La Educación en La Argentina - Cap-08

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LECCIÓN 8

La hora del balance:


Expansión, reformas y luchas en el campo educativo

A comienzos del siglo XX, la educación argentina fue nuevamente objeto de


grandes debates. A partir de la expansión del aparato estatal y de las profundas
transformaciones experimentadas por la sociedad desde fines del siglo XIX, quedaron
al descubierto los límites del proyecto educativo elaborado por la generación del '80. La
capacidad del Estado para garantizar el derecho a la educación a través de un modelo
educativo común, que postulaba su capacidad de transformar a alumnos en ciudadanos
activos, se puso en cuestión. Las polémicas que se generaron en el campo educativo
abarcaron diversos temas. Se discutieron, entre otros asuntos, la configuración del
gobierno de la educación, las estrategias de enseñanza, el papel que asumió la sociedad
civil en la empresa educativa y la impronta humanista de la escuela media.
En aquellas controversias pueden distinguirse, a grandes rasgos, dos posturas.
Los grupos vinculados a sectores conservadores adjudicaban los problemas educativos
a la extensión de la obligatoriedad escolar, que consideraban excesiva. Asimismo,
criticaban el carácter federal del sistema educativo y exigían una mayor centralización
administrativa, con sede en el Estado nacional. Además, observaban con gran
preocupación las dificultades que tenía la escuela para asimilar de un modo efectivo a
los hijos de los inmigrantes. Los sectores democráticos, en cambio, promovían
reformas tendientes a desburocratizar el sistema educativo delegando mayor
responsabilidad en la sociedad civil. En el corazón de este grupo, pedagogos, maestros y
maestras ensayaron en sus aulas estrategias didácticas y disciplinarias que buscaban
renovar las instauradas por el normalismo, promoviendo formas alternativas de
gobierno escolar. También, promovieron un mayor acercamiento entre cultura,
educación y política a través de la organización del sindicalismo y de la prensa docente.
Sin embargo, entre ambos sectores también existían puntos de convergencia.
Coincidían en introducir reformas vinculadas a la formación para el mundo del trabajo
y a la contención de aquellos sectores infantiles que carecían de una atención familiar
adecuada, aunque los medios para desarrollar esas reformas y las finalidades
perseguidas con su realización fueran distintos.
Las luchas por los sentidos asociados a la tarea de educar atravesaron todos los
niveles del sistema e involucraron a maestros, maestras y pedagogos de la talla de
Carlos Vergara, Raquel Camaña, Ernestina Dabat, Víctor Mercante, José Berrutti. Pablo
Pizzurno y José Rezzano, entre otros. ¿Qué diagnóstico del sistema educativo
elaboraron? ¿Cuál era según ellos la situación que atravesaba la escuela en las primeras
décadas del siglo XX? ¿Cuáles eran los aspectos que debían ser reformados? ¿Cuáles
eran los objetivos políticos y sobre qué principios pedagógicos se apoyaron los
programas reformistas?
A fin de presentar de forma clara los cambios producidos en el campo
educativo durante este período, estructuramos esta lección en tres apartados,
correspondientes a los grandes núcleos temáticos del período. En primer lugar,
desarrollamos los procesos de reforma del sistema educativo desde la escuela primaria
hasta la universidad; en segundo lugar, analizaremos los discursos y las prácticas que
imprimieron nuevos sentidos políticopedagógicos sobre el perfil del magisterio; por
último, abordaremos las nuevas configuraciones de la infancia, entre la acción del
Estado y las acciones de la sociedad civil.
Las reformas al sistema educativo (1916-1940)

Desde finales del siglo XIX, la escuela primaria de la ley 1420 y la escuela
media fueron objeto de numerosos cuestionamientos. Las voces que proponían
introducir reformas al sistema provenían de distintas posiciones políticopedagógicas y
tuvieron diferentes alcances. Estas reformas tuvieron, además, diferentes niveles de
concreción: la emprendida por Carlos Vergara en la Escuela Normal de Mercedes
(18871890) no alcanzó a trascender el nivel de la micro experiencia: el proyecto le
Osvaldo Magnasco (1899 y 1900) nunca superó su tratamiento parlamentario, mientras
que la reforma propuesta por el ministro Carlos Saavedra Lamas (19161917), de alcance
nacional, tan solo se implementó durante un año. La reforma universitaria que tuvo
lugar en la provincia de Córdoba (1918), en cambio, trascendió las fronteras nacionales
irradiando sus ideas al resto de las universidades de América Latina y el Caribe.
Finalmente, la reforma FrescoNoble (19361940), de signo conservador, se implementó
en la provincia de Buenos Aires, dejando fuertes marcas en las prácticas educativas
posteriores. En este apartado desarrollaremos las principales características que
presentó cada una de ellas.

La reforma “Saavedra Lamas”

En 1915, Carlos Saavedra Lamas fue nombrado ministro de Justicia e


Instrucción Pública y Junto al pedagogo Víctor Mercante redactó el proyecto de
Reforma Orgánica de la Enseñanza Pública. Su propuesta retomaba algunos
antecedentes y preocupaciones formuladas en las décadas previas. En primer lugar,
recuperaba la idea de introducir orientaciones técnicas en el sistema educativo
expuesta, sucesivamente, por los ministros de Justicia e Instrucción Pública Juan
Belestra, Antonio Bermejo y Luis Beláustegui en sus memorias ministeriales, a partir de
las cuales fueron creadas la Escuela Industrial dirigida por Otto Krause (1899) y la
Escuela Superior de Comercio (1890). En segundo lugar, ponderaba positivamente los
proyectos elaborados por Osvaldo Magnasco: el Plan de Enseñanza General y
Universitaria (1899), que proponía reformar la estructura académica de la escuela
primaria y media para hacerlas “menos doctrinarias y más productivas”, y el Proyecto
de reformas a la enseñanza secundaria (1900), que promovía la supresión de varios
colegios nacionales para transformarlos en escuelas orientadas a la formación práctica
(conservando únicamente los colegios de Buenos Aires, Mendoza, Rosario, Córdoba,
Tucumán y Concepción del Uruguay). Este proyecto proponía, además, que el Estado
nacional no se hiciera cargo del financiamiento de esas escuelas. Por esta razón, las
iniciativas de Magnasco fueron duramente cuestionadas en la Cámara de Diputados,
donde el representante por la provincia de Entre Ríos, Alejandro Carbó, encabezó con
éxito la oposición a la promulgación del proyecto, que finalmente no contó con la a
probación del parlamento
Pero la Reforma Saavedra Lamas corrió otra suerte: el proyecto fue aprobado
por decreto e implementado entre el 16 de marzo de 1916 y el 22 de febrero de 1917.
cuando fue derogado por el gobierno radical. La Reforma proponía reorganizar el
sistema educativo, creando una nueva estructura entre la escuela primaria y la
educación secundaria: la escuela intermedia. El proyecto estipulaba que la escuela
primaria impartiera la educación integral a lo largo de cinco años; luego, que todos los
alumnos ingresaran a una escuela intermedia donde se ofrecía una educación orientada
hacia saberes prácticos durante tres años; y, finalmente, que los alumnos continuaran
sus estudios en los colegios nacionales, las escuelas normales o las escuelas
profesionales, desde donde accederían a la universidad, o bien, ejercerían una
profesión.
El anteproyecto de ley presentaba un pormenorizado estudio sobre la
organización administrativa y pedagógica del sistema educativo nacional. Según
Saavedra Lamas, la comparación entre la estructura académica nacional y los modelos
europeos sobre todo el alemán y las escuelas vocacionales norteamericanas ponía en
evidencia la desarticulación existente entre “nuestros planes de enseñanza, los años que
ellos implican, las divisiones de los grados de instrucción, la evolución psicofisiológica y
las inducciones científicas”, pero sobre todo, entre “la tendencia nacional que quiere
apresurar la actividad de la marcha y el desarrollo de la vida bajo las sugestiones y los
apremios del medio”.
Según sus autores, la escuela intermedia buscaba responder a dos problemas
educativos centrales: la ausencia de un currículo orientado a la enseñanza de saberes
prácticos que eran requeridos por el resurgimiento de la industria nacional en el
contexto internacional de la primera Guerra Mundial y las dificultades para contener y
disciplinar los instintos Juveniles.
¿De qué manera la escuela intermedia respondía a estos problemas? ¿Dónde
residía la diferencia entre ésta y la escuela primaria? Para Mercante y Saavedra Lamas.
la escuela primaria perseguía como principal objetivo la enseñanza de la lectoescritura
y la formación del ciudadano, mientras que la escuela intermedia ofrecía dos grandes
núcleos de asignaturas: la enseñanza general (que comprendía matemática, historia
argentina y universal, geografía argentina y general, entre otras) y la enseñanza
profesional y técnica (centrada en el dibujo aplicado, un aspecto esencial en la
formación técnica y en oficios, con materias opcionales según el sexo del alumno) que
permitían adquirir nociones de trabajo manual, al tiempo que guardaban un valor
sublimador y disciplinador.
Víctor Mercante, autor de los fundamentos pedagógicos de la reforma, ensayó
una explicación sobre las resistencias que encontró la escuela intermedia en La crisis
de la pubertad (1918). Allí sostuvo que la propuesta de la escuela intermedia no había
sido comprendida, pues ella “no pretendía formar obreros sino aptitudes profesionales
para una multitud de servicios que requieren una disciplina manual”. Mercante
exclamaba con aires de resignación:

