El Yo y El Ello

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El yo y el ello (1923) – Sigmund Freud

Nota: las elucidaciones hechas aquí retoman ilaciones de pensamiento iniciadas en


“Más allá del principio de placer”.

I. Conciencia e inconsciente

La diferenciación de lo psíquico en consciente e inconsciente es la premisa básica del


psicoanálisis. Este considera la conciencia como una cualidad de lo psíquico que puede
añadirse a otras o faltar.

“Ser conciente” es, en primer lugar, una expresión puramente descriptiva, que invoca
la percepción más inmediata. En segundo lugar la experiencia muestra que el estado de la
conciencia pasa con rapidez; la representación ahora consciente no lo es mas en el
momento que sigue. Puede volver a serlo bajo ciertas condiciones. Entretanto, estuvo
latente. En todo momento fue susceptible de conciencia. Ha sido inconsciente
(descriptivo). Eso inconsciente coincide con latente-susceptible de conciencia.

Hemos llegado al término o concepto inconciente por otro camino: por experiencias en
las que desempeña un papel la dinámica anímica: existen procesos anímicos o
representaciones muy intensas (factor cuantitativo y económico) que pueden tener plenas
consecuencias para la vida anímica, solo que ellos mismos no devienen conscientes. Tales
representaciones no pueden ser conscientes porque cierta fuerza se resiste a ello. Si así no
fuese, podrían devenir conscientes. Se llama represión (esfuerzo de desalojo) al estado en
que ellas se encontraban antes de que se las hiciera conscientes. En el curso del trabajo
psicoanalítico se siente como resistencia la fuerza que produjo y mantuvo a la represión.
Por lo tanto, es de la doctrina de la represión de donde se extrae el concepto
psicoanalítico de lo inconsciente. Lo reprimido es el modelo de lo inconsciente.

Se tienen dos clases de inconsciente: lo latente, susceptible de conciencia, y lo


reprimido, insusceptibles de consciencia.

Se llama preconsciente a lo latente (inconsciente descriptivamente no en el sentido


dinamico) e inconsciente a lo reprimido (inconsciente dinámicamente).
Se tienen entonces tres términos: consciente, preconsciente e inconsciente, cuyo
sentido ya no es únicamente descriptivo. El preconsciente esta mucho más cerca de la
conciencia que el inconsciente.
En el sentido descriptivo hay dos clases de inconsciente, en el sentido dinámico solo
uno: lo inconsciente reprimido.

Ahora bien, en el curso ulterior del trabajo psicoanalítico se evidencia que esos
distingos no bastan, son insuficientes en la practica. Nos hemos formado la representación
de una organización coherente de los procesos anímicos en una persona y la llamamos su
yo. De este yo depende la conciencia: el gobierna los accesos a la motilidad, a la descarga
de las excitaciones en el mundo exterior; es aquella instancia anímica que ejerce un
control sobre todos sus procesos parciales, y que por la noche se va a dormir, a pesar de lo
cual aplica la censura onírica. De este yo parten también las represiones.
En el análisis, eso hecho a un lado por la represión se contrapone al yo, y se plantea la
tarea de cancelar las resistencias que el yo exterioriza a ocuparse de lo reprimido.
Cuando las asociaciones del enfermo fallan cuando debería aproximarse a lo reprimido,
se encuentra bajo el imperio de una resistencia, pero él no sabe de eso. Y puesto que esa
resistencia parte de su yo enfrentamos una situación imprevista. Se ha hallado en el yo
algo que es también inconsciente, que se comporta como lo reprimido, vale decir,
exterioriza efectos intensos sin devenir a su vez consciente, y se necesita de un trabajo
particular para hacerlo consciente.
Freud advirtió que caía en imprecisiones si seguía su modo de expresión habitual, como
por ejemplo, reconducir la neurosis a un conflicto entre lo consciente y lo inconsciente. Se
vio obligado a sustituir esa oposición por otra: la oposición entre el yo coherente y lo
reprimido escindido de él.
La consideración dinámica nos aporto la primera enmienda, la intelección estructural
trae la segunda.
Todo lo reprimido es inconsciente pero no todo lo inconsciente es reprimido (no lo es
la resistencia del yo). También una parte del yo puede ser inconsciente. Y esto
inconsciente del yo no es latente en el sentido de lo preconsciente, pues si así fuera no
podría ser activado sin devenir consciente. Se estatuye entonces un tercer inconsciente,
no reprimido. El carácter de la inconsciencia pierde significatividad para Freud. Pasa a ser
una cualidad multivoca.

1-Icc descriptivo (latente) 2-icc dinamico (reprimido) 3-yo icc (resistencias)

II. El yo y el ello

Desde que sabemos que también el yo puede ser inconsciente en el sentido genuino,
querríamos averiguar más acerca de él. Hasta ahora, en el curso de nuestras
investigaciones, el único punto de apoyo que tuvimos fue el signo distintivo de la
conciencia o la inconsciencia; últimamente hemos visto cuan multívoco puede ser.

No obstante, todo nuestro saber está ligado siempre a la conciencia. Aun de lo Icc sólo
podemos tomar noticia haciéndolo conciente. ¿Qué quiere decir hacer conciente algo?

