Colegio Friedrich Naumann
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Curso: 902
Asignatura: sociales
1. Ampliar tus conocimientos sobre: concesiones de petróleo, masacre de las bananeras, misión
Kemmerer y la indemnización que recibe Colombia por parte de los EEUU en razón a su
intervención en la separación de Panamá. En los enlaces de las referencias podrás encontrar esa
información.
La Misión Kemmerer
Convencido de que el caos monetario de Colombia era la causa principal de sus desajustes
fiscales, y del desorden general que reinaba en la economía, el Presidente Carlos E. Restrepo
contrató en agosto de 1913 los servicios de la casa Dreyfus y Cia. de París para crear en
Colombia un banco de emisión que llevaría el nombre de Banco de la República. La oligarquía
comercial y financiera colombiana brincó contra esta decisión del Gobierno republicano, que
calificó de “innecesaria”, “peligrosa’ y “pavorosa”, no obstante haberse demostrado que la falta
de un Banco Emisor era la causante de la usura que carcomía al país, entre otras dolencias de
tipo económico. A la postre la enorme presión de los bancos y de los grandes usureros
nacionales obligó al gobierno a rescindir los contratos con la Casa Dreyfus y se archivó la
creación del Banco de la República a comienzos de 1914.
Ocho más tarde, en cumplimiento de lo ordenado por el Congreso de 1922, el gobierno de Pedro
Nel Ospina nombró Ministro Plenipotenciario de Colombia en Washington a Enrique Olaya
Herrera, con el encargo de contratar una misión de técnicos financieros que iniciara sus trabajos,
de ser posible, a principios de 1923. Olaya Herrera, que conocía al dedillo el ambiente
financiero de los Estados Unidos, estableció contacto con el profesor Edwin Walker Kemmerer,
le propuso encabezar la misión e integrarla a su criterio con otros cuatro profesores. Kemmerer
sugirió a los expertos H. M. Jefferson, Fred Rogers Fairchaild, Thomas Russell Lill y Frederick
Bliss Luquiens, aceptados sin reparos por Olaya Herrera. Este quinteto de técnicos
norteamericanos en finanzas y administración pública conformó la misión financiera conocida
como Misión Kemmerer, por ser Kemmerer su jefe (véase recuadro).
Después de varios días de huelga los obreros de la zona bananera en el Departamento del
Magdalena, se enfrentaron con el ejército, desplegado allí para evitar alteraciones del orden
público y “un golpe de mano” que tenían planeado los comunistas, organizadores de la huelga,
según rezaba la propaganda difundida por distintos medios de comunicación. Sobra decir que
impresos, pues entonces no había de otros.
¿Qué pretendían los supuestos comunistas al lanzar a los obreros de las bananeras a una huelga
que, desde el primer momento, fue calificada de subversiva por el Gobierno? ¿Qué intentaban
subvertir los obreros de la zona bananera? ¿Acaso estaban formando un ciclón revolucionario
bolchevique –como editorializaban los respetados periódicos conservadores y preconizaban
desde los púlpitos los venerables representantes de Dios en la Tierra—ciclón que barrería con
las vidas y haciendas de la gente de bien?
No podría explicarse, ni menos comprenderse, por qué ocurrió un episodio como la masacre de
la Zona bananera del Magdalena, sin tratar de entender el influjo de un acontecimiento acaecido
diez años antes, la Revolución bolchevique de Rusia, al concluir la primera guerra Mundial, y el
establecimiento de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, primera república socialista
en el mundo, que a su vez produjo el nacimiento de dos corrientes opuestas: la de los que veían
por fin materializado el ideal de la igualdad social y de la justicia verdadera, encarnado en Lenin
y sus bolcheviques, la redención de las clases trabajadoras y la condena definitiva de la
explotación del hombre por el hombre; y la de los que advirtieron en a revolución soviética una
amenaza mortal para el orden capitalista, la desaparición de la propiedad privada y el
establecimiento de la horrenda dictadura del proletariado. La primera corriente ganó muchos
adeptos en todo el mundo. Los obreros se organizaron en sindicatos, las huelgas se extendieron
y poco a poco los trabajadores le arrancaron al capital amedrentado concesiones y derechos con
los que, diez años atrás, ni se hubieran atrevido a soñar.
En los albores de la revolución soviética el escritor liberal colombiano Max Grillo había
pregonado, a mediados de 1919, que “los obreros [colombianos] desean formar un nuevo
partido que tenga por programa las grandes reivindicaciones socialistas. El liberalismo, por
evolución, puede ser ese partido socialista”. No eran palabras vanas. Los intelectuales liberales,
su clase dirigente, su juventud, se lanzaron a una en pos del ideal socialista, ya aclamado por
Rafael Uribe Uribe mucho antes de la revolución de octubre de 1917, como un imperativo para
el liberalismo. Los patriarcas Baldomero Sanín Cano, Benjamín Herrera y Max Grillo, y los
jóvenes Enrique Olaya Herrera, Alfonso López, Eduardo Santos, Luis López de Mesa, Eduardo
y Agustín Nieto Caballero, Armando Solano, Benjamín Palacio Uribe, Luis Cano, Enrique
Santos, Ricardo Rendón, María Cano, y varios centenares más de la extraordinaria Pléyade de
liberales de la Generación del Centenario que supieron combinar el pensamiento con la acción,
acordaron, al comenzar la década de los veintes, que el propósito sagrado del Partido Liberal, en
su búsqueda del poder, era plasmar la reforma social, y acogieron en su plataforma no pocos de
los postulados del socialismo soviético.
