Pineda, David - Sobre Las Emociones
Pineda, David - Sobre Las Emociones
Pineda, David - Sobre Las Emociones
¿Qué son las emociones? ¿Podrá una máquina algún día llegar a
experimentar emociones? ¿Qué papel juegan las emociones en nuestra vida
mental? ¿Qué relación existe entre las emociones y la razón? Estas son solo algunas
de las principales perplejidades sobre las emociones, entre otras muchas, que se
abordarán en este libro. Descubriremos que las emociones (y en general los
fenómenos afectivos) son especialmente elusivas, parece como si quisieran
resistirse a ser teorizadas. Veremos que en estos momentos no hay nada parecido a
un consenso sobre ningún aspecto básico de las emociones, empezando por su
propia naturaleza. La pregunta sobre qué hay que entender por una emoción se
responde hoy en día de modos diversos, y a menudo incompatibles, como
tendremos ocasión de comprobar. Incluso se duda de que aquello que
comúnmente llamamos emociones forme una clase homogénea que permita un
mismo tratamiento teórico. Aunque el estado presente de la investigación, así pues,
diste de ser el ideal, esto no significa, ni mucho menos, que sea estéril. Al contrario,
los distintos aportes, tanto filosóficos como científicos, que se discutirán en este
libro arrojan luz sobre uno de los fenómenos más difíciles de estudiar, y más
desconcertantes. Nos permiten comprenderlo mejor, si bien ciertamente no
completamente, y plantear nuevas preguntas y líneas de investigación que sin
duda permitirán importantes avances en un futuro cercano.
Es difícil subestimar la importancia de las emociones en nuestra vida. Sin
adelantar aquí cuestiones que analizaremos prolijamente en el libro, podemos de
momento señalar que las emociones son una importante fuente (algunos dirían que
«la» fuente) de la motivación. Querer comprender el comportamiento humano
ignorando las emociones es como querer comprender el funcionamiento de un
coche ignorando su motor. A menudo, si no siempre, las motivaciones humanas
residen en el estado emocional de los agentes. Y tan importante resulta
comprender las propias emociones como reconocer las emociones de los demás. La
literatura y el cine, el arte, en general, a menudo ha girado en torno a la
comprensión y la gestión de las emociones humanas. Sin emociones, careceríamos
de motivación para actuar, y nuestra vida se encontraría privada del tipo de
experiencias que seguramente hace que vivir merezca la pena.
Este libro pretende ofrecer una presentación a la vez rigurosa y accesible del
debate actual sobre las emociones. Por ello, se ha escrito con la idea de que resulte
de interés tanto al filósofo profesional que quiera conocerlo con cierto detalle,
como al científico interesado en las emociones, como también a cualquier lector con
formación universitaria que esté interesado en el tema. He tratado por tanto de
poner cuidado en no presuponer ningún conocimiento filosófico, o científico, que
no se explique en el libro.
***
Vamos a llamar a los estados mentales que deben ajustarse con el mundo,
cuya dirección de ajuste es mente-mundo, ‘estados doxásticos’. El término quiere
remitir a ‘δόξα’, vocablo que en griego antiguo significa «opinión» o «creencia». Es
un sustantivo que procede del verbo griego ‘δοκέω’, cuyo significado primario es
«parecer». En griego clásico este verbo se empleaba, entre otros usos, para expresar
pareceres intelectuales (igual como ocurre en castellano). Así, es el verbo usado en
griego en la construcción ‘me parece que...’, la cual introduce un cierto modo
específico en que el sujeto (en este caso, yo mismo) se representa el mundo, esto es,
un cierto modo en que se le aparece el mundo al sujeto. En suma, pues, un estado
mental doxástico ofrece a través de su contenido una representación del mundo,
un modo como se le aparece al sujeto el mundo (o, siendo más precisos, un
pequeño fragmento del mundo). Un estado doxástico trata de rastrear el mundo, y
resulta inapropiado si no lo hace correctamente.
Al margen de las creencias, otros tipos de estados mentales son también
doxásticos. Las experiencias perceptivas, los estados mentales que son resultado de
un proceso de percepción, nos ofrecen también una representación del mundo.
Cuando uno experimenta una experiencia perceptiva, por ejemplo una cierta
experiencia visual, el mundo se le aparece a uno visualmente de un cierto modo. A
menudo, el contenido de nuestras experiencias perceptivas integra información de
diversos canales sensoriales. Cuando viajo en tren, por ejemplo, mi experiencia
perceptiva incluye sensaciones visuales, auditivas, olfativas y también táctiles. En
su conjunto ofrecen una representación de un fragmento del mundo: puedo por
ejemplo ver que hay una persona en mi compartimento sentada frente a mí, a la
vez que oigo la sirena del tren, una conversación entre pasajeros, etc. Tal como
ocurre con las creencias, una experiencia perceptiva trata de rastrear el mundo, y
resulta incorrecta o inapropiada si su contenido no coincide con el mundo. Las
ilusiones perceptivas o las alucinaciones son en este sentido defectuosas. Es de
nuevo el contenido de una experiencia perceptiva el que debe ajustarse al mundo.
Algo parecido cabe decir de los recuerdos, solo que en este caso un recuerdo trata
de rastrear un estado del mundo ya pasado. Nótese, además, que el recuerdo nos
representa ese estado del mundo como algo que pertenece efectivamente al
pasado, y no al presente. De nuevo, si la representación no es fidedigna, si su
contenido no se ajusta a cómo fue el mundo, el recuerdo es defectuoso.
Frente a los estados doxásticos, existe otra clase de estados mentales con una
dirección de ajuste mundo-mente, esto es, en este caso es el mundo quien debe
ajustarse al contenido del estado mental. El caso paradigmático de este segundo
tipo de estados mentales son los deseos. Nótese que, en general, el contenido de un
deseo no coincide con el mundo, y cuando lo hace, cuando coincide, el deseo cesa.
Si yo deseo ir al cine, el contenido intencional de mi deseo, a saber, que yo vaya al
cine, no coincide con el mundo. Cuando coincide, esto es, cuando finalmente voy al
cine, decimos que mi deseo ha sido satisfecho y, generalmente, una vez un deseo
ha sido satisfecho, dejamos de tenerlo. Así pues, a diferencia de los estados
doxásticos, no diremos que un deseo es inapropiado o incorrecto cuando su
contenido no coincide con el mundo. Al contrario, esto es más bien la norma en el
caso de los deseos. Los deseos no tratan de rastrear el mundo, sino que su función
es más bien la de causar que el mundo se ajuste a ellos. Cuando deseo ir al cine, mi
deseo en principio me lleva a producir todos aquellos cambios necesarios en el
mundo para que termine habiendo ajuste, es decir, me lleva a hacer lo necesario
para que yo acabe yendo al cine. En caso, así pues, de desajuste entre el contenido
del deseo y el mundo (la situación normal) lo racional no es en este caso cambiar o
modificar el deseo, como ocurre con los estados doxásticos, sino cambiar el mundo
para hacerlo coincidir con el contenido del deseo. A este segundo tipo de estados
lo denominaremos ‘estados conativos’. El término ‘conativo’ proviene del latín
‘conatus’ que significa esfuerzo o inclinación. Y esa es en realidad la idea, pues los
estados conativos como los deseos nos «hacen mover», nos hacen cambiar el
mundo, pues tienden hacia su cumplimiento.
EMOCIONES Y DESEOS
Entender que los deseos son disposiciones es entender, por tanto, que
manifiestan ciertas propiedades (en el caso de los deseos las manifestaciones son
múltiples) cuando se dan las circunstancias desencadenantes apropiadas. Por
ejemplo, mi deseo de tomar una cerveza puede manifestarse de maneras muy
distintas. Puedo bajar corriendo al supermercado del barrio si me doy cuenta de
que no queda cerveza en casa, o pedir cerveza si estoy en un bar, o responder
afirmativamente si alguien me pregunta si quiero beber cerveza, o pensar dónde
conseguir cerveza si el supermercado está cerrado, o pedírsela a mi vecino, si creo
que él tiene y no se molestará si se la pido, etc. Son muy variadas las
manifestaciones de mi deseo de tomar una cerveza, dependiendo de qué otros
estados mentales albergue y en qué situaciones me halle. Como dijimos en la
sección precedente, mi deseo de tomar una cerveza tenderá a su satisfacción, pero
el modo en que ello ocurra dependerá de las circunstancias en que crea
encontrarme, y también del resto de mis estados mentales. Si deseo tomar una
cerveza pero también deseo adelgazar y doy preferencia al segundo deseo,
entonces me abstendré de beber cerveza. Tal como es característico de las
disposiciones, mi deseo de tomar una cerveza solo se manifestará cuando
concurran circunstancias apropiadas. Pero si, en ausencia de esas circunstancias,
no hay manifestación alguna del deseo, no se sigue meramente de ello que no
albergue ese deseo.
Así pues, si bien las emociones comparten con los deseos su carácter
conativo y el hecho de poder ser más o menos intensas, hay otros aspectos
importantes que las distinguen de ellos. Hay mucho más que decir sobre la
importante relación entre deseos y emociones, y hay algunas de las cosas que
hemos dicho que convendrá matizar, pero hasta que no entremos en la discusión
sobre las diversas teorías sobre las emociones no podemos profundizar más en
ello.
LA VALENCIA
Un último problema para este enfoque tiene que ver con que parece haber
casos de episodios emotivos que resultan placenteros, o al menos eso parece
desprenderse de la actitud del sujeto, si bien tienen valencia negativa. El miedo
constituye un buen ejemplo. Hay gente a la que le encanta ver películas de terror (o
leer historias terroríficas). Estos sujetos parecen acudir al cine persiguiendo
experimentar miedos intensos. Es más, si la película no consigue hacerles pasar
verdadero miedo, tenderán a criticarla por ello, la juzgarán una mala película de
terror. El problema para el partidario del enfoque fenomenológico es que estos
sujetos parecen pasarlo bien sintiendo miedo, de hecho acuden al cine para eso,
para disfrutar y pasarlo bien. Pero su disfrute consiste precisamente en que
experimenten miedo, una emoción negativa. Si la película les hiciera reír, en lugar
de insuflarles miedo, no sería una buena película de terror. Considerarían que el
director del film ha hecho el ridículo porque su película da risa, en lugar de
infundir terror. Como dijimos, un problema pendiente de articulación para el
enfoque fenomenológico es el de precisar qué se quiere decir con «fenomenología
placentera», pero, en cualquier caso, parece difícil negar que el fan de las películas
de terror experimenta algo que le resulta placentero o agradable cuando las
contempla. Sin embargo, lo que experimenta, lo que busca experimentar, es miedo,
algo negativo. Parece forzada la opción de decir que el miedo que experimentan
algunos espectadores de la película tiene valencia positiva, y no negativa. Esto
implicaría que la valencia negativa no es esencial al miedo. Además, hay que
insistir en que el fan de las películas de terror espera experimentar miedo, uno
diría que con su componente negativo, y no una emoción positiva. Para esto último
se irá a ver una comedia. Finalmente, conviene señalar que este caso difícil no
involucra necesariamente un contexto de ficción —la historia de la película no es
real—. El comportamiento de las emociones en la ficción es también un tema
importante que tocaremos más adelante. Ahora bien, un caso parecido lo ofrecen
sujetos a los que les gusta colocarse en situaciones extremas y sumamente
arriesgadas y pasar miedo al enfrentarse a ellas. En este caso, las situaciones en
cuestión son muy reales pero, de nuevo, el miedo parece ser objeto de disfrute, y
no de sufrimiento.
Una segunda teoría conativa sostiene que la valencia se explica porque las
emociones consisten, al menos en parte, en estados intencionales cuyo contenido es
imperativo. La idea básica aquí es que mientras una creencia, por ejemplo, tiene un
contenido que define unas condiciones de verdad (unas condiciones que, de
cumplirse, hacen verdadera a esa creencia), los estados mentales responsables de la
valencia de una emoción tienen en cambio condiciones de cumplimiento
(condiciones que deben ser cumplidas, u obedecidas, para satisfacer ese estado).
Así, mientras empleamos el modo indicativo para especificar lingüísticamente el
contenido de una creencia, en el caso de los estados mentales que explican la
valencia debemos emplear el modo imperativo. Como es de esperar, según esta
teoría existen dos tipos de estados con contenido imperativo, uno para la valencia
positiva y otro para la valencia negativa. En el primer caso, el contenido consiste
en una permanencia en el episodio emotivo que debe ser obedecida; en el segundo,
en un cese del episodio emotivo que debe ser obedecido. Dicho en términos menos
formales, según esta teoría un estado emotivo positivo consistiría en parte en una
orden de continuar en ese estado; mientras que un estado emotivo negativo
consistiría en parte en una orden de dejar de estar en ese estado. Así pues, la idea
de fondo es que una emoción es positiva cuando conlleva una tendencia a
mantenerse en ella, es decir, una orden de hacer lo necesario para mantenerse en
ella, mientras que es negativa cuando conlleva una tendencia a dejar de estar en
ella, o sea, una orden de hacer lo necesario para dejar de estar en ella (Prinz,
2004a). De nuevo, esta teoría parece funcionar muy bien para ciertos tipos de
emociones. Es plausible suponer que el miedo, por ejemplo, conlleva una tendencia
a hacer lo necesario para dejar de tenerlo. En muchos casos, esto puede suponer
buscar algún modo de evitar o alejarse de aquello que lo causa. Y algo parecido
puede decirse del asco. Por el lado positivo, la admiración, el interés o el orgullo
parecen en efecto tender hacia su mantenimiento. Sin embargo, otros casos son
más dudosos. La tristeza parece en general comportar una inercia a mantenerse
triste, más que a hacer lo posible para dejar de estarlo. Existe además un fenómeno
de habituación que parece presente en las emociones como lo está también en el
dolor. Del mismo modo que uno puede habituarse al dolor, se habitúa también a
ciertas emociones, tanto positivas como negativas. No está claro cómo
conceptualizar la habituación, pero parece plausible pensar que supone una
disminución o incluso eliminación del elemento conativo destacado por la teoría.
En el caso de emociones positivas, por ejemplo, en general no buscamos
permanecer en ellas una vez pasado cierto tiempo, aunque el estímulo persista.
Los estados anímicos sí son reconocidos por todos los estudiosos de los
estados afectivos, sin embargo no hay ningún tipo de acuerdo sobre cómo
distinguirlos de las emociones. En realidad, la investigación, tanto empírica como
filosófica, dirigida específicamente a estados anímicos es considerablemente menor
que la dirigida a emociones. En general, la percepción es que dilucidar la
naturaleza de los estados anímicos y su relación con las emociones resulta una
tarea especialmente difícil. Vamos a enunciar aquí las teorías principales sobre
cómo distinguir entre emociones y estados anímicos que coexisten en la literatura
actual. Después de esto, concluiremos con una breve reflexión sobre lo
estrechamente relacionados que parecen estar ambos tipos de fenómenos afectivos.