Tenemos dicho que la conciencia es la superficie del aparato anímico. Se la ha adscrito a


un sistema que espacialmente es el primero contando desde el mundo exterior (en el
sentido funcional y anatómico). Por lo tanto, son concientes todas las percepciones que
nos vienen de afuera (percepciones sensoriales) y, de adentro, las sensaciones y
sentimientos. ¿Qué ocurre con aquellos otros procesos que acaso podemos reunir bajo el
título de «procesos de pensamiento»? ¿Son ellos los que, consumándose en algún lugar
del interior del aparato como desplazamientos de energía anímica en el camino hacia la
acción, advienen a la superficie que hace nacer la conciencia, o es la conciencia la que va
hacia ellos? Ambas posibilidades son inimaginables, una tercera tendría que ser la
correcta.

La diferencia entre una representación (un pensamiento) inconsciente y una


preconsciente consiste en que la primera se consuma en algún material no conocido,
mientras que en el caso de la segunda, se añade la conexión representaciones-palabra.
La pregunta por el cómo algo deviene consciente debe ser modificada por el cómo algo
deviene preconsciente. La respuesta serían lo hace por conexión con las correspondientes
representaciones-palabras.
Estas representaciones-palabra son restos mnémicos; una vez fueron percepciones y
pueden devenir de nuevo conscientes. Solo puede devenir consciente lo que ya una vez
fue percepción consciente. Lo que desde adentro quiere devenir consciente tiene que
intentar trasponerse en percepciones exteriores. Esto se vuelve posible por medio de las
huellas mnémicas.
Se concibe a los restos mnémicos como contenidos en sistemas inmediatamente
contiguos al sistema preconsciente-consciente, por lo cual sus investiduras fácilmente
pueden trasmitirse hacia adelante, viniendo desde adentro, a los elementos de este
último sistema.
Los restos de palabra provienen de percepciones acústicas, a través de lo cual es dado
un particular origen sensorial para el sistema preconsciente. La palabra es entonces el
resto mnémico de la palabra oída.
La pregunta por el modo en que se puede hacer preconsciente algo reprimido
(esforzado de desalojo) ha de responderse: restableciendo, mediante el trabajo analítico,
aquellos eslabones intermedios preconscientes. Por consiguiente, la consciencia
permanece en su lugar pero tampoco el inconsciente ha trepado hasta la consciencia.

El vinculo de la percepción externa con el yo es evidente pero el de la percepción


interna con el yo no lo es. La percepción interna proporciona sensaciones de procesos
que vienen de los estratos más diversos y profundos del aparato anímico. Se mueven en la
serie placer-displacer. Son más originarios, más elementales, que los provenientes de
afuera, y pueden salir a la luz aun en estados de conciencia turbada. Estas sensaciones son
multiloculares (de lugar múltiple), como las percepciones externas; pueden venir de
diversos lugares y tener así cualidades diferentes y hasta contrapuestas.

Las sensaciones de carácter placentero no tiene en si nada esforzante, a diferencia de


las sensaciones de displacer, que son esforzantes en alto grado: esfuerzan a la alteración,
a la descarga, y por eso se refiere el displacer a una elevación, y el placer a una
disminución, de la investidura energética, de la tensión. A lo que deviene consciente como
placer y displacer se lo llama otro cuantitativo-cualitativo.

Eso otro se compota como una moción reprimida. Puede desplegar fuerzas
pulsionantes sin que el yo note la compulsión. Solo una resistencia a la compulsión, un
retardo de la reacción de descarga, hace consciente enseguida a eso otro.
Por lo tanto Sensaciones y sentimientos solo devienen consciente si alcanzan al
sistema P, si les es bloqueada la conducción hacia adelante no afloran como sensaciones.
Asi de manera abreviada, no del todo correcta, se habla de sensaciones inconscientes,
mantenemos la analogía no del todo justificada con “representaciones
inconcientes”(pensamientos icc), la diferencia es que para traer a la consciencia la
representación inconsciente es preciso procurarle eslabones de conexión, lo cual no tiene
lugar para las sensaciones, que se transmiten directamente hacia adelante. La diferencia
entre consciente y preconsciente carece de sentido para las sensaciones. Aquí falta lo
preconsciente; las sensaciones son o conscientes o inconscientes.

El papel de las representaciones-palabras ahora se vuelve claro, por su mediacion los


procesos internos de pensamiento son convertidos en percepciones. A raíz de una
sobreinvestidura del pensar, los pensamientos devienen percibidos como de afuera.

Tras esta aclaración podemos edificar la representación del yo.

Al yo lo vemos partir del sistema perceptual P, como de su núcleo, y abrazar primero al


preconsciente, que se apuntala en los restos mnémicos. Empero el yo es además
inconsciente.
Propongo llamar yo a la esencia que parte del sistema perceptual y que es primero
preconsciente, y ello, en cambio, a eso otro psíquico que se comporta como icc.

