La Educación en La Argentina - Cap-08
La Educación en La Argentina - Cap-08
La Educación en La Argentina - Cap-08
Desde finales del siglo XIX, la escuela primaria de la ley 1420 y la escuela
media fueron objeto de numerosos cuestionamientos. Las voces que proponían
introducir reformas al sistema provenían de distintas posiciones políticopedagógicas y
tuvieron diferentes alcances. Estas reformas tuvieron, además, diferentes niveles de
concreción: la emprendida por Carlos Vergara en la Escuela Normal de Mercedes
(18871890) no alcanzó a trascender el nivel de la micro experiencia: el proyecto le
Osvaldo Magnasco (1899 y 1900) nunca superó su tratamiento parlamentario, mientras
que la reforma propuesta por el ministro Carlos Saavedra Lamas (19161917), de alcance
nacional, tan solo se implementó durante un año. La reforma universitaria que tuvo
lugar en la provincia de Córdoba (1918), en cambio, trascendió las fronteras nacionales
irradiando sus ideas al resto de las universidades de América Latina y el Caribe.
Finalmente, la reforma FrescoNoble (19361940), de signo conservador, se implementó
en la provincia de Buenos Aires, dejando fuertes marcas en las prácticas educativas
posteriores. En este apartado desarrollaremos las principales características que
presentó cada una de ellas.
Córdoba se redime
La década del '10 no sólo fue agitada para los claustros universitarios. Durante
este período también se formularon críticas que tuvieron como destinataria a la escuela
tradicional. En muchos casos, el malestar devino propuesta y dio lugar a una serie de
proyectos que se inscribieron en el campo de las experiencias escolanovistas también
denominado Escuela Nueva.
Marcelo Caruso plantea que, antes de tratar de definir taxativamente el
movimiento de la escuela nueva, puede resultar más útil interpretarlo como “un
principio de autoafirmación de identidad de una corriente de pensadores que
compartieron poco más que una voluntad de impugnación de la pedagogía establecida”.
En el caso argentino, este aspecto es notable: el movimiento de la escuela nueva no
constituyó el brazo pedagógico de un proyecto político, sino una corriente de ideas que
generó las condiciones para efectuar reformas parciales en el sistema educativo,
algunas experiencias institucionales y un conjunto de escritos pedagógicos no menos
importantes.
Las raíces de los postulados escolanovistas se remontan a las ideas
pedagógicas sostenidas por Rousseau en el Emilio (1792). Ya en el transcurso del siglo
XX, podemos distinguir dos grandes momentos en la elaboración del programa del
escolanovismo: el primero se relacionó con el movimiento de la Escuela Nueva
Mundial. Hacia 1920, este movimiento estableció a través del Bureau Internacional de
la Escuela Nueva los 30 principios tras los cuales se encolumnó su propuesta
pedagógica: para considerarse incluida en aquella corriente, una escuela debía cumplir
con al menos la mitad de aquellos principios (defender la coeducación de los sexos,
otorgar un lugar central a las excursiones, estimular las actividades manuales como la
carpintería, el cultivo y la crianza de animales pequeños, centrar las actividades en los
intereses espontáneos del niño, entre otras). El segundo momento corresponde a las
décadas del '60 y '70, cuando el movimiento escolanovista se articuló con otras
corrientes de pensamiento ligadas a la pedagogía antiautoritaria, la psicogénesis, el
psicoanálisis y la pedagogía institucional.
El programa escolanovista promovía cambios culturales a partir del despliegue
de nuevos vínculos institucionales, haciendo de la escuela tradicional el blanco de sus
críticas. Cuestionaba el silencio, la uniformidad, el exceso de verbalismo y la
inmovilidad que reinaba en sus aulas, y proponía que el sistema de enseñanza basado
en la memorización y la persistencia de medidas disciplinarias autoritarias fuese dejado
a un lado para dar lugar a un nuevo contrato pedagógico.