Hay tres teorías distintas acerca de qué distingue a los estados anímicos de
las emociones: la teoría temporal, la disposicional y la intencional. De acuerdo con
la teoría temporal, la diferencia entre emociones y estados anímicos radica en su
duración: las emociones son breves mientras que los estados anímicos pueden
abarcar períodos muy largos de tiempo. Según este punto de vista, un estado
anímico es simplemente una emoción duradera, y no se distinguiría por otras
características. Sin embargo, es dudoso que el mero criterio temporal sea suficiente
para distinguir entre emociones y estados anímicos. Si bien es cierto que
frecuentemente los estados de ánimo son duraderos, algunos autores sostienen que
también pueden ser efímeros. Uno puede levantarse una mañana sintiéndose
depresivo, tal vez porque el día anterior las cosas no fueron bien en el trabajo, no
ha dormido bien, y además el tiempo ha amanecido horrible. Sin embargo, al
recibir una muy buena noticia a través del correo electrónico, su estado anímico
cambia por completo, olvida su estado depresivo y pasa a estar eufórico
(Davidson, 1994). Asimismo, otros autores señalan que hay emociones que son
duraderas. Un caso claro es el enojo. Cuando nos enfadamos, a menudo nos cuesta
desembarazarnos de nuestro estado emocional. Seguimos enfadados durante un
largo tiempo, y eso nos lleva a veces a comportarnos de un modo hosco con
personas con las que no estamos enfadados (Lazarus, 1994).
CAPÍTULO 2
Teorías cognitivistas
Trataré de ofrecer una exposición clara en cada caso que permita entender
razonablemente cada teoría y sus principales implicaciones, además de los
argumentos que llevan a ella, su poder explicativo (qué cosas sobre las emociones
es capaz de explicar de modo plausible) y también sus puntos flojos (aquello que
no explica bien) y las principales objeciones o contraargumentos a las que se haya
visto sometida.
LA TEORÍA MIXTA
Por de pronto, la teoría mixta es capaz de explicar un hecho central sobre las
emociones. Las reacciones emotivas tienen un componente subjetivo, queriendo
decir con ello que dependen no solamente del estímulo o situación ante la que se
encuentra el sujeto sino también del sujeto mismo. Así, un mismo estímulo puede
provocar respuestas emotivas de tipo distinto en sujetos diferentes, o incluso en el
mismo sujeto en momentos de tiempo distintos, o bien suscitar una emoción en un
sujeto y ninguna respuesta emotiva en otro. Es fácil multiplicar los ejemplos de
esta respuesta emotiva diferencial subjetiva. Ante la perspectiva de una entrevista
de trabajo algunos candidatos pueden reaccionar con miedo, otros con
preocupación y otros estar ilusionados. No obtener el trabajo puede suscitar en
unos tristeza, en otros rabia y a otros dejarlos indiferentes. Una misma situación
que antaño nos generaba miedo o ansiedad, por ejemplo algo relacionado con
nuestro desempeño profesional, puede ahora suscitar emociones positivas o
ningún tipo de reacción emotiva.
Hay una serie de problemas de la teoría mixta que son comunes a cualquier
teoría cognitivista, por lo que los abordaremos más adelante, una vez hayamos
presentado la teoría juicialista. Así pues, en esta sección vamos a centrarnos tan
solo en aquellos que atañen exclusivamente a la teoría mixta.
El defensor de la teoría mixta puede, así pues, tal vez declararse partidario
de la tesis de que el contenido de amor y odio es proposicional, y no objetual. Otra
posibilidad es apelar a la tesis de que amor y odio son sentimientos y como tales se
trata de estados disposicionales, cuyas manifestaciones son emociones. De acuerdo
con la teoría mixta, un sentimiento sería entonces la disposición a adquirir ciertas
combinaciones de creencias y deseos. El defensor de la teoría mixta puede tal vez
explicar los usos del lenguaje afirmando que amar a X consiste en tener la
disposición a adquirir ciertas combinaciones de creencias y deseos sobre X (es
decir, creencias y deseos con contenido proposicional pero que conciernen al
mismo objeto X). Es posible, entonces, que por esta vía el defensor de la teoría
mixta pueda acomodar la idea de que existen sentimientos cuyo contenido es
objetual en el sentido explicado, o al menos hacer compatible el modo en que se
atribuyen sentimientos como el amor y el odio a través del lenguaje con las tesis
básicas de la teoría mixta.
Sin embargo, hay otros estados emotivos cuyo contenido parece objetual (o,
cuando menos, eso parece desprenderse del modo en que se atribuyen mediante el
lenguaje). Un ejemplo del que hemos hablado también en el capítulo anterior es el
enojo. Decimos que María está enfadada con Juan, no que María está enfadada que
Juan tal y cual. Desde luego, el defensor de la teoría mixta se opondría a la tesis de
que de estos usos lingüísticos se desprenda que el contenido del enfado de María
sea objetual. Juan tiene que haber hecho algo, por ejemplo, haber estado con otra, y
entonces el enfado de María consistiría en realidad en su creencia de que Juan ha
estado con otra y su deseo de no ser engañada. Cuando hablamos decimos cosas
como ‘María está enfadada con Juan porque Juan ha estado con otra’. Pero este
uso, tomado en su literalidad, nos estaría dando la causa del enfado de María (el
‘porque’ parece aquí claramente causal) y no especificando, ni siquiera
parcialmente, su contenido. El defensor de la teoría mixta puede entender que en
una afirmación así nos estamos refiriendo a un hecho, que Juan haya estado con
otra, que es literalmente causa de la creencia que, según la teoría, constituye en
parte el enfado de María, con lo cual lo que dice literalmente el enunciado puede
casarse con la teoría mixta, si bien parece una posición algo forzada. Otra opción es
negar abiertamente que estos usos lingüísticos deban ser tomados literalmente.
Según esta posición, al decir que María está enfadada con Juan estamos en realidad
dando una información muy incompleta sobre el contenido proposicional de su
enfado.
LA TEORÍA JUICIALISTA
Mientras la teoría mixta sostiene, como hemos visto, que una emoción es
una combinación de una creencia y un deseo, la teoría juicialista sostiene en
cambio que una emoción es un cierto tipo de juicio cuyo contenido es evaluativo
(Solomon, 1976; Nussbaum, 2001). Vamos a continuación a presentar los conceptos
en los que se expresa esta idea central.
Así pues, para el juicialista las emociones son juicios, pero no juicios
cualesquiera. Está claro que ninguno de los juicios que hemos puesto hasta ahora
como ejemplo pueden ser considerados emociones. Juzgar que 2 es la raíz
cuadrada positiva de 4, o que me llamo David, o que la Tierra gira alrededor del
Sol, ciertamente no parecen emociones en absoluto. Una teoría que tuviera esta
consecuencia debería ser descartada de inmediato. Para el juicialista, las emociones
son juicios en los que en la proposición juzgada se expresa un concepto de tipo
evaluativo, esto es, un concepto usado para captar la relación que aquello a lo que
se aplica el concepto mantiene con nuestro bienestar. Las emociones se producen,
siguiendo con esta idea, solo cuando juzgamos que algo que ocurre a nuestro
alrededor es relevante para nuestro bienestar, pues concierne a necesidades básicas
o bien objetivos y proyectos que albergamos en ese momento. Al emocionarnos,
según el teórico juicialista, lo que hacemos es juzgar que algo (el objeto o situación
al que se dirige la emoción) afecta de un modo determinado a alguna de nuestras
necesidades u objetivos. La emoción consiste, entonces, en una valoración de esa
afectación.
La idea de que las emociones son juicios de valor se remonta casi a los
inicios de la filosofía, pues se atribuye al filósofo griego estoico Crisipo (siglo I
a.C.). Es una idea importante y sugestiva. Es la idea de que las emociones surgen
cuando ocurre algo que estimamos relevante en relación a nuestros fines. Lo
irrelevante no merece respuesta emotiva alguna. Es también la idea de que las
emociones establecen relaciones entre lo que sucede en el mundo y lo que a
nosotros nos interesa, entre lo que pasa ahí fuera y nuestros fines, objetivos,
proyectos y necesidades. Las emociones, según esta idea, ofrecen una visión si se
quiere egocéntrica del mundo. Se trata de poner en relación al mundo con mis
fines. Pero, por supuesto, mis fines no tienen por qué coincidir con los fines de
otro. Así, los juicios evaluativos en los que consisten las emociones contienen todos
ellos una referencia al propio sujeto. Yo reaccionaré con miedo ante X solo si juzgo
que X es peligroso (para mí). El miedo que me inspira el perro de mi vecino no es
compartido por otros, y la teoría juicialista tiene una buena explicación para ello:
otros no lo juzgan peligroso (para ellos). Asimismo, yo en principio no voy a
reaccionar con miedo ante los peligros que afrontan otros (a menos que tenga una
reacción empática; sobre la empatía hablaremos más adelante), solo si juzgo que
algo es un peligro o una amenaza para mí, y no, en cambio, si juzgo que lo es para
otros pero no para mí. Igualmente, una misma situación puede ser juzgada como
ofensiva por unos y no por otros. La consecuencia, según el juicialista, es que unos
se enfadarán y otros no. Así pues, en el tipo de juicios en que consistirían las
emociones, según el juicialista, la referencia al sujeto es esencial. Y esta referencia al
sujeto es lo que permite al juicialista ofrecer una explicación del fenómeno de la
respuesta emotiva diferencial. Diferentes sujetos pueden reaccionar con diferentes
emociones ante una misma situación, o unos reaccionar emotivamente y otros no, o
un mismo sujeto cambiar con el tiempo su reacción emotiva hacia una misma
situación u objeto. Todo depende de los fines de cada sujeto (que pueden cambiar a
lo largo del tiempo) y también de la valoración que el sujeto hace de si alguno de
estos fines se ve afectado o no por la situación que está confrontando. Si nunca he
visto un escorpión y no sé nada de escorpiones es probable que, al tropezarme con
un escorpión dorado (Leiurus quinquestriatus), no tenga miedo. Y haré mal, porque
el veneno del escorpión dorado es muy potente. De nuevo, ello puede explicarse
muy claramente con la teoría juicialista. Aunque, de hecho, el escorpión dorado
resulta muy peligroso para mí, no tendré miedo a menos que juzgue que esto es
así. A la inversa, si juzgo que algo es peligroso para mí, aunque en realidad no lo
sea, tendré miedo, o eso se desprende cuando menos de la teoría juicialista.
La teoría juicialista trata las emociones como cierto tipo de juicios, y esto
implica que las emociones heredan cualesquiera propiedades que tengan los juicios
en general. Acabamos de ver una de ellas. Los juicios, al igual que su contrapartida
disposicional, las creencias, pueden estar mejor o peor justificados, e incluso en
algunos casos carecer por completo de justificación. En este último caso, o si la
justificación es claramente insuficiente, podemos hablar de que mantener una
creencia o juicio resulta irracional por parte del sujeto. En consecuencia, para el
juicialista tiene perfecto sentido sostener que nuestras emociones son más o menos
racionales, o directamente irracionales, según el grado en que el juicio evaluativo
correspondiente esté justificado y la calidad de esa justificación. Si el sujeto carece
de buenas razones para juzgar que algo es peligroso, por ejemplo, entonces su
miedo es irracional.
Esta tesis ofrece una buena explicación del carácter doxástico de las
emociones. Vimos en el capítulo anterior que nuestro discurso acerca de las
emociones es normativo: con frecuencia hablamos de nuestras emociones como
reacciones apropiadas o no a ciertas situaciones. Decimos cosas como: ‘deberías
sentirte culpable’, o ‘no deberías preocuparte’, o ‘tu miedo está injustificado’, o ‘no
hay razón para estar celoso’. Para el juicialista estos usos hay que entenderlos de
modo literal. Las emociones son juicios y, como tales, responden a razones, pueden
estar peor o mejor justificadas, y resultan apropiadas solo cuando el
correspondiente juicio evaluativo es correcto o está bien justificado. De este modo,
desde la teoría juicialista puede ofrecerse un diagnóstico de la conducta emotiva
patológica: las respuestas emotivas patológicas se contarán entre aquellas no
justificadas, no racionales. Por ejemplo, la agorafobia, reaccionar sistemáticamente
con miedo ante los espacios abiertos, es una condición patológica. Según la teoría
juicialista, en el caso del agorafóbico tales reacciones de miedo son injustificadas:
no hay ninguna razón para juzgar sistemáticamente como peligrosa para el sujeto
su presencia en cualquier espacio abierto. Sin embargo, si alguien ha sido
amenazado por una organización criminal y como consecuencia de ello tiene
miedo a transitar en espacios abiertos y públicos, no por ello consideraremos que
su miedo es patológico ni que padece agorafobia. De nuevo, el diagnóstico que
ofrece la teoría juicialista resulta convincente: en el caso de la persona amenazada,
su juicio de que los espacios abiertos son un peligro para él resulta totalmente
acertado y está plenamente justificado. Lo mismo podemos decir de enfados
inapropiados (juicios de ofensa injustificados), alegrías inapropiadas (juicios de
consecución de un objetivo injustificados), o sentimientos de culpa inapropiados
(juicios de transgresión de un imperativo moral injustificados), así como del resto
de emociones.
Igualmente, si las emociones son juicios esto explica que puedan racionalizar
acciones. Una racionalización es una explicación de una acción mediante la cual la
acción resulta inteligible al revelar las razones del agente. Las racionalizaciones
operan imputando estados mentales al agente, y, en virtud del vínculo entre el
contenido de los estados mentales atribuidos y la descripción de la acción, el efecto
de la explicación es que nos hace comprender por qué el agente ha hecho lo que ha
hecho. Por ejemplo, se dice que el primer ministro inglés de la época, Neville
Chamberlain, accedió a la pretensión de Hitler de anexionarse la región de los
Sudetes porque pensó que ello apaciguaría las ansias expansionistas de Hitler y se
evitaría una guerra. Esta explicación nos hace comprender la acción de
Chamberlain, permitir que Hitler se anexionara los Sudetes, imputándole una serie
de estados mentales, básicamente su deseo de evitar una guerra y su creencia de
que tal cosa se lograría al ceder en la cuestión de los Sudetes, pues tal gesto
satisfaría las ansias expansionistas del III Reich. Tras la racionalización, el
comportamiento de Chamberlain resulta inteligible: comprendemos por qué hizo
lo que hizo en la crisis de los Sudetes. Nótese que el hecho de que la explicación
sea correcta no significa que a nosotros nos parezcan bien las razones de
Chamberlain. Más bien, con el beneficio que nos proporciona la mirada
retrospectiva, podemos concluir que estaba totalmente equivocado al pensar que
sacrificar los Sudetes permitiría dar satisfacción a Hitler y evitar la guerra. Pero
ello no es óbice para considerar a la explicación correcta en la medida en que, en
efecto, Chamberlain albergara tal deseo y tal creencia, y actuara en base a ellos.