Un in-dividuo es un ello psíquico, no conocido e inconsciente, sobre el cual, como una


superficie, se asienta el yo, desarrollado desde el sistema perceptual como si fuera su
núcleo. El yo no envuelve al ello por completo (como el disco germinal se asienta sobre el
huevo), sino solo en la extensión en que el sistema perceptual forma su superficie (la
superficie del yo). El yo no está separado tajantemente del ello: confluye (se une) hacia
abajo con él.
Lo reprimido también confluye (se une) con el ello, es una parte del ello. Solo es
segregado tajantemente del yo por las resistencias de represión, pero puede comunicarse
con el yo a través del ello.
El yo lleva un casquete auditivo, se asienta transversalmente.
El yo es la parte del ello alterada por la influencia directa del mundo exterior, con
mediación de P-CC. Se empeña en hacer valer sobre el ello el influjo del mundo exterior,
así como sus propios propósitos. Se afana por remplazar el principio de placer que rige en
el ello, por el principio de realidad. Para el yo, la percepción cumple el papel que en el
ello corresponde a la pulsión. El yo es el representante de la razón y la prudencia,
mientras que el ello contiene las pasiones.
La función del yo es el gobierno sobre los accesos a la motilidad. El yo toma fuerzas
prestadas (EJEMPLO DEL JINETE: El caballo simbolizaría el ELLO, el jinete, el YO; y las cuerdas, el SUPER
YO. Es decir, el hombre nace con una naturaleza llena de instintos: el  Ello, movido por el  "placer". Luego
descubre su existencia en el mundo: el  yo, movido por la  "realidad"; para terminar obedeciendo los límites
de la cultura: el  super yo, parametrado por la  "moral".) También el yo suele trasponer en acción la
voluntad del ello como si fuera la suya propia.
Además del influjo del sistema perceptual otro factor ejerce una acción sobre la génesis
del yo y su separación del ello, el cuerpo propio y sobre todo su superficie, es un sitio del
que pueden partir simultáneamente percepciones internas y externas. El yo es sobre todo
una esencia-cuerpo (esquema corporal cc); no es solo una esencia-superficie, la
proyección de una superficie (o sea que el yo deriva en última instancia de sensaciones
corporales, principalmente las que parten de la superficie del cuerpo. Cabe considerarlo
como la proyección psíquica de la superficie del cuerpo, además de representar la
superficie del aparato psíquico). El yo coherente es esencia cuerpo que tiene que ver con el
esquema corporal  es conciente  y esencia superficie es la proyección psíquica  de su cuerpo (imagen
corporal), es  icc  trastornado en la anorexia. En esquema corporal ella es un esqueleto pero en la
imagen corporal se ve gorda. 

Habituados como estamos a aplicar por doquier el punto de vista de una valoración social o ética,
no nos sorprende escuchar que el pulsionar de las pasiones inferiores tiene curso en lo
inconciente, pero esperamos que las funciones anímicas encuentren un acceso tanto más seguro y
fácil a la conciencia cuanto más alto se sitúen dentro de esa escala de valoración. Ahora bien, la
experiencia psicoanalítica nos desengaña en este punto.

Más sorprendente, empero, es otra experiencia. Aprendemos en nuestros análisis que hay
personas en quienes la autocrítica y la conciencia moral, vale decir, operaciones anímicas situadas
en lo más alto de aquella escala de valoración, son inconcientes.

Ahora bien, la experiencia nueva que nos fuerza, pese a nuestra mejor intelección crítica, a hablar
de un sentimiento inconciente de culpa.

Si queremos volver a adoptar el punto de vista de nuestra escala de valores, tendríamos que decir:
No sólo lo más profundo, también lo más alto en el yo puede ser inconciente. (leer teorico berth)

III. El yo y el superyó (ideal del yo)

Existe un grado en el interior del yo, una diferenciación, que ha de llamarse ideal-yo o
superyó. Esta pieza del yo mantiene un vínculo menos firme con la consciencia. (Es icc)

Habíamos logrado esclarecer el sufrimiento doloroso de la melancolía mediante el


supuesto de que un objeto perdido se vuelve a erigir en el yo, una investidura de objeto es
relevada por una identificación. En aquel momento, no sabíamos ni cuan frecuente ni
cuan típico es. Desde entonces hemos comprendido que tal sustitución participa en
considerable medida en la conformación del yo, y contribuye esencialmente, a producir lo
que se denomino su carácter.

Al comienzo, en la fase primitiva oral del in-dividuo es imposible distinguir entre


investidura de objeto e identificación.(ps d las ma) Más tarde, las investiduras de objeto
parten del ello, que siente las aspiraciones eróticas como necesidades. El yo, endeble
(débil) al principio recibe noticia de las investiduras de objeto, les presta su aquiescencia
(consentimiento) o busca defenderse de ellas mediante el proceso de la represión (id 1?)
(tótem y tabu).

Si un objeto sexual es resignado sobreviene la alteración del yo que es preciso


describir como erección del objeto en el yo (introyección) (id 2) lo mismo que en la
melancolía. Quizás el yo, mediante esta introyección que es una suerte de regresión al
mecanismo de la fase oral, facilite o posibilite la resignación del objeto.
Es este un proceso muy frecuente, sobre todo en fases tempranas del desarrollo. Da
lugar a esta concepción: el carácter del yo, es una sedimentación de las investiduras de
objeto resignadas, contiene la historia de estas elecciones de objeto.

Otro punto de viste enuncia que cuando el yo cobra los rasgos del objeto, se impone él
mismo al ello como objeto de amor, busca repararle su pérdida diciéndole: “mira, puedes
amarme también a mi; soy tan parecido al objeto…”.
La trasposición así cumplida de libido de objeto en libido narcisista conlleva una
resignación de las metas sexuales, una desexualizacion y, por tanto, una suerte de
sublimación.

