El Deber, El Ser y El Deber Ser
El Deber, El Ser y El Deber Ser
El Deber, El Ser y El Deber Ser
El deber ser nos habla de los deseos y la voluntad del hombre, y digo del
hombre ya que es el único animal racional, que tiene voluntad, la cual
puede cambiar los acontecimientos a su alrededor.
Con esto, quiero decir que el hombre es un Ser, que Debe Ser; un animal
que puede cambiar su situación con su voluntad; una alimaña que con
sus decisiones puede convertirse al fin en hombre.
DEBER SER
Immanuel Kant.
Imperativo categórico
DEBER
1. La actuación moral
El concepto de deber ocupa uno de los lugares centrales de nuestro
3. El deontologismo kantiano
Toda la reflexión moral perteneciente al mundo antiguo mantiene
un
punto en común: son éticas que se ocupan de lo bueno para el
individuo, de su felicidad, de lo que en general podríamos
denominar
una «vida buena». Haciendo más hincapié en la prudencia o en la
observancia de la ley, lo cierto es que el objetivo que se persigue es
el
mismo: ofrecer una orientación racional que nos permita
separarnos
del «querer fáctico», de la inmediatez de lo deseado, y distinguir
así
entre la verdadera y la falsa felicidad. La polis, la naturaleza o Dios
ofrecían el momento de incondicionalidad desde el que otorgar
validez
al deber moral, esto es, desde el que extraer las razones para
apoyar
la intersubjetividad del deber.
Sin embargo, factores como la aparición de la ciencia moderna, el
descubrimiento de nuevos mundos, el surgimiento del mercado
económico como sistema de integración, las escisiones y luchas
internas de la Iglesia... hacen que no sea posible mantener por más
tiempo una imagen unitaria del mundo. Nos encontramos así sin
ninguna medida normativa que pueda ser aceptada por todos y,
por
tanto, sin ningún criterio de validez del que puedan derivarse
normas
correctas. La relación entre el hombre-tal-como-debe-ser y el
hombre-tal-como-es, base de la obligación moral, no constituye ya
ningún todo coherente.
El emotivismo sería la única respuesta a esta situación si la ética no
Según esta concepción del punto de vista moral, una acción posee
valor moral únicamente cuando ha sido realizada por deber, esto
es,
cuando el motivo de la acción no ha sido otro que el respeto al
deber
moral expresado por el imperativo categórico. A pesar de estas
afirmaciones, no asoma ningún rasgo de «militarismo prusiano» si
nos
damos cuenta de que el eje central de este deontologismo no es la
sumisión a la ley, sino la sumisión a la ley autoimpuesta. Sólo la
autonomía, la capacidad de autodeterminación, representa una
razón
«moral» para el sometimiento al deber 20.
Con la ética kantiana asistimos a la consumación del concepto de
libertad individual como autonomía que, como hemos visto,
asomaba
ya en la ética estoica. La insistencia en el deber como explicación
de la
intención de la acción refleja el objetivo común de dejar al
descubierto
aquello de lo que la voluntad puede sentirse plena y
definitivamente
responsable. Delimitar el ámbito moral al ámbito del «poder
querer»,
entender esta voluntad como razón práctica, y ésta como
obediencia a
la ley, es propio de ambos conceptos de deber. No obstante, la
ruptura
del marco ontológico obliga a Kant a una mayor radicalización en la
intersubjetividad.
Este sería el caso si Kant, como el utilitarismo, viera en las
consecuencias de la acción en el bienestar general, el criterio de
moralidad, pero no es así. Para Kant se trata de un deber
«derivado»,
mientras que el momento moral es anterior a las consecuencias y
puede ser definido independientemente de ellas. Lo que no
significa,
como acabamos de ver, que también pueda ser realizado sin tener
en
cuenta las consecuencias.
Una vez introducido y justificado el punto de vista moral, Kant
pretende definir, igualmente a priori, los deberes y virtudes que se
siguen del imperativo categórico, de forma que sirvan de puente
entre
el criterio moral y la acción concreta. Obtendríamos así los fines
que
debería proponerse el arbitrio libre y las virtudes que, como formas
de
acción, son indispensables para alcanzarlos. Ahora bien, ¿es posible
sólo tenerlos como una fuente auxiliar para nuestro propio juicio
moral,
implica más bien reconocerles la capacidad de participar en todo lo
que afecte a sus intereses. La relación interna existente entre
sujeto y
sociedad se traduce, en el terreno de la ética, en la dependencia
entre
conocimiento moral y diálogo.
