La Educación en La Argentina - Cap-11

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LECCIÓN 11

La noche más larga:


represión en el ámbito educativo

La penúltima lección nos coloca ante el desafío de transitar el período más


oscuro de la historia argentina. La dictadura cívico-militar que asoló al país entre 1976
y 1983 dejó marcas profundas en nuestra identidad colectiva, en los modos de
pensarnos como sociedad, en las formas en que recordamos nuestra historia reciente,
en los vínculos que establecemos con el Estado. El 24 de marzo de 1976 y el 10 de
diciembre de 1983 representan dos puntos de inflexión (de signo opuesto) en la historia
nacional. Sin embargo, para comprender las condiciones que hicieron posible la
implementación de las políticas represivas y discriminadoras desplegadas durante el
autodenominado Proceso de Reorganización Nacional hay que hundir la mirada en los
años previos al golpe de Estado, mientras que, para determinar sus alcances, debemos
indagamos sobre de qué manera algunos de los efectos de dichas políticas todavía hoy
repercuten en nuestra sociedad.
Durante las décadas del '80 y el '90, el Estado mantuvo una posición oscilante
y contradictoria acerca de lo ocurrido durante la dictadura. Por un lado, derogó la Ley
de Pacificación Nacional, conformó la Comisión Nacional sobre la Desaparición de
Personas, encargada de la redacción del documento Nunca más (1984), y promovió el
Juicio a las Juntas (1985). Esas políticas contribuyeron a elaborar un piso de verdad
histórica: el valor de la información reunida en el Nunca más y la condena a los
máximos responsables de los crímenes cometidos desde el Estado no representaron la
opinión de un sector de la sociedad, sino que constituyeron pruebas irrefutables sobre
las acciones estatales y paraestatales llevadas a cabo como parte de un plan sistemático
orientado al secuestro, desaparición y aniquilamiento de niños, jóvenes y adultos.
Decimos que fue oscilante y contradictoria porque, por otro lado, ese mismo
Estado condonó, bajo una fuerte presión de los sectores militares, a cientos de
responsables por los delitos cometidos durante la dictadura, a través de la sanción de
las leyes de Punto final (1986) y de Obediencia debida (1987), ambas durante el
gobierno de Raúl Alfonsín: y, por medio de los decretos firmados por el presidente
Carlos Menem, se indultó a los militares ya condenados por crímenes de lesa
humanidad en el Juicio a las Juntas. Estas medidas se tomaron en nombre de una
“política de reconciliación”, con la que se pretendió clausurar toda posibilidad de
revisar las acciones del pasado y ejercer justicia.
En 2004, ambas leyes fueron derogadas y los indultos, declarados
inconstitucionales. En una medida de alto valor simbólico y político, el 24 de marzo de
ese mismo año, el presidente Néstor Kirchner (2003-2007) pidió perdón en nombre del
Estado por los crímenes cometidos y promovió una serie de medidas que viabilizaron la
realización de los juicios a los represores.
En consonancia con estas decisiones políticas, en los últimos años tuvo lugar
un intenso proceso impulsado desde los organismos de derechos humanos, las
agrupaciones políticas, las comisiones barriales y por el propio Estado destinado a
elaborar un tipo específico de reflexividad denominado políticas de la memoria. Como
indica el equipo de Educación y Memoria del Ministerio de Educación de la Nación,
estas políticas fueron, originalmente, gestadas por los organismos de derechos
humanos durante la dictadura con el propósito de “denunciar los secuestros y reclamar
por la aparición con vida de los desaparecidos”, a los que, posteriormente, se sumaron
una enorme cantidad de “gestos de memoria” producidos por la sociedad argentina:
“placas recordatorias en barrios, plazas, escuelas, universidades, sindicatos;
intervenciones artísticas de diversos tipos [...] documentales, programas de radio,
producciones de material bibliográfico, entre tantas otras”.
En otras palabras, no se puede abordar este período como un acontecimiento
aislado. Por la proximidad de los hechos, y porque esos hechos comprometen nuestra
propia experiencia, este período requiere que estemos especialmente atentos a la
relación entre memoria e historia a la que nos hemos referido en la primera lección. En
un doble sentido. Por un lado, porque, como interroga León Rozitchner a propósito del
saldo de desapariciones y muertes que dejó la dictadura como su trágico legado,
debemos preguntarnos “¿Qué hubiera sido del presente si tanto sacrificio, tanta energía
resistente, tanto fervor y tantas ganas y hasta tanta belleza hubieran estado hoy vivas?”.
Por el otro, porque recuperando las palabras de Paul Ricoeur si nos remontamos a uno
de los orígenes etimológicos de la palabra memoria, más precisamente al hebreo, esta
no sólo significa “tú recordarás”, sino que también está asociada a un mandato: “tu
continuarás narrando”, Es en esta doble expresión en la que se cifra creemos una de las
tareas que debemos asumir como educadores y educadoras: recordar y seguir
transmitiendo.
Las formas de intervenir, participar y debatir en el campo de la educación
sufrieron una profunda y violenta reconfiguración durante la experiencia traumática de
la dictadura. Para Pablo Pineau, la dictadura representó “el principio del fin” de un
modelo educativo que, a pesar de sus vaivenes, había conservado hasta 1976 una serie
de rasgos distintivos: la principalidad del Estado como garante del derecho a la
educación, un sistema educativo altamente homogéneo que garantizaba el acceso
gratuito y la promesa de ascenso social a través de la escolarización de los sectores
populares, entre otros aspectos. Acaso por estas mismas razones, la dictadura identificó
al sistema educativo como un área de intervención privilegiada y a la escuela como “una
de las sagradas instituciones de la Patria”. Aun más: el régimen concebía al ámbito
educativo como el espacio donde se había difundido el “virus de la subversión” y,
simultáneamente, como el lugar sobre el que se debía intervenir para “interrumpir el
eslabonamiento de las ideas subversivas” y reponer “los valores de la moral cristiana,
de la tradición nacional y de la dignidad del ser argentino”, condiciones necesarias para
restablecer el orden en una sociedad que había perdido su rumbo.
En este sentido, la dictadura elaboró un diagnóstico sobre la crisis de la
escuela y propuso un proyecto para superarla. Este proyecto no supuso un conjunto
homogéneo de políticas ni tampoco implicó una serie de iniciativas totalmente
novedosas e inéditas. En esta lección procuraremos identificar los ejes del discurso
autoritario, con el propósito de analizar sus efectos en el campo pedagógico. Algunos
interrogantes nos guiarán durante el recorrido: ¿Cuál fue la orientación y el alcance que
tuvo el proceso de reestructuración política y económica durante la dictadura?
¿Quiénes intervinieron? ¿Qué condiciones lo hicieron posible? ¿Cuáles fueron las
políticas educativas implementadas y en qué fundamentos se basaron? ¿Cómo
afectaron la vida cotidiana en las escuelas y en el ámbito de la cultura? En un primer
momento, presentaremos las principales líneas políticas implementadas durante el
período 1976-1983, para luego focalizar en las características que tuvieron en el campo
de la cultura y la educación.
Una última salvedad. A lo largo de esta lección notarán que nos apoyamos
constantemente en el uso de comillas. Lo haremos con la intención de enfatizar que
determinadas expresiones deben ser leídas teniendo en cuenta el lugar desde donde
fueron enunciadas. Si bien esta aclaración se aplica a todos los períodos trabajados,
para éste es especialmente importante. debido a que los militares y civiles artífices de la
dictadura elaboraron y desplegaron en el plano discursivo una ficción de Estado
particularmente perversa. De hecho, ningún Estado funciona por pura coerción, sino
apelando a fuerzas ficcionales que legitiman sus acciones. En el caso del Proceso, sus
voceros elaboraron una serie de representaciones que, según Ricardo Piglia,
constituyen un “relato quirúrgico”: el relato de una sociedad enferma, en la que los
militares debían operar como “cirujanos” para “extirpar” los males que la acechaban.
Un discurso desde el cual se aseveró que un conjunto de ideologías extranjerizantes
habían “inoculado el virus de la subversión” en las aulas argentinas, una ficción que, al
mismo tiempo y con la misma fuerza encubría y revelaba la atrocidad del terrorismo de
Estado.

