La Salamanca

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La Salamanca

En cada cueva rocosa de la montaña puede ocultarse el Mandinga. ¿Quién no sabe que
es el mismísimo Diablo que anda por estos pagos con sonrisa gaucha metiendo la cola en
cuanta ocasión puede?
Cualquier caverna es su Salamanca, cualquier cueva, su guarida, el endemoniado refugio
por donde se escapan sus risotadas y aullidos nocturnos.
Los chicos iban a la escuela atravesando el monte para acortar camino, pero cuando
pasaban frente a la Salamanca se persignaban y comenzaban a rezar. Hasta Javier que no
era católico, repetía el Salve a la Virgen. ¡Pobre! A veces de miedo o por distraído se
olvidaba el llena eres de gracia...", pero él seguía diciendo "...llena estaba la vaca..." o
cualquier otra cosa con tonadita de rezo.
Ellos sabían que la Salamanca ante las oraciones se paralizaba, no decía ni MU, no
asustaba, ni nada.
Un día de camino a la escuela los chicos se entretuvieron persiguiendo a una comadreja
trasnochada. Entre corridas y risas los chicos se olvidaron de persignarse y rezar al pasar
frente a la Salamanca. Para que! Le dieron la oportunidad de su vida al Mandinga para
soltar sus andadas.
-UAAA … JA JA JO JO ¡IIIUUUUU!
De pronto se oyó el terrible aullido y un murmullo de risas abogadas. Entonces la
comadreja, como hipnotizada, enfilo derechito hacia la Salamanca y desapareció ante los
ojos atónitos de los niños.
Pepe, que se las daba de valiente, quiso entrar a rescatarla, pero Javier y Federico lo
detuvieron por los brazos y la obligaron a seguir su camino. Cuando estaban a punto
de llegar al colegio, hallaron a la comadreja... ¡rasguñada y despanzurrada en medio del
sendero!
¡Casi se mueren del susto los chicos!
¿Qué podían hacer ahora para que el Mandinga no los reclutara en su ejército de almas
perdidas y malvadas? Porque los iba a perseguir si no iba a descansar hasta atraparlos …¡a
ellos! … ¿por qué a ellos, si eran chicos buenos?... ¡No merecían esto!
¡NO, claro que NO!
Federico sintió como un olor a caramelo de recuerdos y se acordó de repente que su
abuelo le había contado una vez sobre un enfrentamiento que había mantenido de joven
con el Mandinga, y aunque en el pueblo todos comentaban que el viejo lo decía de
agrandado y compadrón que era nomás, Don Zárate aseguraba haberlo vencido en un
duelo de palabras.
A Pepe y a Javier les pareció buena idea consultarlo -y al cabo se les ocurría otra cosa!- y
fueron hasta su casa. Allí lo hallaron peinando las crines de su caballo.
Al verlos Don Zárate dio un salto para atrás y dijo:
-¡Ave Maria Purisima! ¡Ustedes han andao jorobando al Mandinga!
¿Cómo lo supo?... Eso jamás lo averiguaron, pero los chicos le contaron lo sucedido y le
pidieron ayuda.
-Abuelo, usted es el único que nos puede enseñar a ganarle al Diablo -dijo Federico
poniendo cara de ángel-. Por favor díganos qué hacemos ahora, el Mandinga nos quiere
atrapar.
Don Zarate pensó un rato y al final respondió:
-Vamos changos, yo lo vuá acompañar. Vamos pa' la Salamanca a vir lo qui quere aura
ese Mandinga con ustedes.
Los chicos lo siguieron menos convencidos que asustados, pero ya estaban metidos en
el baile y tenían que bailar.
Fueron todo el camino rezando el catecismo completo y persignándose tan rápido que a
veces se cacheteaban la nariz con su propia mano.
Don Zarate iba adelante sin decir palabra. Una vez frente a la Salamanca gritó:
-¡Eh Mandinga! ¡Veni si sos gaucho, agarrátelas con uno de tu tamaño! ¿O aura se te da
por asustá chicos?
¡CLIP CLIP CLIP! -sonaban las rodillas de Pepe.
¡RUC RUC RUC! -crujian los dientes de Federico.
A Javier se le mojaron los pantalones.
Atrás de las matas de yuyos, se veían los inmensos ojos negros del Mandinga.
-¡No te escondai, ladino! ¡Da la cara si sos guapo! -seguía provocando Don Zárate.
Una ráfaga de viento sacudió las flechitas de jarillas lanzándolas derechito a los ojos de
los visitantes. Don Zarate gritó "¡Al piso!" y los chicos obedecieron más rápido que volando.
Así se salvaron de quedar ciegos.
De la Salamanca comenzaron a salir rugidos furiosos, los espinillos se sacudían
desparramando espinas como dardos para todas partes.
Entre CLIP-CLIP y RUC-RUC, a Pepe y a Federico también se les mojaron los
pantalones.
Una nube oscura y espesa se plantificó frente a Don Zárate y justo cuando se disponía a
atacarlos a rasguños, el abuelo comenzó a cantar mostrando una cruz hecha con madera
de palo santo:
"Diablucho de mala muerte,
andá a asustar a tu gente."