Los efectos de las primeras identificaciones, producidas a la edad más temprana, serán
universales y duraderos. Esto reconduce a la génesis del ideal del yo, pues tras este se
esconde la identificación primera: con el padre de la prehistoria personal. A primera vista
no parece el resultado de una investidura de objeto sino una identificación aun más
temprana que la elección de objeto, es una identificación directa e inmediata, mas
temprana que cualquier investidura de objeto. Las elecciones de objeto que
corresponden a los primeros periodos sexuales y atañen al padre y madre parecen tener
su desenlace en una identificación de ese tipo, reforzando la identificación primaria.

Estos nexos tan complejos requieren ser descritos más a fondo. Dos factores son los
culpables de esta complicación: la disposición triangular de la constelación del Edipo y la
bisexualidad constitucional del individuo.
El caso del niño varón es que muy tempranamente desarrolla una investidura de
objeto hacia la madre, que tiene su punto de arranque en el pecho materno y muestra el
ejemplo de una elección de objeto según el tipo del apuntalamiento (anaclítico). Del
padre, el varón se apodera por identificación. Ambos vínculos marchan un tiempo uno
junto al otro, hasta que por el refuerzo de los deseos sexuales hacia la madre y por la
percepción de que el padre es un obstáculo para dichos deseos, nace el complejo de
Edipo. La identificación-padre cobra una tonalidad hostil, se trueca en el deseo de
eliminar al padre para sustituirlo junto a la madre. A partir de ahí, la relación con el padre
es ambivalente. La actitud ambivalente hacia el padre, y la aspiración de objeto tierna
hacia la madre, caracterizan para el varón el complejo de Edipo simple, positivo.
Con la demolición del complejo de Edipo tiene que ser resignada la investidura de
objeto de la madre. Puede tener dos remplazos: o bien una identificación con la madre, o
un refuerzo de la identificación-padre. Este último desenlace es el más normal. Permite
retener en cierta medida el vínculo tierno con la madre, la masculinidad experimentaría
una reafirmación en el carácter del varón por obra del sepultamiento del complejo de
Edipo. La actitud edípica de la niña puede desembocar en un refuerzo de su
identificación-madre (o en el establecimiento de esa identificación) que afirme su carácter
femenino.

Estas identificaciones no responden a nuestra expectativa, pues no introducen en el yo


al objeto resignado, aunque este desenlace también se produce y es más fácilmente
observable en la niña que en el varón. Muy a menudo averiguamos por el análisis que la
niña pequeña, después que se vio obligada a renunciar al padre como objeto de amor,
retoma y destaca su masculinidad y se identifica no con la madre, sino con el padre, esto
es, con el objeto perdido. Ello depende de que sus disposiciones masculinas posean la
intensidad suficiente.

La salida y el desenlace de la situación del Edipo en identificación-padre o


identificación-madre parecen depender, en ambos sexos, de la intensidad relativa de las
dos disposiciones sexuales. Este es uno de los modos en que la bisexualidad interviene
en los destinos del complejo de Edipo. El otro es que uno tiene la impresión de que el
complejo de Edipo simple no es el más frecuente, sino que corresponde a una
simplificación.

Una indagación más honda descubre las más de las veces el complejo de Edipo más
completo, que es uno duplicado, positivo y negativo, dependiente de la bisexualidad del
niño. Es decir que el varón no posee solo una actitud ambivalente hacia el padre y una
elección tierna de objeto hacia la madre, sino que se comporta también como una niña:
muestra la actitud femenina tierna hacia el padre y la actitud celosa y hostil hacia la
madre.

Yo opino que se hará bien en suponer en general, la existencia del complejo de Edipo
completo.

A raíz del sepultamiento del complejo de Edipo, las cuatro aspiraciones contenidas en él se
desmontan y desdoblan de tal manera que de ellas surge una identificación-padre y
madre; la identificación-padre retendrá el objeto-madre del complejo positivo y,
simultáneamente, el objeto-padre del complejo invertido; y lo análogo es válido para la
identificación-madre. En la diversa intensidad con que se acuñen sendas (trayectos)
identificaciones se espejará la desigualdad de ambas disposiciones sexuales

Como resultado más universal de la fase sexual gobernada por el complejo de Edipo se
puede suponer una sedimentación en el yo, que consiste en el establecimiento de la
identificación-padre y la identificación-madre, unificadas entre sí. Esta alteración del yo
recibe su posición especial: se enfrenta al otro contenido del yo como ideal del yo o
superyó.
Empero el superyó no es solo un residuo de las primeras elecciones de objeto del ello,
sino que tiene también la significatividad de una enérgica formación reactiva (imperativo
categórico) frente a ellas. Su vinculo con el yo no se agota en la advertencia “así debes ser”
(como el padre) sino que comprende también la prohibición “así no te es licito ser” (como
el padre), esto es, no puedes hacer todo lo que él hace, muchas cosas le están reservadas.
Esta doble faz del ideal del yo deriva del hecho de que estuvo empeñado en la represión
del complejo de Edipo.
Discerniendo en los progenitores, en particular en el padre, el obstáculo para la
realización de los deseos del Edipo, el yo infantil se fortaleció para esa operación represiva
erigiendo dentro de si ese mismo obstáculo. Toma prestada del padre la fuerza para
lograrlo. El superyó conservará el carácter del padre, y cuanto mas intenso fue el
complejo de Edipo y mas rápido se produjo su represión, tanto mas riguroso devendrá
después el imperio del superyó como conciencia moral, quizá también como sentimiento
inconsciente de culpa, sobre el yo.