Si bien estos experimentos no están faltos de crítica (por ejemplo, se dice que
reflejan estereotipos sociales sobre las emociones que estaría por ver si responden
fielmente a la verdadera naturaleza de las emociones, Prinz, 2004a), es indudable
que ofrecen un apoyo empírico importante a la tesis general de que los episodios
emotivos entrañan valoraciones del entorno.
Ante esto, al juicialista solo parece quedarle abierta como defensa la tesis de
que los miedos subcorticales, a pesar de presentar cambios corporales y tendencias
a la conducta como los miedos ordinarios, no son miedos, esto es, no son
emociones, estrictamente hablando. Es difícil, no obstante, que esta maniobra no
aparezca como meramente ad hoc. Obviamente, si la única razón por la que no
debemos considerar a los miedos subcorticales verdaderos casos de miedo es que
no son juicios evaluativos, la respuesta a la objeción no pasa de ser una burda
petición de principio.
Como decimos, ello nos mete de lleno en un fenómeno tan común como
desconcertante para el cognitivista: nuestra capacidad para emocionarnos, no solo
con emociones estéticas, sino también con emociones corrientes, en relación a obras
de ficción. Una vez más, nuestras emociones en estos casos se nos presentan como
dirigiéndose a la obra de ficción, y no a algún suceso evocado por ellas (si bien esto
último también puede ocurrir, evidentemente). Sufrimos por el destino de un
personaje, nos alegramos ante un final feliz, nos trastorna el final de Anna
Karenina, nos aterran ciertas escenas de Psycho de Hitchcok, etc. El problema para
el cognitivista es que al tratarse de personajes y situaciones de ficción, y al saber
nosotros que ello es así, cualquier juicio o creencia sobre ellos es falso, y sabemos
que es falso. No parece razonable sostener que el miedo que experimento al ver
ciertas escenas de Psycho consiste en que juzgo que alguien está en peligro de
muerte. En primer lugar, no soy yo, cómodamente sentado en la butaca del cine,
quien está en peligro, y lo sé perfectamente; en segundo lugar, no hay nadie
realmente en peligro, se trata de actores pagados para representar una historia que
no es real, y también lo sé perfectamente.
La teoría jamesiana
La teoría jamesiana fue propuesta por William James (1842-1910), uno de los
padres de la psicología moderna, muy a finales del siglo XIX. Recibe también el
nombre de teoría de la sensación («feeling theory») por razones que entenderemos
enseguida y, en ocasiones, se alude a ella también como la teoría James-Lange, en
honor a Karl Lange (1834-1900), un médico danés contemporáneo de William
James que formuló esencialmente la misma teoría de modo totalmente
independiente.
Sin embargo, nuestro modo natural de ver las cosas yerra en este caso, según
James, porque la secuencia causal no es tal y como hemos detallado. Para James, el
estímulo (por ejemplo, el oso) causa en un sujeto un estado perceptivo, pero tal
estado perceptivo causa directamente los cambios corporales y son las sensaciones
de estos cambios lo que constituye la emoción. Así pues, cuando me encuentro con
el oso lo que sucede realmente, siempre según James, es que el oso causa que yo lo
perciba, mi percepción causa a su vez que yo sufra determinados cambios
corporales (aumento del ritmo cardíaco, temblor, piloerección) y es la percepción
consciente de tales cambios, las sensaciones que me producen, lo que propiamente
constituye mi estado de miedo. Solemos pensar, en efecto, que los cambios
corporales son causados por las emociones, pero en realidad, según James, es justo
al revés: son los cambios corporales los que causan emociones. James certifica su
discrepancia con «el modo natural de ver las cosas» con una sentencia que
devendrá célebre: «no lloramos porque estamos tristes, sino que estamos tristes
porque lloramos» (James, 1884).
Así pues, para James las sensaciones de los cambios corporales, el modo en
que siento ciertos cambios en mi cuerpo durante un episodio emotivo, no
solamente no son efectos causales de las emociones (como querría el enfoque
cognitivista, tanto un partidario de la teoría mixta como uno de la teoría juicialista)
sino que de hecho son mis estados emotivos. Para James es esencial a las
emociones su ser sentidas. Las emociones se experimentan, se sienten, se sufren o
se gozan. Cuando uno está en un estado emotivo, uno siente algo (ciertos cambios
en su cuerpo). Así pues, las emociones para James son estados fenoménicos,
estados dotados de qualia. Curiosamente, esto también puede hacerse concordar
con otros giros que empleamos habitualmente cuando hablamos de emociones.
Decimos frecuentemente, por ejemplo, que sentimos miedo, o rabia, o indignación.
Es decir, decimos literalmente que las emociones son algo que se siente de un
cierto modo. Para James, estos usos hay que entenderlos literalmente, a diferencia
de giros como ‘temblar de miedo’.
Como era de esperar, el tipo de control de las emociones que emana del
juicialismo es marcadamente intelectualista. Para el juicialista, una emoción es un
tipo de juicio y, como cualquier otro juicio o creencia, tiende a ser abandonado si el
sujeto descubre que carece de justificación, o bien que su justificación es demasiado
pobre. Cultivar las emociones, para el juicialismo, es cultivar sus razones. Si usted
quiere sentirse bien y no estar triste, busque adquirir creencias bien
fundamentadas que justifiquen el juicio de que sus fines se van cumpliendo y
minen su juicio de que su vida registra pérdidas importantes o irreparables.
ARGUMENTOS JAMESIANOS
James no dice más, pero en rigor el argumento no puede terminar aquí. Aun
si garantizamos que la fenomenología es esencial a una emoción y que dicha
fenomenología se agota en notar ciertos cambios corporales, de ello no se sigue de
modo inmediato la teoría de James. De hecho, veremos más adelante que hay otras
teorías, distintas de la jamesiana, compatibles con esta tesis. Lo que hace falta es
derivar la teoría de James mediante una inferencia a la mejor explicación. Una
inferencia a la mejor explicación, también llamada argumento abductivo, consiste
en una forma de argumentación mediante la cual se establece una tesis como la
mejor explicación de un hecho establecido de modo independiente. En el caso del
argumento de James, el hecho establecido sería que una emoción es esencialmente
un estado fenoménico y que su fenomenología se agota en notar ciertos cambios
corporales. A partir de este hecho, la teoría de James puede plantearse como la
mejor explicación de este hecho, o, si se prefiere, la más económica: ciertamente, si
James tiene razón y una emoción es un conjunto de sensaciones corporales,
entonces eso explica perfectamente el hecho establecido, pues, en efecto, un
conjunto de sensaciones corporales es algo esencialmente fenoménico y tal que la
fenomenología consiste exclusivamente en notar ciertos cambios en el cuerpo.
Sin embargo, a medida que con el paso del tiempo ha ido avanzando el
estudio de los cambios corporales implicados en los episodios emotivos, los
resultados han ido progresivamente en la dirección que interesa al jamesiano.
Investigaciones empíricas más avanzadas, detalladas y rigurosas, junto con un
conocimiento mejor de la neurofisiología, han permitido detectar diferencias
relevantes entre los cambios autonómicos implicados en el miedo y la ira. Así,
estudios recientes parecen mostrar que, mientras los episodios de miedo
involucran síntomas cardiovasculares causados por un aumento de los niveles de
adrenalina, en el caso de la ira, en cambio, se presentan síntomas cardiovasculares
causados por un aumento en los niveles de noradrenalina (Schwartz, Weinberger y
Singer, 1981). La investigación creciente ha llevado también a reconocer la
importancia de ciertos cambios autonómicos, como los cambios en la
conductividad eléctrica de la piel, para ciertos tipos de emociones como el miedo,
por ejemplo, que no se tuvieron en cuenta en estudios como el de Cannon. En
general, la tendencia parece ser la de ir enriqueciendo la cantidad y variedad de
cambios corporales implicados en las emociones, y más que una falta de
diferenciación si acaso el problema podría llegar a ser el opuesto (volveremos
sobre esta cuestión en el capítulo quinto). En cualquier caso, la cuestión de si es
posible diferenciar los diversos tipos de emociones a partir del tipo de cambios
corporales implicados de un modo suficientemente preciso, y suficientemente
acorde con el modo ordinario en que clasificamos las emociones, sigue todavía
pendiente de nuevos desarrollos y descubrimientos científicos.
El enfoque evolutivo
Vamos a empezar nuestro examen del eje biología-cultura con el estudio del
enfoque evolutivo. La idea básica de este enfoque es que las emociones son
adaptaciones (al menos el grupo de emociones más básicas, iremos precisando esta
idea a lo largo del capítulo), es decir, respuestas que habrían sido objeto de
selección natural al haber aumentado la capacidad adaptativa del organismo ante
los retos que le puede plantear el entorno.
Vimos que una idea central de la teoría juicialista es que una emoción ocurre
cuando el sujeto juzga que algún elemento de su entorno incide en alguna de sus
necesidades o fines. El enfoque evolutivo recoge esta idea aunque desarrollándola
de otro modo. Las emociones ocurren como respuesta a algún elemento del
ambiente cuando, en efecto, este afecta a algunas de las necesidades o fines del
sujeto. Ahora bien, no es necesario que el sujeto juzgue que esto es así, sino que
simplemente basta con que detecte un estímulo apropiado, y además tal detección
no es la emoción sino su causa desencadenante.
Según el enfoque evolutivo, las emociones son respuestas a algún tipo de
reto (que puede ser positivo o negativo) que plantea el entorno al sujeto.
Respuestas que habrían sido seleccionadas precisamente porque en cada caso
habrían estado a la altura del reto planteado, es decir, habrían resultado
adaptativas en nuestro pasado evolutivo.
Para corroborar las conclusiones de Darwin, así pues, era preciso obtener
datos de sujetos para los que se pudiera descartar cualquier influencia cultural
occidental. La oportunidad surgió casi cien años después, cuando a mediados de
los años cincuenta del siglo pasado se descubrió un grupo humano que habitaba
una zona de Papúa Nueva Guinea, el pueblo fore, que se había mantenido
completamente aislado y sin ningún tipo de contacto con personas occidentales ni
con nuestra cultura. Los psicólogos Paul Ekman y Wally Friesen se dispusieron a
someter a prueba la hipótesis de Darwin con la colaboración de los hombres y
mujeres fore. El experimento principal se realizó utilizando un grupo de
fotografías de rostros occidentales que Ekman y Friesen consideraron que
reflejaban de modo paradigmático el tipo de expresión característico occidental
para ciertas emociones. No se utilizaron las fotografías de Duchenne que había
empleado Darwin, sino fotografías modernas, usando expresiones naturales, sin
ayuda de electrodos. En el experimento, efectuado con la ayuda de un intérprete
que hablaba una lengua suficientemente cercana a la de los fore, se contaba a cada
participante fore una historia muy sencilla pero de claro contenido emocional. Así,
una historia hablaba de un padre que perdía a su hijo; otra de un hombre oliendo
comida podrida; otra, la de un hombre desarmado que se enfrentaba a un cerdo
salvaje; otra, la de un hombre que recibía la visita de sus amigos. A continuación
de cada historia, se presentaban al participante tres fotografías de rostros
occidentales, y este debía escoger la que le parecía más adecuada para la historia
que había oído. Se utilizaron muchas fotografías diferentes, de modo que un
mismo participante tuviera que elegir entre tres fotografías distintas después de
cada historia. Se recabaron datos acerca de más de trescientos hombres y mujeres
fore. Los resultados fueron claramente favorables a la hipótesis darwiniana de la
expresión facial universal para seis tipos de emociones: miedo, ira, asco, sorpresa,
tristeza y alegría (si bien hay que matizar que las expresiones de miedo y sorpresa
tendieron a confundirse, lo cual es hasta cierto punto comprensible pues, como
veremos a continuación, se parecen bastante). Es reseñable además que los
resultados sorprendieron a los propios investigadores, pues creían que Darwin se
equivocaba y el origen de las expresiones faciales humanas para las emociones era
totalmente cultural.
En un segundo experimento, se pidió a los fore que simularan cómo se
sentirían si se encontraran en la situación de las historias que les habían contado
para el experimento anterior, y se tomaron fotografías de sus expresiones faciales.
Estas fotografías fueron luego exhibidas a estudiantes universitarios
norteamericanos, los cuales no tuvieron problemas, en general, para reconocer los
seis tipos básicos de emoción expresados en las fotografías. Paul Ekman siguió
haciendo experimentos sobre expresiones faciales de las seis emociones básicas
reseñadas. Es de destacar uno en el que participaron estudiantes universitarios
norteamericanos y japoneses. El experimento consistía en proyectar imágenes de
alto contenido emocional y grabar las expresiones faciales con las que respondían
los sujetos experimentales. De nuevo, el tipo de expresiones faciales obtenidas
estuvo dentro de los rasgos ya definidos a partir de los datos de experimentos
previos. En el caso de los jóvenes japoneses, además, se obtuvo un dato adicional
interesante. En el transcurso del experimento, en ocasiones los sujetos habían
visionado las imágenes solos, y en ocasiones en compañía de un experimentador.
En el primer caso, los estudiantes japoneses exhibían las expresiones faciales
esperadas, y similares a las que exhibían los estudiantes norteamericanos; sin
embargo, en el segundo caso, los rostros de los estudiantes japoneses no adoptaban
las expresiones universales sino un aspecto neutral. Al revisar la grabación
fotograma por fotograma, no obstante, se comprobó cómo en un primer instante la
reacción de estos sujetos era la esperada, pero que inmediatamente después la
cambiaban y adoptaban una expresión neutral. La interpretación de este curioso
dato, según Ekman, es que inicialmente los estudiantes japoneses, al verse
expuestos al estímulo de las imágenes, respondían, sin que pudieran evitarlo, con
la expresión facial universal correspondiente, pero en cuanto podían ejercer un
control sobre su rostro buscaban enmascarar su verdadero estado de ánimo para
escondérselo al experimentador. Esta actitud de enmascaramiento se debería a un
factor cultural, pues en la cultura japonesa no está en general bien vista la libre y
desinhibida expresión de las emociones.
Resultados como los obtenidos por Ekman y sus colaboradores, así como los
indicios claros de que animales no humanos son también capaces de sentir
emociones básicas, llevaron a desarrollar la teoría de que hay un repertorio de
emociones básicas cuyo origen es evolutivo, esto es, las habríamos heredado de
nuestros ancestros pues en ellos resultaron ser buenas adaptaciones al entorno.
