Animal Tropical
Animal Tropical
Animal Tropical
ebookelo.com - Página 2
Pedro Juan Gutiérrez
Animal tropical
Ciclo de Centro Habana - 3
ePub r1.0
Titivillus 17.08.17
ebookelo.com - Página 3
Título original: Animal tropical
Pedro Juan Gutiérrez, 2000
Retoque de cubierta: Titivillus
ebookelo.com - Página 4
El Premio Alfonso García-Ramos de Novela 2000, convocado por el Cabildo de
Tenerife y Editorial Anagrama, creado para promover y apoyar a los autores de
novela de habla hispana, fue otorgado el día 28 de octubre a Animal tropical, de
Pedro Juan Gutiérrez.
ebookelo.com - Página 5
—Me gustan las chicas suaves y brillantes, fuertes y cargadas de pecados.
—Esas lo llevan a uno al infierno —replicó Randall indiferentemente.
—Seguro. ¿En qué otro sitio he estado yo nunca?
Sólo los monjes de la época conocemos la verdad, pero a veces decirla significa
acabar en la hoguera.
ebookelo.com - Página 6
Esta novela es una obra de ficción. Cualquier parecido con circunstancias o
personas reales es pura casualidad.
P. J. G.
ebookelo.com - Página 7
I. La serpiente de fuego
ebookelo.com - Página 8
1.
Una universidad sueca quería invitarme a unos seminarios de literatura que
realizan cada primavera. No me interesan los seminarios, y mucho menos los estudios
de literatura, pero podía aprovechar la ocasión y conocer Suecia con gastos pagados.
Por algún motivo que ahora no quiero recordar —creo que la socialdemocracia sueca
desagradaba a quienes tenían que autorizar mi viaje— no pude dar el paseíto
escandinavo. Entonces comencé a intercambiar llamadas telefónicas y
correspondencia con Agneta, la coordinadora de aquellos cursos. Cada vez era más
cálido. Estuvimos un año con ese jueguito. Le envié algunos de mis poemas. Después
compró por correo la Trilogía sucia de La Habana. Se la enviaron desde Barcelona.
Cuando comenzó a leer aquellos cuentos me llamó cada día, trastornada.
Tartamudeaba en el teléfono y ya todo comenzó a tener un matiz mucho más íntimo.
Debido a una conjunción de caminos que se entrecruzaron muy bien, pasé la
Navidad de 1998 en los Alpes. Estuve con una amiga fotógrafa en una cabaña de
madera en medio de las montañas, lo cual puede parecer un invento de novelita
romántica. Pero no. Fue exactamente así. Una tarde nublada, gris y con viento, bebí
unos cuantos whiskies mientras mi amiga me tomaba fotos. El alcohol se me subió al
cerebro y empecé a quitarme la ropa. Siempre me sucede: cuando me miran desnudo
se me para. Y mucho más si es con una cámara. Normal. Las fotos quedaron muy
buenas: yo en la nieve, totalmente desnudo, con la verga tiesa. Mi amiga las imprimió
en sepia y realmente quedé tan juvenil, con el ego tan erecto y atractivo, que no me
resistí y envié una de aquellas fotos a Agneta como regalo de Navidad.
Soy un seductor. Lo sé. Igual que existen los alcohólicos irredentos, los ludópatas,
los adictos a la cafeína, a la nicotina, a la mariguana, los cleptómanos, etcétera, yo
soy un adicto a la seducción. A veces el angelito que llevo dentro intenta controlarme
y me dice: «No seas tan hijo de puta, Pedrito. ¿No te das cuenta de que haces sufrir a
esas mujeres?». Pero entonces salta el diablito, y lo contradice: «Sigue adelante. Así
son felices, aunque sea por un tiempo. Y tú también eres feliz. No te sientas
culpable».
Es un vicio. Yo sé que la seducción es un vicio igual que otro cualquiera. Y no
existen los Seductores Anónimos. Si existieran tal vez pudieran hacer algo por mí.
Aunque no estoy seguro. Seguramente me inventaría pretextos para no acercarme por
sus sesiones y tener que pararme a cara dura delante de todos, colocar la mano sobre
la Biblia, y decir serenamente: «Mi nombre es Pedro Juan. Soy un seductor. Y hoy
hace veintisiete días que no seduzco a nadie».
En marzo ya estaba de nuevo en La Habana. Muy tranquilo. Pintando.
Experimentaba con algunos materiales de reciclaje. Quiero decir con basura que
recogía en las esquinas. Tenía mucho material a mi alcance. Por las tardes bebía ron,
fumaba mis tabacos, seducía a alguna negra, alguna mulata. Las adoro. No voy a
escribir aquí que los negros son una raza superior porque eso es fascismo inverso,
ebookelo.com - Página 9
pero estoy convencido de que hay que mezclarse más. Provocar el mestizaje. Fabricar
más mulatas y mulatos. El mestizaje salva. Por eso me gustan las negras. Bueno, no
exactamente por eso, cuando uno tiempla no piensa en la salvación de nadie ni un
carajo. Pero tengo un par de hijas mulatas encantadoras que corroboran esa idea.
En fin, ya en marzo Agneta me organizaba desde Estocolmo otro viaje a Suecia.
Es de una eficacia perfecta, pero yo la sentía un poco alterada. Entre los poemas, los
cuentos de la Trilogía y la foto desnudo en medio de la nieve alpina, se le habían
trastornado los ritmos neuronales. Me llamaba casi a diario y me decía cosas así:
«Anoche no pude dormir. Me tienes alterada. ¿Es cierto todo lo que escribes?».
Y yo le contestaba: «Sí. Tengo poca imaginación».
Y ella: «Ohhh, ¿vendrás en la primavera, Pedro Juan? Ya está todo a punto.
¿Vendrás?».
ebookelo.com - Página 10
2.
Siempre me llamaba a las ocho de la mañana, hora de La Habana. Dos de la tarde
en Estocolmo. Puntual como un reloj. Una mañana de marzo sonó el timbre del
teléfono. Hacía una hora que estaba despierto, pero seguía acostado. Con tres
almohadas bajo la cabeza leía La inmortalidad, de Kundera. Agneta me interrumpió
precisamente cuando leía en la página 69 un fragmento acerca de la represión, la
brutalidad y la soberbia que engendra el poder: «¡Goethe! Napoleón se dio un golpe
en la frente. ¡El autor de Los sufrimientos del joven Werther! Cuando estaban en la
campaña de Egipto comprobó que sus oficiales leían ese libro. Como lo conocía se
enfadó muchísimo. Reprendió a los oficiales por leer semejantes tonterías
sentimentales y les prohibió de una vez para siempre leer novelas. ¡Cualquier novela!
¡Que lean libros de historia, son mucho más útiles!».
Al contrario de Agneta, yo estaba leyendo una novela lenta, filosófica. Leía en los
pocos instantes de tranquilidad y sosiego de que disponía en medio de una ciudad
especialmente vertiginosa y caótica. Un sitio estrepitoso donde nada permanece
inalterable por mucho tiempo.
A sus preguntas sólo puedo responder con una frase obvia: «Si vives en un lugar
como éste no puedes escribir lentamente. Aquí todo se deshace en las manos. Nada
perdura. Y tienes que salir a buscar más. Así todos los días». Ella guarda silencio.
Nos gusta. Las personas sólo se permiten callar un buen rato y disfrutar el silencio
entre dos cuando están juntas, una al lado de la otra. Pero una llamada internacional
hay que pagarla. Nadie gasta su dinero para quedarse en silencio. Nosotros lo
hacemos. Agneta llama desde su oficina en la universidad, así es un juego sensual y
gratis. Ella en un extremo y yo en el otro. No hablamos. Unidos por el silencio. Al fin
ella interrumpe el vacío y lo llena con la misma pregunta de siempre: «¿Vendrás en la
primavera?».
ebookelo.com - Página 11
3.
Hablamos poco. Tal vez cinco o seis minutos. Cuando vuelvo al libro pienso en el
tempo. Se escribe como se vive. Es inevitable. Un tempo lento y reposado es el ideal
para la percepción de un escritor europeo sobre su material. El vive dentro de una
cultura sedimentada, extenuada. Vive al extremo de algo. Quizás de un período, de
una fase histórica. Es la percepción de quien ha llegado al final de un camino y se
sienta al borde a pensar tranquilamente en su largo y azaroso trayecto.
En cambio, yo pertenezco a una sociedad efervescente, que convulsiona, con un
futuro absolutamente incierto e impredecible. En un sitio donde hace sólo quinientos
años vivían hombres en cuevas, desnudos, que cazaban y pescaban y apenas conocían
el fuego. Por si fuera poco, vivo en un barrio de negros. Negros que cien años atrás
todavía eran esclavos. Y han logrado muy poco. Demasiado poco en cien años sin
grilletes.
El resultado es que mi vida es un experimento perpetuo entre la nada y la nada. A
veces el experimento se torna vertiginoso y brutal. No puedo separar artificialmente
lo que hago y lo que pienso de lo que escribo. Si viviera en Estocolmo mi vida quizás
sería lenta, monótona, gris. Los alrededores son decisivos. Lo único que puedo hacer
siempre, en Estocolmo, en La Habana o donde sea, es construir mi propio espacio.
Nunca puedo esperar que alguien me dé la libertad. La libertad tiene que construirla
uno mismo. ¿Cómo? Cada quien tiene que descubrirlo por sí mismo. Mi libertad la
construyo escribiendo, pintando, sosteniendo mi visión simple del mundo, acechando
en la jungla como un animal, impidiendo intromisiones en mi vida privada. Lo
esencial para el hombre es la libertad. Interior y exterior. Atreverse a ser uno mismo
en cualquier circunstancia y lugar. La libertad es como la felicidad: nunca se llega.
Nunca se tiene completa. Sólo es el camino. Uno camina en pos de la libertad y la
felicidad. Y así se vive. Es a lo único que podemos aspirar. Unos pocos años atrás, y
durante mucho tiempo, mi vida estuvo atada a sistemas, conceptos, prejuicios, ideas
preconcebidas, decisiones ajenas. Aquello era demasiado autoritario y vertical. Así no
podía madurar. Vivía en una jaula, como un bebé al que protegen y aíslan para que
jamás endurezca sus músculos y desarrolle su cerebro. Todo se desmoronó delante de
mí. Dentro de mí. Con mucho estruendo. Y estuve al borde del suicidio. O de la
locura. Debía cambiar algo en mi interior. De lo contrario podía terminar loco o
cadáver. Y yo quería vivir. Simplemente vivir. Sin agobios. Quizás con algún día
feliz. Y reducir las angustias. Eso es imprescindible: reducir las angustias. Quizás es
sólo un asunto de cambiar el punto de vista. Hay que estar plenamente presente donde
uno se encuentra, y no escapar siempre.
Puse a un lado La inmortalidad. Bajé las escaleras y me senté un rato frente al
mar, en el Malecón. Era sábado y serían las ocho y treinta de la mañana. Todo
tranquilo y silencioso. Sólo se oía el radio de un policía cercano: «Veinticuatro cero
veinticuatro. Veinticuatro cero veinticuatro. Veinticuatro cero veinticuatro.
ebookelo.com - Página 12
Praaaaacccc. Praaaaccccc. Síiiiiii…, dime cero veinticuatro. Praaaccccc…».
Regresé a la casa. Tenía deseos de un café. Era más saludable que seguir sentado
en el Malecón mirando al mar. Caminé unos pocos metros y los dos retrasados
mentales se despedían en la puerta del edificio. Son un matrimonio. Ambos son
mongoloides, fronterizos, medio crazys, nadie sabe por qué no funcionan bien. A
cada uno le falta un tornillo en el cerebro y aprovechan para cagarse en la escalera y
atormentar a todos con sus griterías estúpidas. Entré al hall de mi viejo edificio. Lo
construyeron en 1927, con escaleras de mármol blanco, apartamentos amplios y
confortables, ascensor de bronce pulido, fachada como las de Boston, puertas y
ventanas de caoba. En fin, impecable, lujoso y caro. Ahora está en ruinas. El ascensor
y la escalera huelen a orina y a mierda. En la acera, frente a la puerta, hay un hueco
que permanentemente expulsa excrementos a la calle. La gente fuma mariguana y
tienen largas sesiones de sexo en la oscuridad de la escalera. Muchos han dividido
una y otra vez los apartamentos y ahora viven diez o quince personas donde antes
vivían tres. La cisterna siempre está seca. Nadie sabe por qué el agua no llega, y
todos cargamos cubos escaleras arriba. Nada excepcional. Lo mismo sucede en todo
el barrio. Mugre, cochambre, desidia, abandono.
Yo intento escapar de ese apocalipsis. Por lo menos mental y espiritualmente. Mi
materia sigue anclada entre los escombros.
La boba entró conmigo al ascensor. Pulsé el botón del siete y la miré. Muy
oscuro. Siempre está oscuro. El ascensor es una boca de lobo. No tiene bombillas. Se
las roban. Y vamos bien que lleva unos días funcionando sin tropiezos. De algún
modo la boba y yo nos veíamos. Muy displicente, un poco en broma, se me ocurrió
decirle:
—Elenita, se te ve feliz.
Inmediatamente se me acercó. Me agarró por el brazo y me pegó sus grandes y
sólidas tetas. Emitía unos ruiditos extraños. Algo así como «Oghn, oghn». Uf, tenía
unas tetas duras, abundantes, con espléndidos pezones erectos. Se las agarré con la
mano derecha y las masajeé. Mi mano izquierda bajó hasta el bollo. No tenía ropa
interior. Sólo una bata ligera y raída. Oh, qué bien. Elenita debe de tener veinticinco
años y proviene de una mezcla extraña de mulatos, blancos, chinos, negros y parece
que hay alguna pinta de jamaicanos o de haitianos. En fin, algo indescifrable. El
producto final pudo quedar muy bien, si no fuera por esa tara cerebral que la acerca al
mongolismo. Algo falló en el cocktail. Habla muy poco, más bien gruñe. Supongo
que tampoco piensa bien. Quizás tiene obsesiones sexuales. No sé. Cuando mi mano
llegó a su bollo fue una maravilla: mucho pelo. Abundante vello púbico, que al
parecer es abundante vello público. Era un bollo grande, pelú, mojado y oloroso. Eso
es lo que quiero decir. Introduje el dedo, batí un poco, me mojó la mano, le apreté el
clítoris. Gimió. Olí mi dedo. Muy buen olor. Suave y fragante. Nada sucio. Toda una
tentación para la lengua. Bajé la mano de nuevo. Introduje el dedo otra vez. Gemía
más. Ya ella me apretaba la pinga por encima del pantalón, muy emocionada, y yo
ebookelo.com - Página 13
con una erección tremenda. Me apretaba, me masajeaba y seguía haciendo aquellos
ruiditos, como un cerdo: «Oghn, oghn». Pero no hubo tiempo para más. El ascensor
subía traqueteando, de pronto se estremeció, se detuvo y con gran estrépito se abrió la
reja. Salí al séptimo piso. No me despedí. Ella bajó de nuevo. Vive en el tercero. Subí
otro tramo de escalera hasta mi cuarto en la azotea. Pensé fugazmente que la boba
podía tener sífilis o sida o tuberculosis. ¡Ay, mi madre! ¿Por qué seré así? Quise
lavarme las manos pero no había agua y no tenía deseos de bajar a la calle y caminar
hasta la esquina en busca de un cubo. Al menos no la besé.
Pensé en hacer café, pero no. Estaba agotado. Me tumbé a descansar en la cama.
Llegué a unas naves enormes y oscuras, donde había gente soldando planchas de
acero, con todos esos chisporroteos y las luces del arco voltaico. Quizás eran unos
astilleros. Ese fue uno de mis primeros trabajos, cuando tenía diecisiete años.
Ayudante de soldador en unos astilleros de reparaciones de barcos. Tenía un turno
permanente de doce de la noche a ocho de la mañana. Duró menos de un año, pero
rindió por veinte. No quiero recordarlo porque me sentía como un jodio esclavo. Los
cabrones astilleros y los enormes buques y la soldadura regresan siempre en los
sueños angustiosos. En un rincón había una mona parida, con muchos monitos
mamando de sus pechos. El mono macho se le acercaba, pero ella lo rechazaba y
seguía concentrada, fabricando leche para sus cachorros, y por tanto no quería saber
nada del tipo. Yo acaricié al mono macho y el tipo se me acercó. Y lo acaricié más, y
le agarré el sexo. Lo tenía erecto. Lo masturbé un poco. El mono se quedó tranquilo,
pegado a mí. Disfrutando la paja. Y se vino. Soltó mucho semen y me mojó la mano.
Mucho semen. Y nos quedamos un rato juntos. Sintiéndonos. Y ya. No recuerdo qué
sucedió después. Supongo que dormí un poco más y desperté.
ebookelo.com - Página 14
4.
Tres días después Agneta me llamó de nuevo. Ya había enviado las cartas de
invitación. Para viajar necesito que me invite una institución que lo pague todo,
autorizaciones de emigración, visados, seguros médicos, personas que se
responsabilicen legalmente de mí y que aseguren que no me voy a quedar
merodeando como emigrante. Todo muy estricto, todo bajo control.
Agneta despliega su eficiencia innata. Primero me informa de las gestiones,
después se relaja. El fin de semana montó a caballo con una amiga. Le digo que
necesita entretenerse más. Dedica todo su tiempo al trabajo. El día antes llegó por
correo un sobre que ella envió hace muchas semanas. Viene un gráfico del periódico
del 28 de enero. «Sverige har blivit kallt». En Karesuando bajó a menos 49 grados
Celsius. En Estocolmo menos 14. La altura de la nieve fluctúa de 51 a 94
centímetros. Por suerte no estoy allí. Hablamos del tiempo aquí. Hay mucho sol, el
mar azul y tranquilo, 24 grados. Evito lo desagradable. Es mejor hablar de los
caballos, de montar en bicicleta, de mi english training, de las pinturas. Hablamos
poco. Ella se queda en silencio. Quizás tiene poco que decir.
—¿Ya terminaste el libro?
—Oh, no. Sólo puedo leer los fines de semana.
—¿Por qué?
—No puedo dormir cuando lo leo. Tengo muchas preguntas que hacerte, Pedro
Juan. Muchas. Si leo de lunes a viernes no podría trabajar. Tu libro me inquieta
demasiado.
—Ahhh.
Después pinto un poco. Hay tranquilidad y silencio en estos días y aprovecho que
puedo concentrarme. La soledad. Quizás uno escribe y pinta no sólo para crear un
espacio de libertad alrededor, sino también para sentirse acompañado. No
exactamente para romper la soledad. No se trata de eso. La soledad siempre está ahí.
La siento, la toco, hablo con ella. Forma parte de mi vida. La soledad es inevitable. Y
ayuda. Me concentro más. Soy más yo cuando convivimos bien apretaditos: la
soledad y yo. Nos adoramos. No podría vivir sin la soledad.
En estos días estoy pintando con grises, negros, ocres, sepias. No quiero saber
nada del rojo. Y mucho menos del azul, del verde, del amarillo. Pinto un poco
furioso. Siempre me sucede. La pintura me saca la furia. Y la furia se mezcla con la
pintura. Son antagónicas o no pueden vivir una sin la otra. Se aman o se odian.
No sé. Es muy confuso y ya renuncié a comprender qué sucede entre ambas.
A media mañana comienza a soplar un viento fuerte. Enseguida se nubla. El mar
se riza. En menos de media hora todo cambia. Un oleaje estrepitoso salta sobre el
muro del Malecón y pulveriza salitre sobre la ciudad. Cierro las ventanas. Aquí en la
azotea sopla duro. Tengo que amarrar las ventanas por dentro. Asegurarlas bien. La
lluvia y el viento aumentan. Comienza a entrar agua por las ventanas y corre por el
ebookelo.com - Página 15
piso hasta el rincón donde pinto. Rápidamente recojo todos mis tarecos de pintura y
los coloco sobre la cama. Dejo que el agua siga corriendo. Ya la secaré cuando
escampe. El viento arrecia desde el norte. Mi puerta da al este. Me asomo y ahí está
la tormenta sobre el mar y la ciudad. El faro del Morro casi no se ve en medio de la
tromba. Todo se ha tornado gris y desciende la temperatura. Siento frío. Un barco
rojo sale del puerto. Cargado de contenedores. No es un gran buque. Apenas lleva
dieciséis contenedores. Hace una salida dramática, lenta, acogotado contra el viento y
el oleaje. Su maquinaria está a punto de reventar, pero sigue luchando contra la furia
del Caribe. El capitán quiere lucirse ante su tripulación. Demostrar que su barquito es
pequeño pero corajudo y fuerte. Pudo suspender la salida hasta que pasara la
tormenta, pero eso no es digno de un marino. Y allá va el barquito rojo en medio de
las ráfagas de lluvia gris y fría. Saltando con las olas que revientan en la cubierta y
baten contra los containers. Es una visión hermosa. El pequeño tipo, rojo, bravo,
luchando con todos sus músculos para salir airosamente del puerto en medio de la
tormenta gris. La tormenta enfurecida que trata de ponerlo patas arriba y el tipo que
no se vence y avanza clavando bien las garras.
Por el hueco del patio interior del edificio escucho las pulseras de Gloria. Está
barriendo y protesta. Sus gritos se mezclan con la música de un cantante, a toda
mecha. Roberto Carlos, José José. No sé bien. Un cantante. Siempre hay un cantante
gritando en su casa. Problemas de amor y desengaños. Seguramente la lluvia entra
también por las ventanas y se le inunda la casa. Esos pulsos suenan como
campanillas. Tal vez son de plata mexicana. Me gusta escucharlos. Suenan cuando
ella friega los platos, o barre, o limpia. Siempre suenan. Yo vivo en la azotea. Yo y
otros vecinos más a los que eludo. No les intereso y ellos no me interesan. La azotea
equivale al octavo piso. Gloria vive abajo, en el séptimo. Con su madre y su hijo, y
una radio y una grabadora que nunca descansan, y miles de parientes que van y
vienen. Son primos, sobrinos, ahijados, tíos, cuñados, nueras, hermanos, yernos,
vecinos de los tíos, hijastros de los hermanos, novias de los sobrinos, hijos de los
primos con sus esposas y sus hijos. El copón divino. Vienen desde toda Cuba. Vienen
al médico, hacen negocios, bisnean, jinetean, ganan unos dólares, los gastan,
pernoctan unos días y desaparecen y aparecen otros. Es la casa del caos. Música.
Mucha música. Bolero, salsa, rancheras. Que yo te quise y tú me abandonaste. Que
yo te perseguí y tú me diste la espalda. ¿Por qué me haces sufrir, mi amorrrrrr? ¿Por
qué, por qué, por qué, mi amorrrr? La música siempre ahí. Feliciano, Gloria Stefan,
Luis Miguel, Mark Anthony, Ricky Martin, Ana Gabriel, La India, Rocío Dúrcal,
Juan Luis Guerra. Y botellas de ron. Y nada de dinero. El dinero aparece y
desaparece. Vuelve a aparecer y se acaba en un segundo. Y cigarrillos. Humo,
boleros, ron. Y la gente. Entran, salen, comen, cagan, tupen el inodoro, agotan en
media hora la poca agua que llega por las mañanas. El resto del día sin agua. Familia,
mucha familia, blancos, mulatos, negros, jábaos, chinos, indios.
Parece que la lluvia no va a cesar. Sigue entrando por las ventanas. Me gusta ver
ebookelo.com - Página 16
esas toneladas de agua cayendo a plomo sobre el mar y sobre la ciudad. Gloria sigue
barriendo frenética. Las pulseras siguen sonando. Sin pensarlo me asomo por el muro
y le grito: «¡Gloria, Gloria!». No me oye. Sigo gritando. El agua está helada. En unos
segundos me empapo. El agua me chorrea hasta los pies. Al fin Gloria me oye. Se
asoma a la ventana y mira hacia arriba. Sólo de mirarnos ya sabemos. Me sonrío y me
contesta afirmativamente con la cabeza. Chorreando agua voy hasta la puerta de la
escalera. La azotea del edificio tiene su independencia. Ya Gloria sube. Tiene
veintinueve años. Yo cincuenta. Es una mulata muy delgada, bien morena, un poco
más baja que yo. Con su pelo negro y duro como alambre. Un cuerpo perfecto, con
tetas mínimas, sin una gota de grasa. Es como una fibra de nervio, dulce, sonriente,
astuta, con sus dientes blanquísimos y una forma de caminar al mismo tiempo
pausada y provocativa, con el culito bien parado. Es una callejera picara de Centro
Habana. Gloria pudo vivir aquí hace doscientos años y hubiera sido igual. Quizás se
llamaría Cecilia Valdés. La misma buscavidas, con una moral y una ética moldeadas
por ella misma. Me gusta mucho. Lo que más me atrae es ese modo de ser libre. Si
todos los inventos y convenciones de la sociedad le molestan para vivir, simplemente
los pone a un lado. Tranquilamente. Agarra todo el montón de obstáculos, los aparta
y sigue caminando. Ella va a lo suyo.
Comenzamos jugando hace tres años. Ahora perdemos la cabeza. Es una locura.
No es sólo sexo. Cada día nos queremos más, nos conocemos más. Quiero escribir
una novela con ella de protagonista. Quizá se titule Mucho corazón. Por suerte me lo
cuenta todo. Conmigo no se inhibe.
—Pedro Juan, tú eres loco.
—¿Yo?… Mira quién habla de locos.
—Tengo la casa inundada, papito. Está lloviendo más adentro que afuera.
—¿Y tu madre? ¿Es inválida o qué volá?
—Ahhh…
—No, ahh, no. Que pinche. Que agarre la escoba y saque agua pa’ fuera.
—Bueno, ya, papito, ya. Deja eso.
En dos minutos estamos desnudos sobre la cama. Hacemos un sesenta y nueve
para entrar en calor. Siempre tiene el bollo oloroso. Un olor fuertecito, nada sutil. Es
mulata pero huele a negra. Riquísimo. No me puedo desprender. Nos damos lengua
como dos diablos. Es fibra pura, tensa. Hizo gimnástica y bailó en el Palermo durante
muchos años, una locura. Cuando la penetro se desborda. Dice todo lo que se le
ocurre y nunca sé si es verdad o mentira. Sabe que me gustan los cuentos. Sus
cuentos porno. Sube los pies bien altos. Se los agarra con las manos y me dice: «Dale
hasta el fondo, cabrón, cojones, préñame, así, así, que me duela, ¿por qué se te pone
tan grande? Ayyy, la tengo en el ombligo, ¿qué es esto? Una tortura. Que me duela,
así, tú eres mi macho, papi, me tienes loca. Cada día la tienes más gorda y más
grande, así hasta el fondo, maricón, singao, hijoputa. Que me duela, coño, que me
duela». Yo empujo duro y choco con el fondo de ella. Me gusta. Chocar una y otra
ebookelo.com - Página 17
vez. Templamos como dos salvajes. Como un potro y una yegua. Le escupo. Le echo
saliva en la boca y se arrebata: «Sí, cojones, escúpeme, dame golpes, salao, yo quiero
ser tu esclava, maricón, éntrame a cintarazos, quiero ser tu esclava, loco de mierda.
Eres un loco, cómo me gustas, préñame, préñame. Échala toda, papi. Échala bien en
el fondo y préñame, anda, préñame».
No quiero terminar todavía. Se la saco un poco. Controlo. Me relajo. Se la vuelvo
a meter. Ella tiene otro orgasmo. ¿Cuántos ha tenido? Ni ella misma sabe. Uno detrás
del otro. Cuando pierde la cabeza no sabe lo que dice ni lo que hace. Yo me controlo
metiendo y sacando para no venirme tan rápido. ¿Qué tiempo pasa? ¿Una hora?
¿Hora y media? Cuando ya no puedo más, le pregunto: «¿Quieres mi leche, titi? ¡Ya
no puedo aguantar más…, coge, coño, coge!». Ella sube más los pies y se los agarra
con las manos: «Sí, dámela, pero bien atrás, préñame, cojones, préñame, échala bien
atrás, bien atrás». Y allá voy. Suelto un chorro y otro y otro. Ahhhh, no puedo más.
Salgo de ella y me tumbo boca arriba en la cama. Ella, como siempre, se la mete en la
boca y chupa las últimas gotitas de semen. Golosa. Es una depravada. Lo mejor del
mundo. La gran pervertida. Es buenísimo. Me lanza al cielo, reboto en las nubes.
Vengo disparado hacia abajo. Caigo en la cama, suelto mis chorros de leche y quedo
groggy. Knockout. Ni oigo el conteo de protección. Nada. Knockout. Necesito más
tiempo para volver en mí. Después me siento el macho más animal del mundo. Como
un toro después de montar una vaca. A veces me intranquilizaba con esa idea: ¿por
qué nos comportamos como animales salvajes cuando templamos? Como si no
fuéramos personas civilizadas. Se lo comenté a un buen amigo, un tipo culto, y me
contestó: «Claro que tienen que sentirse como animales. Imposible que te sientas
como un árbol de manzanas o como una piedra. Somos animales. Lo que sucede es
que ya en la actualidad no es de buen gusto recordar que somos eso, simples
animales. Mamíferos, para ser precisos».
Si tenemos ron a mano bebemos un trago y salgo del knockout en pocos minutos.
Pero habitualmente no tenemos ron ni nada. Sólo ella y yo. Dos locos que se aman.
Todo comenzó hace tres años. Con sexo. No queríamos nada más. Nos gustamos.
Pero poco a poco aquello comenzó a calentarse. A veces sube, se mete en mi cama y
dormimos juntos toda la noche. Es bueno dormir con alguien. Tener pesadillas o
sueños. Despertar a su lado. Sentir el calor de ese cuerpo, desnudos los dos,
acariciarse. A veces estoy una hora o más con una erección tremenda, pero no se la
meto. Sólo la acaricio. Cuando se le monta la gitana, me tira los caracoles y me dice
algo del futuro. Generalmente acierta. O me sube un plato de comida. Cocina mal.
Con poco sabor. Increíble pero cierto: templando tiene el uno, pero es la peor
cocinera que ojos humanos hayan visto, como diría Cristóbal.
Bueno, lo que quiero decir es que nos hemos ido acercando sin percibirlo. La
soledad es terrible. Uno se encariña hasta con un perro o un gato, que son animales
estúpidos, ¿cómo no voy a encariñarme con esta mujer cálida y depravada? Lo mejor
de todo es eso: su depravación, su ausencia total de decencia, de normativas. La gran
ebookelo.com - Página 18
puta. Si alguna vez escribo su biografía no sé cómo podría hacerlo porque todos
pensarán que es porno duro. Nadie creerá que es una novela real sobre una mujer
dulce, que se me enrosca en el pescuezo y me seduce con su manzana. Y me atrapa y
me hipnotiza hasta que al fin sobre nuestras cabezas aparecen los querubines y la
espada flamígera y nos expulsan del paraíso.
ebookelo.com - Página 19
5.
Cuando nos recuperamos, me asomo a la puerta. Ahora llovizna. El viento sopla
en rachas. El barquito rojo no se ve. Logró vencer a garra limpia y salió mar afuera.