El superyó es el resulta de dos factores:


-uno biológico, el desvalimiento y la dependencia del ser humano durante su
prolongada infancia, y
-uno histórico, el hecho de que su complejo de Edipo, que se ha reconducido a la
interrupción del desarrollo libidinal por el periodo de latencia, y a la acometida en dos
tiempos de la vida sexual.

El superyó o ideal del yo es la entidad más alta, la agencia representante de nuestro


vinculo parental, cuando niños pequeños, esas entidades superiores nos eran notorias y
familiares, las admirábamos y temíamos; más tarde, las acogimos en el interior de
nosotros mismos. El ideal del yo es, por lo tanto, la herencia del complejo de Edipo y, así,
expresión de las más potentes mociones y los importantes destinos libidinales del ello.
Mediante su institución, el yo se apodera del complejo de Edipo y se somete, él mismo, al
ello. Mientras que el yo es representante del mundo exterior, de la realidad, el superyó se
le enfrenta como abogado del mundo interior, del ello. Los conflictos entre el yo y el ideal
espejan la oposición entre lo real y lo psíquico, el mundo exterior y el mundo interior.

Es fácil mostrar que el ideal del yo satisface todas las exigencias que se plantean a la
esencia superior en el hombre:
-Como formación sustitutiva de la añoranza del padre, contiene el germen a partir del
cual se formaron todas las religiones
-En el posterior circuito del desarrollo, maestros y autoridades fueron retomando el
papel del padre; sus mandatos y prohibiciones han permanecido vigentes en el ideal del
yo y ahora ejercen, como conciencia moral, la censura moral. La tensión entre las
exigencias de la conciencia moral y las operaciones del yo es sentida como sentimiento de
culpa.
-Los sentimientos sociales descansan en identificaciones (id 3?) con otros sobre el
fundamento de un idéntico ideal del yo.

Religión, moral y sentir social (esos contenidos principales de lo elevado en el ser humano)
han sido, en el origen, uno solo. Según las hipótesis de Tótem y tabú se adquirieron,
filogenéticamente, en el complejo paterno: religión y limitación ética, por el dominio
sobre el complejo de Edipo. Los sentimientos sociales, por la constricción a vencer la
rivalidad remanente entre los miembros de la joven generación, puesto que la hostilidad
no puede satisfacerse, se establece una identificación con quienes fueron inicialmente
rivales.

La historia genética del superyó permite comprender que conflictos anteriores del yo
con las investiduras de objeto del ello pueden continuarse en conflictos con su heredero,
el superyó. Si el yo no logró dominar bien el complejo de Edipo, la investidura energética
de este, proveniente del ello, retomara su acción eficaz en la formación reactiva del ideal
del yo. La amplia comunicación de este ideal con esas mociones pulsionales inconscientes
resolverá el enigma de que el ideal mismo pueda permanecer en gran parte inconsciente,
inaccesible al yo.

IV. Las dos clases de pulsiones

El yo se encuentra bajo la particular influencia de la percepción, y tienen para el yo la misma


significatividad y valor que las pulsiones para el ello. Ahora bien, el yo está sometido a la acción de
las pulsiones lo mismo que el ello, del que no es más que un sector modificado.

Uno tiene que distinguir dos variedades de pulsiones:


-Las pulsiones sexuales o Eros, la más notable, porque es más fácil anoticiarse de ella.
Comprende la pulsión sexual no inhibida, genuina, y las mociones pulsionales sublimadas
y de meta inhibida, derivadas de aquella y también la pulsión de autoconservación, que
atribuimos al yo y que al comienzo del trabajo analítico habíamos contrapuesto a las
pulsiones sexuales de objeto.
-En cuanto a la segunda clase de pulsiones, llegamos a ver en el sadismo un
representante de ella. Suponemos una pulsión de muerte, encargada de reconducir al ser
vivo orgánico al estado inerte, mientras que el Eros persigue la meta de complicar la vida
mediante la reunión, la síntesis, de la sustancia viva dispersada en partículas, para
conservarla. Ambas pulsiones se comportan de una manera conservadora, aspiran a
restablecer un estado perturbado por la génesis de la vida. La vida entonces sería un
compromiso entre estas dos aspiraciones (aspiración a la vida y a la muerte).

En cada fragmento de sustancia viva estarían activas las dos clases de pulsiones, si bien en una
mezcla desigual, de suerte que una sustancia podría tomar sobre sí la subrogación principal del
Eros.
Las pulsiones de estas dos clases se conectan entre sí, se mezclan (no se sabe cómo).
Como consecuencia de la unión de los organismos elementales unicelulares en seres vivos
pluricelulares, se habría conseguido neutralizar la pulsión de muerte de las células
singulares y desviar hacia el mundo exterior, por la mediación de un órgano (la
musculatura), las mociones destructivas. La pulsión de muerte se exteriorizaría entonces
como pulsión de destrucción dirigida al mundo exterior y a otros seres vivos.

Se impone también la posibilidad de una desmezcla de las dos clases de pulsiones.


En los componentes sádicos de la pulsión sexual, estaríamos frente a un ejemplo
clásico de una mezcla pulsional al servicio de un fin; y en el sadismo devenido autónomo,
como perversión, el modelo de una desmezcla, si bien no llevada al extremo.

