DE PUELLES BENÍTEZ, M., "Estado y Educación en El Desarrollo Histórico de Las Sociedades Europeas"

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DE PUELLES BENÍTEZ, M.

, “Estado y educación en el desarrollo


histórico de las sociedades europeas”.

El autor analiza la relación existente entre Estado y Educación desde la aparición del Estado Moderno y
su evolución. En el Antiguo Régimen, aun existiendo distintos modelos, el Estado es indiferente a la
educación, que constituye un monopolio eclesiástico. Esta situación cambia radicalmente con la
Revolución Francesa. El Estado asume la gestión directa de la educación que se convierte en un servicio
público abierto a todos. Surgen así dos modelos distintos: el liberal o dual que contempla dos tramos
educativos, una instrucción elemental y gratuita para el pueblo y otra superior y onerosa para las capas
altas; el jacobino o social que propone una instrucción igual para toda la población y es el antecedente
de la concepción de la educación como un derecho. Para el autor ambos modelos originan la antítesis
entre las tendencias que ven la educación como instrumento de control social y las que la consideran
factor de emancipación y cambio social. Tendencias que llegan hasta nuestros días. Finalmente se
analizan las dos concepciones contrapuestas de la educación como derecho de libertad, propia del
liberalismo, y como derecho social responsabilidad del Estado, reconocida en el Estado del Bienestar y
posteriormente en los Pactos Internacionales.

Introducción

Es difícil precisar la fecha de nacimiento del Estado moderno. Para algunos autores ese momento se
remonta a 1513, año en que Maquiavelo publica su famosa obra, El Príncipe, en la que separa
nítidamente la esfera religiosa de la política y en la que reflexiona sobre la aparición en el escenario
europeo de una temprana organización política, caracterizada primordialmente por su aspiración a la
autonomía: a este nuevo modelo político, fruto del Renacimiento, el pensador florentino lo denominará lo
stato. Para otros autores, sin embargo, para levantar acta de nacimiento del Estado moderno no resulta
suficiente la autonomía de la razón política: es preciso esperar, dicen, al año 1576, fecha en que Bodin
publica los Seis Libros de la República. Esta obra revoluciona, como es sabido, la esfera política de la
época, pues mientras hasta ahora el Príncipe basaba su poder en distintos títulos de intervención, a
partir de Bodin se unifican todos los títulos en uno solo: la soberanía. El Príncipe es soberano y, en
consecuencia, no está sometido a ninguno otro poder, sea éste temporal o espiritual.

En realidad, el proceso de la formación del Estado moderno no puede reconducirse ni a momentos


fundacionales ni a doctrinas estelares, por muy importantes que sean. Más bien debe hablarse de una
nueva organización política que se despliega a la búsqueda de su independencia, tanto del poder
temporal del Papado como de cualquier otra forma de poder político. En este largo proceso el Príncipe va
adoptando desde los albores del Renacimiento decisiones importantes: transformación del ejercito feudal
en un ejercito permanente -el caballero cede su lugar al soldado-; creación de una hacienda pública al
servicio de la nueva organización política; establecimiento de una burocracia permanente, jerarquizada y
altamente cualificada; finalmente, el sometimiento de todos a una sola unidad de decisión, la soberanía
del Príncipe.

Esta evolución no afecta a todos los países europeos por igual. En algunos se produce tempranamente
-es el caso de España a finales del siglo XV-; en otros es preciso esperar al siglo XVI, incluso, a veces, al
siglo XVII. En cualquier caso, cuando el proceso se consuma, podemos decir que estamos ya ante una
unidad política estable, permanente, estática, status propiamente dicho, es decir, Estado.

1. El Estado y la educación en el Antiguo Régimen

Es una certidumbre compartida hoy por todos los historiadores de la educación que el Estado moderno
tiene poco que ver con la educación durante el Antiguo Régimen. Ello es así porque el modelo educativo
medieval, forjado en consonancia con el régimen político que conocemos con el nombre de Cristiandad,
sobrevivirá a esta estructura supraterritorial que pilotan el Papa y el Emperador. De este modo, durante
la Edad Moderna, el modelo educativo seguirá siendo prácticamente un monopolio eclesiástico de
carácter supraestatal, sea en su vertiente jesuítica o calvinista. Es más, aparentemente, el Estado
moderno permanece indiferente a la educación, considerándola, como en el pasado medieval, una
prerrogativa de la Iglesia católica o de la Iglesia reformada.

Nada más ajeno al Estado que la idea de una educación popular de carácter estatal; este tipo de
educación se estima propio de las iglesias o, como mucho, de las autoridades locales. No ocurre así, sin
embargo, con la educación superior, porque, aún siendo la Universidad fundamentalmente competencia
de la Iglesia, presenta un notable interés para el Estado, dada su incidencia en la formación de los
cuadros dirigentes, y, por tanto, en el reclutamiento de la burocracia estatal.

Ahora bien, la indiferencia del Estado por la educación popular es, como dijimos, sólo aparente. En
efecto, no debe pensarse que la educación elemental le es totalmente ajena o que el papel del Estado es
siempre pasivo o que dicho papel es uniforme en todos los países europeos. A este respecto, la
observación del profesor Frijhof acerca de la existencia de diversos modelos me parece esclarecedora.

Un primer modelo, representado por la Francia de los siglos XVI y XVII, sería aplicable a todos aquellos
países donde las relaciones entre el trono y el altar no han sido excesivamente cordiales, adoptando el
Estado cierto distanciamiento respecto de la acción de la Iglesia. En este modelo, que incluye tanto a
países católicos como a protestantes, la enseñanza básica, elemental o popular, es asegurada por las
organizaciones religiosas sin que el Estado preste especial apoyo, limitándose a reconocer, muchas
veces de hecho, esta competencia, aunque en ocasiones proceda a regular la situación de una manera
vaga y general.

En el extremo opuesto se situaría el modelo sueco -ley de 1686- en que el Estado y la Iglesia reformada
se apoyan mutuamente. Por tanto, el Estado adopta un papel activo, prestando su ayuda a la
alfabetización del pueblo (debe aclararse, no obstante, que se trata sólo de una alfabetización pasiva,
centrada exclusivamente en la lectura y no en la escritura, dado que el objetivo principal es preparar a la
población para que pueda acceder al conocimiento de la Biblia).

El modelo intermedio se refiere a aquellos países donde coexisten los credos católico y protestante. El
prototipo lo representan los Países Bajos donde el Estado interviene activamente para evitar conflictos
confesionales.