Como corresponde a esta idea, las emociones se entienden según este enfoque
evolutivo como un conjunto de respuestas del organismo que resultan (o cuando
menos resultaron en nuestro pasado evolutivo) adaptativas al mejorar la tasa de
supervivencia de los primeros animales que las desarrollaron. Estas respuestas,
que se entienden esencialmente como un conjunto de cambios corporales de los
cuatro tipos ya analizados en el primer capítulo del libro, estarían controladas por
un «programa» implementado en el Sistema Nervioso Central (Tomkins, 1962;
Plutchik, 1980; Buck, 1999; DeLancey, 2002 y Ekman, 2007). El programa se
encargaría de desencadenar estas respuestas ante la presencia de ciertas señales. Es
parte de la teoría la idea de que esas respuestas son, por un lado, complejas (es
decir, involucran cambios corporales de tipo muy distinto) y, por otro lado, que
dichos cambios se presentan siguiendo siempre la misma secuencia temporal.
Además, el programa garantiza que las respuestas ocurren de modo coordinado y
automático, es decir, sin necesidad de un control consciente de las mismas. De
hecho, la automatización y coordinación de las respuestas es, para los partidarios
de la teoría, un indicio claro de que se hallan efectivamente bajo el control de un
programa. Además, dicha automatización y coordinación serían cruciales para que
el conjunto de respuestas que constituye una emoción, según este enfoque
evolutivo, resulte eficaz. Un control consciente de las respuestas disminuiría su
coordinación y las haría más lentas. Así, Ekman cita el ejemplo siguiente. Si un día
vamos conduciendo por una autopista a una velocidad considerable y de repente
un obstáculo se cruza en nuestro camino, la activación del programa que controla
el miedo nos permitirá coordinar una respuesta de evitación eficaz en un tiempo
mínimo, mucho antes de que hayamos formado estados mentales conscientes
acerca de lo que nos está sucediendo. De hecho, si para responder tuviéramos que
esperar a tener un control consciente de la situación, seguramente ya sería
demasiado tarde. Por supuesto, un control consciente de la situación permite una
mejor discriminación del estímulo desencadenante y una mayor precisión y
sofisticación de la respuesta a ofrecer. Sin embargo, ello iría en detrimento de la
velocidad de la respuesta, y la conjetura de los partidarios de los programas
afectivos es que la capacidad para ejecutar estos programas se heredó
precisamente porque permitían ofrecer respuestas complejas apropiadas ante
estímulos para los que la velocidad de la respuesta resultaba crucial. Tiene más
posibilidades de sobrevivir el animal que desarrolla una muy rápida pero poco
discriminativa respuesta de huida ante posibles peligros que aquel que desarrolla
una respuesta lenta pero mucho más fiable. En el primer caso, serán frecuentes los
falsos positivos, cuya desventaja principal será un gasto innecesario de energía. Sin
embargo, en el segundo caso, la incapacidad para responder a tiempo puede
conducir directamente a la muerte.
CONFESAR
CALLAR
CONFESAR
0 para X, 20 para Y
CALLAR
20 para X, 0 para Y
Es cierto que la actitud cooperativa (es decir, que ambos decidan callarse y
no incriminar al otro) permite una distribución más justa de las penas y de hecho
las minimiza: un total de 2 años de prisión, frente a un total de 10 o 20 años de
prisión en las otras tres opciones. Ahora bien, si entendemos que un agente actúa
racionalmente cuando lo hace de modo que maximiza su propio interés, entonces
lo que debería hacer es confesar, y no callarse. Curiosamente, no obstante, existen
datos abundantes que indican que las personas, cuando se encuentran en
situaciones con la estructura del dilema del prisionero, tienden a cooperar, en lugar
de perseguir maximizar su interés propio (véase Rapoport y Chammah, 1965). La
cuestión, naturalmente, es hallar una explicación para ese comportamiento en
apariencia poco racional.
Por lo que respecta a la segunda situación, Frank dice que lo que impele al
socio a no aceptar el trato injusto que le plantea el financiero es su fuerte reacción
de indignación. Al mismo tiempo, tal reacción es un aviso a navegantes de que esa
persona no va a aceptar colaboraciones desequilibradas o injustas. Al fin y al cabo,
para el financiero también es mejor el 50 por 100 que nada, de modo que, si piensa
que está ante un futuro socio que no acepta tratos injustos, seguramente optará por
ofrecerle un trato equitativo. La indignación ante una injusticia, en resumidas
cuentas, nos protegería ante este tipo de situaciones injustas y nos haría
susceptibles de ser tratados de modo justo en el futuro. Finalmente, en el caso de la
pareja, lo que les lleva a casarse es el vínculo de amor que sienten uno por otro. El
amor, según Frank, es lo que hace que un cónyuge confíe en el otro, porque sabe
que si lo abandonara ello le haría sentirse mal. Después de todo, cuando uno está
enamorado, ansía permanecer al lado de la persona amada.
Como dijimos, en todas estas situaciones lo más ventajoso es engañar sin ser
engañado, y hacerlo de modo que no se detecte el engaño, con lo cual, aunque se
produzca el engaño, se seguirá disfrutando de nuevas oportunidades. Es por ello
que resulta crucial poder detectar a los tramposos, y distinguirlos de los honestos.
Básicamente, la idea de Frank es que uno puede confiar en un socio cuando detecta
en él el tipo de emociones sociales, como la indignación, la culpa o el amor, que lo
lleven a cooperar y a evitar el engaño. Frank dice que esa detección se basa en
determinados signos que conocemos bien a estas alturas: expresiones faciales,
cambios vocales, o reacciones fisiológicas gobernadas por el Sistema Nervioso
Autónomo, como enrojecer. Este tipo de reacciones son para Frank difícilmente
imitables y este es uno de sus argumentos para sostener que las emociones sociales
tienen un origen evolutivo, y no cultural (Frank, 1988, pág. 64). Y es precisamente
eso lo que hace a esas reacciones indicios fiables de que el sujeto en cuestión
experimentaría las emociones sociales oportunas llegado el caso y es, por tanto, un
sujeto en quien se puede confiar.
X // Y
NO COOPERAR
COOPERAR
NO COOPERAR
3€ para X, 0€ para Y
COOPERAR
0€ para X, 3€ para Y
Para Frank, estos resultados prestan apoyo a la tesis de que la mayoría de las
personas sujetas a una situación del tipo del dilema del prisionero escoge la opción
cooperativa y de que utiliza señales de la presencia de emociones sociales para
detectar tramposos. Esta conclusión se ve reforzada por los resultados de otro
experimento en el que no se permitió a los miembros del equipo de tres jugadores
conocerse entre sí más que por espacio de diez minutos y se les prohibió cerrar
acuerdos entre ellos: en este segundo experimento la opción cooperativa solo se
escogió en el 37 por 100 de los casos (Frank, 1988, págs. 137-143).
Existe un segundo tipo de situaciones para las que las emociones sociales
resultan útiles, según Frank, y que podrían explicar que organismos dotados de
ellas estuvieran mejor adaptados al entorno. Hay bastantes datos experimentales,
obtenidos tanto con seres humanos como con animales no humanos, que sugieren
que en general tendemos los animales a preferir opciones que ofrecen recompensas
inmediatas a opciones que proporcionan recompensas mayores pero distantes en el
tiempo. Por ejemplo, si se da a escoger a un grupo de personas entre obtener 100
euros en 28 días y obtener 120 euros en 31 días, la mayoría prefiere los 120 euros.
Sin embargo, si se les da a escoger entre 100 euros pagados en el acto o 120 euros
pagados en tres días, la mayoría escoge los 100 euros (Ainslie, 1975). Se han hecho
experimentos con ratas y aves con un resultado que invita a conclusiones
parecidas: los animales tienden a preferir un comportamiento que les proporciona
una recompensa inmediata a uno que les proporciona una recompensa mayor pero
distante en el tiempo. Puede conjeturarse que la razón evolutiva de la presencia de
tal tendencia se recoge bien en el viejo adagio «vale más pájaro en mano que cien
volando». Recompensas grandes pero distantes en el tiempo tienen el riesgo de no
llegar a convertirse en beneficios. El animal simplemente puede no vivir lo
suficiente para obtenerlos, mientras que las recompensas que se dispensan en el
tiempo presente se convierten automáticamente en beneficios que ayudan a la
supervivencia del animal. Frank se hace también eco de la opinión de algunos
psicólogos de que esta ley psicológica puede explicar los comportamientos
adictivos. El placer de fumar un cigarrillo, una recompensa inmediata, es preferido
al goce de una buena salud si uno se abstiene de fumar, un beneficio mayor, pero
distante en el tiempo. También lucharíamos contra esa ley cuando nos proponemos
perder peso, o hacer más ejercicio, etc.
De momento, el esfuerzo por aportar datos que apoyen a la teoría del origen
evolutivo de las emociones se ha centrado en esbozar hipótesis plausibles acerca
del tipo de adaptación que podría haber supuesto para los organismos dotados de
ellas (Frank, y también Tomkins y Ekman), y en encontrar indicios de expresiones
panculturales (Ekman) o bien indicios de un diseño del Sistema Nervioso Central
que responda a la implementación de programas afectivos (Panksepp).
Existen dudas, no obstante, acerca de que los datos empíricos, tal y como
van saliendo a la luz, permitan correlacionar síndromes de respuestas —de tipo
autonómico, expresivo, comportamentales y fenomenológicas— con tipos de
emociones básicas. Dado que el construccionismo psicológico, del que hablaremos
en el capítulo siguiente, se fundamenta en buena medida en estas dudas, y en una
lectura diferente de los datos obtenidos, reservaremos la discusión de esta cuestión
para el capítulo referido. Sí vamos a hablar aquí de los problemas que algunos
autores han señalado acerca de la validez de los datos obtenidos sobre expresiones
faciales universales de emociones. Se trata esencialmente de problemas de índole
metodológica que, para estos críticos, pondrían en tela de juicio las conclusiones
universalistas que trata de extraer el defensor de la teoría de los programas
afectivos. En primer lugar, se ha argumentado que en los estudios que arrojan
datos más favorables a la tesis universalista se forzaba a los sujetos experimentales
a escoger entre una lista breve de emociones muy disímiles entre sí (vimos que, en
efecto, esto era así en algunos de los experimentos de Ekman), un método que
tiende a fomentar respuestas concordantes. Sin embargo, en otros estudios donde
se emplean métodos distintos, los resultados no son tan favorables. Igualmente, los
estudios arrojan datos más favorables a la tesis universalista cuando los estímulos
(tanto faciales como vocales) se fabrican en el laboratorio y no tanto cuando son
espontáneos o naturales (Elfenbein y Ambady, 2002; Banse y Scherer, 1996). En
segundo lugar, existen estudios que sugieren que los bebés, al tratar de adivinar
los estados emotivos de sus cuidadores, se fijan tan solo en aspectos muy selectivos
del rostro, y no en un conjunto de aspectos que determinen una configuración
facial. Por ejemplo, en uno de esos estudios, los datos revelaron que los bebés de
entre 4 y 7 meses de edad distinguían entre rostros felices o enfadados en función
de si el rostro dejaba o no a la vista los dientes, y eran incapaces de hacer esa
distinción si en ambos casos el rostro enseñaba los dientes (Caron, Caron y Myers,
1985). En tercer lugar, algunos autores insisten en que un análisis minucioso de los
datos muestra cierto sesgo cultural en el reconocimiento facial de emociones
básicas. Así, en un estudio reciente donde se comparan datos obtenidos por hasta
54 trabajos sobre el reconocimiento facial de emociones, los autores concluyen que,
si bien expresiones de alegría, sorpresa y tristeza parecen reconocerse por igual
tanto por parte de sujetos que viven en una cultura occidental como de los que no,
sin embargo existen diferencias relevantes por lo que respecta al reconocimiento de
expresiones del enojo, el miedo y el asco. Sujetos no occidentales ofrecen una tasa
de reconocimiento sensiblemente inferior a los occidentales en relación a estas
expresiones (Nelson y Russell, 2013). A todo esto hay que contraponer que
numerosos estudios sugieren que cuando los estímulos faciales son dinámicos
(muestran rostros en movimiento) en general mejora sensiblemente el
reconocimiento de emociones, así como la fiabilidad de los juicios que hacen los
sujetos sobre la intensidad y la autenticidad de los episodios emotivos expresados.
Esto es algo que concuerda con la tesis evolutiva, pues parece obvio que cualquier
capacidad de reconocimiento facial de emociones, si tiene un origen evolutivo,
debía tener como input estímulos faciales dinámicos (Krumhuber et al., 2013).
Teorías construccionistas
EL CONSTRUCCIONISMO SOCIAL
Ahora bien, aunque las religiones pueden diferir enormemente entre sí, sin
embargo están presentes en cualquier cultura seguramente porque obedecen a
necesidades básicas del ser humano, como la de encontrar algún modo de asimilar
el hecho de la mortalidad, del final de la vida, o dotar de sentido una existencia
que parece apagarse del mismo modo inexplicable y absurdo como se enciende.
Para el construccionista social lo mismo exactamente cabe decir de las emociones.
En culturas diferentes encontraremos comportamientos emotivos que pueden ser
enormemente diferentes entre sí, pero en cualquier cultura encontraremos
emociones porque el ser humano necesita dotarse de ciertas pautas de
comportamiento que le permitan interpretar los sucesos que le van acaeciendo a lo
largo de la vida y saber cómo debe responder ante ellos. Las pautas emotivas
cumplen una función social importante, para el construccionismo social, similar a
la que pueda desempeñar la religión, pues permiten que la convivencia entre seres
humanos resulte suficientemente harmoniosa y además dotan al sujeto que vive en
esa cultura de claves para interpretar y entender lo que le ocurre a él y a los demás.
Sin tales claves, para el construccionista social, una organización social sería
sencillamente inviable.
Desde luego, hay que conceder al construccionista social que gran parte de
nuestra vida social se desarrolla siguiendo estos guiones que poco a poco vamos
aprendiendo desde pequeños, casi sin darnos cuenta, y acerca de los que se nos va
exigiendo mayor conocimiento con los años. A los niños se les disculpan
comportamientos inapropiados, es decir, que se salen del guion, precisamente
porque se entiende que se encuentran en fase de aprendizaje. En cambio, con los
adultos se es mucho menos condescendiente, en términos generales. Este tipo de
rutinas son tan habituales, y las tenemos tan interiorizadas, que con frecuencia no
somos muy conscientes de ellas. Pensemos, por ejemplo, en nuestro
comportamiento cuando entramos en un restaurante. Hay un sinfín de
comportamientos pautados en esa situación que vamos siguiendo con la precisión
y el rigor del mejor de los actores. Primero, esperamos a que el maître o encargado
de sala nos asigne una mesa. Luego pedimos la carta o el menú. Escogemos los
platos. Esperamos a que el empleado vuelva a aparecer para hacer nuestro pedido.
