Buque de Arte

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Sergio Mansilla Torres

BUQUE DE ARTE
Poesía reunida 1975-2005

Valdivia, Chile, 2010


© Sergio Mansilla Torres
[email protected]
http://sergiomansilla.com/

Todos los libros que se incluyen


en este volumen de poesía reunida
poseen su respectivo registro de propiedad intelectual.

Ediciones Aumen Digital


Valdivia, sector Niebla, septiembre de 2010

—2—
Buque de arte. Poesía reunida 1975-2005 incluye la
totalidad de mis poemas recogidos en seis libros
publicados hasta 2005, desde Noche de agua, 1986 (con
prólogo de Iván Carrasco y que contiene poemas
escritos entre 1975 y 1985), hasta Cauquil, publicado
precisamente en 2005. Cauquil, a su vez, incluyó varios
poemas que ya se habían hecho públicos con
anterioridad a 2005, poemas que forman parte de Noche
de agua, de El sol y los acorralados danzantes y de Respirar
en el desfiladero. De estos tres últimos libros
mencionados incluyo, en el presente volumen, sólo
aquellos textos que no aparecen en Cauquil.
Se autoriza a citar y/o reproducir todo o parte de
este conjunto de poemas en cualquier medio, siempre
que se indique la fuente y se mencione al autor.

S. M. T.

—3—
CAUQUIL

Santiago: Cuarto Propio, 2005

—4—
Cauquil:
Fosforescencia de color verde-azulado intenso que se produce al caminar
sobre la playa barrosa durante las noches estrelladas. Se trata de un
anélido fosforescente: nortiluca.

—5—
Dedico este libro a todos los habitantes de Chiloé, a los de antes, a los de
ahora, a los que vendrán, y a todos los que son habitados por Chiloé.

A don Delfín Vargas, lanchero y chichero fino, de finezas de viento


inconstante

a doña Jesús Gallardo, la rezadora que, rosario en mano, acariciaba el


tobillo de Dios

y a don Maurilio, el hierbatero descalzo que me curó del susto en la


primavera de 1961
(según cuenta mi madre),

in memoriam.

—6—
Debo llevar mi casa y mi tierra
de infancia
en lo más íntimo de mis venas,
debo ocultar en lejanías indescifrables
mi espacio de lluvias surcado
de barcos y relámpagos.
Mi espacio fiel, mi guardián
que mantiene a raya los infiernos,
protegiéndome de los falsos orgullos
y de la soberbia
de los que se sienten agraciados y felices.

—7—
PALABRAS LIMINARES
(Tentén-Vilú, Caicai-Vilú)

La divinidad no se está tranquila, sino que sus potencias obran sin tregua
y luchan amorosamente, se mueven y combaten, como sucede con dos
criaturas que juegan amándose una a otra y se abrazan y se estrechan; a
veces una es vencida, a veces la otra, pero el vencedor se detiene en seguida
y deja que la otra vuelva a su juego.

Jakob Boehme1

Cuenta la leyenda que hace muchos años las islas del


Archipiélago de Chiloé no eran islas, sino una sola y misma
tierra cuyos confines se perdían más allá de toda imaginación.
Nadie sabe bien por qué un día Caicai-Vilú, la serpiente del
agua, despertó furiosa y dispuesta a acabar con su eterna
rival, Tentén-Vilú, la serpiente de la tierra, amiga y
protectora de los humanos. Hay versiones que aseguran que
el enojo de Caicai-Vilú se debe a la soberbia de los humanos,
muchos de ellos irresponsables e ignorantes, como suele
acontecer a menudo, que se creyeron amos del cielo y de la
tierra y que, en su estulticia, pensaban que podían disponer a
su antojo de los tesoros del mar y las playas que siempre
habían sido, hasta entonces, generosas con los hambrientos.
Otras versiones se limitan a reproducir la vieja y previsible
división entre el bien y el mal: Tentén-Vilú sería la serpiente
buena y Caicai-Vilú la serpiente mala; ésta última, por el solo
efecto de su congénita maldad, entró en la ambición de
dominar el mundo, cubrirlo completamente de agua,

1 Copio el mismo epígrafe con que Enrique López Castellón inicia su


estudio “Baudelaire o la dolorosa complejidad de la moral”, en Obras
selectas de Charles Baudelaire. Madrid: Edimat Libros, s/f.
—8—
ahogarlo todo y construir su dominio sobre la muerte de sus
enemigos. Se podría conjeturar una tercera razón del enojo
de Caicai: no fue la serpiente del agua quien inició la disputa,
sino la serpiente de la tierra quien, cegada simplemente por la
torpeza, incitó a los humanos a la desmemoria, al olvido de
sus orígenes acuático, al orgullo de creerse los mejores entre
las criaturas que habitaban el aire, la tierra y las aguas. De
modo que Caicai, sintiéndose ofendida en su más íntimo ser,
quiso dar una lección a Tentén que nunca olvidara, aun al
precio de la destrucción de los humanos, criaturas ínfimas,
por cierto, desde su punto de vista.
El hecho es que se inició una descomunal guerra que
enfrentó a las dos serpientes y que duró tiempos imposibles de
medir con medida humana. Caicai hinchó las aguas y las
embraveció como jauría de leonas madres atacadas en sus
cubiles. Tentén, por su lado, elevó las tierras los más alto que
pudo para salvarlas del anegamiento inmisericorde. Pero tuvo
sólo un éxito relativo: grandes extensiones continentales
quedaron bajo agua para siempre (o hasta que estalle una
nueva guerra que podría modificar otra vez el paisaje),
mientras que otras tierras quedaron sobre el nivel del mar
formándose las islas e islotes: restos, fragmentos apenas de
algún continente hoy desconocido, vagamente imaginado en
noches de fiebre y desvelos.
La leyenda no dice, sin embargo, que la guerra no ha
terminado, ni terminará. Desde aquellas remotas edades
vienen las oscilaciones del tiempo y de las cosas que, como las
mareas, nos indican lo que va y viene y nos habla de lo que
permanece en lo que no permanece y de lo que no
permanece en lo que permanece. Las islas se hacen y se
deshacen a cada instante, y sus habitantes, demasiado
ocupados en sus mundos, van por la tierra y por el agua
como dormidos, aletargados por el peso insoportable de la
realidad que los aturde. Mas las serpientes, que yacen en el
corazón de los hombres, no duermen nunca; siempre

—9—
vigilantes y vigilándose, siempre dispuestas a destruirse
mutuamente porque saben que esa disposición feroz que las
tensa y oprime es el precio que pagan para escapar de la
nada. Los humanos pertenecen, pues, a los elementos,
aunque, en sus fantasías, aquejados de un incomprensible
orgullo, piensen que podrán dominar los vientos, detener las
edades, cabalgar en el lomo de los mares como éstos si fuesen
mansos y dóciles caballos.

—10—
LA QUEBRAZON DE LOS BARRANCOS

La pobreza no es lo peor porque persiga al hombre hasta la muerte,


porque no quiere andar con zapatos demasiado estrechos por el sendero de
la vida.
La pobreza es lo peor por el odio interior que pare,
por la eterna pelea de alfilerazos
que mata con mayor seguridad que cualquier cosa en los hogares pobres,
hasta que el hombre ya no sabe a fin de cuentas lo que sería mejor
cuando ya no nota más ni el viento ni el sol.

Harry Martinson

—11—
La quebrazón y el ojo que lagrimea hacia adentro

El 22 de mayo de 1960 fue el gran terremoto en el Sur de


Chile. Mi padre estaba entonces en la Patagonia argentina;
mi madre estaba aquel día sola cuidándome y tejiendo en
casa. Mi abuelo paterno, el único abuelo vivo entonces,
estaba enfermo en el hospital de Puerto Montt. Y yo, con mis
dos años, entonces reptaba, aún sin memoria, por el mundo.

Y a eso de las tres de la tarde comenzó a temblar.

Don Esteban Muñoz, nuestro vecino, estaba en medio del


mar pescando en su bote, y vio que los barrancos se
quebraban como vidrios y caían al mar, y sintió que el aire se
estaba llenando de espíritus misteriosos; volvió atolondrado
de miedo a tierra. Mi madre salió conmigo en brazos al patio
y entonces dice que vio cómo los álamos se inclinaban hasta
tocar con su follaje el suelo y la casa saltaba igual que un
caballo arisco con jinete y los bueyes corrían mugiendo por el
campo como enloquecidos. Ella se cogió de un cerco, y
sujetándome a mí y sujetándose ella, soportó lo peor.

Cuando llegó la noche, parecía que sólo los no nacidos y los


muertos habitaban las casas abandonadas. Los vecinos se
juntaron e improvisaron carpas en los descampados bajo un
cielo que ya miraba los exilios presentes y futuros.

Durante la noche hubo una salida de mar: el agua entró a las


casas ribereñas; se llevó tinas, mesas, barriles; flotaron las
camas; abrió y cerró puertas a su antojo. Y algunas casas se
fueron navegando como barcos salidos de sueños. Y sobre el
techo de una bodega iba un perro como un solitario marinero
por los océanos secretos del tiempo.

—12—
A la mañana siguiente el mar y la tierra dormían su
borrachera. Pero ya habían desaparecido los bancos de
mariscos y unos días después las playa estaban llenas de peces
muertos. Y cuentan que el olor de los peces podridos
inundaba todas las islas. Y los campesinos bajaban con sus
carretas a la playa a buscar peces muertos para hacer abono
con ellos y tener buenas siembras. Entonces no hubo agua
porque los ríos sólo corrían debajo de la tierra; y no llovió
tampoco porque el cielo estaba seco igual que un cuero
estaqueado muchos días al sol. Y la gente tenía que cavar en
el barro para sacar una jarrita de agua sucia y maloliente.

—13—
Remen, remen, boteros, contra el viento

En medio de la niebla
oímos
el murmurar de las playas, ahora empobrecidas,
saqueadas, cerradas con alambres de púas
por transnacionales.

Remen, remen, boteros,


contra el viento.
Un faro de luz roja
indica el camino que no tiene principio ni fin.

En medio de la niebla
oímos
la quebrazón del aire que reclama a gritos
nuevos puntos cardinales.

Remen, remen, boteros,


para que no se termine la eternidad.

—14—
Sorda la sien del que aquí respiró

Cuando niño alcancé aún a conocer algunas cruces solitarias


en medio de los campos de Changüitad y Curaco de Vélez.
Dicen que antes hubo una peste de viruela, y que la gente
dormía en los corrales de las ovejas para no contagiarse. Y a
los muertos de viruela sus familiares los enterraban solos en el
campo, porque estaban prohibidos los funerales y nadie
ayudaba ni acompañaba, y todos se apartaban de la familia
del muerto.

Sorda la sien del que aquí respiró, cana la cabeza


atravesada por la luz de las lejanías.
Se averiguó que el pie fue ligero; se supo
que el aliento jugó a volar. Y sangró
el costado cuando
la noticia cruzó los umbrales: “¡Llegó el barco
de los encadenados!”
Faltó Vía Láctea para tanta enfermedad:
no juntarse con nadie, no
hablar con nadie; ni una pupila
podrás prestar al vecino ciego que se lamenta.
La enfermedad entró
con el aire. “¡Sálvese quien pueda!”, gritaron
los caminos. Tú eres aún joven: ¡vete al establo
y duerme bajo la panza de los carneros! Yo,
viejo de las más vieja demencia,
me entregaré a la carnicería: ¡enterradme lejos
y que se olvide el mundo!

—15—
La mujer que hablaba con el aire

Pasamos incontables veces delante de la mujer que hablaba


con el aire, porque el camino pasaba delante de su casa. La
oíamos hablar a gritos contra el viento; veíamos su cabellera
plateada agitarse como un pequeño cometa extraviado. Se
vestía con harapos; usaba medias de lana cruda y calzaba
unos viejísimos zapatos de hombre. Nosotros, niños entonces
que volvíamos del colegio orillando la playa, evitábamos
encontrarnos de frente con ella, aunque era inofensiva. Pero
nos daba miedo su mirar sin mirada, su rostro seco y
misterioso que después solíamos ver en pesadillas. Si al volver
nosotros a casa ella andaba por el camino, nos escondíamos
entre los arbustos o en medio de las quilas para oírla hablar
en su lengua torpe, como de borracho. Decía que los brujos
se la querían llevar, que andaban rondando su casa día y
noche, que no podía dormir porque los brujos corrían y
saltaban sobre el techo de su casa y que andaban
desenterrando los muertos del cementerio para hacerse
chalecos voladores con la piel del pecho de los muertos.

20 años después he pasado por el mismo camino. Donde


estuvo la casa de la mujer loca que hablaba con el aire es
ahora playa. Vi una escalera de cemento que permanecía
muda entre las piedras y la arena. Cerré los ojos y pensé que
20 años es el tiempo de la juventud, de las carreras del
jolgorio, de las risas y de los primeros grandes
enamoramientos; pensé en los ojos vacíos de esta mujer que
sólo veían apariciones fantasmales de brujos con cara de
perros desenterradores de cadáveres. Grité también mis
insultos al aire: “Brujos asesinos, quieren comerme vivos,
malditos”. La tierra inmutable oyó el grito, pero no quiso
detenerse por un solitario más que aullaba mirando el cielo.

—16—
Sólo un par de pájaros volaron desde los arbustos más
cercanos y se pararon un poco más lejos a cantar la misma
canción de plata.

—17—
Manantial para quien se fue volando

Durante el mes de enero de 1988 visité a mis padres en


Changüitad. Me enteré entonces de que Jenaro Zúñiga,
vecino por muchos años y un poco pariente de mi padre,
había fallecido. Un mes antes de su deceso lo encontraron
caído sobre el arroyo en el que había ido a buscar agua.
Algunos decían que en su juventud fue un brujo volador.
Estaba pobre, solo y aplastado por el tiempo.

Caído en el río: el río lo lavó para nadie.


El cuerpo pugnaba por aletear, ya era
casi invisible; ancianísimo
el hombre ya sin mujer
sin hijos, porque nunca tuvo hijos. Ahí
en el correntoso hilo
estaba cuando lo encontraron boca abajo; lavado
para nadie, lavado
para Dios.
Vivió todavía un mes con esta humedad
y entonces, rodeado
de perros y gatos, se fue. Apagóse
el fogón; la ceniza duró caliente
toda la noche. Por la mañana
vinieron los pájaros que le picotearon los ojos.
Fue invisible en ese instante
el río, fue
invisible la casa; lo evidente
confundióse con la transparencia perfecta.
Cuando llegó la gente
por las exequias,
vieron sólo un monte espeso desde cuyo centro

—18—
elevábase una columna de humo
azulado
que el viento extendía sobre los campos.

—19—
Este viejo arado de hierro abandonado

Yace aquí este viejo arado de hierro


abandonado entre los chacayes y las murras
donde antes hubo sembradíos florecientes.

Si uno se detiene
y escucha atento
el rumor de la maleza, de la hierba
y de los arbustos agitados por el viento,
oye a lo lejos los gritos de los campesinos
azuzando los bueyes
y sus risas y el rumor del arado
rompiendo la tierra
y la algarabía de los tiuques
disputándose los gusanos de los surcos.

Nadie sabe ahora dónde están los dueños


de esta tierra; se han ido lejos.

Lejos porque los pobres soñamos


con otras tierras,
con otros lugares donde el mundo nos reconozca.

Allá donde tal vez todo no sea sino


una única tarde lluviosa y fría, eternamente.

—20—
Guerra de las serpientes del agua y de la tierra

La gente sube a los cerros,


a los árboles más altos,
a los techos de las casas
para escapar de sus destinos: El mar se hincha,
sube, sube
como una leche hirviente de atardeceres.

¿Qué grito entrañable


despertó el agua sonámbula de eternidades?

Será que los dioses buscan mirarse


en las lejanas pupilas de los hombres;
será porque desean aquellos ojos
amantes de las armonías
y de las constelaciones.

Nosotros sólo soñamos con las hermosas tierras que no son


nuestras. En pesadillas vemos los valles anegados, los
animales sin cabeza y las mujeres de negro y sin rostro que
vagan por los caminos perdidos de la lluvia. La Cruz del Sur
señala los cuatro puntos cardinales; ¿pero dónde estará el Sur
si no podemos ver las estrellas? Aquí, encaramados en los
altos, sólo podemos vernos cuando relampaguea.

—21—
Huenteo levanta su brazo izquierdo
en mitad de la Vía Láctea

7 puntas amarillas tiene


la estrella del sol. Relampaguea
sobre la cabeza del cacique Huenteo,
mientras la ceniza se arde
en huilliche allá lejos.

Es el signo de la autoridad que gobierna


las cosas.

Te reverenciamos, hermano Huenteo, porque


eres el primero de la procesión
de los abandonados.

7 puntas amarillas tiene


la estrella del sol:
miradla cómo estalla sobre la cabeza
del primero que viaja hacia la noche.

—22—
Los pescadores olvidados

Los brujos del Engaño y del Poder


vuelan de una isla a otra
durante la noche.
Se ven sus luces saltando
de cerro a cerro;
se oye el oleaje
como un colmenar de estrellas
trabajando.

Nosotros, que hemos visto


la cara del Diablo
bajo la quilla de los botes
cortadores de olas,
nos persignamos en silencio
y con un cuchillo dibujamos
una cruz en el aire
y nos ponemos la ropa al revés
para ahuyentar a los demonios.

Dormiremos esta noche


con los ojos abiertos,
sentados en el bote
lleno de peces
moribundos.

El agua y la sal murmurantes


son la cama de los pobres.

—23—
Aparición

El barco negro parecía que volaba sobre las olas. “Es el fulgor
del ojo que no puede ver a nadie”, pensamos. De pie en la
borda, un marinero sin rostro nos gritó con un megáfono:
“¿Es aquí donde queda la isla de los hambrientos?”“Sí”,
contestamos con la boca llena de arena; porque teníamos sólo
arena para echarnos a la boca. “Es el espejo que nos devuelve
la imagen de un sueño”: eso pensamos con el cerebro
hirviendo de hambre, hirviendo de desvelos sin comienzo ni
fin. Entonces nuestros hijos ya se habían vuelto invisibles y
nuestros animales eran de aire. “¿Qué es el sol en el cielo?”,
preguntaron los huesos que reclamaban su agua. “Eres el
marinero errante que engendró la primera ave que vive en
nuestro corazón”; así le dijimos al marinero sin rostro. Y
pensamos en lo que significa dar cuerda al brazo para indicar
el camino correcto. Le dijimos: “Lleva noticias nuestras a
donde vayas”. No sabemos si escuchó, no sabemos si
hablamos bajo la luna irreal, en la playa irreal.

Y el barco negro parecía que volaba sobre las olas.

—24—
A medianoche se deshace
el hechizo

Hago la señal de la cruz


en el aire
con este cuchillo que brilla
en la noche
bajo la luz de la luna llena.

He aquí
el conjuro:
que se vuelva hombre el hombre
que tiene apariencia de cerdo o de caballo;
que se vuelva mujer la mujer
que tiene apariencia de lechuza.

Levanto el cuchillo y lo clavo


en la tierra
como matando.

Queda la mano
vacía.
Y todo el silencio
de las sombras
empieza a lagrimear.

—25—
Los primeros pájaros de la mañana

Los primeros
pájaros de la mañana
elaboran las constelaciones
con sus cantos.

Las palabras
están sumergidas en el sueño; pero
ya palpitan
bajo los ojos dormidos.

Color negro azulado es


el cielo. Y las primeras luces
anuncian los fuegos que se encenderán
en las estufas y en los fogones
sobre la ceniza todavía caliente.

Te veo y me ves tras el humo


soplando para que se enciendan
las constelaciones.

—26—
Los boteros dormidos
están rodeados de pájaros danzantes

Baila, baila, baila.


Los pájaros danzantes
sostienen la tarde
en sus ojos.

Baila, baila el pie


alado sobre
la playa negra
hasta envejecer.

La danza es conjuro
que rejuvenece
los botes.

Y los boteros
van penetrando dentro
de la roca
que canta.

A Juan Díaz, perdido


en el mar.

—27—
Tejendera envuelta en nubes

Hilé mis lanas para tejer todo el universo en los quelgos de


Dios: toda mi vida me la pasé arrollada tejiendo para los ricos
y me enfermé de reumatismo y de varices. Crecieron los hijos
y mi viejo y yo hemos venido a quedar solos en esta inmensa
casa que se llueve.
Pienso en ti, marido mío, cuando toses: estás hermoso como
un barco que tiene todas sus luces encendidas en la noche.
Pienso ahora en la tierra que nos llama. ¿Por qué no vienes,
muerte anónima, a cortar el trigo que se nos quedó en el
rastrojo porque ya no tuvimos fuerzas?

Pido que alguien anuncie la misa que, a media noche,


cantarán los gallos.

—28—
Mujeres desmenuzando el sol

Esta, la primera de todas, es Edilia Torres, mi madre; la que


está al otro lado es Elba Mansilla, nuestra vecina. La de más
allá, la que tiene su casa junto al río, es Celia Cerón. Y por el
otro lado, donde corre otro río, viven Blanca Barría y Elisa
Cárdenas y Sofía Aguilante. Y detrás de los cerros viven
Ernestina Vidal, Bernardita Zúñiga, Rosario Calbún: todas
hilanderas, tejenderas, navegantes, amamantadoras de
cometas. ¿No las habéis visto remando a media noche bajo la
luz azul de los ojos encendidos de las serpientes del agua y de
la tierra? Escúchalas, que te cuenten la historia de las
primeras que llegaron a las playas perdidas de estas islas
cuando todavía no se separaba la luz de las sombras.
Descalzas desembarcaron sobre las piedras y la arena. Iban
vestidas con largos refajos y arrebozadas con chales. Fue en el
inicio; fue cuando los barcos navegaban a vela por el cielo. Y
después se casaron, y los hijos, y los maridos que se iban y no
volvían, o que volvían pobres, o que volvían viejos. Una anda
de rodillas sobre el piso de una iglesia con una vela encendida
en cada mano; otra deja su guagua en un cajón mientras
siembra papas. Gritos de mujeres porque los toros están
alborotados con la luna.
Doña Jesús Gallardo, la rezadora: que rece 9 noches al
muerto y después que los caminos se tuerzan hacia donde
nace la lluvia. Por ahí iremos empujando la carreta del
tiempo que nunca se detiene hasta cruzar la noche. El vientre
de mamá es el cielo donde ruedan los astros: navégate ahí
dentro hasta que tus pies toquen tierra. Son ellas, las
hermosas, las iluminadas. ¿No veis que están en la cocina
desmenuzando el sol en luciérnagas?

—29—
Buscador de nalcas confundido con los helechos

Ando buscando nalcas en medio de la quebrada. Los chucaos


me acompañan ocultos en los ramajes. Estoy mojado,
embarrado. Pero ya tengo varias nalcas, hermosísimas y
jugosas como manzanas recién maduras.
Aquí, en mitad de las tembladeras y de las vertientes, soy el
único animal que aúlla, puro pellejo, pura soledad,
arrancando las nalcas de la adolescencia: aquélla cuando amé
a mis primeras muchachas, compañeras de banco,
compañeras hoy quizás de quién, quizás dónde, quizás cómo.

Soy el perfecto mendigo de los helechos que conversa con los


pájaros vivos y muertos y con el río hasta que la tarde borra
toda sombra.

—30—
Estoy aquí mirando el horizonte

Tenía que llegar hasta tu casa


al otro lado de los lejanos cerros azulados;
tenía que ir aún más lejos
y entrar en el tiempo azul de tus ojos.

Pero el único camino de la isla


vuela entre las manos de los dioses:
es la Serpiente de la Tierra
agitándose en las nubes.

—31—
Todo lo que es de esta isla

Todo lo que es de esta isla


me agrada;
ésta es la prisión que he buscado.
Me quedaré a vivir para siempre
rodeado de estos muros
de aire y de humo. Ahora
puedo abrir la puerta de los días
y salir silbando el murmullo
de los alerces no nacidos
hasta que salga
la luna
y acaricie el monte
con sus cabellos.

Acompáñame, esposa bienamada;


quedémonos abrazados junto
a los yugos inservibles
y a las carretas que se pudren
abandonadas a los inviernos.

¿Hay lugar para mí


en tus ojos
fijos en el fuego?

—32—
Zumbido en el viento de los acorralados

Anduvimos saltando de árbol en árbol y volando a ciegas la


niebla. Navegamos después este mar tapizado de botellas
flotantes con mensajes de náufragos olvidados. Recorrimos
los caminos vecinales a pie; cruzamos la noche montados en
un caballo que no cesaba de resoplar; fuimos de pueblo en
pueblo en buses destartalados. Viviendo, desviviendo,
desmuriendo. Aquí una familia nos dio almuerzo; otro vecino
nos sirvió unos tragos de chicha, y otro más allá nos convidó
alojamiento.
¿Cuántos libros has escrito hasta ahora acerca de esto?
Homero nos atendió como reyes; nos cantó al anochecer sus
hexámetros sentado en un tronco. Dante y Kafka estaban de
fareros en algún círculo de algún infierno. Y los campesinos
mataron sus mejores gallinas para los viajeros, los verdaderos
amigos que traían los arco iris en el pelo. ¿No escribirás
después formidables libros para que los utilicen los tiburones,
para que vengan a robar las tierras? Los libros que escribas
serán hojeados con un cuchillo manchado con sangre. Sábelo
tú que mamaste leche de mujer y te perdiste en los recovecos
de los montes y allí dormiste con los chucaos que anidaron en
tu cabeza.

El filo, lo que zumba y el temblor.


El pueblo está en la boca de las palabras.

—33—
Madre e hijo solos bajo las alas de la tarde

Cuando doña Jesús Gallardo regresó del pueblo de Curaco


de Vélez, adonde había ido de compras, no halló en casa a su
hijo Santiago Vidal Gallardo. Lo esperó y no llegó. Lo buscó
en los dormitorios, en la cocina de fogón, en la bodega, en la
huerta, en el establo de las ovejas, llamándolo a voces. De
pronto lo vio colgando de un manzano, ahorcado, lengua
afuera como un perro corriendo detrás de Dios.

Queda
el humo
y nada más
que el humo
que no queda.

¿Por qué no le preguntan


al occiso
qué era respirar
con las ventanas
sin vidrios
y sin paisaje?

—34—
MITO-HISTORIA

En las noches negras


cuando azota la tormenta,
ya los pescadores vestidos de mar
entran en las nubes
se estrellan y revientan
y al hombre lo envuelven
los peces y la sal.

Vals chilote de
“Los Remeros de Compu”

—35—
En esta casa, mientras afuera llueve y es de noche, todos los
moradores duermen. No hay luna en el cielo, y el ruido sordo
de los árboles movidos por el viento se confunde con el
sonido de la lluvia que picotea incansable el techo. Todos
duermen. Los muertos, mojados y taciturnos, duermen
también en sus camas que ya no existen. De cuando en
cuando, ladra un perro o se oye algún pájaro nocturno cantar
en los manzanos. Cuando amanezca, quizás ya no podamos
recordar; lo hayamos olvidado todo en algún remoto rincón
de nuestros sueños. Cuando amanezca, quizás podamos
hacerlo todo de nuevo, diferente y mejor.

—36—
Alonso de Ercilla en el desaguadero

Heme aquí llegado


donde otros ya han llegado.
Heme aquí escrito mi todo yo
en el tronco de este árbol
cuando con 10 hombres
pasé el Desaguadero
de los ojos llorosos.

Heme aquí en Hebrero


del 58 entrado
y andando en derechura
a la muerte.
Pisé tierra y saltó sangre.
Miré el cielo y cayó fuego.
Heme aquí entonces
con mi cuchillo grabando
mi última letra en la corteza
de este árbol bendito.

He de volver por donde vine:


¡vamos, pues, soldados,
a la mar los botes
y a remolque los caballos!
Adiós, Desaguadero;
adiós huilliches de terribles sueños;
adiós islas muy amadas
hasta los huesos.

Se me han caído las manos,

—37—
perdí los pies en el agua.

Los pájaros carpinteros


picotean mis últimos recuerdos.

—38—
Estoy sentado en la cumbre de un cerrito, de los que la gente
llama “altos”(aquí en la isla), desde donde se tiene un
panorama impresionante: el mar azul, de un azul desteñido,
quieto como una muchedumbre postrada ante un altar; la
costa de la isla cercana casi encima, sus casas nítidas, sus
árboles, sus murras. Y hasta se puede ver, aguzando la vista,
la gente que trabaja en la siembra de papas. A la izquierda y
lejano, el pueblo de Curaco de Vélez. Se ven las casas de una
blancura apagada, aunque son de diversos colores, y, al
centro, una iglesia por donde pasan los muertos y los vivos en
un camino desconocido. El viento marino que me enfría el
rostro es la vida. Y esta rama de radal o de maqui, y este sol
achacoso, y estas calles como ríos secos, y esta gente como
sangre, y este dolorazo de caballo que se sienta tras una mesa
porque sí, porque le dio la gana. Esto es también la vida.

—39—
Anda al pueblo, hermano

Anda al pueblo, hermano,


anda;
y tráete plata y azúcar.
Anda, hermano, al pueblo
a vender estas cuantas gallinitas,
y tráete también esa luna grande
que siempre vemos reflejada
en nuestros ojos.
Seguro que allí debe estar
porque en el pueblo hay muchas cosas lindas
y allí debe de estar la luna.
Y tráete plata, hermano,
mira que el camino es difícil
y está oscuro debajo de la lluvia.
Anda al pueblo.
Yo aquí esperaré hasta que vuelvas
y te tendré tortillas en el fogón.
Apúrate, y tráete plata y azúcar y luna
porque estamos quedando atrás
y tenemos que alcanzar como sea
la orilla donde los otros llegan.
Anda, hermano.
Yo aquí, mientras tanto,
prepararé el fuego y la tierra
para que la hagamos florecer
cuando tú traigas plata y luna.

—40—
Palafito

Aquí ha comenzado un viaje. Lentos efluvios


de espuma hay en los sueños.
Lejanos gritos de ahogados hacen
abrir los ojos a toda la familia
en lo más recio de la noche.
Las mareas una y otra vez
van y vienen y terminarán inevitablemente
gastando los fundamentos;
mas nadie ha de morir. Aquí ha comenzado un viaje
cuyo destino desconocemos;
pero nadie saldrá nunca
de esta casa: en cualquier parte que estés
siempre verás estas ventanas con barrotes de madera,
el piso manchado de barro y sal;
te sentarás con los conocidos brujos que sienten
miedo por las agujas en cruz,
y la eterna siempre eterna lluvia sobre el techo.
Ahogados muy distantes me llaman en la noche:
hacia ellos voy, fatigado
y huesudo de pocos huesos;
una avara esperanza llevo sobre
los campos que tiemblan de temor.
Un violento instante me tumba
sobre la espuma, y mi alma
al sereno palidece y queda
una blancura de sal que llama y llama
desde el fondo más terrible del mar.

—41—
Me abruma el silencio. Y el silencio estalla en una visión: veo
a mi madre de pie junto a la mesa; como venida de la
eternidad corta el pan y reparte su alma en cada plato que
sirve. Veo la lluvia mojando los cristales. Se inunda mi mente:
mi mente es una laguna, es un río, es un mar. Por ella
navegan negros veleros de blancas velas y marineros que
desde la trinquetilla de su lancha otean el horizonte. Mi
mente tiene murmullos marinos, conversaciones de trieles en
la noche, ladridos de perros eternos y hojas de ya muchos
otoños acumulados en el pecho.

Cierro los ojos y veo un niño lleno de espuma que navega


sobre la noche de agua.

—42—
Tiempo

Tiempo tiempo tiempo de mis pasos y mi carreta,


lleva el nombre de esta amplitud bulliciosa del mar
a la última morada de los mortales;
oculta estos oscuros trenes sin pasajeros,
sin pueblos, sin conductor,
como pájaros ciegos sin viento,
a través de los días y de los ríos errantes
de la tierra.
Y nos vendrá el mar como un perro de agua
a echarse a nuestros pies,
y nos mirará soñoliento
con sus ojos llenos de barcos y marineros
que echan a flamear sus almas como banderas.
Nos vendrá un pan al hombro de las olas.
Nos vendrán cánticos de gente dura
en la que anidan los pájaros.
Tiempo tiempo tiempo.
Estás en la puerta definitivamente
sentado debajo de mi poncho
mirando el invierno que viene quebrando los cristales
con su bastón de ciego resentido.

—43—
Atardecer en Changüitad

El creciente aire, fino, entre hierbas,


alejado de toda duda posible, infla la blusa
entre sombra de póstumos ganados.
Se oye el mar, lejos, pero lo apaga
el ruido interior que emerge desorbitado
hasta el cielo, cual negra columna de humo.

Hora es de recogerse y guardar las herramientas;


pero, semicerrados los ojos
ante el crepitar de luces anodinas,
permanecen inmóviles los sentimientos
y giran sobre sí mismos.

La hoz ha segado el eterno instante


del encuentro en paz con el propio destino;
sólo el viento y las primeras estrellas
se instalan en los ojos.

Y en mitad del campo, solitaria,


una mujer levanta sus brazos
y vuelan los pájaros chillando hacia los ramajes yertos.

—44—
De lo efímero

En los camillones, de cuerpo entero, está


granando la vida;
aunque por los caminos no dejamos
de andar enormemente
con este lacónico estirón de huesos
hinchados de humedad pasajera.

Y viene el río
que corrió entre los dedos guerreando
desde un ojo del tiempo
a los dornajos, donde hemos molido
a palos la nuestra mía juventud
hasta que todo es líquido
y se evapora
sobre ruedas que no ruedan.

Y el hijo nace del parto seco


de una estrella,
para que siga otro más
de trigo, otro más de viento.
Y viene que somos un arado
que hace surcos en el mar,
día y noche arreando a varillazos
un organismo momentáneo
con palabras hermosas para llamar por las tardes
las gallinas y los recuerdos.

—45—
Cuando llegó el día de ir al molino —ese viejo molino de
piedra que funciona a agua—, en casa nos levantamos muy
temprano; aún era de noche. Fuimos al establo alumbrados
por una linterna y sacamos la yunta que dormía sobre el
estiércol. La enyugamos y, con la carreta llena de trigo en la
noche, partimos a Curaco de Vélez. Sobre la playa negra los
cauquiles iluminaban nuestros pies, y éramos como sombra
de sueño a orillas del mar, y el sol comenzaba a pintar de
colores el paisaje.

—46—
Cauquil

Cauquil, Cauquil.
El mar aúlla en la noche como un lobo hambriento:
Cauquil, Cauquil.
Y hay sombras en mi carreta que se aleja
del mundo
rechinando sobre una playa negra
que amanece corcheteada a un ayer sin terminar.
Y aúlla el mar
y Dios sopla y sopla sobre Cauquil hasta que desordena los
años
y se desinfla su cabeza de tanto soplar:
pero Cauquil permanece invariable
como una espada prohibida en medio de un millón de
kilociclos por segundo.
En junio,
cuando el invierno es una boca a medio abrir,
Cauquil sube sube
con una lágrima en su motor
a rayar el cielo con un arco iris.
Pero Cauquil tiene una araña en el fondo de sus ojos,
y yo no tengo tiempo de mirar la hora
y me alejo del mundo
en mi carreta
y Cauquil se va quedando atrás, muy atrás,
y me alejo y me alejo,
porque mi corazón lo tengo anclado
en la tumba de mi retrato.
Y el mar aúlla en la noche
como si fuera un lobo prisionero en el tiempo.

—47—
Carreta junto al mar

Avanza, avanza la carreta junto al mar;


el paso del yuntero con arco iris de ojo a ojo
queda en las piedras
como sombra crucificada en los cercos del alba.
Y la delgada luz
que atraviesa las manos
y rompe el pecho, de cuya herida
mana la llovizna.
Y en mitad del cielo, un menguante enhollinado
de tanto siempre y siempre
que humea desde las pestañas quemadas.
Y el bosque arroja sus pájaros al mar
para que la sal se llene de alas.
Adiós adiós, madre; lejos va mi pensamiento semejante
a un caballo desbocado contra las rocas.
Junto al mar, la carreta de mis sueños es interminable
como la arena.

—48—
Partida

Cuando los marineros de una-sola-pierna


vinieron a buscarte,
dormías en tu cama y soñabas con un inmenso perro negro
que te perseguía por un camino desconocido
ladrando y mordiendo tus talones, haciéndote correr
hasta caer de cansancio sobre un charco de agua roja.
Te despertaron y te dijeron: “es la hora, ¡arriba!”
Silenciosamente te levantaste, te vestiste
y, por el sendero lleno de chucaos
que cantaban a mano izquierda,
llegaste hasta la playa que parecía
iluminada como una ciudad.
Una suave y dulce música acompasada con las olas
hacía ondular los barrancos que se trizaban como vidrios,
y, hechizado, semejante a un grano de sal en una laguna,
te disolviste en la noche misteriosa.

—49—
Corro por los rastrojos a toda carrera, salto los cercos, trepo
en los avellanos, las ramas me chicotean el rostro cuando
paso veloz por el angosto sendero en medio de una ramazón
de radales. Soy todavía un niño y mi corazón galopa sobre un
caballo de palo. Ando descalzo; sangro del pie derecho
porque he pisado un vidrio. Ahora camino. Una huella de
sangre queda por donde paso. Soy ya un hombre: el niño que
fui se cansó de correr por los campos. No tiene cama, pero
duerme en el viento. Soy ya un hombre y la hora de emigrar
ha llegado.

—50—
Corría y corría

Corría y corría por los campos, saltaba


con ágiles pies los arroyos, se trepaba en los árboles
hasta la copa y descendía raudo hasta la tierra.
Corría de la mañana a la noche,
con la picana al hombro, la leña en los brazos,
empujando, con los bueyes, el arado.
Se le veía en lo profundo, enhiesto,
tan joven, tan espléndido.
Pero ¡ay! no llegó a saberlo acaso:
su última carrera fue también la primera.
Corría y corría, jadeaba, resoplaba
como un caballo. Bajó velozmente el cerro,
toda la noche fue su carrera hasta el alba.
De pronto se detuvo, cayó exhausto, vomitando sangre.
Se detuvieron los árboles, los relojes,
callaron las campanas, el agua de los ríos
dejó de cantar para verle su hora.
Y entonces sólo fue real
el inmenso paisaje que llovía.

—51—
La barca

He llamado con voz desgarrada junto al mar


pidiendo una embarcación para mi alma.
Toda la noche he vagado por la playa
gritando como un loco: “¿Dónde,
dónde estás que he muerto tanto esta tarde?”
En las aguas agitadas perdí mi pensamiento
¿qué haré ahora sin mi pensamiento?
El mar se llevó mi vida a vela
y ahora estoy apenado sobre las rocas.
Si así llego a casa mamá se va a enojar
¡ay de mí!
He aquí que la furia del tiempo
me ha dejado a la miseria junto al mar;
mi llamado lúgubre lo desordena el viento en la noche
como si fueran cabellos de mujer encinta.
Y sobre el agua sólo se divisa el reflejo
de un miserable menguante que no es de nosotros.
¿Vendrá la barca esta noche?
Esperándola estoy con los codos en el acantilado.

—52—
El mar

El mar me habita de sueños esplendorosos:


botes negros en una bahía azul,
velas blancas con algas y conchas.
Sobre el mástil, una gaviota blanca y negra en el mediodía
recién lavado por las olas.

He aquí el día con la edad del mar en los ojos:


ese vendaval espumoso apretado contra los dedos,
la arena en los pies
o las piedras filudas que hieren de lejos
como dioses armados de dardos invisibles.

Estoy en el fondo de esas cavernas marinas


donde duermen los lobos,
donde pastan los caballos marinos
y hay culebras que a uno le corren por el cuerpo
cuando se alargan las manos
buscando misteriosos tesoros de piratas muertos.

He aquí el día en que maduran las palabras;


como si fueran cerezas maduras
las picotean los pájaros,
y las marejadas, como a palos flotantes,
las estrellan contra los acantilados.

Se triza el vidrio de la juventud


cuando Dios camina sobre las aguas
y la niebla apenas deja entrever
la luz de un faro atormentado.

Aquí: marineros deformes, ahogados

—53—
por sus cuerpos de barro y sol,
yacen en el fondo marino, entre algas, cangrejos,
durmiendo con una sonrisa pálida
que ilumina los huiros dorados de luz.

He aquí el día en cuyas caracolas


resuena el Pacífico; su rumor
me hiere como un profundo rasguño en la piel
en el que se grabará el tiempo para siempre.2

2 Versos de Odiseo Elytis.


—54—
Jinete muerto bajo la lluvia

Un caballo corre, pero no lleva jinete;


un caballo blanco en la noche negra.
Un trueno y un relámpago en la noche negra
y un galope muerto sobre las olas blancas.
¡Llueve llueve! La noche negra y la lluvia blanca.
La luna negra y la noche blanca.
¡Llueve... llueve... !
Corre un caballo sin jinete
por el aire lleno de agua.
Un caballo blanco entre pececillos negros
en el viento pálido.
Corre... y llueve...
y la noche con poncho pardo
cabalga sobre un caballo sin cabeza.
¡Oh la noche negra y la lluvia blanca!
¡Oh la blanca cabeza del jinete
que cayó sobre el barro negro!
¿Dónde encontraremos la perdida alma
del jinete muerto en el agua pálida?
¡Ay, ay, ay, qué lluvia más blanca
en la noche negra!

—55—
Mi hogar es una casa pobre sentada sobre cuatro piedras
grandes. Conversa con los animales domésticos mientras hila
en el patio bajo el tibio sol de enero. Mi hogar se cubre con
un pañolón negro hasta las rodillas y sus ojos están fijos en la
llama que arde en el fogón. Mi casa es una casa que tiene en
cada tabla, en cada viga, tijeral o soquete, fantasmas de
conversaciones nocturnas; muertos que conversan en la
cocina mientras dormimos; brujos que se convierten en
perros, en gallinas, en culebras. La noche es más oscura
cuando estamos tristes y los rumores más furiosos cuando la
eternidad arrecia sobre el techo de alerce.

—56—
Mis mayores

A Padre y Madre que navegan sus secretos mares

Ellos amaron lo suyo.


Tantos años viviendo en el viento,
sacrificándose por un pan,
por un descanso en los hogares de la noche:
coronación de la astilla que,
al picar leña, entró en los ojos del tiempo.

Aún estamos como estábamos: poco ha cambiado


desde las primeras emigraciones y posteriores regresos.
A la subsistencia de la lejanía
agreguemos la muchedumbre de signos filudos
que hieren la planta de los pies.

No hay remedio para el árbol que dice adiós.


No romperemos el horizonte
con las manzanas que caen al amanecer.

Desde el humo se habla para la memoria ennegrecida


y la lluvia ha humedecido tanto el aire
que no se pueden cerrar las puertas del corazón.

Ellos me arrancaron las murras andando a pie


en esta carrera florecida.
y arrendaron el cielo para instalar
la mesa de las bocas con hambre.

Ellos pusieron el idioma en mis hombros


e hicieron desfilar las palabras
al compás del ritmo de los abrazos.

—57—
Ellos pagarán mi deuda de hombre a la redonda
con el efímero cambiante perfil de las hojas.

Ellos hicieron un hijo y varios hijos


y después hicieron llorar a Dios con una cebolla.

Ellos son los fabulosos mendigos de la historia.

—58—
Muerte de un pariente

La primera vez que ancló en mis ojos


el barco de la muerte
fue durante el velatorio y funeral
de mi abuelo paterno. Ocurrió en una noche
que con mi primo Carlos la pasamos en vela,
seguida de un día en que hubo granizos y relámpagos.

La adolescencia nos escribía por aquel entonces


sus primeras cartas;
de modo que esa noche hablamos de chicas
y nos reímos de los vecinos más risibles.
Cuando muy temprano llevaron el cuerpo a la iglesia
por la playa, (recuerdo) la marea era de aguas vivas,
y en la orilla andaban pequeños pececillos
que se sumaban al cortejo fúnebre.

Tardamos mucho en volver.


A media tarde por fin estuvimos en casa,
mojados, estremecidos bajo los truenos.
Había en las caras algo semejante al alivio;
pero todos sentíamos el peso de los años vividos
sólo para contemplar el final de un hombre.

La muerte ajena nos hizo más vivos y endebles.


Ahora supimos que la lluvia, el granizo de entonces,
las carreras apresuradas, los pequeños y grandes llantos
no fueron casuales, nada de esto
vino fuera de lugar.

En medio del tiempo


nos cargamos de rumores por una muerte más;
olvidamos lo de antes pero persiste el futuro:
esa muerte pasada será mi muerte venidera.

—59—
El destino de los míos

¿Quién es aquel que veo en la ventana


de mi habitación cuando me duermo?
No es nadie, o tal vez es tu abuelo muerto
que recuerdas mucho.

El destino de los míos ha sido


quedarse mirando con ojos cerrados
la tarde cuando pasan rebaños
mudos de ovejas
hacia establos apenas imaginados
y luego en la noche salir a lacear
toros de recuerdo
para dormir bajo la ceniza caliente
de la juventud
y brillar así por un instante como brasa
o luciérnaga
en mitad de la noche de agua.
Así esperar la muerte emponchado
como si se esperara una lluvia muy helada
caminando
a orillas del mar
donde las olas rascan una y otra vez
las axilas del tiempo.
Hacerse por fin transparente y quebradizo
como un vidrio mal puesto en la ventana
que tiembla y no cae
pero que sabe que va a caer
que ya está cayendo
para siempre sobre la tierra bienamada.

—60—
Siempre he pensado en viajes y siempre ando viajando. La
vida es un viaje: un viaje sobre el mar espumoso, sobre suelos
impávidos, por estas ciudades donde el sol es un helado
pintado en el cielo; un viaje por la sangre, al interior de las
cosas; un viaje poblado de monstruos horríficos en medio de
islas flotantes; un viaje cuyo destino hay que inventarlo
cotidianamente para ver siquiera una vez más las estrellas.

—61—
El alma vuelve y se va

Llovía... Y mi alma vino


destilando a verme; cabalgaba en un caballo
que le dolía la vida en las patas
esa tarde inmensa llena de milagrosos sueños.

Era una princesa cuando estaba en el umbral.


Era un pájaro encendido con un arco iris
que comenzaba en sus ojos y terminaba
en las bodegas derruidas de los campesinos pobres.

Llovía otra vez desde las viejas nubes


y mi alma empapada temblaba de frío;
pero al acercarse al fuego de la estufa
se fue poco a poco evaporando
como el agua de una tetera que hierve olvidada,
se fue haciendo como de vidrio,
y ya no pude verle en la cocina
sino gravitando sobre la hierba de los campos
y borrando para siempre su última sonrisa.

Y la casa quedó como viuda


que recién sabe que es viuda:
la mesa puesta inútilmente
y llorando, desconsolada, como un bebé con hambre
acostado sobre unos trapos grasientos y rotos.

—62—
La mujer-pájaro

Y la mujer vomitó sus entrañas


y voló en la noche negra hasta la Casa de sus Sueños.
El hombre, recostado en su cama, veía
un pájaro aletear afuera ante su ventana;
se alejaba y volvía otra vez a picotear
con furia los vidrios escarchados.
El hombre trató de dormir, mas esa ave
insistía en la ventana una y otra vez incansable,
hasta que, ciego de ira, se levantó
y salió al patio y cogió una piedra
que arrojó a la cabeza de aquella bauda loca
que se reía en las sombras.
Cuando volvió, estaba blanco,
y al otro día temprano, sin saber por qué, se sintió mejor,
y, por la tarde, soltó una carcajada
afirmado en las lajas humedecidas por el mar.

—63—
Ánimas errantes

Al caer la tarde, una multitud de muertos


vuelven a sus casas,
buscan sus tierras y sus hogares
que la memoria les recuerda.

Vuelven, y a cada paso queda


un espacio íntimo vacío
que llenan las estrellas
con brillantes luciérnagas rojo-violetas.

Multitudes de sombras andan


en la noche por los campos
y su paso hace andar los molinos a agua
y quejarse los árboles, como agonizantes
abandonados en hondonadas remotas.

Llegan al umbral de sus casas


y ven la humilde cocina iluminada
por dos toscos chonchones de grasa de lobo marino.

Sus casas están cerradas, como durmiendo,


y alzan la mano para llamar a la puerta.