De todo ello se desprende que, aunque el interés del Estado por la enseñanza elemental no es grande,
hay, sin embargo, un principio de intervención, reflejo, sin duda, de esa dinámica interna que lleva al
Estado moderno a afirmar su soberanía en todos los campos de la actividad humana. Esa dinámica se
acentúa durante el siglo XVIII. La actividad educativa del Estado es ahora más ostensible, impulsado
unas veces por corrientes culturales que le estimulan a caminar en esa dirección -es el caso de los
países del despotismo ilustrado -, animado otras por razones religiosas -es el caso del pietismo en
algunos países protestantes -. Pero, en definitiva, esta intervención del Estado en la alfabetización
popular forma parte de un proceso más amplio, el que conduce a la transformación de las monarquías
autoritarias en monarquías absolutas: el campo de actividad del Príncipe se amplía, en este proceso,
inexorablemente.

El otro extremo del aparato escolar del Antiguo Régimen lo constituye la enseñanza superior. La
Universidad es, como sabemos, la que suministra las cualificaciones profesionales que necesitan tanto la
Iglesia como el Estado. El hecho de que las universidades sean principalmente eclesiásticas no obsta
para que los monarcas intenten extender su dominio a este campo, bien de modo más o menos
simbólico por medio de las regalías, bien de manera efectiva para asegurarse la formación de las elites
que han de dirigir el país. El proceso de intervención es aquí mayor.
Por otra parte, la Edad Moderna es también precursora de cambios sociales importantes. Sin embargo,
la Universidad sigue respondiendo al modelo medieval de suministrar teólogos y juristas, aunque las
necesidades de las sociedades europeas empiecen ya a ser distintas. En algunos países el Estado
intenta la reforma de las universidades, pero las grandes dificultades que encuentra hace que encamine
sus esfuerzos hacia la creación, al margen de la Universidad, de nuevas instituciones educativas, en
parte por la resistencia que la vieja Universitas opone a las reformas dirigidas a modificar sus objetivos
sustanciales o su organización, pero en parte también por la voluntad que subyace en el Estado moderno
de asumir competencias nuevas en el campo de la enseñanza superior. Surgen así a lo largo de estos
siglos una escuela de navegación en Portugal, una escuela militar en La Haya, una escuela de
ingenieros de caminos en Francia, un instituto de náutica y minerología en España, etc., etc.

Situación de la educación en el Antiguo Régimen

Algún fervoroso defensor del Antiguo Régimen ha dicho que nunca hubo en Francia tantas escuelas
elementales y tantos maestros como en los años previos a la Gran Revolución de 1789. Ello es cierto
desde un punto de vista cuantitativo, debido sobre todo al esfuerzo de las organizaciones religiosas y de
las autoridades locales o municipales; pero desde una consideración cualitativa no se puede menos de
indicar el deficiente estado de estas escuelas y la escasa capacidad de estos maestros.

Como ha sido señalado reiteradamente por múltiples autores, éstas escuelas no eran sino cabañas
techadas con paja en la mayoría de los casos, por no hablar de aquellas otras, muy numerosas, que
carecían de local propio, instalándose en graneros, cobertizos, sótanos o cuadras. La sordidez de estas
escuelas, su miseria, la suciedad y abandono en que se encontraban no eran atributo exclusivo de
Francia: países que en el siglo XIX destacarían en este ámbito, como Suiza, Holanda o Prusia, no
estaban en mejor situación.

Tampoco era buena la situación respecto de la cualificación de los maestros. Hay que recordar que un
salario insuficiente o casi nulo impedía reclutar a las personas más competentes para esta enseñanza.
Los maestros, por otra parte, no recibían una formación específica para el ejercicio de su profesión;
bastaba cierto aprendizaje en el seno de su gremio. Es más, esta situación, por lamentable que nos
parezca, era, sin embargo, un privilegio urbano: en las zonas rurales los maestros eran sustituidos por
los "profesionales" más diversos. Así, en España serán los sacristanes los que ejercerán el magisterio en
los pueblos y en las aldeas; en Prusia, los veteranos de guerra; en Holanda, los criados de avanzada
edad; en Suiza, ignorantes artesanos.

En relación con Francia, cuenta Pollard una anécdota que no me resisto a transcribir. Un sacerdote se
dirige en el año 1758 a su nueva parroquia, situada en un remoto distrito de Francia. Después de visitar a
sus feligreses, se interesa por la escuela del lugar, siendo conducido a una miserable barraca donde
campa por sus respetos una multitud de niños. Sorprendido el párroco, pregunta por el maestro; su
acompañante le muestra a un anciano que descansa en un sucio jergón al fondo de la barraca. El
diálogo que se produce entre ambos es, me parece, significativo de toda una época:

 ¿Es usted el maestro, mi buen amigo?


 Sí, señor.
 ¿Y qué enseña usted a los niños?
 Nada, señor.
 ¡Nada! ¿Cómo es eso posible?
 Porque yo no sé nada, contesta el maestro.
 Entonces, ¿por qué ha sido usted nombrado maestro?
 Porque yo he cuidado los cerdos de este pueblo durante muchos años y cuando he llegado a ser
demasiado viejo para dicho oficio me han dado la escuela para que cuide de los niños.

Como señala Pollard, este caso no puede circunscribirse sólo a una escuela o a una localidad. Este
maestro es un caso común que recuerda a cientos de maestros pertenecientes a una u otra sociedad de
las que integraban la Europa del Antiguo Régimen. Incluso en Inglaterra, probablemente el país más
desarrollado del siglo XVIII europeo, la educación elemental presentaba un estado penoso: las famosas
escuelas de caridad, anexas a una parroquia, estaban regentadas por maestros de muy escasa
preparación docente, dada la inexcusable condición de ser miembros de la Iglesia anglicana,
preocupados fundamentalmente por enseñar la religión a los niños.

La situación de la enseñanza secundaria y superior era algo mejor, aunque cualitativamente presenta
también un gran deterioro. Como es sabido, la enseñanza secundaria seguía formando parte de la
Universidad. A los doce o catorce años, en general, los niños ingresaban en la facultad menor de
Filosofía para acceder, después, a la facultad mayor de Teología -la primera en importancia -, Cánones o
Leyes y Medicina. Esta breve descripción es el fiel reflejo de cualquier universidad medieval. Pero
mientras en aquella época la Universidad cumplía con la función primordial de dar a luz teólogos -que
tenían un puesto muy importante en la estructura política de la Cristiandad - y juristas -que robustecían la
autoridad del Príncipe con las teorías romanistas -, al final del Antiguo Régimen la Universidad medieval
hacía mucho tiempo que había dejado de satisfacer los intereses y las necesidades de su tiempo. Las
sociedades europeas estaban todas en un proceso acelerado de transformación, y los Estados hacía
muchos años que se habían desprendido de la tutela del Imperio -cuyo poder era ya puramente
simbólico - y de la vinculación con el Papado -considerado como un poder temporal más en competencia
con los demás Estados -.