El cielo sigue empedrado, casi negro. Está bien. Me gusta variar de tanto sol. Abajo,
en la calle, hay un revolico de sirenas, bomberos, policías. Cerraron el tráfico con
unas barreras.
—Gloria, allá abajo sucede algo gordo.
—¿Por qué?
—Cerraron el tráfico y hay bomberos.
—Yo oí un estruendo.
—¿Qué estruendo?
—No sé. Un estruendo.
—¿Un estruendo?
—Sí.
—Yo no oí nada.
—Ah, claro, si estabas como un loco soltando leche.
—¿De qué fue el estruendo?
—No sé. No sé. No séeeee. Un estruendo.
—Ah.
Me pongo los pantalones y las chancletas y voy a bajar así, sin camisa. Me gusta
exhibir el tatuaje. Todos los días no aparece por el barrio un temba de cincuenta años
tan sabrosón como yo. A esa hora empieza Gloria con su cantaleta. En los últimos
días le ha dado por repetirme que la preñé:
—Papi, tengo las tetas hinchadas, me pican…, tú procura que sea hembra. Yo no
quiero otro macho.
—Ah, carajo. Deja eso, muchacha.
—No, deja eso no. Si estoy preña es tuyo…, ¡mira a velll, tú mira a velll, bueno!
—Ah, carajo. Te he dicho quinientas veces que tú eres una callejera y si sales
preña ni sabes quién es el padre.
—Ah, sí, seguro. Yo ni soy boba ni me chupo el dedo. Es tuyo, papi. ¿De quién
va a ser? Si yo estoy metida en casa que ni salgo a la calle.
—¡Qué poca vergüenza tú tienes, chica! ¿Y el carnicero?
—¿Qué carnicero?
—El gordito que te dio los ochenta pesos.
—Eso fue hace meses.
—Hace meses fue la primera vez. ¿Y después?
—Deja eso. Deja eso.
—En el barrio todo el mundo sabe que te tiemplas a malanga, así que no te hagas
la linda conmigo. Mira a ver quién cojones es el padre.
—Ah, chico…
ebookelo.com - Página 20
—Ah chico nada. Y te lo digo otra vez: te metes todos los rabos que tú quieras,
pero con preservativos. El único que puede meter la pinga a carne limpia soy yo.
¿Está claro?
—Sí, titi, lo que tú me digas. Yo siempre ando con preservativos en la cartera.
—Bueno, me voy.
—Tú eres muy inteligente. Me desviaste la conversación.
—¿Vas a seguir con la misma jodienda?
—No, no, lo que te voy a decir es que no te preocupes. Si estoy preña yo sé de
quién es. Si no es tuyo, yo lo sé enseguida y no te lo voy a achacar, yo no tengo que
engañar a nadie. ¡Pero si es tuyo, es tuyo! ¡Y asume, papito, asume tu responsabilidad
porque no lo voy a criar yo sola, pa’ que sepas!
—Gloria, por tu madre. Yo tengo tres hijos reconocidos con mi apellido y otro
más regao por Guantánamo, que también me lo achacan. ¿Hasta cuándo? No me
compliques más, mamita. Sácatelo y ya. Es más, mío no es, pa’ que te quede claro.
—Ah, ¿ahora estás repugnao? Después que te comiste el dulce de coco.
—Y me lo sigo comiendo, pero… ahhh, ya ya ya. Esta conversación no tiene
sentido.
—Para ti no tiene sentido. Para mí, sí. Y mucho. Ya estás temblando, na’ más que
de pensar que vas a tener una niñita chiquitica.
—Ahhh…
—Además, yo lo soñé. No una vez. He soñado tres veces con lo mismo. Y a mí
los sueños se me dan.
—¿Qué soñaste?
—Échate el play: yo subí a tu casa y había un reguero tremendo y escombros y
palos y mucho polvo, como si se estuviera derrumbando. Entonces tú me dijiste: «Ya
estoy cansado, ya no puedo más». Cogiste la bicicleta y bajaste por la escalera, pero
entre los escombros había un biberón llenito de leche tibia. Yo me asomé a la azotea a
gritarte que se te había quedado el biberón. Tú ibas ya por la calle, a pie, la bici no sé
dónde la dejaste. ¿Y tú sabes lo que llevabas cargado?
—No.
—Un bebé. Una niñita, envuelta en pañales rosaditos, de lo más bonita.
—¿Y tú la veías desde acá arriba?
—Bueno, era un sueño…, en los sueños… ya tú sabes. Pues mira, acaba de
echarte el play: tú ibas con la niña en brazos, sonriendo, de lo más alegre, y yo te
gritaba: «Pedro Juan, el biberón, Pedro Juan, el biberón». Y tú ni me oías porque ibas
de lo más feliz con tu niñita.
—¿Sí? Y crepúsculo al fondo y musiquita de violines. Tienes el uno. Para actriz
de telenovelas tienes el uno. Eres más picúa que Torín Cellado.
—Pues mira que fue así mismo. Yo te veía tan feliz que parecías un niño.
—Afloja, Gloria, afloja.
—Y na’. A lo mejor no estoy preña y estamos hablando por gusto. Pero si lo estoy
ebookelo.com - Página 21
no me lo voy a sacar. Que te quede claro. No-me-lo-voy-a-sa-calll.
—Gloria, tú te has hecho quinientos legrados. ¿Uno más qué importa?
—Tres. Me he hecho tres interrupciones. Y todas han sido de mi marido oficial
con papeles, del padre de mi hijo. Pero si ahora estoy preñá me-lo-de-jo.
—¡Coño, pero que encarne conmigo!
—Entonces. ¿Pa' qué tanto amoll y tanto enamoramiento cuando la tienes metía?
Pa' singar sí te inspiras mucho, y yo te quiero y yo te adoro y eres mi locura y patatín
y patatán. Pero cuando estás en frío desconfías hasta de tu sombra.
—No cuentes conmigo, te dije.
—Después no quiero reclamaciones.
—¿Reclamaciones de qué?
—Mis hijos no pasan hambre, pa’ que te quede claro. Me tiemplo al bodeguero, al
carnicero, al de la leche, hasta al viejo barrigón de la panadería. Me paso por la piedra
al barrio entero.
—Lo que has hecho siempre. Eso no es nuevo.
—Está bien, pero mis hijos no pasan hambre. Yo le doy el bollo a malanga como
tú dices, pero busco comida todos los días.
—¿Qué tú quieres, Madre Coraje, que te toquen La Internacional y te envuelvan
en una bandera roja?
—Búrlate de mí, búrlate. Dios te va a castigar porque tú verás que va a salir
idéntica a ti. Igualita que tú. Hasta con el carácter fuerte y la personalidad tuya, pa’
que cuando seas viejo…
—Ya, ya. Corta y muévete que voy a bajar a ver qué pasa en la calle.
—¡Chismoso! Se ve que eres periodista.
—Escritor.
—¡Escritor! Los escritores deben tener cultura y ser educados, y hablar bien, creo
yo. Tú eres más animal que un negro carabalí.
—Ya, Gloria, ya.
—Además, ¿dónde están tus libros? Yo no he visto ninguno todavía.
—Se publican en…
—Sí, se publican en España. Siempre metes el cuento ese. ¿Y aquí? ¿En qué
librería están? Tú lo que eres tremendo mentiroso y te haces el escritor pa’ darte
cachet.
—Deja esa candanga ya, pelandruja, que vuelves loco a cualquiera.
—Sí, ya, vete. Vamos, que voy pa mi casa. Ah, mi hermana te trajo unos tabacos,
entra a recogerlos cuando subas.
—Está bien.
Bajé la escalera. Decenas de personas remoloneaban en la calle. El edificio del
frente se caía a pedazos. Durante la tormenta cayeron grandes trozos a la calle. La
policía cerró el tráfico y sacaron a las tres familias: un grupo de tres personas, otro de
cuatro y otro de dieciocho. Estos últimos eran negros. En el barrio les decían «Los
ebookelo.com - Página 22
Muchos». Un arquitecto les hacía preguntas y anotaba en un papel. Los bomberos no
tenían nada que hacer, caminaban, hablaban, se reían, uno de ellos hizo un aparte con
una mulatica, hablaban muy bajo y ya estaban a punto de entrarse a besos y apretones
delante de todos. Calentaban por minuto. Todos los vecinos chismeaban: «¿Dónde los
van a meter? Dicen que los albergues están repletos. Los Muchos están embarcaos
porque no caben en ningún lugar».
Ráfagas de viento, llovizna. Aquel edificio, de tres plantas, estaba situado en la
misma esquina de San Lázaro y Colón. El salitre del mar y el viento lo fueron
erosionando poco a poco. Tenía unos huecos enormes en los muros. Hacía al menos
treinta años que estaba así. Pero no se caía de golpe, sino a pedacitos. La policía puso
barreras y dentro de aquella zona caían cascotes, pedazos de ladrillos. Nadie sabía lo
que iba a suceder. Podía derrumbarse de repente. La mayor de Los Muchos, de unos
setenta años o más, estaba, como siempre, borracha o enmariguanada. Trastabillaba y
se reía sola dando paseítos cortos y sin rumbo. El arquitecto y los bomberos iban y
venían y no sucedía nada. Todos se miraban unos a otros. La vieja mascullaba: «Yo
voy a ver qué van a hacer con nosotros. Tú verás que nos quedamos en la calle. Y con
el frío que hay. Tú verás, esto va a ser igual que cuando Machado, que vivíamos en
los portales, en Monte y en Reina. En los portales. Tú verás».
Gloria bajó, se me acercó y me dijo bajito al oído:
—Deja a los muertosdehambre estos, que a ti no te interesan, y sube a buscar los
tabacos. Minerva te está esperando y tiene que irse.
—Eh, ¿y eso? Yo subo cuando me salga de los cojones.
—Ay, papi, no me contestes así. Voy a buscarte ron. Sube y no te quedes aquí.
Toda esta gente tiene piojos, y se te pegan.
—¿A mí? ¿Dónde?
—Jajajá.
El ascensor roto. Subí de nuevo. Siete pisos, como todo un hombrecito. Toqué el
timbre en el apartamento de Gloria. Me abrió Minerva y me dijo con una vocecita
casi inaudible:
—Ah, es usted. Adelante. Gloria viene enseguida.
Nos sentamos en la sala. Dos butacones, un sofá y un televisor ruso en blanco y
negro. Todo en ruinas, desguabinao. Las paredes desconchadas, sucias. Un bombillo
colgaba de un cable cagado de moscas. Una vieja repisa situada muy alto en la pared.
No sé por qué la colocaron tan alto. Quizás hacía cincuenta años que estaba allí. A
modo de adorno había en la repisa dos latas vacías de cerveza alemana, una pequeña
estampa de la Virgen de las Mercedes y una postal arrugada con una vista de una
playa italiana del Adriático. La cultura del desastre.
Increíblemente la casa está vacía y silenciosa. Sólo Minerva. Se sentó frente a mí.
Parece jimagua con Gloria, pero es todo lo opuesto. Gloria me dijo un día:
«¿Minerva? Eso es lo más sumiso del mundo. A los trece años se fue con el hombre
que la perjudicó. Dejó la escuela. Y se dedicó al marido y a su casa. Tiene tres hijos y
ebookelo.com - Página 23
ve el sol por el ojo del culo del marido».
Ahora vestía con una bata blanca, casi transparente. Muy delgada, con la piel
india, bien tostada, y el pelo negro. Sin sostenes. Los pechos pequeños y los pezones
negrísimos. Se le veían deliciosos. Y ella los mostraba con inocencia de adolescente.
Le rodeaba un halo de erotismo sutil, delicado. La expresión de una virgen a punto de
ascender flotando para desaparecer entre las nubes. Pero sin trompetas y sin luces.
Una virgen de enclaustro, silencio y sombras.
No tenía nada que decirme. Yo tampoco a ella. La miré bien y bajó la vista. La
mujer casada, silenciosa, sumisa. La mayoría de los hombres anhelan encontrar una
mujer así. Lo sueñan, pero no se atreven a decirlo en voz alta porque los demás
pensarán que son retrógrados y machistas. Pero es buenísimo: la mujer cálida,
sensual, complaciente, domesticada, masoquista. Me gustaría meterle el rabo y
hacerla reaccionar: «¡Grita, cojones, di algo, no te hagas la mosquita muerta!».
Interrumpió mis pensamientos:
—Le traje unos tabacos. ¿Quiere verlos?
—Sí.
Se levantó y fue a buscarlos. La seguí con la vista. Demasiado delgada. Anémica.
El marido debe de ganar cuatro pesos y con eso tienen que sobrevivir los cinco. Dice
Gloria que el tipo le pega unas palizas de muy señor mío. Hace dos meses que trabaja
en una fábrica de tabacos. Tiene que estar un año de aprendiz torciendo habanos antes
de lograr el empleo fijo. Todos los días se roba unos cuantos. Y me los vende. A dos
pesos cubanos, es decir, diez centavos de dólar. Regresa con un mazo. Treinta tabacos
bellísimos. Lanceros. Son una exquisitez. Me los tiende sin hablar. Se sonríe
tímidamente y baja la vista. Me quedo mirándola de nuevo. Saco los sesenta pesos y
se los doy.
—Gracias, Minervita.
—De nada, para servirle.
—Minervita…
—Dígame.
—Pon un poquito de música.
—No, no. Eso es de Gloria. Yo no sé andar en ese aparato.
La miro fijamente:
—Si yo fuera tu marido te daba una jala de palo todos los días.
—Ay, ¿por qué?
—O te despabilas o te dejo boba. A látigo contigo.
—No, no. ¡Ay, no!
—¿Ay, no? Ay, sí. Mucha cama y mucho cuero.
Me mira con los ojos más dulces, más negros y más suaves del mundo. Es mansa
como una paloma. ¡Qué mujer más sensual, cojones! Ella sabe que le miento. Si fuera
mi mujer sólo podría seducirla, hipnotizarla. Su debilidad deben de ser las flores.
¿Qué esconde? ¿Qué hay detrás de esos ojos? ¿Serenidad? ¿Resignación?
ebookelo.com - Página 24
¿Sabiduría? ¿Estupidez? Nunca me sostiene la mirada. Baja la vista al piso. Es un
enigma. Un libro cerrado.
—Pon un cassette, Minerva.
—Yo no sé andar con eso. ¿Si lo rompo? ¿Quién aguanta a mi hermana?
Me levanto. Voy hasta la grabadora. Luis Miguel. Boleros. La media vuelta:
ebookelo.com - Página 25
—No, Pedro Juan, no. Esto es una falta de respeto. A ver…
Me agarra la pinga por encima del pantalón. La tengo un poco erecta. No dura,
dura, dura, pero…
—¡La tienes para, cabrón, hijoputa! La tienes para y se la estabas pegando a la
zorra esta. Si me demoro dos minutos más se la metes… Minerva, eres una deseará.
¿Tú quieres ver cómo se lo digo a tu marido? ¿Tú quieres ver que se lo digo y te da
una retreta de patas que te deja muerta?
—Ay, Gloria, no, no, no, por mami, no hagas eso que me mata. Gloria, él me mata
a golpes si se entera. Es que Pedro Juan me obligó. Yo no quería bailar, pero él me
agarró y me obligó.
—Y tú…, bueno, si te demoras un minuto más en nacer sales boba completa.
¡Bobalicona y deseará!
—Oye, Gloria, no ofendas más a tu hermana. Tú sabes que ella es un alma de
Dios. Deja de abusar con ella.
—Ah, ¿ahora vas a defenderla también?
—Yo no tengo que defender a nadie.
—Y yo de comemierda, buscando ron para ti. ¡Tan cínico y perverso como eres!
¡No sé cómo me he enamorado de ti! ¡Hijo del diablo! Tú no quieres a nadie. Te
quieres a ti mismo na’ más.
—Está bueno, Gloria. No hables más mierda.
—Pa' lo único que tú me quieres es pa' templar y pa escribir esa novela mierdera.
¿Tú crees que no me doy cuenta? Llevas tres años jodiendo y preguntando hasta si
cago dos veces al día.
—Oye, ya no grites más, cojones, que los vecinos están oyendo.
—Ay, qué fino. Ahora le da pena con los vecinos. Qué educado el niño.
—Gloria, te voy a meter dos pescozones y te vas a callar.
—No me voy a callar na’. Y no te voy a decir más na', Pedro Juan. Te vas a joder
porque no te vas a enterar de nada. El que escribe un libro tiene que inventar. ¿Qué es
eso de poner toda la verdad ahí? ¿Tú estás loco? ¿Y si la gente se entera que esa
Gloria soy yo? ¿Dónde me meto?
—Ya, ya. Busca un vaso y vamos a tomar ron para que te relajes.
—¡Inventa, inventa o deja de escribir porque no te voy a decir más na’!
—Busca un vaso, nena, anda, tráeme un vasito.
—No. Voy a buscar dos. ¿Tú crees que yo tengo la boca cuadrada?
—Tráele uno a Minerva.
—No, no. Yo no bebo alcohol.
—No, la mosquita muerta no bebe, no fuma, no tiempla, no habla mal de nadie,
no le gusta ni la carne de puerco. Dicen que el Papa va a regresar a Cuba a recoger a
ésta. Se la va a llevar pa’ llá, donde él vive, ¿cómo se llama?
—El Vaticano.
—Pa’ ahí mismo. Pal Vaticano. ¡Santa Minerva de La Habana! Y la van a poner
ebookelo.com - Página 26
en una estampita, con esa cara de guanaja que pone. ¡Deseará! Si no llego a tiempo te
lo singas aquí mismo, de pie y escuchando boleros.
—Gloria, cállate y trae los vasos.
Nos servimos y salimos al balcón a beber. Ron de pipa. Petróleo puro. ¿Hasta
cuándo beberé esta mierda? Me sueno dos buches largos. Hago una mueca de asco y
digo en voz alta:
—¡Ahhh, qué mierda! Santa Bárbara bendita, Changó, ayúdame a escribir un best
seller a ver si llego al whisky.
—¿A escribir qué? —pregunta Gloria.
—Nada, nada. Búscame un encendedor.
Doy fuego a un Lancero. Los boleros siguen a fondo. Estamos en un séptimo
piso. Frente a nosotros La Habana mojadita, soportando viento y salitre. La Habana
arruinada, cayéndose a pedazos. Se ama una ciudad si allí has sido feliz y has sufrido.
Si has amado y odiado. Y has estado sin un centavo en el bolsillo, luchando por las
calles, y después te recuperas y le agradeces a Dios que todo no es mierda. Si no
tienes historia donde vives eres como un grano de polvo volando al viento.
El día está lluvioso y gris. Un poco melancólico. Aprieto a Gloria contra mí y me
invade la fuerza. Me siento sólido, lleno de energía. Quiero a esta pelandruja cabrona,
pero no me da la gana de reconocerlo. Gloria es una trampa. Yo sé que es una trampa.
ebookelo.com - Página 27
6.
El domingo por la mañana fui temprano a buscar el pan. En la esquina de Laguna
todo está arruinado. Hay unos contenedores de basura rebosantes de pudrición, una
loma de escombros, charcos de agua hedionda. En el mismo centro de la calle dos
hermosos ejemplares, ajenos a todo. Una chica y un chico. Muy blancos y rubios. De
unos dieciocho años. Modelaban ropa. Un equipo de japoneses les tomaban fotos. El
maquillista pulverizaba algo líquido y brillante con un spray en sus cabellos. La ropa
era blanca, rosada y azul pálido. Ropa simple. Encantadoramente simple.
Deliciosamente cara. Supongo que con la luz liviana del sol y en medio de tanta
suciedad resaltaría aún más el charmé de aquellos dos ejemplares blancos como el
papel, y rubios, con caras de dulces e inocentes angelitos. Al fondo siempre tenían
algún edificio hecho trizas, perros sarnosos y flacos, y negritos mirándolos con la
boca abierta. Había público. Los vecinos miraban embobecidos y guardaban un
silencio respetuoso. Ninguno se acercaba a pedir chicles y monedas. Dos policías
observaban también, situados discretamente a unos metros. Los vecinos estaban
arrobados. Todos negros o mulatos, un poco sucios, un poco destruidos, un poco
contaminados. Me detuve a observar aquello. Los japoneses sonreían. Felices y
satisfechos. El fotógrafo a veces subía a una escalerilla de aluminio. Pedía a los
modelos que se acercaran más a la basura y los escombros. Los muchachos hacían
una mueca de repugnancia porque la basura podrida apestaba, pero después se
recuperaban y esbozaban una leve sonrisa muy relajada. Profesionalidad creo que se
denomina a ese autocontrol. Entonces el fotógrafo captaba imágenes desde lo alto de
la escalera. Una señora a mi lado decía que eran extranjeros. Es una negra muy
simpática, con siete collares en el pescuezo, que a veces me vende tabacos de
contrabando. Yo le contesté que los fotógrafos eran japoneses pero que los modelos
eran cubanos. Y ella, muy convencida, me replicó: «¡Qué va! ¿Tú no ves que son
rubios y blancos? Mira qué bonitos los dos, son extranjeros». Yo sabía que eran
cubanos. No sé en qué pero les veía la pinta de cubanitos a la legua. ¿En cuál
invernadero los encontrarían los japoneses?
Seguí mi camino. Compré el pan. Cuando regresé al edificio Gloria salía
disparada como un cohete. La acompañaba un mulato joven, vestido de negro y con
una cadena de oro bien gruesa y un medallón colgando por fuera de la camisa. Era un
tipo bonitillo, con cara de bujarrón.
—¿Qué volá? ¿Pa dónde vas tan temprano?
—Ay, papi, te veo luego. Ahora voy apurada.
Aspiré fuerte:
—Uhmmmm…, te tiraste un litro de perfume por encima.
—Jajajá. Chao. Nos vemos, mi chino.
Me dio un besito y siguió aprisa. Subí sonriendo. Gloria se iba a luchar un yuma y
yo hacía tiempo que no iba a la playa. Me puse un traje de baño debajo del pantalón y
ebookelo.com - Página 28
me fui para Guanabo. Un camioncito de diez pesos y una hora después estaba sentado
debajo de un cocotero. Había mucho viento pero buen sol y todo tranquilo y
silencioso. ¿Cuántos años hacía que no iba a la playa? Uf, ya ni recordaba. Sobre la
arena había latas, botellas, plásticos, envases de caramelos y de papitas fritas.
Estamos entrando en la modernidad. Velozmente. La modernidad nos invade. Me
quité la ropa y los zapatos, los guardé en una mochila y me quedé en trusa. Caminé
un poco por la orilla. El agua fría me llegaba a los tobillos. Chapoteando fui hasta las
piedras. Parecía que la playa terminaba, pero no. Treinta años atrás los rusos
decidieron tirar allí millares de enormes piedras, que trajeron de los campos cercanos
en camiones KP3. Los rusos no hablaban. Sólo actuaban. Algunos decían que lo
hicieron porque no les gustaban las playas con arena, sino con piedras y cascotes.
Otros decían que si los americanos decidían desembarcar por esa playa y avanzar
sobre La Habana, las piedras obstaculizarían el avance del enemigo. El final nunca se
supo. En fin, un buen trozo de playa jodido, cubierto con enormes piedras. Más allá
continuaba la arena. Veinte años atrás por allí había una vieja casita de madera en
ruinas y yo tomé unas fotos al atardecer. Compuse con los enormes pedruscos, la casa
desvencijada y el agua, con muchas sombras y destellos, y escribí una crónica muy
poética diciendo algo absurdamente romántico de todo aquello. Cuando se publicó en
una revista cultural, una señora importante dijo que era muy poético y muy bonito
encontrar crónicas tan refrescantes, con enfoques tan creativos en nuestra prensa y
que esto era un ejemplo para los demás periodistas, porque Cuba está llena de
hermosos paisajes. Por tanto, dijo, todos los periodistas deben tener iniciativas como
ésta y no dedicarse sólo a cubrir reuniones, actos patrióticos y reportajes de la zafra
azucarera. Yo me sentí muy halagado con los elogios de aquella señora tan
importante.
A pocos metros de los pedruscos ahora habían construido unas casitas muy feas,
atiborradas una junto a la otra, y pintadas con colores chillones. Algunos obreros
pasaban allí unos días de vacaciones con sus familiares. Comían y bebían y muchos
niños gritaban y jugaban y las mujeres gordas se reían a carcajadas y regañaban a los
niños y les daban cocotazos y arrastraban sus chancletas de la cocina al portal y del
portal a la cocina. En cada casita intentaban escuchar una música diferente de la otra.
Al mismo tiempo todos jugaban dominó, conversaban gritando y reventaban las
fichas plásticas contra la madera de las mesas, y gritaban más, por encima de la
música. Se reían a carcajadas y decían: «¡Ahora sí te jodí, pollona, cojones, pollona
otra vez! ¡Pa que tú sepas quién soy yo, a mí hay que respetarme… Cuca, trae otra
cerveza pa’cá!». Era muy temprano, pero de todos modos bebían litros y más litros de
cerveza y ron porque disfrutaban sus vacaciones del año y había que divertirse y
disfrutar mucho. Al parecer los triunfadores eran los que ocupaban una casita pintada
de magenta, amarillo y verde, con las puertas y ventanas en azul. Habían colocado
dos grandes bocinas en el portal y a todo volumen gozaban, y obligaban a gozar a los
demás, una pieza selecta del hit parade del momento:
ebookelo.com - Página 29
Chupa que chupa
fresa y chocolate
chupa que chupa
fresa y chocolate
chupa que chupa
fresa y chocolate
chupa que chupa
fresa y chocolate
chupa que chupa
fresa y chocolate
chupa que chupa
fresa y chocolate
chupa que chupa
fresa y chocolate
chupa que chupa
fresa y chocolate
ahora ahora ahora. Vamo a vellll,
atiendan acá, con la mano arriba,
vamo a vellll, con la mano arriba,
ahhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh
chupa que chupa
fresa y chocolate
chupa que chupa
fresa y chocolate
chupa que chupa
fresa y chocolate
chupa que chupa
fresa y chocolate
chupa que chupa.
ebookelo.com - Página 30
hice. Me metí en el agua y nadé un buen rato.
El agua azul y fría hizo lo suyo. Media hora después estaba tonificado, relajado, y
había olvidado las angustias y el aspecto negro de la vida. Ahora funcionaba a todo
trapo. Me tumbé a tomar sol y recordé que treinta años atrás yo tenía sólo veinte
años. Era joven, desinformado y feliz. Creía en algo y aspiraba. No sabía exactamente
a qué. Pero en esa época yo creía, buscaba y aspiraba a encontrar algo. Cerré los ojos
y dejé la mente en blanco.
ebookelo.com - Página 31
7.
Me desperté medio atontado, igual que los caimanes, soñoliento bajo el sol. Entré
al agua, nadé un poco y me refresqué. ¿Qué hora sería? Continuaba la tranquilidad, el
silencio, casi nadie en los alrededores. Necesitaba una aspirina y un refresco bien
frío. Salí caminando. ¿Regresar a La Habana? No, era muy temprano aún. Enseguida
encontré una farmacia abierta. Le pregunté a la dependienta, me dio la espalda,
molesta no sé por qué, y me contestó entre dientes:
—No hay aspirinas. En ninguna parte, ni las busque.
—Pero de vez en cuando…
—Cuando vienen se acaban en media hora. Traen muy pocas. Y hace tres meses
que no entran.
Tomé dos refrescos de naranja química y subí una colina, hacia la zona arbolada,
donde viven Evelio y Julita. Hacía años que no los veía. La última vez que hablamos
ellos correteaban por La Habana, de oficina en oficina. Querían viajar a Venezuela, y
quedarse, por supuesto. Julita tenía una sobrina en un pueblecito por allá y habían
puesto todas sus esperanzas en la sobrina y en el pueblecito. El problema era que sólo
podían viajar ellos dos. Aquí les retenían a los niños. Rogaron a las once mil
vírgenes, juraron que ellos regresaban, que no iban a pedir asilo. Pero no lograron
nada. Seguían todos aquí, juntitos.
Viven en un lugar hermoso. A doscientos metros de la playa. Cada casa tiene
árboles y jardín alrededor. Atravesé un campo de béisbol. Unos muchachos jugaban
frenéticamente. Le pregunté a uno que cubría el center field:
—¿Cómo está el juego?
—Dieciséis a dieciséis, en el tercer inning.
—¡Cojones, chico, pero qué malos son ustedes! ¿No les da pena?
—Oiga, señor, no ofenda, no ofenda.
Seguí mi camino. Peloteros de manigua. Fui hacia la arboleda. Encontré la casa.
Evelio había encanecido mucho en poco tiempo. Hacía algo en unas jaulas de gallos
finos. Eran unas treinta jaulas, colocadas a la sombra, bajo unos árboles de mango y
aguacate, junto a la casa. Nos miramos pero no me reconoció. Me paré en la acera y
le grité:
—Oiga, señor, ¿usted vende esos gallos?
—¡Coño, Pedro Juan, no te conocí, acere!
—Hace años que no nos vemos.
—Entra, entra.
—Están lindos esos pollitos, ¿son tuyos?
—Sí. Para entretenerme en algo.
—¿Hay vallas por aquí?
—Sí, uhhh, toda esa manigua está llena de vallas. Funcionan los domingos.
Clandestinas, tú sabes, como todo. ¿Te gustan las peleas?
ebookelo.com - Página 32
—Uhhh, desde niño. Pero no tengo paciencia para criar.
—Juegas nada más.
—Juego. A los once años empecé a vender helados en la valla de gallos de
Matanzas. Y me envicié, tú sabes cómo es eso. Con el bolsillo lleno de pesos, ¿quién
se aguanta?
—Jugarías escondido, porque con esa edad…
—Apostaba por fuera. Yo tenía mis puntos, y ganaba bastante. Tengo buena vista
para los gallos.
—Porque te gustan. Al que le gustan los gallos tiene instinto. Conoce al ganador.
Evelio tenía dos botellas de aguardiente. Supuestamente para soplarlo sobre las
plumas de los gallos. Al parecer pasaba el día medio curda con ese pretexto. Me dijo
que iba los domingos a una iglesia bautista donde funcionaban los Alcohólicos
Anónimos. Agarré una botella y nos sentamos en el portal. Del mar venía una brisa
nutritiva. Tragabas una bocanada y sentías su densidad.
—¿En qué quedamos, Evelio, los domingos vas a la iglesia o a las peleas?
—Depende. Por lo que me dé cuando me levanto. Me gustan más los gallos. Pero
tengo que dejar el alcohol. Me estoy quedando sin hígado.
—Evelio, ¿tienes una aspirina?
—¿Para qué?
—Para el dolor de cabeza.
—Ah, eso es fácil. ¡Olgaaaaa! ¡Olgaaaaa!
La vecina salió al portal al oír los gritos. Evelio le pidió la aspirina.
—No, lo que tengo es Paracetamol. De Yuma. Es mejor todavía que la aspirina.
—Da igual. Tráele una a mi socio.
Me la tragué con un buche de aguardiente y muchas gracias, Olga. Nos quedamos
en silencio. No teníamos de qué hablar. Hasta que me acordé de nuevo:
—Evelio, ¿qué tú me decías de los gallos y la santería?