A partir de aquí se nos abre un panorama sobre un vasto ámbito de hechos, que aún no
había sido considerado bajo esta luz. Conocemos que la pulsión de destrucción es
sincronizada según reglas a los fines de la descarga, al servicio del Eros.

En una generalización, nos gustaría conjeturar que la esencia de una regresión libidinal (p. ej.,
de la fase genital a la sádico-anal) se apoya en una desmezcla de pulsiones, así como, a la inversa,
el progreso desde las fases anteriores a la fase genital definitiva tiene por condición un
suplemento(añadidura)de componentes eróticos.

También se plantea una pregunta: La regular ambivalencia que tan a menudo hallamos
reforzada en la neurosis, ¿no ha de concebirse como resultado de una desmezcla? Pero
ella es tan originaria que más bien es preciso considerarla como una mezcla pulsional no
consumada.

Freud supone un conmutador (aparato), como si en la vida anímica hubiera (ya sea en
el yo o en el ello) una energía desplazable, en si indiferente, que pudiera agregarse a una
moción erótica o a una destructiva cualitativamente diferenciadas, y elevar su investidura
total.

Y en verdad, en la presente elucidación tengo para ofrecer sólo un supuesto, no una


prueba. Parece verosímil que esta energía indiferente y desplazable, activa tanto en el yo
como en el ello, provenga del acopio (acumulación) libidinal narcisista y sea, por ende,
Eros desexualizado. Es que las pulsiones eróticas nos parecen en general más plásticas,
desviables y desplazables que las pulsiones de destrucción. Y desde ahí uno puede
continuar diciendo, que esta libido desplazable trabaja al servicio del principio de placer a
fin de evitar estasis y facilitar descargas.

Ahora habría que emprender una importante ampliación en la doctrina del narcisismo.
Al principio toda libido esta acumulada en el ello, en tanto el yo se encuentra todavía en
proceso de formación o es endeble (débil). El ello envía una parte de esta libido a las
investiduras eróticas de objeto, luego de lo cual el yo fortalecido procura apoderarse de
esta libido de objeto e imponerse al ello como objeto de amor. Por lo tanto, el narcisismo
del yo es un narcisismo secundario, sustraído de los objetos.

Las mociones pulsionales que podemos estudiar se revelan como retoños del Eros. Si
no fuera por las consideraciones desarrolladas en Más allá del principio de placer y,
últimamente, por las contribuciones sádicas al Eros, nos resultaría difícil mantener la
intuición básica dualista. Ahora bien, puesto que nos vemos precisados a mantenerla, se
nos impone la impresión de que las pulsiones de muerte son, en lo esencial, mudas, y casi
todo el alboroto de la vida parte del Eros.

Si la vida está gobernada por el principio de constancia, si esta entonces destinada a


ser un deslizarse hacia la muerte, son las exigencias del Eros (las pulsiones sexuales) las
que como necesidades pulsionales detienen la caída del nivel e introducen nuevas
tensiones. El ello, guiado por el principio de placer, o sea por la percepción del displacer,
se defiende de esas necesidades por diversos caminos. En primer lugar, cediendo con la
mayor rapidez posible a los reclamos de la libido no desexualizada, esto es, pugnando por
la satisfacción de las aspiraciones directamente sexuales.

La repulsión de los materiales sexuales en el acto sexual se corresponde en cierta


medida con la división entre soma y plasma germinal. De ahí la semejanza entre el estado
que sobreviene tras las satisfacción sexual plena y el morir. Estos seres mueren al
reproducirse, pues, segregado el Eros por la satisfacción, la pulsión de muerte queda con
las manos libres para llevar a cabo sus propósitos. Pero el yo le alivia al ello ese trabajo de
apoderamiento sublimando sectores de la libido para y para sus fines.

V. Los vasallajes del yo

El yo se forma en buena parte desde identificaciones que toman el relevo de


investiduras del ello, resignadas; que las primeras de estas identificaciones se comportan
regularmente como una instancia particular dentro del yo, se contraponen al yo como
superyó, en tanto que el yo fortalecido, mas tarde, acaso ofrezca mayor resistencia a tales
influjos de identificación.
El superyó debe su posición particular dentro del yo o respecto de él a un factor que se
ha de apreciar desde dos lados. El primero: es la identificación inicial, ocurrida cuando el
yo era todavía endeble; y el segundo: es el heredero del complejo de Edipo, y por tanto
introdujo en el yo los objetos más grandiosos. Conserva a lo largo de la vida su carácter de
origen, proveniente del complejo paterno: la facultad de contraponerse al yo y
dominarlo. Es el monumento recordatorio de la endeblez y dependencia en que el yo se
encontró en el pasado, y mantiene su imperio aun sobre el yo maduro. Así como el niño
estaba compelido a obedecer a sus progenitores, de la misma manera el yo se somete al
imperativo categórico de su superyó.
Descender de las primeras investiduras de objeto del ello, y por tanto del complejo de
Edipo, pone al superyó en relación con las adquisiciones filogenéticas del ello y lo
convierte en reencarnación de anteriores formaciones yoicas, que han dejado sus
sedimentos en el ello. Por eso el superyó mantiene afinidad con el ello, y puede
subrogarlo frente al yo. Se sumerge en el ello, en razón de lo cual esta mas distanciado de
la conciencia que el yo.