La noche más larga

La última dictadura se perpetró y fue posible a partir de la alianza mantenida


entre las fuerzas armadas, algunos sectores de la sociedad civil y los grupos económicos
concentrados. Por esa razón, hablaremos de una dictadura cívicomilitar y no militar a
secas. ¿Dónde se origina un golpe ele Estado'? Pilar Calveiro plantea que “los golpes de
Estado vienen de la sociedad y van hacia ella”, lo que no quiere decir, que la sociedad en
su conjunto deba ser representada como un “genio maligno” que las gesta, pero
tampoco como su “victima indefensa”. La última dictadura implementó con éxito una
cultura del terror que inmovilizó a la sociedad civil, conduciéndola a un estado de
infantilización (esto es, acotando o suprimiendo los derechos y libertades de la
ciudadanía) en el que estaba definido con claridad quiénes eran los que tenían derecho
a mandar y quiénes los que tenían que obedecer. Así, vastos sectores de la sociedad
padecieron sus políticas, mientras otros contribuyeron a crear y sostener el poder
golpista, autoritario y desaparecedor.
Las causas que explican la aparición de la dictadura también deben buscarse
en el plano internacional. Como hemos señalado en la lección 10, desde el final de la
Segunda Guerra el mundo entró en un período al que se denominó Guerra Fría, en el
que las dos principales potencias mundiales la URSS y los Estados Unidos se
disputaron el liderazgo global a través de dos modelos políticos y económicos
antagónicos. Para la política exterior norteamericana. América Latina representaba su
“patio trasero”, identificando en ella uno de los territorios donde se libraría la batalla
contra el comunismo. Con ese propósito, el ejército de los Estados Unidos intervino en
Latinoamérica y el Caribe creando en 1946 la Escuela de las Américas: un centro para el
entrenamiento de militares latinoamericanos en el que se formaron aproximadamente
60.000 soldados en las doctrinas de contrainsurgencia. Allí se capacitaron en la lucha
contra la subversión, entre otros, Roberto Viola, quien reemplazó a Videla al frente del
poder ejecutivo a partir de 1981.
Junto a la Escuela de las Américas, se llevó adelante la Operación Cóndor, con
el propósito de establecer mecanismos de cooperación entre las fuerzas armadas de los
Estados latinoamericanos. El principal objetivo de esa institución fue organizar grupos
de tareas para realizar operaciones de inteligencia, secuestro y tortura, y llevar adelante
operativos “contraterroristas”. En el caso argentino, ese rol lo desempeñaron los
militares vinculados al Batallón 601. Se trató, sin lugar a dudas, de un plan sistemático
para derrocar gobiernos democráticos e implantar, en su lugar, gobiernos dictatoriales
a lo largo y ancho del continente. Una mirada rápida sobre la región da cuenta del éxito
que tuvo esta política: en Chile, la dictadura de Pinochet se extendió entre 1973 y 1990:
en Bolivia, entre 1971 y 1978: en Uruguay, entre 1973 y 1985: en Honduras entre 1972 y
1982 y en Ecuador entre 1972 y 1979, para citar algunos de los países que las
padecieron.
En la madrugada del 24 de marzo de 1976, las Fuerzas Armadas
interrumpieron el orden democrático dando inicio a un proceso que descargó sobre la
sociedad la represión más brutal de la historia argentina. El primer comunicado de la
Junta Militar justificaba el derrocamiento de la presidenta María Isabel Martínez de
Perón (1974-1976) afirmando que se actuaba en nombre de “la defensa de la Patria”,
atendiendo al “cumplimiento de una obligación irrenunciable” que perseguía la
“recuperación del ser nacional”. Para legitimar la intervención, adujeron que en el país
imperaban el vacío de poder y la anomia social y construyeron un relato que, siguiendo
a Ricardo Piglia, contiene dos planos narrativos: la versión ficcional, en la que la
Argentina era una sociedad convaleciente y los militares llegaban (desde afuera, como
si no formaran parte de ella) para curarla y, al mismo tiempo, un relato en segundo
plano que denotaba lo que realmente estaba ocurriendo: una operación de cirugía
mayor, dolorosa y sin anestesia. Dicho de otro modo: el conjunto de metáforas
inventadas por los represores para ocultar su siniestro accionar terminó describiendo,
de manera bastante fiel, la realidad.
Una de las metáforas más recurrentes consistió en comparar al país con un
cuerpo humano bajo los efectos de un cáncer. Fluyendo indiscriminadamente por el
torrente sanguíneo de la sociedad, este cáncer amenazaba con disolver la esencia
misma de los valores “positivos y esenciales” del “ser nacional”. Estos valores,
defendidos fundamentalmente por las Fuerzas Armadas y las jerarquías de la Iglesia
Católica, debían volver a instaurarse en una sociedad que había sido desbordada por
ideologías que atentaban contra el “ser argentino ''. Para restablecer ese orden era
preciso reeducar a la sociedad. Estas alegorías no emanaban con exclusividad de las
bocas de los militares. Una compleja trama de complicidades y apoyos implícitos y
explícitos legitimaba las acciones desde distintos sectores de la sociedad civil. El
periodista Mariano Grandona, por ejemplo, se hacía eco de aquellos postulados
exaltando la alianza entre las instituciones que apuntalaban el nuevo régimen, por un
lado, e interrogando, por el otro:

¿Qué quedará en la Argentina sin la espada y sin la cruz? ¿Quién querrá


quedar en la historia como aquel que la privó de una de ellas? La Argentina
es católica y militar. Ninguna responsabilidad hay más alta en este tiempo
que el cuidado de esa ‘y’

La acción conjunta de las tres Fuerzas Armadas en el territorio nacional a


partir de la ocupación de las instituciones públicas fue definida y coordinada desde la
cúspide. La primera Junta Militar estuvo compuesta por los comandantes en jefe de las
tres fuerzas: Jorge Rafael Videla, Orlando Agosti y Emilio Massera. Desde ella se
planearon y dirigieron las principales líneas políticas que tenían como propósito llevar
adelante un proceso de “refundación nacional” estructurado sobre los siguientes ejes.

La implantación del terrorismo de Estado

Los miembros de las Fuerzas Armadas, que se consideraban a sí mismos


“salvadores de la Patria”, ejercieron el papel de disciplinadores de la sociedad. Tras
establecer el estado de sitio, dejar en suspenso al Poder Judicial e intervenir los
organismos estatales, crearon una red de centros clandestinos de detención,
desaparición y exterminio de personas, destinados a extirpar de la sociedad argentina
sus “elementos subversivos”. En el territorio nacional funcionaron aproximadamente
500 centros de estas características. Pero ¿qué entendían por subversión? La
subversión era un “flagelo” que atentaba contra los “valores occidentales y cristianos”,
ejes de la unidad nacional: su accionar se expresaba a través de ideas o prácticas que se
consideraban opuestas al orden establecido. Por lo tanto, la definición de “subversivo”
alcanzaba a las organizaciones políticas armadas, a cualquier tipo de militancia o
participación gremial, sindical, educativa o barrial, a todo grupo político y a los
organismos defensores de los derechos humanos, que expresaran su desacuerdo con el
régimen.
Para el Proceso, el “virus de la subversión” había logrado inocularse en todos
los ámbitos: la cultura, la política, el sindicalismo, el periodismo y, por supuesto, las
instituciones educativas. Estas últimas eran consideradas un punto sensible para
detener el eslabonamiento ideológico sembrado por el “accionar subversivo”. Desde la
perspectiva de la dictadura, los jóvenes eran particularmente proclives a involucrarse
con la prédica marxista o con las reivindicaciones del campo nacional y popular. La
implantación del terrorismo de Estado en el ámbito educativo fue un eje de las políticas
represivas desplegadas por el Estado entre 1976 y 1983. En ese sentido, el testimonio
del represor Acdel Vilas resulta elocuente:

hasta el momento presente sólo hemos tocado la punta del iceberg en nuestra
guerra contra la subversión. Es necesario destruir las fuentes que alimentan,
forman y adoctrinan al delincuente subversivo, y esas fuentes están en las
universidades y en las escuelas secundarias.

Volveremos sobre ello más adelante.

La reestructuración del modelo económico

Las medidas económicas promovidas por los gobiernos peronistas y


desarrollistas habían privilegiado el desarrollo industrial como eje del crecimiento
social, favoreciendo la organización del movimiento obrero y el fortalecimiento de sus
instituciones. Ambos fueron variantes del modelo de Estado benefactor, un modelo
preocupado por garantizar un nivel de inclusión social y un estándar de vida para sus
ciudadanos a través de la sanción de leyes sociales y de la implementación de
mecanismos de protección económica para sus trabajadores. Para los portavoces de los
sectores económicos aliados con la dictadura, la intervención estatal en la economía
durante las décadas previas al golpe había generado un modelo artificial de crecimiento
que era preciso reestructurar.
En materia de política económica, la dictadura fijo un rumbo opuesto. A partir
de la implementación de las recetas neoliberales, se buscó favorecer los intereses de las
grandes empresas transnacionales a través de la libre circulación de bienes, capitales y
servicios. El economista José Martínez de Hoz, quien se desempeñó como ministro de
economía entre 1976 y 1981, sería uno de los principales responsables de implementar
este modelo. Desde su Ministerio se impulsó un conjunto de medidas orientadas a
instituir al mercado como mecanismo exclusivo de asignación de recursos, al tiempo
que se lanzaban críticas hacia las industrias “artificiales” aquellas que habían sido
creadas al amparo del Estado y al “excesivo” intervencionismo estatal. La alianza entre
los sectores económicos concentrados nacionales y los extranjeros apuntaló el
fortalecimiento del capital financiero. Estas medidas se conjugaron con la persecución
y el ataque sistemático al movimiento obrero, un intenso proceso de desinversión y
desindustrialización, la prohibición del derecho a huelga y la intervención de los
sindicatos y las confederaciones obreras y empresarias
La acción en el campo de la cultura

