Andric. Café Titanic

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Ivo Andrić

c a f é t i ta n i c
(y otras historias)

traducción del serbio de


luisa fernanda garrido
y tihomir pištelek

barcelona 2008 a c a n t i l a d o
t í t u l o o r i g i n a l Bife «Titanik» i druge priče

Publicado por:
acantilado
Quaderns Crema, S. A., Sociedad Unipersonal
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© de la traducción, 2008 by Luisa Fernanda Garrido Ramos
y Tihomir Pištelek
© de la imagen de la cubierta, Galleria dell’Accademia, Venecia.
Concesión del Ministero per i Beni e le Attività Culturali
© de esta edición, 2008 by Quaderns Crema, S.A.

Todos los derechos reservados:


Quaderns Crema, S.A.

En la cubierta, fragmento de La tempesta, de Giorgione

i s b n : 978-84-96834-62-0
d e p ó s i t o l e g a l : b. 1645 - 2008

a i g u a d e v i d r e Gráfica
q u a d e r n s c r e m a Composición
r o m a n y à - v a l l s Impresión y encuadernación

p r i m e r a e d i c i ó n septiembre de 2008

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CONT E NIDO

En el cementerio judío
de Sarajevo
7

El vencedor
17

Amor en la ciudad
21

Una carta de 1 9 2 0
37

Palabras
55

Niños
65

Café Titanic
75
E N E L C E M E NT E RIO J U D Í O
D E SARA J E VO

Petar Kočić, que tenía ojo y sentido para el paisaje bosnia-


co, y como buen escritor era capaz de decir cosas bonitas
y exactas así como de pasada, observó el lugar que en este
paisaje ocupaban los cementerios y llegó a expresarlo in-
cluso en un artículo especializado. «Como bueyes de mon-
taña, robustos y blanquecinos yacen los montones de pie-
dra grande cuadrangular y, expuestos a las miradas proce-
dentes de todos lados, se derraman al sol y reposan como
en un sueño profundo».
Siempre me acordaré de esa observación secundaria, y
también la recordé este verano, cuando acudí durante va-
rios días seguidos al viejo cementerio judío que se extien-
de en la orilla izquierda del río Miljacka, por debajo de la
vía del tren de la línea Sarajevo‑Užice. Digo «se extiende»,
aunque es tan escarpado que más parece que desciende y
baja rodando.
Las laderas abruptas de Sarajevo, también hoy día, es-
tán llenas de cementerios musulmanes con bellas lápidas,
llamadas nišani. Como ejércitos blancos siempre en cam-
paña o avalanchas de nieves eternas, estos cementerios des-
cienden desde siempre por sus pendientes. Con el curso
de los años y de los siglos, estos ejércitos van raleando y las
avalanchas son cada vez menos densas. Porque también los
cementerios mueren. Muchos de estos nišani blancos y an-
taño rectos se han caído o inclinado, dispuestos a yacer en la
tumba con su difunto. En algunos cementerios, como en
Alifakovac, el más bello, las lápidas finas y abundantes rue-


c a f é t i ta n i c y o t r a s h i s t o r i a s
dan por el suelo como enmarañadas espigas blancas. Estos
cementerios tienen algo no sólo pintoresco, sino también
emotivamente poético en su origen y en su desaparición,
en su contraste con la nueva vida que bulle y fermenta aba-
jo en la ciudad. No hay nada en ellos que repela y espan-
te, sino que todo es tranquilo y limpio y digno, lo que no es
más que el reflejo de una relación juiciosa, humana y heroi-
ca con la muerte de los que aquí descansan.
Los blancos cementerios musulmanes por las escarpa-
das laderas de Sarajevo. Éste es uno de esos temas que me
conmueven y exaltan, y me siento lleno de visiones e ideas,
pero soy incapaz de expresarme al respecto de una mane-
ra más o menos fiel. La poesía de estos cementerios encon-
trará sus poetas, y no serán poetas de la muerte, sino de
la vida. Porque siempre es verdadera la vieja máxima que
reza «la muerte no es más poética que la vida». Y los ce-
menterios tienen sentido en tanto en cuanto hablan de la
vida del mundo al que han pertenecido los que allí yacen,
y la historia de los cementerios tiene sentido y justificación
en tanto en cuanto arroja luz en el camino de las genera-
ciones actuales o futuras.
Sin embargo, hoy, aquí, no hablo de todos los cemente-
rios alrededor de Sarajevo, sino del antiguo cementerio de
los judíos sefardíes sarajevitas, que con sus blancos mármo-
les se pierde entre los demás y desde lejos no se distingue.