El Mandinga quedó petrificado entre sus renegridas penumbras. ¡Donde se había visto
semejante insolencia! ¡Iba a descuartizar a ese viejo desgraciado!
Pero cuando intentó arremeter contra el abuelo nuevamente, este otra vez cantó con los
brazos extendidos hacia adelante aferrados a la cruz:
"Mandinga ¡qué te hacés el valiente!
¿por qué no dejas de hinchar
y te vas para siempre?"

El Diablo otra vez se quedó inmóvil. No podía creer tamaña irreverencia hacia él, el más
maligno y poderoso de las tinieblas!
A esa altura del campeonato, los chicos no solo tiritaban y se hacían pis del miedo sino
que también se despedían en pensamientos de sus padres, de sus amigos y de sus
juguetes porque creían que de esta no salían con vida.
Pero cada vez que el Mandinga amagaba con su furia diabluna, Don Zárate retrucaba
cantando con la cruz extendida:
"Anda a pasear,
diablo que ladra no muerde,
que acá te está retando
un gaucho que no te teme!"

Y así, una y otra vez, siempre con un estribillo nuevo para desconcertar al Mandinga,
hasta que por fin amaneció.
La nube negra del Mandinga se destiñó con los brotes coloridos del sol, pero el abuelo
seguía allí, al pie de la tormenta de maldades con su cruz de palo santo y mil ver sos más
para gritarle al muy maldito.
Ya al mediodía, el Mandinga -que como buen Diablo más sabe por viejo que por Diablo-
se dio cuenta de que con este paisano no podría y que más vale se iba de allí antes que el
sol le cocinara los restos de betûn de la noche que aún lo cubrían.
Asi fue que con las últimas hilachas de tinieblas que le quedaban, se resignó a dejar a los
chicos en paz, enrolló su nube negra de relámpagos y se fue a otra cueva a ver si
enganchaba a algún pasajero desprevenido con menos tretas y más miedo que Don Zárate.
Los chicos -que alentaron al abuelo todo el tiempo que duró el duelo escondidos tras unos
chañares- ahora, mientras volvían a casa, le agradecian con tonaditas el haberlos salvado.
"Tenemos un abuelo
que es una maravilla.
Retruca con versitos
al diablo del Mandinga."

¡Pero los chicos saben que se salvaron ... solo por esta vez!
Por eso -y por las dudas- de allí en más evitan pasar delante de cualquier cueva. Porque
ni ellos ni nadie sabe ... ¿en qué montaña? … ¿en cuál rincón de las sierras?...
¿Dónde está ahora la Salamanca?

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