Las políticas vinculadas a la salud, la vivienda, la cultura y la educación fueron


objeto de severas reformulaciones. De un modo particular, las Fuerzas Armadas
montaron una inmensa burocracia estatal con el objetivo principal de controlar,
censurar y erradicar todo emprendimiento o movida cultural que cuestionara los
preceptos morales que se buscaba inculcar. El ataque al campo de la cultura fue
decidido y brutal, y no respondía a decisiones aisladas o “irracionales'', sino que
formaba parte de un plan sistemático de control sobre el universo cultural, en el cual
participaron abogados, sociólogos y especialistas en distintas áreas del conocimiento.
Durante esos años, se prohibieron y censuraron publicaciones de diversa
índole: libros, canciones, obras de teatro, películas y revistas. Uno de los ejemplos más
claros fue la incineración de 24 toneladas de libros de la editorial Centro Editor de
América Latina en 1980, en un baldío de Sarandí, en la provincia de Buenos Aires. A
través de la Operación Claridad, un operativo llevado a cabo desde el Ministerio de
Educación para vigilar, espiar e identificar los “focos subversivos” que anidaban en el
ámbito de la cultura y la educación, se coordinó la censura de libros de texto, la
confección de listas negras con los nombres de los escritores prohibidos (entre muchos
otros, Haroldo Conti, Héctor Germán Oesterheld y Rodolfo Walsh) y la clausura de
editoriales. Pero su función no fue sólo la de censurar: también se planificaron y
coordinaron acciones de producción cultural, educativa y comunicacional en sintonía
con los intereses de los sectores en el poder. Uno de los ejemplos más claros, en este
sentido, fue la revista Billiken, una revista que, como destaca Paula Guitelman,
“circulaba en el ámbito del hogar y también en el de la escuela” y cuya línea editorial
privilegiaba cuestiones como “la tradición, la soberanía, la preservación de la pureza del
ser nacional, así como la restauración de los principios de obediencia, orden, jerarquía,
autoridad”.
En este marco, ¿cuáles fueron las políticas educativas implementadas durante
el período y sobre qué fundamentos se basaron? Para poder ensayar una respuesta,
abordaremos este punto a partir de dos perspectivas que contribuyen al análisis del
periodo: las tendencias políticopedagógicas que identificó Cecilia Braslavsky y las
estrategias que conceptualizó Pablo Pineau sobre este período.