Al llamado, sale un niño a abrir;


mas, aunque mira atentamente,
no ve a nadie: sólo distingue vagamente
un paisaje solitario donde apenas
se escucha el lejano canto de las aves nocturnas.

—64—
Vivimos como locos y hemos perdido el tiempo.

Gonzalo Rojas

Vuelvo a cerrar los ojos, y ahora veo un hombre


emponchado que camina de la tierra hacia el mar y una
mujer arrebozada con un chal que camina del mar hacia la
tierra. No se ven árboles, no se ve un cerro, no se ve una
costa; no se ven sino ellos en la tarde de los amantes. Y en el
límite del mar y en el límite de la tierra se encuentran y
entonces son UNO: UNO que estalla hacia dentro de sí
mismo como un relámpago que se enciende para no apagarse
jamás. Se han terminado los viajes más tristes; se han
terminado los vientos que arrastraban los sueños. UNO,
antes del tiempo de un país en flor.

Hay que remar hacia atrás, hacia la fuente,


hay que remar siglos arriba, más allá de la infancia,
más allá del comienzo, más allá de las aguas del bautismo.

Octavio Paz

—65—
Sueño con la nueva tierra

Sueño con la nueva tierra.


Esa nueva tierra que no está en los mapas,
que no aparece en el itinerario
de los trenes,
que no figura su nombre en ninguna
escritura pública.
La nueva tierra
por donde he corrido más que el viento
hacia la noche alanceada por los espíritus.
El lamento de estas ovejas muertas
me derrumba:
caigo como un manzano
abatido a hachazos.
Ardiente tierra que hierve bajo los pies.
Pero está en todas partes
la nueva tierra. El campesino la perdió
y el ciudadano la olvidó.
La nueva tierra bajo los pehuenes,
los coihues y los raulíes,
aquella que llora por sus hijos,
muertos en los combates.
Sueño con la nueva tierra:
cierro los ojos
y un caballo blanco relincha en medio
de un bosque que no tiene árboles.

—66—
A veces pierdo las palabras como puede perderse una
moneda desde un bolsillo roto o un niño en medio de una
multitud o un turista en las calles de una ciudad desconocida.
El poema se evapora, se hace invisible. Hurgo entonces por
toda la casa buscando estas condenadas palabras. Las muy
traviesas se han escondido; pero ya aparecerán, siempre
aparecen.

Leo un poema de Rimbaud, y allí está Rimbaud riéndose en


medio del cielo; su pierna podrida ya no le duele, el mar
ebrio le ha lavado las llagas y su cabeza alumbra hasta el
horizonte como el sol.

—67—
Poemas enterrados

Vinieron los peores días de represión,


cuando hasta el aire estaba embrujado
y no maduraban las siembras
ni había comercio en las ferias.
Entonces tuve que enterrar unos cuantos
poemas para el futuro.
Tal vez ya hayan germinado y crecido.
Tal vez todavía estén esperando las primeras
lluvias para levantar su índice al cielo.
En alguna parte del pasado
han de estar ahora,
en alguna quebrada vivirán ocultos
como monstruos de sueño.
Y estos Poemas son los que deambulan
por los montes, los verdaderos
prófugos de las verdaderas prisiones;
éstos que un día sembré bajo la tierra
para el futuro.

—68—
Florecimiento

Habrá estado muy tiritón este avellano celeste,


y este pequeño arrayán inefable
habrá pasado sus lunas muy dormido
en el vientre sin estrellas.
Y aquel maqui junto a la de más allá
mata de chilcas habrán tenido
su fuego guardado en lo más hondo
que andan levantándole la cola
a los cometas distraídos.

Un invierno pasó como un barco,


y se perdió en el mar de los ojos abiertos. Y mi paisaje
se sacude la lluvia con rápido movimiento
de alas. El huerto maestro
florece. Y la pavesa vuelve a la llama,
la arena a la roca. El primer hombre
sale desnudo del aire y grita a todo pulmón
desde la copa del álamo más alto.

—69—
La vida

Esperamos a nuestros muertos incontables años


afirmados en los cercos.

Abrazados a las estacas soportamos los vientos


huracanados,
el granizo, la escarcha y los soles
que partían la tierra y llenaban
los palos secos de lagartijas.

Nuestras cabezas de jabón


se disolvían por la nostalgia;
se gastaban nuestros ojos por mirar
tanto los mismos cerros,
los mismos manzanos y los mismos álamos
cimbrados por el viento desatado del noroeste.

Levantamos cuanto pudimos nuestras casas,


juntamos piedras y pies derechos,
tijerales y miles de tejuelas partidas a machetón.

Pero se mutilaron nuestras manos


y huyeron de nuestros brazos como pájaros por los aires.
Y cuando regresaron ya estábamos ciegos y mudos.

No supimos de nuestro destino


y echamos raíces donde se deposita el cieno del invierno.
Así, de a poco, nos fuimos desnudando de nuestras ropas;
primero de las más gruesas,
luego de nuestra ropa interior,
más tarde nos desprendimos de nuestras carnes y huesos
hasta quedar sólo la transparente y clara esencia

—70—
sin forma ni rastro, sin apariencia alguna:
acaso sólo una palabra, sólo una idea pura
de hombre o mujer
en medio del tiempo indescriptible y aullando.

—71—
POSTALES POR DENTRO

Cuando vivía en Argel, durante el invierno aguardaba siempre


pacientemente, porque sabía que alguna noche, una sola noche, pura y
fría, de febrero, los almendros del valle de Consuls se cubrirían de flores
blancas... A veces, cuando el peso de la vida se hace insoportable en esta
Europa todavía rebosante de su mal, me vuelvo hacia estos países
deslumbrantes donde tantas fuerzas permanecen intactas todavía.

Albert Camus

—72—
Ciertas noches

Ciertas noches
de crecientes vestiduras secas,
hay manos que no duermen
y que esperan, como un pájaro nocturno,
la llegada del silencio,
y esperan, como una puerta extrañamente abierta
y cerrada, un par de ojos dados vueltas
que no esperan nada.
Hay gotas de lluvias que no mojan
sino que perforan; tumultos de tiempos
mal medidos, con mochilas
llenas de pensamientos. Todo esto
se parece a un cuerpo de rostro humano
parado en los agujeros del cielo
impidiendo que lluevan estrellas.
Es un campesino que apura el
paso del domingo, y del lunes, y del martes...
y apura el paso de su vida, la cual,
como si fuera una tierra que no flota,
ni puede alargarse más,
y tiende a sentarse sobre
la transparente huella verde de su respiración;
y a repetir un eco que nadie escucha,
hasta caer con obstinación
en una inmensa mancha de tierra,
donde a veces crece el pasto.
Ciertas noches me dedico a meterme
en una bolsa nylon a pensar;
y ciertas noches las ovejas de mi padre
son ángeles, cuyos estómagos
trabajan con un ruido de lluvia sobre el alerce;

—73—
y son dientes que nadie cuida ni limpia,
sino la propia sangre del universo.

—74—
Canal de Chacao al anochecer

El mar da cuerda a su reloj nocturno,


en tanto que el viento termina
con aquella precisa definición de calma.
y la primera estrella diseña un grabado
en el que se ve un pasajero de pie junto a la borda
de un cierto ferry boat navegando en un fondo
de sueño. El viento frío enmascara
el pasado transformándolo en una playa
que a 500 metros mar adentro
no se distingue sino un brumoso, largo
y horizontal manchón oscuro. Así la eternidad
se abre a los sentidos; el primer hombre
encaramado en el puente de mando;
un lobo en el espejo y muy al fondo unas luces
como las de un pueblo que flotara en las nubes.

—75—
Feria artesanal de Dalcahue

Un domingo no es más que una batalla


con el alba. Un guerrero bailarín conducido
por la luna, una que otra esbeltez en los árboles
del paisaje: al final Caronte atraviesa
el canal de las primeras luces domingueras
y las feriantes clavan sus sombras en la otra playa.

La mezcla de viento con agua marina


y con comerciantes desconocidos
dicta la desaparición del cielo. Al fondo
se explora un nuevo círculo; pero
hay otras rendiciones y otras señales
que se perciben en las últimas islas,
y entonces se retira la alfombra sobre la que
parecía hilar la muerte.

Mas el paisaje general no cambia:


los botes tienen sus pausas aladas,
las feriantes miran la hora que se trueca
en espirales de humo, las voces
participan del mandato de las olas, la mercadería
recobra la lana que estaba escondida
detrás del paisaje de exportación. Sin duda,
una curiosa postal donde todo se ve por dentro.

A mediodía se inicia la campaña del sudor;


un remo impulsa los recuerdos,
y luego el hogar, a nuevos presagios,
a nuevas acechanzas.

—76—
Álamos de Changüitad

Los álamos, causales, breves y bailarines,


que se mueven entre caracoles y niebla; aquellas
ramas que atraviesan el sueño hacia el interior
de las casas de madera.

Los álamos gigantes


y los álamos enanos. Un sin fin
de rendiciones y victorias tienen sus hojas
y las raíces halagan la igualdad del agua a la sangre
en la anemia del espíritu del siglo.

Es una empresa vegetal que tiene


muchos obreros. Álamos cortados
detrás de la cascada que los ojos ven
y reproducen al interior del alma;
ramas derribadas como aviones enemigos
por el fuego de artillería. Todo esto
tiene una ausencia en la que hay
un ilusorio mayordomo que me dona
el número de mi habitación final; todo esto
tiene un círculo en cuyo centro el hombre
no puede adormecer sus silencios.

—77—
Navegación hacia la isla de Caguach

Hacía tiempo que el mar guardaba un hallazgo súbito


y aquel día nos preparó una sorpresa. Algunos
símbolos que tiemblan en el aire o en los ojos,
algo que nada bajo la quilla
en el remolino preciso de los días encontrados.

Más acá o más allá se asienta el abismo;


pero la embarcación no le teme a las sirenas
porque los marineros persiguen una altiva redención
entre olas sucesivas e islas de pies hinchados
que buscan asilo en el mar.

Aquel día, la hélice y la espuma


quitaron significado al tiempo: fuimos
otros seres que, agregados a la aventura, percibimos
lo que hay en el fondo de las islas y peñascos
y en el interior de las toninas y el sargazo.

Fuimos maniatados por la clarividencia,


aunque son inefables los instantes del éxtasis
cuya definición se acerca un poco a las gaviotas
detenidas en un punto ciego,
se asemeja a la corriente de olas azuladas
donde un pez volador persigue a otro pez volador.
Pero todo es falso, jactancioso y a la vez indesmentible.

Llegamos a Caguach al anochecer; descendimos


por los peldaños del agua hasta donde la ola limita
con el no-mar y retrocede,
como animal asustado, al punto de origen.

—78—
En tierra volvimos al oscuro sucesivo silencio
en marcha al asilo: fogón, pilchas, linterna,
en general un breve repaso por las cosas
para detenerse en el instante
en que se apresta el paisaje
a dar su primer grito de alegría y libertad.

—79—
Noticias de Chile
(escrito en Seattle)

Las noticias que me llegan de Chile son tan vagas e irreales


que es como soñar con un lejano amor cuyo rostro ya no es
posible recordar (no sé por qué asocio esto con el laberinto de
nieve de “Amarcord”). Jamás he nacido; Chiloé es una
historia contada por un borracho. Si alguna vez los militares
ocuparon las calles, eso ocurrió en una pesadilla de
adolescente; si engendré tres hijos, ellos son estrellas a
millones de años luz cuya existencia sólo se puede postular
por cálculos matemáticos. Ya lo dijo Eliot: el hombre no
soporta demasiada realidad. El problema es que el hombre
tampoco soporta demasiada irrealidad. Y los exilios, ya lo
sabemos, son fuentes de adicción al insomnio con un cielo
lleno de golondrinas de papel. Pero la verdad es que, como
dice Lihn, nunca salí del horroroso Chile, nunca salí del
habla de los viejos mares de las islas de Chiloé, es decir,
batallando y batallando en un exilio imposible en un país que
no es imaginario, en una lejanía que no es sueño, entre
animales cuyos nombres desconozco y que miran desde la
prehistoria (una prehistoria del futuro, desde luego). El sol de
aquí es tan bello como el de allá y la lluvia de aquí nos pone a
todos igualmente un poco líricos como la de allá, y las flores,
y los prados tan tersos tapizados de muchachas y muchachos
que no se besan nunca en público, salvo raras excepciones, y
cómo no mencionar las montañas que parecen dibujadas por
Andy Warhol desde la muerte. Obviamente Chile es un
insomnio, algo así como una bandada de gorriones que no se
pueden expulsar de la poesía. La única solución en un día
como hoy que amenaza lluvia es hacerse a la idea de que hay
que vivir en los suburbios de una ciudad inencontrable y
adaptarse al idioma del silencio, el mejor idioma para hablar

—80—
consigo mismo. Digamos que estuve aquí alguna vez, pero no
le crean al tiempo ni a las palabras; hagamos como que todo
está bien, muy bien, y leamos, leamos hasta la más
insignificante brizna de hierba y entonces quizás sepamos que
hay un mierdal en todo esto y que la lejanía tiene también sus
ventajas, porque nunca he dejado de amarte, mi naranja, ni
aun en los peores momentos cuando por una ola de
equívocos he sido infinitamente feliz.

—81—
En el país de los pájaros que se fueron

Era el tiempo en que recogíamos las manzanas


que habían caído por la noche antes de que las picotearan las
gallinas.
El siete venas y el pasto quila brillaban por el rocío de la
mañana
y temía romper con mis pasos esos pequeños diamantes de
agua y luz.

El día se anunciaba con el rumor memorable de las hojas,


la lenta humedad de los helechos y los trieles incansablemente
gritones.
Yo hablaba con los terneros que no habían podido nacer;
y estas conversaciones me hacían sentir
la suavidad infinita de los musgos en mis pies descalzos.

Pude conversar con los tábanos, jugar con la madera,


trepar los barrancos, compartir mi pan con el perro,
arrancar las nalcas de su depe apenas visible.

No fue un tiempo mejor ni peor que el de hoy.


Aunque sé que el humo me seguirá desde el fogón
hasta el fin de mis días en playas olvidadas.

Había aguas largas en invierno, largas e incomprensibles


como la oscuridad misma de lo oscuro,
y durante un instante preciso de la vida todos los caminos
eran agua.
Y sobre las mojadas lajas caí muchas veces y los golpes fueron
brutales;
pero el color negro de la tierra los aliviaba.

—82—
Moribundo estuve también en más de una oportunidad;
pero nunca dejó de cantar el gallo y, con el sol, renacía a mis
conversaciones
con el aire, la hierba taciturna y las aves extraviadas de sus
nidos.

Solía volar montado en caballo de palo sobre los montes


en dirección contraria al río de las lágrimas,
alejándome de las playas saladas, verdosas por las algas y la
tristeza.

Me visitaron muchas veces las cuncunas en mi secreta casa


que construí en un rincón del papal,
largas charlas tuve con ellas sobre el aliento oscuro de la
tierra,
y con las pulgas mi sangre compartí innumerables veces antes
de dormirme.

Entre el pasto crecido, entre el caer de las manzanas,


entre las raíces de la noche que crecen hacia abajo del alma,
los niños muertos cantan, cantan y no callarán,
quizás alegres, quizás tristes ¡quién sabe!, en los caminos
hoy borrados por la hierba, los días, los huesos blancos de la
desmemoria.

—83—
Dos estampas de madre tejiendo

1. Junto a la estufa

Imaginemos un tiempo cuando ya no volveremos


a verte. El taciturno, el cauto olvido
hará su trabajo, lento, sin apuro,
que para eso tiene la infinita arcilla del desamparo.

Tan lejana, tan inerme: cierto esbozo


serás de una espalda vagamente
dibujada con mucho esfuerzo.

No te veremos más; ni el nombre de la ausencia


que lo llenará todo será visible.

El taciturno, el cauto olvido hizo ya lo suyo.

2. Junto a la ventana

Afuera está el cacareo de las gallinas, el gemir de los cerdos,


el rumor suave de los pollitos instalados bajo
la eterna delicia de las alas tibias.

Ella mira desde adentro, tras los lentes,


al caminante que pasa saludando desde lejos.

De la nada pareciera que viene la chomba:


ya tiene forma el espaldar

—84—
y en la tibieza fresca de la cocina
va y viene la hebra con la que se hace el mundo.

Desde adentro el mirar vuelve a sus andadas:


se detiene de pronto la mano sobre las piernas
y en toda la inmensa tarde sólo se oye
un leve y anhelante latido de corazón.

Por un instante, cual fugaz destello, asomó


la torva cabeza de la hidra. Pero no.
Todavía falta, y todo vuelve al impaciente
furor de los alientos contenidos.

—85—
Al ir a buscar papas a la bodega

La puerta enorme de madera abro.


Me saluda la leve penumbra,
obstinada, implacable,
que entorna sus visillos
sobre los sacos de papas
como protegiéndolas de la mano
que las arrancará de su orden perpetuo.
Huele todo a semilla de pasto seco;
pero las cosas no saben
que son ellas mismas en esta bodega
que me recibe con su odio sagrado, infinito,
con la total malignidad
de su insondable inocencia.

—86—
Choapino en la feria de Dalcahue

Nada ha sido más perfecto que estas figuras


de perro y flores
en la lana cruda y olorosa.
Anudadas las felpas con las manos
que de mujer fueron.

La rosa estilizada, el pequeño jazmín,


la tosca pata del animal parado
en el aire. Este paisaje
debió ocurrir en la realidad
de los cuerpos: sitio seguro
habría sido para el amor.

Pensarlo da sentido al hacer; pero no


más que imagen es y el ladrido, si viene,
del can no vendrá.

Sólo la lenta amarillez de lo blanco,


el desteñido que llegará, la grisácea muerte
del perro, hoy negro en la perfecta
tarde fuera del tiempo.

—87—
El acordeón del mar

En los Esteros de San Javier el acordeón del mar estira y


acorta sus olas para producir la melodía que se grabará para
siempre en la memoria de los que partirán mañana hacia los
esplendorosos horizontes de silencio. El transparente y
rumoroso vals de las aguas es la música de fondo que
acompaña la conversación con Constantino y Maribel sobre
islas y obsesivos navegantes de incierto destino: historias de
hombres y mujeres quienes, de pronto, se transforman en
animales con pezuña, en rocas marinas, en madera labrada a
hacha, incluso en aves que suelen atravesar de una isla a otra
a la velocidad de planeador bajo los arco iris nocturnos. Ella,
verso en ristre, viene de Islas Canarias, pero antes del desierto
norteafricano y antes de Cuba y de las vascongadas y más
antes de los huenches que alguna vez poblaron el
archipiélago atlántico. Constantino, por su lado, viene de la
isla de Voigue, luego de la costa de Dian. Siguió por Valdivia,
Madrid, Osorno, Long Beach, Temuco... Filólogo de las
hablas de la tierra, ha devenido buzo-pescador en las audibles
nubes del lenguaje.
Hablamos y hablamos mientras la noche entra, sin hacer
ruido, por las ventanas abiertas. “Doña Flor”, la perra de la
casa, ladra con aire melancólico, quizás respondiendo a los
lejanos aullidos de perros marinos imposibilitados, por alguna
secreta maldición, de respirar el aire verde de los campos. Ya
casi vencidos por el sueño, nos decimos con desgano que tal
vez lloverá mañana; mañana, el día en que Sandra y yo
partiremos hacia lugares prosaicos, donde todo se compra y
se vende moneda por moneda. Mañana tal vez lloverá o tal
vez haya sol quemante sobre las colinas; no lo sabemos en
realidad. Pero sí sabemos que no habrá despedida, que no
habrá verdadera separación de los cuerpos de sus sombras si

—88—
no cuando ya no quede lenguaje para hacer hablar a las cosas
de este mundo.

—89—
RETRATOS DE FAMILIA

Je veux revoir le gynécée de droite; j’ y jouais avec les colombes, et avec


mes frères les fils du Lion.
Ah! de noveau dormir dans le lit frais de mon enfance
Ah! bordent de noveau mon sommeil les si chères mains noires
Et de noveau le blanc sourire de ma mére.

Lépold Sédar Senghor

—90—
Cumpleaños de mi hija Milena

Pequeña criatura tan girasol. Tu eclipsa, tu fervor,


tus barandales de risa, tu achinado
mirar entre los polvillos de la luz. Por ti más alta es
la entraña de tu rosal, y me pierdo en la dicha
de morder un pedazo de horizonte. Brasa
entre mis manos cuando andas por el patio,
y entonces te oigo que todos seremos papito
inseparable y seremos delirio de agua en la manzanas.
Y espero que este invierno no te haga toser
porque tu respirar es el cielo. Después, muy luego,
ya andan las suaves prolongaciones del deseo,
pero es así con la furia, que así venimos
tu madre y yo al fuego que se hizo en ti carne
y hueso con resuello. Hoy celebro
tu risa de tintineo de barco florecido.

(junio de 1992)

—91—
Mi hija Amaya me canta una canción de amor por
teléfono

Hoy será siempre hoy. Siempre tu voz en la voz


desde donde sale el claro, fulgente, día en que se han
separado la luz de las sombras. Un instante
fuera de cualquier ruta zodiacal, porque
me cantas desde un volcán terso, lavado
sin descanso por lo celeste. Eres inmortal
y no lo sabes. Suspendida la sílaba final
de tu canción como una lenta eternidad
que se acuesta en la arena con Rimbaud, muerto él
y entonces florecido; detenido en seco tu éter
en el hoy donde todo es enamorado.

(1992)

—92—
Casi cuento para Pablo Salvador
(recién llegado a estas playas)

Tengo para ti un país con seis jueves y un domingo.


Es un país que parece un gato de larga cola,
tan larga, tan larga que nadie sabe dónde termina.
Ronronea y se ríe cuando le hacen cosquillas en la panza.
Es un país que anda por ahí jugando con unos peces
cenicientos que recuperan la ternura.

El sino de una gota todavía sin edad. Una belleza de gansos,


sombra rosada que llora tras los parabrisas del aire.
Quiero decir que he cultivado para tus ojos unas plantitas
invisibles que llenan la casa de susurros.

(1992)

—93—
Retrato retocado del abuelo Félix

El abuelo, su mirada de otro siglo, grandes


mostachos que atraviesan el vidrio,
la luz fue un retoque fino, la palabra sencilla,
el aroma de no saber leer, de no saber
escribir, exactamente como hace 80 años
cuando construía su casa con tejuelas de alerce,
grandes vigas de coihue y clavos de herrar.
El mismo peinado hacia atrás, no con gomina,
tal vez con agua y azúcar o agua y miel,
oscuro traje a rayas de una suave crueldad
que embriagó quizás al fotógrafo.
La voz de la memoria hace coro con el humo
del fogón: nuestros ojos se nublan
por el relámpago en sepia que se ríe.

—94—
Retrato no retocado del abuelo Félix

“Pechelelo”dicen que yo decía, cuando estaba


aprendiendo a hablar, para nombrar el sombrero viejo y
deforme
que el abuelo Félix sempiternamente usaba
haya sol o lluvia, haya viento o calma, sea día, sea noche.
Cuando llegaba el veranito de San Juan solía
sentarse por las mañanas sobre una gran piedra
mirando hacia el oriente: le gustaba sentir en el rostro
el leve calorcito del débil sol de junio y romanceaba
a media voz con los invisibles fantasmas
que siempre lo acompañaban en sus trajines hacia la luz.
Aquejado de tos crónica, tosía a menudo;
escupía, entonces, unos gargajos enormes
que permanecían por un buen rato como
pequeñas medusas que el mar inexplicablemente
hubiera arrojado a la tierra dura del camino.
Un día empezó la transparencia a jugar primero
con sus manos; después con todo el brazo;
al fin, quedó visible sólo el sombrero, el “pechelelo”
en el aire, puesto en ninguna cabeza: retrato aproximado
de la ruina apenas maquillada por la memoria engañosa,
cuando ya no hubo nada que hacer, nada que esperar.

—95—
Abuela Lavinia apareciendo en sueños

El fuego ardía en el fogón en el centro de la cocina


que se me deshace en la penumbra del recordar.
De pronto en la puerta la ves a ella, a la abuela,
caminando con dificultad, pierna derecha a remolque,
pelo quizás blanco o gris, quizás no luz
en su ojos. Diría que no veo, no puedo ver el parpadear
de sus labios. Pero sí es real el vago terror
de haber visto un espectro vivo y sin esperanzas.

—96—
Mi hermana Alicia Margot fallecida
a los nueve meses de estar en este lado de la vida

En la cama yace tu pequeña


inmovilidad, el sollozo contra un mueble de horas,
al lado una ventana estilo inglés para que el dormitorio
sea aún más feroz. En el centro (o lo que parece el centro)
la mano dulce tuya que se fue.
Su vacío viene en un arco iris que me habla; pero estoy
sordo a la ausencia, ciego al agua que corre
sobre el pelo y los hombros desnudos del ángel.
Me quedó el humo dentro de la nuca en esta
habitación en la que el pasado es lento
como el interior oscuro de la madera.

—97—
Abuela Fidelia Ojeda de pie donde nace el arco iris

A ella no la vi (ni siquiera en fotografía); sólo


el rumor de su respiro se traspasó en forma
de retazos de noche. Fallecida, dicen, de parto;
tal vez hubo sol ese día o tal vez lo nublado
entró en su boca abierta por el dolor de no poder
amar a quien fuera carne de su carne; tal vez
el hollín de la cocina floreció como las dalias
y se instaló para siempre en los ojos inmóviles de ella.
Su pelo acaso largo, suelto, buscó a tientas
la luz que se iba; sus labios, de una tibieza
escurriéndose lentamente por el mentón, habrían
besado a Dios de haber podido, para
permanecer un poco más el cuerpo suyo
que se deshacía entonces como sal en el agua.

—98—
Tío Chato entrando en la realidad

Llovía a cántaros ese día; tal vez eran las 10 ó


las 11 de la mañana: como salido de una nube
apareció, traje azul arrugado, botas gauchas acordeonadas.
Prin, el perro, ve una figura venida del paleolítico
que parece implorar algo de techo con la hermosura
de su silencio. “¿Quién es usted que no lo conozco”?
“Papá, es su hijo Chato”, respondió mi padre.
“¡Ah!”Larga y gruesa cicatriz cruza la mejilla
izquierda desde la oreja a la boca: dicen que fue
en una pelea, por una mujer... Habla apenas
mientras destila agua el dibujo de su gravitación
y expone con displicencia su timidez,
su pelo errabundo, sus manos regordetas
que buscaban todo el tiempo atrapar
el aire. Escarmiento sería este retorno
después de 22 años de ser menos que un recuerdo:
avaro de palabras, sus ojos se fijaban en
las virtudes pasajeras de los muertos. La dicha
terrestre la imaginó con una mujer amada por él
desde la niñez, mas sabía que no sería suya jamás.
Así como apareció, una mañana muy temprano,
un árbol sin nadie ocupó el lugar de su sombra.

—99—
Tío Olegario Mansilla llama a la puerta

1971, enero o febrero (la memoria sólo registra


una tarde transparente con un sol de oro
sobre las cabezas), alguien, a la hora de once,
llama a la puerta. Es él,
el mayor de todos, salido del aire, con un mirar tranquilo
tras los lentes de grueso marcos negros.
De paso hacia la tierra prometida —que ni verá ni pisará—
habla
de Allende, dice que el gobierno popular va a construir
industrias para aprovechar las papas,
las moras, las manzanas... Balbucea una historia
de ceniza, con un libro de Rubén Azócar en la maleta
(“Gente en la isla”, me dijo), habla de sus tiempos
en Puerto Ibáñez, comunista con el favor de Dios
y almacenero de fuste; “socialismo”
fue una palabra que nadie necesitó
pronunciar mientras caía la tarde como un lento barco
a vela sobre los silencios.
Y al otro día enfiló hacia Curaco de Vélez,
y ya no lo volví a ver nunca más:
luego supe de su exilio, alguna vez una fotografía en la que se
le ve
de pie, muy formal, abrazado a su mujer
junto a un puesto de frutas en Ciudad de Panamá,
luego supe de mi tardía adolescencia herida por las espinas
secas de las zarzamoras muertas.
Un día llegó la noticia de su muerte en un lugar
en el que nunca he estado.
Pero quedó el hablar escrito en el cuaderno
de la tarde y de la noche rampantes, la voz,
como un aplauso de álamos, que traía historias de viajes

—100—
a Praga, a Moscú, a Hanoi bajo las bombas de los B 52.
Sólo el río sigue en el mismo lugar.
Y el mirar tranquilo entre las islas inmóviles.
Y la terca verdad de la promesa en todo el arco del día.

—101—
Abuelo José Gracias Torres

Quizás 1945 ó 1950, de pie en algún lugar


que la lente muestra borroso: flores de fondo,
más atrás un portón de metal abierto a la nada.
El, muy serio, mira de frente a la bestia
que agazapada espera, tranquila, el momento propicio.
Brillan los zapatos de charol, de un negro azabache
que contrasta con las manos blancas y regordetas
que sobresalen de las mangas del paletó
igualmente negro, algo estrecho para
un cuerpo que se hinchaba de gozo ante
la perspectiva de ser por una vez alimento
para la eternidad. Los ojos pequeños
bajo párpados gruesos, cejas ralas, pelo castaño
levemente ondulado, la nariz ancha clama
por aire; todo estudiado, excepto
las patas de gallo que dialogan con el bigote
ancho y cuidado sobre el labio. Lo demás tiene
un aspecto ocre que habla de la tierra que en buena
hora ensucia nuestros cuerpos todavía vivos.

—102—
Retrato imaginario
de Alicia Margot Mansilla Torres

Dirían tal vez: “es rechoncha pero tiene formas apetecibles”


o “es demasiado extremista en política; no nos conviene”
o “es una cabeza hueca, torpe como una vaca”.
Mas no quedaron sombras, ni perfectas
ni imperfectas
ni una foto gris siquiera en papel satinado que ahora
exhibiría
una vejez color ocre.
De ti no quedó más que una pérdida malamente
suturada con cáñamo invisible,
una estrella que nunca se encendió
en ninguna noche de ningún planeta.
Nadie dirá que fue una desventura tu vida, porque no fue.
Tú sí que has escapado de la deprimente decrepitud;
no arrugas, canas tampoco, ni pantorrillas varicosas,
ni fue necesario pasaporte para viajar
al otro lado de la realidad.
Total cero: ni haberes ni deberes en el libro de las cuentas.

—103—
MENSAJES DE ULTIMA HORA A CHANGÜITAD
Y CURACO DE VELEZ3

Isla, no te pierdas.
El tiempo es de todos,
y cada quien ha partido
ha danzado en tus horizontes.
No es la espera la que hace aquella
soledad,
sino la que perdura en nuestra memoria.
Lo que queda temblando en nuestras manos,
el tiempo,
cuando todos los pájaros han emigrado.

José Pablo Quevedo

3 Localidades ubicadas en la Isla de Quinchao, una de las islas que


compone el Archipiélago de Chiloé.
—104—
Regreso a Casa

¡Amárrenme a mástil del silencio!


¡O a las cimbradas cuadernas de ciprés
que resistirán el oleaje de la locura!

Debo a Henry Miller este pensamiento: “Soy un patriota de


Changüitad y de Curaco de Vélez, Chiloé, donde me crié. El
resto de Chile no existe para mí, excepto como idea, o
historia, o literatura. En mis sueños regreso a esas comarcas
de la isla de Quinchao, igual que un paranoico vuelve a sus
obsesiones. Porque lo que es inmutable es el dolor de la
separación, y este dolor sigue vivo después de que el cuerpo
es enterrado”. (El lector hallará este pasaje de Henry Miller
en su versión original en Primavera negra, en el que Miller
habla, por cierto, de Fourteenth Ward, Brooklyn).
Escribir poesía es una añoranza permanente que resulta de la
necesidad de sentirse en casa en cualquier lugar de este
mundo en el que estemos, lo que significa que escribir poesía
es atestiguar que vivimos exiliados de la casa que nunca
hemos tenido. Siempre camino a casa. Pero la verdadera
casa, como las manzanas de Tántalo, está ahí, al alcance de
la mano y a la vez inalcanzable. Es un obsesivo diálogo con el
campo húmedo de mi infancia, algo oscuro y rural que ciega
como el resplandor de una explosión atómica. Siempre
volveré a casa con todos mis bártulos y con todas mis
incurables obsesiones el día en que no quede en mí ni una
sola palabra que pueda nombrar ninguna cosa. Al menos, en
la mudez absoluta, no habrá distancia entre el decir y la
imposibilidad de vivir lo que se dice.

—105—
Todos junto al fuego, los primitivos del futuro

La penumbra entra en los ojos del padre


y de allí no volverá a salir.

No tuvimos a nadie que pintara “Zapatos campesinos”,


o idílicas escenas campestres (para deleite de asiduos a
museos
y a galerías, de ellos que gustan de banquetes exóticos
para sus ojos).
Ni en 1000 años nacerían Rafael, Tiziano de Cadore,
Velásquez
ni Daguerre, ni Einstein...
No en torno a un fogón rústico,
cuyo fuego chispeante hace y deshace sombras,
ablanda los bultos que respiran, que murmuran y hablan
de viejos países irreales.

De esto sólo queda un pequeño retazo


en la débil tela de la memoria.

¿Quién escribirá la historia de algo tan común y corriente?


¿Quién estará dispuesto a perder su juventud
escribiendo sobre nada?

Oscuros caminos hay entre el bosque y los sueños


que se sueñan despierto;
vagas pasiones similares al amor,
y apercancados odios cuyo origen nadie recuerda
ocurren de tanto en tanto.

Oscuros nosotros, sobrantes, protegidos sí por el olvido, por el


humo,

—106—
y, aunque buscamos, no hallaremos nunca
el camino de retorno a casa.

—107—
Paisaje a contraluz

Me sentaba en los altos de la isla


para mirar el mar y los barcos.

Aquel año el bosque estaba lleno de voces.

Madre compró crea cruda para hacer sábanas,


ásperas sábanas para una piel entonces joven y tersa.

Mujeres venían de la playa; saludaban al pasar


con sus paldes: ninguna joven ni bella, pero amables todas.

Yo era por esos días imberbe, en aquel año de rumores


cuando pudo haber habido un terremoto devastador.

Brillantes estrellas eran los ojos de dioses que miraban


casi sin pestañear el vacío de nuestras vidas: incluso
de día asomaban en la constelación de Orión.

Leí a Salgari. Los tigres de la Malasia y los tres corsarios


fueron más tarde asesinados por el agua;
los pocos que escaparon a la matanza
cabalgaron rumbo a la arena silenciosa
del país que no fue ni será.

Por un poco de luz empeñaba por esos días


mis tesoros: una bocha de vidrio, otra de acero
(un “fierrito”, decíamos), el trompo
cucarro de madera de peta que yo mismo hice
usando sólo un cuchillo viejo y mellado.

“Respeten a los niños antes de que se contaminen

—108—
con el mal de la avaricia
y con el triste fulgor de la decadencia que trae la edad”.

Fue aquel año en que correctamente decidí


no llorar a menos que las lágrimas
sirvieran para resucitar a los muertos.

—109—
Legión de los diablos

Inconstante, contrario a la noche que ama


la oscura oscuridad de la tiniebla, no lejos
del verdadero nombre de la desaparición,
rodeado de ángeles bellos como cuchillos
no usados ni para cortar el mal ni para cortar el bien:
madre, es por el delirio de querer ser aire,
de confundirme con los gatos en la ceniza tibia
de los fogones recién apagados, demasiado ave
en la pelea con las esferas. Me decías:
“legión de los diablos”por la porfiadez del diamante,
también porque remedaba el hablar del amor
haciendo burla con las papas cocidas que morían
trituradas en mi boca. La rabia te transformaba
en barco de guerra en medio del día, y yo entonces
descorría con insolencia las tranquillas de los nombres
desnudos, llenos de un aullar cruel de 10 u 11 años
de trajinar en este mundo y en el otro.
Mas a la hora de once (o sea, a media tarde) todos
los demonios ya se habían marchado: la tibieza
imborrable del mate cocido, pan en la mesa,
la cuchara de té quemando levemente mis labios.
Había a esa hora en mis ojos muchachas lánguidas
e impúberes que me mostraban sus rodillas: se llamarían
Ariela, Raquel, Leonor, Gladys, Oritia... nombres
escritos en la estela muriente de la tarde.

—110—
Cuatro mensajes a Changüitad

Primer mensaje

La realidad no fue como la recordamos. Nada es como


creemos que es. Por eso me gustaría volver al país de la
infancia, en Changüitad, ese país que recuerdo, que veo a
veces en sueños, que no existe ni existió, pero que está en mí
cual un faro que indica el camino recto de los crepúsculos y
que mantiene a raya los infiernos. Tengo derecho a estas
nostalgias: nadie me puede decir que no ame los ríos que
amo, que no huela la menta de las ciénagas, que no arda en
mí la chamiza reseca lista para encender el primer fuego de la
mañana. Tengo estos derechos y ningún dictador facineroso
me los puede quitar: derechos de animal rumiante del pensar
que extraña a su otro animal. Está bien que me vengan estas
nostalgias: por el amor que nos tenemos con las estrellas y
con el mar, sobre todo con el mar. Desterrado de mi tierrita,
mas no desterrado de la vida: mañanas de cavilar, tardes para
repasar lo que se piensa, lo que, al fin, es nada después del
pensar y después otra vez pensar y seguir y seguir contra los
portones cerrados del cielo... Estoy derramado de edad sobre
quemante y duro suelo no hecho para los huesos y el
descuero, pero sí listo el pie para partir; el mismo pie que no
olvida que antes fue luz.

Segundo mensaje

El 26 de abril de 1959, “domingo de nubes con sol,/ a las


tres”, Jaime Gil de Biedma dio principio a un ejercicio en

—111—
“pronombre primero/ del singular, indicativo”.4 Cito a J. G.
de B. en realidad como pretexto para saludar a mis padres
que jamás leerán este ejercicio mío en pronombre primero
del singular. Soy yo, les digo: aquí tienen a su hijo, ya en la
cuarta década de su vida, siempre listo para la tristeza que
emerge desde los zapatos, especialista en el arte de irrealizar.
Vean a su antiguo bebé: aquejado de inexplicables dolores en
su sombra, casi ya sin fuerzas para roer el duro hueso de los
días que se precipitan indiferentes y hermosos.
Tenía yo 11 meses de respirar cuando J. G. de B. trataba de
decir lo que comprendía de las cosas. Ahora me correspondió
a mí hacer lo mismo y no lo haré bien, desde luego, porque
no comprendo nada, salvo que hoy es 18 de junio de 2000
según calendario gregoriano que nos rige y no escribiré nada
que realmente importe a mis padres. En estos momentos
hace, además, un frío glacial que me destruye las palabras...
Siempre he opinado que la virtud estaba en conseguir lo que no se
alcanza, en vivir donde no se está, en estar más vivo después de muerto
que cuando se está vivo; en conseguir, en fin, algo imposible, absurdo, en
vencer, como a obstáculos, la propia realidad del mundo (Fernando
Pessoa).5

Tercer mensaje

Al anochecer tornóse anciano el padre. Desorientado,


extraviado el mirar, preguntó tembloroso: “¿De quién es esta
casa?”Y agregó: “Quiero irme a mi casa”, y se dispuso a salir
a la noche oscura que traía de lejos rumores de hojas, cantos
de ranas, sordas canciones de junquillos en la penumbra. El
mundo está más derruido que antes; eso se percibe en los

4 “En el nombre de hoy”, en Las personas del verbo, de Jaime Gil de


Biedma. Barcelona: Lumen, 1998, p. 83.
5 Libro del desasosiego, fragmento 394.
—112—
dientes carcomidos que asoman en la sonrisa de los años
olvidados. Amarga noche, como un ángel estrangulado con
su propia sombra. Cerca del mar y del antiguo establo del
caballo rocín, aún la llama alumbra a la pálida hermana que
vive la crueldad de pensar con todos sus sentidos; mas las
voces son suaves, el corazón soporta bien los sofocos, el pez
más grande de la juventud se parece a una sonata surgida del
vino. La muerte nos hace una visita de cortesía para anunciar
que le pertenecemos; sin dramatismo alguno lo dice y sin
dramatismo también lo entendemos mientras conversamos de
los vecinos, las siembras, los animales.
El padre tornóse anciano al anochecer. En el rústico banco
de madera la madre hila aquejada de una súbita
transparencia; crepita un leño en la estufa al tiempo que los
fantasmas comen el pan que los vuelve, por un momento, de
carne y hueso otra vez. Nada ve, nada recuerda, nada
extraña el padre, taciturno ahora, perfectamente unido a la
noche sin fin.

Cuarto mensaje

Se avisa que el padre no reconoce ya a sus hijos. La fiebre


neumónica, la desmemoria, los pájaros rochos de la edad,
también la bodega destechada, los ratones, la punta del arado
que no tiene punta: todo conspiró para llegar al hoyo blanco
indescriptible, con palidez de ceniza y mareos al levantarse.
Se avisa de todo esto y de la foto retocada del abuelo
eternamente colgada en la pared del salón, del cielo
indiferente repetido hasta más allá del mar, hasta más allá de
la noche en la que se perdieron para siempre los hermanos,
los hijos, los padres luminosos. La boca de la tierra se abre y
se abre, siempre un poco más cada día.
Se avisa que otra vez hay lamilla verde y sedosa en la playa,
que todos bajen al mar porque ahí ocurrirá el último abrazo,

—113—
puro, débil, tembloroso de la terrible inocencia de no
reconocer nada en nadie; que pongan un cartel de isla a isla:
AQUÍ LLAMAR AL BOTERO y que se vea desde muy lejos,
desde cualquier distancia, que hasta los ciegos lo vean cuando
llegue la hora de ver.
Se avisa también a los vecinos que la flaqueza se precipita
como un torrente sobre el dedo gordo del pie y el dedo gordo
de la mano. Ya sin poncho la tarde, destejido por la
necesidad insaciable de calor; sólo un chal pequeño, como de
guagua, en la espalda del árbol descuerado a uña. Que lo
sepan todos: porque la humareda empoza su linaje de
deslugares no vistos en los ojos del padre, ahora mudo,
sentado junto a la estufa que no está ni encendida ni apagada,
vagamente dormido en este mundo y en el otro.
Se avisa finalmente a su mujer que está brillando el día y que
no se olvide de los pollos, de los chanchos, del pobre Toby
que de viejo ha perdido el olfato. Una vez más el corazón
salió corriendo, derecho al agua que en el pozo es más que
milagro de vino, corriendo para llegar temprano, antes de las
12, a la fosa que no es fosa sino todo el silencio de la hierba
que crece en los pies fríos, olvidados de sus botas de goma,
libres al fin de la noche y del día interminables: todo el
silencio precipitándose en su propio abismo de silencio.

—114—
Pater mío

¿Qué pensarás de mí entre las grosellas


o en el momento de enyugar los pesados bueyes de nuestro
pasado
o cuando caminamos, entre el monte, sobre una alfombra
hecha de las hojas muertas de los radales?
¿Qué pensarás de quien imaginaste sería
la réplica perfecta de tu pasado y de tu presente,
pero que, en cambio, se perdió en el bullicio de ciudades
lejanas
y se consagró al arte de escribir palabras de colores
que nunca comprendiste?
No te aflijas, porque todo esto se lo llevará un día el viento
al lugar donde viven todas las cosas que hemos perdido.
La radio toca una canción mexicana que tarareamos a coro;
pero estamos separados por una distancia infranqueable
y nuestras voces se pierden antes de que nos oigamos el uno
al otro.
No te aflijas, que esta vez sí sacaré las papas del papal
y la embolsaré antes de que termine el día,
y no te preocupes tampoco por el forraje de los bueyes
ni por la cena del perro ni por atizar el fuego mortecino
en la vieja estufa de hierro.
Alguien vendrá a cuidar lo que ya no existe
y podrás dormir tranquilo contemplando las golondrinas
que vuelan sin detenerse sobre un mar de trigo maduro.

—115—
La lluvia borrara el pueblo

La lluvia borrará el pueblo igual como las nubes


borran las estrellas.
Pero detrás del agua todo seguirá igual
como siguen iguales las estrellas
detrás de las oscuras nubes que las cubren:
el carnicero don Ulises, gordo y cojo, en su carnicería,
don Lucho en el correo, siempre con un lápiz en la oreja;
la Sra. Albina, la costurera, con su risa estridente
continuará espantando los fantasmas del mal;
Nancho, el loco, camina en redondo
a grandes zancadas por la plaza.
Continúa la algarabía de los borrachos
en la cantina de don Baldomero
y los ladridos furiosos de los perros de Bauche Ortega
y el rechinar de una carreta lejana en la madrugada.
Y yo sigo en la misma escuela primaria
llena de goteras, con los vidrios rotos, los baños inmundos,
y el auxiliar don Isaías, manco de un brazo, me regala
galletas
y dulce de membrillo que envía el gobierno.
Queda en mi boca el sabor apestoso
de la leche de la Alianza para el Progreso.
Seguiré enamorado en silencio de la Doris,
mi compañera de curso.
Cuando sea grande jamás escribiré poemas;
seré un marinero apátrida, sin memoria.
Cuando la lluvia escampe, el arco iris
abrirá sus alas como un inmóvil pájaro de ausencia.

—116—
Sueña el animal humano

Se levantan las nubes. Confusamente alguien


murmura contra el mal estado de los caminos;
los árboles arden de lluvia y a madre le deben lágrimas
todos sus hijos y nietos. Y yo estoy en paz
con mi pasado, ahora que, al cerrar los ojos,
veo a ese muchachito que se fue con su colchón
al hombro un día de marzo en un destartalado
autobús lleno de sacos y cajones. Y luego
la travesía sobre el mar que nos mecía como a bebés llorosos.
Hasta llegar al centro de la noche, con hambre,
desvelado por agudas visiones de un plato de sopa caliente
que se deshacía al querer alcanzarlo.
Ahora es cuando tengo que pensar en los poetas
que escriben sobre el muro del tiempo.
No importa si tengo lágrimas deslizándose
sobre mi rostro y no importa si nadie responde
al llamado de los gorriones. Los viejos objetos de la casa
nos perdonan: las perchas ahora sin sombreros,
la lapa de madera de avellano en la que comía el perro,
la botella de barro que, llena de agua caliente, servía
para entibiar los pies de los moribundos.
Tal vez alguien esté todavía allí donde ya no estamos,
atizando el fuego o durmiendo el sueño primario
de los recién nacidos. Se levantan las nubes
y el mar, agitado por el viento sur, florece
como un instantáneo jardín de rosas blancas.

—117—
Hay un camino en Changüitad

Hay un camino en Changüitad


en el que yazgo golpeado,
rodilla sangrante sobre el ripio agreste del camino.

Ha saltado lejos la jarra llena de agua


con la que volvía a casa desde el arroyo.
El álamo fue testigo de la caída;
el maitén, con sus murmullos verdes,
consuela al niño que llora
y yace en el suelo del mundo.

Y la tarde se pone fría de pronto


mientras yazgo golpeado
y viviendo en este lado de la vida;
pero el destino hurtó el agua
que traía a casa y la esparció sobre la tierra
tantas veces recorrida
por los vivos y por los muertos.

Jarra oculta entre matorrales,


saltada en tantas partes de su loza;
donde antes hubo flores celestes
el metal gris aparece sonriendo.

Pronto las saltaduras serán agujeros,


y pasará la luz de un lado a otro de la realidad
y el agua se irá en hilillos constantes
como se va el calor de los que agonizan
en la noche lenta y descolorida.

Hay un camino en Changüitad

—118—
en el que yazgo golpeado.

Ya es hora de levantarse y volver por agua


al arroyo que sigue fluyendo indiferente.
Llenar la jarra y regresar a casa
donde hay sed en las paredes
y en los dormitorios
y en la cocina ennegrecida por el humo
de los arrayanes quemados.

Canta un pequeño pájaros cobrizo


parado en la cerca,
al borde mismo del cielo,
con un traje de payaso antiguo.

Sólo yo paso de largo


ante las puertas del Paraíso.

—119—
TIERRA A LA VISTA
(dos crónicas de viaje y dos llegadas)

El tiempo no es más que regreso a otro tiempo.