En la Argentina, la emergencia de la Escuela Nueva tuvo lugar durante las
primeras décadas del siglo XX. El escolanovismo argentino, según Sandra Carli, se
articuló a un movimiento político y cultural de alcance más amplio. Los maestros y
maestras que formaron parte de sus filas fueron representantes de grupos y elites
urbanas, capaces de generar innovaciones en las prácticas escolares. Todos ellos
adscribieron a la necesidad de efectuar una modernización del sistema educativo
plasmando una nueva mirada sobre la importacia cultural de la experiencia educativa y
la democratización interna del espacio escolar. A diferencia del normalismo que integró
un proyecto pedagógico estatal, el escolanovismo estuvo ligado a un proceso cultural
portador de un gesto vanguardista. Este movimiento logró inscribirse en el marco de un
proceso de modernización estéticocultural al cual accedían algunos sectores sociales.
La orientación que asumió el movimiento de la Escuela Nueva se nutrió de una
serie de postulados: la inclusión del niño como sujeto activo del proceso de aprendizaje,
la participación de la comunidad educativa en la gestión escolar y el fortalecimiento del
vínculo entre la escuela y la naturaleza. Entre sus representantes más destacados se
contaron Florencia Fossati, Celia Ortiz de Montoya, José Rezzano, Clotilde Guillén de
Rezzano, las hermanas Olga y Leticia Cossettini y Luis Iglesias. Muchos de ellos fueron,
junto a Julio Barcos, referentes del naciente sindicalismo magisterial. Estos docentes
promovieron sus ideas a través del Monitor de la Educación Común y de la prensa
docente, en particular de revistas como la Nueva Era, La Obra, Quid Novi, los
Cuadernos Lilulí o las colecciones pedagógicas de editorial Losada y de editorial
Kapelusz, dirigidas por el emigrado español Lorenzo Luzuriaga y por el matrimonio
Rezzano, respectiva mente.
Uno de los rasgos que caracterizó al escolanovismo fue la reivindicación del
paidocentrismo. Colocar al niño en el centro de la escena educativa, exaltando el
carácter activo del aprendizaje, constituyó uno de los principales ejes de su propuesta
curricular. Durante la Convención Internacional de Maestros, reunida en Buenos Aires
en 1927, se estableció que “el niño tiene derecho a ser niño” y, por ende, “tiene derecho
a una nueva educación”. Los maestros cuestionaban un modelo educativo al que
consideraban inmutable y rígido y promovían una experiencia donde el niño tenía
derecho a “hacer para saber”, al trabajo escolar colectivo, al aire libre e, incluso, a saber
que ha nacido en el cuerpo de su madre.
El mismo documento ubicó en el centro del cambio el perfil del maestro. “Todo
niño tiene derecho a contar con maestros de vocación, de carácter, llenos de bondad,
hombres elegidos, ilustrados, bien retribuidos”, ensalzando al maestro no como aquel
que toma su cargo como un simple medio de vida, sino como quien cree “en los ideales
más difíciles de alcanzar”, que comprende la responsabilidad que le incumbe “en la
realización de la justicia social”, y que no olvida “que el verdadero maestro es el niño”.
Para los escolanovistas, el maestro debía estimular y favorecer el aprendizaje más que
controlar y vigilar a los alumnos.
Sin embargo, aunque el escolanovismo cuestionaba el rol disciplinario de la
educación tradicional, compartía con el normalismo el optimismo pedagógico
depositado en la escuela. Este y otros puntos de contacto entre concepciones
pedagógicas se deben a que, como señala Sandra Carli, en la Argentina no hubo
“tradiciones pedagógicas puras”, sino tendencias educativas que fueron resultado del
entrecruzamiento de ideas, principios y métodos de orígenes diversos. De allí se
desprendieron configuraciones complejas y una sedimentación de prácticas, lecturas y
trayectorias profesionales híbridas. En suma: no existieron “escolanovistas o
normalistas puros”; por el contrario, en estos sujetos convivieron ideas de ambas
concepciones. Entre los casos paradigmáticos, se cuentan las experiencias de las
hermanas Cossettini y de Luis Iglesias.