—Que yo tengo esos gallos porque me hice el santo, hace años. Y el santo me
pidió gallos.
—¿Sí? ¿Pide gallos?
—Ah, tú no sabes nada. A veces piden chivos, carneros, gallinas prietas, majas,
palomas. Y te quitan cosas. Por ejemplo yo no puedo montar bicicletas, motos ni
manejar carros. La religión es muy complicada. Yo empecé con dos gallitos y una
gallina fina, y ya tengo una cría que vale lo que yo quiera pedir. Esos animales son
ganadores todos. Desde el huevo ya están engrifaos.
Silencio de nuevo. Dos o tres buches de aguardiente candela pura, y yo con el
estómago vacío. Evelio me dijo:
—Mira, ven acá. Esto no se lo enseño a nadie.
Me mostró las cazuelas, los hierros, las soperas de los santos. Todo lo tenía
escondido en un pequeño armario con puertas, en la sala. Volvimos al portal y
seguimos con el aguardiente. Entonces se recostó en el sillón y miró al techo,
ebookelo.com - Página 33
pensativo. Tenía en las manos el collar azul de Yemayá. Jugueteaba con él. Se quedó
un momento en silencio y me dijo:
—Hace poco tomaste una buena decisión. Y va a rendir fruto. Te costó trabajo,
tuviste mucha indecisión, tuviste hasta miedo de que te metieran en la cárcel, pero tú
tienes un buen guía. No tengas miedo y dale pa’lante. Fue una decisión con papeles y
cosas así, pero ya eso pasó, y como te dije, te fuiste con la ficha buena. Ahora… te
voy a decir más…, tienes un africano y un indio siempre a tu lado. Son fuertes los dos
y no se separan de ti.
—Siempre me dicen eso en las consultas.
—Tienen que decírtelo porque están ahí. No se apartan de tu lado. Sin embargo tú
no los atiendes. Bueno…, al indio sí lo atiendes, y le pides y le pones flores, pero al
negro ni lo miras. Lo tienes en el olvido.
—Sí, es verdad.
—Ah, ya tú ves. Y tienes que atender a los dos. Tú eres inteligente gracias al
indio y fuerte y luchador gracias al negro. Los dos son importantes para ti porque se
complementan. Uno apoya al otro. ¿Me entiendes?
—Sí, claro.
—Ese negro es durísimo. A ti no te puede tocar nadie gracias a él. Es un negro
grande y fuerte, en cueros, con un taparrabos nada más. Un taparrabos de saco de
yute, y un pañuelo rojo amarrado en la cabeza. Tienes que ponerle un güiro de coco
con ron o aguardiente y un tabaco. No siempre. Eso es cuando te acuerdes. Eso es lo
que le gusta a ese negro. Le gusta el ron, el tabaco y las mujeres. Háblale. Tienes que
hablarle y pedirle. Y de vez en cuando le pones una rosa roja, un príncipe negro. Lo
de él son las flores rojas. Todo rojo. No es un negro fiestero ni de rumba. Es un negro
de monte. Huidizo. Nunca da la cara porque se esconde entre los matorrales. Pero
sabe mucho. Es fuerte, astuto y muy valiente. Es un negro cojonú.
Entonces llegó Julia. Evelio tenía el collar azul de Yemayá en las manos. Jugaba
con él mientras me decía todo aquello. Se sintió sorprendido in fraganti. Intentó
ocultarlo rápidamente, pero ya Julia lo había visto:
—Ey, Pedro Juan, qué sorpresa, tú por aquí. Y éste comiendo mierda con los
santos y el collarcito y haciéndose el adivino.
—Julita, Julita, respeta por lo menos.
—No respeto na’, Evelio. Él dice que tiene que consultar. Mentiras y cuentos.
Mierda es todo eso.
—No, Julita, pero…
—Sí, ya veo. Tú también crees en toda esa jerigonza, Pedro Juan. Eso es mierda.
Todo eso es cuento. Yo creo en lo que puedo tocar con mis manos. Pero cosas que no
se ven, que están en el aire…
—Coño, ¿y cuando te halaban los pies por las noches? Y te despertabas llorando
y caga de miedo. Entonces sí viniste corriendo para que yo te limpiara y te quitara el
muerto.
ebookelo.com - Página 34
—Ah, eso eran sueños y me puse nerviosa.
—¿Sueños? No, tú estabas bien despierta y te seguían halando las patas.
—Los pies.
—Da igual.
—Na, que me puse nerviosa. Y todas las noches era la misma jodienda. Pedro
Juan, este hombre es ingeniero. Él estudió. Fue profesor en la universidad. Dime
sinceramente, ¿debe creer en esa guanajería de negros retrasados de allá de África?
Todavía yo, que no estudié. Malamente terminé la secundaria. Por bruta, porque no
me gustan los libros ni el estudio, pero este hombre es un filtro…
—Julita, te he dicho cien veces que los estudios no tienen que ver con la religión.
Pedro Juan, atiende esto que te voy a decir. Yo era igual que Julia y daba clases en la
universidad, y el sindicato y la movilización y todo eso. Vaya, que no creía en nada.
En nada. Mi padre era el que tenía sus santos y su cosa de toda la vida, desde niño.
Pero escondido. No por él, sino para no perjudicar a sus hijos y a la familia. Él lo
tenía todo en un cuarto bajo llave y los únicos que conocíamos la burundanga éramos
la familia. Ni daba consultas ni nada. Vaya, es más, durante mucho tiempo el viejo
fue dirigente y viajó a Bulgaria, a la Unión Soviética. Uh, era come candela. Bueno,
pasa el tiempo, se jubila, se pone más viejo y llega un momento en que empieza a
perder la cabeza. De repente. Sin enfermedad. Tenía setenta y dos años pero estaba
sano. Perdió el control, divagaba, hablaba tonterías, se le olvidaba hasta la hora de
comer, no dormía, le temblaban las manos. Se iba para el monte y había que ir a
buscarlo porque se perdía y no regresaba. Entonces empezaron los problemas
conmigo: por la noche me halaban los pies y me quedaba inconsciente y cuando
volvía en mí me decían que estuve una hora hablando como un negro congo. A veces
me daba un impulso como de loco y salía corriendo para el monte hasta una ceiba que
está a diez kilómetros de aquí. ¡Corriendo! Y llegaba sin falta de aire ni sofocado.
Buscaba unas hierbas y me agachaba entre las raíces de la ceiba a preparar una obra.
Ahí podía estar un par de horas. Terminaba y regresaba para la casa.
—¿Y no te podías controlar?
—No podía controlarme. Era como si estuviera loco. Y mi padre igual. Era como
si los dos hubiéramos perdido la cabeza. Entonces fui a ver al babalao padrino de mi
padre. Y me dijo: «Tu padre se va a morir ya, pero antes tiene que pasarte todo lo de
la santería a ti. Hasta que tú no la recibas él no se muere».
—Ese cuento lo he oído setepequinientas veces, Evelio. Cada vez que bebes un
trago repites la misma historia.
—Pero es verdad, Julita. Yo no digo mentiras.
—¿Y en que terminó todo?
—Como me dijo el babalao. Un lunes mi padre me lo pasó todo. Y se murió el
miércoles. Tranquilito en su cama, por la noche. Y desde entonces aquí empezamos a
avanzar, porque en esta casa no falta nada.
—Los santos saben lo de ellos, Evelio. No comas mierda. Pero lo mío lo sé yo. Y
ebookelo.com - Página 35
ningún santo se va a bajar del altar a ponerme cincuenta fulas en la mano. Los santos
que se queden aquí comiendo tierra, que yo quiero irme pa comer jamón. El día que
nos saquemos un sorteo y nos den la visa a los cuatro…, ahhhhh, mira, muchacho,
voy a meter un fiestón que se va a estremecer La Habana. La música se va a escuchar
allá al frente. En Cayo Hueso no, en Miami no, más arriba, en Tampa. ¡En Boca
Ratón van a escuchar la música!
Nos quedamos en silencio, hasta que le dije:
—Estas obstinada, Julita. Eso es malo. Te vas a volver loca.
—Claro que estoy obstina. Estoy loca, crazy completa. Igual que todo el mundo.
¿Tú no estás obstinao?
—Eso es lo de ella, Pedro Juan. La gritería, la locura, que si está crazy, que si va a
jinetear un gallego viejo pa’ que se la lleve. Y que si el bombo pa’cá y que si el
bombo pa'llá. Oye, acere, así no hay quien viva. Esta mujer altera a cualquiera. Tiene
un sorbo que no se lo quitan ni todas las comisiones africanas juntas.
No contesté. Tenía deseos de irme para el carajo. ¿Para qué vine a visitar a esta
gente? Nos quedamos en silencio, sentados en el portal, al fresco de la brisa, mirando
el mar a lo lejos, entre los árboles. En el campo de béisbol los muchachos seguían
jugando pero no se les oía. Sólo se escuchaba el viento entre los árboles. Julia no
resistía el silencio:
—Pedro Juan, tú escribías poemas si no recuerdo mal.
—Sí, a veces.
—¿Ya no escribes?
—No.
—¿Por qué?
—No tengo nada que decir.
—¿No estás enamorado?
—No.
—Uno escribe poemitas cuando está enamorado.
—Uhmmm.
—Te voy a regalar una libreta de poemas.
—¿Tuya?
—No. De una jinetera.
—Ah.
—Una puta romántica. Le alquilamos la habitación a un mexicano y a una
jinetera. Cuando se fueron se les quedó una libreta con poemas de amor.
—Deja ver.
—Te la regalo. Ya nosotros los leímos. Si la dejamos aquí va a parar al baño
porque los muchachos agarran lo primero que ven para limpiarse el culo.
—Julita, Julita.
—Es verdad, Evelio, no te hagas el fino que Pedro Juan es de la casa. Quédate
con ella, Pedro Juan. Están lindísimos. Ojalá yo pudiera escribir así. De verdad que
ebookelo.com - Página 36
son una preciosidad.
Aproveché el pretexto. Agarré la libreta. Me despedí y salí caminando colina
abajo.
ebookelo.com - Página 37
8.
Sonó el teléfono, Kurt, de Salzburgo. Un año atrás tradujo algunos de mis textos
al alemán. Estaba inválido, en una silla de ruedas. En una playa, al sur de Francia,
cayó de espaldas sobre unas piedras y se partió la columna vertebral. Ahora, con
treinta años, llevaba ocho rodando en aquella silla. Intentaba hacerlo lo mejor posible.
Al menos no les amargaba la vida a los demás. ¿Podíamos vernos esa tarde? Sí,
seguro. A las cinco.
A esa hora me paré en la esquina de las calles 21 y 2, en el Vedado. Kurt había
alquilado un pequeño apartamento a unos pasos de allí. Le gustaba ser autosuficiente.
Moverse solo, recibir un mínimo de ayuda. Me senté en un muro muy bajo, que
bordeaba un jardín. Me recosté en la pared y me dispuse a esperar. Era un sitio
arbolado, tranquilo, silencioso. Bastante limpio. Pasaban mujeres obesas, con aspecto
de ejecutivas, usaban chaquetas, pañuelos de colores pálidos al cuello y portafolios
negros. Muchos vecinos tenían autos, entraban y salían de sus garajes. Autos un poco
arruinados, pero, de todos modos, peor era tener sólo una bicicleta. Adolescentes bien
vestidos, con aspecto de hijitos de papá, quiero decir, se les veía bien alimentados,
risueños, despreocupados. Algunos hacían jogging, arropados para sudar y reducir el
peso excesivo de sus vientres. La gente caminaba tranquilamente bajo los árboles,
muy desestresados. Algunos acompañaban a sus graciosos perros, un poco aburridos.
Los perritos olfateaban al pie de los árboles, alzaban la pata y meaban un poquito. A
veces se decidían y cagaban un mojoncito estreñido.
Por la acera venía caminando una negrita muy joven, muy coqueta, muy sexy.
Vestía una falda de mezclilla azul, bien corta, que dejaba ver sus muslos, y una blusa
igualmente corta, que le permitía exhibir su vientre, el ombligo y los hombros. Todo
bellísimamente negro, terso, juvenil, perfecto. Rebozaba energía y vida. Se detuvo en
la esquina, miró a un lado y a otro. No había tráfico alguno. Las calles totalmente
vacías. Me miró sonriendo y se dirigió a mí:
—¿Usted es de por aquí?
Se me ocurrió decirle que sí. Me atraía hablar un momento con ella, tan sabrosita.
Pensé que buscaba una dirección, pero no:
—¿Usted sabe quién permuta por aquí?
—¿Por aquí? No.
—¿Usted vive cerca?
Ya que había dicho la primera mentira, seguí adelante:
—Aquí, en este edificio.
—Ah, ¿y no tiene idea si alguien quiere…?
—No, mi amor. Esta zona es muy buena. De aquí nadie se quiere ir.
—Sí. Yo sé. Vivo cerca.
—Ahh, ¿y qué tienes tú?
—Un apartamento con dos cuartos, sala-comedor, baño, cocina, balcón y un
ebookelo.com - Página 38
patiecito interior. Está en buenas condiciones, nada más falta pintarlo un poquito y
queda perfecto.
—¿Quieres ampliarte?
—No. A cambio necesito dos apartamentos más chicos. De un cuarto cada uno.
—¿Te estás divorciando?
—No soy casada. Quiero independizarme de mis padres.
—¿Te controlan demasiado?
—Sí. No me dejan vivir. Y yo soy mayor de edad y ya está bueno de tanto
control.
—Te pregunto porque yo tengo un apartamento en Centro Habana y…
—¡¿En Centro Habana?! ¡No, no, no, no! ¡Ni que yo estuviera loca! Del Vedado
no salgo por nada del mundo.
—Oye, pero escúchame primero. Tiene sus ventajas. Tiene teléfono, no hay
apagones…
—Sí, y un millón de negros fajaos, y policías, y viejas locas y viejos cochinos, y
cucarachas y ratones y las fosas botando mierda. ¡No, no, no, no! Tú me perdonas,
porque yo soy negra. No vayas a creer que soy racista, pero ¡quéeeeeeeeee va! Pa
negra conmigo basta y sobra.
—Bueno, mi amor…
Se fue sin despedirse y de mal humor. No hay peor astilla que la del mismo palo.
Seguí allí tranquilamente. Observando la paz en aquel territorio de tregua. Al parecer
mi barrio era zona de conflicto. Guerra de baja intensidad. Por suerte yo me sentía
muy bien en la cochambre y con mis amigos de la negritud.
Ya eran las cinco y media. Kurt no aparecía. Esperé diez minutos. Otros diez. Me
fui a las seis menos diez. Compré un poco de ron y me senté plácidamente en mi
azotea, frente al mar. Un tabaco, un vaso de ron y el mar. A veces intento pensar. Es
lo que supuestamente uno debe hacer. Pensar, reflexionar serenamente. ¿Sobre qué?
Sobre la nada.
Entonces seguí bebiendo. Humanamente aburrido y en silencio. A las nueve de la
noche aún quedaba ron y yo tenía una buena nota. Hacía un poco de frío y viento. Me
puse una camisa de lana y me recosté en una ventana a contemplar La Habana bien
oscura. La Habana en tinieblas. Luna llena y nublado. Corría un viento frío, como si
amenazara lluvia. Un timbrazo del teléfono. Kurt. Muy nervioso. Su español,
generalmente claro, era incomprensible. Temblaba.
—¿Perrrrrrro guan? ¿Perrrrrohguán?
—Sí, sí.
—Kurt, Kurt.
—Sí, ¿qué sucede?
—Oh, disculpa que te llame. Disculpa. Perrrrrohguán…, no rengo a nadie, no
tengo a nadie, disculpa…, ohhhh…, estoy congelado.
—¿Congelado? ¿Dónde estás? Imposible que estés congelado.
ebookelo.com - Página 39
—Oh, me apena solicitar ayuda. Oh, estoy muy nervioso.
—¿Quieres que vaya a verte? ¿Dónde estás?
—¿Puedes venir?
—Sí, inmediatamente. Dame tu dirección.
Era muy cerca de 2 y 21, aquel lugar tan plácido. Llegué en treinta minutos. Un
apartamento muy pequeño, al fondo de un sótano que al mismo tiempo era el garaje
de un edificio de diez plantas. En un pequeño pedazo robado al garaje alguien había
construido una habitación con baño. Era un sitio minúsculo, opresivo, sin ventanas,
para mí, además, era claustrofóbico. Llegué y la puerta estaba abierta, entrejunta.
Llamé. Kurt me dijo que entrara. Oscuridad absoluta. No se veía nada. Al tacto
encontré el interruptor en la pared, luz y, ahhh, Kurt yacía desnudo en el piso, junto al
teléfono, temblando. Había peste a mierda. A mierda fresca.
—¿Qué te pasa?
—Oh, estoy apenado contigo, Perrrrrohguán, ohhhh, ohhh…
—¿Pero qué sucedió?
—Por favor, ve al dormitorio y trae algo para mí. Una camisa. Tengo mucho frío.
El apartamento tenía sólo una pequeña habitación, dividida por un biombo con
vidrios de colores. Tras el biombo había una cama y un closet. A ese espacio Kurt le
decía «el dormitorio». En una esquina, una pequeña puerta daba acceso a un baño
desproporcionadamente grande, cómodo y hasta sofisticado. Todo estaba revolcado.
Un rastro de agua salía desde la bañera, que rebosaba de agua y mierda. Mojones
flotando. De ahí provenía la peste. Busqué en el closet. No había nada. Percheros
vacíos. Ni ropa ni bolsas de viaje ni zapatos. Sólo unos calzoncillos, unos calcetines
sucios y un par de tenis de lona viejos y arruinados. Algunos papeles, una agenda de
direcciones, un cepillo de dientes. Se habían llevado hasta las sábanas. Por suerte
dejaron una colcha de lana. La cogí y regresé a la sala, junto a Kurt. Tiritaba. Lo
abrigué con la colcha.
—Kurt, hay un reguero enorme, pero se lo llevaron todo. ¿Te robaron?
—Ah, sí. Oh, estuve muchas horas en el agua fría. Creo que tengo fiebre.
—Seguramente tienes fiebre.
Kurt apestaba a mierda. Al parecer se dio un baño de mierda. Lo abrigué un poco
más. Era paralítico de la cintura para abajo. Totalmente. Sus brazos, manos y dedos
funcionaban con mucha dificultad. Logré sentarlo en el piso.
—Por favor, trae mi silla.
Su silla de ruedas estaba en el baño. Lo cargué y lo coloqué allí, bien arrebujado
en la manta. Me pidió que hiciera un café. En un rincón de la habitación había una
pequeña nevera, una cocina de gas, una mesa y tres sillas. Preparé el café y serví dos
tazas. Kurt, acongojado, miraba al piso.
—¡Ey, oye, despierta!
—Oh, no grites, por favor. Estoy muy nervioso.
—Toma el café y acaba de explicarme qué cojones pasó aquí.
ebookelo.com - Página 40
—Ehh, fue una jinetera…, ohh, no, miserables…, oh, me apena, Perrrrohguán,
pero te digo la verdad…, ahhhh…
—Kurt, por favor, concéntrate. Bebe el café, tranquilízate y dime la verdad. Yo te
puedo ayudar, pero dime la verdad.
—Sí, gracias, eres amable. Gracias. Yo los traje aquí, anoche. Una jinetera y un
jinetero. Me gustaron mucho. La chica y el chico. Él muy negro, muy sexy, y ella
mulata, también muy sexy. Hermosos los dos, y tuvimos sexo. Los tres, tú sabes.
Varias horas. Yo quedé extenuado y me colocaron en la bañera con agua caliente y
me dieron un masaje. El chico es muy inteligente, muy hábil, me masajeó dentro del
agua y me dio más ron. Yo no quería beber más. Habíamos bebido mucho, fumamos
hierba, tú sabes, de todo. Pero casi me obligó a seguir bebiendo, y… bueno, me
quedé dormido dentro del agua. No sé qué tiempo.
—Pondría algo en el ron.
—Sí, ahora lo pienso yo también. Cuando desperté, el agua estaba muy fría y yo
me sentía congelado. Los llamé y no contestaban. Oh, Perrrohguán, qué problema.
Tuve pánico. Yo solo no podía salir de la bañera, tú sabes. Seguí gritando. Grité
mucho hasta quedar sin voz, pero en este sótano no hay vecinos. Me aterré pensando
que podía morir de un modo tan absurdo, tan innecesario. Tuve mucho miedo a morir.
Mucho miedo.
—Ah, y te cagaste de miedo dentro de la bañera.
—Sí. Oh, estoy apenado contigo. Es que no controlo el esfínter, sabes.
—Tranquilo, cálmate. Ya pasó.
—Ohhh. Bueno, Al fin, no sé cómo, logré agarrarme de los bordes y me lancé al
piso. Arrastrándome llegué al teléfono y te llamé. Disculpa pero no recuerdo otro
número. Sólo el tuyo. Gracias por venir, gracias por…
—Ya, ya. Deja el protocolo y la cortesía. El problema ahora es qué hacemos. Se
lo llevaron todo.
—¿Mis documentos también? ¿Tarjetas de crédito, pasaporte, el pasaje de
regreso? Oh, no. Por favor. Revisa bien.
Registré bien. Efectivamente. Sólo dejaron la silla de ruedas. No tenía dinero, ni
ropa, ni pasaporte. Nada.
—Bueno, Kurt, no hay nada. ¿Qué hago? ¿Llamo a la policía? Y, de paso, hay
que limpiar porque la peste a mierda es insoportable. Y tú tienes que bañarte de
nuevo.
—Sí, oh, no. No sé. Estoy confundido, humillado. Qué humillación.
—Olvida la humillación y pon los pies en la tierra, Kurt. Reacciona. ¿Aviso a la
policía?
—No, no, a la policía no. Sería complicar más todo. Iré a la embajada por otro
pasaporte y, oh, estoy sin dinero.
—Oye, perdona que te pregunte, ¿pero tú tiene erecciones o te dan por el culo?
—Sí, sí, con un medicamento, muy potente. Hasta tres horas de erección, pero yo
ebookelo.com - Página 41
no siento nada. Las chicas sí gozan mucho, sabes, yo gozo mirando y tú sabes, la
fantasía y ohhh, ¿qué hago ahora?
—No sé, Kurt. No tengo idea de qué puedes hacer.
ebookelo.com - Página 42
9.
Agneta llamó el martes. Muy animada: «Anoche leí My Dear Drum’s Master».
Por mensajería enviaba un sobre con documentos para el seminario. El billete de
avión está listo para el trece de mayo. Oh, qué bien, en plena primavera. Debo enviar
rápido el medical report para el insurance. Hablamos de temas inconexos:
—Aquí hay mucho calor.
—Aquí todavía estamos con tres o cuatro grados. Me iría a Cuba. Por un año.
—No hay trabajo.
—Ah, no importa. Vendo mi coche y alcanza para un tiempo.
Después, no sé cómo, empezamos a calentar. Creo que comencé yo, como
siempre. Me gusta su voz, sus dudas al hablar, su lentitud. Y se me paró y empecé a
menearla suavemente, y se lo dije. Y ella: «Ah, me gusta eso. ¿Cierto? ¿Lo estás
haciendo? Oh, yo estoy en la oficina. No puedo hacer nada». Seguí dándole
lentamente. Me acariciaba la pinga, le ponía saliva para que corriera suave. Lo que no
he dicho hasta ahora es que cuando Agneta recibió aquella foto mía desnudo en la
nieve, y con la pinga erecta, comenzó a trastornarse su mundo. De los Alpes regresé a
Viena. Estuve unos días viviendo en un ático en Radetzkystrasse. Agneta me llamaba
todas las tardes. Oscurecía temprano en Viena, pero en Estocolmo era noche cerrada a
las cuatro de la tarde. No recuerdo cómo, pero nos acostumbramos a pajearnos por
teléfono. Supongo que ella miraría la foto, y oía todas las barbaridades que yo le
decía. A mí me bastaba con escuchar su voz y los suspiros.
Ahora Agneta hablaba de otra cosa. De su jefa que regresaba de unas vacaciones
en Sicilia y hacía cuentos y todos se reían.
—¿Por qué ríen tanto? Es una estúpida.
—Regresa satisfecha del Mediterráneo. Tendría sexo con algún siciliano.
—No con un siciliano. Tuvo sexo con su novio. Oh, estúpida.
—Con su novio que es tu ex.
—Sí, mi ex. Es una situación rara.
—En Suecia. En Cuba es muy normal. Todo mezclado, como decía el poeta.
—¿Qué poeta?
—Un poeta. Decía eso: todo mezclado.
Agneta guarda silencio. Es muy sensual. Me erotiza saber que está ahí en silencio,
pensando en mí. Y cuando habla todo lo dice suavemente y me sabe a gloria. No a
Gloria. Sino a gloria. Entonces me susurra:
—¿Sigues aún?
—Sí.
—¿Con lo mismo?
—Sí. ¿Te vas a dejar los pelos en las axilas?
—Oh, no. Ya probé unos días y no me gusta.
—No importa. Cuando yo esté ahí te convenzo. No tengo prisa.
ebookelo.com - Página 43
Seguí pero me aguantaba. No quería soltar el chorro al aire. Lo reservé para
Gloria o para alguien.
—Me van a botar del trabajo. No tengo justificación. Hablamos ya…, uhmmm,
veintitrés minutos.
—Sí, pero qué rico, si estuvieras aquí, Agneta. ¿Y tienes mucho pelo en tu sexo,
en los muslos?
—Sí. Te lo he dicho. Mucho pelo, soy muy morena y…
—Ah, cabrona, coge, ya no puedo más, mira cómo se sale, cabrona, puta, sueca
singa, bollo grande, ya no puedo más, coge más, mira cómo cae al piso…
—Oh, y yo tan lejos. ¿Cómo es posible?
—Ahh, la última gota, ohhh. ¿Cómo es posible qué?
—¿Cómo es posible? Yo tan lejos. ¿Has terminado?
—No me gusta solo, no me gusta solo, oh, coño. Estas pajas acaban conmigo. No
me gusta botarla en el piso.
Finalmente fueron treinta y cinco minutos de charla. Terminé extenuado. Las
pajas me matan. En mi adolescencia me hacía hasta cinco o seis en un día y la piel de
la pinga se irritaba y a veces se me hacían una llagas de tanto darle. Tenía unas fotos
de Brigitte Bardot. Y a veces velaba a la vecina. Estela. Bellísimo nombre. Jamás la
olvidaré. Le escribí pequeños poemas de amor. Quisiera releerlos, pero no sé dónde
están.
Buscando esos poemas encontré una libreta con el comienzo de La vida frugal. Es
una novela interrumpida. No me atrevo a continuarla. Está en primera persona.
Escribir en primera persona es como desnudarse en público. Comienza cuando el
tipo, el protagonista quiero decir, sorprende a su mujer en un desliz. El tipo lo
sospechaba, pero se hacía el tonto. La novela comienza así:
«Habitualmente nosotros mismos construimos nuestros infiernos y nuestros
paraísos. Por tanto, cualquier sitio puede ser un lugar maravilloso. O terrible. Estuve
muchos años fabricando mi infierno. Sólo que no lo percibía. Lo hice todo
escrupulosamente, pero al mismo tiempo fue inconsciente. Quiero decir, durante
muchos años actué como un autómata. Ahora tenía una bomba de tiempo en mis
manos. Y me estalló en la cara en el verano de 1990. Por supuesto, me dejó
destrozado y sin saber qué hacer. Una tarde de septiembre descubrí una mirada feliz
en los ojos de mi mujer. Se movía como una gata. Era evidente que tenía otro hombre
y, furtivamente, acababa de verse con él. Ella regresaba feliz y se amargaba en cuanto
me veía. Ahora lo escribo sin dolor y sin odio, pero en aquel momento se me puso la
carne de gallina».
Fue terrible. Aquel hombre, el protagonista quiero decir, golpeó y destrozó todo
lo que estaba a su alcance. Quemó las naves y se quedó completamente aislado y
destruido en una isla desierta. Hecho trizas. La rabieta duró años. Tendría que morir
como un perro o renacer de sus cenizas.
Por ahora no me interesa escribir una novela que comienza de ese modo y que me
ebookelo.com - Página 44
sé de memoria. De punta a cabo. Sólo tengo que sentarme a escribir. Escribir con las
tripas y con las entrañas. Tirando todo sobre el papel. Manchando el papel de sangre
y de saliva y de mierda y orina y mocos y lágrimas. Cuando el editor recibe esos
manuscritos tan puercos, generalmente no comprende por qué uno es tan cochino y
descuidado. Lo que sucede es que una novela como La vida frugal no se escribe con
el cerebro ni con las manos. Hay que estar dispuesto para desollarse. Te desuellas, te
despellejas, quedas en carne viva, y entonces te lanzas por el despeñadero de la
novela hasta el fondo del precipicio. Golpeándote, descuerándote y quebrando tus
huesos contra las rocas. Es el único modo. El que no se atreva a hacerlo así es mejor
que deje el papel y los lápices sobre la mesa y se dedique a vender tomates o al
negocio inmobiliario.
En fin, por ahora no podía escribir. No tenía deseos. Nada de escribir, nada de
pintar. Leía algo de un viejo indecente: «Intuitivamente la mujer sabe que el farsante
sobrevive en nuestra sociedad y por eso lo prefiere. A ella sólo le interesa tener hijos
y criarlos con seguridad». Mis cincuenta años de vida callejera me aseguraban que
era cierto totalmente. Supongo que los/las intolerantes velarían a ese viejo para
apalearle cada vez que asomaba el hocico a la puerta de su casa. La mayoría de los
seres humanos no pueden pensar por sí mismos. Las personas actúan por imitación y
llega un momento en que hasta para respirar necesitan que un líder les indique cómo
hacerlo. Y siempre hay un líder cerca. Ese era el leitmotiv de La vida frugal. El
protagonista había caído en la trampa y poco a poco el automatismo fue avanzando
como un cáncer dentro de él.
Por ahí andaba yo, incoherente. Pensando en veinte cosas distintas y en nada. En
ese momento reapareció Gloria. Muy tranquila, con una sonrisa inocente. Más que
inocente, una sonrisa cándida, infantil, y al mismo tiempo traviesa. Venía con un
paquete de hojas de papel. Un millar quizás. Un papel amarillento y barato. Papel de
gaceta. Pero está bien, es el que uso para escribir. Y no lo hay. Hace años que sólo se
puede conseguir por ahí, en bolsa negra.
—Coño, nena, al fin apareciste.
—Ay, papi, si yo estaba en la casa. ¿Por qué no me buscaste?
Me dio el papel.
—Muchas gracias. ¿Cuánto te costó?
—Nada.
—¿Cómo que nada? ¿Qué hiciste para conseguirlo, pelandruja?
—No preguntes. Te dije que yo lo resolvía. Y ahí está.
—¿Qué hiciste?
—No hice nada, mi amor. Coge el papel y ya.
—¿Quieres café?
—Claro. Pero no tengo cigarros.