Cuando una reforma no triunfa, es porque la opinión, que la debe sostener


con el calor de su simpatía, no ha sido preparada. El país no está obligado a
aceptar lo que no comprende ni el innovador debe pretender que sus
pensamientos se conviertan en convicciones comunes.

¿Quiénes se manifestaron a favor de la derogación de la Reforma Saavedra


Lamas? ¿Cuáles fueron sus razones? Para Juan Carlos Tedesco, la reforma Saavedra
Lamas pretendía operar como un filtro que regulase el ingreso de la clase media a la
administración pública y, a su vez, funcionaba como una reducción encubierta de la
obligatoriedad de la escuela primaria, que disminuía de siete a cinco años. Estas
razones fueron, según Tedesco, suficientes para que Yrigoyen derogase la reforma,
entendiendo que resultaba perjudicial para las aspiraciones educativas de los sectores
sociales que él representaba. Para Adriana Puiggrós, en cambio, la reforma Saavedra
Lamas es un buen ejemplo de las luchas políticopedagógicas del período, donde se
expresaron una multiplicidad de posturas cuyos intereses no necesariamente remiten a
una posición de clase. Según Puiggrós, los grupos sociales que conformaban la “clase
media” tenían diferentes orígenes y vínculos históricos con la política, la cultura y la
educación. El imaginario políticopedagógico de estos grupos era más diverso de lo que
la categoría “clase media”, empleada por Tedesco, deja entrever. Incorporar estos
matices le permite a Puiggrós sostener que el conjunto de los inmigrantes no concebía
un único camino de ascenso social y, por lo tanto, no efectuó una oposición en bloque a
la Reforma.

Córdoba se redime

La reforma universitaria de 1918 fue, sin lugar a dudas, uno de los


acontecimientos políticopedagógicos más resonantes de la historia educativa argentina.
No sólo por los cambios que introdujo en la vida universitaria nacional, sino por la
gravitación que sus postulados alcanzaron en el conjunto de las universidades
latinoamericanas.
Según menciona Pablo Buchbinder, los pilares del modelo universitario
cordobés contrastaban con los de la universidad porteña y, principalmente, con el de la
Universidad Nacional de La Plata. Impulsada por Joaquín V. González, dicha casa de
estudios fue fundada en 1905, con el propósito “de concretar una propuesta orgánica de
desarrollo de las funciones de formación profesional y científica de la universidad, así
como la introducción de tareas de extensión a la comunidad”. A pesar de que el
desarrollo posterior de este modelo universitario chocó con algunas limitaciones, el
contraste con la experiencia formativa de la universidad mediterránea resultaba
notable.
En efecto, la Universidad de Córdoba representaba el espacio de los antiguos
privilegios, era un bastión de la ortodoxia católica regido por ideas antimodernas,
donde el poder se distribuía discrecionalmente entre los miembros de un grupo
conservador denominado “Corda Frates”. Pero esta situación dio un giro hacia fines de
1917, a partir de la clausura del internado del Hospital Nacional de Clínicas, que según
relatan Alberto Ciria y Horacio Sanguinetti era “un sitio donde se estudiaba bien y en el
cual los alumnos del interior tenían comida y casa asegurada”.
Este hecho fue el detonante para que un grupo de estudiantes organizara el
Comité Pro Reforma, atizando las protestas que culminaron, el 16 de mayo de 1918, en
la creación de la Federación Universitaria de Córdoba. Un mes después, una multitud
de estudiantes tomó la sala del Consejo de la Universidad, para dejar planteada la
necesidad del cambio. Uno de ellos colgó en la puerta un cartel que decía “Se alquila”.
Otro asentó en el acta electoral: “La Asamblea de todos los estudiantes de la
Universidad de Córdoba decreta la huelga general”. Aquel día, desde ese mismo lugar,
se pronunciaron las palabras que buscaban alumbrar un cambio de época:

Hombres de una República libre, acabamos de romper la última cadena que,


en pleno siglo XX, nos ataba a la antigua dominación monárquica y
monástica. Hemos resuelto llamar a todas las cosas por el nombre que
tienen. [...] Desde hoy contamos para el país una vergüenza menos y una
libertad más.

Las principales reivindicaciones del movimiento reformista se apoyaron sobre


tres principios: el cogobierno universitario, para que los estudiantes pudieran regir sus
universidades; la libertad de cátedra y la renovación del profesorado, pues sin docentes
que asumieran los riesgos de la hora, los viejos profesores sabotearían el nuevo espíritu
y de nada servirían las reformas: y la función social, ya que no se trataba sólo de
conquistar derechos, sino también de contraer deberes y a los estudiantes les
correspondía hacer que la Universidad sirviera a la sociedad.
La prosa reformista se nutrió de las ideas elaboradas por la filosofía krausista,
que tuvo amplia difusión entre los profesores de los colegios nacionales y entre
numerosos maestros, como Deodoro Roca, Alejandro Korn y Carlos Vergara,
Contrariando los postulados positivistas, esta tendencia filosófica procuraba hacer de la
vida una obra de arte, al tiempo que resaltaba los valores éticos y estéticos. Además, los
postulados reformistas exaltaban la movilización de las expectativas juveniles,
consideraban que la juventud era la edad heroica y que los relevos generacionales eran
el principal motor del cambio social; por lo tanto, conservar la “pureza juvenil”
resultaba una empresa social.
El movimiento reformista tuvo detractores. No pocos sectores del movimiento
obrero miraron el proceso con indiferencia, otros los acusaron de timoratos y algunos
llegaron incluso a cuestionar la trascendencia de sus acciones. El Partido Comunista
argentino fundado ese mismo año impugnó la tesis acerca del rol de las nuevas
generaciones en los procesos de transformación social. Uno de sus principales
referentes Aníbal Ponce cuestionaba la radicalidad de los cambios, señalando que la
acción reformista de los universitarios cordobeses padeció de “tibieza revolucionaria”.
En el fondo, para el PC argentino, la tesis que postulaba a la juventud como el agente
del cambio social estaba reñida con la idea de la hegemonía política del proletariado.
Ponce aducía que la teoría de la “nueva generación” implicaba desplazar al proletariado
del centro del proceso revolucionario y sustituirlo por la pequeña y mediana burguesía
intelectual.