Las hermanas Cossettini condujeron, entre 1935 y 1950, una experiencia
educativa en la escuela experimental Gabriel Carrasco ubicada en el barrio Alberdi de la
ciudad de Rosario. Previamente, Olga había implementado una reforma en la escuela
Domingo de Oro, en la que se desempeñaba como regente, que le había significado un
reconocimiento en el nivel provincial. Olga Cossettini se formó con Amanda Arias,
aunque también se reconocía discípula de Giovanni Gentile y de Lombardo Radice.
Estudió en la Escuela Normal de Rafaela junto a Luz Vieira Méndez y Ovide Menin y
contaba entre sus interlocutoras del magisterio con Celia Ortiz de Montoya, Leticia, en
cambio, poseía una sólida formación artística, que podía percibirse en las apuestas
estéticas que promovía la escuela entre sus alumnos y alumnas.
En el libro El niño y su expresión (1940), Olga Cossettini publicó dibujos y
poemas de sus alumnos, poniendo de relieve los efectos que tenía en los niños la
pedagogía de la libertad. El libro conformaba una serie con otros dos ejemplares: 180
poemas de los niños de la escuela de Jesualdo, publicado en 1938. y Viento de
estrellas, publicado en 1942, en el que Luis Iglesias editó los trabajos de sus alumnos de
la escuela unitaria nº 11 de Tristán Suarez.
La escuela rural fue otro puerto al que arribó el escolanovismo. Luis Iglesias
ejerció la docencia entre 1938 y 1957 en una escuela rural de Esteban Echeverría, en la
provincia de Buenos Aires, a la cual había sido enviado como “castigo” por realizar un
discurso en el que cuestionaba al empresario industrial que había donado el dinero
para la construcción de la escuela primaria donde se desempeñaba como maestro. En
Esteban Echeverría lo esperaba una escuela unitaria puesto que contaba con un único
maestro y multigrado. A diferencia de las hermanas Cossettini, que se inscribían en una
tendencia liberal democrática. Iglesias comulgaba con las ideas de izquierda.
Implementó una experiencia educativa de alternancia, que adecuaba la propuesta
escolar a los requerimientos del trabajo rural, al cual la mayoría de sus alumnos
estaban sujetos.
Como señala Ana Padawer, la pedagogía de Iglesias promovía “una escuela
atractiva donde la ayuda mutua y la autoconducción mediante 'guiones' permitían un
trabajo sin la constante intervención del maestro, y donde la expresión de vivencias
personales era el punto de partida para la enseñanza”. En el libro La escuela rural
unitaria (1958). Iglesias narró su experiencia en la escuela de Tristán Suárez. La
difusión de aquella obra trascendió las fronteras nacionales: el libro fue ampliamente
difundido entre los maestros rurales de México y de otros países latinoamericanos
donde la escuela rural era una realidad ampliamente extendida.
Una de las últimas experiencias donde se implementaron los principios del
escolanovismo tuvo lugar en la provincia de Córdoba. El pedagogo vinculado al
radicalismo Antonio Sobral, quien venía desarrollando una importante obra educativa
a través de la Biblioteca Popular Bernardino Rivadavia, fundó en 1930 el instituto de
enseñanza secundaria en la localidad de Villa Maria. Entre 1941 y 1943 fue designado
director de la Escuela Normal provincial, junto a Saúl Taborda y Luz Vieira Méndez.
