Speranza - Manual de Uso

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Graciela Speranza, “César Aira. Manual de uso”, Milpalabras, n° 1, primavera 2001; pp.

2-13

Resistente a las definiciones convencionales, intratable en términos de valor, la literatura de


César Aria impone un esfuerzo de imaginación crítica. Desmesurada, desatinada,
desopilante. Sea. Pero, ¿por qué no la evidencia de una fuerza operativa nueva que escapa a
las categorías con que hemos naturalizado las novedades del arte moderno, e incluso a las
erráticas premisas con que hemos tratado de definir la novedad del arte posmoderno? Aira,
aquí, nuestro escritor informe.

Si hay un escritor argentino que ha conseguido desafiar los poderes de la crítica y


decretar alegremente su fracaso es sin duda César Aira. Porque si bien es cierto que
desde la aparición de su primera novela, Moreira (1975), la obra de Aira no ha dejado de
alentar admiradores fanáticos y detractores indignados, los verdaderos motivos de la
fascinación o el fastidio ante cada nuevo libro suyo nunca han quedado demasiado claros. Se
está con Aira o contra Aira, más bien, por sobre un impulso anterior, aparentemente
inefable. Se dirá que la historia de la literatura está llena de desacuerdos insuflados de
pasión polémica, pero la crítica en esos casos se ha encargado de traducir los
enfrentamientos facciosos en argumentos estéticos capaces de iluminar formas nuevas,
describir nuevas miradas sobre el mundo, relaciones inéditas entre las palabras y las cosas.
Por algún motivo que escapa a las buenas intenciones y los esfuerzos de los críticos, no es el
caso de Aira. Los comentarios puntuales de sus obras o incluso las lecturas de más aliento
apenas han conseguido elaborar una especie de inventario de tópicos por defecto que se
actualizan en cada nueva novela, con un mero cambio de títulos, tramas, personajes,
escenarios, chistes. Basta recorrer un módico archivo de reseñas y lecturas críticas recientes
para recomponer el repertorio: Aira, narrador prolífico, productor de un continuo que
desdeña la corrección y la perfección de la “obra literaria”; Aira, enemigo del estilo, el bel
letrismo y los escritores profesionales; Aira, cultor de la intrascendencia, la frivolidad, la
deriva por las superficies, la huida hacia delante; Aira, alegre desacralizador de los mitos
fundantes de la cultura argentina; Aira, humorista desopilante, irónico, delirante,
disparatado. Los mismos tópicos, curiosamente, permiten argumentar el rechazo; con un
simple cambio de signo, la proliferación, la imperfección, la intrascendencia, la ironía, lo
convierten según el caso en genio o farsante.
Si a fuerza de repetición la descripción deriva en tautología, los juicios de valor sobre
la obra de Aira son aún más problemáticos. Cualquier airiano entusiasta estaría dispuesto a
admitir que dentro del copioso continuo de sus treinta y una novelas (o quizás treinta y dos;
siempre se corre el riesgo de estar “desactualizado” con Aira) hay airas mejores y peores,
pero difícilmente pueda explicar en qué consiste un buen aira. Descalificados el estilo, la
adecuación entre el plan y la realización, la trascendencia, la originalidad, la autonomía de
cada obra, ¿en base a qué atributos más o menos convencionales definir el valor de una
novela de Aira?
Frente a una obra resbalosa por su misma novedad, resistente a caracterizaciones
formales precisas, intratable en términos de valor, resta el recurso infalible a un principio de
familiaridad en el linaje y la descendencia. Por aceptación o rechazo, la tradición opera como
un marco elocuente con el cual establecer relaciones de afiliación o ruptura; la
descendencia, a su vez, como un indicador de marcas heredadas reconocibles y
diferenciales. Pero, ¿cómo encontrar precursores literarios legítimos en una lista que (si es
preciso creerle a Aira) incluye a Balzac, Baudelaire, Rimbaud, Lautréamont, Zola, Mallarmé,
Raymond Roussel, Gombrowicz y, un poco más cerca, a Arlt, Puig, Alejandra Pizarnik, Copi y
Osvaldo Lamborghini? Es indudable que hay un eco evanescente de Aira en muchos
escritores argentinos de las últimas décadas. Pero, ¿cómo individualizarlo y definirlo en un
conjunto variado de virtuales herederos que reúne literaturas tan dispares como la de Daniel
Guebel, Sergio Bizzio, Sergio Chejfec o Martín Kohan?
Ante la amenaza del fracaso crítico, queda todavía un último recurso: la palabra del
autor. Bien que desacreditadas por la teoría del texto, poco fiables en su sinceridad
construida, las opiniones del autor pueden, con cierta cautela, orientar la lectura. Pero, ¿qué
hacer frente a ese conjunto de afirmaciones sinuosas, actos de contrición y certezas
contradictorias que aira esgrime con aire de arrepentimiento cuando se lo interroga sobre su
literatura? ¿Es posible creerle a Aira o la levedad voluntaria de sus ficciones se extiende
deliberadamente a sus juicios literarios? ¿Hay ironía en sus argumentos o la risa es el
remedio infalible con que intentamos domesticarlos?