—¿Y el yuma qué volá? ¿No te pagó?
—¿Qué yuma?
ebookelo.com - Página 45
—No te hagas la comemierda. Estás perdida desde el domingo. Te fuiste con ese
pinguero a buscar un yuma.
—Ideas que tú te haces. Eres muy imaginativo. Lo que tienes en el cerebro es
ficción y farándula.
—Gloria, ¿por qué no tienes cigarros?
Me sabía de memoria la respuesta:
—No tengo dinero, papito. Estoy metidita en la casa esperando por ti. Y tú
perdido por ahí, callejeando. Le di treinta pesos:
—Compra ron y cigarros y un par de tabacos para mí.
—No alcanza. Dame cuarenta.
—Nada de cuarenta, procura que alcancen los treinta. Y apúrate que voy a hacer
café.
En diez minutos regresó con todo. Nos sentamos con el cafecito. Yo quería saber
de todos modos la historia del papel. Al fin se relajó lo suficiente:
—¿No te dije que el jabao de aquella imprenta me lo iba a dar?
—Sí.
—Fui ayer, a las cinco de la tarde. Me dijo que esperara un rato en la esquina
hasta que los demás empleados se fueran.
—¡Candela! Y te metió el rabo detrás del linotipo.
—No, no. ¿Y ese metió de rabo? Con lo feo y lo malencabao que está. Manda un
feo que si tú lo ves sales corriendo. Parece el diablo.
—Tú dices que los hombres bonitos no te gustan.
—Es verdad. Pero no tan recontrafeo. Ese jabao rompió el feímetro.
—Algo tuviste que hacer. Le enseñaste las tetas…
—Me llevó al fondo de la imprenta, me dio el paquete de papel, y sin darme
cuenta, ya tenía el rabo afuera y parado como una estaca. «Deja verte las tetas, deja
verte el bollo», me decía. No sabe ni hablar. Si se cae, come hierba igual que un
burro. ¡Pero qué tranca más larga tiene! Y gorda. ¡Gordísima!
—Alguna gracia debe tener. Por lo menos la pinga larga.
—Sí. Menos mal. La verdad es que la tiene atractiva.
—Y le hiciste una paja.
—¿Yoooo? No, yo soy una niña muy decente para hacer eso. La paja se la botó él
mismo. Yo le enseñe un pedacito por aquí y un pedacito por allá. Me dio una chupaíta
de teta, y se vino en dos minutos. Agarré el paquete de papel y salí echando,
meneando mi culito, y si te vi no te conozco, jabao pajero.
—Bueno, ya el papel está aquí.
—Si te hace falta más yo te lo consigo, papi. Lo dejé loco. Fíjate que se vino y
seguía con la tranca tiesa como un palo. Con su pingón largo y tieso. ¡Pero qué feo
es! Parece un boxeador ya desguabinao por los pescozones.
Ahora era yo el que estaba volao. Y le caí arriba. Me vuelvo loco con sus cuentos.
Que no son cuentos. Es la contrahistoria de la historia oficial. La antihistoria. La
ebookelo.com - Página 46
suprahistoria. Nos gustamos demasiado. Me gustan sus manos, sus pies, su pelo, su
color, su risa. Todo. Me gusta olfatear y lamer su culo. Me gusta estar dentro de ella.
Una hora, hora y media. Dos horas. Y hablar. Siempre tiene un suave olor en las
axilas. Y eso me descoca. Me quité el cinturón de cuero tejido. Y empecé a darle
suave por las nalgas. Le dejo caer mi saliva en la boca y se desorbita. Se viró y me
dio el culo. Oh, primero le dolía, pero me pide más, no me deja sacarla, y me cuenta
sus andanzas callejeras. Le gusta mucho por el culo. No puedo describir más. Fueron
dos horas de locura. Es linda. Tiene una cara morena, bellísima, con unos dientes
muy blancos.
—Ay, papi, déjame vivir contigo y préñame. Pa' tranquilizarme. Préñame y me
quedo tranquilita y no me fijo en ningún otro macho. Tú na’ más, papi, tu na más. Es
que yo tengo fuego uterino. Desde niñita soy así. No puedo contenerme.
—¡Puta descerebrá! Vas a ser una vieja de setenta años y vas a seguir buscando
machitos en la calle, deseará.
—Ay, sí, mi chino, eso es lo que me gusta. Y estar en el vallú de Milagros.
—¿Qué cosa es el vallú de Milagros?
—Ahh, me gusta ir allí y esperar en un cuarto al que entre. Y yo encuera. Y le
pido el dinero enseguida. Me gusta eso. Que me pongan los billetes delante, que me
los enganchen en el elástico del panty.
—¿Qué es eso, cabrona? Hazme el cuento, me tienes loco.
—Y tú me tienes confundida. Esto nunca me había pasado. Ya ni sé lo que digo.
¿Por qué hablo tanto?
—Porque te estás enamorando.
—Estoy enamora, salao. Todos en casa se dan cuenta. Me tienes boba.
Me besaba el tatuaje, me lo chupaba y lo mordía:
—Esa serpiente roja me tiene hipnotizada.
Se metió el cinto por la vagina y se entregaba y me pedía más y más. Y seguía
besando la serpiente roja.
—¡No te vengas, coño, no te vengas! ¡Dame pinga, coño, dame pinga!
Era una estrella porno. Genial. La locura. Cuando ya no pude más solté mi leche
pataleando, gritando, resoplando como un toro. Le di un galletazo y caí
estremeciéndome y convulsionando hasta el sótano del edificio, reboté y regresé a la
cama, exprimido, molido, hecho picadillo.
Un trago de ron y un buen tabaco para recuperarme. Me recosté en la ventana,
frente al mar y a la ciudad, el sol brillando. Ella se me pega por la espalda:
—Ay, papi, cuando te vienes no eres tú.
—¿Y quién soy? Si me sacas la leche de la médula, del cerebro, del culo, del
tuétano de los huesos, me exprimes…
—No eres tú. Es el africano. El negro que está contigo. Tú resoplas y rabias y
gritas y pierdes la cabeza. Ni sabes lo que haces. Es el africano el que goza por ti.
—¿Tú también me vas a hablar del africano?
ebookelo.com - Página 47
—Tú lo sabes. No tengo que decirte nada. El africano te usa de caballo. Por eso
tiemplas como un salvaje. Y, además, eres al revés que todos los hombres. Cuanto
más viejo, se te pone más grande y más gorda y más dura y más leche y más sabes.
La que se acueste contigo…, vaya que eres una trampa. Una trampa arriba de la
cama.
Yo me sentía muy macho y muy fuerte y muy salvaje después de aquellos
encuentros. Y que venga Lacan, que lo metemos en la cama y hacemos un pastel
lacaniano y todos felices.
—Mira, papi, te compré un regalito.
Sacó de una bolsa un calzoncillo amarillo y una camiseta sin mangas: violeta,
amarilla y negra. Pensé: «Cojones, esto para los carnavales o para viajar a Jamaica»,
pero no dije nada.
—Esta camiseta para que se te vea el tatuaje.
Me lo puse todo al momento:
—¿Y este regalo?
—El yuma me dio unos dólares.
—¿El yuma del domingo?
—Sí. Es un viejo como de setenta años. Está de pinga.
—¿De dónde es?
—Ah, yo no sé. Dice que es alcalde de un pueblo y que tiene unas bodegas de
vinos.
—Será español.
—No habla con zetas.
—¿Y cómo habla?
—Yo no sé. Ni le pregunté. Tiene un nombre rarísimo y no me acuerdo. Lo mío
es cogerle primero los billetes y después calentarlo. Me encuero delante y le meto los
consoladores por el culo. Tiene una colección como de diez consoladores.
—¿Consoladores?
—De todos los tamaños y de todos los colores. Tiene una maletica llena de
vibradores y cremas. Ese viejo está tostao. Tiene un queme en el cerebro que no sé
cómo puede ser alcalde ni tener negocios…, bueno, cada loco con su tema. El caso es
que gané unos faos, después me dio cincuenta más de propina. Resolví en mi casa.
Ahora hay jama pa una semana por lo menos y además te compré este regalito porque
yo nunca te olvido.
—Tú lo que eres tremenda jinetera.
—Seré jinetera pero te quiero. Y me tienes arrebata y eres mi macho. Así que
jinetera sí, ¿y qué? Ya te he dicho que te cases conmigo y se acabó. Vivo para ti nada
más. Para ti y para los hijo que tengamos. Eso es lo que yo quiero.
—¿Lo que tú quieres? A ti te gusta ser señora de la casa y puta de la calle. Las
dos cosas al mismo tiempo.
—No, papi, no. Señora na más. Señora na más. En la casa tranquilita con los
ebookelo.com - Página 48
niños. En definitiva, yo nunca he visto un mujer que sea puta toda la vida. Eso es un
tiempo. Y la que no lo ha sido, a veces quiere serlo. Lo que pasa que tú eres hombre y
los hombres no se enteran de cómo somos las mujeres.
—Ah, deja esa teoría y no te las des de socióloga.
—No soy nada. Pero lo que te digo es verdad. Además, todo el mundo es malo
hasta un día.
—Tú no eres mala.
—Pero tú me ves así. Como si yo fuera un diablo.
—Yo no veo nada.
—Bueno, cada quien es como es.
—¿Vamos para la playa?
—¿Ahora?
—Ahora.
—No tengo ni un peso.
—¿Y lo del viejo yuma?
—Ya lo gasté, mi amolll, si eran unos pesitos na’ más.
—Busca unos dólares y vamos pa’ la playa.
—No, no. Ya lo gasté.
—Busca unos dólares o te voy a reventar. Cogí el cinturón de nuevo. Le soné dos
o tres cuerazos por la espalda y por las nalgas.
—¡Ay, ya, no me des, salao! ¡Abusador!
—Busca el dinero.
—¿Cuánto?
—Veinte dólares.
—Eso es mucho. ¿Tú quieres ir a Varadero o a Guanabo?
—A Guanabo.
—Me quedan diez faítos.
Le metí un par de cuerazos más. La tumbé sobre la cama y ya tenía otra erección.
Gozamos un poco más.
—¡Ay, mi macho, cómo me gustas, cojones! Me gusta ser tu puta, tu señora, tu
novia, tu todo. Casarme contigo, papi, vestida de blanco y tú con un traje de dril
blanco. Bien elegantes. En un Cadillac amarillo, con globos de colores, pitando por
todo el Malecón y que se entere La Habana. Que se entere todo el mundo y formar un
alboroto. Dame tu saliva, salao, eres un loco, dame pinga, métela hasta el ombligo.
Seguimos jugando así un buen rato. Ya. Nos levantamos. Fue a su casa. Regresó
con quince dólares y me los dio:
—Toma, papito. Pa’ ir a Guanabo con eso alcanza y sobra.
—O a Santa María.
—Santa María está llena de jineteras y se ponen pa’ ti, las muy putas, y voy a
tener que reventar a una.
—Y de yumas. Y se ponen pa’ ti, los muy hijoputas.
ebookelo.com - Página 49
Caminamos hasta Corrales. Las guaguas no aparecían. Un camioncito de diez
pesos y fuimos a parar al mismo cocotero del domingo anterior. El hombre es un
animal de hábitos. La playa ahora estaba limpia. Unas viejas recogían basura. La
echaban en sacos y los arrastraban por la arena. Llegó un tipo, con una moto
espectacular, toda niquelada, y una mulata mucho más espectacular, suculenta,
culona, sabrosona, rebosante de músculos y grasas. Se quitó la ropa y quedó con un
hilo dental enterrado entre los glúteos. ¡Cojones, se quedó en cueros con toda aquella
masa al aire, y se reía! Aquella mujer era una bola de lujuria y perversidad. Tenía
diez cadenas de oro en el pescuezo y otras más en las muñecas, en los tobillos y otra
más aún desde la nariz hasta la oreja derecha. ¿Serían extraterrestres? Se sentaron a la
sombra de un cocotero a beber ron y a escuchar boleros y rancheras y a vivir su
pasión. Nada de playa, nada de agua, nada de sol. Sólo ron, música y saliveo y
chupadera.
Me fui a nadar un buen rato. Me alejé bastante. Cuando regresé, tonificado y en
forma, me encuentro con Gloria jugando a las esposas. Conversaba con una apacible
señora que reposaba bajo un cocotero, a dos metros del nuestro. Las señoras
tranquilas que van con sus esposos a la playa, de pícnic, y conversan mesuradamente
de temas banales: la escuela de los hijos, cómo hacer paella sin mariscos porque no
hay, y cosas por el estilo. Aquella señora le contaba al detalle su vida: estaba
depresiva, su marido hace un año se fue para Miami y se ha portado muy mal, «una
vez me mandó una cartica y veinte dólares y no he sabido más de él». Siguió
hablando mal del tipo. Era avaricioso, tacaño, la engañaba con otras mujeres, le hacía
pasar hambre, y Gloria muy interesada en aquella cháchara. Yo dándome tragos de la
botella y mirando a otra parte. Gloria, para hacerse la fina, me mira y me dice,
tomando distancia:
—Mi amolll, no bebas más. Te va a hacelll daño.
Ah, carajo. Gloria se contamina enseguida y se le potencia la imbecilidad. Me
caía mal aquella mujer contando toda su vida, las enfermedades de su madre, la cría
de gallinas, su depresión porque los hombres no se le acercan, «sólo tengo treinta y
nueve años y no estoy tan fea, ¿verdad? Y sin arrastres, porque mi hija ya es una
señorita y yo la mantengo. El problema es que a los hombres les gustan jovencitas».
Entonces se dirigió a mí:
—Su esposa me dijo que usted es escritor.
—¿Mi esposa? ¿Qué esposa?
—Sí, ella, ehhh…, ¿y usted ha publicado o…?
—¿O qué?
—¿O no ha publicado?
—Sí.
—Le voy a explicar por qué le pregunto. Es que el mundo es muy chiquito. Yo
soy especialista en literatura cubana, y estamos haciendo un diccionario de escritores.
Así que mire qué casualidad.
ebookelo.com - Página 50
—Ahhh.
—Queremos que quede lo más completo posible. ¿A usted le han llenado la
planilla?
—¿Para qué?
—Para que aparezca ahí. Hemos incluido a todo el mundo. Hasta los que han
ganado un premiecito de décima en la casa de cultura municipal de Buey Arriba.
—¿Ah, sí? Qué bien. Será un gran diccionario.
—Nos estamos esforzando en esa dirección, compañero.
—¿Y los que están afuera?
—También. Todos, todos. Ahora no va a pasar como la otra vez. Ehh… Y a usted
tengo que llenarle la planilla.
—No, gracias.
—Pero ¿usted es escritor o no? ¿Usted ha ganado premios?
—Nunca he ganado nada. Siempre pierdo.
—Ah, bueno, si nunca ha ganado concursos, algún premio, entonces no sé qué
decirle porque no tiene currículum. No sé si la comisión lo aceptará para el
diccionario. Y es importante porque aparecer ahí le da un nivel, ¿se da cuenta? ¿Y
qué escribe usted? ¿Poesía?
—Ahhhh, señora. ¿Quiere un traguito?
—Estoy tratando de ayudarlo para que aparezca en el diccionario, porque eso lo
ayuda después a publicar en el extranjero y todo. ¿Se da cuenta?
—¿Quiere un traguito de ron? Está bueno.
—No, no. Estoy tomando Trifluoperazina con Amitriptilina. Nada de alcohol.
—Gloria, vamos pal agua. Señora, ¿le puede dar un vistazo a la ropa?
—Sí, cómo no. Yo la cuido. Aunque ahora, con la cantidad de policías que hay
por aquí, no hay problemas. Hay policías hasta en la sopa. Pero eso es muy bueno.
Así me siento segura y tranquila. ¿Verdad? Están el día entero ahí, arriba de la bola,
pidiéndole el carné de identidad hasta al pipisigayo. Eso es lo que hace falta.
Debieran de poner más, muchos más. Es que como no hay trabajo ni nada, se ha
destapado la delincuencia y le hacen la vida imposible a las personas decentes. Yo
estoy de acuerdo en que pongan más policías y que controlen más. Mira, en mi
barrio…
—Bueno, señora, con su permiso. Nosotros nos vamos para el agua.
—Vayan, vayan. A mí me da miedo el agua. No me meto en el agua por nada del
mundo. Les cuido la ropa.
Agarré a Gloria por el brazo, la arrastré, y entramos hasta lo profundo.
—¡Te voy a ahogar, cojones!
—¡No, papi, no seas pesao que aquí no doy pie!
—¿Pa qué cojones te haces la esposa con esa pesá?
—Ay, Pedro, ésa es una persona decente, que estudió y todo. ¿Qué le voy a decir,
que tú eres un muertodehambre y que yo soy una burra y que estamos aquí porque me
ebookelo.com - Página 51
jineteé a un yuma y le tumbé quince dólares? No, mi amolll, mis problemas se
quedan en casa y nadie se entera. ¡Tú eres escritor y periodista y todo eso y yo soy tu
señora! Así, con mucho cachet y mucha elegancia. Si ella le cuenta su vida al primero
que pasa por la calle, ése es su problema. ¿Pero yo? No. Mi vida es un secreto, y se
va conmigo a la tumba.
—Gloria, cuando te da por hablar mierda no hay quien te pare.
—¿Por qué?
—Porque tú sabes que tu vida no es ningún secreto ni tú eres la mujer del faraón
ni un carajo.
—¿Qué tú estás hablando? Habla claro. ¿Qué es eso de la mujer del faraón?
—Los faraones se lo llevaban todo con ellos…
—Ay, papi, no me enredes el cerebro con cosas extrañas.
—¡Gloria, cojones, eres un animal!
—Papi, yo sé que soy brutica, pero te gusto así. Mira, te voy a decir una cosa: las
parejas mejores son las de gente muy diferente. Que uno no tenga que ver con el otro.
Tú eres muy inteligente y te haces el culto, y que escribes y que tiqui tiqui y taca taca,
pero yo…
—Ya, ya. Corta, corta. Tengo ganas de darte un pingazo aquí mismo.
—Y cómo me gusta templar en el agua. Hace tiempo que no lo hago. Sí, chino, sí.
Métemela. Acomódala. Ven.
La calenté primero frotándola con el dedo. Dos dedos, tres dedos, cuatro. El
gordo se lo metí por el culo. Se arrebató. Yo también. Después nos acoplamos
flotando, como las langostas. Es riquísimo en el agua. Con Gloria a horcajadas en mi
cintura, moviéndose un poquito y clavándose bien a fondo.
ebookelo.com - Página 52
10.
El regreso a La Habana fue muy entretenido. El camioncito era un Ford de reparto
de 1945 más o menos. Le habían colocado unos bancos de madera y cabían en total
unas doce personas. Subió una mujer muy joven, a punto de parir. La acompañaba su
marido. Se sentaron frente a nosotros. Ella iba casi desnuda, con la barriga enorme y
perfectamente redonda y los pechos hinchados y voluminosos y los muslos y las
nalgas igual de jacarandosas. Vestía un bikini y encima una bata muy ligera y casi
transparente, de batik africano. Se sostenía la barriga por abajo, como si la criatura
fuera a salir de un momento a otro. Eran muy jóvenes. El tipo un guaposo, con
colmillos de oro y collares de Changó y Yemayá y tatuajes con números de
presidiario. Tres números en el brazo izquierdo. Mostraba muy orgulloso su colección
de números. Vestía sólo un short, el torso desnudo. Llevaba una camiseta en la mano
y sudaba copiosamente. Una gran cicatriz le cruzaba en diagonal desde la tetilla
izquierda hasta el ombligo. Alguna vez le dieron un buen tajazo. Era mejor no
mirarlos mucho. De todos modos, yo usaba gafas de sol oscuras y podía detallarlos de
reojo. La muchacha era hermosa. Una tentación. Siempre me han gustado las mujeres
preñadas. Y ésta iba casi totalmente desnuda, sentada frente a mí. El camión no entró
por Guanabacoa. Siguió directo al túnel de la bahía. Y el tipo le gritó al chofer:
—Oye, acere, ¿pa’ dónde tú vas?
—Pa La Habana. Por el túnel.
—No, chico, no. Yo me quedo en el semáforo de Guanabacoa.
—Ah, no voy por ahí.
—Para, para. Déjame aquí.
Se bajaron en medio de la carretera. La muchacha tenía dolores. Se sostenía el
vientre por abajo y caminaba torpemente, aguantando para que el feto no se saliera.
Se mordía los labios y sudaba y aguantaba en silencio. El camioncito siguió. Un viejo
dijo:
—Ese tipo está loco. La mujer va a parir en la carretera. Una mujer respondió:
—Está borracho.
—¿Usted cree?
—El aliento a alcohol llegaba aquí. Y ella está loca. Si soy yo le digo: «Te quedas
tú porque yo sigo directo al hospital». Otra mujer metió baza:
—La culpa es de ella. ¿A quién se le ocurre irse para la playa si está a punto de
parir?
—Es que hay hombres que no tienen compasión. Ése se ve que es un animal.
—La juventud, la juventud.
—No, la juventud no. Yo tengo cuatro hijos y el primero le parí con dieciséis
años. Y yo sola porque, cuando eso, mi marido era miliciano y nunca estaba en la
casa.
—Los jóvenes piensan que todo es diversión. A esa edad no se piensa.
ebookelo.com - Página 53
Y por ahí siguieron con el tema. Yo desconecté. Venía con una mochila llena de
mangos. Una familia del Cotorro los vendía. Fueron a la playa con dos sacos de
mangos y con todos los niños los viejos y botellas de ron. Eran unas diez personas en
un camioncito desvencijado. Todos muy flacos y altos y morenos. Cuando la policía
se alejaba, uno de ellos, el más joven, aunque ya tenía mujer y tres hijos, salía con
una bolsa. Tenía que aguantar a los niños que berreaban detrás de él: «Papá, llévame
contigo». La mujer agarraba a todos los niños, como una gallina con pollitos. Él
proponía a la gente: «Arriba, manguitos maduros, a peso». Le compré unos cuantos.
Después me vendió más, con rebaja de precios. Finalmente, el flaco ya había bebido
suficiente ron y se me acercó muy amistoso. Me brindó ron. Nos tragamos un par de
buches, me regaló unos veinte mangos que le quedaban aún y me preguntó por el
tatuaje. Se quería tatuar un San Lázaro en la espalda, pero no hay garantía. La tinta se
corre con el tiempo porque es mala, y patatín y patatán. Hablamos un buen rato y me
brindó su casa. Que fuera cuando yo quisiera. En fin, buena gente. Hablamos un rato,
me quedé con un cargamento de mangos y bajamos media botella de ron.
Dediqué el día siguiente a comer mangos. Y a despojar mis estanterías de libros
inútiles. Pesaban demasiado en mi pequeña biblioteca… las opiniones de Lunacharski
sobre cultura, arte y literatura, La fortaleza de Brest, Así se forjó el acero, Engels
acerca del arte, Un hombre de verdad, de Borís Polevói, folletos de discursos,
arengas a favor de esto y en contra de lo otro, Crisis y cambio en la izquierda, La
espiral de la traición de fulanito, Estética y revolución, La revolución traicionada, de
Trotski. En eso andaba cuando me llamó Kurt. Se despedía. Todo resuelto. Los
padres le enviaron dinero. ¿Podríamos vernos en una hora y tomar algo? Quería
agradecerme todo lo que hice. No, Kurt, muchas gracias. Ya está bien y que tengas
buen viaje.
Tuve varios días de tranquilidad. Gloria dice que me quiere mucho, pero se pierde
del mapa y no la encuentra ni papa dios. Siempre llega gente, telefonean, aparecen
sorpresivamente. Al día siguiente de irse Kurt llegó Ingrid. Son amigos. Kurt me
pidió que le sirviera de cicerone en La Habana. Ella me visitó una noche, con su hijo
de trece años. Un café, hablamos, una copa de ron. Me pidió permiso para ir al baño.
Por supuesto, tengo un hueco estratégico, justo detrás de la taza. Por ahí la pillé. Buen
culo. Muy buen culo. Delicioso culo. Le brindé más ron, música y vamos a bailar.
Imposible. Ingrid saltaba frenéticamente. Armando Manzanero cantaba «contigo
aprendí que la semana tiene más de siete días…», pero ella saltaba y se reía y saltaba
más. Quería divertirse en Cuba. Le di más ron y traté de afincaría bien para pegarle el
rabo entre los muslos. Pero seguía saltando estúpidamente y sonriendo y la cara se le
enrojecía como un tomate. Le puse las manos sobre las nalgas. Y no se enteró. No
aguanté más y le agarré el bollo y se lo apreté. Era grandísimo. Mucha masa. No
resistió la embestida y me dijo temblando: «Oh, no, el niño. Lo siento, lo siento,
excúseme, adiós». Y se lanzó escaleras abajo agarrando fuertemente por la muñeca al
nene. Yo intenté ser un buen cicerone y que se divirtiera a la cubana. Hice todo lo que
ebookelo.com - Página 54
pude.
Así aparecen. Cada una con su historia. Algunas leyeron la Trilogía sucia y
quieren contarme algo de sus vidas. A veces me dejan cartas, cassettes con música, se
quedan embelesadas y esperan que el tigre salte y las desgarre. Pero no. No puedo
meter el rabo en todos los huecos húmedos y peludos que pasan por delante. Bueno,
sí puedo, pero no quiero complacer peticiones como un cantante de cabaret. Tal vez
es que estoy cansado de tiñosear. De joven era una tiñosa y me almorzaba cualquier
carroña. Y con gusto. Me merendaba cualquier pudrición y me sabía a queso con
dulce guayaba. Con los años uno se pone más selectivo y se convierte en un gourmet.
Por ejemplo, Ingrid me calentó porque la miré por el hueco, pero, vista con más
tranquilidad, era demasiado corpulenta para mi gusto, demasiado blanca, con
excesivo tejido adiposo. Era una mujer cómoda, saludable, lenta, de buenas
costumbres. Una mujer que seguramente ahoga sus gritos cuando uno se la mete
porque gritar no es de buena educación. Lo educado es reprimirse. Cuando más, un
suspiro discreto. Uno desarrolla un sexto sentido para eso…, no era un buen palo.
Otras son demasiado masculinas o machotas y macizas. No sólo muscularmente sino
también de espíritu. No son para mí. Hay muchas mujeres así dando vueltas por el
mundo: embotadas. Bostezan y se aburren. A veces les da por criar gatos o perros, y
no saben qué hacer. Algunas creen que sería útil tener una aventura con un macho
primitivo y brutal. Se fabrican el macho en sus mentes y salen a buscarlo. Porque,
claro, nunca lo tienen cerca. Suponen que están capacitadas porque de jóvenes se
escaparon con una mochila y muy poco dinero al Sur. Y casi fueron hippies. Y se lo
creyeron. En medio del maremágnum, algunas brillan con luz propia. Muy pocas,
pero se encuentran a veces.
Maura, por ejemplo. Es inteligente y domina sus alrededores. No está perdida, al
menos no lo parece. No está loca ni ansiosa ni tiene temores. Al menos eso es lo que
parece, repito. Se toma un reposo después de una larga relación de trece años que
acaba de troncharse. Es amiga de un viejo amigo que en los años muy difíciles (más
aún) venía a La Habana y me alentaba diciéndome: «Vete a Málaga con Ana, aquí vas
a enloquecer». Pues bien, se aparece Maura con una carta de mi amigo.
Supuestamente se tomaba un receso. Los primeros días estuvo aburrida. Después me
dijo que un negro de un triciclo la montaba desesperadamente todas las noches. No la
montaba en el triciclo, sino que la montaba. Preservativo por medio. Ya me había
confesado que, al salir de Buenos Aires, «los amigos me regalaron cajas de
preservativos para que hiciera algunas historias al regresar».
—¿Pero estás en reposo o no?
—Sí, claro. Pero es más bien reposo espiritual. Emocional. El negro insistió tanto.
Y es hermoso, che. Es bellísimo. ¡Qué energía, nunca pude suponerlo! ¡Toda la
noche, che! Me tiene extenuada. No puedo más. ¡Qué imaginación! ¡Portentoso el
negro, lo sabe todo!
Cuando supuse que estaría feliz con su black taxi driver se aparece
ebookelo.com - Página 55
enamoradísima de un diplomático europeo. Un tipo que era todo lo opuesto: blanco,
culto, con gafas, gordito, suave, delicado, fofo, niño bien, y hasta con saco, corbata y
zapatos negros.
Me confundió. Supuestamente ella sabía lo que quería. Bueno, en fin, salimos los
tres a tomar un café. Fuimos a una cafetería frente al Malecón. Nos sentamos. El
diplomático fue al baño y no resistí la tentación:
—Maura, ¿por fin qué? ¿El Buen Salvaje o El Cartesiano?
—El Buen Salvaje está bien para unos días…
—Para unas noches.
—Eso. Unas noches. Pero es demasiado intenso, che. Tengo inflamación pélvica,
me duelen los músculos de toda esta zona. Oh, vos no te imaginas qué intenso es el
negro. Genial el tipo, potente, pero no puedo vivir empalada veinticuatro horas.
—¿Y con este señor?
—Nada.
—¿Nada?
—Nada.
—Un cambio brutal.
—Sí. Además, es un poco afeminado…, ohh…, creo que no es un poco, che. Creo
que es totalmente afeminado, pero me voy a Europa con él y… en fin.
—Está bien. No se puede tener todo al mismo tiempo.
—Eso es, Pedro Juan. Vos sos inteligente. Para ser hombre, estás muy bien de
neuronas.
—Y siempre puedes venir por unos días a Cuba cuando estés muy aburrida.
—Sí, pero tengo que buscar otro que tenga una talla menor porque este negro es
desproporcionado. No es humano.
—Eso te va a ser muy difícil. No imposible, pero difícil.
El diplomático regresó del baño. Nos interrumpió. Iba a explicarle cómo podía
hacer para encontrar alguno con proporciones más adecuadas a su profundidad. En
ese momento entraron tres tipos con uniformes negros, chalecos antibalas y
ametralladoras. Muy serios, muy estresados. Dos cuidaban, muy alertas, mirando un
poco asustados hacia todas partes. El tercero se dirigió a una máquina tragadólares.
De esas en las que pones un dólar y t concede unos segundo de acción para utilizar
unas pinzas-robot intentar atrapar un osito de peluche. Pero nunca lo logras y ya la
máquina se masticó el billete y jamás lo ves de nuevo. Pues bien, uno de los tipos
abrió aquel aparato, sin soltar la ametralladora. Sacó todos los ositos de juguete, los
contó. Anotó en un papel. Abrió más abajo los intestinos del artefacto, extrajo unos
cuanto dólares en billetes de a uno. Serían veinte o treinta. Los colocó en una bolsa
de lona que amarró y selló. Cerró la máquina. Comprobó que todo quedaba listo para
seguir tragando billetes. Pasó la ametralladora de la mano izquierda a la derecha.
Hizo una señal a los otros y se retiraron hacia el camión que los esperaba: una
furgoneta negra, blindada, con un gran escudo dorado y las siglas de aquella empresa
ebookelo.com - Página 56
transportadora de valores. El chofer esperaba en su puesto, tenso y alerta, con el
motor en marcha todo el tiempo.