Esta situación era general en toda Europa. Afectaba tanto a la vieja universidad de París como a
Universidades tan famosas como las de Oxford y Cambridge, abiertas sólo a los miembros de la Iglesia
de Inglaterra. Lo cierto es que la Universidad europea se encontraba en abierta decadencia

cuando se producen los sucesos que dan paso a la Revolución francesa y a la aparición del Estado
liberal.

2. El Estado liberal y la vertiente pública de la educación

En el desarrollo de la razón política hacia su autonomía, la nueva organización estatal se convertirá en


un poder absoluto. Pero este crecimiento del Estado se va a ver contrarrestado, también desde el inicio
de la Edad Moderna, por otra tendencia de signo opuesto que camina lenta pero firmemente hacia la
limitación del poder del Estado. Esta tendencia culmina en la Ilustración, una de cuyas aspiraciones será
moralizar al Estado, limitarlo, frenar su poder.

No deja de ser sugestivo pensar que cuando Hobbes escribe sus obras, destinadas a dar un sólido
apoyo al Estado absoluto, otro filósofo de la política sienta las bases de un Estado que se sitúa en los
antípodas del Leviatán. No deja de ser paradójico también que Locke, partiendo del mismo estado de
naturaleza analizado por Hobbes, llegue a una conclusión completamente contraria a la del pensamiento
hobbesiano: los hombres, piensa Locke, decidieron constituirse en sociedad política para garantizar sus
derechos, derechos que se consideran ahora naturales, esto es, inherentes a la naturaleza de la persona
humana, derechos que no se estiman enajenados en modo alguno por el famoso contrato social. De esta
manera el Estado aparece como una organización política nacida para garantizar los derechos del
hombre, naturales, inalienables, imprescriptibles y anteriores al mismo nacimiento del Estado. Estos
derechos, denominados derechos de libertad o de defensa frente al Estado (libertad de imprenta, libertad
de conciencia, libertad de culto, libertad de expresión, etc.), constituyen un conjunto de libertades
públicas que son, sin duda, parte importante de la esencia del Estado liberal.

Pero los derechos naturales, piensan los hombres de la Ilustración, tienen una doble vertiente: de una
parte, constituyen una defensa frente a la opresión del Estado, un reducto privado que el Estado no debe
invadir, que el Estado debe respetar; de otra parte, expresan la aspiración del hombre a gobernarse a sí
mismo, lejos de la tutela de poderes paternales o patriarcales. Las libertades públicas no agotan, pues, la
consideración de los derechos del hombre. Al lado de las libertades públicas se afirman también otros
derechos que conciernen al individuo como sujeto de la vida política -no como objeto-, como ciudadano
que tiene derecho a emanciparse del poder y a participar en él. Son los llamados derechos cívicos o
políticos, base del nuevo régimen representativo, cuya mejor expresión es el derecho al sufragio. Aunque
ahora no vamos a ocuparnos de ellos, no debemos olvidar que estos derechos harán posible el control
de los gobernantes por los gobernados: son la base del régimen democrático (la democracia, se ha
dicho, es la sociedad de los ciudadanos). En este sentido, sólo nos queda decir que el Estado liberal
comprenderá pronto la necesidad de tener ciudadanos ilustrados que hagan posible el nuevo régimen
(así, por ejemplo, la Constitución española de 1812 establecerá tempranamente la obligación de saber
leer y escribir para poder "ejercer los derechos de ciudadano").

Desde esta perspectiva, esta nueva clase de Estado, surgida como antítesis del Estado absoluto, va a
ser concebida como un puro artificio, como un mecanismo que se opone a la verdadera realidad que es
la sociedad. Es decir, mientras que en el Antiguo Régimen el Estado se confunde con la sociedad, la
representa y actúa por ella, ahora la sociedad se independiza del Estado afirmando la primacía de lo
privado ante lo público. Para moralizar el Estado, para limitar su poder -los liberales tendrán siempre
presente la imagen reciente del Estado absoluto donde la arbitrariedad del rey es la norma-, para evitar
el abuso del poder político se van a alzar los derechos naturales del hombre como límite infranqueable a
ese poder y se va a acotar un espacio -el mercado- donde el Estado no puede intervenir.

Bobbio ha señalado con especial agudeza cómo el Estado y la sociedad van a ser considerados como
realidades abiertamente distintas y contrapuestas: de un lado, el Estado, pensado como un régimen de
relaciones de poder entre gobernantes y gobernados, por tanto como un ámbito de relaciones entre
desiguales; de otro lado, la sociedad, conceptuada como un ámbito de relaciones entre iguales. De esta
forma, el Estado aparece como una esfera de poder que se ocupa de las instituciones políticas que
regulan la convivencia, mientras que la sociedad se contrapone como una esfera privada que se ocupa
de "la riqueza de las naciones".

Toda esta construcción teórica se impone con la Revolución francesa. Supone, en la práctica, el fin del
Estado absoluto, la limitación del poder político por la existencia de unos derechos que el nuevo Estado
debe no sólo respetar, sino también garantizar, y la mejor manera de hacerlo es no regulando, no
interviniendo, no haciendo (la lengua inglesa, con su conocida capacidad para lo concreto, definirá el
nuevo papel del Estado con dos gráficas palabras: "manos fuera"). Ahora bien, dentro de esta
concepción podría esperarse que el nuevo Estado liberal limitase su intervención al mínimo también en
educación. El abstencionismo general que se predica del Estado supone la supresión de toda injerencia
en el mundo de las relaciones sociales y económicas, como corresponde al famoso dogma liberal
“laissez-faire, laissez-passer, le monde va de lui même”. Al Estado sólo le compete asegurar el orden
público como condición previa para que las fuerzas sociales y económicas puedan desarrollarse de
modo espontáneo. Sin embargo, como sabemos, la intervención del Estado en la educación va a
alcanzar proporciones desconocidas en el pasado. ¿Cómo se explica esta situación? La aclaración hay
que buscarla en la propia Revolución Francesa.