“Todos nos reuniremos alguna vez bajo la tierra”

Alguien nos reconocerá a la vuelta de una esquina.


Será como venir a saludar desde otra época.

Rolando Cárdenas

—120—
Escritura en el agua

En Osorno, Chile, a 11 de abril de 1993. Hoy, en día de


lluvia danzante, un amigo me ha hecho llegar los dos últimos
libros de Carlos Trujillo: Mis límites y La hoja de papel.
Hurgando en sus páginas he dado con el poema “Leyendo a
Cardenal”, poema dedicado a Aydé, la esposa de Carlos, a
quien, de paso, envío mis mejores parabienes y de quien
recuerdo sobre todo sus manos porque en su casa son aladas
y cocinan como las de Dios mismo cuando Dios quiere ser
cariñoso y amable con sus criaturas. Carlos, en su poema,
emprende a galope tendido una reflexión sobre el tiempo y
sobre el amor y sobre el universo. Y cada vez que leo y releo
el poema no puedo sino ver la barba blanca de Ernesto
Cardenal cuando en Seattle un año antes me decía “Así que
vos sos chileno y conocés a Jaime”(se refería a Jaime
Quezada). Y brindamos entonces con un vino chileno del
Valle de Maipo que tenía en su sabor —se me figuró— el
latido de la gran cordillera de mi patria lejana.
Pero cuando termino de leer se me viene de golpe, casi como
un mazazo que me aturde, Castro, Isla Grande de Chiloé,
calle O’Higgins, casa de don Custodio Trujillo y de doña
Clarisa Ampuero: el negocito de abarrotes y los clientes que
querían que les vendieran un paquete de fideos o un botón de
camisa a las horas más inverosímiles; olor a café en la cocina
en la que don Custodio conversa con Gonzalo Rojas, con
Martín Cerda, con José María Memet (que entonces se
llamaba Pedro Ortiz Navarrete); Aydé baja del segundo piso
envuelta en una nube a la vez blanca y negra... Leyendo a
Cardenal y a Kavafis en ese mar de lejanías que no ahoga,
pero que sí nos impide respirar a nosotros, habitantes únicos
de un barco fantasma que navega siempre hacia el pasado.

—121—
Y mi barba es negra todavía, como las noches de junio en
Changüitad, y mis libros de pronto amarillos como el otoño
de los álamos. Y tú eres sola en el infinito espacio del pan y
del té en esas onces calientitas de mi tierra, especialmente
cuando llueve sobre todos los mundos y se inundan hasta los
relojes de los muertos.
Todo esto viene de leer el poema de mi hermano Carlos:
porque es la página escrita la que nos llama a descubrir los
secretos de la nada en el rostro de quienes estuvieron ahí
cuando arreciaba el terror; todos ellos perdidos en las
multitudes de silencio que copan hoy las ciudades vacías de la
memoria.

—122—
Escritura en la tierra

En Puerto Montt, Chile, a jueves 29 de marzo de 2001, asistí


al recital del poeta nicaragüense Ernesto Cardenal. Pequeño
de estatura, vientre algo abultado, movimientos no torpes
pero lentos de la lentitud natural de sus 70 y tantos,
sempiterna boina negra que deja aparecer por los lados su
cabellera blanca ni larga ni corta, lentes que dejan ver una
mirada que fluye cristalina en las palabras de su Cántico
Cósmico con las que expresa, hasta el estremecimiento, su
obsesión de universo, de Dios viviente, de esa Revolución
sandinista que amó tanto para su país y que hoy es nada. Me
emociona su lealtad al amor, su confianza contra viento y
marea en que el cosmos, macro y micro, es el libro abierto de
Dios: los caminos de la biología son los caminos de Dios en la
vida y, a la vez, los caminos de la vida en Dios. Contra usura,
como Pound; contra Somoza, como Sandino; contra el
capitalismo, como Marx. Me emociona hasta las lágrimas su
fuerza para creer que resucitaremos después de la muerte (yo,
que no creo en la vida después de la muerte). La grandeza de
Cardenal es su amor verdadero por la justicia, su odio
verdadero contra el imperialismo, su fe inquebrantable en el
comunismo (a la vez bíblico, a la vez marxista) como
alternativa al capitalismo que nos arroja a la barbarie de las
desigualdades endémicas, por usura. Su poesía es un mirar
descarnado con ojos brillantes, inyectados de la sangre del
amor. Me emociona su palabra con la que nos muestra algo
del paraíso que todos llevamos dentro y que no siempre
sabemos ni queremos ver.
Humano, muy humano, sin embargo, como tienen que ser
las cosas humanas: llenas de luces y de sombras, pero
tratando siempre de no confundir las luces con las sombras.
Como sacerdote, debe, al fin, lealtad al Dios de su iglesia; de

—123—
religión monoteísta no podrá, a pesar de toda su convicción
revolucionaria, admitir sino que hay un solo Dios, uno, único,
omnipotente. Y en eso siempre hay una insoportable semilla
de intolerancia. No tengo yo fe en el Dios de Cardenal, y no
me siento triste de no tenerla. Y tampoco he tenido ni tengo
fuerzas para creer que el comunismo aquél de la comunión
con Dios, con las cosas y con los humanos, y que Cardenal
sueña con todo su ser, ocurrirá alguna vez en este mundo
nuestro, demasiado voraz para dejar espacio al amor como
sistema. Pero aun así creo en el amor, y creo que la poesía es
un acto de amor y que la poesía es un reclamo, siempre
justificado, de comunismo. Confieso que para mí —hablo de
ése a quien llaman Sergio Mansilla Torres— no hay ningún
arte que llegue a tocar las más profundas fibras de mi ser
como lo hace la poesía, la buena poesía, sea exteriorista,
superrealista, política, erótica, religiosa, masculina, femenina,
antigua, moderna... Porque escribir buena poesía y leer
buena poesía es amar. Con Jacques Prèvert diré: “amo a los
que se aman”(como Bárbara con su novio mientras llovía
sobre Brest). Pero amar es también odiar: odiar lo que impide
que el amor levante sus catedrales sobre roca firme.
Sábado 31; volví a ver a Ernesto en casa de Rosabetty y Juan
en Ancud, Chiloé. Esta vez sin boina, con su cotona blanca
de algodón bajo una gruesa chaqueta verde que alguna vez le
regalaron en Mongolia cuando era Ministro de Cultura de su
país. “Leí un poema suyo por primera vez en 1975”. “¿Cuál
poema?”, me pregunta casi como en un susurro. “Oración
por Marilyn Monroe”, le digo. “Gracias”, me dice y se queda
en silencio. La casa se llena de tibiezas: los amigos, el vino, los
mariscos de las playas de Chiloé, la hospitalidad tremenda de
Rosabetty y Juan, allá abajo el río Pudeto, el puente, un poco
más lejos el mar taciturno que vemos desde las ventanas. La
poesía hace estos milagros de reunirnos mientras afuera
llueve y ladran lejos los perros de los vecinos. Hablamos,
hablamos: esclavos todos de la palabra, sabiendo que nuestros

—124—
versos, nuestros libros, son apenas huellas —pocas veces
nítidas, casi siempre borrosas, torpes— de estos cuerpos
celestes que somos y que llevamos en el tiempo que nos ha
sido dado. Quizás no resucitaremos como las cigarras del
poema de Cardenal (aunque también nosotros vivimos 17
años bajo la tierra); pero cantaremos, aunque sea como los
grillos, sin boca ni garganta, frotando las alas contra el
cuerpo, y si no nos quedan alas, frotando el cuerpo contra la
tierra, y si no nos queda cuerpo, frotando la lámpara
maravillosa de la nada contra todo lo que existe.

—125—
Diapasón en las ramas

Diapasón en las ramas, y los chucaos


y las cotutas fabrican costuras entrecruzadas
de relatos antiguos: cuentos que hablan de las venas del Paraíso
y de los olorosos tallos de la manzanilla y de la menta silvestre.
Música para los ojos y oídos humanos, ciegos y sordos
casi todos, corazones secos atacados por la niebla.
Pero ahí están los muertos en profundos siglos,
linaje de palabras y sombras que parecen gente,
que hablan con voz de sal, de viento,
de solitarias cortezas desprendidas de sus troncos.
Sólo guardar silencio apoyado en el cerco trenzado de mimbre;
dejar los botes tranquilos, las redes, no mover los remos
sobre el agua tranquila, y escuchar…
Todo viene, llega al umbral del lenguaje;
pequeñas chispas desde el filo de los cuchillos
raspados en la piedra de asentar;
todo llega como sonido cascabeleante de hervores
desde la olla ennegrecida por el hollín de la infancia.
Y los relatos comienzan con un prólogo
escrito por el silencio del mar.

—126—
Ítaca

Y cuando, al fin, arribas a Ítaca no hay perro ni casa. Nadie ha oído


hablar jamás de una tal Penélope; el nombre Ulises pertenece a un idioma
desconocido. Lo que hay es una isla pelada. Floreciente fue alguna vez,
dicen; pero no lo creo ni lo creeré.
El viaje fue rutinario, ni sirenas ni comedores de loto; las diosas y las
ninfas brillaron por su ausencia. No hay, pues, motivo para escribir nada
memorable después de tantos años de vagabundeo por lugares cuyos
nombres no vale la pena recordar.
En Ítaca estás. Caminas por el sendero que conduce a la casa que
construiste de joven. Los ojos van, de pronto, hasta los álamos plantados
en hilera junto al arroyo: ellos permanecen en dirección contraria a la
noche y guardan el nido de los barcos en sus follajes.
¡Ah de la casa! La estrecha puerta se abre a la penumbra que el sol
apenas aniquila por un rato: tu casa, la escalera, la cocina —siempre la
cocina—, el polvo de las cornisas; aquí hablabas con Dios mientras
llovía y dejaba de llover cada tanto.
Ítaca no es la infancia. Y nunca estuviste allí ni con los vivos ni con los
muertos, y no puedes recordar sino el único borroso día cuando el viento
pasó por los huecos del aire. No construiste casa alguna. Ni Ítaca es
Ítaca. Y no has viajado tampoco a ninguna isla. Sólo escribiste algo que
no tiene, tal vez, más sentido que el agua que corre hacia el mar.

—127—
De NOCHE DE AGUA

Santiago: Rumbos, 1986

—128—
Hermosos cadáveres a la hora de la comida

Quiero hacer el traslado de la vida


a su menos muerte, pues a cada rato
damos tumbos en lo cotidiano,
y al fin ya nada es para nosotros.

Quiero pensar y creer que de tanto siempre no moriremos.


Quiero estar un poco conmigo mismo
y un mucho con todos.

Esto tiene ya mucho tiempo


de andar de casa en casa
como un pobre y abandonado extranjero.
Cada día nos servimos hermosos cadáveres
entre las cuatro paredes de la usura.

(1980)

—129—
Los trajines de mi siglo

Estoy perdido entre los muchos trajines de mis siglo;


vivo esperando una Gran Cita con el Infinito,
buscando el Paraíso en las galerías comerciales,
en los libros, en oscuros bares llenos de humo
y en la televisión.
Hemos estado juntos alguna vez
compartiendo el milagro de estar vivos,
arreglando de cualquier manera el mundo
para estar en el paisaje de nuestros sueños.
Y si hubo ternura en la mirada
la palabra amor quizás nunca la pronunciamos en voz alta.
Las dulzuras del hogar son mis horas de fiesta;
lo mismo las tardes con canciones en el viento
y la radio que sufre por mí.
Es difícil contar los días sin hartarse de la historia;
pero si vive la minúscula hierba
en pleno invierno de relámpago
y si en tierra se oye cantar los grillos, entonces
el hombre podrá vivir acomodando sus desengaños:
cualquier clase de cosas saldrá bien.
Los lirios del jardín me recuerdan tus ojos,
tus bellos ojos como las claras noches de diciembre
en las que el pasado y el provenir
son uno y todo
y en las que vamos con una vida llena de mentiras
rumbo al centro de la ciudad.

(1981)

—130—
Racconto: 1976-1980

La juventud me llenó de variadas ocupaciones,


estudiando, comiendo mal y bien a veces,
contando 3 pesos para hoy,
2 para mañana,
extrañando el hogar en las noches de insomnio.
Me tostaba en el patio de un viejo internado
los domingos por la tarde
hasta sentir la más aguda jaqueca.

Oh de la juventud que da su última coz


al vacío del tiempo,
la que se destruye,
la que se digiere a sí misma
en un mundo que no es mundo.

Lloré para mis adentros al decirle adiós


a la señora que nos cocinó por años,
lloré para reír de llanto y llorar de risa;
recuerdo su último rostro
del año pasado: fue un sueño
con muertos que andan.

La juventud de hilos terribles, el olor fétido


de las puertas y los viajes a pie
para alcanzar las habitaciones perdidas.
Así los años hicieron su trabajo,
conociéndome a mí mismo y no conociéndome,
hacia el futuro que es ya el pasado no vivido.

(1982)

—131—
Muerte de Héctor

No deberías guardar tus lágrimas, oh Príamo,


para otra ocasión que puede no llegar:
estamos en el tiempo preciso de la muerte de Héctor,
el más valiente mortal de Troya.

Deberías reconocerle entre los cadáveres


que entierras en las noches sin luna
y llorar, llorar de rabia contra el viento,
contra las rocas, infinitamente.

Deberías aceptar lo inevitable:


deja que los guardias enemigos te apaleen la espalda,
pero cuida el futuro, Príamo:
los dioses protegen a los grandes espíritus
aun en la desgracia y en la muerte.

Debes olvidar toda esta masacre,


arrojar lejos estas piedras que manan sangre.
Derrama tus lágrimas, oh Príamo.

No detengas tu dolor sobre esta hoguera de casas


que arden en las calles de Troya.

(1982)

—132—
El viajero de los días extraños

Preciso es detenerse a conocer el rumbo perenne de las olas;


acaso conociendo adónde van sus designios ondulantes
conozcamos también
para qué vive y muere un hombre.

Ciertamente se puede no creer en la visión que otorga la


espuma
cuando la ola rompe contra el acantilado que separa
el sueño de la muerte
y estalla bajo las terribles sienes del cielo encapotado
y presagiador.

Pero esto es lo que nos ha tocado.

Y si ayer estuvimos en casa, felices, en torno al fuego


y al suave talle de la mujer amada,
hoy el viento frío del sur y la sal nos laceran el rostro
en indescriptible entrecruzamiento de destinos:
los dioses nos han reunido junto al mar infinito
para venir a morir aquí por una sombra.
¿No es esto acaso un grotesco juego que nos envilece?

Cada uno tiene derecho a morir su propia muerte,


estrellado contra el coral, las lajas,
arrastrado sobre el barro hacia las profundidades del océano,
o en su lecho, fastuosamente,
como una fiesta, en unidad consigo mismo.

Por una sombra subiremos a la barca el domingo al atardecer


hacia un tiempo que supera toda aprehensión.

—133—
Acordaos de nosotros:
no tuvimos suerte o
estuvimos locos o
era necesario el final del nacimiento.

Llevados por las corrientes marinas y los vientos huracanados


alcanzamos el lejano horizonte,
pero no había más que agua, agua y agua por todos lados.

Acordaos de nosotros:
al borde de las ciénagas temblorosas, en un bosque oscuro,
en el camino que conduce a las olas que estallan
y que mueren y resucitan incesantes a los humanos pies.

Los rostros habrán sido borrados por el tiempo,


pero acordaos de la historia: ayer estuvimos en casa,
hoy queda un campo desierto que las recorre.

Hogueras, cenizas, depredaciones, vergüenzas,


por una sombra.

(1982-1985)

—134—
Espejos

Los espejos han perdido toda exactitud;


no reflejan más que formas
disparatadas, locas imágenes en un fondo
de sueño.

Se han perdido los rostros


y cuando nos miramos en los espejos
oímos sólo el silbido errante de la tarde
que atraviesa los tímpanos solitarios.

Y nadie comparte en realidad


estos desórdenes; oscuros secretos
que se tragan a los hombres
entre fauces centelleantes.

Los espejos no hablan. Les robaron


su luz y por esos cada uno
ve en sí mismo lo que quiere;
cada uno con sus pecados públicos
disfrazados de curiosos y vulgares pretextos.

(1983)

—135—
Días de verano de 1983

Me mostrabas con tu brazo extendido


los árboles que coronaban los azulados cerros de la lejanía
y con tus ojos ordeñabas el paisaje del mundo
mientras contabas que unos días atrás
unos niños humildes te rodeaban y te decían “tía, tía…”

Días de verano. Y por los senderos orillados


de maquis, arrayanes, radales
y zarzamoras que nos cogían las ropas
caminábamos hacia el lugar donde nuestras almas
se desnudarían y harían el amor
al pie de un avellano.

Pasamos bajo la palidez de la tarde


y seguimos bajo bandadas de gaviotas
que desgarraban el cielo con sus alas blancas como leche.

Dejábamos atrás páramos, cercos y quebradas


hasta que escuchamos claramente
el intenso y terrible pulso de la vida.

¡Oh aquellos días, mis amados días de verano!,


en los que mi memoria se encierra
a oír el mar y a escuchar el bosque
donde los hombres están llenos de hojas y de pájaros.

(1983)

—136—
La ciudad

Me gusta a veces andar por la ciudad


mirando la cara fraudulenta
de los maniquíes a la luz
de la luna imaginaria,
conversando con los labios roncos
de los tristes vendedores de baratijas.

Me gusta saludar en silencio


los ojos de los perros vagos
que me miran siempre de espaldas.

En esta ciudad con sus sucursales de cariño


donde se liquidan los días a bajo precio.

He venido a parar donde me nace


un pájaro de papel en el pecho. Pero
me gusta andar andando
de aquí para allá, porque es inevitable
el curso de esta ciudad que llevo dentro
en la que habitan anchurosos sueños
que se tienden en las calles
y duermen bajo los puentes
como mendigos marchitos.

Voy andando por esta ciudad


que me derrite la cara,
entre tantos muchos desconocidos
hacia un patio sin hambre,
entre diarios que lee el viento
y en el parpadeo de semáforos locos;
andando, andando por la ciudad

—137—
que nadie conoce
y habita bajo las estrellas.

(1984)

—138—
Un mundo que se deshace entre los dedos

Un mundo que se deshace entre los dedos


como vidrio de escarcha,
un mundo donde el mar rompe
hasta lo eterno.

Un mundo que se siente huir en la noche


como un ladrón.
Y una lápida que se gasta como los zapatos
del pobre, y la hierba que
entra por la mirada a cubrir toda el alma.

Me voy, pero sigo siempre en el interior


de esta casa anclada en mi retrato.
Y me da miedo mirar las estatuas
de rostro borrado que descienden de las cumbres.

El mundo en el que pastan


toros de tormenta… Y lo han puesto
todo aquí extraño y extranjero.

Que se haga piedra, que se haga agua


mi frente. Quedo en silencio
para sentir la nieve, el aroma, la humedad
del metro cuadrado
que me ha tocado en este mundo.

(1984)

—139—
Toque de queda a las 6 p. m.

En Achao, septiembre de 1973

Cuando alrededor de las 5 p. m. se cierran


los tres únicos colegios, los comercios
y las oficinas públicas,
una multitud muda e invisible
de niños muertos camina por las calles
y callejuelas del pueblo aterrorizado.

Llevan en la mano ramilletes


de flores secas y entonan una canción
infantil cuya melodía
hace oscilar apenas los árboles de la plaza
frente a la iglesia centenaria.

¡Oh qué silencio! El roce de un largo vestido


que arrastra por el suelo se escucha
a decenas de metros a la redonda.

El aire es viscoso como el aceite,


el mar está hirviendo en su caldero,
la lluvia fina moja levemente la tierra.

En el suelo apenas quedan huellas indescifrables


de estos niños que vagan por el viento
en camino al cielo, vestidos
con ropita nueva
que les han regalado los ángeles.

(1985)

—140—
Carta y ventana

Me he sentado al escritorio a escribir una carta


para un amigo de los Estados Unidos. Pero
he permanecido horas mirando
por la ventana y no he escrito ni una palabra.
¿Qué será de mi amigo? Hoy en sofocante
domingo cuando la luz de las gaviotas
se extingue entre los robles
de la última isla del tiempo.
¿Qué será de mi amigo en invierno con nieve?
Su mujer ¿le amará?, y sus hijos ¿dónde
sus hijos perdidos en el sueño del cielo?
Una carta es un poema que tiene un reloj
enfermo en el pecho. Sólo esta ventana
conduce al límite del otro hemisferio
donde se comprende lo mortal de los vidrios
que tiemblan y no caen
pero que saben que van a caer.
Me llega una luz de agua arrojada
inútilmente contra la noche. ¿Qué le puedo
contar a mi amigo? Tal vez un día de éstos
encuentre las palabras precisas
y fluyan como un río de plata. Un amigo
lejano se parece a un muerto. Y por hoy,
sólo esta ventana es lo que más se parece
a la eternidad de Chile.

(1985)

—141—
Día de camping

Hemos pasado la tarde tirándole


piedras a los vidrios del lago.
Y ahora que volvemos a casa,
la ciudad nos abre los brazos
igual que una novia que recibe al novio
después de una larga espera.

En casa todo está apagado y frío.


Encendemos la estufa, la radio, el televisor;
los niños bostezan sin pensar en nada.
Pesan los ojos, la piel quemada
hay que untarla con crema humectante,
dejar los relojes en la hora precisa, etc.
Los últimos quehaceres casi con torpeza se realizan.

Pronto a dormir. Aquí nos quedamos.


Mañana será (y siempre es así)
el Tiempo, la Soledad, la Muerte. Otros
andarán por donde anduvimos
y este día quedará velado por la hermosura
de un olvido irreprochable.

(1985)

—142—
Autobiografía

Tengo las manos donde el día


vive de nuestra muerte.

Ensimismado, dentro de una parka, ahí


camina Mansilla que salió de su tierra
y una pobre mirada de buey
lo vio en la cerrazón de la tarde
vagando al interior de los semáforos.

Y no fue el vuelo,
sino el viento en el espacio final
de las islas con rotonda. Eso fue Mansilla,
de campesino hijo, de agua hijo.

¿Y dónde estuvo? Pues aquí; pero


ya cerró puertas y murió a lo lejos
un trozo del mar. Pues aquí
fue la copulación del don que lleva Padre
con el doña que lleva Elva Edilia. Y nació
un hijo en un pueblo
que calla y escribe su historia.

(1985)

—143—
Hay que leer los muros

He vuelto la cara porque han llamado;


pero sólo veo un paisaje que tiene
un pájaro encendido en las nubes
y un reloj de arena
en los senos de una muchacha.
Tarde para más tarde
y mañana para más mañana. En Chile
sólo hay letreros luminosos que señalan
la dirección a la muerte. He aquí
la galería comercial donde Dios
adquirió sus satélites artificiales.

Voy por una calle concurrida;


pero la calle es el cielo,
pero el cielo es el infierno;
sólo arco iris alados,
sólo golondrinas de agua. Los astros
se sacuden el pelaje y cae una lluvia
dorada como en una fiesta de matrimonio.
Alguien anuncia por la TV propaganda
del Paraíso. Pero es tarde en Chile,
y no hay que leer poemas sino leer los muros,
paredes, conventillos y patios
donde mean borrachos; descifrar el Signo
en el vientre del tiempo.

(1986)

—144—
La noche es más corta cuando no se duerme

La noche es más corta cuando no se duerme


y las primeras luces son entonces
una batalla contra los ojos que se cierran.

Luces que pregonan helados de frutas


y pastillas para no morir de muerte natural.

El tiempo tiene un caballo


y el Signo no de descifra:
más bien es una lectura imperfecta
del país,
especialmente cuando pasa el panadero
de largo, hacia otras rendiciones,
otros círculos que anuncian la desaparición
del cielo.

La noche en vela tiene sus grandes secretos


que el pudor no permite revelar.

La noche no se duerme en el sueño de los hombres.

No se duerme cuando la noche es más corta,


porque la pesadilla nocturna
se recoge a sus cuarteles
y ya, al amanecer, el vendedor de diarios
recupera su sombra que luego queda
convertida en estatua de sal en mitad de la calle.

El paisaje comienza a llenar el hueco del mundo:


los niños despiertan,
los muertos se duermen borrachos de eternidad.

—145—
La noche cabecea sobre las mesas
y dispara su último cartucho antes de que el día
tome por asalto la realidad.

(1986)

—146—
Volver a decirlo todo

Volver a decirlo todo. Volver a la inicial sílaba


del yo perdido para reencontrarse
en la basílica del silencio. Después
de muchas pequeñas aventuras con final feliz
vienen las quiebras, las subastas, y, con ello,
nuevas exigencias que nos disponen
a grandes desastres intelectuales.

Volver a las lejanas fiestas de los dioses


y beber de las vertientes que inundan
la proximidad de la noche.
Porque el mar no tiene un pájaro,
y la playa está en peligro en medio
de los desórdenes del espíritu.
Y los que no tienen acceso a los tribunales
sólo juzgan la sombra de Dios sobre el mar.

Nuevas palabras, viejos edictos; continúa


la aberración del siglo. No terminan
las fábulas con la moraleja, y la maravilla
del cuento de hadas viaja en un avión
que bombardeará las ciudades vírgenes.
Volver a anexar los antiguos caminos,
con posadas, aduanas, tapias llenas de carteles;
otra vez encontrarse con las lámparas
del mediodía, en los observatorios
invadidos por la muchedumbre que grita.

Todo a redecirlo bajo un cielo de zinc,


una crónica de poeta trasnochado
que ha bebido café y cerveza. El verso consiste

—147—
en las grandes claridades
que se pasean inquietas por el patio
y por el jardín,
y en dar por fin con el instante de la ante-palabra
que engendra el decir exacto
en el centro de las fastuosas evacuaciones
de obras muertas de nuestra época.

(1986)

—148—
Último día de clases

A O. M. B.6

Profesor primario en una escuelita de campo,


casado con una muchacha
que fue su alumna, jubilado ahora.

¿A quién le enseñarás a sumar?


Y las vocales ¿se las enseñas a la sombra
de los primeros muertos que te esperan?

Cierras los ojos y los chiquillos corren


por el patio; entran sucios, transpirando
a la sala: las tareas, el cuaderno, el lápiz…

Impones autoridad entre las caras infantiles


que todavía no saben de TV ni de urbes
al otro lado de las más lejanas cordilleras.
30 y tantos años que pasaron
como el agua. Y ahora estás viejo.

Tu mujer entra con un almud de arvejas


y te conversa de la vecina cuyo hijo
está a punto de volverse alcohólico.

Y los niños están ahí otra vez,


y aquel sueldecito que venía y viene a fin de mes
como un calmante contra unas jaquecas crónicas.

Tus muchachos son hombres en el más acá de la vida;

6 Osvaldo Montaña Burr, mi primer profesor en la Escuela Rural de San


Javier, isla de Quinchao, Chiloé (nota del autor para esta edición).
—149—
aquél se fue a algún lugar lejano
dicen que a trabajar,
aquel otro vive de sus siembras, pesca
o se hizo oficinista en la municipalidad.

Tus muchachas; ahí están, mujeres de anchas caderas


y senos prominentes. Una se casó con un carabinero
y se fue; a otra le tocó un marido borracho que la golpea.

Enseña tu amenazadora varilla


para que se silencien los pájaros,
para que se ordena la sala de clases con tu grito final
cuando todo no sea sino un susurro,
cuando el mar se retire definitivamente
buscando barcas jóvenes y hermosas bajo la luna.

(1986)

—150—
Que trata de lo que una casa es y no es

A F. M. Z.7

Mi casa se va, se va lentamente.

No es lo que era, algo diferente


hay en sus puertas, en sus ventanas;
sus dormitorios revelan lo que ya no existe,
porque esta casa se ha marchado
y nos abandona sin prisa, sonriendo como una novia.

Está aún el gato, los ratones persisten


a pesar de todo,
y aquellos cacharros de fierro y el horno de cancagua.
Me parece que está todo y sólo hay
que mirar de frente las cosas. Y sin embargo,
los adioses, la sombra adelfa,
la tripulación fantasmal; esta casa
se disuelve, y es más palpable la ausencia
ante todo, ahora
que la jugarreta tienen un signo de eternidad,
en tanto que las canas cuando
los domingos y los espejos.

Sin prisa se opacan los vidrios;


la escalera, no sé, creo que existió antes
con más fuerza, lo mismo eso de las lapas de ciprés
que parecían pararrayos de la muerte. Es algo
que tiene que ver con lejanías sin retorno,
algo de amapolas cortadas que huelen a frituras.

7 Félix Mansilla Zúñiga, abuelo paterno (nota del autor para esta edición).
—151—
Esta casa no es la que era,
o tal vez nosotros fuimos más intensos
y ahora hemos vagado por los años
para llegar a cualquier desconocida playa
cual náufragos feroces y abismales.

(1986)

—152—
Un hombre va por el mundo con su casa al hombro

En esta casa he vivido. Aquí


se exilian los presentimientos.
Sus ventanas tienen luz de memorias
disueltas en agua.
Sus puertas son las que me conducen
al mundo.
En los rincones florecen los muertos
y la cocina no rima con las sirenas.
Aquí nos deslumbra el sol
y nos oculta la noche.

La vida entre las paredes de esta casa


está llena de pequeñas guerras
que amo y odio al mismo tiempo.

Cuando duermo, la casa


se deshace por la noche entre los sueños.

En la cocina, sobre la mesa,


la noche nos ha dejado sus estrellas
como panes blancos de eternidad.
Y el invierno nos ha dejado
sus lluvias como racimos de uvas
en una fuente.
Y en una repisa, furtivamente
mis amigos dejaron unos saludos,
los que durante estos días livianos de otoño
son sencillos y espléndidos.

—153—
Cuando se abran las puertas
o las ventanas, quiero
que el cielo se desborde como el agua
en una vasija muy llena
y que los astros
anden, al igual que niños traviesos,
arrojan la vajilla al piso
o tirándolo todo por cualquier parte.

Me duele la casa que no tengo


como un dedo apretado en una puerta.

De esta casa desciende a veces


un río en el que navegan multitudes
de muertos
a causa de increíbles represiones.
Sólo el viento abre las puertas
y allana por última vez
esta casa torturada.

¿Qué lenguaje tendré que hablar,


qué palabras tendré que decir
para construir la casa que sueño
en las cuatro esquinas del horizonte?
¿Dónde, dónde estarán esas palabras,
ese lenguaje amado
que me abrigue del viento, de la lluvia,
del frío de la vida y del frío de la muerte?

(1986)

—154—
En esta primavera

Mi patria es dulce por fuera


y muy amarga por dentro.

Nicolás Guillén

Quiero en esta primavera las mejores flores para los


manzanos
y los mejores pastos para los rastrojos
atravesados por la luna.

En esta primavera todo ha de ser grandioso,


deslumbrante de amor:
el mar será como un perro dormido en mitad del patio.

Quiero hacer rodar los mejores minutos


iluminados de júbilo,
ponerle a las amadas orejas de la libertad
dos grandes aros pobres pobres,
y plantar nuestros nombres humanos en la huerta
para que crezcan con los frijoles,
se trepen en los tallos de los ajos,
en las estacas, rumbo al sol.

En marzo —el mes de las cosechas— andará por los vientos


una columna de pájaros:
los hombres pacifistas que combaten por necesidad,
los amantes de la justicia, linajudos como ellos solos.

No habrá por qué coger la cuchara de la sopa


con las manos del horror
ni dejar que madre se vaya y se vaya por la puerta del fondo.

—155—
En esta primavera no quiero estrellas muertas,
no quiero sienes amarradas con el cordón de la amargura.

La vida del humilde entró por la ventana como un rayito;


vino a reclamar su almuerzo, su cama, su habitación, su
trabajo;
no a quitar cosa alguna, sino a reclamar
lo que le pertenece.

Pueblo mío,
deja que el viento ondule tus trigales
hasta los confines de la tierra.

(1986)

—156—
Se nos ha muerto el pájaro Neruda elemental en
Santiago de Chile

A los viejos mascarones de proa de Isla Negra

Cuando se
nos une el camión de la mudanza
con el desayuno, o
cuando las miles de horas vividas
son un único instante estelar
para cerrar la puerta de calle
y marcharse disolviéndose en la lluvia,
haciéndose transparente en el viento;
entonces la eternidad también tiene su fin.

Y también el fin tiene que de repente


estamos vivos, y la mano duele en el brazo
como un zapato mal puesto
en el pie fino de una bella dama.

Pero un día se subió a un tren


y se acabó la comedia. La razón
tiene locuras que nos sorprenden;
por ejemplo, se despacha un oficio en triplicado
mientras la muerte
se precipita como una cascada
sobre Santiago de Chile.

Son los ojos que ploran tornando la cabeza


a la lluvia de Temuco,
ahora justo en los pétalos de un septiembre
sucio y frío. Que se fue, porque ya pasaron
los días de la tierra. Y la eternidad
también tiene comienzo.

—157—
De EL SOL Y LOS ACORRALADOS
DANZANTES

Valdivia: Paginadura Ediciones, 1991

—158—
UMBRAL

Celebro aquel día de 1975 cuando escribí mi primer


poema mirando un álamo junto a un arroyo. Entonces
hacía sol el tiempo; era verano en Changüitad. Pero
odio los días oscuros de mi país. 1973: entonces había
corrido mucha sangre inocente; las prisiones tenían sus
bocas abiertas, la luna no tenía cabeza. Por eso respiro
en la playa para que los peces saluden al arco iris; para
que el futuro venga, no sé cómo empujando, ni con qué
río a qué mar, ni cuándo relampagueará, latido a latido,
bajo la noche y el sol.

—159—
El pie quebrado que vio
tan callando Jorge Manrique

De Manrique me quedo
con su murmullo
de río
en pie quebrado. ¿Qué es
la eternidad
sino el muerto dando a la ventana?
Manrique, el testigo,
el poeta,
el enormísimo perdurador. ¿Y qué
se ficieron, en cambio,
los grandes soberbios del estado?
¿Qué fueron sino rocíos
de los prados?

Quedan de pie unos pobres pastores


de ganado
contra el viento.

—160—
Poetas con facha de caballos borrachos

Apuesto mi metro cúbico de aire


a Poe: Poe, Rimbaud, Esenin, Artaud, Teillier,
ebrios
y lucidísimos
mientras duerme el mundo. Y los veo
allá en el fondo
orinando sobre el fuego y afirmados.
Poe
vino a sacar pasaporte
para viajar al país del delirium tremens. Los otros
son igual reyes
cuando entran a la peor taberna
de la más perdida aldea
de la locura. Locura, tiempo,
poesía. El remedio está
en el tango y Los Beatles ¿verdad, Jorge?
Poetas
resurrectos
en esporas, destruidos, autodestruidos
con aureola de niños saltamontes; ustedes
son
los que aúllan ¡salud!, los que aúllan
más pura sangre que tantos.

—161—
Encuentro al interior de Rubén Darío

Más allá de toda arena está


el caballo celeste de Darío relinchando
en el mismísimo puerto de Valparaíso: l886,
cuando el huemul
profetizaba en aymara a Gabriela
para dentro de 3 años
en el valle de Elqui.

Harmonía
de Rubén para los claros clarines de Nicaragua
y América: la que habla español
y cree en Dios.

Fue el anuncio, la profecía


del cisne desde el teocalli.

Y las hormigas
van con la noticia bajo la tierra
a contársela a Sandino,
aquel otro caballo liróforo de Las Segovias.

—162—
A Fray Luis de León en aqueste mar tempestuoso

Trotó por todos el caballo


de Fray Luis. Salamanca
y la vergüenza de la Inquisición para alguien
tan finamente urdido.

Como decíamos ayer,


¿en qué ayer? Se perdieron tus palabras,
no hubo registro
magnetofónico
de tus clases. Pero quedó sonando la música
de las esferas celestes.

Te envío un telegrama urgente:


"Amadísimo:
la luna la encerraron
5 años en un calabozo". Y tú te reirás un poco
dentro de tus tablas, porque
no te tocan, no pueden tocarte,
lo lloros aguzados
de 5 años ardientes.

Mi poeta bíblico, de David —el profeta—


choznísimo heredero, hermano carnal
de Job y Horacio:
“locus amoenus”y “beatus ille”para
este leño flaco de mundo lisonjero. Y sigues
trotando en Salamanca
cuando ya se murieron tus verdugos envidiosos
y nadie los recuerda.

Menos mal

—163—
que el fuego sigue
con el plectro.
Y seguirá.

—164—
Cuando Sandra y yo nos casamos en octubre de
1983 en Los Muermos

La poesía embellece los días. La poesía los trajo desde la


patria de Walt Whitman hasta este Sur de mi
nacimiento. Y éste es el milagro: el aire que nos respira
es el mismo que respiramos. Nos vieron las pedregosas
calles cargando sillas sobre nuestros hombros, porque
entonces carecíamos de sillas y teníamos que pedirlas
prestadas a los vecinos y a los parientes. Por esos días
llegaba dos veces por semana al pueblo un tren
viejísimo, igualito a esos que se ven en las películas
norteamericanas del Oeste. Tal vez llegó Poe en tren
con Ezra y con Emily Dickinson vestida de blanco;
William Carlos Williams y Allen Ginsberg eran los
conductores, directamente desde los Estados Unidos de
América para la soledad interminable de un pueblo
olvidado. Las piedras hablarán de ellos todavía; dirán
que la gran poesía norteamericana no es imperialista;
dirán que se puede con la palabra y con el silencio.
¿Qué crees tú, viejo Walt Whitman?

He soñado en un sueño y veía una ciudad invencible bajo


los ataques de todo el resto de la tierra,
he soñado que ésta era la nueva ciudad de los amigos...

“Beasts made of stars drink from the white


river of our silence.”

Para
Steven y Nancy White
—165—
Recado a Gabriela Mistral
en la materia alucinada de Chile

Me cuentan de un grueso cuerpo


cuyo origen es el trigo candeal
y de un camino que cruza el aire
de paciencia en paciencia.
Me cuentan de un país de cejas temblorosas
que te acunó en lana de Vicuña
y te fue gastando, a fuerza de limazos,
la sombra de madre mortal
hasta que se quebró tu arrullo chilensis
como un cántaro de greda que se cae
sobre Nueva York y derrama ríos de carnes volanderas.

Madre inmortal eres desde que la de Ojos Profundos


te enseñó a voltear esto que somos de tierra,
a mudar los cerro, cambiar los bosques
y torcer los ríos...
Y me gusta el teocalli de tu mirada,
porque en él subo hasta
Quetzacóalt venerable y me duele menos
mi Tiahuanaco en ruinas
y mi Montegrande que quiero por ser tuyo.

Vieja Gabriela que desciendes


a raudales de las cumbres nevadas,
salto del Aconcagua es tu palabra,
hilillos de ronda líquida son tus manos.
Y cuando pasas por la calle,
las puertas te hacen gestos de pan
y el mujerío danza sonámbulo
desde las profundidades fulgurantes de la materia.

—166—
Cada uno te llevamos en un día de sol,
de marcha y de cigarras,
dormida, pesadillesca tu espina mortal,
y nos roe esto de que todavía
estamos como estábamos
cuando tu cabeza descansaba como un fruto
entre las manos de un indio en el campo de Mitla.

Este gajo de viento te saluda


con el gesto de darte agua de mares bárbaros
y te pide que acunes lo que falta
por acunar antes de que el alma
diga al cuerpo que ya no puede más seguir.

—167—
Monumento a la transfiguración de
Vicente Huidobro

Paz sobre la constelación cantante de los ojos cerrados.


Paz sobre Vicente hipnotizado por las estrellas.
Paz también sobre los pájaros en pena
que te acompañaron en pie hasta 1948.

Tengo en la mano el cristal quebrado


de tu mirada y en mis bolsillos
suspiran hordas de planetas difuntos.
¡Y cómo caen a la tierra las angustias
en el paracaídas infinito de Altazor!

Ah, querido Vicente, qué lejos estoy


de las brillantes ceremonias de tu cerebro,
pero no puedo resistir la tentación
de conversar con los queridos espectros de la poesía.

Alzo, pues, mis velas pidiendo viento


y arribo al puerto de la transfiguración
de todas las cosas. Ahí mismo, en el mar,
me duermo con una bala en la cabeza.
Y Vicente de pie discutiendo con Reverdy
o abrazado con Max Jacob en alguna
calle de la muerte, alegando a gritos con Breton.
¡Y viva la creación que todo lo puede!

De las orejas que agita el tiempo,


cae nieve;
de las nubes que agita el perro,
cae polvo.
Polvo y nieve en los parajes profundos

—168—
de la memoria; polvo y nieve para la vida entera.

Abrid esta tumba, ¡abridla!


al desollamiento vertiginoso de la muerte
en Cartagena. Y allá en el fondo
veréis a Vicente cabalgando el último caballo
de la fuga interminable.

—169—
La cebolla es escarcha de tus días

A Miguel Hernández
que nació en Orihuela y murió en Alicante

Hoy he reunido fuerzas, Miguel,


para vivir un poco más
con tu muerte a cuestas,
españolamente muerto
en la cárcel
de Alicante.
Tristes, tristes, tristes guerras, Miguel.

Te extrañamos todos desde el hueso esencial


y te queremos
con tu cabeza grande y redonda;
tu miliciana mirada
gastada y revivida,
tan aire de ruiseñor del Levante.
Porque eres una ventana
que se abre
cuando caen
las hojas en otoño;
eres el hijo de la luz y el hijo de las sombras,
con toda esa angustia
que tenías
debajo de tus zapatos.

No despiertes, Miguel,
niño de niñeces que empiezan
en la tierra y terminan
en el cielo:
te traeremos
la luna si es preciso,

—170—
pero no sepas nunca lo que pasa
ni lo que ocurre...

—171—
Poema para un granuja

A Serguei Esenin

Esta tarde, camarada Serguei, pude


por fin ver
tu ángel. Tu ángel borracho que vio
demasiado
en la noche
y no halló otro camino
de salida
que quedar ciego, ciego y ebrio de mundo,
bebiendo ávidamente
de los pezones de Isadora, aquélla,
la bailarina que bailó con Dios
la danza del orgasmo sin fin;
arrastrando,
como un trineo sobre la nieve,
tu esqueleto ruso, revolucionario a tu manera.

Podrías abrir una ventana


y mear la luna una y cien veces;
arrojar tus versos a puñados
como monedas sobre el mesón
de la taberna,
y convertirte luego en golondrina y volar
sobre los campos
y las carretas
de Konstantinovo, tu aldea de infancia;
pero prefieres
emborracharte para siempre
en alguna habitación
de un hotel de mala muerte.

—172—
Ignoras tal vez, querido Serguei,
que la luna
derrama sus remos por los lagos
como una barca de plata.
Aunque en realidad sabes mejor que nadie
que en este mundo
todos somos pasajeros,
efímeros
alientos después de la lluvia,
que lo único importante que se puede hacer
es mirar interminablemente
el bosque de abedules
y llegar a convertirse
en un abedul más del bosque
para completar el paisaje final.

Adiós, camarada Serguei Esenin;


no es nuevo morir
ni vivir tampoco.
Bebo en tu copa
el vodka de la alegría.
¡Salud!
La separación promete
un nuevo encuentro...

—173—
César Vallejo, aparta de mí este cáliz

¡Qué jueves tan jueves era entonces, César,


cuando te moriste, tan amado, con tu palabra a cuestas!
Te pegaban
todos con una soga
con un palo
y dijiste: “no me corro”,
aunque te dolía en diferencial
todo,
de tu pañuelo con lluvia a las cuatro esquinas
de tu frente cuadrada.

Donde quieras que estés ahora, César,


(y disculpa la confianza)
te aviso
que tus amadas orejas Sánchez
andan
huérfanas por estos dados eternos de la vida,
andan
tristemente a dedo tus manos Sánchez
o están
presos tus amados ojos Sánchez.
Y el cadáver de Pedro Rojas
—al que tú veías lleno de mundo—
tiene marca de electrodos en los testículos
y su alma es una cuchara muerta en su chaqueta.

¡Cómo, César, fuiste a morirte


tan luego
en París!;
pero se comprende
si se analiza

—174—
tu mirada
y si se analiza
ese aire hosco
que te acompañó siempre desde Santiago de Chuco.
Cara de cholo tienes, tus ojos no se distinguen
sobre el bastón,
pero tu cara es más hermosa
y tu cabeza más altiva
que la de Miss Mundo.

Aquí las cosas han cambiado tan poco


¡casi nada, César!:
todavía
el caballo bosteza en la madrugada esperando,
y Aguedita y Miguel no vienen,
no vendrán ya
a abrir la puerta de la casa
que ya no existe;
todavía
dura la guerra civil española
en cualquier parte donde los milicianos
combaten con sus pechos y sus fusiles
desnudos
y la muerte pasa con un pan al hombro
detrás de las puertas;
todavía,
César, se dice todavía
cuando se apuna la infancia
en la dolorosa adultez del hombre
y el indio peruano todos los días amanece a ciegas
a trabajar para vivir.

Qué jueves aquel entonces


cuando te moriste de tuberculosis
—aunque tal vez no era jueves,

—175—
sólo que en París siempre los días eran jueves
para César Vallejo—
y aunque ni en Chile ni en mi América acholada
estamos en París,
también nosotros
nos morimos
con aguacero
y lo saben los días jueves, los huesos húmeros y los caminos...

—176—
El sostuvo una mano que cayó de repente
desde la altura hasta el final del tiempo

Neruda había muerto. Hacía frío y todavía flotaba en el aire una neblina
matinal cuando llegamos a su casa. El patio de entrada se veía
inundado. Las piezas de la primera planta también, por un agua oscura
que fluía de alguna parte. Al otro lado del patio, en un nivel más alto un
jardín húmedo, lleno de escombros; papeles libros quemados, vidrios,
muchos vidrios: crujían bajo la suela del zapato. Trozos de papel, escrito
en una caligrafía menuda e íntima y mordidos en los bordes por el fuego,
aparecían aquí y allá, desperdigados. La esposa de Neruda estaba
sentada junto al féretro, sola. Permanecía ahora inmóvil y sin llorar al
pie del ataúd, en un cuarto sembrado de escombros. La casa había sido
requisada y saqueada. Al ser desviadas las aguas de un canal, la planta
baja se había inundado. No había luz eléctrica. Las ventanas estaban
rotas. Rotas también las lámparas, rotas en añicos las cerámicas,
quemados los libros y desaparecidos los cuadros, una colección de
primitivos que Neruda había reunido a lo largo de su vida. Aquella
noche, la viuda habría de velar el cadáver en una casa a oscuras, en el
silencio de la ciudad petrificada por el toque de queda, y con el frío de la
cordillera colándose por los huesos de los ventanales destrozados.

(Apuleyo Mendoza)

Si hallas en un camino
a un niño
robando manzanas
y a un viejo sordo
con un acordeón,
recuerda que soy yo
el niño, las manzanas y el anciano.
No me hagas daño persiguiendo al niño,
—177—
no le pegues al viejo vagabundo,
no eches al río las manzanas.

(Pablo Neruda)

Te acompañaré
a la tumba de Margarita Naranjo,
muerta en la salitrera María Elena, Antofagasta.
Lejos, en un horizonte de libros,
locomotoras y nieve,
contra el coronel Urízar, contra Pisagua.
Escucharemos juntos
en medio de la masacre
el coro del amor en la noche ametrallada,
oiremos la sirena de alarma anunciando
el nacimiento de los frijoles.

Piedra en la piedra, el hombre, dónde estuvo?

—178—
En 1930 fue el disparo final
de Vladimir Maiakovsky contra el cielo

Camarada Maiakovsky:
Me gustan
tus poemas,
aunque debo confesar
que me cansa
un poco
tu estilo altisonante. Pero
así tenía que ser:
eran tiempos
heroicos,
tiempos
de trincheras.
Ese “Valdimir Ilich Lenin”es maravilloso
y esa “Orden número 1 a los ejércitos del arte”
y la “Orden número 2”
y “150.000.000” y “Verlaine y Cezanne”
y esa “Conversación con el Inspector Fiscal sobre
poesía”;
poemas grandes
como tu gran cabeza rapada.
Lamento que no pueda leerte en ruso.
Nací
en el otro extremo
del mundo hablando en español
28 años después de tu día fatal (¿fatal?),
y me tocó
vivir la juventud
en un tiempo bárbaro
de ignorancia y dictadura,
y además me tocó

—179—
un tiempo en que
los soviets se deshacen como la nieve
de los Urales en primavera.
Pero hay algo,
camarada Vladimir,
que no entiendo:
¿Por qué, por qué
ese disparo
en tu patria
socialista?
¿Quién te traicionó:
Dios, Stalin, el amor, la poesía, la revolución?

