LA EDUCACIÓN EN LA ARGENTINA - Una Historia en 12 Lecciones - Nicolás Arata y Marcelo Mariño (COMPLETO)

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LA EDUCACIÓN EN LA ARGENTINA

~Una historia en 12 lecciones~

Nicolás Arata y Marcelo Mariño


LA EDUCACIÓN EN LA ARGENTINA
NICOLAS ARATA Y MARCELO MARIÑO
PROLOGO

El escenario del tiempo que transitamos se encuentra enriquecido con el


imperativo de incluir una profunda comprensión histórica de hechos y procesos; una
comprensión que, además, sea generalizable al acceso de todos, “popularizable”, en el
sentido de que, con todas sus complejidades, matices y conflictos latentes, pueda ser
parte de las perspectivas que todos nos construimos para situarnos frente a los
problemas y las dinámicas sociales que se nos expresan delante, pero que a la vez
reconocen raíces y expresiones anteriores.
La historia de la educación saca un especial provecho de este impulso
aceptando la invitación de poner a disposición explicaciones que historicen nuestro
presente y habiliten una problematización para la comprensión y la transmisión a las
nuevas generaciones. Este fascinante volumen que tengo el gusto de prologar tiene el
valor especial de posicionarse como un manual, jerarquizando esa herramienta,
situando su prioridad en el hecho de hacer una selección, presentación y uso de
materiales que sean comunicables, que, justamente por la profundidad de abordaje, la
complejidad de los problemas presentados y la relevancia de los ejes seleccionados, se
haga irresistible el trabajo de su transmisión.
En los últimos años, además el campo de la historia de la educación ha
incorporado nuevos temas y abordajes, ha ido sumando otras miradas que no se
restringen solamente a la descripción de los grandes trazos de la política general
-situando a la escolaridad sólo como un epifenómeno de esas dinámicas políticas- o a
una reconstrucción centrada en los modelos institucionales y normativos. Desde hace
un tiempo ya, se consolidan investigaciones a partir de descripciones densas de la vida
cotidiana, intentando rescatar los sentidos producidos y modificados en las prácticas
que desarrollan los actores en las instituciones. Esa posibilidad de mirar el diseño de
políticas, la consolidación de prácticas institucionales y el posicionamiento de los
actores de modo dinámico nos permite reforzar la idea (ya afirmada por distintos
autores) de que la historia de la educación no puede dimensionarse plenamente si se la
analiza sólo como el resultado de una aplicación de normas, reglamentos, decretos o
leyes. Hacer una lectura histórica de la trama cotidiana de las instituciones educativas
entraña el problema de encontrar las piezas para ver las decisiones y tensiones de todos
los días. Este libro brinda la posibilidad de conocer el modelamiento de las
disposiciones centrales en la cotidianidad de la escuela, fundamentalmente a través de
las discusiones que algunos actores realizaban en relación con determinadas
decisiones; en pocas palabras el tejido complejo de ideas, proyectos, revisiones y la
textura concreta que alcanzaron en su funcionamiento cotidiano.
Sin lugar a dudas, la unidad cultural de lo que hoy es nuestra República es
una construcción histórica. No siempre se aludió a la misma región como una unidad.
Las fronteras territoriales han ido variando con el tiempo y con la definición de nuevas
formaciones políticas. En todo caso, su nombre, su alcance y los modos de presentarla
como una unidad y su emparentamiento con las características que tiene hoy son
producto de: despliegue contingente -no previamente cartografiado- de las luchas por
la hegemonía. En ese sentido, la ubicación de determinados puntos de origen, las
razones de la elección de ese comienzo y la serie de dimensiones que se incluyen en la
descripción -económicas, políticas, culturales, sociales- forman parte de esa disputa por
establecer una narración histórica para hablar de nosotros. Una de las virtudes de la
narración que nos presenta este libro es la de proponernos un recorrido que comienza
en el período de la conquista, marcando la preexistencia, desplazamientos y rupturas
de instituciones de transmisión cultural previas a la irrupción española, situando en
otro punto de comienzo a lo que hoy conocemos como la Argentina. Eso se va
completando con un análisis novedoso del especial carácter que le infringió el proceso
emancipatorio a la experimentación educativa, que suma luego una relevante
recuperación del despliegue en el siglo XIX. Se trata así de un recorrido distinto al de
otras narraciones, cuyo comienzo educacional parecería concentrarse en la segunda
mitad del siglo XIX.
Un ejemplo de ello es el interesante desarrollo que este libro hace sobre las
discusiones generadas en los siglos XVIII y XIX en torno de los oficios y el trabajo,
mucho antes de la concreción de un sistema educativo, un problema mucho más
explorado en el siglo XX y vinculado a procesos de industrialización. La expansión de la
alfabetización incluyó tempranamente una preocupación por la relación con el mundo
del trabajo, lo que implicó también un debate sobre la adecuación que las tareas de los
oficios debían tener a las posibilidades físicas y madurativas de los niños y del carácter
efectivamente formativo de los distintos oficios posibles. En ese sentido, resulta valiosa
la recuperación que aquí se realiza de los hombres de la emancipación -como Manuel
Belgrano- no sólo en sus acciones más vinculadas a la discusión político-institucional y
a sus intervenciones militares, sino buscando respuestas para las necesidades concretas
de labradores, comerciantes y artesanos.
La ampliación de análisis y revisión de debates de la historia de la
educación ha incluido también un tratamiento más acorde con las dinámicas culturales
-incluso la de la cultura escolar en particular- de lo complejo, paulatino y hasta
oscilante de los diferentes cambios, muy lejos de las transformaciones drásticas y
definitivas. Mostrar las complejidades de las transiciones tiene que ver con enseñar
procesos más que con señalar cambios abruptos, difíciles de conceptualizar, por
ejemplo, la aceptación voluntaria del monarca o el proceso seguido en torno al castigo
físico. Sobre este tópico, por ejemplo, Sarmiento -como jefe del Departamento de
Escuelas de Buenos Aires- mantuvo una actitud favorable al uso moderado de los
castigos corporales (con misericordia), lo que de alguna manera era compatible con su
visión general: dado que había que civilizar a la población a través de la educación y, al
ser previsible que existiera oposición de los niños (“la barbarie”), no había que
descartar el castigarlos físicamente. A esto se agregaba su teoría de la patria potestad
docente: los padres delegaban su paternidad en los maestros y, puesto que el padre
tenía derecho a castigar físicamente a sus hijos, el mismo derecho tenía el maestro. Así,
Sarmiento contravenía la opinión de Marcos Sastre y Juana Manso, quienes eran
absolutamente contrarios al uso de esa metodología y a los esquemas utilitaristas de
incentivación (como los premios). Los niños debían estudiar por “el amor al trabajo y a
la virtud” en lugar de ser estimulados por la recompensa inmediata de la medalla o
similar. Sin embargo, tanto Sastre como Sarmiento tuvieron posiciones eclécticas sobre
estos puntos. Sarmiento cuestionaba la entrega de medallas a las alumnas que hacía la
Sociedad de Beneficencia y planteaba que en su lugar debían distribuirse libros y útiles.
Sin embargo, tal como lo testimonian los documentos, aunque Sarmiento dispuso la
suspensión de la entrega de premios -y particularmente si consistían en medallas- dado
el carácter de práctica afianzada que tenía, su enorme popularidad y peso simbólico
como evento social, esa práctica tuvo continuidad y -por Lo tanto- circulaban por las
escuelas disposiciones que incluían pensamientos ligados a la virtud y el amor al
estudio, junto con la entrega de premios.
Como parte de un largo derrotero, la segunda mitad del siglo XIX fue el
escenario de la extensión de un modelo de administración escolar que involucraba a las
comunidades y la participación de los vecinos. Un aspecto que no debiera dejar de
puntualizarse es que no todos los vecinos estaban en iguales condiciones de opinar, ser
oídos y solventar la expansión escolar. Esa participación estaba prevista centralmente
para sectores medios y altos, voces consideradas capaces de contribuir a la “causa
civilizatoria”. De este modo, no se trataba de un modelo plenamente democrático y
participativo que estuviera al margen de la estratificación social. Posteriormente, la
consolidación de la escolarización y su carácter público implicaron un pasaje a segundo
plano de los intereses y expresiones particulares y la expansión de una “razón de
Estado” acerca de lo necesario, lo posible y su carácter común y por lo tanto público. En
un sentido similar, se expresaron las sucesivas discusiones e intervenciones para forzar
el cumplimiento de la obligatoriedad escolar, establecida parcialmente por algunas
normativas anteriores y de manera más contundente por la Ley 1420 de 1884. Esa ley
generó obligaciones para el Estado y para las familias, pero para su cumplimiento
fueron necesarias diversas medidas, por ejemplo, para quebrar el miedo y el abandono
que generaron las epidemias (viruela, difteria, etc.) de la década de 1880, construir
confianza hacia la escuela, delegar la autoridad y la toma de decisiones.
El recorrido de nuestra escolarización es un largo proceso de
“desparticularización”, es decir, de separarla de las decisiones, el sostén y los sesgos
propios de los particulares que poseían voces y recursos para hacer oír su opinión, para
convertirla -no sin dificultades, arbitrariedades e injusticias- en un arco simbólico
menos particular y más colectivo, menos “a la medida” y mayormente inscripto en un
horizonte. De allí el carácter de pública que temprano y de manera duradera adoptó la
escolarización de nuestro país, a diferencia de muchos otros.
El libro de Nicolás Arata y Marcelo Marino cuenta con otro logro que es
tomar distancia de esa manera más familiar, presente en otros manuales con los que
nos formamos, en torno a un relato oficial que planteaba los procesos históricos como
pasos necesarios en una secuencia que debía culminar en la concreción del proyecto
civilizatorio. Tenemos aquí otro relato, por suerte, menos cristalino, más
problematizado y más rico; podemos entender a la escolarización “tironeada”,
enriquecida, desafiada por los distintos contextos de época que produjeron en
simultáneo soluciones y nuevos conflictos.
Esta es una clave de lectura para mirar un proceso tan estructurante para la
escuela argentina como fue la formación de maestros, ya que la construcción de un
determinado rol para la tarea de educar tiene una rica historia de debates y de
propuestas. Una constante de nuestro sistema educacional fue la preocupación por
regular, modelar y prescribir la tarea del magisterio para la enseñanza elemental como
parte de la enorme “empresa civilizatoria” que buscó hacer masiva la escuela primaria y
común. Con el normalismo hubo una muy significativa ampliación de los sectores
sociales que fueron incorporados en esta dinámica de formación; los sectores bajos y
medios y la población femenina -en particular, encontraron una importante vía de
incorporación a una formación más allá de la instrucción básica, con un significativo
mejoramiento del acceso al capital cultural, así como al mundo del trabajo asalariado.
La “otra cara” de ese progreso fue la construcción de un lugar subordinado en la
jerarquía cultural, que acompañó el proceso de subordinación de los saberes populares.
De manera similar, pueden analizarse la formación política y los valores
cívicos propiciados por la escuela elemental. En la segunda mitad del siglo XIX se
propició que educadores extranjeros fueran los directores de las escuelas secundarias
normales que se fueron creando. La intención que encerraba esa disposición era que
ellos eran “muestra viva” de los modelos culturales que se buscaba imitar -tanto
europeos como estadounidenses, y se aplicaba a los propios educadores extranjeros
como a los argentinos que se habían formado a su semejanza. En las escuelas normales
se disponía que el director o directora tuviera la obligación -como carga pública, de
dictar la asignatura formación cívica. Esta decisión buscaba establecer una relación
directa y carente de mediaciones entre modelo cultural y formación moral y política.
Asimismo, esa formación iba acompañada de actos escolares que afianzaran el modelo:
se celebraba el 4 de julio (por la independencia norteamericana), se celebraban las
fiestas mayas y julianas mediante juegos populares en la plaza y otros lugares públicos.
Una fiesta de especial centralidad era el 23 de abril, día internacional del libro, a
propósito del fallecimiento de Miguel de Cervantes.
Esto cambió rotundamente en los primeros años del siglo XX con el
afianzamiento nacionalista patriótico, cuando se modificó esa tendencia desde allí y
hasta nuestros días. Las fiestas patrias entraron de la plaza y se quedaron para siempre
dentro de la escuela. Para eso, en lugar de juegos populares, se les imprimieron desfiles,
símbolos patrios y adoración de pro-hombres (solo hombres) de la patria. En esa lógica,
se prohibió que la asignatura central de la instrucción cívica estuviera en manos de
extranjeros; el civismo y la formación política se volvieron sinónimos de formación
patriótica y moral y, por lo tanto, era inconcebible que ella estuviera en manos de
extranjeros.
De manera similar, la igualdad republicana se volvió equivalente a la
homogeneidad, a la inclusión indistinta en una identidad común, que garantizaría la
libertad y la prosperidad general. No sólo se buscaba equiparar y nivelar a todos los
ciudadanos, sino que también se buscó, muchas veces, que todos se condujeran de la
misma manera, hablaran el mismo lenguaje, tuvieran los mismos héroes y aprendieran
las mismas, idénticas, cosas. Esta forma de escolaridad fue considerada un terreno
“neutro”, “universal”, que abrazaría por igual a todos los habitantes. El problema fue
que quien o quienes persistieron en afirmar su diversidad fueron muchas veces
percibidos como un peligro para esta identidad colectiva, o como sujetos inferiores que
aún no habían alcanzado el mismo grado de civilización. Eso sucedió con las culturas
indígenas, los gauchos, los más pobres, los inmigrantes recién llegados, los
discapacitados, los devotos de religiones minoritarias, y muchos otros grupos de
hombres y mujeres que debieron o bien resignarse a ser incluidos de esta manera o bien
pelear por sostener sus valores y tradiciones a costa de ser considerados menos valiosos
o probos. Como se ve, el proceso de igualación suponía una descalificación del punto de
partida y de formas culturales que se apartaran del canon cultural legitimado.
Cuando se inicia el siglo XX, las naciones sudamericanas han producido un
proceso de modernización cultural impulsada desde el Estado, especialmente a través
de las leyes educacionales. Sin embargo, no se consolida del mismo modo ese otro
proceso moderno que es el de la ampliación de la ciudadanía, ya que el Estado era
administrado por una minoría con un bajo nivel de participación política. Ese contraste
será un terreno propicio para el florecimiento de demandas políticas crecientes,
reclamando la inclusión de sectores sociales, ideas políticas y derechos sociales. Estas
tensiones son una clave de lectura para todo el despliegue que se producirá a lo largo de
todo el siglo XX.
Resulta muy relevante señalar que, en este contexto, el significante
educación popular de raigambre sarmientina va siendo articulado con otros elementos,
otras urgencias y problemas de la época, a nuevos emergentes propios de sectores no
cubiertos por la escolaridad hasta ese momento. En este sentido, es necesario pensar
que desde los inicios del siglo XX, el sistema educativo argentino atendió, con
operaciones pedagógicas propias, las tensiones que los procesos de modernización
cultural y social introducían en la vida cotidiana, proponiendo patrones de selección y
valoración de nuevas subjetividades. En ellos puede encontrarse, desde la apertura de
otras fuentes de conocimiento e ideales de ciudadanía y moralidad, hasta formas
privilegiadas de representación del mundo que pugnaban por volverse hegemónicas en
el período.
La metáfora de la modernización en general y la civilización en términos
educacionales en particular, había sido articulada durante el siglo XIX con el ideario y
la tradición republicana; en ese marco, la pedagogía organizó su institucionalización.
Sin embargo, con los fenómenos emergentes durante el siglo XX se hace evidente que
aquella noción de modernización requería ser articulada con otros componentes:
vitalismo, espiritualismo, trabajo, inclusión, subalternidad, modernización, desarrollo.
En esas búsquedas, había una muestra de que el ideario civilizador y su modo de pensar
la educación popular habían tenido sus límites y que la injusticia parecía ser inherente
a la relación social misma, por lo que requería una fuerte intervención humana para ser
corregida. Educadores socialistas, comunistas, anarquistas, demócrata-progresistas,
radicales, demócrata-cristianos, peronistas, etc. disputaban por introducir otros
sentidos a la distribución cultural que la escuela ejercía.
Hablar de la escuela implica pensar en formas potentes de formación
moral, política y patriótica. Aunque, como Arata y Mariño señalan sensatamente, no
debe sobredimensionarse nuevamente la importancia que tuvo la escuela como agente
de nacionalización. El recorrido que aquí se ofrece es otro, menos mecánico y más sutil,
que es el de recorrer las distintas disputas, la de entender los conflictos como
constitutivos y sus respuestas como de implicación múltiple para la construcción
subjetiva. En este sentido, nos permite entender que los sujetos nunca han sido
homogéneos; las identidades homogeneizadas han sido construcciones que debieron
ser acompañadas por decisiones ideológicas y por instituciones políticas estatales,
prohibiciones y hasta represiones. Desde los orígenes de la Argentina, la construcción
de una identidad implicó desandar otras identidades y eso se hizo con fuerte incidencia
de las instituciones. Algunas de las acciones fueron cruentas y excluyentes; a la vez,
generaron mecanismos de inclusión social que estimulaban una ciudadanía activa (si,
así de paradojal, pero ambas cosas deben integrarse al análisis, aun siendo
contradictorias). Las diferentes personas debieron “abandonar” o atenuar su identidad
de wichi, correntina, catalana, guaraní, judía polaca, salteña, genovesa, peruana, para
pasar a ser bastante más argentina o argentino que esas otras identidades previas.
Por estos y otros motivos tienen ustedes entre manos un libro vibrante, que
destaca la relativa autonomía de los procesos educativos y no los entiende sólo como el
reflejo de otras dimensiones sociales, pero que, a la vez, marca la profunda implicación
cultural y política del sistema educativo. Esto lo convierte también en un material muy
valioso, no sólo para entender la escuela, sino la cultura y la política argentinas. Esa
preocupación central de comprender las complejidades e hibridaciones que se
concretan en las instituciones y en las posiciones de distintos hombres y mujeres, que
se han formulado cuestiones y han ensayado respuestas, es lo que convierte a este libro
en un excelente objeto de transmisión, que establece una relación muy productiva entre
transmisión histórica, una “bitácora” para el trabajo de enseñar y el diálogo entre las
generaciones.

Myriam Southwell

Profesora titular de Historia de la Educación Argentina y Latinoamericana,


UNLP.

La Plata. enero de 2013


LECCIÓN 1
Qué significa pensar históricamente

Este libro presenta una versión de la historia de la educación en la


Argentina. Se organiza a partir de preguntas, de problemas y de intereses sobre el
devenir de la educación en nuestro país. Es un modo de contar la historia que piensa el
pasado como un territorio simbólico en el que diversos relatos se dan cita, se auxilian o
combaten entre sí.
La educación tiene su historia, tiene sus historias. En la cantera de relatos
que reconstruyen, cada uno a su modo, la historia de la educación argentina, nos
cruzaremos con otros. Por ese motivo creemos que es apropiado iniciar este recorrido
poniendo en discusión la relación entre la educación y la historia, por ser las dos
dimensiones que están necesariamente implicadas en este camino. En esta primera
lección vamos a sumar interrogantes y a plantear argumentos respecto de lo que
entendemos que se pone en juego cuando pensamos a la educación en términos
históricos.
Partimos de la pregunta qué significa pensar históricamente sabiendo que
lleva consigo una afirmación. La formulamos reconociéndonos en ese gesto docente
que muchas veces plantea una pregunta como una estrategia de anticipación: ese
interrogante retornará en un conjunto de respuestas que permitirán abrir el juego e
hilvanar las hebras del relato.
Comencemos por plantear una idea: la educación está fuertemente
atravesada por la dimensión histórica, así como enseñar es un oficio que está cruzado
por diversas temporalidades. ¿Por qué? Proponemos pensar este asunto desde dos
perspectivas.
Desde la perspectiva de los sujetos, la tarea de enseñar es un quehacer en el
que se dan cita distintas generaciones. En ocasiones, ese encuentro generacional se
asemeja a la imagen que describe Lévi-Strauss cuando, caminando por la montaña,
lograba reconocer la línea de contacto entre dos capas geológicas: “De repente
-exclama- el espacio y el tiempo se confunden [...] y el pensamiento y la sensibilidad
acceden a una dimensión nueva” en donde el encuentro entre el pasado y el presente
genera “una inteligibilidad más densa, en cuyo seno los siglos y los lugares se
responden y hablan lenguajes finalmente reconciliados”.
Podemos trasladar esa imagen a nuestros espacios de formación: ¿quién no
experimentó alguna vez, ante un maestro, una sensación semejante? Una buena
práctica docente podría distinguirse, entre otros aspectos, por ser capaz de generar las
condiciones para que los alumnos dispongan de un espacio donde tenga lugar el diálogo
entre los viejos y los nuevos saberes. En ese mismo sentido, María Zambrano sugería
que un maestro transmite, “antes que un saber, un tiempo; un espacio de tiempo, un
camino de tiempo”, donde el alumno puede establecer filiaciones, discutir legados,
formular preguntas y definir nuevos rumbos.
Pero este proceso no siempre se produce armoniosamente. A veces, para
concretar dicho diálogo hay que atravesar momentos de fricción, aclarar malos
entendidos, romper silencios incómodos. Tomemos el caso de una joven maestra que
ingresa por primera vez a trabajar a una escuela. Es su primer día, su entusiasmo deja
entrever una mezcla de vocación y compromiso. En la sala de maestros y frente a sus
colegas, expresa su deseo de enseñar y de transmitir lo aprendido. La capacidad de
iniciativa compensa la falta de oficio, que irá adquiriendo con el transcurso del tiempo y
a partir de las experiencias que enfrente. Ante una pregunta, la joven da su opinión
acerca del abordaje de un determinado tema e inmediatamente una colega sentencia:
“acá las cosas no se hacen de esa manera”, mientras otro sugiere que se apegue a las
modalidades de enseñanza “consensuadas” entre los maestros. Esta escena podría dar
cuenta de cómo cada uno de nosotros cargamos sobre nuestras espaldas tradiciones
(compuestas por lenguajes, premisas, sensibilidades, modos de ver y de ser) que no
siempre dialogan fluidamente entre las generaciones, generando contrapuntos.
Desde la perspectiva de las instituciones, la educación es -en sus diversas
expresiones y modos de concreción- el espacio simbólico a través del cual una cultura
constituye, promueve y sostiene el pasaje de la herencia. En efecto, el currículo escolar
opera sobre el acervo cultural de una sociedad seleccionando ideas, valores y creencias,
estableciendo jerarquías y adecuándolos a las etapas y los requisitos del proceso de
aprendizaje. En la construcción de ese legado cultural, viabilizado -principal aunque no
exclusivamente- a través de la escuela, quedan afuera acontecimientos, saberes y
sujetos. Los diversos actores intervinientes en este proceso (gremiales, político-
partidarios, comunitarios, eclesiales, etc.) construyen acuerdos y mantienen diferencias
en cuanto a qué, cómo y por qué algo debe ser enseñado, o no.
La libertad de enseñar del docente se encuentra, por lo tanto, ceñida a esas
limitaciones. No obstante, la institución escolar también habilita espacios de debate en
torno a las formas de transmisión de la cultura. Cuando alguien afirma que la lectura se
enseña aplicando el método global, o que la historia se organiza mejor a partir de las
fechas patrias, vale preguntarse: ¿en qué legado cultural se inscribe? ¿A qué tradiciones
pedagógicas remite? ¿Qué concepciones pedagógicas cifran sus modos de enseñar, de
concebir al alumno o de pensar las prácticas docentes? ¿Cuáles son las marcas
culturales ya internalizadas de la cultura escolar que expresan estas ideas? Pero, sobre
todo, ¿con quién está discutiendo? Ensayar una respuesta a estas preguntas nos exige la
capacidad de pensar históricamente.
Por lo pronto, si algo caracteriza el buen trabajo docente es que estimula y
acompaña a los alumnos a hacerse y hacer preguntas. Éstas suelen operar como
hipótesis y en ocasiones son los mojones en una secuencia didáctica ya probada. A
veces la respuesta se encuentra donde se la esperaba y a veces no, pero la respuesta que
encontremos dependerá de la formulación de la pregunta.
Una idea más: no va necesariamente de suyo que quienes educan también
estén interesados por la historia. Sin embargo, esta ópera y atraviesa a los sujetos más
allá de sus inclinaciones. Los sujetos se expresan situados en un momento particular de
la cultura e intervienen en ella, sean conscientes o no, de que forman parte de la
historia. Se puede pensar omitiendo el carácter histórico de nuestras ideas o
desconociendo la trayectoria de una institución, pero estas omisiones no diluyen la
condición de historicidad de los sujetos de las sociedades. Más aún: la ausencia de un
pensamiento histórico puede generar fuertes obstáculos en el proceso de enseñanza,
porque desconoce la existencia de las relaciones entre las dimensiones pasado-
presente-futuro. Una conexión superficial con la temporalidad dificulta saber de dónde
venimos, entender dónde estamos, imaginar futuros posibles.
En esta lección, ensayaremos un recorrido por algunos problemas de índole
teórica que están alojados en el corazón de la historia de la educación. Pero, antes,
abordaremos la relación que nosotros como sujetos establecemos con el tiempo,
presentando las distintas formas de problematizarlo.

Pensar el tiempo
El tiempo, la experiencia y la conciencia que se tienen de él han sido objeto
de reflexión a lo largo de la historia de la humanidad. ¿Qué es? ¿Cómo explicarlo? La
filosofía, la ciencia, la literatura y el arte nos muestran la actualidad recurrente del
tiempo como problema específicamente humano. La experiencia del tiempo se
manifiesta en su transcurrir, en su devenir, lo percibimos en su duración y nos pone en
contacto con la finitud. A pesar de que cada cultura en la que nos desenvolvemos lo
experimenta de diferentes maneras, los humanos tenemos en común el estar hechos de
tiempo. Pero, si la historia de nuestras culturas nos ha engendrado múltiples y diversos,
¿cómo dar cuenta de eso que nos constituye?
En sus Confesiones, escritas a fines del siglo IV, San Agustín afirmaba que
él sabía qué era el tiempo si nadie se lo preguntaba, pero si le pedían que lo explicase no
hallaba las palabras para hacerlo. Situado históricamente en un período de profundos
cambios y frente a la crisis del Mundo Antiguo, Agustín se preguntaba acerca del
pasado y del futuro: cómo podían “ser” si el pasado ya no era y el futuro aún no se
manifestaba. Y si el pasado ya no era, ¿quién podía medirlo? ¿Quién se atrevía a medir
lo que ya no era? San Agustín sostuvo que cuando el tiempo pasa, este puede ser
medido y percibido, pero cuando ya pasó, no puede ser medido porque ya no “es”, El
filósofo consideró que la temporalidad subdividida en los tiempos pasado, presente y
futuro era impropia y que más bien deberían plantearse como presente del pasado,
presente del presente y presente del futuro. Con ello tocó el núcleo de la relación entre
la temporalidad y el sujeto que la percibe: la conciencia histórica. ¿Por qué? Porque
como planteó Gilles Deleuze, el pasado se constituye como tal cuando coexiste con el
presente del que es pasado. En otras palabras: el pasado existe en tanto se reconstruye
desde un presente; el pasado es porque hay una temporalidad presente que lo evoca.
Decíamos que San Agustín pensaba el problema del tiempo en un contexto
social de crisis, donde las tradiciones eran cuestionadas y existía un enorme
desconcierto sobre lo que depararía el porvenir. Por ello, es importante mencionar que
los intentos de reflexión sobre el tiempo no son independientes del sujeto y de la época
desde donde ese sujeto piensa. Justamente, la historia es una ciencia que tiene por
objeto conocer y explicar el devenir de las sociedades en el pasado, pero el historiador
lo reconstruye desde su presente, a partir de los interrogantes qué se formula en el
tiempo que le toca vivir.
Pensar históricamente es producir un pensamiento que se organiza y se
recorta a partir de determinadas representaciones sobre la temporalidad, que establece
nexos explicativos entre sus dimensiones pasadas y presentes. Al pensar su propia
historicidad, el sujeto la asume como una característica que le es propia y se reconoce
como parte de la historia. Afirmarse como sujeto histórico implica enlazarse en una
trama que necesariamente excede la propia existencia vital. La significación que los
sujetos hagan del pasado promoverá modos de entender el presente y de imaginar el
futuro. Aun más: para Elías Palti, la idea del pensar históricamente -título que
tomamos prestado de un artículo del propio Palti- es, ella misma, también “una
construcción histórica”; es decir que ésta no puede definirse por fuera de un marco de
categorías; porque no existe “una” única forma de pensar históricamente.
El reconocimiento de la temporalidad se produce a partir de fuentes y
materiales muy variados. Por ejemplo, de imágenes que caracterizan una época, de
representaciones que se elaboran a partir de determinados acontecimientos y procesos,
de experiencias y de investigaciones que señalan las continuidades o los cambios entre
el pasado y el presente, Estos son recuperados por los sujetos y por las instituciones
sociales que los organizan como relatos. Se construyen como sentidos, como
explicaciones que se transmiten y se resignifican de generación en generación.
Los pasados que habitan en la sociedad se organizan a partir de intereses
muy diversos y circulan por distintos espacios. En términos científicos, la historia es
indagación y explicación del pasado. Pero los relatos históricos también circulan en la
sociedad a través de los cuentos que cuentan las abuelas, de las memorias que se
evocan al pie de un monumento, de los rumores de café, de las versiones de la historia
que se enseñan en las escuelas, etcétera. Así, los saberes académicos son excedidos; se
forma un sentido común histórico que se compone de enunciados provenientes de la
ciencia que conviven con construcciones míticas sobre el pasado.
Los formatos, los motivos y los objetivos por los cuales el pasado circula en
un presente determinado no son ajenos a las relaciones que los sujetos y las sociedades
establecemos con las dimensiones temporales. Deben tenerse en cuenta una
multiplicidad de factores: el tiempo social (internacional, nacional, regional) en el que
nos toca vivir, el contexto económico, político y cultural en el que nos hemos formado,
las instituciones en las que nos hemos educado, lo que hemos leído, lo que hemos
discutido, los imaginarios que se constituyen a través de los medios masivos de
comunicación, de nuestra historia familiar, de la condición de género, de la clase social
y nuestra propia e irreductible singularidad que se compone con todos esos factores.
Nuestra idea de la historia está situada en un tiempo de la cultura a la que
pertenecemos y en la que nos fuimos constituyendo como sujetos.
Abramos el zoom e incorporemos a nuestro enfoque el entorno cultural y su
historia: cuando los mundos europeo y americano entraron en contacto a partir de la
expansión y la conquista, se produjo un choque cultural y la colisión de temporalidades
diversas. ¿Estaban situados en un mismo tiempo Moctezuma y Cortés, Pizarra y
Atahualpa? No. Precisamente, una de las dimensiones a través de las cuales se
manifestó el traumatismo de la conquista en las culturas indígenas fue que la
temporalidad europea colonizó -aunque su éxito nunca fue absoluto- el tiempo
americano. En efecto, como indicó Todorov, a “la sumisión del presente frente al
pasado” que principiaba la organización social maya y azteca, y que ubicaba en la
tradición la fuente de la verdad (de hecho, la palabra náhuatl que nombra la “verdad”
-neltiliztli- está etimológicamente vinculada con los términos “raíz” y “fundamento”), el
proceso abierto por la conquista le opuso otra concepción del tiempo, de carácter lineal,
introduciendo lo imprevisible en la historia. Para aztecas y mayas, “el conocimiento del
pasado lleva al del porvenir” por lo que las profecías estaban profundamente enraizadas
en el pasado; sólo podía profetizar quien era capaz de conocer el pasado. Con la
introducción de una noción del tiempo unidireccional, asociada a la idea de “progresión
infinita”, ese universo se vio imposibilitado de comprender las novedades introducidas
por el europeo. Así, concluye Todorov, las culturas prehispánicas, “maestras en el arte
de la palabra ritual, tienen por ello menos éxito ante la necesidad de improvisar, y ésa
es precisamente la situación de la conquista”.
Para la concepción occidental del tiempo, en cambio, la conciencia histórica
implica la amalgama de materiales -a veces dispersos e incluso contradictorios- que
organizan un relato, una orquestación temporal en la que conviven una versión del
pasado, un diagnóstico presente y un futuro imaginado. Es lo que Agnes Heller
conceptualizó como presente histórico, al que entiende como una estructura cultural en
la que el presente contiene a su propio pasado y a su propio futuro. Las características
del presente histórico dependerán, entonces, de cómo se disponen hechos y procesos,
de cómo se organizan en un relato, de qué vinculaciones se establecen en él. Así, un
mismo hecho del pasado puede cobrar diferentes sentidos según la versión de la
historia en la que se inscriba.
A lo largo del tiempo, las sociedades se han relacionado con su pasado, lo
han construido, lo han inventado. Cuando nos referimos a la “invención” del pasado, no
lo hacemos connotándolo negativamente -como si fuera sinónimo de “mentira”-.
Decimos que en los trabajos de recuperación del pasado siempre hay un proceso de
reconstrucción, de selección, de disposición de hechos y de procesos que se organizan y
resignifican, constituyendo una versión. Para la historiografía liberal argentina, por
ejemplo, la batalla de Caseros -que puso fin al régimen rosista en 1852- permitió
retomar la línea político-institucional que se había iniciado con la Revolución de Mayo
de 1810. En ese relato, las décadas posteriores a la revolución y las guerras de la
independencia -con excepción de la experiencia rivadaviana- fueron consideradas un
desvío del proyecto político que había comenzado con la revolución. Esa versión de la
historia organizó un sentido del pasado que se ajustaba a los intereses del grupo
político que diseñó el modelo estatal posterior a Caseros. De ese modo, se instituyó una
versión de la historia que logró imponerse sobre otros relatos.
Recapitulemos lo dicho hasta aquí: las sociedades establecen distintas
relaciones con el tiempo. Lo piensan de acuerdo con los nexos que establecen entre el
pasado, el presente y el futuro. El presente se interroga sobre su historia, formula
preguntas que pueden encontrar diversas respuestas. Las respuestas a las que se arribe
dependen de las preguntas que se hagan, de quiénes las formulen y realicen, de los
espacios en los que se formulen y de cómo circulen. Las versiones de la historia viven
en el presente, se manifiestan muchas veces como combates entre memorias que pujan
por establecerse como la versión, la verdad. Pero ¿cuál es la verdad?

Historiador que busca, encuentra

La necesidad de conocer, de entender, de comprender el mundo físico y


social está en el origen de las explicaciones míticas. Los mitos fueron los primeros
intentos de establecer un orden de los acontecimientos y las cosas. Ofrecían una
cosmovisión del mundo y una genealogía que comunicaba a los dioses y los hombres.
Como sostuvo Ernst Cassirer, el tiempo mítico es un tiempo eterno donde conviven
fundidos el pasado, el presente y el futuro en un “aquí y un ahora”. Podemos situar el
inicio del discurso histórico en el momento en que comenzó a dejarse a un lado lo
fabuloso en aras de la búsqueda de la verdad. Fueron los griegos los que protagonizaron
la ruptura entre el pensamiento mítico y el surgimiento del pensamiento histórico.
Precisamente, fue Heródoto, quien en el siglo V antes de Cristo inició una
práctica historiadora de recuperación del pasado en la que los dioses fueron apartados.
Esta nueva concepción de la historia inauguraba una disciplina basada en la búsqueda y
la recopilación de testimonios que debían ser sometidos a crítica y que, una vez
reordenados, organizarían un relato del pasado tal como sucedió. A partir de entonces,
la historia se convirtió en una reconstrucción del pasado que buscaba dar cuenta de los
hechos específicamente humanos.
El pasado se compone de hechos y éstos son históricos en la medida en que
cobran inteligibilidad y en que constituyen -en términos explicativos- un proceso
histórico. Un hecho puede ser un acontecimiento aislado; pero cuando lo ubicamos en
una serie, porque lo reconocemos como parte de un proceso que consideramos
significativo en términos históricos, ese “simple” hecho se convierte en un hecho
histórico.
Vayamos a un ejemplo: el arribo a la Argentina en 1879 de Mary Graham,
una maestra norteamericana, fue un hecho. Para Mary, sin dudas, representó un punto
de inflexión en su biografía personal. El desafío que supone migrar desde la comodidad
de su hogar en Boston hacia un punto austral del continente, sin conocer el idioma y
con el propósito de transmitirles a otras mujeres los saberes del magisterio,
seguramente dejó marcas imborrables en su vida privada. Pero ¿por qué se transformó
en un hecho histórico -y por ende, público- para la educación argentina? Porque
historiadores, pedagogos y maestros tomaron ese acontecimiento y lo inscribieron en
una secuencia -el relato sobre la llegada del grupo de maestros y maestras convocados
por Sarmiento- que en la historia del normalismo argentino fue consignado dentro de
la etapa fundacional del magisterio bajo el nombre de “las 65 valientes”. Observado
desde nuestro presente, el arribo de Mary es un episodio que cobra sentido en términos
históricos cuando pasa a formar parte de un relato que la incluye, en tanto la reconoce
como una de sus protagonistas, al tiempo que la excede, integrándola a un colectivo de
hombres y mujeres con los que tuvo puntos en común, pero también diferencias.
Pero ¿cómo se interpretan los hechos y de qué manera se los puede dar a
conocer? Detrás de la lectura de los hechos hay una teoría, un marco interpretativo en
el que esos hechos cobran sentido. El historiador encuentra los hechos que busca.
Edward Carr dio un ejemplo muy ilustrativo al respecto. Decía que los hechos no eran
pescados, sino peces, que se mueven en un océano ancho y a veces inaccesible, por lo
que lo que el historiador pesque dependerá en parte de la suerte, pero sobre todo de la
zona del mar en que decida pescar y del aparejo que haya elegido, determinados ambos
factores por la clase de peces que pretende atrapar.
Podríamos decir que el historiador que busca, encuentra, y que
generalmente -como señala Sánchez Prieto- “encuentra lo que busca”. ¿Esto significa
tirar por la borda a la objetividad? No, en la medida en que el historiador debe ser
riguroso siguiendo las reglas de su oficio. Pero -como ya se dijo- la reconstrucción del
pasado no se hace desde una posición aséptica, siempre se constituye desde los
interrogantes que efectúa el investigador en su propio presente. La marca subjetiva que
porta cada pregunta que nos formulemos también estará presente en la respuesta. En
ocasiones, puede suceder que aquello que se encuentre sea algo conocido por nosotros;
en otras, las respuestas serán inesperadas. Por eso es importante advertir, junto con
Cassirer, que “si el historiador consiguiera borrar su vida personal, no por esto lograría
una objetividad superior: por el contrario, se privaría a sí mismo del verdadero
instrumento de todo pensamiento histórico”.

La historia se mueve

La concepción de la historia fue cambiando a lo largo de los siglos, según las


cosmovisiones y filosofías que imperaron en cada época. Algunas sociedades
consideraron que el tiempo se desarrollaba cíclicamente, otras lo concibieron como una
línea que se dirigía hacia adelante, hacia el futuro. Con el cristianismo, por ejemplo, se
introdujo un cambio notable en términos del sentido de la reconstrucción histórica. La
experiencia del “devenir” se constituyó a partir de la idea de que existe una dirección
providencial del acontecer histórico. Surgía así una concepción de la historia que se
basaba en un movimiento universal y progresivo. Esta visión inauguró una experiencia
de la temporalidad y de la historia que tenía un punto de arribo: la realización
definitiva del plan de salvación divino. Ese modo de representarla se desplegaba en una
línea ascendente, definida de antemano de acuerdo con ese fin, es decir, teleológica.
Con la Modernidad se produjo un nuevo quiebre en la historia y en el modo
de construir el relato sobre la historia. Su génesis se puede encontrar en los procesos
socioeconómicos y político-culturales que se produjeron en el marco de la transición
del feudalismo al capitalismo. Sin duda, a la reflexión que se condensó en el
pensamiento humanista y que se expresó a través del arte, de la reforma protestante y
de la revolución científica, se sumaron las transformaciones sociales, económicas y
políticas -como la revolución industrial y las revoluciones contra el absolutismo-, que
favorecieron la constitución de la burguesía como clase rectora y hegemónica del nuevo
orden.
Si hay algo que caracterizó a la Modernidad fue el surgimiento de una
nueva subjetividad. A partir del Renacimiento, se produjo un giro en el modo en que el
hombre se pensaba a sí mismo y a sus semejantes, a su cultura, a la sociedad a la que
pertenecía, al tiempo y a la historia, Conforme se sucedieron los períodos, el
pensamiento moderno ofreció distintos modos de expresar esos cambios: el
racionalismo, la Ilustración del XVIII o el romanticismo y el cientificismo del XIX son
las principales variantes del pensamiento moderno a través de las cuales se representó
el mundo.
Con el pensamiento moderno surgió una noción de tiempo que planteaba
una fuerte ruptura con el pasado. Para Reinhart Koselleck, el concepto moderno de
historia fue una creación del siglo XVIII. Hasta entonces, la historia había sido
considerada una magistra vitae, es decir, una cantera de sabiduría de la que la
humanidad podía extraer enseñanzas. Si de algo o de alguien podíamos aprender, eso
estaba en el pasado. En cambio, con la modernidad, surgió un concepto de “historia en
general” ligado a una nueva idea de tiempo, que renunciaba a la referencia a Dios,
característica de los tiempos medievales. La modernidad escindió a la expectativa de la
experiencia, es decir, separó el futuro de la tradición. De ese modo, el porvenir levantó
vuelo liberándose del pasado.
Sin embargo, el carácter teleológico para explicar la historia resurgió, esta
vez desde concepciones laicas. La idea de que el devenir humano tiene un sentido que
se desenvuelve en el tiempo ha sido un organizador del discurso histórico. Por ejemplo,
el positivismo planteó -a partir del concepto de evolución- la idea de que la humanidad
marcha hacia el progreso; el marxismo sostuvo, por su parte, que la lucha de clases es el
motor de la historia, que avanza inexorable hacia la concreción de una sociedad sin
clases como expresión de justicia e igualdad universales. Es decir, el eje que organiza
un relato histórico depende de las concepciones o de la teoría que siga el historiador.
Presentemos algunos ejemplos que nos sirvan para ilustrar la idea que
venimos desarrollando: imaginemos un clérigo del siglo XVI o XVII que escribe una
crónica sobre la historia de las Indias Occidentales. En ella, la llegada de los españoles a
América se presenta como una expresión de la voluntad de Dios, que se realiza con el
fin de poner en marcha el mandato de evangelizar a los indígenas. El fundamento sobre
el que apoya su relato desborda la historia de los hombres, es trascendental. En cambio,
un historiador positivista, situado en el siglo XIX, intentaría narrar con objetividad
científica los hechos “tal y como sucedieron”. Muy posiblemente su relato estaría
marcado por una visión eurocéntrica y, en ese sentido, la cultura indígena sería
presentada y conceptualizada en términos de inferioridad respecto de la cultura de los
conquistadores, a la que consideraría más evolucionada. Esa superioridad atribuida a la
cultura europea es lo que explicaría y legitimaría, para ese historiador, la imposición
sobre las culturas autóctonas. El marxista, por su parte, seguramente tomaría en cuenta
las grandes estructuras económicas, ensayaría una explicación de la conquista en
términos de la expansión del capitalismo mercantil y el surgimiento de una economía
dividida en zonas centrales y periféricas. Desde su punto de vista, el choque entre la
cultura europea y las americanas expresaría una forma de dominación, en este caso
cultural, que legitimaría las relaciones de explotación del trabajo indígena impuestas
por los conquistadores.
Por lo tanto, las respuestas a las que se arribe estarán marcadas por los
enfoques de quienes pregunten. Los modos de preguntar, de reconstruir los datos o de
formular conclusiones conservarán esa marca de origen. Por otro lado, siempre que se
practique la historia, nos acompañará un elemento irreductible a lo largo del camino:
nuestra propia subjetividad. Es desde ahí y no desde otro lugar que tomaremos
contacto con el pasado, trataremos de comprender el sentido del tiempo y el ritmo de
las transformaciones. En el cruce que permite pensar la relación entre los enfoques
historiográficos y nuestra propia subjetividad, nos interesa ahora dar vuelta la página y
pensar estos problemas en clave educativa.

La historia piensa a la educación y esta se mira en su historia

La educación tiene un pasado y es objeto de la historia. Desde los tiempos


del paleolítico, las sociedades intervienen de diversas formas para tramitar su herencia,
para incorporar a los recién llegados como sujetos de su cultura. Esa persistencia
cuenta con milenios de duración y se expresa singularmente, según las condiciones
sociales, económicas, políticas e ideológicas en las que se desenvuelve. Traslademos
nuestra atención al terreno educativo y, más concretamente, a nuestro propio legado
pedagógico. ¿Cómo piensa históricamente la sociedad argentina la educación? ¿Cuáles
son los marcos interpretativos que organizan los relatos? ¿Cómo se vincula la
educación argentina con su historia? ¿Cuáles son los intereses que encauzan el trabajo
dentro del campo de la historia de la educación?
Para intentar respondernos estas preguntas, queremos plantear cuatro ejes
que ayuden a pensar los problemas y desafíos a los que nos enfrentamos cuando nos
introducimos en el campo de la historia de la educación: la relación entre el proyecto
educativo hegemónico y sus alternativas, los enfoques interpretativos y las líneas de
investigación, las relaciones entre procesos pedagógicos globales y locales y,
finalmente, el trabajo con las fuentes y archivos.

El proyecto educativo hegemónico y sus alternativas

Como planteamos antes, el pasado toma forma en la medida en que hay un


presente que lo convoca como tal. Los sentidos que estos fragmentos del pasado
adquieran para nosotros no pueden pensarse por fuera de las condiciones que su
presente les confiere. Sumemos otro ejemplo: a comienzos de los años '90, cuando la
política neoliberal avanzaba triunfante y se mostraba como el único discurso capaz de
dar respuesta a los problemas sociales, Adriana Puiggrós elaboró una versión de la
historia de la educación argentina a partir de una pregunta central: ¿cuáles fueron los
debates que tuvieron lugar en el campo pedagógico en el momento en que se configuró
el sistema estatal de educación pública? El interrogante partía de un supuesto: la
organización del sistema educativo no fue el resultado de un proceso natural, ni estuvo
exenta de conflictos. Volver a introducir en el corazón del relato histórico las luchas por
la educación permitiría recuperar la potencia de las propuestas educativas que habían
sido alternativas a las ideas y prácticas pedagógicas hegemónicas.
Aquí nos encontramos con un concepto clave: ¿qué entendemos por
hegemonía? Este concepto proviene del término griego hegemon que significa “el que
marcha a la cabeza”. En el período clásico, se empleaba esta palabra para designar a los
jefes de los ejércitos que desempeñaban la función de líderes y guías. Pero durante el
siglo XX, el concepto fue resignificado, Antonio Gramsci definió a la hegemonía como
la capacidad que detenta una clase social para ejercer sobre la sociedad una “dirección
política, intelectual y moral”, estableciendo una determinada concepción del mundo.
Raymond Williams enriqueció aun más el concepto, sosteniendo que la hegemonía
constituye un conjunto de prácticas y expectativas que organizan un sentido de la
realidad que, a pesar de ser la visión “triunfante”, nunca termina de constituirse como
tal, ya que se encuentra siempre desafiada por otras que se producen dentro de la
sociedad. Para Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, la inestabilidad caracteriza a lo social.
Por lo tanto, en un juego permanente de dominación y resistencia, la hegemonía
intenta imponerse a través de discursos que son configuradores de la realidad. Es una
práctica que encuentra momentos de estabilidad precaria, pero está siempre
moviéndose, siempre en riesgo de desestabilización y, por lo tanto, está en permanente
construcción.
En diálogo con este legado, cuando hablamos de discursos pedagógicos
hegemónicos nos referimos a aquellas nociones y prácticas que lograron legitimar una
visión de la educación, de sus objetivos y del modo de llevarlos a cabo, imponiéndola
sobre el resto. Estos discursos presentan una característica más: son el resultado de un
proceso histórico que permanece abierto y, por lo tanto, sus nociones no se determinan
de una vez y para siempre. Por el contrario, están sujetas a fricciones, impugnaciones y
cuestionamientos.
La perspectiva teórica abierta por Adriana Puiggros planteaba que el perfil
de un sistema educativo se comprende en el contexto histórico de la sociedad en la que
se desenvuelve y con la cual mantiene intercambios y negociaciones, establece acuerdos
y rechazos. Cuando hablamos de alternativas, queremos enfocar y otorgarle visibilidad
a la capacidad de iniciativa que tuvo la sociedad civil en la promoción de alternativas
pedagógicas al proyecto estatal. Pues es en los debates sobre qué se entiende por
educación y cuáles son sus propósitos donde se fijan posiciones y se fundan
identidades. Desde esta perspectiva, trabajar en la reconstrucción de las experiencias
educativas impulsadas por distintos sectores de la sociedad (ya sean católicos,
anarquistas o socialistas) no sólo busca promover un mayor conocimiento de las
tradiciones pedagógicas de una sociedad, también pretende incidir en el modo en que
elaboramos un relato sobre la historia de nuestra educación.
En el libro de Puiggros -Sujetos, disciplina y curriculum en los orígenes del
sistema educativo argentino- los conceptos educación pública y alternativas, además de
ofrecerse como herramientas interpretativas del pasado, también pueden ser leídos
como parte de la discusión contemporánea sobre la crisis del modelo de Estado
educador, la hegemonía del discurso pedagógico neoliberal y las alternativas políticas
promotoras de otros escenarios posibles.

Los enfoques interpretativos

En sintonía con el problema anterior, en las últimas décadas, los


historiadores de la educación llamaron la atención sobre los peligros que conlleva
circunscribir la historia de la educación a la historia de la escuela. Durante mucho
tiempo, “hacer” historia de la educación significó narrar la historia escolar, describir las
principales ideas de las pedagogías triunfantes y privilegiar a un sujeto pedagógico por
sobre el resto: la niñez escolarizada. ¿Por qué es peligroso? Fundamentalmente, porque
detrás de esta idea hay un supuesto epistemológico muy fuerte y arraigado, a saber, que
existen hechos, experiencias e ideas que merecen ser recordadas mientras que otras
ideas, experiencias y sucesos no valen la pena ser recuperados.
En las últimas décadas, se multiplicaron las investigaciones históricas que
tienen por objeto la educación. Si en sus primeros tiempos el modo de hacer historia de
la educación se expresó fuertemente tributario y espejado en la historia política, a partir
de los '80 la historia de la educación se reconfiguró en el cruce de diversas disciplinas
que permitieron plantear nuevas miradas, otras preguntas y la construcción de nuevos
objetos. La historiografía educativa, que hasta entonces parecía tener reservado el lugar
de “Cenicienta de la historia”, hoy dialoga con voz propia con otras disciplinas.
El pasaje de una historia de la educación que se presentaba a principios del
siglo XX como una crónica de acontecimientos estrechamente ligados a la expansión
estatal, a una historia que en el siglo XXI problematiza la educación desde otros
abordajes (la relación entre escolarización y cultura material, las distintas
conceptualizaciones de la infancia, las acciones educativas de la sociedad civil, la
enseñanza de la lectura y escritura, entre otros) alteró el modo en que los
investigadores se asomaron al pasado de la educación. Teniendo en cuenta que cada
una de ellas se moldeo en la cantera de tiempos históricos singulares y que, como
venimos señalando, cada presente se sintió urgido por encontrar su pasado.
Si realizamos una retrospectiva de las últimas décadas, podemos observar
que el diálogo con las ciencias sociales, las transformaciones culturales y los cambios en
el saber académico, incidieron cualitativa y cuantitativamente en el campo de la
historia de la educación. El crecimiento y la apertura de la producción historiográfica
de la educación argentina dieron mayor espesor interpretativo a las versiones del
pasado que circulan en la sociedad. El conocimiento de la historia complejizó las
explicaciones al construir nuevos objetos de investigación y al elaborar nuevos
enfoques. Eso contribuyó a desnaturalizar prácticas y a someter a critica algunas
representaciones que circulaban en la sociedad -y en el propio campo pedagógico-
respecto de la historia de la educación en la Argentina.
La heterogeneidad de relatos y la multiperspectividad fueron aliados para
reconocer conclusiones y abordajes unívocos, para revisar herencias y recuperar
experiencias, para reinstalar la pedagogía en términos políticos. En definitiva, para
profundizar el conocimiento histórico educativo y tender más puentes entre el pasado y
el presente de una sociedad que había mirado esa relación con apatía o desconfianza.

Las relaciones entre procesos pedagógicos globales y locales

El enfoque predominante en la historiografía educativa clásica consistía en


presentar al Estado nacional como el principal promotor de las ideas y de las políticas
educativas. ¿Qué hay de cierto en eso? En parte, se debe reconocer que el Estado fue el
principal impulsor de los procesos de escolarización, en la Argentina y en buena
medida en América Latina. Pero tan importante como afirmar eso, es considerar el
enorme peso que tuvieron, en la definición de las características que adoptaría el
proceso de escolarización, las ideas que circulaban en escala global y las marcas que se
le imprimieron en escala local.
A pesar de que en las regiones más diversas del mundo el proceso de
escolarización presenta una gran cantidad de aspectos en común (en la inmensa
mayoría de los países existen edificios específicos para desarrollar actividades
educativas, se forman sujetos para que desenvuelvan funciones definidas de enseñanza
dentro de un espacio concebido para tal fin y se regulan los tiempos, estableciendo un
calendario que divide el tiempo escolar del descanso, etc.), también es preciso notar
que este proceso no ha abolido la lógica propia de las tradiciones educativas de cada
país.
Durante mucho tiempo, se explicó la escolarización a través del concepto de
influencias. Este enfoque interpreta los procesos educativos resaltando dos
características: se trata siempre de un proceso unidireccional (como un impulso que va
desde el país, desde la corriente de pensamiento o desde la institución donde se gestó
tal o cual idea, hacia la periferia) que es recibido por sujetos pasivos (que se dejan
influenciar por estas nociones o lo hacen sobre un vacío conceptual previo, sin poner en
juego ningún tipo de estrategia de apropiación activa). Diferentes estudios, promovidos
desde la historia y la antropología demostraron que, por el contrario, los sujetos no sólo
son receptores activos de estas ideas, sino que las resignifican o confeccionan, a partir
de ellas, experiencias que no estaban previstas dentro del modelo original. En la
actualidad, por ejemplo, casi nadie se plantea hoy el modo en que influyó el
pensamiento de Dewey sobre la cultura escolar argentina. Lo que sí aplica como
interrogante es de qué manera llegaron al país esas ideas, qué aspectos de su obra
circularon y cuáles no, a través de que dispositivos (libros, conferencias, encuentros) y,
fundamentalmente, como fue su recepción, con que otras ideas se las contrasto, qué
debates suscitaron, que experiencias promovieron y qué usos se les dio.
Desde esta perspectiva, los procesos de construcción del conocimiento
están “contaminados” por los receptores, que se constituyen en sujetos activos del
conocimiento, lo moldean y le otorgan nuevos sentidos en los contextos de ideas donde
los ponen a jugar. En otras palabras, hoy ya no hablamos más de influencia, sino de
procesos de difusión y recepción de las ideas y prácticas educativas.
La contraparte de la difusión es la recepción. El concepto de recepción,
entonces, permite hacer visible la capacidad interpretativa y productiva de los sujetos.
Desde este lugar, es importante colocar el énfasis en las interpretaciones, las
traducciones, los préstamos, las lecturas, las selecciones que se realizan de cada autor
en un contexto específico. En cambio, el concepto de difusión da cuenta de un modelo
pedagógico que atraviesa las fronteras dentro de las cuales fue originalmente
concebido. Podemos establecer aquí, si se quiere, una homología con la acepción que se
emplea en el campo de la química. Así, cuando un gas se difunde, lo hace hasta alcanzar
un estado de equilibrio con el medio en el que está; de manera análoga, ciertas ideas
alcanzan a difundirse a través de una red de sujetos que las comunican, haciendo las
veces de “pasadores culturales”. En este proceso, un método de enseñanza
originalmente concebido en Europa, por ejemplo, se verá obligado a adaptarse a los
contextos, las tradiciones y las necesidades locales. Pero algunas de sus características
tenderán a ser conservadas, resistirán el cambio, persistirán.

El trabajo con las fuentes y archivos

La memoria escolar se construye a partir de múltiples recuerdos. Nosotros


mismos podemos encarnar esa memoria cuando nos disponemos a evocar nuestro paso
por la escuela. La arquitectura escolar es, ella también, una forma del recuerdo, en
tanto fue el escenario donde se plasmaron ideas sobre lo que se entendía por educación,
Una mirada fugaz al pasado de la educación en la Argentina permite inferir
que, desde mediados del siglo XIX, el aparato estatal identificó a la instrucción
primaria como la partera de la nación moderna. Con el fin de revestir ese gesto de
materialidad, el Estado dirigió sus esfuerzos a la creación de una memoria del
nacimiento y la expansión de su proyecto escolar, fundando archivos alrededor de un
centro que resguardase y construyese la memoria oficial de la nación, sus raíces y su
identidad. Acompañando esta decisión, los funcionarios estatales empeñaron su tiempo
en la elaboración de informes institucionales donde quedaran asentados los avances
educativos. Series documentales, estadísticas, memorias de inspección, mapas y censos
constituyeron soportes indispensables, no sólo para conocer el estado de situación del
sistema, sino para tomar decisiones en diferentes rubros vinculados con su
administración. Así, sobre la supuesta base “objetiva y racional” que se desprendía de
las estadísticas, se establecieron prioridades, se organizaron estrategias y se
presentaron argumentos para justificar las medidas adoptadas o para introducir
reformas educativas.
Algo es claro: los archivos desempeñan una función primordial en la
producción del relato histórico. Como señaló Michel de Certeau: “En la historia todo
comienza con el gesto de poner aparte, de reunir, de transformar en 'documentos'
ciertos objetos catalogados de otro modo”. Este gesto trasciende las acciones estatales y
se remonta a los registros parroquiales, en los que se consignaban nacimientos,
matrimonios y defunciones. ¿Cuál es la novedad que introduce el archivo estatal? El
archivo estatal busca, a través de la concentración física de la materialidad documental,
resguardar lo que una formación histórica muestra y dice de sí.
Desde una perspectiva crítica, se señala que la imagen que el archivo
produce de sí es una evocación imperfecta, selectiva y arbitraria, que recuerda al
tiempo que olvida. En ese sentido, Le Goff sostuvo que “lo que sobrevive no es el
complejo de lo que ha existido en el pasado, sino una elección realizada ya por las
fuerzas que operan en el desenvolverse temporal del mundo y de la humanidad...”. Por
eso, cuando se estudian acervos documentales, importa tanto lo que estos conservan
como lo que callan.
Por su parte, Derrida señaló que el archivo puede concebirse por una doble
condición: el comienzo y la Ley: o sea, el dispositivo que instituye y al mismo tiempo
conserva. No solo resguarda y protege, sino que indica a una sociedad lo que ésta debe
recordar. Su ordenamiento, conservación y clasificación responden a esta lógica, pero la
construcción de la memoria no remite exclusivamente a un hecho físico de existencias
documentales situadas, sino a una serie de experiencias políticas y culturales que se
inscriben en distintas zonas neurálgicas del espacio social.
La historiografía educativa se valió de esa cantera documental para
reconstruir diferentes dimensiones de la experiencia escolar argentina. Distintos
archivos fueron empleados para estudiar los debates del congreso pedagógico que
alumbró la ley 1.420/84, los argumentos que utilizó Manuel Láinez para impulsar la ley
que lleva su nombre o la fundamentación de Carlos Saavedra Lamas para crear la
escuela intermedia en 1915. A lo largo de las lecciones, notarán de ellas para reconstruir
experiencias, presentar argumentos o establecer contrapuntos entre posiciones. Lo
hacemos atentos al hecho de que no existe el “documento verdad” y, por lo tanto, son
miradas parciales, interesadas, y como tales deben ser consideradas.

El espejo de la historia

Recapitulemos. Pensar históricamente nos ubica como sujetos entre


nuestra propia biografía y la de la sociedad de la que formamos parte. Al reconocer
nuestra historicidad, registramos que estamos hechos de tiempo, un tiempo compuesto
por distintos estratos. Según la manera en la que lo interroguemos y la posición desde
la que lo evoquemos, se producirán diversas combinaciones, distintas inflexiones que
organizarán un sentido particular.
La comprensión de nuestro carácter histórico nos dispone a pensar el
pasado, no como un territorio ajeno, sino como una señal de finitud y, a la vez, como
una condición de posibilidad para entramarnos más allá de nuestro presente. La
interpelación del pasado se produce por la necesidad y a veces también la urgencia, de
comprender el tiempo que nos toca vivir, es como si el presente fuera al pasado en
busca de un espejo en el cual mirarse. Cuando pensamos históricamente desbordamos
nuestra propia temporalidad y nos inscribimos en una duración que nos excede. La
educación se hermana con la historia cuando persiste en la tarea de la transmisión
cultural entre generaciones y, a la vez, se presenta como utopía y promesa cuando
imagina mejores futuros.
Al preguntarnos por el pasado de la educación en la Argentina, sobre qué
pasó, pero también como fue que sucedió, estamos poniendo en diálogo nuestras
propias experiencias con los debates y las tradiciones que forjaron la historia educativa.
Para ello debemos tener en cuenta los materiales con los que trabajamos, así como
aquellos que omitimos, los enfoques empelados, la relación con otros procesos sociales,
entre otros asuntos. Desde esa posición se puede advertir que el presente en el que nos
inscribimos como educadores no se inaugura con nuestra llegada, ni el pasado
determina de manera inapelable las opciones presentes y futuras.
LECCIÓN 2
De la conquista a la colonia:
Enseñar y aprender en la América española

“Argentinos, ¿desde cuándo y hasta dónde?”, interrogaba Domingo F.


Sarmiento, procurando dar con aquel acontecimiento que oficiara de frontera entre la
etapa colonial y los albores de la historia nacional. La pregunta por la formación de la
nación ha convocado la atención de numerosos hombres y mujeres ocupados en pensar
cuáles son las señas particulares de nuestra identidad nacional.
En un primer momento, hacia la segunda mitad del siglo XIX, las respuestas
que se elaboraron buscaban ajustarse a las necesidades, los proyectos y las urgencias
del Estado en formación. Así, las “historias patrias” pretendieron apuntalar la
conformación del Estado a partir de un relato hecho de gestas, hitos y cronologías
políticas, de las que formaban parte héroes intachables y enemigos aborrecibles. La
trama de esa historia, lineal y homogeneizadora, tenía como propósito demostrar que la
nación era un destino político inherente, un acontecimiento que, tarde o temprano,
acababa sucediendo. En la actualidad, por el contrario, las ciencias sociales sostienen
que la formación de una identidad colectiva no es el resultado de una evolución natural,
sino el producto de construcciones plurales, heterogéneas y cambiantes.
Nos interesa enfocar el problema de la formación de la identidad desde la
perspectiva que ofrece el relato histórico. Por un lado, porque sostenemos que ninguna
versión del pasado puede arrogarse la facultad de definir la identidad nacional de un
modo concluyente y acabado. Por el otro, porque, tal y como planteamos en la primera
lección, la narración de nuestra historia se modifica conforme tienen lugar nuevos
acontecimientos que resignifican los hechos del pasado. En este sentido, como afirma
Horacio González, “la verdad que desearíamos que pronuncie cada época [...] no la
sostiene un iluso papelerío sino la capacidad de imaginarte que el futuro le devuelve”.
En esta lección nos preguntaremos por la formación de una identidad con
rasgos propios, circunscribiéndola al ámbito educativo. ¿Dónde comienzan las
tradiciones pedagógicas nacionales? ¿Se inauguran, como sostienen algunos, con el
surgimiento del Estado nacional, o bien se inician bajo otras formas y modalidades de
organización política, como afirman otros? En ambos casos, los acontecimientos que
desembocan en la declaración de la independencia ¿interrumpen definitivamente las
prácticas pedagógicas previas o estas continúan bajo nuevas formas? ¿Sobre qué
tradiciones se apoyan y en torno a qué problemas giran los debates fundantes de la
pedagogía moderna en el Río de la Plata?
Por nuestra parte, sostenemos que la historia de la educación argentina está
hecha de experiencias, de ideas y de polémicas cuyos alcances anteceden en el tiempo a
la conformación del sistema educativo moderno. En esta segunda lección
recuperaremos las experiencias que tuvieron lugar en un espacio de tiempo extenso,
cuyos límites temporales pueden establecerse entre el siglo XV y fines del XVIII. El
proceso de la conquista y la ocupación colonial sobre el tejido étnico y cultural
prehispánico constituirán la materia prima de nuestro relato. Durante este período, se
dieron acontecimientos de gran importancia para la conformación de la identidad
cultural y las tradiciones educativas de nuestro país y del continente americano.
Esta lección está dividida en dos grandes bloques. En primera instancia, nos
proponemos presentar algunas claves de lectura que permitan pensar el vínculo
pedagógico surgido del proceso de conquista de América. Se trata de un fenómeno de
una enorme complejidad del cual presentamos algunos de sus rasgos fundamentales.
En segunda instancia, abordaremos las experiencias educativas que tuvieron lugar en el
territorio que ocupa actualmente la Argentina, dando cuenta de los principales
procesos, sujetos e instituciones implicados en la elaboración y difusión de las ideas
educativas.

Las conquistas bárbaras

La conquista del Nuevo Mundo marcó un punto de inflexión en la historia de


nuestro continente. Antes de ser invadidas y conquistadas, las sociedades amerindias
atesoraban una historia plurimilenaria que se remonta aproximadamente 20.000 años
atrás. Los primeros hombres y mujeres que habitaron el territorio americano formaron
parte de contingentes migratorios procedentes de Asia y Oceanía. Estos grupos
ingresaron al continente a través del estrecho de Beríng o cruzando el Océano Pacífico.
Desde entonces y hasta fines del siglo XV. desarrollaron sus culturas sin mantener
contacto alguno con el mundo europeo y asiático.
¿Qué comenzó a cambiar a partir de entonces? Este interrogante desató
acalorados debates entre dos paradigmas interpretativos opuestos: los hispanistas y los
americanistas, expresándose a través de dos versiones historiográficas que pugnaron
por imponer una visión sobre la “verdadera” historia de los hechos. La primera elaboró
una imagen de América representada como un continente estático que “despertó” ante
la llegada de los españoles. Primero, y de los portugueses, después. Para esta versión, la
historia de América comenzó en el mismo momento en que fue descubierta. En cambio,
la otra sostuvo que, antes de la Conquista, los pueblos americanos eran sociedades
igualitarias y vivían en armonía. Ambos relatos presentan aspectos problemáticos. El
primero, porque encubre la complejidad de las civilizaciones americanas, afirmando
que el propósito de la conquista fue implantar la civilización allí donde sólo había
aquello que Europa consideraba barbarie. Esta versión desconoció deliberadamente la
producción cultural de los pueblos americanos en registros tan variados como la
lengua, la agricultura, la comida, el arte, la astronomía, las matemáticas y la
arquitectura. El segundo relato, si bien valoriza el desarrollo cultural de los pueblos
amerindios, elude en su argumentación la conflictividad que existía entre los diferentes
grupos y tribus que conformaban las organizaciones sociales nucleadas en el
Tawantinsuyu y en el Anáhuac. Por lo tanto: ¿qué características debe considerar un
relato de la Conquista de América para dar cuenta de la complejidad que tuvo dicho
proceso?
Un aspecto es incuestionable: la llegada del europeo a América produjo un
quiebre en la historia de la humanidad. La complejidad y la dinámica del mundo
amerindio fueron trastocadas con la llegada del europeo. Después de la conquista
resultará casi imposible conocer el mundo indígena en sus propios términos. De un
modo no menos profundo, aunque tal vez menos tangible, se alteró la historia de
Europa. El impacto que la novedad americana introdujo en la conciencia europea se
plasmó, por ejemplo, en los relatos y crónicas que viajeros y misioneros elaboraron
para comprender la cultura del Nuevo Mundo. Las historias que forman parte de estos
documentos promovieron el despertar de una conciencia “moderna” que justificó la
conquista exaltando los “beneficios” de la civilización europea. A través de crónicas y
descripciones de índole etnográfica, como la Historia de las cosas de Nueva España de
Fray Bernardino de Sahagún, se fue conformando una enciclopedia del mundo
prehispánico.
Los esfuerzos por aprehender la cultura del otro fueron directamente
proporcionales a la envergadura del proceso que se inauguraba. La empresa de la
conquista abarcó grandes dimensiones: los territorios comprendidos entre Florida y
Tierra del Fuego y entre las Pequeñas Antillas y las orillas del Océano Pacífico fueron el
escenario de un conflicto cultural sin precedentes. Aquel vasto territorio fue testigo de
un proceso de occidentalización, a partir de la difusión e imposición de los patrones y
modelos de vida europeos. A propósito de este concepto, al que ya tendremos
oportunidad de referirnos, Walter Mignolo se pregunta “¿Hasta dónde Latinoamérica
es parte de Occidente?” y plantea una disyuntiva: “¿es [América] el extremo occidente o
un espacio donde lo occidental es lo extraño frente a los legados de las culturas
amerindias y africanas?” Seguramente el modo en que los latinoamericanos
experimentemos ese sentimiento de pertenencia, o no, hacia Occidente variará en
función de la región, de la cultura y de la presencia étnica y social de los grupos
humanos de los que formemos parte.
La expansión imperial iniciada por el Reino de Castilla desplegó un conjunto
de recursos, medios e instituciones cuyos principios y objetivos no siempre fueron
coincidentes. De ello dan cuenta las polémicas mantenidas en torno a diversos temas,
fundamentalmente, al trato que se les daba a los indígenas. Uno de los más
significativos fue el Debate sobre los Justos Títulos protagonizado por Ginés de
Sepúlveda y Bartolomé de las Casas en la Junta de Valladolid, entre 1550 y 1551. La
expresión “Justos Títulos” remite a la potestad del Rey de España para ejercer el
dominio sobre las nuevas tierras y especialmente sobre sus moradores. Para legitimar
esta facultad, era preciso demostrar que los habitantes del Nuevo Mundo vivían al
margen de la civilización y. por lo tanto, resultaba más apropiado que vivieran en
servidumbre que en libertad. El debate jurídico-teológico sobre los Justos Títulos
comenzó en 1504 y se extendió durante medio siglo. ¿Por qué es tan significativo?
Porque aquel esfuerzo por demostrar que una cultura puede someter a otra y otorgarle
los “beneficios de la civilización” dio origen. según Enrique Dussel, al primer debate
filosófico de la modernidad: “una disputa atlántica [...] en la que se trataba de entender
el estatuto ontológico de los indígenas”. Las dos posiciones estaban representadas por
Sepúlveda, que afirmaba que los indígenas eran “bárbaros” a quienes había que
otorgarles “la virtud, la humanidad y la verdadera religión”, y por Las Casas, que
contraponía el carácter ejemplar y el modelo ético de las civilizaciones amerindias,
respaldando la autoridad de los gobiernos indígenas locales frente al avasallamiento de
la Iglesia y del Virrey.
Una aclaración, Cuando hacemos referencia al carácter imperial de la
Conquista no nos remitimos solamente al proceso por el cual se evangelizó a los
indígenas, instaurando nuevas formas de control del conocimiento y de la subjetividad.
Nos referimos, también, al modo en que se ejerció la apropiación violenta de la tierra y
la explotación de la mano de obra para extraer la plata de Potosí y el oro de Yucatán,
aplicando un nuevo tipo de control político y social que desarticuló los modos de
organización indígenas -el ayllu y el calpulli- reemplazándolos por formas de
explotación de la mano de obra -la mita, la encomienda y el yanaconazgo-. Una de las
múltiples consecuencias que trajo aparejadas el despliegue de lo que José Martí
denominó la “civilización devastadora” fue la hecatombe demográfica: según Ángel
Rosenblat, mientras que en 1492 la población americana ascendía a 13,5 millones
aproximadamente, hacia mediados del siglo XVII había descendido a 10 millones.
Para sintetizar, enumeremos tres grandes tensiones que resultan de las
acciones y las resistencias que se producen entre conquistadores e indígenas.
Modernidad y colonialidad

Tzevtan Todorov señaló que en 1492 se originó la modernidad. Ese año


-afirma- ''funda nuestra historia presente”. Según Todorov, para los cristianos y los
europeos, el “descubrimiento” de América fue el acontecimiento más extraordinario
“desde que Dios creó el mundo”. Sin embargo, los trabajos nucleados en torno a las
teorías decoloniales relativizan el alcance de esta afirmación. Para estos, la conquista
de América desató dos procesos que son -solo en apariencia- contradictorios. Por un
lado, el “descubrimiento” de América fue la expresión del triunfo de las ideas
modernas. El término modernidad se asocia a un ciclo histórico donde la razón logró
imponerse sobre los dogmas religiosos y el oscurantismo. La modernidad valorizó la
capacidad de análisis, autonomizó el conocimiento del control religioso, exaltó la
filosofía y las ciencias, la independencia de los individuos por sobre los grupos a los que
pertenecían, llegando incluso a postular su igualdad jurídica. Por otro lado. para los
vencidos, la llegada del europeo representó un pachakuti, es decir, un trastorno del
espacio y el tiempo que desarticuló su visión y su forma de relacionarse con el mundo.
Desde este enfoque, la modernidad -cuando se extendió fuera de Europa- comportó
siempre una forma de imperialismo que generó vínculos coloniales. En este sentido, y
en palabras de Walter Mignolo, fuera de Europa “no se puede ser moderno sin ser
colonial”. El razonamiento que nos ofrece esta perspectiva es el siguiente: la
modernidad no significó la superación de los vínculos coloniales, pues la conquista de
América -origen y fundamento de la modernidad- fue concebida en la conciencia
europea, que veía al continente como una gran extensión de tierra de la que había que
apropiarse y a sus habitantes como un pueblo al que había que evangelizar y explotar.
Según Mignolo, aunque los aspectos más oscuros y terribles de la empresa moderna se
disfracen de “injusticias necesarias”, “el progreso de la modernidad va de la mano con
la violencia de la colonialidad. Es precisamente la modernidad la que necesita y
produce la colonialidad”.

Trasplante y exterminio

Gregario Weinberg enfatizó que la colonización de América fue posible gracias


al trasplante de las instituciones europeas al Nuevo Mundo. En un libro fundamental
sobre el tema que nos ocupa -Modelos educativos en la historia de América Latina-.
Weinberg sostuvo que, una vez en América, los conquistadores buscaron por distintos
medios (culturales, religiosos, militares) edificar réplicas de la sociedad que habían
dejado atrás. Algunos incluso, como el humanista Tomás Moro, guardaban la esperanza
de que en el Nuevo Mundo el modo de vida europeo fuese perfectible. Los
conquistadores crearon instituciones responsables de transmitir los saberes y valores
que garantizaran la reproducción de la cultura europea. Así, la implantación de
universidades, por ejemplo, se hizo siguiendo las tradiciones del viejo mundo. sin
efectuar adecuaciones significativas a la realidad americana.
Otra perspectiva agrega que, antes y durante el proceso de trasplante cultural,
se produjo el exterminio de cientos de miles de hombres y mujeres pertenecientes a las
culturas amerindias y, con ellos, la desaparición de una cosmogonía del mundo. En
efecto, los pueblos de América desarrollaron complejos dispositivos para la transmisión
cultural que fueron atacados, perseguidos y desmantelados por los españoles. En suma:
las estrategias de trasplante y exterminio no son necesariamente opuestas: ambas
pueden ser abordadas como producto de un complejo proceso de imposiciones,
negociaciones, intercambios y traducciones culturales que, por una parte, favoreció la
construcción de una nueva hegemonía cultural sobre el territorio americano y, por la
otra, desató uno de los genocidios más terribles de la historia.

Imposición y mestizaje

Otra versión de la Conquista señaló que lo que tuvo lugar durante aquel
proceso fue la imposición “en bloque” de la cultura europea. Desde esta perspectiva, se
postulaba que todos los conquistadores entraron en contacto con los conquistados de
un modo semejante, los animaban los mismos propósitos y perseguían las mismas
finalidades. Un análisis más pormenorizado, en cambio, demostró que hubo diferentes
formas de establecer contacto entre europeos e indígenas. Incluso las culturas
americanas no reaccionaron del mismo modo ante las actitudes del conquistador.
Para imponerse, la matriz cultural hispánica debió efectuar reajustes frente a
las características del legado cultural amerindio. El contacto entre universos culturales
desencadenó un mestizaje entre seres, saberes e imaginarios de cuatro continentes
diferentes: América, Europa, Asia y África. Su persistencia puede notarse, por ejemplo,
en un registro tan extendido como es el lenguaje. Tal es el caso de la língua geral de
origen Tupí-guaraní que adquirieron los primeros pobladores portugueses del litoral
paulista y carioca. El caso opuesto puede ejemplificarse con el bilingüismo paraguayo y
el plurilingüismo boliviano. El primero expresa la capacidad de pervivencia de una
lengua franca, que fue adoptada por los conquistadores portugueses para comunicarse
con los indígenas. El segundo, en cambio, da cuenta de una coexistencia entre lenguas
que aún se presta, en muchas ocasiones, a prácticas discriminatorias. Es importante
mencionar que en 1492 se publicó por primera vez la Gramática de la lengua española
-la primera de un idioma moderno en Europa-. Su autor, Elio Nebrija, escribió en el
prólogo que “la lengua era compañera del Imperio”, es decir, un medio poderoso de
adoctrinamiento y conquista de la subjetividad. Nebrija entiende que para construir
una nueva subjetividad se precisa colonizar el lenguaje, porque no se piensa lo mismo
en quechua que en español.
Aunque la imposición cultural existió, no debemos perder de vista que las
formas de resistencia que desarrollaron los pueblos americanos produjeron novedades
que estaban fuera del proyecto social concebido por el español. Como advierte Serge
Gruzinski: “Si no todos los mestizajes nacen forzosamente de una conquista, los que la
expansión occidental desencadenó en América principian invariablemente en los
escombros de una derrota”. En ninguna guerra europea se cometieron crímenes tan
abominables y ningún ocupante le infligió a otro pueblo ultrajes como los que los
españoles descargaron sobre los indígenas. Sin embargo, lejos de desaparecer, las
culturas amerindias resistieron la imposición del conquistador entramándose con la
cultura impuesta. Las relaciones entre vencedores y vencidos adoptaron la forma de
mestizajes que enturbiaron los límites que las autoridades coloniales trataban de
mantener entre ambos universos culturales.

La educación colonial
Tras las primeras décadas, los vínculos coloniales afianzaron una relación
entre conquistadores y conquistados profundamente asimétrica. En este sentido, es
importante resaltar que la sociedad colonial fue una sociedad de vasallos que, a su vez,
estuvo determinada por su ubicación periférica en relación con la metrópoli. ¿Qué lugar
y qué perfil se le adjudicó a la educación en este contexto? Como mencionamos,
mestizaje, lazo colonial, trasplante y exterminio son conceptos clave para poder
abordar la escena pedagógica colonial. Adentrémonos ahora en el período que tuvo su
cuna en Guanahaní en 1492 y su conclusión en Ayacucho en 1824.
El mundo colonial estaba muy lejos de constituir una unidad simple desde el
punto de vista educativo. La inmensa extensión territorial, la diversidad de tradiciones
culturales pre- existentes a la llegada del europeo, las diferentes estrategias de
evangelización de las órdenes religiosas, entre muchos otros factores, dieron lugar a un
mosaico de experiencias educativas muy diversas según el período y la región donde se
coloque la mirada. Por eso, antes de realizar una mirada a la región comprendida entre
el Río de la Plata y el Alto Perú, queremos plantear tres consideraciones sobre el
período abordado.
En primer lugar, y como venimos advirtiendo, las experiencias educativas
coloniales no se asentaron sobre un territorio yermo. La educación ocupaba un lugar
central en la estructura social de las civilizaciones precolombinas. El desarrollo cultural
podía constatarse en el estado de la agricultura con sus técnicas de cultivo y regadío, en
los conocimientos astronómicos, culinarios, medicinales y en las manifestaciones
artísticas. ¿A través de qué instituciones se transmitían estos saberes?
Los mexicas iniciaban a los niños en la vida cotidiana a través de la
transmisión del oficio que practicaban sus padres, los consejos ceremoniosos y las
reglas morales que regulaban la vida en común. Esta instrucción tenía lugar en el
calpulli y el huehuetlatolli. El segundo momento de la educación mexica transcurría en
el calmécac, que significa “en el linaje de la casa”, en el cuicacalli, que era la casa de
canto, en el ichpuchcalli, o “casa de doncellas” y en el telpochcallí, que significa “casa
de jóvenes”, En estas instituciones se establecía una vinculación estrecha entre
sacerdocio, guerra y educación. En efecto, en el primero se preparaba a los niños para
la vida sacerdotal mediante la transmisión de los himnos y cantos rituales, bajo la
advocación de Quetzalcóatl. En el telpochcalli, en cambio, se educaba en las artes de la
guerra, la religión y la moral. Según el Códice Florentino allí se formaban las “águilas y
los jaguares, es decir, los guerreros valientes”. La primera estaba reservada a los hijos
de los nobles mientras que la segunda estaba abierta a la mayoría de los varones.
Pero la importancia asignada a la enseñanza y a la transmisión de la cultura no
era exclusiva de los grandes imperios precolombinos. Hacia el siglo XV, la vida cultural
era intensa en los territorios del cono sur americano. En la región noroeste de nuestro
país, la presencia del Imperio Incaico fue significativa. Si miramos con detenimiento, el
pensamiento quechua no remitía a un universo cultural homogéneo, sino a largos
procesos de hibridación, superposición e interpenetración de las distintas culturas
andinas. La fuerza de estas fue tan determinante que, a pesar de los triunfos militares y
la expansión del imperio incaico, la imposición del runa simi como lengua oficial fue
resistida por los aymara, los uru y los pukara, que siguieron empleando sus lenguas
nativas y sus cosmovisiones propias.
En la región litoral, la transmisión de la cultura estuvo a cargo de los
chamanes guaraníes, quienes poseían un conjunto de saberes sobre los ciclos naturales
y la fertilidad, podían establecer diálogos con los muertos y tenían la capacidad de
profetizar el futuro. Los chamanes eran los encargados de resguardar la tradición y el
poder gerontocrático, bajo la protección de Tupá, la divinidad principal. En el sur, los
mapuches reconocían en Nguenechén al gran padre que vive en el cielo, en la Vía
Láctea. La cultura mapuche exaltó el valor de la vida comunitaria a través de la
transmisión de un conjunto de principios ético-morales asociados a la igualdad, la
reciprocidad, la redistribución y la horizontalidad, que debe portar el kimche (el sabio)
y es condición para el küme felen (la armonía entre el cuerpo, el pensamiento, el
corazón y la comunidad).
No obstante, es importante mencionar que lo que sabemos sobre las
características de la educación y la transmisión de la cultura en las sociedades
americanas procede de obras escritas por frailes interesados en documentar la cultura
prehispánica o por indígenas que colaboraban con aquellos. No sería aventurado
sostener que es más lo que ignoramos sobre nuestros antepasados indígenas que lo que
creemos conocer sobre sus complejas prácticas culturales.
En segundo lugar, el proyecto civilizatorio que la sociedad ibérica implantó en
Amerindia tuvo un marcado carácter religioso y urbano. Fueron las ciudades los
espacios que contaron con una mayor actividad religiosa y educativa. Córdoba,
Santiago del Estero y Tucumán fueron los enclaves donde se edificaron los primeros
colegios y universidades. La mayoría dependía directamente de las órdenes religiosas:
franciscanos, dominicos, mercedarios, agustinos y jesuitas. En este sentido, identificar
educación con evangelización no representaría un exceso, siempre que se haga
referencia a las primeras décadas de vida colonial. Si educar y evangelizar resultaban
sinónimos durante el primer período de la Conquista, con el transcurso del tiempo los
sentidos asociados a la educación se fueron complejizando y se tornaron cada vez más
heterogéneos.
Esto se debió fundamentalmente a tres razones. En primer lugar, el proceso de
evangelización no sólo conllevó la conversión a una religión monoteísta, además, exigió
la incorporación de ciertos principios de orden, moralidad y respeto. En segundo lugar,
a lo largo del período colonial se sucedieron tres estrategias que expresaron proyectos
pedagógicos y culturales divergentes: el promovido por el humanismo renacentista (s.
XV-XVI) expresado en las posiciones de Bartolomé de las Casas, Vasco de Quiroga y
Pedro de Gante; la estrategia inquisitorial, propia de la Contrarreforma, expresada en
los sucesivos actos de fe, las encomiendas y las acciones militares de Hernán Cortés y
Francisco Pizarro (s. XV-XVII); y, finalmente, el proyecto ilustrado, alentado por un
espíritu modernizador y desarrollado en el marco de las reformas borbónicas (s. XVIII).
Esas tres grandes tendencias promovieron diferentes tipos de vínculos
pedagógicos con los indígenas y con los criollos. En tercer lugar, la sociedad colonial se
organizó en torno a un modelo social estamental basado en el principio de desigualdad
jurídica. Señala Susan Socolow que en las ciudades hispanoamericanas “se hacía una
distinción entre vecinos (ciudadanos) y habitantes (residentes). [Estos últimos] tenían
limitado poder político y estatus legal como residentes de la ciudad”, aunque las Leyes
de Indias admitían que algunos miembros pudieran -excepcionalmente- pasar de un
grupo a otro gracias a la adquisición de méritos extraordinarios.
Veamos con mayor detenimiento este último aspecto. En la sociedad colonial,
cada persona tenía una calidad que le estaba dada por el nacimiento y la dotaba de una
dignidad particular. En la ciudad, el paradero social de un individuo se definía por una
combinación de relaciones de parentesco y desempeño laboral, condición que pesaba
tanto a título individual como corporativo. Para ser considerada “noble”, una persona
debía cumplir dos requisitos: la limpieza de sangre y la limpieza de oficio. En Europa,
solamente la sangre, en principio, era capaz de otorgar nobleza. En España, la
consecuencia más trascendental de la aparición de judíos conversos en el siglo XV fue la
determinación, por parte de los cristianos viejos, de implantar estatutos de limpieza de
sangre en las instituciones sociales más diversas: órdenes militares, colegios mayores,
órdenes religiosas, oficios municipales. El temor a que se desvirtuaran los preceptos y
tradiciones cristianas por parte de los recién convertidos -ya fueran moros o judíos-
puso en marcha mecanismos de control y represión conducidos principalmente por la
Inquisición. La limpieza de oficio, en cambio, trazaba las diferencias sociales en función
del tipo de trabajo que desempeñaba cada uno de sus miembros: los que hacen la
guerra y protegen materialmente: los que rezan y gracias a sus oraciones protegen
espiritualmente: y los que trabajan la tierra, desarrollando tareas artesanales o
mercantiles. Entre los dos primeros grupos y el tercero se construyó una relación
asimétrica que diferenciaba los oficios nobles de aquellos considerados viles. La
combinación de estos dos criterios tuvo especial injerencia en los trayectos educativos
de los grupos sociales. Al menos hasta las reformas borbónicas, sólo los españoles y los
criollos podían acceder a los espacios educativos “formales”. El resto de la población
estaba destinada, en el mejor de los casos, a transitar por espacios educativos
“informales”.
En los párrafos siguientes nos referiremos a tres niveles de instrucción,
aunque es importante advertir que esta denominación responde más a nuestro
moderno concepto de educación distribuida en niveles, ya que, como señala Pilar
Gonzalbo, durante la dominación española
no existió un verdadero sistema educativo, diseñado y controlado por una
autoridad superior, tal como hoy lo concebimos [...] sino que los estudios de
todos los niveles se establecieron más o menos espontáneamente”
[agregando que esa organización] no se inició por el nivel inferior, sino por
el más elevado, los estudios universitarios.