Tendencias en la educación

El desenvolvimiento del sistema educativo durante las primeras siete décadas


del siglo XX, con excepción de algunos años, estuvo marcado por una clara tendencia
hacia la expansión. Esta tendencia se interrumpió a partir del golpe. En 1976 existían
en el país 6.208 jardines de infantes, 26.304 escuelas primarias y 4.887 colegios de
enseñanza media, Sin embargo, En 1982, hacia el final de este período, los jardines
alcanzaban los 7.345 establecimientos, las escuelas primarias los 23.034 edificios y los
colegios, 4.896. En sentido contrario, los alumnos de la escuela primaria habían
aumentado significativamente: de 3.601.234 en 1976 a 4.382.351 en 1982. En otras
palabras, ante el aumento del 21.6% de la población escolar de primaria, la existencia
de establecimientos se redujo en un 13%. Ya hemos hecho referencia a algunos datos de
contexto, ahora intentaremos ofrecer algunas interpretaciones sobre el sentido de estas
tendencias.
La dictadura condujo un proceso de reestructuración profunda del sistema
educativo argentino. Su objetivo principal fue remover los elementos democráticos que
habían caracterizado a la educación pública para substituirlos por otros que
privilegiaran los intereses particulares de determinados sectores sociales. Como
señalamos en la lección 10, desde la segunda mitad de los años ‘50 la educación había
sido objeto de numerosas reformas que, de manera más o menos encubierta, aspiraban
a afectar la principalidad del Estado. Sin embargo, no se habían registrado acciones de
la envergadura de las que tendrían lugar durante la década del ‘70, cuando la ofensiva
contra las bases del modelo educativo inclusivo se desplegó con un alto nivel de
efectividad.
En este sentido, Alejandro Vassiliades señala que la dictadura se propuso
“redefinir el papel del Estado respecto del sistema educativo” procurando alcanzar “una
mayor eficiencia, que dejara atrás la excesiva burocratización y la supuesta ineficacia
estatal”. Uno de sus principales ejes, la política de descentralización, se apoyaba en las
fuertes críticas a la educación escolar organizada centralmente desde las instancias
estatales que, como advierte Vassiliades. '“ya reconocían antecedentes desde 1956 y en
particular en la iniciativa de reforma escolar impulsada por la dictadura del General
Onganía”.
La orientación general de la política educativa de la dictadura, con algunos
matices, se guio por criterios y valores que según Cecilia Braslavsky presentaban
aspectos elitistas, oscurantistas, neoliberales, eficientistas y autoritarios. Estas
tendencias no actuaban de manera autónoma unas respecto de las otras, sino de forma
articulada y complementaria, ajustándose a los lineamientos de dos concepciones
políticoeducativas: la primera afirmaba que la educación pública debía ser reorganizada
en función de los preceptos de la doctrina católica: la segunda, que la educación pública
debía ser reestructurada privilegiando el rol subsidiario del Estado.
¿A través de qué medidas se llevó adelante esta transformación?
Fundamentalmente, a través de la militarización del sistema educativo, la
descentralización del gobierno de la educación y la implementación del principio de
subsidiariedad.
En primer lugar, la dictadura acentuó los rasgos autoritarios del sistema
educativo, introduciendo los criterios de la lógica militar en la conducción de la
educación. Carolina Kaufmann señala que la militarización del sistema educativo
“clausuró la posibilidad de mantener debates pedagógicos, exacerbando la organización
verticalista del sistema”. Esta lógica, que ya había sido implementada en otras etapas
históricas de la educación en la Argentina, dificultó la participación de la comunidad en
los asuntos educativos, ensanchó el distanciamiento entre la cultura escolar y la cultura
extraescolar, introdujo pautas de control ideológico en las pruebas de ingreso a la
docencia y en la promoción a los cargos superiores y, en su punto máximo de
agregación, desató la persecución física e ideológica de docentes y alumnos. Con estas
medidas se pretendía amoldar los valores que debía transmitir la escuela al objetivo de
constituir una sociedad disciplinada y despolitizada.
Los docentes que resistieron este modelo padecieron las consecuencias. La
discriminación ejercida contra los 8.000 docentes cesanteados se combinó con otras
acciones represivas: el movimiento gremial docente fue duramente perseguido y
castigado. Sus principales referentes fueron asesinados o desaparecidos: Marina Vilte,
Eduardo Requena y Francisco Arancibia se cuentan entre ellos. Muchos otros sufrieron
el exilio interno, debieron refugiarse en el ámbito de la educación privada o cambiar de
trabajo. A pesar de ello, es importante mencionar que algunos docentes sostuvieron,
muchas veces en sus propias aulas o en espacios semiclandestinos, prácticas político-
pedagógicas de resistencia.
En segundo lugar, con la excusa de combatir la excesiva burocratización del
sistema y de lograr un manejo más eficiente de los recursos educativos, se implementó
una política de descentralización del sistema educativo. En 1978, a través de la sanción
de la ley 24.049, tuvo lugar la transferencia compulsiva de las escuelas primarias -
creadas por la ley Láinez a partir de 1905- de la órbita nacional a las jurisdicciones
provinciales, sin considerar propuestas alternativas, como la transferencia paulatina o
la introducción de modificaciones en el régimen de coparticipación federal. Así, la
gestión, el personal docente y los alumnos de aproximadamente 6.200 escuelas
primarias que habían pertenecido históricamente al Estado nacional quedaron bajo la
égida de las provincias. Este proceso de descentralización se implementó sin dotar a
cada jurisdicción de los recursos humanos y financieros necesarios para garantizar su
gestión. Por esa razón, las jurisdicciones que contaban con menores recursos se
encontraron en peores condiciones para garantizar la enseñanza primaria pública,
profundizándose la fragmentación del sistema educativo.
¿Cómo se llegó a la implementación de medidas tan drásticas? La respuesta
requiere rastrear los diagnósticos que, en las décadas previas, los gobiernos
precedentes habían efectuado sobre el problema del financiamiento educativo. En el
período 1966-1973, bajo el influjo de una lógica según la cual la educación resultaba
una “inversión rentable”, se sostuvo que los recursos debían ser incrementados y que
debía estimularse la acción del sector privado. En el período 1973-1976, por el
contrario, se hizo fuerte hincapié en la concepción según la cual la educación
representaba un derecho social indispensable que el Estado debía garantizar. Durante
el ministerio de Jorge Taiana (1973-1974), se puso especial énfasis en asumir esta tarea
a través de una adjudicación preferencial de recursos al sector público, tal como lo deja
entrever el Plan Trienal, elaborado para el período 1974-1977. En dicho plan se
elaboraron políticas siguiendo los principios de la justicia redistributiva, que abarcaban
desde el reparto gratuito de la copa de leche hasta la reforma de contenidos en el
currículo. Muchas de estas medidas fueron interrumpidas por la gestión del ministro
lvanissevich a partir de agosto de 1974, com0 ya mencionamos en la lección 10.
Tras el golpe, el diagnóstico sobre el financiamiento educativo realizó un
profundo viraje. Desde ese momento, el eje se colocó en los problemas presupuestarios
derivados de la ineficiencia en el gasto. Para gastar mejor, era requisito reemplazar los
criterios que defendían la principalidad del Estado y dar lugar a los argumentos que
reclamaban un modelo subsidiario en materia educativa. Así lo expresó Llerena
Amadeo planteando no sin algún titubeo que “Quizá el problema esté en que lo que
Argentina está invirtiendo en educación no se gasta bien”: para concluir afirmando que
“con una correcta racionalización del presupuesto no sé si el asunto caminará (sic),
pero sí sé que tendremos más plata ''. En sintonía con este criterio, se fomentó la
participación de la comunidad educativa en las escuelas con el propósito de generar
recursos que colaboraran con el mantenimiento de la infraestructura escolar y comenzó
un paulatino proceso de arancelamiento de la enseñanza estatal que se inició con el
pago de los estudios universitarios.
En tercer lugar, y en sintonía con el punto anterior, el Estado asumió un rol
subsidiario, otorgándole al sector privado una mayor injerencia sobre los asuntos
educativos. El principio de subsidiariedad, como ya señalamos en otras lecciones.
consiste en promover el derecho a enseñar por sobre el derecho a recibir educación. De
esta forma, se hizo lugar a una demanda histórica del sector privado y de la Iglesia
católica y, consecuentemente, se desfinanció y redujo la educación pública. Una suerte
similar corrieron las universidades nacionales, que fueron aranceladas o bien
clausuradas, y muchos de sus docentes, cesanteados. Como consecuencia, el sistema
educativo argentino fue reconfigurado sobre la base de un modelo excluyente y de una
matriz expulsiva que afectó principalmente a los sectores populares.
Los ministros de educación que condujeron este proceso fueron Ricardo
Bruera, Juan José Catalán, Juan Rafael Llerena Amadeo, Carlos Burundarena y
Cayetano Licciardo. Si bien la gestión de cada uno tuvo su impronta, en todas ellas
puede detectarse una combinación de discursos autoritarios y elitistas. En el caso de los
ministros Ricardo Bruera y Llerena Amadeo, sus enfoques pedagógicos descansaban
sobre los principios de la pedagogía personalista también conocida como perennialismo
pedagógico. Esta concepción de la educación se basaba en la existencia de verdades
eternas, en los dogmas religiosos y en las premisas elaboradas por el pensamiento
educativo tradicional.
El personalismo pedagógico fue difundido entre los docentes a través de la
vasta obra del pedagogo español García Hoz. Como señala Laura García. Víctor García
Hoz estaba identificado con el primer franquismo y era miembro del Opus Dei. Entre
otras ideas, García Hoz era un abierto defensor “de la inclusión de la enseñanza católica
en todos los niveles”, al tiempo que “proponía la separación de los sexos en todo el
sistema educativo y el dictado de materias específicas para varones y mujeres”.
Como señala Adriana Puiggrós, esta concepción pedagógica “se caracterizó por
una bizarra articulación entre libertad individual y represión”. En efecto, Ricardo
Bruera sostenía que las metas defendidas por esta tendencia pedagógica eran la libertad
expresiva de los alumnos, la participación y la consagración de “los ideales por sobre la
censura”, pero aducía que, para poder alcanzar esas metas, resultaba indispensable,
previamente, “la restauración del orden en todas las instituciones escolares”. Sin orden,
no hay libertad: así concebía Bruera las “presentes circunstancias”, para colocar el
énfasis en una versión espiritualista que exaltaba la educación como un medio de
realización personal, individual y trascendente, y que, por esa misma razón, enseñaba a
desconfiar de las motivaciones “condicionadas por el exterior” y a colocar la atención en
el proceso de realización interior.
Junto a la militarización, la descentralización y la subsidiariedad, tuvo lugar el
deterioro del salario docente, cuya consecuencia principal según advierte Cecilia
Braslavsky fue la aceleración del proceso de segmentación interna del sistema
educativo nacional. Un buen ejemplo de ello fueron los distintos tipos de remuneración
que percibían los docentes primarios por las mismas tareas, según la dependencia y
jurisdicción en la que se desempeñaran.
En el plano micropolítico de las instituciones y del aula, la educación pública
fue objeto de una serie de acciones destinadas a ejercer un fuerte control ideológico. A
través de la censura y la persecución, los ministros de educación de la dictadura
llevaron adelante una batalla cultural contra las “ideologías extranjerizantes”. Así lo
sostuvo Juan Llerena Amadeo, cuando espetó que “Las ideologías se combaten con
ideologías y nosotros tenemos la nuestra”. En ese contexto, muchos docentes
comenzaron a percibir cómo todo acto que realizaban se convertía en signo, y cada
gesto podía “delatarlos”. Los elementos oscurantistas y elitistas, a los que hacía
mención Braslavsky, se combinaron para elaborar una pedagogía de la sospecha, según
la cual todo y todos eran potencialmente subversivos. El ejercicio del control pronto se
difundió por toda la sociedad; Guillermo O'Donnell señalaba cómo la difusión de un
“estado de sospecha permanente” había favorecido la aparición de kapos en múltiples
espacios públicos y privados de la sociedad: ciudadanos que ejercían un fuerte control
sobre lo que hacían y lo que dejaban de hacer otros ciudadanos. En otras palabras: “la
sociedad se patrulla a sí misma”. concluía O'Donnell.
En paralelo, se pretendió horadar los dispositivos institucionales que
garantizaban el principio de igualdad de oportunidades, atacando incluso los aspectos
meritocráticos presentes en el sistema educativo y promoviendo su elitización. El
ministro Juan José Catalán afirmaba que “El sistema de vida democrático, igualitario,
abierto, libre, ha sido socavado por la aparición de las masas”. Y concluía sosteniendo
que “falta un elemento sustancial, una lúcida clase dirigente que señale a la Argentina
sus objetivos, que fije las medidas para lograrlo y que transmita a toda la población los
influjos políticos para dirigir a la Nación”.