La escuela, entre la naturaleza y el taller

La década del '10 no sólo fue agitada para los claustros universitarios. Durante
este período también se formularon críticas que tuvieron como destinataria a la escuela
tradicional. En muchos casos, el malestar devino propuesta y dio lugar a una serie de
proyectos que se inscribieron en el campo de las experiencias escolanovistas también
denominado Escuela Nueva.
Marcelo Caruso plantea que, antes de tratar de definir taxativamente el
movimiento de la escuela nueva, puede resultar más útil interpretarlo como “un
principio de autoafirmación de identidad de una corriente de pensadores que
compartieron poco más que una voluntad de impugnación de la pedagogía establecida”.
En el caso argentino, este aspecto es notable: el movimiento de la escuela nueva no
constituyó el brazo pedagógico de un proyecto político, sino una corriente de ideas que
generó las condiciones para efectuar reformas parciales en el sistema educativo,
algunas experiencias institucionales y un conjunto de escritos pedagógicos no menos
importantes.
Las raíces de los postulados escolanovistas se remontan a las ideas
pedagógicas sostenidas por Rousseau en el Emilio (1792). Ya en el transcurso del siglo
XX, podemos distinguir dos grandes momentos en la elaboración del programa del
escolanovismo: el primero se relacionó con el movimiento de la Escuela Nueva
Mundial. Hacia 1920, este movimiento estableció a través del Bureau Internacional de
la Escuela Nueva los 30 principios tras los cuales se encolumnó su propuesta
pedagógica: para considerarse incluida en aquella corriente, una escuela debía cumplir
con al menos la mitad de aquellos principios (defender la coeducación de los sexos,
otorgar un lugar central a las excursiones, estimular las actividades manuales como la
carpintería, el cultivo y la crianza de animales pequeños, centrar las actividades en los
intereses espontáneos del niño, entre otras). El segundo momento corresponde a las
décadas del '60 y '70, cuando el movimiento escolanovista se articuló con otras
corrientes de pensamiento ligadas a la pedagogía antiautoritaria, la psicogénesis, el
psicoanálisis y la pedagogía institucional.
El programa escolanovista promovía cambios culturales a partir del despliegue
de nuevos vínculos institucionales, haciendo de la escuela tradicional el blanco de sus
críticas. Cuestionaba el silencio, la uniformidad, el exceso de verbalismo y la
inmovilidad que reinaba en sus aulas, y proponía que el sistema de enseñanza basado
en la memorización y la persistencia de medidas disciplinarias autoritarias fuese dejado
a un lado para dar lugar a un nuevo contrato pedagógico.
En la Argentina, la emergencia de la Escuela Nueva tuvo lugar durante las
primeras décadas del siglo XX. El escolanovismo argentino, según Sandra Carli, se
articuló a un movimiento político y cultural de alcance más amplio. Los maestros y
maestras que formaron parte de sus filas fueron representantes de grupos y elites
urbanas, capaces de generar innovaciones en las prácticas escolares. Todos ellos
adscribieron a la necesidad de efectuar una modernización del sistema educativo
plasmando una nueva mirada sobre la importacia cultural de la experiencia educativa y
la democratización interna del espacio escolar. A diferencia del normalismo que integró
un proyecto pedagógico estatal, el escolanovismo estuvo ligado a un proceso cultural
portador de un gesto vanguardista. Este movimiento logró inscribirse en el marco de un
proceso de modernización estéticocultural al cual accedían algunos sectores sociales.
La orientación que asumió el movimiento de la Escuela Nueva se nutrió de una
serie de postulados: la inclusión del niño como sujeto activo del proceso de aprendizaje,
la participación de la comunidad educativa en la gestión escolar y el fortalecimiento del
vínculo entre la escuela y la naturaleza. Entre sus representantes más destacados se
contaron Florencia Fossati, Celia Ortiz de Montoya, José Rezzano, Clotilde Guillén de
Rezzano, las hermanas Olga y Leticia Cossettini y Luis Iglesias. Muchos de ellos fueron,
junto a Julio Barcos, referentes del naciente sindicalismo magisterial. Estos docentes
promovieron sus ideas a través del Monitor de la Educación Común y de la prensa
docente, en particular de revistas como la Nueva Era, La Obra, Quid Novi, los
Cuadernos Lilulí o las colecciones pedagógicas de editorial Losada y de editorial
Kapelusz, dirigidas por el emigrado español Lorenzo Luzuriaga y por el matrimonio
Rezzano, respectiva mente.
Uno de los rasgos que caracterizó al escolanovismo fue la reivindicación del
paidocentrismo. Colocar al niño en el centro de la escena educativa, exaltando el
carácter activo del aprendizaje, constituyó uno de los principales ejes de su propuesta
curricular. Durante la Convención Internacional de Maestros, reunida en Buenos Aires
en 1927, se estableció que “el niño tiene derecho a ser niño” y, por ende, “tiene derecho
a una nueva educación”. Los maestros cuestionaban un modelo educativo al que
consideraban inmutable y rígido y promovían una experiencia donde el niño tenía
derecho a “hacer para saber”, al trabajo escolar colectivo, al aire libre e, incluso, a saber
que ha nacido en el cuerpo de su madre.
El mismo documento ubicó en el centro del cambio el perfil del maestro. “Todo
niño tiene derecho a contar con maestros de vocación, de carácter, llenos de bondad,
hombres elegidos, ilustrados, bien retribuidos”, ensalzando al maestro no como aquel
que toma su cargo como un simple medio de vida, sino como quien cree “en los ideales
más difíciles de alcanzar”, que comprende la responsabilidad que le incumbe “en la
realización de la justicia social”, y que no olvida “que el verdadero maestro es el niño”.
Para los escolanovistas, el maestro debía estimular y favorecer el aprendizaje más que
controlar y vigilar a los alumnos.
Sin embargo, aunque el escolanovismo cuestionaba el rol disciplinario de la
educación tradicional, compartía con el normalismo el optimismo pedagógico
depositado en la escuela. Este y otros puntos de contacto entre concepciones
pedagógicas se deben a que, como señala Sandra Carli, en la Argentina no hubo
“tradiciones pedagógicas puras”, sino tendencias educativas que fueron resultado del
entrecruzamiento de ideas, principios y métodos de orígenes diversos. De allí se
desprendieron configuraciones complejas y una sedimentación de prácticas, lecturas y
trayectorias profesionales híbridas. En suma: no existieron “escolanovistas o
normalistas puros”; por el contrario, en estos sujetos convivieron ideas de ambas
concepciones. Entre los casos paradigmáticos, se cuentan las experiencias de las
hermanas Cossettini y de Luis Iglesias.
Las hermanas Cossettini condujeron, entre 1935 y 1950, una experiencia
educativa en la escuela experimental Gabriel Carrasco ubicada en el barrio Alberdi de la
ciudad de Rosario. Previamente, Olga había implementado una reforma en la escuela
Domingo de Oro, en la que se desempeñaba como regente, que le había significado un
reconocimiento en el nivel provincial. Olga Cossettini se formó con Amanda Arias,
aunque también se reconocía discípula de Giovanni Gentile y de Lombardo Radice.
Estudió en la Escuela Normal de Rafaela junto a Luz Vieira Méndez y Ovide Menin y
contaba entre sus interlocutoras del magisterio con Celia Ortiz de Montoya, Leticia, en
cambio, poseía una sólida formación artística, que podía percibirse en las apuestas
estéticas que promovía la escuela entre sus alumnos y alumnas.
En el libro El niño y su expresión (1940), Olga Cossettini publicó dibujos y
poemas de sus alumnos, poniendo de relieve los efectos que tenía en los niños la
pedagogía de la libertad. El libro conformaba una serie con otros dos ejemplares: 180
poemas de los niños de la escuela de Jesualdo, publicado en 1938. y Viento de
estrellas, publicado en 1942, en el que Luis Iglesias editó los trabajos de sus alumnos de
la escuela unitaria nº 11 de Tristán Suarez.
La escuela rural fue otro puerto al que arribó el escolanovismo. Luis Iglesias
ejerció la docencia entre 1938 y 1957 en una escuela rural de Esteban Echeverría, en la
provincia de Buenos Aires, a la cual había sido enviado como “castigo” por realizar un
discurso en el que cuestionaba al empresario industrial que había donado el dinero
para la construcción de la escuela primaria donde se desempeñaba como maestro. En
Esteban Echeverría lo esperaba una escuela unitaria puesto que contaba con un único
maestro y multigrado. A diferencia de las hermanas Cossettini, que se inscribían en una
tendencia liberal democrática. Iglesias comulgaba con las ideas de izquierda.
Implementó una experiencia educativa de alternancia, que adecuaba la propuesta
escolar a los requerimientos del trabajo rural, al cual la mayoría de sus alumnos
estaban sujetos.
Como señala Ana Padawer, la pedagogía de Iglesias promovía “una escuela
atractiva donde la ayuda mutua y la autoconducción mediante 'guiones' permitían un
trabajo sin la constante intervención del maestro, y donde la expresión de vivencias
personales era el punto de partida para la enseñanza”. En el libro La escuela rural
unitaria (1958). Iglesias narró su experiencia en la escuela de Tristán Suárez. La
difusión de aquella obra trascendió las fronteras nacionales: el libro fue ampliamente
difundido entre los maestros rurales de México y de otros países latinoamericanos
donde la escuela rural era una realidad ampliamente extendida.
Una de las últimas experiencias donde se implementaron los principios del
escolanovismo tuvo lugar en la provincia de Córdoba. El pedagogo vinculado al
radicalismo Antonio Sobral, quien venía desarrollando una importante obra educativa
a través de la Biblioteca Popular Bernardino Rivadavia, fundó en 1930 el instituto de
enseñanza secundaria en la localidad de Villa Maria. Entre 1941 y 1943 fue designado
director de la Escuela Normal provincial, junto a Saúl Taborda y Luz Vieira Méndez.
Desde allí, desarrollaron un proyecto institucional basado en la coeducación y las
nuevas teorías científicas y pedagógicas, cuyos principales rasgos fueron, según Adriana
Puiggrós “la centralidad de la categoría adolescencia, la exigencia del bachillerato como
condición previa a los cursos del magisterio, la práctica y la experimentación de nuevos
sistemas pedagógicos y la orientación hispánica de los contenidos históricos y
culturales”. La experiencia fue interrumpida por el golpe militar de 1943.