El legado educativo de la Revolución Francesa

Como he indicado en otro lugar, todo lo que sucede en la educación durante el período 1789-1793 no es
más que la consecuencia de un acto verdaderamente revolucionario: la nacionalización de los bienes
eclesiásticos en noviembre de 1789. La Iglesia católica de Francia sufragaba con las rentas de estos
bienes, entre otras actividades, los gastos de dos importantes sectores: la caridad o asistencia pública y
la educación. Al nacionalizarse estos bienes, estos dos campos, la beneficiencia y la enseñanza,
quedaron prácticamente desasistidos. La solución que dio la Asamblea en tan temprana fecha fue
encomendar al Estado la gestión directa de estas actividades sociales, convirtiéndolas así en servicio
público. Fue una auténtica publicatio. A partir de ahora, el Estado francés se ocupará directamente de la
beneficencia y de la enseñanza. Con ello, las medidas revolucionarias de la Asamblea no sólo abolieron
los estamentos privilegiados o el régimen señorial, sino que funciones realizadas por los citados
estamentos, en este caso el estamento eclesiástico, se asignaron a una nueva Administración,
inaugurando así una política de servicios públicos de nueva planta, secularizados y estatales.
Ciertamente, esta revolucionaria medida no fue una improvisación de la Asamblea. La Ilustración
francesa venía pugnando desde mediados de siglo por una educación estatal. Philosophes como Diderot
o Rousseau, parlamentarios famosos como La Chalotais o Rolland d'Erceville, profesores como Cuvier o
Thiébaut, todos defendían la idea de una educación que formara a la infancia y a la juventud en el molde
nacional, todos querían una educación uniforme para Francia, todos deseaban que los fines de la
educación fueran delimitados en función de las necesidades de la sociedad y no de los intereses de la
Iglesia, todos querían que los profesores fueran laicos y no eclesiásticos, todos, en fin, apuntaban al
Estado como protagonista de la educación.

La idea de la educación como servicio público es, pues, el desenlace natural de un desarrollo ideológico
impulsado y animado por la Ilustración. No obstante, hay diferencias cualitativas entre la Ilustración y la
Revolución. Cuando los ilustrados franceses piensan en la educación nacional, sus mentes están todavía
ancladas en la educación estamental, no en la educación popular (recordemos la famosa locución de
Rousseau en el Emilio: "el pobre no tiene necesidad de educación; la de su estado es suficiente").
Corresponde a los revolucionarios franceses el mérito de haber elaborado la idea de la educación como
servicio público, el principio básico de la educación para todos. Es cierto también que no va a haber entre
los revolucionarios unanimidad sobre el alcance y extensión de la educación como servicio público, pero
sí va a existir un consenso en un punto fundamental: el nuevo sistema educativo debe ser un sistema
público, es decir, abierto a todos, atento a las necesidades de la sociedad, organizado y controlado por el
Estado. Más allá de este acuerdo básico, las discrepancias serán muchas y muy variadas. Como ha
señalado Moody, fuera de la convergencia general en la concepción del Estado como actor principal de
la educación, los planteamientos son múltiples y, muchas veces, contradictorios: ¿formar la elite de la
nación o elevar el nivel cultural del pueblo?; ¿control por parte del Estado o control de las autoridades
locales?; ¿limitación de la instrucción pública a la enseñanza primaria -dejando los demás niveles a la
iniciativa privada- o construcción de un sistema educativo nacional, publico y gratuito?; ¿libertad de
enseñanza o monopolio estatal?; ¿la educación como instrumento adecuado de transmisión de valores
o, por el contrario, la educación como instrumento de emancipación del hombre?

Como es sabido, las asambleas de la Revolución discutirán infatigablemente diversos planes de estudio
donde se debatirán todos los problemas de la educación moderna, adoptándose posiciones divergentes
según el momento político y el predominio de una u otra facción de la burguesía francesa. Estas
oscilaciones, a veces verdaderamente bruscas, se producirán también en las mismas normas
constitucionales. En efecto, la Constitución de 1791, en su título I, garantizará el establecimiento de "una
instrucción pública, común a todos los ciudadanos, gratuita respecto de aquellas partes indispensables
para todos los hombres". Es decir, la Constitución de 1791 garantiza la creación de un servicio público de
enseñanza, abierto a todos los ciudadanos, pero cuya gratuidad se limita a la educación popular. Esta
concepción es la que predomina en la primera fase de la Revolución y en ella subyace la idea de un
sistema público de enseñanza con dos tramos educativos distintos: instrucción elemental para el pueblo,
y, por tanto, gratuita; instrucción superior para las capas medias y altas de la sociedad, y, por tanto,
onerosa. Es la concepción que triunfará en el siglo XIX.

En la segunda fase de la Revolución, en la etapa jacobina, la instrucción pública ocupa un lugar más
relevante. En la nueva Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 24 de junio de 1793, en
el artículo 22, se dice: "La instrucción es necesaria a todos. La sociedad debe favorecer con todo su
poder el progreso de la razón pública y poner la instrucción al alcance de todos los ciudadanos". La
diferencia es importante: no es la instrucción elemental, sino la instrucción a secas la que constituye una
necesidad de todos los ciudadanos. Es el antecedente moderno del derecho a la educación. Es la
concepción que triunfará en el siglo XX.

Las funciones públicas de la educación

El legado político de la Revolución Francesa es, sin duda, extraordinariamente rico y, en cuanto tal, lleno
de tendencias que no siempre encajan bien entre sí. Tal es el caso de la educación, punto de conflicto de
múltiples corrientes, algunas de las cuales ya hemos esbozado anteriormente. Ahora debemos
detenernos en la antítesis que se produce entre aquellas tendencias que ven en la educación un
poderoso instrumento de control social y aquellas otras que sueñan con la educación como factor de
emancipación y cambio sociales.

Como ha sido puesto de relieve en múltiples ocasiones, la idea de la educación como instrumento de
emancipación va ligada al principio de igualdad y a la segunda fase de la Revolución, a la que
protagonizan los jacobinos. Se trata de conseguir no sólo la igualdad jurídica, sino también la igualdad
social, y para ello, piensan los jacobinos, nada mejor que promover el acceso general a la educación,
poderoso instrumento para superar las desigualdades sociales; la educación, diríamos hoy, debe ser un
factor de movilidad social. Por otra parte, se piensa también que la educación debe cumplir objetivos más
ambiciosos que la mera instrucción o la mera movilidad si de verdad se quiere formar hombres,
ciudadanos, auténticos republicanos, si de verdad se desea lograr "una entera regeneración", "un pueblo
nuevo". Para ello es necesario terminar con la desigualdad producida por la misma educación, es preciso
acabar con la desigualdad entre la ciudad y el campo, hay que terminar con la desigualdad económica
que impide la igualdad real ante las luces, es necesario, en fin "aplicar la santa ley de la igualdad" a la
educación. El proyecto educativo de Le Peletier obedece a estas premisas.

Sin embargo, no será este aspecto de la educación el que triunfe. El Estado liberal del siglo XIX y buena
parte del XX hará suya la idea de la educación como factor de integración política y de control social.
Desde el punto de vista de la integración política, el Estado liberal concebirá la educación como elemento
sustancial para el logro de una nueva lealtad y procurará que las clases medias y superiores, base del
nuevo régimen representativo, tengan fácil acceso a la enseñanza secundaria y superior (aunque ambos
tipos de enseñanza suministrarán los nuevos cuadros que la nueva Administración necesita, la
integración política seguirá siendo uno de los objetivos principales). Como ha puesto de relieve
Dominique Julia, ésta fue una idea que nace de la misma Revolución, pues de la misma manera que
para la Iglesia católica la primera misión de la educación era hacer de los cristianos buenos creyentes y
fieles practicantes, para la Revolución la función esencial de la enseñanza será la de inculcar los valores
liberales y democráticos.

