hermanos los hombres, Jesús ordena la creación hacia su fin, desarrollando
con sus manos la obra del Creador, dando así todo su sentido divino al lugar
que el trabajo encuentra en la historia de la salvación. Puede por tanto decirse
que en la historia de la salvación el trabajo humano ha vuelto a encontrar en
la existencia de Jesús su primitiva dignidad querida por el Creador, y que
fue incluso elevado a la dignidad de ocupación esencial del Verbo encamado
durante los largos años de Nazaret.
De ahí que la unión con Cristo, implique también el amor al trabajo como parte "¡§1
del amor a la propia vocación cristiana, porque, «al haber sido asumido por Cris
to, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no sólo es el
ámbito en que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santifi-
cable y santificadora» (Sanjosemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 47).
Aunque toda la vida de Jesús, y cada uno de sus actos, tienen valor salvífico, el
valor salvífico se manifiesta especialmente por medio de los actos de su vida
pública: a través de su predicación, que anuncia el reino de Dios, que llama a
la conversión y que libra a las conciencias del error; a través de sus milagros,
que eran ya en sí mismos presencia del Reino de Dios, confirmaban su mensa
je de salvación y reforzaban la fe de los discípulos. Esta eficacia de redención
se manifiesta con gran claridad, sobre todo, cuando Cristo perdona los peca
dos y expulsa los demonios. Él mismo aduce esto último como argumento de
la presencia del Reino de Dios: «Pero si por el Espíritu de Dios expulso yo los
demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios» (Mt 12,28).
Algunos momentos de la vida pública de Jesús nos muestran con particular
intensidad la orientación de toda su vida hacia el misterio pascual. Así se ve,
por ejemplo, en el Bautismo de Cristo en el Jordán (cf. Me 1,9-11; Mt 3,13-17;
Le 3,21-22; Jn 1,32-34 y Hch 1,22 y 10,38) o en la celebración de la última Cena
(cf. 1 Co 11,23-26; Mt 26,26-29; Me 14,22-25; Le 22,14.20).
Las tentaciones de Cristo son numerosas y reales, y Cristo las vence con perse
verancia, dándonos auténtico ejemplo de cómo luchar contra el mal. El gran
tentador de Jesús es Satanás, pero la tentación brota también de sus enemigos,
del ambiente, de sus mismos discípulos. En Jesucristo no hay ninguna con
nivencia con el mal; no reina en sus miembros ninguna ley del pecado (cf. Rm
7,21-25). Pero es tentado verdaderamente. Y da ejemplo real de cómo se ha de
vencer al Maligno. Sus victorias sobre estas tentaciones forman parte de su
victoria sobre el príncipe de este mundo (cf. Jn 12,30; 14,31; 16,11).
En el plan divino, las tentaciones de Cristo no sólo tienen un sentido pedagó
gico, sino que forman parte de la lucha y victoria de Cristo sobre el Maligno.
La victoria de Cristo sobre el diablo se consumará en la cruz; pero ha comen
zado ya -y en forma contundente- mucho antes. Uno de los momentos cru
ciales de esa lucha y victoria de Jesús han sido precisamente las tentaciones en
el desierto, que nos sirven de ejemplo para valorar su manera de rechazarlas.
Señalemos, finalmente, que Cristo lucha y vence al diablo al vencer sus ten
taciones también en cuanto cabeza nuestra. Su victoria sobre la tentación
hace posible y se prolonga en nuestra victoria sobre nuestras tentaciones.
3.4. La transfiguración
4. La muerte de Jesús
La última cena recibe amplio espacio en los cuatro evangelios. Tiene en to
dos ellos carácter de cena de despedida; también de cena testamentaria. Así
aparece en la amplitud de los discursos y en su mismo tono (cf. Mt 26,29; Me
14,25; Le 22,1-18; Jn 14-16), en la oración sacerdotal (Jn 17), y en las palabras
pronunciadas sobre el pan y el vino. Estas palabras son recogidas explícita
mente en 1 Co 11,23-26, Mt 26,26-28, Me 14,22-24; y Le 22,19-20. San Pablo las
transmite con la solemnidad de quien transmite parte esencial de la Tradi
ción, del depósito de la fe.
Las palabras del Señor sobre el pan y sobre el vino son de gran importancia,
pues en ellas se muestra el sentido sacrificial que Jesús da a su muerte;
el cuerpo será entregado por los muchos; su sangre es sangre de la Nueva
Alianza, que será derramada para la remisión de los pecados. Se trata de
palabras que muestran un claro conocimiento de la muerte cercana y del
sentido soteriológico que el Señor da a los acontecimientos de su Pasión y
muerte.
Son así las palabras de la institución de la Eucaristía la predicción más cercana
de su sacrificio salvador, y con ellas manifiesta Jesús conocer los hechos que
van a suceder y se adelanta a comentar a los apóstoles su significado.
170 4.3. Circunstancias de ia pasión
• Actuaciones de Jesús
Los evangelios narran con enorme sinceridad lo acontecido en la muerte de Je
sús. Narran las causas que le llevan a la muerte: la predicación que interpela
a la conversión, el mensaje sobre el reino de Dios y la misericordia del Padre,
la indignación de Jesús ante la interpretación farisaica de la Ley, su decidido
empeño por establecer una Nueva Ley que encuentra su expresión suprema
en las Bienaventuranzas y por establecer una Nueva Alianza sellada con su
sangre.
• Conflicto religioso
El motivo histórico fundamental que condujo a las autoridades judías a deci
dir la muerte de Jesús fue fundamentalmente religioso: su conflicto con la Ley
y con la religión oficial judía le acarrearon el odio y la repulsa. También la
autoridad con que hablaba y el hacerse a sí mismo Hijo de Dios. El motivo ju
rídico que se adujo ante la autoridad civil, sin embargo, era de orden político:
que había afirmado que era el rey de los judíos.
• Jesús y la Ley
A los ojos de muchos pudo parecer que Jesús actuaba contra instituciones
esenciales de Israel: contra el sometimiento a la Ley, contra el carácter central
del Templo de Jerusalén o contra la fe en el Dios único al Imcerse
realidad es muy distinta: Jesús se mostró siempre cumplidor de la Ley yrésA'::
petuoso con el Templo y exigió siempre el amor supremo para Dios, al qué
se refirió siempre como el único Dios verdadero. Jesús no abolió la Ley del
Sinaí, sino que la perfeccionó, revelando su hondo sentido (cf., por ejemplo,
Mt 5,17-19; Mt 5,33). Jesús veneró siempre al Templo subiendo a él en peregri
nación en las fiestas judías, y manifestó su ira contra aquellos que lo conver
tían en cueva de ladrones (cf., por ejemplo, Mt 21,13; Me 11,17; Le 19,46), y si
manifestó con claridad su filiación divina, adujo también los milagros como
signos que hacían creíbles su comportamiento y sus palabras.
Entre estas causas hay que enumerar, sin duda, en primer lugar al Padre y a
Jesucristo; después a quienes fueron ejecutores libres y responsables de ella: a
los gentiles y a los judíos.
• El Padre
Ya se ha insinuado esta cuestión al subrayar que la Pasión es, antes que nada,
iniciativa del Padre. Es Yahvé quien carga sobre el Siervo las iniquidades de
todos nosotros (cf. Is 53,6); es el Padre el que envía al Hijo al mundo, «para que
el mundo sea salvo por Él» (Jn 3,17). Al hablar de su Pasión, El Señor se remite
constantemente al cumplimiento de la voluntad del Padre que le ha enviado
(cf. Jn 12,44ss). «Si Dios está con nosotros -escribe San Pablo-, ¿quién contra
nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, antes lo entregó por todos no
sotros, ¿cómo no nos ha de dar con Él todas las cosas?» (Rm 8,23).