La reforma Fresco-Noble

El golpe de Estado que derrocó a Hipólito Yrigoyen (19281930) inauguró un


periodo signado por el fraude político. La dictadura de José F. Uriburu (19301932)
ejerció un gobierno de tipo corporativo, intentó reformar la Constitución nacional y
derogar la ley Sáenz Peña, suprimiendo el voto universal. El discurso nacionalista del
gobierno ponía especial énfasis en combatir al comunismo y al liberalismo, incitaba
fuertemente al antisemitismo y presentaba a la Argentina, ante el mundo, como un
modelo de nación católica. Entre los referentes del cambio de clima en el ámbito
educativo, se destacó Juan B. Terán, quien afianzó los vínculos entre el discurso
nacionalista y la filosofía espiritualista, apelando a los valores encarnados en los héroes
patrios a través de la revalorización de la enseñanza de la historia nacional.
Mientras los rituales escolares superponían la simbología patriótica, eclesial y
militar, el problema del analfabetismo seguía vigente. En 1933, el presidente del
Consejo Nacional de Educación, José Cárcano, describió un escenario preocupante:
según el censo escolar realizado en 1932, existían en el país 476.649 analfabetos. A
ellos, proponía adicionarle los 259.831 semianalfabetos adultos que luego se
convertirán, por ausencia de motivación y práctica, en analfabetos por instrucción
incompleta. Reunidas las cantidades apuntadas, los analfabetos sumaban 736.480. Si
además se consideraban las dificultades generadas para aplicar el censo como
consecuencia de la diseminación de la población en el territorio, la cifra definitiva
rondaría los 800.000 analfabetos. Esta cifra representaba el 36.91% de la población
escolar.
Cárcano vinculaba las causas de los niveles de analfabetismo a una política
educativa deficitaria que había llevado a multiplicar las escuelas normales para la
formación docente cuando lo que faltaba, en realidad, eran aulas en las escuelas
primarias para darles una ocupación efectiva a los maestros. Efectivamente, uno de los
principales problemas de la década del '30 fue el alto índice de desocupación que
experimentó el magisterio. Julio Barcos estimaba que había aproximadamente 40.000
maestros sin trabajo. Cárcano afirmaba, además, que muchas escuelas primarias eran
inaccesibles a causa de la distancia que había que recorrer para llegar a ellas y que ese
problema se combinaba con una inspección técnica “irregular o nula” en las provincias
y territorios y con autoridades nacionales y provinciales que no hacían cumplir la ley de
enseñanza obligatoria en los centros urbanos. Poco amigo de las expresiones
democráticas, durante su presidencia al frente del Consejo Nacional de Educación tomó
medidas disciplinarias que condujeron a la supresión de los centros de estudiantes de
los colegios nacionales y la persecución y exoneración de numerosos maestros que
manifestaban ideas radicalizadas.
Durante la década del '30, las medidas políticas regresivas se intensificaron.
Los sectores conservadores ensayaron proyectos de reforma, siendo la experiencia más
importante la que se aplicó en la provincia de Buenos Aires, durante el gobierno de
Manuel Fresco (19361940) y bajo la dirección de Roberto Noble. Según Pablo Pineau, la
Reforma FrescoNoble, implementada en 1937, se basó en la segmentación del sistema,
en un nuevo reordenamiento curricular, en el refuerzo de las prácticas militaristas
dentro de la escuela y en la imposición de la enseñanza religiosa. Para Pineau, la
reforma estableció una íntima ligazón entre la nación, la salud y la religión, en donde
“cada una era consecuencia y condición directa de la otra, y se realizan prácticas que así
lo evidencian: los actos patrios empiezan con Misas o bendiciones y terminan con
desfiles o demostraciones gimnásticas”.