Desde allí, desarrollaron un proyecto institucional basado en la coeducación y las
nuevas teorías científicas y pedagógicas, cuyos principales rasgos fueron, según Adriana
Puiggrós “la centralidad de la categoría adolescencia, la exigencia del bachillerato como
condición previa a los cursos del magisterio, la práctica y la experimentación de nuevos
sistemas pedagógicos y la orientación hispánica de los contenidos históricos y
culturales”. La experiencia fue interrumpida por el golpe militar de 1943.
La reforma Fresco-Noble
La educación y todos los empleos que se relacionan con ella, necesitan ante
todo del don de sí mismo. Y este don de sí mismo, ¿adónde encontrarlo más
grande y más completo que en la mujer? La mujer se sacrifica por
naturaleza, ha nacido para sacrificarse.
Como hemos señalado en la lección 6, si la escuela normal no constituyó una
opción decididamente emancipadora para las mujeres (en tanto transmitía el modelo
hegemónico de género), también es preciso señalar que muchas mujeres lograron, a
través del magisterio, romper con los límites que la sociedad patriarcal había trazado,
circunscribiéndolas al ámbito doméstico. No pocas mujeres comenzaron a percibir que
la docencia podía abrir la puerta al ascenso y al reconocimiento social, la participación
en la producción de bienes culturales y la obtención de un ingreso económico por vías
legítimas.
En paralelo, las polémicas en torno a los saberes que debía reunir un maestro
crecieron conforme se expandía el sistema educativo. ¿Cuál era el perfil del maestro
argentino? ¿Cuál era el tipo de saber que debía inculcársele durante su formación? Al
respecto, Gabriela Diker advierte que las respuestas a estos interrogantes aglutinaban
dos concepciones opuestas. Desde la prensa pedagógica, los propios docentes
destacaban que, si la enseñanza era un “arte”, los maestros debían ser formados para
poder dirigir una clase y organizar una escuela. Desde esa concepción, la formación
docente debía tratar de modelar las cualidades personales de los futuros maestros,
templar su carácter y ofrecerles herramientas metodológicas para desenvolverse con
fluidez en el aula. Otros maestros y pedagogos, por el contrario, argumentaban que los
maestros debían ser “verdaderos especialistas en la enseñanza”, abogando por una más
profunda formación teórica. La formación inicial se vería complementada por los ciclos
de Conferencias Pedagógicas, que contribuirían a mantener al corriente de las
novedades a los docentes en actividad.
En el plano de la formación docente, uno de los acontecimientos educativos
más significativos del período estuvo relacionado con la donación del empresario Félix
Bernasconi de una importante suma de dinero para la edificación de un “palacio para
escuela en estilo florentino”, en el que funcionaría, también, un instituto de
actualización docente.
El proyecto fue elaborado por Juan Waldorp (hijo) en 1918, la piedra
fundamental se colocó en 1921 y la escuela se inauguró en 1929. El Consejo Nacional de
Educación decidió emplazar el “Bernasconi” en la zona sur de la ciudad, tras dar una
intensa discusión sobre su ubicación: había quienes sostenían que el tamaño de la
inversión ameritaba que la escuela se ubicara en los barrios ya consagrados por su
progreso edilicio, mientras que el propio Waldorp afirmaba que los barrios del sur y del
oeste eran los que “con mayores derechos y con más premura reclaman, para su centro,
esa clase de obras que cooperen a su creciente desenvolvimiento”. En su informe,
Waldorp señalaba que el barrio donde se edificaría estaba destinado a un futuro
esencialmente industrial que daría origen a una numerosa población obrera.