Se empieza a sospechar en este punto que hay cierta elocuencia en el fracaso crítico.
No se trata, es evidente, de simple ineficacia práctica frente a una forma resbaladiza o un
contenido inasible, sino más bien de una dificultad de otro orden para caracterizar un
impulso, una fuerza operativa nueva, que escapa a las categorías con que hemos
naturalizado las novedades del arte moderno, e incluso a las erráticas premisas con que
hemos tratado de definir la novedad del arte posmoderno. Se empieza a sospechar también
que el radicalismo de ese impulso vuelve inútiles las disquisiciones habituales sobre forma y
contenido (¿importa definir el género, las operaciones retóricas? ¿importa saber de qué
hablan las novelas de Aira?) y que quizás convenga buscar las fuentes de ese impulso en otra
parte. Se impone, creo, para empezar, cambiar el tono de la lectura de Aira. En un esfuerzo
por revitalizar a Borges, a punto de convertirse en “nuestro respetado mito incómodo”, Alan
Pauls propuso, no hace mucho, hilarizarlo; “restituirle toda la carga de risa que sus páginas
hacen detonar en nosotros, reanudar la circulación de ese flujo cómico que permanece
encapsulado: en una palabra, idiotizar a Borges de una vez por todas”. En un gesto
simétricamente inverso, quizás convenga hacer lo propio con Aira antes de que se convierta
en nuestro respetado intimito incómodo. Después de años de idiotizar a Aira, aceptando su
performance naif y veleidosa, o glosarlo dócilmente con la reverencia que imponen los
textos herméticos, propongo recuperar ese flujo grave que permanece encapsulado en su
obra: en una palabra, tomar en serio a Aira, de una vez por todas.
La mención de Borges –nuestro adalid de la forma y el estilo perfectos- no es casual. Si se me
permiten algunos rodeos, propongo leer a Aira como el artífice más consecuente de una
fuerza nueva en la literatura argentina que escapa al influjo de Borges y que, siguiendo a
Bataille y para entendernos, podríamos llamar lo informe.
La escritura, escribió alguna vez William Burroughs citando a Brion Gysin, está
cincuenta años atrasada con respecto a la pintura. Ese eventual desfasaje, argumentaba
enseguida, deriva de la materialidad del medio: mientras que el pintor puede tocar sus
materiales, asir su medio, el escritor trabaja con entidades abstractas que no puede conocer
y mucho menos manipular. De ahí que la pintura arribara al montaje, por ejemplo, cincuenta
años antes de que él mismo experimentara con la técnica del cut-up en la literatura. Las
posibilidades del montaje fructificaron en las artes visuales mucho antes de que la literatura
descubriera técnicas propias con capacidades análogas. Del mismo modo, podría
argumentarse, “lo nuevo” en las artes visuales se ofrece con una materialidad y una
visibilidad inmediatas, impensables para las operaciones más abstractas, mediadas y opacas
de la palabra. El montaje, para volver al mismo ejemplo, es autoexplicativo en la pintura, la
escultura o el cine, mientras que la complejidad más abstracta del cut-up obligaba al propio
Burroughs a ilustrar la técnica con procedimientos análogos en otras artes.
No sorprende entonces que la potencia de esa negatividad radical a la clasificación y a la
definición que Georges Bataille llamó lo informe pueda percibirse con mayor claridad en la
pintura y la escultura que en la literatura. L’Informe, la muestra monográfica organizada por
Yve-Alain Bois y Rosalind Krauss en el Centro Georges Pompidou de París en agosto de 1996,
fundamentada en L’Informe: mode d’emploi, es un ejemplo claro de la productividad de esa
nueva fuerza operativa, entendida como herramienta conceptual para reconsiderar el
pasado, el presente y, posiblemente, el futuro del arte moderno. Obras de artistas capitales
del siglo XX –Marcel Duchamp, Jackson Pollock, Andy Warhol, Cy Twombly, Lucio Fontana,
Jean Dubuffet, Claes Oldenburg, Robert Smithson, Cindy Sherman, entre otros- se
reorganizan allí en un nuevo mapa del arte del siglo, reconfigurado a partir de nuevas
operaciones estéticas propias de lo informe que desafían las categorías tradicionales de la
historia del arte (el estilo, el tema, la cronología y la obra) e incluso la oposición
forma/contenido que el mismo arte ha vuelto insuficiente, como una alternativa crítica al
lamento por la muerte de la modernidad que en las últimas décadas ha caracterizado al
discurso posmoderno.