La educación como factor de integración política tuvo, pues, un papel muy importante: la realidad
confirmó que fue uno de los actores de la socialización política que mejor supo crear una nueva lealtad al
nuevo régimen; fue un elemento importante para el reclutamiento de la elite política que el Estado
necesitaba; fue, incluso, la base de la integración vertical entre las diferentes regiones con mayor o
menor conciencia de la identidad nacional. Recientemente, el profesor Green ha defendido la tesis de
que la propia formación del Estado liberal va unida inexorablemente a la creación de los sistemas
educativos nacionales, no sólo por lo que éstos supusieron para la construcción del aparato político y
administrativo del Estado, o por la función que cumplieron aglutinando en su seno las creencias que
legitiman el poder del nuevo Estado, sino también porque los sistemas educativos nacionales
desempeñaron un papel primordial en el despliegue y desarrollo del mismo Estado liberal. Si la propia
formación del Estado liberal fue una revolución cultural profunda, Green coloca a la educación en el
corazón de este proceso: los sistemas educativos nacionales del siglo XIX asumieron una
responsabilidad primaria en el desarrollo político del Estado. Esta asunción de responsabilidades
políticas no fue obra del propio sistema educativo, dice Green, sino una asignación de fines que le fue
dictada por el Estado liberal, consciente de su importancia para su propia supervivencia y consolidación.

En segundo lugar, pero no por ello menos importante, la educación se mostró pronto como un formidable
instrumento de cohesión social y nacional. El Estado, en todos los países europeos o de cultura
occidental, impulsó y creó los sistemas educativos nacionales asignándoles múltiples funciones públicas
que éstos supieron realizar: en algunos países, como fue el caso de los Estados Unidos de América, la
educación fue el crisol que permitió la asimilación de las culturas de los inmigrantes y la integración de
éstos en un cultura nacional; en otros países como Francia, el sistema educativo fue un poderoso factor
de consolidación nacional mediante la extensión e implantanción hasta la última aldea de la lengua
nacional; en Países como Alemania o Italia la educación se convirtió en un auxiliar imprescindible para la
unificación de la conciencia nacional contribuyendo así poderosamente a la forja de una nueva identidad
nacional; en todas las sociedades europeas el sistema educativo cumplió con la función de transmitir los
valores de la clase dirigente, los valores de la burguesía liberal; incluso, cuando la revolución industrial
fue un hecho, la educación, especialmente la enseñanza técnica y superior, recibió la misión de
suministrar los conocimientos precisos que demandaba la nueva situación, en un proceso que afectó de
modo desigual a los diversos países.

La pluralidad de funciones públicas que se asignaron a la educación es manifiesta. Aunque todas ellas
revistan singular importancia, debemos destacar que, siendo el siglo XIX el siglo de las nacionalidades, a
la educación se le señaló un papel integrador de primera magnitud. Aunque las relaciones entre el
Estado y la sociedad se desarrollaron en general dentro del esquema liberal -autonomía para la
sociedad, inhibición para el Estado-, en este punto, ningún Estado europeo se mostró como un agente
pasivo en la constitución de nuevas naciones o en la consolidación de las ya existentes. Como ha
afirmado Hobsbawm, el Estado, utilizando una veces instrumentos coercitivos -como el éjercito nacional
en el caso de Alemania o Italia- y otras instrumentos pacíficos -como la educación-, nacionalizó las
sociedades de Europa. Y en este proceso, en que el Estado irradió nacionalismo sobre la nación, la
educación se convirtió, tanto en las naciones viejas como en las nuevas, en la institución nacionalizadora
más adecuada.

Fruto de este proceso fueron los sistemas educativos nacionales, que, con más propiedad, deberíamos
llamar sistemas educativos estatales. La diferencia con el antiguo aparato del Antiguo Régimen es
notoria, ya que durante tan largo periodo el aparato escolar fue, como se ha dicho, una "escuela de
mosaico", es decir, un conjunto de instituciones educativas superpuestas, gestionadas normalmente por
la Iglesia y por las autoridades locales. En cambio, con el Estado liberal aparece el sistema educativo en
sentido estricto, esto es, lo que Archer ha definido con acierto como un conjunto de instituciones
diferenciadas, de ámbito nacional, destinadas a la educación formal, cuyo control e inspección
corresponden al Estado y cuyos elementos y proceso están relacionados entre sí.

De esta forma, el Estado liberal crea en todos los países europeos un sistema donde los fines de la
enseñanza son definidos por los representantes de la nación reunidos en el Parlamento -definición que
será más autentica conforme se vaya extendiendo el sufragio a lo largo del siglo-, dotado por las
autoridades estatales de una ordenación académica que regula los diversos niveles educativos con sus
correspondientes planes de estudio, configurado en general con bastante homogeneidad, financiado con
fondos públicos, y, finalmente, secularizado, es decir, entregado a las decisiones y competencia de los
poderes públicos.

Pero la formación del sistema educativo nacional no fue, como sabemos, un hecho pacífico. El
desplazamiento del monopolio eclesiástico por la potestad del Estado fue una larga lucha. Ello planteó un
problema nuevo que la Europa del Antiguo Régimen no había conocido: la consideración de la educación
como un derecho de los particulares o de las organizaciones no estatales frente al Estado, y con ello el
derecho a impartir la enseñanza.

La educación como derecho de libertad

La concepción liberal del Estado es, como se ha señalado en más de una ocasión, la más consciente y
coherente teoría de la primacía de lo privado sobre lo público. Es la afirmación de un ámbito privado en
donde el Estado no debe intervenir, una esfera rodeada de derechos que el Estado debe respetar y
garantizar. Estos derechos se configuran, como sabemos, como derechos de libertad o de defensa frente
al Estado, como un haz de derechos que, de acuerdo con el iusnaturalismo triunfante, son innatos,
anteriores y superiores al mismo Estado; más aún, derechos para cuya protección nace la sociedad
política, el mismo Estado.

Ahora bien, dentro del nuevo marco político que el Estado liberal representa, la educación no se
constituye en sentido estricto como un derecho del individuo sino, como acabamos de ver, como una
atribución del Estado. Ello es así porque para la doctrina iusnaturalista de la época las exigencias
fundamentales que brotaban del pretendido estado de naturaleza respondían a necesidades
fundamentales de la sociedad. En el estado histórico de la sociedad del siglo XVIII el principal problema
era el de la opresión del Estado absoluto, representado tanto por la figura del monarca omnipotente
como por la de las diferentes iglesias aliadas con la monarquía absoluta. De ahí que, desde la
perspectiva del individuo, los derechos naturales hagan referencia a unas determinadas libertades
públicas y no a otras (libertad de conciencia, libertad de expresión, habeas corpus, etc.), y que, desde la
perspectiva de la sociedad, se reclame la autonomía de ésta respecto del Estado. En la conciencia
política del momento, la educación, salvo algunos destellos fulgurantes a los que ya hemos hecho
referencia, no fue sentida como un derecho, sino como una necesidad evidente para el nuevo Estado.