Decidimos si pedimos vino y preguntamos a los otros comensales si lo prefieren
tinto o blanco. Al disponernos a comer, utilizamos unos utensilios de hierro.
Esperamos encontrar el tenedor en la izquierda y el cuchillo en la derecha. El pan
irá también a la izquierda, y frente al plato estarán las copas o recipientes para
beber, siendo el más grande aquel que se emplea para el agua, y el más pequeño
para el vino. Al terminar pedimos la cuenta. Esperamos a que nos la traigan y
decidimos la propina. El guion que seguimos contempla también contingencias
como qué hacer si la comida está en mal estado o no estamos de acuerdo con el
importe que nos quieren cobrar, etc. Naturalmente, en otras culturas el guion a
seguir a la hora de comer es considerablemente diferente. Así, en muchas partes
del mundo se utilizan las manos para comer, o se come del mismo plato.
El psicólogo James Averill tal vez sea el construccionista social que más se
ha esforzado en defender una tesis que pueda responder a esta objeción, y lo ha
hecho además de un modo que permite también una respuesta a la objeción
anterior, esto es, ofrecer una noción transcultural de emoción. Terminaremos esta
sección dedicada al construccionismo social presentando las tesis de Averill (véase
Averill, 1980).
EL CONSTRUCCIONISMO PSICOLÓGICO
Los resultados obtenidos fueron los siguientes. En primer lugar, los sujetos
encerrados en la habitación con el actor chistoso exhibieron un comportamiento
divertido y declararon sentirse alegres y felices; en cambio, los sujetos obligados a
responder al cuestionario ofensivo exhibieron claros signos de enojo y declararon
sentirse indignados. En segundo lugar, los sujetos informados acerca de los efectos
reales de la dosis de adrenalina fueron los que reportaron menor excitación
emotiva. En tercer lugar, los sujetos a los que se administró un placebo exhibieron
una relativa falta de respuesta emotiva.
Así, algunos estudios que analizan los informes introspectivos que emiten
sujetos acerca de sus experiencias afectivas concluyen que existe una correlación
no entre el tipo de fenomenología experimentada y el tipo de emoción sino entre la
fenomenología y la valencia, de modo que descripciones acerca de lo
experimentado en emociones de una misma valencia, por ejemplo, emociones
negativas, tienden a converger independientemente del tipo de emoción negativa
(enojo, tristeza, etc.) reportado (Watson y Clark, 1984). Con respecto a expresiones
faciales, estudios que utilizan datos electromiográficos sugieren una correlación, de
nuevo, según la valencia del estado emotivo (esto es, para el construccionista
psicológico, según la dimensión hedónica) pero no según el tipo de emoción
(Cacioppo et al., 2000). Con respecto a los cambios autonómicos, los
construccionistas sostienen que estos en general preparan para una determinada
conducta. Ahora bien, típicamente episodios distintos de una misma emoción, por
ejemplo de miedo, pueden propiciar tipos de comportamiento distinto (huida,
«congelación» o agresión), con lo cual lo que podemos esperar es que no habrá una
correlación entre cambios autonómicos y tipos de emociones. Por el contrario,
señalan, sí hay datos que sugieren una correlación entre cambios autonómicos y
valencia (Cacioppo et al., 2000; Lang et al., 1993). Por ejemplo, aseguran que
episodios con valencia negativa (niveles bajos en la dimensión hedónica) están
correlacionados con un aumento de la presión sanguínea diastólica, aumento de la
frecuencia cardíaca y un descenso de la duración de la respuesta electrodérmica.
Tal vez quiera responderse a este argumento que el mero hecho de percibir
un estímulo externo al que hemos atribuido una cualidad afectiva basta para que
se produzca el estado de afecto básico correspondiente. Así, en el tercer caso de
nuestro ejemplo, yo acabaré experimentando un estado F como consecuencia de
percibir un A (al que previamente he atribuido la cualidad de producir en mí
estados F). Esto significa entonces que una vez que he atribuido una cualidad
afectiva a un estímulo externo no puedo percibir el estímulo sin sentir el estado de
afecto básico correspondiente. Esta es desde luego una tesis empírica que habría
que contrastar, pero a simple vista parece inconsistente con la observación común
de que nuestros afectos evolucionan. Por ejemplo, cosas que nos asustaban antes
no nos asustan ahora, y a la inversa. Esto parece sugerir, en efecto, que nuestras
atribuciones de cualidades afectivas a las cosas no son inamovibles, sino que van
variando con el tiempo. Y si van variando, y es un hecho fáctico, real, que algunas
tienen capacidad para cambiar nuestro estado de afecto básico de un cierto modo,
y otras no, de nuevo el argumento anterior sugiere que con el tiempo nuestras
«construcciones» irán afinándose y ajustándose a la realidad. Además, suponer que
el afecto básico es causado por la percepción de un estímulo al que hemos
atribuido una cualidad afectiva supone cambiar el orden de las cosas, según el
construccionista. Se supone que primero se produce un cambio de estado de afecto
básico y a continuación, y como consecuencia de ello, buscamos una interpretación
o explicación del cambio. Sin embargo, según esta sugerencia sería la
interpretación (la percepción de una cualidad afectiva en un estímulo) la que
causaría el cambio de estado de afecto básico.
Teorías híbridas
Tal vez la más influyente teoría de estas características sea la propuesta por
el filósofo Jesse Prinz (Prinz, 2004a, 2004b), según la cual las emociones están
constituidas por lo que él llama «valoraciones encarnadas» («embodied
appraisals»). Para entender bien este concepto lo mejor es presentar la
argumentación que lleva hasta él. Por un lado, Prinz considera que el tipo de datos
empíricos a favor de la tesis jamesiana de la precedencia de los cambios corporales
con respecto a las emociones (que presentamos en el capítulo tercero) ciertamente
obligan a mantener esta tesis central: las emociones siguen a los cambios
corporales y son su efecto causal.
Ahora bien, por otro lado, si bien los cambios corporales son la causa
inmediata de las emociones, estas no representan estos cambios, tal como quiere el
jamesianismo, sino valoraciones del objeto (generalmente externo) emocional. Este
giro cognitivista, típico de una teoría neo-jamesiana, se justifica en Prinz por su
teoría de la intencionalidad, la cual, aplicada a las emociones, da el resultado
anunciado. Vamos a seguir paso a paso todo este razonamiento.
Veamos ahora cómo el uso de esta noción de función resuelve los problemas
que presentaba una teoría de la intencionalidad como el mero llevar información.
La idea es sostener que un estado mental representa no todo aquello sobre lo que
lleva información (esto es, no todo aquello que causa su activación), sino solo
aquello sobre lo que tiene la función de llevar información. Es entonces
perfectamente posible que un estado mental sea causado por algo que no es su
contenido (porque, aunque lleve información sobre ello, no tiene la función de
llevar información sobre ello), y ello será un caso de error. Del mismo modo, es
perfectamente posible que un corazón haga otras cosas aparte de bombear sangre,
o que no bombee correctamente sangre. Nada de eso compromete la tesis de que la
función de ese corazón es bombear sangre, pues tal propiedad la adquiere en razón
del tipo de diseño evolutivo que explica su presencia, algo que no tiene nada que
ver con lo que este corazón haga ahora. Otro ejemplo: la función de un
espermatozoide es fecundar un óvulo, aunque como sabemos la inmensa mayoría
de espermatozoides no logran nunca ese objetivo. De nuevo, eso no compromete la
tesis de que la función de cada espermatozoide es fecundar un óvulo, pues es esa
capacidad la que explica evolutivamente su existencia actual, y eso es lo
importante para atribuirle una función en el sentido biológico, no lo que haga
ahora. Ambos problemas, el pansemanticismo y la imposibilidad de error, se
resuelven de un mismo plumazo si uno adopta la tesis teleosemántica de que hay
que elucidar la noción de contenido intencional a partir de la noción de función
biológica. En el caso del pansemanticismo, el problema se resuelve porque no todo
lo que existe tiene alguna función en este sentido biológico del término.
De este modo, Prinz sostiene que las emociones (al menos las emociones
básicas, enseguida aclararemos esta matización) representan el tipo de
valoraciones que defendía la teoría juicialista que examinamos en el capítulo
segundo. Así, el miedo representa peligros, el enojo, ofensas, la tristeza, pérdidas,
etc. Sin embargo, hay dos diferencias clave entre la teoría de Prinz y la teoría
juicialista. La primera es que el hecho de que una emoción represente una
propiedad tan compleja como es una propiedad axiológica no significa
necesariamente que entrañe una concepción —un concepto— acerca de tal
propiedad. Para Prinz, el error del juicialista estriba en trasladar a la
representación la complejidad de la propiedad representada. Sin embargo,
artilugios con estructura muy simple pueden representar propiedades muy
complejas. Dretske, uno de los fundadores del enfoque teleosemántico, da un
ejemplo muy iluminador al respecto que concierne a artefactos. Consideremos un
detector de radares instalado en un automóvil. El detector, cuando se activa,
representa la presencia de un radar a una cierta distancia, pero eso no significa en
absoluto que conste de al menos dos partes, una que represente el radar y otra la
distancia. De hecho, eso no es así. Este tipo de artefactos están diseñados para
emitir un simple sonido cuando detectan la presencia de un radar (Dretske, 1981).
Del mismo modo, sostiene Prinz, una emoción puede representar una propiedad
compleja como el peligro, o la pérdida, sin que eso suponga que debe constar de
algún tipo de concepto que refleje en su estructura toda la complejidad de esas
propiedades. Así, un conejo ejemplifica miedos que representan peligros sin
necesidad de ser capaz de tener conceptos sobre esas propiedades, basta con que
sus estados de miedo tengan la función de llevar información sobre situaciones
peligrosas. Y las razones para pensar que en efecto eso es así en el caso del conejo
son precisamente las mismas que aplicamos en nuestro caso. Después de todo, el
conejo comparte con nosotros multitud de ancestros comunes. Así pues, puede
perfectamente defenderse a la vez, para Prinz, que las emociones representan
propiedades axiológicas y que animales no humanos como los conejos ejemplifican
emociones, pues tal contenido representacional no entraña que el animal posea los
conceptos que usamos en el lenguaje para describir el contenido de sus emociones.
La segunda diferencia clave con el juicialismo tiene que ver con el carácter
neo-jamesiano de la teoría de Prinz. Si bien las emociones representan
valoraciones, lo que las activa, su causa inmediata es, como hemos visto, la
ocurrencia de ciertos cambios corporales. Prinz introduce en este punto una
distinción importante: dice que las emociones registran cambios corporales, pero
representan, en cambio, valoraciones. Un estado mental con contenido intencional
registra aquello que causa su activación, pero representa su contenido. En
ocasiones lo registrado y lo representado coincide, pero en otros casos, no. Y esto
último es según Prinz lo que sucede con las emociones. Registran cambios
corporales pero en cambio representan valoraciones. De hecho, representan
valoraciones mediante el registro de cambios corporales: representan valoraciones
del entorno —propiedades como peligros, ofensas o pérdidas para el sujeto— a
través de sentir ciertos cambios en el cuerpo. Esta es la tesis que se epitoma con la
afirmación de que las emociones son valoraciones encarnadas.
Según Prinz, en los casos básicos, tal correlación confiable entre los cambios
miedosos y la propiedad de ser peligroso (para mí) viene garantizada por diseño
evolutivo. Su hipótesis es que nuestro cerebro está evolutivamente diseñado para
desencadenar los cambios miedosos cuando percibe determinados estímulos que
de hecho son peligrosos, como sombras en la oscuridad, arañas, serpientes o ruidos
muy fuertes. Prinz remite aquí a lo que Ekman llamaría «temas» del miedo. En el
capítulo cuarto analizamos, en efecto, pruebas empíricas de que nacemos
predispuestos a reaccionar con miedo ante ciertos estímulos. Es, de hecho, la
investigación empírica la que debe desentrañar cuáles son los estímulos que de
modo innato desencadenan el miedo, o cualesquiera de las emociones básicas; lo
único que la teoría de Prinz añade a esto es que el miedo se activa a través de la
detección de los cambios miedosos.
Prinz no cree tampoco que todas las emociones tengan un origen evolutivo,
y para ellas tiene que ofrecer una explicación de cómo pueden devenir también
valoraciones encarnadas, puesto que no existirán en su caso «temas» que propicien
un fondo de casos básicos. A tal efecto, Prinz desarrolla su teoría de la calibración.
Ciertos conceptos pueden quedar asociados con determinados tipos de emociones,
de modo que su uso puede desencadenar esas emociones dando lugar a una
emoción derivada. Un ejemplo aclarará esta idea. Tomemos el ejemplo de los celos.
Según Prinz, los celos es una emoción que deriva del enojo. De hecho, involucra los
mismos cambios corporales que registra el enojo (llamémosles «cambios
enojados»). Lo que sucede es que, al existir una asociación entre el concepto de
infidelidad y el enojo (presumiblemente, porque cuando el concepto de infidelidad
se aplica paradigmáticamente a algo ocurre también que se experimenta un
episodio de enojo), llega un momento en que un juicio que involucre el concepto
de infidelidad causa de modo confiable un episodio con los cambios enojados y
que culmina, en definitiva, con una experiencia de enojo. Cuando eso sucede, dice
Prinz, la valoración encarnada del enojo se recalibra hacia los juicios de infidelidad,
y da lugar a la emoción derivada de los celos, la cual es una valoración encarnada
de la infidelidad, mientras que su matriz, el enojo, es una valoración encarnada de
las ofensas. Ahora bien, dado que los cambios enojados son los mismos en un caso
y en otro, Prinz concluye que cada caso de celos es también un caso de enojo
(aunque, claro está, no ocurre así a la inversa —hay casos de enojo que no son
casos de celos—), si bien su contenido intencional es distinto. Es decir, los celos son
un estado mental que representa simultáneamente la infidelidad y la ofensa.
Hasta aquí la tesis de Prinz de que las emociones son valoraciones
encarnadas. Sin embargo, es importante señalar que para Prinz las emociones no
son solamente valoraciones encarnadas. Las valoraciones encarnadas, en tanto que
consisten en estados mentales de detección consciente de cambios corporales y que
representan propiedades axiológicas, son estados doxásticos. Así pues, si las
emociones fueran tan solo valoraciones encarnadas, no podría explicarse el
carácter conativo de las emociones, su rol motivador. Como vimos en capítulos
precedentes, el de dar cuenta del carácter conativo de las emociones es un
problema que aqueja tanto a la teoría juicialista como a la teoría jamesiana, de
modo que no debe sorprendernos que se plantee también a la tesis de las
valoraciones encarnadas que, como hemos visto, surge al conjugar de un modo
muy ingenioso aspectos clave de ambas teorías.