La planta baja del edificio fue, originalmente, destinada a la educación
industrial, dotándola de todo tipo de talleres: electricidad, mecánica y carpintería, para
los varones, y economía doméstica, labores y costura, para las niñas. En la misma
planta se construyeron piletas de natación, que no sólo buscaban enseñar los principios
de dicho deporte, sino despertar el gusto por el baño higiénico. En la planta superior se
encontraban la biblioteca, un gran salón de actos y un museo escolar. El Museo
Argentino para la Escuela Primaria fue proyectado por Rosario Vera Peñaloza. Maestra
de una extensa trayectoria. Peñaloza dirigió las escuelas normales de La Rioja y el
Normal nº 1 de la Capital Federal. Se formó en la especialidad de artes plásticas en la
provincia de Córdoba bajo la dirección del profesor Cardeñosa y completó sus estudios
junto al pintor Ernesto de la Cárcava. Entre 1929 y 1947, proyectó y coordinó el Museo
Geográfico “Dr. Juan B. Terán” y el de Ciencias Naturales “Dr. Ángel Gallardo”. Para
Peñaloza, los museos debían ser “escuelas vivas para el enriquecimiento de la cultura
argentina” y, por lo tanto, era preciso dotarlos de una amplia gama de recursos
didácticos: animales embalsamados, reproducciones a escala de distintas zonas
geográficas del país, muchas de las cuales ella misma elaboró empleando técnicas como
la cartapesta, los dioramas y la xilografía.
Este período también estuvo atravesado por los conflictos laborales y la
paulatina incorporación de los maestros y maestras a organizaciones gremiales. Desde
1881 comenzaron a registrarse las primeras huelgas docentes. Las maestras de la
escuela Graduada y Superior de la provincia de San Luis decidieron ir al paro tras ocho
meses sin cobrar sus sueldos. La precariedad laboral y la ausencia total de garantías a
las que estaban expuestos los maestros exigían leyes que los protegieran y el desarrollo
de nuevas herramientas gremiales que les permitieran organizarse y ejercer presión.
El primer proyecto de ley sobre escala progresiva de sueldos lo presentó el
diputado socialista Alfredo Palacios en 1912, y contó con el apoyo de la Liga Nacional de
Maestros la primera entidad gremial del magisterio argentino a cuya creación
contribuyeron los maestros Julio Barcos y Leonilda Barrancos. La Liga Nacional del
Magisterio se conformó en 1912, y fue consiguiendo paulatinamente el apoyo de
asociaciones, círculos, sociedades y ligas que nucleaban al magisterio en ámbitos
regionales más reducidos. Es importante señalar que los maestros y maestras contaban
ya con asociaciones de más larga data, aunque estas eran concebidas como espacios de
formación cultural, actualización pedagógica y ayuda mutua, y no como órganos de
representación de los intereses laborales del magisterio.
De La Liga surgió la Confederación Nacional del Magisterio, organización
gremial de segundo grado. El perfil que sus miembros buscaron darle confrontó a dos
sectores: por una parte, Hugo Calzetti y Juan Mantovani, quienes enfatizaban la
dimensión pedagógica que atravesaba los problemas del magisterio; por otra, Barcos, la
maestra y dirigente comunista Florencia Fossatti y Carlos Godoy Urrutia, quienes
resaltaban la tendencia “sociologista”, defendiendo el papel del maestro como
intermediario con la sociedad, y especialmente con los sectores obreros, en un plano
extraescolar.
Para 1919, ya se habían organizado asociaciones docentes en ocho provincias:
Córdoba, Corrientes, Salta, San Juan, Santiago del Estero, Buenos Aires, Tucumán y
Mendoza, mientras que en otras dos se constituyeron federaciones: Santa Fe y Entre
Ríos. A lo largo de este período, estas organizaciones encontraron numerosos
obstáculos para alcanzar una organización de nivel nacional. Sin embargo, la
experiencia acumulada durante estos primeros años le dio al magisterio herramientas y
argumentos para establecer y definir posiciones ante los escenarios adversos.