Vista ya la paradoja que supuso la afirmación de un Estado liberal y la construcción de un sistema


educativo estatal, debemos abandonar por ahora el análisis de la educación desde la perspectiva del
Estado y situarnos en la perspectiva del individuo o de las organizaciones no estatales. Será
precisamente la presión de estas organizaciones -especialmente la Iglesia o las iglesias- la que dará
lugar a la contemplación de la educación desde su vertiente privada: aparece así en el siglo XIX el
problema de la libertad de enseñanza, considerada ésta como un derecho de defensa frente al Estado,
igual que los demás derechos ya reconocidos. La batalla será larga y salpicaduras de la misma llegan
aún hasta nosotros.

Lo primero que se debe aclarar es que no cabe hablar históricamente de la libertad de enseñanza sino,
como se ha señalado con gran perspicacia, de libertades en la enseñanza, porque ya desde el principio
aparecen ligadas tanto la libertad de crear un establecimiento privado -para enseñar en él- como la
libertad de trasmitir conocimientos, reivindicándose que el Estado ni debe interferir en la creación de
centros privados ni inmiscuirse en la libre comunicación de la docencia. Es decir, que la libertad de
enseñanza aparece ab initio con un contenido dual: derecho a la libertad de creación de centros
docentes y derecho a la libertad de cátedra.

Por tanto, desde el principio del siglo XIX la educación como derecho de libertad se reviste de una
notable ambivalencia. Ello explica, en mi opinión, que en el siglo XIX la izquierda europea sea al mismo
tiempo defensora de la libertad de enseñanza, entendida como libertad de cátedra, y enemiga de esta
misma libertad, entendida como derecho a la creación de centros docentes, normalmente confesionales,
desde los que se combate incansablemente al nuevo régimen liberal. Por el contrario, la derecha
europea hará de la libertad de enseñanza -en su acepción de libertad de creación de centros docentes -
un bastión de su actividad, al mismo tiempo que rechazará la libertad de cátedra por considerarla una
libertad perniciosa e inadmisible.

Tampoco la libertad de creación de centros de enseñanza encierra en sí un modelo unívoco. Así, por
ejemplo, la libertad de crear centros docentes será invocada en la España de la Restauración para hacer
frente al Estado confesional y a su notable influencia sobre la educación, dando lugar con ello a la
Institución Libre de Enseñanza, cuya aportación a la pedagogía española hoy nadie pone en duda. Otro
ejemplo significativo lo encarna la Italia de mediados del siglo pasado: antes de la unidad nacional, la
escuela privada, nacida al amparo de la libertad de creación de centros docentes, es una escuela laica,
pedagógicamente muy avanzada; después de esa fecha, la escuela privada se hace confesional (la
explicación es históricamente evidente: la escuela privada laica surge como reacción frente a una
escuela estatal prácticamente confesional, administrada por unos Estados como los italianos muy débiles
y muy necesitados de fuerte apoyo por parte de la Iglesia; después de la unidad, el Estado italiano se
hace laico, lo que obliga a la Iglesia a buscar en la escuela privada confesional el campo de actuación
futura).

¿Que papel adopta el Estado frente a la libertad de creación de centros docentes? Como es sabido, el
Estado napoleónico proclamará a principios del siglo un monopolio de iure sobre la enseñanza -aunque
de facto entregue la enseñanza elemental a la Iglesia -. Este ejemplo impulsará a muchos Estados a
seguir por el camino del monopolio. Sin embargo, pertenecía a la esencia del Estado liberal el
reconocimiento de todos los derechos de libertad. Así, paulatinamente, se fue produciendo un proceso
que, según Embid, comprende diversas fases: libertad negada, en general, en los primeros años del siglo
XIX; posteriormente, libertad tolerada; después, hacia la mitad del siglo, libertad aceptada y reconocida;
libertad consagrada en las constituciones desde el último cuarto de siglo en adelante; finalmente, libertad
subvencionada desde la segunda posguerra mundial hasta nuestros días. Pero este largo proceso ha
dibujado un mapa europeo de grandes diferencias: desde países donde prácticamente la enseñanza
privada ha desaparecido -por ejemplo, en el ámbito de los países nórdicos - hasta países donde este tipo
de enseñanza tiene un peso específico, mayor o menor -como es el caso de Holanda, Bélgica o España
-, pasando por situaciones intermedias como las que presentan Alemania, Italia o Francia donde existe
con carácter minoritario.

La otra vertiente de la libertad de enseñanza, la libertad de cátedra, ha tenido también una azarosa
existencia. Defendida en la Revolución por Condorcet como un derecho del profesor a la libertad de
expresión dentro de su aula, se convierte también en un derecho de libertad o de defensa frente al
Estado, en un campo de la actividad humana donde el Estado no puede ni debe intervenir: repugna a la
conciencia del ciudadano que el Estado pretenda imponer una verdad oficial por medio de la enseñanza.
Este derecho será reconocido también en las constituciones del siglo XIX, aunque su realización práctica
no será fácil, siendo vulnerado muchas veces tanto por los Estados confesionales como por los Estados
laicos. Circunscrito al principio a la Universidad, ha sido en nuestro siglo extendido a otros niveles
educativos, aunque con las limitaciones propias que imponen los sujetos a los que va dirigida.

3. El Estado de bienestar: la educación como derecho social

La estructura del sistema educativo propugnado por el Estado liberal adoptó una forma bipolar: todos los
niños tenían acceso a la enseñanza elemental pero ésta era un compartimento estanco que no tenía
relación alguna con el resto del sistema educativo; sólo una pequeña parte de la población escolar
interrumpía el curso normal de la enseñanza elemental para pasar a cursar la enseñanza secundaria y la
universitaria o superior. Como ya quedó indicado, esta estructura fue uno de los modelos que alumbró la
Revolución Francesa, pero no el único.

Junto a la línea liberal se ha reseñado también la existencia en la Gran Revolución de otra tendencia que
hacía hincapié en la necesidad de ampliar las funciones del Estado para evitar que los derechos y
libertades reconocidos por éste se convirtieran en meras declaraciones formales carentes de contenido
real. Esta propensión, que va a residenciarse fundamentalmente en las filas jacobinas, considera que la
educación no puede ser atributo ni de ningún estamento ni de ningún grupo social, so pena de que la
educación se convierta en sí misma en un factor de opresión y de desigualdad social. De ahí que para
los jacobinos la educación deba ser asumida por el Estado para hacer efectivo el principio de la igualdad
ante las luces. Como vimos, para los jacobinos la instrucción a secas es necesaria a todos. Subyace
aquí la concepción de la educación como un derecho del ciudadano y como una responsabilidad del
Estado. Pero, como también vimos, el fracaso de los jacobinos llevó consigo el quebranto y posterior
desaparición de esta concepción.