La Reforma es un buen analizador de los cambios producidos durante la


década del '30, por dos razones.
En primer lugar, porque en ella se evidencia el avance de las posiciones
católicas en el terreno educativo. En 1934, al cumplirse 50 años de la sanción de la Ley
1420, Octavio Pico cuestionó el espíritu laico de la ley, sosteniendo que debía
incorporarse la enseñanza religiosa. Buena parte de sus fundamentos se inspiraban en
la Encíclica Divinus Illius Magistri (1929) sancionada por el Papa Pío XI, en la que se
afirmaba que toda la organización de la enseñanza, los libros de texto, los maestros y
los propios alumnos debían estar imbuidos del espíritu cristiano, bajo la vigilancia de la
Iglesia Católica. En sintonía con estas ideas, las provincias de Buenos Aires, Santa Fe,
Corrientes, Córdoba, San Luis, La Rioja, Catamarca, Salta y Jujuy sancionaron leyes,
decretos o resoluciones ministeriales implantando la enseñanza religiosa. Asimismo, el
Consejo Nacional de Educación reformó los planes de estudio de las escuelas de su
dependencia, incorporando el tema “noción de Dios”.
Los avances en contra del laicismo generaron resistencia en el sector docente.
En 1934, José Rezzano encabezó un acto en el Teatro Colón donde defendió con
enjundia el carácter laico de la escuela pública argentina, a las que se plegó el diario La
Prensa. A 50 años de la sanción de la ley 1420, el laicismo en la enseñanza se veía
seriamente amenazado. En efecto, la posición católica resultó triunfante. La medida
tomada por algunas provincias fue refrendada el 31 de diciembre de 1943 cuando, a
través del decreto ley 18.411, el gobierno militar encabezado por Pedro Ramírez
extendió la educación religiosa a todas las escuelas del país. Incluso antes de estas
reformas, el poder de la Iglesia no podía subestimarse. Elvira Rawson de Dellepiane,
médica y fundadora del primer centro feminista de la Argentina, por ejemplo, fue
separada de su cargo de vocal por los sectores conservadores del Consejo Nacional, por
denunciar las calumnias lanzadas por las escuelas religiosas salesianas hacia la escuela
pública, a la que calificaban como un “criadero de futuros opresores, anarquistas y
revolucionarios” y tildaban al maestro laico como “uno de los peores criminales, digno
solamente de una horca”.
En segundo lugar, porque le dio nuevas ínfulas el discurso higienista,
renovando las prácticas de limpieza y de cuidado del cuerpo, exaltando de un modo
particular el valor de la educación física. Durante el Primer Congreso Nacional de
Educación Física se sostuvo que la educación física era “el yunque para forjar una raza
de calidad, fuerte, emprendedora y capaz”, el medio para combatir “el sedentarismo
tuberculizante de la vida moderna y sus cines, clubes y cafés”. Como señala Diego
Armus, “desde higienistas a empresarios iluminados y de dirigentes obreros a líderes
vecinales, todos recomendaron apasionadamente la gimnasia”.
Los ejercicios físicos jugaban un rol preponderante en torno al cuidado de la
salud. En las clases de calistenia se buscaba ejercitar los diferentes músculos, más que
desarrollar la potencia o el esfuerzo. El médico Enrique Romero Brest, a quien se le
atribuye haber fundado la enseñanza de la educación física en la Argentina, enfatizaba
el valor de la ejercitación en el combate de la tuberculosis. En 1917, ante un grupo de
maestras, explicaba la importancia que los padres otorgaban a la educación física
escolar, recordándoles que, en el comienzo de cada ciclo lectivo, escuchaba a estos
decir: “aquí le dejo a mi hijo para que le dé salud y agrande el pecho”. Las políticas
educativas relacionadas con la educación física impulsadas por Romero desembocaron
finalmente en la creación del Instituto Nacional de Educación Física en 1912.
No obstante, en el marco de la Reforma FrescoNoble, la educación física no
sólo fue reconocida y revalorizada, sino también militarizada, lo que despertó las
críticas del propio Romero Brest. El 21 de julio de 1936 se creó la Dirección de
Educación Física y Cultura, desde donde se organizaron numerosos desfiles y marchas
masivas en espacios públicos. Según Pablo Scharagrodsky, el modelo educativo que
promovió la Reforma cuestionaba el excesivo verbalismo, el intelectualismo y el
enciclopedismo imperante en el currículo de la escuela primaria por ser los “causantes
de la debilidad física y del carácter vacilante y dubitativo del infante” y esta, en
contrapartida, le asignó a la formación física una posición curricular privilegiada.
En tercer y último lugar, la reforma FrescoNoble introdujo el preaprendizaje
general, que buscaba orientar al alumno hacia el trabajo manual. Esta medida
recuperaba, en un tono fuertemente disciplinador e higienista, la formación saludable
de los niños. En definitiva, el modelo de alumno que subyació en este proyecto
procuraba hacer del niño un buen cristiano, un buen ciudadano y un buen soldado,
mientras que las niñas debían aspirar a convertirse en buenas cristianas, buenas
esposas y madres de familia.

Política y magisterio (1890-1930)

En el período comprendido entre 1890 y 1920, el ámbito de la formación


docente experimentó una significativa expansión de sus instituciones. En 1890 se
habían fundado 34 escuelas normales nacionales (13 escuelas para maestros, 14 para
maestras y 7 mixtas). Dos décadas más tarde, el número había ascendido a 42. En 1916,
llegaban a 59. La formación de maestros y maestras suscitó algunos debates: ¿cuál
debía ser el perfil del maestro frente a los cambios que había experimentado la
sociedad? ¿Los hombres y las mujeres debían formarse en los mismos espacios o no?
¿Cuáles eran los métodos más apropiados para su formación?
En el marco de este crecimiento se produjo otro fenómeno, ligado a la
feminización del magisterio. En tan solo 30 años desde la creación de la primera
escuela normal, las mujeres representaban el 85% del cuerpo docente. Para Graciela
Morgade, este fenómeno se explica tomando en cuenta que según las significaciones de
género hegemónicas en la época las mujeres podrían “naturalmente” homogeneizar y
moralizar la sociedad (por ser educadoras “naturales”) y resultaban más “baratas” en
un contexto altamente deficitario para la economía de la educación pública. Por otra
parte, cada vez más los hombres “confesaban” su desconocimiento del mundo infantil o
asociaban el trabajo docente con una serie de connotaciones negativas -malas
remuneraciones y condiciones laborales precarias que presentaban el oficio como poco
estimulante para la carrera profesional de un hombre. En las páginas del Monitor de la
Educación se naturalizaba esta condición, afirmando que