Conviene, antes de avanzar, detenerse un momento en la prodigiosa operación de
Bataille. Como una estocada maestra con el arma enemiga, Bataille “definió” lo informe en
el Diccionario crítico, publicado episódicamente en quince números de la revista Documents
entre 1929 y 1930. Decir que lo informe se define en el Diccionario de Documents es, por
supuesto, una paradoja, la misma que sustenta la empresa. Porque en un verdadero plan de
sabotaje contra el academicismo y el espíritu del sistema, el Diccionario crítico, compuesto
con colaboraciones de Bataille, Michel Leiris y Michel Giraule, sólo guarda la apariencia de
un diccionario; las definiciones de las entradas elegidas quieren minar más bien la idea de
totalidad, clasificación y definición que organiza todo diccionario. La entrada “Informe”, por
lo tanto (como la entrada “diccionario” en un diccionario o “enciclopedia” en la Encyclopédie
de Diderot), funciona como un programa, sólo que el programa consiste aquí en desbaratar
la idea misma de programa y autosuficiencia de la razón. En apenas unas líneas Bataille
expone la empresa: “Informe: Comenzaremos un diccionario a partir del momento en que
no ofrezcamos el significado sino la tarea de las palabras. Así, lo informe no es sólo un
adjetivo que tiene tal o cual significado, sino un término que permite desclasificar, frente a la
exigencia general de que cada cosa tenga una forma. Lo que designa no implica derechos de
ningún sentido y puede ser aplastado en cualquier parte como una araña o un gusano. Para
contentar a los académicos haría falta, de hecho, que el universo adquiriera una forma. Toda
la filosofía no tiene otra meta: se trata de ponerle una levita a lo que existe, una levita
matemática. Por el contrario, afirmar que el universo no se parece a nada y es informe,
equivale a decir que el universo es algo así como una araña o un escupitajo.”
La definición es sorprendentemente económica en su negatividad: lo informe no es una
cualidad, ni un motivo, ni un tema capaz de transformarse en símbolo, ni una unidad que
pueda reducirse a un concepto, sino una operación que permite poner en marcha una
desclasificación radical (déclassement), en su doble acepción de descenso y desorden
taxonómico. Como el resto de los objetos y conceptos que se definen en el Diccionario
crítico (“Arquitectura”, “Materialismo”, “Museo”, “Ojo”, “Rascacielo” o “Escupitajo”) tiene
un carácter heterogéneo, central en el pensamiento crítico de Bataille, resistente a una
representación homogénea del mundo, esto es, a cualquier sistema filosófico y cualquier
campo de investigación. El conocimiento científico por definición, sostiene Bataille, sólo se
aplica a elementos homogéneos, mientras que lo heterogéneo es inasimilable, se opone a la
apropiación utilitaria de la ciencia, se acerca al gasto improductivo del presente y a “la vida
más allá de la utilidad” que es el dominio de la soberanía. Lo informe escapa a la voluntad de
dominio; no es una figura que se estabiliza, sino un concepto preformativo como las
palabras obscenas cuya violencia deriva menos de la semántica que del acto de
pronunciarlas. Inspirada en la “definición” de Bataille, la muestra del Pompidou del 96
permite identificar algunas operaciones de lo informe entendido como herramienta
conceptual de desclasificación en más de un sentido. Así, por ejemplo, Bois y Krauss
reconsideran el cambio de eje en la obra de Jackson Pollock en tanto camino a la “anti-
forma”: la horizontalidad de la tela en el piso (opuesta al eje vertical del hombre erecto, el
caballete en el estudio del pintor, la pared del apartamento burgués o las paredes del
museo) promueve un doble descenso material y formal que no sólo conduce a la
incorporación de restos heterogéneos que se incrustan en la superficie de la tela durante la
ejecución de la obra (clavos, monedas, fósforos, colillas) sino también a la liberación de la
forma mediante el “chorreado” que se entrega a la fuerza dispersiva de la gravedad. Más
aún, por vía de lo informe, es posible reunir la obra de Pollock con la de su clásico
antagonista, Andy Warhol. Las Oxidation paintings del 78 pueden pensarse como la
materialización de la dimensión escatológica de ese descenso: Warhol invita a sus amigos a
orinar sobre enormes telas cubiertas con pintura metálica dispuestas en el piso,
reemplazando el gesto pictórico por la “oxidación” de la tela por el efecto del ácido úrico.
El materialismo bajo –la expresión también es de Bataille- se convierte así en un arma
central en la batalla de lo informe contra el proyecto idealista, mediante una serie de
prácticas que el canon modernista sólo puede excluir de su repertorio o, en todo caso,
vincular con el modelo expresionista. El mal gusto sin distancia irónica de las falsas gemas de
Lucio Fontana, las esculturas con plástico quemado de Alberto Burri o las pinturas con barro
de Robert Rauschenberg ilustran bien un uso de la materia baja que se resiste a cualquier
desplazamiento metafórico, cualquier principio compositivo que la in-forme.