La universidad, baluarte de la Contrarreforma

A la par de la evangelización, los españoles privilegiaron la creación de una


institución educativa por sobre el resto: la universidad, Desde et siglo XVI, el impulso y
la dedicación depositados en la fundación de universidades fue un aspecto distintivo de
la cultura hispánica. Los primeros reglamentos educativos establecidos en América
fueron las actas universitarias. Antes de regular la actividad de los maestros de
primeras letras e incluso de la llegada de los jesuitas, la fundación de universidades
concitó gran parte de la atención y de los esfuerzos. ¿Por qué era tan importante esta
institución para la Corona? En buena medida, porque resultaba indispensable formar
una administración eficiente y un clero obediente, que representasen los intereses de la
Corona en las colonias. Respondiendo a esa demanda, la universidad sería la
responsable de proveer los hombres necesarios para ocupar puestos clave en la Iglesia,
los cabildos municipales y la justicia.
Entre 1538 y 1812 se crearon en todo el espacio colonial hispanoamericano
aproximadamente 25: dos en La Hispaniola (en Santo Domingo); una en Cuba (en La
Habana); tres en México (una en la capital, una en Guadalajara, y otra en Mérida de
Yucatán); una en Guatemala (en la capital); una en Nicaragua (en León); una en
Panamá (en la capital); dos en Nueva Granada, la actual Colombia (ambas en Bogotá);
dos en Venezuela (una en Caracas y una en Mérida); cuatro en el Ecuador (todas en
Quito); cuatro en el Perú (una en Lima, dos en el Cuzco, una en Huamanga); una en el
Alto Perú, la actual Bolivia (en Charcas); dos en Chile (ambas en Santiago); una en la
Argentina (en Córdoba del Tucumán).
El obispo Fray Fernando de Treja y Sanabria donó, en 1613, cuarenta mil pesos
al Colegio Máximo de Córdoba para que se fundaran allí las cátedras de Latín y
Teología. Este impulso permitió, diez años después, la transformación del Colegio en la
Universidad de Córdoba del Tucumán. Aquella universidad adoptó un espíritu y un
ceremonial típicos del barroco, que exaltaba la cultura libresca, los rituales, las
jerarquías y el desprecio por las actividades manuales. La Universidad -gobernada por
la Compañía de Jesús- incorporó desde sus inicios el modelo clásico de la universidad
medieval tardía y el método escolástico. Las clases se impartían en latín, razón por la
cual era requisito indispensable estudiar gramática. En 1768, tras la expulsión de los
jesuitas. la Universidad pasó a estar a cargo de la orden franciscana. En 1800,
finalmente, se fundó una nueva casa de estudios: la Real Universidad de San Carlos,
que sería dirigida, entre 1807 y 1820, por el deán Gregario Funes.
Las universidades coloniales se distinguían entre Mayores -que respetaban la
organización de las universidades medievales- y Menores, entre las cuales se
encontraba la Universidad de Córdoba. Estas últimas tenían facultades restringidas
para otorgar grados académicos. En cierto sentido, más que verdaderas universidades
eran colegios superiores con privilegios otorgados por el Papa o el Rey para conceder
grados universitarios.
¿Cómo se organizaba su enseñanza? El modelo universitario emulaba la
estructura de enseñanza de la Universidad de Salamanca, compuesta por cuatro
grandes facultades: la de Artes, que administraba los estudios preparatorios, y las de
Derecho, Medicina y Teología (esta última considerada la disciplina por excelencia),
que permitía a los estudiantes adquirir la formación necesaria para acceder a los
puestos administrativos y eclesiásticos. Atendiendo al criterio de limpieza de oficio,
dichos estudios excluían las artes mecánicas y las ciencias lucrativas por considerarlas
objeto de envilecimiento del alma. Las Primeras Constituciones de la Universidad de
Córdoba, elaboradas por Andrés de Rada, reglamentaban las instancias que un
estudiante debía transitar para alcanzar un título universitario; se trataba de
ceremonias y probanzas que contribuían a distanciarlo del resto de la población,
acentuando el papel de la educación superior como legitimadora de una sociedad
rígidamente estratificada.

Los colegios y las misiones jesuíticas

Las órdenes religiosas que arribaron al Río de la Plata fueron la Compañía de


Jesús, la Orden Franciscana, la Orden de la Merced y la Orden de Santo Domingo.
Estas eran las más numerosas y estaban presentes en distintas ciudades. Además, había
dos órdenes hospitalarias: la de los betlemitas y la de los hermanos de San Juan de
Dios. De todas ellas, fueron los jesuitas quienes dieron el mayor impulso a la fundación
de los colegios, por lo cual nos remitiremos a su experiencia en particular.
Las casas de educación jesuitas se organizaban en función de los saberes que
allí se dictaban: recibían el nombre de residencias cuando en ellas se enseñaban sólo
las primeras letras, y pasaban a denominarse colegios, cuando los recursos y el
personal permitían impartir estudios superiores. En los colegios se dictaban los
estudios preparatorios que tenían como finalidad formar a los alumnos para su
desempeño universitario. Estos estudios se impartían en las aulas de gramática o
latinidad y filosofía; se inspiraban, en gran medida, en el modelo pedagógico
desarrollado por los jesuitas: la Ratio Studiorum.
La Ratio fue el plan oficial de estudios elaborado en Roma por los jesuitas en
1599 tras un largo proceso, para ser aplicado en todos los colegios de la Compañía y
garantizar cierta homogeneidad en todas sus instituciones. Para tener una idea
aproximada de la complejidad que conllevaba esta organización, hacia 1739 la
Compañía había fundado 699 colegios en todo el mundo. Este sistema de enseñanza
compaginaba varios niveles de aprendizaje. Al primer nivel se accedía luego de
instruirse en las primeras letras, las matemáticas básicas y la doctrina cristiana.
Correspondía al estudio de la lengua latina en su nivel inferior y a los estudios
catequísticos del cardenal de la Compañía de Jesús, Roberto Bellarmino, en cuyos
textos se apoyaban los jesuitas para la enseñanza de la doctrina y la defensa de la fe.
El primer nivel comprendía el curso de gramática, que incluía la enseñanza de
la retórica y generalmente se desarrollaba en dos años. Su aprendizaje se consideraba
central porque definía en buena medida si un joven tenía la posibilidad o no de
continuar estudios superiores.
En el segundo nivel se impartía el curso de humanidades, cuyo objetivo era
instruir a los alumnos en las letras, a partir de lecturas de dificultad creciente de las
obras clásicas. Cicerón, a través de sus textos de vocabulario rico y construcciones
elegantes, era el autor más utilizado para avanzar en el dominio del latín. El curso tenía
como propósito dotar a los alumnos de un latín refinado y transmitirles una cultura
vasta y erudita, al tiempo que se les impartían los rudimentos de retórica.
Al aprendizaje de la retórica se ingresaba en el tercer nivel, con el estudio de
Aristóteles. Luego, se introducía a los estudiantes en los primeros conocimientos
teológicos y de la vida espiritual. Como en este nivel se consideraba que el alumno ya
poseía conocimientos suficientes, se abordaban los ejercicios de San Ignacio y otros
textos religiosos de mayor complejidad. El Colegio jesuítico de San Ignacio y el Colegio
de Monserrat, fueron las instituciones educativas más importantes de la ciudad de
Buenos Aires y Córdoba. Respectivamente, en impartir estos conocimientos.
La extensión de la red educativa de la Compañía de Jesús era tan vasta que, al
momento de su expulsión =entre 1767 y 1768- contaba con colegios en las principales
ciudades y con residencias en algunas ciudades menores. Las razones de la expulsión
fueron muy variadas: las sospechas de participación en el motín de Esquilache, la
acusación de sostener el probabilismo y las quejas que elevaban a la Corte los colonos y
autoridades coloniales acusando a la Compañía de Jesús de escasa fidelidad a la
autoridad del Monarca y, particularmente a los jesuitas de las misiones guaraníticas, de
concentrar inconmensurables riquezas a través del contrabando, los ocultamientos y las
dobles contabilidades. Con los fondos obtenidos de las Temporalidades -así se
denominaba a los bienes expropiados a los jesuitas-, se fundaron numerosas
instituciones educativas. En Buenos Aires, en el antiguo convento de la Orden, por
ejemplo, se erigió el Real Colegio Carolino, en honor a Carlos III, el monarca que había
decretado la expulsión de la Compañía de América.
Los jesuitas también fueron los principales responsables de la educación de los
indígenas en las misiones del llamado “imperio” jesuítico del Paraguay. La primera
experiencia de estas características se estableció en los tres curatos indígenas del
pueblo de Juli, a orillas del lago Titicaca. De allí viajó hasta la región guaraní el padre
Diego de Torres Bollo para fundar, en 1610, la primera misión jesuítica del Paraguay. El
celo puesto por los jesuitas en la tarea evangelizadora, la capacidad de establecer
alianzas con los líderes indígenas y la destreza para desarrollar y transmitir saberes
técnicos son algunas de las razones que explican su crecimiento y expansión. El éxito de
la empresa fue enorme, al punto tal que hacia 1628 existían en la región 13 reducciones
habitadas por 100.000 indígenas.
La misión jesuítica presentaba una estructura urbana emplazada en torno a
una gran plaza central, alrededor de la cual se ubicaban los principales edificios: la
Iglesia, la casa de los misioneros, la escuela y los talleres artesanales. En ciertos casos,
la extensión y el desarrollo técnico de las reducciones, que tuvieron su apogeo entre
1640 y 1768, llegaron a opacar al de algunas ciudades españolas. Para que ello fuese
posible, por ejemplo, los jesuitas introdujeron la enseñanza de oficios y promovieron la
elaboración de artesanías, con el propósito de ornamentar las iglesias. El padre Florian
Paucke, un jesuita alemán que arribó a la misión de San Ignacio en 1749, desarrolló
técnicas de enseñanza para transmitirles a los indígenas saberes relacionados con el
arado y la elaboración de ladrillos, aunque su principal interés fue la enseñanza de la
música. En la reducción de San Javier, hacia 1755, se organizó una orquesta compuesta
por 20 jóvenes indígenas, con instrumentos construidos en los mismos talleres de la
reducción. La historia de la enseñanza de la música y en particular el desarrollo de la
música folklórica tuvo en las misiones uno de sus puntos más altos.
Por su parte, los niños guaraníes que vivían en las reducciones asistían
cotidianamente a la escuela de primeras letras, estrictamente divididos por sexo, donde
un misionero les enseñaba a leer, escribir, contar y a cantar en guaraní, español y latín.
También se educaba en las danzas y la música. En algunas misiones, sólo los hijos de
los caciques y de los miembros de la tribu que ocupaban un lugar en el cabildo podían
asistir a la escuela. El resto de los niños acompañaban a sus padres a trabajar los
campos. Incluso, según señala Miguel de Asúa, en las misiones se constituyó un frente
de investigación, integrado a la red de ciencia jesuítica con sede en Roma, que resultó
mucho más libre y productiva que las desarrolladas por la misma Compañía en las
aulas de la Universidad de Córdoba.
Según Roberto Di Stefano, tras la expulsión jesuítica se abrió un intenso
debate sobre quiénes serían sus “herederos” en el terreno pedagógico. Las ordenanzas
reales establecían que los institutos educativos en manos de la Compañía pasaran al
clero secular -que respondía directamente a las directivas de la Iglesia romana-. Para
muchos, esta medida resultaba impracticable, ya que las “autoridades locales
consideraban imposible encontrar las dos condiciones juntas en una misma persona,
puesto que casi todos, y sobre todo los mejor preparados, habían estudiado en las aulas
de los ignacianos”. Finalmente, fueron los dominicos quienes recibieron el apoyo del
monarca para hacerse con la herencia pedagógica jesuítica, mientras que los
franciscanos y mercedarios fueron quienes se mostraron más dispuestos a introducir
modificaciones en su currículo de acuerdo con las renovaciones en materia científica y
cultural que promovían los Borbones.

Las escuelas de primeras letras

Hasta la ascensión de los Barbones en España -en el inicio del siglo XVIII-, las
escuelas elementales no ocuparon un lugar privilegiado entre las preocupaciones de la
administración colonial. Recién a partir de la Real Instrucción del 11 de junio de 1771 se
estableció la obligación, por parte de los cabildos, de pagar al médico, al cirujano y al
maestro de escuela que habían de establecerse tanto en pueblos de indios como de
españoles.
La creación de una escuela podía tener tres orígenes: por medio del impulso de
la autoridad eclesiástica o de una orden religiosa; por la voluntad de los gobernadores o
del municipio, o podía ser propuesta por particulares. En las escuelas de primeras
letras fundadas por el municipio, éste establecía las condiciones y los precios de la
enseñanza. En las escuelas creadas por las órdenes, la impronta que aquella adquiría
estaba dada por la congregación religiosa que la dirigía. En cambio, los particulares que
querían abrir una escuela debían dirigirse al Cabildo para que se los autorizase.
¿Qué aspecto guardaban estas escuelas? Según José Bustamante Vismara,
hacia fines del siglo XVIII, las escuelas de primeras letras de la campaña bonaerense
eran edificaciones de paredes de adobe, techos de paja y pisos de tierra. Las escuelas
tenían pizarras de distintos tamaños, los bancos y asientos de los alumnos solían ser de
madera de pino. Colgados de la pared podían encontrarse alfabetos y la imagen de
algún santo, junto con palmetas de diferentes tamaños -utilizadas para los castigos-;
también cajones con arena y sus correspondientes pinceles y alisadores. Podía haber
algunos textos, de formato pequeño y grandes caracteres, catecismos, silabarios,
tratados de obligaciones del hombre, catones y algo de papel. Por lo general, las
escuelas estaban ubicadas cerca de la iglesia o la plaza del pueblo y en muchos casos,
eran construcciones frágiles.
Las primeras escuelas fundadas en el territorio que ocupa actualmente la
Argentina fueron las siguientes.

Santa Fe 1573
Tucumán 1585
Santiago del Estero 1585
Córdoba 1592
Corrientes 1603
Buenos Aires 1605
Mendoza 1610
La Rioja 1622
Salta 1624
San Juan 1655
Catamarca 1688
San Luis 1732
Entre Ríos 1795

En la mayoría de estas escuelas, los primeros maestros fueron sacerdotes. ¿En


qué consistía y quiénes recibían este tipo de enseñanza? Adolfo Garretón afirmaba que
todos los padres podían enviar a sus hijos a las escuelas “sin primacías ni distingos”.
Pero lo cierto es que la educación estaba más cerca de ser un privilegio al que sólo
accedían los niños de los sectores acomodados. En la posibilidad de asistir o no a la
escuela, se cristalizaba la desigualdad jurídica: los negros, mulatos y esclavos tenían
prohibido el acceso. Como señala Rubén Cucuzza:
Durante la época colonial y hasta avanzadas las primeras décadas del
período independiente, los que leían eran muy pocos y los que escribían, aún
menos. El acceso a la lectura y escritura estaba limitado a la aristocracia
blanca y era denegado a los negros esclavos.

Pero la transmisión de la cultura no se circunscribía con exclusividad a


universidades, colegios o escuelas de primeras letras. Por ejemplo, entre las estrategias
que se desplegaron para instruir sobre las verdades, se contaba con los sermones. A
través de ellos, la población iletrada no quedaba al margen de la educación, en tanto se
hallaba expuesta a la lectura en voz alta, práctica de uso común en los barcos, posadas,
plazas, iglesias y traspatios de las casas.
El horario escolar no estaba pautado, pudiendo llegar a variar según el clima o
la lección del día. El método de enseñanza de la lectura era colectivo y memorístico, por
medio del coreo y la repetición. En un primer momento se utilizó el método alfabético:
primero se deletreaba, luego se pronunciaban sílabas y finalmente palabras y frases.
Para su enseñanza se utilizaban catones y catecismos, libros que estaban cargados de
un fuerte contenido moral. El formato de lectura estaba pautado a partir de una serie
de preguntas y respuestas que debían ser recordadas y repetidas de memoria.
El objetivo de la enseñanza en las escuelas de primeras letras fue el
aprendizaje de la lectura, la escritura y el cálculo. Estos saberes estaban precedidos por
la enseñanza de la doctrina cristiana, que se efectuaba a través de la lectura del
catecismo. En América tuvo una notable difusión el catecismo del Padre Gaspar de
Astete (1576), que fue modificado en varias oportunidades, entre otros, por el jesuita
Ripalda, hacia fines del siglo XVI. En ocasiones, para dar cuenta de los saberes
adquiridos, los cabildos -junto a los maestros- organizaban certámenes públicos donde
los niños debían demostrar lo que habían aprendido.
En lo que respecta a la enseñanza religiosa, esta se desenvolvió a través de tres
estilos: el de los vicarios y párrocos, el de las órdenes monásticas de franciscanos,
mercedarios y dominicos y, finalmente, el de la Compañía de Jesús. La primera se daba
de manera irregular, en los días que el sacerdote encontraba algo de tiempo para
ocuparse de los niños. Las clases se impartían en la Iglesia y tenían un alto grado de
informalidad. En las órdenes monásticas, la enseñanza de primeras letras formaba
parte de la carrera religiosa. Los jesuitas crearon su primera escuela hacia el año 1607;
los mercedarios en 1722 y los franciscanos en 1754. La enseñanza de primeras letras
que ofrecieron los franciscanos, mercedarios y dominicos -independiente de la
formación para tomar los hábitos- recién se configuró hacia mediados del siglo XVIII.
Como ya mencionamos, la Compañía de Jesús ejerció una influencia destacada
en materia de enseñanza. Los jesuitas fueron, junto a los mercedarios, precursores en la
creación de escuelas de primeras letras en Buenos Aires. En ellas también se
enseñaban, a los más adelantados, estudios menores sobre nociones de teología,
gramática latina y letras en general, con aulas o cursos que funcionaban separados de la
enseñanza del claustro. A diferencia de la desorganización imperante en la enseñanza
parroquial, los jesuitas hicieron especial hincapié en la disciplina, agrupando a los
niños en cofradías y haciéndolos desfilar por la calle entonando cantos religiosos y
vistiendo uniformes de antiguos cruzados. Los jesuitas solían jactarse de la
superioridad de su modelo pedagógico afirmando que, cuando ellos abrían un local
escolar, las otras órdenes cerraban los propios.
¿Existían otros métodos de enseñanza? El inspector de escuelas Juan P.
Ramos -en una mirada retrospectiva sobre la educación colonial efectuada en 1910-
mencionaba que el principal método pedagógico residía en la aplicación de castigos
físicos:
los castigos corporales han sido terribles en las escuelas de antaño. Podía no
enseñarse, tal vez, en ellas; el maestro podía ser un pozo sin fondo de
ignorancia; pero en ningún caso dejaba de aplicar con una estrictez
admirable el proverbio 'la letra con sangre entra'.

Para ejemplificarlo, Ramos exhibía un documento donde un maestro solicitaba


a las autoridades la compra de un cepo: “Necesito para la escuela un cepo; si el
gobierno juzga conveniente hacerlo hacer, costearé de mi parte las argollas y el candado
que se necesitan para tenerlo corriente”.

La “otra” educación: los talleres y hospicios

¿Qué sucedía con la inmensa mayoría de los niños y niñas que nunca
asistieron a las instituciones reseñadas? ¿Existían alternativas para recibir educación
por fuera de aquellos espacios? En muchísimos casos, los niños que no habían asistido
a una escuela de primeras letras, se insertaban directamente en el mundo del trabajo.
Para los sectores del bajo pueblo, las posibilidades de formación eran pocas, pero no
inexistentes. A grandes rasgos, podían tomarse dos caminos alternativos: ser puestos
bajo la formación de un artesano para aprender un oficio, o ser colocados en una casa
de niños huérfanos o expósitos.
La fundación de los Hospicios y las Casas de Niños Expósitos tuvo lugar
durante fines del siglo XVIII y principios del XIX. En la Buenos Aires virreinal, el
estado de gravedad y abandono de los niños expósitos fue objeto de atención durante el
virreinato de Juan José Vértiz (1778-1784). La situación de los niños recrudecía en las
ciudades, donde las condiciones sanitarias eran muy precarias y enfermedades como la
viruela, la fiebre amarilla o el tifus eran mortales. A ello se le sumaba que estas
ciudades recién hacia mediados del siglo XVIII lograron tener una provisión de
alimentos razonable, siendo los niños las principales víctimas de la desnutrición.
Muchos eran abandonados por sus progenitores en las calles y, según mencionan los
documentos del virreinato, algunos de ellos se convirtieron en víctimas de los perros
cimarrones que acechaban la ciudad.
El 14 de julio de 1779 el virrey Vértiz dispuso la creación de una Casa de Niños
Expósitos, bajo la dirección de Martín de Sarratea. La primera huérfana admitida, el 9
de junio de 1780, fue Feliciana Manuela, quien falleció al poco tiempo. ¿Cómo se
colocaba a estos niños? Para garantizar el anonimato y procurar que el abandono no se
realizara en plena calle, fue necesaria la adaptación de un dispositivo: el torno. Este
consistía en un cilindro ahuecado que giraba sobre su eje, comunicando el interior,
generalmente un convento, con la calle. El torno comenzó utilizándose por primera vez
en Milán en el año 787, para la circulación de mensajes, alimentos y medicinas entre los
conventos de clausura, y el exterior. Con el tiempo el mecanismo fue adaptado como
respuesta al fenómeno de la exposición.
En la Casa de Niños Expósitos funcionó una imprenta que tuvo un papel
destacado en la historia del libro y de otro tipo de impresos en el Río de la Plata. La
imprenta se encontraba en el Colegio de San Carlos y pertenecía a los jesuitas. Cuando
fueron expulsados, según recuerda Torre Revello, fue arrumbada “en los sótanos de la
Universidad, de donde la sacó el Virrey Juan José de Vértiz para trasladarla a Buenos
Aires”. En 1780 la imprenta fue embalada en 13 cajones y transportada a Buenos Aires,
junto con un aprendiz de imprentero llamado Santos de Carolla. En un relato que se
entrecruza con el mito, las fuentes informan que Santos fue traído junto a la imprenta
como “su adición o complemento”.
La formación de los aprendices de oficios mecánicos fue el otro camino posible
para el tránsito hacia la vida adulta. La historia del aprendiz está ligada a un sector
específico de la economía colonial urbana: el artesanado. Herreros, sastres y zapateros,
entre otros, se asentaron en las ciudades coloniales llevando consigo los secretos de las
técnicas y los saberes propios de sus oficios. Bajo su cuidado, un gran número de niños
y jóvenes de diversas procedencias se incorporaron al trabajo en el taller, vinculados a
un contrato laboral y pedagógico cuyo objetivo final consistía en transformarse en
maestros artesanos.
Colocar un niño bajo la tutela de un artesano estuvo regulado por un conjunto
de disposiciones que variaban según las tradiciones a las que adscribían las
organizaciones gremiales. En América, dos modalidades se impusieron a la hora de
establecer un contrato de aprendizaje. La primera estaba fuertemente pautada por los
gremios. Éstos establecían una serie de prescripciones sobre la relación entre cada
maestro y su aprendiz. Era atributo de los gremios fijar la duración del aprendizaje, el
tipo de cuidados que el maestro debía proveer y la forma en que el aprendiz retribuiría
el tiempo que aquel le dedicase a su formación. Esta primera modalidad de
contratación prevaleció en las regiones de Nueva España y el Alto Perú. donde tuvo una
fuerte acogida la institución gremial. La segunda modalidad -predominante en el
Virreinato del Río de la Plata- establecía que el vínculo celebrado entre un artesano y
un aprendiz era un contrato privado entre las partes, permitiendo acuerdos más
flexibles sobre los asuntos que concernían a la formación. Ello implicaba, por ejemplo,
que los contratos variasen entre un artesano y otro. Los aspectos fundamentales que
requerían un acuerdo previo eran: el tiempo de formación, la provisión de la vivienda,
el vestido y la alimentación del aprendiz, los cuidados en caso de que este enfermase y
la responsabilidad ante la huida del hogar del maestro.
La edad de acceso al oficio era variable, como lo eran también el origen y la
condición social de los aprendices. En algunos casos, se trataba de esclavos cuyo patrón
buscaba afianzarlos en el manejo de un oficio para luego venderlos con un valor
agregado. En otros, se trataba de hijos de artesanos. Finalmente, podían ser los mismos
niños expósitos, a los que un alcalde y juez de menores colocaban bajo el cuidado de un
maestro “para que no se pierdan”. En los contratos de aprendizaje, la transmisión del
saber ocupó un lugar central, enfatizando, por ejemplo, que la formación fuese con
“toda la perfección que le alcancen sus entendimientos sin reserva de cosa alguna de lo
que sea a él perteneciente”. La enseñanza de estos saberes se remozaba con la
formación en los preceptos de la fe cristiana. En algunos contratos se estipulaba que el
maestro debía proceder a corregir “prudente y modestamente sin exigirlos”, y en caso
de que maltratase a alguno, ello resultaba motivo suficiente para que le fuera retirado
de su cuidado. El orden de los cuidados también involucraba el mantenimiento de los
aprendices.
En la “Argentina colonial” convivieron numerosas instituciones educativas y
modalidades de enseñanza; las hubo diseñadas para la formación de las élites o
concebidas para la educación del bajo pueblo: el acceso a muchas de ellas estaba
determinado por el lugar de nacimiento, el color de piel o la condición social que se
portase: funcionaron en ámbitos recoletos -como las universidades- o en espacios
donde las actividades educativas convivían con otros quehaceres -como las misiones
jesuíticas-. La aparente inmutabilidad que reinaba en aquellos espacios fue, sin
embargo, sacudida por la irrupción de un puñado de ideas concebidas allende el
Océano y sus cimientos no tardarían en verse conmovidos por aquellas en un lapso de
tiempo muy breve.
LECCIÓN 3
El momento ilustrado: la educación entre las reformas
borbónicas y las luchas por la independencia

Los acontecimientos de Mayo nos colocan frente a las puertas de un nuevo


ciclo histórico. Los períodos revolucionarios suelen ser propicios para generar nuevas
categorías culturales, fundar instituciones o ensayar soluciones inéditas. En el contexto
de una revolución, la introducción de cambios y el desarrollo de nuevas estrategias en
la transmisión de la cultura ocupan un lugar central en los discursos del grupo que
toma el poder. Para Elsie Rockwell, “todo proceso revolucionario identifica a la
educación, tarde o temprano, como un instrumento clave para la transformación
social”; en buena medida, porque la educación es considerada un medio privilegiado
para implementar los cambios que exige la ideología del nuevo régimen. Sin embargo,
concluye, “los estados posrevolucionarios casi nunca han logrado lo que prometen”.
Abril en Caracas, mayo en Buenos Aires, julio en Bogotá, septiembre en
Santiago de Chile y Quito. Después de una revolución, ¿cuáles son los nuevos perfiles y
objetivos asignados a la educación? ¿Cuáles son las formas educativas que declinan? Y
si los estados posrevolucionarios no siempre logran su cometido y los cortes no son tan
abruptos como suele creerse, ¿qué se cierra y qué se abre en el horizonte educativo a
partir de las revoluciones independentistas? Para abordar estas preguntas y
comprender su alcance, comencemos por ubicar las transformaciones ocurridas en las
últimas décadas de la etapa colonial.
Entre las transformaciones más importantes del período comprendido entre
fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX, se puede identificar un doble proceso de
“occidentalización” de las sociedades hispanoamericanas: por un lado, algunos sectores
de la sociedad experimentaron una creciente autonomía con respecto al control de la
esfera religiosa y, por el otro, tuvo lugar una paulatina declinación de las formas y
estructuras jerárquicas del orden colonial. Es importante advertir que la noción de
“occidentalización” remite a un proceso que se inicia en Europa y tiene como propósito
la asimilación cultural de las regiones ultramarinas. La primera etapa de este proceso
se inicia en el siglo XV para justificar la anexión de las “Indias Occidentales” y la
conversión a la religión católica de los indígenas. La segunda etapa presenta otros
matices, fundamentalmente relacionados con la gestación de nuevas ideas en los
ámbitos de la filosofía y la economía. Así, desde fines del siglo XVIII, la secularización
de la sociedad colonial se vio influenciada por la corriente de pensamiento ilustrado,
mientras que la crisis del modelo social estamental derivó del cada vez más expandido
ideario liberal. Pero el pasaje de una sociedad tradicional y estamental hacia una
sociedad secularizada y organizada en torno a clases no se produjo de un día para el
otro, ni estuvo exenta de contradicciones.
En efecto, a estas transformaciones hay que sumar una perspectiva más: el
desafío que representó para los grupos independentistas justificar la disolución del
vínculo colonial. Según Carlos Monsiváis, abordar este asunto exige tener en cuenta
que “independizarse de España es tarea que lleva a la invención de las nacionalidades,
estrategia que se presenta como elección del Espíritu, tributo a la geografía y la historia,
decisión de la comunidad de los semejantes”, pero sin perder de vista que, a pesar de
los cambios, en las nuevas formaciones políticas se conservaron “las grandes
instituciones formativas: el idioma español, la religión católica [...] el autoritarismo y
los reflejos condicionados ante la autoridad”, enmarcadas por “las peculiaridades de
cada virreinato y la perseverancia (menospreciada y perseguida) de las culturas
indígenas”. Las perspectivas de Rockwel y Monsiváis ofrecen matices para pensar el
cambio y la resignificación que hizo la cultura de cada región sobre el proceso
independentista, introduciendo el problema de la tensión entre las marcas culturales y
políticas locales y los procesos globales. Recién en los albores del siglo XIX, entre las
“gentes de saber” se problematizará la relación entre los enunciados universales y las
realidades particulares, resaltando la capacidad y el valor de las culturas locales
criollas, mestizas, morenas, aindiadas.
En este proceso, ¿qué papel desempeñó la educación y cuáles fueron las
características que dieron forma al ideario pedagógico de la época? Para ensayar una
respuesta, en esta lección tomaremos como punto de partida las reformas promovidas a
partir de la creación del Virreinato del Río de la Plata en 1776, presentando los cambios
introducidos en la sociedad y en los espacios educativos durante el último cuarto de
siglo. Luego cambiaremos de registro, para abordar los proyectos, debates y
experiencias presentes en los idearios pedagógicos de tres referentes centrales de este
período: Mariano Moreno, Manuel Belgrano y José Antonio de San Alberto. De esta
manera ensayaremos un recorrido que va desde las instituciones y las prácticas a las
ideas y los proyectos, reconociendo que ambos registros mantienen múltiples
relaciones y se determinan mutuamente.

La reacción ilustrada

La creación del Virreinato del Río de la Plata en 1776 formó parte de un


importante proceso de reformas político-administrativas de las colonias españolas en
América. Desde comienzos del siglo XVIII, la monarquía española -gobernada por la
Casa de los Barbones- inició un ciclo de renovación de las estructuras de gobierno, con
el objetivo de acrecentar el control político, intensificar la defensa militar y fomentar el
crecimiento económico en sus colonias ultramarinas. Los cambios se orientaron a
fortalecer la centralización del poder sobre el extenso territorio americano, frente al
incesante avance de los imperios portugués y británico. En el Cono Sur, las primeras
medidas fueron la fundación -en 1726- de la ciudad de Montevideo y la asignación -en
1740- del Estrecho de Magallanes y el Cabo de Hornos como ruta para los navíos de
registro que se dirigían hacia los puertos del Pacífico.
En simultáneo, los reyes barbones impulsaron una renovación cultural de la
sociedad colonial. Para ello, el “buen gobierno ilustrado” -también denominado
“despotismo ilustrado”- buscó en los principios de la Ilustración los fundamentos sobre
los cuales sentar las bases de una nueva concepción de la prosperidad de la nación. ¿En
qué consistió la Ilustración? Según Roger Chartier, el movimiento de la Ilustración
reunió un amplio espectro de ideas filosóficas y culturales articuladas en torno a una
serie de principios fundamentales:

la crítica al fanatismo religioso y la exaltación de la tolerancia, la confianza


en la observación y en la experiencia, el análisis crítico de todas las
instituciones y costumbres, la definición de una moral natural y la
reformulación del vínculo político y social a partir de la idea de libertad.

En un primer momento, las ideas ilustradas se difundieron en América en


algunos círculos sociales -especialmente urbanos- y en algunas universidades. Su
recepción no significó un cambio inmediato en las concepciones sociales de la época,
aunque despertaron entusiasmo y controversias. Vale preguntarse entonces qué
características y qué alcances tuvo la renovación de las ideas en el ámbito intelectual
hispanoamericano del siglo XVIII. Para respondernos, debemos considerar que una
época no presenta fronteras precisas y que, en general, los cambios de mentalidad de
una sociedad se producen de manera paulatina, presentan vicisitudes y contradicciones
internas. Para Luis Villoro, “la figura del mundo” que postula el discurso ilustrado “no
reemplaza abruptamente a la antigua”, aunque es el discurso Ilustrado “el que está
preñado de futuro, es él el que termina dando su especificidad a la nueva época”, José
Carlos Chiaramonte refuerza este enfoque, afirmando que “El pensamiento ilustrado no
surge bruscamente, en la forma antimetropolitana y librepensadora que adquirirá
frecuentemente en vísperas de la independencia”.
Por el contrario, la coexistencia de ideas que generó la Ilustración católica
promovió - según Chiaramonte- un “movimiento intelectual” que, paradójicamente, se
mostró entusiasmado por “la seducción del espíritu del siglo”, pero reafirmó “su
adhesión a los dogmas de la Iglesia y su fidelidad a la doctrina del origen divino del
poder real”. Por esta razón, entre los difusores de las ideas ilustradas en América
encontramos férreos defensores de la monarquía y las jerarquías eclesiales junto a
funcionarios que promovían la renovación de las prácticas culturales y educativas o
cuestionaban algún aspecto del orden establecido. Según Dorothy Tanck, las
autoridades coloniales en general aceptaron “los aspectos de la ilustración que
revigorizaban la forma existente de gobierno” y que, al mismo tiempo, permitían
introducir cambios económicos y sociales. Por eso, concluye, la Ilustración “significaba
para España una restauración y no una revolución de la vida nacional”.
La presencia, a través de libros y periódicos, de las ideas ilustradas en
Hispanoamérica condujo a repensar el valor asignado a las distintas áreas del saber.
Los diarios y las gacetas fueron uno de los principales medios para poner en
conocimiento del público las novedades y los progresos en materia educativa. En el
Correo de Comercio, Belgrano instó a revalorizar la formación del artesanado; a través
del periódico Los Amigos de la Patria y la Juventud, el ingeniero Felipe Senillosa
propuso la apertura de una academia de matemáticas y, en el Semanario de
Agricultura, Industria y Comercio. Vieytes publicó un catecismo sobre agricultura para
la formación de los labradores, solicitando a la Casa de Niños Expósitos que realizaran
una encuadernación adecuada para que los maestros de primeras letras pudieran
utilizarlos y difundirlos.
El desarrollo de la ciencia durante los siglos XVII y XVIII, la paulatina
incorporación de las lenguas vulgares -incluso en los ámbitos académico y científico-, el
creciente interés por las disciplinas físico-matemáticas y la promoción de los viajes
exploratorios del territorio volvían cada vez más inadecuado un modelo de enseñanza
caracterizado por la defensa de los valores y conocimientos tradicionales. En
consecuencia, la educación pasó a constituir un campo cargado de tensiones y disputas
donde lo que se debatía era la legitimidad de los viejos saberes, las condiciones y
atributos que debía reunir quien los enseñase y, fundamentalmente, los lugares
institucionales desde donde podían impartirse.
En aquel contexto, algunos hombres vieron la oportunidad de impugnar los
programas de enseñanza escolásticos y de fomentar, en cambio, la enseñanza de la
física y de la economía política renovando, de este modo, las bases sobre las que se
asentaba la enseñanza del derecho y de la filosofía, Había quienes buscaban, lisa y
llanamente, recusar las tradiciones pedagógicas. Desde las páginas del Telégrafo
Mercantil, por ejemplo, se cuestionaban las “voces bárbaras del Escolasticismo” que
descalificaban la introducción de los saberes científicos y cargaban de prejuicios la
formación práctica de los individuos. Por esa razón, su editor -Francisco Cabello y
Mesa- convocaba a desprenderse de los viejos saberes y a romper lazos con España, a la
que consideraba “un país que no existe sino en la memoria”.
La crítica de Cabello y Mesa no era ajena a las dificultades con las que
tropezaban los ensayos modernizadores, La enseñanza de la ciencia y de la técnica
ocupó un lugar destacado en el discurso ilustrado, que veía en ellas los principales
medios para el fomento de la economía. En aquellos años, Buenos Aires fue el epicentro
de una serie de experiencias educativas que, si bien atravesaron innumerables
dificultades, permitieron plasmar en la práctica algunas de las ideas que circulaban en
los escritos de la “gente de saber”. Así, a partir de 1798 se fundaron diversas
instituciones educativas, entre las que podemos destacar las siguientes.

La Academia de Náutica

Fue creada en 1799 por el Real Consulado y dirigida por Pedro Cerviño y Juan
Alsina, quienes accedieron a sus cargos tras un concurso de oposición y antecedentes.
La comisión que evaluó a los postulantes estuvo presidida por Félix de Azara, un
destacado navegante que realizó tareas de cartografía y dirigió expediciones de
reconocimiento en el territorio rioplatense. El propósito de la institución era formar
jóvenes capaces de proyectar, construir y conducir embarcaciones. Sin embargo, las
controversias signaron la historia del establecimiento: mientras que para Cerviño la
Academia debía formar ingenieros navales -resaltando el valor de los saberes teóricos y
fundamentalmente de las matemáticas-, para Alsina la escuela debía imprimirle un
perfil práctico a su plan de estudios, emulando el modelo de enseñanza de la Escuela de
Pilotaje de Barcelona, cuyo propósito principal consistía en formar pilotos capaces de
navegar y fomentar el comercio ultramarino. Tras la renuncia de Alsina, Cerviño quedó
al frente de la institución.

La Escuela de Geometría, Perspectiva, Arquitectura y toda especie de dibujo

Fundada en 1799 por el Consulado, quedó bajo la dirección del escultor Juan
Antonio Gaspar Hernández. Esta escuela fue originalmente concebida por Belgrano
para complementar la formación de los aprendices de artesanos, quienes incorporarían
en sus aulas las técnicas indispensables para mejorar su oficio. Funcionaba de noche y
prohibía el ingreso de los aprendices negros y mulatos. La escuela permaneció abierta
durante poco tiempo y fue clausurada por una Real Orden en 1800 por considerarla un
“gasto lujoso” para la ciudad. Recién en 1815, por obra del padre Castañeda, se
establecieron dos escuelas de dibujo en el Convento de la Recoleta que fueron, en aquel
entonces, las dos únicas de Buenos Aires. El plan de la primera escuela de dibujo era
sumamente amplio e incluía formación en geografía, historia, geometría, náutica,
arquitectura civil, militar y naval. Su primer maestro fue el platero lbáñez de Iba, quien
afirmaba ser natural del Río de la Plata y un grabador aficionado. La modalidad de
enseñanza en las escuelas de dibujo fue objeto de un intenso debate en las páginas de la
Gazeta de Buenos Aires entre Camilo Hernández y el padre Castañeda, quienes
planteaban dos concepciones del dibujo: el primero sostenía que su enseñanza debía
estar fundamentalmente orientada al disegno, concibiendo al dibujo como un requisito
para poder trazar planos y diseñar maquetas, mientras que el segundo entendía al
dibujo como grafidia, conectando su aprendizaje con el desarrollo ulterior de las artes
liberales, como la pintura o la escultura.
El Protomedicato

Creado en 1798, fue dirigido por Miguel O'Gorman y contó con la colaboración
de Francisco Argerich y José Capdevilla. Esta institución tenía un antecedente: la
creación, en 1640, de un protomedicato en Córdoba, a cargo de Gaspar Cardozo
Pereyra. Entre otras funciones, el protomedicato se encargaba de evaluar las aptitudes
de médicos, cirujanos, sangradores, parteras y farmacéuticos, al tiempo que impartía
clases de medicina, cirugía, farmacia y flebotomía. El primer curso de medicina se dictó
entre 1801 y 1807 y contó con 13 alumnos.

La Escuela Militar de Matemáticas

Fundada en 1810, estuvo a cargo del teniente Felipe Sentenach. En ella se


buscaba formar a los oficiales de infantería, porque se consideraba que la matemática
era “la ciencia más útil para un militar” y el medio más eficiente para formar “militares
inteligentes en el arte de la defensa”. Para ingresar, era requisito dar muestra de
“honradez, aplicación, celo, aptitud y demás apreciables circunstancias que deben
distinguir a un militar”. Según Nicolau, en aquella institución los oficiales “aprenderían
a efectuar el cálculo de la dirección de los proyectiles de artillería, las máquinas a
utilizar en la defensa de los sitios fortificados y en las partes esencialísimas de la ciencia
de la guerra”. En 1813, el Triunvirato aprobó la apertura de una nueva Academia donde
se enseñaría arquitectura civil, ingeniería naval y matemáticas. Tres años más tarde se
fusionó con otra academia, cuyo director y preceptor fue Felipe Senillosa. En sus clases,
éste procuraba que los alumnos cultivasen “la razón más que la memoria” para que no
se transformaran en “cerviles copistas de los autores que han leído”.

Todas estas instituciones presentaban rasgos en común. El principal era, sin


duda, que sus programas de estudio se orientaban según el principio de utilidad. En
ellos se presentaba una decidida revalorización de la técnica, procurando acercar la
teoría a las necesidades del ámbito productivo.
La creación de ámbitos donde pudiesen cursarse estudios superiores también
cobró relevancia durante este período. Sin dudas, los antecedentes más importantes en
este sentido (como mencionamos en la lección 2) fueron el colegio de Monserrat y la
Universidad de Córdoba. Los esfuerzos destinados a fundar los Estudios Reales en
Buenos Aires y el establecimiento de un Colegio para la formación de la juventud se
registraron en 1771, por iniciativa del gobernador Juan José Vértiz. Ese año, Vértiz
redactó un plan para erigir una Universidad y un Colegio en la ciudad de Buenos Aires.
Quienes adherían al proyecto esperaban que en estas instituciones los maestros no
tuvieran la obligación de seguir el modelo escolástico -especialmente en la enseñanza
de la física, que se efectuaba por medio de silogismos y sin emplear las matemáticas-;
anhelaban, por el contrario, que aquellas instituciones se distanciaran de los principios
de enseñanza propios de la cosmología aristotélica, para destinar más tiempo al estudio
de los principios de Descartes y Newton. Pero la creación de la Universidad no llegó a
concretarse. El fracaso en su implementación fue producto de los dilatados tiempos de
la burocracia colonial y, en menor medida, de las resistencias generadas en el seno de
los grupos eclesiales, en cuyas manos estaba buena parte de la educación rioplatense.
En cambio, sí pudo fundarse un Colegio en las antiguas aulas del de San
Ignacio, en 1783, La institución estaba a cargo del clero secular y dependía
directamente del Virrey. Disponía de cuatro becas de gracia para hijos de “pobres
honrados” y otras dos destinadas a descendientes de empleados militares. El Colegio de
San Carlos -así se llamaba, en honor al rey- estaba regido por un reglamento que
tomaba com referencia las constituciones del Colegio de Montserrat. Sus alumnos
concurrían a las clases diarias denominadas “estudios públicos de Buenos Aires”.
Cornelio Saavedra, Manuel Belgrano y Bernardino Rivadavia, entre otros, asistieron a
sus aulas. En 1807, durante las invasiones inglesas. el Colegio fue utilizado como
cuartel. Tras la declaración de la Independencia, su situación no alcanzó a mejorar. La
Gaceta del 13 de septiembre de 1810 se refirió al estado deplorable de los estudios
públicos, justificando su decadencia en los intereses de los jóvenes, quienes
“empezaron a gozar una libertad tanto más peligrosa cuanto más agradable, y atraídos
por el brillo de las armas que habían producido nuestras glorias, quisieron ser militares
antes de prepararse a ser hombres”. Recién en 1818 el Colegio fue rebautizado con el
nombre Colegio Unión del Sud y sus puertas reabiertas con un total de 48 alumnos
inscriptos.
Las acciones educativas en el interior del virreinato fueron dispares. En 1786,
el intendente de Córdoba Marqués Sobremonte impulsó la escuela gratuita y en 1791
expidió circulares ordenando que se establecieran escuelas de primeras letras en todos
los partidos y parroquias. Las escuelas estaban bajo el cuidado de las autoridades
pedáneas, quienes determinaban, junto a los sacerdotes, el lugar donde debía
edificarse. En Santa Fe, por el contrario, las pocas escuelas de primeras letras que
existían se encontraban dentro de los conventos de las órdenes religiosas. Sin embargo,
fue la escuela de San Carlos, fundada por los franciscanos en la localidad de San
Lorenzo -siete meses después de la revolución-, la primera en denominarse “escuela de
la Patria”.
Por su parte, los cabildos asumieron una mayor actividad en la regulación de la
educación, Desde 1771, para ser admitido como maestro, el candidato debía resolver,
ante las autoridades del Cabildo, un examen de doctrina cristiana, lectura, escritura y
aritmética; además debía presentar una constancia de buena conducta y limpieza de
sangre. A partir de 1810, los controles del Cabildo se intensificaron. En La Gazeta de
Buenos Aires del 3 de noviembre, las autoridades del Cabildo informaban que se había
enviado a dos regidores a visitar las escuelas para “observar su método y circunstancias
e informar en el acto a los preceptores (...) la necesidad de uniformar la educación y
organizar un método sistemático”. En el mismo periódico, el 26 de junio de 1811 el
maestro José Cirilo Conde ponía en conocimiento de los vecinos que

con permiso del Excelentísimo Cabildo, ha hecho apertura de una escuela de


primeras letras, para niños hijos de padres decentes. Los que gusten fiar la
enseñanza de sus hijos a este profesor, lo podrán hacer bajo el seguro, que
por su parte nada omitirá para lograr el mayor progreso y adelantamiento
de los jóvenes.

Quienes solo quisieran aprender a leer, debían abonar un peso fuerte por mes,
y dos para leer, escribir y contar. El maestro José también aceptaba pupilos “corriendo
de su cuenta toda mantención y asistencia, excepto el lavado” por una onza al mes.

Fervor de Mayo
En 1810 se inauguró en el Río de la Plata un nuevo estilo político, destinado a
satisfacer exigencias ideológicas también nuevas. Para Osear Terán, el esfuerzo por
significar la Revolución de Mayo tenía entre sus desafíos pensar una revolución “que
nació sin teoría”. Halperin Donghi refuerza esta imagen afirmando que la gesta de
Mayo es una “revolución que se hace de sí misma”. Si adscribimos a esas posiciones,
¿cuál fue el peso que las ideas ilustradas tuvieron en el proceso independentista?
Como mencionamos al comienzo de esta lección, es importante matizar la idea
de cambio que trae aparejado el discurso ilustrado. Agreguemos aquí que las
transformaciones sociales no tienen una única explicación, sino que están
determinadas por múltiples factores. En las últimas décadas del siglo XVIII, la
independencia norteamericana primero y la revolución francesa después,
contribuyeron a conmover los cimientos del antiguo régimen europeo y trasatlántico.
Sin dudas, el hecho desencadenante fue la invasión napoleónica a la península ibérica,
en 1808, que culminó con la sustitución de Fernando VII por José Bonaparte.
Pero el destino de las colonias americanas no sólo se jugaba allende el océano.
Las tensiones entre criollos y españoles iban en aumento, principalmente, por las
enormes dificultades que tenían los primeros para acceder a los cargos de la
administración colonial. Para José Luis Romero, esas tensiones condujeron a que,
hacia finales del siglo XVIII, se sobreimprimieran en América dos proyectos de ciudad
antagónicos: la ciudad hidalga, organizada en torno a un criterio jurídico que establecía
desigualdades entre los blancos y el resto de los sectores sociales (negros, mestizos,
extranjeros, indios) y la ciudad criolla, que postulaba la igualación jurídica entre
criollos o hijos de españoles nacidos en América y españoles europeos. En ese contexto,
la recepción del movimiento de la ilustración encontró en los criollos un público
interesado en conocer, debatir y difundir sus ideas.
El sujeto criollo desempeñó un papel central en los acontecimientos que se
desencadenaron a partir de 1810, Según Dardo Scavino, el criollo presentaba una
ambivalencia afectiva: “Es el aliado de los conquistados en la recuperación de sus
tierras y el descendiente del conquistador en su linaje”; cuando se los escucha, incluso
en los discursos educativos, “hay que constatar quien está hablando: si el americano o
el hijo de españoles, si el nacido en América o el oriundo de Europa, si quien defiende
su tierra o quien venera a sus ancestros”, Cuando los criollos hicieron suyos los
intereses de los americanos, priorizaron la “hermandad de suelo” y contribuyeron a
interpretar y elaborar un relato que Scavino denomina “la epopeya popular
americana”; en cambio, cuando se auto-percibían como “españoles americanos”, sus
reflexiones tematizaban la “novela familiar del criollo”. Esta es, para Scavino, la
contrariedad irresoluble presente en el discurso criollo.
¿Por qué traemos a colación esto? Pues porque en los siguientes apartados
abordaremos las ideas de dos criollos que se colocaron al frente del proceso
revolucionario, promoviendo la creación de instituciones culturales y educativas. Junto
al obispo José Antonio de San Alberto, Mariano Moreno y Manuel Belgrano
desarrollaron sendos idearios educativos para desandar una época de
transformaciones, polémicas y fuertes contrastes. Se trata de posiciones que presentan
puntos de convergencia, como el fortalecimiento de los vínculos entre educación y
trabajo, y puntos de divergencia, como los que se pueden verificar en los nuevos usos
políticos de la educación y la transmisión de la cultura.

Educación, religión y retórica ilustrada


Hacia el final del siglo XVIII, hubo quienes proponían una renovación
educativa de signo conservador. Las Cartas Pastorales redactadas por el obispo de
Córdoba del Tucumán, José Antonio de San Alberto, entre 1778 y 1790, resumen esa
posición. A través de esas misivas. San Alberto elaboró una imagen de la situación en el
Virreinato del Río de la Plata bajo el signo de un fuerte deterioro cultural y moral,
¿Cuáles eran esos males y cómo remediarlos? Según el obispo, los tres mayores males
que aquejaban algunas regiones de la colonia eran “la falta de una verdadera religión,
de una educación cristiana y de una ocupación honesta”.
El obispo atribuía a la extensión territorial la principal dificultad para
desplegar acciones educativas. Las enormes distancias entre los parajes poblados
impedían que sus habitantes incorporasen hábitos de trabajo o se preocupasen por la
educación de sus hijos: “Acabamos de visitar y ver nuestra numerosa feligresía,
esparcida en seiscientas u ochocientas leguas, y dividida en cincuenta y ocho Curatos.
[...] Toda esta extensión la ocupan de trecho a trecho los feligreses, viviendo en casas
pobres, reducidas y separadas unas de otras”.
Al problema de la distancia, San Alberto agregaba tres dificultades más: en
primer lugar, “a de hallar preceptor con aquella ciencia, conducta y cualidades, que son
tan precisas para enseñar a niños”, ya que “En el campo no abundan estas gentes, o
bien no querrían abandonar sus ocupaciones para desenvolverse como preceptores”. El
segundo impedimento tampoco resultaba menor: “si se hallase un Preceptor, faltarían
los arbitrios y un salario correspondiente a su trabajo”. Si fuesen vencidas estas dos
dificultades, el tercer problema consistía en definir “el lugar o paraje donde haya de
establecerse esta escuela con alguna comodidad, para que puedan concurrir
diariamente los niños”.
Una vez superados estos problemas, la obra educativa debía apuntar a
reafirmar las bases morales y espirituales sobre las que descansaba la autoridad del
Rey, San Alberto entendía mejor que nadie que, mientras los vasallos viviesen en un
estado de aislamiento, no podía esperarse de ellos amor y respeto hacia la figura del
monarca. A través de sus Cartas Pastorales propuso una renovación del contrato
pedagógico colonial, sobre la base de una aceptación voluntaria y consciente a la
autoridad del monarca por parte de los vasallos. La vía elegida para concretarla contuvo
elementos que expresaban una cierta renovación de corte ilustrado (por ejemplo, el
empleo del castellano en sus escritos en lugar del latín, o el fomento de la enseñanza de
los oficios mecánicos), articulados a una ortodoxia sin quiebres; condensando
elementos de dos universos discursivos: la concepción de la educación ligada a la
formación del vasallo y el repertorio de ideas educativas de cuño ilustrado.
En efecto, San Alberto no sólo se preocupaba por el lugar que debía caberle a
la enseñanza de los preceptos cristianos, sino por el lugar asignado a la formación en
oficios mecánicos. Él mismo preguntaba:

¿qué opulencia o felicidad no pueden esperarse en una ciudad, en una


provincia, en un reino, donde están florecientes las artes, la agricultura, el comercio y
el tráfico de gentes que lo habitan? Pues todo ello se halla donde los jóvenes, desde sus
primeros años, se aplican a la honesta ocupación de un oficio.

El obispo señalaba -en sintonía con otros hombres ilustrados de la península


ibérica, como Jovellanos y Campomanes- que la ociosidad era la fuente de las
desgracias sociales y que urgía disponer de todos los recursos para erradicarla. Para
combatirla, no dudaba en apelar a un lenguaje cargado de metáforas bíblicas: “La mano
débil y ociosa, dice el Espíritu Santo, causa pobreza y necesidad, así como la fuerte y
laboriosa produce abundancia y felicidad”. El eje puesto en el trabajo productivo y el
combate contra la ociosidad: he allí el factor ilustrado más saliente de su discurso.
Además, en las Cartas Pastorales, San Alberto incluyó las constituciones para
la creación de los Colegios de Niños y Niñas huérfanos y la redacción de un Catecismo
Cívico para ser enseñado en las escuelas de primeras letras. A través de estas
instituciones, buscaba difundir un nuevo modelo de enseñanza de la fe iluminada por la
razón. La fundación de dos Casas de niñas huérfanas (1782-1783) en las ciudades de
Córdoba y de Catamarca fue su obra educativa más importante. La instrucción estaba
dirigida a que “las niñas o niños criados en esas casas, después de saber las
obligaciones, que por Christianos deben a Dios, aprendan también las que por vasallos
deben a su Rey”. Los niños que formasen parte de estas Casas y que, a juicio del rector y
maestro de la Casa sobresaliesen, serían enviados a estudiar al Seminario. A los que “no
fueren de tanto talento”, se los retendría en la Casa hasta que aprendieran
perfectamente la Gramática. Finalmente, a los que no demostraran aptitudes para las
letras, se los destinaría al comercio, ubicándolos en la tienda de un mercader o de un
comerciante. En las constituciones se reglamentaba la aplicación de los castigos
corporales: “No dudamos que el castigo se hace preciso muchas veces para la crianza y
educación de los Niños, pero al mismo tiempo queremos y exhortamos al rector y
Maestros que cuando usen de él, sea atemperándolo con mucha misericordia”. Las
constituciones le sugerían al director que explorase otras alternativas “como es la
reclusión, el cepo, la privación de pitanza o la separación del trato de los demás”. Si con
ello el niño no escarmentaba, debía dársele noticia al obispo, quien tomaría las medidas
correspondientes, “pues no es razón permitir en este pequeño rebaño del Señor ovejas
roñosas, capaces de inficionar y perder a las demás”.

La fuerza de la industria

La figura de Manuel Belgrano convoca la atención por razones que convergen


en un punto central de nuestra tradición pedagógica: la importancia que otorgaron sus
escritos a la educación de los distintos sectores que integraban la sociedad colonial. En
un ámbito que había estado fuertemente subordinado a los debates de la cultura
católica, Belgrano introdujo una serie de propuestas inéditas relacionadas con el
desarrollo de la agricultura, la industria y el comercio, el mejoramiento de las escuelas
de primeras letras y la ampliación del derecho al acceso a sectores marginados de ellas.
¿Dónde radicaba el interés que demostró Belgrano por la educación? ¿Es
posible atribuirlo a la renovación de las ideas que produjo la corriente de pensamiento
ilustrada? Y si no fuera así, ¿dónde se forjó aquella sensibilidad? Un rasgo central del
ideario educativo belgraniano fue el de ubicarse entre dos tradiciones culturales y
educativas. Por un lado, Manuel Belgrano efectuó en sus escritos duras críticas a la
educación escolástica por “estar vendiendo doctrinas falsas por verdaderas, y palabras
por conocimientos”; por el otro, sugirió que no existía -para los maestros- objeto más
digno de enseñanza que “los fundamentos de nuestra Santa y Sagrada Religión en una
sociedad como la nuestra, donde todos profesamos la misma Religión”. ¿Se trata acaso
de una contradicción entre ideas ilustradas y preceptos religiosos?
Su formación intelectual estuvo marcada por la importancia cada vez mayor
que tuvo la economía política en la enseñanza superior hispanoamericana. La primera
experiencia en este sentido data de 1784, cuando se inauguró la cátedra de Economía
Civil en la Sociedad Económica Aragonesa, que a partir de 1787 se implementó en la
Academia de Leyes de la Universidad de Salamanca. El período en que se dictó esta
última coincide con la estancia de Belgrano en aquella ciudad. Allí, Belgrano tomó
contacto con las ideas de economía política que enseñaba uno de sus principales
promotores, Ramón de Salas y Cortés. Según Pastore y Calvo, a lo largo de cinco cursos,
el catedrático se propuso incorporar en la enseñanza “una dimensión histórica del
derecho explicando y enseñando en ella la Economía Política y la Práctica Forense, con
el propósito de instruir y formar políticos”.
Al retornar a Buenos Aires, Belgrano se desempeñó como secretario del
Consulado durante 16 años, entre 1794 y 1810. Su función consistía en velar por el
desarrollo económico del Virreinato, lo que le permitió poner de manifiesto un
programa de gobierno ilustrado teñido por las premisas de la economía política. Esas
ideas, difundidas a través del Correo de Comercio -diario del que fue cofundador- y de
las Memorias Anuales, aportaron a la configuración de una nueva concepción del
desarrollo productivo y moral de la patria. Pero la materialización de esas ideas no
resultó una tarea sencilla y la aceptación que ellas tuvieron debe ser ligeramente
matizada. El mismo Belgrano advertía que buena parte de sus propuestas encontraron
obstáculos insalvables que impidieron su implementación. En lo que concierne a sus
iniciativas educativas, vale mencionar que la escuela de Matemáticas propuesta por él
fue clausurada por la Corte, pues los españoles se oponían a su erección. La escuela de
Dibujo, en cambio, fue desmantelada ya que la Corte consideraba -según expresó
Belgrano en sus memorias- que “todos estos establecimientos eran de lujo y que Buenos
Aires todavía no se hallaba en estado de sostenerlos”.
Belgrano también elaboró un diagnóstico sobre la situación que atravesaban
las escuelas del Virreinato, presentando algunos puntos de contacto con el de San
Alberto, Llamaba a tomar conciencia sobre el estado de precariedad de la educación,
afirmando que las “escuelas de primeras letras, sin unas constituciones formales, sin
una inspección del Gobierno, y entregadas acaso a la ignorancia misma, y quién sabe, si
a los vicios” tenían que despertar la conciencia de las autoridades, quienes debían
“reunirse a poner remedio a tamaño mal, y prevenir las consecuencias funestas que
deben resultar de estado tan lamentable”, llegando a sostener que, en aquella situación
“Casi se podrá asegurar que los [indios] Pampas viven mejor”.
En particular, le preocupaba la situación que atravesaba la educación de las
mujeres, El 21 de julio de 1810 planteaba, en el Correo de Comercio, que las niñas de
Buenos Aires sólo contaban con una escuela pública, el colegio de huérfanas de San
Miguel, fundado en 1755, mientras que las demás recurrían a maestras particulares “sin
que nadie averigüe quiénes son y qué es lo que saben”. Para Belgrano, darle un impulso
a la educación del “bello sexo” era más perentorio que edificar una universidad, donde
habrían “aprendido algo de verdad nuestra juventud en medio de la jerga escolástica, y
se habría aumentado el número de nuestros doctores”, para afirmar preguntando:
“¿pero equivale esto a lo que importa la enseñanza de las que mañana han de ser
madres?” El problema en torno a cómo generalizar las buenas costumbres y la
moralidad encontraba una respuesta en la educación de las mujeres.
Entre sus lecturas, el joven secretario ponderaba especialmente las ideas del
Conde Pedro Rodríguez de Campomanes. No era el único: de hecho, existía un
significativo número de los escritos del asturiano -como el Discurso sobre la educación
popular de los artesanos, y su fomento (1775)- disponibles en las librerías de Buenos
Aires y en las bibliotecas de algunos porteños. La atracción que ejercían las ideas de
Campomanes residía en su capacidad de tender puentes entre las ideas elaboradas por
el sabio en su gabinete y la resolución de las necesidades concretas de labradores,
comerciantes y artesanos.
En efecto, un rasgo saliente que presentó el ideario educativo de Manuel
Belgrano fue el peso otorgado a la formación de hombres industriosos -un arco
temático que incluye desde la formación del artesano, hasta la del labrador, la hilandera
y el comerciante-. En sus escritos, sostuvo una decidida valorización de la formación
manual. En su condición de secretario del Consulado de Buenos Aires dispuso la
creación de las escuelas de dibujo, de náutica, de agricultura, de hilanzas de lana y de
comercio. En la Memoria del Consulado del 15 de julio de 1796, Belgrano expuso los
fundamentos que justificaban su creación. Sostenía que, para resguardar las artes y
fábricas establecidas en el país, era preciso suministrar los adelantos que permitieran
“animarlas y ponerlas en estado más floreciente”. El secretario del Consulado se
preguntaba: “¿Cómo pues, la pondremos en este estado? Con unos buenos principios
[...] Los buenos principios los adquirirá el artista en una escuela de dibujo... “El peso
otorgado a la formación profesional en sus escritos es tan significativo que, según
Rafael Gagliano, si tomáramos el conjunto de su obra, esta podría ser considerada “el
inicio moderno del pensamiento y la acción política tendiente a la articulación entre
formación, trabajo y mundo productivo”.
Pero sus ideas renovadoras se entremezclaron con las prácticas educativas
heredadas. En los reglamentos elaborados por Belgrano para la academia de dibujo,
donde se establecía que las clases se dictaban desde el 1º de noviembre hasta fin de
marzo -con excepción de la canícula- y desde abril hasta finales de octubre, también se
especificaba que el ingreso de aprendices negros y mulatos a sus aulas estaba
prohibido, estableciendo como requisito ser español o indio neto. Para ingresar a la
escuela los aspirantes debían tener por lo menos 12 años, no asistir con sombrero ni
fumar en la sala de enseñanza. Estas líneas de continuidad con las prácticas educativas
previas también pueden encontrarse en el reglamento de las escuelas del Norte,
redactado por Belgrano.
Las escuelas se crearían en las ciudades de Tarija, Jujuy, Tucumán y Santiago
del Estero empleando para ello el premio de 40.000 pesos que la Asamblea General
Constituyente le otorgaría por su desempeño al mando del Ejército del Norte. A pesar
de que Belgrano no alcanzó a ver las escuelas fundadas (una de ellas recién se edificó
191 años después, en la provincia de Jujuy), redactó su reglamento limitando el empleo
de castigos corporales (los azotes se reducían al número de 12 para faltas graves y sin
que fueran presenciados por los compañeros), estableciendo que los maestros de
primeras letras accederían al cargo a través de concurso y que durante las funciones del
Patrono de la ciudad, del aniversario de nuestra regeneración política y obras de
celebración”, al maestro se lo ubicaría en un sitio distinguido entre las autoridades
locales, “reputándolo como un padre de la patria”. Además, la puerta de la escuela
estaría precedida por el escudo con las armas de la soberana Asamblea General.
En suma, su ideario educativo combinó las concepciones religiosas propias de
la época con el reclamo de la ampliación del acceso a los estudios formales para sujetos
que hasta entonces no habían recibido instrucción alguna. En ese sentido, sus ideas
sobre educación fueron más originales que disruptivas, imbuidas de un eclecticismo
que navegaba entre las lecturas de Condillac y Smith y un respeto explícito -aunque por
momentos ambivalente- por la enseñanza escolástica. Los vientos de reforma que
soplan en sus escritos también dejan traslucir una genuina preocupación por un
modelo educativo que incluyera a las mujeres y a los pardos y morenos en las escuelas
de primeras letras.

Pedagogía y revolución
Mariano Moreno fue el principal referente del pensamiento ilustrado de tinte
revolucionario en el Río de la Plata. Como secretario de la Primera Junta de Gobierno,
exaltó la educación como vía privilegiada para la transformación de la sociedad. Lo hizo
a través de un doble exhorto: procurando extender los beneficios de la educación hacia
los diferentes sectores de la sociedad y sustituyendo un modelo educativo basado en la
obediencia al Rey por otro que profesaba el amor a la patria.
A los 12 años, Moreno ingresó en el Real Colegio de San Carlos. Según Jorge
Myers, cuando San Alberto visitó Buenos Aires, los protectores eclesiásticos locales de
Moreno lograron que el obispo asistiera a su examen final en el Colegio de San Carlos.
Tras escuchar la defensa pública y oral del joven Moreno, San Alberto ofreció a la
familia convertirse en su protector, y financiar el viaje a Chuquisaca.
La universidad de Chuquisaca, fundada por los jesuitas en 1552, era la
institución más prestigiada para realizar estudios jurídicos entre el Río de la Plata y el
Virreinato del Alto Perú. En 1799 -cuando alcanzó los 18 años- el joven Moreno partió
hacia allí, con el propósito de continuar sus estudios. Primero obtuvo el título de doctor
en teología y luego se incorporó a la Academia para el estudio del derecho, donde
obtuvo el grado de bachiller. Su objetivo consistía en incorporarse al círculo de
dirigentes que conformaban la administración colonial. Recordemos que, por ser
criollo, Moreno no era un “candidato natural” a ocupar un cargo en la administración
colonial, cuyos puestos estaban reservados para los hombres nacidos en la península
ibérica.
El viaje a Chuquisaca fue durísimo, demorándose dos meses y medio en cubrir
el recorrido. Su estadía en la ciudad andina fue costeada por Felipe Iriarte, un
eclesiástico del Alto Perú. Para ser admitido en los claustros universitarios, Moreno
debió presentar ante las autoridades un documento donde constaba su “limpieza de
sangre”, esto es, debió demostrar que entre sus antepasados familiares no había
presencia de negros o mulatos. A la universidad que lo recibió concurrían 500 personas
-entre docentes y alumnos- que se mantenían gracias al aporte de las rentas
eclesiásticas.
En aquel ámbito universitario, Moreno tuvo la posibilidad de leer a Rousseau,
Montesquieu, Filangieri y Jovellanos. Durante los cinco años que duró su estadía, la
sensibilidad de Moreno respecto de la situación a la que eran sometidos los indígenas
se intensificaría; el lujo Que caracterizaba la vida de un clérigo contrastaba con los
infortunios que debían atravesar los aproximadamente 15.000 indígenas que eran
explotados para extraer minerales de las minas de Potosí. Entre los habitantes de la
ciudad, todavía resonaban los ecos de la rebelión de Tomás Katari, el líder
insurreccional indígena que se había levantado en contra de “corregidores y curas
doctrineros”, y que concluyó con su asesinato.
Con el propósito de arrojar luz sobre esta situación de injusticia, en 1802
Moreno redactó su Disertación jurídica sobre el servicio personal de los indios. Según
Oscar Terán, en aquel escrito, el joven Moreno no hizo recaer sus críticas en la figura
del Monarca -a quien denomina “Padre clementísimo de los indios”-, sino en sus
delegados y vicarios presentes en América. Moreno elogiaba a la Corona, al tiempo que
exigía la abolición de los servicios forzados y lanzaba una acusación contra los
funcionarios coloniales que explotaban a los indígenas, recordando Que en ninguna
guerra europea se habían cometido crímenes tan aberrantes como los que los españoles
infligieron en América.
Tras la abdicación de Fernando VII en favor de José Bonaparte en 1808, los
acontecimientos tomaron un giro que hubiera sido inimaginable en los meses previos,
Moreno aprovechó la ocasión para tensar aún más las relaciones entre criollos y
españoles. En su Representación de los labradores y hacendados (1809), exclamó
“¡viva el Rey y muera el mal gobierno!”. Bajo esa consiga, Moreno disociaba la figura de
los reyes de la explotación avasallante que ejercían sus representantes en las colonias
sintetizando su apoyo al Rey y, simultáneamente, su repudio a quienes tergiversaban
las leyes de la Corona.
Como el cautiverio de Fernando VII se extendía, Moreno comenzó a poner en
duda la legitimidad de una Corona que estaba ausente de hecho. La necesidad de suplir
al Rey hizo de la soberanía un problema candente que desató un intenso debate
político. La creación de las Juntas de Gobierno en España -designadas como órganos de
gobierno legítimos durante la ausencia del Rey- habilitó la posibilidad de hacer lo
propio en América. Moreno buscó apoyarse en los argumentos de la teoría social clásica
-fundamentalmente en Rousseau- para otorgar sustento a las nuevas fuentes de
legitimidad.
¿Cuáles son los argumentos generales sobre los que se fundamentaba la
legitimidad en la teoría social clásica? El pensamiento de Rousseau se ubica, en
términos generales, en la matriz del pensamiento moderno. Sus ideas están
indisolublemente ligadas a la forma capitalista de organización de la producción y, por
ende, a una progresiva desaparición de los órdenes estamentales de la sociedad. El
pensamiento rousseauniano buscó establecer la igualdad jurídica entre las personas.
Para el “legislador de las naciones”, el único elemento natural que componía una
sociedad eran los individuos. ¿Cómo es posible la sociedad? A través de un contrato
social entre quienes la componen. Muy sucintamente, mencionemos que el contrato
social no es una hipótesis empírica, pues no postula que haya existido un momento
histórico donde los hombres llegaron a un acuerdo de convivencia. En cambio, llama la
atención sobre los problemas que conlleva carecer de un consenso básico que resguarde
la convivencia. Moreno comprendió que ese momento había llegado con la ruptura del
vínculo colonial y resumió su convicción afirmando, en la Gazeta de Buenos Aires:
“Estamos ciertos de que mandamos en nuestros corazones”.
En este contexto, pensar lo educativo no resultaba una tarea menor. Entre las
funciones asignadas a la educación proyectadas por Moreno, destacaba la intención de
construir un nuevo sujeto pedagógico: el ciudadano activo, en reemplazo del vasallo
fiel. Moreno no sólo se interrogaba sobre la naturaleza de la ligadura que uniría a los
hombres, sino sobre las prácticas y los rituales a través de los cuales se forjaría dicha
unión. Para ilustrar el problema, Moreno relataba una escena ejemplar: la jura de
Fernando VII.

Un bando del gobierno reunía en las plazas públicas a todos los empleados y
principales vecinos; los primeros, como agentes del nuevo señor que debía
continuarlos en sus empleos, los segundos por el incentivo de la curiosidad o
por el temor de la multa con que seria castigada su falta; el Alférez Real
subía a un tablado, juraba allí al nuevo monarca, y los muchachos gritaban:
¡viva el Rey! poniendo toda su intención en la moneda que se les arrojaba
con abundancia, para avivar la grita. Yo presencié la jura de Fernando VII,
y en el atrio de Santo Domingo fue necesario que los bastones de los
ayudantes provocasen en los muchachos la algazara que las mismas
monedas no excitaban. ¿Será éste un acto capaz de ligar a los pueblos con
vínculos eternos?

A través de esta imagen, Moreno ilustraba la importancia de cimentar un


nuevo pacto social a través de fundamentos y acciones más trascendentales que los
palos y las monedas. Entendía que la educación constituía la piedra angular para
consolidar la identidad de las nuevas repúblicas, asumiendo la dimensión política del
proceso educativo, sin que ello conllevase necesariamente a romper con los vínculos
establecidos por la religión.
Podemos distinguir tres grandes acciones de Mariano Moreno en el plano
educativo. La primera fue la creación de la Gazeta de Buenos Aires, el 7 de junio de
1810, que iba unida a la libertad de imprenta, sancionada el 22 de abril de 1811. La
publicación de un periódico promovía nuevas formas de sociabilidad, a través de la
producción del escrito y la lectura. El reglamento de libertad de imprenta establecía en
su artículo 1º que “Todos los cuerpos y personas particulares de cualquier condición y
estado que sean, tienen la libertad de escribir, de imprimir y de publicar sus ideas
políticas, sin necesidad de licencio, revisión y aprobación alguna anteriores a la
publicación”, aboliendo los juzgados de imprenta, pero conservando, a través de su
artículo 6, la censura de los ordinarios eclesiásticos en los libros que abordasen temas
religiosos.
La segunda medida educativa se dio a conocer, precisamente, a través de aquel
periódico. Allí se informó que la Junta había decidido fundar una Biblioteca Pública. En
el artículo, Moreno sostuvo que “Los pueblos compran a precio muy subido la gloria de
las armas” y que “Buenos Aires se halla amenazado de tan terrible suerte [...] minado
sordamente la ilustración y virtudes que las produjeron”. Por esta razón, resultaba
urgente establecer una biblioteca que resguardase y difundiese la cultura. En la nota,
Moreno exhortaba a los “buenos patriotas” a que se suscribieran a ella, para costear los
gastos que permitiesen dotarla de un mobiliario adecuado. Asimismo, nombró como
bibliotecarios a Saturnino Segurola y a Fray Cayetano Rodríguez. En aquel contexto, la
fundación de la biblioteca surgió -según Horacio González- “de una noción de peligro”,
que tuvo su origen en “la desesperación y su contrario, la absurda fe en la ilusión del
conocimtento”. El artículo de Moreno al que hacemos referencia, lejos de ser un decreto
de creación, adquiere -para González- “la textura de un manifiesto liminar”.
La tercera medida que emprendió Mariano Moreno fue traducir y publicar el
Contrato Social de Rousseau, pues consideraba que esa obra era el exponente de un
avanzado espíritu político. Aun más, propuso que se distribuyera en las escuelas de la
Patria. Se trataba de una medida novedosa, si consideramos cuáles eran las pautas de
lectura que guiaban la enseñanza en las escuelas de primeras letras. Para Rubén
Cucuzza, la distribución del libro de Rousseau en las escuelas de primeras letras no sólo
resultaba significativa por las ideas del autor, sino porque planteaba un nuevo
“contrato de lectura” que reemplazaría la lectura coral y a viva voz por una lectura
individual e interiorizada.
El 22 de diciembre de 1810, Moreno mandó imprimir 200 ejemplares. La
portada del Contrato Social traducido por el secretario de la Primera Junta presentó
tres aspectos llamativos, que lo distinguen del original: en primer lugar, se refería a
Rousseau como “el ciudadano de Ginebra “, sugiriendo que aquel libro debía ser leído
por sujetos que reportaban un status social equivalente. En segundo lugar, la impresión
del ejemplar estaba especialmente dedicada a los “jóvenes americanos”, a quienes
buscaba sumar a la causa emancipatoria. Finalmente, se indicaba que la impresión se
había realizado en la Casa de Niños Expósitos, dejando en evidencia que la imprenta,
originalmente concebida por el Virrey Vértiz como instrumento de gobierno y
evangelización, se colocaba ahora al servicio de los ideales revolucionarios.
Existen controversias sobre el destino final de los ejemplares del Contrato:
para algunos, estos nunca llegaron a manos de los alumnos, mientras que, para otros,
apenas circularon en las aulas, ya que fueron considerados inadecuados para la función
que debían desenvolver y cancelados por el Cabildo el 5 de febrero de 1811. En cambio,
fue utilizado con fruición el Tratado de las obligaciones del hombre, del sacerdote
español Juan Escóiquiz -que ya había sido recomendado en 1771-, para que fuese
repartido gratis por única vez entre los niños pobres. El Cabildo imprimió 1.000
ejemplares del libro en cuestión. Ese mismo año, también se adquirieron 268
ejemplares del Compendio de gramática castellana dispuesto en diálogo que también
debían repartirse entre los niños que asistían a las escuelas de la patria.
En suma, las iniciativas educativas de Mariano Moreno chocaron con una
situación política inestable. Los ideales educativos que buscaba difundir requerían un
tiempo con el que no se contaba. Probablemente, los apremios de la guerra, las
enormes dificultades para aunar voluntades y recursos económicos constituyeron el
mayor obstáculo de los nuevos grupos dirigentes para impulsar el nuevo proyecto
educativo.
LECCIÓN 4
Entre levitas y chiripás: la educación en
el periodo post-independentista

Si bien la revolución y la independencia fueron signos claros de la voluntad


política de las Provincias Unidas para construir un nuevo orden social, no eran
suficientes para instituir un Estado. ¿Qué implicaba la construcción de un Estado?
¿Qué intereses afectaba? ¿Cuáles eran los acuerdos que había que establecer para
garantizar su legitimidad y sobre qué bases debía fundarse ese nuevo orden? En el
plano educativo, ¿bajo qué términos se pensó y cómo se extendió la preocupación
ilustrada por educar al soberano? ¿Cuáles eran las ideas y modelos pedagógicos a
incorporar? ¿Qué saldo dejaba una década de revolución en materia educativa?
En esta lección nos ocuparemos de algunos procesos significativos en la
historia de la educación que tuvieron lugar en las décadas posteriores a la revolución de
Mayo. Abordaremos el período histórico que se abrió en 1820 luego de la batalla de
Cepeda, con las autonomías provinciales, y se cerró con el final del orden rosista, en los
primeros años de la década del '50. Nos ubicaremos entonces en un período en el que
aún no se habían conformado ni el Estado nacional argentino, ni su sistema educativo.
Estas tres décadas constituyen un recorte temporal político-educativo con
características propias, pero también es posible pensarlas como un tiempo en el que se
asentaron antecedentes importantes para la historia de la educación dentro de un
proceso de más larga duración, como fue el de la formación del Estado nacional (1810-
1880).
¿Por qué hacemos referencia a procesos de corta y larga duración? Porque nos
ayudan a darle un marco al proceso histórico que se desencadenó con la revolución y
que desembocó en la construcción del Estado nacional. Para ello, tomaríamos como
referencias, por un lado, la formación de la Primera Junta en 1810 y, por el otro, la
llegada de Julio Argentino Roca a la presidencia de la Nación en 1880. Esos dos hechos
políticos serían los indicadores del inicio y del cierre de un período de larga duración en
el que se inscriben los temas de esta lección. En ese sentido, el período histórico que
recuperaremos formó parte de una transición hacia una forma moderna de
organización social (basada en los principios políticos liberales y económicos
capitalistas). Esa transición estuvo cargada de numerosas tensiones, de algunos
acuerdos, de posiciones antagónicas y de enfrentamientos. En términos educativos, fue
un tiempo en el que se tomaron medidas y en el que hubo escuelas, pero no existía un
sistema educativo surgido y sostenido desde un Estado nacional. En síntesis,
recuperaremos el carácter productivo, heterogéneo y conflictivo de esas décadas sin
Estado-nación, pero con la atención puesta en evitar una lectura que aborde este
proceso desde la óptica de un Estado nacional triunfante.
En otras palabras, nos enfrentamos al problema de pensar la educación
durante una etapa muy compleja en la que la Argentina aún no existía como tal. Por lo
tanto, vamos a navegar en aguas movidas. No sólo porque esos años fueron agitados
políticamente, sino porque su reconstrucción generó debates políticos e historiográficos
de gran intensidad. En efecto: algunos investigadores calificaron el período de las
autonomías provinciales y de los caudillos como una etapa anárquica. Como afirman
Noemí Goldman y Ricardo Salvatore, la figura del caudillo encendió grandes polémicas
y posiciones encontradas. Ambos autores resaltan que “hubo investigaciones que
ofrecieron interpretaciones distintas a aquellas que sostenían que las zonas rurales eran
espacios sin orden social y sin instituciones, en las que el caudillo ejercía un poder
despótico”. Esos trabajos recuperan, por ejemplo, los aportes a la organización
constitucional que hicieron los caudillos en su defensa de los principios del
federalismo.
Sin embargo, la producción de estereotipos en torno a la figura del caudillo
permeó las representaciones sobre la historia de la educación del período, reforzando
dicotomías que, en muchos casos, ubicaron de un lado a lo urbano y lo ilustrado con
connotaciones positivas y, del otro, a lo rural y lo bárbaro, caracterizado en términos
negativos. Esas antinomias muchas veces se desplazaron a otros términos, regiones y
sujetos. Así, mientras algunos proyectos políticos -y los grupos que los sostenían-
fueron caracterizados como los portadores de las bondades del progreso y de la
preocupación por la educación, otros fueron representados y conceptualizados como los
promotores del desorden político y del atraso cultural. La educación del período se dio
en el marco de las luchas entre unitarios y federales, influenciada por el papel jugado
por los caudillos, por la política rivadaviana y por el rosismo. Los actores que
transitaron esos años plantearon ideas y propuestas concretas, que posteriormente se
activaron como representaciones de distintos proyectos de país. En ese sentido,
también seguiremos algunos recorridos intelectuales que, desde un registro político-
cultural más amplio, tomaron a la educación como cuestión a discutir.