Como es natural el Partido Conservador –en el que militaban personalidades progresistas como
José Vicente Concha, Marco Fidel Suárez, Pedro Nel Ospina o Guillermo Valencia—no podía
estar de acuerdo con las prédicas subversivas del bolcheviquismo, y las combatió sin tregua en
el parlamento, en el Gobierno, en la prensa y en los púlpitos. Para 1928 el liberalismo –todavía
minoritario en el Congreso—había popularizado su acción social y gozaba del fervor de las
masas. Los obreros, a los que el sector más reaccionario del conservatismo calificaba de
comunistas, eran fervientes liberales porque encontraban en los editoriales de la prensa liberal,
en los discursos de los jefes del liberalismo, en la idea de la reforma social, su gran esperanza.
Asustados los jefes conservadores y los jerarcas de la Iglesia --que también eran jefes
conservadores, o mejor, los verdaderos jefes—ante la catástrofe electoral que veían venir para
1930, y la inminente caída del régimen conservador, adoptaron estrategias desesperadas. Una de
ellas fue la presentación de la ley 69, que so pretexto de reglamentar la actividad obrera,
buscaba meter en cintura a los sindicatos y disminuir la capacidad de acción política de las
masas liberales “comunistas”. Esta Ley 69, apodada “Ley heroica” por sus promotores, vedaba
que los sindicatos atacaran el derecho de propiedad privada o desconocieran su legitimidad, les
prohibía fomentar la lucha de clases y les desconocía el derecho de promover huelgas. La
divulgación de escritos, carteles y publicaciones que respaldaron los actos declarados ilicititos
por la ley 69, sería sancionada con severidad. En adelante los obreros se convertían en objeto de
aguda vigilancia policial. Sancionó la Ley el Presidente de la República, doctor Miguel Abadía
Méndez, jurista eminente, hombre probo, temeroso de Dios y más temeroso aún de los poderes
terrenales que, tal la United Fruit Company, eran así mismo omnímodos, como lo dijese en
alguna ocasión el doctor Eduardo Santos, Director de El Tiempo.
El historiador santandereano Horacio Rodríguez Plata menciona la referencia que se hace sobre
los yacimientos de petróleo, llamado por los españoles de la conquista de ‘brea o chapapote',
dada por el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés, en su obra Historia General y
Natural de las Indias, Islas y Tierra Firme del Mar Océano, debido a los comentarios de dos de
los compañeros de Gonzalo Jiménez de Quesada. El caserío de La Tora, habitado por los
aborígenes yariguíes, fue denominado Barrancas bermeja, en 1536, por los acompañantes de
Jiménez de Quesada debido a su color.
La fiebre del oro comenzó a mediados del siglo XIX en California y Suráfrica. La del ‘oro
negro' se inició en 1859 cuando se perforó el primer pozo en Pennsylvania. Aunque para finales
del siglo XIX la economía mundial aún giraba alrededor de Inglaterra y Francia, Estados
Unidos, por medio de su política de expansión extraterritorial y de la dominación del principal
recurso energético de la industria moderna, el petróleo, se preparaba para la hegemonía
mundial.
El compañero Álvaro Concha, secretario regional del MOIR en Norte de Santander, escribió
recientemente un pequeño libro titulado La Concesión Barco: síntesis histórica de la explotación
petrolífera del Catatumbo, que hemos querido resumir en este número de Tribuna Roja, por dos
razones principales. En primer lugar, porque se trata de la denuncia de uno de los atropellos más
aberrantes que han infligido al país los monopolios norteamericanos y, en segundo lugar, porque
Virgilio Barco Vargas, el personaje que tal vez sacó mayor provecho de esta entrega de nuestros
recursos naturales, fue presentado hace poco al pueblo colombiano como un paradigma de
honestidad, pulcritud y decencia administrativa. El ex candidato llerista del Partido Liberal,
según los patrocinadores de su campaña, era el hombre indicado para regenerar las costumbres
políticas de la nación, acabar con el tráfico de prebendas e iniciar una nueva era de progreso y
“soluciones efectivas”.
Sin embargo, la historia de la Concesión, que comienza el 16 de octubre de 1905, configura una
monstruosa ignominia de la que no habla el llerismo. Ese día el presidente Rafael Reyes firmó
un contrato con el general Virgilio Barco Martínez, antiguo prefecto de la provincia de Cúcuta,
por medio del cual se autorizaba a este último para usufructuar fuentes de petróleo en cerca de
200 mil hectáreas baldías ubicadas en la región del Catatumbo, a pocos kilómetros de la frontera
con Venezuela. El plazo de la concesión era de 50 años y el Estado percibiría el 15% de las
utilidades líquidas. El beneficiario quedaba exento de impuestos; debía presentar planos y
estudios de la zona al cabo de un año y empezar la producción tres años después; estaba
facultado para aprovechar los yacimientos mineros y todos los demás materiales que encontrara
en el área; y podía traspasar sus derechos adquiridos a cualquier individuo o compañía nacional
o extranjera, previa autorización del gobierno. Una cláusula final, para salvar las apariencias, se
refería a las causales de caducidad, entre las cuales se destaca la de que si el contratista no
comienza los trabajos en el plazo establecido, la concesión revierte inmediatamente al país, y de
manera gratuita.
La creación de Ecopetrol
https://infograph.venngage.com/edit/2f14f30a-16ef-48ce-8bd9-1b6672eb0f0c