Al subir por la cuesta corta pero empinada que lleva del


Miljacka hacia el cementerio de los sefardíes sarajevitas,
siempre pienso en los cuatro siglos de su historia.
Cuando, a finales del siglo xv, los judíos fueron expul-
sados de España, buscaron refugio en diversos países que
no hubieran establecido una ley de expulsión de los judíos


e n e l c e m e n t e r i o j u d í o d e s a r aj e v o
o que al menos los toleraran. Uno de estos países era Tur-
quía. En el siglo xvi aparecen los judíos sefardíes españo-
les en importantes centros comerciales de los Balcanes, y
también en Sarajevo. Su posición social no se diferencia
en lo básico de la del resto de los infieles; y peor es en tan-
to que no son muy numerosos y, como extranjeros, sin la-
zos de sangre, de religión o de lengua, están completamen-
te aislados del resto del pueblo. Para subsistir en semejan-
tes condiciones, estos judíos refugiados tuvieron que inge-
niárselas y doblegarse más de lo que lo hacían los infieles
cristianos. Amontonados en una especie de gueto, llama-
do el «Gran Patio», rodeados por los prejuicios y las su-
persticiones de sus conciudadanos de otras religiones, por
necesidad y por instinto de conservación se encerraron en
sí mismos y se atrincheraron en sus propias tradiciones,
creencias y prejuicios como tras una muralla. Las reservas
de los bienes culturales que habían traído de su antigua
patria, España, con el tiempo languidecieron y se fueron
difuminando, pero ellos, pese a las desfavorables condi-
ciones, con un raro amor las cuidaron y las conservaron en
gran medida hasta nuestros tiempos. Por lo demás, su vida
espiritual, al igual que la de los fieles de otras religiones,
se limitaba a un conocimiento relativo de los textos reli-
giosos y a la repetición maquinal del ritual. En casa y entre
ellos hablaban español (tal como lo habían traído en el si-
glo xv y corrompido por numerosas palabras eslavas y tur-
cas), en la sinagoga y en las ceremonias religiosas usaban
el hebreo, con el pueblo hablaban «bosniaco» y con los re-
presentantes de las autoridades, turco. Vivían sin escue-
las verdaderas ni mayores posibilidades de una vida cultu-
ral. Durante el periodo del dominio otomano y más tarde,
bajo la ocupación austrohúngara, la legislación existente
prácticamente les impedía acceder a empleos públicos y


c a f é t i ta n i c y o t r a s h i s t o r i a s
a puestos de la administración del Estado y los constreñía
al trabajo físico, a un número limitado de oficios y, sobre
todo, al comercio al por menor y al por mayor.
Era una comunidad pequeña, cerrada herméticamen-
te por la fuerza de las circunstancias y las costumbres, en
la que la riqueza, siempre amenazada, se adquiría y con-
servaba con dificultad y fatiga, y abundaba más la negra
pobreza. Todo esto tenía que influir de manera nociva en
su desarrollo. Y, sin embargo, nada hizo que degeneraran
como un todo, ni los corrompió espiritualmente ni los ani-
quiló físicamente. Y cuando en el siglo xix las condicio-
nes de vida también para los judíos se tornaron hasta cier-
to punto, sólo hasta cierto punto, más favorables y moder-
nas, ellos, a pesar del retraso que compartían con las otras
religiones, mostraron signos indudables de su energía y
talento, de su sentido para lo nuevo, de su deseo innato
por el progreso. (En nuestra época han brindado a Bosnia
uno de sus mejores escritores, Isak Samokovlija, tan armo-
nioso y profundamente humano). Sólo la Segunda Guerra
Mundial y la irrupción oscura y letal del racismo logró dis-
persarlos y exterminarlos, pues no estaban preparados ni
acostumbrados a esa forma de lucha. Siempre quisieron
vivir, y siempre en el curso de su difícil historia les arreba-
taban algo de su existencia. Pero los últimos les quitaron
la vida. Su historia, que todavía está por escribir, porque
el libro de Maurice Levi sobre los sefardíes de Bosnia hoy
día es difícil de encontrar y está bastante anticuado, de-
mostrará no sólo el destino de los sefardíes, sino también
la diversidad y complejidad de nuestra vida social en el pa-
sado. Porque, por mucho que hayan constituido un mun-
do aislado, ellos al mismo tiempo han sido parte integran-
te de nuestra comunidad.
Con estos pensamientos y recuerdos entra uno por la