Se fueron. Volvimos a la realidad. Nos relajamos. Sonreímos de nuevo. Pedimos
unas bebidas. Maura contó sus aventuras cubanas. No las del negro. El taxi driver era
secreto de guerra. Revelarlo podía costarle la vida. Contó aventuras inocentes y
jocosas. Por ejemplo, cómo decenas de jineteros la abordaban para ofrecerle
matrimonio, ron, tabaco. «Todos los días me ofrecen matrimonio y yo les digo:
Noooo, tranquilos, estoy en reposo. No quiero saber nada de hombres después de
trece años con ese boludo. Ni sé cómo ha sido con Luis Manuel. Es un flechazo
inesperado. Me ha conquistado como un caballero, pero esos jineteros vulgares… no
saben ni hablar. Ni se les entiende lo que dicen».
—Son picaros, igual que en todo el mundo —dije yo, para ayudarla a continuar su
teatro.
—No lo creo. No hay picaros en todas partes. Los argentinos sí. Somos picaros.
Andamos por el mundo, nos creemos los mejores en todo, en el fútbol, en los
negocios, en el sexo. Al final somos unos pesados, y les caemos mal a media
humanidad y ya no quieren oír nada de nosotros.
—Maura, estás exagerando.
—Pues sí, Pedro Juan, somos unos pesados y a ustedes les va a suceder lo mismo.
Dondequiera que voy se habla de cubanos y que son los mejores en la música, las
mujeres más bellas, los hombres más trarará, y hay cubanos en todas partes, aparecen
como hongos. Y uno piensa: «Pero estos cubanos se creen el ombligo del mundo». Ya
te digo, al final lo verás, caerán mal y nadie los pasará.
—Bueno, quizás se trate de no querer robarnos el show siempre.
—Tal vez los cubanos logren eso, pero los argentinos al contrario. Cada día más y
más estrellas.
—¿Y no se cansan? Ser neurótico estrella es agotador.
—Es un vicio, Pedro Juan. Igual que otros tienen el vicio del poder. O del dinero.
Te convences de que mereces el poder o de que mereces todo el oro del mundo, o de
que eres enviado de Dios para salvar a la Humanidad. Y ya. Hecho. No hay quien te
saque de eso.
El diplomático escuchaba embelesado a Maura. Un tipo gordo vino a saludarlo
desde otra mesa. Y nos interrumpió. Era un tipo grasiento, gelatinoso, fofo, medio
maricón, cubierto de cadenas y sortijas de oro, con una camisa de flores y una sonrisa
empalagosa y adulona. Despreciable. El diplomático lo saludó a distancia, pero el
tipo no se dio por enterado, nos saludó a todos. Se presentó con un nombre
cualquiera, y añadió: «Soy negociante en arte y antigüedades. Por favor, acepten mi
tarjeta». Dio su tarjeta a Maura. Me miró bien. No me dio tarjeta. No le interesan los
cubanos. Se viró hacia Maura: «Señora, beso su mano».
El tipo era un hígado. Al fin regresó a su mesa. Maura saltó enseguida:
—¡Qué boludo el tipo!
ebookelo.com - Página 57
Y el diplomático:
—La Babosa.
—¿Cómo? ¿Le dicen La Babosa?
—Sí. ¿No lo veis? Deja un rastro de baba tras él.
—Dice que negocia en arte.
—Es algo más. La Habana funciona como un pequeño pueblo. Cuando llegué
aquí me enviaron primero mulatas. Muchas mulatas. No me interesan las mulatas.
Después mulatos. Adonis, efebos, encantadores, sublimes. No me interesan los
mulatos. Después drogas. No las necesito, soy alérgico. Entonces aparece La Babosa
haciendo ofertas de arte: porcelanas, bronces, joyas antiguas, oro, platería, muebles,
cuadros famosos. Todo a precio de ganga. La tentación. Yo casi caigo en la trampa,
pero otro diplomático me alertó: stop, la babosa está envenenada. Y lo mantengo
alejado de mí.
—¿Y tú tan tranquilo?
—Bueno, no es que uno sea Mata Hari, pero uno se acostumbra. Si te fallan los
nervios tienes que renunciar. Los diplomáticos desarrollamos trucos para sobrevivir.
Igual que en cualquier oficio peligroso. Los paracaidistas, los astronautas, los
bomberos. Cada oficio tiene sus trucos.
—Por suerte no me gustan esos oficios tan peligrosos.
—El tuyo es terrible, Pedro Juan. El peor de todos. Los poderosos temen a las
ideas y a la palabra. Se aterran.
ebookelo.com - Página 58
11.
El panorama del barrio a las siete de la mañana es muy tranquilo. El Chino, con
su cara de resaca y hambruna permanente, golpea sus botas duras, tiesas, para
desprender las costras de cemento. Tres o cuatro tipos manipulan unos palos y clavos:
apuntalan aquel edificio que desalojaron semanas atrás. Dicen que quieren repararlo.
Lo dudo, me parece demasiado arruinado. Yiye se mueve temprano: hay un taxi
frente a su cuarto. Ella le alcanza un paquetico al chofer. Hierba o polvo. El tipo sale
raudo y se pierde por el Malecón. Las dos jineteras de la esquina regresan de la
noche. Una negra y una mulata clara. Muy jóvenes, ojerosas, fumando sin parar, con
unos vestidos satinados, largos, de brillo, zapatos grises de tacón largo. Traen algo en
bolsas plásticas: regalos de los yumas. Un negro saca agua del pozo que está en
medio de la calle. De nuevo el agua se perdió de las tuberías. Hace seis días que no
llega ni una gota al barrio. Los policías en las esquinas. Un tipo con un triciclo lleno
de flores. Otro pedalea lentamente en su bicicleta. Un barrendero harapiento, viejo,
sucio, muy destruido por la vida, barre agua podrida de un charco y la dispersa para
que el sol la seque. Las alcantarillas están tupidas. Aquello apesta pero el barrendero
disfruta metido dentro del agua y juega sin prisa, como un niño. Esa es la impresión
que uno recibe: está jugando con aquella mierda, metido dentro del charco, barriendo
lentamente, empapándose los pies de agua podrida y apestosa. El mar encabritado. El
último frente frío de este invierno lanzando viento y salitre sobre la ciudad. Las olas
revientan contra el muro del Malecón, forman un espumaje blanco y empapan la calle
y los edificios. Amanece. La ciudad se ilumina poco a poco. Casi todos duermen aún.
Hay poco movimiento. El barrio casi desierto. Nadie trabaja. O pocos trabajan. Muy
pocos. Por tanto no hay prisa. La gente se despierta y se pone en acción
pausadamente. A eso de las diez de la mañana habrá un poco más de movimiento. Por
ahora todo tranquilo.
Camino unas cuadras y cuando llego a casa de Rosa, la santera, son las siete y
diez. Ya hay una mujer solitaria esperando en la acera, frente a la puerta. Tengo el
dos. Rosa abre su cuarto poco después. Nos saluda. Limpia con perfume y albahaca.
Recoge todo lo malo que quedó en el aire del día anterior, y de la noche. Sobre todo
de la noche. Refresca. Toma un buche de café, da fuego a un tabaco, y viene
sonriendo hasta la puerta. Es una mujer gruesa, baja, negra, vestida de blanco,
collares de colores al cuello y un pañuelo azul amarrado en la cabeza. Puede tener
unos sesenta años. Tal vez más. Sobre la acera cinco personas esperamos por ella. El
tabaco apesta. Debe de ser un cabo que quedó de ayer.
—¿Cuántos hay? ¿Cinco? Ya. Ni uno más. ¿Quién es el último?
Una mujer de cierta edad levanta la mano para indicar que es ella.
—Señora, hágame el favor, cuando venga alguien más, usted le dice que vuelva
mañana. Yo termino con usted a eso de las dos de la tarde. Y a esa hora tengo que ir
hasta Cojímar pa’ limpiar una casa. Me están esperando ya con todo. Así que ni uno
ebookelo.com - Página 59
más. ¿Quién es el primero? ¿Usted? Adelante.
Entró la mujer joven. La habitación de Rosa es pequeña. Cerró la puerta hasta
dejarla entrejunta. Hora y media después salió y entré yo. La habitación en tinieblas.
Adapté mis ojos de la luz cegadora de la calle a la oscuridad y el olor a humedad,
hierbas y suciedad. En una esquina un altar enorme con todos los santos y atributos.
En el otro rincón dormía un tipo en un camastro. Roncaba. Cubierto por una sábana
harapienta y sucia. Parecía blanco. Rosa es muy negra. El tipo es mucho más joven
que ella. Antes de empezar conmigo le dijo:
—Cheo, ¿cuándo te vas a levantar? Acuérdate que me tienes que comprar las
hierbas pa’ lo de Cojímar. Dale, mi chino, anda.
—Sí, Rosa, sí. Mira que tú jodes, chica. No me dejas ni dormir.
—Dormir ni dormir. ¡La curda que tienes todavía de anoche! Se te fue la mano.
—Tráeme un poquito de café que me voy a levantar ya. Contigo hablando mierda
no hay quien duerma.
Cheo tenía la voz aguardentosa. Como de esmeril. Rosa me miró sonriente y
triunfadora y me dijo:
—Perdón un momentico. El que espera lo mucho, espera lo poco, ¿verdad?
Se levantó de su silla. En una mesa tenía una cocina de keroseno y unos
cacharros. Había café en un jarro. Le sirvió a Cheo y se lo alcanzó. Cheo se estiró un
poco, se sentó en la cama y bebió el café. Después se levantó bostezando. Estaba
desnudo por completo. A un metro de mí. Ni me veía, o no le importaba, o le gustaba
exhibir su pinga y sus huevos demasiado grandes. Un poco excesivos para aquel
cuerpo huesudo y maltratado. Aparentaba unos veintiocho años. Tal vez tenía menos.
Se lo veía desnutrido, con una barba de días y mucho pelo negro y enredado. Todo su
cuerpo expedía olores mezclados de tabaco, aguardiente, suciedad, semen, mierda,
sábanas sudadas, hambre, cansancio, sueño, borrachera vieja. Casi a tientas encontró
un pantalón cochambroso y se lo puso. Abrió una puertecita muy estrecha que daba a
un patio pequeñísimo, tal vez de dos por dos metros. Se iluminó un poco la
habitación. Rosa le alcanzó un jarro de agua. Él se lavó la cara, sin jabón, enjuagó la
boca, meó en el piso. Se estiró un poco más, se rascó la barriga y, bostezando, se puso
una camisa tan sucia y raída como el pantalón. Buscó bajo la cama unas chancletas de
goma gastadísimas. Se calzó. Con la mano izquierda sobre la frente se apretó las
sienes:
—Ahh, tengo un dolor de cabeza que estoy partió…
—No hay aspirinas.
—En esta casa no hay ni cojones.
—Ni en esta casa ni en ninguna. No hay aspirinas, Cheo.
—¡De pinga, ni una aspirina hay en este país!
—Shhh, Cheo, no hables así. Respeta que hay visita y tú no sabes quién es el
señor.
Cheo abrió más los ojos y me miró. Yo dije:
ebookelo.com - Página 60
—No, conmigo no hay problema. Además, él lo que dice es que no hay aspirinas.
Y es verdad.
—Sí, pero uno no sabe quién es quién. Es mejor cerrar la boca y dejar el mundo
correr.
—Rosa, si vas a seguir hablando dímelo y me acuesto otra vez.
—No, no. Dale, arriba, arriba.
—Bueno, me voy. Dame el dinero pa’ las hierbas. A ver si no jodes más.
Rosa le dio unos billetes y un pedacito de papel de cartucho:
—Mira, abre los ojos y despierta. Después no digas que se te perdió el dinero.
Ahí están anotadas las que necesito. Dile a Gregorio que todas tienen que ser frescas.
Hierbas viejas y marchitas no me sirven y se las devuelvo. Él lo sabe pero se hace el
bobo, así que díselo bien claro. ¡Y abre los ojos!
—¿Este dinero alcanza?
—Claro. Y sobran dos o tres pesos.
—No. Dos o tres pesos no. Dame aparte cinco pesos, aunque sea, pa’ comer algo.
Rosa se registró entre los pechos. Era pechugúa. La miré mejor con la luz que
entraba por la puertecita del patio. Para templarse a aquella vieja había que tener el
corazón en el medio del pecho. Y le gustaban los nenes de veinte. Bueno, aquel nene
era un vómito de perro. La vida había maltratado a Cheo. Rosa rebuscó entre la
pellejera de tetas y al fin encontró un billete de cinco pesos:
—Toma. Apúrate que a eso de la una tenemos que salir pa’ Cojímar.
—¿Tenemos? Irás tú. Yo no voy.
—Cheo, no vamos a discutir delante del señor. Tú me tienes que ayudar en eso.
Es muy fuerte lo que metieron allí. Y además tienes que aprender. Si no practicas no
vas a desarrollarte nunca.
—Ah, chica…
Y se fue arrastrando las chancletas. Rosa de nuevo se sentó:
—¡Es que él tiene una gracia! A él le viene por Changó y por Oggún. Pero tiene
un muerto que pa’ trabajar es lo más lindo del mundo. Se lo dice toíto toíto toíto al
oído. Pero clarito, que él lo oye todo clarito, clarito. Ya quisiera yo que el muerto mío
me hablara con esa claridad. El de Cheo le da nombre y edad de las personas y
todo…, bueno, es una cosa bella, es una gracia de Dios. Y le sale siempre. Orula le
dice que tiene que consultar. No es que él quiera o no. Es que tiene que dar consultas.
Pero él…, ya usted ve. Está conmigo hace más de un año, estamos juntos hace…
más…, como dos años y pico llevamos juntos, pero no levanta cabeza. Líos con la
policía, broncas, borracheras. Junteras con mala gente. No tiene ni un amigo que
sirva. Ni uno solo que sea una persona decente. No, todos son delincuentes malos, de
esos de mala entraña, que la policía los tiene ahí, enfocados, y no los pierden de vista.
Rosa daba vueltas, recogía un poco el camastro, revisó unas botellas en un rincón,
abría latas y miraba adentro. Al fin vino y se sentó a la mesa de consulta, pero seguía
con su perorata:
ebookelo.com - Página 61
—Le estoy enseñando pa’ que consulte también, pero si no me hace caso lo boto
y sanseacabó. Sigo sola y aquí no pasa na. Sí, porque todo no es la cama. Hombre
como ése yo he tenido pocos en mi vida. Vaya pa'… lo que es la cama, ¿usted me
entiende? Es un macho, un toro padre. Verdad que yo le gusto, porque las mujeres
nos damos cuenta si le gustamos o no al hombre. Ya quisiera yo poder darle un hijo.
A ver si se asienta. Pero a mi edad ya… figúrese. Pero es que eso no es todo en la
vida. Una se desencanta. Pasa el tiempo y no hace na’ por ir adelante y sigue en lo
mismo, la borrachera y… ahhh…, bueno, vamo a velll, que usted viene a consultarse
porque tiene algún problema y yo también estoy apura, así que…
Rosa cortó su descarga cansona sobre el Cheo y se santiguó mirando a los santos
del altar. Me dio agua de colonia. Nos despojamos la cabeza y los brazos, y comenzó
a invocar: avemaripurísima santa madre de dios tú eres entre todas las mujeres
bendito el fruto de vientre jesús padre nuestro que estás en los cielos santificado ven
aquí señor conmigo y con…, ¿cómo se llama usted?
—Pedro Juan.
—Ven conmigo y con Pedro Pablo señor y alumbra tú que puedes tomasa siete
rayos…
Seguía rezando aquella letanía sin parar. Golpeaba la mesa suavemente con los
nudillos, soplaba humo de tabaco hacia un crucifijo colocado dentro de una copa con
agua y abría las palmas de las manos, al tiempo que seguía la invocación.
—Creo en dios padre todopoderoso creador del cielo y de la tierra y de todo lo
que hay arriba y abajo y… jummm. Jumm… vamo a velll…, jummm… vamo a vel
que voy a habla…, usted no viene aquí por problemas de salud ni de dinero…, usted
no tiene problemas con la justicia… jummm, vamo a velll que voy a habla…, usted
tiene un viaje. Un viaje largo, con agua por el medio, y tiene muchas mujeres del lado
de allá y del lado de acá del agua…, jummm… Pedro Luis, usted no cuida lo suyo,
mi'jo. Usted tiene que cuidar algo pal día de mañana. Dice el muerto que usted tiene a
Changó y a Ochún de frente siempre y usted tiene que rezarles y ponerles flores y
pedirles. Usted tiene que hablar con ellos. Por eso a usted le gustan tanto las mujeres.
Y usted es potente y fuerte. Se le dan fácil y se enamoran de usted, Pedro José. Usted
no tiene ni que abrir la boca. Na’ más que de mirarlas ya ellas vienen sólitas y se
entregan…, le voy a decir una cosa, Pedro Pablo… ¿Usted me dijo Pedro Pablo o
Pedro José?
—Pedro Juan.
—Pedro Juan, sí. Bueno, mire pa’cá, Pedro Juan…, jummm… dice el muerto que
usted necesita un resguardo y una limpieza. Usted no tiene na arriba que lo proteja,
mi’jo. Y que le abra los caminos… Bueno, sí… el muerto dice que usted tiene los
collares de Obbatalá v de Changó, pero no los usa. ¿Eso es cierto?
—Sí.
—Ahh, eso es malo. Uhhh. ¿Y por qué no los usa? ¿Usted es dirigente o algo,
vaya, quiero decir… que le puede perjudicar?
ebookelo.com - Página 62
—No, no.
—Tiene que usarlos, mi'jo. Pero, además de los collares, usted necesita muchas
cosas pa que ese viaje se le dé. Y que se dé bien. Como tiene que ser. Con su dinero
pa’ usted y sus mujeres elegantes y finas y toíto lo que usted quiere. Usted quiere…
papeles. Son muchos papeles, ahhh, no entiendo na'. ¿Usted es músico?
—No.
—¿Y cómo va a viajar si aquí na’ más que viajan los músicos?
—Ah.
—Bueno, y los del bombo ese del sorteo de Yuma…
—Ah.
—No, pero lo suyo es distinto. Usted tiene que ver con papeles, no con la música.
Pero usted va a viajar, aunque no sea músico. Y mucho tiempo. Un viaje largo. Y hay
dinero y éxito y mujeres y va a comer y a beber bien y va a vivir como un rey en
buenas casas. Hay de todo bueno para usted. Pero yo veo papeles y su cabeza
preocupa. ¿Usted piensa mucho, hijo?
—No sé. Normal.
—No, no. Usted piensa pero con preocupaciones. A veces usted cree que se va a
volver loco. Y toma mucho ron, que es lo que le gusta. Y fuma tabaco. Bueno, dice el
muerto que el ron, los tabacos y las mujeres vienen por el africano. Usted tiene un
africano cimarrón, usted sabe, un africano huío, y un indio a su lado. Nunca se le
despegan y le ayudan mucho.
—Eso me han dicho.
—Es que están ahí. Al lado suyo. Y cómo se esconden los dos. Son astutos los
muy cabrones. No se dejan ver fácil. Hay que saber. Jummm… vamo a vell… El
indio es más tranquilo y le gusta más el silencio y las flores, pero el africano es
revoltoso y contestón. ¿Usted es contestón, mi'jo? Sí. Ni me responda. Se ve que
usted es jocicú y rebelde. Es que el africano era cimarrón y murió en el monte, en
cueros, con un taparrabo na' más. Era un negro de monte, pero alegre y rebelde. Un
negro jocicú y contestón. No servía pa’ esclavo. Huyó de la hacienda. No quería
trabaja. Prefería estar muerto antes que bajar la cabeza y quedarse callado. Ese negro
era esclavo pero se quitó las cadenas y huyó pal monte. Con las cadenas se moría.
Prefería vivir salvaje en el monte, aunque pasara hambre. Pero libre. Y las mujeres se
le daban fácil. El tabaco y el aguardiente. Eso era lo de él en vida. Y ahora está al
lado suyo y no se le despega.
Por ahí Rosa siguió un poco más. Yo callado, sin abrir la boca. Hasta que dijo
algo nuevo:
—Mire, el muerto dice que las mujeres van a seguir viniendo siempre, Pedro
Pablo. Unas se van y otras vienen. Usted conquista con la mirada, con la labia y en la
cama. Usted sabe que hay hombres que no hablan, que van a lo bruto. Y eso a las
mujeres no les gusta. A la mujer le gusta que la enamoren. Usted habla bonito y en la
cama es la candela. Bueno, tiene que ser sato, hijo de Changó y de Ochún. Pero a lo
ebookelo.com - Página 63
que voy: el muerto dice que hay una mujer que usted no conoce. Muy fina, alta,
blanca, elegante, muy educada. Le gusta vestirse de negro y es rubia, muy blanca. ¿Es
así?
—No sé.
—No sabe, claro. Hay agua por el medio. A lo mejor es extranjera. Pero ustedes
van a estar juntos y eso va a ser bueno pa' los dos porque ella es hija de Elegguá y de
Oggún… jummm… qué fuerte… Eleguá y Oggún. Pero ella no lo sabe. Usted se lo
tiene que decir y llevarle los collares trabajados para beneficiarla. Rojo y negro de
Eleguá y negro y verde de Oggún. ¿Usted sabe? Sí, usted sabe de eso porque usted es
muy creyente. Mire, Pedro Pablo, usted va a comprar los collares y me los trae pa’ yo
ponerlos en la prenda, prepararlos bien, y usted se los lleva y se los pone en el cuello
en nombre de…, bueno, después yo le digo porque usted tiene que decir algo cuando
se los ponga en el cuello. Esa mujer lo está esperando a usted. Y cuando ustedes dos
se encuentren, se van a abrir los caminos uno al otro. Qué cosa más bonita. Ella le va
a abrir los caminos a usted y usted a ella.
—¿Y cómo se llama?
—El nombre no está claro… ¿Anita puede ser? ¿Kirina? Es algo así pero no da el
nombre. Pero ella sí. Viene bonita, alta, vestida de negro, caminando por una playa
o… hay mucha agua…, es como el mar. Y hay mucho viento y mucho frío. Ella lo
está esperando a usted. Sola, caminando por la orilla del mar… jummm… Hay otra
mujer más y usted tiene que cuidarse. Es muy distinta. Y está a su lado. ¿Es así?
—No sé.
—¡Usted tiene que saber, Pedro Pablo! Na’ más dígame sí o no.
—Sí.
—Jummm… claro. El muerto dice que esa mujer es todo lo contrario, pero está
cerca de usted. Y a usted le gusta mucho. Y lo quiere. No crea que no lo quiere. Ella
lo quiere y usted a ella, pero es una cabeza loca. Nació así. Es baja, mulata, muy
flaca, alegre, divertida, siempre está riendo, ligera de cascos, hija de Ochún legítima.
Le gusta mucho el oro, las joyas, el dinero, la música, el baile, los hombres y la
religión. Porque ella tiene lo suyo en la cabeza. Nació con esa gracia de la santísima
Ochún y es fuerte en la religión. Pero no tenga temor. Ella no hace daño porque es
noble y buena. Pero cabeza loca. Siempre lo va a tener a usted y a otro más y muchos.
A veces tiene varios al mismo tiempo. Usted tiene que decidir y apartarse. Si no se
aparta, esa mujer lo lleva al abismo. No hay arreglo. O se aparta o ella lo lleva a la
tumba. El muerto dice que es difícil, pero se tiene que decidir.
La consulta con Rosa duró casi dos horas. Le pagué y salí. En el bolsillo llevaba
una larga lista de remedios, baños, limpiezas. Caminé por Blanco hasta Virtudes y
bajé una cuadra. En Águila y Virtudes está El Mundo. Un bar viejo y abandonado, un
poco arruinado, pero me gusta. Al menos cobran en pesos y no en dólares. Pedí un
ron doble. Me recuerda aquel bar donde nací y viví los primeros años, oyendo boleros
en la victrola. Revisé la lista de remedios. Demasiado larga. El que le siga la pista a
ebookelo.com - Página 64
una santera se vuelve loco. Qué va. Lo que va a venir, que venga solo. Bueno y malo,
que aquí hay fuerza pa’ parar un ciclón.
Todas las santeras son iguales. Demasiadas hierbas, palos, resguardos, limpiezas.
Después coge los collares, los guerreros, la manito de Orula, hazte el santo, fiestas de
cumpleaños. Y pagando bien. Una renta. Por eso yo llego hasta cierto punto. Y no me
paso. Me bebí de un golpe el ron y salí hasta la feria de Reina y Águila. Nada para
mí. Me basta con atender a mis santos. Pero compré los collares para Agneta. Fue
evidente que la mujer que me espera es ella. Gloria también salió clarita y sin errores.
Nada más le faltó decirme que es como una serpiente que se te enrosca en el
pescuezo hasta que te ahoga. Quizás la sueca también es divertida y sata y buena
templadora. Ah, ¿para qué pensar? Lo que sea vendrá.
Me comí una pizza. Vacilé un poco los culos de las negras y las mulatas,
apretados en licras azules, rojas, amarillas, negras. «Una acuarela antillana de carne,
color y sandunga», diría cierto recitador ridículo y venerado. Hermosos culos.
Tentadores culos. Es una zona de ligue. Buscan puntos que paguen, o que al menos
las inviten a una cerveza, a comer algo y les compren una caja de cigarrillos. Son
putas pero no son putas.
ebookelo.com - Página 65
12.
Regresé a mi azotea. Nada que hacer. Conecté el televisor. Trasmitían una reunión
de presidentes de muchos países. Apagué el televisor. Salí fuera. Al aire puro. El mar
me tranquiliza. La revoltura del frente frío ensució el azul. Y trajo a la orilla masas de
hierbas y algas. Me habría gustado ser marinero. Irme siempre. Alejarme. Vivir en la
distancia. Siempre decir adiós. Una y otra vez. Adiós, adiós, hasta perderme en el
mar. ¡Brammmm! Un estruendo me saca de mi pensamiento. O de mis no
pensamientos. Un viejo Oldsmobile del 50 o del 51. Con el techo blanco y el resto
rojo ladrillo, un color extraño y desagradable. No es exactamente rojo ni exactamente
ladrillo. Tampoco es exactamente blanco. Lo habían pintado con una brocha. Se veían
los brochazos, la chapuza y las abolladuras y los huecos. Se detuvo estrepitosamente
en medio de la calle San Lázaro. Partió la punta de eje, atrás a la izquierda. La rueda
salió rodando hacia la acera y el auto parecía un animal herido, despatarrado como un
dinosaurio enorme y anciano que ya no puede caminar más y cae de bruces en medio
de la selva. La punta de eje fracturada se enterró en el asfalto caliente.
Dos tipos vestidos con shorts, camisetas sin mangas y chancletas de goma
salieron calmadamente del vehículo. Al parecer esos desastres eran habituales. No se
alteraron. Alzaron el carro con un gato hidráulico, lo calzaron con piedras y cascotes
y comenzaron a reparar allí mismo, en medio de la calle. Un poco de tráfico pasaba a
la izquierda y a la derecha de ellos. En unos minutos el dinosaurio se desangró. A su
alrededor se formó un charco de líquidos y grasas. Los tipos no se amilanaron.
Sacaron herramientas del baúl. Al parecer iban bien equipados. Y metieron mano.
Serían las cuatro de la tarde. Tenían luz suficiente. Si llegaba la noche tendrían que
trabajar a tientas.
Ahí estaba yo. Muy entretenido con la reparación del dinosaurio, y de paso con
una joven superculona y supertetona que se mudó hace poco para el edificio de al
lado. Se aprieta tanto que tal vez no respira bien. Larga los zapatos, pone música a
todo volumen y sale a la azotea a buscar cubos de agua de unos tanques. Friega,
limpia, baldea, como una loca. Su marido es ingeniero. Viven en un cuarto muy
pequeño que improvisaron con ladrillos, trozos de tablas y tejas de fibrocemento. De
unos cuatro por cuatro metros, en la azotea de ese edificio. Me gusta verla por las
tardes, cuando el sol decae. Los dos se sientan en la azotea, al fresco, y trabajan un
par de horas: hacen collares y pulseras de cuentas para la santería, hebillas, cintillos,
adornos para el pelo. Viven de eso. Los salarios no les alcanzan ni para empezar el
mes. A veces ella deja al tipo ensartando cuentas y corre a fregar los pisos. Obsesiva
con la limpieza. Quizás se agota intelectualmente ensartando cuentas. Su cerebro no
resiste un trabajo tan intenso y entonces lo abandona y va a la acción. A botar energía
fregando pisos. Y es feliz apretándose bien el culo y las tetas, para que todos sepan
que ella está buena como el dulce de coco.
Tocaron a la puerta. Trucutú y Pelé. Venían a arreglar un poco la antena. Son
ebookelo.com - Página 66
jóvenes. Deben de tener casi treinta años. Nacieron y se criaron aquí y conocen el
barrio al dedillo. No se les va ni una. Para ellos ir al Vedado, al Cerro o a Guanabacoa
es hacer un viaje largo. Hace meses Pelé puso en mi azotea una antena para captar los
canales de Miami. Es ilegal, pero él es crazy al show de Cristina. Todos sus hermanos
viven en Miami. El Trucu tiene una ponchera y los dos son viejos socios. Siempre
andan juntos. En las buenas y en las malas. Trabajan cogiendo ponches de
neumáticos, friegan carros, los reparan, hacen de todo: mecánica, electricidad,
plomería, bolsa negra. Todo para buscarse los pesos del día a día. A pesar de eso, el
Trucu pasa hambre y está flaco. Más que delgado tiene cara de hambre. Pelé sí es
fuerte y se alimenta un poco mejor. El Oldsmobile roto está detenido frente a la
ponchera. Desde la azotea observamos a los dos tipos en su faena. El Trucu me dice:
—Por muertosdehambre y por tacaños van a estar ahí hasta mañana.
—¿Por qué? ¿Tú los conoces?
—No, pero les ofrecí hacer nosotros la reparación y me dijeron que no, que ellos
la hacían.
—Eso no es tan complicado. En dos o tres horas…
—¿Dos o tres horas? ¿Una punta de eje? Se ve que no sabes nada de mecánica,
Pedro Juan. Ahí se van a meter diez horas por lo menos. Pa’ ahorrarse unos pesitos.
—Unos pesitos no. Tú y Pelé les clavan por lo menos trescientos pesos.
Pelé interrumpió muy convencido:
—Quinientos pesos vale ese trabajo, acere. Por menos no lo hago. Con garantía.
Nosotros sí damos garantía. Ese cacharro de mierda se podrá romper por todas partes
menos por ahí. Esa punta de eje no se vuelve a partir jamás en la vida. ¡Seguro!
—Está bien, ya lo sé. No te hagas más publicidad. Cuando compre un carrito los
contrato a ustedes dos como mecánicos permanentes.
—¿Vas a comprar un carrito, acere? Coño, qué bien. Tienes los pesos escondíos.