172 De ahí que a la hora de hablar de los agentes de la Pasión se diga que el Padre
entregó a Cristo a su Pasión conforme a Rm 8,32: «no perdonó a su propio
Hijo, sino que lo entregó por nosotros», Santo Tomás sintetiza esta entrega he
cha por el Padre en tres aspectos (STh III, q, 47, a. 3. in c):
1) Preordenando la liberación del género humano mediante la Pasión de
Cristo;
2) Infundiéndole un amor capaz de hacerle aceptar la cruz;
3) No protegiéndole de sus perseguidores.
Los tres aspectos están concatenados y, en cierto sentido, son inseparables. El
aspecto segundo es de una gran importancia: pues incluso el amor y la liber
tad con que Cristo acepta la cruz son don de Dios a la humanidad de Cristo
y proceden de la caridad infundida en su Corazón por el Espíritu Santo.
• El mismo Jesucristo
Es claro que el Señor entrega su vida libremente, padeciendo por caridad y
obediencia. Se trata de una auténtica entrega: la fidelidad con que cumple la
misión confiada por el Padre es causa de que Jesús sea matado. Pero, ade
más, Cristo es dueño de la vida y de la muerte: su cuerpo y su alma son cuerpo
y alma de Dios. La gravedad metafísica que conlleva el dejar de ser hombre y
la pasividad esencial que corresponde a la muerte, se encuentran acompaña
das por un especial señorío sobre la propia vida corporal.
Esta ha sido convicción constante de los teólogos al leer con profundidad la
conocida frase de Nuestro Señor con respecto a su muerte: «El Padre me ama,
porque yo doy mi vida y la tomo de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la
doy por mí mismo. Tengo el poder de darla y el poder de volverla a tomar. Tal
es el mandato que recibí de mi Padre» (Jn 10,17-18). Jesucristo, con propia po
testad entrega la vida en ofrenda especialmente voluntaria. «No se gloríen
los judíos -escribe San Agustín-, como si hubiesen triunfado; Él mismo entre
gó su alma» (San Agustín, Tratados sobre San ]uan, 47,7,5-15). Aún sumergido
como perfecto hombre en el fluir de la historia, entregado en manos de los
judíos, Jesús conserva pleno señorío sobre su vida corporal.
Es necesario no olvidar que la cruz es, antes que nada, donación de Dios a
la humanidad, iniciativa del Padre que envía al Hijo al mundo. Jesús habla
con claridad de que ha sido enviado por el Padre al mundo (cf. p.e., Jn 20,21).
Pero es iniciativa del Padre no sólo su misión al mundo, sino también su fide
lidad hasta la muerte. Jesús habla también de obediencia al Padre a la hora
de aceptar la cruz. Baste recordar la Oración en el Huerto, en la que pide que
pase de Él el cáliz de la Pasión, y en la que se somete a la voluntad del Padre
(cf. Le 22,42).
La afirmación de que la Pasión de Jesús es iniciativa del Padre es una convic
ción claramente presente en todo el Nuevo Testamento. Es Dios quien dirige
la historia de la salvación. «A este Jesús -dice San Pedro en su primer discur
so- le clavasteis en un madero por manos de los impíos, según el designio
*174 prefijado y la presciencia de Dios» (Hch 2,23). Es frecuente encontrar en los
evangelios la afirmación del «es preciso», «conviene», que Él padezca (cf., por
ejemplo, Me 8,31; Le 17,25; 22,37; 24,7.26.44; Jn 3,14; 20,9), como manifestación
de la providencia existente sobre la vida de Jesús.
Esta iniciativa del Padre en tomo a la redención por medio de la muerte de
Cristo es descrita como verdadero mandato dado al mismo Jesús, mandato
que debe obedecer. Jesús llama verdadero mandato al ejercicio de su predi
cación (cf. Jn 12,49-50); ha recibido del Padre el mandato de entregar la propia
vida (Jn 10,18).
A este mandato corresponde la obediencia del Hijo, una «obediencia hasta la
muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,8). Se trata de auténtica obediencia, que se
ría imposible, si no existiese verdadero mandato de morir, y si no existiese
también auténtica libertad humana. San Pablo otorga especial importancia
a esta obediencia precisamente al considerarla en el marco de la historia de
la salvación: «Pues como por la desobediencia de un solo hombre, muchos se
constituyeron en pecadores, así también, por la obediencia de uno, muchos se
constituirán en justos» (Rm 5,19). La obediencia es esencial en la obra reden
tora de Cristo, pues Él recapitula en Sí la historia de la humanidad, curando
mediante su obediencia la desobediencia de Adán.
La muerte de Jesús se relaciona en la Sagrada Escritura con el hecho de que fue
entregado (cf., por ejemplo, 1 Co 11,23). Fue entregado por Judas a los príncipes
de los judíos (Mt 10,4); fue entregado por Pilato a los judíos (Le 23,25); Él mis
mo se entregó (1 P 2,25). Estas entregas están en dependencia de la entrega
que de Él hace el Padre a los hombres. Con razón la tradición cristiana vio en
Isaac una figura de Jesús. Sólo que en el Calvario, sucede lo que Abrahán no
tuvo necesidad de hacer en. el monte Moría; como siempre, la realidad supera
la figura. La expresión «Cordero de Dios» evoca aquel cordero que fue inmola
do en lugar de Isaac. El Padre «entrega» al Hijo al destino de morir; le abandona
en medio de las fuerzas del mal; no impide que sus enemigos le venzan.
En este contexto, Jesús pronuncia unas estremecedoras palabras: «Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46; Me 15,34). Estas palabras
tienen un sentido inmediato y obvio: Dios, cuya providencia rige la historia, ni
le «protege» de sus enemigos, ni ha aceptado su petición de que apartase de Él
ese amargo cáliz: el Hijo puede, pues, clamar con exactitud que se encuentra
«abandonado» en manos de sus enemigos.
Estas palabras son, además, cita del Salmo 22. El grito, pues, de Jesús es una
oración. Al pronunciarlas, el Salvador indica el camino para comprender los
sentimientos que le embargan en ese momento. No son otros que los descritos |7S
en el Salmo: dolor, confianza en Dios, descripción de detalles de la Pasión, se
guridad del triunfo final. San Mateo, tenía una razón especial para reproducir
esta palabra de Jesús. Tomada de un Salmo, da a entender que la situación allí
descrita estaba realizándose en Jesús. En ambos casos, el abandono no es el
rechazo, y mucho menos la reprobación. El justo no deja de llamar a Dios su
Dios, lo que da a su gemido acento de confianza más que de reproche. Dios
le abandona en manos de sus enemigos por un designio misterioso que des
emboca en triunfo en el Salmo, como desembocará en la resurrección en los
Evangelios.
3. ¿Qué significa el que Jesús quisiese ser bautizado con los pecadores?
7. ¿Qué sentido tiene la entrega del pan y del vino en la Última Cena? ¿Expresó
Jesús con ellos el sentido que daba a su muerte?
8. ¿Qué sentido tiene ía expresión «sangre de la Alianza», utilizada por el Señor
(Mt 26,28)?
«Cuando llegan las Navidades, me gusta contemplar las imágenes del Niño Jesús. Esas
figuras que nos muestran a! Señor que se anonada, me recuerdan que Dios nos llama,
hombres. Desde la cuna de Belén, Cristo me dice y te dice ífjúg’r l p l j ^ s
una vida cristiana sin componendas, a una vida de entrega, de tírailjlj^ |í|tp
Es a veces corriente, incluso entre almas buenas, provocarse conflictos personales, que
llegan a producir serias preocupaciones, pero que carecen de base objetiva alguna. Su
origen radica en la falta de propio conocimiento, que conduce a ia soberbia: el desear
convertirse en el centro de la atención y de la estimación de todos, la inclinación a
no quedar mal, el no resignarse a hacer el bien y desaparecer, el afán de seguridad
personal. Y así muchas almas que podrían gozar de una paz maravillosa, que podrían
gustar de un júbilo inmenso, por orgullo y presunción se trasforman en desgraciadas
e infecundas.