e n e l c e m e n t e r i o j u d í o d e s a r aj e v o
puerta de hierro del cementerio de los sefardíes sarajevitas
en la ladera inclemente sobre el Miljacka.
El cementerio en la cuesta se divide en dos partes cla-
ramente separadas por la forma de las lápidas y de las ins-
cripciones en ellas. Hasta principios de siglo, las lápidas
sepulcrales típicamente hebreas eran macizas y talladas
con tosquedad, más por delante que por detrás (por su po-
sición y líneas básicas, muchas de estas lápidas tienen algo
de un león en la clásica posición sedente, con las patas de-
lanteras estiradas y la cabeza erguida). En el frontal, en lo
alto, la inscripción en caracteres hebreos.
A finales del siglo pasado, estas piedras sepulcrales
cambian de forma, se acercan a los «monumentos» con-
vencionales de los camposantos cristianos, y las inscrip-
ciones en nuestra lengua y en español junto a las hebreas y
a menudo sin ellas se hacen más frecuentes. Igual que su-
cedió en otros lugares, también aquí las lápidas judías in-
tentaron adaptarse al estilo y gusto imperante en el país
donde se hallaban. Son las tumbas de gente que ha llevado
la vida burguesa de su tiempo, y las losas que las cubren,
por su forma e inscripciones, así lo señalan.
Sin embargo, estas piedras son particulares y muestran
detalles de los muertos y también de los vivos. Las antiguas,
con los epitafios exclusivamente en hebreo, están a un lado,
de forma insólita, de escritura incomprensible, como re-
signadas desde siempre a que sólo una minoría ínfima pue-
da leerlas y entenderlas, minoría que hoy ni siquiera exis-
te. Orgullosas de su posición. Alguna ya no es más que una
piedra. Las letras de la negra inscripción hebrea grabadas
someramente hace tiempo que han empezado a ensanchar-
se, a fundirse unas con otras, a desdibujarse y desvanecer-
se. No se han borrado del todo, pero se han convertido en
un adorno que no muestra nada.


c a f é t i ta n i c y o t r a s h i s t o r i a s
Tras estos caracteres hebreos para nosotros incom-
prensibles, como tras unos visillos finos, pero más duros
que cualquier pared, se oculta esa parte de la vida sefardí
que los judíos de España han mantenido a lo largo de los
siglos. La otra cortina es su lengua española. Durante más
de cuatro siglos han conservado y cuidado esa maravillo-
sa lengua de su madre-madrastra, aunque no han podido
desarrollarla ni preservarla para impedir que se petrifique
y deteriore. En ella cantaban cantos de boda y amor y ro-
manzas de su Andalucía natal, y también la usaban en el
trabajo y los negocios y en su vida íntima.
Estos dos lejanos alfabetos y las dos lenguas extranje-
ras eran para ellos medios de pervivencia y de la indispen-
sable separación como si de dos códigos se tratara en la
larga lucha por sobrevivir.
Con los nuevos tiempos, el serbocroata se desarrolla
también entre los sefardíes, igual que entre el resto de la po-
blación, pero a la vez aquéllos empiezan a utilizar su español
sefardí en público, en especial cuando se trata de tradición
y folklore. Así llega esta lengua a las lápidas. Extraña orto-
grafía y a menudo versos pobres. Como en tantos cemente-
rios del mundo, en su mayoría se trata de palabras conven-
cionales, tributo pagado al prestigio y fortuna del difunto.
En una pesada piedra de mármol negro está escrito con le-
tras de oro, en versos ingenuos, que el finado era un hom-
bre apreciado e inteligente, «ombre prejado y entelegente»,
que había sido
Vicepresidente de la Komidad,
Presidente de sosjedades,
Lavrador publico dija i tarde

(«Vicepresidente del ayuntamiento, presidente de diver-


sas sociedades, empleado público día y noche»).


e n e l c e m e n t e r i o j u d í o d e s a r aj e v o
Aquí también los lugares comunes y fríos, los versos
torpes se mezclan con epitafios de los que, de manera di-
recta y cándida, emana un sentimiento auténtico y pala-
bras cálidas, la necesidad viva y eterna de decir algo más
de aquel que perdemos para siempre.
En la tumba de una madre se lee lo siguiente: «Madre
que non conoce otra justicia que el perdon ni mas ley que
el amor». En la piedra de Doncela Klara Altarac, que mu-
rió «en la flor de la juventud», ella se lamenta de que en
los primeros días de primavera la cubrió la tierra y de que
esa fría tierra «cubriome la vista del padre sol». Al lado de
la chica descansa su madre, que falleció más tarde, y en
su tumba pone:

Clara, no lloras hija mia,


No temes la fosa fria.

Junto con el español, empiezan a hacerse frecuentes las ins-


cripciones y versos en serbio. Éstos también están en los lí-
mites de la cotidianeidad, como se ve en las tumbas de to-
das las religiones y pueblos. En la tumba de una madre se
lee: «Siempre fuiste maravillosa para nosotros, desde que
nacimos. Querida madre nuestra, hasta luego».
Sólo a veces los epitafios superan un poquito las expre-
siones convencionales de duelo. En uno de ellos, debajo
de la inscripción en hebreo pone: «Rahela I. Israel, Gos-
poja». Gospoja, es decir, «Señora». Me parece ver a esta
robusta matrona de cabellos blancos a la que sus parien-
tes y vecinos, con un innato sentido del humor y capacidad
para dar con la definición psicológica exacta, han llamado
«Señora». Y me parece oír esta palabra nuestra que aflora
en su conversación española y el cantarín acento arrastra-
do con el que la pronuncian.