Otros problemas tienen que ver con el procedimiento por el cual, según
Prinz, un concepto axiológico queda asociado al tipo de emoción correspondiente
de modo que, una vez creada esa asociación, el simple uso del concepto en un
juicio evaluativo desencadena por sí solo la emoción. Prinz defiende aquí tesis
sobre la adquisición y naturaleza de esos conceptos que deben ser puestas a prueba
por la psicología del desarrollo, como la tesis de que el concepto de peligroso se
adquiere como un concepto cuyos casos paradigmáticos son precisamente los
temas, o estímulos innatos, del miedo; o la tesis de que esos usos paradigmáticos
generan una asociación entre el concepto de lo peligroso y el miedo de tal modo
que un uso del concepto es capaz de producir los cambios miedosos y, en última
instancia, el miedo. Son todas ellas hipótesis empíricas que, más allá de que
resulten más o menos plausibles, deben ser sometidas a prueba y avaladas por
datos científicos. Sin embargo, la tesis general de Prinz sobre el mecanismo de
asociación que resulta operativo aquí plantea algunos problemas de índole
conceptual, que no dependen meramente de su confirmación empírica. Para mí, lo
más espinoso es cómo el proceso de adquisición del concepto garantiza que este
tenga la referencia pretendida. En el caso del miedo, se pretende que, en virtud de
la asociación con el concepto de peligroso, cualquier juicio que involucre ese
concepto baste para desencadenar miedo. Ahora bien, si queremos que exista una
correlación confiable entre los cambios miedosos y la propiedad de ser peligroso
(para mí), el concepto de peligroso debe rastrear de modo fiable esa propiedad,
pues la gran mayoría de las veces (de hecho, en todos los casos excepto cuando el
objeto del miedo es un tema) el vínculo entre la propiedad y los cambios miedosos
vendrá mediado justamente por el uso del concepto. Si el concepto no rastrea de
modo fiable la propiedad de ser peligroso, entonces la mayoría de las veces
reaccionaremos con miedo a estímulos que no son en realidad peligrosos. Sin
embargo, el mecanismo de adquisición del concepto de peligroso que describe
Prinz no parece garantizar que mis usos de ese concepto rastreen de modo fiable lo
peligroso. Según Prinz, el concepto se introduce de tal manera que lo
paradigmáticamente peligroso son los temas del miedo y, de algún modo, a partir
de ahí, generalizamos su uso y lo aplicamos a estímulos que, físicamente, no tienen
nada que ver con ellos como, por ejemplo, armas de fuego, exámenes o entrevistas
de trabajo. Ahora bien, son en general muy escasos los temas de una emoción. En
el caso del miedo, como se ha visto, las pruebas empíricas apuntan a lo sumo a
unos pocos animales invertebrados, la oscuridad, la falta de soporte y quizás
ruidos muy fuertes, poco más. Yo no alcanzo a ver cómo este número limitado de
usos paradigmáticos del concepto de peligroso bastan para determinar un uso
correcto del concepto de peligroso (es decir, un uso de acuerdo con el cual se aplica
el concepto a cosas que tengan la propiedad de ser peligrosas para mí). Prinz dice
que lo peligroso es lo que unifica todos los temas del miedo, y sugiere que todos
comparten esa propiedad. Ahora bien, al tratarse de una base tan reducida de
estímulos, seguramente también comparten un sinfín de otras propiedades.
Además, es dudoso que todos la compartan. La mayoría de arañas y la mayoría de
ruidos fuertes no son realmente estímulos peligrosos. En definitiva, siendo tan
limitado y, por otro lado, tan físicamente variado, el número de temas del miedo,
no se ve cómo bastan para fijar para el concepto su referencia, esto es, la propiedad
de ser peligroso (para mí).
Una réplica a esta objeción podría ser que el miedo consiste en realidad en la
presencia conjunta de la valoración encarnada junto con la valencia negativa. La
valoración encarnada que representa lo peligroso vía el registro de los cambios
miedosos pero que ocurre con un estado de valencia positiva, en lugar de negativa,
no sería según esto un estado de miedo sino, presumiblemente, otro tipo de estado
emotivo. Pero esta respuesta no parece muy satisfactoria. En primer lugar, porque
postula una panoplia de tipos de estados emotivos desconocidos (de hecho, el
doble de los que nuestra clasificación ordinaria reconoce, pues cada valoración
encarnada podría, en principio, aparejarse con uno de los dos tipos de estados de
valencia) y que parecen más productos de la teoría que fenómenos de los que
tengamos alguna constancia. En segundo lugar, porque la teoría niega que una
determinada valoración encarnada, por ejemplo, una valoración de lo peligroso,
tienda a ser negativa. Abundando en esta segunda dificultad, el problema de fondo
de la teoría de Prinz es que divorcia por completo la valencia y fuerza conativa de
un tipo de emoción de su contenido intencional y de su fenomenología, cuando en
realidad parece que tiene que haber una conexión interna entre estos tres aspectos.
Retomaremos este último punto al discutir el siguiente ejemplo de teoría híbrida, la
teoría multidimensional valorativa.
Valgan estos ejemplos como muestra del tipo de valoraciones que tiene en
mente el defensor de esta teoría y como ilustración de la noción clave de dimensión
valorativa. El lector debe tener presente que cada versión de la teoría postula
varias dimensiones (entre seis y diez suele ser lo habitual), si bien no hay acuerdo
en exactamente qué dimensiones cabe postular. En lo que sí hay acuerdo, pues eso
constituye una idea central de este enfoque, es que el cómputo de esas dimensiones
valorativas determina un episodio emotivo. Ese cómputo arrojará una serie de
outputs evaluativos que los defensores de esta teoría denominan «perfil
valorativo» del estímulo. Este perfil determina el carácter del episodio emotivo, en
particular del estadio de respuesta (cambios autonómicos, expresiones motoras y
tendencias a la [in]acción). Las dimensiones son panculturales, aunque puede
haber diferencias o sesgos culturales a la hora de computarlas, y también sesgos
individuales (uno puede, por ejemplo, tender a sentirse responsable de cuanto le
acontece, mientras que otro puede tender a responsabilizar a los demás). Por esta
razón, aunque las dimensiones valorativas sean universales y cada perfil
valorativo determine un conjunto de respuestas, ello no obsta para que la
experiencia emotiva se encuentre profundamente influida tanto por razones
culturales como por razones idiosincráticas, según esta teoría.
Ahora bien, una cosa es insistir en que las valoraciones pueden ser
inconscientes y no requerir el uso de conceptos y otra muy distinta es mostrar que
efectivamente existen valoraciones así. Aunque este es un reto que sigue teniendo
por delante la teoría multidimensional, mencionaré dos líneas de investigación, de
carácter empírico, que parecen prometedoras al respecto. Por un lado, empieza a
haber estudios empíricos que sugieren que los seres humanos somos capaces de
procesar información evaluativa de un estímulo sin ser conscientes de haberlo
percibido. Así, en una serie de experimentos, se presentó un estímulo que los
sujetos habían aprendido, mediante la técnica de la asociación, a valorar
negativamente o positivamente (por ejemplo, una foto de una serpiente o una foto
de un paisaje hermoso). Tras unos escasos milisegundos, ese estímulo fue
enmascarado por otro estímulo consistente en una palabra con una valencia
positiva o negativa clara, por ejemplo, ‘guerra’ para negativo o ‘fiesta’ para
positivo. La tarea consistía en identificar el carácter positivo o negativo de las
palabras presentadas (por ejemplo, en el caso de ‘guerra’ había que responder
negativo y en el caso de ‘fiesta’ había que responder positivo). Pues bien, se
comprobó que los tiempos de reacción eran significativamente mayores cuando la
valencia de la palabra era opuesta a la del estímulo enmascarado, y en cambio
significativamente menores cuando ambas valencias coincidían. La explicación es
que la valencia procesada del estímulo enmascarado bien facilitaba, bien
dificultaba, la tarea según si la palabra coincidía o no con la valencia previamente
computada (Moors, 2010; recuérdese, en relación a este experimento, que para los
defensores de la teoría multidimensional la valencia se obtiene al computar la
dimensión valorativa de la congruencia).
Por otro lado, algunos defensores de la teoría han desarrollado una hipótesis
acerca de los mecanismos de fijación del perfil valorativo de un estímulo. De
acuerdo con esta hipótesis, existirían tres mecanismos. Según el primer
mecanismo, la detección de ciertos estímulos causa un determinado perfil
valorativo por razones de diseño evolutivo del Sistema Nervioso Central
(recordemos que, según la teoría, está también biológicamente determinado qué
episodio emotivo se desencadena a partir de un perfil valorativo determinado).
Este mecanismo podría explicar la existencia de lo que los defensores de la teoría
de los programas afectivos denominan temas de las emociones básicas. Un
segundo mecanismo consistiría en la determinación del perfil valorativo de un
estímulo por medio de una evaluación más o menos consciente y reflexiva del
mismo. Este segundo mecanismo daría cuenta del tipo de valoración que tiene en
mente el juicialista y que explica, entre otros fenómenos, el hecho de que
respondamos emotivamente cuando reflexionamos sobre un estímulo (por
ejemplo, al darnos cuenta de que nuestro supuesto amigo nos ha dejado sin novia
abusando de nuestra confianza, nos enfadamos con él). Finalmente, existiría un
tercer mecanismo, el mecanismo asociativo, según el cual un estímulo puede
quedar asociado a un perfil valorativo. Las razones de esta asociación pueden ser
varias, por ejemplo, el hecho de que ese estímulo haya desencadenado una
emoción de extraordinaria intensidad, o bien que con frecuencia haya
desencadenado un cierto tipo de respuesta emotiva, o bien que haya
desencadenado un episodio emotivo notable a una edad temprana de la vida,
cuando la experiencia afectiva es todavía muy escasa. La cuestión es que, una vez
existe esa asociación, cada vez que percibamos ese tipo de estímulo, o uno que se le
parezca suficientemente, se activará automáticamente, sin necesidad de ningún
cómputo, un perfil valorativo que dará lugar a un episodio emotivo determinado
(Smith y Kirby, 2001).
Un último problema tiene que ver con que a menudo las emociones no
parecen causadas por valoraciones de ningún tipo. Hemos hablado largamente de
los casos de inducción directa. Respecto a ellos, el defensor de la teoría
multidimensional se encoge de hombros y admite que, si bien la causa normal de
los episodios emotivos son los perfiles valorativos que un sujeto establece para un
estímulo, hay casos donde las condiciones no son normales y las emociones
ocurren como respuesta a estímulos que no han producido un perfil valorativo. Sin
embargo, hay otros casos intrigantes para los que esta estrategia de apelar a
condiciones no normales resulta más forzada. Por ejemplo, la mera fatiga puede
producir tristeza, o un dolor punzante puede producir enojo, como cuando
culpamos al mueble contra el que hemos chocado (Frijda y Zeelenberg, 2001).
SEGUNDA PARTE
En la primera parte del libro hemos pasado revista a las principales teorías
acerca de la naturaleza de las emociones que conservan su vigencia a día de hoy.
Este repaso nos ha permitido, al margen de constatar las grandes discrepancias
teóricas sobre las emociones que persisten hoy en día, poner sobre la mesa una
serie de aspectos, problemas, y datos empíricos sobre las emociones y los
fenómenos afectivos en general que constituyen en buena medida el banco de
pruebas de cualquier explicación teórica plausible de las emociones. En esta
segunda parte vamos a poner el foco en tres problemas concretos de gran interés
filosófico, pues todos ellos inciden en la cuestión de la relación entre la razón y las
emociones. La tradición filosófica ha tendido a ver a la esfera afectiva como
antagónica e incluso obstructiva de la esfera racional. Seguramente la discusión de
estos tres problemas nos ayude a entender que esta opinión tradicional debe
cuando menos ser seriamente revisada. Los tres problemas que estudiaremos son:
el rol de las emociones en la explicación de la acción; la relación entre las
emociones y los valores morales y estéticos, y el rol de las emociones en la toma de
decisiones racionales. Naturalmente, diversas posiciones sobre la naturaleza de las
emociones tendrán evidentemente distintas consecuencias sobre el tratamiento de
estos problemas específicos. En nuestra discusión, trataremos de ser conscientes de
estas diferencias siempre que sean relevantes.
CAPÍTULO 7
La cuestión que vamos a discutir en este capítulo es si hay que tomar como
bueno el dato de que racionalizamos imputando emociones y, en consecuencia, si
hay que considerar, o no, a las emociones como razones motivadoras para la
acción. Comenzaremos presentando una influyente teoría, la teoría humeana de la
motivación, que sostiene que, a pesar de que apelemos a ellas en algunas
racionalizaciones, no se sigue de ello que quepa considerar a las emociones como
razones motivadoras, y veremos cómo la explicación de ciertas acciones, las
acciones expresivas, pone en aprietos a esa teoría. Finalmente, trataremos de sacar
algunas conclusiones de esta discusión.
Hay varias matizaciones que hacer a esta tesis básica. En primer lugar,
conviene señalar que hay diversos sentidos de racionalidad filosóficamente
relevantes siendo el de racionalidad instrumental solo uno de ellos. Como
comentamos antes, la invasión del este de Europa que ordenó Hitler podía
obedecer a una razón motivadora irracional, en un cierto sentido. Ahora bien, si
Hitler invadió el este de Europa porque deseaba esclavizar a la raza eslava y creía
que el mejor modo de alcanzar ese fin, en las circunstancias, era invadir Europa,
entonces su acción es un caso de ejercicio de racionalidad instrumental. Es ese tipo
de racionalidad, el que también podría aplicarse en este caso a Hitler, aquel que
resulta relevante, según la teoría humeana, para imputar una acción. En segundo
lugar, se desprende del análisis que el efecto racionalizador de una acción consiste
en verla como un medio (según el agente) para alcanzar un fin del agente. Como
señalábamos antes en términos menos técnicos, al racionalizar una acción
captamos su propósito. Para el humeano, al preguntar por qué un agente ha
actuado de cierto modo, estamos pidiendo que se nos aclare el fin que el agente
pretende alcanzar con ella. En tercer lugar, de nuevo como advertimos antes, una
racionalización puede no ser la explicación correcta de un comportamiento
determinado. Alguien puede imputarme el deseo de liquidar a Luis y la creencia
de que empujarle precipicio abajo es un buen modo, en las circunstancias, de
lograrlo. Pero puede ocurrir que yo haya sido empujado, o que mi acción obedezca
a otra razón motivadora (yo quería bromear con él y pensé que el empujón era una
buena idea, pero no advertí el precipicio). Incluso puede ocurrir que yo tenga
intenciones homicidas pero alguien me empuje. En todos estos casos, la
racionalización dada no será una explicación correcta de la acción, porque la razón
motivadora imputada no es la auténtica causa del comportamiento (Davidson,
1963). En cuarto lugar, nótese que el fin de la acción viene dado por un deseo,
según la teoría. El fin es la clave y normalmente una racionalización solo
especificará la parte de la razón motivadora que es el deseo, pues el resto —la
creencia— es fácilmente deducible a partir de él. Así, yo puedo decir que Luis
abandonó la reunión porque quería atender una llamada, o porque quería llegar
pronto a casa, sin añadir «y pensó que abandonar la reunión era el mejor modo, en
las circunstancias, de satisfacer tal deseo».