La barca del amor varó


en las pequeñeces de lo
vulgar;
algo así escribiste
en el capítulo final.
Dijiste: “Estoy en paz con la vida”
y le pedías a Lila Brick
que te amara como nunca.

Me han dicho
que la principal estación
del tren metropolitano
de Moscú
lleva tu nombre
y que hay monumentos
a tu persona
por toda Rusia.
Si en verdad eso es así,
está bien, muy bien;
será tal vez
el justo reconocimiento
a un gran poeta.

—180—
¿Pero quién te reconoció
cuando te acorralaron
los de la “Asociación de escritores proletarios”?
Algo he sabido
de un tal Vladimir Yermílov,
un crítico o burócrata staliniano
de la cultura del Partido
que dijo
en el “Pravda”:
“La comedia El baño, de Maiakovsky, calumnia
a la clase obrera soviética”.
Entonces
¿dónde queda la revolución,
aquella por la que no dormías,
por la que hacías cine,
escribías avisos publicitarios,
por la que recitabas
tus poemas
a grito pelado
en las fábricas?

Camarada de la poesía
y de la vida:
perdónanos
a todos si ya no eres un poeta
sino un símbolo;
perdóname
a mí particularmente
por escribir
mirando
tu fotografía
cuando estás sentado
en una silla
con un sombrero en la mano izquierda
y un cigarrillo en la mano derecha.

—181—
Yo,
por derecho,
reclamo un hueco
en las filas
de los obreros y campesinos
más pobres.
Y si
ustedes se imaginan
que mi trabajo
consiste en utilizar
palabras ajenas,
aquí tienen,
camaradas,
mi estilográfica
y escriban
ustedes,
si quieren.

Así sea.

—182—
¿De qué ojo abierto
habrán salido estos soldados?

¿De qué ojo abierto


habrán salido estos soldados? ¿Cuál útero
los durmió antes
y ahora qué locura será ésta que late
sin parar, por qué, dónde
la mismísima libertad?
¿Desde qué constelaciones estos muchachos
con fusiles
automáticos podrían
ser nombrados
por qué lengua, justo cuando aquí
la hierba aletea, cuando pasa
el ciego
mirando el abismo? ¿Cómo ahora
resucitarán
la mano tibia
que saludaba a la muchedumbre? ¿En qué
noche, con qué dedo
acariciará
la cabeza que se quedó sin cerebro por
la ráfaga final?

—183—
Cruce de caminos

Por un camino venían los


perseguidos;
por otro camino venían los
perseguidores.

Y se encontraron
en el mismísimo instante
en que se abrió el día.

Quedó el viento silbando


sobre este funesto lugar
bravío y desolado.

—184—
Lancha con prisioneros

Permanece la lancha anclada en medio de los prisioneros que


ya no están. A veces, en las noches, cuando Dios levanta los
brazos, me acuerdo de esa lancha que venía llena de
prisioneros. Cuando los desembarcaron, sólo pude ver un
caballo ardiendo en medio del monte.

—185—
Cortáronle las manos al guerrero

Hanse caído relampagueando


las manos
al
mar.
Las extraviadas,
las errantes
manos
que indican
hacia dónde caminan
a pie
las constelaciones.
Galvarino:
brazo
mocho,
sobreviviente de suplicios
antiguos y nuevos,
feroz
guerrero
a quien la noche
cortó
de un hachazo
el Verbo
de 10 dedos incesantes.

—186—
Fila india hacia el exilio

Si ya no queda un lugar para ti en el mundo,


yo te llevaré en mis ojos.

—187—
El perseguido

El cerezo en que estoy apoyado


crece lentamente.
Un perro pasó por aquí
y orinó en el tronco que todavía
está húmedo.

Parece que la sangre se confundiera con la savia


de este cerezo que se apodera de la luz
con la mayor naturalidad del mundo.

Cuando me encuentren,
quisiera que éste sea el lugar donde
me acribillen:
no quedará nada y no podrán encontrarme
los jueces ni los periodistas.

El cerezo no hablará jamás


y sólo dará cerezas.

—188—
El clandestino

Despréndete de todo signo


que te identifique;
di que eres el lechero,
que vendes frutas o diarios: lo más
oculto, lo más
anónimo.

Las palabras sin boca


y la sombra sin cuerpo.

Sé lo más
semejante al recuerdo de la nieve
y lo más lejano
del origen.

Ni sol ni noche.

Porque
el tiempo no es tiempo.

Porque
no aparecerás en ninguna historia
y sólo los muertos se acordarán de ti.

—189—
Los ojos callando

Quedaron manchas de sangre


y una cuchara gastándose de soledad.

Los ojos del muerto


filmaron el último video
y lloraron en la escena final:

Se ve
una casa sobre un cerro, una
hermosa casa de madera con forma de barco velero
donde el futuro ya pasó
y el pasado
ocurrirá cuando resucite el muerto.

—190—
La solidaridad

No me sabían la sombra ni los pasos;


igual me abrieron
las puertas, igual las caracolas hablaron 100
idiomas de saludo. No me sabían el país;
pero me indicaron la cama, la comida;
conocieron
mi cabeza de ceniza
y me dieron, sin pedir, la mirada
de los asombrados
que se emocionan.

He traspasado umbrales frescos


de agua. Dormí en extranjera cama
siestas de niños que volaban; me cobijé
con aire y anduve
encima de las cordilleras
hecho cóndor vestido de cometa.

Gracias, amigo, por el vellón prestado


con el que respiré en paz
la alegría de 1000
idiomas que relampagueaban.

—191—
Mariposas del día y de la noche

El mujerío invisible vaga por los campos


amamantando críos de sol.

Pero los dioses


no cesan de toser en la oscuridad.

—192—
Semillamiento de Miguel Enríquez Espinoza

Fue una ventana sobre la que sangraba


una mariposa.

Después un vuelo al rojo


por encima de esta pequeñez.

Luego un disparo que lo voltea


sobre la tina de una lavandera.

Al final la madera mojada


se llama San Miguel.

Y lo que gira es torbellino tenaz


desde aquel octubre 5 de 1974.

—193—
La isla de los desaparecidos

Es mentira que ya no quedan islas deshabitadas por


descubrir. Ayer por la tarde desde nuestro bote de náufragos
acostumbrados a estar pendientes del horizonte, avistamos
una isla que no estaba en nuestras cartas de navegación y que
resultó ser una tierra salvaje y feraz, llena de luces y hojas que
caían en círculos desde los árboles retorcidos.
Ya entrada la noche, desembarcamos y nos arrodillamos
sobre la playa y dimos gracias al cielo por sentir tierra bajo
nuestros pies después de tanto tiempo a la deriva, recibiendo
los embates de tantas tormentas, soportando días eternos de
calma bajo soles abrasadores, peleando con los tiburones que
no nos abandonaban nunca y comiendo peces crudos y
pequeños cangrejos que pescábamos con la mano.
Los que tenían fuerzas danzaron bajo la luna la danza
frenética de la desesperación y la felicidad; y los que no
teníamos fuerzas, golpeamos nuestras palmas y cantamos con
voces estentóreas canciones de nuestra patria antigua, ritmos
perdidos entre la bruma del tiempo y de los viajes. Lo que
vemos en estos árboles, en estas colinas y en el suelo
hinchado de humedad, es lo que vimos en nuestro corazón
cuando éramos atormentados en las mazmorras o
esclavizados en el abandono y el destierro.

Aquí
están los huesos de todos nosotros
que enterraremos muy pronto
para que se hagan follaje y nubes.

Aquí
estamos para quedar amarrados
para siempre

—194—
al aire y a las tinieblas, porque
en cuanto sembremos
nuestros huesos
no veremos más el sol, aunque
seguirá la luz y seguirá el sol.

Bienaventurado sea
el viajero que no tenga que enterrar sus huesos
cuando desembarque en esta isla olvidada.

—195—
Desgarro con canto de gallos

Podría yo estar allí en la fosa;


podría yo ser el lavado
y relavado por el río.
Pero aquí estoy, aleteando
aún en el rehue
¿hasta cuándo? Todavía
el sol resplandeciente es rey:
los gallos y el amanecer
son la misma cosa.

—196—
Silabeo del aromo

Hoy he visto un aromo, solitario aromo florecido en mitad


del invierno. Amarillo como el sol, palpitante, oro vivo,
alimentoso. Y cerca, muy cerca, yo diría a unos 10 metros,
había una casa. Pero no era una casa: era una choza, un
armatoste de tablas viejas, de nylon, de zinc oxidado, de
infinita miseria e interminable tiempo. Oí voces de niños, una
voz de mujer en el aire. Y el aromo murmuraba a 10 metros
la humedad florecida de la tierra. Oí la savia retumbar como
un trueno, mientras el invierno ladraba como un perro
hambriento amarrado a una estaca.

Aromo y niños; cielo y casa: choza de viento donde jamás


descansan las manos y el alma. Que la lluvia balbucea el
mismo mundo para todos, que el niño corre sobre el agua y
no se hunde porque él mismo es agua que suspira. ¿Habráse
visto semejante harina de Dios, contumaz, puro pellejo, que
embellece el universo?

Aromo y choza e invierno: cuando cerré los ojos vi clarito un


buey mansamente pastando sobre esta tierra de muertos.

—197—
Los nadie

Basta encender una vela para ver


la sombra de los desaparecidos.
Sólo una pequeña y tenue luz
basta para iluminar
este muro de ausencias.

Y el murmullo de los nadie


hace hervir las aguas de los ríos,
que se despeñan alanceados y locos.

—198—
¿Quién es el que habla en la niebla?

¿Quién es el que habla en la niebla? Lo que parece ser no es;


el que dice A piensa B. ¿De quién será la voz que resuena
dentro de esta bóveda? Se ve, pero no es lo que se ve; se oye,
pero debo cuidarme de los decires. Rumor de piedras
arrojadas por fantasmas: eso somos. ¿Quién grita su nombre
entre los prisioneros? ¡Cuidado con la trampa! ¡Cuidado con
los ojos que no tienen fondo! ¿Estaré yo también en la lista
negra? Por eso los poetas pulimos tanto un poema, dice
Ernesto Cardenal. ¿Quién murmura el murmullo, quién
mueve el movimiento, quién repite la repetición? ¡Cuídate de
los nuevos poderosos! ¡Cuídate de los que te aman! ¡Cuídate
del futuro! (Vallejo supo como nadie de las tardes sin
esquinas).

¿De quién será el grito que hace aullar a los perros al


amanecer?

—199—
Exilios

Hablemos de los que están aquí.


Hablemos de un dedo
a otro dedo
con palabras de tierra,
con boca de viento.
Hablemos del que se quedó
para siempre
en el fondo de la noche
por un pan.
Hablemos también del tristísimo
ángel que enterró a todos
y lloró
y se marchó luego a casa volando
al trabajo de gastar los cuchillos
contra el aire.
Hablemos, en fin, de los que no están aquí,
de los desterrados que se levantan
al canto de los gallos
a construir la república
con los restos de la noche.

—200—
Cuando maduren las arvejas

Cuando maduren las arvejas


que sembré en mi pequeña huerta,
te llevaré una bolsa de nylon,
de esas que dan en los supermercados,
llena de arvejas para que te hagas
una buena comida en la prisión.
Sólo me preocupa que venga el mal tiempo
y las lluvias destruyan las flores
que en estos días han estado
muy visitadas por las abejas y picaflores.
Sólo me preocupa que te duelan
de nuevo las viejas torturas
y que los guardias no me dejen
entrar con las arvejas
que estarán entonces tan maduras,
tan sabrosas y tiernas.

—201—
La palabra piedra

La palabra piedra pesa como el mundo:


es arma
celeste
de pobre, es callamiento
que grita ¡libertad!
Palabra piedra:
una dureza
en cuyo centro
hay sangre.
Piedra es la palabra.
Piedra y mudez murmurando el aliento.
Piedra es aullido que dura.

—202—
Un caballo limpia su fusil

Un caballo limpia
su fusil
en la cocina.
(Vallejo y Dios vieron esto).

Y cuando dispara al aire, los huesos


lagrimean para adentro
de tristeza:
¿Qué decir entonces
a la mitad del ojo que reclama
su otra mitad?

El jinete
es un niño. Y el niño
hizo su nido arriba de los árboles.
Niño y caballo: son tan hermosos
que la policía secreta
sólo ve
aire y lluvia en el paisaje desolado e infinito.

—203—
Paisaje con un cuchillo en el centro

Los detenidos desaparecidos


son niños
que juegan con puros pedazos de cielo
y cuando se cansan
tienen un volcán apagado en los ojos.

Y como no hay tumbas, como no hay lápidas, como no hay


monumentos, nadie sabe de lugares, nadie sabe de huesos.

Y no se puede ir a plantar un geranio o una rosa ni dejar


señal alguna. Ni quienes se los llevaron saben dónde están,
porque todo se ha vuelto niebla, olvido, mentira.

Quizás sea mejor que nunca se sepa dónde están, porque así
estarán siempre dentro de nosotros mismos.

Quizás también nosotros los olvidemos, y quizás sea mejor


que así ocurra: desaparecidos en el tiempo, desaparecidos en
la luz remota de la galaxia.

Así nadie hablará de ellos con palabras vacías, nadie irá a


denunciarlos otra vez, nadie irá a detenerlos nunca.

Será un eco sin voz en la montaña donde el olvido es


manantial que se recuerda.

—204—
Liberación por la lluvia, por el aire

Perdonen
al ciego que perdió el mar;
perdonen,
ustedes,
que de cárceles se mueren
nuestros pájaros queridos.

De vez en cuando la lluvia


invade el dominio
de los muros
y la mano prisionera que escribe
estas metáforas
se refresca.

Sé entonces que
de flores silvestres
está construido el cielo.

Respiremos, respiremos, respiremos...

A César Luis Uribe

—205—
Concierto nocturno para Chile

Toca tu piano, viejo Arrau,


hasta que los que
lloran
los venza el sueño.
Dormidos que vean la danza
de los antepasados
alrededor del círculo de fuego;
dormidos que oigan la música
de las constelaciones
tocadas por esos diez dedos de tierra.

Que duerman tres días, viejo del alma,


hasta que todo sea azul, azul,
muy azul sobre el agua inmóvil;
hasta que el gallo cante
en medio de esta ciudad
que recuerdan sólo borrachos al amanecer.

Claudio Arrau: El pianista de Chillán y del mundo


toca el Concierto de los vivos
y los muertos: Bethowen, Chopin, Mozart.
Y queda temblando el mar.

—206—
Fiesta por la liberación

Bailemos, bailemos, bailemos


sobre la tierra seca.
Llenémonos de polvo,
de música,
de sudor.
Que suene años-luz el tambor,
que tiemble estrellas la guitarra;
ande aquí desnudo
el canto,
ritmo de sol, melodía pura de carne.
Somos los danzantes
locos
viviendo de espuma,
enamorados del viento. Danzaremos
hasta dormir
y flotar
sobre ríos
que suben y suben besándose.

Entonces somos niebla borracha


sobre la playa, rostros
brillantes y sucios, puras
sombras danzantes
que siguen al cuerpo.

—207—
El porvenir... sí, el porvenir8

¿A qué vienen estos brazos que no abrazan?


¿A qué tales rumbos para un camino
cuyos pies sacan espuma?
¿Y a qué este rumor regando violencia
en disparo atrás de espalda a la galaxia?
¿Y por qué no sube la leche a tocar
los labios del niño con hambre que vuela?
¿Qué puedo agregar sobre el que
no tiene casa ni nada?

El pan llama al trigo;


el trigo llama a Dios;
y el que alarga la mano por pan
no tiene sombra.
¿Entonces cómo no decir “quiéranme,
amigos míos, que me voy con el agua”?

Allá están el hombre


y la mujer
con su gallo
de pie sobre el techo
de su casa quemada.

Alguien tendrá que responder


detrás del humo.

8 Fernando Pessoa.
—208—
Murmullos y misterios

Como no hay pájaros, no hay islas;


sin islas, no hay reposo.
(Mas yo soy una isla errante
y no tengo reposo,
llevo sólo de luz una defensa
y de defensa una mirada).

(Ana María González)

Cuando llegue mi hora final, pido


que sólo el mar
pronuncie mi nombre; que todos
se callen
y sea la mudez
el homenaje; que el murmullo
de las olas
sea el responso.

A ver si queda la sonrisa


en la última hoja
que cae con el cuerpo.

—209—
En una vieja casa de Valdivia

(A Clemente Riedemann y su madre)

Este lugar ha sido tuyo por un tiempo;


mas yo también estuve en esta casa alguna vez,
también miré por la ventana
la ciudad junto al río.
El pasado es como un sueño,
nada queda tras estos cristales envejecidos
por la noche; el ciruelo
del patio cobija sombras.
Sólo hay un rostro en medio de la lluvia
en un eterno presente.

—210—
Nadie hay detrás de la última luz de la tarde

Nadie hay detrás de la última


luz de la tarde.
Las luciérnagas encienden
sus lámparas
para iluminar a nadie
entre la hierba que ya olvidó
todo signo.
Un pájaro perdido vuela de memoria
encabezando la bandada
de los pájaros que no han nacido ni nacerán.
Nadie para nada detrás de la sombra
que baja al mar sin Barquero.9

9 Luis Oyarzún.
—211—
La hora más difícil

¿Qué hora es, papá?, pregunta el niño.


Es la hora del sudor,
la hora de los pecados
y de la amargura.
Un martillo lejano clava tal vez
los clavos de un crucificado.

Pero la leche en las ubres


sigue cantando sobre el abismo.

—212—
Recogimiento10

En medio del campo, en lo alto de un cerro,


me encuentro esta tarde en muda plegaria.
Oigo las hojas de los pastos,
respiro la luz que envuelve el follaje de los
árboles
y cae luego al mar en río de claridad.
Recogido, consternado, siento que soy nadie,
y entonces, agachando la cabeza
y mirando la tierra,
recuerdo a los muertos vagabundos
que fueron olvidados para siempre.

10 Parafraseo un poema de Micíades Malakasis a partir de una traducción


del griego de Miguel Castillo Didier.
—213—
Poética elemental

Mi primer poema lo escribí


en la tierra
con un gualato:

Fue cuando sembré


mi primera semilla de trigo
en el trigal.

—214—
Suéñome loco y volando
de un extremo a otro de la galaxia

¿Qué hace ahí un niño


aleteando contra la ventana
a medianoche?
El sueño es que las estrellas
son rosas
que indican el camino
a los perdidos.
Entonces vi el día
en la ventana. Mi padre
tosiendo
y orinando en el patio.
Y mi madre, con su respiración,
es la que gobierna los ríos
al amanecer.

—215—
Intervención del agua

El pie es ligero:
es luz desbocada,
es estallido de golondrinas sobre el río.

Una barca de sueño me navega


guiada por la Cruz del Sur.

Y sigue fluyendo esta mi camisa


por donde pasé un día
a ponerme cuidadosamente el alma;

me abotoné entonces
en el fondo
y me dormí bajo el agua como un pez.

—216—
Hazme la sangre, mar

Hazme la sangre y resuéllame, mar tormentoso;


mójame las espaldas tiesas
de ardores. Tú
me navegas de costa a costa: yo soy
el piloto sumergido que no ve el sol. Ruédame
hacia el Tiempo de Ningún Tiempo y háblame
del misterioso país de los abismos.
Amontonemos el ojo sobre el otro ojo: Tú
lavarás las cuencas
y navegarás también
la luz. Tú eres
el Reino de los acorralados.

—217—
Pie de niño con destello

Del niño un destello


que salga
y que corra sobre el pie huérfano, que vuele
sobre el otro pie más huérfano.
Que despierte, que ande esta
luz.
Y que se rompan las ventanas
y que se ardan las paredes.
Y el que crea,
que levante las manos
y que las siembre en el horizonte
iluminado.

—218—
Allá lejos te veo venir

a Sandra

Allá lejos te veo venir


como una llovizna
que hace palidecer
las azules colinas.
Saco apresuradamente
al patio mis árboles, mis hinojos,
todos mis seres pequeños y pobres
que pululan por doquier:
libélulas, mariposas,
cantáridas de siete colores,
algas y avecillas.
Me vacío entero
como un balde con agua
que se vuelca en el piso
y me extiendo cuan amplio soy
para recibir la miel
que trae tu presencia.

No vaya a suceder
que llegues
y esté todo solitario y triste,
todo cerrado, tapiado hasta las nubes,
y el amor, como un niño mendigo,
llore sin pan
y se duerma en la mampara
de cualquier casa
tiritando abrazado a su perro.

—219—
El sol y los acorralados danzantes

No cantes;
siempre queda
a tu lengua apegado
un canto: el que debió ser entregado.

(Gabriela Mistral)

There's nothing but injustice to be had,


No choice is left a poet, you might add,
But how to take the curse, tragic or comic.
It was well worth preliminary mention.
But let's go on where our cases part,
If part they do. Let me propose a start.

(Robert Frost)

Que alguien diga, si sabe, cuántos siglos debe viajar


este cuchillo hasta la carne
que espera ser cortada.
En el futuro tal vez la tumba se incorpore a la vida;
en vuestro año 3000 quizás
cuando cuchillo y carne sean un solo zumbido.
Entonces puede que permanezcan los campos
sembrados de bayonetas
y todavía anden los mendigos revolviendo
los cementerios de cometas muertos.
Que alguien diga la profecía de la futura razón humana.
Decid si ya se cavó la última fosa
o si hay que cavar aún millones
para otros tantos millones de hombres.

Puede que no haya más diluvios de fuego


—220—
ni permanezca un solo avión cargado de bombas
volando rumbo al sol.
Quizás entonces terminará el viaje de este cuchillo
con su rama de olivo.

En lo más profundo de la noche


alguien bajó del cielo
y besó uno por uno
al ejército de mendigos
que se deshacían bajo la lluvia.

¿Alguien puede decirnos adónde vamos?


¿Alguien quiere empezar a cantar en el destierro?
Silencio, silencio, silencio.

¿Por qué desaparecen las puertas


cuando las queremos abrir?
¿Por qué no hay nadie cuando hablamos,
pero cuando callamos hay tantos ojos
sin párpados que nos miran?

Tenemos nuestra sombra amarrada


a un arco iris apagado.
Tenemos el hombro izquierdo caído
entre un mar de flores que sangran.
Tenemos una muerte que retoña
en medio de un trigal.
Tenemos un silbido, un aliento, un último bocado
cuando ya nada queda en ninguna parte.
Estamos amontonados en el hueco
de un corazón fugitivo, en el centro de un espacio que fue
ajeno
y que será de otro.

Abrid la puerta para que empiece el alba

—221—
y no la cierres sino hasta cuando
llegue el último tren del siglo.
Adelante, que entre la mano izquierda,
que entre la mano derecha,
que entre la sombra enamorada
de su cuerpo.
Una mujer ha dormido bajo todos los puentes
y ha navegado los años entre islas que [desaparecen
después de la primera mirada;
una mujer cuya cabeza está rodeada de niebla
y de pájaros.
Adelante, pase usted a descansar
su mano herida
que sólo indica la dirección
donde nace el sol.

Una cuchillada blanca ha abierto mi costado


desde donde sale gritando la noche.
Pero se ilumina la mano
con la sangre que mana en marejadas;
vuela la mano hondeada en el aire
y es sol rojo allá arriba iluminando loco
el coro de los danzantes no nacidos.

Al romper el alba seré uno más entre la muchedumbre.


¿Tienen alguna bandera
para el país que sale de la noche?
Buenos días,
sol;
buenos días,
tierra.
Preparen el desayuno,
enciendan la radio para escuchar
la primera noticia del primer día del mundo.

—222—
El súbito día hizo un trébol y una abeja.
El sueño,
una abeja
y un trébol.
Un trébol y una abeja
serán suficientes
sólo si hay un relámpago
en la carne viva.
El sueño que quiere abrir todos sus paracaídas
y caer
lentamente sobre el zumbido
y estallar
en la boca del hombre herido que abre los ojos.

Siento el débil olor de las tumbas


y lo que miro se vuelve piedra invisible
que cae, cae y se hunde en un océano invisible.
Oigo a lo lejos el tañido
de unas campanas.

Veo nombres escritos sobre lápidas,


pero no logro descifrar
los caracteres.
Siento el débil olor de las tumbas danzantes
y oigo el zumbido de una flecha
que vuela directo al blanco.

Veo una abeja que siembra un hijo


entre las flores llenas de huérfanos.

Pero nadie podría decir que no es hermoso


respirar hondo
al amanecer.
El aire es más valioso que el oro,
y tenéis que respetarlo antes de que no quede aire.

—223—
El aire del niño,
el aire del joven,
el aire del viejo,
el aire del rico,
el aire del pobre.
El aire lleno de polvo, porque polvo somos y polvo seremos.
Vengan todos a respirar este remolino
que desordena y ensucia los cabellos de Dios.
Y el remolino dirá que el mejor motor del mundo
es el corazón del hombre.
Y el cuerpo es la flor vacía
que espera millones de besos para que resucite
y derrame en el viento su lluvia de sangre y agua.
Porque no podrá detenerse el latido
de todos los mendigos juntos durmiendo bajo el sol.

Somos viento que quiere cantar,


viento de ávida mirada,
de viva carne;
brillante cabellera sobre piedra.

Darías todo el oro del mundo


para que no se clavara este cuchillo tembloroso.
Pero no se puede encontrar ni una palabra
que anuncie el tranquilo tejado
donde se pasearán las palomas.
Qué dieras para que el muerto
fuera un niño aleteando.
Pero no hay más que ausencia entre las manos,
rumor, murmullo de humo.

Es el dolor puro, entero,


que no cabe en ningún pecho solo jamás.

El niño llega a casa mojado y brillante;

—224—
no lo regañes:
estuvo haciendo un río con peces,
estuvo haciendo un cielo con sol.

Veo la puerta aquella que se abrió


para ese otro que fui y que no soy.
Di un paso hacia adelante
y dos hacia atrás,
y me volví sombra que nada tenía
más allá de la sombra.
Dios me arrastró entonces hasta
esos barcos sumergidos
y me quedé ciego
mirando la puerta abierta al abismo.

Tengo tanta necesidad de ternura


que mi sombra sale sola a caminar bajo la lluvia.
Me quedo con el cuerpo en forma de rumor
de frase sin palabra;
me quedo en el centro de un planeta soñado por un niño.
Tengo mi otro yo
sangrando su última sangre junto al mar.
Sé que tengo que bautizar todos estos
niños mendigos que duermen en el viento,
pero no encuentro agua bendita en ningún río.
Y mi sombra no cesa de llamarme desde allá lejos
donde ya no queda vientre
sino un hueco enorme cagado de pájaros.
Ésa es tal vez la memoria que permanecerá:
la de un testigo sordo que oye,
la de un testigo ciego que ve,
la de un testigo mudo que habla,
en lo alto de un cerro entre aire y aire,
iluminado por el relámpago de la carne,
arrojado hacia el cielo como un cohete

—225—
disparado a tontas y a locas contra la galaxia.
Allá voy, allá lejos donde los fusiles
son la sombra de un caballo blanco en medio de un trigal.

—226—
DE LA HUELLA SIN PIE

Valdivia: Barba de Palo, 1995, primera edición


Santiago: Cuarto Propio, 2000, segunda edición
aumentada

—227—
En mi América del Sur, allá lejos donde las montañas son altas y
solemnes;
hay un pequeño pueblo con la interminable lluvia que
atraviesa el tiempo;
allí, pequeña casa, olor a madera en todo el cuerpo,
pueblo donde los muchachos se emborrachan en bares sucios y mortecinos
en medio del escándalo de las hojas aventadas por los remolinos de la
memoria,
ahí viven los míos, mis más amados, esa gente, mi gente,
que con frecuencia me saluda y me abraza.

Seattle, 1990-1992

Et tout le rest
est silence —restroom— merde encore
Aquí está su silencio/ ya sin guitarra

Ernesto Mejía Sánchez

—228—
DE ESTOS POLICIAS QUE NO CREEN EN LA REALIDAD

La ciudad está llena de perros gordos,


enormes, invisibles cancerberos rosados,
que se comen a los niños rubios y negros
que andan flotando en el aire a baja altura.

—229—
Los barcos entran en tus ojos

Los barcos entran en tus ojos y navegan hasta donde ya no


queda horizonte.
Viejo y casi ciego almirante sumergido, me guío por las
estrellas
que traigo desde la infancia encendidas en mi cabeza.
Sé que nunca descubriré América ni mi nombre quedará
jamás
registrado en historia alguna. Pero me bastan tus ojos
en los que yo mismo construyo mis islas y mis continentes.
Mis más hermosos y exactos mapas los he dibujado en el
viento.
Y he contado todas las playas en donde la muerte
baila desnuda en los amaneceres de la lluvia.

—230—
Terra incognita

No sé el nombre de este lugar y no conozco a nadie aquí.

Digamos que duermo sobre la espuma del tiempo.

Alguien con sombrero se ríe en la ventana


y enciende su ojo y lo apaga y lo enciende y lo apaga como
un faro;
yo le muestro el cuchillo que hace años mi madre
me dejó bajo la almohada y se va.

Sólo la luz de los rascacielos me acompaña a esta hora


cuando el cielo se llena de rosas de vidrio.

Y no sé si es playa esto que piso pero oigo nítidamente el


frenesí
de la arena enloquecida en el reino de las frutas.

Llamémosle Norteamérica a este fusil nuevo


que disparará 500 millones de orejas contra el pecho de los
maniquíes.

Digamos que el cenicero es relámpago de otoño.

—231—
Invierno en las siete esquinas del reloj

Todo es domingo en los gestos. Soledad


nieve en los zapatos; domingo
con su patita blanca sin mácula
para que se rían los payasos que no tienen
a dónde ir.
Los barcos besan el vino derramado en el
lavabo de los tigres: un domingo
en los libros llenos de capullos.

¡Ah, por fin


el entendimiento súbito que tiene pasado
para oponerlo a este presente sin tiempo!

¡Por fin, por fin asciende la paloma librada


de su sangre!

—232—
Se ríe uno bajo las cascadas de luces

Se ríe uno en la escalera con el pequeño


corazón de juguete que se comió el gato de la televisión.
Los metales se llenan de faisanes muertos
que cantan al atardecer. Se busca entonces la saliva
a medianoche

Y arde algún viejo


edificio abandonado para invocar el ímpetu
primitivo de las luciérnagas.

Tantos pinches cancerberos en la puerta, y con la ceniza


que cae, hermano.

Alguien transpira y de los poros de su piel


sale un silbido largo, interminable, que después desaparece.

—233—
Barbara
quelle connerie la guerre11

Sombras traspasadas de cuchillos


en esa University Way Avenue.

Necesidad de transfusiones,
de plasma aullante.

Y morir de placer
un sábado por la noche
haciendo el amor con Dios.

América, Norteamérica, camina


desnuda sobre la arena; cuida
amorosamente las ardillas
y limpia todo, todo, todo.

Millones pasan a 80 millas por hora


por el free way hacia la nada.
Millones de ojos
fijos en el fuego del televisor que anuncia
las profecías del pasado luminoso
como un nudo de estrellas.

Y el temblor, la baba corriendo cuando la desnudez,


y la flor orgiástica que dice tener esa riente paz
de los ojos que no tienen tiempo.

11 La guerra del Golfo Pérsico. El título son versos de Jacques Prèvert.


—234—
Voy con el tornillo preguntando por
la mano que lo olvido

Cada ojo tiene su isla de agua.


Cada mano añade una montaña a la ciudad ajena.
Cada mes es un amanecer que quiere andar de cuatro patas.

Quiero que el tornillo sea mi bandera


en esta tarde que no tiene pared
que no tiene ventana.

Suelto ya el tornillo.

Una mujer baila desnuda sobre un tanque.

—235—
En la boca
de la esfinge

Me duermo sobre
una calavera rosada
y en sueños escribo
sobre ceniza
mi oración.

Amaneceré aguzando
las llamas
de las más tremendas
flechas, porque
quiero detener
el río
de los arco iris solos.

¿Hay alguien
que todavía tenga
la garganta
llena de lágrimas?

Vean la inhumana
risa de
las alas;
bailen, bailen
con la luz de la viuda
loca
que se ríe.

—236—
El dolor de los calamares en su tinta

Nada es tan estremecedor como un cuchillo


silbando en la ausencia
en mitad del atardecer tornasolado.

Unos palmoteos a borbollones,


gazmoñería fácil entre leopardillos y osos
de juguete.

Tiempo de vestigios.

Por donde quiera el lomo de los ángeles


amarillea con el desmiembre y los andares;
girar inseguro en un torreón de piedra
en el vacilante hogar del corazón inclinado.

—237—
En los ojos del cordero
se ve la ceniza

Mírame,
tengo enmarañadas
las cuencas.

Mírame,
tengo un muerto
petrificado en el aire.

Mírame, mírame,
tengo mi trompeta
llena de agua.

Tú eres el tigre
que acumula hormigas.

¿Es tuya esta


carroza que pasa
con un niño
recortado contra
el mar?

—238—
Con el fuego

Encadenémonos,
a los vientos
antes de que el hongo
atómico
calcine nuestros gallos.
Sigamos el camino
que una nube amarró
a nuestra puerta
hasta el mar
estancado
en un sueño cada vez
más profundo.

Quizás lleguemos a saber


por qué el rey
muerto está
desnudo debajo de la
tierra
y por qué se ríe
el antifaz atravesado
de relámpagos.

Los labios tienen un país


que se parece
a la eternidad.

—239—
Nocturno en invierno

La noche tiene más palabras que un libro,


pero no hay nadie que las pronuncie, ni siquiera que las
piense.
La lluvia azuza los caballos de cera de la televisión
hasta que caen convertidos en graciosas hamburguesas
para alimentar a la muerte bailarina despechugada.
Alguien invisible se ríe al otro lado de los ojos amarillos del
imperio.

—240—
Seattle en el siglo XXXIII

No hay nadie en la ciudad. Las calles y las casas


están desiertas desde hace siglos;
la hierba invade todo; animales oscuros
que la zoología no conoce viven ocultos
bajo la maraña de las hojas.
El viento trae murmullos de antiguas voces
que han perdido todo sentido. La luna
se refleja en los ojos de un búho solitario.

—241—
Apuntes sobre Pioneer Square

Nada es real en Pioneer Square salvo la pesadez


grave de los policías que vigilan sin cesar
a los negros que se ríen. Risa de blues
bajo la lluvia, cerca de la ebriedad del abismo.
Recuerdo un día cómo tres amigos sucios y alegres
bebían y cantaban
lejos de toda eternidad, porque ellos mismos
eran una eternidad en celo.
Pioneer Square es un círculo sin centro
en el que se desvisten muchachas irreales
que se vuelven aire.
Y los adoquines de la memoria
lentamente se disuelven
con el vibrato de la noche.
De la muerte, en la mirada
grave de los policías, susurra un diablo
que se oye a sí mismo pronunciando su propio
silencio.

—242—
Esos agazapados tigres

Esos agazapados tigres que salen de las tiendas


y que caminan por los tejados de vidrios
dejando una huella de bicicleta.

Esos extranjeros que deambulan


cual súbditos inútiles de una estrella apagada hace millones
de años,
esquineros, borrachos los domingos, siempre lejanos
como niños en llamas.

Siempre hay un oso de peluche a la entrada de la cueva


para que los ladrones depositen sus cheques
y llamen luego por teléfono a la hija más hermosa de la luna.

Esos malditos animales que nos miran desde su follaje.

La noche se llena de luces extemporáneas


en la frente de la exiliada morena que se ríe;
salvadoreña, quizás mexicana o nicaragüense,
apátrida después de la enorme danza de los girasoles
quemados.

Esos malditos animales que han invadido


la mente con sus cigüeñas de plástico.

El tiempo se vuelve máquina resplandeciente,


recién fabricada y comprada, último modelo en el instante
del estallido cuando el metal precioso sangra de muerte.

Esos extranjeros inmóviles en la niebla


de un lejano país sin nombre y tumulario.

—243—
Homeless jazz

Sentados para siempre en el suelo, iguales a sí mismos;


frente a ellos desfila el rostro vasto del mundo, y el murmullo
no es de amor sino de imperceptible vejez de borrachos;
éstos aherrojados por la ola, éstos a quienes la muerte
envía una que otra moneda, mendigos
de temblorosa vida, como niños que al hablar
lo hacen en una media lengua de borrachos;
sucios en un cielo ocioso abandonado
por lo pájaros: éstos de la University Way,
atravesados por el bullicio monótono y ajeno
del dinero gastado en el peor vino
y en comidas espantosas de demonios inmóviles.
Iguales a sí mismos, mascando el hueso de plástico;
perros de silencio empeñados en oír el agua
que corre bajo los lechos de un día interminable
vacío más allá del tiempo.

—244—
Los perdedores que dicen no
y dicen no
a pesar de todo

Permanezcamos aquí
inmóviles
día tras día
año tras año

hasta
que ya nadie nos mire
y nadie nos vea

invisibles
en una ciudad
de cajas vacías

decorado
que engaña

hasta al ojo felino


del gato

y apaguémonos
lentamente

material
para historiadores
y sociólogos

(que otros lean


la sangre
derramada

—245—
que otros oigan
el cantar
del agua
y de la piedra)

huella seremos
en el aire
del aire

—246—
El monstruo carmesí

El cielo está lleno de guardias armados


que cuidan la puerta de tu alma
y las flores entonces se abren
delante de un marinero vagabundo
que no tiene dónde recostar su cabeza.

Los negros trafican con pálidos tímpanos


de aves reflejadas en agua.
Los blancos compran la ceniza caliente del Paraíso
y se miran de lejos sin tocarse
porque tienen las yemas de los dedos
manchadas de sangre fresca pero no ven la sangre.

Nadie sabe con qué traje vuelan los muertos.


Nadie quiere ver el caballo asesinado de la madrugada.

Un jazz lejano como el fuego es lo único que alegra


a las muchachas abandonadas después del último coito.

Entonces la boca se llena de mar y los guardias armados


impiden que las madres se acerquen a las estatuas
de sus hijos que siempre están yéndose a otra parte.

Tu alma está más lejana que un tren imaginado por un niño,


rodeada de cancerberos, inasible, inasible, inasible
tras las ventanas de los más altos edificios del mundo.

Nadie trae el sol en la frente, aunque hay millones


que iluminan la noche con sus gritos sin voz.
Nadie quiere dormir fuera de los límites de la probidad
pero todos sabemos que el horizonte está hecho añicos

—247—
por el llanto de los astros muertos.
Nadie, nadie, nadie tiene realmente el corazón de nieve.

Sólo las huellas celestes muestran la cara de los dormidos


zapatos que siempre están caminando hacia el mar,
más silenciosos que la leche, menos rumorosos que la luna.

—248—
TODOS LOS POETAS ESTAN EN EL DESTIERRO

—249—
Todos los poetas están
en el destierro

Ovidio, por ejemplo, vive encerrado en una buhardilla


y desde hace años que no habla con nadie.

El viejo Whitman armó su cama


dónde sólo lo vean las águilas que todavía no nacen.

Por su parte, Po Chu-i se alejó con una jarra de vino


a leerle poemas a las gallinas.

Virgilio ama a la dulce Safo pero ella por principio


no se acuesta con varón.

Juan Ruiz prosa sus versos en la cama


con una serrana desnuda cubierta de nieve.

La lista es interminable; el hecho es que todos


están en el destierro.

Si no fuera por la gente que los ama,


los poetas no serían nada.

Y el destierro, ya se sabe, es redondo como un anillo.

—250—
No mires ahí dentro

Hölderlin decía que se llamaba Scardelli.


Y era verdad. ¿Para qué mirar
ahí dentro? Se lo dijo a un tal Schwab:
en mi vida me he llamado Hölderlin sino Salvatore Rosa,
o algo así.

Espléndidas apariciones en el abrirse de la primavera.


Un poeta loco corta flores que todavía no existen;
después camina, camina, camina.

No mires ahí dentro, es canibalesco.


No te detengas delante de un anciano que escribe.
No leas poesías, padre, menos las de Hölderlin.

Le han regalado un piano y le ha cortado las cuerdas.


Aun así toca maravillosas improvisaciones
solamente moviendo las manos sobre las teclas mudas.
Es como oír el mugido celeste del viento

Imaginamos pero no comprendemos. Nunca


comprenderemos ni siquiera a un humilde guijarro
del camino.
Una especie de espuma sale desde dentro:
es lo que queda.
Scardelli yace en la oscura pregunta de la duda.

—251—
Dos poetas chinos

TU FU

Tu Fu, viejo poeta chino de la dinastía Tang, escribió un


poema pensando en sus hermanos menores en una noche de
luna. También escribió sobre la guerra y la pobreza y dedicó
algunos de sus mejores versos a su amigo Li Po: “Por los
confines del mundo pensando en Li Po... Yo te dedicaré
algunos poemas y los arrojaré al río Milo”. Traducidos al
español, los versos perderán quizás su color de viento. Pero
hablan como los viejos vinos en odres milenarios; están ahí
como la luna con la que se emborrachaba Li Po. Leídos en
vagas ciudades empañadas de niños que jamás nacerán,
tienen ejércitos de rocío en la cintura y encienden pequeñas
pequeñísimas luciérnagas en la Vía Láctea. Hay que
imaginarlo sobre su caballo, paso a paso por montañas y
llanuras, y su familia siempre en otra parte, y las intrigas de
los políticos, y las guerras interminables más allá de las
oropéndolas. “El escribir es lo más opuesto al éxito
mundano”. Tu Fu ha vuelto a su aldea natal y apenas si lo
reconocen sus hijos cuando desmonta a la puerta de su casa
que colinda con el cielo. “Si deseas beber con un anciano
vecino mío, le llamaré por la cerca para acabar el vino con
él”.

LI PO

La leyenda cuenta que Li Po, ebrio hasta el cielo, se ahogó


tratando de abrazar el reflejo de la luna en el río. A tu salud
otra jarra de vino entre las flores, otra noche para olvidarse

—252—
de los cuidados del mundo. “Desenvaino mi espada y miro
alrededor, pero no sé qué hacer”. Salud por los poetas
enamorados de la muerte en estos tiempos cuando los amigos
se marchan en busca de nuevos países. Entrar a la casa de Li
Po es entrar un poco en la madera de los muebles, volatizarse
un tanto para completar el aroma de un vino fragante y
espumoso que cuesta diez mil monedas la jarra. La leyenda
cuenta de un poeta que quería sujetar el río como quien
sujeta un caballo con las riendas. “Sólo los grandes bebedores
han perpetuado sus nombres”, y así pasó diciendo adiós con
la mano. Esta noche desde lo alto de una escalinata de jade,
donde el vuelo tiene forma de caña de bambú, unos ojos
contemplan el río Gangtze que fluye hacia los confines
celestes.

—253—
Lucidez que duele

Encerrado en una habitación de 20 metros cuadrados,


leyendo y leyendo hasta aturdirme, hasta que el tiempo se
vuelve espesura llena de animales imaginarios. Augusto
Monterroso por estos días y Borges y Rosabetty y Gelman.
Ahora cuando los aviones pasan como planetas errantes por
el cielo. Hasta que Seattle sea irreal y la lluvia y los cuentos
existan en el mismo gesto de respirar el aroma de distraídas
rosas amigas de los conejos que hablan. Tardes enteras de
días festivos estrujadas contra la almohada. Y luego escribir
algo como pidiéndole perdón a mis hijos por querer
insensatamente cambiar, aunque sea por un momento, la
vida por la literatura. Borracho de una lucidez que duele,
hasta que el aire se llene de aserrín y entonces un jazz lejano
de cabarets desaparecidos acunará el cuerpo cansado de
pensar en la nada redonda y amarilla de la ausencia.

(Seattle, diciembre de 1991)

—254—
Sudor en la frente del trueno

Para
Elicura Chihuailaf y los suyos.

Una palabra penetrante de pureza,


serenata casi junto a la estufa,
y con el mate humeante que tiene verdor de antepasados
en esos bosques que ya no existen.
Canta la noche
sobre una ciudad de otro mundo el trino
de un movimiento que sopla y apaga su secreto.
Sometidos al hechizo de la memoria de la lluvia,
todos somos una sola arpa apenas sospechada alrededor de la
mesa.
Quietud y desnudez, oleaje que no estalla
y que permanece en el mirar de la sangre atareada
con las pequeñas cosas diarias sin historia.
Un poco de sudor hay en la frente del trueno.

—255—
Con motivo de la publicación de El sol y los
acorralados danzantes

Mi mujer me ha telefoneado para decirme, alborozada, que


por fin ha salido El Sol después de casi un año: “Lo tengo
aquí en mi mano, me dice, y está muy lindo”. Yo no sé qué
decir; sólo atino a pensar que otro libro salió a envejecer cual
secreto develado de pronto con pudor, destello súbito entre
las hojas de los radales en esos montes de Changüitad que
conozco infinitamente mejor que mi rostro. Salió el sol, salió
el sol. Me da un poco de terror porque tu alborozo es como
una canción sobre la lluvia cantada al otro lado del mundo.
Escándalo vivo con los ojos cerrados. Al fin, nunca realmente
sabemos cuando reír o llorar bajo el sol.

—256—
LA RAMA Y SU DIBUJANTE

—257—
Variación sobre un poema de
Yehuda Amichai12

¿Cómo es ser mujer? ¿Esa cavidad, tu vientre


donde nada el rocío? ¿Cómo es tener senos
y leche y el viento jugando con tu falda?

Y esas nalgas que son como dos horizontes.

¿Cómo es tener esa voz que acaricia


en la oscuridad, cuando arde el fuego
en los cuerpos, cuando se detiene el arco iris
en la mismísima sombra de los cuerpos?

¿Cómo es desnudarse desde tu cintura? ¿Qué es


esa sangre entre tus piernas, de dónde, hacia
qué mar, por qué tiene color de flores?

¿Cómo es amarme? ¿Cómo es quedar


ese olor mío en ti?

Un poco siendo el uno en el otro; un poco


mirada vertiginosa,
ciega,
caracol de un relámpago que sueña.

12 Este poema, con algunas adaptaciones, ha sido musicalizado por el dúo


Schwenke & Nilo. La versión musical se titula “Mío en ti” (nota del autor
para esta edición).
—258—
La niebla sobre
el bosque de la mañana

Tú y yo sabemos cuánta verdad hay en el rocío


que moja la hierba del patio; cuánto hay
de cierto y de falso en el primer beso que quedó en algún
rincón desconocido de la noche. Basta que haya
un poco de silencio para que vuelen y canten otra vez
los pájaros que hay en la madera de los muebles.
Átomos locos que devuelven
la levedad húmeda de la niebla sobre
el bosque de la mañana.

—259—
La música de las esferas en tu pelo

Puro monocorde sonido de animal que somos,


que la tarde lame sus leones con más
paciencia que el agua; desnudez nuestra oleajes
de galaxia ahora que te veo geografía patria, te veo
pelos, senos en el follaje. Rodémonos,
romana, nosotros cuesta arriba
abajo en la hermosura del ojo
que ve el mar y las piernas.

—260—
Donde un ciego habla con las hojas

Tu sola espuma
a pie y barriga lentísima como las manos
dormidas bajo la arena.

El ruido de los aviones se escribe


en las paredes descuidadas
de la muerte.

Y el búho y las aguas


bajan para arriba de lo inferior del alma.

Respiro a la velocidad de la luz


en mitad de este paisaje soledad
arena oscura animal.

—261—
De la rama y su dibujante

Plateado de cristal ramaje púrpura azul en la frente


y con el arco negruzco puro pan solitario
detrás de la luna animal y más pecho más
estanque más espuma en las olas.
Solitarios todos amantes al atardecer
cuando del mar amarillez rojez
en las más viejas cisnes avenidas de la sangre.
El silencio del manzano río verde íntimamente
la muerte en bote celeste por sus frutos borrachez de viento.