La aceptación de la entropía, en suma (un estado de desorden creciente y no
diferenciación de la materia), puede entenderse en la obra de muchos artistas modernos (la
contra-arquitectura de Robert Smithson, la acumulación y la profusión infinita de basura en
las obras de Arman o de Oldenburg, los papeles rasgados de Twombly o las láminas de acero
despedazadas de Richard Serra) como instrumentación clara de lo informe contra la
composición armónica de las formas y la tiranía del proyecto idealista. “El proyecto, escribe
Bataille en La experiencia interior, es la prisión de la que quiero escapar”.
También para César Aira, es evidente, el proyecto idealista es la prisión de la que hay que
escapar. “A veces en el comienzo de una novela”, explicó alguna vez, “sólo tengo una
anécdota que hay que rellenar; otras tengo el ambiente, los personajes y lo que se improvisa
es la fábula. En algunos casos, llevé el experimento al extremo: en esa novelita que escribí en
París, por ejemplo, La costurera y el viento, decidí escribir a partir de ese título que me cayó
del cielo, sin pensar absolutamente en nada –ni tema, ni personajes, ni ambiente-
improvisándolo todo. Salió una novela en la que me voy encontrando de pronto con una
costurera, después con un viento.” La literatura no es la consecuencia feliz de una idea
previa a la que la imaginación y el lenguaje deben adecuarse sino más bien la posibilidad de
subvertir esa lógica causal y utilitaria que une el proyecto a la realización, reemplazándola
por una inadecuación deliberada que permita el puro gasto improductivo. “La literatura”,
resume Aira, “es el reino de las ilusiones fallidas; si la intención falló hay literatura”; o mejor:
“La literatura es la máquina de invertir y desviar las intenciones”.
Los cuarenta libros o más que componen su obra, en efecto, se presentan como una
sucesión profusa de relatos sin más progresión asimilable a un proyecto que una cronología
de fechas precisas al pie, como si cada uno, sea cual fuere su extensión, hubiese sido escrito
en un día, de un tirón, al correr de la pluma, al modo de periódicas entradas descartables en
una especie de diario ficcional del escritor o una colección de ocurrencias descoyuntadas
que la literatura reúne como si fuese un bloc de apuntes. Cada relato, a su vez, se ofrece
como una sucesión igualmente antojadiza de peripecias que el comienzo sitúa y pone en
marcha y el final apenas interrumpe con un cierre provisorio, impuesto por los límites
convencionales de los géneros (la novela, el cuento) y las leyes de funcionamiento de los
bienes de consumo cultural (los libros en el mercado). “Una pequeña frase cualquiera y
después otra y otra, hasta llenar varias páginas”, “una suerte de escritura automática”, ha
dicho Aira del método de composición de su “maestro” Osvaldo Lamborghini, y la
descripción, de hecho, es más acertada para su propia literatura. La historia, en rigor,
siempre podría continuar y de ahí esa generalizada insatisfacción de los lectores frente a los
finales de Aira. La lógica causal que hace avanzar los relatos es igualmente inconsecuente:
no hay verosímil histórico, psicológico o genérico al que la narración deba conformarse, sino
más bien una inadecuación voluntaria a los moldes convencionales de la imaginación
ficcional. Basta pensar en una novela cualquiera de Aira, la última por ejemplo (o quizás ya la
anteúltima), Un sueño realizado. La historia podría resumirse más o menos así: un hombre
sale de la cárcel, se reencuentra con un amor de adolescencia, Florencia, descubre que se ha
hecho homosexual por no haberse unido a esa mujer y trama un plan de secuestros y
rescates para deshacerse del marido de ella y de su propio “marido”, hacerse con el dinero
de su jefe y unirse a Florencia. La síntesis argumental no es desacertada y, aun así, es
completamente irrelevante como descripción de la novela de Aira. No hay lógica del relato
policial o de aventuras que organice la narración, ni desarrollo de un conflicto de identidad
sexual, ni tampoco historia pasional, como podría suponerse a partir de esa mínima línea
argumental; hay en cambio una carrera inverosímil entre una moto y una bicicleta, un
champú y una tinta que se vuelven más aguados por causas inexplicables, unos pies
rebanados por un ventilador de techo que se sueldan milagrosamente por “imantación de
células”, una escena erótica homosexual con lencería porno, un microondas que provoca
una aceleración del tiempo y permite la improvisación y la espontaneidad, reflexiones
dispersas sobre el realismo y la narración. ¿Relato de aventuras? ¿Literatura fantástica?