Estrategias: identificar y depurar al infiltrado

Repasemos lo expuesto hasta el momento: los diagnósticos oficiales sobre el


mundo de la cultura y la educación partían de una concepción organicista, según la cual
la sociedad estaba infectada por el virus de la subversión. Para detener el “virus” de la
subversión se requerían medidas drásticas que fueran al corazón del asunto. En
consecuencia, la dictadura fijó como objetivo prioritario destruir, las fuentes que
“alimentan, forman y adoctrinan” al “delincuente subversivo”. Pero ¿dónde se
encontraban esas fuentes?
Como señalamos, las tendencias reseñadas subsidiariedad, descentralización y
autoritarismo no se implementaron de manera autónoma, sino que se combinaron y
actuaron en el plano institucional a través de dos estrategias que se diseminaron a
través de una infinidad de prácticas.
Las tendencias presentadas debían instituir nuevas prácticas en el campo de la
educación. Para ello, no alcanzaba con definir los problemas, era requisito puntualizar
cuáles eran los medios más apropiados para encauzarlos y darles solución. Se trata de
un punto central ya que, al plantear la remoción de los elementos democratizadores de
la educación pública, la política educativa de la dictadura alcanzó a redefinir una
concepción, ciertas prácticas y un vocabulario que intervendrían en la modernización
del sistema educativo. Para poder desarrollar este argumento, resulta sumamente útil
recuperar aquí el análisis de Pablo Pineau, quien distingue dos estrategias desplegadas
por la dictadura para incidir en la reconfiguración del sistema educativo: la estrategia
represiva y la estrategia discriminadora.

la estrategia represiva

Esta estrategia fue impulsada por grupos ligados a las posiciones más
tradicionalistas dentro del campo cultural, que fijaron como objetivo principal
restablecer los “valores perdidos. Según el diagnóstico de los grupos conservadores,
“valores” como el rigor, el orden y la disciplina -otrora ponderados positivamente por la
sociedad habían perdido prestigio en las últimas décadas. La principal razón de esta
desvalorización la hallaban en los discursos y las prácticas educativas surgidas al calor
de la renovación cultural y política de los años '60 y '70, donde se habían promovido y
difundido novedosas articulaciones entre educación y política, resignificando el
concepto sarmientino de “educación popular”. Cuando, a la luz de las ideas elaboradas
por la pedagogía de la liberación, se estimulaba la democratización del conocimiento y
se convocaba a reemplazar una concepción asimétrica de la relación docentealumno,
por el establecimiento de vínculos dialógicos entre ambos.
La censura de libros, la persecución física e ideológica de sus autores y la
clausura de editoriales también formaron parte de la estrategia represiva. Todo libro
fue objeto de un férreo control ideológico, incluyendo a la literatura infantil y la Biblia.
Entre los libros cuya prohibición fue considerada paradigmática podemos mencionar:
los cuentos El caso Gaspar, de Elsa Bornemann, que fue prohibido por relatar la
historia de un niño al que se le había ocurrido caminar con las manos, y La Torre de
Cubos, de Laura Devetach, que fue acusado de promover la fantasía de un modo
ilimitado; el libro de Augusto Blanco, El pueblo que no quería ser gris, donde se
narraba la historia de un pueblo que se oponía a la decisión del rey de pintar todas las
casas de un mismo color, que fue censurado por el decreto N º 1888 del 3 de
septiembre de 1976, y el libro infantil Cinco dedos, escrito en Berlín Occidental y
publicado por Ediciones de la Flor, donde se retara la historia de una mano verde que
perseguía a los dedos de una mano roja y ésta, para defenderse del ataque, se unía y
formaba un puño colorado, que fue prohibido en febrero de 1977 argumentando que
presentaba una clara finalidad de “adoctrinamiento” preparatoria para la tarea de
“captación ideológica”.
El control recayó también en el empleo de determinadas palabras:
proletariado, liberación, explotación y capitalismo fueron objeto de censura. El
despliegue de la estrategia represiva no acababa allí. La política educativa de la
dictadura también avanzó en la definición de los modos correctos de comportarse
durante el tiempo libre, sobre los modos de vestir -en los colegios estaba expresamente
prohibido a los varones llevar barba y el pelo largo y sobre otros aspectos de la vida
extraescolar. La difusión de estas pautas se desarrolló, en particular, a través de las
materias Formación Moral y Cívica (materia que sustituyó a ERSA Estudio de la
Realidad Social Argentina) y de una serie de seminarios de capacitación docente donde
se planteaba, por ejemplo, cómo debía hacerse un “correcto uso” del tiempo libre.
También se procuró instruir a los docentes para que fueran capaces de
identificar a los elementos “subversivos” presentes en las instituciones educativas. En la
gestión del ministro Juan José Catalán se confeccionó un documento que puso especial
énfasis en este asunto, el folleto Subversión en el ámbito educativo: conozcamos a
nuestro enemigo, a partir del cual se caracterizaba a las agrupaciones políticas, sus
estrategias y sus reivindicaciones, y se alentaba a la comunidad educativa a
identificarlos y delatarlos. En sus páginas se describía la manera de actuar de la
“subversión” en el sistema educativo, sobre todo en el nivel universitario. El documento
se detenía, por ejemplo, en describir una larga lista de expresiones lanzadas por
estudiantes y profesores a las que califica de “subversivas”: “Por la libertad de los
obreros y estudiantes presos”. “Tal profesor no aprobó a tantos alumnos” o “No se
realizan cursos nocturnos para los que trabajan”, entre otras.