Cristo fue humilde de corazón (cf. Mt 11,29). A lo largo de su vida no quiso para Él nin-
guna cosa especia!, ningún privilegio. Comienza estando en el seno de su Madre nueve
meses, como todo hombre, con una naturalidad extrema. De sobra sabía el Señor que
la humanidad padecía una apremiante necesidad de Él.Tenía, por eso, hambre de venir
a la tierra para salvar a todas las almas: y no precipita el tiempo. Vino a su hora, como
llegan al mundo los demás hombres. Desde la concepción hasta el nacimiento, nadie
-salvo San José y Santa Isabel- advierte esa maravilla: Dios que viene a habitar entre
los hombres.
La Navidad está rodeada también de sencillez admirable: el Señor viene sin aparato,
desconocido de todos. En la tierra sólo María y José participan en la aventura divina.
Y luego aquellos pastores, a los que avisan los ángeles. Y más tarde aquellos sabios de
Oriente. Así se verifica él hecho trascendental, con el que se unen el cielo y la tierra,
Dios y el hombre.
¿Cómo es posible tanta dureza de corazón, que hace que nos acostumbremos a estas
escenas? Dios se humilla para que podamos acercarnos a Él, para que podamos corres
ponder a su amor con nuestro amor, para que nuestra libertad se rinda no sólo ante el
espectáculo de su poder, sino ante la maravilla de su humildad.
m Grandeza dé Un Niño que és Dios: su Padre és e! Dios que ha hecho los cielos y la tierra; :
y Él está ahí, en un pesebre, quia non erateislocusin divétsórío (Le 2,7), porque no había
otro sitio en la tierra para e! dueño de todo lo creado (...)
* * *
«El camino de Jesús se adentra en ia oscuridad, cada vez más profundamente, hasta
que llegue vuestra hora [de los enemigos] y el poder de las tinieblas (Le 22,53). Pero
aquí (en la Transfiguración) se manifiesta por un momento la luZ que ha venido ál mun
do y que es capaz de iluminarlo todo (Jn 1,9). En el caminó hacia la muerte irrumpe,
como una llamarada, la gloria que sólo puede revelarse más allá de la muerte. Lo que
dice el discurso de Jesús sobre la muerte y la resurrección aparece ya aquí en figura
visible.
Y una cosa mas. Lo que aquí se manifiesta no es una gloría del mero espíritu, sino del
espíritu a través del cuerpo, una gloria del hombre. No una gloria de Dios solo, ni me
ramente dei cielo quese abre, y ni siquiera del mero resplandor del Señoti como e! que
aparecía sobre la tienda de la alianza, sino la gloria del Logos de Dios en e! Hijo del
Hombre.
Romano Guardíni,
El Señor, Madrid 2002,29S-296
# * *
«La entrega generosa de Cristo se enfrenta con el pecado, esa realidad dura de aceptar,
pero innegable: el mysterium iniquitatis, la inexplicable maldad de la criatura que se
alza, por soberbia^ contra Dios. La historia es tan antigua como la humanidad. Recor
demos ia caída de nuestros primeros padres; luego, toda esa cadena de depravaciones
que jalonan el andar de los hombres, y finalmente, nuestras personales rebeldías No
es fácil considerar la perversión que el pecado supone, y comprender todo lo que nos
dice la fe. Debemos hacernos cargo, aun en lo humano, de que la magnitud de la ofen
sa se mide por la condición del ofendido, por su valor personal, por su dignidad: social,
por sus cualidades. Y el hombre ofende a Dios: la criatura reniega de su Creador.
Pero Dios es Am or (1Jn 4,8). El abismo de malicia, que el pecado lleva consigo, ha sido
salvado por una Caridad infinita. Dios no abandona a los hombres. Los designios di
vinos prevén que, para reparar nuestras faltas, para restablecer la unidad perdida; no
bastaban los sacrificios de la Antigua Ley: se hacía necesaria la entrega de un Hombre
que fuera Dios. Podemos imaginar -para acercarnos de algún modo a este misterio
182
insondable- que la Trinidad Beatísima se reúne en consejo, en su continua relación
íntima de amor inmenso y, como resultado de esa decisión eterna, el Hijo Unigénito de
Dios Padre asume nuestra condición humana, carga sobre sí nuestras miserias y nues
tros dolores, para acabar cosido con clavos a un madero.
Este fuego, este deseo de cum plir el decreto salvador de Dios Padre, llena toda la vida
de Cristo, desde su mismo nacimiento en Belén. A ío largo de los tres años que con Él
convivieron los discípulos, le oyen repetir incansablemente que su alimento es hacer la
voluntad de Aquel que le envía (cf. Jn 4,34). Hasta que, a media tarde del primer Viernes
Santo, se concluyó su inmolación. Inclinando la cabeza/ entregó:su espíritu {Jn T 9,3 0);
Con estas palabras nos describe el apóstol San Juan la muerte de Cristo: Jesús, bajo el
peso de la cruz con todas las culpas de los hombres, muere por la fuerza y por la vileza
de nuestros pecados.
Meditemos en el Señor herido de pies a cabeza por amor nuestro. Con frase que se
acerca a la realidad, aunque no acaba de decirlo todo, podemos repetir con un autor
de hace siglos: El cuerpo de Jesús es un retablo de dolores. A la vista de Cristo hecho un
guiñapo, convertido en un cuerpo inerte bajado de la cruz y confiado a su Madre; a la
vista de ese Jesús destrozado, se podría concluir que esa escena es la muestra más clara
de una derrota. ¿Dónde están las masas que lo seguían, y el Reino cuyo advenimiento
anunciaba? Sin embargo, no es derrota, es victoria: ahora se encuentra más cerca que
nunca del momento de la resurrección, de la manifestación de la gloria que ha conquis
tado con su obediencia».
SUMARIO
Conviene en este punto prestar atención a algunos errores que se ffifi suce
do a lo largo de la historia en el modo en que se ha de c o n ip íf e d e l^ r
ción realizada por Cristo. Se trata de interpretaciones insuficientes dfffa s j ¡ L
riología, es decir, del misterio de la redención, que en muchos casos derivad,
o bien de errores propiamente cristológicos o de errores en la comprensión del
pecado original y sus consecuencias.
• En la Antigüedad quienes negaron la realidad del cuerpo del Señor, como
los docetas, lógicamente negaron la realidad de su Pasión y su muerte y,
por tanto, la realidad de su sacrificio.
• Asimismo los gnósticos reducían el valor de la obra de Cristo exclusiva
mente a su magisterio, es decir, a que con su palabra «despertaba» al gnós
tico, pero prescindían del valor sacrificial de su muerte.
• Aquellos que como los arríanos niegan la divinidad del Verbo, consecuen
temente han de negar el valor infinito de su Pasión y muerte.
* Por otro lado, también en la Antigüedad, pero por caminos diversos, los
peiagianos pervierten el concepto de redención. Niegan la transmisión
del pecado original y como consecuencia reducen la salvación traída por
Cristo a un mero «buen ejemplo». El pelagianismo estima que el hombre
puede autorredimirse con sus propias fuerzas naturales. Se trata de un
intento antiguo de encontrar una salvación natural para el hombre, algo
que se ha ido repitiendo con distintas versiones a lo largo de la historia.
Nadie puede ignorar que en el mundo existe el mal y el desorden. De ahí
que en todas las épocas los hombres hayan intentado diversas soluciones
no sólo para aliviar el mal que aqueja a la humanidad, sino para curarlo
totalmente. Son lo que se llama intentos humanos de salvación.