La educación y todos los empleos que se relacionan con ella, necesitan ante
todo del don de sí mismo. Y este don de sí mismo, ¿adónde encontrarlo más
grande y más completo que en la mujer? La mujer se sacrifica por
naturaleza, ha nacido para sacrificarse.
Como hemos señalado en la lección 6, si la escuela normal no constituyó una
opción decididamente emancipadora para las mujeres (en tanto transmitía el modelo
hegemónico de género), también es preciso señalar que muchas mujeres lograron, a
través del magisterio, romper con los límites que la sociedad patriarcal había trazado,
circunscribiéndolas al ámbito doméstico. No pocas mujeres comenzaron a percibir que
la docencia podía abrir la puerta al ascenso y al reconocimiento social, la participación
en la producción de bienes culturales y la obtención de un ingreso económico por vías
legítimas.
En paralelo, las polémicas en torno a los saberes que debía reunir un maestro
crecieron conforme se expandía el sistema educativo. ¿Cuál era el perfil del maestro
argentino? ¿Cuál era el tipo de saber que debía inculcársele durante su formación? Al
respecto, Gabriela Diker advierte que las respuestas a estos interrogantes aglutinaban
dos concepciones opuestas. Desde la prensa pedagógica, los propios docentes
destacaban que, si la enseñanza era un “arte”, los maestros debían ser formados para
poder dirigir una clase y organizar una escuela. Desde esa concepción, la formación
docente debía tratar de modelar las cualidades personales de los futuros maestros,
templar su carácter y ofrecerles herramientas metodológicas para desenvolverse con
fluidez en el aula. Otros maestros y pedagogos, por el contrario, argumentaban que los
maestros debían ser “verdaderos especialistas en la enseñanza”, abogando por una más
profunda formación teórica. La formación inicial se vería complementada por los ciclos
de Conferencias Pedagógicas, que contribuirían a mantener al corriente de las
novedades a los docentes en actividad.
En el plano de la formación docente, uno de los acontecimientos educativos
más significativos del período estuvo relacionado con la donación del empresario Félix
Bernasconi de una importante suma de dinero para la edificación de un “palacio para
escuela en estilo florentino”, en el que funcionaría, también, un instituto de
actualización docente.
El proyecto fue elaborado por Juan Waldorp (hijo) en 1918, la piedra
fundamental se colocó en 1921 y la escuela se inauguró en 1929. El Consejo Nacional de
Educación decidió emplazar el “Bernasconi” en la zona sur de la ciudad, tras dar una
intensa discusión sobre su ubicación: había quienes sostenían que el tamaño de la
inversión ameritaba que la escuela se ubicara en los barrios ya consagrados por su
progreso edilicio, mientras que el propio Waldorp afirmaba que los barrios del sur y del
oeste eran los que “con mayores derechos y con más premura reclaman, para su centro,
esa clase de obras que cooperen a su creciente desenvolvimiento”. En su informe,
Waldorp señalaba que el barrio donde se edificaría estaba destinado a un futuro
esencialmente industrial que daría origen a una numerosa población obrera.
La planta baja del edificio fue, originalmente, destinada a la educación
industrial, dotándola de todo tipo de talleres: electricidad, mecánica y carpintería, para
los varones, y economía doméstica, labores y costura, para las niñas. En la misma
planta se construyeron piletas de natación, que no sólo buscaban enseñar los principios
de dicho deporte, sino despertar el gusto por el baño higiénico. En la planta superior se
encontraban la biblioteca, un gran salón de actos y un museo escolar. El Museo
Argentino para la Escuela Primaria fue proyectado por Rosario Vera Peñaloza. Maestra
de una extensa trayectoria. Peñaloza dirigió las escuelas normales de La Rioja y el
Normal nº 1 de la Capital Federal. Se formó en la especialidad de artes plásticas en la
provincia de Córdoba bajo la dirección del profesor Cardeñosa y completó sus estudios
junto al pintor Ernesto de la Cárcava. Entre 1929 y 1947, proyectó y coordinó el Museo
Geográfico “Dr. Juan B. Terán” y el de Ciencias Naturales “Dr. Ángel Gallardo”. Para
Peñaloza, los museos debían ser “escuelas vivas para el enriquecimiento de la cultura
argentina” y, por lo tanto, era preciso dotarlos de una amplia gama de recursos
didácticos: animales embalsamados, reproducciones a escala de distintas zonas
geográficas del país, muchas de las cuales ella misma elaboró empleando técnicas como
la cartapesta, los dioramas y la xilografía.
Este período también estuvo atravesado por los conflictos laborales y la
paulatina incorporación de los maestros y maestras a organizaciones gremiales. Desde
1881 comenzaron a registrarse las primeras huelgas docentes. Las maestras de la
escuela Graduada y Superior de la provincia de San Luis decidieron ir al paro tras ocho
meses sin cobrar sus sueldos. La precariedad laboral y la ausencia total de garantías a
las que estaban expuestos los maestros exigían leyes que los protegieran y el desarrollo
de nuevas herramientas gremiales que les permitieran organizarse y ejercer presión.
El primer proyecto de ley sobre escala progresiva de sueldos lo presentó el
diputado socialista Alfredo Palacios en 1912, y contó con el apoyo de la Liga Nacional de
Maestros la primera entidad gremial del magisterio argentino a cuya creación
contribuyeron los maestros Julio Barcos y Leonilda Barrancos. La Liga Nacional del
Magisterio se conformó en 1912, y fue consiguiendo paulatinamente el apoyo de
asociaciones, círculos, sociedades y ligas que nucleaban al magisterio en ámbitos
regionales más reducidos. Es importante señalar que los maestros y maestras contaban
ya con asociaciones de más larga data, aunque estas eran concebidas como espacios de
formación cultural, actualización pedagógica y ayuda mutua, y no como órganos de
representación de los intereses laborales del magisterio.
De La Liga surgió la Confederación Nacional del Magisterio, organización
gremial de segundo grado. El perfil que sus miembros buscaron darle confrontó a dos
sectores: por una parte, Hugo Calzetti y Juan Mantovani, quienes enfatizaban la
dimensión pedagógica que atravesaba los problemas del magisterio; por otra, Barcos, la
maestra y dirigente comunista Florencia Fossatti y Carlos Godoy Urrutia, quienes
resaltaban la tendencia “sociologista”, defendiendo el papel del maestro como
intermediario con la sociedad, y especialmente con los sectores obreros, en un plano
extraescolar.
Para 1919, ya se habían organizado asociaciones docentes en ocho provincias:
Córdoba, Corrientes, Salta, San Juan, Santiago del Estero, Buenos Aires, Tucumán y
Mendoza, mientras que en otras dos se constituyeron federaciones: Santa Fe y Entre
Ríos. A lo largo de este período, estas organizaciones encontraron numerosos
obstáculos para alcanzar una organización de nivel nacional. Sin embargo, la
experiencia acumulada durante estos primeros años le dio al magisterio herramientas y
argumentos para establecer y definir posiciones ante los escenarios adversos.
En 1919 tuvo lugar una importante huelga en la provincia de Mendoza,
impulsada por la agrupación mutualista Asociación de Maestros. Compuesta en su gran
mayoría por maestras, la Asociación impulsó el cese de actividades frente a un atraso
en el pago de los sueldos que oscilaba entre los 8 y 12 meses. La particularidad de esta
experiencia fue que Maestros Unidos adhirió a la Federación Obrera Regional
Argentina, siendo la primera asociación de maestros que formó parte de una central
obrera en nuestro país. Durante la huelga, las maestras explicaban a la sociedad las
razones que las movilizaban. Ante la medida de fuerza del magisterio mendocino, el
gobernador Lencinas dispuso la intervención policial, deteniendo a las maestras y
generando una situación polémica: según relata Graciela Crespí, por primera vez un
grupo de maestras pasó la noche en una comisaría, donde, hasta el momento, las únicas
mujeres que habían pernoctado eran las prostitutas.
Durante 1921, se produjo una huelga del magisterio en la provincia de Santa
Fe, que alcanzó proporciones inéditas para la época. Frente a una medida del
gobernador Enrique Mosca que planteó la posibilidad de clausurar 100 escuelas con el
objetivo de equilibrar el gasto educativo provincial. la Federación Provincial de
Maestros convocó a realizar una huelga en todo el territorio provincial. En el petitorio
se dejaba constancia de un atraso en los pagos de 16 meses y se planteaba la necesidad
de sancionar una ley de estabilidad y escalafón docente que estableciera mecanismos de
ascenso y promoción del magisterio. La controversia que generó esta decisión según
Adrian Ascolani giró en torno a la tensión entre “el reclamo de los derechos personales
de los maestros a exigir condiciones laborales dignas, dejando en suspenso sus
actividades docentes” por un lado, y los efectos que ello tenía en la ausencia de clase,
“lesionando el derecho a la educación de sus alumnos”. por el otro.
En 1925, los maestros de la Capital atravesaron una larga jornada de lucha a
partir de la trágica decisión de la maestra Leonor de Fernández Suárez, quien en abril
de ese año decidió quitarse la vida, desahuciada por las interminables postergaciones
con las que el clientelismo posponía su ascenso. Una Asamblea de la Confederación
Nacional de Maestros acusó al Consejo, transformándolo en “el único responsable del
entristecedor suceso” al estar conformado “por malos ciudadanos que solicitados por
conveniencias de índole mezquina abandonan la senda del deber”. Ante esta situación,
el sector más radicalizado de la Confederación sostuvo que “la docencia argentina no
tiene desidia y está dispuesta a luchar por sus derechos y el fin de los mecanismos
fraudulentos”.
En aquella oportunidad, la asamblea de maestros redactó una carta al
presidente Marcelo T. de Alvear, donde, según Mannocchi, “se levantaban una serie de
cargos graves contra el Consejo acusándolo de corrompido” y se adjuntaba, además

un petitorio que subrayaba especialmente, junto al pago puntual de haberes


y la apertura de nuevas escuelas en relación a la desocupación docente, [...]
la renovación de los miembros del CNE junto a su reemplazo por maestros
capaces, ascensos sólo a quienes cuenten con título habilitante y el fin de los
puestos inútiles creados en el Consejo.

Las Infancias, entre el Estado y la sociedad civil

Las tendencias educativas positivistas y espiritualistas se forjaron al calor de


los debates que tuvieron lugar en la sociedad argentina de finales de siglo XIX y
principios del XX. Las opiniones formadas sobre los efectos no deseados y no previstos
del modelo de país aluvional retomando la expresión de José Luis Romero generaron
encendidos llamados a pensar el futuro de la nación. Para las elites dirigentes, el caudal
de inmigrantes que respondieron afirmativamente a la convocatoria del Estado y
arribaron a estas costas se ajustaba a las necesidades de poblar el “desierto argentino”.
Sin embargo, el origen social de aquellos hombres y mujeres no se amoldaba a las
características anheladas en los textos de Alberdi y Sarmiento y desde la prensa se los
calificaba como “hombres sin oficio, malvivientes, haraganes y mendigos”. Aún más:
por sus credos políticos, ligados a las corrientes anarquistas y socialistas, los colocaban
entre las principales fuentes de perturbación social que amenazaba el statu qua vigente.
En ese contexto, se desplegaron acciones y se promovieron debates desde el
Estado, pero también desde diferentes espacios de la sociedad civil sobre la mejor
manera de encauzar a las infancias.