El desembarco de la modernidad pedagógica

Abordar este período supone pensar un tiempo marcado por importantes


cambios para los territorios que hasta 1810 habían formado parte del Virreinato del Río
de la Plata. Podríamos caracterizar al siglo XIX como un tiempo de grandes
transformaciones, que se iniciaron en el siglo XVIII con el movimiento de la
Ilustración, con las revoluciones antiabsolutistas -cuyo paradigma fue la Revolución
Francesa- y con la revolución industrial en Inglaterra, que abordamos en la lección
anterior. Allí sosteníamos que los procesos emancipatorios hispanoamericanos debían
entenderse en el marco de esos grandes cambios. El lenguaje político revolucionario,
los programas y las propuestas de transformación de la sociedad colonial se nutrieron
del imaginario liberal y de los intereses concretos de expansión económica del
capitalismo en las primeras décadas del siglo XIX.
La Batalla de Cepeda (1820), en la que se enfrentaron el gobierno porteño y los
caudillos del Litoral, marcó la caída del poder central, con sede en Buenos Aires. La
idea de organizarse bajo un Estado centralizado, que se planteó a partir de la revolución
de 1810, quedó en suspenso. La imposibilidad de constituir un gobierno central se
planteó como una postergación, es decir, los líderes políticos provinciales imaginaron
que en el futuro estarían dadas las condiciones para alcanzar esa unidad que en aquel
momento les era esquiva. Por lo cual, cada provincia se gobernó a sí misma y entró en
relación con las otras a través de pactos interprovinciales.
En ese escenario fragmentado, la educación siguió siendo una preocupación
política. Bajo gobiernos de diverso cuño, mediante formas escolarizadas y no
escolarizadas y a través de diversas instituciones y prácticas, tuvieron lugar distintas
experiencias educativas. Si bien estos desarrollos fueron muy diversos, las provincias
compartieron la idea de que la educación era la herramienta capaz de fortalecer el lazo
social en la nueva sociedad posrevolucionaria.
Pero la situación desde la que partían las distintas experiencias no era
precisamente alentadora. Consideremos algunos datos, tomando en cuenta que se trata
de reconstrucciones parciales, ya que no existían estrategias efectivas para relevar, por
ejemplo, la cantidad de escuelas o de maestros que había en cada provincia. Según
Antonio Portnoy, hacia 1820 existían siete escuelas fiscales en San Juan, seis en Buenos
Aires, cinco en Mendoza, tres en Corrientes, dos en Córdoba, dos en Santa Fe, una en
Salta y otra en Jujuy. Las escuelas particulares eran más numerosas: 40 en Buenos
Aires, 13 en Mendoza, tres en Santa Fe, Tucumán, Salta y Jujuy tenían una, Buenos
Aires, por ejemplo, no contaba con escuelas para mujeres, quienes no tenían otro
centro de educación que los propios hogares o los conventos de monjas. En cambio, los
gobiernos de San Juan y Mendoza contaban, para 1817, con algunas escuelas para
niñas.
¿Qué novedades y qué desafíos se abrían en materia educativa para una
sociedad que se construía a sí misma? Para Buenos Aires, el período que se inició en
1820 fue de prosperidad económica y de estabilidad política. La historiografía liberal
acuñó el término feliz experiencia para referirse a esos años. En su carácter de Estado
autónomo, esa provincia fue la que más se benefició: la autonomía le permitió disponer
de las rentas de la aduana y de los negocios del puerto, sin tener que compartirlos con
el resto de las provincias. También se benefició de la expansión ganadera que se
producía en su territorio.
Bernardino Rivadavia, ministro de gobierno de Martín Rodríguez (1820-1824),
fue una figura decisiva en la política de esos años. Emprendió una serie de reformas con
las que pretendió modernizar a la sociedad y organizarla sobre las bases del
liberalismo, teniendo como modelo a la sociedad y la cultura europeas. La figura y
acción de Rivadavia no pasaron desapercibidas, generando fuertes polémicas en su
tiempo. Los debates también se manifestaron encendidamente en la producción
historiográfica. Mientras que para algunos promovió una educación moderna y
accesible para todos (Mitre incluso planteó que Rivadavia fue el primero que se ocupó
“seriamente” de la educación de la mujer), para otros diseñó una política educativa
moderna, pero alejada de los problemas y las necesidades de la sociedad.
La acción educativa de los años rivadavianos estuvo marcada por un rol activo
del Estado provincial. Según Bustamante Vismara, se radicaron 31 escuelas en la
campaña desde San Nicolás de los Arroyos hasta Carmen de Patagones, desde Rojas y
Pergamino hasta Ensenada y Magdalena.
En 1821 se creó la Universidad de Buenos Aires, inspirada en el modelo
napoleónico. Dicho modelo -al que también se denominaba Universidad Imperial-
surgió en el siglo XVIII, como resultado del distanciamiento entre el Estado y la Iglesia.
Las memorias sobre Instrucción Pública redactadas por Condorcet, que se
pronunciaron en la Asamblea Legislativa francesa de 1792, apuntalaron dicho proceso,
En aquel texto se establecía la ruptura entre las instituciones educativas previas,
gobernadas por el poder religioso, y las emanadas de la Revolución. El perfil laico, el
carácter universal de la educación y el interés por el desarrollo de la ciencia y de los
saberes prácticos, fueron algunos de sus principales ejes. En ese modelo, la Universidad
estaba bajo el control directo del Estado, que alentaba un nuevo programa de
enseñanza centrado en la ciencia y en la formación de sus funcionarios.
En términos organizativos, además, todos los niveles educativos fueron
incorporados a la Universidad, que estaba dividida en seis departamentos: de primeras
letras, de estudios preparatorios, de ciencias exactas, de medicina, de jurisprudencia y
de ciencias sagradas. Las escuelas de primeras letras, que hasta entonces habían estado
bajo la jurisdicción de los cabildos, quedaban incorporadas a la Universidad bajo la
dirección de un prefecto, mientras que los cabildos fueron suprimidos. A partir de ese
momento, se establecía que el rector debía promover la fundación de nuevas escuelas
donde fueran necesarias y que el método Lancaster debía ser aplicado tanto en las
instituciones educativas dotadas por fondos públicos como en las financiadas por
fondos privados.
El método Lancaster se implementó por primera vez en Buenos Aires en 1819.
En 1821, las autoridades decidieron reformar las ocho escuelas públicas de niños de la
ciudad, incorporando el sistema inglés. La primera escuela lancasteriana funcionó en el
convento de San Francisco, bajo la supervisión de James Thomson, un miembro de la
Sociedad Lancasteriana de Londres que había sido comisionado para difundir el
método en América del Sur. La formación de preceptores también fue una
preocupación de las autoridades. Entre 1825 y 1827, Pablo Baladía, quien se
desempeñaba como Director General de Escuelas, instaló una Escuela de Preceptores a
la que debían concurrir los maestros durante el período estival para capacitarse sobre el
método.
¿Cómo surgió el método? ¿En qué consistía? ¿Por qué su implementación
puede ser leída como expresión de la modernidad pedagógica? Para Marcelo Caruso y
Eugenia Roldan, la historia de este sistema de enseñanza está asociada “a la expansión
transcontinental británica y a la emergencia de un 'mundo atlántico revolucionario' que
actualizaba viejas conexiones en forma de redes de emancipación política y de cambio
cultural”.
La paternidad del método fue disputada por Joseph Lancaster y Andrew Bell,
Lancaster ideó su método en la ciudad de Southwark hacia 1798, con el propósito de
atender a los niños de los trabajadores que migraban desde el campo a las ciudades
inglesas en busca de nuevas fuentes de trabajo: se implementó en un contexto urbano
para una población relativamente homogénea. El de Andrew Bell, en cambio, era un
método de similares características, pero ideado para aplicarse en la ciudad de Madrás,
India, hacia 1790. El contexto donde se desarrolló era ligeramente distinto al anterior,
ya que se trataba de un escenario multicultural destinado a una población
esencialmente rural y su empresa estuvo animada por los deseos de evangelizar a una
población pagana.
Las noticias sobre el método se extendieron en diversas naciones y contextos a
través de contactos entre las elites y los miembros de la British and Foreing Bible
Society e incluso con el propio Joseph Lancaster. Pero si bien se trataba de un modelo
universal que presentaba un alto grado de precisión, sus condiciones de recepción
variaron: en su implementación se produjeron interpretaciones, traducciones y
adaptaciones a los contextos locales y por lo tanto sus resultados no fueron unívocos.
La base de este sistema era la enseñanza a un grupo de niños a través de otros
niños, que asumían el rol de monitores de la enseñanza. El docente, figura central para
el método, era quien regulaba todos los movimientos y conocimientos que los
monitores transmitían al resto de la clase. Gracias a un coordinado proceso donde
intervenían técnicas muy precisas, el sistema podía articular la enseñanza -en
simultáneo- de grandes grupos de niños. Los difusores del método sostenían que,
cuando se implementaba de manera exitosa, lograba reunir entre 200 a 300 alumnos,
divididos en grupos de 10. Para guardar el orden y mantener el proceso de aprendizaje
activo y regulado, los monitores asumían distintos roles, coordinados unos con otros.
Se preveían tres tipos de niños-monitores a cargo de las tareas de enseñanza: los
monitores generales, que controlaban a los monitores del orden, que a su vez vigilaban
a los monitores que enseñan directamente. El Lancaster era un sistema altamente
codificado. Los tiempos y los movimientos de todos los estudiantes debían estar
específicamente pautados. Por esta razón, por primera vez era necesaria la existencia de
un reloj en el aula que permitiera medir objetivamente estos procesos.
El Lancaster despertó el interés de las nuevas élites políticas
latinoamericanas: como ya hemos señalado, la construcción de un orden social y
político inédito requería también de la producción de sujetos preparados para
transitarlo. La educación de las masas era un imperativo y este método presentaba dos
ventajas para nada desdeñables: garantizaba la masividad y el costo de su
implementación resultaba asequible.
De inspiración utilitarista, el sistema Lancaster hacía a un lado los viejos
métodos de enseñanza y la aplicación de castigos corporales; en su lugar, promovía la
emulación de buenas conductas y se basaba en una lógica meritocrática que incluía
premios y castigos, Carlos Newland reseña algunas de las penalidades y de las
recompensas que estaban prescriptas para su implementación: “... las recompensas a
las buenas alumnas consistían en distintivos 'de primacía' que se llevaban colgados al
cuello y de billetes que podían canjearse por vestidos y adornos”. Los alumnos que eran
objeto de observación y castigo recibían “...amonestaciones orales de las maestras,
rótulos que se debían llevar en la frente de acuerdo con la falta cometida (habladora,
perezosa, sucia, desobediente, mentirosa) y lenguas coloradas que se ataban a la
barbilla”. Los monitores encargados de vigilar las clases podían perder su billete si no
hacían bien su labor.
En suma: el sistema lancasteriano representó un signo de la modernidad en la
educación. Era una estructura racionalizada de las relaciones pedagógicas. Se vinculaba
lo escolar con los procesos de producción. Lo escolar, cual máquina, desplegaba su
racionalidad desde una lógica semejante a la que se empleaba para regular el trabajo en
las fábricas.
Al desembarcar en Hispanoamérica, se vio sometido a variadas adaptaciones y
traducciones. Por ejemplo, en el Río de la Plata, a diferencia de lo ocurrido con la
propuesta lancasteriana en Inglaterra, el Estado tuvo un peso decisivo en su
promoción: además, el carácter verticalista de la versión inglesa se modificó para que
fuese impartida una educación de carácter republicano. Su implementación en el Río de
la Plata supuso, finalmente, un desplazamiento de las relaciones entre sociedad civil y
educación pública. Como señalan Caruso y Roldan, la acción de “las juntas protectoras
de escuelas compuestas por funcionarios locales y vecinos destacados”, que eran el
principal órgano de supervisión de la educación, “fue recalibrada en el marco de la
creciente intervención estatal de la década de 1820”. El Estado fue desplazando a la
sociedad civil del terreno educativo, pero ello no implicó que la sociedad perdiera el
interés por la eduación. Veamos algunos ejemplos, La Gazeta de Buenos Aires
informaba que el viernes 29 de agosto de 1815 se había creado la Sociedad Filantrópica
de Buenos Aires. Uno de sus promotores, Francisco Castañeda, buscaba a través de ella
ponerle remedio a un problema endémico de los emprendimientos educativos: la
discontinuidad que padecían las instituciones educativas a causa de la ausencia de
fondos para financiarlas. La Sociedad agrupaba a los hombres y mujeres que se sentían
convocados a participar en calidad de ciudadanos en la instauración del nuevo orden
social.
Para organizar la Sociedad, relataba Castañeda, el Supremo Director convocó a
trescientos ciudadanos nacionales y extranjeros “respetables por sus oficios, por sus
luces, por su estado, y por el bien que ellos pueden hacer auxiliando una empresa tan
noble”. La respuesta fue más que auspiciosa. En aquella oportunidad, Castañeda creyó
haber visto en los rostros de los presentes un sentimiento de mancomunidad, como si
todos estuviesen tomados por una misma sensación: “somos llamados para formar una
sociedad cuyo instituto sea el consultar los progresos de nuestro país en todos sus
ramos, la felicidad de nuestros conciudadanos, y la gloria de nuestra amada Patria”.
En la misma sintonía, el periódico La Abeja Argentina daba cuenta, en un
artículo titulado “Ojeada sobre el espíritu actual del país”, del surgimiento de un
movimiento destinado a “dar principio a nuestro esplendor y engrandecimiento
interno” a partir de la creación de instituciones que ayudaran a “completar el grande
plan de nuestra regeneración”. Con el propósito de fomentar y difundir la cultura, la
acción de la sociedad porteña gestó, entre 1812 y 1823, nuevas instituciones y formas de
sociabilidad, entre ellas, la Sociedad Literaria, la Sociedad del Buen Gusto del Teatro,
la Academia de Música y Canto, la Sociedad de Ciencias Físicas y Matemáticas, la
Sociedad de Jurisprudencia, la Academia de Medicina, entre otras.
Otra política educativa implementada por Rivadavia estuvo relacionada con la
educación de las mujeres, En 1823, se creó por decreto la Sociedad de Beneficencia.
Dicha asociación tendría a su cargo inspeccionar las escuelas de niñas, dirigir e
inspeccionar la Casa de Expósitos, la casa de los partos públicos y ocultos, el Hospital
de Mujeres, el Colegio de Huérfanas y “todo establecimiento público dirigido al bien de
los individuos de este sexo”. A partir de 1826, la Sociedad se extendió también a la
campaña. Así fue como se fundaron las primeras escuelas para niñas en San José de
Flores, San Isidro, San Nicolás, Chascomús, Luján y San Antonio de Areco, Compuesta
por damas de los sectores más influyentes de la época, la Sociedad de Beneficencia
dependía de la aprobación estatal para las decisiones de importancia. El método
Lancaster también se implementaba en las escuelas para niñas. Esos establecimientos,
que habían sido pensados inicialmente para alumnas de condición humilde,
terminaron, en los hechos, recibiendo a población de diversos grupos sociales.
Como anticipamos, la política educativa de Rivadavia generó fuertes
resistencias relativas a la centralización ejercida desde la Universidad y a que ésta
dependiera del gobierno para la toma de decisiones. También se cuestionó la existencia
de distintos niveles de autoridad sin que se estableciera una clara subordinación entre
ellos, lo que complicaba aún más la gestión. El método Lancaster también fue resistido.
Al suprimirse los cargos de ayudantes de primeras letras, no solo se incrementaban las
tareas de enseñanza de los maestros, sino que además se recortaban sus ingresos. Cabe
mencionar que, en su gran mayoría, los cargos de ayudantes los desempeñaban
familiares del preceptor. Los cuestionamientos al método no terminaban allí. También
se criticaba la figura del monitor porque, como señala Narodowski, ponía en entredicho
la “centralidad pedagógica del maestro”. Su presencia y su lugar dentro del método
ponían en cuestión el monopolio del saber, sus modos de circulación y las relaciones de
poder dentro del aula. Los monitores fueron una piedra en el zapato para la pedagogía
tradicional. Por esta razón, en las escuelas privadas se trató de evitar la aplicación del
decreto de 1822 que planteaba la obligatoriedad del método.
En 1823, Rivadavia fundó el Colegio de Ciencias Morales, en reemplazo del
Colegio de la Unión del Sud que había reinstalado Pueyrredón sobre la base del viejo
Colegio de San Carlos.
Rivadavia había intentado previamente plantear un sistema bifurcado para los
estudios secundarios: un Colegio de Ciencias Naturales, donde se ofreciera una sólida
instrucción científica, y uno de Ciencias Morales, con una propuesta de formación
orientada hacia la preparación para el desempeño en la vida social y política. El
primero no se concretó por cuestiones de presupuesto. El segundo admitía estudiantes
de las provincias que no pudieran costear sus gastos, mediante un sistema de becas. En
ese Colegio se formó una generación de jóvenes que tendría una participación relevante
en las décadas posteriores: Esteban Echeverría, Vicente F. López, Juan M. Gutiérrez,
José Mármol y Juan B. Alberdi, entre otros.
Finalmente, durante la etapa rivadaviana tuvo lugar un desarrollo importante
de instituciones educativas privadas. Una de ellas fue la que dirigió John Armstrong, la
Buenos Ayrean Britisn School Society, de ella dependían escuelas elementales que
seguían el método lancasteriano. A la que podemos agregar el Colegio Argentino para
niñas, que dirigían Melanie Dayet de De Angelis y Fanny de Mora: la Escuela
Lancasteriana y el Ateneo fundado por Pedro de Angelís, Joaquín de Mora y Francisco
Curel, entre otros establecimientos.
Pero ¿qué pasaba con la educación en las otras provincias? Para responder a
esta pregunta haremos previamente un breve rodeo.

El desierto y sus espejismos

Durante largas décadas, se impuso un relato oficial de la historia argentina que


planteaba los procesos históricos como pasos necesarios en una secuencia que debía
culminar en la concreción del proyecto civilizatorio, moderno, liberal y capitalista.
Como planteamos en la lección 1, los hechos del pasado que no se ajustaban a la línea
de esa secuencia fueron considerados desvíos o anomalías en la construcción de la
Argentina moderna. Precisamente, esa versión de la historia calificó al período que nos
ocupa -el de las autonomías provinciales- como un período anárquico; el desorden fue
el principal atributo que se le adjudicó a esta etapa, porque no se encaminaba hacia una
“centralización nacional” del poder, ¿Cómo se reflejó esto en la historia de la educación
argentina?
Ensayemos una respuesta a partir de la palabra civilización. Éste ha sido un
concepto organizador de los debates político-culturales y de muchos de los relatos de la
historia educativa de la Argentina. El peso de las ideas de Sarmiento -de las que nos
ocuparemos en la siguiente lección- ha contribuido a pensar a la educación y a la
civilización como términos prácticamente intercambiables. La civilización fue
caracterizada como una meta que se debía alcanzar, como el proyecto que
necesariamente debía triunfar. Para ello, la educación debía llenar el vacío, ese desierto
que producía la barbarie.
Pero esas representaciones fueron cuestionadas a partir de los resultados de
distintas investigaciones. En las últimas décadas se produjeron importantes esfuerzos
-en el campo historiográfico en general y en el de la historia de la educación en
particular- por recuperar experiencias y relatos del pasado que no habían sido
incorporados por la historia oficial, una tarea ardua y que aún resta completar.
Veremos aquí que las provincias -aun en el marco de grandes conflictos y a pesar de las
dificultades económicas- plantearon políticas, tomaron medidas y ensayaron
respuestas al desafío de educar que los nuevos tiempos les proponían.
Durante el período que nos ocupa, la mayoría de las provincias crearon
escuelas elementales y sus correspondientes órganos de supervisión y dirección. Tales
fueron los casos de Entre Ríos, Córdoba, Corrientes, Mendoza, San Juan, Tucumán y
Salta. Detengámonos en algunos ejemplos.
En la región del Litoral, más precisamente en Santa Fe, durante la gobernación
de Estanislao López se reabrió la escuela de primeras letras de Rosario, se aprobó un
reglamento escolar y se le reconoció al Cabildo el ejercicio de la superintendencia de las
escuelas. Había escuelas en Santa Fe, Rosario y San Lorenzo, En Rincón de San José, el
padre Castañeda instaló talleres de carpintería, herrería, relojería y pintura. En 1820,
durante el gobierno de Francisco Ramírez, se planteó en Entre Ríos la obligatoriedad de
la enseñanza elemental. A través de los Reglamentos para el orden de los
Departamentos de la República Entrerriana, se ordenaba instalar escuelas públicas,
para las que el Estado proporcionaría locales, libros y cartillas. En 1821, el gobernador
Mansilla fundó escuelas de primeras letras en Gualeguay, Gualeguaychú, Nogoyá y
Matanzas. Durante su gobernación se realizó una reforma orgánica de la educación. El
Congreso debía dictar planes de educación. Según Virginia Kummer, en 1822 se creó
por ley “la primera Escuela Normal, en la Villa, capital de Paraná, bajo el sistema
lancasteriano de enseñanza”. Finalmente, en Corrientes, se estableció la obligatoriedad
escolar a partir de 1825. Los alcaldes debían controlar que los padres de familia
mandaran a sus hijos a la escuela y en caso de que fueran reticentes debían notificarlo
al jefe de policía. Durante los gobiernos de Ferré, se extendió la instrucción pública, se
promovió la formación de maestros y se fundó -en 1841- la Universidad Superior de
San Juan Bautista.
El gobierno de Salvador María del Carril constituyó en San Juan una Junta
Protectora de Escuelas a fin de implementar el sistema de enseñanza mutua. También
en Mendoza, durante el gobierno de Pedro Molina se impulsó el sistema Lancaster. Un
intento similar ensayó el gobernador Gorriti en Jujuy.
En Córdoba, la preocupación por la educación se remontaba a los tiempos
ilustrados bajo el régimen colonial. Durante el gobierno del Marqués de Sobremonte ya
se planteaba la necesidad de que cada curato (departamento) o parroquia importante
de la campaña contara con una escuela. Para ello, era indispensable crear edificios
escolares, aportar fondos suficientes y asegurar la asistencia a la escuela, obligando a
los padres cuando éstos se resistieran a enviar a sus hijos. En tiempos revolucionarios
se dictó el Reglamento escolar de 1813, primer intento orgánico de regular las escuelas.
En 1817 asumió interinamente el gobierno de la provincia de Córdoba un salteño.
Manuel Antonio de Castro, quien -a través de una política de gravámenes sobre la
carne- buscó consolidar un fondo escolar estableciendo un porcentaje destinado a las
escuelas de campaña. Como señala Endrek, con ello se obligaba a “no descuidar la
alfabetización de las zonas rurales”, donde se concentraba un porcentaje importante de
la población de la provincia.
En marzo de 1820, el general Juan Bautista Bustos, jefe de la sublevación de
Arequito, asumió la Gobernación de Córdoba. En 1821, se sancionó el Reglamento
Provisorio de Córdoba en el que se afirmaba que la ilustración era necesaria para la
conservación pacífica de los derechos del hombre en sociedad y se planteaba como
obligación de las autoridades el fomento de las ciencias y la literatura, la Universidad,
las escuelas públicas, la agricultura, el comercio, las artes y los oficios. Entre sus
principios, el Reglamento destacaba la importancia de “inculcar los principios de la
humanidad y general benevolencia; caridad pública y privada; industria y frugalidad,
honestidad y delicadeza en su proceder, sinceridad, sentimientos generosos y todo
aspecto social entre el pueblo”. Además, explicitaba que los gobiernos se instituían para
el bien y la felicidad de los hombres y que la sociedad debía proporcionar auxilio a los
indigentes e instrucción a todos los ciudadanos.
Bustos recuperó algunas experiencias y tradiciones cordobesas que articuló
con el Reglamento de la provincia. En 1822, decretó la creación de la Junta Protectora
de Escuelas. Este órgano debía redactar un reglamento escolar, fundar escuelas en cada
curato y villa principal de la provincia, proponer los maestros que luego serían
designados por el gobernador, proveer de material didáctico a las escuelas, imprimir
cartillas y catecismos. La Junta examinaría el método Lancaster con el fin de evaluar su
aplicación cuando existieran los fondos suficientes (el método recién se habría aplicado
en la provincia en 1834). El Director de Escuelas debería visitar anualmente los
establecimientos educativos. También se garantizaba un mecanismo de asignación de
fondos que surgirían de la recaudación de impuestos.
En Tucumán se registraron avances durante la década de 1820, pese a las
dificultades que presentó la concreción de diversos proyectos educativos. En términos
legales, la Constitución de la República de Tucumán de 1820 estableció, como
atribuciones del Congreso, “formar planes de establecimiento de educación pública y
proporcionar los fondos para su subsistencia”. Según Norma Ben Altabef, durante las
gobernaciones de Gregorio Aráoz de Lamadrid, de José Manuel Silva y de Javier López.
se tomaron medidas “impregnadas de principios ilustrados”, que promovían “la
instrucción de los habitantes, su libertad y felicidad, aunque no compartían la
secularización de la vida en general”.
Fue durante la gobernación de Aráoz de Lamadrid (1826-1827) cuando se
organizó a las escuelas de primeras letras. Se nombró a una comisión que redactó la
reglamentación para promover las escuelas bajo el sistema Lancaster en la campaña y
se fundaron escuelas para niñas. Se crearon escuelas con fondos provenientes de
impuestos por cabeza de ganado que se cobraban en mercados y corrales, similares a
los establecidos en Córdoba. Junto a los fondos oficiales se destinaron para educación
otros recursos que provenían de contribuciones privadas. Las medidas que se tomaron,
afirma Norma Ben Altabef, permiten caracterizarlas “como el hito fundante de la
educación pública en Tucumán. Por ley de 1826, se establecía la disposición de fondos
para 'la recomposición del edificio donde funcionaría la escuela de primeras letras bajo
el sistema Lancaster'...”. La provincia asignó para educación un porcentaje de 8,16% en
su presupuesto de 1827.
Las convulsiones políticas y la falta de recursos fueron algunos de los
obstáculos con los que chocó la acción estatal tucumana en materia educativa.
Asimismo, los intentos por extender una educación revolucionaria de corte ilustrado se
hibridaron en la trama cultural colonial que seguía aún arraigada en la sociedad.
En suma, estas iniciativas y experiencias indican que la educación fue una
preocupación política compartida por la mayoría de las provincias que existían en la
primera mitad del siglo XIX en el actual territorio argentino. Si bien hubo momentos de
estabilidad, las voluntades y las decisiones gubernamentales en materia educativa
estuvieron atravesadas por un contexto complejo, caracterizado por turbulencias que
afectaron la paz social. Las dificultades materiales se impusieron muchas veces sobre
las propuestas, pulverizando las mejores intenciones. Los problemas económicos que
atravesaban las escuelas marcaron crudamente la concreción de algunas utopías
pedagógicas. La primera imprenta de Salta es un ejemplo ilustrativo. Había sido
instalada en 1824 con materiales de la imprenta de los Niños Expósitos, pero
finalmente terminó empleándose como material de fundición para las balas que fueron
utilizadas ante el avance de las tropas de Felipe Varela en 1867.
La construcción de una sociedad moderna fue un lento y complejo proceso,
marcado por distintas tensiones que afectaron, directa o indirectamente, la educación
de las provincias. Por ejemplo, la subordinación de los poderes regionales a un poder
central y el enfrentamiento de intereses económicos. Por otra parte, el avance del
Estado exigía la expropiación de ámbitos que hasta entonces formaban parte de la
esfera privada. Si al comienzo de este período los padres de familia tenían la potestad
de enviar o no a sus hijos a la escuela, a medida que el Estado se consolidaba esa
libertad devino obligación, porque una regulación estatal así lo prescribía.

Rojo punzó

Desde fines de la década del 20 se inició un largo período de hegemonía


federal. Luego de la breve experiencia presidencial de Rivadavia (1826-1827) y disuelto
el gobierno nacional, el federal Manuel Dorrego asumió la gobernación de Buenos
Aires. En medio de la crisis desatada por la guerra con el Brasil y la oposición interna,
su gobierno sufrió un golpe de Estado y Dorrego fue posteriormente fusilado bajo las
órdenes del general Lavalle. En ese contexto de gran convulsión política, Juan Manuel
de Rosas, un federal autonomista, fue electo gobernador de la provincia de Buenos
Aires en dos oportunidades (1829-1832 y 1835-1852). Una vez en el poder, privilegió los
intereses y las prerrogativas de su provincia, postergando con éxito los intentos de
unificación nacional que significaban el reparto de recursos, de las rentas aduaneras y
del puerto, que estaban en manos de Buenos Aires.
Ricardo Salvatore caracteriza al federalismo rosista como una expresión
política que adecuaba los principios abstractos de la república al nuevo panorama
político que se inició luego de la independencia. Para el rosismo, el orden republicano
se sostenía en una visión del mundo rural que consideraba “estable y armónico, con
fronteras claras a la propiedad y con jerarquías sociales bien delimitadas”. Ese orden
tenía como componente necesario la imagen de una república que estaba amenazada
por un sector conspirador vinculado con el grupo de los unitarios, que eran, a su vez
“identificados en el discurso rosista con los intelectuales, los comerciantes, los
artistas...”. En ese republicanismo, la defensa del sistema americano, entendido como
“una confraternidad de repúblicas americanas enfrentadas con las ambiciosas
monarquías europeas” revestía la misma importancia que la capacidad para “restaurar
el orden social” y “calmar las pasiones de la revolución”. La existencia de otra visión era
caracterizada como un desvío y un peligro político.
En 1828, Saturnino Segurola -que había sido Director de Escuelas en 1817- fue
convocado para desempeñarse como Inspector General de Escuelas. Así comenzó el
desmantelamiento y la reconfiguración del modelo rivadaviano. Las escuelas, que
dependían de la Universidad, quedaron bajo la órbita del Ministerio de Gobierno.
Retrocedía el utilitarismo, ya no era obligatorio el Lancaster y los castigos corporales
“moderados” fueron nuevamente aceptados.
La turbulencia política de esos años tuvo sus efectos en el terreno educativo.
Newland afirma que entre 1827 y 1829 “desaparecieron cuatro de las once escuelas de
varones existentes”. La recuperación se daría a partir de 1830, cuando se generaron
condiciones de estabilidad, aunque no volvieron a alcanzarse las cifras de la primera
mitad de la década del '20, “el número de niñas se equiparó al de niños en
establecimientos públicos”. Durante los años '30, si bien seguía vigente la
obligatoriedad escolar, se tendió a eliminar la gratuidad “universal”. La política de
recorte presupuestario incidió con fuerza a partir de 1838, cuando se produjo el
bloqueo francés al puerto de Buenos Aires y el Estado debió incrementar sus gastos
militares. En ese contexto hubo arancelamiento y fusiones de escuelas. Desde aquel año
se vio afectado el flujo de fondos que solventaba la Sociedad de Beneficencia y la Casa
de los Expósitos, por lo cual las suscripciones que hicieran los vecinos serían
determinantes para garantizar el funcionamiento de las escuelas.
Como contrapartida, durante este período se fortaleció la educación privada.
Algunos establecimientos públicos continuaron abriendo sus puertas, pero los alumnos
debían pagar una cuota mensual una vez que les fue quitado el financiamiento estatal,
que sólo se reiniciaría a partir de 1849.
Los jesuitas, que habían sido expulsados por los Borbones, volvieron a Buenos
Aires de la mano de Rosas en 1836. Con ellos retornaba también su plan de estudios, la
ratio studiorum. Se hicieron cargo del Colegio de Buenos Aires y gozaron de una fuerte
aceptación de la comunidad local debido a su tradición pedagógica y a la gratuidad de
su enseñanza. Los miembros de la Compañía evitaron pronunciarse políticamente, en
un contexto que requería cada vez más muestras de adhesión al rosismo. Esa posición
los llevó finalmente a un enfrentamiento larvado con el gobierno, que comenzó a
ejercer presiones indirectas. Por esa razón, en 1841, la Compañía dejó nuevamente
estas tierras. El Colegio fue reabierto en 1843 como Colegio Republicano Federal bajo la
dirección del padre Majesté quien, habiendo formado parte del núcleo jesuita, se
convirtió al clero secular. Los principios de la nueva institución fueron “Patriotismo
federal, religión católica e ilustración sólida”. Marcos Sastre fue el subdirector del
establecimiento y quien redactó su Reglamento. En 1846, ingresó como codirector el
francés Alberto Larroque, quien años más tarde ejercería el rectorado del Colegio del
Uruguay, fundado por Urquiza en 1849 en la ciudad de Concepción del Uruguay.
Hablamos del desmantelamiento de las instituciones educativas previas, pero
también de reconfiguración. La política y la pedagogía del rosismo se desarrollaron con
especial énfasis a través de formas de socialización y participación popular, como las
fiestas federales, en las que se reforzaban los sentidos de la causa federal, del culto al
líder y de la idea de nación. En esos festejos se aprendían sentidos políticos. Los
festejos de los triunfos federales y la exaltación de los héroes se difundían a través de
este tipo de eventos que -como sostiene Salvatore- en un contexto “donde prevalecía el
analfabetismo [...] contribuían a difundir las noticias de la guerra e, indirectamente,
ayudaban a la construcción de una memoria colectiva”.
Las muestras de adhesión se convirtieron en una forma de disciplinamiento
que fue requiriendo signos cada vez más explícitos. Pedro de Angelis -un napolitano
que desarrolló una amplia labor intelectual y política durante y en favor del orden
rosista- consideraba que en las escuelas no debía darse lugar a la enseñanza de
doctrinas contrarias al catolicismo y al federalismo. A partir de 1831, maestros y
alumnos debían llevar consigo la divisa punzó y eliminar cualquier signo que denotara
alguna asociación con el grupo de los unitarios (por ejemplo, el color celeste, que
representaba a ese sector político). Desde 1834, no habría lugar dentro de las escuelas
públicas para quienes no adhiriesen al Partido Federal. Según Newland, si bien los
docentes no se vieron afectados, en los hechos estaban obligados a pedir al ministerio
una autorización para el funcionamiento de las escuelas “en la que debían indicar su
nacionalidad, religión y adhesión al Partido Federal, además de presentar dos testigos
que sirvieran de garantía”. En 1846, el gobierno inició también un proceso de revisión
de materias y textos, en particular en aquellos contenidos referidos a cuestiones de
orden político, religioso y territorial.
Los años rosistas fueron particularmente convulsos, políticamente intensos y
atravesados por la violencia. Habían pasado más de dos décadas de ensayos políticos y
de experiencias pedagógicas desde el estallido de la revolución. En la confluencia de ese
tiempo que les tocó vivir, un grupo de jóvenes, nacidos casi en simultaneidad con la
revolución, interrogó su presente, indagó su historia e imaginó un futuro. Su
preocupación profundamente política los llevó a pensar en la educación como respuesta
a las cuestiones sociales que los desvelaban. Veamos a continuación las condiciones que
hicieron posible la emergencia de este grupo y los ejes sobre los que se constituyó su
reflexión político-pedagógica.

La educación según los jóvenes románticos

Con la creación de la Universidad de Buenos Aires, en 1821, emergió un nuevo


perfil dentro de la ciudad, el de los jóvenes estudiantes. Pilar González de Bernaldo
subraya que, más allá de la pertenencia comunitaria, la universidad “prolonga y
completa la esfera pública literaria, a partir de la cual surgirá una esfera pública
política”. Esto es: las aulas universitarias tendieron puentes entre la actividad
intelectual y la intervención política. Uno de los ejes sobre los que se estructuró ese
proceso fue la emergencia y el desarrollo de una sociabilidad estudiantil surgida
alrededor de la institución universitaria. En los años del rosismo, sus estudiantes
crearon dos asociaciones, la Asociación de Estudios Históricos y Sociales en 1833 y el
Salón Literario en 1837.
El Salón Literario funcionó en la trastienda de la librería de Marcos Sastre. Las
reuniones se realizaban dos o tres veces por semana y en ellas se leían y discutían los
trabajos que presentaban sus participantes. Los miembros del Salón debían pagar un
abono, aunque también se admitía a quienes no podían hacerlo, pero garantizaban
intervenciones eruditas. ¿Cuál fue el contexto en el que emergió este tipo de
sociabilidad? ¿Quiénes se sintieron llamados a intervenir en el espacio público? ¿Qué
nuevos sentidos cobró la educación en ese entramado?.
Mientras tanto, la situación de las provincias argentinas era de gran
convulsión. El asesinato de Facundo Quiroga, en 1835, fue el punto culminante de la
violencia política que se había desatado tiempo atrás. A pocos días de aquel
acontecimiento, Rosas fue designado gobernador por segunda vez. La Sala de
Representantes le otorgó la suma del poder público, lo que significaba que concentraba
no sólo funciones ejecutivas, sino también las legislativas y judiciales.
En ese contexto, los jóvenes intelectuales abrazaron las ideas del
romanticismo, un movimiento surgido en Europa a fines del siglo XVIII, que se expresó
a través de la literatura, la filosofía y el arte y que tuvo importantes derivaciones
políticas en las primeras décadas del siglo XIX. El romanticismo surgió como una
reacción al movimiento ilustrado, resaltando la primacía del sujeto individual, que se
extendía al plano social y cultural. Este movimiento también exaltaba todo aquello que
era considerado auténtico, original y distintivo de cada sociedad. El movimiento
romántico tuvo un fuerte carácter introspectivo y de toma de conciencia. En su
Primera lectura en el Salón Literario, Esteban Echeverría, principal referente de la
Generación del '37, daba cuenta de esa búsqueda cuando expresaba que “Hemos
entrado en nosotros mismos con el propósito de conocernos”.
Como sostiene Jorge Myers, la mayoría del grupo que se constituyó como la
generación romántica argentina se había formado en el marco de las reformas
educativas rivadavianas, en el Colegio de Ciencias Morales y en la Universidad de
Buenos Aires. “Esa experiencia le imprimió a la nueva generación un carácter nacional
ya que una porción importante de los alumnos eran becarios provenientes de las
provincias del interior.” Fueron una élite cultural, que se convirtió en nacional: en ella
participaban tucumanos como Juan Bautista Alberdi y Marco Avellaneda, los porteños
Juan María Gutiérrez, José Mármol y Vicente Fidel López y el sanjuanino Manuel José
Quiroga Rosas, entre otros, Este grupo fue educado en una institución estatal, desligada
de vinculaciones directas con la religión oficial, lo que hizo de esta generación “la
primera que pudo concebir su lugar en la sociedad y en la cultura en términos
modernos”. Igualmente, el romanticismo rioplatense estuvo atravesado por elementos
de la Ilustración, no sólo porque el currículo escolar rivadaviano era ilustrado, sino
porque adscribieron a la idea de alcanzar el progreso social sobre valores universales
mediante la acción del Estado.
En el Salón Literario, se ponían en discusión las ideas llegadas de Europa. Los
estantes de la librería de Marcos Sastre ofrecían lecturas y textos; los miembros del
Salón nutrían sus debates y ponían en circulación las novedades surgidas en el viejo
continente. Este grupo de intelectuales fue adquiriendo una identidad en términos
generacionales y sus intervenciones literarias se fueron deslizando hacia el terreno de la
política. Consideraban que para construir una comunidad era indispensable forjar una
literatura nacional.
Su posición de jóvenes les dio un sesgo particular como sujetos políticos. Juan
María Gutiérrez decía: “nuestros padres hicieron lo que pudieron, nosotros haremos lo
que nos toca”. Gutiérrez estaba particularmente interesado por comprender el peso del
legado hispánico en los distintos campos del saber. Por eso, una de sus intervenciones
en el Salón Literario se tituló: Fisonomía del saber español: cuál debe ser entre
nosotros. Interesado en los avances y descubrimientos científicos, participaría algunas
décadas después de la Sociedad Científica Argentina y redactaría Origen y desarrollo
de la Enseñanza Pública Superior en Buenos Aires, donde compilaba fuentes y ofrecía
breves síntesis de los principales acontecimientos educativos, sobre todo referidos a la
educación superior. Desde otro plano de intereses, Alberdi también indagaba en los
vínculos que los unían con el viejo mundo: “Dos cadenas nos ataban a la Europa: una
material que tronó, otra inteligente que vive aún. Nuestros padres rompieron la una por
la espada: nosotros romperemos la otra por el pensamiento”. Se sintieron interpelados,
llamados a hacerse cargo de un mandato. Los escritos de varios de sus miembros
convergieron en la necesidad de encarar una tarea de regeneración social y política.
Desde una identificación generacional, buscaron fundar una tradición, un
pasado en el cual inscribir la propia historia. Echeverría la ancló en los ideales de la
revolución de Mayo. Para él, la unidad debía forjarse a través de principios que fueran
los cimientos de la transformación social. Así lo planteó en el Dogma Socialista: la
asociación debía garantizar y amalgamar los intereses sociales con los individuales, el
progreso era el signo de la revolución y de la civilización, que buscaba el bienestar y la
realización del pueblo. Los principios de libertad, igualdad y fraternidad estaban en la
base de un programa que planteaba una emancipación integral.
Para Echeverría, su generación había decidido tomar la posta de los miembros
de la generación de Mayo, a los que consideraba sus padres. La conciencia social y el
progreso completarían la tarea iniciada en 1810. Para esos jóvenes, era necesario
inaugurar un tiempo de reflexión. Así lo aseguraba Alberdi cuando escribía, en 1837, en
el Prefacio de su Fragmento preliminar al estudio del derecho: “Una sien de la patria
lleva ya los laureles de la guerra; la otra sien pide ahora los laureles del genio. La
inteligencia americana quiere también su Bolivar, su San Martín”. Consideraban
imprescindible crear una fe común en la civilización, que permitiera completar la
transformación social que se había iniciado con la ruptura del vínculo colonial español.
La Generación del '37 buscó recuperar elementos de la tradición unitaria y de
la tradición federal, proponiendo una síntesis que consideraba superadora. En una
primera etapa, sus miembros creyeron que era posible intervenir como una élite letrada
dentro del federalismo, pero esa alternativa resultó inviable ya que el desarrollo de los
acontecimientos tensaba cada vez más la situación política. En 1838 formaron la
Asociación de la Joven Argentina, una organización secreta bajo la dirección de
Esteban Echeverría, que tomaba como modelo a la Giovine Italia liderada por
Giuseppe Mazzini. A través de la Asociación y de la edición de periódicos se fue
ampliando su radio de influencia más allá de Buenos Aires. Tal es el caso de Sarmiento,
quien se incorporó a esta corriente a través de Manuel José Quiroga Rosas. En un
marco cada vez más conflictivo, muchos de los miembros de la Generación del '37 se
vieron obligados a exiliarse. “Su propia identidad colectiva tenderá a diluirse en la de
los unitarios”, afirma Myers. La mayoría se recluyó en Montevideo y en Santiago de
Chile. Sarmiento diría: “¡Pobre Echeverria! Enfermo de espíritu y de cuerpo, trabajado
por una imaginación de fuego, prófugo, sin asilo, y pensando donde nadie piensa”.
Las reflexiones de este grupo buscaron dar respuestas a la perplejidad que les
generaba la situación política en la que se encontraba el país. Desde su posición de
letrados, se preguntaron por las causas del fracaso de la élite dirigente unitaria, Se
preguntaban por qué ese grupo no había podido continuar con el legado de Mayo. El
interrogante político tenía fuertes connotaciones pedagógicas: ¿por qué el ascenso de
Rosas había sido posible? ¿Cómo fue que la ilustrada Buenos Aires terminó
conquistada por ese caudillo? Echeverría planteó metafóricamente, a través de su
cuento El matadero, la ruralización y la brutalización que había sufrido la sociedad bajo
el poder rosista.
Altamirano y Sarlo observan en Echeverría la presencia de un interrogante que
acompañó a otros intelectuales: ¿cómo edificar un orden político modernizador y
liberal si los sectores populares no lo vislumbraban como una opción? El ejercicio de la
democracia acaso “¿ha sido ajeno al advenimiento del despotismo bárbaro?”. Alberdi
entendía que los destinos futuros del género humano descansaban en la educación de la
plebe. Pero ¿cómo convertir a la plebe en pueblo?, ¿qué sujetos debía constituir la
educación? El autor de las Bases creía que, hasta tanto se pudiera concretar una
verdadera república, había que promover la modernización en el marco que ofrecía la
república posible. En primer término, era necesario atraer capitales e inmigración, que
sentarían las bases para el crecimiento económico del país; sólo después se podría
plantear una redistribución económica. Como advierte Halperin Donghi, en la
propuesta alberdiana el pasaje de esa “república posible” a una “república verdadera”
se lograría cuando el país alcanzara una estructura social comparable a la de las
sociedades europeas. En ese tránsito de lo posible a lo deseable, la educación tendría un
rol fundamental.
En sus Bases, sostuvo que la educación no era un sinónimo de instrucción. La
educación debía realizarse por medio de las cosas, promoviendo las ciencias y artes de
aplicación, las lenguas vivas y los conocimientos útiles. Se debían multiplicar las
escuelas de comercio y de industria, ya que “La industria es el único medio de
encaminar la juventud al orden”, puesto que moraliza y facilita los medios para vivir. El
carácter práctico se extendía también a la religión, que requería de acciones concretas,
no de prédicas.
Alberdi consideró que era necesario ser permeables a la influencia de la
Europa anglosajona y terminar con los sentimientos anti-extranjeros, ya que la patria
es la libertad, el orden y la civilización desarrollados en la tierra nativa. Sostuvo que, en
América, lo que no es europeo, es bárbaro. “Lo que llamamos América independiente
no es más que Europa establecida en América”, concluía.
Las Bases, escritas a mediados del siglo XIX, coincidieron con un momento
que fue bisagra en el proceso de formación del Estado argentino. Otros intelectuales
-como veremos en la próxima lección- salieron al cruce de estas consideraciones,
imaginando distintas articulaciones entre política y pedagogía, entre educación y
sociedad civil, junto a la presencia de un actor que se iría consolidando cada vez más: el
Estado.
LECCIÓN 5
La formación de una trama: las ideas pedagógicas durante
la consolidación del Estado

Existen períodos en la historia en los que el tiempo parece acelerarse. Esto


suele acontecer con las etapas en las que el devenir cobra un espesor que no se ajusta a
las unidades de medida tradicionales. Así, el tiempo objetivamente cuantificable y la
percepción de los sujetos y las sociedades que lo viven sufren un desacople; el tiempo
transcurre con una densidad diferente, su ritmo se altera respecto de períodos
precedentes y la intensidad se convierte en una de sus características más significativas.
Si efectuamos una mirada retrospectiva, podemos considerar a las décadas que
van desde el crepúsculo del orden rosista hasta la llegada de Roca a la presidencia
-expresión triunfante del Estado nacional sobre Buenos Aires- como un tiempo
caracterizado por la aceleración y la condensación. El complejo proceso que se había
abierto en 1810 encontraba, a mediados del siglo XIX, nuevas condiciones y claves para
su resolución. La expansión capitalista y la división internacional del trabajo
reservaban para la Argentina una inserción en el mercado mundial como productora de
materias primas y para ello se tornaba urgente la construcción de un orden social y
económico capitalista. Ubicar al país en la senda del progreso requería mano de obra,
capitales y un mercado de tierras, entre otros factores; era imprescindible la creación
de un orden político y jurídico que garantizara transformaciones estructurales. Así, el
proceso de formación del Estado ingresó en su última y definitiva fase de consolidación.
En esta lección vamos a recuperar algunos de los sujetos y discursos que
intervinieron activamente en el terreno educativo durante ese período. Para ello
haremos un ejercicio. Repondremos algunas ideas y propuestas que en esos años
desarrollaron Domingo F. Sarmiento, Marcos Sastre, Juana Manso, Amadeo Jacques y
José Manuel Estrada. Lo haremos siguiendo aspectos de sus biografías, de sus
trayectorias políticas e intelectuales, de sus preocupaciones educativas y de las
cuestiones político-pedagógicas que instalaron. Nos proponemos pensar el período de
esta lección tomando a cada uno de ellos como indicios de la trama pedagógica
moderna, que se fue constituyendo en la antesala de la organización del sistema
educativo nacional.

Después de Rosas

Tras la derrota de Rosas ante el Ejército Grande -comandado por Urquiza- en


la batalla de Caseros (1852), se abrió un nuevo tiempo. La urgencia por producir la
unificación nacional se respiraba en la atmósfera. Se iniciaba un período cargado de
disputas políticas, de debates ideológicos y polémicas pedagógicas, de conflictos entre
regiones y de represión desde el poder “nacional” que buscaba consolidarse. La guerra
contra Paraguay y las campañas militares de disciplinamiento y de exterminio de las
comunidades indígenas marcaron trágicamente al período.
Una mirada de larga duración nos permite comprender el peso que tuvieron
esas décadas conflictivas en el proceso de formación del Estado nacional argentino. Sus
protagonistas fueron atravesados por un tiempo social y político que estuvo cargado de
inminencia, de luchas por la hegemonía, en el que se buscaba definir el proyecto de
nación.
Si bien la batalla de Caseros fue un punto de inflexión dentro del proceso de
formación del Estado argentino, habría que esperar una década más para que se
produjera la ansiada unificación política. En ese marco, la educación elemental se
encontraba en un estado embrionario Veamos algunos datos: para 1860 existían en
Buenos Aires 126 escuelas fiscales (estatales) y 205 particulares, mientras que en el
resto de las provincias los números eran sensiblemente inferiores. Sólo para señalar
algunos ejemplos contrastantes: Corrientes, que no tenía escuelas particulares y
aventajaba significativamente en número de escuelas fiscales a las demás provincias,
contaba con 63; pero el desarrollo de la Guerra contra el Paraguay (1865-1870) afectó
severamente al tejido social de la provincia y por ende a los avances que se habían
registrado en materia educativa bajo las gobernaciones de Pedro Ferré (cabe señalar
que Corrientes sufrió graves pérdidas durante el conflicto, no sólo en combate; el suelo
correntino fue asolado por epidemias cuando allí se instalaron los hospitales de guerra
de argentinos, uruguayos y brasileños). En San Luis había tan solo una escuela fiscal.
En Buenos Aires, los alumnos sumaban, según los cálculos, 17.479, incluyendo a los de
las escuelas fiscales y las particulares. En la Confederación Argentina, la mayor
cantidad de alumnos residía en Corrientes, un total de 5.500; le seguía Entre Ríos con
2.541, Pocos años más tarde, las cifras que arrojó el primer Censo Nacional (1869)
dejaron constancia de que 82.000 alumnos asistían a establecimientos de enseñanza;
es decir, aproximadamente el 20% de la población que se encontraba en edad escolar.
En el cierre del período, y de acuerdo con el primer Censo Escolar de 1883, la cifra de
alumnos trepaba a 145.000, lo que significa, en términos, porcentuales, el 28%.
La mayoría de los maestros no contaba con una formación adecuada para
enseñar. Esa tendencia se mantendría incluso luego de que se crearan las escuelas
normales, a partir de la presidencia de Sarmiento (1868-1874). Los maestros titulados
eran muy pocos respecto de las necesidades educativas, por ello se permitía que
impartieran enseñanza quienes no poseían título a pesar de la prohibición legal para
incorporarlos (tal era el caso de la Ley de Educación de la Provincia de Buenos Aires de
1875). Ante la falta de maestros, la enseñanza se daba en contextos y a través de sujetos
de los más variopintos. Así lo describiría años más tarde Paul Groussac: “En una pobre
aldea de la Puna he hallado una vez un abogado italiano instruido y loco de música, que
cantaba Rossini en la guitarra; en otra parte, era un antiguo alumno de la escuela de
Bellas Artes de París, que había adornado al carbón sus cuatro paredes”. Y para
completar el cuadro enumeraba otros casos: “el capataz de estancia que deletrea a la
par de los alumnos, el procurador sin pleitos, el extranjero sin profesión que pasa por la
enseñanza como por un puente “. A lo que se le sumaban las condiciones en las que se
encontraban muchas de las escuelas:” que no son sino cabañas cerradas al aire y
abiertas a la lluvia, sin ajuar escolar ni aún útiles de clase...”
En medio de esas dificultades se perfilarían los contornos de la educación
moderna en la Argentina. Los intelectuales del período compartieron -en su mayoría-
una preocupación modernizadora. Para algunos, la educación se convirtió en el centro
de su reflexión y en espacio de intervención; su producción ensayística y sus propuestas
político-educativas impactarían no sólo entre sus contemporáneos, sino en las
generaciones venideras. Dichos sujetos fueron constituyendo una trama pedagógica
que instaló una agenda de temas y de problemas específicamente modernos, cuyas
ideas serían recuperadas en los debates pedagógicos posteriores.
Decimos trama porque entre ellos hubo puntos de contacto, pero no fueron un
grupo homogéneo, articulado orgánicamente. Algunos trabajaron juntos o fueron
referencias entre sí. Otros no. Sus trayectorias fueron diversas, acordaron, expresaron
matices e, incluso, en algunos casos, visiones ideológicamente contrapuestas. Pero
compartieron un tiempo favorable para la emergencia de subjetividades modernas
atravesadas por pasiones político-pedagógicas que impactarían posteriormente en el
sistema educativo nacional, en la formación docente, en la cultura escolar, en los modos
de pensar los vínculos entre la escuela y la cultura política, la educación y su relación
con el Estado y con la sociedad civil. Decimos también que esos sujetos son indicios,
porque cada uno de ellos -en asociación con los otros- nos permite inferir la presencia
de procesos de carácter más general. La imaginación pedagógica posterior organizó sus
mitos, debatió posiciones, construyó representaciones, sus sueños y sus obsesiones
sobre la tarea de enseñar, tomando esa trama como material constitutivo.

Educación, desierto y nación: la construcción de un escenario

La educación moderna argentina se emplazó sobre un escenario constituido


por imágenes muy potentes. A continuación, vamos a detenernos en las ideas de
civilización y de barbarie y en la representación del desierto elaborada por Sarmiento.
Veremos cómo esas imágenes fueron enlazadas con la necesidad de construir a la
nación como una sociedad moderna a través de la educación.
Domingo F. Sarmiento nació en San Juan en 1811 en el seno de una familia
empobrecida. Concurrió a una escuela de la Patria, creada tras la Revolución de Mayo
y, ante la imposibilidad de ingresar al Colegio de Ciencias Morales, fundó una escuela
junto a su tío José Oro, en San Francisco del Monte, San Luis. Era un joven decente
-sinónimo de blanco para la época-, pero sin fortuna. En un período atravesado por las
luchas entre unitarios y federales, Sarmiento se colocó al lado de los primeros y se
exilió en Chile en 1831, cuando Facundo Quiroga irrumpió en su provincia. Cinco años
más tarde regresó a San Juan, donde fundó el periódico El Zonda. Tomó contacto con
las lecturas de la Generación del ‘37 y su prédica anti-rosista lo condujo nuevamente al
exilio. Sus años en Chile fueron centrales para su producción intelectual y su
intervención política. Retornó luego de la derrota militar de Rosas y desde entonces
desarrolló una carrera política que lo llevaría a la presidencia (1868-1874).
Polemista y polémico, Sarmiento ha sido un personaje central en la historia de
la educación y en la trama político-cultural nacional, incluso después de su muerte. Sus
ideas -algunas claramente progresistas y otras francamente revulsivas- nos impiden
ubicarlo en una sola biblioteca. Cuando intentamos colocarlo en un estante
determinado, Sarmiento da un giro, su pensamiento se mueve y nos obliga a
interrogarnos sobre la pertinencia de las etiquetas y de los rótulos. Aquí vamos a revisar
algunas de las imágenes que desplegó sobre la sociedad en su texto Facundo y la
dimensión utópica de su discurso político-pedagógico.
Si educar es proyectar una utopía, ésta se organiza impulsada por deseos y por
imágenes. La figura del desierto que planteó Sarmiento en la escritura del Facundo es
fundante en su pensamiento pedagógico. El Facundo es una obra capital para la cultura
argentina, no sólo por la extraordinaria potencia de sus representaciones, sino porque,
desde la aparición de la obra, las tradiciones políticas y educativas se vieron
interpeladas por las ideas del sanjuanino. Podríamos hablar de un proceso en el que
cada parte constituyó a la otra: si Sarmiento creyó encontrar en el Facundo una clave
para analizar a la Argentina, ésta, a lo largo de su historia, se espejó en esa clave, que
fue emergiendo posteriormente una y otra vez en los debates políticos y culturales.
Si bien no perteneció al núcleo de la Generación del ‘37, Sarmiento puede ser
considerado como un miembro que encontró en ese grupo, según Oscar Terán, “una
sintonía ideológica y una identificación estética”. Participó del romanticismo de su
generación al querer indagar en la sensibilidad, en aquellos rasgos considerados
propios y distintivos de la cultura argentina. Fue parte de esa intelectualidad interesada
en reflexionar, no ya en los términos de una identidad americana o hispanoamericana,
sino preocupada por distinguir los rasgos propios de la nación argentina.
Facundo apareció por primera vez en forma de folletín en 1845, en el periódico
El Progreso de Santiago de Chile. Rosas era por entonces la figura central de la política
nacional y Sarmiento, desde el exilio, encontró en la figura del caudillo riojano Quiroga
la manifestación de un arquetipo que -según el sanjuanino- se encarnaba en el
gobernador de Buenos Aires. Facundo fue para su autor un modo específico de
intervención política contra el rosismo. A través de su figura, buscó develar un enigma,
indagando en las causas atávicas de la barbarie y en las condiciones que posibilitaban
su persistencia. El texto expresaba también un proyecto que quería convertirse en
programa de gobierno. Desplegó su obsesión en clave romántica, queriendo alcanzar el
objetivo ilustrado, esto es, la civilización.
Sarmiento fue un hombre de acción y Facundo fue una obra escrita en la
gatera: su reflexión se extendía de modo bifronte entre el pasado y el futuro, a la espera
de la largada, que se concretaría políticamente con el derrocamiento del “Restaurador”.
El Facundo era un modo activo de gestionar esa espera, de convertirla en acción
concreta. La barbarie que simbolizaba la figura del caudillo riojano ya muerto -y que se
había encarnado en la figura política de Rosas- era considerada por Sarmiento una
amenaza siempre latente.
Una de las claves que permiten organizar la lectura del Facundo es identificar
las antinomias sobre las que está construida toda su argumentación. En sus capítulos se
recorren las características geográficas del territorio argentino vinculadas a tipologías
sociológicas. La antinomia civilización y barbarie es la que organiza a todas las demás.
Asociadas a la civilización participan la ciudad, lo moderno europeo, el liberalismo, la
razón, las formas constitucionales y la ley, el comercio y la agricultura. Asociadas a la
barbarie, se distinguen el mundo rural, el latifundio, la herencia española, los caudillos
y sus formas de ejercicio despótico del poder y la ganadería semipastoril.
En el análisis sociológico que propone Sarmiento, las formas culturales se
expresaban a través de antinomias que interactuaban, incluso dentro de las ciudades
argentinas. Tal es el caso de Córdoba, donde se podían distinguir algunos rasgos de las
ciudades europeas impregnados de un espíritu político-cultural conservador, heredero
de la contrarreforma española. O Buenos Aires, como la expresión por antonomasia de
lo civilizado, en la cual, sin embargo, residía la barbarie bajo el nombre de Rosas.
¿Qué hizo posible que lo bárbaro se adueñara de la ciudad? Sarmiento
encontró la respuesta a ese enigma en una suma de antecedentes históricos. Las masas
y los caudillos, explicaba, se habían activado con el proceso de la revolución y las
guerras por la independencia, colaborando con la causa de la emancipación. Pero los
realistas no fueron los únicos vencidos. Simultáneamente, las formas culturales del
campo se impusieron sobre los modos y costumbres civilizados de la ciudad. Esta
derrota interrumpe el proceso civilizatorio ya que, como señala José Sazbón, para
Sarmiento “Mientras haya chiripá, no habrá ciudadanos”.
El otro elemento que estructura su relato es el desierto. “El mal que sufre la
Argentina es la extensión”, escribió Sarmiento en el Facundo. La extensión, ese
horizonte sin límites -como si se tratase de un “mar en la tierra”, diría Borges-, se
conceptualiza como desierto, como un vacío que requiere ser llenado. Para que la
nación fuera posible era necesario conjurar al desierto. La extensión se convirtió en la
justificación de un programa político. Sarmiento imaginó un nuevo orden,
estrechamente vinculado al progreso que animaba a la industria, al comercio interior
de las provincias, a la promoción y distribución de la población a través del territorio
nacional, al crecimiento de las ciudades existentes y al impulso para el surgimiento de
otras, a la organización de la educación pública con rentas adecuadas y con un
ministerio especial que se ocupase de ella, semejante al que existía en Europa y en los
“países civilizados”. La difusión de la cultura letrada ocupa un lugar destacado en su
programa de gobierno. Sarmiento consideraba indispensable promover el desarrollo y
la libertad de prensa, gracias a la cual “veremos pulular libros de instrucción y
publicaciones que se consagren a la Industria, a la Literatura, a las Artes y a todos los
trabajos de la inteligencia”, de modo tal que se estimularían las pasiones virtuosas y
nobles que “ha puesto Dios en el corazón de los hombres”.

La educación como partera de la sociedad moderna

Luego del triunfo de Caseros, surgieron nuevos desafíos. El anti-rosismo había


aglutinado fuerzas y articulado voluntades que -una vez desplazado Rosas del
escenario- pusieron en evidencia su fragilidad. El principal hecho jurídico de
modernización institucional, la sanción de la Constitución, encontró al país dividido en
dos Estados: por un lado, la Confederación Argentina que la dictó en 1853; por el otro,
el Estado de Buenos Aires, que se había separado previamente del resto de las
provincias en la revolución del 11 de septiembre de 1852. Quedaba inaugurada una
década en la que iban a convivir ambos Estados con marchas y contramarchas; un
período en el que la guerra y la paz se alternaron, y donde el espectro de Facundo
seguiría vagando por estas tierras.
Sarmiento no tardaría en identificar a la educación pública como la partera de
la nación moderna. En 1842, durante su exilio chileno, el ministro Manuel Montt lo
había nombrado director de la Escuela Normal de Maestros de Santiago. Tres años más
tarde fue enviado a un viaje por Europa y los Estados Unidos con el objeto de estudiar
sus sistemas educativos. En 1849 publicó Educación popular, texto donde dejó
asentados los registros de aquella experiencia; allí conceptualizó a la instrucción
pública y reafirmó la necesidad de su implementación en tierras sudamericanas. En su
informe, la caracterizó como una institución propiamente moderna porque permitía
garantizar el cumplimiento de un derecho común a todos los hombres:

El lento progreso de las sociedades humanas ha creado en estos últimos


tiempos una institución desconocida a los siglos pasados, [...] es una
institución puramente moderna, nacida de las disensiones del cristianismo y
convertida en derecho por el espíritu democrático de la asociación actual.
Hasta [hace] dos siglos había educación para las clases gobernantes, para el
sacerdocio, para la aristocracia: pero el pueblo, la plebe, no formaba parte
activa de las naciones.

Durante su estancia en Inglaterra, leyó el informe de otro “viaje pedagógico”


similar al que él estaba realizando. Su lectura fue tan reveladora que se dispuso a
continuar su travesía en Estados Unidos para conocer al autor: Horace Mann,
secretario del Consejo de Educación del Estado de Massachusetts. Dicho Estado tenía
una larga tradición en educación popular y contaba con la primera Escuela Normal
para maestros de los Estados Unidos. Sarmiento tomó contacto con Mann y con su
esposa Mary, quien lo introdujo en los círculos intelectuales de Boston. Allí creyó
encontrar finalmente el modelo que Europa no había logrado brindarle. Vio, en ese país
del Norte, un verdadero laboratorio social que combinaba los principios del liberalismo
con la sistematización de la enseñanza. Tomó algunas de sus características y las
reformuló en un programa de instrucción pública.
Pero también se interesó en otras características que presentaba esa sociedad,
como la distribución de la tierra. Pudo ver, a través del modelo de los farmers, cómo se
ponía en práctica una democracia agraria y cómo se combinaba la acción del Estado
con una fuerte participación de la sociedad civil. De aquellas cuestiones quedaría, como
saldo y herencia, su propuesta educativa ya que la tierra siguió en la Argentina el
patrón de la gran propiedad latifundista, en manos de la oligarquía terrateniente. En
ese contexto, la acción centralizadora del Estado tendió a sofocar la participación
democrática de la sociedad civil y lo público se caracterizaría por fundirse con lo estatal.
La educación era el modo de acceder a la ciudadanía y también una
preparación para la participación política. Por eso era fundamental cultivar la
inteligencia, formar sujetos con capacidad de juicio y voluntad orientada al bien
público. Para Sarmiento, la educación tenía una finalidad política, debía preparar a las
masas trabajadoras para ejercer los derechos que les pertenecen en tanto hombres.
Educar al soberano era dirigirse a los niños, ciudadanos del mañana. Pero también a los
adultos, hombres y mujeres. La educación era sinónimo de civilización y, por lo tanto,
debía regenerar las costumbres para que el pueblo internalizara un ethos, es decir, un
comportamiento, un “modo de ser” republicano: “es función de la educación pública
‘disciplinar el personal de la nación’ para que produzca en orden, industria y riqueza”.
Sarmiento consideraba que la condición social de los hombres dependía
muchas veces de circunstancias ajenas a su voluntad. “Un padre pobre no puede ser
responsable de la educación de sus hijos”, pero para la sociedad era vital asegurar que
todos los individuos que formaban la nación recibieran durante su infancia una
educación que los preparase para “desempeñar las funciones sociales a que serán
llamados”. La aplicación del modelo pedagógico norteamericano encontraba en los
efectos de la colonización española una pesada herencia: el atraso intelectual e
industrial. A diferencia de la colonización de América del Norte, en América del Sur la
sociedad “incorporó en su seno a los salvajes”. Así arremetía en Educación Popular:

es un hecho fatal que los hijos sigan las tradiciones de sus padres, [...] ¿Qué
porvenir aguarda a Méjico, el Perú, Bolivia y otros estados sud americanos
que tienen aún vivas en sus entrañas como no digerido alimento, las razas
salvajes o bárbaras indígenas que absorbió la colonización, y que conservan
obstinadamente sus tradiciones de los bosques, su odio a la civilización, sus
idiomas primitivos, y sus hábitos de indolencia y de repugnancia desdeñosa
contra el vestido, el aseo, las comodidades y los usos de la vida civilizada?

Por todo ello, la tarea era tan enorme como necesaria y urgente. Como planteó
agudamente Halperin Donghi, “la imagen del progreso en Sarmiento era más compleja
que la de Alberdi”, porque para el sanjuanino el cambio social era la condición para el
progreso, no su consecuencia. A través de la alfabetización, la plebe aprendería a
desempeñar un nuevo papel en la vida nacional, consolidando el modelo republicano de
gobierno, preestablecido por la élite dirigente. Sarmiento sintetizaba el vínculo que
unía la educación y la política afirmando que debía colocarse “Arriba la Constitución
como un tablero, y abajo el abecedario para aprender a deletrearla”.
Pero Sarmiento también estaba preocupado por constituir sujetos productivos
y consumidores. Había que consolidar el mercado interno y para ello era clave que
todos estuviesen alfabetizados. ¿Por qué? Porque productores, comerciantes y
consumidores -que hasta entonces eran un público disperso- se “encontrarían” en la
prensa escrita, a través de la lectura de los avisos comerciales. La sociedad moderna
necesitaba entonces fortalecer la cultura letrada para garantizar una masa de
consumidores. La difusión del alfabeto era la condición previa para la difusión del
bienestar. Alberdi, en cambio, privilegiaba la educación por imitación. Como hemos
visto en la lección 4, para él no era la instrucción formal la que permitía la inserción
laboral en la sociedad moderna, sino la educación a través del “ejemplo de destreza y
diligencia que aportarán los inmigrantes europeos”. La instrucción de los sectores
populares podría generar expectativas que la economía del país no estaba en
condiciones de ofrecerles. Esa preocupación de Alberdi no era una inquietud para
Sarmiento, porque la educación popular sería un instrumento de transformación social
y su implementación, lejos de poner en riesgo al orden establecido, lo fortalecería.
La educación debía generar nuevas actitudes, combatiendo la morosidad de los
habitantes, convirtiéndolos en sujetos productivos de ese orden económico, que
requería la eliminación del ocio y de la incapacidad industrial. Como afirma Dardo
Scavino. Educación Popular está atravesada por un espíritu disciplinario, la educación
se convierte en “ortopedia social”, debía ser la “espuela social” la que acicateara y
domara los cuerpos. Así lo plantea, por ejemplo, respecto de cómo consideraba
Sarmiento a las Salas de Asilo: cuarteles de instrucción preescolar y disciplinamiento
riguroso cuyo objetivo debía ser “modificar el carácter, disciplinar la inteligencia para
prepararla a la instrucción y empezar a formar hábitos de trabajo, de atención, de
orden y de sumisión voluntaria”. La educación impartida en la institución escolar se
daba en un tiempo y en un espacio que sustraía al individuo de su medio ambiente y lo
remitiría más tarde a la sociedad como un sujeto moderno.
En 1873, durante la presidencia de Sarmiento, la provincia de Buenos Aires
sancionó su Constitución (hasta entonces se había regido por la que dictaron en 1854,
cuando se proclamó Estado independiente). En ella, se ordenaba dictar una ley para
organizar la Educación Común, garantizando su gratuidad y obligatoriedad; además, se
establecía la creación de un Consejo General de Educación y el nombramiento de un
Director General para dirigir y administrar las escuelas, Una de las características más
importantes de aquel modelo -a imagen de la experiencia educativa norteamericana-
fue la decisión de que el gobierno de las escuelas quedara a cargo de los Consejos
Escolares electivos, compuestos por los vecinos de cada parroquia, de la Capital, y de
cada Municipio, en el resto de las provincias. Luego de ser debatida, en 1875, se
promulgó la ley de Educación 888, siguiendo esos puntos. Como sostiene Pablo Pineau,
los artículos y las reglamentaciones de la ley establecieron las bases legales de un
imaginario civilizatorio fuertemente influido por el modelo escolar norteamericano,
que articulaba principios modernos y liberales como la “formación de ciudadanos
iguales ante la ley, la civilización de las masas bárbaras. Estado docente, obligatoriedad
escolar, racionalización burocrática y descentralización económica y administrativa...”
Esos principios, que expresan parte de la agenda de temas que se estaban
debatiendo en las décadas de consolidación del Estado, convergieron con otras
preocupaciones. Por ejemplo, la necesidad de plantear métodos que estandarizaran y
potenciaran los procesos de enseñanza y la de constituir a los sujetos a partir de la
internalización de las normas. Entre otros, Marcos Sastre, a quien veremos a
continuación, ha sido uno de los pedagogos que contribuyó a retomar estos temas,
proponiendo e imaginando posibles respuestas.

La construcción de un sujeto moral


Sastre tuvo una participación político-pedagógica de gran relevancia en la
historia de la educación argentina. Nació en Montevideo y fue educado en Córdoba en
el colegio de Montserrat. En la trastienda de la librería que tuvo en Buenos Aires,
funcionó el Salón Literario que alojaba los encuentros de la joven generación del '37.
Nación, pueblo y ciudadanía en la clave del romanticismo habían formado parte del
vocabulario político con el que convivió. Sus actividades e intereses estuvieron
marcados por ese contexto y por esos significantes, que buscó anudar posteriormente
en su tarea educativa. En 1842, abrió un colegio en San Fernando. Más tarde pasó a
Santa Fe y de allí se dirigió a Entre Ríos, donde desarrolló actividades como periodista
y como Inspector General de Escuelas de la provincia, primero, y de la Confederación
durante la presidencia de Urquiza, después. Años más tarde dirigiría la Escuela Normal
de Entre Ríos.
Sus preocupaciones pedagógicas abarcaron la profesionalización docente, la
enseñanza de la lectura con un método propio e incluso la cultura material de las
escuelas. Ya en 1837 criticaba el vacío existente en la instrucción pública, que atribuía,
entre otras cosas, a la imperfección de los métodos y a la falta de un plan de estudios
que permitiera a los jóvenes entrar en contacto con la ciencia moderna. En uno de sus
discursos como inspector de escuelas se preguntaba:

¿Quién puede calcular el grado de progreso [...] si se levantase un día una


generación compuesta de individuos todos educados e instruidos, en posesión
de los medios poderosos de la ciencia y de los procederes de la industria
moderna? Con el desenvolvimiento de la inteligencia y la moralidad de todos
los miembros que componen la sociedad ¡cuánto no crecería su potencia de
producción!

En 1849 -simultáneamente con la aparición de la Educación popular de


Sarmiento-. Marcos Sastre publicó Anagnosia, Método para enseñar a leer y escribir
en pocos días. Anagnosia -en griego “arte de leer”- era un manual de enseñanza y
aprendizaje de la lectura. En la enseñanza primaria se debía comenzar con palabras
sencillas, que fueran familiares para los niños, de modo tal que facilitaran la
comprensión de la lectura. Proponía no empezar con el abecedario, no deletrear ni
nombrar consonantes, ni tampoco pasar de una lección a otra mientras no estuviera
bien sabida. En Anagnosia, las letras se iban introduciendo de acuerdo con las
dificultades, que para el autor tenían relación con los sonidos. Según Berta Braslavsky,
en oposición al deletreo, Sastre “propone un método fónico a partir de un vocablo
mnemónico para evitar el nombre de la letra y llegar aceleradamente a la trascripción
oral de lo escrito”.
La enseñanza de la lectura basada en los principios de Anagnosia se
implementó por primera vez en 1845, en el Colegio Republicano de Buenos Aires. Así,
se introducía la utilización de un método lógico para la enseñanza de la lectura, que ya
llevaba algunas décadas de aplicación en Europa y América. Este manual alcanzó 45
ediciones en 33 años. También redactó un Método ecléctico para enseñar caligrafía,
otro sobre Lecciones de aritmética y uno más titulado Lecciones de gramática
castellana.
Cuando Sastre fue nombrado inspector general del Departamento de Escuelas
de Buenos Aires, en 1856, Sarmiento ocupaba la Jefatura. Desde aquel cargo debía
ocuparse de los temas pedagógicos. En su Informe al Departamento de Escuelas se
pueden rastrear algunas de sus preocupaciones político-pedagógicas. Consideraba que
la instrucción primaria era indispensable para el progreso material de la civilización
moderna. Sastre era católico y desde esa matriz consideraba que era tan importante
enseñar las ciencias positivas, como desplegar la instrucción moral y religiosa. Ninguna
obra moral -como lo era la educación- podía ser impulsada si el preceptor no lograba
influir en los alumnos. Enseñar era una tarea de suma importancia, por lo tanto, debía
ser jerarquizada. Esto implicaba introducir estímulos en los maestros, por ejemplo,
garantizando mejoras en sus condiciones materiales y que pudieran contar con una
pensión de retiro en la vejez. Según los datos que él manejaba, los maestros llegaban a
enseñar entre 29 y 42 años. Sostenía que la enseñanza requería de preparación y de
estudios especiales. De un método. Insistía: “No basta poseer los conocimientos que se
trata de transmitir, sino que es preciso saber el modo de enseñar: ni basta estar bien
educado para ser educador...”.
Un sistema de enseñanza primaria no podría lograrse sin atender a la
formación docente. Sastre redactó un Reglamento provisional de Escuelas en el que
prescribió detalladamente cuestiones vinculadas con la enseñanza, los horarios y
actividades diarias escolares, la disposición física y mobiliaria para ejercitar la caligrafía
(desde la altura que debía tener la mesa de trabajo hasta el modo de tomar la pluma) y
la disciplina, así como directivas minuciosas sobre cómo completar los registros y los
modos de examinar a los alumnos.
Sastre introdujo también preocupaciones vinculadas a la salud y al orden
estético. La enseñanza debía darse en espacios higiénicos, ventilados, grandes e
iluminados. La civilización imponía a las escuelas su canon. El mobiliario escolar fue
objeto de análisis y prescripción. Antes de que introdujeran los bancos
norteamericanos en las escuelas. Sastre diseño un banco escolar en el que el respaldar
del primero formaba la parte delantera del segundo y cuya tapa contaba con un hueco
para el tintero. Se preocupó de que la cultura material de la escuela no estuviera reñida
con la buena salud de los alumnos. En su informe como inspector general de Escuelas
de Buenos Aires, señalaba:

[...] he dispuesto que sean reemplazados por cuadernos del tamaño de una
cuartilla de papel, los grandes cuadernos usados en algunas escuelas;
porque estos, además de fastidiar al alumno con la magnitud de sus páginas,
son incómodos y aun perjudiciales a la salud por la necesidad que tiene el
niño de encorvarse sobre la mesa para formar los primeros renglones.

Dentro de su proyecto pedagógico, la constitución de un sujeto moral ocupaba


un lugar destacado, que tenía, además, un correlato en el cuidado del cuerpo. Valga
como ejemplo el listado de los contenidos de higiene que debían impartirse en la
educación primaria. Las nociones eran siete:

La 1ª se refiere al aire, la humedad, la luz, el calor y el frío, La 2ª a los


vestidos y al aseo. La 3ª a la comida y bebida. La 4ª a las excreciones. La 5ª
al sueño y al ejercicio. La 6ª a la higiene de los sentidos. La 7ª a la higiene del
alma.

Disciplina y orden fueron centrales en la concepción educativa de Sastre, quien


condenó los castigos corporales. Los preceptores debían desplegar estrategias que
promovieran, en los alumnos, la internalización de las normas y los valores que se les
impartían, logrando que los adoptaran y los hicieran propios. Los castigos debían
reemplazarse por sanciones morales, que podían tener, incluso, consecuencias más
certeras que las producidas por el dolor físico. La sanción moral generaba, en quien
cometía la falta, remordimiento personal, desprecio y descrédito general, y podía
encontrar su correlato en el castigo divino.
Las coordenadas del sujeto sastreano fueron modernas, pero hibridadas por el
catolicismo profesado por este pedagogo. La tarea educativa desplegada en las escuelas
debía complementarse con la educación recibida en la esfera doméstica. En Consejos de
oro sobre la educación. Dirigidos a las madres de familia y a los institutores,
mencionaba la importancia que tenía la educación en el hogar. A través de ella, los
niños debían desarrollar la paciencia y la resignación para que pudieran soportar
privaciones y fueran capaces de reprimir sus deseos. Para Sastre, la interpelación sería
exitosa si se lograba una estrategia conjunta entre el espacio público y el privado. En
esa preocupación coincidía Sarmiento:

Entre la escuela y el niño hay un tercero, y éste es el padre de familia, sobre


cuya voluntad ni la existencia de la escuela ni la renta malgastada ni el
gobierno tienen influencia. He ahí el escollo; para desbaratarlo es preciso
agitar la opinión pública, crearla, conmoverla, interesarla, instruirla.

Sastre no estaba solo, otro educador hizo su aporte a la trama del pensamiento
pedagógico con hilos semejantes, José Manuel Estrada -a él nos referiremos a
continuación- sintonizó con el sujeto de la educación que Sastre imaginaba; pero se
alzó con voz propia, instalando algunos debates que iban a tener repercusión directa en
las discusiones de la década del '80.

Iglesia, sociedad y Estado en debate

La vida de José Manuel Estrada se desarrolló en la segunda mitad del siglo


XIX. Nació en el seno de una familia “acomodada” de Buenos Aires y desde muy joven
participó intensamente en la vida política e intelectual de Buenos Aires. A los 24 años
fue designado presidente del Consejo de Instrucción Pública y, por un período breve,
fue jefe del Departamento de Escuelas de la Provincia de Buenos Aires, en 1869. Dos
años más tarde, participó en la Convención Constituyente encargada de discutir y
redactar la Constitución de esa provincia. Además de diputado, fue también docente y
rector del Colegio Nacional de Buenos Aires. A sus cargos de gestión, deben sumársele
su labor como periodista en distintos periódicos y revistas y la autoría de diversas
publicaciones.
En uno de sus trabajos. La política liberal bajo la tiranía de Rosas, señalaba
que: “La educación es primitivamente un ministerio paternal: subsidiariamente, una
función social. Es lógico, entonces, que cuando es convertida en institución pública, su
gobierno se aleje lo menos posible de los centros domésticos”. Estrada sostenía que los
agentes naturales de la educación eran los padres, pero como consecuencia de las
sucesivas transformaciones históricas y de la complejización de la vida social, los
estados requieren de la educación intencional y metódica para la formación de sus
ciudadanos. Consideraba que el hombre es una fuerza asociada que, en tanto ser
doméstico y ciudadano, debe ser educado física y espiritualmente en la vinculación con
sus semejantes. Para él, la educación del espíritu concibe al hombre como una fuerza
individual que atiende su inteligencia (a través de una educación informativa y moral),
su sensibilidad y su energía. Para lograr la educación moral se requiere de la
preparación que da la educación informativa. Esta toma de la psicología y la lógica los
principios científicos y las reglas artísticas. Estrada rechazaba la “moral
independiente”, aquella que dictamina qué es lo bueno y qué es lo malo a partir de la
inteligencia. Para cumplir con su propósito, incluía la doctrina religiosa, sobre la que se
basa la educación moral.
En 1870, luego de su paso por la Dirección de Escuelas, escribió la Memoria
sobre la educación común en la provincia de Buenos Aires. Allí se pronunció en contra
de la coeducación de los sexos. Sin embargo, en su propuesta presentó una Escuela
Infantil, mixta de dos años. Los niños y las niñas aprenderían instrucción intuitiva,
numeración y cálculo, nociones de caligrafía, lectura gradual, denominaciones
geográficas, cantos, instrucción moral y religiosa. Le seguía el ciclo de la Escuela
primaria elemental, dividida por sexos, que duraba dos años. Ésta incluía instrucción
intuitiva, aritmética, geografía argentina y americana, lectura, recitación, composición,
escritura inglesa, historia argentina e instrucción moral, entre otras materias. Los
varones recibirían nociones de dibujo lineal y de derechos y deberes ciudadanos; las
niñas, en cambio, dibujo natural, costura y economía doméstica. La educación primaria
se cerraba con otro ciclo de dos años: la Escuela primaria superior. En ella se enseñaría
aritmética, álgebra, lectura, recitación, composición, oratoria, caligrafía, historia
general y argentina, francés, música, fisiología e higiene privada, psicología y moral
filosófica, instrucción cívica para varones y economía doméstica para niñas, entre otras.
También se pronunció en contra de los castigos corporales y a favor de introducir en la
escuela los juegos y los recreos. Así se mejoraría la administración del tiempo escolar y,
en consecuencia, la calidad de los aprendizajes.
Estrada afirmaba que los maestros debían ser formados en las Escuelas
Normales, que no sólo enseñan conocimientos científicos, sino que también pone a
“prueba la vocación del maestro, forma su carácter en una disciplina escolar, y le
enseña teórica y prácticamente su dificilísimo arte”. Desde su matriz católica, entendió
al maestro como una fusión de dos perfiles: el de padre de familia y el de sacerdote.
Según Carlos Torrendell, Estrada le atribuyó dos funciones al maestro: la de “ministro
de la verdad” y, simultáneamente, la de “hombre del progreso”. Esa doble acepción
expresaba la articulación de sus creencias religiosas con las ideas del liberalismo. En
verdad, Estrada consideraba que, en su camino hacia Dios, el hombre buscaba
emanciparse y era como consecuencia de ese proceso que se civilizaba.
Pero ¿cómo debía organizarse la educación? “¿Cuál debe ser su agente: el
Estado o el pueblo?”, se preguntaba José Manuel Estrada en su Memoria,
inscribiéndose en uno de los debates centrales -y claramente moderno- de la historia de
la educación argentina: la relación entre Estado, sociedad civil y educación. Estado y
sociedad son palabras que tienen “mucha historia” en la educación y están cargadas de
sentidos políticos y pedagógicos. Según las tradiciones filosóficas, políticas, sociológicas
desde donde se las conceptualice, se desprenden significados diversos, incluso
antagónicos. Veamos cómo respondió Estrada a esta pregunta.
Como venimos señalando, Estrada formó parte de las filas del catolicismo
liberal. Los intelectuales enrolados en esa línea intentaron conciliar los principios
religiosos con los cambios políticos que se abrieron en las décadas posrevolucionarias.
En ese sentido, buscaron reformular los vínculos entre el Estado -que estaba en proceso
de formación- y la Iglesia -que había perdido peso frente al avance del ideario liberal-.
En ese esfuerzo por pensar de manera convergente las cuestiones de la fe y los
principios racionales. Estrada concebía al hombre como un ser que Dios gobierna a
través de la religión, pero que, en tanto ser social, también es gobernado por la
autoridad paterna y por la sociedad política.
La libertad -que para el liberalismo católico tiene una base moral y religiosa-
es una pieza central en la concepción político-pedagógica de Estrada. ¿Cuál es su idea
de libertad? Sigamos su razonamiento: el hombre es un ser libre que se encamina a
Dios, Dios creó a los hombres iguales. Los hombres se reúnen en sociedad, porque
dentro de ella sus libertades individuales están protegidas. La sociedad es el resultado
de la suma de los hombres libres. Pero ¿cómo se resguarda la libertad de los hombres
“individuales”? En términos políticos, queda garantizada a través de los principios del
liberalismo. Estrada afirma que la libertad parte de la base de la igualdad. Por eso
concluye que la democracia es el mejor sistema político. En éste, todos los hombres son
iguales -como en el cristianismo- y sus derechos individuales están protegidos en un
marco de libertad. En términos morales, es decir religiosos, la libertad es resguardada
por el catolicismo, porque la religión es la que custodia la libertad al emancipar al
hombre y en- caminarlo hacia Dios. La educación estradiana se constituía sobre
principios religiosos y debía promover, a partir de ellos, la construcción de una
sociedad libre y democrática.
Para Estrada, la sociedad es un todo integrado por las distintas formas de
asociación y agrupación, que incluyen desde la familia hasta el Estado; pero es la
sociedad civil la que debe predominar, no el Estado -al que le compete auxiliar a la
sociedad-. A partir de esa concepción, defendió la idea de descentralización con el
siguiente argumento: la sociedad preexiste al Estado, las formas asociativas del hombre
fundan su soberanía en Dios, por lo tanto, el poder descentralizado generaría
condiciones de protección de la sociedad y de los hombres que la componen ante los
posibles avances que el Estado pudiera desarrollar.
Hasta la década de 1870, su posición como católico-liberal pudo sintonizar con
otras posiciones liberales -como la del propio Sarmiento- que fomentaban el
cogobierno en educación, es decir, un gobierno compartido por el Estado y la sociedad
civil. Pero en medio de las transformaciones sociales y políticas que se fueron
produciendo, Estrada se alejó del liberalismo y, hacia fines de esa década, viró hacia
posturas más tradicionales en la defensa del catolicismo.
La formación de la trama pedagógica moderna en la Argentina también tuvo
en la cuestión de género uno de sus ejes estructurantes. Las banderas de la modernidad
alzaron consignas emancipatorias. Sin embargo, el discurso dominante androcéntrico
no interpelaba a todos como sujetos de la emancipación. Las mujeres encontrarían, a
través de la educación, una fisura para cuestionar su posición subalterna, para tornarse
visibles y para replantear su lugar en el mundo.