—262—
Otra lectura de la rama
y su dibujante

Si la rama amaneciera, lo que sobrevendría


es lo que ven los ojos
de Milena
de Amaya
de Pablo Salvador;
algo así como una sombra que riza
los cabellos de la luz que pintó Chagall,
algo que se hila en hebras finísimas de espuma
y cometas.
Credulidad pura lo de la rama; si la rama
llegara a la brisa, si callara
el lucero y viniera a dormirse
la mano dormida de la mañana. Lo que ven los ojos
de mis hijos en el acto de ver desde dentro de la tierra,
desde dentro del aire y desde dentro de todo lugar
donde hay caballos igual a las colinas.

—263—
Escultura cuando ella y él
se hacen humo

Entonces se fueron al monte, se confundieron con


las hojas,
ella, él, dos, uno. Lejos se oyó el grito de unos trieles
sobre rastrojos oscuros y ladridos de perros quién
sabe dónde.

El horizonte se llena de niños que vuelven de la


muerte.
Porque de dos cuerpos salió una sola sombra, apenas
murmullo leve en el centro de un trigal húmedo
por el rocío de la madrugada o por la saliva.

Ya cantan los gallos,


ya cantan las diucas en las ramas,
ya hay una reina para la luz.

El tiempo tiene forma de desnudez.

—264—
Los orgasmos producen mariposas

Con pies de aire que a ti me llevan puro


vuelo aleteo ausencias
puro estar bajo un enjambre de aviones
bajo la luz entre olas girando.
Cuando nevó en toda la frente
de la tarde y en el amanecer ebrio
de los locos.
Pies de amor
hueco deshecho en relámpago cocinando
al pie del volcán qué maravilla
con todo el entender de la lluvia
y la tos del mar viejo polvoroso.
Voy a ti adonde arden delicados jadeos
y la hermosura en el hacer.

—265—
Despertar

El sol quiere siempre entrar por esta ventana


e iluminar tus ojos antes de que se apague el paisaje
de esta ciudad condenada inevitablemente a su destrucción.

Corro la cortina, y la mañana es enorme,


pero no hay cuerpo: sólo vemos los árboles del futuro
inclinando su follaje a nuestro paso.

Y los molinos siguen cantando la misma canción


de los viejos
pilotos que siempre equivocaron el camino.

Y el mar se ríe cuando nos tocamos


en el laberinto de nuestras voces en el sueño.

—266—
SIEMPRE ESTA LLOVIENDO EN LA MEMORIA

Siempre está lloviendo en la memoria.


El humo se confunde con las nubes
y el agua con la sangre de las pequeñas y grandes heridas.
Y siempre hay trieles y un día lleno de ladridos
que no es noche ni es día.
Siempre es la tarde cuando cierro los ojos.

—267—
No hay río ni padres ni sombreros
en la cabeza de los dragones

Cierra los ojos y navégate sin rumbo sobre esta agua


que viene de ninguna parte y que va a ninguna parte.
Aprende a caminar sin entender nada de las cosas;
mira pero no veas. Sé como un cacharro que pasa de mano
en mano
hasta que un día desaparece para siempre.
Ni una letra, ni un gesto, no saberse ni acá y allá;
sólo caer y caer y caer como la lluvia de un tiempo que no
avanza.
Ser nada, humo tal vez, huella sin pie, ni eso;
invisible hasta para Dios mismo que todo lo ve.
Como la brisa de una tarde desnuda en orgasmo perpetuo.

—268—
“Kafka”, el perro

El perro mira, como si mirar


fuese el arte.
Ve, quién sabe, eso que nadie ve: el abismo
de los cuerpos.
El perro sigue preso en su perro. Sólo mira
el instante imperceptible
en que nos deshacemos permaneciendo.
No más la tarde se llena
de extraviadas luces
sobre el río. Y el agitar de la cola
significa quizás
contentura de la carne,
la visión de la consumación
del éxtasis. El perro
habrá visto la belleza que pasa como lejos
de su propio terminar.13

13 Juan Gelman.
—269—
Para el viento

Los muertos que me acompañan son silenciosos y modestos.


No necesitan tumbas fastuosas
ni ceremonias de ninguna clase para ser recordados por los
suyos.
Apenas el nombre y las fechas de nacimiento y muerte
en una lápida o en una cruz de madera.

Todos sabemos que, tratándose de seres tan poco


importantes,
estos datos inevitablemente se volverán irrisorios con el
tiempo.

Será entonces el momento de olvidar.

Porque mis muertos son una fuga que nunca comenzará.

Y me viven en un cuerpo ebrio y ciego


en sus placeres y pesares.

—270—
En jueves

El murmullo, las voces apagadas de la gente que pasa.


Los naranjos rosados y las nubes alrededor de la risa.
La noche tiene un regusto a sangre,
como una campana sorprendida en el acto de hacer.
Aquí yace de espaldas la forma del aleteo,
musicalizada por el cuello hermoso de una mujer de idioma
lento.
Mirando el cielo ruidoso del mar.
Mirando el hilillo dulce del jueves que sigue y sigue.

—271—
Lengua extranjera

Lengua extranjera, lengua de un enraizamiento desconocido


del alba.
Las muchachas se bajan los calzones en las alcobas llenas de
ceniza.
Las muchachas hablan bajo el águila equívoca de la noche.
Pero nadie sabe descifrar el fermento de las carretas antiguas
que se fueron al cielo.
Y tú te volverás extranjero en tu propia casa y no entenderás
a tus hijos
cuando digan que el exilio ya no es exilio sino su sal y su
agua.
Lengua errante por los siete mares, aparejada con la sombra
de los caballeros antiguos.
Lengua de tierras que limitan con la muerte donde a diario
los jardines
son borrados de la memoria: la memoria que provoca la
pérdida de la memoria.
¡Cuántas migraciones forzadas hay en la risa del aguacero!
¡Cuánto de la cosecha se ha sublevado en los senos de las
vírgenes disolutas!
Extranjero, errante hasta el fondo del alma apócrifa,
afirmado
allá lejos en el umbral de las estaciones: no hay nadie, no hay
nada,
excepto los grandes anuncios de liquidaciones irreales.
El rostro de las disidencias que no pueden hablar; nada que
decir
o mucho que decir pero no hay significado en el murmullo.
Sólo seres lapidados en las alas, esporas, semillas, la brisa en
flor

—272—
sobre una extensión de arena que tiene sabor a quemadura
de espíritu.

—273—
Ocupación de las caras

No sé hasta qué extremo estoy disfrazado.


Ni si esta sombra fiel es mía o de otro
sé ya;
ni si las patas de gallo son de no sé quién.
Los mechones sobre esta frente de carnaval
¿de quién? ¿qué?

La parsimoniosa ocupación de las caras


que se mezclan con la luz.

El café de la mañana y las altas puertas de un león


lleno de abejas.

—274—
Estás y no estás

Das vuelta por la casa y caminas


por el cuarto contando los metros del que se saborea ausente.
Ya te ves lejos, te imaginas recuerdo en la memoria
de las ventanas. Siempre andas despidiéndote
del futuro inminente, diciendo adiós
a cada cosa que trae mensajes del universo.
Casi eres una sombra, ni aquí ni allá, oscilando
apenas como el parpadeo de una estrella invisible.
Confiésalo: tu país se ha vuelto una cosa pegajosa
y húmeda que huele a pez entre jazmines.
Te duermes pensando en una isla con pelo de mujer.

—275—
SEATTLE:
CRONICAS DE ALGUNOS (DES)ENCUENTROS

—276—
Un cantor
en la University Way Avenue

Los días pasan como automóviles lanzados a toda velocidad


por la autopista que parte en dos mitades la ciudad. Y con un
ruido sordo y continuo como el del mar abierto
perpetuamente azotado por ventiscas interminables. La
primavera es una yegua florida que relincha en la última
escena de viejos westerns nunca filmados y pone pájaros de
colores en medio de las soledades enjauladas en circos de
sueños. Por su parte, los niños siguen casi sin existir y uno
que otro punk sube de pronto al cielo con los cabellos más
rojos o más verdes que nunca. Y Ron Martínez canta la
bellísima canción “Georgia” y después a Nat King Cole en
español. “Mi padre era cubano”, me dijo un día este negro
semidesdentado de pie con una guitarra más vieja que la
luna. Y canta por un dólar o por menos o por nada; siempre,
me parece, demasiado lejos de esta tierra, enredado en algún
apetito de eternidad que secretamente nos une. Entonces las
habitaciones solas, llenas de televisión; muchachos echados
en las camas con todo el peso de un vacío histórico que se
soluciona los sábados con cerveza o con amores rápidos de
toda clase: no vaya a ocurrir que se apaguen las luces al
cerrar los ojos. Sólo los días mantienen su pertinacia por
encima de las liquidaciones, más allá de los cafés donde
pululan ciertos animales suaves que lloran de tristeza al
amanecer; los días que son un solo día a la velocidad
supersónica de la muerte. Sólo la pradera sin horizonte
donde pasta el caballo de Dios; los otros, los potrillos más
jóvenes, piden monedas para pizzas y hamburguesas y a
comerlas luego con las Parcas silenciosa o bulliciosamente, da
igual, en los callejones donde deambulamos todos, a veces
escuchando música, a veces mojados de ausencia. “Estoy

—277—
perdiendo el tiempo/ hasta cuando, hasta cuando”, canta
Ron Martínez y después se ríe. Y entonces cantamos a coro:
“Quizás, quizás, quizás”.

—278—
Medir y pesar las diferencias

Hay un poema de Antonio Cisneros que se titula “Medir y


pesar las diferencias a este lado del canal (en la Universidad
de Southampton)” en el que Cisneros habla especialmente de
la ingravidez irreal de la universidad inglesa, fuera de cuyas
murallas de vidrio y más allá de las torres que quieren ser
Dios “habitan las tribus de los bárbaros” y “ las tribus
ignoradas”.

Y si usted se descuida
terminará por creer que este es el mundo
y que atrás de las últimas colinas sólo se agitan el
Caos, el Mar de los sargazos.

Cisneros, este pata que vale tanto como el sol. Conocí a


Cisneros en julio de 1990 en Santiago de Chile; lo recuerdo
en calcetines, caminando sobre el piso alfombrado del
auditorio de la Universidad de Santiago y fumando
compulsivamente y moviéndose como si el cuerpo le quedara
chico. Pero es que para cualquier poeta el cuerpo es una
estrechez que batalla contra el universo y que se alivia como
puede con las palabras (esto incluso para hombrones tan
grandes como Evtushenko o mujeres tan macizas como la
Mistral). No puede extrañar entonces que Antonio perciba
los límites terribles de los templos del saber de ese otro
mundo; esa lejanía blanda y oscura como animal muerto que
los rodea y los muchachos y los profesores: oráculos que
suben y bajan en los ascensores del cielo. Administración
funcional y sensata, aun para los saberes menos funcionales y
menos sensatos, como una locura cuidadosamente
programada hasta en sus detalles más triviales. Hasta la lluvia
adopta un aire de estudiada informalidad cuando se desliza

—279—
sobre la tierra suave, sin malezas de ninguna clase, pulida
como un mármol negro sobre el que caminan seres alados de
algodón.

Los automóviles de los estudiantes son más


numerosos que la hierba.

¡Ah del poeta que ve la horrorosa ebriedad del orden y del


desorden!
No será feliz pero escribirá.

—280—
En el camino

Bebemos mi amigo Edward y yo en la taberna “Blue Moon”


donde dicen que se emborrachaba Kerouac. Y entre copa y
copa recitamos versos de canciones sentimentales pasadas de
moda. Y hablamos de las amigas, y yo nombro a Paloma, a
Walescka, a Beatriz, a Ruth, a María (que en realidad se
llama Marie), a la otra María que es la esposa de Edward. Y
entonces suena el teléfono del pasado y habla una voz que no
es la voz de la muerte. Pero quién sabe; a estas alturas ya no
tiene sentido identificar los espejos. Salud entonces, hasta
vaciar el mundo. Nuestras almas libres bailan sobre la
imponente cumbre nevada del Mount Rainier en las
montañas al este de Washington State.

—281—
Lo más óseo

Ha reído, poeta, lo más óseo de las flores cuando pasas; pero


te haces el leso y sigues silbando una canción de Violeta
Parra con aire de blues aquí donde manos y manos
pacientemente urden la desaparición. Deambular de la
ausencia arriba de las interminables nubes sobre el Mount
Olympus, amiga del viento en Port Townsend como aquella
vez cuando pasamos por ahí con el poeta O’Daly. Ha el
latido en su catre aullado quedito bellísimamente, deseando.
Tú de lo más fachoso te caminas en medio de una
muchedumbre de punks que miran en azul y en violeta y en
verde y que piden monedas para comer la comida más
solitaria del mundo. Esto sólo tiene amaneceres imaginarios,
dibujos animados que pueden tener nombres de mujer. Lake
Union abajo en las esclusas donde se cierran los párpados
cuántos del exilio: los yates pasan pero tú eres un cemento de
aire, minoritario en la música. César, hay un hilado de país
en las riberas del Lake Washington donde crecen las
zarzamoras; descendamos donde ha reído el andar de los
perros vagabundos que aquí existen sólo en otro planeta. La
hondura de los sueños estilo Disney; todo controlado por
computadores, monitorizadas hasta las pesadillas. Es que es
difícil y no se entiende. Ha entonces la sonrisa venido a dar
contra los vidrios irrompibles, poeta, con el humo solo por
donde desaparecen de pronto las muchachas más hermosas.
Y las estrellas, mirada voluptuosa del pasado, “la escritura del
látigo”, diría Paz, que para eso es el cielo, para tocar las
campanas de la memoria y sollozar un poquito aunque no se
note.

—282—
DEL REGRESO

La cosas bellas tienen el oficio más difícil.


Por ejemplo una flor: la miramos distraídamente
y apenas sospechamos todas las circunstancias
que confluyeron en este radiante asunto.
El derecho al rocío es una responsabilidad mayúscula;
obtenerlo es un trabajo que viene de la tierra.

—283—
Conocerte fue un artificio
de la eternidad

Hasta los pájaros estaban más


contentos ese día
y en la noche la oscuridad era verde y filosa
como los arco iris
que sólo ven los ángeles desmemoriados.
Conocerte fue largo como un segundo
inmóvil en el agua.
Porque ocurrió con la música de las germinaciones
y después siguieron rechinando y rechinando
las viejas carretas de mi corazón.

—284—
Big Time

Un lejano bar. Se llamaba Big Time;


lleno de muchachas y muchachos rubios y lozanos,
gente bien alimentada sin duda.
La ciudad no es santa pero es hermosa
como un vaso de cerveza levantado
para saludar a la primavera.
Bebí con Joan una cerveza oscura
como el mundo. Yo, el sudaca del subcontinente,
en español y familiar cercanísimo
de la soledad. Lejano bar en una calle
donde alguna vez durmió Dios
una borrachera azul. Tal vez llovía sobre mi cabeza
siempre en otra parte; tal vez un relámpago
de tristeza nos quemó los párpados
antes de que nuestros cuerpos se vuelvan murmullo.
La muerte nos piensa en colores.

—285—
Recorro la ciudad buscando
a mi enemigo

Recorro la ciudad buscando a mi enemigo. Ese contra quien


descerrajar todo el odio como en un solo disparo de sangre y
de fuego. Voy hacia el centro del humo por las callejuelas
pobres de un barrio lleno de perros y de noche; con la
memoria encendida para iluminar los caminos muertos del
pasado. Miro los rostros, los reales y los soñados, y el cuerpo
de este animal que soy, mono-humano-rumiante
progresivamente devorado por el viento. El enemigo se
parece demasiado a lo que puede concebir la mente
alucinada de un borracho enfermo de delirium tremens:
nadie, nada, rival secreto que ganó desde siempre todos los
combates, todas las guerras sin mover un dedo. Como una
música de otro mundo, mientras busco y rebusco, mientras
murmura el hueserío de los que vuelan, a esta hora incierta
cuando de vivir la permanencia estalla contra el mar.

—286—
La irrealidad no es irreal

En memoria de Juan Luis Martínez

Los ojos cerrados deshacen lo que escribo. El pasar


queda en el centro de un león dormido
al atardecer. Y el terminar lejos de
su incendio también queda sobre la mesa
en esta habitación en la que resuena el mundo.
Circuló la sangre por los desfiladeros donde
había astros desnudos y borrachos.
Luego espacio y espacio hendido
sobre olas que nunca reventarán:
navegador entre islas súbitas de silencio.
Nadie en la transparencia de la página. La gran pulsación
del Ser borra lo que se escribe. Ligeros de cuerpo,
así construimos la ceniza para levantar el bosque.

Las palabras que un día escribimos las está borrando la nieve,


pero son todavía legibles.
Con esfuerzo todavía se puede deletrear el presente
y vislumbrar la ausencia: citas, alusiones, (per)versiones,
referencias imposibles a las cosas que están al otro lado
de todas las cosas.
Llegará inevitablemente el momento en que nada
se descifre; sólo la blancura
terrible, ilimitada de la memoria.
¿Pero por qué leer después de todo? Si el silencio
es el mismo canto de animales perdidos conducidos por
ángeles,
el mismo canto como si eso fuera la muerte que nos vive.

—287—
Fascinación del vacío

Saludo a Pedro Lastra

Ella no ha de venir en el próximo tren,


porque no habrá próximo tren.
Han levantado las vías,
las estaciones están abandonadas,
la hierba cubre poco a poco los viejos caminos.
Es inútil que esperes en estos andenes
que se van volviendo más irreales cada día.
Tú mismo desde hace tiempo eras ya invisible,
excepto para los ángeles que en la noche
te llaman de uno y otro lado.
Mas ni ella ni tú podrían ser reales
de otro modo ni en otro lugar
que no sea en esta rueda que gira
y gira sobre su propia ventura y desventura.
Y ella desciende otra vez del último tren
en esta estación sin nombre.

—288—
Como las vírgenes imprudentes

Es el momento de encender las lámparas.


Las vírgenes prudentes tienen, por supuesto, sus lámparas
bien aceitadas: puntuales, gestos seguros, nada
dejado al tortuoso azar de la falta de previsión.
Pero ni tú ni yo somos prudentes.
Y no tenemos, desde luego, lámpara.
Y la luz no vendrá al rostro
ni al camino.
Y no entraremos a la fiesta.

Por nosotros viven las prudentes,


porque su prudencia es precisamente el deseo
de no ser como nosotros.
Somos, pues, amados por los dioses,
porque sin nosotros no hay verdad ni cuerpo,
porque la noche lóbrega nos mece en su cuna de abismos.

Es el momento de encender las lámparas.

—289—
VANO EXCESO DE LA INTELIGENCIA

He vuelto a Seattle después de casi dos años.


La ciega penumbra en Sand Point se complace con la guitarra
de Eric Clapton.

La música del compacto hace ver la sangre que ansiosamente


desean beber los muertos para volver
siquiera un instante al mundo de sus islas perdidas.

He regresado para gozar de la inanidad de las cosas.

(Enero 1994)

—290—
Revisión de los lugares

Música, televisión, afiebrados caminos que hierven:


efectos sutiles de la nada
que se rehúsa, por lo pronto, a presentarse con su verdadero
rostro.
Pasos en el cielo, ruidos de motores,
susurros de una lluvia que no llegará.
Esta habitación es un lugar común que construyeron
en lo más adentro de lo soñado.
Debiera haber un fuego aquí,
debiera oler a cedrón el futuro.

Me gustaría una alcoba atravesada por un arroyo,


no de agua,
no de líquido alguno.

Me despiertan los aviones que vuelan hacia


remotas ciudades a las que nunca iré.

Quisiera quedarme aquí todo el día


pensando en la embarcación que ha de llevarme
hacia la isla donde se pierde la memoria.
Quisiera partir a un país lejano donde nada tenga sentido.
Quisiera ser de aquí para siempre
humedecido por la transpiración de los planetas.
Quisiera regresar a ninguna parte sólo
para sentir el frío de las ciudades en ruinas.

Toda esta gente que ves ya no está:


dejaron un hueco enorme como el mar.
Sólo hay luces de fiestas que terminaron hace tiempo,
sonidos de acordeón en medio del campo,
—291—
vagas sombras sobre los puentes,
retazos de viento que llaman de vez en cuando por teléfono.

Siguen los días como escenas de una mala película.


Cierro los ojos para no ver el hacha degolladora.
Sigue la película, ahora ya sin argumento:
los primeros personajes han envejecido;
otros nuevos han llegado por error a los mismos escenarios.

Trato de pensar en ti
pero sólo recuerdo escenas de películas de amor
que tal vez nunca he visto.
Gente en silencio camina a la deriva
sobre el mar;
se pierden en ninguna parte al romper el día.

(Seattle, enero - marzo 1994)

—292—
Sólo el futuro es claro

Seguirán cantando los gallos y saldrá otra vez el sol


y florecerán otra vez las viejas primaveras junto a la ventana.
La noche oscura tendrá su farol encendido en la única casa
de la isla.
Y estos poemas serán torbellino de arena y viento,
y las enormes pantalla de TV harán pensar en cuerpos
posesionados de sus papeles de ángeles venidos a menos.
¿Quién cantará una canción de amor junto al molino?
Y no quedará nada en los vacías copas de la tarde,
y en los bosques se oirán las grabaciones de los canto de los
pájaros.

(Villanova, 29 de abril de 1994, en casa del poeta Carlos Trujillo)

—293—
El trajín hace las veces de mundo

Ruidos intestinales
me sacan de mi letargo:
este maldito colon que no cesa de dolerme.

(Me haré un completo examen en cuanto vuelva


a mi país: carne no celeste para doctores
ávidos seré.)

Por ahora
espero el sol escribiendo
en un sótano. Me han dicho que hoy
llovió; les creo, pero no tengo
interés en tanta parafernalia. Sigo
hacia el único punto de reunión que todavía
no puedo hallar: Cuando
encuentre un árbol, me sentaré a leer bajos sus ramas
un cuento de Jack London.

(Seattle, enero de 1996)

—294—
Martin Luther King Day

Del hombre no hablo:


la calle es lo que conozco.
Pudo haber sido
una historia excedida de belleza
(había amor del bueno).
Pero no fue y no lo será.
Si no me creen, vengan
a ver a Martin Luther King Way.
En la nave de los locos
todas las tarde vuelvo al origen.
Y en los paraderos de buses
canto mis viejas canciones
para alejar el mal.

—295—
El mismo cantor en la University Way Avenue

Ron Martínez sigue cantando para quienes puedan oír. Un


poco más viejo, más flaco me parece, la misma vieja guitarra
como la luna y unos dólares manoseados en el suelo dentro
de la misma caja de la guitarra. Aquí se vive entre las luces y
las tiendas sicodélicas que remedan y recuerdan un
indefinible tiempo perdido que ya nadie quiere buscar.
Somos los fantasmas dormidos que celebramos la caída de la
noche imaginándonos vivos en medio de esta algazara. El
muchacho de los condones ha envejecido (ya no es un
muchacho), pero sigue en el mismo lugar; y el olor a café
viene del Café Allegro ¿Mas adónde va todo? Lejanamente
llueve en la ciudad soñada, de la que nunca he salido y a la
que nunca llegaré. Como la humedad, el alma se pega a la
ropa y a los zapatos y moja los ojos antes de decir adiós.
Lejanamente oigo otra vez la canción “Georgia” en el aire
que vendrá.

—296—
La nave de los locos

De algún modo vine a dar a esta orquesta


de extravíos. Toco
lo mejor que puedo la partitura
de esta desconocida pieza
ante un público que aplaude cada tanto.
Tal vez no hay público, tal vez nunca
lo ha habido en las butacas,
y los aplausos son grabaciones
sacadas de antiguos conciertos en vivo.
No tengo manera de saberlo:
Jamás se encenderán los focos de la sala,
y si llegasen a encenderse, tanta sería la luz
que en el acto me cegarían para siempre.

—297—
Fábula con faraones

Los esclavos día y noche construyen


las pirámides. Hacen falta más cuerpos
en las oscuras galerías
en las que dormirá el príncipe su Gran Sueño:
Habrá que traer más esclavos de ultramar
para reemplazar a los que mueren
o envejecen demasiado.

Pero tú no verás la Gran Obra en vida: dedícate


sólo a labrar las piedras que te asignaron
y en los pocos ratos de descanso sigue componiendo
tu única canción de amor que has sabido desde siempre.

—298—
Dos imágenes de la hidra

En esta cueva de primitivos paso mis horas bajo la luz blanca


de los fluorescentes. Ahora mismo estoy oyendo lejanos
berridos de mamuts y por las noches a menudo me despiertan
las peleas a muerte de enormes y feroces lagartos, tan
apacibles ellos durante el día. Aquí vivo, en el más remoto de
los pasados: cuando quiero conversar con Dios, enciendo la
televisión y me hago un ovillo en estos sillones de pieles falsas.
Entonces, para no perder la costumbre, ladro un poco y me
dormito nuevamente al pie de un árbol que anuncia el
comienzo del primer bosque.

Como era de esperar, el hilo de Ariadna se cortó por lo más


delgado. Ahora no encontraré la salida a menos que los dioses
se apiaden de mí. Pero los dioses no tienen tiempo para los
comunes mortales; además, ¿quién va a creer por estos días
en los antiguos mitos griegos? Maté al Minotauro famoso ése;
pero ¿y para qué? Me pasaré la vida en estos corredores del
mal donde nada ocurre. Y aunque lograra salir, nadie creerá
historia tan descabellada de mi pasado. Vencí a la bestia sólo
para oír mi voz repetida en los ecos de una materia
desaparecida en el hoyo negro de la memoria.

—299—
Donde ya ocurrió la noche
(en el Pike Place Market, de Seattle)

Vocea el afgano su lejano país


con la mirada. 40 años tendrá
éste, de sus montañas
venido al Paraíso, y ahora aquí,
chucherías exóticas en ristre, para
los hipermodernos
antes de que envejezcan
y sean llevados a la silla eléctrica.

En otra sala, Marco Polo muestra


las especias y los esclavos
traídos de Oriente. Pero
el mejor negocio es vender
los árboles del futuro que no dejan
ver el bosque.

Y el peor: escribir la historia


en estos códices de cuero
que más tarde o más temprano,
inevitablemente, los bárbaros
arrojarán al fuego
de las ciudades saqueadas.

—300—
Volviendo de Rocky Bay
(hacia el inicio del arco iris)

A Romilio Osses
A todos los exiliados del único país posible

“Volvemos a casa”, me dices. “¿Cuál casa?”, quisiera yo


decir; pero sólo atino a sacar mi mejor sonrisa de pepsicola, y
pienso que tal vez halles un mensaje de tu Ángel de la
Guarda en la contestadora automática. Por el Free Way, de
retorno a 60 millas por hora hacia el reino alguna vez
floreciente pero ahora saqueado por tribus bárbaras. Duele la
rodilla, duele el dedo de la juventud cortado por la sierra.
Tus amigos son fantasmas de sí mismos y tu memoria es
pasto de termitas.
Volvemos, entonces, a una realidad de mierda. Pero esta
palabra, desde luego, no se pronuncia, por miedo a romper el
hechizo de los restos de una fiesta tristemente prolongada por
los últimos invitados que no tienen adonde ir. Escuchamos
música pasada de moda, y hablamos y hablamos. ¿De qué
será que hablamos?

(Marzo 1996)

—301—
WELCOME TO CHILE, EL POTRO DEL ESPANTO

—302—
Retorno a los follajes

En silencio, casi en penumbras, donde


hubo corredor ahora la gotera persistente, incisiva,
y tras las ventanas el anhelo del anochecer
que viene, que tropieza con los follajes
y sigue.
En la radio mensajes
de lo que alguna vez se soñó oímos:
lo que es ido ya sin nostalgia,
y otra vez el temblor apenas del cerezo.
Luego el encenderse
de la lámpara, y de lejos se distingue
el murmullo que viaja
con la luz.
Porque hay luz de otro
mundo, intacta, eterna, y muere, sin embargo,
antes de llegar al mar.

El papá por fin ha vuelto a casa. No es


gran casa, ni en el mejor lugar. Rengueando
casi llega, no mojado
de lluvia sino de sus propias criaturas
que lo siguen en sueños. Ahora dobla
el cuerpo, y su sombra se dobla más todavía
hasta tocar la delicadísima
tiniebla que tranquilamente espera
y acompaña. Los chicos, los aún, en lo suyo,
a disposición del fuego eterno
de la TV, saludan
con la mano la extensión de unos campos
que se están sembrando

—303—
para la tierra misma.

Ahora el papá queda


en silencio, allá, remoto en la proa,
en medio del estruendo; fijo el ojo en las islas increadas.
Le gustaría que fuera así.
Y es así; mas ocurre ¿dónde?, porque aquí
crujidera apenas del viejo
sillón (¡habrá que botarlo el pobre!) como el crujir
de la débil escarcha bajo
el pie de la gorda ausencia de los cuerpos.

Come para liberarse de la propia


nada, y puesto a leer
el ocre y lo blanco del humo, habla, dice
cosas para perturbar
los frágiles días que han pasado y pasarán.
Y no hay ni trigo ni gorriones
en los rastrojos; algo de niebla
en la frente sí, algo
de una provincia ya inexistente: nada más
detrás del paño mojado que limpiará
finalmente la mesa.

—304—
La superficie de las cosas

A Roberto Arroyo

No pinto. Veo el dibujo del abismo;


el asombro que hace un instante
fue grito de pájaro.
Es que no puedo. Apenas ansias
de un moscardón en línea recta
¿hacia qué flor de modestas ceremonias
ya olvidadas? Lo que no verás ahora
ni nunca, ¿adónde el ojo lo ha llevado?
Resquicios para engañar un poco más
a la muerte que con tantos se cebó.
Se sigue. Y el mundo
entra más en escena para ver
la visión verdadera del aire.
Pero hay una dejadez que pesa
como la tierra. Será que no
podemos con este sitio
hecho para palomas mensajeras
cuyos mensajes están escritos
en la intraducible lengua de los dioses.
No pinto. Leo a veces el vértigo
del pasado y grabo la imagen sobre la niebla.

—305—
Las increadas proporciones justas del amor

La belleza es transitoria. Trazo incierto


sobre la carne inmortal. Si el cuerpo muere,
no muere el deseo, no el perpetuo
flujo de los jardines.

Así vienen las tardes, así se van por la ventana


entreabierta hacia la secreta orilla de las hojas.

Queda la marca
en la nieve eterna que está
dentro de la nieve invisible de los veranos.

Las cosas se han vuelto sordas y mudas.

Y el mirar yace, extendido como una nube, sin reposo,


sobre la piel seca de los tambores.

—306—
De RESPIRAR EN EL DESFILADERO

Valdivia: Ediciones Pudú, 2000

—307—
Los hechos ya se me han olvidado de tanto pensar en ellos. Sucedieron en
un país del sur hace tiempo; no conozco ya a sus protagonistas, no
recuerdo el año ni el lugar. Veo rostros que no puedo identificar, detalles
de cosas aisladas, caminos a los que les han quitado todas las señales.
Vagos restos de algo que quizás fue verdadero o quizás no lo fue. Si
ocurrió, si es que realmente ocurrió, se trata de algo para lo que ya no hay
nombre; algo como aire, como estela, como murmullo de espíritus en
ciertos lugares de dudosa existencia y todavía más dudosa reputación; algo
que sale de campanas y sigue, permanece y sigue en la espuma, en las
hojas a punto de caer pero que no saben que van a caer, en el tembloroso
llamar de la muerte cuando cierro los ojos.

—308—
Hirsuto borde de la lámpara

La irreductible, la incuestionada
intemperie
se presenta ante el hirsuto
borde de la lámpara.

Aprenderemos a ser
el rostro liso, mondo, del olvido,
delicia sin par de la nada.

El mirar puro, bulla de los vacíos,


liberado de su ojo
bajo el pelo suelto de la ausencia.

Seguiremos fieles a la llama,


y al unísono girará el eje
guarnido de rezumantes
miedos: en los suburbios
ambiguos del polvo.

—309—
Rosas para los ebrios

No había nada que hacer, nada que esperar; nunca lo hubo.


Viajes, las consabidas nostalgias, el vacío de siempre, el frío
insoportable en los pies del alma: eso nos juntó por una vez.
Vagas relaciones de aire, gestos sibilinos, desnudeces
que perdieron el nombre antes del primer canto del gallo.
Duró lo que una canción de cuna para muñecas.
En seguida nos llamaron a terreno, nos pasaron
la cuenta: ¿a qué han venido si no hay con qué?
Fuimos como la humedad invisible de los aeropuertos.
Fuimos lo que fuimos: un solo instante
de espuma, de latir raspado por la noche.
Y a deshacerse en la mañana, cuando el ansia gira,
se revuelve, bajo la ciega luz indiferente de las cosas.

—310—
La noche sigue en la piedra

¡Qué crueles máscaras


sobre el aire
y los pájaros!

Como el caer de la lluvia


sobre la sombra de los desterrados.

El lado invisible
de la mañana
sorprende a los muertos
lejos de sus lugares sagrados.

Pero la noche sigue en la piedra,


bajo el agua,
aguardando en la quemante memoria
que resiste, sin fe pero con firmeza,
la reciedumbre del tiempo.

—311—
Amanecemos en otros países

No llegan sino los débiles signos.

Como lejanas señales de radio


en el aire espeso del sueño.

Los lugares de pronto desaparecen.

La luz: ¿de qué sirvió la luz?

Para ver lo que los ojos no soportan:


la ciudad en la que reina el Minotauro,

oscuro sitio
no hecho para carne celeste,

no para henchir la vértebra


ni el convulso temblor de los amores
y sus relinchos.

—312—
Ráfagas llegan

Ráfagas llegan, no de viento,


no de frío, de ira sí,
en el atardecer siempre ladeado sobre su ala.

La entraña no remonta
ni pía su polluelo
ante la inminente penumbra.

Es la hora de los caminos


que no se harán nunca al andar.

Seguiré fiel al perro que ladra;


fiel a la misa donde no hay amigos
y más fiel a las provincias remotas
de la noche.

—313—
Cruce de caminos14

Por este camino


vinieron los perseguidos.
Por este otro
vinieron los perseguidores.

Aquí, aquí, donde tus pies


muerden el polvo
ocurrió el encuentro.

Debemos callar: un minuto de silencio.

Dame tu mano; aspiremos


el humo del fuego eterno de los muertos.

Pon tu cuerpo en el pan que nadie comió


y escucha el batir de alas de la pequeña mariposa
en los girasoles que ya no volverán a crecer
en este funesto lugar bravío y desolado.

14 Ver poema con el mismo título en El sol y los acorralados danzantes.


—314—
El afuera

Detrás de la puerta
el mar con su reloj hiede.

Y la torre de palabras,
en un tren detenido en el corazón,
se llena de sangre
para alimentar las voces
de quienes parece que todavía
están aquí.

Detrás de la puerta,
sobre el pasto no comido por las ovejas,
el significado del mirar vuela
hacia el niño.

Hay algo en el afuera: debiera haber,


porque si no ¿qué decir
a los pájaros deseosos en el cielo del alma?

Algo irreal detrás


de la puerta: lo que el viento,
enamorado de la niebla, ama.

—315—
Reliquias de Sodoma

No mucho después de que los elegidos no miraran lo


inmirable, no tornaran los ojos a la ciudad en llamas, no
buscaran una última memoria en las columnas de humo
(salvo ella, naturalmente, que se volvió tal vez por el amante
secreto que en el fuego se consumía),15 se derritió la estatua
de sal que fue alguna vez, de mujer, cuerpo tibio y seductor.
Arena, tierra, rocas de las que no manará agua; lo ocre de la
nostalgia llena todo el tiempo. Ahora la buscas, Lot. ¿Qué
puedes hallar en el aire respirado por tu propia alma
ejecutante de su bastón senil?
Demente deseo es lo que te hace ahora volver sobre tus pasos;
ciego, acabado. No distinguiste nunca los verdaderos dones
de Dios de los tristes ángeles de papel y de los esplendores
vanos de la memoria. Y menos ahora. Aunque quizás logres
imaginar cómo el viento la siguió acariciando después del
desastre.
A tientas persigues la presa inexistente. No ves, no puedes ver
que se deshojan los débiles juegos que la niebla, la lluvia, el
día y la noche irremediables habían aún guardados para
deleite del último sobreviviente de la locura. Celebra, por lo
menos, las insignificantes victorias del sueño y las palabras.

15 Ver “La mujer de Lot” de Carlos Martínez Rivas, La insurrección


solitaria.
—316—
Pies en la turbiedad

Tus pies se te han enfriado y tiritas


casi sobre esta silla desvencijada que resiste por milagro.
Acercaré el calentador
hasta tu cuerpo pálido; pondré yo mismo
el calor de mis manos en tus pies suplicantes. Le diremos
a Ella, la desdentada, que pacientemente aguarda,
que falta todavía mucho,
que sólo fue una pasajera baja de presión.
Un buen café te hará bien: bébelo
y sentirás el hiriente, mas no doloroso, filo del amor
silbando en el aroma tibio de la cocina.
Cuando tomes calor, el tiempo habrá dejado caer
una hoja más sobre tu frente todavía pálida y anhelante.

—317—
A mis niños

Dos caminos o más para llegar


al balbuceo senil que nadie oye.
Inocencia y culpa en las nubes,
risa y llanto en los ojos:
juego de la sangre que busca
ganarle al corazón deshabitado.

Saltan de una estrella a otra,


olvidan luego sus pañuelos sobre
la tierra. La carne tiembla
al dormir el sueño en el que la edad
se enreda con su lengua de trapo.

El polvo de los caminos


toca su flauta dulce llamando
a los gatos lamidos por la mano de la luna.

—318—
Las faltas y las sobras de los prodigios

Se llena a medianoche la casa de olores,


de inmemoriales alientos
que vienen de los bosques y del mar.

Después el silencio que viene del sueño.


Después el respirar de la carne tibia y quieta.

Mas el alma su trajín no detiene


y a la muerte, que aterida afuera aguarda,
invitará a pasar antes de que los gallos canten.

La pesada puerta su abrir conmueve


por el chirriar de sus goznes abandonados:
levemente se estremece la madera
que hasta entonces no sabía que era madera.

—319—
Aniversario de bodas

Las manos tocan el agua fría


de los amaneceres.
Y los niños corren y corren
hacia el lugar donde nace el arco iris.

Fragilidad demasiada de la llama


quemando el pabilo abandonado
a la tiniebla.

Nadie en la cocina las cenizas


recoge en un ánfora súbita de tibieza.

Los hijos vivirán lo que perdimos


en la refriega.

—320—
Reflexión sobre la alcancía de mi hija

No hay aquí sino lo plomizo del metal


y el vacío.

Quién habrá hecho esta caja que delata


la frágil evidencia de los sueños.

¿Ves la pequeña ranura


por donde se pierde la luz?:
dará —seguro— el rayo a los ojos
de la niña dormida.

La breve boca es la que recibe


la moneda con la que pagará
al barquero implacable.

En el fondo de la tarde
guardamos el único billete que ha sobrevivido
a las tentaciones del espíritu.

—321—
Retorno de ella

La puerta se abre. La luz su destello


exhibe con displicencia y la hierba del prado
a los insectos invita a dormitar la tarde
levemente húmeda, levemente tibia.

Tu cuerpo en el umbral por un instante


el vacío desdibuja; de mujer
tu latir, que, como luciérnaga al revés,
al exceso de luz ensombrece para que algo
de realidad se dibuje
en el astuto e inexorable tiempo.

—322—
Trizadura del aire

He querido llegar hasta ti por los tejados que no nos guarecen


del delicado florecer del silencio. Abreme la puerta y las
hendiduras; quiero entrar al largo pasadizo que nos llevará a
la ceniza. He renunciado a saber la verdad que debajo de la
hierba evoca la locura de las ramas que no alcanzaron a
florecer.
Cuando las palabras no nos guarecen de la dura piedra que
cae de los ojos durante el sueño, entonces hablo al aire. Pero
no hablaré de las estrellas fugaces ni de la rosa del mar que
tanto buscan los moribundos. Sí del amuramiento de los
gestos que no tienen ni sentido ni destino, pero que se
detienen en el ombligo palpitante de las vírgenes. La fuerza
del hablar es el miedo al vértigo de la traición: ese martillar
sobre la cabeza filuda de la voz ahogada en agua.
Me quedaré a dormir en el banco de la plaza en el que los
perros pulguientos se rascan de sus designios. Cuando nadie
venga a saludar a la sombra loca junto a la fuente, hablaré
otra vez la incesante murmuración de la mudez.

—323—
Ajmátova

Donde se extinga la antigua


hermosura, allí estará Ajmátova,
en fila india ante la puerta de visitas
de la prisión. Allí
se habrá movido la montaña
sobre la ceniza.

No escribe su frase para


inflar el alma.

Hemos olvidado el nombre


de la primavera.

Deberíamos, entonces, hablar


de los años sombríos.

De nosotros se dirá
que no fuimos capaces de pisar la tierra
ni caminar sobre las aguas
y el vuelo que nos fue dado,
fantasía de insomnes apenas.

“No debes llorar”, me dicen


los pequeños manzanos que planté
en el patio:
“Está terminando la estación de los fríos;
míranos: ya hojitas vienen
desde la invisible savia”.

Mas a Ajmátova, su
doliente claridad

—324—
sólo a ella pertenece.

Temblorosa de su rocío la mano que escribe,


de su frescor colgada a la bestia,
¡y con tantos pelotones de silenciamiento!

—325—
Rechazaré todas las delikatessen

Toca la modestia, no la falsa, la otra,


con sus dedos silenciosos que acarician,
los contornos de la luz palpitante y los del aire tembloroso
que tanto acarrea de olores, de polvo, de voces.
Esta sombra se sabe en lo suyo, prístina,
afanada en sus alas, en los diarios trajines
que comienzan antes, mucho antes, de que comience el mundo.

—326—
Caetano Veloso

Llegó con las rosas de un planeta


que carece de todo
pero que no le hace falta nada;
se instaló entre las fieras.

Días nuevos vienen


volando de ventana en ventana.
Como en el canto de la corneja,
presagios de difícil lectura
hay en los sones.

Me gustaría, siquiera un rato,


estar en la habitación de las acústicas.

Porque brillará el viento


sobre los pinos nevados
y, ciertamente, veré el rostro
de mis hijos por el camino.

Caetano alisa las fieras


llameantes de amaranto.

—327—
Keats
(acerca de la melancolía y el otoño)

La belleza que muere, su sudario arroja


a las flores cabizbajas.

Frutos maduros caen de las ramas


al abismo pegajoso de la miseria.
Allá abajo el verano no trajo
el aliento a la espiga
ni el riachuelo refrescó los pies
del anciano con sus copos.

Estación de la bruma y de la abundancia,


mas el venero no llega al vientre
vacío de la tarde.

Besa, poeta, la fatal palidez del búho


que no duerme en la noche del alma.
Y a las raíces anegadas de avellanas,
salúdalas con la mano de los muertos.

Exprimir falta todavía la última


manzana que el tiempo molió
en el paciente fluir de los dornajos del Leteo.

—328—
Sólo lo que brille de verdad será oído

Y habrá todavía canciones que cantar


después de la desgastada experiencia;
la limpia,
la libre canción
de los árboles mojados.

Modelado el tono
por el aliento indescifrable del mundo,
los sones
anidarán sus cavidades
en el inquilino que se dispone
a la última y frágil ascua.

Empañaremos el vidrio de la muerte


al respirar tan cerca
de la realidad verdadera:
no pasará el cuerpo por el cristal,
mas sí la luz imborrable.

Y acallada la ostentosa conversación, vendrá


el hospitalario, rítmico y simple
lavar de la noche.

Sólo lo que brille de verdad será oído:


el coral luminoso soplando lento,
la audible garganta
del rocío, las cambiantes olas
que no hacen ruido en el pensar.

—329—
John Done cerca del amanecer, en estampa
para indoctos noctámbulos

Descálzate. Hacia el sueño camina cubierto con la blanca


túnica que alguna vez fue parte de la juventud.
Como ángel caído, hacia los valles salvajes
deberás partir; libre serás entre los espectros,
preciada carne para fauces centelleantes.
Apaga ya esa tenue llama y descansa en las oscuridades
fabricadas para diadema del alma.
Llegó la hora en que te aligeres de cuerpo
y a la sangre pongas en su ruta cierta
antes de que la terrible luz del nuevo día
ciegue al barquero y naufragues en los descarnados
mares de la demencia. Porque distinguir siempre
es preciso lo que es de este mundo de lo que al otro pertenece.

—330—
Visita a Eliseo Diego después de que es ido

Fina, de la finura de la luz, es la carpeta


de la mesita donde descansa la mano apartada
de su cuerpo. La sola mano que no cesa
de indicar la dirección de los barcos que vienen
por la menuda sombra de la estancia, y el murmullo,
al repetir la oración sagrada, gozo es que conoce
bien las medidas de este mundo.

Muéstranos el mapa de la isla


ésta que somos y no somos; su color turquesa de amar
en la calzada frente del candor de la tarde
nos hablará de los extraños pueblos
donde viven todas cosas que hemos perdido.

—331—
Deseo de incendiar la zalagarda de las olas

Te hablo palabras que torturan, porque no romperán qué,


dónde; porque del amor viene el serrucho decapitando el
nombre de la realidad verdadera. Te hablo de mi muerte
detenida en el momento de la seducción. Llegarán otra vez la
lluvia, el viento, la mano sobre el tambor despeñándose; todo
volverá a la orilla del silencio perfecto como quien mueve la
mudez hacia la desmesura del escándalo. Te hablo de un
amor que no tiene historia, y me apresuro a cerrar la puerta
contra el orden de la lejanía. Y me encierro en esta
caparazón que nada toca, que se iguala al olor de la madera
fresca de la juventud. De esto quiero hablar. De un viaje
imposible, porque no hay viaje. Aunque hay viaje de vuelta
hacia el nombre que no nombra. Se va la lluvia, se va el
viento, se va la mano sobre el tambor despeñándose. Y quiero
existir más allá de los límites, con mis pedazos perdidos, con
la frenética sangre que no escribirá jamás ni una línea que no
esté rodeada de caníbales. De esto quiero hablarte.

—332—
Niebla sobre el Rahue16

La muerte se engancha en los ramajes de la ribera. La basura


esparcida brilla a la luz del sol pálido y lejano: restos de
polietileno, pedazos de plumavit blanco cual copos irregulares
de nieve, fetos esculpidos en barro. Los asesinos se refrescan
desaprensivamente con el croar de las ranas.
El río nos pone por delante su carne desnuda; su deshacerse
con alfabeto y sexo imantado indicando siempre el polo del
origen. Sus aguas, en contra de aquella metáfora tan famosa,
no son “las mesmas aguas de la vida”. Diríase que no queda
vestigio alguno de antiguos arrebatos místicos: sólo el loco y la
loca estériles intercambian sus amebas en el fondo y después
encienden el cráneo de cristal sacado de un zodíaco absurdo.
La gente pasa; ya no bebe la leche derramada de Venus: es
decir, no la bebe sino como inútil gesto que no evitará el
sacrificio ni la mirada animal del verdugo en el momento
justo. El deseo de eternidad busca el árbol del bien y del mal
y, con el tiempo, quizás lo halle en las riberas del Rahue, en
el filo hiriente de la greda y los desechos.
Mas nadie sabe a ciencia cierta qué contiene la niebla
después del último ahogado que se despidió llorando de los
astros indiferentes. Se fue río abajo; lo atraparon las fauces
perfectas de la corriente que avanza en dirección contraria al
tiempo, esas centelleantes fauces en las que arrojamos todo lo
que los sentidos no soportan.