Para apreciar estos nexos será volver sobre ciertos hechos clínicos

La reacción terapéutica negativa (en estas personas no prevalece la voluntad de


curación, se resisten a la cura, prevalece la necesidad de estar enfermas. La curación es
temida como un peligro). Este obstáculo para el restablecimiento demuestra ser el más
poderoso; más que la inaccesibilidad narcisista, la actitud negativa frente al médico y el
aferramiento a la ganancia de la enfermedad.

Se llega a la intelección de que se trata de un factor moral, de un sentimiento de culpa


que halla su satisfacción en la enfermedad y no quiere renunciar al castigo de padecer. Ese
sentimiento de culpa es mudo (icc) para el enfermo, él no se siente culpable, sino
enfermo. Solo se exterioriza en una resistencia a la curación. Resulta particularmente
trabajoso convencer al enfermo de que ese es un motivo de su persistencia en la
enfermedad; él se atendrá a la explicación más obvia, a saber, que la cura analítica no es
el medio correcto para sanarlo.

El sentimiento de culpa normal, consciente (conciencia moral) no ofrece dificultades a


la interpretación; descansa en la tensión entre el yo y el ideal del yo, es la expresión de
una condena del yo por su instancia critica (superyó).
En dos afecciones, el sentimiento de culpa es conciente (notorio) de manera
hiperintensa; el ideal del yo muestra en ellas una particular severidad, y se abate sobre el
yo con una furia cruel. Pero la conducta del ideal del yo presenta entre estos estados, la
neurosis obsesiva y la melancolía, además de la señalada concordancia, divergencias.

En algunas formas de neurosis obsesiva el sentimiento de culpa es hiperexpreso, pero


no puede justificarse ante el yo. El análisis muestra que el superyó está influido por
procesos de que el yo no se ha percatado. Pueden descubrirse, efectivos y operantes, los
impulsos reprimidos que son el fundamento del sentimiento de culpa. En este caso, el
superyó ha sabido más que el yo acerca del ello inconsciente.

En el caso de la melancolía es más fuerte la impresión de que el superyó ha arrastrado


hacia si a la conciencia. Pero aquí el yo se confiesa culpable y se somete al castigo. En la
neurosis obsesiva se trababa de mociones repelentes que permanecían fuera del yo; en la
melancolía, en cambio, el objeto, a quien se dirige la cólera del superyó, ha sido acogido
en el yo por identificación.

Los casos en que el sentimiento de culpa permanece inconsciente son el de la histeria y


estados de tipo histérico. El yo histérico se defiende de la crítica de su superyó de la
misma manera como se defendería de una investidura de objeto insoportable: mediante
un acto de represión. Se debe al yo, entonces, que el sentimiento de culpa permanezca
inconsciente. El yo suele emprender las represiones al servicio y por encargo de su
superyó; pero he aquí un caso en que usa esa arma contra su severo amo (el superyó).

En todas estas constelaciones, el superyó da pruebas de su independencia del yo conciente y


de sus íntimos vínculos con el ello inconciente. Ahora bien, surge una pregunta: El superyó, toda
vez que es inconsciente, ¿consiste en representaciones-palabra o en otra cosa? La
respuesta prudente seria que el superyó no puede desmentir que proviene también de lo
oído, es sin duda una parte del yo y permanece accesible a la conciencia desde esas
representaciones-palabra pero la energía de investidura no les es aportada a estos
contenidos del superyó por la percepción auditiva sino que lo aportan las fuentes del ello.

¿Cómo el superyó se exterioriza como critica y despliega contra el yo una dureza y


severidad tan extraordinarias? En la melancolía, se halla que el superyó hiperintenso, que
ha arrastrado hacia si a la conciencia, se abate con furia sobre el yo, como si se hubiera
apoderado de todo el sadismo disponible en el individuo. El componente destructivo se ha
depositado en el superyó y se ha vuelto hacia el yo. Lo que ahora gobierna en el superyó
es un cultivo de la pulsión de muerte, que a menudo logra empujar al yo a la muerte.

Por oposición a lo que ocurre en la melancolía, el neurótico obsesivo nunca llega a


darse muerte. Es la conservación del objeto (en la melancolía se pierde y se introyecta en
el yo) lo que garantiza la seguridad del yo. En la neurosis obsesiva, una regresión a la
organización pregenital hace posible que los impulsos de amor se transpongan en
impulsos de agresión hacia el objeto. A raíz de ello, la pulsión de destrucción queda
liberada y quiere aniquilar al objeto. El yo no acoge esas tendencias, se revuelve contra
ellas con formaciones reactivas y medidas precautorias. Permanecen entonces en el ello.
Pero el superyó se comporta como si el yo fuera responsable de ellas. Muestra que se
trata de una efectiva sustitución de amor por odio.

Desvalido hacia ambos costados, el yo se defiende en vano de las insinuaciones del ello
asesino y de los reproches de la conciencia moral castigadora. Consigue inhibir al menos
las acciones más groseras de ambos. El resultado es, primero, un automartirio
interminable y luego una martirizacion sistemática del objeto toda vez que se pueda.

Las pulsiones de muerte son tratadas de diversa manera en el individuo: en parte se las
toma inofensivas por mezcla con componentes eróticos, en parte se desvían hacia afuera
como agresión, pero en buena parte prosiguen su trabajo interior sin ser obstaculizadas.