Mujeres

En 1875, el año en el que se sancionó la Ley de Educación de la Provincia de


Buenos Aires, falleció Juana Manso. Había nacido en Buenos Aires en 1819, en el seno
de una familia que el devenir político convirtió en anti-rosista. Su padre había
participado con anterioridad en las luchas revolucionarias y posteriormente
participaría del gobierno de Rivadavia. Por esa razón vivió varios años en el exilio,
primero en Montevideo y más tarde en Río de Janeiro. En Buenos Aires, Juana tomó
contacto con los intelectuales de la generación del '37. Años más tarde, sería
precisamente su amigo José Mármol -el escritor de Amalia- quien le presentaría a
Sarmiento. Antes de partir al exilio, Juana colaboró con la Sociedad de Beneficencia. Ya
en Montevideo, organizó el Ateneo de Señoritas, una experiencia pedagógica que tuvo
lugar en su propia casa, donde enseñaba a jóvenes y señoras lectura, gramática,
aritmética, francés, labores, dibujo, canto, piano y lecciones de moral.
Juana Manso fue un espíritu inquieto, atravesado por las ideas y las utopías de
su tiempo. Fue maestra, escritora, periodista y traductora. Rompía con las
representaciones patriarcales sobre la mujer de la época: “Conozco que la época en que
vivo soy en mi país un alma huérfana o una planta exótica que no se puede aclimatar”,
le escribió a Mary Mann. Las mujeres no encontraban lugar en las letras o el
periodismo. Como afirma Myriam Southwell:

la igualdad de capacidades y oportunidades, el derecho a la realización y el


desarrollo personal de las mujeres estaban excluidos del discurso público. En
ese contexto, Juana Manso irrumpe -y busca interrumpir- en tareas y
espacios sociales que hasta el momento eran de dominio casi exclusivo de
una cultura varonil.

Se había casado en Brasil, pero volvió definitivamente a Buenos Aires en 1859,


con dos hijas y sin marido. Su preocupación intelectual y su defensa de la condición
femenina se contactaban con aspectos de su biografía, Juana comprendió que una
sociedad sería efectivamente moderna y liberal cuando revirtiera su carácter patriarcal,
desarmando el determinismo que planteaba al círculo doméstico como único y obligado
espacio de “realización” para las mujeres. Para Manso, la educación era un imperativo,
la condición de posibilidad para romper ese cerco. Fue una librepensadora que rechazó
con decisión la educación católica dogmática y el lugar que ésta le tenía reservado a la
mujer. Para Juana, educar era un modo de emancipar. El discurso ilustrado y
republicano proclamaba la libertad y la igualdad, pero ella comprendió tempranamente
que allí la mujer no “contaba”. Juana leyó esa ausencia y su gesto político fue
combatirla a través del pensamiento y del debate. Detectó las grietas, generó espacios y
buscó dar visibilidad a su género, con voz femenina. Su defensa y reivindicación de la
mujer tenía peso por sí misma, pero también puede ser leída dentro de una serie más
amplia. Se expresaba contra el poder despótico y luchó tanto contra el esclavismo como
contra los métodos de enseñanza que consideraba anacrónicos y contra los castigos
corporales. También criticó las jerarquías que establecían diferencias entre las escuelas,
que en definitiva promovían una educación para ricos y otra para pobres.
A lo largo de su vida profesional, impulsó la creación de jardines de infantes, la
enseñanza gradual y la utilización del juego como herramienta para la enseñanza. En
ella se reconocen ideas de Pestalozzi y Froebel. Promovió para los alumnos que se
iniciaban el sistema de la mesa de arena blanca. A través de él, los niños y las niñas
dibujarían con comodidad las letras del abecedario: pasarían luego a las sílabas y de la
piedra se trasladarían al papel.
En 1859, dirigió la primera escuela mixta que había creado Sarmiento, ubicada
en la calle del Buen Orden (actualmente Bernardo de Irigoyen) nº 17, dentro de la
parroquia Montserrat. A partir de ese año también colaboró con él en la revista
pedagógica Anales de la Educación Común, convirtiéndose más tarde en su directora.
Preocupada por la formación de los maestros, diría: “Nuestras escuelas lejos de enseñar
alguna cosa, pervierten el alma, embrutecen el espíritu y debilitan el cuerpo”. Manso
hacía responsables de esta situación a los “Maestros ignorantes, los libros inadecuados
y la enseñanza árida, y afirmaba que “Sin buenas escuelas jamás crearemos los otros
grados de la enseñanza y sin que éste se haya difundido con largueza e idoneidad jamás
haremos competencia a los billares con bibliotecas populares”. Sin desalentarse,
concluía “Yo me ingeniaré en montar con los elementos en la mano una escuela
bostoniana”.
Juana Manso fue laica y protestante, aunque para algunos -como el político
conservador Félix Frías- fue “Juana, la loca”. Manso no se amedrentaba y le respondía
Tenemos que secularizarlo todo, señor Frías, hasta volvernos un Estado
laico. Los cementerios para que los cadáveres no sean profanados; la
enseñanza para que los niños no sean supersticiosos y estúpidos; el
matrimonio porque debe darse a esa institución la misma expresión que a
todo el mundo civilizado.

Manso fue moderna, no sólo por su reivindicación de la mujer y su condición


de emancipada, sino por los modos en los que puso en circulación sus ideas a través de
la lectura pública, las conferencias y la traducción de textos, ocupando espacios y
oficios que habían sido históricamente desempeñados por hombres. No habría
emancipación sin conocimiento. Para fortalecer los lazos sociales, era necesario
desarrollar la esfera pública. En este espacio, las prácticas de sociabilidad generarían la
adquisición de comportamientos civiles que, en síntesis, fundarían la civilización.
Las mujeres fueron parte activa de los momentos significativos del diseño y la
implementación del proyecto pedagógico emprendido por Sarmiento. En
Massachusetts. Mary Mann ofició de intérprete entre él y su marido Horace: ella le
facilitó los vínculos y contactos con la intelectualidad de Boston y fue quien tradujo su
Facundo al inglés. Con ella coincidió en la necesidad estratégica de contratar maestras
en Estados Unidos para la formación docente en la Argentina. Mujeres -en su mayoría
protestantes- que imbuirían de civilización a la naciente república. Un gesto audaz para
la época. Si la barbarie de Facundo le había producido fascinación a Sarmiento,
también lo hacían estas mujeres norteamericanas que encarnaban la civilización. Decía
el sanjuanino: “no sin asombro, vi mujeres que pagaban una pensión para estudiar
matemáticas, química, botánica y anatomía, como ramos complementarios de su
educación, debiendo pagarlo cuando se colocasen en las escuelas como maestras”.
Cuando se decidió a convocar las maestras norteamericanas, afirmaba:

Las buscábamos, de aspecto atractivo, maestras normales, jóvenes, pero con


experiencia docente, de buena familia, conducta y morales irreprochables
[...] y que hicieran gimnasia, para enseñar a nuestras criollas, tan
acostumbradas a estar inmóviles, asistidas por su servidumbre, a usar su
cuerpo al modo de los griegos, valorizándolo y glorificándolo.

Esas mujeres fueron, como Manso, formadoras de docentes. Confiarles esa


tarea fue un gesto transgresor de Sarmiento, pero sobre todo perspicaz. Porque desde
su propia experiencia de género, eran ellas quienes más cabalmente sabían que la
educación era la herramienta moderna capaz de emancipar a los sujetos. En el seno de
una sociedad patriarcal, las mujeres encontrarían en la educación un lugar desde donde
hacerse visibles y batallar para dejar de “ser habladas” por otros, para que se escuchara
su propia voz y así aportar en la tarea colectiva de la transmisión de la cultura, más allá
de la esfera doméstica. A pesar de que el lugar que parecía asignárseles a las mujeres en
la educación moderna se justificó muchas veces desde representaciones ligadas a la
maternidad y a la suavidad (o docilidad) de costumbres, supieron encontrar en la
profesión de maestras una brecha que les permitiría luchar por su reconocimiento,
Juana Manso fue, como otras mujeres, una figura contundente que dejó su marca en
ese recorrido.
¿Qué educación requería una sociedad a la que se pretendía modernizar? La
trama que se iba tejiendo en estas tierras se mostró muy porosa a los desarrollos
pedagógicos que tenían lugar en las sociedades más “avanzadas”. El caso de Amadeo
Jacques es un indicio de la presencia, del peso de la jerarquía cultural y de la traducción
de las ideas pedagógicas europeas en la educación argentina.
El acento francés

Amadeo Jacques había llegado al Río de la Plata en 1852 desde Francia,


escapando de la represión que se ejerció contra los revolucionarios de 1848. Estuvo un
tiempo breve en Uruguay y más tarde se estableció definitivamente en nuestro país
hasta su muerte en 1865. En Francia había conocido a Sarmiento y tomado contacto
con algunos de sus trabajos, que fueron reseñados en la revista La liberté de penser, en
la que Jacques colaboraba. En París fue profesor del Liceo Luis el Grande y de la
Escuela Normal Superior. Los años “argentinos” de Jacques tuvieron como telón de
fondo las luchas por la hegemonía entre Buenos Aires y la Confederación. En esa etapa,
previa a la unificación nacional que finalmente lideró Bartolomé Mitre desde Buenos
Aires, Jacques vivió en las provincias de la Confederación, recorrió la provincia de
Santiago del Estero, como agregado científico nombrado por Urquiza, y participó de
una expedición al Chaco.
Jacques era europeo y como tal se sumaba a la tradición de los viajeros
naturalistas. Mediría las distancias, comprobando las diferencias entre las
representaciones construidas por la pluma de Sarmiento y su propia indagación. Como
observan Marcelo Caruso e Inés Dussel, el viaje es casi por definición una experiencia
de desnaturalización. Los paisajes se modifican y con ellos se transforma también la
geografía interna. El contacto con la naturaleza contribuye a gestar una inteligibilidad
más densa del territorio, de los problemas que entraña y de las soluciones que
demanda. Esa lectura tiene también su correlato pedagógico. Como señala Inés Dussel,
Jacques sostenía que “en estas tierras donde hay diez tareas y un solo hombre, es
preciso que cada uno sepa doblarse a todo, y prestarse, si lo exigen las circunstancias, a
papeles múltiples y variados.”
En ese devenir, Jacques se argentinizó, Según Dussel y Caruso, ese proceso
consistió “No tanto en los tópicos que abarca, que no escapan a la imaginería europea,
sino porque habla como argentino, o mejor dicho, habla desde la Argentina y para la
Argentina, para una Argentina que todavía se estaba creando”.
Desde 1858 estuvo al frente del Colegio y de la Escuela primaria central de San
Miguel de Tucumán. En 1862 renunció y se trasladó a Buenos Aires, Bartolomé Mitre,
que era ya presidente de la Argentina, promulgó en 1863 el decreto de creación del
Colegio Nacional, sobre la base del antiguo Colegio de Ciencias Morales. El objetivo era
desarrollar los estudios preparatorios para la universidad. Con los colegios nacionales
se promovía la formación de futuros dirigentes nacionales. Ese mismo año, Mitre
contrató a Jacques como director de estudios del Colegio Nacional de Buenos Aires. Su
figura gravitó fuertemente entre los jóvenes estudiantes.
Sus modos de enseñar quedaron registrados en la novela Juvenilia (1884),
escrita por uno de sus alumnos, Miguel Cané (hijo), cuyo padre también se había
educado en el Colegio de Ciencias Morales en tiempos de Rivadavia, un dato que nos
ayuda a establecer líneas de continuidad y convergencias en las trayectorias educativas
de los sectores de la élite. Cané describía el estado deplorable en el que se encontraban
los estudios en ese Colegio, “hasta que tomó su dirección el hombre más sabio que
hasta el día haya pisado tierra argentina”. Para el autor de Juvenilia, Jacques
pertenecía a la generación que al llegar a la juventud encontró a la Francia en plena
reacción filosófica, científica y literaria. Con su carácter “áspero”, tributario de una
“irascibilidad nerviosa que se traducía en acción con la rapidez del rayo”, Jacques “no
daba tiempo a la razón para ejercer su influencia moderadora: 'No puedo con mi
temperamento', decía él mismo, y más de una amargura de su vida provino de sus
arrebatos irreflexivos”.
Jacques era francés y eso, en términos de jerarquía cultural, le otorgaba un
plus. Para los países periféricos. Francia -con sus valores republicanos y su cultura,
independientemente de su devenir político real- representaba un faro que iluminaba los
senderos de las naciones civilizadas. La mirada de los intelectuales argentinos, que
habían visto de cerca las convulsiones políticas recurrentes de Francia, desaconsejaba
seguirla como modelo. Sin embargo, la cultura gala siguió siendo un “imán” para los
grupos de la élite, que estetizaron lo francés, despojándolo de sus aristas más
conflictivas.
En 1865, Jacques presentó una Memoria a la comisión que se encargaría de
elaborar un plan de instrucción pública general y universitaria. Su propuesta curricular
combinaba materias literarias -basadas en las lenguas extranjeras, sobre todo francés,
alemán y latín- con las disciplinas científicas, como historia natural, matemática y
química. De esta forma, se integraban los estudios literarios y científicos en una
concepción articulada del humanismo que permitía una formación cultural amplia
(para quienes siguieran estudios universitarios) y carreras prácticas (para quienes se
insertaran en el mundo del trabajo).
En la Memoria de 1865 hizo un balance de las necesidades y las insuficiencias
que entonces presentaba la instrucción primaria. Sostenía que para ese nivel se
requería “mucha ciencia en el fondo y mucha sencillez en la forma”. Consideraba
indispensable la adquisición de aprendizajes que estuvieran vinculados a la vida:
“Sabrán multiplicar o dividir un número por otro; pero si se les pregunta cuánto valen
veinte varas de un cierto género a razón de diecisiete pesos la vara no podrán decidir
cuál de esas dos operaciones conduce a la solución de la cuestión”. Por lo que se debían
ofrecer “ejemplos concretos y positivos, teniendo el cuidado de escoger siempre los
pequeños problemas que contengan datos posibles y cuya solución pueda tener algún
interés actual. Esto hará descubrir a los niños la utilidad y les dará el gusto de la
aritmética”.
Interesado en volver más atractiva la enseñanza, Jacques consideraba que la
geografía debía ser el curso más recreativo de todos, “debería ser un viaje, a la vez
imaginario y efectivo, alrededor de la superficie del globo”. La Tierra debía ser
representada por una esfera de diámetro ancho, por “aquellos grandes mapas murales
que ofrecen el desarrollo de las partes en una vasta escala, y también si fuera posible,
por una colección de dibujos que presenten el aspecto pintoresco y produzcan casi la
impresión de los grandes espectáculos de la naturaleza en las diferentes zonas...”
Los idiomas también tenían su lugar en esta clase elemental, Aconsejaba que
los docentes no tradujeran, ya que “El niño que aprende así un idioma, contrae el
hábito indestructible de pasar de la cosa designada al vocablo extranjero por el
intermedio del vocablo patrio, esto es, de hacer siempre un tema mental”.
En su diagnóstico de los déficits de lectura se colaban críticas de otro orden:

Leen por lo general correctamente, pero sin entender, y la misma monotonía


de su hablar fluido, semejante a una oración rezada, denota la más profunda
indiferencia al sentido de las palabras, que corren como agua de sus labios.
[...] Para conseguir esto con prontitud, no se necesitará más que tener libros
sencillos y divertidos, cuentos, anécdotas, los viajes de Gulliver, o las
aventuras de Robinson y tantos otros.

Leer bien, comprender aquello que se lee, formaba parte del itinerario que los
alumnos debían recorrer en el camino hacia la ciudadanía. Una preocupación en la que
se enlazaba con Sarmiento, Sastre, Estrada y Manso, más allá de las diferencias que los
distinguían.
La formación de una Argentina moderna requería una educación acorde con la
sociedad que se buscaba construir; en consecuencia, de una pedagogía que
contribuyera a constituir sujetos capaces de habitar y a su vez expandir esa
modernidad. La tarea por delante se vislumbraba enorme y fue directamente
proporcional a la potencia del deseo de realizarla. Las intervenciones, propuestas y
debates de estas décadas operaron como piso, tradición y referencia para la
configuración en pocos años de una sociedad y cultura letradas.
¿Cuál es el sujeto de la educación? ¿Quiénes son sus agentes? ¿Quién debe
garantizarla? ¿Quién debe enseñar? ¿Quién y cómo se debe educar al educador? ¿Cómo
deben ser las instituciones que educan? ¿Cuáles deben ser los métodos de enseñanza?
En las décadas de consolidación del Estado nacional, se instaló una agenda de temas
que fueron retomados en los años posteriores. Fueron cuestiones a debatir y problemas
a resolver. Las hebras de la trama pedagógica que se fue entretejiendo en aquellos años
se diseminaron a lo largo de la historia de la educación argentina. Ellas fueron
recuperadas, discutidas y resignificadas desde distintas tradiciones. Retornaron,
anudando pasado y presente, reactualizándose en los debates político-pedagógicos.
LECCIÓN 6
El oficio de enseñar: una cuestión de Estado

En esta lección presentaremos una de las escenas clave de la historia de la


educación en la Argentina: la formación de maestros y maestras normales impulsada y
dirigida desde el Estado nacional. Dicha escena es central para entender la elaboración
y transmisión de la cultura en nuestro país.
Los maestros normales han sido piezas fundamentales en la conformación y el
desarrollo del sistema educativo argentino. A través de ellos, el Estado desplegó su
acción educadora desde los grandes centros urbanos hasta las regiones más alejadas de
los lugares en los que se fraguaba la vida política de la Argentina. Ellos fueron la
avanzada del proceso modernizador y llevaron adelante la tarea de transformar a las
nuevas generaciones en los futuros ciudadanos. Armados de saberes y de fuertes
convicciones, contribuyeron decisivamente en la construcción de la sociedad moderna
argentina, ¿Cuál fue el contexto histórico que hizo posible esa empresa? ¿Quiénes
intervinieron para que fuera posible? ¿Qué dispositivos estatales debieron activarse
para que el proceso se pusiera en marcha?
Sostendremos un argumento: la intervención del normalismo en la sociedad se
vio potenciada por el Estado, que impulsó a la educación como parte de su estrategia
para favorecer la construcción de un nuevo orden social. En ese marco, los maestros
tuvieron una posición subordinada dentro del orden que se estaba edificando, ya que el
diseño político y pedagógico recayó en la elite intelectual y dirigente. Sin embargo,
fueron ellos, en tanto agentes estatales, quienes codificaron, ordenaron y moldearon las
instituciones escolares y a sus sujetos. Lo hicieron provistos de una pedagogía que,
entendida como ciencia y arte de enseñar, se convertiría en una herramienta de
civilización.
Las Escuelas Normales fueron creadas por el Estado como instituciones
formadoras de maestros y maestras. En ellas se configuró un discurso pedagógico que
se difundió hacia el conjunto del sistema educativo. El concepto de discurso será muy
útil para el recorrido de esta lección: a través de él no sólo nos referimos a aquello que
es dicho y escrito, sino a un conjunto de ideas y prácticas que articuladamente son
capaces de organizar un determinado sentido, una forma de entender y de intervenir en
el mundo. El discurso establece el espacio social, busca interpelar, promueve
identificaciones capaces de constituir sujetos que “sintonicen” con el orden que ese
discurso construye. Diremos hasta aquí que el normalismo fue configurando un
discurso moderno sobre qué es y cómo se practica la educación.
El discurso normalista compitió con otros discursos que buscaban incidir en la
educación. Con el eclesiástico, por ejemplo, que la mayoría de las veces -aunque no
exclusivamente- se entrecruzaba con el que se desarrollaba en el seno de las familias: o
con los discursos radicalizados de anarquistas y socialistas, que comenzaban a llegar
con los trabajadores inmigrantes y que interpelaban a los sujetos en términos clasistas.
Además, el discurso del normalismo se fue constituyendo a sí mismo y, como todo
discurso social, no alcanzó una sutura. Es decir, no produjo una pedagogía “cerrada”,
que postulara un sentido único, estable y definitivo. Los normalistas coincidieron en
que la educación era la herramienta de transformación social y que la escuela era la
institución central para llevar a cabo ese objetivo. Sin embargo, dentro de sus filas se
expresaron disidencias sobre cómo entendían que debía organizarse el proceso de
transmisión de la cultura, quiénes podían ser sus destinatarios, y quiénes no, cómo se
imaginaba la relación entre sociedad civil y educación, cómo se vinculaba la cultura
escolar con la cultura política. En el marco de esa disputa, dentro de la trama discursiva
del normalismo algunos sentidos se impusieron sobre otros, aunque nunca de manera
total y definitiva. La historia del normalismo debe entenderse también como la historia
de una identidad, atravesada por los conflictos, las tensiones y las alternativas que se
pusieron en juego a la hora de pensar la educación.
En esta lección vamos a adentrarnos en los orígenes del normalismo en la
Argentina. Plantearemos el contexto histórico de su emergencia y las características de
su etapa fundacional. Luego revisaremos la trama discursiva sobre la que se fue
consolidando la cultura normalista, cuáles fueron sus principales estrategias y cuáles
sus disputas internas: finalmente plantearemos la emergencia de los nuevos sujetos que
se constituyeron en dicha trama.

La invención del normalismo

¿En qué tradición institucional surgió y se extendió la Escuela Normal? Antes


de sumergirnos en el devenir del normalismo argentino, veamos las líneas generales
que hicieron a los orígenes del normalismo en el Viejo Mundo.
Hacia finales del siglo XVII se habían creado, en los estados alemanes,
diversos seminarios para la formación de maestros y, a partir de la segunda mitad del
siglo XVIII, las escuelas normales se expandieron dentro del imperio austrohúngaro. La
primera vez que se utilizó la expresión “escuela normal” habría sido en 1763
(Normalschule), cuando el sacerdote católico Felbiger fundó una escuela modelo para
la formación de maestros que, posteriormente, sería incorporada dentro del reglamento
escolar austríaco de 1774. De allí se expandió por el sur y el oeste, desde los estados
alemanes hacia Lombardía. Piamonte y el Reino de las dos Sicilias. También a los
Países Bajos, Inglaterra, Escocia, Francia, España y Portugal. En el contexto político de
principios del siglo XIX, el impulso de las escuelas normales estuvo asociado con la
educación nacional y la formación ciudadana. En Francia se suele identificar el origen
de la escuela normal con la Francia revolucionaria y con la figura de Joseph Lakanal,
quien impulsó su creación. Sus antecedentes pueden rastrearse en el Seminario de
Maestros de Reims, que fue fundado en 1686 por Juan Bautista de La Salle.
El normalismo surgió en Europa como un movimiento pedagógico vinculado
con el proyecto de crear un “hombre nuevo” a través de una educación que fuera
radicalmente diferente a la desarrollada durante el Antiguo Régimen, es decir, distinta
de aquella que había contribuido a sostener al absolutismo monárquico. Con la
Revolución Francesa, el normalismo se convertiría en una herramienta privilegiada
para la formación de los sujetos de la nueva sociedad. La escuela republicana tendría la
responsabilidad de enseñar los principios políticos y morales del nuevo orden,
mediante una educación universal y laica a través de la razón y la ciencia. Si bien los
documentos de creación de las escuelas normales pueden remontarse al informe
Condorcet de 1791, es recién hacia 1811 que se sentaron las bases de un modelo de
escuela normal como el que se difundiría años más tarde en América.
Entre las referencias que tuvieron una gravitación fundamental en el proyecto
argentino, fue decisiva la experiencia normalista norteamericana que llevó a cabo
Horace Mann, secretario de Educación del Estado de Massachusetts. Él implementó el
normalismo en su país, luego de tomar contacto con la experiencia desarrollada en
Prusia. En esa línea se debe sumar la incidencia que tuvieron las docentes que
Sarmiento trajo de aquel país, conocidas como las “65 valientes”.
El normalismo se forjó como una tradición pedagógica en un período nodal de
la modernización estatal argentina y en medio de los desafíos de su época. Se fue
constituyendo dentro de un tiempo atravesado por convulsiones políticas y crisis
económicas, bajo et ímpetu modernizador capitalista que instaló un imaginario de
irreversibilidad del progreso. En el marco de las transformaciones sociales que se
estaban produciendo, los maestros y maestras normales fueron interpelados como
funcionarios del Estado nacional. La clase dirigente concebía a ese Estado como propio
y veía en esos docentes a su brazo ideológico para instalar y naturalizar un orden
político conservador. Por su parte, las ideologías igualitarias surgidas en Europa, de
fuerte impugnación transformadora, impactaron en el clima social de la época,
disputando poder y produciendo nuevos sentidos sobre la educación. Las culturas
inmigrantes fueron consideradas obstáculos para la construcción de una tradición
nacional. Eso generó la producción de un conjunto de estrategias homogeneizantes y
“defensivas” ante lo diferente, que era vislumbrado como una amenaza para el orden
social y político. Los maestros navegaron en medio de esas aguas agitadas, provistos del
instrumental que les daba la pedagogía con bases científicas.
Pero no nos adelantemos y veamos, primero, cuál fue el contexto político en el
que se implementó el normalismo en la Argentina y qué características fundacionales
presentó.

Postales del Paraná

El río Paraná ha sido un espacio real y simbólico de fuerte significatividad en


la historia argentina. Al establecimiento de la primera escuela normal sobre sus
márgenes pueden sumarse otros acontecimientos que, conjuntamente, organizan una
serie sobre la construcción del Estado nacional. Entre ellas, la imagen de Belgrano y sus
baterías izando la bandera en Rosario, o los conflictos entre Buenos Aires y el Litoral
sobre la libre navegación de los ríos, como expresión de las disputas de proyectos
políticos y económicos que impedían la unificación nacional, entre otros. La imagen de
una bandera argentina flameante en su primera escuela normal podría constituirse en
emblema de una época, en bisagra de un tiempo moderno que empezaba a encontrar
nuevas vías, otras estrategias y formatos a partir de los cuales construir la legitimidad
que el nuevo orden nacional exigía. A través de la educación se podría gestar un nuevo
orden social, ya no con las armas. La formación de los maestros también podría ser
leída como un modo de continuar la guerra, pero por otros medios.
El primer lugar donde se asentó una escuela normal fue la ciudad de Paraná,
en la provincia de Entre Ríos. Esta institución tomó como modelo a las escuelas de la
Unión norteamericana y fue el espacio privilegiado de formación del magisterio. ¿Por
qué se creó la primera escuela normal en Paraná? Hubo múltiples razones, Sarmiento
creía que las escuelas normales debían establecerse en pequeñas ciudades para que los
docentes formados no se dedicasen posteriormente a tareas más lucrativas o decidieran
continuar sus estudios universitarios, abandonando el magisterio. Imaginó radicar la
primera de ellas en San Juan, pero su provincia atravesaba fuertes convulsiones
políticas y no ofrecía el mejor asiento para llevar adelante dicha experiencia. La ciudad
de Paraná, en cambio, parecía ser un ámbito propicio. Entre Ríos tenía una tradición
pedagógica que daba cuenta de una genuina preocupación por la formación docente
desde la gobernación de Francisco Ramírez. En el Reglamento para la República
Entrerriana de 1820 ya figuraban enunciados vinculados con el desarrollo y formación
de los preceptores, como se denominaba entonces a quienes desempeñaban tareas de
enseñanza. Su ubicación en el Litoral, además, podría leerse como una estrategia
educativa para sumar políticamente a la región al proyecto de consolidación del Estado
nacional.
A fines de 1869, el presidente Sarmiento logró la sanción de la ley que
autorizaba la creación de las escuelas normales nacionales. En 1870, se decretó la
creación de la Escuela Normal de Paraná y se dispuso que el establecimiento funcionara
en el edificio construido en 1854, donde se emplazaba la casa de gobierno de la
Confederación Argentina. Siete décadas después, entre 1927 y 1932. el Ministerio de
Obras Públicas de la Nación construiría su edificio actual. La propuesta de formación se
desarrollaba en un curso de cuatro años de duración, donde se impartiría “no
solamente un sistema de conocimiento apropiado a las necesidades de la educación
común en la República, sino también el arte de enseñar y las aptitudes necesarias para
ejercerlo”. Asimismo, se creaba una Escuela de Aplicación -en un edificio anexo- que
daría instrucción eleental a niños de ambos sexos y que serviría “para amaestrar a los
alumnos del Curso Normal en la práctica de los buenos métodos de enseñanza y en el
manejo de las escuelas”.
Los comienzos de la Normal estuvieron marcados por un contexto político
complejo. La sublevación del caudillo entrerriano López Jordán y el asesinato del
gobernador Urquiza plantearon un clima de gran inestabilidad en la región. El gobierno
nacional intervino la provincia, la escuela cerró sus puertas y algunos de sus alumnos se
convirtieron en soldados. El edificio de la institución llegó a ser destinado en 1876
como hospital de sangre.
En su etapa inaugural, el gobierno nacional dispuso 70 becas para estudiantes
de colegios nacionales del interior que quisieran convertirse en maestros. A cambio, se
les requería ejercer la docencia por al menos seis años. Para ser alumnos de la Escuela
Normal, los aspirantes debían contar con 16 años de edad, intachable moral, buena
salud y aprobar un examen sobre lectura, escritura, aritmética y geografía. La Escuela
tuvo sus dos primeros egresados en 1874: Félix F. Avellaneda y Delfín Jijena. La de
Paraná era mixta: en cambio, en Concepción del Uruguay se creó la primera Escuela
Normal para maestras, en 1873.
El perfil del normalismo paranaense se forjó a través de las sucesivas
intervenciones de sus primeros directores, el estadounidense George Stearns, el
español José María Torres y el italiano Pedro Scalabrini. También pasaron por allí
algunas de las maestras estadounidenses que se consustanciaron en el proyecto
político-educativo impulsado por Sarmiento. Las primeras generaciones de maestros
recuperarían como herencia ese proyecto inicial y, más tarde, bregarían por la
profesionalización docente que debía estar certificada por las escuelas normales.
Los primeros años de la Escuela Normal de Paraná transcurrieron bajo la
dirección de George Stearns (1871-1876), un estadounidense graduado como Master of
Arts en Harvard, que fue recomendado a Sarmiento por Mary Mann. Uno de los
mayores desafíos de Stearns fue organizar y dar continuidad a la escuela que se acababa
de crear. A ellos se iban a sumar otros retos institucionales como, por ejemplo, la
resistencia de una sociedad básicamente católica ante la existencia de un cuerpo
docente que -incluido el director- era mayoritariamente protestante: la inestabilidad
que presentaba la población estudiantil en esos primeros años y, especialmente, la
necesidad de instalar en la sociedad la idea de que la enseñanza era una profesión
promovida, administrada y certificada por el Estado nacional. Las preocupaciones
pedagógicas de Stearns incluyeron cuestiones de orden metodológico en torno a la
formación de los maestros, así como la instalación de un laboratorio de ciencias y un
gimnasio.
José María Torres fue el segundo director de la Escuela Normal de Paraná y su
gestión (1876-1885) marcó un cambio de orientación en la institución. Nacido en
Málaga y formado en la Escuela Normal Central de Madrid, ejerció diversos cargos en
España hasta que llegó a la Argentina, donde se desempeñó primero como vicerrector
del Colegio Nacional de Buenos Aires y luego como inspector de Colegios Nacionales.
Durante su gestión, la Escuela ingresó en una fase de consolidación institucional. Se
solicitó al gobierno la autorización para la incorporación de alumnas y en 1884 se creó
el kindergarten bajo la dirección de la norteamericana Sara Chamberlain de Eccleston.
En 1886 se sancionó un nuevo plan de estudios que dividía a las escuelas normales en
dos modalidades: las Elementales, formadoras de maestros y las Superiores, destinadas
a la formación de profesores, directores, inspectores y superintendentes, tanto de las
escuelas comunes como de las normales.
Conviene detenerse en las ideas del malagueño: Torres concebía al docente
como una pieza clave en la construcción y reproducción del orden estatal, quien, en
tanto agente del Estado, debía permanecer neutral y ajeno frente a los avatares de la
política. La función del maestro era moralizadora, su comportamiento debía ser
ejemplar y su misión civilizadora incluía el autodisciplinamiento de las pasiones. Torres
contribuyó a la configuración de la pedagogía normalista. Sistematizó sus reflexiones
apoyándose en los principios de Herbart y Pestalozzi. En su Curso de Pedagogía
sostenía que el maestro es un “educador metódico”. Sus fundamentos pedagógicos
podrían ordenarse de la siguiente manera: la profesionalización docente requiere del
conocimiento del método; la Escuela Normal es donde se enseñan principios y
aplicaciones; educar es un arte que requiere cultivar la inteligencia, la voluntad y los
sentidos; formar la mente y luego proveerla; corresponde a la instrucción comunicar
sistemáticamente las ideas, los cono- cimientos y las doctrinas; el maestro obra con
amor y poder.
Para Torres, enseñar es moralizar, pero no mediante una moral abstracta. “El
maestro debe conducir a sus discípulos a que deduzcan de los hechos las reglas morales
que los hechos mismos contienen como el fruto contiene la semilla.” El buen discípulo
sería aquel que aprovechara la instrucción que se le daba, convirtiéndose en alguien útil
y capaz de gobernarse a sí mismo. Torres concibió la pedagogía a partir de dos grandes
cuestiones: la dimensión didáctica de la tarea docente, es decir, la preocupación por el
método, y una nueva concepción de la disciplina escolar. Como señala Adriana
Puiggrós, “Torres estaba más interesado en estandarizar los criterios de orden y
autoridad, que en imprimir en la formación docente una concepción positivista”.
Pedro Scalabrini, nacido en Como, emigró de Italia a los 20 años por razones
políticas. A partir de 1872, dictó en Paraná las cátedras de filosofía, historia general y
ciencias naturales.
En un primer momento, adhirió a los principios del krausismo, sobre el que
volveremos más adelante. En un segundo momento, estos principios filosóficos,
presentes en el ideario educativo de Scalabrini, se combinaron con una impronta
cientificista. Sus lecturas de Comte, de Darwin y del evolucionismo de Spencer -que
incorporaría posteriormente en el currículo de la Escuela- lo llevaron a adherir a los
principios del positivismo. En su concepción, orden y progreso debían armonizarse,
porque el progreso sin orden era anarquía y el orden sin progreso producía
estancamiento, e incluso retroceso.
Scalabrini adhirió a una educación progresiva que en los primeros años se
iniciaba en el plano afectivo y que, conforme maduraba el sujeto, viraba hacia una
educación claramente científica. Consideraba que la pedagogía debía promover el
aprendizaje a partir de la observación y del conocimiento concreto de la naturaleza. En
repetidas oportunidades, las clases de Scalabrini se desarrollaron en las barrancas del
Río Paraná. Allí, mientras algunos estudiantes excavaban junto al profesor en busca de
fósiles, otros preparaban el asado a la sombra de algún sauce. Su ideal pedagógico
podía resumirse, según sus propias palabras, en que “el universo puede observarse a
través de cada objeto”. Las “lecciones de objeto” combinaban así un interés por
promover el conocimiento científico con el rol activo de los alumnos, mientras el
aprendizaje tenía lugar en el ámbito natural donde se producían los hallazgos. Todo
objeto era para Scalabrini expresión de una forma y el saber humano consistía en
descubrir las afinidades lógicas internas de esa forma.
En esta dinámica, el maestro era un orientador que acompañaba el desarrollo
de la autonomía de los alumnos y, por lo tanto, podía permanecer “callado” durante
todo el transcurso de la clase, allanando el camino para que sus alumnos tomaran la
palabra. En sus clases, Scalabrini vinculó ciencia y pedagogía y sus enseñanzas
ejercieron una influencia decisiva en sus estudiantes, entre ellos Víctor Mercante,
Carlos Vergara y José Alfredo Ferreira, quienes registraron el impacto que tuvo la
metodología scalabriniana en su formación docente.
La impronta decisiva que tuvo el normalismo y su marca de origen paranaense
no debería llevar a la conclusión de que la Escuela Normal de Paraná transmitió una
ideología pedagógica homogénea. Por cierto, en las escuelas normales la corriente
positivista no logró borrar las huellas dejadas por la pedagogía de base krausista, ni
pudo impedir que en los años por venir penetraran sus muros las diferentes tendencias
de las corrientes escolanovistas.

Expansión del normalismo

A partir de su matriz fundacional, el normalismo se extendió con decisión y


fuerza por el territorio nacional. Las maestras norteamericanas, las primeras camadas
de egresados de las escuelas normales y los inspectores nacionales fueron activos
difusores de la alfabetización y de la cultura normalista, 25 años después de la creación
de la primera en Paraná, las normales se multiplicaron, llegando a 38 en el año 1896.
¿Quiénes eran las y los aspirantes a convertirse en maestros? Como advierte
Cintia Mannocchi, el ingreso al magisterio remitía a motivaciones tan distintas como
distintas eran las biografías de sus aspirantes. Había muchachos y muchachas
-oriundos de las provincias, en muchas ocasiones- que veían en el magisterio “una
forma de progreso no únicamente basado en el estatus de un trabajo no manual, sino
en las condiciones económicas que confería un empleo estable”. Para algunas señoritas,
procedentes de familias económicamente consolidadas, en cambio, el sueldo no era un
factor decisivo, pero aspiraban a encontrar en la docencia “un medio de
acrecentamiento del capital cultural y una forma decente de adentrarse en la trama
pública”. Dentro de los aspirantes, también podían encontrarse jóvenes portadores de
apellidos de vieja alcurnia que habían caído en desgracia, frente a quienes la docencia
surgía como un empleo respetable. También podían sumarse las “hijas de pequeños
comerciantes o industriales de escasa envergadura”, quienes pretendían “mejorar su
posición en el mercado matrimonial a través de la Escuela Normal”. Finalmente, señala
Mannocchi, una porción no menos importante del contingente la conformaba “la
llamada burocracia educativa, hombres -principalmente- que fueron ascendiendo en
sus labores hasta convertirse en inspectores, visitadores o directivos que no sentían en
carne propia la penuria de gran parte de los docentes”.
A la par del incremento de aspirantes, creció la oferta y la red de escuelas se
expandió. En los años posteriores a la fundación de la primera escuela normal, se
sucedió la construcción de edificios que albergaran a los pedagogos y a los futuros
maestros. Con la construcción de los edificios escolares, la presencia simbólica del
Estado educador se tornó visible. A través de ellos, la Nación se convertía en una
manifestación insoslayable del poder civilizatorio a lo largo del país. El impacto visual
de esos edificios en la trama urbana engrosaba el repertorio de las imágenes y
representaciones que los habitantes y ciudadanos de la Argentina construyeron sobre el
Estado-nación. La edificación escolar generaba debates: ¿debería primar la imagen
imponente de ese Estado a través de escuelas-palacio o la arquitectura debería ser
sobria a fin de resaltar el valor de la austeridad republicana?
Entre los representantes más destacados de la arquitectura escolar del período
estuvo Francesco Tamburini, quien fuera designado por el presidente Roca como
director de Arquitectura de la Nación en 1881. Este arquitecto italiano diseñó un
modelo prototipo que fue puesto en marcha en la construcción de las escuelas normales
que se emplazaron en las ciudades de San Nicolás, Córdoba, Río Cuarto, Villa Mercedes
(San Luis), Mercedes (Buenos Aires), Concepción de Uruguay, Catamarca, Santiago del
Estero, San Juan y Salta, Por su parte, Carlos Aitgett, un arquitecto argentino formado
en Berlín, dirigió el plan de infraestructura escolar de la provincia de Buenos Aires, la
Escuela Normal de La Plata (actual Liceo Víctor Mercante), la sede de la Dirección
General de Escuelas de la Provincia y la escuela “Petronila Rodríguez” (el actual Palacio
Pizzurno, sede del Ministerio de Educación de la Nación) fueron algunos de sus
proyectos más sobresalientes.
Sin embargo, este proceso de expansión debió lidiar con problemas de
diferente índole: cómo lograr la retención de los alumnos y lograr que, una vez
recibidos, el conjunto de los egresados eligiera el magisterio como trabajo. De hecho, la
cobertura de la enseñanza por parte de los maestros y maestras normales fue un
proceso lento. Los egresados normales no llegaban a cubrir las necesidades educativas
del país. Entrado el siglo XX, seguía existiendo un porcentaje alto de maestros que no
contaban con un título expedido por una Normal, o que ejercían la función docente
gracias a habilitaciones extendidas por los consejos de educación provinciales. Los
esfuerzos por hacer del magisterio una práctica reglada, una profesión acreditada y
certificada desde el Estado, se toparon con un déficit en la provisión de los maestros
titulados que ese mismo Estado podía ofrecer.
En los hechos, junto a las escuelas normales nacionales convivieron un
conjunto de prácticas y de instituciones formadoras de docentes: las escuelas normales
provinciales, creadas y sostenidas con dificultad por las provincias. También estaban
las escuelas normales populares, surgidas por iniciativa de las Sociedades Populares de
Educación. Según Pablo Pineau, para el año 1915, éstas últimas llegaron a sumar un
total de 37 en la provincia de Buenos Aires. Asimismo, se buscó suplir la escasez de
escuelas y cubrir la necesidad de maestros a través de modalidades como cursos
nocturnos en las escuelas y academias de verano. Para el caso de La Plata, por ejemplo,
se encontraban, entre el cuerpo de profesores que los dictaba, pedagogos como Víctor
Mercante y Rodolfo Senet. Pero esas experiencias se diluyeron a medida que la
tendencia centralizadora del Estado nacional se fortalecía. Ese proceso llevó a la
desaparición de esas instituciones o a su transformación en escuelas normales
nacionales.

La Invención de una tradición

El normalismo fue consolidando su trama discursiva en diálogo con diversas


tradiciones filosóficas, políticas y pedagógicas. Es decir que articuló enunciados
provenientes de algunas de ellas, tradujo sentidos que puso en circulación dentro del
campo pedagógico y estableció filiaciones, legitimándose en términos de continuidad
histórica e indicando direcciones hacia el futuro. Las tradiciones vinculan activamente
el presente con el pasado. Raymond Williams considera que una tradición es “un
proceso deliberadamente selectivo” que el presente hace del pasado y que produce
identificaciones culturales y sociales. Lejos de ser algo estático, “la tradición es el medio
de incorporación práctico más poderoso”. Al inscribirse en una tradición, los sujetos se
posicionan e intervienen en los espacios en los que interactúan a partir de la matriz
ideológica en la que se han filiado. ¿Qué operaciones de selección, distinción y
jerarquización de la cultura operó el normalismo en Argentina?

En términos político-culturales

El normalismo se consolidó respondiendo activamente ante la tarea de


alfabetización masiva y en la construcción de la identidad nacional argentina de los
futuros ciudadanos. Los maestros se reconocieron herederos de Sarmiento. Pero ¿qué
aspectos del ideario sarmientino heredaban?
El pensamiento sarmientino había habilitado múltiples lecturas. Por un lado,
el normalismo que despuntó con Sarmiento ampliaba el campo intelectual y las
posibilidades para aquellos grupos sociales subalternizados por su condición de clase o
de género. Esos grupos encontraron en la vía normal el acceso a la continuación de
estudios y una salida laboral que los colegios nacionales -pensados en términos de
educación de la élite- les cercenaban. Asimismo, Sarmiento había imaginado la
intervención normalista como parte de un entramado de relaciones democráticas entre
el Estado y una sociedad civil pujante y modernizante. Los hilos de esa tradición
estuvieron presentes en la trama discursiva de algunas expresiones normalistas.
Por otro lado, la construcción de la dupla “civilización y barbarie” fue
configuradora del discurso normalista e iba a demostrar una gran vitalidad dentro de
sus filas. La inmigración real que llegaba a la Argentina era significativamente diferente
de aquella que habían soñado Alberdi y el propio Sarmiento. Como hemos señalado, los
trabajadores llegaban al país trayendo los ecos de la explotación sufrida en Europa y
plantearían, desde el anarquismo y el socialismo, su impugnación revolucionaria al
sistema capitalista. Los proletarios se constituyeron en la nueva barbarie que había que
combatir. Facundo cambiaba de ropajes y de costumbres, pero, en su esencia,
continuaba acechando a la civilización. Según los casos, el Estado los enfrentaría con la
espada, con la pluma y la palabra.
Frente a ese nuevo paisaje social, los normalistas se debatieron entre
convicciones democráticas y opciones fuertemente disciplinadoras. Paulatinamente, los
maestros fueron abandonando la raigambre pragmática en sus prácticas pedagógicas
-aquellas que habían desarrollado las maestras norteamericanas- para girar hacia
posiciones más duras. En muchas oportunidades, la escuela asumió como finalidad el
control a los inmigrantes y buscó someterlos al orden nacional. Inicialmente, la
educación pública fue una educación moral que más tarde se convirtió en patriótica, a
través de la inculcación de valores y rituales. Para construir la nación, era requisito
producir cierta homogeneidad cultural. Frente a ello, los inmigrantes asumieron
diversas estrategias. Algunos se replegaron en su propia cultura: muchos se mostraron
más permeables y se “acriollaron”. De todos modos, en términos generales, la mayoría
de los extranjeros no adquirió la ciudadanía argentina, como Sarmiento hubiera
deseado. Los normalistas recibieron también una herencia con elementos racistas y
anti-latinoamericanista. El ocio y la ignorancia se sumaban como conductas bárbaras
que era preciso erradicar de la sociedad.
Los maestros normales fueron una “avanzada” de la cultura letrada. Como
señala De Miguel, la cultura normalista se extendió “puertas afuera” de la escuela,
“ingresó en el espacio privado familiar y contribuyó a la constitución del espacio
público”, configurando la relación entre cultura escolar y cultura política.

En términos filosófico-pedagógicos

Dentro del normalismo se combinaron diversas tradiciones. Dos grandes


corrientes de pensamiento se destacaron: el positivismo y el espiritualismo.
La filosofía espiritualista se difundió principalmente en las cátedras de las
escuelas normales, los colegios nacionales y las universidades. Sus principios
fundamentales remitían a las ideas elaboradas por el filósofo alemán Karl Krause,
aunque luego se diluyeron dentro de otras tendencias filosóficas. Según Arturo Roig,
esta peculiaridad no produjo el surgimiento de intelectuales que se denominaran
“krausistas” con un sentido de escuela: por el contrario: “nuestro krausismo fue obra de
pedagogos y políticos que actuaron en forma más bien individual y aislada, si bien
ejercieron indudable influencia”.
El enfoque y los argumentos krausistas pueden interpretarse a partir de cuatro
aspectos. En primer lugar, el krausismo, dentro de las tendencias propias de las
filosofías espiritualistas, canalizó a través de sus ideas una intensa vocación social,
adecuándose, según el propio Roig, “a las necesidades intelectuales y sociales de la
época y en particular a las exigencias de una burguesía liberal conservadora de carácter
progresista”. En segundo lugar, el krausismo ofreció un racionalismo moderado que,
sin adscribir al catolicismo, favoreció cierto entendimiento con este sector, sin romper
por eso con los principios de la tradición liberal. En ese sentido, Carlos Vergara,
pedagogo liberal de extracción krausista, se refería a su reforma pedagógica: “esta
reforma ha venido de Dios y hacia Él va”.
En tercer lugar, los krausistas manifestaron su preocupación por interpretar la
realidad social a partir de la caracterización de las tradiciones nacionales. En el Ideal de
la Humanidad para la vida, el propio Krause exaltaba la virtud moral del patriotismo:
“El buen ciudadano honra y ama su patria como un coordenado y digno miembro del
pueblo humano en la tierra”. Diferentes disciplinas acusaron esta concepción. Así, en el
terreno jurídico se intentó elaborar una “ciencia argentina”; en el ámbito político se
buscó con intensidad la realidad social e histórica originaria de la cual provenían
nuestras instituciones; y en lo pedagógico se afirmó con fuerza que la metodología
krausista contribuía a concebir una escuela pedagógica nacional, en contraste con los
modelos importados, inscriptos en la corriente positivista. El propio Vergara promovió
una “teoría y práctica comprendida en lo que en contraposición al nombre de Escuela
Positiva, nosotros hemos llamado «Escuela Argentina»“. Finalmente, los postulados del
krausismo estuvieron orientados por un fuerte talante ético, del que deriva también su
vitalidad.
La prédica krausista convidaba a emprender una lucha de regeneración moral
ante la cual se sintieron convocadas grandes masas de ciudadanos. Para los pedagogos
y maestros enrolados en esa tradición, el maestro debía asumir un papel regenerador:
“en la época actual, estando todo en decadencia, a tal grado que nadie duda de que se
acerca una reforma radical”, asentía Vergara, el deber del maestro es “extender su
esfera de acción”, puesto que “Si un hombre se reconoce honrado y patriota, como debe
ser ineludiblemente todo verdadero maestro, tiene el deber también de buscar los
medios para propagar esa honradez y esa virtud ilustrándose y ocupando las posiciones
más ventajosas para tan noble aspiración”.
En cambio, la filosofía positivista tuvo un gran impacto en las últimas décadas
del siglo XIX, tanto en la Argentina como en el resto de América Latina. En términos
generales, esta corriente, inaugurada por Augusto Comte, planteaba que el hombre
debía renunciar a conocer el ser mismo de las cosas, y atenerse al conocimiento de las
verdades que pudieran ser percibidas a través de los sentidos. El positivismo postulaba
que el mundo estaba conformado por un conjunto de hechos individuales y
observables, cuyas relaciones podían conocerse a través de las ciencias de la naturaleza.
Desde un enfoque eminentemente científico, el positivismo estableció que sólo
se conoce si se logran determinar las leyes naturales por las que los hechos observables
se relacionan entre sí, ¿Podría implementarse este mismo esquema de conocimiento en
el estudio de la realidad social? La respuesta de Comte era afirmativa: a través de la
sociología -también denominada física social- los positivistas pretendían establecer las
leyes que rigen la vida de las sociedades.
Cuando el Estado adoptó los principales postulados del positivismo, lo hizo
identificando en el discurso científico el motor para el progreso de la humanidad.
Tomando como modelo a la Europa civilizada, el discurso positivista promovía,
principalmente a través de la educación, una reforma social, a la vez que brindaba un
marco interpretativo para contener y encuadrar a la sociedad que se hallaba en plena
transformación. Los grupos dirigentes vieron en los principios del positivismo una
doctrina capaz de erradicar -a través de la educación- los “resabios coloniales” aún
presentes en la sociedad y así, finalmente, “emanciparla” y encauzarla por la senda de
la “civilización”. Educar era normalizar, una tarea que muchas veces fue entendida
como misión.
Pero sería erróneo pensar que los principios del positivismo se implementaron
sin tomar contacto con otras tendencias filosóficas, o que el discurso positivista haya
sido la pedagogía triunfante de los sistemas educativos modernos. Para Inés Dussel, el
positivismo ortodoxo no logró hegemonizar el campo pedagógico. La pedagogía
normalista tuvo bases heterogéneas que combinaron diversas tradiciones filosóficas y
culturales. En tal caso, el positivismo incidió en “la búsqueda de una pedagogía con
bases científicas” a partir de la biología y la psicología y mediante el seguimiento de un
método uniforme para la enseñanza de las masas. Pero el interés por el “método”, la
“confianza en la ciencia” y la “apelación a la psicología” no fueron preocupaciones
excluyentes del positivismo. Las ideas de Pestalozzi (1746-1827) y de Herbart (1776-
1841) también estuvieron dentro de las referencias pedagógicas, pero no podrían ser
incluidas como positivistas. Pestalozzi privilegiaba la experimentación como forma de
conocimiento a través de la observación y la percepción. Para él, se debía promover en
los niños la observación sistemática y la utilización de un lenguaje de complejidad
creciente. Consideraba que el objetivo de la educación era desarrollar todas las fuerzas
humanas. Para ello, el docente debía educar la mano, la mente y el corazón de sus
alumnos. Por su parte, Herbart privilegió la moralización y el logro del orden a través
de la formación de la voluntad. Se propuso fundar las bases de la pedagogía en la
psicología y la filosofía. Buscó conciliar la autoridad y el saber docente con el interés del
alumno.
La pedagogía se nutrió de los argumentos que le aportó el discurso de la
psicología. Sus fundamentos se apoyaban sobre bases biologicistas, a tal punto que los
planes de estudio del profesorado no permitían cursar la asignatura psicología sin tener
aprobadas previamente las materias biología, anatomía y fisiología del sistema
nervioso.
Uno de los principales aportes de la psicología consistió en establecer los
parámetros y los límites entre aquellos comportamientos considerados normales
respecto de los anormales. Sus representantes más destacados en las primeras décadas
del siglo XX fueron Víctor Mercante y Alfredo Calcagno. Estos pedagogos consideraron
importante definir los sujetos sociales conflictivos a partir de escalas biológicas y
psicológicas. Ambos fundaron, en la Universidad Nacional de La Plata, el laboratorio de
Paidología. El lugar contaba con instrumentos para medir el tamaño de los cráneos y la
capacidad pulmonar, láminas y tests para medir la memoria, la atención, la afectividad
y el razonamiento de los niños. Mercante realizó -por ejemplo- el estudio sistemático de
los cráneos de 549 mujeres y 652 varones. Empleando el compás de Broca clasificó a los
niños y niñas en dolicéfalos, mosecéfalos, braquicéfalos y hiperbraquicéfalos. Y a partir
de allí establecía deducciones: “En el curso de nuestras investigaciones hemos anotado
un hecho de valor didáctico [...] En igualdad de edades, los jóvenes de mayores
diámetros cursan años más adelantados que los de diámetros menos extensos”.
La Paidotogía comprendía a la antropometría, la fisiología, la psicología y la
pedagogía del niño normal y del niño anormal, la higiene escolar, entre otras. Como
señala Myriam Southwell, a través de aquella, “se buscaba producir conocimientos
prácticos y normas que contribuyeran a tornar eficiente a la educación”. También a
través de las leyes de la evolución se diagnosticaron los problemas de aprendizaje. Cada
dificultad, cada retraso que presentaba un niño, era atribuida a las determinaciones
producidas por la herencia y el ambiente, como una falta de adaptación natural al
medio. Los saberes que se generaban en otros campos fueron aplicados en las escuelas
como formas de ortopedia social.
Los pedagogos normalizadores -conceptualizados así por Adriana Puiggrós,
para referirse al grupo que concebía a la educación a partir de la centralidad docente y
de la negación del alumno como sujeto portador de otra cultura- se esforzaron por
justificar teóricamente la distribución de rangos dentro de la sociedad a partir del
discurso médico y de la psicología. El discurso científico se arraigó en la pedagogía de la
época y se complementó con las relaciones de poder que se establecían entre los
distintos sectores sociales. La ciencia ofrecía bases “objetivas” que legitimaban el lugar
de los sujetos y las clases dentro del orden social establecido. La aplicación y el
cumplimiento de las normas serían fundamentales; quienes se desviaran de ellas
formarían sujetos anormales.
La pedagogía también tomó como modelo a la biología y ésta se medicalizó.
Los diagnósticos y las prescripciones pedagógicas encontrarían sustento en el lenguaje
de la medicina. Como sostienen Caruso y Dussel, la asimilación de la pedagogía a la
biología dio como resultado un determinismo en la consideración de quiénes eran los
que podrían triunfar en la escuela y quiénes fracasarían.
La reflexión pedagógica y la acción del magisterio en las escuelas se iba a
desplegar en tres planos que actuaron de manera combinada: la educación patriótica, la
preocupación higienista y la codificación escolar.
La argentinización de los niños y de sus familias fue una preocupación que
llevó a políticos y pedagogos a plantear a la escuela como el espacio privilegiado para
constituir, a partir de una educación patriótica, la identidad nacional. Ramos Mejía
-quien fue presidente del Consejo Nacional de Educación entre 1908 y 1913- se
preocupó especialmente de ello, ya que consideraba que se estaba en presencia de un
fenómeno muy significativo: la irrupción de las multitudes, cuya presencia
contemporánea se manifestaba a través de la inmigración masiva, Ramos Mejía se
preocupó por explicar su comportamiento, Sostuvo que las multitudes están
compuestas por individuos sin nombre, ni fisonomía moral propia, caracterizados
fundamentalmente por ser criaturas con sentimientos e instintos. Para Ramos Mejía, la
multitud generaba temores y la heterogeneidad era una amenaza que impulsaba la
labor pedagógica. Él confiaba en la potencia integradora de la educación. El atajo para
enfrentar los peligros de la masa era producir la homogeneidad cultural. Por esa razón,
buscó fomentar una identidad nacional a través de una educación patriótica.
En tiempos caracterizados por la irrupción de las multitudes, también se
extendió el higienismo. Se trataba de una corriente que establecía estrechas relaciones
entre salud-enfermedad y orden social. El discurso médico se articuló con el discurso
pedagógico e influyó en la política educativa. La creación del Cuerpo Médico Escolar en
1888, el desarrollo de congresos sobre higiene escolar y la implementación de
conferencias pedagógicas que plantearon temáticas vinculadas con las enfermedades y
su profilaxis son indicios de la centralidad temática de la salud dentro del ámbito
educativo. Su cuidado se expresó muchas veces en términos morales. La prevención
desde la medicina se cruzaba con la prevención moral y el ordenamiento social. El
higienismo se entronizó en despachos y aulas, copó las escuelas y se difundió también a
través de reglamentaciones y libros de lectura. Por ejemple, en su cuento “Aventuras
bacterianas”, el pedagogo Víctor Mercante relató la historia de una familia de bacterias
-Bacterion, el padre y Bectarina y Bacterona, los hijos- para advertir sobre los peligros
que anidaban en las prácticas insalubres. Allí se narra la forma en que las bacterias se
trasladan del estómago de un perro al de una niña. El relato permitía a Mercante trazar
una analogía en la que se entrecruzaban los preceptos higienistas, las disputas entre
padres e hijos y el valor de imponer un orden social.
La sociedad se transformaba -en términos cuantitativos y cualitativos- y la
pedagogía de bases científicas contribuyó al disciplinamiento y control social a través
de la codificación escolar. En sintonía con ese contexto y ese clima de ideas, el
pedagogo Rodolfo Senet planteó el objetivo de desplegar una táctica escolar. El
concepto de táctica -que remite al plano militar- indicaba la necesidad de lograr el
orden a través de la construcción de un sistema de jerarquías en el aula, Senet analizó
la vida escolar prescribiendo los movimientos que los alumnos debían ejecutar, cómo el
maestro debía guiar la enseñanza, cómo orientar y controlar ese proceso. El horario
escolar, el uso eficiente del tiempo, la necesidad de crear hábitos, la disposición del
espacio escolar fueron objetos de reflexión en pos del control y la prevención el
desorden. La táctica también fue enseñada a los maestros; formó parte de los
contenidos de pedagogía dentro de las escuelas normales.
En el cruce de las grandes transformaciones sociales que se producían, se
generaron saberes que se desplegaron como claves interpretativas y como modos de
intervención sobre esa realidad cambiante. La pedagogía de base científica contribuyó
en la profesionalización de los maestros, legitimando sus intervenciones a partir de
esos saberes que la constituían. La didáctica fue concebida a partir de principios
racionales y científicos, se promovió la utilización de los métodos deductivo e inductivo
y los procedimientos analítico y sintético. La organización escolar, la planificación, la
evaluación y la disciplina fueron ejes configuradores de la tarea docente.

El malestar del normalismo

La tradición normalista se constituyó como una herencia -que al decir de un


poeta francés- no estuvo precedida por ningún testamento. Lo heredado fue discutido y
se expresó como un campo de lucha. Entre los maestros y maestras normalistas surgió
un malestar que fue constitutivo de esa tradición pedagógica y que desafió su núcleo
normalizador. Así lo registró un grupo de maestros que también se habían formado en
las escuelas normales. Frente a un discurso que parecía imponerse, ese malestar se
expresó como disidencia, como una disonancia que cuestionó la representación sin
fisuras que buscaba imponer el sentido pedagógico dominante. Quienes alzaron su voz
para señalar esa incomodidad se convirtieron en indicio de las disputas que atravesaba
la constitución del campo pedagógico. Con ellos se hicieron visibles las luchas que
recorrieron la formación del sistema educativo, las tensiones que se produjeron por los
sentidos de la tarea de enseñar y las concepciones sobre los sujetos y sobre la educación
que defendieron.
Sería simplificador pensar que dentro del normalismo no se imaginaran
alternativas diversas, que no se diseminaran sentidos que entraban en disputa. Como
señalamos en la introducción de esta lección, los maestros formados en las escuelas
normales coincidían en la centralidad de la educación y en la necesidad de alfabetizar;
pero ¿estaban todos imaginando un mismo sujeto de la educación? ¿Cómo pensaron los
vínculos entre el Estado y la sociedad civil? ¿Acaso se planteó en los maestros una
valorización unívoca respecto de las culturas inmigrantes que portaban consigo los
niños? Ciertamente no hubo homogeneidad, hubo sentidos en disputa sobre la
educación. Ésta se fue desarrollando a través de múltiples prácticas que expresaron
tendencias diversas.
Los normalistas más “duros” imaginaron a la escuela con barreras ideológicas,
una suerte de aduana cultural que, según sus criterios de clasificación, permitiría o
apartaría aquello que podía o no ingresar en sus aulas y sus patios. Otros normalistas,
más “democráticos”, imaginaron una escuela de puertas abiertas, con vínculos más
fluidos entre el Estado y una sociedad que ingresaba al espacio escolar portando sus
tradiciones y sus historias. A veces de modo estridente y otras en sordina, los maestros
y maestras expresaron alternativas pedagógicas que hicieron circular y pusieron en
práctica, impugnando los sentidos dominantes que respondían a concepciones adulto-
céntricas y verticalistas. Para Puiggrós, el pedagogo Carlos Vergara es un síntoma que
da cuenta del surgimiento de alternativas a las concepciones pedagógicas hegemónicas.
Vergara, maestro egresado de Paraná, director e inspector, se pronunció en
contra de la uniformidad y la homogeneidad, propias de la trama normalista. Referente
del sector democrático-radicalizado de fines del siglo XIX, Vergara denunciaba la
enseñanza verbal y teoricista que reinaba en las escuelas, cuyas consecuencias podían
percibirse en el desinterés por lo público, la falta de formación para el ejercicio de
funciones políticas, e incluso el fraude electoral (una práctica tan extendida como
estructural en el régimen político de entonces), Vergara concebía una didáctica alejada
de las ideas predeterminadas, que partiera del conocimiento que los alumnos tienen
sobre los temas y de sus intereses. Sólo entonces se debía dar paso a la consulta de los
libros. Frente a la cultura libresca que promovían los normalistas, Vergara sostenía que
había que estudiar los hechos y no los libros.
No fue la única “trasgresión” del mendocino. Además, la pedagogía de Vergara
se vinculaba explícitamente con la política. Creía que era necesario transformar las
bases mismas de la organización social para superar su atraso. Cuestionó las relaciones
de dominación, fueran éstas las que se establecen en el sistema económico-social (como
por ejemplo entre el patrón y sus trabajadores) o las que se desarrollan en la
micropolítica de las escuelas (como el vínculo pedagógico entre el maestro y el alumno).
La relación entre padres e hijos y la que se teje entre los políticos y el pueblo no
quedaron afuera de su crítica, Vergara pensó con sagacidad la relación entre la
educación y la sociedad, reconociendo la vinculación entre la cultura escolar y la cultura
política. Sostenía que en las escuelas argentinas se enseñaba a obedecer y no se educaba
a los niños, y fomentaba la descentralización, a través del fortalecimiento del
autogobierno escolar.
El caso de Vergara es un ejemplo del normalismo que heredó los enunciados
democráticos de Sarmiento. En términos de relaciones de fuerza, su postura fue
vencida por la posición normalizadora. Pero siguió expresando un malestar dentro del
normalismo; fue tomada como una herencia y se resigniflcó a lo largo de la historia del
magisterio argentino: una posición de defensa de la escuela estatal, articulada con
relaciones pedagógicas democráticas.
En medio de la sintonía y fricción de tradiciones político-culturales, filosófico-
pedagógicas e institucionales que constituyeron a la trama normalista, también
surgieron nuevos sujetos y se amplió la circulación de los nuevos saberes.

La producción de nuevas subjetividades: mujeres maestras

Con el avance del normalismo y la necesidad de expandir la educación, se


plantearon cambios en la condición femenina. La docencia se fue convirtiendo, en
palabras de Graciela Morgade, “no sólo en un trabajo para mujeres, sino de mujeres”.
Fue la principal ocupación femenina que creció como parte de la política de expansión
educativa encarada por el Estado.
El magisterio les habilitó a las mujeres oportunidades en el mercado laboral, lo
que implicó, para aquellas que pertenecían a los sectores medios y medio-bajos, una
posibilidad de ascenso social y de ingreso al espacio público. Veamos algunas cifras que
aportan Myriam Feldfeber y Alejandra Birgin: mientras para el período 1876-1880
egresaron como maestros de las escuelas normales del país 154 alumnos, de los cuales
el 44,2% eran mujeres: para el período 1886-1890 egresaron 848 alumnos, siendo el
64,6% mujeres. En el período 1886-1900, 1.448 maestros recibieron su título, de los
cuales el 76,8 eran mujeres, sumando, para el período 1906-1910, 3.267 maestros, de
los cuales el 82% eran mujeres.
La incorporación de las mujeres a la docencia se justificó desde algunas
representaciones tradicionales del imaginario masculino, que vinculaba a las mujeres
con la maternidad y a ésta con la docencia. Es decir, la aptitud y ventaja que tenían las
mujeres, en tanto maestras, se debía a que a través de esa profesión volcarían
socialmente sus “condiciones maternales naturales”. También a que eran consideradas
“trabajadoras baratas”. El poder masculino se ejercería imponiendo sobre las mujeres
que se desempeñaban como maestras -por ejemplo- pautas disciplinarias muy estrictas
que, en ocasiones, llegaron hasta la recomendación del celibato. Pero aun en medio del
reforzamiento o de la resignificación de estereotipos sobre la condición femenina, el
ingreso a la docencia abrió una grieta. Con la formación e incorporación de las maestras
normales se produjo un doble proceso señalado por Silvia Yannoulas: la feminilización,
es decir, su crecimiento cuantitativo y la feminización, en otras palabras,
transformaciones cualitativas respecto de la condición femenina asociada al significado
y valor de la ocupación laboral.
El proceso de feminilización tuvo distintos efectos sobre la educación. Por ello,
junto con establecer la intensidad de dicho proceso, hay que preguntarse, como
proponen Galván y López, los distintos impactos que tuvo sobre la conformación del
ethos educativo:

¿desde cuándo están las mujeres en la enseñanza?, ¿cómo ingresaron al


magisterio, con qué salarios, en qué condiciones, con qué preparación?,
¿cómo se integraron y participaron en los sindicatos?, ¿cuántas eran, qué
enseñaban, en qué consistían las diferencias laborales frente a sus
compañeros varones?, ¿qué problemas enfrentaron para conquistar un
espacio en la educación?, ¿qué significados específicos aportan a su labor de
maestras?

Entre las primeras mujeres que debieron enfrentar los prejuicios dentro de la
sociedad, se encontraban las maestras norteamericanas convocadas por Sarmiento.
Para Graciela Alonso, Gabriela Herczeg, Belén Lorenzi y Ruth Zurbriggen, la presencia
de estas maestras ponía en evidencia los prejuicios de los criollos sobre el cuerpo
femenino. Las mujeres norteamericanas respondían a un modelo femenino ligeramente
distinto del que se esperaba de una mujer en la Argentina: se trataba de mujeres
“independientes, desenvueltas y protestantes” a las que “les gustaba fotografiarse,
arreglarse, comprarse ropa” y, por si fuera poco, “venían a trabajar en espacios
públicos”. Para la cultura masculina local, esta situación las ponía en contacto con una
infinidad de elementos “pecaminosos”: “el dinero de los sueldos, la política, los
contenidos de los libros, la vinculación cotidiana con hombres no familiares, las
tentaciones de la calle”.
El proceso de feminilización también mostró los límites que debieron
enfrentar las mujeres dentro del campo pedagógico y del sistema educativo en las
primeras décadas del normalismo. Así lo señala Morgade: “...en el pensamiento
pedagógico argentino se verifica un casi absoluto predominio masculino”, mientras que
“Las estadísticas muestran que hasta 1930 no hubo mujeres inspectoras en la
Argentina, ní obviamente miembros del Consejo Nacional de Educación”.
Cabe señalar que fue a partir de la renovación de los enfoques historiográficos
de los últimos años, que se comenzó a reparar en el perfil de las maestras, su
desempeño y los cambios que promovieron -muchas veces, librando grandes luchas- en
el ámbito de la cultura y la educación. Como expresión de una línea de investigación
que surge en los últimos años, Galván y López sostienen que, entre los grandes cambios
historiográficos de los últimos 20 años, se cuenta el “desplazamiento de los temas
políticos tradicionales hacia la búsqueda de conocimientos históricos acerca de sujetos
anteriormente olvidados: las mujeres, los niños y las niñas son los nuevos protagonistas
de la historia”. Si bien todavía es muy pronto para saber qué relecturas sobre los
procesos educativos ofrecerán estas narrativas emergentes, los aportes que ha realizado
ya la perspectiva de género nos exigen pensar la presencia y el desempeño de las
mujeres en los ámbitos educativos, dejando en suspenso el imaginario que la cultura
masculina construyó sobre el perfil de la mujer como educadora. Sin duda, como
plantea Elsie Rockwell: “las vidas de las maestras nunca coinciden completamente con
una época”, por lo que es siempre interesante “resaltar aquellos aspectos de las vidas de
las mujeres que reflejan -y ayudaron a formar- los contornos de las tensas relaciones
que les tocó vivir”.

Inspectores y saberes

Durante el período de expansión y consolidación de la educación, otros sujetos


del sistema jugaron un rol fundamental: los inspectores nacionales, dependientes del
Consejo Nacional de Educación.
A medida que la educación se extendía, el gobierno del sistema educativo se
complejizaba: a partir de la creación de las escuelas normales y de la sanción de la ley
de subvenciones nacionales a las provincias, se produjeron dos procesos simultáneos:
por un lado, la formación de un campo del saber pedagógico que prescribía la
enseñanza y, por otro, la formación de un campo de saber burocrático desde el que los
inspectores intervenían para regular la escolarización y el gobierno de la educación. En
ese marco, como afirma Myriam Southwell, los inspectores se convirtieron en un
cuerpo especializado que en la práctica iba a combinar “la regulación normativa con la
intervención pedagógica”, partiendo de la evaluación y de la observación directa en las
escuelas. Preocupados por los procesos de escolarización, en particular por la ausencia
de maestros calificados, los inspectores consideraron que, mientras las escuelas no
estuvieran dotadas de docentes formados en la ciencia pedagógica, debían acercar y
promover los aportes metodológicos legitimados científicamente. Hasta tanto no se
pudiera establecer lo que consideraban “educación verdadera”, trataron de potenciar o
subsanar lo que se generaba en el contexto de la “educación posible”. Se convirtieron en
articuladores entre el Estado central y las escuelas alejadas de los grandes centros y
fueron pasadores culturales del saber pedagógico. Las situaciones que encontraron
distaban de lo deseable según los parámetros sociales y pedagógicos modernos. Eso los
obligó a desarrollar una mirada estrábica: si por un lado no dejaban de buscar lo
deseable, leyeron con atención sus territorios, interviniendo sobre las dificultades y
generando nuevos saberes.
Además de controlar, los inspectores desempeñaban un rol vinculado a la
capacitación, Martín Legarralde señala que, para hacer frente a la escasez de maestros
normales, “los inspectores implementaron en cada provincia ciclos de conferencias
pedagógicas, como instancias de formación para maestros que ya se encontraban al
frente de las escuelas”. Las conferencias se centraban fundamentalmente en cuestiones
vinculadas con la metodología de la enseñanza, con la disciplina y con el “carácter y
condiciones morales” que debía reunir un maestro de escuela.
Las conferencias pedagógicas eran espacios de formación, de compensación y
de circulación de saberes. A través de ellas se buscaba neutralizar las diferencias y
amortiguar las deficiencias, fraguándolas en clave estatal. Las autoridades educativas
del gobierno nacional, por ejemplo, se preocuparon por extender esos encuentros y
controlar que efectivamente se desarrollaran. Veamos algunos de los temas que en 1901
se proponían a todas las escuelas normales de la Nación. Varios se expresaban como
interrogantes: “¿Debe limitarse la acción directa de rectores, directores y profesores al
recinto del establecimiento? Dentro de este ¿qué medios de educación moral debe
emplearse? ¿Cuáles fuera de él?” Y también: “¿qué modificaciones conviene introducir
en el sistema de clasificaciones y exámenes vigente?”
Los inspectores complementaron la estrategia de organización de conferencias
con la publicación gratuita de material pedagógico. Algunos incluso llegaron a editar
versiones locales de El Monitor -la revista del Consejo Nacional de Educación-. En
tanto representantes del Estado, los inspectores se concibieron a sí mismos “como
fuente de un saber que podía ser difundido mediante una publicación especializada”. El
carácter prescriptivo de la tarea que asumieron fue, en muchos casos, consecuencia de
la desconfianza que les generaba la autonomía de parte de la docencia que no había
forjado su oficio dentro de la ciencia pedagógica normalista.
Cabe señalar que los inspectores ocuparon también un lugar privilegiado como
intelectuales del Estado y simbólicamente prestigiado dentro del escalafón docente.
Varios de ellos han tenido una labor destacada y han contribuido a la formación
político-pedagógica de comienzos del siglo XX. Tales son los casos de Víctor Mercante,
Pablo Pizzurno, Raúl B. Díaz, Horacio Ratier y Leopoldo Lugones, por citar algunos
ejemplos.
Los saberes pedagógicos también encontraron efectivos canales de
reproducción y circulación a través de la publicación de revistas especializadas. La
prensa educativa argentina fue de gran vitalidad y favoreció la constitución de diversos
públicos lectores que, según los casos, contribuyeron a la consolidación de la profesión
docente, acompañaron e impulsaron la vida asociativa de los maestros y enriquecieron
a la esfera pública a partir de la transmisión e intercambio de temas y debates
pedagógicos. Como señala Silvia Finocchio, la revista Anales de Educación Común
(1858-1875), fundada por Sarmiento y dirigida por Juana Manso, estuvo destinada al
público en general; el Monitor de la Educación Común fue editado por el Consejo
Nacional de Educación y estuvo dirigido a los inspectores y funcionarios escolares.
Además, surgieron publicaciones elaboradas por los propios docentes, como
El Monitor. Periódico mensual de educación y enseñanza primaria, -fundado en 1873-,
La Asociación Nacional de Educación, creada en 1886, editó el periódico quincenal La
Educación, bajo la dirección de José B. Zubiaur, Carlos Vergara y M. Sarsfield Escobar.
La Revista Pedagógica Argentina comenzó a publicarse en 1888 promovida por la
Unión Normalista. La Nueva Escuela fue fundada por Alfredo Ferreira y Pablo
Pizzurno en 1893. La Escuela Positiva se editó a partir de 1895, también bajo la
dirección de Ferreira, fundador del Comité Positivista Argentino y de la Revista de
Instrucción Pública creada en 1898 y dirigida por Pizzurno. Lectores ciudadanos,
lectores pedagogos, lectores docentes. La sociedad se transformaba con el avance de la
cultura escrita, a la vez que incluía a la educación como una de las cuestiones a debatir.
No podría pensarse la formación de la Argentina moderna si no se incorpora al
normalismo (su trama discursiva, sus disputas internas, sus sujetos y saberes) como
uno de sus ejes constitutivos. A través de sus 100 años de historia, la Escuela normal
gestó hombres y mujeres dispuestos a llevar los conceptos, valores y costumbres
prohijados por la modernidad desde Jujuy a Tierra del Fuego y desde Misiones hasta
Mendoza. En ese viaje, muchos confirmaron los juicios que se habían formado en la
Normal, mientras que otros tomaron contacto con culturas, saberes, estéticas y
sensibilidades que impactaron en su ser docente, reformulando lo aprendido,
recreándolo o, en ocasiones, rechazando la tradición normalista en que la habían sido
formados. En todos los casos, fueron esas mujeres y hombres los que le dieron forma,
volumen y espesura a la cultura escolar en la Argentina.
LECCIÓN 7
La organización del sistema educativo:
un mapa de la cuestión

La organización legal del sistema educativo argentino tuvo lugar entre dos
grandes acontecimientos históricos: la Batalla de Caseros (1853) y la conmemoración
del Centenario de la Independencia (1910). Durante este período se conjugaron
condiciones políticas e institucionales que permitieron, después de un extenso y
convulsionado proceso, el surgimiento del Estado nacional. En ese contexto, la sanción
de un corpus legal que regulara las acciones educativas desplegadas a lo largo y ancho
de la nación fue un objetivo prioritario. Las autoridades nacionales buscaban, a través
de una legislación moderna, generar un marco adecuado para formar a los ciudadanos
que el nuevo orden político requería.
En este período se produjo una multiplicidad de nociones, imágenes y sentidos
sobre las características que debía asumir la educación formal en la Argentina. A partir
de 1853, tuvo lugar un conjunto de debates -de fuerte tono propositivo- sobre las
características y funciones que tenían que adoptar la instrucción primaria, la educación
media y la universitaria; 1910 constituyó, en cambio, un momento de balance y
reformulación de los objetivos educacionales fijados por los hombres de la generación
del ‘80, así como de los medios y las estrategias para que fuesen llevados a cabo.
Entre los rasgos distintivos que caracterizan esta etapa, cabe resaltar que el
Estado se perfiló como uno de los principales promotores de la instrucción pública. La
sanción de leyes educativas, el establecimiento de instituciones para la formación
docente y la creación del Consejo Nacional de Educación, entre otros, son ejemplos que
expresan esa voluntad. Pero, ¿por qué la educación ocupó un lugar central en el
discurso estatal? ¿Cuáles fueron las funciones que se le asignaron? ¿Quiénes eran sus
principales destinatarios? ¿Qué características adoptó el modelo de organización legal
que logró imponerse?
Con el objetivo de ubicar los principales ejes del debate pedagógico y su
incidencia en la legislación escolar, en esta lección repasaremos las principales acciones
educativas desplegadas por el Estado y reconstruiremos el clima de ideas pedagógicas,
los proyectos y las controversias que caracterizaron un tramo fundamental de la
historia política del sistema educativo, a partir de los diagnósticos realizados sobre las
transformaciones que sufría la sociedad y de las nuevas funciones asignadas al Estado.
Uno de nuestros hilos conductores será el abordaje de los hitos y los procesos que
incidieron en la organización legal del sistema educativo.