Como advierte el Concilio Vaticano II, el origen de todos estos males se en
cuentra en el pecado (cf. Gaudium et Spes, n. 13), es decir, en ese misterio de la
iniquidad que trasciende al hombre. En efecto, la ofensa hecha a Dios reviste,
en cierto modo, una gravedad infinita, insalvable para el hombre. También
es imposible al hombre librarse por sí solo de las consecuencias del pecado
que padece en sí mismo: la privación de la grada de Dios, la proclividad al
mal, el desorden de la concupiscencia y la muerte. En consecuencia, la salva
ción sólo puede venir de Dios, Por esta razón, es natural que hayan fracaso y
fracasen todos los intentos puramente humanos de eliminar el mal que existe
en el corazón del hombre, el desorden y la aflicción: ningún esfuerzo pura-
190 mente humano es capaz de llegar hasta la verdadera raíz de los males que
aquejan a la humanidad, el pecado.
• En esta línea de buscar una salvación natural se sitúan los intentos de las
filosofías de la liberación, especialmente a partir de Kant y Hegel, que
son en sí mismas esfuerzos por dar un origen «natural» ai mal que padece
el hombre y encontrar caminos al alcance de sus puras fuerzas naturales
para autorredimirse. A veces se piensa que es la filosofía como tal, o la
cultura más en general, la que salvará al hombre; muchas otras veces se
piensa en la política, o en la liberación económica, como en el marxismo.
Aquí se estima como posible la utopía de un paraíso en la tierra precisa
mente porque se ha reducido el origen del mal en el hombre a una mala
distribución de la riqueza. Estos planteamientos aparecen mezclados fre
cuentemente con el ateísmo y con el intento de reducir la liberación del
hombre a mera liberación económica social, concibiendo, ademas, que el
fin del hombre no es el amor, sino sólo su propia autonomía (cf. Concilio
Vaticano II, Gaudium et spes, n. 19-21).
Existe una estrecha relación entre la minimización de la gravedad del pe
cado, y la minimización de la obra realizada por Cristo en su muerte. En la
medida en que se olvida o se malentiende la dignidad del hombre y la gra
vedad del pecado, en esa medida se devalúa la necesidad y la grandeza de la
obra de la redención.
• San Anselmo es el exponente máximo de la llamada teoría de los derechos
imprescriptibles de Dios. Se trata de una explicación de cómo la muerte
de Cristo se convierte en redención para nosotros que ha jugado papel pri
mordial en la elaboración de la teología de la redención. El pecado es un
rechazo de Dios, un desorden y una deuda contraída con Dios: un rechazo
que debe ser reparado; un desorden que sólo puede quitarse restablecien
do el orden; una deuda que debe ser pagada. Hay que tener presente que
el intento de San Anselmo es mostrar que es necesaria la redención. La
idea clave de su sistema es que Dios no puede tolerar el desorden y, por
tanto, debe castigar al pecador de una manera proporcionada al pecado, o
exigir una reparación adecuada, es decir, debe exigir una satisfacción de
valor infinito dada la infinita gravedad del pecado. Santo Tomás aceptará
de San Anselmo su intuición de fondo: que el pecado en sí mismo pide
una reparación infinita, pero rectificando lo que en San Anselmo es exage
ración de esta «petición» (pues parece que llega hasta el punto de negar a
Dios la libertad de perdonar gratuitamente el pecado) y dando a la satis
facción un sentido más teológico y menos jurídico que San Anselmo.
Existe otra explicación del modo en que la muerte de Cristo se ha co
tuido en nuestra redención que debe ser rechazada: la llamada explicación
por sustitución penal. Es la que dan los primeros Reforma dores, en espe
cial Lutero, Calvino y Melanchton. Según estos autores, Cristo de tal forma
se habría revestido de nuestros pecados, que se hizo odioso a Dios Padre
hasta el punto de haber sido maldecido por Él y haber soportado, como
verdadero pecador, los tormentos del infierno. Se trataría de concebir la
muerte de Cristo como castigo infligido al mismo Cristo en nuestro lu*
gar, tomando al pie de la letra la expiación hecha en el Antiguo Testamento
por el macho cabrío, al que se le colocaban encima los pecados del pueblo
y se arrojaba fuera del campamento. Se trataría, pues, de estricta sustitu
ción penal Esta teoría ofende a Dios -a quien se presenta como arbitrario,
exigiendo el castigo de un inocente- y va contra el sentido común. En efec
to, el castigo como tal no «satisface» la ofensa.
2. El valor redentor
de la muerte de Cristo
San Pedro alude a esta profecía, cuando recuerda que Cristo padeció por no
sotros: «El que no cometió pecado, y en cuya boca no se halló engaño; el que,
al ser insultado, no respondía con insultos; al padecer, no amenazaba, sino
que se ponía en manos de aquel que juzga con justicia; el mismo que, sobre el
madero, llevó nuestros pecados en su cuerpo, a fin de que, muertos a nuestros
pecados, viviéramos para la justicia; con cuyas heridas habéis sido curados» (1
P 2,22-24).
Este mismo pensamiento -el valor redentor del sufrimiento del justo- se des
taca también en los textos sacrificiales. Ambas líneas teológicas -el valor ex
piatorio del sufrimiento del justo y el valor del sacrificio ofrecido a Dios- con
vergen en la figura de Cristo, justo que sufre, y cuyo sufrimiento no sólo es
expiación por los pecados del pueblo, sino también sacrificio redentor ofre
cido a Dios, que convierte su sangre derramada en sangre que sella la nueva
alianza (cf. Le 22,20).
En el Nuevo Testamento, desde los primeros escritos, la muerte del Mesías
aparece ligada al pecado de los hombres: Cristo «murió por nuestros peca
dos» (cf. 1 Co 15,3; Rm 4,25; Ga 1,4), «murió por los impíos» (Rm 5,6), «se en
tregó por nosotros para redimirnos de toda iniquidad» (Tt 2,14), «murió por
nuestros pecados, el Justo en favor de los pecadores» (1 P 3,18), etc.
Desde el punto de vista teológico, la muerte de Cristo se sitúa antes que nada
en un contexto religioso que mira a las relaciones del hombre con Dios en
cuanto que Él es santo y el hombre pecador. En efecto, esta muerte está direc
tamente relacionada con el pecado humano (cf. Rm 5,12-17) y con la reconcilia
ción con Dios (cf. 2 Co 5,18-19). Con fuerza y constancia, el Nuevo Testamento
advierte que la muerte de Cristo es un verdadero sacrificio, es decir, ese acto
supremo de culto que sólo es lícito tributar a Dios. Y sitúa este sacrificio so
bre el trasfondo de los sacrificios veterotestamentarios, aunque superándolos
en la medida en que la realidad supera la figura (cf. Hb 9,9-14).
SS|BS»a|g
Jesucristo ha redimido a todos los hombres de todos los tiempos: «por todos
h a muerto Cristo» (2 Co 5,15; cf. Rm 5,18). Jesús, como afirma San Juan, «es
víctima de propiciación por nuestros pecados; no sólo por los nuestros, sino
por los d el mundo entero» (Jn 2,2).
Estas palabras fueron más tarde recogidas por el Concilio de Trento, para enseñar
esta verdad de fe (cf. Concilio de Trento, Decr. De justificatione, DS 1522). Ya en
el Concilio de Quiercy (año 833), se afirmó que «no hay, hubo o habrá hombre
alguno por quien no haya padecido Cristo Señor nuestro» (Concilio de Quiercy,
DS 624; cf. tam bién Concilio Vaticano II, Decr. Ad gentes, n. 3), en contra de la
doctrina de Gottschalk, que afirmaba una doble predestinación: a la gloria y a la
condenación. Y cuando los jansenistas dijeron que Cristo murió sólo por aquellos
¡lilis ig *f
«§§' ü
que, de hecho, se salvan, el Papa Inocencio X condenó tal tesis como herética (cf.
