Taller Evaluativo 2020-2
Taller Evaluativo 2020-2
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Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de la
Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida.
Casi setenta años después recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las palabras de los
libros en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las barreras del tiempo y del espacio y
permitiéndome viajar con el capitán Nemo veinte mil leguas de viaje submarino, luchar
junto a d’Artagnan, Athos, Portos y Aramís contra las intrigas que amenazan a la Reina en
los tiempos del sinuoso Richelieu, o arrastrarme por las entrañas de París, convertido en
Jean Valjean, con el cuerpo inerte de Marius a cuestas.
La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al alcance del pedacito de
hombre que era yo el universo de la literatura. Mi madre me contó que las primeras cosas
que escribí fueron continuaciones de las historias que leía pues me apenaba que se
terminaran o quería enmendarles el final. Y acaso sea eso lo que me he pasado la vida
haciendo sin saberlo: prolongando en el tiempo, mientras crecía, maduraba y envejecía, las
historias que llenaron mi infancia de exaltación y de aventuras.
Me gustaría que mi madre estuviera aquí, ella que solía emocionarse y llorar leyendo los
poemas de Amado Nervo y de Pablo Neruda, y también el abuelo Pedro, de gran nariz y
calva reluciente, que celebraba mis versos, y el tío Lucho que tanto me animó a volcarme
en cuerpo y alma a escribir aunque la literatura, en aquel tiempo y lugar, alimentara tan mal
a sus cultores. Toda la vida he tenido a mi lado gentes así, que me querían y alentaban, y
me contagiaban su fe cuando dudaba. Gracias a ellos y, sin duda, también, a mi terquedad y
algo de suerte, he podido dedicar buena parte de mi tiempo a esta pasión, vicio y maravilla
que es escribir, crear una vida paralela donde refugiarnos contra la adversidad, que vuelve
natural lo extraordinario y extraordinario lo natural, disipa el caos, embellece lo feo,
eterniza el instante y torna la muerte un espectáculo pasajero.
Si convocara en este discurso a todos los escritores a los que debo algo o mucho sus
sombras nos sumirían en la oscuridad. Son innumerables. Además de revelarme los
secretos del oficio de contar, me hicieron explorar los abismos de lo humano, admirar sus
hazañas y horrorizarme con sus desvaríos. Fueron los amigos más serviciales, los
animadores de mi vocación, en cuyos libros descubrí que, aun en las peores circunstancias,
hay esperanzas y que vale la pena vivir, aunque fuera sólo porque sin la vida no podríamos
leer ni fantasear historias.
Algunas veces me pregunté si en países como el mío, con escasos lectores y tantos pobres,
analfabetos e injusticias, donde la cultura era privilegio de tan pocos, escribir no era un lujo
solipsista. Pero estas dudas nunca asfixiaron mi vocación y seguí siempre escribiendo,
incluso en aquellos períodos en que los trabajos alimenticios absorbían casi todo mi tiempo.
Creo que hice lo justo, pues, si para que la literatura florezca en una sociedad fuera
requisito alcanzar primero la alta cultura, la libertad, la prosperidad y la justicia, ella no
hubiera existido nunca. Por el contrario, gracias a la literatura, a las conciencias que formó,
a los deseos y anhelos que inspiró, al desencanto de lo real con que volvemos del viaje a
una bella fantasía, la civilización es ahora menos cruel que cuando los contadores de
cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas. Seríamos peores de lo que somos
sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos inquietos e insumisos y el
espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. Igual que escribir, leer es protestar
contra las insuficiencias de la vida. Quien busca en la ficción lo que no tiene, dice, sin
necesidad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida tal como es no nos basta para colmar
nuestra sed de absoluto, fundamento de la condición humana, y que debería ser mejor.
Inventamos las ficciones para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que
quisiéramos tener cuando apenas disponemos de una sola.
Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la libertad para que la
vida sea vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por un tirano, una
ideología o una religión. Quienes dudan de que la literatura, además de sumirnos en el
sueño de la belleza y la felicidad, nos alerta contra toda forma de opresión, pregúntense por
qué todos los regímenes empeñados en controlar la conducta de los ciudadanos de la cuna a
la tumba, la temen tanto que establecen sistemas de censura para reprimirla y vigilan con
tanta suspicacia a los escritores independientes. Lo hacen porque saben el riesgo que corren
dejando que la imaginación discurra por los libros, lo sediciosas que se vuelven las
ficciones cuando el lector coteja la libertad que las hace posibles y que en ellas se ejerce,
con el oscurantismo y el miedo que lo acechan en el mundo real. Lo quieran o no, lo sepan
o no, los fabuladores, al inventar historias, propagan la insatisfacción, mostrando que el
mundo está mal hecho, que la vida de la fantasía es más rica que la de la rutina cotidiana.
Esa comprobación, si echa raíces en la sensibilidad y la conciencia, vuelve a los ciudadanos
más difíciles de manipular, de aceptar las mentiras de quienes quisieran hacerles creer que,
entre barrotes, inquisidores y carceleros viven más seguros y mejor.
La buena literatura tiende puentes entre gentes distintas y, haciéndonos gozar, sufrir o
sorprendernos, nos une por debajo de las lenguas, creencias, usos, costumbres y prejuicios
que nos separan. Cuando la gran ballena blanca sepulta al capitán Ahab en el mar, se
encoge el corazón de los lectores idénticamente en Tokio, Lima o Tombuctú. Cuando
Emma Bovary se traga el arsénico, Anna Karenina se arroja al tren y Julián Sorel sube al
patíbulo, y cuando, en El Sur, el urbano doctor Juan Dahlmann sale de aquella pulpería de
la pampa a enfrentarse al cuchillo de un matón, o advertimos que todos los pobladores de
Comala, el pueblo de Pedro Páramo, están muertos, el estremecimiento es semejante en el
lector que adora a Buda, Confucio, Cristo, Alá o es un agnóstico, vista saco y corbata,
chilaba, kimono o bombachas. La literatura crea una fraternidad dentro de la diversidad
humana y eclipsa las fronteras que erigen entre hombres y mujeres la ignorancia, las
ideologías, las religiones, los idiomas y la estupidez. […] Mario Vargas Llosa.
NIVEL LITERAL
1.
NIVEL INFERENCIAL
a. La buena literatura tiende puentes entre gentes distintas y, haciéndonos gozar, sufrir o
sorprendernos, nos une por debajo de las lenguas, creencias, usos, costumbres y prejuicios que nos
separan.
Aquí se ve expresado como la literatura es el modo en que todas las personas nos volvemos iguales,
aquí no importa cómo te veas, tus creencias, costumbre o tus preferencias. Es el lugar donde nadie
es discriminado. Aquí leer es compartir el mismo de sentimiento de angustia por un libro, llorar por
el final de un libro, los posibles destinos de nuestros personajes favoritos, el amor que sentimos que
tenemos hacia nuestro personaje favorito, como soñamos con pertenecer al mundo que nos hemos
creado en nuestras mentes. Aquí compartimos nuestros sentimientos y eso es lo que importa.
b. Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la libertad para que la vida sea
vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por un tirano, una ideología o una
religión.
Cuando leemos inconscientemente, nuestra mente recrea toda esa lectura, en nuestras mentes
nosotros también somos parte del libro, sentimos el dolor, felicidad, miedo, angustia, cada uno de
los sentimientos que nos trasmite el personaje; soñamos que por un momento estamos en otro lugar,
tiempo, espacio; soñamos con que todos nuestros sueños se pueden hacer realidad. Es el momento
en que somos libre de ser niño, un ángel, un demonio, un vampiro, una hechicera, la sueña de una
compañía, una astronauta, una gran bailarina, etc. Aquí es posible ser todo lo que queramos ser
el que los regímenes opresores le teman al poder de la lectura, demuestra como todos no podemos
dejar influenciar por esta, que nuestro pensamientos sean más fuertes y nos queramos hacer notar,
en como queramos ser igual Hermione Granger y Elizabeth Bennet, queremos ser personas fuertes,
inteligentes, independientes, divertidas y hasta un poco rebeldes. O ser como Frodo Bolson, que nos
enseña a no desistir y que podemos hacer todo lo que nos proponemos, a pesar de las adversidades.
O como Samsagaz "Sam" Gamyi que nos enseña el valor de la lealtad y hermandad.
CODDIGO: 2020226117