16 Río que atraviesa la ciudad de Osorno, Chile (nota del autor para esta
edición).
—333—
Vela de armas en el Dino’s

Cervantes no imaginó una posada con Maritornes envuelta


en seda y dormida en la blandura de las pieles, falsas unas,
auténticas otras. El caballero, pipa en ristre, sus armas ha
puesto sobre la mesa e invocando quizás a qué secreta e
innombrable dama se dispone al placer de saber que el
mundo bestial de allá afuera no lo tocará mientras dure el
licor oscuro y caliente de su copa. Ventero y doncellas, a su
vez, se dejan llevar por el sueño alumbrante de la locura y la
sofisticada forma de los trajines con que las horas y los espejos
soportan la saciedad del espíritu. No dirán nada al
melancólico caballero sino lo justo para que se cumpla el
ritual: que cierre los ojos y reconstruya por un momento el
paraíso.
Una despreocupada atmósfera sensual impregna todos los
habitáculos donde el humo y el alcohol se mezclan en la
lengua húmeda de los que morirán mañana. Pero hoy es la
noche destinada a la consagración del noble caballero
andante y sólo la luna tiene derecho a ser indiferente o
desdeñosa. Que nadie se mueva de sus asientos. Clavados en
la cuerina sofocante de los sillones, arrieros, salteadores de
caminos, mozas de partido, incrédulos mercaderes y crueles
cobradores de impuestos, duquesas que no trabajan nunca,
todos confesarán sus morbosos deseos de querer ser dioses,
salvados de toda humillación de la tierra.
El rumor de tantas voces enloquecidas por el miedo se
estrellará sin remedios en puertas y ventanas herméticamente
cerradas; nadie afuera sabrá nunca que la muerte lentamente
esta noche beberá el licor de los cuerpos que tuvieron por un
instante la osadía de creerse inmortales.

—334—
Mercado municipal

Aguardan los diablos donde la luz cesa. Los trajinantes,


aturdidos por el rumor de los ajos y el cochayuyo, se ríen y
después lloran en el claro del bosque, mientras celosamente
son observados por jabalíes en la espesura. Hasta para dar el
zarpazo final, los diablos no se apuran: dejan que los cuerpos
envejezcan al ritmo de cumbias y rancheras; se saluden bajo
el alero apacible de la tarde y los labios se humedezcan con
vino que vuelve locuaces a los sentenciados.
No es necesario protegerse de los peligros reales e
imaginarios: aquí se respira el olor de las axilas, el del pan
con ají, el del vino más barato que me recuerda el sabor de la
madera con hollín que solía masticar cuando era niño. El aire
aquí es malo para el asma; el humo de apestosos tabacos
cubre el horizonte con una película amarillenta, como si todo
fuera un otoño orgulloso, con frutas maduras cayendo de los
árboles inclinados. No hay más que seguir el rumbo de los
navíos arrojados del mar a estos desiertos de cemento;
conversar con la vendedora de luche y prevenirle de los
peligros, porque los ávidos piratas, con ojo parchado, garfio
en lugar de mano y puñal entre los dientes, desembarcarán
en cualquier momento de la carroza fúnebre y se desatará la
fiesta de los diablos sueltos en las aguas de la tierra.
Inútil precaución, por cierto. Las almas en pena, como
pájaros veloces que no puedo nombrar, se estrellan ciegas
contra los vidrios y los muros del mercado y en olas de
escarcha se les vuelve la voz con la que una vez soñaron
vencer el polvo y los presagios.

—335—
Donde pastan las ovejas

El gallo no ha cantado ni siquiera una vez, pero la traición ya


está consumada. Circe en ovejas ha convertido a los fieros
guerreros de antaño, aquellos temibles saqueadores de Troya;
sus hijos, ahora borregos criados para el sacrificio y la
obediencia ciega a los rumores de la hierba. Gordo, sudoroso,
Caifás camina en redondo junto al cordero vencido; mira de
reojo los cuerpos suaves de las muchachas y le gusta imaginar
los insinuantes senos de las vírgenes a la luz tenue del
crepúsculo.
Aquí nadie comió del árbol del bien y del mal: nunca hubo
un árbol así. Sólo hierba silvestre, sauces junto a una fuente
de agua sucia, sombras que hablan interminablemente por
teléfono. No hay restos de ninguna fiesta; salvo los de la
embriaguez animal que producen las flores de loto: nadie
recuerda o nadie quiere recordar los vientos que nos
arrastraron a estos parajes no visitados por los ángeles.
El balido a la hora del degüello: sólo eso interrumpe la
quietud de los oscuros entretechos destinados a guardar los
trastos de la juventud. Pero ni Circe es feliz: hace lo suyo
nada más; de sus manos salen jazmines que se deshacen antes
de tocar el suelo. A ella también la jodió la sombra del gran
pez martillo y cada vez que sueña que es feliz avanza siempre
un poco más hacia el abismo. Las ovejas, ignorantes de lo que
son y de lo que fueron, pacen bajo la turbia mirada de
pastores borrachos. Después llega, siempre llega, el tiempo en
que se van los pájaros de colores cantando sobre el horizonte
desconocido de los mares.

—336—
Los lugares de la desaparición

Antes de que enloquezca el mirar de los martillos y la mano


que pintó el río se eche a volar sobre las iglesias abandonadas;
antes de que, al atardecer, los elegidos saquen a pasear sus
perros mal enseñados y se caguen y se meen sobre los prados
laboriosamente cuidados por el jardinero, en los que la
catástrofe se hace invisible —mas no irreal—, habría que
rendir homenaje al hielo resplandeciente de las lágrimas que
no derramaste por tu madre ni tu padre. El hielo que te mata
lentamente, pero que seduce como una invitación a placeres
desconocidos, justo cuando la depresión llama a la puerta.
Antes de que el caos se posesione de tus sueños más
acariciados, respira la inminencia del dolor y la quemadura.
Dobla las esquinas en dirección a la lluvia y de paso corta
algunos claveles para llegar algo presentable a la fiesta de los
vagabundos ebrios, esos energúmenos tirados en las cunetas o
en los paraderos donde no habrá nunca nada remotamente
parecido al calor de hogar. La calle que conduce a la
desaparición se vuelve transparente y azulada; muchachas
desconocidas reparten en las esquinas tarjetas de invitación a
los postrados que esperan al Viejito Pascuero desde antes de
nacer.
Por los huecos de las alcantarillas deberías arrojar tu sombra;
pero los días no se detienen: pasan de largo, como trenes
fuera de control, y sólo dejan chispas de felicidad que se
desvanecen en el aire en un santiamén. Lo que no pasa es la
nieve congelada que los cuchillo no pueden cortar: porque no
se puede separar el alma del cuerpo sin dejar una ausencia
llena de oscuridad.

—337—
La polilla

Los diminutos túneles, esas cavidades


en lo sólido, derrumbarán un día
el cielo y la tierra.

Si sientes picazón, si te tocas


un pequeño sarpullido,
es porque empezó el asalto.

No lo atribuyas a un casual
y solitario insecto.
Es un incontenible ejército.

Esta noche conquistarán un poco más,


siempre conquistan un poco más.

No te molestes en preparar defensas;


guarda tus pertrechos
para otras circunstancias:

esto nada tiene que ver


con el triunfo o la derrota.

—338—
Galgo persigue a liebre corredora

El correr de ambos con nada


se compara, porque es la muerte
veloz que en cuatro patas
se precipita sobre la asustada
belleza de la vida.

Pero no pensemos al galgo sinónimo


de barbarie, porque lo suyo nada más hace;
la ceguera de la roca necesita
de la sangre derramada, de la ceniza,
de los sinuosos llantos del mirar.

Y tampoco a la liebre pobre víctima


pensemos; los convulsos,
los últimos movimientos hablan
no de acogerse a la degradación, no:
es a las reales, a las incomprensibles alegrías
de la tierra, transparencias
no ensuciadas ni por desastre
ni por el arcaico terror a ser deglutido.

Rápido fue todo. Lo que los ojos humanos


no se atrevieron a ver
ocurrió brutal, demente carne,
lucidez terrible de la muerte que hace sentido
en los relumbres.

—339—
Cosa de maravilla y rencor

Por las mañanas, allá en casa,


la madera apolillada,
las goteras oscuras,
el fuego de anoche sólo pavesa hoy,
miran ellos de reojo tu cabellera cana,
acaso para quedársela
a la hora de la repartija.

Rocío no cesa,
que al zapato moja tanto
como a la memoria.

Humo hace salir


de los ojos cerrados el recordar;
oscuramente suave el día
como la lana que se hila
mezclada con la sombra
de los álamos.

En el silencio, el quejarse
de los perros tiene
sonido de humedad: madre, los años,
las hojas de toronjil,
un poco de tierra en la mirada.

—340—
Río de la destrucción perfecta

La tarde, humedecida de pájaros, se precipita


sobre el horizonte de las bicicletas.
Interroga a la línea de la luz
y hace saltar nuestros sueños entre las voces del mar
y los racimos confiados a la lluvia.
Pronto el frío querrá su isla;
armado de dientes, abrirá las ventanas
y tocará el cuerno anunciando la hora de la deglución.
Fatigamos el pecho con sus soles
y quisiera, en su rinconcito que le queda,
prescindir de toda esperanza.
Las estrellas, sin embargo, entran en los bolsillos
y se espuela el aire entre las hojas y el respirar.

—341—
Conoces mi sangre

Conoces mi sangre. Me navegas


y me duermes sin furia, con paciencia.

¿Qué hago que no salgo de mi costado izquierdo?

Dime qué, por qué tu crecer


en todos mis martillos;
cuándo, cómo en una copa alzada y tus pechos
en una mañana del ser que somos.

Y el aire se reconstruye piel a piedra,


y arranca, parte a carrera, el pecíolo
con sus desesperados panes que no hallarán
boca perfecta para retornar a la tierra.

Conoces que no merezco sino el pinchazo


de la madrugada violenta,
que no puedo estar sino impuro en mis zapatos,
tan enfermos de sus muelas y su hiel
tan dulce que quisiera algo de odio
para aserruchar el cielo.

Y eres más que las ollas y la nube,


más que yacer con los pedazos vueltos al verdor,
más y más que raspadura de todas las costillas voladoras.

—342—
Alguien ha dibujado el silencio
sobre las cosas.

Entonces nadie habla; pero toda la ternura


se inclina sobre el río
y los pájaros entran en la boca de los que nacerán
para poner sus huevos en el lugar
más secreto de la sangre.

No hay un sonido en la perfecta noche


del amor: el rostro de la lluvia
se fue solo por el campo hacia las quebradas lejanas
y se llevó la voz de los vientos
y el murmurar de la tierra.

Ahora es cuando se desea el sueño


y la dejadez del caballo siempre empezado.

—343—
ÓYEME COMO QUIEN OYE LLOVER

Otawa: Editorial Poetas Antiimperialistas de


América, 2004

—344—
A MODO DE ACLARACIÓN INICIAL

Le debo a Octavio Paz el título de este volumen que contiene


dos conjuntos de textos concebidos originalmente como
independientes. Pero ya se sabe que en poesía todo es un
mismo tejido; sólo cambia el grosor de las hebras, los colores,
los diseños. El material viene siempre de la misma fuente: las
experiencias de vida transmutadas en experiencias de
lenguaje y las experiencias de lenguaje transmutadas en
experiencias de vida, tamizadas éstas —las experiencias—
por la criba de la memoria y por la criba de una imaginación
que no se conforma con la fisonomía de la realidad que nos
ha sido dada. El lenguaje une a las personas; los hace ser
parte de una cierta comunidad de significados. La poesía es
una de las maneras en que el lenguaje y los lenguajeantes
aseguran la continuidad del universo en tanto trama de
experiencias humanas de realidad: desde la experiencia que
nos provoca un grano de arena hasta aquélla que nos provoca
una estrella a millones de años luz, desde el ladrido de un
perro hasta el canto operático de las esferas celestes. La
poesía hace ver relaciones, a primera vista invisibles, entre las
cosas; hace aparecer las zonas límites de la cultura de un
pueblo, las frases obliteradas de la historia; traza, en forma de
texto personal, un camino por el que transitan las voces de la
colectividad, la misma que ha hecho posible precisamente la
constitución del mundo personal del poeta. “La realidad
zarpa hacia islas imposibles y luminosas / y deja aquí su seca
máscara” (José Hierro, “Puerto de Gijón”). Hablar de lo que
está aquí es parte de mi trabajo como escritor; pero lo es
también hablar del viaje mismo y de las islas imposibles,
porque sólo esto da sentido a la “seca máscara” que nos vive.
Cito a Hierro otra vez: “Como todas las cosas / que hablan
hondo, será / tu palabra sencilla”. Y que el lector escriba los
poemas que no me han sido dados.

—345—
Osorno, Chile, enero de 2004

SECRETO DE LOS HELECHOS

En el tiempo de los copos, quién sabe,


en el tiempo / en el no tiempo
de nuestras respiraciones juntas,
olvídame / recuérdame,
en nosotros, en el nos de los otros.
Aquí está / estamos;
mía vida / tuya vida: todo sangre
cuando la carne es en florescencia,
todo el tiempo en los ojos, piedra y agua en el alma,
de la mano, de los yeyunos unidos,
circa 2000 en agosto hasta la última
paciencia, paciencia, paciencia de la paciencia
contra el repecho, aprendices
torpes del vivir su hueso transparente...

—346—
Elegía17

Demasiado orgulloso para morir, destrozado y ciego murió


de la más oscura manera; pero no traspasó los umbrales de la
muerte
este hombre bravo, valiente en su estrecho orgullo

en ese más oscuro día. ¿Podrá yacer él para siempre,


luminoso, crucificado
en la colina, al fin y en el fin bajo la hierba, por amor, y ahí
crecer de nuevo

ser joven entre grandes rebaños, y nunca yazga perdido?


¿O todo aún está en los innumerables días de su muerte?,
aunque, por encima de todo, lloró por la pérdida del tibio
seno de su madre,

el cual no era sino restos y polvo, porque en este plácido suelo


la más oscura justicia de la muerte, ciega y no bendita, tiene
sus dominios.
No dejemos que él busque los restos, sino que él sea amado
por el padre
y sea hallado.

Recé en la habitación curcuncha, al lado de su lecho ciego,


en la casa muda, un minuto antes
del mediodía, y noche, y luz. El río de los muertos

exprimió la venas de sus pobres manos

17 Versión libre del poema “Elegy”, de Dylan Thomas, recogido en


Collected Poems, New York: New Direction Publishing Corporation, 1971,
pp. 200-201.
—347—
y vi a través de sus no vistos ojos las raíces del mar.
Un hombre viejo y atormentado, que ha perdido las tres
cuartas partes
de su visión:

no soy demasiado orgulloso para llorar por eso que El y él


nunca, nunca apartarán de mi mente.
Todos sus huesos llorando, y pobre en todo excepto en
aflicciones,

siendo inocente, asustado de morir


odiando a su Dios, pero lo que él era, era obvio:
un hombre viejo, orgulloso en su quemante orgullo.

Los poyos de la casa fueron sus libros.


Ni siquiera cuando era un bebé lloró,
ni lo hará ahora: oculta de los indiscretos ojos su secreta
herida.

Expulsado de sus ojos, vi la última lenta caída de la luz.


Aquí, bajo la luz del señorial cielo,
un hombre viejo y ciego está conmigo y me seguirá a donde
yo vaya,

caminando por la sementera de los ojos de su hijo,


sobre quien un mundo de enfermos vino a caer como nieve.
El lloró como si muriera temiendo el fin de las esferas

el último sonido, el mundo desapareciendo sin un aliento.


Demasiado orgulloso para llorar, demasiado frágil para
retener las lágrimas
y atrapado entre dos noches: la ceguera y la muerte.

La más profunda herida de todo eso que él tendría que morir


en el día más oscuro. Pero él pudo esconder

—348—
las lágrimas que corrían de sus ojos: demasiado orgulloso
para llorar.

—349—
Hoy no llueve
(escrito en invierno)

Hoy no llueve. Hoy hace más frío que ayer


y la niebla se mete por los bolsillos,
los oídos, los dedos meñiques
de las personas,
se mete en el zapato parchado del amor.

Por puro descuido, imperdonable descuido,


con la palabra sol
o con las palabras fuego, calor, tibieza, abrazo,
lugarcito de dulzuras

(habría que escribirlas con enormes letras


en todos los cielos del mundo,
en todos los idiomas).

Hoy hace más viento y menos aire,


menos alma, menos que comer
y más tormentas en la boca.

Hoy no es un buen día para decir


“buen día”; pero no tiene caso lamentarse.

Sólo un desnivel de cosas sin nombre


y la inexplicable importancia
de lo que no tiene importancia,
como un golpe, dos golpes, en la mejilla
que nos prestaron por un rato.

Sólo la ventana interrumpida,


la música de los abrazos que no nos dimos,

—350—
el sonido tibio de los cuerpos
que no amamos.

Hoy es un buen día para desaparecer


hacia adentro,
volverse gato, volverse ovillo de lana,
volverse canción
y luego estallido de volcán en tus ojos,
enormes, asustados.

Sólo la ausencia, la niebla, la cebolla,


la cifra de los silencios.

Hoy no llueve y tampoco sobramos.

—351—
Advertencia para visitantes

Quien llame a la puerta de la casa de la memoria


hallará la luna necesitada de claveles,
el día tembloroso por las ansias de ser abeja,
la hierba lejana sobre el mar,
barcos que florecen en primavera
como manzanos solos en medio del monte.

Quien abra la puerta y quiera ver, no verá


sino el vino derramado por la mano
torpe del borracho, ahora dormido para siempre
y una multitud de bocas cosidas
a la estrella del adiós en medio del granizo.

Quien acerque la nariz al vidrio sucio


de la cocina del recordar, sentirá, hasta el vértigo,
el filo hiriente de la humedad que provoca
la proximidad de los cuerpos ausentes:
el frío del joven relámpago aún no nacido
o el ardor, provocado por la hoja de la ortiga,
en la espalda del tambor oscuro de la noche.

—352—
Casa de dos plantas en Santiago de Chile

Arriba la cocina es tan pequeña


que no caben dos personas a la vez.
Huele a gas licuado la mañana,
pero no puedo hablarte del peligro
de explosión porque te has ido,
y yo, además, lucho a ciegas
con mi colon inflamado.
Hace frío y los muros descascarados
se están muriendo desde hace tiempo.
No hallo la leche, ni los fósforos
para encender la estufa; un poco
de pan duro y agrio, pero sin hongos visibles,
encontré en una bolsa de plástico.
Al fin logro hacerme un café
y, mientras lo bebo, el viento agita
las ramas de los rododendros del patio;
tu gata me mira con su único ojo sano
y parece decirme: “¿quién te mandó
a venir a este mundo?”.
Sólo lamento que no pueda hablarte
porque te has ido, comentarte
sobre ese insistente olor a gas, preguntarte
por una tienda para comprar música de moda...
Abro las ventanas para que el ruido
de la ciudad termine de despertar
al último fantasma que todavía yace en mí.

—353—
Nocturno

La luz de esa estrella que ahora veo


hace un millón de años que salió de la materia que la emite.
Como esa luz remota somos: efectos de lo que alguna vez
fuimos y ya no somos ni seremos. Cuerpos
que sólo anuncian lo que otros vivieron hace tanto.

—354—
Principio de incertidumbre

Veo la nubes desde el mirar mío de mis ojos


incapaces de verse a sí mismos en el acto de mirar.
Nunca sabré si es verdad la verdad
que ante mis ojos su nombre escribe.
Sólo la soberbia de creer me salva de la nada.

—355—
Imposibilidad de ser otro

Me duele que no me duela el dolor tuyo en mí


como en ti duele el dolor de la úlcera en el duodeno tuyo
que sólo a ti pertenece, pero que quisiera mío
para que el dolor tuyo en mí completara el amor
que de mí a ti viaja como el rayo, porque sentiría en mí
el efecto de la flecha que de mí sale hacia el cuerpo tuyo
el cual entonces sería indiferenciado del mío...

Dolor de no poder doler tus dolores:

Iluso deseo de ser tu ser en mi ser.

—356—
Sentencia ejecutoriada

Juez de mí mismo, por mis muchos delitos y pecados,


me sentencio a morir para escarmiento de todos.
Verdugo de mí mismo, ejecuto tal sentencia
el día y hora señalados siguiendo todas las formalidades
que el caso amerita...
Indulgente juez de mí mismo, de superior tribunal,
a último instante, cuando el verdugo se dispone
a ejecutarme con un tiro en la sien,
decido indultarme por razones de buen funcionamiento
del vivir cotidiano.
(¿quién, por ejemplo, quién traería dinero a casa a fin de mes
para alimentar a los niños?).
Así hasta que, policía de mí mismo,
me atrapo in fraganti y me envío al juez que soy;
implacable juez de mí mismo,
me sentencio a morir en vida para escarmiento de todos
(y esta vez no habrá juez indulgente de superior tribunal).

—357—
En la noche del cuerpo

Creció hacia adentro el agua.

Murmullo confuso el de los follajes nocturnos,


encendidos éstos por el agua
que amanece
al nuevo día de la sombra.

Cuando flotan limones de sangre


hacia la sangre
que habla
que sueña.

Allá adentro el agua, en el racimo


más profundo de los espacios,
en la noche del cuerpo
que aún habito.

—358—
Secreto de los helechos

Rata o nutria: su correr cuadrúpedo


se desvanece en el atardecer lleno de aire
salino entre helechos.
Quizás asustado el animal por el dios
carnicero que vio en mí
o quizás por el aliento espléndido
de su propia covacha que lo llamaba,
huyó cual celaje a lo más desconocido
de la pequeña ciénaga quedando sólo
el temblor de los helechos,
la cabellera verde de sus hojas
cuyos movimientos, como de parkinson,
hablan de la dureza irremediable del tiempo,
y los tallos, alguna vez débiles, se tensan
como cuerdas de violín para ejecutar
la música de lo que ya no está:
sólo la estela de quien estuvo aquí
permanece, y eso inicia una viviente
melancolía que me envuelve
como un tibio chal de lana cruda.

—359—
La casa de siempre

Tarde o temprano volveremos a la casa de siempre.


Sólo que entonces no conoceremos a nadie,
y la cocina será plana y tendrá al fondo un abismo,
como el mar antes de ser navegado por barco alguno.
Sólo que entonces no habrá ni casa ni cuerpo
al mirar el pasado desde lo alto de la isla.
Y la sombra de los manzanos muertos aullará
en la noche, pero nadie oirá nada: la sordera es,
al fin, semejante a la última mariposa de colores
en la única tarde soleada de la infancia
que resiste la borradura de los ojos cerrados.
Paso a paso vuelve el caballo, con su jinete ebrio,
a la querencia, mientras sigue entrando sin cesar la lluvia
por la boca abierta de la madrugada.

—360—
Dibujo del gato

El gato lleva un día inmenso en su pelambrera


suave, grisácea. El mundo entero
se detiene en su letargo felino que hace pensar
en la displicencia de la mirada de Dios
hacia nosotros, mortales de una sola vida.
Se tiende, se estira, aprovecha la débilmente
asoleada tarde de julio y tal vez piensa
que ha sido afortunado al no haber nacido humano,
como yo, por ejemplo, que puedo
apenas mirarlo tras los barrotes de mi jaula
de la que no podré nunca escapar.

—361—
Sister of Mercy
(con voz de Leonard Cohen)

Hermanas duermen y al dormir roban


la luz de la habitación para que la penumbra
se extienda por el mundo y la noche
tenga su lugar en el sueño de los caminantes.
Son jóvenes pero no libres de la enfermedad
que paciente las mira desde el cielo raso.
Duermen, descansan, no en paz todavía;
sí subiendo el repecho que lleva a la cumbre
nevada del tiempo. Respiran debido a la nostalgia
por las niñas que en ellas juegan
con los jeroglíficos de Dios; y son ellas
como la malva que no vio ni verá el ladrón
de los pequeños corazones de pan.
Duermen, pero no sé interpretar las nubes
que pasan flotando. Retengo apenas el olor
de las aves que cantan lejos en medio
de las súplicas de los muertos. Aquí, en cambio,
dentro de esta habitación cuyas paredes
están tapizadas de fotografías de cantantes de rock,
se petrifican los nidos del pensar, y el silencio
resplandece sobre los corales como campana
en reposo. Está oscuro, mas es sólo la pausa
del agua antes de precipitarse sobre la tierra.
Hermanas duermen sobre los juguetes
invisibles de la realidad; respiran y la colcha
sube y baja a intervalos, como un reloj lleno
de rosas que no pertenecen a este mundo.

—362—
La enfermedad no olvida cobrar su factura
en el momento menos apropiado

Mis pies están atravesados por un niño


que quiere jugar con las alas del verano.
Mi silencio es más joven y a la vez más antiguo,
y no sé nada de la luna ni de quienes son prisioneros
bajo el resplandor de los reflectores.
No puedo con el idioma de los palacios muertos,
ni pienso siquiera en las nubes que pasan flotando.
Porque los nidos se petrifican en mis ojos.
La enorme corona de oro de los padres piadosos
pesa sobre mí y no sé qué hacer,
salvo pagar el precio de vivir en el país de los enfermos,
país que no pierde nunca sus púas de puerco espín.

—363—
Paisajes acústicos tras el silencio

Tú no recuerdas dónde dejaste las cartas


de los amigos ya idos.
Alguna vez compramos una pequeña
canasta de mimbre y decidimos
que la usaríamos para guardar las cartas
que nos enviaran nuestros amigos.
Ahora no sabemos dónde habrá quedado
la canastita de mimbre,
la perdimos en alguna estación
de trenes enmohecidos por el abandono
o se confundió con el enjambre
de los pensamientos sin objeto. El tiempo
es mudo y no puede decir nada
acerca de estas pérdidas rutinarias.
Hay que esperar, nada más, que la mengua
de la memoria haga su trabajo,
su lento y seguro trabajo a favor de la penumbra.

—364—
Los bosques de la lluvia

¿Cómo has venido a dar a las fauces abiertas


de los perdidos bosques de la lluvia?
Sin duda, hay una idea luminosa de muerte en el cielo,
como un arco iris a media noche que va desde las playas
a las calles sin sol, desde la infancia y los terrenos húmedos
a la vejez lenta de los ojos que terminarán al fin
por no soportar la luz cruel de la mañana.
¿Dónde será que crece la ciudad amable, la limpia
ciudad más allá de los cementerios, lejana
a la garganta cenicienta de los borrachos?
Fue plantado allí el roble por manos de astros alegres,
pero ahora hay sólo fardos de tela negra,
zapatos roídos en la punta por las piedras filudas,
el murmullo de la hierba sedienta de los muros.
Desde los mimbres de la ciénaga a las almohadas
invisibles en las que yacen las cabezas cansadas
de no tener cuerpo. Es un lugar consumido en el sur,
donde crece demasiado lentamente o demasiado pronto
la enredadera de una época fría y sucia.
¿Quién recuerda? Nosotros tal vez o tú solamente
cuando oyes el ruido de los motores del mundo
y te duermes bajo los párpados cada vez más pesados.
Yo sé de una madera que resiste los años,
mas no es inmune al fuego ni al vino que borra
el color de las estrellas. De esa madera
está hecha tu memoria, y por eso terminarás
olvidando esto y lo demás, y los animales monstruosos
del sueño se instalarán para siempre en la casa
que no tendrá entonces realidad en la realidad.

—365—
Escrito al otro lado del agua

El ruido de un coche rápido toca


el oír. Todo es lejano, excepto el continuo inconmensurable.
Profundidad de la luz y del mar sobre la ciudad dormida;
calles sumergidas en el ir y venir de nadie,
a toda velocidad sólo para decir ese parpadeo
de otro ahí dentro: el agua que hierve para el café
es la única eternidad que sobrevive.

—366—
Desayuno en solitario

El café caliente —un café colombiano dejado


casi al descuido en la cocina—
me recordó tu andar de manzana en el lecho
y tus bordes respirados por la primavera no virgen.
Des-ayuno del ayunante: minutos deliciosos,
llenos de un aroma tropical que permanecerá
para siempre en los amaneceres de la memoria.

—367—
Irrigados por el vacío

Echados los cerrojos sobre las puertas del alma:


el cerrojo del mar, el del viento, los cerrojos
de las ciudades tragadas por la ballena de Jonás.
En el encierro de un éxtasis al revés, somos
tú y yo menudos habitantes de una galaxia
que no existe pero que es real; objetos al fin
de los lascivos mordiscos de Dios
en la medianoche rampante del desamparo.

—368—
Descubrimiento de lo que somos

La cama deshecha, sentado yo quizás en el suelo,


ropa tirada por cualquier parte. Hay un pensar
de vidrio por las paredes y los perros se masturban
mirando el trasero de la Bestia.
Luego un son de amanecida, casi cubano, aunque la lejanía
lo vuelve apátrida. Así es como llega el invariable
descubrimiento de lo que somos: fantasmas
en el mar de una soledad viscosa que corre
lentamente desde la frente por el rostro, el cuello,
el pecho simple de los que aún respiran.
Entonces también la ciudad siente ganas de orinar,
y lo hace contra el viento, sobre la tierra
siempre lavada de su sangre verdadera.

—369—
Brindando con las sombras

Los juguetes de la pequeña Sophie se duplican en el espejo;


se ríen a carcajadas de los días demasiados rutinarios.
Momento preciso para soñar con ese rinconcito tibio
de tu cuerpo que no nombro pero que tú sabes cuál es.
Aunque dada la extrema delgadez de ciertos crepúsculos,
lo único que puedo hacer es brindar con las sombras
para llegar a ser más sombra que la sombra de la sombra,
de pie y la vez volando en medio de la habitación
entonces iluminada por tu risa sin horizontes.

—370—
Te convoco, perro, porque he amado tu sombra
para no morir

No me hables, perro; mi corazón está ciego, mis pies


hundidos en el fango en que se pudren la tierra y el cielo.
Vete al país en que los viejos cadáveres
resucitan con la voz del viento.
No me hables: agacha las orejas y vete desnudo
por encima de los campanarios, quiltro amigo
de los doctores que declaran la muerte de la muerte.
La noche triunfante, poeta galgo, es para que no olvides
que es imposible restituir la raíz del humo.

—371—
El tiempo es una humedad que no se seca nunca

Humedad en las canciones y humedad en el escuchar


silvestre de la luz. Humedad en los objetos de la casa:
en esas tazas, en esas cucharas,
en esas muñecas rusas de madera,
en esos discos de vinilo de los años 60: todo húmedo
y dormido en medio de la fiesta de los dragones.

—372—
Óyeme como quien oye llover

Soy tu hablar: mientras hablas, duro;


mientras murmuras, existo.
Cuando callas, la noche es enorme,
y entonces comprendo:
las estrellas nos aman
y nos escriben la sangre.
Me pronuncias en el hablar de tu habla
que se deshace en el hablar mismo de tu habla.
Somos extraños y duramos poco.

—373—
Lejos de casa

Qué va a ser de ti
lejos de casa

(Joan Manuel Serrat)

Mis hijos están esparcidos en el viento,


como esporas en busca de nueva vida.
Mi mujer y yo miramos una absurda serie de TV
para matar el tiempo ya muerto.
Suena el teléfono: una voz de mujer
me ofrece tarjetas de créditos,
teléfonos celulares, seguros de vida,
viajes a ciertos lugares parecidos al Paraíso.
A todo invariablemente digo que no,
mientras miro una araña que despreocupada
sube por la pared en dirección a las estrellas.
Es agosto en el sur del planeta
y los caminos están húmedos
y mis manos tiemblan cuando pienso en el futuro.
El cielo es vasto, pero no entraré en él
ni me echarán de menos a la hora del recuento.
A esta hora, cuando el rocío se evapora
bajo el sol leve de la mañana, pienso otra vez
en mis hijos, esparcidos en el viento,
como esporas en busca de nueva vida.

—374—
Desapariciones

Sólo leo noticias atrasadas


de un país que ya no existe,
y tras la última y amarillenta página
desaparezco en mitad del día
que me traga con sus fauces centelleantes

—375—
El peor consumidor de la patria

Me gustaría ser como las bandurrias


que vuelan, en las tardes de invierno,
hacia las praderas lejanas
en busca de gusanillos
que reptan en el pasto húmedo.

No quiero sino pensar en la lluvia


que se precipita sobre el techo
como una suave cascada de trigo.

Soy el peor consumidor de la patria,


y el día menos pensado me borrarán para siempre
del registro de los clientes preferenciales.

Y seré, entonces, feliz como la hoja del calendario


que se arranca porque el mes ya terminó
y se arroja al reino libre y democrático del papelero.

—376—
Anchura de pan

La mañana se detiene para oír tus caballos,


y tus decisiones carnales son celestes
y huelen a arrayán humedecido de rocío.
Hora de rumiar los martillazos de la noche
sobre el cuero seco de nuestras palabras.
Debería abrir la valija del pasado
sólo para tocar el frasco vacío de linimento
y las fotos amarillas de un pariente desconocido,
hijo bastardo de una tía abuela suelta de cascos
que ascendió a los cielos un día melancólico de marzo
después de la última cosecha de manzanas.
Le pondremos piernas al recordar,
y le pondremos una anchura de pan a las estrellas
que se encienden cuando cerramos los ojos.

—377—
Habito un susurro

Hay un perro que escarba quieto


el pozo donde el mendigo destella
la paloma

(Lezama Lima)

Habito un susurro con velamen,


habito y rumio,
a cuatro patas camino
hacia el abismo,
atravesado por el aire,
rodante de arco iris.
Cae el otoño, en forma de hoja
dentada, en mi frente
y soy raptado al amanecer
por una manta raya profunda,
y me lleva en la aleta caudal
del pez retornante,
de luz difícil en el ombligo.
Con un paladar encadenado
a los conciliábulos,
habito la toronja en ascuas,
lejos del mastín que al ciego guía,
cerca sí del buche del arcángel
que se apresta para las dentelladas.

—378—
La fiesta de los perros

Los perros de los vecinos ladran en la noche,


o tal vez cantan canciones de amor
que los humanos nos podemos entender,
o hablan a los espíritus errantes de otros perros
que murieron en un tiempo que para ellos no es tiempo.
Yo trato de dormir pensando en un barco deforme
dibujado por el loco del pueblo
que se cree el hombre nuclear
(se amarra alambres en las piernas)
Agito mi pelambrera humana
para sacudirme un poco del frío de la memoria.
La fiesta de los perros es el coro de mi pensar.

—379—
Fisonomía de la escalera

No es la de Jacob. No hay ángeles,


no centellea la luz divina.
Por esa escalera baja Ella por las mañanas,
sube Ella al anochecer, siempre
vestida de blanco, lenta e inane
como un mueble que no oirá jamás
la música del viento entre los árboles.
Escenario perfecto el de la escalera
para un descendimiento a la mudez:
escalones desiguales en los que salta
el tiempo, labrados con displicencia,
por la sola fuerza del dinero... Ella sabe
de cada gesto que hacemos para llenar
de cuerpo el vacío que somos y sellar
las junturas de las tablas con cerezas florecidas.
Los niños cada noche suben por la escalera,
se acuestan y al poco tiempo
se pierden en la levedad del sueño
profundo, tan parecido a los rumores inaudibles
de la madera seca y dispuesta al fuego.

—380—
Pequeño informe sobre la ceguera

Ciego el ojo calla su romancear; el mismo ojo


que sobre los helechos debió posarse
y alumbrar la música de quien es amigo
de escuchar los pensamientos y amigo
del crecer de los tallos.
Nadie busca consuelo en el agua
y nadie en las oscuras señas de los dornajos
ya desprendidos de su madera.
Motivo por el cual ahora bebemos
la sed de las horas que no pudimos vivir
y se aquieta lo que nos duele del mundo,
como un sopor de gallinas dormidas.
Sin ruido ni luz en el mediodía rumoroso,
transformados sí en caballos rumiantes de sus sombras.

—381—
He andado muchos caminos
(casi todos equivocados)

Mientras camino en dirección a casa,


como una andanada de diminutas flechas,
el viento frío de la tarde penetra en mi cuerpo.
Veo a lo lejos una bandada de choroyes
que se pierden en el cielo nevado del este.
Me arropo lo mejor que puedo con mi poncho
y silbo una canción mexicana que aprendí de niño:

No vale nada la vida;


la vida no vale nada,
comienza siempre llorando
y así llorando se acaba;
por eso es que en este mundo
la vida no vale nada.18

Todo está bien, me digo, mientras sonrío


a los niños que pasan volando
sobre mi cabeza: no saben estos pájaros
si habrá todavía mundo
cuando les llegue la hora de nacer.

18 Canción mexicana de José Alfredo Jiménez (nota del autor para esta
edición).
—382—
Noche serena

Desde la colina contemplo el cielo


en el que nunca seré admitido.
A otros les está reservado sentarse
a la diestra de Dios Padre.

Se ponen las claridades a oscuras.


El Libro de la Vida contiene dogmas
inalterados que dan sentido y estabilidad
al respirar; pero aparecen los abismos,
antes y después del ascenso de las vírgenes.

Los abismos tienen la decapitación


en sus estómagos
y la descargan como cascada
sobre las cabezas de los verdaderos amantes.

No es deleitosa la noche
ni hay suave ventalle entre azucenas.
Noche al revés, llena de elefantes de agua
que no saben imantar el oro,
ni poner joya en la suprema esencia de la sangre.

Ni vida eterna, para esos millones


que murieron y morirán
para gloria del Cordero.

¿Qué hay en el misterio de las fuentes?

Nacimientos de alas que no servirán nunca para volar,


juventudes perdidas en el fulgor del vino amargo.
Como la noche, con su toque de nubes,

—383—
para crear falsa paz, redención de mentira;

el hombre solo/ la mujer sola,

quedan ellos indefensos ante la tremenda resolana.


Y no iremos hacia el perdón.

El pecho respira: esto es lo que queda


del misterio de las fuentes.

—384—
Yacen los amantes sobre la hierba

Yacen los amantes sobre la hierba seca de sus vidas;


se dejan llevar por el rumor de los ríos tranquilos
y se acarician el uno al otro con sus cuerpos de nubes
sobre el fondo azul de un cielo de silencio.
Yacen en medio de alcobas transparentes.
Sus corazones de niebla, las venas exultantes, el esqueleto
suave de la lengua, el sudor de los jadeos:
todo sirve para cubrir la distancia que hay entre la vida y la
muerte.
Y no hay herida que rompa las sílabas de las palabras
dichas en el torbellino de los cuerpos que se deshacen;
y las manos no duermen bajo la arena gris
y tampoco esperan que el sol se empine sobre las colinas.
Yacen ellos, vivos, nacidos, movientes, enhuesados,
y tocan con suavidad los tambores de la noche
que se precipita como una cascada sobre la tierra y sobre el
mar,
sólo para que ellos, los respirantes del otoño verdadero,
tengan su propia isla interminable.

—385—
RETRATOS CON NUBES

Éstas son aquéllas que cruzaron por detrás de las chicherías, donde el
niño vio nacer a un alacrán, entre barricas espumantes.
Éstas, las que enmohecieron la campana, cuyo bronce relucía al
atardecer, a la cuadra de chocerío inerte.
Y éstas, las pequeñas solitarias que, de súbito, desaparecen, son para
reflejar la espalda de todo aquél que las contemple.
Oh, querida visión de los días luminosos. Oculta en tu vaho toda
voluntad de crónica. Une el final a su principio. Que todo sea proceso,
tránsito, karma instantáneo.
Oh, vagones cargados de nostalgia.
¡Salve el pájaro que las contiene y el huevo que les sirvió de hogar!
¡Salve el viento que las trae, las lleva y las endilga, de nuevo, a esta
pupila, remotamente!

Clemente Riedemann
(“Las nubes de Magritte”, fragmento)

—386—
¿Te acuerdas de los chubascos?

¿Te acuerdas de los chubascos que entraban


por la puerta principal de la casa?
Ahí empezaron los misterios inexplicables:
el viento, la pequeña granizada sobre el orégano,
la bruma de los sentidos y los rumores de la tierra
retumbando en el corazón de los desvelos nocturnos.
Las colinas tienen húmedas sus mejillas;
yo las veo ahora a través de los años desvanecerse
como una visión soñada: larga y sombría vaciedad
de los caminos y el andar mío que me lleva
a un paisaje de errores y aciertos increíbles.
Debo pensar en aquella nube que desdibuja la costa de la isla;
ahí donde me perderé, y te amaré aún más
escuchando el sonido lejano y apagado de un río.
Debo escribir sobre el final de la inocencia,
ahora que he roto todas las cartas del pasado
y que me siguen algunos perros de la calle
mientras camino en dirección a tu cuerpo.
¿Te acuerda de la noche, de hace 20 años,
cuando engendramos a nuestra hija mayor?
Tendremos hambre, pero siempre podremos volver
a la huerta donde crecen los repollos a la espera de la segunda
niñez,
y la fisura del mundo se cierra con el humo de la leña mojada
y la casa se empina sobre las pequeñeces de los desastres
cotidianos.
Acostados, boca arriba, vemos las gaviotas atravesadas por la
luz,
raros animales que hablan de otras realidades en la TV

—387—
y que se alejan por una carretera construida en el aire.
Ahí donde me perderé, y te amaré aún más
escuchando el sonido lejano y apagado de un río.

—388—
La ortiga deja huella sobre la piel

La ortiga deja huella sobre la piel,


un escozor que se prolonga por años
hasta el momento en que comienzan estos versos,
escritos en el borde del mundo.
La poesía regresa río arriba, a la fuente,
donde el libro está cerrado y en blanco,
entre los helechos, los panguis, los tallos de la menta silvestre,
el barro negro que es lugar bendito para las ranas.
La ortiga puso la vocal a en el primer cuaderno de copia;
el palote primero vagamente recordado entre nubes
y tras el rumor sordo de la lluvia sobre el mar calmo.
De ahí la fila de esfinges y la pétrea pregunta a los
caminantes:
“¿Cómo hablar de lo que existe
sin que el lenguaje falsifique la realidad?”.
Y después te fuiste a las ciudades centelleantes,
en las que la noche se desvanece en pirámides de cristal
iluminadas con versos secos, estrofas precisas como disparos.
¿Cuál fue la casa? Y el trigo que describe arcos de amarillo,
¿entró acaso a la nada de las palabras nunca dichas?
El agua sigue sobre el lecho pedregoso del arroyo,
junto a las chilcas y a las raíces imponentes de los álamos
viejos;
va hacia el mar y te dice adiós, con sorna,
porque sabe que vas en la misma dirección.
Y tú tratas de escribir en línea recta
sobre las colinas redondeadas por el viento,
sobre las lomas en las que resplandecen
pesados rumiantes de piel overa,
sobre la arena fina de la playa
en la que descansan los pies del náufrago.

—389—
Y después te perdiste en días que no aparecen en el
calendario,
te confundiste con la realidad descalza, de pies cuarteados,
en medio de la torpe utilería de la juventud que parece alegre
pero que no tiene dónde recostar la cabeza
cuando llega el amanecer frío y brumoso del futuro.
Y la luz borra a pausa las efímeras páginas de la noche.

—390—
La infancia retorna a su papel de no crecido cuerpo

La infancia retorna a su papel de no crecido cuerpo


color pez tembloroso, chapalea en la fuente de las voces
desvanecidas,
después crece buscando el equilibrio.
Calma el temor a morir dejándose abrazar
por el amable aplauso del mar cansino entre las islas,
y sus ojos siguen a la gaviota en veloz vuelo hacia adentro de
las olas.
Y los árboles en tierra, la mayoría arrayanes y radales de
verso translúcido,
agradecen el aplauso del mar con una melodía de nubes
seguras de su cielo.
Respira los olores del hinojo con lo que transforma su mente
en el único lugar en el que no entrarán los males del futuro.
Sabe que el demonio se esconde entre los ramajes en las
quebradas
y que imita al chucao profetizando, falsamente, buena suerte
a los caminantes.
Pero no le teme. Prefiere hablar con el viento, seguir el ritmo
de los días cada vez más breves, representar
el papel de gaviota parada en la roca más alta del hablar.
Porque ahí vive un pequeño hilillo de luz y agua dulce,
diminuto pero suficiente para que los huesitos
viajen a lo alto de lejanas coníferas al pie de la cordillera
o bien se enrollen, como gatos romanos, a dormir en lo más
seco de las quilas.
Y en el sueño, ella, entre las hojas que brillan con vida,
vuelve a su propia y derruida casa, a escribir la tibieza del
mundo.

—391—
La puerta con candado y el establo en las nubes

La puerta con candado y el establo en las nubes del futuro;


roídos los cimientos por el diente ratonil;
el aire lleva la ceniza fría de lo que fuimos y ya no somos.
Aún corre agua en la cañería de plástico,
pero no hay palangana en qué recogerla,
y las abejas se fueron a otro país en mitad del verano.
Huecos, ausencias de madera por donde la lluvia
pasa hasta los zapatos.
Todo es viscoso como si las cosas estuviesen hechas
de una sustancia que oprime la transmisión de los sonidos,
algo que tuvo lunas crecientes en sus dedos
pero que ahora sólo espera que venga un viento fuerte
para caer a dormir sobre el suelo duro del pasado sin
importancia.
Es una tarde con lentejuelas invisibles,
como un rezo sin voz o una misa pronunciada por nadie
en la parte más alta del arco iris que nadie ve.
El corazón está quemado, pero se agita igual que el pez que
tragó el anzuelo
porque ve el alimento pero no el anzuelo que está en el
alimento.
Si sabe o no que sus pataleos y tirones son inútiles
es algo de lo que más vale no hablar: basta que haya
un recuerdo que ladre y otro que brille a la luz débil
de la vela sobre el velador.
La misma vela con la que un día alguien alumbrará
las habitaciones clausuradas de este poema.

—392—
Trilla la trilladora las espigas

Trilla la trilladora las espigas: paja molida, granos rubios de


trigo,
plumilla, todo junto sale por la boca de la máquina antigua,
y los rastrilleros, a su modo y apurados, separan la paja del
trigo
antes de que las materias se confundan
y la tiniebla cubra los campos con una alfombra de olvido.
Aunque al fin, tras los años y los cambios, sólo quedarán las
sombras
de los trilladores, voces y risas despojadas de cuerpo,
y el ruido del viejo motor a gasolina
remueve el óxido de la bodega deshecha por el viento.
Prevalece la lenta confirmación de que en la mente hay un
agujero,
tal vez hecho por ratones o por nutrias, o tal vez por un
avellano
arrancado a la fuerza de su raíz hoy al aire, seca y dispuesta a
la llama.
Sólo continúa el canto de los grillos
y el despertar de la ordinaria luz de los amaneceres
y a lo lejos la pequeña ciénaga con mimbres,
hoy desnutridos y deseando morir.
Las seis primas que despajan el trigo se fueron
a islas desconocidas. ¿Permanecerán jóvenes ante el ataque
de la broma que se ceba con el casco de los botes de madera
y con los puertos que desaparecen al final del trabajoso
recuerdo
y con las inalcanzables costas de los países prometidos?

—393—
Se aferra al cuello de este mundo

Se aferra al cuello de este mundo


y no hay fuerza que le destrabe los brazos entrecruzados.
Los ojos viajan en la noche y se pierden
entre los junquillos húmedos y los mimbres y las chilcas,
al tiempo que se arropa con el poncho de lana cruda
tejido a tres cañas para soportar mejor el desgarro de las
nubes.
Se aferra, como las concholepas a ciertas rocas bajo el mar,
al cuello doblado de este mundo;
repite con voz afónica el redondo grito de los niños que aún
no nacen.
Viene con rosas; se va después entre la niebla de su silencio
en busca de formas de vida menos vacilantes.
El viento es joven. Lo es también el murmullo de la sangre
acostumbrada a su camino escrito en el libro de los cuerpos
vivos.
Allá lejos aguardan las ciudades que, con sus cantos de sirena,
atraen a los muertos y a los ángeles
deseosos de tener comercio con los hombres.
Pero te aferras a la ortiga que enroncha, a los erizos
que igualmente provocan alergia en las manos desnudas;
tal vez para resistir, con la frente en alto, hasta cuando
se produzca la gran grieta en el suelo que pisas
por efecto del peor terremoto del siglo.
Ser joven, como el viento joven, como el mar joven
de alas nervudas, y ojos que viajan a lejanas ciudades
luminosas,
aves que van al norte durante los largos inviernos nuestros.
Así se sigue, por el revés del tiempo,
en dirección contraria a la del arroyo,
que siempre se pierde en las habitaciones incontables de la
muerte.