Pero aunque se impuso la estructura bipolar de la enseñanza en todo el continente europeo, la


propensión a la igualdad no fue absolutamente aherrojada a las tinieblas. La historia del siglo XIX es,
entre otras cosas, la historia de esta tendencia por implantar, en primer lugar, la universalidad de la
enseñanza elemental, o en otras palabras, el derecho a la educación básica. Surge así el objetivo de la
escolaridad obligatoria, la inclinación a ampliar progresivamente la duración de la escolaridad obligatoria,
la cuestión de la gratuidad por medio de la financiación pública, etc. Todas estas conquistas sociales,
que se irán produciendo a lo largo del siglo XIX en todas las sociedades europeas, no se conseguirán sin
gran oposición: la vieja concepción estamental de que cada individuo nace con un lugar asignado en la
sociedad o el convencional debate sobre la educación de los pobres persistirán durante muchos años en
la mentalidad de los europeos. En el fondo de esta tensión late el temor de las capas dominantes a una
instrucción universal que produjera una población alfebatizada e ilustrada, y, en consecuencia,
consciente de sus derechos políticos y laborales. Fue preciso, muy avanzado el siglo, que se
generalizara la revolución industrial para que las elites directoras se convencieran de los beneficios que
reportaba disponer de una población instruida.
Pero la escolarización obligatoria, universal y gratuita, tenía en sí graves limitaciones: en primer lugar,
porque dicha escolarización se circunscribía sólo a la enseñanza primaria o elemental; en segundo lugar,
porque era considerada fundamentalmente como un deber de los padres, no siempre muy celosos en el
cumplimiento de esta obligación; en tercer lugar, porque se configuraba como un deber del Estado que
se limitaba principalmente a imponer legalmente la escolarización obligatoria y a financiarla, pero no a
realizar un esfuerzo económico por conseguir efectivamente la escolarización universal. Fue preciso
esperar a la aparición del Estado de bienestar, en la terminología de los politólogos, o del Estado social
de derecho, en la expresión divulgada por la dogmática jurídica alemana, para que la tendencia iniciada
en 1793 llegará a su culminación y se considerase a la educación como un derecho fundamental. La
educación entraba así a formar parte de lo que se ha llamado los derechos de la segunda generación:
los derechos sociales.

La aparición de los derechos sociales o derechos prestacionales es fruto de una larga transformación del
Estado liberal. Mientras que las libertades públicas surgen en el Estado liberal con un contenido
esencialmente negativo, orientadas a negar la acción del Estado, a procurar que éste se limite a no
intervenir, a no hacer, respetando, por tanto, un recinto privado rodeado y protegido por los derechos de
libertad, en el Estado de bienestar o Estado social de derecho la constitución de la educación como
derecho social va a exigir precisamente todo lo contrario, va a demandar la intervención del Estado y,
para ello, una ampliación de los poderes del Estado.

Los derechos sociales suponen, pues, una transformación importante del Estado del siglo XX. Este
proceso puede situarse en torno a la primera guerra mundial, con la influencia innegable de la
constitución mejicana de Querétaro, de la Revolución rusa y de las conmociones producidas en la
primera posguerra mundial. Es ahora cuando se abre paso la teoría que considera los derechos del
hombre no sólo como derechos de contenido negativo, que lógicamente se mantienen y se consolidan,
sino también como derechos que exigen prestaciones positivas por parte del Estado para que el hombre
pueda desarrollarse plenamente.

Esta evolución cierra un largo ciclo de la humanidad. Como Bobbio ha señalado, en el régimen político
anterior al Renacimiento los hombres sólo tenían deberes, no derechos. En el Estado absoluto los
individuos seguían teniendo deberes pero en todos los países europeos el derecho a la propiedad se
constituyó como un derecho privado que defendía al individuo de las arbitrariedades del poder del rey.
En el Estado liberal o Estado de derecho el individuo tenía frente al Leviatán no sólo derechos privados
como la propiedad, sino también derechos públicos: el Estado liberal es el Estado de los ciudadanos,
poseedores de derechos políticos y de derechos de libertad. Finalmente, en el Estado de bienestar o
Estado social de derecho el hombre ve reconocidos sus derechos sociales, culminado así un largo
proceso de autonomía y de emancipación.

La aparición de los derechos sociales supone también una transformación de la concepción política del
hombre. Ya no se parte del reconocimiento de la persona como un ente abstracto o genérico, sino que
ahora el ser humano es visto en su especificidad, en sus distintas maneras de estar en la sociedad,
como menor, como adulto, como anciano, como mujer, como minusválido, confluyendo normalmente en
un mismo sujeto varios derechos derivados de las distintas situaciones en que el individuo se encuentra.

Este proceso de individualización del hombre comienza, en el ámbito jurídico, con la Constitución de
Weimar en la Alemania de la primera posguerra mundial. En esta Constitución se inserta un catálogo de
derechos y libertades que, aunque muchos de ellos responden a la concepción del liberalismo clásico,
anuncian, sin embargo, una nueva realidad. Efectivamente, si leyéramos atentamente esta Constitución,
veríamos que en ella se regulan situaciones no previstas por las concepciones abstractas del liberalismo
del siglo XIX: así, se regula la situación del hombre como patrono o como obrero, como productor o
como consumidor, como alumno o como profesor, etc. Este cambio profundo de la mentalidad imperante
se va a acelerar al incidir en él las perturbaciones propias de la crisis económica de 1929 y la respuesta
que representa el New Deal.
Después de la segunda guerra mundial esta corriente de opinión se consolida en la mayor parte de los
países de Europa. Será la Constitución italiana de 1947 la que abra el camino, estableciendo en su
artículo tercero que "pertenece a la República eliminar los obstáculos de orden económico y social que,
limitando de hecho la libertad y la igualdad de los ciudadanos, impiden el pleno desarrollo de la persona
humana". Esta declaración, pronto incorporada a las constituciones europeas posteriores, significa el
repudio o la superación del liberalismo clásico. Ya no será la competencia privada o el juego libre del
mercado los que traerán consigo una mejora de las condiciones de vida, sino que será la intervención del
Estado la que garantice los derechos sociales del ciudadano: trabajo, vivienda, educación, sanidad. Es la
hora del Estado de bienestar.