La estrategia discriminadora

Por su parte, esta estrategia fue impulsada por grupos ligados a una
concepción “modernizadora tecnocrática”, que con una visión “despolitizada” y aséptica
de los problemas pedagógicos y una concepción netamente competitiva de la sociedad,
promovieron la incorporación de concepciones elitistas, neoliberales y eficientistas en
el terreno educativo. Sus acciones estuvieron orientadas a desarticular los dispositivos
históricos que permitieron la existencia de la educación común, cuyos principales
rasgos presentamos en la lección 7. En el mediano plazo, estas tendencias favorecieron
la segmentación del sistema educativo. Cecilia Braslavsky hablaba de “circuitos
diferenciados de educación” para dar cuenta del modo en que las políticas autoritarias
habían desarticulado el modelo educativo forjado a partir de la sanción de la ley 1420.
Lo explicaba de la siguiente manera: la propuesta formativa de un sistema educativo
puede tender a la unidad o a la diversidad. Cuando ocurre lo primero, el Estado
garantiza una “prestación de iguales oportunidades educativas para toda la población”;
cuando ocurre lo segundo, en cambio, la prestación del servicio educativo varía
enormemente y se establece según la capacidad que tienen los diferentes grupos
sociales de presionar por recibir dicha prestación.
En efecto, la dictadura favoreció, a través de la descentralización y de la
implementación del principio de subsidiariedad, la construcción de circuitos educativos
diferenciados en los que se podían percibir notables asimetrias en torno a la calidad del
servicio educativo ofrecido, a la capacidad de retención de la matrícula, al
financiamiento y a los recursos materiales y edilicios. Es importante señalar que esta
tendencia, como parte de la estrategia discriminadora, no procuraba llevar adelante
una política de tierra arrasada; lo que buscaba era restablecer las jerarquías sociales
preexistentes y garantizar su continuidad a lo largo del tiempo. En definitiva, la
estrategia discriminadora tuvo un carácter marcadamente prospectivo, que pretendía
instituir un nuevo perfil al sistema educativo, acorde con un modelo de sociedad
sustentado sobre los principios conservadores.
En síntesis: ¿quiénes y a través de qué medios implementaron esta estrategia
discriminatoria? Estas estrategias fueron concebidas e implementadas según Pablo
Pineau por grupos que se inscribían dentro de una tendencia modernizadora de corte
tecnocrático. La implementación de esta concepción tuvo, como principal efecto sobre
el sistema educativo, la desarticulación de los dispositivos homogeneizadores
favorables a la democratización social presentes en la escuela argentina y su
reconfiguración en un sistema educativo fuertemente fragmentado, a través de circuitos
diferenciados de acuerdo con los distintos sectores sociales.
Entre las estrategias discriminadoras más importantes, Juan Carlos Tedesco
identificó una política de “vaciamiento de contenidos” de la propuesta curricular. ¿En
qué consistió ésta? Básicamente, estableciendo que los alumnos debían retardar al
máximo algunos aprendizajes, alegando que, como todo proceso de aprendizaje es
“eminentemente individual”, por consiguiente, estaba limitado por la maduración
psicológica de cada niño. En suma: si el hecho educativo estaba determinado
previamente por la capacidad madurativa del niño, y esta capacidad podía establecerse
en términos de estados (a partir de una lectura sesgada de la teoría de Piaget, elaborada
por el psicólogo Antonio Battro), por lo tanto, los maestros y sus métodos por buenos
que fueran no podían incidir o alterar la mejora del aprendizaje. El determinismo de
base biologicista retornaba a las aulas argentinas después de medio siglo.
Así, los contenidos que formaban parte de la caja curricular estaban
determinados por las “posibilidades de aprendizaje” y estas, a su vez, estaban sujetas a
las etapas evolutivas. Uno de los ejemplos más claros de dichas concepciones
pedagógicas fue el diseño del currículo de la ciudad de Buenos Aires, elaborado en 1981.
Los objetivos para los alumnos que ingresaban al primer grado de la escuela primaria
se acotaban, siguiendo este modelo, a escribir grafemas que respondieran a un solo
fonema. Los libros de texto para el primer grado de la escuela primaria fueron
reelaborados aplicando un modelo conocido como el “currículo de las 13 letras ''. Las
oraciones que se empleaban sólo podían ser escritas con las letras A D E I L M P N
O T U S Y. La escasez de recursos gramaticales que prescribía aquella disposición
sólo permitía crear frases de escaso nivel de significación. Tal es el caso del libro de
texto Pupi y yo: “Daniel emite una opinión, opina y no tiene la mínima idea de moda”.
“la pálida luna ilumina el manantial, mi papi de la mano en idilio ideal” o “La paloma
paladea alimentos del molino de la loma”. Este criterio puso en evidencia, según Pablo
Pineau, una concepción de la enseñanza de la lectura empobrecida por “textos
monótonos, repetitivos, estereotipados y pobres de sentido”.
En sintonía con este modelo curricular, también se recomendaba que, aunque
los niños no aprendieran, resultaba preferible que estuviesen en la escuela, porque allí,
al menos, se les enseñaba a comportarse, a tomar el lápiz, a respetar los renglones o a
orientarse de izquierda a derecha. Con respecto a los maestros y profesores, se advertía
que no debían intervenir en la formulación de objetivos y se les prohibía el abordaje de
ciertos contenidos con argumentos que rayaban lo absurdo: a las matemáticas
modernas, por ejemplo, se las consideró subversivas ya que, como señala el equipo de
Educación y Memoria “en la medida en que todo estuviera sujeto a cambio y revisión,
se tornaba potencialmente peligroso”; además, la matemática moderna promovía el
estudio de la teoría de conjuntos, que “indudablemente” se prestaba de puente para la
introducción de ideas subversivas.