Con esta referencia al posible consenso racional no se pierde la
dialéctica entre idealidad y realidad, característica básica de todo
concepto abstracto de deber. El principio ético-discursivo nos lleva
a la
realización de discursos fácticos, reales, pero éstos están siempre
bajo
la «medida crítica» del punto de vista moral. Razón por la cual
nunca
puede el discurso suplantar el papel del sujeto autónomo. Cuando
rompemos la rigidez del paradigma de la conciencia, nos damos
cuenta
de que «intrasubjetividad» e «intersubjetividad» no son elementos
contrapuestos, sino dos instantes diferentes dentro del mismo
actuar
autónomo. De ninguna forma puede abandonarse el momento de
decisión propio del sujeto autónomo, pero éste no puede pretender
validez si al mismo tiempo no reconoce la dependencia recíproca
en la
que se encuentra su decisión con todas las demás partes en
conflicto.
El momento de validez, por así decirlo, se le escapa al individuo, y
sólo
encuentra su lugar específico en las estructuras de reconocimiento
recíproco en las que se ha formado.
No obstante, una de las críticas realizadas al deontologismo
kantiano vuelve a reaparecer ante el procedimentalismo
ético-discursivo: la difuminación de los límites propios de la moral y
el
derecho. La causa de esta confusión radica, en el caso de la ética
discursiva, en la localización de la validez moral en el resultado de
un
procedimiento y no en la conciencia moral de los propios afectados.
Con esta arquitectónica podemos dar razón del deber moral sin
renunciar a su incondicionalidad y sin caer, por ello, en ningún tipo
de
dogmatismo o absolutismo. El mandato autoritario, la obediencia
ciega,
el actuar sin razones... son factores que nada tienen que ver con
las
éticas deontológicas que aquí hemos repasado brevemente. Más
bien
al contrario, la reflexión sobre el deber moral siempre ha tenido
que ver
con esa capacidad humana de guiar la propia vida a la que hemos
denominado autonomía.
Renunciar al momento deontológico supone eliminar la posibilidad
de una orientación intersubjetiva de la acción, apoyada
precisamente
en esta autonomía. A tal renuncia nos veríamos abocados si
quisiésemos mantener la primacía de la felicidad dentro del punto
de
vista moral. Los estoicos pudieron mantener este concepto de
deber
unido a la búsqueda de la felicidad, pero ya no poseemos ninguna
forma de vida de la que podamos predicar universalidad, ningún
concepto previo de naturaleza o esencia humana. La dimensión de
la
felicidad queda siempre pendiente de tradiciones concretas, de
formas
de vida particulares y de sistemas sustantivos de valoración. Ellos
nos
proporcionan el material necesario para definir lo que somos y lo
que
queremos ser, para decidir el grado de realización de nuestra
existencia. La felicidad es, en definitiva, una cuestión existencial
que,
aun dentro de los contextos tradicionales de la Lebenswelt,
mantiene
un carácter personal y subjetivo.
El deber moral sólo se refiere a una parte «mínima», pero
necesaria, de la vida en común. Sería igualmente un sinsentido
limitar
la complejidad y riqueza de una forma de vida, sea individual o
colectiva, a la estricta racionalidad de la justicia de nuestras
normas e
instituciones.
D. García Marzá
10-ÉTICA págs. 71-100
....................
11 M. T. Cicerón, Sobre los deberes. Tecnos, Madrid 1989, 1, 2-5 y
nota 32.
12 Ibid., 3, 13-14.
14 Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres.
Espasa Calpe,
Madrid 1990, 56.
15 Ibid., 121, ver también la misma crítica en La paz perpetua.
Tecnos, Madrid
1985, 46, y Teoría y praxis. Tecnos, Madrid 1986, 22.
17 Kant, La fundamentación..., 81.
19 I. Kant, La fundamentación..., 92.
20 Ibid. 119