¿Perversión erótica? ¿Metaficción? Nada de eso en términos estrictos: en cuanto asoma la
posibilidad de amparo en algún molde reconocible, la sombra de una intención, la novela los
deshace, como si la causalidad desquiciada, la intención desviada, el capricho fueran el
motor que permite avanzar. O más precisamente, improvisar. Tanto en la serie como en la
obra individual, la acumulación, la profusión virtualmente infinita, la incontinencia narrativa
se oponen a cualquier intento de selección, medida y armonía compositiva asimilables a un
proyecto. No sorprende por lo tanto la insistencia de Aira en la inutilidad de la corrección; no
hay contenido que deba adecuarse a una forma conforme a la oposición tradicional con la
que se define una estética, sino más bien el proyecto de una inadecuación radical: " A veces
escribo casi deliberadamente en provisorio", confiesa Aira, "para darme el gusto, como
hacen los escritores en serio, de poder corregir. Pero después no encuentro qué corregir
( . . . ) Me pueden dar diez años para corregir una novela que no encuentro una palabra que
cambiar. No porque esté bien sino porque no la encuentro. De hecho, vivo las novelas más
bien por el lado del contenido que de la forma. En cuanto a la forma, querría empeorarla
porque me siento demasiado elegante para mi gusto, pero hacer eso sería ridículo. Con el
contenido, habría que cambiarlo todo, habría que escribir otra novela, que, en realidad, es lo
que hago." Pero, ¿cómo describir entonces una literatura que se resiste a cualquier principio
de orden y diferenciación? ¿Cómo funciona una máquina literaria de invertir y desviar las
intenciones ? O dicho de otro modo: ¿hay método en la locura de Aira? " Escapar del
dominio del proyecto por medio de un proyecto " , propuso Bataille en La experiencia
interior, y se diría que no es otra la función del continuo, esa "huida hacia delante" que Aira
ha convertido en procedimiento privilegiado, operación conceptual de su literatura. "El
continuo, como diría el filósofo, ése es mi sistema ", dijo alguna vez, y la frase bien podría
entenderse como una defensa programática (o antiprográmatica más bien) de lo informe: la
idea de un continuo literario se opone con la misma violencia performativa a "la levita de las
formas". Contrariando la lógica racional y eficientista del sistema, el continuo airiano atenta
contra cualquier principio formal totalizador y sin embargo se presenta como un paradójico
"proyecto" unificador. Porque aun cuando lo informe promueve el desvío, la derogación y la
deconstrucción mediante la inestabilidad y la mutación de las partes, sólo puede sostener su
propia identidad a través de una forma. Lo informe, apunta oportunamente Rosalind Krauss,
no sólo implica la eliminación de la forma, sino una operación para deshacer la forma, y por
lo tanto un proceso de producción de una "mala forma".
El continuo como fuerza operativa de lo informe impide así cualquier posibilidad de
deslindar una obra para atribuirle un sentido o un valor. Porque, ¿cómo fijar el sentido de
una obra cuando el sentido se posterga deliberadamente en los cierres provisorios ? ("El
continuo se percibe en que uno puede leer sin detenerse nunca a buscar un sentido, porque
éste se desplaza indefinidamente hacia delante.") ¿Y cómo fundamentar un juicio de valor?
¿En base a qué principios hablar de una buena o una mala novela de Aira cuando el principio
del continuo ("la mala forma") redefine los términos del valor? No es la teleología
modernista que alienta un avance hacia la "obra maestra" como culminación autosuficiente
y autoelocuente del artista lo que anima el continuo, ni la ontología modernista que busca la
plenitud formal de un todo como camino hacia la revelación del sentido, sino más bien una
especie de entropía, de energía que se degrada en el avance. Contra el orden y la unidad
ideal de la narración, entonces, un estado de desorden creciente y de indiferenciación: "Esos
lectores que van del principio al fin, son en cierto modo una frustración para mí, en el
sentido en que la novela no pueda desplegarse toda y quedar como flotando en un espacio,
en un tiempo vuelto espacio donde se pueda entrar por cualquier lado". Contra la
verticalidad del sentido, el avance hori zontal: "Utopía de la literatura: que la literatura sea
un continuo donde entre todo, donde se pongan en la misma senda, incluso el sentido,
incluso la alegoría que es lo más vertical de todo". Contra la verticalidad del valor -una buena
novela, un buen estilo, una buena trama, una buena metáfora, etc.-, la dispersión. Sólo la
operación conceptual, en todo caso, -la literatura como continuo puede ser sometida a un
juicio de valor: "Va a llegar el momento", augura Aira, "en que algún crítico va a ver las
relaciones, cómo es todo el asunto, no sólo una novela ( . . . ) la crítica que se hace
habitualmente se restringe a un libro y nada más. Un libro no es absolutamente nada."