El niño en cuestión
Los intelectuales afines a los intereses de la clase dirigente depositaron su
mirada sobre los hijos de aquellos inmigrantes inesperados, las 638.000 personas que
constituyeron la inmigración de la década del '80 prácticamente se duplicaron durante
la primera década del siglo XX. La población de la Argentina creció exponencialmente
entre 1895 y 1914, cuando las estadísticas señalaban cerca de 8.000.000 de habitantes.
Sólo durante 1910 desembarcaron en el puerto de Buenos Aires 350.000 personas. En
la opinión de aquellos intelectuales, esta situación requería crear lazos de pertenencia y
solidaridad entre los recién llegados y la sociedad que los “recibía”. Educar era
sinónimo de construir los vínculos nacionales.
La inmigración, a su vez, agravó el problema del analfabetismo. El panorama
hacia el primer centenario de la independencia arrojaba un saldo de 607.722 niños
analfabetos en edad escolar. ¿De qué manera incorporar estos niños a la sociedad? La
respuesta a este interrogante ofreció un repertorio amplio de recetas. Para los
pedagogos enrolados en los sectores democráticos, la solución consistía en intensificar
la acción escolar y revisar sus propuestas de enseñanza. José Berrutti sostenía que, para
enfrentar este problema, urgía crear 4.000 escuelas a lo largo y ancho del territorio
nacional. Pero el problema de la escuela primaria no era solo cuantitativo; resultaba
indispensable reconsiderar el minimun de enseñanza de la escuela primaria, asignando
un lugar destacado al desarrollo de las aptitudes manuales y de la formación moral.
Además, entendía que el problema pasaba también por poder garantizar el
acceso de los adultos a la formación primaria. En 1900, Berrutti fundó la primera
Sociedad Popular de Educación en la Capital, en cuyo local funcionaba una escuela
nocturna para adultos. Estas se sumaban a las escuelas dominicales para adultos
fundadas por Sarmiento y a los cursos libres para obreros que se dictaban desde 1870
en los colegios nacionales. La iniciativa de Berrutti no fue un caso aislado, sino la
modalidad más frecuente a través de la cual se originó el subsistema de educación de
adultos. Como señala Lidia Rodríguez. “la creación de estas escuelas parece haber sido
iniciativa casi siempre del docente que se hacía cargo del grupo de alumnos, más que de
las autoridades del sistema”. En cambio, para los sectores conservadores, la respuesta
pasaba por institucionalizar circuitos paralelos a los educativos donde contener a los
niños que no asistían a la escuela o que ésta no lograba retener. Las infancias no
escolarizadas fueron interpeladas bajo la figura del menor. Así, mientras el sujeto
alumno incluía a todos los niños incorporados en forma más permanente al circuito
familiareducativo, el sujeto menor contenía a aquellos niños que no lograban insertarse
satisfactoriamente en el sistema económicosocial y se incorporaban tempranamente al
trabajo o directamente a la calle.
Desde fines de la década de 1890, se multiplicaron los reclamos para que el
Estado interviniera sobre la niñez desamparada. Según Carolina Zapiola, estos pedidos
se orientaron al establecimiento de la tutela o patronato estatal y a la creación de
instituciones estatales de corrección a los cuales enviar a los menores. Recordemos que
ya existían en el ámbito privado dos instituciones la Sociedad de Beneficencia (1823) y
el Patronato de la Infancia (1892) que cumplían funciones asistenciales. A través de
estas instituciones, numerosos niños y adolescentes fueron “colocados” para trabajar en
casas de familia, talleres o comercios, donde recibían, a cambio, educación y cuidados.
En un sentido similar, en 1874, se había creado el batallón Maipú, conformado por
huérfanos que prestaban a la nación el servicio de armas a cambio de recibir
instrucción militar.
En 1919, el Congreso de la Nación convirtió en ley el proyecto de Patronato
Estatal de Menores: a partir de ese momento se habilitó a los jueces de los tribunales a
suspender o quitar la patria potestad a los padres de menores de 18 años cuando estos
se encontraran en situaciones de mendicidad o vagancia, frecuentaran sitios inmorales
o de juego o se reunieran con ladrones o gente de “mal vivir”. En la fundamentación del
proyecto, el diputado Luis Agote apeló a una imagen fresca en la memoria de sus
compañeros de cámara: “los diputados habrán visto, en aquellos días que hoy llamamos
la semana trágica, que los principales autores de los desórdenes eran los chicuelos que
viven en los portales, en los terrenos baldíos y en los sitios oscuros de la Capital
Federa!”.
Agote contribuía a la criminalización de la infancia cuando sostenía que
aquellos niños serían los que, más tarde, irían a “formar parte de esas bandas de
anarquistas que han agitado a la ciudad durante el último tiempo”. La sanción del
proyecto impulsado por el diputado Agote supuso un incremento de las atribuciones
del Estado sobre las familias. Así, la distinción entre niñez y minoridad, consolidada
por el discurso estatal, estableció ordenamientos simbólicos, sensibilidades y prácticas
sociales mutuamente excluyentes. La experiencia del tránsito hacia la vida adulta
estuvo signada, desde entonces, por estas dos interpelaciones fundantes.