Tú eres un temba con personalidad. Pedro Juan, tú no puedes seguir en esa bicicleta,
como un muertodehambre más. No, no, no. Yo soy tu amigo y te lo digo
sinceramente: tú necesitas ya un carrito bonito, que te dé prestigio, acere. Un carrito
propio para un puro con estilo. Tú tienes personalidad de maceta. Y nosotros te lo
vamos a buscar. Una cosa especial pa’ ti.
Y el Trucutú:
—Pedro Juan, nosotros le sabemos a eso y te buscamos algo especial. Un carro
que no dé mucha guerra. Mira, lo perfecto pa' ti es un Chevrolet del 56 o del 57.
Pintado en gris acero, todo niquelado, los asientos forrados con imitación a piel de
tigre. Una buena casetera digital, neumáticos anchos con banda blanca. De ahí pal
cielo, acere. Eso es un lujo. ¿Tú te imaginas cómo se nos pegan las niñas?, ¡y pa’ la
playa a dar tranca y cerveza de latica!
—Oye, Trucu, bájate de esa nube, mi hermano. ¿Estás flotando o qué volá?
—Bueno, siempre hay que soñar un poquito. Pero es posible, acere. Vaya, yo
cierro los ojos y me veo ahí. Los tres. ¡Los tres! Con tres niñas espectaculares de
ebookelo.com - Página 67
veinte añitos. De dieciocho añitos. De dieciséis. Tiernecitas. Y cerveza de latica en la
mano.
—Bueno, bueno. No se embullen. Cuando tenga el dinero completo me pongo de
acuerdo con ustedes.
—Exacto, acere, exacto. Da un viajecito de esos que tú das por Europa y trae la
plata pa’ meterle mano al Chevy. Y regresa, acere, regresa. No vaya a ser que cuando
te veas con los fulas en la mano te quedes.
—Tú sabes que yo regreso siempre.
—Sí. El único.
—El único no. Hay mucha gente que sale de Cuba y regresa.
—Bueno, acere, no te demores mucho porque ahora están por abajo, pero en
cualquier momento los precios se disparan otra vez y el Chevy te cuesta el doble.
Se pusieron a limpiar la antena de Pelé. El salitre oxida el aluminio. Una caja de
diodos se había desprendido. Busqué un poco de ron que me quedaba. Bebimos.
Vacilamos un rato a la superculona, que seguía en la azotea. Ahora bañaba a un
perrito. Entonces Pelé sacó un poquito de hierba, preparó y nos tocamos. Se acabó el
ron. Trucu bajó las escaleras y trajo otra botella. Cuando nos pusimos sabrosos Pelé
fue a la cocina, calentó un plato y preparó blanca. Dos rayas para cada uno. Hacía
mucho tiempo que no aspiraba. Ahh, me puse eufórico. Yo, el mejor. Se divirtieron
conmigo. Les hice chistes, bailé, hice cuentos de mis templetas locas en las playas.
Pelé siguió bebiendo ron. Era goloso. Preparó otro cigarrito de maría y se lo fumó. Él
solo. Trucu y yo no queríamos más.
—Hoy traías la cartuchera llena de balas, acere.
—Es lo único que me queda, Pedro Juan. No hay más na’.
—¿Cómo que no hay más na’? Búscate una jeba, Pelé. Tú estás joven.
—Estoy enamorado de Patricia. Hoy hace tres meses que no me llama. Lo estoy
celebrando. Parece que ya se buscó a uno con billete por allá y Pelé que se pudra en
la miseria.
Se puso triste. Sus padres murieron hace años. Sus cuatro hermanos en Miami. Él
ha estado preso un par de veces. Poco tiempo. Un año y pico en cada ocasión. Su
mujer inventó un viaje a Venezuela. Lo hizo todo escondido y se lo dijo cuando ya
casi se iba para el aeropuerto, pero que no se preocupara que ella lo iba a reclamar
para vivir juntos, en Venezuela o en Miami. Parece que cambió de opinión. No da
señales de vida. Pelé puso un cassette de Feliciano y se quedó en un rincón
escuchándolo, más triste y alicaído que la viuda negra.
Los del Oldsmobile seguían mecaneando allá abajo. Ya era de noche y no se veía
nada. O se veía poco. Dejamos tranquilos al Pelé con su curda y su depresión. El
Trucu se me acercó:
—Déjalo tranquilo, acere. Pelé, duérmete, acere, duérmete.
Y me dice a mí más bajo:
—Es mejor que se duerma porque si no la curda le da por llorar. O al revés, coge
ebookelo.com - Página 68
una rabieta que lo rompe todo. Acabó con su casa. No tiene nada. Ha roto todos los
muebles, lámparas, todo. La casa es una cochina. Cuando rompa el televisor ya no
podrá ver ni el show de Cristina, que es lo único que le gusta.
—Coño, pero esa mujer acabó con él.
—¿Patricia?
—Sí.
—Ahhh, deja eso.
—¿Por qué?
—Él le aguantó aquí toneladas de tarros. Ahora que no se haga el romántico. Él
sabe bien que Patricia es una pelandruja mala que lo quería pa’ quitarle el dinero.
—¿Y entonces qué?
—Novelero. Le gusta vivir el novelón. Escuchar los boleros de Feliciano, meterse
el polvito, caer en toda esa mierda. Ah, es mi socio pero no le hago caso. ¡Tremendo
novelero, acere! Hay gente así, viven de novela en novela. Y si mañana tiene otra
jeba, igual se pone trágico y los celos y la jodienda hasta que la jeba se cansa y lo
deja o empieza a pegarle tarros.
—Tú sí eres fuerte, Trucu. Te metiste una tonga de años navegando.
—Siete años. Hace seis que estoy en tierra, y embarcao hasta los cojones porque
barco parao no gana flete.
—¿No te han llamado de nuevo?
—Qué va, acere. Ya eso no existe.
—Los barcos están fondeados en el puerto.
—Unos barquitos que quedaron con vida. La mayor parte de la flota se pudrió y
se perdió. Ya eso es historia. ¿Pa’ qué hablar de eso? Es mejor olvidar.
—Tú empezaste jovencito.
—A los dieciocho años me monté en el Río Perla. Siete años navegando, y
tirando siempre pal norte, pal hielo.
—Qué edad más mala pa’ caer en un barco. ¿Te cogieron el culo?
—No, No. Yo soy hombre, acere. A bordo hay un respeto y toda la tripulación
tiene que entrar por el aro. En ningún barco quieren maricones. Y los botan.
—¿Por maricones?
—No. Les inventan algo y los botan. Los maricones no los quieren en ningún
lugar, chico. Mucho menos arriba de un barco, porque alborotan mucho. Los
marineros se vuelven locos y se fajan por cogerles el culo. No, no. Hay que ser
macho.
—¿Y qué hacías? ¿Te botabas pajas?
—Chico, te voy a explicar. Los marinos nunca hablan de eso porque hay cosas
que trae mala suerte hasta hablar de ellas. Pero tú eres mi amigo y esto se queda entre
nosotros. Yo sé que tú no lo vas a repetir. Yo siempre tuve mujer fija. Cuando no era
una, era otra, pero siempre tenía una mujer esperando en tierra. Ahora, aquí viene la
mente que necesita el marinero. Un marinero flojo de cerebro es hombre al agua.
ebookelo.com - Página 69
Escucha esto: yo sabía perfectamente que todas son iguales. Todas. Sin excepción.
Los treinta o los cuarenta y cinco días que estás en tierra todo es cariño y papi rico y
lo que tú quieras mi chino, y te abren las patas alante cada media hora. Y tú clavando
ahí sabroso. Deslechao, pero sigues dando tranca porque ella te provoca pa’ tenerte
contento. Pero, al mismo tiempo, tú cobraste digamos… mil dólares o dos mil y cinco
o siete mil pesos cubanos, por seis meses de pincha. Un marinero gana cincuenta
veces, quinientas veces más que un médico, no sé…, bueno, a lo que voy…, todo eso
la jeba te lo gasta en menos de un mes, acere. En menos de un mes lo desaparece
todo. Y desaparece toda la pacotilla que trajiste: vestidos, zapatos, relojes,
grabadoras, todo. Al final tienes que pedir prestado para tirar la última semana porque
te deja en cueros. El día que te vas a ir, ya debes dinero, pero la jeba no te abandona
porque ya ella, que es una mente, un cerebro caminando con dos patas, ya está
sembrando para la próxima cosecha, y va contigo muy cariñosa al muelle y besitos a
papi rico y tú eres mi chino, y cómo te voy a extrañar y me escribes todos los días.
Todo eso con lagrimitas. Y cuando escuche tal canción me voy a acordar de ti. Pero
tú, que ya eres una fiera con tremendas espuelas, porque la vida te enseñó rápido,
estás viendo que a treinta metros está el bacán de ella disimulando, con una bicicleta,
recostado en un poste y esperando. Tú lo conoces porque lo has visto rondando y
estás alerta. Porque un marinero en tierra duerme con un ojo abierto y el otro cerrado.
Y es así. En cuanto doy la espalda y subo al barco, ella está de lo más feliz y
riéndose, desaparecen las lágrimas, y el tipo viene, la monta en la bicicleta y se la
lleva riéndose y diciendo: «Cojones, al fin se fue el comemierda este». Y todos los
zapatos y la ropa tuya y el perfume tuyo los usa el tipo esa noche, y sale a tomar
cerveza con los dólares tuyos, que ella los escondió a púñaos.
—Ah, Trucu, tú estás amargado, acere. Estás exagerando.
—Pedro Juan, no estoy exagerando. Esto yo no lo hablo jamás con nadie.
Contigo, que te considero mi amigo y sé que eres una persona reservada. No eres un
chismoso. Esto no lo cuenta nadie porque a nadie le gusta hacer el papel de tarrú. Te
estoy contando lo que me pasó a mí con cinco mujeres. Una atrás de la otra. Tú dices
que estoy amargao. Yo lo que tengo el corazón de piedra. El corazón, el alma, todo.
De piedra. Ya no siento nada. En siete años navegando me pasó lo mismo con cinco
mujeres. Entonces, ¿el malo soy yo? ¿Yo soy el equivocado? ¿Yo soy el hijoputa y
ellas son las buenas? Cuando venía a tierra hasta veía a los bacanes de ellas, aquí en
el barrio, con mi ropa, mis zapatos y mis relojes, y la jeba me decía que los había
vendido porque se moría de hambre y tenía que vender algo. Mentira. Putas que son
todas. No hay una que no sea puta. Todas las mujeres son iguales. A todas les gusta
acabar y aplastar al hombre que tienen al lado. Machacarlo. Explotarlo. Vivir de él.
Al que es bueno. Porque saben mucho. Les gusta el hijodeputa, el que les da golpes y
les parte un hueso y no las deja ni hablar ni mirar pal lado. Ese hijoputa es el que les
gusta. Pero aparece un tipo noble, que les da todos los gustos y les trae regalos y les
da dinero y acaban con uno. Te destruyen, chico, te destruyen. Yo congelao en el
ebookelo.com - Página 70
Atlántico Norte. ¡Congelao! Pedro Juan, tú no sabes lo que es eso. ¡Congelao!
Sacando las redes con hielito. Y separando pescado a mano limpia y metiendo en
cajas ahí en la cubierta. Veinte grados bajo cero. Treinta grados bajo cero. Hasta los
huevos se te congelan. Y por la noche ni te toques. La pinga tiesa como un palo, pero
si te acostumbras a las pajas te mueres, porque el trabajo es durísimo, la alimentación
mala, y encima de eso, pajeándote…, uff, ¡te mueres!
—¿Y tú qué hacías? ¿Con esa edad y ni una paja?
—Control mental. Mucho control mental. No puedes dejar que el cerebro te
domine. Es mejor no tocarte y dejar que la leche salga sola, soñando, cuando estás
durmiendo. Amanecía empegotado todos los días. Pegamento es lo que soltaba. Y a
lavar sábanas porque tenía etapas que era un litro cada noche. Otras veces me
quedaba más tranquilo y era menos. Y soñando con ir a tierra, aunque fuera dos días
para comprar un poco de pacotilla, vender las cajas de tabaco, tú sabes, el cambalache
de los marineros, porque si llegas a Cuba con las manos vacías la bandolera ni te
mira. Tú sabes que se hace la señora, pero eso es ficción. Te monta el teatro. Es una
bandolera y tienes que traerle los perfumes y los zapatos y todo lo que te pidió. O lo
haces así o no tiemplas tampoco y te vas en blanco en tierra. Entonces sí te vuelves
loco. Es una obsesión, Pedro Juan.
—Así no hay quien viva.
—Sí. Uno se adapta a todo. Ahora estoy peor. Ahí en la ponchera y sé que todo lo
que iba a hacer en la vida ya lo hice. Ahora ni hay flota, ni hay barcos, ni hay
pescado, ni hay trabajo ni hay na'. Y yo no tengo ni mujer ni hijos ni dinero ni na’ de
na'. Ni donde caerme muerto porque las fleteras me lo quitaron todo cuando yo era
alguien. Y los años pasando.
—Oye, deja el llanto, compadre. No te pongas depresivo porque…
—No, no. Te dije que te estoy hablando como no hago con nadie porque tú eres
mi amigo. Y lo que te digo es la verdad. No estoy inventando na’ ni haciendo drama:
te ves ahí, en la ponchera, por unos pesitos al día. Eso no alcanza ni para comer,
Pedro Juan. Ya uno sabe que no va a salir de la miseria jamás. A veces te das cuerda y
te dices: A lo mejor pasa algo y me busco un montón de dinero, aparece una vieja con
billetes que se case conmigo, se muere enseguida y yo me quedo en alza. Na'.
Cuentos que uno se inventa. Ni aparece dinero, ni mujer que sirva, ni vieja con
billetes, ni hay amor en el mundo ni na. Mierda que uno se inventa para no tirarse de
cabeza de esta azotea y clavarse allá abajo, en el asfalto.
Lo aguanté por un brazo:
—Oye, Trucu, ¿qué pasa, acere? Sal de ahí y deja esa candanga que te estás
dando cuerda tú mismo.
—Jajajá, ¿qué tú creías que me voy a tirar de verdad? Estoy hablando na’ más,
acere. Tú todo lo coges en serio.
Pelé salió a la azotea trastabillando y vomitó como un animal. Tenía mucha
porquería en el estómago. Resbaló y cayó en el vómito. Allí se quedó sentado en el
ebookelo.com - Página 71
piso, embarrado de todo aquello. Nos quedamos mirándolo. Nosotros también
teníamos buena curda. Los tipos del Oldsmobile seguían enredados allá abajo.
¿Cuántas horas llevaban en el mecaneo? Me quedé mirando el vómito y le dije al
Trucu:
—No se puede confundir amor con derecho de propiedad.
—¿Quién te dijo eso, Pedro Juan? Coño, tú eres un hombre de la calle, graduado
como yo en la universidad de la vida. A la mujer siempre hay que someterla, Pedro
Juan. Ha sido así toda la vida y va a seguir igual. Que ella sepa que tú eres el macho.
Si eres un poco flojo de pata te vacila y acaba contigo. Mírame a mí.
—La mujer te hace creer eso. Pero en el fondo ella es la que manda.
—No, no. Tú estás equivocado. O mandas tú o manda ella. Es una guerra. Eso del
amor es un cuento.
—Muchos años de marinero. Tú sabrás de bacalao y de merluza, pero de mujeres
no aprendiste nada.
—¿Por qué?
—Te hacían teatro, te quitaban tu dinero, te engañaban como a un niño. Y tú
sigues creyendo que se les puede mandar y que ellas obedecen. Las mujeres son más
inteligentes que nosotros, Trucu, más astutas, más valientes, más decididas, más
ágiles de mente.
—¿En qué te basas para decir eso? ¿Tú no has leído a Vargas Vila? Los libros de
Vargas Vila son la Biblia.
—No jodas, Trucu. ¿Vargas Vila? No seas animal, compadre. Por algo te dicen
Trucutú.
—Pues Vargas Vila lo escribía muy claro: sedúcelas, corrómpelas, envídalas.
Todas son putas. Tienen el alma de putas.
—Vamos a dejar el tema porque los dos estamos borrachos y no vamos a llegar…
Tocaron a la puerta. Era Gloria. Cuando nos vio así se dio gusto haciéndose la
señora de su casa y misa a las siete:
—Ah, ¡pero qué asquerosidad! ¡Qué curda más puerca! Pedro Juan, el día que
dejes de beber le voy a encender veinte velas a San Lázaro y voy a estar arrodillada
ante él hasta que se apague la última. Promesa que hago, promesa que cumplo ante el
señor en la cruz.
—Ah, no te hagas la decente que tú…
—Que yo nada. Yo no cojo esas borracheras asquerosas. Mira a Pelé como un
perro en el vómito, arghhh… ¡y la peste que tiene! Búscame un cubo de agua pa’
baldear ahora mismo y que se vaya. ¡Arriba, Trucutú, arriba, ayúdame!
—Gloria, tranquila. Me quedan dos o tres cubos de agua en ese tanque y no los
puedo gastar en Pelé.
—Tú eres más puerco que ellos.
—Deja eso para mañana. A lo mejor entra agua al edificio.
—Tú sabes que no entra agua hace una semana y que hay que bajar a buscarla. Lo
ebookelo.com - Página 72
que pasa es que eres tremendo vago y tremendo puerco.
—Déjame tranquilo y no te hagas la esposa.
—No. Déjame tranquilo nada. Mientras yo sea tu mujer, o mientras yo esté
contigo, aquí hay que hacer las cosas correctamente. Voy a preparar para bañarnos y
acostarnos. ¿Quieres un café?
—Un café sí, pero nada de baño. Me voy a acostar así mismo. Trucu, ¿qué vas a
hacer? A Pelé no hay quien lo mueva.
—Yo me quedo aquí, acere. Ahí queda un poquito de ron.
—¿Seguro?
—Seguro. No te preocupes. Acuéstense. Yo me quedo cogiendo fresco aquí
afuera.
Gloria y yo nos acostamos. El cuarto está junto a la azotea. Caí en la cama como
una piedra. Gloria abrió las persianas, encendió la lámpara y comenzó a desnudarse.
—Oye, cacho puta, el Trucu te va a ver.
—Para eso lo hago. Ya me está viendo.
—Ah, carajo.
—Y ahora te voy a templar pa’ que se pajee como un loco. Es lo único que sabe
hacer: pajearse y templar viejas de setenta años.
—¿Y cómo tú sabes todo eso?
—Ah, no preguntes.
Se me tiró encima y empezó a mamarme. No se me paraba. Yo estaba demasiado
curda y no sentía nada. Todo me daba vueltas alrededor y me quedé dormido. Poco
después me pareció oír un cuchicheo a mi lado. Hice un esfuerzo y vi a Gloria y al
Trucu en la cama. No estoy seguro, pero me parece que sí eran ellos dos.
Cuando me desperté era de día. Gloria roncaba junto a mí, desnuda, satisfecha,
con las piernas abiertas. Yo había dormido lo suficiente. Tenía la garganta reseca y la
tranca tiesa. Bajé hasta el bollo de Gloria. Uhmmm, estaba húmedo y olía a queso.
Sabía a queso. Así me gusta más. A veces huele a pescado. Ahora tenía buen sabor.
Ella se despertó ronroneando como una gata. Y comenzamos. Lentamente, sin prisa.
Me gustan esos palos mañaneros. Me gusta introducirme dentro de ella y abrazarla
bien. Es como un pajarillo. Me besa el tatuaje. Le gusta la serpiente roja. Nos
acariciamos. Y hablamos. Cierra los ojos y se descranea. Me lo dice bajito: imagina
que yo soy su padre.
—Ay, sí, me besaba y me tocaba el bollito y me acariciaba. Como yo le apretaba
la pinga. La manita no me alcanzaba para su pinga. La tenía muy gorda…, ay, no, no,
no. No me creas, eso es mentira. Era Rodolfo el que me hacía eso.
—Era tu papá, cabrona.
—No, mi padre no. Mi padre era decente. Era un hombre decente. Préñame, anda,
préñame. Quiero casarme contigo y tener hijos.
—¿Casarte?
—Tú y yo. Vestidos de blanco. Y si ya estoy preña, mejor. Con mi traje de novia
ebookelo.com - Página 73
y un barrigón grande de seis meses. ¡Ay, cojones, así, clávame hasta el fondo, cómo
se te pone de grande y gorda, singao, maricón! ¡Cómo me la siento! Te gustan las
putas y las chusmas. Se te pone grandísima, papi. Préñame pa’ tener hijos contigo y
quedarme tranquilita en casa.
—¿Como Minerva? Eso es lo que te gusta.
—Sí, eso es lo que me gusta. Tener un marido y estar en la casa lavando y
cocinando, papi, y templarte en todos los lugares.
—Y que te meta cuatro cintarazos.
—Ah, eso me arrebata. Si me das golpe me muero por ti. No me lo digas que me
vengo.
—Sí. Toma, cabrona.
Le doy unos cuantos bofetones.
—Sí, dame con esa mano tosca pa’ venirme como una perra. Ahh, yo soy hija del
maltrato, dame golpe, me gusta…, toma mi leche, papi, toma más.
Mueve la cintura como una licuadora. Ya estoy a punto de soltar mi chorro. No.
La aguanto. La pongo boca abajo. Ella se deja hacer. Le mamo el culo, se lo beso, le
pongo mucha saliva. Y toma. Suave. Tiene un ojete negro, bellísimo, con sus pelos
enroscados de mulata. Y lo aprieta y lo bota afuera. Es una tentación. Insaciable la
niña. La clavo suave, dulcemente, sin prisa. Me acuesto sobre su espalda y la muerdo.
Y sudamos juntos. Se mueve bien. La goza y pide más y más. Tiene unas nalgas
pequeñas. Todo en ella es pequeño, manejable, perfecto, con su piel tostada. Es una
diabla, una bruja insaciable. Le gusta por atrás, pero no siempre. Hay que seducirla,
sacarla de sus casillas. Calentarla. Encontrarle el punto débil. Y golpear ahí. En el
punto débil. Entonces pierde la cabeza y me dice todas las cochinas que se le ocurren.
Nunca sé si me dice verdad o mentira. Gloria es una mezcla de verdad y mentira. Es
la mujer más traviesa y más alegre y más loca que he tenido jamás. Habla sin parar:
—Llévame al tipo del tatuaje. Que me lo grabe en una nalga, en una teta. Donde
tú quieras, papi: «Yo soy de Pedro Juan». «Pedro Juan es mi macho». Así, pa' darle
envidia a los demás hombres. Pa' que se pongan celosos. Y les voy a decir: «Ése es
mi hombre. Él tiene el uán. Ése es el uno. Mi macho. Les cojo dinero a ustedes pa’
mantenerlo a él».
—¿De verdad? ¿Quieres hacerte el tatuaje?
—Sí, sí. Me voy a emborrachar, me fumo un maní y que pinchen. Ahh, ¿por qué
se pone tan troncúa? Qué gorda, qué grande, me duele, me la siento en la garganta,
ahhh, ¿qué tú comes, papi? ¿Por qué tienes ese troncón tan duro? ¿Qué tú comes?
—Carne de caballo y picante, titi.
—El caballo eres tú. Eres un animal. Sigue, sigue. Dame tranca.
Todo eso me vuelve loco. Ya no puedo más. Y suelto mi chorro dentro de ella.
Uffff…, relax. Nos besamos, nos quedamos un rato haraganeando sobre la cama. Al
fin me levanto y hago café. En la azotea está todo el vómito de Pelé, secándose bajo
el sol y apestando más. Cientos de moscas. Le tiro un poco de agua y baldeo. Y ahí
ebookelo.com - Página 74
está Gloria regañándome:
—No hagas eso. No seas cazuelero. No me gustan los hombres haciendo las cosas
de las mujeres.
—Ah, Gloria, no jodas. Llevo veinte años viviendo solo. ¿Vas a enseñarme
ahora?
—Pero ahora tienes mujer. Todo lo de la casa es problema mío. Esto parece un
barracón de negros esclavos, con tus borracheras y tus amigotes. Na’ más que faltan
los piojos y las garrapatas, ahhh. Mira, ve al mercado y trae arroz, carne de puerco,
algo. La nevera está vacía. No hay ni una botella de agua. Yo no sé cómo tú puedes
vivir en este desastre. De curda en curda.
—¡Gloria, Gloria, no rindas tanto y déjame en paz!
Le gusta jugar a las casitas: hacer comiditas, limpiar, fregar, cuidar a los niños. En
un segundo se transforma. Cambia de personalidad. Superman/Clark Kent. De la gran
puta descerebrada de hace unos minutos no queda nada. Pero tampoco sé si dice
verdad o mentira. No sé si juega conmigo o lo siente de verdad. Me confunde y jamás
sé dónde está la frontera entre realidad y ficción.
Se puso una bata de cuadritos no muy limpia, se amarró un pañuelo en la cabeza,
unas chancletas de goma, viejas, gastadas y sucias. Y es la gran fregona. Regaña,
manda, ordena, me envía al mercado a buscar comida. Asume el mando. Y al
mediodía está satisfecha. Todo ordenado, los pisos pulidos, huele a odorizador. Hasta
sembró flores en unas macetas. Y, muy tranquila, se sienta a ver la telenovela. No me
deja ni chistar mientras pasan un bodrio asqueante con una rubiecita estúpida que
continuamente les canta a las gaviotas. Se concentra totalmente, ríe, llora, se come las
uñas, se sumerge en la novela. No la soporto. Me niego a convivir con la estupidez.
Tengo que contenerme para no lanzarla por la escalera. Pero en cuanto concluye su
papel de señora-mamá-ama de casa, trasmuta de nuevo. Le brotan los colmillos y es
la mujer lobo, la gran seductora, la devoradora de hombres, la víbora. Gloria la
cubana. Gloria la fatal. Mi locura, mi amor, la mujer que quiero. La que me hace
sentir como un macho cabrío berreando de placer en la cima de la montaña.
Así es la vida. Dolor y placer. Bebo una taza de café, doy fuego a un tabaco, y
salgo al mercado. La dejo con su telenovela. Me pongo una camiseta roja sin mangas
y me siento fuerte como un toro. Con mi tatuaje al aire, bajo el sol. Me gusta templar
al duro con Gloria. Al duro. Un par de horas sudando, y después salir a pasear yo
solo. Con mi aroma a sudor, a semen, a Gloria, a cama. Un animal fuerte y saludable.
Un potro vital y musculoso caminando por Lagunas o por Ánimas hacia Belascoaín.
Me siento como un caballo cerrero encabritado, con los espermatozoides retozando
dentro de mí, fértiles, buscando cómo salir desesperadamente hasta el óvulo. Ahí
están mis espermatozoides, alegres y retozones, mis niños microscópicos, riéndose,
llenos de felicidad dentro de mí, esperando que suene el disparo y se alce la barrera,
para salir nadando a toda velocidad hacia el óvulo. Ellos lo saben. Sólo uno podrá
introducir su cabeza, hacer fuerza, pujar, y meterse dentro.
ebookelo.com - Página 75
13.
Gloria y yo somos dos almas endemoniadas. Cada día más y más. El chulo y la
puta. La niña y el padre. El vampiro y la víctima. La luz y la sombra. Cristo y la cruz.
El sádico y la masoquista. Le arrebata mi palo y doy la vida por empalarla, por beber
su sangre y tragarme su saliva. La loca y el loco. Terminaremos en Mazorra. ¿Qué
nos sucede? ¿Cuáles son los límites? ¿Quién pone los límites? ¿Quién los inventa?
¿Dónde están? ¿Hasta dónde puedo llegar? Cuando escriba la novela, con ella de
protagonista, ¿qué podré decir de todo esto? ¿Qué debo decir a medias, insinuar?
¿Debo decirlo todo? ¿Tengo valor para llegar hasta el final y desnudarme totalmente?
¿Es necesario? Soy un exhibicionista. Striptease. Eso es lo que hago: striptease.
Esta tarde leí un fragmento de El Quijote, por Radio Exterior de España. Hoy es
el día no sé qué de Cervantes. Su nacimiento, creo. No me gustan esas lecturas, pero
uno no puede caer pesao siempre. Mientras esperábamos —éramos tres escritores—
que llegara el momento, uno citaba a Michel Butor, decía algo de La escritura del
desastre. El otro le respondía asociando ese libro a Lezama Lima. Ufff, es imposible
encontrar un punto de equilibrio entre la mierda y las nubes. Salí al balconcillo a
tomar fresco. Al menos en La Habana Vieja el paisaje es rocambolesco. Cuando me
tocó mi turno agarré el teléfono, leí un pedazo del libro. En algún momento me
dijeron: «Gracias, Cuba». Paré de leer. Esperé un instante. De nuevo la misma voz:
«Ya salimos del aire, todo bien, muchas gracias». Me fui, como atraído por un imán,
hasta el bar, en Águila y Virtudes. Estaba sediento. Bebí unas cuantas cervezas Polar.
Heladas. Dos empleados y tres o cuatro habituales bebiendo ron. Todos hablaban
muy bajo. Casi susurrando. Un policía pequeño y muy delgado, parado en la esquina,
a poco metros de nosotros, nos observaba con el rabillo del ojo. Cuatro puticas muy
jóvenes andaban por allí. Daban vueltas. Miraban fijo a los ojos de los que bebíamos
acodados a la barra. Todos teníamos entre cincuenta y sesenta años. Las puticas
conocían su oficio. Yo tenía el estómago vacío. Las cervezas me traquetearon. Me fui
a casa y llamé a Gloria. «No está, fue a casa de su prima». Unos minutos después
recibo una llamada muy simpática. Un club de muchachas solteras. Tomaron mi
nombre y teléfono del directorio, al azar. Buscan novio por teléfono. Demasiado
decente ese método. No lo creo. Les pregunto:
—¿Son señoritas, vírgenes? ¿De algún internado de monjas, un convento?
—No, sólo solteras.
—Ah, bueno, okey. Entonces es posible.
—Me llamo Yamilé.
Y se describe: mulata, treinta y dos años. Un hijo de dieciséis años, una hija de
cinco, trabaja en una fábrica de tabacos, es torcedora. Me dio su teléfono. Hablamos
más. Tiene mucho de que hablar. Es simpática. Okey, quedamos en vernos un día de
éstos.
Gloria apareció a las ocho y treinta de la noche, con su vestido amarillo corto,
ebookelo.com - Página 76
muy corto, zapatos blancos de tacón y unos bloomers blancos. Bellísima, con su piel
tan morena, sus piernas y muslos bien torneados. No le falta ni le sobra nada. Todo lo
tiene perfecto. En la proporción exacta. Sólo las manos y los pies un poco
descuidados. Está en su punto. Le digo que a partir de ahora es cuando se pone más
hecha, más señora, como una fruta que madura. Hasta ahora ha sido sólo una niña
traviesa. Después de los treinta se pondrá mejor. Le cuento de Yamilé. Para mí ha
sido un chiste. Pero Gloria ha hecho ese chiste muchas veces:
—De chiste nada. Si la llamas y se ven seguro que tú le gustas y ahí mismo te
pasa por la piedra. Tú no ves que yo lo he hecho también.