c a f é t i ta n i c y o t r a s h i s t o r i a s
En uno de los monumentos está escrito: «Aquí reposa
mi amado y añorado esposo y nuestro amado padre Leo E.
Papo, nacido en 1871, fallecido el 12 de julio de 1915, que
estuvo enfermo durante nueve años». Unas palabras de los
antiguos epitafios bosniacos, y un detalle de la vida priva-
da que para los parientes tenía importancia, y que al cabo
de tantos años suena inusual.
A Leon Levi, que visiblemente ya es contemporáneo
nuestro, sus compañeros, montañeros de diversas religio-
nes, le hacen saber, mediante versos poco hábiles aunque
cálidos, que la montaña sin él está vacía y que no lo olvi-
darán.
En la tumba de Elijas Kabiljo se lee: «Igualmente esta-
mos solos—vivos y muertos—, siempre es lo mismo», como
una vaga evocación del verso español: «¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!».
Me deslizo por las apretadas filas de tumbas, me su-
merjo entre palabras corrientes y entre apellidos conoci-
dos, siempre los mismos: Abinun, Albahari, Altarac, Ati-
jas, Baruh, Daniti, Danon, Eškenazi, Finci, Gaon, Kabiljo,
Kajon, Kalderon, Kamhi, Katan, Konforti, Kunorti, Levi,
Maestro, Montiljo, Ovadija, Ozmo, Pardo, Pesah, Pinto,
Salom. Y los nombres de sus mujeres contienen a menu-
do algo de la música y poesía de las lejanas tierras soleadas:
Anula, Gentila, Đoja, Rika, Masalta, Luna, Buena, Palom-
ba, Simha, Oro.
Tras esas palabras y letras entreveo el pequeño y vivaz
mundo sefardí de nuestra infancia. Comerciantes tocados
con altos feces, mozos encorvados, tenderos modestos, ar-
tesanos en sus puestos, sus mujeres viejas que aún llevan
los trajes sefardíes orientales, sus hijos, bien vestidos, ricos
y pobres, delgados, míseros. Siento el olor de sus patios y
oigo sus animadas exclamaciones guturales en español mez-


e n e l c e m e n t e r i o j u d í o d e s a r aj e v o
cladas con palabras en serbio. Un mundo que ya no existe.
Y que no existe lo demuestra este cementerio con claras se-
ñales y huellas visibles del gran drama de un pueblo.
Lo primero que se advierte son las huellas no frecuen-
tes pero sí evidentes en algunos monumentos. Aquí la es-
trella de seis puntas de Salomón está dañada, allí la foto-
grafía del difunto aparece salvajemente rota. Son el rastro
de los ocupadores o ustachas, de su odio enfermizo y tene-
brosa estupidez y de sus culatas o botas.
Llego a una hilera uniforme de estelas de piedra ar-
tificial con nombres sefardíes de hombres y de mujeres,
y a su lado, como pronunciado por labios mudos apreta-
dos, se puede leer: «Fallecido el 24.v.1941, el 12.v.1941, el
2.vi.1941, el 12.vi.1941…». Y así sucesivamente, sin más.
Pero el mundo sabe y recuerda esos meses de primavera y
verano de 1941. Y aquí están sólo los pocos cuyas sepultu-
ras se conocen.
En la tumba de Simon Katan, que nació en 1871, y tuvo
la suerte de morir en 1933, bajo su epitafio en la losa negra,
se ha tallado con posterioridad: «1882-1942. Se desconoce
el lugar donde se halla la tumba de Dona Katan. Murió en
un campo de concentración fascista y su recuerdo está li-
gado aquí a la tumba de su esposo».
Miles de personas ni siquiera tienen esa nota. Su des-
tino lo explica la gran pirámide de piedra blanca en lo
alto del cementerio. En ella pone: «A los judíos caídos
en combate y víctimas del fascismo. Jasenovac, Stara
Gradiška, Đakovo, Jadovno, Loborgrad, Auschwitz, Ber-
gen-Belzen».
Es la geografía trágica de estos hombres que en su ma-
yoría no deseaban conocer nada mucho más allá de su pue-
blo, de su casa y de su negocio. Aquí está la tumba simbó-
lica de nuestros sefardíes exterminados y extirpados. De


c a f é t i ta n i c y o t r a s h i s t o r i a s
pie, con la palma de la mano en la piedra, igual que estarán
muchos otros, me pierdo en un vivo duelo y pienso en una
defensa común que la humanidad, si quiere merecer este
nombre, debe organizar contra todos los crímenes inter-
nacionales para erigir así un dique seguro y desquitarse de
todos los asesinos de personas y pueblos.



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