—394—
Levanto el hacha

Levanto el hacha para herir al primer radal del monte:


el golpe seco del acero sobre la madera verde y viva
vuela por el aire a la velocidad del sonido,
y los muertos antiguos se despiertan
intranquilos en la parte más alejada del tiempo.
Y disparo otro golpe, y otro, en sucesivo ataque contra la
savia
que deja una estela locuaz de olores inconfundibles.
“Te mataremos un día”, me dicen sus hojas dentadas
al caer el follaje sobre el suelo duro de la muerte.
Lo sé, pero soy igualmente parte de los días sombríos
que asesinan la memoria de los vientos.
El hacha nubla el mirar, aunque despeja la ramazón
con el hiriente filo de la hoja de acero aún no mellada.
Se remueven las columnas que sostienen el cielo;
se diezma sin proferir una sílaba.
Porque necesitamos el fuego para sobrevivir
a los colmillos carniceros del frío y de la enfermedad,
bestias siempre al acecho en el lugar más inesperado de la
noche.

—395—
Las viejas tejuelas de alerce

Las viejas tejuelas de alerce, desgastadas por el viento y la


lluvia,
se sueltan de sus clavos
y planean en el aire espeso de la memoria
hasta caer sobre el cuero mal estirado del tambor de la tierra,
y luego se perderán entre la hierba silvestre
que crece sin miedo a la guadaña.
Ceden las tejuelas del techo de la casa
y el lenguaje se llena de huecos por los que entra la luz,
pero también el rugido de la lluvia
y pájaros atontados por el puño de una nube.
No hay ya más protección contra los elementos
ni tiempo para inhalar un nuevo horizonte
que hable de lejanas literaturas.
¿Y dónde registrar las transformaciones de la realidad?
¿Y las transformaciones de la fantasía?
Sólo está disponible la tierra y el anfiteatro del mar
y el largo y serpenteante camino al pueblo
lleno de ramazones a izquierda y derecha
tras las cuales va quien acompaña desde el nacimiento:
la invisible sombra de un doble misterioso
que incita al silencio y a la borradura de los deseos.
En la memoria permanece la imagen del techo agujereado
por el lenguaje de la edad; palabras borradas aquí y allá
para que todo empiece a acercarse con rapidez al oscuro
humus.
La tierra ofrece sus caminos para escribir en ellos
la metáfora de los pies que avanzan hacia la desaparición,
el Libro de la Vida escrito desde siempre
en un idioma desconocido, vagamente adivinado en los
desvelos.

—396—
Y el mar, en murmullo perpetuo, toma la forma
de un azul sin campanas.

—397—
Entrar por los cierros para burlar los pantanos

Entrar por los cierros para burlar los pantanos del camino.
Preservar la apariencia limpia,
para que entremos, con la frente en alto,
a las ciudades luminosas
y no seamos tragados por una niebla demasiado otoñal.
Quedaron atrás el acertijo de los días perdidos,
las piedras brillantes del arroyo,
la raíz del viento y su bolsa amniótica.
Ahora los dedos buscan las tinajas de alerce
y las lapas de ciprés;
pero estos utensilios son de la materia de los sueños.
Quisieran tocar la textura de la conversación de la lluvia
y estampar las manos entintadas
en el papel blanco o gris de las nubes;
pero estas acciones son de la materia de los sueños.
Se caminó por lo seco;
pero no se llegó a ningún destino:
sólo a unas calles desnutridas, deseando morir,
como un agujero en la mente,
una fuga de luz hacia nuevas oscuridades.

—398—
La carne vive y se consume bajo las sábanas

La carne vive y se consume bajo las sábanas de lonilla;


la tibieza, tu juventud dormida soñando con inquietantes
arco iris,
y los caminos que conducen a horizontes amados
que se tensan como la cadena con la que los bueyes
arrastran el birloche de la memoria.
Leo fotonovelas que vienen de países desconocidos:
Selene, por ejemplo, dulces historias de amor en blanco y
negro;
pero también novelas de vaqueros, tal vez tejanos;
el sargento Kirk entra con un colt humeante
en la llanura seca vigilada por buitres.
Haber amado el mundo que había al otro lado de la puerta;
un equipaje de fantasmas para tener con quien hablar
a la hora de los desvelos solitarios.
Cuando la edad tiñe de gris las maderas de la casa,
y antes de tener ocasión de lamentarlo, llega la barca
fabricada con nuestro aliento;
el zumbido de su bocina anuncia la batalla de los helechos
contra el verano demasiado áspero.
En el patio está el hacha esperando al leñador;
pero aún no hay luz para ver ni para hallar
la tranquilla de la puerta y abrir entonces la carne verde
de los pastos en la ciudad llena de pizzerías baratas.
Tu vejez dormida, abrazada al espacio de lo que se vivió
de mentira, vagando junto a un río sucio
en el que desembocan cloacas y se alojan seres inclasificables.
Los horizontes amados, la insularidad que aguza la visión,
todo reunido en un disparo de vino tinto, a la salud tuya
y de los niños que son una catarata locuaz hacia el cielo.
La carne vive y se consume bajo las sábanas de algodón

—399—
brasileño.
Tú duermes, y yo converso con mi equipaje de fantasmas.

—400—
Cuando sólo oíamos las voces

Cuando sólo oíamos las voces, y los rostros y los cuerpos


se confundían con las primeras oscuridades de la noche,
mi padre enciende la lámpara a parafina:
el rito de la luz, la inextinguible luz que penetra en los ojos y
en la cocina,
y las palabras entonces brillan como peces plateados
que suben a la superficie atraídos por el encanto de una
estrella
demasiado cerca de las aguas.
Parecemos sombras que tratan de hallar, infructuosamente,
sus respectivos cuerpos, esas vagas penumbras respirantes,
como si estuviéramos esperando nacer entre cosas corrientes:
clavos, llaves, platos, leños para la estufa,
alpargatas de paño en los pies del padre, cuchillos de mesa...
Y la ondulante conversación traza surcos en el aire
y atrae a los muertos: se pegan, en forma de mariposas
nocturnas,
en el exterior de la ventana: desde ahí construyen
su propia visión de mundo
y sólo responden a las discontinuidades de los recuerdos.
Y aparecen las diferencias entre el paraíso y la vida.
Por un lado, la ventisca y la madera que se enfría
a medida que el sueño se acerca;
por otro, la rumorosa isla cuyo lenguaje, ni amargo ni dulce,
alcanza para todo y para todos.
Luego la conversación decae: hora de retornar a la bolsa
amniótica,
dejándose llevar por el espejismo de descansar en el no-ser.
Hay, sí, una afonía en el viento, en esas rachas inhumanas
que hacen crujir puertas, ventanas, huesos y, sobre todo,
el precario orden de las palabras.

—401—
Ya instalado cada quien bajo las cobijas de lana,
empieza el verdadero viaje: a los lugares flotantes
que esperan, en el sueño, a los pescadores de sierras y róbalos,
remeros ebrios por el vino amargo de la vida,
siempre demasiado corta y demasiado difícil.
Ojos cerrados para escuchar mejor los melodiosos cantos de
la muerte.

—402—
Marea baja, y aparecen rocas

Marea baja, y aparecen rocas que rara vez se ven al aire.


Ciertos vallecitos de la playa quedan bajo agua
y se forman islas de mentira, pero que igual tienen sus playas
y tienen su hedor rancio de algas olvidadas al sol
y sus náufragos que esperan impacientes el barco soñado que
los rescate.
Donde no hay agua hay sombras y latas oxidadas,
plásticos arrojados al mar por la industria.
La luz rizada abre oficinas blancas sobre los quilmahues,
y la mano que marisca se entume por el frío
y se endurece por la sal invisible de los muertos.
Además, el hablar encalla en el légamo por un rato expuesto
a la secadez del cielo sobre los horizontes de tono azul piedra,
y no hay manera de zafarse de lo pegajoso del suelo
salvo esperar el inicio de la pleamar bullente.
Tiempo mientras tanto para que ocurra el reflejo del pensar
y la lluvia, una vez más, aliste sus flechas en el arco de la
memoria.

—403—
No estoy en casa alguna

No estoy en casa alguna ni mi voz, con humo de bosque, se


une a la arcilla.
No canto como lluvia sobre el camino recién abierto
bajo las nubes que vienen de la estación desconocida de los
cisnes.
Pero hay un reino floral que tensa las cuerdas de la
imaginación,
y ahora sí voy a casa, esta vez acompañado por caminantes
invisibles
que distingo sólo por el chapaleo rítmico de sus pasos
sobre los charcos y las pisadas que van quedando, por un
rato,
sobre el barro salado de la playa.
Me guían enroscadas las lenguas de los helechos.
Los graciosos giros de las olas apenan murmuran palabras
en una lengua moribunda, pero la imaginación pone el resto.
Me espera la lloviznante madera de los cercos trenzados
y mi mano izquierda sostiene, con fuerza, el lazo
con que sujetaré el animal de los destierros.
No estoy en la retina de los jóvenes de la aldea;
los nuevos habitantes de las colina verdes cambiarían mis
versos
por un kilo de pan o una botella de mal vino (con suerte).
Y no habrá nada que decir después de la cena,
todos cansados por el día interminable,
listos para el coro de los sueños que cantan en sordina oyendo
la percusión de agua sobre el tambor de la muerte.
Voy, sin embargo, en busca del viejo corredor de ciprés
en el mediodía de los caballos que dormitan.
Una casa brilla, como un espejo, en la costa de los ojos
cerrados;

—404—
refleja el sol sobre la ortiga despellejada de sus lunares
y envía señales que entienden sólo los desterrados
que no volverán jamás a su país de origen.
Resuena el silencio de las piedras,
el viento divisorio de la vejez que alborota a los peces.
Después la marea, al subir, cubre de olas las palabras
“casa”, “camino”, “retorno”, palabras dichas en español
para designar lo indefinido de cada ráfaga de nostalgia.
Luego de tantos años, sabiendo que todas las miradas
se convertirán en polvo, nada más que en polvo
aventado por el viento sur de los veranos fríos.

—405—
Nos encontramos en los mismos caminos

Nos encontramos en los mismos caminos tras brillantes


ausencias,
y el mismo horizonte nos llama haciendo señales de humo
y con gritos de boyeros que calzan botas de goma
para protegerse del barro de la decrepitud.
Nos hallamos el uno al otro al tanteo, porque estamos ciegos
de una ceguera blanquecina que nos hace ver
anchos portones abiertos a la tumba sin sosiego y sin nombre.
Somos todavía cuerpos, puertas en sus goznes,
cargados de la única luz que nos queda en nuestras cabezas.
Y entre junquillos y mimbres de la ciénaga va nuestra sombra
a humedecer sus ideas y sus costillas, a prepararse
para el júbilo de los nuevos niños irreverentes, felices,
largamente despreocupados por el destino de las aves que no
pueden volar.
Al final del texto, una risa medida en metros,
y la playa solitaria en la que se posarán los únicos náufragos
que alcanzaron tierra firme: nuestros hijos y los hijos de
nuestros hijos,
como hojas al viento, acunados por crepúsculos llenos de sal
y por frases que tienen un cielo celeste en cada palabra.
Pero no des vuelta la página todavía; no has entendido aún
las letras escritas con mano torpe sobre la superficie
transparente del olvido;
ni sabes nada de la gaviota que deja caer desde lo alto
una almeja sobre las piedras para, a continuación,
merendarla.
Sabemos, sí, que hablar es cosa de mortales
y que al final de la conversación el silencio es como la noche
que, de oscura, no puede verse a sí misma.
Vamos por los mismos caminos, directo hacia el esqueleto

—406—
de la página vacía, cuando el poema termina,
en el punto final de las olas y la espuma
que se deshacen en el pedregullo indiferente de una playa
sobre la que nada puede ser escrito y permanecer.

—407—
Lleva sus pensamientos dentro y fuera de su sombra

Lleva sus pensamientos dentro y fuera de su sombra y entre


leopardos.
Cambia a menudo de guarida con la esperanza de hallar
quietud;
contempla con ojos desorbitados la vaciedad de los rebaños,
y se estremece de pavor sobre el musgo, entre hojas de
cortadera.
Repentinamente se ve entre nubes blancas,
pero siempre cargado de oscuros pensamientos
como toda una noche acumulada en la boca de un niño que
no nacerá.
Le viene un punzante bostezo que lo acerca a la condición de
oruga.
Se arrastra bajo los párpados pesados del cielo amenazante,
o camina, a fuerza de pezuña, sobre las lajas húmedas
y sobre las piedras que no flotarán jamás como lo hacen los
barcos,
o vuela por encima de los avellanos en dirección al
abrevadero.
El estupor y el vacío trepan desde el estómago a los ojos,
y al rato viene trotando la muerte a plantar
su bandera en el domo de los días.
La noche, asustada, enreda sus hilados en el alambre de púas.
No llegarán el amanecer ni las diucas madrugadoras
a escribir los poemas de amor que precisan los cuerpos
cálidos,
ni el avance de las ciudades dejará lugar libre para el pensar
de los pastos.
Los pensamientos son las únicas realidades
que existen y permanecen en el no-lugar absoluto de la nada.

—408—
Llevaba sus pensamientos dentro y fuera de sí

Llevaba sus pensamientos dentro y fuera de sí,


como quien lleva un dios robado bajo el poncho;
iba en busca de una quietud moteada, que tenga forma de
leopardo,
mesurada paz ante los espejos.
Porque luego vendrá la tarde sobre el fiero domo de un mes
cualquiera,
y traerá pequeñas muchedumbres de zancudos
y también olores de feromonas que excitan a machos y
hembras.
Y desde el estómago sube un sollozo que no llega al cielo
porque se interpone la sombra de la vida,
de espaldas a la ciudad indiferente.
Llevaba su morral sobre el hombro joven de los años
primaverales;
un tiempo sin nubes, especial para el venero estremecido de
felicidad:
un cargamento de metáforas entre animales amigos de
noches insomnes.
Algo punzante en el pecho, pero no doloroso, no repleto de
vaciedad:
pensamientos tenebrosos o florecidos según la estación,
amarrados a la cola de un relámpago con cáñamos
más resistentes que los huesos,
veloces pero también de torcidos rumbos
como pájaros que han perdido el sentido de la dirección.
Pero todos sabemos que si se ha perdido el sentido de la
dirección,
significa que se viaja en una única dirección:
aquélla en cuyo destino esperan saltarines buitres

—409—
desgarradores
junto a hienas que aguardan, con paciencia, su pedazo.
Prefiero, pues, recordar el estrépito de su risa
entre plantas que eran tal vez alucinógenas,
pero que curan a su manera el desgarro de los horizontes
tristes.

—410—
Lleva sus pensamientos en los punzantes rincones

Lleva sus pensamientos en los punzantes rincones de su


pensar,
de contrabando en mochilas pesadas,
a merced de los espolones de los barcos antiguos
que penetraban los cascos débiles de las muchachas risueñas.
A pie bajo los notros de la avenida
y bajo el paraguas como una casa en mano, una casa de
ocasión,
se dirige a un agosto ojalá sin nubes,
como a un puerto del que no se tiene certeza de que exista.
Otea lo que conviene decir en este mundo;
pero sólo distingue el polvo de los caminos,
vagas costas o montañas lejanas que bien podrían ser
sólo espejismos de otros países
en los que se puede ser, con suerte, extranjero pobre.
Desde el estómago a los ojos sube el hambre,
una quemadura lenta que tortura sin piedad a las palabras
y que torna inconexas las frases, textos despatarrados.
Cicatrices feas en la piel de la edad,
sobre la página virgen de campos y ciudades
que, dizque, Dios prometió a humanos soñadores;
los horizontes rayados con trozos de carbón u hollín,
dibujos irreconocibles, ideogramas tal vez del arco iris.
A pie bajo los aleros de antiguas y descuidadas casas,
como un extraño en medio de una ciudad
inexplicablemente abandonada hace poco,
en lenta caminata hacia la nieve, sobre el pavimento gris del
tiempo,
ante los escaparates que sólo ofrecen chucherías sin valor;
dobla al fin en la última esquina y se pierde por una calleja
que lleva tal vez al cielo, o al infierno, o a las ruinas

—411—
de todos los recuerdos juntos en el botadero municipal,
recuerdos en lenta y segura caminata hacia la nieve.

—412—
Soportó un invierno de purgatorio

Soportó un invierno de purgatorio: la niebla espesa,


los vapores fríos, la lentitud de la hierba casi congelada,
todo fue soportado estoicamente día tras día.
El color ocre de las paredes viejas, basura desparramada en la
calle
por perros buscadores de comida gratis,
la sala de baño con moho en el borde de las ventanas,
horas que a veces lanzaban una luz gris entre cortinajes
viejos.
Comió de lo suyo como quien mastica raíces intragables,
y en muchas ocasiones se durmió pensando
que lo mejor sería no volver a despertar.
“No es mi clima ni es mi gente, ni ninguna estación
será tan mermante como ésta”.
Afuera estaban los jabalíes osando sin parar,
y las páginas de los libros eran de arena y se deshacían
antes de leer la primera línea del texto de la vida.
Pero fue la esperanza de otro cielo verdadero
y árboles que se ajusten a la naturaleza del pensar
lo que ayudó a soportar el invierno de expiación:
las hojas morían, los hijos morían,
y la niebla era más y más espesa
y los hongos de las paredes bailaban el danzón de su propio
cielo.
Más allá estaba la isla buena; la promesa de los alerces
y la luz prometían un carnaval para los sentidos.
Y pudo otra vez leer los libros que hablaban en medio de la
noche.

—413—
¿Dónde fue sepultada la rosa alegre de mi vida?

¿Dónde fue sepultada la rosa alegre de mi vida?


¿Por qué lloran los espacios entre la niebla
y las líneas de una escritura que se endurece?
La hierba escribe en jeroglíficos, con tinta de charcas y
humus.
Y yo leo el camino de insectos cuyos nombres desconozco.
Y la pregunta que surge se enreda entre las hojas de maquis y
arrayanes.
¿Dónde fue sepultada la rosa, con sus dobleces de campana,
su olor a pétalo en el decurso de la memoria?
Ya estoy en la avenida, adornada con falsos laureles,
en el corazón de la ciudad que no conoce la estrellas de mar.
Inmóvil ante una hilera de hormigas y unas cuantas tijeretas
desordenadas,
espero que mis hijos traigan de la escuela
la concordia de todos los espacios.
Yazgo, en tanto, en la loma que me encadena al recordar;
me lleno de imágenes de abundancia de aquellos días
atravesados por tallos de helechos nuevos;
allí, alguien que no está ni vivo ni muerto, acaricia la
pelambrera de su provincia,
mudo ahora el pelaje pero brillante entre la herrumbre de los
muros
que impiden el paso de ladrones y extraños,
mas no del tiempo ni de sus efectos implacables sobre la
espalda del pensar.

—414—
Ahora es tarde para volver a casa

A Patricio Guerrero, in memoriam

Ahora es tarde para volver a casa. La noche


borró los caminos y los mensajes S. O. S. se pierden
entre las nubes antes de que retumben
en los tímpanos de los amigos silenciosos.
Una mano da vuelta la última página del cuaderno
y entonces la luz estalla hacia adentro de su luz.
Toda tierra firme se convierte en fantasma
y la idea de eternidad no puede entrar en la mente
porque están atrancadas las puertas del cuerpo.
Ahora es tarde en la ventana que da al más allá,
y es más tarde en el pensar de un joven que se parecía a
Rimbaud
porque tenía una pierna enferma y un barco ebrio en el
mirar.
La realidad desaparece cuando el libro se cierra.
Hay sol sobre la portada del escrito: el título
y el nombre del autor refulgen a la luz de la primavera.
Pero sabemos que mañana lloverá:
alabada sean las aguas que borrarán la escritura débil de los
enfermos
y se aclarará al fin la visión verdadera de la tierra.
Se oye un llanto contenido en medio de los oleajes.
Después, por la redondez del planeta, ya no se ve más el
barco;
sólo las manos vacías, la conversación de la hierba,
el florecer de los frutales y, sobre todo,
la transformación de los cuerpos en humus
al ritmo inaudible de los ríos que van de este mundo al otro.
Ahora es tarde, pero pronto volverá a amanecer

—415—
y será temprano otra vez en la fuente inmóvil de los muertos.
Se cierra el libro tras leer la última página,
y ahora toca pensar en el brillo lejano de las estrellas.

—416—
Este día cambia de fronteras

Este día cambia de fronteras, los países se disuelven


en el líquido oscuro del café caliente;
las avalanchas de metáforas y las volutas de humo
se dispersan más arriba de las montañas salpicadas de nieve.
Este día en cuyas llanuras los lobos vigilan a los que van a
morir
y en cuya luz ocurre una magistral escansión de realidad
provocada por la sorprendente rapidez del tiempo
sobre los cuerpos de los amantes dormidos a deshoras.
Este día que tiene mucho muros cargados de graffitis ilegibles:
débiles huellas-signos de cangrejos que se devoran a sí
mismos.
Como cuando llueve toda la noche sobre el pensamiento
y se forma un légamo en el piso de la imaginación.
Después se cierran los ojos, las manos, la boca.
Y el orden de las cosas entra en una peligrosa incertidumbre.
Y todo es por este día sin nombre que cambia de fronteras.

—417—
Luces de la tarde sobre la bicicleta

Luces de la tarde sobre la bicicleta, pedaleando,


camino hacia los campos solos;
una leve brisa despeina a la niña rodeada de nubes.
La ciudad queda atrás, y los primeros arbustos alivian
la dolencia con su solo murmullo de hojas e insectos;
envían mensajes a través del aire para los desterrados,
como yo, que multiplican tantas ansiedades.
Ya a las 6 p. m. las primeras estrellas.
El corazón tiembla y se descama un poco más
para estar a tono con el croar de las ranas.
A ritmo de paseante sobre dos ruedas ladran fantasmas;
algo que hace crecer el frío entre el futuro y la hierba.
Luego el regreso a las ventanas de un país desconocido,
oyendo las palabras en el idioma del viento nocturno:
hablan de la atiborrada espera en pequeños jardines
desde donde serás pronto expulsado.
¿Dónde está la casa entre esta multitud de chatarra
a la que ya se resignaron los ángeles?
Luces que ya se encendieron en la oscuridad de la mente
y encandilan las imágenes con que el paisaje
quiere presentarse ante los ojos de los muertos.
Lágrimas se derriten y se apagan por causas
que no necesitas comprender.

—418—
La calle principal hierve

La calle principal hierve: batucadas en la cola de las nubes,


ancianas que pavimentan el mediodía próximo
con su lentitud de barco sin motor,
un aura sintética penetra en los ojos y en las tiendas.
Se trata de un lugar seco y sin ruinas,
aunque la página en blanco —que espera al poema—
rezuma nieve y ecos de vientos antiguos.
La rúa, donde el heno es una palabras que no se conoce,
se abandona a los distantes juegos de la muerte;
pequeñas muchedumbres que no orinan ni vomitan
pero que devoran el hollín de sus vidas
entre papas fritas y refrescos baratos.
Pero no ves nada sino lo que has leído con dificultad:
citaciones a versos incompletos, a personajes neuróticos
de cuentos absurdos, a escenas de películas borrosas
en la pantalla de la memoria, a una que otra palabra
garabateada con un palo sobre la arena de la infancia.
Camina con una isla en el futuro, directo
al lugar de los melones y las naranjas en el supermercado,
como arrastrado por el amor de la flor abierta
que reclama su insecto que la polinice.
Escribe para cruzar la tristeza del siglo
y perderse en las imaginaciones que alterarán
los detalles específicos de la realidad.
Se envuelve con el hilachento abrigo de la tarde
y escribe traduciendo la nada a cuerpos que no serán nunca
celestes;
traza una zanja y cava con la azada la tierra pedregosa
para enterrar el verdadero significado de la poesía;
habla, al fin, con los pájaros que no tienen ya otro lugar
que no sea el desgastado bosque del poeta.
Los renovales del lector escriben mejor el final del poema.

—419—
Antes hubo aquí un campo de pastoreo

Antes hubo aquí un campo de pastoreo,


y más antes una selva fría y lluviosa,
y más antes del más antes el hielo de la última glaciación.
Ahora gorjean ingenios de acero en la autopista;
sigue lloviendo pero lo que cae son herejías sobre la frente.
Alguien escribe en la niebla; se rodea de libros
que se descomponen en los lugares más extraños de la casa;
las metáforas se encadenan a las patas de los caballos:
un estrecho puente aparece bajo el arco iris,
pero los caminantes no saben que su viaje es apenas un
pretexto
para ignorar que nadie saldrá nunca de su ciudad gris
y del hacinamiento del humo en los ojos, en el pelo, en la
ropa.
Se encomiendan a santos menores, charlatanes casi todos,
para hallar el verdadero camino a casa:
miran hacia atrás y hacia adelante y ven el hielo
sobre el valle del sur, todo congelado pero no muerto.
Ahora convulsiona la ciudad débil junto al río;
se abandona a los guarros o al empeño de los guarenes;
alimenta su enfermedad oscura con la risa de las muchachas;
la débil ciudad ante la maleza verde aun en los postreros días
del verano.
Los remiendos empiezan a hacerse visible después de los 40,
cuando asoma la palidez y la piel del dorso de las manos
se torna seca y escamosa;
entonces te vas hacia los puentes viejos
sobre el río antiguo alimentado por la nieve de los volcanes.
Las casas con pinturas descascaradas, visillos sucios
en las ventanas, adornos de mal gusto en jardines
descuidados.

—420—
Aquí sólo hay libros que no se escribirán,
ligeramente inclinados hacia sentimientos ruinosos.
Se fue el tiempo, en un abrir y cerrar de ojos, como cuando
inesperadamente
se corta la luz eléctrica en mitad de una fiesta
de gente que se aterroriza por la oscuridad.
Antes estuvieron el hielo y la selva fría en las palabras del
viento;
ahora tú escribes retratos con nubes
sobre la viscosa superficie de lo que ya es ido en cada
amanecer.

—421—
Cisnes aplauden el paso de los payaso humanos

Cisnes aplauden el paso de los payasos humanos.


Desde sus blancuras flotantes nos ven para distraerse
de sus oficios innombrables; baten alas,
hacen comentarios que se confunden con el sonido de las olas
y las bocinas de las barcazas de carga.
Ante ellos, no somos sino raros accidentes de la naturaleza,
hijos bastardos de quizás qué cruzas entre criaturas hoy
desaparecidas.
Siguen en lo suyo, parsimoniosos a la hora de pescar,
nadan o vuelan, según el caso, siguiendo
la huella fresca de la comida aún viviente.
Sólo nosotros no nos calmamos de nuestras agitaciones;
lentos y pesados de andar como somos,
hacemos reír a la bandada pero es sólo por un rato:
saben que estamos enfermos y se ríen,
aplauden de lejos los patéticos gags de payasos pobres.
Son amigos de la melancolía pero prefieren siempre
las sardinas a la metafísica.
Sólo nosotros nos ahogamos en la exaltación y la furia, ambas
a la vez.
Y seguimos por un camino que es barro,
y, siendo barro —como somos—, le rehuimos buscando
las partes más secas para no ensuciarnos los zapatos.
Los cisnes adultos comentan estos raros comportamientos
a sus hijos: “No tengan miedo de estos animales bípedos,
tan extraños a nosotros. En cualquier caso,
morirán todos ellos y no quedará nadie
que escriba un poema pensando en los cisnes
y buscando la cadencia perfecta de un gran discurso apenas
murmurado
por fantasmas que han deseado siempre la risa.”

—422—
Ya se acerca el fin del año viejo

Ya se acerca el fin del año viejo;


el arroyo lava los pies del año que se va.
Casi a medianoche, las estrellas sujetan un rato más el mundo
y un rato más durará el afecto simple
de las cosas que viven en la ventana:
el de los botones desprendidos de su camisa,
el de las piedrecillas de colores que los niños pusieron ahí
para embellecer la luz.
El sonido de los primeros abrazos produce fragancia,
y se derriten los hielos contenidos en la formalidad de los
saludos.
El nuevo año centellea en el rostro de la noche,
a la vez que las nubes se detienen en las colina
y tornan la mirada al futuro
sin distinguir entre favorecidos y desfavorecidos
por la muerte cerúlea que espera al otro lado del canal.
Y el lenguaje se prepara para tener sombra
cuando amanezca,
asegurando cuerpo donde sólo pudo haber habido vacío,
listo para la risa o para el llanto
y para interrogar al tiempo sobre las certezas del cielo.
Porque mañana tendrá una forma que no necesita ser
entendida:
los pájaros madrugadores cantarán como siempre,
crecerá un poco más el mar,
alguien escribirá el verso de tus ojos,
alguien plantará un pelo en el lugar más visible del verano.
A la hora del almuerzo, asado en escena para invitar
al sol del mediodía a que nos dé calor para que la
imaginación

—423—
no quede en despoblado,
a merced de fieras, jabalíes osadores
que destruyen la raíz de las metáforas.
Primer verso del primer día de un nuevo año en dirección
al punto final del Libro de la Vida.

—424—
El acorde de las olas

El acorde de las olas y el de los ramajes invitan a callar


y a pensar en el repentino soplo de las fuerzas de la alegría
y de la tristeza, en el vaivén de las cosas
que tienen mástiles y velas desplegadas para aprovechar los
vientos.
Se dobla la memoria hacia la tierra
y empiezan las estaciones a traer sus personajes
para montar la obra cuyo desenlace no alcanzaremos a ver.
La realidad se estrella en las rompientes:
algo gradualmente aceptado como lenguaje roto,
que promete un texto parcialmente borrado
o parcialmente escrito,
sin más sentido que el que pueda darle la imaginación ansiosa
de un lector afectado por males desconocidos
y a la larga mortales.
Llueve sobre el soñar del hombre y de la mujer,
tal vez unidos ellos, tal vez no,
pero siempre abrigados por los días húmedos
y reunidos por las corrientes marinas en un único punto
de una playa sin nombre,
que también está hecha de la materia de los sueños.
Música producida en el vacío que queda
entre islas murmurantes,
misma música que oyó Pitágoras entre las rocas luminosas del
cielo,
la que invita a callar, a pensar...
Escribiré: “También he amado las noches y sus acordes
que llenaron mi alma de una oscura arena”.

—425—
Batir de alas entre los castillos del aire

Batir de alas entre los castillos del aire y el alboroto de los


niños
que dejan una estela de manos con barro en las paredes.
El alma fresca rechaza el corazón exhausto,
y escribe sobre las olas su trazo ondulante
para decirnos que tenemos sólo una isla en la memoria.
La lluvia está lejos: abre un paréntesis por el lado norte del
horizonte
y graba su frase en el libro, vacío todavía:
“no creerás que el agua cura los pecados del mundo”.
Los niños pasan como trombas en dirección al cumpleaños;
borran con el pie los pinos y suben en globos de colores
sobre los campanarios grises: esas construcciones tan viejas,
siempre tan visitadas por aves de paso cuya estela
ciega a los marineros que quieren ser aéreos y deslizantes.
Luego el león con su melena dorada se pasea con libro bajo el
brazo.
En el suelo un desparramo de golosinas,
justo donde otros cavarán mañana su tumba.
También unos marfiles entre los ciruelos y el toronjil oloroso;
algo por lo que las campanas tocan a rebato
llamando a misa a quienes ya perdieron el último barco.
Es el vuelo sin dirección lo que oímos en el exterior de la
ventana:
aleteos, gruñidos, diálogos incoherentes y fragmentarios.
Con tan pobre material se dibuja el orden de las estrellas
sobre una cartulina blanca barata.
Los niños disfrutan sus trazos libres: hacen arte
contemporáneo
sólo para que la lluvia lejana se acerque a los papeleros
donde van a parar los proyectos fracasados.

—426—
Tal vez yo te lea y tú me leas, entre atardeceres y sus adelfas,
tropezando con las húmedas piedras del camino vecinal,
sin ninguna fe en el arte, confiados sólo en el instante del
respiro.
Pero los niños siempre celebran la ópera
cantada al son de cornetines de cartón,
mientras afuera el mar escribe a lectores distantes,
analfabetos, en realidad, que simulan leer;
pero se ve que no saben porque ponen el libro patas arriba.
Hasta que el hollín de la vejez lo cubre todo,
como una noche dura, negra y brillante, pegada a los huesos.

—427—
La paciencia perjudicial del hielo tiene su momento

La paciencia perjudicial del hielo tiene su momento:


en el amanecer de la escarcha, en la tierra vidriosa
que hasta ayer era barro,
en los pies azules del niño que, descalzo, se dirige a la escuela.
Sabe que el frío se grabará en la memoria y que, si hay
futuro,
será el motivo desencadenante de los tiempos verbales
que evocarán el pasto duro y blanquecino
de la muerte congelada.
Una conmemoración de las piedras o de los junquillos
o del rumor de los ramajes de chilcas,
es lo que podría brillar al sol pálido de la mañana;
algo dicho al viento y a los pájaros, sin verbos en tiempo
futuro,
sólo las frases arrojadas aleatoriamente por el mar
sobre la playa pedregosa y contra barrancos de lajas grises.
El hielo es invencible, pero cambia con la edad:
el niño se perdió en la niebla del atardecer y ahora no ve
nada real;
sólo distingue, entre brumas, el pasado abundante
sobre campos que no tienen ni principio ni fin.
No ve nada real, pero escribe el nombre que todavía conlleva
alegría,
y la belleza toma la forma de una nube sobre la cabeza
inclinada.
¿Cuántos años más tarde vendría el poema a quebrar el
silencio?
La escarcha tiene su razón de ser,
el pie descalzo sobre el hielo también,
y el ladrar de la luz en mitad del invierno
se prolonga más allá del mar y más allá de la juventud.

—428—
Esa mañana empezó una frase, sencillamente una frase,
escrita por la mano invisible de lo que no podía ser ni siquiera
imaginado.

—429—
Se va al cementerio entre casas viejas y nuevas

Se va al cementerio entre casas viejas y nuevas, cruzando un


arroyo
sobre un puente viejo de madera, pisando sobre el lomo
de las ovejas apiñadas que no pueden ni avanzar ni
retroceder.
Se llega con las naranjas y las flores en la mano izquierda,
una vela encendida en la derecha
(pero el viento la apagará antes de llegar a la tumba).
Y el padre espera, o mejor: está ahí lo que queda de él
sin más ruido que el de los caracoles saciados de clorofila.
Todo en silencio, salvo los pájaros, y amenazando lluvia
desde el norte.
Recogimiento o simplemente pensar en lo efímero de la savia,
ahora que las nubes nos miran desde arriba
con una actitud parecida a la curiosidad.
Vienen más tarde los saludos; una oración de circunstancia:
la salve o el credo o la letanía en latín,
ruegos por los condenados, por los incrédulos, por los buenos,
por hombres y mujeres que le temen tanto a la enfermedad.
Los vecinos y los amigos tienen frío, y los dolientes
contienen el llanto tras las grises rejas de madera
que separan el cementerio de un campo de pastoreo.
Ya no hay padre. Eres, pues, el huérfano
que se arropa con un chal de lana para detener el castañeteo
de los dientes y los temblores que no son por fiebre ni
neumonías.
Y la viuda —madre de hijos enrolados en ejércitos
celestiales—
se pierde entre los ramajes de arbustos de nombres
desconocidos;
se hace ave silvestre de monte o de ciénaga (cotuta o quetro,

—430—
tal vez),
invisible entre los junquillos verdes.
Los que quedan juegan por última vez en el heno de la
infancia
y después se van por el aire, sobre techos de tejuelas o de
zinc,
hasta desaparecer en la lejanía entre álamos deshojados.
Ya no hay padre, ya no hay hijos;
sólo el cementerio envuelto en la niebla transparente de la luz
y perdiéndose en la lejanía que empieza a tener forma de
ausencia.

—431—
Se abrieron los choros zapatos

Se abrieron los choros zapatos cuando el agua alcanzó 100


grados
en el caldero de hierro fundido, en cuyo centro,
se me figura, yace el núcleo terrestre, licuado a millones de
grados celsius.
Alrededor esperan, ansiosos, una multitud de muertos
sobrecargados de hambre y de sed: afilan dientes,
sacuden mortajas, tratan de recordar sus cuerpos sensuales.
Sale de la cocina un vapor lleno de olores marinos.
Alguien ofrece chicha en un vaso de plástico;
ya unos, algo ebrios, cantan canciones ahogadas
por el espesor denso del fogón; pero nadie escucha a nadie.
Se sonríe para tristes y cosméticas fotos que alguien
imprimirá sobre el papel quebradizo del tiempo.
Luego el destape de la olla, la comilona, la penumbra
que acecha, la deglución lenta de los caníbales
que no saben que son caníbales.
Ya al fin, ebrios muchos, cansados de tragar yodo
en forma de piures, se desvanecen, como el vapor del caldero
por los hoyos del cielo raso de la vida.

—432—
Fuera de mí mismo hay un mundo

Fuera de mí mismo hay un mundo: el de la feria libre de los


sábados.
Deambulan escarabajos, pregoneros de alas de mariposas,
mujeres panzonas con las que tengo fugaces fantasías
sexuales...
Los mesones están llenos de salsas caceras y de achicorias.
El niño ofrece la imagen de un becerro abandonado;
se inclina buscando al cliente, y aparece a través de las nubes
un sol que resbala sobre el lomo de los perros vagos
que pululan en los desperdicios.
Caminando, chocando contra bustos sin rostro,
extensión de polvo, altos postes que parecen árboles muertos,
gente que se filtra por los muchos atajos del día.
Aunque, a pesar de todo, hay más olor a cilantro que a sudor.
Pero no será así siempre. El predicador a voz en cuello
anuncia una llama gastada, algo dificultoso vendrá —dice—
como una zarza que cae del cielo y que apuñala ojos y oídos.
Fuera de mí mismo hay un mundo. La multitud
está en entera ocupación de comprar o vender,
entre zapallos, papas, trinando, avivando la mente.
Y yo escucho caer el agua: ningún sonido es real si no es con
agua.

—433—
El pueblo se deshace tras el relato de los náufragos

El pueblo se deshace tras el relato de los náufragos errantes.


Caballos relinchan contra la simetría de las evocaciones,
y el verso se llena de barro y así, sucio, conversa con las
gaviotas
porque son las únicas aves que se salvarán sin entrar al Arca.
Llegan revisitantes de los orígenes, o se van a sus cavernas
antiguas
y se pierden de vista en el inicio del mar.
Sólo yo sigo aquí en el centro de un día del cual nadie
puede predicar sino lugares comunes, clichés gastados,
como ventanas viejas por las que el viento ingresa a la casa
sin pedir permiso.
Virulencia del agua que exuda sorprendentes lazos con los
muertos,
aun después de que los elementos se han calmado
y comienza a brillar el sol sobre el texto que el poeta
intenta escribir acerca de un diluvio reciente de agujas
sobre un bosque de pinos extranjeros.
Y el pueblo se deshace tras el rezo de las mujeres llorosas.
“Yo sólo quiero aprender la canción de la hierba mojada
que sabe que nació para ser pasto de oscuros y mudos
rumiantes”.

—434—
Los días grises de invierno

Los días grises de invierno son útiles


para pensar en tardes con olor a café
y escribir invitando al crepúsculo,
dibujando una escena casi romántica,
eternizada en una fugaz fotografía de la imaginación .
Evocar un caballo igualmente gris, sin jinete,
y una pausa melodramática en medio de las cosas
condenadas a la extinción irremediable.
Debiera hablar de estas situaciones, que tienen arena,
dunas de extraño consuelo, belleza que evita la hierba verde;
usar una sintaxis sin regocijos fáciles, crear una atmósfera
de lenguaje que evoque acantilados húmedos
y que invite a volar a medianoche bajo la luna mortecina.
Estoy, pues, considerando un país sin opuestos
ni estrellas errantes;
un país mucho más cerca de la fuente de donde nace el
arroyo
junto a los álamos gigantescos que no tienen adónde ir.
Hablar especialmente para ti, con un vocabulario
que ayude a soportar el amor ciego
que se precipita en los barrancos marinos.
Un país sin opuestos ni olas en el vacío de playas muertas.
Y hablar para ti una palabra que provoque un destello
en la tarde gris de un invierno largo y viscoso,
y que nutra a las aguas amantes
de sus respectivas sonrisas circulares.

—435—
Luego empiezan los paltos

A Nelson Schwenke y Franca Monteverde, vivientes en La Cruz

Luego empiezan los paltos y los naranjos mucho antes


de llegar a los cerros que traspasan la corteza del día.
Y en el huerto, el agua de la pequeña piscina se ve azul
al final de la mirada.
Hay muros protegidos por otros muros
tras los cuales el fruto cuelga listo para la caída,
y los perros y los hombres, atentos, saben lo que pueden
esperar
de los árboles puestos en hileras en dirección de la mañana.
Luego siguen los tejados de tejas color ocre.
Al anochecer hacen su entrada triunfal
la música, la poesía, los dibujos de Arroyo:
toda la cantera del amor asociada al ritmo natural del valle,
a la brisa fría que viene de las colinas
y que obliga a encender el fuego en el salón.
Y soportamos, alegres, acompañados de un buen vino, la
aflicción
y las patas de gallo de la memoria.
No imagino la guadaña contra el tronco de los naranjos,
ni el árbol de las mandarinas tendrá un amor diferenciado
hacia nosotros, humanos parlantes en la mesa,
vivientes una vez más en los rincones menos visitados de la
juventud.
Ni imagino a los chicos andando con cicatrices;
no como nosotros que salimos sin más apoyo que el viento
a pelear contra bestias sanguinarias;
ellos, sobre todo ellos, los chicos colgados de un arco iris,
agitando las alas de un ayer simplificado,
de risa fácil, entre el borde de una canción
y las hojas de los nuevos paltos en la ladera de los cerros,

—436—
donde no cae la escarcha.
Un atado de amistades en la historia, algo fértil en tierra
fértil,
una mirada que no se oscurecerá, aunque perezcamos antes
de que salga el sol,
y no se disolverán las palabras
a pesar del ritmo natural del valle de la vida.

—437—
Esta nube milagrosa

Esta nube milagrosa, con cogollos de col en cada mano,


hojas de orégano verde en el pelo, irregular forma
de viuda en el aire; esta nube que por un rato
llena mis ojos de contrastes entre la tarde y la memoria:
todo como un rescoldo breve, escena de colores
susurrada por los amigos muertos
que yacen bajo las raíces de los árboles tumbados.
Nube de pelo blanco, muy encima de la cumbrera
de la antigua casa de alerce edificada junto al camino;
circunvala el vacío y vuelve a la realidad
con júbilo de copos, algo que celebran
los pequeño helicópteros de hojas que caen en rotación
sobre la tierra que paciente espera el fin de mis alientos.
Entonces el viento deshace las imágenes
que parecían fijadas sobre la tela del mundo:
brillos que se apagan, el milagro entra en otoño,
enmudece el corazón acariciado hasta hace poco
por las escamas tartamudeantes del sol.
Digo “adiós” y vuelvo la mirada hacia los primeros pies
de la noche que se acercan con la rapidez del pensamiento.

—438—
¿Te acuerdas de la lejana lluvia?

¿Te acuerdas de la lejana lluvia cayendo en la otra costa,


mientras que en tu lado el sol sigue extendiendo
su chal tibio sobre tu cabeza demasiado intrincada de
pensamientos?
Después el aire empezaba a tamborilear sobre las piedras,
a batir las hojas, y un pez frío entraba en los ojos
que sólo atinaban a ver el avance imparable del chubasco.
Las gallinas y la leña, apiladas junto al camino,
parecían indiferentes a los acontecimientos de agua que se
avecinaban;
mas no la hierba de la pampa que se apresuraba a cerrar sus
flores
asustando a los insectos que se quedaban sin terminar
su almuerzo en el día de ellos.
Caían las primeras gotas, y empezaba a disolverse el paisaje
tras una cortina gris, como las palabras
que no logran hacer ver los gestos coloridos de la vida.
¿Recuerdas el final de la inocencia cuando el chubasco
arreciaba sobre la espalda, se entraba en el cuello
buscando el canal justo para deslizarse
hacia la gravedad del humus insaciable?
Recuerdas la calma, el frío de las rocas, la sedosidad de la
lamilla:
luego la voz del viento que se graba sobre la superficie
borrosa
de una escena mal recordada, peor descrita,
deshecha en rumores y alusiones a libros vagos,
a poemas que volvían en ruinas el lenguaje del amor de
entonces.
Pero fue con las redes del tiempo y con las casas grises
en las que acontecía el fuego y el café de grano tostado,

—439—
mezclado con café de higo o con café malta,
que se hicieron estos versos;
con la evolución de una experiencia que ahora ilumina la
noche,
de pronto atravesada por el ronroneo de la memoria
desnuda.

—440—
Tú y yo caminamos a favor de la sintaxis

Tú y yo caminamos a favor de la sintaxis del discurso de la


vida:
una manera nuestra de entrar en el crepúsculo,
cansados, a punto de enmudecer de tantos trajines,
pero el respiro sigue trotando tras los caballos
en busca del pueblo que dicen que existe al otro lado de la
noche,
y el vocabulario excitable de los pájaros anida en la memoria
que emerge, como de la arena seca, hasta tocar los cielos.
No hay arrepentimientos de ninguna clase
y la oscuridad tampoco será consuelo para el vacío
de lo que ya no podremos hacer nunca en esta orilla fría del
hablar.
Ante nosotros hay un acantilado haciendo gárgaras,
y nos llama en silencio, nos asusta, y sólo atinamos a pensar
en los niños que a esta hora mirarán por la ventana
aguardando nuestra presencia en las cercanías de la casa.
El discurso de la pérdida se llena de algas: se vuelve salado.
Cada signo es una especie en extinción sin retorno,
y vendrá la mudez implacable —lo sabemos—,
pero el corazón muerto tendrá un mundo
con todas las estrellas recién nacidas en el nuevo cielo y la
nueva tierra
y toda la tarde será una larga pausa después de la última
palabra
de nuestras vidas, tan pequeñas en esos infinitos espacios de
luz.

—441—
—442—
CON DOLOR DE MUELAS EN EL CORAZÓN19

- Mi biografía no tiene más importancia para mi


poesía que la de ser el obvio soporte vivencial de la escritura.
Para escribir hay que vivir y recordar. Hay, por cierto,
momentos claves: mi nacimiento, la decisión de apostar a la
literatura a mis 17 años, mi permanencia en la Universidad
Austral como estudiante entre 1976 y 1980, el tiempo que
estuve, también como estudiante, en la Universidad de
Washington en los primeros años de la década del 90. En fin,
la lista de hechos “relevantes” para mi “carrera” como poeta
podría aumentar; en verdad, todos los hechos de una vida son
en extremo relevantes para producir arte. Uno vive en la
cotidianeidad y en ella ocurre todo lo realmente importante,
y uno escribe con el lenguaje y con los materiales vitales que
la experiencia diaria nos provee. Desde este punto de vista,
toda poesía es biográfica; testimonio del devenir diario
tamizado por la memoria, la imaginación, la fantasía, el
inconsciente y la conciencia que busca poner algún orden de
sentido en las cosas.
Tengo, un cierto mundo poético ya elaborado; ideas
sobre la literatura, la política, sobre cosas en general; pero no
un proyecto o un programa de trabajo preciso. No desarrollo
un proceso creativo planificado. Hay, obviamente, ciertas
ideas fuerzas que condicionan mi trabajo: sé, por ejemplo,
que no es bueno que me reitere a mí mismo, aun sabiendo
que es inevitable no reiterarse; si mis dos primeros libros los
construí con materiales tomados de la cultura de Chiloé,
entre otras fuentes, no puedo seguir con el mismo
procedimiento escritural siempre, al menos no con el mismo
lenguaje y los mismos tópicos. Sé, también, que no puedo

19 Entrevista publicada en Héroes civiles, santos laicos. Palabra y


periferia: Trece entrevistas a escritores del sur de Chile. Ed. Yanko
González Cangas. Valdivia: Ediciones Barba de Palo, 1999. 131-142.
—443—
escribir una poesía impostada, populista, complaciente
conmigo mismo. Debo ser implacable con mis propias
convicciones: escribir, para mí, es desmitologizar
permanentemente mi propia conciencia y, de paso, la
conciencia de la colectividad, aunque igualmente sé que esto
último es parte de mi fantasía. Sé que desmitologizar no es
posible sino con otros mitos, con otras imágenes y
representaciones, las que a su vez llaman a más imágenes y
representaciones con las cuales se establecen nuevas
polémicas. Siempre, como escritor, estoy en conflicto;
siempre dividido o multiplicado por el doble, o quizás
múltiple, movimiento de desmitificar mitificando.