Raíces legales

Durante las tres últimas décadas del siglo XIX, se pueden identificar diferentes
instancias y procesos relativos a la organización del sistema educativo. Para evitar caer
en claves de lectura teleológicas, es importante advertir que los diferentes momentos
que atravesó nuestra legislación escolar deben ser leídos como etapas sucesivas y no
progresivas; esto es: como momentos singulares en los cuales, desde un registro
específico -el legal-, se cristalizó una articulación entre el pasado, el presente y el futuro
(recuperando o rechazando los aspectos organizativos previos o trazando el perfil del
futuro sistema educativo) en torno a las características que debía reunir la legislación
escolar.
Entre 1875 y 1905 se sentaron las bases legales que regularon la educación
pública argentina hasta la primera mitad del siglo XX. La elaboración de este cuerpo
normativo fue, en un primer momento, el resultado de intensas controversias y,
posteriormente, objeto de numerosos proyectos de reforma. La ley 888 de educación
común de la Provincia de Buenos Aires (1875), la ley 1420 de educación común de la
Capital y los Territorios Nacionales (1884) y la ley 4874 (1905) -conocida como “Ley
Láinez”- constituyeron, junto a la ley 1597 (1886) -también denominada “Ley
Avellaneda”-, los principales hitos legislativos a partir de los cuales se configuró el
sistema educativo argentino. Recordemos que la enseñanza media no contó con una ley
orgánica que la regulara hasta la sanción de la Ley Federal de Educación, en 1993.
Estas normas no se elaboraron sobre un vacío legal previo. Muy por el
contrario, dichas leyes se apoyaban en una red normativa anterior, que regulaba
distintos aspectos de la educación escolar. Como señalamos en la lección 4, en algunas
jurisdicciones provinciales ya existía un corpus legal que remitía a distintas
modalidades de gobierno y tradiciones pedagógicas: en 1821, en la provincia de
Córdoba y bajo el impulso de Juan Bautista Bustos, la educación se organizó a través de
juntas protectoras; en Santa Fe, ese mismo año, Estanislao López hizo lo propio,
sancionando el primer reglamento de las escuelas de la provincia litoraleña; en Buenos
Aires, en cambio, Rivadavia organizó la instrucción primaria en torno a la creación de
un departamento de primeras letras con sede en la Universidad; en 1850, Marcos
Sastre redactó un reglamento general para las escuelas entrerrianas. Estos marcos
legales expresaban concepciones pedagógicas y modalidades organizativas divergentes,
cuya articulación en un corpus legal único no resultaría sencilla.
A estos antecedentes, se suma el hito que significó la sanción de la
Constitución Nacional de 1853. La Carta Magna definió y reguló la potestad de las
autoridades nacionales y jurisdiccionales en materia educativa. En los artículos 5, 14 y
67 -inciso 16- se prescribieron las competencias jurisdiccionales y la capacidad del
Congreso para sancionar leyes educativas. Como señaló Héctor F. Bravo, el artículo 14
estableció la libertad de enseñanza y el derecho a la educación, que se debía garantizar
a través de “las leyes que reglamenten su ejercicio”. El artículo 5 estatuyó la obligación
de las provincias de garantizar la educación primaria. Finalmente, el artículo 67 -inciso
16- dispuso que el Congreso podía “proveer lo conducente al progreso de la ilustración,
dictando planes de instrucción general y universitaria”. A modo de ejemplo, cabe
señalar que -en sintonía con la Constitución- la ley de educación común de la provincia
de Buenos Aires impulsada por Sarmiento en 1875 ya contemplaba la gratuidad y
obligatoriedad de la enseñanza primaria.
Estos antecedentes le otorgaron a la organización del sistema educativo una
impronta federal, en la que cada provincia (por entonces existían las de Santa Fe, Entre
Ríos. Corrientes, Tucumán, Salta, Jujuy, Santiago del Estero, Catamarca, Córdoba, La
Rioja, San Juan, San Luis y Mendoza) se daba a sí misma una organización legal
propia. En ese contexto, el gobernador de Corrientes, Juan Pujol, presentó una Ley de
Instrucción Primaria, la primera legislación educativa general sancionada en el país. El
plan estableció una Escuela Normal en la capital correntina, donde formar preceptores
y educadores para nutrir las escuelas departamentales; sancionaba la gratuidad y
obligatoriedad de la instrucción primaria; establecía la exclusiva competencia del
Estado para proporcionarla y ordenaba la creación de una escuela elemental de varones
y una de mujeres en cada uno de los departamentos de la provincia. En la provincia de
Santa Fe, se sancionó la Ley Orgánica de Educación Común, durante el gobierno de
Servando Bayo. La provincia de Buenos Aires hizo lo propio en 1875, bajo el impulso
del recientemente designado director general de Escuelas, Domingo F. Sarmiento.
No obstante, si bien los representantes de la mayoría de las provincias
acordaban en establecer regulaciones adecuadas, los recursos materiales y simbólicos
disponibles en cada jurisdicción destinados a la educación variaron notablemente,
conformando un escenario escolar nacional atravesado por fuertes contrastes. El
informe sobre la instrucción primaria presentado por Juan P. Ramos en 1910
-considerada la primera historia de la instrucción primaria del país- revelaba que, entre
las provincias del noroeste, Jujuy contaba con 99 escuelas primarias, de las cuales sólo
ocho tenían edificio propio, mientras que en Salta la mayoría de las escuelas
funcionaban en habitaciones que no reunían las condiciones mínimas de aseo y
comodidad. En Entre Ríos, en cambio, el panorama era más alentador, puesto que se
habían fundado 150 escuelas urbanas y 367 rurales, mejorando notablemente el acceso
de los alumnos a la educación. Frente a tal situación de disparidad, ¿qué posición
asumió el Estado nacional?
En 1880 se federalizó la ciudad de Buenos Aires, transformándose en la
Capital Federal. Bajo su competencia quedaron todas las escuelas porteñas, así como
las emplazadas en los territorios nacionales del Chaco, Misiones, el territorio de los
Andes y la Patagonia. Ante la ausencia de una ley que regulase las escuelas ubicadas
dentro de la jurisdicción nacional, el 28 de enero de 1881, un decreto presidencial de
Roca fundó el Consejo Nacional de Educación, Domingo F. Sarmiento fue designado
superintendente general y como vocales del Consejo fueron nombrados Miguel Navarro
Viola, Alberto Larroque, José A. Wilde, Adolfo Van Gelderen, Federico de la Barra,
Carlos Guido Spano, Juan M. Bustillos y José A, Broches.
El 2 de diciembre de ese mismo año, a través de otro decreto, se convocó a un
Congreso Pedagógico para que elaborase un anteproyecto de ley de educación que
remediara el vacío legal. En la ley 1420 de educación común, culminación de ese
proceso, se recuperaron numerosos aspectos de los reglamentos y antecedentes legales
previos, al tiempo que se promovieron otros inéditos. A lo largo del siglo XX, los
sectores progresistas se remitirían a La 1420 como una ley de avanzada y un modelo
canónico; pero el carácter “fundacional” que revistió dicha legislación dentro del
imaginario educativo argentino no debe llevarnos a omitir el valor y la importancia de
los reglamentos y leyes educativas anteriores.
¿Quiénes participaron de las discusiones? ¿Cuáles fueron los temas que se
debatieron? ¿Cuál fue la posición que resultó triunfante? Manuel H. Solari
-representante de la historiografía educativa liberal- nos ofrecía una lectura de aquel
proceso, considerando que la puesta en vigor de la ley había sido el resultado de “la
prolongada acción de Sarmiento que, aunque no intervino directamente en su sanción,
la hizo posible con sus años de lucha contra las fuerzas negativas de la anarquía y del
caudillismo”. Una lectura del proceso de sanción de una ley como esta, que privilegia la
voluntad de un solo hombre y que considera las experiencias educativas previas como
fuerzas negativas, es extremadamente acotada y está cargada de prejuicios. En sentido
contrario. Rubén Cucuzza afirma que, para dar respuesta a estos interrogantes, es
indispensable mirar la totalidad del proceso, incorporando al análisis, por un lado, los
argumentos y los sujetos que intervinieron en las controversias que tuvieron lugar
dentro y fuera del Congreso -a través de la prensa escrita, por ejemplo- y, por el otro,
las experiencias educativas internacionales que fueron tomadas como modelos de
referencia.
En cuanto al contexto internacional es indispensable mencionar que, durante
el siglo XIX, los países europeos elaboraron nuevos marcos legales con el objetivo de
organizar sus sistemas educativos. El modelo escolar implementado en Prusia a partir
de 1806 por el ministro Humboldt, confiando la organización escolar a las autoridades
estatales locales, sirvió de modelo para otras naciones, en buena medida porque, a
través de esa modalidad, se habían alcanzado los índices de escolarización más altos de
Europa. En la misma sintonía, el ministro francés Guizot sancionó en 1833 una ley de
educación que les otorgaba a los municipios amplias facultades para crear escuelas y
designar a sus maestros. En España, la ley de Instrucción Pública de 1857, impulsada
por el ministro Claudio Moyano Samaniego, estableció la gratuidad, centralización y
secularización de la enseñanza primaria. En 1870, Inglaterra implementó en sus
escuelas la gratuidad de la enseñanza a través de la sanción de la ley de educación
elemental. En esos y en otros países, la tendencia general consistía en garantizar la
instrucción primaria obligatoria y gratuita, a través de diferentes modelos de gestión
Estatal, más o menos descentralizados, según el caso.
Estas medidas intensificaron la escolarización de las sociedades, a partir de la
cual el perfil de la escuela comenzó a presentar contornos mucho más definidos. Para
Ian Grosvenor y Catherine Burke, en distintos lugares del mundo, la escuela empezó a
ser identificada por sus elementos más reconocibles: “un único lugar de reunión, un
medio de instrucción, una forma de organizar los asientos, un objeto compartido y, por
supuesto, niños”. La forma escolar como institución cobró tal legitimidad en las
naciones que, según Pablo Pineau, “De París a Timbuctú, de Filadelfia a Buenos Aires,
la escuela se convirtió en un innegable símbolo de los tiempos, en una metáfora del
progreso, en una de las mayores construcciones de la modernidad”. El carácter
universal del modelo escolar no impidió, por otra parte, que en cada país o región las
escuelas presentaran marcas propias y aspectos particulares, como expresión de sus
tradiciones culturales y pedagógicas específicas.
En lo que respecta a los debates político-pedagógicos mantenidos desde fines
del siglo XIX, los argumentos presentados durante esta etapa se inscribieron en dos
grandes tendencias políticas: liberal y conservadora. ¿Cuáles fueron, a grandes rasgos,
sus principales características?
Es dificultoso intentar definir al pensamiento político conservador. Más bien
se pueden identificar una serie de actitudes y reacciones de tipo conservador. Por
ejemplo: la posibilidad de que se produzcan cambios en las estructuras de una sociedad
es percibida por sus miembros con distinta intensidad según la posición social que
detente cada uno. Para los sectores marginales, tal posibilidad de cambio en el orden
instituido puede resultar indiferente, generar cierto malestar o ser movilizadora,
cuando son ellos quienes motorizan la transformación. Pero para los sectores sociales
cuyos intereses están indisolublemente ligados a las estructuras tradicionales de la
sociedad y a sus fundamentos, la posibilidad de cambio será percibida como una
amenaza. Por lo tanto, encarnan las posiciones conservadoras los sectores que se
autoperciben, según advierte José Luis Romero, como “aquellos a quienes los ata una
consustanciada tradición, importantes intereses económicos, un modo congénito de
vida, vigorosos prejuicios y, sobre todo, la convicción profunda de ser herederos
históricos y mandatarios de quienes establecieron (...) las estructuras originarias de la
sociedad” cuando estas últimas son puestas en cuestión.
En la tradición liberal, por su parte, confluyen dos grandes tendencias: por un
lado, una tradición ligada a los intereses de la oligarquía económica, marcada a fuego
por las dificultades para incorporarse a la democracia de masas y promover un modelo
social inclusivo; por el otro, una tradición democrático-liberal, capaz de convertirse en
interlocutora del arco de las fuerzas progresistas. Si bien las controversias en torno al
proyecto político que encarnó el liberalismo latinoamericano exceden el espacio que
podemos dedicarle en estas páginas, podemos resaltar un aspecto central: la
peculiaridad que caracterizó su discurso durante el siglo XIX fue la centralidad
otorgada al Estado como instrumento para introducir reformas en la sociedad. El
liberalismo reformista, según indica Eduardo Zimmermann, es el que mejor representa
a la posición liberal. Este grupo, compuesto por profesionistas e intelectuales, sostenía
que los cambios podían promoverse a través de la legislación social, adjudicándole al
Estado un rol articulador “como cemento de todas nuestras relaciones sociales”, en
tanto consideraba que “por la estructuración original que configuró las relaciones entre
el aparato estatal y la sociedad, la única palanca sobre la cual apoyar una voluntad de
cambio estuvo colocada en el Estado y no en la sociedad”.
En el plano educativo, liberales y conservadores expresaban concepciones
divergentes sobre aspectos centrales de la organización educativa, por ejemplo, si el
Estado debía asumir un rol principal o subsidiario en materia educativa o si debían
enseñarse contenidos religiosos en las escuelas públicas. En general, los primeros
mantenían una posición marcadamente anticlerical que relegaba a la Iglesia a un
segundo plano, mientras que los segundos defendían los valores católicos y su
injerencia en el espacio público.
De los debates previos a la sanción de la ley 1420, que incluyeron las
referencias a las tendencias educativas impulsadas por otros países y los argumentos
político-pedagógicos expuestos por liberales y conservadores, resultó una articulación
de argumentos que le dio a la ley un carácter específico. Vale advertir esto porque hubo
quienes consideraron a la ley 1420, según Rubén Cucuzza, como “la única posibilidad
que podía surgir de la combinación entre los enunciados liberales, el creciente proceso
de laicización de la sociedad, el auge del positivismo y la posición hegemónica que
ostentaba la oligarquía porteña”. Por nuestra parte, sostenemos que el proceso que
derivó en la ley de educación común fue el resultado de los intercambios y
negociaciones entre los diferentes sectores que participaron de los debates, de las
relecturas de los modelos educativos internacionales a la luz de las necesidades locales,
de las adecuaciones y los quiebres con los reglamentos y las leyes educativas
preexistentes. Para dar cuenta de estas tendencias y sus posibles líneas de concreción,
desplacemos ahora nuestra atención hacia el año 1882, donde estas tendencias
confrontaron en el marco del Congreso Pedagógico.

El Congreso Pedagógico de 1882

La convocatoria al Congreso Pedagógico se desarrolló en el marco del


fortalecimiento del modelo socioeconómico agro-exportador. Durante la década del
'80, se consolidó el armado institucional, jurídico y administrativo del Estado nacional,
la incorporación económica de la Argentina en el mercado internacional y los sectores
oligárquicos experimentaron altos niveles de prosperidad. En el plano político gravitó
la figura de Julio A. Roca, referente del Partido Autonomista Nacional (PAN) y de la
Liga de Gobernadores, quien ocupó el cargo de presidente en dos períodos (1880-1886
y 1898-1904).
El gobierno del PAN promovió la expansión y el desarrollo del modelo agro-
exportador a través de tres políticas: la promoción y apertura del país a la inmigración
masiva, la difusión de la instrucción pública y la construcción de una extensa red
ferroviaria que desembocaba en la “ciudad puerto” con el objetivo de concentrar allí el
comercio con los países centrales. Estas políticas fueron acompañadas por una
campaña militar que buscaba consolidar el control territorial de la Patagonia y el
Chaco, llevando adelante el exterminio de los pueblos indígenas: la “Conquista del
Desierto”. Esta tuvo lugar entre 1878 y 1880 y fue comandada por el propio Roca: en
tanto, entre 1870 y 1884 se realizaron incursiones militares en el territorio chaqueño,
con el objetivo de aniquilar todo rastro de las culturas originarias. Las medidas
políticas, económicas y militares impulsadas por el gobierno de Roca buscaban
consolidar un poder estatal fuerte y centralizado y generar las condiciones para la
inserción definitiva de la Argentina en el esquema capitalista mundial.
La elite que conformó la generación del '80 construyó nuevos sentidos sobre el
proceso civilizatorio que ellos mismos impulsaban. A la principal contraseña para
acceder a la interpretación de la cultura argentina -el enfrentamiento entre “civilización
y barbarie”, sumaron otros lemas: “Gobernar es poblar” y “Orden y progreso”. El
primero dependía del éxito que tuviese la convocatoria de inmigrantes del otro lado del
océano; el segundo cristalizaba el anhelo de las clases dirigentes por insertar a la
Argentina en el concierto de las naciones modernas. Durante algunos años, el modelo
político roquista fue considerado exitoso y esa valoración podía palparse en los
discursos de los hombres cercanos al poder: en una carta dirigida a Miguel Cané,
fechada en diciembre de 1881, el mismo Roca transmitía su optimismo, comentando
que “Por aquí todo marcha bien. El país en todo sentido se abre a las corrientes del
progreso, con una gran confianza en la paz y la tranquilidad pública”.
Para formar parte de los países modernos resultaba indispensable contar con
leyes que incorporaran las innovaciones y los adelantos de la época. En ese sentido, la
sanción de una ley de educación a tono con los avances y desarrollos educativos
contemporáneos constituía un objetivo prioritario del gobierno. Como ya
mencionamos, en 1881, Roca, a instancias de su ministro de Justicia e Instrucción
Pública Manuel Pizarra, fundó el Consejo Nacional de Educación asignándole dos
funciones: crear y supervisar las escuelas de la Capital y los territorios nacionales y, en
simultáneo, convocar a un Congreso Pedagógico que discutiese y elaborase un
anteproyecto de ley de educación común que las regulase.
La acción del Consejo Nacional de Educación fue vertiginosa. A pesar de que el
edificio para que se llevara a cabo fue construido entre 1886 y 1888 -donde actualmente
se encuentra emplazado el Ministerio de Educación Nacional-, el Consejo ya se
encontraba en funciones desde 1881. Ese mismo año comenzó a editarse el Monitor de
la Educación Común, publicación educativa oficial que circuló hasta 1976 y cuyos
principales objetivos consistían en difundir las resoluciones tomadas por el Consejo y
contribuir a la formación docente a través de artículos elaborados por pedagogos y
maestros, nacionales y extranjeros.
Según Roberto Marengo, en la acción del Consejo pueden distinguirse tres
momentos.

Momento de estructuración

Tuvo lugar entre 1884 y 1899. Durante este período fueron cobrando forma los
distintos órganos de gobierno que componían el Consejo (la Comisión de Didáctica y
Diplomas, la de Hacienda y Presupuesto y la de Asuntos Judiciales y Bibliotecas). Se
pusieron en función las modalidades del sistema (educación primaria, educación de
adultos, etc.). Inclusive, durante esta etapa el Consejo fue reorganizado, se introdujeron
cambios, principalmente en las tareas de inspección, en el nivel de enseñanza y en el
control de la asistencia de los niños. Se puso en práctica la actualización docente a
través de la reglamentación de Conferencias Pedagógicas, así como la designación de
comisiones para la selección de los libros de texto que serían distribuidos
gratuitamente. En 1888 comenzó a funcionar, bajo la órbita del Consejo, el Cuerpo
Médico Escolar. La gestión en estos años estuvo a cargo de Benjamín Zorrilla y de José
María Gutiérrez.
Momento de expansión

Se extendió entre 1899 y 1908. Durante su transcurso se procuró que toda la


población contara con posibilidades de acceder al sistema educativo, articulando ese
esfuerzo a las acciones de la sociedad civil. Articulación que consistía, principalmente,
en fomentar los emprendimientos educativos de la sociedad y permitir que los vecinos
se encontraran en los establecimientos educativos, aunque sin ceder funciones, como el
control de los fondos o la elección de los maestros. Durante este período, el Consejo fue
presidido por José María Gutiérrez y por Poncio Vivanco.

Momento de consolidación

Transcurrió entre 1908 y 1916, cuando creció enormemente su sistema


administrativo -lo que le valió fuertes críticas de parte de pedagogos como Carlos
Vergara y Julio Barcos, quienes cuestionaban la burocratización del sistema-. Se
crearon la modalidad de educación para niños especiales, que no estaba contemplada
en la ley 1420, y el régimen de escuelas nocturnas de adultos, y se apostó a una fuerte
nacionalización de los contenidos escolares. Por primera vez, se incorporaron las
figuras del vicedirector y del secretario dentro de las escuelas. La presidencia estuvo a
cargo de José M. Ramos Mejía y de Pedro N. Arata, sucesivamente.

Pero regresemos a 1882: ese año se realizó el Congreso Pedagógico en el marco


de la Exposición Continental de la Industria, instalada en la plaza Lorea de la ciudad de
Buenos Aires. El entorno era el apropiado, ya que los promotores de estas exposiciones
industriales buscaban intensificar, a través de ellas, la fe en el perfeccionamiento del
hombre gracias al desarrollo de la cultura industrial. El 10 de abril tuvo lugar la
inauguración del Congreso. El discurso de apertura estuvo a cargo de Onésimo
Leguizamón, que ocupaba la presidencia del Congreso y que, entre otros cargos, se
había desempeñado como ministro de Justicia e Instrucción Pública y había impulsado
la idea de convocar a un congreso pedagógico en 1876. A Sarmiento, en cambio, se lo
nombró presidente honorario, pero éste hizo pública su renuncia a participar de él.
Desde las páginas del diario El Nacional, el sanjuanino expresó su disconformidad con
la organización del Congreso, aunque no se privó de sostener una encendida defensa de
la educación laica y de la principalidad del Estado en materia educativa.
Las actividades se desarrollaron ante la presencia de numerosos delegados
nacionales y extranjeros, extendiéndose durante 25 días, 15 días más de los 10 que
estaban previstos originalmente. La presencia de maestras dispuestas a participar
activamente de los debates fue significativa: de los 265 participantes, 105 eran mujeres.
Sin embargo, sobre ellas, al igual que sobre los maestros del interior, recayeron
innumerables prejuicios. Según Hugo Biagini, los organizadores consideraban que el
maestro del interior presentaba un “escaso nivel científico” por lo que poco podía hacer
“para mejorar los conocimientos pedagógicos existentes”: en cuanto a las mujeres,
aducían que no estaban “a la altura de los tiempos” y temían que fueran fácilmente
influenciadas “por las posiciones en ciernes”. Sin embargo, durante el transcurso del
Congreso, la postura de las maestras en defensa de la escuela laica dejaría en evidencia
que dichos prejuicios carecían de fundamento, Sarmiento, quien seguía el pulso de los
debates con atención, advirtió que fue Clemencia C. de Alió, la primera mujer en subir a
la tribuna de los oradores para “demostrar que la redención de la mujer por la
educación y por el trabajo es la primera y una de las bases más fundamentales de la
educación y de la mejora del pueblo”.
La agenda de temas incluía cuestiones relativas a:

 El estado de la educación común en el territorio nacional.


 Los medios prácticos y eficaces de remover los obstáculos que su
desarrollo debía sortear.
 El vínculo con el poder político y el rol que debía corresponderle en
arreglo a la Constitución Nacional.
 Los estudios de legislación sobre educación vigentes.

Al Congreso asistieron delegados de Brasil, Bolivia, Uruguay, Paraguay, Costa


Rica, Estados Unidos y Nicaragua para intercambiar ideas y experiencias sobre los
adelantos pedagógicos alcanzados en sus respectivos países. En un gesto simbólico, el
gobierno declaró el día de apertura de las sesiones feriado nacional, para que la
sociedad dimensionara la relevancia de aquellos debates para el futuro del país.
El Congreso Pedagógico fue el escenario de una de las más intensas
controversias que recuerde la época. Liberales y conservadores debatieron sobre los
asuntos que hacían a la estructura y las características del sistema educativo. Las
principales discusiones giraron en torno al perfil que debía asumir el Estado respecto
de otros agentes educativos, los contenidos de la enseñanza que se impartiría en las
escuelas, los criterios de idoneidad que debía reunir el maestro.
las fuentes de financiamiento y las modalidades y los contenidos mínimos de
enseñanza. Desde el inicio de las sesiones, los argumentos alrededor del papel del
Estado en materia educativa expresaron fuertes contrastes. Para quienes sostenían que
la familia y la Iglesia eran agentes naturales de la educación -la primera por ser el
espacio natural donde nace y crece el niño, la segunda, por su rol de mater et magistra-,
el Estado debía asumir un rol subsidiario. El médico catalán Bialet Massé, quien más
tarde sería el redactor del Informe sobre el estado de la clase obrera en la Argentina,
enrolado en la posición católica, sostuvo que mientras la familia fuese capaz de educar
a su hijo, tenía la obligación de hacerlo y, en tanto no lograse desenvolver
adecuadamente esta tarea, debía recurrir al Estado, quien debía -supletoriamente-
hacerse cargo.
Los conservadores reivindicaron el papel de la religión en la formación de la
identidad nacional. ¿Dónde se habían forjado estos argumentos? Para comprenderlo
debernos remontarnos hasta 1864, año en que la Iglesia difundió la encíclica Quanta
cura, a la cual le adjuntó un índice de los errores del siglo -el Syllabus- condenando el
panteísmo, el liberalismo, el racionalismo, el naturalismo, el comunismo y el
socialismo, al tiempo que protestaba contra la supresión de las órdenes religiosas, la
separación de la Iglesia del poder político y la educación impuesta por los Estados
modernos. La encíclica promovió el integrismo, esto es, una visión de la sociedad donde
no podían concebirse ni la moral pública ni el carácter nacional sin el papel tutelar de la
Iglesia, de cuya autoridad terrenal dependía la legitimidad del Estado.
Desde la vereda opuesta, los liberales sostuvieron que el único modo de
garantizar el derecho a la educación era instituir al Estado como el principal agente
educador. Ello sólo podía efectuarse si, previamente, se establecía un criterio de
separación de los poderes estatales respecto de los eclesiales. Este debate se reavivaría
con mayor intensidad que cualquier otro en las sesiones del Congreso nacional, donde
tuvo lugar la discusión parlamentaria en torno a la ley 1420, entre 1883 y 1884.
Para los defensores del modelo liberal y laico, el objetivo de la educación
consistía en crear buenos y leales ciudadanos, respetuosos de las leyes y de la soberanía
nacional, dispuestos a contribuir al progreso del país. Este argumento estaba presente
en los fundamentos de una serie de políticas cuya aplicación alcanzó especial
intensidad entre 1881 y 1888, período en el que se sancionaron las leyes laicas a las que
la Iglesia se oponía. El avance del Estado nacional en la secularización de la sociedad se
plasmó en el otorgamiento de competencia a los tribunales civiles para juzgar a los
eclesiásticos, la institución del matrimonio civil, la secularización de los cementerios y,
como corolario, la promulgación de la ley de educación común. Desde esta perspectiva,
el problema de la religión se reducía a un asunto del ámbito privado, tomando distancia
de aquellas posiciones que pretendían que el Estado estuviera al servicio de la unidad
católica.
Otro frente de conflicto se abrió en torno a las propuestas de coeducación de
los sexos. Los defensores de la escuela especial sostenían que había que establecer dos
escuelas primarias: una de 6 a 8 años, de niños por la mañana y de niñas por la tarde, y
otra de 8 a 16 años, en la que la separación entre sexos fuese más rigurosa y donde los
maestros que estuvieran al frente del establecimiento fuesen del mismo sexo que sus
alumnos. La propuesta era sostenida, entre otros, por Marcos Sastre. El uruguayo
Jacobo Varela, invitado a participar del Congreso, defendió la escuela común
presentando argumentos a favor de la coeducación de los sexos, colocando el énfasis en
las consecuencias morales que se seguirían en la vida social al levantar “gruesos muros”
entre los sexos. La discusión sobre el carácter “común” o “especial” de la escuela
primaria se alimentó también de los argumentos que instaban a establecer escuelas
diferenciadas tomando como referencia el origen social de los alumnos, el lugar donde
vivían o la clase social a la que pertenecían.
Las controversias sobre los métodos de enseñanza también ocuparon un lugar
destacado. Existió unanimidad en condenar el uso de castigos corporales y en
cuestionar el empleo de premios para estimular el aprendizaje. Los representantes
uruguayos Carlos Pena y Alfredo Vázquez Acevedo fueron quienes comunicaron los
desarrollos más novedosos en materia didáctica. Sus intervenciones en el Congreso se
centraron en los modos de enseñar y aprender. Pusieron en cuestión los métodos
tradicionales, que se apoyaban exclusivamente en la memorización y la repetición
mecánica. Francisco Berra, pedagogo argentino formado en Uruguay, de sólidos
vínculos con el magisterio oriental y quien fuera además director general de Escuelas
de Buenos Aires en 1898, expuso un método de enseñanza que tornaba como punto de
partida el reconocimiento de los medios naturales a través de los cuales conoce un niño,
elaborando para cada uno de ellos una estrategia específica: el método intuitivo para
conocer los fenómenos simples (un color, un aroma, un sonido); el comparativo, para
establecer relaciones entre unos y otros: el deductivo, para aplicar generalizaciones o
reglas a casos particulares. De este modo, se trataba de organizar científicamente el
problema del aprendizaje y dejar atrás los modelos de enseñanza intuitivos y
desprovistos de “método”.
El método de enseñanza fundado sobre criterios científicos requería de un
maestro capacitado que lo desenvolviera. A pesar de que ya existían numerosas
escuelas normales en el país, el panorama de la formación magisterial era sombrío.
Paul Groussac afirmaba, con vehemencia, que mientras no cambiaran las condiciones
sociales del país y que el magisterio siguiera

siendo considerada la profesión más penosa, triste y menos retribuida entre


las llamadas decentes, mientras no haya seguridad, y esté el maestro a
merced de un golpe de autoridad, de una aldeada, no llegaremos con las
actuales escuelas normales a satisfacer la demanda de maestros primarios.
Groussac advertía sobre la disparidad de quienes ejercían la docencia: “en
nuestras mil y tantas escuelas, se encuentran maestros de muy diversas aptitudes. La
enseñanza ha sido la playa más o menos hospitalaria donde todos los náufragos de la
existencia levantan su tienda un día, su abrigo provisorio”. Para el director de la
Biblioteca Nacional, no sólo la formación del magisterio representaba un problema,
sino la falta de garantías laborales y los mecanismos de promoción que ofrecía el
Estado. En ese sentido, las críticas y los reclamos de los maestros y las maestras se
hicieron sentir en el Congreso. Fueron ellos mismos quienes espetaron a los
congresales, interrogándolos: “¿qué porvenir tiene el maestro argentino? ¿Cuáles los
estímulos que le incitan a la perfección y al trabajo? ¿La vocación solamente?”
La intensidad de los debates sobre el carácter laico o religioso de la enseñanza
reapareció con más fuerza cuando se trataron los contenidos mínimos de la enseñanza.
El clima de tensión fue creciendo hasta amenazar con fracturar el propio Congreso.
Ante esta nueva crisis. Roca decidió intervenir, dejando en suspenso esa discusión e
indicando que el ámbito más propicio para su tratamiento sería el Congreso de la
Nación. Ante la falta de acuerdo, las comisiones que redactaron el proyecto de ley
manifestaron, en dos textos, los acuerdos y las divergencias que se habían expresado
durante el Congreso Pedagógico.

El debate en el recinto

En el recinto del Congreso se presentaron dos proyectos de ley: uno por la


comisión de educación, identificado con la línea católica conservadora, y otro
encabezado por Onésimo Leguizamón, referente de los sectores liberales. Goyena,
Achával Rodríguez, Navarro Viola y Estrada representaron la posición católica,
mientras que Leguizamón, Wilde y Lagos García, entre otros, defendieron los
argumentos del sector liberal. El debate parlamentario comenzó el 4 de julio de 1883 y
finalizó con el triunfo de los liberales el 8 de julio de 1884. En la Cámara de Diputados,
el sector clerical fue derrotado en el primer anteproyecto de 1883, por 40 votos contra
10, y en la segunda votación, en 1884, por 48 contra 10.
¿Cuáles fueron los argumentos presentados? Leguizamón sostuvo que, si la
Constitución nacional era tolerante en términos de libertad de conciencia, la escuela no
podía ir contra esta concepción. En un país que fomentaba la inmigración, en donde los
credos que profesaban hombres y mujeres eran diversos, debía concebirse una escuela
que diera cobijo a todos, respetando las diferencias. El tema también atañía a los
maestros: ¿debía o no incluirse en su formación la enseñanza de la religión? En este
sentido. Leguizamón sostuvo que bastaba con la idoneidad para ocupar el cargo,
prescindiendo de la adscripción a una determinada fe. Finalmente, subrayó que la
escuela laica no era sinónimo de escuela atea, sino de “una escuela que deje a Dios
donde se encuentra, es decir, en todas partes”.
La respuesta no se hizo esperar: el diputado Pedro Goyena advirtió que la
Constitución nacional era la de un pueblo católico, ya que establecía que, desde el
presidente hasta el último de sus miembros, debían profesar el culto católico. ¿Cómo
podía concebirse una escuela que, renegando de su carácter religioso, privara a sus
alumnos de formarlos para alcanzar el más alto de los honores que pudiera otorgar la
República, esto es, el de presidirla? ¿No se trataba, acaso, de “educar al soberano”? Por
lo tanto, concluía Goyena, el Estado no podía ser neutro en una dimensión tan sensible
a la identidad nacional como era la formación de las infancias en estrecho vínculo con
los preceptos de la religión, Goyena se oponía a la neutralidad defendida por
Leguizamón, pues representaba -para él- “una escuela atea disfrazada”.
Desde la tribuna liberal, Lagos García advirtió sobre los peligros que entrañaba
que la Iglesia se arrogara el derecho de designar a los maestros y los contenidos de los
programas, entre otros asuntos. Por su parte. Delfín Gallo manifestó su oposición al
proyecto de ley presentado por los católicos porque no distinguía claramente las
atribuciones del gobierno respecto de las de la iglesia. Desde la otra bancada, Alvear
sostuvo que lo que se perseguía era la supresión de un “fanatismo religioso” por otro, al
que calificaba de “fanatismo burocrático”. El ministro de Instrucción Pública, Wilde,
también hizo uso de la palabra, para recordarles a los congresales que había diferencias
irreconciliables entre ciencia y religión, sugiriendo que “más que rechazar, lo que hay
que hacer es reconocer sin estorbarse”.
Tras arduos debates, se presentó una reformulación del proyecto original,
impulsado por los liberales. Allí se establecía -en el artículo 8- que la enseñanza
religiosa sólo podría ser dada en tas escuelas públicas por los ministros autorizados de
los diferentes cultos a los niños de su respectiva comunión y que debía hacérselo antes
o después de las horas de clase. La posibilidad de que sólo los sacerdotes -y no los
maestros, como querían los sectores católicos- pudiesen impartir religión en
contraturno resonó en algunos como una suerte de burla, ante la insuficiente cantidad
de clérigos que pudieran ocuparse de dicha tarea. Aunque, por otro lado, esto
garantizaba que la religión fuera aprendida por quienes voluntariamente asistirían a
esos encuentros.
El 8 de julio de 1884, el Congreso nacional sancionó la ley 1420 de educación
común. La ley estableció una norma marco sobre la orientación deseada, los medios
necesarios y las obligaciones contraídas por el Estado nacional. Las principales
características que contempló la ley fueron las siguientes.

Los fines de la educación elemental

Se estableció que la obligatoriedad escolar constituía un principio


incuestionable y axiomático (arts. 2 y 3). En correspondencia con éste, la ley sancionó
la gratuidad de la escuela oficial, puesto que no podía haber obligatoriedad sin
gratuidad, eliminando las cargas que impedían que todos pudieran acceder a ella (art.
5). A su vez, la ley contemplaba la libertad de enseñanza, respetando la voluntad de los
padres para elegir la escuela a la que quisieran enviar a sus hijos; también sancionó que
la educación pública pertenecía a todos los poderes sociales y, por lo tanto, todos tenían
algún grado de injerencia sobre ella, aunque se encontrase bajo la dirección exclusiva e
indelegable del Estado (art. 4).

Ámbitos de aplicación

El alcance de la ley se circunscribió a las escuelas primarias de la Capital


Federal y de los Territorios Nacionales. De este modo, se saldó la discusión mantenida
entre quienes defendían la función constitucional del Congreso de dictar leyes sobre
planes generales de instrucción pública (de alcance nacional) y quienes consideraban
que había que atenerse a lo dictaminado en el artículo 5 de la Constitución, respetando
la autonomía de las jurisdicciones provinciales.

Plan mínimo de estudios y graduación de la enseñanza


El plan de estudios se orientó hacia la enseñanza de las disciplinas cuya
legitimidad estaba fuera de toda discusión, admitiendo el carácter histórico de estos
saberes: lectura, escritura, historia, moral, matemáticas, física, ciencias naturales y
gimnasia (arts. 6. 7 y 9). La enseñanza de la religión sólo podría ser impartida antes o
después de clase, por un ministro del culto correspondiente (art. 8).

Coeducación e idoneidad del maestro

Se fijó que la educación se impartiría en clases mixtas. A su vez, se resaltó el


valor de la mujer como educadora (art. 10).

Inspección y consejos escolares de distrito

A diferencia de la ley de educación común de Buenos Aires, en la cual


Sarmiento delegó en los consejos escolares la suma de las facultades sobre el gobierno
de la educación, la ley 1420 estableció que esas facultades fuesen ejercidas por el
Estado a través de su cuerpo de inspectores. De este modo se instalaba una modalidad
de gobierno verticalizada, relegando a los Consejos Escolares a atender cuestiones
ligadas al control de la higiene, la moral y la disciplina.

Financiamiento

Se creó el fondo permanente de las escuelas, que se formaba a partir de los


aportes obtenidos de la venta de tierras nacionales en los territorios y colonias de la
nación, un porcentaje de los impuestos por patentes, contribuciones directas y
depósitos judiciales. De esta manera, quedó constituido un tesoro común
independiente al del presupuesto nacional (arts. 44 al 4 7).

Escuelas particulares

Se desprendía del principio de libertad de enseñanza y de la posibilidad de que


los padres eligieran qué tipo de instrucción querían para sus hijos. Las escuelas
particulares debían contar con la aprobación del Consejo Nacional para establecerse y
someterse a inspecciones periódicas de sus instalaciones (arts. 70 al 72).

Modalidades de enseñanza

Además de las escuelas primarias, la ley ofreció diversas modalidades para


cursar estudios primarios. Entre otras, la ley promovió el establecimiento de escuelas
para adultos y de escuelas ambulantes. Esta última fue presentada por Enrique Santa
Olalla como el remedio más eficiente para hacer frente a las grandes extensiones del
territorio nacional. Las escuelas ambulantes debían proveer a los maestros un
carromato en el cual pudieran llevar consigo los útiles necesarios, libros de lectura, el
diccionario, tizas y pizarra, escuadras, reglas y transportador, entre otros elementos.
Esta escuela trashumante recorría los pueblos y parajes de la campaña donde existiera
la necesidad de proveer educación.
Este marco normativo le confirió a la escuela primaria argentina, al menos
desde el plano discursivo, una impronta democratizadora, en tanto proveía 103 medios
para garantizar el acceso a la educación a todos los habitantes, colocando al Estado
como su principal garante. Desde una mirada retrospectiva, la promulgación de la Ley
de Educación Común fue la culminación de una serie de debates que se iniciaron en el
Congreso Pedagógico de 1882. Con su sanción quedaron establecidos los principios que
le imprimieron a la instrucción primaria pública argentina un carácter común, gratuito,
obligatorio y prescindente en materia religiosa, al tiempo que definió al Estado como su
principal promotor y garante.

El escenario educativo hacia 1884

Mientras estos asuntos se debatían en las cámaras de diputados y de


senadores, ¿qué ocurría en las escuelas? En paralelo a las deliberaciones en el
Congreso, se implementó un censo escolar que relevó el estado de la situación
educativa en la Capital Federal, las 14 provincias, los territorios nacionales de Chaco,
Misiones, Patagonia y la Isla Martín García, Las jurisdicciones fueron censadas por
1.521 funcionarios. Para el normalismo argentino, la elaboración de estadísticas
constituía un instrumento de gobierno fundamental; a partir de la “supuesta” base
objetiva y racional que se desprendía de las estadísticas, se determinaban prioridades,
se justificaban estrategias y se proveían argumentos para aplicar reformas.
De los datos que arrojó el censo pudo establecerse que, mientras en 1869 había
468.139 niños en edad escolar (6 a 14 años), en 1884 ese número ascendía a 511.376.
aunque de estos últimos sólo asistían a la escuela 146.325 (29%). ¿Cómo se distribuía
este porcentaje geográficamente? Mientras que en la Capital el porcentaje de niños y
niñas escolarizados rondaba el 72%, en Catamarca llegaba al 38% y en Santiago del
Estero descendía al 27%. La eficacia educativa contrastaba con el porcentaje del gasto
público asignado a la educación: en la Argentina ascendía al 9,1% del Presupuesto
Nacional, duplicando el gasto de Francia, triplicando el de España y siendo superado
sólo por Suiza y Suecia. En el informe que acompañaba los datos censales. Francisco
Latzina advertía que “Los niños que no saben ni leer ni escribir son en la Capital
Federal relativamente pocos, pero en cambio forman en todas las Provincias una
mayoría que, o supera las 2/3 partes de la respectiva población escolar, o llega muy
próximamente a esa proporción”. A nivel país, los analfabetos eran 324. 739, según las
cifras del censo, en Capital eran 29.1% de los niños en edad escolar, mientras que en la
Patagonia el 60.9%, en Tucumán el 79.4%, y en Santiago alcanzaban el 88,7%.

Cuadro Nº 1: cantidad de escuelas y maestros por jurisdicción

Total de escuelas Escuelas Maestros


Capital 170 540
Buenos Aires 425 740
Entre Ríos 80 128
Corrientes 173 243
Santa Fe 103 108
Córdoba 138 155
San Luis 92 135
Mendoza 85 196
San Juan 58 151
La Rioja 68 87
Cata marca 61 81
Santiago del Estero 30 40
Tucumán 76 108
Salta 92 148
Jujuy 50 56
Territorios Nacionales 20 37

Fuente: Elaboración propia sobre la base del Censo Escolar de 1884. Ministerio de Justicia e
Instrucción Pública.

En la Argentina había, entonces, 49 alumnos por cada 1000 habitantes, 85


alumnos por cada escuela y 50 alumnos por cada maestro. El desarrollo desigual de la
educación entre jurisdicciones promovió, en un primer momento, una mayor
intervención del Estado en las jurisdicciones provinciales, a través de auxilios
económicos. Durante la presidencia de Bartolomé Mitre (1862-1868) se sancionó la Ley
356 que premiaba a las provincias que tuviesen inscripto al 10% de la población en
edad escolar, con la suma de 10.000 pesos fuertes. En el marco de la presidencia de
Domingo Faustino Sarmiento (1868-1874), se definió un mecanismo de regulación un
tanto más complejo, mediante el cual se subvencionaba a todas las provincias que
construyeran edificios escolares, adquirieran mobiliarios, libros y útiles o pagasen el
sueldo a los maestros según el índice de pobreza que presentara cada jurisdicción. La
Ley 463 de Subvención Nacional, sancionada en 1871, establecía que, para poder
hacerse acreedores del subsidio, los funcionarios provinciales debían elevar los planos
de las construcciones escolares y contar con la suma de dinero para edificarlas: la
compra de los materiales escolares se haría a través de una Comisión designada por el
Poder Ejecutivo. De este modo, el Estado nacional tendría un grado mayor de
injerencia en la planificación educativa de las provincias.

La ley Láinez

La tendencia hacia una mayor centralización del sistema educativo cobró


nuevos bríos con el cambio de siglo. Los datos que arrojaba el censo escolar ofrecieron
más argumentos a favor de intensificar -por la acción directa- la intervención del
Estado nacional en las jurisdicciones provinciales. El senador por Buenos Aires Manuel
Láinez presentó un proyecto de ley que, tras su aprobación, oficiaría de bisagra entre el
período de organización legal del sistema (que quedó definitivamente establecido) y los
procesos que comenzarían a tener lugar desde entonces, signados por una fuerte
expansión del sistema y por los numerosos intentos de reforma del sistema educativo.
El proyecto de ley presentado por Manuel Láinez autorizaba al Consejo
Nacional de Educación a fundar escuelas en cada rincón de la República donde “el
analfabetismo continúa produciendo sus estragos”. Láinez fundamentaba su posición
en favor de esta intervención en dos antecedentes: las subvenciones que la Nación
giraba a las provincias desde 1871 y la potestad que tenía el gobierno nacional para
establecer escuelas de aplicación en las escuelas normales provinciales. En ambos
casos, afirmaba, la acción del Estado nacional no sólo resultaba legítima, sino benéfica
para las provincias. Su proyecto le otorgaba al Consejo Nacional de Educación la
facultad de crear escuelas primarias en las provincias, incluyéndolas dentro del artículo
11 de la ley 1420, que hacía referencia a las escuelas ambulantes y de adultos. Ya que
estas escuelas carecían de asiento fijo o trataban con adultos, se les reducían los años de
obligatoriedad y los contenidos a impartir. Las escuelas de la ley Láinez tuvieron
originalmente cuatro años de extensión.
¿Cuál era el eje de la controversia? Como ya mencionamos en esta lección, la
creación de escuelas primarias por parte de la Nación estaba limitada por el artículo 5
de la Constitución; sólo las provincias podían establecer escuelas dentro de su
territorio. Para sortear esta dificultad, Láinez incorporó una cláusula en su proyecto de
ley procurando no atentar contra el espíritu de la Constitución Nacional. Así, el Estado
nacional podría erigir escuelas primarias elementales, infantiles, mixtas y rurales, en
las que se impartiese el mínimo de enseñanza, en aquellas provincias “que lo soliciten”.

La injerencia de la ley Láinez en el sistema educativo argentino fue notable.


Tan sólo en el primer año de implementación, la creación de escuelas Láinez en las
provincias alcanzó un 11% del total de escuelas primarias fiscales (438 escuelas),
ascendiendo luego al 39% (3.602 escuelas) en 1936. En apenas 30 años, las escuelas
Láinez superaban la cantidad de escuelas provinciales en nueve provincias.

Cuadro N° 2: cantidad y tipo de escuelas primarias hasta el año 1936

Tipo de escuela
Provincias Provinciales Láinez
Buenos Aires 2.166 198
Catamarca 42 242
Córdoba 741 370
Corrientes 118 401
Entre Ríos 622 160
Jujuy 85 121
La Rioja 33 206
Mendoza 246 145
Salta 16 211
San Juan 86 156
San Luis 128 283
Santa Fe 930 289
Santiago del Estero 187 502
Tucumán 195 318

Fuente: Elaboración propia a partir de Barcos. J. (1957). Régimen federal de la enseñanza hacia
una nueva legislación escolar. Cátedra Lisandro de la Torre, Buenos Aires.

La sanción de la ley 4874 despertó más de una controversia. El visitador de


escuelas del Consejo Nacional de Educación y reconocido militante anarquista, Julio
Barcos, afirmaba que la ley Láinez había avasallado el carácter federal del sistema
educativo, ejecutando una “nacionalización silenciosa” de la educación provincial.
Además, las escuelas “Láinez” originalmente debían complementarse con la acción de
las provincias -creando escuelas allí donde los gobiernos locales no lograban intervenir
por falta de recursos-, lo que no se había respetado. Barcos denunciaba que, en
reiteradas ocasiones, las escuelas Láinez no se construyeron en zonas rurales, sino en
aquellos lugares donde ya existían escuelas provinciales, generando una competencia
que perjudicaba mayormente a las últimas.
El inspector Juan P. Ramos, director del departamento de estadística escolar
del Consejo Nacional de Educación, por su parte, señaló que la ley 4874 fue una
“intervención tímida” que, por no ser interpretada cabalmente, impidió la llegada y
expansión de los beneficios de la instrucción pública a las regiones más recónditas del
país. El discurso de Ramos, imbuido del centralismo porteño, colocaba el énfasis en la
desidia a la que estaba expuesta la escuela primaria provincial: por un lado, como
consecuencia de la burocratización de las provincias, atrapadas por administraciones
cuyo “oficinismo” era excesivo, volviendo ineficaz cualquier acción de gobierno: por el
otro, a causa del modelo de intervención estatal a través de subsidios, “viciado por un
federalismo mal entendido”, que -según los datos estadísticos que manejaba- era la
razón por la que el 40% de la población en edad escolar no asistía a la escuela hacia
1908.

La refundación cultural del Centenario

En 1910, los sectores dirigentes efectuaron un balance del programa político


elaborado por las elites que habían vencido las batallas de la organización nacional. Las
palabras empleadas en el diagnóstico exaltaban el “futuro” y el “porvenir” de la
República Argentina. Sin embargo, también se hacía mención a un país “incompleto” y
“distorsionado”, producto del nuevo mapa social generado por la inmigración. El clima
festivo que habían buscado imprimir a las fiestas del Centenario contrastaba con el
clima de protesta social que surcaba las calles de las ciudades. El punto máximo de
agregación del conflicto social tuvo lugar el 1º de mayo de 1909, en la Plaza Lorea -la
misma en la que había tenido lugar el Congreso Pedagógico-, donde los trabajadores
reunidos para conmemorar a los mártires de Chicago y reclamar mejores condiciones
laborales fueron brutalmente reprimidos por la policía al mando del coronel Ramón
Falcón.
La diversidad política y cultural había irrumpido en el seno de la sociedad
argentina y, lejos de establecer una coexistencia calma con las tradiciones sociales y
prácticas políticas previas, puso en cuestión los principios a partir de los cuales las
elites detentaban posiciones hegemónicas. La vía para reencauzar a la sociedad tuvo
fuertes rasgos represivos: la sanción de la ley de Defensa Social (1910) profundizó los
alcances de la ley de Residencia (1902), otorgándole amplios atributos a la policía para
deportar, encarcelar y proscribir al movimiento obrero. La “marea” -corno designaba
Miguel Cané al permanente flujo de inmigrantes que arribaba diariamente al puerto de
Buenos Aires- no había hecho más que poner en jaque el orden social.
Desde los miradores de las clases dirigentes, la presencia del extranjero
significaba un desplazamiento inevitable hacia una disgregación de la nacionalidad.
Como advirtió Lilia Bertoni, en el seno de las clases dirigentes se había generado un
clima de sentimientos encontrados sobre los inmigrantes y su presencia entre los
ciudadanos argentinos invitaba a interrogarse: ¿Quién era quién en la sociedad
argentina? Y aun más: ¿qué era la sociedad argentina? El fantasma de la disgregación
sobrevolaba la sociedad infundiendo el miedo. Temían que se produjese una
fragmentación interna y que la soberanía fuese cuestionada por las potencias
extranjeras, interesadas en impulsar sus proyectos expansionistas entre las
comunidades de inmigrantes pretendiendo fundar, por ejemplo, “otra Italia fuera de
Italia”: Sarmiento, entre otros, se ocupó de agitar esos temores recordando que “esto lo
han hecho otras veces los ingleses apoderándose sin título de las islas Falklands”,
dejando instalada la inquietud: “¿por qué no lo haría Italia?”
Los problemas en torno a la construcción de la identidad nacional ocuparon
un lugar destacado en los debates de la época. La posición de Estanislao Zeballos, quien
se desempeñaba como presidente del Consejo Escolar XI de la ciudad de Buenos Aires,
expresaba una posición que luego se traduciría en políticas educativas concretas: “La
nacionalidad no se forma cuando la masa es extraña”. indicando -concluye Bertoni-
“que el proceso social y cultural no podía abandonarse a su movimiento espontáneo, y
que aquellos aspectos culturales que tenían que ver con la formación de una identidad
nacional requerían de una decidida, intensa y constante acción del Estado nacional”.
Las autoridades recurrieron a la escuela para hacer frente al desafío de
asimilar la diversidad social a un proyecto cultural homogéneo. Los pilares sobre los
cuales debía construirse la identidad nacional desde la escuela se asentaban sobre
cuatro principios: la enseñanza de la geografía, del idioma y de la historia nacional y la
inculcación del respeto a las instituciones de la república. Mientras la enseñanza
patriótica buscaba concientizar a las multitudes sobre la historia de la nación argentina,
la educación moral buscaba actuar sobre los sentimientos, apelando a los intereses y los
valores humanos patrióticos.
Lo cierto es que el estado de la enseñanza de estas materias se encontraba lejos
del ideal. En La restauración nacionalista, publicado en 1909, Ricardo Rojas ponía en
tela de juicio las características de la enseñanza de la historia y la geografía, afirmando
que “las escuelas del Estado en su conjunto no cumplen una verdadera función de
enseñanza” porque “La escuela nacional se nos aparece también como un trasplante de
instituciones europeas”. En otras palabras, para Rojas era preciso erradicar el
cosmopolitismo de los programas de enseñanza y educar “para la vida argentina”.
Según Darío Pulfer, a través de La restauración nacionalista, Rojas buscaba intervenir
en la discusión sobre “el ideario liberal-republicano que había dado origen al sistema
educativo en el siglo XIX” cuestionando, en particular, “la enseñanza de la historia y la
transmisión de valores para la construcción de la nación”.
La conformación de la matriz identitaria nacional debía ocupar un lugar
central en la vida escolar. La inculcación de un espíritu nacional se dio principalmente
a través de dos vías.
En primer lugar, mediante la introducción de un fuerte contenido patriótico en
el discurso escolar a través de los libros de texto, Rubén Cucuzza advierte que “el libro
escolar es producto de la sociedad que lo crea, pero no necesariamente su espejo”. Por
su parte, Cristina Linares señala que estos libros sufrieron la influencia del discurso
higienista, que reglamentaba que el papel empleado en su elaboración fuese lo
suficientemente fino para poder “dar vuelta una página sin llevarse los dedos a la boca,
lo que produciría la transmisión de microbios”: su color blanco mate estaba
“relacionado con la economía- de la fatiga de la vista”; la graduación de la tipografía
debía adecuarse “según los grados de la enseñanza”: su encuadernación debía ser “en
tapa dura” lo que garantizaba una mejor conservación, y debía estar acompañado por
ilustraciones e imágenes. Por otra parte, la elaboración de los contenidos estaba
regulada por el Estado, mediante el Consejo Nacional de Educación.
En los libros de texto se buscó transmitir una representación de la “Patria”
donde se exaltaban sus fechas fundacionales, se presentaba el panteón de los próceres y
de los símbolos nacionales, cruzándolo, en ocasiones, con referencias militaristas. Tal
era el caso de La historia argentina de los niños en cuadros, elaborada por los
profesores Carlos Imhoff y Ricardo Levene, donde se presentaban alternativamente
grandes acontecimientos históricos y figuras destacadas, sin ninguna ilación entre sí.
En El ciudadano argentino de Francisco Guerrini, por ejemplo, se remarcaba que el
primer deber del ciudadano era armarse en defensa de la Patria. Entre los autores de
libros de texto más destacados de la época se cuentan El nene de Andrés Ferreyra y,
posteriormente, Pininos, de Pablo Pizzurno. Estos libros se regían por el método
analítico-sintético. Es decir: el aprendizaje comenzaba con palabras que resultaban
familiares para los niños, que luego se descomponían gradualmente en sus elementos:
primero en sílabas y luego en letras.
En segundo lugar, se implementaron los rituales escolares. ¿Por qué
considerar una ceremonia escolar como un ritual? Porque, como señala Martha
Amuchástegui, “en esos actos […] el respeto al emblema se actúa, y también porque,
como en los rituales, la representación de ese sentido incluye una serie de normas y
prohibiciones obligatorias”. Las actividades conmemorativas hicieron de la escuela un
lugar de memoria: en aquellos años, por ejemplo, numerosas escuelas fueron
rebautizadas con el nombre de los próceres. Un pionero en la construcción de rituales
escolares y efemérides patrias fue el propio Pizzurno. Según Lucía Lionetti, Pizzurno
fue quien puso en práctica por primera vez la idea de conmemorar la jornada del 25 de
mayo en el patio de la escuela, Pizzurno sostenía que, para infundir el sentimiento de
pertenencia a la nación, se precisaba de una cultura escolar activa. Por esa razón,
estimulaba las visitas a los museos, monumentos o lugares históricos, ya que, según
decía, de esta forma era más fácil despertar el interés y la emoción de los alumnos:
aconsejaba la elaboración de libros de texto de historia y geografía nacionales, que
estuviesen por encima de las miradas partidarias: además, procuraba dotar a las
escuelas de materiales visuales, bibliográficos y cuadros de próceres y organizar
concursos de composición sobre temas patrióticos que despertaran entre los alumnos el
respeto y el amor a la patria. Pizzurno sintetizó buena parte de estas ideas en un
informe elevado al Ministerio de Justicia e Instrucción Pública, recomendando la
inclusión de estas reformas.
Mientras Pizzurno buscaba inculcar el amor por la patria a partir del
desarrollo de estrategias pedagógicas, otros procuraban imponerla a través de
concepciones dogmáticas. En este sentido, quien mejor interpretó el mandato
nacionalizador, fue el autor de Las multitudes argentinas. José María Ramos Mejía.
Para él, la modernidad había sido la partera de un nuevo sujeto social: la multitud.
Razón por la cual resultaba indispensable reforzar el carácter patriótico de la
enseñanza, al que hacía referencia Pizzurno, combinándolo con la introducción del
higienismo en el ámbito educativo. En 1873, Ramos Mejía fundó el Círculo Médico
Argentino y, entre 1893 y 1898, dirigió el Departamento Nacional de Higiene.
Desde la presidencia del Consejo Nacional de Educación -cargo que ejerció
entre 1908 y 1913- Ramos Mejía difundió un “evangelio higiénico” que no sólo
procuraba inocular hábitos de cuidado y aseo entre los escolares (las visitas de los
higienistas a las escuelas consistían en revisar las uñas, manos, cabezas y dientes de los
niños), sino también vehiculizar, a través del sistema educativo, una visión eugenésica,
esto es, una concepción que establecía una fuerte relación entre las leyes biológicas de
la herencia y el perfeccionamiento de la raza.
La preocupación por el cuidado de la salud de los alumnos impulsó la creación
del Cuerpo Médico Escolar. Desde esta institución se propuso fundar colonias para
niños débiles y cantinas escolares, al tiempo que dispuso la incorporación de medidas
profilácticas en las escuelas, como la supresión del beso entre los alumnos y la maestra,
pues lo consideraba “un medio casi seguro de transmisión de gérmenes”. La
preocupación de Ramos Mejía consistía en desplegar políticas que garantizaran la
gobernabilidad de una sociedad franqueada por la presencia de aquellas multitudes. La
construcción de nuevas instituciones -capaces de organizar y orientar la vitalidad y la
irracionalidad de las masas- debía iniciar por una educación patriótica, que inmunizara
el peligro de la sublevación y de la contaminación de ideas extranjerizantes. Sólo a
través de una instrucción bien entendida emergería por fin una auténtica “multitud
política” que sustituiría a las agrupaciones artificiales y personalistas de entonces.
Preocupado por transmitir el “evangelio higiénico” entre los escolares. Ramos
Mejía impulsó una política que consistía en diagnosticar a los niños débiles, con el
propósito de que fuesen reubicados en escuelas especiales. Las escuelas para niños
débiles fueron impulsadas desde comienzos del siglo XX por los higienistas Emilio
Coni, Genaro Sisto y Augusto Bunge, Diego Armus señala que, en 1912. un estudio
basado en dos escuelas especiales que funcionaban en el Parque Lezama y el Parque
Avellaneda informaba que el total de niños concurrentes había oscilado entre los 700 y
1000 alumnos, dando cuenta del crecimiento de la red de asistencia a la niñez. El
acentuado proceso de diferenciación de las infancias a partir de las prácticas reseñadas
organizaba un campo de intervención sobre la niñez que, nacía finales ce la década,
sumaría un nuevo capítulo con la sanción de la Ley de Menores.
Desde los debates entre conservadores y liberales hasta la irrupción del
discurso higienista mediaron aproximadamente 25 años. En ellos se fraguó un modo de
pensar y practicar la educación en la Argentina. Fue, en ese sentido, su etapa
fundacional,en tanto buscaba dejar atrás la barbarie de los tiempos “premodemos” -de
los que apenas podían rescatarse algunos antecedentes- para instaurar un horizonte de
progreso. La educación sólo podía mirar para adelante, en un país que apenas
comenzaba a salir de la gatera.
LECCIÓN 8
La hora del balance:
Expansión, reformas y luchas en el campo educativo

A comienzos del siglo XX, la educación argentina fue nuevamente objeto de


grandes debates. A partir de la expansión del aparato estatal y de las profundas
transformaciones experimentadas por la sociedad desde fines del siglo XIX, quedaron
al descubierto los límites del proyecto educativo elaborado por la generación del '80. La
capacidad del Estado para garantizar el derecho a la educación a través de un modelo
educativo común, que postulaba su capacidad de transformar a alumnos en ciudadanos
activos, se puso en cuestión. Las polémicas que se generaron en el campo educativo
abarcaron diversos temas. Se discutieron, entre otros asuntos, la configuración del
gobierno de la educación, las estrategias de enseñanza, el papel que asumió la sociedad
civil en la empresa educativa y la impronta humanista de la escuela media.
En aquellas controversias pueden distinguirse, a grandes rasgos, dos posturas.
Los grupos vinculados a sectores conservadores adjudicaban los problemas educativos
a la extensión de la obligatoriedad escolar, que consideraban excesiva. Asimismo,
criticaban el carácter federal del sistema educativo y exigían una mayor centralización
administrativa, con sede en el Estado nacional. Además, observaban con gran
preocupación las dificultades que tenía la escuela para asimilar de un modo efectivo a
los hijos de los inmigrantes. Los sectores democráticos, en cambio, promovían
reformas tendientes a desburocratizar el sistema educativo delegando mayor
responsabilidad en la sociedad civil. En el corazón de este grupo, pedagogos, maestros y
maestras ensayaron en sus aulas estrategias didácticas y disciplinarias que buscaban
renovar las instauradas por el normalismo, promoviendo formas alternativas de
gobierno escolar. También, promovieron un mayor acercamiento entre cultura,
educación y política a través de la organización del sindicalismo y de la prensa docente.
Sin embargo, entre ambos sectores también existían puntos de convergencia.
Coincidían en introducir reformas vinculadas a la formación para el mundo del trabajo
y a la contención de aquellos sectores infantiles que carecían de una atención familiar
adecuada, aunque los medios para desarrollar esas reformas y las finalidades
perseguidas con su realización fueran distintos.
Las luchas por los sentidos asociados a la tarea de educar atravesaron todos los
niveles del sistema e involucraron a maestros, maestras y pedagogos de la talla de
Carlos Vergara, Raquel Camaña, Ernestina Dabat, Víctor Mercante, José Berrutti. Pablo
Pizzurno y José Rezzano, entre otros. ¿Qué diagnóstico del sistema educativo
elaboraron? ¿Cuál era según ellos la situación que atravesaba la escuela en las primeras
décadas del siglo XX? ¿Cuáles eran los aspectos que debían ser reformados? ¿Cuáles
eran los objetivos políticos y sobre qué principios pedagógicos se apoyaron los
programas reformistas?
A fin de presentar de forma clara los cambios producidos en el campo
educativo durante este período, estructuramos esta lección en tres apartados,
correspondientes a los grandes núcleos temáticos del período. En primer lugar,
desarrollamos los procesos de reforma del sistema educativo desde la escuela primaria
hasta la universidad; en segundo lugar, analizaremos los discursos y las prácticas que
imprimieron nuevos sentidos políticopedagógicos sobre el perfil del magisterio; por
último, abordaremos las nuevas configuraciones de la infancia, entre la acción del
Estado y las acciones de la sociedad civil.
Las reformas al sistema educativo (1916-1940)

Desde finales del siglo XIX, la escuela primaria de la ley 1420 y la escuela
media fueron objeto de numerosos cuestionamientos. Las voces que proponían
introducir reformas al sistema provenían de distintas posiciones políticopedagógicas y
tuvieron diferentes alcances. Estas reformas tuvieron, además, diferentes niveles de
concreción: la emprendida por Carlos Vergara en la Escuela Normal de Mercedes
(18871890) no alcanzó a trascender el nivel de la micro experiencia: el proyecto le
Osvaldo Magnasco (1899 y 1900) nunca superó su tratamiento parlamentario, mientras
que la reforma propuesta por el ministro Carlos Saavedra Lamas (19161917), de alcance
nacional, tan solo se implementó durante un año. La reforma universitaria que tuvo
lugar en la provincia de Córdoba (1918), en cambio, trascendió las fronteras nacionales
irradiando sus ideas al resto de las universidades de América Latina y el Caribe.
Finalmente, la reforma FrescoNoble (19361940), de signo conservador, se implementó
en la provincia de Buenos Aires, dejando fuertes marcas en las prácticas educativas
posteriores. En este apartado desarrollaremos las principales características que
presentó cada una de ellas.

La reforma “Saavedra Lamas”

En 1915, Carlos Saavedra Lamas fue nombrado ministro de Justicia e


Instrucción Pública y Junto al pedagogo Víctor Mercante redactó el proyecto de
Reforma Orgánica de la Enseñanza Pública. Su propuesta retomaba algunos
antecedentes y preocupaciones formuladas en las décadas previas. En primer lugar,
recuperaba la idea de introducir orientaciones técnicas en el sistema educativo
expuesta, sucesivamente, por los ministros de Justicia e Instrucción Pública Juan
Belestra, Antonio Bermejo y Luis Beláustegui en sus memorias ministeriales, a partir de
las cuales fueron creadas la Escuela Industrial dirigida por Otto Krause (1899) y la
Escuela Superior de Comercio (1890). En segundo lugar, ponderaba positivamente los
proyectos elaborados por Osvaldo Magnasco: el Plan de Enseñanza General y
Universitaria (1899), que proponía reformar la estructura académica de la escuela
primaria y media para hacerlas “menos doctrinarias y más productivas”, y el Proyecto
de reformas a la enseñanza secundaria (1900), que promovía la supresión de varios
colegios nacionales para transformarlos en escuelas orientadas a la formación práctica
(conservando únicamente los colegios de Buenos Aires, Mendoza, Rosario, Córdoba,
Tucumán y Concepción del Uruguay). Este proyecto proponía, además, que el Estado
nacional no se hiciera cargo del financiamiento de esas escuelas. Por esta razón, las
iniciativas de Magnasco fueron duramente cuestionadas en la Cámara de Diputados,
donde el representante por la provincia de Entre Ríos, Alejandro Carbó, encabezó con
éxito la oposición a la promulgación del proyecto, que finalmente no contó con la a
probación del parlamento
Pero la Reforma Saavedra Lamas corrió otra suerte: el proyecto fue aprobado
por decreto e implementado entre el 16 de marzo de 1916 y el 22 de febrero de 1917.
cuando fue derogado por el gobierno radical. La Reforma proponía reorganizar el
sistema educativo, creando una nueva estructura entre la escuela primaria y la
educación secundaria: la escuela intermedia. El proyecto estipulaba que la escuela
primaria impartiera la educación integral a lo largo de cinco años; luego, que todos los
alumnos ingresaran a una escuela intermedia donde se ofrecía una educación orientada
hacia saberes prácticos durante tres años; y, finalmente, que los alumnos continuaran
sus estudios en los colegios nacionales, las escuelas normales o las escuelas
profesionales, desde donde accederían a la universidad, o bien, ejercerían una
profesión.
El anteproyecto de ley presentaba un pormenorizado estudio sobre la
organización administrativa y pedagógica del sistema educativo nacional. Según
Saavedra Lamas, la comparación entre la estructura académica nacional y los modelos
europeos sobre todo el alemán y las escuelas vocacionales norteamericanas ponía en
evidencia la desarticulación existente entre “nuestros planes de enseñanza, los años que
ellos implican, las divisiones de los grados de instrucción, la evolución psicofisiológica y
las inducciones científicas”, pero sobre todo, entre “la tendencia nacional que quiere
apresurar la actividad de la marcha y el desarrollo de la vida bajo las sugestiones y los
apremios del medio”.
Según sus autores, la escuela intermedia buscaba responder a dos problemas
educativos centrales: la ausencia de un currículo orientado a la enseñanza de saberes
prácticos que eran requeridos por el resurgimiento de la industria nacional en el
contexto internacional de la primera Guerra Mundial y las dificultades para contener y
disciplinar los instintos Juveniles.
¿De qué manera la escuela intermedia respondía a estos problemas? ¿Dónde
residía la diferencia entre ésta y la escuela primaria? Para Mercante y Saavedra Lamas.
la escuela primaria perseguía como principal objetivo la enseñanza de la lectoescritura
y la formación del ciudadano, mientras que la escuela intermedia ofrecía dos grandes
núcleos de asignaturas: la enseñanza general (que comprendía matemática, historia
argentina y universal, geografía argentina y general, entre otras) y la enseñanza
profesional y técnica (centrada en el dibujo aplicado, un aspecto esencial en la
formación técnica y en oficios, con materias opcionales según el sexo del alumno) que
permitían adquirir nociones de trabajo manual, al tiempo que guardaban un valor
sublimador y disciplinador.
Víctor Mercante, autor de los fundamentos pedagógicos de la reforma, ensayó
una explicación sobre las resistencias que encontró la escuela intermedia en La crisis
de la pubertad (1918). Allí sostuvo que la propuesta de la escuela intermedia no había
sido comprendida, pues ella “no pretendía formar obreros sino aptitudes profesionales
para una multitud de servicios que requieren una disciplina manual”. Mercante
exclamaba con aires de resignación:

Cuando una reforma no triunfa, es porque la opinión, que la debe sostener


con el calor de su simpatía, no ha sido preparada. El país no está obligado a
aceptar lo que no comprende ni el innovador debe pretender que sus
pensamientos se conviertan en convicciones comunes.

¿Quiénes se manifestaron a favor de la derogación de la Reforma Saavedra


Lamas? ¿Cuáles fueron sus razones? Para Juan Carlos Tedesco, la reforma Saavedra
Lamas pretendía operar como un filtro que regulase el ingreso de la clase media a la
administración pública y, a su vez, funcionaba como una reducción encubierta de la
obligatoriedad de la escuela primaria, que disminuía de siete a cinco años. Estas
razones fueron, según Tedesco, suficientes para que Yrigoyen derogase la reforma,
entendiendo que resultaba perjudicial para las aspiraciones educativas de los sectores
sociales que él representaba. Para Adriana Puiggrós, en cambio, la reforma Saavedra
Lamas es un buen ejemplo de las luchas políticopedagógicas del período, donde se
expresaron una multiplicidad de posturas cuyos intereses no necesariamente remiten a
una posición de clase. Según Puiggrós, los grupos sociales que conformaban la “clase
media” tenían diferentes orígenes y vínculos históricos con la política, la cultura y la
educación. El imaginario políticopedagógico de estos grupos era más diverso de lo que
la categoría “clase media”, empleada por Tedesco, deja entrever. Incorporar estos
matices le permite a Puiggrós sostener que el conjunto de los inmigrantes no concebía
un único camino de ascenso social y, por lo tanto, no efectuó una oposición en bloque a
la Reforma.

Córdoba se redime

La reforma universitaria de 1918 fue, sin lugar a dudas, uno de los


acontecimientos políticopedagógicos más resonantes de la historia educativa argentina.
No sólo por los cambios que introdujo en la vida universitaria nacional, sino por la
gravitación que sus postulados alcanzaron en el conjunto de las universidades
latinoamericanas.
Según menciona Pablo Buchbinder, los pilares del modelo universitario
cordobés contrastaban con los de la universidad porteña y, principalmente, con el de la
Universidad Nacional de La Plata. Impulsada por Joaquín V. González, dicha casa de
estudios fue fundada en 1905, con el propósito “de concretar una propuesta orgánica de
desarrollo de las funciones de formación profesional y científica de la universidad, así
como la introducción de tareas de extensión a la comunidad”. A pesar de que el
desarrollo posterior de este modelo universitario chocó con algunas limitaciones, el
contraste con la experiencia formativa de la universidad mediterránea resultaba
notable.
En efecto, la Universidad de Córdoba representaba el espacio de los antiguos
privilegios, era un bastión de la ortodoxia católica regido por ideas antimodernas,
donde el poder se distribuía discrecionalmente entre los miembros de un grupo
conservador denominado “Corda Frates”. Pero esta situación dio un giro hacia fines de
1917, a partir de la clausura del internado del Hospital Nacional de Clínicas, que según
relatan Alberto Ciria y Horacio Sanguinetti era “un sitio donde se estudiaba bien y en el
cual los alumnos del interior tenían comida y casa asegurada”.
Este hecho fue el detonante para que un grupo de estudiantes organizara el
Comité Pro Reforma, atizando las protestas que culminaron, el 16 de mayo de 1918, en
la creación de la Federación Universitaria de Córdoba. Un mes después, una multitud
de estudiantes tomó la sala del Consejo de la Universidad, para dejar planteada la
necesidad del cambio. Uno de ellos colgó en la puerta un cartel que decía “Se alquila”.
Otro asentó en el acta electoral: “La Asamblea de todos los estudiantes de la
Universidad de Córdoba decreta la huelga general”. Aquel día, desde ese mismo lugar,
se pronunciaron las palabras que buscaban alumbrar un cambio de época:

Hombres de una República libre, acabamos de romper la última cadena que,


en pleno siglo XX, nos ataba a la antigua dominación monárquica y
monástica. Hemos resuelto llamar a todas las cosas por el nombre que
tienen. [...] Desde hoy contamos para el país una vergüenza menos y una
libertad más.

Las principales reivindicaciones del movimiento reformista se apoyaron sobre


tres principios: el cogobierno universitario, para que los estudiantes pudieran regir sus
universidades; la libertad de cátedra y la renovación del profesorado, pues sin docentes
que asumieran los riesgos de la hora, los viejos profesores sabotearían el nuevo espíritu
y de nada servirían las reformas: y la función social, ya que no se trataba sólo de
conquistar derechos, sino también de contraer deberes y a los estudiantes les
correspondía hacer que la Universidad sirviera a la sociedad.
La prosa reformista se nutrió de las ideas elaboradas por la filosofía krausista,
que tuvo amplia difusión entre los profesores de los colegios nacionales y entre
numerosos maestros, como Deodoro Roca, Alejandro Korn y Carlos Vergara,
Contrariando los postulados positivistas, esta tendencia filosófica procuraba hacer de la
vida una obra de arte, al tiempo que resaltaba los valores éticos y estéticos. Además, los
postulados reformistas exaltaban la movilización de las expectativas juveniles,
consideraban que la juventud era la edad heroica y que los relevos generacionales eran
el principal motor del cambio social; por lo tanto, conservar la “pureza juvenil”
resultaba una empresa social.
El movimiento reformista tuvo detractores. No pocos sectores del movimiento
obrero miraron el proceso con indiferencia, otros los acusaron de timoratos y algunos
llegaron incluso a cuestionar la trascendencia de sus acciones. El Partido Comunista
argentino fundado ese mismo año impugnó la tesis acerca del rol de las nuevas
generaciones en los procesos de transformación social. Uno de sus principales
referentes Aníbal Ponce cuestionaba la radicalidad de los cambios, señalando que la
acción reformista de los universitarios cordobeses padeció de “tibieza revolucionaria”.
En el fondo, para el PC argentino, la tesis que postulaba a la juventud como el agente
del cambio social estaba reñida con la idea de la hegemonía política del proletariado.
Ponce aducía que la teoría de la “nueva generación” implicaba desplazar al proletariado
del centro del proceso revolucionario y sustituirlo por la pequeña y mediana burguesía
intelectual.

La escuela, entre la naturaleza y el taller

La década del '10 no sólo fue agitada para los claustros universitarios. Durante
este período también se formularon críticas que tuvieron como destinataria a la escuela
tradicional. En muchos casos, el malestar devino propuesta y dio lugar a una serie de
proyectos que se inscribieron en el campo de las experiencias escolanovistas también
denominado Escuela Nueva.
Marcelo Caruso plantea que, antes de tratar de definir taxativamente el
movimiento de la escuela nueva, puede resultar más útil interpretarlo como “un
principio de autoafirmación de identidad de una corriente de pensadores que
compartieron poco más que una voluntad de impugnación de la pedagogía establecida”.
En el caso argentino, este aspecto es notable: el movimiento de la escuela nueva no
constituyó el brazo pedagógico de un proyecto político, sino una corriente de ideas que
generó las condiciones para efectuar reformas parciales en el sistema educativo,
algunas experiencias institucionales y un conjunto de escritos pedagógicos no menos
importantes.
Las raíces de los postulados escolanovistas se remontan a las ideas
pedagógicas sostenidas por Rousseau en el Emilio (1792). Ya en el transcurso del siglo
XX, podemos distinguir dos grandes momentos en la elaboración del programa del
escolanovismo: el primero se relacionó con el movimiento de la Escuela Nueva
Mundial. Hacia 1920, este movimiento estableció a través del Bureau Internacional de
la Escuela Nueva los 30 principios tras los cuales se encolumnó su propuesta
pedagógica: para considerarse incluida en aquella corriente, una escuela debía cumplir
con al menos la mitad de aquellos principios (defender la coeducación de los sexos,
otorgar un lugar central a las excursiones, estimular las actividades manuales como la
carpintería, el cultivo y la crianza de animales pequeños, centrar las actividades en los
intereses espontáneos del niño, entre otras). El segundo momento corresponde a las
décadas del '60 y '70, cuando el movimiento escolanovista se articuló con otras
corrientes de pensamiento ligadas a la pedagogía antiautoritaria, la psicogénesis, el
psicoanálisis y la pedagogía institucional.
El programa escolanovista promovía cambios culturales a partir del despliegue
de nuevos vínculos institucionales, haciendo de la escuela tradicional el blanco de sus
críticas. Cuestionaba el silencio, la uniformidad, el exceso de verbalismo y la
inmovilidad que reinaba en sus aulas, y proponía que el sistema de enseñanza basado
en la memorización y la persistencia de medidas disciplinarias autoritarias fuese dejado
a un lado para dar lugar a un nuevo contrato pedagógico.
En la Argentina, la emergencia de la Escuela Nueva tuvo lugar durante las
primeras décadas del siglo XX. El escolanovismo argentino, según Sandra Carli, se
articuló a un movimiento político y cultural de alcance más amplio. Los maestros y
maestras que formaron parte de sus filas fueron representantes de grupos y elites
urbanas, capaces de generar innovaciones en las prácticas escolares. Todos ellos
adscribieron a la necesidad de efectuar una modernización del sistema educativo
plasmando una nueva mirada sobre la importacia cultural de la experiencia educativa y
la democratización interna del espacio escolar. A diferencia del normalismo que integró
un proyecto pedagógico estatal, el escolanovismo estuvo ligado a un proceso cultural
portador de un gesto vanguardista. Este movimiento logró inscribirse en el marco de un
proceso de modernización estéticocultural al cual accedían algunos sectores sociales.
La orientación que asumió el movimiento de la Escuela Nueva se nutrió de una
serie de postulados: la inclusión del niño como sujeto activo del proceso de aprendizaje,
la participación de la comunidad educativa en la gestión escolar y el fortalecimiento del
vínculo entre la escuela y la naturaleza. Entre sus representantes más destacados se
contaron Florencia Fossati, Celia Ortiz de Montoya, José Rezzano, Clotilde Guillén de
Rezzano, las hermanas Olga y Leticia Cossettini y Luis Iglesias. Muchos de ellos fueron,
junto a Julio Barcos, referentes del naciente sindicalismo magisterial. Estos docentes
promovieron sus ideas a través del Monitor de la Educación Común y de la prensa
docente, en particular de revistas como la Nueva Era, La Obra, Quid Novi, los
Cuadernos Lilulí o las colecciones pedagógicas de editorial Losada y de editorial
Kapelusz, dirigidas por el emigrado español Lorenzo Luzuriaga y por el matrimonio
Rezzano, respectiva mente.
Uno de los rasgos que caracterizó al escolanovismo fue la reivindicación del
paidocentrismo. Colocar al niño en el centro de la escena educativa, exaltando el
carácter activo del aprendizaje, constituyó uno de los principales ejes de su propuesta
curricular. Durante la Convención Internacional de Maestros, reunida en Buenos Aires
en 1927, se estableció que “el niño tiene derecho a ser niño” y, por ende, “tiene derecho
a una nueva educación”. Los maestros cuestionaban un modelo educativo al que
consideraban inmutable y rígido y promovían una experiencia donde el niño tenía
derecho a “hacer para saber”, al trabajo escolar colectivo, al aire libre e, incluso, a saber
que ha nacido en el cuerpo de su madre.
El mismo documento ubicó en el centro del cambio el perfil del maestro. “Todo
niño tiene derecho a contar con maestros de vocación, de carácter, llenos de bondad,
hombres elegidos, ilustrados, bien retribuidos”, ensalzando al maestro no como aquel
que toma su cargo como un simple medio de vida, sino como quien cree “en los ideales
más difíciles de alcanzar”, que comprende la responsabilidad que le incumbe “en la
realización de la justicia social”, y que no olvida “que el verdadero maestro es el niño”.
Para los escolanovistas, el maestro debía estimular y favorecer el aprendizaje más que
controlar y vigilar a los alumnos.
Sin embargo, aunque el escolanovismo cuestionaba el rol disciplinario de la
educación tradicional, compartía con el normalismo el optimismo pedagógico
depositado en la escuela. Este y otros puntos de contacto entre concepciones
pedagógicas se deben a que, como señala Sandra Carli, en la Argentina no hubo
“tradiciones pedagógicas puras”, sino tendencias educativas que fueron resultado del
entrecruzamiento de ideas, principios y métodos de orígenes diversos. De allí se
desprendieron configuraciones complejas y una sedimentación de prácticas, lecturas y
trayectorias profesionales híbridas. En suma: no existieron “escolanovistas o
normalistas puros”; por el contrario, en estos sujetos convivieron ideas de ambas
concepciones. Entre los casos paradigmáticos, se cuentan las experiencias de las
hermanas Cossettini y de Luis Iglesias.
Las hermanas Cossettini condujeron, entre 1935 y 1950, una experiencia
educativa en la escuela experimental Gabriel Carrasco ubicada en el barrio Alberdi de la
ciudad de Rosario. Previamente, Olga había implementado una reforma en la escuela
Domingo de Oro, en la que se desempeñaba como regente, que le había significado un
reconocimiento en el nivel provincial. Olga Cossettini se formó con Amanda Arias,
aunque también se reconocía discípula de Giovanni Gentile y de Lombardo Radice.
Estudió en la Escuela Normal de Rafaela junto a Luz Vieira Méndez y Ovide Menin y
contaba entre sus interlocutoras del magisterio con Celia Ortiz de Montoya, Leticia, en
cambio, poseía una sólida formación artística, que podía percibirse en las apuestas
estéticas que promovía la escuela entre sus alumnos y alumnas.
En el libro El niño y su expresión (1940), Olga Cossettini publicó dibujos y
poemas de sus alumnos, poniendo de relieve los efectos que tenía en los niños la
pedagogía de la libertad. El libro conformaba una serie con otros dos ejemplares: 180
poemas de los niños de la escuela de Jesualdo, publicado en 1938. y Viento de
estrellas, publicado en 1942, en el que Luis Iglesias editó los trabajos de sus alumnos de
la escuela unitaria nº 11 de Tristán Suarez.
La escuela rural fue otro puerto al que arribó el escolanovismo. Luis Iglesias
ejerció la docencia entre 1938 y 1957 en una escuela rural de Esteban Echeverría, en la
provincia de Buenos Aires, a la cual había sido enviado como “castigo” por realizar un
discurso en el que cuestionaba al empresario industrial que había donado el dinero
para la construcción de la escuela primaria donde se desempeñaba como maestro. En
Esteban Echeverría lo esperaba una escuela unitaria puesto que contaba con un único
maestro y multigrado. A diferencia de las hermanas Cossettini, que se inscribían en una
tendencia liberal democrática. Iglesias comulgaba con las ideas de izquierda.
Implementó una experiencia educativa de alternancia, que adecuaba la propuesta
escolar a los requerimientos del trabajo rural, al cual la mayoría de sus alumnos
estaban sujetos.
Como señala Ana Padawer, la pedagogía de Iglesias promovía “una escuela
atractiva donde la ayuda mutua y la autoconducción mediante 'guiones' permitían un
trabajo sin la constante intervención del maestro, y donde la expresión de vivencias
personales era el punto de partida para la enseñanza”. En el libro La escuela rural
unitaria (1958). Iglesias narró su experiencia en la escuela de Tristán Suárez. La
difusión de aquella obra trascendió las fronteras nacionales: el libro fue ampliamente
difundido entre los maestros rurales de México y de otros países latinoamericanos
donde la escuela rural era una realidad ampliamente extendida.
Una de las últimas experiencias donde se implementaron los principios del
escolanovismo tuvo lugar en la provincia de Córdoba. El pedagogo vinculado al
radicalismo Antonio Sobral, quien venía desarrollando una importante obra educativa
a través de la Biblioteca Popular Bernardino Rivadavia, fundó en 1930 el instituto de
enseñanza secundaria en la localidad de Villa Maria. Entre 1941 y 1943 fue designado
director de la Escuela Normal provincial, junto a Saúl Taborda y Luz Vieira Méndez.
Desde allí, desarrollaron un proyecto institucional basado en la coeducación y las
nuevas teorías científicas y pedagógicas, cuyos principales rasgos fueron, según Adriana
Puiggrós “la centralidad de la categoría adolescencia, la exigencia del bachillerato como
condición previa a los cursos del magisterio, la práctica y la experimentación de nuevos
sistemas pedagógicos y la orientación hispánica de los contenidos históricos y
culturales”. La experiencia fue interrumpida por el golpe militar de 1943.