El ello es totalmente amoral, el yo se empeña por ser moral, el superyó puede ser
hipermoral y entonces volverse tan cruel como solo puede serlo el ello.

El ser humano, mientras más limita su agresión hacia afuera, tanto mas severo y
agresivo se torna en su ideal del yo. Es como un descentramiento, una vuelta hacia el yo
propio.
El superyó ha engendrado por una identificación con el arquetipo paterno. Cualquier
identificación de esta índole tiene el carácter de una desexualización o de una
sublimación. A raíz de una tal trasposición se produce también una desmezcla de
pulsiones. Tras la sublimación, el componente erótico ya no tiene mas la fuerza para ligar
toda la destrucción aleada (mezclada) con el y esta se libera como inclinación de
aprensión y destrucción. Seria de esta desmezcla de donde el ideal extrae todo el sesgo
duro y cruel del imperioso deber-ser.

En la neurosis obsesiva la desmezcla del amor en agresión no se ha producido por una


operación del yo, sino que es la consecuencia de una regresión consumada en el ello. Mas
este proceso ha desbordado desde el ello sobre el superyó, que ahora acrecienta su
severidad contra el yo inocente. Pero en la neurosis obsesiva y la melancolía, el yo, que ha
dominado a la libido mediante identificación, sufriría a cambio, de parte del superyó, el
castigo por medio de la agresión entreverada con la libido.

Ahora vemos al yo en su potencia y en su endeblez.


-Se le han confiado importantes funciones. En virtud de su nexo con el sistema
percepción establece el ordenamiento temporal de los procesos anímicos y los somete al
examen de realidad. Mediante la interpolación de los procesos de pensamiento consigue
aplazar las descargas motrices y gobierna los accesos a la motilidad. El yo se enriquece a
raíz de todas las experiencias de vida que le vienen de afuera; pero el ello es su otro
mundo exterior, que él procura someter. Sustrae (quita) libido al ello, trasforma las
investiduras de objeto del ello en conformaciones del yo. Con la ayuda del superyó, se
nutre de las experiencias de la prehistoria almacenadas en el ello.
Hay dos caminos por los cuales el contenido del ello puede penetrar en el yo. Uno es el
directo, el otro pasa a través del ideal del yo.
El yo se desarrolla desde la percepción de las pulsiones hacia su gobierno sobre estas,
desde la obediencia a las pulsiones hacia su inhibición. En esta operación participa el ideal
del yo, siendo una formación reactiva contra los procesos pulsionales del ello.

-Por otra parte el yo es una pobre cosa sometida a tres servidumbres; sufre las
amenazadas de tres clases de peligros: de parte del mundo exterior, de la libido del ello y
de la severidad del superyó. Tres variedades de angustia corresponden a estos tres
peligros, pues la angustia es la expresión de una retirada frente al peligro.(angustia
preparación para estos tres peligros)

El yo quiere mediar entre el mundo y el ello, hacer que el ello obedezca al mundo y (a
través de sus propias acciones musculares) hacer que el mundo haga justicia al deseo del
ello. Con su miramiento por el mundo real quiere dirigir sobre si la libido del ello. Es el
auxiliador del ello y es también su siervo. Procura mantenerse en concordancia con el ello,
recubre sus órdenes inconscientes con sus racionalizaciones preconscientes, simula la
obediencia del ello a las admoniciones de la realidad.
No se mantiene neutral entre las dos variedades de pulsiones. Mediante su trabajo de
identificación y de sublimación presta auxilio a las pulsiones de muerte para dominar a la
libido, pero así cae en el peligro de devenir objeto de las pulsiones de muerte y de
sucumbir el mismo. A fin de prestar ese auxilio, el mismo tuvo que llenarse con libido, y
por esa vía deviene subrogado del Eros y ahora quiere vivir y ser amado.

Pero como su trabajo de sublimación tiene por consecuencia una desmezcla de


pulsiones y una liberación de las pulsiones de agresión dentro del superyó, su lucha contra
la libido lo expone al peligro de maltrato y de la muerte.

Entre los vasallajes del yo el más interesante es el que lo somete al superyó.

El yo es el genuino almacigo de la angustia. Amenazado por las tres clases de peligro, el yo


desarrolla el reflejo de huida retirando su propia investidura de la percepción
amenazadora, o del proceso del ello estimado amenazador y emitiendo aquella como
angustia. Esta reacción primitiva es relevada más tarde por la ejecución de investiduras
protectoras (mecanismo de las fobias).

No se puede indicar qué es lo que da miedo al yo a raíz del peligro exterior o del peligro
libidinal en el ello; sabemos que es su avasallamiento o aniquilación, pero analíticamente
no podemos aprehenderlo. El yo obedece a la puesta en guardia del principio de placer.
Pero si puede enunciarse lo que se oculta tras la angustia del yo frente al superyó (la
angustia de la conciencia moral). Del ser superior que devino ideal del yo existio una vez la
amenaza de castración, y esta angustia de castración es probablemente el núcleo de la
posterior angustia de la conciencia moral; ella es la que se continúa como angustia de la
conciencia moral.
El único mecanismo posible de la angustia de muerte sería que el yo diera de baja en gran
medida a su investidura libidinal narcisista, y por tanto se resignase a sí mismo tal como
suele hacerlo, en caso de angustia, con otro objeto. Opino que la angustia de muerte se
juega entre el yo y el superyó.

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