Inocencio X, C onst Cum occasione, 31.V.1653, DS 2005). '¿v i;:
'''' wíí í í SíS<S4. : ':$ íi f S . 'W 8M80;
La universalidad de la redención no significa que necesariam ente todos íd$
hombres hayan de salvarse. Es verdad que todo hombre, sin excepción al
guna, ha sido redimido por Cristo; pero todo hombre puede rechazar la sal
vación que se le ofrece. Para ser salvo, el hombre debe recibir en sí el efecto
de la redención y para ello es necesaria su cooperación. La Iglesia cree que
Cristo, muerto y resucitado por todos (cf. 2 Co 5,15), da al hombre, mediante
su Espíritu, luz y fuerza para que pueda responder a su suprema vocación;
no ha sido dado en la tierra otro nombre a los hombres por el que puedan ser
salvos (cf. Hch 4,12). Por tanto, cuando un hombre no se salva, no es porque
Cristo no le haya redimido, sino porque él ha rechazado la gracia de la re
dención.
Esta distinción entre la redención objetiv a (la redención operada por Cristo,
que es absolutamente universal) y la redención subjetiva (la salvación hecha
efectiva en cada hombre, porque los hombres pueden rechazar la salvación),
es clara manifestación del respeto divino por la libertad humana.
Por esto, la Iglesia enseña que ningún hombre se condena porque no haya tenido
la posibilidad de salvarse. Esta posibilidad se ofrece a los hombres principal-
mente mediante la predicación y los sacramentos de la Iglesia; pero también a
aquellos que, sin culpa, no han. recibido esa predicación y esos sacramentos, Dios
ofrece, de algún, modo oculto para nosotros, la posibilidad de recibir la gracia
de Cristo y de llegar después a la vida eterna. Sin embargo, esto no disminuye
la importancia de la misión de evangelizar confiada por Jesús a la Iglesia (cf.
Concilio Vaticano II, Decr. Ad gentes, n. 7), porque la doctrina y los sacramentos
de Cristo hacen que el hombre pueda vivir más fácilmente una recta vida moral
(indispensable para la salvación), y porque la unión con Cristo a través de la fe
y de los sacramentos es un altísimo bien que prepara, ya en la tierra, una incom
parable gloria en el Cielo.
/
4.2. La triple victoria de Cristo
El hecho de que Cristo haya destruido el pecado y nos haya reconciliado con
Dios no significa que los hombres no seamos todavía pecadores. Cuando se
dice que Cristo ha destruido el pecado, lo que se afirma es que ha instituido
una causa universal de remisión de los pecados, en virtud de la cual pueden
ser perdonados todos los pecados y en cualquier tiempo en que se cometan.
La comparación clásica al hablar de este asunto, es la del médico que hubiera
preparado una medicina capaz de curar cualquier enfermedad: para que lle
gue a surtir efecto, el individuo debe tomarla.
202 b) La victoria sobre el demonio
En la medida en que el hombre es esclavo del pecado, se encuentra también
bajo el dom inio del demonio, no porque Satanás tenga un derecho sobre el
pecador, sino porque tiene un mayor influjo sobre él para inducirlo al mal.
Jesús manifestó desde el principio, como perteneciente a su misión, la victoria
sobre Satanás y la destrucción del dominio de éste sobre el mundo. La lle
gada del reino de Dios implica la destrucción del poder tiránico del demonio.
Él es el tentador, que indujo al hombre al pecado, introduciendo así la muerte
en el mundo (cf. Gn 3,15); «la antigua serpiente, llamada Diablo o Satanás, que
extravía a toda la redondez de la tierra» (Ap 12,9). Él ejerce su poder contra el
reino de Dios mediante el engaño y la seducción, pues es «mentiroso» y «pa
dre de la mentira» (cf. Jn 8,44). Mediante esta seducción, el diablo es el dueño
del mundo, hasta el punto de que se le califica «príncipe de este mundo» (cf.
Jn 12,31; 14,30; 16,11).
Jesús vence ya a Satanás superando las tentaciones (cf. Mt 4,1-11; Me 1,12-13;
Le 4,143); expulsa a los demonios mostrando su poder sobre ellos y también
como signo del carácter liberador de su mesianismo (cf. Me 1,21-27; 5,1-20;
7,24-30; 9,14-29; Mt 17,1748; Le 4,35; 11,20; etc.). Los evangelios ponen de re
lieve que estas expulsiones forman parte de la lucha de Cristo contra el demo
nio. Frente a los fariseos que dicen que Jesús expulsa a los demonios «por arte
de Beelzebul», el mismo Jesús advierte que hace estas curaciones con el poder
de Dios, y que en ellas se da un signo de que ha llegado el reino de Dios:
«Pero si yo expulso los demonios por el dedo de Dios, es que el reino de Dios
ya ha llegado hasta vosotros» (Le 11,14-22; cf. Mt 12,43-45), y, a veces, resume
la naturaleza de su obra de salvación como una victoria sobre el diablo, cuyo
dominio sobre este mundo será destruido: «Ahora es el juicio de este mundo;
ahora el Príncipe de este mundo será echado fuera» (Jn 12,31).
La victoria de Jesús sobre Satanás se muestra en toda su rotundidad, porque
Jesús le derrota sin utilizar sus armas. No expulsa a los demonios por arte de
magia o utilizando poderes terrenos, sino en el «dedo de Dios» (Le 11,20); no
vence la mentira con la mentira, sino con la sencillez de la verdad; los poderes
diabólicos son vencidos exclusivamente con fuerzas divinas, con el poder de
la santidad y de la verdad.
Jesús vence a Satanás -como se pone de relieve en su victoria sobre las tenta
ciones- porque no busca la adoración de sí mismo, ni el propio engrandeci
miento, sino la adoración a Dios (cf. Mt 4,141), mostrando y abriendo así el
camino para nuestra lucha contra el demonio. Esta victoria sobre el demonio
ya ahora es real, aunque todavía n o se le ha arrebatado todo poder de tentar
a los hombres. Sin embargo, está verdaderamente vencido, pues tío
conseguir la victoria final, ni tiene ya esperanza de reinar sobre el mundo;
en forma velada, pero eficaz, el reino de Dios ha llegado hasta nosotros, y «la
Iglesia, aun en la tierra, se reviste de una verdadera, si bien imperfecta, santi
dad» (Concilio Vaticano II, Const Lumen gentium, n. 48).
Ejercido 1. Vocabulario
Salvación * Pelagianismo
Mérito • Liberación
Lee ios siguientes textos y haz un comentario personal utilizando ios conte
nidos aprendidos:
«Los acontecimientos del Viernes Santo y, aun antes, la oración en Getsemaní, intro
ducen en todo ef curso de la revelación del amor y de la misericordia, en la misión
mesiánica de Cristo, un cambio fundamental. El que "pasó haciendo el bien y sanando"
(Hch 10,38), "curando toda clase de dolencias y enfermedades" (Mt 9,35), él mismo pa-
rece merecer ahora la más grande misericordia y apelarse a la misericordia cuando es
arrestado, ultrajado, condenado, flagelado, coronado de espinas; cuando es clavado en
ía cruz y expira entre terribles tormentos (cf. Me 15,37; Jn 19,30). Es entonces cuando
merece de modo particular la misericordia de los hombres, a quienes ha hecho el bien,
y no la recibe. Incluso aquellos que están más cercanos a Él, no saben protegerlo y
arrancarlo de fas manos de ios opresores. En esta etapa fina! de la función mesiánica se
cumplen en Cristo las palabras pronunciadas por tos profetas, sobre todo Isaías, acerca
del Siervo de Yahvé:"por sus llagas hemos sido curados" (is 53,5).