La reforma Fresco-Noble

El golpe de Estado que derrocó a Hipólito Yrigoyen (19281930) inauguró un


periodo signado por el fraude político. La dictadura de José F. Uriburu (19301932)
ejerció un gobierno de tipo corporativo, intentó reformar la Constitución nacional y
derogar la ley Sáenz Peña, suprimiendo el voto universal. El discurso nacionalista del
gobierno ponía especial énfasis en combatir al comunismo y al liberalismo, incitaba
fuertemente al antisemitismo y presentaba a la Argentina, ante el mundo, como un
modelo de nación católica. Entre los referentes del cambio de clima en el ámbito
educativo, se destacó Juan B. Terán, quien afianzó los vínculos entre el discurso
nacionalista y la filosofía espiritualista, apelando a los valores encarnados en los héroes
patrios a través de la revalorización de la enseñanza de la historia nacional.
Mientras los rituales escolares superponían la simbología patriótica, eclesial y
militar, el problema del analfabetismo seguía vigente. En 1933, el presidente del
Consejo Nacional de Educación, José Cárcano, describió un escenario preocupante:
según el censo escolar realizado en 1932, existían en el país 476.649 analfabetos. A
ellos, proponía adicionarle los 259.831 semianalfabetos adultos que luego se
convertirán, por ausencia de motivación y práctica, en analfabetos por instrucción
incompleta. Reunidas las cantidades apuntadas, los analfabetos sumaban 736.480. Si
además se consideraban las dificultades generadas para aplicar el censo como
consecuencia de la diseminación de la población en el territorio, la cifra definitiva
rondaría los 800.000 analfabetos. Esta cifra representaba el 36.91% de la población
escolar.
Cárcano vinculaba las causas de los niveles de analfabetismo a una política
educativa deficitaria que había llevado a multiplicar las escuelas normales para la
formación docente cuando lo que faltaba, en realidad, eran aulas en las escuelas
primarias para darles una ocupación efectiva a los maestros. Efectivamente, uno de los
principales problemas de la década del '30 fue el alto índice de desocupación que
experimentó el magisterio. Julio Barcos estimaba que había aproximadamente 40.000
maestros sin trabajo. Cárcano afirmaba, además, que muchas escuelas primarias eran
inaccesibles a causa de la distancia que había que recorrer para llegar a ellas y que ese
problema se combinaba con una inspección técnica “irregular o nula” en las provincias
y territorios y con autoridades nacionales y provinciales que no hacían cumplir la ley de
enseñanza obligatoria en los centros urbanos. Poco amigo de las expresiones
democráticas, durante su presidencia al frente del Consejo Nacional de Educación tomó
medidas disciplinarias que condujeron a la supresión de los centros de estudiantes de
los colegios nacionales y la persecución y exoneración de numerosos maestros que
manifestaban ideas radicalizadas.
Durante la década del '30, las medidas políticas regresivas se intensificaron.
Los sectores conservadores ensayaron proyectos de reforma, siendo la experiencia más
importante la que se aplicó en la provincia de Buenos Aires, durante el gobierno de
Manuel Fresco (19361940) y bajo la dirección de Roberto Noble. Según Pablo Pineau, la
Reforma FrescoNoble, implementada en 1937, se basó en la segmentación del sistema,
en un nuevo reordenamiento curricular, en el refuerzo de las prácticas militaristas
dentro de la escuela y en la imposición de la enseñanza religiosa. Para Pineau, la
reforma estableció una íntima ligazón entre la nación, la salud y la religión, en donde
“cada una era consecuencia y condición directa de la otra, y se realizan prácticas que así
lo evidencian: los actos patrios empiezan con Misas o bendiciones y terminan con
desfiles o demostraciones gimnásticas”.

La Reforma es un buen analizador de los cambios producidos durante la


década del '30, por dos razones.
En primer lugar, porque en ella se evidencia el avance de las posiciones
católicas en el terreno educativo. En 1934, al cumplirse 50 años de la sanción de la Ley
1420, Octavio Pico cuestionó el espíritu laico de la ley, sosteniendo que debía
incorporarse la enseñanza religiosa. Buena parte de sus fundamentos se inspiraban en
la Encíclica Divinus Illius Magistri (1929) sancionada por el Papa Pío XI, en la que se
afirmaba que toda la organización de la enseñanza, los libros de texto, los maestros y
los propios alumnos debían estar imbuidos del espíritu cristiano, bajo la vigilancia de la
Iglesia Católica. En sintonía con estas ideas, las provincias de Buenos Aires, Santa Fe,
Corrientes, Córdoba, San Luis, La Rioja, Catamarca, Salta y Jujuy sancionaron leyes,
decretos o resoluciones ministeriales implantando la enseñanza religiosa. Asimismo, el
Consejo Nacional de Educación reformó los planes de estudio de las escuelas de su
dependencia, incorporando el tema “noción de Dios”.
Los avances en contra del laicismo generaron resistencia en el sector docente.
En 1934, José Rezzano encabezó un acto en el Teatro Colón donde defendió con
enjundia el carácter laico de la escuela pública argentina, a las que se plegó el diario La
Prensa. A 50 años de la sanción de la ley 1420, el laicismo en la enseñanza se veía
seriamente amenazado. En efecto, la posición católica resultó triunfante. La medida
tomada por algunas provincias fue refrendada el 31 de diciembre de 1943 cuando, a
través del decreto ley 18.411, el gobierno militar encabezado por Pedro Ramírez
extendió la educación religiosa a todas las escuelas del país. Incluso antes de estas
reformas, el poder de la Iglesia no podía subestimarse. Elvira Rawson de Dellepiane,
médica y fundadora del primer centro feminista de la Argentina, por ejemplo, fue
separada de su cargo de vocal por los sectores conservadores del Consejo Nacional, por
denunciar las calumnias lanzadas por las escuelas religiosas salesianas hacia la escuela
pública, a la que calificaban como un “criadero de futuros opresores, anarquistas y
revolucionarios” y tildaban al maestro laico como “uno de los peores criminales, digno
solamente de una horca”.
En segundo lugar, porque le dio nuevas ínfulas el discurso higienista,
renovando las prácticas de limpieza y de cuidado del cuerpo, exaltando de un modo
particular el valor de la educación física. Durante el Primer Congreso Nacional de
Educación Física se sostuvo que la educación física era “el yunque para forjar una raza
de calidad, fuerte, emprendedora y capaz”, el medio para combatir “el sedentarismo
tuberculizante de la vida moderna y sus cines, clubes y cafés”. Como señala Diego
Armus, “desde higienistas a empresarios iluminados y de dirigentes obreros a líderes
vecinales, todos recomendaron apasionadamente la gimnasia”.
Los ejercicios físicos jugaban un rol preponderante en torno al cuidado de la
salud. En las clases de calistenia se buscaba ejercitar los diferentes músculos, más que
desarrollar la potencia o el esfuerzo. El médico Enrique Romero Brest, a quien se le
atribuye haber fundado la enseñanza de la educación física en la Argentina, enfatizaba
el valor de la ejercitación en el combate de la tuberculosis. En 1917, ante un grupo de
maestras, explicaba la importancia que los padres otorgaban a la educación física
escolar, recordándoles que, en el comienzo de cada ciclo lectivo, escuchaba a estos
decir: “aquí le dejo a mi hijo para que le dé salud y agrande el pecho”. Las políticas
educativas relacionadas con la educación física impulsadas por Romero desembocaron
finalmente en la creación del Instituto Nacional de Educación Física en 1912.
No obstante, en el marco de la Reforma FrescoNoble, la educación física no
sólo fue reconocida y revalorizada, sino también militarizada, lo que despertó las
críticas del propio Romero Brest. El 21 de julio de 1936 se creó la Dirección de
Educación Física y Cultura, desde donde se organizaron numerosos desfiles y marchas
masivas en espacios públicos. Según Pablo Scharagrodsky, el modelo educativo que
promovió la Reforma cuestionaba el excesivo verbalismo, el intelectualismo y el
enciclopedismo imperante en el currículo de la escuela primaria por ser los “causantes
de la debilidad física y del carácter vacilante y dubitativo del infante” y esta, en
contrapartida, le asignó a la formación física una posición curricular privilegiada.
En tercer y último lugar, la reforma FrescoNoble introdujo el preaprendizaje
general, que buscaba orientar al alumno hacia el trabajo manual. Esta medida
recuperaba, en un tono fuertemente disciplinador e higienista, la formación saludable
de los niños. En definitiva, el modelo de alumno que subyació en este proyecto
procuraba hacer del niño un buen cristiano, un buen ciudadano y un buen soldado,
mientras que las niñas debían aspirar a convertirse en buenas cristianas, buenas
esposas y madres de familia.

Política y magisterio (1890-1930)

En el período comprendido entre 1890 y 1920, el ámbito de la formación


docente experimentó una significativa expansión de sus instituciones. En 1890 se
habían fundado 34 escuelas normales nacionales (13 escuelas para maestros, 14 para
maestras y 7 mixtas). Dos décadas más tarde, el número había ascendido a 42. En 1916,
llegaban a 59. La formación de maestros y maestras suscitó algunos debates: ¿cuál
debía ser el perfil del maestro frente a los cambios que había experimentado la
sociedad? ¿Los hombres y las mujeres debían formarse en los mismos espacios o no?
¿Cuáles eran los métodos más apropiados para su formación?
En el marco de este crecimiento se produjo otro fenómeno, ligado a la
feminización del magisterio. En tan solo 30 años desde la creación de la primera
escuela normal, las mujeres representaban el 85% del cuerpo docente. Para Graciela
Morgade, este fenómeno se explica tomando en cuenta que según las significaciones de
género hegemónicas en la época las mujeres podrían “naturalmente” homogeneizar y
moralizar la sociedad (por ser educadoras “naturales”) y resultaban más “baratas” en
un contexto altamente deficitario para la economía de la educación pública. Por otra
parte, cada vez más los hombres “confesaban” su desconocimiento del mundo infantil o
asociaban el trabajo docente con una serie de connotaciones negativas -malas
remuneraciones y condiciones laborales precarias que presentaban el oficio como poco
estimulante para la carrera profesional de un hombre. En las páginas del Monitor de la
Educación se naturalizaba esta condición, afirmando que

La educación y todos los empleos que se relacionan con ella, necesitan ante
todo del don de sí mismo. Y este don de sí mismo, ¿adónde encontrarlo más
grande y más completo que en la mujer? La mujer se sacrifica por
naturaleza, ha nacido para sacrificarse.
Como hemos señalado en la lección 6, si la escuela normal no constituyó una
opción decididamente emancipadora para las mujeres (en tanto transmitía el modelo
hegemónico de género), también es preciso señalar que muchas mujeres lograron, a
través del magisterio, romper con los límites que la sociedad patriarcal había trazado,
circunscribiéndolas al ámbito doméstico. No pocas mujeres comenzaron a percibir que
la docencia podía abrir la puerta al ascenso y al reconocimiento social, la participación
en la producción de bienes culturales y la obtención de un ingreso económico por vías
legítimas.
En paralelo, las polémicas en torno a los saberes que debía reunir un maestro
crecieron conforme se expandía el sistema educativo. ¿Cuál era el perfil del maestro
argentino? ¿Cuál era el tipo de saber que debía inculcársele durante su formación? Al
respecto, Gabriela Diker advierte que las respuestas a estos interrogantes aglutinaban
dos concepciones opuestas. Desde la prensa pedagógica, los propios docentes
destacaban que, si la enseñanza era un “arte”, los maestros debían ser formados para
poder dirigir una clase y organizar una escuela. Desde esa concepción, la formación
docente debía tratar de modelar las cualidades personales de los futuros maestros,
templar su carácter y ofrecerles herramientas metodológicas para desenvolverse con
fluidez en el aula. Otros maestros y pedagogos, por el contrario, argumentaban que los
maestros debían ser “verdaderos especialistas en la enseñanza”, abogando por una más
profunda formación teórica. La formación inicial se vería complementada por los ciclos
de Conferencias Pedagógicas, que contribuirían a mantener al corriente de las
novedades a los docentes en actividad.
En el plano de la formación docente, uno de los acontecimientos educativos
más significativos del período estuvo relacionado con la donación del empresario Félix
Bernasconi de una importante suma de dinero para la edificación de un “palacio para
escuela en estilo florentino”, en el que funcionaría, también, un instituto de
actualización docente.
El proyecto fue elaborado por Juan Waldorp (hijo) en 1918, la piedra
fundamental se colocó en 1921 y la escuela se inauguró en 1929. El Consejo Nacional de
Educación decidió emplazar el “Bernasconi” en la zona sur de la ciudad, tras dar una
intensa discusión sobre su ubicación: había quienes sostenían que el tamaño de la
inversión ameritaba que la escuela se ubicara en los barrios ya consagrados por su
progreso edilicio, mientras que el propio Waldorp afirmaba que los barrios del sur y del
oeste eran los que “con mayores derechos y con más premura reclaman, para su centro,
esa clase de obras que cooperen a su creciente desenvolvimiento”. En su informe,
Waldorp señalaba que el barrio donde se edificaría estaba destinado a un futuro
esencialmente industrial que daría origen a una numerosa población obrera.
La planta baja del edificio fue, originalmente, destinada a la educación
industrial, dotándola de todo tipo de talleres: electricidad, mecánica y carpintería, para
los varones, y economía doméstica, labores y costura, para las niñas. En la misma
planta se construyeron piletas de natación, que no sólo buscaban enseñar los principios
de dicho deporte, sino despertar el gusto por el baño higiénico. En la planta superior se
encontraban la biblioteca, un gran salón de actos y un museo escolar. El Museo
Argentino para la Escuela Primaria fue proyectado por Rosario Vera Peñaloza. Maestra
de una extensa trayectoria. Peñaloza dirigió las escuelas normales de La Rioja y el
Normal nº 1 de la Capital Federal. Se formó en la especialidad de artes plásticas en la
provincia de Córdoba bajo la dirección del profesor Cardeñosa y completó sus estudios
junto al pintor Ernesto de la Cárcava. Entre 1929 y 1947, proyectó y coordinó el Museo
Geográfico “Dr. Juan B. Terán” y el de Ciencias Naturales “Dr. Ángel Gallardo”. Para
Peñaloza, los museos debían ser “escuelas vivas para el enriquecimiento de la cultura
argentina” y, por lo tanto, era preciso dotarlos de una amplia gama de recursos
didácticos: animales embalsamados, reproducciones a escala de distintas zonas
geográficas del país, muchas de las cuales ella misma elaboró empleando técnicas como
la cartapesta, los dioramas y la xilografía.
Este período también estuvo atravesado por los conflictos laborales y la
paulatina incorporación de los maestros y maestras a organizaciones gremiales. Desde
1881 comenzaron a registrarse las primeras huelgas docentes. Las maestras de la
escuela Graduada y Superior de la provincia de San Luis decidieron ir al paro tras ocho
meses sin cobrar sus sueldos. La precariedad laboral y la ausencia total de garantías a
las que estaban expuestos los maestros exigían leyes que los protegieran y el desarrollo
de nuevas herramientas gremiales que les permitieran organizarse y ejercer presión.
El primer proyecto de ley sobre escala progresiva de sueldos lo presentó el
diputado socialista Alfredo Palacios en 1912, y contó con el apoyo de la Liga Nacional de
Maestros la primera entidad gremial del magisterio argentino a cuya creación
contribuyeron los maestros Julio Barcos y Leonilda Barrancos. La Liga Nacional del
Magisterio se conformó en 1912, y fue consiguiendo paulatinamente el apoyo de
asociaciones, círculos, sociedades y ligas que nucleaban al magisterio en ámbitos
regionales más reducidos. Es importante señalar que los maestros y maestras contaban
ya con asociaciones de más larga data, aunque estas eran concebidas como espacios de
formación cultural, actualización pedagógica y ayuda mutua, y no como órganos de
representación de los intereses laborales del magisterio.
De La Liga surgió la Confederación Nacional del Magisterio, organización
gremial de segundo grado. El perfil que sus miembros buscaron darle confrontó a dos
sectores: por una parte, Hugo Calzetti y Juan Mantovani, quienes enfatizaban la
dimensión pedagógica que atravesaba los problemas del magisterio; por otra, Barcos, la
maestra y dirigente comunista Florencia Fossatti y Carlos Godoy Urrutia, quienes
resaltaban la tendencia “sociologista”, defendiendo el papel del maestro como
intermediario con la sociedad, y especialmente con los sectores obreros, en un plano
extraescolar.
Para 1919, ya se habían organizado asociaciones docentes en ocho provincias:
Córdoba, Corrientes, Salta, San Juan, Santiago del Estero, Buenos Aires, Tucumán y
Mendoza, mientras que en otras dos se constituyeron federaciones: Santa Fe y Entre
Ríos. A lo largo de este período, estas organizaciones encontraron numerosos
obstáculos para alcanzar una organización de nivel nacional. Sin embargo, la
experiencia acumulada durante estos primeros años le dio al magisterio herramientas y
argumentos para establecer y definir posiciones ante los escenarios adversos.
En 1919 tuvo lugar una importante huelga en la provincia de Mendoza,
impulsada por la agrupación mutualista Asociación de Maestros. Compuesta en su gran
mayoría por maestras, la Asociación impulsó el cese de actividades frente a un atraso
en el pago de los sueldos que oscilaba entre los 8 y 12 meses. La particularidad de esta
experiencia fue que Maestros Unidos adhirió a la Federación Obrera Regional
Argentina, siendo la primera asociación de maestros que formó parte de una central
obrera en nuestro país. Durante la huelga, las maestras explicaban a la sociedad las
razones que las movilizaban. Ante la medida de fuerza del magisterio mendocino, el
gobernador Lencinas dispuso la intervención policial, deteniendo a las maestras y
generando una situación polémica: según relata Graciela Crespí, por primera vez un
grupo de maestras pasó la noche en una comisaría, donde, hasta el momento, las únicas
mujeres que habían pernoctado eran las prostitutas.
Durante 1921, se produjo una huelga del magisterio en la provincia de Santa
Fe, que alcanzó proporciones inéditas para la época. Frente a una medida del
gobernador Enrique Mosca que planteó la posibilidad de clausurar 100 escuelas con el
objetivo de equilibrar el gasto educativo provincial. la Federación Provincial de
Maestros convocó a realizar una huelga en todo el territorio provincial. En el petitorio
se dejaba constancia de un atraso en los pagos de 16 meses y se planteaba la necesidad
de sancionar una ley de estabilidad y escalafón docente que estableciera mecanismos de
ascenso y promoción del magisterio. La controversia que generó esta decisión según
Adrian Ascolani giró en torno a la tensión entre “el reclamo de los derechos personales
de los maestros a exigir condiciones laborales dignas, dejando en suspenso sus
actividades docentes” por un lado, y los efectos que ello tenía en la ausencia de clase,
“lesionando el derecho a la educación de sus alumnos”. por el otro.
En 1925, los maestros de la Capital atravesaron una larga jornada de lucha a
partir de la trágica decisión de la maestra Leonor de Fernández Suárez, quien en abril
de ese año decidió quitarse la vida, desahuciada por las interminables postergaciones
con las que el clientelismo posponía su ascenso. Una Asamblea de la Confederación
Nacional de Maestros acusó al Consejo, transformándolo en “el único responsable del
entristecedor suceso” al estar conformado “por malos ciudadanos que solicitados por
conveniencias de índole mezquina abandonan la senda del deber”. Ante esta situación,
el sector más radicalizado de la Confederación sostuvo que “la docencia argentina no
tiene desidia y está dispuesta a luchar por sus derechos y el fin de los mecanismos
fraudulentos”.
En aquella oportunidad, la asamblea de maestros redactó una carta al
presidente Marcelo T. de Alvear, donde, según Mannocchi, “se levantaban una serie de
cargos graves contra el Consejo acusándolo de corrompido” y se adjuntaba, además

un petitorio que subrayaba especialmente, junto al pago puntual de haberes


y la apertura de nuevas escuelas en relación a la desocupación docente, [...]
la renovación de los miembros del CNE junto a su reemplazo por maestros
capaces, ascensos sólo a quienes cuenten con título habilitante y el fin de los
puestos inútiles creados en el Consejo.

Las Infancias, entre el Estado y la sociedad civil

Las tendencias educativas positivistas y espiritualistas se forjaron al calor de


los debates que tuvieron lugar en la sociedad argentina de finales de siglo XIX y
principios del XX. Las opiniones formadas sobre los efectos no deseados y no previstos
del modelo de país aluvional retomando la expresión de José Luis Romero generaron
encendidos llamados a pensar el futuro de la nación. Para las elites dirigentes, el caudal
de inmigrantes que respondieron afirmativamente a la convocatoria del Estado y
arribaron a estas costas se ajustaba a las necesidades de poblar el “desierto argentino”.
Sin embargo, el origen social de aquellos hombres y mujeres no se amoldaba a las
características anheladas en los textos de Alberdi y Sarmiento y desde la prensa se los
calificaba como “hombres sin oficio, malvivientes, haraganes y mendigos”. Aún más:
por sus credos políticos, ligados a las corrientes anarquistas y socialistas, los colocaban
entre las principales fuentes de perturbación social que amenazaba el statu qua vigente.
En ese contexto, se desplegaron acciones y se promovieron debates desde el
Estado, pero también desde diferentes espacios de la sociedad civil sobre la mejor
manera de encauzar a las infancias.

El niño en cuestión
Los intelectuales afines a los intereses de la clase dirigente depositaron su
mirada sobre los hijos de aquellos inmigrantes inesperados, las 638.000 personas que
constituyeron la inmigración de la década del '80 prácticamente se duplicaron durante
la primera década del siglo XX. La población de la Argentina creció exponencialmente
entre 1895 y 1914, cuando las estadísticas señalaban cerca de 8.000.000 de habitantes.
Sólo durante 1910 desembarcaron en el puerto de Buenos Aires 350.000 personas. En
la opinión de aquellos intelectuales, esta situación requería crear lazos de pertenencia y
solidaridad entre los recién llegados y la sociedad que los “recibía”. Educar era
sinónimo de construir los vínculos nacionales.
La inmigración, a su vez, agravó el problema del analfabetismo. El panorama
hacia el primer centenario de la independencia arrojaba un saldo de 607.722 niños
analfabetos en edad escolar. ¿De qué manera incorporar estos niños a la sociedad? La
respuesta a este interrogante ofreció un repertorio amplio de recetas. Para los
pedagogos enrolados en los sectores democráticos, la solución consistía en intensificar
la acción escolar y revisar sus propuestas de enseñanza. José Berrutti sostenía que, para
enfrentar este problema, urgía crear 4.000 escuelas a lo largo y ancho del territorio
nacional. Pero el problema de la escuela primaria no era solo cuantitativo; resultaba
indispensable reconsiderar el minimun de enseñanza de la escuela primaria, asignando
un lugar destacado al desarrollo de las aptitudes manuales y de la formación moral.
Además, entendía que el problema pasaba también por poder garantizar el
acceso de los adultos a la formación primaria. En 1900, Berrutti fundó la primera
Sociedad Popular de Educación en la Capital, en cuyo local funcionaba una escuela
nocturna para adultos. Estas se sumaban a las escuelas dominicales para adultos
fundadas por Sarmiento y a los cursos libres para obreros que se dictaban desde 1870
en los colegios nacionales. La iniciativa de Berrutti no fue un caso aislado, sino la
modalidad más frecuente a través de la cual se originó el subsistema de educación de
adultos. Como señala Lidia Rodríguez. “la creación de estas escuelas parece haber sido
iniciativa casi siempre del docente que se hacía cargo del grupo de alumnos, más que de
las autoridades del sistema”. En cambio, para los sectores conservadores, la respuesta
pasaba por institucionalizar circuitos paralelos a los educativos donde contener a los
niños que no asistían a la escuela o que ésta no lograba retener. Las infancias no
escolarizadas fueron interpeladas bajo la figura del menor. Así, mientras el sujeto
alumno incluía a todos los niños incorporados en forma más permanente al circuito
familiareducativo, el sujeto menor contenía a aquellos niños que no lograban insertarse
satisfactoriamente en el sistema económicosocial y se incorporaban tempranamente al
trabajo o directamente a la calle.
Desde fines de la década de 1890, se multiplicaron los reclamos para que el
Estado interviniera sobre la niñez desamparada. Según Carolina Zapiola, estos pedidos
se orientaron al establecimiento de la tutela o patronato estatal y a la creación de
instituciones estatales de corrección a los cuales enviar a los menores. Recordemos que
ya existían en el ámbito privado dos instituciones la Sociedad de Beneficencia (1823) y
el Patronato de la Infancia (1892) que cumplían funciones asistenciales. A través de
estas instituciones, numerosos niños y adolescentes fueron “colocados” para trabajar en
casas de familia, talleres o comercios, donde recibían, a cambio, educación y cuidados.
En un sentido similar, en 1874, se había creado el batallón Maipú, conformado por
huérfanos que prestaban a la nación el servicio de armas a cambio de recibir
instrucción militar.
En 1919, el Congreso de la Nación convirtió en ley el proyecto de Patronato
Estatal de Menores: a partir de ese momento se habilitó a los jueces de los tribunales a
suspender o quitar la patria potestad a los padres de menores de 18 años cuando estos
se encontraran en situaciones de mendicidad o vagancia, frecuentaran sitios inmorales
o de juego o se reunieran con ladrones o gente de “mal vivir”. En la fundamentación del
proyecto, el diputado Luis Agote apeló a una imagen fresca en la memoria de sus
compañeros de cámara: “los diputados habrán visto, en aquellos días que hoy llamamos
la semana trágica, que los principales autores de los desórdenes eran los chicuelos que
viven en los portales, en los terrenos baldíos y en los sitios oscuros de la Capital
Federa!”.
Agote contribuía a la criminalización de la infancia cuando sostenía que
aquellos niños serían los que, más tarde, irían a “formar parte de esas bandas de
anarquistas que han agitado a la ciudad durante el último tiempo”. La sanción del
proyecto impulsado por el diputado Agote supuso un incremento de las atribuciones
del Estado sobre las familias. Así, la distinción entre niñez y minoridad, consolidada
por el discurso estatal, estableció ordenamientos simbólicos, sensibilidades y prácticas
sociales mutuamente excluyentes. La experiencia del tránsito hacia la vida adulta
estuvo signada, desde entonces, por estas dos interpelaciones fundantes.

La acción de la sociedad civil

No sólo el Estado depositó su preocupación por la atención y el cuidado de las


infancias. Durante este período, la niñez fue objeto de la intervención de diversas
instituciones de la sociedad civil. Las colectividades, las asociaciones barriales, los
sindicatos, las bibliotecas populares, los clubes de fomento, los partidos políticos y las
iglesias, entre muchas otras instituciones, pusieron un manifiesto interés en el
desarrollo del cuidado de la infancia y la obra educativa. En algunos casos, estas
instituciones compitieron con la labor educativa estatal; en otros, imaginaron
articulaciones que complementaban la acción educativa del Estado.
Así, anarquistas y comunistas pensaron en formar a la clase obrera y a sus
hijos e hijas en valores propiamente proletarios. Aunque desplazado desde 1880 del
monopolio de la educación, el catolicismo hizo su propio intento, y creyó lograda su
meta cuando, en 1943, se estableció la instrucción religiosa en las escuelas. Pero las
múltiples enseñanzas que la compleja sociedad parecía estar absorbiendo no eran sólo
de orientación ideológica. También, como advierte Omar Acha. “se educaba sobre las
maneras de comer, de vestirse, de bailar, de noviar, de hacer el amor, de cocinar, de
reparar radios, y así interminablemente”. Pasemos lista a algunas de las instituciones.
los actores y las modalidades empleadas presentes en la sociedad civil.
Las colectividades fundaron numerosas escuelas en el país, con el propósito
de garantizar la pervivencia de las tradiciones y marcas culturales de la patria de
origen. Entre ellas se destacaron las escuelas de las colectividades italiana, española y
judía. En el caso de las escuelas de la colectividad italiana, estas funcionaban de forma
paralela al sistema educativo público y estaban fuertemente influidas por los ideales del
Risorgimento. Las dos primeras se fundaron en Buenos Aires en 1866: Unione e
Benevolenza y Nazionale Italiana. Diez años después, la Unione Operai Italiani de
Buenos Aires abrió la primera escuela italiana para niñas y, en 1884, la sociedad
italiana Margherita di Savoia fundó el primer jardín de infantes de la comunidad. La
red de escuelas de la colectividad también se extendió hacia otras provincias -
fundamentalmente a Santa Fe y, según el censo nacional, en 1895 estas tenían unos
3.000 alumnos.
Las actividades educativas de la colectividad italiana eran motivo de
preocupación entre las autoridades nacionales. En 1881, apenas un año antes del
Congreso Pedagógico, los italianos organizaron un congreso semejante en el que
intervinieron cinco sociedades de educación, en cuyas instituciones se educaban
aproximadamente 2.800 niños. El propio Sarmiento, contradiciendo las tradiciones
pedagógicas que él mismo había ayudado a difundir, cuestionaba: “¿Educamos
nosotros argentinamente? No: educamos como el norteamericano Mann, el alemán
Fróebel y el italiano Pestallozzi nos han enseñado que deben educarse a los niños”.
En 1908, el inspector general Ernesto Bavio recorrió la provincia de Entre
Ríos, comprobando que las colectividades rusoalemanas y las judías habían fundado
escuelas donde “la enseñanza que se transmite es en su letra y en su espíritu
exclusivamente extranjera”, exclamando que “nada nos recordaba allí que estuviésemos
en escuelas argentinas”. Para María del Pilar López, los argumentos de Bavio remitían a
una concepción nacionalista que concebía la escuela como la institución responsable de
garantizar la nacionalidad. Sus argumentos, sin embargo, no eran del todo compartidos
por las autoridades educativas. De hecho, fueron cuestionados por Manuel Antequeda,
director del Consejo Escolar de la provincia, quien veía en las escuelas un espacio de
consensos culturales reconocimiento de las diferencias.
El partido Socialista, a diferencia de las colectividades, no sostenía escuelas
primarias porque consideraba que ese era un deber indelegable del Estado aunque sí
promovía una serie de actividades complementarias. En 1926, el periódico la
Vanguardia, afirmaba: “Tal como se la concibe en el país, la escuela no basta. Paralela
a ella ha de haber algo que, sin ser escuela, la complemente”. Según Dora Barrancos, la
posición del Partido Socialista consistió “en desarrollar emprendimientos de protección
a la infancia que permitirán completar la tarea educativa de la escuela pública y muy
probablemente también, anticipar modalidades de gestión del Estado en el caso de que
asumieran su control”. Los socialistas estaban preocupados por establecer diferencias
con las instituciones de beneficencia católicas, tensionando dos posiciones: “la
caritativa” y “la justiciera”.
El Centro Socialista Femenino, creado en 1905, coordinaba una red de
instituciones que procuraban contener a los niños de los sectores populares en los
horarios en los que no concurrían a la escuela, alejándolos de los peligros de la calle y
haciendo atrayente la estadía. En aquellos recreos, los niños se entretenían con juegos
infantiles, realizaban labores, ejercicios físicos y cantaban. En algunos casos, se
proporcionaba un suplemento alimentario. Una de las más importantes fue la
Asociación Bibliotecas y Recreos Infantiles, que se ubicó en un local partidario en el
barrio de Almagro en 1913; estuvo dirigida por Fenía Chertkoff de Repetto y su acción
llegó hasta la década del '30.
Las Sociedades Populares de Educación y las Sociedades de
Fomento. Las primeras constituyeron una de las principales iniciativas de la sociedad
civil. De orígenes muy diversos, algunas fueron creadas por militantes socialistas; otras,
en cambio, eran el resultado de la iniciativa de un grupo de vecinos o fueron creadas
por directoras y maestros de escuela. Como señala Sandra Carli, el apogeo de las
sociedades populares tuvo lugar entre 1890 y 1930. En 1909, 1915, 1921 y en 1930
realizaron sus Congresos, donde procuraban “lograr la escolarización masiva, vincular
escuela y comunidad, y atender particularmente las necesidades de la niñez”.
Las Sociedades de Fomento fueron verdaderas instituciones barriales que
surgieron a partir de la iniciativa de los vecinos más dinámicos y emprendedores. A
través de ellas, se fundaron numerosas bibliotecas populares que tenían como
propósito el fomento de la lectura. En Buenos Aíres se crearon, entre 1920 y 1945,
aproximadamente 200 bibliotecas populares, diseminadas por todos los barrios de la
ciudad. Además de reunir y prestar libros, en estos espacios también se ofrecían
conferencias, generalmente orientadas hacia temas ligados a la salud física, la higiene y
la sexualidad, estudios musicales y “actos de declamación”. Acompañando la acción
cultural de estas instituciones, crecieron y se expandieron la difusión radial, la prensa
escrita y la literatura popular sobre todo vinculada al género folletinesco y a las novelas
del corazón que favorecieron la emergencia y ampliación de un público lector entre los
sectores populares.
El anarquismo asumió un rol critico frente al papel del Estado en la difusión
de la cultura. A principios del siglo XX, los anarquistas fundaron escuelas inspiradas en
las ideas del pedagogo español Francisco Ferrer Guardia, tomando distancia de los
proyectos educativos estatales y eclesiales. A los primeros, los acusaba de inculcar en la
infancia un sentimiento de respeto a los privilegios de los propietarios y los capitalistas:
a los segundos, de promover la sumisión al clericalismo. La pedagogía ácrata, por el
contrario, sostenía que la enseñanza no podía ser patrimonio de “partidos” ni de
“sectas”, postulando la escuela científica y racionalista, donde se impartiera “una
educación libre, racional, purgada de toda infección patriotera y religiosa”.
Los anarquistas impugnaron la concepción de la naturaleza infantil elaborada
por el normalismo normalizador, ya que entendían que, bajo aquella concepción,
educar equivalía a domar, adiestrar, domesticar. Simultáneamente, no dudaron en
llamar cárcel a las cuatro paredes de la escuela convencional. En contraposición, la
educación ácrata en la Argentina desarrolló experiencias que fueron, en su gran
mayoría, el resultado de iniciativas grupales, aunque existieron algunas impulsadas por
referentes del movimiento anarquista o afines a sus ideas; se denominaba a estos
espacios educativos círculos de enseñanza, escuelas libertarias, escuelas libres,
bibliotecas populares; por lo general, funcionaban en un espacio cedido para tal fin,
estaban atravesadas por problemas financieros y no contaban con maestros
específicamente preparados: en muchas se privilegiaba la formación de adultos.
Entre las escuelas más importantes creadas por los anarquistas, se cuenta la
Escuela Libertaria Nueva Humanidad (1900), perteneciente a la Sociedad de
Panaderos, la Escuela Moderna de Luján (1907) y la Escuela Moderna de Buenos Aires
(1908), dirigida por Julio Barcos. Los principales órganos de difusión de las ideas
pedagógicas anarquistas fueron la Revista Racionalista Francisco Ferrer publicación
quincenal que circuló entre el 11 de mayo de 1911 y el 1 de febrero de 1912 y La Escueta
Popular. Las escuelas anarquistas no contaron con el apoyo del Estado que, en muchos
casos, dispuso su clausura so pretexto de no reunir las condiciones sanitarias mínimas
para funcionar.
La Iglesia mantuvo su postura en materia educativa, reclamando la
incorporación de la enseñanza religiosa obligatoria en las escuelas. En paralelo con el
crecimiento de la red de escuelas confesionales a cargo de las órdenes religiosas,
numerosos católicos fundaron instituciones que hacia los años '20 dieron forma a la
acción social católica.
La “acción social” se distinguía de la “acción religiosa”: mientras que en ésta el
clero debía desempeñar un rol de conducción, en aquella los laicos reivindicaban mayor
autonomía. El principal objetivo de estas iniciativas era generar un ambiente propicio
para la evangelización ante los problemas surgidos de la sociedad industrial. Los
Círculos de Obreros, creados por el Padre Federico Grote, representaron la principal
iniciativa en esta materia. Los Círculos se fundaron en 1892 y tenían por objetivo
establecer la prestación de asistencia médica y el socorro mutuo, impulsar proyectos de
leyes sociales y promover la organización de los trabajadores en sindicatos.
Así, la acción del Estado y de la sociedad civil, en los distintos planos de la vida
social, marcaron el ritmo de las décadas que inauguraron la democracia y concluyeron
con el fraude patriótico. La preocupación de los hombres de Estado por introducir
reformas educativas que se eggiornaran a los tiempos donde el positivismo cotizaba en
baja y el escolanovismo parecía ser la respuesta, donde el mercado demandaba
hombres bien dispuestos para el trabajo mientras el Estado repensaba la fórmula para
cultivar la identidad nacional en las aulas: un tiempo en el que la sociedad multiplicaba
las acciones educativas mientras debatía algunos sentidos de la educación estatal. Claro
que todo tomaría un giro impensado cuando, hacia la década del '40. la historia
argentina se partiera en dos, e hiciera su irrupción tumultuosa en la vida cultural y
política el hecho peronista.
LECCIÓN 9
Libros, mamelucos y alpargatas:
La educación en los años peronistas

El peronismo es un fenómeno histórico y social de una singularidad


extraordinaria. Su irrupción en la trama cultural representa una bisagra, un antes y un
después en la configuración social y en la imaginación política argentina. El
surgimiento del peronismo en los años '40. su consolidación y su tumultuoso devenir
en las décadas siguientes marcaron los tiempos de la relación entre el Estado, la
sociedad y la política. ¿Qué se condensó en el peronismo y por qué ha sido tan potente y
persistente su capacidad de interpelación? Su carácter polémico ¿guardó
correspondencia y mantuvo una intensidad similar en el terreno educativo? Y si fue así,
¿cómo introducirnos en la educación argentina de un período histórico tan discutido?
La historiografía educativa ha elaborado diversas interpretaciones acerca de la
educación durante la primera etapa peronista que generaron polémicas y alimentaron
debates. Hubo quienes la consideraron una poderosa máquina de adoctrinamiento y la
definieron como la cúspide de una pedagogía patriótica exacerbada. Pero también hubo
quienes la abordaron como un modo singular de procesar y articular las demandas y las
necesidades de la sociedad civil. Tomando distancia de estas dos perspectivas, algunos
autores plantearon que la presencia de rasgos autoritarios coexistió con una política de
reparación dirigida hacia los sectores postergados de la sociedad. Tomemos como
ejemplo la formación para el mundo del trabajo. Sobre este tema, unos interpretaron
que el circuito de educación técnicoprofesional fue un modo de democratizar el acceso
a la educación, que generó la apertura de espacios educativos a sujetos históricamente
relegados. Otros, en cambio, la calificaron como una manera de reforzar la
segmentación educativa.
En esta lección, plantearemos las condiciones históricas que dieron lugar a la
irrupción del peronismo y propondremos una caracterización posible de él (sabiendo
que no podremos esquivar algunas polémicas), para posteriormente analizar su
concepción pedagógica y sus políticas educativas. Asimismo, identificaremos las
continuidades y las rupturas que planteó con respecto a períodos históricos anteriores.
En particular, nos detendremos en la interpelación y constitución de nuevos sujetos,
teniendo en cuenta la relación que se planteaba entre el Estado y la sociedad civil a
través de la educación.

Vientos de cambio

Para trazar el escenario del surgimiento del peronismo necesitamos


retrotraernos en el tiempo e identificar algunos procesos de cambio mundiales que
tuvieron efectos en la Argentina. El período de entreguerras (19181939) estuvo
caracterizado por profundas transformaciones: el estallido de la Primera Guerra se
introdujo como un puñal en la utopía moderna, que había considerado a la razón como
la vía regia para alcanzar el progreso y la felicidad de la humanidad. Las décadas del ‘20
y del ‘30 se vieron sacudidas por convulsiones sociales, por experimentaciones de orden
estético, por ensayos de nuevos modos de organización política y por crisis económicas,
que dan cuenta del tembladeral que atravesaba Occidente en esa etapa. Fue la crisis de
un paradigma: el liberal.
En términos políticos, podemos observar, entre los efectos de esa crisis, el
surgimiento de formas de organización social y política opuestas a los principios
liberales. Tal es el caso del régimen socialista, que se consolidó a partir del triunfo de la
revolución bolchevique en Rusia (1917), o el del avance de regímenes autoritarios y
corporativos en países como Italia, Alemania y España. En términos económicos, la
debacle de la posguerra y la quiebra de la bolsa de Nueva York en 1929 fueron
indicadores de la crisis del sistema capitalista y, en consecuencia, de la pérdida de
hegemonía de los postulados del liberalismo. En la Argentina, la crisis se manifestó en,
múltiples aspectos. Señalemos dos que fueron centrales en términos económicos y
políticos.
Por un lado, la crisis del ‘29 impactó en la estructura económica sobre la que el
país había basado su progreso: el modelo agroexportador. La economía argentina se
había desarrollado hasta entonces y fundamentalmente como productora de materias
primas para el mercado mundial. La crisis afectó el funcionamiento de ese modelo,
fuertemente dependiente de los avatares de la economía externa. En ese marco, el
Estado profundizó la política de industrialización que se había empezado a desarrollar
durante la Primera Guerra Mundial con el objetivo de sustituir los productos que hasta
entonces provenían del mercado externo. Los cambios económicos produjeron, a su
vez, consecuencias en la distribución demográfica de la población. Los cinturones
urbanos de las grandes ciudades se expandieron, recibiendo a los migrantes internos
expulsados de las economías rurales en crisis, atraídos por el crecimiento industrial y la
consecuente demanda de mano de obra. En ese marco creció y se modificó la
composición de la clase obrera argentina.
Por otro lado, el golpe de Estado que derrocó a Hipólito Yrigoyen en 1930
marcó la interrupción del funcionamiento de las instituciones democráticas. Desde
1916 regía un sistema democrático ampliado basado en el voto “universal” (masculino),
secreto y obligatorio implementado a partir de la Ley 8871, conocida como ley Sáenz
Peña, sobre el que se organizaba la vida colectiva y se procesaban las demandas
políticas. Pero los sectores conservadores consideraban que la democracia ampliada era
una degradación de la política e, incluso, una antesala del comunismo. Sin embargo,
esos sectores “guardaron las formas” y durante la década del '30 también conocida
como década infame sostuvieron una fachada institucional, conservando el mecanismo
de las elecciones, pero utilizando el fraude.
Frente al estallido de la creencia liberal que consideraba al mercado capaz de
regularse a sí mismo. el Estado intervino para resolver la crisis que el propio mercado
había generado. El Estado interventor fue la alternativa que permitió, en un primer
momento, subsanar los efectos de la crisis mundial y, posteriormente, reorientar la
estructura económica. Es decir que el Estado se fue fortaleciendo como un actor que
procesaba las demandas sociales. La sociedad en transformación y la economía en crisis
lo interpelaron, requiriendo medidas de gobierno que iban desde el control de cambios
y la regulación de precios, hasta la incorporación y diversificación de ofertas educativas.
En el nuevo escenario de los años '30. el Estado desplegó un accionar que se alejaba de
los postulados del liberalismo y que en la década del '40 daría un giro singular e
insospechado.

El Estado peronista: las cifras y los nombres

En 1943, y como consecuencia de la pérdida de legitimidad del sistema


político, se produjo un nuevo golpe de Estado encabezado por un sector de coroneles
del ejército, de ideas nacionalistas. Un militar de segunda línea ocupó la Secretaría del
Ministerio de Guerra y en octubre de ese mismo año fue designado director del
Departamento Nacional de Trabajo. Se trataba de Juan Domingo Perón, en torno a
quien se inauguraría un nuevo tipo de relación entre el Estado y la clase trabajadora.
Desde la entonces recientemente creada Secretaría de Trabajo y Previsión (STP),
impulsó medidas que mostraban signos de una nueva sensibilidad política, como la ley
de despidos, de jubilación y seguro social: la creación de tribunales de trabajo, el
establecimiento del estatuto del peón rural y el reconocimiento de las asociaciones
profesionales, entre otras. En este contexto, las leyes laborales que habían sido
promovidas por socialistas como Alfredo Palacios encontraron mejores condiciones de
recepción y comenzaron a asentar las bases del Estado benefactor. La alianza entre
Perón y los trabajadores quedaría sellada en la movilización del 1 7 de octubre de 1945.
La importancia histórica y la potencia del mito que se generó a partir de
entonces no debe hacernos olvidar que las bases sociales que llevaron a Perón al poder
fueron el resultado de una construcción política compleja, de una alianza que reunía
intereses de los trabajadores, de fracciones de la burguesía industrial, de grupos dentro
de la Iglesia católica y de algunos sectores nacionalistas de las Fuerzas Armadas. El
discurso peronista articuló las demandas, incluyéndolas dentro de un proyecto político
más amplio, con la convicción de que el poder se ejerce a través de un proceso de
construcción y recomposición permanente.
Además, la llegada de Perón a la presidencia en 1946 debe entenderse en el
marco de otro proceso: el surgimiento de los populismos latinoamericanos. Según
Horacio Tarcus, el Estado peronista fue populista porque asumió un papel de árbitro
entre las clases sociales; porque intervino en la economía regulando la producción;
porque desarrolló la industria a partir de la transferencia de recursos que recibía del
sector agrícola, de la protección arancelaria y de una política crediticia; y porque siguió
una política distribucionista que aumentó la participación económica de los
trabajadores a través del aumento real de los salarios o mediante asignaciones
familiares y sociales. ¿Qué impacto produjo esa nueva modalidad estatal en el ámbito
educativo?

En términos cuantitativos

Las políticas que el Estado llevó adelante produjeron la expansión material del
sistema educativo. La tasa de crecimiento de la matrícula escolar a lo largo de la década
peronista fue mayor a la del crecimiento de la población total. El incremento de la
matrícula en la enseñanza primaria durante los gobiernos peronistas (1946-1952 y
1952-1955) consolidó la tendencia expansiva de las primeras décadas del siglo XX,
acentuando la principalidad del Estado. La incorporación de alumnos a la escuela
primaria creció el 2,1% entre 1946-1950 y el 3,1% entre 1951-1955. En 1945, había
2.033.118 alumnos, en 1955 sumaban 2.803.372. Lo cual indicaría, junto con el
descenso de la tasa de analfabetismo, que el acceso a la enseñanza primaria se extendió
a los sectores sociales de menores ingresos y que se amplió la cobertura de escuelas a lo
largo del territorio nacional.
El mayor impacto se registró en la enseñanza media. Como sostienen Juan
Carlos Torre y Elisa Pastoriza, la matrícula secundaria, que venía creciendo desde 1930
a un promedio del 8,8% anual, trepó al 11,4% entre 1946 y 1955, de manera tal que,
hacia finales del período, el nivel medio prácticamente había duplicado la cantidad de
estudiantes que tenía al comienzo de esta etapa. Según las estadísticas, el crecimiento
habría sido más significativo en las modalidades comercial y técnica, lo que podría
indicar un mayor acceso a este nivel por parte de los sectores medios y altos de la clase
trabajadora que contaban con mejores condiciones para aprovechar las oportunidades
educativas ofrecidas por el gobierno.
En 1946, sobre un total de 217.817 alumnos en la enseñanza secundaria,
66.009 cursaban la modalidad de bachiller, 61.850 estudiaban en la técnica, 59.653
correspondían a las escuelas normales y 30.305 asistían a la comercial. En 1955 se
alcanzó un total de 467.199, distribuidos del siguiente modo: 175.881 en las escuelas
técnicas, 110.735 en los bachilleres, 97.306 en las normales y 83.25 7 en las escuelas
comerciales. La matrícula universitaria también registró un aumento sustancial:
mientras que en 1945 los estudiantes sumaban 47.387, en 1955 eran 138.628, lo que
revela una tasa de crecimiento del 11,3% anual. La sanción de la ley 13.031 en 1947,
estableciendo la gratuidad de los estudios universitarios, es uno de los factores que
permite explicar el aumento sustantivo de la matrícula universitaria.
Para completar el panorama, sumemos las siguientes cifras, donde puede
compararse la evolución de la matricula entre 1930 y 1955 en relación con la expansión
material de los establecimientos educativos.

Cuadro N° 3: escuelas primarias, jardines de infantes y escuelas para


adultos
(1939-1955)

Año Cantidad de escuelas Cantidad de alumnos


1939 13.607 1.940.977
1940 12.982 1.970.454
1943 14.479 1.981.944
1945 14.708 2.033.118
1946 14.967 2.048.129
1947 14.993 2.098.807
1948 15.281 2.138.213
1949 15.854 2.204.963
1950 16.052 2.304.853
1951 16.289 2.393.273
1952 17.789 2.524.593
1953 17.897 2.624.608
1954 18.222 2.722.071
1955 18.498 2.803.372

Fuente: Elaboración propia a partir de Mónica Rein (1998).


Politics and Education in Argentina (1946-1962). Nueva York: Armonk.

Los datos precedentes son indicadores de la respuesta del Estado al proceso de


transformación social que experimentaba la Argentina: se profundizó y se consolidó la
masificación de la enseñanza, ampliando el acceso a otros niveles educativos, o bien
estableciendo su obligatoriedad. En ese sentido, cabe señalar que en 1946, bajo la
gobernación de Domingo A. Mercante en la provincia de Buenos Aires, se sancionó la
Ley 5096, también conocida como Ley Simini. A través de ella se planteó la
obligatoriedad del jardín de infantes desde los tres hasta los cinco años y se creó una
Inspección General para su supervisión, cuyo primer Inspector fue el profesor Jaime
Glattstein. Así se le otorgó al nivel una estructura propia. Pero en 1951 la ley fue
derogada y reemplazada por la ley 5650 con la cual el preescolar volvió a ser optativo.
Asimismo, el Estado incluyó y amplió modalidades educativas que circulaban
por fuera del sistema y sumó otras, nuevas. En este sentido, las acciones estatales en
materia educativa formaron parte de una intervención políticocultural vasta, que iba a
dejar profundas marcas en el tejido social, generando nuevas identidades. Sobre esto
volveremos más adelante.

En términos político-culturales

El peronismo produjo un quiebre con respecto a la forma de interpelar a las


masas y generó nuevos sentidos al renombrar a los sujetos sociales, en particular a los
provenientes de los sectores populares. ¿Qué discontinuidad produjo el peronismo?
Efectuemos una mirada retrospectiva.
Desde mediados del siglo XIX, un desafío reiterado había acechado la
imaginación de la élite intelectual y dirigente: ¿cómo construir un Estado nacional y
una sociedad moderna? ¿Quiénes cuentan en la construcción de ese nuevo orden
político? ¿Quiénes formarán parte en el diseño de una nación y bajo cuáles premisas?
Los diversos proyectos políticos que se sucedieron buscaron dar respuestas a
esos interrogantes, y en cada uno de ellos anidó una concepción pedagógica, más o
menos explícita. Como hemos visto en la lección 5, en tiempos de la construcción del
Estado nacional, la barbarie fue el modo de nombrar lo que se consideraba una
amenaza a la civilización. A través de la educación se debía despojar a esa “otredad” de
su condición bárbara. A fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, con la llegada
masiva de inmigrantes, la sociedad argentina se transformó, se produjo en ella un
fenómeno característico de las naciones modernas: la emergencia de las multitudes. En
esos colectivos sociales germinaba el impulso, lo irracional, lo instintivo: se agitaban las
ideologías obreras, las lenguas y tradiciones inmigrantes, que fueron juzgadas como
expresiones “disolventes”. Mediante la acción educadora había que homogeneizar a
esas multitudes cosmopolitas incorporándolas a la sociedad “argentina”.
A mediados del siglo XX. Perón respondió novedosa y disruptivamente a lo
que hasta entonces, y desde una mirada estatal, se había considerado barbarie o
multitud. Para él, las masas debían ser organizadas y, en esa estructuración, el lenguaje
político y la pedagogía debían interpelarlas como pueblo. Los modos de nombrar del
peronismo produjeron efectos muy potentes: formaron parte de una estrategia de
reposición y de visibilización de lo que hasta entonces había quedado sustraído: el uso
de la categoría pueblo era un modo de incluir y nombrar a los que a partir de ese
momento iban a contar.
El peronismo renombraba sectores sociales ya existentes estableciendo sus
propias marcas: los descamisados, los cabecitas, los grasitas: todos ellos fueron sujetos
de su política y de su pedagogía. Esos nuevos sujetos se constituirían apropiándose
positivamente de los nombres que hasta entonces habían servido para descalificarlos.
Los sectores populares fueron interpelados desde un discurso que los englobaba como
pueblo, como sujeto privilegiado de las políticas educativas y culturales.
La constitución de esas nuevas identidades produjo una conmoción política
que se manifestó a través de una subversión de las jerarquías culturales establecidas
hasta entonces. En ese marco, el Estado peronista iba a asumir la voluntad sarmientina
de educar a las masas, pero efectuando una torsión populista del enfoque liberal,
haciendo explícito el carácter profundamente político de la educación.
Las cifras y los nombres dejan entrever los efectos de la política educativa y la
singularidad de la intervención político-cultural peronista. ¿Pero qué sentidos nuevos
habitaron en su pedagogía? ¿Por qué impugnaron el modelo educativo liberal que se
había extendido desde fines del siglo XIX? ¿Con qué resistencias se encontraron? Para
responder estas preguntas revisaremos, en primer lugar, los postulados que
principiaron la concepción pedagógica del primer peronismo; luego plantearemos las
impugnaciones del Estado peronista a la matriz educativa liberal.

Pedagogía y docentes para la Nueva Argentina

El discurso peronista concebía a la sociedad en términos organicistas. Desde


esta perspectiva, la realidad social está estructurada de un modo similar a un
organismo biológico, donde el todo excede la suma de las partes. Según este enfoque, el
Estado debía responder a las demandas de modernización promoviendo el
desenvolvimiento armónico de la sociedad en su totalidad, articulando cada una de sus
partes y regulando las relaciones sociales y políticas que se establecían entre ellas. Para
esto, era necesaria una preparación moral que orientase la vida política. En
consecuencia, la pedagogía se tornó una herramienta fundamental.
El discurso pedagógico peronista presentaba un sustrato espiritual que
cuestionaba los principios positivistas sobre los que se había estructurado la pedagogía
normalizadora, ya para entonces en retirada. Como sostiene Sandra Carli. “una
atmósfera espiritualista atravesaba al campo pedagógico” y, más allá de las diferencias
políticas que lo recorrían de izquierda a derecha, existía un “consenso generalizado de
crítica hacia el positivismo, el racionalismo y el materialismo”. Como señalamos, esa
atmósfera comenzó a expandirse en medio de la profunda crisis cultural que se había
desatado en el mundo occidental con el estallido de la Primera Guerra y que se
consolidaría en las décadas siguientes.
En ese contexto, se afianzó una concepción filosófica del saber pedagógico,
desplazando los enfoques científicos que prevalecieron durante el período de
consolidación del sistema educativo. El espiritualismo planteaba una crítica a las
posiciones positivistas, sosteniendo que habían sobrestimado a la ciencia y a la técnica,
exaltándolas como saberes de dominio, por sobre los valores éticos, desestimando los
saberes que tendían al “desenvolvimiento integral de la personalidad”.
Silvina Gvirtz propone una comparación de los contenidos de los programas
de pedagogía en la formación de los maestros normales que resulta ilustrativa del
cambio al que nos estamos refiriendo. En el programa de 1903 (correspondiente al
primer año) se planteaban, por ejemplo: “Nociones sobre educación. El maestro. El
niño. La escuela. La familia. La sociedad. Principios del arte de enseñar, obtenidos por
la observación de los niños. Las lecciones. El interrogatorio. Táctica escolar.
Organización. El local y el material escolar. La disciplina...”. En el programa de 1949, se
puede observar un cambio en la concepción de la Pedagogía: “1 Concepto. definición
y divisiones de la Pedagogía. Filosofía y Pedagogía. [...] 2 El fin de la educación
en general y en particular de la Argentina. Formación cultural integral del hombre
argentino. 3 El educando. Formación de su personalidad. Capacidades espirituales del
educando. Aplicación a nuestro medio [...] Relaciones entre el educador y el educando”.
Uno de los pedagogos más importantes de esos años fue Juan E. Cassani,
quien tuvo una extensa trayectoria en el campo educativo y ocupó espacios relevantes
en la enseñanza media, en la formación docente y en la universitaria. Fundador del
Instituto de Didáctica de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos
Aires, fue un espiritualista que entendía que la escuela debía ofrecer las bases para la
formación de la personalidad, “uno de los problemas más importantes y delicados de la
acción educadora”. Admirador del idealismo pedagógico italiano, consideró que la
identidad del educador y la del educando se realizan, se definen, en el mismo acto
educativo. La educación debía generar un proceso comunicativo tendiente a superar tas
distinciones y lograr la “unidad en espíritu” del maestro y el alumno. Además de
capacitar al alumno para convivir con otros hombres, el maestro debe prepararlo para
comprender las manifestaciones del espíritu humano. Sus ideas sintonizaron con las
del pedagogo y ministro de instrucción pública durante el fascismo italiano. Giovanni
Gentile, quien planteó, en La riforma dell 'educazione, que “El escolar cuando
verdaderamente aprende, se estremece y vibra con la palabra del maestro, como si
oyera una voz que brotara de lo íntimo de su ser”. Cassani, interesado en la formación
docente y en la didáctica, sostenía también que la enseñanza se lograba cuando el
alumno intervenía valorando o rechazando, a través de fundamentaciones razonadas,
los saberes que la acción educadora ponía a su alcance.
Hugo Calzetti, otro pedagogo importante del período, compartía las ideas de
Cassani. Ambos redactaron los manuales de didáctica con los que se formaron maestros
y profesores durante los años del peronismo. En la década del ‘20. Calzetti adoptó
posturas escolanovistas, pero más tarde viró hacia una posición crítica respecto de
ellas. Su espiritualismo estuvo fuertemente entrelazado con el catolicismo. Sostuvo que
la escuela debía despertar el interés de los niños, pero “ordenadamente”: su idea de
disciplina se basaba en “el acatamiento reflexivo de los valores y su jerarquía”. Calzetti
también tomó como referencia al pedagogo alemán Wyneken, quien afirmaba que “no
existe un desarrollo autónomo individual, libre de toda influencia social” y que, por lo
tanto, era ilusorio concebir “la falta absoluta de coacción”. En resumen, la libertad no
podía ser el principio esencial de la educación, sino un principio regulador.
Según Calzetti. la educación es “el proceso que debe seguirse para lograr la
formación cultural del nombre”, y así alcanzar el desarrollo armónico de los valores que
formaran al espíritu humano. Para llevar a cabo esta tarea, propuso la superación de la
que consideraba la “antinomia pedagógica” fundamental: aspectos objetivos versus
aspectos subjetivos de la educación. Según Calzetti, algunos pedagogos habían dado
mayor importancia al aspecto objetivo de la educación, a sus fines, al carácter social,
mientras que otros habian “exagerado el valor de su aspecto subjetivo, del individuo”.
Él, en cambio, promovía la conciliación de ambas posturas, superando como habla
planteado Gentile, la oposición entre educador y educando, entre sociedad e individuo,
entre autoridad y libertad. Sin embargo, reconocía que el carácter objetivo prevalecía
sobre el subjetivo, ya que, en definitiva, el individuo “siempre vive en sociedad”.
Consideró a la pedagogía corno la disciplina que “estudia y trata de resolver el
problema de la educación” y afirmaba que la filosofía era “mucho más que un auxiliar
de la Pedagogía: es nada más y nada menos que su disciplina básica”. ¿Por qué? Porque
es la que toma a los valores como su objeto: los morales por medio de la ética, los
intelectuales a través de la lógica y los estéticos, mediante la estética.
Sin embargo, conviene volver sobre algo que hemos planteado en las lecciones
anteriores, a propósito de otros discursos y posiciones pedagógicas: sería reduccionista
y por lo tanto, inexacto sostener la idea de que hubo identidades pedagógicas “puras”.
así como confundir la hegemonía de un discurso sobre otros, con la creencia de que un
discurso dominante logra imponerse de una manera absoluta, clausurando posibles
articulaciones y evitando la formación de alternativas. En esa atmósfera espiritualista
que atravesaba el campo pedagógico, hubo posiciones reactivas al escolanovismo y
otras que establecieron diálogos con él. El espiritualismo era una filosofía que podía
articularse con los aspectos didácticos que la escuela nueva ofrecía. De hecho, en los
textos de Calzetti, si bien el espiritualismo ofrecía una fundamentación filosófica de la
pedagogía, muchas de sus referencias remitían a autores que no formaban parte de esa
corriente.
Los cambios de orientación (y sus matices) se reflejaron también en las
condiciones de ingreso a la carrera docente. Desde 1941 se había instaurado una
división de ciclos: el primero común al bachillerato (que constaba de tres años) y el
segundo de formación profesional (compuesto de dos años). A partir de 1943, los
alumnos que finalizaban el primer ciclo debían dar un examen y obtener calificaciones
no inferiores a nueve sobre diez puntos para poder ingresar al ciclo de formación
docente. En 1946, se suprimieron los exámenes por ciclos y se exigió una calificación
mínima de siete puntos de promedio. Pero fue la exigencia de otro requisito, el examen
de aptitud, el que daba cuenta de la nueva impronta que se quería dar a la formación
docente. Mientras que el examen de pasaje de ciclo tenía por objetivo indagar los
contenidos que los candidatos al magisterio habían aprendido, el nuevo examen se
proponía evaluar ··e1 grado ele vocación o de aptitud”. Los temas que se incorporaron a
partir de 1946 fueron, por ejemplo, “las inclinaciones morales”, “la educación de los
sentimientos”, “modales finos y sueltos”, “elocución fácil”, “voz sonora y agradable”,
“disposición para la entonación y el dibujo”, “presentación personal sobria y correcta”'.
Pero, a pesar del peso enunciativo de estos contenidos con respecto a los tradicionales
del currículo escolar, la evaluación de habilidades cognitivas siguió teniendo un peso
considerable. En 1953, se suprimieron, por decreto, el examen y el apto médico como
condiciones de ingreso. A partir de entonces se ingresaría “por el promedio general del
ciclo básico y por orden de mérito”.
¿Cómo afectó la intervención políticoeducativa peronista al magisterio? La
respuesta no es unívoca. Como señala Adriana Puiggrós, los maestros coincidieron en la
necesidad de un Estado que asumiera un rol activo en materia educativa, pero se
mostraron reticentes ante su avance, asumiendo una posición defensiva.
Por un lado, el Estado peronista tuvo “una tendencia reglamentarista” ante el
reclamo docente de ordenamiento de su campo técnicoprofesional. Por ejemplo, el
decreto 28. 719 de 1954, titulado Estatuto del docente argentino del General Perón. Sin
embargo, los gobiernos peronistas desestimaron, en general, el diálogo con las
agrupaciones docentes tradicionales, llegando incluso a asumir posiciones
confrontativas a medida que el clima político general se tensaba.
En el cauce de la Nueva Argentina que proponía el peronismo, la estrategia
educativa se centraba en las masas, en acciones escolarizadas y no escolarizadas,fueran
éstas paralelas, solidarias o que entrasen en competencia con el sistema educativo
tradicional. La idea de cultura sostenida por el discurso peronista no remitía a un
modelo enciclopedista que exaltaba los conocimientos adquiridos independientemente
del impacto que estos tuvieran en la sociedad, sino que se proponía lograr el bienestar
del pueblo a través de la independencia económica, la soberanía política y la justicia
social. De allí que el Estado debía formar el medio material, moral e intelectual para
alcanzar el desarrollo social. En línea con esa concepción, el discurso pedagógico
peronista producía una nueva torsión: esta vez, el concepto de educación popular
sarmientino sería resignificado en términos de una formación integral (intelectual,
física y moral), cuyos principales esfuerzos estarían orientados hacia los sectores
sociales que históricamente habían sido relegados de los ámbitos educativos. La
intervención políticoeducativa peronista asumiría, en este sentido, parte de la
gramática normalizadora, pero articulándola con otros trayectos de alfabetización.
Perón señalaba que se había estado enseñando para una sociedad y según
ciertas traiciones, pero “nosotros estamos formando otro país”. Como también pudimos
advertir en la lección 3, donde los cambios que introdujo la revolución convivieron con
algunos aspectos de los modelos educativos previos, los cambios no fueron abruptos y
algunas ideas y prácticas continuaron vigentes. Así, por ejemplo, el Estado seguiría
ratificando, para ese nuevo país en construcción, una historia de próceres liberales a la
vez que generaba en la producción de sus políticas algunas impugnaciones al discurso
pedagógico liberal. ¿En qué consistían? En este punto veremos tres ejes que
atravesaron la pedagogía y la política peronistas. Por un lado, el de la enseñanza
religiosa: la tradición laicista fue herida al incorporarse la enseñanza de la religión en
las escuelas públicas. El liberalismo humanista sufriría otra estocada cuando se hiciera
ingresar al trabajo en el currículo. A su vez, la interpelación de nuevos sujetos a partir
de propuestas y experiencias alternativas al sistema educativo tradicional planteó otros
escenarios que conmovieron los formatos establecidos. A través de esos ejes daremos
cuenta de las impugnaciones que el peronismo produjo a la trama educativa.

Impugnaciones

l. La educación religiosa

En 1947, mediante la aprobación de la ley 12.978, el peronismo revirtió el


proceso de secularización de la escuela pública que se había asentado desde la ley 1420
introduciendo la enseñanza religiosa como materia obligatoria.
La inclusión de la religión en el currículo no era una novedad. Desde la década
del '30 se estaba produciendo un avance de la Iglesia en el terreno de la sociedad civil
en general y en el educativo en particular. La reforma educativa FrescoNoble en la
provincia de Buenos Aires era un antecedente importante en ese sentido, y no era el
único: el gobierno nacional surgido a partir del golpe de Estado de 1943 también la
había establecido, mediante el decreto 18.411, durante la gestión del ministro de
Justicia e Instrucción Pública Gustavo Martínez Zuviría. Se organizó una Dirección de
Instrucción Religiosa dentro del Ministerio, con dos inspecciones (primaria y
secundaria) para controlar la implementación de las medidas. Según datos de un
informe de la Cámara de Diputados de 1947, para el año 1945, sobre un total de 987.561
alumnos de educación elemental, media y especial que asistían a escuelas de la
jurisdicción nacional, 955.940 asistían a los cursos de religión, mientras que 31.621
alumnos asistían a las clases de moral (para los alumnos no católicos).
En noviembre de 1945, el Episcopado redactó una Carta Pastoral Colectiva en
la que planteaba una línea de orientación para el voto católico, ante la inminencia de las
elecciones de febrero de 1946: se prohibía votar partidos que sostuvieran la separación
de la Iglesia y el Estado, el laicismo escolar y el divorcio legal. Los católicos debían
escoger aquellos partidos que procuraran el mayor bien de la religión y de la patria. El
documento era una advertencia. Mientras que conocían la orientación católica de
Perón, la Unión Democrática (un frente electoral que agrupaba a la UCR, el Partido
Demócrata Progresista, el Partido Socialista, el Partido Comunista y diversas fuerzas
conservadoras) presentaba como parte de su programa la enseñanza obligatoria,
gratuita y laica de 6 a 14 años. En verdad, Perón encontraba en el catolicismo social de
las encíclicas papales un lenguaje cercano a las políticas que había venido impulsando
desde la Secretaría de Trabajo y Previsión.
Cuando el Congreso de la Nación se dispuso a revisar los decretos del gobierno
de facto de 1943 para legalizarlos o anularlos, llegó el turno de la discusión sobre la
enseñanza religiosa. Los diputados Díaz de Vivar y Bustos Fierro, de extracción católica
y nacionalista, fueron los portavoces del peronismo en el recinto. Los argumentos a
favor de la defensa de la enseñanza religiosa se basaron en la construcción de una
genealogía que justificaba las raíces católicas de la Argentina, desde la herencia
hispánica y la tradición cristiana, hasta la religión profesada por los próceres y las
disposiciones constitucionales que favorecían a la religión católica. En tanto que era
una ley optativa, sostuvieron que se encontraba en las antípodas de la intolerancia.
También se apoyaron en el altísimo porcentaje de niños que venían recibiendo las
clases de religión desde la implementación del decreto en 1943. Concluyeron que, en
1884, se habían interrumpido más de trescientos años de experiencia escolar católica.
¿Qué relato de la historia de la educación argentina planteaban quienes bregaban por la
obligatoriedad de la enseñanza religiosa y qué privilegiaron, en cambio, quienes se
opusieron a ella?
Como sostiene Lila Calmari, en las filas del oficialismo “no hubo una posición
homogénea”. Los sectores laboristas (que habían sido la base partidaria del
lanzamiento de Perón en las elecciones de 1946) expresaron con Cipriano Reyes su
disidencia lo que ahondaba las diferencias que ya tenían con Perón, afirmando que en
los programas preelectorales “no se había estipulado la enseñanza religiosa como parte
de su programa político”; que el laicismo era símbolo de la libertad y que el laborismo
era una expresión obrera y por lo tanto libre. Se definían como cristianos que estaban
con Jesús, pero no con la Iglesia.
La oposición, encabezada por la Unión Cívica Radical (UCR) y el Partido
Demócrata Progresista (POP), corrió la discusión de los términos espirituales e intentó
reencauzarla en términos estrictamente políticos. Para los opositores, la enseñanza
religiosa violaba la tolerancia y la libertad de conciencia, y por lo tanto era
anticonstitucional. Su argumentación distinguía a la “buena Iglesia” de la “mala”, a la
España democrática y progresista, de la franquista, reaccionaria, clerical y represora.
Defendían la ley 1420 como liberal y progresista frente a quienes intentaban convertir
en ley aquello que representaba la intolerancia típica de un gobierno autoritario, como
el que había llegado al poder en 1943. Sostuvieron que la discusión no debía plantearse
en términos de “católicos” y “anticatólicos”, porque la enseñanza laica no era atea. La
ley fue finalmente aprobada, creándose una Dirección General de Instrucción Religiosa
(más tarde Dirección Nacional de Educación Religiosa) compuesta por un director y
cinco vocales designados por el Poder Ejecutivo Nacional, que se encargarían de regular
su implementación. Apenas uno de sus miembros sería nombrado a partir de una terna
sugerida por el Episcopado (lo cual demostraba la preeminencia del control estatal).
Los programas de las materias Religión y Moral fueron publicados por la Secretaría de
Educación en 1948. Los temas eran Doctrina e Historia Sagrada en la enseñanza
elemental. En la secundaria se introducían en la Historia del Antiguo y del Nuevo
Testamento, el Magisterio de la Iglesia y la Doctrina Social de la Iglesia.
En esa misma dirección, se fortaleció el rol de la Iglesia al sancionarse en 1947
la norma que subvencionaba a la educación privada. Bajo esa ley, el Estado aportaba
fondos por primera vez para equiparar los salarios de los docentes privados con los de
la escuela pública, implementando una política que fortalecía el principio de
subsidiariedad.
Durante el segundo gobierno de Perón, se tensó la relación con la Iglesia y las
disputas entre Gobierno e Iglesia recrudecieron. Esas fricciones, que en principio se
presentaron como cortocircuitos sorteables, se convirtieron con el tiempo en obstáculos
insalvables. Si bien la Iglesia se había beneficiado con la legalización de la enseñanza
religiosa, era el Estado quien controlaba sus actividades educativas. La Iglesia contaba
con un espacio formal de dos horas semanales en el currículo escolar: pero el Estado
monopolizaba el nombramiento de los docentes que enseñaban religión. En una
perspectiva de largo plazo, la ley 12.978 supuso un duro golpe a la tradición laicista de
la educación pública, sin embargo, en términos de la construcción de hegemonía
cultural, esto no implicó un triunfo para la Iglesia.
¿Cuándo terminó de romperse la relación entre el Gobierno y la Iglesia? Sin
dudas, un acontecimiento central fue la reforma de la Constitución en 1949, cuyos
cambios no colocaban a la Iglesia en el lugar de privilegio que esta pretendía. Si bien la
religión católica seguiría siendo sostenida por el Estado y el presidente debía adherir a
ella, no se modificaron los artículos que según la Iglesia contradecían sus intereses.
Como señala Susana Bianchi:

la Constitución del 49 conservaba resabios regalistas, como el derecho de


patronato, además de mantener ideas iluministas y liberales, como el
principio de la soberanía popular. Con la reforma constitucional había
quedado muy claro para la Iglesia católica que el gobierno peronista no
estaba dispuesto a admitir que el catolicismo se transformara en el
“contenido ético” del Estado.

Dentro de la Iglesia existía un espectro diverso de posiciones políticas. En su


seno hubo expresiones nacionalistas y liberales. Si bien todas impulsaron la enseñanza
religiosa, el sector liberal del catolicismo nunca encontró puntos de articulación con el
peronismo y siempre se mostró decididamente opositor, a diferencia del nacionalismo
católico. Por su parte, los docentes encontraron, en la defensa del principio de laicidad
de la ley 1420, un núcleo aglutinante que fortaleció su identidad por sobre las
distinciones políticopartidarias que los dividían. Desde allí, interpelaron y confrontaron
con el gobierno hasta el golpe de 1955.
El peronismo también avanzó propositivamente con acciones educativas
masivas por afuera del sistema escolar. En los años del régimen peronista se constituyó
una democracia de masas, es decir, una participación masiva de los trabajadores dentro
y fuera del sistema político tradicional, a través de los sindicatos, en las unidades
básicas, en las entidades barriales y vecinales, en la organización sindical de los
estudiantes, etcétera. Se promovía la socialización y la participación a través del Estado
muchas veces confundido con el partido que competía con los canales y las
instituciones que hasta entonces la Iglesia había tradicionalmente diseñado y albergado
para su feligresía.
El discurso peronista se presentaba como la realización política de los valores
cristianos de justicia social e igualdad. La producción simbólica e iconográfica del
peronismo atravesaba la cotidianidad, se expresaba en la Plaza y llegaba a las aulas.
Marchas, discursos, imágenes, enunciados, el culto a Eva y a Perón en los libros de
texto, produjeron una nueva sensibilidad, una estética herética que escandalizaba a la
Iglesia y a muchos opositores. La Iglesia hizo ostensible su proselitismo, una práctica
que en verdad nunca había abandonado. El enfrentamiento no tardaría en
desencadenarse. A fines de 1954, se suprimió la Dirección General de Enseñanza
Religiosa. En mayo de 1955, se sancionó la Ley de Supresión de la Enseñanza Religiosa
y la Ley de Separación de la Iglesia y el Estado. La reacción fue inmediata: “Cristo
Vence” era la consigna de los sectores integristas. Bajo ese lema, en septiembre de 1955,
los aviones de la autodenominada “Revolución Libertadora” despegaron desde Córdoba
para derrocar al gobierno peronista.

11. El trabajo como cuestión pedagógica


La formación orientada al mundo del trabajo había sido históricamente
relegada de las preocupaciones educativas liberales. La articulación entre educación y
trabajo puede ser leída como un síntoma en la historia de la educación argentina: los
debates en torno a ese vínculo dejan entrever las dificultades que han tenido políticos y
pedagogos para conceptualizar la cultura vinculándola con ideas y sentidos que
trascendieran el canon enciclopedista, o bien que pudieran repensar la relación entre
educación y trabajo desde sentidos democráticos y emancipatorios.
En términos historiográficos, la política de expansión de la educación técnico-
profesional que llevó adelante el peronismo en particular la educación profesional ha
sido uno de los temas más debatidos. Algunos autores, como Mariano Plotkin,
sostienen que el objetivo de aquellas políticas vinculadas con la formación profesional
descansaba en expandir la política industrialista y disciplinar a la clase obrera, creando
una enorme máquina de adoctrinamiento de los sectores trabajadores, en pos de su
“peronización”. Otras posiciones argumentan que, por el contrario, esa estrategia
subvertía el orden instituido, cuestionando la subordinación de los saberes del trabajo a
los saberes eruditos y librescos. Pero ¿qué cambios se introdujeron en los años
peronistas?
El gobierno nacional presentó, hacia 1947, un plan de reforma escolar en el
marco del Primer Plan Quinquenal, Jorge Arizaga, subsecretario de Educación del
Ministerio de Justicia e Instrucción Pública, dio a conocer un informe cuyas cifras
daban cuenta de una realidad preocupante: el 86% de los alumnos que en 1937 habían
ingresado a primer grado no había terminado la escuela primaria. Para dar respuesta a
este problema. Arizaga justificó la implementación de la reforma planteando que la
escuela pública debía estar enraizada “en la posición espiritual del país en el tiempo
histórico y responder a los impulsos y necesidades de la Nación”, así como contribuir
en la formación de la conciencia y de la nacionalidad de los argentinos. Una enseñanza
que formara hombres para la Argentina era una cuestión indiscutible, por lo que debía
orientarse según las necesidades de la formación social.
Los fundamentos de la reforma se apoyaban sobre una fuerte impugnación a la
concepción positivista que había predominado en la escuela, adjudicándosele una
educación de carácter teórica y verbalista, desconectada de la realidad social, alejada
del sentido moral, de las tradiciones y de la raigambre nativa, y cuya presencia en la
escuela de la nueva Argentina resultaba incuestionable. Por el contrario, la educación
debía habilitar nuevos horizontes creando inquietudes y estimulando disposiciones
para que cada alumno tuviese su oportunidad. ¿De qué manera? La escuela debía
vitalizarse mediante la participación en la vida social, a través del trabajo, y su currículo
debía nacionalizarse, teniendo como organizadores al idioma y a la historia nacional.
Estos objetivos se cumplirían a través de dos instancias: la de preparación y la
de configuración. La preparación contribuiría con la instrucción desde “el aprendizaje
del alfabeto, el conocimiento de las ciencias y la aplicación de las técnicas”, colaborando
así en la conquista y dominio de la vida material. Pero sería la configuración la que
daría el sentido y la categoría espiritual a una educación que debía ser capaz de
trascender la mera instrucción. La educación alcanzaría su objetivo humanista
mediante el dominio de las normas y de la superación moral “dentro de una concepción
argentina del mundo y de la vida”. Para ello, los maestros tendrían que cultivar el
potencial psicofísico de cada niño “hasta el logro de los ideales de la educación: desde el
hacer didáctico, hasta la meditación axiológica”. En los principios básicos expuestos por
Arizaga también confluían elementos del espiritualismo con tintes escolanovistas al
plantear, por ejemplo, algunos lineamientos generales tales como la utilización de
métodos de observación, la experimentación y la investigación como medios de
educación autónoma y de estímulo al espíritu de iniciativa. En ese complejo entramado
también había lugar para la religión “que no puede separarse de toda educación general
y pública que se encamine a un fin de formación íntegra y armónica”.
La reforma revalorizaba la educación práctica, la capacitación para el trabajo,
que también era considerada “cultura” y se vehiculizaba a través de las manualidades,
un equivalente escolar del aprendizaje de oficios. Por medio de ellos se desarrollarían
aptitudes y capacidades que convertirían al saber hacer en algo valioso. El trabajo era
concebido de manera integral, es decir que se subrayaba su valor pedagógico,
planteándolo más allá de la mera capacitación laboral. Pero ¿cómo lo introducía
específicamente la reforma? Por una parte, se creaba un ciclo de preaprendizaje general
con cultura general, obligatorio para los dos últimos grados de la primaria. Los cursos
para niñas comprendían, por ejemplo: economía doméstica y nociones de puericultura.
Para los varones: aeromodelismo, carpintería, imprenta y encuadernación,
electrotécnica, entre otros. Había también cursos de carácter mixto, como cultivos
regionales, cría de animales e industria de granja. Estas propuestas también hablan de
la imaginación tecnológica y de las representaciones de género que los atravesaban. Por
otra parte, se disponía que el Consejo Nacional de Educación incluyera el trabajo y la
acción práctica en el currículo del resto de los grados.
La reforma también se propuso para la enseñanza media. Al margen de los
colegios nacionales, que se amurallaron en su marca de fundación mitrista, se
implementaron bachilleratos especializados y se extendió un año la formación docente.
Se buscó unificar el ciclo básico del nivel medio incluyendo a las escuelas comerciales.
Las escuelas técnicas ofrecían niveles sucesivos, cada uno con títulos habilitantes: de
capacitación (1 año), de perfeccionamiento (2 años) y de especialización (3 años). Con
el propósito de adecuarse a esta nueva estructura, el Consejo Nacional de Educación fue
reorganizado en tres secciones: primaria, media y técnica.
¿Cuál fue el saldo que arrojó la reforma propuesta por José Arizaga? Adriana
Puiggrós sostiene que las ideas pedagógicas de Arizaga, expuestas en el Primer Plan
Quinquenal, representaron la posición más progresista del primer gobierno peronista y
reflejaron una “tendencia nacionalista popular” que guardaba vínculos con el
pensamiento de otros pedagogos como Saúl Taborda, Antonio Sobral y los sectores
escolanovistas democráticos. Pero las concepciones políticas y pedagógicas más
progresistas dieron un giro cuando, ese mismo año, la Secretaría de Educación fue
convertida en Ministerio de Educación, quedando en manos de Oscar Ivanissevich, un
médico nacionalista católico que había sido interventor de la Universidad de Buenos
Aires durante la presidencia de Farrell (19431946).
En términos de organización de la educación técnica, el Estado peronista
incorporó junto a la oferta educativa tradicional una serie de experiencias educativas
vinculadas con la formación de oficios, con la capacitación laboral y con la educación
técnica, que habían estado circulando por afuera y en los bordes del circuito educativo
tradicional. Hasta entonces, esos saberes de la cultura popular no habían logrado
perforar la aduana estatal que legitima conocimientos sobre la base de códigos de
distinción cultural. Si bien ya existían las Escuelas Industriales y de Artes y Oficios, no
había una política que integrara, regulara y sistematizara la diversidad de ofertas
educativas vinculadas con el mundo del trabajo. Ellas circulaban en el Estado y en otros
espacios de la sociedad civil, como las sociedades populares de educación, los
sindicatos, las instituciones sociales, religiosas o vinculadas a colectividades, etcétera.
Veamos cómo organizó el Estado la enseñanza técnica, En primer lugar, nos
detendremos en aquella que se encuadraba dentro del sistema tradicional. Hasta 1944,
la enseñanza técnica estatal estaba compuesta por las Escuelas de Artes y Oficios y las
Escuelas Técnicas de Oficio (destinadas para la formación de obreros calificados). A
ellas debemos sumar las Escuelas Industriales (cuyo objetivo era la formación de
técnicos). Todas estas instituciones quedaron bajo la órbita de la Dirección General de
Enseñanza Técnica (DGET) dependiente del Ministerio de Justicia e Instrucción
Pública de la Nación (y posteriormente del Ministerio de Educación). En 1948, todas
estas escuelas se reorganizaron como Escuelas Industriales de la Nación, ofreciendo
distintos ciclos de formación. Una vez cumplido el ciclo final de especialización, los
alumnos se convertían en técnicos industriales.
Bajo la órbita de la Secretaría de Instrucción Pública y más tarde de la DGET
se crearon en 1947 las Misiones Monotécnicas. Con esta oferta se buscaba brindar a la
población del interior (fuere infantil o adulta) conocimientos prácticos, actividades
técnicas y conocimientos en general que ampliaran a los de la escuela primaria. En una
primera etapa, las misiones no otorgaban certificado de estudios primarios, aunque
posteriormente habilitadas para ingresar en las escuelas industriales. Las misiones
buscaban impactar positivamente en la reactivación de las economías del interior y
evitar el éxodo de la población rural hacia los centros urbanos, promovido por la
industrialización. Entre los requisitos figuraban tener el 4º grado aprobado, 14 años de
edad cumplidos y el certificado de aptitud física y vacunación. Junto con la educación
se buscaba promover la prevención médica y a la vez orientar a los estudiantes
mediante bolsas de trabajo y cooperativas de producción. Los cursos duraban dos años.
Mecánica de automotores, albañilería, carpintería, mecánica rural, fruticultura y
cerámica fueron las especialidades más solicitadas. Entre 1947 y 1955 se llevaron a cabo
70 misiones en 123 localidades de todo el país.
El otro circuito de educación profesional quedó ubicado dentro del ámbito de
la Secretaría de Trabajo y Previsión (STP). En 1944 se creó por decreto la Comisión
Nacional de Aprendizaje y Orientación Profesional (CNAOP). Como señala Guillermo
Ruiz, la ley establecía que el Estado debía vigilar y dirigir el trabajo y aprendizaje de los
menores de 14 a 18 años de edad. Estos fueron divididos en tres grupos:

 aprendices: quienes trabajaban y asistían a cursos de capacitación;


 menores ayudantes obreros: que trabajaban sin asistir a cursos;
 menores instruidos: los que terminaron sus cursos de aprendizaje.