Ahora bien, si los fines de una acción los proporciona siempre un deseo, si
una emoción no es parte de ninguna razón motivadora, ¿por qué mencionamos
emociones al racionalizar una acción? La respuesta del humeano a esta pregunta es
que lo hacemos por razones prácticas, pues al actuar así estamos dando más
información sobre la acción de la que daríamos si nos limitáramos a mencionar tan
solo la razón motivadora. La idea es que, cuando mencionamos una emoción al
racionalizar una acción, lo hacemos porque creemos (podemos estar equivocados)
que esa emoción es la causa del deseo del agente que es parte de su razón
motivadora y proporciona el fin de la acción. Por ejemplo, si decimos que Luis
saltó la valla porque tenía miedo del perro del vecino, lo que nuestra explicación
implica es que fue el miedo de Luis quien causó su deseo de huir del perro, siendo
el deseo quien fija el fin de la acción de saltar la valla, no el miedo. Como es fácil
inferir el deseo a partir de la emoción, al ofrecer esta explicación podemos
fácilmente obtener la razón motivadora (y, por tanto, racionalizar la acción) y, al
mismo tiempo, damos información acerca del origen del deseo. Si nos limitáramos
a una explicación más literal que mencionara solo el deseo de huir del perro,
seguiríamos contando con una racionalización, tendríamos la razón motivadora de
Luis, pero nos quedaríamos sin saber por qué Luis albergaba tal deseo (Goldie,
2000).
Una acción expresiva puede definirse como una acción que revela que el
agente está experimentando una emoción (generalmente intensa), o entenderse
como una forma de expresar una emoción. Las acciones expresivas pueden ser más
o menos complejas. Ejemplos de las más simples son saltar de alegría, pegar un
puñetazo en la mesa de rabia, acariciar el pelo a un niño en señal de afecto, o
taparse la cara de vergüenza. Otras son más complejas y elaboradas. Por ejemplo,
María puede perforar con rabia los ojos de una fotografía de su rival, Carmen; o un
desconsolado viudo puede, lleno de dolor, revolcarse con las prendas de su difunta
esposa.
Tercero, el tipo de explicación que ofrece Goldie de las acciones del viudo o
de María, en términos de anhelos, no parece un complemento de la explicación
original donde se identifica el fin con el medio. Uno diría que, si Goldie tiene
razón, entonces lo que explica la acción de María es su deseo de imaginar, o fingir,
que lastima a María (y algo parecido valdría para el caso del viudo). Pero, si esto es
así, entonces la razón motivadora incluye un deseo cuyo objeto no es la acción
misma, y estamos ante una razón motivadora normal y corriente donde el sujeto
lleva a cabo la acción como mejor medio (según su estimación) de alcanzar uno de
sus fines. A mi juicio, la explicación de Goldie de casos como el de María o el viudo
apunta hacia la explicación correcta, pero entonces hay que abandonar la tesis de
que en esas acciones se identifica medio con fin (para más detalles sobre este
punto, véase Pineda, 2017).
Tal vez pueda objetarse aquí que en el caso de la acción experta hay un fin
general que guía la acción. El campeón de Wimbledon pretende ganar el partido, y
el pianista tocar su concierto. Sin embargo, hay otro tipo de acción automática que
no parece involucrar ningún fin general de este tipo. Se trata de hábitos adquiridos
que no persiguen ningún propósito. Un ejemplo biográfico bastará, según creo,
para ilustrar este tipo de comportamiento. De niño adquirí el hábito de ponerme a
andar cuando atendía al teléfono. La causa de ello seguramente viene del hecho de
que en la casa familiar el teléfono colgaba de la pared del pasillo, de modo que en
conversaciones largas se hacía necesario pasear para desentumecer las piernas. El
caso es que adquirí el hábito y en cuanto me pongo a hablar por teléfono, antes de
que me quiera dar cuenta, ya ando dando paseos. Aquí no hay fin alguno. Tal vez
lo había en el momento de adquirir el hábito, pero no lo hay ahora, muchos años
después. ¿Qué necesidad tengo de desentumecer las piernas si puedo responder al
teléfono cómodamente sentado en el sofá de casa? Los psicólogos que estudian la
acción automática dicen que esta se encuentra bajo el control de un contexto o
estímulo, y no de un estado que representa un fin (véase Moors y De Houwer,
2006, para un repaso a esta literatura psicológica). Es decir, es un comportamiento,
que puede llegar a ser muy complejo, que se desencadena cuando el sujeto se
encuentra en un contexto, o ante un estímulo determinado. En el caso de mi hábito,
el contexto o estímulo es atender al teléfono. Lo mismo vale, por cierto, para la
acción experta. El chelista profesional desliza con destreza los dedos de su mano
izquierda para poder tocar una pieza. Una simple ojeada a la armadura de la
partitura activa una serie de cambios de posición que son los que necesitará para
tocar las notas de esa tonalidad. Cuesta mucho, les hablo por experiencia,
mecanizar un comportamiento de esta complejidad, pero resulta indispensable
para ser un chelista profesional. Quizá alguien quiera dudar de que este tipo de
hábitos sean acciones y sugiera que, precisamente porque están automatizados y
bajo el control de una situación contextual, no son cosas que hago, sino que me
suceden. Sin embargo, hay que tener en cuenta que no los tratamos así. Si en uno
de mis paseos telefónicos me cargo un jarrón, voy a tener problemas en casa...
Así pues, tal vez la acción emocional deba explicarse como acción que está
bajo el control de una tendencia a la acción que adquiere precedencia de control,
tal como explican Frijda y Scarantino y Nielsen, pero en un proceso de deliberación
representa una opción más, que debe ponderarse con respecto a otras opciones, y
el sujeto siempre, o casi siempre, puede ignorarla en beneficio de alguna de esas
otras opciones. Cómo se integra la opción emocional dentro de un proceso
reflexivo de deliberación que contempla también otras opciones de acción es algo
que Scarantino y Nielsen no explican y que resulta, a mi juicio, el mayor reto que
plantea la explicación de la acción emocional (recuérdense las razones por las que
la teoría humeana sostiene que los fines de una acción tienen que ser representados
por una actitud proposicional).
Ahora bien, este análisis mínimo de la noción de acción, que parece correcto
en el caso de los seres humanos, resulta no obstante incorrecto en el caso de
animales no humanos. Aunque esta es una cuestión empírica, parece razonable
sostener que un conejo carece de un sistema reflexivo pero, en su caso, sigue
habiendo también una distinción entre lo que hace y lo que le pasa. Aunque, desde
luego, en el caso del conejo no cabe la imputación de responsabilidad moral o
legal. Este es pues todavía un problema que tiene pendiente la elucidación de la
elusiva distinción entre acciones y acaeceres.
CAPÍTULO 8
Esta posición, no obstante, debe explicar por qué las emociones influyen en
los juicios morales. Algo tienen que ver con ellos, aunque la influencia sea
negativa. Si no tuvieran nada que ver, uno podría decir que entonces no habría
influencia alguna, ni positiva ni negativa. No basta con decir aquí que las
emociones proporcionan motivaciones ajenas a las morales que nos hacen, por
ejemplo, preferir acciones inmorales o no preferir las morales (algo que, como
veremos en la sección siguiente, es un argumento típico del racionalismo ético),
pues los datos a los que hemos aludido muestran no que la voluntad de los
individuos se ve motivada hacia acciones que no merecen una calificación moral
positiva, sino que los juicios morales mismos que efectúan esos individuos se ven
afectados. De hecho, tales juicios varían en función del estado emotivo en que se
encuentre el sujeto. A menos que uno sostenga que los juicios influidos por estados
emotivos no son verdaderos juicios morales (aunque el sujeto piense erróneamente
que lo son), parece necesario ofrecer una explicación de la influencia emocional
incluso si se sostiene que lo emocional es irrelevante para la constitución, o
justificación, de lo moral.
EL RACIONALISMO ÉTICO
Como hemos apuntado, existe una gran tradición filosófica, que arranca en
Platón, que sostiene que las emociones deben ser ajenas a la moral y que, cuando
influyen en ella, es precisamente para apartar al sujeto del deber moral. Nótese
cómo hay de hecho una lista de virtudes morales, como la templanza, la prudencia
o el coraje, que consisten precisamente en el dominio o la restricción del
comportamiento emotivo. Hemos hablado sobradamente de la capacidad conativa
de las emociones. Para esta tradición, las emociones típicamente proporcionan
motivaciones que no solamente son ajenas a las motivaciones morales, sino que
compiten con ellas y frecuentemente las vencen. Considérese el siguiente caso, por
lo demás perfectamente cotidiano. Imaginemos que Luis es jefe de personal de una
empresa importante y que tiene que decidir si promociona o no a Javier, un
empleado joven y brillante, que no lleva mucho en la empresa. Los méritos de
Javier, tanto por trabajo como por resultados, son bastante indiscutibles. No
obstante, Luis no ha dejado de observar que, de un tiempo a esta parte, Teresa, una
compañera de trabajo de la que Luis está enamorado, parece interesada en el recién
llegado Javier, más joven y bien parecido que Luis. En un caso así, el deber moral
le dice a Luis que debe ascender a Javier, pero sus celos le motivan justamente
hacia la acción contraria.
Para Kant, la mera razón reconoce la acción moral por cuanto su bondad se
impone a un ser racional, al tratarse de una acción que podría ser tomada como
una norma universal aplicable a todos los individuos. Esa universalidad es algo
que reconoce la razón y es ajeno a las emociones, las cuales de hecho, y como
hemos visto a lo largo de la primera parte del libro, son reacciones relativas a los
fines e intereses de cada sujeto (al menos, de acuerdo con la mayoría de teorías
sobre la naturaleza de las emociones examinadas). El filósofo moral
contemporáneo, Bernard Williams, ha atacado de modo influyente la tesis kantiana
de que la razón moral se impone siempre a cualquier otro tipo de razón. Por tomar
su famoso ejemplo, consideremos el caso del pintor Gauguin. En un momento de
su vida se le plantea el problema de si debe renunciar a su incipiente carrera
artística para poder acudir en ayuda de su familia. Como dice Williams, es muy
discutible que el deber moral de ayudar a su familia deba imponerse a Gauguin
como su alternativa más racional, dado el hecho, conocido por Gauguin, de que
socorrer a su familia supone socavar el proyecto vital que da sentido a su vida.
¿Acaso asegurar, o no imposibilitar, el proyecto vital no es una razón tan o más
poderosa que la razón moral de socorrer a la familia? (Williams, 1981).
Recientemente, algunos filósofos morales han sostenido que los datos sobre
los psicópatas constituyen un argumento demoledor contra el racionalismo ético,
pues, si hubiera un modo de entender la distinción entre lo moral y lo
convencional que no pasara por experimentar ciertas emociones, entonces no hay
razón para pensar que los psicópatas no pudieran disponer de él (Nichols, 2004;
Prinz, 2007). Obviamente, la premisa de este argumento es que el déficit que
presentan estos sujetos es meramente afectivo, sin que se vea de ningún modo
alterada su capacidad de raciocinio o el tipo de capacidades cognitivas sofisticadas
que el racionalismo ético requiere. Como hemos dicho, los estudios realizados
hasta la fecha apuntan en esa dirección, pero naturalmente hacen falta más
estudios para avalar esta premisa.
Por su parte, el filósofo Jesse Prinz defiende una posición emotivista, según
la cual las propiedades morales se explican a partir de emociones. En la siguiente
sección discutiremos la posición de Prinz, pero de momento en esta señalaremos
sus ideas acerca de cómo clasificar las emociones morales. A pesar de la diferente
perspectiva entre Prinz y Haidt, sus conclusiones al respecto son curiosamente
bastante coincidentes. Prinz distingue entre emociones morales negativas y
positivas. Las negativas se dividen en aquellas que van dirigidas a otros (enojo
moral, asco moral y desprecio) y las que van dirigidas a uno mismo (culpa y
vergüenza). Las positivas son cuatro en total: admiración, gratitud, gratificación y
dignidad (Prinz, 2007, págs. 68 y ss.).
Una posible salida a este problema es sostener que las emociones morales
son juicios cuya evaluación no es moral. Por ejemplo, se podría proponer que
sentirse culpable acerca de una acción propia X consiste en enjuiciar que X ha
causado daño a terceros. Pero resulta difícil casar este análisis de las emociones
morales como la culpabilidad con la tesis sentimentalista, pues debería entonces
valer a priori que causar daño a otros es moralmente malo. Y esto no parece
correcto, dado que uno puede plantearse de modo coherente, sin caer en
contradicción, si está moralmente mal causar daño a terceros. De hecho, una
lectura del famoso argumento de G. E. Moore, denominado de la «pregunta
abierta», sostiene que cualquier análisis de un concepto moral en términos no
morales está condenado al fracaso porque siempre queda la cuestión abierta de si
el concepto moral que se pretende reducir se aplica o no a la situación, sea la que
sea, descrita en términos no morales (Moore, 1903). Si uno acepta el argumento de
Moore, un modo de esquivar este problema es defender una versión del
sentimentalismo de acuerdo con la cual se trata solo de una teoría de los valores
morales pero no de los conceptos morales, con lo cual el análisis de los valores en
términos de emociones no se pretende a priori, sino que establecería lo que Kripke
denominó una necesidad a posteriori (véase Kripke, 1972, tercera conferencia).
Pero, como explicamos, el sentimentalismo suele plantearse no solo como una
teoría metafísica acerca de qué hace verdadero un juicio moral sino también como
una teoría epistémica acerca de en qué consisten los juicios morales. Además, una
teoría así deja sin explicar qué son los juicios morales y no puede señalar como un
argumento en su favor los datos ya comentados que parecen vincular a los juicios
morales con las emociones.
Por su parte, para resolver este problema Prinz apela a su teoría de las
emociones morales como emociones básicas recalibradas a pensamientos de índole
moral. Así, por ejemplo, la culpa es tristeza recalibrada a pensamientos acerca de
que uno ha hecho algo que daña a alguien con quien uno siente una afiliación
(Prinz, 2007, pág. 76). De acuerdo con la teoría de la recalibración de Prinz, qué
pensamiento desencadena una valoración encarnada determina si ese ejemplar de
valoración encarnada es un caso de tristeza o de culpa, sin embargo esos
pensamientos no son parte de las valoraciones encarnadas y, por tanto, no son
parte de las emociones. Así pues, aunque el hecho de que haya sido causada por
un pensamiento acerca de haber dañado a otros convierte una valoración
encarnada en un caso de culpa, al no ser parte de la propia emoción de culpa no es
tampoco ese pensamiento parte del análisis del concepto de moralmente malo, con
lo cual se explican las intuiciones mooreanas acerca de que es posible siempre
preguntarse, de modo coherente, si está mal dañar a otros con los que uno se siente
afiliado.