Pero el continuo no es sólo una manifestación de la radicalidad de lo informe en términos
formales. No hay en el contenido del continuo un saber que se privilegie sino una
convivencia de saberes de orígenes variados que buscan la heterología mediante la
conversión de cualquier saber monológico en futilidad. Historia argentina en Ema la cautiva,
cultura china en Una novela china, antropología en Los fantasmas, economía de la pequeña
empresa en Las abejas, fitness y artes marciales en La guerra de los gimnasios, danza en El
volante, historia de la fisionomía en Un episodio en la vida del pintor viajero: los saberes son
siempre paradójicos en Aira, desnaturalizados y por lo tanto invertidos. “Este roce de
códigos de orígenes diversos, de estilos diferentes”, escribe Roland Barthes a propósito de
'El dedo gordo' de Bataille, “es contrario a la monología del saber, que consagra a los
'especialistas' y desprecia a los polígrafos (a los aficionados). Se produce, en suma, un saber
burlesco, heteróclito (etimológicamente: que se inclina a uno y otro lado): es ya una
operación de escritura (que impone la separación entre los distintos saberes -o como se
dice, entre distintos géneros); surgida de la mezcla de los saberes, la escritura mantiene a
raya 'las arrogancias científicas al tiempo que conserva una aparente legibilidad'."
Al mismo tiempo, la horizontalidad del continuo airiano abre la obra a una indiferenciación
de los materiales, una especie de precipitado cultural heterogéneo que lleva a desestimar la
oposición dialéctica entre modernidad y kitsch. Todo cabe en las novelas de Aira, desde los
personajes de ficción de la literatura canónica argentina (la cautiva Ema, Moreira) hasta los
personajes reales de los más variados medios culturales (el crítico rosarino Alberto
Giordano, la actriz Cecilia Roth, el escritor Carlos Fuentes, el fisionomista alemán del siglo
pasado Johan Moritz Rugendas), desde los residuos de la novela histórica o el casus
escolástico al teleteatro, la historieta o el cine de superacción, desde el saber enciclopédico
en una lengua de divulgación estilizada de Un episodio en la vida del pintor viajero hasta el
idiolecto fascista y bárbaro de un taxista argentino trancripto en "Taxol". Todo se mezcla sin
solución de continuidad en la obra como una aglomeración que inhabilita la nominación y
aspira a lo indiferenciado. Amparándose en la potencia de lo informe, así, el continuo se
propone como una operación capaz de desplazar la dicotomía formal/contenido, oponiendo
lo heterogéneo a cualquier representación homogénea del mundo asimilable a un sistema
filosófico, ideológico o estético: "El continuo del que suelo hablar es poner en el mismo nivel
elementos heterogéneos que normalmente deberían ir en niveles distintos, por ejemplo la
forma y el contenido. El truco está en encontrar cosas que sean de verdad heterogéneas,
porque muchas que lo parecen, bien miradas tienen un plano de homogeneidad; todas lo
tienen; esa busca de heterogeneidades cada vez más marcadas, más irrreconciliables, es el
juego frívolo al que me dedico."
El continuo, por otra parte, opera como una respuesta clara respecto de la tradición y,
sobre todo, de la omnipresente herencia de Borges en la literatura argentina de los 70; nada
más alejado del antiproyecto airiano que el rigor formal consustancial al nominalismo
borgeano. "Si yo estuve toda mi juventud arrodillado delante de Borges", ironiza Aira, "me lo
merecía por ser joven. Pero ahora... cuando uno realmente madura y empieza a tener un
paladar más exigente, ya Borges... Borges es un escritor para la juventud y para las masas,
para el pueblo. Cuando uno quiere una cosa realmente refinada y buena, ahí está Arlt, que
es un artista incomparable." Frente al "intrínseco rigor", la unidad formal y la preeminencia
del orden en la literatura borgeana, el" azar desprolijo " de lo informe; frente a las doctrinas
filosóficas de rigurosa armonía expositiva que estimulan las intrigas bien urdidas por la
coherencia sin fisuras de sus sistemas (Spinoza, Bertrand Russell), las filosofías de lo
heterogéneo y lo indiferenciado; frente a la correción obsesiva y la depuración en la obra
borgeana, la huida hacia delante y la proliferación.
El nutrido inventario de sellos editoriales en los que Aira ha publicado sus relatos
(dieciséis por lo menos) podría entenderse entonces como la traducción institucional de esa
búsqueda de heterogeneidad. No hay obra homogénea acumulada en un catálogo sino más
bien, en términos estrictos, diversificación y saturación de la plaza: un exceso indiferenciado
contra la lógica institucional del mercado que debe vender la novedad; un continuo
irreductible contra la lógica institucional de la crítica que debe leer la novedad. De ahí,
quizás, la virtual inadecuación de la obra de Aira al mercado, evidente en cierta resistencia
tácita de sus novelas a las definiciones sintéticas de las contratapas de los libros. Por algún
motivo, de todos los adjetivos con el prefijo "des" con que se intenta domesticar lo
inasimilable de su literatura (“desmesurada”, “desbordante”, “desmedida”, “desatinada”),
el más frecuente es “desopilante”. El más azarosamente atinado también, si se atiende a la
etimología cierta de "desopilante". La inadecuada adecuación del calificativo, podría
pensarse, funciona como un último efecto boomerang del antiproyecto airiano:
"Desopilante: que desopila. Desopilar: curar la opilación. Opilación: 1-obstrucción en
general, 2- supresión del flujo menstrual, 3- acumulación del humor seroso en el cuerpo."