El 1º ciclo de la CNAOP lo constituían fundamentalmente las Escuelas


Fábricas estatales, aunque también hubo escuelas fábricas privadas y de medio turno.
Para su ingreso se requería la escolaridad primaria. Cumplían un plan de enseñanza y
producción, recibían ayuda escolar y los útiles eran gratuitos. Los estudios duraban tres
años y se otorgaba un certificado de experto en la especialidad que se cursara. En 1948
se amplió la oferta al 2º y 3º ciclo. Se accedía al 2º ciclo luego de aprobar el primero o
bien habiendo realizado estudios técnicos y de artes y oficios. Para poder ingresar, se
debía comprobar la condición obrera del aspirante (pudiendo ser él mismo obrero o
provenir de una familia que revistiera tal condición). El título que se obtenía era el de
técnico de fábrica en la especialidad elegida. El tercer ciclo lo constituía la Universidad
Obrera Nacional (UON).
La Universidad Obrera fue creada por ley del Congreso en 1948 e inaugurada
en 1953 hasta que en 1959 durante el gobierno de Frondizi se convirtió en Universidad
Tecnológica Nacional (UTN). Ésta se ubicaba en la cúspide del circuito de la formación
profesional diseñada por el peronismo. Era una estructura descentralizada, organizada
por facultades regionales, cuyo gobierno era ejercido por un rector surgido de la
Escuela Sindical de la Confederación General del Trabajo, asesorado por un Consejo en
el que participaban sectores patronales y obreros. Estuvo dirigida a los obreros y
también contó con un número importante de alumnos que no se habían formado
dentro del circuito de la CNAOP. En la Argentina peronista, se abría la posibilidad de
que los obreros se convirtieran en ingenieros de fábrica, mientras que los hijos de
profesionales seguían formándose mayoritariamente en la Facultad de Ingeniería.
Perón consideraba que los ingenieros de fábrica eran necesarios porque, en su
concepción, el saber estaba fuertemente vinculado con el hacer. Como sostienen Dussel
y Pineau, en la creación de la UON se condensó “la serie de oposiciones en las cuales se
constituyó la política educativa del peronismo: democracia/elitismo, pueblo/oligarquía,
descamisados/doctores, saber hacer/saber decir”.
Es interesante recuperar la singularidad histórica de la UON para pensar la
relación entre la sociedad y el Estado, la cultura y la educación. ¿Cuáles son los saberes
legítimos? ¿Cuáles los criterios de su legitimación? ¿Qué relación debe guardar la
producción del saber con la sociedad en la que ese saber se produce? ¿Qué lugar tiene el
Estado?

III. La educación en los bordes del sistema y la constitución de nuevos sujetos

El peronismo desplegó una serie de acciones educativas por fuera del sistema,
desplazando la centralidad que había tenido la educación formal hacia otras zonas de la
trama cultural. Podemos decir que en este período convivió una fuerte tendencia
expansiva del sistema educativo junto con la creación de nuevas opciones formativas
que tensionaron aquella centralidad. A ello se le sumaba una concepción y un discurso
que, lejos de borrar sus marcas políticopartidarias, explicitaba la importancia de la
cultura política como un organizador pedagógico para la nueva Argentina que se
construía bajo la dirección del peronismo.
Una de las modalidades a la que hacemos referencia es la que se planteó con la
creación de la Fundación Eva Perón que reemplazó a la Sociedad de Beneficencia y las
políticas sobre la infancia. Los niños fueron interpelados como sujetos de derecho, más
allá de los límites escolares. Ellos serían los depositarios privilegiados de la acción
social del Estado, los herederos y la vanguardia de la nueva cultura política que había
surgido con el peronismo. La Fundación creó, por ejemplo, la Ciudad Infantil en la
ciudad de La Plata, destinada a niños pobres de 2 a 6 años del interior del país y de las
villas de Buenos Aires. La acción social para la infancia se multiplicaba a través de los
hogaresescuela del interior, así como los centros educativos, las colonias de vacaciones,
los torneos infantiles, etcétera. Como sostiene Sandra Carli, “fue una intervención
política y pedagógica sobre la constitución de la niñez como un sujeto de nuevo orden”.
en la que Eva Perón “no negaba el alcance político de la ayuda social, que si por un lado
ubicaba a niños y jóvenes en un ambiente especialmente diseñado, por otro pretendía
orientarlos hacia un futuro preconstruido”. La Ciudad Infantil materializó las políticas
sociales con pretensiones de igualdad que llevó adelante la Fundación Eva Perón. El
discurso oficial concibió a los niños como únicos privilegiados, un lema que no
encontraba oposición, más allá de las banderas políticas.
Por otro lado, la transformación de las masas en pueblo también requirió
políticas específicas, poniendo en funcionamiento estrategias pedagógicas que excedían
el marco escolar. Tal es el caso del trabajo que se desarrolló en las unidades básicas. En
ellas se dieron cita otros modos de producción subjetiva y de transmisión de la nueva
cultura política. Perón sostenía que “sólo la organización vence al tiempo”. Por eso las
unidades básicas se constituyeron en centro de difusión, de formación y de discusión de
militantes. Como señala Norma Michi, ellas fueron, junto a los sindicatos y a la
administración pública. “los tres ámbitos privilegiados'' para la formación política. La
Escuela Superior Peronista era la responsable de la formación doctrinaria de los futuros
cuadros dirigentes.
La educación peronista constituyó un tipo de ciudadanía en conflicto con la
concepción liberal. Para esta tradición, el ciudadano, comprendido en su
individualidad, gozaba de un conjunto de derechos y obligaciones. Con la llegada del
peronismo al poder, la ciudadanía como concepto se amplió y se complejizó. Cobró una
dimensión colectiva que implicaba no sólo el ejercicio de las libertades individuales,
sino también la adquisición y el ejercicio de nuevos derechos económicos y sociales.
Una concepción de ciudadanía inclusiva que se fundaba en el concepto de pueblo, de
comunidad organizada.
El régimen peronista podía caracterizarse como una democracia de masas en
la medida en la que hubo una participación política masiva del conjunto de los
trabajadores que se extendió más allá del sufragio, a través del voto femenino, de los
sindicatos, de las unidades básicas, etcétera. Sin embargo, hacia finales del primer
gobierno se produjo un viraje hacia estrategias de mayor control y regulación de la
participación. La crisis económica de finales de los años '40, la institucionalización de
la doctrina peronista, el intento de golpe militar en 1951 y la muerte de Eva Perón en
1952 fueron algunos de los procesos y acontecimientos que marcaron un punto de
inflexión dentro del período peronista. Un indicio de ello en el terreno educativo fue el
nombramiento de Armando Méndez de San Martín como ministro de Educación, cuyo
desempeño en el cargo, entre 1950 y 1955, estuvo signado por un proceso determinante
para comprender los acontecimientos que se desarrollaron posteriormente: en el marco
de su gestión política comenzó a producirse un intento de peronización del catolicismo
y del nacionalismo.
En ese último período tuvieron lugar políticas de adoctrinamiento más
abiertas como la aparición de los libros de texto peronistas y, tras la muerte de Eva, la
inclusión de La razón de mi vida como texto obligatorio en todos los niveles del
sistema. Otro tipo de medidas da cuenta de la conflictividad política que estaba
atravesando la sociedad argentina, entre ellas cabe mencionar el cesanteo de docentes,
como en el caso de las hermanas Olga y Leticia Cossettini en 1950.
En poco más de una década desde sus inicios en la Secretaría de Trabajo y
Previsión en 1943, hasta su derrocamiento mediante el golpe de Estado de 1955 el
peronismo concitó adhesiones y esperanzas, rechazos y desconfianzas. Ello se siguió
reflejando en las diversas “memorias” que se fueron constituyendo y resignificando
sobre el peronismo, y que siguen combatiendo entre sí.
El Estado peronista recuperó tradiciones pedagógicas y leyó herencias con una
gran singularidad. En el ámbito educativo, produjo importantes cambios cuantitativos -
en términos de la expansión del sistema escolar y cualitativos de gran significación -
respecto de los diversos y disruptivos modos a través de los que interpeló de los sujetos.
El hecho peronista fue el resultado de un proceso políticocultural inédito. Sin
duda es una clave de lectura y un analizador del conflicto social en Argentina. Por eso,
la historiografía educativa también está atravesada por las tensiones sociales, políticas
y académicas cuando pretende interpretarlo.
LECCIÓN 10
Auroras y tempestades:
la educación entre golpes (1955-1976)

El derrocamiento de Perón en 1955 fue un acontecimiento político que se


inscribió en la tradición golpista iniciada en 1930, cuando una alianza cívico-militar
destituyó al presidente Hipólito Yrigoyen. Una de las singularidades del golpe cívico-
militar del ‘55 -autoproclamado “Revolución Libertadora”- fue que quienes lo
perpetraron lo hicieron en nombre de una concepción de libertad que era significada
como un antónimo de peronismo. Se abrió a partir de entonces un período cargado de
gran inestabilidad política y económica, que se caracterizó por la proscripción de la
fuerza política mayoritaria. Las pujas entre sectores y clases sociales se agudizaron cada
vez más, a medida que transcurrieron las décadas del ‘60 y del ‘70.
La educación del período estuvo atravesada por los avatares que experimentó
la sociedad en esos años, sacudidos por grandes transformaciones económico-sociales y
político-culturales. Las transformaciones que se produjeron en el nivel mundial
resonaron en el ámbito local y se resignificaron en clave nacional. La educación
argentina no quedó ajena, convirtiéndose en un terreno de experimentaciones y
ensayos, de cruces y chispazos entre tendencias educativas opuestas, pero también de
articulación y de creación de nuevos imaginarios pedagógicos.
Si efectuamos una mirada panorámica sobre las dos décadas que recorre esta
lección, podemos notar que uno de sus rasgos estructurales fue la imposibilidad de
resolver los conflictos sociales a través de canales institucionales considerados
legítimos. El prestigio simbólico de la democracia se desgastó cada vez más en el
imaginario político argentino. El autoritarismo fue redoblando la apuesta a través de
una lógica excluyente frente a la resistencia de los sectores sociales, que imaginaron
cada vez con más fuerza destinos de emancipación y de transformación social. Esa
disputa encontró una resolución dramática cuando, el 24 de marzo de 1976, el
terrorismo de Estado puso fin a un gobierno constitucional jaqueado por conflictos
políticos y económicos. En ese sentido, “1976” fue el cierre de un ciclo que dio lugar a la
experiencia de un trauma social que aún gravita como herida y que marcó para siempre
al tejido social argentino.
En esta lección vamos a seguir algunas pistas sobre la producción de políticas y
de sujetos que contribuyan a pensar históricamente la educación y la escuela entre 1955
y 1976. Nos detendremos en el imperativo de modernización que caracterizó a este
período y en las relaciones que se fueron diseñando entre sociedad y educación. ¿Qué
imaginarios pedagógicos previos tensionó? ¿Qué novedades vino a expresar? ¿Qué
articulaciones políticas y pedagógicas se produjeron? A contraluz de algunas políticas
impulsadas por el Estado, veremos también el surgimiento y la expansión de
propuestas alternativas con sentidos más incluyentes, que primeramente fueron
sospechadas y combatidas, y finalmente reprimidas, en medio de la oscuridad desatada
por el golpe de 1976.

Darse cuenta

Detrás del golpe de 1955 se había aglutinado la oposición al peronismo,


compuesta por vastos sectores de las Fuerzas Armadas, por la Iglesia católica,por la
burguesía agraria, por un sector importante de la burguesía industrial, por gran parte
de los sectores medios y por los partidos de la oposición. Todos ellos coincidieron en
que era necesario desperonizar a la sociedad y llevar adelante un proceso de
reorganización política que concluyera en el restablecimiento del sistema democrático.
El general nacionalista católico Eduardo Lonardi encabezó una rebelión
militar que se inició el 16 de septiembre en Córdoba, a la que se sumó también la
Marina bajo las órdenes del almirante Isaac Rojas. Lonardi asumió finalmente la
presidencia provisional el día 23, luego de que Perón redactara “Si mí espíritu de
luchador me impulsa a la pelea, mí patriotismo y mi amor al pueblo me inducen a todo
renunciamiento personal” Ese día, ante una multitud reunida en Plaza de Mayo,
Lonardi planteó que la victoria no daba derechos y que en esa lucha no había “ni
vencedores ni vencidos”. Pero en dos meses debió renunciar y con ello quedaba en
evidencia la imposibilidad de viabilizar ese lema. Su alejamiento del gobierno fue un
símbolo de la profundización del antiperonismo de la “Revolución Libertadora”. Lo
reemplazó Pedro E. Aramburu, quien inmediatamente proscribió al Partido Peronista
por su vocación “liberticida” y ordenó la intervención de la actividad sindical. El
decretoley 4161 de 1956 prohibió desde la utilización de fotografías, retratos y
esculturas de los funcionarios peronistas, hasta sus símbolos y composiciones
musicales, como la marcha peronista y “los discursos del presidente depuesto o su
esposa, o fragmentos de los mismos”
Pero el peronismo había llegado en la década del ‘40 para quedarse. Así lo
entendieron los peronistas, que se fueron fortaleciendo a pesar de la proscripción y de
la represión. También lo sostenian otros, como Mario Amadeo, quien fue canciller
durante el breve gobierno de Lonardi. Para Amadeo, el peronismo había nacido de una
nueva conciencia social, producto de transformaciones políticas e ideológicas.
Consideraba que Perón había advertido esos cambios, por lo que decidió enarbolar
desde el Estado una serie de lemas que ya estaban latentes en la sociedad, como las
ideas de soberanía política, de independencia económica y de justicia social. En otras
palabras, lo que el peronismo había hecho era ponerle nombre y aliento a un fenómeno
abierto con anterioridad. Para Amadeo, la solución consistía en dar cabida a los
aspectos positivos del peronismo e incorporar a las masas a la vida nacional.
Se sumaron más voces al coro que planteaba la necesidad de poder pensar el
peronismo como un hecho políticocultural singular que debía ser atendido, y no como
una aberración de la vida política argentina que debía ser erradicada. Por ejemplo, el
escritor Ernesto Sábato veía en el peronismo un fenómeno de masas que actualizaba un
resentimiento atávico que podía rastrearse históricamente en el constante divorcio
entre el pueblo y los sectores ilustrados de la Argentina. Desde otra mirada, la revista
Contorno (que agrupaba a hombres y mujeres de letras como Ismael y David Viñas,
León Rozitchner, Adelaida Gigli y Noé Jitrik, entre otros) sumó otro discurso al debate
del campo intelectual que buscaba comprender la experiencia peronista. Como señala
Beatriz Sarlo, el peronismo había sido un proceso contradictorio y Contorno “se había
propuesto enfrentar el riesgo de plantear qué cosas recuperar de esa experiencia y
cuáles no”, en la medida que había despertado “la conciencia de los oprimidos”.
En verdad, no hubo sector social que no fuese interpelado por la discusión en
torno al peronismo: de las Fuerzas Armadas hasta los partidos políticos y las
agrupaciones de izquierda, desde la intelectualidad más conservadora hasta la más
radicalizada, de la Iglesia a los sindicatos, de las universidades hasta las mesas
familiares. La irrupción del peronismo era un hecho insoslayable de la realidad
argentina que encendió polémicas, forjó argumentos encontrados y generó
sentimientos inconciliables, pero nunca produjo indiferencia. El peronismo parecía
obligar a los sujetos individuales y colectivos a una toma de posición.
Una vez en el poder, la “Revolución Libertadora” no sólo prohibió toda
referencia al “régimen depuesto”, en paralelo, comenzó a desmantelar las políticas
benefactoras instaladas por el peronismo, de manera compleja, con marchas y
contramarchas. Entre otras, la puja por la redistribución de la renta nacional marcaría
el biorritmo del conflicto social en la Argentina. En este contexto de fuertes
turbulencias, los debates que tuvieron lugar en el campo pedagógico y en el devenir del
sistema educativo no fueron ajenos a las tensiones que atravesaron esos años. ¿Cuáles
eran los rastros del discurso peronista que tenían que ser removidos de las escuelas?
¿Qué nuevos sentidos acerca de la ciudadanía y de la convivencia debían
reemplazarlos? ¿Qué dimensiones de la política se activaron en esos años, y cómo se
expresaron en una trama cultural tan compleja?

El optimismo capitalista llega a la educación

Luego de la Segunda Guerra, la economía mundial capitalista ingresó en una


fase de crecimiento que se extendió hasta 1973, cuando estalló la crisis del petróleo.
Durante ese ciclo de bonanza, la inversión de capitales ocupó un lugar central y
dinamizó a la economía. Los capitales de origen norteamericano encabezaron ese
proceso y fueron destinados a Europa occidental (mediante un plan de reconstrucción
de la economía de posguerra) y a las economías latinoamericanas.
Complementariamente, en América Latina y en nuestro país (regiones periféricas del
capitalismo central) se generalizó la idea de que las economías necesitaban recurrir a
las inversiones extranjeras para profundizar el proceso de industrialización.
En los años ‘50 el desarrollo fue pensado como la vía hacia el progreso. La
concepción desarrollista planteaba una hipótesis optimista sobre el devenir capitalista
de los países latinoamericanos. Sus sociedades, consideradas tradicionales, debían
seguir los pasos de las sociedades industrializadas para modernizarse. Ese umbral
moderno sería alcanzado sólo si las sociedades de la región removían sus valores
tradicionales e impulsaban desde el Estado la industrialización, incorporando
maquinarias y herramientas. El despegue económico se produciría cuando el capital
extranjero tan necesario en una primera etapa fuera disminuyendo gracias a que la
economía nacional estuviera en condiciones de desarrollarse de manera
autosustentable.
A mediados del siglo XX fue cobrando cada vez mayor peso la teoría del capital
humano. Uno de sus precursores, Theodore Schultz, consideraba que el crecimiento
económico de una sociedad no se podía explicar sólo por la inversión de capital físico.
Para él, la educación era también junto al capital, la tierra y el trabajo un factor de la
producción.
Nutrida en ese clima de ideas, la educación ocuparía un lugar central en el
imaginario desarrollista. Desde esa concepción modernizante, se sostenía que el atraso
debía ser combatido no sólo con capitales y tecnología, sino también con la formación
de recursos humanos. Se señalaba que las sociedades latinoamericanas carecían de
ellos, lo cual explicaba la baja productividad de sus economías y la incapacidad para
generar capitalización. La educación formal, históricamente concebida como una
herramienta para la formación de la ciudadanía, había expresado una actitud reacia
hacia el establecimiento de vínculos con el mundo del trabajo. Por esa razón, el
desarrollismo produciría un giro novedoso al promover una articulación entre
economía y educación, colocando el énfasis en la generación de recursos humanos. La
inversión en educación garantizaría su rentabilidad. La formación de capital humano se
convertía en un objetivo estratégico y por lo tanto indispensable. Desde esa perspectiva
teórica, el capital humano se homologaba con el capital en general.
El optimismo pedagógico que se extendió por y para América Latina formó
parte de una estrategia geopolítica y de control ideológico más amplia encabezada por
los Estados Unidos a fines de la Segunda Guerra Mundial. Como advierte Octavio
Ianni, el imperialismo norteamericano se extiende sobre América Latina “utilizando
recursos doctrinarios tales como: ‘cooperación continental’ ‘solidaridad de los Estados
americanos’, ‘Buena Vecindad’, ‘Alianza para el Progreso’...” a través de los cuales
“tienden a hacer a estos últimos estructuralmente dependientes de los primeros”. De un
modo particular, la política exterior de los Estados Unidos hacia Latinoamérica se
intensificó luego de 1945, cuando el mundo quedó dividido en dos grandes bloques: el
occidental capitalista, bajo la hegemonía norteamericana, y el oriental socialista,
liderado por la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Desde entonces, la
inminencia de un enfrentamiento entre las dos grandes potencias conflicto conocido
como la Guerra Fría se mantuvo latente y formó parte del aire que se respiraba en el
mundo.
El temor de Estados Unidos frente a lo que consideraron la “amenaza
comunista” funcionó como un disparador para el diseño de sus políticas hacia América
Latina. Para frenar la propagación de las ideas socialistas era menester atacar el
problema de la pobreza y promover el desarrollo. En otras palabras, evitar las causas
que hicieran del socialismo una opción de transformación social para las sociedades
latinoamericanas. Por eso, cuando los revolucionarios cubanos tomaron el poder en
1959, derrocando al dictador Fulgencio Batista, se redoblaron los miedos. Los Estados
Unidos incentivaron la implementación de políticas de desarrollo. La revolución
encabezada por Fidel Castro se proclamó marxistaleninista en 1961; ese mismo año se
lanzó, en la reunión del Consejo Interamericano Económico y Social (CIES) de la
Organización de Estados Americanos (OEA), la Alianza para el Progreso (ALPRO), bajo
la conducción y con el apoyo financiero de Estados Unidos. El objetivo central de la
ALPRO era lograr el desarrollo económico. Había que cambiar el patrón de
redistribución de la riqueza, profundizar la industrialización, pero manteniendo el
sistema político liberal, representativo y democrático. Los organismos que se asociaron
a esta Alianza fueron, entre otros: la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio
(ALALC), el Fondo Monetario Internacional (FMI), la Comisión Económica para
América Latina (CEPAL) y la Agencia Internacional para el Desarrollo (AID).
Como afirma Adriana Puiggrós. el proceso de modernización requería “la
formación de cuadros intelectuales que fuesen orgánicos con los cambios que se
demandaban”. Se promovía la construcción de un nuevo perfil de intelectual, en la que
los “sentimientos” de la política no nublaran la “sensatez” que demandaba esa nueva
hora. Se requerían “expertos” que, legitimaos por sus “saberes”, asumieran la
planificación estatal. La figura y el rol que hasta entonces había tenido el intelectual se
neutralizaba con la imposición del “especialista”, que reivindicaría la neutralidad
política de sus interpretaciones desde su saber científico y su especificidad técnica.
La figura del especialista, planteada desde una operación despolitizadora, seria
de larga y compleja trayectoria en la implementación de políticas educativas en la
Argentina y en Latinoamérica en general. El “experto”, el “planificador”, estaba
investido de una concepción neutral del conocimiento y su saber se consideraba
“desideologizado”. Era una nueva etapa que requería la producción de nuevos sujetos.
A mediados del siglo XX, las ideas de cambio, de crecimiento sin límites y la certeza de
que la educación era una herramienta fundamental en el camino hacia la movilidad
social, reimpulsaron la utopía del progreso.
En el marco de las orientaciones de la CEPAL, el gobierno de Arturo Frondizi
(19581962) estableció en la Argentina el Consejo Nacional de Desarrollo (CONADE). La
existencia de este órgano confirmaba la centralidad del planeamiento como estrategia
del Estado para alcanzar el desarrollo. Durante el gobierno de Illia (19631966) se creó
el sector de Educación de dicho Consejo compuesto por un equipo dirigido por el
pedagogo Norberto Fernández Lamarra. Desde allí se impulsaron una serie de
proyectos y se produjeron diversos trabajos de investigación educativa orientados a
cuantificar la deserción escolar, a indagar sobre el origen social de los estudiantes
secundarios, a ubicar las características del perfil de los docentes, a relevar la
infraestructura escolar y a conocer la oferta de capacitación en educación no formal,
entre otros.

Destellos de larga duración en


la coyuntura educativa desarrollista

Una de las constantes del período fue el incremento de la población escolar en


el sistema educativo argentino, incremento que fue acompañado por una notable
expansión material del sistema educativo. En el siguiente cuadro se puede establecer, a
través de lustros, el ritmo de dicha expansión.

Año Establecimiento Alumnos Docentes Relación docente/alumno


1955 16.446 2.865.438 114.691 23,2
1960 17.158 2.858.488 130.923 21,8
1965 19.193 3.139.873 156.175 20,1
1970 20.179 3.425.288 181.756 18,8
1975 20.646 3.579.304 216.149 16,5

Tomado de Braslavsky, Cecilia (1980). La educación argentina (1955-1980).


Buenos Aires: Centro Editor de América Latina.

En 20 años, el sistema educativo creó 4.200 establecimientos, incorporó a


713.866 alumnos y sumó 101.458 nuevos docentes. Pero esta caracterización general se
desdibuja al revisar algunas de las cifras. A lo largo de esos años, la matrícula del nivel
preprimario se sextuplicó. La población en edad escolar que asistía al primario creció.
Sin embargo, el 13% de los niños no eran atendidos por el sistema; esa situación se vio
particularmente agudizaba en algunas provincias, Cecilia Braslavsky advierte que “el
ingreso tardío, junto con la deserción, fueron dos de los problemas del período”. Por
ejemplo, sólo el 35% del total de los alumnos ingresados a la escuela primaria en 1955
egresó en el año previsto. De los ingresados en 1970, egresó la mitad en 1976.
Los años frondicistas (1958-1962) estuvieron cargados de acontecimientos
significativos para la historia de la educación. Durante esta etapa, tuvieron lugar la
creación del Consejo Nacional de Educación Técnica (CONET) y la transformación de la
Universidad Obrera Nacional (UON) en Universidad Tecnológica Nacional (UTN)
Simultáneamente a los debates y movilizaciones en torno a la educación laica o libre,
los educadores lograron a través de la ley 14.473- la sanción del Estatuto del Docente
para el ámbito nacional. Este logro se dio en el marco de un proceso de construcción de
la identidad profesional, de la organización gremial y de la conquista de derechos
laborales de los maestros. Sobre ellos volveremos más adelante.
Además, durante la presidencia de Frondizi se inició un proceso de
transferencia de las escuelas primarias nacionales a las provincias. En 1962 se
transfirieron 23 escuelas en la provincia de Santa Cruz. Un decreto del gobierno de Illia
(1963-1966) dejaría sin efecto esa medida. Sin embargo, a partir de la ley 17.878 -
sancionada en 1968, durante la dictadura de Onganía se transfirieron 680 escuelas
ubicadas en las provincias de Buenos Aires, Río Negro y La Rioja. En 1970 se derogó la
ley Láinez (1905) y al año siguiente se creó el Consejo Federal de Educación (CFE) -
constituido por los ministros de Educación de las distintas provincias que estaba
facultado para llevar a cabo las transferencias.
Como hemos señalado al comienzo de esta lección, la inestabilidad
institucional fue uno de los rasgos característicos del período. Las Fuerzas Armadas
jugaron un rol tutelar respecto de la sociedad civil: una representación del lugar que
debían ocupar en la sociedad, representación que fue compartida o aceptada con
aquiescencia por vastos sectores. Por lo que, independientemente del apoyo o el
descontento que provocaron los golpes cada vez que se producían, la interrupción de la
legalidad constitucional se había naturalizado en la Argentina.
La dictadura de la autodenominada Revolución Argentina que derrocó al
gobierno de Illia en junio de 1966- planteó como sus objetivos la reorganización de la
economía y de la sociedad sobre nuevas bases. Por primera vez en la Argentina, una
dictadura no se presentaba como una intervención transitoria, sino expresando una
voluntad política de largo aliento y con pretensiones de cambiar estructuralmente al
país ¿Cómo? A través de etapas sucesivas con objetivos específicos. El tiempo
económico se encontraba en primer lugar y en riguroso orden (y sin premura) le
seguirían el tiempo social y el político. Con la dictadura de 1966 surgió un nuevo tipo de
Estado que combinaba modernización económica y autoritarismo y que fue
conceptualizado por Guillermo O'Donnell como un Estado burocrático-autoritario.
Algunas de las medidas que se adoptaron fueron la anulación de los partidos políticos,
la intervención de las universidades y la disolución de los centros de estudiantes.
Veamos un ejemplo. La sanción de la ley 17.401 de Represión del Comunismo
estableció que la calificación de cualquier persona como comunista por la Secretaría de
Informaciones de Estado (SIDE) la inhabilitaba para obtener la ciudadanía, ocupar
cargos públicos y ejercer la docencia. El comunismo fue en esos años un fantasma que
se agitó una y otra vez, como una amenaza a la que se debía combatir, no sólo en
Argentina, sino en toda Latinoamérica. Así fue como se implementó la Doctrina de la
Seguridad Nacional, que estableció un cambio en la hipótesis de conflicto de las
Fuerzas Armadas. Se dejó a un lado el énfasis en las fronteras geográficas, para reforzar
la vigilancia de las fronteras ideológicas, estableciendo la figura del enemigo interno. Se
debía vigilar a los ciudadanos, sus actividades políticas y a todo aquello que pudiera ser
considerado subversivo.
Los efectos en el ámbito educativo no tardaron en manifestarse. La
inestabilidad política e institucional y la profundización del autoritarismo se
desplegaron en un escenario complejo en materia educativa, en el que se trababan las
posibilidades de establecer acuerdos entre la sociedad civil y el Estado, entre los
sucesivos gobiernos y la comunidad educativa. Veámoslo respecto de los intentos de
reformas para la educación primaria.
En el marco del modelo autoritario de la Revolución Argentina se aprobó, en
1968, por resolución ministerial, el anteproyecto de Ley Orgánica de Educación,
presentado por José M. Astigueta. Allí se planteaba el carácter subsidiario del Estado
en materia educativa, se reducía la escuela elemental a cinco grados y se establecía una
escuela intermedia de cuatro años, no obligatoria (que recuperaba la iniciativa
impulsada, hacia principios de siglo XX, por Carlos Saavedra Lamas y Víctor
Mercante). Entre sus objetivos estaban la promoción por ciclos, el trabajo por áreas y la
introducción de actividades “prácticoeconómicas” que buscaban favorecer una rápida
integración al mundo del trabajo para quienes no estuvieran en condiciones de seguir
otros estudios. La pubertad fue pensada como etapa de crisis, del predominio “no-
intelectual”; de allí la importancia de presentarle opciones para “descubrirse”.
Pero dicho proyecto fue muy resistido política y pedagógicamente por la
comunidad educativa y por los maestros en particular. El 8 de febrero de 1969 se dio a
conocer, a través del diario La Prensa, un nuevo Proyecto de Ley, con modificaciones,
que la Secretaría de Cultura y Educación había presentado al Poder Ejecutivo y al
Ministerio del Interior para su estudio. En él se proponía la educación obligatoria desde
los seis años de edad hasta completar el segundo nivel de educación graduada, o
cumplir los catorce años de edad. Esta obligación podría cumplirse en forma privada o
en los establecimientos del sistema nacional de educación. ''La Nación y las provincias
extenderán progresivamente el límite de la obligatoriedad escolar conforme con las
posibilidades concretas de observancia”, concluía en su artículo 31.
En junio de 1969. Dardo Pérez Gilhou asumió como ministro de Cultura y
Educación e impulsó la aplicación de la escuela intermedia en la Capital Federal y en las
provincias de Buenos Aires, Entre Ríos, Santa Fe y San Luis. Laura Rodríguez señala
que cada jurisdicción siguió sus propios criterios de implementación: “en algunas
provincias se había adoptado un currículo de cinco «áreas» y en otras de cuatro: en San
Luis, el nivel intermedio duraba tres años y en Buenos Aires, cuatro, y así
sucesivamente”. José Luis Cantini ministro durante el gobierno de Levingston, sucesor
de Onganía habilitó en 1971 un Profesorado para el Nivel Intermedio en los institutos
de formación docente.

Buenos Aires fue la que incorporó más cantidad de escuelas y en 1970


declaraba haber comenzado, en 60 establecimientos, con los dos ciclos del
“nivel elemental: (primer a tercer grado y cuarto a quinto grado) y los dos
ciclos del nivel intermedio (sexto a séptimo grado y octavo a noveno).

Durante la gestión de Cantini se intentó relanzar la reforma integral de


educación a través del Plan Nacional de Desarrollo y Seguridad 1971/1975. Pero,
nuevamente, la iniciativa fue muy resistida y el ministro renunció en mayo de 1971.
Hubo intentos parciales de implementación de reformas por parte del ministro
siguiente, Gustavo Malek, pero, en un contexto de fuerte impugnación, terminó
disponiendo la suspensión de las medidas.

Algunos indicios para pensar la trama cultural


y educativa del período

Como venimos planteando, la Argentina experimentó, en las décadas de las


que se ocupa esta lección, un proceso de modernización social y cultural. Éste se
caracterizó por la expansión de los sectores medios, de la sociedad de consumo y de la
difusión de las comunicaciones, como el caso de la televisión. Se configuraron nuevas
pautas en el plano de las relaciones sociales, por ejemplo, a través de la generalización
del voseo en el trato. Se aceleró la transformación de las relaciones entre padres e hijos
y se divulgaron saberes psicoanalíticos (por ejemplo, la experiencia de Escuela para
Padres emprendida por Eva Giberti). Las relaciones entre géneros también se vieron
alteradas con el avance de la mujer en ámbitos de los que había estado históricamente
relegada. El uso de la píldora anticonceptiva modificaba las conductas sexuales. La
impugnación al orden establecido marcó ese tiempo social. Así fue como irrumpieron,
sucesiva o simultáneamente, la experiencia del movimiento hippie, la revuelta
estudiantil de mayo del '68, las luchas de descolonización en África y Asia y las
relecturas de la acción pastoral de la Iglesia a la luz de la Teología de la Liberación.
Uno de los temas en los que se expresó con más fuerza el debate sobre la
educación en el contexto de la modernización fue el enfrentamiento de posiciones
políticas en torno a lo que se conoció como el conflicto entre Laica o Libre.
A fines de 1955, siendo ministro de Educación Atilio dell' Oro Maini, el
gobierno de la Revolución Libertadora promulgó el decretoley 6403, cuyo artículo 28
establecía la posibilidad de que las universidades particulares o libres habilitasen el
ejercicio profesional de sus egresados, una atribución hasta el momento ejercida
exclusivamente por el Estado. Dicho artículo generó un debate intenso, que incluyó la
renuncia del rector de la UBA. José Luis Romero defensor del laicismo y la del propio
Ministro, de conocida orientación católica. Las autoridades gubernamentales
decidieron posponer su discusión hasta que se regularizara la actividad parlamentaria.
Cuando Frondizi ganó las elecciones, designó al frente del Ministerio de
Educación y Justicia a Luis Mc Kay, reconocido católico. En agosto de 1958, el gobierno
decidió impulsar una ley que autorizase a las universidades privadas a expedir títulos
habilitantes. Esa iniciativa hizo que se extendieran las movilizaciones de estudiantes
universitarios y secundarios, de docentes y de agrupaciones sociales, políticas y
religiosas. De un lado, enarbolando la tradición laica, se agruparon las tendencias
democráticoliberal, nacionalpopular y de izquierda, que consideraban al Estado como
el único responsable de la organización, planificación y control de la educación. Del
otro, se agruparon, principalmente, la Iglesia y sectores privatistas, que defendían la
educación libre, concebida como educación en manos de los particulares. Desde esta
posición buscaron hacer avanzar el principio de subsidiariedad, que sostiene que el
Estado debía impartir enseñanza cuando los particulares no alcanzaran a cubrir las
necesidades de educación. Hubo quienes gritaron “los curas a los templos, la escuela
con Sarmiento”. El grito de otros fue: “Laika, perra rusa” o “Laika ...go” en alusión al
nombre del can que la URSS lanzó al espacio en 1957 a bordo del Sputnik 2.
¿Quién debe educar? ¿Qué tipo de relación entre sociedad y Estado estuvo en
disputa? Como hemos visto en otras lecciones, esta ha sido una cuestión que se expresó
en diversos períodos, constituyendo un conflicto de larga duración en la historia de la
educación argentina.
Finalmente se aprobó la ley 14.557, conocida como ley Domingorena, que
autorizaba a que las universidades privadas expidieran títulos habilitantes bajo el
control del Estado. especificando a su vez que no podrían recibir financiamiento estatal
alguno. El triunfo del sector privado marcó un punto de inflexión en su avance en el
fortalecimiento de un sistema orgánico. Por otra parte, la derrota del laicismo, que
había articulado a diversos sectores, generó un clima de desazón. De todos modos, la
universidad pública sería el principal foco de renovación cultural hasta 1966, cuando la
dictadura de Onganía la intervino luego de la represión de la llamada Noche de los
bastones largos. Veamos el caso de la de Buenos Aires.
En la Universidad de Buenos Aires, la modernización estuvo asociada a tres
nuevas carreras: la de Psicología, la de Sociología y la de Ciencias de la Educación. Ésta
última y el instituto de Investigaciones de Sociología estuvieron dirigidos por el filósofo
italiano Gino Germani, quien desarrollaría sus trabajos dentro del campo de la
sociología. Bajo su dirección irrumpió la sociología moderna, de orientación
estructuralfuncionalista, de influencia norteamericana y fuertemente anclada en la
investigación empírica. La dupla sociedad tradicional/sociedad moderna y los grados
de desarrollo marcaron las preocupaciones que orientaban a las investigaciones del
instituto que él dirigió. El cientificismo inficionó el discurso sobre lo social y ello se
extendería a la reflexión educativa.
La formación de pedagogos en la UBA experimentó una transición de
posiciones espiritualistas hacia otras de corte funcionalista, en la línea de Germani. La
carrera de Pedagogía se transformó en Ciencias de la Educación y el espiritualismo
liberal sostenido por Juan Mantovani director del Departamento de Educación y
docente de la carrera fue cediendo lugar a las nuevas líneas teóricas que venían
madurando entre algunos de sus discípulos, particularmente en la figura de la
profesora Gilda Lamarque de Romero Brest.
Myriam Southwell observa que la lectura que hicieron de Germani algunos de
los educadores que incidieron en el discurso pedagógico de la época, estuvo atravesada
por la necesidad de encontrar modelos prescriptivos. Desde esa mirada, la planificación
se generalizó como herramienta funcional y fundacional, “presentada de manera
objetiva y garantizadora de resultados más exactos”. Una tendencia dentro del campo
educativo, impulsada por un discurso científico de la educación, promovió “La
explicitación obsesiva de objetivos, el fortalecimiento de la psicoestadística y la
psicometría”. desplazando el interés por pensar los fundamentos o los fines de la
educación. Estas intervenciones, concluye Southwell, a pesar de reivindicarse neutrales,
constituían sujetos y disfrazaban “relaciones de poder en procedimientos cuantitativos
y mediciones de toda índole”. Sin embargo, a pesar de que las ideas y las prácticas
derivadas de la pedagogía tecnocrática se introdujeron como elementos
modernizadores en las aulas, en éstas seguiría presente, a pesar de su desgaste, el
normalismo.
Más allá de la heterogeneidad de posiciones, las carreras de Educación fueron
traccionadas por el objetivo de formar “especialistas”. Así lo señala María del Pilar
López para el caso de la carrera de Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional
de Entre Ríos. Allí se promovían especializaciones de posgrado como “Política y
administración de la Educación con orientación en 'Conducción Central'; 'Conducción
Institucional'; 'Educación Diferenciada'; 'Educación a Distancia' y 'Acción Social por la
Educación'“.
En el plano de la industria cultural, un síntoma del proceso modernizador fue
la creación de la Editorial Universitaria de Buenos Aires (Eudeba). Fundada el 24 de
junio de 1958 y dirigida por Boris Spivacow durante el rectorado de Risieri Frondizi
este emprendimiento se desplegaba en uno de los contextos más fructíferos que
experimentó la Universidad de Buenos Aires. Eudeba fue un verdadero boom editorial
basado en una política de “libros para totos” a través de mecanismos novedosos de
distribución y de venta. Entre 1959 y 1962 vendió 3.000.000 de ejemplares, siendo su
mayor “éxito” editorial la edición del Martín Fierro ilustrado por Juan Carlos
Castagnino. que vendió 200.000 ejemplares. Según Gregorio Weinberg, ese éxito se
explica en parte por “los extraordinarios tirajes, con lo cual se satisfacían las
acrecentadas necesidades universitarias dada la explosión de la matricula”, pero
también por haber apuntado a un nuevo público “que esa misma política editorial a su
vez estaba generando”. Además, Spivacow dirigió, desde 1966 hasta su muerte, el
Centro Editor de América Latina, que publicó 5.000 títulos distribuidos en 77
colecciones. En 1980, la dictadura militar hizo arder gran parte de esas ediciones,
consideradas “sospechosas” en un baldío de la localidad bonaerense de Sarandí.

Maestros en la epifanía del progreso


En 1959, un informe de la UNESCO presentaba un panorama sombrío sobre el
estado de la educación en América Latina: la mitad de los niños en edad escolar de la
región carecían de los beneficios de la enseñanza primaria. Y entre las medidas que
podían remediar ese cuadro se señalaban la formación y el perfeccionamiento del
personal docente. “La profesión docente es una de las que más necesitan de
perfeccionamiento continuo e integral”, reconocía el informe, señalando también que
dicha formación “Debe mantener estrecha relación con los rápidos cambios sociales
que obligan a frecuentes ajustes del sistema educativo, y con el progreso de las ciencias
de la educación y de las técnicas pedagógicas “.
El perfeccionamiento, en sus finalidades y contenidos, debía comprender “el
cultivo de la personalidad del maestro, el enriquecimiento de su cultura y el progreso de
su técnica profesional”, porque “el maestro debe saber y saber enseñar, conocer a quien
enseña, en qué medio enseña y para qué enseña”. El informe subrayaba, también, que
la influencia social de la escuela era posible cuando actuaba coordinada con las
necesidades del medio en el que estaba inserta.
En 1962 se reunieron, en Santiago de Chile, los ministros de Educación y de
Planeamiento Económico de América Latina. Allí afirmaron la necesidad de “impulsar
el progreso económico para mejorar rápidamente las condiciones de vida y para que los
beneficios de este mejoramiento se extiendan a todos los sectores sociales”. La
educación tenía asignado un lugar central porque “los mejores planes de desarrollo
económico se frustrarían irremediablemente de no contar con hombres preparados en
las distintas esferas de la actividad humana y ese condicionamiento requiere
esencialmente, para que sea fecundo, sistemas educativos eficaces”.
En el marco de un modelo desarrollista que buscaba optimizar la formación de
recursos humanos, se inició un proceso de cambios para la formación de maestros.
Como sostiene Myriam Feldfeber, la Argentina se sumó a una tendencia mundial: la
profesionalización docente que se daba a través de la formación terciaria. Durante la
dictadura del general Onganía (19661970) y siendo secretario de Cultura y Educación
José M. Astigueta, “se suprimió mediante el decreto 8051/68 el ciclo de magisterio en
el nivel medio y se estableció la creación de bachilleratos orientados”, entre ellos el
Bachillerato con Orientación Pedagógica. En 1970, dicha Secretaría fue elevada al rango
de Ministerio y aprobó, mediante la Resolución 2321, un plan experimental de estudios
de la carrera de profesor de Nivel Elemental y la estructura y organización de los
institutos superiores de Formación Docente.
En su discurso en ocasión del centenario de la fundación de la Escuela Normal
de Paraná, el subsecretario de Educación Emilio Mignone expresó que “el programa de
formación, perfeccionamiento y actualización docente aspira a ser la respuesta
adecuada para la Argentina de la década del '70, de la misma manera que la Escuela
Normal de Paraná lo fue para la Argentina de hace un siglo”. Como sostiene María
Eugenia Barros, el título de profesor se presentaba asociado a “un valor social diferente
al anterior de maestro normal”. Se pensaba que el nuevo título de profesor reflejaría “la
intención jerarquizante y adquiría un status diferente en el contexto social argentino”.
El plan de estudios comprendía dos años de cursada y un cuatrimestre final de
residencia pedagógica. El primer año estaba compuesto por: Matemáticas, Lengua,
Teoría de la Educación, Historia de la Educación y Política Educacional Argentina,
Psicología Evolutiva, Planeamiento, conducción y evaluación del aprendizaje,
Administración y organización escolar, Taller Didáctico y un Seminario sobre realidad
económica regional. El segundo: Didáctica de la Lengua, Didáctica de la Matemática,
Ciencias Biológicas y su didáctica, Ciencias Físicoquímicas y su didáctica, Actividades
plásticas y manuales y su didáctica, Ciencias Sociales y su didáctica, Música y su
didáctica, Educación Física y recreación y su didáctica y un Seminario: Educación de
adultos o Educación preprimaria o Educación rural.

La liberación como superación del progreso

El optimismo del progreso desarrollista presentaba una contracara compleja,


porque el desarrollo económico y la democracia no iban necesariamente “de la mano”.
Según Guillermo O'Donnell, la sociedad argentina tenía dificultades para lograr un
crecimiento industrial integrado y ello se originaba no sólo en la agudización de la crisis
económica que complicaba la profundización de la industrialización, sino también en
dificultades políticas y sociales. En la década del '60, los sectores populares que se
habían activado durante el peronismo demandaban mayor participación en la
distribución del ingreso y en las decisiones sobre las políticas públicas. Las políticas
excluyentes del período, lejos de desactivar los reclamos populares, produjeron la
radicalización de las demandas.
En los conflictos argentinos también resonaban los que se sucedían en el
mundo. Los años '60 fueron tiempos cuestionadores de las formas establecidas. En el
diccionario social de la época, una de las palabras posiblemente más devaluadas fue
conformismo. Como venimos señalando a lo largo de la lección, fueron tiempos de
discusión, de denuncia y de acción sobre el status quo; de fuerte vocación historizante,
en la medida en que se desnaturalizaban las operaciones hegemónicas y se las
enfrentaba desde otras alternativas. Todo fue puesto en cuestión; la única certeza era el
porvenir.
En este sentido, Nicolás Casulla caracterizaba a los años '60 como un tiempo
contestatario, en cuyo transcurso fueron recuperados fuertes elementos utópicos de las
tradiciones emancipatorias de la modernidad. Un fenómeno mundial señalaba que se
manifestó en tres campos: como “rebelión política e ideológica estudiantil”, sobre todo
en los ámbitos universitarios, desde donde se cuestionaban los sistemas de enseñanza
hasta las políticas imperialistas; como “rebelión cultural en el campo de las costumbres,
de las normas y los modelos de vida”, que se expresó en la “emergencia del hipismo, del
feminismo, de la cultura psicodélica, del amor libre, del anarquismo, de la música
progresiva...”, entre otros, y como “procesos políticos o guerras de liberación
tercermundista”. Este último, vinculado a las luchas contra el racismo en Estados
Unidos, a las guerras de Argelia, Vietnam y Angola y a la revolución cubana, de fuertes
implicancias para América Latina. Años de rebeldía que también se expresaron en el
Mayo Francés del '68. Los obreros, los campesinos y la juventud aparecían entonces
como sujetos políticos claramente constituidos. Irrumpía una nueva izquierda que
denunciaba a Estados Unidos, pero también a las invasiones de la URSS a Polonia,
Hungría y Checoslovaquia.
En la Argentina, esa nueva izquierda surgía en el marco de la crisis del sistema
político, que se profundizó con el autoritarismo del onganiato. A partir de 1968 se
reordenó la antinomia tradicional peronismoantiperonismo. Como señalan Hilb y
Lutzky, esto se dio en los partidos políticos, en la comunidad universitaria, en el
sindicalismo, en la Iglesia católica y en otras comunidades religiosas. Numerosos
sectores de la sociedad, en particular los jóvenes, se acercaron al peronismo,
interpretando que un proceso de transformación social debía producirse con el pueblo y
éste era mayoritariamente peronista. La radicalización política se extendió a los
sectores medios urbanos.
La impugnación del autoritarismo de la dictadura de Onganía se articuló con la
crítica al imperialismo, que se expresaba en la expansión y en la incidencia que tenían
las empresas extranjeras en la economía argentina. La sociedad cada vez más
movilizada hizo una lectura radicalizada de la situación política y económica. Los
vientos de rebeldía, que estaban atravesando al mundo, soplaron como el pampero en
tierras argentinas. Algunas de las manifestaciones concretas de ese proceso se dieron
en el seno de la clase obrera, la Iglesia y los jóvenes.
En marzo de 1968, surgió de un congreso normalizador de la Confederación
General del Trabajo, la CGT de los Argentinos. De clara inspiración clasista, esta
organización que no fue reconocida ni por el gobierno ni por los opositores se puso al
frente de las movilizaciones de los trabajadores a la par que denunciaba a la burocracia
sindical. En agosto de ese mismo año, la Conferencia Episcopal Latinoamericana
(CELAM) se reunió en la ciudad colombiana de Medellín. Obispos de la región se
congregaron con la presencia del Papa Pablo VI, con el objetivo de aplicar las líneas que
había planteado el Concilio Vaticano II. Entre sus conclusiones, los documentos de
Medellín señalaban: “El episcopado latinoamericano no puede permanecer indiferente
ante las tremendas injusticias sociales [...] Un sordo clamor brota de millones de
hombres pidiendo a sus pastores una liberación que no les llega de ninguna parte”. La
opción por los pobres abría el paso a la Iglesia tercermundista que basaría su acción
pastoral y política en los principios de la Teología de la Liberación.
El estallido del Cordobazo, en mayo de 1969, fue un hito en la historia de las
luchas sociales en la Argentina. Obreros y estudiantes se alzaron contra la dictadura de
Onganía. Las universidades habían sido focos de oposición desde los inicios de esa
dictadura. La protesta estudiantil cordobesa se desató a partir del aumento en el precio
en los comedores universitarios y de la feroz represión desatada por el gobierno ante
sus reclamos. A ella se sumaron los obreros en defensa de sus derechos laborales, ante
la anulación por parte del gobierno de algunas de sus conquistas gremiales. La rebelión
iniciada en Córdoba una ciudad universitaria y la de mayor concentración industrial del
interior se extendió por todo el país y marcó el ocaso del proyecto de la “Revolución
Argentina”. También fue el inicio de un proceso de agudización de la protesta social y
de la lucha armada.
¿Qué repercusiones tuvo ese clima políticocultural en la docencia? En 1973, se
produjo un hecho notable en la historia del gremialismo docente, que cerraba un ciclo a
la vez que abría otro para su historia: la creación de la Confederación de Trabajadores
de la Educación de la República Argentina (CTERA). De ese modo encontraban
resolución dos cuestiones que habían atravesado de modo complejo la historia sindical
docente. Se producía la unificación y esta unificación se llevaba adelante en nombre de
una identidad en la que convergían los “docentes” en tanto “trabajadores”. ¿Cuál fue el
escenario previo a la constitución de la CTERA?
Juan Balduzzi y Silvia Vázquez identifican el período 19571973 como aquel en
el que tuvo lugar “la lucha por conseguir la sanción del Estatuto del Docente, el
desarrollo y crecimiento de sus organizaciones sindicales y los primeros intentos de
conformar una organización de alcance nacional”. Esos años estuvieron atravesados
por la disputa de dos modos de concebir a las organizaciones docentes: una de corte
profesionalista y la otra gremial. Sin embargo, las políticas educativas de la Revolución
Argentina fueron unificando las acciones de lucha y resistencia y acercando posiciones.
La creación en 1970 del Acuerdo de Nucleamientos Docentes (ANO), en Córdoba, fue
un momento de convergencia y un hito para el proceso de unificación.
La militancia gremial docente del período sintonizó con otras organizaciones
sindicales que tenían posiciones anti burocráticas y combativas y con el alto grado de
movilización social y política que estalló en la Argentina a partir del Cordobazo. Sin
dudas, ello favoreció el proceso de unificación gremial de trabajadores de la educación,
que buscó articularse con las luchas del conjunto del movimiento obrero.
Dicha unificación se dio finalmente con el Congreso realizado en Huerta
Grande (Córdoba) en agosto de 1973 y con el Congreso Unificador que se realizó un
mes después en la Capital Federal, en donde la CTERA se constituyó formalmente,
nucleando a más de 100 organizaciones docentes de todo el país. En la Declaración de
Principios de su Estatuto, la Confederación sostiene que la educación es un derecho de
todo el pueblo y un deber indelegable del Estado. Una educación que “debe ser común,
única, gratuita, obligatoria, no dogmática, científica, coeducativa y asistencial y contar
con los recursos necesarios, suficientes y permanentes”, ya que sólo así se podría
alcanzar “una real igualdad de oportunidades para todos, la que sólo puede tener plena
vigencia eliminándose las trabas sociales, económicas y culturales que la impiden”.
La identificación de los docentes como “trabajadores de la educación” fue el
resultado de un proceso que se desarrolló en simultaneidad con otros cambios. Además
de las políticas de modernización tecnocrática, se produjeron en un clima cultural de
ebullición política y experimentación pedagógica otros discursos, prácticas e
identidades con sentidos democratizadores e incluyentes.

Inclusión: sujetos y pedagogía

Si el lugar del docente fue un eje problematizador del imaginario


modernizador, otra cuestión central, que es necesario reponer para pensar la educación
del período, es la mirada que se construyó en torno a la infancia. Sandra Carli ha
señalado que durante este período se dio la convergencia de un conjunto de
condiciones que hicieron posible la articulación entre psicoanálisis y educación: “un
discurso profesionalizador de la docencia, el retorno del escolanovismo y la
coexistencia de las carreras de Ciencias de la Educación y Psicología para el caso de la
UBA”. Existían condiciones teóricas para establecer relaciones más amplias entre
psicología y educación que, como señala Carli, “llevaron a repensar la educación en dos
sentidos: como ámbito de aplicación de la psicología, o como lugar de interpretación
psicoanalítica”. Nuevos saberes y un nuevo vocabulario se fueron extendiendo.
La familia y la escuela pasaron a ser objeto de investigación para las nuevas
formas de configurar a la niñez. Valgan como ejemplos las producciones de Arminda
Aberastury e Isabel Luzuriaga, que Carli rescata como indicios para pensar la época. Si
por un lado Aberastury planteaba que el psicoanálisis ofrecía a la psicología evolutiva
un encuadre de límites para el ejercicio de la libertad en la educación de los niños, en la
producción de Luzuriaga puede detectarse el desplazamiento del psicoanálisis de niños
a los problemas de aprendizaje.
A lo largo de la década del '60, el cruce entre escuela nueva y psicoanálisis fue
especialmente fructífero. Algunas instituciones privadas se convirtieron en verdaderos
centros de experimentación de las innovaciones pedagógicas. Cabe señalar que la
producción de experiencias democratizantes y emancipatorias no estuvo destinada
exclusivamente a los hijos de los sectores medios urbanos y progresistas. Desde fines de
los '50, por ejemplo, se estaban ensayando diversas experiencias con niños y adultos
desertores, como la que llevó adelante el Departamento de Extensión Universitaria de
la UBA en la Isla Maciel dirigido por las pedagogas Amanda Toubes y Noemí Fiorito.
Otra experiencia fue el trabajo desarrollado en los Centros de Recreación de
Avellaneda, junto a las intervenciones del Servicio de Psicopatología del Policlínico de
Lanús, iniciada por Mauricio Goldemberg. Estas iniciativas se desarrollaron entre 1965-
66, durante el gobierno de Illia (1963-1966), que fue un período de reapertura
democrática para el campo educativo.
Un hito en el campo de la lectoescritura y su didáctica fue la aparición en 1962
de La querella de los métodos en la enseñanza de la lectura. Sus fundamentos
psicológicos y la renovación actual. En ese texto, Berta Braslavsky realizó una
interpretación histórica del desarrollo de los métodos sintéticos y los analíticos,
planteando el valor de incorporar, junto al análisis pedagógico y didáctico de la
lectoescritura, las dimensiones socioculturales y emotivas que atraviesan al
aprendizaje. La preocupación por la literatura infantil, sus alcances y su
caracterización, señala Cecilia Bettolli, fueron temas de investigación en instituciones
como el Instituto Bernasconi, el Instituto Summa y la Universidad Nacional de
Córdoba. En ese campo irrumpieron autoras como María Elena Walsh (con textos
como Tutú Marambá), María Granata, Beatriz Ferro, Syria Poletti y María Hortensia
Lacau, quien se destacó también en el campo de la didáctica. María Luisa “Mancha”
Cresta de Leguizamón fue otra de las investigadoras de la literatura infantil que
difundió obras literarias a través de Pajaritas de Papel. un programa de radio de la
Universidad de Córdoba.
Junto a la investigación pedagógica y la experimentación estética, en el
territorio de la infancia se cruzaron y pugnaron espacios enunciados provenientes del
psicoanálisis y de la política. Si en los inicios del período la política había sido
desplazada, a comienzos de los ‘70 los discursos se repolitizaron al imaginar nuevas
alternativas y experiencias en las que circulaban la militancia políticopartidaria, la
socialcristiana y la versiones “más radicalizadas” del psicoanálisis.
La educación de adultos fue otro territorio privilegiado para la imaginación
pedagógica incluyente. Posiblemente porque ésta, como agudamente observa Lidia
Rodríguez, ha sido, a lo largo de la historia de la educación, “un síntoma de
incompletud” de la promesa de la educación moderna. La presencia del adulto torna
visibles los límites del sistema para incorporar a la totalidad de los niños en edad
escolar.
En 1965 se inició el Programa Intensivo de Alfabetización y Educación de
Adultos durante la gestión del presidente Illia y del ministro Alconada Aramburú. Este
programa se había propuesto en primer lugar de acuerdo con las líneas de acción
planteadas desde la UNESCO la tarea de la alfabetización. Para ello se crearon centros
educativos fijos y móviles en todo el país. Durante la dictadura de Ongaína se instituyó
en 1968 la Dirección Nacional de Educación del Adulto (DINEA), dependiente de la
Secretaría de Cultura y Educación, los últimos años de la década del '60 fueron los de la
transición de una pedagogía desarrollista a una pedagogía de la liberación. Sin duda,
ese pasaje fue posible en el marco de las transformaciones ideológicas que se estaban
produciendo.
La alfabetización dejó de ser el objetivo excluyente de la educación de adultos:
también se promovía la educación compensatoria, la renovación y actualización de
contenidos, la integración de los adultos dentro de la comunidad y de la nación. Las
lecturas de Paulo Freire fueron estructurantes para muchos de los maestros de adultos
de este período. Como señala Rodríguez:

leen a Freire que propone partir del universo vocabular de los alumnos, e
instalar nuevas relaciones de poder en los vínculos educativos. [...] Ellos leen
al Freire que plantea la vinculación entre educación y liberación en términos
de imbricación profunda, constitutiva, entre escritura y lectura de la
palabra, y comprensión y transformación de la realidad.
En 1973, luego de 18 años de dictaduras y proscripción, asumió la presidencia
de la nación Héctor J. Cámpora. Bajo el ministerio de Jorge Taiana se planteó una
política de transformación. En el documento Bases para una política educativa del
adulto se hacía una fuerte crítica al imperialismo y al capitalismo liberal como los
causantes de la exclusión educativa de la clase trabajadora y de los adultos. La DINEA
debía generar un nuevo sistema, desde una concepción educativa que concientizara a
los “oprimidos” y los integrara plenamente a la realidad y a la cultura del pueblo. La
alfabetización sería un objetivo, pero no un fin en sí mismo. La nueva política se
proponía estructurar modalidades aceleradas, sistemáticas y no sistemáticas de
educación, de niveles correlativos al primario, secundario y terciario, promoviendo la
participación activa del educando en la programación, ejecución y evaluación del
aprendizaje y propiciando una formación totalizadora que superara el enciclopedismo.
La educación debía basarse en una metodología que tomara en cuenta la acción y la
experiencia del adulto, que fuera participativa y dialogal. “donde todos sean sujetos
creadores del proceso de aprendizaje y donde se valoren, fundamentalmente, las
formas de trabajo grupal”.
En el marco de la Campaña de Reactivación Educativa de Adultos (CREAR) se
abrieron centros de alfabetización y educación básica en todo el territorio argentino. La
educación estaba atravesada por la urgencia política y la búsqueda, de una
transformación social que se consideraba inminente. Las cartillas de alfabetización
planteaban freireanamente los momentos de “lectura y discusión en torno a un
problema planteado en una lámina, análisis y síntesis de la palabra generadora
correspondiente; y luego su escritura”. Las diez palabras nacionales eran tomadas del
discurso peronista: voto, delegaclo, compañero, sindicato, campesino, máquina,
trabajo, pueblo, gobierno y América Latina unida o domínada.
La educación de adultos se consideró prioridad junto con la educación
primaria en el Plan Trienal de Reconstrucción y Liberación Nacional 1974/1977, la
educación como derecho social recuperó su centralidad en el discurso estatal. Se
planteó al aprendizaje como un permanente diálogo entre el educador y el educando.
La escuela era vista como el núcleo fundamental de la enseñanza, como una matriz
educativa en la que los ciudadanos comunes, los grandes, los chicos y el mism0 Estado
fueran sus agentes protagónicos. Entre las prioridades a atender y a resolver esteban la
erradicación del analfabetismo, la disminución del semianalfabetismo, la expansión
gradual de jardines maternales y de infantes, la educación permanente, la capacitación
técnica, la educación agrícola, la universitaria y la orientada a las investigaciones de la
ciencia pura y aplicada que contribuyeran con el proceso de liberación nacional.
También se consignan la democratización de la enseñanza media, la incorporación del
indígena, la promoción de la educación en las zonas fronterizas, la integración
mediante la educación especial, la equiparación de derechos y obligaciones de los
docentes de todos los sectores, entre otros.
La Universidad de Buenos Aires se convirtió en 1973 en la Universidad
Nacional y Popular de Buenos Aires. Su rector, el historiador Rodolfo Puiggrós,
destacaba los esfuerzos que las facultades realizaban para nacionalizar y actualizar la
enseñanza. Se pusieron en discusión los contenidos y los métodos pedagógicos, se
planteó la incompatibilidad del ejercicio de la docencia universitaria con el desempeño
de funciones jerárquicas o de asesoramiento a empresas extranjeras y/o
multinacionales, la derogación de medidas restrictivas al ingreso, la vinculación de las
facultades con el mundo del trabajo y los trabajadores. Entre los objetivos de la
Facultad de Farmacia y Bioquímica, se planteó, por ejemplo, la creación de una planta
productora de medicamentos: en Odontología, un plan de prevención para la salud
bucal en barrios populares. Se crearon centros piloto de investigaciones aplicadas.
También el Instituto del Tercer Mundo. “Creemos que el Tercer Mundo debe asimilar la
cultura universal. Tienen que hacer suya la cultura de todos los tiempos y de todos los
orígenes, para crear la cultura del Tercer Mundo y hacer la cultura del siglo XXI”,
proyectaba Puiggrós.

Imágenes de la oscuridad

En ese marco de movilización política, una certeza se adueñó de importantes


sectores de la sociedad: la posibilidad de construir, a través de cambios revolucionarios,
otro mundo. Las expectativas que despertaba la llegada de Perón al gobierno en octubre
del ‘73 fueron tan esperadas como definitorias para el proceso político que se había ido
gestando desde el golpe del ’55. Los sectores y grupos no peronistas habían considerado
que tal vez Perón podía ser el único capaz de timonear las aguas en las que se agitaba la
sociedad argentina y conducir ese proceso. Pero su figura y el proyecto que debía
emprender fueron interpretados de modos antagónicos dentro del propio peronismo,
cuyo enfrentamiento interno entre sectores de la izquierda y de derecha se exasperó
hasta el estallido.
La muerte de Perón y la asunción a la presidencia de María Estela Martínez de
Perón, en 1974, aceleraron un proceso de derechización de la política del gobierno. Se
desarrolló una cruzada anticomunista en el terreno educativo que formó parte de una
operación más amplia destinada al conjunto de la sociedad. El nuevo ministro de
Educación, Osear lvanissevich que había ocupado esa cartera en el primer peronismo,
sostuvo que “la escuela argentina está enferma, gravemente enferma y propaga su mal”
y convocaba a luchar contra la “infiltración roja” a “las fuerzas aún sanas de la
República: padres, madres, maestros, profesores, fuerzas armadas, fuerzas policiales y
laborales”. La llamada misión lvanissevich fue una operación represiva, antesala de la
ferocidad que se iba a desatar a partir de marzo de 1976.
En ese contexto, donde aún no despegaban los “aviones de la patria” que iban
a tirar al mar a estudiantes y a obreros, a religiosos y a maestros, a intelectuales, a
políticos y a amas de casa, comenzaba a presagiarse un desenlace trágico. ¿Quiénes
serían sus victimarios? Los perpetradores de esos y otros crímenes, así como las
víctimas, habían sido educados en las escuelas argentinas. Todavía aquel horror no se
había desatado. Pero faltaba poco.
LECCIÓN 11
La noche más larga:
represión en el ámbito educativo

La penúltima lección nos coloca ante el desafío de transitar el período más


oscuro de la historia argentina. La dictadura cívico-militar que asoló al país entre 1976
y 1983 dejó marcas profundas en nuestra identidad colectiva, en los modos de
pensarnos como sociedad, en las formas en que recordamos nuestra historia reciente,
en los vínculos que establecemos con el Estado. El 24 de marzo de 1976 y el 10 de
diciembre de 1983 representan dos puntos de inflexión (de signo opuesto) en la historia
nacional. Sin embargo, para comprender las condiciones que hicieron posible la
implementación de las políticas represivas y discriminadoras desplegadas durante el
autodenominado Proceso de Reorganización Nacional hay que hundir la mirada en los
años previos al golpe de Estado, mientras que, para determinar sus alcances, debemos
indagamos sobre de qué manera algunos de los efectos de dichas políticas todavía hoy
repercuten en nuestra sociedad.
Durante las décadas del '80 y el '90, el Estado mantuvo una posición oscilante
y contradictoria acerca de lo ocurrido durante la dictadura. Por un lado, derogó la Ley
de Pacificación Nacional, conformó la Comisión Nacional sobre la Desaparición de
Personas, encargada de la redacción del documento Nunca más (1984), y promovió el
Juicio a las Juntas (1985). Esas políticas contribuyeron a elaborar un piso de verdad
histórica: el valor de la información reunida en el Nunca más y la condena a los
máximos responsables de los crímenes cometidos desde el Estado no representaron la
opinión de un sector de la sociedad, sino que constituyeron pruebas irrefutables sobre
las acciones estatales y paraestatales llevadas a cabo como parte de un plan sistemático
orientado al secuestro, desaparición y aniquilamiento de niños, jóvenes y adultos.
Decimos que fue oscilante y contradictoria porque, por otro lado, ese mismo
Estado condonó, bajo una fuerte presión de los sectores militares, a cientos de
responsables por los delitos cometidos durante la dictadura, a través de la sanción de
las leyes de Punto final (1986) y de Obediencia debida (1987), ambas durante el
gobierno de Raúl Alfonsín: y, por medio de los decretos firmados por el presidente
Carlos Menem, se indultó a los militares ya condenados por crímenes de lesa
humanidad en el Juicio a las Juntas. Estas medidas se tomaron en nombre de una
“política de reconciliación”, con la que se pretendió clausurar toda posibilidad de
revisar las acciones del pasado y ejercer justicia.
En 2004, ambas leyes fueron derogadas y los indultos, declarados
inconstitucionales. En una medida de alto valor simbólico y político, el 24 de marzo de
ese mismo año, el presidente Néstor Kirchner (2003-2007) pidió perdón en nombre del
Estado por los crímenes cometidos y promovió una serie de medidas que viabilizaron la
realización de los juicios a los represores.
En consonancia con estas decisiones políticas, en los últimos años tuvo lugar
un intenso proceso impulsado desde los organismos de derechos humanos, las
agrupaciones políticas, las comisiones barriales y por el propio Estado destinado a
elaborar un tipo específico de reflexividad denominado políticas de la memoria. Como
indica el equipo de Educación y Memoria del Ministerio de Educación de la Nación,
estas políticas fueron, originalmente, gestadas por los organismos de derechos
humanos durante la dictadura con el propósito de “denunciar los secuestros y reclamar
por la aparición con vida de los desaparecidos”, a los que, posteriormente, se sumaron
una enorme cantidad de “gestos de memoria” producidos por la sociedad argentina:
“placas recordatorias en barrios, plazas, escuelas, universidades, sindicatos;
intervenciones artísticas de diversos tipos [...] documentales, programas de radio,
producciones de material bibliográfico, entre tantas otras”.
En otras palabras, no se puede abordar este período como un acontecimiento
aislado. Por la proximidad de los hechos, y porque esos hechos comprometen nuestra
propia experiencia, este período requiere que estemos especialmente atentos a la
relación entre memoria e historia a la que nos hemos referido en la primera lección. En
un doble sentido. Por un lado, porque, como interroga León Rozitchner a propósito del
saldo de desapariciones y muertes que dejó la dictadura como su trágico legado,
debemos preguntarnos “¿Qué hubiera sido del presente si tanto sacrificio, tanta energía
resistente, tanto fervor y tantas ganas y hasta tanta belleza hubieran estado hoy vivas?”.
Por el otro, porque recuperando las palabras de Paul Ricoeur si nos remontamos a uno
de los orígenes etimológicos de la palabra memoria, más precisamente al hebreo, esta
no sólo significa “tú recordarás”, sino que también está asociada a un mandato: “tu
continuarás narrando”, Es en esta doble expresión en la que se cifra creemos una de las
tareas que debemos asumir como educadores y educadoras: recordar y seguir
transmitiendo.
Las formas de intervenir, participar y debatir en el campo de la educación
sufrieron una profunda y violenta reconfiguración durante la experiencia traumática de
la dictadura. Para Pablo Pineau, la dictadura representó “el principio del fin” de un
modelo educativo que, a pesar de sus vaivenes, había conservado hasta 1976 una serie
de rasgos distintivos: la principalidad del Estado como garante del derecho a la
educación, un sistema educativo altamente homogéneo que garantizaba el acceso
gratuito y la promesa de ascenso social a través de la escolarización de los sectores
populares, entre otros aspectos. Acaso por estas mismas razones, la dictadura identificó
al sistema educativo como un área de intervención privilegiada y a la escuela como “una
de las sagradas instituciones de la Patria”. Aun más: el régimen concebía al ámbito
educativo como el espacio donde se había difundido el “virus de la subversión” y,
simultáneamente, como el lugar sobre el que se debía intervenir para “interrumpir el
eslabonamiento de las ideas subversivas” y reponer “los valores de la moral cristiana,
de la tradición nacional y de la dignidad del ser argentino”, condiciones necesarias para
restablecer el orden en una sociedad que había perdido su rumbo.
En este sentido, la dictadura elaboró un diagnóstico sobre la crisis de la
escuela y propuso un proyecto para superarla. Este proyecto no supuso un conjunto
homogéneo de políticas ni tampoco implicó una serie de iniciativas totalmente
novedosas e inéditas. En esta lección procuraremos identificar los ejes del discurso
autoritario, con el propósito de analizar sus efectos en el campo pedagógico. Algunos
interrogantes nos guiarán durante el recorrido: ¿Cuál fue la orientación y el alcance que
tuvo el proceso de reestructuración política y económica durante la dictadura?
¿Quiénes intervinieron? ¿Qué condiciones lo hicieron posible? ¿Cuáles fueron las
políticas educativas implementadas y en qué fundamentos se basaron? ¿Cómo
afectaron la vida cotidiana en las escuelas y en el ámbito de la cultura? En un primer
momento, presentaremos las principales líneas políticas implementadas durante el
período 1976-1983, para luego focalizar en las características que tuvieron en el campo
de la cultura y la educación.
Una última salvedad. A lo largo de esta lección notarán que nos apoyamos
constantemente en el uso de comillas. Lo haremos con la intención de enfatizar que
determinadas expresiones deben ser leídas teniendo en cuenta el lugar desde donde
fueron enunciadas. Si bien esta aclaración se aplica a todos los períodos trabajados,
para éste es especialmente importante. debido a que los militares y civiles artífices de la
dictadura elaboraron y desplegaron en el plano discursivo una ficción de Estado
particularmente perversa. De hecho, ningún Estado funciona por pura coerción, sino
apelando a fuerzas ficcionales que legitiman sus acciones. En el caso del Proceso, sus
voceros elaboraron una serie de representaciones que, según Ricardo Piglia,
constituyen un “relato quirúrgico”: el relato de una sociedad enferma, en la que los
militares debían operar como “cirujanos” para “extirpar” los males que la acechaban.
Un discurso desde el cual se aseveró que un conjunto de ideologías extranjerizantes
habían “inoculado el virus de la subversión” en las aulas argentinas, una ficción que, al
mismo tiempo y con la misma fuerza encubría y revelaba la atrocidad del terrorismo de
Estado.

La noche más larga

La última dictadura se perpetró y fue posible a partir de la alianza mantenida


entre las fuerzas armadas, algunos sectores de la sociedad civil y los grupos económicos
concentrados. Por esa razón, hablaremos de una dictadura cívicomilitar y no militar a
secas. ¿Dónde se origina un golpe ele Estado'? Pilar Calveiro plantea que “los golpes de
Estado vienen de la sociedad y van hacia ella”, lo que no quiere decir, que la sociedad en
su conjunto deba ser representada como un “genio maligno” que las gesta, pero
tampoco como su “victima indefensa”. La última dictadura implementó con éxito una
cultura del terror que inmovilizó a la sociedad civil, conduciéndola a un estado de
infantilización (esto es, acotando o suprimiendo los derechos y libertades de la
ciudadanía) en el que estaba definido con claridad quiénes eran los que tenían derecho
a mandar y quiénes los que tenían que obedecer. Así, vastos sectores de la sociedad
padecieron sus políticas, mientras otros contribuyeron a crear y sostener el poder
golpista, autoritario y desaparecedor.
Las causas que explican la aparición de la dictadura también deben buscarse
en el plano internacional. Como hemos señalado en la lección 10, desde el final de la
Segunda Guerra el mundo entró en un período al que se denominó Guerra Fría, en el
que las dos principales potencias mundiales la URSS y los Estados Unidos se
disputaron el liderazgo global a través de dos modelos políticos y económicos
antagónicos. Para la política exterior norteamericana. América Latina representaba su
“patio trasero”, identificando en ella uno de los territorios donde se libraría la batalla
contra el comunismo. Con ese propósito, el ejército de los Estados Unidos intervino en
Latinoamérica y el Caribe creando en 1946 la Escuela de las Américas: un centro para el
entrenamiento de militares latinoamericanos en el que se formaron aproximadamente
60.000 soldados en las doctrinas de contrainsurgencia. Allí se capacitaron en la lucha
contra la subversión, entre otros, Roberto Viola, quien reemplazó a Videla al frente del
poder ejecutivo a partir de 1981.
Junto a la Escuela de las Américas, se llevó adelante la Operación Cóndor, con
el propósito de establecer mecanismos de cooperación entre las fuerzas armadas de los
Estados latinoamericanos. El principal objetivo de esa institución fue organizar grupos
de tareas para realizar operaciones de inteligencia, secuestro y tortura, y llevar adelante
operativos “contraterroristas”. En el caso argentino, ese rol lo desempeñaron los
militares vinculados al Batallón 601. Se trató, sin lugar a dudas, de un plan sistemático
para derrocar gobiernos democráticos e implantar, en su lugar, gobiernos dictatoriales
a lo largo y ancho del continente. Una mirada rápida sobre la región da cuenta del éxito
que tuvo esta política: en Chile, la dictadura de Pinochet se extendió entre 1973 y 1990:
en Bolivia, entre 1971 y 1978: en Uruguay, entre 1973 y 1985: en Honduras entre 1972 y
1982 y en Ecuador entre 1972 y 1979, para citar algunos de los países que las
padecieron.
En la madrugada del 24 de marzo de 1976, las Fuerzas Armadas
interrumpieron el orden democrático dando inicio a un proceso que descargó sobre la
sociedad la represión más brutal de la historia argentina. El primer comunicado de la
Junta Militar justificaba el derrocamiento de la presidenta María Isabel Martínez de
Perón (1974-1976) afirmando que se actuaba en nombre de “la defensa de la Patria”,
atendiendo al “cumplimiento de una obligación irrenunciable” que perseguía la
“recuperación del ser nacional”. Para legitimar la intervención, adujeron que en el país
imperaban el vacío de poder y la anomia social y construyeron un relato que, siguiendo
a Ricardo Piglia, contiene dos planos narrativos: la versión ficcional, en la que la
Argentina era una sociedad convaleciente y los militares llegaban (desde afuera, como
si no formaran parte de ella) para curarla y, al mismo tiempo, un relato en segundo
plano que denotaba lo que realmente estaba ocurriendo: una operación de cirugía
mayor, dolorosa y sin anestesia. Dicho de otro modo: el conjunto de metáforas
inventadas por los represores para ocultar su siniestro accionar terminó describiendo,
de manera bastante fiel, la realidad.
Una de las metáforas más recurrentes consistió en comparar al país con un
cuerpo humano bajo los efectos de un cáncer. Fluyendo indiscriminadamente por el
torrente sanguíneo de la sociedad, este cáncer amenazaba con disolver la esencia
misma de los valores “positivos y esenciales” del “ser nacional”. Estos valores,
defendidos fundamentalmente por las Fuerzas Armadas y las jerarquías de la Iglesia
Católica, debían volver a instaurarse en una sociedad que había sido desbordada por
ideologías que atentaban contra el “ser argentino ''. Para restablecer ese orden era
preciso reeducar a la sociedad. Estas alegorías no emanaban con exclusividad de las
bocas de los militares. Una compleja trama de complicidades y apoyos implícitos y
explícitos legitimaba las acciones desde distintos sectores de la sociedad civil. El
periodista Mariano Grandona, por ejemplo, se hacía eco de aquellos postulados
exaltando la alianza entre las instituciones que apuntalaban el nuevo régimen, por un
lado, e interrogando, por el otro:

¿Qué quedará en la Argentina sin la espada y sin la cruz? ¿Quién querrá


quedar en la historia como aquel que la privó de una de ellas? La Argentina
es católica y militar. Ninguna responsabilidad hay más alta en este tiempo
que el cuidado de esa ‘y’

La acción conjunta de las tres Fuerzas Armadas en el territorio nacional a


partir de la ocupación de las instituciones públicas fue definida y coordinada desde la
cúspide. La primera Junta Militar estuvo compuesta por los comandantes en jefe de las
tres fuerzas: Jorge Rafael Videla, Orlando Agosti y Emilio Massera. Desde ella se
planearon y dirigieron las principales líneas políticas que tenían como propósito llevar
adelante un proceso de “refundación nacional” estructurado sobre los siguientes ejes.

La implantación del terrorismo de Estado

Los miembros de las Fuerzas Armadas, que se consideraban a sí mismos


“salvadores de la Patria”, ejercieron el papel de disciplinadores de la sociedad. Tras
establecer el estado de sitio, dejar en suspenso al Poder Judicial e intervenir los
organismos estatales, crearon una red de centros clandestinos de detención,
desaparición y exterminio de personas, destinados a extirpar de la sociedad argentina
sus “elementos subversivos”. En el territorio nacional funcionaron aproximadamente
500 centros de estas características. Pero ¿qué entendían por subversión? La
subversión era un “flagelo” que atentaba contra los “valores occidentales y cristianos”,
ejes de la unidad nacional: su accionar se expresaba a través de ideas o prácticas que se
consideraban opuestas al orden establecido. Por lo tanto, la definición de “subversivo”
alcanzaba a las organizaciones políticas armadas, a cualquier tipo de militancia o
participación gremial, sindical, educativa o barrial, a todo grupo político y a los
organismos defensores de los derechos humanos, que expresaran su desacuerdo con el
régimen.
Para el Proceso, el “virus de la subversión” había logrado inocularse en todos
los ámbitos: la cultura, la política, el sindicalismo, el periodismo y, por supuesto, las
instituciones educativas. Estas últimas eran consideradas un punto sensible para
detener el eslabonamiento ideológico sembrado por el “accionar subversivo”. Desde la
perspectiva de la dictadura, los jóvenes eran particularmente proclives a involucrarse
con la prédica marxista o con las reivindicaciones del campo nacional y popular. La
implantación del terrorismo de Estado en el ámbito educativo fue un eje de las políticas
represivas desplegadas por el Estado entre 1976 y 1983. En ese sentido, el testimonio
del represor Acdel Vilas resulta elocuente:

hasta el momento presente sólo hemos tocado la punta del iceberg en nuestra
guerra contra la subversión. Es necesario destruir las fuentes que alimentan,
forman y adoctrinan al delincuente subversivo, y esas fuentes están en las
universidades y en las escuelas secundarias.

Volveremos sobre ello más adelante.

La reestructuración del modelo económico

Las medidas económicas promovidas por los gobiernos peronistas y


desarrollistas habían privilegiado el desarrollo industrial como eje del crecimiento
social, favoreciendo la organización del movimiento obrero y el fortalecimiento de sus
instituciones. Ambos fueron variantes del modelo de Estado benefactor, un modelo
preocupado por garantizar un nivel de inclusión social y un estándar de vida para sus
ciudadanos a través de la sanción de leyes sociales y de la implementación de
mecanismos de protección económica para sus trabajadores. Para los portavoces de los
sectores económicos aliados con la dictadura, la intervención estatal en la economía
durante las décadas previas al golpe había generado un modelo artificial de crecimiento
que era preciso reestructurar.
En materia de política económica, la dictadura fijo un rumbo opuesto. A partir
de la implementación de las recetas neoliberales, se buscó favorecer los intereses de las
grandes empresas transnacionales a través de la libre circulación de bienes, capitales y
servicios. El economista José Martínez de Hoz, quien se desempeñó como ministro de
economía entre 1976 y 1981, sería uno de los principales responsables de implementar
este modelo. Desde su Ministerio se impulsó un conjunto de medidas orientadas a
instituir al mercado como mecanismo exclusivo de asignación de recursos, al tiempo
que se lanzaban críticas hacia las industrias “artificiales” aquellas que habían sido
creadas al amparo del Estado y al “excesivo” intervencionismo estatal. La alianza entre
los sectores económicos concentrados nacionales y los extranjeros apuntaló el
fortalecimiento del capital financiero. Estas medidas se conjugaron con la persecución
y el ataque sistemático al movimiento obrero, un intenso proceso de desinversión y
desindustrialización, la prohibición del derecho a huelga y la intervención de los
sindicatos y las confederaciones obreras y empresarias
La acción en el campo de la cultura

Las políticas vinculadas a la salud, la vivienda, la cultura y la educación fueron


objeto de severas reformulaciones. De un modo particular, las Fuerzas Armadas
montaron una inmensa burocracia estatal con el objetivo principal de controlar,
censurar y erradicar todo emprendimiento o movida cultural que cuestionara los
preceptos morales que se buscaba inculcar. El ataque al campo de la cultura fue
decidido y brutal, y no respondía a decisiones aisladas o “irracionales'', sino que
formaba parte de un plan sistemático de control sobre el universo cultural, en el cual
participaron abogados, sociólogos y especialistas en distintas áreas del conocimiento.
Durante esos años, se prohibieron y censuraron publicaciones de diversa
índole: libros, canciones, obras de teatro, películas y revistas. Uno de los ejemplos más
claros fue la incineración de 24 toneladas de libros de la editorial Centro Editor de
América Latina en 1980, en un baldío de Sarandí, en la provincia de Buenos Aires. A
través de la Operación Claridad, un operativo llevado a cabo desde el Ministerio de
Educación para vigilar, espiar e identificar los “focos subversivos” que anidaban en el
ámbito de la cultura y la educación, se coordinó la censura de libros de texto, la
confección de listas negras con los nombres de los escritores prohibidos (entre muchos
otros, Haroldo Conti, Héctor Germán Oesterheld y Rodolfo Walsh) y la clausura de
editoriales. Pero su función no fue sólo la de censurar: también se planificaron y
coordinaron acciones de producción cultural, educativa y comunicacional en sintonía
con los intereses de los sectores en el poder. Uno de los ejemplos más claros, en este
sentido, fue la revista Billiken, una revista que, como destaca Paula Guitelman,
“circulaba en el ámbito del hogar y también en el de la escuela” y cuya línea editorial
privilegiaba cuestiones como “la tradición, la soberanía, la preservación de la pureza del
ser nacional, así como la restauración de los principios de obediencia, orden, jerarquía,
autoridad”.
En este marco, ¿cuáles fueron las políticas educativas implementadas durante
el período y sobre qué fundamentos se basaron? Para poder ensayar una respuesta,
abordaremos este punto a partir de dos perspectivas que contribuyen al análisis del
periodo: las tendencias políticopedagógicas que identificó Cecilia Braslavsky y las
estrategias que conceptualizó Pablo Pineau sobre este período.