—Dice que es un club…
—De club nada. Ése es el tape. No te puedo dejar solo ni una hora. ¡Estás
alborotao siempre!
—¿Yooo? A mí me buscan. Yo no hago nada.
Va hasta la libreta junto al teléfono. Está apuntado: Yamilé, 791952. Rompe la
hoja en pedacitos.
—Aquí para mulata, para negra, para blanca, para fletera y para señora de la casa,
para todo, para todo, estoy yo. ¿No te alcanza conmigo?
—Me sé el número de memoria. ¿Quieres café o ron?
—Las dos cosas.
Fui a la cocina. Vino tras de mí y me quitó la cafetera de la mano:
—Deja, papi. Yo lo hago. Tienes que acostumbrarte a tener mujer en la casa, titi.
Es mejor dejarla hacer. Después de todo, me gusta verla en la cocina con sus
pulseras de plata sonando. Estoy como el perro de Pavlov. La boca se me hace agua y
se me para el rabo al oír el tintineo de sus pulsos. O de verla sin zapatos caminando
por la casa. Me erotizan sus pies y sus manos. Me disparo aun sin olfatear y sin tocar.
Sólo de verla en bata, limpiando la casa, medio desnuda, en chancletas o descalza, las
pulseras sonando y la grabadora con Mark Anthony a todo volumen. Trabaja un
poquito y comienza a sudar y el bollo se le pone apestoso y rico. Decididamente, soy
un tipo vulgar y pelandrujo. Un callejero más. Parece que es una vocación. Las
mujeres elegantes, aristocráticas y perfumadas no me gustan.
Bueno, pensándolo mejor, sólo me ha gustado una de esas señoras tan especiales
y que se extinguieron en las zonas aledañas a mi azotea. Cierta noche de otoño, en el
Auditórium Nacional de Madrid. Yo estaba muy tranquilo en mi silla, en un palco. La
Orquesta Sinfónica de Berlín tenía un programa con Beethoven y Brahms. El
concierto comenzaría con la Quinta, por supuesto. Entonces tomó asiento junto a mí
aquella señora deliciosamente delgada, magra, con medias negras, falda corta negra,
y un leve acento francés. Lanzó su abrigo de pieles al piso, despreciativamente lo
pisoteó, le clavó los tacones y lo ensució de polvo. La miré de reojo y me gustó su
expresión sadomaso. Tenía cara, aureola, campo magnético, de puta vieja. Puta de
lujo, puta aristocrática. Nos miramos, sonreímos, nos saludamos: «Buenas noches».
Nos preguntamos y nos contestamos acerca de Beethoven, Brahms, la Sinfónica de
ebookelo.com - Página 77
Berlín, el director de aquella noche. Entonces se lanzó a fondo, con una estocada de
revés:
—Y usted, ¿qué hace?
—¿Yo? Muchas cosas. Según el momento.
—Ahh. Mi esposo es capitán de barco. Un supertanquero. Ahora está en América
del Sur.
—Muy lejos.
—Ya es habitual.
—Debe ser difícil ser esposa de un marinero.
—De un marinero quizás. Pero a mí me encanta ser la esposa de un capitán.
—Es más lucrativo.
—Ohhh…
Los aplausos, el director saludando al público, la última afinación de las cuerdas.
Y comenzó. A pesar de la música, la exquisita señora se las arregló para
cuchichearme algo al oído cada pocos minutos. Me dio la impresión de que estaba
ovulando y se humedecía en exceso. Después pensé que era imposible. Tenía más de
sesenta años.
—¿Usted ha pensado qué música la gustaría para su entierro?
—Que me incineren. Y las cenizas a la basura.
—Ohhhh…, ehhh…, yo he pedido siempre la Heroica.
Hizo una larga relación de todas las ciudades europeas donde ha escuchado esa
sinfonía. Lo recordaba todo de un modo escrupuloso, como sólo puede hacer quien
tiene poco o nada en que pensar: orquesta, teatro, director, época del año, fallas del
pianista, nombre del primer violín.
Ella hablaba y yo miraba sus muslos delgados enfundados en medias negras,
levemente separados, y me imaginaba arrodillado ante ella, metiendo la cabeza allí y
separando bien los muslos hasta poder llegar con mi lengua al punto X.
Seguía sonando la Quinta y ella me susurraba al oído. Pensé que podríamos ir a
su casa. Su dormitorio, elegante, quizás un poco siglo XIX recargado. Sobre una
mesilla fresas y champagne. Y yo quitándole la ropa poco a poco, a la luz de cuatro
velas perfumadas, y trabajándola sólo con lengua y dedos, obligándola a que buscara
un látigo. Ella seguía susurrando cualquier cosa y yo volando en su dormitorio.
Finalmente eludí aquella tentación. Me sentía un poco abrumado por unas amenazas
muy agresivas, motivadas por cierto libro que había publicado ese otoño. En fin, el
horno no estaba para galleticas aquella noche. Mi angelita de la guarda me observaba
a distancia, desde otro palco. Cuando salimos del teatro me reprochó muchísimo mi
descortesía. En realidad me quedé con el deseo de explorar en aquella señora
lujuriosa. De todos modos, supongo que tendré una segunda oportunidad. Por ahora
sigo cultivando mis hábitos de siempre: me atrae la cochambre, el olor a sudor, la
pendejera en las axilas. Las sirvientas, las criaditas, las putas, las cocineras, las
fregonas, las luchadoras, las vendedoras callejeras, las más vulgares, las imperfectas,
ebookelo.com - Página 78
las incultas que lo saben todo y que se visten con blusas cortas, dejan el ombligo a la
vista, sonsacan a cualquiera y le hacen una paja en el Malecón, en pleno mediodía,
por diez o quince pesos. Gloria es todo eso, reunido, compactado en una sola mujer.
Ahora se deja los vellos de las axilas. Toda la pendejera de los sobacos ahí, como las
alemanas, y sin desodorante, sudando. Sólo de oler ya me disparo como una bestia y
pierdo el control. Su olor a sudor es una droga excitante.
Me le acerco, la acaricio, la beso, la huelo, la caliento un poco y ya está. Apago la
cocina. El café queda a medias. Tomo un buche de ron y se lo paso a la boca. La llevo
a la cama, la desnudo y la observo. Me gusta verla desde atrás. Se acuesta de lado y
se lleva las rodillas al mentón. Me voy pajeando lentamente. Nos observamos uno al
otro. Sin tocarnos. Desde niña se acostumbró a mirar las pingas de los hombre
mayores. Sólo a mirar. Me lo ha contado con detalles. Desde los siete años. Vivía en
un solar en la calle Laguna. Muchísima gente en muy pocas habitaciones, y uno o dos
baños comunes. La promiscuidad era inevitable. Gloria miraba y se dejaba mirar. En
el solar y en los alrededores abundaban los pervertidos, o los perversos. A los diez
años le gustó su profesor de baile y entonces se lanzó con todas sus fuerzas a
conquistarlo. Ya ella tenía alguna experiencia. Al menos en mirar y dejarse mirar. El
hombre se resistía. Ella se le insinuaba, intentaba excitarlo, pero él sabía que eran de
cinco a diez años de cárcel por corrupción de menores. Y en el juicio nunca podría
decir que la niña lo había seducido porque lo acusarían además por intentar engañar a
la justicia y por ofender y difamar a la inocente criatura afectada.
El pobre hombre disimulaba, intentaba seguir las clases. Pero la inocente criatura
era diabólicamente pertinaz y hábil. Era mucho más que una niña traviesa y
caprichosa. Gloria era un pequeño monstruo. Un día entró con un pretexto cualquiera
al cuarto del profesor, que vivía en el mismo solar de Laguna. Llegó como una
tromba y, muy alegremente, fue hasta un tanque de agua que había en un rincón y se
tiró un jarro por encima.
—¡Ay, mira, Rodolfo, me mojé! Voy a coger catarro.
Se quitó la ropa y, muy rápido, sin dejar reaccionar al hombre:
—Sécame. Busca una toalla y sécame.
Rodolfo se quedó atónito. ¿Hasta dónde podía llegar aquella niña? Buscó una
toalla. Cerró bien la puerta. Sólo pensaba en la cárcel.
—Niña, por tu madre, quédate tranquila, me vas a embarcar.
—Sécame, Rodolfito, anda.
Cuando él se le acercó con la toalla, ella le tocó la pinga por encima del pantalón.
La niña no se andaba con rodeos. Iba al grano:
—Déjame verla.
—Muchachita, por tu madre, me vas a embarcar.
—Ven. Mira.
Se sentó en una silla, subió las piernas, las abrió y mostró su sexo pequeñito, con
unos vellos gruesos y negros demasiado abundantes para una niña de diez años. Se lo
ebookelo.com - Página 79
ofrecía.
—Sácatela. Deja verla.
Él fue hasta la puerta. Comprobó que estaba bien cerrada. Regresó y se la sacó.
Ya la tenía medio tiesa. Ella se la acarició un poco y se la metió en la boca. Nunca lo
había hecho pero, quizás por intuición, sabía cómo actuar. Rodolfo se vino en dos
minutos y ella se bañó con la leche. Alegremente. Se la untó por todo el cuerpo, como
si fuera una crema. A Rodolfo le gustó aquello. Ella sabía lo de la cárcel:
—No tengas miedo. No te voy a echar pa’ lante. Al contrario, te voy a cuidar.
—¿Tú vas a ser mi noviecieta?
—Lo voy a ser no. Lo soy ya. Tu novia, tu mujercita, todo lo que tú quieras.
Aquella relación entre la niña de diez años y el hombre de cuarenta y dos duró
muchos años. Pero Gloria no creía en la fidelidad. Siempre ha sido total y
absolutamente infiel. Y no es que se lo proponga. Es algo natural, tan incuestionable
como respirar o beber un vaso de agua. Además de su amor con Rodolfo hacía
muchas travesuras por aquí y por allá. A los catorce años un joven de su misma edad
la penetró. Unos días después ella quiso que Rodolfo también la penetrara. Él
preguntó qué había sucedido. Ella se lo contó con la mayor naturalidad del mundo. Él
se sintió ofendido. El derecho de pernada le pertenecía a él. Eso era incuestionable. Y
no a un mocoso de catorce años. La relación se atormentó demasiado. Ya se sabe:
amor y posesión. La eterna confusión. El origen de la familia, la propiedad privada y
el estado. Gloria, pragmática y decidida, cortó el nexo. Era muy joven para empezar a
sufrir por los hombres. Cuando me lo contó terminó un poco triste:
—Yo lo quise mucho. Pero nada es eterno.
—¿Todavía lo ves?
—Sí. Sigue viviendo solo. Ya tiene más de sesenta años. Está muy resabioso.
—¿Lejos de aquí?
—Ahí mismo, en el solar de Laguna. Me pongo triste cuando lo veo tan pobre,
tan infeliz, tan amargado, sin hijos, sin nadie que le cuide. Y encima me rechaza.
Tiene una miseria de cuatro pares de cojones. A veces voy a verlo para limpiarle el
cuarto, ayudarlo, pero qué va. No me deja y me bota.
—Te enamoraste.
—Como una loca. En mi mente yo jugaba a que era mi marido y que teníamos
hijos y todo eso.
—Nunca fuiste niña.
—Sí, sí. Eran jueguitos de niña. Como jugar a las casitas.
—Pero con una pinga de verdad.
—Jajajá. Yo creo que todos en el solar se daban cuenta. Yo siempre estaba en su
cuarto. Era una niñita de diez y once años y le lavaba la ropa, le limpiaba el cuarto, le
cocinaba, todo, se lo hacía todo. Pero la gente lo respetaba. Siempre ha sido un
hombre serio, muy decente. A mí me daba igual que lo supieran o no.
—¿Y si alguien lo acusaba?
ebookelo.com - Página 80
—Yo iba a decir que no y acusaba de infamia al que se atreviera. La gente
siempre está lista pa’ hacer daño a los demás. Pero allí lo respetan. Es un hombre
serio.
—Yo creo que tú naciste puta.
—No me digas puta.
—Te lo digo con cariño.
—Una vez me dijeron que en una vida anterior yo era una mujer de cabarets y de
vida alegre. Y que en otra de más atrás era gitana.
—Y en este vida lo estás perfeccionando.
—Sí, papi, me gusta divertirme con los hombres. Me gusta ver las pingas.
Muchas pingas. Diferentes. ¿Eso es malo? Mira a los perros cómo lo hacen ahí, en
medio de la calle, y es normal.
—Nosotros no somos perros.
—Es igual, somos animales.
Hablando así, suavemente, se la fui metiendo poco a poco. Acariciándonos:
—Eres como un animalito. Estás tibia, peluita.
—Sí, papi, yo soy un animalito. Me gustan los perros. Ahh, cómprame un perro
negro, grande, de esos que son de pelea, bien feo y jocicú, con una lengua grande.
—¿Para qué, loquita? ¿Qué vas a hacer con el perro?
—Pa templar con él delante de ti. Pa’ hacerle una paja.
Por ahí siguió su cráneo con el perro negro. En algún momento me viró y
succionó mi culo. Me metió un dedo. Dos dedos.
—Ayy, papito loco, así me gusta, ser tu mujer y tu marido. Si tuviera un plátano,
un pepino, una zanahoria. Ese culo es mío. Eres mío, completo. Nunca había tenido
un macho así, me tienes loca, cabrón.
Yo me relajaba, me entregaba.
—Voy a volver al vallú por ti, papi. Por ti sí lo hago. Cada vez que me lo pidas.
Quiero mantenerte. Me gustan los chulos, papi.
Gloria es mucha Gloria. Está más allá de la gloria. Así estuvimos quizás un par de
horas. Podemos estar así todo el tiempo del mundo. Tiene una imaginación increíble.
Se renueva siempre. Talento. Talento puro y destilado. Cuando ya no puedo más,
logro hacer un acopio de fuerza de voluntad. La saco rápidamente y me vengo en su
boca. Se la traga toda.
—Ahhh, está acida otra vez. A veces la tienes dulce y a veces está acida. Ahh, es
una corrosión en la boca, como el marañón, me dejas con la boca apretá, jajajá.
Relax. Voy a la cocina. Termino el café y lo bebemos. Fumamos. Le entramos al
ron. Gloria va hasta la casetera y Roberto Carlos entra en escena. Cuando se da unos
tragos, tiempla, bebe más ron, y se relaja, habla mucho. Entonces acumulo material
para la novela.
—Dime algo del vallú de Milagros.
—Siempre estás preguntando. ¿Pa’ qué tú quieres saber más?
ebookelo.com - Página 81
—Vístete. Vamos hasta allá.
—Está cerrado.
—Mentira.
—Verdad.
—¿Cuándo lo cerraron?
—Hace meses. Por poco le quitan la casa a Milagros.
—¿Y eso?
—Jajajá. Por vallucera. Jajajá. Chico, ¿tú vives aquí o en las nubes?
—¿Por qué tú me dices eso?
—El vallú ya era famoso, mi amor. Venía gente de todas partes. Desde pinchos de
alcurnia, de alto nivel, hasta guajiros del campo. Todos con mucho billetaje. ¡Iban
unos guajiros del agromercado con una cantidad de dinero! ¡Cómo se lo quitaba! A
veces ni me los templaba porque bebían tanto que no se les paraba. Y yo sacándoles
billetes de los bolsillos. Ni se daban cuenta. ¡Ahí sí corría el dinero!
—Entonces era grandísimo.
—Siete habitaciones y siempre habíamos diez o doce mujeres. A veces más.
Mucho entra y sale.
—¿Había bar?
—En la sala montaron un bar. Ya era un relajo. Y cuando sacaron la ley contra…,
bueno, yo no tuve problemas porque ya me había ido.
—¿Eh?
—Ya no estaba allí.
—¿Así, por niña buena, te fuiste tranquilamente?
—Milagros me botó.
—¿Y eso?
—El marido de ella, que se me encarnó y me lo tuve que llevar por ahí y
templármelo un par de veces. Ella se enteró y me botó. Sin escándalo y sin
chusmería. Como personas decentes, pero me tuve que ir echando.
—Oye, pero tú no eres fácil. ¿A quién se le ocurre templarse al marido de la
dueña?
—A mí.
—Sí, únicamente a ti. Cerebro hueco.
—¿Cerebro hueco yo? No, papito, yo no hago nada por gusto. El tipo es carnicero
y pagaba bien. A veces me daba doscientos pesos por un palito malechao de cinco
minutos. ¿Lo iba a perdonar? ¡No, hombre, no, por nada del mundo! Y no me lo
templé más porque le fueron con el chisme a Milagros y se formó la jodienda.
—Lo que pasa conviene, te libraste del lío con la policía.
—Sí, pero siempre hay pincha. Hay vallucitos en los barrios. Cantidad de
vallucitos. Pero son chiquitos, no va gente con dinero. Vallucitos mierderos, y así no
merece la pena. Yo tenía días de buscarme quinientos pesos en ese vallú. Una cosa en
grande.
ebookelo.com - Página 82
—Ella lo abre de nuevo. A lo mejor te perdona.
—No. Nunca piso el mismo camino. Además, cuando dejo algo, se derrumba.
Cuando yo estaba allí, el vallú lleno de hombres siempre y el dinero corriendo. Me
botó y siete días después tuvo que cerrar y por poco le quitan la casa y la meten en la
cárcel. A ella, al marido, al del bar. Iban a trancar hasta a la vieja que limpiaba y
cambiaba las sábanas. Se libraron porque Milagros tocó con el billetaje hasta a
Mahoma. Y quieto en base todo el mundo.
—Tú eres vengativa.
—Es un don que yo tengo. Lo que dejo se derrumba.
—¿Tú ibas por la noche?
—A todas horas. Yo actúo por inspiración. Y ya. ¿Pa qué quieres saber más? ¿Pa’
ponerte celoso?
—No, chica, para la novela.
—Cómo tú jodes con esa novelita. A lo mejor ni la escribes.
—Sí, algún día tengo que empezarla. Tengo que decidirme.
—Tú no vas a escribir na’.
—Sí, te digo que sí. Lo más difícil es el título y la primera página.
—Me dijiste que se llama Mucho corazón. ¿O ya cambiaste de idea?
—Sí, ese título es bueno, pero… no sé qué me pasa. Tengo mucho material…, no
sé por dónde empezar. Estoy como perdido.
—Tú eres capaz de poner todos estos cuentos del vallú y a mí con mi nombre.
—¿Cómo te quieres llamar?
—¿En la novela?
—Sí.
—Menos Gloria, cualquiera.
—Escoge uno.
—Katia.
—Me gusta más Gloria.
—Pero la gente va a saber que soy yo. ¡Qué pena, por tu madre, no me hagas eso!
Cámbiame el nombre por lo menos.
—¿Quién va a saber que eres tú?
—Bueno, ya. Tú eres tremendo vago y no vas a escribir na’.
—¿Te gustaba el vallú?
—Claro, es la vida alegre. Nada de sentimiento. ¿Cuándo tú has visto una puta
sentimental?
—A los hombres les gustan las putas.
—Eso es mentira. Les gustan las putas en la calle y en el vallú, pero en su casa
quieren una señora. Propiedad particular y no pise el césped.
—Tú me gustas mucho.
—Sí, uhhh…, pa vacilar en la cama.
—Nadie sabe cuál es el destino de nosotros. A lo mejor nos juntamos…
ebookelo.com - Página 83
—De junteras nada. Casados. Y vestidos de blanco. Con…
—Ya, ya. No repitas la misma bobería.
—Y tener jimaguas, papi.
—Tú no estás bien de la cabeza. Yo no resisto los niños. ¿Cuándo tú has visto un
viejo criando bebés? Ya crié tres. Ni uno más, Gloria. ¡Y menos jimaguas!
—Jajajá. Qué cómico te pones. Eres un niño. Tú no estás viejo, papito. Eres una
tranca de macho.
—¿Yo?
—Jajajá. Qué descarado eres. Cómo te gusta que te elogien, jajajá.
—A mí lo que me gusta es tu risa.
—Mentira. A ningún hombre le gusta. No me dejan reírme.
—¿Por qué?
—Dicen que es risa de puta.
—Ah, porque tú eres alegre.
—Sí, pero les da rabia. Se avergüenzan.
—¿Alguna vez te pusiste triste en el vallú?
—Una sola vez.
—¿Con un hombre?
—Sí.
—¿Por qué?
—Me enamoré. Era un chino. Un chino-mulato. Lindísimo.
—¿Era prieto?
—¿Tú no sabes lo que es un chino? Mulato tirando pa' chino. Chino-mulato.
Tenía un dragón lindísimo tatuado en el brazo. Una Caridad del Cobre en la espalda y
un colmillo de oro. Ahhhh, la locura, y cómo le gustaba vestirse de blanco, limpiecito
siempre, como un dandy. Y una pinga así… como…, como diez pulgadas. Tenía
pinga pa' comer y pa' llevar.
—Y con lo estrecha y lo cónica que tú eres.
—¿Estrecha y cónica?…, no seas bobo, mi cielo. Eso se estira como un chicle.
¿Qué tú crees? Le gustaba templarme en el piso. Siempre en el piso.
—¿Y por qué te enamoraste?
—Ah, no sé. Me templaba distinto. Era cariñoso, sin tosquedad, lindísimo. Así
como me tiemplas tú, con cariño, me decía cosas bonitas. No sé. Eso no se puede
explicar. Te enamoras y ya.
—¿Y te pagaba?
—Al principio sí, claro. Después no. Pero siempre me daba dinero. No como
pago, pero me regalaba de todo. Él manejaba billetes. Siempre andaba por las playas
con los extranjeros. Tenía un baro largo. Después hasta me rondaba por la casa y me
decía que iba a dejar a su mujer pa sacarme del vallú y casarse conmigo. Aquello
duró como… un año, un año y pico. Me sacaba a pasear, a tomar cerveza, pero de
repente se perdió y no supe más de él. Lo vi hace poco. Dice que se metió casi dos
ebookelo.com - Página 84
años trancao. Ya otra vez haló un año de cárcel.
—¿Y por qué?
—¿Te acuerdas cuando el dólar estaba prohibido?
—Sí, claro que me acuerdo.
—Lo cogieron con doscientos dólares y le echaron una tonga de años, pero
cumplió uno na más.
—¿Y ahora?
—Ahora fue por jineteto, con extranjeras. Reincidente. Es que él es lindísimo. Me
alegré que aquello se rompiera, porque yo iba a sufrir mucho. Es un hombre muy
llamativo, muy macho. Se pasea por la playa y tú ves que las extranjeras lo miran con
la boca abierta. Vaya…, él escoge la que quiere. No tiene que templar obligado con
ninguna vieja ni na’. Y pa que tú veas, no le gustan rubias ni blancas.
—¿Morenitas?
—Así como yo. Trigueñas. Cualquier día hace el pan. Se casa con una yuma y se
lo llevan por ahí, a vivir bien.
—¿No lo has visto más?
—Sí, a cada rato lo veo. Pero eso ya pasó. Todo pasa. Nunca tomó decisiones,
siempre nos veíamos en la calle, muy informal. Y al final me perdió. En la vida nada
es eterno. Igual que nosotros ahora. Yo no puedo pasarme la vida atrás de ti y tú
haciéndote el machote lindo, porque me desencanto, o aparece otro que me gusta y
me resuelve, se casa, me mantiene a mí y a mi hijo y ya. Hasta ahí llegamos. Yo no
quiero ni pensar en eso, pero es la verdad.
—Sí, es así.
—Me pasó primero con el padre de mi hijo. Después con el Chino, me pasó
con…, bueno…, unas cuantas veces. Y si tú sigues sin tomar decisiones…
—Oye, ¿y esa lucha? ¿Qué tú quieres?
—¿Qué voy a querer? Lo que quiere cualquier mujer: casarme, vivir contigo,
tener hijos, que me quieras, que seas mi marido, tener mi casa. Tener lo mío y
organizar mi vida.
—Casi nada.
—¿Tú vas a seguir solo? Necesitas a alguien que te cuide.
—¿Que me cuide? ¿Tú me ves a mi cara de niño, de bebé?
—Todos los hombres son como niños. Todos necesitan una mujer que los cuide.
—Ahhh.
—Yo tengo paciencia, papito. Estoy enamorada de ti como una perra, pero todo
tiene un límite. Piensa en eso. Toma decisiones porque todo tiene un límite.
—Gloria, la cosa no es tan simple. Es lógico que tú con veintinueve años hagas
planes para el futuro.
—Ah, no te hagas el viejo.
—No me hago el viejo, pero somos de generaciones diferentes.
—Uhmm.
ebookelo.com - Página 85
—Tú vas a lo tuyo. Y no te enteras del resto. Pero mi generación funcionó
diferente.
—¿Cómo?
—Nos hicieron concentrarnos en el resto. Y olvidarnos de nosotros mismos.
—Por eso estás tan amargado.
—Y tan confundido. Y tan defraudado de todo. Al menos no me suicidé, que ya
es bastante. Ahora me salva el cinismo. Cada día soy más cínico y más escéptico. Lo
único que quiero es apartarme. Que sigan tirándose piedras entre ellos. Que sigan con
el odio y el rencor de por vida. Pero a mí que no me jodan más, que no me golpeen
más en nombre de esto y de aquello. Yo lo que necesito es cuatro dólares en el
bolsillo y un poco de amor y compasión en mi corazón.
—Estás melancólico hoy, papi.
—¡Melancolía ni cojones! No me dejes hablar tanto que me amargo más. Vamos
a buscar ron. Después te voy a meter cuatro latigazos y pa’ la cama.
—Ay, salvaje, siempre vas a lo mismo.
—A bailar y a gozar con la Sinfónica Nacional. Dale, Gloria, dale, que pa’ luego
es tarde.
ebookelo.com - Página 86
14.
El asuntico de la embajada de Suecia dio que hacer. Creo que fui doce veces. En
bicicleta por el Malecón. Diez kilómetros para allá. Diez kilómetros para acá.
Siempre necesitaba nuevos datos, otra planilla. Agneta debía hacer tal o cual más
gestión en Estocolmo. A veces pensé que se burlaban. Pero no. Parece que
simplemente se aburren detrás del cristal antibalas y la gaveta de acero. Están tan
protegidos contra terroristas, invasores, microbios, enfermedades tropicales y otras
alimañas que, es evidente, se aburren y tienen que inventar travesuras. En algún
momento el tipo, despreciativo, cerrando los párpados, me dijo: «Ya veo que los
cubanos lo dejan todo para última hora». Presentí que me provocaba. Quería tener
algún pretexto para no darme el visado. ¿Tendré cara de delincuente, de proxeneta de
Gloria, de mariguanero? No. No lo creo. Por tanto, lo ignoré. En realidad podía
decirle: «Señor mío, hace más de un mes que estoy comiendo mierda con estos
papeles. ¿Usted cree que me está dando una entrada al paraíso? Métase el visado por
el culo. No voy a ninguna parte. Ustedes se lo pierden. Ya quisieran tener un animal
tropical como yo de visita de vez en cuando».
Pero no se lo dije, claro. Me sonreí igual que él, cínicamente, y le pregunté, como
si no me importara: «Entonces, ¿mañana?». «Sí, señor. Le prometo que mañana le
tengo listo su visado». Cuando lo recogí al día siguiente, fui a la compañía aérea,
recogí mi boleto y mi humor mejoró automáticamente. Me senté en una cafetería
cercana y bebí dos o tres cervezas para celebrar. No sé cómo me ocurrió, pero allí
mismo escribí un poema para Gloria. No es exactamente un poema de amor. Tal vez
es un poema sangriento. Me sentía libre. Mi espíritu se expandía. En esos momentos,
los pedritos sádicos y cínicos triunfan en mi interior.
Yo soy el vampiro
que siempre te sorprende
y chupa tu sangre.
Me alimento con tu sudor,
con tus lágrimas,
con tu semen.
Te quito el aliento
y te penetro besándote
hasta que ya ni sabes
que vivo dentro de ti.
Como un parásito.
Como una serpiente.
Como un virus.
Soy tu corazón y tu mierda.
Soy tu cerebro y tus manos.
ebookelo.com - Página 87
Soy tus pies y tu lengua.
Y así te iré enloqueciendo
como un demonio encerrado en tu pecho.
Serás mía sin remedio.
La mujer del diablo.
Y cuando yo duerma,
porque entonces me quedaré dormido,
clavarás tus colmillos en mi garganta
y serás tú mi vampiresa
y chuparás mi sangre.
Y te alimentarás con mi sudor,
con mis lágrimas y mi semen.
Me quitarás el aliento
y me penetrarás besándome
hasta el alma.
Y yo viviré dentro de ti.
Y tú vivirás dentro de mí.
ebookelo.com - Página 88
II. La amante sueca
ebookelo.com - Página 89
1.
Ahora todo es más sencillo. Escribo mis notas en un hermoso cuaderno de papel
suave. Leo un pequeño libro de Celtic Blessings que tiene textos reconfortantes:
A veces por las noches subo Sveavagen. Un poco más arriba de Radmansgatan
está el bar La Habana. También sirven comidas. Es carísimo. Un vaso de cerveza de
barril vale cinco dólares. Pero siempre hay música salsa y los negros habaneros
bailando con las suecas. Entonces regreso por unos minutos a la locura. Me cuentan
cómo conquistaron a sus suecas en el Malecón o en Guanabo, cómo las seducen,
cómo escapan ahora para bailar un poco de casino y emborracharse con otras suecas.
Jamás tienen una corona en el bolsillo. Inventan algo cada día para sobrevivir.
Algunos dan clases de baile. Otros simplemente les piden dinero continuamente a sus
mujeres. No entienden nada de sueco. Hay uno que es blanco y antropólogo.
Depresivo. No baila. Lleva cuatro años en Estocolmo. Casi no habla. Si sigue así,
morirá de tristeza. «¿Por qué no regresas a Cuba?», le pregunto. Me abre los ojos
aterrado y me contesta: «¡No, no, no, no!». Pienso que terminará loco o suicida. Hay
uno de visita. Vive en Umea. Tampoco tiene trabajo, no entiende el idioma y se queja
durante media hora. Se queja de todo. Oh, no puedo con ellos. Regreso a mi casita
tranquilamente. En metro y tren de cercanías. Escucho a Bruce Springsteen y a Lou
Reed. Como pan, queso y salmón. Bebo cerveza y leo un ensayo de Bertil Malmberg
sobre la historia del idioma castellano. Filología románica. En la vida uno pierde
tiempo en muchas cosas inútiles. Escribo poemitas malos para Gloria. Los reúno en
un sobre y se los envío por correo. Cada carta vale más de un dólar. ¿Por qué todo es
tan caro? Para mí es caro. Supongo que no es así para los suecos. Por suerte, lo bueno
es gratis. Agneta por ejemplo. Es cariñosa, dulce, tranquila, silenciosa, tiene buenas
tetas, come poco y se mantiene muy bien. Es una gran gozadora. Sólo tengo que
apretarle un poco los pezones, besarla, y ya está húmeda, cierra los ojos gimiendo y
se va. Vuela. Juego con ella. La chupo, la beso, la masturbo. Al fin se decidió a
mamarme un poquito la pinga. No mucho, pero al menos lo intenta. Al principio no
quería:
—Oh, no. Nunca lo he hecho. No puedo.
ebookelo.com - Página 90
—¿Te da asco?