En 1919 tuvo lugar una importante huelga en la provincia de Mendoza,
impulsada por la agrupación mutualista Asociación de Maestros. Compuesta en su gran
mayoría por maestras, la Asociación impulsó el cese de actividades frente a un atraso
en el pago de los sueldos que oscilaba entre los 8 y 12 meses. La particularidad de esta
experiencia fue que Maestros Unidos adhirió a la Federación Obrera Regional
Argentina, siendo la primera asociación de maestros que formó parte de una central
obrera en nuestro país. Durante la huelga, las maestras explicaban a la sociedad las
razones que las movilizaban. Ante la medida de fuerza del magisterio mendocino, el
gobernador Lencinas dispuso la intervención policial, deteniendo a las maestras y
generando una situación polémica: según relata Graciela Crespí, por primera vez un
grupo de maestras pasó la noche en una comisaría, donde, hasta el momento, las únicas
mujeres que habían pernoctado eran las prostitutas.
Durante 1921, se produjo una huelga del magisterio en la provincia de Santa
Fe, que alcanzó proporciones inéditas para la época. Frente a una medida del
gobernador Enrique Mosca que planteó la posibilidad de clausurar 100 escuelas con el
objetivo de equilibrar el gasto educativo provincial. la Federación Provincial de
Maestros convocó a realizar una huelga en todo el territorio provincial. En el petitorio
se dejaba constancia de un atraso en los pagos de 16 meses y se planteaba la necesidad
de sancionar una ley de estabilidad y escalafón docente que estableciera mecanismos de
ascenso y promoción del magisterio. La controversia que generó esta decisión según
Adrian Ascolani giró en torno a la tensión entre “el reclamo de los derechos personales
de los maestros a exigir condiciones laborales dignas, dejando en suspenso sus
actividades docentes” por un lado, y los efectos que ello tenía en la ausencia de clase,
“lesionando el derecho a la educación de sus alumnos”. por el otro.
En 1925, los maestros de la Capital atravesaron una larga jornada de lucha a
partir de la trágica decisión de la maestra Leonor de Fernández Suárez, quien en abril
de ese año decidió quitarse la vida, desahuciada por las interminables postergaciones
con las que el clientelismo posponía su ascenso. Una Asamblea de la Confederación
Nacional de Maestros acusó al Consejo, transformándolo en “el único responsable del
entristecedor suceso” al estar conformado “por malos ciudadanos que solicitados por
conveniencias de índole mezquina abandonan la senda del deber”. Ante esta situación,
el sector más radicalizado de la Confederación sostuvo que “la docencia argentina no
tiene desidia y está dispuesta a luchar por sus derechos y el fin de los mecanismos
fraudulentos”.
En aquella oportunidad, la asamblea de maestros redactó una carta al
presidente Marcelo T. de Alvear, donde, según Mannocchi, “se levantaban una serie de
cargos graves contra el Consejo acusándolo de corrompido” y se adjuntaba, además
El niño en cuestión
Los intelectuales afines a los intereses de la clase dirigente depositaron su
mirada sobre los hijos de aquellos inmigrantes inesperados, las 638.000 personas que
constituyeron la inmigración de la década del '80 prácticamente se duplicaron durante
la primera década del siglo XX. La población de la Argentina creció exponencialmente
entre 1895 y 1914, cuando las estadísticas señalaban cerca de 8.000.000 de habitantes.
Sólo durante 1910 desembarcaron en el puerto de Buenos Aires 350.000 personas. En
la opinión de aquellos intelectuales, esta situación requería crear lazos de pertenencia y
solidaridad entre los recién llegados y la sociedad que los “recibía”. Educar era
sinónimo de construir los vínculos nacionales.
La inmigración, a su vez, agravó el problema del analfabetismo. El panorama
hacia el primer centenario de la independencia arrojaba un saldo de 607.722 niños
analfabetos en edad escolar. ¿De qué manera incorporar estos niños a la sociedad? La
respuesta a este interrogante ofreció un repertorio amplio de recetas. Para los
pedagogos enrolados en los sectores democráticos, la solución consistía en intensificar
la acción escolar y revisar sus propuestas de enseñanza. José Berrutti sostenía que, para
enfrentar este problema, urgía crear 4.000 escuelas a lo largo y ancho del territorio
nacional. Pero el problema de la escuela primaria no era solo cuantitativo; resultaba
indispensable reconsiderar el minimun de enseñanza de la escuela primaria, asignando
un lugar destacado al desarrollo de las aptitudes manuales y de la formación moral.