Sergio Mansilla Torres (Chiloé, 1958). Inició su


formación en el taller Aumen de Castro. Estudió Castellano y
Filosofía en La Universidad Austral de Chile en Valdivia.
Realizó su Doctorado en Literatura en la Universidad de
Washington, Seattle, Estados Unidos y actualmente es
profesor de la Universidad de Los Lagos en Osorno. Mansilla
no sólo es un destacado poeta sureño, sino un investigador de
la poesía de esta parte de Chile, donde ha concentrado sus
esfuerzos críticos y divulgatorios.
Casi ataviado como un poeta ruso de fines de siglo,
Sergio esparce en su primera poesía una reelaboración
“lárica” del colapso entre el espacio geográfico y cultural
propio (ancestral y mítico) con el ajeno, urbano y continental.
Su poesía prosigue consiguiendo una rara síntesis, que retoma
algunos elementos expresivos y estéticos anteriores
(soportados en elementos vernaculares de su isla, Chiloé),
fundidos con una fuerte reflexividad crítica, dirigido al propio
oficio, a la condición del desgarro contemplativo y al
extrañamiento del viajero. Así, esa nostalgia (del griego nostos
= regreso a casa y algos = condición dolorosa) típicamente
lárica, es trocada por una dosis de acidez social que desplaza
el letargo del “saudade”.

—444—
Siempre hay un momento para caer en su abismo
reflexivo. Al frotarse uno en sus palabras, ronroneadas y con
pausas, se araña la superficie de cualquier idea. Con delicado
empeño, hace estallar la suposición y el argumento
infundado. Se retrotrae con facilidad y tras tímidos gestos
retoma la concentración con un rostro casi en llamas. Esta
entrevista tiene el cariz de un “diálogo discutido”, que
contextualiza y cuestiona en parte, los supuestos del propio
conjunto de entrevistas de este libro, fundamentalmente lo
referido a la preocupación por la condición “periférica” de los
escritores del sur. El punto final de este debate fue puesto en
un e-mail enviado en septiembre de 1998.
Aparte de sus diversos trabajos críticos y ensayísticos,
Sergio Mansilla ha publicado tres libros de poesía: Noche de
agua, Ed. Rumbos, 1986; El sol y los acorralados danzantes, Ed.
Paginadura, 1991 y De la huella sin pie, Ed. Barba de Palo,
1995.

UNA POESÍA LEAL CON EL SILENCIO

- Nunca me he planteado un arte poética en términos


programáticos. Quiero decir, no he condicionado mi
escritura al despliegue de cierto manifiesto estético-político
que funcionara como la carta de navegación con la que,
presumiblemente, se seguiría una ruta predeterminada en
“las mesmas aguas de la vida” y de la poesía. Podría decir, si,
que uno de los motores que ha movido mi escritura es la
necesidad (o el deseo) de hurgar en el sentido profundo de las
cosas, entendiendo por ello una mirada a lo numinoso, a lo
abismal, que yace tras las apariencias simples y cotidianas de
lo que habitualmente denominamos “realidad”.
Mi poesía ha sido un apostar al poder develador y
rev(b)elador del lenguaje, informado éste por la fantasía y por

—445—
la convicción de que la escritura poética es una palabra que si
no nos hace mejores, al menos nunca nos hace peores.
Pues bien, para acceder a este “sentido profundo” de las
cosas, me he valido de herramientas imaginarias diversas: el
relato mítico, el religioso, el relato histórico-político. He
echado mano a la contingencia cotidiana, al discurso
metafísico sobre el ser/estar en el tiempo. Quiero ver en el
escribir un viaje hacia el lenguaje y hacia la interioridad del
yo para asomarse con más fuerza y mejores convicciones y
con menos ilusiones engañosas ante el mundo. En el fondo de
todo hay siempre un vacío que es, sin embargo, la condición
de posibilidad de la libertad creadora.
No me apetecen los poetas que escriben sus buenas
intenciones en sus poemas; desconfío de la poesía dirigida
hacia un fin predeterminado en términos instrumentales, el
que, por loable que sea, no deja de funcionar como una
instancia represora del lenguaje y la imaginación. Si en mis
primeros libros trabajé con los relatos mitológicos chilotes,
como materiales constituyentes de una cierta verbalización de
lo real, no fue porque anduviera tras el exotismo fácil, el
folklorismo de ocasión, la programada búsqueda de una
escritura “telúrica”. Se trata de algo bastante más simple,
pero más difícil precisamente por su simpleza: hurgar en el
misterio, en los vastos mundos que hay hasta en la sencilla
hoja que se precipita al suelo en otoño. Mis dos primeros
libros, escritos al calor de una asfixiante contingencia política,
buscaron ser documentos de época, documentos de cultura y
barbarie, como diría Benjamin, en un sentido bastante
historicista, apelando con frecuencia a la alegoría, a la
parábola. Había que ser claros y precisos en un momento de
confusión planificada de los decires; había que dar cuenta de
la historia pero con una escritura que no reprodujera
sencillamente el realismo documental o la estética de la poesía
comprometida (algo que yo hoy llamaría “guevarismo

—446—
poético”); pero tampoco desterrándolo como algo inoficioso
porque, en efecto, no lo es.
Hoy día ya no vivimos en Chile una situación de
urgencia como la de los años 70’ u 80’. Mi tercer libro, de
1995, ya se hace eco de una búsqueda/develación del
“sentido profundo” con herramientas lingüísticas y estéticas
menos ligadas a la contingencia histórica, pero más unidas a
la experiencia del extrañamiento durante mi permanencia en
los Estados Unidos y a un recogerse sobre sí mismo para
indagar en los absurdos, los dobleces y las plenitudes del vivir
en el Imperio.
Diría que el tiempo es uno de los temas que me han
obsesionado desde siempre. En el transcurrir del tiempo, en el
cambiar y en el permanecer, en el vivir y en el morir, hay
algo sobrecogedor, de una grandiosidad que se me figura
inasible, a la que, sin embargo, intento siempre aprehender
en mi escritura a través de la evocación de situaciones, de
imágenes, de ciertos esquemas de fantasía que pueden dar
como resultado un poema que sea, en algo, revelación de un
misterio que, como tal, exige al lenguaje más de lo que éste
puede dar.
Pienso que mi poesía no es una “poesía necesaria”, si
por “necesaria” entendemos la creación de un espacio
literario nuevo en el que otros no han incursionado con
anterioridad o que, si lo han hecho, no han llegado muy lejos.
Nicanor Parra, en su momento, inauguró una zona nueva en
el poesía chilena en la medida en que legitimó y complejizó
notablemente la “antipoesía” en nuestro medio, de tal
manera que hizo cambiar el escenario de la poesía chilena
desde los años 50 en adelante, 1954 para ser más preciso. Mi
escribir va en otra dirección: no ando tras una escritura
nueva; no está en mis planes poéticos inaugurar “nuevos
territorios” (sigo aquí la terminología de Juan Armando
Epple) ni que me recuerden alguna vez, si es que me
recuerdan, por ser un poeta que haya aportado a una cierta

—447—
literatura nacional —la chilena en este caso— un paradigma
escritural nuevo, una práctica poética “novedosa”. La mayor
parte de estas “novedades” (necesarias, desde luego, porque,
entre otras cosas, impiden el anquilosamiento de la tradición)
terminan teniendo un valor más histórico que literario. Por
ejemplo, a mí no me cabe duda de que lo que va a
permanecer de Nicanor Parra con valor estrictamente
estético, van a ser sus textos más poéticos que antipoéticos. Su
parafernalia antipoética (escritura y teatralidad del personaje
Parra) se volverá material para eruditos o para historiadores,
cronistas o coleccionistas del pasado literario, como hoy lo
son para nosotros las acciones de arte de las vanguardias
históricas.
Si hay alguna originalidad en mi poesía, ésa es
renunciar a cualquier clase de originalidad efectista y, en su
lugar, insistir, hasta la saciedad y más que la saciedad si es
pertinente, en una escritura que dé cuenta de las más
radicales sintonías y quiebres con el mundo; una poesía, por
sobre todo, leal con el silencio, con la contemplación, con los
vacíos del ser, con los nudos ciegos de un vivir con dolor de
muelas en el corazón. Ni tradición ni ruptura, términos que,
por otra parte, no me convencen a estas alturas del siglo. Lo
uno y lo otro y más allá de lo uno y lo otro: un esfuerzo
siempre por sacudirme de esquemas binarios que simplifican
insosteniblemente la infinita complejidad de las cosas.

ESTAR EN EL CENTRO O FUERA DE ÉL, ES ALGO QUE ME


RESULTA COMPLETAMENTE INDIFERENTE.

- Todos los grandes poetas son mis maestros, los


chilenos y los no chilenos, los de antes y los de ahora, los
occidentales y los no occidentales. Y si con algunos de ellos he
tenido, en ciertos momentos, una afinidad visible, se trata de

—448—
eso: de momentos, de etapas en las que ciertas escrituras se
vuelven más modélicas que otras para mi poesía. Y si esto me
sitúa como un poeta importante o no en el ámbito de la
poesía chilena es algo que carece completamente de
importancia. En el pequeño mundo social de los poetas y la
crítica, sólo la poesía vale la pena, la que uno lee y la que uno
logra escribir de vez en cuando. El resto, fuegos fatuos que
iluminan la noche, pero no queman ni dan calor.

- Sergio, so pena de majadería quiero discutir lo que dices, para


friccionar un poco tus planteamientos sobre aquellos “fuegos fatuos que
iluminan la noche, pero que no queman ni dan calor”. Esta posición,
más que “desmembrar” lo legítimo/ilegítimo de plantearse estéticamente
frente a la vanguardia o a lo “original”, patenta una actitud pasiva ante
la iluminación de nuevos bordes de lo poético. Una pasividad casi
conservadora en la que todo ejercicio por variar es vacuo y sólo lo “dicho”
es posible, viable de ser sostenido. Esto parece tributario de una postura
frente al panorama humano de la institución literaria “romántica
teillieriana” (que en verdad es una posición que por imagen y postura se
cultiva entre los escritores, una suerte de malditismo ficticio). “No me
importan los fuegos de artificio, ni los fugaces juegos/fuegos, ni ser
conocido, ni pasearme por ningún lado, etc., etc...”
El problema es que el escritor, como el que más, está suspendido en la
trama social –y eso lo sabe más que nadie pero se hace el leso por
“posero”– y es impactado fuertemente por estos problemas: p. e., el centro
pone los juegos artificiales, los circula y los premia. Tiene el poder
legitimante sobre lo bello y lo feo en literatura y construye además la
imagen de nación. Tu dices: “[...] Pero todo esto pertenece al campo de la
sociología de la institución literaria chilena. Y no tiene nada que ver con
la poesía misma”. Te pregunto: crees pertinente este encierro romántico del
poeta, una reacción casi atemorizada frente al escaso reconocimiento de
las obras sureñas, en la certeza, además, de que el “gusto”, lo bello y lo
feo, está depositado en la sociedad y cultura, se construye; por tanto,
tenemos el derecho a democratizar esa construcción. ¿No habrá sido esa
“cadencia” la que ha permitido el precario, pero existente posicionamiento

—449—
de la poesía sureña en la nación? ¿No es esa la otredad estética que
interesa al centro y que el poeta del sur le ha dado?

- Huelo de lejos en tus planteamientos tu ostensible


preocupación por “democratizar” la poesía, proceso que,
según veo, identificas con lo que yo describiría como un
“asalto al centro del poder político manipulador de la
cultura”. Huelo también tu desconfianza para con el
pesimismo teillieriano en lo relativo al apartamiento de los
escenarios literarios (farandulescos o no), a esa tendencia a
encerrarse en la palabra, en los libros, lo que desde cierta
lectura puede interpretarse como un romántico aislamiento
del poeta en la torre de marfil, hecho que, cuando ocurre,
suele ir acompañado, además, de una dosis no despreciable
de autodestrucción física y/o espiritual. Comprendo tu
preocupación en la medida en que, precisamente, este mismo
libro que el lector tiene en sus manos es la prueba de que
Yanko González no se conforma con la pura poesía ni con la
poesía pura. Pero lo que he dicho antes, lo sostengo en todos
sus términos. Aún a riesgo de ser visto como un “romántico”
que rehuye el nuevo tipo de compromiso que impone el
neoliberalismo, hoy día funcionando a matacaballo en éste,
nuestro país, profundamente centralista y desigual: gestionar
nuestra propia poesía en el mercado. Creo ver a la ideología
empresarial interpelando tus planteamientos, la racionalidad
instrumental de un escenario competitivo habla en ti (aunque
no sea más que en tu condición de entrevistador). Y no es que
eso esté mal; lo digo porque no estoy en la posición de
demonizar la gestión empresarial ni de condenar a los poetas
que se esfuerzan por promover su propia obra y/o la de sus
más cercanos (lo he hecho y lo seguiré haciendo); no me
parece desatinado que se reclame contra el centro que, de un
modo u otro, define lo que está vigente en un determinado
momento de la historia de la nación.

—450—
¿Por qué, sin embargo, esa obsesión (que quizás no sea
la tuya, en términos personales; pero sí lo es en términos de
deseos colectivos) de que nuestra poesía sólo se legitima (y de
paso deslegitima los “bordes” establecidos) si pasa por el
centro metropolitano? Pensar de esta manera es rendir
tributo al sujeto colonial —el colonizado—, reproduciendo
precisamente lo que el sistema quiere: que compitamos unos
con otros, que varios quedemos en el camino, que corramos a
negociar con el becerro de oro, pero que siempre quedemos
autoconvencidos de que no estamos haciendo concesiones,
sino que nosotros imponemos nuestros términos.
Entendámonos: no celebro el hecho de que muchos
libros de los poetas del sur hayan sido hasta ahora ignorados
o escasamente considerados por quienes controlan la
información y la crítica literaria de circulación nacional e
internacional. Por supuesto que sería mucho mejor que se
hablara de tales libros, que se distribuyeran masivamente
dentro y fuera de Chile. Lo que quiero decir que esta
preocupación no tiene por qué condicionar la escritura
misma, la poesía en su formulación estética más depurada.
Sería el fin de la poesía si la imaginación poética fuera copada
por la urgencia de tener que tensionar los “bordes” y las
desiguales relaciones de poder entre centro y periferia. Soy un
convencido de que si nuestra poesía —la mía en particular—
constituye o llega a constituir un sitio de poder será
precisamente porque arranca de la fuerza que da la razón
de/del ser. Entiéndase en este sentido mi radical compromiso
con la poesía, con la escritura y la lectura, con la creación y el
estudio crítico.

- Y qué significado literario y “sociológico” le ves a la exclusión


de tu nombre en la antología de poesía chilena publicado en la editorial
Fondo de Cultura Económica por Teresa Calderón, Tomás Harris y Lila
Calderón.

—451—
- Para mi persona y mi poesía, es algo absolutamente
irrelevante. Los editores son libres, supongo, para incluir o
excluir a quienes ellos estimen pertinente. Por cierto, el
resultado de tales decisiones, en la medida en que el libro se
vuelve público, puede ser objeto de crítica también pública.
Haciendo uso de este derecho, yo diría que, en general, me
parece que la antología no es buena; demasiada gente y
mucha de esa gente no constituye ningún aporte a la poesía.
Prefiero las antologías de pocos nombres, más sectorizadas,
más tamizadas; disminuye el riesgo de incluir pasajeros de
contrabando en el “Omnibús de la Poesía”, aunque entiendo
el sentido y utilidad de la antología mencionada. No me
preocupa que ciertos autores queden fuera de una antología,
de ésta o de cualquier otra; pero sí me preocupa que autores
que poco o nada tienen que hacer con la poesía aparezcan
junto a poetas que sí lo son de verdad.

- ¿Cuáles son, a tu juicio, las debilidades y fortalezas de situar tu


obra en la “provincia”. ¿Qué reflexiones tienes frente al centralismo?
¿Qué política debería implementar el Estado “para radicalizar la
democracia” en cuanto a la igualdad de oportunidades en el consumo,
distribución y legitimación de la obra artística producida en la provincia?

- Vivimos en un país centralista; “todo” ocurre en


Santiago; allí se “hace la historia”, se toman las decisiones, se
reparte el dinero o se fijan criterios para hacerlo; allí llegan
las visitas importantes; allí ocurren los “grandes
acontecimientos”. Por cierto, semejante manera de organizar
el país me parece pésima, incluso para el propio centro que,
por crecer tanto, se ha ido volviendo un monstruo invivible.
Naturalmente que en materia de política cultural, de
circulación de obras y autores, el centro siempre se come a la
periferia. No sorprende, entonces, que a la hora de elegir
poetas y artistas que representen a Chile en embajadas
culturales en el extranjero, nadie tome en cuenta a los autores

—452—
de provincia (o los consideren sólo en raras ocasiones). Por
otro lado, como en el centro están los recursos, los contactos,
el poder, ser poeta en la capital, quiero decir, ser poeta que
busca poner en circulación pública su imagen y su escritura,
significa tener que volverse empresario de su propia escritura.
No digo que todos los poetas de Santiago corran tras becas o
publicaciones en “grandes” editoriales (que no son en
realidad tan grandes), tras invitaciones o viajes. !claro que no!
Pero Santiago es un lugar donde se puede correr tras estas
cosas y muchos lo hacen. Tampoco digo que los poetas de
provincia no se interesen por conseguir lo mismo. Es legítimo
hacerlo, me parece. Lo que ocurre es que en provincia hay
muchas menos oportunidades. Pero todo esto pertenece al
campo de la sociología de la institución literaria chilena. Y no
tiene nada que ver con la poesía misma.
Vivir en el centro o en la provincia incide si uno quiere
vivir de la literatura. Como en mi caso sé perfectamente que
no puedo ni podré nunca vivir de la literatura, estar en el
centro o fuera de él (para efectos de mi escritura, se entiende)
es algo que me resulta completamente indiferente. Desde
luego, vivir en la provincia es un añadido importante a la de
por sí difícil distribución de libros de poesía y de crítica. Me
gustaría que nuestros libros circularan más y mejor por los
canales comerciales regulares y, así, que se distribuyeran bien
dentro y fuera de Chile. Resulta difícil revertir esta situación.
Entrar en el circuito de las editoriales “grandes” interesadas
en publicar poesía no es algo sencillo, y es doblemente difícil
hacerlo desde la provincia, precisamente por un problema de
contactos, de información, de costo, también. Habrá que
seguir trabajando en orden a generar vínculos, establecer
conexiones, producir textos de óptima calidad, asumir
compromisos no sólo con la escritura sino con la
responsabilidad que significa tratar de posicionar nuestra
literatura en el terreno público. Nos corresponde abrir rutas;

—453—
los más jóvenes tendrán, ojalá, un camino más fácil en este
sentido.
El Estado podría hacer muchas cosas para mejorar este
desbalance entre el centro y las provincias. Hay fondos
concursables para escribir, publicar, vender libros, y eso no
está mal. Pero faltan cosas esenciales; por ejemplo, una gran
editorial estatal que produzca libros a gran escala, de buena
calidad estética, baratos, de óptima factura y que se vendan
en todas partes; editorial a la que los autores chilenos tengan
acceso por sus solos méritos. Algo así como reeditar el sueño
de Quimantú o la colección Letras de América, de la
Editorial Universitaria. Pero al neoliberalismo no le gustan
los sueños socialistas, y como ahora manda el
neoliberalismo...
Los hechos indican que las cosas no están organizadas
para favorecer a los artistas sino a los políticos, que ven en los
artistas agentes de extensión y realización del proyecto
político del gobierno en el terreno del arte y la cultura. En el
marco de ese objetivo, algunos artistas son, en efecto,
beneficiados y pueden trabajar más holgadamente en sus
proyectos creativos. El mecenazgo del Estado es así, como
son, en realidad, todos los mecenazgos cuyos objetivos no son
el arte en sí mismo.
En la Décima Región hace poco se creó un Consejo
para el Arte y la Cultura que se supone asesorará al gobierno
regional en políticas de desarrollo cultural. No es posible aún
juzgar su accionar por el poco tiempo que ha transcurrido
desde su creación; pero no hay necesidad de ser pitoniso para
darse cuenta de que será un organismo político —porque ésa
es su definición— y no artístico. Su principal labor será, desde
luego, movilizar ciertas producciones y acciones artísticas
como significantes de una determinada política cultural, que
en la práctica quiere decir política para copar las
subjetividades, para beneficio del proyecto ideológico de
gobierno, a través del estímulo y apoyo a un cierto conjunto

—454—
de proyectos y acciones artísticas de autores de la región y/o
de fuera de ella, cuando sea pertinente (de ahí a que lo logre
es otra cosa). En principio, no estoy en contra de este
planteamiento. A veces, muchos autores confunden sus más
íntimos y acariciados deseos como creadores con las
necesidades y funciones del aparato de Estado y acusan a las
instituciones de manipulación o de falta de transparencia. La
acusación no es válida si es el resultado de no saber o no
querer ver que las razones de Estado no son ni tienen por qué
ser las mismas que las razones del ser artista. La acusación sí
tiene sentido cuando los operadores del aparato de Estado no
son lo suficientemente honestos y transparentes —y ocurre las
más de las veces— como para decir: “en realidad no nos
interesa el arte sino en tanto instrumento de nuestro proyecto
político” y encubren esta verdad con vagos discursos de
apoyo a la cultura, a los artistas, al potencial creador del
espíritu humano, etc. Creo que es aquí donde el artista, el
verdadero artista, está obligado a volverse un poco cínico si
quiere jugar con las reglas impuestas. Con todo, siempre
habrá una diferencia entre un artista que juega con las reglas
del sistema para intentar, con el dinero y otras prebendas que
reciba, hacer arte en sentido estricto y otro “artista” que hace,
con lo mismo, un estilo de vida al cual el arte termina
subordinándose en un gesto que delata la cooptación simple y
directa. De ahí al “apitutamiento” y al pisoteo de los otros,
hay menos que un paso. De cualquier manera, lo importante,
me parece, es distinguir siempre las aguas turbias de las claras
en el sentido de que si nos bañamos dos veces en el mismo río
oscuro no es para llevarle la contra al viejo Heráclito, sino
porque nos hallamos enfrentados a una situación límite como
creadores y hemos optado por la “impureza”
responsablemente asumida y con propósitos artísticos muy
claros. Tampoco tenemos que asumir el papel de
“independientes heroicos” sólo por mantenernos
“inmaculados”, porque una cosa es la consecuencia con el

—455—
arte y otra es la tontería: no hay mejor consecuencia con el
arte que producir y ayudar a difundir el mejor arte posible a
nuestro alcance, y si eso, eventualmente, implica tener que
negociar con el aparato de Estado, no veo por qué no
hacerlo. Tenemos también que ser políticos y eso no sólo nos
beneficiará, si acaso, sino que, sobre todo, será la oportunidad
para forzar cambios en el aparato mismo. Al fin de cuentas,
de un modo u otro, los Artistas (así con mayúscula) son
siempre sujetos institucionales e institucionalizados, aun
quienes niegan toda vinculación con las instituciones y
defienden a brazo partido su independencia personal. Esa
negación tiene sentido precisamente en un cierto horizonte
institucional.
No le veo mucho sentido a esto de insistir en la
oposición centro/periferia en relación a la administración de
los espacios culturales locales. No me ayuda a comprender los
hechos con resultados sugestivos; salvo constatar lo obvio: que
la administración no está al servicio del arte que hacen los
artistas sino del arte de gobernar que hacen los políticos.
¿Debería estar al servicio del arte que hacen los artistas? La
pregunta es retórica, porque la respuesta obvia es sí. Pero no
es la pregunta pertinente; mejor sería preguntarse ¿cómo
conciliar los intereses del artista con los de la administración,
en el entendido de que, por definición, nunca van a ser
iguales?

EL “CHILOTISMO”

- Una de las obras más valoradas de tu producción es El sol y


los acorralados danzantes. ¿Qué historicidad entraña este libro?

- La respuesta, me parece, es simple: ese libro, en el


ámbito de lo histórico e ideológico, es un testimonio de mi
radical oposición a lo que fue, y todavía es de una manera
indirecta, la dictadura militar que derrocó a Allende en 1973.

—456—
Pero no es sólo una poesía de protesta; pretende ser un
homenaje a quienes, de un modo u otro, pagaron con sus
vidas el precio de querer otra historia para los hombres y los
pueblos; a quienes amaron una historia de justicia, de
generosidad, de libertad, y no sólo durante el período
dictatorial chileno. Puede parecer manido esto que digo; pero
me sigue pareciendo de una vigencia incontrarrestable.
Nunca he pretendido cambiar el mundo con mi poesía,
porque es obvio que los poemas no son útiles para hacer
cambiar las decisiones políticas de los poderosos. Pero los
poemas —y aquí me socorre Benjamin otra vez— son
documentos de cultura y barbarie que afirman la lealtad
inquebrantable a la justicia y a la libertad en un sentido ético
y político que desborda cualquier clase de definición
instrumental de estos conceptos. Y no se trata de poner la
poesía al servicio de causas extraliterarias, sino de escribir una
poesía que efectivamente asuma los nudos ciegos de la
realidad: ese solo hecho, por sí mismo, ya despliega una
utopía política que sólo la poesía, en sus diversas formas, sabe
decir de una manera bella.

- Quiero hacerte reflexionar sobre la imagen que se ha construido


sobre tu poética. Mi visión concuerda con la tuya, pero no deja de
poblarse con las voces de la tradición cercana, y es inevitable acercarse a
tu poesía —de sobremanera tu primer y segundo libro— con el halo
estético del larismo (rótulo poco afortunado, pero...), en el sentido amplio
de estar alejado de todo tipo de experimento y vanguardia en el lenguaje
(quizás no en los temas) y fundar un imaginario que se niega a
comprender tópicos globales, situados fuera de las fronteras geográficas y
culturales locales. Y si lo hace, es en relación al desgarro de la ausencia o
al trauma del impacto producido por lo global o lo foráneo. Por último, si
no ocurre esto, el desplazamiento va hacia la “moderación” en el lenguaje.
Una pasividad reflexiva, una contemplación doliente, pero sin excesos. No
sé... Una poética cadenciosa que no deja impacientarse y que habita en la
mayoría de los poetas chilotes y sureños y donde el cambio de ese estado es
escaso (uno de los pocos es Jorge Torres, si comparamos sus primeros
—457—
textos en relación a Poemas encontrados y Otros Pre-textos). El
punto es: ¿crees que tanto los contenidos y la estética de los autores
situados en este espacio geográfico y cultural puedan tener cambios
significativos, pero en relación a una dinámica interna en estos espacios,
es decir, que se corresponda a lo “propio”?. El otro punto es: ¿Esta
“cadencia”, que es tuya también, no se piensa con cambios?

- Lo “propio”. ¿Qué es lo “propio”? Eso que describes


como “[un] estar alejado de todo tipo de experimento y
vanguardia en el lenguaje [...] y fundar un imaginario que se
niega a comprender tópicos globales, situados fuera de las
fronteras geográficas y culturales locales”, es justamente lo
propio. No me satisface el culturalismo voluntarioso sólo por
ser “fiel” a lo propio entendido como lo opuesto a lo foráneo,
sobre todo cuando estas nociones se empiezan a volver
estrechas, demasiado cercanas a narrativas heredadas de la
tradición localista. Lo propio y lo ajeno son conceptos
estratégicos para delimitar mapas funcionales a ciertos
propósitos; pero cuando se trata de literatura, la ajeneidad
vivida es también lo propio. Puesto que no se trata de
reproducir las narrativas heredadas sino problematizarlas sin
concesiones, aún al precio de perder los mejores momentos
que la memoria guarda, de aniquilar lo que normalmente se
suele llamar “raíces” identitarias.
Me parece que algunos poetas chilotes que viven en
Chiloé mismo, hacen a veces demasiadas concesiones al
“chilotismo”, entendido como defensa cerrada e idealizante
de la cultura chilota, incluyendo el cultivo acrítico del
sentimiento de víctima poderosamente modelado por la
religiosidad tradicional de origen judeocristiano. Chiloé no es
una arcadia; tampoco mártir. Como toda cultura viva, está
llena de contradicciones, de miserias y grandezas. Muchos
defectos de mi personalidad los atribuyo a mi formación
cultural chilota, como la dificultad (a veces abierta
incapacidad) para escapar del cerco de la victimización, para

—458—
sentirme por delante de la historia y no siempre atrás como la
cola del chancho, para superar el miedo a lo nuevo. No me
gusta esto. Es posible que esta condición explique por qué mi
“cadencia” poética no da el salto a un discurso demoledor en
la forma, que sea tributario de una modernidad profunda que
no le haga asco a la borradura y al placer de hundirse, sin
trancas, en la cultura urbana anárquica y maldita. Pero la
subjetividad no se hace con la mano. Nuestros límites y
limitaciones nos ponen camisas de fuerza y potencialidades. Y
lo que trato de hacer, en los últimos tiempos más que antes,
es escribir y pensar en las fronteras del yo, contra mí mismo,
contra mis lugares amados y odiados. En eso estoy sudando la
gota gorda.

NUNCA HE SALIDO DE NINGUNA PARTE Y


NUNCA HE LLEGADO A NINGUNA PARTE

- En relación a esto, el poema “Anda al pueblo hermano”


representa una reflexión sobre la cultura local, sobre el desgarro y la
idealización de la urbe, que además sintetiza de alguna manera el
problema de la arcadia versus la modernidad.

- El poema que mencionas es la historia de un viaje.


Pero el que viaja no es el hablante, sino su hermano, a quien
le pide ir al pueblo y traer plata y luna. El personaje que
habla se queda en el campo, en el fogón, de donde no quiere
moverse. Él lo esperará hasta que regrese y le tendrá tortillas
en el fogón. Varios me han preguntado que por qué le pido al
hermano que vaya al pueblo y por qué no voy yo mismo,
pregunta que, de un modo u otro, delata una cierta acusación
(fundada) contra el autor: temor, incapacidad para
abandonar la tradición, para negociar con la modernidad.
Soy el que se va y el que se queda, el que idealiza la ciudad y
el que se desencanta con y en ella. Esa división del ser me

—459—
constituye como sujeto poético; desgarrado entre el miedo a
la modernidad, el deseo de anclarme en la confortable
tradición rural, precaria, dolorosa también, pero que tiene un
sentido que arranca de lo más profundo de mis experiencias
infantiles. Sé, sin embargo, que la idealidad es insostenible,
excepto como lo “otro” de lo real, necesario, imprescindible
para medir las fisuras de la historia personal y colectiva, los
nudos ciegos con que la historia ha amarrado nuestra
subjetividad. Ya no estoy junto al fogón. Como muchos
chilotes soy un emigrante, porque para un chilote vivir fuera
de su isla es ya una “extranjería” indeleble. Y si a eso le
sumamos el efecto de exilio que la historia chilena reciente
impuso a todos quienes de pronto nos encontramos con un
país hecho a la mala, se comprenderá lo desgarrante del
poema.
“Anda al pueblo hermano” lo he vuelto a reescribir varios
años después en un poema aún inédito que se llama “Itaca”,
una versión profundamente literaturizada del viaje,
poniéndome en el lugar no del que se queda sino del que se
va y que ya no volverá, porque todo viaje de retorno es
ilusorio. Aunque nunca he salido de ninguna parte y nunca
he llegado a ninguna parte: el poema elabora el vacío no
como negación de la presencia (pongámoslo en palabras de
Derrida) sino condición de la presencia que, en última
instancia, deviene palabra en el tiempo, como muy bien decía
nuestro buen Antonio Machado. En todo este palabrerío, no
veo el clásico binomio centro/periferia; aunque los poemas se
presten para una lectura a partir de esta oposición, lo cierto es
que, al menos en mi propósito consciente, no es una tensión
que haya funcionado como disparador de la escritura.

ANDA AL PUEBLO, HERMANO

Anda al pueblo hermano


—460—
Anda;
y tráete plata y azúcar.
Anda, hermano, al pueblo
A vender estas cuantas gallinitas,
y tráete también esa luna grande
que siempre vemos reflejada
en nuestros ojos.
Seguro que allí debe estar
porque en el pueblo hay muchas cosas lindas
y allí debe de estar la luna.
Y tráete plata, hermano,
mira que el camino es difícil
y está oscuro debajo de la lluvia.
Anda al pueblo.
Yo aquí esperaré hasta que vuelvas
y te tendré tortillas en el fogón.
Apúrate, y tráete plata, azúcar y luna
porque estamos quedando atrás
y tenemos que alcanzar como sea
la orilla donde los otros llegan.
Anda, hermano.
Yo aquí, mientras tanto,
prepararé el fuego y la tierra
para que la hagamos florecer
cuando tú traigas plata y luna.

- Desde otra perspectiva, en mis poemas hay diversas


referencias a poetas y a poemas lo que hace bastante fácil
averiguar quiénes me han ayudado a persistir en el oficio
(aunque ahí no están todos). Pero son tantos los poetas y las
poetas que me han socorrido con su palabra, que se me
apelotonan en la puerta de la memoria y prefiero ese caos de
voces a un ordenamiento artificioso de mis afinidades y
odiosidades literarias. Quizás debería decir, sí, que, en tanto
escritor, no leo poesía como lo hago cuando asumo el rol de
analista y estudioso. En el primer caso, leo mirando la
minucia lingüística, los soluciones imaginativas con el
—461—
lenguaje, el tono, deteniéndome en lo sugestivo (o en lo poco
sugestivo) de ciertos pasajes, de ciertos versos, de ciertas
imágenes. Hago lo que podría llamarse una lectura
minimalista. Por eso, más que libros, son poemas
individuales, a veces fragmentos de poemas, los que se han
insertado en mi edificio imaginario, agregando piezas,
modificando perspectivas.
¿Autores que me obstruyen? Sólo los que no conozco y
me gustaría conocer: africanos, antillanos de lengua no
española, rusos post URSS, orientales, en fin, toda la caterva
de poetas que anda suelta por el mundo más allá de mis
horizonte de conocimiento. Me obstruye no poder hacerme
de muchos libros que me gustaría tener (algunos sé que
existen y otros son sólo hipótesis); me obstruye no dominar
una media docena de idiomas extranjeros para leer mucha
poesía en lengua original. Me obstruye no poder dedicar todo
el tiempo que quisiera a la creación literaria, no
necesariamente para escribir más (tal vez incluso escribiría
menos) sino para soñar más quedamente con el lenguaje. Lo
que de veras amas, no te será arrebatado. Y así sigo.

—462—
Indice

CAUQUIL
Palabras liminares 8
LA QUEBRAZÓN DE LOS BARRANCOS 11
La quebrazón y el ojo que lagrimea hacia adentro 12
Remen, remen, boteros, contra el viento 14
Sorda la sien del que aquí respiró 15
La mujer que hablaba con el aire 16
Manantial para quien se fue volando 18
Este viejo arado de hierro abandonado 20
Guerra de las serpientes del agua y de la tierra 21
Huenteo levanta su brazo izquierdo en mitad de la Vía Láctea
22
Los pescadores olvidados 23
Aparición 24
A medianoche se deshace el hechizo 25
Los primeros pájaros de la mañana 26
Los boteros dormidos están rodeados de pájaros danzantes
27
Tejendera envuelta en nubes 28
Mujeres desmenuzando el sol 29
Buscador de nalcas confundido con los helechos 30
Estoy aquí mirando el horizonte 31
Todo lo que es de esta isla 32
Zumbido en el viento de los acorralados 33
Madre e hijos solos bajo las alas de la tarde 34
MITO-HISTORIA 35
En esta casa, mientras afuera llueve… 36
Alonso de Ercilla en el desaguadero 37
Estoy sentado en la cumbre… 39
Anda al pueblo, hermano 40
Palafito 41
Me abruma el silencio… 42
Tiempo 43
Atardecer en Changüitad 44
De lo efímero 45
Cuando llegó el día de ir al molino… 46
Cauquil 47
Carreta junto al mar 48
Partida 49
Corro por los rastrojos… 50
Corría y corría 51
La barca 52
El mar 53
Jinete muerto bajo la lluvia 55
Mi hogar es una casa pobre… 56
Mis mayores 57
Muerte de un pariente 59
El destino de los míos 60
Siempre he pensado en viajes… 61
El alma vuelve y se va 62
La mujer-pájaro 63
Ánimas errantes 64
Vuelvo a cerrar los ojos… 65
Sueño con la nueva tierra 66
A veces pierdo las palabras… 67
Poemas enterrados 68
Florecimiento 69
La vida 70
POSTALES POR DENTRO 72
Ciertas noches 73
Canal de Chacao al anochecer 75
Feria artesanal de Dalcahue 76
Álamos de Changüitad 77
Navegación hacia la isla de Caguach 78
Noticias de Chile (escrito en Seattle) 80
En el país de los pájaros que se fueron 82
Dos estampas de madre tejiendo 84
Al ir a buscar papas en la bodega 86
Choapino en la feria de Dalcahue 87
El acordeón del mar 88
RETRATOS DE FAMILIA 90
Cumpleaños de mi hija Milena 91
Mi hija Amaya me canta una canción de amor por teléfono
92
Casi cuento para Pablo Salvador (recién llegado a estas
playas) 93
Retrato retocado del abuelo Félix 94
Retrato no retocado del abuelo Félix 95
Abuela Lavinia apareciendo en sueños 96
Mi hermana Alicia Margot fallecida a los nueve meses de
estar en este lado de la vida 97
Abuela Fidelia Ojeda de pie donde nace el arco iris 98
Tío Chato entrando en la realidad 99
Tío Olegario Mansilla llama a la puerta 100
Abuelo José Gracias Torres 102
Retrato imaginario de Alicia Margot Mansilla Torres 103
MENSAJES DE ÚLTIMA HORA A CHANGÜITAD Y CURACO DE
VELEZ 104
Regreso a casa 105
Todos junto al fuego, los primitivos del futuro 106
Paisaje a contraluz 108
Legión de los diablos 110
Cuatro mensajes a Changüitad 111
Pater mío 115
La lluvia borrará el pueblo 116
Sueña el animal humano 117
Hay un camino en Changüitad 118
TIERRA A LA VISTA 120
Escritura en el agua 121
Escritura en la tierra 123
Diapasón en las ramas 126
Ítaca 127

De NOCHE DE AGUA
Hermosos cadáveres a la hora de la comida 129
Los trajines de mi siglo 130
Racconto: 1976-1980 131
Muerte de Héctor 132
El viajero de los días extraños 133
Espejos 135
Días de verano de 1983 136
La ciudad 137
Un mundo que se deshace entre los dedos 139
Toque de queda a las 6 p. m. 140
Carta y ventana 141
Día de camping 142
Autobiografía 143
Hay que leer los muros 144
La noche es más corta cuando no se duerme 145
Volver a decirlo todo 147
Último día de clases 149
Que trata de lo que una cosa es y no es 151
Un hombre va por el mundo con su casa al hombro 153
En esta primavera 155
Se nos ha muerto el pájaro Neruda elemental en Santiago de
Chile 157

De EL SOL Y LOS ACORRALADOS DANZANTES 158


Umbral 159
El pie quebrado que vio tan callando Jorge Manrique 160
Poetas con facha de caballos borrachos 161
Encuentro al interior de Rubén Darío 162
A Fray Luis de León en aqueste mar tempestuoso 163
Cuando Sandra y yo nos casamos en octubre de 1983 en Los
Muermos 165
Recado a Gabriela Mistral en la materia alucinada de Chile
166
Monumento a la transfiguración de Vicente Huidobro 168
La cebolla es escarcha de tus días 170
Poema para un granuja 172
César Vallejo, aparta de mí este cáliz 174
El sostuvo una mano que cayó de repente desde la altura hasta
el final del tiempo 177
En 1930 fuel el disparo final de Vladimir Maiakovsky contra
el cielo 179
¿De qué ojo abierto habrán salido estos soldados? 183
Cruce de caminos 184
Lancha con prisioneros 185
Cortáronle las manos al guerrero 186
Fila india hacia el exilio 187
El perseguido 188
El clandestino 189
Los ojos callando 190
La solidaridad 191
Mariposas del día y de la noche 192
Semillamiento de Miguel Henríquez Espinoza 193
La isla de los desaparecidos 194
Desgarro con canto de gallos 196
Silabeo del aromo 197
Los nadie 198
¿Quién es el que habla en la niebla? 199
Exilios 200
Cuando maduren las arvejas 201
La palabra piedra 202
Un caballo limpia su fusil 203
Paisaje con un cuchillo en el centro 204
Liberación por la lluvia, por el aire 205
Concierto nocturno para Chile 206
Fiesta por la liberación 207
El porvenir … sí, el porvenir 208
Murmullos y misterios 209
En una vieja casa de Valdivia 210
Nadie hay detrás de la última luz de la tarde 211
La hora más difícil 212
Recogimiento 213
Poética elemental 214
Suéñome loco y volando de un extremo a otro de la galaxia
215
Intervención del agua 216
Hazme la sangre, mar 217
Pie de niño con destello 218
Allá lejos te veo venir 219
El sol y los acorralados danzantes 220

DE LA HUELLA SIN PIE


DE ESTOS POLICIAS QUE NO CREEN EN LA REALIDAD 229
Los barcos entran en tus ojos 230
Terra incognita 231
Invierno en las siete esquinas del reloj 232
Se ríe uno bajo las cascadas de luces 233
Barbara quelle connerie la guerre 234
Voy con el tornillo preguntando por la mano que lo olvidó
235
En la boca de la esfinge 236
El dolor de los calamares en su tinta 237
En los ojos del cordero se ve la ceniza 238
Con el fuego 239
Nocturno en invierno 240
Seattle en el siglo XXXIII 241
Apuntes sobre Pionner Square 242
Esos agazapados tigres 243
Homeless Jazz 244
Los perdedores que dicen no y dicen no a pesar de todo
245
El monstruo carmesí 247
TODOS LOS POETAS ESTAN EN E L DESTIERRO 249
Todos los poetas están en el destierro 250
No mires ahí dentro 251
Dos poetas chinos 252
Lucidez que duele 254
Sudor en la frente del trueno 255
Con motivo de la publicación de El sol y los acorralados
danzantes 256
LA RAMA Y SU DIBUJANTE 257
Variación sobre un poema de Yehuda Amichai 258
La niebla en el bosque de la mañana 259
La música en las esferas de tu pelo 260
Donde un ciego habla con las hojas 261
De la rama y su dibujante 262
Otra lectura de la rama y su dibujante 263
Escultura cuando ella y él se hacen humo 264
Los orgasmos producen mariposas 265
Despertar 266
SIEMPRE ESTÁ LLOVIENDO EN LA MEMORIA 267
No hay río ni padres ni sombreros en la cabeza de los
dragones 268
“Kafka”, el perro 269
Para el viento 270
En jueves 271
Lengua extranjera 272
Ocupación de las caras 274
Estás y no estás 275
SEATTLE: CRÓNICAS DE ALGUNOS (DES)ENCUENTROS 276
Un cantor en la University Way Avenue 277
Medir y pesar las diferencias 279
En el camino 281
Lo más óseo 282
DEL REGRESO 283
Conocerte fue un artificio de la eternidad 284
Big Time 285
Recorro la ciudad buscando a mi enemigo 286
La irrealidad no es irreal 287
Fascinación del vacío 288
Como las vírgenes imprudentes 289
VANO EXCESO DE LA INTELIGENCIA 290
Revisión de los lugares 291
Sólo el futuro es claro 293
El trajín hace las veces de mundo 294
Martin Luther King Day 295
El mismo cantor en la University Way Avenue 296
La nave de los locos 297
Fábula con faraones 298
Dos imágenes de la hidra 299
Donde ya ocurrió la noche (en el Pike Place Market, de
Seattle) 300
Volviendo de Rocky Bay (hacia el inicio del arco iris) 301
WELCOME TO CHILE, EL POTRO DEL ESPANTO 302
Retorno a los follajes 303
La superficie de las cosas 305
Las increadas proporciones justas del amor 306

De RESPIRAR EN EL DESFILADERO
Los hechos ya se me han olvidado… 308
Hirsuto borde de la lámpara 309
Rosas para los ebrios 310
La noche sigue en la piedra 311
Amanecemos en otros países 312
Ráfagas llegan 313
Cruce de caminos 314
El afuera 315
Reliquias de Sodoma 316
Pies en la turbiedad 317
A mis niños 318
Las faltas y las sobras de los prodigios 319
Aniversario de bodas 320
Reflexión sobre la alcancía de mi hija 321
Retorno de ella 322
Trizadura del aire 323
Ajmátova 324
Rechazaré todas las delikatessen 326
Caetano Veloso 327
Keats (acerca de la melancolía y el otoño) 328
Sólo lo que brille de verdad será oído 329
John Done cerca del amanecer, en estampa para indoctos
noctámbulos 330
Visita a Eliseo Diego después de que es ido 331
Deseo de incendiar la zalagarda de las olas 332
Niebla sobre el Rahue 333
Vela de armas en el Dino’s 334
Mercado municipal 335
Donde pastan las ovejas 336
Los lugares de la desaparición 337
La polilla 338
Galgo persigue a liebre corredora 339
Cosa de maravilla y rencor 340
Río de la destrucción perfecta 341
Conoces mi sangre 342

ÓYEME COMO QUIEN OYE LLOVER


A modo de aclaración preliminar 345
SECRETOS DE LOS HELECHOS 346
Elegía 347
Hoy no llueve (escrito en invierno) 350
Advertencia para visitantes 352
Casa de dos plantas en Santiago de Chile 353
Nocturno 354
Principio de incertidumbre 355
Imposibilidad de ser otro 356
Sentencia ejecutoriada 357
En la noche del cuerpo 358
Secreto de los helechos 359
La casa de siempre 360
Dibujo del gato 361
Sister of Mercy (con voz de Leonard Cohen) 362
La enfermedad no olvida de cobrar su factura en el momento
menos apropiado 363
Paisajes acústicos tras el silencio 364
Los bosques de la lluvia 365
Escrito al otro lado del agua 366
Desayuno en solitario 367
Irrigados por el vacío 368
Descubrimiento de lo que somos 369
Brindando con las sombras 370
Te convoco, perro, porque amado tu sombra para no morir
371
El tiempo es una humedad que no se seca nunca 372
Óyeme como quien oye llover 373
Lejos de casa 374
Desapariciones 375
El peor consumidor de la patria 376
Anchura de pan 377
Habito un susurro 378
La fiesta de los perros 379
Fisonomía de la escalera 380
Pequeño informe sobre la ceguera 381
He andado muchos caminos (casi todos equivocados) 382
Noche serena 383
Yacen los amantes sobre la hierba 385
RETRATOS CON NUBES 386
¿Te acuerdas de los chubascos? 387
La ortiga deja huella en la piel 389
La infancia retorna a su papel de no crecido cuerpo 391
La puerta con candado y el establo en las nubes 392
Trilla la trilladora las espigas 393
Se aferra al cuello de este mundo 394
Levanto el hacha 395
Las viejas tejuelas de alerce 396
Entrar por los cierro para burlar los pantanos 398
La carne vive y se consume bajo las sábanas 399
Cuando sólo oíamos las voces 401
Marea baja, y aparecen las rocas 403
No estoy en casa alguna 404
Nos encontramos en los mismos caminos 406
Lleva sus pensamientos dentro y fuera de su sombra 408
Llevaba sus pensamientos dentro y fuera de sí 409
Lleva sus pensamientos en los punzantes rincones 411
Soportó un invierno de purgatorio 413
¿Dónde sepultada la rosa alegre de mi vida? 414
Ahora es tarde para volver a casa 415
Este día cambia de fronteras 417
Luces en la tarde sobre la bicicleta 418
La calle principal hierve 419
Antes hubo aquí un campo de pastoreo 420
Cisnes aplauden el paso de los payasos humanos 422
Ya se acerca el fin del año viejo 423
El acorde de las olas 425
Batir de alas entre los castillos del aire 426
La paciencia perjudicial del hielo tiene su momento 428
Se va al cementerio entre casa viejas y nuevas 430
Se abrieron los choros zapatos 432
Fuera de mí mismo hay un mundo 433
El pueblo se deshace tras el relato de los náufragos 434
Los días grises de invierno 435
Luego empiezan los paltos 436
Esta nube milagrosa 438
¿Te acuerdas de la lejana lluvia? 439
Tú yo caminamos a favor de la sintaxis 441

CON DOLOR DE MUELAS EN EL CORAZÓN 443

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