Desopilante, luego: que permite desobstruir un flujo natural, liberándose de una
acumulación indeseada. He ahí quizás la definición más cabal del continuo airiano y sus
efectos: Aira, nuestro escritor informe y por lo tanto desopilante.

"En la escuela Zen de la iluminación súbita hay tres verdades principales, llamadas las
verdades susurradas. . . Susurradas porque no deben ser dichas ya que no serán entendidas.
La primera sostiene que la creación es infinita, ¡vasta!, incomprensiblemente. . . grande. La
segunda sostiene que en esa vasta creación la acción debe ser como escribir en el agua, -¿no
es hermoso?- o como subirse a un árbol en invierno, es decir, sin dejar im presión. Y la última
sostiene que debemos entender que los opuestos no son opuestos."John Cage

Informe, desopilante, de acuerdo. Pero, ¿es posible hablar de la obra de Aira sin los
prefijos de la negación, la inversión o la privación? Su negatividad radical es indudable, pero
¿hay algo que se afirma en la literatura de Aira?
“La nueva escritura”, un breve texto ensayístico publicado en La jornada semanal de
México en 1998, podría leerse como una respuesta a esa pregunta -la más transparente y
asertiva quizás entre las sinuosas teorizaciones de Aira-, susurrada desde lejos con cierta
deliberación. "Duchamp en México" -un relato fechado en México el 28 de noviembre de
1996- podría ser, en ese caso, su más acabada versión ficcional.
La tesis central del ensayo es concluyente: sólo las vanguardias ofrecen una alternativa
para salir del callejón sin salida en que ha quedado la literatura después de la profe-
sionalización del escritor, responsable del congelamiento de la forma artística; sólo mediante
la creación de procedimientos -la herramienta esencial de las vanguadias- el arte puede
recuperar su radicalidad constitutiva: "Constructivismo, escritura automática, ready-made,
dodecafonismo, cut-up, azar, indeterminación. Los grandes artistas del siglo xx no son los
que hicieron obra, sino los que inventaron procedimientos para que las obras se hicieran
solas, o no se hicieran. ¿Para qué necesitamos obras? ¿Quién quiere otra novela, otro
cuadro, otra sinfonía? ¡Cómo si no hubiera bastantes ya! "La obra, luego, será el
procedimiento para hacer obras, sin la obra "o con la obra como apéndice documental que
sirva sólo para deducir el proceso del que salió". La obra de John Cage ("un artista favorito")
y particularmente su Music of Changes (1951 ), creada mediante el azar recurriendo a los
hexagramas del I Ching, ilustra en el ensayo la primacía del procedimiento. Es cierto que se
trata de un músico pero esa fatalidad no invalida, según Aira, el ejemplo para la literatura; el
procedimiento establece una comunicación entre las artes, "huella de un sistema edénico en
que todas las artes formaban una sola". Ya en 1913 Marcel Duchamp había hecho un
experimento semejante, determinando las notas por azar, pero sin ejecutarlo, ya que
consideraba la realización "muy inútil". "No se trata entonces de conocer", concluye Aira,
"sino de actuar. Y creo que lo más sano de las vanguardias, de las que Cage es epítome, es
devolver al primer plano la acción, no importa si parece frenética, lúdica, sin dirección,
desinteresada de los resultados."
La literatura de Aira, en efecto, puede ser leída positivamente como la puesta en práctica
de este programa de acción en el continuo de las artes, como una extensión literaria del
procedimiento central de Cage y Duchamp, el azar. "Duchamp en México" es en ese sentido
la saturación del procedimiento, convertido en tema, anécdota y forma del relato. De turista
en México, Aira compra sucesivamente diez libros idénticos de Duchamp a diez precios
distintos en escala descendente, emprende una serie de cálculos delirantes sobre "las
metamorfosis numéricas de los precios", y reflexiona sobre las posibilidades de escribir un
relato "sin estilo, sin empaque, como anotaciones improvisadas, casi sin frases", apenas un
esquema de novela para ser llenado por otros como un género nuevo y promisorio: "no las
novelas, de las que ya no puede esperarse nada, sino su plano maestro, para que la escriba
otro". Como en el arte de Cage y Duchamp, el azar y la acción todo lo gobiernan en la
literatura de Aira ("La palabra arte", dijo Duchamp, " en términos etimológicos, significa
hacer, simplemente hacer"). El azar anula la composición, la disposición deliberada de los
elementos, promueve un grado mayor de libertad para la conjunción sorpresiva dentro de
una estructura o un proceso dado y convierte al arte en una especie de bastidor arbitrario
donde puede suceder lo inesperado. Como en la obra de Cage o Duchamp, las "operaciones
del azar" intentan sortear las trampas del yo, las emociones y los hábitos y superar al mismo
tiempo las clásicas dicotornías occidentales (bien/mal, sensualidad/razón, sentido/sin
sentido) mediante la aceptación de la gracia generativa del accidente. Y si, como sostiene
Aira, el procedimiento de las tablas de elementos que usa Cage puede servir para cualquier
arte incluida la literatura, sus relatos parecen entregarse a la "tabla de elementos" más
esencial de toda narración, los principios básicos de la narratología (los elementos de la
Morfología del cuento folclórico de Vladimir Propp, digamos ), actualizados con
determinaciones azarosas. Pero, ¿qué lee entonces el lector de Aira? Lee, precisamente, sus
ocurrencias, la gracia sorpresiva del incidente.