EL SENTIMENTALISMO NO DISPOSICIONALISTA
En general, los filósofos sentimentalistas sensibles al segundo de los
problemas comentados, los contraejemplos a la necesidad y suficiencia de las
emociones en relación a los juicios morales, suelen concluir que hay que abandonar
el sentimentalismo disposicionalista en favor de otra versión del sentimentalismo
para la que no pueda surgir este problema. En su versión epistémica, esta versión
no disposicionalista del sentimentalismo dice que juzgar que X tiene el valor V
(moral, estético, etc.) es juzgar que es apropiado reaccionar con la emoción
correspondiente E a X. En su versión metafísica, la tesis diría que algo X tiene V si,
y solo si, resulta apropiado reaccionar con E a X.
Como podemos ver, esta versión del sentimentalismo analiza los conceptos
morales (en general, los conceptos axiológicos) en términos de emociones
razonables o justificadas, con lo cual permite perfectamente colocar a los juicios
morales dentro del espacio de razones. Por esto mismo, no obstante, y tal y como
vimos antes al hablar de la teoría de Prinz, esta versión del disposicionalismo se
enfrenta también al problema de la circularidad, si el único modo de explicar la
racionalidad de las emociones es atribuyéndoles un contenido evaluativo (en
realidad, la teoría de Wiggins puede verse como una versión del sentimentalismo
no disposicionalista que trata de lidiar con el problema de la circularidad).
Hay un sentido obvio en que una emoción puede ser una respuesta
apropiada a un estímulo: que el estímulo ejemplifique un valor, una propiedad
axiológica, y la emoción represente correctamente tal circunstancia. Por ejemplo,
avergonzarse de algo puede resultar apropiado si ese algo es verdaderamente
vergonzoso. Pero este no puede ser el sentido de emoción apropiada que anda
buscando el sentimentalista, porque presupone la falsedad del sentimentalismo. En
efecto, presupone que una emoción representa, rastrea, valores, y que resulta
apropiada cuando se activa ante la instanciación del valor correspondiente, e
inapropiada si no registra correctamente la presencia del valor que representa. Y
tal presuposición supone individuar las emociones a partir de valores, y no los
valores a partir de emociones, como pretende el sentimentalismo.
Para los partidarios de esta teoría la analogía con el caso de las experiencias
perceptivas es total. Del mismo modo que una experiencia perceptiva ofrece una
razón para sostener una creencia perceptiva basada en ella (por ejemplo, si tengo
una experiencia visual de que estoy tecleando y escribiendo en el ordenador eso
me proporciona una razón para juzgar que estoy tecleando y escribiendo en mi
ordenador), las emociones proporcionarían también razones para formar los juicios
evaluativos correspondientes. Así, si el abuso sexual de niños provoca en mí una
reacción de asco moral, esto me proporciona una razón para juzgar que el abuso
sexual de niños está moralmente mal. Como en el caso de las experiencias
perceptivas, las razones que proporcionan las emociones para los juicios
evaluativos son también revocables. Así, mi experiencia visual en el caso de la
ilusión Müller-Lyer me proporciona prima facie una razón para juzgar que las
líneas tienen distinta longitud, pero esa razón es revocable pues en esas
circunstancias mi sistema visual no puede ofrecerme una representación (no
conceptual) correcta.
Cuando alguien sostiene que sabe algo no le preguntamos por qué lo sabe,
sino cómo lo sabe. Sin embargo, cuando alguien experimenta una emoción le
preguntamos por qué se siente de este modo (por qué tiene miedo, o está
preocupado, o está contento, o siente asco, culpa o vergüenza). Ahora bien, si el
defensor de la teoría epistémica tuviera razón y las emociones nos ofrecieran un
conocimiento (no conceptual y no inferencial) de los valores, tales preguntas
estarían fuera de lugar. Después de todo, resulta absurdo preguntarle a alguien
por qué le parece visualmente que está escribiendo en el ordenador (Mulligan,
2010).
La mejor respuesta que conozco para esta objección es la que señala que los
valores, las propiedades evaluativas, son propiedades de orden superior que
dependen metafísicamente de, o descansan en, propiedades de orden inferior. Por
ejemplo, si un perro es peligroso lo es en virtud de propiedades de orden inferior:
por su agresividad, su peso, lo afilado de sus garras y el tamaño de sus colmillos.
La idea es que cuando preguntamos el porqué de una emoción —‘¿por qué te da
miedo el perro?’— estamos inquiriendo por las propiedades que sirven de base a la
propiedad evaluativa percibida por la emoción —‘por su fiereza y el tamaño de sus
colmillos’—. Igualmente, en los casos en que referimos una experiencia perceptiva
que involucra una propiedad de orden superior también inquirimos sobre ella
como ocurre con las emociones. Por ejemplo, si digo que veo en Luis una sonrisa
maliciosa, alguien puede preguntarme por qué la veo así, es decir, preguntarme
por las propiedades de orden inferior en que descansa mi percepción de la malicia.
Ahora bien, sucede que las emociones siempre versan sobre propiedades, los
valores, que son de orden superior (Poellner, 2016; para otras réplicas, véase
Mitchell, 2017).
En los capítulos precedentes hemos visto que la tesis que mantiene esta
tradición es cuando menos revisable. En el capítulo séptimo vimos que a menudo
las emociones proporcionan objetivos o fines para la acción intencionada y guían el
comportamiento de un modo que es perfectamente satisfactorio para nuestros
intereses. En el capítulo octavo exploramos la tesis de origen humeano de que
nuestros estados afectivos constituyen nuestras preferencias y valores. De acuerdo
con este punto de vista, el papel de la razón sería el de buscar el mejor modo de
servir estos fines y preferencias. Hume afirmó, en este sentido, que «la razón es la
esclava de las pasiones» (Hume, 1739/1978).
Poco después del accidente, Gage fue tratado por un médico de la zona, el
Dr. John Harlow, que por fortuna resultó ser un científico concienzudo. Harlow
visitó a Gage con regularidad, efectuó varias pruebas y exámenes con él, y anotó
los resultados con gran rigor en un diario gracias al cual los neurólogos actuales,
como el propio Damasio, han podido tener una información detallada y muy
valiosa del caso. Tras varios exámenes, Harlow constató en su diario que tanto la
atención como la memoria y la capacidad para el lenguaje y la percepción estaban
(sorprendentemente) intactas tras el accidente. Con respecto a sus capacidades
físicas, Gage perdió la visión de su ojo izquierdo, pero coordinaba perfectamente
sus movimientos y no presentaba ninguna otra lesión física. Como consecuencia de
ello, y para sorpresa general de los compañeros que habían presenciado el
accidente, se le dio el alta, y en unos meses volvió a su trabajo.
Sin embargo, pronto se vio que esa decisión no había resultado acertada. No
solamente fue Gage incapaz de desarrollar su trabajo con la eficiencia y
competencia de antes del accidente, sino que la convivencia con sus antiguos
compañeros resultó imposible. Harlow examinó atentamente el caso, de nuevo, y
describió en su diario lo que llamó un gran cambio de personalidad como
consecuencia del accidente. De repente, el educado Gage tenía un comportamiento
grosero, especialmente con las mujeres, no manifestaba ninguna consideración ni
respeto ni por sus antiguos compañeros ni por nadie, era tremendamente
impaciente, enormemente obstinado con cosas que no tenían la menor
importancia, e incapaz de ajustarse a un plan de acción o de trabajo. Pronto se vio
que Gage era incapaz no ya de retomar su anterior trabajo, sino de convivir con
normalidad con otros seres humanos. Probó otros trabajos, cada vez más sencillos
y con menor responsabilidad, pero todo fue inútil. El infortunado Gage terminó
sus días en un circo ambulante, donde se le exhibía como atracción y él mismo
contaba su caso a los espectadores. Murió pocos años después, a edad todavía muy
joven.
Tras leer el diario del Dr. Harlow, Damasio tuvo ocasión de examinar, un
tiempo después, a un paciente de VMPFC. En el caso de Elliot (nombre ficticio), un
tumor cerebral no había dejado otra alternativa que extirparle exactamente esa
zona de su cerebro. Elliot poseía un buen empleo en una empresa importante, y era
considerado un hombre capaz, inteligente, buen padre y esposo. Tras la
intervención quirúrgica, el propio Damasio pudo comprobar, como más de un
siglo antes había referido el Dr. Harlow con Gage, que Elliot mantenía intactos su
nivel de inteligencia, memoria, atención y percepción. Sin embargo, exactamente
igual que en el caso de Gage, Elliot ya no fue capaz de mantener su puesto de
trabajo, ni ningún otro. Empezó de inmediato a tomar decisiones disparatadas. Se
asoció con un antiguo compañero de trabajo cuya dudosa reputación le había
conducido al despido tiempo atrás y se embarcó en una aventura financiera que
terminó llevando a la familia de Elliot a la bancarrota. Poco tiempo después su
mujer se divorció de él. Damasio refiere que tras la operación Elliot pareció incapaz
de emocionarse por nada: la frialdad emocional. Según parece, hablaba sobre lo
que le había sucedido con la misma tranquilidad que si estuviera hablando de un
tema banal o sin mayor importancia.
Damasio concluyó, a través de los datos sobre Gage, Elliot, y otros pacientes
de VMPFC que pudo examinar, que este tipo de pacientes presentan un doble
déficit: pierden la capacidad para tomar decisiones sensatas en cuestiones
personales, y pierden (o al menos ven muy seriamente afectada) su capacidad para
emocionarse. Sobre el primer déficit, es importante precisar que, según parece,
estos pacientes sí mantienen intacta la capacidad de tomar decisiones de tipo
teórico (por ejemplo, resolver un problema matemático). Damasio conjeturó que
los mecanismos implicados en la toma de decisiones con un significado social o
personal debían ser diferentes de los implicados en la resolución de problemas de
índole teórica. Al fin y al cabo, como él mismo observa, todos conocemos a
personas que son muy buenas al tomar decisiones teóricas pero muy torpes en sus
decisiones personales (el sabio despistado), y a la inversa, gente socialmente muy
hábil pero perfectamente incompetente en materias teóricas. Su idea es que, en el
caso de las decisiones sobre temas personales, concurren dos circunstancias que
elevan el nivel de complejidad: en primer lugar, se trata de decisiones sobre cosas
que nos conciernen especialmente; en segundo lugar, el grado de incertidumbre en
este tipo de decisiones es mucho mayor que en las teóricas. Damasio conjeturó que
el doble déficit que invariablemente presentaban los pacientes de VMPFC solo
podía explicarse porque el sistema emotivo, de algún modo, desempeña un rol
crucial en el proceso de toma de decisiones en el plano personal.
EL PROCESO DE DELIBERACIÓN Y TOMA DE DECISIONES SEGÚN LA
HIPÓTESIS DEL MARCADOR SOMÁTICO
Dado que los marcadores somáticos (cuando menos los del primer tipo, los
más corrientes) consisten en la detección fenoménico-consciente de ciertos cambios
corporales y dado que sabemos, como hemos ido viendo en otros capítulos, que en
gran medida los cambios corporales implicados en procesos emotivos ocurren bajo
el control del Sistema Nervioso Autónomo, Damasio y sus colaboradores pensaron
que un modo de comprobar si la hipótesis del marcador somático iba bien
encaminada era analizar la presencia de cambios autonómicos en pacientes de
VMPFC y compararla con la de personas sanas.
Tal como Frank sugería para las emociones sociales, Damasio sostiene que el
sistema de marcadores somáticos ayuda a contrarrestar esta tendencia y optar por
alternativas de acción que resultan beneficiosas a largo plazo. El mecanismo es
simple: al deliberar sobre qué hacer, en la mente del sujeto que quiere perder peso
aflorarán flashes sobre los beneficios a largo plazo de hacer dieta que aparecerán
marcados positivamente y flashes sobre los perjuicios a largo plazo de la acción de
comerse el pastel que aparecerán marcados negativamente. Tales marcadores
somáticos propiciarán incentivos que inclinarán al sujeto a elegir la alternativa con
mayor beneficio a largo plazo y evitar aquella que ofrece una pequeña recompensa
inmediata pero a la larga entraña un perjuicio importante. La razón por la que este
sistema es efectivo es semejante a la que vimos que ofrecía Frank: los marcadores
somáticos proporcionan incentivos hacia la opción beneficiosa a largo plazo que
ocurren en el mismo momento en que el sujeto delibera, sin tener pues que esperar
a que, a su debido tiempo, esa acción elegida proporcione su recompensa.
Por otro lado, y en relación a la hipótesis más modesta según la cual los
marcadores somáticos solo ayudan a tomar decisiones beneficiosas a largo plazo, la
interpretación de los datos arrojados por el experimento del juego de Iowa ha sido
también puesta seriamente en duda. Recordemos que Damasio y colaboradores
interpretaban que los SCR anticipatorios ayudaban a los jugadores sanos a escoger
cartas de los montones que daban beneficios a largo plazo (C y D), siendo estos
SCR anticipatorios especialmente fuertes cuando estos sujetos se planteaban
escoger cartas de los montones perdedores A y B. Ahora bien, en una nueva
versión del experimento en donde los montones ganadores C y D administraban
beneficios y pérdidas, tras cada turno, mayores que los administrados por los
montones perdedores A y B, se observó que los sujetos normales generaban SCR
anticipatorios más fuertes antes de escoger cartas de los montones ganadores C y
D. Este resultado sugiere que estos SCR anticipatorios no funcionan como alarma
ante opciones perjudiciales a largo plazo sino que meramente reflejan que a corto
plazo ciertas opciones tienen consecuencias (favorables o desfavorables) más
fuertes (Tomb et al., 2002).
La hipótesis del marcador somático parte de los datos acerca del extraño
comportamiento de pacientes de VMPFC. Pero, como hemos visto, ese
comportamiento es realmente complejo y no parece encajar con ninguna hipótesis
simple acerca de los marcadores somáticos y su papel en la toma de decisiones. Por
otro lado, la contrastación de la teoría resulta muy complicada, pues la presencia
de un marcador somático no puede naturalmente restringirse a la detección de
SCR, a pesar de que este sea un indicador fiable de la actividad del Sistema
Nervioso Autónomo. Recuérdese además que, según Damasio, existen marcadores
«como-si», que no obedecen a cambios autonómicos, e incluso marcadores ocultos.
Ninguno de estos puede ser detectado mediante la medición de respuestas SCR.
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