Cristo, en cuanto hombre que sufre realmente y de modo terrible en el Huerto de los
Olivos y en el Calvario, se dirige al Padre, a aquel Padre, cuyo amor ha predicado a los
hombres, cuya misericordia ha testimoniado con todas sus obras. Pero no le es aho-
rrado -precisamente a é l- el tremendo sufrimiento de la muerte en <
conoció e! pecado, Dios !e hizo pecado por nosotros" (2 Co 5,2.1}, es
resumiendo en pocas palabras toda ía profundidad del misterio de. i
la dimensión divina de ia realidad de la redención, justamente esta
revelación última y definitiva de ia santidad de Dios, que es la plenitud absoluta de
la perfección: plenitud de la justicia y del amor, ya que la justicia se funda sobre el
amor, mana de él y tiende hacia él. En la pasión y muerte de Cristo -en el hecho de
que el Padre no perdonó la vida a su Hijo, sino que to"hizo pecado por nosotros" (2 Co
5,21)- se expresa la justicia absoluta, porque Cristo sufre la pasión y la cruz a causa de
ios pecados de la humanidad Esto es incluso una sobreabundancia de ia justicia, ya
que los pecados dei hombre son "compensados" por el sacrificio del Hombre-Dios. Sin
embargo, tal justicia, que es propiamente justicia a medida de Dios, nace toda ella del
amor: del amor del Padre y del Hijo, y fructifica toda ella en el amor. Precisamente por
esto la justicia divina, revelada en la cruz de Cristo, es a medida de Dios, porque nace
del amor y se completa en el amor, generando frutos de salvación. La dimensión divina
de (a redención no se actúa solamente haciendo justicia de! pecado, sino restituyendo
al amor su fuerza creadora en el interior dei hombre, gracias a la cual él tiene acceso de
nuevo a la plenitud de vida y de santidad, que viene de Dios. De este modo ia reden
ción comporta la revelación de la misericordia en su plenitud.
«La muerte de Cristo es a la vez el sacrificio pascual que lleva a cabo la redención defini
tiva de los hombres (cf. 1 Co 5,7; Jn 8,34-36) por medio deí "cordero que quita el pecado
del mundo" (Jn 1,29; c f 1 Pe 1,19) y"eí sacrificiode la NuevaAlianza" (Cf1 C q 11,25) que
devuelve al hombre a la comunión con Dios (cf. Ex 24,8) reconciliándole con Él por "la
sangre derramada por muchos para remisión de los pecados"(Mt 26,28; cf. Lv 16,15-16).
Este sacrificio de Cristo es único; da plenitud y sobrepasa a todos los sacrificios (cf. Hb
10,10). Ante todo es un don del mismo Dios Padre: es el Padre quien entrega al Hijo para
reconciliarnos consigo (cf. Jn 4,10). Al mismo tiempo es ofrenda del Hijo de Dios hecho
hombre que, libremente y por amor (cf. Jn 15,13), ofrece su vida (cf; Jn 10,17-18) a su
Padre por medio del Espíritu Santo (cf. Hb 9,14), para reparar nuestra desobediencia,
El "amor hasta el extremo" (Jn 13,1) es el que confiere su valor de redención y de repa
ración, de expiación y de satisfacción al sacrificio de Cristo, Nos ha conocido y amado
a todos en la ofrenda de su vida (cf. Ga 2,20; Ef 5,2.25). "El amor de Cristo nos apremia
al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron" (2 Co 5,14). Ningún
hombre aunque fuese el más santo estaba en condiciones de tomar sobre sí los pe
cados de todos los hombres y ofrecerse en sacrificio por todos. La existencia en Cris
to de la persona divina del Hijo, que al mismo tiempo sobrepasa y abraza a todas las
personas humanas, y que le constituye Cabeza de toda la humanidad, hace posible su
sacrificio redentor por todos.
«(Cristo) se vio arrastrado como un cordero y degollado como una oveja, y así nos re
dimió de idolatrar al mundo, como en otro tiempo libró a los israelitas de Egipto, y nos
salvó de la esclavitud diabólica, como en otro tiempo a Israel de Ea mano del Faraón; y
marcó nuestras almas con su propio Espíritu y los miembros de nuestro cuerpo con su
sangre.
SUMARIO
Incluso los «testigos elegidos de antemano por Dios» (Hch 10,41) para que den
testimonio de la resurrección del Señor sólo podrán verle con los ojos de la fe.
• La resurrección: un hecho histórico y trascendente.
Esta realidad y el reservar el apelativo de histórico sólo a aquellos aconteci
mientos cuyas causas y efectos son intrahistóricos dan lugar a que algunos
autores contemporáneos califiquen la resurrección de Jesús como un aconte
cimiento n o-histórico, sino m etahistórico. Se trata del intento de hablar en
un lenguaje heredado de la Ilustración, con su peculiar concepto de lo que
pertenece a la historia de los hombres. En efecto, si se admite que sólo es his
tórico aquello que pertenece a lo intramundano en sus causas y en sus efectos
y además se encuentra situado en un horizonte de verosimilitud histórica,
es decir, en un contexto de sucesos semejantes a él en los que encuadrarlo,
es claro que el apelativo de histórico no se debe aplicar a la resurrección del
Señor. Esta resurrección, en efecto, ni tiene sucesos semejantes a ella -es ra~
dicalmente nueva-, ni la vida del Resucitado eslá somolida a nuestras leyes
intramundanas. ; 1
Esta postura parece más lógica. En cualquier caso, está clara la importancia
de este acontecimiento para la fe cristiana. San Pablo lo expresa con palabras
fuertes: «Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación, vana es tam-
bién nuestra fe. Seremos falsos testigos de Dios, porque contra Dios testifilá-
mos que ha resucitado a Cristo [...] Y si sólo mirando a esta vida teítéinasÍÉ^
esperanza puesta en Cristo, somos los más miserables de todos los háchj)re$|g|?
(1 Co 15,14.18). Así pues, quien acepte la
torizar la resurrección del Señor, entendiéndola en forma doceta, es decir,
privándola de su realidad táctica. La insistencia con que los Padres repiten
que Jesús resucitó verdaderam ente es paralela a su insistencia en que nació
verdaderam ente de María Virgen, y murió verdaderam ente, y es testimonio
también de la importancia que para la fe cristiana tienen la realidad delcuerpo -
de Cristo y los hechos de su vida. El repetido uso del adverbio verdaderamente
es un intencionado rechazo del docetismo, también de una concepción doce
ta de los acontecimientos de la vida de Jesús, que, por ejemplo, a la hora de
hablar de la resurrección de Jesús la redujese a mera pervivenda como es el
caso de los gnósticos del siglo II, o a un acontecimiento que tiene lugar exclu
sivamente en la fe de los apóstoles, de modo que sea posible desmi tologizarlo,
eliminando su carácter de acontecimiento real, independiente y previo a la fe
de los apóstoles.
En conclusión, «podemos ver en la resurrección ante todo un hecho histórico.
En efecto, se ha realizado en un marco preciso de tiempo y espacio [...] Pero,
aun siendo un evento cronológica y espacialmente determinable, la resurrec
ción trasciende y está por encima de la historia» (San Juan Pablo II, Discurso,
1.ÍII.1989, nn. 2y3 ).
a) El anuncio de Jesús
Jesús anuncia no sólo su muerte, sino también su resurrección. Así se ve en
el conocido pasaje en que compara su muerte-resurrección con el episodio de
Jonás, hablando de su resurrección como de un signo (Mt 12,38-40; Le ll,29ss.;
Mt 16,1-4; Me 8,llss). También cuando dice a los fariseos: «Destruid este tem
plo y yo lo reedificaré en tres días» (Jn 2,13-22; cf. Mt 26,61; 27,40; Me 14,58),
en algunos anuncios de la Pasión (cf., por ejemplo, Me 8,30-32; Mt 16,20-22; Le
9,21ss.) y en otros pasajes (cf., por ejemplo, Mt 17,9; Me 9,9; Mt 17,23; Me 9,31;
Jn 10,17).
b) El sepulcro vacío
Tiene gran importancia el hecho del sepulcro vacío. Los cuatro evangelios co
mienzan a tratar de la resurrección precisamente mencionando el hallazgo del
sepulcro vacío. No es que el sepulcro vacío en cuanto tal sea prueba principal
de la resurrección: la pmeba definitiva de la realidad de la resurrección son
las apariciones, particularmente a los Once. La realidad del sepulcro vacío sí
es imprescindible, en cambio, para que haya tenido lugar la resurrección. Los
relatos hablan de una continuidad entre el cuerpo sepultado y el cuerpo re
sucitado, imposible si el sepulcro no hubiese estado vado. El sepulcro vacío
orienta hacia la resurrección y, particularmente, hacia la verdadera corporei
dad del resucitado. Jesús no está en el sepulcro, porque ha resucitado: quien
quiera encontrarlo debe buscarlo entre los vivos, no en el sepulcro.