En el ámbito de la educación, esta concepción va a suponer en la mayoría de los países europeos la


ruptura, o el debilitamiento, de la estructura bipolar de la enseñanza. Por primera vez en la historia
europea de la educación, la enseñanza secundaria no va a ser concebida como una barrera que impide
el paso de una determinada clase social, sino que el bachillerato va a abrirse a toda la población escolar.
El derecho a la educación implica ahora no sólo el derecho a recibir una educación elemental, sino
también el acceso a la enseñanza secundaria y, lo que no deja de ser relevante, a la enseñanza
universitaria o superior. Fruto de esta concepción es la escolarización masiva de la población en todos
los niveles educativos. También la aparición de problemas nuevos derivados de la masificación: fuerte
incremento del gasto público, devaluación de la enseñanza, inflación de títulos académico, etc. No
obstante, la reacción de los Estados europeos, en general, no ha sido la de restringir el ámbito del
derecho a la educación o abdicar de sus responsabilidades, sino la de aumentar los recursos, impulsar la
formación profesional de nivel medio o superior, acentuar las exigencias de acceso a la enseñanza
universitaria o redefinir sus propios niveles de prioridades (en este sentido es significativo que la ley
francesa de 1989, de orientación sobre la educación, establezca en su artículo 1º que "la educación es la
primera prioridad nacional").

La aparición de los derechos sociales no ha supuesto la disminución de los demás derechos de la


primera generación. En cierto modo tiene razón García de Enterría cuando afirma que todos estos
derechos tienden a confundirse. La razón está en que las libertades públicas se han convertido en
nuestros días en un fin del Estado, al que no sólo se le exige no hacer, sino que también se le pide
actuar para que las libertades públicas no perezcan: los derechos de libertad o de defensa se han
convertido en buena parte en derechos sociales o prestacionales. En este sentido, cabe preguntarse si
los ciudadanos están dispuestos hoy a perder las conquistas individuales -los derechos de libertad- y
sociales -los derechos prestacionales- que son fruto de una larga evolución histórica y de una larga lucha
para su consecución.

La internacionalización de los derechos sociales

El derecho a la educación como derecho social o prestacional no se ha detenido en el umbral de las


constituciones, también se ha internacionalizado. Como los demás derechos sociales, la educación se ha
incorporado al Derecho público internacional, operándose un fenómeno de trascendentales
consecuencias. A estos efectos, se han señalado las siguientes: en primer lugar, el individuo, o los
grupos sociales, se han convertido en sujetos del Derecho internacional; en segundo lugar, los derechos
sociales han sufrido un proceso de positivación al haber sido reconocido no sólo por las declaraciones
internacionales, sino también por los convenios multilaterales entre los Estados; por último, estos
derechos han conseguido amplia cobertura en la jurisdicción de los organismos internacionales. De todo
ello lo que interesa resaltar ahora es que, aparte de la revolución que pueda suponer para el Derecho
internacional que no sean sólo los Estados los sujetos del mismo, sino también los individuos, lo
importante es que la regulación internacional de estos derechos tiene en determinados casos fuerza
vinculante para los propios Estados, pudiendo invocarse tales derechos ante los tribunales
internacionales.

Es cierto que algunos textos internacionales no obligan a los Estados, como es el caso de la Declaración
Universal de los Derechos Humanos de 1948, cuyo artículo 26 proclama el derecho de toda persona a la
educación, y que sólo tiene una autoridad moral para los Estados. Pero son ya varios los tratados
internacionales que han sido ratificados por diversos Estados europeos que tienen fuerza de obligar en
los respectivos territorios nacionales. Entre ellos destaca el Pacto Internacional de Derechos
Económicos, Sociales y Culturales de 1966, que sometido a la cautela de demorar su entrada en vigor
hasta que no fuera ratificado por treinta y cinco Estados, obtuvo vigencia en 1976 al rebasarse con
creces el número de Estados ratificantes. La importancia de este convenio multilateral reside en que
tales Estados deben adoptar un papel activo en la realización de estos derechos, ya que la ratificación
del Pacto supone que sus normas pasan a formar parte del ordenamiento interno con la misma fuerza
vinculante que las demás normas que integran su ordenamiento jurídico. Transcribo a continuación, por
su importancia, el artículo 13 del Pacto, que en síntesis afirma lo siguiente:

 el reconocimiento del derecho de toda persona a la educación.


 los fines de la educación se orientan al pleno desarrollo de la personalidad humana y al
fortalecimiento y respeto de los derechos humanos y libertades fundamentales. Asimismo, debe fomentar
los hábitos de comprensión, de tolerancia y de amistad entre todos los pueblos.
 la enseñanza primaria es reconocida como un nivel obligatorio asequible a todos los hombres
gratuitamente.
 la enseñanza secundaria, en sus diferentes formas, incluso la enseñanza secundaria técnica,
debe ser generalizada y hacerse accesible a todos, por cuantos medios sean apropiados, y, en
particular, por la implantación progresiva de la enseñanza gratuita.
 la enseñanza superior debe hacerse igualmente accesible a todos, sobre la base de la capacidad
de cada uno, por cuantos medios sean apropiados, y en particular por la implantación progresiva de la
enseñanza gratuita.
 se reconoce la libertad de los padres de escoger para sus hijos escuelas distintas de las creadas
por las autoridades públicas, así como el derecho que les asiste para que sus hijos reciban la educación
religiosa o moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones.
 se reconoce la libertad de los particulares y entidades para establecer y dirigir instituciones de
enseñanza, a condición de que respeten los fines de la educación señalados en el pacto y de que se
ajusten a las normas mínimas que prescriba el Estado.

En la actualidad, y como consecuencia del largo proceso que hemos tratado de explicar, la educación se
ha convertido en una institución pública muy compleja que cumple múltiples fines. Sigue conservando, es
cierto, la vertiente privada que siempre tuvo, pero las funciones públicas de la educación siguen siendo
hoy tan importantes, o más, que en el siglo del Estado liberal. Querer identificar la educación con un bien
más producido por el mercado, como ha pretendido la "revolución conservadora", contradice nuestra
memoria histórica: ni la escolarización universal, ni el acceso popular a la enseñanza secundaria, ni la
apertura de la enseñanza universitaria son obra espontánea del mercado; el examen de la realidad nos
dice que son obra de la acción continuada de los poderes públicos. Es cierto que la exaltación de lo
público puede llevarnos -como ha sucedido en nuestro siglo - a la aberración del Estado totalitario, pero
la privatización de lo público puede llevarnos también a tiempos pasados en que el individuo estaba a
merced de otros poderes, más fuertes y más implacables que el mismo Estado. En el nivel actual de la
civilización humana, la consideración de la educación como un derecho que pertenece a todos los
hombres sin distinción alguna, parece un valor difícilmente renunciable. De este valor, el Estado, la
sociedad políticamente organizada, es el único garante. Los hombres, hasta el presente, no hemos
sabido construir otra cosa.

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