Tendencias en la educación

El desenvolvimiento del sistema educativo durante las primeras siete décadas


del siglo XX, con excepción de algunos años, estuvo marcado por una clara tendencia
hacia la expansión. Esta tendencia se interrumpió a partir del golpe. En 1976 existían
en el país 6.208 jardines de infantes, 26.304 escuelas primarias y 4.887 colegios de
enseñanza media, Sin embargo, En 1982, hacia el final de este período, los jardines
alcanzaban los 7.345 establecimientos, las escuelas primarias los 23.034 edificios y los
colegios, 4.896. En sentido contrario, los alumnos de la escuela primaria habían
aumentado significativamente: de 3.601.234 en 1976 a 4.382.351 en 1982. En otras
palabras, ante el aumento del 21.6% de la población escolar de primaria, la existencia
de establecimientos se redujo en un 13%. Ya hemos hecho referencia a algunos datos de
contexto, ahora intentaremos ofrecer algunas interpretaciones sobre el sentido de estas
tendencias.
La dictadura condujo un proceso de reestructuración profunda del sistema
educativo argentino. Su objetivo principal fue remover los elementos democráticos que
habían caracterizado a la educación pública para substituirlos por otros que
privilegiaran los intereses particulares de determinados sectores sociales. Como
señalamos en la lección 10, desde la segunda mitad de los años ‘50 la educación había
sido objeto de numerosas reformas que, de manera más o menos encubierta, aspiraban
a afectar la principalidad del Estado. Sin embargo, no se habían registrado acciones de
la envergadura de las que tendrían lugar durante la década del ‘70, cuando la ofensiva
contra las bases del modelo educativo inclusivo se desplegó con un alto nivel de
efectividad.
En este sentido, Alejandro Vassiliades señala que la dictadura se propuso
“redefinir el papel del Estado respecto del sistema educativo” procurando alcanzar “una
mayor eficiencia, que dejara atrás la excesiva burocratización y la supuesta ineficacia
estatal”. Uno de sus principales ejes, la política de descentralización, se apoyaba en las
fuertes críticas a la educación escolar organizada centralmente desde las instancias
estatales que, como advierte Vassiliades. '“ya reconocían antecedentes desde 1956 y en
particular en la iniciativa de reforma escolar impulsada por la dictadura del General
Onganía”.
La orientación general de la política educativa de la dictadura, con algunos
matices, se guio por criterios y valores que según Cecilia Braslavsky presentaban
aspectos elitistas, oscurantistas, neoliberales, eficientistas y autoritarios. Estas
tendencias no actuaban de manera autónoma unas respecto de las otras, sino de forma
articulada y complementaria, ajustándose a los lineamientos de dos concepciones
políticoeducativas: la primera afirmaba que la educación pública debía ser reorganizada
en función de los preceptos de la doctrina católica: la segunda, que la educación pública
debía ser reestructurada privilegiando el rol subsidiario del Estado.
¿A través de qué medidas se llevó adelante esta transformación?
Fundamentalmente, a través de la militarización del sistema educativo, la
descentralización del gobierno de la educación y la implementación del principio de
subsidiariedad.
En primer lugar, la dictadura acentuó los rasgos autoritarios del sistema
educativo, introduciendo los criterios de la lógica militar en la conducción de la
educación. Carolina Kaufmann señala que la militarización del sistema educativo
“clausuró la posibilidad de mantener debates pedagógicos, exacerbando la organización
verticalista del sistema”. Esta lógica, que ya había sido implementada en otras etapas
históricas de la educación en la Argentina, dificultó la participación de la comunidad en
los asuntos educativos, ensanchó el distanciamiento entre la cultura escolar y la cultura
extraescolar, introdujo pautas de control ideológico en las pruebas de ingreso a la
docencia y en la promoción a los cargos superiores y, en su punto máximo de
agregación, desató la persecución física e ideológica de docentes y alumnos. Con estas
medidas se pretendía amoldar los valores que debía transmitir la escuela al objetivo de
constituir una sociedad disciplinada y despolitizada.
Los docentes que resistieron este modelo padecieron las consecuencias. La
discriminación ejercida contra los 8.000 docentes cesanteados se combinó con otras
acciones represivas: el movimiento gremial docente fue duramente perseguido y
castigado. Sus principales referentes fueron asesinados o desaparecidos: Marina Vilte,
Eduardo Requena y Francisco Arancibia se cuentan entre ellos. Muchos otros sufrieron
el exilio interno, debieron refugiarse en el ámbito de la educación privada o cambiar de
trabajo. A pesar de ello, es importante mencionar que algunos docentes sostuvieron,
muchas veces en sus propias aulas o en espacios semiclandestinos, prácticas político-
pedagógicas de resistencia.
En segundo lugar, con la excusa de combatir la excesiva burocratización del
sistema y de lograr un manejo más eficiente de los recursos educativos, se implementó
una política de descentralización del sistema educativo. En 1978, a través de la sanción
de la ley 24.049, tuvo lugar la transferencia compulsiva de las escuelas primarias -
creadas por la ley Láinez a partir de 1905- de la órbita nacional a las jurisdicciones
provinciales, sin considerar propuestas alternativas, como la transferencia paulatina o
la introducción de modificaciones en el régimen de coparticipación federal. Así, la
gestión, el personal docente y los alumnos de aproximadamente 6.200 escuelas
primarias que habían pertenecido históricamente al Estado nacional quedaron bajo la
égida de las provincias. Este proceso de descentralización se implementó sin dotar a
cada jurisdicción de los recursos humanos y financieros necesarios para garantizar su
gestión. Por esa razón, las jurisdicciones que contaban con menores recursos se
encontraron en peores condiciones para garantizar la enseñanza primaria pública,
profundizándose la fragmentación del sistema educativo.
¿Cómo se llegó a la implementación de medidas tan drásticas? La respuesta
requiere rastrear los diagnósticos que, en las décadas previas, los gobiernos
precedentes habían efectuado sobre el problema del financiamiento educativo. En el
período 1966-1973, bajo el influjo de una lógica según la cual la educación resultaba
una “inversión rentable”, se sostuvo que los recursos debían ser incrementados y que
debía estimularse la acción del sector privado. En el período 1973-1976, por el
contrario, se hizo fuerte hincapié en la concepción según la cual la educación
representaba un derecho social indispensable que el Estado debía garantizar. Durante
el ministerio de Jorge Taiana (1973-1974), se puso especial énfasis en asumir esta tarea
a través de una adjudicación preferencial de recursos al sector público, tal como lo deja
entrever el Plan Trienal, elaborado para el período 1974-1977. En dicho plan se
elaboraron políticas siguiendo los principios de la justicia redistributiva, que abarcaban
desde el reparto gratuito de la copa de leche hasta la reforma de contenidos en el
currículo. Muchas de estas medidas fueron interrumpidas por la gestión del ministro
lvanissevich a partir de agosto de 1974, com0 ya mencionamos en la lección 10.
Tras el golpe, el diagnóstico sobre el financiamiento educativo realizó un
profundo viraje. Desde ese momento, el eje se colocó en los problemas presupuestarios
derivados de la ineficiencia en el gasto. Para gastar mejor, era requisito reemplazar los
criterios que defendían la principalidad del Estado y dar lugar a los argumentos que
reclamaban un modelo subsidiario en materia educativa. Así lo expresó Llerena
Amadeo planteando no sin algún titubeo que “Quizá el problema esté en que lo que
Argentina está invirtiendo en educación no se gasta bien”: para concluir afirmando que
“con una correcta racionalización del presupuesto no sé si el asunto caminará (sic),
pero sí sé que tendremos más plata ''. En sintonía con este criterio, se fomentó la
participación de la comunidad educativa en las escuelas con el propósito de generar
recursos que colaboraran con el mantenimiento de la infraestructura escolar y comenzó
un paulatino proceso de arancelamiento de la enseñanza estatal que se inició con el
pago de los estudios universitarios.
En tercer lugar, y en sintonía con el punto anterior, el Estado asumió un rol
subsidiario, otorgándole al sector privado una mayor injerencia sobre los asuntos
educativos. El principio de subsidiariedad, como ya señalamos en otras lecciones.
consiste en promover el derecho a enseñar por sobre el derecho a recibir educación. De
esta forma, se hizo lugar a una demanda histórica del sector privado y de la Iglesia
católica y, consecuentemente, se desfinanció y redujo la educación pública. Una suerte
similar corrieron las universidades nacionales, que fueron aranceladas o bien
clausuradas, y muchos de sus docentes, cesanteados. Como consecuencia, el sistema
educativo argentino fue reconfigurado sobre la base de un modelo excluyente y de una
matriz expulsiva que afectó principalmente a los sectores populares.
Los ministros de educación que condujeron este proceso fueron Ricardo
Bruera, Juan José Catalán, Juan Rafael Llerena Amadeo, Carlos Burundarena y
Cayetano Licciardo. Si bien la gestión de cada uno tuvo su impronta, en todas ellas
puede detectarse una combinación de discursos autoritarios y elitistas. En el caso de los
ministros Ricardo Bruera y Llerena Amadeo, sus enfoques pedagógicos descansaban
sobre los principios de la pedagogía personalista también conocida como perennialismo
pedagógico. Esta concepción de la educación se basaba en la existencia de verdades
eternas, en los dogmas religiosos y en las premisas elaboradas por el pensamiento
educativo tradicional.
El personalismo pedagógico fue difundido entre los docentes a través de la
vasta obra del pedagogo español García Hoz. Como señala Laura García. Víctor García
Hoz estaba identificado con el primer franquismo y era miembro del Opus Dei. Entre
otras ideas, García Hoz era un abierto defensor “de la inclusión de la enseñanza católica
en todos los niveles”, al tiempo que “proponía la separación de los sexos en todo el
sistema educativo y el dictado de materias específicas para varones y mujeres”.
Como señala Adriana Puiggrós, esta concepción pedagógica “se caracterizó por
una bizarra articulación entre libertad individual y represión”. En efecto, Ricardo
Bruera sostenía que las metas defendidas por esta tendencia pedagógica eran la libertad
expresiva de los alumnos, la participación y la consagración de “los ideales por sobre la
censura”, pero aducía que, para poder alcanzar esas metas, resultaba indispensable,
previamente, “la restauración del orden en todas las instituciones escolares”. Sin orden,
no hay libertad: así concebía Bruera las “presentes circunstancias”, para colocar el
énfasis en una versión espiritualista que exaltaba la educación como un medio de
realización personal, individual y trascendente, y que, por esa misma razón, enseñaba a
desconfiar de las motivaciones “condicionadas por el exterior” y a colocar la atención en
el proceso de realización interior.
Junto a la militarización, la descentralización y la subsidiariedad, tuvo lugar el
deterioro del salario docente, cuya consecuencia principal según advierte Cecilia
Braslavsky fue la aceleración del proceso de segmentación interna del sistema
educativo nacional. Un buen ejemplo de ello fueron los distintos tipos de remuneración
que percibían los docentes primarios por las mismas tareas, según la dependencia y
jurisdicción en la que se desempeñaran.
En el plano micropolítico de las instituciones y del aula, la educación pública
fue objeto de una serie de acciones destinadas a ejercer un fuerte control ideológico. A
través de la censura y la persecución, los ministros de educación de la dictadura
llevaron adelante una batalla cultural contra las “ideologías extranjerizantes”. Así lo
sostuvo Juan Llerena Amadeo, cuando espetó que “Las ideologías se combaten con
ideologías y nosotros tenemos la nuestra”. En ese contexto, muchos docentes
comenzaron a percibir cómo todo acto que realizaban se convertía en signo, y cada
gesto podía “delatarlos”. Los elementos oscurantistas y elitistas, a los que hacía
mención Braslavsky, se combinaron para elaborar una pedagogía de la sospecha, según
la cual todo y todos eran potencialmente subversivos. El ejercicio del control pronto se
difundió por toda la sociedad; Guillermo O'Donnell señalaba cómo la difusión de un
“estado de sospecha permanente” había favorecido la aparición de kapos en múltiples
espacios públicos y privados de la sociedad: ciudadanos que ejercían un fuerte control
sobre lo que hacían y lo que dejaban de hacer otros ciudadanos. En otras palabras: “la
sociedad se patrulla a sí misma”. concluía O'Donnell.
En paralelo, se pretendió horadar los dispositivos institucionales que
garantizaban el principio de igualdad de oportunidades, atacando incluso los aspectos
meritocráticos presentes en el sistema educativo y promoviendo su elitización. El
ministro Juan José Catalán afirmaba que “El sistema de vida democrático, igualitario,
abierto, libre, ha sido socavado por la aparición de las masas”. Y concluía sosteniendo
que “falta un elemento sustancial, una lúcida clase dirigente que señale a la Argentina
sus objetivos, que fije las medidas para lograrlo y que transmita a toda la población los
influjos políticos para dirigir a la Nación”.

Estrategias: identificar y depurar al infiltrado

Repasemos lo expuesto hasta el momento: los diagnósticos oficiales sobre el


mundo de la cultura y la educación partían de una concepción organicista, según la cual
la sociedad estaba infectada por el virus de la subversión. Para detener el “virus” de la
subversión se requerían medidas drásticas que fueran al corazón del asunto. En
consecuencia, la dictadura fijó como objetivo prioritario destruir, las fuentes que
“alimentan, forman y adoctrinan” al “delincuente subversivo”. Pero ¿dónde se
encontraban esas fuentes?
Como señalamos, las tendencias reseñadas subsidiariedad, descentralización y
autoritarismo no se implementaron de manera autónoma, sino que se combinaron y
actuaron en el plano institucional a través de dos estrategias que se diseminaron a
través de una infinidad de prácticas.
Las tendencias presentadas debían instituir nuevas prácticas en el campo de la
educación. Para ello, no alcanzaba con definir los problemas, era requisito puntualizar
cuáles eran los medios más apropiados para encauzarlos y darles solución. Se trata de
un punto central ya que, al plantear la remoción de los elementos democratizadores de
la educación pública, la política educativa de la dictadura alcanzó a redefinir una
concepción, ciertas prácticas y un vocabulario que intervendrían en la modernización
del sistema educativo. Para poder desarrollar este argumento, resulta sumamente útil
recuperar aquí el análisis de Pablo Pineau, quien distingue dos estrategias desplegadas
por la dictadura para incidir en la reconfiguración del sistema educativo: la estrategia
represiva y la estrategia discriminadora.

la estrategia represiva

Esta estrategia fue impulsada por grupos ligados a las posiciones más
tradicionalistas dentro del campo cultural, que fijaron como objetivo principal
restablecer los “valores perdidos. Según el diagnóstico de los grupos conservadores,
“valores” como el rigor, el orden y la disciplina -otrora ponderados positivamente por la
sociedad habían perdido prestigio en las últimas décadas. La principal razón de esta
desvalorización la hallaban en los discursos y las prácticas educativas surgidas al calor
de la renovación cultural y política de los años '60 y '70, donde se habían promovido y
difundido novedosas articulaciones entre educación y política, resignificando el
concepto sarmientino de “educación popular”. Cuando, a la luz de las ideas elaboradas
por la pedagogía de la liberación, se estimulaba la democratización del conocimiento y
se convocaba a reemplazar una concepción asimétrica de la relación docentealumno,
por el establecimiento de vínculos dialógicos entre ambos.
La censura de libros, la persecución física e ideológica de sus autores y la
clausura de editoriales también formaron parte de la estrategia represiva. Todo libro
fue objeto de un férreo control ideológico, incluyendo a la literatura infantil y la Biblia.
Entre los libros cuya prohibición fue considerada paradigmática podemos mencionar:
los cuentos El caso Gaspar, de Elsa Bornemann, que fue prohibido por relatar la
historia de un niño al que se le había ocurrido caminar con las manos, y La Torre de
Cubos, de Laura Devetach, que fue acusado de promover la fantasía de un modo
ilimitado; el libro de Augusto Blanco, El pueblo que no quería ser gris, donde se
narraba la historia de un pueblo que se oponía a la decisión del rey de pintar todas las
casas de un mismo color, que fue censurado por el decreto N º 1888 del 3 de
septiembre de 1976, y el libro infantil Cinco dedos, escrito en Berlín Occidental y
publicado por Ediciones de la Flor, donde se retara la historia de una mano verde que
perseguía a los dedos de una mano roja y ésta, para defenderse del ataque, se unía y
formaba un puño colorado, que fue prohibido en febrero de 1977 argumentando que
presentaba una clara finalidad de “adoctrinamiento” preparatoria para la tarea de
“captación ideológica”.
El control recayó también en el empleo de determinadas palabras:
proletariado, liberación, explotación y capitalismo fueron objeto de censura. El
despliegue de la estrategia represiva no acababa allí. La política educativa de la
dictadura también avanzó en la definición de los modos correctos de comportarse
durante el tiempo libre, sobre los modos de vestir -en los colegios estaba expresamente
prohibido a los varones llevar barba y el pelo largo y sobre otros aspectos de la vida
extraescolar. La difusión de estas pautas se desarrolló, en particular, a través de las
materias Formación Moral y Cívica (materia que sustituyó a ERSA Estudio de la
Realidad Social Argentina) y de una serie de seminarios de capacitación docente donde
se planteaba, por ejemplo, cómo debía hacerse un “correcto uso” del tiempo libre.
También se procuró instruir a los docentes para que fueran capaces de
identificar a los elementos “subversivos” presentes en las instituciones educativas. En la
gestión del ministro Juan José Catalán se confeccionó un documento que puso especial
énfasis en este asunto, el folleto Subversión en el ámbito educativo: conozcamos a
nuestro enemigo, a partir del cual se caracterizaba a las agrupaciones políticas, sus
estrategias y sus reivindicaciones, y se alentaba a la comunidad educativa a
identificarlos y delatarlos. En sus páginas se describía la manera de actuar de la
“subversión” en el sistema educativo, sobre todo en el nivel universitario. El documento
se detenía, por ejemplo, en describir una larga lista de expresiones lanzadas por
estudiantes y profesores a las que califica de “subversivas”: “Por la libertad de los
obreros y estudiantes presos”. “Tal profesor no aprobó a tantos alumnos” o “No se
realizan cursos nocturnos para los que trabajan”, entre otras.

La estrategia discriminadora

Por su parte, esta estrategia fue impulsada por grupos ligados a una
concepción “modernizadora tecnocrática”, que con una visión “despolitizada” y aséptica
de los problemas pedagógicos y una concepción netamente competitiva de la sociedad,
promovieron la incorporación de concepciones elitistas, neoliberales y eficientistas en
el terreno educativo. Sus acciones estuvieron orientadas a desarticular los dispositivos
históricos que permitieron la existencia de la educación común, cuyos principales
rasgos presentamos en la lección 7. En el mediano plazo, estas tendencias favorecieron
la segmentación del sistema educativo. Cecilia Braslavsky hablaba de “circuitos
diferenciados de educación” para dar cuenta del modo en que las políticas autoritarias
habían desarticulado el modelo educativo forjado a partir de la sanción de la ley 1420.
Lo explicaba de la siguiente manera: la propuesta formativa de un sistema educativo
puede tender a la unidad o a la diversidad. Cuando ocurre lo primero, el Estado
garantiza una “prestación de iguales oportunidades educativas para toda la población”;
cuando ocurre lo segundo, en cambio, la prestación del servicio educativo varía
enormemente y se establece según la capacidad que tienen los diferentes grupos
sociales de presionar por recibir dicha prestación.
En efecto, la dictadura favoreció, a través de la descentralización y de la
implementación del principio de subsidiariedad, la construcción de circuitos educativos
diferenciados en los que se podían percibir notables asimetrias en torno a la calidad del
servicio educativo ofrecido, a la capacidad de retención de la matrícula, al
financiamiento y a los recursos materiales y edilicios. Es importante señalar que esta
tendencia, como parte de la estrategia discriminadora, no procuraba llevar adelante
una política de tierra arrasada; lo que buscaba era restablecer las jerarquías sociales
preexistentes y garantizar su continuidad a lo largo del tiempo. En definitiva, la
estrategia discriminadora tuvo un carácter marcadamente prospectivo, que pretendía
instituir un nuevo perfil al sistema educativo, acorde con un modelo de sociedad
sustentado sobre los principios conservadores.
En síntesis: ¿quiénes y a través de qué medios implementaron esta estrategia
discriminatoria? Estas estrategias fueron concebidas e implementadas según Pablo
Pineau por grupos que se inscribían dentro de una tendencia modernizadora de corte
tecnocrático. La implementación de esta concepción tuvo, como principal efecto sobre
el sistema educativo, la desarticulación de los dispositivos homogeneizadores
favorables a la democratización social presentes en la escuela argentina y su
reconfiguración en un sistema educativo fuertemente fragmentado, a través de circuitos
diferenciados de acuerdo con los distintos sectores sociales.
Entre las estrategias discriminadoras más importantes, Juan Carlos Tedesco
identificó una política de “vaciamiento de contenidos” de la propuesta curricular. ¿En
qué consistió ésta? Básicamente, estableciendo que los alumnos debían retardar al
máximo algunos aprendizajes, alegando que, como todo proceso de aprendizaje es
“eminentemente individual”, por consiguiente, estaba limitado por la maduración
psicológica de cada niño. En suma: si el hecho educativo estaba determinado
previamente por la capacidad madurativa del niño, y esta capacidad podía establecerse
en términos de estados (a partir de una lectura sesgada de la teoría de Piaget, elaborada
por el psicólogo Antonio Battro), por lo tanto, los maestros y sus métodos por buenos
que fueran no podían incidir o alterar la mejora del aprendizaje. El determinismo de
base biologicista retornaba a las aulas argentinas después de medio siglo.
Así, los contenidos que formaban parte de la caja curricular estaban
determinados por las “posibilidades de aprendizaje” y estas, a su vez, estaban sujetas a
las etapas evolutivas. Uno de los ejemplos más claros de dichas concepciones
pedagógicas fue el diseño del currículo de la ciudad de Buenos Aires, elaborado en 1981.
Los objetivos para los alumnos que ingresaban al primer grado de la escuela primaria
se acotaban, siguiendo este modelo, a escribir grafemas que respondieran a un solo
fonema. Los libros de texto para el primer grado de la escuela primaria fueron
reelaborados aplicando un modelo conocido como el “currículo de las 13 letras ''. Las
oraciones que se empleaban sólo podían ser escritas con las letras A D E I L M P N
O T U S Y. La escasez de recursos gramaticales que prescribía aquella disposición
sólo permitía crear frases de escaso nivel de significación. Tal es el caso del libro de
texto Pupi y yo: “Daniel emite una opinión, opina y no tiene la mínima idea de moda”.
“la pálida luna ilumina el manantial, mi papi de la mano en idilio ideal” o “La paloma
paladea alimentos del molino de la loma”. Este criterio puso en evidencia, según Pablo
Pineau, una concepción de la enseñanza de la lectura empobrecida por “textos
monótonos, repetitivos, estereotipados y pobres de sentido”.
En sintonía con este modelo curricular, también se recomendaba que, aunque
los niños no aprendieran, resultaba preferible que estuviesen en la escuela, porque allí,
al menos, se les enseñaba a comportarse, a tomar el lápiz, a respetar los renglones o a
orientarse de izquierda a derecha. Con respecto a los maestros y profesores, se advertía
que no debían intervenir en la formulación de objetivos y se les prohibía el abordaje de
ciertos contenidos con argumentos que rayaban lo absurdo: a las matemáticas
modernas, por ejemplo, se las consideró subversivas ya que, como señala el equipo de
Educación y Memoria “en la medida en que todo estuviera sujeto a cambio y revisión,
se tornaba potencialmente peligroso”; además, la matemática moderna promovía el
estudio de la teoría de conjuntos, que “indudablemente” se prestaba de puente para la
introducción de ideas subversivas.

Las Islas

Las tendencias y las estrategias presentadas no agotan el repertorio


pedagógico de la dictadura. A las ya desarrolladas, podríamos agregar una más, que
denominaremos “nacionalista”, cuyos aspectos fueron exacerbados a partir del intento
de recuperación por la vía militar de las Islas Malvinas, en abril de 1982. A lo largo de
estas lecciones, hemos hecho hincapié en el carácter patriótico que atravesó buena
parte de los discursos políticopedagógicos, sobre todo a partir de la primera década del
siglo XX y en la formación de su magisterio. Desde entonces, los debates sobre las
“cuestiones nacionales” tuvieron en la escuela un espacio privilegiado para su recepción
y difusión. En cuanto al discurso fundacional del magisterio, si una misión se distinguía
entre los mandatos docentes, esa era la de transmitir a los alumnos el amor por la
Patria. Para ello, se disponía de una diversidad de recursos: las efemérides, las
biografías de los héroes militares, los libros de lectura y las marchas patrióticas, entre
otros.
La decisión de recuperar las Malvinas por la vía militar se produjo en el
contexto de la dictadura y todo análisis que hagamos no puede prescindir de este dato.
Cuando se transformó en un hecho, la recuperación de las Islas fungió como clave para
exacerbar los sentimientos nacionalistas y para potenciar la prédica antiimperialista,
ambas tenidas como conductas esperables de todo aquel que se considerara un “buen
patriota”. Recuperando el sentido que planteamos al comienzo de esta lección, en torno
a la relación entre historia y memoria, nos apoyamos en la imagen evocada por una
profesora que por entonces era alumna de una escuela pública:

La primera vez que el nombre de las Islas Malvinas impactó en mí fue la


mañana del 3 de abril [de 1982] cuando estaba en la escuela y sonó la sirena
del diario “El Liberar”. La preceptora fue corriendo al patio y entre gritos y
llantos dijo que la Argentina entraba en guerra con Inglaterra y que un
comunicado del Gobierno decía que se habían recuperado las Islas Malvinas.
A partir de ahí todos los días cantábamos la marcha a las Malvinas y los
profesores explicaban por qué las Islas nos pertenecían.

¿Qué relaciones estableció la cultura escolar con Malvinas? ¿Cuándo se originó


y por qué? ¿Cuál fue el lugar y qué peso se otorgó en las disciplinas escolares, las
efemérides y los rituales patrios a hacer de Malvinas una “causa nacional”? Cristina
Marí y Jorge Saab responden a esta pregunta, con otra: “¿Qué otra cosa podían ser las
Malvinas sino un recuerdo escolar?”. La presencia del tema Malvinas en las escuelas se
remonta, probablemente, a 1881, cuando comienzan a ser mencionadas en los
manuales de geografía. Desde entonces, las referencias a las islas multiplicaron a través
de canciones y marchas, libros y efemérides. En 1941, a partir de una reforma de los
programas de enseñanza, se estableció la obligatoriedad de su enseñanza. Sin embargo,
el modo en que la escuela procesó el tema Malvinas no puede generalizarse. Marí y
Saab advierten que la efectividad del “discurso de reafirmación” de la soberanía que los
gobiernos buscaron promover a través de la escuela debe ser revisado a la luz de otras
variables, por ejemplo, tomando en cuenta que “los maestros y profesores fueron
formados en la tradición normalista, esencialmente laica y liberal”, o que en “los
planteles docentes revistaron muchos socialistas”, todos ellos alejados de la prédica
nacionalista y militarista.

Es importante advertir que, a diferencia de los abordajes políticos y sociales


que pensaron el problema de Malvinas como un tema diplomático, legislativo o militar,
la cultura escolar procesó el tema a partir de los lenguajes, las estéticas y los mandatos
que atravesaban las instituciones escolares. En este sentido, prevalecieron dos registros
escolares que propusieron un modo de pensar Malvinas desde la escuela: el disciplinar,
construido principalmente en el cruce de la enseñanza de las asignaturas historia y
geografía: y el promovido a partir de una serie de rituales (efemérides, canciones
patrias, actos) que proponían actuar la patria en el marco de la escuela.
Conocer y entender este proceso no debe, sin embargo, conducirnos a
sobredimensionar la importancia que tuvo la escuela como agente de nacionalización.
La escuela formó parte de una trama social mucho más amplia, donde se destacaron
otras instituciones, por ejemplo, el ejército y en la que tuvieron lugar importantes
muestras de apoyo desde la cultura popular y política. Lo que sí puede afirmarse es que
la escuela hizo de Malvinas uno de los temas privilegiados para pensar la Nación. Pero
no lo hizo como un mero reflejo de las discusiones políticas o como una “caja de
resonancia” de algo que sucedía “afuera”, sino a través de relecturas, adecuaciones y de
distintos procesos de intermediación. Sólo mediante esos procesos pudo producir y
estabilizar una serie de sentidos en torno a lo que las Islas debían representar para los
alumnos y, en definitiva, para la sociedad. Como señala Federico Lorenz: “Malvinas se
presta a que el discurso banal patriótico funcione: la causa justa”, aunque también
agrega que Malvinas puede ser un motivo para “discutir el apoyo social a un hecho
concreto de la dictadura, el servicio militar obligatorio, la relación con los jóvenes, la
noción territorial de Nación, la relación de la democracia con la violencia política y con
las Fuerzas Armadas”, entre otros asuntos.
LECCIÓN 12
El sistema educativo en su laberinto: crisis, reforma y
nuevo punto de partida

En esta lección nos ocuparemos de presentar la configuración que asumió el


sistema educativo argentino desde la reapertura democrática hasta principios del siglo
XXI. Para describir y analizar las transformaciones que tuvieron lugar durante este
período, nos apoyaremos fundamentalmente en los saberes elaborados por la sociología
y la política de la educación. La perspectiva histórica, a su vez, nos permitirá enhebrar
un relato que combine la mirada de largo plazo con la lectura de los cambios
coyunturales que tuvieron lugar durante las décadas del '80 y '90.
De todas las vías posibles para abordar este período, elegimos empezar
nombrando la crisis. Según Elías Palti, el término crisis de origen griego se utilizaba
para designar “una mutación grave que sobreviene en una enfermedad para mejoría o
empeoramiento”, pero también “el momento decisivo de un asunto de importancia”. En
ambos casos, los usos remiten a un momento de decisión crucial e irrevocable.
Atravesar una crisis permite discernir, delimitar ciclos vitales, pero también ordenar,
establecer hitos, dar forma y sentido al devenir temporal. Pues bien: los síntomas de la
crisis del sistema educativo en la Argentina (al igual que en otros países de América
latina) comenzaron a expresarse alrededor de las dificultades para enfrentar los
problemas educativos que heredó la etapa democrática, restablecida en diciembre de
1983, poniendo de manifiesto las dificultades para elaborar respuestas efectivas ante
los desafíos que le planteaba una sociedad que estaba emergiendo del momento más
traumático de su historia.
En efecto: si algo pusieron en evidencia los cambios políticos y culturales de
fin de siglo, eso fue el carácter obsoleto de un conjunto de saberes sobre lo educativo,
Adriana Puiggrós advirtió que a fines del siglo XX la pedagogía normalizadora, cuyo
objetivo principal había sido “lograr una uniformización de las conductas y los modos
de pensar para formar ciudadanos que repitieran los usos y costumbres de la sociedad y
que hablaran el lenguaje impuesto en los espacios públicos”, había sufrido una herida
de muerte. ¿Qué aspectos y dimensiones de lo educativo entraron en crisis? Los
supuestos y certezas sobre el lugar (la escuela) y las características que debía reunir el
saber legítimo (el currículo) que principiaron durante el período de expansión y
consolidación del sistema educativo nacional. Una brecha generacional se abrió entre
los educadores, el cuerpo de saberes y los mandatos culturales que debían transmitir y
el campo de intereses y las experiencias de sus educandos. La escuela fue puesta en
cuestión, y su piso común de certezas fue erosionado. Ahora bien, la manifestación de
una crisis en el sistema educativo no resultaba una novedad. Desde la década del '30, al
menos, diferentes sujetos habían denunciado los problemas estructurales que lo
aquejaban, su obsolescencia para responder a determinadas demandas y necesidades
de la sociedad o sus escandalosos niveles de burocratización, al mismo tiempo que
reclamaban una reforma integral del modelo educativo fundacional. ¿Cuál era la
novedad que presentaba la crisis educativa de fin de siglo? ¿Quién la nombró como tal y
a qué causas la atribuía? Pero, fundamentalmente, ¿de qué modo imaginaba que podía
resolverse? Desde los sectores que compusieron la Nueva Derecha, se elaboró un
diagnóstico de las razones que estaban detrás de este problema y se propusieron las
estrategias que debían implementarse para darle solución. Las políticas que se
derivaron de ese proyecto, recomendaban una reforma de los sistemas educativos,
implementada a través del Estado, con el asesoramiento de los organismos
internacionales.
¿En qué consistió esa reforma y a qué nos referimos con “Nueva Derecha”? Un
tanto subrepticiamente durante los '80 y con ampulosidad durante la siguiente década.
el término reforma fue el eje de un discurso políticopedagógico promovido por los
agentes y las instituciones de dos paradigmas sociales que remitían a orígenes
diferentes: el neoliberalismo y el neoconservadurismo. Paulatinamente, un nuevo
pensamiento hegemónico ganó los despachos ministeriales y las agendas educativas
nacionales. Las tradiciones pedagógicas, las experiencias educativas de la sociedad civil
y el saber-hacer acumulado por el sistema fueron asediados por una nueva concepción
de la política educativa de corte tecnocrático, que ofrecía una salida a la crisis.
Tres interrogantes organizarán nuestro relato: ¿bajo qué ejes se articuló el
proyecto educativo durante el contexto de la reapertura democrática? En el marco de la
década del '90: ¿cuáles fueron las características del discurso neoliberal en educación?
¿Cuál fue la impronta políticoeducativa del período político abierto tras la crisis social
del 2001? Para poder responder estas preguntas, en las siguientes páginas ensayaremos
una aproximación al período comprendido entre 1983 y 2005 identificando las
principales acciones en materia de política educativa del gobierno de Raúl Alfonsín
(19831989), nos detendremos con mayor detalle en el estudio de las medidas adoptadas
por el gobierno de Carlos Menem (19891999) y finalizaremos con algunas referencias al
período político inaugurado en 2003, con la presidencia de Néstor Kirchner (2003-
2007).

Los desafíos de la democracia

Con el retorno de la democracia en 1983, se inició un paulatino proceso de


reapertura y normalización de las instituciones educativas. Raúl Ricardo Alfonsín
alcanzó la presidencia de la Nación tras vencer en elecciones libres a la fórmula del
FREJULI, y su gobierno asumió la tarea de conducir la etapa de transición
democrática. Durante los primeros tiempos, la sociedad vivió envuelta en un clima
políticocultural de gran efervescencia, expresado a través de los altos niveles de debate,
de la movilización y de la participación social. Inmediatamente, el Presidente electo
anunció, a través de un comunicado, la detención de los miembros de la Junta Militar.
Todo parecía indicar que no se dejarían sin justicia los crímenes cometidos durante la
dictadura.
En el plano educativo, el gobierno radical se encontró con un sistema
caracterizado por un alto nivel de discriminación y autoritarismo, y con evidentes
signos de segmentación entre los trayectos escolares de los alumnos de clase media y
alta, con respecto a aquellos que provenían de los sectores populares. Como producto
del desfinanciamiento y de las políticas regresivas implementadas durante la dictadura,
las problemáticas educativas “históricas” en torno a variables como el analfabetismo, la
deserción escolar y la infraestructura edilicia se agudizaron respecto de la década
anterior. Frente a ese escenario, los principales ejes de la política educativa del
gobierno se estructuraron en torno a tres líneas de acción: la normalización de la vida
universitaria a partir de la recuperación de los principios reformistas: una política
activa de alfabetización destinada a jóvenes y adultos y la convocatoria a un congreso
pedagógico abierto, donde la comunidad educativa debatiera los fundamentos centrales
para la sanción de una nueva ley de educación.
La educación superior atravesó una etapa de renovación. El 26 de diciembre
de 1985, el Poder Ejecutivo comunicó al Congreso el cumplimiento de las previsiones
de la ley 23.068 para la normalización de las universidades nacionales. La Universidad
Nacional de Luján, clausurada durante la dictadura, fue reabierta el 30 de julio de 1984.
Entre ese año y 1988 se sustanciaron 15.000 concursos docentes; se suprimieron los
aranceles y las restricciones al ingreso. Además, se reincorporaron paulatinamente a la
vida universitaria un gran número de docentes expulsados durante la dictadura, a
muchos de los cuales se les restituyeron los cargos en los que se desempeñaban antes
del golpe de Estado. Muchos otros, en cambio, no contaron con las condiciones para su
reinserción tras largos años de exilio y continuaron con sus carreras en los países que
los habían acogido durante la dictadura. Los planes de estudio fueron discutidos y
modificados, mientras que, lentamente, los equipos de cátedra reiniciaron las tareas de
investigación, procurando romper con el oscurantismo en el cual se había sumergido al
desarrollo científico durante el período previo.
En forma paralela, las universidades nacionales experimentaron una explosión
de su matrícula: si en 1984 los estudiantes universitarios apenas superaban el medio
millón, en 1985 eran 664.000 y en 1986 la matrícula rondaba los 700.000. Como
contrapartida, la expansión de la matrícula puso en evidencia los graves problemas
edilicios, y el presupuesto universitario destinado a resolver esos problemas terminó
siendo licuado a causa del proceso inflacionario que afectaba a la economía nacional.
La lucha contra el analfabetismo constituyó un objetivo educativo central, ya
que los analfabetos absolutos (jóvenes de 15 años en adelante que nunca asistieron a la
escuela) y los analfabetos funcionales (aquellos que no habían concluido la educación
primaria) representaban el 32% de la población. Con el propósito de hacer frente a este
desafío, se creó la Comisión de Alfabetización Funcional y Educación Permanente que
tuvo rango de Secretaría de Estado y llevó a cabo, en línea con la UNESCO, el Plan
Nacional de Alfabetización. La Comisión fue coordinada por Nélida Baigorria y su
principal objetivo consistió en erradicar el analfabetismo, complementar la educación
de los recién alfabetizados y organizar sobre nuevas bases un sistema permanente de
educación de adultos.
El problema de la alfabetización también afectaba al nivel primario. Entre
otras causas, Berta Braslavsky advirtió que la aplicación de los métodos decodificadores
(aquellos que sólo procuran realizar, durante el primer ciclo, tareas de aprestamiento
desarrollando los componentes neuromotrices del niño sin desplegar su capacidad
comprensiva) habían impactado “negativamente en la capacidad creadora y de lectura
crítica de los alumnos”. En 1984, en la ciudad de Buenos Aires, se llevó adelante una
evaluación del currículo de 1981 (implementado por la dictadura) con el propósito de
remover aquellas concepciones que limitaban el aprendizaje escolar, particularmente
en relación con la lectoescritura. En 1985 se creó en la misma jurisdicción el Servicio de
Innovaciones Curriculares a Distancia (SICaDis). Este programa procuraba renovar las
concepciones pedagógicas vigentes referidas a la enseñanza de la lectoescritura. Según
Bárbara Briscioli, “el SICaDis resultó un espacio de apertura y renovación de los
debates que tuvieron un impacto en la reforma curricular de la Ciudad en 1986”. De
igual manera, otras provincias llevaron adelante procesos de renovación de sus planes
de estudio: Río Negro, por ejemplo, desarrolló una reforma integral del sistema
educativo provincial implementando una importante transformación curricular de la
escuela media, legitimado por un alto grado de participación de la comunidad.
Entre 1987 y 1989 se implementó el programa Maestros de Educación Básica
(MEB), que consistía en introducir reformas en el plan de estudios para la formación
docente inicial. El programa fue dirigido por Ovide Menin, quien se desempeñaba como
Director Nacional de Educación Superior, y su alcance era nacional. Para Rocío
Slatman, las propuestas más innovadoras del MES consistieron en implementar “un
currículum regionalizable y semiestructurado, con espacios libres de definición,
permitiendo una participación auténtica de los maestros”. A partir de la
implementación de un modelo curricular organizado por áreas a través de una lógica
interdisciplinaria, se buscaba dejar atrás un plan de estudios dividido por asignaturas.
Otro de sus puntos destacables fue el tratamiento que se le dio a los contenidos. Según
Slatman, estos “no se definían” a priori, sino que presentaban “una serie de módulos
fijos, compuestos de un número variable de unidades didácticas que cada profesor
debía organizar de acuerdo con los requerimientos de su región”.
Otro eje en el que hicieron hincapié las políticas educativas radicales fue la
educación primaria. En 1984, el sistema educativo argentino contaba con 20.700
escuelas primarias distribuidas en todo el país. Como resultado de la transferencia
efectuada en 1978, tan sólo 200 establecimientos educativos dependían directamente
del Ministerio de Educación Nacional (0,9%); 17.801 escuelas dependían de los Estados
provinciales (88,3%) y 2.226 instituciones educativas estaban en manos del sector
privado (10,8%). Uno de los efectos más notables de la descentralización era el modo en
que se habían acentuado las diferencias entre las jurisdicciones de mayores y las de
menores recursos.
Ante este escenario, el gobierno convocó al segundo Congreso Pedagógico
Nacional, apelando a una iniciativa que había forjado, casi un siglo atrás, la sanción de
la ley 1420. La dinámica propuesta buscó favorecer la participación a través de la
organización de asambleas pedagógicas distribuidas en diferentes localidades del país.
Se promovió explícitamente la participación de todos los sectores directamente
vinculados con el ámbito educativo (docentes, estudiantes, padres, cooperadores
escolares, gremialistas e intelectuales), así como de los partidos políticos y sus
organizaciones representativas. Las propuestas debían elevarse, a través de los
representantes, a una asamblea provincial y, finalmente, a la Asamblea Nacional.
La convocatoria fue muy bien recibida por los sindicatos docentes, los partidos
políticos y distintas instituciones de la sociedad civil. Sin embargo, la capacidad de
participación de los distintos sectores fue notoriamente desigual. En un contexto en el
que la gran mayoría de las organizaciones del arco progresista y popular se encontraba
desarticulada como consecuencia del impacto de las estrategias represivas de la
dictadura, fue la Iglesia la institución que actuó de un modo más orgánico a lo largo de
todo el proceso, incidiendo de un modo significativo en el resultado de los debates.
El cierre del evento tuvo lugar en 1986, en la provincia de Córdoba. Durante su
discurso, Alfonsín hizo mención a las razones que motivaron la creación del Congreso.
Entre ellas, enumeraba la elaboración de medidas para contrarrestar la desigualdad y la
segmentación educativa, con el objetivo inmediato de remover “los resabios de
autoritarismo [y] la maraña reglamentaria y formalista”, al mismo tiempo que
buscaban dar respuesta a “la desactualización metodológica y de contenido” que
afectaba al sistema educativo. Atendiendo a estas razones, el Congreso no sólo
pretendía implementar una reforma, más bien, parecía perseguir un propósito
fundacional.
El debate rápidamente se polarizó. Las posiciones mantenidas durante las
sesiones del Congreso reeditaron el antagonismo entre sectores de la ciudadanía que se
manifestaban a favor de una educación democrática, que reivindicaba el rol activo del
Estado, y sectores que, por el contrario, cuestionaban los principios de laicidad y
promovían la subsidiariedad estatal.
¿Qué consecuencia trajo aparejada? Según Myriam Southwell, las
controversias que un siglo atrás habían atravesado el debate EstadoIglesia volvieron a
ocupar el centro de la escena “relegando el tratamiento de la deuda social que, desde
décadas anteriores, el sistema educativo había contraído con los sectores populares”.
Mientras tanto, el conflicto docente ganaba las calles. Desde 1985, la CTERA
llevó adelante planes de lucha que incluían la realización de paros nacionales por 24 y
48 horas. Adriana Migliavacca señala que el sindicato docente le cuestionaba al
Gobierno “la ausencia de una mirada nacional sobre la profundización de la brecha
social y educativa, que afectaba particularmente a las jurisdicciones más pobres”. Los
reclamos efectuados por la Central docente buscaban unificar las condiciones laborales
en el nivel nacional, establecer un nomenclador salarial único, convocar a paritarias
tomando como marco de referencia los derechos laborales establecidos en el Estatuto
del Docente y asignar partidas extraordinarias del presupuesto nacional para ayudar a
las provincias a financiar el aumento salarial. Las tensiones derivadas de las
discusiones sobre las estrategias de lucha a seguir produjeron una fractura en la
CTERA, que se dividió en dos grupos: el sector liderado por Wenceslao Arizcuren y el
sector conducido por Marcos Garcetti. La CTERA liderada por Arizcuren nucleaba a
comunistas, trotskistas, socialistas y a sectores del radicalismo, mientras que la
encabezada por Garcetti contaba con el reconocimiento oficial y estaba integrada
principalmente por militantes de la “lista Celeste”, de orientación peronista.
A partir de 1988, se agudizaron los problemas vinculados con la situación
laboral. El salario real de los docentes que recién se iniciaban había decrecido
aproximadamente en un 20% respecto de un salario semejante en 1976. El 14 de marzo
comenzó un paro docente por tiempo indeterminado que se extendió a lo largo de 43
días. La modalidad que adoptó la lucha fue la de las movilizaciones en colectivos y
plazas para compartir con el resto de la ciudadanía las razones del paro. A lo largo de
seis días, innumerables grupos de maestros y maestras recorrieron el país para confluir
en un acto multitudinario en la Capital Federal. La movilización fue conocida como la
Marcha Blanca.
Entre 1987 y 1989, una serie de acontecimientos políticos aceleraron los
tiempos electorales: el fracaso del plan económico del gobierno nacional frente a un
proceso inflacionario incontenible, la presión de los sectores militares que desembocó
en las leyes de Obediencia Debida y Punto Final y la revuelta que terminó con el saqueo
a comercios del Gran Rosario el 25 de mayo de 1989, repitiéndose en Córdoba,
Tucumán y Buenos Aires, empujaron al gobierno de Alfonsín a convocar a elecciones
nacionales de manera anticipada. Pero lo que se estaba por precipitar no sólo era un
cambio de gobierno, sino el de toda una época.

Los noventa

El adelanto de las elecciones nacionales y la salida anticipada de Raúl Alfonsín


del gobierno se produjeron en un contexto de fuerte desestabilización económica y
pujas por el poder. En el plano internacional, la caída del muro de Berlín en 1989
constituyó un punto de inflexión en la historia del siglo XX, que, según Eric
Hobsbawm, podía interpretarse como su corolario final.
En el plano nacional, 1989 también sería un año crucial. Con el triunfo del
candidato del Partido Justicialista Carlos Saúl Menem (19891999), se inauguró un
nuevo ciclo histórico en la Argentina. Mientras la política oficial promovía el ajuste del
aparato estatal so pretexto de garantizar el equilibrio fiscal, se iniciaba un cambio
cultural que redefinió el modo en que se establecían los vínculos sociales. Una nueva
hegemonía cultural trivializó la política y la subordinó a la economía, exaltó el triunfo
de la frivolidad sobre la utopía y propuso una salida individual a la crisis, relegando a
un segundo plano los procesos de construcción colectiva. Los efectos de este proceso
desembocaron en la fenomenal crisis del 2001. Para Silvia Bleichmar, aquel período
condujo a la producción de un “malestar sobrante”, un signo de época que no se reducía
solamente “a la dificultad de algunos de acceder a los bienes de consumo, ni tampoco es
efecto únicamente del dolor que podemos sentir otros, más afortunados
materialmente”. Dicho malestar “está dado, básicamente, por el hecho de que la
profunda mutación histórica sufrida deja a cada sujeto despojado de un proyecto
trascendente”.
El desmantelamiento del Estado fue anunciado con desparpajo. Fernanda
Saforcada advirtió un acontecimiento “inaugural” de gran valor simbólico en un
fragmento del discurso pronunciado por el Presidente de la Nación, con motivo del
inicio de las sesiones ordinarias del Congreso Nacional en 1990. En aquella
oportunidad, Carlos Menem anotició: “Los argentinos vivimos durante años
encandilados por un eclipse fatal. Vimos Estado allí donde había burocracia. Vimos
gobierno allí donde había trabas. Vimos servicio allí donde había explotación”. Y a esas
afirmaciones le siguieron un arsenal de preguntas retóricas: “¿Qué maestro fue bien
recompensado por ese Estado sobreprotector? ¿Qué médico se sintió gratificado
profesionalmente trabajando en el hospital público? ¿Qué servidor del orden estuvo
bien pago a cambio de arriesgar su vida? ¿Qué argentino humilde pudo acceder a una
justicia rápida, a un sistema de salud digno, a un servicio público eficaz?”. La
concepción del perfil del Estado que dejaban traslucir estas palabras ponía de
manifiesto un modo de interpretar y de dar respuesta a la crisis, inaugurando la
democracia de mercado en la Argentina. La privatización de los principales servicios
públicos (energía, agua, comunicaciones y transporte) fue una de las principales facetas
del achicamiento del Estado. A ello le siguió una serie de políticas de flexibilización
laboral que impactó en la identidad de los trabajadores y en sus modalidades históricas
de participación.
El campo de la educación no fue la excepción. El discurso pedagógico
desplegado durante el menemismo se apoyó sobre un paradigma de origen económico.
Pero, antes de introducirnos en el análisis de las políticas educativas, hagamos un breve
excursus y planteemos un interrogante: ¿qué es el neoliberalismo? El origen de esta
corriente de pensamiento está vinculado a la sociedad Mont Pelerin denominada así
por el pueblo suizo que fue sede de su primera reunión, fundada por el economista
Friederich Von Hayek en 1947. El grupo de economistas y filósofos que se dieron cita
allí preocupados por la expansión del Estado de bienestar y el Estado socialista retomó
y promovió una concepción económica forjada por los teóricos liberales clásicos. Su
postulado principal fue: el mercado capitalista conforma el mejor instrumento para la
asignación de los recursos (escasos) y la satisfacción de las necesidades (individuales).
La teoría neoclásica sostuvo esta premisa argumentando que la superioridad
del mercado sobre el Estado descansaba en la existencia de leyes económicas
universales, de carácter ahistórico, similares a las que se observan en las ciencias
naturales. Cuando se lo deja actuar libremente, el mercado se rige por un mecanismo
de autorregulación que conduce “indefectiblemente” a la armonización de los diversos
intereses sociales y a la “maximización” de los objetivos individuales. En otras palabras:
es la suma de los intereses económicos individuales lo que incrementa el bienestar
colectivo y no a la inversa. Más aún: para la teoría neoclásica, es el mercado y no el
Estado el que produce el lazo social. Este desplazamiento promueve, a su vez, otro
relevo: el del ciudadano por el consumidor.
Detengámonos en un síntoma. Ignacio Lewkowickz identificó este cambio de
estatuto en la Constitución Nacional reformada en 1994. En la sección “nuevos
derechos y garantías”, en el artículo 42 surge una figura antes inexistente en la Carta
Magna: el consumidor. Curiosamente, la norma no afirma que todos los habitantes
gozan del derecho al consumo o que todos los ciudadanos son, a su vez, consumidores:
“Escuetamente se enuncia que estos derechos son de los consumidores”. Un giro
notable. Mientras que la figura del ciudadano deviene de una vinculación estructural
que consagraba a todos los ciudadanos en igualdad de condiciones ante la ley, la nueva
figura representaba la disolución del lazo social, en tanto el consumidor no es igual en
nada ante nadie: “el consumidor es un ente atómico desvinculado de otros”, concluía
Lewkowickz.
En síntesis: para los neoliberales, el Estado debía reducir su papel al mínimo
indispensable para poder garantizar la supervivencia de la sociedad y la libertad de los
individuos. El Estado sólo debía encargarse de lo que el mercado no podía hacer por sí
mismo; esto es, determinar, arbitrar y proveer las bases para ejecutar las reglas del libre
intercambio de bienes y servicios. Finalmente, el Estado debía intervenir en caso de
conflicto social o allí donde el mercado no fuese un instrumento pertinente: la
administración de justicia, la defensa del país o la confección de leyes.
Pero lo que surgió como una alternativa a la crisis del Estado de bienestar, se
consolidó rápidamente como un pensamiento único. Siguiendo a Zygmunt Bauman,
podemos decir que el discurso neoliberal dio pie a un “nuevo imperio mundial, dirigido
y administrado por el capital y el comercio globales”, que le declaró la guerra a
cualquier forma de participación democrática y se encargó de lanzar “ataques
preventivos, diarios contra cualquier ‘pensamiento de contrato social’ que esté
emergiendo en el mundo poscolonial”.
En suma: hemos hecho una muy breve referencia al neoliberalismo. Ahora es
importante aclarar que, dentro del espacio de la Nueva Derecha, el discurso neoliberal
solamente reflejó una cara de la moneda. En su reverso, talló sus prerrogativas el sector
neoconservador, que también formó parte de este proceso de transformación social. En
cierto punto, el discurso neoconservador se diferenciaba del neoliberal en tanto
sostenía la necesidad de construir un Estado fuerte. Pero, además, el neoconservador
elaboró un relato que se apuntalaba en el pasado e invocaba un orden perdido que
buscaba afanosamente restaurar. Según Michel Apple, a pesar de que fueron los
neoliberales quienes lideraron la corriente de la Nueva Derecha, no debe perderse de
vista la gravitación que alcanzaron algunos postulados neoconservadores: “los
neoconservadores promueven un modelo social apoyado sobre el verdadero
conocimiento y la moralidad”, en el que cada persona “conoce su lugar” en el marco de
una “comunidad estable”. Entre las políticas educativas que se desprendieron de esta
postura ideológica, se pueden mencionar los currículos y los exámenes obligatorios
implementados en el nivel nacional, la revivificación de “la tradición de Occidente” y
del patriotismo, así como otras variantes conservadoras ligadas a la formación del
carácter, que debían cristalizarse en un currículo normalizado. ¿Qué lineas de
continuidad pueden trazarse con algunas de las políticas educativas promovidas
durante la dictadura militar?
La combinación de los principios y postulados de estas dos corrientes de
pensamiento permitió gestar un modelo estatal que, por una parte, disminuía su
capacidad de intervención en el plano social (la salud, la educación, la regulación de la
economía), liberando esos espacios a las dinámicas del mercado; y, por la otra,
desarrollaba nuevas formas de gestión de la gobernabilidad y recentralizaba otras,
redefiniendo sus funciones y su perfil. Estos cambios fueron posibles, en buena medida,
gracias a la conformación de un nuevo imaginario social donde los modos de percibir y
definir los problemas (entre ellos, los pedagógicos) contaron con un nuevo vocabulario.
Vamos a detenernos en este aspecto en el siguiente apartado.

Un nuevo glosario pedagógico


En buena medida, la reforma que promovió el discurso pedagógico neoliberal
consistió en el despliegue de un nuevo vocabulario a través del cual referirse a los
problemas educativos. Adriana Puiggrós advierte que el discurso educativo neoliberal
recupera y se inscribe en la herencia pedagógica funcionalista, en tanto “niega el
conflicto como constitutivo de lo social [...] transformando pedagogos en contadores”.
La larga tradición pedagógica, que extendió por más de un siglo la concepción de
educación popular de la ley 1420, se vio modificada. Las coordenadas del debate
pedagógico fueron alteradas: la búsqueda de una educación común, basada en los
principios de obligatoriedad, gratuidad, laicidad y gradualidad fueron reemplazadas
por la aspiración a una educación de calidad, eficaz y equitativa. Según Pablo Gentili,
en el marco de las transformaciones que se estaban impulsando, la implementación de
un nuevo lenguaje “no solo introdujo aires modernizadores, sino que reescribió la
forma de abordar los problemas educativos, pues para el neoliberalismo la escuela en
América Latina no atravesaba una crisis de democratización, sino una crisis gerencial”.
Frente al agotamiento del imaginario “civilizatorioestatal” y a través de los
organismos multilaterales de crédito, entró en escena el discurso neoliberal. Los
cuadros técnicopolíticos del Banco Mundial y del Banco Interamericano de Desarrollo,
en mayor medida, y los funcionarios del Fondo Monetario Internacional contribuyeron
a la construcción de un nuevo tipo de racionalidad política, introduciendo en el ámbito
educativo un lenguaje concebido en el campo de la economía. Los términos
“competencia”, “calidad”, “eficacia y eficiencia”, “accountability” y “autonomía”
desplazaron o se rearticularon con los significantes previos, construyendo un nuevo
glosario pedagógico hecho de referencias técnicas e hilvanado por un lenguaje de
carácter organizacional.
El documento Argentina. Reasignación de los recursos para el mejoramiento
de la educación, publicado en 1991 y elaborado por el Banco Mundial, representa un
buen ejemplo de la introducción del nuevo vocabulario. En la caracterización del
sistema educativo, el documento afirmaba que el principal problema no consistía en el
acceso a la oferta educativa, sino en las desiguales condiciones en que esa oferta se
distribuía entre sectores sociales. Desde este enfoque, el problema residía,
principalmente, en que los sectores populares recibían una “oferta” de baja calidad, en
particular, desde el sector público. En el documento La larga marcha. Una agenda de
reformas para la próxima década en América Latina y el Caribe, elaborado hacia
1997, por ejemplo, se afirmaba que “mientras los pobres tienen menor acceso a la
educación que los no pobres (sic), también reciben una educación de calidad inferior”.
¿Qué significa recibir una educación de baja calidad? ¿Cómo puede ser “mensurada”?
Para el Banco Mundial, la “baja calidad” se mide determinando si, a través de los
aprendizajes escolares que realizaban los niños, se alcanzaba o no a dominar aquello
que se les había enseñado. Entre las críticas que recibió este modelo de evaluación, se
señalaba que la calidad del aprendizaje obtenido se medía a partir de la aplicación de
evaluaciones estandarizadas que no consideraban los contextos sociales y educativos en
los cuales había tenido lugar el aprendizaje.
Se trató, entonces, de compensar la balanza. La estrategia para acercar una
educación de “calidad para todos” requería reemplazar el antiguo criterio de igualdad
por el de equidad. El concepto de equidad es polisémico y, por lo tanto, puede ser
interpretado de diferentes maneras. Nosotros entendemos que, mientras que la noción
de igualdad presupone un alcance universal que garantiza un piso común de derechos
(que, por cierto, puede promover o encubrir diferencias económicas, culturales, de
género, etc.), el concepto de equidad es mucho más flexible. La equidad permite
ponderar las estrategias a través de las cuales se distribuyen los recursos. La equidad
es, en este sentido, una estrategia compensatoria y no un instrumento de justicia social.
Así lo establece un documento del Banco Interamericano de Desarrollo, advirtiendo
que “Las formas predatorias de explotación económica son cada día menos viables”,
razón por la cual es preciso incorporar “una norma básica de equidad, [ya que] el tejido
social se resiente y la intolerancia política prospera, generándose un clima adverso a la
inversión”.
La equidad se combinaba con otros dos criterios: la eficacia y la eficiencia. Si la
calidad de un aprendizaje se medía por la presencia de una serie de insumos que hacen
efectivo el aprendizaje, ¿cuáles son estos y de qué modo deben ser escogidos? En un
plano estrictamente económico, la eficacia es la capacidad de lograr el efecto que se
desea, mientras que la eficiencia representa el modo de hacerlo al menor costo posible.
Según el Banco Mundial, la presencia de determinados insumos incide en el
aprendizaje de un modo más eficiente que otro. Para la escuela primaria, los principales
recursos a considerar eran nueve: la incorporación de bibliotecas, el tiempo de
instrucción, las tareas en casa, los libros de texto, el conocimiento del profesor, la
experiencia del profesor, la presencia de laboratorios, el salario del profesor y el tamaño
de la clase. El Banco Mundial aconsejaba invertir en los primeros tres por su impacto
en la calidad de la educación, al tiempo que desaconsejaba invertir en los restantes, o
bien, proponía que el Estado compartiera los costos con las familias y las comunidades.
Con las estrategias de descentralización se articuló la noción de autonomía. A
través de las acciones destinadas a otorgar mayor autonomía institucional para la toma
de decisiones, se pretendía delegar en las instituciones educativas un conjunto de
responsabilidades que históricamente habían estado ligadas a otras instancias del
sistema. Recordemos que la descentralización se presentó como una medida política
capaz de superar las ineficiencias internas del sistema producidas por la burocracia
estatal. Como su contrapartida, la autonomía propiciaría el autogobierne responsable
de las instituciones educativas. Sin embargo, en un contexto de ajuste económico y de
reducción del gasto público, esa autonomía institucional derivó en la búsqueda
desesperada de recursos para el sostenimiento de cada propuesta pedagógica, pro
moviendo la competencia entre instituciones.

Un hito fundante: la Ley Federal de Educación

En el comienzo de la lección, propusimos pensar la década del '90 bajo el signo


de la reforma. En efecto, la reforma fue la principal estrategia desde la cual se
implementaron una serie de proyectos para modificar la situación educativa en el nivel
nacional. ¿Cuál era el punto de partida que adoptaron estas políticas? Según Adriana
Puiggrós, “el argumento central que sostiene a las políticas educativas neoliberales es
que los grandes sistemas escolares son ineficientes, inequitativos y sus productos de
baja calidad”. Las reformas pueden tener diferentes orígenes y alcances: pueden
comenzar por ensayarse en el marco de un aula, para luego replicar esa experiencia en
otros espacios; también pueden ser implementadas en una determinada jurisdicción o
en un conjunto acotado de instituciones para poder evaluar sus beneficios o bien los
nuevos problemas que puedan generar: finalmente, una reforma puede aplicarse al
conjunto del sistema educativo, comenzando por la sanción de una nueva ley que regule
y ordene el perfil de sus instituciones y de los actores que intervienen en ella. Este
último fue, precisamente, el camino elegido.
Entre los pedagogos existe un amplio consenso en sostener que la sanción de
la Ley Federal de Educación significó un punto de inflexión en la historia de la
educación argentina. Ahora bien, qué se abrió y qué se cerró a partir de ella son
preguntas que remiten a consideraciones no siempre coincidentes. Para algunos, la Ley
Federal de Educación fue la razón principal de la desestructuración y fragmentación del
sistema educativo. Para otros, la Ley no hizo más que acentuar muchos de los
problemas que ya existían previamente.
Pero ¿cuál es la medida para evaluar el alcance real de una ley? Para Guillermo
Ruiz, existe una asimetría entre los objetivos que una ley educativa se propone alcanzar
y lo que realmente se consigue tras la aplicación de la norma: “Esto se debe
principalmente a que los procesos de reformas en sí mismos no generan un cambio,
más allá de que sean consagrados por la voluntad de los gobernantes o bien sean
cristalizados en una ley nacional”. Todo proceso de reforma está sujeto siempre a las
diferentes relaciones de fuerza que atraviesan a la sociedad en un determinado contexto
histórico y, por lo tanto, concluye Ruiz, las leyes “no pueden sustituirlas o modificarlas
por más que sean dispuestas en el articulado de una norma”.
¿Cuál es la relación que se estableció entre los objetivos fijados en la Ley
Federal y su efectiva consecución? La pregunta también remite a un asunto más
generar: ¿qué reforman las reformas educativas? La respuesta se adivina engañosa,
pues en reiteradas ocasiones, durante los procesos de reforma educativa en distintos
países y la Argentina no fue una excepción surgieron obstáculos imprevistos o que
habían sido minimizados y que, según los promotores de la reforma, generaron
dificultades en la implementación de sus objetivos. En otras palabras: una reforma es
mucho más que la sanción de una ley. Por lo tanto, es importante distinguir entre las
iniciativas legislativas y las iniciativas de políticas públicas que atravesaron el proceso
de sanción y puesta en marcha de la Ley Federal, así como la forma en que esa ley y las
medidas políticas que la acompañaron fueron recibidas por la sociedad en su conjunto
y por la comunidad educativa, particularmente.
Los ministros de educación que llevaron adelante el proceso de reforma fueron
cuatro: Antonio Salonia, Jorge Rodríguez, Susana Decibe y Manuel García Solá. Ellos
dirigieron los procesos de sanción de las tres leyes de educación del período
menemista: la Ley 24.049 de Transferencia de los Servicios Educativos de la Nación a
las provincias (1992), que completó el proceso iniciado por la última dictadura militar
en 1978; la Ley 24.195 Federal de Educación (1993), que modificó la estructura del
sistema y las competencias de la Nación y las provincias en el manejo de la educación y
la Ley 24.521 de Educación Superior (1995), que reorganizó el nivel terciario, afectando
de un modo especial al nivel universitario.
Los sentidos que asumieron estas reformas educativas siguieron las pautas y
los lineamientos de los organismos internacionales. Podemos identificar al menos dos
momentos (o ciclos) de su implementación.
El primer ciclo de reformas se orientó a la reestructuración de los sistemas
educativos. El Informe sobre el Desarrollo Mundial 2000/2001: lucha contra la
pobreza, elaborado por el Banco Mundial, estableció este objetivo con suma precisión:
descentralizar los sistemas educativos nacionales con el propósito de reducir el gasto
público. Este proceso se dio con un notable grado de simultaneidad en varios países de
América Latina, pero Chile y la Argentina fueron los pioneros en la transferencia de sus
servicios educativos. El país trasandino concluyó la transferencia de los
establecimientos de educación primarios y sus liceos entre 1980 y 1986, mientras que la
Argentina hizo lo propio con las escuelas primarias en 1978; Colombia culminó el
proceso de descentralización iniciado en 1968 con la reforma constitucional de 1991.
Perú y México descentralizaron sus sistemas educativos en 1992, transfiriendo sus
escuelas primarias a los municipios; la Argentina completó el traspaso a las
jurisdicciones provinciales de las instituciones educativas de nivel medio y superior no
universitario entre 1991 y 1994.
El segundo ciclo de reformas fue precedido por una evaluación orientada a
medir el éxito de las reformas estructurales. El informe Más allá del Consenso de
Washington. La hora de la reforma institucional puso en marcha el segundo ciclo de
reformas. Allí se afirmó la importancia de profundizar el proceso iniciado en la década
previa, efectuando reformas adicionales. En cierta medida, el lanzamiento de un
segundo ciclo de reformas constituyó una reacción ante lo que se evaluó como un
relativo “fracaso” de los ajustes estructurales efectuados durante el primer ciclo. Esta
reforma invirtió la estrategia: las acciones ahora se concentraron en el aula, con el
propósito de introducir cambios en las actitudes y los comportamientos, depositando
un fuerte acento en las prácticas escolares.
La sanción de la Ley Federal de Educación se produjo en el marco del primer
ciclo de reformas. Su tratamiento se efectuó ajustándose a los plazos técnicos y
políticos, sin considerar los tiempos pedagógicos y de espaldas a los sindicatos docentes
y la comunidad educativa, que no fueron convocados a participar del debate. Entonces:
¿existió un consenso para implementar la reforma? Y si existió, ¿dónde se construyó?
La Ley Federal de Educación fue, en buena medida, el resultado de un acuerdo de
cúpulas, que contó con el apoyo de los principales partidos políticos. Se trató de la
primera ley orgánica de educación de la Argentina: reguló la estructura académica del
sistema educativo desde el nivel inicial hasta el universitario; extendió la obligatoriedad
escolar a 10 años e introdujo una nueva estructura académica: instituyó el nivel inicial
de un modo similar al anterior pero haciendo obligatoria la sala de cinco años;
transformó el nivel primario en Educación General Básica (EGB) de nueve años
obligatorios (incorporando dos años que antes formaban parte de la secundaria) y
reemplazó la escuela media por el polimodal, de tres años, no obligatorios y con
diferentes modalidades (economía y gestión de las organizaciones, producción de
bienes y servicios, comunicación, artes y diseño, entre otras).
Su implementación fue muy conflictiva: en la provincia de Buenos Aires debió
primarizarse el tercer ciclo en instituciones que no contaban con la suficiente cantidad
de aulas para tal adecuación; en la provincia de Córdoba, por el contrario, debió
secundarizarse el tercer ciclo; en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y en la provincia
de Neuquén, la ley nunca llegó a aplicarse por la resistencia de diferentes sectores de la
sociedad. Esto trajo aparejadas complicaciones para la administración del sistema e
incluso para el propio desplazamiento de una provincia a otra de los alumnos y
estudiantes (que en algunos casos debían rendir numerosas equivalencias)- ligadas al
alto nivel de diversificación de su estructura académica y su propuesta curricular.
El proceso de sanción de la Ley presentó, según Norma Paviglianiti, dos
características adicionales, pero para nada menores. En primer lugar, la reforma se
efectuó desconociendo el estado de situación socioeducativa nacional, caracterizado por
la segmentación del sistema educativo en dos circuitos escolares fuertemente
diferenciados. Tras la reforma, el sistema educativo pasó según Paviglianiti de estar
regido por un modelo de gobierno “centralizado uniformizante” a otro que sufrió las
consecuencias de una “descentralización anárquica”. A ello se sumó la enorme
disparidad de los cuadros técnicos y administrativos que debían garantizar el gobierno
de la educación en sus respectivas jurisdicciones provinciales. En segundo lugar, la Ley
favoreció al sector privado, pues, por un lado, estableció el carácter público de la
educación, que sólo se diferenciaba según el tipo de gestión (estatal o privada); y por
otro, reconoció a la Iglesia como agente natural de la educación, otorgándole el lugar
por el cual aquella había bregado a lo largo de un siglo. Finalmente, la Ley sólo
garantizó de modo explícito la gratuidad de la educación primaria y secundaria,
excluyendo la universitaria y dejando abierta la posibilidad de que tuviera que generar
sus propios ingresos para poder sostenerse.
Retomando lo mencionado en la lección 10, recordemos aquí que la noción de
principalidad del Estado en materia educativa fue históricamente defendida por un
amplio arco integrado por las tendencias democráticoliberal, nacionalpopular y de
izquierda. La principalidad estatal en materia educativa implicaba que era el Estado
quien debía garantizar el derecho a la educación, derecho que implicaba su
intervención indeclinable e insoslayable para sostener y promover instituciones de
enseñanza pública en todos los niveles y de orientar la programación general del
desarrollo de los sistemas educativos. Por el contrario, el principio de subsidiariedad
estatal, que tuvo como principal impulsor a la Iglesia, afirmaba que era el Estado quien
debía auxiliar financieramente al sector privado, en tanto y en cuanto la familia y la
Iglesia son los agentes naturales de la educación. El alcance del principio de
subsidiariedad se extiende también hacia la autorización para elaborar programas
propios, realizar la selección autónoma de sus docentes y poder otorgar títulos con
validez legal. La Ley Federal de Educación fue, en ese sentido, consecuente con los
grandes cambios políticoestructurales de su época. En definitiva: la direccionalidad
asumida a favor de las posiciones del sector privado, principalmente de la Iglesia
Católica, constituyó una de sus características más salientes.
La legitimidad con la que contó la Ley fue, desde un primer momento,
extremadamente débil y pronto mostró sus límites. Los sindicatos docentes
protagonizaron numerosas movilizaciones en contra de las políticas de ajuste y las
reformas impuestas desde arriba, en tanto afectaban seriamente el derecho a la
educación pública. El punto más alto de la resistencia docente fue la instalación, entre
el 2 de abril de 1997 y el 30 de diciembre de 1999, en la Plaza de los Dos Congresos, de
la Carpa Blanca donde tuvo lugar el Ayuno Nacional Docente por el Financiamiento
para la Educación.

De la política a los programas

El énfasis depositado en el proceso de descentralización no debe inducirnos a


pensar que el Estado nacional se desentendió por completo del control del sistema
educativo. De hecho, los mismos organismos internacionales que aconsejaban
descentralizar y otorgar autonomía a las instituciones educativas, también promovían
la recentralización de un conjunto de funciones, que debían quedar bajo la égida del
gobierno nacional. Entre otras, a este le correspondía: fijar los estándares mínimos de
los contenidos a enseñar, facilitar los insumos que influyen sobre el rendimiento
escolar, adoptar estrategias para la adquisición y el uso de dichos insumos y monitorear
el desempeño escolar. La ecuación consistió en forjar un modelo estatal mínimo en
términos de prestación del servicio y fuerte en términos de concentración y manejo de
recursos técnicos y financieros.
Myriam Feldfeber destaca tres grandes programas llevados adelante por el
proceso de reforma: el establecimiento de mecanismos de evaluación del rendimiento
educativo, el desarrollo de estrategias focalizadas de apoyo educativo y la producción de
estadística educativa.
La evaluación de las instituciones se transformó en uno de los mecanismos que
redefinieron la relación entre el Estado nacional, las jurisdicciones y sus escuelas. Los
Operativos Nacionales de Evaluación de la Calidad Educativa comenzaron a realizarse
desde la implementación de la Ley Federal, en 1994, con el objetivo de producir
información comparable sobre la base de los resultados del rendimiento educativo y de
los factores asociados a ellos. Los cuestionamientos que recibió llevaron a introducir
cambios metodológicos. En el nivel superior, se creó la CONEAU (Comisión Nacional
de Evaluación y Acreditación Universitaria), organismo encargado de evaluar el
rendimiento universitario y aprobar sus carreras de grado.
En el marco de las estrategias impulsadas desde el Ministerio nacional, se creó
el Plan Social Educativo, que abarcaba una serie de programas, entre los cuales se
encontraban el Programa Nacional de Becas Estudiantiles y los Programas y Circuitos
de Capacitación y Actualización de maestros, profesores, supervisores, directivos y
formadores de docentes. Estos programas requerían la ejecución de nuevas funciones
por parte del Ministerio: la asistencia técnica en terreno, la contratación de expertos y
consultores, la realización de encuentros, seminarios, congresos y otros eventos de
intercambio y los operativos de medición de resultados de aprendizaje. De este modo,
se enfatizó el carácter técnico del Ministerio.
A estos programas debemos sumar la elaboración de una nueva propuesta
curricular y las políticas destinadas a la formación docente. La reformulación de los
contenidos curriculares constituye, sin duda, una de las acciones más importantes con
relación a la determinación de los saberes vigentes, estableciendo cuáles son los
conocimientos que deben impartirse a lo largo de la escolaridad básica. La reforma de
los Contenidos Básicos Comunes alcanzó a todos los niveles de la Educación General
Básica y a la Formación Docente; los contenidos tenían que ser aprobados por el
Consejo Federal de Cultura y Educación. Su elaboración fue el producto de un proceso
de trabajo y negociación al que fueron convocados expertos de diversos campos
disciplinarios, equipos técnicos provinciales, investigadores y académicos, así como
representantes de las instituciones de la sociedad civil. El mecanismo previsto para la
sanción de los CBC (Contenidos Básicos Comunes) establecía que, una vez definidos los
lineamientos en el nivel nacional, cada provincia debía asumir la responsabilidad de
elaborar sus propios diseños curriculares, teniendo para ello cierto margen de
adaptación a los contextos socioculturales donde se aplicarían.
La formación docente fue otro punto afectado por la reforma educativa. El
principal diagnóstico, referido a las dificultades con las que chocaban las políticas de
formación docente, estaba relacionado con su alto grado de dispersión. El antecedente
más importante de una respuesta a este problema había sido la creación del Instituto
Nacional de Perfeccionamiento y Actualización Docente en 1987. El Instituto tenía
subsedes en todo el país, ofrecía cursos a distancia y presenciales, orientados a los
docentes de sus respectivas dependencias, pero fue discontinuado en 1992.
La Ley Federal reconoció este problema estableciendo en el artículo 53 que el
Ministerio de Educación tendría entre sus funciones la de “promover y organizar
conjuntamente con el Consejo Federal de Cultura y Educación, una red de formación,
perfeccionamiento y actualización del personal docente y no docente del sistema
educativo nacional”. La creación de la Red Federal de Formación Docente Continua
constituyó un dispositivo a través del cual el Ministerio, junto con el Consejo Federal de
Cultura y Educación persiguió la “jerarquización de la profesión docente” y el
“mejoramiento de la calidad del sistema educativo” a través de una política para el área
que se proponía ordenarla, integrarla, jerarquizarla y otorgarle financiamiento.
Sin embargo, la Red se encontró con diferentes instituciones, experiencias
formativas y tradiciones inscriptas territorialmente con las cuales debía lidiar. Ante
situaciones tan disímiles, el Estado nacional procuró regular las prácticas docentes.
Diker y Serra advierten que las estrategias puestas en juego tuvieron un carácter
fuertemente coactivo que, en buena medida, operaron bajo la amenaza de la “exclusión
del sistema y de la pérdida del puesto de trabajo”, de la “desjerarquización, producto de
la reestructuración del sistema que supuso la fusión de instituciones o el cierre de
modalidades en el nivel medio”, o bien, de la “degradación de los títulos docentes”.

Nuevo punto de partida

El vendaval que azotó a la Argentina durante los primeros años del siglo XXI
tuvo efectos drásticos y profundos sobre el tejido social. En cierta medida, la crisis del
2001 comenzó a clausurar el ciclo de las reformas neoliberales, exponiendo las
consecuencias sociales de las políticas que se implementaron durante los años 90. Las
medidas económicas tomadas por el gobierno de la Alianza despertaron un enorme
descontento social, que rápidamente ganó las calles. El 19 y 20 de diciembre de 2001
tuvo lugar una rebelión popular que produjo la renuncia del presidente De la Rúa.
Durante aquella jornada, las fuerzas represivas se cobraron la vida de 39 personas,
aproximadamente. Según Horacio González, la sensación de “vacío de gobierno” que
percibía la ciudadanía en torno a la gestión del presidente Fernando De la Rúa (1999-
2001) generó en la sociedad “una zona abierta a reflexiones más intensas en términos
de la relación casacalle, trabajomanifestación, vida cotidianaexcepción histórica,
expropiaciónapropiación, domicilioplaza, producción de mercancíastrabajo cartonero,
filosofía del dineroeconomía de trueque, fábricas abandonadasfábricas recuperadas”.
La situación en la que se producían aquellas reflexiones era realmente dramática.
Según el documento del Ministerio de Trabajo Distribución del ingreso. pobreza y
crecimiento en la Argentina, la pobreza tocó su punto más alto en mayo de 2003,
cuando afectó al 51, 7% de la población: en 2002, en cambio, se produjo el nivel de
desempleo más alto, afectando al 21,5% de la población económicamente activa.
Por otro lado, las enormes dificultades que atravesó nuestro país, presentaban
con todos los matices del caso cierto correlato con la situación que vivían diversos
países de la región. Como sostiene José Nun, América Latina en su conjunto cerró el
siglo XX como la zona más desigual de la tierra, con bastante más de un tercio de la
población por debajo de los niveles de subsistencia usualmente estimados como
mínimos y con casi una cuarta parte de sus habitantes carentes de educación.
Dentro de ese contexto y en el marco de esas dinámicas políticas. culturales y
económicas, hay que ubicar el proceso de transformación que tuvo lugar en la
Argentina a partir de 2003.
Las medidas adoptadas desde entonces procuraron recomponer la capacidad
de gestión política del Estado frente a un escenario de enormes necesidades sociales.
En el caso de la educación, la sanción de Ley 26.206 .de Educación Nacional se
inscribió en un nuevo ciclo histórico, al menos en términos de sus enunciados
discursivos y de la dirección política que buscó imprimirle a la educación. Su
promulgación tuvo lugar durante la presidencia de Néstor Kirchner. Previamente,
fueron sancionadas un conjunto de leyes con el objetivo de regular situaciones
específicas: la ley 25.864 (2003) estableció un mínimo de 180 días de clase: la ley
26.058 (2005). de Educación Técnico Profesional, recuperó la especificidad de la
educación técnica; la ley 26.075 (2005), de Financiamiento Educativo, garantizó un
presupuesto no menor al 6% del Producto Bruto Interno; y la Ley 26.150, de Educación
Sexual Integral, contribuyó a la formación armónica de las personas.
En el 2004, una mirada panorámica sobre la educación argentina revelaba que
existían 44.856 establecimientos educativos, 821.726 docentes y aproximadamente 11
millones de estudiantes. Uno de los cambios más significativos durante el período
abierto en 2003 se produjo en el nivel inicial: en 1994, la cantidad de los niños que
asistían a las salas de 3, 4 y 5 sumaban 998.624, mientras que en 2007 alcanzó la cifra
de 1.364.909, aumentando un 37%. En el nivel primario, durante 2005, el 7 4% de los
alumnos que recibían educación asistía a establecimientos de gestión estatal.
En el comienzo de las sesiones ordinarias del Congreso del 2006, el presidente
Néstor Kirchner sostuvo que, en el transcurso de un año, se sancionaría una nueva Ley
de Educación que derogaría la vigente y que para ello se abriría una consulta en torno a
las características que debía asumir dicha ley. El proceso de debate del anteproyecto fue
significativamente distinto al de la Ley Federal. Aunque algunos sectores consideraron
que los tiempos empleados en la consulta fueron escasos y que aquella estuvo centrada
en la educación formal y no consideró otras alternativas, el anteproyecto de Ley pudo
debatirse en las escuelas y contó con un fuerte aval de los sindicatos docentes.
En el anteproyecto de Ley se promovieron una serie de considerandos que
sintetizaban el sentido de las leyes sancionadas previamente, buscando imprimirle una
dirección política a esas leyes. Entre sus postulados se propuso cerrar el ciclo de las
reformas educativas neoliberales, volver a instituir el carácter nacional del sistema de
educación pública, recuperar la especificidad de la formación técnica y garantizar un
mínimo de escolaridad, así como establecer un incremento sustantivo en el
financiamiento de la educación.
A diferencia de la Ley Federal de Educación, la Ley de Educación Nacional
estableció que la educación era un derecho social, despejando toda posibilidad de
interpretar a la educación como una mercancía. Aun más: mientras la Ley Federal
organizó su discurso en torno a los conceptos de calidad, eficacia y eficiencia, la
segunda, en cambio, realzó otros conceptos, pasando de la noción de justicia
distributiva como criterio para la distribución de los fondos públicos, a la noción de
justicia social.
El Estado no fue el único actor que comenzó a instalar nuevos fundamentos y
se interesó por rediscutir las políticas educativas implementadas durante los '90. La
sociedad civil contribuyó enormemente a pensar y construir nuevas alternativas para la
formación de niños, jóvenes y adultos. Entre otras iniciativas, diferentes movimientos
sociales, grupos barriales, piqueteros u organizaciones estudiantiles de origen
universitario, gestaron una modalidad de enseñanza a la que bautizaron con el nombre
de bachilleratos populares. En el momento en que escribimos estas líneas, existen
aproximadamente 40 instituciones de este tipo (ubicadas fundamentalmente en la
ciudad y en la provincia de Buenos Aires) que se identifican a sí mismas como espacios
educativos populares, autogestivos, públicos y no estatales.
Junto con la multiplicidad de acciones educativas que llevan adelante estos
grupos, también es importante hacer mención a la participación a través de diversas
modalidades de educación popular (recreativas, de alfabetización, de concientización
ciudadana o relativos a la preservación del medio ambiente, entre muchas otras
posibilidades), de diferentes grupos políticos, religiosos y culturales, que trabajan en
barrios y villas, o en contextos de encierro, por dar sólo algunos ejemplos. En estas
acciones, creemos, se cifran algunas de las tradiciones y legados más ricos que la
sociedad argentina concibió a lo largo de un siglo de experiencias, como instancias para
la formación de la comunidad.

Educación y futuro
En el momento en el que escribimos estas líneas, muchas de las políticas a las
que hicimos referencia en el último apartado se encuentran en pleno desarrollo. Aun
más: todavía padecemos algunos de los efectos de las políticas regresivas que se
implementaron durante la década previa. ¿Hacia dónde conducen estos procesos?
¿Sobre qué nuevos fundamentos se construyen? ¿En qué medida representan una
ruptura con el pasado? Nos equivocaríamos si creyéramos que podemos arrogarnos la
capacidad de predecir el futuro. En cambio, desde nuestra perspectiva, sí podemos
advertir que estamos viviendo un momento político en pleno desarrollo, cuyas
transformaciones son tan grandes como incierto su desenlace.
Hay lugar para la esperanza. Por ejemplo, la implementación de algunas
políticas como la Asignación Universal constituyen medidas de fuerte inclusión social,
sostenidas desde el Estado, que recogen algunos aspectos de las mejores tradiciones
progresistas. En el plano educativo, sin embargo, aún son muy incipientes los datos
para afirmar que existe una modificación radical de la tendencia a la fragmentación en
el sistema educativo que se venía manifestando desde la irrupción de la última
dictadura militar.
Aunque no podamos determinar “a ciencia cierta” lo que ocurrirá en los
próximos años, en el pasado se produjeron y en el presente aún se producen
acontecimientos que limitan, potencian e imprimen ciertas direcciones al futuro.
Incluso en el pasado todavía existen numerosos “futuros imaginados” que pueden
rescatarse para pensar los problemas de nuestro presente. La historia es un proceso
donde permanentemente tiene lugar la articulación entre lo necesario y lo contingente
y su suerte depende, en gran medida, de los compromisos que tomemos nosotros, sus
contemporáneos, confiando en que, en definitiva, no hay ningún futuro escrito en
ningún cielo secreto.

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