Este el mensaje de los ángeles a las mujeres: «No está aquí: ha resucitado, según
lo había dicho» (Mt 28,6); «Buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado; ha resucitado,
no está aquí» (Me 16,6); «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está
aquí; ha resucitado» (Le 24,5-6).
«Hermanos, séame permitido decir con toda libertad y franqueza: el patriarca Da
vid murió y fue sepultado, y ahí está su sepulcro hasta nuestros días; pero, como
profeta que era [...] habló sobre la resurrección del Mesías: este no fue abandona
do en el sheol, ni su carne experimentó la corrupción» (Hch 2,29-31).
Es clara la solemnidad con que se proclama la resurrección del Señor, así como
el empeño en subrayar su realidad, es decir, en el empeño por dejar claro
que no pertenece al ámbito de la mera subjetividad de los discípulos. Este
empeño se manifiesta entre otras cosas ai aducir esa lista de apariciones -con
la expresa mención de que aún viven muchos de esos «más de quinientos
hermanos»-, como acontecimientos que garantizan la realidad objetiva de la
resurrección del Señor.
Estas afirmaciones constituyen las más antiguas expresiones de la predicación
y de la fe en la resurrección de Jesús, como formulaciones que van cristalizan
do. Pueden verse también, además de 1 Co 15,3-8; Rm 10,9 («Jesús es el Señor;
Dios lo ha resucitado de entre los muertos»), Hch 2,23ss.; 3,15; 4,10; 5,30-31;
10,37-40; 13,27-31; 1 P 3,1-18 ss. etc. Sólo más tarde se pasa a hablar de la resu-
rrección de Jesús en las formas narrativas, es decir, en los relatos
de las apariciones y del sepulcro vacío. Estos relatos, como es obvio/
estrecha dependencia de la fe, firmemente profesada desde el principio,
resurrección de Jesús: de lo que constituye su afirmación esencial: «Verdade
ramente el Señor ha resucitado» (Le 24,34).
Estas narraciones se encuentran en los cuatro Evangelios ocupando los capí
tulos finales (Me 16; Mt 28; Le 24; Jn 20-21), y en H echos 1,1-11. Son relatos de
una gran sobriedad. Todos ellos hablan de apariciones de Jesús, pero en nin
guno se dice que nadie haya visto resucitar al Señor; sólo testifican con sen
cillez que el resucitado se les ha aparecido. Está claro que ninguno pretende
haber sido testigo del acontecimiento de la resurrección de Jesús en cuanto tal.
Se testifica la resurrección por el encuentro con el resucitado.
En estos relatos se destaca la continuidad entre el crucificado y el resucita
do. Se trata del mismo Jesús, que es reconocido al aparecerse. Se le reconoce,
por ejemplo, al hablar (cf. Jn 20,16), en Ja fracción del pan (cf. Le 24,31). A
veces, esta identidad queda subrayada incluso en el aspecto corporal. Así
por ejemplo, Jesús invita a comprobar mediante el tacto que es él mismo, que
tiene verdadero cuerpo (cf. Le 24,39), y mostrando las manos taladradas y el
costado traspasado, insiste en que este cuerpo es el mismo que fue crucificado
(cf. Jn 20,27).
Los relatos de la resurrección, al mismo tiempo que ponen de relieve que exis
te identidad entre el cuerpo sepultado y el cuerpo resucitado de Cristo, dan
fe de que, siendo el mismo, se encuentra en un estado superior en el que no
está sometido a las normales leyes físicas. Así se desprende de la forma en
que tienen lugar las apariciones: Jesús entra en el cenáculo estando las puertas
cerradas (cf. Le 24,36; Jn 20,19-26). En el texto de 1 Corintios 15, San Pablo ha
blará de la resurrección gloriosa teniendo en mente la gloria que se desprende
del cuerpo resucitado de Jesús: se resucita en incorrupción, en poder y en
gloria. Se trata, pues, de la corporeidad llevada hasta su máxima posibilidad
de glorificación. El mismo San Pablo llamará al cuerpo glorioso «cuerpo es
piritual» (1 Co 15,44), para destacar la diferencia existente entre el cuerpo
resucitado y el cuerpo terreno.
Esta diferencia se encuentra presente en la misma naturaleza de las aparicio
nes. Si bien es verdad que se trata de apariciones reales -es Jesús el que
se muestra a los discípulos-, estas apariciones para ser aceptadas como tales
220 exigen la fe de los apóstoles. El cuerpo de Jesús ya no pertenece a este mun
do; por decirlo de algún modo, tiene un carácter sobrenatural. Las narraciones
evangélicas destacan las dudas incluso de algunos discípulos que ven a Jesús
(cf. Mt 28,17).
Era un verdadero ver a Jesús:
En el Nuevo Testamento se distinguen perfectamente las visiones de Jesús que
hayan podido tener otros cristianos -por ejemplo, la de Ananías relatada en Hch
9,10-, de las apariciones del Resucitado en cuanto tales, que son situadas a otro
nivel. «La experiencia, pues, de que nos hablan es, a juicio de ellos, una experien
cia completamente sui generís, diversa de todas las otras experiencias místicas,
que pueden ser repetidas indefinidamente y, mucho más aún, diferente de otros
fenómenos de entusiasmo religiosos, que pueden ser provocados a voluntad» (M.
González Gil, Cristo, el misterio de Dios, II, 308).
«Si la muerte comporta la separación del alma y el cuerpo, se sigue que también
para Jesús ha habido por una parte el estado de cadáver del cuerpo, y por otra
la glorificación celeste de su alma desde el momento de la muerte. La primera
Carta de Pedro habla de esta dualidad, cuando, refiriéndose a la muerte de Cristo
por los pecados, dice de El: "muerto según la carne, pero vivificado en el espíritu"
(1 P 3,18)» (San Juan Pablo II, Discurso, 1111989, n. 5).
La resurrección es, antes que nada, la glorificación del mismo Cristo, «hecho
obediente hasta la muerte y muerte de cruz, por lo que Dios le exaltó y le
otorgó un nombre que está sobre todo nombre» (Flp 2,8-9). Esta glorificación,
que le corresponde en atención a su dignidad de Hijo, al mismo tiempo, ha
sido conquistada -merecida- por Jesucristo, conforme se subraya en el texto
citado de Pilipenses: Dios lo exaltó p o r haber sido obediente hasta la muerte
de cruz. Esta exaltación fue también objeto de esperanza y de oración para
Cristo, conforme se ve, por ejemplo, en Jn 17,1 y 5: «Padre, llegó la hora: glo
rifica a tu Hijo, para que el Hijo te glorifique [...] Ahora tú, Padre, glorifícame
cerca de ti mismo con la gloria que tuve cerca de ti antes de que el mundo
existiese».