Además, entendía que el problema pasaba también por poder garantizar el
acceso de los adultos a la formación primaria. En 1900, Berrutti fundó la primera
Sociedad Popular de Educación en la Capital, en cuyo local funcionaba una escuela
nocturna para adultos. Estas se sumaban a las escuelas dominicales para adultos
fundadas por Sarmiento y a los cursos libres para obreros que se dictaban desde 1870
en los colegios nacionales. La iniciativa de Berrutti no fue un caso aislado, sino la
modalidad más frecuente a través de la cual se originó el subsistema de educación de
adultos. Como señala Lidia Rodríguez. “la creación de estas escuelas parece haber sido
iniciativa casi siempre del docente que se hacía cargo del grupo de alumnos, más que de
las autoridades del sistema”. En cambio, para los sectores conservadores, la respuesta
pasaba por institucionalizar circuitos paralelos a los educativos donde contener a los
niños que no asistían a la escuela o que ésta no lograba retener. Las infancias no
escolarizadas fueron interpeladas bajo la figura del menor. Así, mientras el sujeto
alumno incluía a todos los niños incorporados en forma más permanente al circuito
familiareducativo, el sujeto menor contenía a aquellos niños que no lograban insertarse
satisfactoriamente en el sistema económicosocial y se incorporaban tempranamente al
trabajo o directamente a la calle.
Desde fines de la década de 1890, se multiplicaron los reclamos para que el
Estado interviniera sobre la niñez desamparada. Según Carolina Zapiola, estos pedidos
se orientaron al establecimiento de la tutela o patronato estatal y a la creación de
instituciones estatales de corrección a los cuales enviar a los menores. Recordemos que
ya existían en el ámbito privado dos instituciones la Sociedad de Beneficencia (1823) y
el Patronato de la Infancia (1892) que cumplían funciones asistenciales. A través de
estas instituciones, numerosos niños y adolescentes fueron “colocados” para trabajar en
casas de familia, talleres o comercios, donde recibían, a cambio, educación y cuidados.
En un sentido similar, en 1874, se había creado el batallón Maipú, conformado por
huérfanos que prestaban a la nación el servicio de armas a cambio de recibir
instrucción militar.
En 1919, el Congreso de la Nación convirtió en ley el proyecto de Patronato
Estatal de Menores: a partir de ese momento se habilitó a los jueces de los tribunales a
suspender o quitar la patria potestad a los padres de menores de 18 años cuando estos
se encontraran en situaciones de mendicidad o vagancia, frecuentaran sitios inmorales
o de juego o se reunieran con ladrones o gente de “mal vivir”. En la fundamentación del
proyecto, el diputado Luis Agote apeló a una imagen fresca en la memoria de sus
compañeros de cámara: “los diputados habrán visto, en aquellos días que hoy llamamos
la semana trágica, que los principales autores de los desórdenes eran los chicuelos que
viven en los portales, en los terrenos baldíos y en los sitios oscuros de la Capital
Federa!”.
Agote contribuía a la criminalización de la infancia cuando sostenía que
aquellos niños serían los que, más tarde, irían a “formar parte de esas bandas de
anarquistas que han agitado a la ciudad durante el último tiempo”. La sanción del
proyecto impulsado por el diputado Agote supuso un incremento de las atribuciones
del Estado sobre las familias. Así, la distinción entre niñez y minoridad, consolidada
por el discurso estatal, estableció ordenamientos simbólicos, sensibilidades y prácticas
sociales mutuamente excluyentes. La experiencia del tránsito hacia la vida adulta
estuvo signada, desde entonces, por estas dos interpelaciones fundantes.