Por vía del azar, al mismo tiempo, la obra se libera de los cánones convencionales del
gusto y la tradición. Si Duchamp posibilitó un cambio radical en el juicio estético,
reemplazando el clásico "Esto es bello" por "Esto es arte", no sorprende que la obra de Aira,
deudora de esa libertad, se resista al juicio estético tradicional. Tampoco sorprende que se
libere así de los clásicos procesos de filiación y afiliación en la tradición literaria. "El van -
guardista ", dice Aira glosando a Cage, " crea un procedimiento propio, un canon propio, un
modo individual de recomenzar desde cero el trabajo del arte." No hay genealogía literaria
de Aira en sentido estricto, de hecho, y mucho menos descendencia legítima. De ahí la
imposibilidad de la reapropiación reductora de su literatura por vía del desaliño, la
banalidad, el chiste, el anacronismo o la digresión, evidente en la pobreza comparativa de
algunos de sus epígonos. Como uno de esos CDs que llevan incorporados un sistema que
inhabilita la copia, el continuo airiano es inasimilable e irreductible.
Con toda su negatividad, sin embargo, hay una herencia de lo informe que se ofrece en
su literatura como un principio de soberanía contra la servidumbre estéril de las "buenas
escrituras", el profesionalismo vacuo, la tiranía autoinflingida del proyecto y el estilo propios,
e incluso el recurso defensivo a la parodia. "Escribir mal, sin correcciones, en una lengua
vuelta extranjera", escribe Aira en Nouvelles lmpressions du Petit Maroc, "es un ejercicio de
libertad que se parece a la literatura misma. De pronto, descubrimos que todo nos está
permitido." Pero, ¿cabe, a fin de cuentas, citar a Aira? ¿O las frases deberían desvanecerse
una vez leídas, como si hubiesen sido escritas en el agua? 

Lecturas
La propuesta de Alan Pauls respecto de la lectura crítica de Borges aparece hacia el final de
El factor Borges (Fondo de Cultura Económica, 2000). Las reflexiones de William Burroughs
sobre las relaciones entre pintura y literatura están tomadas de The Job, Interviews wlth
William Burroughs de Daniel Odler (Penguin, New York). Las referencias a lo informle en Ba-
tallle y en el arte del siglo XX, de la Encyclopaedia Acephalica (Documents of the Avant-
Garde, Atlas Press, Londres), y sobre todo del iluminador catálogo razonado de L’Informe de
Yve-Alain Bols y Rosalind E Krauss, Formless A User’s Guide (Zone Books, New York). La cita
de Roland Barthes sobre "El dedo gordo" de Bataille es de "Las salidas del texto", incluido en
Bataille (Editorial Mandrágora, Barcelona). Las referencias y citas de John Cage pertenecen a
Musicage, John Cage in conversation with Joan Retallack (Wesleyan Universlty Press,
Hanover y Londres), y las de Marcel Duchanlp, a Kant after Duchamp de Thierry de Duve
(October, The MIT Press, Cambridge, Massachusetts).

Las citas de César Aira pertenecen a diversas entrevistas incluidas en Primera persona de
G.S. (Norma, Buenos Aires), La curiosidad impertinente de Gulllermo Saavedra (Beatriz
Viterbo, Rosario), La muela del Juicio (reportaje de Esteban López Brusa y Miguel Dalmaroni,
La Plata, 1992), El país (reportaje de Ignacio Echevarría, Madrid, 1999) y a los siguientes
textos de Aira "Prólogo" a Novelas y cuentos de Osvaldo Lamborghini (Ediciones del Serbal,
Barcelona), "La nueva escritura" (La jornada semanal, México, 1998), "Duchamp en
MéxiCO", en Taxol (Simurg, Buenos Aires) y Nouvelles Impressions du Petit Maroc (M.E.E.T.,
Saint-Nazaire).
Imagen:
En L´Affaire du courrier (1961-1962) el artista francés Arman reunió tres meses de la
correspondencia recibida por Pierre Restany en una caja de madera cubierta de Plexiglas.
Yve-Alain Bois y Rosalind Krauss incluyeron la obra en L´Informe (Centro Georges Pompidou,
1996) como manifestación de la entropía, la acumulación y la profusión infinita, propies de
lo informe.

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