La ascensión del Señor es un artículo de fe, que aparece en los Símbolos más
antiguos como parte esencial de la exaltación de Cristo. En ella se expresa el
señorío de Jesús, su plenitud de vida y poder, su potestad de Rey del uni
verso. Puede decirse que el núcleo esencial del contenido de la ascensión del
Señor se encuentra precisamente en la afirmación «está sentado a la derecha
del Padre» en cuanto participación de Cristo en la soberanía del Padre, que
le «ha entregado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). También la
ascensión -como los demás misterios de la vida de Cristo- está colocada en
el Símbolo de Nicea bajo la elocuente advertencia de que fue «por nosotros y
por nuestra salvación», es decir, la ascensión afecta no sólo a la exaltación de
Cristo en cuanto tal, sino al ejercicio de su mesianismo.
Como afirma el Concilio Vaticano II, la «obra de la redención humana y de la per
fecta glorificación de Dios, que tuvo su preludio en las admirables gestas divinas
obradas en el pueblo del Antiguo Testamento, ha sido realizada por Cristo Señor,
especialmente por medio del misterio pascual de su santa Pasión, resurrección y
gloriosa ascensión, misterio con el que muriendo ha destruido nuestra muerte y
resucitando nos ha devuelto la vida» (Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum
Concilium, n. 5).
Los Símbolos, después de proclamar que el Señor ascendió a los cielos y está
sentado a la derecha del Padre, afirman que «desde allí ha de venir a juzgar
a los vivos y a los muertos». En algunos de ellos, como en el Símbolo de
Nxcea, esta afirmación se coloca bajo el significativo lema que abarca todo el
ciclo cristológico del Credo; «que por nosotros los hombres y por nuestra sal
vación. ..». La potestad de juzgar de Cristo y el mismo juicio se entienden,
pues, como pertenecientes a la redención.
El mismo Señor se refiere repetidas veces a este juicio, con frases que son comple
mentarias con la descripción de la ascensión, pues dice que vendrá «sobre las nu
bes del cielo con gran poder y majestad» (cf. Mt 24,30-31; Me 13,26-27; Le 21,27).
En la ascensión, los ángeles dicen a los apóstoles, que han visto a Jesús subir al
cielo: «Este mismo Jesús, que os ha sido arrebatado al cielo, volverá de la misma
manera que le habéis visto irse al cielo» (Hch 1,11). Jesús afirma que ha recibido
del Padre «poder para juzgar, porque es el Hijo del hombre» fin 5,27; cf. Jn 3,23;
939; 12,48).
• Ascensión • Recapitulación
4. ¿Entienden los apóstoles sus encuentros con el Resucitado com o unas simples
visiones?
7. ¿El envío del Espíritu por parte de Jesús está en relación con el misterio
Pascual?
9. ¿Se puede aplicar al cristiano la frase de que él es otro Cristo? ¿Por qué?
«Cristo vive. Esta es la gran verdad que llena de contenido nuestra fe. Jesús, que murió
en la cruz, ha resucitado, ha triunfado de la muerte, del poder de las tinieblas, del dolor
y de la angustia. "No temáis" con esta invocación saludó un ángel a las mujerés que
iban aí sepulcro; "No temáis. Vosotras venís a buscar a Jesús Nazareno, que fue crucifi
cado: ya resucitó, no está aquí" {Me 16,6). Haecestdies quam fecít Dominas, exsultemus
etlaetemurin ea¡ éste es el día que hizo el Señor, regocijémonos (Sal 117,24).
Ei tiempo pascual es tiempo de alegría, de una alegría que no se limita a esa época del
año litúrgico, sino que se asienta en todo momento en el corazón det cristiano. Porque
Cristo vive: Cristo no es una figura que pasó, que existió en un tiempo y que se fue,
dejándonos un recuerdo y un ejemplo maravillosos.
No: Cristo vive. Jesús es ei Emmanuel: Dios con nosotros. Su resurrección nos revela
que Dios no abandona a los suyos. "¿Puede la mujer olvidarse del fruto de su vientre, no
compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidare, yo no me olvida
ré de ti" {ls 49,14-15) había prometido, Y ha cumplido su promesa. Dios sigue teniendo
sus delicias entre los hijos de los hombres (cf. Pr 8,31).
Cristo vive en su iglesia. "Os digo la verdad: os conviene que yo me vaya; porque si yo
no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros, pero si me voy, os lo enviaré" (Jn 16,7).
Esos eran los designios de Dios: Jesús, muriendo en la cruz, nos daba el Espíritu de Ver
dad y de Vida. Cristo permanece en su Iglesia: en sus sacramentos, en su liturgia, en su
predicación, en toda su actividad
(...) De modo especial Cristo sigue presente entre nosotros, en esa entrega diaria de la
Sagrada Eucaristía. Por eso la Misa es centro y raíz de la vida cristiana. En toda misa está
siempre el Cristo Total, Cabeza y Cuerpo. Per lpsumf et cum Ipso etin Ipso. Porque Cristo
es el Camino, el Mediador: en El, lo encontramos todo; fuera de El, nuestra vida queda
vacía. En Jesucristo, e instruidos por El, nos atrevemos a decir - audemus dicere- Pater
noster, Padre nuestro. Nos atrevemos a llamar Padre al Señor de ios cíelos y de la tierra.
Cristo vive en el cristiano. La fe nos dice que el hombre, en estado de gracia; está endio
sado. Somos hombres y mujeres, no ángeles. Seres de carne y hueso, con corazón y con
pasiones, con tristezas y con alegrías. Pero la divinización redunda en todo el hombre
como un anticipo de ia resurrección gloriosa."Cristo ha resucitado de entre los muertos
y ha venido a ser como las primicias de ios difuntos: porque así como por un hombre
234
vino la muerte, por un hombre debe venir la resurrección de ios muertos; Que así como
en Adán mueren todos, así en Cristo todos serán vivificados" (1 Co 15,20-21)».
«Debemos añadir, por último, que Cristo es el Señor de ta Vida eterna. A Él pertenece el
ju icio último, del que habla él Evangelio de Mateo: "Cuando el hijo del hombre venga
en su gloria acompañado de todos sus ángeles/entonces se sentará en su trono de
gloria, , . Entonces dirá el Rey a los de su derecha: Venid, benditos de míPadre, recibid
la herencia det Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo" (Mt 25,31.
34).
El derecho pleno de juzgar definitivamente las obras de los hombres y de las conciencias
humanas, pertenece a Cristo con cuanto Redentor del mundo. Él>en efecto, "ádcjuirió"
este derecho mediante la cruz. Por eso el Padre "todo juicio lo ha entregado al Hijo"
(Jn 5,22). Sin embargo el Hijo no ha venido sobre todo para juzgar, sino para salvar. Para
otorgar la vida divina que está en Él. "Porque, como el Padre tiene vida en sí mismo, así -
también le ha dado al Hijo tener vida en sí mismo, y le ha dado poder para juzgar, por-
que es Hijo del hombre" (Jn 5,26-27).
Un poder, por tanto, que coincide con la misericordia que fluye en su corazón desde
el seno del Padre, del que procede el Hijo y se hace hombre propter nos homines et
propter nostram salutem, Cristo crucificado y resucitado* Cristo que "subió a los cielos y $
:.K
está sentado a la derecha del Padre". Cristo que es, por tanto, el Señor de la vida eterna,
se eleva sobre el mundo y sobre la historia como un signo deam or infinito rodeado de
gloria, pero deseoso de recibir de cada hombre una respuesta de amor para darles la
vida eterna».
Manuales:
A. Aranda (ed.), «Creemos y conocemos», lectura teológica del Catecismo de la Iglesia Cató
lica, Pamplona: Eunsa, 2012.
C. Izquierdo - J. Burggraf - F. M. Arocena - M. Brugarolas (eds.), Diccionario de Teolo
gía, Pamplona: Eunsa, 2014.
L. F. Mateo-Seco - R. Corazón González, Conceptos básicos para el estudio de la teología,
Madrid: Cristiandad, 2010.
J. R. Villar (dir.), Diccionario teológico del Concilio Vaticano II, Pamplona: Eunsa, 2015.
236 J
ÍNDICE
Presentación................................................................. .............................. 8
Bibliografía 235