Las Islas

Las tendencias y las estrategias presentadas no agotan el repertorio


pedagógico de la dictadura. A las ya desarrolladas, podríamos agregar una más, que
denominaremos “nacionalista”, cuyos aspectos fueron exacerbados a partir del intento
de recuperación por la vía militar de las Islas Malvinas, en abril de 1982. A lo largo de
estas lecciones, hemos hecho hincapié en el carácter patriótico que atravesó buena
parte de los discursos políticopedagógicos, sobre todo a partir de la primera década del
siglo XX y en la formación de su magisterio. Desde entonces, los debates sobre las
“cuestiones nacionales” tuvieron en la escuela un espacio privilegiado para su recepción
y difusión. En cuanto al discurso fundacional del magisterio, si una misión se distinguía
entre los mandatos docentes, esa era la de transmitir a los alumnos el amor por la
Patria. Para ello, se disponía de una diversidad de recursos: las efemérides, las
biografías de los héroes militares, los libros de lectura y las marchas patrióticas, entre
otros.
La decisión de recuperar las Malvinas por la vía militar se produjo en el
contexto de la dictadura y todo análisis que hagamos no puede prescindir de este dato.
Cuando se transformó en un hecho, la recuperación de las Islas fungió como clave para
exacerbar los sentimientos nacionalistas y para potenciar la prédica antiimperialista,
ambas tenidas como conductas esperables de todo aquel que se considerara un “buen
patriota”. Recuperando el sentido que planteamos al comienzo de esta lección, en torno
a la relación entre historia y memoria, nos apoyamos en la imagen evocada por una
profesora que por entonces era alumna de una escuela pública:

La primera vez que el nombre de las Islas Malvinas impactó en mí fue la


mañana del 3 de abril [de 1982] cuando estaba en la escuela y sonó la sirena
del diario “El Liberar”. La preceptora fue corriendo al patio y entre gritos y
llantos dijo que la Argentina entraba en guerra con Inglaterra y que un
comunicado del Gobierno decía que se habían recuperado las Islas Malvinas.
A partir de ahí todos los días cantábamos la marcha a las Malvinas y los
profesores explicaban por qué las Islas nos pertenecían.

¿Qué relaciones estableció la cultura escolar con Malvinas? ¿Cuándo se originó


y por qué? ¿Cuál fue el lugar y qué peso se otorgó en las disciplinas escolares, las
efemérides y los rituales patrios a hacer de Malvinas una “causa nacional”? Cristina
Marí y Jorge Saab responden a esta pregunta, con otra: “¿Qué otra cosa podían ser las
Malvinas sino un recuerdo escolar?”. La presencia del tema Malvinas en las escuelas se
remonta, probablemente, a 1881, cuando comienzan a ser mencionadas en los
manuales de geografía. Desde entonces, las referencias a las islas multiplicaron a través
de canciones y marchas, libros y efemérides. En 1941, a partir de una reforma de los
programas de enseñanza, se estableció la obligatoriedad de su enseñanza. Sin embargo,
el modo en que la escuela procesó el tema Malvinas no puede generalizarse. Marí y
Saab advierten que la efectividad del “discurso de reafirmación” de la soberanía que los
gobiernos buscaron promover a través de la escuela debe ser revisado a la luz de otras
variables, por ejemplo, tomando en cuenta que “los maestros y profesores fueron
formados en la tradición normalista, esencialmente laica y liberal”, o que en “los
planteles docentes revistaron muchos socialistas”, todos ellos alejados de la prédica
nacionalista y militarista.

Es importante advertir que, a diferencia de los abordajes políticos y sociales


que pensaron el problema de Malvinas como un tema diplomático, legislativo o militar,
la cultura escolar procesó el tema a partir de los lenguajes, las estéticas y los mandatos
que atravesaban las instituciones escolares. En este sentido, prevalecieron dos registros
escolares que propusieron un modo de pensar Malvinas desde la escuela: el disciplinar,
construido principalmente en el cruce de la enseñanza de las asignaturas historia y
geografía: y el promovido a partir de una serie de rituales (efemérides, canciones
patrias, actos) que proponían actuar la patria en el marco de la escuela.
Conocer y entender este proceso no debe, sin embargo, conducirnos a
sobredimensionar la importancia que tuvo la escuela como agente de nacionalización.
La escuela formó parte de una trama social mucho más amplia, donde se destacaron
otras instituciones, por ejemplo, el ejército y en la que tuvieron lugar importantes
muestras de apoyo desde la cultura popular y política. Lo que sí puede afirmarse es que
la escuela hizo de Malvinas uno de los temas privilegiados para pensar la Nación. Pero
no lo hizo como un mero reflejo de las discusiones políticas o como una “caja de
resonancia” de algo que sucedía “afuera”, sino a través de relecturas, adecuaciones y de
distintos procesos de intermediación. Sólo mediante esos procesos pudo producir y
estabilizar una serie de sentidos en torno a lo que las Islas debían representar para los
alumnos y, en definitiva, para la sociedad. Como señala Federico Lorenz: “Malvinas se
presta a que el discurso banal patriótico funcione: la causa justa”, aunque también
agrega que Malvinas puede ser un motivo para “discutir el apoyo social a un hecho
concreto de la dictadura, el servicio militar obligatorio, la relación con los jóvenes, la
noción territorial de Nación, la relación de la democracia con la violencia política y con
las Fuerzas Armadas”, entre otros asuntos.

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