—¿Asco? ¿Qué es?
—Que si te repugna.
—¿Repugna?
—Ah, carajo. ¡Acabaremos! Que si está sucia.
—No, no es sucia.
—No está sucia.
—No está sucia.
—Entonces dale, vieja, chupa, mama, absorbe, lengüetea, sorbe.
Es así. Estoy convertido en un diccionario de sinónimos. Hasta en medio de la
templeta tengo que detenerme a pensar en todos los sinónimos posibles de las
palabras que ella desconoce. De todos modos, lo prefiero. La otra opción es hablar
inglés. Y no puedo más con el inglés: la televisión, los libros, la gente en la calle.
Cuanto más lo hablo menos me gusta. Y en sueco apenas adivino alguna que otra
palabra. Por ahora, sólo digo «tack».
Poco a poco nos adaptamos. Llegué a Estocolmo muy decente. Con un jean
gastado, una camisa beige de tela gruesa y un blazer marrón, como todo un
intelectual liberal. Y mis mejores modales. Veinte horas de vuelo desde La Habana. Y
cagándome de miedo cada vez que los aviones despegan y aterrizan. Es incontrolable.
No me cago literalmente, pero casi. Al fin llegué y dos o tres horas después música,
whisky, sofá, friecito y llovizna afuera. Cariñitos. Y a la cama con la amante sueca.
Esperaba algo peor. Pero no. No hay que sacrificar nada. Se emociona mucho. Con
todo. No es tan exigente como las cubanas, que necesitan la pinga tiesa, durísima, y
que les llegue a la garganta, y que no se caiga por lo menos en una hora. De lo
contrario te dicen que no las quieres. «Ya no te gusto, papi. Se ve que ya no te gusto».
Y ahí mismo joden la cosa. El macho tiene que concentrarse mucho para demostrar
que no es cierto y que ella está muy sabrosa y todo eso. Muchas lo hacen con mala
idea: así mantienen al macho siempre agotado y no puede irse con otras hembras.
Encantadora la astucia femenina. Las adoro. Y aprendo de ellas.
Agneta es mucho más placentera. Un lenguazo, una pajita con los dedos, un
poquito de brocha con la pinga y se entusiasma y se viene como una odalisca. A
chorros. No lo esperaba. Como siempre se dice que los suecos son ingenuos y fríos y
que viven flotando en el aire. Por algo existe esa frase: «No te hagas el sueco». Pues
nada. Los palos son muy buenos. Y ella se entrega y me dice: «Oh, ¿qué haces
conmigo? Me tienes loca».
El único problema es que no duermo bien. Tres o cuatro horas. Me despierto. Ya
es de día y no puedo dormir. Se hace de noche a las once. Amanece antes de las dos
de la mañana. Una locura. Para mí es loco. En Umea es peor. He tenido que ir un par
de veces. Siempre es de día. Después, en el invierno, siempre es de noche.
Por lo demás no sucede nada. El seminario en la universidad pasó sin pena ni
gloria. Ahora como salmón, bebo café y té, tiemplo un poquito cada día. O dos
ebookelo.com - Página 91
poquitos. A veces hasta tres poquitos. Escucho música, miro los tulipanes, corro
media hora al mediodía para sudar las toxinas de tanto salmón y queso. Casi siempre
hay un par de horas de sol fuerte al mediodía. Vivo en las afueras. Hay bosques y una
hierba mullida, y lagunas con patos y gaviotas que chillan. Regreso sudado, me
tumbo desnudo al sol y me huelo las axilas. Es un olor fuerte. Cierro los ojos y ahí
está Gloria, alzando los brazos para que yo la olfatee a mi gusto.
Su recuerdo no me deja tranquilo. Quisiera tenerla aquí. En cambio tuve un
pequeño affaire en el seminario con una africana muy culona. Pero muy muy culona.
Exageradamente culona y tetona. Una mañana salíamos del Parlamento después de
una visita de protocolo, y se le trabó el culo en la puerta giratoria. Esa puerta tiene
cuatro secciones. En la sección delante de mí salía un sueco, detrás yo, y más atrás la
africana. Parece que no le dio tiempo. Su gran culo se trabó y la puerta se detuvo. El
sueco no veía lo que sucedía a sus espaldas y empujaba para salir. Detrás de mí la
africana chillaba y blasfemaba, pero la puerta es de vidrio y no se oía. El sueco
empujaba hacia adelante para salir y la africana empujaba hacia atrás, para salir. De
repente se me olvidó el inglés. No sabía qué decir y no podía hacer de intermediario
entre Europa y África. Fueron segundos que parecieron minutos. Al fin se me aclaró
el cerebro y le grité al sueco:
—Excuse me! Excuse me! Hey, you, come back, come back!
Para decir esa mierda no había que pensar. Mi cerebro es lentísimo. El sueco me
oyó, no empujó más. El culo se destrabó. Todos hicimos como si no hubiera pasado
nada. Es lo elegante. Y más si sucede en el Riksdags. De todos modos, cuando nos
vimos en la calle, la africana y yo nos miramos. Ella se frotaba las nalgas y decía
«Ohhh». No me resistí y solté una carcajada y ella se rió conmigo.
Un par de noches después tuvimos una pequeña fiesta todos los que asistíamos al
seminario. Excepto yo, todos eran profesores universitarios y no bailaban. Gente
seria, quiero decir. Sólo hablaban y hablaban. Yo había visto a la africana hablando
con su marido por teléfono. Parece que era un alto oficial del ejército en su país. Ella
le decía siempre: «Oh, honey, I love you». Después me enseñó una foto de sus tres
hijos y del militar con su uniforme y ella muy linda con su vestido típico y todo eso.
De todos modos, esa noche bebió demasiado vino. Nos pasamos un poco de copas y
en algún momento se me acercó, con la sonrisa más dulce del mundo, y me llevó a
bailar. Pero no quería bailar. Me apretaba contra ella y me acariciaba la espalda y me
decía al oído: «Ohh, very nice, very nice. Ohh, really, very nice». Mi espalda es muy
sensible. Le puse mis manos en su enorme y bellísimo culo africano y en cinco
minutos llegamos a mi habitación en el piso superior. Aquello fue grande. Olía a
suciedad en el pelo. Tenía trencitas quién sabe desde cuándo. Eran muy bonitas, con
cuentas de colores, pero apestaban. Me concentré en otras regiones. Había tres grados
afuera, pero nosotros sudábamos. Era genial, con una flexibilidad enorme, y alzaba
muy bien las piernas. Yo tenía mi cabeza metida allí y se tiró un par de pedos.
Sonoros. Yo estaba dando lengua y sentí los dos chorros de aire a presión que
ebookelo.com - Página 92
chocaron en mi frente. Miré. No había mierda. Okey. Adelante. Ella estaba muy
ansiosa. La cogía con las manos, quería tranca. Yo tenía el preservativo a mano. Me
encamisé y fuego en la jungla negra. Inolvidable. Muy folklórico todo. Eran casi las
cuatro de la mañana cuando salió sigilosamente hacia su habitación. Bajé al ground
floor a buscar un poco de té y a fumar un buen tabaco. Todavía quedaba alguien allí.
Un vietnamita gay. Veía el canal Play Boy acostado en un sofá. Tapado con una
colcha. Tenía la mano bajo la colcha y se la movía. Paja vietcong en la alborada
sueca. Cada quien hace lo que puede.
Al día siguiente intenté repetir la dosis, pero la africana miraba al piso. No se
atrevía a mirarme a los ojos y me dijo muy bajo:
—Sorry. Too much wine yesterday at night. Sorry.
Intenté hacerme el latin lover. Le dije que todo fue bueno, que no se apenara. Eso
es natural entre un hombre y una mujer que se gustan. Tonterías así. Pero no se dejó
convencer. Se alejó de mí durante los días siguientes. Entonces le pregunté al
vietnamita en qué horarios tenían mejores películas en el canal Play Boy.
ebookelo.com - Página 93
2.
Lou Reed decía algo así como:
El sol muy tímido entre las nubes. Llovizna levemente. El termómetro sube a 20.
Quizás hoy tengamos suerte y llegue a 22. Agneta conduce cuidadosamente. Lou
Reed está melancólico cantando sobre magia y pérdida. Ella mira siempre al frente.
El pavimento mojado por la llovizna. Cruzamos un puente muy largo. Varios
kilómetros. En algún sitio se eleva unos sesenta metros —tal vez más— para que los
grandes transatlánticos puedan navegar en ambas direcciones.
—Aquí se suicida mucha gente.
—¿Muchos?
—Cincuenta o sesenta cada año.
—¡Cojones! Uno semanal. ¿Aparece en el Guinness este puente?
—No sé.
—¿Qué hacen? ¿Se ahogan? —Se estrellan contra el agua. No sé. Mueren.
Nos quedamos un rato en silencio. Los coches pasan a nuestro lado y nos
adelantan. Agneta lleva el auto a setenta por hora. No más. Dos motos también nos
adelantan. Zumban brutalmente. Banquean a uno y otro lado con sus grandes
neumáticos. Parecen cohetes, con los tipos vestidos como astronautas. Se pierden
cien metros adelante, en la cortina gris de la lluvia. Deben de ir a más de doscientos
por hora. Agneta me dice:
—Si tenemos un accidente y yo muero, recuerda que tienes un seguro médico.
—Ah, no jodas.
ebookelo.com - Página 94
Sonríe tímidamente, apenada por tener que hablar de esto.
—Los papeles están en el armario, junto al televisor. En la parte superior. Hay
otros papeles, pero tus documentos están en inglés. A tu nombre. Muy claro todo.
—Thank you very much, honey.
Ahora me contagio. No sé qué decir. Miro afuera. No se me ocurre nada.
Extiendo el brazo. Stop a Lou Reed. Reviso varios cassettes que traje. Pablito F. G.,
Los Van Van, NG. Escojo uno de Omara Portuondo. Se calienta el ambiente: Soy
cubana, Son de la Loma, Siboney, Me acostumbré a estar sin ti. Me traen recuerdos.
Demasiados. El cassette termina bien arriba, con Yo sí como candela:
Tú no juegues conmigo
que yo como candela.
Yo canté en el paraíso
y me hicieron un altar
y yo me atrevo a cantar
al mismo Dios si es preciso.
Hago décimas e improviso
al que es necio y al que sabe
para mí no hay lance grave
yo me cobro a cualquiera
y si se me vuelve fiera
cierro y me llevo la llave.
¡Que yo como candela!
Los bosques muy tupidos. Verde oscuro y grave. A eso de las diez de la mañana
llegamos a una playa desierta, con arena gruesa y piedras. El Báltico. Siempre gris,
sucio, frío, con poca sal y gaviotas y pescadores solitarios y silenciosos. O nadie. Un
mar solitario repleto de salmones y arenques medio congelados, listos para meter en
salmuera.
Hay un vientecillo frío del noreste. Cesó la llovizna, pero sigue totalmente
nublado, húmedo y frío. Caminamos oyendo el oleaje suave y la compresión de la
arena gruesa con nuestras pisadas, y las gaviotas que chillan y se arremolinan.
Caminamos aprisa. Hay frío. Me gusta ver los restos que el mar arroja a la costa:
trozos de cuerdas y cables de acero oxidados, pedazos de madera muy pulida, envases
plásticos. De pronto veo flotando una chaqueta de cuero marrón. Nos detenemos a
mirar. Flota completamente abierta, en la orilla, sobre los guijarros, y se mueve
rítmicamente con el leve vaivén de medio palmo de agua. Está un poco descolorida
pero no tiene roturas ni parece gastada por el uso. Tal vez lleva semanas flotando. No
hablamos. Creo que los dos pensamos lo mismo: El dueño cayó al agua, se ahogó. Su
cadáver se lo comieron los peces en el fondo del mar y la chaqueta, flotando
suavemente, reflotó y llegó a esta orilla. Parece un poco macabro pero lo pensamos
ebookelo.com - Página 95
simultáneamente. No hay que decirlo para saber que el otro piensa lo mismo que uno.
Caminamos un poco más y nos sentamos en unas grandes piedras, frente al mar.
A nuestras espaldas el aire zumba en los pinos. No hay ni una persona a la vista.
Abarco varios kilómetros a la izquierda y otro tanto a la derecha. Nada. Ni una barca.
Absolutamente nada. Nunca me ha gustado escuchar el aire zumbando en los pinos.
Necesito romper el silencio. Hablar de cualquier cosa:
—Por teléfono me contaste de un amigo tuyo que se suicidó. ¿Fue en el puente?
—No era amigo. Mi amiga es su esposa.
—Su viuda.
—¿Viuda?
—Cuando muere el esposo, la esposa se llama viuda.
—Oh, sí.
—¿Se suicidó en el puente?
—¿Pardon?
A veces se me olvida que tengo que pronunciar bien y lentamente. Cuando hablo
a la cubana, ella se queda en el aire.
—¿Se-sui-ci-dó-en-el-puen-te?
—Ahh…, ehhh, no. Fue muy extraño todo.
Se levantó de la piedra.
—Tengo frío. ¿Caminamos un poco más?
Seguimos caminando sobre la arena y reanudó la historia:
—Jonas hizo algo muy…, no sé cómo decirlo…, torcido. Se fue a un bosque
cercano a su casa. Fue en el coche. Llamó a la policía con el móvil y les dijo: «En tal
sitio hay un coche azul con placa número tal. Cien metros a la derecha hay un hombre
muerto». Eso fue todo. Colgó. Cuando la policía llegó, Jonas estaba ahorcado en un
árbol. En el pecho se pegó un papel donde escribió Anna. Y el número de teléfono de
su casa. El cuerpo estaba caliente aún.
—¿Quién es Anna?
—Mi amiga. Su esposa.
—¿Y ya?
—Ya.
—¿No dejó explicaciones?
—No.
—Pensó que no era necesario. El tipo estaba hasta los cojones.
—¿De qué, Pedro Juan? ¿Cómo lo sabes?
—Porque lo sé. Estaba hasta los cojones.
—Anna está un poco mal. Tiene dos hijos pequeños y ahhh…
—Eso no es problema. Aquí hay buena seguridad social.
—No creas. Eso no es todo.
—¿Y qué dice?
—No sé.
ebookelo.com - Página 96
—¿No la llamas? Es tu amiga.
—No sé de ella. Nunca la llamo. Todo ha sido tan brutal.
—Todo es brutal, Agneta. Todo. Absolutamente todo es brutal. ¿Te da miedo la
muerte?
No me contesta. Sólo encoge los hombros. Caminamos media hora más. Yo tenía
heladas las manos y la cara. Subimos al auto. Regresamos. Se nubló más y comenzó a
llover. Cuando llegamos a casa había 14 grados. Frío y humedad. Agneta hizo té. Yo
preparé ron y cola. No puedo seguir tomando té a todas horas porque me puedo
enfermar del hígado. Me burlo de ella: «Debías fundar Teólicos Anónimos y curarte.
Es terrible esa adicción al té». Se rió, pero puso el disco de Madredeus en Oporto.
Portugués y melancólico. Ah, carajo, esta mujer quiere deprimirme de todos modos.
Me abrigué y me senté afuera, en el balconcillo, con mi cubalibre y un tabaco. A
echar humo. Las cornejas pegan unos chillidos feos. Los demás pájaros se pierden
por ahí cuando hay frío. Sólo las cornejas siguen volando y gritando como si nada.
Cuando entré de nuevo, terminado el tabaco, Agneta se había resfriado. Soltaba
mocos.
—Parece que fue en la playa.
—Hoy no es tu mejor día.
Me miró en silencio. Le agarré los pies y le di un buen masaje. Le duelen todos
los puntos clave. Todos. No puede resistir ni un poquito de presión. Ah, está muy
jodida, pensé.
—Agneta, te voy a dar un masaje diario. A ver si logro equilibrarte un poco.
El largo día seguía su curso lentamente. El invierno será al contrario: la larga
noche. Pero ya no estaré aquí.
Entonces recordé los collares que la santera preparó para ella. Se los puse y los
dediqué. Pensó que eran adornos típicos de Cuba. Expliqué lo que pude. Me
preguntó, sonriendo incrédulamente:
—Entonces, ¿son amuletos?
—Bueno…, si quieres verlos así. Lo importante es que te los envían para que te
protejan.
—Jajajá. Son muy típicos. Los africanos siempre los usan.
Se los quitó y los colocó delicadamente sobre un pequeño tapete blanco, en la
cómoda del cuarto. Allí estuvieron unos días. Después los guardó en una gaveta.
Nunca los usó.
ebookelo.com - Página 97
3.
Curioseando en un armario encuentro cinco álbumes con recortes de periódicos.
Cuatro tienen sólo fotos de autos destrozados, accidentes de carretera, heridos que
introducen en ambulancias, inválidos en sillas de ruedas. En el quinto sólo hay
noticias de caballos, hipódromos, carreras, y en las últimas páginas algunas
historietas de Snoopy. En la primera una gran foto de John Lennon. Esperaba
encontrar algo más edificante. Revistas porno, por ejemplo. Pero no. Nada
entretenido. Sólo la muerte. Tendré que comprar dos o tres revistas porno. Hace unos
días vi una de viejas. Señoras muy elegantes, en sus salas burguesas, desnudándose
poco a poco hasta quedar en cueros. Y siempre sonriendo a la cámara, complacientes
las abuelitas. Muestran sus tetas ajadas, el sexo calvo, la piel arrugada. Me gusta.
Recordé algunas travesuras con señoras mayores de sesenta años. A veces son
edificantes esas damas. Cuando conté lo del Auditórium Nacional de Madrid no fui
totalmente sincero. Hay aventuras que uno intenta olvidar y entonces dice
tranquilamente: «No, nunca me he templado a una señora mayor, yo soy un tipo
correcto». Pero la realidad es a la inversa: yo soy incorrecto y a las señoras mayores
les gustan los machitos jóvenes que la tienen dura, y no los viejos de ochenta años.
Lo cual tiene mucha lógica.
Una de esas señoras, bailarina, delgadísima, con mucho más de sesenta años, me
sedujo cuando yo tenía unos cuarenta. Lo hizo hábilmente. Poco a poco. Hasta que un
día, un par de vasos de whisky por medio, la vieja dama indigna estaba desnuda y con
las patas abiertas, sentada sobre una mesa, y yo desnudo frente a ella, de pie,
clavándola rítmicamente. Mete y saca. Ahí, con un buen ritmo, y a la señora hasta se
le olvidó el español. Era neoyorquina. Hacía treinta años que vivía en La Habana
pero cuando se vio ensartada empezó a decir cosas en inglés y miraba al techo con
sus ojos azules. Jugamos con frecuencia durante más de un año porque aquella señora
tan vieja, tan magra, con su piel arrugada a pesar de las toneladas de cremas que
utilizaba a diario, tenía un bollito rosado, terso, húmedo, juvenil, y con un olorcito
muy agradable, aunque ya sin vello. Yo lo miraba y le decía: «Madame, la soprano
calva está pidiendo carne. Necesita carne para cantar un aria».
La señora se divertía mucho. Tenía otro amante. Un amante eterno, de su misma
edad. Era un mulato músico, jodedor y tan perverso como la vieja neoyorquina. Le
gustaba masturbarse mirándonos. En esa época me divertía. Yo era un simple gato
callejero y noctámbulo, cazando en la oscuridad de La Habana.
Coloqué todos los scrapbooks cuidadosamente en el armario. Simétricamente
quiero decir. Al milímetro. Salí a dar una vuelta por el centro. Combino tren y metro
y emerjo en Central Station. Ahí están todos los borrachitos. Hombres y mujeres.
Como en todas partes. Los borrachitos eternos. El centro de Estocolmo es
entretenido. Con dinero. Sin dinero es mejor regresar a casa a mirar los árboles y el
césped verde, oír a las cornejas y escuchar Kings of the Blues o algo así.
ebookelo.com - Página 98
Por la tarde nos encontramos. Agneta siempre llega agotada a casa. Organiza
reuniones internacionales y conferencias. Y necesita intérpretes, traductores, azafatas,
seminar leaders. Los contrata, se ocupa de explicarles qué deben hacer.
—Ah, pero no sé qué sucede en las últimas semanas.
—¿Por qué?
—Todos tienen depresiones, tratamientos médicos, cáncer, el psiquiatra le pidió
que no trabajara en seis meses. Oh, no. Así no puedo. Me agoto. Al final no logro
nada.
—¿Y tu jefe? ¿Qué dice?
—A él no le interesa. Es mi problema. Buscar gentes sin enfermedades. ¿Se dice
«gente sana»?
—Sí.
—Eso. Buscar gente sana. No es fácil. No hay gente sana disponible.
Suspira profundamente. Trato de animarla:
—Mira, enviaron una revista de un club de libros.
—Ah, sí. Bockernas Klubb. La envían siempre.
—Hay un libro de shiatsu. No es caro. Debías pedirlo. Te conviene algo de esto.
No me contesta. A veces me jode que guarde tanto silencio. Otras veces me gusta.
Agarro sus pies y le doy un masaje. Sigue sin avances. Le duelen todos los puntos.
Pero a rabiar. Después nos quedamos en silencio. Hay un gran silencio. La puerta del
balcón está abierta y entra un poquito de frío. Son las seis. Ya debe de andar por 15
grados o menos. Me quedo con sus pies en mis manos. Le paso un poco de energía. Y
pienso en Gloria. Al principio, hace tres años y pico, después de un par de horas
templando, le zumbaban los oídos. Se levantaba de la cama y me decía:
—Cada vez que tiemplo contigo se me tupen los oídos. Me zumban. Nunca me
había pasado.
—Es que te cargas.
—¿De qué me cargo?
—Te paso energía.
—¿Con la pinga?
—Con todo. Te cargo. Tienes mucha energía, pero desordenada.
Y por ahí le explicaba algo y Gloria se interesaba. Aprendía. Tiene una mente
muy abierta y no se sorprende. Puede indagar en cualquier cosa. Si le digo: «Acaba
de aterrizar un ovni en la azotea», ella va tranquilamente a ver si es cierto. «¿Por qué
no? Todo es posible», me contesta. Agneta interrumpe mis pensamientos:
—Shiatsu no creo. Pero…
—¿Pero qué?
—Ehh…, quisiera creer en Dios.
—¿Para qué?
—Todo sería más fácil.
—Seguro.
ebookelo.com - Página 99
—¿Tú crees?
—Sí.
—¿Cómo se puede creer en Dios?
—No sé. No se puede explicar. Dejé de creer a los trece años. Y tuve un largo
camino muy confundido. Mucha confusión.
—¿No se puede explicar?
—No tiene explicación. El que intente explicarlo es un embaucador.
—Oh.
—Además, no me gusta hablar de eso.
—¿Por qué?
—Ya nadie cree en nada. Y me avergüenza creer.
—Me gustaría…, ehh…, necesito esa experiencia.
—Lo que vas a encontrar ya está dentro de ti. No tienes que buscar nada.
Nosotros,
que nos queremos tanto,
debemos separarnos
no me preguntes más.
No es falta de cariño,
te quiero con el alma
y en nombre de este amor
y por tu bien,
te digo adiós.
Ella lloró. Yo también. Entonces ella me susurró una canción de amor lituana.
Lloramos más. Bebimos más cerveza. Al día siguiente yo regresaba a Cuba y ella
volaba a Alemania con su grupo folklórico. No sé cómo ambos nos enteramos de
estos detalles. No le pregunté su nombre ni ella el mío. Ni direcciones ni teléfonos.
Nada. Caminamos un poco por el bosque, que me parecía el paraíso, y nos
despedimos llorando sin remedio. Para siempre. No podríamos vernos jamás.
Ahora yo practico jogging en un bosque similar y recuerdo aquel momento
fascinante, de amor y dolor, quince años atrás.
No hay regreso,
olvidar, olvidar.
No hay regreso
nada queda atrás,
olvidar, olvidar…
Debe de ser algún salsero puertorriqueño del Bronx. Un poco neurótica. Apago la
radio y leo algo que tengo a mano: «… el amor nace de los gestos del amor». Creo
que es un proverbio francés. Es lo que sucede con Gloria. Todo comenzó con un
deseo erótico. Un poquito de lujuria simplemente. Al principio lo manejé con cuidado
para evitar la entrada del amor. Pero comenzaron aquellos pequeños gestos: unas
flores, unos libros para el niño, una comida juntos, unas varillas de incienso para los
santos, una conversación sobre religión. Y, sobre todo, la libertad. Eso es lo más
importante. Ella me deja en libertad y yo la dejo en libertad. Dejar en libertad al ser
amado es un gesto de grandeza espiritual. Y todo fue cambiando poco a poco. Ahora
tengo soledad, distancia, silencio y mucho tiempo para reflexionar. No hay problemas
alrededor. ¿Qué sucederá cuando regrese? En el fondo quiero tener a Gloria sólo para
mí. No quiero compartirla. Creo que ella siente lo mismo. Supongo. No sé.
¿Sucederá lo mismo con Agneta? Tenemos demasiados gestos de amor.
Sucesivos, continuos, pero no creo que pase de ahí. El corazón no se puede dividir en
pedazos. Lo único seguro en mi vida es la confusión. Es constante a lo largo de mi
vida: la confusión, el caos, los enredos. Siempre pensé que algún día llegaría a ser
adulto y todo eso terminaría y podría tener una vida más tranquila. Ahora leo algo
que Colette dijo en París a Truman Capote: «… eso es lo único que ninguno de
nosotros podremos ser nunca, personas adultas… Voltaire, incluso Voltaire, llevó un
niño dentro de sí toda la vida, un niño envidioso y con mal genio, un muchachito
Después ponen So long, Marianne. Hoy debe de haber alguien muy nostálgico en
Radio Match. Grabé el bolero. Ahora lo escucho una y otra vez. Muchas veces uno
intenta cambiar la vida. Tener más control, prever algo. Conocer las consecuencias de
cada decisión. Pero no. Somos igual que esas hormigas locas que corren en el jardín y
tropiezan unas con otras y pierden el rumbo una y otra vez.
Por la noche fuimos a un sitio en el campo. A bailar salsa. Es algo así como un
claro en un bosque, con una vieja pista de madera para bailar. Vendían comidas y
bebidas y la música a cargo de los Stockholm Soneros. Son suecos, la cantante es
uruguaya y hacen música cubana. No les queda mal. Bailamos un poco, saludamos a
algunos conocidos, compramos un par de cervezas. El atardecer era muy lento y
hermoso. Comenzó a hacer más frío y fuimos hasta el auto a buscar las chaquetas.
Entre nosotros dos flotaba un tufillo melancólico. Indefinido y gris, pero melancólico.
Era inevitable. Tratamos de olvidarlo bailando, hablando con algunos amigos,
riéndonos, pero sobre nosotros volaba —silencioso— el ángel de la tristeza. Nos
pusimos las chaquetas, cerramos el auto y regresamos por un sendero en el bosque.
Había mucho silencio y tranquilidad. De pronto Agneta me tomó de la mano, la
apretó fuerte y me detuvo. Mirándome a los ojos me dijo:
—No te vayas.
—¿Qué tú dices?
—Que no regreses.
—Ah, Agnes, tú no sabes lo que dices.
—Podemos casarnos. Mañana.
—No, no, no. Ni lo sueñes.
—Ehhh…, de ese modo ya estarías legal. Te dan la ciudadanía.
—Te dije que no.
—¿Por qué no?
—Eso no está en mis planes.
—No tienes planes. No te gusta planear ni esperar nada.
—No compliques las cosas. No quiero vivir aquí.
—¿Por el idioma?
—Por todo.
—¿Por mí también?
Y se le salieron las primeras lágrimas.
—Ey, un momento. Nada de llanto ni lagrimitas ni drama. Las cuentas están
claras entre nosotros, así que nada de caprichos.
Empiezo a bailar muy suave y me bajo el pantalón poco a poco. Por la portañuela
del jean rojo aparecen poco a poco mis vellos del pubis y el animal grueso, oscuro,
excitado. Muy lentamente, centímetro a centímetro, hasta que se exhibe completo y el
jean cae al suelo.
—¡Éstos son Los Cuban Boys! Sólo para ti. En secreto, en exclusiva, desde el
trópico. Los Cuban Boys, ladies and ladies, only for you. ¡Desde La Habana, Cuba!
—Jajajá. ¿Dónde aprendiste a hacer eso, salao?
—En el D. F.
—¿Dónde es eso?
—En México.
—¿De verdad?
—Un cabaret sólo para señoritas y señoras. ¡Y señoronas llenas de dinero!
Éramos cuatro.
Gloria tenía montada tremenda bronca y gritaba por encima de Marco Antonio. A
mí sólo llegaban pedazos de lo que decía: «Por estúpida que eres…, yo voy a la
policía…, eres una blandengue…, bandolero y ladrón».
Me alejé y me fui al otro extremo de la azotea: el Morro y el mar infinito y azul.
Es mejor despertar en silencio y tranquilidad. Si Gloria y yo viviéramos juntos sería
difícil. Es demasiado ruidosa.
Al poco rato sale. Oigo el portazo. Lleva el niño a la escuela, a dos cuadras.
Regresa enseguida y se pone a limpiar, a lavar. Yo estoy pintando tranquilamente. Por
el hueco del patio escucho sus chancletas de hule resonando contra el piso. Me gusta
ese chancleteo y el sonido de sus pulseras. A veces sólo de escuchar esos ruidos ya
tengo una erección. Es increíble cómo me gusta esa mulata. A eso de las nueve sube.
Trae un pedazo de pan y un frasco grande de salsa de tomate. Parece que la tormenta
pasó. Es así de voluble y cambiante. Ahora se ríe feliz:
—¿Cuál era la gritería esta mañana?
—¿Qué gritería?
—Tenías una bronca con alguien, en la cocina.
—¿Me oíste?
—Te oyó todo el edificio. A ti y a Marco Antonio Solís, cantando a dúo. Se
parecían a Pimpinela.
—Na’, que mi madre es monga.
—¿Por qué?
—Anoche vino un tipo que yo boté hace tiempo y se llevó una lámpara de bronce
antigua. Y ella se la dio. ¡Estúpida!
—¿En tu casa había una lámpara de bronce antigua?
—Sí, en medio de la descojonación. Estaba en el comedor.
—Nunca la vi.
—Porque no funcionaba. La tenía escondida en un closet. Yo sé que vale una
tonga de pesos y este salao le echó el guante.
—No entiendo nada.
—Yo estaba durmiendo ya. Eran las doce. Y Gilberto viene, le dice a mi madre
que le van a pagar cien dólares por la lámpara. Ella se cree el cuento y se la dio.
—¿Y ahora?
—Ahora nada. Perdimos la lámpara. Ella sabe que ese tipo es un bandolero y un
ladrón y un estafador y un hijoputa. Yo lo conozco bien y tuve que botarlo de la casa
por eso.
—La culpa es tuya por echarte maridos delincuentes.
—Lo conocí en la cárcel, chino, y después se me pegó y me dio tremendo trabajo
La Habana-Estocolmo 1999/2000.