La acción de la sociedad civil

No sólo el Estado depositó su preocupación por la atención y el cuidado de las


infancias. Durante este período, la niñez fue objeto de la intervención de diversas
instituciones de la sociedad civil. Las colectividades, las asociaciones barriales, los
sindicatos, las bibliotecas populares, los clubes de fomento, los partidos políticos y las
iglesias, entre muchas otras instituciones, pusieron un manifiesto interés en el
desarrollo del cuidado de la infancia y la obra educativa. En algunos casos, estas
instituciones compitieron con la labor educativa estatal; en otros, imaginaron
articulaciones que complementaban la acción educativa del Estado.
Así, anarquistas y comunistas pensaron en formar a la clase obrera y a sus
hijos e hijas en valores propiamente proletarios. Aunque desplazado desde 1880 del
monopolio de la educación, el catolicismo hizo su propio intento, y creyó lograda su
meta cuando, en 1943, se estableció la instrucción religiosa en las escuelas. Pero las
múltiples enseñanzas que la compleja sociedad parecía estar absorbiendo no eran sólo
de orientación ideológica. También, como advierte Omar Acha. “se educaba sobre las
maneras de comer, de vestirse, de bailar, de noviar, de hacer el amor, de cocinar, de
reparar radios, y así interminablemente”. Pasemos lista a algunas de las instituciones.
los actores y las modalidades empleadas presentes en la sociedad civil.
Las colectividades fundaron numerosas escuelas en el país, con el propósito
de garantizar la pervivencia de las tradiciones y marcas culturales de la patria de
origen. Entre ellas se destacaron las escuelas de las colectividades italiana, española y
judía. En el caso de las escuelas de la colectividad italiana, estas funcionaban de forma
paralela al sistema educativo público y estaban fuertemente influidas por los ideales del
Risorgimento. Las dos primeras se fundaron en Buenos Aires en 1866: Unione e
Benevolenza y Nazionale Italiana. Diez años después, la Unione Operai Italiani de
Buenos Aires abrió la primera escuela italiana para niñas y, en 1884, la sociedad
italiana Margherita di Savoia fundó el primer jardín de infantes de la comunidad. La
red de escuelas de la colectividad también se extendió hacia otras provincias -
fundamentalmente a Santa Fe y, según el censo nacional, en 1895 estas tenían unos
3.000 alumnos.
Las actividades educativas de la colectividad italiana eran motivo de
preocupación entre las autoridades nacionales. En 1881, apenas un año antes del
Congreso Pedagógico, los italianos organizaron un congreso semejante en el que
intervinieron cinco sociedades de educación, en cuyas instituciones se educaban
aproximadamente 2.800 niños. El propio Sarmiento, contradiciendo las tradiciones
pedagógicas que él mismo había ayudado a difundir, cuestionaba: “¿Educamos
nosotros argentinamente? No: educamos como el norteamericano Mann, el alemán
Fróebel y el italiano Pestallozzi nos han enseñado que deben educarse a los niños”.
En 1908, el inspector general Ernesto Bavio recorrió la provincia de Entre
Ríos, comprobando que las colectividades rusoalemanas y las judías habían fundado
escuelas donde “la enseñanza que se transmite es en su letra y en su espíritu
exclusivamente extranjera”, exclamando que “nada nos recordaba allí que estuviésemos
en escuelas argentinas”. Para María del Pilar López, los argumentos de Bavio remitían a
una concepción nacionalista que concebía la escuela como la institución responsable de
garantizar la nacionalidad. Sus argumentos, sin embargo, no eran del todo compartidos
por las autoridades educativas. De hecho, fueron cuestionados por Manuel Antequeda,
director del Consejo Escolar de la provincia, quien veía en las escuelas un espacio de
consensos culturales reconocimiento de las diferencias.
El partido Socialista, a diferencia de las colectividades, no sostenía escuelas
primarias porque consideraba que ese era un deber indelegable del Estado aunque sí
promovía una serie de actividades complementarias. En 1926, el periódico la
Vanguardia, afirmaba: “Tal como se la concibe en el país, la escuela no basta. Paralela
a ella ha de haber algo que, sin ser escuela, la complemente”. Según Dora Barrancos, la
posición del Partido Socialista consistió “en desarrollar emprendimientos de protección
a la infancia que permitirán completar la tarea educativa de la escuela pública y muy
probablemente también, anticipar modalidades de gestión del Estado en el caso de que
asumieran su control”. Los socialistas estaban preocupados por establecer diferencias
con las instituciones de beneficencia católicas, tensionando dos posiciones: “la
caritativa” y “la justiciera”.
El Centro Socialista Femenino, creado en 1905, coordinaba una red de
instituciones que procuraban contener a los niños de los sectores populares en los
horarios en los que no concurrían a la escuela, alejándolos de los peligros de la calle y
haciendo atrayente la estadía. En aquellos recreos, los niños se entretenían con juegos
infantiles, realizaban labores, ejercicios físicos y cantaban. En algunos casos, se
proporcionaba un suplemento alimentario. Una de las más importantes fue la
Asociación Bibliotecas y Recreos Infantiles, que se ubicó en un local partidario en el
barrio de Almagro en 1913; estuvo dirigida por Fenía Chertkoff de Repetto y su acción
llegó hasta la década del '30.
Las Sociedades Populares de Educación y las Sociedades de
Fomento. Las primeras constituyeron una de las principales iniciativas de la sociedad
civil. De orígenes muy diversos, algunas fueron creadas por militantes socialistas; otras,
en cambio, eran el resultado de la iniciativa de un grupo de vecinos o fueron creadas
por directoras y maestros de escuela. Como señala Sandra Carli, el apogeo de las
sociedades populares tuvo lugar entre 1890 y 1930. En 1909, 1915, 1921 y en 1930
realizaron sus Congresos, donde procuraban “lograr la escolarización masiva, vincular
escuela y comunidad, y atender particularmente las necesidades de la niñez”.
Las Sociedades de Fomento fueron verdaderas instituciones barriales que
surgieron a partir de la iniciativa de los vecinos más dinámicos y emprendedores. A
través de ellas, se fundaron numerosas bibliotecas populares que tenían como
propósito el fomento de la lectura. En Buenos Aíres se crearon, entre 1920 y 1945,
aproximadamente 200 bibliotecas populares, diseminadas por todos los barrios de la
ciudad. Además de reunir y prestar libros, en estos espacios también se ofrecían
conferencias, generalmente orientadas hacia temas ligados a la salud física, la higiene y
la sexualidad, estudios musicales y “actos de declamación”. Acompañando la acción
cultural de estas instituciones, crecieron y se expandieron la difusión radial, la prensa
escrita y la literatura popular sobre todo vinculada al género folletinesco y a las novelas
del corazón que favorecieron la emergencia y ampliación de un público lector entre los
sectores populares.
El anarquismo asumió un rol critico frente al papel del Estado en la difusión
de la cultura. A principios del siglo XX, los anarquistas fundaron escuelas inspiradas en
las ideas del pedagogo español Francisco Ferrer Guardia, tomando distancia de los
proyectos educativos estatales y eclesiales. A los primeros, los acusaba de inculcar en la
infancia un sentimiento de respeto a los privilegios de los propietarios y los capitalistas:
a los segundos, de promover la sumisión al clericalismo. La pedagogía ácrata, por el
contrario, sostenía que la enseñanza no podía ser patrimonio de “partidos” ni de
“sectas”, postulando la escuela científica y racionalista, donde se impartiera “una
educación libre, racional, purgada de toda infección patriotera y religiosa”.
Los anarquistas impugnaron la concepción de la naturaleza infantil elaborada
por el normalismo normalizador, ya que entendían que, bajo aquella concepción,
educar equivalía a domar, adiestrar, domesticar. Simultáneamente, no dudaron en
llamar cárcel a las cuatro paredes de la escuela convencional. En contraposición, la
educación ácrata en la Argentina desarrolló experiencias que fueron, en su gran
mayoría, el resultado de iniciativas grupales, aunque existieron algunas impulsadas por
referentes del movimiento anarquista o afines a sus ideas; se denominaba a estos
espacios educativos círculos de enseñanza, escuelas libertarias, escuelas libres,
bibliotecas populares; por lo general, funcionaban en un espacio cedido para tal fin,
estaban atravesadas por problemas financieros y no contaban con maestros
específicamente preparados: en muchas se privilegiaba la formación de adultos.
Entre las escuelas más importantes creadas por los anarquistas, se cuenta la
Escuela Libertaria Nueva Humanidad (1900), perteneciente a la Sociedad de
Panaderos, la Escuela Moderna de Luján (1907) y la Escuela Moderna de Buenos Aires
(1908), dirigida por Julio Barcos. Los principales órganos de difusión de las ideas
pedagógicas anarquistas fueron la Revista Racionalista Francisco Ferrer publicación
quincenal que circuló entre el 11 de mayo de 1911 y el 1 de febrero de 1912 y La Escueta
Popular. Las escuelas anarquistas no contaron con el apoyo del Estado que, en muchos
casos, dispuso su clausura so pretexto de no reunir las condiciones sanitarias mínimas
para funcionar.
La Iglesia mantuvo su postura en materia educativa, reclamando la
incorporación de la enseñanza religiosa obligatoria en las escuelas. En paralelo con el
crecimiento de la red de escuelas confesionales a cargo de las órdenes religiosas,
numerosos católicos fundaron instituciones que hacia los años '20 dieron forma a la
acción social católica.
La “acción social” se distinguía de la “acción religiosa”: mientras que en ésta el
clero debía desempeñar un rol de conducción, en aquella los laicos reivindicaban mayor
autonomía. El principal objetivo de estas iniciativas era generar un ambiente propicio
para la evangelización ante los problemas surgidos de la sociedad industrial. Los
Círculos de Obreros, creados por el Padre Federico Grote, representaron la principal
iniciativa en esta materia. Los Círculos se fundaron en 1892 y tenían por objetivo
establecer la prestación de asistencia médica y el socorro mutuo, impulsar proyectos de
leyes sociales y promover la organización de los trabajadores en sindicatos.
Así, la acción del Estado y de la sociedad civil, en los distintos planos de la vida
social, marcaron el ritmo de las décadas que inauguraron la democracia y concluyeron
con el fraude patriótico. La preocupación de los hombres de Estado por introducir
reformas educativas que se eggiornaran a los tiempos donde el positivismo cotizaba en
baja y el escolanovismo parecía ser la respuesta, donde el mercado demandaba
hombres bien dispuestos para el trabajo mientras el Estado repensaba la fórmula para
cultivar la identidad nacional en las aulas: un tiempo en el que la sociedad multiplicaba
las acciones educativas mientras debatía algunos sentidos de la educación estatal. Claro
que todo tomaría un giro impensado cuando, hacia la década del '40. la historia
argentina se partiera en dos, e hiciera su irrupción tumultuosa en la vida cultural y
política el hecho peronista.

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